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Harry Potter, saga completa - J. K. Rowling

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Títulos originales:
Harry Potter and the Philosopher’s Stone
Harry Potter and the Chamber of Secrets
Harry Potter and the Prisoner of Azkaban
Harry Potter and the Goblet of Fire
Harry Potter and the Order of the Phoenix
Harry Potter and the Half-Blood Prince
Harry Potter and the Deathly Hallows
J. K. Rowling, 1997, 1998, 1999, 2000, 2003, 2005, 2007
Traducción: Alicia Dellepiane Rawson, Adolfo Muñoz García y Nieves Martín Azofra,
Gemma Rovira Ortega
Ilustraciones: Mary GrandPré
Diseños de portadas: Tiago da Silva
Editor digital: Titivillus
Editor de la compilación: DHa-41
ePub base r1.2
J. K. Rowling
Harry Potter
saga completa
Harry Potter - 0
ePub r1.0
Titivillus y DHa-41 29.03.2018
De J.K. Rowling
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Harry Potter se ha quedado huérfano y vive en casa de sus
abominables tíos y del insoportable primo Dudley. Harry se siente
muy triste y solo, hasta que un buen día recibe una carta que
cambiará su vida para siempre. En ella le comunican que ha sido
aceptado como alumno en el colegio interno Hogwarts de magia y
hechicería. A partir de ese momento, la suerte de Harry da un
vuelco espectacular. En esa escuela tan especial aprenderá
encantamientos, trucos fabulosos y tácticas de defensa contra las
malas artes. Se convertirá en el campeón escolar de quidditch,
especie de fútbol aéreo que se juega montado sobre escobas, y se
hará un puñado de buenos amigos… aunque también algunos
temibles enemigos. Pero sobre todo, conocerá los secretos que le
permitirán cumplir con su destino. Pues, aunque no lo parezca a
primera vista, Harry no es un chico común y corriente. ¡Es un mago!
Para Jessica, a quien le gustan las historias,
para Anne, a quien también le gustaban,
y para Di, que oyó ésta primero.
CAPÍTULO UNO
El niño que sobrevivió
E
señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive,
estaban orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente.
Eran las últimas personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo
extraño o misterioso, porque no estaban para tales tonterías.
El señor Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que
fabricaba taladros. Era un hombre corpulento y rollizo, casi sin cuello,
aunque con un bigote inmenso. La señora Dursley era delgada, rubia y tenía
un cuello casi el doble de largo de lo habitual, lo que le resultaba muy útil,
ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándolo por encima de la valla
de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Dursley tenían un hijo
pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor que él.
Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también tenían un secreto,
y su mayor temor era que lo descubriesen: no habrían soportado que se
supiera lo de los Potter.
La señora Potter era hermana de la señora Dursley, pero no se veían
desde hacía años; tanto era así que la señora Dursley fingía que no tenía
hermana, porque su hermana y su marido, un completo inútil, eran lo más
L
opuesto a los Dursley que se pudiera imaginar. Los Dursley se estremecían
al pensar qué dirían los vecinos si los Potter apareciesen por la acera.
Sabían que los Potter también tenían un hijo pequeño, pero nunca lo habían
visto. El niño era otra buena razón para mantener alejados a los Potter: no
querían que Dudley se juntara con un niño como aquél.
Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Dursley se
despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises que
amenazaban tormenta. Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera
los acontecimientos extraños y misteriosos que poco después tendrían lugar
en toda la región. El señor Dursley canturreaba mientras se ponía su corbata
más sosa para ir al trabajo, y la señora Dursley parloteaba alegremente
mientras instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta.
Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana.
A las ocho y media, el señor Dursley cogió su maletín, besó a la señora
Dursley en la mejilla y trató de despedirse de Dudley con un beso, aunque
no pudo, ya que el niño tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales
contra las paredes. «Tunante», dijo entre dientes el señor Dursley mientras
salía de la casa. Se metió en su coche y se alejó del número 4.
Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo
raro: un gato estaba mirando un plano de la ciudad. Durante un segundo, el
señor Dursley no se dio cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la
cabeza para mirar otra vez. Sí había un gato atigrado en la esquina de Privet
Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué había estado pensando? Debía de
haber sido una ilusión óptica. El señor Dursley parpadeó y contempló al
gato. Éste le devolvió la mirada. Mientras el señor Dursley daba la vuelta a
la esquina y subía por la calle, observó al gato por el espejo retrovisor: en
aquel momento el felino estaba leyendo el rótulo que decía «Privet Drive»
(no podía ser, los gatos no saben leer los rótulos ni los planos). El señor
Dursley meneó la cabeza y alejó al gato de sus pensamientos. Mientras iba
a la ciudad en coche no pensó más que en los pedidos de taladros que
esperaba conseguir aquel día.
Pero en las afueras ocurrió algo que apartó los taladros de su mente.
Mientras esperaba en el habitual embotellamiento matutino, no pudo dejar
de advertir una gran cantidad de gente vestida de forma extraña. Individuos
con capa. El señor Dursley no soportaba a la gente que llevaba ropa
ridícula. ¡Ah, los conjuntos que llevaban los jóvenes! Supuso que debía de
ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el volante y su mirada
se posó en unos extraños que estaban cerca de él. Cuchicheaban entre sí,
muy excitados. El señor Dursley se enfureció al darse cuenta de que dos de
los desconocidos no eran jóvenes. Vamos, uno era incluso mayor que él, ¡y
vestía una capa verde esmeralda! ¡Qué valor! Pero entonces se le ocurrió
que debía de ser alguna tontería publicitaria; era evidente que aquella gente
hacía una colecta para algo. Sí, tenía que ser eso. El tráfico avanzó y, unos
minutos más tarde, el señor Dursley llegó al aparcamiento de Grunnings,
pensando nuevamente en los taladros.
El señor Dursley siempre se sentaba de espaldas a la ventana, en su
oficina del noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella mañana le
habría costado concentrarse en los taladros. No vio las lechuzas que
volaban en pleno día, aunque en la calle sí que las veían y las señalaban con
la boca abierta, mientras las aves desfilaban una tras otra. La mayoría de
aquellas personas no había visto una lechuza ni siquiera de noche. Sin
embargo, el señor Dursley tuvo una mañana perfectamente normal, sin
lechuzas. Gritó a cinco personas. Hizo llamadas telefónicas importantes y
volvió a gritar. Estuvo de muy buen humor hasta la hora de la comida,
cuando decidió estirar las piernas y dirigirse a la panadería que estaba en la
acera de enfrente.
Había olvidado a la gente con capa hasta que pasó cerca de un grupo
que estaba al lado de la panadería. Al pasar los miró enfadado. No sabía por
qué, pero le ponían nervioso. Aquel grupo también susurraba con agitación
y no llevaba ni una hucha. Cuando regresaba con un dónut gigante en una
bolsa de papel, alcanzó a oír unas pocas palabras de su conversación.
—Los Potter, eso es, eso es lo que he oído…
—Sí, su hijo, Harry…
El señor Dursley se quedó petrificado. El temor lo invadió. Se volvió
hacia los que murmuraban, como si quisiera decirles algo, pero se contuvo.
Se apresuró a cruzar la calle y echó a correr hasta su oficina. Dijo a
gritos a su secretaria que no quería que le molestaran, cogió el teléfono y,
cuando casi había terminado de marcar los números de su casa, cambió de
idea. Dejó el aparato y se atusó los bigotes mientras pensaba… No, se
estaba comportando como un estúpido. Potter no era un apellido tan
especial. Estaba seguro de que había muchísimas personas que se llamaban
Potter y que tenían un hijo llamado Harry. Y pensándolo mejor, ni siquiera
estaba seguro de que su sobrino se llamara Harry. Nunca había visto al niño.
Podría llamarse Harvey. O Harold. No tenía sentido preocupar a la señora
Dursley, siempre se trastornaba mucho ante cualquier mención de su
hermana. Y no podía reprochárselo. ¡Si él hubiera tenido una hermana
así…! Pero de todos modos, aquella gente de la capa…
Aquella tarde le costó concentrarse en los taladros, y cuando dejó el
edificio, a las cinco en punto, estaba todavía tan preocupado que, sin darse
cuenta, chocó con un hombre que estaba en la puerta.
—Perdón —gruñó, mientras el diminuto viejo se tambaleaba y casi caía
al suelo. Segundos después, el señor Dursley se dio cuenta de que el
hombre llevaba una capa violeta. No parecía disgustado por el empujón. Al
contrario, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa, mientras decía con
una voz tan chillona que llamaba la atención de los que pasaban:
—¡No se disculpe, mi querido señor, porque hoy nada puede
molestarme! ¡Hay que alegrarse, porque Quien-usted-sabe finalmente se ha
ido! ¡Hasta los muggles como usted deberían celebrar este feliz día!
Y el anciano abrazó al señor Dursley y se alejó.
El señor Dursley se quedó completamente helado. Lo había abrazado un
desconocido. Y por si fuera poco le había llamado muggle, no importaba lo
que eso fuera. Estaba desconcertado. Se apresuró a subir a su coche y a
dirigirse hacia su casa, deseando que todo fueran imaginaciones suyas (algo
que nunca había deseado antes, porque no aprobaba la imaginación).
Cuando entró en el camino del número 4, lo primero que vio (y eso no
mejoró su humor) fue el gato atigrado que se había encontrado por la
mañana. En aquel momento estaba sentado en la pared de su jardín. Estaba
seguro de que era el mismo, pues tenía unas líneas idénticas alrededor de
los ojos.
—¡Fuera! —dijo el señor Dursley en voz alta.
El gato no se movió. Sólo le dirigió una mirada severa. El señor Dursley
se preguntó si aquélla era una conducta normal en un gato. Trató de
calmarse y entró en la casa. Todavía seguía decidido a no decirle nada a su
esposa.
La señora Dursley había tenido un día bueno y normal. Mientras
comían, le informó de los problemas de la señora Puerta Contigua con su
hija, y le contó que Dudley había aprendido una nueva frase («¡no lo
haré!»). El señor Dursley trató de comportarse con normalidad. Una vez
que acostaron a Dudley, fue al salón a tiempo para ver el informativo de la
noche.
—Y, por último, observadores de pájaros de todas partes han informado
de que hoy las lechuzas de la nación han tenido una conducta poco habitual.
Pese a que las lechuzas habitualmente cazan durante la noche y es muy
difícil verlas a la luz del día, se han producido cientos de avisos sobre el
vuelo de estas aves en todas direcciones, desde la salida del sol. Los
expertos son incapaces de explicar la causa por la que las lechuzas han
cambiado sus horarios de sueño. —El locutor se permitió una mueca irónica
—. Muy misterioso. Y ahora, de nuevo con Jim McGuffin y el pronóstico
del tiempo. ¿Habrá más lluvias de lechuzas esta noche, Jim?
—Bueno, Ted —dijo el meteorólogo—, eso no lo sé, pero no sólo las
lechuzas han tenido hoy una actitud extraña. Telespectadores de lugares tan
apartados como Kent, Yorkshire y Dundee han telefoneado para decirme
que en lugar de la lluvia que prometí ayer ¡tuvieron un chaparrón de
estrellas fugaces! Tal vez la gente ha comenzado a celebrar antes de tiempo
la Noche de las Hogueras. ¡Es la semana que viene, señores! Pero puedo
prometerles una noche lluviosa.
El señor Dursley se quedó congelado en su sillón. ¿Estrellas fugaces por
toda Gran Bretaña? ¿Lechuzas volando a la luz del día? Y aquel rumor,
aquel cuchicheo sobre los Potter…
La señora Dursley entró en el comedor con dos tazas de té. Aquello no
iba bien. Tenía que decirle algo a su esposa. Se aclaró la garganta con
nerviosismo.
—Eh… Petunia, querida, ¿has sabido últimamente algo sobre tu
hermana?
Como había esperado, la señora Dursley pareció molesta y enfadada.
Después de todo, normalmente ellos fingían que ella no tenía hermana.
—No —respondió en tono cortante—. ¿Por qué?
—Hay cosas muy extrañas en las noticias —masculló el señor Dursley
—. Lechuzas… estrellas fugaces… y hoy había en la ciudad una cantidad
de gente con aspecto raro…
—¿Y qué? —interrumpió bruscamente la señora Dursley.
—Bueno, pensé… quizá… que podría tener algo que ver con… ya
sabes… su grupo.
La señora Dursley bebió su té con los labios fruncidos. El señor Dursley
se preguntó si se atrevería a decirle que había oído el apellido «Potter». No,
no se atrevería. En lugar de eso, dijo, tratando de parecer despreocupado:
—El hijo de ellos… debe de tener la edad de Dudley, ¿no?
—Eso creo —respondió la señora Dursley con rigidez.
—¿Y cómo se llamaba? Howard, ¿no?
—Harry. Un nombre vulgar y horrible, si quieres mi opinión.
—Oh, sí —dijo el señor Dursley, con una espantosa sensación de
abatimiento—. Sí, estoy de acuerdo.
No dijo nada más sobre el tema, y subieron a acostarse. Mientras la
señora Dursley estaba en el cuarto de baño, el señor Dursley se acercó
lentamente hasta la ventana del dormitorio y escudriñó el jardín delantero.
El gato todavía estaba allí. Miraba con atención hacia Privet Drive, como si
estuviera esperando algo.
¿Se estaba imaginando cosas? ¿O podría todo aquello tener algo que ver
con los Potter? Si fuera así… si se descubría que ellos eran parientes de
unos… bueno, creía que no podría soportarlo.
Los Dursley se fueron a la cama. La señora Dursley se quedó dormida
rápidamente, pero el señor Dursley permaneció despierto, con todo aquello
dando vueltas por su mente. Su último y consolador pensamiento antes de
quedarse dormido fue que, aunque los Potter estuvieran implicados en los
sucesos, no había razón para que se acercaran a él y a la señora Dursley.
Los Potter sabían muy bien lo que él y Petunia pensaban de ellos y de los de
su clase… No veía cómo a él y a Petunia podrían mezclarlos en algo que
tuviera que ver (bostezó y se dio la vuelta)… No, no podría afectarlos a
ellos…
¡Qué equivocado estaba!
El señor Dursley cayó en un sueño intranquilo, pero el gato que estaba
sentado en la pared del jardín no mostraba señales de adormecerse. Estaba
tan inmóvil como una estatua, con los ojos fijos, sin pestañear, en la esquina
de Privet Drive. Apenas tembló cuando se cerró la puerta de un coche en la
calle de al lado, ni cuando dos lechuzas volaron sobre su cabeza. La verdad
es que el gato no se movió hasta la medianoche.
Un hombre apareció en la esquina que el gato había estado observando,
y lo hizo tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había
surgido de la tierra. La cola del gato se agitó y sus ojos se entornaron.
En Privet Drive nunca se había visto un hombre así. Era alto, delgado y
muy anciano, a juzgar por su pelo y barba plateados, tan largos que podría
sujetarlos con el cinturón. Llevaba una túnica larga, una capa color púrpura
que barría el suelo y botas con tacón alto y hebillas. Sus ojos azules eran
claros, brillantes y centelleaban detrás de unas gafas de cristales de media
luna. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la hubiera fracturado
alguna vez. El nombre de aquel hombre era Albus Dumbledore.
Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una
calle en donde todo lo suyo, desde su nombre hasta sus botas, era mal
recibido. Estaba muy ocupado revolviendo en su capa, buscando algo, pero
pareció darse cuenta de que lo observaban porque, de pronto, miró al gato,
que todavía lo contemplaba con fijeza desde la otra punta de la calle. Por
alguna razón, ver al gato pareció divertirlo. Rió entre dientes y murmuró:
—Debería haberlo sabido.
Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un
encendedor de plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La
luz más cercana de la calle se apagó con un leve estallido. Lo encendió otra
vez y la siguiente lámpara quedó a oscuras. Doce veces hizo funcionar el
Apagador, hasta que las únicas luces que quedaron en toda la calle fueron
dos alfileres lejanos: los ojos del gato que lo observaba. Si alguien hubiera
mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la señora Dursley
con sus ojos como cuentas, pequeños y brillantes, no habría podido ver lo
que sucedía en la calle. Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de
su capa y fue hacia el número 4 de la calle, donde se sentó en la pared,
cerca del gato. No lo miró, pero después de un momento le dirigió la
palabra.
—Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall.
Se volvió para sonreír al gato, pero éste ya no estaba. En su lugar, le
dirigía la sonrisa a una mujer de aspecto severo que llevaba gafas de
montura cuadrada, que recordaban las líneas que había alrededor de los ojos
del gato. La mujer también llevaba una capa, de color esmeralda. Su cabello
negro estaba recogido en un moño. Parecía claramente disgustada.
—¿Cómo ha sabido que era yo? —preguntó.
—Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan tieso.
—Usted también estaría tieso si llevara todo el día sentado sobre una
pared de ladrillo —respondió la profesora McGonagall.
—¿Todo el día? ¿Cuando podría haber estado de fiesta? Debo de haber
pasado por una docena de celebraciones y fiestas en mi camino hasta aquí.
La profesora McGonagall resopló enfadada.
—Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo con impaciencia—.
Yo creía que serían un poquito más prudentes, pero no… ¡Hasta los
muggles se han dado cuenta de que algo sucede! Salió en las noticias. —
Torció la cabeza en dirección a la ventana del oscuro salón de los Dursley
—. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas fugaces… Bueno, no son
totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo. Estrellas fugaces
cayendo en Kent… Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho
sentido común.
—No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono afable—.
Hemos tenido tan poco que celebrar durante once años…
—Ya lo sé —respondió irritada la profesora McGonagall—. Pero ésa no
es una razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente
descuidada, sale a las calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa
de los muggles, intercambia rumores…
Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia Dumbledore, como si
esperara que éste le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó
hablando.
—Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe
parece haber desaparecido al fin, los muggles lo descubran todo sobre
nosotros. Porque realmente se ha ido, ¿no, Dumbledore?
—Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mucho que
agradecer. ¿Le gustaría tomar un caramelo de limón?
—¿Un qué?
—Un caramelo de limón. Es una clase de dulces de los muggles que me
gusta mucho.
—No, muchas gracias —respondió con frialdad la profesora
McGonagall, como si considerara que aquél no era un momento apropiado
para caramelos—. Como le decía, aunque Quien-usted-sabe se haya ido…
—Mi querida profesora, estoy seguro de que una persona sensata como
usted puede llamarlo por su nombre, ¿verdad? Toda esa tontería de Quienusted-sabe… Durante once años intenté persuadir a la gente para que lo
llamara por su verdadero nombre, Voldemort. —La profesora McGonagall
se echó hacia atrás con temor, pero Dumbledore, ocupado en desenvolver
dos caramelos de limón, pareció no darse cuenta—. Todo se volverá muy
confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe». Nunca he encontrado
ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort.
—Sé que usted no tiene ese problema —observó la profesora
McGonagall, entre la exasperación y la admiración—. Pero usted es
diferente. Todos saben que usted es el único al que Quien-usted… Oh,
bueno, Voldemort, tenía miedo.
—Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—. Voldemort tenía
poderes que yo nunca tuve.
—Sólo porque usted es demasiado… bueno… noble… para utilizarlos.
—Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tanto desde que la
señora Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras.
La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura, antes de hablar.
—Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por
ahí. ¿Sabe lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ¿Sobre lo
que finalmente lo detuvo?
Parecía que la profesora McGonagall había llegado al punto que más
deseosa estaba por discutir, la verdadera razón por la que había esperado
todo el día en una fría pared pues, ni como gato ni como mujer, había
mirado nunca a Dumbledore con tal intensidad como lo hacía en aquel
momento. Era evidente que, fuera lo que fuera «aquello que todos decían»,
no lo iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era verdad.
Dumbledore, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le
respondió.
—Lo que están diciendo —insistió— es que la pasada noche Voldemort
apareció en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El rumor es que
Lily y James Potter están… están… bueno, que están muertos.
Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora McGonagall se quedó
boquiabierta.
—Lily y James… no puedo creerlo… No quiero creerlo… Oh, Albus…
Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la espalda.
—Lo sé… lo sé… —dijo con tristeza.
La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando continuó.
—Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de los Potter, a Harry.
Pero no pudo. No pudo matar a ese niño. Nadie sabe por qué, ni cómo, pero
dicen que como no pudo matarlo, el poder de Voldemort se rompió… y que
ésa es la razón por la que se ha ido.
Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.
—¿Es… es verdad? —tartamudeó la profesora McGonagall—. Después
de todo lo que hizo… de toda la gente que mató… ¿no pudo matar a un
niño? Es asombroso… entre todas las cosas que podrían detenerlo… Pero
¿cómo sobrevivió Harry, en nombre del cielo?
—Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca
lo sepamos.
La profesora McGonagall sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por
los ojos, por detrás de las gafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un
reloj de oro del bolsillo y lo examinaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce
manecillas y ningún número; pequeños planetas se movían por el perímetro
del círculo. Pero para Dumbledore debía de tener sentido, porque lo guardó
y dijo:
—Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría
aquí, ¿no?
—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no
me va a decir por qué, entre tantos lugares, tenía que venir precisamente
aquí.
—He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia
que le queda ahora.
—¿Quiere decir…? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! —
gritó la profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al número 4—.
Dumbledore… no puede. Los he estado observando todo el día. No podría
encontrar a gente más distinta de nosotros. Y ese hijo que tienen… Lo vi
dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidiendo
caramelos a gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí!
—Es el mejor lugar para él —dijo Dumbledore con firmeza—. Sus tíos
podrán explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta.
—¿Una carta? —repitió la profesora McGonagall, volviendo a sentarse
—. Dumbledore, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta?
¡Esa gente jamás comprenderá a Harry! ¡Será famoso… una leyenda… no
me sorprendería que el día de hoy fuera conocido en el futuro como el día
de Harry Potter! Escribirán libros sobre Harry… Todos los niños del mundo
conocerán su nombre.
—Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy seria por encima
de sus gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño. ¡Famoso antes
de saber hablar y andar! ¡Famoso por algo que ni siquiera recuerda! ¿No se
da cuenta de que será mucho mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté
preparado para asimilarlo?
La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego
dijo:
—Sí… sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a llegar el niño
hasta aquí, Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor, como si
pensara que podía tener escondido a Harry.
—Hagrid lo traerá.
—¿Le parece… sensato… confiar a Hagrid algo tan importante como
eso?
—A Hagrid, le confiaría mi vida —dijo Dumbledore.
—No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a
regañadientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que no es
descuidado. Tiene la costumbre de… ¿Qué ha sido eso?
Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más
fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna
luz. Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y
entonces una pesada moto cayó del aire y aterrizó en el camino, frente a
ellos.
La moto era inmensa, pero si se la comparaba con el hombre que la
conducía parecía un juguete. Era dos veces más alto que un hombre normal
y al menos cinco veces más ancho. Se podía decir que era demasiado
grande para que lo aceptaran y, además, tan desaliñado… Cabello negro,
largo y revuelto, y una barba que le cubría casi toda la cara. Sus manos
tenían el mismo tamaño que las tapas del cubo de la basura y sus pies,
calzados con botas de cuero, parecían crías de delfín. En sus enormes
brazos musculosos sostenía un bulto envuelto en mantas.
—Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ¿Y dónde conseguiste
esa moto?
—Me la han prestado, profesor Dumbledore —contestó el gigante,
bajando con cuidado del vehículo mientras hablaba—. El joven Sirius Black
me la dejó. Lo he traído, señor.
—¿No ha habido problemas por allí?
—No, señor. La casa estaba casi destruida, pero lo saqué antes de que
los muggles comenzaran a aparecer. Se quedó dormido mientras volábamos
sobre Bristol.
Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas.
Entre ellas se veía un niño pequeño, profundamente dormido. Bajo una
mata de pelo negro azabache, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con
una forma curiosa, como un relámpago.
—¿Fue allí…? —susurró la profesora McGonagall.
—Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz para siempre.
—¿No puede hacer nada, Dumbledore?
—Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo
tengo una en la rodilla izquierda que es un diagrama perfecto del metro de
Londres. Bueno, déjalo aquí, Hagrid, es mejor que terminemos con esto.
Dumbledore se volvió hacia la casa de los Dursley.
—¿Puedo… puedo despedirme de él, señor? —preguntó Hagrid.
Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre Harry y le dio un beso,
raspándolo con la barba. Entonces, súbitamente, Hagrid dejó escapar un
aullido, como si fuera un perro herido.
—¡Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ¡Vas a despertar a los
muggles!
—Lo… siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran
pañuelo—. Pero no puedo soportarlo… Lily y James muertos… y el
pobrecito Harry tendrá que vivir con muggles…
—Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid, o van a descubrirnos
—susurró la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de
Hagrid, mientras Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la
puerta que había enfrente. Dejó suavemente a Harry en el umbral, sacó la
carta de su capa, la escondió entre las mantas del niño y luego volvió con
los otros dos. Durante un largo minuto los tres contemplaron el pequeño
bulto. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora McGonagall
parpadeó furiosamente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore
irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado.
—Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. No tenemos nada
que hacer aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las
celebraciones.
—Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Más vale que me deshaga
de esta moto. Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore.
Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la
moto y le dio una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con
un estrépito se elevó en el aire y desapareció en la noche.
—Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall —dijo
Dumbledore, saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora
McGonagall se sonó la nariz por toda respuesta.
Dumbledore se volvió y se marchó calle abajo. Se detuvo en la esquina
y levantó el Apagador de plata. Lo hizo funcionar una vez y todas las luces
de la calle se encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un
resplandor anaranjado, y pudo ver a un gato atigrado que se escabullía por
una esquina, en el otro extremo de la calle. También pudo ver el bulto de
mantas de las escaleras de la casa número 4.
—Buena suerte, Harry —murmuró. Dio media vuelta y, con un
movimiento de su capa, desapareció.
Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La calle permanecía
silenciosa bajo un cielo de color tinta. Aquél era el último lugar donde uno
esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. Harry Potter se dio la vuelta
entre las mantas, sin despertarse. Una mano pequeña se cerró sobre la carta
y siguió durmiendo, sin saber que era famoso, sin saber que en unas pocas
horas le haría despertar el grito de la señora Dursley, cuando abriera la
puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a pasar las
próximas semanas pinchado y pellizcado por su primo Dudley… No podía
saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían
en secreto por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con
voces quedas: «¡Por Harry Potter… el niño que vivió!»
CAPÍTULO 2
El vidrio que se desvaneció
H
pasado aproximadamente diez años desde el día en que los
Dursley se despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de
entrada, pero Privet Drive no había cambiado en absoluto. El sol se elevaba
en los mismos jardincitos, iluminaba el número 4 de latón sobre la puerta de
los Dursley y avanzaba en su salón, que era casi exactamente el mismo que
aquél donde el señor Dursley había oído las ominosas noticias sobre las
lechuzas, una noche de hacía diez años. Sólo las fotos de la repisa de la
chimenea eran testimonio del tiempo que había pasado. Diez años antes,
había una gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada
con gorros de diferentes colores, pero Dudley Dursley ya no era un niño
pequeño, y en aquel momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio
montando su primera bicicleta, en un tiovivo en la feria, jugando con su
padre en el ordenador, besado y abrazado por su madre… La habitación no
ofrecía señales de que allí viviera otro niño.
Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmiendo en aquel
momento, aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado
y su voz chillona era el primer ruido del día.
—¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora!
Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta.
ABÍAN
—¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en dirección a la
cocina, y después el roce de la sartén contra el fogón. El niño se dio la
vuelta y trató de recordar el sueño que había tenido. Había sido bonito.
Había una moto que volaba. Tenía la curiosa sensación de que había soñado
lo mismo anteriormente.
Su tía volvió a la puerta.
—¿Ya estás levantado? —quiso saber.
—Casi —respondió Harry.
—Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar
que se queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de
Duddy.
Harry gimió.
—¿Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la puerta.
—Nada, nada…
El cumpleaños de Dudley… ¿cómo había podido olvidarlo? Harry se
levantó lentamente y comenzó a buscar sus calcetines. Encontró un par
debajo de la cama y, después de sacar una araña de uno, se los puso. Harry
estaba acostumbrado a las arañas, porque la alacena que había debajo de las
escaleras estaba llena de ellas, y allí era donde dormía.
Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la cocina. La mesa
estaba casi cubierta por los regalos de cumpleaños de Dudley. Parecía que
éste había conseguido el ordenador nuevo que quería, por no mencionar el
segundo televisor y la bicicleta de carreras. La razón exacta por la que
Dudley podía querer una bicicleta era un misterio para Harry, ya que
Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejercicio, excepto si conllevaba
pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era
Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry
era muy rápido.
Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero
Harry había sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía
más pequeño y enjuto de lo que realmente era, porque toda la ropa que
llevaba eran prendas viejas de Dudley, y su primo era cuatro veces más
grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas huesudas, pelo negro
y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre pegadas con
cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley le había pegado
en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era
aquella pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La
tenía desde que podía acordarse, y lo primero que recordaba haber
preguntado a su tía Petunia era cómo se la había hecho.
—En el accidente de coche donde tus padres murieron —había dicho—.
Y no hagas preguntas.
«No hagas preguntas»: ésa era la primera regla que se debía observar si
se quería vivir una vida tranquila con los Dursley.
Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al
tocino.
—¡Péinate! —bramó como saludo matinal.
Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y
gritaba que Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado
más veces el pelo que al resto de los niños de su clase todos juntos, pero no
servía para nada, pues su pelo seguía creciendo de aquella manera, por
todos lados.
Harry estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con su
madre. Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y
rosada, poco cuello, ojos pequeños de un tono azul acuoso, y abundante
pelo rubio que cubría su cabeza gorda. Tía Petunia decía a menudo que
Dudley parecía un angelito. Harry decía a menudo que Dudley parecía un
cerdo con peluca.
Harry puso sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era
difícil porque había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos.
Su cara se ensombreció.
—Treinta y seis —dijo, mirando a su madre y a su padre—. Dos menos
que el año pasado.
—Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo de
este grande de mamá y papá.
—Muy bien, treinta y siete entonces —dijo Dudley, poniéndose rojo.
Harry, que podía ver venir un gran berrinche de Dudley, comenzó a
comerse el beicon lo más rápido posible, por si volcaba la mesa.
Tía Petunia también sintió el peligro, porque dijo rápidamente:
—Y vamos a comprarte dos regalos más cuando salgamos hoy. ¿Qué te
parece, pichoncito? Dos regalos más. ¿Está todo bien?
Dudley pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para él.
Por último, dijo lentamente.
—Entonces tendré treinta y… treinta y…
—Treinta y nueve, dulzura —dijo tía Petunia.
—Oh —Dudley se dejó caer pesadamente en su silla y cogió el regalo
más cercano—. Entonces está bien.
Tío Vernon rió entre dientes.
—El pequeño tunante quiere que le den lo que vale, igual que su padre.
¡Bravo, Dudley! —dijo, y revolvió el pelo de su hijo.
En aquel momento sonó el teléfono y tía Petunia fue a cogerlo, mientras
Harry y tío Vernon miraban a Dudley, que estaba desembalando la bicicleta
de carreras, la videocámara, el avión con control remoto, dieciséis juegos
nuevos para el ordenador y un vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un
reloj de oro, cuando tía Petunia volvió, enfadada y preocupada a la vez.
—Malas noticias, Vernon —dijo—. La señora Figg se ha fracturado una
pierna. No puede cuidarlo. —Volvió la cabeza en dirección a Harry.
La boca de Dudley se abrió con horror, pero el corazón de Harry dio un
salto. Cada año, el día del cumpleaños de Dudley, sus padres lo llevaban
con un amigo a pasar el día a un parque de atracciones, a comer
hamburguesas o al cine. Cada año, Harry se quedaba con la señora Figg,
una anciana loca que vivía a dos manzanas. Harry no podía soportar ir allí.
Toda la casa olía a repollo y la señora Figg le hacía mirar las fotos de todos
los gatos que había tenido.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó tía Petunia, mirando con ira a
Harry como si él lo hubiera planeado todo. Harry sabía que debería sentir
pena por la pierna de la señora Figg, pero no era fácil cuando recordaba que
pasaría un año antes de tener que ver otra vez a Tibbles, Snowy, el Señor
Paws o Tufty.
—Podemos llamar a Marge —sugirió tío Vernon.
—No seas tonto, Vernon, ella no aguanta al chico.
Los Dursley hablaban a menudo sobre Harry de aquella manera, como
si no estuviera allí, o más bien como si pensaran que era tan tonto que no
podía entenderlos, algo así como un gusano.
—¿Y qué me dices de… tu amiga… cómo se llama… Yvonne?
—Está de vacaciones en Mallorca —respondió enfadada tía Petunia.
—Podéis dejarme aquí —sugirió esperanzado Harry. Podría ver lo que
quisiera en la televisión, para variar, y tal vez incluso hasta jugaría con el
ordenador de Dudley.
Tía Petunia lo miró como si se hubiera tragado un limón.
—¿Y volver y encontrar la casa en ruinas? —rezongó.
—No voy a quemar la casa —dijo Harry, pero no le escucharon.
—Supongo que podemos llevarlo al zoológico —dijo en voz baja tía
Petunia—… y dejarlo en el coche…
—El coche es nuevo, no se quedará allí solo…
Dudley comenzó a llorar a gritos. En realidad no lloraba, hacía años que
no lloraba de verdad, pero sabía que, si retorcía la cara y gritaba, su madre
le daría cualquier cosa que quisiera.
—Mi pequeñito Dudley, no llores, mamá no dejará que él te estropee tu
día especial —exclamó, abrazándolo.
—¡Yo… no… quiero… que… él venga! —exclamó Dudley entre
fingidos sollozos—. ¡Siempre lo estropea todo! —Le hizo una mueca
burlona a Harry, desde los brazos de su madre.
Justo entonces, sonó el timbre de la puerta.
—¡Oh, Dios, ya están aquí! —dijo tía Petunia en tono desesperado y, un
momento más tarde, el mejor amigo de Dudley, Piers Polkiss, entró con su
madre. Piers era un chico flacucho con cara de rata. Era el que,
habitualmente, sujetaba los brazos de los chicos detrás de la espalda
mientras Dudley les pegaba. Dudley suspendió su fingido llanto de
inmediato.
Media hora más tarde, Harry, que no podía creer en su suerte, estaba
sentado en la parte de atrás del coche de los Dursley, junto con Piers y
Dudley, camino del zoológico por primera vez en su vida. A sus tíos no se
les había ocurrido una idea mejor, pero antes de salir tío Vernon se llevó
aparte a Harry.
—Te lo advierto —dijo, acercando su rostro grande y rojo al de Harry
—. Te estoy avisando ahora, chico: cualquier cosa rara, lo que sea, y te
quedarás en la alacena hasta la Navidad.
—No voy a hacer nada —dijo Harry—. De verdad…
Pero tío Vernon no le creía. Nadie lo hacía.
El problema era que, a menudo, ocurrían cosas extrañas cerca de Harry
y no conseguía nada con decir a los Dursley que él no las causaba.
En una ocasión, tía Petunia, cansada de que Harry volviera de la
peluquería como si no hubiera ido, cogió unas tijeras de la cocina y le cortó
el pelo casi al rape, exceptuando el flequillo, que le dejó «para ocultar la
horrible cicatriz». Dudley se rió como un tonto, burlándose de Harry, que
pasó la noche sin dormir imaginando lo que pasaría en el colegio al día
siguiente, donde ya se reían de su ropa holgada y sus gafas remendadas. Sin
embargo, a la mañana siguiente, descubrió al levantarse que su pelo estaba
exactamente igual que antes de que su tía lo cortara. Como castigo, lo
encerraron en la alacena durante una semana, aunque intentó decirles que
no podía explicar cómo le había crecido tan deprisa el pelo.
Otra vez, tía Petunia había tratado de meterlo dentro de un repugnante
jersey viejo de Dudley (marrón, con manchas anaranjadas). Cuanto más
intentaba pasárselo por la cabeza, más pequeña se volvía la prenda, hasta
que finalmente le habría sentado como un guante a una muñeca, pero no a
Harry. Tía Petunia creyó que debía de haberse encogido al lavarlo y, para su
gran alivio, Harry no fue castigado.
Por otra parte, había tenido un problema terrible cuando lo encontraron
en el techo de la cocina del colegio. El grupo de Dudley lo perseguía como
de costumbre cuando, tanto para sorpresa de Harry como de los demás, se
encontró sentado en la chimenea. Los Dursley recibieron una carta
amenazadora de la directora del colegio, diciéndoles que Harry andaba
trepando por los techos del colegio. Pero lo único que trataba de hacer
(como le gritó a tío Vernon a través de la puerta cerrada de la alacena) fue
saltar los grandes cubos que estaban detrás de la puerta de la cocina. Harry
suponía que el viento lo había levantado en medio de su salto.
Pero aquel día nada iba a salir mal. Incluso estaba bien pasar el día con
Dudley y Piers si eso significaba no tener que estar en el colegio, en su
alacena, o en el salón de la señora Figg, con su olor a repollo.
Mientras conducía, tío Vernon se quejaba a tía Petunia. Le gustaba
quejarse de muchas cosas. Harry, el ayuntamiento, Harry, el banco y Harry
eran algunos de sus temas favoritos. Aquella mañana le tocó a los
motoristas.
—… haciendo ruido como locos esos gamberros —dijo, mientras una
moto los adelantaba.
—Tuve un sueño sobre una moto —dijo Harry, recordando de pronto—.
Estaba volando.
Tío Vernon casi chocó con el coche que iba delante del suyo. Se dio la
vuelta en el asiento y gritó a Harry:
—¡LAS MOTOS NO VUELAN!
Su rostro era como una gigantesca remolacha con bigotes.
Dudley y Piers se rieron disimuladamente.
—Ya sé que no lo hacen —dijo Harry—. Fue sólo un sueño.
Pero deseó no haber dicho nada. Si había algo que desagradaba a los
Dursley aún más que las preguntas que Harry hacía, era que hablara de
cualquier cosa que se comportara de forma indebida, no importa que fuera
un sueño o un dibujo animado. Parecían pensar que podía llegar a tener
ideas peligrosas.
Era un sábado muy soleado y el zoológico estaba repleto de familias.
Los Dursley compraron a Dudley y a Piers unos grandes helados de
chocolate en la entrada, y luego, como la sonriente señora del puesto
preguntó a Harry qué quería antes de que pudieran alejarse, le compraron
un polo de limón, que era más barato. Aquello tampoco estaba mal, pensó
Harry, chupándolo mientras observaban a un gorila que se rascaba la cabeza
y se parecía notablemente a Dudley, salvo que no era rubio.
Fue la mejor mañana que Harry había pasado en mucho tiempo. Tuvo
cuidado de andar un poco alejado de los Dursley, para que Dudley y Piers,
que comenzaban a aburrirse de los animales cuando se acercaba la hora de
comer, no empezaran a practicar su deporte favorito, que era pegarle a él.
Comieron en el restaurante del zoológico, y cuando Dudley tuvo una rabieta
porque su bocadillo no era lo suficientemente grande, tío Vernon le compró
otro y Harry tuvo permiso para terminar el primero.
Más tarde, Harry pensó que debía haber sabido que aquello era
demasiado bueno para durar.
Después de comer fueron a ver los reptiles. Estaba oscuro y hacía frío, y
había vidrieras iluminadas a lo largo de las paredes. Detrás de los vidrios,
toda clase de serpientes y lagartos se arrastraban y se deslizaban por las
piedras y los troncos. Dudley y Piers querían ver las gigantescas cobras
venenosas y las gruesas pitones que estrujaban a los hombres. Dudley
encontró rápidamente la serpiente más grande. Podía haber envuelto el
coche de tío Vernon y haberlo aplastado como si fuera una lata, pero en
aquel momento no parecía tener ganas. En realidad, estaba profundamente
dormida.
Dudley permaneció con la nariz apretada contra el vidrio, contemplando
el brillo de su piel.
—Haz que se mueva —le exigió a su padre.
Tío Vernon golpeó el vidrio, pero la serpiente no se movió.
—Hazlo de nuevo —ordenó Dudley.
Tío Vernon golpeó con los nudillos, pero el animal siguió dormitando.
—Esto es aburrido —se quejó Dudley. Se alejó arrastrando los pies.
Harry se movió frente al vidrio y miró intensamente a la serpiente. Si él
hubiera estado allí dentro, sin duda se habría muerto de aburrimiento, sin
ninguna compañía, salvo la de gente estúpida golpeando el vidrio y
molestando todo el día. Era peor que tener por dormitorio una alacena
donde la única visitante era tía Petunia, llamando a la puerta para
despertarlo: al menos, él podía recorrer el resto de la casa.
De pronto, la serpiente abrió sus ojillos, pequeños y brillantes como
cuentas. Lenta, muy lentamente, levantó la cabeza hasta que sus ojos
estuvieron al nivel de los de Harry.
Guiñó un ojo.
Harry la miró fijamente. Luego echó rápidamente un vistazo a su
alrededor, para ver si alguien lo observaba. Nadie le prestaba atención. Miró
de nuevo a la serpiente y también le guiñó un ojo.
La serpiente torció la cabeza hacia tío Vernon y Dudley, y luego levantó
los ojos hacia el techo. Dirigió a Harry una mirada que decía claramente:
—Me pasa esto constantemente.
—Lo sé —murmuró Harry a través del vidrio, aunque no estaba seguro
de que la serpiente pudiera oírlo—. Debe de ser realmente molesto.
La serpiente asintió vigorosamente.
—A propósito, ¿de dónde vienes? —preguntó Harry.
La serpiente levantó la cola hacia el pequeño cartel que había cerca del
vidrio. Harry miró con curiosidad.
«Boa Constrictor, Brasil.»
—¿Era bonito aquello?
La boa constrictor volvió a señalar con la cola y Harry leyó: «Este
espécimen fue criado en el zoológico.»
—Oh, ya veo. ¿Entonces nunca has estado en Brasil?
Mientras la serpiente negaba con la cabeza, un grito ensordecedor detrás
de Harry los hizo saltar.
—¡DUDLEY! ¡SEÑOR DURSLEY! ¡VENGAN A VER A LA SERPIENTE! ¡NO VAN A
CREER LO QUE ESTÁ HACIENDO!
Dudley se acercó contoneándose, lo más rápido que pudo.
—Quita de en medio —dijo, golpeando a Harry en las costillas. Cogido
por sorpresa, Harry cayó al suelo de cemento. Lo que sucedió a
continuación fue tan rápido que nadie supo cómo había pasado: Piers y
Dudley estaban inclinados cerca del vidrio, y al instante siguiente saltaron
hacia atrás aullando de terror.
Harry se incorporó y se quedó boquiabierto: el vidrio que cerraba el
cubículo de la boa constrictor había desaparecido. La descomunal serpiente
se había desenrollado rápidamente y en aquel momento se arrastraba por el
suelo. Las personas que estaban en la casa de los reptiles gritaban y corrían
hacia las salidas.
Mientras la serpiente se deslizaba ante él, Harry habría podido jurar que
una voz baja y sibilante decía:
—Brasil, allá voy… Gracias, amigo.
El encargado de los reptiles se encontraba totalmente conmocionado.
—Pero… ¿y el vidrio? —repetía—. ¿Adónde ha ido el vidrio?
El director del zoológico en persona preparó una taza de té fuerte y
dulce para tía Petunia, mientras se disculpaba una y otra vez. Piers y Dudley
no dejaban de quejarse. Por lo que Harry había visto, la serpiente no había
hecho más que darles un golpe juguetón en los pies, pero cuando volvieron
al asiento trasero del coche de tío Vernon, Dudley les contó que casi lo
había mordido en la pierna, mientras Piers juraba que había intentado
estrangularlo. Pero lo peor, para Harry al menos, fue cuando Piers se calmó
y pudo decir:
—Harry le estaba hablando. ¿Verdad, Harry?
Tío Vernon esperó hasta que Piers se hubo marchado, antes de
enfrentarse con Harry. Estaba tan enfadado que casi no podía hablar.
—Ve… alacena… quédate… no hay comida —pudo decir, antes de
desplomarse en una silla. Tía Petunia tuvo que servirle una copa de brandy.
Mucho más tarde, Harry estaba acostado en su alacena oscura, deseando
tener un reloj. No sabía qué hora era y no podía estar seguro de que los
Dursley estuvieran dormidos. Hasta que lo estuvieran, no podía arriesgarse
a ir a la cocina a buscar algo de comer.
Había vivido con los Dursley casi diez años, diez años desgraciados,
hasta donde podía acordarse, desde que era un niño pequeño y sus padres
habían muerto en un accidente de coche. No podía recordar haber estado en
el coche cuando sus padres murieron. Algunas veces, cuando forzaba su
memoria durante las largas horas en su alacena, tenía una extraña visión, un
relámpago cegador de luz verde y un dolor como el de una quemadura en su
frente. Aquello debía de ser el choque, suponía, aunque no podía imaginar
de dónde procedía la luz verde. Y no podía recordar nada de sus padres. Sus
tíos nunca hablaban de ellos y, por supuesto, tenía prohibido hacer
preguntas. Tampoco había fotos de ellos en la casa.
Cuando era más pequeño, Harry soñaba una y otra vez que algún
pariente desconocido iba a buscarlo para llevárselo, pero eso nunca sucedió:
los Dursley eran su única familia. Pero a veces pensaba (tal vez era más
bien que lo deseaba) que había personas desconocidas que se comportaban
como si lo conocieran. Eran desconocidos muy extraños. Un hombrecito
con un sombrero violeta lo había saludado, cuando estaba de compras con
tía Petunia y Dudley. Después de preguntarle con ira si conocía al hombre,
tía Petunia se los había llevado de la tienda, sin comprar nada. Una mujer
anciana con aspecto estrafalario, toda vestida de verde, también lo había
saludado alegremente en un autobús. Un hombre calvo, con un abrigo largo,
color púrpura, le había estrechado la mano en la calle y se había alejado sin
decir una palabra. Lo más raro de toda aquella gente era la forma en que
parecían desaparecer en el momento en que Harry trataba de acercarse.
En el colegio, Harry no tenía amigos. Todos sabían que el grupo de
Dudley odiaba a aquel extraño Harry Potter, con su ropa vieja y holgada y
sus gafas rotas, y a nadie le gustaba estar en contra de la banda de Dudley.
CAPÍTULO 3
Las cartas de nadie
L
fuga de la boa constrictor le acarreó a Harry el castigo más largo de
su vida. Cuando le dieron permiso para salir de su alacena ya habían
comenzado las vacaciones de verano y Dudley había roto su nueva
videocámara, conseguido que su avión con control remoto se estrellara y, en
la primera salida que hizo con su bicicleta de carreras, había atropellado a la
anciana señora Figg cuando cruzaba Privet Drive con sus muletas.
Harry se alegraba de que el colegio hubiera terminado, pero no había
forma de escapar de la banda de Dudley, que visitaba la casa cada día. Piers,
Dennis, Malcolm y Gordon eran todos grandes y estúpidos, pero como
Dudley era el más grande y el más estúpido de todos, era el jefe. Los demás
se sentían muy felices de practicar el deporte favorito de Dudley: cazar a
Harry.
Por esa razón, Harry pasaba tanto tiempo como le resultara posible
fuera de la casa, dando vueltas por ahí y pensando en el fin de las
vacaciones, cuando podría existir un pequeño rayo de esperanza: en
septiembre estudiaría secundaria y, por primera vez en su vida, no iría a la
misma clase que su primo. Dudley tenía una plaza en el antiguo colegio de
tío Vernon, Smeltings. Piers Polkiss también iría allí. Harry, en cambio, iría
A
a la escuela secundaria Stonewall, de la zona. Dudley encontraba eso muy
divertido.
—Allí, en Stonewall, meten las cabezas de la gente en el inodoro el
primer día —dijo a Harry—. ¿Quieres venir arriba y ensayar?
—No, gracias —respondió Harry—. Los pobres inodoros nunca han
tenido que soportar nada tan horrible como tu cabeza y pueden marearse. —
Luego salió corriendo antes de que Dudley pudiera entender lo que le había
dicho.
Un día del mes de julio, tía Petunia llevó a Dudley a Londres para
comprarle su uniforme de Smeltings, dejando a Harry en casa de la señora
Figg. Aquello no resultó tan terrible como de costumbre. La señora Figg se
había fracturado la pierna al tropezar con un gato y ya no parecía tan
encariñada con ellos como antes. Dejó que Harry viera la televisión y le dio
un pedazo de pastel de chocolate que, por el sabor, parecía que había estado
guardado desde hacía años.
Aquella tarde, Dudley desfiló por el salón, ante la familia, con su
uniforme nuevo. Los muchachos de Smeltings llevaban frac rojo oscuro,
pantalones de color naranja y sombrero de paja, rígido y plano. También
llevaban bastones con nudos, que utilizaban para pelearse cuando los
profesores no los veían. Debían de pensar que aquél era un buen
entrenamiento para la vida futura.
Mientras miraba a Dudley con sus nuevos pantalones, tío Vernon dijo
con voz ronca que aquél era el momento de mayor orgullo de su vida. Tía
Petunia estalló en lágrimas y dijo que no podía creer que aquél fuera su
pequeño Dudley, tan apuesto y crecido. Harry no se atrevía a hablar. Creyó
que se le iban a romper las costillas del esfuerzo que hacía por no reírse.
A la mañana siguiente, cuando Harry fue a tomar el desayuno, un olor
horrible inundaba toda la cocina. Parecía proceder de un gran cubo de metal
que estaba en el fregadero. Se acercó a mirar. El cubo estaba lleno de lo que
parecían trapos sucios flotando en agua gris.
—¿Qué es eso? —preguntó a tía Petunia. La mujer frunció los labios,
como hacía siempre que Harry se atrevía a preguntar algo.
—Tu nuevo uniforme del colegio —dijo.
Harry volvió a mirar en el recipiente.
—Oh —comentó—. No sabía que tenía que estar mojado.
—No seas estúpido —dijo con ira tía Petunia—. Estoy tiñendo de gris
algunas cosas viejas de Dudley. Cuando termine, quedará igual que los de
los demás.
Harry tenía serias dudas de que fuera así, pero pensó que era mejor no
discutir. Se sentó a la mesa y trató de no imaginarse el aspecto que tendría
en su primer día de la escuela secundaria Stonewall. Seguramente parecería
que llevaba puestos pedazos de piel de un elefante viejo.
Dudley y tío Vernon entraron, los dos frunciendo la nariz a causa del
olor del nuevo uniforme de Harry. Tío Vernon abrió, como siempre, su
periódico y Dudley golpeó la mesa con su bastón del colegio, que llevaba a
todas partes.
Todos oyeron el ruido en el buzón y las cartas que caían sobre el
felpudo.
—Trae la correspondencia, Dudley —dijo tío Vernon, detrás de su
periódico.
—Que vaya Harry.
—Trae las cartas, Harry.
—Que lo haga Dudley.
—Pégale con tu bastón, Dudley.
Harry esquivó el golpe y fue a buscar la correspondencia. Había tres
cartas en el felpudo: una postal de Marge, la hermana de tío Vernon, que
estaba de vacaciones en la isla de Wight; un sobre color marrón, que parecía
una factura, y una carta para Harry.
Harry la recogió y la miró fijamente, con el corazón vibrando como una
gigantesca banda elástica. Nadie, nunca, en toda su vida, le había escrito a
él. ¿Quién podía ser? No tenía amigos ni otros parientes. Ni siquiera era
socio de la biblioteca, así que nunca había recibido notas que le reclamaran
la devolución de libros. Sin embargo, allí estaba, una carta dirigida a él de
una manera tan clara que no había equivocación posible.
Señor H. Potter
Alacena Debajo de la Escalera
Privet Drive, 4
Little Whinging
Surrey
El sobre era grueso y pesado, hecho de pergamino amarillento, y la
dirección estaba escrita con tinta verde esmeralda. No tenía sello.
Con las manos temblorosas, Harry le dio la vuelta al sobre y vio un sello
de lacre púrpura con un escudo de armas: un león, un águila, un tejón y una
serpiente, que rodeaban una gran letra H.
—¡Date prisa, chico! —exclamó tío Vernon desde la cocina—. ¿Qué
estás haciendo, comprobando si hay cartas-bomba? —Se rió de su propio
chiste.
Harry volvió a la cocina, todavía contemplando su carta. Entregó a tío
Vernon la postal y la factura, se sentó y lentamente comenzó a abrir el sobre
amarillo.
Tío Vernon rompió el sobre de la factura, resopló disgustado y echó una
mirada a la postal.
—Marge está enferma —informó a tía Petunia—. Al parecer comió algo
en mal estado.
—¡Papá! —dijo de pronto Dudley—. ¡Papá, Harry ha recibido algo!
Harry estaba a punto de desdoblar su carta, que estaba escrita en el
mismo pergamino que el sobre, cuando tío Vernon se la arrancó de la mano.
—¡Es mía! —dijo Harry, tratando de recuperarla.
—¿Quién te va a escribir a ti? —dijo con tono despectivo tío Vernon,
abriendo la carta con una mano y echándole una mirada. Su rostro pasó del
rojo al verde con la misma velocidad que las luces del semáforo. Y no se
detuvo ahí. En segundos adquirió el blanco grisáceo de un plato de avena
cocida reseca.
—¡Pe… Pe… Petunia! —bufó.
Dudley trató de coger la carta para leerla, pero tío Vernon la mantenía
muy alta, fuera de su alcance. Tía Petunia la cogió con curiosidad y leyó la
primera línea. Durante un momento pareció que iba a desmayarse. Se apretó
la garganta y dejó escapar un gemido.
—¡Vernon! ¡Oh, Dios mío… Vernon!
Se miraron como si hubieran olvidado que Harry y Dudley todavía
estaban allí. Dudley no estaba acostumbrado a que no le hicieran caso.
Golpeó a su padre en la cabeza con el bastón de Smeltings.
—Quiero leer esa carta —dijo a gritos.
—Yo soy quien quiere leerla —dijo Harry con rabia—. Es mía.
—Fuera de aquí, los dos —graznó tío Vernon, metiendo la carta en el
sobre.
Harry no se movió.
—¡QUIERO MI CARTA! —gritó.
—¡Déjame verla! —exigió Dudley.
—¡FUERA! —gritó tío Vernon y, cogiendo a Harry y a Dudley por el
cogote, los arrojó al recibidor y cerró la puerta de la cocina. Harry y Dudley
iniciaron una lucha, furiosa pero callada, para ver quién espiaba por el ojo
de la cerradura. Ganó Dudley, así que Harry, con las gafas colgando de una
oreja, se tiró al suelo para escuchar por la rendija que había entre la puerta y
el suelo.
—Vernon —decía tía Petunia, con voz temblorosa—, mira el sobre.
¿Cómo es posible que sepan dónde duerme él? No estarán vigilando la casa,
¿verdad?
—Vigilando, espiando… Hasta pueden estar siguiéndonos —murmuró
tío Vernon, agitado.
—Pero ¿qué podemos hacer, Vernon? ¿Les contestamos? Les decimos
que no queremos…
Harry pudo ver los zapatos negros brillantes de tío Vernon yendo y
viniendo por la cocina.
—No —dijo finalmente—. No, no les haremos caso. Si no reciben una
respuesta… Sí, eso es lo mejor… No haremos nada…
—Pero…
—¡No pienso tener a uno de ellos en la casa, Petunia! ¿No lo juramos
cuando recibimos y destruimos aquella peligrosa tontería?
Aquella noche, cuando regresó del trabajo, tío Vernon hizo algo que no
había hecho nunca: visitó a Harry en su alacena.
—¿Dónde está mi carta? —dijo Harry, en el momento en que tío Vernon
pasaba con dificultad por la puerta—. ¿Quién me escribió?
—Nadie. Estaba dirigida a ti por error —dijo tío Vernon con tono
cortante—. La quemé.
—No era un error —dijo Harry enfadado—. Estaba mi alacena en el
sobre.
—¡SILENCIO! —gritó el tío Vernon, y unas arañas cayeron del techo.
Respiró profundamente y luego sonrió, esforzándose tanto por hacerlo que
parecía sentir dolor.
—Ah, sí, Harry, en lo que se refiere a la alacena… Tu tía y yo
estuvimos pensando… Realmente ya eres muy mayor para esto…
Pensamos que estaría bien que te mudes al segundo dormitorio de Dudley.
—¿Por qué? —dijo Harry.
—¡No hagas preguntas! —exclamó—. Lleva tus cosas arriba ahora
mismo.
La casa de los Dursley tenía cuatro dormitorios: uno para tío Vernon y
tía Petunia, otro para las visitas (habitualmente Marge, la hermana de
Vernon), en el tercero dormía Dudley y en el último guardaba todos los
juguetes y cosas que no cabían en aquél. En un solo viaje Harry trasladó
todo lo que le pertenecía, desde la alacena a su nuevo dormitorio. Se sentó
en la cama y miró alrededor. Allí casi todo estaba roto. La videocámara
estaba sobre un carro de combate que una vez Dudley hizo andar sobre el
perro del vecino, y en un rincón estaba el primer televisor de Dudley, al que
dio una patada cuando dejaron de emitir su programa favorito. También
había una gran jaula que alguna vez tuvo dentro un loro, pero Dudley lo
cambió en el colegio por un rifle de aire comprimido, que en aquel
momento estaba en un estante con la punta torcida, porque Dudley se había
sentado encima. El resto de las estanterías estaban llenas de libros. Era lo
único que parecía que nunca había sido tocado.
Desde abajo llegaba el sonido de los gritos de Dudley a su madre.
—No quiero que esté allí… Necesito esa habitación… Échalo…
Harry suspiró y se estiró en la cama. El día anterior habría dado
cualquier cosa por estar en aquella habitación. Pero en aquel momento
prefería volver a su alacena con la carta a estar allí sin ella.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, todos estaban muy
callados. Dudley se hallaba en estado de conmoción. Había gritado, había
pegado a su padre con el bastón de Smeltings, se había puesto malo a
propósito, le había dado una patada a su madre, arrojado la tortuga por el
techo del invernadero, y seguía sin conseguir que le devolvieran su
habitación. Harry estaba pensando en el día anterior, y con amargura pensó
que ojalá hubiera abierto la carta en el vestíbulo. Tío Vernon y tía Petunia se
miraban misteriosamente.
Cuando llegó el correo, tío Vernon, que parecía hacer esfuerzos por ser
amable con Harry, hizo que fuera Dudley. Lo oyeron golpear cosas con su
bastón en su camino hasta la puerta. Entonces gritó.
—¡Hay otra más! Señor H. Potter, El Dormitorio Más Pequeño, Privet
Drive, 4…
Con un grito ahogado, tío Vernon se levantó de su asiento y corrió hacia
el vestíbulo, con Harry siguiéndolo. Allí tuvo que forcejear con su hijo para
quitarle la carta, lo que le resultaba difícil porque Harry le tiraba del cuello.
Después de un minuto de confusa lucha, en la que todos recibieron golpes
del bastón, tío Vernon se enderezó con la carta de Harry arrugada en su
mano, jadeando para recuperar la respiración.
—Vete a tu alacena, quiero decir a tu dormitorio —dijo a Harry sin
dejar de jadear—. Y Dudley… Vete… Vete de aquí.
Harry paseó en círculos por su nueva habitación. Alguien sabía que se
había ido de su alacena y también parecía saber que no había recibido su
primera carta. ¿Eso significaría que lo intentarían de nuevo? Pues la
próxima vez se aseguraría de que no fallaran. Tenía un plan.
El reloj despertador arreglado sonó a las seis de la mañana siguiente. Harry
lo apagó rápidamente y se vistió en silencio: no debía despertar a los
Dursley. Se deslizó por la escalera sin encender ninguna luz.
Esperaría al cartero en la esquina de Privet Drive y recogería las cartas
para el número 4 antes de que su tío pudiera encontrarlas. El corazón le latía
aceleradamente mientras atravesaba el recibidor oscuro hacia la puerta.
—¡AAAUUUGGG!
Harry saltó en el aire. Había tropezado con algo grande y fofo que
estaba en el felpudo… ¡Algo vivo!
Las luces se encendieron y, horrorizado, Harry se dio cuenta de que
aquella cosa fofa y grande era la cara de su tío. Tío Vernon estaba acostado
en la puerta, en un saco de dormir, evidentemente para asegurarse de que
Harry no hiciera exactamente lo que intentaba hacer. Gritó a Harry durante
media hora y luego le dijo que preparara una taza de té. Harry se marchó
arrastrando los pies y, cuando regresó de la cocina, el correo había llegado
directamente al regazo de tío Vernon. Harry pudo ver tres cartas escritas en
tinta verde.
—Quiero… —comenzó, pero tío Vernon estaba rompiendo las cartas en
pedacitos ante sus ojos.
Aquel día, tío Vernon no fue a trabajar. Se quedó en casa y tapió el
buzón.
—¿Te das cuenta? —explicó a tía Petunia, con la boca llena de clavos
—. Si no pueden entregarlas, tendrán que dejar de hacerlo.
—No estoy segura de que esto resulte, Vernon.
—Oh, la mente de esa gente funciona de manera extraña, Petunia, ellos
no son como tú y yo —dijo tío Vernon, tratando de dar golpes a un clavo
con el pedazo de pastel de fruta que tía Petunia le acababa de llevar.
El viernes, no menos de doce cartas llegaron para Harry. Como no las
podían echar en el buzón, las habían pasado por debajo de la puerta, por
entre las rendijas, y unas pocas por la ventanita del cuarto de baño de abajo.
Tío Vernon se quedó en casa otra vez. Después de quemar todas las
cartas, salió con el martillo y los clavos para asegurar la puerta de atrás y la
de delante, para que nadie pudiera salir. Mientras trabajaba, tarareaba De
puntillas entre los tulipanes y se sobresaltaba con cualquier ruido.
El sábado, las cosas comenzaron a descontrolarse. Veinticuatro cartas para
Harry entraron en la casa, escondidas entre dos docenas de huevos, que un
muy desconcertado lechero entregó a tía Petunia, a través de la ventana del
salón. Mientras tío Vernon llamaba a la oficina de correos y a la lechería,
tratando de encontrar a alguien para quejarse, tía Petunia trituraba las cartas
en la picadora.
—¿Se puede saber quién tiene tanto interés en comunicarse contigo? —
preguntaba Dudley a Harry, con asombro.
La mañana del domingo, tío Vernon estaba sentado ante la mesa del
desayuno, con aspecto de cansado y casi enfermo, pero feliz.
—No hay correo los domingos —les recordó alegremente, mientras
ponía mermelada en su periódico—. Hoy no llegarán las malditas cartas…
Algo llegó zumbando por la chimenea de la cocina mientras él hablaba
y le golpeó con fuerza en la nuca. Al momento siguiente, treinta o cuarenta
cartas cayeron de la chimenea como balas. Los Dursley se agacharon, pero
Harry saltó en el aire, tratando de atrapar una.
—¡Fuera! ¡FUERA!
Tío Vernon cogió a Harry por la cintura y lo arrojó al recibidor. Cuando
tía Petunia y Dudley salieron corriendo, cubriéndose la cara con las manos,
tío Vernon cerró la puerta con fuerza. Podían oír el ruido de las cartas, que
seguían cayendo en la habitación, golpeando contra las paredes y el suelo.
—Ya está —dijo tío Vernon, tratando de hablar con calma, pero
arrancándose, al mismo tiempo, parte del bigote—. Quiero que estéis aquí
dentro de cinco minutos, listos para irnos. Nos vamos. Coged alguna ropa.
¡Sin discutir!
Parecía tan peligroso, con la mitad de su bigote arrancado, que nadie se
atrevió a contradecirlo. Diez minutos después se habían abierto camino a
través de las puertas tapiadas y estaban en el coche, avanzando velozmente
hacia la autopista. Dudley lloriqueaba en el asiento trasero, pues su padre le
había pegado en la cabeza cuando lo pilló tratando de guardar el televisor,
el vídeo y el ordenador en la bolsa.
Condujeron. Y siguieron avanzando. Ni siquiera tía Petunia se atrevía a
preguntarle adónde iban. De vez en cuando, tío Vernon daba la vuelta y
conducía un rato en sentido contrario.
—Quitárnoslos de encima… perderlos de vista… —murmuraba cada
vez que lo hacía.
No se detuvieron en todo el día para comer o beber. Al llegar la noche
Dudley aullaba. Nunca había pasado un día tan malo en su vida. Tenía
hambre, se había perdido cinco programas de televisión que quería ver y
nunca había pasado tanto tiempo sin hacer estallar un monstruo en su juego
de ordenador.
Tío Vernon se detuvo finalmente ante un hotel de aspecto lúgubre, en
las afueras de una gran ciudad. Dudley y Harry compartieron una
habitación con camas gemelas y sábanas húmedas y gastadas. Dudley
roncaba, pero Harry permaneció despierto, sentado en el borde de la
ventana, contemplando las luces de los coches que pasaban y deseando
saber…
Al día siguiente, comieron para el desayuno copos de trigo, tostadas y
tomates de lata. Estaban a punto de terminar, cuando la dueña del hotel se
acercó a la mesa.
—Perdonen, ¿alguno de ustedes es el señor H. Potter? Tengo como cien
de éstas en el mostrador de entrada.
Extendió una carta para que pudieran leer la dirección en tinta verde:
Señor H. Potter
Habitación 17
Hotel Railview
Cokeworth
Harry fue a coger la carta, pero tío Vernon le pegó en la mano. La mujer
los miró asombrada.
—Yo las recogeré —dijo tío Vernon, poniéndose de pie rápidamente y
siguiéndola.
—¿No sería mejor volver a casa, querido? —sugirió tía Petunia
tímidamente, unas horas más tarde, pero tío Vernon no pareció oírla. Qué
era lo que buscaba exactamente, nadie lo sabía. Los llevó al centro del
bosque, salió, miró alrededor, negó con la cabeza, volvió al coche y otra vez
lo puso en marcha. Lo mismo sucedió en medio de un campo arado, en
mitad de un puente colgante y en la parte más alta de un aparcamiento de
coches.
—Papá se ha vuelto loco, ¿verdad? —preguntó Dudley a tía Petunia
aquella tarde. Tío Vernon había aparcado en la costa, los había encerrado y
había desaparecido.
Comenzó a llover. Gruesas gotas golpeaban el techo del coche. Dudley
gimoteaba.
—Es lunes —dijo a su madre—. Mi programa favorito es esta noche.
Quiero ir a algún lugar donde haya un televisor.
Lunes. Eso hizo que Harry se acordara de algo. Si era lunes (y
habitualmente se podía confiar en que Dudley supiera el día de la semana,
por los programas de la televisión), entonces, al día siguiente, martes, era el
cumpleaños número once de Harry. Claro que sus cumpleaños nunca habían
sido exactamente divertidos: el año anterior, por ejemplo, los Dursley le
regalaron una percha y un par de calcetines viejos de tío Vernon. Sin
embargo, no se cumplían once años todos los días.
Tío Vernon regresó sonriente. Llevaba un paquete largo y delgado y no
contestó a tía Petunia cuando le preguntó qué había comprado.
—¡He encontrado el lugar perfecto! —dijo—. ¡Vamos! ¡Todos fuera!
Hacía mucho frío cuando bajaron del coche. Tío Vernon señalaba lo que
parecía una gran roca en el mar. Y, encima de ella, se veía la más miserable
choza que uno se pudiera imaginar. Una cosa era segura, allí no había
televisión.
—¡Han anunciado tormenta para esta noche! —anunció alegremente tío
Vernon, aplaudiendo—. ¡Y este caballero aceptó gentilmente alquilarnos su
bote!
Un viejo desdentado se acercó a ellos, señalando un viejo bote que se
balanceaba en el agua grisácea.
—Ya he conseguido algo de comida —dijo tío Vernon—. ¡Así que todos
a bordo!
En el bote hacía un frío terrible. El mar congelado los salpicaba, la
lluvia les golpeaba la cabeza y un viento gélido les azotaba el rostro.
Después de lo que pareció una eternidad, llegaron al peñasco, donde tío
Vernon los condujo hasta la desvencijada casa.
El interior era horrible: había un fuerte olor a algas, el viento se colaba
por las rendijas de las paredes de madera y la chimenea estaba vacía y
húmeda. Sólo había dos habitaciones.
La comida de tío Vernon resultó ser cuatro plátanos y un paquete de
patatas fritas para cada uno. Trató de encender el fuego con las bolsas
vacías, pero sólo salió humo.
—Ahora podríamos utilizar una de esas cartas, ¿no? —dijo alegremente.
Estaba de muy buen humor. Era evidente que creía que nadie se iba a
atrever a buscarlos allí, con una tormenta a punto de estallar. En privado,
Harry estaba de acuerdo, aunque el pensamiento no lo alegraba.
Al caer la noche, la tormenta prometida estalló sobre ellos. La espuma
de las altas olas chocaba contra las paredes de la cabaña y el feroz viento
golpeaba contra los vidrios de las ventanas. Tía Petunia encontró unas
pocas mantas en la otra habitación y preparó una cama para Dudley en el
sofá. Ella y tío Vernon se acostaron en una cama cerca de la puerta, y Harry
tuvo que contentarse con un trozo de suelo y taparse con la manta más
delgada.
La tormenta aumentó su ferocidad durante la noche. Harry no podía
dormir. Se estremecía y daba vueltas, tratando de ponerse cómodo, con el
estómago rugiendo de hambre. Los ronquidos de Dudley quedaron
amortiguados por los truenos que estallaron cerca de la medianoche. El
reloj luminoso de Dudley, colgando de su gorda muñeca, informó a Harry
de que tendría once años en diez minutos. Esperaba acostado a que llegara
la hora de su cumpleaños, pensando si los Dursley se acordarían y
preguntándose dónde estaría en aquel momento el escritor de cartas.
Cinco minutos. Harry oyó algo que crujía afuera. Esperó que no fuera a
caerse el techo, aunque tal vez hiciera más calor si eso ocurría. Cuatro
minutos. Tal vez la casa de Privet Drive estaría tan llena de cartas, cuando
regresaran, que podría robar una.
Tres minutos para la hora. ¿Por qué el mar chocaría con tanta fuerza
contra las rocas? Y (faltaban dos minutos) ¿qué era aquel ruido tan raro?
¿Las rocas se estaban desplomando en el mar?
Un minuto y tendría once años. Treinta segundos… veinte… diez…
nueve… tal vez despertara a Dudley, sólo para molestarlo… tres… dos…
uno…
BUM.
Toda la cabaña se estremeció y Harry se enderezó, mirando fijamente a
la puerta. Alguien estaba fuera, llamando.
CAPÍTULO 4
El guardián de las llaves
B
UM.
Llamaron otra vez. Dudley se despertó bruscamente.
—¿Dónde está el cañón? —preguntó estúpidamente.
Se oyó un crujido detrás de ellos y tío Vernon apareció en la habitación.
Llevaba un rifle en las manos: ya sabían lo que contenía el paquete alargado
que había llevado.
—¿Quién está ahí? —gritó—. ¡Le advierto… estoy armado!
Hubo una pausa. Luego…
¡UN GOLPE VIOLENTO!
La puerta fue empujada con tal fuerza que se salió de los goznes y, con
un golpe sordo, cayó al suelo.
Un hombre gigantesco apareció en el umbral. Su rostro estaba
prácticamente oculto por una larga maraña de pelo y una barba desaliñada,
pero podían verse sus ojos, que brillaban como escarabajos negros bajo
aquella pelambrera.
El gigante se abrió paso doblando la cabeza, que rozaba el techo. Se
agachó, cogió la puerta y, sin esfuerzo, la volvió a poner en su lugar. El
ruido de la tormenta se apagó un poco. Se volvió para mirarlos.
—Podríamos preparar té. No ha sido un viaje fácil…
Se desparramó en el sofá donde Dudley estaba petrificado de miedo.
—Levántate, bola de grasa —dijo el desconocido.
Dudley se escapó de allí y corrió a esconderse junto a su madre, que
estaba agazapada detrás de tío Vernon.
—¡Ah! ¡Aquí está Harry! —dijo el gigante.
Harry levantó la vista ante el rostro feroz y peludo, y vio que los ojos
negros le sonreían.
—La última vez que te vi eras sólo una criatura —dijo el gigante—. Te
pareces mucho a tu padre, pero tienes los ojos de tu madre.
Tío Vernon dejó escapar un curioso sonido.
—¡Le exijo que se vaya enseguida, señor! —dijo—. ¡Esto es
allanamiento de morada!
—Bah, cierra la boca, Dursley, grandísimo majadero —dijo el gigante.
Se estiró, arrebató el rifle a tío Vernon, lo retorció como si fuera de goma y
lo arrojó a un rincón de la habitación.
Tío Vernon hizo otro ruido extraño, como si hubieran aplastado a un
ratón.
—De todos modos, Harry —dijo el gigante, dando la espalda a los
Dursley—, te deseo un muy feliz cumpleaños. Tengo algo aquí. Tal vez lo
he aplastado un poco, pero tiene buen sabor.
Del bolsillo interior de su abrigo negro sacó una caja algo aplastada.
Harry la abrió con dedos temblorosos. En el interior había un gran pastel de
chocolate pegajoso, con «Feliz Cumpleaños, Harry» escrito en verde.
Harry miró al gigante. Iba a darle las gracias, pero las palabras se
perdieron en su garganta y, en lugar de eso, dijo:
—¿Quién es usted?
El gigante rió entre dientes.
—Es cierto, no me he presentado. Rubeus Hagrid, Guardián de las
Llaves y Terrenos de Hogwarts.
Extendió una mano gigantesca y sacudió todo el brazo de Harry.
—¿Qué tal ese té, entonces? —dijo, frotándose las manos—. Pero no
diría que no si tienen algo más fuerte.
Sus ojos se clavaron en el hogar apagado, con las bolsas de patatas fritas
arrugadas, y dejó escapar una risa despectiva. Se inclinó ante la chimenea.
Los demás no podían ver qué estaba haciendo, pero cuando un momento
después se dio la vuelta, había un fuego encendido, que inundó de luz toda
la húmeda cabaña. Harry sintió que el calor lo cubría como si estuviera
metido en un baño caliente.
El gigante volvió a sentarse en el sofá, que se hundió bajo su peso, y
comenzó a sacar toda clase de cosas de los bolsillos de su abrigo: una
cazuela de cobre, un paquete de salchichas, un atizador, una tetera, varias
tazas agrietadas y una botella de un líquido color ámbar, de la que tomó un
trago antes de empezar a preparar el té. Muy pronto, la cabaña estaba llena
del aroma de las salchichas calientes. Nadie dijo una palabra mientras el
gigante trabajaba, pero cuando sacó las primeras seis salchichas jugosas y
calientes, Dudley comenzó a impacientarse. Tío Vernon dijo en tono
cortante:
—No toques nada que él te dé, Dudley.
El gigante lanzó una risa sombría.
—Ese gordo pastel que es su hijo no necesita engordar más, Dursley, no
se preocupe.
Le sirvió las salchichas a Harry, el cual estaba tan hambriento que pensó
que nunca había probado algo tan maravilloso, pero todavía no podía
quitarle los ojos de encima al gigante. Por último, como nadie parecía
dispuesto a explicar nada, dijo:
—Lo siento, pero todavía sigo sin saber quién es usted.
El gigante tomó un sorbo de té y se secó la boca con el dorso de la
mano.
—Llámame Hagrid —contestó—. Todos lo hacen. Y como te dije, soy
el guardián de las llaves de Hogwarts. Ya lo sabrás todo sobre Hogwarts,
por supuesto.
—Pues… yo no… —dijo Harry.
Hagrid parecía impresionado.
—Lo lamento —dijo rápidamente Harry.
—¿Lo lamento? —preguntó Hagrid, volviéndose a mirar a los Dursley,
que retrocedieron hasta quedar ocultos por las sombras—. ¡Ellos son los
que tienen que disculparse! Sabía que no estabas recibiendo las cartas, pero
nunca pensé que no supieras nada de Hogwarts. ¿Nunca te preguntaste
dónde lo habían aprendido todo tus padres?
—¿El qué? —preguntó Harry.
—¿EL QUÉ? —bramó Hagrid—. ¡Espera un segundo!
Se puso de pie de un salto. En su furia parecía llenar toda la habitación.
Los Dursley estaban agazapados contra la pared.
—¿Me van a decir —rugió a los Dursley— que este muchacho, ¡este
muchacho!, no sabe nada… sobre NADA?
Harry pensó que aquello iba demasiado lejos. Después de todo, había
ido al colegio y sus notas no eran tan malas.
—Yo sé algunas cosas —dijo—. Puedo hacer cuentas y todo eso.
Pero Hagrid simplemente agitó la mano.
—Me refiero a nuestro mundo. Tu mundo. Mi mundo. El mundo de tus
padres.
—¿Qué mundo?
Hagrid lo miró como si fuera a estallar.
—¡DURSLEY! —bramó.
Tío Vernon, que estaba muy pálido, susurró algo que sonaba como
mimblewimble. Hagrid, enfurecido, contempló a Harry.
—Pero tú tienes que saber algo sobre tu madre y tu padre —dijo—.
Quiero decir, ellos son famosos. Tú eres famoso.
—¿Cómo? ¿Mi madre y mi padre… eran famosos? ¿En serio?
—No sabías… no sabías… —Hagrid se pasó los dedos por el pelo,
clavándole una mirada de asombro—. ¿De verdad no sabes lo que ellos
eran? —dijo por último.
De pronto, tío Vernon recuperó la voz.
—¡Deténgase! —ordenó—. ¡Deténgase ahora mismo, señor! ¡Le
prohíbo que le diga nada al muchacho!
Un hombre más valiente que Vernon Dursley se habría acobardado ante
la mirada furiosa que le dirigió Hagrid. Cuando éste habló, temblaba de
rabia.
—¿No se lo ha dicho? ¿No le ha hablado sobre el contenido de la carta
que Dumbledore le dejó? ¡Yo estaba allí! ¡Vi que Dumbledore la dejaba,
Dursley! ¿Y se la ha ocultado durante todos estos años?
—¿Qué es lo que me han ocultado? —dijo Harry en tono anhelante.
—¡DETÉNGASE! ¡SE LO PROHÍBO! —rugió tío Vernon aterrado.
Tía Petunia dejó escapar un gemido de horror.
—Voy a romperles la cabeza —dijo Hagrid—. Harry, debes saber que
eres un mago.
Se produjo un silencio en la cabaña. Sólo podía oírse el mar y el silbido
del viento.
—¿Que soy qué? —dijo Harry con voz entrecortada.
—Un mago —respondió Hagrid, sentándose otra vez en el sofá, que
crujió y se hundió—. Y muy bueno, debo añadir, en cuanto te hayas
entrenado un poco. Con unos padres como los tuyos ¿qué otra cosa podías
ser? Y creo que ya es hora de que leas la carta.
Harry extendió la mano para coger, finalmente, el sobre amarillento,
dirigido, con tinta verde esmeralda al «Señor H. Potter, El Suelo de la
Cabaña en la Roca, El Mar». Sacó la carta y leyó:
COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA
Director: Albus Dumbledore
(Orden de Merlín, Primera Clase, Gran Hechicero, Jefe de Magos,
Jefe Supremo, Confederación Internacional de Magos).
Querido señor Potter:
Tenemos el placer de informarle de que dispone de una plaza en
el Colegio Hogwarts de Magia. Por favor, observe la lista del
equipo y los libros necesarios.
Las clases comienzan el 1 de septiembre. Esperamos su lechuza
antes del 31 de julio.
Muy cordialmente,
Minerva McGonagall
Directora adjunta
Las preguntas estallaban en la cabeza de Harry como fuegos artificiales,
y no sabía cuál era la primera. Después de unos minutos, tartamudeó:
—¿Qué quiere decir eso de que esperan mi lechuza?
—Gorgonas galopantes, ahora me acuerdo —dijo Hagrid, golpeándose
la frente con tanta fuerza como para derribar un caballo. De otro bolsillo
sacó una lechuza (una lechuza de verdad, viva y con las plumas algo
erizadas), una gran pluma y un rollo de pergamino. Con la lengua entre los
dientes, escribió una nota que Harry pudo leer al revés.
Querido señor Dumbledore:
Entregué a Harry su carta. Lo llevo mañana a comprar sus
cosas.
El tiempo es horrible. Espero que usted esté bien.
Hagrid
Hagrid enrolló la nota y se la dio a la lechuza, que la cogió con el pico.
Después fue hasta la puerta y lanzó a la lechuza en la tormenta. Entonces
volvió y se sentó, como si aquello fuera tan normal como hablar por
teléfono.
Harry se dio cuenta de que tenía la boca abierta y la cerró rápidamente.
—¿Por dónde iba? —dijo Hagrid. Pero en aquel momento tío Vernon,
todavía con el rostro color ceniza, pero muy enfadado, se acercó a la
chimenea.
—Él no irá —dijo.
Hagrid gruñó.
—Me gustaría ver a un gran muggle como usted deteniéndolo a él —
dijo.
—¿Un qué? —preguntó interesado Harry.
—Un muggle —respondió Hagrid—. Es como llamamos a la gente «nomágica» como ellos. Y tuviste la mala suerte de crecer en una familia de los
más grandes muggles que haya visto.
—Cuando lo adoptamos, juramos que íbamos a detener toda esa
porquería —dijo tío Vernon—. ¡Juramos que la íbamos a sacar de él! ¡Un
mago, ni más ni menos!
—¿Vosotros lo sabíais? —preguntó Harry—. ¿Vosotros sabíais que yo
era… un mago?
—¡Saber! —chilló de pronto tía Petunia—. ¡Saber! ¡Por supuesto que lo
sabíamos! ¿Cómo no ibas a serlo, siendo lo que era mi condenada hermana?
Oh, ella recibió una carta como ésta de ese… ese colegio, y desapareció, y
volvía a casa para las vacaciones con los bolsillos llenos de ranas, y
convertía las tazas de té en ratas. Yo era la única que la veía tal como era:
¡una monstruosidad! Pero para mi madre y mi padre, oh no, para ellos era
«Lily hizo esto» y «Lily hizo esto otro». ¡Estaban orgullosos de tener una
bruja en la familia!
Se detuvo para respirar profundamente y luego continuó. Parecía que
hacía años que deseaba decir todo aquello.
—Luego conoció a ese Potter en el colegio y se fueron y se casaron y te
tuvieron a ti, y por supuesto que yo sabía que ibas a ser igual, igual de raro,
un… un anormal. ¡Y luego, como si no fuera poco, hubo esa explosión y
nosotros tuvimos que quedarnos contigo!
Harry se había puesto muy pálido. Tan pronto como recuperó la voz,
preguntó:
—¿Explosión? ¡Me dijisteis que habían muerto en un accidente de
coche!
—¿ACCIDENTE DE COCHE? —rugió Hagrid dando un salto, tan enfadado
que los Dursley volvieron al rincón—. ¿Cómo iban a poder morir Lily y
James Potter en un accidente de coche? ¡Eso es un ultraje! ¡Un escándalo!
¡Que Harry Potter no conozca su propia historia, cuando cada chico de
nuestro mundo conoce su nombre!
—Pero ¿por qué? ¿Qué sucedió? —preguntó Harry con tono de
apremio.
La furia se desvaneció del rostro de Hagrid. De pronto parecía nervioso.
—Nunca habría esperado algo así —dijo en voz baja y con aire
preocupado—. No tenía ni idea. Cuando Dumbledore me dijo que podía
tener problemas para llegar a ti, no sabía que sería hasta este punto. Ah,
Harry, no sé si soy la persona apropiada para decírtelo, pero alguien debe
hacerlo. No puedes ir a Hogwarts sin saberlo.
Lanzó una mirada despectiva a los Dursley.
—Bueno, es mejor que sepas todo lo que yo puedo decirte… porque no
puedo decírtelo todo. Es un gran misterio, al menos una parte…
Se sentó, miró fijamente al fuego durante unos instantes, y luego
continuó.
—Comienza, supongo, con… con una persona llamada… pero es
increíble que no sepas su nombre, todos en nuestro mundo lo saben…
—¿Quién?
—Bueno… no me gusta decir el nombre si puedo evitarlo. Nadie lo
dice.
—¿Por qué no?
—Gárgolas galopantes, Harry, la gente todavía tiene miedo. Vaya, esto
es difícil. Mira, estaba ese mago que se volvió… malo. Tan malo como te
puedas imaginar. Peor. Peor que peor. Su nombre era…
Hagrid tragó, pero no le salía la voz.
—¿Quiere escribirlo? —sugirió Harry.
—No… no sé cómo se escribe. Está bien… Voldemort. —Hagrid se
estremeció—. No me lo hagas repetir. De todos modos, este… este mago,
hace unos veinte años, comenzó a buscar seguidores. Y los consiguió.
Algunos porque le tenían miedo, otros sólo querían un poco de su poder,
porque él iba consiguiendo poder. Eran días negros, Harry. No se sabía en
quién confiar, uno no se animaba a hacerse amigo de magos o brujas
desconocidos… Sucedían cosas terribles. Él se estaba apoderando de todo.
Por supuesto, algunos se le opusieron y él los mató. Horrible. Uno de los
pocos lugares seguros era Hogwarts. Hay que considerar que Dumbledore
era el único al que Quien-tú-sabes temía. No se atrevía a apoderarse del
colegio, no entonces, al menos.
»Ahora bien, tu madre y tu padre eran la mejor bruja y el mejor mago
que yo he conocido nunca. ¡En su época de Hogwarts eran los primeros!
Supongo que el misterio es por qué Quien-tú-sabes nunca había tratado de
ponerlos de su parte… Probablemente sabía que estaban demasiado cerca
de Dumbledore para querer tener algo que ver con el Lado Oscuro.
»Tal vez pensó que podía persuadirlos… O quizá simplemente quería
quitarlos de en medio. Lo que todos saben es que él apareció en el pueblo
donde vosotros vivíais, el día de Halloween, hace diez años. Tú tenías un
año. Él fue a vuestra casa y… y…
De pronto, Hagrid sacó un pañuelo muy sucio y se sonó la nariz con un
sonido como el de una corneta.
—Lo siento —dijo—. Pero es tan triste… pensar que tu madre y tu
padre, la mejor gente del mundo que podrías encontrar…
»Quien-tú-sabes los mató. Y entonces… y ése es el verdadero misterio
del asunto… también trató de matarte a ti. Supongo que quería hacer un
trabajo limpio, o tal vez, para entonces, disfrutaba matando. Pero no pudo
hacerlo. ¿Nunca te preguntaste cómo te hiciste esa marca en la frente? No
es un corte común. Sucedió cuando una poderosa maldición diabólica te
tocó. Fue la que terminó con tu madre, tu padre y la casa, pero no funcionó
contigo, y por eso eres famoso, Harry. Nadie a quien él hubiera decidido
matar sobrevivió, nadie excepto tú, y eso que acabó con algunas de las
mejores brujas y de los mejores magos de la época (los McKinnons, los
Bones, los Prewetts…) y tú eras muy pequeño. Pero sobreviviste.
Algo muy doloroso estaba sucediendo en la mente de Harry. Mientras
Hagrid iba terminando la historia, vio otra vez la cegadora luz verde con
más claridad de lo que la había recordado antes y, por primera vez en su
vida, se acordó de algo más, de una risa cruel, aguda y fría.
Hagrid lo miraba con tristeza.
—Yo mismo te saqué de la casa en ruinas, por orden de Dumbledore. Y
te llevé con esta gente…
—Tonterías —dijo tío Vernon.
Harry dio un respingo. Casi había olvidado que los Dursley estaban allí.
Tío Vernon parecía haber recuperado su valor. Miraba con rabia a Hagrid y
tenía los puños cerrados.
—Ahora escucha esto, chico —gruñó—: acepto que haya algo extraño
acerca de ti, probablemente nada que unos buenos golpes no curen. Y todo
eso sobre tus padres… Bien, eran raros, no lo niego y, en mi opinión, el
mundo está mejor sin ellos… Recibieron lo que buscaban, al mezclarse con
esos brujos… Es lo que yo esperaba: siempre supe que iban a terminar
mal…
Pero en aquel momento Hagrid se levantó del sofá y sacó de su abrigo
un paraguas rosado. Apuntando a tío Vernon, como con una espada, dijo:
—Le prevengo, Dursley, le estoy avisando, una palabra más y…
Ante el peligro de ser alanceado por la punta de un paraguas empuñado
por un gigante barbudo, el valor de tío Vernon desapareció otra vez. Se
aplastó contra la pared y permaneció en silencio.
—Así está mejor —dijo Hagrid, respirando con dificultad y sentándose
otra vez en el sofá, que aquella vez se aplastó hasta el suelo.
Harry, entre tanto, todavía tenía preguntas que hacer, cientos de ellas.
—Pero ¿qué sucedió con Vol… perdón, quiero decir con Quién-ustedsabe?
—Buena pregunta, Harry. Desapareció. Se desvaneció. La misma noche
que trató de matarte. Eso te hizo aún más famoso. Ése es el mayor misterio,
sabes… Se estaba volviendo más y más poderoso… ¿Por qué se fue?
»Algunos dicen que murió. No creo que le quede lo suficiente de
humano para morir. Otros dicen que todavía está por ahí, esperando el
momento, pero no lo creo. La gente que estaba de su lado volvió con
nosotros. Algunos salieron como de un trance. No creen que pudieran
volver a hacerlo si él regresara.
»La mayor parte de nosotros cree que todavía está en alguna parte, pero
que perdió sus poderes. Que está demasiado débil para seguir adelante.
Porque algo relacionado contigo, Harry, acabó con él. Algo sucedió aquella
noche que él no contaba con que sucedería, no sé qué fue, nadie lo sabe…
Pero algo relacionado contigo lo confundió.
Hagrid miró a Harry con afecto y respeto, pero Harry, en lugar de
sentirse complacido y orgulloso, estaba casi seguro de que había una
terrible equivocación. ¿Un mago? ¿Él? ¿Cómo era posible? Había estado
toda la vida bajo los golpes de Dudley y el miedo que le inspiraban tía
Petunia y tío Vernon. Si realmente era un mago, ¿por qué no los había
convertido en sapos llenos de verrugas cada vez que lo encerraban en la
alacena? Si alguna vez derrotó al más grande brujo del mundo, ¿cómo es
que Dudley siempre podía pegarle patadas como si fuera una pelota?
—Hagrid —dijo con calma—, creo que está equivocado. No creo que
yo pueda ser un mago.
Para su sorpresa, Hagrid se rió entre dientes.
—No eres un mago, ¿eh? ¿Nunca haces que sucedan cosas cuando estás
asustado o enfadado?
Harry contempló el fuego. Si pensaba en ello… todas las cosas raras
que habían hecho que sus tíos se enfadaran con él, habían sucedido cuando
él, Harry, estaba molesto o enfadado: perseguido por la banda de Dudley, de
golpe se había encontrado fuera de su alcance; temeroso de ir al colegio con
aquel ridículo corte de pelo, éste le había crecido de nuevo y, la última vez
que Dudley le pegó, ¿no se vengó de él, aunque sin darse cuenta de que lo
estaba haciendo? ¿No le había soltado encima la boa constrictor?
Harry miró de nuevo a Hagrid, sonriendo, y vio que el gigante lo miraba
radiante.
—¿Te das cuenta? —dijo Hagrid—. Conque Harry Potter no es un
mago… Ya verás, serás muy famoso en Hogwarts.
Pero tío Vernon no iba a rendirse sin luchar.
—¿No le hemos dicho que no irá? —dijo con desagrado—. Irá a la
escuela secundaria Stonewall y nos dará las gracias por ello. Ya he leído
esas cartas y necesitará toda clase de porquerías: libros de hechizos, varitas
y…
—Si él quiere ir, un gran muggle como usted no lo detendrá —gruñó
Hagrid—. ¡Detener al hijo de Lily y James Potter para que no vaya a
Hogwarts! Está loco. Su nombre está apuntado casi desde que nació. Irá al
mejor colegio de magia del mundo. Siete años allí y no se conocerá a sí
mismo. Estará con jóvenes de su misma clase, lo que será un cambio. Y
estará con el más grande director que Hogwarts haya tenido: Albus
Dumbled…
—¡NO VOY A PAGAR PARA QUE ALGÚN CHIFLADO VIEJO TONTO LE ENSEÑE
TRUCOS DE MAGIA! —gritó tío Vernon.
Pero aquella vez había ido demasiado lejos. Hagrid empuñó su paraguas
y lo agitó sobre su cabeza.
—¡NUNCA… —bramó— INSULTE-A-ALBUS-DUMBLEDORE-EN-MI-PRESENCIA!
Agitó el paraguas en el aire para apuntar a Dudley. Se produjo un
relámpago de luz violeta, un sonido como de un petardo, un agudo chillido
y, al momento siguiente, Dudley saltaba, con las manos sobre su gordo
trasero, mientras gemía de dolor. Cuando les dio la espalda, Harry vio una
rizada cola de cerdo que salía a través de un agujero en los pantalones.
Tío Vernon rugió. Empujó a tía Petunia y a Dudley a la otra habitación,
lanzó una última mirada aterrorizada a Hagrid y cerró con fuerza la puerta
detrás de ellos.
Hagrid miró su paraguas y se tiró de la barba.
—No debería enfadarme —dijo con pesar—, pero a lo mejor no ha
funcionado. Quise convertirlo en un cerdo, pero supongo que ya se parece
mucho a un cerdo y no había mucho por hacer.
Miró de reojo a Harry, bajo sus cejas pobladas.
—Te agradecería que no le mencionaras esto a nadie de Hogwarts —
dijo—. Yo… bien, no me está permitido hacer magia, hablando
estrictamente. Conseguí permiso para hacer un poquito, para que te llegaran
las cartas y todo eso… Era una de las razones por las que quería este
trabajo…
—¿Por qué no le está permitido hacer magia? —preguntó Harry.
—Bueno… yo fui también a Hogwarts y, si he de ser franco, me
expulsaron. En el tercer año. Me rompieron la varita en dos. Pero
Dumbledore dejó que me quedara como guardabosques. Es un gran
hombre.
—¿Por qué lo expulsaron?
—Se está haciendo tarde y tenemos muchas cosas que hacer mañana —
dijo Hagrid en voz alta—. Tenemos que ir a la ciudad y conseguirte los
libros y todo lo demás.
Se quitó su grueso abrigo negro y se lo entregó a Harry.
—Puedes taparte con esto —dijo—. No te preocupes si algo se agita.
Creo que todavía tengo lirones en un bolsillo.
CAPÍTULO 5
El callejón Diagon
H
se despertó temprano aquella mañana. Aunque sabía que ya era
de día, mantenía los ojos muy cerrados.
«Ha sido un sueño —se dijo con firmeza—. Soñé que un gigante
llamado Hagrid vino a decirme que voy a ir a un colegio de magos. Cuando
abra los ojos estaré en casa, en mi alacena.»
Se produjo un súbito golpeteo.
«Y ésa es tía Petunia llamando a la puerta», pensó Harry con el corazón
abrumado. Pero todavía no abrió los ojos. Había sido un sueño tan bonito…
Toc. Toc. Toc.
—Está bien —rezongó Harry—. Ya me levanto.
Se incorporó y se le cayó el pesado abrigo negro de Hagrid. La cabaña
estaba iluminada por el sol, la tormenta había pasado, Hagrid estaba
dormido en el sofá y había una lechuza golpeando con su pata en la
ventana, con un periódico en el pico.
Harry se puso de pie, tan feliz como si un gran globo se expandiera en
su interior. Fue directamente a la ventana y la abrió. La lechuza bajó en
ARRY
picado y dejó el periódico sobre Hagrid, que no se despertó. Entonces la
lechuza se posó en el suelo y comenzó a atacar el abrigo de Hagrid.
—No hagas eso.
Harry trató de apartar a la lechuza, pero ésta cerró el pico
amenazadoramente y continuó atacando el abrigo.
—¡Hagrid! —dijo Harry en voz alta—. Aquí hay una lechuza…
—Págala —gruñó Hagrid desde el sofá.
—¿Qué?
—Quiere que le pagues por traer el periódico. Busca en los bolsillos.
El abrigo de Hagrid parecía hecho de bolsillos, con contenidos de todo
tipo: manojos de llaves, proyectiles de metal, bombones de menta, saquitos
de té… Finalmente Harry sacó un puñado de monedas de aspecto extraño.
—Dale cinco knuts —dijo soñoliento Hagrid.
—¿Knuts?
—Esas pequeñas de bronce.
Harry contó las cinco monedas y la lechuza extendió la pata, para que
Harry pudiera meter las monedas en una bolsita de cuero que llevaba atada.
Y salió volando por la ventana abierta.
Hagrid bostezó con fuerza, se sentó y se desperezó.
—Es mejor que nos demos prisa, Harry. Tenemos muchas cosas que
hacer hoy. Debemos ir a Londres a comprar todas las cosas del colegio.
Harry estaba dando la vuelta a las monedas mágicas y observándolas.
Acababa de pensar en algo que le hizo sentir que el globo de felicidad en su
interior acababa de pincharse.
—Mm… ¿Hagrid?
—¿Sí? —dijo Hagrid, que se estaba calzando sus colosales botas.
—Yo no tengo dinero y ya oíste a tío Vernon anoche, no va a pagar para
que vaya a aprender magia.
—No te preocupes por eso —dijo Hagrid, poniéndose de pie y
golpeándose la cabeza—. ¿No creerás que tus padres no te dejaron nada?
—Pero si su casa fue destruida…
—¡Ellos no guardaban el oro en la casa, muchacho! No, la primera
parada para nosotros es Gringotts. El banco de los magos. Come una
salchicha, frías no están mal, y no me negaré a un pedacito de tu pastel de
cumpleaños.
—¿Los magos tienen bancos?
—Sólo uno. Gringotts. Lo dirigen los duendes.
Harry dejó caer el pedazo de salchicha que le quedaba.
—¿Duendes?
—Ajá… Así uno tendría que estar loco para intentar robarlos, puedo
decírtelo. Nunca te metas con los duendes, Harry. Gringotts es el lugar más
seguro del mundo para lo que quieras guardar, excepto tal vez Hogwarts.
Por otra parte, tenía que visitar Gringotts de todos modos. Por Dumbledore.
Asuntos de Hogwarts. —Hagrid se irguió con orgullo—. En general, me
utiliza para asuntos importantes. Buscarte a ti… sacar cosas de Gringotts…
él sabe que puede confiar en mí. ¿Lo tienes todo? Pues vamos.
Harry siguió a Hagrid fuera de la cabaña. El cielo estaba ya claro y el
mar brillaba a la luz del sol. El bote que tío Vernon había alquilado todavía
estaba allí, con el fondo lleno de agua después de la tormenta.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Harry, mirando alrededor, buscando
otro bote.
—Volando —dijo Hagrid.
—¿Volando?
—Sí… pero vamos a regresar en esto. No debo utilizar la magia, ahora
que ya te encontré.
Subieron al bote. Harry todavía miraba a Hagrid, tratando de
imaginárselo volando.
—Sin embargo, me parece una lástima tener que remar —dijo Hagrid,
dirigiendo a Harry una mirada de soslayo—. Si yo… apresuro las cosas un
poquito, ¿te importaría no mencionarlo en Hogwarts?
—Por supuesto que no —respondió Harry, deseoso de ver más magia.
Hagrid sacó otra vez el paraguas rosado, dio dos golpes en el borde del bote
y salieron a toda velocidad hacia la orilla.
—¿Por qué tendría que estar uno loco para intentar robar en Gringotts?
—preguntó Harry.
—Hechizos… encantamientos —dijo Hagrid, desdoblando su periódico
mientras hablaba—… Dicen que hay dragones custodiando las cámaras de
máxima seguridad. Y además, hay que saber encontrar el camino. Gringotts
está a cientos de kilómetros por debajo de Londres, ¿sabes? Muy por debajo
del metro. Te morirías de hambre tratando de salir, aunque hubieras podido
robar algo.
Harry permaneció sentado pensando en aquello, mientras Hagrid leía su
periódico, El Profeta. Harry había aprendido de su tío Vernon que a las
personas les gustaba que las dejaran tranquilas cuando hacían eso, pero era
muy difícil, porque nunca había tenido tantas preguntas que hacer en su
vida.
—El Ministerio de Magia está confundiendo las cosas, como de
costumbre —murmuró Hagrid, dando la vuelta a la hoja.
—¿Hay un Ministerio de Magia? —preguntó Harry, sin poder
contenerse.
—Por supuesto —respondió Hagrid—. Querían que Dumbledore fuera
el ministro, claro, pero él nunca dejará Hogwarts, así que el viejo Cornelius
Fudge consiguió el trabajo. Nunca ha existido nadie tan chapucero. Así que
envía lechuzas a Dumbledore cada mañana, pidiendo consejos.
—Pero ¿qué hace un Ministerio de Magia?
—Bueno, su trabajo principal es impedir que los muggles sepan que
todavía hay brujas y magos por todo el país.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Vaya, Harry, todos querrían soluciones mágicas para sus
problemas. No, mejor que nos dejen tranquilos.
En aquel momento, el bote dio un leve golpe contra la pared del muelle.
Hagrid dobló su periódico y subieron los escalones de piedra hacia la calle.
Los transeúntes miraban mucho a Hagrid, mientras recorrían el
pueblecito camino de la estación, y Harry no se lo podía reprochar: Hagrid
no sólo era el doble de alto que cualquiera, sino que señalaba cosas
totalmente corrientes, como los parquímetros, diciendo en voz alta:
—¿Ves eso, Harry? Las cosas que esos muggles inventan, ¿verdad?
—Hagrid —dijo Harry, jadeando un poco mientras correteaba para
seguirlo—, ¿no dijiste que había dragones en Gringotts?
—Bueno, eso dicen —respondió Hagrid—. Me gustaría tener un
dragón.
—¿Te gustaría tener uno?
—Quiero uno desde que era niño… Ya estamos.
Habían llegado a la estación. Salía un tren para Londres cinco minutos
más tarde. Hagrid, que no entendía «el dinero muggle», como lo llamaba,
dio las monedas a Harry para que comprara los billetes.
La gente los miraba más que nunca en el tren. Hagrid ocupó dos
asientos y comenzó a tejer lo que parecía una carpa de circo color amarillo
canario.
—¿Todavía tienes la carta, Harry? —preguntó, mientras contaba los
puntos.
Harry sacó del bolsillo el sobre de pergamino.
—Bien —dijo Hagrid—. Hay una lista con todo lo que necesitas.
Harry desdobló otra hoja, que no había visto la noche anterior, y leyó:
COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA
UNIFORME
Los alumnos de primer año necesitarán:
Tres túnicas sencillas de trabajo (negras).
Un sombrero puntiagudo (negro) para uso diario.
Un par de guantes protectores (piel de dragón o semejante).
Una capa de invierno (negra, con broches plateados).
(Todas las prendas de los alumnos deben llevar etiquetas con su
nombre.)
LIBROS
Todos los alumnos deben tener un ejemplar de los siguientes libros:
Libro reglamentario de hechizos, primer curso, Miranda
Goshawk.
Historia de la magia, Bathilda Bagshot.
Teoría mágica, Adalbert Waffling.
Guía de transformación para principiantes, Emeric Switch.
Mil hierbas y hongos mágicos, Phyllida Spore.
Filtros y pociones mágicas, Arsenius Jigger.
Animales fantásticos y dónde encontrarlos, Newt Scamander.
Las Fuerzas Oscuras. Una guía para la autoprotección,
Quentin Trimble.
RESTO DEL EQUIPO
1 varita.
1 caldero (peltre, medida 2).
1 juego de redomas de vidrio o cristal.
1 telescopio.
1 balanza de latón.
Los alumnos también pueden traer una lechuza, un gato o un sapo.
SE RECUERDA A LOS PADRES QUE A LOS DE PRIMER AÑO NO SE LES
PERMITE TENER ESCOBAS PROPIAS.
—¿Podemos comprar todo esto en Londres? —se preguntó Harry en
voz alta.
—Sí, si sabes dónde ir —respondió Hagrid.
Harry no había estado antes en Londres. Aunque Hagrid parecía saber
adónde iban, era evidente que no estaba acostumbrado a hacerlo de la forma
ordinaria. Se quedó atascado en el torniquete de entrada al metro y se quejó
en voz alta porque los asientos eran muy pequeños y los trenes muy lentos.
—No sé cómo los muggles se las arreglan sin magia —comentó,
mientras subían por una escalera mecánica estropeada que los condujo a
una calle llena de tiendas.
Hagrid era tan corpulento que separaba fácilmente a la muchedumbre.
Lo único que Harry tenía que hacer era mantenerse detrás de él. Pasaron
ante librerías y tiendas de música, ante hamburgueserías y cines, pero en
ningún lado parecía que vendieran varitas mágicas. Era una calle normal,
llena de gente normal. ¿De verdad habría cantidades de oro de magos
enterradas debajo de ellos? ¿Había allí realmente tiendas que vendían libros
de hechizos y escobas? ¿No sería una broma pesada preparada por los
Dursley? Si Harry no hubiera sabido que los Dursley carecían de sentido
del humor, podría haberlo pensado. Sin embargo, aunque todo lo que le
había dicho Hagrid era increíble, Harry no podía dejar de confiar en él.
—Es aquí —dijo Hagrid deteniéndose—. El Caldero Chorreante. Es un
lugar famoso.
Era un bar diminuto y de aspecto mugriento. Si Hagrid no lo hubiera
señalado, Harry no lo habría visto. La gente, que pasaba apresurada, ni lo
miraba. Sus ojos iban de la gran librería, a un lado, a la tienda de música, al
otro, como si no pudieran ver el Caldero Chorreante. En realidad, Harry
tuvo la extraña sensación de que sólo él y Hagrid lo veían. Antes de que
pudiera decirlo, Hagrid lo hizo entrar.
Para ser un lugar famoso, estaba muy oscuro y destartalado. Unas
ancianas estaban sentadas en un rincón, tomando copitas de jerez. Una de
ellas fumaba una larga pipa. Un hombre pequeño que llevaba un sombrero
de copa hablaba con el viejo cantinero, que era completamente calvo y
parecía una nuez blanda. El suave murmullo de las charlas se detuvo
cuando ellos entraron. Todos parecían conocer a Hagrid. Lo saludaban con
la mano y le sonreían, y el cantinero buscó un vaso diciendo:
—¿Lo de siempre, Hagrid?
—No puedo, Tom, estoy aquí por asuntos de Hogwarts —respondió
Hagrid, poniendo la mano en el hombro de Harry y obligándole a doblar las
rodillas.
—Buen Dios —dijo el cantinero, mirando atentamente a Harry—. ¿Es
éste… puede ser…?
El Caldero Chorreante había quedado súbitamente inmóvil y en
silencio.
—Válgame Dios —susurró el cantinero—. Harry Potter… todo un
honor.
Salió rápidamente del mostrador, corrió hacia Harry y le estrechó la
mano, con los ojos llenos de lágrimas.
—Bienvenido, Harry, bienvenido.
Harry no sabía qué decir. Todos lo miraban. La anciana de la pipa
seguía chupando, sin darse cuenta de que se le había apagado. Hagrid
estaba radiante.
Entonces se produjo un gran movimiento de sillas y, al minuto
siguiente, Harry se encontró estrechando la mano de todos los del Caldero
Chorreante.
—Doris Crockford, Harry. No puedo creer que por fin te haya conocido.
—Estoy orgullosa, Harry, muy orgullosa.
—Siempre quise estrechar tu mano… estoy muy complacido.
—Encantado, Harry, no puedo decirte cuánto. Mi nombre es Diggle,
Dedalus Diggle.
—¡Yo lo he visto antes! —dijo Harry, mientras Dedalus Diggle dejaba
caer su sombrero a causa de la emoción—. Usted me saludó una vez en una
tienda.
—¡Me recuerda! —gritó Dedalus Diggle, mirando a todos—. ¿Habéis
oído eso? ¡Se acuerda de mí!
Harry estrechó manos una y otra vez. Doris Crockford volvió a repetir
el saludo.
Un joven pálido se adelantó, muy nervioso. Tenía un tic en el ojo.
—¡Profesor Quirrell! —dijo Hagrid—. Harry, el profesor Quirrell te
dará clases en Hogwarts.
—P-P-Potter —tartamudeó el profesor Quirrell, apretando la mano de
Harry—. N-no pue-e-do decirte l-lo contento que-e estoy de co-conocerte.
—¿Qué clase de magia enseña usted, profesor Quirrell?
—D-Defensa Contra las Artes O-Oscuras —murmuró el profesor
Quirrell, como si no quisiera pensar en ello—. N-no es al-algo que t-tú nnecesites, ¿verdad, P-Potter? —Soltó una risa nerviosa—. Estás reuniendo
el e-equipo, s-supongo. Yo tengo que b-buscar otro l-libro de va-vampiros.
—Pareció aterrorizado ante la simple mención.
Pero los demás no permitieron que el profesor Quirrell acaparara a
Harry. Éste tardó más de diez minutos en despedirse de ellos. Al fin, Hagrid
se hizo oír.
—Tenemos que irnos. Hay mucho que comprar. Vamos, Harry.
Doris Crockford estrechó la mano de Harry una última vez y Hagrid se
lo llevó a través del bar hasta un pequeño patio cerrado, donde no había más
que un cubo de basura y hierbajos.
Hagrid miró sonriente a Harry.
—Te lo dije, ¿verdad? Te dije que eras famoso. Hasta el profesor
Quirrell temblaba al conocerte, aunque te diré que habitualmente tiembla.
—¿Está siempre tan nervioso?
—Oh, sí. Pobre hombre. Una mente brillante. Estaba bien mientras
estudiaba esos libros de vampiros, pero entonces cogió un año de
vacaciones, para tener experiencias directas… Dicen que encontró vampiros
en la Selva Negra y que tuvo un desagradable problema con una
hechicera… Y desde entonces no es el mismo. Se asusta de los alumnos,
tiene miedo de su propia asignatura… Ahora ¿adónde vamos, paraguas?
¿Vampiros? ¿Hechiceras? La cabeza de Harry era un torbellino. Hagrid,
mientras tanto, contaba ladrillos en la pared, encima del cubo de basura.
—Tres arriba… dos horizontales… —murmuraba—. Correcto. Un paso
atrás, Harry.
Dio tres golpes a la pared, con la punta de su paraguas.
El ladrillo que había tocado se estremeció, se retorció y en el medio
apareció un pequeño agujero, que se hizo cada vez más ancho. Un segundo
más tarde estaban contemplando un pasaje abovedado lo bastante grande
hasta para Hagrid, un paso que llevaba a una calle con adoquines, que
serpenteaba hasta quedar fuera de la vista.
—Bienvenido —dijo Hagrid— al callejón Diagon.
Sonrió ante el asombro de Harry. Entraron en el pasaje. Harry miró
rápidamente por encima de su hombro y vio que la pared volvía a cerrarse.
El sol brillaba iluminando numerosos calderos, en la puerta de la tienda
más cercana. «Calderos - Todos los Tamaños - Latón, Cobre, Peltre, Plata Automáticos - Plegables», decía un rótulo que colgaba sobre ellos.
—Sí, vas a necesitar uno —dijo Hagrid— pero mejor que vayamos
primero a conseguir el dinero.
Harry deseó tener ocho ojos más. Movía la cabeza en todas direcciones
mientras iban calle arriba, tratando de mirar todo al mismo tiempo: las
tiendas, las cosas que estaban fuera y la gente haciendo compras. Una mujer
regordeta negaba con la cabeza en la puerta de una droguería cuando ellos
pasaron, diciendo: «Hígado de dragón a dieciséis sickles la onza, están
locos…»
Un suave ulular llegaba de una tienda oscura que tenía un rótulo que
decía: «Emporio de la Lechuza. Color pardo, castaño, gris y blanco.» Varios
chicos de la edad de Harry pegaban la nariz contra un escaparate lleno de
escobas. «Mirad —oyó Harry que decía uno—, la nueva Nimbus 2000, la
más veloz.» Algunas tiendas vendían ropa; otras, telescopios y extraños
instrumentos de plata que Harry nunca había visto. Escaparates repletos de
bazos de murciélagos y ojos de anguilas, tambaleantes montones de libros
de encantamientos, plumas y rollos de pergamino, frascos con pociones,
globos con mapas de la luna…
—Gringotts —dijo Hagrid.
Habían llegado a un edificio, blanco como la nieve, que se alzaba sobre
las pequeñas tiendas. Delante de las puertas de bronce pulido, con un
uniforme carmesí y dorado, había…
—Sí, eso es un duende —dijo Hagrid en voz baja, mientras subían por
los escalones de piedra blanca. El duende era una cabeza más bajo que
Harry. Tenía un rostro moreno e inteligente, una barba puntiaguda y, Harry
pudo notarlo, dedos y pies muy largos. Cuando entraron los saludó.
Entonces encontraron otras puertas dobles, esta vez de plata, con unas
palabras grabadas encima de ellas.
Entra, desconocido, pero ten cuidado
Con lo que le espera al pecado de la codicia,
Porque aquellos que cogen, pero no se lo han ganado,
Deberán pagar en cambio mucho más,
Así que si buscas por debajo de nuestro suelo
Un tesoro que nunca fue tuyo,
Ladrón, te hemos advertido, ten cuidado
De encontrar aquí algo más que un tesoro.
—Como te dije, hay que estar loco para intentar robar aquí —dijo
Hagrid.
Dos duendes los hicieron pasar por las puertas plateadas y se
encontraron en un amplio vestíbulo de mármol. Un centenar de duendes
estaban sentados en altos taburetes, detrás de un largo mostrador,
escribiendo en grandes libros de cuentas, pesando monedas en balanzas de
cobre y examinando piedras preciosas con lentes. Las puertas de salida del
vestíbulo eran demasiadas para contarlas, y otros duendes guiaban a la
gente para entrar y salir. Hagrid y Harry se acercaron al mostrador.
—Buenos días —dijo Hagrid a un duende desocupado—. Hemos
venido a sacar algún dinero de la caja de seguridad del señor Harry Potter.
—¿Tiene su llave, señor?
—La tengo por aquí —dijo Hagrid, y comenzó a vaciar sus bolsillos
sobre el mostrador, desparramando un puñado de galletas de perro sobre el
libro de cuentas del duende. Éste frunció la nariz. Harry observó al duende
que tenía a la derecha, que pesaba unos rubíes tan grandes como carbones
brillantes.
—Aquí está —dijo finalmente Hagrid, enseñando una pequeña llave
dorada.
El duende la examinó de cerca.
—Parece estar todo en orden.
—Y también tengo una carta del profesor Dumbledore —dijo Hagrid,
dándose importancia—. Es sobre lo-que-usted-sabe, en la cámara
setecientos trece.
El duende leyó la carta cuidadosamente.
—Muy bien —dijo, devolviéndosela a Hagrid—. Voy a hacer que
alguien los acompañe abajo, a las dos cámaras. ¡Griphook!
Griphook era otro duende. Cuando Hagrid guardó todas las galletas de
perro en sus bolsillos, él y Harry siguieron a Griphook hacia una de las
puertas de salida del vestíbulo.
—¿Qué es lo-que-usted-sabe en la cámara setecientos trece? —preguntó
Harry.
—No te lo puedo decir —dijo misteriosamente Hagrid—. Es algo muy
secreto. Un asunto de Hogwarts. Dumbledore me lo confió.
Griphook les abrió la puerta. Harry, que había esperado más mármoles,
se sorprendió. Estaban en un estrecho pasillo de piedra, iluminado con
antorchas. Se inclinaba hacia abajo y había unos raíles en el suelo.
Griphook silbó y un pequeño carro llegó rápidamente por los raíles.
Subieron (Hagrid con cierta dificultad) y se pusieron en marcha.
Al principio fueron rápidamente a través de un laberinto de retorcidos
pasillos. Harry trató de recordar, izquierda, derecha, derecha, izquierda, una
bifurcación, derecha, izquierda, pero era imposible. El veloz carro parecía
conocer su camino, porque Griphook no lo dirigía.
A Harry le escocían los ojos de las ráfagas de aire frío, pero los
mantuvo muy abiertos. En una ocasión, le pareció ver un estallido de fuego
al final del pasillo y se dio la vuelta para ver si era un dragón, pero era
demasiado tarde. Iban cada vez más abajo, pasando por un lago subterráneo
en el que había gruesas estalactitas y estalagmitas saliendo del techo y del
suelo.
—Nunca lo he sabido —gritó Harry a Hagrid, para hacerse oír sobre el
estruendo del carro—. ¿Cuál es la diferencia entre una estalactita y una
estalagmita?
—Las estalagmitas tienen una eme —dijo Hagrid—. Y no me hagas
preguntas ahora, creo que voy a marearme.
Su cara se había puesto verde y, cuando el carro por fin se detuvo, ante
la pequeña puerta de la pared del pasillo, Hagrid se bajó y tuvo que
apoyarse contra la pared, para que dejaran de temblarle las rodillas.
Griphook abrió la cerradura de la puerta. Una oleada de humo verde los
envolvió. Cuando se aclaró, Harry estaba jadeando. Dentro había
montículos de monedas de oro. Montones de monedas de plata. Montañas
de pequeños knuts de bronce.
—Todo tuyo —dijo Hagrid sonriendo.
Todo de Harry, era increíble. Los Dursley no debían de saberlo, o se
habrían apoderado de todo en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cuántas veces se
habían quejado de lo que les costaba mantener a Harry? Y durante todo
aquel tiempo, una pequeña fortuna enterrada debajo de Londres le
pertenecía.
Hagrid ayudó a Harry a poner una cantidad en una bolsa.
—Las de oro son galeones —explicó—. Diecisiete sickles de plata
hacen un galeón y veintinueve knuts equivalen a un sickle, es muy fácil.
Bueno, esto será suficiente para un curso o dos, dejaremos el resto guardado
para ti. —Se volvió hacia Griphook—. Ahora, por favor, la cámara
setecientos trece. ¿Y podemos ir un poco más despacio?
—Una sola velocidad —contestó Griphook.
Fueron más abajo y a mayor velocidad. El aire se volvió cada vez más
frío, mientras doblaban por estrechos recodos. Llegaron entre sacudidas al
otro lado de una hondonada subterránea, y Harry se inclinó hacia un lado
para ver qué había en el fondo oscuro, pero Hagrid gruñó y lo enderezó,
cogiéndolo del cuello.
La cámara setecientos trece no tenía cerradura.
—Un paso atrás —dijo Griphook, dándose importancia. Tocó la puerta
con uno de sus largos dedos y ésta desapareció—. Si alguien que no sea un
duende de Gringotts lo intenta, será succionado por la puerta y quedará
atrapado —añadió.
—¿Cada cuánto tiempo comprueban que no se haya quedado nadie
dentro? —quiso saber Harry.
—Más o menos cada diez años —dijo Griphook, con una sonrisa
maligna.
Algo realmente extraordinario tenía que haber en aquella cámara de
máxima seguridad, Harry estaba seguro, y se inclinó anhelante, esperando
ver por lo menos joyas fabulosas, pero la primera impresión era que estaba
vacía. Entonces vio el sucio paquetito, envuelto en papel marrón, que estaba
en el suelo. Hagrid lo cogió y lo guardó en las profundidades de su abrigo.
A Harry le hubiera gustado conocer su contenido, pero sabía que era mejor
no preguntar.
—Vamos, regresemos en ese carro infernal y no me hables durante el
camino; será mejor que mantengas la boca cerrada —dijo Hagrid.
Después de la veloz trayectoria, salieron parpadeando a la luz del sol, fuera
de Gringotts. Harry no sabía adónde ir primero con su bolsa llena de dinero.
No necesitaba saber cuántos galeones había en una libra, para darse cuenta
de que tenía más dinero que nunca, más dinero incluso que el que Dudley
tendría jamás.
—Tendrías que comprarte el uniforme —dijo Hagrid, señalando hacia
«Madame Malkin, túnicas para todas las ocasiones»—. Oye, Harry, ¿te
importa que me dé una vuelta por el Caldero Chorreante? Detesto los carros
de Gringotts. —Todavía parecía mareado, así que Harry entró solo en la
tienda de Madame Malkin, sintiéndose algo nervioso.
Madame Malkin era una bruja sonriente y regordeta, vestida de color
malva.
—¿Hogwarts, guapo? —dijo, cuando Harry empezó a hablar—. Tengo
muchos aquí… En realidad, otro muchacho se está probando ahora.
En el fondo de la tienda, un niño de rostro pálido y puntiagudo estaba de
pie sobre un escabel, mientras otra bruja le ponía alfileres en la larga túnica
negra. Madame Malkin puso a Harry en un escabel al lado del otro, le
deslizó por la cabeza una larga túnica y comenzó a marcarle el largo
apropiado.
—Hola —dijo el muchacho—. ¿También Hogwarts?
—Sí —respondió Harry.
—Mi padre está en la tienda de al lado, comprando mis libros, y mi
madre ha ido calle arriba para mirar las varitas —dijo el chico. Tenía voz de
aburrido y arrastraba las palabras—. Luego voy a arrastrarlos a mirar
escobas de carreras. No sé por qué los de primer año no pueden tener una
propia. Creo que voy a fastidiar a mi padre hasta que me compre una y la
meteré de contrabando de alguna manera.
Harry recordaba a Dudley.
—¿Tú tienes escoba propia? —continuó el muchacho.
—No —dijo Harry.
—¿Juegas al menos al quidditch?
—No —dijo de nuevo Harry, preguntándose qué diablos sería el
quidditch.
—Yo sí. Papá dice que sería un crimen que no me eligieran para jugar
por mi casa, y la verdad es que estoy de acuerdo. ¿Ya sabes en qué casa vas
a estar?
—No —dijo Harry, sintiéndose cada vez más tonto.
—Bueno, nadie lo sabrá realmente hasta que lleguemos allí, pero yo sé
que seré de Slytherin, porque toda mi familia fue de allí. ¿Te imaginas estar
en Hufflepuff? Yo creo que me iría, ¿no te parece?
—Mmm —contestó Harry, deseando poder decir algo más interesante.
—¡Oye, mira a ese hombre! —dijo súbitamente el chico, señalando
hacia la vidriera de delante. Hagrid estaba allí, sonriendo a Harry y
señalando dos grandes helados, para que viera por qué no entraba.
—Ése es Hagrid —dijo Harry, contento de saber algo que el otro no
sabía—. Trabaja en Hogwarts.
—Oh —dijo el muchacho—, he oído hablar de él. Es una especie de
sirviente, ¿no?
—Es el guardabosques —dijo Harry. Cada vez le gustaba menos aquel
chico.
—Sí, claro. He oído decir que es una especie de salvaje, que vive en una
cabaña en los terrenos del colegio y que de vez en cuando se emborracha.
Trata de hacer magia y termina prendiendo fuego a su cama.
—Yo creo que es estupendo —dijo Harry con frialdad.
—¿Eso crees? —preguntó el chico en tono burlón—. ¿Por qué está aquí
contigo? ¿Dónde están tus padres?
—Están muertos —respondió en pocas palabras. No tenía ganas de
hablar de ese tema con él.
—Oh, lo siento —dijo el otro, aunque no pareció que le importara—.
Pero eran de nuestra clase, ¿no?
—Eran un mago y una bruja, si es eso a lo que te refieres.
—Realmente creo que no deberían dejar entrar a los otros, ¿no te
parece? No son como nosotros, no los educaron para conocer nuestras
costumbres. Algunos nunca habían oído hablar de Hogwarts hasta que
recibieron la carta, ya te imaginarás. Yo creo que debería quedar todo en las
familias de antiguos magos. Y, a propósito, ¿cuál es tu apellido?
Pero antes de que Harry pudiera contestar, Madame Malkin dijo:
—Ya está listo lo tuyo, guapo.
Y Harry, sin lamentar tener que dejar de hablar con el chico, bajó del
escabel.
—Bien, te veré en Hogwarts, supongo —dijo el muchacho.
Harry estaba muy silencioso, mientras comía el helado que Hagrid le
había comprado (chocolate y frambuesa con trozos de nueces).
—¿Qué sucede? —preguntó Hagrid.
—Nada —mintió Harry. Se detuvieron a comprar pergamino y plumas.
Harry se animó un poco cuando encontró un frasco de tinta que cambiaba
de color al escribir. Cuando salieron de la tienda, preguntó:
—Hagrid, ¿qué es el quidditch?
—Vaya, Harry, sigo olvidando lo poco que sabes… ¡No saber qué es el
quidditch!
—No me hagas sentir peor —dijo Harry. Le contó a Hagrid lo del chico
pálido de la tienda de Madame Malkin.
—… y dijo que la gente de familia de muggles no deberían poder ir…
—Tú no eres de una familia muggle. Si hubiera sabido quién eres… Él
ha crecido conociendo tu nombre, si sus padres son magos. Ya lo has visto
en el Caldero Chorreante. De todos modos, qué sabe él, algunos de los
mejores que he conocido eran los únicos con magia en una larga línea de
muggles. ¡Mira tu madre! ¡Y mira la hermana que tuvo!
—Entonces ¿qué es el quidditch?
—Es nuestro deporte. Deporte de magos. Es… como el fútbol en el
mundo muggle, todos lo siguen. Se juega en el aire, con escobas, y hay
cuatro pelotas… Es difícil explicarte las reglas.
—¿Y qué son Slytherin y Hufflepuff?
—Casas del colegio. Hay cuatro. Todos dicen que en Hufflepuff son
todos inútiles, pero…
—Seguro que yo estaré en Hufflepuff —dijo Harry desanimado.
—Es mejor Hufflepuff que Slytherin —dijo Hagrid con tono lúgubre—.
Las brujas y los magos que se volvieron malos habían estado todos en
Slytherin. Quien-tú-sabes fue uno.
—¿Vol… perdón… Quien-tú-sabes estuvo en Hogwarts?
—Hace muchos años —respondió Hagrid.
Compraron los libros de Harry en una tienda llamada Flourish y Blotts,
en donde los estantes estaban llenos de libros hasta el techo. Había unos
grandiosos forrados en piel, otros del tamaño de un sello, con tapas de seda,
otros llenos de símbolos raros y unos pocos sin nada impreso en sus
páginas. Hasta Dudley, que nunca leía nada, habría deseado tener alguno de
aquellos libros. Hagrid casi tuvo que arrastrar a Harry para que dejara
Hechizos y contrahechizos (encante a sus amigos y confunda a sus
enemigos con las más recientes venganzas: Pérdida de Cabello, Piernas de
Mantequilla, Lengua Atada y más, mucho más), del profesor Vindictus
Viridian.
—Estaba tratando de averiguar cómo hechizar a Dudley.
—No estoy diciendo que no sea una buena idea, pero no puedes utilizar
la magia en el mundo muggle, excepto en circunstancias muy especiales —
dijo Hagrid—. Y, de todos modos, no podrías hacer ningún hechizo todavía,
necesitarás mucho más estudio antes de llegar a ese nivel.
Hagrid tampoco dejó que Harry comprara un sólido caldero de oro (en
la lista decía de peltre) pero consiguieron una bonita balanza para pesar los
ingredientes de las pociones y un telescopio plegable de cobre. Luego
visitaron la droguería, tan fascinante como para hacer olvidar el horrible
hedor, una mezcla de huevos pasados y repollo podrido. En el suelo había
barriles llenos de una sustancia viscosa y botes con hierbas. Raíces secas y
polvos brillantes llenaban las paredes, y manojos de plumas e hileras de
colmillos y garras colgaban del techo. Mientras Hagrid preguntaba al
hombre que estaba detrás del mostrador por un surtido de ingredientes
básicos para pociones, Harry examinaba cuernos de unicornio plateados, a
veintiún galeones cada uno, y minúsculos ojos negros y brillantes de
escarabajos (cinco knuts la cucharada).
Fuera de la droguería, Hagrid miró otra vez la lista de Harry.
—Sólo falta la varita… Ah, sí, y todavía no te he buscado un regalo de
cumpleaños.
Harry sintió que se ruborizaba.
—No tienes que…
—Sé que no tengo que hacerlo. Te diré qué será, te compraré un animal.
No un sapo, los sapos pasaron de moda hace años, se burlarán… y no me
gustan los gatos, me hacen estornudar. Te voy a regalar una lechuza. Todos
los chicos quieren tener una lechuza. Son muy útiles, llevan tu
correspondencia y todo lo demás.
Veinte minutos más tarde, salieron del Emporio de la Lechuza, que era
oscuro y lleno de ojos brillantes, susurros y aleteos. Harry llevaba una gran
jaula con una hermosa lechuza blanca, medio dormida, con la cabeza debajo
de un ala. Y no dejó de agradecer el regalo, tartamudeando como el
profesor Quirrell.
—Ni lo menciones —dijo Hagrid con aspereza—. No creo que los
Dursley te hagan muchos regalos. Ahora nos queda solamente Ollivander,
el único lugar donde venden varitas, y tendrás la mejor.
Una varita mágica… Eso era lo que Harry realmente había estado
esperando.
La última tienda era estrecha y de mal aspecto. Sobre la puerta, en letras
doradas, se leía: «Ollivander: fabricantes de excelentes varitas desde el 382
a.C.» En el polvoriento escaparate, sobre un cojín de desteñido color
púrpura, se veía una única varita.
Cuando entraron, una campanilla resonó en el fondo de la tienda. Era un
lugar pequeño y vacío, salvo por una silla larguirucha donde Hagrid se
sentó a esperar. Harry se sentía algo extraño, como si hubieran entrado en
una biblioteca muy estricta. Se tragó una cantidad de preguntas que se le
acababan de ocurrir, y en lugar de eso, miró las miles de estrechas cajas,
amontonadas cuidadosamente hasta el techo. Por alguna razón, sintió una
comezón en la nuca. El polvo y el silencio parecían hacer que le picara por
alguna magia secreta.
—Buenas tardes —dijo una voz amable.
Harry dio un salto. Hagrid también debió de sobresaltarse porque se oyó
un crujido y se levantó rápidamente de la silla.
Un anciano estaba ante ellos; sus ojos, grandes y pálidos, brillaban
como lunas en la penumbra del local.
—Hola —dijo Harry con torpeza.
—Ah, sí —dijo el hombre—. Sí, sí, pensaba que iba a verte pronto.
Harry Potter. —No era una pregunta—. Tienes los ojos de tu madre. Parece
que fue ayer el día en que ella vino aquí, a comprar su primera varita.
Veintiséis centímetros de largo, elástica, de sauce. Una preciosa varita para
encantamientos.
El señor Ollivander se acercó a Harry. El muchacho deseó que el
hombre parpadeara. Aquellos ojos plateados eran un poco lúgubres.
—Tu padre, por otra parte, prefirió una varita de caoba. Veintiocho
centímetros y medio. Flexible. Un poquito más poderosa y excelente para
transformaciones. Bueno, he dicho que tu padre la prefirió, pero en realidad
es la varita la que elige al mago.
El señor Ollivander estaba tan cerca que él y Harry casi estaban nariz
contra nariz. Harry podía ver su reflejo en aquellos ojos velados.
—Y aquí es donde…
El señor Ollivander tocó la luminosa cicatriz de la frente de Harry, con
un largo dedo blanco.
—Lamento decir que yo vendí la varita que hizo eso —dijo
amablemente—. Treinta y cuatro centímetros y cuarto. Una varita poderosa,
muy poderosa, y en las manos equivocadas… Bueno, si hubiera sabido lo
que esa varita iba a hacer en el mundo…
Negó con la cabeza y entonces, para alivio de Harry, fijó su atención en
Hagrid.
—¡Rubeus! ¡Rubeus Hagrid! Me alegro de verlo otra vez… Roble,
cuarenta centímetros y medio, flexible… ¿Era así?
—Así era, sí, señor —dijo Hagrid.
—Buena varita. Pero supongo que la partieron en dos cuando lo
expulsaron —dijo el señor Ollivander, súbitamente severo.
—Eh…, sí, eso hicieron, sí —respondió Hagrid, arrastrando los pies—.
Sin embargo, todavía tengo los pedazos —añadió con vivacidad.
—Pero no los utiliza, ¿verdad? —preguntó en tono severo.
—Oh, no, señor —dijo Hagrid rápidamente. Harry se dio cuenta de que
sujetaba con fuerza su paraguas rosado.
—Mmm —dijo el señor Ollivander, lanzando una mirada inquisidora a
Hagrid—. Bueno, ahora, Harry… Déjame ver. —Sacó de su bolsillo una
cinta métrica, con marcas plateadas—. ¿Con qué brazo coges la varita?
—Eh… bien, soy diestro —respondió Harry.
—Extiende tu brazo. Eso es. —Midió a Harry del hombro al dedo,
luego de la muñeca al codo, del hombro al suelo, de la rodilla a la axila y
alrededor de su cabeza. Mientras medía, dijo—: Cada varita Ollivander
tiene un núcleo central de una poderosa sustancia mágica, Harry. Utilizamos
pelos de unicornio, plumas de cola de fénix y nervios de corazón de dragón.
No hay dos varitas Ollivander iguales, como no hay dos unicornios,
dragones o aves fénix iguales. Y, por supuesto, nunca obtendrás tan buenos
resultados con la varita de otro mago.
De pronto, Harry se dio cuenta de que la cinta métrica, que en aquel
momento le medía entre las fosas nasales, lo hacía sola. El señor Ollivander
estaba revoloteando entre los estantes, sacando cajas.
—Esto ya está —dijo, y la cinta métrica se enrolló en el suelo—. Bien,
Harry. Prueba ésta. Madera de haya y nervios de corazón de dragón.
Veintitrés centímetros. Bonita y flexible. Cógela y agítala.
Harry cogió la varita y (sintiéndose tonto) la agitó a su alrededor, pero
el señor Ollivander se la quitó casi de inmediato.
—Arce y pluma de fénix. Diecisiete centímetros y cuarto. Muy elástica.
Prueba…
Harry probó, pero tan pronto como levantó el brazo el señor Ollivander
se la quitó.
—No, no… Ésta. Ébano y pelo de unicornio, veintiún centímetros y
medio. Elástica. Vamos, vamos, inténtalo.
Harry lo intentó. No tenía ni idea de lo que estaba buscando el señor
Ollivander. Las varitas ya probadas, que estaban sobre la silla, aumentaban
por momentos, pero cuantas más varitas sacaba el señor Ollivander, más
contento parecía estar.
—Qué cliente tan difícil, ¿no? No te preocupes, encontraremos a tu
pareja perfecta por aquí, en algún lado. Me pregunto… sí, por qué no, una
combinación poco usual, acebo y pluma de fénix, veintiocho centímetros,
bonita y flexible.
Harry tocó la varita. Sintió un súbito calor en los dedos. Levantó la
varita sobre su cabeza, la hizo bajar por el aire polvoriento, y una corriente
de chispas rojas y doradas estallaron en la punta como fuegos artificiales,
arrojando manchas de luz que bailaban en las paredes. Hagrid lo vitoreó y
aplaudió y el señor Ollivander dijo:
—¡Oh, bravo! Oh, sí, oh, muy bien. Bien, bien, bien… Qué curioso…
Realmente qué curioso…
Puso la varita de Harry en su caja y la envolvió en papel de embalar,
todavía murmurando: «Curioso… muy curioso.»
—Perdón —dijo Harry—. Pero ¿qué es tan curioso?
El señor Ollivander fijó en Harry su mirada pálida.
—Recuerdo cada varita que he vendido, Harry Potter. Cada una de las
varitas. Y resulta que la cola de fénix de donde salió la pluma que está en tu
varita dio otra pluma, sólo una más. Y realmente es muy curioso que
estuvieras destinado a esa varita, cuando fue su hermana la que te hizo esa
cicatriz.
Harry tragó, sin poder hablar.
—Sí, veintiocho centímetros. Ajá. Realmente curioso cómo suceden
estas cosas. La varita escoge al mago, recuérdalo… Creo que debemos
esperar grandes cosas de ti, Harry Potter… Después de todo, El-que-nodebe-ser-nombrado hizo grandes cosas… Terribles, sí, pero grandiosas.
Harry se estremeció. No estaba seguro de que el señor Ollivander le
gustara mucho. Pagó siete galeones de oro por su varita y el señor
Ollivander los acompañó hasta la puerta de su tienda.
Al atardecer, con el sol muy bajo en el cielo, Harry y Hagrid emprendieron
su camino otra vez por el callejón Diagon, a través de la pared, y de nuevo
por el Caldero Chorreante, ya vacío. Harry no habló mientras salían a la
calle y ni siquiera notó la cantidad de gente que se quedaba con la boca
abierta al verlos en el metro, cargados con una serie de paquetes de formas
raras y con la lechuza dormida en el regazo de Harry. Subieron por la
escalera mecánica y entraron en la estación de Paddington. Harry acababa
de darse cuenta de dónde estaban cuando Hagrid le golpeó el hombro.
—Tenemos tiempo para que comas algo antes de que salga el tren —
dijo.
Le compró una hamburguesa a Harry y se sentaron a comer en unas
sillas de plástico. Harry miró a su alrededor. De alguna manera, todo le
parecía muy extraño.
—¿Estás bien, Harry? Te veo muy silencioso —dijo Hagrid.
Harry no estaba seguro de poder explicarlo. Había tenido el mejor
cumpleaños de su vida y, sin embargo, masticó su hamburguesa, intentando
encontrar las palabras.
—Todos creen que soy especial —dijo finalmente—. Toda esa gente del
Caldero Chorreante, el profesor Quirrell, el señor Ollivander… Pero yo no
sé nada sobre magia. ¿Cómo pueden esperar grandes cosas? Soy famoso y
ni siquiera puedo recordar por qué soy famoso. No sé qué sucedió cuando
Vol… Perdón, quiero decir, la noche en que mis padres murieron.
Hagrid se inclinó sobre la mesa. Detrás de la barba enmarañada y las
espesas cejas había una sonrisa muy bondadosa.
—No te preocupes, Harry. Aprenderás muy rápido. Todos son
principiantes cuando empiezan en Hogwarts. Vas a estar muy bien.
Sencillamente sé tú mismo. Sé que es difícil. Has estado lejos y eso siempre
es duro. Pero vas a pasarlo muy bien en Hogwarts, yo lo pasé y, en realidad,
todavía lo paso.
Hagrid ayudó a Harry a subir al tren que lo llevaría hasta la casa de los
Dursley y luego le entregó un sobre.
—Tu billete para Hogwarts —dijo—. El uno de septiembre, en Kings
Cross. Está todo en el billete. Cualquier problema con los Dursley y me
envías una carta con tu lechuza, ella sabrá encontrarme… Te veré pronto,
Harry.
El tren arrancó de la estación. Harry deseaba ver a Hagrid hasta que se
perdiera de vista. Se levantó del asiento y apretó la nariz contra la
ventanilla, pero parpadeó y Hagrid ya no estaba.
CAPÍTULO 6
El viaje desde el andén
nueve y tres cuartos
E
último mes de Harry con los Dursley no fue divertido. Es cierto que
Dudley le tenía miedo y no se quedaba con él en la misma habitación, y
que tía Petunia y tío Vernon no lo encerraban en la alacena ni lo obligaban a
hacer nada ni le gritaban. En realidad, ni siquiera le dirigían la palabra.
Mitad aterrorizados, mitad furiosos, se comportaban como si la silla que
Harry ocupaba estuviera vacía. Aunque aquello significaba una mejora en
muchos aspectos, después de un tiempo resultaba un poco deprimente.
Harry se quedaba en su habitación, con su nueva lechuza por compañía.
Decidió llamarla Hedwig, un nombre que encontró en Una historia de la
magia. Los libros del colegio eran muy interesantes. Por la noche leía en la
cama hasta tarde, mientras Hedwig entraba y salía a su antojo por la ventana
abierta. Era una suerte que tía Petunia ya no entrara en la habitación, porque
Hedwig llevaba ratones muertos. Cada noche, antes de dormir, Harry
marcaba otro día en la hoja de papel que tenía en la pared, hasta el uno de
septiembre.
L
El último día de agosto pensó que era mejor hablar con sus tíos para
poder ir a la estación de King's Cross, al día siguiente. Así que bajó al
salón, donde estaban viendo la televisión. Se aclaró la garganta, para que
supieran que estaba allí, y Dudley gritó y salió corriendo.
—Hum… ¿Tío Vernon?
Tío Vernon gruñó, para demostrar que lo escuchaba.
—Hum… necesito estar mañana en King's Cross para… para ir a
Hogwarts.
Tío Vernon gruñó otra vez.
—¿Podría ser que me lleves hasta allí?
Otro gruñido. Harry interpretó que quería decir sí.
—Muchas gracias.
Estaba a punto de volver a subir la escalera, cuando tío Vernon
finalmente habló.
—Qué forma curiosa de ir a una escuela de magos, en tren. ¿Las
alfombras mágicas estarán todas pinchadas?
Harry no contestó nada.
—¿Y dónde queda ese colegio, de todos modos?
—No lo sé —dijo Harry, dándose cuenta de eso por primera vez. Sacó
del bolsillo el billete que Hagrid le había dado—. Tengo que coger el tren
que sale del andén nueve y tres cuartos, a las once de la mañana —leyó.
Sus tíos lo miraron asombrados.
—¿Andén qué?
—Nueve y tres cuartos.
—No digas estupideces —dijo tío Vernon—. No hay ningún andén
nueve y tres cuartos.
—Eso dice mi billete.
—Equivocados —dijo tío Vernon—. Totalmente locos, todos ellos. Ya
lo verás. Tú espera. Muy bien, te llevaremos a King's Cross. De todos
modos, tenemos que ir a Londres mañana. Si no, no me molestaría.
—¿Por qué vais a Londres? —preguntó Harry, tratando de mantener el
tono amistoso.
—Llevamos a Dudley al hospital —gruñó tío Vernon—. Para que le
quiten esa maldita cola antes de que vaya a Smeltings.
A la mañana siguiente, Harry se despertó a las cinco, tan emocionado e
ilusionado que no pudo volver a dormir. Se levantó y se puso los tejanos: no
quería andar por la estación con su túnica de mago, ya se cambiaría en el
tren. Miró otra vez su lista de Hogwarts para estar seguro de que tenía todo
lo necesario, se ocupó de meter a Hedwig en su jaula y luego se paseó por la
habitación, esperando que los Dursley se levantaran. Dos horas más tarde,
el pesado baúl de Harry estaba cargado en el coche de los Dursley y tía
Petunia había hecho que Dudley se sentara con Harry, para poder marchar.
Llegaron a King's Cross a las diez y media. Tío Vernon cargó el baúl de
Harry en un carrito y lo llevó por la estación. Harry pensó que era una rara
amabilidad, hasta que tío Vernon se detuvo, mirando los andenes con una
sonrisa perversa.
—Bueno, aquí estás, muchacho. Andén nueve, andén diez… Tu andén
debería estar en el medio, pero parece que aún no lo han construido, ¿no?
Tenía razón, por supuesto. Había un gran número nueve, de plástico,
sobre un andén, un número diez sobre el otro y, en el medio, nada.
—Que tengas un buen curso —dijo tío Vernon con una sonrisa aún más
torva. Se marchó sin decir una palabra más. Harry se volvió y vio que los
Dursley se alejaban. Los tres se reían. Harry sintió la boca seca. ¿Qué
haría? Estaba llamando la atención, a causa de Hedwig. Tendría que
preguntarle a alguien.
Detuvo a un guarda que pasaba, pero no se atrevió a mencionar el andén
nueve y tres cuartos. El guarda nunca había oído hablar de Hogwarts, y
cuando Harry no pudo decirle en qué parte del país quedaba, comenzó a
molestarse, como si pensara que Harry se hacía el tonto a propósito. Sin
saber qué hacer, Harry le preguntó por el tren que salía a las once, pero el
guarda le dijo que no había ninguno. Al final, el guarda se alejó,
murmurando algo sobre la gente que hacía perder el tiempo. Según el gran
reloj que había sobre la tabla de horarios de llegada, tenía diez minutos para
coger el tren a Hogwarts y no tenía idea de qué podía hacer. Estaba en
medio de la estación con un baúl que casi no podía transportar, un bolsillo
lleno de monedas de mago y una jaula con una lechuza.
