Este libro ha llegado a ti como un regalo. Por favor respeta los derechos del autor, y no le des ningún uso con fines de lucro. PRÓLOGO *** En los más de cuarenta años dedicados al ejercicio de mi profesión y tras haber tenido el privilegio de traducir al idioma español una considerable cantidad de excelentes e inspiradores textos, nunca sentí que fuera mi lugar escribir cosa alguna a modo de aclaración o introducción sobre ninguno de ellos. Este prólogo es diferente; es algo muy personal que escribo no sólo con la autorización sino también a pedido del autor, mi buen amigo Brad Wilcox, quien desea dedicar esta versión en español a mi hija, Michelle Canals Corpuz. En 2007, a los 32 años de edad, casada y madre de dos hermosas niñas, a Michelle se le diagnosticó cáncer del seno, mal que a pesar de diversos tratamientos y procedimientos, se le extendió primeramente a los huesos y más tarde al cerebro. Por encima de las limitadas esperanzas ofrecidas por la ciencia médica, Michelle se amparó en la fe que había cultivado desde su tierna infancia, y en su firme confianza en el amor de nuestro Padre Celestial. No obstante ello, y pese a la continua motivación de seres queridos, múltiples bendiciones del sacerdocio (una de ellas de manos de un Apóstol del Señor), y regulares idas al templo, quedaban en el corazón de Michelle preguntas sin responder —si acaso sus angustiosas circunstancias eran el resultado de errores cometidos en su joven vida o consecuencia de no haber hecho todo cuanto se esperaba de una digna hija de Dios. Un día domingo, tras una noche de hogar con nuestros hijos y nietos, Michelle me comentó llena de ánimo en cuanto a un libro que acababa de leer, el cual respondía todas y cada una de las preguntas que por tanto tiempo la habían abrumado, explicando de una forma extraordinariamente clara el significado de la expiación de Cristo —no solamente su naturaleza, sino el profundo significado y valor que seguía teniendo en la vida de ella y en la de todos los hijos de Dios. La profundidad y el entusiasmo de sus comentarios me llenaron de interés, y cuál no sería mi sorpresa cuando a mi pregunta de quién era el autor de tan estupenda realización, ella me contestara que se trataba de Brad Wilcox. “Yo conozco muy bien a Brad, servimos juntos en la mesa general de la Escuela Dominical”, le dije. “Cuando lo vea en unos días le haré saber cuánto te ayudó su libro”. “Tienes que leerlo, papá”, añadió Michelle. Tras una reunión a la que los dos asistimos un par de semanas más tarde en compañía de los demás miembros de la mesa general y la presidencia, junto a nuestras respectivas esposas, le comentamos a Brad sobre las circunstancias por las que atravesaba nuestra hija y el efecto tan notable que su libro, La continua Expiación, había tenido en ella. Con profunda ternura nos dijo que le gustaría visitar a Michelle y a su familia, lo cual se concretó a los pocos días. La razón por la que me ofrecí para traducir esta obra en forma voluntaria, no se debe a haber sentido la obligación moral por el “gesto” de mi amigo Brad Wilcox de visitar a nuestra hija en su hogar y hasta llevarle unos tiernos detalles a sus niñas. Mi ofrecimiento nace del puro convencimiento de que este libro fue escrito bajo divina inspiración y de que tiene el poder de cambiar no sólo perspectivas, hábitos y disciplinas, sino vidas enteras, tal como cambió la de nuestra hija Michelle en un momento tan crucial para ella y para su familia. Mi esperanza y ruego es que haya gozado yo de la capacidad y la inspiración necesarias para transmitir el mensaje en la traducción con la misma claridad y veracidad con que Brad Wilcox lo hizo en su obra original. El Espíritu Santo seguramente se encargará de cubrir cualquier diferencia para beneficio del lector. Desde lo más profundo de mi corazón agradezco a Brad por haber escrito este libro, a mi hija Michelle por su constante ejemplo de valor y fe y por haberme invitado a leerlo, y al Señor por haberme inspirado a traducirlo. Omar Canals RECONOCIMIENTOS *** Ante todo, le reconozco a usted por decidir leer este libro. Cuando era presidente de misión me parecía interesante que después de recordar a los misioneros en cuanto a una regla o norma, eran los que no tenían el problema quienes se sentían culpables, se disculpaban y se comprometían a mejorar, mientras que aquellos a quienes la advertencia había sido dirigida, generalmente permanecían ajenos a la necesidad de cambiar. Siempre se me ha dicho que el Evangelio existe para aligerarles la carga a los afligidos y para afligir a los ligeros. Recuerdo casos en mi vida en que he hallado gran consuelo en las palabras del Salvador y las de Sus profetas. También me vienen a la mente momentos en que, al igual que los misioneros ajenos a la realidad, tuve necesidad de un poco de aflicción. Uno siempre puede