Subido por Roberto Gustavo Martinez

El Flaco - Jose Pablo Feinmann

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Durante largo tiempo José Pablo Feinmann fue considerado por muchos «el
filósofo del kirchnerismo» o «el filósofo del Presidente». Si bien esto no era
así, porque Feinmann siempre prefirió la independencia como pensador e
intelectual, cuando Néstor Kirchner lo convocó a la Casa Rosada de
inmediato se estableció una relación muy particular, de confianza y
sinceridad entre ambos. El Flaco —que tiene como eje esa relación que se
inició en 2003 y terminó en 2006— muestra un perfil hasta ahora totalmente
desconocido de Néstor Kirchner. A partir de la asunción del expresidente,
Feinmann fue varias veces invitado a la Casa de Gobierno y a Olivos,
consultado como intelectual ligado a los derechos humanos y a la constante
revisión crítica de los sistemas de pensamiento. Tanto Néstor como —en
menor medida— Cristina lo escucharon o lo siguieron a través de sus
columnas periodísticas en Página/12. Se entabló una relación de respeto y
admiración mutua, hasta que se distanciaron porque Néstor Kirchner
reclamaba mayor compromiso con «el proyecto colectivo» que él
encabezaba, y lo acusó de quedarse en una Torre de Marfil del escritor que
elige esa independencia para poder estar tranquilo y dedicarse a su obra.
Algo que Néstor —en un poderoso mail que le envía y que en este libro se
publica por primera vez como documento— le reprocha duramente. Este
perfil que acá se devela, polémico, desnuda a Kirchner como nunca nadie lo
hizo antes. José Pablo Feinmann, que dio la bienvenida desde el principio a
este proyecto político, realiza un retrato que no es concesivo, muestra
aspectos muy positivos y otros muy críticos y descarnados. Con la pluma
magistral de José Pablo Feinmann, asistimos a la intimidad y al pensamiento
de un hombre político ciento por ciento, difícil de conocer, como fue Néstor
Kirchner. El apasionado contrapunto entre ambos se entabla en diálogos
memorables —en las conversaciones, que se continúan en los textos— y la
teoría política que trama de manera brillante el desbordante relato nos
convoca y nos interpela en nuestras convicciones y contradicciones.
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José Pablo Feinmann
El Flaco
Diálogos irreverentes con Néstor Kirchner
ePub r1.0
Titivillus 10.06.16
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Título original: El Flaco. Diálogos irreverentes con Néstor Kirchner
José Pablo Feinmann, 2011
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
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CAPÍTULO I
«Yo no le voy a pegar a nadie»
A ella, su compañera, la conocí antes. Fue en la presentación del libro de Miguel
Bonasso, Diario de un clandestino. Si nos fijamos en el pie de imprenta será sencillo
fijar con cierta proximación la fecha del evento: noviembre, 2000. Hace siglos. Aún
antes había encontrado a Miguel en la redacción de la revista Trespuntos. Frente a la
Caja, a la espera de cobrar algunos pocos pesos en una moneda que nada valía, me
dijo: «Estoy terminando un libro. Se llama Diario de un clandestino». Una vez más le
insistí con un viejo reclamo:
—Escribí literatura, Miguel. Tenés talento para eso. Querés hacerlo. No lo
demores más.
Quería intentar una novela en la línea de Alejandro Dumas. Pero ya era
demasiado el tiempo que venía hablando de eso. Y siempre que se sentaba a escribir
le salía un ensayo sobre los 70. Ahora era un Diario. Pero de un clandestino. Eso le
daba color a la cuestión. Un clandestino siempre tiene algo de aventurero, de
prohibido, de tipo con cojones que lucha contra el poder dictatorial. El que se quedó
en su casa, ¿qué atractivo puede ofrecer? Sólo decirnos que tenía miedo y persistía en
una espera poco atractiva. Como toda espera. Cuando alguien espera algo no sucede
nada hasta que ya no espera más. Cuando no espera más es porque algo sucedió. Pero
ahí termina la historia. Es la historia de dos eventos. Uno largo, tan largo como
aburrido: la espera. Y el otro, resolutivo. El segundo evento aniquila la espera. La
resuelve. No hay más espera. Y el evento, en sí, no tiene historia. Sólo se eventualiza
para concluir la de la espera. El no-clandestino era un ser en cuasiarresto
domiciliario. Temía que vinieran a buscarlo. Pero la ausencia de un motivo
determinante (una amenaza o una militancia seriamente comprometida con la lucha
armada) lo paralizaba. Tenía que irse, pero ¿era para tanto? No había sido más que un
perejil. ¿O se equivocaba? Nadie era un perejil para estos paranoicos asesinos. Y él,
¿había sido un perejil? ¿Y si había sido algo más? No lo sabía, no sabía nada ni podía
saberlo. «Me quedo. Por ahí me salvo». El clandestino no tenía dudas. Además, para
él, la lucha seguía. Su pathos no era la espera. Era la acción.
—No, esto tengo que publicarlo —me dice Miguel—. Es el manuscrito de
Anáhuac.
El manuscrito es un Diario. Anotaciones dispersas, candentes, garabateadas entre
el vértigo de los hechos de los diez años de su militancia en Montoneros: «desde el
encuadramiento hasta la ruptura» (NOTA: Miguel Bonasso, Diario de un clandestino,
Planeta, Buenos Aires, 2000, p. 17. Recién en 2010, Bonasso publicaría la novela que
yo le reclamaba. Me escribió una dedicatoria. Con una prosa de rasgos ampulosos y
firmes, anotó: «Como podrás ver, te hice caso». No quiero dejar pasar la dedicatoria
impresa de Diario de un clandestino. En estos tiempos en que uno ya no encuentra a
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casi nadie donde lo había dejado. En que todos cruzan de vereda. En que la vereda de
la derecha se ha transformado en «the sunny side of the street», según dice esa
hermosa canción, tan optimista, tan new age aunque Sinatra ya la cantara en los años
cincuenta, emociona leer la dedicatoria de Bonasso a su amigo Beto Borro: Porque
supo estar donde esperaba encontrarlo. Las cosas ya no son así. Uno le pregunta a un
amigo por otro: «¿Cómo está? ¿Lo ves?». «Sí». «¿Vive siempre en la misma casa?».
«Mirá, te la hago corta: no lo busques en ninguno de los lugares donde solías
encontrarlo. Cruzó de vereda. Y para siempre»).
La presentación era en el Palais de Glace. Mucha gente. Pibes de HIJOS. Madres
y Abuelas de Plaza de Mayo. Mi amiga Nora Cortiñas. Que ese día me dijo algo
increíble, ignoro por qué, tal vez necesitara decirlo: «Sos mi hijo predilecto». El
panel lo integrábamos Bonasso al medio, Cristina a su lado, yo al lado de Cristina,
nadie al lado mío. En el otro extremo un general democrático que había enfrentado a
la Junta. Murió algún tiempo después. Algo que va a ocurrir con todos nosotros. Pero
a él le tocó antes. Entre tanto, hay que hacer cosas, presentar libros, escribir, pinchar
al poder, tratar de que todo sea menos brutal de lo que es. Como le escuché decir a
Pepe Mujica: «Antes queríamos cambiar el mundo. Ahora vamos a ver si podemos
asfaltar algunas calles». Bonasso toma la palabra. Habla bien, es simpático, sonríe
con generosidad, tiene humor. Sergio Kiernan, que es liberal y amigo de Miguel, me
contó que, en un asado, le dijo: «Yo sé que, en una coyuntura jodida, vos no me vas a
matar. Tenés demasiado sentido del humor». Sigue Cristina. Es la primera vez que la
veo. Estaba muy bonita ese día. Qué cosa, hace treinta años que estoy con la misma
mujer y la amo. Pero siempre admiro la belleza femenina. Cierta vez, en el Británico,
a eso de las cinco de la mañana y totalmente o casi totalmente beodo pero alegre,
Juan Madrid, el exitoso escritor español, me toma del hombro y me lleva a caminar
con él.
—Oye, te quiero mucho.
—Yo también, Juan, Desde luego.
—Los gitanos tienen una frase para expresar su amor viril a otro hombre.
—Decila.
Se detiene, me mira a los ojos, deja pasar un tiempo que es como el sonido de un
gong que anuncia la importancia de la frase. Dice:
—Que nos muramos juntos.
—Estás loco, Juan. ¿Por qué me voy a morir con vos? ¿Y si te morís antes?
—Pues te jodes. Pero ¿si me muero después?
—Tomaste demasiados Fernet con Coca Cola. Si te morís después que yo, es
porque yo ya estoy muerto. ¿Cómo podría morirme con vos? ¿Saliendo de la tumba?
—¿No saldrías de tu tumba para morirte conmigo?
—Juan, uno no sale y entra de su tumba. Cuando entra no sale más. Salvo los
vampiros. Pero no es lo que somos.
—¿Qué puto mundo, no? Te mueres y te mueres. Hablando de puto mundo, ¿eres
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puto?
—¿A vos qué te parece?
—Que no. ¿Cómo podrías ser puto? Toma el culo de un tipo y el de una mujer. El
del tipo está lleno de pelos. Da asco. El de la mujer es suave, tierno, ni un pelo. Son
bellas las mujeres, ¿verdad?
No necesitaba decirme eso. Son bellas las mujeres. Difícil encontrar una
definitivamente fea. Y hay un lugar en el que todas son hermosas. Cristina era muy
bonita. Cuando uno, inesperadamente, se sienta al lado de una mujer bonita, algo le
cosquillea en el medio del pecho. Difícil la amistad entre el hombre y la mujer. Son
las convenciones y los compromisos y los amores fuertemente contraídos los que la
posibilitan. No nos queda otra que ser amigos. Pero ese dominio de las pulsiones es
un homenaje a la amiga y a la mujer que uno ama. Uno no es una bestia. En otra vida,
en otra historia, esa amiga a la que uno quiere podría haber sido algo más. Pero no en
ésta. Las cartas se dieron así. Además, el más allá de la amistad suele ser peligroso,
frustrante. Suele arruinar la amistad que teníamos y el más allá al que terminamos por
jugarnos. Si el fracaso no deteriora la vieja relación, los dos dirán: «Sigamos siendo
amigos. Como pareja sos insoportable. Volvamos a lo de antes». Habrá que seguir
buscando. Tal vez ella nos ayude. Es el argumento de una película de Woody Allen.
Diane Keaton está casada con Tony Roberts. Woody está solo. Ella se compromete a
buscarle novia. No es fácil. Mientras le busca la novia adecuada se va enamorando de
él y él de ella. Por fin, ella le confiesa que sí, que le encontró la novia ideal: «Soy
yo». Qué hermosa historia.
La exposición de Cristina seguramente fue impecable, pero no recuerdo que se
haya jugado en algunos puntos discutibles del libro de Miguel. Tal vez todavía no era
Cristina, la de hoy. La de hoy es Cristina en su mejor momento. En el gran
protagónico de su vida.
Kirchner me dirá:
—Le dije a Lula: o hacemos historia o somos dos boludos más.
Esta frase fue importante. Acababa de caer ignominiosamente De la Rúa. Un tipo
con trayectoria política, que parecía haberse preparado la vida entera para la
presidencia. Y termina ganándose el mote de Luis XXXII. «Porque es dos veces más
boludo que Luis XVI». De modo que la frase de Néstor podía tener otra formulación:
«O hacemos historia o somos De la Rúa». En algún duro momento de nuestras
discrepancias estuve por escribirle algo que me guardé. Las «discrepancias»
demoraron. Surgieron cuando él se lanza a copar el aparato duhaldista. A sacarle a
Duhalde lo que hacía de él un hombre temible, poderoso. Lo que hacía de él Duhalde.
Le diré:
—Cuando le saques a Duhalde el aparato duhaldista, te vas a convertir en
Duhalde. No llegaste para eso.
—No, pero si no le saco el aparato, él me va a sacar a patadas en el culo de todas
partes. Hasta de la Presidencia.
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—Vas a tener que hacer política de aparato. Política vieja, mafiosa, con
personajes detestables. Habíamos hablado de otro tipo de política y de proyecto.
—Para llegar a otro tipo de proyecto y de política tengo que liquidar a Duhalde.
Para hacerlo tengo que presentarle batalla en su terreno y con sus métodos. Y hasta
peores.
—¿Y si te quedás en eso?
—No hay caso. No confiás en mí.
—No confío en esa política. Te va a devorar. No vas a ser un boludo más porque
de boludo no tenés nada. Pero no vas a hacer historia. Historia se hace cuando uno
cambia las reglas de hacer política.
Cristina lo tiene claro: hará historia, cueste lo que cueste. Pero hoy. Creo que ese
día —el que presentamos el libro de Bonasso— no sospechaba que la historia le tenía
preparado un escenario tan central, un protagonismo brillante y peligroso a la vez, la
oportunidad de una vida, que, como todas las grandes oportunidades, puede llevarnos
a la gloria, al abismo, o a lo peor: la medianía, la mediocridad. Creo que esta última
posibilidad le está vedada a Cristina. No por los dioses, no por el destino, por ella.
Kirchner (refiriéndose a su lugar en la Casa Rosada) me dirá:
—De aquí me sacan con los pies para adelante.
Y en esa frase latía su fuerte decisión de pelearla hasta el final. Creo que Cristina
piensa lo mismo: de ahí, de la Rosada, la sacan con los pies para adelante. Tal es su
firmeza. Lejos de mostrarse débil o triste o deprimida después de la muerte de Néstor,
se mostró más fuerte y lúcida. Y advirtió: «No confundan mi dolor con debilidad». La
precisión de estas frases, el brillante armado intelectual que exhiben, deslumbra a
muchos y agrede a otros. Una mujer inteligente es un espectáculo intolerable para los
mediocres, sean hombres o mujeres. Volveremos sobre estos temas. No confundan
una mirada rigurosa, tramada por una objetividad llena de fundamentos (que serán
desarrollados, el libro recién empieza), con obsecuencia. Mi vida se ha hecho
desconociendo esa pasión indigna.
—Yo estaba ese día en el Palais de Glace —dirá Néstor—. ¿No me viste?
—Néstor, no te había visto nunca. No sabía qué cara tenías.
—Menos mal.
Nos reímos. Néstor semeja, con frecuencia, un chico grande. Alto, con unas
piernas larguísimas que apoya en cualquier mesa que tenga a mano. Como cuando me
invitó a ir a Venezuela. Pero falta para eso.
Me dirá:
—Me criticaste a mí porque salí en Gente y vos salís en Noticias. ¿No sabés lo
que es Noticias? Es peor que Gente. Vas a ver cuando te agarre Cristina.
La frase me resultó encantadora. Cristina me iba a hacer chás chás. Un poco
como a él. Pero a Cristina le había gustado mi nota. O de ese modo la neutralizó. Con
gran elegancia, había declarado: «Así es como se nos critica».
Que se sepa: yo fui el primero que criticó a los Crishner. Los vi en la tapa de
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Gente, entre los personajes del año, y me volví loco de la bronca. Le pedí a Ernesto
Tiffenberg las dos páginas centrales del diario y saqué un texto ensayístico sin
apelación posible. Al año siguiente no salieron. Estaban, como siempre, las grandes
figuras de la Argentina que no queremos, de la Argentina a la que sólo puedo
entregarle un calificativo: la Argentina de mier —con permiso— da. En el centro, La
Señora que Almuerza, siempre sonriendo, siempre estirada y cirujeada hasta la
náusea, a su lado la Potra del Pueblo, siempre posando de hembra fatal, de
desfachatada irredimible, de ostentosa de una fortuna que le da tanta satisfacción
tener como agredir exhibiéndola, ella, la Reina de los Tobillos Gruesos y las
Inabarcables Caderas, Susana Giménez, Reinas las dos —Mirtha y Susana— de la
estética menemista, y luego los demás: todos los que creen que es importante estar
ahí, que son, por eso, los personajes del año y no los patéticos que adhieren a la
estética exitista de Editorial Atlántida, fundamental aliada de los militares
desaparecedores, también los que parecen ignorar esto o no lo ignoran y no les
importa, o sea, malos tipos, malas tipas, mala gente, y uno que otro despistado y
alguna presencia dolorosa como la de Estela Carlotto que aún no sé cómo alguien no
le dijo:
—Señora, ahí no se defienden los derechos humanos. Puede que entre tantos
canallas encuentre algún niño apropiado, pero no lo van a llevar para sacarse la foto
de los personajes del año. Búsquelos en alguna parte más apropiada. No incurra en la
indignidad de mimetizarse con todos esos trepadores. Esa indignidad se posesiona de
usted y de todos los que la queremos. No nos haga esto. Pero entre los personajes del
año 2004 no estaban los Crishner. Y Miguel Núñez, que todavía era un personaje
visible, me dice:
—Esto es un triunfo tuyo.
Néstor —el día del estreno de La Patagonia rebelde en el Salón Blanco de la
Casa de Gobierno, un acto histórico, una reparación que Osvaldo Bayer agradeció
abrazándolo, y que Héctor Olivera recibió con placer aunque terminaría por vencerlo
ese antiperonismo visceral que le quitó matices a su vida y hasta habría de llevarlo al
bochorno, sobre todo para sus amigos, de presentarse en unas patéticas elecciones en
las que Facundito Suárez Lastra encabezaba la lista— me dice:
—Vos tenías razón. Pero admití que no tropiezo dos veces con la misma piedra.
Ese día estaba mi mujer, que había sido la diseñadora de vestuario del film. María
Julia Bertotto. Se la presenté a Néstor. María Julia es una mezcla entre el Principito y
Betty Boop, ojos inquietos, dientes chiquitos y sonrisa adorable, terriblemente
talentosa. No digo nada que no conozcan todos los que están en el teatro y muchos
más. Tiene tantos premios como Alfredo Alcón o Ricardo Monti. Néstor sonríe y le
da un pellizcón cariñoso en uno de sus cachetes:
—¡Linda! —exclama.
Era así. Creo que visualizó de inmediato esa faz de muñeca o de juguete que tiene
María Julia y le salió ese «¡Linda!» con el que expresaba su alegría por ver a una
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mina con ese look tan divertido, original. María Julia le dice:
—Si usted fue extra de La Patagonia rebelde, entonces yo tengo que haberlo
vestido. Fui la diseñadora del vestuario y supervisaba extra por extra.
—¡Y sí! ¡Me habrás vestido nomás! Mirá qué suerte tuve.
Hay un chiste formidable sobre Néstor y su rol de extra en La Patagonia rebelde.
Olivera está por dar cámara y advierte que alguien no está siguiendo sus
instrucciones. Hay muchos extras, todos peones patagónicos en lucha contra la
Sociedad Rural de Santa Cruz. La escena la juegan Luppi y Brandoni. La orden fue:
mirar a Brandoni. Olivera grita:
—¡A ver, ese flaco alto: dije mirar a Brandoni, no a Luppi!
—¡Estoy mirando a Brandoni, señor! —responde el joven Néstor, el extra del ojo
extraviado.
Entonces llegó mi turno. Bonasso, muy hábil, dijo:
—Lo invité a José Pablo porque sé que no está ni estuvo de acuerdo con muchas
cosas que hicimos los Montoneros. Son tiempos de revisar el pasado. Lo respeto
como intelectual y como novelista. Creo que tenemos que escucharlo.
Concentré mi crítica en el capítulo «La sangre de los más puros». Ahí, Bonasso
narra la muerte de Enrique Sapag, hijo menor del patriarca Felipe Sapag,
exgobernador de Neuquén. Le decían el Missi. Tenía 19 años. Lo mataron el 17 de
octubre de 1977. Miguel estaba en Madrid. Escribe: «El Missi cayó acribillado a
balazos en una operación miliciana de apoyo a la huelga ferroviaria» (Bonasso, ob.
cit., p. 279). Abre un paréntesis y se permite un desahogo emocional: «¡Por Dios!
¿Qué clase de país es este donde los padres entierran a sus hijos en medio de la
indiferencia de los hartos, de los cerdos que salen a Miami a comprar de a pares los
aparatos de sonido? ¿No estaremos trágicamente equivocados? ¿Qué dioses atroces
están reclamando la sangre de los más puros? ¿La sangre rica y densa de los más
jóvenes?» (Bonasso, ob. cit., pp. 279/280). Hay muchos errores para señalar en estos
textos. Una operación miliciana nada tiene que ver con una huelga. Ni siquiera puede
colaborar con ella. Una cosa es la huelga, el método masivo, colectivo y genuino de
la clase obrera y otra cosa es la guerrilla armada, cuya función no es presionar
(frenando la producción) para negociar después, sino iniciar acciones violentas,
armadas. En 1975, en la ejemplar huelga que se hizo en Villa Constitución, también
los Montoneros buscaron capitalizarla llevando a cabo acciones armadas. Los obreros
los expulsaron de mala manera. La huelga era cosa de ellos y del pueblo de Villa
Constitución que los respaldaba. Era la Comuna de Villa Constitución, en el exacto
sentido en que la huelga del Frigorífico Lisandro de la Torre, gloriosa epopeya de la
Resistencia Peronista, hecha sin órdenes ni conducción de Perón, contra el gobierno
de Frondizi, instituyó la Comuna de Mataderos. Frondizi aplicó el Conintes
(Conmoción Interna del Estado) para reprimirla: 2000 soldados envió y 200 tanques.
A la de Villa Constitución la aniquiló el sindicalismo peronista de la UOM (Lorenzo
Miguel) y la Triple A enviados por Isabelita y el Brujo, ese engendro entre payasesco
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y satánico. Voy a esto: la huelga unifica las fuerzas obreras, genera compañerismo, el
sentimiento de protagonizar una gesta en libertad, con autonomía, la pasión de
rebelarse contra las patronales instrumentando el número y transformándolo en
fuerza. Una huelga armada ya no es una huelga. Sería una insurrección
revolucionaria. La huelga pretende resolver una cuestión o un pliego de cuestiones
dentro del sistema. No pretende reemplazarlo. Esto, los huelguistas lo saben desde el
inicio. Si los gobiernos responden con una fuerza armada incontenible, abiertamente
superior, se repliegan y sufren una derrota armada. Pero quedan establecidos los lazos
que se anudaron durante la huelga. Una acción miliciana es otra cosa. Habitualmente
no se trata de obreros, sino de jóvenes de clase media o alta que han elegido la lucha
armada y buscan reforzar la huelga con los fierros. Un disparate. La desnaturalizan.
Pero estas órdenes les llegaban a los milicianos montoneros desde México, donde
estaba la conducción. Bonasso narra que (por medio de un pedido de su padre a la
Conducción) el Missi se estaba por ir del país. Pero llegó la orden de apoyar la huelga
ferroviaria. Y al Missi lo matan. Buena pregunta se hace Bonasso cuando se
preguntan si no estaban trágicamente equivocados. Desde luego. Una conducción
estratégica debe evaluar el poder de fuego del enemigo y compararlo con el propio.
El poder del Ejército era drásticamente superior al de la Orga. Una conducción
estratégica (de una organización que dice luchar por la liberación del pueblo) debe
preguntarse por la situación de las masas. Ya largo tiempo llevaban las masas en
estado de franco reflujo. El reflujo de masas debe paralizar todo intento armado. Pero
la teoría guevariana del poder de galvanización de la guerrilla, la vieja y más que
fracasada teoría del foco, aún funcionaba en las alucinadas maquinaciones de la
conducción montonera. «Si accionamos militarmente, las masas se nos unirán». La
idea de una retirada estratégica (que habría salvado decenas de miles de vidas, que
habría evitado tormentos sin calificación posible: nunca se debió olvidar que se
luchaba contra un enemigo desaforadamente cruel) no se impuso y se llevó la lucha
hasta los límites patéticos de una derrota catastrófica. Para colmo, esa clase media
que había apoyado al peronismo en la gesta del Luche y Vuelve que culmina el 17 de
noviembre de 1972 y pretendía tener su gran fiesta el 20 de junio de 1973, ya no sólo
no se recluye, sino que se lanza al despilfarro que la economía abierta de Martínez de
Hoz le permite. A esta gente, Bonasso califica de hartos, indiferentes y cerdos. Eran
los argentinos del «deme dos». Pero entonces, un momento. Pisar el freno. ¿En eso
están las clases medias? En eso. La economía del Proceso les permite el jolgorio.
Están contentos, sí. Ni piensan en la revolución. Menos en la guerrilla. Se olvidaron
del Viejo, de la cabaretera y del Brujo. Se van a Miami. El año que viene está el
Mundial y quieren tener televisores color. ¿Nadie observó este país? (Un país de
mierda, de acuerdo. Pero era el que había).
—Conmigo —dirá Martínez de Hoz— los argentinos pudieron viajar.
En esta coyuntura muere el Missi. Víctima de los delirios militaristas de una
conducción o mal informada o mesiánica o desaprensiva con la vida de sus
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militantes. ¿Qué dioses atroces están reclamando la sangre de los más puros?, se
pregunta Bonasso. El país estaba en manos de los dioses atroces. Si, además, se les
entregaba a los puros en bandeja, el festín de los chacales era total. El Missi no debió
morir. Murió en una acción teórica y técnicamente equivocada. Respaldar una huelga
a los tiros. O seguir con la lucha armada cuando los obreros estaban, más que en
reflujo, en reclusión cautelosa ante la ocupación del territorio por un Ejército
vengativo, cruel y abiertamente asesino que no se detenía ante nada, que no tenía
escrúpulos, que robaba, violaba y para el que una vida tenía menos valor que una
bala. Y una clase media —que había apoyado al peronismo antes de que Perón
volviera— pero había pedido el golpe para que el país se ordenara, se pacificara.
Ahora, con el dinero de la plata dulce, viajaba para comprarse electrodomésticos.
¿Con qué se esperaba hacer la liberación nacional y social de la Patria? Dentro de
este encuadre —cuya verdad es indiscutible y cualquiera la sabe— jóvenes como el
Missi fueron arrojados a manos de los chacales por medio de los cálculos más
erróneos o torpes o delirantes.
Hubo muchos aplausos. Bonasso fue el primero. Cristina también. Y todo el
público.
—Gracias, José Pablo —me dice Bonasso, y estira su brazo y me entrega su
mano, que estrecho.
—Muy bien —susurra Cristina.
Al cierre, hablan los militantes de HIJOS. El primero (y aquí estuvo mi triunfo y
mi honda alegría de esa tarde) dice:
—Bueno, es cierto que nuestros viejos se mandaron unos cuantos mocos.
Cristina me mira asombrada.
—Qué bien, reconocen algo —dice.
—¿Eso te dijo? —preguntará Néstor— Bien, no se puede exaltar la violencia.
Vivimos otros tiempos.
Y entonces dirá una de las frases —de las tantas que me dijo— que permanecerá
en mí, grabada a fuego. Una frase que lo definía y definió su presidencia.
—Yo no le voy a pegar a nadie.
Pudo haber dicho:
—Yo no voy a reprimir.
Pero ésta era una forma técnica de decirlo. La palabra represión forma parte de la
estructura del Leviatán como la palabra justicia, ley, estado, poder, policía, etc.
Néstor utilizó un giro personal. Creo que no lo había escuchado nunca. O, sin duda,
no con frecuencia. Me gustó mucho. Supe que ese hombre no venía a reprimir. Que
toda represión le dolería. De hecho, un eminente psiquiatra me dijo que la muerte del
joven Ferreyra tal vez aceleró su muerte. Que sabía que le tirarían ese muerto y esa
mancha en su gobierno sin muertos lo atormentó duramente. No lo sé. Sé que murió a
los pocos días de esa muerte de la cual no era responsable, pero quizá no logró
impedirse asumirla. O padecerla como un gran fracaso. Hay un punto, o más de uno,
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en que todos somos secretos para todos, impenetrables. Ignoro si sintió la muerte de
Ferreyra a manos de esa patota sindical ferroviaria como una negación de la frase
más hermosa que le escuché decir.
—Yo no le voy a pegar a nadie.
Si así fue, se castigó demasiado. No es menos cierto que sus pactos con el poder
sindical eran fruto de su certeza en la necesariedad de una política de poder con los
aparatos, apropiárselos. A esa altura yo ya no se lo reprochaba. Con tristeza había
asumido que —en este mundo corporativo de hoy, en este mundo donde sólo tienen
presencia los grandes poderes y los grandes personajes turbios, violentos y sombríos,
mentirosos, ávidos de dinero, de poder y sin otros valores sino ésos— hay que
dialogar con el Diablo y con todos los miserables demonios de la polis deteriorada,
devaluada del presente. Cualquier otro camino nos lleva de cabeza a sus fauces
siempre abiertas, siempre dispuestas a devorarnos no bien nos descuidemos, no bien
dejemos de jugar el juego que ellos proponen. El de las manos sucias. Pero me he
adelantado. Supongo que me seduce adelantar las metas finales. ¿Serán éstas las
soluciones del ensayo? ¿Las confesaría tan rápidamente? ¿O son argucias para
mantener alerta al lector y sorprenderlo después con una salida inesperada? Por ahora
tenemos la bomba debajo de la mesa. Sentados a ella hay dos personajes que hablan
distraídamente, sin sospechar el peligro mortal que los acecha. Nosotros, que
miramos, lo sabemos. Pero nada podemos decirles. ¿Explotará la bomba o no? ¿La
descubrirán a tiempo sus posibles víctimas? Aquí, decía Alfred Hitchcock, reside el
suspenso. El espectador sabe que la bomba está ahí. Los protagonistas no. Lo
contrario del suspenso es la sorpresa. No sabemos que la bomba está bajo la mesa.
Los dos protagonistas dialogan siempre con la misma inocencia, ajenos a todo
conocimiento del peligro. De pronto, estalla la bomba. Ahí nos sorprendemos. Pero si
no ignoramos que la bomba está, si la vemos y ellos, los que dialogan, no, la angustia
hace presa de nosotros. Hasta tenemos deseos de gritarles: «¡Huyan de esa mesa!
¡Van a morir! ¡Hay un bomba!». ¿Cómo terminará el debate entre el profesor de
filosofía y el político? ¿Qué le dirá el político cuando —como el Hoederer de Sartre
en Las manos sucias— se hunda en la mierda hasta los codos? ¿Qué hará el profesor
de filosofía? La bomba está ahí: la vieja política del aparatismo o la búsqueda de una
nueva praxis, de una nueva creación de poder para enfrentar al viejo.
Entre tanto, Néstor ha dicho:
—Yo no le voy a pegar a nadie.
¿Se puede gobernar sin pegarle a nadie? Mírenlo a Obama: el sensible candidato
demócrata, el descendiente de esclavos que no quiere ni debe, por tradición,
esclavizar, el presidente de los derechos humanos, el que ha dicho «Estados Unidos
no torturará más». Mírenlo: Guantánamo sigue en el mismo lugar y ha enviado
30 000 marines más a Iraq. ¿Quién tomó esas decisiones: él o la estructura de poder
inmodificable del Imperio bélico-comunicacional? ¿Existe, en la Argentina, una
estructura de poder tan cosificada? Si existe, es poco lo que se puede esperar.
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Volví a ver a Cristina en una cena dispuesta para homenajear a José Saramago.
Menem había ganado la primera vuelta de las elecciones. ¿Se presentaría al ballotage
o se bajaría de la contienda? Cristina iba a explicar este punto pero algo ocurrió. Algo
sin importancia, sólo extravagante y bastante patético. Néstor no estaba. La campaña
por el ballotage estaba al rojo vivo y sin duda miles de urgencias se lo comían. De lo
contrario, lo habría conocido ahí. Pero no. Sólo fue Cristina.
A él, su compañero, lo conocí después.
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CAPÍTULO II
Una cena con Saramago
y Cristina
Si alguien buscara causas para justificar una mirada más que escéptica sobre «el
pueblo argentino» bastaría recordar que Carlos Menem ganó las elecciones del 27 de
abril de 2003. Saca el 24% de los votos. Lo sigue Néstor Kirchner con el 22. Tercero:
Ricardo López Murphy. Cuarto: Adolfo Rodríguez Saá. Quinta: Elisa Carrió. Se
podría decir: a Kirchner se lo veía como un títere de Duhalde, se le decía Chirolita,
nombre que pertenecía al muñeco del ventrílocuo Chasman. ¿Quién conocía a
Chirolita? Sin embargo, en ese exacto momento de la historia, Duhalde tenía aciertos
que se le reconocían: él y su ministro de economía, Lavagna, habían conducido la
transición entre el país del que se vayan todos al de estas elecciones. Eso tranquilizó a
muchos. Habían tendido un puente entre el abismo y la posibilidad de retornar a la
democracia representativa. En las elecciones hubo un alto grado de votantes. Esos
votantes, con su voto, decían: queremos un país normalizado. El que se vayan todos
tiene un perfume anárquico, huele tanto a que no gobierne nadie o a que ya no haya
gobierno sino una junta revolucionaria de vecinos asambleístas, que se nos pone la
piel de gallina. Esto era vislumbrado por la izquierda radicalizada como el mejor de
los escenarios. Incluso, durante la gestión de Duhalde y Lavagna, la esperanza más
ardiente era que se cayeran, que ese parche burgués cayera y el brote revolucionario
tuviera lugar. Esta izquierda, según se sabe, vive en situación prerrevolucionaria o
está siempre dispuesta a tornar todo disturbio, todo conflicto social de cierta
envergadura en algo semejante. Había aceptado ir durante esos días al programa
radial que Herman Schiller tenía en Radio Municipal. Digo «aceptado» porque ya no
iba a programas y estaba encerrado en mi bunker escribiendo mi novela La crítica de
las armas, a la que califiqué por unos años como la mejor que había escrito. Ahora no
lo sé. Pero creo que es la que con más detalle exhibe la vida cotidiana bajo la
dictadura. No la tortura. No el secuestro. No la ESMA. La vida de todos los días a
través de un personaje a punto de un grave quiebre mental y físico, en cuya
conciencia todo resuena de un modo poderoso, terrorífico. No me era sencillo
abandonar la mente de ese personaje ni la minuciosa recreación de una época que
lesionó para siempre mi vida, como la de tantos otros. (No me chuparon. No me
torturaron. Pero un cáncer, sumado a una neurosis, más la espera obsesiva de los que
tenían que venir a buscarme porque o me lo decían mis amigos o yo me creía
culpable y merecedor de los más terribles castigos, me llevaron al desquicio
emocional, a la desestructuración psíquica y al terror a la locura, que es
indescriptible. Eso, para mí, no tiene perdón. Tampoco tiene reparo posible. Sigo).
Igual fui al programa de Schiller. Gobernaba aún Duhalde. El día anterior los grupos
de izquierda habían hecho una concentración masiva en Plaza de Mayo. Schiller me
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recibió muy bien y me presentó al que compartiría el programa conmigo. Era Néstor
Pitrola. El tipo me cayó simpático. No pudo dejar de llamarme la atención una
campera de lo más garca que llevaba puesta. No saco de aquí ninguna teoría. Ni que
tenía demasiada pilcha para dirigente prerrevolucionario. Ni nada de nada. Sólo digo
lo que vi y una sola conclusión: la campera ésa, yo, no me la hubiera puesto. Pero por
ahí al tipo le gustaba empilchar bien o tenía que ir a un casamiento después del
programa o ver a una mina a la que quería impresionar. Qué sé yo. Lo importante es
que nos llevamos muy bien durante el programa. Schiller, a cada rato, me preguntaba
si me sentía cómodo. Fue muy gentil. Le dije siempre que sí. Y era verdad. Me sentía
cómodo. No le dije que me había parecido una boludez una contratapa que había
publicado días atrás en Página/12. Su título era: De Plaza Miserere al Palacio de
Invierno. Creo que Tiffenberg les publica estas cosas para desternillarse de risa
cuando las lee. (En esos tiempos no éramos tan amigos como ahora, que somos como
hermanos. Pero sé lo que piensa de la izquierda siempre prerrevolucionaria. Son
buena gente. Pero como politólogos apenas si tienen —en sus momentos de mayor
lucidez— una aceituna en la cabeza. Pocos ven la política con el rigor de Ernesto
Tiffenberg. No dudo que si Página/12 fue —desde el inicio— lo que fue, se debió a
él, algo que no se notó por su vocación irrenunciable por el bajo perfil, que se volvía
más notoria en contraste con el ego —hoy, así debiera ser al menos, en retroceso
acelerado— del estridente periodista que compartía con él la dirección del diario).
Sigo con Schiller. Su contratapa expresaba el ánimo de varios chicos de la izquierda.
Luego analizaré las asambleas barriales y las jornadas de la democracia directa. Pero
muchos creían que la cosa no se detenía hasta tomar la Casa Rosada, nuestro Palacio
de Invierno. Así, ya lo vemos en seguida, lo creía Pitrola. Que habló mucho a lo largo
del programa. Más o menos coincidimos. Y el clima que manejó Schiller ayudó
mucho. Creo que se empeñaba en demostrarme que yo podía ir tranquilamente a su
programa pese a su fama de alborotador. Creo que sólo se trataba de un hombre que
desconocía algo fundamental: los matices. Voy a decir qué son los matices en
política. Si se los maneja con corrección no aseguran el triunfo, pero evitan el
ridículo, la derrota y hasta, a menudo, la muerte. La norma es: en política, si hay que
dar tres pasos hay que dar tres. Es tan equivocado, tan —usemos esta palabra—
reaccionario, dar uno como dar cuatro. La izquierda prerrevolucionaria siempre da
cuatro. O cinco. Y termina ganándose la secreta satisfacción de la derecha. Y jugando
en contra de los que dieron los pasos que había que dar: tres, sólo tres, nada más,
nada menos que tres.
Fuimos juntos hasta la calle. Pitrola comentó el acto del día anterior.
—¡Qué lástima! —dijo—. Con diez mil personas más caía Duhalde.
No le pregunté para qué quería que cayera Duhalde. Saludé y me fui. No suelo
discutir con nadie. Me aburro. Cuando el otro dice dos palabras ya adivino las que va
a decir después. Si caía Duhalde —pensaba (¿pensaba?) Pitrola—, se produciría un
gran vacío de poder. Al advertirlo, las masas se movilizarían con sus dirigentes hacia
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la Plaza de Mayo. El orden burgués no tendría tiempo para recomponerse. El que se
vayan todos se habría cumplido. El desborde de militantes y pueblo atemorizaría a los
pocos políticos que aún intentaban algo y hasta a las mismísimas fuerzas de
seguridad. Alguien, por fin, preguntaría: «¿Quién puede ordenar esto?». «Nosotros»,
dirían Pitrola y su gente. Y así fue cómo tomaron el Palacio de Invierno. ¿No lo
tomaron? De acuerdo, pero sólo porque no hubo diez mil personas más en el acto de
ayer. Y porque no cayó Duhalde. Que si no.
El caso es que Menem gana esa primera vuelta. Tenía instalado su bunker
electoral en un rumboso hotel céntrico y hacía ahí van las cámaras de la TV. El
espectáculo es terrorífico. Las clases medias que gozaron con el uno a uno, que
hicieron célebre el déme dos, que viajaron a Miami siguiendo la estética de Susana
Giménez, símbolo impecable del descaro menemista, vieron en ese hotel a ciertas
figuras que les hicieron castañetear los dientes, algo que sucede cuando se tiene —
mucho— miedo. Entonces, ¿volverían todos esos? Porque por la tele salían Matilde
Menéndez, que arrasó con el PAMI, María Julia Alsogaray, que arrasó con todo,
Alberto Kohan, que anda por ahí, muy tranquilo, almorzando en restaurantes caros,
con muchos amigos y fumando puros, Emir Yoma, Jorge Asís, de quien se recuerda
una frase memorable: «Prefiero almorzar con Al Kassar que con Verbitsky».
¿Volverían? Y sí: si no, no estarían ahí, en ese hotel donde está Menem. Son los
suyos. Nos van a saquear de nuevo. Es la sentencia de muerte de Menem.
Durante esos días se produce una reunión en casa del empresario Hugo Sigman.
Vendrá la (casi segura) primera dama, Cristina Fernández de Kirchner. Y el Premio
Nobel José Saramago, que acaba de llegar al país. Había un tema que seguía sobre la
mesa: Fidel Castro, el 11 de abril, había hecho fusilar a tres disidentes. Los tipos
habían querido robarse una embarcación para rajarse de la isla. No, señor,
imperdonable. Y en pleno siglo XXI, en una América latina que busca la paz, la
democracia, que está orgullosa del ejemplo de las Madres y Abuelas de Plaza de
Mayo que no piden venganza, que no piden violencia, que piden justicia y que jamás
han atentado contra un militar genocida como tampoco lo ha hecho ningún habitante
de este país, aun los que han sufrido los peores tormentos o lloran a sus familiares
ausentes, el Comandante de la revolución eterna fusila a tres hombres porque se
quieren ir de la isla. Cree en la pena de muerte. Como Susana Giménez. ¿Por qué
algunos se horrorizan cuando Susana Giménez dice «el que roba debe morir» y
siguen adhiriendo acríticamente a Fidel que dice: «el que roba un barquito y quiere
irse de Cuba debe ser fusilado»? ¿Dónde están todos nuestros debates contra la pena
de muerte? Saramago dice una frase impecable: «Hasta aquí he llegado». Dos días
antes de su llegada yo publico una larga nota que lleva por título: «Cuba, sólo eso».
Saramago, en su conferencia de prensa, la menciona. Ocurre algo, para mí,
sorpresivo: me llama medio mundo y me felicita: «Porque estás en la boca de los
Premios Nobel». Respondo: «¿Y con eso qué? Preferiría ser yo el Premio Nobel y,
generoso, felicitarlo a Saramago. Que él esté en mi boca y no yo en la suya; evitando,
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por favor, las connotaciones eróticas de la frase».
Esa noche voy a lo de Sigman. Alguien sale del ascensor. Dos mujeres vienen
detrás de mí. Me apresuro y mantengo la puerta abierta. Una es Cristina Fernández.
La otra, lo supe después, la mujer que lo cuida a Sabato. Me agradecen lo de la
puerta. «Uno es un caballero», digo canchereando, aunque la frase es igual bastante
boluda. Días atrás, Sabato ha hecho acaso el último de sus grandes gestos por la
patria. Se fotografió, en Clarín, junto a Néstor y Cristina. Una foto bien armada.
Miguel Estrella toca el piano. Sabato, del lado izquierdo (sólo de la foto), mira el
teclado y, suponemos, escucha. Néstor, del lado derecho (sólo de la foto), también
mira el teclado. Escucha, sí. A Miguel se lo ve muy concentrado, como si tocara la
sonata en si menor de Liszt, algo improbable. Y sentadita en un escalón de una
escalera que no sabemos a dónde conduce, con cara angelical y sensible, está
Cristina. Pareciera que el alma de lo que toca Miguel se ha encarnado en ella. Miguel
debe tocar (o debería tocar) esa mazurka increíble de Chopin, la que usa Bergman en
Gritos y susurros.
Le digo a Cristina:
—Con esa foto ganaron. La clase media lo ve a Sabato entregándoles su respaldo
y no lo duda más. El escritor de la democracia apoya a esta gente. Deben ser buenos.
Qué duda cabe. Ganaron.
Cristina me pregunta si conozco al ama —digamos— de llaves de Sabato. Le
digo que no y estrecho la mano de la señora.
—Mirá vos, Sabato fotografiado con tres peronistas. Le habrá costado. Aunque el
terror a Menem consigue milagros.
—El Maestro fue con mucho agrado a esa reunión —dice el ama de llaves con
cierta bronca.
—Bravo por él —digo—. Esa foto decide las elecciones.
Ahora estamos cenando. Me lo han presentado a Saramago.
—Éste es el escritor que escribió eso que tanto le gustó, maestro —dice Sigman
con su encantadora sonrisa, su agradable voz y todo lo que hace de él un tipo —hasta
donde yo sé— muy querible.
Saramago estrecha mi mano y descubro que muy expresivo, lo que se dice muy
expresivo, no es. Buen tipo, se ve. Pero secote. Lo acompaña su joven esposa Pilar.
Linda mujer. También inteligente y despierta y artista consumada en el arte de la
conversación. Todos miramos y admiramos las obras de arte que Sigman tiene en su
casa. ¿Quiénes están? La reunión está bien organizada: Adolfo Castelo (lejos todavía
o no tan cerca de su cáncer), Carlos Sorín, Carlos Gabetta y… Cristina. De los demás
me olvidé. Que nadie se ofenda. Es sólo una falla de memoria, no un desdén
apocalíptico.
Días antes de la primera vuelta electoral, Cristina había visitado Catamarca. El 16
de abril. Se la recibe mal, con una violencia organizada por un personaje famoso en la
Argentina por dos frases de una justeza notable que se animó a largar vaya uno a
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saber por qué: o por una gran sinceridad o por un caradurismo sin límites, por la
impunidad que el poder otorga graciosamente a los que (siempre por medio de una
lucha denodada y ajena a la moral y hasta a las buenas costumbres) acceden a él. Se
trata de Luis Barrionuevo. Las frases son conocidas pero hay que recordarlas: 1)
Aquí, la guita no se hace trabajando; 2) Si no se afana durante dos años, el país se
arregla. Sumadas a la que dijo el suicidado empresario Alfredo Yabrán, traman la
estructura esencial de la corrupción y el renovado, siempre recurrente fracaso de la
Argentina: tener poder es tener impunidad. Debieran estudiarse en las escuelas. La
cuestión es que las patotas de Barrionuevo arrojan huevazos sobre la futura primera
dama. El hecho, para nuestro análisis, tiene gran importancia: será por mi nota «El
factor Barrionuevo» que Néstor se va a encular seriamente conmigo por primera vez,
en 2005. Todavía falta.
La cena en lo de Sigman se desliza amablemente. El Nobel habla lento pero
clarito y lindo. Sin embargo, el tema político, que está al rojo vivo, se impone.
Alguien le pregunta a Cristina si cree que Menem se presentará al ballotage. Cristina
acomoda sus cubiertos y adopta la actitud de alguien que se dispone a hablar de un
tema que —como cualquiera puede comprender— conoce bien.
—Ante todo, para resolver esa cuestión, hay que analizar la personalidad de
Menem. Su estructura básica es árabe y el árabe…
Se acabó. Alguien la interrumpe y le informa que no es sencilla la «subjetividad
árabe». Que el árabe esto, el árabe aquello y el árabe mil cosas más que son muy
complejas y Cristina —que aún no ha dicho una palabra sobre los árabes— pareciera
ignorar. Todos escuchan con la mayor cortesía al ente intrusivo. Hastiada, Cristina
retoma sus cubiertos y sigue comiendo. Todos se largan a opinar sobre los árabes. De
ahí a la cuestión islámica y al terrorismo y a los talibanes hay un paso. Que se da.
Gabetta, ofuscado, dice que no entiende cómo las mujeres, especialmente ellas,
pueden defender la cultura del Islam, que él es un hombre formado por el
Iluminismo, por la racionalidad de Occidente y rechaza por completo las modalidades
barbáricas que el Islam aplica a las mujeres, cercenamiento del clítoris, lapidaciones,
caminar cinco pasos detrás del marido y otros horrores que son bien conocidos. Con
acierto recuerda una contratapa de Osvaldo Bayer, «Las parturientas de Kabul», que
describía la ejecución —en un estadio— de mujeres embarazadas por uno u otro
pecado (sobre todo por el inconcebible de haberse embarazado fuera del matrimonio).
La ejecución se lleva a cabo por medio de un balazo en la nuca. La mujer espera ese
final con los ojos vendados y arrodillada. En fin, el horror. A esta altura nadie
recuerda la cuestión de la subjetividad árabe y menos todavía el ballotage que
tenemos encima. Cristina se despide y se va. Se sigue, luego, hablando de los
fusilamientos en Cuba. Gabetta dice:
—Si mañana Estados Unidos invade Cuba, juro que voy de miliciano a colaborar
en la defensa de la isla. Pero no puedo aceptar que se fusile a tres tipos porque se
roban un barquito turístico.
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Sigman trae un montón de ejemplares del último libro de Saramago y el Nobel
empieza a firmarlos y hasta pone algunas dedicatorias. Probablemente yo me haya
tomado medio litro de buen vino blanco en tanto duró el tema de la subjetividad árabe
(del que sé poco y hasta más que poco: ¿tiene la subjetividad árabe las categorías del
sujeto trascendental kantiano, la intencionalidad de la conciencia fenomenológica,
hay un inconsciente en esa subjetividad, es una subjetividad dividida, barrada, hay un
Dasein árabe, ese Dasein tiene los existenciarios del Dasein heideggeriano, algo que
Heidegger jamás se habrá planteado ni por joda, como tampoco yo, de bruto nomás,
de puro occidente-céntrico?), motivo por el que me acerco al Nobel, le doy mi
ejemplar, al que él decide ponerle una larga dedicatoria, le paso el brazo por encima
de su silla y le digo:
—Maestro, dígame una cosa: ¿cómo se hace para ganar un premio Nobel?
Saramago, que de tonto, ni un pelo, contesta:
—¿Te quieres ganar un Nobel?
—Imagínese.
—Espera entonces. Antes de morir acaso te lo entreguen. Ahí serás ya tan viejo
que de nada te servirá. No creas que a mí no me ha sucedido algo semejante.
Me da el libro. La reunión ha terminado. Todos se despiden. Leo la dedicatoria
del Nobel: Para un hombre de un recto pensar.
—¿Qué es esto del recto? —le pregunto a Castelo—. El recto es parte
fundamental del intestino.
—Y bueno, más claro imposible —me dice—. Eso es lo que amablemente te
quiso expresar.
—Qué.
—Que pensás como el culo.
El 14 de mayo, desde La Rioja, Menem se baja del ballottage. Se pasa por
televisión un spot con su renuncia. El riojano apela a todas las fórmulas de
Conducción política, el libro clave de Perón. Se ve que se lo sabe de memoria. O, al
menos, yo, que también leí atentamente ese libro, no puedo evitar darme cuenta. Pero
Menem, es cierto, tuvo una buena formación como peronista. Se leyó el manual de
Conducción Política y los Apuntes de historia militar. Me tienta decir que hay que
tener coraje para eso y quedar como un piola bárbaro humillando al Perón de los
orígenes. Pero no. Son dos libros importantes. Los Apuntes exponen las teorías de
von Clausewitz, de Colmar von der Goltz y analizan las batallas de Napoleón. Y lo
hacen muy bien. Menem se los conocía al dedillo. La mayoría de los peronistas ni los
han ojeado y si los conocen sería un milagro. Menem no siempre fue Menem. Leyó a
Cooke como pocos. Si eligió dejarse las patillas de Juan Facundo Quiroga fue porque,
como buen riojano, quiso ser la reencarnación política del extraordinario caudillo que
fascinó a Sarmiento e hizo posible el gran libro de nuestra literatura. Después se
vendió, lo compraron y se transformó en el Menem que todos conocen.
Está por entrar en escena el protagonista de este libro. Al renunciar Menem,
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Kirchner queda electo Presidente de la República con el mero 22% que consiguió en
la primera vuelta. Si Menem se presentaba, las encuestas daban ganador al Flaco casi
con un 70% de los votos. Todos se habrían volcado a él con tal de frenar al riojano.
Que hace su perrada perfecta: lo deja a su adversario (mejor dicho: a su enemigo,
Menem no tiene adversarios; no sé si por la subjetividad árabe o por qué, pero no los
tiene) con sólo el 22%. Algunos hasta llegan a hablar de un Gobierno cuasiilegítimo.
Así llega Kirchner al gobierno. Asume el 25 de mayo y quince días después me hace
llamar por teléfono. Veamos por qué.
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CAPÍTULO III
¡Se viene un zurdaje!
Que Néstor Kirchner, un hombre poco conocido para la mayoría de los porteños y
el resto del país, se aposentara en el llamado sillón de Rivadavia fue un alivio. Algo
empezaba a tomar un cauce racional. Todos resaltaron la cantidad de votantes. La
causa: se quería volver a la democracia representativa. Todo el idilio con la
democracia directa, con el asambleísmo, con el teórico John Holloway (que
descartaba la posesión del Estado para tener real poder en la sociedad), las visitas de
Toni Negri (que reclamaba realizado su sueño de la multitud en estas latitudes, sin
tener idea, pero ni la menor, de que en la Argentina la bendita multitud remitía a un
abominable libro positivista de una especie de Lombroso nacional como el doctor
Ramos Mejía, autor, precisamente, de ese libro que hemos calificado de abominable,
Las multitudes argentinas), de la viajera Naomi Klein que también se aparecía por
aquí para verle la cara a la revolución, de tipos grandes que te decían: «Estoy
viviendo los mejores momentos de mi vida», de Paolo Virno, otro italiano que te
hablaba de la multitud y creía solucionar todo cambiando a Hobbes por Spinoza, algo
que ya había hecho Deleuze, al que alevosamente copiaba, como lo habían copiado
Negri y su socio Michael Hardt, de la academia norteamericana, que le aseguraba a
Imperio la pata posmoderna que el viejo luchador de las Brigadas Rojas no podía
darle, todo esto, en suma, había empezado a asustar a los buenos vecinos. Para colmo,
con ese olfato infalible para el Error Incomprensible o Imperdonable o francamente
boludo, los diseminados, los grupos de la izquierda argentina que viven en estado
permanente de deconstrucción, se presentaban en las asambleas vecinales de
dejmocracia directa, formadas por simples personas, por personas sin mayor
experiencia política, sin una identidad clara, una identidad que justamente iban a
buscar a las asambleas para constituirla junto a los otros vecinos, con todas sus
banderas rojas, las pancartas con los grandes jetones de la revolución, los venerables
Lenin, Trotsky, Guevara, y con la hoz y el martillo sacudidas por los vientos de las
tardecitas de Plaza Constitución, que asustaban a todos los buenos vecinos, o les
molestaban o los irritaban porque ellos no querían ser marxistas, ni trotskistas ni
guevaristas, sino discutir qué era posible hacer entre todos para cuestionar a fondo la
política —que tomaba su forma concreta en los políticos del Congreso Nacional—
que se había entregado a los grandes capitales, a las corporaciones que habían
saqueado el país. Así las cosas, las asambleas empezaron a perder su vitalidad inicial
y muchos vieron al nuevo Presidente con pinta de tipo que podía conducir el país
desde el Estado y recuperar algo, al menos algo, de todo lo perdido. Ésta es la etapa
del Gobierno de Néstor Kirchner calificada como luna de miel. Un cheque en blanco
de una sociedad agobiada de turbulencias, que busca un país estable, que no tenga
que cambiar un presidente cada dos días y que no se vea ante la situación bastante
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extrema y riesgosa de esa democracia directa que posiblemente terminara por
atornillar al poder al vecino del 1.º A del barrio de Flores, con el del 2° C de Villa
Urquiza como Ministro de Economía. Del modo que sea, Kirchner asume en medio
de un país todavía movilizado, que quiere discutir, participar, pensar la política y, en
lo posible, hacerla, en el barrio, en la unidad básica, donde sea y se pueda.
Kirchner asume el 25 de mayo de 2003. Al cumplirse exactamente 30 años del 25
de mayo de 1973, cuando el doctor Héctor J. Cámpora, luego de una poderosa
campaña electoral desarrollada por la Juventud Peronista, con decenas de miles de
personas en las calles, con un acto de cierre en la cancha de Independiente que fue la
apoteosis de la esperanza, una Oda a la alegría no escrita por Schiller, sin música de
Beethoven, pero con una afinación que parecía tener años de ensayo y que duraría
eternamente, aunque ya se empezaban a hacer sentir los grupos que voceaban la
consigna de derecha Perón, Evita, la Patria Peronista, que brotaba de los vozarrones
pendencieros de los militantes de Guardia de Hierro, del C de O y de la Juventud
Sindical, llega al Gobierno con una abrumadora cantidad de votos y se dispone a
gobernar de acuerdo a las promesas que Perón les había hecho a los pibes de la
Tendencia, a los que luego, el león herbívoro enfurecido, arrojaría a las fauces de la
Triple A, organización terrorista, clandestina, armada ante sus ojos y con su
inocultable aprobación. Pero si de algo carecerá Kirchner será de los pliegues, de los
dobles mensajes de Perón. También carecerá de sus ardores represivos, de su furia
ante quien se le plante. Al contrario, la consigna pública y autoimpuesta de no
reprimir será uno de los pilares de su gobierno y del de Cristina Fernández. Es
notable y merecerá que nos volquemos reflexivamente sobre el hecho, que, cuando
por fin logran tirarle un muerto encima, apenas si llega a vivir unos días más.
Carótida o no carótida, el hecho tiene que haber influido. Era, para él, un fracaso
inmenso. Yo no le voy a pegar a nadie. Pero en la Argentina —como, en general, en
política, es una de sus reglas— siempre hay un muerto para tirarle a alguien que
prometió no matar. La norma: tenemos que hacer algo que nos permita acusar a
nuestro enemigo de causarlo y justifique nuestras acciones, las que tenemos que hacer
y no podíamos. Ahora podemos. Nuestro enemigo ha cometido un acto horrendo.
Nosotros sólo reaccionamos ante él. La Primera Guerra Mundial empieza o por el
hundimiento del Lusitania o por el asesinato de un archiduque, Roosevelt estaba
totalmente enterado del ataque a Pearl Harbour, las torpederas atacadas por el
Vietcong que justifican el inicio de las acciones bélicas en Vietnam nadie sabe si han
existido, las Torres Gemelas fueron derribadas por la ultraderecha norteamericana y
sus socios islámicos. Hay siempre un momento del desarrollo de la política en que
uno de los grupos se encuentra con la perfecta coyuntura para producir un muerto o
un acto bélico que será atribuido a su enemigo, pocos la dejan pasar.
Kirchner fue caminando hacia el Congreso. Su custodia enloquecía. Se les iba una
y otra vez. Se tiraba sobre la gente. Tocaba, lo tocaban, lo abrazaban. Un fotógrafo lo
lastimó en la frente con su cámara. Era de Clarín. Premonición. No, pura casualidad.
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Llega al Congreso con un apósito en la frente. Empieza su discurso.
Pocos días antes había ido —visita que pareciera inevitable en este país— al
programa de la Señora que Almuerza. Él y Cristina, sólo ellos. La Señora que
Almuerza, con su mejor sonrisa, les larga una frase gestada sin duda en los círculos
del establishment con los que tan buena relación siempre ha tenido.
—¿Saben lo que se dice? ¡Se viene un zurdaje!
Cristina reacciona casi de un salto. Con claro fastidio, dice:
—¡Ay, esa palabra!
Más sereno, Néstor dice:
—Señora, esa palabra ha costado más de treinta mil vidas en la Argentina.
La Señora que Almuerza, sin dejar de sonreír, sin dejar traslucir que esa cifra,
treinta mil, es, para ella y sus amigos, la cifra de los subversivos y sus madres, un
invento, porque podemos asegurarle, señora, que si fueron ocho mil ya estamos
concediendo demasiado, dice:
—Bueno, igual un poco de zurdaje no le va a venir mal al país en el estado en que
está. Hay tanta pobreza, ¿no?
La Señora que Almuerza ha concedido que es el «zurdaje» el que se preocupa por
la pobreza. Que los otros, sus amigos, los empresarios, los militares, los estancieros,
no.
La palabra «zurdaje» queda instalada para definir al gobierno de Kirchner. Se
vino el «zurdaje». Tiempo después, cuando Macri le gana las elecciones a Daniel
Filmus, cuando un tirifilo que no sabe ni armar una frase derrota, en la que se
pretende la «capital cultural de América del Sur», a un intelectual de larga
trayectoria, alguien que (recurro a mi testimonio personal) me recibió en el Flacso
siempre que fui a dar una conferencia, la escuchó, opinó con autoridad y exhibió
siempre una formación intelectual sólida, escucho en mi contestador telefónico una
frase poco agradable, dicha por una voz cascada, pendenciera:
—¡Se acabó el zurdaje, gil! ¡Se acabó el zurdaje!
Todavía no. Para la derecha, el gobierno de Kirchner es el «zurdaje». Para el
«zurdaje» es apenas otro experiemento nacional-burgués-populista que, aliado a la
alta burguesía y a las burocracias sindicales, pretende mantener el modelo capitalista
sometido al imperialismo. Uno de los que conducen a los pibes que vocean este
dislate y hasta arriesgan la vida por él es un tipo que se llama Jorge Altamira. Un
curioso revolucionario. Un revolucionario jodón. En pleno menemismo, en plena
fiesta impune, en plena joda farandulesca, la vedette Moria Casán, que se confesó
después admiradora de Videla, algo que se podía más que sospechar desde hacía
largo tiempo, inauguró un programa de tele: A la cama con Moria. Fueron todos los
políticos del país. Algunos, como Carlos Auyero, no. Carlos Auyero sabía muy bien
quién era quién. Además, su estilo sobrio, y, desde luego, su inteligencia le hacían
detectar que el jueguito propuesto por la vedette era parte de la ética y la estética del
menemismo. Pero no faltó nadie del inconmensurable boludaje político de los
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noventa. Y ahí estuvo Altamira. El punto álgido del programa era meterse en una
cama con Moria, en la cama de Moria, los dos vestidos, pero haciéndose los piolas,
los pícaros, y jugar el juego de la doble intención. Bravo, Altamira. Ni Marx, ni
Trotsky, ni Lenin se hubieran perdido una joda así. Imaginate, ¡a la cama con ese
pedazo de mina! A partir de ese día a Altamira lo bautizaron Altamoria. Altamoria es
el que dice que el gobierno de Cristina Fernández es un engendro sindical-burgués y
se acerca a Duhalde y a la Pando que nos van dar, qué duda cabe, un Gobierno
socialdemócrata y, si Altamoria logra imponer sus criterios, socialista nomás, sin
vueltas. Entre tanto, los pibes de este activista meten el cuerpo, arriesgan la vida, y
siempre piensan que la revolución (por creer vivir incesantemente en medio de
situaciones prerrevolucionarias) está a la vuelta de la esquina. Es la historia de
siempre. La historia de la falta de sutileza política de la llamada izquierda argentina,
su elemental, constitutiva tosquedad. Todos son iguales porque ninguno se propone
derrocar al imperialismo. ¿Por qué? Porque todos son la burguesía. El 7 de mayo de
2003, Luis Zamora dice que es lo mismo votar a Kirchner o a Menem. ¿O acaso
alguna de ellos se propone hacer la reforma agraria? En el pasado, el ideologismo
extremo los llevó a opciones trágicas para todos, para ellos y para los que recibieron
las represalias de los militares. Cuando los militares dieron el golpe del ’76, el Robi
Santucho lanzó una Proclama que decía: «¡Argentinos a las armas!». El ataque a
Monte Chingolo aceleró el golpe de Videla y le tendió una alfombra roja hacia el
horror. Santucho no tenía la menor idea de nada. Estaba infiltrado hasta en los
bolsillos del pantalón. Se abría la bragueta para hacer pipí y, en lugar de su pirulín,
aparecía un tipo de la SIDE con un walkie talkie: «Por ahora no abran fuego. El Robi
está meando». Como sea, el Robi Santucho —a pesar del cambio de los tiempos— no
habría ido a la cama con Moria. Era un pésimo estratega, un estratega delirante, pero
ponía el cuerpo y tenía una moral. Lo mataron aquí luego de una implacable —
aunque atrozmente tardía— autocrítica que supo hacer. Firmenich, en México.
Vestido de milico. En medio de estos tipos, los que quieren hacer política, los que
rechazan los fierros, tienen que moverse con gran sabiduría. Lo peor que puede pasar
es la violencia. El descontrol que se busca con los motines, con los escándalos.
Altamoria tiene a sus pibes a un paso de los fierros o a un paso de justificar los fierros
de los otros, algo que ya ocurrió: el pibe Ferreyra. Ese cadáver es tuyo, Altamoria.
Hacete cargo. Y punto.
El 25 de mayo, Kirchner da su discurso de asunción como Presidente de la
República Argentina ante la Asamblea Legislativa. Poco antes, Duhalde le ha puesto
la banda. Hay una foto divertida. Los dos más jóvenes. Kirchner, por desdicha, algo
mucho más importante que joven: vivo. Duhalde se ve petisito frente a él, pero sonríe
con aparente felicidad. El Flaco lo mira desde arriba y también le sonríe. ¿El futuro
les sonríe? Que no le crean. Cuando el futuro sonríe hay que prepararse. Nos prepara
una de sus más feroces emboscadas. El futuro sonríe para que vayamos entregados
hacia él. Con la guardia baja. El futuro es la derecha. Como siempre lo ha tenido todo
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o como nunca ha perdido lo esencial, sabe que no hay nada que no le pertenezca. El
futuro también. Cuando pierde un poco de poder empieza a prepararlo. A preparar el
futuro. Porque ahí va a recuperar lo que perdió, aunque haya sido poco. Si es mucho,
si tarda en recuperarlo, se enfurece y prepara la reconquista contrainstitucional y casi
siempre sangrienta. Hoy, la derecha está enfurecida. Difícil que se quede tranquila y
respetando las normas de la democracia si Cristina gana las elecciones de 2011.
Porque ahí empezará a proferir sus frases lamentablemente conocidas: «Esto ya no
puede tolerarse», «Esto ya duró demasiado», «No podemos seguir aguantando esto»,
«Esto no puede seguir». Argentina, y una América latina hermanada en mantener la
democracia en sus países, deberá permanecer alerta. El futuro ni siquiera sonríe. Es
tal su enojo que ni puede fingir.