Hagrid debió de olvidar decirle algo que tenía que hacer, como dar un
golpe al tercer ladrillo de la izquierda para entrar en el callejón Diagon. Se
preguntó si debería sacar su varita y comenzar a golpear la taquilla, entre
los andenes nueve y diez.
En aquel momento, un grupo de gente pasó por su lado y captó unas
pocas palabras.
—… lleno de muggles, por supuesto…
Harry se volvió para verlos. La que hablaba era una mujer regordeta,
que se dirigía a cuatro muchachos, todos con pelo de llameante color rojo.
Cada uno empujaba un baúl, como Harry, y llevaban una lechuza.
Con el corazón palpitante, Harry empujó el carrito detrás de ellos. Se
detuvieron y los imitó, parándose lo bastante cerca para escuchar lo que
decían.
—Y ahora, ¿cuál es el número del andén? —dijo la madre.
—¡Nueve y tres cuartos! —dijo la voz aguda de una niña, también
pelirroja, que iba de la mano de la madre—. Mamá, ¿no puedo ir…?
—No tienes edad suficiente, Ginny. Ahora estáte quieta. Muy bien,
Percy, tú primero.
El que parecía el mayor de los chicos se dirigió hacia los andenes nueve
y diez. Harry observaba, procurando no parpadear para no perderse nada.
Pero justo cuando el muchacho llegó a la división de los dos andenes, una
larga caravana de turistas pasó frente a él y, cuando se alejaron, el
muchacho había desaparecido.
—Fred, eres el siguiente —dijo la mujer regordeta.
—No soy Fred, soy George —dijo el muchacho—. ¿De veras, mujer,
puedes llamarte nuestra madre? ¿No te das cuenta de que yo soy George?
—Lo siento, George, cariño.
—Estaba bromeando, soy Fred —dijo el muchacho, y se alejó. Debió
pasar, porque un segundo más tarde ya no estaba. Pero ¿cómo lo había
hecho? Su hermano gemelo fue tras él: el tercer hermano iba rápidamente
hacia la taquilla (estaba casi allí) y luego, súbitamente, no estaba en
ninguna parte.
No había nadie más.
—Discúlpeme —dijo Harry a la mujer regordeta.
—Hola, querido —dijo—. Primer año en Hogwarts, ¿no? Ron también
es nuevo.
Señaló al último y menor de sus hijos varones. Era alto, flacucho y
pecoso, con manos y pies grandes y una larga nariz.
—Sí —dijo Harry—. Lo que pasa es que… es que no sé cómo…
—¿Como entrar en el andén? —preguntó bondadosamente, y Harry
asintió con la cabeza.
—No te preocupes —dijo—. Lo único que tienes que hacer es andar
recto hacia la barrera que está entre los dos andenes. No te detengas y no
tengas miedo de chocar, eso es muy importante. Lo mejor es ir deprisa, si
estás nervioso. Ve ahora, ve antes que Ron.
—Hum… De acuerdo —dijo Harry.
Empujó su carrito y se dirigió hacia la barrera. Parecía muy sólida.
Comenzó a andar. La gente que andaba a su alrededor iba al andén
nueve o al diez. Fue más rápido. Iba a chocar contra la taquilla y tendría
problemas. Se inclinó sobre el carrito y comenzó a correr (la barrera se
acercaba cada vez más). Ya no podía detenerse (el carrito estaba fuera de
control), ya estaba allí… Cerró los ojos, preparado para el choque…
Pero no llegó. Siguió rodando. Abrió los ojos.
Una locomotora de vapor, de color escarlata, esperaba en el andén lleno
de gente. Un rótulo decía: «Expreso de Hogwarts, 11 h.» Harry miró hacia
atrás y vio una arcada de hierro donde debía estar la taquilla, con las
palabras «Andén Nueve y Tres Cuartos».
Lo había logrado.
El humo de la locomotora se elevaba sobre las cabezas de la ruidosa
multitud, mientras que gatos de todos los colores iban y venían entre las
piernas de la gente. Las lechuzas se llamaban unas a otras, con un
malhumorado ulular, por encima del ruido de las charlas y el movimiento de
los pesados baúles.
Los primeros vagones ya estaban repletos de estudiantes, algunos
asomados por las ventanillas para hablar con sus familiares, otros
discutiendo sobre los asientos que iban a ocupar. Harry empujó su carrito
por el andén, buscando un asiento vacío. Pasó al lado de un chico de cara
redonda que decía:
—Abuelita, he vuelto a perder mi sapo.
—Oh, Neville —oyó que suspiraba la anciana.
Un muchacho de pelos tiesos estaba rodeado por un grupo.
—Déjanos mirar, Lee, vamos.
El muchacho levantó la tapa de la caja que llevaba en los brazos, y los
que lo rodeaban gritaron cuando del interior salió una larga cola peluda.
Harry se abrió paso hasta que encontró un compartimiento vacío, cerca
del final del tren. Primero puso a Hedwig y luego comenzó a empujar el
baúl hacia la puerta del vagón. Trató de subirlo por los escalones, pero sólo
lo pudo levantar un poco antes de que se cayera golpeándole un pie.
—¿Quieres que te eche una mano? —Era uno de los gemelos pelirrojos,
a los que había seguido a través de la barrera de los andenes.
—Sí, por favor —jadeó Harry.
—¡Eh, Fred! ¡Ven a ayudar!
Con la ayuda de los gemelos, el baúl de Harry finalmente quedó en un
rincón del compartimiento.
—Gracias —dijo Harry, quitándose de los ojos el pelo húmedo.
—¿Qué es eso? —dijo de pronto uno de los gemelos, señalando la
brillante cicatriz de Harry.
—Vaya —dijo el otro gemelo—. ¿Eres tú…?
—Es él —dijo el primero—. Eres tú, ¿no? —se dirigió a Harry.
—¿Quién? —preguntó Harry.
—Harry Potter —respondieron a coro.
—Oh, él —dijo Harry—. Quiero decir, sí, soy yo.
Los dos muchachos lo miraron boquiabiertos y Harry sintió que se
ruborizaba. Entonces, para su alivio, una voz llegó a través de la puerta
abierta del compartimiento.
—¿Fred? ¿George? ¿Estáis ahí?
—Ya vamos, mamá.
Con una última mirada a Harry, los gemelos saltaron del vagón.
Harry se sentó al lado de la ventanilla. Desde allí, medio oculto, podía
observar a la familia de pelirrojos en el andén y oír lo que decían. La madre
acababa de sacar un pañuelo.
—Ron, tienes algo en la nariz.
El menor de los varones trató de esquivarla, pero la madre lo sujetó y
comenzó a frotarle la punta de la nariz.
—Mamá, déjame —exclamó apartándose.
—¿Ah, el pequeñito Ronnie tiene algo en su naricita? —dijo uno de los
gemelos.
—Cállate —dijo Ron.
—¿Dónde está Percy? —preguntó la madre.
—Ahí viene.
El mayor de los muchachos se acercaba a ellos. Ya se había puesto la
ondulante túnica negra de Hogwarts, y Harry notó que tenía una insignia
dorada y roja en el pecho, con la letra P.
—No me puedo quedar mucho, mamá —dijo—. Estoy delante, los
prefectos tenemos dos compartimientos…
—Oh, ¿tú eres un prefecto, Percy? —dijo uno de los gemelos, con aire
de gran sorpresa—. Tendrías que habérnoslo dicho, no teníamos idea.
—Espera, creo que recuerdo que nos dijo algo —dijo el otro gemelo—.
Una vez…
—O dos…
—Un minuto…
—Todo el verano…
—Oh, callaos —dijo Percy, el prefecto.
—Y, de todos modos, ¿por qué Percy tiene túnica nueva? —dijo uno de
los gemelos.
—Porque él es un prefecto —dijo afectuosamente la madre—. Muy
bien, cariño, que tengas un buen año. Envíame una lechuza cuando llegues
allá.
Besó a Percy en la mejilla y el muchacho se fue. Luego se volvió hacia
los gemelos.
—Ahora, vosotros dos… Este año os tenéis que portar bien. Si recibo
una lechuza más diciéndome que habéis hecho… estallar un inodoro o…
—¿Hacer estallar un inodoro? Nosotros nunca hemos hecho nada de
eso.
—Pero es una gran idea, mamá. Gracias.
—No tiene gracia. Y cuidad de Ron.
—No te preocupes, el pequeño Ronnie estará seguro con nosotros.
—Cállate —dijo otra vez Ron. Era casi tan alto como los gemelos y su
nariz todavía estaba rosada, en donde su madre la había frotado.
—Eh, mamá, ¿adivinas a quién acabamos de ver en el tren?
Harry se agachó rápidamente para que no lo descubrieran.
—¿Os acordáis de ese muchacho de pelo negro que estaba cerca de
nosotros, en la estación? ¿Sabéis quién es?
—¿Quién?
—¡Harry Potter!
Harry oyó la voz de la niña.
—Mamá, ¿puedo subir al tren para verlo? ¡Oh, mamá, por favor…!
—Ya lo has visto, Ginny y, además, el pobre chico no es algo para que
lo mires como en el zoológico. ¿Es él realmente, Fred? ¿Cómo lo sabes?
—Se lo pregunté. Vi su cicatriz. Está realmente allí… como iluminada.
—Pobrecillo… No es raro que esté solo. Fue tan amable cuando me
preguntó cómo llegar al andén…
—Eso no importa. ¿Crees que él recuerda cómo era Quien-tú-sabes?
La madre, súbitamente, se puso muy seria.
—Te prohíbo que le preguntes, Fred. No, no te atrevas. Como si
necesitara que le recuerden algo así en su primer día de colegio.
—Está bien, quédate tranquila.
Se oyó un silbido.
—Daos prisa —dijo la madre, y los tres chicos subieron al tren. Se
asomaron por la ventanilla para que los besara y la hermanita menor
comenzó a llorar.
—No llores, Ginny, vamos a enviarte muchas lechuzas.
—Y un inodoro de Hogwarts.
—¡George!
—Era una broma, mamá.
El tren comenzó a moverse. Harry vio a la madre de los muchachos
agitando la mano y a la hermanita, mitad llorando, mitad riendo, corriendo
para seguir al tren, hasta que éste comenzó a acelerar y entonces se quedó
saludando.
Harry observó a la madre y la hija hasta que desaparecieron, cuando el
tren giró. Las casas pasaban a toda velocidad por la ventanilla. Harry sintió
una ola de excitación. No sabía lo que iba a pasar… pero sería mejor que lo
que dejaba atrás.
La puerta del compartimiento se abrió y entró el menor de los pelirrojos.
—¿Hay alguien sentado ahí? —preguntó, señalando el asiento opuesto a
Harry—. Todos los demás vagones están llenos.
Harry negó con la cabeza y el muchacho se sentó. Lanzó una mirada a
Harry y luego desvió la vista rápidamente hacia la ventanilla, como si no lo
hubiera estado observando. Harry notó que todavía tenía una mancha negra
en la nariz.
—Eh, Ron.
Los gemelos habían vuelto.
—Mira, nosotros nos vamos a la mitad del tren, porque Lee Jordan tiene
una tarántula gigante y vamos a verla.
—De acuerdo —murmuró Ron.
—Harry —dijo el otro gemelo—, ¿te hemos dicho quiénes somos? Fred
y George Weasley. Y él es Ron, nuestro hermano. Nos veremos después,
entonces.
—Hasta luego —dijeron Harry y Ron. Los gemelos salieron y cerraron
la puerta.
—¿Eres realmente Harry Potter? —dejó escapar Ron.
Harry asintió.
—Oh… bien, pensé que podía ser una de las bromas de Fred y George
—dijo Ron—. ¿Y realmente te hiciste eso… ya sabes…?
Señaló la frente de Harry.
Harry se levantó el flequillo para enseñarle la luminosa cicatriz. Ron la
miró con atención.
—¿Así que eso es lo que Quien-tú-sabes…?
—Sí —dijo Harry—, pero no puedo recordarlo.
—¿Nada? —dijo Ron en tono anhelante.
—Bueno… recuerdo una luz verde muy intensa, pero nada más.
—Vaya —dijo Ron. Contempló a Harry durante unos instantes y luego,
como si se diera cuenta de lo que estaba haciendo, con rapidez volvió a
mirar por la ventanilla.
—¿Sois una familia de magos? —preguntó Harry, ya que encontraba a
Ron tan interesante como Ron lo encontraba a él.
—Oh, sí, eso creo —respondió Ron—. Me parece que mamá tiene un
primo segundo que es contable, pero nunca hablamos de él.
—Entonces ya debes de saber mucho sobre magia.
Era evidente que los Weasley eran una de esas antiguas familias de
magos de las que había hablado el pálido muchacho del callejón Diagon.
—Oí que te habías ido a vivir con muggles —dijo Ron—. ¿Cómo son?
—Horribles… Bueno, no todos ellos. Mi tía, mi tío y mi primo sí lo son.
Me hubiera gustado tener tres hermanos magos.
—Cinco —corrigió Ron. Por alguna razón parecía deprimido—. Soy el
sexto en nuestra familia que va a asistir a Hogwarts. Podrías decir que tengo
el listón muy alto. Bill y Charlie ya han terminado. Bill era delegado de
clase y Charlie era capitán de quidditch. Ahora Percy es prefecto. Fred y
George son muy revoltosos, pero a pesar de eso sacan muy buenas notas y
todos los consideran muy divertidos. Todos esperan que me vaya tan bien
como a los otros, pero si lo hago tampoco será gran cosa, porque ellos ya lo
hicieron primero. Además, nunca tienes nada nuevo, con cinco hermanos.
Me dieron la túnica vieja de Bill, la varita vieja de Charles y la vieja rata de
Percy.
Ron buscó en su chaqueta y sacó una gorda rata gris, que estaba
dormida.
—Se llama Scabbers y no sirve para nada, casi nunca se despierta. A
Percy, papá le regaló una lechuza, porque lo hicieron prefecto, pero no
podían comp… Quiero decir, por eso me dieron a Scabbers.
Las orejas de Ron enrojecieron. Parecía pensar que había hablado
demasiado, porque otra vez miró por la ventanilla.
Harry no creía que hubiera nada malo en no poder comprar una lechuza.
Después de todo, él nunca había tenido dinero en toda su vida, hasta un mes
atrás, así que le contó a Ron que había tenido que llevar la ropa vieja de
Dudley y que nunca le hacían regalos de cumpleaños. Eso pareció animar a
Ron.
—… y hasta que Hagrid me lo contó, yo no tenía idea de que era mago,
ni sabía nada de mis padres o Voldemort…
Ron bufó.
—¿Qué? —dijo Harry.
—Has pronunciado el nombre de Quien-tú-sabes —dijo Ron, tan
conmocionado como impresionado—. Yo creí que tú, entre todas las
personas…
—No estoy tratando de hacerme el valiente, ni nada por el estilo, al
decir el nombre —dijo Harry—. Es que no sabía que no debía decirlo. ¿Ves
lo que te decía? Tengo muchísimas cosas que aprender… Seguro —añadió,
diciendo por primera vez en voz alta algo que últimamente lo preocupaba
mucho—, seguro que seré el peor de la clase.
—No será así. Hay mucha gente que viene de familias muggles y
aprende muy deprisa.
Mientras conversaban, el tren había pasado por campos llenos de vacas
y ovejas. Se quedaron mirando un rato, en silencio, el paisaje.
A eso de las doce y media se produjo un alboroto en el pasillo, y una
mujer de cara sonriente, con hoyuelos, se asomó y les dijo:
—¿Queréis algo del carrito, guapos?
Harry, que no había desayunado, se levantó de un salto, pero las orejas
de Ron se pusieron otra vez coloradas y murmuró que había llevado
bocadillos. Harry salió al pasillo.
Cuando vivía con los Dursley nunca había tenido dinero para comprarse
golosinas y, puesto que tenía los bolsillos repletos de monedas de oro, plata
y bronce, estaba listo para comprarse todas las barras de chocolate que
pudiera llevar. Pero la mujer no tenía Mars. En cambio, tenía Grageas
Bertie Bott de Todos los Sabores, chicle, ranas de chocolate, empanada de
calabaza, pasteles en forma de caldero, varitas de regaliz y otra cantidad de
cosas extrañas que Harry no había visto en su vida. Como no deseaba
perderse nada, compró un poco de todo y pagó a la mujer once sickles de
plata y siete knuts de bronce.
Ron lo miraba asombrado, mientras Harry depositaba sus compras sobre
un asiento vacío.
—Tenías hambre, ¿verdad?
—Muchísima —dijo Harry, dando un mordisco a una empanada de
calabaza.
Ron había sacado un arrugado paquete, con cuatro bocadillos. Separó
uno y dijo:
—Mi madre siempre se olvida de que no me gusta la carne en conserva.
—Te la cambio por uno de éstos —dijo Harry, alcanzándole un pastel
—. Sírvete…
—No te va a gustar, está seca —dijo Ron—. Ella no tiene mucho
tiempo —añadió rápidamente—… Ya sabes, con nosotros cinco.
—Vamos, sírvete un pastel —dijo Harry, que nunca había tenido nada
que compartir o, en realidad, nadie con quien compartir nada. Era una
agradable sensación, estar sentado allí con Ron, comiendo pasteles y dulces
(los bocadillos habían quedado olvidados).
—¿Qué son éstos? —preguntó Harry a Ron, cogiendo un envase de
ranas de chocolate—. No son ranas de verdad, ¿no? —Comenzaba a sentir
que nada podía sorprenderlo.
—No —dijo Ron—. Pero mira qué cromo tiene. A mí me falta Agripa.
—¿Qué?
—Oh, por supuesto, no debes saber… Las ranas de chocolate llevan
cromos, ya sabes, para coleccionar, de brujas y magos famosos. Yo tengo
como quinientos, pero no consigo ni a Agripa ni a Ptolomeo.
Harry desenvolvió su rana de chocolate y sacó el cromo. En él estaba
impreso el rostro de un hombre. Llevaba gafas de media luna, tenía una
nariz larga y encorvada, cabello plateado suelto, barba y bigotes. Debajo de
la foto estaba el nombre: Albus Dumbledore.
—¡Así que éste es Dumbledore! —dijo Harry.
—¡No me digas que nunca has oído hablar de Dumbledore! —dijo Ron
—. ¿Puedo servirme una rana? Podría encontrar a Agripa… Gracias…
Harry dio la vuelta a la tarjeta y leyó:
Albus Dumbledore, actualmente director de Hogwarts. Considerado
por casi todo el mundo como el más grande mago del tiempo
presente, Dumbledore es particularmente famoso por derrotar al
mago tenebroso Grindelwald en 1945, por el descubrimiento de las
doce aplicaciones de la sangre de dragón, y por su trabajo en
alquimia con su compañero Nicolás Flamel. El profesor
Dumbledore es aficionado a la música de cámara y a los bolos.
Harry dio la vuelta otra vez al cromo y vio, para su asombro, que el
rostro de Dumbledore había desaparecido.
—¡Ya no está!
—Bueno, no iba a estar ahí todo el día —dijo Ron—. Ya volverá. Vaya,
me ha salido otra vez Morgana y ya la tengo seis veces repetida… ¿No la
quieres? Puedes empezar a coleccionarlos.
Los ojos de Ron se perdieron en las ranas de chocolate, que esperaban
que las desenvolvieran.
—Sírvete —dijo Harry—. Pero oye, en el mundo de los muggles la
gente se queda en las fotos.
—¿Eso hacen? Cómo, ¿no se mueven? —Ron estaba atónito—. ¡Qué
raro!
Harry miró asombrado, mientras Dumbledore regresaba al cromo y le
dedicaba una sonrisita. Ron estaba más interesado en comer las ranas de
chocolate que en buscar magos y brujas famosos, pero Harry no podía
apartar la vista de ellos. Muy pronto tuvo no sólo a Dumbledore y Morgana,
sino también a Ramón Llull, al rey Salomón, Circe, Paracelso y Merlín.
Hasta que finalmente apartó la vista de la druida Cliodna, que se rascaba la
nariz, para abrir una bolsa de grageas de todos los sabores.
—Tienes que tener cuidado con ésas —lo previno Ron—. Cuando dice
«todos los sabores», es eso lo que quiere decir. Ya sabes, tienes todos los
comunes, como chocolate, menta y naranja, pero también puedes encontrar
espinacas, hígado y callos. George dice que una vez encontró una con sabor
a duende.
Ron eligió una verde, la observó con cuidado y mordió un pedacito.
—Puaj… ¿Ves? Coles.
Pasaron un buen rato comiendo las grageas de todos los sabores. Harry
encontró tostadas, coco, judías cocidas, fresa, curry, hierbas, café, sardinas
y fue lo bastante valiente para morder la punta de una gris, que Ron no
quiso tocar y resultó ser pimienta.
En aquel momento, el paisaje que se veía por la ventanilla se hacía más
agreste. Habían desaparecido los campos cultivados y aparecían bosques,
ríos serpenteantes y colinas de color verde oscuro.
Se oyó un golpe en la puerta del compartimiento, y entró el muchacho
de cara redonda que Harry había visto al pasar por el andén nueve y tres
cuartos. Parecía muy afligido.
—Perdón —dijo—. ¿Por casualidad no habréis visto un sapo?
Cuando los dos negaron con la cabeza, gimió.
—¡Lo he perdido! ¡Se me escapa todo el tiempo!
—Ya aparecerá —dijo Harry.
—Sí —dijo el muchacho apesadumbrado—. Bueno, si lo veis…
Se fue.
—No sé por qué está tan triste —comentó Ron—. Si yo hubiera traído
un sapo, lo habría perdido lo más rápidamente posible. Aunque en realidad
he traído a Scabbers, así que no puedo hablar.
La rata seguía durmiendo en las rodillas de Ron.
—Podría estar muerta y no notarías la diferencia —dijo Ron con
disgusto—. Ayer traté de volverla amarilla para hacerla más interesante,
pero el hechizo no funcionó. Te lo voy a enseñar, mira…
Revolvió en su baúl y sacó una varita muy gastada. En algunas partes
estaba astillada y, en la punta, brillaba algo blanco.
—Los pelos de unicornio casi se salen. De todos modos…
Acababa de coger la varita cuando la puerta del compartimiento se abrió
otra vez. Había regresado el chico del sapo, pero llevaba a una niña con él.
La muchacha ya llevaba la túnica de Hogwarts.
—¿Alguien ha visto un sapo? Neville perdió uno —dijo. Tenía voz de
mandona, mucho pelo color castaño y los dientes de delante bastante largos.
—Ya le hemos dicho que no —dijo Ron, pero la niña no lo escuchaba.
Estaba mirando la varita que tenía en la mano.
—Oh, ¿estás haciendo magia? Entonces vamos a verlo.
Se sentó. Ron pareció desconcertado.
—Eh… de acuerdo. —Se aclaró la garganta—. «Rayo de sol,
margaritas, volved amarilla a esta tonta ratita.»
Agitó la varita, pero no sucedió nada. Scabbers siguió durmiendo, tan
gris como siempre.
—¿Estás seguro de que es el hechizo apropiado? —preguntó la niña—.
Bueno, no es muy efectivo, ¿no? Yo probé unos pocos sencillos, sólo para
practicar, y funcionaron. Nadie en mi familia es mago, fue toda una
sorpresa cuando recibí mi carta, pero también estaba muy contenta, por
supuesto, ya que ésta es la mejor escuela de magia, por lo que sé. Ya me he
aprendido todos los libros de memoria, desde luego, espero que eso sea
suficiente… Yo soy Hermione Granger. ¿Y vosotros quiénes sois?
Dijo todo aquello muy rápidamente.
Harry miró a Ron y se calmó al ver en su rostro aturdido que él tampoco
se había aprendido todos los libros de memoria.
—Yo soy Ron Weasley —murmuró Ron.
—Harry Potter —dijo Harry.
—¿Eres tú realmente? —dijo Hermione—. Lo sé todo sobre ti, por
supuesto, conseguí unos pocos libros extra para prepararme más y tú figuras
en Historia de la magia moderna, Defensa contra las Artes Oscuras y
Grandes eventos mágicos del siglo XX.
—¿Estoy yo? —dijo Harry, sintiéndose mareado.
—Dios mío, no lo sabes. Yo en tu lugar habría buscado todo lo que
pudiera —dijo Hermione—. ¿Sabéis a qué casa vais a ir? Estuve
preguntando por ahí y espero estar en Gryffindor, parece la mejor de todas.
Oí que Dumbledore estuvo allí, pero supongo que Ravenclaw no será tan
mala… De todos modos, es mejor que sigamos buscando el sapo de
Neville. Y vosotros dos deberíais cambiaros ya, vamos a llegar pronto.
Y se marchó, llevándose al chico sin sapo.
—Cualquiera que sea la casa que me toque, espero que ella no esté —
dijo Ron. Arrojó su varita al baúl—. Qué hechizo más estúpido, me lo dijo
George. Seguro que era falso.
—¿En qué casa están tus hermanos? —preguntó Harry.
—Gryffindor —dijo Ron. Otra vez parecía deprimido—. Mamá y papá
también estuvieron allí. No sé qué van a decir si yo no estoy. No creo que
Ravenclaw sea tan mala, pero imagina si me ponen en Slytherin.
—¿Ésa es la casa en la que Vol… quiero decir Quien-tú-sabes… estaba?
—Ajá —dijo Ron. Se echó hacia atrás en el asiento, con aspecto
abrumado.
—¿Sabes? Me parece que las puntas de los bigotes de Scabbers están un
poco más claras —dijo Harry, tratando de apartar la mente de Ron del tema
de las casas—. Y, a propósito, ¿qué hacen ahora tus hermanos mayores?
Harry se preguntaba qué hacía un mago, una vez que terminaba el
colegio.
—Charlie está en Rumania, estudiando dragones, y Bill está en África,
ocupándose de asuntos para Gringotts —explicó Ron—. ¿Te enteraste de lo
que pasó en Gringotts? Salió en El Profeta, pero no creo que las casas de
los muggles lo reciban: trataron de robar en una cámara de alta seguridad.
Harry se sorprendió.
—¿De verdad? ¿Y qué les ha sucedido?
—Nada, por eso son noticias tan importantes. No los han atrapado. Mi
padre dice que tiene que haber un poderoso mago tenebroso para entrar en
Gringotts, pero lo que es raro es que parece que no se llevaron nada. Por
supuesto, todos se asustan cuando sucede algo así, ante la posibilidad de
que Quien-tú-sabes esté detrás de ello.
Harry repasó las noticias en su cabeza. Había comenzado a sentir una
punzada de miedo cada vez que mencionaban a Quien-tú-sabes. Suponía
que aquello era una parte de entrar en el mundo mágico, pero era mucho
más agradable poder decir «Voldemort» sin preocuparse.
—¿Cuál es tu equipo de quidditch? —preguntó Ron.
—Eh… no conozco ninguno —confesó Harry.
—¿Cómo? —Ron pareció atónito—. Oh, ya verás, es el mejor juego del
mundo… —Y se dedicó a explicarle todo sobre las cuatro pelotas y las
posiciones de los siete jugadores, describiendo famosas jugadas que había
visto con sus hermanos y la escoba que le gustaría comprar si tuviera el
dinero. Le estaba explicando los mejores puntos del juego, cuando otra vez
se abrió la puerta del compartimiento, pero esta vez no era Neville, el chico
sin sapo, ni Hermione Granger.
Entraron tres muchachos, y Harry reconoció de inmediato al del medio:
era el chico pálido de la tienda de túnicas de Madame Malkin. Miraba a
Harry con mucho más interés que el que había demostrado en el callejón
Diagon.
—¿Es verdad? —preguntó—. Por todo el tren están diciendo que Harry
Potter está en este compartimento. Así que eres tú, ¿no?
—Sí —respondió Harry. Observó a los otros muchachos. Ambos eran
corpulentos y parecían muy vulgares. Situados a ambos lados del chico
pálido, parecían guardaespaldas.
—Oh, éste es Crabbe y éste Goyle —dijo el muchacho pálido con
despreocupación, al darse cuenta de que Harry los miraba—. Y mi nombre
es Malfoy, Draco Malfoy.
Ron dejó escapar una débil tos, que podía estar ocultando una risita.
Draco (dragón) Malfoy lo miró.
—Te parece que mi nombre es divertido, ¿no? No necesito preguntarte
quién eres. Mi padre me dijo que todos los Weasley son pelirrojos, con
pecas y más hijos que los que pueden mantener.
Se volvió hacia Harry.
—Muy pronto descubrirás que algunas familias de magos son mucho
mejores que otras, Potter. No querrás hacerte amigo de los de la clase
indebida. Yo puedo ayudarte en eso.
Extendió la mano, para estrechar la de Harry, pero Harry no la aceptó.
—Creo que puedo darme cuenta solo de cuáles son los indebidos,
gracias —dijo con frialdad.
Draco Malfoy no se ruborizó, pero un tono rosado apareció en sus
pálidas mejillas.
—Yo tendría cuidado, si fuera tú, Potter —dijo con calma—. A menos
que seas un poco más amable, vas a ir por el mismo camino que tus padres.
Ellos tampoco sabían lo que era bueno para ellos. Tú sigue con gentuza
como los Weasley y ese Hagrid y terminarás como ellos.
Harry y Ron se levantaron al mismo tiempo. El rostro de Ron estaba tan
rojo como su pelo.
—Repite eso —dijo.
—Oh, vais a pelear con nosotros, ¿eh? —se burló Malfoy.
—Si no os vais ahora mismo… —dijo Harry, con más valor que el que
sentía, porque Crabbe y Goyle eran mucho más fuertes que él y Ron.
—Pero nosotros no tenemos ganas de irnos, ¿no es cierto, muchachos?
Nos hemos comido todo lo que llevábamos y vosotros parece que todavía
tenéis algo.
Goyle se inclinó para coger una rana de chocolate del lado de Ron. El
pelirrojo saltó hacia él, pero antes de que pudiera tocar a Goyle, el
muchacho dejó escapar un aullido terrible.
Scabbers, la rata, colgaba del dedo de Goyle, con los agudos dientes
clavados profundamente en sus nudillos. Crabbe y Malfoy retrocedieron
mientras Goyle agitaba la mano para desprenderse de la rata, gritando de
dolor, hasta que, finalmente, Scabbers salió volando, chocó contra la
ventanilla y los tres muchachos desaparecieron. Tal vez pensaron que había
más ratas entre las golosinas, o quizás oyeron los pasos porque, un segundo
más tarde, Hermione Granger volvió a entrar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, mirando las golosinas tiradas por el
suelo y a Ron que cogía a Scabbers por la cola.
—Creo que se ha desmayado —dijo Ron a Harry. Miró más de cerca a
la rata—. No, no puedo creerlo, ya se ha vuelto a dormir.
Y era así.
—¿Conocías ya a Malfoy?
Harry le explicó el encuentro en el callejón Diagon.
—Oí hablar sobre su familia —dijo Ron en tono lúgubre—. Son
algunos de los primeros que volvieron a nuestro lado después de que Quientú-sabes desapareció. Dijeron que los habían hechizado. Mi padre no se lo
cree. Dice que el padre de Malfoy no necesita una excusa para pasarse al
Lado Oscuro. —Se volvió hacia Hermione—. ¿Podemos ayudarte en algo?
—Mejor que os apresuréis y os cambiéis de ropa. Acabo de ir a la
locomotora, le pregunté al conductor y me dijo que ya casi estamos
llegando. No os estaríais peleando, ¿verdad? ¡Os vais a meter en líos antes
de que lleguemos!
—Scabbers se estuvo peleando, no nosotros —dijo Ron, mirándola con
rostro severo—. ¿Te importaría salir para que nos cambiemos?
—Muy bien… Vine aquí porque fuera están haciendo chiquilladas y
corriendo por los pasillos —dijo Hermione en tono despectivo—. A
propósito, ¿te has dado cuenta de que tienes sucia la nariz?
Ron le lanzó una mirada de furia mientras ella salía. Harry miró por la
ventanilla. Estaba oscureciendo. Podía ver montañas y bosques, bajo un
cielo de un profundo color púrpura. El tren parecía aminorar la marcha.
Él y Ron se quitaron las camisas y se pusieron las largas túnicas negras.
La de Ron era un poco corta para él, y se le podían ver los pantalones de
gimnasia.
Una voz retumbó en el tren.
—Llegaremos a Hogwarts dentro de cinco minutos. Por favor, dejen su
equipaje en el tren, se lo llevarán por separado al colegio.
El estómago de Harry se retorcía de nervios y Ron, podía verlo, estaba
pálido debajo de sus pecas. Llenaron sus bolsillos con lo que quedaba de las
golosinas y se reunieron con el resto del grupo que llenaba los pasillos.
El tren aminoró la marcha, hasta que finalmente se detuvo. Todos se
empujaban para salir al pequeño y oscuro andén. Harry se estremeció bajo
el frío aire de la noche. Entonces apareció una lámpara moviéndose sobre
las cabezas de los alumnos, y Harry oyó una voz conocida:
—¡Primer año! ¡Los de primer año por aquí! ¿Todo bien por ahí, Harry?
La gran cara peluda de Hagrid rebosaba alegría sobre el mar de cabezas.
—Venid, seguidme… ¿Hay más de primer año? Mirad bien dónde
pisáis. ¡Los de primer año, seguidme!
Resbalando y a tientas, siguieron a Hagrid por lo que parecía un
estrecho sendero. Estaba tan oscuro que Harry pensó que debía de haber
árboles muy tupidos a ambos lados. Nadie hablaba mucho. Neville, el chico
que había perdido su sapo, lloriqueaba de vez en cuando.
—En un segundo, tendréis la primera visión de Hogwarts —exclamó
Hagrid por encima del hombro—, justo al doblar esta curva.
Se produjo un fuerte ¡ooooooh!
El sendero estrecho se abría súbitamente al borde de un gran lago negro.
En la punta de una alta montaña, al otro lado, con sus ventanas brillando
bajo el cielo estrellado, había un impresionante castillo con muchas torres y
torrecillas.
—¡No más de cuatro por bote! —gritó Hagrid, señalando a una flota de
botecitos alineados en el agua, al lado de la orilla. Harry y Ron subieron a
uno, seguidos por Neville y Hermione.
—¿Todos habéis subido? —continuó Hagrid, que tenía un bote para él
solo—. ¡Venga! ¡ADELANTE!
Y la pequeña flota de botes se movió al mismo tiempo, deslizándose por
el lago, que era tan liso como el cristal. Todos estaban en silencio,
contemplando el gran castillo que se elevaba sobre sus cabezas mientras se
acercaban cada vez más al risco donde se erigía.
—¡Bajad las cabezas! —exclamó Hagrid, mientras los primeros botes
alcanzaban el peñasco. Todos agacharon la cabeza y los botecitos los
llevaron a través de una cortina de hiedra, que escondía una ancha abertura
en la parte delantera del peñasco. Fueron por un túnel oscuro que parecía
conducirlos justo por debajo del castillo, hasta que llegaron a una especie de
muelle subterráneo, donde treparon por entre las rocas y los guijarros.
—¡Eh, tú, el de allí! ¿Es éste tu sapo? —dijo Hagrid, mientras vigilaba
los botes y la gente que bajaba de ellos.
—¡Trevor! —gritó Neville, muy contento, extendiendo las manos.
Luego subieron por un pasadizo en la roca, detrás de la lámpara de Hagrid,
saliendo finalmente a un césped suave y húmedo, a la sombra del castillo.
Subieron por unos escalones de piedra y se reunieron ante la gran puerta
de roble.
—¿Estáis todos aquí? Tú, ¿todavía tienes tu sapo?
Hagrid levantó un gigantesco puño y llamó tres veces a la puerta del
castillo.
CAPÍTULO 7
El sombrero seleccionador
L
puerta se abrió de inmediato. Una bruja alta, de cabello negro y
túnica verde esmeralda, esperaba allí. Tenía un rostro muy severo, y el
primer pensamiento de Harry fue que se trataba de alguien con quien era
mejor no tener problemas.
—Los de primer año, profesora McGonagall —dijo Hagrid.
—Muchas gracias, Hagrid. Yo los llevaré desde aquí.
Abrió bien la puerta. El vestíbulo de entrada era tan grande que
hubieran podido meter toda la casa de los Dursley en él. Las paredes de
piedra estaban iluminadas con resplandecientes antorchas como las de
Gringotts, el techo era tan alto que no se veía y una magnífica escalera de
mármol, frente a ellos, conducía a los pisos superiores.
Siguieron a la profesora McGonagall a través de un camino señalado en
el suelo de piedra. Harry podía oír el ruido de cientos de voces, que salían
de un portal situado a la derecha (el resto del colegio debía de estar allí),
pero la profesora McGonagall llevó a los de primer año a una pequeña
A
habitación vacía, fuera del vestíbulo. Se reunieron allí, más cerca unos de
otros de lo que estaban acostumbrados, mirando con nerviosismo a su
alrededor.
—Bienvenidos a Hogwarts —dijo la profesora McGonagall—. El
banquete de comienzo de año se celebrará dentro de poco, pero antes de que
ocupéis vuestros lugares en el Gran Comedor deberéis ser seleccionados
para vuestras casas. La Selección es una ceremonia muy importante porque,
mientras estéis aquí, vuestras casas serán como vuestra familia en
Hogwarts. Tendréis clases con el resto de la casa que os toque, dormiréis en
los dormitorios de vuestras casas y pasaréis el tiempo libre en la sala común
de la casa.
»Las cuatro casas se llaman Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y
Slytherin. Cada casa tiene su propia noble historia y cada una ha producido
notables brujas y magos. Mientras estéis en Hogwarts, vuestros triunfos
conseguirán que las casas ganen puntos, mientras que cualquier infracción
de las reglas hará que los pierdan. Al finalizar el año, la casa que obtenga
más puntos será premiada con la Copa de las Casas, un gran honor. Espero
que todos vosotros seréis un orgullo para la casa que os toque.
»La Ceremonia de Selección tendrá lugar dentro de pocos minutos,
frente al resto del colegio. Os sugiero que, mientras esperáis, os arregléis lo
mejor posible.
Los ojos de la profesora se detuvieron un momento en la capa de
Neville, que estaba atada bajo su oreja izquierda, y en la nariz manchada de
Ron. Con nerviosismo, Harry trató de aplastar su cabello.
—Volveré cuando lo tengamos todo listo para la ceremonia —dijo la
profesora McGonagall—. Por favor, esperad tranquilos.
Salió de la habitación. Harry tragó con dificultad.
—¿Cómo se las arreglan exactamente para seleccionarnos? —preguntó
a Ron.
—Creo que es una especie de prueba. Fred dice que duele mucho, pero
creo que era una broma.
El corazón de Harry dio un terrible salto. ¿Una prueba? ¿Delante de
todo el colegio? Pero él no sabía nada de magia todavía… ¿Qué haría? No
esperaba algo así, justo en el momento en que acababan de llegar. Miró
temblando a su alrededor y vio que los demás también parecían
aterrorizados. Nadie hablaba mucho, salvo Hermione Granger, que
susurraba muy deprisa todos los hechizos que había aprendido y se
preguntaba cuál necesitaría. Harry intentó no escucharla. Nunca había
estado tan nervioso, nunca, ni siquiera cuando tuvo que llevar a los Dursley
un informe del colegio que decía que él, de alguna manera, había vuelto
azul la peluca de su maestro. Mantuvo los ojos fijos en la puerta. En
cualquier momento, la profesora McGonagall regresaría y lo llevaría a su
juicio final.
Entonces sucedió algo que le hizo dar un salto en el aire… Muchos de
los que estaban atrás gritaron.
—¿Qué es…?
Resopló. Lo mismo hicieron los que estaban alrededor. Unos veinte
fantasmas acababan de pasar a través de la pared de atrás. De un color
blanco perla y ligeramente transparentes, se deslizaban por la habitación,
hablando unos con otros, casi sin mirar a los de primer año. Por lo visto,
estaban discutiendo. El que parecía un monje gordo y pequeño, decía:
—Perdonar y olvidar. Yo digo que deberíamos darle una segunda
oportunidad…
—Mi querido Fraile, ¿no le hemos dado a Peeves todas las
oportunidades que merece? Nos ha dado mala fama a todos y, usted lo sabe,
ni siquiera es un fantasma de verdad… ¿Y qué estáis haciendo todos
vosotros aquí?
El fantasma, con gorguera y medias, se había dado cuenta de pronto de
la presencia de los de primer año.
Nadie respondió.
—¡Alumnos nuevos! —dijo el Fraile Gordo, sonriendo a todos—. Estáis
esperando la selección, ¿no?
Algunos asintieron.
—¡Espero veros en Hufflepuff —continuó el Fraile—. Mi antigua casa,
ya sabéis.
—En marcha —dijo una voz aguda—. La Ceremonia de Selección va a
comenzar.
La profesora McGonagall había vuelto. Uno a uno, los fantasmas
flotaron a través de la pared opuesta.
—Ahora formad una hilera —dijo la profesora a los de primer año— y
seguidme.
Con la extraña sensación de que sus piernas eran de plomo, Harry se
puso detrás de un chico de pelo claro, con Ron tras él. Salieron de la
habitación, volvieron a cruzar el vestíbulo, pasaron por unas puertas dobles
y entraron en el Gran Comedor.
Harry nunca habría imaginado un lugar tan extraño y espléndido. Estaba
iluminado por miles y miles de velas, que flotaban en el aire sobre cuatro
grandes mesas, donde los demás estudiantes ya estaban sentados. En las
mesas había platos, cubiertos y copas de oro. En una tarima, en la cabecera
del comedor, había otra gran mesa, donde se sentaban los profesores. La
profesora McGonagall condujo allí a los alumnos de primer año y los hizo
detener y formar una fila delante de los otros alumnos, con los profesores a
sus espaldas. Los cientos de rostros que los miraban parecían pálidas
linternas bajo la luz brillante de las velas. Situados entre los estudiantes, los
fantasmas tenían un neblinoso brillo plateado. Para evitar todas las miradas,
Harry levantó la vista y vio un techo de terciopelo negro, salpicado de
estrellas. Oyó susurrar a Hermione: «Es un hechizo para que parezca como
el cielo de fuera, lo leí en Historia de Hogwarts».
Era difícil creer que allí hubiera techo y que el Gran Comedor no se
abriera directamente a los cielos.
Harry bajó la vista rápidamente, mientras la profesora McGonagall
ponía en silencio un taburete de cuatro patas frente a los de primer año.
Encima del taburete puso un sombrero puntiagudo de mago. El sombrero
estaba remendado, raído y muy sucio. Tía Petunia no lo habría admitido en
su casa.
Tal vez tenían que intentar sacar un conejo del sombrero, pensó Harry
algo irreflexivamente, eso era lo típico de… Al darse cuenta de que todos
los del comedor contemplaban el sombrero, Harry también lo hizo. Durante
unos pocos segundos, se hizo un silencio completo. Entonces el sombrero
se movió. Una rasgadura cerca del borde se abrió, ancha como una boca, y
el sombrero comenzó a cantar:
Oh, podrás pensar que no soy bonito,
pero no juzgues por lo que ves.
Me comeré a mí mismo si puedes encontrar
un sombrero más inteligente que yo.
Puedes tener bombines negros,
sombreros altos y elegantes.
Pero yo soy el Sombrero Seleccionador de Hogwarts
y puedo superar a todos.
No hay nada escondido en tu cabeza
que el Sombrero Seleccionador no pueda ver.
Así que pruébame y te diré
dónde debes estar.
Puedes pertenecer a Gryffindor,
donde habitan los valientes.
Su osadía, temple y caballerosidad
ponen aparte a los de Gryffindor.
Puedes pertenecer a Hufflepuff,
donde son justos y leales.
Esos perseverantes Hufflepuff
de verdad no temen el trabajo pesado.
O tal vez a la antigua sabiduría de Ravenclaw,
si tienes una mente dispuesta,
porque los de inteligencia y erudición
siempre encontrarán allí a sus semejantes.
O tal vez en Slytherin
harás tus verdaderos amigos.
Esa gente astuta utiliza cualquier medio
para lograr sus fines.
¡Así que pruébame! ¡No tengas miedo!
¡Y no recibirás una bofetada!
Estás en buenas manos (aunque yo no las tenga).
Porque soy el Sombrero Pensante.
Todo el comedor estalló en aplausos cuando el sombrero terminó su
canción. Éste se inclinó hacia las cuatro mesas y luego se quedó rígido otra
vez.
—¡Entonces sólo hay que probarse el sombrero! —susurró Ron a Harry
—. Voy a matar a Fred.
Harry sonrió débilmente. Sí, probarse el sombrero era mucho mejor que
tener que hacer un encantamiento, pero habría deseado no tener que hacerlo
en presencia de todos. El sombrero parecía exigir mucho, y Harry no se
sentía valiente ni ingenioso ni nada de eso, por el momento. Si el sombrero
hubiera mencionado una casa para la gente que se sentía un poco
indispuesta, ésa habría sido la suya.
La profesora McGonagall se adelantaba con un gran rollo de pergamino.
—Cuando yo os llame, deberéis poneros el sombrero y sentaros en el
taburete para que os seleccionen —dijo—. ¡Abbott, Hannah!
Una niña de rostro rosado y trenzas rubias salió de la fila, se puso el
sombrero, que la tapó hasta los ojos, y se sentó. Un momento de pausa.
—¡HUFFLEPUFF! —gritó el sombrero.
La mesa de la derecha aplaudió mientras Hannah iba a sentarse con los
de Hufflepuff. Harry vio al fantasma del Fraile Gordo saludando con alegría
a la niña.
—¡Bones, Susan!
—¡HUFFLEPUFF! —gritó otra vez el sombrero, y Susan se apresuró a
sentarse al lado de Hannah.
—¡Boot, Terry!
—¡RAVENCLAW!
La segunda mesa a la izquierda aplaudió esta vez. Varios Ravenclaws se
levantaron para estrechar la mano de Terry, mientras se reunía con ellos.
Brocklehurst, Mandy también fue a Ravenclaw, pero Brown, Lavender
resultó la primera nueva Gryffindor, en la mesa más alejada de la izquierda,
que estalló en vivas. Harry pudo ver a los hermanos gemelos de Ron,
silbando.
Bulstrode, Millicent fue a Slytherin. Tal vez era la imaginación de
Harry, después de todo lo que había oído sobre Slytherin, pero le pareció
que era un grupo desagradable.
Comenzaba a sentirse decididamente mal. Recordó lo que pasaba en las
clases de gimnasia de su antiguo colegio, cuando se escogían a los
jugadores para los equipos. Siempre había sido el último en ser elegido, no
porque fuera malo, sino porque nadie deseaba que Dudley pensara que lo
querían.
—¡Finch-Fletchley, Justin!
—¡HUFFLEPUFF!
Harry notó que, algunas veces, el sombrero gritaba el nombre de la casa
de inmediato, pero otras tardaba un poco en decidirse.
—Finnigan, Seamus. —El muchacho de cabello arenoso, que estaba al
lado de Harry en la fila, estuvo sentado un minuto entero, antes de que el
sombrero lo declarara un Gryffindor.
—Granger, Hermione.
Hermione casi corrió hasta el taburete y se puso el sombrero, muy
nerviosa.
—¡GRYFFINDOR! —gritó el sombrero. Ron gruñó.
Un horrible pensamiento atacó a Harry, uno de aquellos horribles
pensamientos que aparecen cuando uno está muy intranquilo. ¿Y si a él no
lo elegían para ninguna casa? ¿Y si se quedaba sentado con el sombrero
sobre los ojos, durante horas, hasta que la profesora McGonagall se lo
quitara de la cabeza para decirle que era evidente que se habían equivocado
y que era mejor que volviera en el tren?
Cuando Neville Longbottom, el chico que perdía su sapo, fue llamado,
se tropezó con el taburete. El sombrero tardó un largo rato en decidirse.
Cuando finalmente gritó: ¡GRYFFINDOR!, Neville salió corriendo, todavía con
el sombrero puesto, y tuvo que devolverlo, entre las risas de todos, a
MacDougal, Morag.
Malfoy se adelantó al oír su nombre y de inmediato obtuvo su deseo: el
sombrero apenas tocó su cabeza y gritó: ¡SLYTHERIN!
Malfoy fue a reunirse con sus amigos Crabbe y Goyle, con aire de
satisfacción.
Ya no quedaba mucha gente.
Moon… Nott… Parkinson… Después unas gemelas, Patil y Patil…
Más tarde Perks, Sally-Anne… y, finalmente:
—¡Potter, Harry!
Mientras Harry se adelantaba, los murmullos se extendieron
súbitamente como fuegos artificiales.
—¿Ha dicho Potter?
—¿Ese Harry Potter?
Lo último que Harry vio, antes de que el sombrero le tapara los ojos, fue
el comedor lleno de gente que trataba de verlo bien. Al momento siguiente,
miraba el oscuro interior del sombrero. Esperó.
—Mm —dijo una vocecita en su oreja—. Difícil. Muy difícil. Lleno de
valor, lo veo. Tampoco la mente es mala. Hay talento, oh vaya, sí, y una
buena disposición para probarse a sí mismo, esto es muy interesante…
Entonces, ¿dónde te pondré?
Harry se aferró a los bordes del taburete y pensó: «En Slytherin no, en
Slytherin no.»
—En Slytherin no, ¿eh? —dijo la vocecita—. ¿Estás seguro? Podrías
ser muy grande, sabes, lo tienes todo en tu cabeza y Slytherin te ayudaría en
el camino hacia la grandeza. No hay dudas, ¿verdad? Bueno, si estás
seguro, mejor que seas ¡GRYFFINDOR!
Harry oyó al sombrero gritar la última palabra a todo el comedor. Se
quitó el sombrero y anduvo, algo mareado, hacia la mesa de Gryffindor.
Estaba tan aliviado de que lo hubiera elegido y no lo hubiera puesto en
Slytherin, que casi no se dio cuenta de que recibía los saludos más
calurosos hasta el momento. Percy el prefecto se puso de pie y le estrechó la
mano vigorosamente, mientras los gemelos Weasley gritaban: «¡Tenemos a
Potter! ¡Tenemos a Potter!» Harry se sentó en el lado opuesto al fantasma
que había visto antes. Éste le dio una palmada en el brazo, dándole la
horrible sensación de haberlo metido en un cubo de agua helada.
Podía ver bien la mesa de los profesores. En la punta, cerca de él, estaba
Hagrid, que lo miró y levantó los pulgares. Harry le sonrió. Y allí, en el
centro de la mesa, en una gran silla de oro, estaba sentado Albus
Dumbledore. Harry lo reconoció de inmediato, por el cromo de las ranas de
chocolate. El cabello plateado de Dumbledore era lo único que brillaba
tanto como los fantasmas. Harry también vio al profesor Quirrell, el
nervioso joven del Caldero Chorreante. Estaba muy extravagante, con un
gran turbante púrpura.
Y ya quedaban solamente tres alumnos para seleccionar. A Turpin, Lisa
le tocó Ravenclaw, y después le llegó el turno a Ron. Tenía una palidez
verdosa y Harry cruzó los dedos debajo de la mesa. Un segundo más tarde,
el sombrero gritó: ¡GRYFFINDOR!
Harry aplaudió con fuerza, junto con los demás, mientras que Ron se
desplomaba en la silla más próxima.
—Bien hecho, Ron, excelente —dijo pomposamente Percy Weasley, por
encima de Harry, mientras que Zabini, Blaise era seleccionado para
Slytherin. La profesora McGonagall enrolló el pergamino y se llevó el
Sombrero Seleccionador.
Harry miró su plato de oro vacío. Acababa de darse cuenta de lo
hambriento que estaba. Los pasteles le parecían algo del pasado.
Albus Dumbledore se había puesto de pie. Miraba con expresión
radiante a los alumnos, con los brazos muy abiertos, como si nada pudiera
gustarle más que verlos allí.
—¡Bienvenidos! —dijo—. ¡Bienvenidos a un año nuevo en Hogwarts!
Antes de comenzar nuestro banquete, quiero deciros unas pocas palabras. Y
aquí están, ¡Papanatas! ¡Llorones! ¡Baratijas! ¡Pellizco!… ¡Muchas gracias!
Se volvió a sentar. Todos aplaudieron y vitorearon. Harry no sabía si reír
o no.
—Está… un poquito loco, ¿no? —preguntó con aire inseguro a Percy.
—¿Loco? —dijo Percy con frivolidad—. ¡Es un genio! ¡El mejor mago
del mundo! Pero está un poco loco, sí. ¿Patatas, Harry?
Harry se quedó con la boca abierta. Los platos que había frente a él de
pronto estuvieron llenos de comida. Nunca había visto tantas cosas que le
gustara comer sobre una mesa: carne asada, pollo asado, chuletas de cerdo y
de ternera, salchichas, tocino y filetes, patatas cocidas, asadas y fritas,
pudín, guisantes, zanahorias, salsa de carne, salsa de tomate y, por alguna
extraña razón, bombones de menta.
Los Dursley nunca habían matado de hambre a Harry, pero tampoco le
habían permitido comer todo lo que quería. Dudley siempre se servía lo que
Harry deseaba, aunque no le gustara. Harry llenó su plato con un poco de
todo, salvo los bombones de menta, y comenzó a comer. Todo estaba
delicioso.
—Eso tiene muy buen aspecto —dijo con tristeza el fantasma de la gola,
observando a Harry mientras éste cortaba su filete.
—¿No puede…?
—No he comido desde hace unos quinientos años —dijo el fantasma—.
No lo necesito, por supuesto, pero uno lo echa de menos. Creo que no me
he presentado, ¿verdad? Sir Nicholas de Mimsy-Porpington a su servicio.
Fantasma Residente de la Torre de Gryffindor.
—¡Yo sé quién es usted! —dijo súbitamente Ron—. Mi hermano me lo
contó. ¡Usted es Nick Casi Decapitado!
—Yo preferiría que me llamaran Sir Nicholas de Mimsy… —comenzó
a decir el fantasma con severidad, pero lo interrumpió Seamus Finnigan, el
del pelo color arena.
—¿Casi Decapitado? ¿Cómo se puede estar casi decapitado?
Sir Nicholas pareció muy molesto, como si su conversación no resultara
como la había planeado.
—Así —dijo enfadado. Se agarró la oreja izquierda y tiró. Toda su
cabeza se separó de su cuello y cayó sobre su hombro, como si tuviera una
bisagra. Era evidente que alguien había tratado de decapitarlo, pero que no
lo había hecho bien. Pareció complacido ante las caras de asombro y volvió
a ponerse la cabeza en su sitio, tosió y dijo—: ¡Así que nuevos Gryffindors!
Espero que este año nos ayudéis a ganar el campeonato para la casa.
Gryffindor nunca ha estado tanto tiempo sin ganar. ¡Slytherin ha ganado la
copa seis veces seguidas! El Barón Sanguinario se ha vuelto insoportable…
Él es el fantasma de Slytherin.
Harry miró hacia la mesa de Slytherin y vio un fantasma horrible
sentado allí, con ojos fijos y sin expresión, un rostro demacrado y las ropas
manchadas de sangre plateada. Estaba justo al lado de Malfoy que, como
Harry vio con mucho gusto, no parecía muy contento con su presencia.
—¿Cómo es que está todo lleno de sangre? —preguntó Seamus con
gran interés.
—Nunca se lo he preguntado —dijo con delicadeza Nick Casi
Decapitado.
Cuando hubieron comido todo lo que quisieron, los restos de comida
desaparecieron de los platos, dejándolos tan limpios como antes. Un
momento más tarde aparecieron los postres. Trozos de helados de todos los
gustos que uno se pudiera imaginar, pasteles de manzana, tartas de melaza,
relámpagos de chocolate, rosquillas de mermelada, bizcochos borrachos,
fresas, jalea, arroz con leche…
Mientras Harry se servía una tarta, la conversación se centró en las
familias.
—Yo soy mitad y mitad —dijo Seamus—. Mi padre es muggle. Mamá
no le dijo que era una bruja hasta que se casaron. Fue una sorpresa algo
desagradable para él.
Los demás rieron.
—¿Y tú, Neville? —dijo Ron.
—Bueno, mi abuela me crió y ella es una bruja —dijo Neville—, pero
la familia creyó que yo era todo un muggle, durante años. Mi tío abuelo
Algie trataba de sorprenderme descuidado y forzarme a que saliera algo de
magia de mí. Una vez casi me ahoga, cuando quiso tirarme al agua en el
puerto de Blackpool, pero no pasó nada hasta que cumplí ocho años. El tío
abuelo Algie había ido a tomar el té y me tenía cogido de los tobillos y
colgando de una ventana del piso de arriba, cuando mi tía abuela Enid le
ofreció un merengue y él, accidentalmente, me soltó. Pero yo reboté, todo el
camino, en el jardín y la calle. Todos se pusieron muy contentos. Mi abuela
estaba tan feliz que lloraba. Y tendríais que haber visto sus caras cuando
vine aquí. Creían que no sería tan mágico como para venir. El tío abuelo
Algie estaba tan contento que me compró mi sapo.
Al otro lado de Harry, Percy Weasley y Hermione estaban hablando de
las clases. («Espero que empiecen en seguida, hay mucho que aprender, yo
estoy particularmente interesada en Transformaciones, ya sabes, convertir
algo en otra cosa, por supuesto parece ser que es muy difícil. Hay que
empezar con cosas pequeñas, como cerillas en agujas y todo eso…»)
Harry, que comenzaba a sentirse reconfortado y soñoliento, miró otra
vez hacia la mesa de los profesores. Hagrid bebía copiosamente de su copa.
McGonagall hablaba con el profesor Dumbledore. El profesor Quirrell, con
su absurdo turbante, conversaba con un profesor de grasiento pelo negro,
nariz ganchuda y piel cetrina.
Todo sucedió muy rápidamente. El profesor de nariz ganchuda miró por
encima del turbante de Quirrell, directamente a los ojos de Harry… y un
dolor agudo golpeó a Harry en la cicatriz de la frente.
—¡Ay! —Harry se llevó una mano a la cabeza.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Percy.
—N-nada.
El dolor desapareció tan súbitamente como había aparecido. Era difícil
olvidar la sensación que tuvo Harry cuando el profesor lo miró, una
sensación que no le gustó en absoluto.
—¿Quién es el que está hablando con el profesor Quirrell? —preguntó a
Percy.
—Oh, ¿ya conocías a Quirrell, entonces? No es raro que parezca tan
nervioso, ése es el profesor Snape. Su materia es Pociones, pero no le
gusta… Todo el mundo sabe que quiere el puesto de Quirrell. Snape sabe
muchísimo sobre las Artes Oscuras.
Harry vigiló a Snape durante un rato, pero el profesor no volvió a
mirarlo.
Por último, también desaparecieron los postres, y el profesor
Dumbledore se puso nuevamente de pie. Todo el salón permaneció en
silencio.
—Ejem… sólo unas pocas palabras más, ahora que todos hemos comido
y bebido. Tengo unos pocos anuncios que haceros para el comienzo del año.
»Los de primer año debéis tener en cuenta que los bosques del área del
castillo están prohibidos para todos los alumnos. Y unos pocos de nuestros
antiguos alumnos también deberán recordarlo.
Los ojos relucientes de Dumbledore apuntaron en dirección a los
gemelos Weasley.
—El señor Filch, el celador, me ha pedido que os recuerde que no
debéis hacer magia en los recreos ni en los pasillos.
»Las pruebas de quidditch tendrán lugar en la segunda semana del
curso. Los que estén interesados en jugar para los equipos de sus casas,
deben ponerse en contacto con la señora Hooch.
»Y por último, quiero deciros que este año el pasillo del tercer piso, del
lado derecho, está fuera de los límites permitidos para todos los que no
deseen una muerte muy dolorosa.
Harry rió, pero fue uno de los pocos que lo hizo.
—¿Lo decía en serio? —murmuró a Percy.
—Eso creo —dijo Percy, mirando ceñudo a Dumbledore—. Es raro,
porque habitualmente nos dice el motivo por el que no podemos ir a algún
lugar. Por ejemplo, el bosque está lleno de animales peligrosos, todos lo
saben. Creo que, al menos, debió avisarnos a nosotros, los prefectos.
—¡Y ahora, antes de que vayamos a acostarnos, cantemos la canción del
colegio! —exclamó Dumbledore. Harry notó que las sonrisas de los otros
profesores se habían vuelto algo forzadas.
Dumbledore agitó su varita, como si tratara de atrapar una mosca, y una
larga tira dorada apareció, se elevó sobre las mesas, se agitó como una
serpiente y se transformó en palabras.
—¡Que cada uno elija su melodía favorita! —dijo Dumbledore—. ¡Y
allá vamos!
Y todo el colegio vociferó:
Hogwarts, Hogwarts, Hogwarts,
enséñanos algo, por favor.
Aunque seamos viejos y calvos
o jóvenes con rodillas sucias,
nuestras mentes pueden ser llenadas
con algunas materias interesantes.
Porque ahora están vacías y llenas de aire,
pulgas muertas y un poco de pelusa.
Así que enséñanos cosas que valga la pena saber,
haz que recordemos lo que olvidamos,
hazlo lo mejor que puedas, nosotros haremos el resto,
y aprenderemos hasta que nuestros cerebros se consuman.
Cada uno terminó la canción en tiempos diferentes. Al final, sólo los
gemelos Weasley seguían cantando, con la melodía de una lenta marcha
fúnebre. Dumbledore los dirigió hasta las últimas palabras, con su varita y,
cuando terminaron, fue uno de los que aplaudió con más entusiasmo.
—¡Ah, la música! —dijo, enjugándose los ojos—. ¡Una magia más allá
de todo lo que hacemos aquí! Y ahora, es hora de ir a la cama. ¡Salid al
trote!
Los de primer año de Gryffindor siguieron a Percy a través de grupos
bulliciosos, salieron del Gran Comedor y subieron por la escalera de
mármol. Las piernas de Harry otra vez parecían de plomo, pero sólo por el
exceso de cansancio y comida. Estaba tan dormido que ni se sorprendió al
ver que la gente de los retratos, a lo largo de los pasillos, susurraba y los
señalaba al pasar, o cuando Percy en dos oportunidades los hizo pasar por
puertas ocultas detrás de paneles corredizos y tapices que colgaban de las
paredes. Subieron más escaleras, bostezando y arrastrando los pies y,
cuando Harry comenzaba a preguntarse cuánto tiempo más deberían seguir,
se detuvieron súbitamente.
Unos bastones flotaban en el aire, por encima de ellos, y cuando Percy
se acercó comenzaron a caer contra él.
—Peeves —susurró Percy a los de primer año—. Es un poltergeist. —
Levantó la voz—: Peeves, aparece.
La respuesta fue un ruido fuerte y grosero, como si se desinflara un
globo.
—¿Quieres que vaya a buscar al Barón Sanguinario?
Se produjo un chasquido y un hombrecito, con ojos oscuros y perversos
y una boca ancha, apareció, flotando en el aire con las piernas cruzadas y
empuñando los bastones.
—¡Oooooh! —dijo, con un maligno cacareo—. ¡Los horribles novatos!
¡Qué divertido!
De pronto se abalanzó sobre ellos. Todos se agacharon.
—Vete, Peeves, o el Barón se enterará de esto. ¡Lo digo en serio! —
gritó enfadado Percy.
Peeves hizo sonar su lengua y desapareció, dejando caer los bastones
sobre la cabeza de Neville. Lo oyeron alejarse con un zumbido, haciendo
resonar las armaduras al pasar.
—Tenéis que tener cuidado con Peeves —dijo Percy, mientras seguían
avanzando—. El Barón Sanguinario es el único que puede controlarlo, ni
siquiera nos escucha a los prefectos. Ya llegamos.
Al final del pasillo colgaba un retrato de una mujer muy gorda, con un
vestido de seda rosa.
—¿Santo y seña? —preguntó.
—Caput draconis —dijo Percy, y el retrato se balanceó hacia delante y
dejó ver un agujero redondo en la pared. Todos se amontonaron para pasar
(Neville necesitó ayuda) y se encontraron en la sala común de Gryffindor,
una habitación redonda y acogedora, llena de cómodos sillones.
Percy condujo a las niñas a través de una puerta, hacia sus dormitorios,
y a los niños por otra puerta. Al final de una escalera de caracol (era
evidente que estaban en una de las torres) encontraron, por fin, sus camas,
cinco camas con cuatro postes cada una y cortinas de terciopelo rojo oscuro.
Sus baúles ya estaban allí. Demasiado cansados para conversar, se pusieron
sus pijamas y se metieron en la cama.
—Una comida increíble, ¿no? —murmuró Ron a Harry, a través de las
cortinas—. ¡Fuera, Scabbers! Te estás comiendo mis sábanas.
Harry estaba a punto de preguntar a Ron si le quedaba alguna tarta de
melaza, pero se quedó dormido de inmediato.
Tal vez Harry había comido demasiado, porque tuvo un sueño muy
extraño. Tenía puesto el turbante del profesor Quirrell, que le hablaba y le
decía que debía pasarse a Slytherin de inmediato, porque ése era su destino.
Harry contestó al turbante que no quería estar en Slytherin y el turbante se
volvió cada vez más pesado. Harry intentó quitárselo, pero le apretaba
dolorosamente, y entonces apareció Malfoy, que se burló de él mientras
luchaba para quitarse el turbante. Luego Malfoy se convirtió en el profesor
de nariz ganchuda, Snape, cuya risa se volvía cada vez más fuerte y fría…
Se produjo un estallido de luz verde y Harry se despertó, temblando y
empapado en sudor.
Se dio la vuelta y se volvió a dormir. Al día siguiente, cuando se
despertó, no recordaba nada de aquel sueño.
CAPÍTULO 8
El profesor de pociones
—A
LLÍ,
mira.
—¿Dónde?
—Al lado del chico alto y pelirrojo.
—¿El de gafas?
—¿Has visto su cara?
—¿Has visto su cicatriz?
Los murmullos siguieron a Harry desde el momento en que, al día
siguiente, salió del dormitorio. Los alumnos que esperaban fuera de las
aulas se ponían de puntillas para mirarlo, o se daban la vuelta en los
pasillos, observándolo con atención. Harry deseaba que no lo hicieran,
porque intentaba concentrarse para encontrar el camino de su clase.
En Hogwarts había 142 escaleras, algunas amplias y despejadas, otras
estrechas y destartaladas. Algunas llevaban a un lugar diferente los viernes.
Otras tenían un escalón que desaparecía a mitad de camino y había que
recordarlo para saltar. Después, había puertas que no se abrían, a menos que
uno lo pidiera con amabilidad o les hiciera cosquillas en el lugar exacto, y
puertas que, en realidad, no eran sino sólidas paredes que fingían ser
puertas. También era muy difícil recordar dónde estaba todo, ya que parecía
que las cosas cambiaban de lugar continuamente. Las personas de los
retratos seguían visitándose unos a otros, y Harry estaba seguro de que las
armaduras podían andar.
Los fantasmas tampoco ayudaban. Siempre era una desagradable
sorpresa que alguno se deslizara súbitamente a través de la puerta que se
intentaba abrir. Nick Casi Decapitado siempre se sentía contento de señalar
el camino indicado a los nuevos Gryffindors, pero Peeves el poltergeist se
encargaba de poner puertas cerradas y escaleras con trampas en el camino
de los que llegaban tarde a clase. También les tiraba papeleras a la cabeza,
corría las alfombras debajo de los pies del que pasaba, les tiraba tizas o,
invisible, se deslizaba por detrás, cogía la nariz de alguno y gritaba: ¡TENGO
TU NARIZ!
Pero aún peor que Peeves, si eso era posible, era el celador, Argus Filch.
Harry y Ron se las arreglaron para chocar con él, en la primera mañana.
Filch los encontró tratando de pasar por una puerta que, desgraciadamente,
resultó ser la entrada al pasillo prohibido del tercer piso. No les creyó
cuando dijeron que estaban perdidos, estaba convencido de que querían
entrar a propósito y los amenazó con encerrarlos en los calabozos, hasta que
el profesor Quirrell, que pasaba por allí, los rescató.
Filch tenía una gata llamada Señora Norris, una criatura flacucha y de
color polvoriento, con ojos saltones como linternas, iguales a los de Filch.
Patrullaba sola por los pasillos. Si uno infringía una regla delante de ella, o
ponía un pie fuera de la línea permitida, se escabullía para buscar a Filch, el
cual aparecía dos segundos más tarde. Filch conocía todos los pasadizos
secretos del colegio mejor que nadie (excepto tal vez los gemelos Weasley),
y podía aparecer tan súbitamente como cualquiera de los fantasmas. Todos
los estudiantes lo detestaban, y la más soñada ambición de muchos era darle
una buena patada a la Señora Norris.
Y después, cuando por fin habían encontrado las aulas, estaban las
clases. Había mucho más que magia, como Harry descubrió muy pronto,
mucho más que agitar la varita y decir unas palabras graciosas.
Tenían que estudiar los cielos nocturnos con sus telescopios, cada
miércoles a medianoche, y aprender los nombres de las diferentes estrellas
y los movimientos de los planetas. Tres veces por semana iban a los
invernaderos de detrás del castillo a estudiar Herbología, con una bruja
pequeña y regordeta llamada profesora Sprout, y aprendían a cuidar de
todas las plantas extrañas y hongos y a descubrir para qué debían utilizarlas.
Pero la asignatura más aburrida era Historia de la Magia, la única clase
dictada por un fantasma. El profesor Binns ya era muy viejo cuando se
quedó dormido frente a la chimenea del cuarto de profesores y se levantó a
la mañana siguiente para dar clase, dejando atrás su cuerpo. Binns hablaba
monótonamente, mientras escribía nombres y fechas, y hacía que Elmerico
el Malvado y Ulrico el Chiflado se confundieran.
El profesor Flitwick, el de la clase de Encantamientos, era un brujo
diminuto que tenía que subirse a unos cuantos libros para ver por encima de
su escritorio. Al comenzar la primera clase, sacó la lista y, cuando llegó al
nombre de Harry, dio un chillido de excitación y desapareció de la vista.
La profesora McGonagall era siempre diferente. Harry había tenido
razón al pensar que no era una profesora con quien se pudiera tener
problemas. Estricta e inteligente, les habló en el primer momento en que se
sentaron, el día de su primera clase.
—Transformaciones es una de las magias más complejas y peligrosas
que aprenderéis en Hogwarts —dijo—. Cualquiera que pierda el tiempo en
mi clase tendrá que irse y no podrá volver. Ya estáis prevenidos.
Entonces transformó un escritorio en un cerdo y luego le devolvió su
forma original. Todos estaban muy impresionados y no aguantaban las
ganas de empezar, pero muy pronto se dieron cuenta de que pasaría mucho
tiempo antes de que pudieran transformar muebles en animales. Después de
hacer una cantidad de complicadas anotaciones, les dio a cada uno una
cerilla para que intentaran convertirla en una aguja. Al final de la clase, sólo
Hermione Granger había hecho algún cambio en la cerilla. La profesora
McGonagall mostró a todos cómo se había vuelto plateada y puntiaguda, y
dedicó a la niña una excepcional sonrisa.
La clase que todos esperaban era Defensa Contra las Artes Oscuras,
pero las lecciones de Quirrell resultaron ser casi una broma. Su aula tenía
un fuerte olor a ajo, y todos decían que era para protegerse de un vampiro
que había conocido en Rumania y del que tenía miedo de que volviera a
buscarlo. Su turbante, les dijo, era un regalo de un príncipe africano como
agradecimiento por haberlo liberado de un molesto zombi, pero ninguno
creía demasiado en su historia. Por un lado, porque cuando Seamus
Finnigan se mostró deseoso de saber cómo había derrotado al zombi, el
profesor Quirrell se ruborizó y comenzó a hablar del tiempo, y por el otro,
porque habían notado que el curioso olor salía del turbante, y los gemelos
Weasley insistían en que estaba lleno de ajo, para proteger a Quirrell
cuando el vampiro apareciera.
Harry se sintió muy aliviado al descubrir que no estaba mucho más
atrasado que los demás. Muchos procedían de familias muggles y, como él,
no tenían ni idea de que eran brujas y magos. Había tantas cosas por
aprender que ni siquiera un chico como Ron tenía mucha ventaja.
El viernes fue un día importante para Harry y Ron. Por fin encontraron
el camino hacia el Gran Comedor a la hora del desayuno, sin perderse ni
una vez.
—¿Qué tenemos hoy? —preguntó Harry a Ron, mientras echaba azúcar
en sus cereales.
—Pociones Dobles con los de Slytherin —respondió Ron—. Snape es el
jefe de la casa Slytherin. Dicen que siempre los favorece a ellos… Ahora
veremos si es verdad.
—Ojalá McGonagall nos favoreciera a nosotros —dijo Harry. La
profesora McGonagall era la jefa de la casa Gryffindor, pero eso no le había
impedido darles una gran cantidad de deberes el día anterior.
Justo en aquel momento llegó el correo. Harry ya se había
acostumbrado, pero la primera mañana se impresionó un poco cuando unas
cien lechuzas entraron súbitamente en el Gran Comedor durante el
desayuno, volando sobre las mesas hasta encontrar a sus dueños, para
dejarles caer encima cartas y paquetes.
Hedwig no le había llevado nada hasta aquel día. Algunas veces volaba
para mordisquearle una oreja y conseguir una tostada, antes de volver a
dormir en la lechucería, con las otras lechuzas del colegio. Sin embargo,
aquella mañana pasó volando entre la mermelada y la azucarera y dejó caer
un sobre en el plato de Harry. Éste lo abrió de inmediato.
Querido Harry (decía con letra desigual),
sé que tienes las tardes del viernes libres, así que ¿te gustaría venir
a tomar una taza de té conmigo, a eso de las tres? Quiero que me
cuentes todo lo de tu primera semana. Envíame la respuesta con
Hedwig.
Hagrid
Harry cogió prestada la pluma de Ron y contestó: «Sí, gracias, nos
veremos más tarde», en la parte de atrás de la nota, y la envió con Hedwig.
Fue una suerte que Hagrid hubiera invitado a Harry a tomar el té,
porque la clase de Pociones resultó ser la peor cosa que le había ocurrido
allí, hasta entonces.
Al comenzar el banquete de la primera noche, Harry había pensado que
no le caía bien al profesor Snape. Pero al final de la primera clase de
Pociones supo que no se había equivocado. No era sólo que a Snape no le
gustara Harry: lo detestaba.
Las clases de Pociones se daban abajo, en un calabozo. Hacía mucho
más frío allí que arriba, en la parte principal del castillo, y habría sido
igualmente tétrico sin todos aquellos animales conservados, flotando en
frascos de vidrio, por todas las paredes.
Snape, como Flitwick, comenzó la clase pasando lista y, como Flitwick,
se detuvo ante el nombre de Harry.
—Ah, sí —murmuró—. Harry Potter. Nuestra nueva… celebridad.
Draco Malfoy y sus amigos Crabbe y Goyle rieron tapándose la boca.
Snape terminó de pasar lista y miró a la clase. Sus ojos eran tan negros
como los de Hagrid, pero no tenían nada de su calidez. Eran fríos y vacíos y
hacían pensar en túneles oscuros.
—Vosotros estáis aquí para aprender la sutil ciencia y el arte exacto de
hacer pociones —comenzó. Hablaba casi en un susurro, pero se le entendía
todo. Como la profesora McGonagall, Snape tenía el don de mantener a la
clase en silencio, sin ningún esfuerzo—. Aquí habrá muy poco de estúpidos
movimientos de varita y muchos de vosotros dudaréis que esto sea magia.
No espero que lleguéis a entender la belleza de un caldero hirviendo
suavemente, con sus vapores relucientes, el delicado poder de los líquidos
que se deslizan a través de las venas humanas, hechizando la mente,
engañando los sentidos… Puedo enseñaros cómo embotellar la fama,
preparar la gloria, hasta detener la muerte… si sois algo más que los
alcornoques a los que habitualmente tengo que enseñar.
Más silencio siguió a aquel pequeño discurso. Harry y Ron
intercambiaron miradas con las cejas levantadas. Hermione Granger estaba
sentada en el borde de la silla, y parecía desesperada por empezar a
demostrar que ella no era un alcornoque.
—¡Potter! —dijo de pronto Snape—. ¿Qué obtendré si añado polvo de
raíces de asfódelo a una infusión de ajenjo?
¿Raíz en polvo de qué a una infusión de qué? Harry miró de reojo a
Ron, que parecía tan desconcertado como él. La mano de Hermione se
agitaba en el aire.
—No lo sé, señor —contestó Harry.
Los labios de Snape se curvaron en un gesto burlón.
—Bah, bah… es evidente que la fama no lo es todo.
No hizo caso de la mano de Hermione.
—Vamos a intentarlo de nuevo, Potter. ¿Dónde buscarías si te digo que
me encuentres un bezoar?
Hermione agitaba la mano tan alta en el aire que no necesitaba
levantarse del asiento para que la vieran, pero Harry no tenía la menor idea
de lo que era un bezoar. Trató de no mirar a Malfoy y a sus amigos, que se
desternillaban de risa.
—No lo sé, señor.
—Parece que no has abierto ni un libro antes de venir. ¿No es así,
Potter?
Harry se obligó a seguir mirando directamente aquellos ojos fríos. Sí
había mirado sus libros en casa de los Dursley, pero ¿cómo esperaba Snape
que se acordara de todo lo que había en Mil hierbas mágicas y hongos?
Snape seguía haciendo caso omiso de la mano temblorosa de Hermione.
—¿Cuál es la diferencia, Potter, entre acónito y luparia?
Ante eso, Hermione se puso de pie, con el brazo extendido hacia el
techo de la mazmorra.
—No lo sé —dijo Harry con calma—. Pero creo que Hermione lo sabe.
¿Por qué no se lo pregunta a ella?
Unos pocos rieron. Harry captó la mirada de Seamus, que le guiñó un
ojo. Snape, sin embargo, no estaba complacido.
—Siéntate —gritó a Hermione—. Para tu información, Potter, asfódelo
y ajenjo producen una poción para dormir tan poderosa que es conocida
como Filtro de Muertos en Vida. Un bezoar es una piedra sacada del
estómago de una cabra y sirve para salvarte de la mayor parte de los
venenos. En lo que se refiere a acónito y luparia, es la misma planta. Bueno,
¿por qué no lo estáis apuntando todo?
Se produjo un súbito movimiento de plumas y pergaminos. Por encima
del ruido, Snape dijo:
—Y se le restará un punto a la casa Gryffindor por tu descaro, Potter.
Las cosas no mejoraron para los Gryffindors a medida que continuaba la
clase de Pociones. Snape los puso en parejas, para que mezclaran una
poción sencilla para curar forúnculos. Se paseó con su larga capa negra,
observando cómo pesaban ortiga seca y aplastaban colmillos de serpiente,
criticando a todo el mundo salvo a Malfoy, que parecía gustarle. En el
preciso momento en que les estaba diciendo a todos que miraran la
perfección con que Malfoy había cocinado a fuego lento los pedazos de
cuernos, multitud de nubes de un ácido humo verde y un fuerte silbido
llenaron la mazmorra. De alguna forma, Neville se las había ingeniado para
convertir el caldero de Seamus en un engrudo hirviente que se derramaba
sobre el suelo, quemando y haciendo agujeros en los zapatos de los
alumnos. En segundos, toda la clase estaba subida a sus taburetes, mientras
que Neville, que se había empapado en la poción al volcarse sobre él el
caldero, gemía de dolor; por sus brazos y piernas aparecían pústulas rojas.
—¡Chico idiota! —dijo Snape con enfado, haciendo desaparecer la
poción con un movimiento de su varita—. Supongo que añadiste las púas de
erizo antes de sacar el caldero del fuego, ¿no?
Neville lloriqueaba, mientras las pústulas comenzaban a aparecer en su
nariz.
—Llévelo a la enfermería —ordenó Snape a Seamus. Luego se acercó a
Harry y Ron, que habían estado trabajando cerca de Neville.
—Tú, Harry Potter. ¿Por qué no le dijiste que no pusiera las púas?
Pensaste que si se equivocaba quedarías bien, ¿no es cierto? Éste es otro
punto que pierdes para Gryffindor.
Aquello era tan injusto que Harry abrió la boca para discutir, pero Ron
le dio una patada por debajo del caldero.
—No lo provoques —murmuró—. He oído decir que Snape puede ser
muy desagradable.
Una hora más tarde, cuando subían por la escalera para salir de las
mazmorras, la mente de Harry era un torbellino y su ánimo estaba por los
suelos. Había perdido dos puntos para Gryffindor en su primera semana…
¿Por qué Snape lo odiaba tanto?
—Anímate —dijo Ron—. Snape siempre le quitaba puntos a Fred y a
George. ¿Puedo ir a ver a Hagrid contigo?
Salieron del castillo cinco minutos antes de las tres y cruzaron los
terrenos que lo rodeaban. Hagrid vivía en una pequeña casa de madera, en
el borde del bosque prohibido. Una ballesta y un par de botas de goma
estaban al lado de la puerta delantera.
Cuando Harry llamó a la puerta, oyeron unos frenéticos rasguños y
varios ladridos. Luego se oyó la voz de Hagrid, diciendo:
—Atrás, Fang, atrás.
La gran cara peluda de Hagrid apareció al abrirse la puerta.
—Entrad —dijo—. Atrás, Fang.
Los dejó entrar, tirando del collar de un imponente perro negro.
Había una sola estancia. Del techo colgaban jamones y faisanes, una
cazuela de cobre hervía en el fuego y en un rincón había una cama enorme
con una manta hecha de remiendos.
—Estáis en vuestra casa —dijo Hagrid, soltando a Fang, que se lanzó
contra Ron y comenzó a lamerle las orejas. Como Hagrid, Fang era
evidentemente mucho menos feroz de lo que parecía.
—Éste es Ron —dijo Harry a Hagrid, que estaba volcando el agua
hirviendo en una gran tetera y sirviendo pedazos de pastel.
—Otro Weasley, ¿verdad? —dijo Hagrid, mirando de reojo las pecas de
Ron—. Me he pasado la mitad de mi vida ahuyentando a tus hermanos
gemelos del bosque.
El pastel casi les rompió los dientes, pero Harry y Ron fingieron que les
gustaba, mientras le contaban a Hagrid todo lo referente a sus primeras
clases. Fang tenía la cabeza apoyada sobre la rodilla de Harry y babeaba
sobre su túnica.
Harry y Ron se quedaron fascinados al oír que Hagrid llamaba a Filch
«ese viejo bobo».
—Y en lo que se refiere a esa gata, la Señora Norris, me gustaría
presentársela un día a Fang. ¿Sabéis que cada vez que voy al colegio me
sigue todo el tiempo? No me puedo librar de ella. Filch la envía a hacerlo.
Harry le contó a Hagrid lo de la clase de Snape. Hagrid, como Ron, le
dijo a Harry que no se preocupara, que a Snape no le gustaba ninguno de
sus alumnos.
—Pero realmente parece que me odie.
—¡Tonterías! —dijo Hagrid—. ¿Por qué iba a hacerlo?
Sin embargo, Harry no podía dejar de pensar en que Hagrid había
mirado hacia otro lado cuando dijo aquello.
—¿Y cómo está tu hermano Charlie? —preguntó Hagrid a Ron—. Me
gustaba mucho, era muy bueno con los animales.
Harry se preguntó si Hagrid no estaba cambiando de tema a propósito.
Mientras Ron le hablaba a Hagrid del trabajo de Charles con los dragones,
Harry miró el recorte del periódico que estaba sobre la mesa. Era de El
Profeta.
RECIENTE ASALTO EN GRINGOTTS
Continúan las investigaciones del asalto que tuvo lugar en
Gringotts el 31 de julio. Se cree que se debe al trabajo de oscuros
magos y brujas desconocidos.
Los duendes de Gringotts insisten en que no se han llevado
nada. La cámara que se registró había sido vaciada aquel mismo
día.
«Pero no vamos a decirles qué había allí, así que mantengan las
narices fuera de esto, si saben lo que les conviene», declaró esta
tarde un duende portavoz de Gringotts.
Harry recordó que Ron le había contado en el tren que alguien había
tratado de robar en Gringotts, pero su amigo no había mencionado la fecha.
—¡Hagrid! —dijo Harry—. ¡Ese robo en Gringotts sucedió el día de mi
cumpleaños! ¡Pudo haber sucedido mientras estábamos allí!
Aquella vez no tuvo dudas: Hagrid decididamente evitó su mirada.
Gruñó y le ofreció más pastel. Harry volvió a leer la nota. «La cámara que
se registró había sido vaciada aquel mismo día.» Hagrid había vaciado la
cámara setecientos trece, si puede llamarse vaciarla a sacar un paquetito
arrugado. ¿Sería eso lo que estaban buscando los ladrones?
Mientras Harry y Ron regresaban al castillo para cenar, con los bolsillos
llenos del pétreo pastel que fueron demasiado amables para rechazar, Harry
pensaba que ninguna de las clases le había hecho reflexionar tanto como
aquella merienda con Hagrid. ¿Hagrid habría sacado el paquete justo a
tiempo? ¿Dónde podía estar? ¿Sabría algo sobre Snape que no quería
decirle?
CAPÍTULO 9
El duelo a medianoche
H
nunca había creído que pudiera existir un chico al que detestara
más que a Dudley, pero eso era antes de haber conocido a Draco
Malfoy. Sin embargo, los de primer año de Gryffindor sólo compartían con
los de Slytherin la clase de Pociones, así que no tenía que encontrarse
mucho con él. O, al menos, así era hasta que apareció una noticia en la sala
común de Gryffindor, que los hizo protestar a todos. Las lecciones de vuelo
comenzarían el jueves… y Gryffindor y Slytherin aprenderían juntos.
—Perfecto —dijo en tono sombrío Harry—. Justo lo que siempre he
deseado. Hacer el ridículo sobre una escoba delante de Malfoy.
Deseaba aprender a volar más que ninguna otra cosa.
—No sabes aún si vas a hacer un papelón —dijo razonablemente Ron
—. De todos modos, sé que Malfoy siempre habla de lo bueno que es en
quidditch, pero seguro que es pura palabrería.
La verdad es que Malfoy hablaba mucho sobre volar. Se quejaba en voz
alta porque los de primer año nunca estaban en los equipos de quidditch y
contaba largas y jactanciosas historias, que siempre acababan con él
escapando de helicópteros pilotados por muggles. Pero no era el único: por
ARRY
la forma de hablar de Seamus Finnigan, parecía que había pasado toda la
infancia volando por el campo con su escoba. Hasta Ron podía contar a
quien quisiera oírlo que una vez casi había chocado contra un planeador con
la vieja escoba de Charles. Todos los que procedían de familias de magos
hablaban constantemente de quidditch. Ron ya había tenido una gran
discusión con Dean Thomas, que compartía el dormitorio con ellos, sobre
fútbol. Ron no podía ver qué tenía de excitante un juego con una sola
pelota, donde nadie podía volar. Harry había descubierto a Ron tratando de
animar un cartel de Dean en que aparecía el equipo de fútbol de West Ham,
para hacer que los jugadores se movieran.
Neville no había tenido una escoba en toda su vida, porque su abuela no
se lo permitía. Harry pensó que ella había actuado correctamente, dado que
Neville se las ingeniaba para tener un número extraordinario de accidentes,
incluso con los dos pies en tierra.
Hermione Granger estaba casi tan nerviosa como Neville con el tema
del vuelo. Eso era algo que no se podía aprender de memoria en los libros,
aunque lo había intentado. En el desayuno del jueves, aburrió a todos con
estúpidas notas sobre el vuelo que había encontrado en un libro de la
biblioteca, llamado Quidditch a través de los tiempos. Neville estaba
pendiente de cada palabra, desesperado por encontrar algo que lo ayudara
más tarde con su escoba, pero todos los demás se alegraron mucho cuando
la lectura de Hermione fue interrumpida por la llegada del correo.
Harry no había recibido una sola carta desde la nota de Hagrid, algo que
Malfoy ya había notado, por supuesto. La lechuza de Malfoy siempre le
llevaba de su casa paquetes con golosinas, que el muchacho abría con
perversa satisfacción en la mesa de Slytherin.
Un lechuzón entregó a Neville un paquetito de parte de su abuela. Lo
abrió excitado y les enseñó una bola de cristal, del tamaño de una gran
canica, que parecía llena de humo blanco.
—¡Es una recordadora! —explicó—. La abuela sabe que olvido cosas y
esto te dice si hay algo que te has olvidado de hacer. Mirad, uno la sujeta
así, con fuerza, y si se vuelve roja… oh… —se puso pálido, porque la
recordadora súbitamente se tiñó de un brillo escarlata—… es que has
olvidado algo…
Neville estaba tratando de recordar qué era lo que había olvidado,
cuando Draco Malfoy, que pasaba al lado de la mesa de Gryffindor, le quitó
la recordadora de las manos.
Harry y Ron saltaron de sus asientos. En realidad, deseaban tener un
motivo para pelearse con Malfoy, pero la profesora McGonagall, que
detectaba problemas más rápido que ningún otro profesor del colegio, ya
estaba allí.
—¿Qué sucede?
—Malfoy me ha quitado mi recordadora, profesora.
Con aire ceñudo, Malfoy dejó rápidamente la recordadora sobre la
mesa.
—Sólo la miraba —dijo, y se alejó, seguido por Crabbe y Goyle.
Aquella tarde, a las tres y media, Harry, Ron y los otros Gryffindors bajaron
corriendo los escalones delanteros, hacia el parque, para asistir a su primera
clase de vuelo. Era un día claro y ventoso. La hierba se agitaba bajo sus pies
mientras marchaban por el terreno inclinado en dirección a un prado que
estaba al otro lado del bosque prohibido, cuyos árboles se agitaban
tenebrosamente en la distancia.
Los Slytherins ya estaban allí, y también las veinte escobas,
cuidadosamente alineadas en el suelo. Harry había oído a Fred y a George
Weasley quejarse de las escobas del colegio, diciendo que algunas
comenzaban a vibrar si uno volaba muy alto, o que siempre volaban
ligeramente torcidas hacia la izquierda.
Entonces llegó la profesora, la señora Hooch. Era baja, de pelo canoso y
ojos amarillos como los de un halcón.
—Bueno ¿qué estáis esperando? —bramó—. Cada uno al lado de una
escoba. Vamos, rápido.
Harry miró su escoba. Era vieja y algunas de las ramitas de paja
sobresalían formando ángulos extraños.
—Extended la mano derecha sobre la escoba —les indicó la señora
Hooch— y decid «arriba».
—¡ARRIBA! —gritaron todos.
La escoba de Harry saltó de inmediato en sus manos, pero fue uno de
los pocos que lo consiguió. La de Hermione Granger no hizo más que rodar
por el suelo y la de Neville no se movió en absoluto. «A lo mejor las
escobas saben, como los caballos, cuándo tienes miedo», pensó Harry, y
había un temblor en la voz de Neville que indicaba, demasiado claramente,
que deseaba mantener sus pies en la tierra.
Luego, la señora Hooch les enseñó cómo montarse en la escoba, sin
deslizarse hasta la punta, y recorrió la fila, corrigiéndoles la forma de
sujetarla. Harry y Ron se alegraron muchísimo cuando la profesora dijo a
Malfoy que lo había estado haciendo mal durante todos esos años.
—Ahora, cuando haga sonar mi silbato, dais una fuerte patada —dijo la
señora Hooch—. Mantened las escobas firmes, elevaos un metro o dos y
luego bajad inclinándoos suavemente. Preparados… tres… dos…
Pero Neville, nervioso y temeroso de quedarse en tierra, dio la patada
antes de que sonara el silbato.
—¡Vuelve, muchacho! —gritó, pero Neville subía en línea recta, como
el corcho de una botella… Cuatro metros… seis metros… Harry le vio la
cara pálida y asustada, mirando hacia el terreno que se alejaba, lo vio
jadear, deslizarse hacia un lado de la escoba y…
BUM… Un ruido horrible y Neville quedó tirado en la hierba. Su escoba
seguía subiendo, cada vez más alto, hasta que comenzó a torcer hacia el
bosque prohibido y desapareció de la vista.
La señora Hooch se inclinó sobre Neville, con el rostro tan blanco como
el del chico.
—La muñeca fracturada —la oyó murmurar Harry—. Vamos,
muchacho… Está bien… A levantarse.
Se volvió hacia el resto de la clase.
—No debéis moveros mientras llevo a este chico a la enfermería. Dejad
las escobas donde están o estaréis fuera de Hogwarts más rápido de lo que
tardéis en decir quidditch. Vamos, hijo.
Neville, con la cara surcada de lágrimas y agarrándose la muñeca,
cojeaba al lado de la señora Hooch, que lo sostenía.
Casi antes de que pudieran marcharse, Malfoy ya se estaba riendo a
carcajadas.
—¿Habéis visto la cara de ese gran zoquete?
Los otros Slytherins le hicieron coro.
—¡Cierra la boca, Malfoy! —dijo Parvati Patil en tono cortante.
—Oh, ¿estás enamorada de Longbottom? —dijo Pansy Parkinson, una
chica de Slytherin de rostro duro—. Nunca pensé que te podían gustar los
gorditos llorones, Parvati.
—¡Mirad! —dijo Malfoy, agachándose y recogiendo algo de la hierba
—. Es esa cosa estúpida que le mandó la abuela a Longbottom.
La recordadora brillaba al sol cuando la cogió.
—Trae eso aquí, Malfoy —dijo Harry con calma. Todos dejaron de
hablar para observarlos.
Malfoy sonrió con malignidad.
—Creo que voy a dejarla en algún sitio para que Longbottom la
busque… ¿Qué os parece… en la copa de un árbol?
—¡Tráela aquí! —rugió Harry, pero Malfoy había subido a su escoba y
se alejaba. No había mentido, sabía volar. Desde las ramas más altas de un
roble lo llamó:
—¡Ven a buscarla, Potter!
Harry cogió su escoba.
—¡No! —gritó Hermione Granger—. La señora Hooch dijo que no nos
moviéramos. Nos vas a meter en un lío.
Harry no le hizo caso. Le ardían las orejas. Se montó en su escoba, pegó
una fuerte patada y subió. El aire agitaba su pelo y su túnica, silbando tras
él y, en un relámpago de feroz alegría, se dio cuenta de que había
descubierto algo que podía hacer sin que se lo enseñaran. Era fácil, era
maravilloso. Empujó su escoba un poquito más, para volar más alto, y oyó
los gritos y gemidos de las chicas que lo miraban desde abajo, y una
exclamación admirada de Ron.
Dirigió su escoba para enfrentarse a Malfoy en el aire. Éste lo miró
asombrado.
—¡Déjala —gritó Harry— o te bajaré de esa escoba!
—Ah, ¿sí? —dijo Malfoy, tratando de burlarse, pero con tono
preocupado.
Harry sabía, de alguna manera, lo que tenía que hacer. Se inclinó hacia
delante, cogió la escoba con las dos manos y se lanzó sobre Malfoy como
una jabalina. Malfoy pudo apartarse justo a tiempo, Harry dio la vuelta y
mantuvo firme la escoba. Abajo, algunos aplaudían.
—Aquí no están Crabbe y Goyle para salvarte, Malfoy —exclamó
Harry.
Parecía que Malfoy también lo había pensado.
—¡Atrápala si puedes, entonces! —gritó. Tiró la bola de cristal hacia
arriba y bajó a tierra con su escoba.
Harry vio, como si fuera a cámara lenta, que la bola se elevaba en el aire
y luego comenzaba a caer. Se inclinó hacia delante y apuntó el mango de la
escoba hacia abajo. Al momento siguiente, estaba ganando velocidad en la
caída, persiguiendo a la bola, con el viento silbando en sus orejas
mezclándose con los gritos de los que miraban. Extendió la mano y, a unos
metros del suelo, la atrapó, justo a tiempo para enderezar su escoba y
descender suavemente sobre la hierba, con la recordadora a salvo.
—¡HARRY POTTER!
Su corazón latió más rápido que nunca. La profesora McGonagall corría
hacia ellos. Se puso de pie, temblando.
—Nunca… en todos mis años en Hogwarts…
La profesora McGonagall estaba casi muda de la impresión, y sus gafas
centelleaban de furia.
—¿Cómo te has atrevido…? Podrías haberte roto el cuello…
—No fue culpa de él, profesora…
—Silencio, Parvati.
—Pero Malfoy…
—Ya es suficiente, Weasley. Harry Potter, ven conmigo.
En aquel momento, Harry pudo ver el aire triunfal de Malfoy, Crabbe y
Goyle, mientras andaba inseguro tras la profesora McGonagall, de vuelta al
castillo. Lo iban a expulsar, lo sabía. Quería decir algo para defenderse,
pero no podía controlar su voz. La profesora McGonagall andaba muy
rápido, sin siquiera mirarlo. Tenía que correr para alcanzarla. Esta vez sí
que lo había hecho. No había durado ni dos semanas. En diez minutos
estaría haciendo su maleta. ¿Qué dirían los Dursley cuando lo vieran llegar
a la puerta de su casa?
Subieron por los peldaños delanteros y después por la escalera de
mármol. La profesora McGonagall seguía sin hablar. Abría puertas y
andaba por los pasillos, con Harry corriendo tristemente tras ella. Tal vez lo
llevaba ante Dumbledore. Pensó en Hagrid, expulsado, pero con permiso
para quedarse como guardabosque. Quizá podría ser el ayudante de Hagrid.
Se le revolvió el estómago al imaginarse observando a Ron y los otros
convirtiéndose en magos, mientras él andaba por ahí, llevando la bolsa de
Hagrid.
La profesora McGonagall se detuvo ante un aula. Abrió la puerta y
asomó la cabeza.
—Discúlpeme, profesor Flitwick. ¿Puedo llevarme a Wood un
momento?
«¿Wood? —pensó Harry aterrado—. ¿Wood sería el encargado de
aplicar los castigos físicos?»
Pero Wood era sólo un muchacho corpulento de quinto año, que salió de
la clase de Flitwick con aire confundido.
—Seguidme los dos —dijo la profesora McGonagall. Avanzaron por el
pasillo, Wood mirando a Harry con curiosidad.
—Aquí.
La profesora McGonagall señaló un aula en la que sólo estaba Peeves,
ocupado en escribir groserías en la pizarra.
—¡Fuera, Peeves! —dijo con ira la profesora.
Peeves tiró la tiza en un cubo y se marchó maldiciendo. La profesora
McGonagall cerró la puerta y se volvió para encararse con los muchachos.
—Potter, éste es Oliver Wood. Wood, te he encontrado un buscador.
La expresión de intriga de Wood se convirtió en deleite.
—¿Está segura, profesora?
—Totalmente —dijo la profesora con vigor—. Este chico tiene un
talento natural. Nunca vi nada parecido. ¿Ésta ha sido tu primera vez con la
escoba, Potter?
Harry asintió con la cabeza en silencio. No tenía una explicación para lo
que estaba sucediendo, pero le parecía que no lo iban a expulsar y
comenzaba a sentirse más seguro.
—Atrapó esa cosa con la mano, después de un vuelo de quince metros
—explicó la profesora a Wood—. Ni un rasguño. Charlie Weasley no lo
habría hecho mejor.
Wood parecía pensar que todos sus sueños se habían hecho realidad.
—¿Alguna vez has visto un partido de quidditch, Potter? —preguntó
excitado.
—Wood es el capitán del equipo de Gryffindor —aclaró la profesora
McGonagall.
—Y tiene el cuerpo indicado para ser buscador —dijo Wood, paseando
alrededor de Harry y observándolo con atención—. Ligero, veloz… Vamos
a tener que darle una escoba decente, profesora, una Nimbus 2000 o una
Barredora 7.
—Hablaré con el profesor Dumbledore para ver si podemos suspender
la regla del primer año. Los cielos saben que necesitamos un equipo mejor
que el del año pasado. Fuimos aplastados por Slytherin en ese último
partido. No pude mirar a la cara a Severus Snape en varias semanas…
La profesora McGonagall observó con severidad a Harry, por encima de
sus gafas.
—Quiero oír que te entrenas mucho, Potter, o cambiaré de idea sobre tu
castigo.
Luego, súbitamente, sonrió.
—Tu padre habría estado orgulloso —dijo—. Era un excelente jugador
de quidditch.
—Es una broma.
Era la hora de la cena. Harry había terminado de contarle a Ron todo lo
sucedido cuando dejó el parque con la profesora McGonagall. Ron tenía un
trozo de pastel de carne y riñones en el tenedor, pero se olvidó de llevárselo
a la boca.
—¿Buscador? —dijo—. Pero los de primer año nunca… Serías el
jugador más joven en…
—Un siglo —terminó Harry, metiéndose un trozo de pastel en la boca.
Tenía muchísima hambre después de toda la excitación de la tarde—. Wood
me lo dijo.
Ron estaba tan sorprendido e impresionado que se quedó mirándolo
boquiabierto.
—Tengo que empezar a entrenarme la semana que viene —dijo Harry
—. Pero no se lo digas a nadie, Wood quiere mantenerlo en secreto.
Fred y George Weasley aparecieron en el comedor, vieron a Harry y se
acercaron rápidamente.
—Bien hecho —dijo George en voz baja—. Wood nos lo contó.
Nosotros también estamos en el equipo. Somos golpeadores.
—Te lo aseguro, vamos a ganar la copa de quidditch este curso —dijo
Fred—. No la ganamos desde que Charlie se fue, pero el equipo de este año
será muy bueno. Tienes que hacerlo bien, Harry. Wood casi saltaba cuando
nos lo contó.
—Bueno, tenemos que irnos. Lee Jordan cree que ha descubierto un
nuevo pasadizo secreto, fuera del colegio.
—Seguro que es el que hay detrás de la estatua de Gregory el Pelota,
que nosotros encontramos en nuestra primera semana.
Fred y George acababan de desaparecer, cuando se presentaron unos
visitantes mucho menos agradables. Malfoy, flanqueado por Crabbe y
Goyle.
—¿Comiendo la última cena, Potter? ¿Cuándo coges el tren para volver
con los muggles?
—Eres mucho más valiente ahora que has vuelto a tierra firme y tienes a
tus «amiguitos» —dijo fríamente Harry. Por supuesto que en Crabbe y
Goyle no había nada que justificara el diminutivo, pero como la mesa de los
profesores estaba llena, no podían hacer más que crujir los nudillos y
mirarlo con el ceño fruncido.
—Nos veremos cuando quieras —dijo Malfoy—. Esta noche, si quieres.
Un duelo de magos. Sólo varitas, nada de contacto. ¿Qué pasa? Nunca has
oído hablar de duelos de magos, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —dijo Ron, interviniendo—. Yo soy su padrino.
¿Cuál es el tuyo?
Malfoy miró a Crabbe y Goyle, valorándolos.
—Crabbe —respondió—. A medianoche, ¿de acuerdo? Nos
encontraremos en el salón de los trofeos, nunca se cierra con llave.
Cuando Malfoy se fue, Ron y Harry se miraron.
—¿Qué es un duelo de magos? —preguntó Harry—. ¿Y qué quiere
decir que seas mi padrino?
—Bueno, un padrino es el que se hace cargo, si te matan —dijo Ron sin
darle importancia. Al ver la expresión de Harry, añadió rápidamente—:
Pero la gente sólo muere en los duelos reales, ya sabes, con magos de
verdad. Lo máximo que podéis hacer Malfoy y tú es mandaros chispas uno
al otro. Ninguno sabe suficiente magia para hacer verdadero daño. De todos
modos, seguro que él esperaba que te negaras.
—¿Y si levanto mi varita y no sucede nada?
—La tiras y le das un puñetazo en la nariz —le sugirió Ron.
—Disculpad.
Los dos miraron. Era Hermione Granger.
—¿No se puede comer en paz en este lugar? —dijo Ron.
Hermione no le hizo caso y se dirigió a Harry.
—No pude dejar de oír lo que tú y Malfoy estabais diciendo…
—No esperaba otra cosa —murmuró Ron.
—… y no debes andar por el colegio de noche. Piensa en los puntos que
perderás para Gryffindor si te atrapan, y lo harán. La verdad es que es muy
egoísta de tu parte.
—Y la verdad es que no es asunto tuyo —respondió Harry.
—Adiós —añadió Ron.
De todos modos, pensó Harry, aquello no era lo que llamaría un perfecto
final para el día. Estaba acostado, despierto, oyendo dormir a Seamus y a
Dean (Neville no había regresado de la enfermería). Ron había pasado toda
la velada dándole consejos del tipo de: «Si trata de maldecirte, será mejor
que te escapes, porque no recuerdo cómo se hace para pararlo.» Tenían
grandes probabilidades de que los atraparan Filch o la Señora Norris, y
Harry sintió que estaba abusando de su suerte al transgredir otra regla del
colegio en un mismo día. Por otra parte, el rostro burlón de Malfoy se le
aparecía en la oscuridad, y aquélla era la gran oportunidad de vencerlo
frente a frente. No podía perderla.
—Once y media —murmuró finalmente Ron—. Mejor nos vamos ya.
Se pusieron las batas, cogieron sus varitas y se lanzaron a través del
dormitorio de la torre. Bajaron la escalera de caracol y entraron en la sala
común de Gryffindor. Todavía brillaban algunas brasas en la chimenea,
haciendo que todos los sillones parecieran sombras negras. Ya casi habían
llegado al retrato, cuando una voz habló desde un sillón cercano.
—No puedo creer que vayas a hacer esto, Harry.
Una luz brilló. Era Hermione Granger, con el rostro ceñudo y una bata
rosada.
—¡Tú! —dijo Ron furioso—. ¡Vuelve a la cama!
—Estuve a punto de decírselo a tu hermano —contestó enfadada
Hermione—. Percy es el prefecto y puede deteneros.
Harry no podía creer que alguien fuera tan entrometido.
—Vamos —dijo a Ron. Empujó el retrato de la Dama Gorda y se metió
por el agujero.
Hermione no iba a rendirse tan fácilmente. Siguió a Ron a través del
agujero, gruñendo como una gansa enfadada.
—No os importa Gryffindor, ¿verdad? Sólo os importa lo vuestro. Yo no
quiero que Slytherin gane la copa de las casas y vosotros vais a perder todos
los puntos que yo conseguí de la profesora McGonagall por conocer los
encantamientos para cambios.
—Vete.
—Muy bien, pero os he avisado. Recordad todo lo que os he dicho
cuando estéis en el tren volviendo a casa mañana. Sois tan…
Pero lo que eran no lo supieron. Hermione había retrocedido hasta el
retrato de la Dama Gorda, para volver, y descubrió que la tela estaba vacía.
La Dama Gorda se había ido a una visita nocturna y Hermione estaba
encerrada, fuera de la torre de Gryffindor.
—¿Y ahora qué voy a hacer? —preguntó con tono agudo.
—Ése es tu problema —dijo Ron—. Nosotros tenemos que irnos o
llegaremos tarde.
No habían llegado al final del pasillo cuando Hermione los alcanzó.
—Voy con vosotros —dijo.
—No lo harás.
—¿No creeréis que me voy a quedar aquí, esperando a que Filch me
atrape? Si nos encuentra a los tres, yo le diré la verdad, que estaba tratando
de deteneros, y vosotros me apoyaréis.
—Eres una caradura —dijo Ron en voz alta.
—Callaos los dos —dijo Harry en tono cortante—. He oído algo.
Era una especie de respiración.
—¿La Señora Norris? —resopló Ron, tratando de ver en la oscuridad.
No era la Señora Norris. Era Neville. Estaba enroscado en el suelo,
medio dormido, pero se despertó súbitamente al oírlos.
—¡Gracias a Dios que me habéis encontrado! Hace horas que estoy
aquí. No podía recordar el nuevo santo y seña para irme a la cama.
—No hables tan alto, Neville. El santo y seña es «hocico de cerdo»,
pero ahora no te servirá, porque la Dama Gorda se ha ido no sé dónde.
—¿Cómo está tu muñeca? —preguntó Harry.
—Bien —contestó, enseñándosela—. La señora Pomfrey me la arregló
en un minuto.
—Bueno, mira, Neville, tenemos que ir a otro sitio. Nos veremos más
tarde…
—¡No me dejéis! —dijo Neville, tambaleándose—. No quiero
quedarme aquí solo. El Barón Sanguinario ya ha pasado dos veces.
Ron miró su reloj y luego echó una mirada furiosa a Hermione y
Neville.
—Si nos atrapan por vuestra culpa, no descansaré hasta aprender esa
Maldición de los Demonios, de la que nos habló Quirrell, y la utilizaré
contra vosotros.
Hermione abrió la boca, tal vez para decir a Ron cómo utilizar la
Maldición de los Demonios, pero Harry susurró que se callara y les hizo
señas para que avanzaran.
Se deslizaron por pasillos iluminados por el claro de luna, que entraba
por los altos ventanales. En cada esquina, Harry esperaba chocar con Filch
o la Señora Norris, pero tuvieron suerte. Subieron rápidamente por una
escalera hasta el tercer piso y entraron de puntillas en el salón de los
trofeos.
Malfoy y Crabbe todavía no habían llegado. Las vitrinas con trofeos
brillaban cuando las iluminaba la luz de la luna. Copas, escudos, bandejas y
estatuas, oro y plata reluciendo en la oscuridad. Fueron bordeando las
paredes, vigilando las puertas en cada extremo del salón. Harry empuñó su
varita, por si Malfoy aparecía de golpe. Los minutos pasaban.
—Se está retrasando, tal vez se ha acobardado —susurró Ron.
Entonces un ruido en la habitación de al lado los hizo saltar. Harry ya
había levantado su varita cuando oyeron unas voces. No era Malfoy.
—Olfatea por ahí, mi tesoro. Pueden estar escondidos en un rincón.
Era Filch, hablando con la Señora Norris. Aterrorizado, Harry gesticuló
salvajemente para que los demás lo siguieran lo más rápido posible. Se
escurrieron silenciosamente hacia la puerta más alejada de la voz de Filch.
Neville acababa de pasar, cuando oyeron que Filch entraba en el salón de
los trofeos.
—Tienen que estar en algún lado —lo oyeron murmurar—.
Probablemente se han escondido.
—¡Por aquí! —señaló Harry a los otros y, aterrados, comenzaron a
atravesar una larga galería, llena de armaduras. Podían oír los pasos de
Filch, acercándose a ellos. Súbitamente, Neville dejó escapar un chillido de
miedo y empezó a correr, tropezó, se aferró a la muñeca de Ron y se
golpearon contra una armadura.
Los ruidos eran suficientes para despertar a todo el castillo.
—¡CORRED! —exclamó Harry, y los cuatro se lanzaron por la galería, sin
darse la vuelta para ver si Filch los seguía. Pasaron por el quicio de la
puerta y corrieron de un pasillo a otro, Harry delante, sin tener ni idea de
dónde estaban o adónde iban. Se metieron a través de un tapiz y se
encontraron en un pasadizo oculto, lo siguieron y llegaron cerca del aula de
Encantamientos, que sabían que estaba a kilómetros del salón de trofeos.
—Creo que lo hemos despistado —dijo Harry, apoyándose contra la
pared fría y secándose la frente. Neville estaba doblado en dos, respirando
con dificultad.
—Te… lo… dije —añadió Hermione, apretándose el pecho—. Te…
lo… dije.
—Tenemos que regresar a la torre Gryffindor —dijo Ron— lo más
rápido posible.
—Malfoy te engañó —dijo Hermione a Harry—. Te has dado cuenta,
¿no? No pensaba venir a encontrarse contigo. Filch sabía que iba a haber
gente en el salón de los trofeos. Malfoy debió de avisarle.
Harry pensó que probablemente tenía razón, pero no iba a decírselo.
—Vamos.
No sería tan sencillo. No habían dado más de una docena de pasos,
cuando se movió un pestillo y alguien salió de un aula que estaba frente a
ellos.
Era Peeves. Los vio y dejó escapar un grito de alegría.
—Cállate, Peeves, por favor… Nos vas a delatar.
Peeves cacareó.
—¿Vagabundeando a medianoche, novatos? No, no, no. Malitos,
malitos, os agarrarán del cuellecito.
—No, si no nos delatas, Peeves, por favor.
—Debo decírselo a Filch, debo hacerlo —dijo Peeves, con voz de
santurrón, pero sus ojos brillaban malévolamente—. Es por vuestro bien, ya
lo sabéis.
—Quítate de en medio —ordenó Ron, y le dio un golpe a Peeves.
Aquello fue un gran error.
—¡ALUMNOS FUERA DE LA CAMA! —gritó Peeves—. ¡ALUMNOS FUERA DE
LA CAMA, EN EL PASILLO DE LOS ENCANTAMIENTOS!
Pasaron debajo de Peeves y corrieron como para salvar sus vidas, recto
hasta el final del pasillo, donde chocaron contra una puerta… que estaba
cerrada.
—¡Estamos listos! —gimió Ron, mientras empujaban inútilmente la
puerta—. ¡Esto es el final!
Podían oír las pisadas: Filch corría lo más rápido que podía hacia el
lugar de donde procedían los gritos de Peeves.
—Oh, muévete —ordenó Hermione. Cogió la varita de Harry, golpeó la
cerradura y susurró—: ¡Alohomora!
El pestillo hizo un clic y la puerta se abrió. Pasaron todos, la cerraron
rápidamente y se quedaron escuchando.
—¿Adónde han ido, Peeves? —decía Filch—. Rápido, dímelo.
—Di «por favor».
—No me fastidies, Peeves. Dime adónde fueron.
—Te diré algo si me lo pides por favor —dijo Peeves, con su molesta
vocecita.
—Muy bien…, por favor.
—¡ALGO! Ja, ja. Te dije que te diría algo si me lo pedías por favor. ¡Ja,
ja! —Y oyeron a Peeves alejándose y a Filch maldiciendo enfurecido.
—Él cree que esta puerta está cerrada —susurró Harry—. Creo que nos
vamos a escapar. ¡Suéltame, Neville! —Porque Neville le tiraba de la
manga desde hacia un minuto—. ¿Qué pasa?
Harry se dio la vuelta y vio, claramente, lo que pasaba. Durante un
momento, pensó que estaba en una pesadilla: aquello era demasiado,
después de todo lo que había sucedido.
No estaban en una habitación, como él había pensado. Era un pasillo. El
pasillo prohibido del tercer piso. Y ya sabían por qué estaba prohibido.
Estaban mirando directamente a los ojos de un perro monstruoso, un
perro que llenaba todo el espacio entre el suelo y el techo. Tenía tres
cabezas, seis ojos enloquecidos, tres narices que olfateaban en dirección a
ellos y tres bocas chorreando saliva entre los amarillentos colmillos.
Estaba casi inmóvil, con los seis ojos fijos en ellos, y Harry supo que la
única razón por la que no los había matado ya era porque la súbita aparición
lo había cogido por sorpresa. Pero se recuperaba rápidamente: sus
profundos gruñidos eran inconfundibles.
Harry abrió la puerta. Entre Filch y la muerte, prefería a Filch.
Retrocedieron y Harry cerró la puerta tras ellos. Corrieron, casi volaron
por el pasillo. Filch debía de haber ido a buscarlos a otro lado, porque no lo
vieron. Pero no les importaba: lo único que querían era alejarse del
monstruo. No dejaron de correr hasta que alcanzaron el retrato de la Señora
Gorda en el séptimo piso.
—¿Dónde os habíais metido? —les preguntó, mirando sus rostros
sudorosos y rojos y sus batas desabrochadas, colgando de sus hombros.
—No importa… «Hocico de cerdo, hocico de cerdo» —jadeó Harry, y
el retrato se movió para dejarlos pasar. Se atropellaron para entrar en la sala
común y se desplomaron en los sillones.
Pasó un rato antes de que nadie hablara. Neville, por otra parte, parecía
que nunca más podría decir una palabra.
—¿Qué pretenden, teniendo una cosa así encerrada en el colegio? —
dijo finalmente Ron—. Si algún perro necesita ejercicio, es ése.
Hermione había recuperado el aliento y el mal carácter.
—¿Es que no tenéis ojos en la cara? —dijo enfadada—. ¿No visteis lo
que había debajo de él?
—¿El suelo? —sugirió Harry—. No miré sus patas, estaba demasiado
ocupado observando sus cabezas.
—No, el suelo no. Estaba encima de una trampilla. Es evidente que está
vigilando algo.
Se puso de pie, mirándolos indignada.
—Espero que estéis satisfechos. Nos podía haber matado. O peor,
expulsado. Ahora, si no os importa, me voy a la cama.
Ron la contempló boquiabierto.
—No, no nos importa —dijo—. Nosotros no la hemos arrastrado, ¿no?
Pero Hermione le había dado a Harry algo más para pensar, mientras se
metía en la cama. El perro vigilaba algo… ¿Qué había dicho Hagrid?
Gringotts era el lugar más seguro del mundo para cualquier cosa que uno
quisiera ocultar… excepto tal vez Hogwarts.
Parecía que Harry había descubierto dónde estaba el paquetito arrugado
de la cámara setecientos trece.
CAPÍTULO 10
Halloween
M
no podía creer lo que veían sus ojos, cuando vio que Harry y
Ron todavía estaban en Hogwarts al día siguiente, con aspecto
cansado pero muy alegres. En realidad, por la mañana Harry y Ron
pensaron que el encuentro con el perro de tres cabezas había sido una
excelente aventura, y ya estaban preparados para tener otra. Mientras tanto,
Harry le habló a Ron del paquete que había sido llevado de Gringotts a
Hogwarts, y pasaron largo rato preguntándose qué podía ser aquello para
necesitar una protección así.
—Es algo muy valioso, o muy peligroso —dijo Ron.
—O las dos cosas —opinó Harry.
Pero como lo único que sabían con seguridad del misterioso objeto era
que tenía unos cinco centímetros de largo, no tenían muchas posibilidades
de adivinarlo sin otras pistas.
Ni Neville ni Hermione demostraron el menor interés en lo que había
debajo del perro y la trampilla. Lo único que le importaba a Neville era no
volver a acercarse nunca más al animal.
Hermione se negaba a hablar con Harry y Ron, pero como era una
sabihonda mandona, los chicos lo consideraron como un premio. Lo que
realmente deseaban en aquel momento era poder vengarse de Malfoy y,
ALFOY
para su gran satisfacción, la posibilidad llegó una semana más tarde, por
correo.
Mientras las lechuzas volaban por el Gran Comedor, como de
costumbre, la atención de todos se fijó de inmediato en un paquete largo y
delgado, que llevaban seis lechuzas blancas. Harry estaba tan interesado
como los demás en ver qué contenía, y se sorprendió mucho cuando las
lechuzas bajaron y dejaron el paquete frente a él, tirando al suelo su tocino.
Se estaban alejando, cuando otra lechuza dejó caer una carta sobre el
paquete.
Harry abrió el sobre para leer primero la carta y fue una suerte, porque
decía:
NO ABRAS EL PAQUETE EN LA MESA.
Contiene tu nueva Nimbus 2000,
pero no quiero que todos sepan que te han comprado una escoba,
porque también querrán una. Oliver Wood te esperará esta noche en
el campo de quidditch a las siete, para tu primera sesión de
entrenamiento.
Profesora McGonagall
Harry tuvo dificultades para ocultar su alegría, mientras le alcanzaba la
nota a Ron.
—¡Una Nimbus 2000! —gimió Ron con envidia—. Yo nunca he tocado
ninguna.
Salieron rápidamente del comedor para abrir el paquete en privado,
antes de la primera clase, pero a mitad de camino se encontraron con
Crabbe y Goyle, que les cerraban el camino. Malfoy le quitó el paquete a
Harry y lo examinó.
—Es una escoba —dijo, devolviéndoselo bruscamente, con una mezcla
de celos y rencor en su cara—. Esta vez lo has hecho, Potter. Los de primer
año no tienen permiso para tener una.
Ron no pudo resistirse.
—No es ninguna escoba vieja —dijo—. Es una Nimbus 2000. ¿Cuál
dijiste que tenías en casa, Malfoy, una Cometa 260? —Ron rió con aire
burlón—. Las Cometa parecen veloces, pero no tienen nada que hacer con
las Nimbus.
—¿Qué sabes tú, Weasley, si no puedes comprar ni la mitad del palo?
—replicó Malfoy—. Supongo que tú y tus hermanos tenéis que ir reuniendo
la escoba ramita a ramita.
Antes de que Ron pudiera contestarle, el profesor Flitwick apareció
detrás de Malfoy.
—No os estaréis peleando, ¿verdad, chicos? —preguntó con voz
chillona.
—A Potter le han enviado una escoba, profesor —dijo rápidamente
Malfoy.
—Sí, sí, está muy bien —dijo el profesor Flitwick, mirando radiante a
Harry—. La profesora McGonagall me habló de las circunstancias
especiales, Potter. ¿Y qué modelo es?
—Una Nimbus 2000, señor —dijo Harry, tratando de no reír ante la cara
de horror de Malfoy—. Y realmente es gracias a Malfoy que la tengo.
Harry y Ron subieron por la escalera, conteniendo la risa ante la
evidente furia y confusión de Malfoy.
—Bueno, es verdad —continuó Harry cuando llegaron al final de la
escalera de mármol—. Si él no hubiera robado la recordadora de Neville, yo
no estaría en el equipo…
—¿Así que crees que es un premio por quebrantar las reglas? —Se oyó
una voz irritada a sus espaldas. Hermione subía la escalera, mirando con
aire de desaprobación el paquete de Harry.
—Pensaba que no nos hablabas —dijo Harry.
—Sí, continúa así —dijo Ron—. Es mucho mejor para nosotros.
Hermione se alejó con la nariz hacia arriba.
Durante aquel día, Harry tuvo que esforzarse por atender a las clases. Su
mente volvía al dormitorio, donde su escoba nueva estaba debajo de la
cama, o se iba al campo de quidditch, donde aquella misma noche
aprendería a jugar. Durante la cena comió sin darse cuenta de lo que
tragaba, y luego se apresuró a subir con Ron, para sacar, por fin, a la
Nimbus 2000 de su paquete.
—Oh —suspiró Ron, cuando la escoba rodó sobre la colcha de la cama
de Harry.
Hasta Harry, que no sabía nada sobre las diferencias en las escobas,
pensó que parecía maravillosa. Pulida y brillante, con el mango de caoba,
tenía una larga cola de ramitas rectas y, escrito en letras doradas: «Nimbus
2000.»
Cerca de las siete, Harry salió del castillo y se encaminó hacia el campo
de quidditch. Nunca había estado en aquel estadio deportivo. Había cientos
de asientos elevados en tribunas alrededor del terreno de juego, para que los
espectadores estuvieran a suficiente altura para ver lo que ocurría. En cada
extremo del campo había tres postes dorados con aros en la punta. Le
recordaron los palitos de plástico con los que los niños muggles hacían
burbujas, sólo que éstos eran de quince metros de alto.
Demasiado deseoso de volver a volar antes de que llegara Wood, Harry
montó en su escoba y dio una patada en el suelo. Qué sensación. Subió
hasta los postes dorados y luego bajó con rapidez al terreno de juego. La
Nimbus 2000 iba donde él quería con sólo tocarla.
—¡Eh, Potter, baja!
Había llegado Oliver Wood. Llevaba una caja grande de madera debajo
del brazo. Harry aterrizó cerca de él.
—Muy bonito —dijo Wood, con los ojos brillantes—. Ya veo lo que
quería decir McGonagall, realmente tienes un talento natural. Voy a
enseñarte las reglas esta noche y luego te unirás al equipo, para el
entrenamiento, tres veces por semana.
Abrió la caja. Dentro había cuatro pelotas de distinto tamaño.
—Bueno —dijo Wood—. El quidditch es fácil de entender, aunque no
tan fácil de jugar. Hay siete jugadores en cada equipo. Tres se llaman
cazadores.
—Tres cazadores —repitió Harry, mientras Wood sacaba una pelota rojo
brillante, del tamaño de un balón de fútbol.
—Esta pelota se llama quaffle —dijo Wood—. Los cazadores se tiran la
quaffle y tratan de pasarla por uno de los aros de gol. Obtienen diez puntos
cada vez que la quaffle pasa por un aro. ¿Me sigues?
—Los cazadores tiran la quaffle y la pasan por los aros de gol —recitó
Harry—. Entonces es una especie de baloncesto, pero con escobas y seis
canastas.
—¿Qué es el baloncesto? —preguntó Wood.
—Olvídalo —respondió rápidamente Harry.
—Hay otro jugador en cada lado, que se llama guardián. Yo soy
guardián de Gryffindor. Tengo que volar alrededor de nuestros aros y
detener los lanzamientos del otro equipo.
—Tres cazadores y un guardián —dijo Harry, decidido a recordarlo todo
—. Y juegan con la quaffle. Perfecto, ya lo tengo. ¿Y para qué son ésas? —
Señaló las tres pelotas restantes.
—Ahora te lo enseñaré —dijo Wood—. Toma esto.
Dio a Harry un pequeño palo, parecido a un bate de béisbol.
—Voy a enseñarte para qué son —dijo Wood—. Esas dos son las
bludgers.
Enseñó a Harry dos pelotas idénticas, pero negras y un poco más
pequeñas que la roja quaffle. Harry notó que parecían querer escapar de las
tiras que las sujetaban dentro de la caja.
—Quédate atrás —previno Wood a Harry. Se inclinó y soltó una de las
bludgers.
De inmediato, la pelota negra se elevó en el aire y se lanzó contra la
cara de Harry. Harry la rechazó con el bate, para impedir que le rompiera la
nariz, y la mandó volando por el aire. Pasó zumbando alrededor de ellos y
luego se tiró contra Wood, que se las arregló para sujetarla contra el suelo.
—¿Ves? —dijo Wood jadeando, metiendo la pelota en la caja a la fuerza
y asegurándola con las tiras—. Las bludgers andan por ahí, tratando de
derribar a los jugadores de las escobas. Por eso hay dos golpeadores en cada
equipo (los gemelos Weasley son los nuestros). Su trabajo es proteger a su
equipo de las bludgers y desviarlas hacia el equipo contrario. ¿Lo has
entendido?
—Tres cazadores tratan de hacer puntos con la quaffle, el guardián
vigila los aros y los golpeadores mantienen alejadas las bludgers de su
equipo —resumió Harry.
—Muy bien —dijo Wood.
—Hum… ¿han matado las bludgers alguna vez a alguien? —preguntó
Harry, deseando que no se le notara la preocupación.
—Nunca en Hogwarts. Hemos tenido algunas mandíbulas rotas, pero
nada peor hasta ahora. Bueno, el último miembro del equipo es el buscador.
Ése eres tú. Y no tienes que preocuparte por la quaffle o las bludgers…
—A menos que me rompan la cabeza.
—Tranquilo, los Weasley son los oponentes perfectos para las bludgers.
Quiero decir que ellos son como una pareja de bludgers humanos.
Wood buscó en la caja y sacó la última pelota. Comparada con las otras,
era pequeña, del tamaño de una nuez grande. Era de un dorado brillante y
con pequeñas alas plateadas.
—Esta dorada —continuó Wood— es la snitch. Es la pelota más
importante de todas. Cuesta mucho de atrapar por lo rápida y difícil de ver
que es. El trabajo del buscador es atraparla. Tendrás que ir y venir entre
cazadores, golpeadores, la quaffle y las bludgers, antes de que la coja el
otro buscador, porque cada vez que un buscador la atrapa, su equipo gana
ciento cincuenta puntos extra, así que prácticamente acaba siendo el
ganador. Por eso molestan tanto a los buscadores. Un partido de quidditch
sólo termina cuando se atrapa la snitch, así que puede durar muchísimo.
Creo que el récord fue tres meses. Tenían que traer sustitutos para que los
jugadores pudieran dormir… Bueno, eso es todo. ¿Alguna pregunta?
Harry negó con la cabeza. Entendía muy bien lo que tenía que hacer, el
problema era conseguirlo.
—Todavía no vamos a practicar con la snitch —dijo Wood, guardándola
con cuidado en la caja—. Está demasiado oscuro y podríamos perderla.
Vamos a probar con unas pocas de éstas.
Sacó una bolsa con pelotas de golf de su bolsillo y, unos pocos minutos
más tarde, Wood y Harry estaban en el aire. Wood tiraba las pelotas de golf
lo más fuertemente que podía en todas las direcciones, para que Harry las
atrapara. Éste no perdió ni una y Wood estaba muy satisfecho. Después de
media hora se hizo de noche y no pudieron continuar.
—La copa de quidditch llevará nuestro nombre este año —dijo Wood
lleno de alegría mientras regresaban al castillo—. No me sorprendería que
resultaras ser mejor jugador que Charles Weasley. Él podría jugar en el
equipo de Inglaterra si no se hubiera ido a cazar dragones.
Tal vez fue porque estaba ocupado tres noches a la semana con las prácticas
de quidditch, además de todo el trabajo del colegio, la razón por la que
Harry se sorprendió al comprobar que ya llevaba dos meses en Hogwarts.
El castillo era mucho más su casa de lo que nunca había sido Privet Drive.
Sus clases, también, eran cada vez más interesantes, una vez aprendidos los
principios básicos.
En la mañana de Halloween se despertaron con el delicioso aroma de
calabaza asada flotando por todos los pasillos. Pero lo mejor fue que el
profesor Flitwick anunció en su clase de Encantamientos que pensaba que
ya estaban listos para empezar a hacer volar objetos, algo que todos se
morían por hacer, desde que vieron cómo hacía volar el sapo de Neville. El
profesor Flitwick puso a la clase por parejas para que practicaran. La pareja
de Harry era Seamus Finnigan (lo que fue un alivio, porque Neville había
tratado de llamar su atención). Ron, sin embargo, tuvo que trabajar con
Hermione Granger. Era difícil decir quién estaba más enfadado de los dos.
La muchacha no les hablaba desde el día en que Harry recibió su escoba.
—Y ahora no os olvidéis de ese bonito movimiento de muñeca que
hemos estado practicando —dijo con voz aguda el profesor, subido a sus
libros, como de costumbre—. Agitar y golpear, recordad, agitar y golpear.
Y pronunciar las palabras mágicas correctamente es muy importante
también, no os olvidéis nunca del mago Baruffio, que dijo «ese» en lugar de
«efe» y se encontró tirado en el suelo con un búfalo en el pecho.
Era muy difícil. Harry y Seamus agitaron y golpearon, pero la pluma
que debía volar hasta el techo no se movía del pupitre. Seamus se puso tan
impaciente que la pinchó con su varita y le prendió fuego, y Harry tuvo que
apagarlo con su sombrero.
Ron, en la mesa próxima, no estaba teniendo mucha más suerte.
—¡Wingardium leviosa! —gritó, agitando sus largos brazos como un
molino.
—Lo estás diciendo mal. —Harry oyó que Hermione lo reñía—. Es
Win-gar-dium levi-o-sa, pronuncia gar más claro y más largo.
—Dilo tú, entonces, si eres tan inteligente —dijo Ron con rabia.
Hermione se arremangó las mangas de su túnica, agitó la varita y dijo
las palabras mágicas. La pluma se elevó del pupitre y llegó hasta más de un
metro por encima de sus cabezas.
—¡Oh, bien hecho! —gritó el profesor Flitwick, aplaudiendo—. ¡Mirad,
Hermione Granger lo ha conseguido!
Al finalizar la clase, Ron estaba de muy mal humor.
—No es raro que nadie la aguante —dijo a Harry, cuando se abrían paso
en el pasillo—. Es una pesadilla, te lo digo en serio.
Alguien chocó contra Harry. Era Hermione. Harry pudo ver su cara y le
sorprendió ver que estaba llorando.
—Creo que te ha oído.
—¿Y qué? —dijo Ron, aunque parecía un poco incómodo—. Ya debe
de haberse dado cuenta de que no tiene amigos.
Hermione no apareció en la clase siguiente y no la vieron en toda la
tarde. De camino al Gran Comedor, para la fiesta de Halloween, Harry y
Ron oyeron que Parvati Patil le decía a su amiga Lavender que Hermione
estaba llorando en el cuarto de baño de las niñas y que deseaba que la
dejaran sola. Ron pareció más molesto aún, pero un momento más tarde
habían entrado en el Gran Comedor, donde las decoraciones de Halloween
les hicieron olvidar a Hermione.
Mil murciélagos aleteaban desde las paredes y el techo, mientras que
otro millar más pasaba entre las mesas, como nubes negras, haciendo
temblar las velas de las calabazas. El festín apareció de pronto en los platos
dorados, como había ocurrido en el banquete de principio de año.
Harry se estaba sirviendo una patata con su piel, cuando el profesor
Quirrell llegó rápidamente al comedor, con el turbante torcido y cara de
terror. Todos lo contemplaron mientras se acercaba al profesor Dumbledore,
se apoyaba sobre la mesa y jadeaba:
—Un trol… en las mazmorras… Pensé que debía saberlo.
Y se desplomó en el suelo.
Se produjo un tumulto. Para que se hiciera el silencio, el profesor
Dumbledore tuvo que hacer salir varios fuegos artificiales de su varita.
—Prefectos —exclamó—, conducid a vuestros grupos a los
dormitorios, de inmediato.
Percy estaba en su elemento.
—¡Seguidme! ¡Los de primer año, manteneos juntos! ¡No necesitáis
temer al trol si seguís mis órdenes! Ahora, venid conmigo. Haced sitio,
tienen que pasar los de primer año. ¡Perdón, soy un prefecto!
—¿Cómo ha podido entrar aquí un trol? —preguntó Harry, mientras
subían por la escalera.
—No tengo ni idea, parece ser que son realmente estúpidos —dijo Ron
—. Tal vez Peeves lo dejó entrar, como broma de Halloween.
Pasaron entre varios grupos de alumnos que corrían en distintas
direcciones. Mientras se abrían camino entre un tumulto de confundidos
Hufflepuffs, Harry súbitamente se aferró al brazo de Ron.
—¡Acabo de acordarme… Hermione!
—¿Qué pasa con ella?
—No sabe nada del trol.
Ron se mordió el labio.
—Oh, bueno —dijo enfadado—. Pero que Percy no nos vea.
Se agacharon y se mezclaron con los Hufflepuffs que iban hacia el otro
lado, se deslizaron por un pasillo desierto y corrieron hacia el cuarto de
baño de las niñas. Acababan de doblar una esquina cuando oyeron pasos
rápidos a sus espaldas.
—¡Percy! —susurró Ron, empujando a Harry detrás de un gran buitre
de piedra.
Sin embargo, al mirar, no vieron a Percy, sino a Snape. Cruzó el pasillo
y desapareció de la vista.
—¿Qué es lo que está haciendo? —murmuró Harry—. ¿Por qué no está
en las mazmorras, con el resto de los profesores?
—No tengo la menor idea.
Lo más silenciosamente posible, se arrastraron por el otro pasillo, detrás
de los pasos apagados del profesor.
—Se dirige al tercer piso —dijo Harry, pero Ron levantó la mano.
—¿No sientes un olor raro?
Harry olfateó y un aroma especial llegó a su nariz, una mezcla de
calcetines sucios y baño público que nadie limpia.
Y lo oyeron, un gruñido y las pisadas inseguras de unos pies
gigantescos. Ron señaló al fondo del pasillo, a la izquierda. Algo enorme se
movía hacia ellos. Se ocultaron en las sombras y lo vieron surgir a la luz de
la luna.
Era una visión horrible. Más de tres metros y medio de alto y tenía la
piel de color gris piedra, un descomunal cuerpo deforme y una pequeña
cabeza pelada. Tenía piernas cortas, gruesas como troncos de árbol, y pies
achatados y deformes. El olor que despedía era increíble. Llevaba un gran
bastón de madera que arrastraba por el suelo, porque sus brazos eran muy
largos.
El monstruo se detuvo en una puerta y miró hacia el interior. Agitó sus
largas orejas, tomando decisiones con su minúsculo cerebro, y luego entró
lentamente en la habitación.
—La llave está en la cerradura —susurró Harry—. Podemos encerrarlo
allí.
—Buena idea —respondió Ron con voz agitada.
Se acercaron hacia la puerta abierta con la boca seca, rezando para que
el trol no decidiera salir. De un gran salto, Harry pudo empujar la puerta y
echarle la llave.
—¡Sí!
Animados con la victoria, comenzaron a correr por el pasillo para
volver, pero al llegar a la esquina oyeron algo que hizo que sus corazones se
detuvieran: un grito agudo y aterrorizado, que procedía del lugar que
acababan de cerrar con llave.
—Oh, no —dijo Ron, tan pálido como el Barón Sanguinario.
—¡Es el cuarto de baño de las chicas! —bufó Harry.
—¡Hermione! —dijeron al unísono.
Era lo último que querían hacer, pero ¿qué opción les quedaba?
Volvieron a toda velocidad hasta la puerta y dieron la vuelta a la llave,
resoplando de miedo. Harry empujó la puerta y entraron corriendo.
Hermione Granger estaba agazapada contra la pared opuesta, con
aspecto de estar a punto de desmayarse. El personaje deforme avanzaba
hacia ella, chocando contra los lavamanos.
—¡Distráelo! —gritó Harry desesperado y, tirando de un grifo, lo arrojó
con toda su fuerza contra la pared.
El trol se detuvo a pocos pasos de Hermione. Se balanceó, parpadeando
con aire estúpido, para ver quién había hecho aquel ruido. Sus ojitos
malignos detectaron a Harry. Vaciló y luego se abalanzó sobre él,
levantando su bastón.
—¡Eh, cerebro de guisante! —gritó Ron desde el otro extremo,
tirándole una cañería de metal. El ser deforme no pareció notar que la
cañería lo golpeaba en la espalda, pero sí oyó el aullido y se detuvo otra
vez, volviendo su horrible hocico hacia Ron y dando tiempo a Harry para
correr.
—¡Vamos, corre, corre! —Harry gritó a Hermione, tratando de
empujarla hacia la puerta, pero la niña no se podía mover. Seguía agazapada
contra la pared, con la boca abierta de miedo.
Los gritos y los golpes parecían haber enloquecido al trol. Se volvió y
se enfrentó con Ron, que estaba más cerca y no tenía manera de escapar.
Entonces Harry hizo algo muy valiente y muy estúpido: corrió, dando
un gran salto y se colgó, por detrás, del cuello de aquel monstruo. La atroz
criatura no se daba cuenta de que Harry colgaba de su espalda, pero hasta
un ser así podía sentirlo si uno le clavaba un palito de madera en la nariz,
pues la varita de Harry todavía estaba en su mano cuando saltó y se había
introducido directamente en uno de los orificios nasales del trol.
Chillando de dolor, el trol se agitó y sacudió su bastón, con Harry
colgado de su cuello y luchando por su vida. En cualquier momento el
monstruo lo destrozaría, o le daría un golpe terrible con el bastón.
Hermione estaba tirada en el suelo, aterrorizada. Ron empuñó su propia
varita, sin saber qué iba a hacer, y se oyó gritar el primer hechizo que se le
ocurrió:
—¡Wingardium leviosa!
El bastón salió volando de las manos del trol, se elevó, muy arriba, y
luego dio la vuelta y se dejó caer con fuerza sobre la cabeza de su dueño. El
trol se balanceó y cayó boca abajo con un ruido que hizo temblar la
habitación.
Harry se puso de pie. Le faltaba el aire. Ron estaba allí, con la varita
todavía levantada, contemplando su obra.
Hermione fue la que habló primero.
—¿Está… muerto?
—No lo creo —dijo Harry—. Supongo que está desmayado.
Se inclinó y retiró su varita de la nariz del trol. Estaba cubierta por una
gelatina gris.
—Puaj… qué asco.
La limpió en la piel del trol.
Un súbito portazo y fuertes pisadas hicieron que los tres se
sobresaltaran. No se habían dado cuenta de todo el ruido que habían hecho,
pero, por supuesto, abajo debían haber oído los golpes y los gruñidos del
trol. Un momento después, la profesora McGonagall entraba
apresuradamente en la habitación, seguida por Snape y Quirrell, que
cerraban la marcha. Quirrell dirigió una mirada al monstruo, se le escapó un
gemido y se dejó caer en un inodoro, apretándose el pecho.
Snape se inclinó sobre el trol. La profesora McGonagall miraba a Ron y
Harry. Nunca la habían visto tan enfadada. Tenía los labios blancos. Las
esperanzas de ganar cincuenta puntos para Gryffindor se desvanecieron
rápidamente de la mente de Harry.
—¿En qué estabais pensando, por todos los cielos? —dijo la profesora
McGonagall, con una furia helada. Harry miró a Ron, todavía con la varita
levantada—. Tenéis suerte de que no os haya matado. ¿Por qué no estabais
en los dormitorios?
Snape dirigió a Harry una mirada aguda e inquisidora. Harry clavó la
vista en el suelo. Deseó que Ron pudiera esconder la varita.
Entonces, una vocecita surgió de las sombras.
—Por favor, profesora McGonagall… Me estaban buscando a mí.
—¡Hermione Granger!
Hermione finalmente se había puesto de pie.
—Yo vine a buscar al trol porque yo… yo pensé que podía vencerlo,
porque, ya sabe, había leído mucho sobre el tema.
Ron dejó caer su varita. ¿Hermione Granger diciendo una mentira a su
profesora?
—Si ellos no me hubieran encontrado, yo ahora estaría muerta. Harry le
clavó su varita en la nariz y Ron lo hizo golpearse con su propio bastón. No
tuvieron tiempo de ir a buscar ayuda. Estaba a punto de matarme cuando
ellos llegaron.
Harry y Ron trataron de no poner cara de asombro.
—Bueno… en ese caso —dijo la profesora McGonagall, contemplando
a los tres niños—… Hermione Granger, eres una tonta. ¿Cómo creías que
ibas a derrotar a un trol gigante tú sola?
Hermione bajó la cabeza. Harry estaba mudo. Hermione era la última
persona que haría algo contra las reglas, y allí estaba, fingiendo una
infracción para librarlos a ellos del problema. Era como si Snape empezara
a repartir golosinas.
—Hermione Granger, por esto Gryffindor perderá cinco puntos —dijo
la profesora McGonagall—. Estoy muy desilusionada por tu conducta. Si
no te ha hecho daño, mejor que vuelvas a la torre Gryffindor. Los alumnos
están terminando la fiesta en sus casas.
Hermione se marchó.
La profesora McGonagall se volvió hacia Harry y Ron.
—Bueno, sigo pensando que tuvisteis suerte, pero no muchos de primer
año podrían derrumbar a esta montaña. Habéis ganado cinco puntos cada
uno para Gryffindor. El profesor Dumbledore será informado de esto.
Podéis iros.
Salieron rápidamente y no hablaron hasta subir dos pisos. Era un alivio
estar fuera del alcance del olor del trol, además del resto.
—Tendríamos que haber obtenido más de diez puntos —se quejó Ron.
—Cinco, querrás decir, una vez que se descuenten los de Hermione.
—Se portó muy bien al sacarnos de este lío —admitió Ron—. Claro que
nosotros la salvamos.
—No habría necesitado que la salváramos si no hubiéramos encerrado
esa cosa con ella —le recordó Harry.
Habían llegado al retrato de la Señora Gorda.
—«Hocico de cerdo» —dijeron, y entraron.
La sala común estaba llena de gente y ruidos. Todos comían lo que les
habían subido. Hermione, sin embargo, estaba sola, cerca de la puerta,
esperándolos. Se produjo una pausa muy incómoda. Luego, sin mirarse,
todos dijeron: «Gracias» y corrieron a buscar platos para comer.
Pero desde aquel momento Hermione Granger se convirtió en su amiga.
Hay algunas cosas que no se pueden compartir sin terminar unidos, y
derrumbar un trol de tres metros y medio es una de esas cosas.
CAPÍTULO 11
Quidditch
C
empezó el mes de noviembre, el tiempo se volvió muy frío. Las
montañas cercanas al colegio adquirieron un tono gris de hielo y el
lago parecía de acero congelado. Cada mañana, el parque aparecía cubierto
de escarcha. Por las ventanas de arriba veían a Hagrid descongelando las
escobas en el campo de quidditch, enfundado en un enorme abrigo de piel
de topo, guantes de pelo de conejo y enormes botas de piel de castor.