encontrar un buen número de escrituras y sermones relacionados con ambos casos. El élder Dallin H. Oaks escribió: “Un llamado al arrepentimiento lo suficientemente claro como para instar una reforma en el indulgente puede producir un desaliento paralizante en el contencioso. La dosis de doctrina lo suficientemente potente como para penetrar la gruesa coraza de los indolentes, tal vez resulte ser una sobredosis masiva para los demasiado conscientes” (With Full Purpose of Heart, 129). Tal vez haya quien malinterprete el mensaje lleno de esperanza de este libro como una razón para postergar la necesidad de efectuar cambios en su vida, pero mi mayor temor es que aquellos que están sinceramente tratando de mejorar, se desanimen si nadie les transmite esperanza lisa y llanamente. Realmente dudo que demasiados de los “indulgentes” y de los “indolentes” dediquen tiempo a leer un libro como éste, ya que tal vez estén algo ocupados comiendo, bebiendo y divirtiéndose como para querer que se les recuerde en cuanto al Salvador. Más bien pienso que quienes leerán estas palabras serán los sobrevivientes de muchas sobredosis doctrinales masivas centradas en lo que los mandamientos nos dicen que “debemos” y “no debemos” hacer. Dejemos la tarea de afligir para otro momento; el propósito de este libro es aligerar cargas. Se dice que los autores no eligen temas, sino que éstos eligen a los autores. Ciertamente tal es el caso con los temas que se tratan en este libro, los cuales han ocupado mi mente por muchos años. Los conceptos aquí expresados han sido a menudo el punto de enfoque de mi estudio personal, de mis oraciones y de conversaciones en el salón celestial del templo. He escrito bosquejos en hojas sueltas, en el margen de libros y en mi mente mientras manejaba en largos trayectos, y allí habrían permanecido de no haber sido por la ayuda de muchas personas queridas. De todo corazón expreso gratitud particular a cuatro amigos cuyo estímulo me ha mantenido en pie: Nancy Bayles, quien me oyó hablar sobre algunas de estas ideas y me dijo: “Tienes que escribir un libro”; Brett Sanders, quien fue de la misma idea tras también escucharme: Emily Watts, quien creyó en mí cuando presenté mi primer bosquejo, y Robert L. Millet, quien revisó mis borradores y comentó: “Brad, esto debe ser publicado como libro”. Los miembros de mi familia son siempre mis primeros revisores. Gracias a mi esposa, Debi, por todo su apoyo, a nuestros hijos: Wendee y Gian, Russell y Trish, Whitney y David, así como a Val C. Wilcox y Leroy y Mary Lois Gunnell. Robert y Helen Wells, Sharla Nuttall, Kellie Harman, Lorna Stock, Carson Twitchell, Nate Sanders y Steven Edwards también hicieron contribuciones significativas. Vaya también un agradecimiento particular a mis amigos Sharon Black, quien me obligó a hacer aclaraciones de ciertos contenidos; Eula Ewing Monroe, cuya perspectiva resultó de enorme valor; Bobbi Redick, cuya ayuda con este manuscrito fue una verdadera obra de amor; y Rachael Ward y Suzanne Brady por sus respectivas contribuciones en la publicación de este libro en español. Fue una verdadera dicha servir en la presidencia de la Estaca 4ta. de la Universidad Brigham Young junto a Tracy T. Ward, Bernard N. Madsen, William W. Bridges, Boyd J. Holdaway y Jeffrey G. Jones. Agradezco la dedicación de estos hombres maravillosos y de la magnífica juventud a la que servimos. Por último, gracias a los profetas, líderes, maestros y autores que han escrito y hablado tan hermosamente sobre la Expiación. Cada explicación, ejemplo y presentación me ayuda a entender mejor y acercarme más a nuestro Padre Celestial y a Jesús. La preparación de este manuscrito ha cambiado mi forma de orar, de meditar, de participar de la Santa Cena y de hablar sobre el Salvador — todo ello evidencia de cómo la Expiación me está cambiando lenta mas ciertamente. INTRODUCCIÓN *** No lo haré nunca más”, decimos, pero volvemos a hacerlo. “Ahora es en serio; nunca más lo haré”, pero lo hacemos nuevamente. “Esto no puede seguir así; juro que no lo haré otra vez”, pero lo hacemos. Cuando nosotros o un ser querido nos vemos atrapados en ciclos de conducta compulsiva, nos resulta fácil desanimarnos y sentir el deseo de darnos por vencidos. Ayunamos, oramos, buscamos bendiciones, pero seguimos preguntándonos si alguna vez produciremos los cambios necesarios. Cuando por fin lo logramos, nos preguntamos si esos cambios perdurarán. En momentos de desánimo pensamos en entregarnos, o lo que es peor, ya no nos importa nada. Ésos son los momentos en que debemos recordar que siempre hay esperanza. Como lo declaró el presidente Dieter F. Uchtdorf, “No importa cuán sombrío parezca ser el capítulo actual de nuestra vida, debido a la vida y al sacrificio de Jesucristo, podemos confiar en que el final del libro de nuestra existencia sobrepasará