Miré y escuché el discurso por televisión. Sin mayor interés. Esperaba un
discurso más, un discurso de circunstancias, el país tambaleaba y todos buscarían
tratarse con cuidado. Había venido el rey Juan Carlos de España. No era la primera
vez que venía por aquí. Todavía no le había dicho a Hugo Chávez que se callara la
boca. En Madrid, con este hecho a todas luces impropio, me sucedió algo inesperado.
Di, en una conferencia, este ejemplo como el poder del colonizador para hacer callar
al colonizado, en todo caso era un reflejo tardío, encarnado ahora en el rey Juan
Carlos, de la larga presencia colonial de España en América latina. Saltó un tipo y
empezó a defender al Rey. Yo sabía que algún riesgo conllevaba citar ese ejemplo del
Rey. Pero no imaginé que algunos defendieran con ardor a la monarquía. De hecho,
yo la detesto. Me resultan inconcebibles las monarquías que aún perduran. El tipo
dijo un montón de cosas, la mayoría disparatadas. Pero, créase o no, ¡era un
argentino! Algunos lo apoyaron, otros no o fueron cautelosos. Lástima que no tuve a
mano una contratapa que la revista argentina Barcelona sacó a propósito del
incidente. Estaban en ella el rey Juan Carlos, la reina y… el general Jorge Rafael
Videla, ejerciendo de Jefe de la Junta Militar y Presidente de la República. Los tres
sonrientes, en algún acto oficial, compartiendo un momento agradable, un elegante
protocolo entre personas que se respetan. En grandes letras, los de Barcelona habían
escrito: ¿Por qué te callaste? Caramba, no haber tenido en mis manos esa contratapa
excepcional para fregársela por la cara al energúmeno monárquico y sus amigos que
hasta llegaron a decir que a su majestad se le había hecho «una cama». Desde luego:
nadie imagina a su majestad haciéndose la cama, no se habrá hecho una en su vida.
Pero los monárquicos se referían al uso que todos conocemos: hacerle una cama a
alguien es tenderle una trampa. A la salida todavía me dijeron que había tenido
suerte, que le agradeciera al rey el haberme dejado entrar a España, que no se le
permite entrar a cualquier inmigrante. Los mandé a la mismísima y les dije la verdad:
que me había invitado la Casa de América de Cataluña y que, luego de la conferencia
en Barcelona, acepté dar una en Madrid, cosa que lamento ya que en Barcelona no
me habría sucedido algo así. ¿Qué pasa en España? ¿Qué pasa en Europa? Qué fuerte
y decidida está la derecha. Qué xenofobia. El futuro no sonríe en ninguna parte.
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La primera frase que me llamó la atención fue: Sabemos a dónde vamos y
sabemos a dónde no queremos ir o volver. Antes de esta frase había notado y
lamentado que el Flaco leyera y que su dicción fuera endeble. No era endeble, en
cambio, el modo en que decía su discurso. Tenía firmeza, convicción, el tipo era, a
todas luces, un apasionado. La siguiente frase en que me detuve ya fue decisiva. Este
tipo venía a enfrentar al neoliberalismo. Venía a poner la política sobre el tapete. La
política, esa gran negada durante la década anterior, sometida descaradamente a la
economía, a una economía de pocos, de exclusión, de marginación, de mercado libre
para las corporaciones. Dijo: Sabemos que el mercado organiza económicamente,
pero no articula socialmente, debemos hacer que el Estado ponga igualdad allí donde
el mercado excluye y abandona.
Es el Estado el que debe actuar como el gran reparador de las desigualdades
sociales en un trabajo permanente de inclusión y creando oportunidades a partir del
fortalecimiento de la posibilidad de acceso a la educación, la salud y la vivienda,
promoviendo el progreso social basado en el esfuerzo y el trabajo de cada uno. Es el
Estado el que debe viabilizar los derechos constitucionales protegiendo a los sectores
más vulnerables de la sociedad, es decir, los trabajadores, los jubilados, los
pensionados, los usuarios y los consumidores. Afirmar que el mercado excluye y
abandona es declararle la guerra al neoliberalismo. O, al menos, negar con firmeza
sus postulados primarios. Porque es así: el mercado excluye y abandona. Esto no lo
van a aceptar Martínez de Hoz, ni Álvaro Alsogaray, ni López Murphy, ni Friedrich
Hayek, ni Domingo Cavallo, ni Vargas Llosa (que, aunque no sea economista, es un
firme y efectivo cuadro de las corporaciones y la deificación del mercado), ni
ninguno de los economistas neoliberales de este mundo. Kirchner fue claro: lo que el
mercado, por su naturaleza, no puede hacer lo tiene que hacer el Estado. El Estado es
la herramienta de la política. El Estado debe intervenir en la economía. La economía
no es entonces «libre». ¡Horror! El intervencionismo estatal es una de las grandes
pesadillas del orden imperante. Si Grondona llama a su endeble pero ilustrativo
pequeño libro (177 vacilantes, elementales páginas) Los pensadores de la libertad es
porque el neoliberalismo (en una maniobra hipócrita pero hábil que hay que
desenmascar) llama libertad a la libertad del capital, a la libertad de mercado. En un
mercado «libre» las corporaciones se mueven a su gusto. Se devoran a los pequeños y
forman los «grupos». Los grupos son los monopolios. El libro prioritario de Hayek se
llama Los fundamentos de la libertad. Y el mamotreto de Karl Popper, todavía
utilizado por sus compinches del empirismo lógico, lleva el orgulloso, opulento título
de La sociedad abierta y sus enemigos. ¿Qué es la sociedad abierta? La sociedad
libre. La sociedad del alegre vagabundeo del capital. Lo peor que puede pasarle a esta
sociedad es: el Estado. De aquí que sus enemigos sean Platón, Hegel, Marx. Y siguen
los villanos. Todas las teorías que avalan la sustantividad del mercado son el
instrumento ideológico del que se valen las grandes empresas para formar a sus
cuadros. El esquema establecido es: libertad–libertad política–democracia—
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pluralismo–libertad de mercado–igualdad de oportunidades para todos–la formación
de monopolios la debe regular la mano invisible, nunca el Estado. Los regímenes
socialistas del siglo XX llevaron el estatismo a la dictadura personalista del líder, a la
negación de la democracia, y al autoritarismo de un partido con un solo dogma
ideológico permitido (lamentablemente, aunque les duela a los seguidores
incondicionales de Fidel Castro, esto se sigue dando en Cuba bajo el amparo de la
torpeza norteamericana del bloqueo, que se utiliza para justificarlo todo, en especial
el sofocamiento de toda disidencia). Quedó, así, asociada la figura del Estado a la del
régimen totalitario, al autoritarismo. Estatismo y totalitarismo terminaron por ser
sinónimos. No faltaron los ideólogos liberales que interpretaron la totalidad del
siglo XX como una lucha entre la libertad (las democracias occidentales) y el
totalitarismo estatal (donde, sin inconvenientes y casi con júbilo, mezclaron a Hitler y
Stalin, negando que el origen del socialismo soviético fue un acontecimiento
verdadero, un radical evento de la Historia que luego se negó a sí mismo por llevar en
sí los mecanismos de su autodestrucción: la dictadura del proletariado que terminó en
una vanguardia revolucionaria, que implantó un Partido y un dogma únicos y un líder
al frente de todo, que encarnó el culto a la personalidad, la negación perfecta del
socialismo). Sin embargo, Kirchner se va a desmarcar por completo de estas
experiencias fracasadas. Su retorno es al Estado de Bienestar. Este Estado, lejos de
ser totalitario, está en función de la equidad social, se hará presente en todo lugar
donde se produzcan desigualdades, injusticias. No estamos inventando nada nuevo,
los Estados Unidos en la década del treinta superaron la crisis económica financiera
más profunda del siglo de esa manera. El tema de la seguridad (por medio del que se
movilizará la oposición en sus primeros enfrentamientos al Gobierno y siempre que
lo necesite) ya estaba claramente enunciado en este discurso: El cumplimiento
estricto de la ley que exigiremos en todos los ámbitos debe tener presente las
circunstancias sociales y económicas que han llevado al incremento de los delitos en
función directa del crecimiento de la exclusión, la marginalidad y la crisis que
recorren todos los peldaños de la sociedad.
Una sociedad con elevados índices de desigualdad, empobrecimiento,
desintegración familiar, falta de fe y horizontes para la juventud, con impunidad e
irresponsabilidad, siempre será escenario de altos niveles de inseguridad y violencia.
Una sociedad dedicada a la producción y proveedora de empleos dignos para todos
resultará un indispensable apoyo para el combate contra el delito.
El discurso parecía llegar a su fin. No había estado mal. Tendríamos, según
parecía, un presidente keynesiano. Esto habría de irritar al establishment nacional
porque no quieren nada que implique el crecimiento del Estado. Recordemos la
consigna de Martínez de Hoz que todos los buenos argentimedios pegaban en el
vidrio trasero de sus automóviles: Achicar el Estado es agrandar la Nación. Aunque
los liberales del equipo económico de los desaparecedores comprendían la
contradicción que se producía. Los militares, al estar enfrentados en una «guerra
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sucia» a un adversario tan poderoso, que tanto requería de las fuerzas de toda la
nación para ser al menos inicialmente controlado y luego derrotado, necesitaban un
Estado poderoso. ¿Cómo achicar el Estado ante un ejército enemigo de tamañas
dimensiones dispuesto a trastocar nuestro estilo de vida? Así, el delirio militarista no
achicó el Estado. Y Martínez de Hoz se entregó a los grandes negociados con la
deuda externa (que no necesitaba tomar) y todo se fue desgajando hasta que ya no
hubo más remedio que declararles la guerra a los ingleses para tener una nueva
hipótesis de conflicto que les permitiera seguir al frente del gigantesco Estado
desaparecedor. (NOTA: Me dije que no sería necesario, que la triste broma macabra
arrojada sobre el delirio militarista de enfrentar a un adversario poderoso quedaría
clara. Pero se vive en un clima bastante enrarecido y poblado de conciencias
indecentes, capaces de todo. Aclaro, entonces, que no había tal adversario de
gigantescas proporciones, sino que los militares lo inventaron para justificar su praxis
de muerte. A comienzos de 1976, la guerrilla ya casi estaba derrotada. La lucha se
llevó a todos los campos de la nación que pudieran incomodar el plan económico.
Emilio Mignone narra —en Iglesia y dictadura— que el padre del segundo de
Martínez de Hoz (Walter Klein) le contaba su disgusto por la persistente lucha de los
delegados de Acindar, que eran veintitrés y no cejaban en sus intentos reivindicativos.
Apareció el general López Aufranc y le dijo con su sonrisa tan elegante que helaba de
espanto a cualquiera: «No se preocupe, doctor. Ya están todos bajo tierra». Ahí estuvo
la lucha contra la «subversión armada». Y con los abogados, los psicólogos, los
intelectuales [llamados «ideólogos de la subversión»] y también se desarrolló en
medio de actos aberrantes como los botines de guerra y el robo de niños). De modo
que la reivindicación que hacía Kirchner del Estado no caería bien entre los hombres
de las corporaciones. Pero no mucho más. El resto era el discurso más o menos
tolerable de un presidente que asumía con una cantidad de votos muy reducida,
herencia que su adversario le había dejado. Pero, de pronto, el Flaco dice: «Formo
parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias; me sumé a las
luchas políticas creyendo en valores y convicciones a las que no pienso dejar en la
puerta de entrada de la Casa Rosada». ¿Cómo, qué decía, me hablaba a mí, a mis
amigos, a nuestra generación? Absurdamente tuve ganas de decirle al televisor,
mirándolo a él, ahí, en la pantalla:
—Yo también formo parte de una generación diezmada.
Era la primera vez que un presidente se asumía como tal. Hacia fines de 1982,
Alfonsín dijo en un discurso:
—«Una represión brutal segó vidas sin piedad».
Recuerdo que me estremecí. Fue un acto de gran coraje. Además me gustó la
frase «segó vidas sin piedad». El uso del verbo segar y su evocación a la siniestra
guadaña de la Muerte eran potentes, expresivos. Todos le dijeron a Alfonsín que era
un provocador. Los radicales que se le oponían y la mayoría de los peronistas. Pero se
la jugó a fondo en ese discurso. Alfonsín es un político que tiene momentos brillantes
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y, luego de la aflojada ante los carapintadas («La casa está en orden», etc.),
momentos opacos, que yo, al menos, lamenté mucho: derogación de las leyes de
Punto Final y Obediencia Debida y sobre todo el Pacto de Olivos, que posibilitó la
reelección de Menem y está rubricada por una foto ilevantable, sin retorno, que se
tomó con el riojano abrazándolo y con una sonrisa de triunfo, de alegría, de no sé qué
mierda. Pero el hombre de Chascomús era un radical y nada tenía que ver con nuestra
generación. Este Flaco, en cambio, lo decía claro: Pertenezco a una generación
diezmada. Hay politólogos de los diarios hegemónicos que afirman que los
problemas del gobierno de Kirchner se originan en esta frase: en su adhesión al
setentismo. Sucede que para estos señores el setentismo son los Montoneros. Han
bajado esa línea desde los medios y, hoy, cualquier tipo que anda por ahí dispuesto a
que le llenen la cabeza con cosas de las que no sabe ni sabrá nada porque no se
ocupará en averiguar ni en preguntar, dice: «Tenemos un gobierno Montonero». Por
si fuera poco, la burrada mayor y también la canallada mayor radican en totalizar en
la fórmula los setenta toda la riqueza de una época. No existen los setenta. Había
tantos grupos y proyectos diferenciados que, en caso de existir, sólo pueden existir en
tanto diferencia, en tanto caleidoscopismo, en tanto enfrentamientos continuos,
acuerdos también continuos, en tanto riqueza de una época imposible de meter en una
simple fórmula.
Pero Kirchner había dicho mucho más. Había mencionado las luchas y las
convicciones. Eso le dio entidad a esa generación. Todo tenía peso. Nada era líquido.
Se vivía una ontología fuerte. No una ontología virtual como hoy. Las luchas y las
convicciones entregaban un sentido a la vida. No eran elecciones frívolas. No se
tomaban por frivolidad, aburrimiento o indiferencia. El riesgo era un factor constante.
Todos lo sabían: en cualquier lugar de la militancia en que se estuviera se corría el
riesgo de perderlo todo. El riesgo, al ser total, se identificaba con la muerte. Se
estuviera o no en los fierros. Los militantes de superficie podían pasarla peor. Podían,
por ejemplo, militar en una Unidad Básica y una tardecita cualquiera pasa una
camioneta del C de O y descarga las balas de tres metralletas al azar, contra
cualquiera. Total, el que esté en esa Unidad Básica de la jotapé tiene que ser un
enemigo. Por eso Kirchner habla de luchas y convicciones. Sólo convicciones muy
fuertes podían justificar compromisos tan hondos, tan extremos. Pero dice todavía
algo más agresivo para sus oyentes de derecha. Dice que esas luchas y esas
convicciones no las piensa dejar en la puerta de la Casa Rosada. Es decir, va a
gobernar con ellas. No ha dejado de ser el que fue, como tantos. Y lo aclara: «No creo
en el axioma de que cuando se gobierna se cambia convicción por pragmatismo. Eso
constituye, en verdad, un ejercicio de hipocresía y cinismo. Soñé toda mi vida que
este, nuestro país, se podía cambiar para bien. Llegamos sin rencores, pero con
memoria. Memoria no sólo de los errores y horrores del otro, sino también memoria
sobre nuestras propias equivocaciones. Memoria sin rencor que es aprendizaje
político, balance histórico y desafío actual de gestión». Advierte que no se entregará
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al pragmatismo. (Atención desde ya a esta promesa). Y después: «Llegamos sin
rencores pero con memoria». Aquí estaba contenida la decisión de los juicios a los
militares genocidas. Sin rencor, pero con memoria. Tengamos siempre presente que
en nuestro país la existencia de las Madres y las Abuelas fue la que frenó las
venganzas por mano propia. No se mató a ningún represor. Por eso es falso hablar de
venganza. A los asesinos se los juzga. No se los tortura. No se los tira de un avión al
Río de la Plata. Y las familias siempre saben dónde están. Revancha sería aplicar el
mismo procedimiento que los desaparecedores aplicaron. Aunque, ¿de dónde sacar
tanta crueldad? ¿Quién sino nuestros militares desaparecedores se educaron bajo la
Doctrina Francesa de Seguridad Nacional? Esa memoria, sigue, abarca los «errores y
horrores del otro» y las equivocaciones propias. Pero es justo que hable de los
«horrores del otro», porque en el campo de los masacrados se padecieron los
horrores, no se cometieron. Y las organizaciones guerrilleras tuvieron algunos
lamentables, imperdonables errores que han sido cuestionados a fondo y sobre el gran
error de haber acudido a la violencia luego del 25 de mayo de 1973, cuando un
Gobierno Popular, el del doctor Cámpora, recupera la democracia. Ahí debió terminar
la violencia. (Todos estos temas están exhaustivamente tratados en mis dos
volúmenes sobre Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina. Pronto
saldrá el segundo tomo. Necesito, de todos modos, anotar algunos puntos aquí).
El discurso termina con una frase también alentadora, también irritativa para el
establishment. ¿Saben por qué? Seamos claros: porque el establishment está
básicamente de acuerdo con Videla. Lamenta que lo haya hecho tan mal, con una
brutalidad que no podía sino trascender, con un plan económico arruinado por la
corrupción, por la deuda innecesariamente contraída y por una guerra contra un
eterno aliado de la Argentina (el Imperio Británico, del que fuimos una de sus joyas
más preciadas) que sólo podía terminar en el desastre conocido. Dice Kirchner y
finaliza: «Les vengo a proponer que recordemos los sueños de nuestros patriotas
fundadores y de nuestros abuelos inmigrantes y pioneros, de nuestra generación que
puso todo y dejó todo pensando en un país de iguales». ¿Qué es esto? Este hombre
está loco. ¿Cómo se permite situar en un mismo nivel a nuestros patriotas fundadores
y a su maldita generación de guerrilleros? Imperdonable. «Tendremos que estar muy
atentos», se dicen. Se lo dicen ellos, la Embajada de Estados Unidos y la CIA. Se
viene un gobierno populista. Que, además, reivindica las luchas que en el pasado
tuvimos que sofocar a sangre y fuego.
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CAPÍTULO IV
«El Presi quiere tomar un feca con vos»
Ese domingo tenía mi contratapa en Página/12. El clima político era bueno. Era
bueno en todo el país. Se inauguraba la «luna de miel». Al día siguiente de asumir,
Kirchner acompaña a Daniel Filmus para solucionar un problema educativo en Santa
Fe. Es veloz, le mete el cuerpo a todo, desarrolla una actividad vertiginosa. Es el anti
De la Rúa. El domingo sale la nota que abre las puertas de nuestra amistad. Se llama
«Un Flaco como cualquier otro» y es inevitable reproducirla.
Aquí va:
El Flaco se llama Néstor, como el Presidente. También podría decirse —sin faltar
a la verdad— que el Flaco es el Presidente, porque el Flaco, desde el domingo 25 de
mayo de 2003, es el Presidente de este país en que todos estamos y también él;
nosotros como ciudadanos, él como Presidente. Pero cuando amaneció el 25 el Flaco
todavía no era el Presidente. Le tenían que poner la banda, tenía que jurar, saludar a
los granaderos, advertirles a los ministros que Dios y la Patria les iban a demandar
algo que jamás le demandaron a nadie, así estamos. Entonces, volvemos: empieza el
25 y el Flaco todavía no es Presidente. Para colmo, le hicieron una trampa muy fea,
tan fea como podía hacerla el Gran Tramposo, que se bajó del ballotage y lo bajó al
Flaco del 70% al que, cómodo, llegaba. Porque el Flaco, además de Flaco, es alto, de
modo que puede llegar al 70% y hubiera llegado si no fuera porque el Gran
Tramposo, que, entre otras calamidades, es muy petiso, no se hubiera bajado, pero se
bajó y no hay quién no sepa por qué, el Gran Tramposo se bajó porque cuando sus
Amos le dicen «Suba», él sube, y cuando le dicen «Baje», él baja, y esta vez le tocó
bajar. Tanto, que ya ni petiso es. Tanto, que lo enterraron. Porque de un petiso podrá
decirse cualquier maldad menos una: que no ocupa algún espacio en la realidad, que
un cacho del ser no le pertenece, por menguado que sea. Al Gran Tramposo, en
cambio, nada, tanto lo bajaron que ya no se lo ve. Y creo que somos muchos los que
queremos que siga así: ausente de la realidad durante algún tiempo. De aquí a la
eternidad, digamos.
Volvemos al Flaco. Que, la sinceridad ante todo, no se había lucido durante la
campaña electoral. Le decían mucho lo de Chirolita. Que Duhalde lo chiroleaba. Que
era el Chirolita de Duhalde. Cosas así. Y el Flaco hablaba aquí, hablaba allá, hablaba
donde podía, pero no lo escuchaban mucho. Para qué lo voy a escuchar al Flaco —
pensaban todos—, si abre la boca y habla Duhalde, para eso lo escucho a Duhalde,
que, por suerte, habla poco, ya que la juega de Prócer Prescindente o de Presidente en
Tránsito. Y uno no escuchaba a nadie, ni a Duhalde ni al Flaco. Sin embargo, el Flaco
lo necesitaba a Duhalde (y seguramente lo sigue necesitando, pero ésta es otra
cuestión) porque el Gran Jefe Bonaerense tenía lo único que restaba de un país que se
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llamaba Argentina, tan hecho polvo, tan amainado que sólo le restaba un aparato, el
duhaldista. Y ahí se montó el Flaco, ahí puso el pie, encontró un pedazo de la
realidad. Lo menos que se le puede pedir a la realidad —se dijo— es que exista, y
aquí ya no existe nada. Están los piqueteros y los asambleístas, de acuerdo. Pero los
asambleístas existen porque les dejaron de existir los ahorros, no bien vuelvan los
ahorros se van los asambleístas. Y los piqueteros existen pero como pura negación,
existen como expulsión, marginación, desechos de un podrido sistema que no puede
integrarlos. Hacen lo que pueden y lo hacen bien, pero yo, piensa el Flaco, quiero ser
Presidente y ver si desde ahí puedo hacer algo por traerlos de nuevo a ese viejo y
venerable circuito que ya no existe, el de la producción. De modo que el Flaco se
pregunta qué tiene y tiene dos cosas: el frío patagónico y el aparato de Duhalde.
Llega con esas dos cosas. Se banca lo de Chirolita y empuja. Por fin, gana. Pero por
descarte. Gana porque el Otro, el Gran Embaucador, se va. O sea, el Flaco, que llegó
como Chirolita, que llegó por medio de Otro, del Gran Caudillo Bonaerense, gana por
defección de Otro, del Gran Embaucador. No soy yo, se dice. Soy un resultado.
Llegué por Otro y gané por Otro. Llegué porque Otro me hizo llegar y gané porque
Otro decidió perder. Entonces, en esta feroz encrucijada, el Flaco toma la decisión de
su vida. Decide inventarse. Sabe, como el hombre sartreano, que es nada. Pero sabe
que esa nada le abre el infinito, la tarea vertiginosa de ser sus posibilidades, de
elegirse, de darse el ser. El Flaco, entonces, inventa al Flaco. (Que nadie crea, en este
punto, que la referencia a la ontología de Sartre es casual, que surgió porque sí. No, el
Flaco es sartreano. Lo es, ante todo, porque tiene que inventarse, elegir, y,
eligiéndose, darse el ser. Y también es, el Flaco, sartreano, porque como el Gran
Virola francés, el Flaco es el Gran Virola argentino. Se le pianta un ojo. El mismo que
al autor de la Crítica de la razón dialéctica, el derecho. Suele creerse que esto es un
defecto, una carencia. Pero no, el Virola ve más que el pobre tipo que tiene los dos
ojos para el mismo lado. El Virola, con un ojo, ve el Todo. Y con el Otro ve lo que el
Todo tiene al Costado. O sea, ve el Todo y su Costado. Que alguien diga si puede ver
tanto. Privilegio de pocos ver todo eso, ver el Todo y el Costado. Privilegio de
grandes. Como Sartre. Como el Flaco).
¿En qué momento empieza a inventarse, a crearse, a darse el ser el Flaco? Cuando
el Gran Embaucador renuncia. Ahí se pone frente a un micrófono y dice: «Sólo este
rostro nos faltaba conocerle: el de la cobardía». Caramba, qué frase. Algo así no sale
del aparato duhaldista. Los aparatos dan muchas cosas. Poder, por ejemplo. Pero no
inteligencia, que es, siempre, más que el poder, ya que es su creación y no su mera
acumulación burocrática. Después el Flaco va al programa de la Señora que
Almuerza. Y la Señora que Almuerza le dice eso tan feo, lo del zurdaje que se viene.
Y el Flaco le dice «Señora, por esa frase, murieron treinta mil personas en este país».
Y todos empiezan a decir El Flaco es Zurdo, qué Zurdo es el Flaco, qué Zurdaje se
viene, cuánta razón tiene la Señora. Pero el Flaco sigue. Es posible conjeturar, aquí,
que el Flaco está acostumbrado a que le digan zurdo.
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Ahora es el 25. Y el Flaco hizo venir a cada gente, vea. Gente que, pongamos por
caso, si ganaba López Murphy, no venía. Pero ganó el Flaco y vinieron. Fidel,
Chávez, Lula, un horror. Una verdadera acumulación de zurdaje. Pero el Flaco los
quería tener porque es afecto a los buenos recuerdos y dijo, después, en el discurso,
que tenía algunos, algunos buenos recuerdos, el de la plaza del 25 de mayo de 1973,
por ejemplo, la de Cámpora, Allende y Dorticós. Y dijo pertenezco a una generación
diezmada. Y ahí —los que todavía no se habían dado cuenta, se dieron cuenta para
siempre— ¡el Flaco es un Flaco de la Jotapé! El Flaco es un Flaco del setenta. Un
Flaco de la izquierda peronista. Y si no, vean esa foto que aparece en los diarios: el
Flaco, más flaco que ahora, como declinando en una silla, los brazos cruzados,
escucha a dos o tres barbudos, circa 1972, en Río Gallegos, y los dos o tres barbudos
son la imagen de la «subversión», son perucas de izquierda de los más bravos, y por
ahí el único que queda de esa foto es el Flaco, que los mira y aprende, y cree que del
peronismo puede salir algo así como el socialismo, mirá vos las cosas en que creía el
Flaco, si habrá sido joven, si habrá sido gil, creer eso, creer eso en lo que creyó la
generación más revolucionaria de la historia de este país, la más castigada, la
diezmada, como dijo el Flaco. Creer eso, creer que de un movimiento político con un
general nazi a su frente podía salir la lucha de clases y la liberación nacional. Pero
hay que comprender: el Flaco, en esos años, no leía a Uki Goñi sino a Fanon, a
Cooke, a Jauretche, a Hernández Arregui. Y hasta, me juego, el Flaco leía la revista
Envido, la única revista teórica que hizo la izquierda peronista, escrita, desde adentro,
por flacos de la misma edad que el flaco, que eran, en ese entonces, tan flacos como
él, y tan jóvenes y tan apasionados. Que eran, sin más, la izquierda peronista.
Reducida después —por el canallismo ideológico de tantos canallas— a la mera
historia de los Montoneros, y luego a la mera historia de Firmenich y Galimberti. Y
luego al desprestigio y a la despolitización. Porque todos lloran por los desaparecidos
pero olvidan en qué creyeron y por qué.
Y por fin, el domingo, el Flaco gana por goleada. Se come la cancha. Se mete a la
gente en el bolsillo. Se hace querer. Se crea sí mismo. Es un flaco como cualquier
otro. Cruza hacia el Congreso. Un periodista lo hiere. El Flaco llega al Congreso
medio ensangrentado. Jura. Juega con el bastón. Tiene el saco desabrochado. Y ahí
está Lula. Y Castro. Y Chávez. Y el Flaco está feliz. Y con un ojo los mira a todos. Y
con el otro, con el sartreano, de costadito la mira a Cristina.
Años después, alguien dirá que ésta es la nota «más obsecuente» que se escribió
sobre Kirchner. Pobre tipo, cruzó tan mal la vereda que quedó medio bobo.
¿Obsecuente? Yo ni sabía quién era Kirchner. Ni quería nada de él. Ni lo esperaba.
Sólo había escrito la nota porque me había caído bien. Y punto. Era una nota de
bienvenida a un nuevo y —para mí— desconocido presidente que había logrado
emocionarme en algunos pasajes de su discurso. Ya sabemos que «el periodismo»
dirá después que nos tiró ese anzuelo de los 70 y los derechos humanos para
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pescarnos, tenernos de su lado, engrupirnos. Bueno, eso es evidente: que nosotros
somos medio pelotudos, digo. Nos tiran dos o tres cosas y ahí vamos, y nos creemos
todo, y justificamos todo, y perdemos la conciencia crítica que sostuvimos toda una
vida. Menos mal que están los periodistas de La Nación, de Perfil, de Noticias para
advertirnos. Miren, muchachos, no se dejen engrupir por este aventurero. Derogó el
Punto Final y la Obediencia Debida y está juzgando a todos los militares de la, ejem,
dictadura para comprarlos a ustedes, porque sabe que así lo van a seguir. Uno se calla
la boca y piensa: ¿tan importantes somos nosotros? Citando a varios de los
prestigiosos nombres que componen Carta Abierta (digamos: David Viñas, León
Ferrari, Noé Jitrik, León Rozitchner, Roberto Cossa, gente que nunca fue peronista),
un editorialista de La Nación concluía: «Llama la atención que gente tan talentosa se
reúna sólo para defender los intereses de un matrimonio». Es tan ignominiosa esa
frase que uno advierte que vivimos hondamente los tiempos del desprecio. Cualquier
perejil periodístico de cualquier diario de la «oposición» (entidad metafísica que ya
analizaremos) escribe cualquier cosa sobre un intelectual entrañable, un maestro de
generaciones, de nuestro país. Por eso, aunque no lo digan, cada vez son más los que
aprueban la «guerra sucia». Otra vez la están haciendo. En la modalidad de hoy, la
mediática.
A los diez días del domingo en que salió la nota me llaman por teléfono. Cuando,
por fin, atiendo alguien me pregunta si soy yo.
—Soy el vocero presidencial —me dice—. El Presi quiere tomar un feca con vos.
Hay que comprender: yo tengo mis años y las infinitas tragedias, comedias e
imbecilidades de este país me las viví todas. Lo peor que podía pensar de lo que
acababa de llegarme a través del teléfono («El Presi quiere tomar un feca con vos»)
era: «Ésta no la conocía. Ésta es una nueva. Es la amenaza con forma de chiste
surrealista». Pero mi pesimismo, si bien ha ido lejos, acaso demasiado lejos, aún tiene
hendijas por las que se filtra el Mesías, para decirlo à la Walter Benjamin en sus Tesis
sobre filosofía de la historia, uno de mis textos más amados de toda la historia de la
filosofía. Me la creí la frase. Sin evitar creer otra cosa: «Éstos deben estar todos
locos».
—¿Dónde lo tomaríamos al feca?
—Donde vos quieras. ¿El Tortoni te viene bien?
—Sí, pero te aclaro que yo vivo de noche. Me duermo a las siete de la mañana.
Así que tendría que ser tarde la cosa.
—Decí vos.
—¿Te parece, digamos, a las 19:30?
—No hay problema.
—A ver si entendí bien: ¿vos me decís que el Presidente va a ir al Tortoni a las
19:30 para tomar un feca conmigo?
—¿Va a estar jodido, no? Mucha gente. Se va a armar un despelote. Mirá,
hagamos algo: venite a la Casa Rosada.
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—Nunca fui a la Casa Rosada.
—Será porque nunca te invitaron. Ahora sí: el Presi quiere hablar con vos.
Arreglamos el día y la hora. Nos despedimos.
Le había mentido.
Había ido a la Casa Rosada.
El 19 de agosto de 1985, varios intelectuales con militancia peronista sacaron un
Documento de renuncia al Partido Justicialista, que se publicó en algunos diarios y se
leyó abundantemente por las radios. Éramos: Nicolás Casullo, Alcira Argumedo,
Horacio González, Adriana Puiggrós, Jorge Luis Bernetti, Mempo Giardinelli, Alvaro
Abós, Carlos Trillo y algunos más, que no los nombre en este momento no los
disminuye ni los hace menos importantes. A los pocos días me llamaron de la
Secretaría de Prensa de la Presidencia. El secretario me invitaba a almorzar. Dónde.
En la Rosada. Fue un almuerzo agradable. La mesa era redonda pero el que la puso se
las ingenió para que el Secretario quedara en la cabecera, aunque no había cabecera,
para eso son redondas las mesas que son redondas. Hizo así: puso un plato en uno de
los lugares y dejó un espacio a su izquierda y a su derecha. Después puso los otros.
Creó una centralidad dentro de una esfera. El hombre, se ve, abominaba de una idea
tan interesante como la de la esfera de Pascal, cuyo centro está en todas partes y su
circunferencia en ninguna. La conversación fue tan interesante que sólo recuerdo dos
cosas. La primera, había un importante cuadro del radicalismo del que había
aprendido una jugosa lección política. El año anterior —en abril de 1984—
almorzábamos junto con Andrés Cascioli cerca de la redacción de HumoR. No sé por
quién le pregunta Cascioli: si lo conoce o no. El hombre del partido del honorable
(dicho esto sin el menor atisbo de ironía) doctor Alfonsín, del partido que
representaba los nuevos tiempos, los de la recuperada democracia argentina,
despectivamente respondió:
—¿Ése? A ése lo comprás por cuarenta mil dólares.
Ahora la comida llegaba a su fin. El Secretario me dice:
—Bueno, no nos olvides. Siempre hay una mano tendida por aquí.
—Gracias, pero no me fui de un partido para entrar en otro. Ustedes saben que les
deseo mucha suerte porque en el país, por ahora, se trata de afirmar la democracia. Y
es una tarea que ustedes van a hacer bien. Después, no sé.
Andrés Cascioli ya no porque está muerto. Pero Luis Gregorich sabe que el
mismo lunes, al día siguiente del triunfo de Alfonsín, lo llamé por teléfono para
desearles mucha suerte. Dos días antes de la asunción de Alfonsín me crucé con
Carlos Ruckauf, al que apenas conocía. Le escuché decir:
—Yo no me aguanto la fiesta radical. Me rajo al Uruguay.
Me dio una bronca considerable.
—No es una fiesta radical —le dije—. Es de todos. Cayó una dictadura sangrienta
y se abre la posibilidad democrática. Eso nos incumbe a todos.
De todos modos —creo—, Ruckauf cruzó el Río de la Plata. Un gesto original:
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¡al fin un peronista buscaba refugio en el Uruguay! Era la parodia populista de
Alberdi, Echeverría y Florencio Varela en 1837 y de Borges, Bioy y tantos otros
durante los 50.
Llegó el día. A la Rosada. Un feca con el Presi. Antes me cité con Luis Chitarroni
en la confitería de la esquina de mi casa, que me gusta mucho. Se llama Olalá. Sí, el
nombre es horrible. Pero funciona para mí como un segundo lugar de encuentros y
hasta de trabajo. Creo que Chitarroni quería un libro mío para Sudamericana. Pero
hablamos sobre todo de literatura. Chitarroni es un tipo muy agradable y, desde
luego, sabe mucho de literatura y a mí me interesa mucho ese ítem, aunque en este
país se empeñen en verme como un ensayista (que también es literatura, algo ya
olvidado) soy, ante todo, un escritor, y tal vez sobre todo un novelista. En fin,
dejemos esto. Pero, da bronca: ¿por qué me parten en dos? ¿No saben sumar? Escribo
ensayos y novelas. Y en los dos géneros hay prosa —y cuanto más cuidada mejor—,
hay narración, hay construcción de tramas, estilo. Al diablo. Yo tenía un camperón
medio veterano. Esas prendas a las que uno les agarra cariño y después se las pone
casi sin pensarlo. Tomamos varias tazas de café, alguna Coca Light, un par de
cortados. Y salimos a la calle.
—¿Así vas a ver al Presidente? —pregunta Chitarroni.
Le digo que sí. Se ríe.
—Sos un grande —me dice.
—¿Y cómo querés que vaya? ¿Con saco y corbata? ¿Vestido como para ver a un
Presidente?
—Es cierto. Yo también iría así.
—Sos un grande.
Llego a la Casa Rosada. En menos de un minuto estoy en el despacho de Miguel
Núñez, el vocero. Tiene un enorme cuadro del Flaco en su momento menos
fotogénico. Con la herida de la frente, todo despeinado, el ojo más a la deriva que
nunca y muerto de risa. Al rato aparecen Mona Moncalvillo y Pino Solanas. También
otro tipo. Que me dice:
—Si vos estás aquí, entonces ya no tengo dudas. Yo también tengo que estar.
Durante esos días advertí —un poco preocupado— que me había convertido en
una especie de faro moral, por decirlo de algún modo. Este país es así. Me voy a
permitir decirlo de un modo contundente: hay tantos pero tantos cagadores, que si
hacés la elemental, apenas la elemental, la primaria, es decir, si no cagás a nadie, sos
la Madre Teresa.
Pino me saludó como yo a él: con seca, medida cortesía. Cuando se estrenó Eva
Perón, en 1996, la peli que dirigió Juan Carlos Desanzo con esa formidable
interpretación de Esther Goris y que los canales de TV invariablemente pasan todos
los 26 de julio, aniversario de la muerte de Evita, Pino dijo un montón de frases
iracundas sobre la película, todas dirigidas a mí, porque yo era el guionista y —era
evidente— el responsable ideológico del film. Lo enfurecía el tratamiento que le
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había dado al «General Perón». Todos los que conocieron a Perón le dicen «el
General». Yo no contesté. Que se sacara el gusto. No sé si leyó mis trabajos sobre
Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina. Ahí me superé. Al tercer
Perón lo traté todavía peor que al primero. Al primero nunca lo traté mal. ¿Cómo voy
a tratar mal a un tipo que llevó la participación de los obreros en la renta nacional a
un 53%? ¡La subió un 33%! Pero en Eva Perón señalaba que ella estaba dispuesta a ir
más lejos que él. Que él era un milico y nunca dejó de serlo. Que ella se lo pedía.
Que, ya enferma, flaca, tambaleante, después del golpe de Menéndez y de su fracaso
en la jugada de la vicepresidencia, se lo decía entre jadeos: «Que el milico que hay en
vos no mate al líder obrero. Vos ya no sos un milico. Ya cumpliste con tus
compañeros de armas. Ahora pertenecés a los obreros». Evita hacía traer armas de
Holanda para formar milicias populares. Los militares peronistas, los fieles a Perón,
Solari, Lucero, le llevan la denuncia. Perón deriva esas armas al arsenal Esteban de
Luca. En el ’55, los insurrectos antiperonistas se apoderan de ese arsenal y usan las
armas contra él. Supongo que estas cosas —que no pude ni quise dejar de decir sobre
Perón en esa película— enojaron a Pino. Así es la vida. También creo que lo que fue
a buscar ese día a la Rosada ni la sombra de un escarbadientes le debe haber visto.
Porque uno, que conoce a la gente, no se engaña: si él, Pino, estaba ahí ese día, como
estuvo, muy al principio, con Menem pidiéndole las Galerías Pacífico, que le birló
Julio Bárbaro y al final se las metió en su inagotable bolsillo el ex Tigre de los Llanos
y ahora cachorro de las corporaciones, era por algo. Por algo que, como muchos
(como muchos periodistas de alto nivel de divismo y ambiciones tan
sobredimensionadas que hasta suelen acabar en el patetismo o el ridículo), no
consiguió. De ahí su odio insostenible por un Gobierno que estaba pintado, diseñado
para él, para su historia más auténtica. Siempre me tendrá bronca por el modo en que
pinté a «su» general en ese film. A mí, hoy, mucho más me enojan las cosas que él
hace. Y no se trata de una película. Se trata de una coyuntura histórica en que —si se
pierde— se vienen otra vez los del ’55: la Sociedad Rural, el diario La Nación, las
grandes corporaciones, todo el garquerío nacional con la clase media a remolque y
los tacheros y Radio 10 y todo el aparataje mediático, y los nuevos Américo Ghioldi,
Alfredo Palacios (que luego algo mejoró), Rodolfo Ghioldi, Victoria Ocampo
(aunque, la de hoy, meritoriamente, intente comprendernos), los periodistas
lameculos de las corporaciones y Pino Solanas, único, napoleónico, al que le van a
dar un patadón espectacular, no sin antes agradecerle los servicios prestados. Pino
Solanas no es un mal tipo. Sólo tiene un problema: él. Si lo vence, gana. Si gana, va a
sumar donde hay que sumar.
Al rato me quedo solo con Núñez. Suena el teléfono. Es el Presidente. Pide
disculpas por la demora y avisa que baja. Que nos veamos en el hall de salida. Ahora
estamos ahí. Viene un grupo de gente. Uno es más alto que los demás. Qué duda
cabe: es el Flaco. Me ve y dice:
—¡José! Qué honor.
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A ver: ¿qué piensan los tipos piolas, los que no hay una que no se conozcan, los
que ya volvieron cuando uno ni cerró la valija? ¡Qué turro! Mirá lo que le dice: Qué
honor. Demagogia pura. Se lo compró de entrada. El boludo entró de cabeza. Porque
es así: la devaluación de los intelectuales a manos de los periodistas de las radios y de
la tele ha llegado a los extremos. En la tapa de Noticias salen David Viñas, Horacio
González, Noé Jitrik, Ricardo Forster y no recuerdo si alguno más. Las fotos están
alineadas: como su fueran delincuentes que la autoridad del Far West anda buscando.
La nota promete decir —entre otras grandes revelaciones— cuánto ganan o cuánto
cobran por servir al «poder». Y con este preciso concepto de la filosofía política —
preciso y difícil— hacen un juego hipócrita, un manejo espurio, fraudulento. El poder
son ellos, pero lo ponen todo en Balcarce 50. Así, «ellos» —que son el más amarillo
poder encaramado en el viejo, agrario, empresarial, eclesiástico y sanguinario poder
de la Argentina— son súbitos rebeldes opositores. El «poder» está allá, en la Rosada.
Son «los Kirchner». Seres diabólicos. Ellos son el «periodismo libre». Esto los
envalentona. Casullo cuenta que después de un reportaje que le hizo Marcelo
Moreno, cuando él se había ido, cuando no tenía micrófono, Moreno dijo: «Cuando
hablo con estos intelectuales me vienen ganas de vomitar». En principio, se lo tendría
que haber dicho a Casullo. Y esto es sólo una pequeña parte. De modo que no nos
asombremos si al transcribir este diálogo («José, qué honor») no se piensa que soy un
pobre pelotudo, que un tipo me dice «qué honor» y yo me derrito. Harán lo mismo
con los derechos humanos. Es un hueso que «los K» le tiraron a los «progres»
(concepto que me repugna tanto como los que lo usan y ya analizaré por qué) para
que mordieran el anzuelo. «Che, miren: este tipo juzga a los milicos, descuelga el
cuadro de Videla, es amigo de las Madres. ¡Qué progre qué es!». «Pará loco, pero
afana a cuatro manos. ¿Vos no viste la corrupción que hay? Además, no respeta las
instituciones. Es un crispado. Mete miedo. ¿Y vos sabés quién es Julio de Vido?
¿Sabés lo que es ese tipo? Es el jefe de la corrupción. ¿No viste que salió un libro? Se
llama Hablen con Julio. ¿Cazás, no? K siempre dice: Hablen con Julio. ¿Cuándo lo
dice? Cuando le proponen un negocio sucio. Hablen con Julio. Los negocios sucios
los hace él». «Eso a mí no me importa. Es un sapo que hay que tragarse. Lo que
importa son los derechos humanos. Juzgar a los milicos. Descolgar el cuadro de
Videla. Qué grande. Nunca hubiera creído que esto podría pasar». En suma, los
intelectuales más pelotudos del planeta están en la Argentina. Tipos que escribieron
libros valiosos, profesores de altísimo nível, figuras míticas como Noé Jitrik o David
Viñas, son gargajeados desde los medios como idiotas. Pero los periodistas, los que
hablan desde las radios, desde los canales, los que escriben en los diarios de las
empresas más poderosas, ésos, podrían gobernar el país y llevarlo a la gloria de la
economía de mercado y del constitucionalismo liberal.
—Gracias, Presidente. El honor también es mío.
—Decime Néstor.
Me agarra del brazo y vamos caminando hacia la salida.
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—Mirá, aquí hay que empezar de cero. El país está destruido. Pero en serio.
Destruido. Hay que remontar treinta años de fracasos. No hay Estado. Sin un Estado
fuerte, ¿qué puede hacer un gobierno popular?
A mí se me amontonan mis más severas y queridas convicciones. Las que
justificaron muchos años de militancia. Las que tuve que expresar casi con pudor
durante el afonsinismo de la socialdemocracia y el giro lingüístico. Las que me
hicieron sentir vencido o burlado durante la infamia menemista. Y digo:
—Nada, la economía no es nuestra. Nunca fue nuestra. La economía es de las
clases poderosas y de sus socios externos. Que son titánicos. Lo único que podemos
tener es la política. Y lo que hay que llevar al centro de la escena es la política.
Desplazar a la economía.
—Acá la derrotada fue la política. Esa gran tarea la hizo el menemismo.
Subordinar la política a la economía. ¿No lo decía Perón eso? Poner la economía al
servicio del pueblo.
—Sí, aunque creo que hay que olvidarse de Perón. De Perón y del peronismo.
Hay que hacer algo nuevo. Todavía está vivo el espíritu militante de las asambleas.
Las de 2001, las de 2002. ¿Te digo una frase que escribí en un libro que publiqué en
los setenta? Es sobre la economía.
—Dale.
—Los países periféricos no tienen economía, la economía los tiene a ellos.
Se rió con ganas.
—No está nada mal. Apartate un poco, José. Tengo algo que hacer.
Me corrí hacia un costado. Lo veo a Néstor ponerse rígido. Veo, también, a un
granadero que se le planta a unos tres metros, por ahí. El granadero, en alta voz, voz
de milico, dice:
—¡Señor Presidente! ¿Abandona usted la Casa de Gobierno?
—¡Sí! —dice Néstor.
—¡Hasta mañana, señor Presidente!
—¡Hasta mañana! —Gira hacia mí. Me tiende la mano—. Vení, José.
Otra vez me agarra del brazo.
—¿Todos los días vas a tener que hacer esto?
—Qué querés, es el protocolo. Si puedo, lo anulo. Por ahora hay otras cosas más
importantes. Che, qué bueno eso de la economía.
—Horacio González tiene otra. ¿Lo conocés a Horacio?
—De nombre, sí.
—La economía es reaccionaria, burguesa. Y todavía más: extranjera. No me digas
que no es un concepto fuerte: la economía es extranjera.
—Pero desde la política la tenemos que recuperar.
—No te dije la conclusión de mi frase: los países periféricos no tienen economía,
la economía los tiene a ellos. Lo único que tienen es la política. Tenemos que ver bien
qué es la política. Qué es la política hoy. Cualquier cosa menos la violencia. No hay
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peor política que la violencia.
—No te preocupes por eso. Yo no le voy a pegar a nadie. Y menos que a nadie a
los piqueteros. Nada de represión bajo mi Gobierno. Mirá, hasta pienso largar a la
policía sin armas. Y a cada cana ponerle el nombre en la chaqueta.
Estábamos llegando a la puerta de salida de la Rosada. Un automóvil esperaba
por él.
—Decime, José, ¿qué podemos hacer?
—Mirá, yo soy un tipo limitado. Vivo de noche.
—¿A qué hora te acostás?
—A las siete de la mañana.
—Es linda la noche.
—Todo es mejor de noche. Pensás mejor, escribís mejor.
—¿Cuándo almorzamos? ¿Podés el martes a la una? —Gira hacia Miguel Núñez
que está por ahí, no lejos, cerquita más bien—. Miguel, ¿cómo andamos el martes a la
una?
Antes que Miguel pueda decir algo me adelanto y digo:
—Pará, Néstor. Yo, a la una, estoy dormido. Te voy a decir pavadas. Y va a ser
riesgoso. Podés creerme.
—¿Y a las dos?
—A las dos, sí.
—Pero vos… Cargos, ninguno.
—Podrías crear el Ministerio de la Noche.
—En serio te digo. ¿Dónde podrías estar?
—No, Néstor. Yo no sirvo para funcionario.
—¿Ni de asesor te puedo tener?
—Pero si me pongo de asesor tuyo voy a perder mi credibilidad. Los que me leen
creen en mi palabra. Pero porque es la mía. Si te asesoro, mi palabra va a ser la tuya.
Cuando hablés vos, van a decir que te lo dije yo. Cuando hable yo, van a decir que
hablo en tu nombre. En el nombre del oficialismo. Que ya no soy un intelectual
independiente.
—¿Tanto te importa ser un intelectual independiente? ¿No es más importante
sumarte a un proyecto colectivo?
(Éste fue siempre uno de sus principales argumentos. Lo veremos en la carta que
me enviará).
—Dame un tiempo. Dejámelo pensar. Puedo colaborar con entusiasmo. Pero
tengo un problema. Y eso me lleva a la soledad y al individualismo: lo más
importante de mi vida es escribir. Si desde ahí puedo ayudar, todo bien.
—¿Qué estás escribiendo?
—Estoy terminando una novela. La crítica de las armas. Es la vida cotidiana, la
vida de superficie bajo la dictadura y el problema de la culpa de los pueblos.
—Bueno, vamos a ver cómo sigue esto. Yo te llamo. Un gustazo, José.
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Nos dimos un abrazo. Se metió en el automóvil y desapareció entre las sombras.
Me despedí de los demás.
—Pará, te damos un remise.
Llegué a casa en remise desde la Casa Rosada. Las tentaciones del poder son
grandes. Pero hay que tener muchos deseos, muchas ambiciones. ¿Qué gana un
escritor en su mejor momento —lo juro: ese momento estaba pasando— con meterse
a trabajar para un Gobierno? Supogamos: Secretario de Cultura.
Tiempo después, Nicolas Casullo me dirá:
—Yo te hacía lanzado de cabeza hacia la Secretaría de Cultura.
—¿Para qué? ¿Para recibir a un conjunto folclórico a las 8.30 de la mañana?
—¿Y la Unesco?
—¡Ma qué Unesco! Yo quiero estar aquí. Todos los giles que piden la Unesco
creen que se van a apropiar de Europa. Que les van a traducir todos sus libros.
Macanas. A mí me gusta estar en mi casa. Ver películas. Escuchar música clásica a lo
loco. Y escribir más a lo loco todavía. Tengo un diario que es casi mío, y hasta los
muchachos como Jorge Prim (el vicepresidente nada menos) me dicen que puedo
asistir a las reuniones de directorio.
—¿Y puedo tomar decisiones? —le pregunté a Jorge.
Me sacudió con una risotada.
—De ninguna manera —dijo—. Pero estás con nosotros. Y nosotros con vos.
Más adelante, más ablandado, me dice:
—Bueno, algunas decisiones podés tomar.
Página/12 es mi casa. Mi lugar de militancia. Planeta es mi editorial. Ricky
Cohen, mi socio mediático. ¿Qué más puedo pedir? Laburo en casa como un poseído.
Y me gusta estar poseído por las palabras. No hay goce mayor para mí que
administrar las palabras. Jugar con ellas. Destruir las cacofonías. Alguna estructura
incorrecta. Y escribir velozmente, golpeando el teclado de la compu como si fuera
todavía el de la máquina de escribir. Porque así escribo. Me posesiono y le pegó para
adelante. A veces, además, escribo para cumplir. ¿Saben que es un deadline? Es un
punto que uno no puede traspasar. O entrega antes lo que tiene que entregar o es
responsable del desquicio que se arma en el diario. O en la editorial. Si eso no te
enseña a escribir rápido, nada lo hará. Una nota periodística apresurada puede salir
con alguna desprolijidad. Es el costo de la velocidad. («¿Para cuándo la querés la
nota?». «Para ayer»). Pero no creo que ocurra con una novela o un ensayo. Mi lema
es: Hay que escribir como Martha Argerich toca el piano. No creo poder hacerlo,
pero creo intentarlo. Y uno, con los ensayos, con la filosofía, con la literatura, se
encuentra con problemas, con densidades existenciales, que no sé si la genial Martha
enfrenta. (O sí, claro que las enfrenta: una partitura de Bach o de Schumann o de
Brahms puede presentar muchas de las complejidades que contiene la Ética de
Spinoza o la Fenomenología del Espíritu de Hegel o Ser y Tiempo de Heidegger. Y,
por ejemplo, en los Estudios de Chopin reposa el alma del mundo, su densidad
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infinita y hasta Dios, que asoma y se escabulle, como siempre).
Pero ¿cómo habría de ser funcionario? La primera década del siglo XXI fue
prodigiosa para mí. Superé los últimos restos (ya débiles) de los problemas que el
terror militar agitó en mi psiquismo y me limitaron durante catorce años. Me sentía
pleno. Pude volver a la total posesión de mis libros. Nunca más una cita azarosa me
hizo ir en busca de cien más. Ahora el Trastorno Obsesivo Compulsivo aparece hasta
en las series televisivas. (Aunque se ocultan sus facetas más terribles. Y si aparece es
también porque tiene —por fin— exhaustivo tratamiento. La fluoxetina lo vence.
Ahora puede ser objeto de comedias —como esa que hizo Jack Nicholson con Helen
Hunt— porque sus síntomas… ¡son tan divertidos! ¿No es divertido un tipo que
revisa veinte veces un placard en busca de algo que sabe no está ahí, pero él no puede
parar? Un ejemplo apenas. Pero Nicholson, al final, soluciona todo diciéndole a Hunt:
«He decidido tomar unas pastillas. Estoy mucho mejor». Y happy end). Pero cuando
yo lo tuve no había nada para tratarlo bien. Anafranil, Halopidol, Nozinan,
Ampliactil, Lexotanyl, Valium y algunos más. Ninguno me servía para nada. En fin,
eso ya lo conté. Pero quiero decir que —desde mediados de los noventa y
decididamente desde el nuevo siglo, como un símbolo casi, como un nuevo
nacimiento—, recuperé todo. Volví a dar clases. Volví a trabajar tranquilo, feliz. Sin
miedo alguno. Era un gran momento para mí. Y —cuando conozco a Néstor, en 2003
— estaba en medio de ese torbellino creativo. Quería hacer todo lo que la maldita
neurosis obsesivo compulsiva o me había impedido hacer o me había limitado, me
había llevado a hacer cautelosamente, con miedo, siempre con algún freno. Sí, no fui
un cuadro orgánico de Néstor Kirchner, el único que tipo que —hoy, en mi opinión—
hubiera merecido ese sacrificio de mí y de cualquiera. Pero durante eso que llamé mi
década prodigiosa, con la colaboración apasionada de Hugo Soriani, hice en Página
esos fascículos desmedidos. Que llegaron a 55 en La filosofía y el barro de la historia
y a ¡130! en Peronismo. Filosofía política de una obstinación argentina. Que, para el
primer tomo de Planeta (720 páginas, el segundo dará 800), cambió a persistencia, y
limó ese aire subjetivo que tenía obstinación. Escribí además: El mandato (justo en
2000, a caballo entre una década y la otra), La crítica de las armas, El cine por
asalto, La sombra de Heidegger, Timote, secuestro y muerte del general Aramburu,
Carter en New York, Carter en Vietnam y sobre el filo de la década una novela que —
yo creo, yo juro y persisto en jurar— es poderosa: Días de infancia. Será difícil,
tendrá un lenguaje literario complejo, será horrorosa, freaky, dolerá leerla, pero es
una gran historia de amor entre tantas calamidades y una novela superlativa.
Créanme. No estoy fanfarroneando. No tengo por qué. No soy un debutante. En la
primera década del milenio estrené Sabor a Freud (obra de teatro con Luisa Kuliok y
Ulises Dumont) y Los cuatro jinetes del apocalipsis, éxito rotundo con Mauricio
Dayub que estuvo dos años en cartel. Y empecé mi postergada desde 1972 Crítica de
la razón imperial. Di cursos masivos que llegaron a 950 personas en 2005, y que tuve
que dividir en dos porque ¿dónde iban a entrar? Después bajaron a 700, 600 y en su
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peor momento 400, pero fue cuando hicimos una experiencia hermosa con Rep,
producida por Ricardo Cohen. Yo hablaba, Rep dibujaba. Y el invierno era feroz y la
gripe A también. Hice dos programas de cine en Canal 7. Y en el Canal Encuentro,
con el equipo formidable de Ricky Cohen, llevamos cuatro temporadas de un suceso
nuevo y único: Filosofía aquí y ahora. Hasta ganamos un «Martín Fierro». Publiqué,
según dije, dos libros decisivos: La filosofía y el barro de la historia y Peronismo
(tomo I), pero escribí el tomo II en los fascículos de Página bajo el aliento constante
de Hugo Soriani. Bien, todo esto lo hice porque no fui funcionario. Porque me
concentré en lo mío. Porque me incomodan los oropeles del poder. Porque odiaría
que una secretaria dijera «Está en reunión». Odiaría una alfombra que llevara a mi
despacho. Me sentiría ridículo si me dijeran licenciado. Soy licenciado en filosofía
por la UBA. Casi ningún sobre llega a mi casa con ese rótulo: licenciado. Porque yo
no lo digo. Odio la palabra licenciado. Uno parece un mexicano, no un argentino. Y
no quise hacer ningún doctorado. No sé, pero yo creo que no me equivoqué. Y eso,
señores, que las tentaciones fueron grandes y nobles. Venían de un Gobierno que me
gustaba. Que sigo apoyando. Sobre todo porque tiene a su frente (sépanlo: es lo que
pienso) al Presidente de la República más brillante, más lúcido, más veloz y de mejor
formación política que tuvo este país, acostumbrado a lucirse con José María Guido,
el bueno de Illia (pero sólo eso y acaso no siempre tan bueno: ¿quién autorizó a
Zavala Ortiz a frenar a Perón en el aeropuerto del Galeao en 1964?, ¿por qué no se
negó a ser candidato y exigió una verdadera democracia con el peronismo incluido?,
¿por qué siguió la farsa antidemocrática y excluyente, gorila, de los militares
setembristas, de los masacradores del 9 de junio de 1955, de los asesinos de José
León Suárez, de los fusiladores del General Valle, de los desaparecedores del cadáver
de Eva Perón?, ¿y si, al menos, se animaba a decir: yo asumo, les pongo a ustedes la
careta democrática pero devuelvan el cadáver de Eva Perón, ni eso, Illia, ni eso?), con
Onganía, con el tercer Perón, con sus herederos: Isabelita y Lopecito, y luego los
carniceros Videla, Viola, Galtieri y el gran traidor, Carlos Saúl, el farandulesco, un
Presidente que es una Presidenta, Cristina Fernández de Kirchner. Una mujer de
excepcional formación política, inteligente y, para colmo y desdicha de muchos
miserables que quisieran verla tan horrible como una bruja «montonera», es bonita y
femenina. Frente a ella, una galería de tontos y de impresentables. Todos fascistas. El
Tea Party argentino.
El Flaco —mucho después de la primera y esencial reunión que tuvimos en la
sala de gabinete— me llamará desde Washington. Estaba reunido con Rafael Bielsa,
testigo privilegiado del rarísimo hecho, y por entonces al frente de la Cancillería.
Néstor trataba con él un montón de cuestiones y de pronto le dice:
—Esto lo tengo que hablar con José Pablo.
Se levanta y lo deja. En Venezuela, en marzo de 2005, de madrugada, en una de
esas largas sobremesas, con amigos, con otros funcionarios, con el encargado de
protocolo (que se volvía loco con Néstor), Bielsa dirá:
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—Nunca imaginé que un Presidente podía dejar plantado a su canciller para
llamar por teléfono a un intelectual.
Suena mi teléfono. Cuando escucho la voz de Néstor atiendo.
—¿José?
—Sí. Qué tal, Presidente.
—Y dale con «Presidente». ¿Todavía me llamás Presidente?
—Qué le vas a hacer. Me sale. ¿Cómo preferís que te llame?
—¡Compañero!
Todavía oigo el tono entre desafinado, agudo, jodón con que dijo: ¡Compañero!
Lo dijo como si dijera: «Boludo, ¿cómo querés llamarme? ¿No somos compañeros?».
—Bueno, compañero. Qué sorpresa.
—Mañana voy a hablar en las Naciones Unidas. Voy a estar muy duro. Hay que
darles duro a estos. Que sepan que podemos ser duros. Que no les tenemos miedo.
—¿Qué vas a decir?
—¿Vos que dirías de las Madres y las Abuelas?
—Todo. Todo lo mejor que me saliera y que me saliera del corazón. Es lo más
grande que dio este país. Es lo que frenó las venganzas.
—Sí, lo que frenó las venganzas. Ellos masacraron treinta mil y nadie les tocó un
pelo. Las Madres y las Abuelas piden justicia. Es la mayor apuesta a la paz y a la vida
que se puede hacer. ¿Sabés qué voy a largar? Que somos sus hijos. Que somos hijos
de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo.
—Muy bueno. Adhiero. Hace tiempo que pienso en una bandera nueva para este
país. Sé que es medio loco. Pero ya que vos hacés tantas locuras te lo digo. Nuestra
bandera es más bien lavada, sin gracia. El bueno de Belgrano miró hacia arriba y dijo:
«Listo, ya tengo la bandera. Celeste y blanca». Comparala con la bandera
norteamericana.
—Pero no es sólo celeste y blanca: tiene un sol en el medio, no te olvidés.
—Pero ese sol es el de la guerra. Es un sol militar. ¿Y si se sacara ese sol y se
pusiera ahí el pañuelo de las Madres?
—Tranquilo, te lo dije: soy un gradualista. Cuando podamos hacer tu bandera va
a ser porque ya ganamos. Bueno, preparate para el discurso de mañana. Chau.
Volvió con Bielsa.
Colgué el auricular. Pensé: «Este tipo es un fenómeno. ¿Quién nos lo iba a decir?
¿Quién nos iba a decir que iba a aparecer un loco así?».
Ya estábamos tranquilos. Habíamos hecho lo nuestro. El fuego, la pasión, el
riesgo, jugarse la vida por creer en una causa, sentir otra vez esa incomodidad de
estar a contramano, de ver un patrullero y pensar cualquier cosa, siempre lo peor, esa
incomodidad de sentir el aliento caliente, la presencia inmanejable del peligro, ¿otra
vez todo eso? ¿Todo eso por un flaco que se vino del frío y nos tira encima la
actualización de la vieja militancia, la presencia de lo que había quedado atrás, la
vida de lo que creíamos muerto?
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Comiendo en Lalo, Guillermo Saccomanno, durante esos días, con Belgrano
Rawson, tranquilo, liquidándose un bife, escribiendo Rosa de Miami entre dudas que
lo torturaban, entre investigaciones interminables, habrá de preguntarme:
—¿Y darías la vida por defender un proyecto?
Casi sin reconocerme le digo:
—¿Y para qué mierda la querés a la vida? Si este tipo va a fondo, sí. Me la juego.
Guille me palmea la espalda. Carajo, me creyó. ¿Tan sinceramente lo habré
dicho? Si no te torturan, morir no es tan grave. Morir como murieron Ortega Peña y
el Padre Mugica, acribillados, dura poco. Ortega alcanzó a preguntarle a su
compañera:
—Flaca, ¿qué pasa?
Ni se enteró. Lo que no podría aguantar es la tortura. Me dijeron que Cristina dijo
durante estos días que no soporta el dolor físico. Que te metan cinco balas, duele.
Pero te morís en seguida. Pero que te torturen es el Infierno. La peor de las pesadillas.
A eso le tengo y siempre le tuve miedo. A tolerar esa idea es a lo que llamo jugarse
por una causa. Todos dicen: «¿Te jugarías la vida por…?». No, la verdadera pregunta,
la que te remueve las tripas, la que mete miedo en serio es: «¿Te jugarías por una
causa como para tolerar que te torturen?». Ése es el más extremo to be or not to be de
la militancia política contra el Poder. Y, para colmo, hoy, vivimos los tiempos de la
tortura. De la tortura casi como una práctica más de los antagonismos. ¿Qué creen
que piensan hacer los republicanos (el siniestro Tea Party) si ganan las elecciones?
¿Qué creen que pasaría aquí si gana Duhalde, si gana la Pando, nuestra Sarah Palin?
Ante todo, libertad al comisario Patti como símbolo de la tortura, declarada ahora
inocente. Consagrada como válida. Y puesta en manos de los expertos. Patti. Por eso,
en esta coyuntura hay una sola jugada estratégica: impedir el regreso de Patti. Que
será posible si vuelven Duhalde, Macri, si triunfa con su periodismo-odio Morales
Solá, amigo del general Vilas, amigo de Bussi, si los extraviados de la centro
izquierda solanista y de la eterna izquierda del huevón de Altamoria, que nunca
encontró ni encontrará el tarro donde mear correctamente. O sea, adentro. Si seguís
meando afuera Altamoria nos vas a mear a nosotros y eso, esta vez, porque se juega
la democracia o la sucursal argentina de los nazis del Midwest, de la derecha fascista
republicana, de los red necks, no va a tener perdón. Aunque la tarea del castigo que
merecerás por grave pelotudez política te lo van a aplicar ellos. ¿O creés que quieren
a los zurdos, a los troscos? No, ni aunque les sean funcionales. En el 2011 hay una
sola tarea política inteligente: frenar a Sarah Palin en la Argentina. Impedir que
pongan tropas de élite en la Triple Frontera. Fortificar a muerte la unidad de América
latina. Lo demás: la derrota. Y cara. Y ni siquiera tendremos ese viejo y tonto
consuelo de vender cara nuestra derrota. Porque como le decía Mendieta a don
Inodoro:
Don Inodoro: ¡Venderemos cara nuestra derrota!