Iba a comenzar la temporada de quidditch. Aquel sábado, Harry jugaría
su primer partido, después de semanas de entrenamiento: Gryffindor contra
Slytherin. Si Gryffindor ganaba, pasarían a ser segundos en el campeonato
de las casas.
Casi nadie había visto jugar a Harry, porque Wood había decidido que
sería su arma secreta. Harry también debía mantenerlo en secreto. Pero la
noticia de que iba a jugar como buscador se había filtrado, y Harry no sabía
qué era peor: que le dijeran que lo haría muy bien o que sería un desastre.
Era realmente una suerte que Harry tuviera a Hermione como amiga.
No sabía cómo habría terminado todos sus deberes sin la ayuda de ella, con
todo el entrenamiento de quidditch que Wood le exigía. La niña también le
UANDO
había prestado Quidditch a través de los tiempos, que resultó ser un libro
muy interesante.
Harry se enteró de que había setecientas formas de cometer una falta y
de que todas se habían consignado durante los Mundiales de 1473; que los
buscadores eran habitualmente los jugadores más pequeños y veloces, y que
los accidentes más graves les sucedían a ellos; que, aunque la gente no
moría jugando al quidditch, se sabía de árbitros que habían desaparecido,
para reaparecer meses después en el desierto del Sahara.
Hermione se había vuelto un poco más flexible en lo que se refería a
quebrantar las reglas, desde que Harry y Ron la salvaron del monstruo, y
era mucho más agradable. El día anterior al primer partido de Harry los tres
estaban fuera, en el patio helado, durante un recreo, y la muchacha había
hecho aparecer un brillante fuego azul, que podían llevar con ellos, en un
frasco de mermelada. Estaban de espaldas al fuego para calentarse cuando
Snape cruzó el patio. De inmediato, Harry se dio cuenta de que Snape
cojeaba. Los tres chicos se apiñaron para tapar el fuego, ya que no estaban
seguros de que aquello estuviera permitido. Por desgracia, algo en sus
rostros culpables hizo detener a Snape. Se dio la vuelta, arrastrando la
pierna. No había visto el fuego, pero parecía buscar una razón para
regañarlos.
—¿Qué tienes ahí, Potter?
Era el libro sobre quidditch. Harry se lo enseñó.
—Los libros de la biblioteca no pueden sacarse fuera del colegio —dijo
Snape—. Dámelo. Cinco puntos menos para Gryffindor.
—Seguro que se ha inventado esa regla —murmuró Harry con furia,
mientras Snape se alejaba cojeando—. Me pregunto qué le pasa en la
pierna.
—No sé, pero espero que le duela mucho —dijo Ron con amargura.
En la sala común de Gryffindor había mucho ruido aquella noche. Harry,
Ron y Hermione estaban sentados juntos, cerca de la ventana. Hermione
estaba repasando los deberes de Harry y Ron sobre Encantamientos. Nunca
los dejaba copiar («¿cómo vais a aprender?»), pero si le pedían que revisara
los trabajos les explicaba las respuestas correctas.
Harry se sentía inquieto. Quería recuperar su libro sobre quidditch, para
mantener la mente ocupada y no estar nervioso por el partido del día
siguiente. ¿Por qué iba a temer a Snape? Se puso de pie y dijo a Ron y
Hermione que le preguntaría a Snape si podía devolverle el libro.
—Yo no lo haría —dijeron al mismo tiempo, pero Harry pensaba que
Snape no se iba a negar, si había otros profesores presentes.
Bajó a la sala de profesores y llamó. No hubo respuesta. Llamó otra vez.
Nada.
¿Tal vez Snape había dejado el libro allí? Valía la pena intentarlo.
Empujó un poco la puerta, miró antes de entrar… y sus ojos captaron una
escena horrible.
Snape y Filch estaban allí, solos. Snape tenía la túnica levantada por
encima de las rodillas. Una de sus piernas estaba magullada y llena de
sangre. Filch le estaba alcanzando unas vendas.
—Esa cosa maldita… —decía Snape—. ¿Cómo puede uno vigilar a tres
cabezas al mismo tiempo?
Harry intentó cerrar la puerta sin hacer ruido, pero…
—¡POTTER!
El rostro de Snape estaba crispado de furia y dejó caer su túnica
rápidamente, para ocultar la pierna herida. Harry tragó saliva.
—Me preguntaba si me podía devolver mi libro —dijo.
—¡FUERA! ¡FUERA DE AQUÍ!
Harry se fue, antes de que Snape pudiera quitarle puntos para
Gryffindor. Subió corriendo la escalera.
—¿Lo has conseguido? —preguntó Ron, cuando se reunió con ellos—.
¿Qué ha pasado?
Entre susurros, Harry les contó lo que había visto.
—¿Sabéis lo que quiere decir? —terminó sin aliento—. ¡Que trató de
pasar por donde estaba el perro de tres cabezas, en Halloween! Allí se
dirigía cuando lo vimos… ¡Iba a buscar lo que sea que tengan guardado
allí! ¡Y apuesto mi escoba a que fue él quien dejó entrar al monstruo, para
distraer la atención!
Hermione tenía los ojos muy abiertos.
—No, no puede ser —dijo—. Sé que no es muy bueno, pero no iba a
tratar de robar algo que Dumbledore está custodiando.
—De verdad, Hermione, tú crees que todos los profesores son santos o
algo parecido —dijo enfadado Ron—. Yo estoy con Harry. Creo que Snape
es capaz de cualquier cosa. Pero ¿qué busca? ¿Qué es lo que guarda el
perro?
Harry se fue a la cama con aquellas preguntas dando vueltas en su
cabeza. Neville roncaba con fuerza, pero Harry no podía dormir. Trató de
no pensar en nada (necesitaba dormir, debía hacerlo, tenía su primer partido
de quidditch en pocas horas) pero la expresión de la cara de Snape cuando
Harry vio su pierna era difícil de olvidar.
La mañana siguiente amaneció muy brillante y fría. El Gran Comedor
estaba inundado por el delicioso aroma de las salchichas fritas y las alegres
charlas de todos, que esperaban un buen partido de quidditch.
—Tienes que comer algo para el desayuno.
—No quiero nada.
—Aunque sea un pedazo de tostada —suplicó Hermione.
—No tengo hambre.
Harry se sentía muy mal. En cualquier momento echaría a andar hacia el
terreno de juego.
—Harry, necesitas fuerza —dijo Seamus Finnigan—. Los únicos que el
otro equipo marca son los buscadores.
—Gracias, Seamus —respondió Harry, observando cómo llenaba de
salsa de tomate sus salchichas.
A las once de la mañana, todo el colegio parecía estar reunido alrededor
del campo de quidditch. Muchos alumnos tenían prismáticos. Los asientos
podían elevarse pero, incluso así, a veces era difícil ver lo que estaba
sucediendo.
Ron y Hermione se reunieron con Seamus y Dean en la grada más alta.
Para darle una sorpresa a Harry, habían transformado en pancarta una de las
sábanas que Scabbers había estropeado. Decía: «Potter, presidente», y
Dean, que dibujaba bien, había trazado un gran león de Gryffindor. Luego
Hermione había realizado un pequeño hechizo y la pintura brillaba,
cambiando de color.
Mientras tanto, en los vestuarios, Harry y el resto del equipo se estaban
cambiando para ponerse las túnicas color escarlata de quidditch (Slytherin
jugaba de verde).
Wood se aclaró la garganta para pedir silencio.
—Bueno, chicos —dijo.
—Y chicas —añadió la cazadora Angelina Johnson.
—Y chicas —dijo Wood—. Éste es…
—El grande —dijo Fred Weasley.
—El que estábamos esperando —dijo George.
—Nos sabemos de memoria el discurso de Oliver —dijo Fred a Harry
—. Estábamos en el equipo el año pasado.
—Callaos los dos —ordenó Wood—. Éste es el mejor equipo que
Gryffindor ha tenido en muchos años. Y vamos a ganar.
Les lanzó una mirada que parecía decir: «Si no…»
—Bien. Ya es la hora. Buena suerte a todos.
Harry siguió a Fred y George fuera del vestuario y, esperando que las
rodillas no le temblaran, pisó el terreno de juego entre vítores y aplausos.
La señora Hooch hacía de árbitro. Estaba en el centro del campo,
esperando a los dos equipos, con su escoba en la mano.
—Bien, quiero un partido limpio y sin problemas, por parte de todos —
dijo cuando estuvieron reunidos a su alrededor.
Harry notó que parecía dirigirse especialmente al capitán de Slytherin,
Marcus Flint, un muchacho de quinto año. Le pareció que tenía un cierto
parentesco con el trol gigante. Con el rabillo del ojo, vio el estandarte
brillando sobre la muchedumbre: «Potter, presidente.» Se le aceleró el
corazón. Se sintió más valiente.
—Montad en vuestras escobas, por favor.
Harry subió a su Nimbus 2000.
La señora Hooch dio un largo pitido con su silbato de plata.
Quince escobas se elevaron, alto, muy alto en el aire. Y estaban muy
lejos.
—Y la quaffle es atrapada de inmediato por Angelina Johnson de
Gryffindor… Qué excelente cazadora es esta joven y, a propósito, también
es muy guapa…
—¡JORDAN!
—Lo siento, profesora.
El amigo de los gemelos Weasley, Lee Jordan, era el comentarista del
partido, vigilado muy de cerca por la profesora McGonagall.
—Y realmente golpea bien, un buen pase a Alicia Spinnet, el gran
descubrimiento de Oliver Wood, ya que el año pasado estaba en reserva…
Otra vez Johnson y… No, Slytherin ha cogido la quaffle, el capitán de
Slytherin, Marcus Flint se apodera de la quaffle y allá va… Flint vuela
como un águila… está a punto de… no, lo detiene una excelente jugada del
guardián Wood de Gryffindor y Gryffindor tiene la quaffle… Aquí está la
cazadora Katie Bell de Gryffindor, buen vuelo rodeando a Flint, vuelve a
elevarse del terreno de juego y… ¡Aaayyyy!, eso ha tenido que dolerle, un
golpe de bludger en la nuca… La quaffle en poder de Slytherin… Adrian
Pucey cogiendo velocidad hacia los postes de gol, pero lo bloquea otra
bludger, enviada por Fred o George Weasley, no sé cuál de los dos… bonita
jugada del golpeador de Gryffindor, y Johnson otra vez en posesión de la
quaffle, el campo libre y allá va, realmente vuela, evita una bludger, los
postes de gol están ahí… vamos, ahora Angelina… el guardián Bletchley se
lanza… no llega… ¡GOL DE GRYFFINDOR!
Los gritos de los de Gryffindor llenaron el aire frío, junto con los
silbidos y quejidos de Slytherin.
—Venga, dejadme sitio.
—¡Hagrid!
Ron y Hermione se juntaron para dejarle espacio a Hagrid.
—Estaba mirando desde mi cabaña —dijo Hagrid, enseñando el largo
par de binoculares que le colgaban del cuello—. Pero no es lo mismo que
estar con toda la gente. Todavía no hay señales de la snitch, ¿no?
—No —dijo Ron—. Harry todavía no tiene mucho que hacer.
—Mantenerse fuera de los problemas ya es algo —dijo Hagrid,
cogiendo sus binoculares y fijándolos en la manchita que era Harry.
Por encima de ellos, Harry volaba sobre el juego, esperando alguna
señal de la snitch. Eso era parte del plan que tenían con Wood.
—Manténte apartado hasta que veas la snitch —le había dicho Wood—.
No queremos que ataques antes de que tengas que hacerlo.
Cuando Angelina anotó un punto, Harry dio unas volteretas para aflojar
la tensión, y volvió a vigilar la llegada de la snitch. En un momento vio un
resplandor dorado, pero era el reflejo del reloj de uno de los gemelos
Weasley; en otro, una bludger decidió perseguirlo, como si fuera una bala
de cañón, pero Harry la esquivó y Fred Weasley salió a atraparla.
—¿Está todo bien, Harry? —tuvo tiempo de gritarle, mientras lanzaba
la bludger con furia hacia Marcus Flint.
—Slytherin toma posesión —decía Lee Jordan—. El cazador Pucey
esquiva dos bludgers, a los dos Weasley y a la cazadora Bell, y acelera…
esperen un momento… ¿No es la snitch?
Un murmullo recorrió la multitud, mientras Adrian Pucey dejaba caer la
quaffle, demasiado ocupado en mirar por encima del hombro el relámpago
dorado, que había pasado al lado de su oreja izquierda.
Harry la vio. En un arrebato de excitación se lanzó hacia abajo, detrás
del destello dorado. El buscador de Slytherin, Terence Higgs, también la
había visto. Nariz con nariz, se lanzaron hacia la snitch… Todos los
cazadores parecían haber olvidado lo que debían hacer y estaban
suspendidos en el aire para mirar.
Harry era más veloz que Higgs. Podía ver la pequeña pelota, agitando
sus alas, volando hacia delante. Aumentó su velocidad y…
¡PUM! Un rugido de furia resonó desde los Gryffindors de las tribunas…
Marcus Flint había cerrado el paso de Harry, para desviarle la dirección de
la escoba, y éste se aferraba para no caer.
—¡Falta! —gritaron los Gryffindors.
La señora Hooch le gritó enfadada a Flint, y luego ordenó tiro libre para
Gryffindor, en el poste de gol. Pero con toda la confusión, la snitch dorada,
como era de esperar, había vuelto a desaparecer.
Abajo en las tribunas, Dean Thomas gritaba.
—¡Eh, árbitro! ¡Tarjeta roja!
—Esto no es el fútbol, Dean —le recordó Ron—. No se puede echar a
los jugadores en quidditch… ¿Y qué es una tarjeta roja?
Pero Hagrid estaba de parte de Dean.
—Deberían cambiar las reglas. Flint ha podido derribar a Harry en el
aire.
A Lee Jordan le costaba ser imparcial.
—Entonces… después de esta obvia y desagradable trampa…
—¡Jordan! —lo regañó la profesora McGonagall.
—Quiero decir, después de esta evidente y asquerosa falta…
—¡Jordan, no digas que no te aviso…!
—Muy bien, muy bien. Flint casi mata al buscador de Gryffindor, cosa
que le podría suceder a cualquiera, estoy seguro, así que penalti para
Gryffindor, la coge Spinnet, que tira, no sucede nada, y continúa el juego,
Gryffindor todavía en posesión de la pelota.
Cuando Harry esquivó otra bludger, que pasó peligrosamente cerca de
su cabeza, ocurrió. Su escoba dio una súbita y aterradora sacudida. Durante
un segundo pensó que iba a caer. Se aferró con fuerza a la escoba con
ambas manos y con las rodillas. Nunca había experimentado nada
semejante.
Sucedió de nuevo. Era como si la escoba intentara derribarlo. Pero las
Nimbus 2000 no decidían súbitamente tirar a sus jinetes. Harry trató de
dirigirse hacia los postes de Gryffindor para decirle a Wood que pidiera una
suspensión del partido, y entonces se dio cuenta de que su escoba estaba
completamente fuera de control. No podía dar la vuelta. No podía dirigirla
de ninguna manera. Iba en zigzag por el aire y, de vez en cuando, daba
violentas sacudidas que casi lo hacían caer.
Lee seguía comentando el partido.
—Slytherin en posesión… Flint con la quaffle… la pasa a Spinnet, que
la pasa a Bell… una bludger le da con fuerza en la cara, espero que le
rompa la nariz (era una broma, profesora), Slytherin anota un tanto, oh,
no…
Los de Slytherin vitoreaban. Nadie parecía haberse dado cuenta de la
conducta extraña de la escoba de Harry. Lo llevaba cada vez más alto, lejos
del juego, sacudiéndose y retorciéndose.
—No sé qué está haciendo Harry —murmuró Hagrid. Miró con los
binoculares—. Si no lo conociera bien, diría que ha perdido el control de su
escoba… pero no puede ser…
De pronto, la gente comenzó a señalar hacia Harry por encima de las
gradas. Su escoba había comenzado a dar vueltas y él apenas podía
sujetarse. Entonces la multitud jadeó. La escoba de Harry dio un salto feroz
y Harry quedó colgando, sujeto sólo con una mano.
—¿Le sucedió algo cuando Flint le cerró el paso? —susurró Seamus.
—No puede ser —dijo Hagrid, con voz temblorosa—. Nada puede
interferir en una escoba, excepto la poderosa magia tenebrosa… Ningún
chico le puede hacer eso a una Nimbus 2000.
Ante esas palabras, Hermione cogió los binoculares de Hagrid, pero en
lugar de enfocar a Harry comenzó a buscar frenéticamente entre la multitud.
—¿Qué haces? —gimió Ron, con el rostro grisáceo.
—Lo sabía —resopló Hermione—. Snape… Mira.
Ron cogió los binoculares. Snape estaba en el centro de las tribunas
frente a ellos. Tenía los ojos clavados en Harry y murmuraba algo sin
detenerse.
—Está haciendo algo… Mal de ojo a la escoba —dijo Hermione.
—¿Qué podemos hacer?
—Déjamelo a mí.
Antes de que Ron pudiera decir nada más, Hermione había
desaparecido. Ron volvió a enfocar a Harry. La escoba vibraba tanto que era
casi imposible que pudiera seguir colgado durante mucho más tiempo.
Todos miraban aterrorizados, mientras los Weasley volaban hacia él,
tratando de poner a salvo a Harry en una de las escobas. Pero aquello fue
peor: cada vez que se le acercaban, la escoba saltaba más alto. Se dejaron
caer y comenzaron a volar en círculos, con el evidente propósito de
atraparlo si caía. Marcus Flint cogió la quaffle y marcó cinco tantos sin que
nadie lo advirtiera.
—Vamos, Hermione —murmuraba desesperado Ron.
Hermione había cruzado las gradas hacia donde se encontraba Snape y
en aquel momento corría por la fila de abajo. Ni se detuvo para disculparse
cuando atropelló al profesor Quirrell y, cuando llegó donde estaba Snape, se
agachó, sacó su varita y susurró unas pocas y bien elegidas palabras.
Unas llamas azules salieron de su varita y saltaron a la túnica de Snape.
El profesor tardó unos treinta segundos en darse cuenta de que se
incendiaba. Un súbito aullido le indicó a la chica que había hecho su
trabajo. Atrajo el fuego, lo guardó en un frasco dentro de su bolsillo y se
alejó gateando por la tribuna. Snape nunca sabría lo que le había sucedido.
Fue suficiente. Allí arriba, súbitamente, Harry pudo subir de nuevo a su
escoba.
—¡Neville, ya puedes mirar! —dijo Ron. Neville había estado llorando
dentro de la chaqueta de Hagrid aquellos últimos cinco minutos.
Harry iba a toda velocidad hacia el terreno de juego cuando vieron que
se llevaba la mano a la boca, como si fuera a marearse. Tosió y algo dorado
cayó en su mano.
—¡Tengo la snitch! —gritó, agitándola sobre su cabeza; el partido
terminó en una confusión total.
—No es que la haya atrapado, es que casi se la traga —todavía gritaba
Flint veinte minutos más tarde. Pero aquello no cambió nada. Harry no
había faltado a ninguna regla y Lee Jordan seguía proclamando alegremente
el resultado. Gryffindor había ganado por ciento setenta puntos a sesenta.
Pero Harry no oía nada. Tomaba una taza de té fuerte, en la cabaña de
Hagrid, con Ron y Hermione.
—Era Snape —explicaba Ron—. Hermione y yo lo vimos. Estaba
maldiciendo tu escoba. Murmuraba y no te quitaba los ojos de encima.
—Tonterías —dijo Hagrid, que no había oído una palabra de lo que
había sucedido—. ¿Por qué iba a hacer algo así Snape?
Harry, Ron y Hermione se miraron, preguntándose qué le iban a decir.
Harry decidió contarle la verdad.
—Descubrimos algo sobre él —dijo a Hagrid—. Trató de pasar ante ese
perro de tres cabezas, en Halloween. Y el perro lo mordió. Nosotros
pensamos que trataba de robar lo que ese perro está guardando.
Hagrid dejó caer la tetera.
—¿Qué sabéis de Fluffy? —dijo.
—¿Fluffy?
—Ajá… Es mío… Se lo compré a un griego que conocí en el bar el año
pasado… y se lo presté a Dumbledore para guardar…
—¿Sí? —dijo Harry con nerviosismo.
—Bueno, no me preguntéis más —dijo con rudeza Hagrid—. Es un
secreto.
—Pero Snape trató de robarlo.
—Tonterías —repitió Hagrid—. Snape es un profesor de Hogwarts,
nunca haría algo así.
—Entonces ¿por qué trató de matar a Harry? —gritó Hermione.
Los acontecimientos de aquel día parecían haber cambiado su idea
sobre Snape.
—Yo conozco un maleficio cuando lo veo, Hagrid. Lo he leído todo
sobre ellos. ¡Hay que mantener la vista fija y Snape ni pestañeaba, yo lo vi!
—Os digo que estáis equivocados —dijo ofuscado Hagrid—. No sé por
qué la escoba de Harry reaccionó de esa manera… ¡Pero Snape no iba a
tratar de matar a un alumno! Ahora, escuchadme los tres, os estáis metiendo
en cosas que no os conciernen y eso es peligroso. Olvidaos de ese perro y
olvidad lo que está vigilando. En eso sólo tienen un papel el profesor
Dumbledore y Nicolás Flamel…
—¡Ah! —dijo Harry—. Entonces hay alguien llamado Nicolás Flamel
que está involucrado en esto, ¿no?
Hagrid pareció enfurecerse consigo mismo.
CAPÍTULO 12
El espejo de Oesed
S
acercaba la Navidad. Una mañana de mediados de diciembre
Hogwarts se descubrió cubierto por dos metros de nieve. El lago estaba
sólidamente congelado y los gemelos Weasley fueron castigados por
hechizar varias bolas de nieve para que siguieran a Quirrell y lo golpearan
en la parte de atrás de su turbante. Las pocas lechuzas que habían podido
llegar a través del cielo tormentoso para dejar el correo tuvieron que quedar
al cuidado de Hagrid hasta recuperarse, antes de volar otra vez.
Todos estaban impacientes de que empezaran las vacaciones. Mientras
que la sala común de Gryffindor y el Gran Comedor tenían las chimeneas
encendidas, los pasillos, llenos de corrientes de aire, se habían vuelto
helados, y un viento cruel golpeaba las ventanas de las aulas. Lo peor de
todo eran las clases del profesor Snape, abajo en las mazmorras, en donde la
respiración subía como niebla y los hacía mantenerse lo más cerca posible
de sus calderos calientes.
E
—Me da mucha lástima —dijo Draco Malfoy, en una de las clases de
Pociones— toda esa gente que tendrá que quedarse a pasar la Navidad en
Hogwarts, porque no los quieren en sus casas.
Mientras hablaba, miraba en dirección a Harry. Crabbe y Goyle
lanzaron risitas burlonas. Harry, que estaba pesando polvo de espinas de pez
león, no les hizo caso. Después del partido de quidditch, Malfoy se había
vuelto más desagradable que nunca. Disgustado por la derrota de Slytherin,
había tratado de hacer que todos se rieran diciendo que un sapo con una
gran boca podía reemplazar a Harry como buscador. Pero entonces se dio
cuenta de que nadie lo encontraba gracioso, porque estaban muy
impresionados por la forma en que Harry se había mantenido en su escoba.
Así que Malfoy, celoso y enfadado, había vuelto a fastidiar a Harry por no
tener una familia apropiada.
Era verdad que Harry no iría a Privet Drive para las fiestas. La
profesora McGonagall había pasado la semana antes, haciendo una lista de
los alumnos que iban a quedarse allí para Navidad, y Harry puso su nombre
de inmediato. Y no se sentía triste, ya que probablemente ésa sería la mejor
Navidad de su vida. Ron y sus hermanos también se quedaban, porque el
señor y la señora Weasley se marchaban a Rumania, a visitar a Charles.
Cuando abandonaron las mazmorras, al finalizar la clase de Pociones,
encontraron un gran abeto que ocupaba el extremo del pasillo. Dos enormes
pies aparecían por debajo del árbol y un gran resoplido les indicó que
Hagrid estaba detrás de él.
—Hola, Hagrid. ¿Necesitas ayuda? —preguntó Ron, metiendo la cabeza
entre las ramas.
—No, va todo bien. Gracias, Ron.
—¿Te importaría quitarte de en medio? —La voz fría y gangosa de
Malfoy llegó desde atrás—. ¿Estás tratando de ganar algún dinero extra,
Weasley? Supongo que quieres ser guardabosques cuando salgas de
Hogwarts… Esa choza de Hagrid debe de parecerte un palacio, comparada
con la casa de tu familia.
Ron se lanzó contra Malfoy, justo cuando aparecía Snape en lo alto de
las escaleras.
—¡WEASLEY!
Ron soltó el cuello de la túnica de Malfoy.
—Lo han provocado, profesor Snape —dijo Hagrid, sacando su gran
cabeza peluda por encima del árbol—. Malfoy estaba insultando a su
familia.
—Lo que sea, pero pelear está contra las reglas de Hogwarts, Hagrid —
dijo Snape con voz amable—. Cinco puntos menos para Gryffindor,
Weasley, y agradece que no sean más. Y ahora marchaos todos.
Malfoy, Crabbe y Goyle pasaron bruscamente, sonriendo con
presunción.
—Voy a atraparlo —dijo Ron, sacando los dientes ante la espalda de
Malfoy—. Uno de estos días lo atraparé…
—Los detesto a los dos —añadió Harry—. A Malfoy y a Snape.
—Vamos, arriba el ánimo, ya es casi Navidad —dijo Hagrid—. Os voy
a decir qué haremos: venid conmigo al Gran Comedor, está precioso.
Así que los tres siguieron a Hagrid y su abeto hasta el Gran Comedor,
donde la profesora McGonagall y el profesor Flitwick estaban ocupados en
la decoración.
El salón estaba espectacular. Guirnaldas de muérdago y acebo colgaban
de las paredes, y no menos de doce árboles de Navidad estaban distribuidos
por el lugar, algunos brillando con pequeños carámbanos, otros con cientos
de velas.
—¿Cuántos días os quedan para las vacaciones? —preguntó Hagrid.
—Sólo uno —respondió Hermione—. Y eso me recuerda… Harry, Ron,
nos queda media hora para el almuerzo, deberíamos ir a la biblioteca.
—Sí, claro, tienes razón —dijo Ron, obligándose a apartar la vista del
profesor Flitwick, que sacaba burbujas doradas de su varita, para ponerlas
en las ramas del árbol nuevo.
—¿La biblioteca? —preguntó Hagrid, acompañándolos hasta la puerta
—. ¿Justo antes de las fiestas? Un poco triste, ¿no creéis?
—Oh, no es un trabajo —explicó alegremente Harry—. Desde que
mencionaste a Nicolás Flamel, estamos tratando de averiguar quién es.
—¿Qué? —Hagrid parecía impresionado—. Escuchadme… Ya os lo
dije… No os metáis. No tiene nada que ver con vosotros lo que custodia ese
perro.
—Nosotros queremos saber quién es Nicolás Flamel, eso es todo —dijo
Hermione.
—Salvo que quieras ahorrarnos el trabajo —añadió Harry—. Ya hemos
buscado en miles de libros y no hemos podido encontrar nada… Si nos das
una pista… Yo sé que leí su nombre en algún lado.
—No voy a deciros nada —dijo Hagrid con firmeza.
—Entonces tendremos que descubrirlo nosotros —dijo Ron. Dejaron a
Hagrid malhumorado y fueron rápidamente a la biblioteca.
Habían estado buscando el nombre de Flamel desde que a Hagrid se le
escapó, porque ¿de qué otra manera podían averiguar lo que quería robar
Snape? El problema era la dificultad de buscar, sin saber qué podía haber
hecho Flamel para figurar en un libro. No estaba en Grandes magos del
siglo XX, ni en Notables nombres de la magia de nuestro tiempo; tampoco
figuraba en Importantes descubrimientos en la magia moderna ni en Un
estudio del reciente desarrollo de la hechicería. Y además, por supuesto,
estaba el tamaño de la biblioteca, miles y miles de libros, miles de estantes,
cientos de estrechas filas…
Hermione sacó una lista de títulos y temas que había decidido
investigar, mientras Ron se paseaba entre una fila de libros y los sacaba al
azar. Harry se acercó a la Sección Prohibida. Se había preguntado si Flamel
no estaría allí. Pero por desgracia, hacía falta un permiso especial, firmado
por un profesor, para mirar alguno de los libros de aquella sección, y sabía
que no iba a conseguirlo. Allí estaban los libros con la poderosa Magia del
Lado Oscuro, que nunca se enseñaba en Hogwarts y que sólo leían los
alumnos mayores, que estudiaban cursos avanzados de Defensa Contra las
Artes Oscuras.
—¿Qué estás buscando, muchacho?
—Nada —respondió Harry.
La señora Pince, la bibliotecaria, empuñó un plumero ante su cara.
—Entonces, mejor que te vayas. ¡Vamos, fuera!
Harry salió de la biblioteca, deseando haber sido más rápido en
inventarse algo. Él, Ron y Hermione se habían puesto de acuerdo en que era
mejor no consultar a la señora Pince sobre Flamel. Estaban seguros de que
ella podría decírselo, pero no podían arriesgarse a que Snape se enterara de
lo que estaban buscando.
Harry los esperó en el pasillo, para ver si los otros habían encontrado
algo, pero no tenía muchas esperanzas. Después de todo, buscaban sólo
desde hacía quince días y en los pocos momentos libres, así que no era raro
que no encontraran nada. Lo que realmente necesitaban era una buena
investigación, sin la señora Pince pegada a sus nucas.
Cinco minutos más tarde, Ron y Hermione aparecieron negando con la
cabeza. Se marcharon a almorzar.
—Vais a seguir buscando cuando yo no esté, ¿verdad? —dijo Hermione
—. Si encontráis algo, enviadme una lechuza.
—Y tú podrás preguntar a tus padres si saben quién es Flamel —dijo
Ron—. Preguntarles a ellos no tendrá riesgos.
—Ningún riesgo, ya que ambos son dentistas —respondió Hermione.
Cuando comenzaron las vacaciones, Ron y Harry tuvieron mucho tiempo
para pensar en Flamel. Tenían el dormitorio para ellos y la sala común
estaba mucho más vacía que de costumbre, así que podían elegir los
mejores sillones frente al fuego. Se quedaban comiendo todo lo que podían
pinchar en un tenedor de tostar (pan, buñuelos, melcochas) y planeaban
formas de hacer que expulsaran a Malfoy, muy divertidas, pero imposibles
de llevar a cabo.
Ron también comenzó a enseñar a Harry a jugar al ajedrez mágico. Era
igual que el de los muggles, salvo que las piezas estaban vivas, lo que lo
hacía muy parecido a dirigir un ejército en una batalla. El juego de Ron era
muy antiguo y estaba gastado. Como todo lo que tenía, había pertenecido a
alguien de su familia, en este caso a su abuelo. Sin embargo, las piezas de
ajedrez viejas no eran una desventaja. Ron las conocía tan bien que nunca
tenía problemas en hacerles hacer lo que quería.
Harry jugó con el ajedrez que Seamus Finnigan le había prestado, y las
piezas no confiaron en él. Él todavía no era muy buen jugador, y las piezas
le daban distintos consejos y lo confundían, diciendo, por ejemplo: «No me
envíes a mí. ¿No ves el caballo? Muévelo a él, podemos permitirnos
perderlo.»
En la víspera de Navidad, Harry se fue a la cama, deseoso de que
llegara el día siguiente, pensando en toda la diversión y comida que lo
aguardaban, pero sin esperar ningún regalo. Cuando al día siguiente se
despertó temprano, lo primero que vio fue unos cuantos paquetes a los pies
de su cama.
—¡Feliz Navidad! —lo saludó medio dormido Ron, mientras Harry
saltaba de la cama y se ponía la bata.
—Para ti también —contestó Harry—. ¡Mira esto! ¡Me han enviado
regalos!
—¿Qué esperabas, nabos? —dijo Ron, volviéndose hacia sus propios
paquetes, que eran más numerosos que los de Harry.
Harry cogió el paquete que estaba más arriba. Estaba envuelto en papel
de embalar y tenía escrito: «Para Harry, de Hagrid.» Contenía una flauta de
madera, toscamente trabajada. Era evidente que Hagrid la había hecho.
Harry sopló y la flauta emitió un sonido parecido al canto de la lechuza.
El segundo, muy pequeño, contenía una nota.
«Recibimos tu mensaje y te mandamos tu regalo de Navidad. De tío
Vernon y tía Petunia.» Pegada a la nota estaba una moneda de cincuenta
peniques.
—Qué detalle —comentó Harry.
Ron estaba fascinado con los cincuenta peniques.
—¡Qué raro! —dijo—. ¡Qué forma! ¿Esto es dinero?
—Puedes quedarte con ella —dijo Harry, riendo ante el placer de Ron
—. Hagrid, mis tíos… ¿Quién me ha enviado éste?
—Creo que sé de quién es ése —dijo Ron, algo rojo y señalando un
paquete deforme—. Mi madre. Le dije que creías que nadie te regalaría
nada y… oh, no —gruñó—, te ha hecho un jersey Weasley.
Harry abrió el paquete y encontró un jersey tejido a mano, grueso y
color verde esmeralda, y una gran caja de pastel de chocolate casero.
—Cada año nos teje un jersey —dijo Ron, desenvolviendo su paquete—
y el mío siempre es rojo oscuro.
—Es muy amable de parte de tu madre —dijo Harry, probando el pastel,
que era delicioso.
El siguiente regalo también tenía golosinas, una gran caja de ranas de
chocolate, de parte de Hermione.
Le quedaba el último. Harry lo cogió y notó que era muy ligero. Lo
desenvolvió.
Algo fluido y de color gris plateado se deslizó hacia el suelo y se quedó
brillando. Ron bufó.
—Había oído hablar de esto —dijo con voz ronca, dejando caer la caja
de grageas de todos los sabores, regalo de Hermione—. Si es lo que pienso,
es algo verdaderamente raro y valioso.
—¿Qué es?
Harry cogió el género brillante y plateado. El tocarlo producía una
sensación extraña, como si fuera agua convertida en tejido.
—Es una capa invisible —dijo Ron, con una expresión de temor
reverencial—. Estoy seguro… Pruébatela.
Harry se puso la capa sobre los hombros y Ron lanzó un grito.
—¡Lo es! ¡Mira abajo!
Harry se miró los pies, pero ya no estaban. Se dirigió al espejo.
Efectivamente: su reflejo lo miraba, pero sólo su cabeza suspendida en el
aire, porque su cuerpo era totalmente invisible. Se puso la capa sobre la
cabeza y su imagen desapareció por completo.
—¡Hay una nota! —dijo de pronto Ron—. ¡Ha caído una nota!
Harry se quitó la capa y cogió la nota. La caligrafía, fina y llena de
curvas, era desconocida para él. Decía:
Tu padre dejó esto en mi poder antes de morir. Ya es tiempo de que
te sea devuelto. Utilízalo bien.
Una muy Feliz Navidad para ti.
No tenía firma. Harry contempló la nota. Ron admiraba la capa.
—Yo daría cualquier cosa por tener una —dijo—. Lo que sea. ¿Qué te
sucede?
—Nada —dijo Harry. Se sentía muy extraño. ¿Quién le había enviado la
capa? ¿Realmente había pertenecido a su padre?
Antes de que pudiera decir o pensar algo, la puerta del dormitorio se
abrió de golpe y Fred y George Weasley entraron. Harry escondió
rápidamente la capa. No se sentía con ganas de compartirla con nadie más.
—¡Feliz Navidad!
—¡Eh, mira! ¡A Harry también le han regalado un jersey Weasley!
Fred y George llevaban jerséis azules, uno con una gran letra F y el otro
con la G.
—El de Harry es mejor que el nuestro —dijo Fred cogiendo el jersey de
Harry—. Es evidente que se esmera más cuando no es para la familia.
—¿Por qué no te has puesto el tuyo, Ron? —quiso saber George—.
Vamos, pruébatelo, son bonitos y abrigan.
—Detesto el rojo oscuro —se quejó Ron, mientras se lo pasaba por la
cabeza.
—No tenéis la inicial en los vuestros —observó George—. Supongo
que ella piensa que no os vais a olvidar de vuestros nombres. Pero nosotros
no somos estúpidos… Sabemos muy bien que nos llamamos Gred y Feorge.
—¿Qué es todo ese ruido?
Percy Weasley asomó la cabeza a través de la puerta, con aire de
desaprobación. Era evidente que había ido desenvolviendo sus regalos por
el camino, porque también tenía un jersey bajo el brazo, que Fred vio.
—¡P de prefecto! Pruébatelo, Percy, vamos, todos nos lo hemos puesto,
hasta Harry tiene uno.
—Yo… no… quiero —dijo Percy, con firmeza, mientras los gemelos le
metían el jersey por la cabeza, tirándole las gafas al suelo.
—Y hoy no te sentarás con los prefectos —dijo George—. La Navidad
es para pasarla en familia.
Cogieron a Percy y se lo llevaron de la habitación, con los brazos
sujetos por el jersey.
Harry no había celebrado en su vida una comida de Navidad como aquélla.
Un centenar de pavos asados, montañas de patatas cocidas y asadas, soperas
llenas de guisantes con mantequilla, recipientes de plata con una grasa
riquísima y salsa de moras, y muchos huevos sorpresa esparcidos por todas
las mesas. Estos fantásticos huevos no tenían nada que ver con los flojos
artículos de los muggles, que Dudley habitualmente compraba, ni con
juguetitos de plástico ni gorritos de papel. Harry tiró uno al suelo y no sólo
hizo ¡pum!, sino que estalló como un cañonazo y los envolvió en una nube
azul, mientras del interior salían una gorra de contraalmirante y varios
ratones blancos, vivos. En la mesa de los profesores, Dumbledore había
reemplazado su sombrero cónico de mago por un bonete floreado, y se reía
de un chiste del profesor Flitwick.
A los pavos les siguieron los pudines de Navidad, flameantes. Percy
casi se rompió un diente al morder un sickle de plata que estaba en el trozo
que le tocó. Harry observaba a Hagrid, que cada vez se ponía más rojo y
bebía más vino, hasta que finalmente besó a la profesora McGonagall en la
mejilla y, para sorpresa de Harry, ella se ruborizó y rió, con el sombrero
medio torcido.
Cuando Harry finalmente se levantó de la mesa, estaba cargado de cosas
de las sorpresas navideñas, y que incluían globos luminosos que no
estallaban, un juego de Haga Crecer Sus Propias Verrugas y piezas nuevas
de ajedrez. Los ratones blancos habían desaparecido, y Harry tuvo el
horrible presentimiento de que iban a terminar siendo la cena de Navidad de
la Señora Norris.
Harry y los Weasley pasaron una velada muy divertida, con una batalla
de bolas de nieve en el parque. Más tarde, helados, húmedos y jadeantes,
regresaron a la sala común de Gryffindor para sentarse al lado del fuego.
Allí Harry estrenó su nuevo ajedrez y perdió espectacularmente con Ron.
Pero sospechaba que no habría perdido de aquella manera si Percy no
hubiera tratado de ayudarlo tanto.
Después de un té con bocadillos de pavo, buñuelos, bizcocho borracho y
pastel de Navidad, todos se sintieron tan hartos y soñolientos que no podían
hacer otra cosa que irse a la cama; no obstante, permanecieron sentados y
observaron a Percy, que perseguía a Fred y George por toda la torre
Gryffindor porque le habían robado su insignia de prefecto.
Fue el mejor día de Navidad de Harry. Sin embargo, algo daba vueltas
en un rincón de su mente. En cuanto se metió en la cama, pudo pensar
libremente en ello: la capa invisible y quién se la había enviado.
Ron, ahíto de pavo y pastel y sin ningún misterio que lo preocupara, se
quedó dormido en cuanto corrió las cortinas de su cama. Harry se inclinó a
un lado de la cama y sacó la capa.
De su padre… Aquello había sido de su padre. Dejó que el género
corriera por sus manos, más suave que la seda, ligero como el aire.
«Utilízalo bien», decía la nota.
Tenía que probarla. Se deslizó fuera de la cama y se envolvió en la capa.
Miró hacia abajo y vio sólo la luz de la luna y las sombras. Era una
sensación muy curiosa.
«Utilízalo bien.»
De pronto, Harry se sintió muy despierto. Con aquella capa, todo
Hogwarts estaba abierto para él. Mientras estaba allí, en la oscuridad y el
silencio, la excitación se apoderó de él. Podía ir a cualquier lado con ella, a
cualquier lado, y Filch nunca lo sabría.
Ron gruñó entre sueños. ¿Debía despertarlo? Algo lo detuvo. La capa de
su padre… Sintió que aquella vez (la primera vez) quería utilizarla solo.
Salió cautelosamente del dormitorio, bajó la escalera, cruzó la sala
común y pasó por el agujero del retrato.
—¿Quién está ahí? —chilló la Dama Gorda. Harry no dijo nada.
Anduvo rápidamente por el pasillo.
¿Adónde iría? De pronto se detuvo, con el corazón palpitante, y pensó.
Y entonces lo supo. La Sección Prohibida de la biblioteca. Iba a poder leer
todo lo que quisiera, para descubrir quién era Flamel. Se ajustó la capa y se
dirigió hacia allí.
La biblioteca estaba oscura y fantasmal. Harry encendió una lámpara
para ver la fila de libros. La lámpara parecía flotar sola en el aire y hasta el
mismo Harry, que sentía su brazo llevándola, tenía miedo.
La Sección Prohibida estaba justo en el fondo de la biblioteca. Pasando
con cuidado sobre la soga que separaba aquellos libros de los demás, Harry
levantó la lámpara para leer los títulos.
No le decían mucho. Las letras doradas formaban palabras en lenguajes
que Harry no conocía. Algunos no tenían títulos. Un libro tenía una mancha
negra que parecía sangre. A Harry se le erizaron los pelos de la nuca. Tal
vez se lo estaba imaginando, tal vez no, pero le pareció que un murmullo
salía de los libros, como si supieran que había alguien que no debía estar
allí.
Tenía que empezar por algún lado. Dejó la lámpara con cuidado en el
suelo y miró en una estantería buscando un libro de aspecto interesante. Le
llamó la atención un volumen grande, negro y plateado. Lo sacó con
dificultad, porque era muy pesado y, balanceándolo sobre sus rodillas, lo
abrió.
Un grito desgarrador, espantoso, cortó el silencio… ¡El libro gritaba!
Harry lo cerró de golpe, pero el aullido continuaba, en una nota aguda,
ininterrumpida. Retrocedió y chocó con la lámpara, que se apagó de
inmediato. Aterrado, oyó pasos que se acercaban por el pasillo, metió el
volumen en el estante y salió corriendo. Pasó al lado de Filch casi en la
puerta, y los ojos del celador, muy abiertos, miraron a través de Harry. El
chico se agachó, pasó por debajo del brazo de Filch y siguió por el pasillo,
con los aullidos del libro resonando en sus oídos.
Se detuvo de pronto frente a unas armaduras. Había estado tan ocupado
en escapar de la biblioteca que no había prestado atención al camino. Tal
vez era porque estaba oscuro, pero no reconoció el lugar donde estaba.
Había armaduras cerca de la cocina, eso lo sabía, pero debía de estar cinco
pisos más arriba.
—Usted me pidió que le avisara directamente, profesor, si alguien
andaba dando vueltas durante la noche, y alguien estuvo en la biblioteca, en
la Sección Prohibida.
Harry sintió que se le iba la sangre de la cara. Filch debía de conocer un
atajo para llegar a donde él estaba, porque el murmullo de su voz se
acercaba cada vez más y, para su horror, el que le contestaba era Snape.
—¿La Sección Prohibida? Bueno, no pueden estar lejos, ya los
atraparemos.
Harry se quedó petrificado, mientras Filch y Snape se acercaban. No
podían verlo, por supuesto, pero el pasillo era estrecho y, si se acercaban
mucho, iban a chocar contra él. La capa no ocultaba su materialidad.
Retrocedió lo más silenciosamente que pudo. A la izquierda había una
puerta entreabierta. Era su única esperanza. Se deslizó, conteniendo la
respiración y tratando de no hacer ruido. Para su alivio, entró en la
habitación sin que lo notaran. Pasaron por delante de él y Harry se apoyó
contra la pared, respirando profundamente, mientras escuchaba los pasos
que se alejaban. Habían estado cerca, muy cerca. Transcurrieron unos pocos
segundos antes de que se fijara en la habitación que lo había ocultado.
Parecía un aula en desuso. Las sombras de sillas y pupitres
amontonados contra las paredes, una papelera invertida y apoyada contra la
pared de enfrente… Había algo que parecía no pertenecer allí, como si lo
hubieran dejado para quitarlo de en medio.
Era un espejo magnífico, alto hasta el techo, con un marco dorado muy
trabajado, apoyado en unos soportes que eran como garras. Tenía una
inscripción grabada en la parte superior: Oesed lenoz aro cut edon isara cut
se onotse.
Ya no oía ni a Filch ni a Snape, y Harry no tenía tanto miedo. Se acercó
al espejo, deseando mirar para no encontrar su imagen reflejada. Se detuvo
frente a él.
Tuvo que llevarse las manos a la boca para no gritar. Giró en redondo.
El corazón le latía más furiosamente que cuando el libro había gritado…
Porque no sólo se había visto en el espejo, sino que había mucha gente
detrás de él.
Pero la habitación estaba vacía. Respirando agitadamente, volvió a
mirar el espejo.
Allí estaba él, reflejado, blanco y con mirada de miedo y allí, reflejados
detrás de él, había al menos otros diez. Harry miró por encima del hombro,
pero no había nadie allí. ¿O también eran todos invisibles? ¿Estaba en una
habitación llena de gente invisible y la trampa del espejo era que los
reflejaba, invisibles o no?
Miró otra vez al espejo. Una mujer, justo detrás de su reflejo, le sonreía
y agitaba la mano. Harry levantó una mano y sintió el aire que pasaba. Si
ella estaba realmente allí, debía de poder tocarla, sus reflejos estaban tan
cerca… Pero sólo sintió aire: ella y los otros existían sólo en el espejo.
Era una mujer muy guapa. Tenía el cabello rojo oscuro y sus ojos…
«Sus ojos son como los míos», pensó Harry, acercándose un poco más al
espejo. Verde brillante, exactamente la misma forma, pero entonces notó
que ella estaba llorando, sonriendo y llorando al mismo tiempo. El hombre
alto, delgado y de pelo negro que estaba al lado de ella le pasó el brazo por
los hombros. Llevaba gafas y el pelo muy desordenado. Y se le ponía tieso
en la nuca, igual que a Harry.
Harry estaba tan cerca del espejo que su nariz casi tocaba su reflejo.
—¿Mamá? —susurró—. ¿Papá?
Entonces lo miraron, sonriendo. Y, lentamente, Harry fue observando
los rostros de las otras personas, y vio otro par de ojos verdes como los
suyos, otras narices como la suya, incluso un hombre pequeño que parecía
tener las mismas rodillas nudosas de Harry. Estaba mirando a su familia por
primera vez en su vida.
Los Potter sonrieron y agitaron las manos, y Harry permaneció
mirándolos anhelante, con las manos apretadas contra el espejo, como si
esperara poder pasar al otro lado y alcanzarlos. En su interior sentía un
poderoso dolor, mitad alegría y mitad tristeza terrible.
No supo cuánto tiempo estuvo allí. Los reflejos no se desvanecían y
Harry miraba y miraba, hasta que un ruido lejano lo hizo volver a la
realidad. No podía quedarse allí, tenía que encontrar el camino hacia el
dormitorio. Apartó los ojos de los de su madre y susurró: «Volveré.» Salió
apresuradamente de la habitación.
—Podías haberme despertado —dijo malhumorado Ron.
—Puedes venir esta noche. Yo voy a volver, quiero enseñarte el espejo.
—Me gustaría ver a tu madre y a tu padre —dijo Ron con interés.
—Y yo quiero ver a toda tu familia, todos los Weasley. Podrás
enseñarme a tus otros hermanos y a todos.
—Puedes verlos cuando quieras —dijo Ron—. Ven a mi casa este
verano. De todos modos, a lo mejor sólo muestra gente muerta. Pero qué
lástima que no encontraste a Flamel. ¿No quieres tocino o alguna otra cosa?
¿Por qué no comes nada?
Harry no podía comer. Había visto a sus padres y los vería otra vez
aquella noche. Casi se había olvidado de Flamel. Ya no le parecía tan
importante. ¿A quién le importaba lo que custodiaba el perro de tres
cabezas? ¿Y qué más daba si Snape lo robaba?
—¿Estás bien? —preguntó Ron—. Te veo raro.
Lo que Harry más temía era no poder encontrar la habitación del espejo.
Aquella noche, con Ron también cubierto por la capa, tuvieron que andar
con más lentitud. Trataron de repetir el camino de Harry desde la biblioteca,
vagando por oscuros pasillos durante casi una hora.
—Estoy congelado —se quejó Ron—. Olvidemos esto y volvamos.
—¡No! —susurró Harry—. Sé que está por aquí.
Pasaron al lado del fantasma de una bruja alta, que se deslizaba en
dirección opuesta, pero no vieron a nadie más. Justo cuando Ron se quejaba
de que tenía los pies helados, Harry divisó la pareja de armaduras.
—Es allí… justo allí… ¡sí!
Abrieron la puerta. Harry dejó caer la capa de sus hombros y corrió al
espejo.
Allí estaban. Su madre y su padre sonrieron felices al verlo.
—¿Ves? —murmuró Harry.
—No puedo ver nada.
—¡Mira! Míralos a todos… Son muchos…
—Sólo puedo verte a ti.
—Pero mira bien, vamos, ponte donde estoy yo.
Harry dio un paso a un lado, pero con Ron frente al espejo ya no podía
ver a su familia, sólo a Ron con su pijama de colores.
Sin embargo, Ron parecía fascinado con su imagen.
—¡Mírame! —dijo.
—¿Puedes ver a toda tu familia contigo?
—No… estoy solo… pero soy diferente… mayor… ¡y soy delegado!
—¿Cómo?
—Tengo… tengo un distintivo como el de Bill y estoy levantando la
Copa de las Casas y la copa de quidditch… ¡Y también soy capitán de
quidditch!
Ron apartó los ojos de aquella espléndida visión y miró excitado a
Harry.
—¿Crees que este espejo muestra el futuro?
—¿Cómo puede ser? Si toda mi familia está muerta… déjame mirar de
nuevo…
—Lo has tenido toda la noche, déjame un ratito más.
—Pero si estás sosteniendo la copa de quidditch, ¿qué tiene eso de
interesante? Quiero ver a mis padres.
—No me empujes.
Un súbito ruido en el pasillo puso fin a la discusión. No se habían dado
cuenta de que hablaban en voz alta.
—¡Rápido!
Ron tiró la capa sobre ellos justo cuando los luminosos ojos de la
Señora Norris aparecieron en la puerta. Ron y Harry permanecieron
inmóviles, los dos pensando lo mismo: ¿la capa funcionaba con los gatos?
Después de lo que pareció una eternidad, la gata dio la vuelta y se marchó.
—No estamos seguros… Puede haber ido a buscar a Filch, seguro que
nos ha oído. Vamos.
Y Ron empujó a Harry para que salieran de la habitación.
La nieve todavía no se había derretido a la mañana siguiente.
—¿Quieres jugar al ajedrez, Harry? —preguntó Ron.
—No.
—¿Por qué no vamos a visitar a Hagrid?
—No… ve tú…
—Sé en qué estás pensando, Harry, en ese espejo. No vuelvas esta
noche.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Pero tengo un mal presentimiento y, de todos modos, ya has
tenido muchos encuentros. Filch, Snape y la Señora Norris andan vigilando
por ahí ¿Qué importa si no te ven? ¿Y si tropiezan contigo? ¿Y si chocas
con algo?
—Pareces Hermione.
—Te lo digo en serio, Harry, no vayas.
Pero Harry sólo tenía un pensamiento en su mente, volver a mirar en el
espejo. Y Ron no lo detendría.
La tercera noche encontró el camino más rápidamente que las veces
anteriores. Andaba más rápido de lo que habría sido prudente, porque sabía
que estaba haciendo ruido, pero no se encontró con nadie.
Y allí estaban su madre y su padre, sonriéndole otra vez, y uno de sus
abuelos lo saludaba muy contento. Harry se dejó caer al suelo para sentarse
frente al espejo. Nadie iba a impedir que pasara la noche con su familia.
Nadie.
Excepto…
—Entonces de vuelta otra vez, ¿no, Harry?
Harry sintió como si se le helaran las entrañas. Miró para atrás. Sentado
en un pupitre, contra la pared, estaba nada menos que Albus Dumbledore.
Harry debió de haber pasado justo por su lado, y estaba tan desesperado por
llegar hasta el espejo que no había notado su presencia.
—No… no lo había visto, señor.
—Es curioso lo miope que se puede volver uno al ser invisible —dijo
Dumbledore, y Harry se sintió aliviado al ver que le sonreía—. Entonces —
continuó Dumbledore, bajando del pupitre para sentarse en el suelo con
Harry—, tú, como cientos antes que tú, has descubierto las delicias del
espejo de Oesed.
—No sabía que se llamaba así, señor.
—Pero espero que te habrás dado cuenta de lo que hace, ¿no?
—Bueno… me mostró a mi familia y…
—Y a tu amigo Ron lo reflejó como capitán.
—¿Cómo lo sabe…?
—No necesito una capa para ser invisible —dijo amablemente
Dumbledore—. Y ahora ¿puedes pensar qué es lo que nos muestra el espejo
de Oesed a todos nosotros?
Harry negó con la cabeza.
—Déjame explicarte. El hombre más feliz de la tierra puede utilizar el
espejo de Oesed como un espejo normal, es decir, se mirará y se verá
exactamente como es. ¿Eso te ayuda?
Harry pensó. Luego dijo lentamente:
—Nos muestra lo que queremos… lo que sea que queramos…
—Sí y no —dijo con calma Dumbledore—. Nos muestra ni más ni
menos que el más profundo y desesperado deseo de nuestro corazón. Para
ti, que nunca conociste a tu familia, verlos rodeándote. Ronald Weasley, que
siempre ha sido sobrepasado por sus hermanos, se ve solo y el mejor de
todos ellos. Sin embargo, este espejo no nos dará conocimiento o verdad.
Hay hombres que se han consumido ante esto, fascinados por lo que han
visto. O han enloquecido, al no saber si lo que muestra es real o siquiera
posible.
Continuó:
—El espejo será llevado a una nueva casa mañana, Harry, y te pido que
no lo busques otra vez. Y si alguna vez te cruzas con él, deberás estar
preparado. No es bueno dejarse arrastrar por los sueños y olvidarse de vivir,
recuérdalo. Ahora ¿por qué no te pones de nuevo esa magnífica capa y te
vas a la cama?
Harry se puso de pie.
—Señor… profesor Dumbledore… ¿Puedo preguntarle algo?
—Es evidente que ya lo has hecho —sonrió Dumbledore—. Sin
embargo, puedes hacerme una pregunta más.
—¿Qué es lo que ve, cuando se mira en el espejo?
—¿Yo? Me veo sosteniendo un par de gruesos calcetines de lana.
Harry lo miró asombrado.
—Uno nunca tiene suficientes calcetines —explicó Dumbledore—. Ha
pasado otra Navidad y no me han regalado ni un solo par. La gente sigue
insistiendo en regalarme libros.
En cuanto Harry estuvo de nuevo en su cama, se le ocurrió pensar que
tal vez Dumbledore no había sido sincero. Pero es que, pensó mientras
sacaba a Scabbers de su almohada, había sido una pregunta muy personal.
CAPÍTULO 13
Nicolás Flamel
D
había convencido a Harry de que no buscara otra vez el
espejo de Oesed, y durante el resto de las vacaciones de Navidad la
capa invisible permaneció doblada en el fondo de su baúl. Harry deseaba
poder olvidar lo que había visto en el espejo, pero no pudo. Comenzó a
tener pesadillas. Una y otra vez, soñaba que sus padres desaparecían en un
rayo de luz verde, mientras una voz aguda se reía.
—¿Te das cuenta? Dumbledore tenía razón. Ese espejo te puede volver
loco —dijo Ron, cuando Harry le contó sus sueños.
Hermione, que volvió el día anterior al comienzo de las clases,
consideró las cosas de otra manera. Estaba dividida entre el horror de la
idea de Harry vagando por el colegio tres noches seguidas («¡Si Filch te
hubiera atrapado!») y desilusionada porque finalmente no hubieran
descubierto quién era Nicolás Flamel.
Ya casi habían abandonado la esperanza de descubrir a Flamel en un
libro de la biblioteca, aunque Harry estaba seguro de haber leído el nombre
en algún lado. Cuando empezaron las clases, volvieron a buscar en los
libros durante diez minutos durante los recreos. Harry tenía menos tiempo
UMBLEDORE
que ellos, porque los entrenamientos de quidditch habían comenzado
también.
Wood los hacía trabajar más duramente que nunca. Ni siquiera la lluvia
constante que había reemplazado a la nieve podía doblegar su ánimo. Los
Weasley se quejaban de que Wood se había convertido en un fanático, pero
Harry estaba de acuerdo con Wood. Si ganaban el próximo partido contra
Hufflepuff, podrían alcanzar a Slytherin en el campeonato de las casas, por
primera vez en siete años. Además de que deseaba ganar, Harry descubrió
que tenía menos pesadillas cuando estaba cansado por el ejercicio.
Entonces, durante un entrenamiento en un día especialmente húmedo y
lleno de barro, Wood les dio una mala noticia. Se había enfadado mucho
con los Weasley, que se tiraban en picado y fingían caerse de las escobas.
—¡Dejad de hacer tonterías! —gritó—. ¡Ésas son exactamente las cosas
que nos harán perder el partido! ¡Esta vez el árbitro será Snape, y buscará
cualquier excusa para quitar puntos a Gryffindor!
George Weasley, al oír esas palabras, casi se cayó de verdad de su
escoba.
—¿Snape va a ser el árbitro? —Escupió un puñado de barro—.
¿Cuándo ha sido árbitro en un partido de quidditch? No será imparcial, si
nosotros podemos sobrepasar a Slytherin.
El resto del equipo se acercó a George para quejarse.
—No es culpa mía —dijo Wood—. Lo que tenemos que hacer es estar
seguros de jugar limpio, así no le daremos excusa a Snape para marcarnos
faltas.
Todo aquello estaba muy bien, pensó Harry, pero él tenía otra razón para
no querer estar cerca de Snape mientras jugaba a quidditch.
Los demás jugadores se quedaron, como siempre, para charlar entre
ellos al finalizar el entrenamiento, pero Harry se dirigió directamente a la
sala común de Gryffindor, donde encontró a Ron y Hermione jugando al
ajedrez. El ajedrez era la única cosa a la que Hermione había perdido, algo
que Harry y Ron consideraban muy beneficioso para ella.
—No me hables durante un momento —dijo Ron, cuando Harry se
sentó al lado—. Necesito concen… —vio el rostro de Harry—. ¿Qué te
sucede? Tienes una cara terrible.
En tono bajo, para que nadie más los oyera, Harry les explicó el súbito y
siniestro deseo de Snape de ser árbitro de quidditch.
—No juegues —dijo de inmediato Hermione.
—Diles que estás enfermo —añadió Ron.
—Finge que se te ha roto una pierna —sugirió Hermione.
—Rómpete una pierna de verdad —dijo Ron.
—No puedo —dijo Harry—. No hay un buscador suplente. Si no juego,
Gryffindor tampoco puede jugar.
En aquel momento Neville cayó en la sala común. Nadie se explicó
cómo se las había arreglado para pasar por el agujero del retrato, porque sus
piernas estaban pegadas juntas, con lo que reconocieron de inmediato el
Maleficio de las Piernas Unidas. Había tenido que ir saltando todo el
camino hasta la torre Gryffindor.
Todos empezaron a reírse, salvo Hermione, que se puso de pie e hizo el
contramaleficio. Las piernas de Neville se separaron y pudo ponerse de pie,
temblando.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hermione, ayudándolo a sentarse
junto a Harry y Ron.
—Malfoy —respondió Neville temblando—. Lo encontré fuera de la
biblioteca. Dijo que estaba buscando a alguien para practicarlo.
—¡Ve a hablar con la profesora McGonagall! —lo instó Hermione—.
¡Acúsalo!
Neville negó con la cabeza.
—No quiero tener más problemas —murmuró.
—¡Tienes que hacerle frente, Neville! —dijo Ron—. Está acostumbrado
a llevarse a todo el mundo por delante, pero ésa no es una razón para
echarse al suelo a su paso y hacerle las cosas más fáciles.
—No es necesario que me digas que no soy lo bastante valiente para
pertenecer a Gryffindor, eso ya me lo dice Malfoy —dijo Neville,
atragantándose.
Harry buscó en los bolsillos de su túnica y sacó una rana de chocolate,
la última de la caja que Hermione le había regalado para Navidad. Se la dio
a Neville, que parecía estar a punto de llorar.
—Tú vales por doce Malfoys —dijo Harry—. ¿Acaso no te eligió para
Gryffindor el Sombrero Seleccionador? ¿Y dónde está Malfoy? En la
apestosa Slytherin.
Neville dejó escapar una débil sonrisa, mientras desenvolvía el
chocolate.
—Gracias, Harry… Creo que me voy a la cama… ¿Quieres el cromo?
Tú los coleccionas, ¿no?
Mientras Neville se alejaba, Harry miró el cromo de los Magos
Famosos.
—Dumbledore otra vez —dijo—. Él fue el primero que…
Bufó. Miró fijamente la parte de atrás de la tarjeta. Luego levantó la
vista hacia Ron y Hermione.
—¡Lo encontré! —susurró—. ¡Encontré a Flamel! Os dije que había
leído ese nombre antes. Lo leí en el tren, viniendo hacia aquí. Escuchad lo
que dice: «El profesor Dumbledore es particularmente famoso por derrotar
al mago tenebroso Grindelwald, en 1945, por el descubrimiento de las doce
aplicaciones de la sangre de dragón ¡y por su trabajo en alquimia con su
compañero Nicolás Flamel!»
Hermione dio un salto. No estaba tan excitada desde que le dieron la
nota de su primer trabajo.
—¡Esperad aquí! —dijo, y se lanzó por la escalera hacia el dormitorio
de las chicas. Harry y Ron casi no tuvieron tiempo de intercambiar una
mirada de asombro y ya estaba allí de nuevo, con un enorme libro entre los
brazos.
—¡Nunca pensé en buscar aquí! —susurró excitada—. Lo saqué de la
biblioteca hace semanas, para tener algo ligero para leer.
—¿Ligero? —dijo Ron, pero Hermione le dijo que esperara, que tenía
que buscar algo y comenzó a dar la vuelta a las páginas, enloquecida,
murmurando para sí misma.
Al fin encontró lo que buscaba.
—¡Lo sabía! ¡Lo sabía!
—¿Podemos hablar ahora? —dijo Ron con malhumor. Hermione hizo
caso omiso de él.
—Nicolás Flamel —susurró con tono teatral— es el único descubridor
conocido de la Piedra Filosofal.
Aquello no tuvo el efecto que ella esperaba.
—¿La qué? —dijeron Harry y Ron.
—¡Oh, no lo entiendo! ¿No sabéis leer? Mirad, leed aquí.
Empujó el libro hacia ellos, y Harry y Ron leyeron:
El antiguo estudio de la alquimia está relacionado con el
descubrimiento de la Piedra Filosofal, una sustancia legendaria que
tiene poderes asombrosos. La piedra puede transformar cualquier
metal en oro puro. También produce el Elixir de la Vida, que hace
inmortal al que lo bebe.
Se ha hablado mucho de la Piedra Filosofal a través de los
siglos, pero la única Piedra que existe actualmente pertenece al
señor Nicolás Flamel, el notable alquimista y amante de la ópera.
El señor Flamel, que cumplió seiscientos sesenta y cinco años el
año pasado, lleva una vida tranquila en Devon con su esposa
Perenela (de seiscientos cincuenta y ocho años).
—¿Veis? —dijo Hermione, cuando Harry y Ron terminaron—. El perro
debe de estar custodiando la Piedra Filosofal de Flamel. Seguro que le pidió
a Dumbledore que se la guardase, porque son amigos y porque debe de
saber que alguien la busca. ¡Por eso quiso que sacaran la Piedra de
Gringotts!
—¡Una piedra que convierte en oro y hace que uno nunca muera! —dijo
Harry—. ¡No es raro que Snape la busque! Cualquiera la querría.
—Y no es raro que no pudiéramos encontrar a Flamel en ese Estudio del
reciente desarrollo de la hechicería —dijo Ron—. Él no es exactamente
reciente si tiene seiscientos sesenta y cinco años, ¿verdad?
A la mañana siguiente, en la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras,
mientras copiaban las diferentes formas de tratar las mordeduras de hombre
lobo, Harry y Ron seguían discutiendo qué harían con la Piedra Filosofal si
tuvieran una. Hasta que Ron dijo que él se compraría su propio equipo de
quidditch y Harry recordó el partido en que tendría a Snape de árbitro.
—Jugaré —informó a Ron y Hermione—. Si no lo hago, todos los
Slytherins pensarán que tengo miedo de enfrentarme con Snape. Les voy a
demostrar… les voy a borrar la sonrisa de la cara si ganamos.
—Siempre y cuando no te borren a ti del terreno de juego —dijo
Hermione.
Sin embargo, a medida que se acercaba el día del partido, Harry se ponía
más nervioso, pese a todo lo que les había dicho a sus amigos. El resto del
equipo tampoco estaba demasiado tranquilo. La idea de alcanzar a Slytherin
en el torneo de la casa era maravillosa, nadie lo había conseguido en siete
años, pero ¿podrían hacerlo con aquel árbitro tan parcial?
Harry no sabía si se lo imaginaba o no, pero veía a Snape por todas
partes. Por momentos, hasta se preguntaba si Snape no lo estaría siguiendo
para atraparlo. Las clases de Pociones se convirtieron en torturas semanales
para Harry, por la forma en que lo trataba Snape. ¿Era posible que Snape
supiera que ellos habían averiguado lo de la Piedra Filosofal? Harry no se
imaginaba cómo podía saberlo… aunque algunas veces tenía la horrible
sensación de que Snape podía leer los pensamientos.
Harry supo, cuando le desearon suerte en la puerta de los vestuarios, la
tarde siguiente, que Ron y Hermione se preguntaban si volverían a verlo
con vida. Aquello no era lo que uno llamaría reconfortante. Harry casi no
oyó las palabras de Wood, mientras se ponía la túnica de quidditch y cogía
su Nimbus 2000.
Ron y Hermione, entre tanto, encontraron un sitio en las gradas, cerca
de Neville, que no podía entender por qué estaban tan preocupados, ni por
qué llevaban sus varitas al partido. Lo que Harry no sabía era que Ron y
Hermione habían estado practicando en secreto el Maleficio de las Piernas
Unidas. Se les ocurrió la idea cuando Malfoy lo utilizó con Neville, y
estaban listos para utilizarlo con Snape, si daba alguna señal de querer hacer
daño a Harry.
—No te olvides, es locomotor mortis —murmuró Hermione, mientras
Ron deslizaba su varita en la manga de la túnica.
—Ya lo sé —respondió enfadado—. No me des la lata.
Mientras tanto, en el vestuario, Wood había llevado aparte a Harry.
—No quiero presionarte, Potter, pero si alguna vez necesitamos que se
capture en seguida la snitch, es ahora. Necesitamos terminar el partido antes
de que Snape pueda favorecer demasiado a Hufflepuff.
—¡Todo el colegio está allí fuera! —dijo Fred Weasley, espiando a
través de la puerta—. Hasta… ¡Vaya, Dumbledore ha venido al partido!
El corazón de Harry dio un brinco.
—¿Dumbledore? —dijo, corriendo hasta la puerta para asegurarse. Fred
tenía razón. Aquella barba plateada era inconfundible.
Harry tenía ganas de reírse a carcajadas, del alivio que sentía. Estaba a
salvo. No había forma de que Snape se animara a hacerle algo si
Dumbledore estaba mirando.
Tal vez por eso Snape parecía tan enfadado mientras los equipos
desfilaban por el terreno de juego, algo que Ron también notó.
—Nunca vi a Snape con esa cara de malo —dijo a Hermione—. Mira,
ya salen. ¡Eh!
Alguien había golpeado a Ron en la parte de atrás de la cabeza. Era
Malfoy.
—Oh, perdón, Weasley, no te había visto.
Malfoy sonrió burlonamente a Crabbe y Goyle.
—Me pregunto cuánto tiempo durará Potter en su escoba esta vez.
¿Alguien quiere apostar? ¿Qué me dices, Weasley?
Ron no le respondió: Snape acababa de pitar un penalti a favor de
Hufflepuff, porque George Weasley le había tirado una bludger. Hermione,
que tenía los dedos cruzados sobre la falda, observaba sin cesar a Harry, que
circulaba sobre el juego como un halcón, buscando la snitch.
—¿Sabéis por qué creo que eligen a la gente para la casa de Gryffindor?
—dijo Malfoy en voz alta unos minutos más tarde, mientras Snape daba
otro penalti a Hufflepuff, sin ningún motivo—. Es gente a la que le tienen
lástima. Por ejemplo, está Potter, que no tiene padres, luego los Weasley,
que no tienen dinero… Y tú, Longbottom, que no tienes cerebro.
Neville se puso rojo y se volvió en su asiento para encararse con
Malfoy.
—Yo valgo por doce como tú, Malfoy —tartamudeó.
Malfoy, Crabbe y Goyle estallaron en carcajadas, pero Ron, sin quitar
los ojos del partido, intervino.
—Así se habla, Neville.
—Longbottom, si tu cerebro fuera de oro serías más pobre que Weasley,
y con eso te digo todo.
La preocupación por Harry estaba a punto de acabar con los nervios de
Ron.
—Te prevengo, Malfoy… Una palabra más…
—¡Ron! —dijo de pronto Hermione—. ¡Harry…!
—¿Qué? ¿Dónde?
Harry había salido en un espectacular vuelo, que arrancó gritos de
asombro y vivas entre los espectadores. Hermione se puso de pie, con los
dedos cruzados en la boca, mientras Harry se lanzaba velozmente hacia el
campo, como una bala.
—Tenéis suerte, Weasley, es evidente que Potter ha visto alguna
moneda en el campo —dijo Malfoy.
Ron estalló. Antes de que Malfoy supiera lo que estaba pasando, Ron
estaba encima de él, tirándolo al suelo. Neville vaciló, pero luego se
encaramó al respaldo de su silla para ayudar.
—¡Vamos, Harry! —gritaba Hermione, subiéndose al asiento para ver
bien a Harry, sin darse cuenta de que Malfoy y Ron rodaban bajo su asiento
y sin oír los gritos y golpes de Neville, Crabbe y Goyle.
En el aire, Snape puso en marcha su escoba justo a tiempo para ver algo
escarlata que pasaba a su lado, y que no chocó con él por sólo unos
centímetros. Al momento siguiente Harry subía con el brazo levantado en
gesto de triunfo y la mano apretando la snitch.
Las tribunas bullían. Aquello era un récord, nadie recordaba que se
hubiera atrapado tan rápido la snitch.
—¡Ron! ¡Ron! ¿Dónde estás? ¡El partido ha terminado! ¡Hemos
ganado! ¡Gryffindor es el primero! —Hermione bailaba en su asiento y se
abrazaba con Parvati Patil, de la fila de delante.
Harry saltó de su escoba, a centímetros del suelo. No podía creerlo. Lo
había conseguido… El partido había terminado y apenas había durado cinco
minutos. Mientras los de Gryffindor se acercaban al terreno de juego, vio
que Snape aterrizaba cerca, con el rostro blanco y los labios tirantes.
Entonces Harry sintió una mano en su hombro y, al darse la vuelta, se
encontró con el rostro sonriente de Dumbledore.
—Bien hecho —dijo Dumbledore en voz baja, para que sólo Harry lo
oyera—. Muy bueno que no buscaras ese espejo… que te mantuvieras
ocupado… excelente…
Snape escupió con amargura en el suelo.
Un rato después, Harry salió del vestuario para dejar su Nimbus 2000 en la
escobera. No recordaba haberse sentido tan contento. Había hecho algo de
lo que podía sentirse orgulloso. Ya nadie podría decir que era sólo un
nombre célebre. El aire del anochecer nunca había sido tan dulce. Anduvo
por la hierba húmeda, reviviendo la última hora en su mente, en una feliz
nebulosa: los Gryffindors corriendo para llevarlo en andas, Ron y Hermione
en la distancia, saltando como locos, Ron vitoreando en medio de una gran
hemorragia nasal…
Harry llegó a la cabaña. Se apoyó contra la puerta de madera y miró
hacia Hogwarts, cuyas ventanas despedían un brillo rojizo en la puesta del
sol. Gryffindor a la cabeza. Él lo había hecho, le había demostrado a
Snape…
Y hablando de Snape…
Una figura encapuchada bajó sigilosamente los escalones delanteros del
castillo. Era evidente que no quería ser visto dirigiéndose a toda prisa hacia
el bosque prohibido. La victoria se apagó en la mente de Harry mientras
observaba. Reconoció a la figura que se alejaba. Era Snape, escabulléndose
en el bosque, mientras todos estaban en la cena… ¿Qué sucedía?
Harry saltó sobre su Nimbus 2000 y se elevó. Deslizándose
silenciosamente sobre el castillo, vio a Snape entrando en el bosque. Lo
siguió.
Los árboles eran tan espesos que no podía ver adónde había ido Snape.
Voló en círculos, cada vez más bajos, rozando las copas de los árboles,
hasta que oyó voces. Se deslizó hacia allí y se detuvo sin ruido, sobre un
haya.
Con cuidado se detuvo en una rama, sujetando su escoba y tratando de
ver a través de las hojas.
Abajo, en un espacio despejado y sombrío, vio a Snape. Pero no estaba
solo. Quirrell también estaba allí. Harry no podía verle la cara, pero
tartamudeaba como nunca. Harry se esforzó por oír lo que decían.
—… n-no sé p-por qué querías ver-verme j-justo a-aquí, de entre t-todos
los l-lugares, Severus…
—Oh, pensé que íbamos a mantener esto en privado —dijo Snape con
voz gélida—. Después de todo, los alumnos no deben saber nada sobre la
Piedra Filosofal.
Harry se inclinó hacia delante. Quirrell tartamudeaba algo y Snape lo
interrumpió.
—¿Ya has averiguado cómo burlar a esa bestia de Hagrid?
—P-p-pero Severus, y-yo…
—Tú no querrás que yo sea tu enemigo, Quirrell —dijo Snape, dando
un paso hacia él.
—Y-yo no s-sé qué…
—Tú sabes perfectamente bien lo que quiero decir.
Una lechuza dejó escapar un grito y Harry casi se cae del árbol. Se
enderezó a tiempo para oír a Snape decir:
—… tu pequeña parte del abracadabra. Estoy esperando.
—P-pero y-yo no…
—Muy bien —lo interrumpió Snape—. Vamos a tener otra pequeña
charla muy pronto, cuando hayas tenido tiempo de pensar y decidir dónde
están tus lealtades.
Se echó la capa sobre la cabeza y se alejó del claro. Ya estaba casi
oscuro, pero Harry pudo ver a Quirrell inmóvil, como si estuviera
petrificado.
—¿Harry, dónde estabas? —preguntó Hermione con voz aguda.
—¡Ganamos! ¡Ganamos! ¡Ganamos! —gritaba Ron al tiempo que daba
palmadas a Harry en la espalda—. ¡Y yo le puse un ojo negro a Malfoy y
Neville trató de vencer a Crabbe y Goyle él solo! Todavía está inconsciente,
pero la señora Pomfrey dice que se pondrá bien. Todos te están esperando
en la sala común, vamos a celebrar una fiesta, Fred y George robaron unos
pasteles y otras cosas de la cocina…
—Ahora eso no importa —dijo Harry sin aliento—. Vamos a buscar una
habitación vacía, ya veréis cuando oigáis esto…
Se aseguró de que Peeves no estuviera dentro antes de cerrar la puerta, y
entonces les contó lo que había visto y oído.
—Así que teníamos razón, es la Piedra Filosofal y Snape trata de
obligar a Quirrell a que lo ayude a conseguirla. Le preguntó si sabía cómo
pasar ante Fluffy y dijo algo sobre el «abracadabra» de Quirrell… Eso
significa que hay otras cosas custodiando la Piedra, además de Fluffy,
probablemente cantidades de hechizos, y Quirrell puede haber hecho
algunos encantamientos anti-Artes Oscuras que Snape necesita romper…
—¿Quieres decir que la Piedra estará segura mientras Quirrell se
oponga a Snape? —preguntó alarmada Hermione.
—En ese caso no durará mucho —dijo Ron.
CAPÍTULO 14
Norberto, el ridgeback noruego
S
embargo, Quirrell debía de ser más valiente de lo que habían
pensado. En las semanas que siguieron se fue poniendo cada vez más
delgado y pálido, pero no parecía que su voluntad hubiera cedido.
Cada vez que pasaban por el pasillo del tercer piso, Harry, Ron y
Hermione apoyaban las orejas contra la puerta, para ver si Fluffy estaba
gruñendo, allí dentro. Snape seguía con su habitual mal carácter, lo que
seguramente significaba que la Piedra estaba a salvo. Cada vez que Harry se
cruzaba con Quirrell, le dirigía una sonrisa para darle ánimo, y Ron les
decía a todos que no se rieran del tartamudeo del profesor.
Hermione, sin embargo, tenía en su mente otras cosas, además de la
Piedra Filosofal. Había comenzado a hacer horarios para repasar y a
subrayar con diferentes colores sus apuntes. A Harry y Ron eso no les
habría importado, pero los fastidiaba todo el tiempo para que hicieran lo
mismo.
—Hermione, faltan siglos para los exámenes.
—Diez semanas —replicó Hermione—. Eso no son siglos, es un
segundo para Nicolás Flamel.
IN
—Pero nosotros no tenemos seiscientos años —le recordó Ron—. De
todos modos, ¿para qué repasas si ya te lo sabes todo?
—¿Que para qué estoy repasando? ¿Estás loco? ¿Te has dado cuenta de
que tenemos que pasar estos exámenes para entrar en segundo año? Son
muy importantes, tendría que haber empezado a estudiar hace un mes, no sé
lo que me pasó…
Pero desgraciadamente, los profesores parecían pensar lo mismo que
Hermione. Les dieron tantos deberes que las vacaciones de Pascua no
resultaron tan divertidas como las de Navidad. Era difícil relajarse con
Hermione al lado, recitando los doce usos de la sangre de dragón o
practicando movimientos con la varita. Quejándose y bostezando, Harry y
Ron pasaban la mayor parte de su tiempo libre en la biblioteca con ella,
tratando de hacer todo el trabajo suplementario.
—Nunca podré acordarme de esto —estalló Ron una tarde, arrojando la
pluma y mirando por la ventana de la biblioteca con nostalgia. Era
realmente el primer día bueno desde hacía meses. El cielo era claro, y las
nomeolvides azules y el aire anunciaban el verano.
Harry, que estaba buscando «díctamo» en Mil hierbas mágicas y hongos
no levantó la cabeza hasta que oyó que Ron decía:
—¡Hagrid! ¿Qué estás haciendo en la biblioteca?
Hagrid apareció con aire desmañado, escondiendo algo detrás de la
espalda. Parecía muy fuera de lugar, con su abrigo de piel de topo.
—Estaba mirando —dijo con una voz evasiva que les llamó la atención
—. ¿Y vosotros qué hacéis? —De pronto pareció sospechar algo—. No
estaréis buscando todavía a Nicolás Flamel, ¿no?
—Oh, lo encontramos hace siglos —dijo Ron con aire grandilocuente
—. Y también sabemos lo que custodia el perro, es la Piedra Fi…
—¡¡Shhh!! —Hagrid miró alrededor para ver si alguien los escuchaba
—. No podéis ir por ahí diciéndolo a gritos. ¿Qué os pasa?
—En realidad, hay unas pocas cosas que queremos preguntarte —dijo
Harry— sobre qué cosas más custodian la Piedra, además de Fluffy…
—¡SHHHH! —dijo Hagrid otra vez—. Mirad, venid a verme más tarde,
no os prometo que os vaya a decir algo, pero no andéis por ahí hablando,
los alumnos no deben saber nada. Van a pensar que yo os lo he contado…
—Te vemos más tarde, entonces —dijo Harry.
Hagrid se escabulló.
—¿Qué escondía detrás de la espalda? —dijo Hermione con aire
pensativo.
—¿Creéis que tiene que ver con la Piedra?
—Voy a ver en qué sección estaba —dijo Ron, cansado de sus trabajos.
Regresó un minuto más tarde, con muchos libros en los brazos. Los
desparramó sobre la mesa.
—¡Dragones! —susurró—. ¡Hagrid estaba buscando cosas sobre
dragones! Mirad estos dos: Especies de dragones en Gran Bretaña e
Irlanda y Del huevo al infierno, guía para guardianes de dragones…
—Hagrid siempre quiso tener un dragón, me lo dijo el día que lo conocí
—dijo Harry.
—Pero va contra nuestras leyes —dijo Ron—. Criar dragones fue
prohibido por la Convención de Magos de 1709, todos lo saben. Era difícil
que los muggles no nos detectaran si teníamos dragones en nuestros
jardines. De todos modos, no se puede domesticar un dragón, es peligroso.
Tendríais que ver las quemaduras que Charlie se hizo con esos dragones
salvajes de Rumania.
—Pero no hay dragones salvajes en Inglaterra, ¿verdad? —preguntó
Harry.
—Por supuesto que hay —respondió Ron—. Verdes en Gales y negros
en Escocia. Al ministro de Magia le ha costado trabajo silenciar ese asunto,
te lo aseguro. Los nuestros tienen que hacerles encantamientos a los
muggles que los han visto para que los olviden.
—Entonces ¿en qué está metido Hagrid? —dijo Hermione.
Cuando llamaron a la puerta de la cabaña del guardabosques, una hora más
tarde, les sorprendió ver todas las cortinas cerradas. Hagrid preguntó
«¿quién es?» antes de dejarlos entrar, y luego cerró rápidamente la puerta
tras ellos.
En el interior, el calor era sofocante. Pese a que era un día cálido, en la
chimenea ardía un buen fuego. Hagrid les preparó el té y les ofreció
bocadillos de comadreja, que ellos no aceptaron.
—Entonces ¿queríais preguntarme algo?
—Sí —dijo Harry. No tenía sentido dar más vueltas—. Nos
preguntábamos si podías decirnos si hay algo más que custodie a la Piedra
Filosofal, además de Fluffy.
Hagrid lo miró con aire adusto.
—Por supuesto que no puedo —dijo—. En primer lugar, no lo sé. En
segundo lugar, vosotros ya sabéis demasiado, así que tampoco os lo diría si
lo supiera. Esa Piedra está aquí por un buen motivo. Casi la roban de
Gringotts… Aunque eso ya lo sabíais, ¿no? Me gustaría saber cómo
averiguasteis lo de Fluffy.
—Oh, vamos, Hagrid, puedes no querer contarnos, pero debes saberlo,
tú sabes todo lo que sucede por aquí —dijo Hermione, con voz afectuosa y
lisonjera. La barba de Hagrid se agitó y vieron que sonreía. Hermione
continuó—: Nos preguntábamos en quién más podía confiar Dumbledore lo
suficiente para pedirle ayuda, además de ti.
Con esas últimas palabras, el pecho de Hagrid se ensanchó. Harry y Ron
miraron a Hermione con orgullo.
—Bueno, supongo que no tiene nada de malo deciros esto… Dejadme
ver… Yo le presté a Fluffy… luego algunos de los profesores hicieron
encantamientos… la profesora Sprout, el profesor Flitwick, la profesora
McGonagall —contó con los dedos—, el profesor Quirrell y el mismo
Dumbledore, por supuesto. Esperad, me he olvidado de alguien. Oh, claro,
el profesor Snape.
—¿Snape?
—Ajá… No seguiréis con eso todavía, ¿no? Mirad, Snape ayudó a
proteger la Piedra, no quiere robarla.
Harry sabía que Ron y Hermione estaban pensando lo mismo que él. Si
Snape había formado parte de la protección de la Piedra, le resultaría fácil
descubrir cómo la protegían los otros profesores. Es probable que supiera
todos los encantamientos, salvo el de Quirrell, y cómo pasar ante Fluffy.
—Tú eres el único que sabe cómo pasar ante Fluffy, ¿no, Hagrid? —
preguntó Harry con ansiedad—. Y no se lo dirás a nadie, ¿no es cierto? ¿Ni
siquiera a un profesor?
—Ni un alma lo sabe, salvo Dumbledore y yo —dijo Hagrid con
orgullo.
—Bueno, eso es algo —murmuró Harry a los demás—. Hagrid,
¿podríamos abrir una ventana? Me estoy asando.
—No puedo, Harry, lo siento —respondió Hagrid. Harry notó que
miraba de reojo hacia el fuego. Harry también miró.
—Hagrid… ¿Qué es eso?
Pero ya sabía lo que era. En el centro de la chimenea, debajo de la
cazuela, había un enorme huevo negro.
—Ah —dijo Hagrid, tirándose con nerviosismo de la barba—. Eso…
eh…
—¿Dónde lo has conseguido, Hagrid? —preguntó Ron, agachándose
ante la chimenea para ver de cerca el huevo—. Debe de haberte costado una
fortuna.
—Lo gané —explicó Hagrid—. La otra noche. Estaba en la aldea,
tomando unas copas y me puse a jugar a las cartas con un desconocido.
Creo que se alegró mucho de librarse de él, si he de ser sincero.
—Pero ¿qué vas a hacer cuando salga del cascarón? —preguntó
Hermione.
—Bueno, estuve leyendo un poco —dijo Hagrid, sacando un gran libro
de debajo de su almohada—. Lo conseguí en la biblioteca: Crianza de
dragones para placer y provecho. Está un poco anticuado, por supuesto,
pero sale todo. Mantener el huevo en el fuego, porque las madres respiran
fuego sobre ellos y, cuando salen del cascarón, alimentarlos con brandy
mezclado con sangre de pollo, cada media hora. Y mirad, dice cómo
reconocer los diferentes huevos. El que tengo es un ridgeback noruego. Y
son muy raros.
Parecía muy satisfecho de sí mismo, pero Hermione no.
—Hagrid, tú vives en una casa de madera —dijo.
Pero Hagrid no la escuchaba. Canturreaba alegremente mientras
alimentaba el fuego.
Así que ya tenían algo más de qué preocuparse: lo que podía sucederle a
Hagrid si alguien descubría que ocultaba un dragón ilegal en su cabaña.
—Me pregunto cómo será tener una vida tranquila —suspiró Ron,
mientras noche tras noche luchaban con todo el trabajo extra que les daban
los profesores. Hermione había comenzado ya a hacer horarios de repaso
para Harry y Ron. Los estaba volviendo locos.
Entonces, durante un desayuno, Hedwig entregó a Harry otra nota de
Hagrid. Sólo decía: «Está a punto de salir.»
Ron quería faltar a la clase de Herbología e ir directamente a la cabaña.
Hermione no quería ni oír hablar de eso.
—Hermione, ¿cuántas veces en nuestra vida veremos a un dragón
saliendo de su huevo?
—Tenemos clases, nos vamos a meter en líos y no vamos a poder hacer
nada cuando alguien descubra lo que Hagrid está haciendo…
—¡Cállate! —susurró Harry.
Malfoy estaba cerca de ellos y se había quedado inmóvil para
escucharlos. ¿Cuánto había oído? A Harry no le gustó la expresión de su
cara.
Ron y Hermione discutieron durante todo el camino hacia la clase de
Herbología y, al final, Hermione aceptó ir a la cabaña de Hagrid con ellos
durante el recreo de la mañana. Cuando al final de las clases sonó la
campana del castillo, los tres dejaron sus trasplantadores y corrieron por el
parque hasta el borde del bosque. Hagrid los recibió, excitado y radiante.
—Ya casi está fuera —dijo cuando entraron.
El huevo estaba sobre la mesa. Tenía grietas en la cáscara. Algo se
movía en el interior y un curioso ruido salía de allí.
Todos acercaron las sillas a la mesa y esperaron, respirando con
agitación.
De pronto se oyó un ruido y el huevo se abrió. La cría de dragón aleteó
en la mesa. No era exactamente bonito. Harry pensó que parecía un
paraguas negro arrugado. Sus alas puntiagudas eran enormes, comparadas
con su cuerpo flacucho. Tenía un hocico largo con anchas fosas nasales, las
puntas de los cuernos ya le salían y tenía los ojos anaranjados y saltones.
Estornudó. Volaron unas chispas.
—¿No es precioso? —murmuró Hagrid. Alargó una mano para acariciar
la cabeza del dragón. Éste le dio un mordisco en los dedos, enseñando unos
colmillos puntiagudos.
—¡Bendito sea! Mirad, conoce a su mamá —dijo Hagrid.
—Hagrid —dijo Hermione—. ¿Cuánto tardan en crecer los ridgebacks
noruegos?
Hagrid iba a contestarle, cuando de golpe su rostro palideció. Se puso
de pie de un salto y corrió hacia la ventana.
—¿Qué sucede?
—Alguien estaba mirando por una rendija de la cortina… Era un
chico… Va corriendo hacia el colegio.
Harry fue hasta la puerta y miró. Incluso a distancia, era inconfundible:
Malfoy había visto el dragón.
•••
Algo en la sonrisa burlona de Malfoy durante la semana siguiente ponía
nerviosos a Harry, Ron y Hermione. Pasaban la mayor parte de su tiempo
libre en la oscura cabaña de Hagrid, tratando de hacerlo entrar en razón.
—Déjalo ir —lo instaba Harry—. Déjalo en libertad.
—No puedo —decía Hagrid—. Es demasiado pequeño. Se morirá.
Miraron el dragón. Había triplicado su tamaño en sólo una semana. Ya
le salía humo de las narices. Hagrid no cumplía con sus deberes de
guardabosques porque el dragón ocupaba todo su tiempo. Había botellas
vacías de brandy y plumas de pollo por todo el suelo.
—He decidido llamarlo Norberto —dijo Hagrid, mirando al dragón con
ojos húmedos—. Ya me reconoce, mirad. ¡Norberto! ¡Norberto! ¿Dónde
está mamá?
—Ha perdido el juicio —murmuró Ron a Harry.
—Hagrid —dijo Harry en voz muy alta—, espera dos semanas y
Norberto será tan grande como tu casa. Malfoy se lo contará a Dumbledore
en cualquier momento.
Hagrid se mordió el labio.
—Yo… yo sé que no puedo quedarme con él para siempre, pero no
puedo echarlo, no puedo.
Harry se volvió hacia Ron súbitamente.
—Charlie —dijo.
—Tú también estás mal de la cabeza —dijo Ron—. Yo soy Ron,
¿recuerdas?
—No… Charlie, tu hermano. En Rumania. Estudiando dragones.
Podemos enviarle a Norberto. ¡Charlie lo cuidará y luego lo dejará vivir en
libertad!
—¡Genial! —dijo Ron—. ¿Qué piensas de eso, Hagrid?
Y al final, Hagrid aceptó que enviaran una lechuza para pedirle ayuda a
Charlie.
La semana siguiente pareció alargarse. La noche del miércoles encontró a
Harry y Hermione sentados solos en la sala común, mucho después de que
todos se fueran a acostar. El reloj de la pared acababa de dar doce
campanadas cuando el agujero de la pared se abrió de golpe. Ron surgió de
la nada, al quitarse la capa invisible de Harry. Había estado en la cabaña de
Hagrid, ayudándolo a alimentar a Norberto, que ya comía ratas muertas.
—¡Me ha mordido! —dijo, enseñándoles la mano envuelta en un
pañuelo ensangrentado—. No podré escribir en una semana. Os aseguro que
los dragones son los animales más horribles que conozco, pero para Hagrid
es como si fuera un osito de peluche. Cuando me mordió, me hizo salir
porque, según él, yo lo había asustado. Y cuando me fui le estaba cantando
una canción de cuna.
Se oyó un golpe en la ventana oscura.
—¡Es Hedwig! —dijo Harry, corriendo para dejarla entrar—. ¡Debe de
traer la respuesta de Charlie!
Los tres juntaron las cabezas para leer la carta.
Querido Ron:
¿Cómo estás? Gracias por tu carta. Estaré encantado de
quedarme con el ridgeback noruego, pero no será fácil traerlo aquí.
Creo que lo mejor será hacerlo con unos amigos que vienen a
visitarme la semana que viene. El problema es que no deben verlos
llevando un dragón ilegal. ¿Podríais llevar al ridgeback noruego a
la torre más alta, la medianoche del sábado? Ellos se encontrarán
contigo allí y se lo llevarán mientras dure la oscuridad.
Envíame la respuesta lo antes posible.
Besos,
Charlie
Se miraron.
—Tenemos la capa invisible —dijo Harry—. No será tan difícil… creo
que la capa es suficientemente grande para cubrir a Norberto y a dos de
nosotros.
La prueba de lo mala que había sido aquella semana para ellos fue que
aceptaron de inmediato. Cualquier cosa para liberarse de Norberto… y de
Malfoy.
Se encontraron con un obstáculo. A la mañana siguiente, la mano
mordida de Ron se había inflamado y tenía dos veces su tamaño normal. No
sabía si convenía ir a ver a la señora Pomfrey. ¿Reconocería una mordedura
de dragón? Sin embargo, por la tarde no tuvo elección. La herida se había
convertido en una horrible cosa verde. Parecía que los colmillos de
Norberto tenían veneno.
Al finalizar el día, Harry y Hermione fueron corriendo hasta el ala de la
enfermería para visitar a Ron y lo encontraron en un estado terrible.
—No es sólo mi mano —susurró— aunque parece que se me vaya a
caer a trozos. Malfoy le dijo a la señora Pomfrey que quería pedirme
prestado un libro, y vino y se estuvo riendo de mí. Me amenazó con decirle
a ella quién me había mordido (yo le había dicho que era un perro, pero
creo que no me creyó). No debí pegarle en el partido de quidditch. Por eso
se está portando así.
Harry y Hermione trataron de calmarlo.
—Todo habrá terminado el sábado a medianoche —dijo Hermione, pero
eso no lo tranquilizó. Al contrario, se sentó en la cama y comenzó a
temblar.
—¡La medianoche del sábado! —dijo con voz ronca—. Oh, no, oh,
no… acabo de acordarme… la carta de Charlie estaba en el libro que se
llevó Malfoy, se enterará de la forma en que nos libraremos de Norberto.
Harry y Hermione no tuvieron tiempo de contestarle. Apareció la señora
Pomfrey y los hizo salir, diciendo que Ron necesitaba dormir.
—Es muy tarde para cambiar los planes —dijo Harry a Hermione—. No
tenemos tiempo de enviar a Charlie otra lechuza y ésta puede ser nuestra
única oportunidad de librarnos de Norberto. Tendremos que arriesgarnos. Y
tenemos la capa invisible y Malfoy no lo sabe.
Encontraron a Fang, el perro jabalinero, sentado afuera, con la cola
vendada, cuando fueron a avisar a Hagrid. Éste les habló a través de la
ventana.
—No os hago entrar —jadeó— porque Norberto está un poco molesto.
No es nada importante, ya me ocuparé de él.
Cuando le contaron lo que decía Charlie, se le llenaron los ojos de
lágrimas, aunque tal vez fuera porque Norberto acababa de morderle la
pierna.
—¡Aaay! Está bien, sólo me ha cogido la bota… está jugando…
después de todo es sólo un cachorro.
El cachorro golpeó la pared con su cola, haciendo temblar las ventanas.
Harry y Hermione regresaron al castillo con la sensación de que el sábado
no llegaría lo bastante rápido.
Tendrían que haber sentido pena por Hagrid, cuando llegó el momento de la
despedida, si no hubieran estado tan preocupados por lo que tenían que
hacer. Era una noche oscura y llena de nubes y llegaron un poquito tarde a
la cabaña de Hagrid, porque tuvieron que esperar a que Peeves saliera del
vestíbulo, donde jugaba a tenis contra las paredes.
Hagrid tenía a Norberto listo y encerrado en una gran jaula.
—Tiene muchas ratas y algo de brandy para el viaje —dijo Hagrid con
voz amable—. Y le puse su osito de peluche por si se siente solo.
Del interior de la jaula les llegaron unos sonidos, que hicieron pensar a
Harry que Norberto le estaba arrancando la cabeza al osito.
—¡Adiós, Norberto! —sollozó Hagrid, mientras Harry y Hermione
cubrían la jaula con la capa invisible y se metían dentro ellos también—.
¡Mamá nunca te olvidará!
Cómo se las arreglaron para llevar la jaula hasta la torre del castillo fue
algo que nunca supieron. Era casi medianoche cuando trasladaron la jaula
de Norberto por las escaleras de mármol del castillo y siguieron por pasillos
oscuros. Subieron una escalera, luego otra… Ni siquiera uno de los atajos
de Harry hizo el trabajo más fácil.
—¡Ya casi llegamos! —resopló Harry, mientras alcanzaban el pasillo
que había bajo la torre más alta.
Entonces, un súbito movimiento por encima de ellos casi les hizo soltar
la jaula. Olvidando que eran invisibles, se encogieron en las sombras,
contemplando las siluetas oscuras de dos personas que discutían a unos tres
metros de ellos. Una lámpara brilló.
La profesora McGonagall, con una bata de tejido escocés y una
redecilla en el pelo, tenía sujeto a Malfoy por la oreja.
—¡Castigo! —gritaba—. ¡Y veinte puntos menos para Slytherin!
Vagando en medio de la noche… ¿Cómo te atreves…?
—Usted no lo entiende, profesora, Harry Potter vendrá. ¡Y con un
dragón!
—¡Qué absurda tontería! ¿Cómo te atreves a decir esas mentiras?
Vamos, hablaré de ti con el profesor Snape… ¡Vamos, Malfoy!
Después de aquello, la escalera de caracol hacia la torre más alta les
pareció lo más fácil del mundo. Cuando salieron al frío aire de la noche,
donde se quitaron la capa, felices de poder respirar bien, Hermione dio una
especie de salto.
—¡Malfoy está castigado! ¡Podría ponerme a cantar!
—No lo hagas —la previno Harry.
Riéndose de Malfoy, esperaron, con Norberto moviéndose en su jaula.
Diez minutos más tarde, cuatro escobas aterrizaron en la oscuridad.
Los amigos de Charlie eran muy simpáticos. Enseñaron a Harry y
Hermione los arneses que habían preparado para poder suspender a
Norberto entre ellos. Todos ayudaron a colocar a Norberto para que
estuviera muy seguro, y luego Harry y Hermione estrecharon las manos de
los amigos y les dieron las gracias.
Por fin. Norberto se iba… se iba… se había ido.
Bajaron rápidamente por la escalera de caracol, con los corazones tan
libres como sus manos, que ya no llevaban la jaula con Norberto. Sin el
dragón, y con Malfoy castigado, ¿qué podía estropear su felicidad?
La respuesta los esperaba al pie de la escalera. Cuando llegaron al
pasillo, el rostro de Filch apareció súbitamente en la oscuridad.
—Bien, bien, bien —susurró Harry—. Tenemos problemas.
Habían dejado la capa invisible en la torre.
CAPÍTULO 15
El bosque prohibido
L
cosas no podían haber salido peor.
Filch los llevó al despacho de la profesora McGonagall, en el
primer piso, donde se sentaron a esperar, sin decir una palabra. Hermione
temblaba. Excusas, disculpas y locas historias cruzaban la mente de Harry,
cada una más débil que la otra. No podía imaginar cómo se iban a librar del
problema aquella vez. Estaban atrapados. ¿Cómo podían haber sido tan
estúpidos para olvidar la capa? No había razón en el mundo para que la
profesora McGonagall aceptara que habían estado vagando durante la
noche, para no mencionar la torre más alta de Astronomía, que estaba
prohibida, salvo para las clases. Si añadía a todo eso Norberto y la capa
invisible, ya podían empezar a hacer las maletas.
¿Harry pensaba que las cosas no podían estar peor? Estaba equivocado.
Cuando la profesora McGonagall apareció, llevaba a Neville.
—¡Harry! —estalló Neville en cuanto los vio—. Estaba tratando de
encontrarte para prevenirte, oí que Malfoy decía que iba a atraparte, dijo
que tenías un drag…
AS
Harry negó violentamente con la cabeza, para que Neville no hablara
más, pero la profesora McGonagall lo vio. Lo miró como si echara fuego
igual que Norberto y se irguió, amenazadora, sobre los tres.
—Nunca lo habría creído de ninguno de vosotros. El señor Filch dice
que estabais en la torre de Astronomía. Es la una de la mañana. Quiero una
explicación.
Ésa fue la primera vez que Hermione no pudo contestar a una pregunta
de un profesor. Miraba fijamente sus zapatillas, tan rígida como una estatua.
—Creo que tengo idea de lo que sucedió —dijo la profesora
McGonagall—. No hace falta ser un genio para descubrirlo. Te inventaste
una historia sobre un dragón para que Draco Malfoy saliera de la cama y se
metiera en líos. Te he atrapado. Supongo que te habrá parecido divertido
que Longbottom oyera la historia y también la creyera, ¿no?
Harry captó la mirada de Neville y trató de decirle, sin palabras, que
aquello no era verdad, porque Neville parecía asombrado y herido. Pobre
mete-patas Neville, Harry sabía lo que debía de haberle costado buscarlos
en la oscuridad, para prevenirlos.
—Estoy disgustada —dijo la profesora McGonagall—. Cuatro alumnos
fuera de la cama en una noche. ¡Nunca he oído una cosa así! Tú, Hermione
Granger, pensé que tenías más sentido común. Y tú, Harry Potter… Creía
que Gryffindor significaba más para ti. Los tres sufriréis castigos… Sí, tú
también, Longbottom, nada te da derecho a dar vueltas por el colegio
durante la noche, en especial en estos días: es muy peligroso y se os
descontarán cincuenta puntos de Gryffindor.
—¿Cincuenta? —resopló Harry. Iban a perder el primer puesto, lo que
había ganado en el último partido de quidditch.
—Cincuenta puntos cada uno —dijo la profesora McGonagall,
resoplando a través de su nariz puntiaguda.
—Profesora… por favor…
—Usted, usted no…
—No me digas lo que puedo o no puedo hacer, Harry Potter. Ahora,
volved a la cama, todos. Nunca me he sentido tan avergonzada de alumnos
de Gryffindor.
Ciento cincuenta puntos perdidos. Eso situaba a Gryffindor en el último
lugar. En una noche, habían acabado con cualquier posibilidad de que
Gryffindor ganara la copa de la casa. Harry sentía como si le retorcieran el
estómago. ¿Cómo podrían arreglarlo?
Harry no durmió aquella noche. Podía oír el llanto de Neville, que duró
horas. No se le ocurría nada que decir para consolarlo. Sabía que Neville,
como él mismo, tenía miedo de que amaneciera. ¿Qué sucedería cuando el
resto de los de Gryffindor descubrieran lo que ellos habían hecho?
Al principio, los Gryffindors que pasaban por el gigantesco reloj de
arena, que informaba de la puntuación de la casa, pensaron que había un
error. ¿Cómo iban a tener, súbitamente, ciento cincuenta puntos menos que
el día anterior? Y luego, se propagó la historia. Harry Potter, el famoso
Harry Potter, el héroe de dos partidos de quidditch, les había hecho perder
todos esos puntos, él y otros dos estúpidos de primer año.
De ser una de las personas más populares y admiradas del colegio,
Harry súbitamente era el más detestado. Hasta los de Ravenclaw y
Hufflepuff le giraban la cara, porque todos habían deseado ver a Slytherin
perdiendo la copa. Por dondequiera que Harry pasara, lo señalaban con el
dedo y no se molestaban en bajar la voz para insultarlo. Los de Slytherin,
por su parte, lo aplaudían y lo vitoreaban, diciendo: «¡Gracias, Potter, te
debemos una!»
Sólo Ron lo apoyaba.
—Se olvidarán en unas semanas. Fred y George han perdido puntos
muchas veces desde que están aquí y la gente los sigue apreciando.
—Pero nunca perdieron ciento cincuenta puntos de una vez, ¿verdad?
—dijo Harry tristemente.
—Bueno… no —admitió Ron.
Era un poco tarde para reparar los daños, pero Harry se juró que, de ahí
en adelante, no se metería en cosas que no eran asunto suyo. Todo había
sido por andar averiguando y espiando. Se sentía tan avergonzado que fue a
ver a Wood y le ofreció su renuncia.
—¿Renunciar? —exclamó Wood—. ¿Qué ganaríamos con eso? ¿Cómo
vamos a recuperar puntos si no podemos jugar al quidditch?
Pero hasta el quidditch había perdido su atractivo. El resto del equipo no
le hablaba durante el entrenamiento, y si tenían que hablar de él lo llamaban
«el buscador».
Hermione y Neville también sufrían. No pasaban tantos malos ratos
como Harry porque no eran tan conocidos, pero nadie les hablaba.
Hermione había dejado de llamar la atención en clase, y se quedaba con la
cabeza baja, trabajando en silencio.
Harry casi estaba contento de que se aproximaran los exámenes. Las
lecciones que tenía que repasar alejaban sus desgracias de su mente. Él,
Ron y Hermione se quedaban juntos, trabajando hasta altas horas de la
noche, tratando de recordar los ingredientes de complicadas pociones,
aprendiendo de memoria hechizos y encantamientos y repitiendo las fechas
de descubrimientos mágicos y rebeliones de los gnomos.
Y entonces, una semana antes de que empezaran los exámenes, las
nuevas resoluciones de Harry de no interferir en nada que no le concerniera
sufrieron una prueba inesperada. Una tarde que salía solo de la biblioteca
oyó que alguien gemía en un aula que estaba delante de él. Mientras se
acercaba, oyó la voz de Quirrell.
—No… no… otra vez no, por favor…
Parecía que alguien lo estaba amenazando. Harry se acercó.
—Muy bien… muy bien. —Oyó que Quirrell sollozaba.
Al segundo siguiente, Quirrell salió apresuradamente del aula,
enderezándose el turbante. Estaba pálido y parecía a punto de llorar.
Desapareció de su vista y Harry pensó que ni siquiera lo había visto. Esperó
hasta que dejaron de oírse los pasos de Quirrell y entonces inspeccionó el
aula. Parecía vacía, pero la puerta del otro extremo estaba entreabierta.
Harry estaba a mitad de camino, cuando recordó que se había prometido no
meterse en lo que no le correspondía.
Al mismo tiempo, habría apostado doce Piedras Filosofales a que Snape
acababa de salir del aula y, por lo que Harry había escuchado, Snape
debería estar de mejor humor… Quirrell parecía haberse rendido
finalmente.
Harry regresó a la biblioteca, en donde Hermione estaba repasándole
Astronomía a Ron. Harry les contó lo que había oído.
—¡Entonces Snape lo hizo! —dijo Ron—. Si Quirrell le dijo cómo
romper su encantamiento anti-Fuerzas Oscuras…
—Pero todavía queda Fluffy —dijo Hermione.
—Tal vez Snape descubrió cómo pasar ante él sin preguntarle a Hagrid
—dijo Ron, mirando a los miles de libros que los rodeaban—. Seguro que
por aquí hay un libro que dice cómo burlar a un perro gigante de tres
cabezas. ¿Qué vamos a hacer, Harry?
La luz de la aventura brillaba otra vez en los ojos de Ron, pero
Hermione respondió antes de que Harry lo hiciera.
—Ir a ver a Dumbledore. Eso es lo que debimos hacer hace tiempo. Si
se nos ocurre algo a nosotros solos, con seguridad vamos a perder.
—¡Pero no tenemos pruebas! —exclamó Harry—. Quirrell está
demasiado atemorizado para respaldarnos. Snape sólo tiene que decir que
no sabía cómo entró el trol en Halloween y que él no estaba cerca del tercer
piso en ese momento. ¿A quién pensáis que van a creer, a él o a nosotros?
No es exactamente un secreto que lo detestamos. Dumbledore creerá que
nos lo hemos inventado para hacer que lo echen. Filch no nos ayudaría
aunque su vida dependiera de ello, es demasiado amigo de Snape y,
mientras más alumnos pueda echar, mejor para él. Y no olvidéis que se
supone que no sabemos nada sobre la Piedra o Fluffy. Serían muchas
explicaciones.
Hermione pareció convencida, pero Ron no.
—Si investigamos sólo un poco…
—No —dijo Harry en tono terminante—: ya hemos investigado
demasiado.
Acercó un mapa de Júpiter a su mesa y comenzó a aprender los nombres
de sus lunas.
A la mañana siguiente, llegaron notas para Harry, Hermione y Neville, en la
mesa del desayuno. Eran todas iguales.
Vuestro castigo tendrá lugar a las once de la noche. El señor Filch
os espera en el vestíbulo de entrada.
Prof. M. McGonagall
En medio del furor que sentía por los puntos perdidos, Harry había
olvidado que todavía les quedaban los castigos. De alguna manera esperaba
que Hermione se quejara por tener que perder una noche de estudio, pero la
muchacha no dijo una palabra. Como Harry, sentía que se merecían lo que
les tocara.
A las once de aquella noche, se despidieron de Ron en la sala común y
bajaron al vestíbulo de entrada con Neville. Filch ya estaba allí y también
Malfoy. Harry también había olvidado que a Malfoy lo habían condenado a
un castigo.
—Seguidme —dijo Filch, encendiendo un farol y conduciéndolos hacia
fuera—. Seguro que os lo pensaréis dos veces antes de faltar a otra regla de
la escuela, ¿verdad? —dijo, mirándolos con aire burlón—. Oh, sí… trabajo
duro y dolor son los mejores maestros, si queréis mi opinión… es una
lástima que hayan abandonado los viejos castigos… colgaros de las
muñecas, del techo, unos pocos días. Yo todavía tengo las cadenas en mi
oficina, las mantengo engrasadas por si alguna vez se necesitan… Bien, allá
vamos, y no penséis en escapar, porque será peor para vosotros si lo hacéis.
Marcharon cruzando el oscuro parque. Neville comenzó a respirar con
dificultad. Harry se preguntó cuál sería el castigo que les esperaba. Debía
de ser algo verdaderamente horrible, o Filch no estaría tan contento.
La luna brillaba, pero las nubes la tapaban, dejándolos en la oscuridad.
Delante, Harry pudo ver las ventanas iluminadas de la cabaña de Hagrid.
Entonces oyeron un grito lejano.
—¿Eres tú, Filch? Date prisa, quiero empezar de una vez.
El corazón de Harry se animó: si iban a estar con Hagrid, no podía ser
tan malo. Su alivio debió aparecer en su cara, porque Filch dijo:
—Supongo que crees que vas a divertirte con ese papanatas, ¿no?
Bueno, piénsalo mejor, muchacho… es al bosque adonde iréis y mucho me
habré equivocado si volvéis todos enteros.
Al oír aquello, Neville dejó escapar un gemido y Malfoy se detuvo de
golpe.
—¿El bosque? —repitió, y no parecía tan indiferente como de
costumbre—. Hay toda clase de cosas allí… dicen que hay hombres lobo.
Neville se aferró de la manga de la túnica de Harry y dejó escapar un
ruido ahogado.
—Eso es problema vuestro, ¿no? —dijo Filch, con voz radiante—.
Tendríais que haber pensado en los hombres lobo antes de meteros en líos.
Hagrid se acercó hacia ellos, con Fang pegado a los talones. Llevaba
una gran ballesta y un carcaj con flechas en la espalda.
—Menos mal —dijo—. Estoy esperando hace media hora. ¿Todo bien,
Harry, Hermione?
—Yo no sería tan amistoso con ellos, Hagrid —dijo con frialdad Filch
—. Después de todo, están aquí por un castigo.
—Por eso llegáis tarde, ¿no? —dijo Hagrid, mirando con rostro ceñudo
a Filch—. ¿Has estado dándoles sermones? Eso no es lo que tienes que
hacer. A partir de ahora, me hago cargo yo.
—Volveré al amanecer —dijo Filch— para recoger lo que quede de
ellos —añadió con malignidad. Se dio la vuelta y se encaminó hacia el
castillo, agitando el farol en la oscuridad.
Entonces Malfoy se volvió hacia Hagrid.
—No iré a ese bosque —dijo, y Harry tuvo el gusto de notar miedo en
su voz.
—Lo harás, si quieres quedarte en Hogwarts —dijo Hagrid con
severidad—. Hicisteis algo mal y ahora lo vais a pagar.
—Pero eso es para los empleados, no para los alumnos. Yo pensé que
nos harían escribir unas líneas, o algo así. Si mi padre supiera que hago
esto, él…
—Te dirá que es así como se hace en Hogwarts —gruñó Hagrid—.
¡Escribir unas líneas! ¿Y a quién le serviría eso? Haréis algo que sea útil, o
si no os iréis. Si crees que tu padre prefiere que te expulsen, entonces
vuelve al castillo y coge tus cosas. ¡Vete!
Malfoy no se movió. Miró con ira a Hagrid, pero luego bajó la mirada.
—Bien, entonces —dijo Hagrid—. Escuchad con cuidado, porque lo
que vamos a hacer esta noche es peligroso y no quiero que ninguno se
arriesgue. Seguidme por aquí, un momento.
Los condujo hasta el límite del bosque. Levantando su farol, señaló
hacia un estrecho sendero de tierra, que desaparecía entre los espesos
árboles negros. Una suave brisa les levantó el cabello, mientras miraban en
dirección al bosque.
—Mirad allí —dijo Hagrid—. ¿Veis eso que brilla en la tierra? ¿Eso
plateado? Es sangre de unicornio. Hay por aquí un unicornio que ha sido
malherido por alguien. Es la segunda vez en una semana. Encontré uno
muerto el último miércoles. Vamos a tratar de encontrar a ese pobrecito
herido. Tal vez tengamos que evitar que siga sufriendo.
—¿Y qué sucede si el que hirió al unicornio nos encuentra a nosotros
primero? —dijo Malfoy, incapaz de ocultar el miedo de su voz.
—No hay ningún ser en el bosque que os pueda herir si estáis conmigo
o con Fang —dijo Hagrid—. Y seguid el sendero. Ahora vamos a
dividirnos en dos equipos y seguiremos la huella en distintas direcciones.
Hay sangre por todo el lugar, debieron herirlo ayer por la noche, por lo
menos.
—Yo quiero ir con Fang —dijo rápidamente Malfoy, mirando los largos
colmillos del perro.
—Muy bien, pero te informo de que es un cobarde —dijo Hagrid—.
Entonces yo, Harry y Hermione iremos por un lado y Draco, Neville y
Fang, por el otro. Si alguno encuentra al unicornio, debe enviar chispas
verdes, ¿de acuerdo? Sacad vuestras varitas y practicad ahora… está bien…
Y si alguno tiene problemas, las chispas serán rojas y nos reuniremos
todos… así que tened cuidado… en marcha.
El bosque estaba oscuro y silencioso. Después de andar un poco, vieron
que el sendero se bifurcaba. Harry, Hermione y Hagrid fueron hacia la
izquierda y Malfoy, Neville y Fang se dirigieron a la derecha.
Anduvieron en silencio, con la vista clavada en el suelo. De vez en
cuando, un rayo de luna a través de las ramas iluminaba una mancha de
sangre azul plateada entre las hojas caídas.
Harry vio que Hagrid parecía muy preocupado.
—¿Podría ser un hombre lobo el que mata los unicornios? —preguntó
Harry.
—No son bastante rápidos —dijo Hagrid—. No es tan fácil cazar un
unicornio, son criaturas poderosamente mágicas. Nunca había oído que
hubieran hecho daño a ninguno.
Pasaron por un tocón con musgo. Harry podía oír el agua que corría:
debía de haber un arroyo cerca. Todavía había manchas de sangre de
unicornio en el serpenteante sendero.
—¿Estás bien, Hermione? —susurró Hagrid—. No te preocupes, no
puede estar muy lejos si está tan malherido, y entonces podremos…
¡PONEOS DETRÁS DE ESE ÁRBOL!
Hagrid cogió a Harry y Hermione y los arrastró fuera del sendero, detrás
de un grueso roble. Sacó una flecha, la puso en su ballesta y la levantó, lista
para disparar. Los tres escucharon. Alguien se deslizaba sobre las hojas
secas. Parecía como una capa que se arrastrara por el suelo. Hagrid miraba
hacia el sendero oscuro pero, después de unos pocos segundos, el sonido se
alejó.
—Lo sabía —murmuró—. Aquí hay alguien que no debería estar.
—¿Un hombre lobo? —sugirió Harry.
—Eso no era un hombre lobo, ni tampoco un unicornio —dijo Hagrid
con gesto sombrío—. Bien, seguidme, pero tened cuidado.
Anduvieron más lentamente, atentos a cualquier ruido. De pronto, en un
claro un poco más adelante, algo se movió visiblemente.
—¿Quién está ahí? —gritó Hagrid—. ¡Déjese ver… estoy armado!
Y apareció en el claro… ¿era un hombre o un caballo? De la cintura
para arriba, un hombre, con pelo y barba rojizos, pero por debajo, el cuerpo
de pelaje zaino de un caballo, con una cola larga y rojiza. Harry y Hermione
se quedaron boquiabiertos.
—Oh, eres tú, Ronan —dijo aliviado Hagrid—. ¿Cómo estás?
Se acercó y estrechó la mano del centauro.
—Que tengas buenas noches, Hagrid —dijo Ronan. Tenía una voz
profunda y acongojada—. ¿Ibas a dispararme?
—Nunca se es demasiado cuidadoso —dijo Hagrid, tocando su ballesta
—. Hay alguien muy malvado, perdido en este bosque. Ah, éste es Harry
Potter y ella es Hermione Granger. Ambos son alumnos del colegio. Y él es
Ronan. Es un centauro.
—Nos hemos dado cuenta —dijo débilmente Hermione.
—Buenas noches —los saludó Ronan—. ¿Estudiantes, no? ¿Y
aprendéis mucho en el colegio?
—Eh…
—Un poquito —dijo con timidez Hermione.
—Un poquito. Bueno, eso es algo. —Ronan suspiró. Torció la cabeza y
miró hacia el cielo—. Esta noche, Marte está brillante.
—Ajá —dijo Hagrid, lanzándole una mirada—. Escucha, me alegro de
haberte encontrado, Ronan, porque hay un unicornio herido. ¿Has visto
algo?
Ronan no respondió de inmediato. Se quedó con la mirada clavada en el
cielo, sin pestañear, y suspiró otra vez.
—Siempre los inocentes son las primeras víctimas —dijo—. Ha sido así
durante los siglos pasados y lo es ahora.
—Sí —dijo Hagrid—. Pero ¿has visto algo, Ronan? ¿Algo
desacostumbrado?
—Marte brilla mucho esta noche —repitió Ronan, mientras Hagrid lo
miraba con impaciencia—. Está inusualmente brillante.
—Sí, claro, pero yo me refería a algo inusual que esté un poco más
cerca de nosotros —dijo Hagrid—. Entonces ¿no has visto nada extraño?
Otra vez, Ronan se tomó su tiempo para contestar. Hasta que,
finalmente, dijo:
—El bosque esconde muchos secretos.
Un movimiento en los árboles detrás de Ronan hizo que Hagrid
levantara de nuevo su ballesta, pero era sólo un segundo centauro, de
cabello y cuerpo negro y con aspecto más salvaje que Ronan.
—Hola, Bane —saludó Hagrid—. ¿Qué tal?
—Buenas noches, Hagrid, espero que estés bien.
—Sí, gracias. Mira, le estaba preguntando a Ronan si había visto algo
extraño últimamente. Han herido a un unicornio. ¿Sabes algo sobre eso?
Bane se acercó a Ronan. Miró hacia el cielo.
—Esta noche Marte brilla mucho —dijo simplemente.
—Eso dicen —dijo Hagrid de malhumor—. Bueno, si alguno ve algo,
me avisáis, ¿de acuerdo? Bueno, nosotros nos vamos.
Harry y Hermione lo siguieron, saliendo del claro y mirando por encima
del hombro a Ronan y Bane, hasta que los árboles los taparon.
—Nunca —dijo irritado Hagrid— tratéis de obtener una respuesta
directa de un centauro. Son unos malditos astrólogos. No se interesan por
nada más cercano que la luna.
—¿Y hay muchos de ellos aquí? —preguntó Hermione.
—Oh, unos pocos más… Se mantienen apartados la mayor parte del
tiempo, pero siempre aparecen si quiero hablar con ellos. Los centauros
tienen una mente profunda… saben cosas… pero no dicen mucho.
—¿Crees que era un centauro el que oímos antes? —dijo Harry.
—¿Te pareció que era ruido de cascos? No, en mi opinión, eso era lo
que está matando a los unicornios… Nunca he oído algo así.
Pasaron a través de los árboles oscuros y tupidos. Harry seguía mirando
por encima de su hombro, con nerviosismo. Tenía la desagradable sensación
de que los vigilaban. Estaba muy contento de que Hagrid y su ballesta
fueran con ellos. Acababan de pasar una curva en el sendero cuando
Hermione se aferró al brazo de Hagrid.
—¡Hagrid! ¡Mira! ¡Chispas rojas, los otros tienen problemas!
—¡Vosotros esperad aquí! —gritó Hagrid—. ¡Quedaos en el sendero,
volveré a buscaros!
Lo oyeron alejarse y se miraron uno al otro, muy asustados, hasta que
ya no oyeron más que las hojas que se movían alrededor.
—¿Crees que les habrá pasado algo? —susurró Hermione.
—No me importará si le ha pasado algo a Malfoy, pero si le sucede algo
a Neville… está aquí por nuestra culpa.
Los minutos pasaban lentamente. Les parecía que sus oídos eran más
agudos que nunca. Harry detectaba cada ráfaga de viento, cada ramita que
se rompía. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Dónde estaban los otros?
Por fin, un ruido de pisadas crujientes les anunció el regreso de Hagrid.
Malfoy, Neville y Fang estaban con él. Hagrid estaba furioso. Malfoy se
había escondido detrás de Neville y, en broma, lo había cogido. Neville se
aterró y envió las chispas.
—Vamos a necesitar mucha suerte para encontrar algo, después del
alboroto que habéis hecho. Bueno, ahora voy a cambiar los grupos…
Neville, tú te quedas conmigo y Hermione. Harry, tú vas con Fang y este
idiota. Lo siento —añadió en un susurro dirigiéndose a Harry— pero a él le
va a costar mucho asustarte y tenemos que terminar con esto.
Así que Harry se internó en el corazón del bosque, con Malfoy y Fang.
Anduvieron cerca de media hora, internándose cada vez más
profundamente, hasta que el sendero se volvió casi imposible de seguir,
porque los árboles eran muy gruesos. Harry pensó que la sangre también
parecía más espesa. Había manchas en las raíces de los árboles, como si la
pobre criatura se hubiera arrastrado en su dolor. Harry pudo ver un claro,
más adelante, a través de las enmarañadas ramas de un viejo roble.
—Mira… —murmuró, levantando un brazo para detener a Malfoy.
Algo de un blanco brillante relucía en la tierra. Se acercaron más.
Sí, era el unicornio y estaba muerto. Harry nunca había visto nada tan
hermoso y tan triste. Sus largas patas delgadas estaban dobladas en ángulos
extraños por su caída y su melena color blanco perla se desparramaba sobre
las hojas oscuras.
Harry había dado un paso hacia el unicornio, cuando un sonido de algo
que se deslizaba lo hizo congelarse en donde estaba. Un arbusto que estaba
en el borde del claro se agitó… Entonces, de entre las sombras, una figura
encapuchada se acercó gateando, como una bestia al acecho. Harry, Malfoy
y Fang permanecieron paralizados. La figura encapuchada llegó hasta el
unicornio, bajó la cabeza sobre la herida del animal y comenzó a beber su
sangre.
—¡AAAAAAAAAAAAAH!
Malfoy dejó escapar un terrible grito y huyó… lo mismo que Fang. La
figura encapuchada levantó la cabeza y miró directamente a Harry. La
sangre del unicornio le chorreaba por el pecho. Se puso de pie y se acercó
rápidamente hacia él… Harry estaba paralizado de miedo.
Entonces, un dolor le perforó la cabeza, algo que nunca había sentido,
como si la cicatriz estuviera incendiándose. Casi sin poder ver, retrocedió.
Oyó cascos galopando a sus espaldas, y algo saltó limpiamente y atacó a la
figura.
El dolor de cabeza era tan fuerte que Harry cayó de rodillas. Pasaron
unos minutos antes de que se calmara. Cuando levantó la vista, la figura se
había ido. Un centauro estaba ante él. No era ni Ronan ni Bane: éste parecía
más joven, tenía cabello rubio muy claro, cuerpo pardo y cola blanca.
—¿Estás bien? —dijo el centauro, ayudándolo a ponerse de pie.
—Sí… gracias… ¿qué ha sido eso?
El centauro no contestó. Tenía ojos asombrosamente azules, como
pálidos zafiros. Observó a Harry con cuidado, fijando la mirada en la
cicatriz, que se veía amoratada en la frente de Harry.
—Tú eres el chico Potter —dijo—. Es mejor que regreses con Hagrid.
El bosque no es seguro en esta época… en especial para ti. ¿Puedes
cabalgar? Así será más rápido… Mi nombre es Firenze —añadió, mientras
bajaba sus patas delanteras, para que Harry pudiera montar en su lomo.
Del otro lado del claro llegó un súbito ruido de cascos al galope. Ronan
y Bane aparecieron velozmente entre los árboles, resoplando y con los
flancos sudados.
—¡Firenze! —rugió Bane—. ¿Qué estás haciendo? ¡Tienes un humano
sobre el lomo! ¿No te da vergüenza? ¿Es que eres una vulgar mula?
—¿Te das cuenta de quién es? —dijo Firenze—. Es el chico Potter.
Mientras más rápido se vaya del bosque, mejor.
—¿Qué le has estado diciendo? —gruñó Bane—. Recuerda, Firenze,
juramos no oponernos a los cielos. ¿No has leído en el movimiento de los
planetas lo que sucederá?
Ronan dio una patada en el suelo con nerviosismo.
—Estoy seguro de que Firenze pensó que estaba obrando lo mejor
posible —dijo, con voz sombría.
También Bane dio una patada, enfadado.
—¡Lo mejor posible! ¿Qué tiene eso que ver con nosotros? ¡Los
centauros debemos ocuparnos de lo que está vaticinado! ¡No es asunto
nuestro el andar como burros buscando humanos extraviados en nuestro
bosque!
De pronto, Firenze levantó las patas con furia y Harry tuvo que aferrarse
para no caer.
—¿No has visto ese unicornio? —preguntó Firenze a Bane—. ¿No
comprendes por qué lo mataron? ¿O los planetas no te han dejado saber ese
secreto? Yo me lanzaré contra el que está al acecho en este bosque, con
humanos sobre mi lomo si tengo que hacerlo.
Y Firenze partió rápidamente, con Harry sujetándose lo mejor que
podía, y dejó atrás a Ronan y Bane, que se internaron entre los árboles.
Harry no entendía lo sucedido.
—¿Por qué Bane está tan enfadado? —preguntó—. Y a propósito, ¿qué
era esa cosa de la que me salvaste?
Firenze redujo el paso y previno a Harry que tuviera la cabeza
agachada, a causa de las ramas, pero no contestó. Siguieron andando entre
los árboles y en silencio, durante tanto tiempo que Harry creyó que Firenze
no volvería a hablarle. Sin embargo, cuando llegaron a un lugar
particularmente tupido, Firenze se detuvo.
—Harry Potter, ¿sabes para qué se utiliza la sangre de unicornio?
—No —dijo Harry, asombrado por la extraña pregunta—. En la clase de
Pociones solamente utilizamos los cuernos y el pelo de la cola de unicornio.
—Eso es porque matar un unicornio es algo monstruoso —dijo Firenze
—. Sólo alguien que no tenga nada que perder y todo para ganar puede
cometer semejante crimen. La sangre de unicornio te mantiene con vida,
incluso si estás al borde de la muerte, pero a un precio terrible. Si uno mata
algo puro e indefenso para salvarse a sí mismo, conseguirá media vida, una
vida maldita, desde el momento en que la sangre toque sus labios.
Harry clavó la mirada en la nuca de Firenze, que parecía de plata a la
luz de la luna.
—Pero ¿quién estaría tan desesperado? —se preguntó en voz alta—. Si
te van a maldecir para siempre, la muerte es mejor, ¿no?
—Es así —dijo Firenze— a menos que lo único que necesites sea
mantenerte vivo el tiempo suficiente para beber algo más, algo que te
devuelva toda tu fuerza y poder, algo que haga que nunca mueras. ¿Harry
Potter, sabes qué está escondido en el colegio en este preciso momento?
—¡La Piedra Filosofal! ¡Por supuesto… el Elixir de Vida! Pero no
entiendo quién…
—¿No puedes pensar en nadie que haya esperado muchos años para
regresar al poder, que esté aferrado a la vida, esperando su oportunidad?
Fue como si un puño de hierro cayera súbitamente sobre la cabeza de
Harry. Por encima del ruido del follaje, le pareció oír una vez más lo que
Hagrid le había dicho la noche en que se conocieron: «Algunos dicen que
murió. En mi opinión, son tonterías. No creo que le quede lo suficiente de
humano como para morir.»
—¿Quieres decir —dijo con voz ronca Harry— que era Vol…?
—¡Harry! Harry, ¿estás bien?
Hermione corría hacia ellos por el sendero, con Hagrid resoplando
detrás.
—Estoy bien —dijo Harry, casi sin saber lo que contestaba—. El
unicornio está muerto, Hagrid, está en ese claro de atrás.
—Aquí es donde te dejo —murmuró Firenze, mientras Hagrid corría a
examinar al unicornio—. Ya estás a salvo.
Harry se deslizó de su lomo.
—Buena suerte, Harry Potter —dijo Firenze—. Los planetas ya se han
leído antes equivocadamente, hasta por centauros. Espero que ésta sea una
de esas veces.
Se volvió y se internó en lo más profundo del bosque, dejando a Harry
temblando.
Ron se había quedado dormido en la oscuridad de la sala común, esperando
a que volvieran. Cuando Harry lo sacudió para despertarlo, gritó algo sobre
una falta en quidditch. Sin embargo, en unos segundos estaba con los ojos
muy abiertos, mientras Harry les contaba, a él y a Hermione, lo que había
sucedido en el bosque.
Harry no podía sentarse. Se paseaba de un lado al otro, ante la
chimenea. Todavía temblaba.
—Snape quiere la piedra para Voldemort… y Voldemort está esperando
en el bosque… ¡Y todo el tiempo pensábamos que Snape sólo quería ser
rico!
—¡Deja de decir el nombre! —dijo Ron, en un aterrorizado susurro,
como si pensara que Voldemort pudiera oírlos.
Harry no lo escuchó.
—Firenze me salvó, pero no debía haberlo hecho… Bane estaba
furioso… Hablaba de interferir en lo que los planetas dicen que sucederá…
Deben decir que Voldemort ha vuelto… Bane piensa que Firenze debió
dejar que Voldemort me matara. Supongo que eso también está escrito en
las estrellas.
—¿Quieres dejar de repetir el nombre? —dijo Ron.
—Así que lo único que tengo que hacer es esperar que Snape robe la
Piedra —continuó febrilmente Harry—. Entonces Voldemort podrá venir y
terminar conmigo… Bueno, supongo que Bane estará contento.
Hermione parecía muy asustada, pero tuvo una palabra de consuelo.
—Harry, todos dicen que Dumbledore es el único al que Quien-tú-sabes
siempre ha temido. Con Dumbledore por aquí, Quien-tú-sabes no te tocará.
De todos modos, ¿quién puede decir que los centauros tienen razón? A mí
me parecen adivinos y la profesora McGonagall dice que ésa es una rama
de la magia muy inexacta.
El cielo ya estaba claro cuando terminaron de hablar. Se fueron a la
cama agotados, con las gargantas secas. Pero las sorpresas de aquella noche
no habían terminado.
Cuando Harry abrió la cama encontró su capa invisible, cuidadosamente
doblada. Tenía sujeta una nota:
Por las dudas.
CAPÍTULO 16
A través de la trampilla
E
años venideros, Harry nunca pudo recordar cómo se las había
arreglado para hacer sus exámenes, cuando una parte de él esperaba que
Voldemort entrara por la puerta en cualquier momento. Sin embargo, los
días pasaban y no había dudas de que Fluffy seguía bien y con vida, detrás
de la puerta cerrada.
Hacía mucho calor, en especial en el aula grande donde se examinaban
por escrito. Les habían entregado plumas nuevas, especiales, que habían
sido hechizadas con un encantamiento antitrampa.
También tenían exámenes prácticos. El profesor Flitwick los llamó uno
a uno al aula, para ver si podían hacer que una piña bailara claqué encima
del escritorio. La profesora McGonagall los observó mientras convertían un
ratón en una caja de rapé. Ganaban puntos las cajas más bonitas, pero los
perdían si tenían bigotes. Snape los puso nerviosos a todos, respirando
sobre sus nucas mientras trataban de recordar cómo hacer una poción para
olvidar.
N
Harry lo hizo todo lo mejor que pudo, tratando de hacer caso omiso de
las punzadas que sentía en la frente, un dolor que le molestaba desde la
noche que había estado en el bosque. Neville pensaba que Harry era un caso
grave de nerviosismo, porque no podía dormir por las noches. Pero la
verdad era que Harry se despertaba por culpa de su vieja pesadilla, que se
había vuelto peor, porque la figura encapuchada aparecía chorreando
sangre.
Tal vez porque ellos no habían visto lo que Harry vio en el bosque, o
porque no tenían cicatrices ardientes en la frente, Ron y Hermione no
parecían tan preocupados por la Piedra como Harry. La idea de Voldemort
los atemorizaba, desde luego, pero no los visitaba en sueños y estaban tan
ocupados repasando que no les quedaba tiempo para inquietarse por lo que
Snape o algún otro estuvieran tramando.
El último examen era Historia de la Magia. Una hora respondiendo
preguntas sobre viejos magos chiflados que habían inventado calderos que
revolvían su contenido, y estarían libres, libres durante toda una maravillosa
semana, hasta que recibieran los resultados de los exámenes. Cuando el
fantasma del profesor Binns les dijo que dejaran sus plumas y enrollaran
sus pergaminos, Harry no pudo dejar de alegrarse con el resto.
—Esto ha sido mucho más fácil de lo que pensé —dijo Hermione,
cuando se reunieron con los demás en el parque soleado—. No necesitaba
haber estudiado el Código de Conducta de los Hombres Lobo de 1637 o el
levantamiento de Elfrico el Vehemente.
A Hermione siempre le gustaba volver a repetir los exámenes, pero Ron
dijo que iba a ponerse malo, así que se fueron hacia el lago y se dejaron
caer bajo un árbol. Los gemelos Weasley y Lee Jordan se dedicaban a
pinchar los tentáculos de un calamar gigante que tomaba el sol en la orilla.
—Basta de repasos —suspiró aliviado Ron, estirándose en la hierba—.
Puedes alegrarte un poco, Harry, aún falta una semana para que sepamos lo
mal que nos fue, no hace falta preocuparse ahora.
Harry se frotaba la frente.
—¡Me gustaría saber qué significa esto! —estalló enfadado—. Mi
cicatriz sigue doliéndome. Me ha sucedido antes, pero nunca tanto tiempo
seguido como ahora.
—Ve a ver a la señora Pomfrey —sugirió Hermione.
—No estoy enfermo —dijo Harry—. Creo que es un aviso… significa
que se acerca el peligro…
Ron no podía agitarse, hacía demasiado calor.
—Harry, relájate, Hermione tiene razón, la Piedra está segura mientras
Dumbledore esté aquí. De todos modos, nunca hemos tenido pruebas de que
Snape encontrara la forma de burlar a Fluffy. Casi le arrancó la pierna una
vez, no va a intentarlo de nuevo. Y Neville jugará al quidditch en el equipo
de Inglaterra antes de que Hagrid traicione a Dumbledore.
Harry asintió, pero no pudo evitar la furtiva sensación de que se había
olvidado de hacer algo, algo importante. Cuando trató de explicarlo,
Hermione dijo:
—Eso son los exámenes. Yo me desperté anoche y estuve a punto de
mirar mis apuntes de Transformación, cuando me acordé de que ya
habíamos hecho ese examen.
Pero Harry estaba seguro de que aquella sensación inquietante nada
tenía que ver con los exámenes. Vio una lechuza que volaba hacia el
colegio, por el brillante cielo azul, con una nota en el pico. Hagrid era el
único que le había enviado cartas. Hagrid nunca traicionaría a Dumbledore.
Hagrid nunca le diría a nadie cómo pasar ante Fluffy… nunca… Pero…
Harry, súbitamente, se puso de pie de un salto.
—¿Adónde vas? —preguntó Ron con aire soñoliento.
—Acabo de pensar en algo —dijo Harry. Se había puesto pálido—.
Tenemos que ir a ver a Hagrid ahora.
—¿Por qué? —suspiró Hermione, levantándose.
—¿No os parece un poco raro —dijo Harry, subiendo por la colina
cubierta de hierba— que lo que más deseara Hagrid fuera un dragón, y que
de pronto aparezca un desconocido que casualmente tiene un huevo en el
bolsillo? ¿Cuánta gente anda por ahí con huevos de dragón, que están
prohibidos por las leyes de los magos? Qué suerte tuvo al encontrar a
Hagrid, ¿verdad? ¿Por qué no se me ocurrió antes?
—¿En qué estás pensando? —preguntó Ron, pero Harry echó a correr
por los terrenos que iban hacia el bosque, sin contestarle.
Hagrid estaba sentado en un sillón, fuera de la casa, con los pantalones
y las mangas de la camisa arremangados, y desgranaba guisantes en un gran
recipiente.
—Hola —dijo sonriente—. ¿Habéis terminado los exámenes? ¿Tenéis
tiempo para beber algo?
—Sí, por favor —dijo Ron, pero Harry lo interrumpió.
—No, tenemos prisa, Hagrid, pero tengo que preguntarte algo ¿Te
acuerdas de la noche en que ganaste a Norberto? ¿Cómo era el desconocido
con el que jugaste a las cartas?
—No lo sé —dijo Hagrid sin darle importancia—. No se quitó la capa.
Vio que los tres chicos lo miraban asombrados y levantó las cejas.
—No es tan inusual, hay mucha gente rara en el Cabeza de Puerco, uno
de los bares de la aldea. Podría ser un traficante de dragones, ¿no? No
llegué a verle la cara porque no se quitó la capucha.
Harry se dejó caer cerca del recipiente de los guisantes.
—¿De qué hablaste con él, Hagrid? ¿Mencionaste Hogwarts?
—Puede ser —dijo Hagrid, con rostro ceñudo, tratando de recordar—.
Sí… Me preguntó qué hacía y le dije que era guardabosques aquí… Me
preguntó de qué tipo de animales me ocupaba… se lo expliqué… y le conté
que siempre había querido tener un dragón… y luego… no puedo
recordarlo bien, porque me invitó a muchas copas. Déjame ver… ah sí, me
dijo que tenía el huevo de dragón y que podía jugarlo a las cartas si yo
quería… pero que tenía que estar seguro de que iba a poder con él, no
quería dejarlo en cualquier lado… Así que le dije que, después de Fluffy, un
dragón era algo fácil.
—¿Y él… pareció interesado en Fluffy? —preguntó Harry, tratando de
conservar la calma.
—Bueno… sí… es normal. ¿Cuántos perros con tres cabezas has visto?
Entonces le dije que Fluffy era buenísimo si uno sabía calmarlo: tocando
música se dormía en seguida…
De pronto Hagrid pareció horrorizado.
—¡No debí decir eso! —estalló—. ¡Olvidad que lo dije! Eh… ¿adónde
vais?
Harry, Ron y Hermione no se hablaron hasta llegar al vestíbulo de
entrada, que parecía frío y sombrío, después de haber estado en el parque.
—Tenemos que ir a ver a Dumbledore —dijo Harry—. Hagrid le dijo al
desconocido cómo pasar ante Fluffy, y sólo podía ser Snape o Voldemort,
debajo de la capa… No fue difícil, después de emborrachar a Hagrid. Sólo
espero que Dumbledore nos crea. Firenze nos respaldará, si Bane no lo
detiene. ¿Dónde está el despacho de Dumbledore?
Miraron alrededor, como si esperaran que alguna señal se lo indicara.
Nunca les habían dicho dónde vivía Dumbledore, ni conocían a nadie a
quien hubieran enviado a verlo.
—Tendremos que… —empezó a decir Harry, pero súbitamente una voz
cruzó el vestíbulo.
—¿Qué estáis haciendo los tres aquí dentro?
Era la profesora McGonagall, que llevaba muchos libros.
—Queremos ver al profesor Dumbledore —dijo Hermione con valentía,
según les pareció a Ron y Harry.
—¿Ver al profesor Dumbledore? —repitió la profesora, como si pensara
que era algo inverosímil—. ¿Por qué?
Harry tragó: «¿Y ahora qué?»
—Es algo secreto —dijo, pero de inmediato deseó no haberlo hecho,
porque la profesora McGonagall se enfadó.
—El profesor Dumbledore se fue hace diez minutos —dijo con frialdad
—. Recibió una lechuza urgente del ministro de Magia y salió volando para
Londres de inmediato.
—¿Se fue? —preguntó Harry con aire desesperado—. ¿Ahora?
—El profesor Dumbledore es un gran mago, Potter, y tiene muchos
compromisos…
—Pero esto es importante.
—¿Algo que tú tienes que decir es más importante que el ministro de
Magia, Potter?
—Mire —dijo Harry, dejando de lado toda precaución—, profesora, se
trata de la Piedra Filosofal…
Fue evidente que la profesora McGonagall no esperaba aquello. Los
libros que llevaba se deslizaron al suelo y no se molestó en recogerlos.
—¿Cómo es que sabes…? —farfulló.
—Profesora, creo… sé… que Sna… que alguien va a tratar de robar la
Piedra. Tengo que hablar con el profesor Dumbledore.
La profesora lo miró entre impresionada y suspicaz.
—El profesor Dumbledore regresará mañana —dijo finalmente—. No
sé cómo habéis descubierto lo de la Piedra, pero quedaos tranquilos. Nadie
puede robarla, está demasiado bien protegida.
—Pero profesora…
—Harry, sé de lo que estoy hablando —dijo en tono cortante. Se inclinó
y recogió sus libros—. Os sugiero que salgáis y disfrutéis del sol.
Pero no lo hicieron.
—Será esta noche —dijo Harry, una vez que se aseguraron de que la
profesora McGonagall no podía oírlos—. Snape pasará por la trampilla esta
noche. Ya ha descubierto todo lo que necesitaba saber y ahora ha
conseguido quitar de en medio a Dumbledore. Él envió esa nota, seguro que
el ministro de Magia tendrá una verdadera sorpresa cuando aparezca
Dumbledore.
—Pero ¿qué podemos…?
Hermione tosió. Harry y Ron se volvieron.
Snape estaba allí.
—Buenas tardes —dijo amablemente.
Lo miraron sin decir nada.
—No deberíais estar dentro en un día así —dijo con una rara sonrisa
torcida.
—Nosotros… —comenzó Harry, sin idea de lo que diría.
—Debéis ser más cuidadosos —dijo Snape—. Si os ven andando por
aquí, pueden pensar que vais a hacer alguna cosa mala. Y Gryffindor no
puede perder más puntos, ¿no es cierto?