nuestras mayores expectativas” (“El poder infinito de la esperanza”). No es necesario que, para no tener que cambiar, hagamos de cuenta que Dios no existe ni que tratemos desesperadamente de encontrar razones para afirmar que la Iglesia no es verdadera. No tenemos por qué señalar a otras personas que estén padeciendo dificultades a fin de sentirnos justificados, ni odiar a quienes no tengan problemas para así sentirnos mejor. No tenemos que rendirnos a la adicción y despreciarnos a nosotros mismos a pesar de lo fácil que resulte hacerlo. Más bien, debemos permitir que la fe sea un ancla para nuestra alma (véase Éter 12:4). En todos los casos, los cambios de creencias preceden a los cambios de conducta. La constancia y las buenas obras provienen de la esperanza, y ésta emerge de la fe, pero no cualquier fe. Muchas personas creen en Dios y hasta gustan de contar historias sobre Dios y ángeles por Internet. Aun así, para muchos, la fe que profesan tener no llega a afectarlos ni a producir ningún cambio en ellos y rara vez altera sus decisiones. Creen en un poder superior, pero al no conocerle, se ven limitados en su acceso a Él. José Smith enseñó que esa verdadera fe va mucho más allá de saber que hay un Dios, de conocer Sus atributos y Su relación con nosotros. Requiere que sepamos que Él tiene un plan para nosotros y que vivamos conforme a ese plan (véase Lectures of Faith, 3:2–5). En la Biblia leemos: “Quedaos tranquilos, y sabed que yo soy Dios” (Salmos 46:10). José Smith enseñó que si invertimos la frase, la declaración es también correcta: Conoced a Dios y quedaos tranquilos. Cuando llegamos a conocer a Dios, a Sus profetas, a Su plan y a Sus eternos propósitos para nosotros, por cierto que entonces podemos estar tranquilos. Una cosa es seguir a Cristo y otra muy distinta es ser guiados por Él. Los Santos de los Últimos Días somos guiados por Cristo del mismo modo que Él siempre ha guiado a Su pueblo—por medio de profetas vivientes y apóstoles. Ese tipo de liderazgo es lo que hace a nuestra fe diferente a las demás. Así como José Smith definió la fe verdadera en Dios, yo testifico que la fe verdadera en Cristo es más que apenas saber en cuanto a Él o hasta creer que es un ser divino. Implica el saber que Su expiación es real, que Su propósito es transformarnos y que estará a nuestra disposición siempre y cuando ese proceso de perfeccionamiento surta buen efecto. Tenemos un Salvador que nos cubre y nos protege, un Redentor que nos cambia, y un Buen Pastor que está dispuesto a ir tras nosotros una y otra vez —continuamente. Getsemaní, el Calvario, el sepulcro vacío —realmente no podemos llegar a reflexionar seriamente en cuanto a los acontecimientos tan sagrados y magníficos que ocurrieron en esos lugares tan particulares, sin experimentar un profundo y sobrecogedor sentido de gratitud y humildad. Con gran reverencia leemos sobre qué sucedió, pero por más que lo intentemos, no podremos siquiera empezar a entender cómo aconteció. En este respecto, la Expiación es un hecho incomprensible. No obstante ello, sus efectos en nuestra vida no tienen por qué serlo. Nosotros podemos y debemos entender cómo la Expiación ejerce una constante fuerza para bien; debemos reconocerla como un don de un amoroso Salvador que nunca se dará por vencido con nosotros. Como ha escrito mi amigo Kenneth Cope: Háblame de un Dios que no claudicará, Quien, hasta encontrarme, no descansará. Háblame de Su corazón que nunca se aleja, y de Sus brazos, que cobijarme anhelan. (“Tell Me”) Verdaderamente, nuestro Padre Celestial y Jesucristo no descansarán hasta encontrarnos. Entonces, si en el primer intento no tenemos éxito —si tampoco lo tenemos en el segundo, el tercero o el cuarto, no busquemos atenuantes. Busquemos al Salvador y las bendiciones de Su continua expiación. Capítulo 1 NO IMPORTA CUÁNTO LLEVE *** La perfección es nuestra meta de largo plazo, pero, por el momento, nuestro objetivo es progresar en esa dirección —un progreso constante que sólo es posible gracias a la continua Expiación. El joven de dieciséis años de edad se veía distinguido en su nuevo traje comprado para esa ocasión especial—la primera vez que bendeciría la Santa Cena. El presbítero intentaba mostrarse tranquilo, pero en realidad estaba muy nervioso. La organista interpretó la introducción del himno y el director condujo a la congregación en el canto. Cuatro presbíteros se pusieron de pie ante la mesa de la Santa Cena y con cuidado doblaron el mantel exponiendo las bandejas que contenían el pan. Silenciosamente, los jóvenes empezaron a partir el pan, mientras el nuevecito observaba nervioso las manos de los más experimentados, mientras con las suyas efectuaba la operación aunque no con la misma rapidez. Al concluir el himno, la organista continuó con un reverente interludio a fin de dar tiempo al nuevo