Mendieta: Pero, Don Inodoro, ¿quién va a querer comprar una derrota? Y encima
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cara.
La primera grande y decisiva reunión que tuvimos con Néstor fue en la sala de
gabinete. Duró casi dos horas.
Allá vamos.
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CAPÍTULO V
La conversación en la sala de gabinete
Otra vez la voz del vocero presidencial en el teléfono:
—El Presi quiere verte. Tarde, como a vos te gusta. A las 8 de la noche. ¿Está
bien?
Tomo un taxi.
—A la Casa Rosada.
—¿No va a cualquier lado usted, eh?
—Soy contador. Sumo y resto. Lo mío son los números, no la política.
Ese día iba mejor vestido. Llevaba corbata y un traje oscuro.
—Ajá, los números y no la política. ¿Le creo?
—Oiga, ¿cómo no me va a creer?
—No sé, usted tiene voz de político. De dar discursos.
—No di un discurso en mi vida. Una vez, en un reencuentro con compañeros del
secundario. Estábamos todos en pedo.
—¿Qué le parece este Presidente?
—Hasta ahora no mató a nadie. Mírelo a De la Rúa. Con esa cara de Luis XXXII
y se fue dejando más de treinta cadáveres.
—¿Luis XXXII?
—Dos veces más boludo que Luis XVI.
—Qué bueno. ¿Y cree que…?
—Dígame, ¿a ustedes les pagan por hablar con los pasajeros?
Llego a la Rosada. Ahora estoy en la sala de espera. Me avisan que el Presidente
me va a recibir en seguida. Aparece Omar Bravo. Lo conozco de los tiempos de la
revista Medios y Comunicación, que salía por 1981 y tenía bastantes huevos. La
dirigía Raúl Barreiros, colaborábamos Sasturain y yo y algunos otros. El zarpado de
Ángel Faretta, por ejemplo. Después Sasturain se fue a HumoR. Después yo también.
De Faretta, Omar Bravo me decía:
—¿Vos podés creerlo? Faretta sabe de ópera, se conoce todas las grandes
sinfonías, sabe un toco de literatura y todo eso lo aplica… ¡al cine!
—¿Y qué hay de malo, Omar?
—El cine es un entretenimineto de masas. No hace falta ser tan erudito ni
adornarlo con tanta cultura de élite.
—¿Te puedo tutear, Omar?
—Si ya me tuteás.
—Supongamos que no te tuteo. ¿De acuerdo? Bueno, entonces te pregunto:
«Omar Bravo, lo puedo tutear». ¿Vos que decís?
—Claro. Desde luego.
—Entonces, andá a cagar.
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—¿Qué te picó? ¿Qué quiere decir eso?
—Que no entendés nada de cine. Faretta tiene razón. El cine es un arte
totalizador. Recurre a la música, al vestuario (que puede ser de época: aquí, la historia
del traje), a la arquitectura y a la escenografía (aquí: arquitectos y escenógrafos,
escalímetros, mesas de dibujo, medidas exactas, matemáticas, geometría, cono óptico,
todo). ¿Entendés por qué Faretta tiene que saber tanto para escribir de cine? Añadile:
la fotografía, el director de fotografía, la dirección de actores, el sublime arte de la
interpretación, la dirección de cine. La Cámara. La producción. ¿En exteriores (sale
más cara) o en interiores (sale más barata pero da falso con frecuencia)?
—Tá bien. ¿A qué viniste? ¿A ver al Flaco?
Así lo nombró Omar: El Flaco. Le dije que sí. Después, no lo vi más. Hubo algo
que no cerró y se fue, supongo. Pero desde el 2004 es profesor de Política
Internacional en TEA. Y le va muy bien. Lo sé porque me mandó un mail: «Sé que
estás escribiendo un libro sobre el Flaco: acordate que el que te recibió en la puerta
fui yo. Y cuando el Flaco andaba a los gritos pidiendo tu número de teléfono también
se lo di yo, que lo tenía desde los tiempos de Medios y Comunicación». Lo notable es
que yo lo había puesto antes de que llegara su mail.
Pasé a la sala de gabinete. Primero hay que atravesar el universo de las
secretarias. Saludan, sonríen. Se las ve radiantes.
Entro en la sala de gabinete. Kirchner está lejos. Mira por una ventana. La Plaza
de Mayo, seguro. Sin saludarme, gira y dice:
—¿Ves estas coberturas doradas? ¿Son una mierda, no? Las puso Lanusse. Si las
sacás, se ve la Plaza. Pero la Plaza te ve a vos. La seguridad aconseja dejarlas. Cubrir
esas ventanas así la Plaza no te ve a vos y vos no ves a la Plaza. Pero yo, a la Plaza,
quiero verla. Quiero estar cerca de la gente. Total, ¿qué va a pasar? Es muy pronto
para que me peguen un tiro. Vení, sentate.
Él se sienta en la cabecera. Me indica el asiento de la derecha. Los asientos son de
cuero gris. O lo eran ese día. Y aquí debo formular una protesta: ¿son todos flacos los
que se sientan en las sillas de la sala de gabinete? ¡Los asientos son muy estrechos!
Yo soy ancho de caderas, de acuerdo. Pero no tanto. La cosa es que cuando me senté
brotó un ruido parecido a: iiiiiiiiiiiííí, puf. «Puf» fue cuando llegué a fondo. El otro
sonido, un poco agudo, reveló que mi culo gordito (que tiene sus encantos, eh: así me
lo han dicho) se deslizaba dificultosamente entre los dos brazos —altos— del asiento.
Logré retomar mi compostura.
Néstor siguió hablando. Ninguna formalidad había tenido lugar. Entré y él ya
estaba hablando. No hubo saludos de ninguna clase. Qué tal. Cómo andás. Cómo te
va, Presidente. Leí una nota tuya este domingo. ¿Vas a ir con Filmus a Santa Fe?
¿Cómo está Cristina? Nada. Ahora estábamos en la mesa de gabinete. Y él seguía
hablando. Era como un monólogo interno. Había empezado antes de que yo llegara y
ahora continuaba. Pero en voz alta y dirigido a mí. Esa continuidad era lo esencial.
Porque esa continuidad decía quién era Néstor Kirchner: alguien que no se detenía.
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No paraba. Pronto vamos a estar en la Quinta Presidencial, van a ser las 4.30 de la
mañana, él va a tener que volar a las 6.15 para Córdoba y sigue hablando. Somos
pocos. Alguien —Alberto Fernández— le dirá: «Néstor, tenés que salir para Córdoba
en menos de dos horas». Él estaba metido en un rompecabezas político, lo venía
delineando desde hacía diez minutos. Con algún fastidio por la interrupción, dirá:
«No importa. A mí me gusta esto». Hará un gesto con las manos, abarcándonos.
Significaba: «Esto». Y esto era la política. Su obsesión, lo que le impedía detenerse.
Vamos, vamos por todo. Esa frase lo define mejor que ninguna otra. Sería erróneo
enfocarla desde la mira de la ambición. ¡Claro que era ambicioso! Un político tiene
que ser ambicioso. La política es el juego del poder. De desear, de amar el poder, de
ambicionarlo. Un político que no ame el poder es un perdedor antes de largarse a los
conflictos, a los antagonismos y a los consensos. Pero el vamos por todo de Néstor
era más que eso. Era su fuerza interior, una certeza profunda acerca de la realidad y
sus resistencias: todas podían ser vencidas, derrotadas. No hay caída de la que uno no
se levante. De toda derrota se sale. Estaba animado por la pasión de la voluntad. La
voluntad era un ariete contra el muro de lo imposible. No creía, como Perón, que la
única verdad es la realidad. (Aunque, si le venía bien, podía decirla. De hecho me la
dirá en la carta que habrá de enviarme en junio de 2006, al analizar nuestras
diferencias ¿irresolubles?). Creía que toda realidad puede ser creada, si la creamos
nosotros como fruto de nuestro triunfo. Y que toda realidad, si es adversa, puede ser
vencida, porque nuestra pasión, nuestra voluntad de vencerla es más fuerte que ella.
Al fin y al cabo, ¿qué es la realidad? Algo ya constituido, ya hecho, un bloque en sí,
que remite a sí, cuya fuerza es no cambiar, es ser lo que es para siempre, la realidad
es un cascote en el camino invencible de la voluntad. La realidad es reaccionaria. La
voluntad, revolucionaria. No es casual que la Generación del 80 —venerada por la
oligarquía y por algunos de nuestros curiosos teóricos de izquierda como Oscar Terán
— se haya entregado a los brazos de la filosofía positivista. El positivismo es la
consagración de lo dado, de lo constituido, de lo que cerró, de lo ya totalizado. Es la
glorificación de los hechos. Porque los hechos, las cosas son nuestras, dicen las clases
dominantes. Sólo hay que decir que son la verdad. Todo régimen triunfante dirá: la
única verdad es la realidad. Porque es su realidad la que ha triunfado. No en vano la
frase viene de Hegel. El Hegel que glorifica la monarquía por estamentos de Federico
Guillermo de Prusia. De él la tomó Clausewitz. Y de él la tomó Perón. El monarca
prusiano acaso haya dicho a Hegel: «Maestro Hegel, hemos triunfado. La realidad es
nuestra. Ahora santifíquela por medio de la filosofía». Y todo el sistema hegeliano
conducía a una glorificación final de la realidad. Eso que el maestro de Jena llamó:
saber absoluto. Concepto realizado y realidad concebida. Lo racional real y lo real
racional. La Idea absoluta y su absoluta realización. La Idea se realiza en el Estado.
El individuo también. Ese Estado es lo real racional y lo racional real. El Estado
prusiano es lo que resulta luego de todo el desarrollo histórico en tanto
autoconciencia que paulatinamente sabe —y éste es el saber absoluto— que ella es el
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todo. El todo es, esencialmente, resultado. Pero, en Hegel, un resultado no es un
resultado vacío. Todo resultado es lo que es (resultado) porque simultáneamente es el
resultado más todo aquello de lo cual resulta. De aquí Perón toma esa frase: la que
une la verdad con la realidad. Pero si ya en Hegel era reaccionaria. Si lo era porque
cerraba, cancelaba el devenir histórico en un determinado momento conveniente para
las clases que tenían el poder. En Clausewitz se confundirá con el triunfo absoluto de
las armas. La verdad es el aniquilamiento del enemigo. Y Perón —en sus Apuntes de
historia militar la analiza y luego la traslada a la política en sus clases de Conducción
Política—: la única verdad es la realidad. Transformada por la generación
revolucionaria de los setenta en: la única realidad es la voluntad. (NOTA: Ésta no es
una consigna de la época. No se hubiera podido formular bajo el liderazgo de Perón
pues habría sido cambiar su clásico dictum: la única verdad es la realidad. La
consignamos ahora porque expresa el alma de esa generación. No es casual que el
libro de Anguita y Caparrós se llame: La voluntad. Kirchner se forma en esa
generación y esa frase se le transforma casi en un grito de batalla: vamos por todo. Lo
que quiere decir: nuestra voluntad siempre podrá abrir grietas en el bloque compacto
de la adversidad, de las resistencias de lo real, la única verdad no es la realidad
porque esa realidad nos niega, no es la nuestra, existe para nuestro sometimiento,
para nuestra dominación y hasta para nuestra humillación, o sea: tenemos que
derribarla. Si algún «demócrata» dice que ésta es una concepción de la política como
guerra se equivoca. Es, sí, una concepción de la historia como conflicto. Dentro del
desarrollo de los conflictos se podrán crear consensos, se podrán tolerar los disensos.
Pero en tanto el capitalismo [régimen que lleva ya más de 500 años] siga siendo —y
otra cosa no puede ser— el sistema de las desigualdades y de la glorificación del
egoísmo y la codicia habrá conflictos, habrá antagonismos, y todo consenso será
momentáneo, durará en tanto duren los acuerdos dictados por la codicia de los
diversos poderes. Cuando entren en colisión retornarán los antagonismos. La
resolución extrema de los antagonismos es la guerra. Que, lejos de solucionarlos, los
lleva al terreno de la sangre. Cuando aparece la sangre muere la política. La política
no es la guerra porque hace la historia prescindiendo de la sangre. La guerra es la
guerra porque hace la política por medio de la sangre).
Sigue Néstor:
—Yo no voy a andar con medias tintas. Ojo: soy un gradualista. Pero el país está
por el piso y cuando uno encuentra un país así no se puede dar el lujo de ser
gradualista.
—Hay mucha pobreza, Néstor. Hay hambre. En algunas escuelitas de provincia
los pibes se desmayan en el aula. ¿De qué? De hambre. Ese pibe está condenado.
Entre tanto, un pendejo del Liceo Francés, rico, bien alimentado, desarrolla sus
neuronas. Ése es un triunfador. El otro no. El otro está condenado. Tiene una
existencia…
—Una existencia-destino.
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—Gracias por leerme.
—Hace rato que te leo. Mis hijos también. Contame bien eso de la existencia
destino.
—Sartre se equivocó cuando dijo que la existencia precede a la esencia. Desde
nuestro pensamiento situado se equivocó. Hablaba desde un país del Primer Mundo.
Deteriorado por la Guerra, pero sin hambre. Aquí, la esencia precede a la existencia.
Porque la esencia de un pibe de una Escuela rural no es la misma que la de un pibe de
un Colegio privado. La esencia es lo que cada uno trae al mundo. Al nacer ya tengo
un pasado. Tengo padres, tengo una casa (si la tengo), tengo un lugar al que llegué,
puede ser Jujuy, Yahvi o la calle Arroyo, tengo comida, mucha, poca o ni una mierda.
Eso me condiciona. Condiciona mi vida. Construye mi destino. Si no me alimento
bien de pibe, si no recibo amor de mis padres, no voy a saber dar amor, no voy a
saber querer. En la Escuela Rural la maestra es una piba llena de generosidad que
hace lo mejor que puede. Pero en una privada de San Isidro una maestra tiene una
formación privilegiada que es la que trasmite a los pibes que van a ser la derecha de
mañana. Casi siempre es así. A veces, no. Rebeldes nunca faltan. Pibes que rompen
con su clase social. O sea, prioridad número uno: cero hambre.
—Eso lo anda diciendo Lula. Pero «hambre cero» implica el tema del poder.
Decime, ¿qué pensás del poder? ¿Quién lo tiene? ¿Nosotros?
—No.
—De acuerdo: nosotros tenemos que pelearle el poder al poder. Sacárselo en la
medida que podamos. Pero no va a ser fácil. Ahora la derecha está tranquila. Se
asustó con el «Que se vayan todos» y los despelotes del 2001 y el 2002. Pero no
saben retroceder. Ya me dieron un pliego de condiciones.
—¡Qué hijos de puta! ¿Te dieron un pliego de condiciones?
—Sí.
(No me dijo quién. Fue José Claudio Escribano, el de La Nación. Ese tipo,
durante la dictadura, era un ideólogo de primer nivel. Bajaba línea desde su
«democrático» diario, que apoyó todos los golpes de Estado. Y no sólo los apoyó.
Les dio doctrina, hombres, economistas, teorías, les cubrió las masacres, mintió, usó
el lenguaje militar, el de la dictadura. Por decirlo claro: las columnas del señor
Escribano en La Nación mandaron a muchos a la muerte. Como las de Grondona. O
las del diario bahiense La Nueva Provincia. Cuando mataron a Dardo Cabo en un
fingido enfrentamiento titularon: Ha sido abatido el cabecilla subversivo Dardo Cabo.
Se sabían el lenguaje de los genocidas mejor que ellos. El título que cité salió en
Clarín, no en La Nación. Primero me dio pena por Dardo Cabo, porque era el hijo de
Armando, un gran sindicalista del peronismo, y después porque era un tipo
inteligente. Nunca acordé con él porque yo nunca estuve con los Montoneros. Pero lo
respetaba. ¿Por qué dar así la noticia de su muerte? No era un cabecilla. Señores,
Dardo Cabo era un hombre lúcido, valiente, estaba dentro de una organización que
actuaba inspirada una y otra vez por el Error, con una conducción degradada —
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definición de Horacio Verbitsky que comparto: está en el libro de Cristina Zucker, El
tren de la victoria—, pero con Dardo Cabo se podía discutir, no iba a sacar un
revólver en medio de la discusión y te iba a reventar a balazos, no, no era un loquito,
pensaba, equivocadamente pero pensaba y defendía sus ideas. Quiero decir: no era un
cabecilla. ¿Por qué lo calificaban como cabecilla subversivo? Porque eran los diarios
del Proceso. Eran los diarios del Ejército desaparecedor. Los diarios de la más feroz
dictadura que hubo en América latina. ¡Más que Trujillo! Pero no: se trataba de
agradecerle a Videla lo de Papel Prensa. Los grandes diarios fueron cómplices
entusiastas de la dictadura. Cuando vino al país Oriana Fallaci —luego de la sombra
y de la niebla— no quiso hablar con los periodistas argentinos: «Lo siento. Una
dictadura sangrienta sólo se mantiene con una prensa adicta. No tengo nada que
hablar con ustedes». Un montón de vivos le empezaron a gritar que aquí había más de
cien periodistas desaparecidos. ¡Periodistas de La Semana, de Caras, de La Nación y
hasta de Gente se protegían con Rodolfo Walsh y Enrique Raab! La Fallaci ya se
había ido. Pero pudo haberles dicho: «¿Y ustedes dijeron algo? No se justifiquen con
los que murieron. Si murieron y ustedes callaron, son tan culpables como sus
asesinos». Dirán lo que quieran de ella. Pero ese día, esa mujer restallante,
contradictoria, dijo una verdad irrefutable: Una dictadura sangrienta sólo se mantiene
con una prensa adicta. Algunos periodistas callaron pese a ser buenas personas.
Tenían miedo. Estaban solos y tenían miedo. Es muy difícil hablar en un régimen de
terror, decir la verdad viviendo en superficie, no en la clandestinidad ni en el exilio.
Pero la mayoría, y sobre todo las grandes empresas periodísticas, fueron cómplices. Y
más aún: fueron adherentes entusiastas. Se creía que eso —la dictadura
desaparecedora— habría de durar para siempre. Que nunca habría que rendir cuentas.
Que la impunidad era total).
—¿Conocés la respuesta que le dio Perón a Braden cuando le llevó su pliego de
condiciones?
Larga una carcajada.
—Sí, pero yo al hijo de puta que me trajo el pliego de condiciones no le podía
haber dicho: «No quiero ser bien mirado en su país al precio de ser un hijo de puta en
el mío». Porque los dos tenemos el mismo país. Él quiere una cosa. Yo quiero otra.
—Ésa es la historia de la humanidad: unos quieren una cosa, otros quieren otra.
No tiene arreglo.
(Lateralidad: el encuentro entre Perón y Braden es uno de los momentos más
felices en la carrera política del general justicialista. Llega Braden, se sienta, cruza
sus gordas piernas y le dice a Perón que ha venido a comunicarle todo eso que la
Embajada de Estados Unidos, que es él, quiere que haga. Perón acaba de asumir la
Presidencia. «Dígame, lo escucho», dice con cara de hombre altamente interesado.
Braden le lee una serie de condicionamientos que expresan los deseos de los Estados
Unidos y los del establishment argentino, aglomerado en la Unión Democrática.
Perón lo escucha atentamente. No lo interrumpe una sola vez. Braden termina,
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acomoda sus papeles y, con una amable sonrisa, dice: «Créame, señor Presidente, que
si usted hace todo esto será muy bien considerado en mi país». Perón le contesta:
«Vea, señor embajador: a mí no me interesa ser muy bien considerado en su país al
costo de ser un hijo de puta en el mío». Memorable respuesta del más puro
nacionalismo popular latinoamericano. Ofuscado, Braden sale furioso. Se olvida su
sombrero. Perón se lo hace alcanzar por un ordenanza. Cuando era muy joven —en
octubre de 1972, en el N.º 8 de la revista Envido— escribí que ese sombrero era el
primer trofeo que Perón le arrebataba al imperialismo. Creo que mi esperanzada
visión de la historia —que no es la de ahora y es razonable que, dados los años
transcurridos, los fracasos y las tantas muertes, no lo sea— me impidió ver que, si
bien Perón le había arrebatado el sombrero a Braden por medio de su sin duda
formidable respuesta, luego se lo hizo devolver por un ordenanza. Qué cosa con
Perón: primero se queda con el sombrero del imperialismo, y al rato se lo devuelve.
¿Cómo iba a ser sencillo entenderlo? Kirchner fue siempre mucho más claro, menos
tortuoso, más directo, más sincero, más apasionado. Perón podía enfurecerse y decir
discursos como el del 31 de agosto de 1955 o el del 1 de mayo de 1974, pero no tenía
pasión. A Kirchner le brotaba por todos y cada uno de los poros. Kirchner siempre
tuvo una palabra. Nunca jugó al penduleo. Nunca parraleó. Para Perón sí era sí pero
podía ser no. No era no pero podía ser sí. Kirchner se ubica más en la línea de frontal
sinceramiento de Evita: sí es sí, no es no. Nunca pretendió ser el Padre Eterno. Era
demasiado terrenal).
—Pero ¿tan fuertes se creen como para traerte un pliego de condiciones? ¿O te
creen tan débil?
—Lo segundo. No olvidés algo: soy el Presidente que asumió con sólo el 22% de
los votos. Nadie, nunca, en la puta vida, asumió con menos votos la Presidencia del
país. ¿Cómo querés que no me vean débil?
—Entonces, la cuestión es: cómo hacer para que te vean fuerte. O mejor: cómo
hacer para que sepan que sos fuerte, que no les tenés miedo y que el 22% te lo pasás
por el culo. Con perdón, Presidente. —Sonríe. —Eso te lo hizo el Turco. Si no se baja
del ballotage, llegabas al 70%. Pero el establishment lo llamó y se lo dijo: «Menem,
usted se baja». Y, como buen esclavo del poder que fue y será, desensilló. La
pregunta es la de siempre: ¿cómo se crea poder? ¿cómo se construye poder? Yo
siempre dije una frase. La dije desde pendejo. Cuando se hablaba de «tomar el
poder». Todo el tiempo todo el mundo hablaba de tomar el poder. Y yo decía: el
poder no se toma, se crea. Quería decir: para tomar el poder hay que tener un poder
superior al del poder. Ese poder, ¿de dónde sale? El poder para tomar el poder, ¿cómo
se construye?
—Eso era en los setenta. Se creía que tomar el poder era asaltar la Casa Rosada.
Como lo hicimos el 25 de mayo del ’73. Con Cámpora en los balcones y nosotros
dominando la Plaza. Pero hoy, ¿dónde está el poder? No creo que hoy —hoy, eh—
construir poder sea algo posible de reducir al ámbito nacional. Y con esto vamos a la
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cuestión de América latina. Acá ya nadie se libera solo.
—No hay liberación nacional.
—Eso está muerto. O la cosa es continental o no va.
—Creo que el tema es cómo se construye el poder. Vos necesitás hacerlo
urgentemente. ¿Qué poder tenés? 22% de los votos. Y una sociedad que quiere un
poco de sosiego. Pero todos los lobos están intactos. No les pasó nada. No perdieron
ni un peso. Para ellos no hubo ni podía haber corralito. El corralito eran ellos. Ellos lo
habían puesto, ellos lo dominaban.
—Quiénes son ellos.
—Lo sabés mejor que yo. Son los de siempre. Las corporaciones financieras.
Ahora unidas a las corporaciones agrarias. A las industriales. Todos atentos a las
órdenes estratégicas que llegan del Imperio. Y el nuevo gran poder. El que resulta de
la gran revolución que hizo el capitalismo. El poder de los medios.
—No tengo nada ahí. Tengo que moverme rápido o me van a hacer puré. ¿Cómo
se construye poder hoy? No me vengás con la militancia barrial tipo Jotapé. Con unos
treinta minutos en horario central en cualquier canal de televisión consigo más que
con diez mil militantes haciendo laburo territorial. Tomá el caso de Tinelli. Ese tipo
es un gran comunicador.
—Y un gran hijo de puta.
—Perdoname, pero ésa es una respuesta típica de un intelectual.
—Es un juicio ético. Si me decís que hoy hacer política es dejar de lado la ética,
te entiendo. No sé si te sigo, pero te entiendo.
—Dejá de lado si Tinelli es un hijo de puta o no. Yo te pregunto: ¿comunica?
—Lo hace bien.
—¿De qué lado lo querés? ¿Del nuestro o en la vereda de enfrente?
—No lo quiero en ningún lado.
—Eso es negar la realidad. El tipo está. Está donde está y es por algo.
—Porque es un hijo de puta.
—¿Y? ¿Con eso qué hago? ¿Doy un discurso y se lo digo? «La Argentina no
tiene futuro porque Tinelli es un hijo de puta». ¿Eso le digo?
—Sé a dónde vas. Hay que negociar con Tinelli. Habrá que comprarlo.
—Comprar no lo vas a comprar. Tiene más guita que el Estado argentino. Es
nuestro pequeño Berlusconi.
—Todo el poder mediático es Berlusconi. Tinelli y todos los demás. Son todos
menemistas. Todos fachos. Todos carajeadores, brutos, no tienen decencia ni moral ni
nada. Eso lo consiguió el poder. Consiguió que estos tipos, estos canallas que crean el
sentido común de la gente, sean la derecha más recalcitrante que existe en el país.
Hoy, en la Argentina, el sentido común es fascista.
—¡Está bueno eso, eh! Te salen algunas frases redondas. ¿Cómo hacés?
—No me cargues.
—Te lo digo en serio. ¿No me creés?
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—¿Se le puede creer a un tipo que llegó a Presidente de la República?
—Otra vez: ésos son prejuicios de intelectuales. —Se levanta y vuelve a caminar
por la sala. Se pone las manos en los bolsillos. Le gusta hablar como si mirara alguna
lejanía—. Sin embargo, es cierto: no es fácil creerle a un Presidente. Más aquí. Más
en este país. Tantas veces nos metieron el dedo en el culo…
—Escribí una nota con ese título: El dedo en el culo.
—Cómo era.
—¿Te acordás cuando De la Rúa, casi al final, ya boqueando, lo llama a Menem a
la Quinta de Olivos?
—Sí, hasta me acuerdo de la foto. Daba asco verlos a los dos juntos.
—Precisamente. De la Rúa ya era un dedo en el culo. Ahora lo llamaba a Menem.
Otro dedo en el culo. ¿Para qué lo llamó? Porque quería una segunda opinión. Está
basado en un chiste muy bueno. Un famoso urólogo en lugar de un dedo te metía dos.
Quería una segunda opinión.
Ni bola le dio al chiste. Me sentí medio pelotudo. Siguió dando algunos giros por
la sala. Las manos, las dos manos en los bolsillos del pantalón. Estaba en mangas de
camisa. El saco andaba por ahí, tirado en algún sillón, la corbata también. Dice:
—Pero es cierto. Un Presidente ya no tiene credibilidad. Me la tengo que ganar.
Hago cada cosa. No te imaginás. A la mañana hablo por teléfono a cualquiera. A
cualquiera, eh. Agarro, marco un número y espero. Alguien atiende y le digo:
«Buenos días, disculpe que lo moleste. Quería hablar con usted». «¿Quién habla?».
«El Presidente». «¿Quién?». «El Presidente, Néstor Kirchner. Quiero preguntarle si
está de acuerdo con lo que estoy haciendo». Algunos me reconocen la voz. Ésos,
aunque no lo pueden creer, me creen. «Qué honor, señor Presidente», me dicen. Yo
les digo que el honor es mío. Y que me diga qué le parece lo que estoy haciendo y
qué haría él en mi lugar. Es genial, genial. De lo que estoy haciendo hablan poco.
Ahora, de lo que harían en mi lugar… ¡mamita! Tengo que cortarles. O les digo que
me disculpen. Que los vuelvo a llamar mañana.
No sé cómo, pero —lo recuerdo bien— ahora estaba Miguel Núñez. Que se reía y
tenía un montón de papeles que sostenía como un tesoro o como la prueba irrefutable
de algo. Sí, era esto: la prueba irrefutable de algo. Dice:
—Néstor, contale lo que te pasa con los que no te creen.
—Uy, sí. Algunos no me creen.
Entre tanto, yo estoy pasando un rato fantástico. Como Néstor va de un lado a
otro giro en mi asiento (estrecho, para culos flacos) también de un lado a otro. Me
apoyo en la silla de al lado, pongo los brazos sobre el respaldo de la mía,
seguramente me brillan los ojos y debo estar sonriendo. Porque —honestamente—
estoy feliz. No puedo creer que en este puto país de mierda que si no me mató fue por
pura casualidad. Que en esta sala de gabinete donde Videla y sus secuaces decidían la
vida y la muerte de miles-miles-miles de personas. En este país de tipos como
Onganía, como el tercer Perón y sus herederos Isabelita y López Rega (tuve miedo
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por primera vez bajo el peronismo: bajo el tercer Perón, cuando tenía que ir a dar una
clase y el C de O amenazó con entrar a los tiros en la Facultad, ¡bajo el tercer Perón,
carajo!, el que luchamos para traer al país, el del luche y vuelve), como Videla, Viola,
Massera, Galtieri, Menem, el boludazo sanguinario de De la Rúa aconsejado por su
hijo Antonito («Viejo, estado de sitio y se acabó. Viejo, largales la cana. Y que tiren
con balas de plomo. Chau, viejo, me voy con Shakira. Chau, Argentina, me voy a
hacer millonario con la guita de la boluda esa. Me la cojo y soy millonario, viejo. La
vida es joda. La culpa es toda tuya, eh. El Presidente eras vos. Ahora yo estoy en otra.
¿Treinta muertos, viejo? ¿Más? Fue la cana. Son unos animales. Y vos que sos un
viejo pelotudo. Te dije que reprimas, pero no tanto. Yo, igual, me abro, viejo. Estoy
en otra. Esta boluda es una mina de oro. Tal como suena, eh: una mina de oro. Se la
pongo y le brotan los dólares hasta del culo. Me va fenómeno, viejo. ¿Volver,
visitarte? ¿Estás en pedo? Yo por ahí no aparezco ni loco. A ver si alguien se
acuerda»), como Adolfito Rodríguez Saá, como Duhalde (¡que hasta nos pareció
bueno durante un año!), que en este país, digo, en este país que amo y que odio, que
nunca abandoné, que será por flagelarme pero soy un argentinólogo que casi dedicó
todos los años de su vida a serlo, esté ahora, yo, un ideólogo de la subversión
apátrida, un tipo que apenas si podría hacer fuego con un revólver de bajo calibre y
posiblemente para suicidarse, un apasionado de la no violencia, un enemigo de los
fierros, pero un ideólogo, un intelectual, o sea: un sospechoso de siempre, como dice
el Capitán Renault en Casablanca (Arresten a los sospechosos de siempre), esté aquí,
en la sala de gabinete de la Casa Rosada, la casa del enemigo, del poder, hablando
con el Presidente de la República como si fuera un amigo de años, o sin más: de toda
la vida, es, no sólo increíble, es imposible, no puede ser. Néstor acaba de decir:
—Uy, sí. Algunos no me creen. Los llamo a la mañana, ¿no? Como a todos.
«Hola, qué tal. Cómo anda». «¿Quién habla?», dice el tipo. «Néstor Kirchner, el
Presidente. Quería saber…». «¿Quién?». «Néstor Kirchner». Y el tipo se encula y me
grita: «¡Andá a cagar, Carlitos! ¿A vos te parece andar jodiendo a esta hora? Ni el
mate me preparé, boludo».
Ahora Miguel se da el gusto y despliega sus papeles. Con entusiasmo, dice:
—Miren esto: son informes del Ministerio de Economía. Estamos creciendo
fabulosamente. Miren esta rayita.
La rayita vuela hacia el tope del papelito.
—Perdoname —le digo—, no creo en esos informes. López Murphy, ahora
mismo, tiene uno semejante. Con la misma rayita. Pero para abajo.
—No me jodás. Sos un amargo.
—No me jodás. Sos un ingenuo.
—Hay una gran diferencia entre el de López Murphy y el nuestro.
—Sí, el tuyo es verdadero.
—Y claro.
—López Murphy dice lo mismo del suyo.
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—Bueno, paren, che —dice Néstor—. Ya vamos a estudiar bien esa cuestión.
—Yo te quiero mucho. Me leí tus libros y todas esas cosas —dice Miguel—. Pero
no lo amargués a Néstor.
—Andá tranquilo, Miguel —dice Néstor—. Mirá si me voy a amargar por eso.
Para que yo me amargue hacen falta más cosas. Un montón. Además, ya lo descubrí:
José Pablo y el optimismo no se llevan bien.
Estamos otra vez sentados. Así, a su derecha, me siento su Ministro del Interior.
Debemos llevar más de una hora hablando. ¿Nos dijimos algo importante? Decido ir
a fondo. Decirle lo principal que vine a decirle.
—Néstor, hay una decisión que tenés que tomar. Si querés, claro. Pero es la base,
es el punto de partida de todo. Tenés que abrir una nueva etapa histórica. Tenés que
romper con el peronismo. Vi algunos actos tuyos y vi con alegría que no había fotos
de Perón, una que otra de Evita. El peronismo es la antipolítica. Nada nuevo puede
salir de ahí. Es un aparato. Nada más. Un aparato es una pura inercia. Se mueve por
inercia. Se mueve por la guita. Por las ambiciones sin contenido de los corruptos, de
los aventureros. Un aparato es una cosa. Es como una piedra. No va a cambiar nunca.
Al contrario, está hecho para no cambiar. Tenés —es mi opinión, eh— que crear un
partido de centroizquierda. Las bases ya están. Son los asambleístas de 2001, de
2002. Se quedaron huérfanos porque se jugaron a la política sin conducción. Sin
jerarquías. Se entusiasmaron con las huevadas de Deleuze, de Toni Negri, de un
boludo escocés que no vale nada, un tal Holloway. Eligieron el rizoma. Cada
miembro del rizoma es el centro y no hay esquema arborescente. ¿Qué es eso? La
verticalidad. La conducción. No hay política sin jefes. Ahora vos tenés el Estado.
Ellos no querían tomar el poder. Construirlo afuera. Boludeces. Lecturas mal leídas.
Pero buena gente. Con esa base y el Estado se puede crear algo nuevo. Una nueva
forma de hacer política. Alejada de las mafias. De los mafiosos. Con gente nueva.
Con…
—Eso lo pensé mucho, José. ¿Cómo no lo voy a pensar? Pero no es fácil dejar de
lado al peronismo. ¿Vos sabés el poder que tiene?
—Un poder viejo. Que se vende al mejor postor. Que se vendió a Menem. ¿Creés
en serio que te van a apoyar sinceramente? No, apenas puedan te clavan un puñal. En
serio, te clavan un puñal. Si querés hacer política con ellos, tenés que ser como ellos.
Cambiar, no los vas a cambiar. Se van a disfrazar de corderos. De amigos tuyos. Pero
no son amigos de nadie. Sólo del poder. De la guita, la droga, la prostitución, el juego
clandestino. Tuyos, no. Hay un aforismo del Negro Fontanarrosa. De un tipo que se
llama Etchenique, creo. Un personaje que inventó. El aforismo dice: «Si un amigo te
clava un puñal en la espalda/ desconfía de su amistad». El peronismo es una cueva de
escorpiones. Te matan y te dicen: «Perdoname, es mi naturaleza». Y sí, lo es. Porque
son eso: escorpiones.
—Me gusta la idea del centroizquierda. En serio, me gusta. Pero ¿vos creés que
desde ahí voy a acumular poder?
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—Pero no se trata de acumular poder a cualquier precio. Suponete que mañana le
afanás a Duhalde todo el aparato. ¿Triunfaste? ¡No! Perdiste. Perdiste tu identidad.
Ahora sos Duhalde.
—¿Quiénes me van a seguir?
—Hay que sacar de nuevo a la calle a los asambleístas de diciembre del 2001.
Están ahí. No se fueron.
—No creas. Mirá la cantidad de votantes que hubo en estas elecciones. La gente
quería volver a lo tradicional. Un Presidente, un parlamento…
—Y el eterno bipartidismo.
—¿Y el PRI en México? ¿Y los yankis? Demócratas y republicanos. Siempre la
misma historia.
—Néstor, si vos impedís que el peronismo se convierta en el PRI, pasás a la
historia grande de este país.
—No me pedís nada vos.
—Para pedirte nada ya debés tener un ejército de lameculos.
Se queda pensando. Cuando lo hace gira la cabeza hacia un costado. El contrario
del que está uno. Se pone a mirar algo. Uno no sabe qué. Por ahí, nada. No mira nada.
Se mira adentro. Busca. De pronto, el ejercicio se acaba y te mira de golpe:
—¿Cuántos poderes hay en la Argentina? —pregunta.
—En cualquier lugar del mundo hay muchos poderes.
—No, no, esas boludeces ya las conozco. La multiplicidad de poderes. Todo se
multiplicó en los últimos años. Sin embargo, la globalización es una. Que no jodan.
Es una. Son ellos los que nos globalizan. Nosotros, de boludos, nos dejamos
globalizar.
—Hay dos poderes en la Argentina. Los dos que Menem armonizó: el
establishment y el peronismo. Menem sometió el peronismo al establishment.
—Entonces no los armonizó.
—Fue una armonía, pero desigual. Menem convenció al peronismo que el gran
negocio, en los noventa, con la URSS hecha pelota, era seguir al establishment, al
neoliberalismo. Nadie dijo que no. Total, todo se había ido a la mierda. Era la hora de
ser socios de los triunfadores, de ser parte de la gran cosecha, de afanarse el país con
ellos. Esos dos poderes siguen siendo los de hoy.
—¿Y vos proponés que yo me abra de los dos?
—No, que crees uno nuevo.
—¿Y mientras tanto en qué me apoyo?
—Ni el peronismo ni el establishment te pueden atacar por lo menos durante un
año y medio. Si abrís un nuevo espacio, muchos te van a seguir. De todos lados.
Peronistas que están hartos del aparato, gente de la izquierda, de los derechos
humanos, empresarios podridos de los carcamanes del peronismo, hasta Estados
Unidos. En serio, puede interesarles una fuerza nueva, democrática, lúcida, limpia,
más que la mafia del aparato duhaldista.
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—A mí me interesa eso. Y lo voy a intentar. Sobre la marcha se verá cómo viene
la mano. Para hacerlo voy a tener que hablar con todos. La política es eso, eh. La
política es no hacerle asco a nada.
Seis meses más tarde estamos cenando en la Quinta de Olivos. Está Pepe Nun y
hay algunos otros. Alberto Fernández trae un gran mapa de la Provincia de Buenos
Aires, desplaza lo que hay sobre la mesa, lo que estorba, y ahí lo pone. Estoy justo
frente a Néstor, que toma su copa de Rutini, nunca más de una. Néstor mira el mapa.
Es para marearse. Es inmenso. Empiezan a trabajar con Alberto. Es casi el final de la
cena. Estamos tomando el café. Pero Alberto trajo el mapa y ahí lo puso. Lo que
siguió fue una exhibición de las asperezas de la política. Néstor analiza largamente
ese crucigrama más allá del que se agitan seres humanos, multitudes, millones de
hombres y mujeres que trabajan, comen, se quieren, se odian, se asesinan, se roban,
tienen hijos, mueren un día cualquiera y se acabó. Néstor pone un dedo sobre un
punto del mapa.
—¿A quién tenemos aquí? —pregunta.
—La pegaste —dice Alberto—. Porque ahí, justo ahí, no tenemos a nadie.
—¿Ni uno nuestro?
—Ni uno.
—La puta madre. Qué macana. ¿Y quiénes están?
Alberto le larga cuatro o cinco nombres. Después le dice de qué partidos son.
Estoy erizado. Asisto a una gran clase de política. Hay una frase que digo de tanto en
tanto: «Todo lo que sé de política lo aprendí en 1973». Esto no. En ese año se
discutían las grandes líneas ideológicas. Se discutían ideas. Estaba lleno de hijos de
puta. Y hasta ese hijo de puta era capaz de matarte. Pero porque no pensabas como él.
No para afanarte un puesto, o para ganártelo en la disputa por tenerlo. Del modo que
fuere, hay que atenuar este juicio. Porque Perón les peleó a los Montoneros todas las
provincias que habían ganado en elecciones limpias. Y se las fue sacando de los
peores modos. A los tiros, con parapoliciales, con el comisario Navarro, por ejemplo.
Que destituyó —mediante un golpe policial— a Obregón Cano y Atilio López. En
Córdoba. Perón mandó a su Ministro del Interior —Benito Llambí— a arreglar la
cosa. El comisario Navarro cedió y entregó la Casa de Gobierno. Pero Llambí,
siguiendo órdenes de Perón y López Rega, no repuso a Obregón Cano y Atilio López,
como era institucionalmente adecuado. ¡Puso a dos tipos suyos y se acabó! Se
quejaron en el Congreso Nacional. Pero al General le importó un pito. Ese mismo año
la Triple A mataba a Atilio López con más de ochenta balazos. En fin, era una guerra
que el General había decidido encarar al margen de la ley. (Al negro López lo
mataron cuando Perón había muerto. Aunque lo mató la Organización delictiva que él
permitió armar ante sus propios ojos). Sin embargo, aun así, ahora todo es distinto.
Esto que Alberto y Néstor tienen que encarar es la política de hoy, donde ya no hay
sangre, la reemplazó el dinero. Todo se ve muy lejos de Hobbes, de Locke, de
Rousseau, de Marx, de Lenin. Pero, esto es la política. Ésta es su cara fea, ingloriosa,
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sin glamour.
Néstor pregunta:
—¿Quién está más cerca de nosotros?
—Ninguno, son todos una mierda —dice Alberto—. Lo único que te puedo decir
es quién es el más barato.
Néstor lanza una risita triste y se muerde el labio inferior. A través de la mesa, me
clava la mirada:
—¿Escuchaste esto?
—Sí.
—¿Y? ¿Qué me decís? ¿Es fácil la política, no? ¿A quién pongo?
—Poné al más barato.
—¿Por qué?
—Porque es el más barato. Te va a quedar guita para comprar otro mejor si
aparece.
—Creo que no escuchaste de quién es el más barato. ¿De quién es, Alberto?
Alberto sonríe. Dice:
—De Patti.
—Suponía algo así. —Lo miro a Alberto: —Cuando dijiste son todos una mierda
pensé en que alguno sería de Patti.
—¿Qué hacemos, profesor? —dice Alberto, aunque sin gastarme. Sólo
bromeando. La situación gira entre lo patético, lo melancólico (que invita a una
moderada resignación) o lo trágico (que invita a rajarse y dedicarse a componer
relojes o a la pintura expresionista abstracta).
Tomo coraje.
—Hay dos cosas para hacer. O sea, más de una. No está mal, creo. Primero, no
poner a nadie.
—¿Y qué le digo a la gente del PJ? —dice Néstor—. ¿Que regalé una localidad
porque sólo me gusta la gente limpia?
—Entonces poné al que menos costo político tenga. ¿Todos te desprestigian
igual? Supongamos: ¿cuál le va a venir mejor a la derecha? Algo está claro: de todos
La Nación va a decir «Kirchner puso a un intendente con pasado cuestionable en tal
localidad». ¿De quién lo va a poder decir menos?
Alberto, firme, dice:
—De ninguno. Te lo dije: son todos la misma mierda.
—Entonces poné al de Patti. Y que digan lo que se les cante. Debe ser el más
corrupto. A los dos días es tuyo.
—Miralo al intelectual —sonríe Néstor—. Mirá qué rápido aprende política.
—¿Esto es política?
—Esto. ¿Cómo se lo explico a los progres?
Nos quedamos en silencio. Mirándonos. En el medio, entre los dos, ocupando el
centro de la mesa, el mapa de la Provincia de Buenos Aires.
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—¿Eso y no otra cosa? —pregunto.
—Eso y no otra cosa —insiste Néstor—. No hacerle asco a nada.
—Es lo que dice Perón en Conducción Política: «A algunos les quiero dar una
patada y les doy un abrazo».
—Eso se lo debe haber dicho Maquiavelo al príncipe.
—Puede ser. Pero seguro no le dijo: «Cuando se negocia hay que ceder el 50%.
Pero quedarse con el 50% más importante». En fin, mirá de lo que le sirvió con la
Jotapé. Negoció cagándolos a tiros.
Otra vez se queda en silencio. Pero poco. Hace en seguida una de sus transiciones
bruscas. Néstor Kirchner es capaz de tomar decisiones impulsado por una fuerza
interior que casi no le cabe en el cuerpo. Son tan veloces que uno no sabe si las
pensó, si las había pensado o si no las pensó ni por joda, se largó a la pileta nomás. Es
algo tan suyo, tan personal como cuando alguien le dice una idea, él no tiene ganas de
darle pelota y, moviendo la mano de un lado a otro, con los tres dedos unidos y en
punta como si fueran una lapicera, le dice:
—Anotalo. En serio, anotalo. Después me lo das.
Eso y «metételo en el culo» es lo mismo.
—¿Vos conocés la pobreza? ¿Le viste la cara a la pobreza?
—No mucho en los últimos tiempos. Les vi la cara a los obreros cuando tenía una
fábrica con mi hermano. Entre 1965 y 1982. Vino Martínez de Hoz, mi hermano se
puso un negocio de Puerto Libre, hizo guita a patadas y yo tuve que negociar la
quiebra. Me quedé en pelotas.
—La cara de los obreros no es la cara de la pobreza. Los obreros de la época que
mencionás tenían laburo, salario, casa, familia, dignidad. La pobreza es indigna.
Menem humilló a los obreros. Los transformó en mendigos. Pero ¿recorriste el
conurbano?
—Lo siento, no. Casi no salgo de mi casa. Escribo como un poseído.
—Le ves la cara a la pobreza y no te olvidás más. ¿Vos peleás por los pobres?
—Peleo para que todo sea menos brutal. No creo que pueda cambiar este sistema
de mierda. Además, no tengo ninguna receta. No sé por qué lo cambiaría. Aumentaría
la participación de los marginados en la renta nacional. Haría un plan de viviendas.
Crearía industrias para que tengan trabajo. Pero ya no creo en el socialismo de Marx
ni de Lenin. Hay que hacer otra cosa.
—¿Cuál?
—No sé. O sólo algo sé, apenas algo: nada de dictadura del proletariado.
—Insisto: vos peleás por los pobres. ¿Cuando decís que peleás para que todo sea
menos brutal pensás en ellos?
—Sí.
—¿Y cómo no les vas a ver la cara?
—Se la veo en Buenos Aires, Néstor. Los veo revolviendo los tachos de basura.
Estoy comiendo en Lalo y desde la ventana veo a los pibes revolviendo la basura.
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Después, como con una culpa que me perfora el estómago.
—Es el precio que pagás para tener la conciencia tranquila.
—La tengo tranquila. No puedo hacer más de lo que hago. No puedo pirarme
como Simone Weil. No puedo ir a laburar a la Renault. Que, además, se rajó de aquí.
—Podés venir conmigo a Tucumán.
Otra faceta de Néstor. Los viajes sorpresivos: «Te venís conmigo». Sigue:
—Estuve ahí. Fui en tren. Para ver bien todo. Para no dejar de ver la miseria.
Cuando el pobrerío se agolpaba junto al tren me tiré sobre ellos. Quería tocarlos, que
me tocaran. Tenía un ramo de flores. Ellos sabían para qué había ido. Había una gran
fosa. Los milicos habían enterrado ahí doscientos cadáveres. ¿Pocos, no? Total,
estamos acostumbrados a cifras peores. ¿No son una mierda las cifras? Te dicen
doscientos, quinientos, diez mil, treinta mil y no ves ni una cara. Te muestran la foto
de un pibe, de una piba y te querés morir. Te ponés a llorar. «Hijos de puta», decís.
«¿Cómo pudieron matar a esta piba, a este pibe? Me llevaron hasta la fosa y ahí tiré
el ramo de flores. Después volví al tren y me fui. Oíme bien, la próxima vez que vaya
a Tucumán te venís conmigo. Te agarro de un brazo y nos tiramos juntos sobre la
gente. Ahí le vas a conocer la cara a la pobreza.
No supe qué contestarle.
Entonces apareció Cristina. Venía contenta, cargaba con un libro de dimensiones
temibles. Camina pisando fuerte, siempre decidida, siempre sabe a dónde va. Todo
piso que pretenda tolerar esa pisadas deberá ser fuerte. Si no, se agrieta. Si se agrieta,
ella no se hunde. Da un pequeño salto y sigue por otro carril. Hasta dónde yo sé —no
es mucho lo que sé, pero creo conocerla—, Cristina se fija una meta y la meta no se
le escapa. Apunta hacia y hacia ahí va. Voy a dar un ejemplo banal. Pero dice mucho
de ella. Estábamos cenando en la Quinta. Quizás es una de las cenas que ya cité.
Porque no fueron tantas las veces que fui a cenar ahí. Ni siquiera muchas. Ella está
sentada a mi izquierda. Cauteloso, le digo:
—Cristina, dónde está el baño.
—Seguime.
Se levanta y ¡pum! sale rumbo al baño. Sus taconeos castigan el piso y le
arrancan una sonoridad impecable, un ritmo perfecto, como un metrónomo que un
pianista tuviera sobre el piano para tocar una partitura de Bach. Veo dónde está el
baño.
—Sí, ya lo veo —le digo.
—Vení, vení —dice.
«Madre mía, esta mujer no sólo me va a indicar dónde está el baño. Hasta que no
me ponga frente al water no para». Llegamos a la puerta, la abre. Dice:
—Aquí está.
—Gracias.
Sonríe y desaparece.
Que cualquiera decida qué expresa esto de ella. Para mí, sólo que cuando
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emprende algo no se detiene hasta tener la seguridad de haberlo llevado por completo
a buen puerto. Le gusta estar al volante. «Seguime». «Vení». Puedo asegurar algo: si
quería saber dónde estaba el baño, lo supe. No me dijo:
—Mirá, salí del comedor, dobla a la izquierda y ahí le preguntás al mozo.
O también:
—Salís del comedor, tomás a la izquierda, seguís derecho, doblás a la derecha y
ahí lo tenés.
O también:
—Vení, te acompaño hasta la puerta y de ahí te indico.
No: me metió en el baño. Ésa es Cristina. Sólo algo más: cuando me dejó y se fue
su sonrisa de despedida fue encantadora. Durante esos dos años en que la pude ver un
par de veces en la Quinta fue muy anfitriona. Hasta buscó una botella de champán
una noche en que avisé que acababa de cumplir años. Pero falta para esto. Ahora
pone el enorme libro sobre la mesa de gabinete. Es un libro sobre los glaciares.
—Hola, José Pablo. —Y sin pausa alguna: —Miren esto. ¿No es hermoso?
Néstor lo mira minuciosamente. (¡Cuánto hace que no meto este adverbio! Claro:
apesta a prosa borgeana). Del modo que sea, el adverbio ya está. Sigamos con él. Si
Néstor mira minuciosamente, ¿con qué ojo lo hace? Se supone que con el que no se le
piantó para un costado. ¿Cuál es? No es fácil la cosa. Cuando hablo con él no sé bien
dónde mirarlo. Porque uno no demora en descubrir el ojo correcto. Sin embargo, ¿hay
que mirarlo siempre ahí? ¿No es remarcar su carencia (esa desviación es una
carencia: la carencia de un ojo bien centrado) mirarle solamente el ojo sano? No
hacerlo, me pone mal. ¿Por qué no mirarle los dos ojos? Tiene dos ojos. Uno,
desviado. Pero no es menos suyo que el otro. Y los dos deben haber tenido la misma
importancia en su vida. Y hasta acaso más la tuvo el desviado. Porque era el
problema a superar. ¿Cómo superar que uno tiene un ojo para otro lado? ¿Qué
cargadas habrá tenido que aguantar de pibe? ¿Cuántas veces se habrá tenido que
agarrar a las piñas? Los pibes son muy crueles con esas cosas. («¡Virola! ¡Bizcacho!
¡Se te piantó un ojo, boludo!»). ¿Acaso en esa frase admirativa de sus compañeros
cuando conquistó el corazón de Cristina, la envidia no estaba aumentada por la
cuestión del ojo?
—¿Vieron la mina que se levantó Lupín?
Podría significar:
—¿No es increíble que el virola éste, con ese ojo que se le fue a la mierda, se
haya levantado esa mina?
Cuando me mira de frente trato de mirarle los dos ojos. Darles la misma jerarquía.
Y, cuando no puedo, le miro el entrecejo. De esto debe estar más que apiolado porque
lo deben hacer muchos. Es la más fácil. «Le miro el entrecejo y zafo». Porque hay
otro problema: no es tan fácil descubrir en todo momento cuál es el ojo al que hay
que mirar. A veces se le mezclan a uno. Y se encuentra mirando el que no quería, el
que se había vedado. La clave —creo— es no vedarse ninguno. Mirarlo a los ojos
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como suele decirse. Si uno lo mira así (a los ojos) lo mira indiferentemente a uno y a
otro. Se libera del problema del ojo privilegiado. Total, a él ya le debe importar poco
a dónde lo miran. Creo que delegó el problema en el otro. Con el tiempo encontrará
una solución fantástica. Los grandes actores norteamericanos, los rudos, los que
hacen películas de cowboys o de guerra y tienen que andar mucho bajo el sol, siempre
entrecierran los ojos. Clint Eastwood —que jamás abandona el ceño fruncido—
tienen los ojos como dos rayitas. Apenas si adivinamos su color claro por las
pequeñas hendijas que deja abiertas para avizorar el peligro. Como muerde un cigarro
finito con el lado derecho de la boca, el izquierdo lo abre para mostrar los dientes.
Robert Ryan subía los ojos y —al hacerlo— subían sus cejas y su frente, que se
arrugaba. Richard Widmark —en quien Clint se inspiró: Widmark, luego de Madigan,
era el elegido para Harry el sucio, pero ya tenía sus años y los productores decidieron
que le iba a dar al personaje una angustia que ellos no buscaban— hacía la perfecta.
El ceño siempre fruncido —pero menos que Clint—, siempre malhumorado, y la
boca la ladeaba hacia la izquierda o hacia la derecha. Cuando lo hacía mostraba los
dientes y cerraba ese ojo, el otro lo dejaba totalmente abierto. La excusa era el sol.
Alguien (¡qué lástima que no fui yo!) le dio a Néstor estos datos. O él lo descubrió
solo al asunto ése de cómo cerrar un ojo y quedar como un cowboy bravío. La
cuestión es que empezó a hacerlo y le quedó bárbaro. Clint Kirchner reemplazó al
pibe del ojo virado de la primaria, de la secundaria, de la facultad, de la militancia. Se
acabó: ahora era el Marshall de la República, era Clint Kirchner y tenía, como
siempre, a la chica más linda del pueblo.
La chica más linda del pueblo dice:
—¿No es hermoso?
—Son los glaciares —dice Néstor.
—Sí, ya sé, bobo. Pero el libro me lo regaló Joseph Stiglitz. Hace dos horas que
estoy hablando con él y tiene un montón de ideas para ayudarnos.
Joseph Stiglitz es Premio Nobel de Economía. Suerte que Cristina no agregó:
«Vos, en cambio, hace dos horas que estás con este nabo con el que no vas a ir a
ningún lado». Pero yo lo pensé. «Cristina debiera decirle eso». Jamás lo habría hecho.
Sin embargo, si así me pareció, tal vez fue porque algo de eso flotó en el ambiente.
¿O era yo el que lo sentí, era yo el que se sentía un intruso en la Casa de Gobierno, el
que no tenía un Premio Nobel ni Saramago le había dicho cómo ganarlo? Stiglitz
siempre fue importante para el gobierno de Néstor y Cristina y sigue ahora cerca de
ella. Desde luego, está contra la libertad de mercado, a favor del intervencionismo
estatal y el Mercosur. Para el establishment y sus periodistas, una pesadilla. Un
enemigo mortal.
Cristina dice:
—Hasta luego —y desaparece tras la puerta.
—¿No querés ir con Stiglitz? —le pregunto a Néstor—. Debe tener cosas más
importantes que yo para decirte.
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Néstor sonríe sonoramente.
—No te creo que digas eso en serio. Para vos, un economista, aunque sea Stiglitz,
es un tipo que sabe sumar y restar, pero de política nada.
—Conocés la frase: la política es algo muy importante para dejársela a los
economistas.
—¡Claro! Miralo a Menem. Les dejó el país a los economistas. Lo hicieron
mierda. Pero hay otra cosa.
—¿Otra cosa?
—Otra cosa por la que no te creo que digas en serio que me vaya con Stiglitz y te
deje. Entre Sitglitz y vos, te parece mucho más importante que esté con vos.
—Bueno, con Stiglitz está Cristina. Es posible que ya sea suficiente.
—Tampoco es por eso. Mirá, José Pablo, vos tenés muchas buenas cualidades.
Pero creo —creo, eh— que la modestia no figura entre ellas.
—¿La modestia es una buena cualidad? ¿No es una cualidad medio pelotuda?
¿De que te sirve la modestia? ¿Para disimular con los otros lo que vos sos? Si no los
agredís, si tu falta de modestia no implica un desdén por ellos sino una afirmación
sobre tus valores, sobre lo que podés hacer, sobre una autoestima que te da coraje,
que alienta tu desparpajo, tu osadía, tu creatividad, no es tan jodida. ¿Vos sos
modesto? Si me decís que sí tampoco te creo.
—No sé si soy o no modesto. Pero soy bravo, peleador. Voy a tratar de armar un
gran kilombo antes de que me saquen de aquí. ¿Y sabés cómo me sacan de aquí?
Se inclinó hacia mí y me miró fijo. No supe con cuál de los dos ojos, pero sin
duda con el mejor. Y con una certeza que sostenía existencialmente todo su edificio
político, dijo:
—De aquí me sacan con los pies para adelante. Solamente así.
Me encargó una misión que ya comentaré. Pero nuestra conversación en la sala de
gabinete había terminado. Terminó con esa confesión de hierro. Esa confesión que
implicaba la aceptación del riesgo de la vida y la decisión de entregarla si era
necesario. Creo que también agregó:
—Yo, de aquí, no me voy en helicóptero.
Ese encuentro —el primero— había durado 1 hora y 45 minutos.
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CAPÍTULO VI
Cuestiones teóricas: el Poder, ¿una construcción de la
política?
Casi volví caminando a mi casa. Los que me conocen no creerán semejante
dislate. Saben que detesto caminar y, en general, las actividades físicas. No desde
siempre. Desde hace unos años. Cuando escribir se transformó en una obsesión. Pero
al dejar la Casa Rosada no busqué un taxi. Me largué a caminar porque la cabeza me
daba vueltas. No podía parar. ¡Eran tantos los temas que habíamos dejado sin tratar!
El problema de Néstor era el del poder. Había llegado débil al Gobierno. Algunos
canallas, durante esos días, llegaron a decir que su Gobierno era ilegítimo. En suma,
no tenía ningún poder.
Había llegado al Gobierno. Pero cualquiera que se ocupe de pensar la política
sabe que el Gobierno no es el Estado. El Gobierno es la administración de las cosas.
Desde el Gobierno hay que ocupar el Estado. El Estado es —esencialmente— un
órgano represivo. El Estado tiene la tarea de crear la armonía entre los lobos. Es una
tarea contra la naturaleza humana. Esa tarea tiene un adversario poderoso: está en los
que aplican el orden y en quienes se someten al orden. Todos son lobos. El lobo —
que es el hombre— habita en todos. ¿Qué es lo que garantiza que el Estado, una vez
sometida la naturaleza lobuna —salvaje, feroz, bestial— del hombre, la ha sometido
también en sí? El Estado está compuesto por hombres. Si estuviera compuesto por
otra clase de entes (sería lo ideal) se podría confiar en él. Pero los encargados de —
por medio de esa acumulación y concentración únicamente tolerada y legal de la
violencia que es el Estado— organizar el todo social son hombres. Al serlo, son
lobos. Al ser lobos, ¿quién reprime a los lobos? ¿Quién controla los instintos
primarios de los lobos que administran el Estado imponiendo una armonía contra
natura en los restantes lobos de la sociedad? Suponiendo que creamos en la
independencia de una Justicia, rara situación ya que habitualmente la Justicia logra
ser sometida y controlada por el Estado, ¿quién controlaría a los magistrados?
Suponiendo que la sociedad tiene un monarca, ¿quién controla la naturaleza lobuna
del monarca? Suponiendo que, en una moderna democracia presidencialista, la
autoridad máxima es un Presidente de la República, ¿quién controla la naturaleza
lobuna de ese Presidente? Sartre diría que ningún grupo se puede consolidar por
completo. El hombre es un ser condenado a su libertad. Aun cuando aceptemos en él
una naturaleza lobuna, ésta se encontraría dirigida por los actos que la libertad del
hombre elige. Siempre habrá alguna instancia afuera del orden del Leviatán. Cuando
—en la Crítica de la Razón Dialéctica— el grupo busca consolidarse recurre al
juramento. Todos juramos ser fieles a la norma esencial que constituye al grupo. Pero
todos los que hemos jurado estamos constituidos por la posibilidad siempre presente
de nuestro ser-libre, que es incluso el que ha posibilitado que aceptemos volvernos
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Otro al integrar el grupo. El grupo es una comunidad de Otros que deciden actuar en
común. Pero cada uno puede recuperar su ser-libre a partir de cualquier momento. No
hay totalidad que pueda cerrarse por completo. Porque el hombre nunca es lo que es.
Nunca es realidad, siempre es un proyectado e-yectado a sus posibles. Con el
juramento deposito todos mis posibles en los posibles del grupo. Juro ser fiel al grupo
y a su juramento fundante. Pero yo no puedo enajenar mi libertad porque estoy urdido
por ella. En algún momento aparecerá. En mí o en cualquier otro miembro del grupo.
No bien aparezca en uno el grupo ya no es el grupo. Ha empezado a resquebrajarse.
El ideal del grupo es parmenídeo: ser lo que es. Serlo para siempre, sin alteraciones.
Éste es también el ideal del aparato. Es el sueño imposible de la cosificación
absoluta. El aparato quiere y consigue ya prolongadamente (está claro que hablo del
aparato justicialista) ser una cosa. El aparato es la cosificación de la política. La
política es la expresión de la libertad de los agentes prácticos de la historia. La praxis
libre tiene el poder de constituir la historia y la historia tiene el poder de constituir a
la praxis libre del sujeto. O constituyo o soy constituido. Es una lucha constante. De
aquí que pensemos que la historia es lucha, es antagonismo y es conflicto. Y si no es
eso, no es nada. La praxis del agente libre puede ser sometida por la praxis de otro
agente libre, en cuyo caso no será libre. Estará enajenado y deberá luchar por
recobrar su libertad o someterse. Pero la Historia es el enfrentamiento (que incluye,
desde luego, acuerdo y consensos parciales) de las diferentes praxis que la
constituyen. Al ser la Historia eso que los hombres hacen (aunque también los haga a
ellos y los enajene: pero siempre son otros hombres los que enajenan a los hombres),
la Historia es el todo. Al ser el todo es el ser. Al estar la Historia constituida por la
praxis podemos afirmar que el ser es praxis. Cuando Heidegger, en reportaje póstumo
de Der Spiegel, dice su frase de campesino quejumbroso: Esto en lo que el hombre
vive ya no es la Tierra, tiene razón. Nuestra proposición es: Esto en lo que el hombre
vive es lo que el hombre ha hecho de la Tierra. Es el fruto de su praxis libre y cada
vez más destructora. Porque, desdichadamente y contrariamente a lo que habría
deseado pensar Sartre al fin de su vida, la libertad del hombre está al servicio de dos
causas: 1) el sometimiento de los otros hombres; 2) la destrucción de la Tierra para
alimentar la voracidad del aparato capitalista de dominación. El aparato justicialista,
entonces, no es el demonio argentino. Es la cara nacional de una tendencia universal
a transformar las relaciones entre hombres en relaciones entre cosas: relaciones de
dinero, de violencia, relaciones carentes de moral, traiciones, y elementos esenciales
que permiten que todo funcione: impunidad, lavado de dinero, drogas, prostitución,
juego clandestino o no. Volveremos ampliamente sobre esto.
Seguimos con Kirchner: las masas no sabían quién era.
Los grupos económicos le habían hecho un planteo. Era la voz del establishment.