Harry se ruborizó. Se dieron media vuelta para irse, pero Snape los
llamó.
—Ten cuidado, Potter, otra noche de vagabundeos y yo personalmente
me encargaré de que te expulsen. Que pases un buen día.
Se alejó en dirección a la sala de profesores.
Una vez fuera, en la escalera de piedra, Harry se volvió hacia sus
amigos.
—Bueno, esto es lo que tenemos que hacer —susurró con prisa—. Uno
de nosotros tiene que vigilar a Snape, esperar fuera de la sala de profesores
y seguirlo si sale. Hermione, mejor que eso lo hagas tú.
—¿Por qué yo?
—Es obvio —intervino Ron—. Puedes fingir que estás esperando al
profesor Flitwick, ya sabes cómo —la imitó con voz aguda—: «Oh,
profesor Flitwick, estoy tan preocupada, creo que tengo mal la pregunta
catorce b…»
—Oh, cállate —dijo Hermione, pero estuvo de acuerdo en ir a vigilar a
Snape.
—Y nosotros iremos a vigilar el pasillo del tercer piso —dijo Harry a
Ron—. Vamos.
Pero aquella parte del plan no funcionó. Tan pronto como llegaron a la
puerta que separaba a Fluffy del resto del colegio, la profesora McGonagall
apareció otra vez, salvo que ya había perdido la paciencia.
—Supongo que creeréis que sois los mejores para vencer todos los
encantamientos —dijo con rabia—. ¡Ya son suficientes tonterías! Si me
entero de que habéis vuelto por aquí, os quitaré otros cincuenta puntos para
Gryffindor. ¡Sí, Weasley, de mi propia casa!
Harry y Ron regresaron a la sala común. Justo cuando Harry acababa de
decir: «Al menos Hermione está detrás de Snape», el retrato de la Dama
Gorda se abrió y apareció la muchacha.
—¡Lo siento, Harry! —se quejó—. Snape apareció y me preguntó qué
estaba haciendo, así que le dije que esperaba al profesor Flitwick. Snape fue
a buscarlo, yo tuve que irme y no sé adónde habrá ido Snape.
—Bueno, no queda otro remedio, ¿verdad?
Los otros dos lo miraron asombrados. Estaba pálido y los ojos le
brillaban.
—Iré esta noche y trataré de llegar antes y conseguir la Piedra.
—¡Estás loco! —dijo Ron.
—¡No puedes! —dijo Hermione—. ¿Después de todo lo que han dicho
Snape y McGonagall? ¡Te van a expulsar!
—¿Y qué? —gritó Harry—. ¿No comprendéis? ¡Si Snape consigue la
Piedra, es la vuelta de Voldemort! ¿No habéis oído cómo eran las cosas
cuando él trataba de apoderarse de todo? ¡Ya no habrá ningún colegio para
que nos expulsen! ¡Lo destruirá o lo convertirá en un colegio para las Artes
Oscuras! ¿No os dais cuenta de que perder puntos ya no importa? ¿Creéis
que él dejará que vosotros y vuestras familias estéis tranquilos, si
Gryffindor gana la Copa de las Casas? Si me atrapan antes de que consiga
la Piedra, bueno, tendré que volver con los Dursley y esperar a que
Voldemort me encuentre allí. Será sólo morir un poquito más tarde de lo
que debería haber muerto, porque nunca me pasaré al lado tenebroso. Voy a
entrar por esa trampilla, esta noche, y nada de lo que digáis me detendrá.
Voldemort mató a mis padres, ¿lo recordáis?
Los miró con furia.
—Tienes razón, Harry —dijo Hermione, casi sin voz.
—Voy a llevar la capa invisible —dijo Harry—. Es una suerte haberla
recuperado.
—Pero ¿nos cubrirá a los tres? —preguntó Ron.
—¿A… nosotros tres?
—Oh, vamos, ¿no pensarás que te vamos a dejar ir solo?
—Por supuesto que no —dijo Hermione con voz enérgica—. ¿Cómo
crees que vas a conseguir la Piedra sin nosotros? Será mejor que vaya a
buscar en mis libros, tiene que haber algo que nos sirva…
—Pero si nos atrapan, también os expulsarán a vosotros.
—No, si yo puedo evitarlo —dijo Hermione con severidad—. Flitwick
me dijo en secreto que en su examen tengo ciento doce sobre cien. No me
van a expulsar después de eso.
Tras la cena, los tres se sentaron en la sala común, lejos de todos. Nadie los
molestó: después de todo, ninguno de los de Gryffindor hablaba con Harry,
pero ésa fue la primera noche que no le importó. Hermione revisaba sus
apuntes, confiando en encontrar algunos de los encantamientos que
deberían conjurar. Harry y Ron no hablaban mucho. Ambos pensaban en lo
que harían.
Poco a poco, la sala se fue vaciando y todos se fueron a acostar.
—Será mejor que vayas a buscar la capa —murmuró Ron, mientras Lee
Jordan finalmente se iba, bostezando y desperezándose. Harry corrió por las
escaleras hasta su dormitorio oscuro. Sacó la capa y entonces su mirada se
fijó en la flauta que Hagrid le había regalado para Navidad. La guardó para
utilizarla con Fluffy: no tenía muchas ganas de cantar…
Regresó a la sala común.
—Es mejor que nos pongamos la capa aquí y nos aseguremos de que
nos cubra a los tres… si Filch descubre a uno de nuestros pies andando solo
por ahí…
—¿Qué vais a hacer? —dijo una voz desde un rincón. Neville apareció
detrás de un sillón, aferrado al sapo Trevor, que parecía haber intentado otro
viaje a la libertad.
—Nada, Neville, nada —dijo Harry, escondiendo la capa detrás de la
espalda.
Neville observó sus caras de culpabilidad.
—Vais a salir de nuevo —dijo.
—No, no, no —aseguró Hermione—. No, no haremos nada. ¿Por qué
no te vas a la cama, Neville?
Harry miró al reloj de pie que había al lado de la puerta. No podían
perder más tiempo, Snape ya debía de estar haciendo dormir a Fluffy.
—No podéis iros —insistió Neville—. Os volverán a atrapar. Gryffindor
tendrá más problemas.
—Tú no lo entiendes —dijo Harry—. Esto es importante.
Pero era evidente que Neville haría algo desesperado.
—No dejaré que lo hagáis —dijo, corriendo a ponerse frente al agujero
del retrato—. ¡Voy… voy a pelear con vosotros!
—¡Neville! —estalló Ron—. ¡Apártate de ese agujero y no seas idiota!
—¡No me llames idiota! —dijo Neville—. ¡No me parece bien que
sigáis faltando a las reglas! ¡Y tú fuiste el que me dijo que hiciera frente a la
gente!
—Sí, pero no a nosotros —dijo irritado Ron—. Neville, no sabes lo que
estás haciendo.
Dio un paso hacia Neville y el chico dejó caer al sapo Trevor, que
desapareció de la vista.
—¡Ven entonces, intenta pegarme! —dijo Neville, levantando los puños
—. ¡Estoy listo!
Harry se volvió hacia Hermione.
—Haz algo —dijo desesperado.
Hermione dio un paso adelante.
—Neville —dijo—, de verdad, siento mucho, mucho, esto.
Levantó la varita.
—¡Petrificus totalus! —gritó, señalando a Neville.
Los brazos de Neville se pegaron a su cuerpo. Sus piernas se juntaron.
Todo el cuerpo se le puso rígido, se balanceó y luego cayó bocabajo, rígido
como un tronco.
Hermione corrió a darle la vuelta. Neville tenía la mandíbula rígida y no
podía hablar. Sólo sus ojos se movían, mirándolos horrorizado.
—¿Qué le has hecho? —susurró Harry.
—Es la Inmovilización Total —dijo Hermione angustiada—. Oh,
Neville, lo siento tanto…
—Lo comprenderás después, Neville —dijo Ron, mientras se alejaban
para cubrirse con la capa invisible.
Pero dejar a Neville inmóvil en el suelo no parecía un buen augurio. En
aquel estado de nervios, cada sombra de una estatua les parecía que era
Filch, y cada silbido lejano del viento les parecía Peeves que los perseguía.
Al pie de la primera escalera, divisaron a la Señora Norris.
—Oh, vamos a darle una patada, sólo una vez —murmuró Ron en el
oído de Harry, que negó con la cabeza. Mientras pasaban con cuidado al
lado de la gata, ésta volvió la cabeza con sus ojos como linternas, pero no
los vio.
No se encontraron con nadie más, hasta que llegaron a la escalera que
iba al tercer piso. Peeves estaba flotando a mitad de camino, aflojando la
alfombra para que la gente tropezara.
—¿Quién anda por ahí? —dijo súbitamente, mientras subían hacia él.
Entornó sus malignos ojos negros—. Sé que estáis aquí, aunque no pueda
veros. ¿Aparecidos, fantasmas o estudiantillos detestables?
Se elevó en el aire y flotó, mirándolos de soslayo.
—Llamaré a Filch, debo hacerlo, si algo anda por ahí y es invisible.
Harry tuvo súbitamente una idea.
—Peeves —dijo en un ronco susurro—, el Barón Sanguinario tiene sus
propias razones para ser invisible.
Peeves casi se cayó del aire de la impresión. Se sostuvo a tiempo y
quedó a unos centímetros de la escalera.
—Lo siento mucho, sanguinaria señoría —dijo en tono meloso—. Fue
por mi culpa, ha sido una equivocación… no lo vi… por supuesto que no,
usted es invisible, perdone al viejo Peeves por su broma, señor.
—Tengo asuntos aquí, Peeves —gruñó Harry—. Manténte lejos de este
lugar esta noche.
—Lo haré, señoría, desde luego que lo haré —dijo Peeves, elevándose
otra vez en el aire—. Espero que los asuntos del señor barón salgan a pedir
de boca, yo no lo molestaré.
Y desapareció.
—¡Genial, Harry! —susurró Ron.
Unos pocos segundos más tarde estaban allí, en el pasillo del tercer
piso. La puerta ya estaba entreabierta.
—Bueno, ya lo veis —dijo Harry con calma—. Snape ya ha pasado ante
Fluffy.
Ver la puerta abierta les hizo tomar plena conciencia de aquello a lo que
tenían que enfrentarse. Por debajo de la capa, Harry se volvió hacia los
otros dos.
—Si queréis regresar, no os lo reprocharé —dijo—. Podéis llevaros la
capa, no la voy a necesitar.
—No seas estúpido —dijo Ron.
—Vamos contigo —dijo Hermione.
Harry empujó la puerta.
Cuando la puerta crujió, oyeron unos gruñidos. Los tres hocicos del
perro olfateaban en dirección a ellos, aunque no podía verlos.
—¿Qué tiene en los pies? —susurró Hermione.
—Parece un arpa —dijo Ron—. Snape debe de haberla dejado ahí.
—Debe despertarse en el momento en que se deja de tocar —dijo Harry
—. Bueno, empecemos…
Se llevó a los labios la flauta de Hagrid y sopló. No era exactamente una
melodía, pero desde la primera nota los ojos de la bestia comenzaron a
cerrarse. Harry casi ni respiraba. Poco a poco, los gruñidos se fueron
apagando, se balanceó, cayó de rodillas y luego se derrumbó en el suelo,
profundamente dormido.
—Sigue tocando —advirtió Ron a Harry, mientras salía de la capa y se
arrastraba hasta la trampilla. Podía sentir la respiración caliente y olorosa
del perro, mientras se aproximaba a las gigantescas cabezas.
—Creo que podemos abrir la trampilla —dijo Ron, espiando por encima
del lomo del perro—. ¿Quieres ir delante, Hermione?
—¡No, no quiero!
—Muy bien. —Ron apretó los dientes y anduvo con cuidado sobre las
patas del perro. Se inclinó y tiró de la argolla de la trampilla, que se levantó
y abrió.
—¿Qué puedes ver? —preguntó Hermione con ansiedad.
—Nada… sólo oscuridad… no hay forma de bajar, hay que dejarse caer.
Harry, que seguía tocando la flauta, hizo un gesto para llamar la
atención de Ron y se señaló a sí mismo.
—¿Quieres ir primero? ¿Estás seguro? —dijo Ron—. No sé cómo es de
profundo ese lugar. Dale la flauta a Hermione, para que pueda seguir
haciéndolo dormir.
Harry le entregó la flauta y, en esos segundos de silencio, el perro gruñó
y se estiró, pero en cuanto Hermione comenzó a tocar volvió a su sueño
profundo.
Harry se acercó y miró hacia abajo. No se veía el fondo.
Se descolgó por la abertura y quedó suspendido de los dedos. Miró a
Ron y dijo:
—Si algo me sucede, no sigáis. Id directamente a la lechucería y enviad
a Hedwig a Dumbledore. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió Ron.
—Nos veremos en un minuto, espero…
Y Harry se dejó caer. Frío, aire húmedo mientras caía, caía, caía y…
Aterrizó en algo mullido, con un ruido suave y extraño. Se
incorporó y miró alrededor, con ojos desacostumbrados a la penumbra.
Parecía que estaba sentado sobre una especie de planta.
—¡Todo bien! —gritó al cuadradito de luz del tamaño de un sello, que
era la abertura de la trampilla—. ¡Fue un aterrizaje suave, puedes saltar!
Ron lo siguió de inmediato. Aterrizó al lado de Harry.
—¿Qué es esta cosa? —fueron sus primeras palabras.
—No sé, alguna clase de planta. Supongo que está aquí para detener la
caída. ¡Vamos, Hermione!
La música lejana se detuvo. Se oyó un fuerte ladrido, pero Hermione ya
había saltado. Cayó al otro lado de Harry.
—Debemos de estar a kilómetros debajo del colegio —dijo la niña.
—Me alegro de que esta planta esté aquí —dijo Ron.
—¿Te alegras? —gritó Hermione—. ¡Miraos!
Hermione saltó y chocó contra una pared húmeda. Tuvo que luchar
porque, en el momento en que cayó, la planta comenzó a extenderse como
una serpiente para sujetarle los tobillos. Harry y Ron, mientras tanto, ya
tenían las piernas totalmente cubiertas, sin que se hubieran dado cuenta.
Hermione pudo liberarse antes de que la planta la atrapara. En aquel
momento miraba horrorizada, mientras los chicos luchaban para quitarse la
planta de encima, pero mientras más luchaban, la planta los envolvía con
más rapidez.
—¡Dejad de moveros! —ordenó Hermione—. Sé lo que es esto. ¡Es un
lazo del diablo!
—Oh, me alegro mucho de saber cómo se llama, es de gran ayuda —
gruñó Ron, tratando de evitar que la planta trepara por su cuello.
—¡Calla, estoy tratando de recordar cómo matarla! —dijo Hermione.
—¡Bueno, date prisa, no puedo respirar! —jadeó Harry, mientras la
planta le oprimía el pecho.
—Lazo del diablo, lazo del diablo… ¿Qué dijo la profesora Sprout?…
Le gusta la oscuridad y la humedad…
—¡Entonces enciende un fuego! —dijo Harry.
—Sí… por supuesto… ¡pero no tengo madera! —gimió Hermione,
retorciéndose las manos.
¡PAF!
—¿TE HAS VUELTO LOCA? —preguntó Ron—. ¿ERES UNA BRUJA O NO?
—¡Oh, de acuerdo! —dijo Hermione. Agitó su varita, murmuró algo y
envió a la planta unas llamas azules como las que había utilizado con
Snape. En segundos, los dos muchachos sintieron que se aflojaban las
ligaduras, mientras la planta se retiraba a causa de la luz y el calor.
Retorciéndose y alejándose, se desprendió de sus cuerpos y pudieron
moverse.
—Me alegro de que hayas aprendido bien Herbología, Hermione —dijo
Harry, mientras se acercaba a la pared, secándose el sudor de la cara.
—Sí —dijo Ron—, y yo me alegro de que Harry no pierda la cabeza en
las crisis. Porque eso de «no tengo madera»… francamente…
—Por aquí —dijo Harry, señalando un pasadizo de piedra que era el
único camino.
Lo único que podían oír, además de sus pasos, era el goteo del agua en
las paredes. El pasadizo bajaba oblicuamente y Harry se acordó de
Gringotts. Con un desagradable sobresalto, recordó a los dragones que
decían que custodiaban las cámaras, en el banco de los magos. Si
encontraban un dragón, un dragón más grande… Con Norberto ya habían
tenido suficiente…
—¿Oyes algo? —susurró Ron.
Harry escuchó. Un leve tintineo y un crujido, que parecían proceder de
delante.
—¿Crees que será un fantasma?
—No lo sé… a mí me parecen alas.
Llegaron hasta el final del pasillo y vieron ante ellos una habitación
brillantemente iluminada, con el techo curvándose sobre ellos. Estaba llena
de pajaritos brillantes que volaban por toda la habitación. En el lado
opuesto, había una pesada puerta de madera.
—¿Crees que nos atacarán si cruzamos la habitación? —preguntó Ron.
—Es probable —contestó Harry—. No parecen muy malos, pero
supongo que si se tiran todos juntos… Bueno, no hay nada que hacer… voy
a correr.
Respiró profundamente, se cubrió la cara con los brazos y cruzó
corriendo la habitación. Esperaba sentir picos agudos y garras desgarrando
su cuerpo, pero no sucedió nada. Alcanzó la puerta sin que lo tocaran.
Movió la manija, pero estaba cerrada con llave.
Los otros dos lo imitaron. Tiraron y empujaron, pero la puerta no se
movía, ni siquiera cuando Hermione probó con su hechizo de Alohomora.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Ron.
—Esos pájaros… no pueden estar sólo por decoración —dijo Hermione.
Observaron los pájaros, que volaban sobre sus cabezas, brillando…
¿Brillando?
—¡No son pájaros! —dijo de pronto Harry—. ¡Son llaves! Llaves
aladas, mirad bien. Entonces eso debe significar… —Miró alrededor de la
habitación, mientras los otros observaban la bandada de llaves—. Sí…
mirad ahí. ¡Escobas! ¡Tenemos que conseguir la llave de la puerta!
—¡Pero hay cientos de llaves!
Ron examinó la cerradura de la puerta.
—Tenemos que buscar una llave grande, antigua, de plata,
probablemente, como la manija.
Cada uno cogió una escoba y de una patada estuvieron en el aire,
remontándose entre la nube de llaves. Trataban de atraparlas, pero las llaves
hechizadas se movían tan rápidamente que era casi imposible sujetarlas.
Pero no por nada Harry era el más joven buscador del siglo. Tenía un
don especial para detectar cosas que la otra gente no veía. Después de unos
minutos moviéndose entre el remolino de plumas de todos los colores,
detectó una gran llave de plata, con un ala torcida, como si ya la hubieran
atrapado y la hubieran introducido con brusquedad en la cerradura.
—¡Es ésa! —gritó a los otros—. Esa grande… allí… no, ahí… Con alas
azul brillante… las plumas están aplastadas por un lado.
Ron se lanzó a toda velocidad en aquella dirección, chocó contra el
techo y casi se cae de la escoba.
—¡Tenemos que encerrarla! —gritó Harry, sin quitar los ojos de la llave
con el ala estropeada—. Ron, ven desde arriba, Hermione, quédate abajo y
no la dejes descender. Yo trataré de atraparla. Bien: ¡AHORA!
Ron se lanzó en picado, Hermione subió en vertical, la llave los esquivó
a ambos, y Harry se lanzó tras ella. Iban a toda velocidad hacia la pared,
Harry se inclinó hacia delante y, con un ruido desagradable, la aplastó
contra la piedra con una sola mano. Los vivas de Ron y Hermione
retumbaron por la habitación.
Aterrizaron rápidamente y Harry corrió a la puerta, con la llave
retorciéndose en su mano. La metió en la cerradura y le dio la vuelta…
Funcionaba. En el momento en que se abrió la cerradura, la llave salió
volando otra vez, con aspecto de derrotada, pues ya la habían atrapado dos
veces.
—¿Listos? —preguntó Harry a los otros dos, con la mano en la manija
de la puerta. Asintieron. Abrió la puerta.
La habitación siguiente estaba tan oscura que no pudieron ver nada.
Pero cuando estuvieron dentro la luz súbitamente inundó el lugar, para
revelar un espectáculo asombroso.
Estaban en el borde de un enorme tablero de ajedrez, detrás de las
piezas negras, que eran todas tan altas como ellos y construidas en lo que
parecía piedra. Frente a ellos, al otro lado de la habitación, estaban las
piezas blancas. Harry, Ron y Hermione se estremecieron: las piezas blancas
no tenían rostros.
—¿Ahora qué hacemos? —susurró Harry.
—Está claro, ¿no? —dijo Ron—. Tenemos que jugar para cruzar la
habitación.
Detrás de las piezas blancas pudieron ver otra puerta.
—¿Cómo? —dijo Hermione con nerviosismo.
—Creo —contestó Ron— que vamos a tener que ser piezas.
Se acercó a un caballero negro y levantó la mano para tocar el caballo.
De inmediato, la piedra cobró vida. El caballo dio una patada en el suelo y
el caballero se levantó la visera del casco, para mirar a Ron.
—¿Tenemos que… unirnos a ustedes para poder cruzar?
El caballero negro asintió con la cabeza. Ron se volvió a los otros dos.
—Esto hay que pensarlo… —dijo—. Supongo que tenemos que ocupar
el lugar de tres piezas negras.
Harry y Hermione esperaron en silencio, mientras Ron pensaba. Por fin
dijo:
—Bueno, no os ofendáis, pero ninguno de vosotros es muy bueno en
ajedrez…
—No nos ofendemos —dijo rápidamente Harry—. Simplemente dinos
qué tenemos que hacer.
—Bueno, Harry, tú ocupa el lugar de ese alfil y tú, Hermione, ponte ahí,
en lugar de esa torre.
—¿Y qué pasa contigo?
—Yo seré un caballo.
Las piezas parecieron haber escuchado porque, ante esas palabras, un
caballo, un alfil y una torre dieron la espalda a las piezas blancas y salieron
del tablero, dejando libres tres cuadrados que Harry, Ron y Hermione
ocuparon.
—Las blancas siempre juegan primero en el ajedrez —dijo Ron,
mirando al otro lado del tablero—. Sí… mirad.
Un peón blanco se movió hacia delante.
Ron comenzó a dirigir a las piezas negras. Se movían silenciosamente
cuando los mandaba. A Harry le temblaban las rodillas. ¿Y si perdían?
—Harry… muévete en diagonal, cuatro casillas a la derecha.
La primera verdadera impresión llegó cuando el otro caballo fue
capturado. La reina blanca lo golpeó contra el tablero y lo arrastró hacia
fuera, donde se quedó inmóvil, bocabajo.
—Tuve que dejar que sucediera —dijo Ron, conmovido—. Te deja libre
para coger ese alfil. Vamos, Hermione.
Cada vez que uno de sus hombres perdía, las piezas blancas no
mostraban compasión. Muy pronto, hubo un grupo de piezas negras
desplomadas a lo largo de la pared. Dos veces, Ron se dio cuenta justo a
tiempo para salvar a Harry y Hermione del peligro. Él mismo jugó por todo
el tablero, atrapando casi tantas piezas blancas como las negras que habían
perdido.
—Ya casi estamos —murmuró de pronto—. Dejadme pensar… dejadme
pensar.
La reina blanca volvió su cara sin rostro hacia Ron.
—Sí… —murmuró Ron—. Es la única forma… tengo que dejar que me
cojan.
—¡NO! —gritaron Harry y Hermione.
—¡Esto es ajedrez! —dijo enfadado Ron—. ¡Hay que hacer algunos
sacrificios! Yo haré mi movimiento y ella me cogerá… Eso te dejará libre
para hacer jaque mate al rey, Harry.
—Pero…
—¿Quieres detener a Snape o no?
—Ron…
—¡Si no os dais prisa va a conseguir la Piedra!
No había nada que hacer.
—¿Listo? —preguntó Ron, con el rostro pálido pero decidido—. Allá
voy, y no os quedéis una vez que hayáis ganado.
Se movió hacia delante y la reina blanca saltó. Golpeó a Ron con fuerza
en la cabeza con su brazo de piedra y el chico se derrumbó en el suelo.
Hermione gritó, pero se quedó en su casillero. La reina blanca arrastró a
Ron a un lado. Parecía desmayado.
Muy conmovido, Harry se movió tres casilleros a la izquierda. El rey
blanco se quitó la corona y la arrojó a los pies de Harry. Habían ganado. Las
piezas saludaron y se fueron, dejando libre la puerta. Con una última mirada
de desesperación hacia Ron, Harry y Hermione corrieron hacia la salida y
subieron por el siguiente pasadizo.
—¿Y si él está…?
—Él estará bien —dijo Harry, tratando de convencerse a sí mismo—.
¿Qué crees que nos queda?
—Tuvimos a Sprout en el lazo del diablo, Flitwick debe de haber
hechizado las llaves, y McGonagall transformó a las piezas de ajedrez. Eso
nos deja el hechizo de Quirrell y el de Snape…
Habían llegado a otra puerta.
—¿Todo bien? —susurró Harry.
—Adelante.
Harry empujó y abrió.
Un tufo desagradable los invadió, haciendo que se taparan la nariz con
la túnica. Con ojos que lagrimeaban debido al olor, vieron, aplastado en el
suelo frente a ellos, un trol más grande que el que habían derribado,
inconsciente y con un bulto sangrante en la cabeza.
—Me alegro de que no tengamos que pelear con éste —susurró Harry,
mientras pasaban con cuidado sobre una de las enormes piernas—. Vamos,
no puedo respirar.
Abrió la próxima puerta, los dos casi sin atreverse a ver lo que seguía…
Pero no había nada terrorífico allí, sólo una mesa con siete botellas de
diferente tamaño puestas en fila.
—Snape —dijo Harry—. ¿Qué tenemos que hacer?
Pasaron el umbral y de inmediato un fuego se encendió detrás de ellos.
No era un fuego común, era púrpura. Al mismo tiempo, llamas negras se
encendieron delante. Estaban atrapados.
—¡Mira! —Hermione cogió un rollo de papel, que estaba cerca de las
botellas. Harry miró por encima de su hombro para leerlo:
El peligro yace ante ti, mientras la seguridad está detrás,
dos queremos ayudarte, cualquiera que encuentres,
una entre nosotras siete te dejará adelantarte,
otra llevará al que lo beba para atrás,
dos contienen sólo vino de ortiga,
tres son mortales, esperando escondidos en la fila.
Elige, a menos que quieras quedarte para siempre,
para ayudarte en tu elección, te damos cuatro claves:
Primera, por más astucia que tenga el veneno para ocultarse
siempre encontrarás alguno al lado izquierdo del vino de ortiga;
Segunda, son diferentes las que están en los extremos, pero si
quieres moverte hacia delante, ninguna es tu amiga;
Tercera, como claramente ves, todas tenemos tamaños diferentes: Ni
el enano ni el gigante guardan la muerte en su interior;
Cuarta, la segunda a la izquierda y la segunda a la derecha son
gemelas una vez que las pruebes, aunque a primera vista sean
diferentes.
Hermione dejó escapar un gran suspiro y Harry, sorprendido, vio que
sonreía, lo último que había esperado que hiciera.
—Muy bueno —dijo Hermione—. Esto no es magia… es lógica… es
un acertijo. Muchos de los más grandes magos no han tenido una gota de
lógica y se quedarían aquí para siempre.
—Pero nosotros también, ¿no?
—Por supuesto que no —dijo Hermione—. Lo único que necesitamos
está en este papel. Siete botellas: tres con veneno, dos con vino, una nos
llevará a salvo a través del fuego negro y la otra hacia atrás, por el fuego
púrpura.
—Pero ¿cómo sabremos cuál beber?
—Dame un minuto.
Hermione leyó el papel varias veces. Luego paseó de un lado al otro de
la fila de botellas, murmurando y señalándolas. Al fin, se golpeó las manos.
—Lo tengo —dijo—. La más pequeña nos llevará por el fuego negro,
hacia la Piedra.
Harry miró a la diminuta botella.
—Aquí hay sólo para uno de nosotros —dijo—. No hay más que un
trago.
Se miraron.
—¿Cuál nos hará volver por entre las llamas púrpura?
Hermione señaló una botella redonda del extremo derecho de la fila.
—Tú bebe de ésa —dijo Harry—. No: vuelve, busca a Ron y coge las
escobas del cuarto de las llaves voladoras. Con ellas podréis salir por la
trampilla sin que os vea Fluffy. Id directamente a la lechucería y enviad a
Hedwig a Dumbledore, lo necesitamos. Puede ser que yo detenga un poco a
Snape, pero la verdad es que no puedo igualarlo.
—Pero Harry… ¿y si Quien-tú-sabes está con él?
—Bueno, ya tuve suerte una vez, ¿no? —dijo Harry, señalando su
cicatriz—. Puede ser que la tenga de nuevo.
Los labios de Hermione temblaron, y de pronto se lanzó sobre Harry y
lo abrazó.
—¡Hermione!
—Harry… Eres un gran mago, ya lo sabes.
—No soy tan bueno como tú —contestó muy incómodo, mientras ella
lo soltaba.
—¡Yo! —exclamó Hermione—. ¡Libros! ¡Inteligencia! Hay cosas
mucho más importantes, amistad y valentía y… ¡Oh, Harry, ten cuidado!
—Bebe primero —dijo Harry—. Estás segura de cuál es cuál, ¿no?
—Totalmente —dijo Hermione. Se tomó de un trago el contenido de la
botellita redondeada y se estremeció.
—No es veneno, ¿verdad? —dijo Harry con voz anhelante.
—No… pero parece hielo.
—Rápido, vete, antes de que se termine el efecto.
—Buena suerte… ten cuidado…
—¡VETE!
Hermione giró en redondo y pasó directamente a través del fuego
púrpura.
Harry respiró profundamente y cogió la más pequeña de las botellas. Se
enfrentó a las llamas negras.
—Allá voy —dijo, y se bebió el contenido de un trago.
Era realmente como si tragara hielo. Dejó la botella y fue hacia delante.
Se dio ánimo al ver que las llamas negras lamían su cuerpo pero no lo
quemaban. Durante un momento no pudo ver más que fuego oscuro. Luego
se encontró al otro lado, en la última habitación.
Ya había alguien allí. Pero no era Snape. Y tampoco era Voldemort.
CAPÍTULO 17
El hombre con dos caras
E
Quirrell.
—¡Usted! —exclamó Harry.
Quirrell sonrió. Su rostro no tenía ni sombra del tic.
—Yo —dijo con calma— me preguntaba si me iba a encontrar contigo
aquí, Potter.
—Pero yo pensé… Snape…
—¿Severus? —Quirrell rió, y no fue con su habitual sonido tembloroso
y entrecortado, sino con una risa fría y aguda—. Sí, Severus parecía ser el
indicado, ¿no? Fue muy útil tenerlo dando vueltas como un murciélago
enorme. Al lado de él ¿quién iba a sospechar del po-pobre tar-tamudo pprofesor Quirrell?
Harry no podía aceptarlo. Aquello no podía ser verdad, no podía ser.
—¡Pero Snape trató de matarme!
—No, no, no. Yo traté de matarte. Tu amiga, la señorita Granger,
accidentalmente me atropelló cuando corría a prenderle fuego a Snape, en
ese partido de quidditch. Y rompió el contacto visual que yo tenía contigo.
Unos segundos más y te habría hecho caer de esa escoba. Y ya lo habría
RA
conseguido, si Snape no hubiera estado murmurando un contramaleficio,
tratando de salvarte.
—¿Snape trataba de salvarme a mí?
—Por supuesto —dijo fríamente Quirrell—. ¿Por qué crees que quiso
ser árbitro en el siguiente partido? Estaba tratando de asegurarse de que yo
no pudiera hacerlo otra vez. Gracioso, en realidad… no necesitaba
molestarse. No podía hacer nada con Dumbledore mirando. Todos los otros
profesores creyeron que Snape trataba de impedir que Gryffindor ganase, se
ha hecho muy impopular… Y qué pérdida de tiempo cuando, después de
todo eso, voy a matarte esta noche.
Quirrell chasqueó los dedos. Unas sogas cayeron del aire y se
enroscaron en el cuerpo de Harry, sujetándolo con fuerza.
—Eres demasiado molesto para vivir, Potter. Deslizándote por el
colegio, como en Halloween, porque me descubriste cuando iba a ver qué
era lo que vigilaba la Piedra.
—¿Usted fue el que dejó entrar al trol?
—Claro. Yo tengo un don especial con esos monstruos. ¿No viste lo que
le hice al que estaba en la otra habitación? Desgraciadamente, cuando todos
andaban corriendo por ahí para buscarte, Snape, que ya sospechaba de mí,
fue directamente al tercer piso para ganarme de mano, y no sólo hizo que
mi monstruo no pudiera matarte, sino que ese perro de tres cabezas no
mordió la pierna de Snape de la manera en que debería haberlo hecho…
Hizo una pausa:
—Ahora, espera tranquilo, Potter. Necesito examinar este interesante
espejo.
De pronto, Harry vio lo que estaba detrás de Quirrell. Era el espejo de
Oesed.
—Este espejo es la llave para poder encontrar la Piedra —murmuró
Quirrell, dando golpecitos alrededor del marco—. Era de esperar que
Dumbledore hiciera algo así… pero él está en Londres… Cuando pueda
volver, yo ya estaré muy lejos.
Lo único que se le ocurrió a Harry fue tratar de que Quirrell siguiera
hablando y dejara de concentrarse en el espejo.
—Los vi a usted y a Snape en el bosque… —dijo de golpe.
—Sí —dijo Quirrell, sin darle importancia, paseando alrededor del
espejo para ver la parte posterior—. Me estaba siguiendo, tratando de
averiguar hasta dónde había llegado. Siempre había sospechado de mí.
Trató de asustarme… Como si pudiera, cuando yo tengo a lord Voldemort
de mi lado…
Quirrell salió de detrás del espejo y se miró en él con enfado.
—Veo la Piedra… se la presento a mi maestro… pero ¿dónde está?
Harry luchó con las sogas que lo ataban, pero no se aflojaron. Tenía que
evitar que Quirrell centrara toda su atención en el espejo.
—Pero Snape siempre pareció odiarme mucho.
—Oh, sí —dijo Quirrell, con aire casual—, claro que sí. Estaba en
Hogwarts con tu padre, ¿no lo sabías? Se detestaban. Pero nunca quiso que
estuvieras muerto.
—Pero hace unos días yo lo oí a usted, llorando… Pensé que Snape lo
estaba amenazando…
Por primera vez, un espasmo de miedo cruzó el rostro de Quirrell.
—Algunas veces —dijo— me resulta difícil seguir las instrucciones de
mi maestro… Él es un gran mago y yo soy débil…
—¿Quiere decir que él estaba en el aula con usted? —preguntó Harry.
—Él está conmigo dondequiera que vaya —dijo con calma Quirrell—.
Lo conocí cuando viajaba por el mundo. Yo era un joven tonto, lleno de
ridículas ideas sobre el mal y el bien. Lord Voldemort me demostró lo
equivocado que estaba. No hay ni mal ni bien, sólo hay poder y personas
demasiado débiles para buscarlo… Desde entonces le he servido fielmente,
aunque muchas veces le he fallado. Tuvo que ser muy severo conmigo. —
Quirrell se estremeció súbitamente—. No perdona fácilmente los errores.
Cuando fracasé en robar esa Piedra de Gringotts, se disgustó mucho. Me
castigó… decidió que tenía que vigilarme muy de cerca…
La voz de Quirrell se apagó. Harry recordó su viaje al callejón
Diagon… ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Había visto a Quirrell
aquel mismo día y se habían estrechado las manos en el Caldero
Chorreante.
Quirrell maldijo entre dientes.
—No comprendo… ¿La Piedra está dentro del espejo? ¿Tengo que
romperlo?
La mente de Harry funcionaba a toda máquina.
«Lo que más deseo en el mundo en este momento —pensó— es
encontrar la Piedra antes de que lo haga Quirrell. Entonces, si miro en el
espejo, podría verme encontrándola… ¡Lo que quiere decir que veré dónde
está escondida! Pero ¿cómo puedo mirar sin que Quirrell se dé cuenta de lo
que quiero hacer?
Trató de torcerse hacia la izquierda, para ponerse frente al espejo sin
que Quirrell lo notara, pero las sogas que tenía alrededor de los tobillos
estaban tan tensas que lo hicieron caer. Quirrell no le prestó atención.
Seguía hablando para sí mismo.
—¿Qué hace este espejo? ¿Cómo funciona? ¡Ayúdame, Maestro!
Y, para el horror de Harry, una voz le respondió, una voz que parecía
salir del mismo Quirrell.
—Utiliza al muchacho… Utiliza al muchacho…
Quirrell se volvió hacia Harry.
—Sí… Potter… ven aquí.
Hizo sonar las manos una vez y las sogas cayeron. Harry se puso
lentamente de pie.
—Ven aquí —repitió Quirrell—. Mira en el espejo y dime lo que ves.
Harry se aproximó.
«Tengo que mentir —pensó, desesperado—, tengo que mirar y mentir
sobre lo que veo, eso es todo.»
Quirrell se le acercó por detrás. Harry respiró el extraño olor que
parecía salir del turbante de Quirrell. Cerró los ojos, se detuvo frente al
espejo y los volvió a abrir.
Se vio reflejado, muy pálido y con cara de asustado. Pero un momento
más tarde, su reflejo le sonrió. Puso la mano en el bolsillo y sacó una piedra
de color sangre. Le guiñó un ojo y volvió a guardar la Piedra en el bolsillo
y, cuando lo hacía, Harry sintió que algo pesado caía en su bolsillo real. De
alguna manera (era algo increíble) había conseguido la Piedra.
—¿Bien? —dijo Quirrell con impaciencia—. ¿Qué es lo que ves?
Harry, haciendo de tripas corazón, contestó:
—Me veo con Dumbledore, estrechándonos las manos —inventó—.
Yo… he ganado la Copa de las Casas para Gryffindor.
Quirrell maldijo otra vez.
—Quítate de ahí —dijo. Cuando Harry se hizo a un lado, sintió la
Piedra Filosofal contra su pierna. ¿Se atrevería a escapar?
Pero no había dado cinco pasos cuando una voz aguda habló, aunque
Quirrell no movía los labios.
—Él miente… él miente…
—¡Potter, vuelve aquí! —gritó Quirrell—. ¡Dime la verdad! ¿Qué es lo
que has visto?
La voz aguda se oyó otra vez.
—Déjame hablar con él… cara a cara…
—¡Maestro, no está lo bastante fuerte todavía!
—Tengo fuerza suficiente… para esto.
Harry sintió como si el lazo del diablo lo hubiera clavado en el suelo.
No podía mover ni un músculo. Petrificado, observó a Quirrell, que
empezaba a desenvolver su turbante. ¿Qué iba a suceder? El turbante cayó.
La cabeza de Quirrell parecía extrañamente pequeña sin él. Entonces,
Quirrell se dio la vuelta lentamente.
Harry hubiera querido gritar, pero no podía dejar salir ningún sonido.
Donde tendría que haber estado la nuca de Quirrell, había un rostro, la cara
más terrible que Harry hubiera visto en su vida. Era de color blanco tiza,
con brillantes ojos rojos y ranuras en vez de fosas nasales, como las
serpientes.
—Harry Potter… —susurró.
Harry trató de retroceder, pero sus piernas no le respondían.
—¿Ves en lo que me he convertido? —dijo la cara—. No más que en
sombra y quimera… Tengo forma sólo cuando puedo compartir el cuerpo
de otro… Pero siempre ha habido seres deseosos de dejarme entrar en sus
corazones y en sus mentes… La sangre de unicornio me ha dado fuerza en
estas semanas pasadas… tú viste al leal Quirrell bebiéndola para mí en el
bosque… y una vez que tenga el Elixir de la Vida seré capaz de crear un
cuerpo para mí… Ahora… ¿por qué no me entregas la Piedra que tienes en
el bolsillo?
Entonces él lo sabía. La idea hizo que de pronto las piernas de Harry se
tambalearan.
—No seas tonto —se burló el rostro—. Mejor que salves tu propia vida
y te unas a mí… o tendrás el mismo final que tus padres… Murieron
pidiéndome misericordia…
—¡MENTIRA! —gritó de pronto Harry.
Quirrell andaba hacia atrás, para que Voldemort pudiera mirarlo. La cara
maligna sonreía.
—Qué conmovedor —dijo—. Siempre consideré la valentía… Sí,
muchacho, tus padres eran valientes… Maté primero a tu padre y luchó con
valor… Pero tu madre no tenía que morir… ella trataba de protegerte…
Ahora, dame esa Piedra, a menos que quieras que tu madre haya muerto en
vano.
—¡NUNCA!
Harry se movió hacia la puerta en llamas, pero Voldemort gritó:
¡ATRÁPALO! y, al momento siguiente, Harry sintió la mano de Quirrell
sujetando su muñeca. De inmediato, un dolor agudo atravesó su cicatriz y
sintió como si la cabeza fuera a partírsele en dos. Gritó, luchando con todas
sus fuerzas y, para su sorpresa, Quirrell lo soltó. El dolor en la cabeza
amainó…
Miró alrededor para ver dónde estaba Quirrell y lo vio doblado de dolor,
mirándose los dedos, que se ampollaban ante sus ojos.
—¡ATRÁPALO! ¡Atrápalo! —rugía otra vez Voldemort, y Quirrell
arremetió contra Harry, haciéndolo caer al suelo y apretándole el cuello con
las dos manos… La cicatriz de Harry casi lo enceguecía de dolor y, sin
embargo, pudo ver a Quirrell chillando desesperado.
—Maestro, no puedo sujetarlo… ¡Mis manos… mis manos!
Y Quirrell, aunque mantenía sujeto a Harry aplastándolo con las
rodillas, le soltó el cuello y contempló, aterrorizado, sus manos. Harry vio
que estaban quemadas, en carne viva, con ampollas rojas y brillantes.
—¡Entonces mátalo, idiota, y termina de una vez! —exclamó
Voldemort.
Quirrell levantó la mano para lanzar un maleficio mortal, pero Harry,
instintivamente, se incorporó y se aferró a la cara de Quirrell.
—¡AAAAAAH!
Quirrell se apartó, con el rostro también quemado, y entonces Harry se
dio cuenta: Quirrell no podía tocar su piel sin sufrir un dolor terrible. Su
única oportunidad era sujetar a Quirrell, que sintiera tanto dolor como para
impedir que hiciera el maleficio…
Harry se puso de pie de un salto, cogió a Quirrell de un brazo y lo
apretó con fuerza. Quirrell gritó y trató de empujar a Harry. El dolor de
cabeza de éste aumentaba y el muchacho no podía ver, solamente podía oír
los terribles gemidos de Quirrell y los aullidos de Voldemort: ¡MÁTALO!
¡MÁTALO!, y otras voces, tal vez sólo en su cabeza, gritando: «¡Harry!
¡Harry!».
Sintió que el brazo de Quirrell se iba soltando, supo que estaba perdido,
sintió que todo se oscurecía y que caía… caía… caía…
Algo dorado brillaba justo encima de él. ¡La snitch! Trató de atraparla, pero
sus brazos eran muy pesados.
Pestañeó. No era la snitch. Eran un par de gafas. Qué raro.
Pestañeó otra vez. El rostro sonriente de Albus Dumbledore se agitaba
ante él.
—Buenas tardes, Harry —dijo Dumbledore.
Harry lo miró asombrado. Entonces recordó.
—¡Señor! ¡La Piedra! ¡Era Quirrell! ¡Él tiene la Piedra! Señor, rápido…
—Cálmate, querido muchacho, estás un poco atrasado —dijo
Dumbledore—. Quirrell no tiene la Piedra.
—¿Entonces quién la tiene? Señor, yo…
—Harry, por favor, cálmate, o la señora Pomfrey me echará de aquí.
Harry tragó y miró alrededor. Se dio cuenta de que debía de estar en la
enfermería. Estaba acostado en una cama, con sábanas blancas de hilo, y
cerca había una mesa, con una enorme cantidad de paquetes, que parecían
la mitad de la tienda de golosinas
—Regalos de tus amigos y admiradores —dijo Dumbledore, radiante—.
Lo que sucedió en las mazmorras entre tú y el profesor Quirrell es
completamente secreto, así que, naturalmente, todo el colegio lo sabe. Creo
que tus amigos, los señores Fred y George Weasley, son responsables de
tratar de enviarte un inodoro. No dudo que pensaron que eso te divertiría.
Sin embargo, la señora Pomfrey consideró que no era muy higiénico y lo
confiscó.
—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
—Tres días. El señor Ronald Weasley y la señorita Granger estarán muy
aliviados al saber que has recuperado el conocimiento. Han estado
sumamente preocupados.
—Pero señor, la Piedra…
—Veo que no quieres que te distraiga. Muy bien, la Piedra. El profesor
Quirrell no te la pudo quitar. Yo llegué a tiempo para evitarlo, aunque debo
decir que lo estabas haciendo muy bien.
—¿Usted llegó? ¿Recibió la lechuza que envió Hermione?
—Nos debimos cruzar en el aire. En cuanto llegué a Londres, me di
cuenta de que el lugar en donde debía estar era el que había dejado. Llegué
justo a tiempo para quitarte a Quirrell de encima…
—Fue usted.
—Tuve miedo de haber llegado demasiado tarde.
—Casi fue así, no habría podido aguantar mucho más sin que me
quitara la Piedra…
—No por la Piedra, muchacho, por ti… El esfuerzo casi te mata.
Durante un terrible momento tuve miedo de que fuera así. En lo que se
refiere a la Piedra, fue destruida.
—¿Destruida? —dijo Harry sin entender—. Pero su amigo… Nicolás
Flamel…
—¡Oh, sabes lo de Nicolás! —dijo contento Dumbledore—. Hiciste
bien los deberes, ¿no es cierto? Bien, Nicolás y yo tuvimos una pequeña
charla y estuvimos de acuerdo en que era lo mejor.
—Pero eso significa que él y su mujer van a morir, ¿no?
—Tienen suficiente Elixir guardado para poner sus asuntos en orden y
luego, sí, van a morir.
Dumbledore sonrió ante la expresión de desconcierto que se veía en el
rostro de Harry.
—Para alguien tan joven como tú, estoy seguro de que parecerá
increíble, pero para Nicolás y Perenela será realmente como irse a la cama,
después de un día muy, muy largo. Después de todo, para una mente bien
organizada, la muerte no es más que la siguiente gran aventura. Sabes, la
Piedra no era realmente algo tan maravilloso. ¡Todo el dinero y la vida que
uno pueda desear! Las dos cosas que la mayor parte de los seres humanos
elegirían… El problema es que los humanos tienen el don de elegir
precisamente las cosas que son peores para ellos.
Harry yacía allí, sin saber qué decir. Dumbledore canturreó durante un
minuto y después sonrió hacia el techo.
—¿Señor? —dijo Harry—. Estuve pensando… Señor, aunque la Piedra
ya no esté, Vol… quiero decir Quién-usted-sabe…
—Llámalo Voldemort, Harry. Utiliza siempre el nombre correcto de las
cosas. El miedo a un nombre aumenta el miedo a la cosa que se nombra.
—Sí, señor. Bien, Voldemort intentará volver de nuevo, ¿no? Quiero
decir… No se ha ido, ¿verdad?
—No, Harry, no se ha ido. Está por ahí, en algún lugar, tal vez buscando
otro cuerpo para compartir… Como no está realmente vivo, no se le puede
matar. Él dejó morir a Quirrell, muestra tan poca misericordia con sus
seguidores como con sus enemigos. De todos modos, Harry, tú tal vez has
retrasado su regreso al poder. La próxima vez hará falta algún otro
preparado para luchar y, si lo detienen otra vez y otra vez, bueno, puede ser
que nunca vuelva al poder.
Harry asintió, pero se detuvo rápidamente, porque eso hacía que le
doliera más la cabeza. Luego dijo:
—Señor, hay algunas cosas más que me gustaría saber, si me las puede
decir… cosas sobre las que quiero saber la verdad…
—La verdad —Dumbledore suspiró—. Es una cosa terrible y hermosa,
y por lo tanto debe ser tratada con gran cuidado. Sin embargo, contestaré
tus preguntas a menos que tenga una muy buena razón para no hacerlo. Y
en ese caso te pido que me perdones. Por supuesto, no voy a mentirte.
—Bien… Voldemort dijo que sólo mató a mi madre porque ella trató de
evitar que me matara. Pero ¿por qué iba a querer matarme a mí en primer
lugar?
Aquella vez, Dumbledore suspiró profundamente.
—Vaya, la primera cosa que me preguntas y no puedo contestarte. No
hoy. No ahora. Lo sabrás, un día… Quitátelo de la cabeza por ahora, Harry.
Cuando seas mayor… ya sé que eso es odioso… bueno, cuando estés listo,
lo sabrás.
Y Harry supo que no sería bueno discutir.
—¿Y por qué Quirrell no podía tocarme?
—Tu madre murió para salvarte. Si hay algo que Voldemort no puede
entender es el amor. No se dio cuenta de que un amor tan poderoso como el
de tu madre hacia ti deja marcas poderosas. No una cicatriz, no un signo
visible… Haber sido amado tan profundamente, aunque esa persona que
nos amó no esté, nos deja para siempre una protección. Eso está en tu piel.
Quirrell, lleno de odio, codicia y ambición, compartiendo su alma con
Voldemort, no podía tocarte por esa razón. Era una agonía el tocar a una
persona marcada por algo tan bueno.
Entonces Dumbledore se mostró muy interesado en un pájaro que
estaba cerca de la cortina, lo que le dio tiempo a Harry para secarse los ojos
con la sábana. Cuando pudo hablar de nuevo, Harry dijo:
—¿Y la capa invisible… sabe quién me la mandó?
—Ah… Resulta que tu padre me la había dejado y pensé que te gustaría
tenerla. —Los ojos de Dumbledore brillaron—. Cosas útiles… Tu padre la
utilizaba sobre todo para robar comida en la cocina, cuando estaba aquí.
—Y hay algo más…
—Dispara.
—Quirrell dijo que Snape…
—El profesor Snape, Harry.
—Sí, él… Quirrell dijo que me odia, porque odiaba a mi padre. ¿Es
verdad?
—Bueno, ellos se detestaban uno al otro. Como tú y el señor Malfoy. Y
entonces, tu padre hizo algo que Snape nunca pudo perdonarle.
—¿Qué?
—Le salvó la vida.
—¿Qué?
—Sí… —dijo Dumbledore, con aire soñador—. Es curiosa la forma en
que funciona la mente de la gente, ¿no es cierto? El profesor Snape no
podía soportar estar en deuda con tu padre… Creo que se esforzó tanto para
protegerte este año porque sentía que así estaría en paz con él. Así podría
seguir odiando la memoria de tu padre, en paz…
Harry trató de entenderlo, pero le hacía doler la cabeza, así que lo dejó.
—Y, señor, hay una cosa más…
—¿Sólo una?
—¿Cómo pude hacer que la Piedra saliera del espejo?
—Ah, bueno, me alegro de que me preguntes eso. Fue una de mis más
brillantes ideas y, entre tú y yo, eso es decir mucho. Sabes, sólo alguien que
quisiera encontrar la Piedra, encontrarla, pero no utilizarla, sería capaz de
conseguirla. De otra forma, se verían haciendo oro o bebiendo el Elixir de
la Vida. Mi mente me sorprende hasta a mí mismo… Bueno, suficientes
preguntas. Te sugiero que comiences a comer esas golosinas. Ah, las
grageas de todos los sabores. En mi juventud tuve la mala suerte de
encontrar una con gusto a vómito y, desde entonces, me temo que dejaron
de gustarme. Pero creo que no tendré problema con esta bonita gragea, ¿no
te parece?
Sonrió y se metió en la boca una gragea de color dorado. Luego se
atragantó y dijo:
—¡Ay de mí! ¡Cera del oído!
La señora Pomfrey era una mujer buena, pero muy estricta.
—Sólo cinco minutos —suplicó Harry.
—Ni hablar.
—Usted dejó entrar al profesor Dumbledore…
—Bueno, por supuesto, es el director, es muy diferente. Necesitas
descansar.
—Estoy descansando, mire, acostado y todo lo demás. Oh, vamos,
señora Pomfrey…
—Oh, está bien —dijo—. Pero sólo cinco minutos.
Y dejó entrar a Ron y Hermione.
—¡Harry!
Hermione parecía lista para lanzarse en sus brazos, pero Harry se alegró
de que se contuviera, porque le dolía la cabeza.
—Oh, Harry, estábamos seguros de que te… Dumbledore estaba tan
preocupado…
—Todo el colegio habla de ello —dijo Ron—. ¿Qué es lo que realmente
pasó?
Fue una de esas raras ocasiones en que la verdadera historia era aún más
extraña y apasionante que los más extraños rumores. Harry les contó todo:
Quirrell, el espejo, la Piedra y Voldemort. Ron y Hermione eran muy buen
público, jadeaban en los momentos apropiados y, cuando Harry les dijo lo
que había debajo del turbante de Quirrell, Hermione gritó muy fuerte.
—¿Entonces la Piedra no existe? —dijo por último Ron—. ¿Flamel
morirá?
—Eso es lo que yo dije, pero Dumbledore piensa que… ¿cómo era? Ah,
sí: «Para las mentes bien organizadas, la muerte es la siguiente gran
aventura.»
—Siempre dije que era un chiflado —dijo Ron, muy impresionado por
lo loco que estaba su héroe.
—¿Y qué os pasó a vosotros dos? —preguntó Harry.
—Bueno, yo volví —dijo Hermione—, desperté a Ron (tardé un rato
largo) y, cuando íbamos a la lechucería para comunicarnos con
Dumbledore, lo encontramos en el vestíbulo de entrada, y él ya lo sabía,
porque nos dijo: «Harry se fue a buscarlo, ¿no?», y subió al tercer piso.
—¿Crees que él quería que lo hicieras? —dijo Ron—. ¿Enviándote la
capa de tu padre y todo eso?
—Bueno —estalló Hermione—. Si lo hizo… eso es terrible… te podían
haber matado.
—No, no fue así —dijo Harry con aire pensativo—. Dumbledore es un
hombre muy especial. Yo creo que quería darme una oportunidad. Creo que
él sabe, más o menos, todo lo que sucede aquí. Acepto que debía de saber lo
que íbamos a intentar y, en lugar de detenernos, nos enseñó lo suficiente
para ayudarnos. No creo que fuera por accidente que me dejó encontrar el
espejo y ver cómo funcionaba. Es casi como si él pensara que yo tenía
derecho a enfrentarme a Voldemort, si podía…
—Bueno, sí, está bien —dijo Ron—. Escucha, debes estar levantado
para mañana, es la fiesta de fin de curso. Ya están todos los puntos y
Slytherin ganó, por supuesto. Te perdiste el último partido de quidditch. Sin
ti, nos ganó Ravenclaw, pero la comida será buena.
En aquel momento, entró la señora Pomfrey.
—Ya habéis estado quince minutos, ahora FUERA —dijo con severidad.
Después de una buena noche de sueño, Harry se sintió casi bien.
—Quiero ir a la fiesta —dijo a la señora Pomfrey, mientras ella le
ordenaba todas las cajas de golosinas—. Podré ir, ¿verdad?
—El profesor Dumbledore dice que tienes permiso para ir —dijo con
desdén, como si considerara que el profesor Dumbledore no se daba cuenta
de lo peligrosas que eran las fiestas—. Y tienes otra visita.
—Oh, bien —dijo Harry—. ¿Quién es?
Mientras hablaba, entró Hagrid. Como siempre que estaba dentro de un
lugar, Hagrid parecía demasiado grande. Se sentó cerca de Harry, lo miró y
se puso a llorar.
—¡Todo… fue… por mi maldita culpa! —gimió, con la cara entre las
manos—. Yo le dije al malvado cómo pasar ante Fluffy. ¡Se lo dije! ¡Podías
haber muerto! ¡Todo por un huevo de dragón! ¡Nunca volveré a beber!
¡Deberían echarme y obligarme a vivir como un muggle!
—¡Hagrid! —dijo Harry, impresionado al ver la pena y el
remordimiento de Hagrid, y las lágrimas que mojaban su barba—. Hagrid,
lo habría descubierto igual, estamos hablando de Voldemort, lo habría
sabido igual aunque no le dijeras nada.
—¡Podrías haber muerto! —sollozó Hagrid—. ¡Y no digas ese nombre!
—¡VOLDEMORT! —gritó Harry, y Hagrid se impresionó tanto que dejó de
llorar—. Me encontré con él y lo llamo por su nombre. Por favor, alégrate,
Hagrid, salvamos la Piedra, ya no está, no la podrá usar. Toma una rana de
chocolate, tengo muchísimas…
Hagrid se secó la nariz con el dorso de la mano y dijo:
—Eso me hace recordar… Te he traído un regalo.
—No será un bocadillo de comadreja, ¿verdad? —dijo preocupado
Harry, y finalmente Hagrid se rió.
—No. Dumbledore me dio libre el día de ayer para hacerlo. Por
supuesto tendría que haberme echado… Bueno, aquí tienes…
Parecía un libro con una hermosa cubierta de cuero. Harry lo abrió con
curiosidad… Estaba lleno de fotos mágicas. Sonriéndole y saludándolo
desde cada página, estaban su madre y su padre…
—Envié lechuzas a todos los compañeros de colegio de tus padres,
pidiéndoles fotos… Sabía que tú no tenías… ¿Te gusta?
Harry no podía hablar, pero Hagrid entendió.
Harry bajó solo a la fiesta de fin de curso de aquella noche. Lo había
ayudado a levantarse la señora Pomfrey, insistiendo en examinarlo una vez
más, así que, cuando llegó, el Gran Comedor ya estaba lleno. Estaba
decorado con los colores de Slytherin, verde y plata, para celebrar el triunfo
de aquella casa al ganar la copa durante siete años seguidos. Un gran
estandarte, que cubría la pared detrás de la mesa de los profesores, mostraba
la serpiente de Slytherin.
Cuando Harry entró se produjo un súbito murmullo y todos comenzaron
a hablar al mismo tiempo. Se deslizó en una silla, entre Ron y Hermione, en
la mesa de Gryffindor, y trató de hacer caso omiso del hecho de que todos
se ponían de pie para mirarlo.
Por suerte, Dumbledore llegó unos momentos después. Las
conversaciones cesaron.
—¡Otro año se va! —dijo alegremente Dumbledore—. Y voy a
fastidiaros con la charla de un viejo, antes de que podáis empezar con los
deliciosos manjares. ¡Qué año hemos tenido! Esperamos que vuestras
cabezas estén un poquito más llenas que cuando llegasteis… Ahora tenéis
todo el verano para dejarlas bonitas y vacías antes de que comience el
próximo año… Bien, tengo entendido que hay que entregar la Copa de las
Casas y los puntos ganados son: en cuarto lugar, Gryffindor, con trescientos
doce puntos; en tercer lugar, Hufflepuff, con trescientos cincuenta y dos;
Ravenclaw tiene cuatrocientos veintiséis, y Slytherin, cuatrocientos setenta
y dos.
Una tormenta de vivas y aplausos estalló en la mesa de Slytherin. Harry
pudo ver a Draco Malfoy golpeando la mesa con su copa. Era una visión
repugnante.
—Sí, sí, bien hecho, Slytherin —dijo Dumbledore—. Sin embargo, los
acontecimientos recientes deben ser tenidos en cuenta.
Todos se quedaron inmóviles. Las sonrisas de los Slytherin se apagaron
un poco.
—Así que —dijo Dumbledore— tengo algunos puntos de última hora
para agregar. Dejadme ver. Sí… Primero, para el señor Ronald Weasley…
Ron se puso tan colorado que parecía un rábano con insolación.
—… por ser el mejor jugador de ajedrez que Hogwarts haya visto en
muchos años, premio a la casa Gryffindor con cincuenta puntos.
Las hurras de Gryffindor llegaron hasta el techo encantado, y las
estrellas parecieron estremecerse. Se oyó que Percy les decía a los otros
prefectos: «Es mi hermano, ¿sabéis? ¡Mi hermano menor! ¡Consiguió pasar
en el juego de ajedrez gigante de McGonagall!»
Por fin se hizo el silencio otra vez.
—Segundo… a la señorita Hermione Granger… por el uso de la fría
lógica al enfrentarse con el fuego, premio a la casa Gryffindor con
cincuenta puntos.
Hermione enterró la cara entre los brazos. Harry tuvo la casi seguridad
de que estaba llorando. Los cambios en la tabla de puntuaciones pasaban
ante ellos: Gryffindor estaba cien puntos más arriba.
—Tercero… al señor Harry Potter… —continuó Dumbledore. La sala
estaba mortalmente silenciosa—… por todo su temple y sobresaliente valor,
premio a la casa Gryffindor con sesenta puntos.
El estrépito fue total. Los que pudieron sumar, además de gritar y
aplaudir, se dieron cuenta de que Gryffindor tenía los mismos puntos que
Slytherin, cuatrocientos setenta y dos. Si Dumbledore le hubiera dado un
punto más a Harry… Pero así no llegaban a ganar.
Dumbledore levantó el brazo. La sala fue recuperando la calma.
—Hay muchos tipos de valentía —dijo sonriendo Dumbledore—. Hay
que tener un gran coraje para oponerse a nuestros enemigos, pero hace falta
el mismo valor para hacerlo con los amigos. Por lo tanto, premio con diez
puntos al señor Neville Longbottom.
Alguien que hubiera estado en la puerta del Gran Comedor habría
creído que se había producido una explosión, tan fuertes eran los gritos que
salieron de la mesa de Gryffindor. Harry, Ron y Hermione se pusieron de
pie y vitorearon a Neville, que, blanco de la impresión, desapareció bajo la
gente que lo abrazaba. Nunca había ganado más de un punto para
Gryffindor. Harry, sin dejar de vitorear, dio un codazo a Ron y señaló a
Malfoy, que no podía haber estado más atónito y horrorizado si le hubieran
echado la maldición de la inmovilidad total.
—Lo que significa —gritó Dumbledore sobre la salva de aplausos,
porque Ravenclaw y Hufflepuff estaban celebrando la derrota de Slytherin
—, que hay que hacer un cambio en la decoración.
Dio una palmada. En un instante, los adornos verdes se volvieron
escarlata; los de plata, dorados, y la gran serpiente se desvaneció para dar
paso al león de Gryffindor. Snape estrechaba la mano de la profesora
McGonagall, con una horrible sonrisa forzada en su cara. Captó la mirada
de Harry y el muchacho supo de inmediato que los sentimientos de Snape
hacia él no habían cambiado en absoluto. Aquello no lo preocupaba. Parecía
que la vida iba a volver a la normalidad en el año próximo, o a la
normalidad típica de Hogwarts.
Aquélla fue la mejor noche de la vida de Harry, mejor que ganar un
partido de quidditch, o que la Navidad, o que hacer que se desmayara el
monstruo gigante… Nunca, jamás, olvidaría aquella noche.
Harry casi no recordaba ya que tenían que recibir los resultados de los
exámenes, pero éstos llegaron. Para su gran sorpresa, tanto él como Ron
pasaron con buenas notas. Hermione, por supuesto, fue la mejor del año.
Hasta Neville pasó a duras penas, pues sus buenas notas en Herbología
compensaron los desastres en Pociones. Ellos confiaban en que
suspendieran a Goyle, que era casi tan estúpido como malo, pero él también
aprobó. Era una lástima, pero como dijo Ron, no se puede tener todo en la
vida.
Y de pronto, sus armarios se vaciaron, sus equipajes estuvieron listos, el
sapo de Neville apareció en un rincón del cuarto de baño… Todos los
alumnos recibieron notas en las que los prevenían para que no utilizaran la
magia durante las vacaciones («Siempre espero que se olviden de darnos
esas notas», dijo con tristeza Fred Weasley). Hagrid estaba allí para
llevarlos en los botes que cruzaban el lago. Subieron al expreso de
Hogwarts, charlando y riendo, mientras el paisaje campestre se volvía más
verde y menos agreste. Comieron las grageas de todos los sabores, pasaron
a toda velocidad por las ciudades de los muggles, se quitaron la ropa de
magos y se pusieron camisas y abrigos… Y bajaron en el andén nueve y
tres cuartos de la estación King's Cross.
Tardaron un poco en salir del andén. Un viejo y enjuto guarda estaba al
otro lado de la taquilla, dejándolos pasar de dos en dos o de tres en tres,
para que no llamaran la atención saliendo de golpe de una pared sólida,
pues alarmarían a los muggles.
—Tenéis que venir y pasar el verano conmigo —dijo Ron—, los dos.
Os enviaré una lechuza.
—Gracias —dijo Harry—. Voy a necesitar alguna perspectiva
agradable.
La gente los empujaba mientras se movían hacia la estación, volviendo
al mundo muggle. Algunos le decían.
—¡Adiós, Harry!
—¡Nos vemos, Potter!
—Sigues siendo famoso —dijo Ron, con sonrisa burlona.
—No allí adonde voy, eso te lo aseguro —respondió Harry.
Él, Ron y Hermione pasaron juntos a la estación.
—¡Allí está él, mamá, allí está, míralo!
Era Ginny Weasley, la hermanita de Ron, pero no señalaba a su
hermano.
—¡Harry Potter! —chilló—. ¡Mira, mamá! Puedo ver…
—Tranquila, Ginny. Es de mala educación señalar con el dedo.
La señora Weasley les sonrió.
—¿Un año movido? —les preguntó.
—Mucho —dijo Harry—. Muchas gracias por el jersey y el pastel,
señora Weasley.
—Oh, no fue nada.
—¿Ya estás listo?
Era tío Vernon, todavía con el rostro púrpura, todavía con bigotes y
todavía con aire furioso ante la audacia de Harry, llevando una lechuza en
una jaula, en una estación llena de gente común. Detrás, estaban tía Petunia
y Dudley, con aire aterrorizado ante la sola presencia de Harry.
—¡Usted debe de ser de la familia de Harry! —dijo la señora Weasley.
—Por decirlo así —dijo tío Vernon—. Date prisa, muchacho, no
tenemos todo el día. —Dio la vuelta para ir hacia la puerta.
Harry esperó para despedirse de Ron y Hermione.
—Nos veremos durante el verano, entonces.
—Espero que… que tengas unas buenas vacaciones —dijo Hermione,
mirando insegura a tío Vernon, impresionada de que alguien pudiera ser tan
desagradable.
—Oh, lo serán —dijo Harry, y sus amigos vieron, con sorpresa, la
sonrisa burlona que se extendía por su cara—. Ellos no saben que no nos
permiten utilizar magia en casa. Voy a divertirme mucho este verano con
Dudley…
Tras derrotar una vez más a lord Voldemort, su siniestro enemigo en
Harry Potter y la piedra filosofal, Harry espera impaciente en casa
de sus insoportables tíos el inicio del segundo curso del Colegio
Hogwarts de Magia y hechicería. Sin embargo, la espera dura poco,
pues un elfo aparece en su habitación y le advierte que una
amenaza mortal se cierne sobre la escuela. Así pues, Harry no se lo
piensa dos veces y, acompañado de Ron, su mejor amigo, se dirige
a Hogwarts en un coche volador. Pero ¿puede un aprendiz de mago
defender la escuela de los malvados que pretenden destruirla? Sin
saber que alguien ha abierto la Cámara de los Secretos, dejando
escapar una serie de monstruos peligrosos, Harry y sus amigos Ron
y Hermione tendrán que enfrentarse con arañas gigantes, serpientes
encantadas, fantasmas enfurecidos y, sobre todo, con la mismísima
reencarnación de su más temible adversario.
Para Séan P. F. Harris,
guía en la escapada y amigo en los malos tiempos.
CAPÍTULO UNO
El peor cumpleaños
N
era la primera vez que en el número 4 de Privet Drive estallaba una
discusión durante el desayuno. A primera hora de la mañana, había
despertado al señor Vernon Dursley un sonoro ulular procedente del
dormitorio de su sobrino Harry.
—¡Es la tercera vez esta semana! —se quejó, sentado a la mesa—. ¡Si
no puedes dominar a esa lechuza, tendrá que irse a otra parte!
Harry intentó explicarse una vez más.
—Es que se aburre. Está acostumbrada a dar una vuelta por ahí. Si
pudiera dejarla salir aunque sólo fuera de noche…
—¿Acaso tengo cara de idiota? —gruñó tío Vernon, con restos de huevo
frito en el poblado bigote—. Ya sé lo que ocurriría si saliera la lechuza.
Cambió una mirada sombría con su esposa, Petunia.
Harry quería seguir discutiendo, pero un eructo estruendoso y
prolongado de Dudley, el hijo de los Dursley, ahogó sus palabras.
—¡Quiero más beicon!
—Queda más en la sartén, ricura —dijo tía Petunia, volviendo los ojos a
su robusto hijo—. Tenemos que alimentarte bien mientras podamos… No
me gusta la pinta que tiene la comida del colegio…
O
—No digas tonterías, Petunia, yo nunca pasé hambre en Smeltings —
dijo con énfasis tío Vernon—. Dudley come lo suficiente, ¿verdad que sí,
hijo?
Dudley, que estaba tan gordo que el trasero le colgaba por los lados de
la silla, hizo una mueca y se volvió hacia Harry.
—Pásame la sartén.
—Se te han olvidado las palabras mágicas —repuso Harry de mal
talante.
El efecto que esta simple frase produjo en la familia fue increíble:
Dudley ahogó un grito y se cayó de la silla con un batacazo que sacudió la
cocina entera; la señora Dursley profirió un débil alarido y se tapó la boca
con las manos, y el señor Dursley se puso de pie de un salto, con las venas
de las sienes palpitándole.
—¡Me refería a «por favor»! —dijo Harry inmediatamente—. No me
refería a…
—¿QUÉ TE TENGO DICHO —bramó el tío, rociando saliva por toda la mesa
— ACERCA DE PRONUNCIAR LA PALABRA CON «M» EN ESTA CASA?
—Pero yo…
—¡CÓMO TE ATREVES A ASUSTAR A DUDLEY! —dijo furioso tío Vernon,
golpeando la mesa con el puño.
—Yo sólo…
—¡TE LO ADVERTÍ! ¡BAJO ESTE TECHO NO TOLERARÉ NINGUNA MENCIÓN A TU
ANORMALIDAD!
Harry miró el rostro encarnado de su tío y la cara pálida de su tía, que
trataba de levantar a Dudley del suelo.
—De acuerdo —dijo Harry—, de acuerdo…
Tío Vernon volvió a sentarse, resoplando como un rinoceronte al que le
faltara el aire y vigilando estrechamente a Harry por el rabillo de sus ojos
pequeños y penetrantes.
Desde que Harry había vuelto a casa para pasar las vacaciones de
verano, tío Vernon lo había tratado como si fuera una bomba que pudiera
estallar en cualquier momento; porque Harry no era un muchacho normal.
De hecho, no podía ser menos normal de lo que era.
Harry Potter era un mago…, un mago que acababa de terminar el primer
curso en el Colegio Hogwarts de Magia. Y si a los Dursley no les gustaba
que Harry pasara con ellos las vacaciones, su desagrado no era nada
comparado con el de su sobrino.
Añoraba tanto Hogwarts que estar lejos de allí era como tener un dolor
de estómago permanente. Añoraba el castillo, con sus pasadizos secretos y
sus fantasmas; las clases (aunque quizá no a Snape, el profesor de
Pociones); las lechuzas que llevaban el correo; los banquetes en el Gran
Comedor; dormir en su cama con dosel en el dormitorio de la torre; visitar a
Hagrid, el guardabosques, que vivía en una cabaña en las inmediaciones del
bosque prohibido; y, sobre todo, añoraba el quidditch, el deporte más
popular en el mundo mágico, que se jugaba con seis altos postes que hacían
de porterías, cuatro balones voladores y catorce jugadores montados en
escobas.
En cuanto Harry llegó a la casa, tío Vernon le guardó en un baúl bajo
llave, en la alacena que había bajo la escalera, todos sus libros de hechizos,
la varita mágica, las túnicas, el caldero y la escoba de primerísima calidad,
la Nimbus 2.000. ¿Qué les importaba a los Dursley si Harry perdía su
puesto en el equipo de quidditch de Gryffindor por no haber practicado en
todo el verano? ¿Qué más les daba a los Dursley si Harry volvía al colegio
sin haber hecho los deberes? Los Dursley eran lo que los magos llamaban
muggles, es decir, que no tenían ni una gota de sangre mágica en las venas,
y para ellos tener un mago en la familia era algo completamente
vergonzoso. Tío Vernon había incluso cerrado con candado la jaula de
Hedwig, la lechuza de Harry, para que no pudiera llevar mensajes a nadie
del mundo mágico.
Harry no se parecía en nada al resto de la familia. Tío Vernon era
corpulento, carecía de cuello y llevaba un gran bigote negro; tía Petunia
tenía cara de caballo y era huesuda; Dudley era rubio, sonrosado y gordo.
Harry, en cambio, era pequeño y flacucho, con ojos de un verde brillante y
un pelo negro azabache siempre alborotado. Llevaba gafas redondas y en la
frente tenía una delgada cicatriz en forma de rayo.
Era esta cicatriz lo que convertía a Harry en alguien muy especial,
incluso entre los magos. La cicatriz era el único vestigio del misterioso
pasado de Harry y del motivo por el que lo habían dejado, hacía once años,
en la puerta de los Dursley.
A la edad de un año, Harry había sobrevivido milagrosamente a la
maldición del hechicero tenebroso más importante de todos los tiempos,
lord Voldemort, cuyo nombre muchos magos y brujas aún temían
pronunciar. Los padres de Harry habían muerto en el ataque de Voldemort,
pero Harry se había librado, quedándole la cicatriz en forma de rayo. Por
alguna razón desconocida, Voldemort había perdido sus poderes en el
mismo instante en que había fracasado en su intento de matar a Harry.
De forma que Harry se había criado con sus tíos maternos. Había
pasado diez años con ellos sin comprender por qué motivo sucedían cosas
raras a su alrededor, sin que él hiciera nada, y creyendo la versión de los
Dursley, que le habían dicho que la cicatriz era consecuencia del accidente
de automóvil que se había llevado la vida de sus padres.
Pero más adelante, hacía exactamente un año, Harry había recibido una
carta de Hogwarts y así se había enterado de toda la verdad. Ocupó su plaza
en el colegio de magia, donde tanto él como su cicatriz se hicieron
famosos…; pero el curso escolar había acabado y él se encontraba otra vez
pasando el verano con los Dursley, quienes lo trataban como a un perro que
se hubiera revolcado en estiércol.
Los Dursley ni siquiera se habían acordado de que aquel día Harry
cumplía doce años. No es que él tuviera muchas esperanzas, porque nunca
le habían hecho un regalo como Dios manda, y no digamos una tarta… Pero
de ahí a olvidarse completamente…
En aquel instante, tío Vernon se aclaró la garganta con afectación y dijo:
—Bueno, como todos sabemos, hoy es un día muy importante.
Harry levantó la mirada, incrédulo.
—Puede que hoy sea el día en que cierre el trato más importante de toda
mi vida profesional —dijo tío Vernon.
Harry volvió a concentrar su atención en la tostada. Por supuesto, pensó
con amargura, tío Vernon se refería a su estúpida cena. No había hablado de
otra cosa en los últimos quince días. Un rico constructor y su esposa irían a
cenar, y tío Vernon esperaba obtener un pedido descomunal. La empresa de
tío Vernon fabricaba taladros.
—Creo que deberíamos repasarlo todo otra vez —dijo tío Vernon—.
Tendremos que estar en nuestros puestos a las ocho en punto. Petunia, ¿tú
estarás…?
—En el salón —respondió enseguida tía Petunia—, esperando para
darles la bienvenida a nuestra casa.
—Bien, bien. ¿Y Dudley?
—Estaré esperando para abrir la puerta. —Dudley esbozó una sonrisa
idiota—. ¿Me permiten sus abrigos, señor y señora Mason?
—¡Les va a parecer adorable! —exclamó embelesada tía Petunia.
—Excelente, Dudley —dijo tío Vernon. A continuación, se volvió hacia
Harry—. ¿Y tú?
—Me quedaré en mi dormitorio, sin hacer ruido para que no se note que
estoy —dijo Harry, con voz inexpresiva.
—Exacto —corroboró con crueldad tío Vernon—. Yo los haré pasar al
salón, te los presentaré, Petunia, y les serviré algo de beber. A las ocho
quince…
—Anunciaré que está lista la cena —dijo tía Petunia—. Y tú, Dudley,
dirás…
—¿Me permite acompañarla al comedor, señora Mason? —dijo Dudley,
ofreciendo su grueso brazo a una mujer invisible.
—¡Mi caballerito ideal! —suspiró tía Petunia.
—¿Y tú? —preguntó tío Vernon a Harry con brutalidad.
—Me quedaré en mi dormitorio, sin hacer ruido para que no se note que
estoy —recitó Harry.
—Exacto. Bien, tendríamos que tener preparados algunos cumplidos
para la cena. Petunia, ¿sugieres alguno?
—Vernon me ha asegurado que es usted un jugador de golf excelente,
señor Mason… Dígame dónde ha comprado ese vestido, señora Mason…
—Perfecto… ¿Dudley?
—¿Qué tal: «En el colegio nos han mandado escribir una redacción
sobre nuestro héroe preferido, señor Mason, y yo la he hecho sobre usted»?
Esto fue más de lo que tía Petunia y Harry podían soportar. Tía Petunia
rompió a llorar de la emoción y abrazó a su hijo, mientras Harry escondía la
cabeza debajo de la mesa para que no lo vieran reírse.
—¿Y tú, niño?
Al enderezarse, Harry hizo un esfuerzo por mantener serio el semblante.
—Me quedaré en mi dormitorio, sin hacer ruido para que no se note que
estoy —repitió.
—Eso espero —dijo el tío duramente—. Los Mason no saben nada de tu
existencia y seguirán sin saber nada. Al terminar la cena, tú, Petunia,
volverás al salón con la señora Mason para tomar el café y yo abordaré el
tema de los taladros. Con un poco de suerte, cerraremos el trato, y el
contrato estará firmado antes del telediario de las diez. Y mañana mismo
nos iremos a comprar un apartamento en Mallorca.
A Harry aquello no le emocionaba mucho. No creía que los Dursley
fueran a quererlo más en Mallorca que en Privet Drive.
—Bien…, voy a ir a la ciudad a recoger los esmóquines para Dudley y
para mí. Y tú —gruñó a Harry—, manténte fuera de la vista de tu tía
mientras limpia.
Harry salió por la puerta de atrás. Era un día radiante, soleado. Cruzó el
césped, se dejó caer en el banco del jardín y canturreó entre dientes:
«Cumpleaños feliz…, cumpleaños feliz…, me deseo yo mismo…»
No había recibido postales ni regalos, y tendría que pasarse la noche
fingiendo que no existía. Abatido, fijó la vista en el seto. Nunca se había
sentido tan solo. Antes que ninguna otra cosa de Hogwarts, antes incluso
que jugar al quidditch, lo que de verdad echaba de menos era a sus mejores
amigos, Ron Weasley y Hermione Granger. Pero ellos no parecían
acordarse de él. Ninguno de los dos le había escrito en todo el verano, a
pesar de que Ron le había dicho que lo invitaría a pasar unos días en su
casa.
Un montón de veces había estado a punto de emplear la magia para
abrir la jaula de Hedwig y enviarla a Ron y a Hermione con una carta, pero
no valía la pena correr el riesgo. A los magos menores de edad no les estaba
permitido emplear la magia fuera del colegio. Harry no se lo había dicho a
los Dursley; sabía que la única razón por la que no lo encerraban en la
alacena debajo de la escalera junto con su varita mágica y su escoba
voladora era porque temían que él pudiera convertirlos en escarabajos.
Durante las dos primeras semanas, Harry se había divertido murmurando
entre dientes palabras sin sentido y viendo cómo Dudley escapaba de la
habitación todo lo deprisa que le permitían sus gordas piernas. Pero el
prolongado silencio de Ron y Hermione le había hecho sentirse tan apartado
del mundo mágico, que incluso el burlarse de Dudley había perdido la
gracia…, y ahora Ron y Hermione se habían olvidado de su cumpleaños.
¡Lo que habría dado en aquel momento por recibir un mensaje de
Hogwarts, de un mago o una bruja! Casi le habría alegrado ver a su mortal
enemigo, Draco Malfoy, para convencerse de que aquello no había sido
solamente un sueño…
Aunque no todo el curso en Hogwarts resultó divertido. Al final del
último trimestre, Harry se había enfrentado cara a cara nada menos que con
el mismísimo lord Voldemort. Aun cuando no fuera más que una sombra de
lo que había sido en otro tiempo, Voldemort seguía resultando terrorífico,
era astuto y estaba decidido a recuperar el poder perdido. Por segunda vez,
Harry había logrado escapar de las garras de Voldemort, pero por los pelos,
y aún ahora, semanas más tarde, continuaba despertándose en mitad de la
noche, empapado en un sudor frío, preguntándose dónde estaría Voldemort,
recordando su rostro lívido, sus ojos muy abiertos, furiosos…
De pronto, Harry se irguió en el banco del jardín. Se había quedado
ensimismado mirando el seto… y el seto le devolvía la mirada. Entre las
hojas habían aparecido dos grandes ojos verdes.
Una voz burlona resonó detrás de él en el jardín y Harry se puso de pie
de un salto.
—Sé qué día es hoy —canturreó Dudley, acercándosele con andares de
pato.
Los ojos grandes se cerraron y desaparecieron.
—¿Qué? —preguntó Harry, sin apartar la vista del lugar por donde
habían desaparecido.
—Sé qué día es hoy —repitió Dudley a su lado.
—Enhorabuena —respondió Harry—. ¡Por fin has aprendido los días de
la semana!
—Hoy es tu cumpleaños —dijo con sorna—. ¿Cómo es que no has
recibido postales de felicitación? ¿Ni siquiera en aquel monstruoso lugar
has hecho amigos?
—Procura que tu mamá no te oiga hablar sobre mi colegio —contestó
Harry con frialdad.
Dudley se subió los pantalones, que no se le sostenían en la ancha
cintura.
—¿Por qué miras el seto? —preguntó con recelo.
—Estoy pensando cuál sería el mejor conjuro para prenderle fuego —
dijo Harry.
Al oírlo, Dudley trastabilló hacia atrás y el pánico se reflejó en su cara
gordita.
—No…, no puedes… Papá dijo que no harías ma-magia… Ha dicho
que te echará de casa…, y no tienes otro sitio donde ir…, no tienes amigos
con los que quedarte…
—¡Abracadabra! —dijo Harry con voz enérgica—. ¡Pata de cabra!
¡Patatum, patatam!
—¡Mamaaaaaaá! —vociferó Dudley, dando traspiés al salir a toda
pastilla hacia la casa—, ¡mamaaaaaaá! ¡Harry está haciendo lo que tú
sabes!
Harry pagó caro aquel instante de diversión. Como Dudley y el seto
estaban intactos, tía Petunia sabía que Harry no había hecho magia en
realidad, pero aun así intentó pegarle en la cabeza con la sartén que tenía a
medio enjabonar y Harry tuvo que esquivar el golpe. Luego le dio tareas
que hacer, asegurándole que no comería hasta que hubiera acabado.
Mientras Dudley no hacía otra cosa que mirarlo y comer helados, Harry
limpió las ventanas, lavó el coche, cortó el césped, recortó los arriates, podó
y regó los rosales y dio una capa de pintura al banco del jardín. El sol
ardiente le abrasaba la nuca. Harry sabía que no tenía que haber picado el
anzuelo de Dudley, pero éste le había dicho exactamente lo mismo que él
estaba pensando…, que quizá tampoco en Hogwarts tuviera amigos.
«Tendrían que ver ahora al famoso Harry Potter», pensaba sin
compasión, echando abono a los arriates, con la espalda dolorida y el sudor
goteándole por la cara.
Eran las siete de la tarde cuando finalmente, exhausto, oyó que lo
llamaba tía Petunia.
—¡Entra! ¡Y pisa sobre los periódicos!
Fue un alivio para Harry entrar en la sombra de la reluciente cocina.
Encima del frigorífico estaba el pudín de la cena: un montículo de nata
montada con violetas de azúcar. Una pieza de cerdo asado chisporroteaba
en el horno.
—¡Come deprisa! ¡Los Mason no tardarán! —le dijo con brusquedad tía
Petunia, señalando dos rebanadas de pan y un pedazo de queso que había en
la mesa. Ella ya llevaba puesto el vestido de noche de color salmón.
Harry se lavó las manos y engulló su miserable cena. No bien hubo
terminado, tía Petunia le quitó el plato.
—¡Arriba! ¡Deprisa!
Al cruzar la puerta de la sala de estar, Harry vio a su tío Vernon y a
Dudley con esmoquin y pajarita. Acababa de llegar al rellano superior
cuando sonó el timbre de la puerta y al pie de la escalera apareció la cara
furiosa de tío Vernon.
—Recuerda, muchacho: un solo ruido y…
Harry entró de puntillas en su dormitorio, cerró la puerta y se echó en la
cama.
El problema era que ya había alguien sentado en ella.
CAPÍTULO 2
La advertencia de Dobby
H
no gritó, pero estuvo a punto. La pequeña criatura que yacía en la
cama tenía unas grandes orejas, parecidas a las de un murciélago, y
unos ojos verdes y saltones del tamaño de pelotas de tenis. En aquel mismo
instante, Harry tuvo la certeza de que aquella cosa era lo que le había estado
vigilando por la mañana desde el seto del jardín.
La criatura y él se quedaron mirando uno al otro, y Harry oyó la voz de
Dudley proveniente del recibidor.
—¿Me permiten sus abrigos, señor y señora Mason?
Aquel pequeño ser se levantó de la cama e hizo una reverencia tan
profunda que tocó la alfombra con la punta de su larga y afilada nariz.
Harry se dio cuenta de que iba vestido con lo que parecía un almohadón
viejo con agujeros para sacar los brazos y las piernas.
—Esto…, hola —saludó Harry, azorado.
ARRY
—Harry Potter —dijo la criatura con una voz tan aguda que Harry
estaba seguro de que se había oído en el piso de abajo—, hace mucho
tiempo que Dobby quería conocerle, señor… Es un gran honor…
—Gra-gracias —respondió Harry, que avanzando pegado a la pared
alcanzó la silla del escritorio y se sentó. A su lado estaba Hedwig, dormida
en su gran jaula. Quiso preguntarle «¿Qué es usted?», pero pensó que
sonaría demasiado grosero, así que dijo:
—¿Quién es usted?
—Dobby, señor. Dobby a secas. Dobby, el elfo doméstico —contestó la
criatura.
—¿De verdad? —dijo Harry—. Bueno, no quisiera ser descortés, pero
no me conviene precisamente ahora recibir en mi dormitorio a un elfo
doméstico.
De la sala de estar llegaban las risitas falsas de tía Petunia. El elfo bajó
la cabeza.
—Estoy encantado de conocerlo —se apresuró a añadir Harry—. Pero,
en fin, ¿ha venido por algún motivo en especial?
—Sí, señor —contestó Dobby con franqueza—. Dobby ha venido a
decirle, señor…, no es fácil, señor… Dobby se pregunta por dónde
empezar…
—Siéntese —dijo Harry educadamente, señalando la cama.
Para consternación suya, el elfo rompió a llorar, y además,
ruidosamente.
—¡Sen-sentarme! —gimió—. Nunca, nunca en mi vida…
A Harry le pareció oír que en el piso de abajo hablaban
entrecortadamente.
—Lo siento —murmuró—, no quise ofenderle.
—¡Ofender a Dobby! —repuso el elfo con voz disgustada—. A Dobby
ningún mago le había pedido nunca que se sentara…, como si fuera un
igual.
Harry, procurando hacer «¡chss!» sin dejar de parecer hospitalario,
indicó a Dobby un lugar en la cama, y el elfo se sentó hipando. Parecía un
muñeco grande y muy feo. Por fin consiguió reprimirse y se quedó con los
ojos fijos en Harry, mirándole con devoción.
—Se ve que no ha conocido a muchos magos educados —dijo Harry,
intentando animarle.
Dobby negó con la cabeza. A continuación, sin previo aviso, se levantó
y se puso a darse golpes con la cabeza contra la ventana, gritando: «¡Dobby
malo! ¡Dobby malo!»
—No…, ¿qué está haciendo? —Harry dio un bufido, se acercó al elfo
de un salto y tiró de él hasta devolverlo a la cama. Hedwig se acababa de
despertar dando un fortísimo chillido y se puso a batir las alas furiosamente
contra las barras de la jaula.
—Dobby tenía que castigarse, señor —explicó el elfo, que se había
quedado un poco bizco—. Dobby ha estado a punto de hablar mal de su
familia, señor.
—¿Su familia?
—La familia de magos a la que sirve Dobby, señor. Dobby es un elfo
doméstico, destinado a servir en una casa y a una familia para siempre.
—¿Y saben que está aquí? —preguntó Harry con curiosidad.
Dobby se estremeció.
—No, no, señor, no… Dobby tendría que castigarse muy severamente
por haber venido a verle, señor. Tendría que pillarse las orejas en la puerta
del horno, si llegaran a enterarse.
—Pero ¿no advertirán que se ha pillado las orejas en la puerta del
horno?
—Dobby lo duda, señor. Dobby siempre se está castigando por algún
motivo, señor. Lo dejan de mi cuenta, señor. A veces me recuerdan que
tengo que someterme a algún castigo adicional.
—Pero ¿por qué no los abandona? ¿Por qué no huye?
—Un elfo doméstico sólo puede ser libertado por su familia, señor. Y la
familia nunca pondrá en libertad a Dobby… Dobby servirá a la familia
hasta el día que muera, señor.
Harry lo miró fijamente.
—Y yo que me consideraba desgraciado por tener que pasar otras cuatro
semanas aquí —dijo—. Lo que me cuenta hace que los Dursley parezcan
incluso humanos. ¿Y nadie puede ayudarle? ¿Puedo hacer algo?
Casi al instante, Harry deseó no haber dicho nada. Dobby se deshizo de
nuevo en gemidos de gratitud.
—Por favor —susurró Harry desesperado—, por favor, no haga ruido.
Si los Dursley le oyen, si se enteran de que está usted aquí…
—Harry Potter pregunta si puede ayudar a Dobby… Dobby estaba al
tanto de su grandeza, señor, pero no conocía su bondad…
Harry, consciente de que se estaba ruborizando, dijo:
—Sea lo que fuere lo que ha oído sobre mi grandeza, no son más que
mentiras. Ni siquiera soy el primero de la clase en Hogwarts, es Hermione,
ella…
Pero se detuvo enseguida, porque le dolía pensar en Hermione.
—Harry Potter es humilde y modesto —dijo Dobby, respetuoso. Le
resplandecían los ojos grandes y redondos—. Harry Potter no habla de su
triunfo sobre El-que-no-debe-ser-nombrado.
—¿Voldemort? —preguntó Harry.
Dobby se tapó los oídos con las manos y gimió:
—¡Señor, no pronuncie ese nombre! ¡No pronuncie ese nombre!
—¡Perdón! —se apresuró a decir—. Sé de muchísima gente a la que no
le gusta que se diga…, mi amigo Ron…
Se detuvo. También era doloroso pensar en Ron.
Dobby se inclinó hacia Harry, con los ojos tan abiertos como faros.
—Dobby ha oído —dijo con voz quebrada— que Harry Potter tuvo un
segundo encuentro con el Señor Tenebroso, hace sólo unas semanas…, y
que Harry Potter escapó nuevamente.
Harry asintió con la cabeza, y a Dobby se le llenaron los ojos de
lágrimas.
—¡Ay, señor! —exclamó, frotándose la cara con una punta del sucio
almohadón que llevaba puesto—. ¡Harry Potter es valiente y arrojado! ¡Ha
afrontado ya muchos peligros! Pero Dobby ha venido a proteger a Harry
Potter, a advertirle, aunque más tarde tenga que pillarse las orejas en la
puerta del horno, de que Harry Potter no debe regresar a Hogwarts.
Hubo un silencio, sólo roto por el tintineo de tenedores y cuchillos que
venía del piso inferior, y el distante rumor de la voz de tío Vernon.
—¿Que-qué? —tartamudeó Harry—. Pero si tengo que regresar; el
curso empieza el 1 de septiembre. Eso es lo único que me ilusiona. Usted
no sabe lo que es vivir aquí. Yo no pertenezco a esta casa, pertenezco al
mundo de Hogwarts.
—No, no, no —chilló Dobby, sacudiendo la cabeza con tanta fuerza que
se daba golpes con las orejas—. Harry Potter debe estar donde no peligre su
seguridad. Es demasiado importante, demasiado bueno, para que lo
perdamos. Si Harry Potter vuelve a Hogwarts, estará en peligro mortal.
—¿Por qué? —preguntó Harry sorprendido.
—Hay una conspiración, Harry Potter. Una conspiración para hacer que
este año sucedan las cosas más terribles en el Colegio Hogwarts de Magia
—susurró Dobby, sintiendo un temblor repentino por todo el cuerpo—.
Hace meses que Dobby lo sabe, señor. Harry Potter no debe exponerse al
peligro: ¡es demasiado importante, señor!
—¿Qué cosas terribles? —preguntó inmediatamente Harry—. ¿Quién
las está tramando?
Dobby hizo un extraño ruido ahogado y acto seguido se empezó a
golpear la cabeza furiosamente contra la pared.
—¡Está bien! —gritó Harry, sujetando al elfo del brazo para detenerlo
—. No puede decirlo, lo comprendo. Pero ¿por qué ha venido usted a
avisarme? —Un pensamiento repentino y desagradable lo sacudió—. ¡Un
momento! Esto no tiene nada que ver con Vol…, perdón, con Quien-ustedsabe, ¿verdad? Basta con que asiente o niegue con la cabeza —añadió
apresuradamente, porque Dobby ya se disponía a golpearse de nuevo contra
la pared.
Dobby movió lentamente la cabeza de lado a lado.
—No, no se trata de Aquel-que-no-debe-ser-nombrado, señor.
Pero Dobby tenía los ojos muy abiertos y parecía que trataba de darle
una pista. Harry, sin embargo, estaba completamente desorientado.
—Él no tiene hermanos, ¿verdad?
Dobby negó con la cabeza, con los ojos más abiertos que nunca.
—Bueno, siendo así, no puedo imaginar quién más podría provocar que
en Hogwarts sucedieran cosas terribles —dijo Harry—. Quiero decir que,
además, allí está Dumbledore. ¿Sabe usted quién es Dumbledore?
Dobby hizo una inclinación con la cabeza.
—Albus Dumbledore es el mejor director que ha tenido Hogwarts.
Dobby lo sabe, señor. Dobby ha oído que los poderes de Dumbledore
rivalizan con los de Aquel-que-no-debe-ser-nombrado. Pero, señor —la voz
de Dobby se transformó en un apresurado susurro—, hay poderes que
Dumbledore no…, poderes que ningún mago honesto…
Y antes de que Harry pudiera detenerlo, Dobby saltó de la cama, cogió
la lámpara de la mesa de Harry y empezó a golpearse con ella en la cabeza
lanzando unos alaridos que destrozaban los tímpanos.
En el piso inferior se hizo un silencio repentino. Dos segundos después,
Harry, con el corazón palpitándole frenéticamente, oyó que tío Vernon se
acercaba, explicando en voz alta:
—¡Dudley debe de haberse dejado otra vez el televisor encendido, el
muy tunante!
—¡Rápido! ¡En el ropero! —dijo Harry, empujando a Dobby, cerrando
la puerta y echándose en la cama en el preciso instante en que giraba el
pomo de la puerta.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó tío Vernon rechinando
los dientes, su cara espantosamente cerca de la de Harry—. Acabas de
arruinar el final de mi chiste sobre el jugador japonés de golf… ¡Un ruido
más, y desearás no haber nacido, mocoso!
Tío Vernon salió de la habitación pisando fuerte con sus pies planos.
Harry, temblando, abrió la puerta del armario y dejó salir a Dobby.
—¿Se da cuenta de lo que es vivir aquí? —le dijo—. ¿Ve por qué debo
volver a Hogwarts? Es el único lugar donde tengo…, bueno, donde creo
que tengo amigos.
—¿Amigos que ni siquiera escriben a Harry Potter? —preguntó
maliciosamente.
—Supongo que habrán estado… ¡Un momento! —dijo Harry,
frunciendo el entrecejo—. ¿Cómo sabe usted que mis amigos no me han
escrito?
Dobby cambió los pies de posición.
—Harry Potter no debe enfadarse con Dobby. Dobby pensó que era lo
mejor…
—¿Ha interceptado usted mis cartas?
—Dobby las tiene aquí, señor —dijo el elfo, y escapando ágilmente del
alcance de Harry, extrajo un grueso fajo de sobres del almohadón que
llevaba puesto. Harry pudo distinguir la esmerada caligrafía de Hermione,
los irregulares trazos de Ron, y hasta un garabato que parecía salido de la
mano de Hagrid, el guardabosques de Hogwarts.
Dobby, inquieto, miró a Harry y parpadeó.
—Harry Potter no debe enfadarse… Dobby pensaba… que si Harry
Potter creía que sus amigos lo habían olvidado… Harry Potter no querría
volver al colegio, señor.
Harry no escuchaba. Se abalanzó sobre las cartas, pero Dobby lo
esquivó.
—Harry Potter las tendrá, señor, si le da a Dobby su palabra de que no
volverá a Hogwarts. ¡Señor, es un riesgo que no debe afrontar! ¡Dígame que
no irá, señor!
—¡Iré! —dijo Harry enojado—. ¡Déme las cartas de mis amigos!
—Entonces, Harry Potter no le deja a Dobby otra opción —dijo
apenado el elfo.
Antes de que Harry pudiera hacer algún movimiento, Dobby se había
lanzado como una flecha hacia la puerta del dormitorio, la había abierto y
había bajado las escaleras corriendo.
Con la boca seca y el corazón en un puño, Harry salió detrás de él,
intentando no hacer ruido. Saltó los últimos seis escalones, cayó como un
gato sobre la alfombra del recibidor y buscó a Dobby. Del comedor venía la
voz de tío Vernon que decía:
—… señor Mason, cuéntele a Petunia aquella divertida anécdota de los
fontaneros americanos, se muere de ganas de oírla…
Harry cruzó el vestíbulo, y al llegar a la cocina, sintió que se le venía el
mundo encima.
El pudín magistral de tía Petunia, el montículo de nata y violetas de
azúcar, flotaba cerca del techo. Dobby estaba en cuclillas sobre el armario
que había en un rincón.
—No —rogó Harry con voz ronca—. Se lo ruego…, me matarán…
—Harry Potter debe prometer que no irá al colegio.
—Dobby…, por favor…
—Dígalo, señor…
—¡No puedo!
—Entonces Dobby tendrá que hacerlo, señor, por el bien de Harry
Potter.
El pudín cayó al suelo con un estrépito capaz de provocar un infarto. El
plato se hizo añicos y la nata salpicó ventanas y paredes. Dando un
chasquido como el de un látigo, Dobby desapareció.
Del comedor llegaron unos alaridos y tío Vernon entró de sopetón en la
cocina y halló a Harry paralizado por el susto y cubierto de la cabeza a los
pies con los restos del pudín de tía Petunia.
Al principio le pareció que tío Vernon aún podría disimular el desastre
(«nuestro sobrino, ya ven…, está muy mal…, se altera al ver a
desconocidos, así que lo tenemos en el piso de arriba…»). Llevó a los
impresionados Mason de nuevo al comedor, prometió a Harry que, en
cuanto se fueran, lo desollaría vivo, y le puso una fregona en las manos. Tía
Petunia sacó helado del congelador y Harry, todavía temblando, se puso a
fregar la cocina.
Tío Vernon podría haberlo solucionado de esta manera, si no hubiera
sido por la lechuza.
En el preciso instante en que tía Petunia estaba ofreciendo a sus
invitados unos bombones de menta, una lechuza penetró por la ventana del
comedor, dejó caer una carta sobre la cabeza de la señora Mason y volvió a
salir. La señora Mason gritó como una histérica y huyó de la casa
exclamando algo sobre los locos. El señor Mason se quedó sólo lo
suficiente para explicarles a los Dursley que su mujer tenía pánico a los
pájaros de cualquier tipo y tamaño, y para preguntarles si aquélla era su
forma de gastar bromas.
Harry estaba en la cocina, agarrado a la fregona para no caerse, cuando
tío Vernon avanzó hacia él con un destello demoníaco en sus ojos
diminutos.
—¡Léela! —dijo hecho una furia y blandiendo la carta que había dejado
la lechuza—. ¡Vamos, léela!
Harry la cogió. No se trataba de ninguna felicitación por su cumpleaños.
Estimado Señor Potter:
Hemos recibido la información de que un encantamiento
planeador ha sido usado en su lugar de residencia esta misma
noche a las nueve y doce minutos.
Como usted sabe, a los magos menores de edad no se les
permite realizar conjuros fuera del recinto escolar, y reincidir en el
uso de la magia podría acarrearle la expulsión del colegio (Decreto
para la moderada limitación de la brujería en menores de edad,
1875, artículo tercero).
Asimismo le recordamos que se considera falta grave realizar
cualquier actividad mágica que entrañe un riesgo de ser advertida
por miembros de la comunidad no mágica o muggles (Sección
decimotercera de la Confederación Internacional del Estatuto del
Secreto de los Brujos).
¡Que disfrute de unas buenas vacaciones!
Afectuosamente,
Mafalda Hopkirk
Oficina Contra el Uso Indebido de la Magia
Ministerio de Magia
Harry levantó la vista de la carta y tragó saliva.
—No nos habías dicho que no se te permitía hacer magia fuera del
colegio —dijo tío Vernon, con una chispa de rabia en los ojos—. Olvidaste
mencionarlo… Un grave descuido, me atrevería a decir…
Se echaba por momentos encima de Harry como un gran buldog,
enseñando los dientes.
—Bueno, muchacho, ¿sabes qué te digo? Te voy a encerrar… Nunca
regresarás a ese colegio… Nunca… Y si utilizas la magia para escaparte, ¡te
expulsarán!
Y, riéndose como un loco, lo arrastró escaleras arriba.
Tío Vernon fue tan duro con Harry como había prometido. A la mañana
siguiente, mandó poner una reja en la ventana de su dormitorio e hizo una
gatera en la puerta para pasarle tres veces al día una mísera cantidad de
comida. Sólo lo dejaban salir por la mañana y por la noche para ir al baño.
Aparte de eso, permanecía encerrado en su habitación las veinticuatro horas
del día.
Al cabo de tres días, no había indicios de que los Dursley se hubieran
apiadado de él, y Harry no encontraba la manera de escapar de su situación.
Pasaba el tiempo tumbado en la cama, viendo ponerse el sol tras la reja de
la ventana y preguntándose entristecido qué sería de él.
¿De qué le serviría utilizar sus poderes mágicos para escapar de la
habitación, si luego lo expulsaban de Hogwarts por hacerlo? Por otro lado,
la vida en Privet Drive nunca había sido tan penosa. Ahora que los Dursley
sabían que no se iban a despertar por la mañana convertidos en
murciélagos, había perdido su única defensa. Tal vez Dobby lo había
salvado de los horribles sucesos que tendrían lugar en Hogwarts, pero tal
como estaban las cosas, lo más probable era que muriese de inanición.
Se abrió la gatera y apareció la mano de tía Petunia, que introdujo en la
habitación un cuenco de sopa de lata. Harry, a quien las tripas le dolían de
hambre, saltó de la cama y se abalanzó sobre el cuenco. La sopa estaba
completamente fría, pero se bebió la mitad de un trago. Luego se fue hasta
la jaula de Hedwig y le puso en el comedero vacío los trozos de verdura
embebidos del caldo que quedaban en el fondo del cuenco. La lechuza erizó
las plumas y lo miró con expresión de asco intenso.
—No debes despreciarlo, es todo lo que tenemos —dijo Harry con
tristeza.
Volvió a dejar el cuenco vacío en el suelo, junto a la gatera, y se echó
otra vez en la cama, casi con más hambre que la que tenía antes de tomarse
la sopa.
Suponiendo que siguiera vivo cuatro semanas más tarde, ¿qué sucedería
si no se presentaba en Hogwarts? ¿Enviarían a alguien a averiguar por qué
no había vuelto? ¿Podrían conseguir que los Dursley lo dejaran ir?
La habitación estaba cada vez más oscura. Exhausto, con las tripas
rugiéndole y el cerebro dando vueltas a aquellas preguntas sin respuesta,
Harry concilió un sueño agitado.
Soñó que lo exhibían en un zoo, dentro de una jaula con un letrero que
decía «Mago menor de edad». Por entre los barrotes, la gente lo miraba con
ojos asombrados mientras él yacía, débil y hambriento, sobre un jergón.
Entre la multitud veía el rostro de Dobby y le pedía ayuda a voces, pero
Dobby se excusaba diciendo: «Harry Potter está seguro en este lugar,
señor», y desaparecía. Luego llegaban los Dursley, y Dudley repiqueteaba
los barrotes de la jaula, riéndose de él.
—¡Para! —dijo Harry, sintiendo el golpeteo en su dolorida cabeza—.
Déjame en paz… Basta ya…, estoy intentando dormir…
Abrió los ojos. La luz de la luna brillaba por entre los barrotes de la
ventana. Y alguien, con los ojos muy abiertos, lo miraba tras la reja: alguien
con la cara llena de pecas, el pelo cobrizo y la nariz larga.
Ron Weasley estaba afuera en la ventana.
CAPÍTULO 3
La Madriguera
! —exclamó Harry, encaramándose a la ventana y abriéndola para
¡R poder
hablar con él a través de la reja—. Ron, ¿cómo has logrado…?
ON
¿Qué…?
Harry se quedó boquiabierto al darse cuenta de lo que veía. Ron sacaba
la cabeza por la ventanilla trasera de un viejo coche de color azul turquesa
que estaba detenido ¡ni más ni menos que en el aire! Sonriendo a Harry
desde los asientos delanteros, estaban Fred y George, los hermanos gemelos
de Ron, que eran mayores que él.
—¿Todo bien, Harry?
—¿Qué ha pasado? —preguntó Ron—. ¿Por qué no has contestado a
mis cartas? Te he pedido unas doce veces que vinieras a mi casa a pasar
unos días, y luego mi padre vino un día diciendo que te habían enviado un
apercibimiento oficial por utilizar la magia delante de los muggles.
—No fui yo. Pero ¿cómo se enteró?
—Trabaja en el Ministerio —contestó Ron—. Sabes que no podemos
hacer ningún conjuro fuera del colegio.
—¡Tiene gracia que tú me lo digas! —repuso Harry, echando un vistazo
al coche flotante.
—¡Esto no cuenta! —explicó Ron—. Sólo lo hemos cogido prestado. Es
de mi padre, nosotros no lo hemos encantado. Pero hacer magia delante de
esos muggles con los que vives…
—No he sido yo, ya te lo he dicho…, pero es demasiado largo para
explicarlo ahora. Mira, puedes decir en Hogwarts que los Dursley me tienen
encerrado y que no podré volver al colegio, y está claro que no puedo
utilizar la magia para escapar de aquí, porque el ministro pensaría que es la
segunda vez que utilizo conjuros en tres días, de forma que…
—Deja de decir tonterías —dijo Ron—. Hemos venido para llevarte a
casa con nosotros.
—Pero tampoco vosotros podéis utilizar la magia para sacarme…
—No la necesitamos —repuso Ron, señalando con la cabeza hacia los
asientos delanteros y sonriendo—. Recuerda a quién he traído conmigo.
—Ata esto a la reja —dijo Fred, arrojándole un cabo de cuerda.
—Si los Dursley se despiertan, me matan —comentó Harry, atando la
soga a uno de los barrotes. Fred aceleró el coche.
—No te preocupes —dijo Fred— y apártate.
Harry se retiró al fondo de la habitación, donde estaba Hedwig, que
parecía haber comprendido que la situación era delicada y se mantenía
inmóvil y en silencio. El coche aceleró más y más, y de pronto, con un
sonoro crujido, la reja se desprendió limpiamente de la ventana mientras el
coche salía volando hacia el cielo. Harry corrió a la ventana y vio que la
reja había quedado colgando a sólo un metro del suelo. Entonces Ron fue
recogiendo la cuerda hasta que tuvo la reja dentro del coche. Harry escuchó
preocupado, pero no oyó ningún sonido que proviniera del dormitorio de
los Dursley.
Después de que Ron dejara la reja en el asiento trasero, a su lado, Fred
dio marcha atrás para acercarse tanto como pudo a la ventana de Harry.
—Entra —dijo Ron.
—Pero todas mis cosas de Hogwarts… Mi varita mágica, mi escoba…
—¿Dónde están?
—Guardadas bajo llave en la alacena de debajo de las escaleras. Y yo
no puedo salir de la habitación.
—No te preocupes —dijo George desde el asiento del acompañante—.
Quítate de ahí, Harry.
Fred y George entraron en la habitación de Harry trepando con cuidado
por la ventana.
«Hay que reconocer que lo hacen muy bien», pensó Harry cuando
George se sacó del bolsillo una horquilla del pelo para forzar la cerradura.
—Muchos magos creen que es una pérdida de tiempo aprender estos
trucos muggles —observó Fred—, pero nosotros opinamos que vale la pena
adquirir estas habilidades, aunque sean un poco lentas.
Se oyó un ligero «clic» y la puerta se abrió.
—Bueno, nosotros bajaremos a buscar tus cosas. Recoge todo lo que
necesites de tu habitación y ve dándoselo a Ron por la ventana —susurró
George.
—Tened cuidado con el último escalón, porque cruje —les susurró
Harry mientras los gemelos se internaban en la oscuridad.
Harry fue cogiendo sus cosas de la habitación y se las pasaba a Ron a
través de la ventana. Luego ayudó a Fred y a George a subir el baúl por las
escaleras. Oyó toser al tío Vernon.
Una vez en el rellano, llevaron el baúl a través de la habitación de Harry
hasta la ventana abierta. Fred pasó al coche para ayudar a Ron a subir el
baúl, mientras Harry y George lo empujaban desde la habitación.
Centímetro a centímetro, el baúl fue deslizándose por la ventana.
Tío Vernon volvió a toser.
—Un poco más —dijo jadeando Fred, que desde el coche tiraba del baúl
—, empujad con fuerza…
Harry y George empujaron con los hombros, y el baúl terminó de pasar
de la ventana al asiento trasero del coche.
—Estupendo, vámonos —dijo George en voz baja.
Pero al subir al alféizar de la ventana, Harry oyó un potente chillido
detrás de él, seguido por la atronadora voz de tío Vernon.
—¡ESA MALDITA LECHUZA!
—¡Me olvidaba de Hedwig!
Harry cruzó a toda velocidad la habitación al tiempo que se encendía la
luz del rellano. Cogió la jaula de Hedwig, volvió velozmente a la ventana, y
se la pasó a Ron. Harry estaba subiendo al alféizar cuando tío Vernon
aporreó la puerta, y ésta se abrió de par en par.
Durante una fracción de segundo, tío Vernon se quedó inmóvil en la
puerta; luego soltó un mugido como el de un toro furioso y, abalanzándose
sobre Harry, lo agarró por un tobillo.
Ron, Fred y George lo asieron a su vez por los brazos, y tiraban de él
todo lo que podían.
—¡Petunia! —bramó tío Vernon—. ¡Se escapa! ¡SE ESCAPA!
Pero los Weasley tiraron con más fuerza, y el tío Vernon tuvo que soltar
la pierna de Harry. Tan pronto como éste se encontró dentro del coche y
hubo cerrado la puerta con un portazo, gritó Ron:
—¡Fred, aprieta el acelerador!
Y el coche salió disparado en dirección a la luna.
Harry no podía creérselo: estaba libre. Bajó la ventanilla y, con el aire
azotándole los cabellos, volvió la vista para ver alejarse los tejados de
Privet Drive. Tío Vernon, tía Petunia y Dudley estaban asomados a la
ventana de Harry, alucinados.
—¡Hasta el próximo verano! —gritó Harry.
Los Weasley se rieron a carcajadas, y Harry se recostó en el asiento, con
una sonrisa de oreja a oreja.
—Suelta a Hedwig —dijo a Ron— y que nos siga volando. Lleva un
montón de tiempo sin poder estirar las alas.
George le pasó la horquilla a Ron y, en un instante, Hedwig salía
alborozada por la ventanilla y se quedaba planeando al lado del coche,
como un fantasma.
—Entonces, Harry, ¿por qué…? —preguntó Ron impaciente—. ¿Qué es
lo que ha ocurrido?
Harry les explicó lo de Dobby, la advertencia que le había hecho y el
desastre del pudín de violetas. Cuando terminó, hubo un silencio
prolongado.
—Muy sospechoso —dijo finalmente Fred.
—Me huele mal —corroboró George—. ¿Así que ni siquiera te dijo
quién estaba detrás de todo?
—Creo que no podía —dijo Harry—, ya os he dicho que cada vez que
estaba a punto de irse de la lengua, empezaba a darse golpes contra la
pared.
Vio que Fred y George se miraban.
—¿Creéis que me estaba mintiendo? —preguntó Harry.
—Bueno —repuso Fred—, tengamos en cuenta que los elfos
domésticos tienen mucho poder mágico, pero normalmente no lo pueden
utilizar sin el permiso de sus amos. Me da la impresión de que enviaron al
viejo Dobby para impedirte que regresaras a Hogwarts. Una especie de
broma. ¿Hay alguien en el colegio que tenga algo contra ti?
—Sí —respondieron Ron y Harry al unísono.
—Draco Malfoy —dijo Harry—. Me odia.
—¿Draco Malfoy? —dijo George, volviéndose—. ¿No es el hijo de
Lucius Malfoy?
—Supongo que sí, porque no es un apellido muy común —contestó
Harry—. ¿Por qué lo preguntas?
—He oído a mi padre hablar mucho de él —dijo George—. Fue un
destacado partidario de Quien-tú-sabes.
—Y cuando desapareció Quien-tú-sabes —dijo Fred, estirando el cuello
para hablar con Harry—, Lucius Malfoy regresó negándolo todo.
Mentiras… Mi padre piensa que él pertenecía al círculo más próximo a
Quien-tú-sabes.
Harry ya había oído estos rumores sobre la familia de Malfoy, y no le
habían sorprendido en absoluto. En comparación con Malfoy, Dudley
Dursley era un muchacho bondadoso, amable y sensible.
—No sé si los Malfoy poseerán un elfo —dijo Harry.
—Bueno, sea quien sea, tiene que tratarse de una familia de magos de
larga tradición, y tienen que ser ricos —observó Fred.
—Sí, mamá siempre está diciendo que querría tener un elfo doméstico
que le planchase la ropa —dijo George—. Pero lo único que tenemos es un
espíritu asqueroso y malvado en el ático, y el jardín lleno de gnomos. Los
elfos domésticos están en grandes casas solariegas y en castillos y lugares
así, y no en casas como la nuestra.
Harry estaba callado. A juzgar por el hecho de que Draco Malfoy tenía
normalmente lo mejor de lo mejor, su familia debía de estar forrada de oro
mágico. Podía imaginárselo dándose aires en una gran mansión. También
parecía encajar con el tipo de cosas que Malfoy podría hacer, el enviar a un
criado para que impidiera que Harry volviese a Hogwarts. ¿Había sido un
estúpido al dar crédito a Dobby?
—De cualquier manera, estoy muy contento de que hayamos podido
rescatarte —dijo Ron—. Me estaba preocupando que no respondieras a mis
cartas. Al principio le echaba la culpa a Errol…
—¿Quién es Errol?
—Nuestra lechuza macho. Pero está viejo. No sería la primera vez que
le da un colapso al hacer una entrega. Así que intenté pedirle a Percy que
me prestara a Hermes…
—¿Quién?
—La lechuza que nuestros padres compraron a Percy cuando lo
nombraron prefecto —dijo Fred desde el asiento delantero.
—Pero Percy no me la quiso dejar —añadió Ron—. Dijo que la
necesitaba él.
—Este verano, Percy se está comportando de forma muy rara —dijo
George, frunciendo el entrecejo—. Ha estado enviando montones de cartas
y pasando muchísimo tiempo encerrado en su habitación… No puede uno
estar todo el día sacando brillo a la insignia de prefecto. Te estás desviando
hacia el oeste, Fred —añadió, señalando un indicador en el salpicadero.
Fred giró el volante.
—¿Vuestro padre sabe que os habéis llevado el coche? —preguntó
Harry, adivinando la respuesta.
—Esto…, no —contestó Ron—, esta noche tenía que trabajar. Espero
que podamos dejarlo en el garaje sin que nuestra madre se dé cuenta de que
nos lo hemos llevado.
—¿Qué hace vuestro padre en el Ministerio de Magia?
—Trabaja en el departamento más aburrido —contestó Ron—: la
Oficina Contra el Uso Indebido de Artefactos Muggles.
—¿El qué?
—Se trata de cosas que han sido fabricadas por los muggles pero que
alguien las encanta, y que terminan de nuevo en una casa o una tienda
muggle. Por ejemplo, el año pasado murió una bruja vieja, y vendieron su
juego de té a un anticuario. Una mujer muggle lo compró, se lo llevó a su
casa e intentó servir el té a sus amigos. Fue una pesadilla. Nuestro padre
tuvo que trabajar horas extras durante varias semanas.
—¿Qué ocurrió?
—Pues que la tetera se volvió loca y arrojó un chorro de té hirviendo
por toda la sala, y un hombre terminó en el hospital con las tenacillas para
coger los terrones de azúcar aferradas a la nariz. Nuestro padre estaba
desesperado, en el departamento solamente están él y un viejo brujo
llamado Perkins, y tuvieron que hacer encantamientos para borrarles la
memoria y otros trucos para que no se acordaran de nada.
—Pero vuestro padre…, este coche…
Fred se rió.
—Sí, le vuelve loco todo lo que tiene que ver con los muggles, tenemos
el cobertizo lleno de chismes muggles. Los coge, los hechiza y los vuelve a
poner en su sitio. Si viniera a inspeccionar a casa, tendría que arrestarse a sí
mismo. A nuestra madre la saca de quicio.
—Ahí está la carretera principal —dijo George, mirando hacia abajo a
través del parabrisas—. Llegaremos dentro de diez minutos… Menos mal,
porque se está haciendo de día.
Un tenue resplandor sonrosado aparecía en el horizonte, al este.
Fred dejó que el coche fuera perdiendo altura, y Harry vio a la escasa
luz del amanecer el mosaico que formaban los campos y los grupos de
árboles.
—Vivimos un poco apartados del pueblo —explicó George—. En
Ottery Saint Catchpole.
El coche volador descendía más y más. Entre los árboles destellaba ya
el borde de un sol rojo y brillante.
—¡Aterrizamos! —exclamó Fred cuando, con una ligera sacudida,
tomaron contacto con el suelo. Aterrizaron junto a un garaje en ruinas en un
pequeño corral, y Harry vio por vez primera la casa de Ron.
Parecía como si en otro tiempo hubiera sido una gran pocilga de piedra,
pero aquí y allá habían ido añadiendo tantas habitaciones que ahora la casa
tenía varios pisos de altura y estaba tan torcida que parecía sostenerse en pie
por arte de magia, y Harry sospechó que así era probablemente. Cuatro o
cinco chimeneas coronaban el tejado. Cerca de la entrada, clavado en el
suelo, había un letrero torcido que decía «La Madriguera». En torno a la
puerta principal había un revoltijo de botas de goma y un caldero muy
oxidado. Varias gallinas gordas de color marrón picoteaban a sus anchas por
el corral.
—No es gran cosa.
—Es una maravilla —repuso Harry, contento, acordándose de Privet
Drive.
Salieron del coche.
—Ahora tenemos que subir las escaleras sin hacer el menor ruido —
advirtió Fred—, y esperar a que mamá nos llame para el desayuno.
Entonces tú, Ron, bajarás las escaleras dando saltos y diciendo: «¡Mamá,
mira quién ha llegado esta noche!» Ella se pondrá muy contenta, y nadie
tendrá que saber que hemos cogido el coche.
—Bien —dijo Ron—. Vamos, Harry, yo duermo en el…
De repente, Ron se puso de un color verdoso muy feo y clavó los ojos
en la casa. Los otros tres se dieron la vuelta.
La señora Weasley iba por el corral espantando a las gallinas, y para
tratarse de una mujer pequeña, rolliza y de rostro bondadoso, era
sorprendente lo que podía parecerse a un tigre de enormes colmillos.
—¡Ah! —musitó Fred.
—¡Dios mío! —exclamó George.
La señora Weasley se paró delante de ellos, con las manos en las
caderas, y paseó la mirada de uno a otro. Llevaba un delantal estampado de
cuyo bolsillo sobresalía una varita mágica.
—Así que… —dijo.
—Buenos días, mamá —saludó George, poniendo lo que él consideraba
que era una voz alegre y encantadora.
—¿Tenéis idea de lo preocupada que he estado? —preguntó la señora
Weasley en un tono aterrador.
—Perdona, mamá, pero es que, mira, teníamos que…
Aunque los tres hijos de la señora Weasley eran más altos que su madre,
se amilanaron cuando descargó su ira sobre ellos.
—¡Las camas vacías! ¡Ni una nota! El coche no estaba…, podíais haber
tenido un accidente… Creía que me volvía loca, pero no os importa,
¿verdad?… Nunca, en toda mi vida… Ya veréis cuando llegue a casa
vuestro padre, un disgusto como éste nunca me lo dieron Bill, ni Charlie, ni
Percy…
—Percy, el prefecto perfecto —murmuró Fred.
—¡PUES PODRÍAS SEGUIR SU EJEMPLO! —gritó la señora Weasley, dándole
golpecitos en el pecho con el dedo—. Podríais haberos matado o podría
haberos visto alguien, y vuestro padre haberse quedado sin trabajo por
vuestra culpa…
Les pareció que la reprimenda duraba horas. La señora Weasley
enronqueció de tanto gritar y luego se plantó delante de Harry, que
retrocedió asustado.
—Me alegro de verte, Harry, cielo —dijo—. Pasa a desayunar.
La señora Weasley se encaminó hacia la casa y Harry la siguió, después
de dirigir una mirada azorada a Ron, que le respondió animándolo con un
gesto de la cabeza.
La cocina era pequeña y todo en ella estaba bastante apretujado. En el
medio había una mesa de madera que se veía muy restregada, con sillas
alrededor. Harry se sentó tímidamente, mirando a todas partes. Era la
primera vez que estaba en la casa de un mago.
El reloj de la pared de enfrente sólo tenía una manecilla y carecía de
números. En el borde de la esfera había escritas cosas tales como «Hora del
té», «Hora de dar de comer a las gallinas» y «Te estás retrasando». Sobre la
repisa de la chimenea había unos libros en montones de tres, libros que
tenían títulos como La elaboración de queso mediante la magia, El
encantamiento en la repostería o Por arte de magia: cómo preparar un
banquete en un minuto. Y, a menos que Harry hubiera escuchado mal, la
vieja radio que había al lado del fregadero acababa de anunciar que a
continuación emitirían el programa «La hora de las brujas, con la popular
cantante hechicera Celestina Warbeck».
La señora Weasley preparaba el desayuno sin poner demasiada atención
en lo que hacía, y en el rato que tardó en freír las salchichas echó unas
cuantas miradas de desaprobación a sus hijos. De vez en cuando
murmuraba: «cómo se os pudo ocurrir» o «nunca lo hubiera creído».
—Tú no tienes la culpa, cielo —aseguró a Harry, echándole en el plato
ocho o nueve salchichas—. Arthur y yo también hemos estado muy
preocupados por ti. Anoche mismo estuvimos comentando que si Ron
seguía sin tener noticias tuyas el viernes, iríamos a buscarte para traerte
aquí. Pero —dijo mientras le servía tres huevos fritos— cualquiera podría
haberos visto atravesar medio país volando en ese coche e infringiendo la
ley…
Entonces, como si fuera lo más natural, dio un golpecito con la varita
mágica en el montón de platos sucios del fregadero, y éstos comenzaron a
lavarse solos, produciendo un suave tintineo.
—¡Estaba nublado, mamá! —dijo Fred.
—¡No hables mientras comes! —le interrumpió la señora Weasley.
—¡Lo estaban matando de hambre, mamá! —dijo George.
—¡Cállate tú también! —atajó la señora Weasley, pero cuando se puso a
cortar unas rebanadas de pan para Harry y a untarlas con mantequilla, la
expresión se le enterneció.
En aquel momento apareció en la cocina una personita bajita y pelirroja,
que llevaba puesto un largo camisón y que, dando un grito, se volvió
corriendo.
—Es Ginny —dijo Ron a Harry en voz baja—, mi hermana. Se ha
pasado el verano hablando de ti.
—Sí, debe de estar esperando que le firmes un autógrafo, Harry —dijo
Fred con una sonrisa, pero se dio cuenta de que su madre lo miraba y
hundió la vista en el plato sin decir ni una palabra más. No volvieron a
hablar hasta que hubieron terminado todo lo que tenían en el plato, lo que
les llevó poquísimo tiempo.
—Estoy que reviento —dijo Fred, bostezando y dejando finalmente el
cuchillo y el tenedor—. Creo que me iré a la cama y…
—De eso nada —interrumpió la señora Weasley—. Si te has pasado
toda la noche por ahí, ha sido culpa tuya. Así que ahora vete a desgnomizar
el jardín, que los gnomos se están volviendo a desmadrar.
—Pero, mamá…
—Y vosotros dos, id con él —dijo ella, mirando a Ron y George—. Tú
sí puedes irte a la cama, cielo —dijo a Harry—. Tú no les pediste que te
llevaran volando en ese maldito coche.
Pero Harry, que no tenía nada de sueño, dijo con presteza:
—Ayudaré a Ron, nunca he presenciado una desgnomización.
—Eres muy amable, cielo, pero es un trabajo aburrido —dijo la señora
Weasley—. Pero veamos lo que Lockhart dice sobre el particular.
Y cogió un pesado volumen de la repisa de la chimenea. George se
quejó.
—Mamá, ya sabemos desgnomizar un jardín.
Harry echó una mirada a la cubierta del libro de la señora Weasley.
Llevaba escritas en letras doradas de fantasía las palabras «Gilderoy
Lockhart: Guía de las plagas en el hogar». Ocupaba casi toda la portada
una fotografía de un mago muy guapo de pelo rubio ondulado y ojos azules
y vivarachos. Como todas las fotografías en el mundo de la magia, ésta
también se movía: el mago, que Harry supuso que era Gilderoy Lockhart,
guiñó un ojo a todos con descaro. La señora Weasley le sonrió
abiertamente.
—Es muy bueno —dijo ella—, conoce al dedillo todas las plagas del
hogar, es un libro estupendo…
—A mamá le gusta —dijo Fred, en voz baja pero bastante audible.
—No digas tonterías, Fred —dijo la señora Weasley, ruborizándose—.
Muy bien, si crees que sabes más que Lockhart, ponte ya a ello; pero ¡ay de
ti si queda un solo gnomo en el jardín cuando yo salga!
Entre quejas y bostezos, los Weasley salieron arrastrando los pies,
seguidos por Harry. El jardín era grande y a Harry le pareció que era
exactamente como tenía que ser un jardín. A los Dursley no les habría
gustado; estaba lleno de maleza y el césped necesitaba un recorte, pero
había árboles de tronco nudoso junto a los muros, y en los arriates, plantas
exuberantes que Harry no había visto nunca, y un gran estanque de agua
verde lleno de ranas.
—Los muggles también tienen gnomos en sus jardines, ¿sabes? —dijo
Harry a Ron mientras atravesaban el césped.
—Sí, ya he visto esas cosas que ellos piensan que son gnomos —dijo
Ron, inclinándose sobre una mata de peonías—. Como una especie de
papás Noel gorditos con cañas de pescar…
Se oyó el ruido de un forcejeo, la peonía se sacudió y Ron se levantó,
diciendo en tono grave:
—Esto es un gnomo.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —chillaba el gnomo.
Desde luego, no se parecía a papá Noel: era pequeño y de piel curtida,
con una cabeza grande y huesuda, parecida a una patata. Ron lo sujetó con
el brazo estirado, mientras el gnomo le daba patadas con sus fuertes
piececitos. Ron lo cogió por los tobillos y lo puso cabeza abajo.
—Esto es lo que tienes que hacer —explicó. Levantó al gnomo en lo
alto («¡suéltame!», decía éste) y comenzó a voltearlo como si fuera un lazo.
Viendo el espanto en el rostro de Harry, Ron añadió—: No les duele. Pero
los tienes que dejar muy mareados para que no puedan volver a encontrar su
madriguera.
Entonces soltó al gnomo y éste salió volando por el aire y cayó en el
campo que había al otro lado del seto, a unos siete metros, con un ruido
sordo.
—¡De pena! —dijo Fred—. ¿Qué te apuestas a que lanzo el mío más
allá de aquel tocón?
Harry aprendió enseguida que no había que sentir compasión por los
gnomos y decidió lanzar al otro lado del seto al primer gnomo que
capturase, pero éste, percibiendo su indecisión, le hundió sus afiladísimos
dientes en un dedo, y le costó mucho trabajo sacudírselo…
—Caramba, Harry…, eso habrán sido casi veinte metros…
Pronto el aire se llenó de gnomos volando.
—Ya ves que no son muy listos —observó George, cogiendo cinco o
seis gnomos a la vez—. En cuanto se enteran de que estamos
desgnomizando, salen a curiosear. Ya deberían haber aprendido a quedarse
escondidos en su sitio.
Al poco rato vieron que los gnomos que habían aterrizado en el campo,
que eran muchos, empezaban a alejarse andando en grupos, con los
hombros caídos.
—Volverán —dijo Ron, mientras contemplaban cómo se internaban los
gnomos en el seto del otro lado del campo—. Les gusta este sitio… Papá es
demasiado blando con ellos, porque piensa que son divertidos…
En aquel momento se oyó la puerta principal de la casa.
—¡Ya ha llegado! —dijo George—. ¡Papá está en casa!
Y fueron corriendo a su encuentro.
El señor Weasley estaba sentado en una silla de la cocina, con las gafas
quitadas y los ojos cerrados. Era un hombre delgado, bastante calvo, pero el
escaso pelo que le quedaba era tan rojo como el de sus hijos. Llevaba una
larga túnica verde polvorienta y estropeada de viajar.
—¡Qué noche! —farfulló, cogiendo la tetera mientras los muchachos se
sentaban a su alrededor—. Nueve redadas. ¡Nueve! Y el viejo Mundungus
Fletcher intentó hacerme un maleficio cuando le volví la espalda.
El señor Weasley tomó un largo sorbo de té y suspiró.
—¿Encontraste algo, papá? —preguntó Fred con interés.
—Sólo unas llaves que merman y una tetera que muerde —respondió el
señor Weasley en un bostezo—. Han ocurrido, sin embargo, algunas cosas
bastante feas que no afectaban a mi departamento. A Mortlake lo sacaron
para interrogarle sobre unos hurones muy raros, pero eso incumbe al
Comité de Encantamientos Experimentales, gracias a Dios.
—¿Para qué sirve que unas llaves encojan? —preguntó George.
—Para atormentar a los muggles —suspiró el señor Weasley—. Se les
vende una llave que merma hasta hacerse diminuta para que no la puedan
encontrar nunca cuando la necesitan… Naturalmente, es muy difícil dar con
el culpable porque ningún muggle quiere admitir que sus llaves merman;
siempre insisten en que las han perdido. ¡Jesús! No sé de lo que serían
capaces para negar la existencia de la magia, aunque la tuvieran delante de
los ojos… Pero no os creeríais las cosas que a nuestra gente le ha dado por
encantar…
—¿COMO COCHES, POR EJEMPLO?
La señora Weasley había aparecido blandiendo un atizador como si
fuera una espada. El señor Weasley abrió los ojos de golpe y dirigió a su
mujer una mirada de culpabilidad.
—¿Co-coches, Molly, cielo?
—Sí, Arthur, coches —dijo la señora Weasley, con los ojos brillándole
—. Imagínate que un mago se compra un viejo coche oxidado y le dice a su
mujer que quiere llevárselo para ver cómo funciona, cuando en realidad lo
está encantando para que vuele.
El señor Weasley parpadeó.
—Bueno, querida, creo que estarás de acuerdo conmigo en que no ha
hecho nada en contra de la ley, aunque quizá debería haberle dicho la
verdad a su mujer… Verás, existe una laguna jurídica… siempre y cuando
él no utilice el coche para volar. El hecho de que el coche pueda volar no
constituye en sí…
—¡Señor Weasley, ya se encargó personalmente de que existiera una
laguna jurídica cuando usted redactó esa ley! —gritó la señora Weasley—.
¡Sólo para poder seguir jugando con todos esos cachivaches muggles que
tienes en el cobertizo! ¡Y, para que lo sepas, Harry ha llegado esta mañana
en ese coche en el que tú no volaste!
—¿Harry? —dijo el señor Weasley mirando a su esposa sin comprender
—. ¿Qué Harry?
Al darse la vuelta, vio a Harry y se sobresaltó.
—¡Dios mío! ¿Es Harry Potter? Encantado de conocerte. Ron nos ha
hablado mucho de ti…
—¡Esta noche, tus hijos han ido volando en el coche hasta la casa de
Harry y han vuelto! —gritó la señora Weasley—. ¿No tienes nada que
comentar al respecto?
—¿Es verdad que hicisteis eso? —preguntó el señor Weasley, nervioso
—. ¿Fue bien la cosa? Qui-quiero decir —titubeó, al ver que su esposa
echaba chispas por los ojos—, que eso ha estado muy mal, muchachos, pero
que muy mal…
—Dejémosles que lo arreglen entre ellos —dijo Ron a Harry en voz
baja, al ver que su madre estaba a punto de estallar—. Venga, quiero
enseñarte mi habitación.
Salieron sigilosamente de la cocina y, siguiendo un estrecho pasadizo,
llegaron a una escalera torcida que subía atravesando la casa en zigzag. En
el tercer rellano había una puerta entornada. Antes de que se cerrara de un
golpe, Harry pudo ver un instante un par de ojos castaños que estaban
espiando.
—Ginny —dijo Ron—. No sabes lo raro que es que se muestre así de
tímida. Normalmente nunca se esconde.
Subieron dos tramos más de escalera hasta llegar a una puerta con la
pintura desconchada y una placa pequeña que decía «Habitación de
Ronald».
Cuando Harry entró, con la cabeza casi tocando el techo inclinado, tuvo
que cerrar un instante los ojos. Le pareció que entraba en un horno, porque
casi todo en la habitación era de color naranja intenso: la colcha, las
paredes, incluso el techo. Luego se dio cuenta de que Ron había cubierto
prácticamente cada centímetro del viejo papel pintado con pósteres iguales
en que se veía a un grupo de siete magos y brujas que llevaban túnicas de
color naranja brillante, sostenían escobas en la mano y saludaban con
entusiasmo.
—¿Tu equipo de quidditch favorito? —le preguntó Harry.
—Los Chudley Cannons —confirmó Ron, señalando la colcha naranja,
en la que había estampadas dos letras «C» gigantes y una bala de cañón
saliendo disparada—. Van novenos en la liga.
Ron tenía los libros de magia del colegio amontonados
desordenadamente en un rincón, junto a una pila de cómics que parecían
pertenecer todos a la serie Las aventuras de Martin Miggs, el «muggle»
loco. Su varita mágica estaba en el alféizar de la ventana, encima de una
pecera llena de huevos de rana y al lado de Scabbers, la gorda rata gris de
Ron, que dormitaba en la parte donde daba el sol.
Harry echó un vistazo por la diminuta ventana, tras pisar
involuntariamente una baraja de cartas autobarajables que se hallaba
esparcida por el suelo. Abajo, en el campo, podía ver un grupo de gnomos
que volvían a entrar de uno en uno, a hurtadillas, en el jardín de los Weasley
a través del seto. Luego se volvió hacia Ron, que lo miraba con
impaciencia, esperando que Harry emitiera su opinión.
—Es un poco pequeña —se apresuró a decir Ron—, a diferencia de la
habitación que tenías en casa de los muggles. Además, justo aquí arriba está
el espíritu del ático, que se pasa todo el tiempo golpeando las tuberías y
gimiendo…
Pero Harry le dijo con una amplia sonrisa:
—Es la mejor casa que he visto nunca.
Ron se ruborizó hasta las orejas.
CAPÍTULO 4
En Flourish y Blotts
L
vida en La Madriguera no se parecía en nada a la de Privet Drive.
Los Dursley lo querían todo limpio y ordenado; la casa de los Weasley
estaba llena de sorpresas y cosas asombrosas. Harry se llevó un buen susto
la primera vez que se miró en el espejo que había sobre la chimenea de la
cocina, y el espejo le gritó: «¡Vaya pinta! ¡Métete bien la camisa!» El
espíritu del ático aullaba y golpeaba las tuberías cada vez que le parecía que
reinaba demasiada tranquilidad en la casa. Y las explosiones en el cuarto de
Fred y George se consideraban completamente normales. Lo que Harry
encontraba más raro en casa de Ron, sin embargo, no era el espejo parlante
ni el espíritu que hacía ruidos, sino el hecho de que allí, al parecer, todos le
querían.
La señora Weasley se preocupaba por el estado de sus calcetines e
intentaba hacerle comer cuatro raciones en cada comida. Al señor Weasley
le gustaba que Harry se sentara a su lado en la mesa para someterlo a un
A
interrogatorio sobre la vida con los muggles, y le preguntaba cómo
funcionaban cosas tales como los enchufes o el servicio de correos.
—¡Fascinante! —decía, cuando Harry le explicaba cómo se usaba el
teléfono—. Son ingeniosas de verdad, las cosas que inventan los muggles
para apañárselas sin magia.
Una mañana soleada, cuando llevaba más o menos una semana en La
Madriguera, Harry les oyó hablar sobre Hogwarts. Cuando Ron y él bajaron
a desayunar, encontraron al señor y la señora Weasley sentados con Ginny a
la mesa de la cocina. Al ver a Harry, Ginny dio sin querer un golpe al
cuenco de las gachas y éste se cayó al suelo con gran estrépito. Ginny solía
tirar las cosas cada vez que Harry entraba en la habitación donde ella
estaba. Se metió debajo de la mesa para recoger el cuenco y se levantó con
la cara tan colorada y brillante como un tomate. Haciendo como que no lo
había visto, Harry se sentó y cogió la tostada que le pasaba la señora
Weasley.
—Han llegado cartas del colegio —dijo el señor Weasley, entregando a
Harry y a Ron dos sobres idénticos de pergamino amarillento, con la
dirección escrita en tinta verde—. Dumbledore ya sabe que estás aquí,
Harry; a ése no se le escapa una. También han llegado cartas para vosotros
dos —añadió, al ver entrar tranquilamente a Fred y George, todavía en
pijama.
Hubo unos minutos de silencio mientras leían las cartas. A Harry le
indicaban que cogiera el tren a Hogwarts el 1 de septiembre, como de
costumbre, en la estación de King’s Cross. Se adjuntaba una lista de los
libros de texto que necesitaría para el curso siguiente:
LOS ESTUDIANTES DE SEGUNDO CURSO NECESITARÁN:
—Libro reglamentario de hechizos, segundo curso, Miranda
Goshawk.
—Recreo con la «banshee», Gilderoy Lockhart.
—Una vuelta con los espíritus malignos, Gilderoy Lockhart.
—Vacaciones con las brujas, Gilderoy Lockhart.
—Recorridos con los trols, Gilderoy Lockhart.
—Viajes con los vampiros, Gilderoy Lockhart.
—Paseos con los hombres lobo, Gilderoy Lockhart.
—Un año con el Yeti, Gilderoy Lockhart.
Después de leer su lista, Fred echó un vistazo a la de Harry.
—¡También a ti te han mandado todos los libros de Lockhart! —
exclamó—. El nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras debe de
ser un fan suyo; apuesto a que es una bruja.
En ese instante, Fred vio que su madre lo miraba severamente, y trató de
disimular untándose mermelada en el pan.
—Todos estos libros no resultarán baratos —observó George, mirando
de reojo a sus padres—. De hecho, los libros de Lockhart son muy caros…
—Bueno, ya nos apañaremos —repuso la señora Weasley, aunque
parecía preocupada—. Espero que a Ginny le puedan servir muchas de
vuestras cosas.
—¿Es que ya vas a empezar en Hogwarts este curso? —preguntó Harry
a Ginny.
Ella asintió con la cabeza, enrojeciendo hasta la raíz del pelo, que era de
color rojo encendido, y metió el codo en el plato de la mantequilla.
Afortunadamente, el único que se dio cuenta fue Harry, porque Percy, el
hermano mayor de Ron, entraba en aquel preciso instante. Ya se había
vestido y lucía la insignia de prefecto de Hogwarts en el chaleco de punto.
—Buenos días a todos —saludó Percy con voz segura—. Hace un
hermoso día.
Se sentó en la única silla que quedaba, pero inmediatamente se levantó
dando un brinco, y quitó del asiento un plumero gris medio desplumado. O
al menos eso es lo que Harry pensó que era, hasta que vio que respiraba.
—¡Errol! —exclamó Ron, cogiendo a la maltratada lechuza y sacándole
una carta que llevaba debajo del ala—. ¡Por fin! Aquí está la respuesta de
Hermione. Le escribí contándole que te íbamos a rescatar de los Dursley.
Ron llevó a Errol hasta una percha que había junto a la puerta de atrás e
intentó que se sostuviera en ella, pero Errol volvió a caerse, así que Ron lo
dejó en el escurridero, exclamando en voz baja «¡Pobre!». Luego rasgó el
sobre y leyó la carta de Hermione en voz alta.
Querido Ron, y Harry, si estás ahí:
Espero que todo saliera bien y que Harry esté estupendamente,
y que no hayas tenido que saltarte las normas para sacarlo, Ron,
porque eso traería problemas también a Harry. He estado muy
preocupada y, si Harry está bien, te ruego que me escribas lo antes
posible para contármelo, aunque quizá sería mejor que usaras otra
lechuza, porque creo que ésta no aguantará un viaje más.
Por supuesto, estoy muy atareada con los deberes escolares
(«¿Cómo puede ser?», se preguntó Ron horrorizado. «¡Si estamos
en vacaciones!»), y el próximo miércoles nos vamos a Londres a
comprar los nuevos libros. ¿Por qué no quedamos en el callejón
Diagon?
Contadme qué ha pasado en cuanto podáis.
Un beso de
Hermione
—Bueno, no estaría mal, podríamos ir también a comprar vuestro
material —dijo la señora Weasley, comenzando a quitar las cosas de la
mesa—. ¿Qué vais a hacer hoy?
Harry, Ron, Fred y George planeaban subir la colina hasta un pequeño
prado que tenían los Weasley. Como estaba rodeado de árboles que lo
protegían de las miradas indiscretas del pueblo que había abajo, allí podían
practicar el quidditch, con tal de que tuvieran cuidado de no volar muy alto.
Aunque no podían usar verdaderas pelotas de quidditch, porque si se les
escaparan y llegaran a sobrevolar el pueblo, la gente lo vería como un
fenómeno de difícil explicación; en su lugar, se arrojaban manzanas. Se
turnaban para montar en la Nimbus 2.000 de Harry, que era con mucho la
mejor escoba; a la vieja Estrella Fugaz de Ron incluso la adelantaban las
mariposas.
Cinco minutos después se encontraban subiendo la colina, con las
escobas al hombro. Habían preguntado a Percy si quería ir con ellos, pero
les había dicho que estaba ocupado. Harry sólo había visto a Percy a las
horas de comer; el resto del tiempo lo pasaba encerrado en su cuarto.