presbítero a terminar. Los otros tres ya habían completado la tarea en sus propias bandejas y hasta habían ayudado con otras más. El joven sintió que los ojos de toda la congregación estaban puestos en él mientras intentaba apresurarse. Por fin se arrodilló para leer la oración: “Oh Dios, Padre Eterno”, comenzó. Su voz temblaba con marcada inseguridad. “te pedimos en el nombre de Jesucristo....”, y entonces, silencio. Aun cuando unos pocos miembros de la congregación podían recitar las oraciones sacramentales de memoria, la mayoría estaba lo suficientemente familiarizada con ellas como para reconocer cuando algo no sonaba correcto. También lo reconocía el joven presbítero, al igual que sus compañeros. Del mismo modo lo advertía el obispo, a quien los muchachos miraban en busca de guía. El obispo hizo al joven un discreto gesto con la cabeza indicándole que debía volver a empezar, y así lo hizo: “Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, te pedimos que bendigas y santifiques esta agua....”, otra vez silencio; estaba bendiciendo el pan. Para es momento hasta los niños de la congregación se estaban dando cuenta de lo embarazoso de la situación. El joven miró nuevamente al obispo, quien le dio la indicación de que empezara una vez más. Tras aun otro fallido intento, el nuevo presbítero finalmente completó la oración debidamente. Se puso de pie y procedió a entregar bandejas a los diáconos, quienes ofrecieron los sagrados emblemas a los miembros. Algunos de ellos tal vez estaban impacientes y se sentían un tanto molestos; después de todo, ¿cuán difícil puede resultar leer un simple y breve texto? ¿Por qué motivo habría creado el joven tal situación, quitándoles tiempo a los oradores? Pero la mayoría de los de la congregación probablemente no se sentían de ese modo, de hecho, muchos de los varones tal vez recordaban cuando ellos mismos habían cometido errores similares. Realmente no sé qué fue lo que pensaron otras personas durante aquella prolongada oración sacramental, sin embargo, la experiencia me conmovió enormemente. Mi amigo Brett Sanders una vez me comentó que en momentos como ése aprendemos bastante en cuanto a la expiación del Salvador. Las oraciones sacramentales deben ofrecerse palabra por palabra, y el obispo tiene la responsabilidad de verificar que el texto sea leído sin equivocaciones. ¿Qué sucedió, entonces, cuando ese joven se equivocó?, ¿fue suplantado, ridiculizado o rechazado? No, no es así como actúa el Salvador. ¿Pero acaso el obispo sencillamente desechó el problema? No, no podía hacerlo, ya que el Señor requiere que esas oraciones sean pronunciadas a la perfección. Si la ley de la justicia fuera la única que se aplicara, el más mínimo tropiezo, apenas una equivocación en una palabra, descalificaría hasta al mejor intencionado poseedor del sacerdocio. Afortunadamente, la ley de la misericordia también se aplica. Aun cuando las oraciones sacramentales tenían que ser leídas en forma perfecta, y eso era algo para lo cual no había excepción alguna, al presbítero se le dio una segunda oportunidad y una tercera—tantas como fueran necesarias. No había una trampilla que se abriera y lo arrojara a una celda. El obispo sólo le hizo una seña con la cabeza y el joven poseedor del sacerdocio comenzó de nuevo hasta que leyó la oración debidamente. No importa cuántos errores hubiera cometido y corregido en el proceso, el resultado final fue perfecto y aceptable. Dios, al igual que el obispo, no puede hacer excepciones a la norma de que un día lleguemos a ser perfectos (véase Mateo 5:48; 3 Nefi 12:48), pero sí puede darnos muchas oportunidades de volver a empezar. Así como al joven presbítero, a todos se nos concede el tiempo que necesitemos para corregir nuestros errores. La perfección es nuestra meta de largo plazo, pero, por el momento, el objetivo es progresar en esa dirección —un progreso constante que sólo es posible gracias a la continua Expiación. Cristo nos mandó perdonarnos los unos a los otros setenta veces siete (véase Mateo18:22); ¿por qué, entonces, nos es tan difícil creer que Él nos perdonaría más de una vez? Una y otra vez Él salva; mis errores Él tolera, setenta veces siete, o el número que sea. (Steven Kapp Perry, “I Take His Name”) Mientras servía como obispo de uno de los barrios de la Universidad Brigham Young, un joven fue a verme para hacer una confesión, una tamaña confesión. Descargó todo cuanto había echo mal desde sus días de escuela primaria, y yo oí todo lo que él nunca había tenido el valor de contarle a otro obispo, presidente de estaca, presidente de misión ni a sus padres. Aun cuando los pecados no eran de mayor magnitud, tenían que ser confesados y tendrían que haber sido atendidos años antes. Cualquiera puede imaginar el alivio y la dicha de ese joven cuando finalmente se deshizo de la carga que