Que decía: «Queremos esto de usted». Aceptar el planteo de José Claudio Escribano
habría sido un principio de poder. Un poder delegado. O un poder que surgía de la
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aceptación de un poder mayor. Pero era —al menos— un punto de partida. Escribano
habría vuelto con el acuerdo firmado y habría dicho: «Está con nosotros. Vamos a
sostenerlo por el momento. Pero no es un enemigo». Al rechazar el planteo de
Escribano, ese poder, el de ser un ente subsidiario del establishment, se le había
evaporado. Fue el contrato que firmó Menem. ¿Qué poder consiguió con someterse a
un poder mayor? Inmenso: el de robar, el de sobornar, el de burlarse de la Argentina,
el de farandulear, el de ponerle la imagen del Restaurador de las Leyes a los billetes
de veinte pesos, el de tener sexo con la hija de un símbolo del establishment y hasta
de la Embajada de los Estados Unidos y aun de Washington, el capitán Ingeniero
Álvaro Alsogaray. Julio Bárbaro, allá por noviembre de 1989, tomó un café con
Nicolás Sarquís y conmigo, que acababa de concluir La astucia de la razón y ya
entraba en el infernal periplo depresivo en que esa novela me introdujo durante casi
nueve meses. Nos confirmó que sí, que el Presidente desatinaba sábanas con la hija
del «cerdo de los yankis», como se le decía en los 70. (Ahora era el zar de la
economía. Él dictaba cátedra y de los que le habían dicho «cerdo de los yankis» había
demasiados muertos, demasiados desaparecidos. Por eso él estaba donde estaba y
Menem les confería el país a sus compinches. Total, la derrota es siempre así.
Siempre viene un canalla y la vende). Pero su corazoncito peronista se consolaba con
algo. Sí, Menem era un turro. Le daba el país a la derecha neoliberal, al
establishment, a los eternos enemigos del peronismo. ¡Pero se acostaba con la hija de
Alsogaray! Qué grande. El honor del Movimiento mayoritario que expresaba los
intereses de la clase obrera y de los pobres de la Argentina quedaba a salvo. Julio
fumaba en boquilla, las patillas largas, la voz de atorrante de siempre, esa voz que fue
otra, que fue de otro tipo en otros tiempos, que nos hizo reír a muchos con sus
sarcasmos inagotables. Créase o no, en 1985 nos reunimos con la gente de La ciudad
futura a discutir el país, la política, la economía, la cultura. De un lado estábamos
Horacio González, Nicolás Casullo, Oscar Landi, Mario Wainfeld, Elvio Vitali, yo y
no recuerdo quién más. Del lado de «ellos»: Pancho Aricó, Juan Carlos Portantiero,
Carlos Altamirano y juro que no recuerdo a otro. Salimos, luego del intercambio de
ideas, a tomar un café. Julio había llegado al final. Algo alcanzó a escuchar. Sobre
todo una exposición muy cautelosa de Portantiero. Nos sentamos, pedimos café,
cortados, una ginebra, una Coca-Cola, algún sándwich. De pronto, Julio —con esa
voz cuya eterna carraspera le daba un aire de porteño tanguero, amigo de las minas,
del buen vino, de la buena comida, de la charla entre amigos hasta cualquier hora y
un poco al pedo, de político empecinado— le pregunta a Portantiero: «¿Así que ya no
somos revolucionarios, che?». Portantiero, con el mismo humor, con una frase para la
historia de la intelectualidad argentina, le dice: «¿Estás loco? Reformistas y de
centro». También estaba Álvaro Abós. Lo recuerdo ahora. Reformistas y de centro.
Así volvió el Negro Porta del exilio. Así, la dictadura, lo dejó a él y a muchos otros.
Pero que la toalla la tirara él era más grave, porque era un referente muy fuerte,
siempre lo había sido. (NOTA: El que siempre me conmovió, al que siempre le creí en
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el acuerdo o el desacuerdo, fue Pancho Aricó, el socialista empedernido, el cordobés
de seductora tonada que llevaba en sí hasta la particularidad sutil en que el
«cordobés» se habla en Villa María. Cierta vez, estábamos en el bar de la Gandhi,
todavía en Montevideo casi Corrientes. De pronto, Aricó empieza a cantar La
Internacional. «Atrás, burgués, atrás». Era una locura. Pero era una bella locura.
Portantiero —que lo quería como se quiere a un hermano y tal vez más— cruza una
mirada conmigo (Aricó estaba en el medio), se muerde los labios y mueve resignado
la cabeza. Hoy, Aricó está muerto. Portantiero también. De los dos, el que le presentó
un libro a Mariano Grondona cerca de finales de los noventa, fue el Negro Porta.
Aricó, ni loco. De todos modos, no vamos a echar tierra sobre la tumba de Porta por
un acto errado. Tuvo muchos, además. Pero fue un tipo muy valioso. Las épocas en
que la derrota te tritura todos los días un cachito más las convicciones de una vida
suelen producir actos como ése. Presentarle un libro a Grondona. Que, además, se
disfrazó de demócrata durante casi diez años. ¡Qué supremo mentiroso, qué gran
comediante!). De todos modos, la frase «Reformistas y de centro» es tan impecable
que bien puede resumir el espíritu de una época. ¡Claro que ya no éramos
revolucionarios! Un revolucionario pretende cambiar la totalidad del sistema
capitalista de producción. ¿Quién —que no estuviera loco o medio pelotudo, con
perdón— podía proponerse algo así? El reformista sabe que el Todo está más fuerte
que nunca. Que ha triunfado. Que sólo se pueden pelear algunas posiciones. Defender
algunas viejas conquistas. Crear microemprendimientos. Ser, en suma, reformista.
Ahora, de centro, sonaba exagerado y también era un buen chiste.
Ahora, Julio conserva su orgullo peronista porque el piola de Menem se la curte a
la Alsogaray. Para colmo, agrega: «Seguro que cuando ella termina de mamársela, el
Turco le ordena: Ahora decime Viva Perón».
—No creo —le digo—. Más bien creo que cuando la cosa termina ella le dice: Y
ahora, turco grasa, decime: Perón fue un pelotudo. Les dio toda la guita a los pobres y
arruinó el país. Y Menem le hace caso».
¿De qué otra forma se construye poder? Perón la tuvo fácil. Aparecieron los
migrantes internos. Los cabecitas. Y él se los apropió con buenas artes. Les dio un
montón de cosas que en serio necesitaban. Después vino Evita y les dio más. Después
vinieron los fusiladores setembrinos y les sacaron todo. La izquierda, de esto, saca su
teoría de la revolución. Si una revolución no se hace a fondo, el enemigo siempre
vuelve. Y cuando vuelve, vuelve peor, con más odio, con hambre de venganza. El
problema radica en que no es fácil hacer una revolución. Una reforma implica
cambiar una parcialidad del Todo. Pero una revolución implica cambiar el Todo. Para
cambiar el Todo se requiere un poder semejante. O sea, total. ¿Qué tenía —ahora—
Kirchner? Apenas para ir dibujando un tímido reformismo.
¿Qué es el Poder? El Poder es conseguir que los demás hagan lo que yo quiero. El
Poder es someter a los demás a la voluntad del soberano. Se llame como se llame:
presidente, monarca, caudillo, líder. Se puede jugar a la democracia. Pero siempre
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habrá una instancia de decisión. El que la tiene, tiene el poder. Hoy, en la Argentina,
la tienen los medios. Porque pueden crear la opinión pública. Si la tienen los medios,
acumular poder será desmantelar los monopolios mediáticos. Ya que si los medios
pueden formar la opinión pública o el sentido común es por su condición oligopólica.
¿Qué condición es ésta? La que me permite decir mi ideología (mi verdad) a través de
miles de bocas de emisión que yo controlo.
Kirchner tampoco tenía los medios. El poder de Kirchner residía en la debilidad
de los otros. En el cansancio de la sociedad. En la voluntad de casi todos de ordenar
el país, trabajar y vivir tranquilos. Pero el poder que surge de la debilidad, el
cansancio o la falta de ganas de pelear de los otros no es Poder. El Poder tiene que ser
propio. ¿Qué tenía Kirchner que fuera propio, suyo, intransferible? Nada menos que
el Estado. Hay aquí un esquema de interpretación delicado, fino. No se basa en
enfoques demasiado tradicionales. El Estado viene de arriba. Cae sobre la sociedad.
La penetra desde ahí. En el modo de la verticalidad formal. El Estado es el Leviatán.
Para Hobbes, para su pesimismo burgués, los hombres —pese a ser lobos entre ellos
— manifiestan ante el Estado un primer movimiento de generosidad. Esa generosidad
les es necesaria a todos para salvarse. Pongámonos todos bajo la tutela del Estado. De
lo contrario seguiremos matándonos en esta guerra de todos contra todos que, en
tanto lobos que somos por naturaleza, no podemos abandonar. Así, desde Hobbes, el
Estado burgués surge como garantía del orden. El Estado realiza un acto casi mágico:
transforma a los lobos en ciudadanos. (Ver: De Cive, del mismo Hobbes). Y la
especie humana lleva a cabo una confesión desalentadora: Sólo si se nos vigila, si se
nos controla, si se nos reprime, dejaremos de ser lobos y nos convertiremos en
ciudadanos. Librados a nuestras auténticas pulsiones somos asesinos, nos destruimos
entre nosotros en una guerra que no se detiene, una guerra de todos contra todos, de
lobos contra lobos, porque los lobos sólo saben pelear, mostrar sus dientes temibles,
morder la garganta de sus enemigos y matarlos. ¿Este pesimismo dice
verdaderamente lo que el hombre es o dice lo que le conviene que sea para instaurar
la represión del Estado? No hay que olvidar que Thomas Hobbes establece la ley del
Leviatán (animal mitológico que causa terror en los hombres) desde el corazón de su
clase social: la burguesía. El Leviatán surge en el siglo XVII. Hobbes inventa la fábula
de la lucha de todos contra todos y del hombre lobo del hombre para justificar que su
clase ascendente instale un Estado al que todos se sometan. «Por tanto, todas las
cosecuencias que se derivan de los tiempos de guerra, en los que cada hombre es
enemigo de cada hombre, se derivan también de un tiempo en el que los hombres
viven sin otra seguridad que no sea la que les procura su propia fuerza y habilidad
para conseguirla (…) Y, lo peor de todo, hay un constante miedo y un constante
peligro de perecer con muerte violenta. Y la vida de un hombre es solitaria, pobre,
desagradable, brutal y corta» (Thomas Hobbes, Leviatán, o la materia, forma y poder
de un estado eclesiástico y civil, Alianza, 1999, Madrid, p. 115). ¡Qué magnífica
descripción de la vida de un hombre! Es cierto que estamos en 1651 y los elementos
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terapéuticos para prolongar la vida son infinitamente menores que en el presente.
Pero apartando este aspecto (actualmente la vida suele ser más larga) los otros
elementos que señala Hobbes, ¿han cambiado sustancialmente? Y también: ¿la vida
no sigue siendo corta? ¿Qué importa que se haya extendido veinte años más? Es
corta, dolorosamente corta. Y sigue siendo desagradable, solitaria, pobre y brutal. Y
Hobbes lo tenía a Dios. El siglo XXI, de Dios, sólo tiene sus lacerantes dudas cuando
no la certeza de su ausencia o de su monstruosidad. Ante este desamparo, Hobbes se
pregunta: ¿cómo salen los hombres de esta situación? Escribe: «Las pasiones que
inclinan a los hombres a buscar la paz son el miedo a la muerte, el deseo de obtener
las cosas necesarias para vivir cómodamente, y la esperanza de que, con su trabajo,
puedan conseguirlas» (Hobbes, ob. cit., p. 117). Y en el inicio del capítulo XVII,
Hobbes especifica claramente la función del Estado: «La causa final, propósito o
designio que hace que los hombres —los cuales aman por naturaleza la libertad y el
dominio sobre los demás— se impongan a sí mismos restricciones de las que vemos
que están rodeados cuando viven en Estados, es el procurar su propia conservación y,
consecuentemente, una vida más grata. Es decir, que lo que pretenden es salirse de
esa insufrible situación de guerra que (…) es el necesario resultado de las pasiones
naturales de los hombres cuando no hay uno que los mantenga atemorizados y que,
con la amenaza del castigo del poder visible, los obligue a cumplir sus convenios»
(Hobbes, ob. cit., p. 153). La impiedad y la rudeza del Leviatán se encuentran
justificadas por la agresividad de la naturaleza humana. Hobbes dibuja —de este
modo— un Estado represivo que beneficia a las bestias humanas y les permite vivir
sometidos pero en paz. Les quita el temor a la muerte. A la muerte a manos de otro
hombre. Pero no a la muerte natural. Ya que el Leviatán es tan poderoso, ¿no podría
realizar también esa tarea? No, el Leviatán no es Dios. Es el Dios que los hombres
han decidido obedecer sobre la Tierra. Les evitará matarse entre ellos. Morir a manos
de un semejante. No les impedirá morir a manos de la Invencible Enemiga como la
llama Thackeray en Barry Lyndon. (NOTA: William Thackeray —1811-1863— fue el
más importante narrador de los años de la reina Victoria. Crítico de las clases
sociales, maestro de la sátira, conocedor del alma humana, sus obras son de valor
perdurable. De hecho, el extravagante pero sin duda genial Stanley Kubrick realizó
con Barry Lyndon una de las más exquisitas y mejor narradas películas de toda la
historia del cine. En una batalla, un tío de Barry, que lo ha amado y protegido, es
herido de muerte. Barry se arrodilla junto a él y el tío, en un sollozo final, le dice:
Bésame, muchacho, porque nunca más volveremos a vernos. Voy a decirlo: siempre
lagrimeo como un irredimible sentimental en esa bellísima escena. Barry lo besa en la
boca y su tío muere). También en De Cive, Elementos filosóficos sobre el ciudadano,
Hobbes aborda estos temas. (Hay edición de Alianza, Madrid, 2000).
Ahora Kirchner está a punto de darme una sorpresa. No será la primera. Mucho
menos la última.
A las 19.30 de un día de julio o agosto de 2003 (por ahí un poco antes, no
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recuerdo bien esta fecha) suena el teléfono. Otra vez el Vocero.
—Che, José, qué hacés. Te quiere hablar el Presi.
A través de la línea me llega el ruido de un motor. ¿Qué es eso?
—¿De dónde me hablás?
—Del avión presidencial. Pará, aquí viene.
El Flaco no pierde tiempo. Habla sin preámbulos. Derecho viejo.
—Esa teoría tuya de traer de nuevo a la militancia a los asambleístas del 2001,
2002, tiene un problema que creo no pensaste.
—Dale, te escucho.
—Esa gente se movilizó contra el poder. Eran el contrapoder. ¿Sí?
—Era la construcción de un contrapoder desde las bases. Democracia directa, sin
conducción.
—Pero nosotros no estamos donde estaban ellos. En el llano. No estamos en
Parque Centenario. Estamos en el Gobierno y tenemos el Estado a nuestra
disposición, esperando que vayamos a agarrarlo.
—¿Podemos?
—Claro que podemos.
(NOTA: Habrá muy pocas cosas para Néstor Kirchner que no se puedan. Su gran
garra de político, su temple, se expresará en una convicción muy honda, muy
arraigada en él: todo se puede. De golpe o de a poco. De esta convicción surgirá su
frase: Vamos por todo. Que es la que elegiría para definirlo).
—Lo que no vamos a poder —sigue— es movilizar a los asambleístas. Nuestro
punto de partida tiene que ser los derechos humanos. ¡Ni hablamos de los derechos
humanos! ¡Eh, José! ¿Qué pasa? ¿Cómo te llevás con Hebe?
—La veo poco. Frontal, desbocada, pero necesaria. Me gusta más la cautela de
Carlotto.
—Sí, pero Hebe es un tanque. Y el más grande de todos los símbolos. La madre
de las Madres.
—Te vas a cagar de risa, pero sobre los derechos humanos estuve hablando con
Beliz en el Ministerio de Justicia. Dice que sabe cómo destrabar las cuentas de
Martínez de Hoz en Suiza. Y las de Menem.
—Ése no sabe ni cómo destrabarse la bragueta. En fin, por ahora dejalo ahí.
Bueno, arreglá con Miguel y nos vemos. Lo que se te vaya ocurriendo anotalo.
Anotalo, eh. Chau.
Lo escuché un montonazo de veces decirle a distinta gente: anotalo. Y hacía con
la mano «gestito de lapicera»: unía tres dedos y los movía de izquierda a derecha y de
derecha a izquierda. Creo que la mayoría de las veces anotalo era «no me rompás más
las pelotas con eso». «Anotalo y traémelo otro día».
—Hoy hablé con Lula. Le gusta lo que hice en estos meses. Le dije que si nos
hacemos ese tipo de cosas nos van a caminar por encima. A él y a mí.
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«En los primeros meses de su gobierno, Kirchner, aproximadamente, había hecho
las siguientes cosas: es un político que en pocos meses de gestión se mostró
partidario del Mercosur, descabezó a los sectores represivos del Ejército, de la
Policía, intervino el PAMI, recibió a las Madres, derogó las leyes de Punto Final y
Obediencia Debida y negoció en términos de inusual dureza con el Fondo
Monetario».
Este texto pertenece a una de mis contratapas de 2003. No ha sido incluido en
ningún libro. Salvo su publicación en Página/12 es un inédito en cuanto a lo que se
refiera a su inclusión en algún libro. Se me permitirá, espero, recurrir a algunos textos
escritos en caliente, es decir, mientras sucedían los eventos que este libro narra. Lo
que entregan mis contratapas es el clima del momento en que fueron escritas. Las
esperanzas que se agitaban entre todos nosotros. Por ejemplo, en la que he citado, su
título es «El señor K y el peronismo», me empeñaba en demostrar que Kirchner no
debía seguir adscribiéndose al peronismo. Porque nadie sabía qué era eso. Y todos
sabían lo que Kirchner había hecho desde que asumió. Un argumento hoy lejano,
pero en ese momento tenía su fuerza. ¿Qué era el peronismo para los jóvenes? Diez
años de Menem, la Alianza —con su pata peronista: Chacho Álvarez, con su renuncia
espectacular y su desvanecimiento no menos impactante— y ese pasado remoto y
terrible de Isabelita, López Rega, la Triple A. Algo nuevo, le pedía yo. Había, ya,
peronistas que sabían que le decía estas cosas. Un intendente del Gran Buenos Aires
salió a refutarme, a polemizar conmigo. Ni me di por enterado, desde luego. Pero
entre los viejos caciques del aparato me consideraban una «molestia», por decirlo así,
que podía envenenar la cabeza del nuevo presidente. No lo conocían a Néstor.
—Estuvo de acuerdo —sigue Kirchner—. Y, al final, le dije: O somos dos títeres
más o hacemos historia.
—¿Y qué te dijo?
—Nada. Se lo quedó pensando. Peor va a ser cuando me escuche mañana en las
Naciones Unidas. Porque te aviso, voy a estar muy duro. Va ser un discurso sobre los
derechos humanos. Y voy a decir una frase sobre las Madres y las Abuelas que a
muchos les va a caer como un ataque al hígado. Chau. Arreglá una entrevista con
Miguel.
Ahora, el Vocero:
—José, venite el martes. ¿Podés?
—Siempre que sea tarde, sí.
—Me la sé de memoria ésa. Chau.
No salía todavía de mi asombro. Era el Presidente de la República. Estaba al
frente del Estado. ¿Desde cuándo el Estado argentino no quería matarme, tacharme,
ignorarme o padecerme?
Con esa infalible costumbre que —para bien o para mal— tienen las fechas de
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llegar, llegó el martes de la semana siguiente.
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CAPÍTULO VII
«Voy a tener que hacer cosas
que no te van a gustar»
No recuerdo dónde fue. No fue en la sala de gabinete. Era un despacho. O el suyo
o el de Alberto Fernández, que estaban pegados. Esta vez estaba con poco tiempo.
—¿Podés ir armando un grupo de intelectuales?
Pensaba proponerle esa idea. Para mí era un alivio. Juntar cinco, seis tipos de la
cultura, sólidos, piolas, y decirles que teníamos un Presidente que se interesaba por
escuchar a los intelectuales.
—Claro.
—¿Qué hacemos con la deuda?
—¿Qué deuda? No hay deuda. La deuda la tienen ellos con nosotros. Les dieron
la guita a los militares. Con esa guita fabricaron metralletas, pistolas y picanas. Son
cómplices. Tendríamos que pedir que los metieran presos por violación a los derechos
humanos. Yo respondería así. Con algo fuerte, inesperado.
—Inesperado es. Fuerte también. Posible, no sé.
—Tengo más argumentos. Pero dijiste que estabas apurado.
Largó una sonora risa.
—No, pará. Para escuchar a un loco siempre tengo tiempo.
—No es ninguna locura. Cuando asumió la dictadura de Videla la «deuda» era de
7800 millones de dólares. Cuando asumió Alfonsín llegaba a 43 600. En síntesis, el
Fondo Monetario y los otros «organismos financieros internacionales» le entregaron
a la Junta argentina la obscena suma de 35 800 millones de dólares. (NOTA: La Junta
Militar Argentina figura ya entre los genocidios del siglo XX. Nada menos que Primo
Levi, en Los hundidos y los salvados, la califica como «imitadora» de Auschwitz). ¡A
casi menos de 24 horas de instalada la Junta el Fondo ya le había dado un crédito
stand by de 300 milllones!
—Me estás diciendo cosas que sé. Decime lo que no sé. Qué proponés. Pero en
serio, eh. Locuras no.
—Lo siento. Sólo tengo locuras para decirte. Si no querés ser un títere, si querés
hacer historia vas a tener que hacer muchas locuras.
—Mirá, andá, juntame cuatro o cinco intelectuales más. Porque con vos me voy a
la mierda.
—Pará, pará, dame un minuto más. Hay que hacer una detallada lista de todos
aquellos que entregaron esos 35 800 millones de dólares para la masacre de un
pueblo. Son cómplices de esa masacre. ¿No sabían a quiénes les prestaban esa guita?
Hay que juzgarlos con el mismo rigor con que se juzga a los asesinos. O sea, no sólo
no pagar esos 35 800 millones y sus podridos intereses, sino ir más allá, pasar a la
ofensiva. Estamos empeñados en globalizar la Justicia. Es un signo de los tiempos.
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Así, desde la Argentina, un nuevo Presidente, el Presidente inesperado como te
llaman, un Presidente que tiene pelotas, sostiene que tanto violaron los derechos
humanos los torturadores de la ESMA como los financistas que dieron el dinero para
fortalecer el poder militar. ¿Cómo se atreven a reclamarnos esa «deuda»? Así, a los
gritos, indignado, se los decís. Son ustedes los que nos deben a nosotros. Pero no
dinero. Algo mucho más grave. Nos deben la explicación de su aberrante
complicidad. ¿Ignoraban la masacre argentina? ¿Qué clase de malnacidos fueron
quienes dejaron caer alegremente en manos de los verdugos argentinos nada menos
que 35 800 millones de dólares? A ésos, nada. El Juez Garzón podría ayudar.
También los organismos de derechos humanos de nuestro país. Por supuesto. Causa
nacional: prisión para los cómplices de la dictadura.
—Decime, pirado, ¿vos sabés quiénes fueron los cómplices de la dictadura?
—Kissinger.
—Kissinger no dio guita.
—No importa. Los chilenos hace rato que lo corren por todos lados. Escuchame,
pero escuchame bien por favor: a principios de esta década los chilenos lo llevaron a
juicio a Kissinger por el asesinato de Allende y la masacre del pueblo chileno.
Eligieron un 11 de septiembre, por la fecha del golpe.
—Sí, y Kissinger tuvo un pedo único. Era el 11 de septiembre de 2001. Llegaba al
Juzgado y se caían las Torres. Todo el periodismo, en lugar de interrogarlo por el
Juicio, le fue a pedir su opinión sobre las Torres. Después Bush lo quiso poner al
frente de la investigación. ¿No ves lo que son esos tipos? Son intocables.
—Pero ¡tuvo suerte, nada más! Lo ayudó la Historia o Dios que juegan con la
camiseta de ellos. Si no, iba en cana.
—¿Y a quién querés que le diga a Garzón que meta en cana?
—Dejalo decidir a él. Pero si lo pone a Rockefeller. O al capo del Chase
Manhattan Bank.
Me agarró de un brazo.
—Vení, José, picátelas. Tás más loco que yo hoy.
—Si yo estuviera en tu lugar…
—No durás dos días. ¡Ah, me olvidaba! Estoy leyendo una novela tuya.
—¿En serio? Qué honor.
—En mi familia te leen. Mis hijos te leen. Vení, poneme algo aquí.
No sé qué le puse. No lo recuerdo para nada. Todavía estaba muy excitado con el
asunto de la deuda externa. El libro acababa de salir. Está entre mis más queridas
novelas: La crítica de las armas.
Nos despedimos. Y ahí, en esa despedida de un martes cualquiera,
inesperadamente, apareció el Néstor Kirchner más querible. Me puso una mano en el
hombro. Sonrió. Se tomó su tiempo.
—Mirá que sos loco, eh. —Volvió a sonreír. —Pero… gracias. Me hiciste pasar
un buen rato.
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—¿Qué, te divertiste?
Ahora largó una risa franca, fresca.
—No, no, no… Tranquilo. Es otra cosa. Bueno, sí. Un poco divertido estuvo.
Aunque, creeme, insisto: es otra cosa. Asomó algo entre lo que dijiste. Me hizo
acordar a los tiempos de la Jotapé. Al Hospital de Niños en el Sheraton Hotel, por
ejemplo. ¿Lo imposible, no? Pero las ganas de hacerlo. ¿Me entendés?
—La consigna del Hospital de Niños en el Sheraton es la más hermosa de todas
las consignas de la Jotapé. No plantea nada violento. Quiere el Sheraton para los
pibes. Es un sueño imposible. Una consigna que pide lo que nunca va a ser posible.
Pero igual lo pide. Aunque sea un sueño.
—¿Con qué poder se iba a tomar el Sheraton?
—Quedate tranquilo. Nunca te voy a pedir el Sheraton. Pero si estuve a punto de
pedírtelo o alguna de las cosas que te dije te hizo recordar esa consigna, la culpa es
tuya. Porque, aquí, el que está loco sos vos. —Lo miré con gran seriedad. Advertí que
estaba usando una palabra fuerte. Y que (algo que Néstor tenía la virtud de hacerme
olvidar) él era el Presidente. Pero no había otra palabra—. Todo lo que me dijiste
desde nuestra primera conversación no es normal. Que pierdas el tiempo hablando
conmigo, menos.
—No te creo. Vos no pensás que pierdo hablando el tiempo con vos. Pensás que
eso es lo que me hace un gran Presidente.
—Puede ser. Pero la vanidad no me ciega. Sí, eso es lo que te hace un gran
Presidente… —Aquí los dos nos largamos a reír. —Pero un gran Presidente siempre
tiene que estar loco. Un poco o bastante. Porque hace lo inesperado, lo que no está
escrito en ninguna parte, lo que va a molestar al poder y a las buenas costumbres. Si
hasta ya están furiosos porque no te cerrás el saco y usás mocasines.
—Vamos a tratar de molestarlos un poco más, ¿no? Porque si me quedo con lo del
saco y los mocasines por ahí implanto una moda, un estilo de vestir desgarbado, con
aspiraciones juveniles y hasta algo rebeldes. Pero no paso de ahí. Pienso ir más lejos.
—¿Cuánto?
—Meterles el dedo en el culo.
—¿Ves? Estás loco. Claro que te van a sacar con los pies para adelante. Sólo un
loco quiere meterle un dedo en el culo al Poder en la Argentina. Con una clase
dominante de asesinos.
Se quedó callado. Era notable lo que estaba sucediendo: ya nos despedíamos y la
conversación recién empezaba. También era así Kirchner: nunca sabías cuándo te
ibas. «A mí me gusta mucho esto», dirá en una cena en Olivos. La política lo volaba a
las estrellas, por decirlo de forma un poco pelotuda. Pero, sin embargo, cierta,
verdadera. Si «las estrellas» es una expresión transitada y, de tan transitada, kitsch,
busquemos otra. Digamos: la política —el simple pero fascinante hecho de hablar
sobre política— lo escamoteaba del tiempo real. Eso que suele decirse tan
habitualmente: perdió el sentido de la realidad. Aunque esto no expresa lo que quiero
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decir. De la realidad no se iba nunca. Se iba del tiempo real. Empezaba a hablar de
política y entraba en otra temporalidad. Uno no podía atisbar qué duración tendría el
diálogo. Él se había ido y había que acompañarlo. Si no, ¿cómo entenderlo, cómo
hacerse entender por él? Volver, no se sabía cuándo. Pero —a medida que uno lo
conocía— descubría algo: valía la pena acompañarlo en esos viajes.
—¿Quiénes hicieron eso? —pregunta.
—Qué.
—Eso: meterles el dedo en el culo.
—Tenemos que repasar la historia argentina.
—¿Tenés apuro?
—Estaba por irme.
—No, vení, dejá, no me jodas. Contestame eso.
—Los caudilllos federales en el año 20. Ataron sus cabalgaduras en la Pirámide
de Mayo. A eso, nuestros maravillosos libros de historia, le dicen: la anarquía del año
20.
—El otro fue Rosas. ¿Por qué se quedó a medias Rosas?
—No, en serio: me estás cargando. Tenemos que hablar tres horas para empezar a
contestar eso.
—Vení, sentate.
Nos sentamos de nuevo.
—Pero Rosas los jodió, eh —dice como satisfecho—. Con ése les fue mal. Se
habrá quedado a medias. No hizo el país que podría haber hecho. Pero, mirá: el
Poder, en este país, tiene una puntería con su odio que no falla nunca.
Fue una frase inolvidable. Tuve ganas de copiar su estilo y decirle: «Anotala».
Pero era claro que la sabía de memoria. Que se la tenía bien estudiada. Que la había
pensado muchas, demasiadas veces. Que había ido a fondo con esa idea. No le había
brotado ahora, así, casualmente. No había surgido «al calor de la conversación». Era
suya. Se la había conquistado a fuerza de trabajarla.
—Por eso conserva lo que tiene y conquista lo que le falta —dije—. Sabe elegir a
sus verdaderos enemigos. Sabe con quiénes aliarse. A veces hasta debe descubrirlo,
no desde la inteligencia, sino desde la sensibilidad. ¿Por qué no odiamos al POIP?
Supongamos que se pregunta eso.
—Qué es el POIP.
—Partido Obrero de la Izquierda Peligrosa.
Se ríe con ganas.
—No me digas que eso existió.
—Siempre existe. Siempre anda por ahí algún grupo que dice ser parte de ese
peligrosísimo Partido que, al representar a las masas oprimidas, es el supremo peligro
para las clases dominantes. Eternos enemigos del populismo, de la demagogia, de la
conciliación de clases, de toda alianza con cualquier sector de la burguesía, aun con
la pequeña empresa de talleres de bicicletas, triciclos o monopatines de Avellaneda.
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Furibundos enemigos del peronismo, que no ha hecho otra cosa que robarles las
masas y, con ello, impedir la revolución socialista en la Argentina.
—Bueno, ya está. Ahora volvé.
—A eso voy. El Poder advierte que, al POIP, no lo odia. «¿Por qué no lo
odiamos?». «¿Cómo los vamos a odiar si no entienden nada de nada? Son una manga
de pelotudos. Y, por si fuera poco, son tres, cuatro a lo sumo». Esto, y ya llegué a
dónde quería llegar, el Poder lo sabe. No se engaña. Los huele. Pero a los populistas,
a los que en serio se acercan a los negros que tanto odian, a ésos, aunque no tengan
ilustres teorías, a los que tienen carisma, a los que el pueblo sigue, a ésos los tiene
bien en la mira. Y sí: como decís vos. Los tiene en la mira de su odio. Y ese odio no
falla nunca.
—A Rosas lo odiaron como a nadie. Sólo como a Perón. La primera y la segunda
tiranía. ¿Qué dedo les metió en el culo Rosas? Pará, esto lo digo yo. Ya sé que vos
sabés todo, pero esto lo digo yo.
—¿Quién te dijo que sé todo?
—Vos.
—Nunca te dije eso.
—No hace falta. No sos tan gil como para decirlo.
—Juro que no sé todo.
—A ver, ¿cómo salió Racing el domingo?
—No sé.
—Dame la formación de Racing.
—Cejas, Perfumo y Díaz. Martín, Mori y Basile. Martinolli, Rulli, Cárdenas, Jota
Jota Rodríguez y Maschio.
Largó una carcajada que rebotó por todas las paredes. Nunca lo hice reír tanto.
—¿Qué decís, chanta? Sos un dinosaurio.
—El equipo de José. Me quedé ahí. ¿Valió la pena algo de lo que vino después?
Casi se ahoga de la risa. Ordenó dos cafés.
—Mirá, por ahí tenés razón —concedió—. Pero si sos de Racing lo tenés que
seguir siempre. En las buenas…
—Y en las malas, no. ¿Para qué voy a sufrir? Además, hay otro motivo. El más
grande y verdadero. Yo me hice de Racing con el equipo de José.
—Ah, qué piola. Ahí cualquiera era de Racing.
—Sin duda, yo soy como cualquiera. Soy un hombre sencillo de donde crece la
palma.
Otra carcajada. Entró el mozo y sirvió los cafés.
—No se asombre de las carcajadas del Presidente —le dice.
—No, señor Presidente.
—Pero hoy tengo un invitado bastante divertido. Es un experto en fútbol. Y sobre
todo: un hombre muy sencillo.
El mozo sale.
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—Decime, hombre sencillo. ¿Recién con el equipo de José entonces?
—Sí, empecé a ver al equipo y me entusiasmé. Donde más lo seguí fue en la
Libertadores. Ganamos. Y después, la Intercontinental. También ganamos.
—¿Me vas a contar a mí la historia de Racing?
—No, te voy a contar algo muy sencillo. Yo era arquero en esa época.
—Creo que te recuerdo reemplazando a Roma en algunos partidos. Sobre todo
cuando Boca perdía 5 a 0.
—Vos reíte. No importa. Insisto: yo era arquero. Jugaba por ahí. O en un
clubecito de mierda. Pero tenía una admiración demencial por Agustín Mario Cejas.
—¡Eh, qué piola! Yo también. Nadie en el fútbol argentino tapó como Cejas al
delantero que entraba al área grande con pelota dominada.
Se me iluminó la cara de la alegría.
—¿No es cierto? —exclamé, feliz de la vida.
—Sí, claro.
—Bueno, yo soñaba con ser Cejas. Y también me perdía verlo jugar a Perfumo.
Después, se fueron los dos. Pelé se lo llevó a Cejas al Santos y Perfumo se fue a otro
club brasileño. Ahí dejé de ser de Racing.
—Entonces vos no eras de Racing. Eras hincha de Perfumo y Cejas.
—Creo que sí. Pero no dejó de gustarme el fútbol. ¿En qué estábamos?
—¿Qué dedo en el culo les metió Rosas?
—Bueno, ante todo…
—Ante todo, callate. Te dije que esto lo digo yo.
—Sí, señor Presidente.
—¿No te dijeron ya que soy un autoritario?
—Peor: lo estoy comprobando.
—Rosas les levantó a los gauchos. Hasta les dio armas. Los Colorados del Monte
eran gauchos. Rosas era amigo de los indios. Y peor: era amigo de los negros. Hacía
fiestas, candombes. Iban él y Manuelita. ¿Vos te imaginás a Echeverría yendo a una
fiesta de negros candomberos? ¿Te lo imaginás a Alberdi? Después, Rosas les hizo la
Ley de Aduanas. ¡Proteccionismo puro! Un insulto al Espíritu del Siglo: el
librecambio. Aunque el peor insulto vendría después. Rosas fue un dictador duro.
Creó una fuerza parapolicial temible. ¿No era temible La Mazorca? Decime la
verdad. Vos, que seguro hubieras sido unitario, decime qué pensás de la Mazorca.
Como buen unitario que hubieras sido puedo imaginarlo. Hacía listas. Cortaba
cabezas. Les metía las mazorcas por el culo. María Josefa Ezcurra era terrible. La
cuñada del Restaurador. Que no te tomara bronca porque no llegabas al día siguiente.
Ahora, la cuestión es: ¿qué relación existe entre una dictadura extrema y los cambios
sociales que produce? Supongamos esto: si tenés el Poder, porque Rosas lo tenía, y
empezás a cortar cabezas de ricachones, ¿qué hacés después? ¿Qué hacés para
justificar la dureza, la muerte del enemigo? Sólo una cosa: cambiar el país en serio.
Los pobres no son más pobres. Les das la tierra. Artigas hizo eso. ¿Lo sabés, no?
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Hacés astilleros como Solano López. Empezás a industrializar el país en serio. Rosas
no sólo no hizo nada de lo que hizo el Paraguay, fue su enemigo. Mirá, Rosas era un
gaucho antigringo. Podía odiar a los oligarcas y a los imperialistas europeos. Pero
hasta ahí llegaba. La Vuelta de Obligado es eso. Su odio a las potencias europeas y a
los argentinos de mierda que se les aliaban. Los unitarios. Con el país predilecto de
los garcas argentinos, el país antiperonista por excelencia, la Suiza de América:
Uruguay. Pero no le neguemos méritos. Encadenó los ríos. Es un símbolo
extraordinario de la soberanía nacional.
—Los ingleses y los franceses pasaron, pero hechos mierda. Mal, destartalados.
La expedición comercial fue un fracaso.
—Un buen dedo en el culo. No le vamos a negar ese mérito al Restaurador de las
Leyes. ¿Después? ¿Yrigoyen? Medio dedo apenas. O menos. Y los dejó masacrar a
los obreros de Vasena y a los de la Patagonia. ¿Después?
—Perón.
Nos miramos en silencio.
—Perón les metió el dedo, pero también nos lo metió a nosotros —dije—. Mirá,
Néstor, el verdadero, el más terrible dedo en el miserable culo de la oligarquía lo
pusimos nosotros. Y fue el 25 de mayo de 1973. Ahí se asustaron en serio. Toda la
gente en la Plaza. Hasta madres con niñitos. Todo, todo el mundo. Los pibes de la
Jotapé pintando los tanques. Allende, Dorticós en los balcones de la Rosada.
Cámpora en el Gobierno. A la noche, Abal Medina ordena liberar a los combatientes.
Todo el Congreso aprueba. Eran presos de dictaduras. De gobiernos ilegales,
represivos. Ahora, que venía la democracia, había que darles a todos otra
oportunidad. Nadie dejó de entender eso. Se iniciaba una nueva etapa. Fue la fiesta
más jubilosa de la historia argentina. Creeme, ahí se asustaron. Se asustaron tanto que
mataron treinta mil personas. Gente de todo tipo. Treinta mil. ¿Cuántos de los que
estaban ese día en esa plaza, llenos de esperanza, creyendo que había un futuro, un
camino largo y justo para recorrer, desaparecieron?
No sé qué me pasó. O sí: es raro que hable de eso sin emocionarme demasiado.
Más allá del pudor. Cuando a uno le pasa eso, cuando la tristeza, los malos recuerdos,
las caras de los compañeros muertos, le ganan la batalla al pudor, uno, no bien se
atreve a mirar de nuevo a la persona con que está hablando, tiene los ojos nublados,
húmedos.
—¿Zafaste o… la pasaste mal?
—La pasé mal, Néstor. Zafé, pero… Tuve cáncer cinco meses antes del golpe.
—La puta madre, che. ¿En serio?
—Sí, pero no te digo más. No te quiero arruinar la novela.
—¿Trata de vos?
—Me puse otro nombre. Pero sí, en lo esencial es mi historia. Siempre digo que
es una buena historia para una novela. Lástima que me pasó a mí.
—¿Y lo del cáncer…?
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—Pasó en el ’75. Pronto se van a cumplir treinta años. Historia terminada. Mirá,
soy un triunfador. Me salvé de la dictadura. Me salvé del cáncer. Y ahora, encima, el
Presidente de la República, en lugar de querer amasijarme como Videla o llenarme de
miedo matando a amigos o gente cada vez más cercana, me llama a la Casa Rosada
para charlar.
—En serio, mirá que tuviste pedo, eh.
—Quedé un poco loco.
—De eso ya me di cuenta.
Me dio un abrazo. Juraría que estaba emocionado. Nada del otro mundo, ojo. No
le caían las lágrimas cubriéndole la cara. Pero a veces le surgía un rubor en las
mejillas. Sólo eso. Y eso significaba mucho.
Me abre la puerta y salimos. Hay dos tipos bastante corpulentos sentados en un
ancho y largo sillón verde. Néstor despliega una muestra consumada de su humor.
—Che, José. Guarda. No te juntés con esos dos. Son de la SIDE.
Los dos tipos se quedan tiesos. Los miro. Me miran. No sabemos qué decirnos.
Néstor les dice:
—Oigan, éste se les escapó, eh. Qué le van a hacer. Será la próxima.
—Espero estar viejito la próxima.
Uno de los tipos, con la cara colorada a reventar, insinúa alguna que otra palabra.
—Vea, señor…
¡Se dirige a mí! Tomó totalmente en serio la broma de Néstor.
—De ningún modo nosotros…
—Pero déjense de embromar, che —exclama Néstor—. Fue una joda. Vengan,
pasen. —Me mira: —Qué cosa con estos tipos. ¿Cuándo van a tener sentido del
humor? Chau, José. Portate bien.
—Vos también —digo, con, por supuesto, una cálida sonrisa.
Se me acerca.
—Oíme, hablando de portarse bien. Yo voy a tener que hacer cosas que no te van
a gustar. Ni a vos ni a los intelectuales que me traigas. La política tiene eso. Es
impura.
—Cuando hagas esas cosas yo te voy a criticar. Los intelectuales tenemos eso.
Somos puros.
—Bueno, pero no exageres.
Me voy de la Casa Rosada. Qué raro me siento cuando cruzo entre los dos canas
que están en la salida. Encima me sonríen, me saludan, me dicen «señor». Algo anda
mal. Esto no puede ser. O algo anda bien. Y tampoco puede ser.
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CAPÍTULO VIII
«Néstor va por Duhalde»
Pocos años pasaron con mayor velocidad que el 2003. Tal vez se trate de una
sensación subjetiva o —creo que esto es más probable— habría que buscar los
motivos en el vértigo que Kirchner le impuso a esa temporalidad. Todo se deslizaba.
Todos aceptaban. Era la necesidad de sostener algo que se requería luego de los
caóticos días de 2001-2002. Había, por fin, un Presidente, se lo adivinaba sólido,
podría gobernar el país y la Argentina podría seguir existiendo luego de la sucesión
de presidentes patéticos que habían entrado y salido velozmente durante la crisis.
Recordemos que el país parecía ingobernable. Kirchner agarró el Poder con sus dos
manos y se vio en seguida que tenía pocas ganas de soltarlo. Esto, que luego sería
utilizado como ariete de ataques de todo tipo, en ese momento tranquilizó a la
ciudadanía: si este tipo —pensaron— no nos saca de la crisis, no nos saca nadie. Lo
importante —en cuanto al destino y a las reflexiones que puedan y deban hacerse
sobre las asambleas de democracia directa y el contrapoder— es que todos querían la
organización burguesa del país: un Presidente fuerte, un Congreso y una Justicia.
Kirchner parecía asegurar sobradamente todo eso.
Digo esto porque no recuerdo qué día fui al Salón Blanco de la Casa Rosada para
ver La Patagonia rebelde. Ahora no faltarán los muy inteligentes que digan que
Kirchner les dios a los «progres» concesiones en los derechos humanos para tenerlos
fácilmente de su lado y hacer todos los otros «desastres» que hizo. Es una reflexión
tan torpe que provoca bastante indignación. Sobre todo por el desdén que expresa
hacia los llamados «progres» (palabra vieja, demasiado usada y, a esta altura, de la
derecha; a la que se recurre para desprestigiar o para burlarse abiertamente de los
hombres de izquierda o centroizquierda: es, claro, una palabra de los noventa, donde
toda burla era bienvenida, una palabra menemista). Pero el día que se pasó La
Patagonia rebelde en el Salón Blanco nadie lo podía creer. La película apenas si
había podido estrenarse en 1974. Luego bajó en poco tiempo por amenazas de la
Triple A. Y se reestrenó durante los primeros meses de la democracia. Pero en el
Salón Blanco de la Casa Rosada. Esto era un acontecimiento. Ahí, en el corazón del
poder genocida, donde tantas veces se habían dicho discursos deleznables, donde las
frases «la patria que nuestros próceres nos legaron», «occidental y cristiano»,
«enemigos de nuestro estilo de vida», «ser nacional», «nuestra bandera azul y
blanca», «el trapo rojo», «la subversión apátrida», «el terrorismo internacional» y
otras habían sido proferidas hasta el vértigo y la náusea, ahí, en ese espacio que sólo
había cobijado a los uniformados de la Muerte, se proyectaba una película que ellos
habían considerado, no sólo subversiva, sino insultante para el honor de las Fuerzas
Armadas que defendieran los valores de la República en el lejano sur cuando fuera
atacada por unos bandoleros anarquistas que hicieron de una huelga obrera un ataque
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a la propiedad y al sentido más profundo que la existencia tiene para los argentinos.
Apareció Kirchner e invitó cálidamente a Osvaldo Bayer a subir al estrado.
También lo hizo Héctor Olivera. Y algunos actores y varios caraduras que no habían
hecho nada en la película salvo verla en los cines. La diseñadora de vestuario, María
Julia Bertotto, se quedó sentada a mi lado. Yo estaba en una butaca de la fila cuatro o
cinco y en el asiento de la punta, ese que ya no tiene ninguno a su lado. De pronto
viene alguien con una gran sonrisa. Se inclina sobre mí, como si fuera a decirme un
secreto.
—José Pablo —dice—, no sabés la alegría que me da verte. Qué te puedo decir,
hermano. Me leí todos tus libros. Soy tu fan número uno. Quiero hablar con vos. Pero
tranquilos. Aquí no se puede. Es un despelote, viste. ¿Por qué no me venís a visitar?
Ah, perdoname, no me presenté. Soy Héctor Ucazuriaga. El Chango Ucazuriaga. Y
ahora no te asustés. Porque tengo un cargo que te va a poner los pelos de punta. Pero
los tiempos cambiaron, hermano.
—¿Todo cambió? ¿No es un poco rápido?
Tenía una sonrisa que lo hacía sonreír a uno. Más simpático no podía ser.
—Sí, claro, todo no cambió. Pero la SIDE sí, José Pablo.
—¿Y qué tiene que ver la SIDE con esto?
—Soy el jefe de la SIDE, hermano.
—¿Vos? ¿Con esa cara de buen tipo?
—¿Te dije o no? Los tiempos cambiaron. Dale, vení a visitarme. Quiero hablar
con vos.
Quedamos para el martes. Antes de irse todavía me dice: «¡Cómo se van a poner
mis pibes cuando les diga que tengo cita con vos!». Aquí —como en otras
circunstancias como ésta— recuerdo una frase de mi viejo amigo Jorge Fernández
Díaz:
—A este peronismo social y no violento lo inventaste vos, José.
Apuntemos que es una frase de Fernández Díaz, a quien, hoy, hace mucho tiempo
que no veo y de quien leí una nota que daba escalofríos. Escribano habría sido más
tierno.
A esta altura de los hechos, mi amistad con Néstor era de público dominio,
ampliamente. Sobre todo a partir del día —un domingo de agosto en el Suplemento
Zona de Clarín— que Néstor (a partir de las preguntas ¿cuáles son los dos últimos
libros que ha leído?, ¿cuáles son sus preferencias literarias?) declaró: «“Estoy
leyendo La crítica de las armas, de José Pablo Feinmann y Un crimen argentino, de
Reynaldo Sietecase”. El texto de Feinmann (seguía el cronista) es un minucioso y
lacerante repaso de la vida cotidiana durante la última dictadura, vista por un
exmilitante de la tendencia revolucionaria del peronismo que dio origen a “la gloriosa
jotapé”. La semana pasada, el autor de La crítica de las armas, le entregó su novela
“en mano” al Presidente, con una dedicatoria que, según uno de sus hombres más
allegados, emocionó al santacruceño». Todo este último párrafo es un macanazo.
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Seguramente al informante se le mezcló la «emoción del santacruceño» ante la nota
de Página/12 «Un flaco como cualquier otro». Porque, si alguna vez dediqué la
novela, no recuerdo qué le puse y es posible que él la haya dejado a un lado sin leerla,
por puro apuro, por eso de andar saltando de un lado a otro, que era uno de sus tantos
rasgos notables. Sí, tenía muchos.
Días después, o acaso simultáneamente, Vaca Narvaja y Perdía, que estaban en
cana, también declararon que leían La crítica de las armas. Para mí —y pido las
correspondientes disculpas por la elección de un lenguaje tan popular pero, a la vez,
tan expresivo—, les debe haber proporcionado no menos que un buen dolor de
huevos.
A los pocos días vino a verme Hugo Beccacece del diario La Nación. Delgado,
amable, tuvimos una placentera conversación en la confitería Olalá, que está en la
esquina de mi casa y funciona como mi segundo escritorio. Ahí me veo con más
gente que en mi casa. A veces voy con pantalón pijama y una remera. El reportaje de
Hugo apareció luego en un libro que editó La Nación titulado Los intelectuales y el
país de hoy. El título de mi reportaje era arriesgado: «El presidente no es peronista ni
debe serlo». Beccacece se sorprendió cuando se lo dije. Aunque se sorprendió
también otras veces. Mis respuestas resultaron bastante sorprendentes. Voy a
transcribir sólo algunas. Nos entregarán el «clima de la época», algo que suele
perderse demasiado rápido y hay que recurrir a los textos que surgieron «en caliente»,
en medio de la siempre tormentosa coyuntura, para recuperarlo.
Beccacece, en la presentación de la nota, escribía:
La victoria electoral de Kirchner y sus primeras acciones de gobierno alimentaron
en Feinmann una esperanza en la recuperación del país que casi había perdido.
Cuando publicó en Página/12 un artículo sobre el Presidente en el que expresaba ese
conato de fe, Kirchner se puso en contacto con él y, en pocos días, los medios ya
decían que entre Feinmann y el Presidente se había establecido una relación de
amistad y que el filósofo era, por decirlo así, el intelectual de cabecera de Kirchner
(AA.VV., Los intelectuales y el país de hoy, La Nación, Buenos Aires, 2004, p. 241).
Su primera pregunta fue típicamente periodística, Son esas cosas que los
periodistas saben, pero preguntan igual. Porque están para eso: para hacer un
reportaje. Hoy, los periodistas han pasado a ser formadores de opinión. Y si reportean
a alguien no es para averiguar lo que piensa, es para polemizar con él. El colmo de
esta situación me sucedió con Jorge Fontevecchia. Yo no estaba en un buen día.
Estaba cansado. Quería ir a visitar a mi hija y ver unos videos antiguos de Verónica
Lake y de Virginia Mayo que me había encontrado en Internet. Por esas dos bellas
actrices mis hijas Virginia y Verónica se llamaban como se llaman: Virginia y
Verónica. Yo amaba de niño a esas dos rubias (la Lake pasó algo más a la historia por
su largo y rubio mechón, pero la Mayo era mejor actriz y más mina: pasó de ser la
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banal novia de Danny Kaye —algo que, de todos modos, hacía muy bien— a
interpretaciones formidables en películas de Raoul Walsh —quien la remodeló y la
hizo su predilecta sobre todo en White Heat y Colorado Territory—, de William
Wyler y de Jacques Tourneur, ¿alguien olvidará a la gloriosa heroína de El halcón y
la flecha, junto a Burt Lancaster?, sí, todo el mundo, pero los cinéfilos, los
apasionados del cine, ¡no!) y quería ponerles esos nombres a mis hijas. Es decir, me
esperaba un programa delicioso. Además, Virginia me había preparado un té y todo
pintaba para pasarla bien. Pensé: «Bueno, Fontevecchia me hará una nota y me voy».
¡De ninguna manera! El titán (o el intento de serlo) del «periodismo libre» tenía ante
sí una mesa de dimensiones considerables llena de libros, papeles con estadísticas y
notas en variados papeles sueltos; notas con grafías diferentes, algo que
transparentaba que, al menos, no todas las había tomado él. Yo venía de Italia y había
participado en un coloquio con Giacomo Marramao, con el que me entreveré en una
polémica amable pero dura. Y ahora lo tenía ahí a Fontevecchia preparado para la
gran polémica. Luego publica esos reportajes y queda como un rey de las ideas. Me
puse muy mal. Desdichadamente, me educaron con modales demasiado correctos. A
la segunda pregunta tendría que haberme ido. Casi no polemizo con nadie. ¿Por qué
iba a polemizar con este hombre que se alimenta de citas? Para defender a un
periodista de su elenco que armó una batahola cuando lo echaron de no sé dónde y se
lanzó desaforadamente a presentarse como una víctima del «periodismo libre», el
empresario Fontevecchia se dispuso a hablar del autoritarismo, recorrió algunas
librerías y, durante esos días, había aparecido un libro del complejísimo Alexandre
Kòjeve titulado La noción de autoridad. ¡Lo consiguió y lo compró! «Aquí voy a
encontrar algo», se habrá dicho. Para comprender una sola línea de Kojève hay que
ser casi un erudito en Hegel, en Husserl y en Heidegger. Sobre todo en Hegel. Kojève
debe su celebridad en la historia de la filosofía a unos seminarios sobre la dialéctica
del Amo y el Esclavo de la Fenomenología del Espíritu de Hegel (y, asimismo, sobre
la totalidad del libro) que dio en París en la École Pratique des Hautes Études durante
la década del 30 (entre 1933 y 1939). Asistieron, entre otros, Jacques Lacan, Maurice
Merleau-Ponty, Raymond Aron, Raymond Queneau, Georges Bataille y algunos más.
Probablemente Jean-Paul Sartre, que, si no asistió, sin duda tuvo acceso a los apuntes
de los cursos. No hay que olvidar que Sartre pasó un tiempo en Alemania estudiando
a Husserl y a Heidegger, lo que habla de su rigor. Si alguien —en Francia— conocía
a fondo a las tres grandes haches del pensamiento filosófico alemán (Hegel-HusserlHeidegger) ése era Sartre. Y ahora, en la Argentina, este exitoso empresario se
consigue un libro (muy complejo también) del maestro de todos estos gigantes del
pensamiento para buscar una frase que le permita defender a… ¡Pepe Eliashev!
Ahora lo tengo ante mí y habla y habla y habla y saca estadísticas de todas partes y
citas de libros y de tanto en tanto pregunta algo. Yo tengo una bronca que me lleva a
tomar un vaso de agua cada dos minutos. ¿Qué hago? ¿Me voy? Eso tendría que
haber hecho. «Perdoname, pero no polemizo con vos. Vine para un reportaje». Pero
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no: maldita buena educación, correctos modales, el deseo de no pelearme, qué sé yo.
Me quedé. Contesté algunas preguntas. Igual, el reportaje quedó ridículo. Poblado de
letras en negrita (las que exponían las palabras del entrevistador) y algunas en blanco,
las del entrevistado. Incluso, luego de casi una columna que se extendió a lo largo de
una página, mi respuesta fue: «Sí, puede ser». Le dio tanto espacio al reportaje que
hasta le hizo ocupar la contratapa. ¡Ah, la vanidad de los escuetos suele ser tan
desmedida como la fe de Sor Juana, la paciencia de Job o cualquiera de los atributos
de Dios, todos infinitos! (NOTA: Sólo algo más: quien tenga el perverso deseo de
comprobar la complejidad del libro de Kòjeve, no tiene más que hojear algunas
páginas de la edición que —casi como una rareza— publicó la editorial Nueva Visión
en 2005. Posiblemente todavía queden un par de ejemplares en Guadalquivir o en la
librería de Pablo Pazos. Son —sacando el Prólogo— apenas 100 páginas de letra tan
apretada y minúscula que sumadas a la complejidad expositiva de Kòjeve dan por
resultado un texto de temible y azaroso abordaje. Consejo: si usted quiere defender a
un empleado suyo que ha sufrido en otro empleo —de carácter estatal— un exceso de
autoridad o una arbitrariedad típica de un Estado en manos de personas indeseables
que sólo quieren causar males y daños de todo tipo a quienes no juran fidelidad
inalterable a sus postulados dictatoriales y perseveran en gestos de libertad que no
podrán sino perjudicarlos, no acuda a Kojève. Hay caminos más simples. Un buen
abogado, por ejemplo).
Hugo Beccacece es casi su antítesis. No sé si luego se habrá sumado a la general
embestida que el periodismo empresarial lanzó contra el Gobierno que encabezaba
Néstor Kirchner, pero se lo ve como una persona sin excesiva ambición, de gestos
serenos y hasta, en ocasiones, paciente. De aquí que su primera pregunta —la que
generó toda esta jugosa (espero) adenda acerca de cómo Fontevecchia se sumó a la
lista de alumnos de Kojève— fuera: «¿Cuál es el problema más difícil que debe
afrontar el Presidente Kirchner?». Mi respuesta fue:
—El más grave problema es el del hambre. Kirchner dio pasos muy importantes
para desmontar la economía menemista, que estaba al servicio de la economía del
hambre. Pero le falta avanzar en un proceso de redistribución de la riqueza. (Sin que
eso signifique expropiaciones, las que, dado el cuadro de fuerzas al que se enfrenta es
imposible, aunque la izquierda, según su estilo se lo pedirá y se lo reprochará). Creo
que el Presidente no es peronista. Y no debe serlo.
Pregunta Beccacece: «¿Cómo puede decir que Kirchner no es peronista cuando
hay evidencias que prueban lo contrario?».
—Uno no sigue siendo necesariamente lo que fue. Se cambia, aunque lo
aconsejable es hacerlo dentro de una permanencia para que el cambio no signifique
justificar que cualquiera se transforme en cualquier otra cosa de lo que era,
alegremente. Yo fui peronista y renuncié bastante sonoramente al partido. Del mismo
modo Kirchner no está obligado a ser hasta el fin de sus días lo que fue. Vea,
Kirchner es un político que viene de afuera, del frío, para darle, desde el Estado,
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consistencia política a un hecho social que la perdió: las asambleas. En 2002, las
asambleas se agotaron, se dispersaron porque, por ejemplo, no resolvían el problema
entre la horizontalidad democrática y la verticalidad organizativa. Kirchner no
representa al peronismo porque las asambleas, cuyo mensaje él retoma, no eran
peronistas y el 21 de diciembre de 2001 no fue peronista. Creo que cuando Kirchner
asumió no lo hizo en nombre del aparato justicialista. Asumió en nombre de los
derechos humanos. No olvide que poco después dijo: «Somos hijos de las Madres y
las Abuelas de Plaza de Mayo».
Suena el teléfono. Atiendo. Es el Vocero. Me anuncia que Néstor quiere
hablarme.
—Qué hacés. Mirá, mañana hablo en las Naciones Unidas. Voy a estar muy duro.
Voy a decir cosas que van a sorprender a muchos.
—¿Y dará la piola para eso?
—Y si no probás, ¿cómo sabés?
—Siempre para saber hay que probar. Pero a menudo no hace falta probar. Uno
analiza la correlación de fuerzas y se dice: «No, mejor no pruebo. Si pruebo,
fracaso». Tampoco ese análisis tiene por qué ser infalible. A veces se hace una mala
evaluación y se dejan pasar oportunidades de oro.
—Eso me gusta más. ¿Es posible una evaluación infalible?
—No.
—¿Entonces?
—Pero eso no anula la necesariedad de la correlación de fuerzas. Si yo mañana te
digo: «Juntemos a los asambleístas de 2001 y a los piqueteros y avancemos sobre
Washington…».
—Te mando a la mierda.
—Y con toda razón.
—Pero yo no te estoy diciendo algo tan loco. Es duro, sí. Loco, no. Mirá, te lo
digo. Total, muere en vos.
—Pero yo no me muero hoy, eh.
Un silencio.
—¿De qué hablás?
—Hice un chiste.
—Perdoná, cuando estoy pensando en serio los chistes me pasan por encima. Lo
que te quiero decir es que voy a encuadrar mi Gobierno bajo el signo de los derechos
humanos. Y lo voy a decir sin vueltas. Ahí, en las Naciones Unidos. ¿Sabés que voy a
decir? «Somos hijos de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo».
Me quedé frío. Como si —en efecto— me hubiera muerto ese mismo día.
A la noche siguiente me cruzo con Nicolás Casullo en Lalo. Se lo veía bien, el
pelo sobre la frente, algo colorado por la comida y seguramente por algún buen
vinito.
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—¿Y? ¿Qué te pareció lo de nuestro Presidente?
No me había dado cuenta, pero Nicolás estaba de un humor de perros.
—¿Qué querés que te diga? —con su voz ronca, más ronca que otras veces
todavía—. Este tipo se nos está yendo muy a la izquierda y muy rápido. Qué puta
suerte, che. O tenemos unos fachos para el vómito…
—¡Nicolás, que estamos comiendo! —le dice una mina.
—No jodás. Dejame terminar. O nos cae del cielo el flaco este que…
—¡Que es bárbaro, Nicolás! —le dice un amigo o un alumno—. ¿Te esperabas
algo así?
—¡Pero carajo! ¿Me van a dejar hablar? —Lo mira al pibe: —¿Qué le ves de
divino? Que ya lo ves crucificado, porque otra cosa, de divino, las pelotas, querido.
—Ahora me mirá a mí: —Andá, José, andá tranquilo. ¿Comiste bien? Mirá, no te
preocupés. Va a salir todo bien.
—Pero ¿lo querés o no al tipo?
—Pero eso que me decís es una boludez. ¿Cómo no lo voy a querer a un tipo que
dice lo que dijo hoy? Pero tranquilo, viejo. Tranquilo. Vamos a contar las moneditas
antes de apostar fuerte.
Qué hermoso tipo era. En serio, dijo esa frase. Yo, al Flaco, el día anterior, le
había hablado de «la correlación de fuerzas». Y Nicolás lo decía, en una noche en que
estaba cabreado, achispado por el tinto y seguro con un flor de plato de ravioles a la
bolognesa en la zapán, de otro modo, lo decía como lo dijo:
—Vamos a contar las moneditas antes de apostar fuerte.
Se murió cuando más lo necesitábamos.
Un día —antes de los despelotes con la 125— fuimos juntos al programa de
María Laura Santillán. Ella nos dejó hablar. Creo que le daba pavura meterse. Nicolás
y yo le dimos a la sin hueso a fondo y dijimos de todo. Él dijo algo poderoso:
—La derecha se apoderó del sentido común.
Después nos fuimos. Durante el resto de la semana —el programa habrá sido un
lunes, a lo sumo un martes— todo el mundo habló de nosotros. Qué grandes
intelectuales. Qué nivel. Qué gran programa. María Laura nos llamaba y nos leía los
mensajes de la gente. El jueves comemos en Pepito con Horacio González. Nicolás
me mira, lo mira a Horacio, mueve pesaroso su cabeza siempre coronada por ese
flequillo que lo semejaba a uno de los chiflados de Los Tres Chiflados —al gruñón—
y dice, con tono lamentoso:
—Este país está hecho mierda.
—¿Por qué? —le pregunta Horacio.
—No salimos más.
—¿Por qué? —insiste Horacio.
Nicolás me señala con un dedo, después lo mira a Horacio y dice:
—Éste y yo fuimos a un programa de tevé, dijimos dos o tres boludeces. Nada
más, eh. Dos o tres. Y todos se cayeron de culo. Se pasaron la semana diciendo que
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somos geniales. Estamos para el gato.
Llega —porque todo llega: lo bueno, lo malo y lo peor— el martes, averiguo la
dirección de la SIDE y hacia allí voy. Me siento rarísimo. ¿Cómo es posible que yo
vaya a la SIDE? Siempre temí lo contrario: que la SIDE viniera a mí. Durante la
dictadura, algunos, para calmarte o no sé qué, decían:
—Todo depende de que tu legajo no aparezca sobre algún escritorio de la SIDE.
—¿Y uno qué puede hacer para que eso no pase?
—Nada, boludo. ¿Qué vas a hacer? Si pasa, te jodés. Si no pasa, te salvás.
—¿Y cuánto tiempo habrá que estar esperando eso?
—Siempre. Si te rajás, te rajás y dejás de esperar. Hacé eso, rajate.
—Tengo cáncer.
—¿Cáncer? ¿Estás en pedo? ¿Justo ahora se te ocurre agarrarte un cáncer?
El que tuvo este diálogo conmigo fue luego diputado menemista, afanó a lo loco,
después pasó a la Alianza, siempre andaba hablando de Perón y de Oesterheld, entró
en el duhaldismo y cuando seguro se preparaba para ser un kirchnerista de la primera
hora, se murió. De cáncer.
Llegué a la SIDE. Me hice anunciar. Sí, señor, lo están esperando. Aquí lo van a
acompañar. Sígame señor, por favor. Entramos en un ascensor. Lo miró al tipo que va
conmigo. Ni David Niven luciría más elegante. Se abren las puertas del ascensor. El
tipo se aparta. Adelante, señor. Salgo, doy unos pasos y una puerta muy grande se
abre y, con una sonrisa invencible, aparece el Chango Ucazuriaga. Extiende un brazo
hacia mí, recibiéndome. Y dice:
—Vení, José Pablo. Que hoy entrás a la SIDE, pero vas a salir.
Nunca voy a olvidar esa frase. Es así: hay frases que no se olvidan. Que no se
pueden olvidar. No sé si tendré nietos, pero si los tengo seguro que les cuento esta
historia. El día que el nono entró en la SIDE y lo recibió el Chango Ucazuriaga. Y le
dijo. Le dijo esa frase monumental: hoy entrás a la SIDE, pero vas a salir.
La charla fue veloz porque él es así: veloz. Habla rápido, sonríe, le gustan los
chistes. Me dice que se leyó todos mis libros.
—Gracias a vos soy peronista.
—¿En serio? Perdoname.
Se ríe. Pide los correspondientes cafés. Y entonces —ya en serio, bien en serio—
pregunta:
—¿Cómo lo ves a Néstor?