—Me gustaría saber qué se lleva entre manos —dijo Fred, frunciendo el
entrecejo—. No parece el mismo. Recibió los resultados de sus exámenes el
día antes de que llegaras tú; tuvo doce M.H.B. y apenas se alegró.
—Matrículas de Honor en Brujería —explicó George, viendo la cara de
incomprensión de Harry—. Bill también sacó doce. Si no nos andamos con
cuidado, tendremos otro delegado en la familia. Creo que no podría soportar
la vergüenza.
Bill era el mayor de los hermanos Weasley. Él y el segundo, Charlie,
habían terminado ya en Hogwarts. Harry no había visto nunca a ninguno de
los dos, pero sabía que Charlie estaba en Rumania estudiando a los
dragones, y Bill en Egipto, trabajando para Gringotts, el banco de los
magos.
—No sé cómo se las van a arreglar papá y mamá para comprarnos todo
lo que necesitamos este curso —dijo George después de una pausa—.
¡Cinco lotes de los libros de Lockhart! Y Ginny necesitará una túnica y una
varita mágica, entre otras cosas.
Harry no decía nada. Se sentía un poco incómodo. En una cámara
acorazada subterránea de Gringotts, en Londres, tenía guardada una
pequeña fortuna que le habían dejado sus padres. Naturalmente, ese dinero
sólo servía en el mundo mágico; no se podían utilizar galeones, sickles ni
knuts en las tiendas muggles. A los Dursley nunca les había dicho una
palabra sobre su cuenta bancaria en Gringotts. Y la verdad es que no creía
que su aversión a todo lo relacionado con el mundo de la magia se hiciera
extensiva a un buen montón de oro.
Al miércoles siguiente, la señora Weasley los despertó a todos temprano.
Después de tomarse rápidamente media docena de emparedados de beicon
cada uno, se pusieron las chaquetas y la señora Weasley, cogiendo una
maceta de la repisa de la chimenea de la cocina, echó un vistazo dentro.
—Ya casi no nos queda, Arthur —dijo con un suspiro—. Tenemos que
comprar un poco más… ¡bueno, los huéspedes primero! ¡Después de ti,
Harry, cielo!
Y le ofreció la maceta.
Harry vio que todos lo miraban.
—¿Qué… qué es lo que tengo que hacer? —tartamudeó.
—Él nunca ha viajado con polvos flu —dijo Ron de pronto—. Lo
siento, Harry, no me acordaba.
—¿Nunca? —le preguntó el señor Weasley—. Pero ¿cómo llegaste al
callejón Diagon el año pasado para comprar las cosas que necesitabas?
—En metro…
—¿De verdad? —inquirió interesado el señor Weasley—. ¿Había
escaleras mecánicas? ¿Cómo son exactamente…?
—Ahora no, Arthur —le interrumpió la señora Weasley—. Los polvos
flu son mucho más rápidos, pero la verdad es que si no los has usado
nunca…
—Lo hará bien, mamá —dijo Fred—. Harry, primero míranos a
nosotros.
Cogió de la maceta un pellizco de aquellos polvos brillantes, se acercó
al fuego y los arrojó a las llamas.
Produciendo un estruendo atronador, las llamas se volvieron de color
verde esmeralda y se hicieron más altas que Fred. Éste se metió en la
chimenea, gritando: «¡Al callejón Diagon!», y desapareció.
—Tienes que pronunciarlo claramente, cielo —dijo a Harry la señora
Weasley, mientras George introducía la mano en la maceta—, y ten cuidado
de salir por la chimenea correcta.
—¿Qué? —preguntó Harry nervioso, al tiempo que la hoguera volvía a
tronar y se tragaba a George.
—Bueno, ya sabes, hay una cantidad tremenda de chimeneas de magos
entre las que escoger, pero con tal de que pronuncies claro…
—Lo hará bien, Molly, no te apures —le dijo el señor Weasley,
sirviéndose también polvos flu.
—Pero, querido, si Harry se perdiera, ¿cómo se lo íbamos a explicar a
sus tíos?
—A ellos les daría igual —la tranquilizó Harry—. Si yo me perdiera
aspirado por una chimenea, a Dudley le parecería una broma estupenda, así
que no se preocupe por eso.
—Bueno, está bien…, ve después de Arthur —dijo la señora Weasley
—. Y cuando entres en el fuego, di adónde vas.
—Y mantén los codos pegados al cuerpo —le aconsejó Ron.
—Y los ojos cerrados —le dijo la señora Weasley—. El hollín…
—Y no te muevas —añadió Ron—. O podrías salir en una chimenea
equivocada…
—Pero no te asustes y vayas a salir demasiado pronto. Espera a ver a
Fred y George.
Haciendo un considerable esfuerzo para acordarse de todas estas cosas,
Harry cogió un pellizco de polvos flu y se acercó al fuego. Respiró hondo,
arrojó los polvos a las llamas y dio unos pasos hacia delante. El fuego se
percibía como una brisa cálida. Abrió la boca y un montón de ceniza
caliente se le metió en la boca.
—Ca-ca-llejón Diagon —dijo tosiendo.
Le pareció que lo succionaban por el agujero de un enchufe gigante y
que estaba girando a gran velocidad… El bramido era ensordecedor…
Harry intentaba mantener los ojos abiertos, pero el remolino de llamas
verdes lo mareaba… Algo duro lo golpeó en el codo, así que él se lo sujetó
contra el cuerpo, sin dejar de dar vueltas y vueltas… Luego fue como si
unas manos frías le pegaran bofetadas en la cara. A través de las gafas, con
los ojos entornados, vio una borrosa sucesión de chimeneas y vislumbró
imágenes de las salas que había al otro lado… Los emparedados de beicon
se le revolvían en el estómago. Cerró los ojos de nuevo deseando que
aquello cesara, y entonces… cayó de bruces sobre una fría piedra y las
gafas se le rompieron.
Mareado, magullado y cubierto de hollín, se puso de pie con cuidado y
se quitó las gafas rotas. Estaba completamente solo, pero no tenía ni idea de
dónde. Lo único que sabía es que estaba en la chimenea de piedra de lo que
parecía ser la tienda de un mago, apenas iluminada, pero no era probable
que lo que vendían en ella se encontrara en la lista de Hogwarts.
En un estante de cristal cercano había una mano cortada puesta sobre un
cojín, una baraja de cartas manchada de sangre y un ojo de cristal que
miraba fijamente. Unas máscaras de aspecto diabólico lanzaban miradas
malévolas desde lo alto. Sobre el mostrador había una gran variedad de
huesos humanos y del techo colgaban unos instrumentos herrumbrosos,
llenos de pinchos. Y, lo que era peor, el oscuro callejón que Harry podía ver
a través de la polvorienta luna del escaparate no podía ser el callejón
Diagon.
Cuanto antes saliera de allí, mejor. Con la nariz aún dolorida por el
topetazo, Harry se fue rápida y sigilosamente hacia la puerta, pero antes de
que hubiera salvado la mitad de la distancia, aparecieron al otro lado del
escaparate dos personas, y una de ellas era la última a la que Harry habría
querido encontrarse en su situación: perdido, cubierto de hollín y con las
gafas rotas. Era Draco Malfoy.
Harry repasó apresuradamente con los ojos lo que había en la tienda y
encontró a su izquierda un gran armario negro, se metió en él y cerró las
puertas, dejando una pequeña rendija para echar un vistazo. Unos segundos
más tarde sonó un timbre y Malfoy entró en la tienda.
El hombre que iba detrás de él no podía ser sino su padre. Tenía la
misma cara pálida y puntiaguda, y los mismos ojos de un frío color gris. El
señor Malfoy cruzó la tienda, mirando vagamente los artículos expuestos, y
pulsó un timbre que había en el mostrador antes de volverse a su hijo y
decirle:
—No toques nada, Draco.
Malfoy, que estaba mirando el ojo de cristal, le dijo:
—Creía que me ibas a comprar un regalo.
—Te dije que te compraría una escoba de carreras —le dijo su padre,
tamborileando con los dedos en el mostrador.
—¿Y para qué la quiero si no estoy en el equipo de la casa? —preguntó
Malfoy, enfurruñado—. Harry Potter tenía el año pasado una Nimbus 2.000.
Y obtuvo un permiso especial de Dumbledore para poder jugar en el equipo
de Gryffindor. Ni siquiera es muy bueno, sólo porque es famoso… Famoso
por tener esa ridícula cicatriz en la frente…
Malfoy se inclinó para examinar un estante lleno de calaveras.
—A todos les parece que Potter es muy inteligente sólo porque tiene esa
maravillosa cicatriz en la frente y una escoba mágica…
—Me lo has dicho ya una docena de veces por lo menos —repuso su
padre dirigiéndole una mirada fulminante—, y te quiero recordar que sería
mucho más… prudente dar la impresión de que tú también lo admiras,
porque en la clase todos lo ven como el héroe que hizo desaparecer al Señor
Tenebroso… ¡Ah, señor Borgin!
Tras el mostrador había aparecido un hombre encorvado, alisándose el
grasiento cabello.
—¡Señor Malfoy, qué placer verle de nuevo! —respondió el señor
Borgin con una voz tan pegajosa como su cabello—. ¡Qué honor…! Y ha
venido también el señor Malfoy hijo. Encantado. ¿En qué puedo servirles?
Precisamente hoy puedo enseñarles, y a un precio muy razonable…
—Hoy no vengo a comprar, señor Borgin, sino a vender —dijo el padre
de Malfoy.
—¿A vender? —La sonrisa desapareció gradualmente de la cara del
señor Borgin.
—Usted habrá oído, por supuesto, que el ministro está preparando más
redadas —empezó el padre de Malfoy, sacando un pergamino del bolsillo
interior de la chaqueta y desenrollándolo para que el señor Borgin lo leyera
—. Tengo en casa algunos… artículos que podrían ponerme en un aprieto,
si el Ministerio fuera a llamar a…
El señor Borgin se caló unas gafas y examinó la lista.
—Pero me imagino que el Ministerio no se atreverá a molestarle, señor.
El padre de Malfoy frunció los labios.
—Aún no me han visitado. El apellido Malfoy todavía inspira un poco
de respeto, pero el Ministerio cada vez se entromete más. Incluso corren
rumores sobre una nueva Ley de defensa de los muggles… Sin duda ese
rastrero Arthur Weasley, ese defensor a ultranza de los muggles, anda detrás
de todo esto…
Harry sintió que lo invadía la ira.
—Y, como ve, algunas de estas cosas podrían hacer que saliera a la
luz…
—¿Puedo quedarme con esto? —interrumpió Draco, señalando la mano
cortada que estaba sobre el cojín.
—¡Ah, la Mano de la Gloria! —dijo el señor Borgin, olvidando la lista
del padre de Malfoy y encaminándose hacia donde estaba Draco—. ¡Si se
introduce una vela entre los dedos, alumbrará las cosas sólo para el que la
sostiene! ¡El mejor aliado de los ladrones y saqueadores! Su hijo tiene un
gusto exquisito, señor.
—Espero que mi hijo llegue a ser algo más que un ladrón o un
saqueador, Borgin —repuso fríamente el padre de Malfoy.
Y el señor Borgin se apresuró a decir:
—No he pretendido ofenderle, señor, en absoluto…
—Aunque si no mejoran sus notas en el colegio —añadió el padre de
Malfoy, aún más fríamente—, puede, claro está, que sólo sirva para eso.
—No es culpa mía —replicó Draco—. Todos los profesores tienen
alumnos enchufados. Esa Hermione Granger mismo…
—Vergüenza debería darte que una chica que no viene de una familia de
magos te supere en todos los exámenes —dijo el señor Malfoy
bruscamente.
—¡Ja! —se le escapó a Harry por lo bajo, encantado de ver a Draco tan
avergonzado y furioso.
—En todas partes pasa lo mismo —dijo el señor Borgin, con su voz
almibarada—. Cada vez tiene menos importancia pertenecer a una estirpe
de magos.
—No para mí —repuso el señor Malfoy, resoplando de enfado.
—No, señor, ni para mí, señor —convino el señor Borgin, con una
inclinación.
—En ese caso, quizá podamos volver a fijarnos en mi lista —dijo el
señor Malfoy, lacónicamente—. Tengo un poco de prisa, Borgin, me
esperan importantes asuntos que atender en otro lugar.
Se pusieron a regatear. Harry espiaba poniéndose cada vez más nervioso
conforme Draco se acercaba a su escondite, curioseando los objetos que
estaban a la venta. Se detuvo a examinar un rollo grande de cuerda de
ahorcado y luego leyó, sonriendo, la tarjeta que estaba apoyada contra un
magnífico collar de ópalos:
Cuidado: no tocar. Collar embrujado.
Hasta la fecha se ha cobrado las vidas de diecinueve muggles que
lo poseyeron.
Draco se volvió y reparó en el armario. Se dirigió hacia él, alargó la
mano para coger la manilla…
—De acuerdo —dijo el señor Malfoy en el mostrador—. ¡Vamos,
Draco!
Cuando Draco se volvió, Harry se secó el sudor de la frente con la
manga.
—Que tenga un buen día, señor Borgin. Le espero en mi mansión
mañana para recoger las cosas.
En cuanto se cerró la puerta, el señor Borgin abandonó sus modales
afectados.
—Quédese los buenos días, señor Malfoy, y si es cierto lo que cuentan,
usted no me ha vendido ni la mitad de lo que tiene oculto en su mansión.
Y se metió en la trastienda mascullando. Harry aguardó un minuto por
si volvía, y luego, con el máximo sigilo, salió del armario y, pasando por
delante de las estanterías de cristal, se fue de la tienda por la puerta
delantera.
Sujetándose delante de la cara las gafas rotas, miró en torno. Había
salido a un lúgubre callejón que parecía estar lleno de tiendas dedicadas a
las artes oscuras. La que acababa de abandonar, Borgin y Burkes, parecía la
más grande, pero enfrente había un horroroso escaparate con cabezas
reducidas y, dos puertas más abajo, tenían expuesta en la calle una jaula
plagada de arañas negras gigantes. Dos brujos de aspecto miserable lo
miraban desde el umbral y murmuraban algo entre ellos. Harry se apartó
asustado, procurando sujetarse bien las gafas y salir de allí lo antes posible.
Un letrero viejo de madera que colgaba en la calle sobre una tienda en
la que vendían velas envenenadas, le indicó que estaba en el callejón
Knockturn. Esto no le podía servir de gran ayuda, dado que Harry no había
oído nunca el nombre de aquel callejón. Con la boca llena de cenizas, no
debía de haber pronunciado claramente las palabras al salir de la chimenea
de los Weasley. Intentó tranquilizarse y pensar qué debía hacer.
—¿No estarás perdido, cariño? —le dijo una voz al oído, haciéndole dar
un salto.
Tenía ante él a una bruja decrépita que sostenía una bandeja de algo que
se parecía horriblemente a uñas humanas enteras. Lo miraba de forma
malévola, enseñando sus dientes sarrosos. Harry se echó atrás.
—Estoy bien, gracias —respondió—. Yo sólo…
—¡HARRY! ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
El corazón de Harry dio un brinco, y la bruja también, con lo que se le
cayeron al suelo casi todas las uñas que llevaba en la bandeja, y le echó una
maldición mientras la mole de Hagrid, el guardián de Hogwarts, se acercaba
con paso decidido y sus ojos de un negro azabache destellaban sobre la
hirsuta barba.
—¡Hagrid! —dijo Harry, con la voz ronca por la emoción—. Me
perdí…, y los polvos flu…
Hagrid cogió a Harry por el pescuezo y le separó de la bruja, con lo que
consiguió que a ésta le cayera la bandeja definitivamente al suelo.
Los gritos de la bruja les siguieron a lo largo del retorcido callejón hasta
que llegaron a un lugar iluminado por la luz del sol. Harry vio en la
distancia un edificio que le resultaba conocido, de mármol blanco como la
nieve: era el banco de Gringotts. Hagrid lo había conducido hasta el
callejón Diagon.
—¡No tienes remedio! —le dijo Hagrid de mala uva, sacudiéndole el
hollín con tanto ímpetu que casi lo tira contra un barril de excrementos de
dragón que había a la entrada de una farmacia—. Merodeando por el
callejón Knockturn… No sé, Harry, es un mal sitio… Será mejor que nadie
te vea por allí.
—Ya me di cuenta —dijo Harry, agachándose cuando Hagrid hizo
ademán de volver a sacudirle el hollín—. Ya te he dicho que me había
perdido. ¿Y tú, qué hacías?
—Buscaba un repelente contra las babosas carnívoras —gruñó Hagrid
—. Están echando a perder las berzas. ¿Estás solo?
—He venido con los Weasley, pero nos hemos separado —explicó
Harry—. Tengo que buscarlos…
Bajaron juntos por la calle.
—¿Por qué no has respondido a ninguna de mis cartas? —preguntó a
Harry, que se veía obligado a trotar a su lado (tenía que dar tres pasos por
cada zancada que Hagrid daba con sus grandes botas). Harry se lo explicó
todo sobre Dobby y los Dursley.
»¡Condenados muggles! —gruñó Hagrid—. Si hubiera sabido…
—¡Harry! ¡Harry! ¡Aquí!
Harry vio a Hermione Granger en lo alto de las escaleras de Gringotts.
Ella bajó corriendo a su encuentro, con su espesa cabellera castaña al
viento.
—¿Qué les ha pasado a tus gafas? Hola, Hagrid. ¡Cuánto me alegro de
volver a veros! ¿Vienes a Gringotts, Harry?
—Tan pronto como encuentre a los Weasley —respondió Harry.
—No tendréis que esperar mucho —dijo Hagrid con una sonrisa.
Harry y Hermione miraron alrededor. Corriendo por la abarrotada calle
llegaban Ron, Fred, George, Percy y el señor Weasley.
—Harry —dijo el señor Weasley jadeando—. Esperábamos que sólo te
hubieras pasado una chimenea. —Se frotó su calva brillante—. Molly está
desesperada…, ahora viene.
—¿Dónde has salido? —preguntó Ron.
—En el callejón Knockturn —respondió Harry con voz triste.
—¡Fenomenal! —exclamaron Fred y George a la vez.
—A nosotros nunca nos han dejado entrar —añadió Ron, con envidia.
—Y han hecho bien —gruñó Hagrid.
La señora Weasley apareció en aquel momento a todo correr, agitando el
bolso con una mano y sujetando a Ginny con la otra.
—¡Ay, Harry… Ay, cielo… Podías haber salido en cualquier parte!
Respirando aún con dificultad, sacó del bolso un cepillo grande para la
ropa y se puso a quitarle a Harry el hollín con el que no había podido
Hagrid. El señor Weasley le cogió las gafas, les dio un golpecito con la
varita mágica y se las devolvió como nuevas.
—Bueno, tengo que irme —dijo Hagrid, a quien la señora Weasley
estaba estrujando la mano en ese instante («¡El callejón Knockturn! ¡Menos
mal que usted lo ha encontrado, Hagrid!», le decía)—. ¡Os veré en
Hogwarts! —dijo, y se alejó a zancadas, con su cabeza y sus hombros
sobresaliendo en la concurrida calle.
—¿A que no adivináis a quién he visto en Borgin y Burkes? —preguntó
Harry a Ron y Hermione mientras subían las escaleras de Gringotts—. A
Malfoy y a su padre.
—¿Y compró algo Lucius Malfoy? —preguntó el señor Weasley, con
acritud.
—No, quería vender.
—Así que está preocupado —comentó el señor Weasley con
satisfacción, a pesar de todo—. ¡Cómo me gustaría coger a Lucius Malfoy!
—Ten cuidado, Arthur —le dijo severamente la señora Weasley
mientras entraban en el banco y un duende les hacía reverencias en la puerta
—. Esa familia es peligrosa, no vayas a dar un paso en falso.
—¿Así que no crees que un servidor esté a la altura de Lucius Malfoy?
—preguntó indignado el señor Weasley, pero en aquel momento se distrajo
al ver a los padres de Hermione, que estaban ante el mostrador que se
extendía a lo largo de todo el gran salón de mármol, esperando nerviosos a
que su hija los presentara.
»¡Pero ustedes son muggles! —observó encantado el señor Weasley—.
¡Esto tenemos que celebrarlo con una copa! ¿Qué tienen ahí? ¡Ah, están
cambiando dinero muggle! ¡Mira, Molly! —dijo, señalando emocionado el
billete de diez libras esterlinas que el señor Granger tenía en la mano.
—Nos veremos aquí luego —dijo Ron a Hermione, cuando otro duende
de Gringotts se disponía a conducir a los Weasley y a Harry a las cámaras
acorazadas donde se guardaba el dinero.
Para llegar a las cámaras tenían que subir en unos carros pequeños,
conducidos por duendes, que circulaban velozmente sobre unos raíles en
miniatura por los túneles que había debajo del banco. Harry disfrutó del
vertiginoso descenso hasta la cámara acorazada de los Weasley, pero
cuando la abrieron se sintió mal, mucho peor que en el callejón Knockturn.
Dentro no había más que un montoncito de sickles de plata y un galeón de
oro. La señora Weasley repasó los rincones de la cámara antes de echar
todas las monedas en su bolso. Harry aún se sintió peor cuando llegaron a la
suya. Intentó impedir que vieran el contenido metiendo a toda prisa en una
bolsa de cuero unos puñados de monedas.
Cuando salieron a las escaleras de mármol, el grupo se separó. Percy
musitó vagamente que necesitaba otra pluma. Fred y George habían visto a
su amigo de Hogwarts, Lee Jordan. La señora Weasley y Ginny fueron a
una tienda de túnicas de segunda mano. Y el señor Weasley insistía en
invitar a los Granger a tomar algo en el Caldero Chorreante.
—Nos veremos dentro de una hora en Flourish y Blotts para compraros
los libros de texto —dijo la señora Weasley, yéndose con Ginny—. ¡Y no os
acerquéis al callejón Knockturn! —gritó a los gemelos, que ya se alejaban.
Harry, Ron y Hermione pasearon por la tortuosa calle adoquinada. Las
monedas de oro, plata y bronce que tintineaban alegremente en la bolsa
dentro del bolsillo de Harry estaban pidiendo a gritos que se les diera uso,
así que compró tres grandes helados de fresa y mantequilla de cacahuete,
que devoraron con avidez mientras subían por el callejón, contemplando los
fascinantes escaparates. Ron se quedó mirando un conjunto completo de
túnicas de los jugadores del Chudley Cannon en el escaparate de Artículos
de calidad para el juego de quidditch, hasta que Hermione se los llevó a
rastras a la puerta de al lado, donde debían comprar tinta y pergamino. En la
tienda de artículos de broma Gambol y Japes encontraron a Fred, George y
Lee Jordan, que se estaban abasteciendo de las «Fabulosas bengalas del
doctor Filibuster, que no necesitan fuego porque se prenden con la
humedad», y en una tienda muy pequeña de trastos usados, repleta de
varitas rotas, balanzas de bronce torcidas y capas viejas llenas de manchas
de pociones, encontraron a Percy, completamente absorto en la lectura de
un libro aburridísimo que se titulaba Prefectos que conquistaron el poder.
—«Estudio sobre los prefectos de Hogwarts y sus trayectorias
profesionales» —leyó Ron en voz alta de la contracubierta—. Suena
fascinante…
—Marchaos —les dijo Percy de mal humor.
—Desde luego, Percy es muy ambicioso, lo tiene todo planeado; quiere
llegar a ministro de Magia… —dijo Ron a Harry y Hermione en voz baja,
cuando salieron dejando allí a Percy.
Una hora después, se encaminaban a Flourish y Blotts. No eran, ni
mucho menos, los únicos que iban a la librería. Al acercarse, vieron para su
sorpresa a una multitud que se apretujaba en la puerta, tratando de entrar. El
motivo de tal aglomeración lo proclamaba una gran pancarta colgada de las
ventanas del primer piso:
GILDEROY LOCKHART
firmará hoy ejemplares de su autobiografía
EL ENCANTADOR
de 12.30 a 16.30 horas
—¡Podremos conocerle en persona! —chilló Hermione—. ¡Es el que ha
escrito casi todos los libros de la lista!
La multitud estaba formada principalmente por brujas de la edad de la
señora Weasley. En la puerta había un mago con aspecto abrumado, que
decía:
—Por favor, señoras, tengan calma…, no empujen…, cuidado con los
libros…
Harry, Ron y Hermione consiguieron al fin entrar. En el interior de la
librería, una larga cola serpenteaba hasta el fondo, donde Gilderoy Lockhart
estaba firmando libros. Cada uno cogió un ejemplar de Recreo con la
«banshee» y se unieron con disimulo al grupo de los Weasley, que estaban
en la cola junto con los padres de Hermione.
—¡Qué bien, ya estáis aquí! —dijo la señora Weasley. Parecía que le
faltaba el aliento, y se retocaba el cabello con las manos—. Enseguida nos
tocará.
A medida que la cola avanzaba, podían ver mejor a Gilderoy Lockhart.
Estaba sentado a una mesa, rodeado de grandes fotografías con su rostro,
fotografías en las que guiñaba un ojo y exhibía su deslumbrante dentadura.
El Lockhart de carne y hueso vestía una túnica de color añil, que combinaba
perfectamente con sus ojos; llevaba su sombrero puntiagudo de mago
desenfadadamente ladeado sobre el pelo ondulado.
Un hombre pequeño e irritable merodeaba por allí sacando fotos con
una gran cámara negra que echaba humaredas de color púrpura a cada
destello cegador del flash.
—Fuera de aquí —gruñó a Ron, retrocediendo para lograr una toma
mejor—. Es para el diario El Profeta.
—¡Vaya cosa! —exclamó Ron, frotándose el pie en el sitio en que el
fotógrafo lo había pisado.
Gilderoy Lockhart lo oyó y levantó la vista. Vio a Ron y luego a Harry,
y se fijó en él. Entonces se levantó de un salto y gritó con rotundidad:
—¿No será ése Harry Potter?
La multitud se hizo a un lado, cuchicheando emocionada. Lockhart se
dirigió hacia Harry y cogiéndolo del brazo lo llevó hacia delante. La
multitud aplaudió. Harry se notaba la cara encendida cuando Lockhart le
estrechó la mano ante el fotógrafo, que no paraba un segundo de sacar
fotos, ahumando a los Weasley.
—Y ahora sonríe, Harry —le pidió Lockhart con su sonrisa
deslumbrante—. Tú y yo juntos nos merecemos la primera página.
Cuando le soltó la mano, Harry tenía los dedos entumecidos. Quiso
volver con los Weasley, pero Lockhart le pasó el brazo por los hombros y lo
retuvo a su lado.
—Señoras y caballeros —dijo en voz alta, pidiendo silencio con un
gesto de la mano—. ¡Éste es un gran momento! ¡El momento ideal para que
les anuncie algo que he mantenido hasta ahora en secreto! Cuando el joven
Harry entró hoy en Flourish y Blotts, sólo pensaba comprar mi
autobiografía, que estaré muy contento de regalarle. —La multitud aplaudió
de nuevo—. Él no sabía —continuó Lockhart, zarandeando a Harry de tal
forma que las gafas le resbalaron hasta la punta de la nariz— que en breve
iba a recibir de mí mucho más que mi libro El encantador. Harry y sus
compañeros de colegio contarán con mi presencia. ¡Sí, señoras y caballeros,
tengo el gran placer y el orgullo de anunciarles que desde este mes de
septiembre seré el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras en el
Colegio Hogwarts de Magia!
La multitud aplaudió y vitoreó al mago, y Harry fue obsequiado con las
obras completas de Gilderoy Lockhart. Tambaleándose un poco bajo el peso
de los libros, logró abrirse camino desde la mesa de Gilderoy, en que se
centraba la atención del público, hasta el fondo de la tienda, donde Ginny
aguardaba junto a su caldero nuevo.
—Tenlos tú —le farfulló Harry, metiendo los libros en el caldero—. Yo
compraré los míos…
—¿A que te gusta, eh, Potter? —dijo una voz que Harry no tuvo
ninguna dificultad en reconocer. Se puso derecho y se encontró cara a cara
con Draco Malfoy, que exhibía su habitual aire despectivo—. El famoso
Harry Potter. Ni siquiera en una librería puedes dejar de ser el protagonista.
—¡Déjale en paz, él no lo ha buscado! —replicó Ginny. Era la primera
vez que hablaba delante de Harry. Estaba fulminando a Malfoy con la
mirada.
—¡Vaya, Potter, tienes novia! —dijo Malfoy arrastrando las palabras.
Ginny se puso roja mientras Ron y Hermione se acercaban, con sendos
montones de los libros de Lockhart.
—¡Ah, eres tú! —dijo Ron, mirando a Malfoy como se mira un chicle
que se le ha pegado a uno en la suela del zapato—. ¿A que te sorprende ver
aquí a Harry, eh?
—No me sorprende tanto como verte a ti en una tienda, Weasley —
replicó Malfoy—. Supongo que tus padres pasarán hambre durante un mes
para pagarte esos libros.
Ron se puso tan rojo como Ginny. Dejó los libros en el caldero y se fue
hacia Malfoy, pero Harry y Hermione lo agarraron de la chaqueta.
—¡Ron! —dijo el señor Weasley, abriéndose camino a duras penas con
Fred y George—. ¿Qué haces? Vamos afuera, que aquí no se puede estar.
—Vaya, vaya…, ¡si es el mismísimo Arthur Weasley!
Era el padre de Draco. El señor Malfoy había cogido a su hijo por el
hombro y miraba con la misma expresión de desprecio que él.
—Lucius —dijo el señor Weasley, saludándolo fríamente.
—Mucho trabajo en el Ministerio, me han dicho —comentó el señor
Malfoy—. Todas esas redadas… Supongo que al menos te pagarán las horas
extras, ¿no? —Se acercó al caldero de Ginny y sacó de entre los libros
nuevos de Lockhart un ejemplar muy viejo y estropeado de la Guía de
transformación para principiantes—. Es evidente que no —rectificó—.
Querido amigo, ¿de qué sirve deshonrar el nombre de mago si ni siquiera te
pagan bien por ello?
El señor Weasley se puso aún más rojo que Ron y Ginny.
—Tenemos una idea diferente de qué es lo que deshonra el nombre de
mago, Malfoy —contestó.
—Es evidente —dijo Malfoy, mirando de reojo a los padres de
Hermione, que lo miraban con aprensión—, por las compañías que
frecuentas, Weasley… Creía que ya no podías caer más bajo.
Entonces el caldero de Ginny saltó por los aires con un estruendo
metálico; el señor Weasley se había lanzado sobre el señor Malfoy, y éste
fue a dar de espaldas contra un estante. Docenas de pesados libros de
conjuros les cayeron sobre la cabeza. Fred y George gritaban: «¡Dale,
papá!», y la señora Weasley exclamaba: «¡No, Arthur, no!» La multitud
retrocedió en desbandada, derribando a su vez otros estantes.
—¡Caballeros, por favor, por favor! —gritó un empleado.
Y luego, más alto que las otras voces, se oyó:
—¡Basta ya, caballeros, basta ya!
Hagrid vadeaba el río de libros para acercarse a ellos. En un instante,
separó a Weasley y Malfoy. El primero tenía un labio partido, y al segundo,
una Enciclopedia de setas no comestibles le había dado en un ojo. Malfoy
todavía sujetaba en la mano el viejo libro sobre transformación. Se lo
entregó a Ginny, con la maldad brillándole en los ojos.
—Toma, niña, ten tu libro, que tu padre no tiene nada mejor que darte.
Librándose de Hagrid, que lo agarraba del brazo, hizo una seña a Draco
y salieron de la librería.
—No debería hacerle caso, Arthur —dijo Hagrid, ayudándolo a
levantarse del suelo y a ponerse bien la túnica—. En esa familia están
podridos hasta las entrañas, lo sabe todo el mundo. Son una mala raza.
Vamos, salgamos de aquí.
Dio la impresión de que el empleado quería impedirles la salida, pero a
Hagrid apenas le llegaba a la cintura, y se lo pensó mejor. Se apresuraron a
salir a la calle. Los padres de Hermione todavía temblaban del susto y la
señora Weasley, que iba a su lado, estaba furiosa.
—¡Qué buen ejemplo para tus hijos…, peleando en público! ¿Que habrá
pensado Gilderoy Lockhart?
—Estaba encantado —repuso Fred—. ¿No le oísteis cuando salíamos de
la librería? Le preguntaba al tío ese de El Profeta si podría incluir la pelea
en el reportaje. Decía que todo era publicidad.
Los ánimos ya se habían calmado cuando el grupo llegó a la chimenea
del Caldero Chorreante, donde Harry, los Weasley y todo lo que habían
comprado volvieron a La Madriguera utilizando los polvos flu. Antes se
despidieron de los Granger, que abandonaron el bar por la otra puerta, hacia
la calle muggle que había al otro lado. El señor Weasley iba a preguntarles
cómo funcionaban las paradas de autobús, pero se detuvo en cuanto vio la
cara que ponía su mujer.
Harry se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo antes de utilizar
los polvos flu. Decididamente, aquél no era su medio de transporte favorito.
CAPÍTULO 5
El sauce boxeador
E
final del verano llegó más rápido de lo que Harry habría querido.
Estaba deseando volver a Hogwarts, pero por otro lado, el mes que
había pasado en La Madriguera había sido el más feliz de su vida. Le
resultaba difícil no sentir envidia de Ron cuando pensaba en los Dursley y
en la bienvenida que le darían cuando volviera a Privet Drive.
La última noche, la señora Weasley hizo aparecer, por medio de un
conjuro, una cena suntuosa que incluía todos los manjares favoritos de
Harry y que terminó con un suculento pudín de melaza. Fred y George
redondearon la noche con una exhibición de las bengalas del doctor
Filibuster, y llenaron la cocina con chispas azules y rojas que rebotaban del
techo a las paredes durante al menos media hora. Después de esto, llegó el
momento de tomar una última taza de chocolate caliente e ir a la cama.
A la mañana siguiente, les llevó mucho rato ponerse en marcha. Se
levantaron con el canto del gallo, pero parecía que quedaban muchas cosas
por preparar. La señora Weasley, de mal humor, iba de aquí para allá como
L
una exhalación, buscando tan pronto unos calcetines como una pluma.
Algunos chocaban en las escaleras, medio vestidos, sosteniendo en la mano
un trozo de tostada, y el señor Weasley, al llevar el baúl de Ginny al coche a
través del patio, casi se rompe el cuello cuando tropezó con una gallina
despistada.
A Harry no le entraba en la cabeza que ocho personas, seis baúles
grandes, dos lechuzas y una rata pudieran caber en un pequeño Ford Anglia.
Claro que no había contado con las prestaciones especiales que le había
añadido el señor Weasley.
—No le digas a Molly ni media palabra —susurró a Harry al abrir el
maletero y enseñarle cómo lo había ensanchado mágicamente para que
pudieran caber los baúles con toda facilidad.
Cuando por fin estuvieron todos en el coche, la señora Weasley echó un
vistazo al asiento trasero, en el que Harry, Ron, Fred, George y Percy
estaban confortablemente sentados, unos al lado de otros, y dijo:
—Los muggles saben más de lo que parece, ¿verdad? —Ella y Ginny
iban en el asiento delantero, que había sido alargado hasta tal punto que
parecía un banco del parque—. Quiero decir que desde fuera uno nunca
diría que el coche es tan espacioso, ¿verdad?
El señor Weasley arrancó el coche y salieron del patio. Harry se volvió
para echar una última mirada a la casa. Apenas le había dado tiempo a
preguntarse cuándo volvería a verla, cuando tuvieron que dar la vuelta,
porque a George se le había olvidado su caja de bengalas del doctor
Filibuster. Cinco minutos después, el coche tuvo que detenerse en el corral
para que Fred pudiera entrar a coger su escoba. Y cuando ya estaban en la
autopista, Ginny gritó que se había olvidado su diario y tuvieron que
retroceder otra vez. Cuando Ginny subió al coche, después de recoger el
diario, llevaban muchísimo retraso y los ánimos estaban alterados.
El señor Weasley miró primero su reloj y luego a su mujer.
—Molly, querida…
—No, Arthur.
—Nadie nos vería. Este botón de aquí es un accionador de invisibilidad
que he instalado. Ascenderíamos en el aire, luego volaríamos por encima de
las nubes y llegaríamos en diez minutos. Nadie se daría cuenta…
—He dicho que no, Arthur, no a plena luz del día.
Llegaron a King’s Cross a las once menos cuarto. El señor Weasley
cruzó la calle a toda pastilla para hacerse con unos carritos para cargar los
baúles, y entraron todos corriendo en la estación. Harry ya había cogido el
expreso de Hogwarts el año anterior. La dificultad estaba en llegar al andén
nueve y tres cuartos, que no era visible para los ojos de los muggles. Lo que
había que hacer era atravesar caminando la gruesa barrera que separaba el
andén nueve del diez. No era doloroso, pero había que hacerlo con cuidado
para que ningún muggle notara la desaparición.
—Percy primero —dijo la señora Weasley, mirando con inquietud el
reloj que había en lo alto, que indicaba que sólo tenían cinco minutos para
desaparecer disimuladamente a través de la barrera.
Percy avanzó deprisa y desapareció. A continuación fue el señor
Weasley. Lo siguieron Fred y George.
—Yo pasaré con Ginny, y vosotros dos nos seguís —dijo la señora
Weasley a Harry y Ron, cogiendo a Ginny de la mano y empezando a
caminar. En un abrir y cerrar de ojos ya no estaban.
—Vamos juntos, sólo nos queda un minuto —dijo Ron a Harry.
Harry se aseguró de que la jaula de Hedwig estuviera bien sujeta encima
del baúl, y empujó el carrito contra la barrera. No le daba miedo; era mucho
más seguro que usar los polvos flu. Se inclinaron sobre la barra de sus
carritos y se encaminaron con determinación hacia la barrera, cogiendo
velocidad. A un metro de la barrera, empezaron a correr y…
¡PATAPUM!
Los dos carritos chocaron contra la barrera y rebotaron. El baúl de Ron
saltó y se estrelló contra el suelo con gran estruendo, Harry se cayó y la
jaula de Hedwig, al dar en el suelo, rebotó y salió rodando, con la lechuza
dentro dando unos terribles chillidos. Todo el mundo los miraba, y un
guardia que había allí cerca les gritó:
—¿Qué demonios estáis haciendo?
—He perdido el control del carrito —dijo Harry entre jadeos,
sujetándose las costillas mientras se levantaba. Ron salió corriendo detrás
de la jaula de Hedwig, que estaba provocando tal escena que la multitud
hacía comentarios sobre la crueldad con los animales.
—¿Por qué no hemos podido pasar? —preguntó Harry a Ron.
—Ni idea.
Ron miró furioso a su alrededor. Una docena de curiosos todavía los
estaban mirando.
—Vamos a perder el tren —se quejó—. No comprendo por qué se nos
ha cerrado el paso.
Harry miró el reloj gigante de la estación y sintió náuseas en el
estómago. Diez segundos…, nueve segundos… Avanzó con el carrito, con
cuidado, hasta que llegó a la barrera, y empujó a continuación con todas sus
fuerzas. La barrera permaneció allí, infranqueable.
Tres segundos…, dos segundos…, un segundo…
—Ha partido —dijo Ron, atónito—. El tren ya ha partido. ¿Qué pasará
si mis padres no pueden volver a recogernos? ¿Tienes algo de dinero
muggle?
Harry soltó una risa irónica.
—Hace seis años que los Dursley no me dan la paga semanal.
Ron pegó la cabeza a la fría barrera.
—No oigo nada —dijo preocupado—. ¿Qué vamos a hacer? No sé
cuánto tardarán mis padres en volver por nosotros.
Echaron un vistazo a la estación. La gente todavía los miraba,
principalmente a causa de los alaridos incesantes de Hedwig.
—A lo mejor tendríamos que ir al coche y esperar allí —dijo Harry—.
Estamos llamando demasiado la aten…
—¡Harry! —dijo Ron, con los ojos refulgentes—. ¡El coche!
—¿Qué pasa con él?
—¡Podemos llegar a Hogwarts volando!
—Pero yo creía…
—Estamos en un apuro, ¿verdad? Y tenemos que llegar al colegio,
¿verdad? E incluso a los magos menores de edad se les permite hacer uso
de la magia si se trata de una verdadera emergencia, sección decimonovena
o algo así de la Restricción sobre Chismes…
El pánico que sentía Harry se convirtió de repente en emoción.
—¿Sabes hacerlo volar?
—Por supuesto —dijo Ron, dirigiendo su carrito hacia la salida—.
Venga, vamos, si nos damos prisa podremos seguir al expreso de Hogwarts.
Y abriéndose paso a través de la multitud de muggles curiosos, salieron
de la estación y regresaron a la calle lateral donde habían aparcado el viejo
Ford Anglia. Ron abrió el gran maletero con unos golpes de varita mágica.
Metieron dentro los baúles, dejaron a Hedwig en el asiento de atrás y se
acomodaron delante.
—Comprueba que no nos ve nadie —le pidió Ron, arrancando el coche
con otro golpe de varita. Harry sacó la cabeza por la ventanilla; el tráfico
retumbaba por la avenida que tenían delante, pero su calle estaba despejada.
—Vía libre —dijo Harry.
Ron pulsó un diminuto botón plateado que había en el salpicadero y el
coche desapareció con ellos. Harry notaba el asiento vibrar debajo de él, oía
el motor, sentía sus propias manos en las rodillas y las gafas en la nariz,
pero, a juzgar por lo que veía, se había convertido en un par de ojos que
flotaban a un metro del suelo en una lúgubre calle llena de coches
aparcados.
—¡En marcha! —dijo a su lado la voz de Ron.
Fue como si el pavimento y los sucios edificios que había a cada lado
empezaran a caer y se perdieran de vista al ascender el coche; al cabo de
unos segundos, tenían todo Londres bajo sus pies, impresionante y
neblinoso.
Entonces se oyó un ligero estallido y reaparecieron el coche, Ron y
Harry.
—¡Vaya! —dijo Ron, pulsando el botón del accionador de invisibilidad
—. Se ha estropeado.
Los dos se pusieron a darle golpes. El coche desapareció, pero luego
empezó a aparecer y desaparecer de forma intermitente.
—¡Agárrate! —gritó Ron, y apretó el acelerador. Como una bala,
penetraron en las nubes algodonosas y todo se volvió neblinoso y gris.
—¿Y ahora qué? —preguntó Harry, pestañeando ante la masa compacta
de nubes que los rodeaba por todos lados.
—Tendríamos que ver el tren para saber qué dirección seguir —dijo
Ron.
—Vuelve a descender, rápido.
Descendieron por debajo de las nubes, y se asomaron mirando hacia
abajo con los ojos entornados.
—¡Ya lo veo! —gritó Harry—. ¡Todo recto, por allí!
El expreso de Hogwarts corría debajo de ellos, parecido a una serpiente
roja.
—Derecho hacia el norte —dijo Ron, comprobando el indicador del
salpicadero—. Bueno, tendremos que comprobarlo cada media hora más o
menos. Agárrate. —Y volvieron a internarse en las nubes. Un minuto
después, salían al resplandor de la luz solar.
Aquél era un mundo diferente. Las ruedas del coche rozaban el océano
de esponjosas nubes y el cielo era una extensión inacabable de color azul
intenso bajo un cegador sol blanco.
—Ahora sólo tenemos que preocuparnos de los aviones —dijo Ron.
Se miraron el uno al otro y rieron. Tardaron mucho en poder parar de
reír.
Era como si hubieran entrado en un sueño maravilloso. Aquélla, pensó
Harry, era seguramente la manera ideal de viajar: pasando copos de nubes
que parecían de nieve, en un coche inundado de luz solar cálida y luminosa,
con una gran bolsa de caramelos en la guantera e imaginando las caras de
envidia que pondrían Fred y George cuando aterrizaran con suavidad en la
amplia explanada de césped delante del castillo de Hogwarts.
Comprobaban regularmente el rumbo del tren a medida que avanzaban
hacia el norte, y cada vez que bajaban por debajo de las nubes veían un
paisaje diferente. Londres quedó atrás enseguida y fue reemplazado por
campos verdes que dieron paso a brezales de color púrpura, a aldeas con
diminutas iglesias en miniatura y a una gran ciudad animada por coches que
parecían hormigas de variados colores.
Sin embargo, después de varias horas sin sobresaltos, Harry tenía que
admitir que parte de la diversión se había esfumado. Los caramelos les
habían dado una sed tremenda y no tenían nada que beber. Harry y Ron se
habían despojado de sus jerséis, pero al primero se le pegaba la camiseta al
respaldo del asiento y a cada momento las gafas le resbalaban hasta la punta
de la nariz empapada de sudor. Había dejado de maravillarse con las
sorprendentes formas de las nubes y se acordaba todo el tiempo del tren que
circulaba miles de metros más abajo, donde se podía comprar zumo de
calabaza muy frío del carrito que llevaba una bruja gordita. ¿Por qué motivo
no habrían podido entrar en el andén nueve y tres cuartos?
—No puede quedar muy lejos ya, ¿verdad? —dijo Ron, con la voz
ronca, horas más tarde, cuando el sol se hundía en el lecho de nubes,
tiñéndolas de un rosa intenso—. ¿Listo para otra comprobación del tren?
Éste continuaba debajo de ellos, abriéndose camino por una montaña
coronada de nieve. Se veía mucho más oscuro bajo el dosel de nubes.
Ron apretó el acelerador y volvieron a ascender, pero al hacerlo, el
motor empezó a chirriar.
Harry y Ron se intercambiaron miradas nerviosas.
—Seguramente es porque está cansado —dijo Ron—, nunca había
hecho un viaje tan largo…
Y ambos hicieron como que no se daban cuenta de que el chirrido se
hacía más intenso al tiempo que el cielo se oscurecía. Las estrellas iban
apareciendo en el firmamento. Se hacía de noche. Harry volvió a ponerse el
jersey, tratando de no dar importancia al hecho de que los limpiaparabrisas
se movían despacio, como en protesta.
—Ya queda poco —dijo Ron, dirigiéndose más al coche que a Harry—,
ya queda muy poco —repitió, dando unas palmadas en el salpicadero con
aire preocupado. Cuando, un poco más adelante, volvieron a descender por
debajo de las nubes, tuvieron que aguzar la vista en busca de algo que
pudieran reconocer.
—¡Allí! —gritó Harry de forma que Ron y Hedwig dieron un bote—.
¡Allí delante mismo!
En lo alto del acantilado que se elevaba sobre el lago, las numerosas
torres y atalayas del castillo de Hogwarts se recortaban contra el oscuro
horizonte.
Pero el coche había empezado a dar sacudidas y a perder velocidad.
—¡Vamos! —dijo Ron para animar al coche, dando una ligera sacudida
al volante—. ¡Venga, que ya llegamos!
El motor chirriaba. Del capó empezaron a salir delgados chorros de
vapor. Harry se agarró muy fuerte al asiento cuando se orientaron hacia el
lago.
El coche osciló de manera preocupante. Mirando por la ventanilla,
Harry vio la superficie calma, negra y cristalina del agua, un par de
kilómetros por debajo de ellos. Ron aferraba con tanta fuerza el volante,
que se le ponían blancos los nudillos de las manos. El coche volvió a
tambalearse.
—¡Vamos! —dijo Ron.
Sobrevolaban el lago. El castillo estaba justo delante de ellos. Ron
apretó el pedal a fondo.
Oyeron un estruendo metálico, seguido de un chisporroteo, y el motor
se paró completamente.
—¡Oh! —exclamó Ron, en medio del silencio.
El morro del coche se inclinó irremediablemente hacia abajo. Caían,
cada vez más rápido, directos contra el sólido muro del castillo.
—¡Noooooo! —gritó Ron, girando el volante; esquivaron el muro por
unos centímetros cuando el coche viró describiendo un pronunciado arco y
planeó sobre los invernaderos y luego sobre la huerta y el oscuro césped,
perdiendo altura sin cesar.
Ron soltó el volante y se sacó del bolsillo de atrás la varita mágica.
—¡ALTO! ¡ALTO! —gritó, dando unos golpes en el salpicadero y el
parabrisas, pero todavía estaban cayendo en picado, y el suelo se
precipitaba contra ellos…
—¡CUIDADO CON EL ÁRBOL! —gritó Harry, cogiendo el volante, pero era
demasiado tarde.
¡¡PAF!!
Con gran estruendo, chocaron contra el grueso tronco del árbol y se
dieron un gran batacazo en el suelo. Del abollado capó salió más humo;
Hedwig daba chillidos de terror; a Harry le había salido un doloroso
chichón del tamaño de una bola de golf en la cabeza, al golpearse contra el
parabrisas; y, a su lado, Ron emitía un gemido ahogado de desesperación.
—¿Estás bien? —le preguntó Harry inmediatamente.
—¡Mi varita mágica! —dijo Ron con voz temblorosa—. ¡Mira mi
varita!
Se había partido prácticamente en dos pedazos, y la punta oscilaba,
sujeta sólo por unas pocas astillas.
Harry abrió la boca para decir que estaba seguro de que podrían
recomponerla en el colegio, pero no llegó a decir nada. En aquel mismo
momento, algo golpeó contra su lado del coche con la fuerza de un toro que
les embistiera y arrojó a Harry sobre Ron, al mismo tiempo que el techo del
coche recibía otro golpe igualmente fuerte.
—¿Qué ha pasado?
Ron ahogó un grito al mirar por el parabrisas, y Harry sacó la cabeza
por la ventanilla en el preciso momento en que una rama, gruesa como una
serpiente pitón, golpeaba en el coche destrozándolo. El árbol contra el que
habían chocado les atacaba. El tronco se había inclinado casi el doble de lo
que estaba antes, y azotaba con sus nudosas ramas pesadas como el plomo
cada centímetro del coche que tenía a su alcance.
—¡Aaaaag! —gritó Ron, cuando una rama retorcida golpeó en su puerta
produciendo otra gran abolladura; el parabrisas tembló entonces bajo una
lluvia de golpes de ramitas, y una rama gruesa como un ariete aporreó con
tal furia el techo, que pareció que éste se hundía.
—¡Escapemos! —gritó Ron, empujando la puerta con toda su fuerza,
pero inmediatamente el salvaje latigazo de otra rama lo arrojó hacia atrás,
contra el regazo de Harry.
—¡Estamos perdidos! —gimió, viendo combarse el techo.
De repente el suelo del coche comenzó a vibrar: el motor se ponía de
nuevo en funcionamiento.
—¡Marcha atrás! —gritó Harry, y el coche salió disparado. El árbol aún
trataba de golpearles, y pudieron oír crujir sus raíces cuando, en un intento
de arremeter contra el coche que escapaba, casi se arranca del suelo.
—Por poco —dijo Ron jadeando—. ¡Así se hace, coche!
El coche, sin embargo, había agotado sus fuerzas. Con dos golpes secos,
las puertas se abrieron y Harry sintió que su asiento se inclinaba hacia un
lado y de pronto se encontró sentado en el húmedo césped. Unos ruidos
sordos le indicaron que el coche estaba expulsando el equipaje del maletero;
la jaula de Hedwig salió volando por los aires y se abrió de golpe, y la
lechuza salió emitiendo un fuerte chillido de enojo y voló apresuradamente
y sin parar en dirección al castillo. A continuación, el coche, abollado y
echando humo, se perdió en la oscuridad, emitiendo un ruido sordo y con
las luces de atrás encendidas como en un gesto de enfado.
—¡Vuelve! —le gritó Ron, blandiendo la varita rota—. ¡Mi padre me
matará!
Pero el coche desapareció de la vista con un último bufido del tubo de
escape.
—¿Es posible que tengamos esta suerte? —preguntó Ron embargado
por la tristeza mientras se inclinaba para recoger a Scabbers, la rata—. De
todos los árboles con los que podíamos haber chocado, tuvimos que dar
contra el único que devuelve los golpes.
Se volvió para mirar el viejo árbol, que todavía agitaba sus ramas
pavorosamente.
—Vamos —dijo Harry, cansado—. Lo mejor que podemos hacer es ir al
colegio.
No era la llegada triunfal que habían imaginado. Con el cuerpo
agarrotado, frío y magullado, cada uno cogió su baúl por la anilla del
extremo, y los arrastraron por la ladera cubierta de césped, hacia arriba,
donde les esperaban las inmensas puertas de roble de la entrada principal.
—Me parece que ya ha comenzado el banquete —dijo Ron, dejando su
baúl al principio de los escalones y acercándose sigilosamente para echar un
vistazo a través de una ventana iluminada—. ¡Eh, Harry, ven a ver esto… es
la Selección!
Harry se acercó a toda prisa, y juntos contemplaron el Gran Comedor.
Sobre cuatro mesas abarrotadas de gente, se mantenían en el aire
innumerables velas, haciendo brillar los platos y las copas. Encima de las
cabezas, el techo encantado que siempre reflejaba el cielo exterior estaba
cuajado de estrellas.
A través de la confusión de los sombreros negros y puntiagudos de
Hogwarts, Harry vio una larga hilera de alumnos de primer curso que, con
caras asustadas, iban entrando en el comedor. Ginny estaba entre ellos; era
fácil de distinguir por el color intenso de su pelo, que revelaba su
pertenencia a la familia Weasley. Mientras tanto, la profesora McGonagall,
una bruja con gafas y con el pelo recogido en un apretado moño, ponía el
famoso Sombrero Seleccionador de Hogwarts sobre un taburete, delante de
los recién llegados.
Cada año, este sombrero viejo, remendado, raído y sucio, distribuía a
los nuevos estudiantes en cada una de las cuatro casas de Hogwarts:
Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin. Harry se acordaba bien de
cuando se lo había puesto, un año antes, y había esperado muy quieto la
decisión que el sombrero pronunció en voz alta en su oído. Durante unos
escasos y horribles segundos, había temido que lo fuera a destinar a
Slytherin, la casa que había dado más magos y brujas tenebrosos que
ninguna otra, pero había acabado en Gryffindor, con Ron, Hermione y el
resto de los Weasley. En el último trimestre, Harry y Ron habían
contribuido a que Gryffindor ganara el campeonato de las casas, venciendo
a Slytherin por primera vez en siete años.
Habían llamado a un chaval muy pequeño, de pelo castaño, para que se
pusiera el sombrero. Harry desvió la mirada hacia el profesor Dumbledore,
el director, que se hallaba contemplando la Selección desde la mesa de los
profesores, con su larga barba plateada y sus gafas de media luna brillando
a la luz de las velas. Varios asientos más allá, Harry vio a Gilderoy
Lockhart, vestido con una túnica color aguamarina. Y al final estaba
Hagrid, grande y peludo, apurando su copa.
—Espera… —dijo Harry a Ron en voz baja—. Hay una silla vacía en la
mesa de los profesores. ¿Dónde está Snape?
Severus Snape era el profesor que menos le gustaba a Harry. Y Harry
resultó ser el alumno que menos le gustaba a Snape, que daba clase de
Pociones y era cruel, sarcástico y sentía aversión por todos los alumnos que
no fueran de Slytherin, la casa a la que pertenecía.
—¡A lo mejor está enfermo! —dijo Ron, esperanzado.
—¡Quizá se haya ido —dijo Harry—, porque tampoco esta vez ha
conseguido el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras!
—O quizá lo han echado —dijo Ron con entusiasmo—. Como todo el
mundo lo odia…
—O tal vez —dijo una voz glacial detrás de ellos— quiera averiguar
por qué no habéis llegado vosotros dos en el tren escolar.
Harry se dio media vuelta. Allí estaba Severus Snape, con su túnica
negra ondeando a la fría brisa. Era un hombre delgado de piel cetrina, nariz
ganchuda y pelo negro y grasiento que le llegaba hasta los hombros, y en
aquel momento sonreía de tal modo que Ron y Harry comprendieron
inmediatamente que se habían metido en un buen lío.
—Seguidme —dijo Snape.
Sin atreverse a mirarse el uno al otro, Harry y Ron siguieron a Snape
escaleras arriba hasta el gran vestíbulo iluminado con antorchas, donde las
palabras producían eco. Un delicioso olor de comida flotaba en el Gran
Comedor, pero Snape los alejó de la calidez y la luz y los condujo abajo por
la estrecha escalera de piedra que llevaba a las mazmorras.
—¡Adentro! —dijo, abriendo una puerta que se encontraba a mitad del
frío corredor, y señalando su interior.
Entraron temblando en el despacho de Snape. Los sombríos muros
estaban cubiertos por estantes con grandes tarros de cristal, dentro de los
cuales flotaban cosas verdaderamente asquerosas, cuyo nombre en aquel
momento a Harry no le interesaba en absoluto. La chimenea estaba apagada
y vacía. Snape cerró la puerta y se volvió hacia ellos.
—Así que —dijo con voz melosa— el tren no es un medio de transporte
digno para el famoso Harry Potter y su fiel compañero Weasley. Queríais
hacer una llegada a lo grande, ¿eh, muchachos?
—No, señor, fue la barrera en la estación de King’s Cross lo que…
—¡Silencio! —dijo Snape con frialdad—. ¿Qué habéis hecho con el
coche?
Ron tragó saliva. No era la primera vez que a Harry le daba la impresión
de que Snape era capaz de leer el pensamiento. Pero enseguida comprendió,
cuando Snape desplegó un ejemplar de El Profeta Vespertino de aquel
mismo día.
—Os han visto —les dijo enfadado, enseñándoles el titular:
«MUGGLES» DESCONCERTADOS
POR UN FORD ANGLIA VOLADOR
Y comenzó a leer en voz alta:
—«En Londres, dos muggles están convencidos de haber visto un coche
viejo sobrevolando la torre del edificio de Correos (…) al mediodía en
Norfolk, la señora Hetty Bayliss, al tender la ropa (…) y el señor Angus
Fleet, de Peebles, informaron a la policía, etcétera.» En total, seis o siete
muggles. Tengo entendido que tu padre trabaja en la Oficina Contra el Uso
Indebido de Artefactos Muggles —dijo, mirando a Ron y sonriendo de
manera aún más desagradable—. Vaya, vaya…, su propio hijo…
Harry sintió como si una de las ramas más grandes del árbol furioso le
acabara de golpear en el estómago. Si alguien averiguara que el señor
Weasley había encantado el coche… No se le había ocurrido pensar en
eso…
—He percibido, en mi examen del parque, que un ejemplar muy valioso
de sauce boxeador parece haber sufrido daños considerables —prosiguió
Snape.
—Ese árbol nos ha hecho más daño a nosotros que nosotros a… —se le
escapó a Ron.
—¡Silencio! —interrumpió de nuevo Snape—. Por desgracia, vosotros
no pertenecéis a mi casa, y la decisión de expulsaros no me corresponde a
mí. Voy a buscar a las personas a quienes compete esa grata decisión.
Esperad aquí.
Ron y Harry se miraron, palideciendo. Harry ya no sentía hambre, sino
un tremendo mareo. Trató de no mirar hacia el estante que había detrás del
escritorio de Snape, donde en un gran tarro con líquido verde flotaba una
cosa muy larga y delgada. Si Snape había ido en busca de la profesora
McGonagall, jefa de la casa Gryffindor, su situación no iba a mejorar
mucho. Ella podía ser mejor que Snape, pero era muy estricta.
Diez minutos después, Snape volvió, y se confirmó que era la profesora
McGonagall quien lo acompañaba. Harry había visto en varias ocasiones a
la profesora McGonagall enfadada, pero, o bien había olvidado lo tensos
que podía poner los labios, o es que nunca la había visto tan enfadada. Ella
levantó su varita al entrar. Harry y Ron se estremecieron, pero ella
simplemente apuntaba hacia la chimenea, donde las llamas empezaron a
brotar al instante.
—Sentaos —dijo ella, y los dos se retiraron a dos sillas que había al
lado del fuego—. Explicaos —añadió. Sus gafas brillaban
inquietantemente.
Ron comenzó a narrar toda la historia, empezando por la barrera de la
estación, que no les había dejado pasar.
—… así que no teníamos otra opción, profesora, no pudimos coger el
tren.
—¿Y por qué no enviasteis una carta por medio de una lechuza?
Imagino que tenéis alguna lechuza —dijo fríamente la profesora
McGonagall a Harry.
Harry se quedó mirándola con la boca abierta. Ahora que la profesora lo
mencionaba, parecía obvio que aquello era lo que tenían que haber hecho.
—No-no lo pensé…
—Eso —observó la profesora McGonagall— es evidente.
Llamaron a la puerta del despacho y Snape la abrió, más contento que
unas pascuas. Era el director, el profesor Dumbledore.
Harry tenía todo el cuerpo agarrotado. La expresión de Dumbledore era
de una severidad inusitada. Miró de tal forma a los dos alumnos que tenía
debajo de su gran nariz aguileña, que en aquel momento Harry habría
preferido estar con Ron recibiendo los golpes del sauce boxeador.
Hubo un prolongado silencio, tras el cual Dumbledore dijo:
—Por favor, explicadme por qué lo habéis hecho.
Habría sido preferible que hubiera gritado. A Harry le pareció horrible
el tono decepcionado que había en su voz. No sabía por qué, pero no podía
mirar a Dumbledore a los ojos, y habló con la mirada clavada en sus
rodillas. Se lo contó todo a Dumbledore, salvo lo de que el señor Weasley
era el propietario del coche encantado, simulando que Ron y él se habían
encontrado un coche volador a la salida de la estación. Supuso que
Dumbledore les interrogaría inmediatamente al respecto, pero Dumbledore
no preguntó nada sobre el coche. Cuando Harry acabó, el director
simplemente siguió mirándolos a través de sus gafas.
—Iremos a recoger nuestras cosas —dijo Ron en un tono de voz
desesperado.
—¿Qué quieres decir, Weasley? —bramó la profesora McGonagall.
—Bueno, nos van a expulsar, ¿no? —dijo Ron.
Harry miró a Dumbledore.
—Hoy no, señor Weasley —dijo Dumbledore—. Pero quiero dejar claro
que lo que habéis hecho es muy grave. Esta noche escribiré a vuestras
familias. He de advertiros también que si volvéis a hacer algo parecido, no
tendré más remedio que expulsaros.
Por la expresión de Snape, parecía como si sólo se hubieran suprimido
las Navidades. Se aclaró la garganta y dijo:
—Profesor Dumbledore, estos muchachos han transgredido el decreto
para la restricción de la magia en menores de edad, han causado daños
graves a un árbol muy antiguo y valioso… Creo que actos de esta
naturaleza…
—Corresponderá a la profesora McGonagall imponer el castigo a estos
muchachos, Severus —dijo Dumbledore con tranquilidad—. Pertenecen a
su casa y están por tanto bajo su responsabilidad. —Se volvió hacia la
profesora McGonagall—. Tengo que regresar al banquete, Minerva, he de
comunicarles unas cuantas cosas. Vamos, Severus, hay una tarta de crema
que tiene muy buena pinta y quiero probarla.
Al salir del despacho, Snape dirigió a Ron y Harry una mirada
envenenada. Se quedaron con la profesora McGonagall, que todavía los
miraba como un águila enfurecida.
—Lo mejor será que vayas a la enfermería, Weasley, estás sangrando.
—No es nada —dijo Ron, frotándose enseguida con la manga la herida
que tenía en la ceja—. Profesora, quisiera ver la selección de mi hermana.
—La Ceremonia de Selección ya ha concluido —dijo la profesora
McGonagall—. Tu hermana está también en Gryffindor.
—¡Bien! —dijo Ron.
—Y hablando de Gryffindor… —empezó a decir severamente la
profesora McGonagall.
Pero Harry la interrumpió.
—Profesora, cuando nosotros cogimos el coche, el curso aún no había
comenzado, así que, en realidad, a Gryffindor no habría que quitarle puntos,
¿no? —dijo, mirándola con temor.
La profesora McGonagall le dirigió una mirada penetrante, pero Harry
estaba seguro de que había estado a punto de sonreír. Tenía los labios menos
tensos, eso era evidente.
—No quitaremos puntos a Gryffindor —dijo ella, y Harry se sintió muy
aliviado—. Pero vosotros dos seréis castigados.
Eso era menos malo de lo que Harry se había temido. En cuanto a que
Dumbledore escribiera a los Dursley, le daba lo mismo. Harry sabía
perfectamente que los Dursley lamentarían que el sauce boxeador no lo
hubiera aplastado.
La profesora McGonagall volvió a levantar su varita y apuntó con ella
al escritorio de Snape. Sonó un ¡plop! y apareció un gran plato de
emparedados, dos copas de plata y una jarra de zumo frío de calabaza.
—Comeréis aquí y luego os iréis directamente al dormitorio —indicó
—. Yo también tengo que volver al banquete.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Ron profirió un silbido bajo y
prolongado.
—Creí que no nos salvábamos —dijo, cogiendo un emparedado.
—Y yo también —contestó Harry, haciendo lo mismo.
—Pero ¿cómo es posible que tengamos tan mala suerte? —dijo Ron con
la boca llena de jamón y pollo—. Fred y George deben de haber volado en
ese coche cinco o seis veces y nunca los ha visto ningún muggle. —Tragó y
volvió a dar otro bocado—. ¿Y por qué no pudimos atravesar la barrera?
Harry se encogió de hombros.
—Tendremos que andarnos con mucho cuidado de ahora en adelante —
dijo, tomando un refrescante trago de zumo de calabaza—. Si al menos
hubiéramos podido subir al banquete…
—Ella no quería que hiciéramos ningún alarde —dijo Ron
inteligentemente—. No quiere que nadie llegue a pensar que está bien eso
de llegar volando en un coche.
Cuando hubieron comido todos los emparedados que podían (en el plato
iban apareciendo más, conforme los engullían), se levantaron y salieron del
despacho, y tomaron el camino que llevaba a la torre de Gryffindor. El
castillo estaba en calma, parecía que el banquete había concluido. Pasaron
por delante de retratos parlantes y armaduras que chirriaban, y subieron por
las escaleras de piedra hasta que llegaron finalmente al corredor donde,
oculta detrás de una pintura al óleo que representaba a una mujer gorda
vestida con un vestido de seda rosa, estaba la entrada secreta a la torre de
Gryffindor.
—La contraseña —exigió ella, al verlos acercarse.
—Esto… —dijo Harry.
No conocían la contraseña del nuevo curso, porque aún no habían visto
a ningún prefecto, pero casi al instante les llegó la ayuda; detrás de ellos
oyeron unos pasos veloces y al volverse vieron a Hermione que corría a
ayudarles.
—¡Estáis aquí! ¿Dónde os habíais metido? Corren los rumores más
absurdos… Alguien decía que os habían expulsado por haber tenido un
accidente con un coche volador.
—Bueno, no nos han expulsado —le garantizó Harry.
—¿Quieres decir que habéis venido hasta aquí volando? —preguntó
Hermione, en un tono de voz casi tan duro como el de la profesora
McGonagall.
—Ahórrate el sermón —dijo Ron impaciente— y dinos cuál es la nueva
contraseña.
—Es «somormujo» —dijo Hermione deprisa—, pero ésa no es la
cuestión…
No pudo terminar lo que estaba diciendo, sin embargo, porque el retrato
de la Señora Gorda se abrió y se oyó una repentina salva de aplausos. Al
parecer, en la casa de Gryffindor todos estaban despiertos y abarrotaban la
sala circular común, de pie sobre las mesas revueltas y las mullidas butacas,
esperando a que ellos llegaran. Unos cuantos brazos aparecieron por el
hueco de la puerta secreta para tirar de Ron y Harry hacia dentro, y
Hermione entró detrás de ellos.
—¡Formidable! —gritó Lee Jordan—. ¡Soberbio! ¡Qué llegada! Habéis
volado en un coche hasta el sauce boxeador. ¡La gente hablará de esta
proeza durante años!
—¡Bravo! —dijo un estudiante de quinto curso con quien Harry no
había hablado nunca.
Alguien le daba palmadas en la espalda como si acabara de ganar una
maratón. Fred y George se abrieron camino hasta la primera fila de la
multitud y dijeron al mismo tiempo:
—¿Por qué no nos llamasteis?
Ron estaba azorado y sonreía sin saber qué decir. Harry se fijó en
alguien que no estaba en absoluto contento. Al otro lado de la multitud de
emocionados estudiantes de primero, vio a Percy que trataba de acercarse
para reñirles. Harry le dio a Ron con el codo en las costillas y señaló a
Percy con la cabeza. Inmediatamente, Ron entendió lo que le quería decir.
—Tenemos que subir…, estamos algo cansados —dijo, y los dos se
abrieron paso hacia la puerta que había al otro lado de la estancia, que daba
a una escalera de caracol y a los dormitorios.
—Buenas noches —dijo Harry a Hermione, volviéndose. Ella tenía la
misma cara de enojo que Percy.
Consiguieron alcanzar el otro extremo de la sala común, recibiendo
palmadas en la espalda, y al fin llegaron a la tranquilidad de la escalera. La
subieron deprisa, derechos hasta el final, hasta la puerta de su antiguo
dormitorio, que ahora lucía un letrero que indicaba «Segundo curso».
Penetraron en la estancia que ya conocían: tenía forma circular, con sus
cinco camas adoseladas con terciopelo rojo y sus ventanas elevadas y
estrechas. Les habían subido los baúles y los habían dejado a los pies de sus
camas respectivas.
Ron sonrió a Harry con una expresión de culpabilidad.
—Sé que no tendría que haber disfrutado de este recibimiento, pero la
verdad es que…
La puerta del dormitorio se abrió y entraron los demás chicos del
segundo curso de la casa Gryffindor: Seamus Finnigan, Dean Thomas y
Neville Longbottom.
—¡Increíble! —dijo Seamus sonriendo.
—¡Formidable! —dijo Dean.
—¡Alucinante! —dijo Neville, sobrecogido.
Harry no pudo evitarlo. Él también sonrió.
CAPÍTULO 6
Gilderoy Lockhart
A
día siguiente, sin embargo, Harry apenas sonrió ni una vez. Las cosas
fueron de mal en peor desde el desayuno en el Gran Comedor. Bajo el
techo encantado, que aquel día estaba de un triste color gris, las cuatro
grandes mesas correspondientes a las cuatro casas estaban repletas de
soperas con gachas de avena, fuentes de arenques ahumados, montones de
tostadas y platos con huevos y beicon. Harry y Ron se sentaron en la mesa
de Gryffindor junto a Hermione, que tenía su ejemplar de Viajes con los
vampiros abierto y apoyado contra una taza de leche. La frialdad con que
ella dijo «buenos días», hizo pensar a Harry que todavía les reprochaba la
manera en que habían llegado al colegio. Neville Longbottom, por el
L
contrario, les saludó alegremente. Neville era un muchacho de cara
redonda, propenso a los accidentes, y era la persona con peor memoria de
entre todas las que Harry había conocido nunca.
—El correo llegará en cualquier momento —comentó Neville—;
supongo que mi abuela me enviará las cosas que me he olvidado.
Efectivamente, Harry acababa de empezar sus gachas de avena cuando
un centenar de lechuzas penetraron con gran estrépito en la sala, volando
sobre sus cabezas, dando vueltas por la estancia y dejando caer cartas y
paquetes sobre la alborotada multitud. Un gran paquete de forma irregular
rebotó en la cabeza de Neville, y un segundo después, una cosa gris cayó
sobre la taza de Hermione, salpicándolos a todos de leche y plumas.
—¡Errol! —dijo Ron, sacando por las patas a la empapada lechuza.
Errol se desplomó, sin sentido, sobre la mesa, con las patas hacia arriba y
un sobre rojo y mojado en el pico.
»¡No…! —exclamó Ron.
—No te preocupes, no está muerto —dijo Hermione, tocando a Errol
con la punta del dedo.
—No es por eso… sino por esto.
Ron señalaba el sobre rojo. A Harry no le parecía que tuviera nada de
particular, pero Ron y Neville lo miraban como si pudiera estallar en
cualquier momento.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry.
—Me han enviado un vociferador —dijo Ron con un hilo de voz.
—Será mejor que lo abras, Ron —dijo Neville, en un tímido susurro—.
Si no lo hicieras, sería peor. Mi abuela una vez me envió uno, pero no lo
abrí y… —tragó saliva— fue horrible.
Harry contempló los rostros aterrorizados y luego el sobre rojo.
—¿Qué es un vociferador? —dijo.
Pero Ron fijaba toda su atención en la carta, que había empezado a
humear por las esquinas.
—Ábrela —urgió Neville—. Será cuestión de unos minutos.
Ron alargó una mano temblorosa, le quitó a Errol el sobre del pico con
mucho cuidado y lo abrió. Neville se tapó los oídos con los dedos. Harry no
comprendió por qué lo había hecho hasta una fracción de segundo después.
Por un momento, creyó que el sobre había estallado; en el salón se oyó un
bramido tan potente que desprendió polvo del techo.
—… ROBAR EL COCHE, NO ME HABRÍA EXTRAÑADO QUE TE EXPULSARAN;
ESPERA A QUE TE COJA, SUPONGO QUE NO TE HAS PARADO A PENSAR LO QUE
SUFRIMOS TU PADRE Y YO CUANDO VIMOS QUE EL COCHE NO ESTABA…
Los gritos de la señora Weasley, cien veces más fuertes de lo normal,
hacían tintinear los platos y las cucharas en la mesa y reverberaban en los
muros de piedra de manera ensordecedora. En el salón, la gente se volvía
hacia todos los lados para ver quién era el que había recibido el vociferador,
y Ron se encogió tanto en el asiento que sólo se le podía ver la frente
colorada.
—… ESTA NOCHE LA CARTA DE DUMBLEDORE, CREÍ QUE TU PADRE SE MORÍA
DE LA VERGÜENZA, NO TE HEMOS CRIADO PARA QUE TE COMPORTES ASÍ, HARRY Y
TÚ PODRÍAIS HABEROS MATADO…
Harry se había estado preguntando cuándo aparecería su nombre.
Trataba de hacer como que no oía la voz que le estaba perforando los
tímpanos.
—… COMPLETAMENTE DISGUSTADO, EN EL TRABAJO DE TU PADRE ESTÁN
HACIENDO INDAGACIONES, TODO POR CULPA TUYA, Y SI VUELVES A HACER OTRA,
POR PEQUEÑA QUE SEA, TE SACAREMOS DEL COLEGIO.
Se hizo un silencio en el que resonaban aún las palabras de la carta. El
sobre rojo, que había caído al suelo, ardió y se convirtió en cenizas. Harry y
Ron se quedaron aturdidos, como si un maremoto les hubiera pasado por
encima. Algunos se rieron y, poco a poco, el habitual alboroto retornó al
salón.
Hermione cerró el libro Viajes con los vampiros y miró a Ron, que
seguía encogido.
—Bueno, no sé lo que esperabas, Ron, pero tú…
—No me digas que me lo merezco —atajó Ron.
Harry apartó su plato de gachas. El sentimiento de culpabilidad le
revolvía las tripas. El señor Weasley tendría que afrontar una investigación
en su trabajo. Después de todo lo que los padres de Ron habían hecho por él
durante el verano…
Pero Harry no tuvo demasiado tiempo para pensar en aquello, porque la
profesora McGonagall recorría la mesa de Gryffindor entregando los
horarios. Harry cogió el suyo y vio que tenían en primer lugar dos horas de
Herbología con los de la casa de Hufflepuff.
Harry, Ron y Hermione abandonaron juntos el castillo, cruzaron la
huerta por el camino y se dirigieron a los invernaderos donde crecían las
plantas mágicas. El vociferador había tenido al menos un efecto positivo:
parecía que Hermione consideraba que ellos ya habían tenido suficiente
castigo y volvía a mostrarse amable.
Al dirigirse a los invernaderos, vieron al resto de la clase congregada en
la puerta, esperando a la profesora Sprout. Harry, Ron y Hermione acababan
de llegar cuando la vieron acercarse con paso decidido a través de la
explanada, acompañada por Gilderoy Lockhart. La profesora Sprout llevaba
un montón de vendas en los brazos, y sintiendo otra punzada de
remordimiento, Harry vio a lo lejos que el sauce boxeador tenía varias de
sus ramas en cabestrillo.
La profesora Sprout era una bruja pequeña y rechoncha que llevaba un
sombrero remendado sobre la cabellera suelta. Generalmente, sus ropas
siempre estaban manchadas de tierra, y si tía Petunia hubiera visto cómo
llevaba las uñas, se habría desmayado. Gilderoy Lockhart, sin embargo, iba
inmaculado con su túnica amplia color turquesa y su pelo dorado que
brillaba bajo un sombrero igualmente turquesa con ribetes de oro,
perfectamente colocado.
—¡Hola, qué hay! —saludó Lockhart, sonriendo al grupo de estudiantes
—. Estaba explicando a la profesora Sprout la manera en que hay que curar
a un sauce boxeador. ¡Pero no quiero que penséis que sé más que ella de
botánica! Lo que pasa es que en mis viajes me he encontrado varias de estas
especies exóticas y…
—¡Hoy iremos al Invernadero 3, muchachos! —dijo la profesora
Sprout, que parecía claramente disgustada, lo cual no concordaba en
absoluto con el buen humor habitual en ella.
Se oyeron murmullos de interés. Hasta entonces, sólo habían trabajado
en el Invernadero 1. En el Invernadero 3 había plantas mucho más
interesantes y peligrosas. La profesora Sprout cogió una llave grande que
llevaba en el cinto y abrió con ella la puerta. A Harry le llegó el olor de la
tierra húmeda y el abono mezclados con el perfume intenso de unas flores
gigantes, del tamaño de un paraguas, que colgaban del techo. Se disponía a
entrar detrás de Ron y Hermione cuando Lockhart lo detuvo sacando la
mano rapidísimamente.
—¡Harry! Quería hablar contigo… Profesora Sprout, no le importa si
retengo a Harry un par de minutos, ¿verdad?
A juzgar por la cara que puso la profesora Sprout, sí le importaba, pero
Lockhart añadió:
—Sólo un momento —y le cerró la puerta del invernadero en las
narices.
—Harry —dijo Lockhart. Sus grandes dientes blancos brillaban al sol
cuando movía la cabeza—. Harry, Harry, Harry.
Harry no dijo nada. Estaba completamente perplejo. No tenía ni idea de
qué se trataba. Estaba a punto de decírselo, cuando Lockhart prosiguió:
—Nunca nada me había impresionado tanto como esto, ¡llegar a
Hogwarts volando en un coche! Claro que enseguida supe por qué lo habías
hecho. Se veía a la legua. Harry, Harry, Harry.
Era increíble cómo se las arreglaba para enseñar todos los dientes
incluso cuando no estaba hablando.
—Te metí el gusanillo de la publicidad, ¿eh? —dijo Lockhart—. Le has
encontrado el gusto. Te viste compartiendo conmigo la primera página del
periódico y no pudiste resistir salir de nuevo.
—No, profesor, verá…
—Harry, Harry, Harry —dijo Lockhart, cogiéndole por el hombro—. Lo
comprendo. Es natural querer probar un poco más una vez que uno le ha
cogido el gusto. Y me avergüenzo de mí mismo por habértelo hecho probar,
porque es lógico que se te subiera a la cabeza. Pero mira, muchacho, no
puedes ir volando en coche para convertirte en noticia. Tienes que tomártelo
con calma, ¿de acuerdo? Ya tendrás tiempo para estas cosas cuando seas
mayor. Sí, sí, ya sé lo que estás pensando: «¡Es muy fácil para él, siendo ya
un mago de fama internacional!» Pero cuando yo tenía doce años, era tan
poco importante como tú ahora. ¡De hecho, creo que era menos importante!
Quiero decir que hay gente que ha oído hablar de ti, ¿no?, por todo ese
asunto con El-que-no-debe-ser-nombrado. —Contempló la cicatriz en
forma de rayo que Harry tenía en la frente—. Lo sé, lo sé, no es tanto como
ganar cinco veces seguidas el Premio a la Sonrisa más Encantadora,
concedido por la revista Corazón de bruja, como he hecho yo, pero por algo
hay que empezar.
Le guiñó un ojo a Harry y se alejó con paso seguro. Harry se quedó
atónito durante unos instantes, y luego, recordando que tenía que estar ya en
el invernadero, abrió la puerta y entró.
La profesora Sprout estaba en el centro del invernadero, detrás de una
mesa montada sobre caballetes. Sobre la mesa había unas veinte orejeras.
Cuando Harry ocupó su sitio entre Ron y Hermione, la profesora dijo:
—Hoy nos vamos a dedicar a replantar mandrágoras. Veamos, ¿quién
me puede decir qué propiedades tiene la mandrágora?
Sin que nadie se sorprendiera, Hermione fue la primera en alzar la
mano.
—La mandrágora, o mandrágula, es un reconstituyente muy eficaz —
dijo Hermione en un tono que daba la impresión, como de costumbre, de
que se había tragado el libro de texto—. Se utiliza para volver a su estado
original a la gente que ha sido transformada o encantada.
—Excelente, diez puntos para Gryffindor —dijo la profesora Sprout—.
La mandrágora es un ingrediente esencial en muchos antídotos. Pero, sin
embargo, también es peligrosa. ¿Quién me puede decir por qué?
Al levantar de nuevo velozmente la mano, Hermione casi se lleva por
delante las gafas de Harry.
—El llanto de la mandrágora es fatal para quien lo oye —dijo Hermione
instantáneamente.
—Exacto. Otros diez puntos —dijo la profesora Sprout—. Bueno, las
mandrágoras que tenemos aquí son todavía muy jóvenes.
Mientras hablaba, señalaba una fila de bandejas hondas, y todos se
echaron hacia delante para ver mejor. Un centenar de pequeñas plantas con
sus hojas de color verde violáceo crecían en fila. A Harry, que no tenía ni
idea de lo que Hermione había querido decir con lo de «el llanto de la
mandrágora», le parecían completamente vulgares.
—Poneos unas orejeras cada uno —dijo la profesora Sprout.
Hubo un forcejeo porque todos querían coger las únicas que no eran ni
de peluche ni de color rosa.
—Cuando os diga que os las pongáis, aseguraos de que vuestros oídos
quedan completamente tapados —dijo la profesora Sprout—. Cuando os las
podáis quitar, levantaré el pulgar. De acuerdo, poneos las orejeras.
Harry se las puso rápidamente. Insonorizaban completamente los oídos.
La profesora Sprout se puso unas de color rosa, se remangó, cogió
firmemente una de las plantas y tiró de ella con fuerza.
Harry dejó escapar un grito de sorpresa que nadie pudo oír.
En lugar de raíces, surgió de la tierra un niño recién nacido, pequeño,
lleno de barro y extremadamente feo. Las hojas le salían directamente de la
cabeza. Tenía la piel de un color verde claro con manchas, y se veía que
estaba llorando con toda la fuerza de sus pulmones.
La profesora Sprout cogió una maceta grande de debajo de la mesa,
metió dentro la mandrágora y la cubrió con una tierra abonada, negra y
húmeda, hasta que sólo quedaron visibles las hojas. La profesora Sprout se
sacudió las manos, levantó el pulgar y se quitó ella también las orejeras.
—Como nuestras mandrágoras son sólo plantones pequeños, sus llantos
todavía no son mortales —dijo ella con toda tranquilidad, como si lo que
acababa de hacer no fuera más impresionante que regar una begonia—. Sin
embargo, os dejarían inconscientes durante varias horas, y como estoy
segura de que ninguno de vosotros quiere perderse su primer día de clase,
aseguraos de que os ponéis bien las orejeras para hacer el trabajo. Ya os
avisaré cuando sea hora de recoger.
»Cuatro por bandeja. Hay suficientes macetas aquí. La tierra abonada
está en aquellos sacos. Y tened mucho cuidado con las Tentacula Venenosa,
porque les están saliendo los dientes.
Mientras hablaba, dio un fuerte manotazo a una planta roja con espinas,
haciéndole que retirara los largos tentáculos que se habían acercado a su
hombro muy disimulada y lentamente.
Harry, Ron y Hermione compartieron su bandeja con un muchacho de
Hufflepuff que Harry conocía de vista, pero con quien no había hablado
nunca.
—Justin Finch-Fletchley —dijo alegremente, dándole la mano a Harry
—. Claro que sé quién eres, el famoso Harry Potter. Y tú eres Hermione
Granger, siempre la primera en todo. —Hermione sonrió al estrecharle la
mano—. Y Ron Weasley. ¿No era tuyo el coche volador?
Ron no sonrió. Obviamente, todavía se acordaba del vociferador.
—Ese Lockhart es famoso, ¿verdad? —dijo contento Justin, cuando
empezaban a llenar sus macetas con estiércol de dragón—. ¡Qué tío más
valiente! ¿Habéis leído sus libros? Yo me habría muerto de miedo si un
hombre lobo me hubiera acorralado en una cabina de teléfonos, pero él se
mantuvo sereno y ¡zas! Formidable.
»Me habían reservado plaza en Eton, pero estoy muy contento de haber
venido aquí. Naturalmente, mi madre estaba algo disgustada, pero desde
que le hice leer los libros de Lockhart, empezó a comprender lo útil que
puede resultar tener en la familia a un mago bien instruido…
Después ya no tuvieron muchas posibilidades de charlar. Se habían
vuelto a poner las orejeras y tenían que concentrarse en las mandrágoras.
Para la profesora Sprout había resultado muy fácil, pero en realidad no lo
era. A las mandrágoras no les gustaba salir de la tierra, pero tampoco
parecía que quisieran volver a ella. Se retorcían, pataleaban, sacudían sus
pequeños puños y rechinaban los dientes. Harry se pasó diez minutos largos
intentando meter una algo más grande en la maceta.
Al final de la clase, Harry, al igual que los demás, estaba empapado en
sudor, le dolían varias partes del cuerpo y estaba lleno de tierra. Volvieron
al castillo para lavarse un poco, y los de Gryffindor marcharon corriendo a
la clase de Transformaciones.
Las clases de la profesora McGonagall eran siempre muy duras, pero
aquel primer día resultó especialmente difícil. Todo lo que Harry había
aprendido el año anterior parecía habérsele ido de la cabeza durante el
verano. Tenía que convertir un escarabajo en un botón, pero lo único que
conseguía era cansar al escarabajo, porque cada vez que éste esquivaba la
varita mágica, se caía del pupitre.
A Ron aún le iba peor. Había recompuesto su varita con un poco de celo
que le habían dado, pero parecía que la reparación no había sido suficiente.
Crujía y echaba chispas en los momentos más raros, y cada vez que Ron
intentaba transformar su escarabajo, quedaba envuelto en un espeso humo
gris que olía a huevos podridos. Incapaz de ver lo que hacía, aplastó el
escarabajo con el codo sin querer y tuvo que pedir otro. A la profesora
McGonagall no le hizo mucha gracia.
Harry se sintió aliviado al oír la campana de la comida. Sentía el
cerebro como una esponja escurrida. Todos salieron ordenadamente de la
clase salvo él y Ron, que todavía estaba dando golpes furiosos en el pupitre
con la varita.
—¡Chisme inútil, que no sirves para nada!
—Pídeles otra a tus padres —sugirió Harry cuando la varita produjo una
descarga de disparos, como si fuera una traca.
—Ya, y recibiré como respuesta otro vociferador —dijo Ron, metiendo
en la bolsa la varita, que en aquel momento estaba silbando— que diga: «Es
culpa tuya que se te haya partido la varita.»
Bajaron a comer, pero el humor de Ron no mejoró cuando Hermione le
enseñó el puñado de botones que había conseguido en la clase de
Transformaciones.
—¿Qué hay esta tarde? —dijo Harry, cambiando de tema rápidamente.
—Defensa Contra las Artes Oscuras —dijo Hermione en el acto.
—¿Por qué —preguntó Ron, cogiéndole el horario— has rodeado todas
las clases de Lockhart con corazoncitos?
Hermione le quitó el horario. Se había puesto roja.
Terminaron de comer y salieron al patio. Estaba nublado. Hermione se
sentó en un peldaño de piedra y volvió a hundir las narices en Viajes con los
vampiros. Harry y Ron se pusieron a hablar de quidditch, y pasaron varios
minutos antes de que Harry se diera cuenta de que alguien lo vigilaba
estrechamente. Al levantar la vista, vio al muchacho pequeño de pelo
castaño que la noche anterior se había puesto el sombrero seleccionador. Lo
miraba como paralizado. Tenía en las manos lo que parecía una cámara de
fotos muggle normal y corriente, y cuando Harry miró hacia él, se ruborizó
en extremo.
—¿Me dejas, Harry? Soy… soy Colin Creevey —dijo
entrecortadamente, dando un indeciso paso hacia delante—. Estoy en
Gryffindor también. ¿Podría…, me dejas… que te haga una foto? —dijo,
levantando la cámara esperanzado.
—¿Una foto? —repitió Harry sin comprender.
—Con ella podré demostrar que te he visto —dijo Colin Creevey con
impaciencia, acercándose un poco más, como si no se atreviera—. Lo sé
todo sobre ti. Todos me lo han contado: cómo sobreviviste cuando Quientú-sabes intentó matarte y cómo desapareció él, y toda esa historia, y que
conservas en la frente la cicatriz en forma de rayo (con los ojos recorrió la
línea del pelo de Harry). Y me ha dicho un compañero del dormitorio que si
revelo el negativo en la poción adecuada, la foto saldrá con movimiento. —
Colin exhaló un soplido de emoción y continuó—: Esto es estupendo,
¿verdad? Yo no tenía ni idea de que las cosas raras que hacía eran magia,
hasta que recibí la carta de Hogwarts. Mi padre es lechero y tampoco podía
creérselo. Así que me dedico a tomar montones de fotos para enviárselas a
casa. Y sería estupendo hacerte una. —Miró a Harry casi rogándole—. Tal
vez tu amigo querría sacárnosla para que pudiera salir yo a tu lado. ¿Y me
la podrías firmar luego?
—¿Firmar fotos? ¿Te dedicas a firmar fotos, Potter?
En todo el patio resonó la voz potente y cáustica de Draco Malfoy. Se
había puesto detrás de Colin, flanqueado, como siempre en Hogwarts, por
Crabbe y Goyle, sus amigotes.
—¡Todo el mundo a la cola! —gritó Malfoy a la multitud—. ¡Harry
Potter firma fotos!
—No es verdad —dijo Harry de mal humor, apretando los puños—.
¡Cállate, Malfoy!
—Lo que pasa es que le tienes envidia —dijo Colin, cuyo cuerpo entero
no era más grueso que el cuello de Crabbe.
—¿Envidia? —dijo Malfoy, que ya no necesitaba seguir gritando,
porque la mitad del patio lo escuchaba—. ¿De qué? ¿De tener una
asquerosa cicatriz en la frente? No, gracias. ¿Desde cuándo uno es más
importante por tener la cabeza rajada por una cicatriz?
Crabbe y Goyle se estaban riendo con una risita idiota.
—Échate al retrete y tira de la cadena, Malfoy —dijo Ron con cara de
malas pulgas. Crabbe dejó de reír y empezó a restregarse de manera
amenazadora los nudillos, que eran del tamaño de castañas.
—Weasley, ten cuidado —dijo Malfoy con un aire despectivo—. No te
metas en problemas o vendrá tu mamá y te sacará del colegio. —Luego
imitó un tono de voz chillón y amenazante—. «Si vuelves a hacer otra…»
Varios alumnos de quinto curso de la casa de Slytherin que había por
allí cerca rieron la gracia a carcajadas.
—A Weasley le gustaría que le firmaras una foto, Potter —sonrió
Malfoy—. Pronto valdrá más que la casa entera de su familia.
Ron sacó su varita reparada con celo, pero Hermione cerró Viajes con
los vampiros de un golpe y susurró:
—¡Cuidado!
—¿Qué pasa aquí? ¿Qué es lo que pasa aquí? —Gilderoy Lockhart
caminaba hacia ellos a grandes zancadas, y la túnica color turquesa se le
arremolinaba por detrás—. ¿Quién firma fotos?
Harry quería hablar, pero Lockhart lo interrumpió pasándole un brazo
por los hombros y diciéndole en voz alta y tono jovial:
—¡No sé por qué lo he preguntado! ¡Volvemos a las andadas, Harry!
Sujeto por Lockhart y muerto de vergüenza, Harry vio que Malfoy se
mezclaba sonriente con la multitud.
—Vamos, señor Creevey —dijo Lockhart, sonriendo a Colin—. Una
foto de los dos será mucho mejor. Y te la firmaremos los dos.
Colin buscó la cámara a tientas y sacó la foto al mismo tiempo que la
campana señalaba el inicio de las clases de la tarde.
—¡Adentro todos, venga, por ahí! —gritó Lockhart a los alumnos, y se
dirigió al castillo llevando de los hombros a Harry, que hubiera deseado
disponer de un buen hechizo desvanecedor.
»Quisiera darte un consejo, Harry —le dijo Lockhart paternalmente al
entrar en el edificio por una puerta lateral—. Te he ayudado a pasar
desapercibido con el joven Creevey, porque si me fotografiaba también a
mí, tus compañeros no pensarían que te querías dar tanta importancia.
Sin hacer caso a las protestas de Harry, Lockhart lo llevó por un pasillo
lleno de estudiantes que los miraban, y luego subieron por una escalera.
—Déjame que te diga que repartir fotos firmadas en este estadio de tu
carrera puede que no sea muy sensato. Para serte franco, Harry, parece un
poco engreído. Bien puede llegar el día en que necesites llevar un montón
de fotos a mano adondequiera que vayas, como me ocurre a mí, pero —rió
— no creo que hayas llegado ya a ese punto.
Habían alcanzado el aula de Lockhart y éste dejó libre por fin a Harry,
que se arregló la túnica y buscó un asiento al final del aula, donde se
parapetó detrás de los siete libros de Lockhart, de forma que se evitaba la
contemplación del Lockhart de carne y hueso.
El resto de la clase entró en el aula ruidosamente, y Ron y Hermione se
sentaron a ambos lados de Harry.
—Se podía freír un huevo en tu cara —dijo Ron—. Más te vale que
Creevey y Ginny no se conozcan, porque fundarían el club de fans de Harry
Potter.
—Cállate —le interrumpió Harry. Lo único que le faltaba es que a oídos
de Lockhart llegaran las palabras «club de fans de Harry Potter».
Cuando todos estuvieron sentados, Lockhart se aclaró sonoramente la
garganta y se hizo el silencio. Se acercó a Neville Longbottom, cogió el
ejemplar de Recorridos con los trols y lo levantó para enseñar la portada,
con su propia fotografía que guiñaba un ojo.
—Yo —dijo, señalando la foto y guiñando el ojo él también— soy
Gilderoy Lockhart, Caballero de la Orden de Merlín, de tercera clase,
Miembro Honorario de la Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras,
y ganador en cinco ocasiones del Premio a la Sonrisa más Encantadora,
otorgado por la revista Corazón de bruja, pero no quiero hablar de eso. ¡No
fue con mi sonrisa con lo que me libré de la banshee que presagiaba la
muerte!
Esperó que se rieran todos, pero sólo hubo alguna sonrisa.
—Veo que todos habéis comprado mis obras completas; bien hecho. He
pensado que podíamos comenzar hoy con un pequeño cuestionario. No os
preocupéis, sólo es para comprobar si los habéis leído bien, cuánto habéis
asimilado…
Cuando terminó de repartir los folios con el cuestionario, volvió a la
cabecera de la clase y dijo:
—Disponéis de treinta minutos. Podéis comenzar… ¡ya!
Harry miró el papel y leyó:
1. ¿Cuál es el color favorito de Gilderoy Lockhart?
2. ¿Cuál es la ambición secreta de Gilderoy Lockhart?
3. ¿Cuál es, en tu opinión, el mayor logro hasta la fecha de Gilderoy
Lockhart?
Así seguía y seguía, a lo largo de tres páginas, hasta:
54. ¿Qué día es el cumpleaños de Gilderoy Lockhart, y cuál sería su
regalo ideal?
Media hora después, Lockhart recogió los folios y los hojeó delante de
la clase.
—Vaya, vaya. Muy pocos recordáis que mi color favorito es el lila. Lo
digo en Un año con el Yeti. Y algunos tenéis que volver a leer con mayor
detenimiento Paseos con los hombres lobo. En el capítulo doce afirmo con
claridad que mi regalo de cumpleaños ideal sería la armonía entre las
comunidades mágica y no mágica. ¡Aunque tampoco le haría ascos a una
botella mágnum de whisky envejecido de Ogden!
Volvió a guiñarles un ojo pícaramente. Ron miraba a Lockhart con una
expresión de incredulidad en el rostro; Seamus Finnigan y Dean Thomas,
que se sentaban delante, se convulsionaban en una risa silenciosa.
Hermione, por el contrario, escuchaba a Lockhart con embelesada atención
y dio un respingo cuando éste mencionó su nombre.
—… pero la señorita Hermione Granger sí conoce mi ambición secreta,
que es librar al mundo del mal y comercializar mi propia gama de productos
para el cuidado del cabello, ¡buena chica! De hecho —dio la vuelta al papel
—, ¡está perfecto! ¿Dónde está la señorita Hermione Granger?
Hermione alzó una mano temblorosa.
—¡Excelente! —dijo Lockhart con una sonrisa—, ¡excelente! ¡Diez
puntos para Gryffindor! Y en cuanto a…
De debajo de la mesa sacó una jaula grande, cubierta por una funda, y la
puso encima de la mesa, para que todos la vieran.
—Ahora, ¡cuidado! Es mi misión dotaros de defensas contra las más
horrendas criaturas del mundo mágico. Puede que en esta misma aula os
tengáis que encarar a las cosas que más teméis. Pero sabed que no os
ocurrirá nada malo mientras yo esté aquí. Todo lo que os pido es que
conservéis la calma.
En contra de lo que se había propuesto, Harry asomó la cabeza por
detrás del montón de libros para ver mejor la jaula. Lockhart puso una
mano sobre la funda. Dean y Seamus habían dejado de reír. Neville se
encogía en su asiento de la primera fila.
—Tengo que pediros que no gritéis —dijo Lockhart en voz baja—.
Podrían enfurecerse.
Cuando toda la clase estaba con el corazón en un puño, Lockhart
levantó la funda.
—Sí —dijo con entonación teatral—, duendecillos de Cornualles recién
cogidos.
Seamus Finnigan no pudo controlarse y soltó una carcajada que ni
siquiera Lockhart pudo interpretar como un grito de terror.
—¿Sí? —Lockhart sonrió a Seamus.
—Bueno, es que no son… muy peligrosos, ¿verdad? —se explicó
Seamus con dificultad.
—¡No estés tan seguro! —dijo Lockhart, apuntando a Seamus con un
dedo acusador—. ¡Pueden ser unos seres endemoniadamente engañosos!
Los duendecillos eran de color azul eléctrico y medían unos veinte
centímetros de altura, con rostros afilados y voces tan agudas y estridentes
que era como oír a un montón de periquitos discutiendo. En el instante en
que había levantado la funda, se habían puesto a parlotear y a moverse
como locos, golpeando los barrotes para meter ruido y haciendo muecas a
los que tenían más cerca.
—Está bien —dijo Lockhart en voz alta—. ¡Veamos qué hacéis con
ellos! —Y abrió la jaula.
Se armó un pandemónium. Los duendecillos salieron disparados como
cohetes en todas direcciones. Dos cogieron a Neville por las orejas y lo
alzaron en el aire. Algunos salieron volando y atravesaron las ventanas,
llenando de cristales rotos a los de la fila de atrás. El resto se dedicó a
destruir la clase más rápidamente que un rinoceronte en estampida. Cogían
los tinteros y rociaban de tinta la clase, hacían trizas los libros y los folios,
rasgaban los carteles de las paredes, le daban vuelta a la papelera y cogían
bolsas y libros y los arrojaban por las ventanas rotas. Al cabo de unos
minutos, la mitad de la clase se había refugiado debajo de los pupitres y
Neville se balanceaba colgando de la lámpara del techo.
—Vamos ya, rodeadlos, rodeadlos, sólo son duendecillos… —gritaba
Lockhart.
Se remangó, blandió su varita mágica y gritó:
—¡Peskipiski Pestenomi!
No sirvió absolutamente de nada; uno de los duendecillos le arrebató la
varita y la tiró por la ventana. Lockhart tragó saliva y se escondió debajo de
su mesa, a tiempo de evitar ser aplastado por Neville, que cayó al suelo un
segundo más tarde, al ceder la lámpara.
Sonó la campana y todos corrieron hacia la salida. En la calma relativa
que siguió, Lockhart se irguió, vio a Harry, Ron y Hermione y les dijo:
—Bueno, vosotros tres meteréis en la jaula los que quedan. —Salió y
cerró la puerta.
—¿Habéis visto? —bramó Ron, cuando uno de los duendecillos que
quedaban le mordió en la oreja haciéndole daño.
—Sólo quiere que adquiramos experiencia práctica —dijo Hermione,
inmovilizando a dos duendecillos a la vez con un útil hechizo congelador y
metiéndolos en la jaula.
—¿Experiencia práctica? —dijo Harry, intentando atrapar a uno que
bailaba fuera de su alcance sacando la lengua—. Hermione, él no tenía ni
idea de lo que hacía.
—Mentira —dijo Hermione—. Ya has leído sus libros, fíjate en todas
las cosas asombrosas que ha hecho…
—Que él dice que ha hecho —añadió Ron.
CAPÍTULO 7
Los «sangre sucia» y una voz
misteriosa
D
los días siguientes, Harry pasó bastante tiempo esquivando a
Gilderoy Lockhart cada vez que lo veía acercarse por un corredor. Pero
más difícil aún era evitar a Colin Creevey, que parecía saberse de memoria
el horario de Harry. Nada le hacía tan feliz como preguntar «¿Va todo bien,
Harry?» seis o siete veces al día, y oír «Hola, Colin» en respuesta, a pesar
de que la voz de Harry en tales ocasiones sonaba irritada.
Hedwig seguía enfadada con Harry a causa del desastroso viaje en
coche, y la varita de Ron, que todavía no funcionaba correctamente, se
superó a sí misma el viernes por la mañana al escaparse de la mano de Ron
en la clase de Encantamientos y dispararse contra el profesor Flitwick, que
URANTE
era viejo y bajito, y golpearle directamente entre los ojos, produciéndole un
gran divieso verde y doloroso en el lugar del impacto. Así que, entre unas
cosas y otras, Harry se alegró muchísimo cuando llegó el fin de semana,
porque Ron, Hermione y él habían planeado hacer una visita a Hagrid el
sábado por la mañana.
Pero el capitán del equipo de quidditch de Gryffindor, Oliver Wood,
despertó a Harry con un zarandeo varias horas antes de lo que él habría
deseado.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry, aturdido.
—¡Entrenamiento de quidditch! —respondió Wood—. ¡Vamos!
Harry miró por la ventana, entornando los ojos. Una neblina flotaba en
el cielo de color rojizo y dorado. Una vez despierto, se preguntó cómo había
podido dormir con semejante alboroto de pájaros.
—Oliver —observó Harry con voz ronca—, si todavía está
amaneciendo…
—Exacto —respondió Wood. Era un muchacho alto y fornido de sexto
curso y, en aquel momento, tenía los ojos brillantes de entusiasmo—.
Forma parte de nuestro nuevo programa de entrenamiento. Venga, coge tu
escoba y andando —dijo Wood con decisión—. Ningún equipo ha
empezado a entrenar todavía. Este año vamos a ser los primeros en
empezar…
Bostezando y un poco tembloroso, Harry saltó de la cama e intentó
buscar su túnica de quidditch.
—¡Así me gusta! —dijo Wood—. Nos veremos en el campo dentro de
quince minutos.
Encima de la túnica roja del equipo de Gryffindor se puso la capa para
no pasar frío, garabateó a Ron una nota en la que le explicaba adónde había
ido y bajó a la sala común por la escalera de caracol, con la Nimbus 2.000
sobre el hombro. Al llegar al retrato por el que se salía, oyó tras él unos
pasos y vio que Colin Creevey bajaba las escaleras corriendo, con la cámara
colgada del cuello, que se balanceaba como loca, y llevaba algo en la mano.
—¡Oí que alguien pronunciaba tu nombre en las escaleras, Harry! ¡Mira
lo que tengo aquí! La he revelado y te la quería enseñar…
Desconcertado, Harry miró la fotografía que Colin sostenía delante de
su nariz.
Un Lockhart móvil en blanco y negro tiraba de un brazo que Harry
reconoció como suyo. Le complació ver que en la fotografía él aparecía
ofreciendo resistencia y rehusando entrar en la foto. Al mirarlo Harry,
Lockhart soltó el brazo, jadeando, y se desplomó contra el margen blanco
de la fotografía con gesto teatral.
—¿Me la firmas? —le pidió Colin con fervor.
—No —dijo Harry rotundamente, mirando en torno para comprobar que
realmente no había nadie en la sala—. Lo siento, Colin, pero tengo prisa.
Tengo entrenamiento de quidditch.
Y salió por el retrato.
—¡Eh, espérame! ¡Nunca he visto jugar al quidditch!
Colin se metió apresuradamente por el agujero, detrás de Harry.
—Será muy aburrido —dijo Harry enseguida, pero Colin no le hizo
caso. Los ojos le brillaban de emoción.
—Tú has sido el jugador más joven de la casa en los últimos cien años,
¿verdad, Harry? ¿Verdad que sí? —le preguntó Colin, corriendo a su lado
—. Tienes que ser estupendo. Yo no he volado nunca. ¿Es fácil? ¿Ésa es tu
escoba? ¿Es la mejor que hay?
Harry no sabía cómo librarse de él. Era como tener una sombra
habladora, extremadamente habladora.
—No sé cómo es el quidditch, en realidad —reconoció Colin, sin
aliento—. ¿Es verdad que hay cuatro bolas? ¿Y que dos van por ahí
volando, tratando de derribar a los jugadores de sus escobas?
—Sí —contestó Harry de mala gana, resignado a explicarle las
complicadas reglas del juego del quidditch—. Se llaman bludgers. Hay dos
golpeadores en cada equipo, con bates para golpear las bludgers y alejarlas
de sus compañeros. Los golpeadores de Gryffindor son Fred y George
Weasley.
—¿Y para qué sirven las otras pelotas? —preguntó Colin, dando un
tropiezo porque iba mirando a Harry con la boca abierta.
—Bueno, la quaffle, que es una pelota grande y roja, es con la que se
marcan los goles. Tres cazadores en cada equipo se pasan la quaffle de uno
a otro e intentan introducirla por los postes que están en el extremo del
campo, tres postes largos con aros al final.
—¿Y la cuarta bola?
—Es la snitch —dijo Harry—, es dorada, muy pequeña, rápida y difícil
de atrapar. Ésa es la misión de los buscadores, porque el juego del quidditch
no finaliza hasta que se atrapa la snitch. Y el equipo cuyo buscador la haya
atrapado gana ciento cincuenta puntos.
—Y tú eres el buscador de Gryffindor, ¿verdad? —preguntó Colin
emocionado.
—Sí —dijo Harry, mientras dejaban el castillo y pisaban el césped
empapado de rocío—. También está el guardián, el que guarda los postes.
Prácticamente, en eso consiste el quidditch.
Pero Colin no descansó un momento y fue haciendo preguntas durante
todo el camino ladera abajo, hasta que llegaron al campo de quidditch, y
Harry pudo deshacerse de él al entrar en los vestuarios. Colin le gritó en voz
alta:
—¡Voy a pillar un buen sitio, Harry! —Y se fue corriendo a las gradas.
El resto del equipo de Gryffindor ya estaba en los vestuarios. El único
que parecía realmente despierto era Wood. Fred y George Weasley estaban
sentados, con los ojos hinchados y el pelo sin peinar, junto a Alicia Spinnet,
de cuarto curso, que parecía que se estaba quedando dormida apoyada en la
pared. Sus compañeras cazadoras, Katie Bell y Angelina Johnson, sentadas
una junto a otra, bostezaban enfrente de ellos.
—Por fin, Harry, ¿por qué te has entretenido? —preguntó Wood
enérgicamente—. Veamos, quiero deciros unas palabras antes de que
saltemos al campo, porque me he pasado el verano diseñando un programa
de entrenamiento completamente nuevo, que estoy seguro de que nos hará
mejorar.
Wood sostenía un plano de un campo de quidditch, lleno de líneas,
flechas y cruces en diferentes colores. Sacó la varita mágica, dio con ella un
golpe en la tabla y las flechas comenzaron a moverse como orugas. En el
momento en que Wood se lanzó a soltar el discurso sobre sus nuevas
tácticas, a Fred Weasley se le cayó la cabeza sobre el hombro de Alicia
Spinnet y empezó a roncar.
Le llevó casi veinte minutos a Wood explicar los esquemas de la
primera tabla, pero a continuación hubo otra, y después una tercera. Harry
se adormecía mientras el capitán seguía hablando y hablando.
—Bueno —dijo Wood al final, sacando a Harry de sus fantasías sobre
los deliciosos manjares que podría estar desayunando en ese mismo instante
en el castillo—. ¿Ha quedado claro? ¿Alguna pregunta?
—Yo tengo una pregunta, Oliver —dijo George, que acababa de
despertar dando un respingo—. ¿Por qué no nos contaste todo esto ayer
cuando estábamos despiertos?
A Wood no le hizo gracia.
—Escuchadme todos —les dijo, con el entrecejo fruncido—,
tendríamos que haber ganado la copa de quidditch el año pasado. Éramos el
mejor equipo con diferencia. Pero, por desgracia, y debido a circunstancias
que escaparon a nuestro control…
Harry se removió en el asiento, con un sentimiento de culpa. Durante el
partido final del año anterior, había permanecido inconsciente en la
enfermería, con la consecuencia de que Gryffindor había contado con un
jugador menos y había sufrido su peor derrota de los últimos trescientos
años.
Wood tardó un momento en recuperar el dominio. Era evidente que la
última derrota todavía lo atormentaba.
—De forma que este año entrenaremos más que nunca… ¡Venga, salid
y poned en práctica las nuevas teorías! —gritó Wood, cogiendo su escoba y
saliendo el primero de los vestuarios. Con las piernas entumecidas y
bostezando, le siguió el equipo.
Habían permanecido tanto tiempo en los vestuarios, que el sol ya estaba
bastante alto, aunque sobre el estadio quedaban restos de niebla. Cuando
Harry saltó al terreno de juego, vio a Ron y Hermione en las gradas.
—¿Aún no habéis terminado? —preguntó Ron, perplejo.
—Aún no hemos empezado —respondió Harry, mirando con envidia las
tostadas con mermelada que Ron y Hermione se habían traído del Gran
Comedor—. Wood nos ha estado enseñando nuevas estrategias.
Montó en la escoba y, dando una patada en el suelo, se elevó en el aire.
El frío aire de la mañana le azotaba el rostro, consiguiendo despertarle
bastante más que la larga exposición de Wood. Era maravilloso regresar al
campo de quidditch. Dio una vuelta por el estadio a toda velocidad,
haciendo una carrera con Fred y George.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Fred, cuando doblaban la esquina a
toda velocidad.
Harry miró a las gradas. Colin estaba sentado en uno de los asientos
superiores, con la cámara levantada, sacando una foto tras otra, y el sonido
de la cámara se ampliaba extraordinariamente en el estadio vacío.
—¡Mira hacia aquí, Harry! ¡Aquí! —chilló.
—¿Quién es ése? —preguntó Fred.
—Ni idea —mintió Harry, acelerando para alejarse lo más posible de
Colin.
—¿Qué pasa? —dijo Wood frunciendo el entrecejo y volando hacia
ellos. ¿Por qué saca fotos aquél? No me gusta. Podría ser un espía de
Slytherin que intentara averiguar en qué consiste nuestro programa de
entrenamiento.
—Es de Gryffindor —dijo rápidamente Harry.
—Y los de Slytherin no necesitan espías, Oliver —observó George.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Wood con irritación.
—Porque están aquí en persona —dijo George, señalando hacia un
grupo de personas vestidas con túnicas verdes que se dirigían al campo, con
las escobas en la mano.
—¡No puedo creerlo! —dijo Wood indignado—. ¡He reservado el
campo para hoy! ¡Veremos qué pasa!
Wood se dirigió velozmente hacia el suelo. Debido al enojo aterrizó más
bruscamente de lo que habría querido y al desmontar se tambaleó un poco.
Harry, Fred y George lo siguieron.
—Flint —gritó Wood al capitán del equipo de Slytherin—, es nuestro
turno de entrenamiento. Nos hemos levantado a propósito. ¡Así que ya
podéis largaros!
Marcus Flint aún era más corpulento que Wood. Con una expresión de
astucia digna de un trol, replicó:
—Hay bastante sitio para todos, Wood.
Angelina, Alicia y Katie también se habían acercado. No había chicas
entre los del equipo de Slytherin, que formaban una piña frente a los de
Gryffindor y miraban burlonamente a Wood.
—¡Pero yo he reservado el campo! —dijo Wood, escupiendo la rabia—.
¡Lo he reservado!
—¡Ah! —dijo Flint—, pero nosotros traemos una hoja firmada por el
profesor Snape. «Yo, el profesor S. Snape, concedo permiso al equipo de
Slytherin para entrenar hoy en el campo de quidditch debido a su necesidad
de dar entrenamiento al nuevo buscador.»
—¿Tenéis un buscador nuevo? —preguntó Wood, preocupado—.
¿Quién es?
Detrás de seis corpulentos jugadores, apareció un séptimo, más
pequeño, que sonreía con su cara pálida y afilada: era Draco Malfoy.
—¿No eres tú el hijo de Lucius Malfoy? —preguntó Fred, mirando a
Malfoy con desagrado.
—Es curioso que menciones al padre de Malfoy —dijo Flint, mientras
el conjunto de Slytherin sonreía aún más—. Déjame que te enseñe el
generoso regalo que ha hecho al equipo de Slytherin.
Los siete presentaron sus escobas. Siete mangos muy pulidos,
completamente nuevos, y siete placas de oro que decían «Nimbus 2.001»
brillaron ante las narices de los de Gryffindor al temprano sol de la mañana.
—Ultimísimo modelo. Salió el mes pasado —dijo Flint con un ademán
de desprecio, quitando una mota de polvo del extremo de la suya—. Creo
que deja muy atrás la vieja serie 2.000. En cuanto a las viejas Barredoras —
sonrió mirando desdeñosamente a Fred y George, que sujetaban sendas
Barredora 5—, mejor que las utilicéis para borrar la pizarra.
Durante un momento, a ningún jugador de Gryffindor se le ocurrió qué
decir. Malfoy sonreía con tantas ganas que tenía los ojos casi cerrados.
—Mirad —dijo Flint—. Invaden el campo.
Ron y Hermione cruzaban el césped para enterarse de qué pasaba.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ron a Harry—. ¿Por qué no jugáis?
¿Y qué está haciendo ése aquí?
Miraba a Malfoy, vestido con su túnica del equipo de quidditch de
Slytherin.
—Soy el nuevo buscador de Slytherin, Weasley —dijo Malfoy, con
petulancia—. Estamos admirando las escobas que mi padre ha comprado
para todo el equipo.
Ron miró boquiabierto las siete soberbias escobas que tenía delante.
—Son buenas, ¿eh? —dijo Malfoy con sorna—. Pero quizás el equipo
de Gryffindor pueda conseguir oro y comprar también escobas nuevas.
Podríais subastar las Barredora 5. Cualquier museo pujaría por ellas.
El equipo de Slytherin estalló de risa.
—Pero en el equipo de Gryffindor nadie ha tenido que comprar su
acceso —observó Hermione agudamente—. Todos entraron por su valía.
Del rostro de Malfoy se borró su mirada petulante.
—Nadie ha pedido tu opinión, asquerosa sangre sucia —espetó él.
Harry comprendió enseguida que lo que había dicho Malfoy era algo
realmente grave, porque sus palabras provocaron de repente una reacción
tumultuosa. Flint tuvo que ponerse rápidamente delante de Malfoy para
evitar que Fred y George saltaran sobre él. Alicia gritó «¡Cómo te atreves!»,
y Ron se metió la mano en la túnica y, sacando su varita mágica, amenazó
«¡Pagarás por esto, Malfoy!», y sacando la varita por debajo del brazo de
Flint, la dirigió al rostro de Malfoy.
Un estruendo resonó en todo el estadio, y del extremo roto de la varita
de Ron surgió un rayo de luz verde que, dándole en el estómago, lo derribó
sobre el césped.
—¡Ron! ¡Ron! ¿Estás bien? —chilló Hermione.
Ron abrió la boca para decir algo, pero no salió ninguna palabra. Por el
contrario, emitió un tremendo eructo y le salieron de la boca varias babosas
que le cayeron en el regazo.
El equipo de Slytherin se partía de risa. Flint se desternillaba, apoyado
en su escoba nueva. Malfoy, a cuatro patas, golpeaba el suelo con el puño.
Los de Gryffindor rodeaban a Ron, que seguía vomitando babosas grandes
y brillantes. Nadie se atrevía a tocarlo.
—Lo mejor es que lo llevemos a la cabaña de Hagrid, que está más
cerca —dijo Harry a Hermione, quien asintió valerosamente, y entre los dos
cogieron a Ron por los brazos.
—¿Qué ha ocurrido, Harry? ¿Qué ha ocurrido? ¿Está enfermo? Pero
podrás curarlo, ¿no? —Colin había bajado corriendo de su puesto e iba
dando saltos al lado de ellos mientras salían del campo. Ron tuvo una
horrible arcada y más babosas le cayeron por el pecho—. ¡Ah! —exclamó
Colin, fascinado y levantando la cámara—, ¿puedes sujetarlo un poco para
que no se mueva, Harry?
—¡Fuera de aquí, Colin! —dijo Harry enfadado. Entre él y Hermione
sacaron a Ron del estadio y se dirigieron al bosque a través de la explanada.
—Ya casi llegamos, Ron —dijo Hermione, cuando vieron a lo lejos la
cabaña del guardián—. Dentro de un minuto estarás bien. Ya falta poco.
Les separaban siete metros de la casa de Hagrid cuando se abrió la
puerta. Pero no fue Hagrid el que salió por ella, sino Gilderoy Lockhart, que
aquel día llevaba una túnica de color malva muy claro. Se les acercó con
paso decidido.
—Rápido, aquí detrás —dijo Harry, escondiendo a Ron detrás de un
arbusto que había allí. Hermione los siguió, de mala gana.
—¡Es muy sencillo si sabes hacerlo! —decía Lockhart a Hagrid en voz
alta—. ¡Si necesitas ayuda, ya sabes dónde estoy! Te dejaré un ejemplar de
mi libro. Pero me sorprende que no tengas ya uno. Te firmaré un ejemplar
esta noche y te lo enviaré. ¡Bueno, adiós! —Y se fue hacia el castillo a
grandes zancadas.
Harry esperó a que Lockhart se perdiera de vista y luego sacó a Ron del
arbusto y lo llevó hasta la puerta principal de la casa de Hagrid. Llamaron a
toda prisa.
Hagrid apareció inmediatamente, con aspecto de estar de mal humor,
pero se le iluminó la cara cuando vio de quién se trataba.
—Me estaba preguntando cuándo vendríais a verme… Entrad, entrad.
Creía que sería el profesor Lockhart que volvía.
Harry y Hermione introdujeron a Ron en la cabaña, donde había una
gran cama en un rincón y una chimenea encendida en el otro extremo.
Hagrid no pareció preocuparse mucho por el problema de las babosas de
Ron, cuyos detalles explicó Harry apresuradamente mientras lo sentaban en
una silla.
—Es preferible que salgan a que entren —dijo ufano, poniéndole
delante una palangana grande de cobre—. Vomítalas todas, Ron.
—No creo que se pueda hacer nada salvo esperar a que la cosa acabe —
dijo Hermione apurada, contemplando a Ron inclinado sobre la palangana
—. Es un hechizo difícil de realizar aun en condiciones óptimas, pero con la
varita rota…
Hagrid estaba ocupado preparando un té. Fang, su perro jabalinero,
llenaba a Harry de babas.
—¿Qué quería Lockhart, Hagrid? —preguntó Harry, rascándole las
orejas a Fang.
—Enseñarme cómo me puedo librar de los duendes del pozo —gruñó
Hagrid, quitando de la mesa limpia un gallo a medio pelar y poniendo en su
lugar la tetera—. Como si no lo supiera. Y también hablaba sobre una
banshee a la que venció. Si en todo eso hay una palabra de cierto, me como
la tetera.
Era muy raro que Hagrid criticara a un profesor de Hogwarts, y Harry lo
miró sorprendido. Hermione, sin embargo, dijo en voz algo más alta de lo
normal:
—Creo que sois injustos. Obviamente, el profesor Dumbledore ha
juzgado que era el mejor para el puesto y…
—Era el único para el puesto —repuso Hagrid, ofreciéndoles un plato
de caramelos de café con leche, mientras Ron tosía ruidosamente sobre la
palangana—. Y quiero decir el único. Es muy difícil encontrar profesores
que den Artes Oscuras, porque a nadie le hace mucha gracia. Da la
impresión de que la asignatura está maldita. Ningún profesor ha durado
mucho. Decidme —preguntó Hagrid, mirando a Ron—, ¿a quién intentaba
hechizar?
—Malfoy le llamó algo a Hermione —respondió Harry—. Tiene que
haber sido algo muy fuerte, porque todos se pusieron furiosos.
—Fue muy fuerte —dijo Ron con voz ronca, incorporándose sobre la
mesa, con el rostro pálido y sudoroso—. Malfoy la llamó «sangre sucia».
Ron se apartó cuando volvió a salirle una nueva tanda de babosas.
Hagrid parecía indignado.
—¡No! —bramó volviéndose a Hermione.
—Sí —dijo ella—. Pero yo no sé qué significa. Claro que podría decir
que fue muy grosero…
—Es lo más insultante que se le podría ocurrir —dijo Ron, volviendo a
incorporarse—. Sangre sucia es un nombre realmente repugnante con el
que llaman a los hijos de muggles, ya sabes, de padres que no son magos.
Hay algunos magos, como la familia de Malfoy, que creen que son mejores
que nadie porque tienen lo que ellos llaman sangre limpia. —Soltó un leve
eructo, y una babosa solitaria le cayó en la palma de la mano. La arrojó a la
palangana y prosiguió—. Desde luego, el resto de nosotros sabe que eso no
tiene ninguna importancia. Mira a Neville Longbottom… es de sangre
limpia y apenas es capaz de sujetar el caldero correctamente.
—Y no han inventado un conjuro que nuestra Hermione no sea capaz de
realizar —dijo Hagrid con orgullo, haciendo que Hermione se pusiera
colorada.
—Es un insulto muy desagradable de oír —dijo Ron, secándose el sudor
de la frente con la mano—. Es como decir «sangre podrida» o «sangre
vulgar». Son idiotas. Además, la mayor parte de los magos de hoy día
tienen sangre mezclada. Si no nos hubiéramos casado con muggles, nos
habríamos extinguido.
A Ron le dieron arcadas y volvió a inclinarse sobre la palangana.
—Bueno, no te culpo por intentar hacerle un hechizo, Ron —dijo
Hagrid con una voz fuerte que ahogaba los golpes de las babosas al caer en
la palangana—. Pero quizás haya sido una suerte que tu varita mágica
fallara. Si hubieras conseguido hechizarle, Lucius Malfoy se habría
presentado en la escuela. Así no tendrás ese problema.
Harry quiso decir que el problema no habría sido peor que estar
echando babosas por la boca, pero no pudo hacerlo porque el caramelo de
café con leche se le había pegado a los dientes y no podía separarlos.
—Harry —dijo Hagrid de repente, como acometido por un pensamiento
repentino—, tengo que ajustar cuentas contigo. Me han dicho que has
estado repartiendo fotos firmadas. ¿Por qué no me has dado una?
Harry sintió tanta rabia que al final logró separar los dientes.
—No he estado repartiendo fotos —dijo enfadado—. Si Lockhart aún
va diciendo eso por ahí…
Pero entonces vio que Hagrid se reía.
—Sólo bromeaba —explicó, dándole a Harry unas palmadas amistosas
en la espalda, que lo arrojaron contra la mesa—. Sé que no es verdad. Le
dije a Lockhart que no te hacía falta, que sin proponértelo eras más famoso
que él.
—Apuesto a que no le hizo ninguna gracia —dijo Harry, levantándose y
frotándose la barbilla.
—Supongo que no —admitió Hagrid, parpadeando—. Luego le dije que
no había leído nunca ninguno de sus libros, y se marchó. ¿Un caramelo de
café con leche, Ron? —añadió, cuando Ron volvió a incorporarse.
—No, gracias —dijo Ron con debilidad—. Es mejor no correr riesgos.
—Venid a ver lo que he estado cultivando —dijo Hagrid cuando Harry
y Hermione apuraron su té.
En la pequeña huerta situada detrás de la casa de Hagrid había una
docena de las calabazas más grandes que Harry hubiera visto nunca. Más
bien parecían grandes rocas.
—Van bien, ¿verdad? —dijo Hagrid, contento—. Son para la fiesta de
Halloween. Deberán haber crecido lo bastante para ese día.
—¿Qué les has echado? —preguntó Harry.
Hagrid miró hacia atrás para comprobar que estaban solos.
—Bueno, les he echado… ya sabes… un poco de ayuda.
Harry vio el paraguas rosa estampado de Hagrid apoyado contra la
pared trasera de la cabaña. Ya antes, Harry había sospechado que aquel
paraguas no era lo que parecía; de hecho, tenía la impresión de que la vieja
varita mágica de Hagrid estaba oculta dentro. Según las normas, Hagrid no
podía hacer magia, porque lo habían expulsado de Hogwarts en el tercer
curso, pero Harry no sabía por qué. Cualquier mención del asunto bastaba
para que Hagrid carraspeara sonoramente y sufriera de pronto una
misteriosa sordera que le duraba hasta que se cambiaba de tema.
—¿Un hechizo fertilizante, tal vez? —preguntó Hermione, entre la
desaprobación y el regocijo—. Bueno, has hecho un buen trabajo.
—Eso es lo que dijo tu hermana pequeña —observó Hagrid,
dirigiéndose a Ron—. Ayer la encontré. —Hagrid miró a Harry de soslayo y
vio que le temblaba la barbilla—. Dijo que estaba contemplando el campo,
pero me da la impresión de que esperaba encontrarse a alguien más en mi
casa. —Guiñó un ojo a Harry—. Si quieres mi opinión, creo que ella no
rechazaría una foto fir…
—¡Cállate! —dijo Harry. A Ron le dio la risa y llenó la tierra de
babosas.
—¡Cuidado! —gritó Hagrid, apartando a Ron de sus queridas calabazas.
Ya casi era la hora de comer, y como Harry sólo había tomado un
caramelo de café con leche en todo el día, tenía prisa por regresar al colegio
para la comida. Se despidieron de Hagrid y regresaron al castillo, con Ron
hipando de vez en cuando, pero vomitando sólo un par de babosas
pequeñas.
Apenas habían puesto un pie en el fresco vestíbulo cuando oyeron una
voz.
—Conque estáis aquí, Potter y Weasley. —La profesora McGonagall
caminaba hacia ellos con gesto severo—. Cumpliréis vuestro castigo esta
noche.
—¿Qué vamos a hacer, profesora? —preguntó Ron, asustado,
reprimiendo un eructo.
—Tú limpiarás la plata de la sala de trofeos con el señor Filch —dijo la
profesora McGonagall—. Y nada de magia, Weasley… ¡frotando!
Ron tragó saliva. Argus Filch, el conserje, era detestado por todos los
estudiantes del colegio.
—Y tú, Potter, ayudarás al profesor Lockhart a responder a las cartas de
sus admiradoras —dijo la profesora McGonagall.
—Oh, no… ¿no puedo ayudar con la plata? —preguntó Harry
desesperado.
—Desde luego que no —dijo la profesora McGonagall, arqueando las
cejas—. El profesor Lockhart ha solicitado que seas precisamente tú. A las
ocho en punto, tanto uno como otro.
Harry y Ron pasaron al Gran Comedor completamente abatidos, y
Hermione entró detrás de ellos, con su expresión de «no-haber-infringidolas-normas-del-colegio». Harry no disfrutó tanto como esperaba con su
pudín de carne y patatas. Tanto Ron como él pensaban que les había tocado
la peor parte del castigo.
—Filch me tendrá allí toda la noche —dijo Ron apesadumbrado—. ¡Sin
magia! Debe de haber más de cien trofeos en esa sala. Y la limpieza muggle
no se me da bien.
—Te lo cambiaría de buena gana —dijo Harry con voz apagada—. He
hecho muchas prácticas con los Dursley. Pero responder a las admiradoras
de Lockhart… será una pesadilla.
La tarde del sábado pasó en un santiamén, y antes de que se dieran
cuenta, eran las ocho menos cinco. Harry se dirigió al despacho de Lockhart
por el pasillo del segundo piso, arrastrando los pies. Llamó a la puerta a
regañadientes.
La puerta se abrió de inmediato. Lockhart le recibió con una sonrisa.
—¡Aquí está el pillo! —dijo—. Vamos, Harry, entra.
Dentro había un sinfín de fotografías enmarcadas de Lockhart, que
relucían en los muros a la luz de las velas. Algunas estaban incluso
firmadas. Tenía otro montón grande en la mesa.
—¡Tú puedes poner las direcciones en los sobres! —dijo Lockhart a
Harry, como si se tratara de un placer irresistible—. El primero es para la
adorable Gladys Gudgeon, gran admiradora mía.
Los minutos pasaron tan despacio como si fueran horas. Harry dejó que
Lockhart hablara sin hacerle ningún caso, diciendo de cuando en cuando
«mmm» o «ya» o «vaya». Algunas veces captaba frases del tipo «La fama
es una amiga veleidosa, Harry» o «Serás célebre si te comportas como
alguien célebre, que no se te olvide».
Las velas se fueron consumiendo y la agonizante luz desdibujaba las
múltiples caras que ponía Lockhart ante Harry. Éste pasaba su dolorida
mano sobre lo que le parecía que tenía que ser el milésimo sobre y anotaba
en él la dirección de Verónica Smethley.
«Debe de ser casi hora de acabar», pensó Harry, derrotado. «Por favor,
que falte poco…»
Y en aquel momento oyó algo, algo que no tenía nada que ver con el
chisporroteo de las mortecinas velas ni con la cháchara de Lockhart sobre
sus admiradoras.
Era una voz, una voz capaz de helar la sangre en las venas, una voz
ponzoñosa que dejaba sin aliento, fría como el hielo.
—Ven…, ven a mí… Deja que te desgarre… Deja que te despedace…
Déjame matarte…
Harry dio un salto, y un manchón grande de color lila apareció sobre el
nombre de la calle de Verónica Smethley.
—¿Qué? —gritó.
—Pues eso —dijo Lockhart—: ¡seis meses enteros encabezando la lista
de los más vendidos! ¡Batí todos los récords!
—¡No! —dijo Harry asustado—. ¡La voz!
—¿Cómo dices? —preguntó Lockhart, extrañado—. ¿Qué voz?
—La… la voz que ha dicho… ¿No la ha oído?
Lockhart miró a Harry desconcertado.
—¿De qué hablas, Harry? ¿No te estarías quedando dormido? ¡Por
Dios, mira la hora que es! ¡Llevamos con esto casi cuatro horas! Ni lo
imaginaba… El tiempo vuela, ¿verdad?
Harry no respondió. Aguzaba el oído tratando de captar de nuevo la
voz, pero no oyó otra cosa que a Lockhart diciéndole que otra vez que lo
castigaran, no tendría tanta suerte como aquélla. Harry salió, aturdido.
Era tan tarde que la sala común de Gryffindor estaba prácticamente
vacía y Harry se fue derecho al dormitorio. Ron no había regresado todavía.
Se puso el pijama y se echó en la cama a esperar. Media hora después llegó
Ron, con el brazo derecho dolorido y llevando con él un fuerte olor a
limpiametales.
—Tengo todos los músculos agarrotados —se quejó, echándose en la
cama—. Me ha hecho sacarle brillo catorce veces a una copa de quidditch
antes de darle el visto bueno. Y vomité otra tanda de babosas sobre el
Premio Especial por los Servicios al Colegio. Me llevó un siglo quitar las
babas. Bueno, ¿y tú qué tal con Lockhart?
En voz baja, para no despertar a Neville, Dean y Seamus, Harry le contó
a Ron con toda exactitud lo que había oído.
—¿Y Lockhart dijo que no había oído nada? —preguntó Ron. A la luz
de la luna, Harry podía verle fruncir el entrecejo—. ¿Piensas que mentía?
Pero no lo entiendo… Aunque fuera alguien invisible, tendría que haber
abierto la puerta.
—Lo sé —dijo Harry, recostándose en la cama y contemplando el dosel
—. Yo tampoco lo entiendo.
CAPÍTULO 8
El cumpleaños de muerte
L
octubre y un frío húmedo se extendió por los campos y penetró
en el castillo. La señora Pomfrey, la enfermera, estaba atareadísima
debido a una repentina epidemia de catarro entre profesores y alumnos. Su
poción pimentónica tenía efectos instantáneos, aunque dejaba al que la
tomaba echando humo por las orejas durante varias horas. Como Ginny
Weasley tenía mal aspecto, Percy le insistió hasta que la probó. El vapor
que le salía de debajo del pelo producía la impresión de que toda su cabeza
estaba ardiendo.
LEGÓ
Gotas de lluvia del tamaño de balas repicaron contra las ventanas del
castillo durante días y días; el nivel del lago subió, los arriates de flores se
transformaron en arroyos de agua sucia y las calabazas de Hagrid
adquirieron el tamaño de cobertizos. El entusiasmo de Oliver Wood, sin
embargo, no se enfrió, y por este motivo Harry, a última hora de una
tormentosa tarde de sábado, cuando faltaban pocos días para Halloween, se
encontraba volviendo a la torre de Gryffindor, calado hasta los huesos y
salpicado de barro.
Aunque no hubiera habido ni lluvia ni viento, aquella sesión de
entrenamiento tampoco habría sido agradable. Fred y George, que espiaban
al equipo de Slytherin, habían comprobado por sí mismos la velocidad de
las nuevas Nimbus 2.001. Dijeron que lo único que podían describir del
juego del equipo de Slytherin era que los jugadores cruzaban el aire como
centellas y no se les veía de tan rápido como volaban.
Harry caminaba por el corredor desierto con los pies mojados, cuando
se encontró a alguien que parecía tan preocupado como él. Nick Casi
Decapitado, el fantasma de la torre de Gryffindor, miraba por una ventana,
murmurando para sí: «No cumplo con las características… Un centímetro…
Si eso…»
—Hola, Nick —dijo Harry.
—Hola, hola —respondió Nick Casi Decapitado, dando un respingo y
mirando alrededor. Llevaba un sombrero de plumas muy elegante sobre su
largo pelo ondulado, y una túnica con gorguera, que disimulaba el hecho de
que su cuello estaba casi completamente seccionado. Tenía la piel pálida
como el humo, y a través de él Harry podía ver el cielo oscuro y la lluvia
torrencial del exterior.
—Parecéis preocupado, joven Potter —dijo Nick, plegando una carta
transparente mientras hablaba, y metiéndosela bajo el jubón.
—Igual que usted —dijo Harry.
—¡Bah! —Nick Casi Decapitado hizo un elegante gesto con la mano—,
un asunto sin importancia… No es que realmente tuviera interés en
pertenecer… aunque lo solicitara, pero por lo visto «no cumplo con las
características». —A pesar de su tono displicente, tenía amargura en el
rostro—. Pero cualquiera pensaría, cualquiera —estalló de repente,
volviendo a sacar la carta del bolsillo—, que cuarenta y cinco hachazos en
el cuello dados con un hacha mal afilada serían suficientes para permitirle a
uno pertenecer al Club de Cazadores Sin Cabeza.
—Desde luego —dijo Harry, que se dio cuenta de que el otro esperaba
que le diera la razón.
—Por supuesto, nadie tenía más interés que yo en que todo resultase
limpio y rápido, y habría preferido que mi cabeza se hubiera desprendido
adecuadamente, quiero decir que eso me habría ahorrado mucho dolor y
ridículo. Sin embargo… —Nick Casi Decapitado abrió la carta y leyó
indignado:
Sólo nos es posible admitir cazadores cuya cabeza esté separada del
correspondiente cuerpo. Comprenderá que, en caso contrario, a los
miembros del club les resultaría imposible participar en actividades
tales como los Juegos malabares de cabeza sobre el caballo o el
Cabeza Polo. Lamentándolo profundamente, por tanto, es mi deber
informarle de que usted no cumple con las características
requeridas para pertenecer al club. Con mis mejores deseos,
Sir Patrick Delaney-Podmore
Indignado, Nick Casi Decapitado volvió a guardar la carta.
—¡Un centímetro de piel y tendón sostiene la cabeza, Harry! La
mayoría de la gente pensaría que estoy bastante decapitado, pero no, eso no
es suficiente para sir Bien Decapitado-Podmore.
Nick Casi Decapitado respiró varias veces y dijo después, en un tono
más tranquilo:
—Bueno, ¿y a vos qué os pasa? ¿Puedo ayudaros en algo?
—No —dijo Harry—. A menos que sepa dónde puedo conseguir siete
escobas Nimbus 2.001 gratuitas para nuestro partido contra Sly…
El resto de la frase de Harry no se pudo oír porque la ahogó un maullido
estridente que llegó de algún lugar cercano a sus tobillos. Bajó la vista y se
encontró un par de ojos amarillos que brillaban como luces. Era la Señora
Norris, la gata gris y esquelética que el conserje, Argus Filch, utilizaba
como una especie de segundo de a bordo en su guerra sin cuartel contra los
estudiantes.
—Será mejor que os vayáis, Harry —dijo Nick apresuradamente—.
Filch no está de buen humor. Tiene gripe y unos de tercero, por accidente,
pusieron perdido de cerebro de rana el techo de la mazmorra 5; se ha
pasado la mañana limpiando, y si os ve manchando el suelo de barro…
—Bien —dijo Harry, alejándose de la mirada acusadora de la Señora
Norris. Pero no se dio la prisa necesaria. Argus Filch penetró
repentinamente por un tapiz que había a la derecha de Harry, llamado por la
misteriosa conexión que parecía tener con su repugnante gata, a buscar
como un loco y sin descanso a cualquier infractor de las normas. Llevaba al
cuello una gruesa bufanda de tela escocesa, y su nariz estaba de un color
rojo que no era el habitual.
—¡Suciedad! —gritó, con la mandíbula temblando y los ojos salidos de
las órbitas, al tiempo que señalaba el charco de agua sucia que había
goteado de la túnica de quidditch de Harry—. ¡Suciedad y mugre por todas
partes! ¡Hasta aquí podíamos llegar! ¡Sígueme, Potter!
Así que Harry hizo un gesto de despedida a Nick Casi Decapitado y
siguió a Filch escaleras abajo, duplicando el número de huellas de barro.
Harry no había entrado nunca en la conserjería de Filch. Era un lugar
que evitaban la mayoría de los estudiantes, una habitación lóbrega y
desprovista de ventanas, iluminada por una solitaria lámpara de aceite que
colgaba del techo, y en la cual persistía un vago olor a pescado frito. En las
paredes había archivadores de madera. Por las etiquetas, Harry imaginó que
contenían detalles de cada uno de los alumnos que Filch había castigado en
alguna ocasión. Fred y George Weasley tenían para ellos solos un cajón
entero. Detrás de la mesa de Filch, en la pared, colgaba una colección de
cadenas y esposas relucientes. Todos sabían que él siempre pedía a
Dumbledore que le dejara colgar del techo por los tobillos a los alumnos.
Filch cogió una pluma de un bote que había en la mesa y empezó a
revolver por allí buscando pergamino.
—Cuánta porquería —se quejaba, furioso—: mocos secos de lagarto
silbador gigante…, cerebros de rana…, intestinos de ratón… Estoy harto…
Hay que dar un escarmiento… ¿Dónde está el formulario? Ajá…
Encontró un pergamino en el cajón de la mesa y lo extendió ante sí, y a
continuación mojó en el tintero su larga pluma negra.
—Nombre: Harry Potter. Delito: …
—¡Sólo fue un poco de barro! —dijo Harry.
—Sólo es un poco de barro para ti, muchacho, ¡pero para mí es una hora
extra fregando! —gritó Filch. Una gota temblaba en la punta de su
protuberante nariz—. Delito: ensuciar el castillo. Castigo propuesto: …
Secándose la nariz, Filch miró con desagrado a Harry, entornando los
ojos. El muchacho aguardaba su sentencia conteniendo la respiración.
Pero cuando Filch bajó la pluma, se oyó un golpe tremendo en el techo
de la conserjería, que hizo temblar la lámpara de aceite.
—¡PEEVES! —bramó Filch, tirando la pluma en un acceso de ira—. ¡Esta
vez te voy a pillar, esta vez te pillo!
Y, olvidándose de Harry, salió de la oficina corriendo con sus pies
planos y con la Señora Norris galopando a su lado.
Peeves era el poltergeist del colegio, burlón y volador, que sólo vivía
para causar problemas y embrollos. A Harry, Peeves no le gustaba en
absoluto, pero en aquella ocasión no pudo evitar sentirse agradecido. Era de
esperar que lo que Peeves hubiera hecho (y, a juzgar por el ruido, esta vez
debía de haberse cargado algo realmente grande) sería suficiente para que
Filch se olvidase de Harry.
Pensando que tendría que aguardar a que Filch regresara, Harry se sentó
en una silla apolillada que había junto a la mesa. Aparte del formulario a
medio rellenar, sólo había otra cosa en la mesa: un sobre grande, rojo y
brillante con unas palabras escritas con tinta plateada. Tras echar a la puerta
una fugaz mirada para comprobar que Filch no volvía en aquel momento,
Harry cogió el sobre y leyó:
«EMBRUJORRÁPID»
Curso de magia por correspondencia
para principiantes
Intrigado, Harry abrió el sobre y sacó el fajo de pergaminos que
contenía. En la primera página, la misma escritura color de plata con
florituras decía:
¿Se siente perdido en el mundo de la magia moderna? ¿Busca usted
excusas para no llevar a cabo sencillos conjuros? ¿Ha provocado
alguna vez la hilaridad de sus amistades por su torpeza con la
varita mágica?
¡Aquí tiene la solución!
«Embrujorrápid» es un curso completamente nuevo, infalible,
de rápidos resultados y fácil de estudiar. ¡Cientos de brujas y magos
se han beneficiado ya del método «Embrujorrápid»!
La señora Z. Nettles, de Topsham, nos ha escrito lo siguiente:
«¡Me había olvidado de todos los conjuros, y mi familia se reía
de mis pociones! ¡Ahora, gracias al curso “Embrujorrápid”, soy el
centro de atención en las reuniones, y mis amigos me ruegan que les
dé la receta de mi Solución Chispeante!»
El brujo D.J. Prod, de Didsbury escribe:
«Mi mujer decía que mis encantamientos eran una chapuza,
pero después de seguir durante un mes su fabuloso curso
“Embrujorrápid”, ¡la he convertido en una vaca! ¡Gracias,
“Embrujorrápid”!»
Extrañado, Harry hojeó el resto del contenido del sobre. ¿Para qué
demonios quería Filch un curso de Embrujorrápid? ¿Quería esto decir que
no era un mago de verdad? Harry leía «Lección primera: Cómo sostener la
varita. Consejos útiles», cuando un ruido de pasos arrastrados le indicó que
Filch regresaba. Metiendo los pergaminos en el sobre, lo volvió a dejar en
la mesa y en aquel preciso momento se abrió la puerta.
Filch parecía triunfante.
—¡Ese armario evanescente era muy valioso! —decía con satisfacción a
la Señora Norris—. Esta vez Peeves es nuestro, querida.
Sus ojos tropezaron con Harry y luego se dirigieron como una bala al
sobre de Embrujorrápid que, como Harry comprendió demasiado tarde,
estaba a medio metro de distancia de donde se encontraba antes.
La cara pálida de Filch se puso de un rojo subido. Harry se preparó para
acometer un maremoto de furia. Filch se acercó a la mesa cojeando, cogió
el sobre y lo metió en un cajón.