tan innecesaria y privadamente habían llevado sobre sí por tanto tiempo. Oramos y repasamos juntos algunos pasajes de las Escrituras; hablamos del papel que juega la confesión en el proceso del arrepentimiento y fijamos metas para el futuro. Cuando el joven salió de mi oficina casi flotaba en el aire. Llegado el domingo lo busqué en la iglesia pero no lo vi. A la siguiente semana tampoco asistió, así que lo llamé a su apartamento y le dejé un mensaje. Finalmente, decidí ir a visitarlo. El joven abrió la puerta pero no me invitó a pasar. Su semblante era opaco, tenía la mirada perdida y sus comentarios eran negativos y sarcásticos, revelando su depresión. Cuando le pregunté si podía entrar para conversar con él, me dijo: “¿En qué va a cambiar eso las cosas? Sus palabras fueron frías y toscas. “Acéptelo, obispo, la Iglesia no es verdadera. Nadie puede siquiera probar que hay un Dios; todo es una burla, así que, no pierda el tiempo”. ¡Vaya cambio! De total liberación a profunda desesperación, y todo eso en cuestión de días. Mi primera reacción fue sentir enojo; él no tenía ninguna razón para tratarme de ese modo tan grosero. Después pensé en defender la veracidad de la Iglesia y la existencia de Dios, sin embargo, me invadió el sentimiento proverbial de un obispo y supe qué era lo que le sucedía a ese joven. En vez de levantar la voz o citar alguna escritura, sencillamente le dije: “Volviste a caer, ¿no es cierto?”. Su semblante opaco se transfiguró y ese ex misionero se echó a llorar. Entre sollozos me invitó a entrar en su modesto apartamento y nos sentamos en un sillón. Me dijo: “Lo siento mucho, obispo, no sabe cuánto. Finalmente me había arrepentido, por fin me sentía limpio y había dejado atrás todos mis errores. Finalmente había usado la Expiación y me sentía muy bien, pero volví a caer. Ahora mis pecados del pasado han regresado y me siento como el peor de todos los seres humanos”. Le pregunté: “¿Entonces la Iglesia es verdadera y Dios existe, después de todo?” “Claro que sí”, respondió avergonzado. “Así que lo único que necesitas es otra oportunidad”. “Bueno, ése es el problema. En Doctrina y Convenios 58:43 dice: ‘Por esto sabréis si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesará y los abandonará’. Yo los confesé pero no los abandoné, así que, en realidad, no me arrepentí. No hay más nada que pueda hacer”. “¿Qué papel juega la gracia del Salvador, entonces?” Me contestó: “Bueno, como se explica en 2 Nefi 25:23: ‘es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos’. Uno hace lo que puede y después Cristo cubre la diferencia. Eso fue lo que yo hice, pero no funcionó, porque fui y volví a cometer el mismo tonto error. Lo eché a perder todo; nada cambió”. “Aguarda un momento”, le dije, “¿qué quieres decir con eso de que Cristo cubre la diferencia?”, a lo que respondió: “Precisamente eso; uno hace todo lo que puede y después Cristo cubre la diferencia”. “Cristo no sólo cubre la diferencia”, le dije, “Él es la diferencia. Él requiere que nos arrepintamos, pero no como parte de satisfacer la justicia, sino como parte de ayudarnos a cambiar”. El joven dijo: “Yo pensé que era como comprar una bicicleta; uno aporta todo cuanto puede y después Jesús paga el resto”. Le dije que a mí me encantaba la parábola de la bicicleta a la que él se refería, la cual el autor, Stephen Robinson, menciona en su libro Creámosle a Cristo. Esa comparación nos ayudó a todos cuantos la leímos a ver que hay dos partes esenciales que se deben completar a fin de que la Expiación resulte eficaz en nuestra vida. “Pero yo veo la Expiación de este modo:”, le dije, “Jesús ya compró la bicicleta. Las pocas monedas que Él me pide no son tanto para pagar parte del precio de la bicicleta, sino para hacer que yo la valore y la use debidamente”. El ex misionero respondió: “De todos modos no importa ya que acabo de estrellar la bicicleta, y la gracia perdió su efecto”. “Espera”, le dije, “¿qué es eso de que la gracia perdió su efecto? ¿Cómo puedes darte por vencido tan fácilmente?, ¿acaso piensas que esto es asunto de una sola oportunidad? ¿No crees que Jesús cuenta con un depósito enorme lleno de bicicletas? Cristo marca toda la diferencia en todo momento. El milagro de la Expiación consiste en que Él perdonará nuestros pecados (plural). Eso no solamente abarca múltiples pecados, sino también múltiples veces que cometamos el mismo pecado”. El joven me preguntó: “¿Quiere decir que está bien que peque y después me arrepienta tan a menudo como quiera?” “Por supuesto que no; no justificamos el pecado. José Smith enseñó claramente: ‘el arrepentimiento es algo que no se puede tratar livianamente día tras día’ (Enseñanzas, 176). Pero el mismo Jesús que perdona a quienes ‘no saben lo que hacen’ (Lucas 23:34), también está pronto para perdonar a aquellos de nosotros que sabemos