—Mirá, Chango, hay dos caminos. Lo nuevo o lo viejo. Lo nuevo es salir del
peronismo. Es dejar de lado para siempre el modo peronista de hacer política. Que no
es sólo de aquí. El PRI también se mueve de ese modo. Y los yankis, ¡ni hablar! Son
los campeones de mezclar la política con la guita, los sobornos, la droga, la violencia,
el aparatismo, la mafia, la concepción de la vida como escalera: trepar, trepar
siempre. Y la política, para eso, es lo mejor. Una gran carrera de negocios. Ahí está la
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guita fuerte. Ganate un buen puesto de poder. Sé puro durante un tiempo, ganate la
confianza de muchos, y trepás porque creen en vos y seguís trepando porque te
siguen y siguen creyendo en vos. Y un buen día los cagás a todos y te ponés en venta.
Ahí, como nucleaste mucho poder, sos caro. Te pagan un fangote y chau, te borrás. O
te dedicás a levantar torres en Puerto Madero. A manejar dólares de inversores
extranjeros. A fumar puros. A emborracharte con Chivas o algo mejor. Si te empezás
a dar con la droga, sonaste. Pero si fuiste tan piola como para llegar hasta ahí, no te
vas a suicidar, ¿no? Si tenés una vida fabulosa… Cada vez que vienen tus inversores
lo llamás a Pancho de Albuquerque y le pedís material del más caro de sus books. Y
hacés una gran fiesta en el penthouse de tu torre. Y van llegando las modelos más
célebres. Las imposibles para la gilada. Para ese pueblo por el que tantas veces
juraste. Al que tantas veces le hablaste. Por el que prometiste hasta dar la vida. Ma sí,
que se jodan. Vida hay una sola y ésta, hermano. Ése es un camino. El conocido. El
que nos tiene hartos a todos. El que nos llevó a la ruina. El que Barrionuevo batió
cuando dijo: «Si dejamos de chorear dos años, el país se salva». O cuando dijo:
«Aquí, la verdadera guita no se hace trabajando». Por supuesto: se hace con la
política.
—¿Le largaste todo este rollo a Néstor?
—Sí, no me acuerdo cuándo. Pero sí. Claro: es la visión menemista del mundo.
Néstor vino para crear otra. Para desmenemizar el país.
—Mirá, José Pablo, no es fácil. Tené en cuenta que la clase política sigue siendo
la misma. Los sindicalistas, los mismos. Los intendentes del conurbano, también los
mismos. La Policía de la Provincia de Buenos Aires no cambió. Ni va a cambiar. Los
comisarios tampoco. O sea, va a seguir la prostitución y el tráfico de drogas. ¿Sabés
qué es eso? Mirá quién te lo va a decir, eh. Eso es el aparato, José Pablo. Y hasta te
diría: es el aparato duhaldista. ¿Cómo dice Gieco de la guerra? Un monstruo grande
que pisa fuerte… ¿Algo así, no? Bueno, peor.
—Hay que hacer otra cosa. Algo nuevo. Que tenga bases nuevas.
—¿Cuáles serían?
Le dije muchas de las cosas que le había dicho a Néstor. Recuperar el espíritu de
lucha de los asambleístas y también a ellos. Recrear la mística militante de los
jóvenes. Darles consignas de futuro que los movilicen. Que Néstor no asuma como
presidente del PJ. Que se abra incluso del peronismo. Armar algo aparte. No ser el
PRI.
Mientras avanzaba en mi exposición una tenue sonrisa de piedad empezaba a
delinearse suavemente en la cara del Chango. De pronto, como si no tolerara seguir
escuchando dislates alejados por completo de la realidad, estiró sus dos manos, como
para contenerme, y dijo:
—Pará, José Pablo, pará. Estás meando fuera del tarro, hermano. Todo eso que
decís, si alguna vez viene, será porque es posible. Por ahora, ni ahí. Los asambleístas
volvieron a sus casas y no los vas a sacar de nuevo. Los jóvenes todavía cargan con el
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cagazo de correr la misma suerte de los que los precedieron. Nosotros. En este país,
sin el peronismo no se puede hacer política. Armás algo aparte y Duhalde, que se
quedó con el aparato, te liquida. ¡Te liquida, José Pablo! Te lo juro. ¿Para qué te crees
que es el aparato? Para apretar a los Gobiernos, para condicionarlos. El aparato es el
Poder, hermano. Grabátelo. No sé si esta forma de poder está en Maquiavelo. De
algún modo, debe estar. Ese poder se formó, lo formó el país, la pobreza, el hambre,
la exclusión, la fiesta de los noventa, el uno a uno, Menem, Cavallo y todo el Partido
Justicialista y los sindicalistas que apoyaron al Turco. Nosotros no tenemos la culpa.
Es una obra maestra de construcción de poder. ¿Sabés qué es el aparato? Mirá, aparte
de la corrupción, la guita, las drogas, la cana, las minas, los intendentes, el aparato es
un aparato mafioso. ¿Sabés qué es un aparato mafioso? Una máquina de violencia.
Mete miedo, hermano. Ahora lo tiene Duhalde. Tanto lo tiene, que hasta lleva su
nombre.
—El aparato duhaldista.
—Tal cual. ¿Y vos querés que Néstor se lo deje? ¿Vos creés que Néstor no sabe
que para gobernar tiene que limpiarlo a Duhalde? No, José Pablo. Oíme bien: Néstor
va por Duhalde.
Néstor va por Duhalde.
Digo:
—Supongamos que la cosa es así. Te pregunto.
Se ríe con ganas.
—¡Dale, interrogame! Mirá qué original: ser el capo de la SIDE y que te
interroguen.
—Pará, no me asustés. ¿Te puedo hacer unas preguntas o no?
—Pero si era una joda, hermano. Una joda. Te lo dije: hoy vas a salir de aquí.
—¿Seguro?
—A Seguro se lo llevaron preso. Lo tengo por ahí. En una celda del sótano.
—Chango, sos un jodón de mierda.
—¿Y qué querés que haga? ¡Con este puesto! Dale, preguntá lo que quieras. Salir,
salís.
—Supongamos que Néstor va por Duhalde.
—Ponele la firma.
—Se la pongo. Va por Duhalde. Le gana. Se queda con todo el puto aparato
duhaldista. ¿Sabés cuál es el resultado? Néstor ya no es Néstor. Es Duhalde. ¿Cómo
vas a seguir siendo el mismo tipo si ahora estás al frente de un ejército de
escorpiones? Te digo la respuesta: no vas a seguir siendo el mismo tipo. Vas a ser un
escorpión más. Es como si yo te dijera: Chango, andá por Himmler. Quedate con las
SS. Me hacés caso, vas por Himmler, lo hacés mierda y te quedas con las SS. ¿En
quién te convertiste? En Himmler. ¿O las SS se van a dejar conducir por un alma
pura?
Termina su café frío de un sorbo. Me mira fijo. Venía ágil la conversación. Pero
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llegó a un punto que duele. Hay siempre un punto que duele. Duele porque ahí, en ese
punto, no convencés a nadie.
—Puta, que son jodidos los intelectuales, che.
—Mirá, no quiero ponerme solemne. Pero me atrevería a decir que ésa, la de ser
jodidos, es casi la tarea de los intelectuales. Si por jodidos entendemos mostrar las
cosas que no son fáciles, que nadie puede hacer sin volverse lo que no es o no quiere
ser. O sea, una mierda como todo lo que odió hasta este momento.
Silencio.
El Chango pregunta:
—¿A qué momento te referís?
—Al terrible momento en que empezás a justificarte. A decirte: todo el aparato
que tiene Duhalde es una mierda. Pero con el poder de esa mierda me va a tirar. Si no
se la saco, perdí. Para sacárselo me tengo que convertir en lo que él es, pelear con sus
armas, con sus métodos, ser una mierda. Pero cuando lo raje vuelvo a ser el que era.
Un político honesto, sano. Y transformo la mierda en dulce de leche. ¿Y si la mierda
no quiere? ¿Si la mierda sólo se puede conducir siendo una mierda? Bueno, entonces
será así. No habrá más remedio. Es la política. Es el país. Es el precio del poder: ser
una mierda para conquistarlo, para retenerlo y para usarlo.
—Te hago una apuesta.
—Dale.
—Hace muchos años que lo conozco a Néstor. Si él pensara que le va a pasar eso,
no va por Duhalde.
—¿Deja que Duhalde lo tire?
—No, pero inventa otra.
—¿Hay otra?
—Buena pregunta. No hay otra.
—¿Entonces?
—Confiá en Néstor. Va a conducir la mierda. Va a seguir siendo el mismo de
siempre. Y de a poco, no en seguida, eh, de a poco, digo, el dulce de leche le va a ir
ganando a la mierda.
Nos damos un gran abrazo. Después, se aparta y vuelve a mirarme. Lo dije: tiene
una sonrisa de buen tipo como pocos. Me llevó del brazo —como si me cuidara—
hasta la salida. Ahí me esperaba un automóvil. Le dice al chofer:
—Llévelo al licenciado… —Me mira. —¿A dónde vas?
—A Canal 7.
—¿A qué?
—¿Qué te importa? ¿Sos de la SIDE vos?
Nos damos otro abrazo. El chofer —su voz me llega desde adentro— dice:
—Venga adelante, licenciado, por favor.
Entro en el auto. El hombre parece mudo. Ni una palabra durante todo el trayecto.
De gusto, le echo una mirada. Es un morochazo engordado pero sólido, con un bigote
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negro como el día de mañana de un condenado a muerte y cara de duro, de tipo para
tareas peliagudas, pesadas. Pienso —no puedo evitar hacerlo— que durante la
dictadura, si alguien me hubiera venido a buscar, habría sido uno así, calcado. Ahora
me lleva a Canal 7. Pero no me dirige la palabra.
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CAPÍTULO IX
¿Es América latina Occidente?
Tenía que huir de los reportajes porque me había convertido en «el intelectual del
Presidente».
—Vos no te calentés —me decían algunos buenos amigos—. Si él no lo
desmiente…
Sí, él no lo desmentía. Y yo —en cada reportaje— aprovechaba para insistir con
mis teorías. Por ejemplo, en uno que me hizo Miguel Russo, para la revista Veintitrés,
en un copete podía leerse: «Para mí, Kirchner no es peronista. Y además, a esta
altura, ser peronista no quiere decir nada. Si el radicalismo murió por carencia, el
peronismo murió por exceso. Fue tantas cosas, desde Evita hasta López Rega, que ya
no es nada». Los que querían que Kirchner se pusieran al frente del movimiento y del
partido me refutaban con furia. En una revista de «peronistas incorregibles» (NOTA:
Frase célebremente arrojada por Borges y a la que sería lícito responder: «Si los
peronistas son incorregibles, díganos, por favor, qué cree ser usted. Porque
sospechamos que su fobia antiperonista lo vuelve más incorregible a usted que a
ellos. Quienes no lucen en la solapa de su traje condecoraciones entregadas por el
gran demócrata Pinochet. Y jamás escribieron —y no sólo porque no suelen escribir
— algo tan horrible como “unánime noche” o “llanura inagotable”. Tampoco otras
cosas excelentes que usted —sin duda alguna— escribió y no le vamos a negar. Sólo
que no exageramos como otros suelen hacerlo. No crea que el Premio Nobel no se lo
dieron por causas políticas, tal vez fue por algunos rasgos de estilo de los que usted
abusó, a los que recurrió excesivamente, o aún más que eso») se largaron a criticarme
con saña. Creo que la cosa venía de la mano de un intendente del conurbano.
Balestrini, algo así. La nota no era mala. Cito de memoria: «Los intelectuales se
empeñan en labrar el acta de defunción del peronismo. Tulio Halperín Donghi no deja
de hablar de La larga agonía de la Argentina peronista y el colmo es José Pablo
Feinmann que insiste en aconsejarle al Presidente que deje de ser peronista».
—Si sos peronista, sos el Presidente de los peronistas. Nada más. Si no sos
peronista, sos el Presidente de todos. Ahí es posible un proyecto nacional policlasista.
No aceptés la Presidencia del Partido. Eso te va a limitar. Vos sos el Presidente de los
argentinos. No de los justicialistas.
Creo que —a esta altura— tal vez lo tuviera un poco podrido. Pero no lo
manifestaba. Siempre tenía una oreja para ponerme.
—¿Y le dejo el aparato a Duhalde?
—No te calentés. En cualquier momento el aparato se lo morfa a Duhalde.
—Y pone a otro.
—Y también se lo morfa. Nadie conduce el aparato. El aparato se conduce solo.
¿O por qué te creés que es un aparato? Porque ya sabe a dónde va. Porque no piensa.
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Es ciego. Actúa por inercia. Pero esa inercia es la suya. Nadie la va a cambiar. El
aparato te va a cambiar a vos. Vos, al aparato, nunca. Mirá, esto es nuevo en la
filosofía política. Ni Maquiavelo ni Hobbes lo pensaron. Porque no existía. Hegel
habrá empezado a vislumbrar la cosa con el concepto de positividad. Lo positivo es lo
opuesto de lo negativo. Lo negativo hace caminar a la Historia, porque la Historia es
conflicto, antagonismo. Negatividad. Lo positivo, no. Es cósico. Es lo muerto. Pero
que todavía condiciona lo vivo. El aparato es peor. Es lo muerto que vive. Está
muerto porque no puede ni quiere cambiar. Es lo que es. El en-sí. El aparato es lo
muerto que vive para impedir lo nuevo. Es lo que Sartre llamó lo práctico-inerte…
—No me jodás, José Pablo.
—Hablame en castellano.
—Pará, pará, no me castrés justo cuando llego a Sartre. Es el único que vio la
cosa. Pero dejemos de lado también a Sartre, si querés. Nosotros estamos en un país
único con un fenómeno único: el peronismo. ¿Qué es? Una cosa. Un aparato. Ya está
constituido. Está totalizado para siempre. El aparato es lo que jamás se destotaliza.
Para cambiarlo hay que destruirlo. Para destruirlo hay que ser más fuerte que él. Nada
es más fuerte que el aparato en la Argentina.
—Mirá, cuando nosotros nos acercamos al peronismo fue por lo mismo. El
peronismo era la identidad política de la clase obrera. No había modo de cambiar eso.
¿Qué decidimos hacer? Cambiarlo desde adentro. Hicimos el entrismo.
—Nos fue como el orto.
—No importa. Hicimos lo correcto. Lo único que se podía hacer. Si se quería
hacer política en serio en 1970, había que estar en el peronismo y acatar la
conducción de Perón. Entre tanto, laburar desde adentro. Hacer trabajo de masas.
Hablar con los obreros. La militancia de casa en casa. Las unidades básicas. Los
ateneos. El laburo universitario. Miranos a nosotros en La Plata. Pensá en la FURN.
—Pensá en las Cátedras Nacionales.
—Por supuesto. Y pensá en las charlas de los pensadores de la corriente nacional.
Y las formaciones especiales. Onganía era un dictador siniestro y el pueblo tenía el
derecho de acudir a la violencia. Si no querían violencia, que dieran elecciones. Si lo
hubieran hecho, no moría Aramburu. No se consolidaba la guerrilla. El país se
ahorraba una marejada de sangre.
—Pero no es lo mismo, Néstor. Nosotros, en los setenta, entramos en un
movimiento vivo, que luchaba contra una dictadura siniestra, con un Franco tardío
conduciéndola, un tipo que le consagró el país a la Virgen, un católico idiota, un
cursillista. Era otra cosa. Éramos la vida. Lo nuevo. La negación de lo cosificado. La
negación del aparato. El peronismo no era un aparato en 1970. Estaba atento.
Conciliaba, trenzaba, pero también vivía la vigilia de los años previos al regreso de
Perón. Era la aurora. Todo estaba listo para despertar o para estallar. Hoy no, hoy son
todos mafiosos, no tienen ideología salvo la de la guita, el poder entendido en tanto
guita, en tanto manejo de intendencias, de comisarios, de barras bravas, de pasantes
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de drogas, de canas y de chorros que actúan en complicidad, de cadenas de
prostitución y de droga. ¿Qué tiene que ver esto con lo que nosotros vivimos?
Nosotros nos infiltramos en algo vivo. Algo vivo siempre se puede cambiar. Algo
muerto, no. El aparato está muerto. Sólo vive para perpetuarse.
—¿Me juntaste el grupo de intelectuales? Porque vos solo me vas a matar. O, en
cualquier momento, te mato yo. No estés tan seguro conmigo, eh.
—¿Qué es eso? ¿Una amenaza?
—Es una joda, chabón. Andá, juntame un grupo de intelectuales. Vos ya me
saturaste.
—No agarrés la Presidencia del PJ.
—Rajate.
—¿Sabés por qué vos sos la solución al fracaso de las asambleas populares?
—¿Por?
—Porque no pudieron superar el problema que presenta la horizontalidad del
rizoma. Vos sos nuestro árbol, nuestra raíz, nuestro esquema arborescente. En suma,
el jefe que necesitábamos. No pongás esa cara. Me voy. Eso te lo explico otro día.
—Eso no me lo explicás nunca. Que ni se te ocurra. Si me venís a decir que soy
un árbol o una raíz, te meto en cana.
—¿Bajo qué cargo?
—Grave injuria a la investidura presidencial.
Ahora, mientras escribo estas líneas, me pregunto por qué Néstor me aguantó
todas esas cosas. No me necesitaba. Lo tenía todo resuelto. ¿Por qué le cedía su
atención a mis argumentaciones? Que no eran dislates. Pero eran otro camino al que
él emprendió por fin. Es simple: creo que me quería. Era recíproco. Yo también lo
quería. Cuando viajamos a Venezuela tuve la prueba. Acabábamos de tener un
encuentro con los antichavistas. Al terminar, salimos a un jardín. Nos tomaron a
todos unas fotos (éramos unos cuantos). Y cada uno empezó a deambular
distraídamente por un amplio parque en tanto venía el ómnibus a buscarnos. De
pronto, lo veo venir hacia mí. Le sonrío. ¿Qué querrá decirme? Nada. Se detuvo,
apoyó con firmeza y cariño su mano derecha en mi hombro izquierdo. Me miró fijo,
sonrió (una sonrisa que no fue breve, que no fue insustancial, que tuvo densidad,
peso) y siguió su camino. Me quedé pensativo. ¿Qué había sido eso? Pepe Nun solía
decir: «No hay caso: no se la cree. No se la cree». Podría añadir que era capaz de
cosas como ésa. De venir porque sí, mirarte, sonreír, apoyarte una mano en el hombro
e irse. Era capaz de expresar su cariño, su afecto. De decirte —con un gesto
inesperado— que era tu amigo, que le caías bien, que, por ahí, para él eras un loquito
de otro mundo, pero que le gustaba escucharte, que le venías bien porque, estuviera o
no de acuerdo, le eras necesario, y, acaso más que nada, que te creía, que no le
mentías, que no buscabas nada, que no te atraía su poder sino su amistad, y que le
dabas lo mejor que tenías, lo que habías aprendido a lo largo de muchos años, toda tu
riqueza.
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Parte de esa riqueza —aunque no le hubiera gustado— era pedirle que fuera
nuestro esquema arborescente porque el rizoma de las asambleas había fracasado.
Este lenguaje de las academias suele agredir a los políticos y a cualquier persona
normal que camine por este mundo. Pero los que lo dominan y pueden extraer de
ellos algunos resultados no tienen por qué dejarlos en la banquina, inútiles como una
goma pichada. Deleuze y Guattari no son precisamente mis filósofos de cabecera. No
tengo filósofos de cabecera. A partir de cierta edad, a partir de cierto momento, luego
de años de estar en la tarea de la filosofía o la politología, uno suele tener un solo
filósofo de cabecera y lo tiene cerca porque ese filósofo es uno. Habrán notado que
este libro casi no tiene citas. Que casi no se nombra a nadie de los teóricos del poder.
Sus fantasmas están entreverados en los diálogos que he transcripto, que
esforzadamente he logrado recordar o a los que di un formato que sé que tuvieron
aunque no haya sido exactamente ése. Pero hemos sido nosotros, por medio de la
pasión de pensar a este país tan original, los que nos exigimos, los que llevamos a los
extremos la necesariedad de pensarlo en su especificidad. No estoy diciendo que la
Argentina es única e incomprensible. Muchos lo piensan así. Y sobre todo los
extranjeros. Algo de cierto debe de haber. Si no, no se diría tanto. Cierta vez, pasó por
aquí el periodista y escritor Manuel Vicent y vio un espectáculo que se le ocurrió
barbárico, incomprensible: obreros peronistas que vivaban a dirigentes con camisas
de seda. Y se largó una frase tan despectiva que en ese aspecto —el del desdén— más
perfecta no podía ser: «No hay caso: los europeos jamás comprenderemos al
peronismo». Caramba, tan civilizado usted, amigo Vicent. ¿Ni esto puede entender?
(NOTA: Antes de decirle a Vicent lo que me propongo decirle aclararé que tengo
entrañables amigos españoles. Les pido que no se sientan incluidos en esto. Esto va
muy especialmente para ti, Antoni Travería. Diles, de paso, cuánto amo a los buenos.
Como a los buenos de todas partes). Pero, si en ese momento yo hubiese estado junto
a él, le habría dicho: «Vea, los argentinos, que, como usted sabrá, somos la capital
cultural de América latina, tampoco logramos entender cómo ustedes se aguantaron
cuarenta años a Franco. Y algo más. ¿Sabe usted, amigo Vicent, qué anotó Sarmiento
en su libro de viajes al regresar de Europa? Estuve en Europa… y en España. ¿Y sabe
qué le diría un amigo mío, más irónico y cáustico y malvado que usted y yo juntos?
«No hay caso: los argentinos jamás comprenderemos cómo los españoles pueden
creerse europeos». ¿Suena mal, verdad? Duele. Porque usted —al decir lo que dijo—
coloca a Europa en el centro de la razón. En Occidente, como lo pedía Heidegger. Y a
nosotros en los márgenes, en los suburbios, en la barbarie. No en Occidente. No del
lado de la razón, sino de lo irracional. Si usted —como europeo que se pretende— no
entiende al peronismo, haga algo más creativo y lúdico que espantarse ante tanta
irracionalidad. Dígase: qué cosa más fascinante, hay en este mundo todavía algo que
se resiste a los moldes viejos de la razón occidental, que plantó Descartes allá por
1637. Hay algo que no es ni claro ni distinto. Hay algo sobre esta tierra que aún es
imprevisible. Que sorprende. Que asusta. Como todo aquello que no podemos
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encuadrar racionalmente. Hay algo todavía que le ofrece resistencias a mi razón. Que
no se deja domeñar. Que no se somete a los moldes con que a todo sometemos.
Porque todo —en este mundo— se nos somete. Nos es transparente. Estamos
acostumbrados a vivir en un mundo que ya ha sido interpretado para nosotros y que
con sólo aprehender sus reglas elementales nos podemos sentir sus dueños. Sin
embargo, no. Si usted vive así, vive «bajo el señorío de los otros» (Heidegger, Ser y
tiempo, FCE, México, 1962, p. 143). ¿Recuerda esa escena de Hamlet? «Hay más
cosas entre el cielo y la tierra que las que piensa tu pobre filosofía». Pero vuelvo a
Heidegger (y acaso deba disculparme ya que usted, como buen europeo, como buen
occidental, que yo no lo soy, conozca de memoria estos pasajes, que figuran entre los
más asequibles) y si lo hago es porque me deleita esta cita. Disfrutémosla juntos:
«Disfrutamos y gozamos como se goza; leemos, vemos y juzgamos de literatura y
arte como se ve y se juzga; incluso nos apartamos del “montón” como se apartan de
él; encontramos “sublevante” lo que se encuentra sublevante (…) Todo lo original es
aplanado, como cosa sabida ha largo tiempo, de la noche a la mañana. Todo lo
conquistado ardientemente se vuelve vulgar» (Heidegger, ob. cit., p. 144). Y
permítame entregarle un lugar especial a la siguiente frase porque describe como
pocas la pobreza de la modernidad occidental en la que todo se sabe y nada nuevo se
espera, salvo noticias de los diarios y de la tele que pasan sin pena ni gloria, porque ni
pena sabemos ya sentir. Dice Heidegger (ese filósofo profundamente contradictorio:
«lamentablemente el más grande pensador del siglo XX», como lo define Emmanuel
Levinas, incluyendo en ese lamentablemente la experiencia nacionalsocialista del
Rektor de Friburgo): Todo misterio pierde su fuerza (Heidegger, ob. cit., p. 144).
Bueno, querido amigo, aquí, en la Argentina, país del que usted se fue sin
comprender nada e ironizando sobre toda posibilidad de comprensión, sin
cuestionarse si no le correspondía a usted parte sustancial de ese no-comprender, a su
liviandad, a su premura por llegar al aeropuerto, por regresar a los territorios de la
razón, y huir de los otros, de los brutos peronistas que vivaban a ricachones
corruptos, aquí, le decía, todavía el misterio tiene fuerza, vive. No sé si eso es bueno
o es malo. Pero acabo de escribir un libro en dos tomos que se llama: Peronismo.
Filosofía política de una persistencia argentina. No lo escribí por ser peronista, lo
escribí porque ahí aún hay algo de misterio. Hay algo que nadie entiende. Acaso
porque las pasiones, los prejuicios, los odios y la tanta sangre derramada impidan
pensar, impidan entender. De aquí que el peronismo sea más que Perón y más que
Evita y más que todos los protagonistas (algunos deslumbrantes, se lo aseguro) que
han desfilado por su historia de ya largos setenta años. Mi libro (del que saldrá en
junio o julio el segundo tomo) suma entre los dos 1600 páginas. Vea usted, tanto
estudiar a Heidegger y a Kant y a Husserl y a Sartre y a Foucault, para terminar
gastando tanta pluma en un movimiento de morochos ignorantes y burócratas con
camisas de seda, incomprensibles para un europeo. Para todo hombre de razón. Pero
vuelva. Inténtelo de nuevo. Vale la pena. Quedan muy pocos misterios en este mundo.
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Y nosotros, a éste, aún no lo hemos resuelto. Tal vez nos pueda ayudar. Usted y
cualquier otro español que ame la Argentina. Porque ahora, sí. Pasaron 35 años de la
muerte del «Generalísimo». Y ustedes hicieron un buen trabajo. Son europeos, se lo
ganaron. Es la mejor forma de serlo. Vea, los mismos que los desprecian a ustedes y
les niegan la condición de europeos, nos desprecian a nosotros. Mi amigo cáustico ha
dejado de decir esa frase cruel, porque luego de varios viajes a España se la he
prohibido. Pero dígame, Manuel Vicent, ¿cómo le prohibimos a Heidegger decir que
sólo los alemanes tienen derecho a la filosofía? Lea o relea, por favor, Qué es la
filosofía del Rektor de Friburgo. Asómbrese: «La palabra filosofía (que Heidegger
escribe en griego) nos dice que la filosofía es algo que, por primera vez, determina la
existencia del mundo griego. Y no sólo eso: la filosofía también determina el rasgo
más íntimo de nuestra historia europea occidental (…) La afirmación “la filosofía es
griega en su esencia” no dice otra cosa que: Occidente y Europa, y sólo ellos, son en
lo más profundo de su curso histórico originariamente “filosóficos”» (Martin
Heidegger, Qué es la filosofía, Herder, 2004, Barcelona, pp. 34/35. Fíjese en lo que se
han convertido ustedes editorialmente. En lo que éramos nosotros en los 50. ¿O no
leyeron sus primeros libros en ediciones de Losada, Emecé, Kraft, Sudamericana,
Goyanarte, Abril, Sur y otras? Ahora nosotros leemos porque existen Barcelona y
Madrid). Pero que nadie se entusiasme. ¿Por qué Heidegger dice Occidente y
Europa? Porque Occidente (lo que se dice Occidente) sólo lo es Alemania. En un
texto fun-da-men-tal, pronunciado en la Universidad de Friburgo, ante un auditorio
poblado por jóvenes oficiales, muchos SS y todavía algunos SA, pues ya se había
producido la carnicería de la noche de los cuchillos largos, que obligó a Heidegger a
dejar el rectorado pero a seguir adoctrinando a sus alumnos, Heidegger dirá: «Todo
esto [lo que acaba de nombrar como la decadencia espiritual de la Tierra, JPF] trae
aparejado el hecho de que esta nación, en tanto histórica, se ponga a sí misma y, al
mismo tiempo, unifique al acontecer histórico de Occidente a partir del centro de su
acontecer futuro, es decir, en el dominio originario de las potencias del ser» (Martin
Heidegger, Introducción a la metafísica, Editorial Nova, Buenos Aires, Colección
dirigida por Eugenio Pucciarelli, traducción de Emilio Estiú, Buenos Aires, 1959,
pp. 75/76. Desde entonces, desde que era un pibe que no tenía ni por asomo veinte
años, tengo esa edición en mis manos y siempre vuelvo a ella). ¿Qué tenemos aquí,
amigo Vicent? Que Europa es Europa. La pueden compartir los ingleses, los italianos,
los suizos, los suecos, los polacos, los húngaros y los españoles. Pero Occidente —en
el destino trascendental que proviene de la venerable, anciana Grecia— es sólo
Alemania. Un poco más y retorno a Néstor Kirchner que, aquí, me interesa más que
Heidegger, pero… ¿es Occidental Néstor Kirchner? ¿Es Occidental Chávez? ¿Es
Occidental Evo Morales? Si Heidegger lo viera a Evo, le daría unas monedas y
continuaría su olímpica caminata. ¿Somos occidentales como ellos lo son? ¿O somos
occidentales porque nos hicieron ser occidentales a fuerza de convertirnos en
privilegiado botín de sus sanguinarias conquistas? (Ustedes, de ésta, no se salvan.
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Pero acéptelo. Mi país —junto al Brasil y al Uruguay— asesinó a 600 000
paraguayos y yo estoy del lado de ellos. Que se me entienda bien: de los paraguayos.
Les mataron hasta el último hombre. Al final, las madres enviaban a pelear a los
niños. Y cuando irrumpían en el campo para retirar los cadáveres, los soldados del
Ejército Argentino que comandaba el general Mitre mataban a las madres y
remataban a los niños. Y no ando por ahí haciendome el patriota y disminuyendo las
estadísticas como si eso arreglara algo. O diciendo que «el Paraguay atacó primero
dos corbetas argentinas». ¿No es maravilloso el ingenio argentino? No sólo
inventamos el colectivo, el dulce de leche o los chistes de gallegos. También
inventamos Pearl Harbour).
Y vamos a la última frase de Heidegger. Dice: «Hemos encontrado un camino. La
pregunta misma es un camino que conduce desde la existencia de los griegos hasta
nosotros mismos, si es que todavía no nos sobrepasa» (Heidegger, Qué es la filosofía,
ob. cit., p. 40). Esta idea de poner a los griegos como meta aún no alcanzada por los
alemanes, para recordarles que no estaban detrás sino adelante, señalando el camino,
la había ya utilizado en su Discurso del Rectorado del 27 de mayo de 1933: «El
inicio es aún (…) El inicio (…) está allí como el lejano mandato de que recobremos
de nuevo su grandeza» (Martín Heidegger, La autoafirmación de la universidad
alemana y otros textos, Tecnos, Madrid, 1996, p. 11. Correctamente, Habermas dice:
«La llamada filosófica hecha a los estudiantes parecía coincidir con aquello que
después se les exigía como oficiales», Perfiles filosófico-políticos, Taurus, Madrid,
Santillana, 2000, p. 64).
La cuestión, para nosotros americolatinos, es llegar a una pregunta importante: si
la Modernidad es el desarrollo de la razón occidental capitalista, si es la expresión del
colonialismo disfrazado de valor cultural y civilizatorio (ningún libro marca esto
mejor que nuestro Facundo), ¿fuimos beneficiados por esa civilización, fue esa razón
occidental la que nos extrajo de la barbarie o nos sumó a la suya propia?
Volveremos sobre estos temas. Nos los plantearemos al verlo a Chávez dar su
discurso en el Teresa Carreños y luego al hablar con los poco agradables gusanos de
la oposición, que son, sin embargo, claramente occidentales.
Vuelvo a las asambleas del 2001-2002 y a los señores Deleuze y Guattari.
Alguien se acercó a los asambleístas y les dijo: «¿No leyeron Imperio de Toni Negri y
Michael Hardt?». Algunos sí, algunos no. Imperio es un libro que escribió Toni
Negri, exmilitante de las Brigadas Rojas. Pero Negri advirtió que al libro le faltaba
una pata posmoderna o posestructuralista para entrar en la academia norteamericana.
Alguien de la French Theory. Lo conoció a Michael Hardt. «Me han dicho que tú eres
deleuziano». «Sí». «Bien, escríbeme las partes deleuzianas, de lo contrario este libro
se venderá sólo un poco, como cualquiera de los tantos que andan por ahí».
Trabajaron juntos y salió Imperio. Entre Imperio y Mil mesetas —el libro gordo de
Deleuze y Guattari— todos echaron a rodar la teoría del rizoma. Recordemos: las
asambleas (que también atrajeron a esa chica tan linda y amante de los fenómenos
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exóticos: Naomí Klein) se plantearon como ejercicios de democracia directa. La
democracia —se sabe— es un fenómeno de representación. «El pueblo no delibera ni
gobierna sino a través de sus representantes». ¿Qué ocurre cuando el pueblo decide
que sus representantes no los representan, sino que se representan a sí mismos o a las
corporaciones que los compran? Decide gobernarse a sí mismo. Reniega de la
democracia por delegación (ejercicio que se realiza a través del sufragio) y acude a la
democracia directa. En la democracia directa son todos iguales. De ahí que sea
directa. No hay representantes. Un representante del pueblo es siempre una cabeza
que sobresale sobre las otras. Se lo ha elegido. Se le ha dado poder. El poder de la
representación popular. Caído ese sistema se instaura el otro: no hay representantes.
Todos se representan a sí mismos. Aquí interviene el rizoma deleuziano. Tengo veinte
definiciones sobre el bendito rizoma Pero voy a ofrecer la mejor. Está en un humilde
(aparentemente) libro de una colección que ningún alumno llevaría a la Facultad de
Filosofía y Letras. La Colección para Principiantes. En mis cursos siempre he dicho
que no se avergüencen de estos libros. Por algún lado hay que empezar. Y si usted
quiere leer —pongamos— El Ser y la Nada (cuyo Prólogo es imposible) acuda a
alguno de los breves tomos de la Colección para Principiantes. También si usted
tiene que preparar una clase sobre Sartre —y aunque se sepa de memoria El Ser y la
Nada— uno de estos libritos lo puede ayudar a ordenar su exposición. Bien, la mejor
definición de rizoma la da Florencia Abbate en su Deleuze para principiantes. Es la
siguiente: «Rizoma: La figura fue tomada de la botánica. Es un conjunto de tallos
subterráneos que se ramifican en todas las direcciones haciendo que no resulte
posible determinar el centro, el origen. En los tubérculos rizomáticos —como el del
lirio— no hay jerarquía, cualquier punto puede conectarse con cualquier otro; esa
característica los distingue del esquema arborescente, donde, cualquier punto remite a
la raíz y se ramifica mediante estructuras duales que crecen verticalmente. Deleuze y
Guattari piensan que la política debe pensarse como un rizoma. Así, el arte, la
filosofía, la ciencia y las luchas sociales se conectarían unas con otras de manera
horizontal, sin que ninguna se imponga a la otra. Concebir las políticas de izquierda
como un sistema acentrado implica creer que las diferentes iniciativas pueden
coordinarse prescindiendo de una instancia superior que las organice y unifique»
(Florencia Abbate, Deleuze para principiantes, Era Naciente, Buenos Aires, 2001,
p. 186. El libro está ilustrado por Pablo Páez. El que quiera encontrar rizoma en
Deleuze y Guattari tiene dos caminos: el libraco titulado Mil mesetas —cuya lectura
no es desaconsejable— y la edición autónoma de la Introducción del libro, que se
llama Rizoma y, como los editores advirtieron que todos querían saber qué cosa era
eso del rizoma y del resto del libro no se preocupaban mucho editaron [¡oh,
mercancía, oh, capitalismo!] un pequeño libro titulado Rizoma. Pequeño, pequeñito.
¿Uno se leía eso y ya sabía qué era el rizoma? Cómo no lo iban a comprar. Deben de
haber vendido a montones). En el esquema arborescente —como bien dice Florencia
— «cualquier punto remite a la raíz y se ramifica mediante estructuras duales que
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crecen verticalmente» (ibid., p. 186). Néstor Kirchner era el esquema arborescente
que los rizomas de los asambleístas necesitaban. Era un esquema arborescente
confiable. Porque Deleuze y Guattari se equivocaban. El asunto es ingenioso y apunta
a la horizontalidad y a la pluralidad democrática. Pero —si hubieran leído a Sartre: no
seamos injustos con Deleuze, él sí lo leyó y lo proclamó su maestro— verían que la
dialéctica del grupo siempre termina por cosificarse. Se cosifica con el juramento
inicial. El rizoma también. Todos los que formamos este rizoma juramos destituir a la
clase política corrupta y decadente que nos gobierna. Ése es un juramento-cosa. Pero
—además— cada componente del rizoma es libre. Y la libertad corroe al rizoma. Por
fin, se requiere un líder. A eso vino Kirchner. Y ése era mi esquema.
Él eligió otro.
Pero antes pasó otra cosa.
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CAPÍTULO X
Una larga reunión en la Quinta de Olivos
El año 2003 terminaba. Fue parte de lo que se llamó «la primavera kirchnerista».
Un lapso en que la sociedad y los medios toleraron a Néstor porque la cuestión era
alejarse de los desmadres de 2001-2002 y afirmar la figura de un Presidente con
capacidad de mando, que tornara innecesaria la protesta, la presencia del pueblo en la
calle, las asambleas, el país piquetero, el desorden social. El pedido de Néstor que
giraba en torno a la necesariedad de crearle un grupo de intelectuales se fue
desvaneciendo. Llamé a algunos. A Horacio González, a Beatriz Sarlo, a Carlos
Altamirano. Pepe Nun ya estaba incluido hacía rato. Eso lo pensaba organizar Julio
Bárbaro pero —muy amablemente— lo dejó en mis manos. Todo fue bastante
desordenado. Una mañana me enteré de que Néstor había sostenido una reunión con
Tulio Halperín Donghi y Beatriz Sarlo. Me dijeron que preguntó:
—¿Por qué no vino José Pablo?
Nadie me avisó nada. Raro, pero así fue. Ignoro cómo salió la reunión de esos tres
viejos peronistas, pero nada malo trascendió, nada malo se supo. Seguramente la
cordialidad limó cualquier diferencia, habrán tomado un café, Halperín le habrá
comunicado a Kirchner que el peronismo estaba sumido en una larga agonía y que
acaso él pudiera hacer algo para remediarlo: él, Halperín Donghi. Y Beatriz le habrá
dicho un par de cosas inteligentes. Acaso las últimas que diría en muchos años, casi
hasta la nota excepcional, sorprendente que publicó al día siguiente de la muerte de
Néstor. Por lo demás, mi intento (no muy esmerado, lejos de toda idea que cualquiera
tenga de la perseverancia) de reunir algunos intelectuales fracasó por completo. Al
único que pude adjuntarme fue a Pepe Nun. En su automóvil fuimos por primera vez
a la Quinta Presidencial. Yo nunca había estado ahí. Salvo en julio de 1973, con toda
la Jotapé y la cobertura de Julio Troxler (vicejefe de la policía de la Provincia), para
romper el cerco del traidor de López Rega. Éramos sesenta mil tipos. Rodeamos la
Quinta y empezamos a gritar como poseídos: Perón/Perón/el pueblo te lo
ruega/queremos la cabeza/del traidor de López Rega. Perón no nos dio la cabeza.
Nos lo dio a todo López Rega, enterito, intacto y lo puso al frente de la conducción de
la Jotapé. Era de divertido Perón. Un jodón de aquéllos. (Pero ésta es otra historia y
está en mi libro sobre Peronismo). La que ahora tengo que contar es bastante
divertida. Pepe tampoco había ido en su puta vida a la Quinta de Olivos. Nos costó
encontrar —ante todo— la entrada principal. Pero la encontramos. Ahí nos paran tres
o cuatro canas. Dónde van. Estamos invitados por el Presidente a una cena.
Documentos, por favor. Cómo no, sírvase. El cana habla no sé con quién por un
aparato adosado a la pared. Vuelve y muy amable, muy sonriente, nos devuelve los
documentos. ¿Conocen el camino? Sí, por supuesto, responde Pepe seguramente para
no pasar por boludos. Hizo bien. Si la luz de la casa se veía desde donde estábamos.
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¿Qué problema podría haber?
—¿Viste, Pepe? Nos dejaron entrar. Debemos ser una mierda. El Poder nos acepta
y nos sonríe.
—Alguna vez tenía que ser. ¿Te ubicás como para llegar a la casa?
—Ni loco. ¿A mí me preguntás?
Estábamos totalmente perdidos.
—Es una buena señal, Pepe —dije para consolarlo—. El Poder nos acepta. Pero
nosotros no sabemos cómo llegar.
—Callate, boludo. Está lleno de canas.
—No es para tanto.
—No miraste bien.
—Sería paradójico, ¿no?
—Qué.
—Venimos zafando desde hace casi cuarenta años y hoy, que nos reciben, nos
cagan a tiros porque equivocamos el camino. Ahora que lo pienso mejor creo que sí,
Pepe. Estamos en peligro. —Pepe pregunta la causa. Respondo: —Somos claramente
subversivos. Alguien insospechable, cualquier personaje ligado al poder entra aquí
sin dudar un instante. Nosotros dudamos porque somos terroristas.
—Y estamos buscando dónde poner la bomba.
Por fin, llegamos. Nos hicieron pasar a un bonito salón y nos sentamos a esperar.
Creo que apareció Carlos Zanini. A mí me cayó bien de entrada. Robusto, negrazo,
bigotes oscuros como el futuro de un boxeador rengo y manco, dientes blanquísimos
y una sonrisa maravillosa. Nos abraza a los dos. Un tipazo. Nos ponemos a charlar de
cualquier cosa. Llega Alberto Fernández. Todos de riguroso traje negro, camisa
blanca y corbata. Aparece Kirchner. En mangas de camisa. De camisa de mangas
largas y todos los botones abrochados menos el último. Después llega Chacho
Álvarez. Eran las 9:15 de la noche. Esa cena duró hasta las 4:30 de la mañana. No
hubo cosa de la que no habláramos. Kirchner hablaba y escuchaba, las dos cosas muy
seriamente. No parecía estar en una noche con tendencia a la jarana. Ninguna más
bien. Cristina se sentó justo al lado mío y frente a Néstor. Participó muy poco. Estuvo
atendiendo a sus invitados. De anfitriona. Dirigía a los dos o tres mozos que atendían
la mesa. Y después comía, escuchaba y de vez en cuando decía. Siempre lúcido,
siempre poco. A eso de las 0:30, después del postre y el café correspondientes, dio las
buenas noches y se fue. Todos la saludaron con la mayor cortesía y cariño y todos
pensaron o que estaba cansada o harta de nosotros o que había decidido interpretar
ese rol tan femenino: «Me voy, muchachos. Ahora, tranquilos, hablen de todas las
boludeces que quieran».
Recuerdo poco de esa reunión. Poco, pero no nada. Algo, pero importante.
Chacho hizo algunos análisis brillantes sobre el Mercosur.
—Ahí va a estar la protección de los golpes de Estado. Si hay uno en cualquier
país, toda América tiene que unirse —dice—. Basta de mirar cómo lo matan a
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Allende. O cómo los milicos brasileños hacen atrocidades, o los uruguayos o los
nuestros y nadie dice nada aparte de cierta condena diplomática de rigor. Hay que
crear mecanismos de acción continental contra todo ataque a la democracia.
—No hay que ilusionarse —dice Néstor—. Los golpes de Estado no estarán de
moda, pero no murieron. La derecha está y está al acecho. Por ahora se la aguanta
porque con el Turco y con De la Rúa todo le salió mal. Pero está donde siempre
estuvo. Y a nosotros no nos quiere. Apenas yo dije que pertenecía a una generación
diezmada saltaron en sus sillones. «Otra vez los Montoneros». No tienen matices.
Todo lo que viene de los setenta es montonerismo. Ahora, hasta vos sos montonero,
Pepe.
—Pepe ya fue montonero —digo—. Él y Aricó y Portantiero y toda la
muchachada de Pasado y Presente. Si hay intelectuales militantes que merecen
respeto por su coherencia son ellos: se equivocaron siempre.
—Pará, con Alfonsín no.
—También —dice Chacho—. Le escribieron ese discurso de Parque Norte que no
lo entendió nadie. Ni Alfonsín, por supuesto.
—Bueno, eso es el pasado —dice Néstor—. El problema de hoy es que ellos nos
van a aguantar un tiempo y después van a tirar la cuestión del montonerismo. Más
con las cosas que ya estamos haciendo. Miren, aquí, la derecha no tiene a nadie. A
nadie, eh. No tiene un solo tipo presentable. Pero no necesitan mucho. —Hizo una
pausa. Nos miró a todos y levantó un dedo: —Necesitan a uno. Nada más que a uno.
Con uno se arreglan.
Al recordar esa frase y ese índice erguido luego de los años que transcurrieron es
notable cómo la pegó. Cierto: necesitaban a uno. Lo buscaron durante todo el resto de
la década y no lo encontraron ni lo pudieron fabricar. ¡No poder fabricar a un
político! Toda la derecha se tuvo que jugar al poder mediático. Morales Solá, en tanto
fuerza opositora, resultó más eficaz que cualquier partido. Sí, Morales Solá no es sólo
Morales Solá. Es La Nación y en círculos privados se dice que es la Embajada
norteamericana y algunas cosas peores. Se nota en la información que maneja y en la
línea que baja. ¿Quién le baja la línea a Morales Solá? ¿Él solito decide como
«erosionar» (palabra del agrarista Buzzi, hombre leal a su tradición de clase) al
Gobierno? ¿De dónde salen las informaciones más hirientes, más jugadas? ¿Quién
decide ahora sí, ahora no? ¿Quién decidió ir adelante con el golpe del «campo»?
La derecha tuvo, para enfrentar a Kirchner, a todo el establishment mediático, a
todo el agro nucleado tras la Sociedad Rural y al diario del héroe de la Guerra del
Paraguay (que, hasta el conflicto con Clarín, que lo manejó Cristina, fue el que tuvo
la conducción del poder mediático), pero no tuvo una sola figura política. Cuando
Blumberg juntó 150 000 personas con velitas por el tema de la seguridad pareció que
ese político iba a ser él. Pero era otro muñeco patético. Necesitan uno. No lo tuvieron.
Todavía lo necesitan. ¿Qué pasará cuando aparezca?
Pepe hizo una gran pregunta:
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—¿Qué opinás del síndrome Alejandro Gómez?
Néstor demoró la respuesta. Pepe añadió:
—Lo digo por Scioli.
Alejandro Gómez fue vicepresidente de Frondizi. Renunció y le armó una
batahola tremenda. Un serio problema institucional con las más evidentes intenciones
de voltearlo. Aparte de eso, Gómez pasó a la historia tal como dijo Pepe: el
«síndrome Alejandro Gómez». O sea, un vicepresidente que se te da vuelta sin
avisarte y te clava una puñalada que no esperabas. Nadie, ahí, en ese momento, en ese
lugar, tenía el poder de adivinar el futuro, de ver los sorprendentes acontecimientos
que la Historia produce. De haberlo tenido, habría dado un salto hasta el techo y
habría gritado: «Vamos a tener nuestro Alejandro Gómez. Y peor todavía: ¡Cobos!».
Pero nadie era Nostradamus. Nadie imaginaba el «no positivo» de Cobos. Menos que
nadie Cobos. Cuya imaginación —además— no sólo es limitada, también es escasa.
De todos modos, analizada desde el presente, la pregunta de Pepe tiene algo de
misterioso. ¿Por qué se le ocurrió mencionar a Alejandro Gómez? Para señalar que
podría existir algún problema con Scioli. Pero ¿por qué lo obsesionaba ese tema? Ya
en el viaje de ida me lo había dicho: «Le voy a preguntar por el síndrome Alejandro
Gómez». Hoy, el «síndrome Alejandro Gómez» ha sido superado infinitamente por el
«síndrome Cobos». Aunque es arduo imaginar que al acto de Cobos se lo llame tan
piadosamente: síndrome. Síndrome no, traición. El concepto quedará armado —creo
— así: la «traición Cobos». Es tan demencial el caso Cobos que cuesta imaginar que
haya sucedido antes en algún país de la tierra. Sobre todo la actitud del tipo de
permanecer en el cargo y desde ahí convertirse en el «jefe de la oposición». Que Dios
lo proteja. Porque ya es el símbolo de la traición. Se va a quedar tan solo como
Borges un 17 de octubre. Sin ser Borges. Pronto lo van a considerar mufa. Y pronto
cualquier partido lo va a querer en sus filas tanto como a Osama Bin Laden. Sin que
sea Osama Bin Laden. Pronto ni siquiera va a ser Cobos. Va a ser un personaje «no
positivo». Negativo. Negación. Nada.
Néstor no se preocupó por el «síndrome Alejandro Gómez».
—Todo va a ir bien con Scioli —dijo.
—Néstor —le advirtió Alberto Fernández—, son las cuatro de la mañana. Tenés
un avión a las 7 y media.
—No importa —dijo—. A mí me gusta esto. Si no hago esto, ¿qué hago?
Pepe Nun es un célebre contador de chistes. Los extraño. La mayoría son
formidables. Sospecho que forma parte de alguna internacional del chiste.
—Néstor —dice—, nunca le conté un chiste a un Presidente a las cuatro y media
de la mañana. ¿Te puedo contar uno?
—Dale —dice Néstor, pero con pocas, muy pocas ganas.
El chiste era así: cuatro árabes montados en cuatro camellos marchan a través del
desierto. Es mediodía. El sol quema. La arena arde. De pronto, un camello muere. El
árabe se sube al camello de un compañero. Siguen. Se muere otro camello. El árabe
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se sube al camello del otro compañero, el que todavía iba solo. Ahora son cuatro
árabes en dos camellos. Se muere otro camello. Queda uno solo. Los cuatro árabes
montan en el único camello que queda. El árabe de adelante lo escucha llorar al
camello. Gira y le dice al segundo: «El camello llora». El segundo le dice al tercero:
«El camello llora». El tercero le dice al cuarto: «El camello llora». El cuarto dice:
«¿Y qué quieren? Si se la saco me caigo». No sé cuál será la opinión de ustedes. Creo
que es un buen chiste. Con el adecuado final sorpresivo de un buen chiste. Kirchner
sólo dijo:
—Ah, muy bueno, che. Muy bueno. ¿Salimos?
Estuvimos un rato en la puerta de la Quinta. Pepe le empezó a desarrollar a
Néstor una relación entre el pago de la deuda externa y el Plan Marshall. Kirchner lo
miró a Alberto Fernández, hizo el gesto de escribir con sus tres dedos unidos y dijo:
—Anotalo.
Nos fuimos. Alberto Fernández y Chacho se rajaron en un automóvil que
manejaba Alberto. Desaparecieron sin que pudiéramos verlos.
—¿Ves? —dije—. Ésa es la muestra de la cercanía con el poder. Salir a los pedos
de la Quinta sin vacilar, eludiendo los laberintos y evaporarse. ¿Vos que vas a hacer?
¿Por dónde pensás agarrar?
—Eso es lo de menos —dice Pepe—. Ya nos vamos a arreglar. Hay algo que me
preocupa más.
—Qué.
—No le gustó una mierda el chiste.
De la Quinta —sin embargo— salimos bien. Al menos, mejor que como
entramos. Algo que, muy difícil, no era. Lo difícil habría sido hacerlo peor. Los
canas, a la salida, nos dijeron:
—Buenas noches, señores.
—Nos recibimos de cortesanos, Pepe.
—Andá a cagar. No me tutiés, guaso.
Era una hermosa noche de verano. Pepe conducía sereno. No había nadie en la
Avda. Libertador. Era como si nos deslizáramos. Al fin, de modo increíble, sentíamos
que el país era nuestro país. Los dos habíamos estado donde jamás habíamos pensado
estar. En la casa del Otro. Casi siempre, la casa del enemigo. La casa del Poder al que
uno le temía, pero igual enfrentaba. La casa de los genocidas, a los que si uno
enfrentaba, moría. Para mí era extraño y —a la vez— incómodo y fascinante lo que
sucedía. Incómodo, porque no me había educado para eso. Para estar en los espacios
del Poder. Fascinante, porque parecía —no un cuento de hadas— pero sí una
narración sorpresiva, inesperada. Una de esas cosas que uno sabe no van a ocurrir
nunca. Durante el menemismo, la Honorable Cámara de Diputados de la Nación nos
entregó (a Esther Goris, a Desanzo y al músico Castiñeira de Dios) un premio por la
película Eva Perón. Fue en 1996. Yo no fui.
—¿Cómo voy a una Cámara de Diputados que se hace llamar honorable y no
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debe haber un solo tipo decente?
No podía creer que nos premiaran esa película. No se habían dado cuenta de nada.
O el menemismo era así: cholulo. Total, todo había muerto. El único (y lo felicito)
que entendió, desde su odio, la película fue Julio Maharbis, que dirigía el Instituto de
Cine. Cuando Menem se la pidió para verla en la Quinta le dijo: «Es pura basura
montonera». Era una película escrita por un exmiembro de la Jotapé que jamás había
sido Montonero. Al contrario, los había enfrentado —discutiendo con ellos— en
épocas en que nada era fácil ni seguro. Porque si uno discutía con la Orga, no te
mataba la Orga. Te mataba la Triple A para echarle el fardo a la Orga. «¿Ven?
Discutir con los Montoneros es morir. Son unos asesinos». Le había pasado al Padre
Mugica cuando se les abrió discutiéndoles la metodología violenta. Le mandaron a
Almirón y el tipo lo reventó a balazos.
Para Maharbis ésos eran matices: izquierda peronista y montoneros eran lo
mismo. Pero Menem la vio y dijo: «Me gusta». Y la invitó a Esther Goris a la Quinta.
También a Desanzo y a otros. Desanzo, que solía ser muy cariñoso conmigo, en sus
buenos momentos, claro, me dijo:
—No vengás, José. Te vas a sentir incómodo.
No fui. Les dieron pizza con champán.
Al día siguiente me llegó el Premio de la Honorable Cámara de Diputados. Era un
plato de sopa de bronce brillante y decía (atájense): Premio «Eva Perón» a la verdad
revelada. Yo había inventado a lo loco. Y por suerte. Así hay que escribir las historias
verdaderas. Desde la ficción. En fin, para cortarla: ése fue el único reconocimiento
que el Poder me había otorgado. Y no fui a recibirlo. Porque era el corrupto poder
menemista. Porque, además, eran una manga de chantas. Lo revelaba la leyenda de la
sopera de bronce: Premio a la verdad revelada. ¿Quién era yo? ¿Dios? Ojo, no me lo
digan dos veces.
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CAPÍTULO XI
El «Flaco como cualquier otro» se nos transforma en
«personaje del año» de Gente
En todos los países de este mundo hay cosas que perduran indefinidamente, que
nadie, ni uno ni el país, se las puede sacar de encima. Son tenaces como el mal
aliento, el colon irritable, la mala suerte, el obstinado fracaso, el mal humor, la
eyaculación precoz, los curas, los políticos bobos, los demasiados vivos y corruptos,
la comida mala pero escasa, el llanto histérico e insoportable de los niñitos en el cine,
o en un bar, o en un tren o en una fiesta o en cualquier lado de este mundo; las
vaginas secas e impenetrables como el Muro de Berlín en sus momentos de gloria,
como el compañero cuando se tira a chanta y no lo levantamos ni con cuatro cajas de
Viagra; como papá cuando, en sus años crepusculares, nos confiesa que siempre amó
a nuestro hermano muerto de leucemia quince años atrás más que a nosotros, y si le
preguntamos por qué, nos dice que sospecha que no somos hijos de él, sino de vaya a
saber de cuál de los tantos amantes que tuvo la puta de tu madre que en paz descanse,
porque la maté de un hachazo en la cabeza una noche que me harté luego de
encontrarla fornicando impúdicamente con el carnicero sobre la mismísima tabla
donde el tipo corta la carne, toda ensangrentada, sucia, infecta, y la corté en pedazos,
y la enterré en el jardín y crecieron veloces unas margaritas que planté y todos
creyeron que me había abandonado, vos, la policía, y hasta yo, hijito, porque si no lo
creía yo ¿cómo habría de hacérselo creer a los demás? Así me libré de ella, pero me
quedaste vos. Que, por más voluntad que pongo en desearlo, en empecinarme y
llevarlo a cabo, no puedo quererte ni una mierda, hijito, no hay caso: no sos hijo mío,
cabrón, uno reconoce a lo que es sangre de su sangre y carne de su carne, sos hijo de
ella, con lo cual, admitamos la verdad, sos un perfecto hijo de puta. De estas cosas
hablaba al principio. Son como la mala suerte, como una llaga que persiste, como la
psoriasis que no se va nunca, como las minas jodidas, como los tipos traidores, que
les das la espalda y te clavan un puñal porque no lo pueden evitar, como las madres
que te atan a la cama, como los padres que no laburan, se alcoholizan metódicamente
durante el día y a la noche, metódicamente también, te rompen todos los huesos a
patadas.
Son como Mirtha Legrand.
De piba tenía su gracia, hacía películas divertidas, para la familia, y hasta el
marido la desnudó un poco en alguna que otra para adultos con el perverso objetivo
de mostrar que la mina tenía lo suyo. Mirtha Legrand enamoró al pueblo argentino.
Se transformó en la señora Mirtha Legrand. Derechista, bien clase media, bien
fascistoide, fue una entusiasta animadora de la política exterior de Videla. Fue
nuestro José María Muñoz femenino. Les exigía a sus televidentes que enviaran al
exterior esas lindas tarjetas que editaba ParaTi, de Editorial Atlántida, para
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demostrarle al mundo que los argentinos éramos derechos y humanos. «Mande la
suya, señora. Mande la suya, señor. Hay que demostrarles a esos difamadores que en
nuestro país se vive en libertad y se respetan como en ningún otro lado los derechos
humanos». No era la única: Silvina Bullrich, Martha Lynch y María Esther Vázquez
(que, en su libro sobre Borges, le atribuye el Proceso al peronismo: no, señora, fueron
ustedes, los que la rodean, su clase social) asistían a coloquios internacionales de
literatura y se desgañitaban defendiendo la honorabilidad de la Argentina de Videla
(ver el libro de Cristina Mucci sobre Martha Lynch).
Además de Mirtha, tenemos a Susana. Que no es una señora. Algo impuro ve «el
pueblo» en ella y eso le fascina. Si una es «una señora», la otra «es una desafortunada
en el amor pero afortunada en la vida». Al ser «desafortunada en el amor» pasa de un
amor a otro y la gente, la gente popular que disfruta con lo que ella ofrece: mal gusto,
ignorancia, chabacanería, y algunos bailes de los ritmos de moda en los arrabales de
la música. Después está Tinelli, que es incalificable. Y después Moria. Y después
Chiche. Y no hay país que salga adelante con semejante fardo, con semejante agobio
de anticultura encima. Total, la gente se lo traga. Con «la gente» la cosa es muy
simple. Si uno le da programas de calidad durante una semana, a la siguiente van
pedir calidad. Si uno les da mierda todos los días, eso es lo que todos los días de su
vida seguirán pidiendo.
Después están las modelitos y las modelos. Se trata de deslumbrar a Doña Rosa y
hacerle ver lo que nunca será. Y de calentar a Don Pancho y hacerle ver lo que nunca
tendrá. Pero funciona. Doña Rosa y Don Pancho son felices así, se han resignado y
les gusta. ¡No sabrían qué hacer con semejantes hombres, semejantes mujeres! Mejor
verlos por la tele y a dormir. Ahí Don Pancho le tapa la trucha a Doña Rosa con la
almohada y piensa que es Araceli. Y Doña Rosa, que tampoco lo ve, piensa que él es
Brad Pitt.
Toda esta basura se concentra en una revista: Gente. Gente es la revista de la
gente. Todos los fines de año elige a los ¡personajes del año! Algunos se mueren por
estar ahí. Otros no estarían nunca. Alberto Segado solía decirme: «Cada vez que sale
ese número de mierda me enfermo. Los personajes del año, ¡por favor! Que esa
revista te nombre personaje del año es porque sin duda fuiste uno de los canallas del
año. O ellos te consideran eso. Que les jugaste a favor. Mirá, ya no lo compro.
Cuando lo hago y lo miro son tantas las personas que tengo que dejar de saludar o
tachar de mi agenda de teléfonos que al final te quedás solo. Y para qué. Porque lo
peor, lo que más duele, es que no todos son malas personas, no saben qué es Gente o
los encandilan las luces de una tapa o creen que todo da igual, que la política murió.
¿Y qué les vas a decir? ¿Qué no? Y si no murió, ¿por qué Menem es Presidente?».
(Porque fue durante la Presidencia de ese señor que me dijo eso. Menem salió durante
todos los años de su Gobierno como personaje del año. La estética y la ética de esa
tapa y del concepto de «éxito» que instrumenta son la esencia del menemismo).
Alberto Segado (a quien, con inexpresable dolor, despedimos de la vida durante
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2010) siempre tuvo claro lo que Gente significó y significa. Durante la dictadura
(bajo la dirección de Samuel Gelblung) trabajaba codo a codo con los milicos. Y
ahora es la banalidad, la idiotez de la derecha, la que te muestra la vida fácil, la vida
como éxito, la vida que brilla, y si no brillás, si no ganás, sos un perdedor, una
basura, un deshecho humano. Ésa es la estética de los «personajes del año». ¡Los que
triunfaron! Los hombres y mujeres del universo del éxito. Los que viven en medio de
las luces de la fama. Los que la gente reconoce y adora y les grita ¡ídolo! cuando los
ve por la calle. Uno que otro boludo serio (un cirujano o un físico nuclear), otro más,
otro boludo, que hizo algo notable (salvo a un chico que se cayó en un pozo). Y
vuelta a lo de siempre: las modelos, las modelitos, las lolitas. Y, entre todo ese
cambalache, siempre, Estela Carlotto, sin que uno sepa por qué, si es que nadie se lo
dijo, si no sabe nada de Gente o si realmente le gusta brillar en esa vidriera efímera,
que sólo la gilada respeta, porque a la gilada la convencieron de que Gente es
importante y que salir en esa tapa es, no sólo un exitazo, sino un triunfo definitivo,
casi la consagración de una vida. Ni Hebe ni Alberto Segado ni los ganadores del
Premio Planeta Antonio Dal Masetto y Vicente Batista aceptaron salir. Y muchos
más.
Hacia fines de 2003, cuando todo estalla por las fiestas, aunque en ese año no
había tanto derroche de guita porque la clase media todavía andaba estrecha por los
duros malestares que le había propinado la economía argentina, me detengo en un
kiosco, dejo pasear mi inocente, distraída mirada a través de las diversas
publicaciones, y me doy de narices con la tapa de Gente. Siempre sé que no me va a
gustar y casi siempre evito mirarla. Pero —aunque no la mire— me la conozco de
memoria. Siempre está Susana Giménez: «Creo que esta vez encontré al hombre de
mi vida». O Araceli González: «Tuve orgasmos con todos los hombres de mi vida».
(Lo confieso: no habría podido seguir viviendo sin ese dato). Araceli va directo a
repetir el destino de Graciela Alfano. ¿Qué otra cosa sabe hacer aparte de mostrar sus
carnes por ahora firmes? Cuando no lo estén empezará la pesadilla-Alfano. ¿Nadie
recuerda cómo era Graciela Alfano cuando ganó el Concurso de la revista Siete Días
que la llevó a la fama? Consíganse una foto de esos años y luego mírenla en la
pachanga obscena de Tinelli haciendo de jurado. Otra es tajearse toda la cara y
terminar siendo otra persona. Siendo irreconocible. Porque entre la belleza y el horror
no hay posibilidad de unir nada. Al decir nada digo que ni siquiera surge la frase:
«¿Ésta no era Graciela Alfano?». Araceli, que se prodiga generosamente para que los
muchachos vean lo que más les gusta ver, ¿cuánto tiempo va a mantener su
mercancía, que es su valor de cambio? El valor de uso es otra cosa y vaya uno a saber
quién lo tendrá. Pero el valor de cambio es decirle a Gente: «Éste es mi cuerpo
todavía joven y bello. ¿Cuánto pagan por fotografiarlo a morir y mostrárselo a los
onanistas de todo tipo, sobre todo a los de los consultorios de todo el país?». Bien,
después está Nicole Neuman. Pareciera ser más piola que las otras y tiene una
marcada malignidad en la cara. Algo así como: «Yo no soy fácil ni boluda, eh. Estoy
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en esto por la guita. Si lo que ven les gusta, jódanse. No lo van a tener nunca. ¿Quién
lo va a tener? Vean, perejiles, ustedes ni apenas están en condiciones de imaginarlo.
Porque esas cosas ocurren en opulentos recovecos del país que ni siquiera sospechan
que existen. Ni siquiera lo sabe el chabón que está escribiendo este libro. Y eso que
cree que se las sabe todas. Pero yo —que me muevo por ciertos lados muy
importantes—, pero, no sé si me entienden, muy importantes, digo, no lo vi nunca».