—¿Has… lo has leído? —farfulló.
—No —se apresuró a mentir.
Filch se retorcía las manos nudosas.
—Si has leído mi correspondencia privada…, bueno, no es mía…, es
para un amigo…, es que claro…, bueno pues…
Harry lo miraba alarmado; nunca había visto a Filch tan alterado. Los
ojos se le salían de las órbitas y en una de sus hinchadas mejillas había
aparecido un tic que la bufanda de tejido escocés no lograba ocultar.
—Muy bien, vete… y no digas una palabra… No es que…, sin
embargo, si no lo has leído… Vete, tengo que escribir el informe sobre
Peeves… Vete…
Asombrado de su buena suerte, Harry salió de la conserjería a toda
prisa, subió por el corredor y volvió a las escaleras. Salir de la conserjería
de Filch sin haber recibido ningún castigo era seguramente un récord.
—¡Harry! ¡Harry! ¿Funcionó?
Nick Casi Decapitado salió de un aula deslizándose. Tras él, Harry
podía ver los restos de un armario grande, de color negro y dorado, que
parecía haber caído de una gran altura.
—Convencí a Peeves para que lo estrellara justo encima de la
conserjería de Filch —dijo Nick emocionado—; pensé que eso le podría
distraer.
—¿Ha sido usted? —dijo Harry, agradecido—. Claro que funcionó, ni
siquiera me van a castigar. ¡Gracias, Nick!
Se fueron andando juntos por el corredor. Nick Casi Decapitado, según
notó Harry, sostenía aún la carta con la negativa de sir Patrick.
—Me gustaría poder hacer algo para ayudarle en el asunto del club —
dijo Harry.
Nick Casi Decapitado se detuvo sobre sus huellas, y Harry pasó a través
de él. Lamentó haberlo hecho; fue como pasar por debajo de una ducha de
agua fría.
—Pero hay algo que podríais hacer por mí —dijo Nick emocionado—.
Harry, ¿sería mucho pedir…? No, no vais a querer…
—¿Qué es? —preguntó Harry.
—Bueno, el próximo día de Todos los Santos se cumplen quinientos
años de mi muerte —dijo Nick Casi Decapitado, irguiéndose y poniendo
aspecto de importancia.
—¡Ah! —exclamó Harry, no muy seguro de si tenía que alegrarse o
entristecerse—. ¡Bueno!
—Voy a dar una fiesta en una de las mazmorras más amplias. Vendrán
amigos míos de todas partes del país. Para mí sería un gran honor que vos
pudierais asistir. Naturalmente, el señor Weasley y la señorita Granger
también están invitados. Pero me imagino que preferiréis ir a la fiesta del
colegio. —Miró a Harry con inquietud.
—No —dijo Harry enseguida—, iré…
—¡Mi estimado muchacho! ¡Harry Potter en mi cumpleaños de muerte!
Y… —dudó, emocionado—. ¿Tal vez podríais mencionarle a sir Patrick lo
horrible y espantoso que os resulto?
—Por supuesto —contestó Harry.
Nick Casi Decapitado le dirigió una sonrisa.
•••
—¿Un cumpleaños de muerte? —dijo Hermione entusiasmada, cuando
Harry se hubo cambiado de ropa y reunido con ella y Ron en la sala común
—. Estoy segura de que hay muy poca gente que pueda presumir de haber
estado en una fiesta como ésta. ¡Será fascinante!
—¿Para qué quiere uno celebrar el día en que ha muerto? —dijo Ron,
que iba por la mitad de su deberes de Pociones y estaba de mal humor—.
Me suena a aburrimiento mortal.
La lluvia seguía azotando las ventanas, que se veían oscuras, aunque
dentro todo parecía brillante y alegre. La luz de la chimenea iluminaba las
mullidas butacas en que los estudiantes se sentaban a leer, a hablar, a hacer
los deberes o, en el caso de Fred y George Weasley, a intentar averiguar qué
es lo que sucede si se le da de comer a una salamandra una bengala del
doctor Filibuster. Fred había «rescatado» aquel lagarto de color naranja,
espíritu del fuego, de una clase de Cuidado de Criaturas Mágicas y ahora
ardía lentamente sobre una mesa, rodeado de un corro de curiosos.
Harry estaba a punto de comentar a Ron y Hermione el caso de Filch y
el curso Embrujorrápid, cuando de pronto la salamandra pasó por el aire
zumbando, arrojando chispas y produciendo estallidos mientras daba
vueltas por la sala. La imagen de Percy riñendo a Fred y George hasta
enronquecer, la espectacular exhibición de chispas de color naranja que
salían de la boca de la salamandra, y su caída en el fuego, con
acompañamiento de explosiones, hicieron que Harry olvidara por completo
a Filch y el curso Embrujorrápid.
Cuando llegó Halloween, Harry ya estaba arrepentido de haberse
comprometido a ir a la fiesta de cumpleaños de muerte. El resto del colegio
estaba preparando la fiesta de Halloween; habían decorado el Gran
Comedor con los murciélagos vivos de costumbre; las enormes calabazas
de Hagrid habían sido convertidas en lámparas tan grandes que tres
hombres habrían podido sentarse dentro, y corrían rumores de que
Dumbledore había contratado una compañía de esqueletos bailarines para el
espectáculo.
—Lo prometido es deuda —recordó Hermione a Harry en tono
autoritario—. Y tú le prometiste ir a su fiesta de cumpleaños de muerte.
Así que a las siete en punto, Harry, Ron y Hermione atravesaron el Gran
Comedor, que estaba lleno a rebosar y donde brillaban tentadoramente los
platos dorados y las velas, y dirigieron sus pasos hacia las mazmorras.
También estaba iluminado con hileras de velas el pasadizo que conducía
a la fiesta de Nick Casi Decapitado, aunque el efecto que producían no era
alegre en absoluto, porque eran velas largas y delgadas, de color negro
azabache, con una llama azul brillante que arrojaba una luz oscura y
fantasmal incluso al iluminar las caras de los vivos. La temperatura
descendía a cada paso que daban. Al tiempo que se ajustaba la túnica, Harry
oyó un sonido como si mil uñas arañasen una pizarra.
—¿A esto le llaman música? —se quejó Ron. Al doblar una esquina del
pasadizo, encontraron a Nick Casi Decapitado ante una puerta con
colgaduras negras.
—Queridos amigos —dijo con profunda tristeza—, bienvenidos,
bienvenidos… Os agradezco que hayáis venido…
Hizo una floritura con su sombrero de plumas y una reverencia
señalando hacia el interior.
Lo que vieron les pareció increíble. La mazmorra estaba llena de cientos
de personas transparentes, de color blanco perla. La mayoría se movían sin
ánimo por una sala de baile abarrotada, bailando el vals al horrible y
trémulo son de las treinta sierras de una orquesta instalada sobre un
escenario vestido de tela negra. Del techo colgaba una lámpara que daba
una luz azul medianoche. Al respirar les salía humo de la boca; aquello era
como estar en un frigorífico.
—¿Damos una vuelta? —propuso Harry, con la intención de calentarse
los pies.
—Cuidado no vayas a atravesar a nadie —advirtió Ron, algo nervioso,
mientras empezaban a bordear la sala de baile. Pasaron por delante de un
grupo de monjas fúnebres, de una figura harapienta que arrastraba cadenas
y del Fraile Gordo, un alegre fantasma de Hufflepuff que hablaba con un
caballero que tenía clavada una flecha en la frente. Harry no se sorprendió
de que los demás fantasmas evitaran al Barón Sanguinario, un fantasma de
Slytherin, adusto, de mirada impertinente y que exhibía manchas de sangre
plateadas.
—Oh, no —dijo Hermione, parándose de repente—. Volvamos,
volvamos, no quiero hablar con Myrtle la Llorona.
—¿Con quién? —le preguntó Harry, retrocediendo rápidamente.
—Ronda siempre los lavabos de chicas del segundo piso —dijo
Hermione.
—¿Los lavabos?
—Sí. No los hemos podido utilizar en todo el curso porque siempre le
dan tales llantinas que lo deja todo inundado. De todas maneras, nunca
entro en ellos si puedo evitarlo, es horroroso ir al servicio mientras la oyes
llorar.
—¡Mira, comida! —dijo Ron.
Al otro lado de la mazmorra había una mesa larga, cubierta también con
terciopelo negro. Se acercaron con entusiasmo, pero ante la mesa se
quedaron inmóviles, horrorizados. El olor era muy desagradable. En unas
preciosas fuentes de plata había unos pescados grandes y podridos; los
pasteles, completamente quemados, se amontonaban en las bandejas; había
un pastel de vísceras con gusanos, un queso cubierto de un esponjoso moho
verde y, como plato estrella de la fiesta, un gran pastel gris en forma de
lápida funeraria, decorado con unas letras que parecían de alquitrán y que
componían las palabras:
Sir Nicholas de Mimsy-Porpington,
fallecido el 31 de octubre de 1492.
Harry contempló, asombrado, que un fantasma corpulento se acercaba y,
avanzando en cuclillas para ponerse a la altura de la comida, atravesaba la
mesa con la boca abierta para ensartar por ella un salmón hediondo.
—¿Le encuentras el sabor de esa manera? —le preguntó Harry.
—Casi —contestó con tristeza el fantasma, y se alejó sin rumbo.
—Supongo que lo habrán dejado podrirse para que tenga más sabor —
dijo Hermione con aire de entendida, tapándose la nariz e inclinándose para
ver más de cerca el pastel de vísceras podrido.
—Vámonos, me dan náuseas —dijo Ron.
Pero apenas se habían dado la vuelta cuando un hombrecito surgió de
repente de debajo de la mesa y se detuvo frente a ellos, suspendido en el
aire.
—Hola, Peeves —dijo Harry, con precaución.
A diferencia de los fantasmas que había alrededor, Peeves el poltergeist
no era ni gris ni transparente. Llevaba sombrero de fiesta de color naranja
brillante, pajarita giratoria y exhibía una gran sonrisa en su cara ancha y
malvada.
—¿Picáis? —invitó amablemente, ofreciéndoles un cuenco de
cacahuetes recubiertos de moho.
—No, gracias —dijo Hermione.
—Os he oído hablar de la pobre Myrtle —dijo Peeves, moviendo los
ojos—. No has sido muy amable con la pobre Myrtle. —Tomó aliento y
gritó—: ¡EH! ¡MYRTLE!
—No, Peeves, no le digas lo que he dicho, le afectará mucho —susurró
Hermione, desesperada—. No quise decir eso, no me importa que ella…
Eh, hola, Myrtle.
Hasta ellos se había deslizado el fantasma de una chica rechoncha.
Tenía la cara más triste que Harry hubiera visto nunca, medio oculta por un
pelo lacio y basto y unas gruesas gafas de concha.
—¿Qué? —preguntó enfurruñada.
—¿Cómo estás, Myrtle? —dijo Hermione, fingiendo un tono animado
—. Me alegro de verte fuera de los lavabos.
Myrtle sollozó.
—Ahora mismo la señorita Granger estaba hablando de ti —dijo Peeves
a Myrtle al oído, maliciosamente.
—Sólo comentábamos…, comentábamos… lo guapa que estás esta
noche —dijo Hermione, mirando a Peeves.
Myrtle dirigió a Hermione una mirada recelosa.
—Te estás burlando de mí —dijo, y unas lágrimas plateadas asomaron
inmediatamente a sus ojos pequeños, detrás de las gafas.
—No, lo digo en serio… ¿Verdad que estaba comentando lo guapa que
está Myrtle esta noche? —dijo Hermione, dándoles fuertemente a Harry y
Ron con los codos en las costillas.
—Sí, sí.
—Claro.
—No me mintáis —dijo Myrtle entre sollozos, con las lágrimas
cayéndole por la cara, mientras Peeves, que estaba encima de su hombro, se
reía entre dientes—. ¿Creéis que no sé cómo me llama la gente a mis
espaldas? ¡Myrtle la gorda! ¡Myrtle la fea! ¡Myrtle la desgraciada, la
llorona, la triste!
—Se te ha olvidado «la granos» —dijo Peeves al oído.
Myrtle la Llorona estalló en sollozos angustiados y salió de la
mazmorra corriendo. Peeves corrió detrás de ella, tirándole cacahuetes
mohosos y gritándole: «¡La granos! ¡La granos!»
—¡Dios mío! —dijo Hermione con tristeza.
Nick Casi Decapitado iba hacia ellos entre la multitud.
—¿Os lo estáis pasando bien?
—¡Sí! —mintieron.
—Ha venido bastante gente —dijo con orgullo Nick Casi Decapitado—.
Mi Desconsolada Viuda ha venido de Kent. Bueno, ya es casi la hora de mi
discurso, así que voy a avisar a la orquesta.
La orquesta, sin embargo, dejó de tocar en aquel mismo instante. Se
había oído un cuerno de caza y todos los que estaban en la mazmorra
quedaron en silencio, a la expectativa.
—Ya estamos —dijo Nick Casi Decapitado con cierta amargura.
A través de uno de los muros de la mazmorra penetraron una docena de
caballos fantasma, montados por sendos jinetes sin cabeza. Los asistentes
aplaudieron con fuerza; Harry también empezó a aplaudir, pero se detuvo al
ver la cara fúnebre de Nick.
Los caballos galoparon hasta el centro de la sala de baile y se detuvieron
encabritándose; un fantasma grande que iba delante, y que llevaba bajo el
brazo su cabeza barbada y soplaba el cuerno, descabalgó de un brinco,
levantó la cabeza en el aire para poder mirar por encima de la multitud, con
lo que todos se rieron, y se acercó con paso decidido a Nick Casi
Decapitado, ajustándose la cabeza en el cuello.
—¡Nick! —dijo con voz ronca—, ¿cómo estás? ¿Todavía te cuelga la
cabeza?
Rompió en una sonora carcajada y dio a Nick Casi Decapitado unas
palmadas en el hombro.
—Bienvenido, Patrick —dijo Nick con frialdad.
—¡Vivos! —dijo sir Patrick, al ver a Harry, Ron y Hermione. Dio un
salto tremendo pero fingido de sorpresa y la cabeza volvió a caérsele.
La gente se rió otra vez.
—Muy divertido —dijo Nick Casi Decapitado con voz apagada.
—¡No os preocupéis por Nick! —gritó desde el suelo la cabeza de sir
Patrick—. ¡Aunque se enfade, no le dejaremos entrar en el club! Pero
quiero decir…, mirad el amigo…
—Creo —dijo Harry a toda prisa, en respuesta a una mirada elocuente
de Nick— que Nick es terrorífico y esto…, mmm…
—¡Ja! —gritó la cabeza de sir Patrick—, apuesto a que Nick te pidió
que dijeras eso.
—¡Si me conceden su atención, ha llegado el momento de mi discurso!
—dijo en voz alta Nick Casi Decapitado, caminando hacia el estrado con
paso decidido y colocándose bajo un foco de luz de un azul glacial.
»Mis difuntos y afligidos señores y señoras, es para mí una gran
tristeza…
Pero nadie le prestaba atención. Sir Patrick y el resto del Club de
Cazadores Sin Cabeza acababan de comenzar un juego de Cabeza Hockey y
la gente se agolpaba para mirar. Nick Casi Decapitado trató en vano de
recuperar la atención, pero desistió cuando la cabeza de sir Patrick le pasó
al lado entre vítores.
Harry sentía mucho frío, y no digamos hambre.
—No aguanto más —dijo Ron, con los dientes castañeteando, cuando la
orquesta volvió a tocar y los fantasmas volvieron al baile.
—Vámonos —dijo Harry.
Fueron hacia la puerta, sonriendo e inclinando la cabeza a todo el que
los miraba, y un minuto más tarde subían a toda prisa por el pasadizo lleno
de velas negras.
—Quizás aún quede pudín —dijo Ron con esperanza, abriendo el
camino hacia la escalera del vestíbulo.
Y entonces Harry lo oyó.
—… Desgarrar… Despedazar… Matar…
Fue la misma voz, la misma voz fría, asesina, que había oído en el
despacho de Lockhart.
Trastabilló al detenerse, y tuvo que sujetarse al muro de piedra. Escuchó
lo más atentamente que pudo, al tiempo que miraba con los ojos entornados
a ambos lados del pasadizo pobremente iluminado.
—Harry, ¿qué…?
—Es de nuevo esa voz… Callad un momento…
—… deseado… durante tanto tiempo…
—¡Escuchad! —dijo Harry, y Ron y Hermione se quedaron inmóviles,
mirándole.
—… matar… Es la hora de matar…
La voz se fue apagando. Harry estaba seguro de que se alejaba… hacia
arriba. Al mirar al oscuro techo, se apoderó de él una mezcla de miedo y
emoción. ¿Cómo podía irse hacia arriba? ¿Se trataba de un fantasma, para
quien no era obstáculo un techo de piedra?
—¡Por aquí! —gritó, y se puso a correr escaleras arriba hasta el
vestíbulo. Allí era imposible oír nada, debido al ruido de la fiesta de
Halloween que tenía lugar en el Gran Comedor. Harry apretó el paso para
alcanzar rápidamente el primer piso. Ron y Hermione lo seguían.
—Harry, ¿qué estamos…?
—¡Chssst!
Harry aguzó el oído. En la distancia, proveniente del piso superior, y
cada vez más débil, oyó de nuevo la voz: … huelo sangre… ¡HUELO SANGRE!
El corazón le dio un vuelco.
—¡Va a matar a alguien! —gritó, y sin hacer caso de las caras
desconcertadas de Ron y Hermione, subió el siguiente tramo saltando los
escalones de tres en tres, intentando oír a pesar del ruido de sus propios
pasos.
Harry recorrió a toda velocidad el segundo piso, y Ron y Hermione lo
seguían jadeando. No pararon hasta que doblaron la esquina del último
corredor, también desierto.
—Harry, ¿qué pasaba? —le preguntó Ron, secándose el sudor de la cara
—. Yo no oí nada…
Pero Hermione dio de repente un grito ahogado, y señaló al corredor.
—¡Mirad!
Delante de ellos, algo brillaba en el muro. Se aproximaron, despacio,
intentando ver en la oscuridad con los ojos entornados. En el espacio entre
dos ventanas, brillando a la luz que arrojaban las antorchas, había en el
muro unas palabras pintadas de más de un palmo de altura.
LA CÁMARA DE LOS SECRETOS HA SIDO ABIERTA.
TEMED, ENEMIGOS DEL HEREDERO.
—¿Qué es lo que cuelga ahí debajo? —preguntó Ron, con un leve
temblor en la voz.
Al acercarse más, Harry casi resbala por un gran charco de agua que
había en el suelo. Ron y Hermione lo sostuvieron, y juntos se acercaron
despacio a la inscripción, con los ojos fijos en la sombra negra que se veía
debajo. Los tres comprendieron a la vez lo que era, y dieron un brinco hacia
atrás.
La Señora Norris, la gata del conserje, estaba colgada por la cola en una
argolla de las que se usaban para sujetar antorchas. Estaba rígida como una
tabla, con los ojos abiertos y fijos.
Durante unos segundos, no se movieron. Luego dijo Ron:
—Vámonos de aquí.
—¿No deberíamos intentar…? —comenzó a decir Harry, sin encontrar
las palabras.
—Hacedme caso —dijo Ron—; mejor que no nos encuentren aquí.
Pero era demasiado tarde. Un ruido, como un trueno distante, indicó que
la fiesta acababa de terminar. De cada extremo del corredor en que se
encontraban, llegaba el sonido de cientos de pies que subían las escaleras y
la charla sonora y alegre de gente que había comido bien. Un momento
después, los estudiantes irrumpían en el corredor por ambos lados.
La charla, el bullicio y el ruido se apagaron de repente cuando vieron la
gata colgada. Harry, Ron y Hermione estaban solos, en medio del corredor,
cuando se hizo el silencio entre la masa de estudiantes, que presionaban
hacia delante para ver el truculento espectáculo.
Luego, alguien gritó en medio del silencio:
—¡Temed, enemigos del heredero! ¡Los próximos seréis los sangre
sucia!
Era Draco Malfoy, que había avanzado hasta la primera fila. Tenía una
expresión alegre en los ojos, y la cara, habitualmente pálida, se le enrojeció
al sonreír ante el espectáculo de la gata que colgaba inmóvil.
CAPÍTULO 9
La inscripción en el muro
¿Q
pasa aquí? ¿Qué pasa?
Atraído sin duda por el grito de Malfoy, Argus Filch se abría paso
a empujones. Vio a la Señora Norris y se echó atrás, llevándose horrorizado
las manos a la cara.
—¡Mi gata! ¡Mi gata! ¿Qué le ha pasado a la Señora Norris? —chilló.
Con los ojos fuera de las órbitas, se fijó en Harry—. ¡Tú! —chilló—. ¡Tú!
¡Tú has matado a mi gata! ¡Tú la has matado! ¡Y yo te mataré a ti! ¡Te…!
—¡Argus!
Había llegado Dumbledore, seguido de otros profesores. En unos
segundos, pasó por delante de Harry, Ron y Hermione y sacó a la Señora
Norris de la argolla.
—Ven conmigo, Argus —dijo a Filch—. Vosotros también, Potter,
Weasley y Granger.
UÉ
Lockhart se adelantó algo asustado.
—Mi despacho es el más próximo, director, nada más subir las
escaleras. Puede disponer de él.
—Gracias, Gilderoy —respondió Dumbledore.
La silenciosa multitud se apartó para dejarles paso. Lockhart, nervioso y
dándose importancia, siguió a Dumbledore a paso rápido; lo mismo
hicieron la profesora McGonagall y el profesor Snape.
Cuando entraron en el oscuro despacho de Lockhart, hubo gran revuelo
en las paredes; Harry se dio cuenta de que algunas de las fotos de Lockhart
se escondían de la vista, porque llevaban los rulos puestos. El Lockhart de
carne y hueso encendió las velas de su mesa y se apartó. Dumbledore dejó a
la Señora Norris sobre la pulida superficie y se puso a examinarla. Harry,
Ron y Hermione intercambiaron tensas miradas y, echando una ojeada a los
demás, se sentaron fuera de la zona iluminada por las velas.
Dumbledore acercó la punta de su nariz larga y ganchuda a una
distancia de apenas dos centímetros de la piel de la Señora Norris. Examinó
el cuerpo de cerca con sus lentes de media luna, dándole golpecitos y
reconociéndolo con sus largos dedos. La profesora McGonagall estaba casi
tan inclinada como él, con los ojos entornados. Snape estaba muy cerca
detrás de ellos, con una expresión peculiar, como si estuviera haciendo
grandes esfuerzos para no sonreír. Y Lockhart rondaba alrededor del grupo,
haciendo sugerencias.
—Puede concluirse que fue un hechizo lo que le produjo la muerte…,
quizá la Tortura Metamórfica. He visto muchas veces sus efectos. Es una
pena que no me encontrara allí, porque conozco el contrahechizo que la
habría salvado.
Los sollozos sin lágrimas, convulsivos, de Filch acompañaban los
comentarios de Lockhart. El conserje se desplomó en una silla junto a la
mesa, con la cara entre las manos, incapaz de dirigir la vista a la Señora
Norris. Pese a lo mucho que detestaba a Filch, Harry no pudo evitar sentir
compasión por él, aunque no tanta como la que sentía por sí mismo. Si
Dumbledore creía a Filch, lo expulsarían sin ninguna duda.
Dumbledore murmuraba ahora extrañas palabras en voz casi inaudible.
Golpeó a la Señora Norris con su varita, pero no sucedió nada; parecía
como si acabara de ser disecada.
—… Recuerdo que sucedió algo muy parecido en Uagadugú —dijo
Lockhart—, una serie de ataques. La historia completa está en mi
autobiografía. Pude proveer al poblado de varios amuletos que acabaron
con el peligro inmediatamente.
Todas las fotografías de Lockhart que había en las paredes movieron la
cabeza de arriba abajo confirmando lo que éste decía. A una se le había
olvidado quitarse la redecilla del pelo.
Finalmente, Dumbledore se incorporó.
—No está muerta, Argus —dijo con cautela.
Lockhart interrumpió de repente su cálculo del número de asesinatos
evitados por su persona.
—¿Que no está muerta? —preguntó Filch entre sollozos, mirando por
entre los dedos a la Señora Norris—. ¿Y por qué está rígida?
—La han petrificado —explicó Dumbledore.
—Ah, ya me parecía a mí… —dijo Lockhart.
—Pero no podría decir cómo…
—¡Pregúntele! —chilló Filch, volviendo a Harry su cara con manchas y
llena de lágrimas.
—Ningún estudiante de segundo curso podría haber hecho esto —dijo
Dumbledore con firmeza—. Es magia oscura muy avanzada.
—¡Lo hizo él! —saltó Filch, y su hinchado rostro enrojeció—. ¡Ya ha
visto lo que escribió en el muro! Él encontró… en la conserjería… Sabe que
soy, que soy un… —Filch hacía unos gestos horribles—. ¡Sabe que soy un
squib! —concluyó.
—¡No he tocado a la Señora Norris! —dijo Harry con voz potente,
sintiéndose incómodo al notar que todos lo miraban, incluyendo los
Lockhart que había en las paredes—. Y ni siquiera sé lo que es un squib.
—¡Mentira! —gruñó Filch—. ¡Él vio la carta de Embrujorrápid!
—Si se me permite hablar, señor director —dijo Snape desde la
penumbra, y Harry se asustó aún más, porque estaba seguro de que Snape
no diría nada que pudiera beneficiarle—, Potter y sus amigos simplemente
podrían haberse encontrado en el lugar menos adecuado en el momento
menos oportuno —dijo, aunque con una leve expresión de desprecio en los
labios, como si lo pusiera en duda—; sin embargo, aquí tenemos una serie
de circunstancias sospechosas: ¿por qué se encontraban en el corredor del
piso superior? ¿Por qué no estaban en la fiesta de Halloween?
Harry, Ron y Hermione se pusieron a dar a la vez una explicación sobre
la fiesta de cumpleaños de muerte.
—… había cientos de fantasmas que podrán testificar que estábamos
allí.
—Pero ¿por qué no os unisteis a la fiesta después? —preguntó Snape.
Los ojos negros le brillaban a la luz de las velas—. ¿Por qué subisteis al
corredor?
Ron y Hermione miraron a Harry.
—Porque…, porque… —dijo Harry, con el corazón latiéndole a toda
prisa; algo le decía que parecería muy rebuscado si explicaba que lo había
conducido hasta allí una voz que no salía de ningún sitio y que nadie sino él
había podido oír—, porque estábamos cansados y queríamos ir a la cama —
dijo.
—¿Sin cenar? —preguntó Snape. Una sonrisa de triunfo había
aparecido en su adusto rostro—. No sabía que los fantasmas dieran en sus
fiestas comida buena para los vivos.
—No teníamos hambre —dijo Ron con voz potente, y las tripas le
rugieron en aquel preciso instante.
La desagradable sonrisa de Snape se ensanchó más.
—Tengo la impresión, señor director, de que Potter no está siendo
completamente sincero —dijo—. Podría ser una buena idea privarle de
determinados privilegios hasta que se avenga a contarnos toda la verdad.
Personalmente, creo que debería ser apartado del equipo de quidditch de
Gryffindor hasta que decida no mentir.
—Francamente, Severus —dijo la profesora McGonagall bruscamente
—, no veo razón para que el muchacho deje de jugar al quidditch. Este gato
no ha sido golpeado en la cabeza con el palo de una escoba. No tenemos
ninguna prueba de que Potter haya hecho algo malo.
Dumbledore miraba a Harry de forma inquisitiva. Ante los vivos ojos
azul claro del director, Harry se sentía como si le examinaran por rayos X.
—Es inocente hasta que se demuestre lo contrario, Severus —dijo con
firmeza.
Snape parecía furioso. Igual que Filch.
—¡Han petrificado a mi gata! —gritó. Tenía los ojos desorbitados—.
¡Exijo que se castigue a los culpables!
—Podremos curarla, Argus —dijo Dumbledore armándose de paciencia
—. La profesora Sprout ha conseguido mandrágoras recientemente. En
cuanto hayan crecido, haré una poción con la que revivir a la Señora Norris.
—La haré yo —acometió Lockhart—. Creo que la he preparado unas
cien veces, podría hacerla hasta dormido.
—Disculpe —dijo Snape con frialdad—, pero creo que el profesor de
Pociones de este colegio soy yo.
Hubo un silencio incómodo.
—Podéis iros —dijo Dumbledore a Harry, Ron y Hermione.
Se fueron deprisa pero sin correr. Cuando estuvieron un piso más arriba
del despacho de Lockhart, entraron en un aula vacía y cerraron la puerta
con cuidado. Harry miró las caras ensombrecidas de sus amigos.
—¿Creéis que tendría que haberles hablado de la voz que oí?
—No —dijo Ron sin dudar—. Oír voces que nadie puede oír no es
buena señal, ni siquiera en el mundo de los magos.
Había algo en la voz de Ron que hizo que Harry le preguntase:
—Tú me crees, ¿verdad?
—Por supuesto —contestó Ron rápidamente—. Pero… tienes que
admitir que parece raro…
—Sí, ya sé que parece raro —admitió Harry—. Todo el asunto es muy
raro. ¿Qué era lo que estaba escrito en el muro? «La cámara ha sido
abierta.» ¿Qué querrá decir?
—El caso es que me suena un poco —dijo Ron despacio—. Creo que
alguien me contó una vez una historia de que había una cámara secreta en
Hogwarts…; a lo mejor fue Bill.
—¿Y qué demonios es un squib? —preguntó Harry.
Para sorpresa de Harry, Ron ahogó una risita.
—Bueno, no es que sea divertido realmente… pero tal como es Filch…
—dijo—. Un squib es alguien nacido en una familia de magos, pero que no
tiene poderes mágicos. Todo lo contrario a los magos hijos de familia
muggle, sólo que los squibs son casos muy raros. Si Filch está tratando de
aprender magia mediante un curso de Embrujorrápid, seguro que es un
squib. Eso explica muchas cosas, como que odie tanto a los estudiantes. —
Ron sonrió con satisfacción—. Es un amargado.
De algún lugar llegó el sonido de un reloj.
—Es medianoche —señaló Harry—. Es mejor que nos vayamos a
dormir antes de que Snape nos encuentre y quiera acusarnos de algo más.
Durante unos días, en la escuela no se habló de otra cosa que de lo que le
habían hecho a la Señora Norris. Filch mantenía vivo el recuerdo en la
memoria de todos haciendo guardia en el punto en que la habían
encontrado, como si pensara que el culpable volvería al escenario del
crimen. Harry le había visto fregar la inscripción del muro con el
Quitamanchas mágico multiusos de la señora Skower, pero no había
servido de nada: las palabras seguían tan brillantes como el primer día.
Cuando Filch no vigilaba el escenario del crimen, merodeaba por los
corredores con los ojos enrojecidos, ensañándose con estudiantes que no
tenían ninguna culpa e intentando castigarlos por faltas imaginarias como
«respirar demasiado fuerte» o «estar contento».
Ginny Weasley parecía muy afectada por el destino de la Señora Norris.
Según Ron, era una gran amante de los gatos.
—Pero si no conocías a la Señora Norris —le dijo Ron para animarla—.
La verdad es que estamos mucho mejor sin ella. —A Ginny le tembló el
labio—. Cosas como éstas no suelen suceder en Hogwarts. Atraparán al que
haya sido y lo echarán de aquí inmediatamente. Sólo espero que le dé
tiempo a petrificar a Filch antes de que lo expulsen. Esto es broma… —
añadió apresuradamente, al ver que Ginny se ponía blanca.
Aquel acto vandálico también había afectado a Hermione. Ya era
habitual en ella pasar mucho tiempo leyendo, pero ahora prácticamente no
hacía otra cosa. Cuando le preguntaban qué buscaba, no obtenían respuesta,
y tuvieron que esperar al miércoles siguiente para enterarse.
Harry se había tenido que quedar después de la clase de Pociones,
porque Snape le había mandado limpiar los gusanos de los pupitres. Tras
comer apresuradamente, subió para encontrarse con Ron en la biblioteca,
donde vio a Justin Finch-Fletchey, el chico de la casa de Hufflepuff con el
que coincidían en Herbología, que se le acercaba. Harry acababa de abrir la
boca para decir «hola» cuando Justin lo vio, cambió de repente de rumbo y
se marchó deprisa en sentido opuesto.
Harry encontró a Ron al fondo de la biblioteca, midiendo sus deberes de
Historia de la Magia. El profesor Binns les había mandado un trabajo de un
metro de largo sobre «La Asamblea Medieval de Magos de Europa».
—No puede ser, todavía me quedan veinte centímetros… —dijo furioso
Ron soltando el pergamino, que recuperó su forma de rollo— y Hermione
ha llegado al metro y medio con su letra diminuta.
—¿Dónde está? —preguntó Harry, cogiendo la cinta métrica y
desenrollando su trabajo.
—En algún lado por allá —respondió Ron, señalando hacia las
estanterías—. Buscando otro libro. Creo que quiere leerse la biblioteca
entera antes de Navidad.
Harry le contó a Ron que Justin Finch-Fletchey lo había esquivado y se
había alejado de él a toda prisa.
—No sé por qué te preocupa, si siempre has pensado que era un poco
idiota —dijo Ron, escribiendo con la letra más grande que podía—. Todas
esas tonterías sobre lo maravilloso que es Lockhart…
Hermione surgió de entre las estanterías. Parecía disgustada pero
dispuesta a hablarles por fin.
—No queda ni uno de los ejemplares que había en el colegio; se han
llevado la Historia de Hogwarts —dijo, sentándose junto a Harry y Ron—.
Y hay una lista de espera de dos semanas. Lamento haberme dejado en casa
mi ejemplar, pero con todos los libros de Lockhart, no me cabía en el baúl.
—¿Para qué lo quieres? —le preguntó Harry.
—Para lo mismo que el resto de la gente —contestó Hermione—: para
leer la leyenda de la Cámara de los Secretos.
—¿Qué es eso? —preguntó Harry al instante.
—Eso quisiera yo saber. Pero no lo recuerdo —contestó Hermione,
mordiéndose el labio—. Y no consigo encontrar la historia en ningún otro
lado.
—Hermione, déjame leer tu trabajo —le pidió Ron desesperado,
mirando el reloj.
—No, no quiero —dijo Hermione, repentinamente severa—. Has tenido
diez días para acabarlo.
—Sólo me faltan seis centímetros, venga.
Sonó la campana. Ron y Hermione se encaminaron al aula de Historia
de la Magia, discutiendo.
Historia de la Magia era la asignatura más aburrida de todas. El profesor
Binns, que la impartía, era el único profesor fantasma que tenían, y lo más
emocionante que sucedía en sus clases era su entrada en el aula, a través de
la pizarra. Viejo y consumido, mucha gente decía de él que no se había
dado cuenta de que se había muerto. Simplemente, un día se había
levantado para ir a dar clase, y se había dejado el cuerpo en una butaca,
delante de la chimenea de la sala de profesores. Desde entonces, había
seguido la misma rutina sin la más leve variación.
Aquel día fue igual de aburrido. El profesor Binns abrió sus apuntes y
los leyó con un sonsonete monótono, como el de una aspiradora vieja, hasta
que casi toda la clase hubo entrado en un sopor profundo, sólo alterado de
vez en cuando el tiempo suficiente para tomar nota de un nombre o de una
fecha, y volver a adormecerse. Llevaba una media hora hablando cuando
ocurrió algo insólito: Hermione alzó la mano.
El profesor Binns, levantando la vista a mitad de una lección
horrorosamente aburrida sobre la Convención Internacional de Brujos de
1289, pareció sorprendido.
—¿Señorita…?
—Granger, profesor. Pensaba que quizá usted pudiera hablarnos sobre la
Cámara de los Secretos —dijo Hermione con voz clara.
Dean Thomas, que había permanecido boquiabierto, mirando por la
ventana, salió de su trance dando un respingo. Lavender Brown levantó la
cabeza y a Neville le resbaló el codo de la mesa.
El profesor Binns parpadeó.
—Mi disciplina es la Historia de la Magia —dijo con su voz seca,
jadeante—. Me ocupo de los hechos, señorita Granger, no de los mitos ni de
las leyendas. —Se aclaró la garganta con un pequeño ruido que fue como
un chirrido de tiza, y prosiguió—: En septiembre de aquel año, un
subcomité de hechiceros sardos…
Balbució y se detuvo. De nuevo, en el aire, se agitaba la mano de
Hermione.
—¿Señorita Grant?
—Disculpe, señor, ¿no tienen siempre las leyendas una base real?
El profesor Binns la miraba con tal estupor, que Harry adivinó que
ningún estudiante lo había interrumpido nunca, ni estando vivo ni estando
muerto.
—Veamos —dijo lentamente el profesor Binns—, sí, creo que eso se
podría discutir. —Miró a Hermione como si nunca hubiera visto bien a un
estudiante—. Sin embargo, la leyenda por la que usted me pregunta es una
patraña hasta tal punto exagerada, yo diría incluso absurda…
La clase entera estaba ahora pendiente de las palabras del profesor
Binns; éste miró a sus alumnos y vio que todas las caras estaban vueltas
hacia él. Harry notó que el profesor se quedaba completamente
desconcertado al ver unas muestras de interés tan inusitadas.
—Muy bien —dijo despacio—. Veamos… la Cámara de los Secretos…
Todos ustedes saben, naturalmente, que Hogwarts fue fundado hace unos
mil años (no sabemos con certeza la fecha exacta) por los cuatro brujos más
importantes de la época. Las cuatro casas del colegio reciben su nombre de
ellos: Godric Gryffindor, Helga Hufflepuff, Rowena Ravenclaw y Salazar
Slytherin. Los cuatro juntos construyeron este castillo, lejos de las miradas
indiscretas de los muggles, dado que aquélla era una época en que la gente
tenía miedo a la magia, y los magos y las brujas sufrían persecución.
Se detuvo, miró a la clase con los ojos empañados y continuó:
—Durante algunos años, los fundadores trabajaron conjuntamente en
armonía, buscando jóvenes que dieran muestras de aptitud para la magia y
trayéndolos al castillo para educarlos. Pero luego surgieron desacuerdos
entre ellos y se produjo una ruptura entre Slytherin y los demás. Slytherin
deseaba ser más selectivo con los estudiantes que se admitían en Hogwarts.
Pensaba que la enseñanza de la magia debería reservarse para las familias
de magos. Le desagradaba tener alumnos de familia muggle, porque no los
creía dignos de confianza. Un día se produjo una seria disputa al respecto
entre Slytherin y Gryffindor, y Slytherin abandonó el colegio.
El profesor Binns se detuvo de nuevo y frunció la boca, como una
tortuga vieja llena de arrugas.
—Esto es lo que nos dicen las fuentes históricas fidedignas —dijo—,
pero estos simples hechos quedaron ocultos tras la leyenda fantástica de la
Cámara de los Secretos. La leyenda nos dice que Slytherin había construido
en el castillo una cámara oculta, de la que no sabían nada los otros
fundadores.
»Slytherin, según la leyenda, selló la Cámara de los Secretos para que
nadie la pudiera abrir hasta que llegara al colegio su auténtico heredero.
Sólo el heredero podría abrir la Cámara de los Secretos, desencadenar el
horror que contiene y usarlo para librar al colegio de todos los que no tienen
derecho a aprender magia.
Cuando terminó de contar la historia, se hizo el silencio, pero no era el
silencio habitual, soporífero, de las clases del profesor Binns. Flotaba en el
aire un desasosiego, y todo el mundo le seguía mirando, esperando que
continuara. El profesor Binns parecía levemente molesto.
—Por supuesto, esta historia es un completo disparate —añadió—.
Naturalmente, el colegio entero ha sido registrado varias veces en busca de
la cámara, por los magos mejor preparados. No existe. Es un cuento
inventado para asustar a los crédulos.
Hermione volvió a levantar la mano.
—Profesor…, ¿a qué se refiere usted exactamente al decir «el horror
que contiene» la cámara?
—Se cree que es algún tipo de monstruo, al que sólo podrá dominar el
heredero de Slytherin —explicó el profesor Binns con su voz seca y
aflautada.
La clase intercambió miradas nerviosas.
—Pero ya les digo que no existe —añadió el profesor Binns,
revolviendo en sus apuntes—. No hay tal cámara ni tal monstruo.
—Pero, profesor —comentó Seamus Finnigan—, si sólo el auténtico
heredero de Slytherin puede abrir la cámara, nadie más podría encontrarla,
¿no?
—Tonterías, O’Flaherty —repuso el profesor Binns en tono algo airado
—, si una larga sucesión de directores de Hogwarts no la han encontrado…
—Pero, profesor —intervino Parvati Patil—, probablemente haya que
emplear magia oscura para abrirla…
—El hecho de que un mago no utilice la magia oscura no quiere decir
que no pueda emplearla, señorita Patati —le interrumpió el profesor Binns
—. Insisto, si los predecesores de Dumbledore…
—Pero tal vez sea preciso estar relacionado con Slytherin, y por eso
Dumbledore no podría… —apuntó Dean Thomas, pero el profesor Binns ya
estaba harto.
—Ya basta —dijo bruscamente—. ¡Es un mito! ¡No existe! ¡No hay el
menor indicio de que Slytherin construyera semejante cuarto trastero! Me
arrepiento de haberles relatado una leyenda tan absurda. Ahora volvamos,
por favor, a la historia, a los hechos evidentes, creíbles y comprobables.
Y en cinco minutos, la clase se sumergió de nuevo en su sopor habitual.
•••
—Ya sabía que Salazar Slytherin era un viejo chiflado y retorcido —dijo
Ron a Harry y Hermione, mientras se abrían camino por los abarrotados
corredores al término de las clases, para dejar las bolsas en la habitación
antes de ir a cenar—. Pero lo que no sabía es que hubiera sido él quien
empezó todo este asunto de la limpieza de sangre. No me quedaría en su
casa aunque me pagaran. Sinceramente, si el Sombrero Seleccionador
hubiera querido mandarme a Slytherin, yo me habría vuelto derecho a casa
en el tren.
Hermione asintió entusiasmada con la cabeza, pero Harry no dijo nada.
Tenía el corazón encogido de la angustia.
Harry no había dicho nunca a Ron y Hermione que el Sombrero
Seleccionador había considerado seriamente la posibilidad de enviarlo a
Slytherin. Recordaba, como si hubiera ocurrido el día anterior, la vocecita
que le había hablado al oído cuando, un año antes, se había puesto el
Sombrero Seleccionador.
Podrías ser muy grande, ¿sabes?, lo tienes todo en tu cabeza y
Slytherin te ayudaría en el camino hacia la grandeza. No hay dudas,
¿verdad?
Pero Harry, que ya conocía la reputación de la casa de Slytherin por los
brujos de magia oscura que salían de ella, había pensado desesperadamente
«¡Slytherin no!», y el sombrero había terminado diciendo:
Bueno, si estás seguro, mejor que seas ¡GRYFFINDOR!
Mientras caminaban empujados por la multitud, pasó Colin Creevey.
—¡Eh, Harry!
—¡Hola, Colin! —dijo Harry sin darse cuenta.
—Harry, Harry…, en mi clase un chaval ha estado diciendo que tú
eres…
Pero Colin era demasiado pequeño para luchar contra la marea de gente
que lo llevaba hacia el Gran Comedor. Le oyeron chillar:
—¡Hasta luego, Harry! —Y desapareció.
—¿Qué es lo que dice sobre ti un chaval de su clase? —preguntó
Hermione.
—Que soy el heredero de Slytherin, supongo —dijo Harry, y el corazón
se le encogió un poco más al recordar cómo lo había rehuido Justin FinchFletchley a la hora de la comida.
—La gente aquí es capaz de creerse cualquier cosa —dijo Ron, con
disgusto.
La masa de alumnos se aclaró, y consiguieron subir sin dificultad al
siguiente rellano.
—¿Crees que realmente hay una Cámara de los Secretos? —preguntó
Ron a Hermione.
—No lo sé —respondió ella, frunciendo el entrecejo—. Dumbledore no
fue capaz de curar a la Señora Norris, y eso me hace sospechar que
quienquiera que la atacase no debía de ser…, bueno…, humano.
Al doblar la esquina se encontraron en un extremo del mismo corredor
en que había tenido lugar la agresión. Se detuvieron y miraron. El lugar
estaba tal como lo habían encontrado aquella noche, salvo que ningún gato
tieso colgaba de la argolla en que se fijaba la antorcha, y que había una silla
apoyada contra la pared del mensaje: «La cámara ha sido abierta.»
—Aquí es donde Filch ha estado haciendo guardia —dijo Ron.
Se miraron unos a otros. El corredor se encontraba desierto.
—No hay nada malo en echar un vistazo —dijo Harry, dejando la bolsa
en el suelo y poniéndose a gatear en busca de alguna pista.
—¡Esto está chamuscado! —dijo—. ¡Aquí… y aquí!
—¡Ven y mira esto! —dijo Hermione—. Es extraño.
Harry se levantó y se acercó a la ventana más próxima a la inscripción
de la pared. Hermione señalaba al cristal superior, por donde una veintena
de arañas estaban escabulléndose, según parecía tratando de penetrar por
una pequeña grieta en el cristal. Un hilo largo y plateado colgaba como una
soga, y daba la impresión de que las arañas lo habían utilizado para salir
apresuradamente.
—¿Habíais visto alguna vez que las arañas se comportaran así? —
preguntó Hermione, perpleja.
—Yo no —dijo Harry—. ¿Y tú, Ron? ¿Ron?
Volvió la cabeza hacia su amigo. Ron había retrocedido y parecía estar
luchando contra el impulso de salir corriendo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Harry.
—No… no me gustan… las arañas —dijo Ron, nervioso.
—No lo sabía —dijo Hermione, mirando sorprendida a Ron—. Has
usado arañas muchas veces en la clase de Pociones…
—Si están muertas no me importa —explicó Ron, quien tenía la
precaución de mirar a cualquier parte menos a la ventana—. No soporto la
manera en que se mueven.
Hermione soltó una risita tonta.
—No tiene nada de divertido —dijo Ron impetuosamente—. Si quieres
saberlo, cuando yo tenía tres años, Fred convirtió mi… mi osito de peluche
en una araña grande y asquerosa porque yo le había roto su escoba de
juguete. A ti tampoco te harían gracia si estando con tu osito, le hubieran
salido de repente muchas patas y…
Dejó de hablar, estremecido. Era evidente que Hermione seguía
aguantándose la risa. Pensando que sería mejor cambiar de tema, Harry
dijo:
—¿Recordáis toda aquella agua en el suelo? ¿De dónde vendría?
Alguien ha pasado la fregona.
—Estaba por aquí —dijo Ron, recobrándose y caminando unos pasos
más allá de la silla de Filch para indicárselo—, a la altura de esta puerta.
Asió el pomo metálico de la puerta, pero retiró la mano inmediatamente,
como si se hubiera quemado.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry.
—No puedo entrar ahí —dijo Ron bruscamente—, es un aseo de chicas.
—Pero Ron, si no habrá nadie dentro —dijo Hermione, poniéndose
derecha y acercándose—; aquí es donde está Myrtle la Llorona. Venga,
echemos un vistazo.
Y sin hacer caso del letrero de «No funciona», Hermione abrió la
puerta.
Era el cuarto de baño más triste y deprimente en que Harry había puesto
nunca los pies. Debajo de un espejo grande, quebrado y manchado, había
una fila de lavabos de piedra en muy mal estado. El suelo estaba mojado y
reflejaba la luz triste que daban las llamas de unas pocas velas que se
consumían en sus palmatorias. Las puertas de los retretes estaban rayadas y
rotas, y una colgaba fuera de los goznes.
Hermione les pidió silencio con un dedo en los labios y se fue hasta el
último retrete. Cuando llegó, dijo:
—Hola, Myrtle, ¿qué tal?
Harry y Ron se acercaron a ver. Myrtle la Llorona estaba sobre la
cisterna del retrete, reventándose un grano de la barbilla.
—Esto es un aseo de chicas —dijo, mirando con recelo a Harry y Ron
—. Y ellos no son chicas.
—No —confirmó Hermione—. Sólo quería enseñarles lo… lo bien que
se está aquí.
Con la mano, indicó vagamente el espejo viejo y sucio, y el suelo
húmedo.
—Pregúntale si vio algo —dijo Harry a Hermione, sin pronunciar, para
que le leyera en los labios.
—¿Qué murmuras? —le preguntó Myrtle, mirándole.
—Nada —se apresuró a decir Harry—. Queríamos preguntar…
—¡Me gustaría que la gente dejara de hablar a mis espaldas! —dijo
Myrtle, con la voz ahogada por las lágrimas—. Tengo sentimientos,
¿sabéis?, aunque esté muerta.
—Myrtle, nadie quiere molestarte —dijo Hermione—. Harry sólo…
—¡Nadie quiere molestarme! ¡Ésta sí que es buena! —gimió Myrtle—.
¡Mi vida en este lugar no fue más que miseria, y ahora la gente viene aquí a
amargarme la muerte!
—Queríamos preguntarte si habías visto últimamente algo raro —dijo
Hermione dándose prisa—. Porque la noche de Halloween agredieron a un
gato justo al otro lado de tu puerta.
—¿Viste a alguien por aquí aquella noche? —le preguntó Harry.
—No me fijé —dijo Myrtle con afectación—. Me dolió tanto lo que dijo
Peeves, que vine aquí e intenté suicidarme. Luego, claro, recordé que
estoy…, que estoy…
—Muerta ya —dijo Ron, con la intención de ayudar.
Myrtle sollozó trágicamente, se elevó en el aire, se volvió y se sumergió
de cabeza en la taza del retrete, salpicándoles, y desapareció de la vista; a
juzgar por la procedencia de sus sollozos ahogados, debía de estar en algún
lugar del sifón.
Harry y Ron se quedaron con la boca abierta, pero Hermione, que ya
estaba harta, se encogió de hombros, y les dijo:
—Tratándose de Myrtle, esto es casi estar alegre. Bueno, vámonos…
Harry acababa de cerrar la puerta a los sollozos gorjeantes de Myrtle,
cuando una potente voz les hizo dar un respingo a los tres.
—¡RON!
Percy Weasley, con su resplandeciente insignia de prefecto, se había
detenido al final de las escaleras, con una expresión de susto en la cara.
—¡Ésos son los aseos de las chicas! —gritó—. ¿Qué estás haciendo?
—Sólo echaba un vistazo —dijo Ron, encogiéndose de hombros—.
Buscando pistas, ya sabes…
Percy parecía a punto de estallar. A Harry le recordó mucho a la señora
Weasley.
—Marchaos… fuera… de aquí… —dijo, caminando hacia ellos con
paso firme y agitando los brazos para echarlos—. ¿No os dais cuenta de lo
que podría parecer, volver a este lugar mientras todos están cenando?
—¿Por qué no podemos estar aquí? —repuso Ron acaloradamente,
parándose de pronto y enfrentándose a Percy—. ¡Escucha, nosotros no le
hemos tocado un pelo a ese gato!
—Eso es lo que dije a Ginny —dijo Percy con contundencia—, pero
ella todavía cree que te van a expulsar. No la he visto nunca tan afectada,
llorando amargamente. Podrías pensar un poco en ella, y además, todos los
de primero están asustados.
—A ti no te preocupa Ginny —replicó Ron, enrojeciendo hasta las
orejas—, a ti sólo te preocupa que yo eche a perder tus posibilidades de ser
Representante del Colegio.
—¡Cinco puntos menos para Gryffindor! —dijo Percy secamente,
llevándose una mano a su insignia de prefecto—. ¡Y espero que esto te
enseñe la lección! ¡Se acabó el hacer de detective, o de lo contrario
escribiré a mamá!
Y se marchó con el paso firme y la nuca tan colorada como las orejas de
Ron.
•••
Aquella noche, en la sala común, Harry, Ron y Hermione escogieron los
asientos más alejados del de Percy. Ron estaba todavía de muy mal humor y
seguía emborronando sus deberes de Encantamientos. Cuando, sin darse
cuenta, cogió su varita mágica para quitar las manchas, el pergamino
empezó a arder. Casi echando tanto humo como sus deberes, Ron cerró de
golpe Libro reglamentario de hechizos, segundo curso. Para sorpresa de
Harry, Hermione lo imitó.
—Pero ¿quién podría ser? —dijo con voz tranquila, como si continuara
una conversación que hubieran estado manteniendo—. ¿Quién querría echar
de Hogwarts a todos los squibs y los de familia muggle?
—Pensemos —dijo Harry con simulado desconcierto—. ¿Conocemos a
alguien que piense que los que vienen de familia muggle son escoria?
Miró a Hermione. Hermione miró hacia atrás, poco convencida.
—Si te refieres a Malfoy…
—¡Naturalmente! —dijo Ron—. Ya lo oísteis: «¡Los próximos seréis
los sangre sucia!» Venga, no hay más que ver su asquerosa cara de rata para
saber que es él…
—¿Malfoy, el heredero de Slytherin? —dijo escépticamente Hermione.
—Fíjate en su familia —dijo Harry, cerrando también sus libros—.
Todos han pertenecido a Slytherin, él siempre alardea de ello. Podrían
perfectamente ser descendientes del mismo Slytherin. Su padre es un
verdadero malvado.
—¡Podrían haber conservado durante siglos la llave de la Cámara de los
Secretos! —dijo Ron—. Pasándosela de padres a hijos…
—Bueno —dijo cautamente Hermione—, supongo que puede ser.
—Pero ¿cómo podríamos demostrarlo? —preguntó Harry, en tono de
misterio.
—Habría una manera —dijo Hermione hablando despacio, bajando aún
más la voz y echando una fugaz mirada a Percy—. Por supuesto, sería
difícil. Y peligroso, muy peligroso. Calculo que quebrantaríamos unas
cincuenta normas del colegio.
—Si, dentro de un mes más o menos, te parece que podrías empezar a
explicárnoslo, háznoslo saber, ¿vale? —dijo Ron, airado.
—De acuerdo —repuso fríamente Hermione—. Lo que tendríamos que
hacer es entrar en la sala común de Slytherin y hacerle a Malfoy algunas
preguntas sin que sospeche que somos nosotros.
—Pero eso es imposible —dijo Harry, mientras Ron se reía.
—No, no lo es —repuso Hermione—. Lo único que nos haría falta es
una poción multijugos.
—¿Qué es eso? —preguntaron a la vez Harry y Ron.
—Snape la mencionó en clase hace unas semanas.
—¿Piensas que no tenemos nada mejor que hacer en la clase de
Pociones que escuchar a Snape? —dijo Ron.
—Esa poción lo transforma a uno en otra persona. ¡Pensad en ello! Nos
podríamos convertir en tres estudiantes de Slytherin. Nadie nos reconocería.
Y seguramente Malfoy nos diría algo. Lo más probable es que ahora mismo
esté alardeando de ello en la sala común de Slytherin.
—Esto del multijugos me parece un poco peligroso —dijo Ron,
frunciendo el entrecejo—. ¿Y si nos quedamos para siempre convertidos en
tres de Slytherin?
—El efecto se pasa después de un rato —dijo Hermione, haciendo un
gesto con la mano como para descartar ese inconveniente—, pero lo
realmente difícil será conseguir la receta. Snape dijo que se encontraba en
un libro llamado Moste Potente Potions que se encuentra en la Sección
Prohibida de la biblioteca.
Solamente había una manera de conseguir un libro de la Sección
Prohibida: con el permiso por escrito de un profesor.
—Será difícil explicar para qué queremos ese libro si no es para hacer
alguna de las pociones.
—Creo —dijo Hermione— que si consiguiéramos dar la impresión de
que estábamos interesados únicamente en la teoría, tendríamos alguna
posibilidad…
—No te fastidia… ningún profesor se va a tragar eso —dijo Ron—.
Tendría que ser muy tonto…
CAPÍTULO 10
La bludger loca
D
del desastroso episodio de los duendecillos de Cornualles, el
profesor Lockhart no había vuelto a llevar a clase seres vivos. Por el
contrario, se dedicaba a leer a los alumnos pasajes de sus libros, y en
ocasiones representaba alguno de los momentos más emocionantes de su
biografía. Habitualmente sacaba a Harry para que lo ayudara en aquellas
reconstrucciones; hasta el momento, Harry había tenido que representar los
papeles de un ingenuo pueblerino transilvano al que Lockhart había curado
de una maldición que le hacía tartamudear, un yeti con resfriado y un
vampiro que, cuando Lockhart acabó con él, no pudo volver a comer otra
cosa que lechuga.
En la siguiente clase de Defensa Contra las Artes Oscuras sacó de
nuevo a Harry, esta vez para representar a un hombre lobo. Si no hubiera
tenido una razón muy importante para no enfadar a Lockhart, se habría
negado.
—Aúlla fuerte, Harry (eso es…), y en aquel momento, creedme, yo
salté (así) tirándolo contra el suelo (así) con una mano, y logré
inmovilizarle. Con la otra, le puse la varita en la garganta y, reuniendo las
fuerzas que me quedaban, llevé a cabo el dificilísimo hechizo Homorphus;
él emitió un gemido lastimero (venga, Harry…, más fuerte…, bien) y la piel
ESPUÉS
desapareció…, los colmillos encogieron y… se convirtió en hombre.
Sencillo y efectivo. Otro pueblo que me recordará siempre como el héroe
que les libró de la terrorífica amenaza mensual de los hombres lobo.
Sonó el timbre y Lockhart se puso en pie.
—Deberes: componer un poema sobre mi victoria contra el hombre
lobo Wagga Wagga. ¡El autor del mejor poema será premiado con un
ejemplar firmado de El encantador!
Los alumnos empezaron a salir. Harry volvió al fondo de la clase, donde
lo esperaban Ron y Hermione.
—¿Listos? —preguntó Harry.
—Espera que se hayan ido todos —dijo Hermione, asustada—. Vale,
ahora.
Se acercó a la mesa de Lockhart con un trozo de papel en la mano.
Harry y Ron iban detrás de ella.
—Esto… ¿Profesor Lockhart? —tartamudeó Hermione—. Yo querría…
sacar este libro de la biblioteca. Sólo para una lectura preparatoria. —Le
entregó el trozo de papel con mano ligeramente temblorosa—. Pero el
problema es que está en la Sección Prohibida, así que necesito el permiso
por escrito de un profesor. Estoy convencida de que este libro me ayudaría a
comprender lo que explica usted en Una vuelta con los espíritus malignos
sobre los venenos de efecto retardado.
—¡Ah, Una vuelta con los espíritus malignos! —dijo Lockhart,
cogiendo la nota de Hermione y sonriéndole francamente—. Creo que es mi
favorito. ¿Te gustó?
—¡Sí! —dijo Hermione emocionada—. ¡Qué gran idea la suya de
atrapar al último con el colador del té…!
—Bueno, estoy seguro que a nadie le parecerá mal que ayude un poco a
la mejor estudiante del curso —dijo Lockhart afectuosamente, sacando una
pluma de pavo real—. Sí, es bonita, ¿verdad? —dijo, interpretando al revés
la expresión de desagrado de Ron—. Normalmente la reservo para firmar
libros.
Garabateó una floreteada firma sobre el papel y se lo devolvió a
Hermione.
—Así que, Harry —dijo Lockhart, mientras Hermione plegaba la nota
con dedos torpes y se la metía en la bolsa—, mañana se juega el primer
partido de quidditch de la temporada, ¿verdad? Gryffindor contra Slytherin,
¿no? He oído que eres un jugador fundamental. Yo también fui buscador.
Me pidieron que entrara en la selección nacional, pero preferí dedicar mi
vida a la erradicación de las Fuerzas Oscuras. De todas maneras, si
necesitaras unas cuantas clases particulares de entrenamiento, no dudes en
decírmelo. Siempre me satisface dejar algo de mi experiencia a jugadores
menos dotados…
Harry hizo un ruido indefinido con la garganta y luego salió del aula a
toda prisa, detrás de Ron y Hermione.
—Es increíble —dijo ella, mientras examinaban los tres la firma en el
papel—. Ni siquiera ha mirado de qué libro se trataba.
—Porque es un completo imbécil —dijo Ron—. Pero ¿a quién le
importa? Ya tenemos lo que necesitábamos.
—Él no es un completo imbécil —chilló Hermione, mientras iban hacia
la biblioteca a paso ligero.
—Ya, porque ha dicho que eres la mejor estudiante del curso…
Bajaron la voz al entrar en la envolvente quietud de la biblioteca.
La señora Pince, la bibliotecaria, era una mujer delgada e irascible que
parecía un buitre mal alimentado.
—¿Moste Potente Potions?—repitió recelosa, tratando de coger la nota
de Hermione. Pero Hermione no la soltaba.
—Desearía poder guardarla —dijo la chica, aguantando la respiración.
—Venga —dijo Ron, arrancándole la nota y entregándola a la señora
Pince—. Te conseguiremos otro autógrafo. Lockhart firmará cualquier cosa
que se esté quieta el tiempo suficiente.
La señora Pince levantó el papel a la luz, como dispuesta a detectar una
posible falsificación, pero la nota pasó la prueba. Caminó orgullosamente
por entre las elevadas estanterías y regresó unos minutos después llevando
con ella un libro grande de aspecto mohoso. Hermione se lo metió en la
bolsa con mucho cuidado, e intentó no caminar demasiado rápido ni parecer
demasiado culpable.
Cinco minutos después, se encontraban de nuevo refugiados en los
aseos fuera de servicio de Myrtle la Llorona. Hermione había rechazado las
objeciones de Ron argumentando que aquél sería el último lugar en el que
entraría nadie en su sano juicio, así que allí tenían garantizada la intimidad.
Myrtle la Llorona lloraba estruendosamente en su retrete, pero ellos no le
prestaban atención, y ella a ellos tampoco.
Hermione abrió con cuidado el Moste Potente Potions, y los tres se
encorvaron sobre las páginas llenas de manchas de humedad. De un vistazo
quedó patente por qué pertenecía a la Sección Prohibida. Algunas de las
pociones tenían efectos demasiado horribles incluso para imaginarlos, y
había ilustraciones monstruosas, como la de un hombre que parecía vuelto
de dentro hacia fuera y una bruja con varios pares de brazos que le salían de
la cabeza.
—¡Aquí está! —dijo Hermione emocionada, al dar con la página que
llevaba por título La poción multijugos. Estaba decorada con dibujos de
personas que iban transformándose en otras distintas. Harry imploró que la
apariencia de dolor intenso que había en los rostros de aquellas personas
fuera fruto de la imaginación del artista.
»Ésta es la poción más complicada que he visto nunca —dijo Hermione,
al mirar la receta—. Crisopos, sanguijuelas, Descurainia sophia y
centinodia —murmuró, pasando el dedo por la lista de los ingredientes—.
Bueno, no son difíciles de encontrar, están en el armario de los estudiantes,
podemos conseguirlos. ¡Vaya, mirad, polvo de cuerno de bicornio! No sé
dónde vamos a encontrarlo…, piel en tiras de serpiente arbórea africana…,
eso también será peliagudo… y por supuesto, algo de aquel en quien
queramos convertirnos.
—Perdona —dijo Ron bruscamente—. ¿Qué quieres decir con «algo de
aquel en quien queramos convertirnos»? Yo no me voy a beber nada que
contenga las uñas de los pies de Crabbe.
Hermione continuó como si no lo hubiera oído.
—De momento, todavía no tenemos que preocuparnos porque esos
ingredientes los echaremos al final.
Sin saber qué decir, Ron se volvió a Harry, que tenía otra preocupación.
—¿No te das cuenta de cuántas cosas vamos a tener que robar,
Hermione? Piel de serpiente arbórea africana en tiras, desde luego eso no
está en el armario de los estudiantes, ¿qué vamos a hacer? ¿Forzar los
armarios privados de Snape? No sé si es buena idea…
Hermione cerró el libro con un ruido seco.
—Bueno, si vais a acobardaros los dos, pues vale —dijo. Tenía las
mejillas coloradas y los ojos más brillantes de lo normal—. Yo no quiero
saltarme las normas, ya lo sabéis, pero pienso que aterrorizar a los magos de
familia muggle es mucho peor que elaborar un poco de poción. Pero si no
tenéis interés en averiguar si el heredero es Malfoy, iré derecha a la señora
Pince y le devolveré el libro inmediatamente.
—No creí que fuera a verte nunca intentando persuadirnos de que
incumplamos las normas —dijo Ron—. Está bien, lo haremos, pero nada de
uñas de los pies, ¿vale?
—Pero ¿cuánto nos llevará hacerlo? —preguntó Harry, cuando
Hermione, satisfecha, volvió a abrir el libro.
—Bueno, como hay que coger la Descurainia sophia con luna llena, y
los crisopos han de cocerse durante veintiún días…, yo diría que podríamos
tenerla preparada en un mes, si podemos conseguir todos los ingredientes.
—¿Un mes? —dijo Ron—. ¡En ese tiempo, Malfoy puede atacar a la
mitad de los hijos de muggles! —Hermione volvió a entornar los ojos
amenazadoramente, y él añadió sin vacilar—: Pero es el mejor plan que
tenemos, así que adelante a toda máquina.
Sin embargo, mientras Hermione comprobaba que no había nadie a la
vista para poder salir del aseo, Ron susurró a Harry:
—Sería mucho más sencillo que mañana tiraras a Malfoy de la escoba.
Harry se despertó pronto el sábado por la mañana y se quedó un rato en la
cama pensando en el partido de quidditch. Se ponía nervioso, sobre todo al
imaginar lo que diría Wood si Gryffindor perdía, pero también al pensar que
tendrían que enfrentarse a un equipo que iría montado en las escobas de
carreras más veloces que había en el mercado. Nunca había tenido tantas
ganas de vencer a Slytherin. Después de estar tumbado media hora con las
tripas revueltas, se levantó, se vistió y bajó temprano a desayunar. Allí
encontró al resto del equipo de Gryffindor, apiñado en torno a la gran mesa
vacía. Todos estaban nerviosos y apenas hablaban.
Cuando faltaba poco para las once, el colegio en pleno empezó a
dirigirse hacia el estadio de quidditch. Hacía un día bochornoso que
amenazaba tormenta. Cuando Harry iba hacia los vestuarios, Ron y
Hermione se acercaron corriendo a desearle buena suerte. Los jugadores se
vistieron sus túnicas rojas de Gryffindor y luego se sentaron a recibir la
habitual inyección de ánimo que Wood les daba antes de cada partido.
—Los de Slytherin tienen mejores escobas que nosotros —comenzó—,
eso no se puede negar. Pero nosotros tenemos mejores jugadores sobre las
escobas. Hemos entrenado más que ellos y hemos volado bajo todas las
circunstancias climatológicas («¡y tanto! —murmuró George Weasley—, no
me he secado del todo desde agosto»), y vamos a hacer que se arrepientan
del día en que dejaron que ese pequeño canalla, Malfoy, les comprara un
puesto en el equipo.
Con la respiración agitada por la emoción, Wood se volvió a Harry.
—Es misión tuya, Harry, demostrarles que un buscador tiene que tener
algo más que un padre rico. Tienes que coger la snitch antes que Malfoy, o
perecer en el intento, porque hoy tenemos que ganar.
—Así que no te sientas presionado, Harry —le dijo Fred, guiñándole un
ojo.
Cuando salieron al campo, fueron recibidos con gran estruendo; eran
sobre todo aclamaciones de Hufflepuff y de Ravenclaw, cuyos miembros y
seguidores estaban deseosos de ver derrotado al equipo de Slytherin,
aunque la afición de Slytherin también hizo oír sus abucheos y silbidos. La
señora Hooch, que era la profesora de quidditch, hizo que Flint y Wood se
dieran la mano, y los dos contrincantes aprovecharon para dirigirse miradas
desafiantes y apretar bastante más de lo necesario.
—Cuando toque el silbato —dijo la señora Hooch—: tres…, dos…,
uno…
Animados por el bramido de la multitud que les apoyaba, los catorce
jugadores se elevaron hacia el cielo plomizo. Harry ascendió más que
ningún otro, aguzando la vista en busca de la snitch.
—¿Todo bien por ahí, cabeza rajada? —le gritó Malfoy, saliendo
disparado por debajo de él para demostrarle la velocidad de su escoba.
Harry no tuvo tiempo de replicar. En aquel preciso instante iba hacia él
una bludger negra y pesada; faltó tan poco para que le golpeara, que al
pasar le despeinó.
—¡Por qué poco, Harry! —le dijo George, pasando por su lado como un
relámpago, con el bate en la mano, listo para devolver la bludger contra
Slytherin. Harry vio que George daba un fuerte golpe a la bludger
dirigiéndola hacia Adrian Pucey, pero la bludger cambió de dirección en
medio del aire y se fue directa, otra vez, contra Harry.
Harry descendió rápidamente para evitarla, y George logró golpearla
fuerte contra Malfoy. Una vez más, la bludger viró bruscamente como si
fuera un bumerán y se encaminó como una bala hacia la cabeza de Harry.
Harry aumentó la velocidad y salió zumbando hacia el otro extremo del
campo. Oía a la bludger silbar a su lado. ¿Qué ocurría? Las bludger nunca
se enconaban de aquella manera contra un único jugador, su misión era
derribar a todo el que pudieran…
Fred Weasley aguardaba en el otro extremo. Harry se agachó para que
Fred golpeara la bludger con todas sus fuerzas.
—¡Ya está! —gritó Fred contento, pero se equivocaba: como si fuera
atraída magnéticamente por Harry, la bludger volvió a perseguirlo y Harry
se vio obligado a alejarse a toda velocidad.
Había empezado a llover. Harry notaba las gruesas gotas en la cara, que
chocaban contra los cristales de las gafas. No tuvo ni idea de lo que pasaba
con los otros jugadores hasta que oyó la voz de Lee Jordan, que era el
comentarista, diciendo: «Slytherin en cabeza por sesenta a cero.»
Estaba claro que la superioridad de las escobas de Slytherin daba sus
resultados, y mientras tanto, la bludger loca hacía todo lo que podía para
derribar a Harry. Fred y George se acercaban tanto a él, uno a cada lado,
que Harry no podía ver otra cosa que sus brazos, que se agitaban sin cesar, y
le resultaba imposible buscar la snitch, y no digamos atraparla.
—Alguien… está… manipulando… esta… bludger… —gruñó Fred,
golpeándola con todas sus fuerzas para rechazar un nuevo ataque contra
Harry.
—Hay que detener el juego —dijo George, intentando hacerle señas a
Wood y al mismo tiempo evitar que la bludger le partiera la nariz a Harry.
Wood captó el mensaje. La señora Hooch hizo sonar el silbato y Harry,
Fred y George bajaron al césped, todavía tratando de evitar la bludger loca.
—¿Qué ocurre? —preguntó Wood, cuando el equipo de Gryffindor se
reunió, mientras la afición de Slytherin los abucheaba—. Nos están
haciendo papilla. Fred, George, ¿dónde estabais cuando la bludger le
impidió marcar a Angelina?
—Estábamos ocho metros por encima de ella, Oliver, para evitar que la
otra bludger matara a Harry —dijo George enfadado—. Alguien la ha
manipulado…, no dejará en paz a Harry, no ha ido detrás de nadie más en
todo el tiempo. Los de Slytherin deben de haberle hecho algo.
—Pero las bludger han permanecido guardadas en el despacho de la
señora Hooch desde nuestro último entrenamiento, y aquel día no les
pasaba nada… —dijo Wood, perplejo.
La señora Hooch iba hacia ellos. Detrás de ella, Harry veía al equipo de
Slytherin que lo señalaban y se burlaban.
—Escuchad —les dijo Harry mientras ella se acercaba—, con vosotros
dos volando todo el rato a mi lado, la única posibilidad que tengo de atrapar
la snitch es que se me meta por la manga. Volved a proteger al resto del
equipo y dejadme que me las arregle solo con esa bludger loca.
—No seas tonto —dijo Fred—, te partirá en dos.
Wood tan pronto miraba a Harry como a los Weasley.
—Oliver, esto es una locura —dijo Alicia Spinnet enfadada—, no
puedes dejar que Harry se las apañe solo con la bludger. Esto hay que
investigarlo.
—¡Si paramos ahora, perderemos el partido! —argumentó Harry—. ¡Y
no vamos a perder frente a Slytherin sólo por una bludger loca! ¡Venga,
Oliver, diles que dejen que me las apañe yo solo!
—Esto es culpa tuya —dijo George a Wood, enfadado—. «¡Atrapa la
snitch o muere en el intento!» ¡Qué idiotez decir eso!
Llegó la señora Hooch.
—¿Listos para seguir? —preguntó a Wood.
Wood contempló la expresión absolutamente segura del rostro de Harry.
—Bien —dijo—. Fred y George, ya lo habéis oído…, dejad que se
enfrente él solo a la bludger.
La lluvia volvió a arreciar. Al toque de silbato de la señora Hooch,
Harry dio una patada en el suelo que lo propulsó por los aires, y enseguida
oyó tras él el zumbido de la bludger. Harry ascendió más y más. Giraba,
daba vueltas, se trasladaba en espiral, en zigzag, describiendo tirabuzones.
Ligeramente mareado, mantenía sin embargo los ojos completamente
abiertos. La lluvia le empañaba los cristales de las gafas y se le metió en los
agujeros de la nariz cuando se puso boca abajo para evitar otra violenta
acometida de la bludger. Podía oír las risas de la multitud; sabía que debía
de parecer idiota, pero la bludger loca pesaba mucho y no podía cambiar de
dirección tan rápido como él. Inició un vuelo a lo montaña rusa por los
bordes del campo, intentando vislumbrar a través de la plateada cortina de
lluvia los postes de Gryffindor, donde Adrian Pucey intentaba pasar a
Wood…
Un silbido en el oído indicó a Harry que la bludger había vuelto a
pasarle rozando. Dio media vuelta y voló en la dirección opuesta.
—¿Haciendo prácticas de ballet, Potter? —le gritó Malfoy, cuando
Harry se vio obligado a hacer una ridícula floritura en el aire para evitar la
bludger. Harry escapó, pero la bludger lo seguía a un metro de distancia. Y
en el momento en que dirigió a Malfoy una mirada de odio, vio la dorada
snitch. Volaba a tan sólo unos centímetros por encima de la oreja izquierda
de Malfoy… pero Malfoy, que estaba muy ocupado riéndose de Harry, no la
había visto.
Durante un angustioso instante, Harry permaneció suspendido en el aire,
sin atreverse a dirigirse hacia Malfoy a toda velocidad, para que éste no
mirase hacia arriba y descubriera la snitch.
¡PLAM!
Se había quedado quieto un segundo de más. La bludger lo alcanzó por
fin, le golpeó en el codo, y Harry sintió que le había roto el brazo. Débil,
aturdido por el punzante dolor del brazo, desmontó a medias de la escoba
empapada por la lluvia, manteniendo una rodilla todavía doblada sobre ella
y su brazo derecho colgando inerte. La bludger volvió para atacarle de
nuevo, y esta vez se dirigía directa a su cara. Harry cambió bruscamente de
dirección, con una idea fija en su mente aturdida: coger a Malfoy.
Ofuscado por la lluvia y el dolor, se dirigió hacia aquella cara de
expresión desdeñosa, y vio que Malfoy abría los ojos aterrorizado: pensaba
que Harry lo estaba atacando.
—¿Qué…? —exclamó en un grito ahogado, apartándose del rumbo de
Harry.
Harry se soltó finalmente de la escoba e hizo un esfuerzo para coger
algo; sintió que sus dedos se cerraban en torno a la fría snitch, pero sólo se
sujetaba a la escoba con las piernas, y la multitud, abajo, profirió gritos
cuando Harry empezó a caer, intentando no perder el conocimiento.
Con un golpe seco chocó contra el barro y salió rodando, ya sin la
escoba. El brazo le colgaba en un ángulo muy extraño. Sintiéndose morir de
dolor, oyó, como si le llegaran de muy lejos, muchos silbidos y gritos. Miró
la snitch que tenía en su mano buena.
—Ajá —dijo sin fuerzas—, hemos ganado.
Y se desmayó.
Cuando volvió en sí, todavía estaba tendido en el campo de juego, con
la lluvia cayéndole en la cara. Alguien se inclinaba sobre él. Vio brillar unos
dientes.
—¡Oh, no, usted no! —gimió.
—No sabe lo que dice —explicó Lockhart en voz alta a la expectante
multitud de Gryffindor que se agolpaba alrededor—. Que nadie se
preocupe: voy a inmovilizarle el brazo.
—¡No! —dijo Harry—, me gusta como está, gracias.
Intentó sentarse, pero el dolor era terrible. Oyó cerca un «¡clic!» que le
resultó familiar.
—No quiero que hagas fotos, Colin —dijo alzando la voz.
—Vuelve a tenderte, Harry —dijo Lockhart, tranquilizador—. No es
más que un sencillo hechizo que he empleado incontables veces.
—¿Por qué no me envían a la enfermería? —masculló Harry.
—Así debería hacerse, profesor —dijo Wood, lleno de barro y sin poder
evitar sonreír aunque su buscador estuviera herido—. Fabulosa jugada,
Harry, realmente espectacular, la mejor que hayas hecho nunca, yo diría.
Por entre la selva de piernas que le rodeaba, Harry vio a Fred y George
Weasley forcejeando para meter la bludger loca en una caja. Todavía se
resistía.
—Apartaos —dijo Lockhart, arremangándose su túnica verde jade.
—No… ¡no! —dijo Harry débilmente, pero Lockhart estaba revoleando
su varita, y un instante después la apuntó hacia el brazo de Harry.
Harry notó una sensación extraña y desagradable que se le extendía
desde el hombro hasta las yemas de los dedos. Sentía como si el brazo se le
desinflara, pero no se atrevía a mirar qué sucedía. Había cerrado los ojos y
vuelto la cara hacia el otro lado, pero vio confirmarse sus más oscuros
temores cuando la gente que había alrededor ahogó un grito y Colin
Creevey empezó a sacar fotos como loco. El brazo ya no le dolía… pero
tampoco le daba la sensación de que fuera un brazo.
—¡Ah! —dijo Lockhart—. Sí, bueno, algunas veces ocurre esto. Pero el
caso es que los huesos ya no están rotos. Eso es lo que importa. Así que,
Harry, ahora debes ir a la enfermería. Ah, señor Weasley, señorita Granger,
¿pueden ayudarle? La señora Pomfrey podrá…, esto…, arreglarlo un poco.
Al ponerse en pie, Harry se sintió extrañamente asimétrico. Armándose
de valor, miró hacia su lado derecho. Lo que vio casi le hace volver a
desmayarse.
Por el extremo de la manga de la túnica asomaba lo que parecía un
grueso guante de goma de color carne. Intentó mover los dedos. No le
respondieron.
Lockhart no le había recompuesto los huesos: se los había quitado.
A la señora Pomfrey aquello no le hizo gracia.
—¡Tendríais que haber venido enseguida aquí! —dijo hecha una furia y
levantando el triste y mustio despojo de lo que, media hora antes, había sido
un brazo en perfecto estado—. Puedo recomponer los huesos en un
segundo…, pero hacerlos crecer de nuevo…
—Pero podrá, ¿no? —dijo Harry, desesperado.
—Desde luego que podré, pero será doloroso —dijo en tono grave la
señora Pomfrey, dando un pijama a Harry—. Tendrás que pasar aquí la
noche.
Hermione aguardó al otro lado de la cortina que rodeaba la cama de
Harry mientras Ron lo ayudaba a vestirse. Les llevó un buen rato embutir
en la manga el brazo sin huesos, que parecía de goma.
—¿Te atreves ahora a defender a Lockhart, Hermione? —le dijo Ron a
través de la cortina mientras hacía pasar los dedos inanimados de Harry por
el puño de la manga—. Si Harry hubiera querido que lo deshuesaran, lo
habría pedido.
—Cualquiera puede cometer un error —dijo Hermione—. Y ya no
duele, ¿verdad, Harry?
—No —respondió Harry—, ni duele ni sirve para nada. —Al echarse en
la cama, el brazo se balanceó sin gobierno.
Hermione y la señora Pomfrey cruzaron la cortina. La señora Pomfrey
llevaba una botella grande en cuya etiqueta ponía «Crecehuesos».
—Vas a pasar una mala noche —dijo ella, vertiendo un líquido
humeante en un vaso y entregándoselo—. Hacer que los huesos vuelvan a
crecer es bastante desagradable.
Lo desagradable fue tomar el crecehuesos. Al pasar, le abrasaba la boca
y la garganta, haciéndole toser y resoplar. Sin dejar de criticar los deportes
peligrosos y a los profesores ineptos, la señora Pomfrey se retiró, dejando
que Ron y Hermione ayudaran a Harry a beber un poco de agua.
—¡Pero hemos ganado! —le dijo Ron, sonriendo tímidamente—. Todo
gracias a tu jugada. ¡Y la cara que ha puesto Malfoy… Parecía que te quería
matar!
—Me gustaría saber cómo trucó la bludger —dijo Hermione intrigada.
—Podemos añadir ésta a la lista de preguntas que le haremos después
de tomar la poción multijugos —dijo Harry, acomodándose en las
almohadas—. Espero que sepa mejor que esta bazofia…
—¿Con cosas de gente de Slytherin dentro? Estás de broma —observó
Ron.
En aquel momento, se abrió de golpe la puerta de la enfermería. Sucios
y empapados, entraron para ver a Harry los demás jugadores del equipo de
Gryffindor.
—Un vuelo increíble, Harry —le dijo George—. Acabo de ver a Marcus
Flint gritando a Malfoy algo parecido a que tenía la snitch encima de la
cabeza y no se daba cuenta. Malfoy no parecía muy contento.
Habían llevado pasteles, dulces y botellas de zumo de calabaza; se
situaron alrededor de la cama de Harry, y ya estaban preparando lo que
prometía ser una fiesta estupenda, cuando se acercó la señora Pomfrey
gritando:
—¡Este chico necesita descansar, tiene que recomponer treinta y tres
huesos! ¡Fuera! ¡FUERA!
Y dejaron solo a Harry, sin nadie que lo distrajera de los horribles
dolores de su brazo inerte.
Horas después, Harry despertó sobresaltado en una total oscuridad, dando
un breve grito de dolor: sentía como si tuviera el brazo lleno de grandes
astillas. Por un instante pensó que era aquello lo que le había despertado.
Pero luego se dio cuenta, con horror, de que alguien, en la oscuridad, le
estaba poniendo una esponja en la frente.
—¡Fuera! —gritó, y luego, al reconocer al intruso, exclamó—: ¡Dobby!
Los ojos del tamaño de pelotas de tenis del elfo doméstico miraban
desorbitados a Harry a través de la oscuridad. Una sola lágrima le bajaba
por la nariz larga y afilada.
—Harry Potter ha vuelto al colegio —susurró triste—. Dobby avisó y
avisó a Harry Potter. ¡Ah, señor!, ¿por qué no hizo caso a Dobby? ¿Por qué
no volvió a casa Harry Potter cuando perdió el tren?
Harry se incorporó con gran esfuerzo y tiró al suelo la esponja de
Dobby.
—¿Qué hace aquí? —dijo—. ¿Y cómo sabe que perdí el tren? —A
Dobby le tembló un labio, y a Harry lo acometió una repentina sospecha—.
¡Fue usted! —dijo despacio—. ¡Usted impidió que la barrera nos dejara
pasar!
—Sí, señor, claro —dijo Dobby, moviendo vigorosamente la cabeza de
arriba abajo y agitando las orejas—. Dobby se ocultó y vigiló a Harry y
cerró la entrada, y Dobby tuvo que quemarse después las manos con la
plancha. —Enseñó a Harry diez largos dedos vendados—. Pero a Dobby no
le importó, señor, porque pensaba que Harry Potter estaba a salvo, ¡pero no
se le ocurrió que Harry Potter pudiera llegar al colegio por otro medio!
Se balanceaba hacia delante y hacia atrás, agitando su fea cabeza.
—¡Dobby se llevó semejante disgusto cuando se enteró de que Harry
Potter estaba en Hogwarts, que se le quemó la cena de su señor! Dobby
nunca había recibido tales azotes, señor…
Harry se desplomó de nuevo sobre las almohadas.
—Casi consigue que nos expulsen a Ron y a mí —dijo Harry con
dureza—. Lo mejor es que se vaya antes de que mis huesos vuelvan a
crecer, Dobby, o podría estrangularle.
Dobby sonrió levemente.
—Dobby está acostumbrado a las amenazas, señor. Dobby las recibe en
casa cinco veces al día.
Se sonó la nariz con una esquina del sucio almohadón que llevaba
puesto; su aspecto era tan patético que Harry sintió que se le pasaba el
enojo, aunque no quería.
—¿Por qué lleva puesto eso, Dobby? —le preguntó con curiosidad.
—¿Esto, señor? —preguntó Dobby, pellizcándose el almohadón—. Es
un símbolo de la esclavitud del elfo doméstico, señor. A Dobby sólo podrán
liberarlo sus dueños un día si le dan alguna prenda. La familia tiene mucho
cuidado de no pasarle a Dobby ni siquiera un calcetín, porque entonces
podría dejar la casa para siempre. —Dobby se secó los ojos saltones y dijo
de repente—: ¡Harry Potter debe volver a casa! Dobby creía que su bludger
bastaría para hacerle…
—¿Su bludger? —dijo Harry, volviendo a enfurecerse—. ¿Qué quiere
decir con «su bludger»? ¿Usted es el culpable de que esa bola intentara
matarme?
—¡No, matarle no, señor, nunca! —dijo Dobby, asustado—. ¡Dobby
quiere salvarle la vida a Harry Potter! ¡Mejor ser enviado de vuelta a casa,
gravemente herido, que permanecer aquí, señor! ¡Dobby sólo quería
ocasionar a Harry Potter el daño suficiente para que lo enviaran a casa!
—Ah, ¿eso es todo? —dijo Harry irritado—. Me imagino que no querrá
decirme por qué quería enviarme de vuelta a casa hecho pedazos.
—¡Ah, si Harry Potter supiera…! —gimió Dobby, mientras le caían
más lágrimas en el viejo almohadón—. ¡Si supiera lo que significa para
nosotros, los parias, los esclavizados, la escoria del mundo mágico…!
Dobby recuerda cómo era todo cuando El-que-no-debe-nombrarse estaba en
la cima del poder, señor. ¡A nosotros los elfos domésticos se nos trataba
como a alimañas, señor! Desde luego, así es como aún tratan a Dobby,
señor —admitió, secándose el rostro en el almohadón—. Pero, señor, en lo
principal la vida ha mejorado para los de mi especie desde que usted derrotó
al Que-no-debe-ser-nombrado. Harry Potter sobrevivió, y cayó el poder del
Señor Tenebroso, surgiendo un nuevo amanecer, señor, y Harry Potter brilló
como un faro de esperanza para los que creíamos que nunca terminarían los
días oscuros, señor… Y ahora, en Hogwarts, van a ocurrir cosas terribles,
tal vez están ocurriendo ya, y Dobby no puede consentir que Harry Potter
permanezca aquí ahora que la historia va a repetirse, ahora que la Cámara
de los Secretos ha vuelto a abrirse…
Dobby se quedó inmóvil, aterrorizado, y luego cogió la jarra de agua de
la mesilla de Harry y se dio con ella en la cabeza, cayendo al suelo. Un
segundo después reapareció trepando por la cama, bizqueando y
murmurando:
—Dobby malo, Dobby muy malo…
—¿Así que es cierto que hay una Cámara de los Secretos? —murmuró
Harry—. Y… ¿dice que se había abierto en anteriores ocasiones? ¡Hable,
Dobby! —Sujetó la huesuda muñeca del elfo a tiempo de impedir que
volviera a coger la jarra del agua—. Además, yo no soy de familia muggle.
¿Por qué va a suponer la cámara un peligro para mí?
—Ah, señor, no me haga más preguntas, no pregunte más al pobre
Dobby —tartamudeó el elfo. Los ojos le brillaban en la oscuridad—. Se
están planeando acontecimientos terribles en este lugar, pero Harry Potter
no debe encontrarse aquí cuando se lleven a cabo. Váyase a casa, Harry
Potter. Váyase, porque no debe verse involucrado, es demasiado
peligroso…
—¿Quién es, Dobby? —le preguntó Harry, manteniéndolo firmemente
sujeto por la muñeca para impedirle que volviera a golpearse con la jarra
del agua—. ¿Quién la ha abierto? ¿Quién la abrió la última vez?
—¡Dobby no puede hablar, señor, no puede, Dobby no debe hablar! —
chilló el elfo—. ¡Váyase a casa, Harry Potter, váyase a casa!
—¡No me voy a ir a ningún lado! —dijo Harry con dureza—. ¡Mi mejor
amiga es de familia muggle, y su vida está en peligro si es verdad que la
cámara ha sido abierta!
—¡Harry Potter arriesga su propia vida por sus amigos! —gimió Dobby,
en una especie de éxtasis de tristeza—. ¡Es tan noble, tan valiente…! Pero
tiene que salvarse, tiene que hacerlo, Harry Potter no puede…
Dobby se quedó inmóvil de repente, y temblaron sus orejas de
murciélago. Harry también lo oyó: eran pasos que se acercaban por el
corredor.
—¡Dobby tiene que irse! —musitó el elfo, aterrorizado.
Se oyó un fuerte ruido, y el puño de Harry se cerró en el aire. Se echó
de nuevo en la cama, con los ojos fijos en la puerta de la enfermería,
mientras los pasos se acercaban.
Dumbledore entró en el dormitorio, vestido con un camisón largo de
lana y un gorro de dormir. Acarreaba un extremo de lo que parecía una
estatua. La profesora McGonagall apareció un segundo después,
sosteniendo los pies. Entre uno y otra, dejaron la estatua sobre una cama.
—Traiga a la señora Pomfrey —susurró Dumbledore, y la profesora
McGonagall desapareció a toda prisa pasando junto a los pies de la cama de
Harry. Harry estaba inmóvil, haciéndose el dormido. Oyó voces
apremiantes, y la profesora McGonagall volvió a aparecer, seguida por la
señora Pomfrey, que se estaba poniendo un jersey sobre el camisón de
dormir. Harry la oyó tomar aire bruscamente.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la señora Pomfrey a Dumbledore en
un susurro, inclinándose sobre la estatua.
—Otra agresión —explicó Dumbledore—. Minerva lo ha encontrado en
las escaleras.
—Tenía a su lado un racimo de uvas —dijo la profesora McGonagall—.
Suponemos que intentaba llegar hasta aquí para visitar a Potter.
A Harry le dio un vuelco el corazón. Lentamente y con cuidado, se alzó
unos centímetros para poder ver la estatua que había sobre la cama. Un rayo
de luna le caía sobre el rostro.
Era Colin Creevey. Tenía los ojos muy abiertos y sus manos sujetaban la
cámara de fotos encima del pecho.
—¿Petrificado? —susurró la señora Pomfrey.
—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Pero me estremezco al
pensar… Si Albus no hubiera bajado por chocolate caliente, quién sabe lo
que podría haber…
Los tres miraban a Colin. Dumbledore se inclinó y desprendió la cámara
de fotos de las manos rígidas de Colin.
—¿Cree que pudo sacar una foto a su atacante? —le preguntó la
profesora McGonagall con expectación.
Dumbledore no respondió. Abrió la cámara.
—¡Por favor! —exclamó la señora Pomfrey.
Un chorro de vapor salió de la cámara. A Harry, que se encontraba tres
camas más allá, le llegó el olor agrio del plástico quemado.
—Derretido —dijo asombrada la señora Pomfrey—. Todo derretido…
—¿Qué significa esto, Albus? —preguntó apremiante la profesora
McGonagall.
—Significa —contestó Dumbledore— que es verdad que han abierto de
nuevo la Cámara de los Secretos.
La señora Pomfrey se llevó una mano a la boca. La profesora
McGonagall miró a Dumbledore fijamente.
—Pero, Albus…, ¿quién…?
—La cuestión no es quién —dijo Dumbledore, mirando a Colin—; la
cuestión es cómo.
Y a juzgar por lo que Harry pudo vislumbrar de la expresión sombría de
la profesora McGonagall, ella no lo comprendía mejor que él.
CAPÍTULO 11
El club de duelo
A
despertar Harry la mañana del domingo, halló el dormitorio
resplandeciente con la luz del sol de invierno, y su brazo otra vez
articulado, aunque muy rígido. Se sentó enseguida y miró hacia la cama de
Colin, pero estaba oculto tras las largas cortinas que el propio Harry había
corrido el día anterior. Al ver que se había despertado, la señora Pomfrey se
acercó afanosamente con la bandeja del desayuno, y se puso a flexionarle y
estirarle a Harry el brazo y los dedos.
—Todo va bien —le dijo, mientras él apuraba torpemente con su mano
izquierda las gachas de avena—. Cuando termines de comer, puedes irte.
Harry se vistió lo más deprisa que pudo y salió precipitadamente hacia
la torre de Gryffindor, deseoso de hablar con Ron y Hermione sobre Colin y
Dobby, pero no los encontró allí. Harry dejó de buscarlos, preguntándose
adónde podían haber ido y algo molesto de que no parecieran interesados en
saber si él había recuperado o no sus huesos.
L
Cuando pasó por delante de la biblioteca, Percy Weasley precisamente
salía de ella, y parecía estar de mucho mejor humor que la última vez que lo
habían encontrado.
—¡Ah, hola, Harry! —dijo—. Excelente jugada la de ayer, realmente
excelente. Gryffindor acaba de ponerse a la cabeza de la copa de las casas:
¡ganaste cincuenta puntos!
—¿No has visto a Ron ni a Hermione? —preguntó Harry.
—No, no los he visto —contestó Percy, dejando de sonreír—. Espero
que Ron no esté otra vez en el aseo de las chicas…
Harry forzó una sonrisa, siguió a Percy con la vista hasta que
desapareció, y se fue derecho al aseo de Myrtle la Llorona. No encontraba
ningún motivo para que Ron y Hermione estuvieran allí, pero después de
asegurarse de que no merodeaban por el lugar Filch ni ningún prefecto,
abrió la puerta y oyó sus voces provenientes de un retrete cerrado.
—Soy yo —dijo, entrando en los lavabos y cerrando la puerta. Oyó un
golpe metálico, luego otro como de salpicadura y un grito ahogado, y vio a
Hermione mirando por el agujero de la cerradura.
—¡Harry! —dijo ella—. Vaya susto que nos has dado. Entra. ¿Cómo
está tu brazo?
—Bien —dijo Harry, metiéndose en el retrete. Habían puesto un caldero
sobre la taza del inodoro, y un crepitar que provenía de dentro le indicó que
habían prendido un fuego bajo el caldero. Prender fuegos transportables y
sumergibles era la especialidad de Hermione.
—Pensamos ir a verte, pero decidimos comenzar a preparar la poción
multijugos —le explicó Ron, después de que Harry cerrara de nuevo la
puerta del retrete. Hemos pensado que éste es el lugar más seguro para
guardarla.
Harry empezó a contarles lo de Colin, pero Hermione lo interrumpió.
—Ya lo sabemos, oímos a la profesora McGonagall hablar con el
profesor Flitwick esta mañana. Por eso pensamos que era mejor darnos
prisa.
—Cuanto antes le saquemos a Malfoy una declaración, mejor —gruñó
Ron—. ¿No piensas igual? Se ve que después del partido de quidditch
estaba tan sulfurado que la tomó con Colin.
—Hay alguien más —dijo Harry, contemplando a Hermione, que partía
manojos de centinodia y los echaba a la poción—. Dobby vino en mitad de
la noche a hacerme una visita.
Ron y Hermione levantaron la mirada, sorprendidos. Harry les contó
todo lo que Dobby le había dicho… y lo que no le había querido decir. Ron
y Hermione lo escucharon con la boca abierta.
—¿La Cámara de los Secretos ya fue abierta antes? —le preguntó
Hermione.
—Es evidente —dijo Ron con voz de triunfo—. Lucius Malfoy abriría
la cámara en sus tiempos de estudiante y ahora le ha explicado a su querido
Draco cómo hacerlo. Está claro. Sin embargo, me gustaría que Dobby te
hubiera dicho qué monstruo hay en ella. Me gustaría saber cómo es posible
que nadie se lo haya encontrado merodeando por el colegio.
—Quizá pueda volverse invisible —dijo Hermione, empujando unas
sanguijuelas hacia el fondo del caldero—. O quizá pueda disfrazarse,
hacerse pasar por una armadura o algo así. He leído algo sobre fantasmas
camaleónicos…
—Lees demasiado, Hermione —le dijo Ron, echando crisopos encima
de las sanguijuelas. Arrugó la bolsa vacía de los crisopos y miró a Harry—.
Así que fue Dobby el que no nos dejó coger el tren y el que te rompió el
brazo… —Movió la cabeza—. ¿Sabes qué, Harry? Si no deja de intentar
salvarte la vida, te va a matar.
La noticia de que habían atacado a Colin Creevey y de que éste yacía como
muerto en la enfermería se extendió por todo el colegio durante la mañana
del lunes. El ambiente se llenó de rumores y sospechas. Los de primer curso
se desplazaban por el castillo en grupos muy compactos, como si temieran
que los atacaran si iban solos.
Ginny Weasley, que se sentaba junto a Colin Creevey en la clase de
Encantamientos, estaba consternada, pero a Harry le parecía que Fred y
George se equivocaban en la manera de animarla. Se turnaban para
esconderse detrás de las estatuas, disfrazados con una piel, y asustarla
cuando pasaba. Pero tuvieron que parar cuando Percy se hartó y les dijo que
iba a escribir a su madre para contarle que por su culpa Ginny tenía
pesadillas.
Mientras tanto, a escondidas de los profesores, se desarrollaba en el
colegio un mercado de talismanes, amuletos y otros chismes protectores.
Neville Longbottom había comprado una gran cebolla verde, cuyo olor
decían que alejaba el mal, un cristal púrpura acabado en punta y una cola
podrida de tritón antes de que los demás chicos de Gryffindor le explicaran
que él no corría peligro, porque tenía la sangre limpia y por tanto no era
probable que lo atacaran.
—Fueron primero por Filch —dijo Neville, con el miedo escrito en su
cara redonda—, y todo el mundo sabe que yo soy casi un squib.
Durante la segunda semana de diciembre, la profesora McGonagall pasó,
como de costumbre, a recoger los nombres de los que se quedarían en el
colegio en Navidades. Harry, Ron y Hermione firmaron en la lista; habían
oído que Malfoy se quedaba, lo cual les pareció muy sospechoso. Las
vacaciones serían un momento perfecto para utilizar la poción multijugos e
intentar sonsacarle una confesión.
Por desgracia, la poción estaba a medio acabar. Aún necesitaban el
cuerno de bicornio y la piel de serpiente arbórea africana, y el único lugar
del que podrían sacarlos era el armario privado de Snape. A Harry le
parecía que preferiría enfrentarse al monstruo legendario de Slytherin a
tener que soportar las iras de Snape si lo pillaba robándole en el despacho.
—Lo que tenemos que hacer —dijo animadamente Hermione, cuando
se acercaba la doble clase de Pociones de la tarde del jueves— es distraerle
con algo. Entonces uno de nosotros podrá entrar en el despacho de Snape y
coger lo que necesitamos. —Harry y Ron la miraron nerviosos—. Creo que
es mejor que me encargue yo misma del robo —continuó Hermione, como
si tal cosa—. A vosotros dos os expulsarían si os pillaran en otra, mientras
que yo tengo el expediente limpio. Así que no tenéis más que originar un
tumulto lo suficientemente importante para mantener ocupado a Snape unos
cinco minutos.
Harry sonrió tímidamente. Provocar un tumulto en la clase de Pociones
de Snape era tan arriesgado como pegarle un puñetazo en el ojo a un dragón
dormido.
Las clases de Pociones se impartían en una de las mazmorras más
espaciosas. Aquella tarde de jueves, la clase se desarrollaba como siempre.
Veinte calderos humeaban entre los pupitres de madera, en los que
descansaban balanzas de latón y jarras con los ingredientes. Snape rondaba
por entre los fuegos, haciendo comentarios envenenados sobre el trabajo de
los de Gryffindor, mientras los de Slytherin se reían a cada crítica. Draco
Malfoy, que era el alumno favorito de Snape, hacía burla con los ojos a Ron
y Harry, que sabían que si le contestaban tardarían en ser castigados menos
de lo que se tarda en decir «injusto».
A Harry la pócima infladora le salía demasiado líquida, pero en aquel
momento le preocupaban otras cosas más importantes. Aguardaba una seña
de Hermione, y apenas prestó atención cuando Snape se detuvo a mirar con
desprecio su poción aguada. Cuando Snape se volvió y se fue a ridiculizar a
Neville, Hermione captó la mirada de Harry, y le hizo con la cabeza un
gesto afirmativo.
Harry se agachó rápidamente y se escondió detrás de su caldero, se sacó
de un bolsillo una de las bengalas del doctor Filibuster que tenía Fred, y le
dio un golpe con la varita. La bengala se puso a silbar y echar chispas.
Sabiendo que sólo contaba con unos segundos, Harry se levantó, apuntó y
la lanzó al aire. La bengala aterrizó dentro del caldero de Goyle.
La poción de Goyle estalló, rociando a toda la clase. Los alumnos
chillaban cuando los alcanzaba la pócima infladora. A Malfoy le salpicó en
toda la cara, y la nariz se le empezó a hinchar como un balón; Goyle andaba
a ciegas tapándose los ojos con las manos, que se le pusieron del tamaño de
platos soperos, mientras Snape trataba de restablecer la calma y de entender
qué había sucedido. Harry vio a Hermione aprovechar la confusión para
salir discretamente por la puerta.
—¡Silencio! ¡SILENCIO! —gritaba Snape—. Los que hayan sido
salpicados por la poción, que vengan aquí para ser curados. Y cuando
averigüe quién ha hecho esto…
Harry intentó contener la risa cuando vio a Malfoy apresurarse hacia la
mesa del profesor, con la cabeza caída a causa del peso de la nariz, que
había llegado a alcanzar el tamaño de un pequeño melón. Mientras la mitad
de la clase se apiñaba en torno a la mesa de Snape, unos quejándose de sus
brazos del tamaño de grandes garrotes, y otros sin poder hablar debido a la
hinchazón de sus labios, Harry vio que Hermione volvía a entrar en la
mazmorra, con un bulto debajo de la túnica.
Cuando todo el mundo se hubo tomado un trago de antídoto y las
diversas hinchazones remitieron, Snape se fue hasta el caldero de Goyle y
extrajo los restos negros y retorcidos de la bengala. Se produjo un silencio
repentino.
—Si averiguo quién ha arrojado esto —susurró Snape—, me aseguraré
de que lo expulsen.
Harry puso una cara que esperaba que fuera de perplejidad. Snape lo
miraba a él, y la campana que sonó al cabo de diez minutos no pudo ser
mejor bienvenida.
—Sabe que fui yo —dijo Harry a Ron y Hermione, mientras iban
deprisa a los aseos de Myrtle la Llorona—. Podría jurarlo.
Hermione echó al caldero los nuevos ingredientes y removió con brío.
—Estará lista dentro de dos semanas —dijo contenta.
—Snape no tiene ninguna prueba de que hayas sido tú —dijo Ron a
Harry, tranquilizándolo—. ¿Qué puede hacer?
—Conociendo a Snape, algo terrible —dijo Harry, mientras la poción
levantaba borbotones y espuma.
Una semana más tarde, Harry, Ron y Hermione cruzaban el vestíbulo
cuando vieron a un puñado de gente que se agolpaba delante del tablón de
anuncios para leer un pergamino que acababan de colgar. Seamus Finnigan
y Dean Thomas les hacían señas, entusiasmados.
—¡Van a abrir un club de duelo! —dijo Seamus—. ¡La primera sesión
será esta noche! No me importaría recibir unas clases de duelo, podrían ser
útiles en estos días…
—¿Por qué? ¿Acaso piensas que se va a batir el monstruo de Slytherin?
—preguntó Ron, pero lo cierto es que también él leía con interés el cartel.
—Podría ser útil —les dijo a Harry y Hermione cuando se dirigían a
cenar—. ¿Vamos?
Harry y Hermione se mostraron completamente a favor, así que aquella
noche, a las ocho, se dirigieron deprisa al Gran Comedor. Las grandes
mesas de comedor habían desaparecido, y adosada a lo largo de una de las
paredes había una tarima dorada, iluminada por miles de velas que flotaban
en el aire. El techo volvía a ser negro, y la mayor parte de los alumnos
parecían haberse reunido debajo de él, portando sus varitas mágicas y
aparentemente entusiasmados.
—Me pregunto quién nos enseñará —dijo Hermione, mientras se
internaban en la alborotada multitud—. Alguien me ha dicho que Flitwick
fue campeón de duelo cuando era joven, quizá sea él.
—Con tal de que no sea… —Harry empezó una frase que terminó en un
gemido: Gilderoy Lockhart se encaminaba a la tarima, resplandeciente en
su túnica color ciruela oscuro, y lo acompañaba nada menos que Snape, con
su usual túnica negra.
Lockhart rogó silencio con un gesto del brazo y dijo:
—¡Venid aquí, acercaos! ¿Me ve todo el mundo? ¿Me oís todos?
¡Estupendo! El profesor Dumbledore me ha concedido permiso para abrir
este modesto club de duelo, con la intención de prepararos a todos vosotros
por si algún día necesitáis defenderos tal como me ha pasado a mí en
incontables ocasiones (para más detalles, consultad mis obras).
»Permitidme que os presente a mi ayudante, el profesor Snape —dijo
Lockhart, con una amplia sonrisa—. Él dice que sabe un poquito sobre el
arte de batirse, y ha accedido desinteresadamente a ayudarme en una
pequeña demostración antes de empezar. Pero no quiero que os preocupéis
los más jóvenes: no os quedaréis sin profesor de Pociones después de esta
demostración, ¡no temáis!
—¿No estaría bien que se mataran el uno al otro? —susurró Ron a
Harry al oído.
En el labio superior de Snape se apreciaba una especie de mueca de
desprecio. Harry se preguntaba por qué Lockhart continuaba sonriendo; si
Snape lo hubiera mirado como miraba a Lockhart, habría huido a todo
correr en la dirección opuesta.
Lockhart y Snape se encararon y se hicieron una reverencia. O, por lo
menos, la hizo Lockhart, con mucha floritura de la mano, mientras Snape
movía la cabeza de mal humor. Luego alzaron sus varitas mágicas frente a
ellos, como si fueran espadas.
—Como veis, sostenemos nuestras varitas en la posición de combate
convencional —explicó Lockhart a la silenciosa multitud—. Cuando cuente
tres, haremos nuestro primer embrujo. Pero claro está que ninguno de los
dos tiene intención de matar.
—Yo no estaría tan seguro —susurró Harry, viendo a Snape enseñar los
dientes.
—Una…, dos… y tres.
Ambos alzaron las varitas y las dirigieron a los hombros del
contrincante. Snape gritó:
—¡Expelliarmus!
Resplandeció un destello de luz roja, y Lockhart despegó en el aire,
voló hacia atrás, salió de la tarima, pegó contra el muro y cayó resbalando
por él hasta quedar tendido en el suelo.
Malfoy y algunos otros de Slytherin vitorearon. Hermione se puso de
puntillas.
—¿Creéis que estará bien? —chilló por entre los dedos con que se
tapaba la cara.
—¿A quién le preocupa? —dijeron Harry y Ron al mismo tiempo.
Lockhart se puso de pie con esfuerzo. Se le había caído el sombrero y su
pelo ondulado se le había puesto de punta.
—¡Bueno, ya lo habéis visto! —dijo, tambaleándose al volver a la
tarima—. Eso ha sido un encantamiento de desarme; como podéis ver, he
perdido la varita… ¡Ah, gracias, señorita Brown! Sí, profesor Snape, ha
sido una excelente idea enseñarlo a los alumnos, pero si no le importa que
se lo diga, era muy evidente que iba a atacar de esa manera. Si hubiera
querido impedírselo, me habría resultado muy fácil. Pero pensé que sería
instructivo dejarles que vieran…
Snape parecía dispuesto a matarlo, y quizá Lockhart lo notara, porque
dijo:
—¡Basta de demostración! Vamos a colocaros por parejas. Profesor
Snape, si es tan amable de ayudarme…
Se metieron entre la multitud a formar parejas. Lockhart puso a Neville
con Justin Finch-Fletchley, pero Snape llegó primero hasta donde estaban
Ron y Harry.
—Ya es hora de separar a este equipo ideal, creo —dijo con expresión
desdeñosa—. Weasley, puedes emparejarte con Finnigan. Potter…
Harry se acercó automáticamente a Hermione.
—Me parece que no —dijo Snape, sonriendo con frialdad—. Señor
Malfoy, aquí. Veamos qué puedes hacer con el famoso Potter. La señorita
Granger que se ponga con Bulstrode.
Malfoy se acercó pavoneándose y sonriendo. Detrás de él iba una chica
de Slytherin que le recordó a Harry una foto que había visto en Vacaciones
con las brujas. Era alta y robusta, y su poderosa mandíbula sobresalía
agresivamente. Hermione la saludó con una débil sonrisa que la otra no le
devolvió.
—¡Poneos frente a vuestros contrincantes —dijo Lockhart, de nuevo
sobre la tarima—, y haced una inclinación!
Harry y Malfoy apenas bajaron la cabeza, mirándose fijamente.
—¡Varitas listas! —gritó Lockhart—. Cuando cuente hasta tres,
ejecutad vuestros hechizos para desarmar al oponente. Sólo para
desarmarlo; no queremos que haya ningún accidente. Una, dos y… tres.
Harry apuntó la varita hacia los hombros de Malfoy, pero éste ya había
empezado a la de dos. Su conjuro le hizo el mismo efecto que si le hubieran
golpeado en la cabeza con una sartén. Harry se tambaleó pero aguantó, y sin
perder tiempo, dirigió contra Malfoy su varita, diciendo:
—¡Rictusempra!
Un chorro de luz plateada alcanzó a Malfoy en el estómago, y el chico
se retorció, respirando con dificultad.
—¡He dicho sólo desarmarse! —gritó Lockhart a la combativa multitud
cuando Malfoy cayó de rodillas; Harry lo había atacado con un
encantamiento de cosquillas, y apenas se podía mover de la risa. Harry no
volvió a atacar, porque le parecía que no era deportivo hacerle a Malfoy
más encantamientos mientras estaba en el suelo, pero fue un error. Tomando
aire, Malfoy apuntó la varita a las rodillas de Harry, y dijo con voz ahogada:
—¡Tarantallegra!
Un segundo después, a Harry las piernas se le empezaron a mover a
saltos, fuera de control, como si bailaran un baile velocísimo.
—¡Alto!, ¡alto! —gritó Lockhart, pero Snape se hizo cargo de la
situación.
—¡Finite incantatem! —gritó. Los pies de Harry dejaron de bailar,
Malfoy dejó de reír y ambos pudieron levantar la vista.
Una niebla de humo verdoso se cernía sobre la sala. Tanto Neville como
Justin estaban tendidos en el suelo, jadeando; Ron sostenía a Seamus, que
estaba lívido, y le pedía disculpas por los efectos de su varita rota; pero
Hermione y Millicent Bulstrode no se habían detenido: Millicent tenía a
Hermione agarrada del cuello y la hacía gemir de dolor. Las varitas de las
dos estaban en el suelo. Harry se acercó de un salto y apartó a Millicent.
Fue difícil, porque era mucho más robusta que él.
—Muchachos, muchachos… —decía Lockhart, pasando por entre los
estudiantes, examinando las consecuencias de los duelos—. Levántate,
Macmillan…, con cuidado, señorita Fawcett…, pellízcalo con fuerza, Boot,
y dejará de sangrar enseguida…
»Creo que será mejor que os enseñe a interceptar los hechizos
indeseados —dijo Lockhart, que se había quedado quieto, con aire azorado,
en medio del comedor. Miró a Snape y al ver que le brillaban los ojos,
apartó la vista de inmediato—. Necesito un par de voluntarios…
Longbottom y Finch-Fletchley, ¿qué tal vosotros?
—Mala idea, profesor Lockhart —dijo Snape, deslizándose como un
murciélago grande y malévolo—. Longbottom provoca catástrofes con los
hechizos más simples, tendríamos que enviar a Finch-Fletchley a la
enfermería en una caja de cerillas. —La cara sonrosada de Neville se puso
de un rosa aún más intenso—. ¿Qué tal Malfoy y Potter? —dijo Snape con
una sonrisa malvada.
—¡Excelente idea! —dijo Lockhart, haciéndoles un gesto para que se
acercaran al centro del Salón, al mismo tiempo que la multitud se apartaba
para dejarles sitio—. Veamos, Harry —dijo Lockhart—, cuando Draco te
apunte con la varita, tienes que hacer esto.
Levantó la varita, intentó un complicado movimiento, y se le cayó al
suelo. Snape sonrió y Lockhart se apresuró a recogerla, diciendo:
—¡Vaya, mi varita está un poco nerviosa!
Snape se acercó a Malfoy, se inclinó y le susurró algo al oído. Malfoy
también sonrió. Harry miró asustado a Lockhart y le dijo:
—Profesor, ¿me podría explicar de nuevo cómo se hace eso de
interceptar?
—¿Asustado? —murmuró Malfoy, de forma que Lockhart no pudiera
oírle.
—Eso quisieras tú —le dijo Harry torciendo la boca.
Lockhart dio una palmada amistosa a Harry en el hombro.
—¡Simplemente, hazlo como yo, Harry!
—¿El qué?, ¿dejar caer la varita?
Pero Lockhart no le escuchaba.
—Tres, dos, uno, ¡ya! —gritó.
Malfoy levantó rápidamente la varita y bramó:
—¡Serpensortia!
Hubo un estallido en el extremo de su varita. Harry vio, aterrorizado,
que de ella salía una larga serpiente negra, caía al suelo entre los dos y se
erguía, lista para atacar. Todos se echaron atrás gritando y despejaron el
lugar en un segundo.
—No te muevas, Potter —dijo Snape sin hacer nada, disfrutando
claramente de la visión de Harry, que se había quedado inmóvil, mirando a
los ojos a la furiosa serpiente—. Me encargaré de ella…
—¡Permitidme! —gritó Lockhart. Blandió su varita apuntando a la
serpiente y se oyó un disparo: la serpiente, en vez de desvanecerse, se elevó
en el aire unos tres metros y volvió a caer al suelo con un chasquido.
Furiosa, silbando de enojo, se deslizó derecha hacia Finch-Fletchley y se
irguió de nuevo, enseñando los colmillos venenosos.
Harry no supo por qué lo hizo, ni siquiera fue consciente de ello. Sólo
percibió que las piernas lo impulsaban hacia delante como si fuera sobre
ruedas y que gritaba absurdamente a la serpiente: «¡Déjale!» Y milagrosa e
inexplicablemente, la serpiente bajó al suelo, tan inofensiva como una
gruesa manguera negra de jardín, y volvió los ojos a Harry. A éste se le
pasó el miedo. Sabía que la serpiente ya no atacaría a nadie, aunque no
habría podido explicar por qué lo sabía.
Sonriendo, miró a Justin, esperando verlo aliviado, o confuso, o
agradecido, pero ciertamente no enojado y asustado.
—¿A qué crees que jugamos? —gritó, y antes de que Harry pudiera
contestar, se había dado la vuelta y abandonaba el salón.
Snape se acercó, blandió la varita y la serpiente desapareció en una
pequeña nube de humo negro. También Snape miraba a Harry de una
manera rara; era una mirada astuta y calculadora que a Harry no le gustó.
Fue vagamente consciente de que a su alrededor se oían unos inquietantes
murmullos. A continuación, sintió que alguien le tiraba de la túnica por
detrás.
—Vamos —le dijo Ron al oído—. Vamos…
Ron lo sacó del salón, y Hermione fue con ellos. Al atravesar las
puertas, los estudiantes se apartaban como si les diera miedo contagiarse.
Harry no tenía ni idea de lo que pasaba, y ni Ron ni Hermione le explicaron
nada hasta llegar a la sala común de Gryffindor, que estaba vacía. Entonces
Ron sentó a Harry en una butaca y le dijo:
—Hablas pársel. ¿Por qué no nos lo habías dicho?
—¿Que hablo qué? —dijo Harry.
—¡Pársel! —dijo Ron—. ¡Puedes hablar con las serpientes!
—Lo sé —dijo Harry—. Quiero decir, que ésta es la segunda vez que lo
hago. Una vez, accidentalmente, le eché una boa constrictor a mi primo
Dudley en el zoo… Es una larga historia… pero ella me estaba diciendo
que no había estado nunca en Brasil, y yo la liberé sin proponérmelo. Fue
antes de saber que era un mago…
—¿Entendiste que una boa constrictor te decía que no había estado
nunca en Brasil? —repitió Ron con voz débil.
—¿Y qué? —preguntó Harry—. Apuesto a que pueden hacerlo
montones de personas.
—Desde luego que no —dijo Ron—. No es un don muy frecuente.
Harry, eso no es bueno.
—¿Que no es bueno? —dijo Harry, comenzando a enfadarse—. ¿Qué le
pasa a todo el mundo? Mira, si no le hubiera dicho a esa serpiente que no
atacara a Justin…
—¿Eso es lo que le dijiste?
—¿Qué pasa? Tú estabas allí… Tú me oíste.
—Hablaste en lengua pársel —le dijo Ron—, la lengua de las
serpientes. Podías haber dicho cualquier cosa. No te sorprenda que Justin se
asustara, parecía como si estuvieras incitando a la serpiente, o algo así. Fue
escalofriante.
Harry se quedó con la boca abierta.
—¿Hablé en otra lengua? Pero no comprendo… ¿Cómo puedo hablar
en una lengua sin saber que la conozco?
Ron negó con la cabeza. Por la cara que ponían tanto él como
Hermione, parecía como si acabara de morir alguien. Harry no alcanzaba a
comprender qué era tan terrible.
—¿Me quieres decir qué hay de malo en impedir que una serpiente
grande y asquerosa arranque a Justin la cabeza de un mordisco? —preguntó
—. ¿Qué importa cómo lo hice si evité que Justin tuviera que ingresar en el
Club de Cazadores Sin Cabeza?
—Sí importa —dijo Hermione, hablando por fin, en un susurro—,
porque Salazar Slytherin era famoso por su capacidad de hablar con las
serpientes. Por eso el símbolo de la casa de Slytherin es una serpiente.
Harry se quedó boquiabierto.
—Exactamente —dijo Ron—. Y ahora todo el colegio va a pensar que
tú eres su tatara-tatara-tatara-tataranieto o algo así.
—Pero no lo soy —dijo Harry, sintiendo un inexplicable terror.
—Te costará mucho demostrarlo —dijo Hermione—. Él vivió hace unos
mil años, así que bien podrías serlo.
Aquella noche, Harry pasó varias horas despierto. Por una abertura en las
colgaduras de su cama, veía que la nieve comenzaba a amontonarse al otro
lado de la ventana de la torre, y meditaba.
¿Era posible que fuera un descendiente de Salazar Slytherin? Al fin y al
cabo, no sabía nada sobre la familia de su padre. Los Dursley nunca le
habían permitido hacerles preguntas sobre sus familiares magos.
En voz baja, trató de decir algo en lengua pársel, pero no encontró las
palabras. Parecía que era requisito imprescindible estar delante de una
serpiente.
«Pero estoy en Gryffindor —pensó Harry—. El Sombrero
Seleccionador no me habría puesto en esta casa si tuviera sangre de
Slytherin…»
«¡Ah! —dijo en su cerebro una voz horrible—, pero el Sombrero
Seleccionador te quería enviar a Slytherin, ¿lo recuerdas?»
Harry se volvió. Al día siguiente vería a Justin en clase de Herbología y
le explicaría que le había pedido a la serpiente que se apartara de él, no que
lo atacara, algo (pensó enfadado, dando puñetazos a la almohada) de lo que
cualquier idiota se habría dado cuenta.
A la mañana siguiente, sin embargo, la nevada que había empezado a caer
por la noche se había transformado en una tormenta de nieve tan recia que
se suspendió la última clase de Herbología del trimestre. La profesora
Sprout quiso tapar las mandrágoras con pañuelos y calcetines, una
operación delicada que no habría confiado a nadie más, puesto que el
crecimiento de las mandrágoras se había convertido en algo tan importante
para revivir a la Señora Norris y a Colin Creevey.
Harry le daba vueltas a aquello, sentado junto a la chimenea, en la sala
común de Gryffindor, mientras Ron y Hermione aprovechaban el hueco
dejado por la clase de Herbología para echar una partida al ajedrez mágico.
—¡Por Dios, Harry! —dijo Hermione, exasperada, mientras uno de los
alfiles de Ron tiraba al suelo al caballero de uno de sus caballos y lo sacaba
a rastras del tablero—. Si es tan importante para ti, ve a buscar a Justin.
De forma que Harry se levantó y salió por el retrato, preguntándose
dónde estaría Justin.
El castillo estaba más oscuro de lo normal en pleno día, a causa de la
nieve espesa y gris que se arremolinaba en todas las ventanas. Tiritando,
Harry pasó por las aulas en que estaban haciendo clase, vislumbrando
algunas escenas de lo que ocurría dentro. La profesora McGonagall gritaba
a un alumno que, a juzgar por lo que se oía, había convertido a su
compañero en un tejón. Aguantándose las ganas de echar un vistazo, Harry
siguió su camino, pensando que Justin podría estar aprovechando su hora
libre para hacer alguna tarea pendiente, y decidió mirar antes que nada en la
biblioteca.
Efectivamente, algunos de los de Hufflepuff que tenían clase de
Herbología estaban en la parte de atrás de la biblioteca, pero no parecía que
estudiasen. Entre las largas filas de estantes, Harry podía verlos con las
cabezas casi pegadas unos a otros, en lo que parecía una absorbente
conversación. No podía distinguir si entre ellos se encontraba Justin. Se les
estaba acercando cuando consiguió entender algo de lo que decían, y se
detuvo a escuchar, oculto tras la sección de «Invisibilidad».
—Así que —decía un muchacho corpulento— le dije a Justin que se
ocultara en nuestro dormitorio. Quiero decir que si Potter lo ha señalado
como su próxima víctima, es mejor que se deje ver poco durante una
temporada. Por supuesto, Justin se temía que algo así pudiera ocurrir desde
que se le escapó decirle a Potter que era de familia muggle. Lo que Justin le
dijo exactamente es que le habían reservado plaza en Eton. No es el mejor
comentario que se le puede hacer al heredero de Slytherin, ¿verdad?
—¿Entonces estás convencido de que es Potter, Ernie? —preguntó
asustada una chica rubia con coletas.
—Hannah —le dijo solemnemente el chico robusto—, sabe hablar
pársel. Todo el mundo sabe que ésa es la marca de un mago tenebroso.
¿Sabes de alguien honrado que pueda hablar con las serpientes? Al mismo
Slytherin lo llamaban «lengua de serpiente».
Esto provocó densos murmullos. Ernie prosiguió:
—¿Recordáis lo que apareció escrito en la pared? «Temed, enemigos
del heredero.» Potter estaba enemistado con Filch. A continuación, el gato
de Filch resulta agredido. Ese chaval de primero, Creevey, molestó a Potter
en el partido de quidditch, sacándole fotos mientras estaba tendido en el
barro. Y entonces aparece Creevey petrificado.
—Pero —repuso Hannah, vacilando— parece tan majo… y, bueno, fue
él quien hizo desaparecer a Quien-vosotros-sabéis. No puede ser tan malo,
¿no creéis?
Ernie bajó la voz para adoptar un tono misterioso. Los de Hufflepuff se
inclinaron y se juntaron más unos a otros, y Harry tuvo que acercarse más
para oír las palabras de Ernie.
—Nadie sabe cómo pudo sobrevivir al ataque de Quien-vosotros-sabéis.
Quiero decir que era tan sólo un niño cuando ocurrió, y tendría que haber
saltado en pedazos. Sólo un mago tenebroso con mucho poder podría
sobrevivir a una maldición como ésa. —Bajó la voz hasta que no fue más
que un susurro, y prosiguió—: Por eso seguramente es por lo que Quienvosotros-sabéis quería matarlo antes que a nadie. No quería tener a otro
Señor Tenebroso que le hiciera la competencia. Me pregunto qué otros
poderes oculta Potter.
Harry no pudo aguantar más y salió de detrás de la estantería,
carraspeando sonoramente. De no estar tan enojado, le habría parecido
divertida la forma en que lo recibieron: todos parecían petrificados por su
sola visión, y Ernie se puso pálido.
—Hola —dijo Harry—. Busco a Justin Finch-Fletchley.
Los peores temores de los de Hufflepuff se vieron así confirmados.
Todos miraron atemorizados a Ernie.
—¿Para qué lo buscas? —le preguntó Ernie, con voz trémula.
—Quería explicarle lo que sucedió realmente con la serpiente en el club
de duelo —dijo Harry.
Ernie se mordió los labios y luego, respirando hondo, dijo:
—Todos estábamos allí. Vimos lo que sucedió.
—Entonces te darías cuenta de que, después de lo que le dije, la
serpiente retrocedió —le dijo Harry.
—Yo sólo me di cuenta —dijo Ernie tozudamente, aunque temblaba al
hablar— de que hablaste en lengua pársel y le echaste la serpiente a Justin.
—¡Yo no se la eché! —dijo Harry, con la voz temblorosa por el enojo
—. ¡Ni siquiera lo tocó!
—Le anduvo muy cerca —dijo Ernie—. Y por si te entran dudas —
añadió apresuradamente—, he de decirte que puedes rastrear mis
antepasados hasta nueve generaciones de brujas y brujos y no encontrarás
una gota de sangre muggle, así que…
—¡No me preocupa qué tipo de sangre tengas! —dijo Harry con dureza
—. ¿Por qué tendría que atacar a los de familia muggle?
—He oído que odias a esos muggles con los que vives —dijo Ernie
apresuradamente.
—No es posible vivir con los Dursley sin odiarlos —dijo Harry—. Me
gustaría que lo intentaras.
Dio media vuelta y salió de la biblioteca, provocando una mirada
reprobatoria de la señora Pince, que estaba sacando brillo a la cubierta
dorada de un gran libro de hechizos. Furioso como estaba, iba dando
traspiés por el corredor, sin ser consciente de adónde iba. Y al fin se dio de
bruces contra una mole grande y dura que lo tiró al suelo de espaldas.
—¡Ah, hola, Hagrid! —dijo Harry, levantando la vista.
Aunque llevaba la cara completamente tapada por un pasamontañas de
lana cubierto de nieve, no podía tratarse de nadie más que Hagrid, pues
ocupaba casi todo el ancho del corredor con su abrigo de piel de topo. En
una de sus grandes manos enguantadas llevaba un gallo muerto.
—¿Va todo bien, Harry? —preguntó Hagrid, quitándose el
pasamontañas para poder hablar—. ¿Por qué no estás en clase?
—La han suspendido —contestó Harry, levantándose—. ¿Y tú, qué
haces aquí?
Hagrid levantó el gallo sin vida.
—El segundo que matan este trimestre —explicó—. O son zorros o
chupasangres, y necesito el permiso del director para poner un
encantamiento alrededor del gallinero.
Miró a Harry más de cerca por debajo de sus cejas espesas, cubiertas de
nieve.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? Pareces preocupado y
alterado.
Harry no pudo repetir lo que decían de él Ernie y el resto de los de
Hufflepuff.
—No es nada —repuso—. Mejor será que me vaya, Hagrid, después
tengo Transformaciones y debo recoger los libros.
Se fue con la mente cargada con todo lo que había dicho Ernie sobre él:
«Justin se temía que algo así pudiera ocurrir desde que se le escapó
decirle a Potter que era de familia muggle…»
Harry subió las escaleras y volvió por otro corredor. Estaba mucho más
oscuro, porque el viento fuerte y helado que penetraba por el cristal flojo de
una ventana había apagado las antorchas. Iba por la mitad del corredor
cuando tropezó y cayó de cabeza contra algo que había en el suelo.
Se volvió y afinó la vista para ver qué era aquello sobre lo que había
caído, y sintió que el mundo le venía encima.
Sobre el suelo, rígido y frío, con una mirada de horror en el rostro y los
ojos en blanco vueltos hacia el techo, yacía Justin Finch-Fletchley. Y eso no
era todo. A su lado había otra figura, componiendo la visión más extraña
que Harry hubiera contemplado nunca.
Se trataba de Nick Casi Decapitado, que no era ya transparente ni de
color blanco perlado, sino negro y neblinoso, y flotaba inmóvil, en posición
horizontal, a un palmo del suelo. La cabeza estaba medio colgando, y en la
cara tenía una expresión de horror idéntica a la de Justin.
Harry se puso de pie, con la respiración acelerada y el corazón
ejecutando contra sus costillas lo que parecía un redoble de tambor. Miró
enloquecido arriba y abajo del corredor desierto y vio una hilera de arañas
huyendo de los cuerpos a todo correr. Lo único que se oía eran las voces
amortiguadas de los profesores que daban clase a ambos lados.
Podía salir corriendo, y nadie se enteraría de que había estado allí. Pero
no podía dejarlos de aquella manera…, tenía que hacer algo por ellos.
¿Habría alguien que creyera que él no había tenido nada que ver?
Aún estaba allí, aterrorizado, cuando se abrió de golpe la puerta que
tenía a su derecha. Peeves el poltergeist surgió de ella a toda velocidad.
—¡Vaya, si es Potter pipí en el pote! —cacareó Peeves, ladeándole las
gafas de un golpe al pasar a su lado dando saltos—. ¿Qué trama Potter?
¿Por qué acecha?
Peeves se detuvo a media voltereta. Boca abajo, vio a Justin y Nick Casi
Decapitado. Cayó de pie, llenó los pulmones y, antes de que Harry pudiera
impedirlo, gritó:
—¡AGRESIÓN! ¡AGRESIÓN! ¡OTRA AGRESIÓN! ¡NINGÚN MORTAL NI FANTASMA
ESTÁ A SALVO! ¡SÁLVESE QUIEN PUEDA! ¡AGREESIÓÓÓÓN!
Pataplún, patapán, pataplún: una puerta tras otra, se fueron abriendo
todas las que había en el corredor, y la gente empezó a salir. Durante varios
minutos, hubo tal jaleo que por poco no aplastan a Justin y atraviesan el
cuerpo de Nick Casi Decapitado.
Los alumnos acorralaron a Harry contra la pared hasta que los
profesores pidieron calma. La profesora McGonagall llegó corriendo,
seguida por sus alumnos, uno de los cuales aún tenía el pelo a rayas blancas
y negras. La profesora utilizó la varita mágica para provocar una sonora
explosión que restaurase el silencio y ordenó a todos que volvieran a las
aulas. Cuando el lugar se hubo despejado un poco, llegó corriendo Ernie, el
de Hufflepuff.
—¡Te han cogido con las manos en la masa! —gritó Ernie, con la cara
completamente blanca, señalando con el dedo a Harry.
—¡Ya vale, Macmillan! —dijo con severidad la profesora McGonagall.
Peeves se meneaba por encima del grupo con una malvada sonrisa,
escrutando la escena; le encantaba el follón. Mientras los profesores se
inclinaban sobre Justin y Nick Casi Decapitado, examinándolos, Peeves
rompió a cantar:
—¡Oh, Potter, eres un zote, estás podrido, te cargas a los estudiantes, y
te parece divertido!
—¡Ya basta, Peeves! —gritó la profesora McGonagall, y Peeves escapó
por el corredor, sacándole la lengua a Harry.
Los profesores Flitwick y Sinistra, del departamento de Astronomía,
fueron los encargados de llevar a Justin a la enfermería, pero nadie parecía
saber qué hacer con Nick Casi Decapitado. Al final, la profesora
McGonagall hizo aparecer de la nada un gran abanico, y se lo dio a Ernie
con instrucciones de subir a Nick Casi Decapitado por las escaleras. Ernie
obedeció, abanicando a Nick por el corredor para llevárselo por el aire
como si se tratara de un aerodeslizador silencioso y negro. De esa forma,
Harry y la profesora McGonagall se quedaron a solas.
—Por aquí, Potter —indicó ella.
—Profesora —le dijo Harry enseguida—, le juro que yo no…
—Eso se escapa de mi competencia, Potter —dijo de manera cortante la
profesora McGonagall.
Caminaron en silencio, doblaron una esquina, y ella se paró ante una
gárgola de piedra grande y extremadamente fea.
—¡Sorbete de limón! —dijo la profesora.
Se trataba, evidentemente, de una contraseña, porque de repente la
gárgola revivió y se hizo a un lado, al tiempo que la pared que había detrás
se abría en dos. Incluso aterrorizado como estaba por lo que le esperaba,
Harry no pudo dejar de sorprenderse. Detrás del muro había una escalera de
caracol que subía lentamente hacia arriba, como si fuera mecánica. Al
subirse él y la profesora McGonagall, la pared volvió a cerrarse tras ellos
con un golpe sordo. Subieron más y más dando vueltas, hasta que al fin,
ligeramente mareado, Harry vio ante él una reluciente puerta de roble, con
una aldaba de bronce en forma de grifo, el animal mitológico con cuerpo de
león y cabeza de águila.
Entonces supo adónde lo llevaba. Aquello debía de ser la vivienda de
Dumbledore.
CAPÍTULO 12
La poción multijugos
D
la escalera de piedra y la profesora McGonagall llamó a la
puerta. Ésta se abrió silenciosamente y entraron. La profesora
McGonagall pidió a Harry que esperara y lo dejó solo.
Harry miró a su alrededor. Una cosa era segura: de todos los despachos
de profesores que había visitado aquel año, el de Dumbledore era, con
mucho, el más interesante. Si no hubiera tenido tanto miedo a ser expulsado
del colegio, habría disfrutado observando todo aquello.
Era una sala circular, grande y hermosa, en la que se oía multitud de
leves y curiosos sonidos. Sobre las mesas de patas largas y finísimas había
chismes muy extraños que hacían ruiditos y echaban pequeñas bocanadas
de humo. Las paredes aparecían cubiertas de retratos de antiguos directores,
hombres y mujeres, que dormitaban encerrados en los marcos. Había
también un gran escritorio con pies en forma de zarpas, y detrás de él, en un
estante, un sombrero de mago ajado y roto: era el Sombrero Seleccionador.
EJARON
Harry dudó. Echó un cauteloso vistazo a los magos y brujas que había
en las paredes. Seguramente no haría ningún mal poniéndoselo de nuevo.
Sólo para ver si…, sólo para asegurarse de que lo había colocado en la casa
correcta.
Se acercó sigilosamente al escritorio, cogió el sombrero del estante y se
lo puso despacio en la cabeza. Era demasiado grande y se le caía sobre los
ojos, igual que en la anterior ocasión en que se lo había puesto. Harry
esperó pero no pasó nada. Luego, una sutil voz le dijo al oído:
—¿No te lo puedes quitar de la cabeza, eh, Harry Potter?
—Mmm, no —respondió Harry—. Esto…, lamento molestarte, pero
quería preguntarte…
—Te has estado preguntando si yo te había mandado a la casa acertada
—dijo acertadamente el sombrero—. Sí…, tú fuiste bastante difícil de
colocar. Pero mantengo lo que dije… aunque —Harry contuvo la
respiración— podrías haber ido a Slytherin.
El corazón le dio un vuelco. Cogió el sombrero por la punta y se lo
quitó. Quedó colgando de su mano, mugriento y ajado. Algo mareado, lo
dejó de nuevo en el estante.
—Te equivocas —dijo en voz alta al inmóvil y silencioso sombrero.
Éste no se movió. Harry se separó un poco, sin dejar de mirarlo. Entonces,
un ruido como de arcadas le hizo volverse completamente.
No estaba solo. Sobre una percha dorada detrás de la puerta, había un
pájaro de aspecto decrépito que parecía un pavo medio desplumado. Harry
lo miró, y el pájaro le devolvió una mirada torva, emitiendo de nuevo su
particular ruido. Parecía muy enfermo. Tenía los ojos apagados y, mientras
Harry lo miraba, se le cayeron otras dos plumas de la cola.
Estaba pensando en que lo único que le faltaba es que el pájaro de
Dumbledore se muriera mientras estaba con él a solas en el despacho,
cuando el pájaro comenzó a arder.
Harry profirió un grito de horror y retrocedió hasta el escritorio. Buscó
por si hubiera cerca un vaso con agua, pero no vio ninguno. El pájaro,
mientras tanto, se había convertido en una bola de fuego; emitió un fuerte
chillido, y un instante después no quedaba de él más que un montoncito
humeante de cenizas en el suelo.
La puerta del despacho se abrió. Entró Dumbledore, con aspecto
sombrío.
—Profesor —dijo Harry nervioso—, su pájaro…, no pude hacer
nada…, acaba de arder…
Para sorpresa de Harry, Dumbledore sonrió.
—Ya era hora —dijo—. Hace días que tenía un aspecto horroroso. Yo le
decía que se diera prisa.
Se rió de la cara atónita que ponía Harry.
—Fawkes es un fénix, Harry. Los fénix se prenden fuego cuando les
llega el momento de morir, y luego renacen de sus cenizas. Mira…
Harry dirigió la vista hacia la percha a tiempo de ver un pollito diminuto
y arrugado que asomaba la cabeza por entre las cenizas. Era igual de feo
que el antiguo.
—Es una pena que lo hayas tenido que ver el día en que ha ardido —
dijo Dumbledore, sentándose detrás del escritorio—. La mayor parte del
tiempo es realmente precioso, con sus plumas rojas y doradas. Fascinantes
criaturas, los fénix. Pueden transportar cargas muy pesadas, sus lágrimas
tienen poderes curativos y son mascotas muy fieles.
Con el susto del incendio de Fawkes, Harry se había olvidado del
motivo por el que se encontraba allí, pero lo recordó en cuanto Dumbledore
se sentó en su silla de respaldo alto, detrás del escritorio, y fijó en él sus
ojos penetrantes, de color azul claro.
Sin embargo, antes de que el director pudiera decir otra palabra, la
puerta se abrió de improviso e irrumpió Hagrid en el despacho con
expresión desesperada, el pasamontañas mal colocado sobre su pelo negro,
y el gallo muerto sujeto aún en una mano.
—¡No fue Harry, profesor Dumbledore! —dijo Hagrid deprisa—. Yo
hablaba con él segundos antes de que hallaran al muchacho, señor, él no
tuvo tiempo…
Dumbledore trató de decir algo, pero Hagrid seguía hablando, agitando
el gallo en su desesperación y esparciendo las plumas por todas partes.
—… No puede haber sido él, lo juraré ante el ministro de Magia si es
necesario…
—Hagrid, yo…
—Usted se confunde de chico, yo sé que Harry nunca…
—¡Hagrid! —dijo Dumbledore con voz potente—, yo no creo que
Harry atacara a esas personas.
—¿Ah, no? —dijo Hagrid, y el gallo dejó de balancearse a su lado—.
Bueno, en ese caso, esperaré fuera, señor director.
Y, con cierto apuro, salió del despacho.
—¿Usted no cree que fui yo, profesor? —repitió Harry esperanzado,
mientras Dumbledore limpiaba la mesa de plumas.
—No, Harry —dijo Dumbledore, aunque su rostro volvía a
ensombrecerse—. Pero aun así quiero hablar contigo.
Harry aguardó con ansia mientras Dumbledore lo miraba, juntando las
yemas de sus largos dedos.
—Quiero preguntarte, Harry, si hay algo que te gustaría contarme —
dijo con amabilidad—. Lo que sea.
Harry no supo qué decir. Pensó en Malfoy gritando: «¡Los próximos
seréis los sangre sucia!», y en la poción multijugos, que hervía a fuego
lento en los aseos de Myrtle la Llorona. Luego pensó en la voz que no salía
de ningún sitio, oída en dos ocasiones, y recordó lo que Ron le había dicho:
«Oír voces que nadie más puede oír no es buena señal, ni siquiera en el
mundo de los magos.» Pensó, también, en lo que todo el mundo comentaba
sobre él, y en su creciente temor a estar de alguna manera relacionado con
Salazar Slytherin…
—No —respondió Harry—, no tengo nada que contarle.
La doble agresión contra Justin y Nick Casi Decapitado convirtió en
auténtico pánico lo que hasta aquel momento había sido inquietud.
Curiosamente, resultó ser el destino de Nick Casi Decapitado lo que
preocupaba más a la gente. Se preguntaban unos a otros qué era lo que
podía hacer aquello a un fantasma; qué terrible poder podía afectar a
alguien que ya estaba muerto. La gente se apresuró a reservar sitio en el
expreso de Hogwarts para volver a casa en Navidad.
—Si sigue así la cosa, sólo nos quedaremos nosotros —dijo Ron a
Harry y Hermione—. Nosotros, Malfoy, Crabbe y Goyle. Serán unas
vacaciones deliciosas.
Crabbe y Goyle, que siempre hacían lo mismo que Malfoy, habían
firmado también para quedarse en vacaciones. Pero Harry estaba contento
de que la mayor parte de la gente se fuera. Estaba harto de que se hicieran a
un lado cuando circulaba por los pasillos, como si fueran a salirle colmillos
o a escupir veneno; harto de que a su paso los demás murmuraran, le
señalaran y hablaran en voz baja.
Fred y George, sin embargo, encontraban todo aquello muy divertido.
Le salían al paso y marchaban delante de él por los corredores gritando:
—Abran paso al heredero de Slytherin, aquí llega el brujo malvado de
veras…
Percy desaprobaba tajantemente este comportamiento.
—No es asunto de risa —decía con frialdad.
—Quítate del camino, Percy —decía Fred—. Harry tiene prisa.
—Sí, va a la Cámara de los Secretos a tomar el té con su colmilludo
sirviente —decía George, riéndose.
Ginny tampoco lo encontraba divertido.
—¡Ah, no! —gemía cada vez que Fred preguntaba a Harry a quién
planeaba atacar a continuación, o cuando, al encontrarse con Harry, George
hacía como que se protegía de Harry con un gran diente de ajo.
A Harry no le importaba; incluso le aliviaba que Fred y George
pensaran que la idea del heredero de Slytherin era para tomársela a guasa.
Pero sus payasadas parecían enervar a Draco Malfoy, que se amargaba más
cada vez que los veía con aquel pitorreo.
—Eso es porque está rabiando de ganas de decir que es él —dijo Ron
sentenciosamente—. Ya sabéis cómo aborrece que se le gane en cualquier
cosa, y tú te estás llevando toda la gloria de su sucio trabajo.
—No durante mucho tiempo —dijo Hermione en tono satisfecho—. La
poción multijugos ya está casi lista. Cualquier día revelaremos la verdad
sobre él.
Por fin concluyó el trimestre, y sobre el colegio cayó un silencio tan vasto
como la nieve en los campos. Más que lúgubre, a Harry le pareció
tranquilizador, y se alegró de que él, Hermione y los Weasley pudieran
gobernar la torre de Gryffindor, lo que quería decir que podían jugar a los
naipes explosivos dando voces y sin molestar a nadie, o podían batirse en
privado. Fred, George y Ginny habían preferido quedarse en el colegio a ir
a visitar a Bill a Egipto con sus padres. Percy, que desaprobaba lo que
llamaba su infantil comportamiento, no pasaba mucho tiempo en la sala
común de Gryffindor. Ya les había dicho en tono presuntuoso que se
quedaba en Navidad porque era el deber de un prefecto ayudar a los
profesores durante los períodos difíciles.
Amaneció el día de Navidad, frío y blanco. Hermione despertó
temprano a Harry y Ron, los únicos que quedaban en aquel dormitorio. Iba
ya vestida y llevaba regalos para ambos.
—¡Despertad! —dijo en voz alta, abriendo las cortinas de la ventana.
—Hermione…, sabes que no puedes entrar aquí —dijo Ron,
protegiéndose los ojos de la luz.