exactamente lo que hacemos pero no sabemos cómo detenernos (véase Romanos 3:23). En el rostro del joven comenzó a dibujarse una sonrisa: “Entonces usted cree que aún hay una esperanza para mí”. “Ahora estás empezando a entender en qué consiste la gracia”. Siempre hay esperanza en Cristo (véase 1 Corintios 15:19; D&C 38:14–15). Oímos muchos adjetivos con respecto a la Expiación: infinita, eterna, sempiterna, perfecta, suprema, divina, incomprensible, inexplicable, hasta personal e individual. Sin embargo, hay otro término que tiene que estar más directamente anexado a la Expiación si es que habremos de conservar la esperanza en un mundo lleno de adicciones, y ese término es continua —la continua Expiación. En Predicad Mi Evangelio leemos: “Lo ideal es que el arrepentimiento de cierto pecado se necesite sólo una vez; sin embargo, si el pecado se repite, el arrepentimiento está disponible para ayudar a la persona a sanar (véase Mosíah 26:30; Moroni 6:8; D&C 1:31–32). El arrepentimiento tal vez implique un proceso emocional y físico.... Por lo tanto, el arrepentimiento y la recuperación pueden tomar tiempo” (203). Al reflexionar en cuanto a nuestra vida, tal vez resulte fácil convencernos a nosotros mismos de que hemos pecado demasiado a menudo y de que hemos hecho cosas por demás graves como para merecer los efectos de la Expiación. Nos criticamos con aspereza y nos martirizamos sin piedad. Quizá sintamos que hemos traspasado el alcance de la Expiación al repetir a sabiendas un pecado que previamente habíamos abandonado. Comprendemos que Dios y Jesús estuvieron dispuestos a perdonar la primera vez, pero nos preguntamos cuántas veces más lo estarán al vernos tambalear y caer antes de decir: “¡Ya basta!”. Nos cuesta tanto perdonarnos a nosotros mismos que erróneamente damos por sentado que Dios debe sentirse del mismo modo. Otro joven me escribió lo siguiente en un correo electrónico: “Detesto escribirle, pero sé que si no lo hago me sentiré mucho peor. Anoche volví a caer, pero esta vez fue mucho peor que ninguna otra, ya que ahora soy poseedor del sacerdocio mayor. Me había arrepentido; me sentía limpio y había jurado que cuando fuera ordenado nunca volvería a caer. En estos momentos me siento como que se me dio algo de gran valor y lo destrocé. Me siento atormentado; no tengo apetito; estoy cansado de luchar conmigo mismo. Sé que no debo despreciarme, pero al presente me resulta realmente difícil no sentirme de ese modo”. Alguien más escribió: “Le aseguro que ya no quiero hacer estas cosas, y cada vez que caigo pienso: teniendo en cuenta cómo me siento en estos momentos, sé que nunca más volveré a hacerlo. Pero, con el tiempo, lo vuelvo a hacer. Es posible que haya pasado por ese proceso mil veces. Todos dicen que tengo que creerle a Cristo, no apenas creer en Él. Pues bien, yo le creo, pero sucede que seguramente Él no cree en mí. Con toda sinceridad y determinación prometo que ya he acabado de pecar, pero, en realidad, nunca lo logro. ¿Cuántas veces habrá Cristo de ser testigo de este ciclo y no sentir que estoy ridiculizando Su expiación?”. Cristo mismo responde esa pregunta: “.... cuantas veces mi pueblo se arrepienta, le perdonaré sus transgresiones contra mí” (Mosíah 26:30; véase también Moroni 6:8). ¿Nos mandaría Cristo que continuáramos ministrando a los afligidos (véase 3 Nefi 18:32) si Él mismo no estuviera dispuesto a ministrarnos continuamente a nosotros en nuestras aflicciones? Aun cuando no hayamos abandonado plenamente un pecado (véase D&C 58:42–43), cada vez que nos arrepentimos estamos un paso más cerca de ese objetivo, tal vez mucho más cerca de lo que pensemos. Pablo escribió: “.... ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos” (Romanos 13:11). Cuando nos sentimos tentados a darnos por vencidos, debemos recordar que Dios es paciente, que el cambio es un proceso y que el arrepentimiento es un modelo en nuestra vida. DIOS ES PACIENTE Al ser mortal, regido por el factor tiempo, le resulta difícil captar el atributo divino de la paciencia. Entendemos la bondad, el amor y el perdón porque conocemos a personas que demuestran esas cualidades divinas. Sin embargo, aun las personas más buenas tienen límites. Dios y Cristo también tienen límites, pero esos juicios finales están todavía muy, muy lejos; no estamos ni siquiera cerca de ellos. Mientras tanto, Dios y Jesús, quienes no están sujetos a relojes ni calendarios, pueden ser realmente pacientes de un modo que no llegamos a comprender. Jesús dice que Su “mano aún está extendida” (2 Nefi 19:12, 17, 21; énfasis agregado), y también: “No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo” (Juan 14:27). A quien alimentó a miles con unos pocos panes y peces (véase Juan 6:10–13), seguramente no le escaseará el deseo ni la capacidad de ayudarnos. Quien fue presto hasta Lázaro (véase Juan 