Ni me verás, Nicole. No soy tan importante (según ustedes entienden la importancia)
ni tengo tanta guita para andar por ahí. Sé que me sos imposible. Pero ¿qué me
importa? Hay tantas minas que me son imposibles: Naomi Watts, Charlize Theron,
Amanda Peet, Helen Mirren, Lucy Punch. Como me son imposibles, sólo me resta
admirar el talento que tienen y la exquisita belleza que también forma parte de su
exquisito patrimonio. Entonces, imposible Nicole, entre vos y Naomi Watts: Naomi
Watts. Entre vos y Helen Mirren: Helen Mirren. Entre vos y Charlize Theron:
Charlize Theron. Que era, fijate un poco, modelo. Igualito que vos. Modelo. Se metió
en una Escuela de Actores y se ganó un Oscar. Igualito que vos. Chau, piba. Hace
falta talento y laburo, mucho laburo. Me lo dijo Charlize Theron. ¿O no sabés que
soy un guionista de cine internacional? Sin embargo, en la tapa de Gente, esta vez no
estaban esos personajes acaparándola por completo. No era la tapa de Susana, ni de
Araceli ni de Nicole, ni de la hija de Araceli súbitamente de moda. Era la tapa de
muchos. De muchos que se habían ganado el honor de estar en ella. Que se lo habían
ganado a lo largo del año. Con esfuerzo, con talento, con humildad, con eficacia, con
amor (pues todos habían hecho lo que hicieron basándose en el amor, lo que le
permite decir a Gente lo que siempre dice: que son gente linda), con honestidad, con
pureza, con convicciones firmes, etc. Pero ¿qué descubro? Casi me muero. En
primera fila (¿dónde si no?): Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. Al
lado de Néstor, Mirtha Legrand. Que tanto habrá de amarlo. Al lado de Cristina, Raúl
Alfonsín. Colocado estratégicamente para evitar que el matrimonio presidencial
quedara rodeado por Mirtha y Susana. La sacrificaron a Susana. ¡Lo que les habrá
costado!
Ese «costo» no lo puedo saber, pero puedo ficcionalizarlo. Supongamos que haya
sido así:
—Señora, Susana, disculpe. Pero decidimos ponerlo a Alfonsín entre usted y
Cristina. Queremos evitar que los Kirchner estén rodeados por dos mujeres.
Queremos que Cristina lo tenga al lado al padre de la democracia argentina.
—¿Y por qué mierda no hicieron eso con la momia de la Legrand? ¿Por qué me
postergaron a mí? ¿Saben por qué? Porque son unos hijos de puta. Eso son y váyanse
a la concha de su madre. Todos ustedes. Desde los tiracables hasta los gerentes.
—Señora Giménez, por favor, ya hay gente importante reunida. Modere su
lenguaje.
—¿Mi qué? Yo vivo más en Miami que en Buenos Aires, corazón. Y allá, con
todos mis amigos, hablamos así. No nos asusta una puteada, entendés. Tiene más
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fuerza, es más real. Cómo decirte, yo siento que, puteando, me expreso más. Y lo
importante es eso: expresarse. En el arte y en la vida. Yo triunfé en las dos cosas.
—No quisimos ofenderla señora. Así lo decidió la producción.
—Mirá, nene, decime quiénes son «la producción», que los voy a buscar y les
corto las pelotas.
—Sus intenciones son muy crueles. Permítame insistir: modérese, por favor.
Usted es una señora. El público la ama.
—Ma sí, poneme al lado del Alfonso. Voy a usar mi pañuelo perfumado. Me
dijeron que ya huele a tumba.
El caso es que ahí —donde no debían estar— estaban dos grandes políticos. Dos
cuadros de la mejor política argentina que nada tenían que ver con la frivolidad y la
estupidez que reinan en ese ambiente. Que, por desgracia, por infinita desgracia,
cautiva a nuestro pueblo abotagado de basura. ¡También habían hecho un dibujo de
Patoruzito! ¿Se dan cuenta por qué? Claro que sí: Patoruzito es el espíritu de la
Patagonia, lejano territorio desde donde nos había venido este nuevo presidente que
¡tan bien estaba llevando el país!
Me fui a mi casa con una bronca bárbara. No compré el ejemplar. Pero al llegar
mi mujer me lo dio. Ella lo había comprado.
—No tengas tanto miedo a contaminarte. Tenés que tenerlo. ¿O a veces no
miramos televisión abierta?
Tenía razón: dos veces por año. Antes, comprábamos abundantes dosis de
Reliverán. Al día siguiente, sin fallar nunca, vomitábamos todo el día. De ahí se me
ocurrió la Tvvómito. Eso que les dije años después a los pibes de TVR.
Lo llamé a Ernesto Tiffenberg. Lo puse al tanto. No le gustó nada.
—Dame las dos páginas centrales del domingo.
—Son tuyas —concedió.
Para él, como para mí, la cuestión estaba planteada como una ayuda. Miren, tal
vez ustedes no sepan esto. Pero dos políticos, si quieren hacer un Gobierno popular,
en Gente no, nunca. Sin embargo, habrán dicho muchos, la cosa pudo ser privada.
Pero no era tan fácil llegar a Néstor. O a Cristina. Y la respuesta urgía. Además, ¿por
qué no tratar la cuestión en el ámbito de la polis? A ellos no les vendría mal que se
viera que recibían críticas —y las aceptaban, como yo estaba seguro— de personas
que estaban de su lado. Que eran considerados, como yo, amigos o colaboradores
intelectuales cercanos. Además, para mí Gente es algo que saca de quicio. No dudo
que tienen responsabilidad en la muerte o el secuestro de muchas personas. Y estoy
absolutamente seguro de que en sus páginas los grupos de tareas encontraban
justificaciones para sus acciones macabras. Y algo peor: se enfurecían, se volvían
más violentos, más crueles. «Los servicios se indignan cuando encuentran sacerdotes
en las listas que les entregan». Algo que quería decir: deben indignarse. Todas esas
publicaciones (Para Ti, Carta Política, Extra, Gente, Cabildo) enardecían a los
grupos de tareas al revelarles hechos sin fundamentos reales pero que pintaban como
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monstruos a los «subversivos». Así morían pibas que habían alfabetizado en villas,
que sólo habían sido militantes de superficie, y lejanas de todo centro de ejercicio
armado, pibas y pibes llenos de ilusiones, que de pronto veían que el precio de la
ilusión, en la Argentina, era altísimo. Y que los mercenarios del castigo, monstruosos,
entes patológicos. No todos —de ningún modo, falsarios— habían voceado consignas
como Rucci traidor/ a vos te va a pasar/ lo que le pasó a Vandor. Lo digo porque
ahora aparecen a cada rato investigadores lúcidos e implacables que empiezan a
hablar de los errores de la militancia. Algo que los lleva a justificar la matanza. Sólo
eso buscan: justificar la matanza. (NOTA: Estos temas están rigurosamente planteados
en el tomo I de Peronismo, filosofía política de una persistencia argentina y sobre
todo en el tomo II, que saldrá muy pronto).
Me encerré y me puse a escribir la larga nota. El problema era serio y debía ser
extensamente tratado. Mi metodología era demostrar lo que había sido Gente y
después casi no haría falta decirles a Néstor y Cristina: vean dónde se metieron. Les
adelanto la conclusión: al año siguiente no salieron. El vocero me dijo: «Éste es un
gran triunfo tuyo». No me importaba eso. (O sí, un cachito sí). Lo importante es que
se habían negado. Días después lo encontré a Néstor y antes de que le dijera una
palabra se atajó con las dos manos y dijo:
—No tropezamos dos veces con la misma piedra. Tenías razón.
Durante los dos meses posteriores a la nota, fue un espectáculo —que llevó al
hartazgo a Néstor— el batifondo que hicieron los cortesanos. Cada uno proponía
cómo cortarme mejor la cabeza.
¿Cómo era la nota? ¿Por qué había sido tan efectiva? Primero, porque Página/12
(como ya lo dije) es un diario inteligente. Decidieron jugarse conmigo. Nos venía
bien. Durante esos días la mala gente nos decía el Boletín Oficial. Agárrense: díganos
si esto va a salir en el Boletín Oficial. Corren los últimos días del año 2003, el
primero del gobierno de Néstor Kirchner. En Página/12 —a doble página y con la
foto de los «personajes del año»— se lee lo que sigue:
La importancia política y cultural de la revista Gente es inmensurable (…) Antes
de 1973 cunden en ella la frivolidad y una estética del «verano» como estación del
goce que le permite exhibir su mercancía más recurrente: el cuerpo femenino, ya el
de las «modelos», o el de las actrices. Más, desde luego, el de las «modelos», hecho
que posibilita entregar al lector cuerpos dorados, perfectos, húmedos por el agua del
mar o por esa transpiración caliente (lograda por el aerosol de los fotógrafos) que
metaforiza la fiebre del verano, su sexualidad. A partir de 1973, Gente no deja de
participar de la alegría «joven» de la primavera camporista. Luego apoya a Perón.
Luego a Isabel y a López Rega. Luego (previo arrepentimiento: ahí está el célebre
editorial «Gente se equivocó») a la dictadura del general Videla. Aquí, bajo la batuta
certera del periodista Samuel Gelblung, Gente se vuelve «militante». Su tono es
grave, transita la indignación moral y el reclamo del castigo. Con Videla utiliza uno
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de sus recursos más genuinos y fundacionales. Gente, desde su origen, nos ha
mostrado el «lado humano» del poder. Los poderosos (presidentes, ministros,
empresarios, banqueros, militares) tienen esposas, hijos e hijas, perros, gatos y casas
cálidas, escenarios todas de una vida familiar (y casi siempre «católica») intachable.
Con Videla (y con los otros miembros de la Junta Militar) el estilo de buscar el
«rostro humano» del gran personaje se torna más ideológico y militante que nunca.
En Gente, Videla se afloja. Su cara pierde esa rigidez esquelética, huesuda y hasta
espectral. Sonríe. Come y hace deportes. Charla livianamente. Festeja la Navidad.
También Agosti. También Massera. Mírenlos: son seres humanos, tiernos en la
intimidad, duros en la militancia contrainsurgente. Pero la ardua, áspera tarea (sucia)
en que están empeñados no les ha quitado el «rostro humano», el «corazón». Siguen
siendo esposos, padres, deportistas, amantes de los simpáticos animalitos domésticos.
Algunas consignas que Massera pinta hacia 1977 tienen el «espíritu» de Gente. Por
ejemplo: «El amor vence». O «ganar la paz».
Quedaba, así, trazado «el estilo Gente». Colaboró a exhibir a su público a una
Junta Militar con corazón. Se arrepintió de sus adhesiones a los Gobiernos de
Cámpora y Perón. Ahí creyeron, como todos, que se venía una época nueva y
duradera. Elogiaron a la Jotapé. A Cámpora. Alabaron a Perón. Luego se fueron
sorprendiendo. Luego lloraron a Perón. Y luego quedaron a la espera: ¿cómo se
resuelve esto? No bien se resolvió se transformaron en el órgano periodístico del
Proceso.
La «obra maestra» de esta relación es famosa. Se estudia en distintas
Universidades en las cátedras de derechos humanos. Yo di varias conferencias en el
exterior en que la incluí como la muestra de un periodismo burocratizado, banalizado,
que hace de la muerte un mero expediente, que pasa de un cadáver a otro sólo por
medio de un sello estampado con fuerza —pero no con furia— en un legajo. Ese sello
que Gente pone sobre la foto de Documento de Identidad de Norma Arrostito tiene la
frialdad de una mera confirmación. Sí, esto ya fue hecho. Archívese. Éste es el horror
que ese sello trasmite al que lo mira con cierta sensibilidad humana, con cierto
respeto por la vida: archívese. Se acabó, la matamos, al archivo con ella, ahora nos
olvidamos y salimos en busca de otros que compartieron su causa, la de la
subversión.
Ese «sello burocrático» que Gente incrusta sobre la figura de Arrostito habría
estremecido a Hannah Arendt. Es la burocratización, la banalidad del Mal. Habría
estremecido a Kafka, quien, en En la colonia penitenciaria y El Proceso, se anticipó
a la relación entre burocracia y terror. Habría estremecido a Theodor Adorno, que vio
en la Razón y su expresión instrumental la condición de posibilidad de Auschwitz. A
Primo Levi. A Paul Célan. A Jean Améry. A nosotros, los argentinos que estudiamos
la relación entre Estado, burocracia y masacre. Y estremece a todos los que en el
mundo estudian el genocidio argentino, uno de los más relevantes del siglo XX,
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precisamente por su rigor, su instrumentalidad, su «racionalidad».
La dictadura de los desaparecedores termina de un modo oprobioso, pero lento.
Los militares se toman un año y medio para entregar el poder. Durante ese tiempo,
Gente empieza a girar hacia la democracia. Se interesa por la figura del doctor
Alfonsín. Por el proceso eleccionario. Elogia la libertad, la falta de censura, la
ausencia de una represión que fue —quién podría dudarlo, dicen— excesiva. Gente
zafa, siempre zafa. El boludaje la sigue comprando. Nunca se dan cuenta de nada.
Nunca se preguntan: «Che, pero estos tipos estuvieron con Lanusse contra Perón, con
Cámpora contra Lanusse, con Perón contra Cámpora, con Perón contra la Jotapé. Con
la dictadura contra la subversión y ahora adoran la democracia y están con Alfonsín
porque lo ven ganador, saben que gana, que el peronismo está desorganizado, mal,
que no se sacó ningún vicio de encima, etc. Pero, digo yo, al final: ¿con quién
están?». A este señor habría que decirle: «Están con los que estuvo usted, ¿no se da
cuenta? Usted, pequeño burgués argentimedio, no sólo lee Gente, es Gente, es la
gente la que lee Gente, porque Gente la expresa. Expresa esa profunda, insondable
pelotudez y esa cobardía infinita que anida en el alma del hombre medio argentino.
Ellos lo saben. Por eso hacen la revista que hacen. La Argentina es eso. Cuando quiso
ser —en serio: peligrosamente— algo distinto tronó el escarmiento. Primero el de
Perón, después el de López Rega e Isabel, a quienes con su último aliento el General
les cedió el poder, sin poder ignorar lo que eran porque vivían juntos, cualquiera de
los tres hablaba y los otros dos oían, es decir: si López Rega le decía a Isabel:
Mañana la Triple A mata al padre Mugica, a quien Perón, en su primer retorno, 1972,
había ido a visitar en la Villa de Retiro porque lo necesitaba, Perón no podía no
enterarse; ya es un disparate negar este hecho: o se está de acuerdo con él o se revisa
a fondo la figura de Perón. Al peronismo no le va a pasar nada. El primer Perón hizo
una excelente tarea y la eligió a Evita como mujer. Si no revisan los crímenes de la
Triple A, los peronistas corren el riesgo de los radicales: aún no han admitido las
matanzas de la huelga de los Talleres Vasena ni las masacres autorizadas, admitidas,
consentidas, negociadas con la Sociedad Rural de Santa Cruz, de miles de peones
rurales en la Patagonia. Insisto: a Perón no le va a pasar nada y menos al peronismo.
El peronismo es mucho más que Perón. Más aún hoy. Entre sus muertos ilustres ha
sumado uno de gran relevancia: Néstor Kirchner. Y yo lo vi a Néstor Kirchner —en
el Salón Blanco de la Casa Rosada— recibir el bastón de mando de Cámpora que sus
hijos le cedían, lo vi besar ese bastón y apoyarlo contra su pecho. Y cuando lo
escuché decir, sencillamente decir: «Fue un hombre digno» me emocioné como un
loco, lo juro, porque eso fue ese hombre sencillo, valiente y más leal a los jóvenes
que lo habían rodeado con tanto fervor y —aunque no fueron ellos solos— lo habían
llevado al poder, que al viejo militar que ya desde Madrid había pedido orden y, si no,
escarmiento. No es casual que los hijos de Cámpora le hayan entregado a Néstor el
bastón del padre. Néstor siguió la obra del primer Perón y luego (atención, eh) la de
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Cámpora, nunca la del tercer Perón. Néstor no tuvo nada que ver con el tercer Perón,
que fue un milico duro y castigador al servicio de la tranquilidad del poder, de la
estabilidad necesaria para los buenos negocios, de la planificación de la matanza de
todos los jóvenes que habían luchado por él. No sólo de la cúpula Montonera. De
todos, aun de aquellos que le decían ser leales, que estarían con él. Lopecito no podía
ver a un imberbe a dos mil kilómetros sin matarlo. El 31 de agosto Perón los vio
desfilar ante él, les sonrió con su mejor sonrisa, los saludó con fervor porque los
necesitaba para la campaña electoral de septiembre, y mientras los miraba ya sabía
que la organización para matarlos estaba armada. Que los torpes, los ignorantes de los
Montoneros le hayan dado todas las justificaciones con el asesinato de Rucci nadie lo
duda, nadie lo niega. Pero el aparato estaba armado desde Ezeiza. Es más: llegó
armado a Ezeiza. La OAS francesa actuó en Ezeiza. ¿Quién trajo a la OAS? ¿Quién
habló con el general Aussaresses? Si yo ocupo un palco con la Organization de la
Armée Secrète, ¿nadie se da cuenta? ¿Perón, Favio, los periodistas que lograron
acercarse, nadie? Sólo algo más: si la derecha argentina y su establishment
periodístico quieren interpretar mi tesis sobre Kirchner como el político que encarna
en sí, como parte inalienable de su identidad, al primer Perón y, en lugar del tercero, a
Cámpora, como algo que favorezca la tesis fascistoide, policíaca, procesista, del
Kirchner montonero se equivocan y mal. Cámpora no era montonero. Haría un
Gobierno social, distribucionista, humanista, no represivo (ver el discurso de Righi a
la policía), democrático e integrador de todos quienes quisieran acercársele. Entre
esto y el Gobierno de franca derecha autoritaria —que dio cobertura a la CNU, al C
de O, a la Juventud Sindical— de Juan Domingo Perón, Néstor Kirchner encarnó, sin
la menor duda, la línea de Cámpora. De modo que será aconsejable que nadie se
aterrorice si criticamos al tercer Perón. No podemos hacer otra cosa. Pero el
peronismo es un gran relato, lleno de héroes, de mártires y de asesinos. De aquí que
sea más que Perón. Y hoy es Kirchner. Y propongo que también sea Cámpora. No en
vano los jóvenes kirchneristas —que, sin duda, han entendido esto— se agrupan en
una organización que se llama La Cámpora. Volvemos: primero el de Perón —
decíamos—, después el de López Rega e Isabel, a quienes con su ultimo aliento el
General les cedió el poder (aquí empezó nuestra digresión, pero que nadie nos culpe:
un escritor no le debe temer a un desvío, a un divague o, más exactamente, a una
digresión, que es un arte: a veces, lo mejor sale de ahí), después el de los generales
desaparecedores. Aquí, los espíritus levantiscos tarde o temprano son castigados. Si
son muchos, peor. Pero hay etapas en que el Poder represivo descansa, no es el
momento, hay que esperar, tolerar, tener paciencia, comerse las uñas.
Así, superada la etapa «dura» del castigo procesista, Gente vuelve a su terreno
más transitado y, sin duda, rentable: la frivolidad, el culto del verano, de los cuerpos,
de la idiotez. Los lugares vacíos que han dejado los cuerpos que «desaparecieron» en
el fragor de la contrainsurgencia son ocupados «por aquellos otros cuerpos hechos
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por la Madre Naturaleza sólo para estar en Gente: modelos, actrices y triunfadores».
(Eduardo Blaustein, Decíamos ayer: La prensa argentina bajo el Proceso, Colihue,
p. 134. Gran libro de indispensable lectura durante los tiempos que corren. Hay que
publicarlo otra vez. Y si la editorial Colihue no puede —porque es muy voluminoso
— habrá que buscarle una fuente de financiación. Es un libro que el país necesita.
Ahí están todos. Y todos están alegres y felices bajo el Proceso. Es un espectáculo
para no perder). Este esquema (una sobredimensionada «farandulización de la
existencia», una identificación entre sociedad y «sociedad del espectáculo») la lleva
casi naturalmente a «expresar» la estética y la ética del menemismo. Durante esa
larga, devastadora década del 90 Gente se convierte (junto con Caras) en la revista
del proceso neoliberal-populista que impulsa el colorido, farandulesco, impecable
«chico de tapa» Carlos Menem. La primera contratapa que escribí para Página/12, un
día sábado, se llamó: «Ignotos y famosos». Con ese título publiqué un libro en 1994,
en Planeta. Leandro de Sagastizábal —director editorial de Eudeba— dice que la
antinomia «ignotos y famosos» fue la que definió al menemismo. También, desde
luego, «pizza con champán», que expresa —con enorme eficacia— la «unidad» que
hizo posible el «asalto» del liberal-populismo al país. La «pizza» de los peronistas y
el «champán» de los Alsogaray habrían marcado a fuego (en un plano simbólicogastronómico) el pacto político que constituyó un poder tan total. Pero si «pizza con
champán» denunciaba un pacto, «ignotos y famosos» un antagonismo. Los
«exitosos» de la pizza y el champán (es decir, el peronismo y, como entusiasta
comparsa, ese radicalismo que llega a la cumbre de la infamia con el «Pacto de
Olivos», en unión con lo que tempranamente Walsh llama «nueva oligarquía
financiera») expulsan del mundo de la producción y el trabajo (al que destruyen) a
millones de personas que pasan a ser los «fracasados», o los «perdedores». De esta
forma, la sociedad se divide en «ignotos y famosos». Los «famosos» son los
«incluidos», los «exitosos», los personajes de la «sociedad del espectáculo». Los
«ignotos» serán los «excluidos», los «marginados» y (poco después) los
«delincuentes» y los «piqueteros». El eterno Otro de la Argentina, el Otro maldito,
demonizado.
Para no pertenecer al mundo oscuro de los ignotos sólo es necesario ser famoso.
No importa cómo se llega a la fama. No sería aceptado un asesino serial. O un
torturador, aunque a Patti se lo aceptó siempre pues no se le había demostrado nada.
Pero la «desgracia» suele llevar muy rápidamente a esa codiciada tapa. Es posible ver
a la madre de un niño víctima del «gatillo fácil» de la cana junto a Moria Casán o
junto a cualquier político; total: ahora es famosa. El pibe, fiambre. Ella, famosa. ¡El
año del atentado a la AMIA el señor Beraja apareció como «personaje del año»,
aplaudiendo, junto a la «Pampita» de turno!
Todos se han «destacado». Todos se ganaron la «vidriera». La codiciada tapa de
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Gente. Se los ve aplaudiendo, como si agradecieran. Es un gesto demagógico. No
están ahí para aplaudir, sino para ser aplaudidos. Para ostentar su triunfo sobre el
anonimato. Su pertenencia al mundo brillante de los «famosos», y no al oscuro de los
«ignotos». En suma, ser «personaje del año» es ser la esencia de la estética y la ética
del menemismo: el éxito. Lo que brilla. El poder, el dinero, la obscena exhibición del
«triunfo». En 1976, Gente ya había consagrado a su personaje del año: Martínez de
Hoz.
Pero hay (durante la década del noventa) un personaje más personaje que todos
los personajes. Es el que —políticamente— posibilita la «sociedad del espectáculo»,
¿cómo no habría de ser el personaje de los personajes? Se trata, desde luego, de
Carlos Menem. Siempre es personaje del año. Siempre ocupa la primera fila. Siempre
está rodeado de un «elenco estable» que es el que Gente le propone y Menem acepta
porque Gente no se equivoca. Sabe muy bien cómo «interpretar» el menemismo. (La
«otra» figura omnipresente durante la década es Susana Giménez. Y, en un grado
levemente menor, Mirtha Legrand. Pero esto, aquí, alcanzará con señalarlo). Menem
logra instalarse en el inconsciente nacional (la subjetividad, en las sociedades
mediatizadas, se somete, se coloniza «desde» la imagen) como el irrefutable
personaje de todos los años. Nunca falta. Siempre está. Ahí, en la centralidad de la
foto, sonriendo, exhibiendo sus trajes brillosos y sus corbatas. Luego, con natural
continuidad, De la Rúa ocupó ese lugar durante su breve, desangelado gobierno.
Aclaraba —en esa larga nota— que ya no me preocuparía la tapa de Gente si no
hubiera ocurrido algo inesperado. Y explicitaba qué era eso. Eso que no esperaba.
Que me sorprendió en la calle. Al mirar distraídamente un kiosco y verlo a él y a ella
junto al elenco estable de una revista que (lo sé bien, dije que di conferencias sobre
ella) es la negación de todo lo que buenamente podemos querer para el país. Ante
todo, sinceridad. La hipocresía de Gente siempre habrá de irritar mi conciencia moral.
El día que no lo haga será porque la perdí o la entregué. Porque me volví lo que me
había jurado no ser nunca. Lo que mi viejo me pidió que no fuera. Un deshonesto. Y
hay que decirlo: un hijo de puta. (Aunque no me gusta este agravio. Ni las putas
tienen por qué ser malas personas. Ni tampoco sus hijos. Es un agravio burgués del
siglo XIX). Saquemos «un hijo de puta». Con ser un mal tipo alcanza, una mala
persona. Un miembro distinguido de la apestosa cofradía de la mala gente. ¿Cómo
podía estar Néstor ahí? ¿Cómo podía estar Cristina? Nada tienen que ver con esa
revista. Ni esa revista con ellos. (Esto se demostraría tajantemente a través de los
años por venir).
Néstor Kirchner (un valioso político que alcanzó un formidable respaldo en la
opinión pública por haberse consagrado a «desmenemizar» el país) acaba de aparecer
en un lugar en el que muchos descontábamos no verlo: ahí, en la centralidad de la
foto de los «personajes del año», en medio de los conocidos de siempre, rodeado por
lo esencial del «elenco estable». Una pena. Una concesión. En todo caso: un gran
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error. Gente no suma, resta. Se equivocan quienes creen que la cuestión es una
«pavada». (Nadie dice una pavada, todos dicen «una boludez»). La cuestión es grave.
Un gobierno debe comunicar. Y «comunicar» es decirle a la sociedad el «mensaje»
que ese gobierno quiere transmitir. Gente no es ese medio. No lo es, al menos, para
un gobierno que ha venido a «desmenemizar». El único «mensaje» que transmite
Gente es el suyo. Es su «medio» y su «mensaje». Y ese «mensaje» está cristalizado
por los poderes a los que ese «medio» expresó genuinamente: la dictadura militar
genocida y el menemismo del hambre (…)
Lo nuevo (si quiere ser nuevo) tiene que inventar. Pretender «copar» lo
establecido, «ganar espacios» que son y serán de otros, del enemigo, o, si se prefiere,
de aquello que uno, absolutamente, quiere no ser, es extraviarse, perder identidad y
no construirla.
¡El lío que se armó! Era la primera crítica seria, respetuosa pero severa, que se les
hacía. A nadie se le habría ocurrido porque a todos les parecía bien que salieran en
Gente. No a los verdaderos militantes políticos. A ésos, no. Esos la tienen clara. Y un
Presidente, si quiere ser un Presidente peronista y popular, que recoge el mandato de
la Plaza del 25 de mayo de 1973, no sale entre los personajes del año. A mí, por
ejemplo, el «personaje» que había dibujado en mi contratapa la semana que Néstor
asumió, se me fue a la mierda. Porque —como dije abundantemente durante esos días
—: o sos «un flaco como cualquier otro» o sos un «personaje del año». Lo que nos
gustaba de Néstor era lo primero. Incluso —en pleno vuelo a Venezuela en el
Tango 01— veremos que Pepe Nun (ante una de esas salidas graciosas y bien de
muchachote que suele tener Néstor) dirá:
—No hay caso: no se la cree.
Y todos sabemos qué quiere decir esa expresión que —me permitiré decir— creo
que amo. ¿Te la creíste? O si no: ¿Qué te pasa, boludo? ¿Te la creíste? Cierta vez,
León Rozitchner me contó que estaba en Cuba con el Gordo Soriano.
—Y el Gordo estaba inaguantable. Qué sé yo. Se la tiraba de Hemingway.
Firmaba autógrafos. Fumaba habanos. Ni conmigo hablaba. Lo sacudí del brazo y le
dije: Oíme, boludo, ¿te la creíste?
Uno de los primeros que salió a hacer méritos ante el ataque al Jefe fue Julio
Bárbaro, que estaba al frente del COMFER. No recuerdo dónde, pero declaró (de
esto, lo juro, me acuerdo palabra por palabra): «Kirchner cree que a estos tipos se los
va a cargar en una mochila. Y no, a estos tipos nadie se los carga en una mochila».
Este libro —a propósito de la relación que tuve con Kirchner durante sus dos
primeros años de Gobierno— es un libro sobre los intelectuales. Julio acababa de dar
una definición perfecta del intelectual. Un intelectual es un tipo al que nadie se carga
en la mochila. Ése es su mayor valor. Si de ayudar se trata es desde ahí desde donde
mejor puede hacerlo. No todos los intelectuales pueden ser orgánicos. Es hora de
decirlo: no creo en el intelectual orgánico. Creo en el intelectual libre de ataduras
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partidarias. Creo que el intelectual tiene un compromiso con su obra que le impide la
organicidad. Que es el arte de responder puntualmente a las necesidades del Partido.
Hay intelectuales —si entendemos por tal no sólo a los creadores, sino a los
personajes cultos, a los eruditos inclusive que resuelven postergar todo por servir a
una causa, creo que Roberto Fernández Retamar, en Cuba, cumple con estos
requisitos— que creen limpia, honestamente que, ante ciertas coyunturas políticas,
ante ciertos líderes que los deslumbran o en los que creen a fondo y deciden jugarse
junto a ellos, bien vale postergarlo todo. «Mira, compadre» —te podrá decir un
cubano—, «mis grandes obras maestras deberán esperar. Porque hay una que las
supera a todas. Acompañar a Fidel en la liberación de Cuba». ¿Y uno qué va a
decirle? «No seas idiota. Ponete ya mismo a escribir tus poemas inmortales y en los
ratos libres te acercás a Fidel y le preguntás qué necesita. ¿Qué pensás que hará?».
«Pues mandarme al mismísimo carajo». De acuerdo. Junto a la revolución, junto a los
líderes y junto al partido revolucionario entonces. La relación no es fácil. Un
intelectual que abandona su obra no se resignará fácilmente a ser un escriba. Un líder
político que acepta a su lado a un intelectual que no sea un cortesano (y los dos saben
la relación que han establecido: tú eres un líder político, pero yo no soy un
cortesano), no será fácil que esté cómodo con él. Aquí —en nuestro país— tenemos
sonoros fracasos. Alberdi intentó acercarse a Rosas. Rosas no lo recibió. Alberdi lo
opacaría. Pedro De Angelis, no. Sarmiento fue su propio político y su propio
intelectual. Habrá que llegar a Lugones y Uriburu para encontrar otra relación sólida.
Juntos, se volvieron débiles. Perón no se encontró a gusto con nadie. A los de forja no
les hizo el lugar que merecían. La Universidad la llenó de católicos ultramontanos. Y
después, algo habitual: el líder era él; si lo era, nadie mejor que él para ser el
intelectual. Y era cierto: había escrito un excelente libro de Apuntes de Historia
Militar (Biblioteca del Oficial, Buenos Aires, 1932). Y en la Escuela Superior
Peronista, a partir de 1951, dictaría sus célebres clases de Conducción Política, credo
del peronismo. También los Montoneros se le acercaron como sus intelectuales.
Como los dispuestos a brindarle las más modernas ideologías de la revolución. El
final ya se sabe. Perón retornó a su Manual de Conducción Política y hasta a los
credos más ajados del Partido Justicialista de los años 50: las veinte verdades
peronistas. La izquierda armada no conocía nada de eso. Los militantes de superficie,
sí. O mucho más. Las Orgas creyeron que con pasarle al Viejo libros como el de
Fanon con el Prólogo de Sartre, textos del general Giap, textos del Che y hasta Para
leer el Pato Donald, el Viejo compraría todo el paquete y se aggiornaría. El Viejo
hizo fuego sobre todos. Creo que —en la Argentina del siglo XX— la mejor relación
entre políticos e intelectuales fue la del Club Socialista con Alfonsín. Volveremos
sobre este tema. Aquí —en este exacto momento del relato— tenemos un buen
ejemplo de la cuestión. Un intelectual —desde afuera pero basándose en una relación
de amistad que ha surgido casi inesperadamente— le dice al Soberano que se ha
equivocado. Que ha cometido «un grave error». Los cortesanos se indignan. Eso no
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se le dice a un Jefe. O se le dice de otro modo. En todo caso, en secreto. No en
público. Ocurre (y yo sabía muy bien esto) que los enemigos del Gobierno
difícilmente habrían podido aprovechar esa crítica. ¡Porque ellos saldrían gustosos en
la tapa de Gente y seguramente ya habrían salido y más de una vez! Ellos no ven
nada malo, nada grave en salir en la tapa de esa revista que siempre ha defendido la
democracia en la Argentina. Y que, en última instancia, es una vitrina sin costo
político alguno. Una vitrina para que la gente mire a los famosos y se deleite
mirándolos. A la gente le gustan los famosos. ¿Qué hay de malo? La oposición hasta
habrá dicho: pero ¿qué le pide Feinmann al Presidente? ¿Que no sea famoso? ¿Que
no se haga querer por el pueblo? ¿Que ignoren que ha hecho todos los suficientes
méritos como para ser un personaje del año? Pero los militantes, los que votaron a
Kirchner y lo empezaron a seguir porque vieron en él a un defensor de los derechos
humanos, porque lo puso a Eugenio Zaffaroni en la Corte Suprema de Justicia o
porque derogó el Punto Final y la Obediencia Debida, habrán abominado de esa
decisión presidencial. Y por eso era necesaria hacerla pública. Para que ellos lo
supieran. Para que lo supieran los votantes de Kirchner, los que empezaban a seguirlo
con renovada fe en la política, una fe que él vino a reinstalar y que, en efecto, fue uno
de sus grandes legados. Entonces, aquí, el loquito, el francotirador, el que nadie se
puede meter en la mochila, le hace un servicio a todos los que no se habrían enterado
si la cosa se hubiera mantenido en secreto. Y Kirchner lo entendió así.
Parece que en la planta baja de la Casa Rosada, en una sala que queda entrando a
la derecha, se armaron unas discusiones feroces. Los cortesanos querían cortarme la
cabeza o planeaban cómo apartarme de Néstor dada mi peligrosidad, o mi abierta,
indisimulada alta traición. Cuentan que una tarde, sorpresivamente, Kirchner entra en
esa sala y se encuentra en medio de una discusión caliente, furiosa.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—Estamos discutiendo qué medida tomar con lo de Feinmann.
—¿Eso, siguen con eso? Pero ¡déjense de joder! ¡Si por ahí hasta tiene razón!
No se trató más el tema.
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CAPÍTULO XII
«Venite a Venezuela conmigo»
Y la que lo dio por terminado para siempre, la que les tiró un balde de agua
helada a los furibundos cortesanos, fue la mismísima Cristina en un reportaje que
salió en Veintitrés el jueves 15 de enero de 2004. El periodista era Reynaldo Sietecase
(que, además, escribe algunas sólidas, bien armadas novelas negras, tarea que hay
que saber hacer con rigor) que, sin mayores sutilezas, le preguntó:
—El escritor José Pablo Feinmann escribió en Página/12 una nota muy dura
sobre su participación en esa producción de Gente («Ser “personaje del año” es ser
la esencia de la estética y la ética del menemismo: el éxito. Lo que brilla. El poder, el
dinero, la obscena exhibición del triunfo», dijo). ¿Cómo recibió esa crítica?
Cristina Fernández: Leí la nota y no la comparto, pero quiero rescatar su crítica
porque fue respetuosa. Fue como a mí me gustaría que fuera el análisis crítico en la
Argentina: sin agravios, pensado y profundo.
—¿Habló con Feinmann?
Cristina Fernández: No, porque tampoco le hablé cuando leí notas suyas que me
gustaron. Recuerdo una que se llamaba «Un flaco como cualquier otro», que se
publicó al poco tiempo de asumir Kirchner. Cuando la terminé tenía lágrimas en los
ojos. Me emocionó por la sensibilidad y la fuerza que había puesto en ese artículo.
¿Por qué tendría que llamarlo ahora? Tengo afecto por él y me parece que es muy
lúcido.
Los días que siguieron fueron serenos. Nadie atacaba a Kirchner como fue
sucediendo después hasta límites aborrecibles. Sobre todo por el nivel moral e
intelectual de los atacantes. Por la falsedad de los que cambiaban de vereda. Y por
acudir a cualquier cosa con tal de provocar el desprestigio. No había nada que el
Gobierno hiciera y estuviera bien. Pero durante estos días esa guerra aún no había
estallado.
Cierto día me llama un periodista de Noticias. No hacía mucho me había reunido
con los directores de esta revista y me habían propuesto un pase a sus filas.
Amablemente les dije que no y todo quedó en eso. Un café, una charla y una
despedida amistosa. El periodista era Emilio Fernández Cicco. Ejercía un estilo
provocador, a veces pendenciero y a veces mesurado, razonable. Lo que me hacía
confiar en Noticias era que —hasta hacía muy poco tiempo— su director había sido
Jorge Fernández Díaz. Conocía a Jorge desde los años de la dictadura. Él editaba una
revista que se llamaba Retruco, cuyo título la señalaba como una esforzada
continuación de Envido. Era muy jovencito, delgado, con pelo. Yo era flaco. Correría
el año 1982. Escribió una novela policial y me la dedicó. Si él hubiera dirigido
Noticias, habría dejado su huella en esa redacción, en la ética de esa revista. Yo ya
había tenido una prueba horrible de la ética de Noticias. Uno de sus periodistas,
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Osvaldo Bazán, me había hecho una larga nota. En ella, por primera vez, yo
confesaba que sí, que tenía prescrito por Julio Moizeszowicz, nada menos, un
antidepresivo a base de fluoxetina. O sea, Prozac. Que me había sacado de un pozo
depresivo duro en el que había caído a raíz de mi novela La astucia de la razón,
novela muy especial para mí ya que contaba la historia de mi horrible paso por la
dictadura: con un cáncer, con un brote obsesivo compulsivo, con la amenaza de la
locura represiva de los militares y mi imposibilidad de irme del país. (No podía dejar
los tratamientos para el cáncer y no estaba en condiciones anímicas ni para llegar a la
esquina. No voy a insistir con esto porque ya debo tener podrido a más de uno. Conté
esta historia en dos novelas. Ahí están). Eso me había herido mucho y recién años
después, y después de muchos intentos, con Moizeszowicz y con el Prozac, que
recién se empezaba a medicar en la Argentina, había salido. Y punto. A las dos
semanas me llama otro periodista. Está haciendo una nota sobre los que toman
psicofármacos. Le digo que ya hablé sobre eso y no quiero tocar más el tema. Me
insistió e insistí en mi negativa. El canalla —a la semana— saca una nota con todos
personajes políticamente correctos que recomiendan no usar antidepresivos, etc. Y
toma el fragmento de mi nota con Osvaldo Bazán en que hablo del tema y lo incluye
en esa nota como si yo se lo hubiese declarado a él. Era una infamia. Me costó
creerlo. ¿Cómo podía existir un periodismo tan inmoral? Lo llamé a Fernández Díaz
y le comente el puñal en la espalda que había recibido.
—Quedate tranquilo —dice—. Ya voy a arreglar eso.
No sé qué hizo pero al poco tiempo se fue a La Nación. Había construido un
derrotero impecable: Gente, Noticias, La Nación. Para mí siguió siendo mi amigo.
Pensé que habríamos de superar esos escollos. Que la literatura nos uniría más allá de
todo. De hecho yo presenté su novela Mamá, junto con otro periodista cuyo punto
más alto, luego de cruzar a la otra vereda, fue salir en el Maipo esgrimiendo un
plumero. Reapareció Fernández Cicco, que, fiel a su estilo, había escrito durante esos
días, que las tres últimas novelas de Andrés Rivera estaban «escritas con los callos».
Le dije que era una guasada, que no le podía decir eso a Rivera. No le importó
mucho. Juró y volvió a jurar que me haría una gran nota. Con la oposición de mi
mujer, acepté. La nota no salió mal, pero los copetes eran horribles. Sacaban de
contexto las peores frases que yo había dicho y las ponían debajo de las fotografías de
los implicados. Jorge Rial no lo hubiera hecho mejor. Pero eso no era nada.
El día del reportaje yo estaba muy ocupado. Tenía una reunión con el entonces
canciller francés Dominique de Villepin en nuestra cancillería. Irían otros escritores:
María Sáenz Quesada, Liliana Heker, Federico Andahazi, Marcos Aguinis. Y la
senadora Cristina Fernández de Kirchner. La reunión fue jugosa. Cristina fue la más
brillante. Hizo un desarrollo desde la Revolución Francesa y creo que terminó
planteándole a Villepin los problemas de la deuda argentina con Francia. Andahazi
tomó el mismo tema. Liliana le mencionó la importancia de pensadores como Sartre
para los intelectuales argentinos. Yo le mencioné la pasión con que aquí se estudiaba
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el posestructuralismo francés y traté de incomodarlo un poco. Villepin había
mencionado que ellos —los franceses— estaban tan enfrentados a Estados Unidos
como América latina. Le pregunté:
—Dígame, canciller, si es así, en caso de un conflicto entre Estados Unidos y
América latina, ¿por quién se inclinaría Francia?
—Francia no se inclina —respondió.
Quedó muy bien, con el orgullo alto: Francia no se inclina. Bravo. Iba a
preguntarle por el régimen de Vichy y el Mariscal Petain con los nazis, pero me
guardé la pregunta en el bolsillo. Para qué. El tipo era muy simpático, hablaba muy
bien español y era —a todas luces— un ciudadano del mundo. A un ciudadano del
mundo no se le preguntan cosas desagradables. Por ejemplo:
—¿En Argelia se inclinaron o los inclinaron a ustedes? ¿Por qué demoraron tanto
en irse? ¿Por qué no frenaron los horrores de la OAS? ¿No leían las denuncias de
Sartre? ¿Sabe que la OAS adoctrinó a nuestro ejército en las prácticas de tortura
como tarea de inteligencia? ¿Sabe que los soldados de Roca hicieron la campaña de
exterminio en la Patagonia, eso que la oligarquía llama Conquista del desierto, con el
quepís francés? ¿Sabe que Mariano Moreno tradujo el Contrato Social de Rousseau?
¿Sabe que se consideraba un jacobino, un heredero de la Revolución Francesa? ¿Sabe
que por eso fusiló a Liniers, que era un afrancesado? ¿Sabe que el idioma francés fue
el símbolo de esprit de finesse de nuestra oligarquía? ¿Sabe…?
—José Pablo, ¿querés cortarla? —diría Cristina.
Pero no fue necesario porque no dije nada de eso.
Aguinis preguntó por las condiciones de los judíos en Francia.
—Hoy le voy a preguntar a Le Pen y le contesto —dijo Villepin.
No, no dijo eso. No recuerdo qué dijo. Que estaban bien, supongo. Ignoro si
después el señor Aguinis se siguió ocupando tan centralmente de los judíos. Se
concentró en atacar torpe pero obsesivamente a Néstor Kirchner. Su nuevo Hitler.
Probablemente él le haya soplado a la señora Carrió (otro baluarte de la brillante
oposición política al Gobierno de Néstor y al de Cristina) eso de decirle Hitler. Se
habrá dicho: «A mí me da vergüenza porque es un papelón. Creo que suena
exagerado. Un poquito frontal. Pero la GG (la gorda goi) es capaz de cualquier cosa».
—Vos decile que es Hitler, Lilita.
—¿Te parece?
—Sí, decile eso. Hitler. ¿Vos lo querés a Hitler?
—¡No, soy una demócrata!
—¿Lo querés a Kirchner?
—¡No, menos que a Hitler!
—Más claro, agua. Kirchner es Hitler. Vos decile Hitler.
—Enterate: no sólo soy una demócrata. Leo, además, a Hannah Arendt.
—¿Ves? Una judía.
—¿Sabés lo que me duele, Marcos? Que tenía relaciones sexuales con un nazi.
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—Creo que con Heidegger, ¿no?
—Claro, boludo. ¿No te gusta que te diga boludo? Da joven.
—A mí me duele más otra cosa, Lilita. Que haya sido nazi, en fin. Es una
elección política detestable, de acuerdo. Pero hay algo peor.
—Qué.
—¿Ella no era goi?
—¡No, bruto! Era más judía que vos. Lo que ya es exagerar. Además, ¿qué tenés
contra los goi? ¿Qué pensás que soy yo? Rezo todos los días en esa Iglesia junto a la
que Ferrari prepara su exposición apóstata.
—No mencionés la próstata. Dicen esa palabra y me meo.
—Me orino, Marquitos. No digás palabrotas. A Jesús no le va a gustar.
—Gordita, a ese renegado no hay nada que le guste o no le guste. Nosotros nos
ocupamos de él. Ahora tenemos que hacer lo mismo con Kirchner. Crucificarlo.
—Me dejás helada: ¿ustedes mataron a Jesús?
—¿No te lo dijeron desde niñita? ¿No te dijeron siempre que los judíos matamos
a Dios?
—Sí, pero. Me negué a creerlo. No quería ser antisemita.
—No lo seas, mi amor. Los judíos no matamos a Dios.
—¡Qué alivio me das!
—Jesús no era Dios. Era un flaco loco. Nos lo sacamos del medio. Como vamos a
hacer con este otro flaco. Jehová es Dios, gordita goi. A él, ni un pelo. Bueno, basta
de pavadas, Lilita. Vos, a partir de mañana, largá la buena nueva: Kirchner es Hitler.
—¿El problema sabés cuál es, Marquitos? Todavía no puso campos de
concentración. Sé que anda en eso. Pero, todavía no.
—¿Qué problema hay? Vos decí: Kirchner es Hitler sin los campos de
concentración.
—Perdoname, Marquitos. Pero Hitler sin los campos de concentración no es
Hitler.
—¿Te volviste inteligente? ¿Vos te creés que la gente se va a avivar?
—Pero es que… No me jodas, ruso. Me querés hacer decir cualquier cosa. Hitler,
sin los campos de concentración, es como Perón sin los hermanos Cardozo. Sin
Lombilla. Sin ese boxeador que torturaba a las piñas.
—Alberto Lovell.
—Ése. Los campos de concentración le son esenciales a Hitler. Son parte de su
identidad. No hay campos de concentración, no hay Hitler. No hay judíos, no hay
campos de concentración. No hay judíos, no hay Hitler. Mirá vos, ahora que lo pienso
bien, lo inventaron ustedes.
—Mirá, Lilita, cortemos aquí. Hay algo que nos separa fatalmente. Vos sos una
goi de mierda, yo soy parte del pueblo elegido. Pero nos tiene que unir algo más
fuerte que eso.
—El odio a Kirchner.
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—Bueno, andá y decí que es Hitler. Y si te preguntan por los campos, si te
aprietan mucho, decí que en la Patagonia los está preparando.
Aquí termina este diálogo que, si no tuvo lugar, algún sitio habrá tenido. (NOTA:
Aclaremos al lector que este tipo de diálogos —encuadrados en la modalidad del arte
de la injuria— se sitúan en una larga tradición de la literatura argentina. Su más
esplendente expresión se dio a través de la revista Martín Fierro, en la que se
nucleaban los escritores del grupo Florida opuestos a los de Boedo. Hace tiempo que
estas cosas se ignoran o se confunden. Cierta vez —en 1968— me tocó tomar
exámenes, como profesor asociado, en la Universidad del Salvador. Un alumno dijo:
«La Generación del ’37, que se dividió entre los grupos de Boedo y Florida…». Lo
eché de la mesa. Los de Florida hicieron célebres sus epitafios. El más conocido dice
así: «Aquí yace Jorge Max Rhode/ Dejadlo yacer en paz/ Así no xode/ max». En
1987, publicamos con Juan Martini en la revista HumoR, una serie de epitafios. Nadie
se los tomó en broma y nos querían romper la jeta. Los buenos modales y acaso la
profunda cobardía de algunos (la mía, por ejemplo, con quien no iban a contar para
ningún hecho violento) impidió el lamentable suceso. Manejamos la estructura básica
del epitafio de Jorge Max Rhode. Pero el resultado triunfal era: «Así no escribe más».
De modo que utilizando los nombres célebres de la época: Jorge Asís, Javier Torre,
Mempo Giardinelli, Ricardo Piglia, Rodolfo Rabanal, Marcos Aguinis, Enrique
Medina, etc. resultó algo semejante a esto: «Aquí yace [nombre]/ Dejadlo yacer en
paz/ Así no escribe más». El propósito parecía ser impedir que cualquiera de todos
ellos continuara escribiendo. Era una broma. Pero se enojaron mucho. Se ve que
tenían muchas ganas de escribir).
Vuelvo a la reunión con el canciller Villepain. Todos nos despedimos
amablemente. Eran otros tiempos. Luego el odio se apoderó del país y las cosas
cambiaron. Si hasta cierta vez yo estaba sentado en Clásica y Moderna y pasó
Aguinis, se detuvo y me felicitó por mis contratapas. Yo se lo agradecí. Busqué
retribuirle el elogio. Por ejemplo: felicitarlo por sus notas o sus novelas. Pero no
pude.
Los de Noticias entraron en la sala en que se había desarrollado la reunión.
—Queremos sacarte una foto con Cristina. Andá, dale. Acercate a ella.
—No empujen.
Me acerqué a Cristina. Nos sonreímos. Qué lindo. Le dije:
—Espero que sigamos siendo amigos.
—¿Cuándo dejamos de serlo? —dijo.
—No, es cierto.
Tomaron la foto. Ella me tomó de un brazo. Y yo sonreí ampliamente feliz. ¿De
qué otro modo puede sonreír uno si Cristina lo toma de un brazo, como a un amigo,
cálidamente? En seguida se rajó. Cristina es increíblemente veloz. Sin embargo, antes
la buscó a Liliana Heker.
—Leí tu novela El fin de la historia —le dijo—. Te felicito. Es muy buena. Me
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gustó esa relación tan compleja y dolorosa entre las dos amigas.
Liliana no lo podía creer. Estuvo muy fresca, muy sincera.
—¡Esto es increíble! —exclamó—. Nunca una primera dama leyó una novela
mía. Dejame abrazarte.
Se dieron un fuerte abrazo. Cristina sonreía feliz por la alegría de Liliana. Porque
era tan lógico (y emotivo) lo que acababa de sucederle. ¿Qué otra primera dama, si no
Cristina Kirchner, le iba a leer una novela? ¿Zulema Yoma? ¿La Pertiné de De la
Rúa, que hacía pesebres en la Casa Rosada? ¿Doña Alfonsín, con esa facha de buena
ama de casa de Chascomús? ¿Chiche Duhalde? Y si la Hartridge de Videla leía El fin
de la historia, Liliana no aparecía más por los lugares que solía frecuentar ni por
ningún otro. Era el fin de su historia. La calidad intelectual de Cristina quedó
explicitada esa tarde para quienes ahí estuvieron. Los que quisieron verla, la vieron.
Los otros estaban cegados y lo seguirían estando. Pero, para Liliana y para mí, que
nos fuimos juntos, era asombroso. Era otro mundo. Nunca habíamos vivido algo así
en nuestras largas vidas. (Aunque los dos, ella y yo, seguíamos siendo lo que siempre
fuimos: pibes un poco jodones, de alegres nomás. Pibes con algunos años vividos y
para bien. Y el factor de querer seguir jugando. De no perder el humor. Y la
capacidad de asombrarnos ante lo vasto que el universo se obstinaba en ser. De seguir
sintiéndonos infantes abiertos a todo deslumbramiento. Como dice Héctor Tizón: La
vida no se mide en años, sino en asombros. Y uno, si es de verdad, se asombra de
todo. Hasta de lo que indigna. La pobreza, la injusticia, la necedad de los otros, la
mentira). La vimos irse a Cristina, siempre apurada, siempre rápida, tan rápida como
su capacidad para pensar, para hablar, para resolver situaciones.
A la tarde, los de Noticias me siguieron al curso que estaba dando. Tenía
cuatrocientos alumnos, era enero y hacía un calor terrible. Después, en la catastrófica
publicación, esta parte la hicieron bien: un recuadro a pie de página titulado Sartre en
verano. Ahí estaba yo en mangas de camisa, rodeado de alumnos y hablando desde
un micrófono. Habían transcripto bien lo que les había dicho. Que la filosofía se
puede enseñar y no hay que bajar nunca el nivel. Hay que ser claro. Leer los textos
dos veces. Una vez, para uno. Otra vez, para saber enseñarlo. Ese día justo tocó
Heidegger. Unos pasajes difíciles de Ser y Tiempo. No había aire acondicionado. Cito
de Noticias: «“Doy clases con ventiladores, cagados de calor. Dando Heidegger.
Terminé esa clase felicitándolos. Les dije: Los felicito por estar aquí, tratando de
desentrañar a Heidegger, en lugar de estar viendo culos en la costa. Nos reímos
muchísimo” (…) La intención de Feinmann es enseñar a los pensadores en su
contexto: Por eso lo del barro de la historia, explica. Allí imparte lecciones sobre la
Escuela de Frankfurt, Foucault, Spinoza, Marx y Jean-Paul Sartre. Dice que el autor
de El ser y la nada es el favorito de los alumnos. “Será porque es el pensador más
comprometido con su tiempo. A todos, a mí incluido, nos parece fascinante”»
(Noticias, N.º 1415, 7 de febrero de 2004).
Satisfecho, creía que la relación con los Kirchner estaba restaurada. Y eso me
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entregaba una certeza cálida: se los podía criticar y ellos lo podían recibir, meditar y
si la crítica era justa (y a pesar de las embestidas de los cortesanos) aceptar. De modo
que me quedé tranquilo. Duró una semana. Paso por un kiosco y veo que salió
Noticias. El horror. El despropósito. La chantada. La inmoralidad. La estafa. Todo lo
peor que el periodismo puede ser. La tapa estaba al servicio del secuestro de Jorge
Rodríguez, un personaje sinuoso. Creo que le decían Corcho y en su curriculum
figuraba con letras de neón haber sido pareja de Susana Giménez. Que, con esa
delicadeza que exhibe esta señora en todos sus actos, le había tirado un cenicero
(contundente, según se decía) por la cabeza. Pero el señor Rodríguez se salvó y le
pidió diez millones de dólares. Vaya uno a saber por qué gravísimas causas. Nunca se
supo y «Susana» se los pagó. Billete sobre billete. Qué buen sueldo ha de tener. Pero
arriba de la foto del señor Rodríguez, en una franja amarilla que atravesaba toda la
tapa, estaba la foto que nos habían tomado a Cristina y a mí. Y el terso, sugerente
texto decía:
Las trasnoches íntimas en Olivos del filósofo marxista más influyente del país.
Y en letras mucho más grandes:
FEINMANN: EL PENSADOR PREFERIDO DE LOS KIRCHNER
Me cubrí la cara con un pañuelo, tosí varias veces, estornudé. Ninguna duda
podía caber: estaba resfriado, gravemente. Con voz ronca pedí:
—Esa revista, por favor.
—¿Ésta?
Siempre pasa lo mismo. ¿Recuerdan esa película en que Woody Allen quiere
comprar una revista porno y para disimular compra otras diez muy respetables (de
literatura, arte, ciencia) y las pone arriba? El tipo de la caja las revisa todas y cuando
llega a la prohibida la mira de un lado, de otro, y de pronto le grita a alguno que anda
por ahí y parece saber más:
—¿Sabés cuánto sale Orgasmo?
—No —dice el otro. Y con voz aún más potente: —¿Alguien sabe cuánto sale
Orgasmo?
El kiosquero me está mirando. Espera mi respuesta.
—Sí, ésa —digo y vuelvo a toser.
—Noticias.
Asiento y me voy rajando a mi casa. Me encierro en mi escritorio y leo. Seré
breve. En la parte Política Nacional del Índice, se lee: José Pablo Feinmann, el
pensador preferido de los Kirchner, cuenta sus encuentros a medianoche con el
Presidente y el día que hizo llorar a Cristina. Luego, una foto con Cristina. Muy
linda foto. Cristina me habla y remarca sus palabras con su mano izquierda en alto. El
texto dice: Cristina Kirchner dialoga con su intelectual predilecto. El escritor y
filósofo le acerca ideas al Gobierno. Voy a la página 34. El título de la nota es: El
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filósofo presidencial. Luego, otra foto de Cristina conmigo. Texto atroz,
espeluznante: «Reencuentro: El filósofo y la primera dama. El primer encuentro
luego de que Feinmann vapuleara (tal cual: «vapuleara») su aparición en la portada
de fin de año de Gente».
Había algo vejatorio en todo esto. Poner en tapa mi foto con Cristina y adosarle el
texto «Las trasnoches íntimas» era un ultraje. A ella y a mí. Era la cabeza podrida de
los infatuados impunes que se creen tan piolas como para cometer algo semejante.
Calificarme como «el pensador marxista más influyente del país» era un disparate.
Nunca me definí como marxista. No lo soy. Admiro, respeto, quiero y leo y releo a
Marx, pero no soy marxista. A esta altura de mi vida no se me puede reducir a ningún
pensador. Pienso recurriendo a una serie bastante nutrida de ellos. Todos tienen algo
para darme. Pero mi «pensar en situación», mi «estar en el mundo» en tanto
intelectual de América latina impide esas calificaciones simplistas, burdas. ¿De
dónde habrán sacado eso de «filósofo marxista más influyente del país»? ¿Sería para
señalar que «los Kirchner» tenían a un marxista como filósofo de cabecera? ¿Para
poner nerviosos al establishment, a la Iglesia, al Ejército? («El campo» todavía no
existía). En fin, la revista Noticias —medio esencial del ambicioso empresario
Fontevecchia, que no bien empezó la democracia tiró muñecos de goma en las orillas
del Río de la Plata y tituló: «Así parecían los cuerpos de los que arrojaban al río» y
yo publiqué una nota en la sección Opinión de Clarín que se titulaba «Los
mercaderes de la muerte», por la que me llamaron de montones de radios, sobre todo
de Radio Belgrano, que dirigía Daniel Divinsky, al programa de Enrique Vázquez y
hablamos pestes de ese periodismo sin ética, con paladar macabro, que apela a lo que
sea para vender— ya empezaba a mostrar que apelaría a cualquier recurso para
golpear malamente a los Kirchner y a quienes se acercaran a ellos. Quiero dejar claro
que la nota en sí —el texto de Fernández Cicco— no era mala. El trabajo obsceno fue
el del equipo de la revista. Y el de los copeteadores.
A la semana me llama el Vocero:
—El Presi quiere verte.
—Yo también a él.
Y aquí doy testimonio de lo que yo sé de Néstor Kirchner. Hay un notable film
italiano que lleva por título: Dos o tres cosas que yo sé de ella. Este libro pudo
haberse llamado: Dos o tres cosas que yo sé de Néstor Kirchner. Esperaba una pelea.
No habíamos siquiera tratado mi nota de Gente. Y ahora, para colmo, esto: este
grueso papelón de Noticias.
Una secretaria da unos golpes cautelosos en una puerta. Abre Néstor. Me hace un
gesto con la cabeza.
—Vení.
Entro.
Se ríe.
—¿Vos me criticás a mí por salir en Gente y vos salís en Noticias? Vas a ver
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cuando te agarre Cristina.
—¿Qué querés? No sabía que habían cambiado tanto.
—¿Cuándo fueron otra cosa?
—Creeme, cambiaron. Antes eran más serios. Igual, estoy furioso.
—Hay algo que me tenés que contar. Por favor, no me dejés con la intriga.
Me agarra del brazo y caminamos juntos hacia una larga mesa. Me mira,
divertido, sobrándome:
—¿Cómo son las trasnoches íntimas en Olivos?
—Qué casualidad. Yo vine justamente a eso. A que vos me las contaras. Si no sos
vos, ¿quién?
—Pero yo no sé nada de eso. ¿Salió en algún lado? ¿Alguien lo dijo? ¿Fue tapa de
alguna revista?
—No es necesario. Nadie sospecha todavía que vos tenés trasnoches íntimas en
Olivos. Dicen que laburás mucho. Por eso me las atribuyen a mí. Ahora, si vos me las
contás, en la próxima nota yo tengo una buena respuesta para los de Noticias.
—Hacete el loco vos. Cristina te va a matar.
—Pero ¿qué le hice a Cristina yo? Soy una víctima del amarillismo periodístico.
—Vení, hablemos de cosas más importantes.
Todas las cuestiones terminaron ahí. Entre tanto, ya el periodismo empezaba a
pintarlo como un autoritario, un crispado, un tipo que se la pasaba cagando a gritos a
todo el mundo, alguna columnista de La Nación (que provenía del marxismo, que
luego hizo una leve pirueta por el peronismo de izquierda, luego el Partido
Comunista Revolucionario, paso que dieron muchos para tratar de frenar el golpe,
luego el alfonsinismo y luego el lugar donde ahora estaba: el ala izquierda de La
Nación, cada vez más nutrida) ya decía que le tenía miedo a su talante autoritario
(palabra, talante, que empezó a ponerse de moda), otros ya deslizaban que su
pensamiento político obedecía a la bipartición schmittiana amigo-enemigo, o sea: que
era nazi, y otros que no era republicano y agredía a las intituciones. Todos empezaron
a ser republicanos. Viejos comunistas, viejos marxistas, viejos maoístas, viejos
lectores de Gramsci eran súbitamente republicanos.
El tipo que yo tenía enfrente era dueño de un gran sentido del humor, se había
bancado mi nota de Gente y las atrocidades que salieron en Noticias. En diez minutos
habíamos dado vuelta todas las páginas y empezábamos otra vez.
—Mañana voy y hago sacar el cuadro de Videla del Colegio Militar. Y si no lo
quiere sacar nadie, lo saco yo.
Uno le escuchaba decir esto y no le creía. No le podía creer. No se podía sacar el
cuadro de Videla. Un presidente civil no podía entrar como Pedro por su casa en el
búnker donde soldados de la patria como Jordán Bruno Genta y Mariano Grondona
moldearon la cabeza de los militares. Ese trabajo había sido dilatado y profundo.
Todas esas ideas no se evaporaban en un día, ni en un año ni en todos los benditos
años que llevábamos de democracia. Pero es cierto que la política es un juego
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delicado entre lo que se puede y lo que no se puede hacer. No hay leyes escritas y no
es un arte que se haga con red. Al contrario, este complejísimo arte de evaluación de
oportunidades, de intuiciones rápidas, de talento para olfatear lo que en la Historia
palpita, este arte de husmear al enemigo (o al adversario), de adivinarle su pata débil,
de saber dónde golpeársela y dejarlo rengo sin retorno, este arte para usar la palabra
justa en el momento justo, para avanzar lo que hay que avanzar y lo que no: no, este
arte que jamás entrega este conocimiento porque es imposible tenerlo y, sin embargo,
hay que tenerlo, este arte del que —en 1974— decíamos: «Si hay algo imperdonable
en política es la carencia del criterio de oportunidad, que es el criterio político por
excelencia, pues eso es la política: justeza, equilibrio, el filo de la navaja. Una
propuesta, por más revolucionaria que sea en sí misma, es siempre reaccionaria si
está hecha al margen de la cuestión del poder para imponerla, pues conduce a las
masas a la derrota y el desaliento. Entre las lamentaciones de los burócratas para los
cuales nunca están dadas las condiciones y las estridencias de los ultras para los
cuales hay que hacerlo todo ahora, se despliega la línea estrecha y difícil del acto
revolucionario», este arte —que es el de la política— se juega sin red. El texto que
citamos es de nuestro libro sobre el peronismo de 1974 (pp. 170/171). Aclaremos un
par de cosas. El criterio de oportunidad nada tiene que ver con el oportunismo. Éste
es la política entendida en tanto aventura, golpe de mano, azar, falta de moral, el
oportunismo va detrás de la oportunidad, su arte es el de aprovecharla, pero nada sabe
de su creación. La política es creación. (Ahí, en el texto de 1974 que citamos, en
lugar de «acto revolucionario» hoy diríamos «acto político» o praxis). Pero, para que
lo sea, el criterio de oportunidad, que es el análisis exquisito de la situación, de la
justeza, del equilibrio y de eso que nombramos como el filo de navaja, debe manejar
la relación entre el propio poder y lo que nos proponemos imponerles a los que no
quieren lo que nosotros queremos. ¿La política como guerra? No necesariamente.
También podemos proponer consensos. Pero no nos engañemos: en los consensos se
juegan los conflictos. Los consensos no son más que acuerdos que evitan la sangre.
También se negocian los disensos. Nada logra extraer de estas maniobras el concepto
de fuerza. Aun en un consenso felizmente logrado uno ha sido más fuerte que el otro.
La historia es antagonismo, conflicto y juego de intereses. Esto lo vio Hegel, lo vio
Marx, a su modo lo vio Nietzsche (¡pero escamoteando a la Historia en el siglo de la
Historia!) y luego lo vio Sartre. Pero no somos sus seguidores, ni sus discípulos, ni
difundimos lo que pensaron. Utilizamos de todos ellos lo que nos sirve y seguimos
adelante. Poder y política sostienen una relación de mutuo bloqueamiento. La misión
del Poder es bloquear la política. La misión de la política es sumar poder. Sumar
poder propio y restar el poder establecido, instituido, cosificado, represivo, unificado,
etc. La política es acción, praxis pura. El Poder debe serlo, pero raramente lo
consigue. Su condición de objeto estamental lo acerca a lo inerte, a la cosificación.