—Feliz Navidad a ti también —le dijo Hermione, arrojándole su regalo
—. Me he levantado hace casi una hora, para añadir más crisopos a la
poción. Ya está lista.
Harry se sentó en la cama, despertando por completo de repente.
—¿Estás segura?
—Del todo —dijo Hermione, apartando a la rata Scabbers para poder
sentarse a los pies de la cama—. Si nos decidimos a hacerlo, creo que
tendría que ser esta noche.
En aquel momento, Hedwig aterrizó en el dormitorio, llevando en el
pico un paquete muy pequeño.
—Hola —dijo contento Harry, cuando la lechuza se posó en su cama—,
¿me hablas de nuevo?
La lechuza le picó en la oreja de manera afectuosa, gesto que resultó ser
mucho mejor regalo que el que le llevaba, que era de los Dursley. Éstos le
enviaban un mondadientes y una nota en la que le pedían que averiguara si
podría quedarse en Hogwarts también durante las vacaciones de verano.
El resto de los regalos de Navidad de Harry fueron bastante más
generosos. Hagrid le enviaba un bote grande de caramelos de café con leche
que Harry decidió ablandar al fuego antes de comérselos; Ron le regaló un
libro titulado Volando con los Cannons, que trataba de hechos interesantes
de su equipo favorito de quidditch; y Hermione le había comprado una
lujosa pluma de águila para escribir. Harry abrió el último regalo y encontró
un jersey nuevo, tejido a mano por la señora Weasley, y un plumcake. Cogió
la tarjeta con un renovado sentimiento de culpa, acordándose del coche del
señor Weasley, que no habían vuelto a ver desde la colisión con el sauce
boxeador, y de la cantidad de infracciones que habían planeado para el
futuro inmediato.
Nadie podía dejar de asistir a la comida de Navidad en Hogwarts, aunque
estuviera atemorizado por tener que tomar luego la poción multijugos.
El Gran Comedor relucía por todas partes. No sólo había una docena de
árboles de Navidad cubiertos de escarcha, y gruesas serpentinas de acebo y
muérdago que se entrecruzaban en el techo, sino que de lo alto caía nieve
mágica, cálida y seca. Cantaron villancicos, y Dumbledore los dirigió en
algunos de sus favoritos. Hagrid gritaba más fuerte a cada copa de ponche
que tomaba. Percy, que no se había dado cuenta de que Fred le había
encantado su insignia de prefecto, en la que ahora podía leerse «Cabeza de
Chorlito», no paraba de preguntar a todos de qué se reían. Harry ni siquiera
se preocupaba por los insidiosos comentarios que desde la mesa de
Slytherin hacía Draco Malfoy, en voz alta, sobre su nuevo jersey. Con un
poco de suerte, Malfoy recibiría su merecido unas horas después.
Harry y Ron apenas habían terminado su tercer trozo de tarta de
Navidad, cuando Hermione les hizo salir del salón con ella para ultimar los
planes para la noche.
—Aún nos falta conseguir algo de las personas en que os vais a
convertir —dijo Hermione sin darle importancia, como si los enviara al
supermercado a comprar detergente—. Y, desde luego, lo mejor será que
podáis conseguir algo de Crabbe y de Goyle; como son los mejores amigos
de Malfoy, él les contaría cualquier cosa. Y también tenemos que
asegurarnos de que los verdaderos Crabbe y Goyle no aparecen mientras lo
interrogamos.
»Lo tengo todo solucionado —siguió ella tranquilamente y sin hacer
caso de las caras atónitas de Harry y Ron. Les enseñó dos pasteles redondos
de chocolate—. Los he rellenado con una simple pócima para dormir. Todo
lo que tenéis que hacer es aseguraros de que Crabbe y Goyle los
encuentran. Ya sabéis lo glotones que son; seguro que se los tragan. Cuando
estén dormidos, los esconderemos en uno de los armarios de la limpieza y
les arrancaremos unos pelos.
Harry y Ron se miraron incrédulos.
—Hermione, no creo…
—Podría salir muy mal…
Pero Hermione los miró con expresión severa, como la que habían visto
a veces adoptar a la profesora McGonagall.
—La poción no nos servirá de nada si no tenemos unos pelos de Crabbe
y Goyle —dijo con severidad—. Queréis interrogar a Malfoy, ¿no?
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Harry—. Pero ¿y tú? ¿A quién se lo
vas a arrancar tú?
—¡Yo ya tengo el mío! —dijo Hermione alegre, sacando una botellita
diminuta de un bolsillo y enseñándoles un único pelo que había dentro de
ella—. ¿Os acordáis de que me batí con Millicent Bulstrode en el club de
duelo? ¡Al estrangularme se dejó esto en mi túnica! Y se ha ido a su casa a
pasar las Navidades. Así que lo único que tengo que decirles a los de
Slytherin es que he decidido volver.
Al marcharse Hermione corriendo para ver cómo iba la poción
multijugos, Ron se volvió hacia Harry con una expresión fatídica.
—¿Habías oído alguna vez un plan en el que pudieran salir mal tantas
cosas?
Pero, para sorpresa de Harry y de Ron, la primera fase de la operación
resultó tan sencilla como Hermione había supuesto. Se escondieron en el
vacío vestíbulo después de la merienda de Navidad, esperando a Crabbe y a
Goyle, que se habían quedado solos en la mesa de Slytherin, acometiendo
cuatro porciones de bizcocho. Harry había dejado los pasteles de chocolate
en el extremo del pasamanos. Al ver a Crabbe y Goyle salir del Gran
Comedor, Harry y Ron se ocultaron rápidamente detrás de una armadura,
junto a la puerta principal.
—¿Cuánto puede llegar uno a engordar? —susurró Ron entusiasmado al
ver que Crabbe, lleno de alegría, señalaba a Goyle los pasteles y los cogía.
Sonriendo de forma estúpida, se metieron los pasteles enteros en la boca.
Los masticaron glotonamente durante un momento, poniendo cara de
triunfo. Luego, sin el más leve cambio en la expresión, se desplomaron de
espaldas en el suelo.
Lo más difícil fue arrastrarlos hasta el armario, al otro lado del
vestíbulo. En cuanto los tuvieron bien escondidos entre las fregonas y los
calderos, Harry arrancó un par de pelos como cerdas, de los que Goyle tenía
bien avanzada la frente, y Ron arrancó a Crabbe también algunos. Les
cogieron asimismo los zapatos, porque los suyos eran demasiado pequeños
para el tamaño de los pies de Crabbe y Goyle. Luego, todavía aturdidos por
lo que acababan de hacer, corrieron hasta los aseos de Myrtle la Llorona.
Apenas podían ver nada a través del espeso humo negro que salía del
retrete en que Hermione estaba removiendo el caldero. Subiéndose las
túnicas para taparse la cara, Harry y Ron llamaron suavemente a la puerta.
—¿Hermione?
Se oyó el chirrido del cerrojo y salió Hermione, con la cara sudorosa y
una mirada inquieta. Tras ella se oía el gluglu de la poción que hervía,
espesa como melaza. Sobre la taza del retrete había tres vasos de cristal ya
preparados.
Harry sacó el pelo de Goyle.
—Bien. Y yo he cogido estas túnicas de la lavandería —dijo Hermione,
enseñándoles una pequeña bolsa—. Necesitaréis tallas mayores cuando os
hayáis convertido en Crabbe y Goyle.
Los tres miraron el caldero. Vista de cerca, la poción parecía barro
espeso y oscuro que borboteaba lentamente.
—Estoy segura de que lo he hecho todo bien —dijo Hermione,
releyendo nerviosamente la manchada página de Moste Potente Potions—.
Parece que es tal como dice el libro… En cuanto la hayamos bebido,
dispondremos de una hora antes de volver a convertirnos en nosotros
mismos.
—¿Qué se hace ahora? —murmuró Ron.
—La separamos en los tres vasos y echamos los pelos.
Hermione sirvió en cada vaso una cantidad considerable de poción.
Luego, con mano temblorosa, trasladó el pelo de Millicent Bulstrode de la
botella al primero de los vasos.
La poción emitió un potente silbido, como el de una olla a presión, y
empezó a salir muchísima espuma. Al cabo de un segundo, se había vuelto
de un amarillo asqueroso.
—Aggg…, esencia de Millicent Bulstrode —dijo Ron, mirándolo con
aversión—. Apuesto a que tiene un sabor repugnante.
—Echad los vuestros, venga —les dijo Hermione.
Harry metió el pelo de Goyle en el vaso del medio, y Ron, el pelo de
Crabbe en el último. Una y otra poción silbaron y echaron espuma, la de
Goyle se volvió del color caqui de los mocos, y la de Crabbe, de un marrón
oscuro y turbio.
—Esperad —dijo Harry, cuando Ron y Hermione cogieron sus vasos—.
Será mejor que no los bebamos aquí juntos los tres: al convertirnos en
Crabbe y Goyle ya no estaremos delgados. Y Millicent Bulstrode tampoco
es una sílfide.
—Bien pensado —dijo Ron, abriendo la puerta—. Vayamos a retretes
separados.
Con mucho cuidado para no derramar una gota de poción multijugos,
Harry pasó al del medio.
—¿Listos? —preguntó.
—Listos —le contestaron las voces de Ron y Hermione.
—A la una, a las dos, a las tres…
Tapándose la nariz, Harry se bebió la poción en dos grandes tragos.
Sabía a col muy cocida.
Inmediatamente, se le empezaron a retorcer las tripas como si acabara
de tragarse serpientes vivas. Se encogió y temió ponerse malo. Luego, un
ardor surgido del estómago se le extendió rápidamente hasta las puntas de
los dedos de manos y pies. Jadeando, se puso a cuatro patas y tuvo la
horrible sensación de estarse derritiendo al notar que la piel de todo el
cuerpo le quemaba como cera caliente, y antes de que los ojos y las manos
le empezaran a crecer, los dedos se le hincharon, las uñas se le ensancharon
y los nudillos se le abultaron como tuercas. Los hombros se le separaron
dolorosamente, y un picor en la frente le indicó que el pelo se le caía sobre
las cejas. Se le rasgó la túnica al ensanchársele el pecho como un barril que
reventara los cinchos. Los pies le dolían dentro de unos zapatos cuatro
números menos de su medida…
Todo concluyó tan repentinamente como había comenzado. Harry se
encontró tendido boca abajo, sobre el frío suelo de piedra, oyendo a Myrtle
sollozar de tristeza al fondo de los aseos. Con dificultad, se desprendió de
los zapatos y se puso de pie. O sea que así se sentía uno siendo Goyle. Con
una gran mano temblorosa se desprendió de su antigua túnica, que le
quedaba a un palmo de los tobillos, se puso la otra y se abrochó los zapatos
de Goyle, que eran como barcas. Se llevó una mano a la frente para retirarse
el pelo de los ojos, y se encontró sólo con unos pelos cortos, como cerdas,
que le nacían en la misma frente. Entonces comprendió que las gafas le
nublaban la vista, porque obviamente Goyle no las necesitaba. Se las quitó
y preguntó:
—¿Estáis bien? —De su boca surgió la voz baja y áspera de Goyle.
—Sí —contestó, proveniente de su derecha, el gruñido de Crabbe.
Harry abrió su puerta y se acercó al espejo quebrado. Goyle le devolvió
la mirada con ojos apagados y hundidos en las cuencas. Harry se rascó una
oreja, tal como hacía Goyle.
Se abrió la puerta de Ron. Se miraron. Salvo por estar pálido y asustado,
Ron era idéntico a Crabbe en todo, desde el pelo cortado con tazón hasta los
largos brazos de gorila.
—Es increíble —dijo Ron, acercándose al espejo y pinchando con el
dedo la nariz chata de Crabbe—. Increíble.
—Mejor que nos vayamos —dijo Harry, aflojándose el reloj que
oprimía la gruesa muñeca de Goyle—. Aún tenemos que averiguar dónde se
encuentra la sala común de Slytherin. Espero que demos con alguien a
quien podamos seguir hasta allí.
Ron dijo, contemplando a Harry:
—No sabes lo raro que se me hace ver a Goyle pensando.
Golpeó en la puerta de Hermione.
—Vamos, tenemos que irnos…
Una voz aguda le contestó:
—Me… me temo que no voy a poder ir. Id vosotros sin mí.
—Hermione, ya sabemos que Millicent Bulstrode es fea, nadie va a
saber que eres tú.
—No, de verdad… no puedo ir. Daos prisa vosotros, no perdáis tiempo.
Harry miró a Ron, desconcertado.
—Pareces Goyle —dijo Ron—. Siempre pone esta cara cuando un
profesor pregunta.
—Hermione, ¿estás bien? —preguntó Harry a través de la puerta.
—Sí, estoy bien… Marchaos.
Harry miró el reloj. Ya habían transcurrido cinco de sus preciosos
sesenta minutos.
—Espera aquí hasta que volvamos, ¿vale? —dijo él.
Harry y Ron abrieron con cuidado la puerta de los lavabos,
comprobaron que no había nadie a la vista y salieron.
—No muevas así los brazos —susurró Harry a Ron.
—¿Eh?
—Crabbe los mantiene rígidos…
—¿Así?
—Sí, mucho mejor.
Bajaron por la escalera de mármol. Lo que necesitaban en aquel
momento era a alguien de Slytherin a quien pudieran seguir hasta la sala
común, pero no había nadie por allí.
—¿Tienes alguna idea? —susurró Harry.
—Cuando los de Slytherin bajan a desayunar, creo que vienen de por
allí —dijo Ron, señalando con un gesto de la cabeza la entrada de las
mazmorras. Apenas lo había terminado de decir, cuando una chica de pelo
largo rizado salió de la entrada.
—Perdona —le dijo Ron, yendo deprisa hacia ella—, se nos ha olvidado
por dónde se va a nuestra sala común.
—Me parece que no os entiendo —dijo la chica muy tiesa—. ¿Nuestra
sala común? Yo soy de Ravenclaw.
Y se alejó, volviendo recelosa la vista hacia ellos.
Harry y Ron bajaron corriendo los escalones de piedra y se internaron
en la oscuridad. Sus pasos resonaban muy fuerte cuando los grandes pies de
Crabbe y Goyle golpeaban contra el suelo, pero temían que la cosa no
resultara tan fácil como se habían imaginado.
Los laberínticos corredores estaban desiertos. Fueron bajando más y
más pisos, mirando constantemente sus relojes para comprobar el tiempo
que les quedaba. Después de un cuarto de hora, cuando ya estaban
empezando a desesperarse, oyeron un ruido delante.
—¡Eh! —exclamó Ron, emocionado—. ¡Uno de ellos!
La figura salía de una sala lateral. Sin embargo, después de acercarse a
toda prisa, se les cayó el alma a los pies: no se trataba de nadie de Slytherin,
era Percy.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Ron, con sorpresa.
Percy lo miró ofendido.
—Eso —contestó fríamente— no es asunto de tu incumbencia. Tú eres
Crabbe, ¿no?
—Eh… sí —respondió Ron.
—Bueno, id a vuestros dormitorios —dijo Percy con severidad—. En
estos días no es muy prudente merodear por los corredores.
—Pues tú lo haces —señaló Ron.
—Yo —dijo Percy, dándose importancia— soy un prefecto. Nadie va a
atacarme.
Repentinamente, resonó una voz detrás de Harry y Ron. Draco Malfoy
caminaba hacia ellos, y por primera vez en su vida, a Harry le encantó
verlo.
—Estáis ahí —dijo él, mirándolos—. ¿Os habéis pasado todo el tiempo
en el Gran Comedor, poniéndoos como cerdos? Os estaba buscando, quería
enseñaros algo realmente divertido.
Malfoy echó una mirada fulminante a Percy.
—¿Y qué haces tú aquí, Weasley? —le preguntó con aire despectivo.
Percy se ofendió aún más.
—¡Tendrías que mostrar un poco más de respeto a un prefecto! —dijo
—. ¡No me gusta ese tono!
Malfoy lo miró despectivamente e indicó a Harry y a Ron que lo
siguieran. A Harry casi se le escapa disculparse ante Percy, pero se dio
cuenta justo a tiempo. Él y Ron salieron a toda prisa detrás de Malfoy, que
les decía, mientras tomaban el siguiente corredor:
—Ese Peter Weasley…
—Percy —le corrigió automáticamente Ron.
—Como sea —dijo Malfoy—. He notado que últimamente entra y sale
mucho por aquí, a hurtadillas. Y apuesto a que sé qué es lo que pasa. Cree
que va a pillar al heredero de Slytherin él solito.
Lanzó una risotada breve y burlona. Harry y Ron se cambiaron miradas
de emoción.
Malfoy se detuvo ante un trecho de muro descubierto y lleno de
humedad.
—¿Cuál es la nueva contraseña? —preguntó a Harry.
—Eh… —dijo éste.
—¡Ah, ya! «¡Sangre limpia!» —dijo Malfoy, sin escuchar, y se abrió
una puerta de piedra disimulada en la pared. Malfoy la cruzó y Harry y Ron
lo siguieron.
La sala común de Slytherin era una sala larga, semisubterránea, con los
muros y el techo de piedra basta. Varias lámparas de color verdoso colgaban
del techo mediante cadenas. Enfrente de ellos, debajo de la repisa labrada
de la chimenea, crepitaba la hoguera, y contra ella se recortaban las siluetas
de algunos miembros de la casa Slytherin, acomodados en sillas de estilo
muy recargado.
—Esperad aquí —dijo Malfoy a Harry y Ron, indicándoles un par de
sillas vacías separadas del fuego—. Voy a traerlo. Mi padre me lo acaba de
enviar.
Preguntándose qué era lo que Malfoy iba a enseñarles, Harry y Ron se
sentaron, intentando aparentar que se encontraban en su casa.
Malfoy volvió al cabo de un minuto, con lo que parecía un recorte de
periódico. Se lo puso a Ron debajo de la nariz.
—Te vas a reír con esto —dijo.
Harry vio que Ron abría los ojos, asustado. Leyó deprisa el recorte, rió
muy forzadamente y pasó el papel a Harry.
Era de El Profeta, y decía:
INVESTIGACIÓN EN EL MINISTERIO DE MAGIA
Arthur Weasley, director de la Oficina Contra el Uso Indebido de
Artefactos Muggles, ha sido multado hoy con cincuenta galeones
por embrujar un automóvil muggle.
El señor Lucius Malfoy, miembro del Consejo Escolar del
Colegio Hogwarts de Magia, en donde el citado coche embrujado se
estrelló a comienzos del presente curso, ha pedido hoy la dimisión
del señor Weasley.
«Weasley ha manchado la reputación del Ministerio», declaró el
señor Malfoy a nuestro enviado. «Es evidente que no es la persona
adecuada para redactar nuestras leyes, y su ridícula Ley de defensa
de los muggles debería ser retirada inmediatamente.»
El señor Weasley no ha querido hacer declaraciones, si bien su
esposa amenazó a los periodistas diciéndoles que si no se
marchaban, les arrojaría el fantasma de la familia.
—¿Y bien? —dijo Malfoy impaciente, cuando Harry le devolvió el
recorte—. ¿No os parece divertido?
—Ja, ja —rió Harry lúgubremente.
—Arthur Weasley tiene tanto cariño a los muggles que debería romper
su varita mágica e irse con ellos —dijo Malfoy desdeñosamente—. Por la
manera en que se comportan, nadie diría que los Weasley son de sangre
limpia.
A Ron (o, más bien, a Crabbe) se le contorsionaba la cara de la rabia.
—¿Qué te pasa, Crabbe? —dijo Malfoy bruscamente.
—Me duele el estómago —gruñó Ron.
—Bueno, pues id a la enfermería y dadles a todos esos sangre sucia una
patada de mi parte —dijo Malfoy, riéndose—. ¿Sabéis qué? Me sorprende
que El Profeta aún no haya dicho nada de todos esos ataques —continuó
diciendo pensativamente—. Supongo que Dumbledore está tapándolo todo.
Si no para la cosa pronto, tendrá que dimitir. Mi padre dice siempre que la
dirección de Dumbledore es lo peor que le ha ocurrido nunca a este colegio.
Le gustan los que vienen de familia muggle. Un director decente no habría
admitido nunca una basura como el Creevey ese.
Malfoy empezó a sacar fotos con una cámara imaginaria, imitando a
Colin, cruel pero acertadamente.
—Potter, ¿puedo sacarte una foto, Potter? ¿Me concedes un autógrafo?
¿Puedo lamerte los zapatos, Potter, por favor?
Bajó las manos y se quedó mirando a Harry y a Ron.
—¿Qué os pasa a vosotros dos?
Demasiado tarde, Harry y Ron se rieron a la fuerza; sin embargo,
Malfoy pareció satisfecho. Quizá Crabbe y Goyle fueran siempre lentos
para comprender las gracias.
—San Potter, el amigo de los sangre sucia —dijo Malfoy lentamente—.
Ése es otro de los que no tienen verdadero sentimiento de mago, de lo
contrario no iría por ahí con esa sangre sucia presuntuosa que es Granger.
¡Y se creen que él es el heredero de Slytherin!
Harry y Ron estaban con el corazón en un puño; quizás a Malfoy le
faltaban unos segundos para decirles que el heredero era él. Pero en aquel
momento…
—Me gustaría saber quién es —dijo Malfoy, petulante—. Podría
ayudarle.
A Ron se le quedó la boca abierta, de manera que la cara de Crabbe
parecía aún más idiota de lo usual. Afortunadamente, Malfoy no se dio
cuenta, y Harry, pensando rápido, dijo:
—Tienes que tener una idea de quién hay detrás de todo esto.
—Ya sabes que no, Goyle, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? —dijo
Malfoy bruscamente—. Y mi padre tampoco quiere contarme nada sobre la
última vez que se abrió la Cámara de los Secretos. Aunque sucedió hace
cincuenta años, y por tanto antes de su época, él lo sabe todo sobre aquello,
pero dice que la cosa se mantuvo en secreto y asegura que resultaría
sospechoso si yo supiera demasiado. Pero sé algo: la última vez que se
abrió la Cámara de los Secretos, murió un sangre sucia. Así que supongo
que sólo es cuestión de tiempo que muera otro esta vez… Espero que sea
Granger —dijo con deleite.
Ron apretaba los grandes puños de Crabbe. Dándose cuenta de que todo
se echaría a perder si pegaba a Malfoy, Harry le dirigió una mirada de aviso
y dijo:
—¿Sabes si cogieron al que abrió la cámara la última vez?
—Sí… Quienquiera que fuera, lo expulsaron —dijo Malfoy—. Aún
debe de estar en Azkaban.
—¿En Azkaban? —preguntó Harry, sin entender.
—Claro, en Azkaban, la prisión mágica, Goyle —dijo Malfoy,
mirándole, sin dar crédito a su torpeza—. La verdad es que si fueras más
lento irías para atrás.
Se movió nervioso en su silla y dijo:
—Mi padre dice que tengo que mantenerme al margen y dejar que el
heredero de Slytherin haga su trabajo. Dice que el colegio tiene que librarse
de toda esa infecta sangre sucia, pero que yo no debo mezclarme.
Naturalmente, él ya tiene bastantes problemas por el momento. ¿Sabéis que
el Ministerio de Magia registró nuestra casa la semana pasada? —Harry
intentó que la inexpresiva cara de Goyle expresara algo de preocupación—.
Sí… —dijo Malfoy—. Por suerte, no encontraron gran cosa. Mi padre
posee algunos objetos de Artes Oscuras muy valiosos. Pero
afortunadamente nosotros también tenemos nuestra propia cámara secreta
debajo del suelo del salón.
—¡Ah! —exclamó Ron.
Malfoy lo miró. Harry hizo lo mismo. Ron se puso rojo, incluso el pelo
se le volvió un poco rojo. También se le alargó la nariz. La hora de que
disponían llegaba a su fin, de forma que Ron estaba empezando a
convertirse en sí mismo, y a juzgar por la mirada de horror que dirigía a
Harry, a éste le estaba sucediendo lo mismo.
Se pusieron de pie de un salto.
—Necesito algo para el estómago —gruñó Ron, y sin más preámbulos
echaron a correr a lo largo de la sala común de Slytherin, lanzándose contra
el muro de piedra y metiéndose por el corredor, y deseando
desesperadamente que Malfoy no se hubiera dado cuenta de nada. Harry
podía notarse los pies sueltos dentro de los grandes zapatos de Goyle, y
tuvo que levantarse los bajos de la túnica al hacerse más pequeño. Subieron
los escalones y llegaron al oscuro vestíbulo de entrada, en que se oían los
sordos golpes que llegaban del armario en que habían encerrado a Crabbe y
Goyle. Dejando los zapatos junto a la puerta del armario, subieron
corriendo en calcetines hasta los lavabos de Myrtle la Llorona.
—Bueno, no ha sido completamente inútil —dijo Ron, cerrando tras
ellos la puerta de los aseos—. Ya sé que todavía no hemos averiguado quién
ha cometido las agresiones, pero mañana voy a escribir a mi padre para
decirle que miren debajo del salón de Malfoy.
Harry se miró la cara en el espejo roto. Volvía a la normalidad. Se puso
las gafas mientras Ron llamaba a la puerta del retrete de Hermione.
—Hermione, sal, tenemos muchas cosas que contarte.
—¡Marchaos! —chilló Hermione.
Harry y Ron se miraron el uno al otro.
—¿Qué pasa? —dijo Ron—. Tienes que estar a punto de volver a la
normalidad, nosotros ya…
Pero Myrtle la Llorona salió de repente atravesando la puerta del
retrete. Harry nunca la había visto tan contenta.
—¡Aaaaaaaah, ya la veréis! —dijo—. ¡Es horrible!
Oyeron descorrerse el cerrojo, y Hermione salió, sollozando, tapándose
la cara con la túnica.
—¿Qué pasa? —preguntó Ron, vacilante—. ¿Todavía te queda la nariz
de Millicent o algo así?
Hermione se descubrió la cara y Ron retrocedió hasta darse en los
riñones con un lavabo.
Tenía la cara cubierta de pelo negro. Los ojos se le habían puesto
amarillos y unas orejas puntiagudas le sobresalían de la cabeza.
—¡Era un pelo de gato! —maulló—. ¡Mi-Millicent Bulstrode debe de
tener un gato! ¡Y la poción no está pensada para transformarse en animal!
—¡Eh, vaya! —exclamó Ron.
—Todos se van a reír de ti —dijo Myrtle, muy contenta.
—No te preocupes, Hermione —se apresuró a decir Harry—. Te
llevaremos a la enfermería. La señora Pomfrey no hace nunca demasiadas
preguntas…
Les costó mucho trabajo convencer a Hermione de que saliera de los
aseos. Myrtle la Llorona los siguió riéndose con ganas.
—¡Pues ya verás cuando todos se enteren de que tienes cola!
CAPÍTULO 13
El diario secretísimo
H
pasó varias semanas en la enfermería. Corrieron rumores
sobre su desaparición cuando el resto del colegio regresó a Hogwarts al
final de las vacaciones de Navidad, porque naturalmente todos creyeron que
la habían atacado. Eran tantos los alumnos que se daban una vuelta por la
enfermería tratando de echarle la vista encima, que la señora Pomfrey quitó
las cortinas de su propia cama y las puso en la de Hermione para ahorrarle
la vergüenza de que la vieran con la cara peluda.
Harry y Ron iban a visitarla todas las noches. Cuando comenzó el nuevo
trimestre, le llevaban cada día los deberes.
—Si a mí me hubieran salido bigotes de gato, aprovecharía para
descansar —le dijo Ron una noche, dejando un montón de libros en la
mesita que tenía Hermione junto a la cama.
ERMIONE
—No seas tonto, Ron, tengo que mantenerme al día —replicó Hermione
rotundamente. Estaba de mucho mejor humor porque ya le había
desaparecido el pelo de la cara, y los ojos, poco a poco, recuperaban su
habitual color marrón—. ¿Tenéis alguna pista nueva? —añadió en un
susurro, para que la señora Pomfrey no pudiera oírla.
—Nada —dijo Harry con tristeza.
—Estaba tan convencido de que era Malfoy… —dijo Ron por
centésima vez.
—¿Qué es eso? —preguntó Harry, señalando algo dorado que sobresalía
debajo de la almohada de Hermione.
—Nada, una tarjeta para desearme que me ponga bien —dijo Hermione
a toda prisa, intentando esconderla, pero Ron fue más rápido que ella. La
sacó, la abrió y leyó en voz alta:
A la señorita Granger, deseándole que se recupere muy pronto, de
su preocupado profesor Gilderoy Lockhart, Caballero de tercera
clase de la Orden de Merlín, Miembro Honorario de la Liga para la
Defensa Contra las Fuerzas Oscuras y cinco veces ganador del
Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista
«Corazón de Bruja».
Ron miró a Hermione con disgusto.
—¿Duermes con esto debajo de la almohada?
Pero Hermione no necesitó responder, porque la señora Pomfrey llegó
con la medicina de la noche.
—¿A que Lockhart es el tío más pelota que has conocido en tu vida? —
dijo Ron a Harry al abandonar la enfermería y empezar a subir hacia la torre
de Gryffindor. Snape les había mandado tantos deberes, que a Harry le
parecía que no los terminaría antes de llegar al sexto curso. Precisamente
Ron estaba diciendo que tenía que haber preguntado a Hermione cuántas
colas de rata había que echar a una poción crecepelo, cuando llegó hasta sus
oídos un arranque de cólera que provenía del piso superior.
—Es Filch —susurró Harry, y subieron deprisa las escaleras y se
detuvieron a escuchar donde no podía verlos.
—Espero que no hayan atacado a nadie más —dijo Ron, alarmado.
Se quedaron inmóviles, con la cabeza inclinada hacia la voz de Filch,
que parecía completamente histérico.
—… aún más trabajo para mí. ¡Fregar toda la noche, como si no tuviera
otra cosa que hacer! No, ésta es la gota que colma el vaso, me voy a ver a
Dumbledore.
Sus pasos se fueron distanciando, y oyeron un portazo a lo lejos.
Asomaron la cabeza por la esquina. Evidentemente, Filch había estado
cubriendo su habitual puesto de vigía; se encontraban de nuevo en el punto
en que habían atacado a la Señora Norris. Buscaron lo que había motivado
los gritos de Filch. Un charco grande de agua cubría la mitad del corredor, y
parecía que continuaba saliendo agua de debajo de la puerta de los aseos de
Myrtle la Llorona. Ahora que los gritos de Filch habían cesado, podían oír
los gemidos de Myrtle resonando a través de las paredes de los aseos.
—¿Qué le pasará ahora? —preguntó Ron.
—Vamos a ver —propuso Harry, y levantándose la túnica por encima de
los tobillos, se metieron en el charco chapoteando, llegaron a la puerta que
exhibía el letrero de «No funciona» y, haciendo caso omiso de la
advertencia, como de costumbre, entraron.
Myrtle la Llorona estaba llorando, si cabía, con más ganas y más
sonoramente que nunca. Parecía estar metida en su retrete habitual. Los
aseos estaban a oscuras, porque las velas se habían apagado con la enorme
cantidad de agua que había dejado el suelo y las paredes empapados.
—¿Qué pasa, Myrtle? —inquirió Harry.
—¿Quién es? —preguntó Myrtle, con tristeza, como haciendo
gorgoritos—. ¿Vienes a arrojarme alguna otra cosa?
Harry fue hacia el retrete y le preguntó:
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—No sé —gritó Myrtle, provocando al salir del retrete una nueva
oleada de agua que cayó al suelo ya mojado—. Aquí estoy, intentando
sobrellevar mis propios problemas, y todavía hay quien piensa que es
divertido arrojarme un libro…
—Pero si alguien te arroja algo, a ti no te puede doler —razonó Harry
—. Quiero decir, que simplemente te atravesará, ¿no?
Acababa de meter la pata. Myrtle se sintió ofendida y chilló:
—¡Vamos a arrojarle libros a Myrtle, que no puede sentirlo! ¡Diez
puntos al que se lo cuele por el estómago! ¡Cincuenta puntos al que le
traspase la cabeza! ¡Bien, ja, ja, ja! ¡Qué juego tan divertido, pues para mí
no lo es!
—Pero ¿quién te lo arrojó? —le preguntó Harry.
—No lo sé… Estaba sentada en el sifón, pensando en la muerte, y me
dio en la cabeza —dijo Myrtle, mirándoles—. Está ahí, empapado.
Harry y Ron miraron debajo del lavabo, donde señalaba Myrtle. Había
allí un libro pequeño y delgado. Tenía las tapas muy gastadas, de color
negro, y estaba tan humedecido como el resto de las cosas que había en los
lavabos. Harry se acercó para cogerlo, pero Ron lo detuvo con el brazo.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry.
—¿Estás loco? —dijo Ron—. Podría resultar peligroso.
—¿Peligroso? —dijo Harry, riendo—. Venga, ¿cómo va a resultar
peligroso?
—Te sorprendería saber —dijo Ron, asustado, mirando el librito— que
entre los libros que el Ministerio ha confiscado había uno que les quemó los
ojos. Me lo ha dicho mi padre. Y todos los que han leído Sonetos del
hechicero han hablado en cuartetos y tercetos el resto de su vida. ¡Y una
bruja vieja de Bath tenía un libro que no se podía parar nunca de leer! Uno
tenía que andar por todas partes con el libro delante, intentando hacer las
cosas con una sola mano. Y…
—Vale, ya lo he entendido —dijo Harry. El librito seguía en el suelo,
empapado y misterioso—. Bueno, pero si no le echamos un vistazo, no lo
averiguaremos —dijo y, esquivando a Ron, lo recogió del suelo.
Harry vio al instante que se trataba de un diario, y la desvaída fecha de
la cubierta le indicó que tenía cincuenta años de antigüedad. Lo abrió
intrigado. En la primera página podía leerse, con tinta emborronada, «T.S.
Ryddle».
—Espera —dijo Ron, que se había acercado con cuidado y miraba por
encima del hombro de Harry—, ese nombre me suena… T.S. Ryddle ganó
un premio hace cincuenta años por Servicios Especiales al Colegio.
—¿Y cómo sabes eso? —preguntó Harry sorprendido.
—Lo sé porque Filch me hizo limpiar su placa unas cincuenta veces
cuando nos castigaron —dijo Ron con resentimiento—. Precisamente fue
encima de esta placa donde vomité una babosa. Si te hubieras pasado una
hora limpiando un nombre, tú también te acordarías de él.
Harry separó las páginas humedecidas. Estaban en blanco. No había en
ellas el más leve resto de escritura, ni siquiera «cumpleaños de tía Mabel» o
«dentista, a las tres y media».
—No llegó a escribir nada —dijo Harry, decepcionado.
—Me pregunto por qué querría alguien tirarlo al retrete —dijo Ron con
curiosidad.
Harry volvió a mirar las tapas del cuaderno y vio impreso el nombre de
un quiosco de la calle Vauxhall, en Londres.
—Debió de ser de familia muggle —dijo Harry, especulando—, ya que
compró el diario en la calle Vauxhall…
—Bueno, eso da igual —dijo Ron. Luego añadió en voz muy baja—.
Cincuenta puntos si lo pasas por la nariz de Myrtle.
Harry, sin embargo, se lo guardó en el bolsillo.
Hermione salió de la enfermería, sin bigotes, sin cola y sin pelaje, a
comienzos de febrero. La primera noche que pasó en la torre de Gryffindor,
Harry le enseñó el diario de T.S. Ryddle y le contó la manera en que lo
habían encontrado.
—¡Aaah, podría tener poderes ocultos! —dijo con entusiasmo
Hermione, cogiendo el diario y mirándolo de cerca.
—Si los tiene, los oculta muy bien —repuso Ron—. A lo mejor es
tímido. No sé por qué lo guardas, Harry.
—Lo que me gustaría saber es por qué alguien intentó tirarlo —dijo
Harry—. Y también me gustaría saber cómo consiguió Ryddle el Premio
por Servicios Especiales.
—Por cualquier cosa —dijo Ron—. A lo mejor acumuló treinta
matrículas de honor en Brujería o salvó a un profesor de los tentáculos de
un calamar gigante. Quizás asesinó a Myrtle, y todo el mundo lo consideró
un gran servicio…
Pero Harry estaba seguro, por la cara de interés que ponía Hermione, de
que ella estaba pensando lo mismo que él.
—¿Qué pasa? —dijo Ron, mirando a uno y a otro.
—Bueno, la Cámara de los Secretos se abrió hace cincuenta años, ¿no?
—explicó Harry—. Al menos, eso nos dijo Malfoy.
—Sí… —admitió Ron.
—Y este diario tiene cincuenta años —dijo Hermione, golpeándolo,
emocionada, con el dedo.
—¿Y?
—Venga, Ron, despierta ya —dijo Hermione bruscamente—. Sabemos
que la persona que abrió la cámara la última vez fue expulsada hace
cincuenta años. Sabemos que a T.S. Ryddle le dieron un premio hace
cincuenta años por Servicios Especiales al Colegio. Bueno, ¿y si a Ryddle
le dieron el premio por atrapar al heredero de Slytherin? En su diario
seguramente estará todo explicado: dónde está la cámara, cómo se abre y
qué clase de criatura vive en ella. La persona que haya cometido las
agresiones en esta ocasión no querría que el diario anduviera por ahí, ¿no?
—Es una teoría brillante, Hermione —dijo Ron—, pero tiene un
pequeño defecto: que no hay nada escrito en el diario.
Pero Hermione sacó su varita mágica de la bolsa.
—¡Podría ser tinta invisible! —susurró.
Y dio tres golpecitos al cuaderno, diciendo:
—¡Aparecium!
Pero no ocurrió nada. Impertérrita, volvió a meter la mano en la bolsa y
sacó lo que parecía una goma de borrar de color rojo.
—Es un revelador, lo compré en el callejón Diagon —dijo ella.
Frotó con fuerza donde ponía «1 de enero». Siguió sin pasar nada.
—Ya te lo decía yo; no hay nada que encontrar aquí —dijo Ron—.
Simplemente, a Ryddle le regalaron un diario por Navidad, pero no se
molestó en rellenarlo.
Harry no podría haber explicado, ni siquiera a sí mismo, por qué no tiraba a
la basura el diario de Ryddle. El caso es que aunque sabía que el diario
estaba en blanco, pasaba las páginas atrás y adelante, concentrado en ellas,
como si contaran una historia que quisiera acabar de leer. Y, aunque estaba
seguro de no haber oído antes el nombre de T.S. Ryddle, le parecía que ese
nombre le decía algo, como si se tratara de un amigo olvidado de la más
remota infancia. Pero era absurdo: no había tenido amigos antes de llegar a
Hogwarts, Dudley se había encargado de eso.
Sin embargo, Harry estaba determinado a averiguar algo más sobre
Ryddle, así que al día siguiente, en el recreo, se dirigió a la sala de trofeos
para examinar el premio especial de Ryddle, acompañado por una
Hermione rebosante de interés y un Ron muy reticente, que les decía que
había visto el premio lo suficiente para recordarlo toda la vida.
La placa de oro bruñido de Ryddle estaba guardada en un armario
esquinero. No decía nada de por qué se lo habían concedido.
—Menos mal —dijo Ron—, porque si lo dijera, la placa sería más
grande, y en el día de hoy aún no habría acabado de sacarle brillo.
Sin embargo, encontraron el nombre de Ryddle en una vieja Medalla al
Mérito Mágico y en una lista de antiguos alumnos que habían sido
delegados.
—Me recuerda a Percy —dijo Ron, arrugando con disgusto la nariz—:
prefecto, delegado…, supongo que sería el primero de la clase.
—Lo dices como si fuera algo vergonzoso —señaló Hermione, algo
herida.
El sol había vuelto a brillar débilmente sobre Hogwarts. Dentro del castillo,
la gente parecía más optimista. No había vuelto a haber ataques después del
cometido contra Justin y Nick Casi Decapitado, y a la señora Pomfrey le
encantó anunciar que las mandrágoras se estaban volviendo taciturnas y
reservadas, lo que quería decir que rápidamente dejarían atrás la infancia.
Una tarde, Harry oyó que la señora Pomfrey decía a Filch amablemente:
—Cuando se les haya ido el acné, estarán listas para volver a ser
trasplantadas. Y entonces, las cortaremos y las coceremos inmediatamente.
Dentro de poco tendrá a la Señora Norris con usted otra vez.
Harry pensaba que tal vez el heredero de Slytherin se había acobardado.
Cada vez debía de resultar más arriesgado abrir la Cámara de los Secretos,
con el colegio tan alerta y todo el mundo tan receloso. Tal vez el monstruo,
fuera lo que fuera, se disponía a hibernar durante otros cincuenta años.
Ernie Macmillan, de Hufflepuff, no era tan optimista. Seguía
convencido de que Harry era el culpable y que se había delatado en el club
de duelo. Peeves no era precisamente una ayuda, pues iba por los
abarrotados corredores saltando y cantando: «¡Oh, Potter, eres un zote,
estás podrido…!», pero ahora además interpretando un baile al ritmo de la
canción.
Gilderoy Lockhart estaba convencido de que era él quien había puesto
freno a los ataques. Harry le oyó exponerlo así ante la profesora
McGonagall mientras los de Gryffindor marchaban en hilera hacia la clase
de Transformaciones.
—No creo que volvamos a tener problemas, Minerva —dijo, guiñando
un ojo y dándose golpecitos en la nariz con el dedo, con aire de experto—.
Creo que esta vez la cámara ha quedado bien cerrada. Los culpables se han
dado cuenta de que en cualquier momento yo podía pillarlos y han sido lo
bastante sensatos para detenerse ahora, antes de que cayera sobre ellos…
Lo que ahora necesita el colegio es una inyección de moral, ¡para barrer los
recuerdos del trimestre anterior! No te digo nada más, pero creo que sé qué
es exactamente lo que…
De nuevo se tocó la nariz en prueba de su buen olfato y se alejó con
paso decidido.
La idea que tenía Lockhart de una inyección de moral se hizo patente
durante el desayuno del día 14 de febrero. Harry no había dormido mucho a
causa del entrenamiento de quidditch de la noche anterior y llegó al Gran
Comedor corriendo, algo retrasado. Pensó, por un momento, que se había
equivocado de puerta.
Las paredes estaban cubiertas de flores grandes de un rosa chillón. Y,
aún peor, del techo de color azul pálido caían confetis en forma de
corazones. Harry se fue a la mesa de Gryffindor, en la que estaban Ron, con
aire asqueado, y Hermione, que se reía tontamente.
—¿Qué ocurre? —les preguntó Harry, sentándose y quitándose de
encima el confeti.
Ron, que parecía estar demasiado enojado para hablar, señaló la mesa de
los profesores. Lockhart, que llevaba una túnica de un vivo color rosa que
combinaba con la decoración, reclamaba silencio con las manos. Los
profesores que tenía a ambos lados lo miraban estupefactos. Desde su
asiento, Harry pudo ver a la profesora McGonagall con un tic en la mejilla.
Snape tenía el mismo aspecto que si se hubiera bebido un gran vaso de
crecehuesos.
—¡Feliz día de San Valentín! —gritó Lockhart—. ¡Y quiero también dar
las gracias a las cuarenta y seis personas que me han enviado tarjetas! Sí,
me he tomado la libertad de preparar esta pequeña sorpresa para todos
vosotros… ¡y no acaba aquí la cosa!
Lockhart dio una palmada, y por la puerta del vestíbulo entraron una
docena de enanos de aspecto hosco. Pero no enanos así, tal cual; Lockhart
les había puesto alas doradas y además llevaban arpas.
—¡Mis amorosos cupidos portadores de tarjetas! —sonrió Lockhart—.
¡Durante todo el día de hoy recorrerán el colegio ofreciéndoos felicitaciones
de San Valentín! ¡Y la diversión no acaba aquí! Estoy seguro de que mis
colegas querrán compartir el espíritu de este día. ¿Por qué no pedís al
profesor Snape que os enseñe a preparar un filtro amoroso? ¡Aunque el
profesor Flitwick, el muy pícaro, sabe más sobre encantamientos de ese tipo
que ningún otro mago que haya conocido!
El profesor Flitwick se tapó la cara con las manos. Snape parecía
dispuesto a envenenar a la primera persona que se atreviera a pedirle un
filtro amoroso.
—Por favor, Hermione, dime que no has sido una de las cuarenta y seis
—le dijo Ron, cuando abandonaban el Gran Comedor para acudir a la
primera clase. Pero a Hermione de repente le entró la urgencia de buscar el
horario en la bolsa, y no respondió.
Los enanos se pasaron el día interrumpiendo las clases para repartir
tarjetas, ante la irritación de los profesores, y al final de la tarde, cuando los
de Gryffindor subían hacia el aula de Encantamientos, uno de ellos alcanzó
a Harry.
—¡Eh, tú! ¡Harry Potter! —gritó un enano de aspecto particularmente
malhumorado, abriéndose camino a codazos para llegar a donde estaba
Harry.
Ruborizándose al pensar que le iba a ofrecer una felicitación de San
Valentín delante de una fila de alumnos de primero, entre los cuales estaba
Ginny Weasley, Harry intentó escabullirse. El enano, sin embargo, se abrió
camino a base de patadas en las espinillas y lo alcanzó antes de que diera
dos pasos.
—Tengo un mensaje musical para entregar a Harry Potter en persona —
dijo, rasgando el arpa de manera pavorosa.
—¡Aquí no! —dijo Harry enfadado, tratando de escapar.
—¡Párate! —gruñó el enano, aferrando a Harry por la bolsa para
detenerlo.
—¡Suéltame! —gritó Harry, tirando fuerte.
Tanto tiraron que la bolsa se partió en dos. Los libros, la varita mágica,
el pergamino y la pluma se desparramaron por el suelo, y la botellita de
tinta se rompió encima de todas las demás cosas.
Harry intentó recogerlo todo antes de que el enano comenzara a cantar
ocasionando un atasco en el corredor.
—¿Qué pasa ahí? —Era la voz fría de Draco Malfoy, que hablaba
arrastrando las palabras. Harry intentó febrilmente meterlo todo en la bolsa
rota, desesperado por alejarse antes de que Malfoy pudiera oír su
felicitación musical de San Valentín.
—¿Por qué toda esta conmoción? —dijo otra voz familiar, la de Percy
Weasley, que se acercaba.
A la desesperada, Harry intentó escapar corriendo, pero el enano se le
echó a las rodillas y lo derribó.
—Bien —dijo, sentándose sobre los tobillos de Harry—, ésta es tu
canción de San Valentín:
Tiene los ojos verdes como un sapo en escabeche
y el pelo negro como una pizarra cuando anochece.
Quisiera que fuera mío, porque es glorioso,
el héroe que venció al Señor Tenebroso.
Harry habría dado todo el oro de Gringotts por desvanecerse en aquel
momento. Intentando reírse con todos los demás, se levantó, con los pies
entumecidos por el peso del enano, mientras Percy Weasley hacía lo que
podía para dispersar al montón de chavales, algunos de los cuales estaban
llorando de risa.
—¡Fuera de aquí, fuera! La campana ha sonado hace cinco minutos, a
clase todos ahora mismo —decía, empujando a algunos de los más
pequeños—. Tú también, Malfoy.
Harry vio que Malfoy se agachaba y cogía algo, y con una mirada
burlona se lo enseñaba a Crabbe y Goyle. Harry comprendió que lo que
había recogido era el diario de Ryddle.
—¡Devuélveme eso! —le dijo Harry en voz baja.
—¿Qué habrá escrito aquí Potter? —dijo Malfoy, que obviamente no
había visto la fecha en la cubierta y pensaba que era el diario del propio
Harry. Los espectadores se quedaron en silencio. Ginny miraba
alternativamente a Harry y al diario, aterrorizada.
—Devuélvelo, Malfoy —dijo Percy con severidad.
—Cuando le haya echado un vistazo —dijo Malfoy, burlándose de
Harry.
Percy dijo:
—Como prefecto del colegio…
Pero Harry estaba fuera de sus casillas. Sacó su varita mágica y gritó:
—¡Expelliarmus!
Y tal como Snape había desarmado a Lockhart, así Malfoy vio que el
diario se le escapaba de las manos y salía volando. Ron, sonriendo, lo
atrapó.
—¡Harry! —dijo Percy en voz alta—. No se puede hacer magia en los
pasillos. ¡Tendré que informar de esto!
Pero Harry no se preocupó. Le había ganado una a Malfoy, y eso bien
valía cinco puntos de Gryffindor. Malfoy estaba furioso, y cuando Ginny
pasó por su lado para entrar en el aula, le gritó despechado:
—¡Me parece que a Potter no le gustó mucho tu felicitación de San
Valentín!
Ginny se tapó la cara con las manos y entró en clase corriendo. Dando
un gruñido, Ron sacó también su varita mágica, pero Harry se la quitó de un
tirón. Ron no tenía necesidad de pasarse la clase de Encantamientos
vomitando babosas.
Harry no se dio cuenta de que algo raro había ocurrido en el diario de
Ryddle hasta que llegaron a la clase del profesor Flitwick. Todos los demás
libros estaban empapados de tinta roja. El diario, sin embargo, estaba tan
limpio como antes de que la botellita de tinta se hubiera roto. Intentó
hacérselo ver a Ron, pero éste volvía a tener problemas con su varita
mágica: de la punta salían pompas de color púrpura, y él no prestaba
atención a nada más.
Aquella noche, Harry fue el primero de su dormitorio en irse a dormir. En
parte fue porque no creía poder soportar a Fred y George cantando: «Tiene
los ojos verdes como un sapo en escabeche» una vez más, y en parte,
porque quería examinar de nuevo el diario de Ryddle, y sabía que Ron
opinaba que eso era una pérdida de tiempo.
Se sentó en la cama y hojeó las páginas en blanco; ninguna tenía la más
ligera mancha de tinta roja. Luego sacó una nueva botellita de tinta del
cajón de la mesita, mojó en ella su pluma y dejó caer una gota en la primera
página del diario.
La tinta brilló intensamente sobre el papel durante un segundo y luego,
como si la hubieran absorbido desde el interior de la página, se desvaneció.
Emocionado, Harry mojó de nuevo la pluma y escribió:
«Mi nombre es Harry Potter.»
Las palabras brillaron un instante en la página y desaparecieron también
sin dejar huella. Entonces ocurrió algo.
Rezumando de la página, en la misma tinta que había utilizado él,
aparecieron unas palabras que Harry no había escrito:
«Hola, Harry Potter. Mi nombre es Tom Ryddle. ¿Cómo ha llegado a tus
manos mi diario?»
Estas palabras también se desvanecieron, pero no antes de que Harry
comenzara de nuevo a escribir:
«Alguien intentó tirarlo por el retrete.»
Aguardó con impaciencia la respuesta de Ryddle.
«Menos mal que registré mis memorias en algo más duradero que la
tinta. Siempre supe que habría gente que no querría que mi diario fuera
leído.»
«¿Qué quieres decir?», escribió Harry, emborronando la página debido a
los nervios.
«Quiero decir que este diario da fe de cosas horribles; cosas que fueron
ocultadas; cosas que sucedieron en el Colegio Hogwarts de Magia y
Hechicería.»
«Es donde estoy yo ahora», escribió Harry apresuradamente. «Estoy en
Hogwarts, y también suceden cosas horribles. ¿Sabes algo sobre la Cámara
de los Secretos?»
El corazón le latía violentamente. La réplica de Ryddle no se hizo
esperar, pero la letra se volvió menos clara, como si tuviera prisa por
consignar todo cuanto sabía.
«¡Por supuesto que sé algo sobre la Cámara de los Secretos! En mi
época, nos decían que era sólo una leyenda, que no existía realmente. Pero
no era cierto. Cuando yo estaba en quinto, la cámara se abrió y el monstruo
atacó a varios estudiantes, y mató a uno. Yo atrapé a la persona que había
abierto la cámara, y lo expulsaron. Pero el director, el profesor Dippet,
avergonzado de que hubiera sucedido tal cosa en Hogwarts, me prohibió
decir la verdad. Inventaron la historia de que la muchacha había muerto en
un espantoso accidente. A mí me entregaron por mi actuación un trofeo
muy bonito y muy brillante, con unas palabras grabadas, y me
recomendaron que mantuviera la boca cerrada. Pero yo sabía que podía
volver a ocurrir. El monstruo sobrevivió, y el que pudo liberarlo no fue
encarcelado.»
En su precipitación por escribir, Harry casi vuelca la botellita de la tinta.
«Ha vuelto a suceder. Ha habido tres ataques y nadie parece saber quién
está detrás. ¿Quién fue en aquella ocasión?»
«Te lo puedo mostrar, si quieres», contestó Ryddle. «No necesitas leer
mis palabras. Podrás ver dentro de mi memoria lo que ocurrió la noche en
que lo capturé.»
Harry dudó, y la pluma se detuvo encima del diario. ¿Qué quería decir
Ryddle? ¿Cómo podía alguien introducirse en la memoria de otro? Miró
asustado la puerta del dormitorio; iba oscureciendo. Cuando retornó la vista
al diario, vio que aparecían unas palabras nuevas:
«Deja que te lo enseñe.»
Harry meditó durante una fracción de segundo, y luego escribió una
sola palabra:
«Vale.»
Las páginas del diario comenzaron a pasar, como si estuviera soplando
un fuerte viento, y se detuvieron a mediados del mes de junio. Con la boca
abierta, Harry vio que el pequeño cuadrado asignado al día 13 de junio se
convertía en algo parecido a una minúscula pantalla de televisión. Las
manos le temblaban ligeramente. Levantó el cuaderno para acercar uno de
sus ojos a la ventanita, y antes de que comprendiera lo que sucedía, se
estaba inclinando hacia delante. La ventana se ensanchaba, y sintió que su
cuerpo dejaba la cama y era absorbido por la abertura de la página en un
remolino de colores y sombras.
Notó que pisaba tierra firme y se quedó temblando, mientras las formas
borrosas que lo rodeaban se iban definiendo rápidamente.
Enseguida se dio cuenta de dónde estaba. Aquella sala circular con los
retratos de gente dormida era el despacho de Dumbledore, pero no era
Dumbledore quien estaba sentado detrás del escritorio. Un mago de aspecto
delicado, con muchas arrugas y calvo, excepto por algunos pelos blancos,
leía una carta a la luz de una vela. Harry no había visto nunca a aquel
hombre.
—Lo siento —dijo con voz trémula—. No quería molestarle…
Pero el mago no levantó la vista. Siguió leyendo, frunciendo el
entrecejo levemente. Harry se acercó más al escritorio y balbució:
—¿Me-me voy?
El mago siguió sin prestarle atención. Ni siquiera parecía que le hubiera
oído. Pensando que tal vez estuviera sordo, Harry levantó la voz.
—Lamento molestarle, me iré ahora mismo —dijo casi a gritos.
Con un suspiro, el mago dobló la carta, se levantó, pasó por delante de
Harry sin mirarlo y fue hasta la ventana a descorrer las cortinas.
El cielo, al otro lado de la ventana, estaba de un color rojo rubí; parecía
el atardecer. El mago volvió al escritorio, se sentó y, mirando a la puerta, se
puso a juguetear con los pulgares.
Harry contempló el despacho. No estaba Fawkes, el fénix, ni los
artilugios metálicos que hacían ruiditos. Aquello era Hogwarts tal como
debía ser en los tiempos de Ryddle, y aquel mago desconocido tenía que ser
el director de entonces, no Dumbledore, y él, Harry, era una especie de
fantasma, completamente invisible para la gente de hacía cincuenta años.
Llamaron a la puerta.
—Entre —dijo el viejo mago con una voz débil.
Un muchacho de unos dieciséis años entró quitándose el sombrero
puntiagudo. En el pecho le brillaba una insignia plateada de prefecto. Era
mucho más alto que Harry pero tenía, como él, el pelo de un negro
azabache.
—Ah, Ryddle —dijo el director.
—¿Quería verme, profesor Dippet? —preguntó Ryddle. Parecía
azorado.
—Siéntese —indicó Dippet—. Acabo de leer la carta que me envió.
—¡Ah! —exclamó Ryddle, y se sentó, cogiéndose las manos
fuertemente.
—Muchacho —dijo Dippet con aire bondadoso—, me temo que no
puedo permitirle quedarse en el colegio durante el verano. Supongo que
querrá ir a casa para pasar las vacaciones…
—No —respondió Ryddle enseguida—, preferiría quedarme en
Hogwarts a regresar a ese…, a ese…
—Según creo, pasa las vacaciones en un orfanato muggle, ¿verdad? —
preguntó Dippet con curiosidad.
—Sí, señor —respondió Ryddle, ruborizándose ligeramente.
—¿Es usted de familia muggle?
—A medias, señor —respondió Ryddle—. De padre muggle y de madre
bruja.
—¿Y tanto uno como otro están…?
—Mi madre murió nada más nacer yo, señor. En el orfanato me dijeron
que había vivido sólo lo suficiente para ponerme nombre: Tom por mi
padre, y Sorvolo por mi abuelo.
Dippet chasqueó la lengua en señal de compasión.
—La cuestión es, Tom —suspiró—, que se podría haber hecho con
usted una excepción, pero en las actuales circunstancias…
—¿Se refiere a los ataques, señor? —dijo Ryddle, y a Harry el corazón
le dio un brinco. Se acercó, porque no quería perderse ni una sílaba de lo
que allí se dijera.
—Exactamente —dijo el director—. Muchacho, tiene que darse cuenta
de lo irresponsable que sería que yo le permitiera quedarse en el castillo al
término del trimestre. Especialmente después de la tragedia…, la muerte de
esa pobre muchacha… Usted estará muchísimo más seguro en el orfanato.
De hecho, el Ministerio de Magia se está planteando cerrar el colegio. No
creo que vayamos a poder localizar al…, descubrir el origen de todos estos
sucesos tan desagradables…
Ryddle abrió más los ojos.
—Señor, si esa persona fuera capturada… Si todo terminara…
—¿Qué quiere decir? —preguntó Dippet, soltando un gallo. Se
incorporó en el asiento—. ¿Ryddle, sabe usted algo sobre esas agresiones?
—No, señor —respondió Ryddle con presteza.
Pero Harry estaba seguro de que aquel «no» era del mismo tipo que el
que él mismo había dado a Dumbledore.
Dippet volvió a hundirse en el asiento, ligeramente decepcionado.
—Puede irse, Tom.
Ryddle se levantó del asiento y salió de la habitación pisando fuerte.
Harry fue tras él.
Bajaron por la escalera de caracol que se movía sola, y salieron al
corredor, que ya iba quedando en penumbra, junto a la gárgola. Ryddle se
detuvo y Harry hizo lo mismo, mirándolo. Le pareció que Ryddle estaba
concentrado: se mordía los labios y tenía la frente fruncida.
Luego, como si hubiera tomado una decisión repentina, salió
precipitadamente, y Harry lo siguió en silencio. No vieron a nadie hasta
llegar al vestíbulo, cuando un mago de gran estatura, con el cabello largo y
ondulado de color castaño rojizo y con barba, llamó a Ryddle desde la
escalera de mármol.
—¿Qué hace paseando por aquí tan tarde, Tom?
Harry miró sorprendido al mago. No era otro que Dumbledore, con
cincuenta años menos.
—Tenía que ver al director, señor —respondió Ryddle.
—Bien, pues váyase enseguida a la cama —le dijo Dumbledore,
dirigiéndole a Ryddle la misma mirada penetrante que Harry conocía tan
bien—. Es mejor no andar por los pasillos durante estos días, desde que…
Suspiró hondo, dio las buenas noches a Ryddle y se marchó con paso
decidido. Ryddle esperó que se fuera y a continuación, con rapidez, tomó el
camino de las escaleras de piedra que bajaban a las mazmorras, seguido por
Harry.
Pero, para su decepción, Ryddle no lo condujo a un pasadizo oculto ni a
un túnel secreto, sino a la misma mazmorra en que Snape les daba clase.
Como las antorchas no estaban encendidas y Ryddle había cerrado casi
completamente la puerta, lo único que Harry veía era a Ryddle, que,
inmóvil tras la puerta, vigilaba el corredor que había al otro lado.
A Harry le pareció que permanecían allí al menos una hora. Seguía
viendo únicamente la figura de Ryddle en la puerta, mirando por la rendija,
aguardando inmóvil. Y cuando Harry dejó de sentirse expectante y tenso, y
empezaron a entrarle ganas de volver al presente, oyó que se movía algo al
otro lado de la puerta.
Alguien caminaba por el corredor sigilosamente. Quienquiera que fuese,
pasó ante la mazmorra en la que estaban ocultos él y Ryddle. Éste,
silencioso como una sombra, cruzó la puerta y lo siguió, con Harry detrás,
que se ponía de puntillas, sin recordar que no le podían oír.
Persiguieron los pasos del desconocido durante unos cinco minutos,
cuando de improviso Ryddle se detuvo, inclinando la cabeza hacia el lugar
del que provenían unos ruidos. Harry oyó el chirrido de una puerta y luego
a alguien que hablaba en un ronco susurro.
—Vamos…, te voy a sacar de aquí ahora…, a la caja…
Algo le resultaba conocido en aquella voz.
De repente, Ryddle dobló la esquina de un salto. Harry lo siguió y pudo
ver la silueta de un muchacho alto como un gigante que estaba en cuclillas
delante de una puerta abierta, junto a una caja muy grande.
—Hola, Rubeus —dijo Ryddle con voz seria.
El muchacho cerró la puerta de golpe y se levantó.
—¿Qué haces aquí, Tom?
Ryddle se le acercó.
—Todo ha terminado —dijo—. Voy a tener que entregarte, Rubeus.
Dicen que cerrarán Hogwarts si los ataques no cesan.
—¿Que vas a…?
—No creo que quisieras matar a nadie. Pero los monstruos no son
buenas mascotas. Me imagino que lo dejaste salir para que le diera el aire
y…
—¡No ha matado a nadie! —interrumpió el muchachote, retrocediendo
contra la puerta cerrada. Harry oía unos curiosos chasquidos y crujidos
procedentes del otro lado de la puerta.
—Vamos, Rubeus —dijo Ryddle, acercándose aún más—. Los padres
de la chica muerta llegarán mañana. Lo menos que puede hacer Hogwarts
es asegurarse de que lo que mató a su hija sea sacrificado…
—¡No fue él! —gritó el muchacho. Su voz resonaba en el oscuro
corredor—. ¡No sería capaz! ¡Nunca!
—Hazte a un lado —dijo Ryddle, sacando su varita mágica.
Su conjuro iluminó el corredor con un resplandor repentino. La puerta
que había detrás del muchacho se abrió con tal fuerza que golpeó contra el
muro que había enfrente. Por el hueco salió algo que hizo a Harry proferir
un grito que nadie sino él pudo oír.
Un cuerpo grande, peludo, casi a ras de suelo, y una maraña de patas
negras, varios ojos resplandecientes y unas pinzas afiladas como navajas…
Ryddle levantó de nuevo la varita, pero fue demasiado tarde. El monstruo lo
derribó al escabullirse, enfilando a toda velocidad por el corredor y
perdiéndose de vista. Ryddle se incorporó, buscando la varita. Consiguió
cogerla, pero el muchachón se lanzó sobre él, se la arrancó de las manos y
lo tiró de espaldas contra el suelo, al tiempo que gritaba: ¡NOOOOOOOO!
Todo empezó a dar vueltas y la oscuridad se hizo completa. Harry sintió
que caía y aterrizó de golpe con los brazos y las piernas extendidos sobre su
cama en el dormitorio de Gryffindor, y con el diario de Ryddle abierto sobre
el abdomen.
Antes de que pudiera recuperar el aliento, se abrió la puerta del
dormitorio y entró Ron.
—¡Estás aquí! —dijo.
Harry se sentó. Estaba sudoroso y temblaba.
—¿Qué pasa? —dijo Ron, preocupado.
—Fue Hagrid, Ron. Hagrid abrió la Cámara de los Secretos hace
cincuenta años.
CAPÍTULO 14
Cornelius Fudge
H
ARRY,
Ron y Hermione siempre habían sabido que Hagrid sentía una
desgraciada afición por las criaturas grandes y monstruosas. Durante el
curso anterior en Hogwarts había intentado criar un dragón en su pequeña
cabaña de madera, y pasaría mucho tiempo antes de que pudieran olvidar al
perro gigante de tres cabezas al que había puesto por nombre Fluffy. Harry
estaba seguro de que si, de niño, Hagrid se enteró de que había un monstruo
oculto en algún lugar del castillo, hizo lo imposible por echarle un vistazo.
Seguro que le parecía inhumano haber tenido encerrado al monstruo tanto
tiempo y debía de pensar que el pobre tenía derecho a estirar un poco sus
numerosas piernas. Podía imaginarse perfectamente a Hagrid, con trece
años, intentando ponerle un collar y una correa. Pero también estaba seguro
de que él nunca había tenido intención de matar a nadie.
Harry casi habría preferido no haber averiguado el funcionamiento del
diario de Ryddle. Ron y Hermione le pedían constantemente que les contase
una y otra vez todo lo que había visto, hasta que se cansaba de tanto hablar
y de las largas conversaciones que seguían a su relato y que no conducían a
ninguna parte.
—A lo mejor Ryddle se equivocó de culpable —decía Hermione—. A
lo mejor el que atacaba a la gente era otro monstruo…
—¿Cuántos monstruos crees que puede albergar este castillo? —le
preguntó Ron, aburrido.
—Ya sabíamos que a Hagrid lo habían expulsado —dijo Harry, apenado
—. Y supongo que entonces los ataques cesaron. Si no hubiera sido así, a
Ryddle no le habrían dado ningún premio.
Ron intentó verlo de otro modo.
—Ryddle me recuerda a Percy. Pero ¿por qué tuvo que delatar a
Hagrid?
—El monstruo había matado a una persona, Ron —contestó Hermione.
—Y Ryddle habría tenido que volver al orfanato muggle si hubieran
cerrado Hogwarts —dijo Harry—. No lo culpo por querer quedarse aquí.
Ron se mordió un labio y luego vaciló al decir:
—Tú te encontraste a Hagrid en el callejón Knockturn, ¿verdad, Harry?
—Dijo que había ido a comprar un repelente contra las babosas
carnívoras —dijo Harry con presteza.
Se quedaron en silencio. Tras una pausa prolongada, Hermione tuvo una
idea elemental.
—¿Por qué no vamos y le preguntamos a Hagrid?
—Sería una visita muy cortés —dijo Ron—. Hola, Hagrid, dinos, ¿has
estado últimamente dejando en libertad por el castillo a una cosa furiosa y
peluda?
Al final, decidieron no decir nada a Hagrid si no había otro ataque, y
como los días se sucedieron sin siquiera un susurro de la voz que no salía de
ningún sitio, albergaban la esperanza de no tener que hablar con él sobre el
motivo de su expulsión. Ya habían pasado casi cuatro meses desde que
petrificaron a Justin y a Nick Casi Decapitado, y parecía que todo el mundo
creía que el agresor, quienquiera que fuese, se había retirado,
afortunadamente. Peeves se había cansado por fin de su canción ¡Oh,
Potter, eres un zote!; Ernie Macmillan, un día, en la clase de Herbología, le
pidió cortésmente a Harry que le pasara un cubo de hongos saltarines, y en
marzo algunas mandrágoras montaron una escandalosa fiesta en el
Invernadero 3. Esto puso muy contenta a la profesora Sprout.
—En cuanto empiecen a querer cambiarse unas a las macetas de otras,
sabremos que han alcanzado la madurez —dijo a Harry—. Entonces
podremos revivir a esos pobrecillos de la enfermería.
•••
Durante las vacaciones de Semana Santa, los de segundo tuvieron algo
nuevo en que pensar. Había llegado el momento de elegir optativas para el
curso siguiente, decisión que al menos Hermione se tomó muy en serio.
—Podría afectar a todo nuestro futuro —dijo a Harry y Ron, mientras
repasaban minuciosamente la lista de las nuevas materias, señalándolas.
—Lo único que quiero es no tener Pociones —dijo Harry.
—Imposible —dijo Ron con tristeza—. Seguiremos con todas las
materias que tenemos ahora. Si no, yo me libraría de Defensa Contra las
Artes Oscuras.
—¡Pero si ésa es muy importante! —dijo Hermione, sorprendida.
—No tal como la imparte Lockhart —repuso Ron—. Lo único que me
ha enseñado es que no hay que dejar sueltos a los duendecillos.
Neville Longbottom había recibido carta de todos los magos y brujas de
su familia, y cada uno le aconsejaba materias distintas. Confundido y
preocupado, se sentó a leer la lista de las materias y les preguntaba a todos
si pensaban que Aritmancia era más difícil que Adivinación Antigua. Dean
Thomas, que, como Harry, se había criado con muggles, terminó cerrando
los ojos y apuntando a la lista con la varita mágica, y escogió las materias
que había tocado al azar. Hermione no siguió el consejo de nadie y las
escogió todas.
Harry sonrió tristemente al imaginar lo que habrían dicho tío Vernon y
tía Petunia si les consultara sobre su futuro de mago. Pero alguien lo ayudó:
Percy Weasley se desvivía por hacerle partícipe de su experiencia.
—Depende de adónde quieras llegar, Harry —le dijo—. Nunca es
demasiado pronto para pensar en el futuro, así que yo te recomendaría
Adivinación. La gente dice que los estudios muggles son la salida más fácil,
pero personalmente creo que los magos deberíamos tener completos
conocimientos de la comunidad no mágica, especialmente si queremos
trabajar en estrecho contacto con ellos. Mira a mi padre, tiene que tratar
todo el tiempo con muggles. A mi hermano Charlie siempre le gustó el
trabajo al aire libre, así que escogió Cuidado de Criaturas Mágicas. Escoge
aquello para lo que valgas, Harry.
Pero lo único que a Harry le parecía que se le daba realmente bien era el
quidditch. Terminó eligiendo las mismas optativas que Ron, pensando que
si era muy malo en ellas, al menos contaría con alguien que podría
ayudarle.
A Gryffindor le tocaba jugar el siguiente partido de quidditch contra
Hufflepuff. Wood los machacaba con entrenamientos en equipo cada noche
después de cenar, de forma que Harry no tenía tiempo para nada más que
para el quidditch y para hacer los deberes. Sin embargo, los entrenamientos
iban mejor, y la noche anterior al partido del sábado se fue a la cama
pensando que Gryffindor nunca había tenido más posibilidades de ganar la
copa.
Pero su alegría no duró mucho. Al final de las escaleras que conducían
al dormitorio se encontró con Neville Longbottom, que lo miraba
desesperado.
—Harry, no sé quién lo hizo. Yo me lo encontré…
Mirando a Harry aterrorizado, Neville abrió la puerta.
El contenido del baúl de Harry estaba esparcido por todas partes. Su
capa estaba en el suelo, rasgada. Le habían levantado las sábanas y las
mantas de la cama, y habían sacado el cajón de la mesita y el contenido
estaba desparramado sobre el colchón.
Harry fue hacia la cama, pisando algunas páginas sueltas de Recorridos
con los trols. No podía creer lo que había sucedido.
En el momento en que Neville y él hacían la cama, entraron Ron, Dean
y Seamus. Dean gritó:
—¿Qué ha sucedido, Harry?
—No tengo ni idea —contestó. Ron examinaba la túnica de Harry.
Habían dado la vuelta a todos los bolsillos.
—Alguien ha estado buscando algo —dijo Ron—. ¿Qué te falta?
Harry empezó a coger sus cosas y a dejarlas en el baúl. Hasta que hubo
separado el último libro de Lockhart, no se dio cuenta de qué era lo que
faltaba.
—Se han llevado el diario de Ryddle —dijo a Ron en voz baja.
—¿Qué?
Harry señaló con la cabeza hacia la puerta del dormitorio, y Ron lo
siguió. Bajaron corriendo hasta la sala común de Gryffindor, que estaba
medio vacía, y encontraron a Hermione, sentada, sola, leyendo un libro
titulado La adivinación antigua al alcance de todos.
A Hermione la noticia la dejó aterrorizada.
—Pero… sólo puede haber sido alguien de Gryffindor. Nadie más
conoce la contraseña.
—En efecto —confirmó Harry.
Despertaron al día siguiente con un sol intenso y una brisa ligera y
refrescante.
—¡Perfectas condiciones para jugar al quidditch! —dijo Wood
emocionado a los de la mesa de Gryffindor, llevando los platos con los
huevos revueltos—. ¡Harry, levanta el ánimo, necesitas un buen desayuno!
Harry había estado observando la mesa abarrotada de Gryffindor,
preguntándose si tendría delante de las narices al nuevo poseedor del diario
de Ryddle. Hermione lo intentaba convencer de que notificara el robo, pero
a Harry no le gustaba la idea. Tendría que contar todo lo referente al diario a
algún profesor, ¿y cuánta gente sabía por qué habían expulsado a Hagrid
hacía cincuenta años? No quería ser él quien lo sacara de nuevo a la luz.
Al abandonar el Gran Comedor con Ron y Hermione para ir a recoger
su equipo de quidditch, otro motivo de preocupación se añadió a la
creciente lista de Harry. Acababa de poner los pies en la escalera de mármol
cuando oyó de nuevo aquella voz:
—Matar esta vez… Déjame desgarrar… Despedazar…
Harry dio un grito, y Ron y Hermione se separaron de él asustados.
—¡La voz! —dijo Harry, mirando a un lado—. Acabo de oírla de nuevo,
¿vosotros no?
Ron, con los ojos muy abiertos, negó con la cabeza. Hermione, sin
embargo, se llevó una mano a la frente.
—¡Harry, creo que acabo de comprender algo! ¡Tengo que ir a la
biblioteca!
Y se fue corriendo por las escaleras.
—¿Qué habrá comprendido? —dijo Harry distraídamente, mirando
alrededor, intentando averiguar de dónde podía provenir la voz.
—Muchas más cosas que yo —respondió Ron, negando con la cabeza.
—Pero ¿por qué habrá tenido que irse a la biblioteca?
—Porque eso es lo que Hermione hace siempre —contestó Ron,
encogiéndose de hombros—. Cuando le entra alguna duda, ¡a la biblioteca!
Harry se quedó indeciso, intentando volver a captar la voz, pero los
alumnos empezaron a salir del Gran Comedor hablando alto, hacia la puerta
principal. Iban al campo de quidditch.
—Será mejor que te muevas —dijo Ron—. Son casi las once…, el
partido.
Harry subió a la carrera la torre de Gryffindor, cogió su Nimbus 2.000 y
se mezcló con la gente que se dirigía hacia el campo de juego. Pero su
mente se había quedado en el castillo, donde sonaba la voz que no salía de
ningún sitio, y mientras se ponía su túnica de juego en los vestuarios, su
único consuelo era saber que todos estaban allí para ver el partido.
Los equipos saltaron al campo de juego en medio del clamor del
público. Oliver Wood despegó para hacer un vuelo de calentamiento
alrededor de los postes, y la señora Hooch sacó las bolas. Los de
Hufflepuff, que jugaban de color amarillo canario, se habían reunido para
repasar la táctica en el último minuto.
Harry acababa de montarse en la escoba cuando la profesora
McGonagall llegó corriendo al campo, llevando consigo un megáfono de
color púrpura.
—El partido acaba de ser suspendido —gritó por el megáfono la
profesora, dirigiéndose al estadio abarrotado. Hubo gritos y silbidos. Oliver
Wood, con aspecto desolado, aterrizó y fue corriendo a donde estaba la
profesora McGonagall sin desmontar de la escoba.
—¡Pero profesora! —gritó—. Tenemos que jugar… la Copa…
Gryffindor…
La profesora McGonagall no le hizo caso y continuó gritando por el
megáfono:
—Todos los estudiantes tienen que volver a sus respectivas salas
comunes, donde les informarán los jefes de sus casas. ¡Id lo más deprisa
que podáis, por favor!
Luego bajó el megáfono e hizo una seña a Harry para que se acercara.
—Potter, creo que será mejor que vengas conmigo.
Preguntándose por qué sospecharía de él en aquella ocasión, Harry vio
que Ron se separaba de la multitud descontenta y se unía a ellos corriendo
para volver al castillo. Para sorpresa de Harry, la profesora McGonagall no
se opuso.
—Sí, quizá sea mejor que tú también vengas, Weasley.
Algunos de los estudiantes que había a su alrededor rezongaban por la
suspensión del partido y otros parecían preocupados. Harry y Ron siguieron
a la profesora McGonagall y, al llegar al castillo, subieron con ella la
escalera de mármol. Pero esta vez no se dirigían a ningún despacho.
—Esto os resultará un poco sorprendente —dijo la profesora
McGonagall con voz amable cuando se acercaban a la enfermería—. Ha
habido otro ataque… Un ataque doble.
A Harry le dio un brinco el corazón. La profesora McGonagall abrió la
puerta y entraron en la enfermería.
La señora Pomfrey atendía a una muchacha de sexto curso con el pelo
largo y rizado. Harry reconoció en ella a la chica de Ravenclaw a la que por
error habían preguntado cómo se iba a la sala común de Slytherin. Y en la
cama de al lado estaba…
—¡Hermione! —gimió Ron.
Hermione yacía completamente inmóvil, con los ojos abiertos y
vidriosos.
—Las encontraron junto a la biblioteca —dijo la profesora McGonagall
—. Supongo que no podéis explicarlo. Esto estaba en el suelo, junto a
ellas…
Levantó un pequeño espejo redondo.
Harry y Ron negaron con la cabeza, mirando a Hermione.
—Os acompañaré a la torre de Gryffindor —dijo con seriedad la
profesora McGonagall—. De cualquier manera, tengo que hablar a los
estudiantes.
—Todos los alumnos estarán de vuelta en sus respectivas salas comunes a
las seis en punto de la tarde. Ningún alumno podrá dejar los dormitorios
después de esa hora. Un profesor os acompañará siempre al aula. Ningún
alumno podrá entrar en los servicios sin ir acompañado por un profesor. Se
posponen todos los partidos y entrenamientos de quidditch. No habrá más
actividades extraescolares.
Los alumnos de Gryffindor, que abarrotaban la sala común, escuchaban
en silencio a la profesora McGonagall, quien al final enrolló el pergamino
que había estado leyendo y dijo con la voz entrecortada por la impresión:
—No necesito añadir que rara vez me he sentido tan consternada. Es
probable que se cierre el colegio si no se captura al agresor. Si alguno de
vosotros sabe de alguien que pueda tener una pista, le ruego que lo diga.
La profesora salió por el agujero del retrato con cierta torpeza, e
inmediatamente los alumnos de Gryffindor rompieron el silencio.
—Han caído dos de Gryffindor, sin contar al fantasma, que también es
de Gryffindor, uno de Ravenclaw y otro de Hufflepuff —dijo Lee Jordan, el
amigo de los gemelos Weasley, contando con los dedos—. ¿No se ha dado
cuenta ningún profesor de que los de Slytherin parecen estar a salvo? ¿No
es evidente que todo esto proviene de Slytherin? El heredero de Slytherin,
el monstruo de Slytherin… ¿Por qué no expulsan a todos los de Slytherin?
—preguntó con fiereza. Hubo alumnos que asintieron y se oyeron algunos
aplausos aislados.
Percy Weasley estaba sentado en una silla, detrás de Lee, pero por una
vez no parecía interesado en exponer sus puntos de vista. Estaba pálido y
parecía ausente.
—Percy está asustado —dijo George a Harry en voz baja—. Esa chica
de Ravenclaw…, Penelope Clearwater…, es prefecta. Supongo que Percy
creía que el monstruo no se atrevería a atacar a un prefecto.
Pero Harry sólo escuchaba a medias. No parecía poder olvidar la
imagen de Hermione, inmóvil sobre la cama de la enfermería, como
esculpida en piedra. Y si no pillaban pronto al culpable, él tendría que pasar
el resto de su vida con los Dursley. Tom Ryddle había delatado a Hagrid
ante la perspectiva del orfanato muggle si se cerraba el colegio. Harry
entendía perfectamente cómo se había sentido.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ron a Harry al oído—. ¿Crees que
sospechan de Hagrid?
—Tenemos que ir a hablar con él —dijo Harry, decidido—. No creo que
esta vez sea él, pero si fue el que lo liberó la última vez, también sabrá
llegar hasta la Cámara de los Secretos, y algo es algo.
—Pero McGonagall nos ha dicho que tenemos que permanecer en
nuestras torres cuando no estemos en clase…
—Creo —dijo Harry, en voz todavía más baja— que ha llegado ya el
momento de volver a sacar la vieja capa de mi padre.
Harry sólo había heredado una cosa de su padre: una capa larga y plateada
para hacerse invisible. Era su única posibilidad para salir a hurtadillas del
colegio y visitar a Hagrid sin que nadie se enterara. Fueron a la cama a la
hora habitual, esperaron a que Neville, Dean y Seamus hubieran dejado de
hablar sobre la Cámara de los Secretos y se durmieran, y entonces se
levantaron, volvieron a vestirse y se cubrieron con la capa.
El recorrido por los corredores oscuros del castillo no fue en absoluto
agradable. Harry, que ya en ocasiones anteriores había caminado por allí de
noche, no lo había visto nunca, después de la puesta del sol, tan lleno de
gente: profesores, prefectos y fantasmas circulaban por los corredores en
parejas, buscando cualquier detalle sospechoso. Como, a pesar de llevar la
capa invisible, hacían el mismo ruido de siempre, hubo un instante
especialmente tenso cuando Ron se dio un golpe en un dedo del pie, y
estaban muy cerca del lugar en que Snape montaba guardia.
Afortunadamente, Snape estornudó en el momento preciso en que Ron
gritó. Cuando finalmente alcanzaron la puerta principal de roble y la
abrieron con cuidado, suspiraron aliviados.
Era una noche clara y estrellada. Avanzaron con rapidez guiándose por
la luz de las ventanas de la cabaña de Hagrid, y no se desprendieron de la
capa hasta que hubieron llegado ante la puerta.
Unos segundos después de llamar, Hagrid les abrió. Les apuntaba con
una ballesta, y Fang, el perro jabalinero, ladraba furiosamente detrás de él.
—¡Ah! —dijo, bajando el arma y mirándolos—. ¿Qué hacéis aquí los
dos?
—¿Para qué es eso? —preguntó Harry, señalando la ballesta al entrar.
—Nada, nada… —susurró Hagrid—. Estaba esperando… No importa…
Sentaos, prepararé té.
Parecía que apenas sabía lo que hacía. Casi apagó el fuego al derramar
agua de la tetera metálica, y luego rompió la de cerámica de puros nervios
al golpearla con la mano.
—¿Estás bien, Hagrid? —dijo Harry—. ¿Has oído lo de Hermione?
—¡Ah, sí, claro que lo he oído! —dijo Hagrid con la voz entrecortada.
Miró por la ventana, nervioso. Les sirvió sendas jarritas llenas sólo de
agua hirviendo (se le había olvidado poner las bolsitas de té). Cuando les
estaba poniendo en un plato un trozo de pastel de frutas, aporrearon la
puerta.
Se le cayó el pastel. Harry y Ron intercambiaron miradas de pánico, se
echaron encima la capa para hacerse invisibles y se retiraron a un rincón
oculto. Tras asegurarse de que no se les veía, Hagrid cogió la ballesta y fue
otra vez a abrir la puerta.
—Buenas noches, Hagrid.
Era Dumbledore. Entró, muy serio, seguido por otro individuo de
aspecto muy raro.
El desconocido era un hombre bajo y corpulento, con el pelo gris
alborotado y expresión nerviosa. Llevaba una extraña combinación de
ropas: traje de raya diplomática, corbata roja, capa negra larga y botas
púrpura acabadas en punta. Sujetaba bajo el brazo un sombrero hongo verde
lima.
—¡Es el jefe de mi padre! —musitó Ron—. ¡Cornelius Fudge, el
ministro de Magia!
Harry dio un codazo a Ron para que se callara.
Hagrid estaba pálido y sudoroso. Se dejó caer abatido en una de las
sillas y miró a Dumbledore y luego a Cornelius Fudge.
—¡Feo asunto, Hagrid! —dijo Fudge, telegráficamente—. Muy feo. He
tenido que venir. Cuatro ataques contra hijos de muggles. El Ministerio
tiene que intervenir.
—Yo nunca… —dijo Hagrid, mirando implorante a Dumbledore—.
Usted sabe que yo nunca, profesor Dumbledore, señor…
—Quiero que quede claro, Cornelius, que Hagrid cuenta con mi plena
confianza —dijo Dumbledore, mirando a Fudge con el entrecejo fruncido.
—Mira, Albus —dijo Fudge, incómodo—. Hagrid tiene antecedentes.
El Ministerio tiene que hacer algo… El consejo escolar se ha puesto en
contacto…
—Aun así, Cornelius, insisto en que echar a Hagrid no va a solucionar
nada —dijo Dumbledore. Los ojos azules le brillaban de una manera que
Harry no había visto nunca.
—Míralo desde mi punto de vista —dijo Fudge, cogiendo el sombrero y
haciéndolo girar entre las manos—. Me están presionando. Tengo que
acreditar que hacemos algo. Si se demuestra que no fue Hagrid, regresará y
no habrá más que decir. Pero tengo que llevármelo. Tengo que hacerlo. Si
no, no estaría cumpliendo con mi deber…
—¿Llevarme? —dijo Hagrid, temblando—. ¿Llevarme adónde?
—Sólo por poco tiempo —dijo Fudge, evitando los ojos de Hagrid—.
No se trata de un castigo, Hagrid, sino más bien de una precaución. Si
atrapamos al culpable, a usted se le dejará salir con una disculpa en toda
regla.
—¿No será a Azkaban? —preguntó Hagrid con voz ronca.
Antes de que Fudge pudiera responder, llamaron con fuerza a la puerta.
Abrió Dumbledore. Ahora fue Harry quien recibió un codazo en las
costillas, porque había dejado escapar un grito ahogado bien audible.
El señor Lucius Malfoy entró en la cabaña de Hagrid con paso decidido,
envuelto en una capa de viaje negra y con una gélida sonrisa de
satisfacción. Fang se puso a aullar.
—¡Ah, ya está aquí, Fudge! —dijo complacido al entrar—. Bien, bien…
—¿Qué hace usted aquí? —le dijo Hagrid furioso—. ¡Salga de mi casa!
—Créame, buen hombre, que no me produce ningún placer entrar en
esta… ¿la ha llamado casa? —repuso Lucius Malfoy contemplando la
cabaña con desprecio—. Simplemente, he ido al colegio y me han dicho
que el director estaba aquí.
—¿Y qué es lo que quiere de mí, exactamente, Lucius? —dijo
Dumbledore. Hablaba cortésmente, pero aún tenía los ojos azules llenos de
furia.
—Es lamentable, Dumbledore —dijo perezosamente el señor Malfoy,
sacando un rollo de pergamino—, pero el consejo escolar ha pensado que es
hora de que usted abandone. Aquí traigo una orden de cese, y aquí están las
doce firmas. Me temo que este asunto se le ha escapado de las manos.
¿Cuántos ataques ha habido ya? Otros dos esta tarde, ¿no es cierto? A este
ritmo, no quedarán en Hogwarts alumnos de familia muggle, y todos
sabemos el gran perjuicio que ello supondría para el colegio.
—¿Qué? ¡Vaya, Lucius! —dijo Fudge, alarmado—, Dumbledore
cesado… No, no…, lo último que querría, precisamente ahora…
—El nombramiento y el cese del director son competencia del consejo
escolar, Fudge —dijo con suavidad el señor Malfoy—. Y como
Dumbledore no ha logrado detener las agresiones…
—Pero, Lucius, si Dumbledore no ha logrado detenerlas —dijo Fudge,
que tenía el labio superior empapado en sudor—, ¿quién va a poder?
—Ya se verá —respondió el señor Malfoy con una desagradable sonrisa
—. Pero como los doce hemos votado…
Hagrid se levantó de un salto, y su enredada cabellera negra rozó el
techo.
—¿Y a cuántos ha tenido que amenazar y chantajear para que
accedieran, eh, Malfoy? —preguntó.
—Muchacho, muchacho, por Dios, este temperamento suyo le dará un
disgusto un día de éstos —dijo Malfoy—. Me permito aconsejarle que no
grite de esta manera a los carceleros de Azkaban. No creo que se lo tomen a
bien.
—¡Puede quitar a Dumbledore! —chilló Hagrid, y Fang, el perro
jabalinero, se encogió y gimoteó en su cesta—. ¡Lléveselo, y los alumnos
de familia muggle no tendrán ni una oportunidad! ¡Y habrá más asesinatos!
—Cálmate, Hagrid —le dijo bruscamente Dumbledore. Luego se dirigió
a Lucius Malfoy—. Si el consejo escolar quiere mi renuncia, Lucius, me
iré.
—Pero… —tartamudeó Fudge.
—¡No! —gimió Hagrid.
Dumbledore no había apartado sus vivos ojos azules de los ojos fríos y
grises de Malfoy.
—Sin embargo —dijo Dumbledore, hablando muy claro y despacio,
para que todos entendieran cada una de sus palabras—, sólo abandonaré de
verdad el colegio cuando no me quede nadie fiel. Y Hogwarts siempre
ayudará al que lo pida.
Durante un instante, Harry estuvo convencido de que Dumbledore les
había guiñado un ojo, mirando hacia el rincón donde Ron y él estaban
ocultos.
—Admirables sentimientos —dijo Malfoy, haciendo una inclinación—.
Todos echaremos de menos su personalísima forma de dirigir el centro,
Albus, y sólo espero que su sucesor consiga evitar los… asesinatos.
Se dirigió con paso decidido a la puerta de la cabaña, la abrió, saludó a
Dumbledore con una inclinación y le indicó que saliera. Fudge esperaba, sin
dejar de manosear su sombrero, a que Hagrid pasara delante, pero Hagrid
no se movió, sino que respiró hondo y dijo pausadamente:
—Si alguien quisiera desentrañar este embrollo, lo único que tendría
que hacer es seguir a las arañas. Ellas lo conducirían. Eso es todo lo que
tengo que decir. —Fudge lo miró extrañado—. De acuerdo, ya voy —
añadió, poniéndose el abrigo de piel de topo. Cuando estaba a punto de
seguir a Fudge por la puerta, se detuvo y dijo en voz alta—: Y alguien
tendrá que darle de comer a Fang mientras estoy fuera.
La puerta se cerró de un golpe y Ron se quitó la capa invisible.
—En menudo embrollo estamos metidos —dijo con voz ronca—. Sin
Dumbledore. Podrían cerrar el colegio esta misma noche. Sin él, habrá un
ataque cada día.
Fang se puso a aullar, arañando la puerta.
CAPÍTULO 15
Aragog
E
verano estaba a punto de llegar a los campos que rodeaban el castillo.
El cielo y el lago se volvieron del mismo azul claro y en los
invernaderos brotaron flores como repollos. Pero sin poder ver a Hagrid
desde las ventanas del castillo, cruzando el campo a grandes zancadas con
Fang detrás, a Harry aquel paisaje no le gustaba; y lo mismo podía decirse
del interior del castillo, donde las cosas iban de mal en peor.
Harry y Ron habían intentado visitar a Hermione, pero incluso las
visitas a la enfermería estaban prohibidas.
—No podemos correr más riesgos —les dijo severamente la señora
Pomfrey a través de la puerta entreabierta—. No, lo siento, hay demasiado
peligro de que pueda volver el agresor para acabar con esta gente.
Ahora que Dumbledore no estaba, el miedo se había extendido más aún,
y el sol que calentaba los muros del castillo parecía detenerse en las
ventanas con parteluz. Apenas se veía en el colegio un rostro que no
L
expresara tensión y preocupación, y si sonaba alguna risa en los corredores,
parecía estridente y antinatural, y enseguida era reprimida.
Harry se repetía constantemente las últimas palabras de Dumbledore:
«Sólo abandonaré de verdad el colegio cuando no me quede nadie fiel. Y
Hogwarts siempre ayudará al que lo pida.» Pero ¿con qué finalidad había
dicho aquellas palabras? ¿A quién iban a pedir ayuda, cuando todo el
mundo estaba tan confundido y asustado como ellos?
La indicación de Hagrid sobre las arañas era bastante más fácil de
comprender. El problema era que no parecía haber quedado en el castillo ni
una sola araña a la que seguir. Harry las buscaba adondequiera que iba, y
Ron lo ayudaba a regañadientes. Además se añadía la dificultad de que no
les dejaban ir solos a ningún lado, sino que tenían que desplazarse siempre
en grupo con los alumnos de Gryffindor. La mayoría de los estudiantes
parecían agradecer que los profesores los acompañaran siempre de clase en
clase, pero a Harry le resultaba muy fastidioso.
Había una persona, sin embargo, que parecía disfrutar plenamente de
aquella atmósfera de terror y recelo. Draco Malfoy se pavoneaba por el
colegio como si acabaran de elegirlo delegado. Harry no comprendió por
qué Malfoy se sentía tan a gusto hasta que, unos quince días después de que
se hubieran ido Dumbledore y Hagrid, estando sentado detrás de él en clase
de Pociones, le oyó regodearse de la situación ante Crabbe y Goyle:
—Siempre pensé que mi padre sería el que echara a Dumbledore —dijo,
sin preocuparse de hablar en voz baja—. Ya os dije que él opina que
Dumbledore ha sido el peor director que ha tenido nunca el colegio. Quizá
ahora tengamos un director decente, alguien que no quiera que se cierre la
Cámara de los Secretos. McGonagall no durará mucho, sólo está de forma
provisional…
Snape pasó al lado de Harry sin hacer ningún comentario sobre el
asiento y el caldero solitarios de Hermione.
—Señor —dijo Malfoy en voz alta—, señor, ¿por qué no solicita usted
el puesto de director?
—Venga, venga, Malfoy —dijo Snape, aunque no pudo evitar sonreír
con sus finos labios—. El profesor Dumbledore sólo ha sido suspendido de
sus funciones por el consejo escolar. Me atrevería a decir que volverá a
estar con nosotros muy pronto.
—Ya —dijo Malfoy, con una sonrisa de complicidad—. Espero que mi
padre le vote a usted, señor, si solicita el puesto. Le diré que usted es el
mejor profesor del colegio, señor.
Snape paseaba sonriente por la mazmorra, afortunadamente sin ver a
Seamus Finnigan, que hacía como que vomitaba sobre el caldero.
—Me sorprende que los sangre sucia no hayan hecho ya todos el
equipaje —prosiguió Malfoy—. Apuesto cinco galeones a que el próximo
muere. Qué pena que no sea Granger…
La campana sonó en aquel momento, y fue una suerte, porque al oír las
últimas palabras, Ron había saltado del asiento para abalanzarse sobre
Malfoy, aunque con el barullo de recoger libros y bolsas, su intento pasó
inadvertido.
—Dejadme —protestó Ron cuando lo sujetaron entre Harry y Dean—.
No me preocupa, no necesito mi varita mágica, lo voy a matar con las
manos…
—Daos prisa, he de llevaros a Herbología —les gritó Snape, y salieron
en doble hilera, con Harry, Ron y Dean en la cola, el segundo intentando
todavía liberarse. Sólo lo soltaron cuando Snape se quedó en la puerta del
castillo y ellos continuaron por la huerta hacia los invernaderos.
La clase de Herbología resultó triste, porque había dos alumnos menos:
Justin y Hermione.
La profesora Sprout los puso a todos a podar las higueras de Abisinia,
que daban higos secos. Harry fue a tirar un brazado de tallos secos al
montón del abono y se encontró de frente con Ernie Mcmillan. Ernie respiró
hondo y dijo, muy formalmente:
—Sólo quiero que sepas, Harry, que lamento haber sospechado de ti. Sé
que nunca atacarías a Hermione Granger y te quiero pedir disculpas por
todo lo que dije. Ahora estamos en el mismo barco y…, bueno…
Avanzó una mano regordeta y Harry la estrechó.
Ernie y su amiga Hannah se pusieron a trabajar en la misma higuera que
Ron y Harry.
—Ese tal Draco Malfoy —dijo Ernie, mientras cortaba las ramas secas
— parece que se ha puesto muy contento con todo esto, ¿verdad? ¿Sabéis?,
creo que él podría ser el heredero de Slytherin.
—Esto demuestra que eres inteligente, Ernie —dijo Ron, que no parecía
haber perdonado a Ernie tan fácilmente como Harry.
—¿Crees que es Malfoy, Harry? —preguntó Ernie.
—No —respondió Harry con tal firmeza que Ernie y Hannah se lo
quedaron mirando.
Un instante después, Harry vio algo y lo señaló dándole a Ron en la
mano con sus tijeras de podar.
—¡Ah! ¿Qué estás…?
Harry señaló al suelo, a un metro de distancia. Varias arañas grandes
correteaban por la tierra.
—¡Anda! —dijo Ron, intentando, sin éxito, hacer como que se alegraba
—. Pero no podemos seguirlas ahora…
Ernie y Hannah escuchaban llenos de curiosidad.
Harry contempló a las arañas que se alejaban.
—Parece que se dirigen al bosque prohibido…
Y a Ron aquello aún le hizo menos gracia.
Al acabar la clase, la profesora Sprout acompañó a los alumnos al aula
de Defensa Contra las Artes Oscuras. Harry y Ron se rezagaron un poco
para hablar sin que los oyeran.
—Tenemos que recurrir otra vez a la capa para hacernos invisibles —
dijo Harry a Ron—. Podemos llevar con nosotros a Fang. Hagrid lo lleva
con él al bosque, así que podría sernos de ayuda.
—De acuerdo —dijo Ron, que movía su varita mágica nerviosamente
entre los dedos—. Pero… ¿no hay…, no hay hombres lobo en el bosque?
—añadió, mientras ocupaban sus puestos habituales al final del aula de
Lockhart.
Prefiriendo no responder a aquella pregunta, Harry dijo:
—También hay allí cosas buenas. Los centauros son buenos, y los
unicornios también.
Ron no había estado nunca en el bosque prohibido. Harry había
penetrado en él en una ocasión, y deseaba no tener que volver a hacerlo.
Lockhart entró en el aula dando un salto, y la clase se lo quedó mirando.
Todos los demás profesores del colegio parecían más serios de lo habitual,
pero Lockhart estaba tan alegre como siempre.
—¡Venga ya! —exclamó, sonriéndoles a todos—, ¿por qué ponéis esas
caras tan largas?
Los alumnos intercambiaron miradas de exasperación, pero no contestó
nadie.
—¿Es que no comprendéis —les decía Lockhart, hablándoles muy
despacio, como si fueran tontos— que el peligro ya ha pasado? Se han
llevado al culpable.
—¿A quién dice? —preguntó Dean Thomas en voz alta.
—Mi querido muchacho, el ministro de Magia no se habría llevado a
Hagrid si no hubiera estado completamente seguro de que era el culpable —
dijo Lockhart, en el tono que emplearía cualquiera para explicar que uno y
uno son dos.
—Ya lo creo que se lo llevaría —dijo Ron, alzando la voz más que
Dean.
—Me atrevería a suponer que sé más sobre el arresto de Hagrid que
usted, señor Weasley —dijo Lockhart empleando un tono de satisfacción.
Ron comenzó a decir que él no era de la misma opinión, pero se paró en
mitad de la frase cuando Harry le arreó una patada por debajo del pupitre.
—Nosotros no estábamos allí, ¿recuerdas? —le susurró Harry.
Pero la desagradable alegría de Lockhart, las sospechas que siempre
había tenido de que Hagrid no era bueno, su confianza en que todo el asunto
ya había tocado a su fin, irritaron tanto a Harry, que sintió deseos de tirarle
Una vuelta con los espíritus malignos a su cara de idiota. Pero en lugar de
eso, se conformó con garabatearle a Ron una nota: «Lo haremos esta
noche.»
Ron leyó el mensaje, tragó saliva con esfuerzo y miró a su lado, al
asiento habitualmente ocupado por Hermione. Entonces parecieron
disiparse sus dudas, y asintió con la cabeza.
Aquellos días, la sala común de Gryffindor estaba siempre abarrotada,
porque a partir de las seis, los de Gryffindor no tenían otro lugar adonde ir.
También tenían mucho de que hablar, así que la sala no se vaciaba hasta
pasada la medianoche.
Después de cenar, Harry sacó del baúl su capa para hacerse invisible y
pasó la noche sentado encima de ella, esperando que la sala se despejara.
Fred y George los retaron a jugar a los naipes explosivos y Ginny se sentó a
contemplarlos, muy retraída y ocupando el asiento habitual de Hermione.
Harry y Ron perdieron a propósito, intentando acabar pronto, pero incluso
así, era bien pasada la medianoche cuando Fred, George y Ginny se
marcharon por fin a la cama.
Harry y Ron esperaron a oír cerrarse las puertas de los dos dormitorios
antes de coger la capa, echársela encima y salir por el agujero del retrato.
Este recorrido por el castillo también fue difícil, porque tenían que ir
esquivando a los profesores. Al fin llegaron al vestíbulo, descorrieron el
pasador de la puerta principal y se colaron por ella, intentando evitar que
hiciera ruido, y salieron a los campos iluminados por la luz de la luna.
—Naturalmente —dijo Ron de pronto, mientras cruzaban a grandes
zancadas el negro césped—, cuando lleguemos al bosque podría ser que no
tuviéramos nada que seguir. A lo mejor las arañas no iban en aquella
dirección. Parecía que sí, pero…
Su voz se fue apagando, pero conservaba un aire de esperanza.
Llegaron a la cabaña de Hagrid, que parecía muy triste con sus ventanas
tapadas. Cuando Harry abrió la puerta, Fang enloqueció de alegría al
verlos. Temiendo que despertara a todo el castillo con sus potentes ladridos,
se apresuraron a darle de comer caramelos de café con leche que había en
una lata sobre la chimenea, de tal manera que consiguieron pegarle los
dientes de arriba a los de abajo.
Harry dejó la capa sobre la mesa de Hagrid. No la necesitarían en el
bosque completamente oscuro.
—Venga, Fang, vamos a dar una vuelta —le dijo Harry, dándole unas
palmaditas en la pata, y Fang salió de la cabaña detrás de ellos, muy
contento, fue corriendo hasta el bosque y levantó la pata al pie de un gran
árbol. Harry sacó la varita, murmuró: «¡Lumos!», y en su extremo apareció
una lucecita diminuta, suficiente para permitirles buscar indicios de las
arañas por el camino.
—Bien pensado —dijo Ron—. Yo haría lo mismo con la mía, pero ya
sabes…, seguramente estallaría o algo parecido…
Harry le puso una mano en el hombro y le señaló la hierba. Dos arañas
solitarias huían de la luz de la varita para protegerse en la sombra de los
árboles.
—Vale —suspiró Ron, como resignándose a lo peor—. Estoy dispuesto.
Vamos.
De esta forma penetraron en el bosque, con Fang correteando a su lado,
olfateando las hojas y las raíces de los árboles. A la luz de la varita mágica
de Harry, siguieron la hilera ininterrumpida de arañas que circulaban por el
camino. Caminaron unos veinte minutos, sin hablar, con el oído atento a
otros ruidos que no fueran los de ramas al romperse o el susurro de las
hojas. Más adelante, cuando el bosque se volvió tan espeso que ya no se
veían las estrellas del cielo y la única luz provenía de la varita de Harry,
vieron que las arañas se salían del camino.
Harry se detuvo y miró hacia donde se dirigían las arañas, pero, fuera
del pequeño círculo de luz de la varita, todo era oscuridad impenetrable.
Nunca se había internado tanto en el bosque. Podía recordar vívidamente
que Hagrid, una vez que había entrado con él, le advirtió que no se saliera
del camino. Pero ahora Hagrid se hallaba a kilómetros de distancia,
probablemente en una celda en Azkaban, y les había indicado que siguieran
a las arañas.
Harry notó en la mano el contacto de algo húmedo, dio un salto hacia
atrás y pisó a Ron en el pie, pero sólo había sido el hocico de Fang.
—¿Qué te parece? —preguntó Harry a Ron, de quien sólo veía los ojos,
que reflejaban la luz de la varita mágica.
—Ya que hemos llegado hasta aquí… —dijo Ron.
De forma que siguieron a las arañas que se internaban en la espesura.
No podían avanzar muy rápido, porque había tocones y raíces de árboles en
su ruta, apenas visibles en la oscuridad. Harry notaba en la mano el cálido
aliento de Fang. Tuvieron que detenerse más de una vez para que, en
cuclillas, a la luz de la varita, Harry pudiera volver a encontrar el rastro de
las arañas.
Caminaron durante una media hora por lo menos. Las túnicas se les
enganchaban en las ramas bajas y en las zarzas. Al cabo de un rato notaron
que el terreno descendía, aunque el bosque seguía igual de espeso.
De repente, Fang dejó escapar un ladrido potente, resonante, dándoles
un susto tremendo.
—¿Qué pasa? —preguntó Ron en voz alta, mirando en la oscuridad y
agarrándose con fuerza al hombro de Harry.
—Algo se mueve por ahí —musitó Harry—. Escucha… Parece de gran
tamaño.
Escucharon. A cierta distancia, a su derecha, aquella cosa de gran
tamaño se abría camino entre los árboles quebrando las ramas a su paso.
—¡Ah, no! —exclamó Ron—, ¡ah, no, no, no…!
—Calla —dijo Harry, desesperado—. Te oirá.
—¿Oírme? —dijo Ron en un tono elevado y poco natural—. Pero ¡si ya
ha oído a Fang!
La oscuridad parecía presionarles los ojos mientras aguardaban
aterrorizados. Oyeron un extraño ruido sordo, y luego, silencio.
—¿Qué crees que está haciendo? —preguntó Harry.
—Seguramente, se está preparando para saltar —contestó Ron.
Aguardaron, temblando, sin atreverse apenas a moverse.
—¿Crees que se ha ido? —susurró Harry.
—No sé…
Entonces vieron a su derecha un resplandor que brilló tanto en la
oscuridad que los dos tuvieron que protegerse los ojos con las manos. Fang
soltó un aullido y echó a correr, pero se enredó en unos espinos y volvió a
aullar aún más fuerte.
—¡Harry! —gritó Ron, tan aliviado que la voz apenas le salía—. ¡Harry,
es nuestro coche!
—¿Qué?
—¡Vamos!
Harry siguió a Ron en dirección a la luz, dando tumbos y traspiés, y al
cabo de un instante salieron a un claro.
El coche del padre de Ron estaba abandonado en medio de un círculo de
gruesos árboles y bajo un espeso tejido de ramas, con los faros encendidos.
Ron caminó hacia él, boquiabierto, y el coche se le acercó despacio, como
si fuera un perro que saludase a su amo. Un perro de color turquesa.
—¡Ha estado aquí todo el tiempo! —dijo Ron emocionado,
contemplando el coche—. Míralo: el bosque lo ha vuelto salvaje…
Los guardabarros del coche estaban arañados y embadurnados de barro.
Daba la impresión de que el coche había conseguido llegar hasta allí él solo.
A Fang no parecía hacerle ninguna gracia, y se mantenía pegado a Harry,
temblando. Mientras su respiración se acompasaba, guardó la varita bajo la
túnica.
—¡Y creíamos que era un monstruo que nos iba a atacar! —dijo Ron,
inclinándose sobre el coche y dándole unas palmadas—. ¡Me preguntaba
adónde habría ido!
Harry aguzó la vista en busca de arañas en el suelo iluminado, pero
todas habían huido de la luz de los faros.
—Hemos perdido el rastro —dijo—. Tendremos que buscarlo de nuevo.
Ron no habló ni se movió. Tenía los ojos clavados en un punto que se
hallaba a unos tres metros del suelo, justo detrás de Harry. Estaba pálido de
terror.
Harry ni siquiera tuvo tiempo de volverse. Se oyó un fuerte chasquido,
y de repente sintió que algo largo y peludo lo agarraba por la cintura y lo
levantaba en el aire, de cara al suelo. Mientras forcejeaba, aterrorizado, oyó
más chasquidos, y vio que las piernas de Ron se despegaban del suelo, y
oyó a Fang aullar y gimotear… y sintió que lo arrastraban por entre los
negros árboles.
Levantando como pudo la cabeza, Harry vio que la bestia que lo
sujetaba caminaba sobre seis patas inmensamente largas y peludas, y que
encima de las dos delanteras que lo aferraban, tenía unas pinzas también
negras. Tras él podía oír a otro animal similar, que sin duda era el que había
cogido a Ron. Se encaminaban hacia el corazón del bosque. Harry pudo ver
a Fang que forcejeaba intentando liberarse de un tercer monstruo, aullando
con fuerza, pero Harry no habría podido gritar aunque hubiera querido:
parecía como si la voz se le hubiese quedado junto al coche, en el claro.
Nunca supo cuánto tiempo pasó en las garras del animal, sólo que de
repente hubo la suficiente claridad para ver que el suelo, antes cubierto de
hojas, estaba infestado de arañas. Estaban en el borde de una vasta
hondonada en la que los árboles habían sido talados y las estrellas brillaban
iluminando el paisaje más terrorífico que se pueda imaginar.
Arañas. No arañas diminutas como aquellas a las que habían seguido
por el camino de hojarasca, sino arañas del tamaño de caballos, con ocho
ojos y ocho patas negras, peludas y gigantescas. El ejemplar que
transportaba a Harry se abría camino, bajando por la brusca pendiente,
hacia una telaraña nebulosa en forma de cúpula que había en el centro de la
hondonada, mientras sus compañeras se acercaban por todas partes
chasqueando sus pinzas, emocionadas a la vista de su presa.
La araña soltó a Harry, y éste cayó al suelo de cuatro patas. A su lado,
con un ruido sordo, cayeron Ron y Fang. El perro ya no aullaba; se quedó
encogido y en silencio en el mismo punto en que había caído. Ron parecía
encontrarse tan mal como Harry había supuesto. Su boca se había alargado
en una especie de grito mudo y los ojos se le salían de las órbitas.
De pronto Harry se dio cuenta de que la araña que lo había dejado caer
estaba hablando. No era fácil darse cuenta de ello, porque chascaba sus
pinzas a cada palabra que decía.
—¡Aragog! —llamaba—, ¡Aragog!
Y del medio de la gran tela de araña salió, muy despacio, una araña del
tamaño de un elefante pequeño. El negro de su cuerpo y sus piernas estaba
manchado de gris, y los ocho ojos que tenía en su cabeza horrenda y llena
de pinzas eran de un blanco lechoso. Era ciega.
—¿Qué hay? —dijo, chascando muy deprisa sus pinzas.
—Hombres —dijo la araña que había llevado a Harry.
—¿Es Hagrid? —Aragog se acercó, moviendo vagamente sus múltiples
ojos lechosos.
—Desconocidos —respondió la araña que había llevado a Ron.
—Matadlos —ordenó Aragog con fastidio—. Estaba durmiendo…
—Somos amigos de Hagrid —gritó Harry. Sentía como si el corazón se
le hubiera escapado del pecho y estuviera retumbando en su garganta.
—Clic, clic, clic —hicieron las pinzas de todas las arañas en la
hondonada.
Aragog se detuvo.
—Hagrid nunca ha enviado hombres a nuestra hondonada —dijo
despacio.
—Hagrid está metido en un grave problema —dijo Harry, respirando
muy deprisa—. Por eso hemos venido nosotros.
—¿En un grave problema? —dijo la vieja araña, en un tono que a Harry
se le antojó de preocupación—. Pero ¿por qué os ha enviado?
Harry quiso levantarse, pero decidió no hacerlo; no creía que las piernas
lo pudieran sostener. Así que habló desde el suelo, lo más tranquilamente
que pudo.
—En el colegio piensan que Hagrid se ha metido en… en… algo con
los estudiantes. Se lo han llevado a Azkaban.
Aragog chascó sus pinzas enojado, y el resto de las arañas de la
hondonada hizo lo mismo: era como si aplaudiesen, sólo que los aplausos
no solían aterrorizar a Harry.
—Pero aquello fue hace años —dijo Aragog con fastidio—. Hace un
montón de años. Lo recuerdo bien. Por eso lo echaron del colegio. Creyeron
que yo era el monstruo que vivía en lo que ellos llaman la Cámara de los
Secretos. Creyeron que Hagrid había abierto la cámara y me había liberado.
—Y tú… ¿tú no saliste de la Cámara de los Secretos? —dijo Harry,
notando un sudor frío en la frente.
—¡Yo! —dijo Aragog, chascando de enfado—. Yo no nací en el castillo.
Vine de una tierra lejana. Un viajero me regaló a Hagrid cuando yo estaba
en el huevo. Hagrid sólo era un niño, pero me cuidó, me escondió en un
armario del castillo, me alimentó con sobras de la mesa. Hagrid es un gran
amigo mío, y un gran hombre. Cuando me descubrieron y me culparon de la
muerte de una muchacha, él me protegió. Desde entonces, he vivido
siempre en el bosque, donde Hagrid aún viene a verme. Hasta me encontró
una esposa, Mosag, y ya veis cómo ha crecido mi familia, gracias a la
bondad de Hagrid…
Harry reunió todo el valor que le quedaba.
—¿Así que tú nunca… nunca atacaste a nadie?
—Nunca —dijo la vieja araña con voz ronca—. Mi instinto me habría
empujado a ello, pero, por consideración a Hagrid, nunca hice daño a un ser
humano. El cuerpo de la muchacha asesinada fue descubierto en los aseos.
Yo nunca vi nada del castillo salvo el armario en que crecí. A nuestra
especie le gusta la oscuridad y el silencio.
—Pero entonces… ¿sabes qué es lo que mató a la chica? —preguntó
Harry—. Porque, sea lo que sea, ha vuelto a atacar a la gente…
Los chasquidos y el ruido de muchas patas que se movían de enojo
ahogaron sus palabras. Al mismo tiempo, grandes figuras negras parecían
crecer a su alrededor.
—Lo que habita en el castillo —dijo Aragog— es una antigua criatura a
la que las arañas tememos más que a ninguna otra cosa. Recuerdo bien que
le rogué a Hagrid que me dejara marchar cuando me di cuenta de que la
bestia rondaba por el castillo.
—¿Qué es? —dijo Harry enseguida.
Las pinzas chascaron más fuerte. Parecía que las arañas se acercaban.
—¡No hablamos de eso! —dijo con furia Aragog—. ¡No lo nombramos!
Ni siquiera a Hagrid le dije nunca el nombre de esa horrible criatura,
aunque me preguntó varias veces.
Harry no quiso insistir, y menos con las arañas que se acercaban cada
vez más por todos lados. Aragog parecía cansada de hablar. Iba
retrocediendo despacio hacia su tela, pero las demás arañas seguían
acercándose, poco a poco, a Harry y Ron.
—En ese caso, ya nos vamos —dijo Harry desesperadamente a Aragog,
al oír los crujidos muy cerca.
—¿Iros? —dijo Aragog despacio—. Creo que no…
—Pero, pero…
—Mis hijos e hijas no hacen daño a Hagrid, ésa es mi orden. Pero no
puedo negarles un poco de carne fresca cuando se nos pone delante
voluntariamente. Adiós, amigo de Hagrid.
Harry miró a todos lados. A muy poca distancia, mucho más alto que él,
había un frente de arañas, como un muro macizo, chascando sus pinzas y
con sus múltiples ojos brillando en las horribles cabezas negras.
Al coger su varita, Harry sabía que no le iba a servir, que había
demasiadas arañas, pero estaba decidido a hacerles frente, dispuesto a morir
luchando. Pero en aquel instante se oyó un ruido fuerte, y un destello de luz
iluminó la hondonada.
El coche del padre de Ron rugía bajando la hondonada, con los faros
encendidos, tocando la bocina, apartando a las arañas al chocar con ellas.
Algunas caían del revés y se quedaban agitando sus largas patas en el aire.
El coche se detuvo con un chirrido delante de Harry y Ron, y abrió las
puertas.
—¡Coge a Fang! —gritó Harry, metiéndose por la puerta delantera.
Ron cogió al perro, que no paraba de aullar, por la barriga y lo metió en
los asientos de atrás. Las puertas se cerraron de un portazo. Ni Ron puso el
pie en el acelerador ni falta que hizo. El motor dio un rugido, y el coche
salió atropellando arañas. Subieron la cuesta a toda velocidad, salieron de la
hondonada y enseguida se internaron en el bosque chocando contra todo lo
que se les ponía por delante, con las ramas golpeando las ventanillas,
mientras el coche se abría camino hábilmente a través de los espacios más
amplios, siguiendo un camino que obviamente conocía.
Harry miró a Ron. En la boca aún conservaba la mueca del grito mudo,
pero sus ojos ya no estaban desorbitados.
—¿Estás bien?
Ron miraba fijamente hacia delante, incapaz de hablar.
Se abrieron camino a través de la maleza, con Fang aullando
sonoramente en el asiento de atrás. Harry vio cómo al rozar un árbol
arrancaba de cuajo el retrovisor exterior. Después de diez minutos de ruido
y tambaleo, el bosque se aclaró y Harry vio de nuevo algunos trozos de
cielo.
El coche frenó tan bruscamente que casi salen por el parabrisas. Habían
llegado al final del bosque. Fang se abalanzó contra la ventanilla en su
impaciencia por salir, y cuando Harry le abrió la puerta, corrió por entre los
árboles, con la cola entre las piernas, hasta la cabaña de Hagrid. Harry
también salió y, al cabo de un rato, Ron lo siguió, recuperado ya el
movimiento en sus miembros, pero aún con el cuello rígido y los ojos fijos.
Harry dio al coche una palmada de agradecimiento, y éste volvió a
internarse en el bosque y desapareció de la vista.
Harry entró en la cabaña de Hagrid a recoger la capa invisible. Fang se
había acurrucado en su cesta, temblando debajo de la manta. Cuando Harry
volvió a salir, vio a Ron vomitando en el bancal de las calabazas.
—Seguid a las arañas —dijo Ron sin fuerzas, limpiándose la boca con
la manga—. Nunca perdonaré a Hagrid. Estamos vivos de milagro.
—Apuesto a que no pensaba que Aragog pudiera hacer daño a sus
amigos —dijo Harry.
—¡Ése es exactamente el problema de Hagrid! —dijo Ron, aporreando
la pared de la cabaña—. ¡Siempre se cree que los monstruos no son tan
malos como parecen, y mira adónde lo ha llevado esa creencia: a una celda
en Azkaban! —No podía dejar de temblar—. ¿Qué pretendía enviándonos
allá? Me gustaría saber qué es lo que hemos averiguado.
—Que Hagrid no abrió nunca la Cámara de los Secretos —contestó
Harry, echando la capa sobre Ron y empujándole por el brazo para hacerle
andar—. Es inocente.
Ron dio un fuerte resoplido. Evidentemente, criar a Aragog en un
armario no era su idea de la inocencia.
Al aproximarse al castillo, Harry enderezó la capa para asegurarse de
que no se les veían los pies, luego empujó despacio la puerta principal, para
que no chirriara, sólo hasta dejarla entreabierta. Cruzaron con cuidado el
vestíbulo y subieron la escalera de mármol, conteniendo la respiración al
encontrarse con los centinelas que vigilaban los corredores. Por fin llegaron
a la sala común de Gryffindor, donde el fuego se había convertido en
cenizas y unas pocas brasas. Al hallarse en lugar seguro, se desprendieron
de la capa y ascendieron por la escalera circular hasta el dormitorio.
Ron cayó en la cama sin preocuparse de desvestirse. Harry, por el
contrario, no tenía mucho sueño. Se sentó en el borde de la cama, pensando
en todo lo que había dicho Aragog.
La criatura que merodeaba por algún lugar del castillo, pensó, se parecía
a Voldemort, incluso en el hecho de que otros monstruos no quisieran
mencionar su nombre. Pero Ron y él no se encontraban más cerca de
averiguar qué era aquello ni cómo había petrificado a sus víctimas. Ni
siquiera Hagrid había sabido nunca qué se escondía en la cámara de los
Secretos.
Harry subió las piernas a la cama y se reclinó contra las almohadas,
contemplando la luna que destellaba para él a través de la ventana de la
torre.
No comprendía qué otra cosa podía hacer. Nada de lo que habían
intentado hasta el momento les había llevado a ninguna parte. Ryddle había
atrapado al que no era, el heredero de Slytherin había escapado y nadie
sabía si sería o no la misma persona que había vuelto a abrir la cámara. No
quedaba nadie a quien preguntar. Harry se tumbó, sin dejar de pensar en lo
que había dicho Aragog.
Estaba adormeciéndose cuando se le ocurrió algo que podía ser su
última esperanza, y se incorporó de repente.
—Ron —susurró en la oscuridad—, ¡Ron!
Ron despertó con un aullido como los de Fang, abrió unos ojos
desorbitados y miró a Harry.
—Ron: la chica que murió. Aragog dijo que fue hallada en unos aseos
—dijo Harry, sin hacer caso de los ronquidos de Neville que venían del
rincón—. ¿Y si no hubiera abandonado nunca los aseos? ¿Y si todavía
estuviera allí?
Bajo la luz de la luna, Ron se frotó los ojos y arrugó la frente. Y
entonces comprendió.
—¿No pensarás… en Myrtle la Llorona?
CAPÍTULO 16
La Cámara de los Secretos
C
la cantidad de veces que hemos estado cerca de ella en los aseos —
dijo Ron con amargura durante el desayuno del día siguiente—, y no se
nos ocurrió preguntarle, y ahora ya ves…
La aventura de seguir a las arañas había sido muy dura. Pero ahora,
burlar a los profesores para poder meterse en un lavabo de chicas, pero no
uno cualquiera, sino el que estaba junto al lugar en que había ocurrido el
primer ataque, les parecía prácticamente imposible.
En la primera clase que tuvieron, Transformaciones, sin embargo,
sucedió algo que por primera vez en varias semanas les hizo olvidar la
Cámara de los Secretos. A los diez minutos de empezada la clase, la
profesora McGonagall les dijo que los exámenes comenzarían el 1 de junio,
y sólo faltaba una semana.
—¿Exámenes? —aulló Seamus Finnigan—. ¿Vamos a tener exámenes a
pesar de todo?
Sonó un fuerte golpe detrás de Harry. A Neville Longbottom se le había
caído la varita mágica, haciendo desaparecer una de las patas del pupitre.
La profesora McGonagall volvió a hacerla aparecer con un movimiento de
su varita y se volvió hacia Seamus con el entrecejo fruncido.
ON
—El único propósito de mantener el colegio en funcionamiento en estas
circunstancias es el de daros una educación —dijo con severidad—. Los
exámenes, por lo tanto, tendrán lugar como de costumbre, y confío en que
estéis todos estudiando duro.
¡Estudiando duro! Nunca se le ocurrió a Harry que pudiera haber
exámenes con el castillo en aquel estado. Se oyeron murmullos de
disconformidad en toda el aula, lo que provocó que la profesora
McGonagall frunciera el entrecejo aún más.
—Las instrucciones del profesor Dumbledore fueron que el colegio
prosiguiera su marcha con toda la normalidad posible —dijo ella—. Y eso,
no necesito explicarlo, incluye comprobar cuánto habéis aprendido este
curso.
Harry contempló el par de conejos blancos que tenía que convertir en
zapatillas. ¿Qué había aprendido durante aquel curso? No le venía a la
cabeza ni una sola cosa que pudiera resultar útil en un examen.
En cuanto a Ron, parecía como si le acabaran de decir que tenía que irse
a vivir al bosque prohibido.
—¿Te parece que puedo hacer los exámenes con esto? —preguntó a
Harry, levantando su varita, que se había puesto a pitar.
Tres días antes del primer examen, durante el desayuno, la profesora
McGonagall hizo otro anuncio a la clase.
—Tengo buenas noticias —dijo, y el Gran Comedor, en lugar de quedar
en silencio, estalló en alborozo.
—¡Vuelve Dumbledore! —dijeron varios, entusiasmados.
—¡Han atrapado al heredero de Slytherin! —gritó una chica desde la
mesa de Ravenclaw.
—¡Vuelven los partidos de quidditch! —rugió Wood emocionado.
Cuando se calmó el alboroto, dijo la profesora McGonagall:
—La profesora Sprout me ha informado de que las mandrágoras ya
están listas para ser cortadas. Esta noche podremos revivir a las personas
petrificadas. Creo que no hace falta recordaros que alguno de ellos quizá
pueda decirnos quién, o qué, los atacó. Tengo la esperanza de que este
horroroso curso acabe con la captura del culpable.
Hubo una explosión de alegría. Harry miró a la mesa de Slytherin y no
le sorprendió ver que Draco Malfoy no participaba de ella. Ron, sin
embargo, parecía más feliz que en ningún otro momento de los últimos días.
—¡Siendo así, no tendremos que preguntarle a Myrtle! —dijo a Harry
—. ¡Hermione tendrá la respuesta cuando la despierten! Aunque se volverá
loca cuando se entere de que sólo quedan tres días para el comienzo de los
exámenes. No ha podido estudiar. Sería más amable por nuestra parte
dejarla como está hasta que hubieran terminado.
En aquel mismo instante, Ginny Weasley se acercó y se sentó junto a
Ron. Parecía tensa y nerviosa, y Harry vio que se retorcía las manos en el
regazo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Ron, sirviéndose más gachas de avena.
Ginny no dijo nada, pero miró la mesa de Gryffindor de un lado a otro
con una expresión asustada que a Harry le recordaba a alguien, aunque no
sabía a quién.
—Suéltalo ya —le dijo Ron, mirándola.
Harry comprendió entonces a quién le recordaba Ginny. Se balanceaba
ligeramente hacia atrás y hacia delante en la silla, exactamente igual que lo
hacía Dobby cuando estaba a punto de revelar información prohibida.
—Tengo algo que deciros —masculló Ginny, evitando mirar
directamente a Harry.
—¿Qué es? —preguntó Harry.
Parecía como si Ginny no pudiera encontrar las palabras adecuadas.
—¿Qué? —apremió Ron.
Ginny abrió la boca, pero no salió de ella ningún sonido. Harry se
inclinó hacia delante y habló en voz baja, para que sólo le pudieran oír Ron
y Ginny.
—¿Tiene que ver con la Cámara de los Secretos? ¿Has visto algo o a
alguien haciendo cosas sospechosas?
Ginny cogió aire, y en aquel preciso momento apareció Percy Weasley,
pálido y fatigado.
—Si has acabado de comer, me sentaré en tu sitio, Ginny. Estoy muerto
de hambre. Acabo de terminar la ronda.
Ginny saltó de la silla como si le hubiera dado la corriente, echó a Percy
una mirada breve y aterrorizada, y salió corriendo. Percy se sentó y cogió
una jarra del centro de la mesa.
—¡Percy! —dijo Ron enfadado—. ¡Estaba a punto de contarnos algo
importante!
Percy se atragantó en medio de un sorbo de té.
—¿Qué era eso tan importante? —preguntó, tosiendo.
—Yo le acababa de preguntar si había visto algo raro, y ella se disponía
a decir…
—¡Ah, eso! No tiene nada que ver con la Cámara de los Secretos —dijo
Percy.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Ron, arqueando las cejas.
—Bueno, si es imprescindible que te lo diga… Ginny, esto…, me
encontró el otro día cuando yo estaba… Bueno, no importa, el caso es
que… ella me vio hacer algo y yo, hum, le pedí que no se lo dijera a nadie.
Yo creía que mantendría su palabra. No es nada, de verdad, pero
preferiría…
Harry nunca había visto a Percy pasando semejante apuro.
—¿Qué hacías, Percy? —preguntó Ron, sonriendo—. Vamos, dínoslo,
no nos reiremos.
Percy no devolvió la sonrisa.
—Pásame esos bollos, Harry, me muero de hambre.
Harry sabía que todo el misterio podría resolverse al día siguiente sin la
ayuda de Myrtle, pero, si se presentaba, no dejaría escapar la oportunidad
de hablar con ella. Y afortunadamente se presentó, a media mañana, cuando
Gilderoy Lockhart les conducía al aula de Historia de la Magia.
Lockhart, que tan a menudo les había asegurado que todo el peligro ya
había pasado, sólo para que se demostrara enseguida que estaba
equivocado, estaba ahora plenamente convencido de que no valía la pena
acompañar a los alumnos por los pasillos. No llevaba el pelo tan acicalado
como de costumbre, y parecía como si hubiera estado levantado casi toda la
noche, haciendo guardia en el cuarto piso.
—Recordad mis palabras —dijo, doblando con ellos una esquina—: lo
primero que dirán las bocas de esos pobres petrificados será: «Fue Hagrid.»
Francamente, me asombra que la profesora McGonagall juzgue necesarias
todas estas medidas de seguridad.
—Estoy de acuerdo, señor —dijo Harry, y a Ron se le cayeron los
libros, de la sorpresa.
—Gracias, Harry —dijo Lockhart cortésmente, mientras esperaban que
acabara de pasar una larga hilera de alumnos de Hufflepuff—. Nosotros los
profesores tenemos cosas mucho más importantes que hacer que acompañar
a los alumnos por los pasillos y quedarnos de guardia toda la noche…
—Es verdad —dijo Ron, comprensivo—. ¿Por qué no nos deja aquí,
señor? Sólo nos queda este pasillo.
—¿Sabes, Weasley? Creo que tienes razón —respondió Lockhart—. La
verdad es que debería ir a preparar mi próxima clase.
Y salió apresuradamente.
—A preparar su próxima clase —dijo Ron con sorna—. A ondularse el
cabello, más bien.
Dejaron que el resto de la clase pasara delante y luego enfilaron por un
pasillo lateral y corrieron hacia los aseos de Myrtle la Llorona. Pero cuando
ya se felicitaban uno al otro por su brillante idea…
—¡Potter! ¡Weasley! ¿Qué estáis haciendo?
Era la profesora McGonagall, y tenía los labios más apretados que
nunca.
—Estábamos… estábamos… —balbució Ron—. Íbamos a ver…
—A Hermione —dijo Harry. Tanto Ron como la profesora McGonagall
lo miraron—. Hace mucho que no la vemos, profesora —continuó Harry,
hablando deprisa y pisando a Ron en el pie—, y pretendíamos colarnos en
la enfermería, ya sabe, y decirle que las mandrágoras ya están casi listas y,
bueno, que no se preocupara.
La profesora McGonagall seguía mirándolo, y por un momento, Harry
pensó que iba a estallar de furia, pero cuando habló lo hizo con una voz
ronca, poco habitual en ella.
—Naturalmente —dijo, y Harry vio, sorprendido, que brillaba una
lágrima en uno de sus ojos, redondos y vivos—. Naturalmente, comprendo
que todo esto ha sido más duro para los amigos de los que están… Lo
comprendo perfectamente. Sí, Potter, claro que podéis ver a la señorita
Granger. Informaré al profesor Binns de dónde habéis ido. Decidle a la
señora Pomfrey que os he dado permiso.
Harry y Ron se alejaron, sin atreverse a creer que se hubieran librado
del castigo. Al doblar la esquina, oyeron claramente a la profesora
McGonagall sonarse la nariz.
—Ésa —dijo Ron emocionado— ha sido la mejor historia que has
inventado nunca.
No tenían otra opción que ir a la enfermería y decir a la señora Pomfrey
que la profesora McGonagall les había dado permiso para visitar a
Hermione.
La señora Pomfrey los dejó entrar, pero a regañadientes.
—No sirve de nada hablar a alguien petrificado —les dijo, y ellos, al
sentarse al lado de Hermione, tuvieron que admitir que tenía razón. Era
evidente que Hermione no tenía la más remota idea de que tenía visitas, y
que lo mismo daría que lo de que no se preocupara se lo dijeran a la mesilla
de noche.
—¿Vería al atacante? —preguntó Ron, mirando con tristeza el rostro
rígido de Hermione—. Porque si se apareció sigilosamente, quizá no viera a
nadie…
Pero Harry no miraba el rostro de Hermione, porque se había fijado en
que su mano derecha, apretada encima de las mantas, aferraba en el puño un
trozo de papel estrujado.
Asegurándose de que la señora Pomfrey no estaba cerca, se lo señaló a
Ron.
—Intenta sacárselo —susurró Ron, corriendo su silla para ocultar a
Harry de la vista de la señora Pomfrey.
No fue una tarea fácil. La mano de Hermione apretaba con tal fuerza el
papel que Harry creía que al tirar se rompería. Mientras Ron lo cubría, él
tiraba y forcejeaba, y, al fin, después de varios minutos de tensión, el papel
salió.
Era una página arrancada de un libro muy viejo. Harry la alisó con
emoción y Ron se inclinó para leerla también.
De las muchas bestias pavorosas y monstruos terribles que vagan
por nuestra tierra, no hay ninguna más sorprendente ni más letal
que el basilisco, conocido como el rey de las serpientes. Esta
serpiente, que puede alcanzar un tamaño gigantesco y cuya vida
dura varios siglos, nace de un huevo de gallina empollado por un
sapo. Sus métodos de matar son de lo más extraordinario, pues
además de sus colmillos mortalmente venenosos, el basilisco mata
con la mirada, y todos cuantos fijaren su vista en el brillo de sus
ojos han de sufrir instantánea muerte. Las arañas huyen del
basilisco, pues es éste su mortal enemigo, y el basilisco huye sólo
del canto del gallo, que para él es mortal.
Y debajo de esto, había escrita una sola palabra, con una letra que Harry
reconoció como la de Hermione: «Cañerías.»
Fue como si alguien hubiera encendido la luz de repente en su cerebro.
—Ron —musitó—. ¡Esto es! Aquí está la respuesta. El monstruo de la
cámara es un basilisco, ¡una serpiente gigante! Por eso he oído a veces esa
voz por todo el colegio, y nadie más la ha oído: porque yo comprendo la
lengua pársel…
Harry miró las camas que había a su alrededor.
—El basilisco mata a la gente con la mirada. Pero no ha muerto nadie.
Porque ninguno de ellos lo miró directo a los ojos. Colin lo vio a través de
su cámara de fotos. El basilisco quemó toda la película que había dentro,
pero a Colin sólo lo petrificó. Justin… ¡Justin debe de haber visto al
basilisco a través de Nick Casi Decapitado! Nick lo vería perfectamente,
pero no podía morir otra vez… Y a Hermione y la prefecta de Ravenclaw
las hallaron con aquel espejo al lado. Hermione acababa de enterarse de que
el monstruo era un basilisco. ¡Me apostaría algo a que ella le advirtió a la
primera persona a la que encontró que mirara por un espejo antes de doblar
las esquinas! Y entonces sacó el espejo y…
Ron se había quedado con la boca abierta.
—¿Y la Señora Norris? —susurró con interés.
Harry hizo un gran esfuerzo para concentrarse, recordando la imagen de
la noche de Halloween.
—El agua…, la inundación que venía de los aseos de Myrtle la Llorona.
Seguro que la Señora Norris sólo vio el reflejo…
Con impaciencia, examinó la hoja que tenía en la mano. Cuanto más la
miraba más sentido le hallaba.
—¡El basilisco sólo huye del canto del gallo, que para él es mortal! —
leyó en voz alta—. ¡Mató a los gallos de Hagrid! El heredero de Slytherin
no quería que hubiera ninguno cuando se abriera la Cámara de los Secretos.
¡Las arañas huyen del basilisco! ¡Todo encaja!
—Pero ¿cómo se mueve el basilisco por el castillo? —dijo Ron—. Una
serpiente asquerosa… alguien tendría que verla…
Harry, sin embargo, le señaló la palabra que Hermione había
garabateado al pie de la página.
—Cañerías —leyó—. Cañerías… Ha estado usando las cañerías, Ron.
Y yo he oído esa voz dentro de las paredes…
De pronto, Ron cogió a Harry del brazo.
—¡La entrada de la Cámara de los Secretos! —dijo con la voz quebrada
—. ¿Y si es uno de los aseos? ¿Y si estuviera en…?
—… los aseos de Myrtle la Llorona —terminó Harry.
Durante un rato se quedaron inmóviles, embargados por la emoción, sin
poder creérselo apenas.
—Esto quiere decir —añadió Harry— que no debo de ser el único que
habla pársel en el colegio. El heredero de Slytherin también lo hace. De esa
forma domina al basilisco.
—¿Qué hacemos? ¿Vamos directamente a hablar con McGonagall?
—Vamos a la sala de profesores —dijo Harry, levantándose de un salto
—. Irá allí dentro de diez minutos, ya es casi el recreo.
Bajaron las escaleras corriendo. Como no querían que los volvieran a
encontrar merodeando por otro pasillo, fueron directamente a la sala de
profesores, que estaba desierta. Era una sala amplia con una gran mesa y
muchas sillas alrededor. Harry y Ron caminaron por ella, pero estaban
demasiado nerviosos para sentarse.
Pero la campana que señalaba el comienzo del recreo no sonó. En su
lugar se oyó la voz de la profesora McGonagall, amplificada por medios
mágicos.
—Todos los alumnos volverán inmediatamente a los dormitorios de sus
respectivas casas. Los profesores deben dirigirse a la sala de profesores. Les
ruego que se den prisa.
Harry se dio la vuelta hacia Ron.
—¿Habrá habido otro ataque? ¿Precisamente ahora?
—¿Qué hacemos? —dijo Ron, aterrorizado—. ¿Regresamos al
dormitorio?
—No —dijo Harry, mirando alrededor. Había una especie de ropero a su
izquierda, lleno de capas de profesores—. Si nos escondemos aquí,
podremos enterarnos de qué ha pasado. Luego les diremos lo que hemos
averiguado.
Se ocultaron dentro del ropero. Oían el ruido de cientos de personas que
pasaban por el corredor. La puerta de la sala de profesores se abrió de
golpe. Por entre los pliegues de las capas, que olían a humedad, vieron a los
profesores que iban entrando en la sala. Algunos parecían desconcertados,
otros claramente preocupados. Al final llegó la profesora McGonagall.
—Ha sucedido —dijo a la sala, que la escuchaba en silencio—. Una
alumna ha sido raptada por el monstruo. Se la ha llevado a la cámara.
El profesor Flitwick dejó escapar un grito. La profesora Sprout se tapó
la boca con las manos. Snape se cogió con fuerza al respaldo de una silla y
preguntó:
—¿Está usted segura?
—El heredero de Slytherin —dijo la profesora McGonagall, que estaba
pálida— ha dejado un nuevo mensaje, debajo del primero: «Sus huesos
reposarán en la cámara por siempre.»
El profesor Flitwick derramó unas cuantas lágrimas.
—¿Quién ha sido? —preguntó la señora Hooch, que se había sentado en
una silla porque las rodillas no la sostenían—. ¿Qué alumna?
—Ginny Weasley —dijo la profesora McGonagall.
Harry notó que Ron se dejaba caer en silencio y se quedaba agachado
sobre el suelo del ropero.
—Tendremos que enviar a todos los estudiantes a casa mañana —dijo la
profesora McGonagall—. Éste es el fin de Hogwarts. Dumbledore siempre
dijo…
La puerta de la sala de profesores se abrió bruscamente. Por un
momento, Harry estuvo convencido de que era Dumbledore. Pero era
Lockhart, y llegaba sonriendo.
—Lo lamento…, me quedé dormido… ¿Me he perdido algo
importante?
No parecía darse cuenta de que los demás profesores lo miraban con
una expresión bastante cercana al odio. Snape dio un paso hacia delante.
—He aquí el hombre —dijo—. El hombre adecuado. El monstruo ha
raptado a una chica, Lockhart. Se la ha llevado a la Cámara de los Secretos.
Por fin ha llegado tu oportunidad.
Lockhart palideció.
—Así es, Gilderoy —intervino la profesora Sprout—. ¿No decías
anoche que sabías dónde estaba la entrada a la Cámara de los Secretos?
—Yo…, bueno, yo… —resopló Lockhart.
—Sí, ¿y no me dijiste que sabías con seguridad qué era lo que había
dentro? —añadió el profesor Flitwick.
—¿Yo…? No recuerdo…
—Ciertamente, yo sí recuerdo que lamentabas no haber tenido una
oportunidad de enfrentarte al monstruo antes de que arrestaran a Hagrid —
dijo Snape—. ¿No decías que el asunto se había llevado mal, y que
deberíamos haberlo dejado todo en tus manos desde el principio?
Lockhart miró los rostros pétreos de sus colegas.
—Yo…, yo nunca realmente… Debéis de haberme interpretado mal…
—Lo dejaremos todo en tus manos, Gilderoy —dijo la profesora
McGonagall—. Esta noche será una ocasión excelente para llevarlo a cabo.
Nos aseguraremos de que nadie te moleste. Podrás enfrentarte al monstruo
tú mismo. Por fin está en tus manos.
Lockhart miró en torno, desesperado, pero nadie acudió en su auxilio.
Ya no resultaba tan atractivo. Le temblaba el labio, y en ausencia de su
sonrisa radiante, parecía flojo y debilucho.
—Mu-muy bien —dijo—. Estaré en mi despacho, pre-preparándome.
Y salió de la sala.
—Bien —dijo la profesora McGonagall, resoplando—, eso nos lo
quitará de delante. Los Jefes de las Casas deberían ir ahora a informar a los
alumnos de lo ocurrido. Decidles que el expreso de Hogwarts los conducirá
a sus hogares mañana a primera hora de la mañana. A los demás os ruego
que os encarguéis de aseguraros de que no haya ningún alumno fuera de los
dormitorios.
Los profesores se levantaron y fueron saliendo de uno en uno.
Aquél fue, seguramente, el peor día de la vida de Harry. Él, Ron, Fred y
George se sentaron juntos en un rincón de la sala común de Gryffindor,
incapaces de pronunciar palabra. Percy no estaba con ellos. Había enviado
una lechuza a sus padres y luego se había encerrado en su dormitorio.
Ninguna tarde había sido tan larga como aquélla, y nunca la torre de
Gryffindor había estado tan llena de gente y tan silenciosa a la vez. Cuando
faltaba poco para la puesta de sol, Fred y George se fueron a la cama,
incapaces de permanecer allí sentados más tiempo.
—Ella sabía algo, Harry —dijo Ron, hablando por primera vez desde
que entraran en el ropero de la sala de profesores—. Por eso la han raptado.
No se trataba de ninguna estupidez sobre Percy; había averiguado algo
sobre la Cámara de los Secretos. Debe de ser por eso, porque ella era… —
Ron se frotó los ojos frenético—. Quiero decir, que es de sangre limpia. No
puede haber otra razón.
Harry veía el sol, rojo como la sangre, hundirse en el horizonte. Nunca
se había sentido tan mal. Si pudiera hacer algo…, cualquier cosa…
—Harry —dijo Ron—, ¿crees que existe alguna posibilidad de que ella
no esté…? Ya sabes a lo que me refiero. —Harry no supo qué contestar. No
creía que pudiera seguir viva—. ¿Sabes qué? —añadió Ron—. Deberíamos
ir a ver a Lockhart para decirle lo que sabemos. Va a intentar entrar en la
cámara. Podemos decirle dónde sospechamos que está la entrada y
explicarle que lo que hay dentro es un basilisco.
Harry se mostró de acuerdo, porque no se le ocurría nada mejor y quería
hacer algo. Los demás alumnos de Gryffindor estaban tan tristes, y sentían
tanta pena de los Weasley, que nadie trató de detenerlos cuando se
levantaron, cruzaron la sala y salieron por el agujero del retrato.
Oscurecía mientras se acercaban al despacho de Lockhart. Les dio la
impresión de que dentro había gran actividad: podían oír sonido de roces,
golpes y pasos apresurados.
Harry llamó. Dentro se hizo un repentino silencio. Luego la puerta se
entreabrió y Lockhart asomó un ojo por la rendija.
—¡Ah…! Señor Potter, señor Weasley… —dijo, abriendo la puerta un
poco más—. En este momento estaba muy ocupado. Si os dais prisa…
—Profesor, tenemos información para usted —dijo Harry—. Creemos
que le será útil.
—Ah…, bueno…, no es muy… —Lockhart parecía encontrarse muy
incómodo, a juzgar por el trozo de cara que veían—. Quiero decir, bueno,
bien.
Abrió la puerta y entraron.