12:2), no enlentecerá Sus esfuerzos por llegar hasta nosotros. Quien encontró muchas veces a Sus apóstoles dormidos (véase Marcos 14:37–40), no descansará hasta que también nosotros seamos revividos. Al final de su misión, un élder escribió: “He aprendido que la lucha en esta vida no es con otras personas, sino con nosotros mismos. Aprendí que la Expiación no se agota, no se termina ni caduca. No hay ninguna indicación de una fecha límite para su consumo, sino que por siempre conservará su efecto en nuestra vida”. Pedro advirtió en términos muy gráficos sobre el volver a pecados del pasado cuando se refirió al perro que vuelve a su vómito y a la puerca limpia que se revuelca en el cieno (véase 2 Pedro 2:22). No obstante ello, en el siguiente capítulo, Pedro nos recuerda que Dios mide el tiempo de un modo distinto al nuestro (véase 2 Pedro 3:8) y declara que si somos diligentes, seremos “hallados por él sin mácula, y sin represión, en paz”. Parece ser que aun los perros y las puercas sumidos en sus hábitos pueden considerar “como salvación la paciencia de nuestro Señor” (2 Pedro 3:14–15). William Tyndale, quien tradujo la Biblia al inglés, dijo: “Si debido a ser frágiles caemos mil veces en un día pero una y otra vez nos arrepentimos, siempre nos aguardará la misericordia de Jesucristo nuestro Señor (en Wilcox, Fire in the Bones, 101). La paciencia del Señor se hace evidente en cuán regularmente los primeros apóstoles enviaron cartas a los santos, cuán a menudo José Smith fue visitado por mensajeros celestiales, y en la regularidad de las conferencias generales en nuestra época. Tal vez no haya mejor ejemplo de la paciencia del Señor que el recordar cuán a menudo han sido enviados profetas a este mundo lúgubre y pecaminoso. En Moroni 10:3 leemos: “[Recordad] cuán misericordioso ha sido el Señor con los hijos de los hombres, desde la creación de Adán hasta el tiempo en que recibáis estas cosas”. A lo largo de toda la historia, cada vez que los hijos de Dios han caído en apostasía, les fueron enviados profetas. Ciertamente, el Señor nunca nos abandonará. EL CAMBIO ES UN PROCESO Hay quienes dicen que está mal pedir cambios en otras personas o en nosotros mismos, que debemos aceptar a cada uno simplemente como es. Aun cuando bondadosa y tolerante, esta forma de pensar se opone tanto a nuestro potencial interior como a las enseñanzas de Jesucristo. Entre las personas más amargadas que conozco se encuentran aquellas que se han “aceptado a sí mismas” tal como son y se rehúsan a cambiar. Han hallado consuelo en librarse de la necesidad de hacer cambios en su vida en vez de buscar la ayuda de los cielos y de darse cuenta de que tienen muchas oportunidades de cambiar y volver a empezar. Si comprendiéramos que el cambio es un proceso, la mayoría de nosotros nunca se enfadaría con la semilla por no ser una flor ni esperaría que un escultor transformara un bloque de mármol en una obra de arte de la noche a la mañana. En cada caso, reconocemos el potencial y pacientemente confiamos en la cristalización y la nutrimos. Alma enseñó que el desarrollar fe en Cristo, el primer principio del Evangelio, es comparable al proceso de plantar una semilla y observar cómo crece. El segundo principio, el arrepentimiento, es igualmente un proceso. El padre del rey Lamoni proclamó: “abandonaré todos mis pecados para conocerte” (Alma 22:18), y experimentó un cambio drástico. La mayoría de nosotros ve que el deshacernos de nuestros pecados lleva más tiempo. El élder D. Todd Christofferson testificó: “Los magníficos ejemplos que hallamos en las Escrituras, no son más que eso—magníficos, pero no típicos. Para casi todos nosotros, los cambios son paulatinos y se van produciendo con el paso del tiempo” (véase “Nacer de nuevo”). Debemos tener cuidado de no referirnos al tema de volver a nacer como si fuera algo que siempre se produce en un instante (véase 2 Corintios 5:17; Mosíah 27:25–29; Alma 7:14). ¿Por qué no habría de ser nuestro renacimiento espiritual el mismo tipo de proceso que nuestro nacimiento físico? Quienes asisten en un parto en el hospital registran la hora exacta de un nacimiento, pero pregunten a la madre que llevó al bebé en su vientre y pasó por el parto, cuánto tiempo llevó realmente ese proceso. Nuestro renacimiento espiritual es aún más prolongado. Pese a que las Escrituras ofrecen advertencias a quienes postergan su arrepentimiento (véase Helamán 13:38; Alma 13:27), hay una gran diferencia entre postergar el día de nuestro arrepentimiento y pasar por el proceso de arrepentimiento, el cual frecuentemente lleva más de un día. Es la misma diferencia entre decir: “Me arrepentiré algún día” y de hecho pasar muchos días arrepintiéndose. No existe tal cosa como “el debido momento” por el cual esperar para arrepentirnos. Hay muchos momentos oportunos a lo largo del