Un Poder cosificado es un Poder burocrático. La burocracia es la cosificación del
Poder. Pero —cosificado o no— el Poder es siempre el Poder. De aquí que, en
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política, si hay que dar tres pasos hay que dar tres. Es tan reaccionario, es tan erróneo
y hasta peligroso y hasta trágico dar tanto dos como cuatro. De aquí mi preocupación
cuando Kirchner me soltó eso de:
—Mañana bajo el cuadro de Videla.
—Perdoname lo que te voy a preguntar. Es una pregunta que no siempre me
gusta. Pero hay que hacerla. ¿Analizaste si están dadas las condiciones?
—Si analizo eso, no lo bajo.
Y estiró sus largas piernas y las puso sobre la mesa, se acomodó más a gusto en el
sillón, apretó los labios y me miró con cara de ángel. Como si dijera: Qué le vas a
hacer. Soy así. Jodete.
—Es un razonamiento foquista, Néstor. Las condiciones nunca están dadas. El
foco puede crearlas.
—¿Qué foco? Yo soy un Presidente democrático. ¿De qué foco me hablás? ¿Ves
alguno por aquí?
—Bueno, dale. ¿Vas a ir solo?
—No sé con quién voy a ir. Ahora, al cuadro, lo saco yo. Pero te quería decir otra
cosa.
Como dije: era así. De pronto, ¡pum!, a otra galaxia.
—Lo del Mercosur es esencial. Sin eso, América latina se estanca. No avanza
más. Como siempre. O sea, lo del ALCA no tiene que pasar. Pero tenemos que
conocernos bien. Chávez, por ejemplo. ¿Qué sabemos de Chávez? No mucho. Hay
que ir. Hay que ir y hay que ver. El jueves vuelo para allá. Alicia Castro habla muy
bien de Chávez. Es su ídolo. ¿Conocés Venezuela?
—No soy de viajar mucho, Néstor. Me gusta estar en casa…
—Sí, ya sé. Escribiendo. Pero, en serio: ¿no conocés Venezuela?
—No, Néstor. Te lo juro.
—¡Entonces venite conmigo! Traelo a Pepe también. Vénganse los dos. Dale, yo
los invito. Quedate tranquilo: no forman parte de la comitiva. Van como invitados
míos. Intelectuales independientes que acompañan al Presidente en este viaje. ¿Qué
tal? No me digas que no te gusta la idea.
—La idea, sí. La realización no tanto.
Se pone en pie. También yo. Me pasa un brazo por el hombro.
—Dale, no jodas. Te va a venir fenómeno salir de tu casa. Después te lucís con
una nota para Página.
El jueves volábamos a Venezuela.
Antes, sacó el cuadro de Videla. No creo que estas cosas signifiquen lo mismo
para todos. Algunos, sin que se les mueva un pelo, se largan a decir que las hacía para
dejar contentos a los «progres». Aprovechemos, a partir de esta mentira letrinógena,
para aclarar algo. La palabra «progre» es una palabra de la derecha. Una palabra
despectiva. Algo así como el «pequeño idiota latinoamericano» que usan el pequeño
idiota Alvarito Vargas Llosa y sus dos amigos para agraviar a toda una generación de
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militantes en América latina. Como se supone que la izquierda ya no existe se usa
«progre». No me voy a gastar en discutir este recurso bastardo. A comienzos de los
noventa, se empezó a reemplar izquierdista por progresista. Incluso, en un libro que
creo le escribió Santiago Kovadloff, la sra. Fernández Meijide se lanza a decir: «No
soy de izquierda ni de derecha. Soy progresista». Durante el siglo XIX la izquierda
marxista corrió el riesgo de confundir la Historia con el Progreso. Y a menudo lo
hizo. El progreso le era sustancial porque la dialéctica es un pensamiento teleológico,
es decir, un pensamiento de los fines. Con una direccionalidad. Esto se tradujo en una
fe en el progreso que hacía del proletariado europeo una especie de nuevo redentor de
la Historia. A partir del siglo XX, con Walter Benjamin y sus Tesis de filosofía de la
historia, con la Escuela de Frankfurt y con la summa metodológica de Sartre, Crítica
de la razón dialéctica, ningún pensador serio identificó a la historia con el progreso.
De modo que podríamos sugerir lo siguiente: Si quieres injuriar a tu enemigo, a ese
que tanto odias, trata de revisar tu cultura, tan escasa como tu inmenso deseo de
injuriar, porque eres tan bruto, pequeño fascista, que dirás tonterías, pensamientos
torpes, viejos, cuya superación, de bruto, insisto, que eres, desconoces; por lo tanto,
en lugar de injuriar, acabarás injuriándote, acaso merecidamente. Los que se juegan
por causas «menores», no revolucionarias (que siempre requieren trastocar la
totalidad del sistema de producción capitalista, de aquí que, con mala fe, se les diga
totalitarios), sino por particularidades (a los que en tiempos perimidos, lejanos, en
que se creía que la totalidad podía cambiarse, se les decía reformistas), sin duda
importantes, como la situación de las cárceles, de los manicomios, de las minorías
sexuales, raciales, de las mujeres golpeadas, de los niños abusados, de los animales
(recordar: siempre iguales a nosotros en su capacidad de sufrimiento), de la libertad
de prensa, de la libertad artística en todas sus expresiones, de los derechos humanos y
mil causas más; a ésos, desde la caída del famoso Muro, se les dijo posmodernos o
multiculturalistas. Pero no: son los izquierdistas de siempre. Posmodernos y
multiculturalistas tienden a extinguirse con el nuevo siglo. Son movimientos
académicos y antimarxistas. La izquierda será siempre la verdadera fuerza opositora a
las canalladas mercantilistas de la derecha. Las sociedades que instituyó en el
siglo XX fueron malas y fracasaron por sus defectos autoritarios. La izquierda es —
ahora— luchar para evitar el ignominioso e impune reino de la barbarie del
capitalismo que se sintió libre de ataduras para reinar sobre el entero planeta y
hambrearlo, destrozar la naturaleza y hacer las guerras cuando se le antoje. Contra su
poder bélico nada podemos. Al frente del capital, hoy, está el más grande Imperio de
la historia humana. El más grande poder mediático que haya existido nunca. La lucha
contra ese poder destructor difícilmente sea victoriosa. Pero debe darse porque puede
reducir sus depredaciones y —también— la idiotización del género humano y el uso
de la energía nuclear. Harán las guerras que quieran. Hay algo hondamente doloroso
en la historia y en la condición del hombre: nunca una gran sinfonía, un gran cuadro,
una gran novela impidieron una guerra. La sonata en si menor de Liszt no vale nada
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si se la compara con una bomba nuclear de alto poder. Sin embargo, si alguna vez el
hombre tuviera que defender el sentido de su paso por la Tierra tendría que echar
mano a la sonata de Liszt, a la Sixtina o a Los hermanos Karamazov. Ninguno de los
destructores de este mundo cree que ese momento llegará. Y sólo en ese triste punto
podría uno estar de acuerdo con ellos. Sólo que nada deberá privarnos de decirles:
defenderemos la vida mientras podamos, pero sepan que en esa infinita hoguera que
preparan, también se quemarán ustedes, sus hijos, las madres de sus hijos y lo que
más les dolerá: las acciones de sus empresas y las que resguardan en la Bolsa de
Tokyo y en las secretas cuentas de Suiza.
En mayo de 1974, un excelente historiador y una muy querible persona que vivía
de las ganancias (seguramente exiguas) que obtenía de un kiosquito en el conurbano
publicó un libro valioso y siempre digno de ser reeditado. Se trata de Salvador Ferla
(que murió, en resignado y triste olvido, en la década del 80 del siglo anterior) y el
libro lleva por título Historia argentina con drama y humor. En él, con pena, porque
lo quiere a Castelli, porque todos, con diferencias o no, queremos a Castelli, narra
una anécdota del prócer de Mayo que tomó de Hugo Wast, quien, aclara, mira
horrorizado todo lo que altere «la cosmovisión del catolicismo medieval».
Agreguemos que el catolicismo medieval de Wast se expresaba en un fascismo
militante y un antisemitismo cavernícola. Si Wast utiliza el suceso para burlarse de
Castelli (y para mostrar, de paso, que los indios vivían en estado de embriaguez o
pidiendo el aguardiente que les permitiera arribar a ese estado) es cosa suya. Ahí
donde Wast encuentra el motivo de la burla está, en rigor, la causa de nuestra
admiración.
La cuestión es así: a orillas del lago Tiahuanaco, Castelli convoca a los indios de
la región a una asamblea. Entonces les habla, fogosamente les dice sus más hondas
verdades, las que dan sentido a su vida y a la expedición que lo ha llevado desde
Buenos Aires a ese lugar remoto. Dice: «Os traigo la libertad. Estamos en lucha
contra el yugo español. Os traigo las nuevas ideas. Las de Rousseau. Las de los
Enciclopedistas. Las de la Revolución Francesa. España sólo puede daros el atraso, la
oscuridad y el yugo de la tiranía. Yo os ofrezco la vida republicana y libre. ¡Elegid!
¿La tiranía o la libertad? ¿Qué queréis?». Según parece, los indios respondieron:
«¡Aguardiente, señor!». Reflexiona Salvador Ferla: «Los indios escucharon a este
tribuno porteño, ardiente y honrado como el Che, con la misma enigmática impavidez
con que lo escucharían a éste 150 después». Lo que nos lleva al Comandante
Guevara.
En su Diario, el 22 de septiembre, el Che anota: «Alto Seco es un villorio de 50
casas situado a 1900 m de altura que nos recibió con una bien sazonada mezcla de
miedo y curiosidad (…) Por la noche Inti dio una charla en el local de la escuela a un
grupo de 15 asombrados y callados campesinos explicándoles el alcance de nuestra
revolución». Y, en el resumen del mes, una confesión dolorosa: «la masa campesina
no nos ayuda en nada y se convierten en delatores».
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Quedan, así, planteados los temas que separan y oponen a políticos e
intelectuales. Castelli y Guevara son ejemplos nítidos de hombres cultos que
emprenden una revolución bajo el imperio de sus ideas. No son pragmáticos, son
idealistas. Un pragmático (y todos los políticos terminan asumiendo esta actitud
cuando discuten con los intelectuales) es alguien que pone en sintonía, por decirlo así,
la realidad y la razón. No al modo de Hegel, desde luego. Sino de un modo más
simple: la razón revolucionaria o transformadora tiene que ir hasta donde la realidad
lo permita. Lejos de Hegel, el pragmatismo o eso que se da en llamar la realpolitk
tiene por misión someter la razón a la realidad. Si la razón es un arma de cambio ante
el mundo, deberá entonces respetar seriamente a ese «mundo». Ese «mundo» es la
«realidad». Lo «real» (olvidar aquí esas diferencias lacanianas basadas en Kant entre
la realidad y lo real, siendo la realidad lo fenoménico y lo real lo nouménico) es algo
que «es» y sobre todo, al ser, no quiere dejar de ser. Lo «real» persevera en su «ser».
Esta perseverancia de lo «real» torna dificultosa su «transformación». Si la condición
primaria de lo «real» es perseverar en ser lo que es, perseverar en su ser, cambiar el
ser de lo real exigirá de la política un enorme esfuerzo y una enorme capacidad para
percibir las «resistencias de lo real». No siempre lo «real» tiene una misma
perseverancia en su ser. Tiene, por el contrario, momentos en que exhibe que su
debilidad ante las embestidas de la razón revolucionaria o transformadora es mayor.
Pues aunque persevere en su ser, lo real —si bien siempre es lo que es y jamás desea
ser otra cosa— no siempre le ofrece a la razón la misma resistencia. A veces es más
resistente. A veces menos. Un político es un mago en el arte de las resistencias de lo
real. «Esto se puede, esto no se puede». Cree conocer siempre hasta dónde se puede
llegar. Y (sobre todo) hasta dónde no. No tiene una concepción identitaria del poder,
sino sumatoria. «Vamos con todos los que quieran venir. No importa que, al ser tantos
y tan diferentes, no sepamos qué somos. Sabemos qué queremos: el poder. Nuestra
identidad es ésa: la conquista de los espacios, de las intendencias, de los medios
masivos, de todos los territorios. Aunque no sepamos qué hacer cuando los
tengamos». Perón era ejemplar en estas cosas: «Si quiero llegar sólo con los buenos
voy a llegar con muy pocos». «La función del conductor es manejar el desorden».
«En un movimiento, en cuanto a ideología, tiene que haber de todo». «Cuando se
hacen dos bandos peronistas yo no estoy con ninguno. Estoy con los dos: hago de
Padre Eterno». Así le fue: llegó a Ezeiza «con todos» y ahí estalló el aparato
pragmático que había forjado. No pudo manejar el desorden. El «desorden» lo
manejó a él y lo mató en menos de un año. Para colmo, no hizo de Padre Eterno:
eligió. Eligió a una derecha asesina para barrer a una izquierda insumisa. Todavía —
ahí— creía ser el gran ajedrecista de la Historia. El ajedrez terminó en tragedia. Y ese
espacio que él nunca definió (el peronismo) autorizó a los bandos en pugna a asumir
su representación. Les resultaba fácil decirse los representantes de algo que nadie
sabía qué era. En ese vacío, en ese hueco, en esa nada, se instaló la guerra. Una
identidad clara, fuerte, es indispensable en política. Hoy lo sabemos más que nunca.
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Lo contrario da paso al aventurerismo, al todo vale, a las mafias.
Fijemos lo siguiente: el político suele incurrir en un exceso de realidad y en una
carencia de ideología. El intelectual (acaso los ejemplos de Castelli y Guevara lo
hayan explicitado) incurre en una carencia de realidad y en un exceso de ideología.
Esta situación debiera acercarlos, ya que cada uno puede otorgarle al otro lo que
carece, o aquello que es, pongamos, su «punto débil». Sin embargo, no. Cada uno
cree que el otro representa «excesivamente» aquello que le da identidad. El
intelectual cree que el político concede demasiado al pragmatismo, a la sumatoria acrítica, a los pactos, a los abrazos, a las fotos con personajes unívocamente
detestables, al aparatismo, a las concesiones a las boberías mediáticas o, sin más, a
medios canallas «que la gente lee y en los que hay que estar». El político cree que el
intelectual sobreactúa su sentido crítico, que busca una pureza imposible, una pureza
que es casi la negación de la política, que jamás será un «orgánico», que antepone las
ideas a la realidad, que desconoce las asperezas de lo real, del poder, de los grandes
aparatos nacionales e internacionales con los que hay, necesariamente, que
«dialogar».
Nada de esto es necesariamente así. Un intelectual deberá entender que un
político tiene que negociar permanentemente, pactar, dialogar, conciliar. Pero —con
obstinación, a destiempo o no, siempre incómodamente— señalará que hay cosas que
no se pactan ni se negocian. Ya que hacerlo es dejar de ser lo que se quiere ser. Y éste
es el punto definitivo: ¿qué queremos ser? Y aquí es donde entran las ideas, las
certezas, y, desde luego, la ética. Un movimiento político debe decidir qué es —ante
todo— lo esencial. Aquello que no se negocia. Aquello que no transforma al Otro en
el enemigo pero sí en un adversario cuya identidad no es la nuestra. Y para saber qué
identidades no son nuestras tenemos que elegir una propia, explicitarla, exponerla.
«Nosotros somos esto porque no somos aquello». Y aquí, sin vueltas, urgentemente,
el político necesita de los verdaderos intelectuales. El costo que tiene que pagar es
uno solo: respetarles su libertad, su conciencia crítica. Y hasta diría: exigirla.
Lo más oscuro, lo más imposibilitante entre políticos e intelectuales es la figura
del cortesano. El cortesano es un burócrata servil del poder cuya misión es
justificarlo. Siempre le dirá al Soberano que lo que hace está bien, ya que lo domina
el pavor de la crítica y sus peligros: quedar fuera del círculo «íntimo» y sus
privilegios, o jamás poder entrar en él. Estos personajes pululan en el poder. En la
política. Son los grandes enemigos del pensamiento crítico. Los que viven
consagrados a bloquearlo. A que llegue al Soberano. Y el político es sensible a la
adulación, a la obediencia, al acatamiento. Tanto, como los intelectuales. O, sin más,
como los seres humanos, hambrientos todos, o casi todos, de adulaciones y
obsecuencias. En su bellísimo libro sobre Heidegger, George Steiner, tratando de
elucidar la relación trágica entre el filósofo y el nacionalsocialismo, escribe: «Si bien
Heidegger fue un gran hombre (…) fue también al mismo tiempo un hombre
pequeño. Vivió rodeado de un grupito de adoradores y, sobre todo en los últimos
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años, detrás de murallas de adulación (…) Puede ser que no tuviera el valor ni la
generosidad necesarios para enfrentar su pasado político, y el problema de la barbarie
alemana». De haberlo hecho, Heidegger habría incurrido en algo que la derecha
detesta: la autocrítica. La derecha, los cortesanos y los políticos pragmáticos. La
«autocrítica» es un ejercicio lacerante en el que sólo los intelectuales se sienten
cómodos, siempre tan dispuestos a sufrir, a plantearse problemas éticos, a transformar
su moral individual en una deidad interna y feroz a la que rinden culto perenne. El
político no tiene tanto tiempo. Tiene que salir cuanto antes del error. Y del «error» se
sale antes por la acción que por la autocrítica. «¿Nos equivocamos? Pues hagamos
otra cosa y sin duda nos saldrá mejor. Quedarnos momificados mirándonos el
ombligo en medio del remordimiento y la tortura moral no nos ayudará a avanzar en
nada».
En otras conversaciones dije a Néstor estas ideas que él conocía y escuchaba con
serenidad. Y hasta con paciencia, como si no las conociera. Siempre supe que las
conocía porque se las había escuchado a él en su magnífico discurso de asunción
presidencial. Aquí reescribo algunas mías, les doy más densidad, la densidad que
entrega el tiempo cuando se desliza fértil y lento, cuando se concede lo que impone
—demandándolo— la reflexión si quiere llegar hondo. La rapidez es enemiga del
pensamiento. Vuelvo a mencionar lo del búho de Minerva de Hegel: si el anochecer
es el tiempo de la filosofía no es por algún hábito, bueno o malo, de preferir las
sombras a la luz, sino para darle tiempo a la reflexión. La filosofía es un largo viaje
del día hacia la noche. De aquí, eso que hemos dicho: la rapidez es su enemiga.
Heidegger pronosticó que la mayor degradación del tiempo llegaría cuando se
transformara en rapidez. Todos sabemos que esto ya ha sucedido. Pero no tenemos
por qué aceptarlo.
Néstor prometió —con ponderable y más que ponderable— lucidez algunas de
estas cosas cuando se dirigió por primera vez al país. Luego de decir que pertenecía a
una generación diezmada añadió algo decisivo: «Me sumé a las luchas políticas
creyendo en valores y convicciones a los que no pienso dejar en las puertas de la
Casa Rosada». Atacó el pragmatismo político con tanta convicción como lo hemos
hecho nosotros: «No creo en el axioma de que cuando se gobierna se cambia
convicción por pragmatismo. Eso constituye en verdad un ejercicio de hipocresía y
cinismo». Y lanzó esa frase que lo ha fijado, que se repetirá siempre que se lo
recuerde bien: «Vengo a proponerles un sueño: reconstruir nuestra propia identidad
como pueblo y como Nación; vengo a proponerles un sueño que es la construcción de
la verdad y la Justicia; vengo a proponerles un sueño que es el de volver a tener una
Argentina con todos y para todos. Les vengo a proponer que recordemos los sueños
de nuestros patriotas fundadores y de nuestros abuelos inmigrantes y pioneros, de
nuestra generación que puso todo y dejó todo pensando en un país de iguales». Luego
de Néstor Kirchner y luego de Cristina Kirchner, nadie volverá a establecer ese linaje.
Recordemos a quiénes se refieren las clases dominantes de este castigado país cuando
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mencionan a sus pilares fundadores:
El Ejército.
La Iglesia.
El campo.
¿A quiénes mencionó Néstor Kirchner —insisto: en el primer día en que le habló
al país— como los verdaderos pilares, como los que él venía a reivindicar?
Nuestros patriotas fundadores.
Nuestros abuelos inmigrantes y pioneros.
La generación del 70: que puso todo y dejó todo pensando en un país de iguales.
Y en ese «dejó todo» palpita la gigantesca ausencia de los desaparecidos. De los
masacrados por los pilares fundadores a los que se remiten los poderosos, los
verdaderos dueños de este país que habitamos con la eterna condena de no sentirlo
nunca «nuestro». Tan crueles, tan ostensible, desvergonzadamente patronales son los
que se lo ganaron durante las guerras civiles del siglo XIX y durante las represiones
del XX. Recuerden ese discurso del señor Biolcati en el predio de la Sociedad Rural:
la tierra (que es nuestra) es la patria.
Lo excepcional del discurso de Kirchner es que los ignoró. No menciono al
Ejército, ni a la Iglesia ni al «campo». ¿Alguna vez hizo eso un Presidente? ¿Alguna
vez trazó con tan severa y desafiante claridad su línea histórica? ¿Lo habían notado
ustedes? Yo no. Hasta la ardua elaboración de este libro se me había «pasado por
alto» que Néstor no mecionó a los pilares del Poder cuando ausmió su presidencia.
Mencionó a los patriotas fundadores. A los abuelos inmigrantes y pioneros. Y no «a
la patria de nuestros padres y abuelos» como lo hizo Eugenio Blanco, ministro de
Hacienda de Aramburu, que es la patria del «campo», del Ejército y de la Iglesia.
Pero sobre todo —para el señor Blanco— la patria de los ganados y las mieses, de la
abundancia fácil, de la exportación opulenta, exuberante que los tornaba
infinitamente ricos casi sin hacer nada (porque, ¿qué valor agregado tiene una
vaca?). En cambio, Kirchner, lejos de homenajearlos a ellos y decirles que hicieron el
país, recordó a los abuelos inmigrantes, a los que los abuelos del señor Blanco
trataron mal, hambrearon, encarcelaron y (uno de los abuelos más egregios: Miguel
Cané) les hizo una Ley de Residencia (a la que llamó «dulce ley de expulsión») para
hacerles saber que, no bien se portaran inadecuadamente, los arrojarían a ese ancho
mar por el que habían llegado y a causa del que les decían chusma ultramarina. A
esta chusma ultramarina homenajeó Kirchner. A ellos les agradeció la creación del
país. Tenemos país por los inmigrantes que vinieron a deslomarse aquí, señores. No
por los niños de papá y mamá, que formaron las huestes de Manuel Carlés, que
dijeron oui antes de decir sí y merde antes de decir mierda. Palabra que —sin
embargo— se acostumbraron a decir en castellano porque la destinaron a los
inmigrantes y ellos no entendían francés. No vinieron inmigrantes franceses a la
Argentina. Qué pena. Pero Francia dio los quepís para la matanza roquista. Y la
Doctrina de la Defensa Nacional para la masacre videlista. Y luego —en el colmo de
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la injuria— Néstor mencionó a la generación maldita. Que nadie espere que esto
vuelva a pasar. Si asume Cristina Kirchner un segundo mandato, sin duda. Después,
nunca más.
Admito que —como todo soñador— acaso esté confundiendo mi desencanto con
la verdad. Otros, con sueños más frescos y, sobre todo, con menos desencantos,
podrán entregarse gozosamente a expectaciones felices, de esas que avizoran futuros
más plenos. Que yo no los espere no significa la imposibilidad de su realización, que
será siempre triunfal y siempre alegre, como lo es toda aurora, todo horizonte que se
abre. En cuanto a la frase admirable y profunda que hace de todo soñador alguien casi
condenado a confundir su desencanto con la verdad fue tramada por el genio y la
pluma brillante de Jean-Paul Sartre.
El viernes 27 de febrero de 2004 podía leerse en la página dos de Página/12:
Nun, Feinmann, Bonasso y Castro con Kirchner
UN TANGO 01 MUY PARTICULAR
Néstor Kirchner llegó anoche a Venezuela en una gira de dos días, donde
participará hoy de la XII reunión del grupo de los 15 y se reunirá con los presidentes
de ese país, Hugo Chávez, y el de Brasil, Inácio Lula da Silva. El mandatario
argentino llegará a Caracas acompañado por su mujer, Cristina Kirchner; el canciller
Rafael Bielsa, el gobernador Felipe Solá y el senador Ramón Puerta, quien preside la
Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara Alta.
La comitiva, que partió en la tarde de ayer desde el aeropuerto de Ezeiza, también
incluye a los diputados Miguel Bonasso, recientemente nombrado titular de la
Comisión de Relaciones Exteriores, Alicia Castro, de estrecha relación con el
presidente de la república bolivariana, además de los intelectuales José Pablo
Feinmann y José Nun.
Pepe y yo del lado izquierdo y Bonasso y Alicia del derecho ocupábamos los
primeros asientos del avión. Pepe lo ve a Puerta y me dice:
—Éste era un menemista de los peores. Vas a ver cómo lo deschavo.
Al rato, pasa Puerta. No sé a dónde iba. Pepe lo detiene. Puerta es simpático,
entrador, tiene unos dientes blanquísimos. Es lo que tiene que ser para ser Puerta.
—Decime, Puerta, ¿vos ya viajaste en este avión, no?
—Sí.
—¿Y cómo era antes?
—¿Vos me preguntás si había odaliscas medio en bolas bailando por los pasillos?
No, era igualito a esto.
Se va.
—Me cagó —dice Pepe.
Al rato viene Néstor. No quiere sentarse. Está bien así, dice, de pie. Pero tiene que
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doblar la cabeza para entrar cómodo. Sale el tema de la música.
—Para mí, el rock —dice Néstor—. Soy rockero viejo. ¿Vos, José Pablo?
—No, nada que ver con el rock. Soy bastante tanguero.
—¿Bailás bien el tango?
—Nunca pude bailar bien el tango en mi vida.
—Sos un tanguero extraño vos.
—Un tanguero que no baila tangos —dice Bonasso.
—Ahí tenés el título de alguna novela —dice Néstor—. El tanguero que no
bailaba tangos.
—Esa ya la hizo Marlon Brando.
—¿Último tango en París? —dice Pepe—. Si ahí Brando baila el tango.
—Pero como el culo.
—El culo lo muestra —insiste Pepe—. Pero el tango lo baila.
—¿Se acuerdan de esa película? —dice Néstor—. Un gran gesto rebelde de la
primavera camporista.
—Sí, pero no destinado a la clase obrera —dice Bonasso.
—¿A quiénes? —dice Néstor.
—A la clase media pajera —digo yo.
—Eso me correspondía decirlo a mí —dice Bonasso.
—Tardaste mucho. Andás lento, Miguel.
—Qué querés. Cumplí sesenta y dos años.
—Miguelito, estás hecho mierda —le digo—. Mirame a mí. Ando por tu edad y
soy un pibe.
—Tenés que tener en cuenta un factor, José Pablo —dice Néstor.
—Cuál.
—Miguel tuvo una vida más agitada que la tuya.
Todos nos reímos. No porque haya sido un chiste del Presidente, sino porque el
chiste era bueno. Néstor dice:
—Che, están viejos, carajo. Nada que ver conmigo.
—¿Cuántos tenés vos? —dice Pepe.
Néstor nos hace un gesto de desdén con las dos manos. Como si dijera: «Rajen,
jovatos».
—Cincuenta y cuatro —dice.
—Por eso sos un rockero —digo.
Le quedaban seis años de vida.
Al rato quiero ir al baño. Me deslizo distraído. Tengo una corazonada y abro una
puerta. Está Cristina escribiendo. Escribe a mano y completamente devorada por lo
que escribe. Tanto, que da un salto electrificado y hasta dice: «¡Ay!». Me siento
horrible. «Perdoname». «Está bien, no es nada». Cierro la puerta. «La puta que me
parió», me digo. «Habría sido mejor mearme encima». Después, con los años, pensé
que no sólo estaba muy metida en su escritura, también el salto eléctrico debía ser
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parte de esa tensión que exhibía durante esos días y que la oposición tanto le
criticaba. La fue perdiendo. Tanto, que hoy seduce a todos con su liviandad, su gracia
suelta y el rigor y —a la vez— el humor de su logros, que es brillante. La oposición
la sigue criticando. Haga lo que haga. Si no, no existe. Para salir de la crítica al Otro
hay que tener alguna idea propia y esta oposición —aparte del módico libreto del
perfecto idiota neoliberal— es incapaz de generar una.
El viaje a Venezuela no añade mucho al tema central de este libro. Kirchner
siempre nos presentó como «dos intelectuales independientes que nos acompañan en
este viaje». Asistimos al Teresa Carreño a escuchar el discurso de Hugo Chávez. A
mi regreso habré de escribir:
Estamos, ahora, en el Teatro Teresa Carreño. Ahí está Chávez y con su voz clara,
su tono venezolano y su vehemencia de líder de pueblos dice, memorablemente dice:
«Cada vaca que pasta en tierras de la Unión Europea recibe en sus cuatro estómagos
2,20 dólares diarios como subsidio, teniendo mejor suerte que unos 2500 millones de
pobres de los países del Sur, quienes apenas sobreviven con menos de dos dólares
diarios de ingreso». Mira a su auditorio, deja que la frase penetre y añade:
«Afortunada la vaca». El Teresa Carreño estalla en un aplauso cerrado, y nosotros, de
pronto, nos descubrimos aplaudiendo rabiosamente también. Y no hacía falta que
Chávez hubiese metido ahí, ocupando más de dos tercios de la platea, a un pequeño
ejército de jóvenes bochincheros pero altamente adiestrados, con camisas rojas, que
actuaban la adhesión, coreografiaban el fervor. Pero Chávez, ya lo hemos
descubierto, es afecto a la militarización de sus adherentes y hasta, se dice y nos
dicen, tiene una milicia de cien mil hombres. ¿Es un revolucionario, es un militar
golpista que nunca dejará de serlo, un milico sudamericano más, es un héroe
bolivariano, un insoslayable protagonista de esta nueva posibilidad de América
latina? Es muy difícil responder unívocamente alguna de estas preguntas. Por ahora
es un caudillo popular, un indio de piel oscura y brillosa en el que los pobres ven una
esperanza porque es «como ellos», un orador de una pirotecnia formidable y un
milico que jamás dejará de serlo, algo que devalúa su credibilidad como líder de una
América latina que encuentra en la democracia un punto de convergencia que no se
discute, aunque, hasta hoy, esa democracia sólo haya entregado desencantos y, entre
nosotros, casi el entero país.
Hay que apoyarlo. Representa la constitucionalidad nacional. Y también —pese a
lo que se intente objetarle con sinceridad— representa la única esperanza de los
pobrecitos de Venezuela. Porque los «otros», la llamada «oposición antichavista», son
torpes, son gordos, están pavorosamente fragmentados, y sólo dos cosas los unen: el
odio a Chávez y el amor a Bush. Conspiran, mienten, matan y también mueren
porque quieren seguir siendo lo que son: vacas afortunadas, vacas europeas, nunca
chavistas de los cerros, pestilentes, ignorantes, negros como el petróleo y como, si
por desdicha cae en sus manos blanquitas, gringas, el presente y tal vez el futuro de
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Venezuela.
Al día siguiente se produce la reunión con los opositores a Chávez. Son igualitos
a los gusanos de Miami. Son gusanos de Caracas. Néstor expone la buena voluntad
de nuestro país por escuchar a las partes enfrentadas y luego Bielsa dirige el debate.
Pepe y yo les decimos cosas durísimas. Pero en seguida llegan Alicia y Miguel y
doblan la apuesta. Los tipos no saben defenderse. No saben hablar. Son abierta,
absolutamente brutos. Al lado de ellos, Chávez, como orador, es lo que hoy es
Cristina Kirchner. Y como político, Bolívar o el primer Perón, al que tanto admira.
«Soy peronista», disfruta diciendo.
La noche anterior habíamos cenado mientras Néstor y Cristina hablaban con
Chávez. Ahí, Bielsa cuenta que nunca había imaginado a un Presidente suspender una
reunión con su canciller para llamar por larga distancia a un intelectual. Esa anécdota
que conté páginas atrás. Pepe insiste:
—Es que no se la cree.
Vino un chavista a preguntarnos nuestra opinión del discurso y yo le hice una
crítica muy dura a ese ejército de adulones con camisas rojas que atronaban en el
Teresa Carreño.
—¿Qué se supone que son? ¿Los guardias rojos de la revolución maoísta? ¿La
Falange de Primo de Rivera? ¿Las SA de Röhm? ¿Las milicias populares con las que
soñó Evita? ¿Sigo?
—No, no, está bien —dice el tipo—. No sé qué son. Defensores de nuestro
Presidente, sin duda.
—Vea, hoy lo perjudicaron bastante. Porque aplaudían y vociferaban en los
mejores pasajes.
—Hombre, eso está mal —y se va.
Bielsa me habla de todos los libros míos que se ha leído. Y son un montón. Es
cierto: el tipo tiene una notable cultura. Después se pone a hablar de Faulkner,
sólidamente. Y Pepe —que debe tener un título de cada universidad de este mundo, o
algo menos, pero sólo algo— dice que va a contar un chiste. Viene un montón de
gente a la mesa. Pepe cuenta con un auditorio ansioso, hambriento. El chiste es así:
Un capataz llama a su patrón, alojado en el Hotel City de Buenos Aires por negocios
ganaderiles.
—¿Hola, patrón?
—Diga, don Braulio.
—Se murió el lorito, patrón.
—Qué pena, don Braulio. Pero vea, hombre, yo ando muy ocupado por acá. Haga
lo que usted quiera.
—Pero ¿usted lo recuerda bien al lorito?
—Sí, don Braulio. Y me duele mucho su noticia. Bué, ¿algo más?
—El lorito se murió quemado.
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—¿Quemado? ¿Y por qué quemado?
—Por la caballeriza.
—¿Qué pasó con la caballeriza, don Braulio?
—Se incendió toda, patrón. Algunos caballos se salvaron. Pero pocos y no los
mejores.
—Pero ¿qué me está diciendo, hombre? ¿Y por qué mierda se incendió la
caballeriza?
—Ay, patrón, porque se incendió la casa.
—¿Y por qué mierda se incendió la casa?
—Por las velas, patrón.
—¿Qué velas?
—Las del velorio de su esposa.
—¿Qué? ¿Murió mi mujer?
—Sí, patrón. Y como sabemos que usted no va a volver hasta dentro de quince
días la velamos nosotros nomás. Pero si quiere quedarse por más tiempo, quedesé,
patrón. Porque con la casa también se incendió el féretro de su mujer. Con ella
adentro.
—Don Braulio, ¡váyase a la puta que lo parió!
—Epa, patrón, tanto enojo por un lorito muerto.
Aplaudieron a rabiar. Es más que un chiste. Es un buen relato. Y el que quiera
encontrar en él unas cuantas cosas más las va a encontrar. El mecanismo es
traslúcido. Y su sencillez permite la contundencia del relato. Son una serie de
sucesos. El relato simplemente los invierte. Como los sucesos son encadenados (uno
produce al siguiente) se establece una linealidad temporal. Conque el relato también
implica la inversión de esa linealidad. ¿Qué es lo primero que ocurre en la estancia
del terrateniente que está en el Hotel City (seguramente a mediados de los treinta)
haciendo sus habituales negocios con sus compradores británicos? El primero en
morir no es el lorito. Don Braulio le dice esto porque le teme a su patrón. Y quiere
reservarse el reproche que le hace al final: «No exagere, patrón». La primera en morir
es la mujer del hombre que está en el Hotel City haciendo negocios. Todos, en la
estancia, saben que no habrá de suspender sus fabulosas operaciones comerciales por
la simple muerte de una esposa. Por consiguiente, deciden velarla ellos y luego darle
cristiana sepultura. La palabra «velatorio» los conduce a las «velas», a las que
imaginan esenciales para un «velatorio». En alguna medida lo son. Pero sin duda han
exagerado. La exageración produce el incendio de la casa, del féretro y de lo que hay
dentro del féretro: la esposa del patrón. La casa incendia la caballeriza. Se queman
los caballos. La caballeriza incendia al lorito. La última muerte en la linealidad
temporal y también la menos relevante. De aquí que Don Braulio —para ir dando la
noticia con cautela— empiece por ahí. Lugar al que regresará. Porque cuando le dice
a su patrón: «¡Tanto enojo por un lorito!» reduce, otra vez, el todo a la más ínfima de
sus particularidades: el lorito. El motor del chiste es el miedo de Don Braulio a darle
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a su patrón una noticia tan mala. O varias: la muerte de su esposa, el incendio de la
casa, de la caballeriza y los caballos. De aquí que abra y cierre el relato con el lorito.
Lo que queda encerrado entre esos dos extremos (marcados primero por la serenidad
indiferente y hasta algo fastidiosa con que el patrón recibe la noticia de la muerte del
lorito y luego su ira por esa muerte, ira que le atribuye a Don Braulio) pareciera no
haber tenido lugar o ser absolutamente secundario, in-significante.
Se lució Pepe. Pero se engolosinó y empezó a contar otros. Y hay una ley. Una
ley de la vida. Nada dura para siempre. Ni los buenos chistes. De modo que cuando
me fui a dormir, cuando lo dejé, aún seguía en el salón contando chistes, pero solo.
(No me crean. Él también se fue a dormir. De haber seguido contando sus chistes, no
habría perdido su auditorio. Pepe hace del chiste una especie de arte. Creo en eso.
Creo que el humor desemascara —a menudo— con más radicalidad que la crítica
sesuda, seria, que, por aburrida, termina por perder su efecto).
Regresamos a Buenos Aires.
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CAPÍTULO XIII
Dialéctica de las manos sucias
y las manos limpias
En 1948, Sartre estrena su axial obra política Las manos sucias, que habrá de
convertirse en un clásico de la politología. Sobre todo en el análisis profundo de la
relación entre intelectuales y políticos ligados a estructuras partidarias. El diálogo se
establece entre Hoederer y el joven Hugo, de sólo 21 años. El primero es un político
de larga trayectoria en el Partido Comunista. El segundo, un joven burgués al que le
pesa su libertad.
El primer texto que nos interesa surge de un diálogo entre Hugo y Olga, otra
militante del Partido. El Partido ha dado a Hugo la misión de matar a Hoederer pues
éste se encuentra haciendo pactos con otras fuerzas políticas (cercanas a la derecha)
para cuando termine la guerra.
HUGO: (Imitando a Olga). «Haré lo que el Partido me mande». Tendrás sorpresas.
Con la mejor voluntad del mundo, lo que uno nunca hace es lo que el Partido te
manda. «Irás a casa de Hoederer y le meterás tres balas en la barriga». Es una orden
sencilla, ¿verdad? Fui a casa de Hoederer y le metí tres balas en la barriga. Pero era
otra cosa. ¿La orden? Ya no había orden. Las órdenes te dejan completamente solo a
partir de cierto momento. La orden se había quedado atrás y yo avanzaba solo y maté
completamente solo y… y ni siquiera sé ya por qué.
En pocos textos Sartre ha expresado tan dramáticamente (estamos ante una obra
de teatro) la relación entre el hombre y su libertad. Mientras Hugo tiene la orden no
es él. Es la orden. La orden es una cosa dentro de su conciencia. Él no él. Es la orden.
El mismo planteo se desarrolla en la Crítica de la razón dialéctica acerca del
juramento del grupo. Cuando todos juramos, estamos juntos, somos el grupo. El
grupo es el juramento. En ese juramento todos han depositado su libertad. Pero
cuando nos separamos, cuando cada uno retorna a sí mismo, su libertad empieza a
corroer las certidumbres adoptadas por el grupo. Yo soy yo. No soy el grupo. Me he
unido al grupo por el juramento. Pero ese juramento puede debilitarse. Y así será.
Porque el juramento es una negación de mi libertad. Una cosificación de mi ser libre.
La conciencia no puede cosificarse. Es siempre agitación. El grupo se va
desintegrando porque la libertad de cada uno de sus miembros lo corroe.
Sartre retorna al diálogo inicial entre Hoederer y Hugo. Hugo es un joven burgués
al que le pesa su libertad.
HUGO: En adelante no tendrás de qué quejarte. Observaré la disciplina (…)
Necesito disciplina.
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HOEDERER: ¿Por qué?
HUGO (con cansancio): Hay demasiados pensamientos en mi cabeza. Tengo que
expulsarlos.
HOEDERER: ¿Qué clase de pensamientos?
HUGO: ¿Qué hago aquí? ¿Tengo razón para querer lo que quiero? ¿No estoy
haciendo comedia? Cosas así (…) Tengo que alojar otros pensamientos en mi cabeza.
Consignas: «Haz esto. Camina. Detente. Di esto». Necesito obedecer. Obedecer es
todo. Comer, dormir, obedecer.
HOEDERER: Muy bien. Si obedeces, podremos entendernos (…) De todos modos
te ocupas mucho de ti.
HUGO: Estoy en el Partido para olvidarme.
La libertad le pesa a Hugo. Para él, la militancia es un reposo. Su conciencia lo
acosa con las preguntas esenciales de la existencia. No quiere afrontarlas, no quiere
responderlas. Hay un gran alivio en meterse en un Partido: ahí están todas las
respuestas. Nada calma tanto a la conciencia moral como la obediencia. No soy yo el
que habla. No soy el que odia. El Partido lo hace por mí. No soy yo el que mata. Es la
orden que el Partido me ha dado. Hoederer —viejo burócrata— le da un consejo
sensato: «Te ocupas mucho de ti». ¡Ah, jovencito burgués! Te considerás tan
importante que todo el día das vueltas alrededor de vos mismo. Tu vida debe estar al
servicio de la clase oprimida. Ésa es la lucha del Partido. Por ende, tu vida debe estar
al servicio del Partido. Tenés que olvidar tu condición de individuo. Cuando se entra
al Partido se deja de ser un individuo. Se forma parte de un ente colectivo. La clase
obrera oprimida es eso. ¿Cómo habrías de comprenderla si no te convirtieras en lo
que ella es? Por eso Hugo dice: «Estoy en el Partido para olvidarme». Claro que sí. Si
asumo la identidad de la clase obrera (y yo no soy obrero), asumiré otra identidad.
Además, el Partido es como un gran padre severo pero sabio. Él me dirá lo correcto,
lo incorrecto. Lo bueno, lo malo. Puedo delegar en él las elecciones más duras de la
existencia. Las responderá por mí. ¡Qué dulce, cómodo, tierno es entregarse al
Partido! Ya no tengo que pensar. Me he liberado de mi angustia. Yo no soy yo. Yo
soy el Partido. El Partido es el proletariado. Yo soy el proletariado. Aunque sea un
joven burgués que solía estar desorientado antes de estas decisiones. Cuando uno deja
de elegir por sí, cuando se libra de su libertad, puede reposar.
HOEDERER: Los hijos de burgueses que se unen a nosotros tienen la manía de
importar consigo un lujo del pasado, como recuerdo. Unos su libertad de pensar, otros
un alfiler de corbata.
Curioso es que Sartre (en declaraciones posteriores) se incline por Hoederer. Vale
como elemento atenuante que la obra es de 1948 y Sartre —apenas terminada la
guerra— hacía una breve incursión por el Partido Comunista, del que habría de irse.
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Porque esa frase de Hoederer —la que define a la libertad de pensar como un lujo del
pasado de los hijos de la burguesía y la equipara con un alfiler de corbata— es no
sólo la frase de un burócrata, sino la de un burócrata torpe, impecablemente
staliniano. (El fantasma de Stalin rondaba a Sartre en esos años).
El próximo enfrentamiento entre Hugo y Hoederer está mediado por Jessica, la
otra mujer de la obra.
JESSICA: (a Hoederer): Dice que usted es un social-traidor.
HOEDERER: ¡Un social-traidor! ¡Nada más que eso!
JESSICA: Objetivamente. Dijo: objetivamente.
HOEDERER: ¿Por qué soy un social-traidor?
HUGO: Porque no tiene derecho a arrastrar al Partido a sus combinaciones.
HOEDERER: ¿Por qué no?
HUGO: Es una organización revolucionaria y usted la convertirá en un partido de
gobierno.
HOEDERER: El fin de los partidos revolucionarios es tomar el poder (…) Sólo hay
un fin: el poder.
HUGO: Sólo hay un fin: conseguir el triunfo de nuestras ideas, de todas nuestras
ideas y sólo de ellas.
HOEDERER: Es cierto: tú tienes ideas. Ya te pasará.
He aquí el desdén del burócrata por las ideas. Las ideas son semejantes al
sarampión, a la escarlatina, a las paperas. Una enfermedad infantil. Sólo los niños de
la burguesía se permiten tener ideas. «Ya se te pasará». ¿Cuándo? ¿Cuándo se integre
por completo al Partido como un engranaje más de una burocracia más parecida a
Kafka que a Marx? Cuando ya no piense y sólo sea un engranaje acostumbrado a la
obediencia. ¿Y la angustia? ¿La angustia ante la propia, insuperable libertad? ¿Hay
algo que suprima más radicalmente el ejercicio de la libertad que la actividad del
burócrata? ¿Cree Hoederer que su plan de establecer tácticas con partidos enemigos
«para tomar el poder» es ajena a las ideas? ¿No es ésa una idea? ¿No es negar la otra
idea? ¿Entre qué se mueven los hombres de acción? Entre ideas. Matan y mueren por
ideas. Tiene razón Hugo. Es posible que la eficacia de Hoederer haya seducido a este
Sartre temprano y compañero de ruta del Partido Comunista, pero la eficacia tiene
sus costos, y si uno de ellos es dejar de pensar, la eficacia se troca en ceguera. ¿Qué
eficacia puede surgir de la ceguera? La eficacia de la derrota. Internamente, el Partido
puede confundir la eficacia con la ceguera porque confunde la eficacia con la
obediencia incondicional. Que es, por supuesto, ciega. Pero ¿de qué sirve tener
militantes incondicionalmente ciegos?
HUGO: Hoederer, yo… yo sé mejor que usted lo que es la mentira: en casa de mi
padre todo el mundo me mentía. Sólo respiro desde mi entrada al Partido. Por
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primera vez vi hombres que no mentían a los otros hombres (…)
HOEDERER: Y tú, Hugo, ¿estás seguro de que nunca te has mentido, de que no has
mentido nunca, de que no mientes en este mismo minuto?
HUGO: Nunca he mentido a los camaradas. Yo… ¿De qué sirve luchar por la
liberación de los hombres si se los desprecia lo suficiente para llenarles la cabeza de
patrañas?
HOEDERER: Mentiré cuando haga falta y no desprecio a nadie. La mentira no la he
inventado yo: nació en una sociedad dividida en clases y cada uno de nosotros la
heredó al nacer. No aboliremos la mentira negándonos a mentir sino empleando todos
los medios para suprimir las clases.
HUGO: No todos los medios son buenos.
HOEDERER: Todos los medios son buenos cuando son eficaces.
Otra vez la dialéctica de los medios y los fines. Hoederer retoma su concepto de
«eficacia». ¿Hasta dónde llega? Si debo sacrificar a uno de los míos para volver
«eficaz» una operación, ¿lo hago? Si tengo que matar a un enemigo porque es un
«medio» que se interpone en mis fines e impide o demora la «eficacia» de los
mismos, ¿lo mato? ¿Dónde se detienen los medios? ¿Cómo sé que algo que considero
un «medio» no se ha convertido en un fin? ¿O no me ha convertido a mí en otra
cosa? La tortura, por ejemplo. Hoy, en el siglo XXI, está casi universalmente aceptada
como un «medio» del trabajo de inteligencia. O sea, el trabajo de obtener
información, tarea esencial de toda contrainsurgencia. ¿En qué convierte la tortura al
torturador? No estoy diciendo nada nuevo. Al contrario, esto ya es viejo. Al
torturador no le importa convertirse en un subhombre si cumple con su deber de
conseguir información. Todas esas teorías que alertaban a los torturadores (¡serán
como los enemigos que dicen combatir, no torturen a terroristas, serán como ellos, no
los maten serán —también como ellos— asesinos!) ya no sirven, a la basura con
ellas. Hoy, torturar es salvar vidas. Matar también. Si mato a un terrorista, mato al
que habría de matarme mañana. A mí o a otro como yo, o a doscientos, o a
quinientos.
Viene, entonces, el célebre pasaje de «las manos sucias». (Digo «célebre» y no
creo que lo sea). ¿Cuántos repasan hoy esta obra fundamental para la filosofía y la
moral políticas? Muy pocos. Ante todo, porque es demasiado incómoda. Obliga a
formularse demasiadas preguntas. Hoy se vive sin esas preguntas. Lo que hay que
hacer, se hace. Si está bien o está mal depende de mis intereses o de aquellos a los
que sirvo. El periodismo, en la Argentina, demostró durante 2010 que ya no importa
informar, que menos importa la verdad. Se trata de defender la fuente en la que se
trabaja. Si, para eso, hay que mentir, se mentirá.
HOEDERER: No luchamos ni contra hombres ni contra una política, sino contra la
clase que produce esa política y esos hombres.
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HUGO: ¿Y el mejor medio que encontró para luchar contra ella es ofrecerle
compartir el poder con usted?
HOEDERER: Exactamente. Hoy es el mejor medio. (Una pausa). ¡Cómo te importa
tu pureza, chico! ¡Qué miedo tienes de ensuciarte las manos! ¡Bueno, sigue siendo
puro! ¿A quién le servirá y para qué vienes con nosotros? La pureza es una idea de
fakir y de monje. A vosotros los intelectuales, los anarquistas burgueses les sirve de
pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los codos
contra el cuerpo, usar guantes. Yo tengo las manos sucias. Hasta los codos. Las he
metido en excremento y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas que se puede gobernar
inocentemente?
Cuidado: que nadie se enamore excesivamente de esta frase de Hoederer. El
postulado es: no se puede gobernar inocentemente. En suma, sólo por medio de la
aceptación de la culpa se puede gobernar. ¿A qué llamamos culpa? ¿Hasta dónde
llega la culpa, qué se supone que implica, y qué actos son los que transforman a los
políticos en culpables? Porque si aceptamos como esenciales a la política los
principios o los axiomas de Hoederer, entonces gobernar es algo muy fácil para los
que gobiernan y algo muy peligroso para los gobernados. Hugo propone un abordaje
moral de la política, basado en los principios que se han instaurado, no sólo en el
Partido, sino también en la sociedad y hasta en la ética. Entendiendo —aquí— la
ética como la ética colectiva de una nación o un grupo de naciones o aun de la
condición humana. No matarás, por ejemplo, es un axioma que pretende regir para
todos los hombres. Que se han burlado una y otra vez de él aduciendo miles de
razones: entre ellas la de las manos sucias y la imposibilidad de gobernar
inocentemente. De hecho, jamás un político —hasta donde yo sé— se ha presentado
diciendo: No gobernaré inocentemente. No me importará realizar acciones que hagan
de mí un culpable ante los demás. La política es el arte de la impureza. De las manos
sucias de barro o de sangre. Cosa que no temo llevar a cabo. Porque no soy un niño,
sino un hombre que conoce el alma humana y sabe que el arte de conducir la polis,
eso que llamamos política, se desarrolla antes en el ámbito del Partido al que
pertenecemos y con el que anhelamos conquistar el Gobierno. El problema que se
presenta es el de los límites. ¿Hasta dónde es legítimo que el político se ensucie las
manos? Grave cuestión, pues Hoederer ha hablado de: (1) Excremento y (2) Sangre.
Si se dejan de lado los principios éticos por el heroico autosacrificio de
excrementarse las manos, el político se transforma en un héroe sucio. Figura mucho
más atractiva que la del héroe limpio. El héroe sucio conoce a los hombres como son,
no los idealiza, tampoco se idealiza a sí mismo. Al aceptarse como un héroe sucio
pareciera absurdo o tonto solicitarle que nos informe acerca de los límites que le ha
fijado a sus acciones. ¿Torturará a los niños delante de los padres? ¿Hará violar a las
madres delante de sus hijos? ¿Torturará a las mujeres embarazadas? Hay una novela
de un escritor argentino —Martín Kohan— que se abre con la siguiente pregunta: ¿a
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partir de qué edad se puede empezar a torturar a un niño? Permite ser formulada de
otros modos. ¿A partir de qué edad el que gobierna está autorizado a permitir la
tortura de un niño sin dejar de ser tolerablemente sucio? ¿Qué actos el necesario y
aceptado estiércol de sus manos le permite realizar? ¿La tortura está dentro de las
manos sucias? Porque —hasta hoy— el tema de las manos sucias se ha manejado en
torno a las alianzas políticas impuras. Tal cosa ocurre en la temprana obra de Sartre.
A fin de cuentas, lo que Hoederer planea no es más que pacto político con fuerzas de
la burguesía. La frase no se puede gobernar inocentemente es excesiva para tan
pequeñas maldades. Cuando Sartre escribe, el nazismo ha realizado su complejo y
total periplo histórico. Cualquiera sabe que Hitler no gobernó inocentemente. ¿A qué,
entonces, nos referimos? Porque hoy no estamos en la Francia de 1948 con su Partido
Comunista estamental, staliniano y atravesado por el virus de la burocracia, los
pactos, las traiciones. Hemos traído la problemática de la gran obra de Sartre sobre la
moral política al siglo XXI, ya que nuestro libro trata de un político de este siglo y de
un intelectual que se le acerca (ante un llamado del político) con lo mejor de sí y con
sus dudas, sus incertezas pero siempre con su búsqueda —como suele ser frecuente
entre los intelectuales— de actuar por medio de ciertos principios que no se negocian.
De los que no se retrocede. Principios que son fines morales y que si uno los
transforma en medios de negociación habrá que replantearlo todo. Surge, entonces,
de la lectura de la obra que analizamos cierta primera conclusión: (1) El intelectual se
fija principios de filosofía política y moral que son fines en sí mismos. Que no
negociará nunca. Porque hacerlo significaría transformalos en medios. Y dejar de ser
lo que uno se propuso ser cuando entró en el ámbito de la polis, para ser, ahí, no sólo
el intelectual que ya era, sino también un político (politikós en griego; políticus en
latín, que proviene de polis: ciudad). (2) El intelectual, que tal vez no se ensucie las
manos, está en el grupo para alimentar los principios, el sistema de ideas sobre el que
nos movemos y para ser el vigía de esos principios. Anunciar cuando nos estamos
desviando de ellos. Y, por ende, de nosotros mismos. De aquí que Hoederer tenga
derecho a decirle a Hugo: «¡Lo ves? ¡Bien lo ves! Tú no quieres a los hombres,
Hugo. Tú sólo amas los principios».
HUGO: ¿A los hombres? ¿Y por qué habría de quererlos? ¿Acaso me quieren
ellos?
HOEDERER: Entonces, ¿por qué viniste con nosotros? El que no quiere a los
hombres no puede luchar por ellos.
HUGO: Entré en el Partido porque su causa es justa y saldré cuando cese de serlo.
En cuanto a los hombres, lo que me interesa no es lo que son, sino lo que podrán
llegar a ser.
HOEDERER: Y yo los quiero por lo que son. Con todas sus porquerías y sus vicios.
Quiero sus voces y sus manos calientes que agarran, y su piel, la más desnuda de
todas las pieles, y su mirada inquieta y la lucha desesperada que cada uno a su vez
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libra contra la muerte y contra la angustia.
Es raro que no se entiendan porque los dos sostienen principios fundamentales de
la filosofía sartreana. Hugo tiene razón cuando dice que no ama a los hombres por «lo
que son». Sabe que un hombre no es realidad, es pro-yecto. El estado de eyección es
su arrojo temporalizante al futuro. El hombre, hoy, ahora, no es nada. Es sólo una sed.
Algo que se pro-yecta hacia un futuro que todavía no es. ¿Cómo podría amarlos por
lo que son si no son? ¿O hay que decirle a Sartre que el hombre es un agujero en la
plenitud del ser, que no es, sino se está haciendo constantemente, que se construye a
sí mismo por medio de sus elecciones, de las posibilidades que elige y con las que se
compromete? Al no haber leído El Ser y la Nada (por decisión de su autor), Hoederer
puede entonar ese canto amoroso a los hombres impuros, «con todas sus porquerías y
sus vicios». Y quererlos también por saber que afrontan (los políticos, los
intelectuales, todos) «una lucha desesperada (…) contra la muerte y contra la
angustia». ¿No es la política una salida ante esa angustia? ¿Qué es peor: la soledad
que me revela la angustia y la muerte, la nada que soy y que seré o la pertenencia a
un Partido, a un grupo que me da órdenes, que me permite olvidarme de mí, de mi
condición «para la muerte», de la radical finitud del para-sí? ¿Cuántos depositan su
entera condición ontológica en un líder político para olvidar, justamente, la finitud, la
posibilidad que habita todas mis posibilidades, la que las vuelve imposibles a todas
porque en todas está, porque es inminente, porque siempre me es inminente morir, en
tanto no siempre me es inminente ir al mercado o a comprar libros o a cualquier otra
cosa? Hoederer parece conocer la desdichada conciencia del hombre. Eso que Hegel
llamaba le malheur de la conscience. La desdicha de la conciencia es que sabe que
nunca va ser una con la totalidad. Que la palabra conciencia significa escisión. Y que
esta escisión es su desdicha porque nunca es lo absoluto. Quiere serlo pero nunca lo
es. Siempre está siendo otra cosa. Este nunca poder ser una con lo absoluto marca su
condición de ente no-absoluto. O sea, su finitud. Por eso Hoederer dice que la lucha
del hombre «contra la muerte y contra la angustia» es una «lucha desesperada». Él
cree conocer a los hombres. Pero no menos pareciera conocerlos Hugo cuando dice
que los ama por lo que serán. Porque sólo cuando se haga a sí mismo —cuando
cargue a sus espaldas una facticidad— se podrá decir de un hombre lo que es. Sartre,
sin em-bargo, se inclina a favor de Hoederer.
HOEDERER: A ti te conozco bien, chico. Eres un destructor. Detestas a los hombres
porque te detestas a ti mismo; tu pureza se parece a la muerte, y la Revolución con la
que sueñas no es la nuestra; no quieres cambiar el mundo, quieres hacerlo saltar (…)
No es culpa tuya: sois todos iguales. Un intelectual no es un verdadero
revolucionario; tiene la pasta adecuada para ser un asesino.
Aquí, Hoederer, con bastante crueldad, identifica a Hugo con Saint Just, con
Robespierre. Agregaría con Mariano Moreno, con Castelli. Pero él seguramente no
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los conoce. Cree en una versión de los intelectuales que esgrimen todos los
burócratas. El intelectual, al ser un hombre frío, helado, que se rige por sus
inmodificables principios, pierde la sensibilidad, el amor por los demás. No mata
hombres, mata ideas que detesta porque no son las suyas. Esto nos remite a la
importante obra de Albert Camus, Los justos. Estrenada el 15 de diciembre de 1949
es casi sincrónica con la de Sartre. Un grupo de terroristas rusos tienen que arrojar
una bomba al Gran Duque.
DORA: ¡Oh, Yanek, tienes que saberlo, tienes que estar prevenido! Un hombre es
un hombre. El gran duque quizá tenga ojos bondadosos. Lo verás rascarse la oreja o
sonreír alegremente. Quién sabe, tal vez tenga un pequeño tajo hecho con la navaja
de afeitar. Y si te mira en ese momento…
KALIAYEV: No es a él a quien voy a matar. Mato al despotismo.
Más adelante dirá: «Arrojé la bomba contra la tiranía de ustedes, no contra un
hombre».
Esto sería un festín para Hoederer. Ahí tiene en acción a los intelectuales. Odian a
los hombres. Aman a las ideas. A las suyas. No a las de sus enemigos. Matan a los
enemigos en nombre de abstracciones. «La tiranía». «La opresión». «La
contrarrevolución». Matar ideas es matar abstracciones. Y los intelectuales son
especialistas en ellas. Sin embargo, Hoederer, si llega al Gobierno y se adueña del
poder, caerá bajo otra sentencia terrible que arroja Camus sobre los justos: «Se
comienza por querer la justicia y se termina organizando una policía». Por supuesto,
la experiencia del siglo XX lo dice: no hay movimiento revolucionario que haya
llegado al Poder para salvar a los hombres que no haya organizado (y en breve
tiempo) una policía. Es decir, una aparato fuertemente represivo. ¿Entonces? No hay
respuestas fáciles. Tal vez, incluso, no haya respuestas. Seguiremos buscando. Entre
tanto, el neoliberalismo —con su doctrina de la libertad de mercado— hunde al
mundo en una historia apocalíptica de una gravedad nunca vista. A causa —por
supuesto— de los elementos destructivos que ha puesto en juego. (NOTA: Sin
pretender ponerme a la altura de Sartre y de Camus, he desarrollado estas temáticas
en mi novela Timote, secuestro y muerte del general Arambubu. En cuanto a no
querer ponerme a la altura de Sartre y de Camus, que no son dioses, uno no dice estas
cosas en este país porque si no lo crucifican. Pero es falso: pretendí —con todas mis
fuerzas— ponerme a la altura de Sartre y de Camus. ¿Para qué se escribe una novela
si no es para alcanzar a los grandes modelos? O, al menos, para intentarlo. ¿Cómo no
va a intentarlo, por qué no intentarlo, qué somos, idiotas de la periferia, hay que ser
francés para ser profundo?
En Timote, en tanto esperan que Fernando Abal Medina vaya a ejecutar a
Aramburu, un compañero le dice:
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«—Es sólo un tiro, Fernando. Un tiro y nos rajamos a casa.
Ramus no dice palabra (…) Teme que su amigo lo defraude. Que le haya tomado
piedad a Aramburu. Habló demasiado con él. Eso fue un error. Si tenés que matar a
alguien, matalo. Si te ponés a hablar con él, el tipo (todo tipo) deja de ser un objetivo,
un mero paso táctico en una lucha estratégica sin cuartel. Y se transforma en algo
arduo de matar, incómodo, que te marca, un ser humano. Hay que matar objetivos, no
personas. Ideologías, no seres humanos». (Timote. Secuestro y muerte del general
Aramburu, Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 216).
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CAPÍTULO XIV
Escritos en caliente
(Documentos de época)
Los siguientes textos expresan las problemáticas candentes del año 2005 hasta la
mitad del 2006. Es preciso aclarar —ante todo— por qué les otorgamos el nombre de
Documentos. Porque lo son. Fueron escritos en medio del vértigo de la coyuntura,
«en caliente», no fueron revisados, ni nada se les añadió. Es absolutamente la primera
vez que los publico en un libro. No se encontrarán en ningún otro ni jamás estarán
ahí. Pertenecen a éste. Los tenía reservados para mis Escritos Imprudentes III (que
continúan a Escritos Imprudentes y a Escritos Imprudentes II, largos libros de largo
aliento, que son, como dijo Pepe Nun, cuando presentó los Imprudentes II,
«Documentos de época». No puede haber mejor definición). Estos textos han surgido
en medio del desmadre del suceso, en el vértigo, en la precipitación del
acontecimiento. Éstos son los textos que Néstor Kirchner leyó y no le gustaron. Éstos
son los textos que escribí ejerciendo mi libertad de intelectual crítico. Fueron a favor
de Néstor, pero él no los recibió así. Es fácil ser un intelectual «orgánico». Tiene que
escribir lo que el Partido le pide. Si escribe algo en lo que firmemente cree pero no
conviene a la línea que el Partido en ese momento impulsa, será censurado. Cierta
vez, en casa de Pepe Nun, en presencia de Jorge Alemán, fui severamente increpado
por Pepe porque había escrito una contratapa, según él (y acaso tuviera razón)
inconveniente para el justicialismo cuando faltaban apenas dos meses para las
elecciones de 2005. Le dije que yo no era un intelectual orgánico. Que escribía lo que
escribía en el momento en que me parecía correcto. Que nadie me bajaba la línea de:
«Ahora sí, ahora no». Lo que Pepe (que era Secretario de Cultura de la Nación) me
cuestionaba es que yo no era funcional a los intereses del Partido ni los tenía en
cuenta. Yo le decía que era cierto. Que no me planteaba ser funcional a los intereses
del Partido, aunque iba a votar por él. No creo que mi nota haya sido tan grave. Pero
creo que su planteo era correcto… desde su punto de vista. Nadie me dijo nada en el
diario. Ernesto Tiffenberg (que sabe y sabe bien que si me dice «mejor no publiques
esta nota», yo no lo hago, Primero: por no traerle problemas; Segundo: porque lo
considero un gran politólogo; Tercero: porque yo, como él, soy Página/12, me lo
hicieron sentir, me lo hicieron creer y lo creo como creo que ellos, Tiffenberg, Soriani
y Prim son mis hermanos de militancia) me habría advertido: «Che, José, pará con
esto. Jode al Gobierno y hay elecciones pronto». Además, los textos que ustedes van
a leer son muy duros en contra del Gobierno de Néstor. Seguramente los habré escrito
después de las elecciones, pero fuera cual fuere la fecha, ahí están: duros, jugados a
fondo a la filosofía política, con teorías sobre el poder, los políticos y los intelectuales
incluidas sin mencionar ni a Maquiavelo, ni a Hobbes, ni a Locke, ni a Rousseau, ni a
Schmitt ni a Leo Strauss. El pensamiento que en ellos se expone surge de la relación
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entre Néstor Kirchner y el escritor que le escribió Un flaco como cualquier otro, no le
agarró cargo alguno, lo quiso mucho y, cuando empezó a pejotear, le escribió unos
cuantos textos que le cuestionaban esa decisión. Sé muy bien que si Néstor no
empezaba a pejotear, el PJ, con Duhalde a la cabeza, se lo comía. Comprendo su
sacrificio. Pero es el suyo: yo ni siquiera sé hacerlo. No me creo un puro por eso. Se
lo agradezco (ahora: en 2011). Alguien lo tenía que hacer y él lo hizo brillantemente
porque era un tanque. No lo puedo comparar con Muhammad Alí, pero sí con Joe
Frazier. ¿Recuerdan las peleas de Frazier y Alí? Joe, menos dotado, no paraba de ir al
frente tirando todas las manos que tenía y parecía que las que no tenía también. Así
era Néstor. Después de la derrota del junio del 2008 estaba con Juan Abal Medina (h).