El despacho estaba casi completamente vacío. En el suelo había dos
grandes baúles abiertos. Uno contenía túnicas de color verde jade, lila y
azul medianoche, dobladas con precipitación; el otro, libros mezclados
desordenadamente. Las fotografías que habían cubierto las paredes estaban
ahora guardadas en cajas encima de la mesa.
—¿Se va a algún lado? —preguntó Harry.
—Esto…, bueno, sí… —admitió Lockhart, arrancando un póster de sí
mismo de tamaño natural y comenzando a enrollarlo—. Una llamada
urgente…, insoslayable…, tengo que marchar…
—¿Y mi hermana? —preguntó Ron con voz entrecortada.
—Bueno, en cuanto a eso… es ciertamente lamentable —dijo Lockhart,
evitando mirarlo a los ojos mientras sacaba un cajón y empezaba a vaciar el
contenido en una bolsa—. Nadie lo lamenta más que yo…
—¡Usted es el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras! —dijo
Harry—. ¡No puede irse ahora! ¡Con todas las cosas oscuras que están
pasando!
—Bueno, he de decir que… cuando acepté el empleo… —murmuró
Lockhart, amontonando calcetines sobre las túnicas— no constaba nada en
el contrato… Yo no esperaba…
—¿Quiere decir que va a salir corriendo? —dijo Harry sin poder
creérselo—. ¿Después de todo lo que cuenta en sus libros?
—Los libros pueden ser mal interpretados —repuso Lockhart con
sutileza.
—¡Usted los ha escrito! —gritó Harry.
—Muchacho —dijo Lockhart, irguiéndose y mirando a Harry con el
entrecejo fruncido—, usa el sentido común. No habría vendido mis libros ni
la mitad de bien si la gente no se hubiera creído que yo hice todas esas
cosas. A nadie le interesa la historia de un mago armenio feo y viejo,
aunque librara de los hombres lobo a un pueblo. Habría quedado horrible en
la portada. No tenía ningún gusto vistiendo. Y la bruja que echó a la
banshee que presagiaba la muerte tenía pelos en la barbilla. Quiero decir…,
vamos, que…
—¿Así que usted se ha estado llevando la gloria de lo que ha hecho otra
gente? —dijo Harry, que no daba crédito a lo que oía.
—Harry, Harry —dijo Lockhart, negando con la cabeza—, no es tan
simple. Tuve que hacer un gran trabajo. Tuve que encontrar a esas personas,
preguntarles cómo lo habían hecho exactamente y encantarlos con el
embrujo desmemorizante para que no pudieran recordar nada. Si hay algo
que me llena de orgullo son mis embrujos desmemorizantes. Ah…, me ha
llevado mucho esfuerzo, Harry. No todo consiste en firmar libros y fotos
publicitarias. Si quieres ser famoso, tienes que estar dispuesto a trabajar
duro.
Cerró las tapas de los baúles y les echó la llave.
—Veamos —dijo—. Creo que eso es todo. Sí. Sólo queda un detalle.
Sacó su varita mágica y se volvió hacia ellos.
—Lo lamento profundamente, muchachos, pero ahora os tengo que
echar uno de mis embrujos desmemorizantes. No puedo permitir que
reveléis a todo el mundo mis secretos. No volvería a vender ni un solo
libro…
Harry sacó su varita justo a tiempo. Lockhart apenas había alzado la
suya cuando Harry gritó:
—¡Expelliarmus!
Lockhart salió despedido hacia atrás y cayó sobre uno de los baúles. La
varita voló por el aire. Ron la cogió y la tiró por la ventana.
—No debería haber permitido que el profesor Snape nos enseñara esto
—dijo Harry furioso, apartando el baúl a un lado de una patada. Lockhart lo
miraba, otra vez con aspecto desvalido. Harry lo apuntaba con la varita.
—¿Qué queréis que haga yo? —dijo Lockhart con voz débil—. No sé
dónde está la Cámara de los Secretos. No puedo hacer nada.
—Tiene suerte —dijo Harry, obligándole a levantarse a punta de varita
—. Creo que nosotros sí sabemos dónde está. Y qué es lo que hay dentro.
Vamos.
Hicieron salir a Lockhart de su despacho, descendieron por las escaleras
más cercanas y fueron por el largo corredor de los mensajes en la pared,
hasta la puerta de los aseos de Myrtle la Llorona.
Hicieron pasar a Lockhart delante. A Harry le hizo gracia que temblara.
Myrtle la Llorona estaba sentada sobre la cisterna del último retrete.
—¡Ah, eres tú! —dijo ella, al ver a Harry—. ¿Qué quieres esta vez?
—Preguntarte cómo moriste —dijo Harry.
El aspecto de Myrtle cambió de repente. Parecía como si nunca hubiera
oído una pregunta que la halagara tanto.
—¡Oooooooh, fue horrible! —dijo encantada—. Sucedió aquí mismo.
Morí en este mismo retrete. Lo recuerdo perfectamente. Me había
escondido porque Olive Hornby se reía de mis gafas. La puerta estaba
cerrada y yo lloraba, y entonces oí que entraba alguien. Decían algo raro.
Pienso que debían de estar hablando en una lengua extraña. De cualquier
manera, lo que de verdad me llamó la atención es que era un chico el que
hablaba. Así que abrí la puerta para decirle que se fuera y utilizara sus
aseos, pero entonces… —Myrtle estaba henchida de orgullo, el rostro
iluminado— me morí.
—¿Cómo? —preguntó Harry.
—Ni idea —dijo Myrtle en voz muy baja—. Sólo recuerdo haber visto
unos grandes ojos amarillos. Todo mi cuerpo quedó como paralizado, y
luego me fui flotando… —dirigió a Harry una mirada ensoñadora—. Y
luego regresé. Estaba decidida a hacerle un embrujo a Olive Hornby. Ah,
pero ella estaba arrepentida de haberse reído de mis gafas.
—¿Exactamente dónde viste los ojos? —preguntó Harry.
—Por ahí —contestó Myrtle, señalando vagamente hacia el lavabo que
había enfrente de su retrete.
Harry y Ron se acercaron a toda prisa. Lockhart se quedó atrás, con una
mirada de profundo terror en el rostro.
Parecía un lavabo normal. Examinaron cada centímetro de su superficie,
por dentro y por fuera, incluyendo las cañerías de debajo. Y entonces Harry
lo vio: había una diminuta serpiente grabada en un lado de uno de los grifos
de cobre.
—Ese grifo no ha funcionado nunca —dijo Myrtle con alegría, cuando
intentaron accionarlo.
—Harry —dijo Ron—, di algo. Algo en lengua pársel.
—Pero… —Harry hizo un esfuerzo. Las únicas ocasiones en que había
logrado hablar en lengua pársel estaba delante de una verdadera serpiente.
Se concentró en la diminuta figura, intentando imaginar que era una
serpiente de verdad.
—Ábrete —dijo.
Miró a Ron, que negaba con la cabeza.
—Lo has dicho en nuestra lengua —explicó.
Harry volvió a mirar a la serpiente, intentando imaginarse que estaba
viva. Al mover la cabeza, la luz de la vela producía la sensación de que la
serpiente se movía.
—Ábrete —repitió.
Pero ya no había pronunciado palabras, sino que había salido de él un
extraño silbido, y de repente el grifo brilló con una luz blanca y comenzó a
girar. Al cabo de un segundo, el lavabo empezó a moverse. El lavabo, de
hecho, se hundió, desapareció, dejando a la vista una tubería grande, lo
bastante ancha para meter un hombre dentro.
Harry oyó que Ron exhalaba un grito ahogado y levantó la vista. Estaba
planeando qué era lo que había que hacer.
—Bajaré por él —dijo.
No podía echarse atrás, ahora que habían encontrado la entrada de la
cámara. No podía desistir si existía la más ligera, la más remota posibilidad
de que Ginny estuviera viva.
—Yo también —dijo Ron.
Hubo una pausa.
—Bien, creo que no os hago falta —dijo Lockhart, con una
reminiscencia de su antigua sonrisa—. Así que me…
Puso la mano en el pomo de la puerta, pero tanto Ron como Harry lo
apuntaron con sus varitas.
—Usted bajará delante —gruñó Ron.
Con la cara completamente blanca y desprovisto de varita, Lockhart se
acercó a la abertura.
—Muchachos —dijo con voz débil—, muchachos, ¿de qué va a servir?
Harry le pegó en la espalda con su varita. Lockhart metió las piernas en
la tubería.
—No creo realmente… —empezó a decir, pero Ron le dio un empujón,
y se hundió tubería abajo. Harry se apresuró a seguirlo. Se metió en la
tubería y se dejó caer.
Era como tirarse por un tobogán interminable, viscoso y oscuro. Podía
ver otras tuberías que surgían como ramas en todas las direcciones, pero
ninguna era tan larga como aquella por la que iban, que se curvaba y
retorcía, descendiendo súbitamente. Calculaba que ya estaban por debajo
incluso de las mazmorras del castillo. Detrás de él podía oír a Ron, que
hacía un ruido sordo al doblar las curvas.
Y entonces, cuando se empezaba a preguntar qué sucedería cuando
llegara al final, la tubería tomó una dirección horizontal, y él cayó del
extremo del tubo al húmedo suelo de un oscuro túnel de piedra, lo bastante
alto para poder estar de pie. Lockhart se estaba incorporando un poco más
allá, cubierto de barro y blanco como un fantasma. Harry se hizo a un lado
y Ron salió también del tubo como una bala.
—Debemos encontrarnos a kilómetros de distancia del colegio —dijo
Harry, y su voz resonaba en el negro túnel.
—Y debajo del lago, quizá —dijo Ron, afinando la vista para
vislumbrar los muros negruzcos y llenos de barro.
Los tres intentaron ver en la oscuridad lo que había delante.
—¡Lumos! —ordenó Harry a su varita, y la lucecita se encendió de
nuevo—. Vamos —dijo a Ron y a Lockhart, y comenzaron a andar. Sus
pasos retumbaban en el húmedo suelo.
El túnel estaba tan oscuro que sólo podían ver a corta distancia. Sus
sombras, proyectadas en las húmedas paredes por la luz de la varita,
parecían figuras monstruosas.
—Recordad —dijo Harry en voz baja, mientras caminaban con cautela
—: al menor signo de movimiento, hay que cerrar los ojos inmediatamente.
Pero el túnel estaba tranquilo como una tumba, y el primer sonido
inesperado que oyeron fue cuando Ron pisó el cráneo de una rata. Harry
bajó la varita para alumbrar el suelo y vio que estaba repleto de huesos de
pequeños animales. Haciendo un esfuerzo para no imaginarse el aspecto
que podría presentar Ginny si la encontraban, Harry fue marcándoles el
camino. Doblaron una oscura curva.
—Harry, ahí hay algo… —dijo Ron con la voz ronca, cogiendo a Harry
por el hombro.
Se quedaron quietos, mirando. Harry podía ver tan sólo la silueta de una
cosa grande y encorvada que yacía de un lado a otro del túnel. No se movía.
—Quizás esté dormido —musitó, volviéndose a mirar a los otros dos.
Lockhart se tapaba los ojos con las manos. Harry volvió a mirar aquello; el
corazón le palpitaba con tanta rapidez que le dolía.
Muy despacio, abriendo los ojos sólo lo justo para ver, Harry avanzó
con la varita en alto.
La luz iluminó la piel de una serpiente gigantesca, una piel de un verde
intenso, ponzoñoso, que yacía atravesada en el suelo del túnel, retorcida y
vacía. El animal que había dejado allí su muda debía de medir al menos
siete metros.
—¡Caray! —exclamó Ron con voz débil.
Algo se movió de pronto detrás de ellos. Gilderoy Lockhart se había
caído de rodillas.
—Levántese —le dijo Ron con brusquedad, apuntando a Lockhart con
su varita.
Lockhart se puso de pie, pero se abalanzó sobre Ron y lo derribó al
suelo de un golpe.
Harry saltó hacia delante, pero ya era demasiado tarde. Lockhart se
incorporaba, jadeando, con la varita de Ron en la mano y su sonrisa
esplendorosa de nuevo en la cara.
—¡Aquí termina la aventura, muchachos! —dijo—. Cogeré un trozo de
esta piel y volveré al colegio, diré que era demasiado tarde para salvar a la
niña y que vosotros dos perdisteis el conocimiento al ver su cuerpo
destrozado. ¡Despedíos de vuestras memorias!
Levantó en el aire la varita mágica de Ron, recompuesta con celo, y
gritó:
—¡Obliviate!
La varita estalló con la fuerza de una pequeña bomba. Harry se cubrió la
cabeza con las manos y echó a correr hacia la piel de serpiente, escapando
de los grandes trozos de techo que se desplomaban contra el suelo.
Enseguida vio que se había quedado aislado y tenía ante sí una sólida pared
formada por las piedras desprendidas.
—¡Ron! —gritó—, ¿estás bien? ¡Ron!
—¡Estoy aquí! —La voz de Ron llegaba apagada, desde el otro lado de
las piedras caídas—. Estoy bien. Pero este idiota no. La varita se volvió
contra él.
Escuchó un ruido sordo y un fuerte «¡ay!», como si Ron le acabara de
dar una patada en la espinilla a Lockhart.
—¿Y ahora qué? —dijo la voz de Ron, con desespero—. No podemos
pasar. Nos llevaría una eternidad…
Harry miró al techo del túnel. Habían aparecido en él unas grietas
considerables. Nunca había intentado mover por medio de la magia algo tan
pesado como todo aquel montón de piedras, y no parecía aquél un buen
momento para intentarlo. ¿Y si se derrumbaba todo el túnel?
Hubo otro ruido sordo y otro ¡ay! provenientes del otro lado de la pared.
Estaban malgastando el tiempo. Ginny ya llevaba horas en la Cámara de los
Secretos. Harry sabía que sólo se podía hacer una cosa.
—Aguarda aquí —indicó a Ron—. Aguarda con Lockhart. Iré yo. Si
dentro de una hora no he vuelto…
Hubo una pausa muy elocuente.
—Intentaré quitar algunas piedras —dijo Ron, que parecía hacer
esfuerzos para que su voz sonara segura—. Para que puedas… para que
puedas cruzar al volver. Y…
—¡Hasta dentro de un rato! —dijo Harry, tratando de dar a su voz
temblorosa un tono de confianza.
Y partió él solo cruzando la piel de la serpiente gigante.
Enseguida dejó de oír el distante jadeo de Ron al esforzarse para quitar
las piedras. El túnel serpenteaba continuamente. Harry sentía la
incomodidad de cada uno de sus músculos en tensión. Quería llegar al final
del túnel y al mismo tiempo le aterrorizaba lo que pudiera encontrar en él.
Y entonces, al fin, al doblar sigilosamente otra curva, vio delante de él una
gruesa pared en la que estaban talladas las figuras de dos serpientes
enlazadas, con grandes y brillantes esmeraldas en los ojos.
Harry se acercó a la pared. Tenía la garganta muy seca. No tuvo que
hacer un gran esfuerzo para imaginarse que aquellas serpientes eran de
verdad, porque sus ojos parecían extrañamente vivos.
Tenía que intuir lo que debía hacer. Se aclaró la garganta, y le pareció
que los ojos de las serpientes parpadeaban.
—¡Ábrete! —dijo Harry, con un silbido bajo, desmayado.
Las serpientes se separaron al abrirse el muro. Las dos mitades de éste
se deslizaron a los lados hasta quedar ocultas, y Harry, temblando de la
cabeza a los pies, entró.
CAPÍTULO 17
El heredero de Slytherin
S
hallaba en el extremo de una sala muy grande, apenas iluminada.
Altísimas columnas de piedra talladas con serpientes enlazadas se
elevaban para sostener un techo que se perdía en la oscuridad, proyectando
largas sombras negras sobre la extraña penumbra verdosa que reinaba en la
estancia.
Con el corazón latiéndole muy rápido, Harry escuchó aquel silencio de
ultratumba. ¿Estaría el basilisco acechando en algún rincón oscuro, detrás
de una columna? ¿Y dónde estaría Ginny?
Sacó su varita y avanzó por entre las columnas decoradas con
serpientes. Sus pasos resonaban en los muros sombríos. Iba con los ojos
entornados, dispuesto a cerrarlos completamente al menor indicio de
movimiento. Le parecía que las serpientes de piedra lo vigilaban desde las
cuencas vacías de sus ojos. Más de una vez, el corazón le dio un vuelco al
creer que alguna se movía.
E
Al llegar al último par de columnas, vio una estatua, tan alta como la
misma cámara, que surgía imponente, adosada al muro del fondo.
Harry tuvo que echar atrás la cabeza para poder ver el rostro gigantesco
que la coronaba: era un rostro antiguo y simiesco, con una barba larga y
fina que le llegaba casi hasta el final de la amplia túnica de mago, donde
unos enormes pies de color gris se asentaban sobre el liso suelo. Y entre los
pies, boca abajo, vio una pequeña figura con túnica negra y el cabello de un
rojo encendido.
—¡Ginny! —susurró Harry, corriendo hacia ella e hincándose de
rodillas—. ¡Ginny! ¡No estés muerta! ¡Por favor, no estés muerta! —Dejó la
varita a un lado, cogió a Ginny por los hombros y le dio la vuelta. Tenía la
cara tan blanca y fría como el mármol, aunque los ojos estaban cerrados, así
que no estaba petrificada. Pero entonces tenía que estar…—. Ginny, por
favor, despierta —susurró Harry sin esperanza, agitándola. La cabeza de
Ginny se movió, inanimada, de un lado a otro.
—No despertará —dijo una voz suave.
Harry se enderezó de un salto.
Un muchacho alto, de pelo negro, estaba apoyado contra la columna
más cercana, mirándole. Tenía los contornos borrosos, como si Harry lo
estuviera mirando a través de un cristal empañado. Pero no había dudas
sobre quién era.
—Tom… ¿Tom Ryddle?
Ryddle asintió con la cabeza, sin apartar los ojos del rostro de Harry.
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no despertará? —dijo Harry
desesperado—. ¿Ella no está… no está…?
—Todavía está viva —contestó Ryddle—, pero por muy poco tiempo.
Harry lo miró detenidamente. Tom Ryddle había estudiado en Hogwarts
hacía cincuenta años, y sin embargo allí, bajo aquella luz rara, neblinosa y
brillante, aparentaba tener dieciséis años, ni un día más.
—¿Eres un fantasma? —preguntó Harry dubitativo.
—Soy un recuerdo —respondió Ryddle tranquilamente— guardado en
un diario durante cincuenta años.
Ryddle señaló hacia los gigantescos dedos de los pies de la estatua. Allí
se encontraba, abierto, el pequeño diario negro que Harry había hallado en
los aseos de Myrtle la Llorona. Durante un segundo, Harry se preguntó
cómo habría llegado hasta allí. Pero tenía asuntos más importantes en los
que pensar.
—Tienes que ayudarme, Tom —dijo Harry, volviendo a levantar la
cabeza de Ginny—. Tenemos que sacarla de aquí. Hay un basilisco… No sé
dónde está, pero podría llegar en cualquier momento. Por favor, ayúdame…
Ryddle no se movió. Harry, sudando, logró levantar a medias a Ginny
del suelo, y se inclinó a recoger su varita.
Pero la varita ya no estaba.
—¿Has visto…?
Levantó los ojos. Ryddle seguía mirándolo… y jugueteaba con la varita
de Harry entre los dedos.
—Gracias —dijo Harry, tendiendo la mano para que el muchacho se la
devolviera.
Una sonrisa curvó las comisuras de la boca de Ryddle. Siguió mirando a
Harry, jugando indolente con la varita.
—Escucha —dijo Harry con impaciencia. Las rodillas se le doblaban
bajo el peso muerto de Ginny—. ¡Tenemos que huir! Si aparece el
basilisco…
—No vendrá si no es llamado —dijo Ryddle con toda tranquilidad.
Harry volvió a posar a Ginny en el suelo, incapaz de sostenerla.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Mira, dame la varita, podría
necesitarla.
La sonrisa de Ryddle se hizo más evidente.
—No la necesitarás —repuso.
Harry lo miró.
—¿A qué te refieres, yo no…?
—He esperado este momento durante mucho tiempo, Harry Potter —
dijo Ryddle—. Quería verte. Y hablarte.
—Mira —dijo Harry, perdiendo la paciencia—, me parece que no lo has
entendido: estamos en la Cámara de los Secretos. Ya tendremos tiempo de
hablar luego.
—Vamos a hablar ahora —dijo Ryddle, sin dejar de sonreír, y se guardó
en el bolsillo la varita de Harry.
Harry lo miró. Allí sucedía algo muy raro.
—¿Cómo ha llegado Ginny a este estado? —preguntó, hablando
despacio.
—Bueno, ésa es una cuestión interesante —dijo Ryddle, con agrado—.
Es una larga historia. Supongo que el verdadero motivo por el que Ginny
está así es que le abrió el corazón y le reveló todos sus secretos a un extraño
invisible.
—¿De qué hablas? —dijo Harry.
—Del diario —respondió Ryddle—. De mi diario. La pequeña Ginny ha
estado escribiendo en él durante muchos meses, contándome todas sus
penas y congojas: que sus hermanos se burlaban de ella, que tenía que venir
al colegio con túnica y libros de segunda mano, que… —A Ryddle le
brillaron los ojos—… pensaba que el famoso, el bueno, el gran Harry Potter
no llegaría nunca a quererla…
Mientras hablaba, Ryddle mantenía los ojos fijos en Harry. Había en
ellos una mirada casi ávida.
—Es una lata tener que oír las tonterías de una niña de once años —
siguió—. Pero me armé de paciencia. Le contesté por escrito. Fui
comprensivo, fui bondadoso. Ginny, simplemente, me adoraba: Nadie me
ha comprendido nunca como tú, Tom… Estoy tan contenta de poder confiar
en este diario… Es como tener un amigo que se puede llevar en el
bolsillo…
Ryddle se rió con una risa potente y fría que parecía ajena. A Harry se le
erizaron los pelos de la nuca.
—Si es necesario que yo lo diga, Harry, la verdad es que siempre he
fascinado a la gente que me ha convenido. Así que Ginny me abrió su alma,
y era precisamente su alma lo que yo quería. Me hice cada vez más fuerte
alimentándome de sus temores y de sus profundos secretos. Me hice más
poderoso, mucho más que la pequeña señorita Weasley. Lo bastante
poderoso para empezar a alimentar a la señorita Weasley con algunos de
mis propios secretos, para empezar a darle un poco de mi alma…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Harry, con la boca completamente
seca.
—¿Todavía no lo adivinas, Harry Potter? —dijo sin inmutarse Ryddle
—. Ginny Weasley abrió la Cámara de los Secretos. Ella retorció el
pescuezo a los gallos del colegio y pintarrajeó pavorosos mensajes en las
paredes. Ella echó la serpiente de Slytherin contra los cuatro sangre sucia y
el gato del squib.
—No —susurró Harry.
—Sí —dijo Ryddle con calma—. Por supuesto, al principio ella no
sabía lo que hacía. Fue muy divertido. Me gustaría que hubieras podido ver
las anotaciones que escribía en el diario… Se volvieron mucho más
interesantes… Querido Tom —recitó, contemplando la horrorizada cara de
Harry—, creo que estoy perdiendo la memoria. He encontrado plumas de
gallo en mi túnica y no sé por qué están ahí. Querido Tom, no recuerdo lo
que hice la noche de Halloween, pero han atacado a un gato y yo tengo
manchas de pintura en la túnica. Querido Tom, Percy me sigue diciendo
que estoy pálida y que no parezco yo. Creo que sospecha de mí… Hoy ha
habido otro ataque y no sé dónde me encontraba en aquel momento. ¿Qué
voy a hacer, Tom? Creo que me estoy volviendo loca. ¡Me parece que soy
yo la que ataca a todo el mundo, Tom!
Harry tenía los puños apretados y se clavaba las uñas en las palmas.
—Le llevó mucho tiempo a esa tonta de Ginny dejar de confiar en su
diario —explicó Ryddle—. Pero al final sospechó e intentó deshacerse de
él. Y entonces apareciste tú, Harry. Tú lo encontraste, y nada podría
haberme hecho tan feliz. De todos los que podrían haberlo cogido, fuiste tú,
la persona a la que yo tenía más ganas de conocer…
—¿Y por qué querías conocerme? —preguntó Harry. La ira lo
embargaba y tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener firme la voz.
—Bueno, verás, Ginny me lo contó todo sobre ti, Harry —dijo Ryddle
—. Toda tu fascinante historia. —Sus ojos vagaron por la cicatriz en forma
de rayo que Harry tenía en la frente, y su expresión se volvió más ávida—.
Quería averiguar más sobre ti, hablar contigo, conocerte si era posible, así
que decidí mostrarte mi famosa captura de ese zopenco, Hagrid, para
ganarme tu confianza.
—Hagrid es mi amigo —dijo Harry, con voz temblorosa—. Y tú lo
acusaste, ¿no? Creí que habías cometido un error, pero…
Ryddle volvió a reírse con su risa sonora.
—Era mi palabra contra la de Hagrid. Bueno, ya te puedes imaginar lo
que pensaría el viejo Armando Dippet. Por un lado, Tom Ryddle, pobre
pero muy inteligente, sin padres pero muy valeroso, prefecto del colegio,
estudiante modelo; por el otro lado, el grandulón e idiota de Hagrid, que
tenía problemas cada dos por tres, que intentaba criar cachorros de hombre
lobo debajo de la cama, que se escapaba al bosque prohibido para luchar
con los trols. Pero admito que incluso yo me sorprendí de lo bien que
funcionó mi plan. Creía que alguien al fin comprendería que Hagrid no
podía ser el heredero de Slytherin. Me había llevado cinco años averiguarlo
todo sobre la Cámara de los Secretos y descubrir la entrada oculta… ¡como
si Hagrid tuviera la inteligencia o el poder necesarios!
»Sólo el profesor de Transformaciones, Dumbledore, creía en la
inocencia de Hagrid. Convenció a Dippet para que retuviera a Hagrid y le
enseñara el oficio de guarda. Sí, creo que Dumbledore podría haberlo
adivinado. A Dumbledore nunca le gusté tanto como a los otros
profesores…
—Me apuesto algo a que Dumbledore descubrió tus intenciones —dijo
Harry, rechinando los dientes.
—Bueno, es verdad que él me vigiló mucho más después de la
expulsión de Hagrid, me fastidió bastante —dijo Ryddle sin darle
importancia—. Me di cuenta de que no sería prudente volver a abrir la
cámara mientras siguiera estudiando en el colegio. Pero no iba a
desperdiciar todos los años que había pasado buscándola. Decidí dejar un
diario, conservándome en sus páginas con mis dieciséis años de entonces,
para que algún día, con un poco de suerte, sirviese de guía para que otro
siguiera mis pasos y completara la noble tarea de Salazar Slytherin.
—Bueno, pues no la has completado —dijo Harry en tono triunfante—.
Nadie ha muerto esta vez, ni siquiera el gato. Dentro de unas pocas horas la
pócima de mandrágora estará lista y todos los petrificados volverán a la
normalidad.
—¿No te he dicho todavía —dijo Ryddle con suavidad— que ya no me
preocupa matar a los sangre sucia? Desde hace meses mi nuevo objetivo
has sido… tú. —Harry lo miró—. Imagina mi disgusto cuando alguien
volvió a abrir mi diario, y ya no eras tú quien me escribía, sino Ginny. Ella
te vio con el diario y se puso muy nerviosa. ¿Y si averiguabas cómo
funcionaba, y el diario te contaba todos sus secretos? ¿Y si, lo que aún era
peor, te decía quién había retorcido el pescuezo a los pollos? Así que esa
mocosa esperó a que tu dormitorio quedara vacío y te lo robó. Pero yo ya
sabía lo que tenía que hacer. Era evidente que tú ibas detrás del heredero de
Slytherin. Por todo lo que Ginny me había dicho sobre ti, yo sabía que irías
al fin del mundo para resolver el misterio… y más si atacaban a uno de tus
mejores amigos. Y Ginny me había dicho que todo el colegio era un
hervidero de rumores porque te habían oído hablar pársel…
»Así que hice que Ginny escribiera en la pared su propia despedida y
bajara a esperarte. Luchó y gritó y se puso muy pesada. Pero ya casi no le
quedaba vida: había puesto demasiado en el diario, en mí. Lo suficiente
para que yo pudiera salir al fin de las páginas. He estado esperándote desde
que llegamos. Sabía que vendrías. Tengo muchas preguntas que hacerte,
Harry Potter.
—¿Como cuál? —soltó Harry, con los puños aún apretados.
—Bueno —dijo Ryddle, sonriendo—, ¿cómo es que un bebé sin un
talento mágico extraordinario derrota al mago más grande de todos los
tiempos? ¿Cómo escapaste sin más daño que una cicatriz, mientras que lord
Voldemort perdió sus poderes?
En aquel momento apareció un extraño brillo rojo en su mirada.
—¿Por qué te preocupa cómo me libré? —dijo Harry despacio—.
Voldemort fue posterior a ti.
—Voldemort —dijo Ryddle imperturbable— es mi pasado, mi presente
y mi futuro, Harry Potter…
Sacó del bolsillo la varita de Harry y escribió en el aire con ella tres
resplandecientes palabras:
TOM SORVOLO RYDDLE
Luego volvió a agitar la varita, y las letras cambiaron de lugar:
SOY LORD VOLDEMORT
—¿Ves? —susurró—. Es un nombre que yo ya usaba en Hogwarts,
aunque sólo entre mis amigos más íntimos, claro. ¿Crees que iba a usar
siempre mi sucio nombre muggle? ¿Yo, que soy descendiente del
mismísimo Salazar Slytherin, por parte de madre? ¿Conservar yo el nombre
de un vulgar muggle que me abandonó antes de que yo naciera, sólo porque
se enteró de que su mujer era bruja? No, Harry. Me di un nuevo nombre, un
nombre que sabía que un día temerían pronunciar todos los magos, ¡cuando
yo llegara a ser el hechicero más grande del mundo!
A Harry pareció bloqueársele el cerebro. Miraba como atontado a
Ryddle, al huérfano que se convirtió en el asesino de sus padres, y de otra
mucha gente… Al final hizo un esfuerzo por hablar.
—No lo eres —dijo. Su voz aparentemente calmada estaba llena de
odio.
—¿No soy qué? —preguntó Ryddle bruscamente.
—No eres el hechicero más grande del mundo —dijo Harry, con la
respiración agitada—. Lamento decepcionarte pero el mejor mago del
mundo es Albus Dumbledore. Todos lo dicen. Ni siquiera cuando eras
fuerte te atreviste a apoderarte de Hogwarts. Dumbledore te descubrió
cuando estabas en el colegio y todavía le tienes miedo, te escondas donde te
escondas.
De la cara de Ryddle había desaparecido la sonrisa, y había ocupado su
lugar una mirada de desprecio absoluto.
—¡A Dumbledore lo han echado del castillo gracias a mi simple
recuerdo! —dijo Ryddle, irritado.
—No está tan lejos como crees —replicó Harry. Hablaba casi sin
pensar, con la intención de asustar a Ryddle y deseando, más que creyendo,
que lo que afirmaba fuese verdad.
Ryddle abrió la boca, pero no dijo nada.
Llegaba música de algún lugar. Ryddle se volvió para comprobar que en
la cámara no había nadie más. Pero aquella música sonaba cada vez más y
más fuerte. Era inquietante, estremecedora, sobrenatural. A Harry le puso
los pelos de punta y le pareció que el corazón iba a salírsele del pecho.
Luego, cuando la música alcanzó tal fuerza que Harry la sentía vibrar en su
interior, surgieron llamas de la columna más cercana a él.
Apareció de repente un pájaro carmesí del tamaño de un cisne, que
entonaba hacia el techo abovedado su rara música. Tenía una cola dorada y
brillante, tan larga como la de un pavo real, y brillantes garras doradas, con
las que sujetaba un fardo de harapos.
El pájaro se encaminó derecho a Harry, dejó caer el fardo a sus pies y se
le posó en el hombro. Cuando plegó las grandes alas, Harry levantó la
mirada y vio que tenía un pico dorado afilado y los ojos redondos y
brillantes.
El pájaro dejó de cantar y acercó su cuerpo cálido a la mejilla de Harry,
sin dejar de mirar fijamente a Ryddle.
—Es un fénix —dijo Ryddle, devolviéndole una mirada perspicaz.
—¿Fawkes? —musitó Harry, sintiendo la suave presión de las garras
doradas.
—Y eso —dijo Ryddle, mirando el fardo que Fawkes había dejado caer
—, eso no es más que el viejo Sombrero Seleccionador del colegio.
Así era. Remendado, deshilachado y sucio, el sombrero yacía inmóvil a
los pies de Harry.
Ryddle volvió a reír. Rió tan fuerte que su risa se multiplicó en la oscura
cámara, como si estuvieran riendo diez Ryddles al mismo tiempo.
—¡Eso es lo que Dumbledore envía a su defensor: un pájaro cantor y un
sombrero viejo! ¿Te sientes más seguro, Harry Potter? ¿Te sientes a salvo?
Harry no respondió. No veía la utilidad de Fawkes ni del viejo
sombrero, pero ya no se sentía solo, y aguardó con creciente valor a que
Ryddle dejara de reír.
—A lo que íbamos, Harry —dijo Ryddle, sonriendo todavía con ganas
—. En dos ocasiones, en tu pasado, en mi futuro, nos hemos encontrado.
Han sido dos ocasiones en que no he logrado matarte. ¿Cómo sobreviviste?
Cuéntamelo todo. Cuanto más hables —añadió con voz suave—, más
tardarás en morir.
Harry pensó deprisa, sopesando sus posibilidades. Ryddle tenía la
varita; él tenía a Fawkes y el Sombrero Seleccionador, que no resultarían de
gran utilidad en un duelo. No prometían mucho, la verdad. Pero cuanto más
tiempo permaneciera Ryddle allí, menos vida le quedaría a Ginny… Harry
percibió algo de pronto: en el tiempo que llevaban en la cámara, los
contornos de la imagen de Ryddle se habían vuelto más claros, más
corpóreos. Si Ryddle y él tenían que luchar, mejor que fuera pronto.
—Nadie sabe por qué perdiste tus poderes al atacarme —dijo
bruscamente Harry—. Yo tampoco. Pero sé por qué no pudiste matarme:
porque mi madre murió para salvarme. Mi vulgar madre de origen muggle
—añadió, temblando de rabia—; ella evitó que me mataras. Y yo te he visto
de verdad, te vi el año pasado. Eres una ruina. Apenas estás vivo. A esto te
ha llevado todo tu poder. Te ocultas. ¡Eres horrible, inmundo!
Ryddle tenía el rostro contorsionado. Forzó una horrible sonrisa.
—O sea que tu madre murió para salvarte. Sí, ése es un potente
contrahechizo. Tenía curiosidad, ¿sabes? Porque existe una extraña afinidad
entre nosotros, Harry Potter. Incluso tú lo habrás notado. Los dos somos de
sangre mezclada, los dos huérfanos, los dos criados por muggles. Tal vez
somos los dos únicos hablantes de pársel que ha habido en Hogwarts
después de Slytherin. Incluso nos parecemos físicamente… Pero, después
de todo, sólo fue suerte lo que te salvó de mí. Eso es lo que quería saber.
Harry permaneció quieto, tenso, aguardando que Ryddle levantara su
varita. Pero Ryddle se limitaba a exagerar más su sonrisa contrahecha.
—Ahora, Harry, voy a darte una pequeña lección. Enfrentemos los
poderes de lord Voldemort, heredero de Salazar Slytherin, contra el famoso
Harry Potter, que tiene de su parte las mejores armas de Dumbledore.
Ryddle dirigió una mirada socarrona a Fawkes y al Sombrero
Seleccionador, y luego anduvo unos pasos en dirección opuesta. Harry,
notando que el miedo se le extendía por las entumecidas piernas, vio que
Ryddle se detenía entre las altas columnas y dirigía la mirada al rostro de
Slytherin, que se elevaba sobre él en la oscuridad. Ryddle abrió la boca y
silbó… pero Harry comprendió lo que decía.
—Háblame, Slytherin, el más grande de los Cuatro de Hogwarts.
Harry se volvió hacia la estatua. Fawkes se balanceaba sobre su
hombro.
El gigantesco rostro de piedra de la estatua de Slytherin se movió y
Harry vio, horrorizado, que abría la boca, más y más, hasta convertirla en
un gran agujero.
Algo se movía dentro de la boca de la estatua. Algo que salía de su
interior.
Harry retrocedió hasta dar de espaldas contra la pared de la cámara y
cerró fuertemente los ojos. Sintió que el ala de Fawkes le rozaba el rostro al
emprender el vuelo. Harry quiso gritar: «¡No me dejes!» Pero ¿de qué le
podía valer un fénix contra el rey de las serpientes?
Una gran mole golpeó contra el suelo de piedra de la cámara, y Harry
notó que toda la estancia temblaba. Sabía lo que estaba ocurriendo, podía
sentirlo, podía ver sin abrir los ojos la gran serpiente desenroscándose de la
boca de Slytherin. Entonces oyó una voz silbante.
—Mátalo.
El basilisco se movía hacia Harry, éste podía oír su pesado cuerpo
deslizándose lentamente por el polvoriento suelo. Con los ojos cerrados,
Harry comenzó a moverse a ciegas hacia un lado, palpando con las manos
el camino. Ryddle reía…
Harry tropezó. Cayó contra la piedra y notó el sabor de la sangre. La
serpiente se encontraba a un metro escaso de él, y Harry la oía acercarse.
De repente oyó un ruido fuerte, como un estallido, justo encima de él, y
algo pesado lo golpeó con tanta fuerza que lo tiró contra el muro.
Esperando que la serpiente le hincara los colmillos, oyó más silbidos
enloquecidos y algo que azotaba las columnas.
No pudo evitarlo. Abrió los ojos lo suficiente para vislumbrar qué
sucedía.
La serpiente, de un verde brillante y gruesa como el tronco de un roble,
se había alzado en el aire y su gran cabeza roma zigzagueaba como
borracha entre las columnas. Temblando, Harry se preparó a cerrar los ojos
en cuanto el monstruo hiciera ademán de volverse, y entonces vio qué era lo
que había enloquecido a la serpiente.
Fawkes planeaba alrededor de su cabeza, y el basilisco le lanzaba
furiosos mordiscos con sus colmillos largos y afilados como sables.
Entonces Fawkes descendió. Su largo pico de oro se hundió en la carne
del monstruo y un chorro de sangre negruzca salpicó el suelo. La cola de la
serpiente golpeaba muy cerca de Harry, y antes de que pudiera cerrar los
párpados, el basilisco se volvió. Harry miró de frente a su cabeza y se dio
cuenta de que el fénix lo había picado en los ojos, aquellos grandes y
prominentes ojos amarillos. La sangre resbalaba hasta el suelo y la serpiente
escupía agonizando.
—¡No! —oyó Harry gritar a Ryddle—. ¡Deja al pájaro! ¡Deja al
pájaro! ¡El chico está detrás de ti! ¡Puedes olerlo! ¡Mátalo!
La serpiente ciega se balanceaba desorientada, herida de muerte.
Fawkes describía círculos alrededor de su cabeza, silbando su inquietante
canción, picando aquí y allá en el morro lleno de escamas del basilisco,
mientras brotaba la sangre de sus ojos heridos.
—¡Ayuda, ayuda! —pedía Harry enloquecido—. ¡Que alguien me
ayude!
La cola de la serpiente volvió a golpear contra el suelo. Harry se
agachó. Un objeto blando le golpeó en la cara.
El basilisco había lanzado en su furia el Sombrero Seleccionador sobre
Harry, y éste lo cogió. Era cuanto le quedaba, su última oportunidad. Se lo
caló en la cabeza y se echó al suelo antes de que la serpiente sacudiera la
cola de nuevo.
—Ayúdame…, ayúdame… —pensó Harry, apretando los ojos bajo el
sombrero—, ¡ayúdame, por favor!
No hubo una voz que le respondiera. En su lugar, el sombrero encogió,
como si una mano invisible lo estrujara.
Algo muy duro y pesado golpeó a Harry en lo alto de la cabeza,
dejándolo casi sin sentido. Viendo todavía parpadear estrellas en los ojos,
cogió el sombrero para quitárselo y notó que debajo había algo largo y duro.
Se trataba de una espada plateada y brillante, con la empuñadura llena
de fulgurantes rubíes del tamaño de huevos.
—¡Mata al chico! ¡Deja al pájaro! ¡El chico está detrás de ti!
Olfatea… ¡Huélelo!
Harry empuñó la espada, dispuesto a defenderse. El basilisco bajó la
cabeza, retorció el cuerpo, golpeando contra las columnas, y se volvió para
enfrentarse a Harry. Pudo verle las cuencas de los ojos llenas de sangre, y la
boca que se abría. Una boca lo bastante grande para tragarlo entero,
bordeada de colmillos tan largos como su espada, delgados, brillantes,
venenosos…
La bestia arremetió a ciegas. Harry, al esquivarla, dio contra la pared de
la cámara. El monstruo arremetió de nuevo, y su lengua bífida azotó un
costado de Harry. Entonces levantó la espada con ambas manos.
El basilisco atacó de nuevo, pero esta vez fue directo a Harry, que hincó
la espada con todas sus fuerzas, hundiéndola hasta la empuñadura en el velo
del paladar de la serpiente.
Pero mientras la cálida sangre le empapaba los brazos, sintió un agudo
dolor encima del codo. Un colmillo largo y venenoso se le estaba
hundiendo más y más en el brazo, y se partió cuando el monstruo volvió la
cabeza a un lado y con un estremecimiento se desplomó en el suelo.
Harry, apoyado en la pared, se dejó resbalar hasta quedar sentado en el
suelo. Agarró el colmillo envenenado y se lo arrancó. Pero sabía que ya era
demasiado tarde. El veneno había penetrado. La herida le producía un dolor
candente que se le extendía lenta pero regularmente por todo el cuerpo. Al
extraer el colmillo y ver su propia sangre que le empapaba la túnica, se le
nubló la vista. La cámara se disolvió en un remolino de colores apagados.
Una mancha roja pasó a su lado y Harry oyó un ruido de garras.
—Fawkes —dijo con dificultad—. Eres estupendo, Fawkes… —Sintió
que el pájaro posaba su hermosa cabeza en el brazo, donde la serpiente lo
había herido.
Oyó unos pasos que resonaban en la cámara, y luego vio una negra
sombra delante de él.
—Estás muerto, Harry Potter —dijo sobre él la voz de Ryddle—.
Muerto. Hasta el pájaro de Dumbledore lo sabe. ¿Ves lo que hace, Potter?
Está llorando.
Harry parpadeó. Sólo un instante vio con claridad la cabeza de Fawkes.
Por las brillantes plumas le corrían unas lágrimas gruesas como perlas.
—Me voy a sentar aquí a esperar que mueras, Harry Potter. Tómate
todo el tiempo que quieras. No tengo prisa.
Harry cayó en un profundo sopor. Todo le daba vueltas.
—Éste es el fin del famoso Harry Potter —dijo la voz distante de
Ryddle—. Solo en la Cámara de los Secretos, abandonado por sus amigos,
derrotado al fin por el Señor Tenebroso al que él tan imprudentemente se
enfrentó. Volverás con tu querida madre sangre sucia, Harry… Ella compró
con su vida doce años de tiempo para ti… pero al final te ha vencido lord
Voldemort. Sabías que sucedería.
Si aquello era morirse, pensó Harry, no era tan desagradable. Incluso el
dolor se iba…
Pero ¿de verdad era aquello la muerte? En lugar de oscurecerse, la
cámara se volvía más clara. Harry movió un poco la cabeza, y allí estaba
Fawkes, apoyándole todavía la suya en el brazo. Un charquito de lágrimas
brillaba en torno a la herida… Sólo que ya no había herida.
—Márchate, pájaro —dijo de pronto la voz de Ryddle—. Sepárate de él.
¡He dicho que te vayas!
Harry levantó la cabeza. Ryddle apuntaba a Fawkes con la varita de
Harry. Sonó como un disparo y Fawkes emprendió el vuelo en un remolino
de rojo y oro.
—Lágrimas de fénix… —dijo Ryddle en voz baja, contemplando el
brazo de Harry—. Naturalmente… Poderes curativos…, me había
olvidado… —miró a Harry a la cara—. Pero igual da. De hecho, lo prefiero
así. Solos tú y yo, Harry Potter…, tú y yo…
Levantó la varita.
Entonces, con un batir de alas, Fawkes pasó de nuevo por encima de sus
cabezas y dejó caer algo en el regazo de Harry: el diario.
Lo miraron los dos durante una fracción de segundo, Ryddle con la
varita levantada. Luego, sin pensar, sin meditar, como si todo aquel tiempo
hubiera esperado para hacerlo, Harry cogió el colmillo de basilisco del
suelo y lo clavó en el cuaderno.
Se oyó un grito largo, horrible, desgarrado. La tinta salió a chorros del
diario, vertiéndose sobre las manos de Harry e inundando el suelo. Ryddle
se retorcía, gritando, y entonces…
Desapareció. Se oyó caer al suelo la varita de Harry y luego se hizo el
silencio, sólo roto por el goteo de la tinta que aún manaba del diario. El
veneno del basilisco había abierto un agujero incandescente en el cuaderno.
Harry se levantó temblando. La cabeza le daba vueltas, como si hubiera
recorrido kilómetros con los polvos flu. Recogió la varita y el sombrero y,
de un fuerte tirón, extrajo la brillante espada del paladar del basilisco.
Le llegó un débil gemido del fondo de la cámara. Ginny se movía.
Mientras Harry corría hacia ella, la muchacha se sentó, y sus ojos
desconcertados pasaron del inmenso cuerpo del basilisco a Harry, con la
túnica empapada de sangre, y luego al cuaderno que éste llevaba en la
mano. Profirió un grito estremecido y se echó a llorar.
—Harry…, ah, Harry, intenté decíroslo en el desayuno, pero delante de
Percy no fui capaz. Era yo, Harry, pero te juro que no quería… Ryddle me
obligaba a hacerlo, se apoderó de mí y… ¿cómo lo has matado? ¿Dónde
está Ryddle? Lo último que recuerdo es que salió del diario.
—Ha terminado todo bien —dijo Harry, cogiendo el diario para
enseñarle a Ginny el agujero hecho por el colmillo—. Ryddle ya no existe.
¡Mira! Ni él ni el basilisco. Vamos, Ginny, salgamos…
—¡Me van a expulsar! —se lamentó Ginny, incorporándose torpemente
con la ayuda de Harry—. Siempre quise estudiar en Hogwarts, desde que
vino Bill, y ahora tendré que irme y… ¿qué pensarán mis padres?
Fawkes los estaba esperando, revoloteando en la entrada de la cámara.
Harry apremió a Ginny. Dejaron atrás el cuerpo retorcido e inanimado del
basilisco, y a través de la penumbra resonante regresaron al túnel. Harry
oyó cerrarse las puertas tras ellos con un suave silbido.
Tras unos minutos de andar por el oscuro túnel, a los oídos de Harry
llegó un distante ruido de piedras.
—¡Ron! —gritó Harry, apresurándose—. ¡Ginny está bien! ¡La traigo
conmigo!
Oyó que Ron daba un grito ahogado de alegría, y al doblar la última
curva vieron su cara angustiada que asomaba por el agujero que había
logrado abrir en el montón de piedras.
—¡Ginny! —Ron sacó un brazo por el agujero para ayudarla a pasar—.
¡Estás viva! ¡No me lo puedo creer! ¿Qué ocurrió?
Intentó abrazarla, pero Ginny se apartó, sollozando.
—Pero estás bien, Ginny —dijo Ron, sonriéndole—. Todo ha pasado.
¿De dónde ha salido ese pájaro?
Fawkes había pasado por el agujero después de Ginny.
—Es de Dumbledore —dijo Harry, encogiéndose para pasar.
—¿Y cómo has conseguido esa espada? —dijo Ron, mirando con la
boca abierta el arma que brillaba en la mano de Harry.
—Te lo explicaré cuando salgamos —dijo Harry, mirando a Ginny de
soslayo.
—Pero…
—Más tarde —insistió Harry. No creía que fuera buena idea decirle en
aquel momento quién había abierto la cámara, y menos delante de Ginny—.
¿Dónde está Lockhart?
—Volvió atrás —dijo Ron, sonriendo y señalando con la cabeza hacia el
principio del túnel—. No está bien. Ya veréis.
Guiados por Fawkes, cuyas alas rojas emitían en la oscuridad reflejos
dorados, desanduvieron el camino hasta la tubería. Gilderoy Lockhart
estaba allí sentado, tarareando plácidamente.
—Ha perdido la memoria —dijo Ron—. El embrujo desmemorizante le
salió por la culata. Le dio a él. No tiene ni idea de quién es, ni de dónde
está, ni de quiénes somos. Le dije que se quedara aquí y nos esperara. Es un
peligro para sí mismo.
Lockhart los miró a todos afablemente.
—Hola —dijo—. Qué sitio tan curioso, ¿verdad? ¿Vivís aquí?
—No —respondió Ron, mirando a Harry y arqueando las cejas.
Harry se inclinó y miró la larga y oscura tubería.
—¿Has pensado cómo vamos a subir? —preguntó a Ron.
Ron negó con la cabeza, pero Fawkes ya había pasado delante de Harry
y se hallaba revoloteando delante de él. Los ojos redondos del ave brillaban
en la oscuridad mientras agitaba sus alas doradas. Harry lo miró, dubitativo.
—Parece como si quisiera que te cogieras a él… —dijo Ron, perplejo
—. Pero pesas demasiado para que un pájaro te suba.
—Fawkes —aclaró Harry— no es un pájaro normal. —Se volvió
inmediatamente a los otros—. Vamos a darnos la mano. Ginny, coge la de
Ron. Profesor Lockhart…
—Se refiere a usted —aclaró Ron a Lockhart.
—Coja la otra mano de Ginny.
Harry se metió la espada y el Sombrero Seleccionador en el cinto. Ron
se agarró a los bajos de la túnica de Harry, y Harry, a las plumas de la cola
de Fawkes, que resultaban curiosamente cálidas al tacto.
Una extraordinaria luminosidad pareció extenderse por todo el cuerpo
del ave, y en un segundo se encontraron subiendo por la tubería a toda
velocidad. Harry podía oír a Lockhart que decía:
—¡Asombroso, asombroso! ¡Parece cosa de magia!
El aire helado azotaba el pelo de Harry, y cuando empezaba a disfrutar
del paseo, el viaje por la tubería terminó. Los cuatro fueron saltando al
suelo mojado del cuarto de baño de Myrtle la Llorona, y mientras Lockhart
se arreglaba el sombrero, el lavabo que ocultaba la tubería volvió a su lugar
cerrando la abertura.
Myrtle los miraba con ojos desorbitados.
—Estás vivo —dijo a Harry sin comprender.
—Pareces muy decepcionada —respondió serio, limpiándose las motas
de sangre y de barro que tenía en las gafas.
—No, es que… había estado pensando. Si hubieras muerto, aquí serías
bienvenido. Te dejaría compartir mi retrete —le dijo Myrtle, ruborizándose
de color plata.
—¡Uf! —dijo Ron, cuando salieron de los aseos al corredor oscuro y
desierto—. ¡Harry, creo que le gustas a Myrtle! ¡Ginny, tienes una rival!
Pero por el rostro de Ginny seguían resbalando unas lágrimas
silenciosas.
—¿Adónde vamos? —preguntó Ron, mirando a Ginny con impaciencia.
Harry señaló hacia delante.
Fawkes iluminaba el camino por el corredor, con su destello de oro. Lo
siguieron a grandes zancadas, y en un instante se hallaron ante el despacho
de la profesora McGonagall.
Harry llamó y abrió la puerta.
CAPÍTULO 18
La recompensa de Dobby
H
un momento de silencio cuando Harry, Ron, Ginny y Lockhart
aparecieron en la puerta, llenos de barro, suciedad y, en el caso de
Harry, sangre. Luego alguien gritó:
—¡Ginny!
Era la señora Weasley, que estaba llorando delante de la chimenea. Se
puso en pie de un salto, seguida por su marido, y se abalanzaron sobre su
hija.
Harry, sin embargo, miraba detrás de ellos. El profesor Dumbledore
estaba ante la repisa de la chimenea, sonriendo, junto a la profesora
McGonagall, que respiraba con dificultad y se llevaba una mano al pecho.
Fawkes pasó zumbando cerca de Harry para posarse en el hombro de
Dumbledore. Sin apenas darse cuenta, Harry y Ron se encontraron
atrapados en el abrazo de la señora Weasley.
—¡La habéis salvado! ¡La habéis salvado! ¿Cómo lo hicisteis?
—Creo que a todos nos encantaría enterarnos —dijo con un hilo de voz
la profesora McGonagall.
UBO
La señora Weasley soltó a Harry, que dudó un instante, luego se acercó
a la mesa y depositó encima el Sombrero Seleccionador, la espada con
rubíes incrustados y lo que quedaba del diario de Ryddle.
Harry empezó a contarlo todo. Habló durante casi un cuarto de hora,
mientras los demás lo escuchaban absortos y en silencio. Contó lo de la voz
que no salía de ningún sitio; que Hermione había comprendido que lo que él
oía era un basilisco que se movía por las tuberías; que él y Ron siguieron a
las arañas por el bosque; que Aragog les había dicho dónde había matado a
su víctima el basilisco; que había adivinado que Myrtle la Llorona había
sido la víctima, y que la entrada a la Cámara de los Secretos podía
encontrarse en los aseos…
—Muy bien —señaló la profesora McGonagall, cuando Harry hizo una
pausa—, así que averiguasteis dónde estaba la entrada, quebrantando un
centenar de normas, añadiría yo. Pero ¿cómo demonios conseguisteis salir
con vida, Potter?
Así que Harry, con la voz ronca de tanto hablar, les relató la oportuna
llegada de Fawkes y del Sombrero Seleccionador, que le proporcionó la
espada. Pero luego titubeó. Había evitado hablar sobre la relación entre el
diario de Ryddle y Ginny. Ella apoyaba la cabeza en el hombro de su
madre, y seguía derramando silenciosas lágrimas por las mejillas. ¿Y si la
expulsaban?, pensó Harry aterrorizado. El diario de Ryddle no serviría ya
como prueba, pues había quedado inservible… ¿cómo podrían demostrar
que era el causante de todo?
Instintivamente, Harry miró a Dumbledore, y éste esbozó una leve
sonrisa. La hoguera de la chimenea hacía brillar sus lentes de media luna.
—Lo que más me intriga —dijo Dumbledore amablemente—, es cómo
se las arregló lord Voldemort para embrujar a Ginny, cuando mis fuentes me
indican que actualmente se halla oculto en los bosques de Albania.
Harry se sintió maravillosamente aliviado.
—¿Qué… qué? —preguntó el señor Weasley con voz atónita—. ¿Sabe
qui-quién? ¿Ginny embrujada? Pero Ginny no ha… Ginny no ha sido…
¿verdad?
—Fue el diario —dijo inmediatamente Harry, cogiéndolo y
enseñándoselo a Dumbledore—. Ryddle lo escribió cuando tenía dieciséis
años.
Dumbledore cogió el diario que sostenía Harry y examinó
minuciosamente sus páginas quemadas y mojadas.
—Soberbio —dijo con suavidad—. Por supuesto, él ha sido
probablemente el alumno más inteligente que ha tenido nunca Hogwarts. —
Se volvió hacia los Weasley, que lo miraban perplejos—. Muy pocos saben
que lord Voldemort se llamó antes Tom Ryddle. Yo mismo le di clase, hace
cincuenta años, en Hogwarts. Desapareció tras abandonar el colegio…
Recorrió el mundo…, profundizó en las Artes Oscuras, tuvo trato con los
peores de entre los nuestros, acometió peligros, transformaciones mágicas,
hasta tal punto que cuando resurgió como lord Voldemort resultaba
irreconocible. Prácticamente nadie relacionó a lord Voldemort con el
muchacho inteligente y encantador que fue delegado.
—Pero Ginny —dijo la señora Weasley—. ¿Qué tiene que ver nuestra
Ginny con él?
—¡Su… su diario! —dijo Ginny entre sollozos—. He estado
escribiendo en él, y me ha estado contestando durante todo el curso…
—¡Ginny! —exclamó su padre, atónito—. ¿No te he enseñado una
cosa? ¿Qué te he dicho siempre? No confíes en nada que piense si no sabes
dónde tiene el cerebro. ¿Por qué no me enseñaste el diario a mí o a tu
madre? Un objeto tan sospechoso como ése, ¡tenía que ser cosa de magia
oscura!
—No…, no lo sabía —sollozó Ginny—. Lo encontré dentro de uno de
los libros que me había comprado mamá. Pensé que alguien lo había dejado
allí y se le había olvidado…
—La señorita Weasley debería ir directamente a la enfermería —terció
Dumbledore con voz firme—. Para ella ha sido una experiencia terrible. No
habrá castigo. Lord Voldemort ha engañado a magos más viejos y más
sabios. —Fue a abrir la puerta—. Reposo en cama y tal vez un tazón de
chocolate caliente. A mí siempre me anima —añadió, guiñándole un ojo
bondadosamente—. La señora Pomfrey estará todavía despierta. Debe de
estar dando zumo de mandrágora a las víctimas del basilisco. Seguramente
despertarán de un momento a otro.
—¡Así que Hermione está bien! —dijo Ron con alegría.
—No les han causado un daño irreversible —dijo Dumbledore.
La señora Weasley salió con Ginny, y el padre iba detrás, todavía muy
impresionado.
—¿Sabes, Minerva? —dijo pensativamente el profesor Dumbledore a la
profesora McGonagall—, creo que esto se merece un buen banquete. ¿Te
puedo pedir que vayas a avisar a los de la cocina?
—Bien —dijo resueltamente la profesora McGonagall, encaminándose
también hacia la puerta—, te dejaré para que ajustes cuentas con Potter y
Weasley.
—Eso es —dijo Dumbledore.
Salió, y Harry y Ron miraron a Dumbledore dubitativos. ¿Qué había
querido decir exactamente la profesora McGonagall con aquello de «ajustar
cuentas»? ¿Acaso los iban a castigar?
—Creo recordar que os dije que tendría que expulsaros si volvíais a
quebrantar alguna norma del colegio —dijo Dumbledore.
Ron abrió la boca horrorizado.
—Lo cual demuestra que todos tenemos que tragarnos nuestras palabras
alguna vez —prosiguió Dumbledore, sonriendo—. Recibiréis ambos el
Premio por Servicios Especiales al Colegio y… veamos…, sí, creo que
doscientos puntos para Gryffindor por cada uno.
Ron se puso tan sonrosado como las flores de San Valentín de Lockhart,
y volvió a cerrar la boca.
—Pero hay alguien que parece que no dice nada sobre su participación
en la peligrosa aventura —añadió Dumbledore—. ¿Por qué esa modestia,
Gilderoy?
Harry dio un respingo. Se había olvidado por completo de Lockhart. Se
volvió y vio que estaba en un rincón del despacho, con una vaga sonrisa en
el rostro. Cuando Dumbledore se dirigió a él, Lockhart miró con
indiferencia para ver quién le hablaba.
—Profesor Dumbledore —dijo Ron enseguida—, hubo un accidente en
la Cámara de los Secretos. El profesor Lockhart…
—¿Soy profesor? —preguntó sorprendido—. ¡Dios mío! Supongo que
seré un inútil, ¿no?
—… intentó hacer un embrujo desmemorizante y el tiro le salió por la
culata —explicó Ron a Dumbledore tranquilamente.
—Hay que ver —dijo Dumbledore, moviendo la cabeza de forma que le
temblaba el largo bigote plateado—, ¡herido con su propia espada,
Gilderoy!
—¿Espada? —dijo Lockhart con voz tenue—. No, no tengo espada.
Pero este chico sí tiene una. —Señaló a Harry—. Él se la podrá prestar.
—¿Te importaría llevar también al profesor Lockhart a la enfermería?
—dijo Dumbledore a Ron—. Quisiera tener unas palabras con Harry.
Lockhart salió. Ron miró con curiosidad a Harry y Dumbledore
mientras cerraba la puerta.
Dumbledore fue hacia una de las sillas que había junto al fuego.
—Siéntate, Harry —dijo, y Harry tomó asiento, incomprensiblemente
azorado—. Antes que nada, Harry, quiero darte las gracias —dijo
Dumbledore, parpadeando de nuevo—. Debes de haber demostrado
verdadera lealtad hacia mí en la cámara. Sólo eso puede hacer que acuda
Fawkes.
Acarició al fénix, que agitaba las alas posado sobre una de sus rodillas.
Harry sonrió con apuro cuando Dumbledore lo miró directamente a los
ojos.
—Así que has conocido a Tom Ryddle —dijo Dumbledore pensativo—.
Imagino que tendría mucho interés en verte.
De pronto, Harry mencionó algo que le reconcomía:
—Profesor Dumbledore… Ryddle dijo que yo soy como él. Una extraña
afinidad, dijo…
—¿De verdad? —preguntó Dumbledore, mirando a un Harry pensativo,
por debajo de sus espesas cejas plateadas—. ¿Y a ti qué te parece, Harry?
—¡Me parece que no soy como él! —contestó Harry, más alto de lo que
pretendía—. Quiero decir que yo…, yo soy de Gryffindor, yo soy…
Pero calló. Resurgía una duda que le acechaba.
—Profesor —añadió después de un instante—, el Sombrero
Seleccionador me dijo que yo… haría un buen papel en Slytherin. Todos
creyeron un tiempo que yo era el heredero de Slytherin, porque sé hablar
pársel…
—Tú sabes hablar pársel, Harry —dijo tranquilamente Dumbledore—,
porque lord Voldemort, que es el último descendiente de Salazar Slytherin,
habla pársel. Si no estoy muy equivocado, él te transfirió algunos de sus
poderes la noche en que te hizo esa cicatriz. No era su intención, seguro…
—¿Voldemort puso algo de él en mí? —preguntó Harry, atónito.
—Eso parece.
—Así que yo debería estar en Slytherin —dijo Harry, mirando con
desesperación a Dumbledore—. El Sombrero Seleccionador distinguió en
mí poderes de Slytherin y…
—Te puso en Gryffindor —dijo Dumbledore reposadamente—.
Escúchame, Harry. Resulta que tú tienes muchas de las cualidades que
Slytherin apreciaba en sus alumnos, que eran cuidadosamente escogidos: su
propio y rarísimo don, la lengua pársel…, inventiva…, determinación…, un
cierto desdén por las normas —añadió, mientras le volvía a temblar el
bigote—. Pero aun así, el sombrero te colocó en Gryffindor. Y tú sabes por
qué. Piensa.
—Me colocó en Gryffindor —dijo Harry con voz de derrota—
solamente porque yo le pedí no ir a Slytherin…
—Exacto —dijo Dumbledore, volviendo a sonreír—. Eso es lo que te
diferencia de Tom Ryddle. Son nuestras elecciones, Harry, las que muestran
lo que somos, mucho más que nuestras habilidades. —Harry estaba en su
silla, atónito e inmóvil—. Si quieres una prueba de que perteneces a
Gryffindor, te sugiero que mires esto con más detenimiento.
Dumbledore se acercó al escritorio de la profesora McGonagall, cogió
la espada ensangrentada y se la pasó a Harry. Sin mucho ánimo, Harry le
dio la vuelta y vio brillar los rubíes a la luz del fuego. Y luego vio el
nombre grabado debajo de la empuñadura: Godric Gryffindor.
—Sólo un verdadero miembro de Gryffindor podría haber sacado esto
del sombrero, Harry —dijo simplemente Dumbledore.
Durante un minuto, ninguno de los dos dijo nada. Luego Dumbledore
abrió uno de los cajones del escritorio de la profesora McGonagall y sacó
de él una pluma y un tintero.
—Lo que necesitas, Harry, es comer algo y dormir. Te sugiero que bajes
al banquete, mientras escribo a Azkaban: necesitamos que vuelva nuestro
guarda. Y tengo que redactar un anuncio para El Profeta, además —añadió
pensativo—. Necesitamos un nuevo profesor de Defensa Contra las Artes
Oscuras. Vaya, parece que no nos duran nada, ¿verdad?
Harry se levantó y se dispuso a salir. Pero apenas tocó el pomo de la
puerta, ésta se abrió tan bruscamente que pegó contra la pared y rebotó.
Lucius Malfoy estaba allí, con el semblante furioso; y también Dobby,
encogido de miedo y cubierto de vendas.
—Buenas noches, Lucius —dijo Dumbledore amablemente.
El señor Malfoy casi derriba a Harry al entrar en el despacho. Dobby lo
seguía detrás, pegado a su capa, con una expresión de terror.
—¡Vaya! —dijo Lucius Malfoy, fijos en Dumbledore sus fríos ojos—.
Ha vuelto. El consejo escolar lo ha suspendido de sus funciones, pero aun
así, usted ha considerado conveniente volver.
—Bueno, Lucius, verá —dijo Dumbledore, sonriendo serenamente—,
he recibido una petición de los otros once representantes. Aquello parecía
un criadero de lechuzas, para serle sincero. Cuando recibieron la noticia de
que la hija de Arthur Weasley había sido asesinada, me pidieron que
volviera inmediatamente. Pensaron que, a pesar de todo, yo era el hombre
más adecuado para el cargo. Además, me contaron cosas muy curiosas.
Algunos incluso decían que usted les había amenazado con echar una
maldición sobre sus familias si no accedían a destituirme.
El señor Malfoy se puso aún más pálido de lo habitual, pero seguía con
los ojos cargados de furia.
—¿Así que… ha puesto fin a los ataques? —dijo con aire despectivo—.
¿Ha encontrado al culpable?
—Lo hemos encontrado —contestó Dumbledore, con una sonrisa.
—¿Y bien? —preguntó bruscamente Malfoy—. ¿Quién es?
—El mismo que la última vez, Lucius —dijo Dumbledore—. Pero esta
vez lord Voldemort actuaba a través de otra persona, por medio de este
diario.
Levantó el cuaderno negro agujereado en el centro, y miró a Malfoy
atentamente. Harry, por el contrario, no apartaba los ojos de Dobby.
El elfo hacía cosas muy raras. Miraba fijamente a Harry, señalando el
diario, y luego al señor Malfoy. A continuación se daba puñetazos en la
cabeza.
—Ya veo… —dijo despacio Malfoy a Dumbledore.
—Un plan inteligente —dijo Dumbledore con voz desapasionada, sin
dejar de mirar a Malfoy directamente a los ojos—. Porque si Harry, aquí
presente —el señor Malfoy dirigió a Harry una incisiva mirada de soslayo
—, y su amigo Ron no hubieran descubierto este cuaderno…, Ginny
Weasley habría aparecido como culpable. Nadie habría podido demostrar
que ella no había actuado libremente…
El señor Malfoy no dijo nada. Su cara se había vuelto de repente como
de piedra.
—E imagine —prosiguió Dumbledore— lo que podría haber ocurrido
entonces… Los Weasley son una de las familias de sangre limpia más
distinguidas. Imagine el efecto que habría tenido sobre Arthur Weasley y su
Ley de defensa de los muggles, si se descubriera que su propia hija había
atacado y asesinado a personas de origen muggle. Afortunadamente
apareció el diario, con los recuerdos de Ryddle borrados de él. Quién sabe
lo que podría haber pasado si no hubiera sido así.
El señor Malfoy hizo un esfuerzo por hablar.
—Ha sido una suerte —dijo fríamente.
Pero Dobby seguía, a su espalda, señalando primero al diario, después a
Lucius Malfoy, y luego pegándose en la cabeza.
Y Harry comprendió de pronto. Hizo un gesto a Dobby con la cabeza, y
éste se retiró a un rincón, retorciéndose las orejas para castigarse.
—¿Sabe cómo llegó ese diario a Ginny, señor Malfoy? —le preguntó
Harry.
Lucius Malfoy se volvió hacia él.
—¿Por qué iba a saber yo de dónde lo cogió esa tonta? —preguntó.
—Porque usted se lo dio —respondió Harry—. En Flourish y Blotts.
Usted le cogió su libro de Transformaciones y metió el diario dentro, ¿a que
sí?
Vio que el señor Malfoy abría y cerraba las manos.
—Demuéstralo —dijo, furioso.
—Nadie puede demostrarlo —dijo Dumbledore, y sonrió a Harry—,
puesto que ha desaparecido del libro todo rastro de Ryddle. Por otro lado, le
aconsejo, Lucius, que deje de repartir viejos recuerdos escolares de lord
Voldemort. Si algún otro cayera en manos inocentes, Arthur Weasley se
asegurará de que le sea devuelto a usted…
Lucius Malfoy se quedó un momento quieto, y Harry vio claramente
que su mano derecha se agitaba como si quisiera empuñar la varita. Pero en
vez de hacerlo, se volvió a su elfo doméstico.
—¡Nos vamos, Dobby!
Tiró de la puerta, y cuando el elfo se acercó corriendo, le dio una patada
que lo envió fuera. Oyeron a Dobby gritar de dolor por todo el pasillo.
Harry reflexionó un momento, y entonces tuvo una idea.
—Profesor Dumbledore —dijo deprisa—, ¿me permite que le devuelva
el diario al señor Malfoy?
—Claro, Harry —dijo Dumbledore con calma—. Pero date prisa.
Recuerda el banquete.
Harry cogió el diario y salió del despacho corriendo. Aún se oían
alejándose los gritos de dolor de Dobby, que ya había doblado la esquina
del corredor. Rápidamente, preguntándose si sería posible que su plan
tuviera éxito, Harry se quitó un zapato, se sacó el calcetín sucio y
embarrado, y metió el diario dentro. Luego se puso a correr por el oscuro
corredor.
Los alcanzó al pie de las escaleras.
—Señor Malfoy —dijo jadeando y patinando al detenerse—, tengo algo
para usted.
Y le puso a Lucius Malfoy en la mano el calcetín maloliente.
—¿Qué diablos…?
El señor Malfoy extrajo el diario del calcetín, tiró éste al suelo y luego
pasó la vista, furioso, del diario a Harry.
—Harry Potter, vas a terminar como tus padres uno de estos días —dijo
bajando la voz—. También ellos eran unos idiotas entrometidos. —Y se
volvió para irse—. Ven, Dobby. ¡He dicho que vengas!
Pero Dobby no se movió. Sostenía el calcetín sucio y embarrado de
Harry, contemplándolo como si fuera un tesoro de valor incalculable.
—Mi amo le ha dado a Dobby un calcetín —dijo el elfo asombrado—.
Mi amo se lo ha dado a Dobby.
—¿Qué? —escupió el señor Malfoy—. ¿Qué has dicho?
—Dobby tiene un calcetín —dijo Dobby aún sin poder creérselo—. Mi
amo lo tiró, y Dobby lo cogió, y ahora Dobby… Dobby es libre.
Lucius Malfoy se quedó de piedra, mirando al elfo. Luego embistió a
Harry.
—¡Por tu culpa he perdido a mi criado, mocoso!
Pero Dobby gritó:
—¡Usted no hará daño a Harry Potter!
Se oyó un fuerte golpe, y el señor Malfoy cayó de espaldas. Bajó las
escaleras de tres en tres y aterrizó hecho una masa de arrugas. Se levantó,
lívido, y sacó la varita, pero Dobby le levantó un dedo amenazador.
—Usted se va a ir ahora —dijo con fiereza, señalando al señor Malfoy
—. Usted no tocará a Harry Potter. Váyase ahora mismo.
Lucius Malfoy no tuvo elección. Dirigiéndoles una última mirada de
odio, se cubrió por completo con la capa y salió apresuradamente.
—¡Harry Potter ha liberado a Dobby! —chilló el elfo, mirando a Harry.
La luz de la luna se reflejaba, a través de una ventana cercana, en sus ojos
esféricos—. ¡Harry Potter ha liberado a Dobby!
—Es lo menos que podía hacer, Dobby —dijo Harry, sonriendo—. Pero
prométame que no volverá a intentar salvarme la vida.
Una sonrisa amplia, con todos los dientes a la vista, cruzó la fea cara
cetrina del elfo.
—Sólo tengo una pregunta, Dobby —dijo Harry, mientras Dobby se
ponía el calcetín de Harry con manos temblorosas—. Usted me dijo que
esto no tenía nada que ver con El-que-no-debe-ser-nombrado, ¿recuerda?
Bueno…
—Era una pista, señor —dijo Dobby, con los ojos muy abiertos, como si
resultara obvio—. Dobby le daba una pista. Antes de que cambiara de
nombre, el Señor Tenebroso podía ser nombrado tranquilamente, ¿se da
cuenta?
—Bien —dijo Harry con voz débil—. Será mejor que me vaya. Hay un
banquete, y mi amiga Hermione ya estará recobrada…
Dobby le echó los brazos a Harry en la cintura y lo abrazó con fuerza.
—¡Harry Potter es mucho más grande de lo que Dobby suponía! —
sollozó—. ¡Adiós, Harry Potter!
Y dando un sonoro chasquido, Dobby desapareció.
Harry había estado presente en varios banquetes de Hogwarts, pero en
ninguno como aquél. Todos iban en pijama, y la celebración duró toda la
noche. Harry no sabía si lo mejor había sido cuando Hermione corrió hacia
él gritando: «¡Lo has conseguido! ¡Lo has conseguido!»; o cuando Justin se
levantó de la mesa de Hufflepuff y se le acercó veloz para estrecharle la
mano y disculparse infinitamente por haber sospechado de él; o cuando
Hagrid llegó, a las tres y media, y dio a Harry y a Ron unas palmadas tan
fuertes en los hombros que los tiró contra el postre; o cuando dieron a
Gryffindor los cuatrocientos puntos ganados por él y Ron, con lo que se
aseguraron la Copa de las Casas por segundo año consecutivo; o cuando la
profesora McGonagall se levantó para anunciar que el colegio, como
obsequio a los alumnos, había decidido prescindir de los exámenes («¡Oh,
no!», exclamó Hermione); o cuando Dumbledore anunció que, por
desgracia, el profesor Lockhart no podría volver el curso siguiente, debido a
que tenía que ingresar en un sanatorio para recuperar la memoria. Algunos
de los profesores se unieron al grito de júbilo con el que los alumnos
recibieron estas noticias.
—¡Qué pena! —dijo Ron, cogiendo una rosquilla rellena de mermelada
—. Estaba empezando a caerme bien.
El resto del último trimestre transcurrió bajo un sol radiante y abrasador.
Hogwarts había vuelto a la normalidad, con sólo unas pequeñas diferencias:
las clases de Defensa Contra las Artes Oscuras se habían suspendido («pero
hemos hecho muchas prácticas», dijo Ron a una contrariada Hermione) y
Lucius Malfoy había sido expulsado del consejo escolar. Draco ya no se
pavoneaba por el colegio como si fuera el dueño. Por el contrario, parecía
resentido y enfurruñado. Y Ginny Weasley volvía a ser completamente
feliz.
Muy pronto llegó el momento de volver a casa en el expreso de
Hogwarts. Harry, Ron, Hermione, Fred, George y Ginny tuvieron todo un
compartimento para ellos. Aprovecharon al máximo las últimas horas en
que les estaba permitido hacer magia antes de que comenzaran las
vacaciones. Jugaron a los naipes explosivos, encendieron las últimas
bengalas del doctor Filibuster de George y Fred, y jugaron a desarmarse
unos a otros mediante la magia. Harry estaba adquiriendo en esto gran
habilidad.
Estaban llegando a King’s Cross cuando Harry recordó algo.
—Ginny…, ¿qué es lo que le viste hacer a Percy, que no quería que se
lo dijeras a nadie?
—¡Ah, eso! —dijo Ginny con una risita—. Bueno, es que Percy tiene
novia.
A Fred se le cayeron los libros que llevaba en el brazo.
—¿Qué?
—Es esa prefecta de Ravenclaw, Penelope Clearwater —dijo Ginny—.
Es a ella a quien estuvo escribiendo todo el verano pasado. Se han estado
viendo en secreto por todo el colegio. Un día los descubrí besándose en un
aula vacía. Le afectó mucho cuando ella fue…, ya sabéis…, atacada. No os
reiréis de él, ¿verdad? —añadió.
—Ni se me pasaría por la cabeza —dijo Fred, que ponía una cara como
si faltase muy poco para su cumpleaños.
—Por supuesto que no —corroboró George con una risita.
El expreso de Hogwarts aminoró la marcha y al final se detuvo.
Harry sacó la pluma y un trozo de pergamino y se volvió a Ron y
Hermione.
—Esto es lo que se llama un número de teléfono —dijo Harry,
escribiéndolo dos veces y partiendo el pergamino en dos para darles un
número a cada uno—. Tu padre ya sabe cómo se usa el teléfono, porque el
verano pasado se lo expliqué. Llamadme a casa de los Dursley, ¿vale? No
podría aguantar otros dos meses sin hablar con nadie más que con
Dudley…
—Pero tus tíos estarán muy orgullosos de ti, ¿no? —dijo Hermione
cuando salían del tren y se metían entre la multitud que iba en tropel hacia
la barrera encantada—. ¿Y cuando se enteren de lo que has hecho este
curso?
—¿Orgullosos? —dijo Harry—. ¿Estás loca? ¿Con todas las
oportunidades que tuve de morir, y no lo logré? Estarán furiosos…
Y juntos atravesaron la verja hacia el mundo muggle.
Por la cicatriz que lleva en la frente, sabemos que Harry Potter no es
un niño como los demás, sino el héroe que venció a lord Voldemort,
el mago más temible y maligno de todos los tiempos y culpable de la
muerte de los padres de Harry. Desde entonces, Harry no tiene más
remedio que vivir con sus pesados tíos y su insoportable primo
Dudley, todos ellos muggles, o sea, personas no magas, que
desprecian a su sobrino debido a sus poderes.
Igual que en las dos primeras partes de la serie –La piedra filosofal y
La cámara secreta– Harry aguarda con impaciencia el inicio del
tercer curso en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Tras
haber cumplido los trece años, solo y lejos de sus amigos de
Hogwarts, Harry se pelea con su bigotuda tía Marge, a la que
convierte en globo, y debe huir en un autobús mágico. Mientras
tanto, de la prisión de Azkaban se ha escapado un terrible villano,
Sirius Black, un asesino en serie con poderes mágicos que fue
cómplice de lord Voldemort y que parece dispuesto a eliminar a
Harry del mapa. Y por si esto fuera poco, Harry deberá enfrentarse
también a unos terribles monstruos, los dementores, seres
abominables capaces de robarles la felicidad a los magos y de
borrar todo recuerdo hermoso de aquellos que osan mirarlos. Lo que
ninguno de estos malvados personajes sabe es que Harry, con la
ayuda de sus fieles amigos Ron y Hermione, es capaz de todo y
mucho más.
A Jill Prewett y Aine Kiely,
madrinas de Swing.
CAPÍTULO UNO
Lechuzas mensajeras
H
Potter era, en muchos sentidos, un muchacho diferente. Por un
lado, las vacaciones de verano le gustaban menos que cualquier otra
época del año; y por otro, deseaba de verdad hacer los deberes, pero tenía
que hacerlos a escondidas, muy entrada la noche. Y además, Harry Potter
era un mago.
Era casi medianoche y estaba tumbado en la cama, boca abajo, tapado
con las mantas hasta la cabeza, como en una tienda de campaña. En una
mano tenía la linterna y, abierto sobre la almohada, había un libro grande,
encuadernado en piel (Historia de la Magia, de Bathilda Bagshot). Harry
recorría la página con la punta de su pluma de águila, con el entrecejo
fruncido, buscando algo que le sirviera para su redacción sobre «La
inutilidad de la quema de brujas en el siglo XIV».
La pluma se detuvo en la parte superior de un párrafo que podía serle
útil. Harry se subió las gafas redondas, acercó la linterna al libro y leyó:
ARRY
En la Edad Media, los no magos (comúnmente denominados
muggles) sentían hacia la magia un especial temor, pero no eran
muy duchos en reconocerla. En las raras ocasiones en que
capturaban a un auténtico brujo o bruja, la quema carecía en
absoluto de efecto. La bruja o el brujo realizaba un sencillo
encantamiento para enfriar las llamas y luego fingía que se retorcía
de dolor mientras disfrutaba del suave cosquilleo. A Wendelin la
Hechicera le gustaba tanto ser quemada que se dejó capturar no
menos de cuarenta y siete veces con distintos aspectos.
Harry se puso la pluma entre los dientes y buscó bajo la almohada el
tintero y un rollo de pergamino. Lentamente y con mucho cuidado, destapó
el tintero, mojó la pluma y comenzó a escribir, deteniéndose a escuchar de
vez en cuando, porque si alguno de los Dursley, al pasar hacia el baño, oía
el rasgar de la pluma, lo más probable era que lo encerraran bajo llave hasta
el final del verano en la alacena que había debajo de las escaleras.
La familia Dursley, que vivía en el número 4 de Privet Drive, era el
motivo de que Harry no pudiera tener nunca vacaciones de verano. Tío
Vernon, tía Petunia y su hijo Dudley eran los únicos parientes vivos que
tenía Harry. Eran muggles, y su actitud hacia la magia era muy medieval.
En casa de los Dursley nunca se mencionaba a los difuntos padres de Harry,
que habían sido brujos. Durante años, tía Petunia y tío Vernon habían
albergado la esperanza de extirpar lo que Harry tenía de mago, teniéndolo
bien sujeto. Les irritaba no haberlo logrado y vivían con el temor de que
alguien pudiera descubrir que Harry había pasado la mayor parte de los
últimos dos años en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Lo único
que podían hacer los Dursley aquellos días era guardar bajo llave los libros
de hechizos, la varita mágica, el caldero y la escoba al inicio de las
vacaciones de verano, y prohibirle que hablara con los vecinos.
Para Harry había representado un grave problema que le quitaran los
libros, porque los profesores de Hogwarts le habían puesto muchos deberes
para el verano. Uno de los trabajos menos agradables, sobre pociones para
encoger, era para el profesor menos estimado por Harry, Snape, que estaría
encantado de tener una excusa para castigar a Harry durante un mes. Así
que, durante la primera semana de vacaciones, Harry aprovechó la
oportunidad: mientras tío Vernon, tía Petunia y Dudley estaban en el jardín
admirando el nuevo coche de la empresa de tío Vernon (en voz muy alta,
para que el vecindario se enterara), Harry fue a la planta baja, forzó la
cerradura de la alacena de debajo de las escaleras, cogió algunos libros y los
escondió en su habitación. Mientras no dejara manchas de tinta en las
sábanas, los Dursley no tendrían por qué enterarse de que aprovechaba las
noches para estudiar magia.
Harry no quería problemas con sus tíos y menos en aquellos momentos,
porque estaban enfadados con él, y todo porque cuando llevaba una semana
de vacaciones había recibido una llamada telefónica de un compañero
mago.
Ron Weasley, que era uno de los mejores amigos que Harry tenía en
Hogwarts, procedía de una familia de magos. Esto significaba que sabía
muchas cosas que Harry ignoraba, pero nunca había utilizado el teléfono.
Por desgracia, fue tío Vernon quien respondió:
—¿Diga?
Harry, que estaba en ese momento en la habitación, se quedó de piedra
al oír que era Ron quien respondía.
—¿HOLA? ¿HOLA? ¿ME OYE? ¡QUISIERA HABLAR CON HARRY POTTER!
Ron daba tales gritos que tío Vernon dio un salto y alejó el teléfono de
su oído por lo menos medio metro, mirándolo con furia y sorpresa.
—¿QUIÉN ES? —voceó en dirección al auricular—. ¿QUIÉN ES?
—¡RON WEASLEY! —gritó Ron a su vez, como si el tío Vernon y él
estuvieran comunicándose desde los extremos de un campo de fútbol—.
SOY UN AMIGO DE HARRY, DEL COLEGIO.
Los minúsculos ojos de tío Vernon se volvieron hacia Harry, que estaba
inmovilizado.
—¡AQUÍ NO VIVE NINGÚN HARRY POTTER! —gritó tío Vernon, manteniendo
el brazo estirado, como si temiera que el teléfono pudiera estallar—. ¡NO SÉ
DE QUÉ COLEGIO ME HABLA! ¡NO VUELVA A LLAMAR AQUÍ! ¡NO SE ACERQUE A MI
FAMILIA!
Colgó el teléfono como quien se desprende de una araña venenosa.
La bronca que siguió fue una de las peores que le habían echado.
—¡CÓMO TE ATREVES A DARLE ESTE NÚMERO A GENTE COMO… COMO TÚ! —
le gritó tío Vernon, salpicándolo de saliva.
Ron, obviamente, comprendió que había puesto a Harry en un apuro,
porque no volvió a llamar. La mejor amiga de Harry en Hogwarts,
Hermione Granger, tampoco lo llamó. Harry se imaginaba que Ron le había
dicho a Hermione que no lo llamara, lo cual era una pena, porque los padres
de Hermione, la bruja más inteligente de la clase de Harry, eran muggles, y
ella sabía muy bien cómo utilizar el teléfono, y probablemente habría tenido
tacto suficiente para no revelar que estudiaba en Hogwarts.
De manera que Harry había permanecido cinco largas semanas sin tener
noticia de sus amigos magos, y aquel verano estaba resultando casi tan
desagradable como el anterior. Sólo había una pequeña mejora: después de
jurar que no la usaría para enviar mensajes a ninguno de sus amigos, a
Harry le habían permitido sacar de la jaula por las noches a su lechuza
Hedwig. Tío Vernon había transigido debido al escándalo que armaba
Hedwig cuando permanecía todo el tiempo encerrada.
Harry terminó de escribir sobre Wendelin la Hechicera e hizo una pausa
para volver a escuchar. Sólo los ronquidos lejanos y ruidosos de su enorme
primo Dudley rompían el silencio de la casa. Debía de ser muy tarde. A
Harry le picaban los ojos de cansancio. Sería mejor terminar la redacción la
noche siguiente…
Tapó el tintero, sacó una funda de almohada de debajo de la cama,
metió dentro la linterna, la Historia de la Magia, la redacción, la pluma y el
tintero, se levantó y lo escondió todo debajo de la cama, bajo una tabla del
entarimado que estaba suelta. Se puso de pie, se estiró y miró la hora en la
esfera luminosa del despertador de la mesilla de noche.
Era la una de la mañana. Harry se sobresaltó: hacía una hora que había
cumplido trece años y no se había dado cuenta.
Harry aún era un muchacho diferente en otro aspecto: en el escaso
entusiasmo con que aguardaba sus cumpleaños. Nunca había recibido una
tarjeta de felicitación. Los Dursley habían pasado por alto sus dos últimos
cumpleaños y no tenía ningún motivo para suponer que fueran a acordarse
del siguiente.
Harry atravesó a oscuras la habitación, pasando junto a la gran jaula
vacía de Hedwig, y llegó hasta la ventana, que estaba abierta. Se apoyó en
el alféizar y notó con agrado en la cara, después del largo rato pasado bajo
las mantas, el frescor de la noche. Hacía dos noches que Hedwig se había
ido. Harry no estaba preocupado por ella (en otras ocasiones se había
ausentado durante períodos equivalentes), pero esperaba que no tardara en
volver. Era el único ser vivo en aquella casa que no se asustaba al verlo.
Aunque Harry seguía siendo demasiado pequeño y esmirriado para su
edad, había crecido varios centímetros durante el último año. Sin embargo,
su cabello negro azabache seguía como siempre: sin dejarse peinar. No
importaba lo que hiciera con él, el pelo no se sometía. Tras las gafas tenía
unos ojos verdes brillantes, y sobre la frente, claramente visible entre el
pelo, una cicatriz alargada en forma de rayo.
Aquella cicatriz era la más extraordinaria de todas las características
inusuales de Harry. No era, como le habían hecho creer los Dursley durante
diez años, una huella del accidente de automóvil que había acabado con la
vida de los padres de Harry, porque Lily y James Potter no habían muerto
en un accidente de tráfico, sino asesinados. Asesinados por el mago
tenebroso más temido de los últimos cien años: lord Voldemort. Harry había
sobrevivido a aquel ataque sin otra secuela que la cicatriz de la frente
cuando el hechizo de Voldemort, en vez de matarlo, había rebotado contra
su agresor. Medio muerto, Voldemort había huido…
Pero Harry había tenido que vérselas con él desde el momento en que
llegó a Hogwarts. Al recordar junto a la ventana su último encuentro, Harry
pensó que si había cumplido los trece años era porque tenía mucha suerte.
Miró el cielo estrellado, por si veía a Hedwig, que quizá regresara con
un ratón muerto en el pico, esperando sus elogios. Harry miraba distraído
por encima de los tejados y pasaron algunos segundos hasta que
comprendió lo que veía.
Perfilada contra la luna dorada y creciendo a cada instante se veía una
figura de forma extrañamente irregular que se dirigía hacia Harry batiendo
las alas. Se quedó quieto viéndola descender. Durante una fracción de
segundo, Harry no supo, con la mano en la falleba, si cerrar la ventana de
golpe. Pero entonces la extraña criatura revoloteó sobre una farola de Privet
Drive, y Harry, dándose cuenta de lo que era, se hizo a un lado.
Tres lechuzas penetraron por la ventana, dos sosteniendo a otra que
parecía inconsciente. Aterrizaron suavemente sobre la cama de Harry, y la
lechuza que iba en medio, y que era grande y gris, cayó y quedó allí
inmóvil. Llevaba un paquete atado a las patas.
Harry reconoció enseguida a la lechuza inconsciente. Se llamaba Errol
y pertenecía a la familia Weasley. Harry se lanzó inmediatamente sobre la
cama, desató los cordeles de las patas de Errol, cogió el paquete y depositó
a Errol en la jaula de Hedwig. Errol abrió un ojo empañado, ululó
débilmente en señal de agradecimiento y comenzó a beber agua a tragos.
Harry volvió al lugar en que descansaban las otras lechuzas. Una de
ellas (una hembra grande y blanca como la nieve) era su propia Hedwig.
También llevaba un paquete y parecía muy satisfecha de sí misma. Dio a
Harry un picotazo cariñoso cuando le quitó la carga, y luego atravesó la
habitación volando para reunirse con Errol. Harry no reconoció a la tercera
lechuza, que era muy bonita y de color pardo rojizo, pero supo enseguida de
dónde venía, porque además del correspondiente paquete portaba un
mensaje con el emblema de Hogwarts. Cuando Harry le cogió la carta a esta
lechuza, ella erizó las plumas orgullosamente, estiró las alas y emprendió el
vuelo atravesando la ventana e internándose en la noche.
Harry se sentó en la cama, cogió el paquete de Errol, rasgó el papel
marrón y descubrió un regalo envuelto en papel dorado y la primera tarjeta
de cumpleaños de su vida. Abrió el sobre con dedos ligeramente
temblorosos. Cayeron dos trozos de papel: una carta y un recorte de
periódico.
Supo que el recorte de periódico pertenecía al diario del mundo mágico
El Profeta porque la gente de la fotografía en blanco y negro se movía.
Harry recogió el recorte, lo alisó y leyó:
FUNCIONARIO DEL MINISTERIO DE MAGIA RECIBE EL GRAN PREMIO
Arthur Weasley, director de la Oficina Contra el Uso Indebido de
Artefactos Muggles, ha ganado el gran premio anual Galleon Draw
que entrega el diario El Profeta.
El señor Weasley, radiante de alegría, declaró a El Profeta:
«Gastaremos el dinero en unas vacaciones estivales en Egipto,
donde trabaja Bill, nuestro hijo mayor, deshaciendo hechizos para
el banco mágico Gringotts.»
La familia Weasley pasará un mes en Egipto, y regresará para el
comienzo del nuevo curso escolar de Hogwarts, donde estudian
actualmente cinco hijos del matrimonio Weasley.
Observó la fotografía en movimiento, y una sonrisa se le dibujó en la
cara al ver a los nueve Weasley ante una enorme pirámide, saludándolo con
la mano. La pequeña y rechoncha señora Weasley, el alto y casi calvo señor
Weasley, y los seis hijos y la hija tenían (aunque la fotografía en blanco y
negro no lo mostrara) el pelo de un rojo intenso. Justo en el centro de la foto
aparecía Ron, alto y larguirucho, con su rata Scabbers sobre el hombro y
con el brazo alrededor de Ginny, su hermana pequeña.
Harry no sabía de nadie que mereciera un premio más que los Weasley,
que eran muy buenos y pobres de solemnidad. Cogió la carta de Ron y la
desdobló.
Querido Harry:
¡Feliz cumpleaños!
Siento mucho lo de la llamada de teléfono. Espero que los
muggles no te dieran un mal rato. Se lo he dicho a mi padre y él
opina que no debería haber gritado.
Egipto es estupendo. Bill nos ha llevado a ver todas las tumbas,
y no te creerías las maldiciones que los antiguos brujos egipcios
ponían en ellas. Mi madre no dejó que Ginny entrara en la última.
Estaba llena de esqueletos mutantes de muggles que habían
profanado la tumba y tenían varias cabezas y cosas así.
Cuando mi padre ganó el premio de El Profeta no me lo podía
creer. ¡Setecientos galeones! La mayor parte se nos ha ido en estas
vacaciones, pero me van a comprar otra varita mágica para el
próximo curso.
Harry recordaba muy bien cómo se le había roto a Ron su vieja varita
mágica. Fue cuando el coche en que los dos habían ido volando a Hogwarts
chocó contra un árbol del parque del colegio.
Regresaremos más o menos una semana antes de que comience el
curso. Iremos a Londres a comprar la varita mágica y los nuevos
libros. ¿Podríamos vernos allí?
¡No dejes que los muggles te depriman!
Intenta venir a Londres.
Posdata: Percy es delegado. Recibió la notificación la semana
pasada.
Harry volvió a mirar la foto. Percy, que estaba en el séptimo y último
curso de Hogwarts, parecía especialmente orgulloso. Se había colocado la
insignia de delegado en el fez que llevaba graciosamente sobre su pelo
repeinado. Las gafas de montura de asta reflejaban el sol egipcio.
Luego Harry cogió el regalo y lo desenvolvió. Parecía una diminuta
peonza de cristal. Debajo había otra nota de Ron:
Harry:
Esto es un chivatoscopio de bolsillo. Si hay alguien cerca que no
sea de fiar, en teoría tiene que dar vueltas y encenderse. Bill dice
que no es más que una engañifa para turistas magos, y que no
funciona, porque la noche pasada estuvo toda la cena sin parar.
Claro que él no sabía que Fred y George le habían echado
escarabajos en la sopa.
Hasta pronto,
Harry puso el chivatoscopio de bolsillo sobre la mesita de noche, donde
permaneció inmóvil, en equilibrio sobre la punta, reflejando las manecillas
luminosas del reloj. Lo contempló durante unos segundos, satisfecho, y
luego cogió el paquete que había llevado Hedwig.
También contenía un regalo envuelto en papel, una tarjeta y una carta,
esta vez de Hermione:
Querido Harry:
Ron me escribió y me contó lo de su conversación telefónica con
tu tío Vernon. Espero que estés bien.
En estos momentos estoy en Francia de vacaciones y no sabía
cómo enviarte esto (¿y si lo abrían en la aduana?), ¡pero entonces
apareció Hedwig! Creo que quería asegurarse de que, para variar,
recibías un regalo de cumpleaños. El regalo te lo he comprado por
catálogo vía lechuza. Había un anuncio en El Profeta (me he
suscrito, hay que estar al tanto de lo que ocurre en el mundo
mágico). ¿Has visto la foto que salió de Ron y su familia hace una
semana? Apuesto a que está aprendiendo montones de cosas, me
muero de envidia… los brujos del antiguo Egipto eran fascinantes.
Aquí también tienen un interesante pasado en cuestión de
brujería. He tenido que reescribir completa la redacción sobre
Historia de la Magia para poder incluir algunas cosas que he
averiguado. Espero que no resulte excesivamente larga: comprende
dos pergaminos más de los que había pedido el profesor Binns.
Ron dice que irá a Londres la última semana de vacaciones.
¿Podrías ir tú también? ¿Te dejarán tus tíos? Espero que sí. Si no,
nos veremos en el expreso de Hogwarts el 1 de septiembre.
Besos de
Posdata: Ron me ha dicho que han nombrado delegado a Percy. Me
imagino que estará en una nube. A Ron no parece que le haga
mucha gracia.
Harry volvió a sonreír mientras dejaba a un lado la carta de Hermione y
cogía el regalo. Pesaba mucho. Conociendo a Hermione, estaba convencido
de que sería un gran libro lleno de difíciles embrujos, pero no. El corazón le
dio un vuelco cuando quitó el papel y vio un estuche de cuero negro con
unas palabras estampadas en plata: EQUIPO DE MANTENIMIENTO DE ESCOBAS
VOLADORAS.
—¡Ostras, Hermione! —murmuró Harry, abriendo el estuche para echar
un vistazo.
Contenía un tarro grande de abrillantador de palo de escoba marca
Fleetwood, unas tijeras especiales de plata para recortar las ramitas, una
pequeña brújula de latón para los viajes largos en escoba y un Manual de
mantenimiento de la escoba voladora.
Después de sus amigos, lo que Harry más apreciaba de Hogwarts era el
quidditch, el deporte que contaba con más seguidores en el mundo mágico.
Era muy peligroso, muy emocionante, y los jugadores iban montados en
escoba. Harry era muy bueno jugando al quidditch. Era el jugador más
joven de Hogwarts de los últimos cien años. Uno de sus trofeos más
estimados era la escoba de carreras Nimbus 2000.
Harry dejó a un lado el estuche y cogió el último paquete. Reconoció de
inmediato los garabatos que había en el papel marrón: aquel paquete lo
había enviado Hagrid, el guardabosques de Hogwarts. Desprendió la capa
superior de papel y vislumbró una cosa verde y como de piel, pero antes de
que pudiera desenvolverlo del todo, el paquete tembló y lo que estaba
dentro emitió un ruido fuerte, como de fauces que se cierran.
Harry se estremeció. Sabía que Hagrid no le enviaría nunca nada
peligroso a propósito, pero es que las ideas de Hagrid sobre lo que podía
resultar peligroso no eran muy normales: Hagrid tenía amistad con arañas
gigantes; había comprado en las tabernas feroces perros de tres cabezas; y
había escondido en su cabaña huevos de dragón (lo cual estaba prohibido).
Harry tocó el paquete con el dedo, con temor. Volvió a hacer el mismo
ruido de cerrar de fauces. Harry cogió la lámpara de la mesita de noche, la
sujetó firmemente con una mano y la levantó por encima de su cabeza,
preparado para atizar un golpe. Entonces cogió con la otra mano lo que
quedaba del envoltorio y tiró de él.
Cayó un libro. Harry sólo tuvo tiempo de ver su elegante cubierta verde,
con el título estampado en letras doradas, El monstruoso libro de los
monstruos, antes de que el libro se levantara sobre el lomo y escapara por la
cama como si fuera un extraño cangrejo.
—Oh… ah —susurró Harry.
Cayó de la cama produciendo un golpe seco y recorrió con rapidez la
habitación, arrastrando las hojas. Harry lo persiguió procurando no hacer
ruido. Se había escondido en el oscuro espacio que había debajo de su
mesa. Rezando para que los Dursley estuvieran aún profundamente
dormidos, Harry se puso a cuatro patas y se acercó a él.
—¡Ay!
El libro se cerró atrapándole la mano y huyó batiendo las hojas,
apoyándose aún en las cubiertas. Harry gateó, se echó hacia delante y logró
aplastarlo. Tío Vernon emitió un sonoro ronquido en el dormitorio contiguo.
Hedwig y Errol lo observaban con interés mientras Harry sujetaba el
libro fuertemente entre sus brazos, se iba a toda prisa hacia los cajones del
armario y sacaba un cinturón para atarlo. El libro monstruoso tembló de ira,
pero ya no podía abrirse ni cerrarse, así que Harry lo dejó sobre la cama y
cogió la carta de Hagrid.
Querido Harry:
¡Feliz cumpleaños!
He pensado que esto te podría resultar útil para el próximo
curso. De momento no te digo nada más. Te lo diré cuando nos
veamos.
Espero que los muggles te estén tratando bien.
Con mis mejores deseos,
Hagrid
A Harry le dio mala espina que Hagrid pensara que podía serle útil un
libro que mordía, pero dejó la tarjeta de Hagrid junto a las de Ron y
Hermione, sonriendo con más ganas que nunca. Ya sólo le quedaba la carta
de Hogwarts.
Percatándose de que era más gruesa de lo normal, Harry rasgó el sobre,
extrajo la primera página de pergamino y leyó:
Estimado señor Potter:
Le rogamos que no olvide que el próximo curso dará comienzo
el 1 de septiembre. El expreso de Hogwarts partirá a las once en
punto de la mañana de la estación de King’s Cross, andén nueve y
tres cuartos.
A los alumnos de tercer curso se les permite visitar
determinados fines de semana el pueblo de Hogsmeade. Le rogamos
que entregue a sus padres o tutores el documento de autorización
adjunto para que lo firmen.
También se adjunta la lista de libros del próximo curso.
Atentamente,
Subdirectora
Harry extrajo la autorización para visitar el pueblo de Hogsmeade, y la
examinó, ya sin sonreír. Sería estupendo visitar Hogsmeade los fines de
semana; sabía que era un pueblo enteramente dedicado a la magia y nunca
había puesto en él los pies. Pero ¿cómo demonios iba a convencer a sus tíos
de que le firmaran la autorización?
Miró el despertador. Eran las dos de la mañana.
Decidió pensar en ello al día siguiente, se metió en la cama y se estiró
para tachar otro día en el calendario que se había hecho para ir descontando
los días que le quedaban para regresar a Hogwarts. Se quitó las gafas y se
acostó para contemplar las tres tarjetas de cumpleaños.
Aunque era un muchacho diferente en muchos aspectos, en aquel
momento Harry Potter se sintió como cualquier otro: contento, por primera
vez en su vida, de que fuera su cumpleaños.
CAPÍTULO 2
El error de tía Marge
C
Harry bajó a desayunar a la mañana siguiente, se encontró a los
tres Dursley ya sentados a la mesa de la cocina. Veían la televisión en
un aparato nuevo, un regalo que le habían hecho a Dudley al volver a casa
después de terminar el curso, porque se había quejado a gritos del largo
camino que tenía que recorrer desde el frigorífico a la tele de la salita.
Dudley se había pasado la mayor parte del verano en la cocina, con los ojos
de cerdito fijos en la pantalla y sus cinco papadas temblando mientras
engullía sin parar.
Harry se sentó entre Dudley y tío Vernon, un hombre corpulento,
robusto, que tenía el cuello corto y un enorme bigote. Lejos de desearle a
Harry un feliz cumpleaños, ninguno de los Dursley dio muestra alguna de
haberse percatado de que Harry acababa de entrar en la cocina, pero él
UANDO
estaba demasiado acostumbrado para ofenderse. Se sirvió una tostada y
miró al presentador de televisión, que informaba sobre un recluso fugado.
«Tenemos que advertir a los telespectadores de que Black va armado y
es muy peligroso. Se ha puesto a disposición del público un teléfono con
línea directa para que cualquiera que lo vea pueda denunciarlo.»
—No hace falta que nos digan que no es un buen tipo —resopló tío
Vernon echando un vistazo al fugitivo por encima del periódico—. ¡Fijaos
qué pinta, vago asqueroso! ¡Fijaos qué pelo!
Lanzó una mirada de asco hacia donde estaba Harry, cuyo pelo
desordenado había sido motivo de muchos enfados de tío Vernon. Sin
embargo, comparado con el hombre de la televisión, cuya cara demacrada
aparecía circundada por una revuelta cabellera que le llegaba hasta los
codos, Harry parecía muy bien arreglado.
Volvió a aparecer el presentador.
«El ministro de Agricultura y Pesca anunciará hoy…»
—¡Un momento! —ladró tío Vernon, mirando furioso al presentador—.
¡No nos has dicho de dónde se ha escapado ese enfermo! ¿Qué podemos
hacer? ¡Ese lunático podría estar acercándose ahora mismo por la calle!
Tía Petunia, que era huesuda y tenía cara de caballo, se dio la vuelta y
escudriñó atentamente por la ventana de la cocina. Harry sabía que a tía
Petunia le habría encantado llamar a aquel teléfono directo. Era la mujer
más entrometida del mundo, y pasaba la mayor parte del tiempo espiando a
sus vecinos, que eran aburridísimos y muy respetuosos con las normas.
—¡Cuándo aprenderán —dijo tío Vernon, golpeando la mesa con su
puño grande y amoratado— que la horca es la única manera de tratar a esa
gente!
—Muy cierto —dijo tía Petunia, que seguía espiando las judías verdes
del vecino.
Tío Vernon apuró la taza de té, miró el reloj y añadió:
—Tengo que marcharme. El tren de Marge llega a las diez.
Harry, cuya cabeza seguía en la habitación con el equipo de
mantenimiento de escobas voladoras, volvió de golpe a la realidad.
—¿Tía Marge? —barbotó—. No… no vendrá aquí, ¿verdad?
Tía Marge era la hermana de tío Vernon. Aunque no era pariente
consanguíneo de Harry (cuya madre era hermana de tía Petunia), desde
siempre lo habían obligado a llamarla «tía». Tía Marge vivía en el campo,
en una casa con un gran jardín donde criaba bulldogs. No iba con
frecuencia a Privet Drive porque no soportaba estar lejos de sus queridos
perros, pero sus visitas habían quedado vívidamente grabadas en la mente
de Harry.
En la fiesta que celebró Dudley al cumplir cinco años, tía Marge golpeó
a Harry en las espinillas con el bastón para impedir que ganara a Dudley en
el juego de las estatuas musicales. Unos años después, por Navidad,
apareció con un robot automático para Dudley y una caja de galletas de
perro para Harry. En su última visita, el año anterior a su ingreso en
Hogwarts, Harry le había pisado una pata sin querer a su perro favorito.
Ripper persiguió a Harry, obligándole a salir al jardín y a subirse a un árbol,
y tía Marge no había querido llamar al perro hasta pasada la medianoche. El
recuerdo de aquel incidente todavía hacía llorar a Dudley de la risa.
—Marge pasará aquí una semana —gruñó tío Vernon—. Y ya que
hablamos de esto —y señaló a Harry con un dedo amenazador—, quiero
dejar claras algunas cosas antes de ir a recogerla.
Dudley sonrió y apartó la vista de la tele. Su entretenimiento favorito
era contemplar a Harry cuando tío Vernon lo reprendía.
—Primero —gruñó tío Vernon—, usarás un lenguaje educado cuando te
dirijas a tía Marge.
—De acuerdo —contestó Harry con resentimiento—, si ella lo usa
también conmigo.
—Segundo —prosiguió el tío Vernon, como si no hubiera oído la
puntualización de Harry—: como Marge no sabe nada de tu anormalidad,
no quiero ninguna exhibición extraña mientras esté aquí. Compórtate,
¿entendido?
—Me comportaré si ella se comporta —contestó Harry apretando los
dientes.
—Y tercero —siguió tío Vernon, casi cerrando los ojos pequeños y
mezquinos, en medio de su rostro colorado—: le hemos dicho a Marge que
acudes al Centro de Seguridad San Bruto para Delincuentes Juveniles
Incurables.
—¿Qué? —gritó Harry.
—Y eso es lo que dirás tú también, si no quieres tener problemas —
soltó tío Vernon.
Harry permaneció sentado en su sitio, con la cara blanca de ira, mirando
a tío Vernon, casi incapaz de creer lo que oía. Que tía Marge se presentase
para pasar toda una semana era el peor regalo de cumpleaños que los
Dursley le habían hecho nunca, incluido el par de calcetines viejos de tío
Vernon.
—Bueno, Petunia —dijo tío Vernon, levantándose con dificultad—, me
marcho a la estación. ¿Quieres venir, Dudders?
—No —respondió Dudley, que había vuelto a fijarse en la tele en
cuanto tío Vernon acabó de reprender a Harry.
—Duddy tiene que ponerse elegante para recibir a su tía —dijo tía
Petunia alisando el espeso pelo rubio de Dudley—. Mamá le ha comprado
una preciosa pajarita nueva.
Tío Vernon dio a Dudley una palmadita en su hombro porcino.
—Vuelvo enseguida —dijo, y salió de la cocina.
Harry, que había quedado en una especie de trance causado por el terror,
tuvo de repente una idea. Dejó la tostada, se puso de pie rápidamente y
siguió a tío Vernon hasta la puerta.
Tío Vernon se ponía la chaqueta que usaba para conducir:
—No te voy a llevar —gruñó, volviéndose hacia Harry, que lo estaba
mirando.
—Como si yo quisiera ir —repuso Harry—. Quiero pedirte algo. —Tío
Vernon lo miró con suspicacia—. A los de tercero, en Hog… en mi colegio,
a veces los dejan ir al pueblo.
—¿Y qué? —le soltó tío Vernon, cogiendo las llaves de un gancho que
había junto a la puerta.
—Necesito que me firmes la autorización —dijo Harry
apresuradamente.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —preguntó tío Vernon con desdén.
—Bueno —repuso Harry, eligiendo cuidadosamente las palabras—, será
difícil simular ante tía Marge que voy a ese Centro… ¿cómo se llamaba?
—¡Centro de Seguridad San Bruto para Delincuentes Juveniles
Incurables! —bramó tío Vernon.
Y a Harry le encantó percibir una nota de terror en la voz de tío Vernon.
—Ajá —dijo Harry, mirando a tío Vernon a la cara, tranquilo—. Es
demasiado largo para recordarlo. Tendré que decirlo de manera
convincente, ¿no? ¿Qué pasaría si me equivocara?
—Te lo haría recordar a golpes —rugió tío Vernon, abalanzándose
contra Harry con el puño en alto. Pero Harry no retrocedió.
—Eso no le hará olvidar a tía Marge lo que yo le haya dicho —dijo
Harry en tono serio.
Tío Vernon se detuvo con el puño aún levantado y el rostro
desagradablemente amoratado.
—Pero si firmas la autorización, te juro que recordaré el colegio al que
se supone que voy, y que actuaré como un mug… como una persona
normal, y todo eso.
Harry vio que tío Vernon meditaba lo que le acababa de decir, aunque
enseñaba los dientes, y le palpitaba la vena de la sien.
—De acuerdo —atajó de manera brusca—, te vigilaré muy atentamente
durante la estancia de Marge. Si al final te has sabido comportar y no has
desmentido la historia, firmaré esa cochina autorización.
Dio media vuelta, abrió la puerta de la casa y la cerró con un golpe tan
fuerte que se cayó uno de los cristales de arriba.
Harry no volvió a la cocina. Regresó por las escaleras a su habitación.
Si tenía que obrar como un auténtico muggle, mejor empezar en aquel
momento. Muy despacio y con tristeza, fue recogiendo todos los regalos y
tarjetas de cumpleaños y los escondió debajo de la tabla suelta, junto con
sus deberes. Se dirigió a la jaula de Hedwig. Parecía que Errol se había
recuperado. Hedwig y él estaban dormidos, con la cabeza bajo el ala.
Suspiró. Los despertó con un golpecito.
—Hedwig —dijo un poco triste—, tendrás que desaparecer una semana.
Vete con Errol. Ron cuidará de ti. Voy a escribirle una nota para darle una
explicación. Y no me mires así.
Hedwig lo miraba con sus grandes ojos ambarinos, con reproche.
—No es culpa mía. No hay otra manera de que me permitan visitar
Hogsmeade con Ron y Hermione.
Diez minutos más tarde, Errol y Hedwig (ésta con una nota para Ron
atada a la pata) salieron por la ventana y volaron hasta perderse de vista.
Harry, muy triste, cogió la jaula y la escondió en el armario.
Pero no tuvo mucho tiempo para entristecerse. Enseguida tía Petunia le
empezó a gritar para que bajara y se preparase para recibir a la invitada.
—¡Péinate bien! —le dijo imperiosamente tía Petunia en cuanto llegó al
vestíbulo.
Harry no entendía por qué tenía que aplastarse el pelo contra el cuero
cabelludo. A tía Marge le encantaba criticarle, así que cuanto menos se
arreglara, más contenta estaría ella.
Oyó crujir la gravilla bajo las ruedas del coche de tío Vernon. Luego, los
golpes de las puertas del coche y pasos por el camino del jardín.
—¡Abre la puerta! —susurró tía Petunia a Harry.
Harry abrió la puerta con un sentimiento de pesadumbre.
En el umbral de la puerta estaba tía Marge. Se parecía mucho a tío
Vernon: era grande, robusta y tenía la cara colorada. Incluso tenía bigote,
aunque no tan poblado como el de tío Vernon. En una mano llevaba una
maleta enorme; y debajo de la otra se hallaba un perro viejo y con malas
pulgas.
—¿Dónde está mi Dudders? —rugió tía Marge—. ¿Dónde está mi
sobrinito querido?
Dudley se acercó andando como un pato, con el pelo rubio totalmente
pegado al gordo cráneo y una pajarita que apenas se veía debajo de las
múltiples papadas. Tía Marge tiró la maleta contra el estómago de Harry (y
le cortó la respiración), estrechó a Dudley fuertemente con un solo brazo, y
le plantó en la mejilla un beso sonoro.
Harry sabía bien que Dudley soportaba los abrazos de tía Marge sólo
porque le pagaba muy bien por ello, y con toda seguridad, al separarse
después del abrazo, Dudley encontraría un billete de veinte libras en el
interior de su manaza.
—¡Petunia! —gritó tía Marge pasando junto a Harry sin mirarlo, como
si fuera un perchero.
Tía Marge y tía Petunia se dieron un beso, o más bien tía Marge golpeó
con su prominente mandíbula el huesudo pómulo de tía Petunia.
Entró tío Vernon sonriendo jovialmente mientras cerraba la puerta.
—¿Un té, Marge? —preguntó—. ¿Y qué tomará Ripper?
—Ripper sorberá el té que se me derrame en el plato —dijo tía Marge
mientras entraban todos en tropel en la cocina, dejando a Harry solo en el
vestíbulo con la maleta. Pero Harry no lo lamentó; cualquier cosa era mejor
que estar con tía Marge. Subió la maleta por las escaleras hasta la
habitación de invitados lo más despacio que pudo.
Cuando regresó a la cocina, a tía Marge le habían servido té y pastel de
frutas, y Ripper lamía té en un rincón, haciendo mucho ruido. Harry notó
que tía Petunia se estremecía al ver a Ripper manchando el suelo de té y
babas. Tía Petunia odiaba a los animales.
—¿Has dejado a alguien al cuidado de los otros perros, Marge? —
inquirió tío Vernon.
—El coronel Fubster los cuida —dijo tía Marge con voz de trueno—.
Está jubilado. Le viene bien tener algo que hacer. Pero no podría dejar al
viejo y pobre Ripper. ¡Sufre tanto si no está conmigo…!
Ripper volvió a gruñir cuando se sentó Harry. Tía Marge se fijó en él
por primera vez.
—Conque todavía estás por aquí, ¿eh? —bramó.
—Sí —respondió Harry.
—No digas sí en ese tono maleducado —gruñó tía Marge—. Demasiado
bien te tratan Vernon y Petunia teniéndote aquí con ellos. Yo en su lugar no
lo hubiera hecho. Si te hubieran abandonado a la puerta de mi casa te habría
enviado directamente al orfanato.
Harry estuvo a punto de decir que hubiera preferido un orfanato a vivir
con los Dursley, pero se contuvo al recordar la autorización para ir a
Hogsmeade. Se le dibujó en la cara una triste sonrisa.
—¡No pongas esa cara! —rugió tía Marge—. Ya veo que no has
mejorado desde la última vez que te vi. Esperaba que el colegio te hubiera
enseñado modales. —Tomó un largo sorbo de té, se limpió el bigote y
preguntó—: ¿Adónde me has dicho que lo enviáis, Vernon?
—Al colegio San Bruto —dijo con prontitud tío Vernon—. Es una
institución de primera categoría para casos desesperados.
—Bien —dijo tía Marge—. ¿Utilizan la vara en San Bruto, chico? —
dijo, orientando la boca hacia el otro lado de la mesa.
—Bueeenooo…
Tío Vernon asentía detrás de tía Marge.
—Sí —dijo Harry, y luego, pensando que era mejor hacer las cosas
bien, añadió—: sin parar.
—Excelente —dijo tía Marge—. No comprendo esas ñoñerías de no
pegar a los que se lo merecen. Una buena paliza es lo que haría falta en el
noventa y nueve por ciento de los casos. ¿Te han sacudido con frecuencia?
—Ya lo creo —respondió Harry—, muchísimas veces.
Tía Marge arrugó el entrecejo.
—Sigue sin gustarme tu tono, muchacho. Si puedes hablar tan
tranquilamente de los azotes que te dan, es que no te sacuden bastante
fuerte. Petunia, yo en tu lugar escribiría. Explica con claridad que con este
chico admites la utilización de los métodos más enérgicos.
Tal vez a tío Vernon le preocupara que Harry pudiera olvidar el trato
que acababan de hacer; de cualquier forma, cambió abruptamente de tema:
—¿Has oído las noticias esta mañana, Marge? ¿Qué te parece lo de ese
preso que ha escapado?
Con tía Marge en casa, Harry empezaba a echar de menos la vida en el
número 4 de Privet Drive tal como era antes de su aparición. Tío Vernon y
tía Petunia solían preferir que Harry se perdiera de vista, cosa que ponía a
Harry la mar de contento. Tía Marge, por el contrario, quería tener a Harry
continuamente vigilado, para poder lanzar sugerencias encaminadas a
mejorar su comportamiento. A ella le encantaba comparar a Harry con
Dudley, y le producía un placer especial entregarle a éste regalos caros
mientras fulminaba a Harry con la mirada, como si quisiera que Harry se
atreviera a preguntar por qué no le daba nada a él. No dejaba de lanzar
indirectas sobre los defectos de Harry.
—No debes culparte por cómo ha salido el chico, Vernon —dijo el
tercer día, a la hora de la comida—. Si está podrido por dentro, no hay nada
que hacer.
Harry intentaba pensar en la comida, pero le temblaban las manos y el
rostro le ardía de ira.
«Tengo que recordar la autorización, tengo que pensar en Hogsmeade,
no debo decir nada, no debo levantarme.»
Tía Marge alargó el brazo para coger la copa de vino.
—Es una de las normas básicas de la crianza, se ve claramente en los
perros: de tal palo, tal astilla.
En aquel momento estalló la copa de vino que tía Marge tenía en la
mano. En todas direcciones salieron volando fragmentos de cristal, y tía
Marge parpadeó y farfulló algo. De su cara grande y encarnada caían gotas
de vino.
—¡Marge! —chilló tía Petunia—. ¡Marge!, ¿te encuentras bien?
—No te preocupes —gruñó tía Marge secándose la cara con la servilleta
—. Debo de haber apretado la copa demasiado fuerte. Me pasó lo mismo el
otro día, en casa del coronel Fubster. No tiene importancia, Petunia, es que
cojo las cosas con demasiada fuerza…
Pero tanto tía Petunia como tío Vernon miraban a Harry suspicazmente,
de forma que éste decidió quedarse sin tomar el pudín y levantarse de la
mesa lo antes posible.
Se apoyó en la pared del vestíbulo, respirando hondo. Hacía mucho
tiempo que no perdía el control de aquella manera, haciendo estallar algo.
No podía permitirse que aquello se repitiera. La autorización para ir a
Hogsmeade no era lo único que estaba en juego… Si continuaba así, tendría
problemas con el Ministerio de Magia.
Harry era todavía un brujo menor de edad y tenía prohibido por la
legislación del mundo mágico hacer magia fuera del colegio. Su expediente
no estaba completamente limpio. El verano anterior le habían enviado una
amonestación oficial en la que se decía claramente que si el Ministerio
volvía a tener constancia de que se empleaba la magia en Privet Drive,
expulsarían a Harry del colegio.
Oyó a los Dursley levantarse de la mesa y se apresuró a desaparecer
escaleras arriba.
Harry soportó los tres días siguientes obligándose a pensar en el Manual de
mantenimiento de la escoba voladora cada vez que tía Marge se metía con
él. El truco funcionó bastante bien, aunque debía de darle aspecto de
atontado y tía Marge había empezado a decir que era subnormal.
Por fin llegó la última noche que había de pasar tía Marge en la casa.
Tía Petunia preparó una cena por todo lo alto y tío Vernon descorchó varias
botellas de vino. Tomaron la sopa y el salmón sin hacer ninguna referencia
a los defectos de Harry; durante el pastel de merengue de limón, tío Vernon
aburrió a todos con un largo discurso sobre Grunnings, la empresa de
taladros para la que trabajaba; luego tía Petunia preparó café y tío Vernon
sacó una botella de brandy.
—¿Puedo tentarte, Marge?
Tía Marge había bebido ya bastante vino. Su rostro grande estaba muy
colorado.
—Sólo un poquito —dijo con una sonrisita—. Bueno, un poquito más…
un poco más… ya vale.
Dudley se comía su cuarta ración de pastel. Tía Petunia sorbía el café
con el dedo meñique estirado. Harry habría querido subir a su habitación,
pero tropezó con los ojos pequeños e iracundos de tío Vernon y supo que
debía quedarse allí.
—¡Aaah! —dijo tía Marge lamiéndose los labios y dejando la copa
vacía en la mesa—. Una comilona estupenda, Petunia. Por las noches me
contento con cualquier frito. Con doce perros que cuidar… —Eructó a sus
anchas y se dio una palmada en la voluminosa barriga—. Perdón. Pero me
gusta ver a un buen mozo —prosiguió guiñándole el ojo a Dudley—. Serás
un hombre de buen tamaño, Dudders, como tu padre. Sí, tomaré una gota
más de brandy, Vernon… En cuanto a éste…
Señaló a Harry con la cabeza. El muchacho sintió que se le encogía el
estómago.
«El manual», pensó con rapidez.
—Éste no tiene buena planta, ha salido pequeñajo. Pasa también con los
perros. El año pasado tuve que pedirle al coronel Fubster que asfixiara a
uno, porque era raquítico. Débil. De mala raza.
Harry intentó recordar la página 12 de su libro: «Encantamiento para los
que van al revés.»
—Como decía el otro día, todo se hereda. La mala sangre prevalece. No
digo nada contra tu familia, Petunia. —Con su mano de pala dio una
palmadita sobre la mano huesuda de tía Petunia—. Pero tu hermana era la
oveja negra. Siempre hay alguna, hasta en las mejores familias. Y se escapó
con un gandul. Aquí tenemos el resultado.
Harry miraba su plato, sintiendo un extraño zumbido en los oídos.
«Sujétese la escoba por el palo.» No podía recordar cómo seguía. La voz de
tía Marge parecía perforar su cabeza como un taladro de tío Vernon.
—Ese Potter —dijo tía Marge en voz alta, cogiendo la botella de brandy
y vertiendo más en su copa y en el mantel—, nunca me dijisteis a qué se
dedicaba.
Tío Vernon y tía Petunia estaban completamente tensos. Incluso Dudley
había retirado los ojos del pastel y miraba a sus padres boquiabierto.
—No… no trabajaba —dijo tío Vernon, mirando a Harry de reojo—.
Estaba parado.
—¡Lo que me imaginaba! —comentó tía Marge echándose un buen
trago de brandy y limpiándose la barbilla con la manga—. Un inútil, un
vago y un gorrón que…
—No era nada de eso —interrumpió Harry de repente.
Todos se callaron. Harry temblaba de arriba abajo. Nunca había estado
tan enfadado.
—¡MÁS BRANDY! —gritó tío Vernon, que se había puesto pálido. Vació la
botella en la copa de tía Marge—. Tú, chico —gruñó a Harry—, vete a la
cama.
—No, Vernon —dijo entre hipidos tía Marge, levantando una mano.
Fijó en los de Harry sus ojos pequeños y enrojecidos—. Sigue, muchacho,
sigue. Conque estás orgulloso de tus padres, ¿eh? Van y se matan en un
accidente de coche… borrachos, me imagino…
—No murieron en ningún accidente de coche —repuso Harry, que sin
darse cuenta se había levantado.
—¡Murieron en un accidente de coche, sucio embustero, y te dejaron
para que fueras una carga para tus decentes y trabajadores tíos! —gritó tía
Marge, inflándose de ira—. Eres un niño insolente, desagradecido y…
Pero tía Marge se cortó en seco. Por un momento fue como si le faltasen
las palabras. Se hinchaba con una ira indescriptible… Pero la hinchazón no
se detenía. Su gran cara encarnada comenzó a aumentar de tamaño. Se le
agrandaron los pequeños ojos y la boca se le estiró tanto que no podía
hablar. Al cabo de un instante, saltaron varios botones de su chaqueta de
mezclilla y golpearon en las paredes… Se inflaba como un globo
monstruoso. El estómago se expandió y reventó la cintura de la falda de
mezclilla. Los dedos se le pusieron como morcillas…
—¡MARGE! —gritaron a la vez tío Vernon y tía Petunia, cuando el cuerpo
de tía Marge comenzó a elevarse de la silla hacia el techo. Estaba
completamente redonda, como un inmenso globo con ojos de cerdito.
Ascendía emitiendo leves ruidos como de estallidos. Ripper entró en la
habitación ladrando sin parar.
—¡NOOOOOOO!
Tío Vernon cogió a Marge por un pie y trató de bajarla, pero faltó poco
para que se elevara también con ella. Un instante después, Ripper dio un
salto y hundió los colmillos en la pierna de tío Vernon.
Harry salió corriendo del comedor, antes de que nadie lo pudiera
detener, y se dirigió a la alacena que había debajo de las escaleras. Por arte
de magia, la puerta del armario se abrió de golpe cuando llegó ante ella. En
unos segundos arrastró el baúl hasta la puerta de la casa. Subió las escaleras
rápidamente, se echó bajo la cama, levantó la tabla suelta y sacó la funda de
almohada llena de libros y regalos de cumpleaños. Salió de debajo de la
cama, cogió la jaula vacía de Hedwig, bajó las escaleras corriendo y llegó al
baúl en el instante en que tío Vernon salía del comedor con la pernera del
pantalón hecha jirones.
—¡VEN AQUÍ! —bramó—. ¡REGRESA Y ARREGLA LO QUE HAS HECHO!
Pero una rabia imprudente se había apoderado de Harry. Abrió el baúl
de una patada, sacó la varita y apuntó con ella a tío Vernon.
—Tía Marge se lo merecía —dijo Harry jadeando—. Se merecía lo que
le ha pasado. No te acerques.
Tentó a sus espaldas buscando el tirador de la puerta.
—Me voy —añadió—. Ya he tenido bastante.
Momentos después arrastraba el pesado baúl, con la jaula de Hedwig
debajo del brazo, por la oscura y silenciosa calle.
CAPÍTULO 3
El autobús noctámbulo
D
de alejarse varias calles, se dejó caer sobre un muro bajo de la
calle Magnolia, jadeando a causa del esfuerzo. Se quedó sentado,
inmóvil, todavía furioso, escuchando los latidos acelerados del corazón.
Pero después de estar diez minutos solo en la oscura calle, le sobrecogió
una nueva emoción: el pánico. De cualquier manera que lo mirara, nunca se
había encontrado en peor apuro. Estaba abandonado a su suerte y
totalmente solo en el sombrío mundo muggle, sin ningún lugar al que ir. Y
lo peor de todo era que acababa de utilizar la magia de forma seria, lo que
implicaba, con toda seguridad, que sería expulsado de Hogwarts. Había
infringido tan gravemente el Decreto para la moderada limitación de la
brujería en menores de edad que estaba sorprendido de que los
representantes del Ministerio de Magia no se hubieran presentado ya para
llevárselo.
ESPUÉS
Le dio un escalofrío. Miró a ambos lados de la calle Magnolia. ¿Qué le
sucedería? ¿Lo detendrían o lo expulsarían del mundo mágico? Pensó en
Ron y Hermione, y aún se entristeció más. Harry estaba seguro de que,
delincuente o no, Ron y Hermione querrían ayudarlo, pero ambos estaban
en el extranjero, y como Hedwig se había ido, no tenía forma de
comunicarse con ellos.
Tampoco tenía dinero muggle. Le quedaba algo de oro mágico en el
monedero, en el fondo del baúl, pero el resto de la fortuna que le habían
dejado sus padres estaba en una cámara acorazada del banco mágico
Gringotts, en Londres. Nunca podría llevar el baúl a rastras hasta Londres.
A menos que…
Miró la varita mágica, que todavía tenía en la mano. Si ya lo habían
expulsado (el corazón le latía con dolorosa rapidez), un poco más de magia
no empeoraría las cosas. Tenía la capa invisible que había heredado de su
padre. ¿Qué pasaría si hechizaba el baúl para hacerlo ligero como una
pluma, lo ataba a la escoba, se cubría con la capa y se iba a Londres
volando? Podría sacar el resto del dinero de la cámara y… comenzar su
vida de marginado. Era un horrible panorama, pero no podía quedarse allí
sentado o tendría que explicarle a la policía muggle por qué se hallaba allí a
las tantas de la noche con una escoba y un baúl lleno de libros de
encantamientos.
Harry volvió a abrir el baúl y lo fue vaciando en busca de la capa para
hacerse invisible. Pero antes de que la encontrara se incorporó y volvió a
mirar a su alrededor.
Un extraño cosquilleo en la nuca le provocaba la sensación de que lo
estaban vigilando, pero la calle parecía desierta y no brillaba luz en ninguna
casa.
Volvió a inclinarse sobre el baúl y casi inmediatamente se incorporó de
nuevo, todavía con la varita en la mano. Más que oírlo, lo intuyó: había
alguien detrás de él, en el estrecho hueco que se abría entre el garaje y la
valla. Harry entornó los ojos mientras miraba el oscuro callejón. Si se
moviera, sabría si se trataba de un simple gato callejero o de otra cosa.
—¡Lumos! —susurró Harry. Una luz apareció en el extremo de la varita,
casi deslumbrándole. La mantuvo en alto, por encima de la cabeza, y las
paredes del nº 2, recubiertas de guijarros, brillaron de repente. La puerta del
garaje se iluminó y Harry vio allí, nítidamente, la silueta descomunal de
algo que tenía ojos grandes y brillantes.
Se echó hacia atrás. Tropezó con el baúl. Alargó el brazo para impedir
la caída, la varita salió despedida de la mano y él aterrizó junto al bordillo
de la acera.
Sonó un estruendo y Harry se tapó los ojos con las manos, para
protegerlos de una repentina luz cegadora…
Dando un grito, se apartó rodando de la calzada justo a tiempo. Un
segundo más tarde, un vehículo de ruedas enormes y grandes faros
delanteros frenó con un chirrido exactamente en el lugar en que había caído
Harry. Era un autobús de tres plantas, pintado de morado vivo, que había
salido de la nada. En el parabrisas llevaba la siguiente inscripción con letras
doradas: AUTOBÚS NOCTÁMBULO. Durante una fracción de segundo, Harry
pensó si no lo habría aturdido la caída. El cobrador, de uniforme morado,
saltó del autobús y dijo en voz alta sin mirar a nadie:
—Bienvenido al autobús noctámbulo, transporte de emergencia para el
brujo abandonado a su suerte. Alargue la varita, suba a bordo y lo
llevaremos a donde quiera. Me llamo Stan Shunpike. Estaré a su
disposición esta no…
El cobrador se interrumpió. Acababa de ver a Harry, que seguía sentado
en el suelo. Harry cogió de nuevo la varita y se levantó de un brinco. Al
verlo de cerca, se dio cuenta de que Stan Shunpike era tan sólo unos años
mayor que él: no tendría más de dieciocho o diecinueve. Tenía las orejas
grandes y salidas, y un montón de granos.
—¿Qué hacías ahí? —dijo Stan, abandonando los buenos modales.
—Me caí —contestó Harry.
—¿Para qué? —preguntó Stan con risa burlona.
—No me caí a propósito —contestó Harry enfadado.
Se había hecho un agujero en la rodillera de los vaqueros y le sangraba
la mano con que había amortiguado la caída. De pronto recordó por qué se
había caído y se volvió para mirar en el callejón, entre el garaje y la valla.
Los faros delanteros del autobús noctámbulo lo iluminaban y era evidente
que estaba vacío.
—¿Qué miras? —preguntó Stan.
—Había algo grande y negro —explicó Harry, señalando dubitativo—.
Como un perro enorme…
Se volvió hacia Stan, que tenía la boca ligeramente abierta. No le hizo
gracia que se fijara en la cicatriz de su frente.
—¿Qué es lo que tienes en la frente? —preguntó Stan.
—Nada —contestó Harry, tapándose la cicatriz con el pelo. Si el
Ministerio de Magia lo buscaba, no quería ponerles las cosas demasiado
fáciles.
—¿Cómo te llamas? —insistió Stan.
—Neville Longbottom —respondió Harry, dando el primer nombre que
le vino a la cabeza—. Así que… así que este autobús… —dijo con rapidez,
esperando desviar la atención de Stan—. ¿Has dicho que va a donde yo
quiera?
—Sí —dijo Stan con orgullo—. A donde quieras, siempre y cuando
haya un camino por tierra. No podemos ir por debajo del agua. Nos has
dado el alto, ¿verdad? —dijo, volviendo a ponerse suspicaz—. Sacaste la
varita y… ¿verdad?
—Sí —respondió Harry con prontitud—. Escucha, ¿cuánto costaría ir a
Londres?
—Once sickles —dijo Stan—. Pero por trece te damos además una taza
de chocolate y por quince una bolsa de agua caliente y un cepillo de dientes
del color que elijas.
Harry rebuscó otra vez en el baúl, sacó el monedero y entregó a Stan
unas monedas de plata. Entre los dos cogieron el baúl, con la jaula de
Hedwig encima, y lo subieron al autobús.
No había asientos; en su lugar, al lado de las ventanas con cortinas,
había media docena de camas de hierro. A los lados de cada una había velas
encendidas que iluminaban las paredes revestidas de madera.
Un brujo pequeño con gorro de dormir murmuró en la parte trasera:
—Ahora no, gracias: estoy escabechando babosas. —Y se dio la vuelta,
sin dejar de dormir.
—La tuya es ésta —susurró Stan, metiendo el baúl de Harry bajo la
cama que había detrás del conductor, que estaba sentado ante el volante—.
Éste es nuestro conductor, Ernie Prang. Éste es Neville Longbottom, Ernie.
Ernie Prang, un brujo anciano que llevaba unas gafas muy gruesas, le
hizo un ademán con la cabeza. Harry volvió a taparse la cicatriz con el
flequillo y se sentó en la cama.
—Vámonos, Ernie —dijo Stan, sentándose en su asiento, al lado del
conductor.
Se oyó otro estruendo y al momento Harry se encontró estirado en la
cama, impelido hacia atrás por la aceleración del autobús noctámbulo. Al
incorporarse miró por la ventana y vio, en medio de la oscuridad, que
pasaban a velocidad tremenda por una calle irreconocible. Stan observaba
con gozo la cara de sorpresa de Harry.
—Aquí estábamos antes de que nos dieras el alto —explicó—. ¿Dónde
estamos, Ernie? ¿En Gales?
—Sí —respondió Ernie.
—¿Cómo es que los muggles no oyen el autobús? —preguntó Harry.
—¿Ésos? —respondió Stan con desdén—. No saben escuchar, ¿a que
no? Tampoco saben mirar. Nunca ven nada.
—Vete a despertar a la señora Marsh —ordenó Ernie a Stan—.
Llegaremos a Abergavenny en un minuto.
Stan pasó al lado de la cama de Harry y subió por una escalera estrecha
de madera. Harry seguía mirando por la ventana, cada vez más nervioso.
Ernie no parecía dominar el volante. El autobús noctámbulo invadía
continuamente la acera, pero no chocaba contra nada. Cuando se
aproximaba a ellos, los buzones, las farolas y las papeleras se apartaban y
volvían a su sitio en cuanto pasaba.
Stan reapareció, seguido por una bruja ligeramente verde arropada en
una capa de viaje.
—Hemos llegado, señora Marsh —dijo Stan con alegría, al mismo
tiempo que Ernie pisaba a fondo el freno, haciendo que las camas se
deslizaran medio metro hacia delante. La señora Marsh se tapó la boca con
un pañuelo y se bajó del autobús tambaleándose. Stan le arrojó el equipaje y
cerró las portezuelas con fuerza. Hubo otro estruendo y volvieron a
encontrarse viajando a la velocidad del rayo, por un camino rural, entre
árboles que se apartaban.
Harry no habría podido dormir aunque viajara en un autobús que no
hiciera aquellos ruidos ni fuera a tal velocidad. Se le revolvía el estómago al
pensar en lo que podía ocurrirle, y en si los Dursley habrían conseguido
bajar del techo a tía Marge.
Stan había abierto un ejemplar de El Profeta y lo leía con la lengua
entre los dientes. En la primera página, una gran fotografía de un hombre
con rostro triste y pelo largo y enmarañado le guiñaba a Harry un ojo,
lentamente. A Harry le resultaba extrañamente familiar.
—¡Ese hombre! —dijo Harry, olvidando por unos momentos sus
problemas—. ¡Salió en el telediario de los muggles!
Stan volvió a la primera página y rió entre dientes.
—Es Sirius Black —asintió—. Por supuesto que ha salido en el
telediario muggle, Neville. ¿Dónde has estado este tiempo?
Volvió a sonreír con aire de superioridad al ver la perplejidad de Harry.
Desprendió la primera página del diario y se la entregó a Harry.
—Deberías leer más el periódico, Neville.
Harry acercó la página a la vela y leyó:
BLACK SIGUE SUELTO
El Ministerio de Magia confirmó ayer que Sirius Black, tal vez el
más malvado recluso que haya albergado la fortaleza de Azkaban,
aún no ha sido capturado.
«Estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para
volver a apresarlo, y rogamos a la comunidad mágica que
mantenga la calma», ha declarado esta misma mañana el ministro
de Magia Cornelius Fudge. Fudge ha sido criticado por miembros
de la Federación Internacional de Brujos por haber informado del
problema al Primer Ministro muggle. «No he tenido más remedio
que hacerlo», ha replicado Fudge, visiblemente enojado. «Black
está loco, y supone un serio peligro para cualquiera que se tropiece
con él, ya sea mago o muggle. He obtenido del Primer Ministro la
promesa de que no revelará a nadie la verdadera identidad de
Black. Y seamos realistas, ¿quién lo creería si lo hiciera?»
Mientras que a los muggles se les ha dicho que Black va armado
con un revólver (una especie de varita de metal que los muggles
utilizan para matarse entre ellos), la comunidad mágica vive con
miedo de que se repita la matanza que se produjo hace doce años,
cuando Black mató a trece personas con un solo hechizo.
Harry observó los ojos ensombrecidos de Black, la única parte de su
cara demacrada que parecía poseer algo de vida. Harry no había visto nunca
a un vampiro, pero había visto fotos en sus clases de Defensa Contra las
Artes Oscuras, y Black, con su piel blanca como la cera, parecía uno.
—Da miedo mirarlo, ¿verdad? —dijo Stan, que mientras leía el artículo
se había estado fijando en Harry.
—¿Mató a trece personas —preguntó Harry, devolviéndole a Stan la
página— con un hechizo?
—Sí —respondió Stan—. Delante de testigos y a plena luz del día.
Causó conmoción, ¿no es verdad, Ernie?
—Sí —confirmó Ernie sombríamente.
Para ver mejor a Harry, Stan se volvió en el asiento, con las manos en el
respaldo.
—Black era un gran partidario de Quien Tú Sabes —dijo.
—¿Quién? ¿Voldemort? —dijo Harry sin pensar.
Stan palideció hasta los granos. Ernie dio un giro tan brusco con el
volante que tuvo que quitarse del camino una granja entera para esquivar el
autobús.
—¿Te has vuelto loco? —gritó Stan—. ¿Por qué has mencionado su
nombre?
—Lo siento —dijo Harry con prontitud—. Lo siento, se… se me olvidó.
—¡Que se te olvidó! —exclamó Stan con voz exánime—. ¡Caramba, el
corazón me late a cien por hora!
—Entonces… entonces, ¿Black era seguidor de Quien Tú Sabes? —
soltó Harry como disculpa.
—Sí —confirmó Stan, frotándose todavía el pecho—. Sí, exactamente.
Muy próximo a Quien Tú Sabes, según dicen… De cualquier manera,
cuando el pequeño Harry Potter acabó con Quien Tú Sabes (Harry volvió a
aplastarse el pelo contra la cicatriz), todos los seguidores de Quien Tú
Sabes fueron descubiertos, ¿verdad, Ernie? Casi todos sabían que la historia
había terminado una vez vencido Quien Tú Sabes, y se volvieron muy
prudentes. Pero no Sirius Black. Según he oído, pensaba ser el lugarteniente
de Quien Tú Sabes cuando llegara al poder. El caso es que arrinconaron a
Black en una calle llena de muggles, Black sacó la varita y de esa manera
hizo saltar por los aires la mitad de la calle. Pilló a un mago y a doce
muggles que pasaban por allí. Horrible, ¿no? ¿Y sabes lo que hizo Black
entonces? —prosiguió Stan con un susurro teatral.
—¿Qué? —preguntó Harry.
—Reírse —explicó Stan—. Se quedó allí riéndose. Y cuando llegaron
los refuerzos del Ministerio de Magia, dejó que se lo llevaran como si tal
cosa, sin parar de reír a mandíbula batiente. Porque está loco, ¿verdad,
Ernie? ¿Verdad que está loco?
—Si no lo estaba cuando lo llevaron a Azkaban, lo estará ahora —dijo
Ernie con voz pausada—. Yo me maldeciría a mí mismo si tuviera que pisar
ese lugar, pero después de lo que hizo le estuvo bien empleado.
—Les dio mucho trabajo encubrirlo todo, ¿verdad, Ernie? —dijo Stan
—. Toda la calle destruida y todos aquellos muggles muertos. ¿Cuál fue la
versión oficial, Ernie?
—Una explosión de gas —gruñó Ernie.
—Y ahora está libre —dijo Stan volviendo a examinar la cara
demacrada de Black, en la fotografía del periódico—. Es la primera vez que
alguien se fuga de Azkaban, ¿verdad, Ernie? No entiendo cómo lo ha
hecho. Da miedo, ¿no? No creo que los guardias de Azkaban se lo pusieran
fácil, ¿verdad, Ernie?
Ernie se estremeció de repente.
—Sé buen chico y cambia de conversación. Los guardias de Azkaban
me ponen los pelos de punta.
Stan retiró el periódico a regañadientes, y Harry se reclinó contra la
ventana del autobús noctámbulo, sintiéndose peor que nunca. No podía
dejar de imaginarse lo que Stan contaría a los pasajeros noches más tarde:
«¿Has oído lo de ese Harry Potter? Hinchó a su tía como si fuera un globo.
Lo tuvimos aquí, en el autobús noctámbulo, ¿verdad, Ernie? Trataba de
huir…»
Harry había infringido las leyes mágicas, exactamente igual que Sirius
Black. ¿Inflar a tía Marge sería considerado lo bastante grave para ir a
Azkaban? Harry no sabía nada acerca de la prisión de los magos, aunque
todos a cuantos había oído hablar sobre ella empleaban el mismo tono
aterrador. Hagrid, el guardabosques de Hogwarts, había pasado allí dos
meses el curso anterior. Tardaría en olvidar la expresión de terror que puso
cuando le dijeron adónde lo llevaban, y Hagrid era una de las personas más
valientes que conocía.
El autobús noctámbulo circulaba en la oscuridad echando a un lado los
arbustos, las balizas, las cabinas de teléfono, los árboles, mientras Harry
permanecía acostado en el colchón de plumas, deprimido. Después de un
rato, Stan recordó que Harry había pagado una taza de chocolate caliente,
pero lo derramó todo sobre la almohada de Harry con el brusco movimiento
del autobús entre Anglesey y Aberdeen. Brujos y brujas en camisón y
zapatillas descendieron uno por uno del piso superior, para abandonar el
autobús.
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