Estábamos en su casa. Y me dice:
—No le cuentes esto a nadie. Pero hoy me llamó Néstor y con una voz de acero,
victoriosa, dijo: «¡Vamos por todo!».
Juan Manuel, que derrocha lucidez, que no le teme a nada, no podía, sin embargo,
creerle. Dice:
—Me hizo acordar a tu novela Timote. Cuando le hacés decir a mi tío: No nos
para nadie. (NOTA: «Entonces, casi sin proponérselo, inesperadamente, le brota una
frase que oyen todos, porque le brota impetuosa, plena, llena de esperanzas,
comiéndose el futuro.
Supongamos que dice:
—No nos para nadie.
Acelera». JPF, Timote, Secuestro y muerte del General Aramburu, Planeta,
Buenos Aires, 2009, p. 245).
No puedo parafrasear estos textos. Lo intenté, pero es inútil. Pierden frescura,
pierden inmediatez, urgencia, autenticidad. En suma, no los quiero escribir de nuevo.
Me niego. Así como están deben estar. Si alguien cree que los meto para sumar
páginas se dará cuenta en seguida de que no es así. ¡Vamos! ¿Sumar páginas? Si en
estos Escritos en caliente está el alma del conflicto de este libro. ¿Entonces qué hago
con el Mail de Néstor? Con mi respuesta. ¿Los parafraseo? ¿Los escribo otra vez?
Cualquiera sabe que no tengo grandes problemas en escribir. Si es por eso, los escribo
otra vez. Pero ojo: no me jodan. No estoy fanfarroneando. La facilidad, el don para
algo no es mérito de nada. Lo que cuenta es lo que uno hace con el don. Lo que
cuenta es cómo lo trabaja. Cómo lo transforma en algo más que un don. Un don le
puede caer a cualquiera. Pero no cualquiera cultiva un don durante toda una vida. El
talento es eso: laburo. Adolfo Aristarain (a propósito de su formidable lectura de
Peronismo, filosofía política de una persistencia argentina) me escribió: «Nunca uso
la palabra genio porque es una palabra que no me cae bien; no me dice nada y me
suena a que uno es lo que es porque un angelito lo tocó con una varita mágica. El
talento, en cambio, es genético o se va formando, pero hay que trabajarlo,
alimentarlo, ejercerlo, defenderlo y mostrar sin humildad alguna que se lo tiene, que
brilla y que es único». Y luego recurre a Baroja y transcribe el texto que es su credo
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de escritor (porque Adolfo es un escritor, ¡y qué escritor!, nadie escribe diálogos
como él). Dice Baroja: «El talento es una forma de insulto. Como tal recibe el castigo
que merece: es tolerado, o ignorado, o menospreciado. Siendo fiel a sí mismo, el
escritor sólo conseguirá respetarse. Si no se vende, si no es complaciente, vivir del
oficio será una cuestión de suerte. Si no la tiene, todo será muy duro.
Hay que escribir sin buscar un estilo. Sólo hay que buscar que el que lea entienda
y se entretenga. Cada uno sabe lo que vale. En lo que se escribe está lo que uno es».
Estos textos que le escribí a Néstor son parte esencial de nuestras conversaciones.
A estos textos responde su mail. Los textos y su mail son parte —nada desdeñable, al
contrario: central, esencial— de nuestra amistad difícil, trabajada, discutida. Tal vez
imposible, pero sincera. Aquí, entonces, están. Con todo su ardor, su urgencia, sus
recelos (¿digo esto?, ¿no lo digo?, ¿no será demasiado?, ¿no lo voy a ofender?, ojo:
no ofenderlo, decirle lo que tengo que decirle pero no herirlo, no ofenderlo, porque
no vamos a tener otro como Néstor, aunque se meta en la mierda, siempre va a ser él,
si siempre es él va a volver, ¿va a volver?, ¿se vuelve del aparato?, ¿o perdemos a
Néstor en una lucha indigna?, pero ¿no habrá que hacer esto, lo que él hace?, ¿tan
seguro estás de lo que creés?, ¿qué opinaría Sartre?, ¿se puede hacer política y
conservar las manos limpias?). Ya averiguamos qué decía Sartre.
Estos textos salieron en mis contratapas del domingo en Página/12. Nadie del
diario dijo nada. Y los malvados dicen que Página/12 es el Boletín Oficial. No hubo
críticas más duras que éstas. Porque las de los otros medios son superfluas. Se limitan
a decir, en última instancia, que Kirchner es un corrupto. Están escritas por
periodistas aventureros a quienes conocí en programas radiales o televisos porque me
llamaban para hacerme reportajes. ¡Ahora son grandes politólogos! ¡Escriben libros!
Y mienten, descaradamente, sobre un Gobierno al que odian de un modo ya
sobreactuado. Algunos de los días más amargos que viví en este país (y fueron
muchos: llenaron años) tuvieron lugar durante el llamado «conflicto con el campo».
Todo el mundo atrás de la Sociedad Rural. De gente de la dictadura. De pronto los
señores de la tierra eran «el campo», «el campo» era «la tierra» y «la tierra» era «la
patria». ¡Que alguien muestre un contrato de compra anterior a 1900! La tierra se la
robaron. Se sabe. Pero lo triste fue ver a amigos sensatos, inteligentes, acompañando
a los landlords. Hay, en este país, una regla de oro que todo tipo de izquierda o
cercano a ella conoce: donde está la Sociedad Rural no está uno. Una queridísima
amiga me dijo: «Miguens no es Martínez de Hoz». Desde luego: ahora. Ahora ni
Martínez de Hoz podría ser Martínez de Hoz. No podría mandar al Ejército a que
aniquile una comisión interna de Acíndar formada por veintitrés obreros. Pero, en
1976, Miguens habría sido Martínez de Hoz. ¿O la Sociedad Rural no apoyó a muerte
(deliberadamente utilizo esta expresión) el golpe de los desaparecedores? ¿Y los
radicales que apoyaron a los señores del campo? ¿Ya no recuerdan la recepción
injuriosa que le dispensaron a Alfonsín en la Sociedad Rural? ¿Olvidaron a Onganía
entrando al predio en carroza bajo la algazara, las ovaciones de todos los potentados?
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Desde esos días ya no salgo tanto a la calle. Miro a la gente y a muchos les veo cara
de cacerola. A otros los veo comer, beber, llenar las sastrerías, reventar los shoppings
gracias a un Gobierno que les levantó un país que en 2002 se hundía titánicamente. A
lo Titanic. Pero la tarea de los medios fue devastadora. De gran efecto. Hasta que lo
perdió.
No me demoro más. Aquí están esos textos dramáticos. Porque interrumpieron
una relación que pudo ser eficaz. Y en algunos momentos lo fue. Ahora es otro
capítulo de la delicada, difícil trama que siempre intentan armar políticos e
intelectuales, casi siempre con la misma suerte. No niego (al contrario: lo celebro)
que Néstor haya logrado luego el apoyo de Carta Abierta. Y espero que los muchos
compañeros y amigos que tengo ahí comprendan que yo no podía estar. Este
Gobierno (el de Néstor y también el de Cristina) es el que más intelectuales ha
convocado espontáneamente en toda nuestra historia. A algunos les digo:
—Pero ¿vos no eras un gorila terrible?
—Sí, pero ahora soy kirchnerista.
Es el fenómeno del peronismo. Se parece a eso que Paul Valéry decía tan
bellamente del mar: que está «siempre empezándose» (El cementerio marino).
Aparato y política
«Los animales de afuera miraron del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y
nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era imposible discernir quién era quién».
George Orwell, Rebelión en la Granja.
El pensamiento filosófico y político de los últimos años ha realizado un gran
avance al despojar a la palabra represión de su sentido exclusivo de violencia, de
castigo. Sin duda debe mantenerse su sentido de control, de orden, de sofocamiento.
Pero la represión del poder es mucho más amplia que sus funciones policíacas o
militares. En estos casos apunta al ejercicio de la violencia sobre los cuerpos. La
vigilia del poder (el espíritu del mejor Foucault alimenta estas líneas) se traduce en
castigo. Este castigo (cuando no es, como suele ser entre nosotros, directo: se mata en
plena calle, se mata por gatillo fácil, por impunidad) tiene su lugar en la prisión. La
prisión es el ámbito en que la sociedad recluye a quienes no cumplen el contrato
esencial que, desde Hobbes, constituye a las sociedades: sometimiento al Estado.
Cuando uno mira una sociedad todo parece funcionar si uno no mira la reclusión
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permanente y el apartamiento represivo de quienes, según el poder, no cumplen con
el contrato. Foucault realizó de modo brillante este trabajo con la locura. La demencia
acecha y cuestiona sin cesar a la razón. La razón es un ente acechado por la locura,
cuestionado por la locura, incluso burlado y hasta desdeñado por la locura. La locura
se ríe de la razón. Pues la razón, al temerle extremadamente, vive ignorándola. Y, a
causa de su soberbia, debe negarla. Así las cosas, la razón crea el espacio donde
confinará a la locura: el manicomio. El manicomio es a la razón lo que la prisión al
contrato.
Esto es así pero no solamente así. El poder no sólo reprime confinando, aislando
o torturando al reprimido. El poder reprime con el goce. No podríamos decir qué
modalidad se ejerce más plenamente en nuestros días pero sí que la más nueva y
deslumbrante es la represión placentera. Esta modalidad ha tomado un vértigo
inusitado con la revolución comunicacional. El mundo se ha tornado en lo uno y lo
visible. El mundo es Occidente y vemos del mundo lo que Occidente quiere. El Islam
que vemos es, incluso, el de Occidente. Lo vemos por medio de la televisión de
Occidente. Del cine de Occidente. De los diarios y revistas de Occidente. Y hasta de
los periodistas «furtivos», «libres», «osados», «desobedientes» de Occidente.
Además, Occidente nos ha enseñado a ver sin ver. Nada dura nada. Al tornarse el
tiempo en velocidad no bien una imagen nos horroriza de inmediato otra diluye ese
horror. El horror (la tortura, la vejación, los cadáveres innúmeros apilados sobre la
tierra) es cotidiano. Su escenario es más el del desayuno de todos los días que el de
los ásperos territorios en que ocurre. La mayoría de la gente lee el diario mientras
desayuna o toma un café en un bar. Nada habrá de conmoverla. El motivo es que ese
individuo que desayuna y mira despanzurrados en Londres o niños masacrados en
Irak sabe que nada puede hacer. Que el mundo se ha transformado en eso y él no
puede hacer nada por cambiarlo. La guerra actual se ve como un juego diabólico
entre el Imperio Global y el Islam que se extiende imparable. «Ojalá no llegue aquí»,
dice alguien. Otro, más lúcido, le dice que ya llegó y le habla de la AMIA. Y si llegó,
en cualquier momento vuelve.
Entre tanto leamos el diario pero hagamos correr rápido las hojas. El poder hasta
la tragedia ha transformado en entretenimiento. Luego, la sección deportes. Luego,
los espectáculos. Algo de cultura. Algunos chistes y se acabó. Luego, la radio. Se
trata de un lugar en que las palabras, las puteadas, las opiniones, las discusiones, las
opiniones divergentes sobre todo lo que sucede se transforma en un ruido constante,
uniforme que nada dice. Aquí sí. Aquí, como decía Shakespeare que decía Macbeth,
«la historia es un cuento contado por un idiota lleno de sonido y de furia, que nada
significa». Ninguna frase describe mejor los tiempos que corren.
El poder-goce trata de dominar la subjetividad del sujeto de la polis. Todo el
inmenso aparato del entretenimiento, desde los dibujos animados hasta las masacres
en Iraq, busca sofocar-controlar la subjetividad. Impedir que el sujeto piense. Que el
sujeto se haga dueño de sí. Que tome distancias. Que se aleje. Que desconfíe. Que no
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crea. Que se apropie de su conciencia crítica. Aquí, en esta apropiación por parte del
sujeto de su propia subjetividad, aparece la política. La política es conciencia crítica.
Es ruptura. Es ausencia y soledad. Es aburrimiento y dolor. Esto, al principio. Luego
irá en busca de otros a los que abruma este suceso acaso inesperado: no creer más en
nada. O peor aún: no poder entretenerse más. Aquí, el sujeto ya no está sujeto. Hay
(vuelve el fantasma de Foucault) dos sentidos de la palabra sujeto. El sujeto que se
define en tanto conciencia de sí. (No sé si Foucault me seguiría en esto: dejémoslo
aquí, ya nos dio bastante). El sujeto que se piensa y sale de sí, arrojado, para pensar
en medio del mundo. Y el sujeto que está sujeto por otro sujeto. Este otro sujeto es el
poder. El poder es un sujeto que sujeta. Ésa es su tarea.
La política (en su sentido más eminente) es quebrar la sujeción al poder. Así, se
hace política para ser libre. Así, la política es la praxis de la libertad. O, al menos, la
praxis que surge en busca de la libertad y la encuentra en cada uno de los actos que
realiza.
El Aparato es la antítesis de la política. La antítesis de la libertad. La libertad es
acción, es praxis, siempre se lanza en busca de algo que todavía no es, que hay que
crear, edificar. O de algo que hay que quebrar. Porque la política, en tanto praxis de la
libertad, está en contra de lo cósico, de lo inerte, de lo ya establecido. Si la política es
la búsqueda de una decisión que pueda abrir una hendija en el bloque monolítico del
poder, el Aparato es lo ya-decidido. El Aparato en la antipraxis. El Aparato es una
cosa. Está hecha. Construida. El Aparato es el poder real de la sociedad aparente. El
Aparato es el poder que sostiene la sociedad. No es el Gobierno. Ni es el Estado. El
Aparato es la transformación del territorio en cosa mafiosa. La palabra mafia debe
entenderse aquí (lejos de la significación «familiar», es decir, de clanes de familias
que le dio Coppola) como un entramado de intereses en el que lo único que une es el
dinero. El Aparato es una enorme máquina de hacer dinero. El Aparato, quién no lo
sabe, se transforma en poder y luego, desde el poder, sirve para sostener el poder. El
Aparato es la Argentina. La Argentina es la Provincia de Buenos Aires. Ahí, si no me
equivoco, hay casi (casi) quince millones de votos. O sea, la política del Aparato (a la
que llamaremos política-aparatista) se dirime en la provincia de Buenos Aires. El
Aparato es el PJ. Todo es el PJ. La llamada «oposición al PJ» es, cuanto menos,
patética. Existe escasamente. La lucha se da dentro del Aparato y ahí están todos
porque no hay política (aparatista) posible fuera del Aparato. No hay política
(aparatista) posible fuera del PJ. Hay matices y acaso importen mucho. Que K
prescinda de toda la aparatología del simbolismo peronista habla de un deseo de
alejamiento del Aparato. Esa simbología ES el Aparato. Hay una instrumentación del
peronismo congelado, mitificado, que se vuelve en contra de quienes apelan a estas
simbologías declamatorias. El Aparato se come todo. La «marchita» es el Aparato.
Las «grandes frases» de Perón y de Evita son el Aparato. Todo lo demás que el
Aparato es me lo han dicho. No sé si es cierto. Por ahí son versiones de gente
malintencionada. Pero me han dicho que el Aparato es el juego clandestino, la
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prostitución, la droga, los comisarios, los intendentes, los operadores, el clientelismo.
Uno duda. ¿Tan inmenso es el Aparato?
En todo este aquelarre hay un error. Se dice «Aparato» y en seguida algún
apresurado agrega «duhaldista». No es así. El Aparato no tiene dueño. Puede tener
dueños ocasionales. Nunca permanentes. El único dueño del Aparato es el Aparato.
Por eso todos pelean por tenerlo. Si ya fuera «duhaldista» lo tendría ya Duhalde, ¿por
qué entonces lucharían todos y tanto por el Aparato? El Aparato puede tener muchos
y sobre todo cualquier dueño. El Aparato no tiene ideología. El Aparato es un
Aparato de negocios oscuros y es un poder en las sombras, un país «aparte». Pero,
por desgracia, el verdadero país.
¿Cómo se lucha contra el Aparato? ¿Dentro del Aparato o afuera? Pareciera que
la única posibilidad es dentro, ya que no hay sino «el Aparato». No obstante, pelear
«dentro» del Aparato implica aceptarlo. Jugar con sus reglas. Vencer con sus
métodos. Pensar como él lo exige. Actuar como él lo pide. La cuestión es: ¿cómo
luchar contra el Aparato si para hacerlo hay que meterse en sus entrañas? ¿Cómo
vencerlo si no hay otro lugar más que el suyo? Hay que crear el afuera. Pelear
realmente contra el Aparato implica la conciencia de que vencerlo es no apoderarse
de él. Es destruirlo. Si la lucha se sigue dando dentro y con el estilo del Aparato, un
día, entonces, quienes alguna vez quisieron destruirlo, mirarán sus caras, mirarán las
caras de los capitostes del Aparato… y no verán diferencia alguna.
Hemos analizado la obra de Sartre Las manos sucias. El planteo —entre otros—
es el conflicto entre política y pureza. Traigámoslo a la Argentina de hoy. Durante
estos días Néstor K viajó a La Rioja y participó de un homenaje al obispo Angelelli,
asesinado en esa provincia, asesinado impunemente porque ni por asomo se buscó
algún culpable ni nadie (salvo los sectores populares que política y religiosamente lo
seguían y lo amaban) se ocupó de la cuestión salvo para oscurecerla: se habría tratado
de un «accidente». K fue claro: a Angelelli, dijo, lo mataron, lo asesinaron por decir
la verdad y creer en la justicia. Aquí, el político (K en este caso) se mueve en la zona
de la política-pureza. Cosa que hay que valorar altamente ya que ningún presidente
argentino se había tomado la molestia (porque es una molestia, y grande, y es
también un riesgo) de decir esa caliente verdad: a Angelelli lo mataron.
Frente a esta postura de K están los profesionales de la insuficiencia: nada es
suficiente. Dicen, entonces, «esos actos por los derechos humanos no eliminan la
pobreza». Lo cual es cierto. Pero no es menos cierto que los presidentes anteriores
mantenían la pobreza y no hablaban (porque estructuralmente no podían ni querían
hacerlo) del asesinato de Angelelli. Tampoco nadie de la oposición a K hablaría de la
cuestión. Porque no les interesa. Porque a Angelelli lo mató la dictadura y Angelelli
«huele a subversión». Reivindicarlo también. ¡Vaya a saber cuántos aliados, cuántos
capitales pierden! K no. K viaja a La Rioja y ahí (en la tierra del Anticristo, en esa
tierra que también dio a luz un cura santo) habla del asesinato de ese hombre sencillo,
devoto, pero ideologizado, con una clara opción por los pobres. Desde esta opción
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sería interesante ver qué le diría hoy Angelelli a K. Probablemente: «Le agradezco
que diga la verdad sobre mi muerte, Presidente. Le agradezco que desde el Estado
usted diga que me asesinaron. Pero, Presidente, mis pobrecitos, los pobrecitos por los
que luché y morí siguen pobres». Y que nadie crea que Angelelli se sumaría a los
rezongones de la insuficiencia. No: reconocería la importancia inédita del acto de
K. Pero se trata de un cura con alma y no con dogmas y relumbrones de riqueza. Se
trata de un pastor de almas, de un pastor de pobres, de abandonados. Peticionaría,
entonces, en nombre de ellos: «Mis pobrecitos, Presidente, siguen con hambre».
Aquí, el presidente-pureza podría decir: «Es una deuda que tengo y pronto voy a
pagar». Angelelli diría: «Esa deuda es ahora. Si no se paga ahora, es como si no se
pagara nunca. Porque el hambre es ahora». Aquí, el presidente-pureza se transforma
en el presidente-pragmático. Le diría que está en medio de una lucha enorme y acaso
pestilente, pero necesaria. Que está, le diría, luchando por el dominio del aparato del
PJ. Que está en campaña. Que hay elecciones y él tiene que ganar, tiene que llevarse
todo lo que pueda del aparato. Supongamos (supongamos) que Angelelli le dice:
«Vea, Presidente, cuando usted tenga todo ese aparato que le va a quitar a su rival,
cuando todos esos hombres sean suyos, no viene más por acá. Si viene será porque
los echó. Si los conserva se queda en Buenos Aires con ellos. Sabe, no se puede
gobernar para los santos con la tropa del demonio». Sin embargo, el presidentepragmático (que lo sabe) cree que él sí va a poder. También Perón lo creía. Era el
campeón de los presidentes-pragmáticos.
El presidente-pragmático le dice al presidente-pureza que la pureza es imposible.
Aquí entra la teoría de las manos sucias. El pragmático se encoleriza con el puro. Le
dice que la ve fácil. Que es fácil estar «afuera». Que lo difícil es lo otro. Darle la cara
al enemigo. Ensuciarse las manos. El puro no se las ensucia nunca. Lo difícil es meter
las manos en la mismísima mierda. Si el Aparato es eso y si en ese terreno reina el
enemigo habrá que encenegarse ahí y darle lucha. El puro dirá que no bien las manos
se ensucian ya no vuelven a ser las mismas. Que encenegarse con el enemigo es
aceptar su estética y su ética de lucha. Que se quería otra cosa: otra ética y otra
estética. Se quería estar afuera. El pragmático le dice que el poder está adentro, que
hay que luchar por él. Arrancárselo al enemigo. El puro dirá que ese poder es el poder
de siempre. El que vinimos a combatir. Lo peor que te puede pasar será que te ganes
todo. Te seguirán un año y no mucho más. Luego te clavarán puñales y volverán a ser
lo que son: mercenarios, cazadores de dinero y de poder. Y vos te vas a quedar solo.
Sin los de antes y sin los que te conseguiste después. El puro le pregunta si recuerda a
los «de antes». «Eran», dice, «los que querían, desde afuera, crear algo nuevo». Eso
no se puede, dice el pragmático, es una bobería de conciencias limpias como vos.
Valgo mucho más yo, insiste, porque arriesgo mi moral, ensucio mi conciencia, pero
le saco poder al enemigo. El puro se encrespa y hasta recurre a un lenguaje sucio y
violento: «¿Para qué querés tener la mierda? Si tu poder viene de la mierda no te va a
servir. Al menos para ninguna de las causas por las que propusiste luchar». «Necesito
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ese poder», dice el pragmático. Y agrega: «Sos demasiado puro para entenderlo».
«¿Angelelli también?». «También». «Será por eso que lo mataron. ¿Te fijaste que
matan más a los puros que a los pragmáticos?». Esto le duele al presidentepragmático. Le duele en serio. Es que el presidente-pragmático vive cuestionado por
el puro. La batalla pureza-pragmatismo se da sin cesar en su conciencia o, si se quiere
decirlo así, en su corazón. El puro arremete: «No necesitás ese poder. Necesitás
destruirlo o contenerlo y crear otro. Con cuadros nuevos, con tipos nuevos que
todavía tengan ideales. Algunos vas a encontrar. Si te volvés pragmático, si dejás de
ser el que eras, no lo vas a entender. O te vas a olvidar de que era en eso que, sobre
todo, creías».
Cierto es que el costo social de la batalla aparatista del presidente-pragmático es
alto. La política basura no es patrimonio de la Argentina. Está en todas partes. Casi se
ha identificado con la política en sí o, sin duda, con la imagen que los pueblos tienen
de ella. Aquí, el costo es elevado. Venimos de una etapa de grave desvalorización de
los políticos. Ya se sabe: «Que se vayan todos». Los dos primeros años de K
recuperaron, para la gente, la confianza en la política y fortalecieron la democracia.
Por el contrario, este show del todos contra todos. Este alboroto de palabras injuriosas
y chicanas. Esas fotos en que se mezclan quienes creímos jamás se iban a mezclar.
Todo eso arruina todo. Las imágenes pueden destruir sin piedad. A veces se vota o se
sigue a un Presidente porque uno confía en que jamás lo verá en una misma foto con
Fulano o abrazándose con Mengano. Sí, claro: ¡las manos sucias! Este pueblo está
harto de las manos sucias. Sigue viendo la política desde afuera como un arreglo
entre una casta que hoy dice algo y mañana lo contrario. Hoy son enemigos, mañana
se abrazan. El que sostenía, en la obra de Sartre, la teoría de «las manos sucias» era
un burócrata estalinista. Así le fue al estalinismo. Así le fue a la Unión Soviética. La
política (aquí y en todas partes) se muere por falta de ética. El presidente-pragmático
(el de estas líneas) lo sabe. Porque en él habita —entre borrascas de estiércol que
aprendió a tolerar— el puro. ¿Cómo podríamos llegar a un final abierto? Supongamos
que el presidente-pragmático le dice al puro: «Dame tiempo. Gano esta batalla y hago
lo que me pedís». «Cuidate mucho», dice el puro, «Si ganás esta batalla te van a
rodear tantos canallas que vas a tener que gobernar para ellos». El presidentepragmático no contesta. Se queda en silencio, pensativo. «Quedate cerca», le dice al
puro. «Para qué». «Para decirme lo que me decís. Para que alguien, vos, todo el
tiempo, me diga lo que nadie me dice, lo que ya empezó a molestarme: la verdad». Y
se mete otra vez en la basura.
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El factor Barrionuevo
Hay un chiste de Groucho Marx. Hay muchos, pero éste que me propongo
analizar y —más aún— instrumentar para echar alguna luz sobre el anclaje de Luis
Barrionuevo en eso que suele llamarse «las filas del kirchnerismo», es un chiste
claramente político. Hay otros que no lo son. Groucho proponía escribir en su lápida:
«Buenas tardes, disculpe si no me levanto para saludarlo». O solía decir al llegar a un
banquete: «¡Comida, mi plato predilecto!». Acaso me equivoco y todos estos chistes
sean políticos y hasta algo más: acaso todos sean utilizables para comprender lo que
llamamos el factor Barrionuevo. Dudo, aquí, de su condición de chistes. Un chiste es
un relato con un remate inesperado o paradojal o rotundo y hasta bizarro o
abiertamente guaso, pero, el que sea, va en busca siempre de la risa o la carcajada del
receptor. Los textos de Groucho son máximas, o sentencias o afirmaciones que no
tienen un relato incluido sino que, ellas mismas, son el remate. Es como si Groucho,
del chiste, sólo se hubiera concentrado en el final. Así, contundente, todo se reduce a
una frase que, ella sola, despierta una carcajada y hasta, con gran frecuencia, una
reflexión. En este arte sólo Woody Allen lo ha igualado: «Cuido a mi cerebro: es el
segundo de mis órganos predilectos». También es cierto que ninguno de los chistes o
máximas o frases que habrán de citarse será más gracioso que el que dispara este
texto: «Barrionuevo es kirchnerista». ¿Qué tipo de risa merece esta frase? Amarga,
porque hay risas amargas. Triste, porque hay risas tristes. Contrariada, porque hay
risas contrariadas. O desencantada o desengañada o decepcionada. Nunca alegre.
Porque el caso no lo es. No se trata de una buena nueva. Para nadie: ni para Kirchner
ni para la política argentina. Cuando se incorpora a la polis a alguien que debiera
estar raleado de ella, purgando, sin más, sus estragos, nadie se beneficia; salvo, tal
vez, el antes expulsado de la virtud pública; salvo, tal vez, Barrionuevo.
Dice Groucho: «Éstos son mis principios. Pero si no le gustan, tengo otros». En
política los principios varían de acuerdo a las coyunturas o incluso a las necesidades
inmediatas, electoralistas o, sin más, a las necesidades de controlar el caudillismo en
una provincia que parece algo arisca al poder central. Dadas las condiciones en que la
política se piensa en el país (o no se piensa o mal-se-piensa) supongo que algunos se
estarán poniendo de buen humor a esta altura del texto. Veamos: su título es «el factor
Barrionuevo» y se dispone a hablar de las impurezas de la política. Bien, pareciera
una nota antikirchnerista. Esto ocurre porque, torpe y hasta patéticamente, hay una
furia y hasta un viejo rencor —ese eterno rencor de peronistas y antiperonistas— que
sigue opacando la política argentina, y todos, al leer algo, antes de entender se
preguntan: ¿es a favor o en contra? ¿Es a favor del Gobierno o en contra? Aclaremos:
estas líneas pretenden estar en contra de los usos pragmáticos de la política. Los
radicales, por hablar de ellos, han protagonizado algunos de los momentos más
espectaculares de esta modalidad: baste recordar a Alfonsín, sonriente, abrazándose
con Menem en el tristísimo Pacto de Olivos. De todos modos, que todos incurran en
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esa práctica perversa no justifica a nadie. Si se dejara de hacer, si todos renegaran de
ella, dejaría de existir. Pero si esa práctica —la del pragmatismo, la que implica dejar
de lado los principios en nombre de las urgencias coyunturales, cuantitativas, sumavotos— se abandonara, ¿seguiría existiendo la política? La que se practica
actualmente moriría. Ocurre que uno, siempre, espera que algo nuevo surja. Ocurre
que muchos esperaron que K no hiciera estas cosas. Ocurre que K llegó al Gobierno
con la promesa de no hacerlas. Llegó para desmenemizar al país. Y meterlo a
Barrionuevo en las propias filas es menemizarse hasta los huesos. ¿Cómo habría
entonces de desmenemizar quien internamente se menemiza?
Sigamos con Groucho. Que había dicho: «Éstos son mis principios. Pero si no le
gustan, tengo otros». Supongamos un diálogo (atención: escribí supongamos, o sea,
se trata de un diálogo ficcional) entre K y Barrionuevo. O mejor: entre un puntero
jerarquizado de K (porque tal vez no se haya ocupado el mismo K de tan
desagradable cuestión) y el señor de las fortunas vertiginosas. Funcionario K: «Oiga,
Barrionuevo, nosotros conocemos sus principios. Usted tuvo la franqueza de decirlos
públicamente. “La guita no se hace trabajando”, por ejemplo. O también: “Este país
se arregla si dejamos de afanar dos años”. Vea, con esos principios no podemos
arreglar nada con usted. Porque nosotros estamos en contra de la corrupción.
Venimos a crear un país distinto al de Menem y usted está demasiado contaminado de
ese virus». «No se preocupen», dice Barrionuevo, «si no les gustan esos principios,
tengo otros». Y la alianza se torna posible. Cierto es que Perón y —sobre todo— Eva
Perón solían citar a un espartano (Licurgo) que habría sido el primer justicialista de la
historia (porque, decía Eva, le había dado la tierra a los pobres) y Licurgo, según
parece, decía una frase incómoda para esto que llamamos el «factor Barrionuevo».
Licurgo decía: «Hay un solo delito infamante para el ciudadano: que en la lucha en
que se deciden los destinos de Esparta él no esté en ninguno de los bandos o esté en
los dos». Ésta era, para Perón, la más sabia de las leyes que Licurgo había entregado
a Esparta. Sin embargo, la política fáctica (la que responde a los hechos y no a los
principios, que debieran existir y ser irrenunciables) se trama en base a la negación de
la frase de Licurgo. La política fáctica consiste en permanecer siempre en
disponibilidad para estar en cualquier bando. El político fáctico no tiene principios,
tiene intereses. Y esos intereses siempre implican sumar para tener más. Se tiene más
para tener poder. Se tiene poder para dominar a los otros. Se domina a los otros para
hacer mejores negocios que ellos. Cuando se tiene el poder —esta aclaración es muy
importante— los negocios no se hacen para, según el lenguaje popular, «tener guita»,
se hacen para tener más poder. El poder y los grandes negocios son los componentes
de un mismo rostro. El del político victorioso. Perón era un artista en el arte de esta
sumatoria. No voy a analizar otra vez algo que ya he hecho muchas veces: el arte
sumatorio del Perón del exilio. Sólo recordar su empirismo absoluto: «Las
empresas», decía, «se juzgan por sus éxitos, por sus resultados». Es decir, si
Barrionuevo nos da una provincia, la empresa habrá sido exitosa. Perón, como
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vemos, en una parte hablaba de Licurgo y en otra proponía la apoteosis del
pragmatismo. Evita tenía otro lenguaje: «Yo no me dejé arrancar el alma que traje de
la calle» (Mi mensaje). Se trata, aquí, cuando se habla del alma que se trajo de la
calle, del juramento al que se ha prometido ser fiel para ganar la fe de quienes nos
siguieron. Siempre un político llega al poder con un determinado bloque de
principios, o, para resumirlos todos en uno, con un juramento. K tiene un matiz
propio en esto. Llegó al poder a inventarse, dado que nadie conocía sus principios. Se
lo votó contra Menem más que a favor de él. Pero K fue un político que supo
inventarse, en poco tiempo se dio un rostro propio: derechos humanos, transparencia
política, lucha contra la corrupción, enjuiciamiento de las cúpulas castrenses,
negociación dura con los acreedores externos, desmenemización total de la política.
Esto despertó muchas adhesiones y no era para menos. Los principios o el juramento
fundacional de K se dieron sobre la marcha. No se puede cambiar eso al precio de
cambiar de aliados. Por decirlo claro: yo no puedo cambiar mi política y tener los
mismos aliados, los que me siguieron por otras razones. Si ellos me siguieran igual,
yo debiera desconfiar, dado que son mercenarios que me siguen a cualquier precio. K
enturbió sus principios originarios cuando le quitó la tropa a Duhalde. Y ahora (haya
o no haya una foto mediante, algo que K es suficientemente hábil como para evitar)
el «factor Barrionuevo» es la consagración del alacranismo. Perón decía: «Tengo que
llegar con todos. Si llego con los buenos, no voy a llegar o voy a llegar con muy
pocos». ¡Qué poco glamour tiene la política cuando se la mira desde la ética, desde
los principios que justifican el sacrificio, la fe, la entrega y hasta la vida! Acaso todo
eso —toda la turbiedad de la política fáctica, todas sus impurezas morales— sean
necesarias. Aún más: acaso, a esta altura de los tiempos, la política no sea posible
sin ellas. Pero así como Groucho Marx decía: «Nunca sería socio de un Club que me
tuviera a mí como socio». Algunos hoy habrán de decir: «Nunca seré socio de un
Club que lo tenga a Barrionuevo como socio». ¿Se ganó algo entonces? ¿O se perdió
demasiado por incorporar a un sindicalista cuestionado? ¿A un hombre que estuvo y
estará en todos los bandos en que Esparta pueda fragmentarse?
Elsa en el palco del 25
Ella tiene ochenta y un años y es hermosa. Fuerte, llena de vida, carga sobre sí los
más grandes dolores que una mujer puede soportar. Le costó años largos y duros
volver a la vida, tratar de entender lo incomprensible. Siempre fue antiperonista, por
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tradición familiar y por convicciones propias. Porque nada le viene de afuera, no
acepta nada sin someterlo a su propio juicio, que es tenaz. Vi fotos suyas de cuando
era joven, de épocas muy remotas en que la alegría se aliaba con el desconocimiento
del futuro, con lo que se le venía. Era una chica tan, tan linda Elsa. Como ahora, ahí,
donde ahora increíblemente la veo, en el palco del 25 de mayo, al lado de Kirchner,
mientras Kirchner habla y ella está, en cuadro, saliendo por la tele, serena, con una
sonrisa de Gioconda, aplaudiendo a veces, otras escuchando, como si nada, como si
hubiera nacido para estar ahí.
Nadie (en ningún lado, al menos, lo leí) advirtió que la mujer que estaba junto a K
en el palco, perfectamente tomada por la tele de tal modo que sólo los dos, ella y él,
salían en cuadro, era Elsa Oesterheld. La mujer de Héctor Germán Oesterheld,
nuestro amado maestro, el gran narrador de la fecunda historietística argentina,
asesinado en 1977 por los militares, que todavía se juntan, hacen actos y golpean
periodistas. Nadie la vio. Pobres. Todos buscaban las hendijas para destruir lo que
para ella, esa tarde, era una fiesta. Ella, Elsa, que es más antiperonista que todos los
jurásicos antiperonistas que le han brotado al país, vivió feliz esa tarde. Se dio cuenta,
no bien llegó, de que no había escudos peronistas, ni marchita, ni fotos de Perón ni de
Evita, ni consignas anti (el antipueblo, la antipatria, los vendepatrias y todas esos
antagonismos que manejaba Perón), sino un enorme cartel que decía «La Patria
Somos Todos».
Porque Elsa tenía diferencias con Héctor, solían discutir de política. Ella, tal vez
como madre fecunda de cuatro hijas, le hablaba desde sus certezas, desde sus temores
y sus cautelas. «Vos nunca fuiste peronista». Héctor solía decirle que éste, el de los
pibes de los setenta, el de los pibes que de muy pibes habían leído El eternauta, El
sargento Kirk, Bull Rockett, Ticonderoga y Ernie Pike, con dibujos del talentoso
Solano López y del inmenso, único Hugo Pratt, eran otros pibes, y éste, el que
practicaban, otro peronismo. Elsa presentía algo oscuro en el horizonte: así se dice en
las historietas y en las películas. También se dice: «Todo está muy quieto allí. Puede
ser peligroso». Elsa tenía razón. Lo que esperaba en el horizonte era el terror
inexpresable, el que ninguna historieta había anticipado. Sólo una: El eternauta. En el
horizonte esperaba la nieve de la muerte. El 21 de abril de 1977 se lo llevó a Héctor.
Y después, ese terror, le llevó a Elsa sus cuatro hijas.
Pero ahora está en el palco presidencial. Y esa noche la llamo y me cuenta todo.
Estaba orgullosa de haber estado ahí. «¿No me viste en la televisión?». Me cuenta
todo. Fue hacia el palco junto con el presidente. Había muchos caños y algunos a baja
altura, peligrosos. Con ellos se había armado el palco. «Cuidado», le dice K, «Bajá la
cabeza que si no te das con ese caño». Elsa baja la cabeza y dice: «Vea, Presi: nunca
un presidente me había cuidado la cabeza». «Al contrario», me dice, «si me habrán
golpeado ahí y en todas partes». Me cuenta que —una vez frente a la multitud— K le
dice: «Mirá, ¿ves aquella esquina? Ahí estaba yo hace treinta y tres años». «No pude
ver la esquina», me cuenta Elsa, «con la de gente que había». Me dice un montón de
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cosas. Que con las abuelas está bien. Que con Estela Carlotto tiene buena relación. Le
digo que me alegro. Y me alegro porque sé que Elsa no quiso ser una Madre de Plaza
de Mayo. Que sus dolores y disidencias con Héctor le impedían participar con las
demás. Lo de Elsa fue una tragedia doble: la de perder a los suyos y la de no
compartir los motivos por los cuales los había perdido. «No entiendo. Si Héctor
nunca fue peronista». Con los años se ha ido reconciliando con Héctor.
Comprensible: ¡son tantos los afectos que Héctor le da! Son tantos los chicos que
siguen leyendo a Oesterheld. Es mágico estar con Elsa. Si Héctor es el padre de Kirk,
de Juan Salvo y de Ernie Pike y de Maha y del doctor Forbes… Elsa es la madre. Elsa
lo vio a Héctor escribir esas historias maravillosas. Los vio a Pratt y a Solano López y
a Arturo Del Castillo y a Zoppi reunirse en la casona de Vicente López, la misma
donde empieza El eternauta. Yo, por ejemplo, no leí tanto a Salgari y a Julio Verne.
Nunca me sentí un freak por eso. Yo leía a Oesterheld. No sólo sus historietas, sino
sus libros, los que salían en la Editorial Frontera, allá por 1954, 1955, 1956. Recuerdo
los cinco primeros que salieron de Kirk: Muerte en el desierto, Hermano de sangre,
Oro tchatoga, Los espectros de Fort Vance, La balada de los tres hombres muertos.
Éste, que se lo regalé a Guillermo Saccomanno, terminaba con la frase: «¿Desde
cuándo despiojarse es una aventura?». Esa frase está en mi novela El ejército de
ceniza. Y por ella la novela vale lo que vale, sea poco o mucho.
Ahora Elsa —que siempre lleva todo el dolor y que lo va a llevar hasta el fin— se
ha confortado algo. Tiene un nieto, Martín, hijo de Estela, una de sus hijas
desaparecidas, y Martín salió bárbaro y se ocupa de la obra de su abuelo y parece que
por fin se filma El eternauta en Italia. (NOTA: No se filmó. Luego, en Argentina, hubo
un proyecto que ya parecía consolidarse con producción de Hugo Sigman y Oscar
Kramer. Dirección de Lucrecia Martel. Pero Oscar Kramer [con gran dolor para
quienes lo conocíamos] se murió. Y —supongo— Sigman detuvo la producción.
Además, muchos ya le decían, que Lucrecia —directora talentosa— no era la
directora de ese proyecto. De otro cualquiera tal vez sí, pero no de El Eternauta).
De Martín tiene un bisnieto, Tomás, de diez años. Tiene otro nieto, Fernando, que
está en Alemania. Todos le dicen «Lala». A ella le gusta. Y tiene muchos otros hijos.
Recorre las escuelas y la rodean. «Me rodean», dice, «los chicos que siguen leyendo a
Héctor». Y ella les dice una de sus convicciones de fierro, la más fuerte: «A la
patria», les dice, «se la cuida viviendo, no muriendo». Porque ya no queda odio en
Elsa. Había más odio, un odio viejo y estéril, en los diarios del día siguiente al 25 que
en Elsa.
Me dice: «Cuando el Presi dijo lo de los treinta mil desaparecidos…». Aquí,
siempre, se le corta la voz. Pasan los años, muchos años, pero a Elsa, todavía, en
algún momento se le quiebra la voz, y eso que es fuerte, que es un roble. «Cuando
dijo eso», sigue, «en cada chico de la multitud veía a mis hijas». Tiene, por el
teléfono, una voz clara, nada logró erosionar esa limpidez, esa diafanidad joven.
Parece una piba y, con orgullo, lo sabe. La vida le quitó todo y después le devolvió
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algo. Pero no todo. Era imposible.
Ahora bien, ¡qué raro que nadie dijera nada! Estuvo en cuadro, junto al
presidente, durante todo el discurso. ¿Nadie se preguntó quién era esa mujer? Y
bueno, allá ellos. No saben lo que se pierden. Ni deben saber quién fue Héctor. Pero
bien lo saben algunos grandes de la cultura de este país. Lo sabe el Negro
Fontanarrosa, que habrá gritado de alegría, como si festejara un gol de Central, no
bien la vio a Elsa en el palco. Lo sabe Juan Sasturain. Lo sabe Carlos Trillo. Lo sabe
Guillermo Saccomanno. Lo sabe Quino (que discutió, en medio de una mutua,
enorme admiración, con Oesterheld). Lo sabe el tano Dal Masetto. Lo sabe Pablo
De Santis. Lo sabe Vicente Muleiro. Y lo saben todos los pibes que año tras año,
generación tras generación, leen El eternauta. Qué increíble historia la nuestra.
Sería fácil decir que Oesterheld vive (porque, es cierto, vive). Pero a Oesterheld,
en este país sombrío y cruel, cuya crueldad no deja de asomar, lo mataron. Y Elsa
carga sus huesos, y los huesos de sus cuatro hijas y todavía, un 25 de mayo, puede ser
feliz.
(ACLARACIÓN: Sólo bajo el Gobierno de un hombre como Néstor Kirchner, Elsa
Oesterheld habría podido estar —como estuvo— en el Palco de la Casa Rosada. Los
anteriores presidentes ni habrán sabido quién fue. Néstor sí. Néstor leyó El Eternauta
porque era un pibe como nosotros cuando empezó a salir. Al día siguiente de mi nota
muchos periodistas pidieron disculpas. Recuerdo a Carlos Ulanovsky: «Cometimos
un grave error periodístico. Tendríamos que haber sabido que esa mujer era Elsa
Oesterheld». Otros también. De varias radios me llamaron. Y yo les dije que era algo
muy sencillo. Que yo no había hecho ninguna investigación periodística. Que
cualquier persona interesada en los derechos humanos sabe quién es Elsa Oesterheld.
Que, incluso, la foto a la que se considera la más horrible de la dictadura no está
tomada en la ESMA ni en El Vesubio. Es una hermosa, fresca, foto de Elsa y sus
cuatro niñas. Hace muchos años. Las cinco sonríen alegres, felices. Cuatro niñas
hermosas. La mayor no tendrá más de doce años. Y una madre bellísima, orgullosa.
Cuando uno ve la foto y la ve sin ignorar que a las cuatro niñas las mataron siendo
adolescentes o antes de los veinte años. Al padre, el gran Oesterheld, lo torturaron y
lo mataron a los sesenta y siete. Y Astiz iba a decirle que lo admiraba, que leía El
Eternauta. Cuando uno ve esa foto, digo, le brotan las lágrimas porque es
devastadora. Y ahora —que estoy tratando el período de nuestro distanciamiento—
no puedo evitar decir que sólo él se la llevaba a Elsa al Palco y decía el discurso con
ella a sus espaldas, como si lo custodiara. Sólo él. Y algo de esto vislumbró Sarlo en
una nota que escribió al día siguiente de la muerte de Néstor, en La Nación. Qué
cosa: pudo comprendernos porque retornó a esos años que vivió con nosotros, porque
la muerte le aflojó el odio, le mejoró el estilo, la falta de odio le permitió pensar y
salió una buena nota. Pero después volvió a lo mismo. Duró poco. Yo, que soy medio
huevón y sentimentaloide, escribí: «Si tu nota es una mano tendida, contá con la mía
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para estrecharla». Algunos se burlaron. Cariñosamente, me dijeron: ¿qué esperás,
boludo? Tenían razón: no era una mano tendida).
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CAPÍTULO XV
Mail del Presidente
Un día de junio de 2006 llaman de la Presidencia de la Nación. Una secretaria.
Verifica mi mail.
—Sí, es ése.
—Bueno, licenciado: va a recibir un mail del Presidente.
Al rato fui a mi compu. Abrí el mail y ahí estaba. Decía: Mail del Presidente. Y
es el que sigue:
Estimado José Pablo:
Hay veces que me decepcionás y otras que no. Los dos tenemos una historia
anterior. Cada uno de nosotros sabe cuál es.
Cuando decís que no hemos resuelto la exclusión social sos injusto y cómodo a la
vez.
Hemos bajado casi 30 puntos la pobreza, hemos llevado la indigencia a menos de
la mitad y la desocupación ha bajado entre 12 y 14 puntos. Se redujo
considerablemente la mortalidad infantil y la deserción escolar.
Triplicamos la jubilación mínima dando ocho aumentos y, por primera vez
después de catorce años, otorgamos una suba general para todos los jubilados. Así
achicamos la brecha entre los más ricos y los más pobres.
Aumentó el ingreso per cápita y el salario mínimo, vital y móvil se triplicó luego
de diez años de estar estancado en la misma cifra.
Hacía cien años que Argentina no tenía una expansión de su economía como la
que está viviendo.
No sé si pensar que tus declaraciones son el producto de una noche de insomnio o
es esa tendencia de algunos que se dibujan intelectuales y se creen superiores,
diferentes a los demás y hasta más inteligentes que el común de los mortales. Pero, y
disculpame que recurra a una frase peronista, la única verdad es la realidad.
En tus opiniones también menospreciás la victoria del pueblo de la provincia de
Buenos Aires sobre el aparato duhaldista y confundís el voto popular con
movimientos de aparatos.
Cuando te quejás de la CGT no podés reconocer que, nos guste o no, son ellos los
que hoy representan a los trabajadores.
También caés en el reduccionismo político de equiparar a la CGT con
Barrionuevo. Sería como equiparar a los empresarios con Martínez de Hoz.
Dentro del marco de esa realidad que nos toca vivir es que conseguimos una quita
histórica de la deuda externa y cancelamos toda nuestra deuda con el Fondo, a pesar
de lo cual, seguimos acumulando reservas. Esto, además, nos ha dado un nuevo
marco de relacionamiento internacional y de autonomía en las decisiones.
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José Pablo, yo no soy Mandrake el mago. Soy apenas un ser humano que asumió
la Presidencia de la Nación con el menor porcentaje de votos de la historia argentina,
22 por ciento, y en el momento más difícil de nuestra historia reciente.
Acierto y me equivoco como cualquier ser humano. Vos sos una buena persona.
No te voy a quitar méritos. A veces sos un intelectual brillante y otras veces opaco.
Pero no olvides que también fuiste un militante político y como tal merecés un
análisis más profundo y piadoso, pero siempre con los pies en la tierra.
Ser un intelectual no significa mostrarse diferente, tal como ser valiente no
implica mirar a los demás desde la cima de la montaña.
Mi compromiso es el de siempre: gobernar, trabajar y administrar. Creo
firmemente en mis convicciones y trato de llevarlas adelante con todas mis fuerzas,
en el marco de la realidad que nos toca vivir. Los problemas de los argentinos no se
resuelven a vendavales, sino gestionando todos los días.
Por eso creo que vos y yo no pensamos tan diferente, sino que tenés miedo.
Miedo de que te confundan, porque creés que la individualidad te va a preservar. Pero
no te olvides que pertenecemos a una generación que siempre creyó en las
construcciones colectivas. La individualidad te pondrá en el firmamento, pero sólo la
construcción colectiva nos reivindicará frente a la historia. Al fin y al cabo todos
somos pasantes de la historia.
Por último, quiero decirte que no hay nada más lindo que comerse unos fideos
con la vieja el domingo y por la tarde gritar un gol de Racing, por lo menos, para este
humilde argentino.
Atentamente,
Néstor Kirchner
Durante esos días Veintitrés nos había puesto a Sarlo y a mí en tapa. El motivo:
«Dos miradas antagónicas sobre la realidad argentina por el hombre y la mujer más
respetados del mundo intelectual». La foto de Sarlo a la izquierda. La mía a la
derecha. Se equivocaron.
Creo que yo dije algunas cosas que debí haber moderado en ese reportaje. Pero
estaba muy enojado con la cuestión de la pobreza. En varias notas ya había pedido la
distribución y una abierta, decidida lucha nacional contra el hambre. Cuando leí que
el Gobierno tenía 40 mil millones de pesos en caja fue que declaré en Veintitrés:
«Hay cosas que me duelen de Kirchner que la derecha no dice, porque a la derecha le
importan un rábano, para hablar con palabras suaves. Me duelen la distribución del
ingreso y la pobreza en la Argentina. Y el verso del republicanismo, la hegemonía, el
autoritarismo y el deterioro de las instituciones es un verso protogolpista. No tienen
el putsch armado, porque no va a ir el amable personaje Morales Solá a embestir
contra la Casa de Gobierno luego de escribir: Jamás fue tan grande el deterioro
institucional en la Argentina. Después de escribir eso, las consecuencias, ¿cuáles son?
Lo que a mí me importa reprocharle a Kirchner es, por ejemplo, su condición actual
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de Tío Patilludo. Que tiene 40 mil millones de pesos en caja y que hay cientos de
chicos que se mueren de hambre en las calles de Buenos Aires». Pero con lo del
campo mi visión cambió. Cristina les quiso tomar un 3% para distribuir y hubo un
serio intento de golpe de Estado con respaldo popular y mediático. Cobos ya sabemos
qué clase de tipo es y por qué dijo esa noche lo que dijo. Pero conjeturo a veces que
si votaba a favor había un levantamiento. Observen lo que dice la frase de Morales
Solá. O el tipo estaba loco o se estaba preparando un clima de golpe desde hacía rato.
Lo de los tallarines es una frase de Lorenzo Miguel: «El peronismo es comer
tallarines los domingos con la vieja». Analicé esta frase en distintos medios. ¿Qué es
el peronismo? 1) La mesa familiar; 2) La Vieja; 3) El santo día domingo. La Iglesia;
4) La familia unita. Todos reunidos para comer los tallarines. Ése no es el peronismo
que Néstor soñó en los setenta. Es el peronismo de un facho como fue Lorenzo
Miguel que ahogó con sus huestes a los huelguistas de Villa Constitución a
comienzos de 1975. Con los suyos y con la Triple A. Pero esto es secundario. Del
peronismo se puede dar cualquier definición. La que da Soriano (y, ¿quién sino
Favio?, coloca de acápite de su film Gatica, el Mono): «Si yo nunca me metí en
política, siempre fui peronista».
La carta la juzgarán los lectores. Pero —según me dijo mi gran amigo Juan
Manuel Abal Medina (hijo)— es de Néstor, sin duda. Y es asombroso que un
Presidente de la República le quite tanto tiempo a sus infinitas tareas para sentarse a
escribir un texto complejo.
No estoy satisfecho con mi respuesta. La escribí de apuro. O no estaba inspirado.
Qué sé yo. Pero aquí está:
Estimado Néstor:
Creo que la mayoría de tus señalamientos se basan en la nota de Veintitrés.
Pongamos que es cierto algo que decís: a veces soy brillante, a veces soy opaco;
como todos, supongo. Pongamos, entonces, que estuve opaco en esa nota. Pero
aclaremos cómo fue hecha: se levantó de un programa de televisión al que concurrí
(el de Zloto y Tenembaum). Luego me llamó este último y me dijo que Veintitrés
quería publicarlo y que publicarían también mi nota sobre Elsa Oesterheld en el
palco del 25. No bien vi ese material tomé una decisión definitiva: jamás voy a
aceptar otra vez una nota en un semanario argentino. Tampoco en radio. Ni televisión.
Nada. Nada —al menos— de notas políticas. Ellos, siempre, presentan el material de
un modo en que te hacen decir lo que ellos quieren. (NOTA: Esto no fue así. Continué
aceptando notas. Pero cada vez hubo y hay menos lugares confiables donde hacerlas.
Además, al contar con un diario no tengo gran necesidad de notas).
Yo no soy un individualista. Soy —con algunos otros; con Osvaldo Bayer, sin
duda— el más comprometido y jugado de los intelectuales de este país. La mayoría
son cobardes que cuidan sus becas del Conicet o ganan la Guggenheim. Asumo,
des-de siempre, la figura del intelectual sartreano. Estoy, además, encuadrado.
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Pertenezco a los cuadros periodísticos de Página/12. Y me honra que eso sea así.
Escribo en Página desde hace dieciséis años. Tuve muchas ofertas para emigrar a
órganos de la derecha. A La Nación, desde luego, o a Clarín. Tipos como Tomás Eloy
Martínez se fueron de Página a La Nación. Yo no pienso moverme de Página
mientras el diario exista. El mismo día de tu carta cenaba con Hugo Soriani. Sólo a él
le comenté la cuestión para no sentirme tan solo y porque confío en su juicio político
y humano.
A veces me invitan a dar una conferencia para gente de La Nación (diario que
compro y casi no tolero leer: no leo, por ejemplo, esa basura de «la foto que habla») y
voy y vienen a escucharme quinientas personas y doscientas se quedan afuera. Y
modera Nelson Castro. Y yo les digo que creo en tu gobierno. Ahora bien, si ahí yo
me convierto en un defensor total de tu gestión… no me creen. Me dicen
«kirchnerista». Entonces hago lo siguiente: le pido a tu gestión lo que ellos jamás te
pedirían: distribución del ingreso, plan nacional de alfabetización, lucha frontal
contra el hambre. Lo mismo hago en mis notas. Querido Néstor: yo no puedo escribir
para el público de Página solamente: esos lectores ya están convencidos. Tengo que
volverme «creíble» para que la derecha me escuche. Esto lo logro de dos modos: o
por prestigio o por exhibir mi independencia de criterio. Aquí, conjeturo, es donde se
producen algunas asperezas con vos. Pero si yo soy visualizado como un
«kirchnerista», pierdo credibilidad. No sirvo para nada. No «te» sirvo para nada. A
veces tengo que criticarte para meter lo esencial que quiero decir. Que siempre es a
favor tuyo. De tu gobierno. Si esta metodología es equivocada la voy a revisar, pero
es la misma que utiliza Página que, como yo, pierde credibilidad cuando los tantos
cretinos que hay en esta tierra la llaman el Boletín Oficial.
Mi nota sobre Elsa Oesterheld fue una exaltación de tu palco. La nota decía
(aunque no lo haya dicho textualmente): «Vean, este Presidente dijo su discurso con
El Eternauta en el palco». Cosa que —luego, en otros contextos— dije ampliamente.
¿Por qué te basás sólo en la nota manipulada de Veintitrés? Para la apertura de la
Feria del Libro, por ejemplo, Elvio Vitali, de parte del querido Carlos Zanini, me
pidió una parte del discurso: la de la relación del Presidente con los intelectuales. Y
yo la escribí. ¿La habría escrito si no te apoyara? ¿Escribiría yo un discurso para
cualquier político argentino que no fueras vos? ¡Qué lástima que no me oíste la noche
del lunes en el programa de nuestra común amiga Hebe! Prepárese, querido
Presidente: con Hebe tenemos planeado pedirte una audiencia para peticionar por la
intensificación de la lucha contra el hambre. En serio, eso arreglamos en el programa
de ella. Haber hecho de Hebe lo que Hebe es hoy no es el menor de tus méritos.
En cuanto a que sea el pueblo de la Provincia de Buenos Aires el que venció a
Duhalde me gustaría hablarlo personalmente. Ante todo, porque me encantaría tomar
un café con vos.
Me conmovió que me dijeras que tengo «miedo». Qué sé yo, puede ser. Porque
siempre me cuestiono por qué Pepe y Horacio González agarraron cargos y yo me
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escabullí por la tangente. Les admiro ese riesgo. A mí me ofrecieron la Biblioteca
antes que a Horacio y dije que no. Ocurre algo sencillo: ése es mi estilo de vida. No
puedo vivir sin escribir. Pero no me escondo en la Torre de Marfil. Acaso —insisto en
esto— tenga que revisar algunas estrategias que uso para referirme a tu Gobierno.
Pero sólo eso. El día veinticinco —al verla a Elsa en el Palco— estuve feliz y estuve
orgulloso de mi presidente. Y sé que vas a meterte con todo en la distribución y en la
lucha contra el hambre. «Con todo» significa más allá de lo tolerable para los
poderosos. Ese día la derecha va a apretar tanto que lo de ahora va a parecer cosa de
niños. Yo te aseguro que en esa encrucijada (con mis compañeros de Página, con
Hebe y espero que con muchos más) voy a estar claramente a tu lado.
Con el cariño y la amistad de siempre,
José Pablo Feinmann
Dejamos de vernos. Antes —no recuerdo la fecha— fui todavía a una cena íntima
en la Quinta de Olivos. Estaban Pepe y el querido Carlos Zanini, un tipo de una
simpatía y una inteligencia arrolladoras. En el viaje a Venezuela le gastaba una broma
a Pepe. Si aparecía Zanini lo agarraba del brazo y se lo exhibía.
—Mirá, Pepe. Ya que vos nunca fuiste peronista es hora de que conozcas a un
auténtico negro peronista
Zanini reventaba de la risa. ¡Y había sido maoísta! Pero tiene esa facha de
«morocho sudamericano» entrañable. Lo quiero mucho. En esa cena habló bastante.
De pronto, miro mi reloj y son las 0.5 del nuevo día.
—¿Saben algo? —digo—. Acabo de cumplir años.
Era 29 de marzo.
Cristina no dijo una palabra. Se levantó, salió del comedor y volvió con dos
mozos y dos botellas de champán. Qué buen gesto. Todos brindaron por mi
cumpleaños. Y recuerdo muy especialmente la cara de Néstor. Alzaba mucho su copa
y me miraba a los ojos y sonreía satisfecho. Esa imagen queda en mí.
La última vez que nos vimos (ya después de la «separación») fue en una cena por
el lanzamiento de la candidatura de Cristina. Estaba medio país. Hasta Morales Solá.
Los de La Nación me dijeron que tenían un bloque progresista en el diario, aparte de
todo lo demás. Especialmente fuera del área de influencia de Escribano. Que cuando
quisiera escribir ahí tenía las puertas abiertas. Después de la «125» todo eso murió.
La cosa termina y se apagan muchas luces. Bajamos una escalera larga un montón
de personas que no nos vemos muy bien. De pronto, al lado mío está Néstor.
—Presidente, tanto tiempo. ¿Cómo estás?
Me vio y dijo:
—¡Uy! ¿Qué hacés? Che, Cristina, mirá quién está.
Cristina —que estaba un escalón más abajo— me vio y con esa voz clara y con
esa dicción perfecta, dice:
—¿Qué tal José Pablo, cómo te va?
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Nos dimos un beso y seguimos hasta abajo charlando.
Ahí nos despedimos.
Y entonces sí: no lo vi más.
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EPÍLOGO
Era un muchachón algo desarticulado. Era un chico grande. Y era un gran
peleador. Un guerrero de la política. Un apasionado. Sólo la Huesuda le dobló el
brazo. Y porque Néstor se la hizo fácil. Todos se lo decían: pará la máquina,
descansá, tomate unos días. No pudo parar. No pudo porque no podía. Porque no
sabía. Porque no quería. Es cierto que era un flaco como cualquier otro. Pero también
era un flaco como pocos. Como muy pocos. Era un flaco como él solo lo era. Como
ningún otro habría podido serlo. Hay tipos así: son únicos. Y habitualmente pasan
rápido. Son como una bengala. Como un pistoletazo. Néstor sólo estuvo siete años en
la política visible de nuestro país. (Antes era el Gobernador de una provincia de un
sur lejano, frío). Evita, desde 1945 a 1952, lo mismo: siete años. No quiero
equipararlos en nada. Son distintos, sus tiempos fueron distintos, sus circunstancias,
el mundo que los rodeó. Pero hay gente que necesita poco para trazar una marca
profunda, imborrable en la Historia. Acaso ésa sea su grandeza, pero es también su
gran debilidad. Porque se van pronto. La Muerte se los lleva como si quisiera
castigarlos por amar tanto la vida. Entonces se mueren y se ganan la inmortalidad.
Pero uno sabe que habrían preferido seguir vivos, seguir aquí, pisando la tierra,
peleando, discutiendo, apasionándose, haciendo todo lo que hacían cuando respiraban
el aire de cada mañana y salían a la calle, pisando fuerte, llevándose la vida por
delante.
Durante sus últimos tiempos trabaja codo a codo con Juan Manuel Abal Medina.
Y Juan me cuenta esto:
A veces suele entrar. Se saca el saco, lo pone por ahí y empieza a largarle los
proyectos que tiene. Siempre muchos, siempre vertiginosos. De golpe, se detiene y le
pregunta:
—¿Leíste la nota que hoy sacó tu amigo? Leela, no está mal.
—Néstor.
—Qué.
—Nuestro amigo —dice Juan—. Nuestro amigo.
Néstor mueve un poco la cabeza. Como si evaluara. Como si no quisiera soltar
prenda. Juan Manuel, con esa sonrisa que les hace decir a sus secretarias que es «un
sol», se lo queda mirando, tranquilo, a la espera.
—Hummm… sí. Tenés razón. Nuestro amigo.
Dice Néstor Kirchner.
Buenos Aires, 9 de marzo de 2011
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JOSÉ PABLO FEINMANN (Buenos Aires, 1943). Es licenciado en Filosofía por la
Universidad de Buenos Aires y ha sido docente de esta carrera en esa casa de
estudios. Publicó más de treinta libros, que han sido traducidos a varios idiomas.
Entre sus ensayos, se cuentan Filosofía y nación (1982), López Rega, la cara oscura
de Perón (1987), La creación de lo posible (1988), Ignotos y famosos. Política,
posmodernidad y farándula en la nueva Argentina (1994); La sangre derramada.
Ensayo sobre la violencia política (1998); Pasiones de celuloide. Ensayos y
variedades sobre cine (2000); Escritos imprudentes (2002), La historia desbocada,
tomos I y II (2004), Escritos imprudentes II (2005), El cine por asalto (2006), La
filosofía y el barro de la historia (2008), Peronismo. Filosofía política de una
persistencia argentina, tomos I y II, El Flaco (2010), y Filosofía política del poder
mediático (2013). Entre sus novelas: Últimos días de la víctima (1979), Ni el tiro del
final (1981), El ejército de ceniza (1986), La astucia de la razón (1990), El cadáver
imposible (1992), Los crímenes de Van Gogh (1994), El mandato (2000), La crítica
de las armas (2003), La sombra de Heidegger (2005), Timote. Secuestro y muerte del
general Aramburu (2009), Carter en New York (2009), Carter en Vietnam (2009) y
Días de infancia (2012). Es autor de las piezas teatrales Cuestiones con Ernesto Che
Guevara (1999) y Sabor a Freud (2002), y de los guiones cinematográficos de
Últimos días de la víctima (1982), Eva Perón (1996), El amor y el espanto (2000) y
Ay, Juancito (2004). Su exitoso programa que emite Canal Encuentro, Filosofía aquí
y ahora, inició este año su séptima temporada.
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