camino. El élder Neal A. Maxwell escribió: “Éste es un Evangelio de grandes expectativas, pero la gracia de Dios es suficiente para cada uno de nosotros si tenemos presente que no hay cristianos instantáneos” (Notwithstanding My Weakness, 11). Los niños pequeños no aprenden a caminar en un día. Entre el momento en que es llevado en los brazos de su padre o madre y el día en que corre solo, hay muchos pequeños pasos de la mano, tropiezos y caídas. En el proceso de aprender a caminar, el caer seguramente no es algo deseable, pero las lecciones aprendidas de ello sí lo son. Asimismo, antes de venir a este mundo, Dios sabía que habíamos progresado tanto como podíamos sin haber pasado por una experiencia terrenal. Ya no podríamos progresar si permanecíamos en Su presencia. Había llegado el momento de que Sus hijos aprendieran a caminar por sí mismos. Ésa es la razón por la que Él amorosamente nos puso aquí —al otro extremo de la sala, por así decirlo— y se alejó un tanto de nosotros mientras extendía Sus brazos invitándonos a ir hacia Él. Nuestro Padre Celestial sabía que perderíamos el equilibrio y nos caeríamos unas cuantas veces, razón por la cual planeó desde el principio enviarnos a nuestro hermano mayor para que nos tomara de la mano, nos ayudara a levantarnos y nos guiara a lo largo de la sala hasta llegar a esos brazos extendidos. Empezamos nuestro regreso gateando pero podemos volver a Su lado corriendo. La mayoría de nosotros está familiarizada con el pasaje que se halla en Éter 12:27, en el que se nos enseña que se nos dan debilidades para fomentar la humildad y que la gracia de Cristo es suficiente para hacer que las cosas débiles se vuelvan fuertes. Pero parecería que esperásemos que esa transición fuera instantánea. Cristo podría cambiarnos haciendo una simple seña con Su mano, pero Él sabe que la fortaleza fácilmente lograda no es valorada ni perdura. Ésa es la razón por la cual al transformar debilidades en fortalezas, Él generalmente usa el mismo proceso natural del niño que aprende a caminar: un pie delante del otro y hasta una caída tras otra. Sabemos que el Señor no puede “considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia” (Alma 45:16; D&C 1:31), y que todos pecamos (véase Romanos 3:23), entonces, ¿qué esperanza tenemos? La respuesta es una segunda oportunidad, una tercera oportunidad, una cuarta oportunidad y tantas como sean necesarias hasta que lo logremos. Dios, quien no puede considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia, sí puede aceptar al pecador arrepentido con enorme tolerancia y paciencia. Él sabe que el cambio es necesario, y mediante la expiación de Cristo es posible, pero generalmente es más evolucionario que revolucionario. Dios “no habita en templos impuros” (Alma 7:21) pero, ¿no se siente acaso Su espíritu en templos que están aún en construcción o que están siendo remodelados? Edificar un templo lleva años. La tierra fue formada en seis períodos de creación (véase Moisés 2). La Sión de Enoc llegó a ser una sociedad perfecta “con el transcurso del tiempo” (Moisés 7:21). Moisés y Alma fueron trasladados después de años de santificación (véase Alma 45:19). Parece ser que hasta aquellos que heredarán el reino celestial seguirán tomando parte en el proceso de perfeccionamiento, ya que leemos en D&C 76:60 que “vencerán todas las cosas” (énfasis agregado) y no que ya lo habrán hecho. Esta vida es el tiempo para prepararse para presentarse ante Dios (véase Alma 12:24), pero todavía tendremos la eternidad para aprender a ser como Él. EL ARREPENTIMIENTO ES UN MODELO Los primeros relatos de la experiencia del joven José Smith en la Arboleda Sagrada, recalcan que él había procurado y obtenido el perdón de sus pecados (véase Joseph Smith´s First Vision, Backman, 206–208). Pese a ello, durante los siguientes tres años, José sintió remordimiento por “muchas imprudencias”, “las debilidades de la juventud” y “las flaquezas de la naturaleza humana” (José Smith—Historia 1:28). Por consiguiente, José se retiró a su habitación y volcó su corazón a Dios en busca de perdón. Fue en esa ocasión que Moroni lo visitó por primera vez. Parece ser que aun en la vida del profeta, el pedir y obtener perdón no era cosa de sólo una vez. El ver a Dios, a Jesús y a ángeles no hizo a José inmune de “pecados y flaquezas”. A menudo las revelaciones contienen reprimendas y advertencias solemnes, pero cuán reconfortante le debe haber resultado también escuchar la frase: “Tus pecados te son perdonados”. Qué reconfortante es para nosotros ver cuán a menudo él y otros oyeron esa misma tranquilizadora frase con el paso de muchos años (véase D&C 29:3; 36:1; 50:36; 60:7; 62:3; 64:3; 84:61). El presidente Boyd K. Packer definió al arrepentimiento sincero como un modelo en nuestra vida (véase “Brilliant Moment of Forgiveness”, 7). En otra ocasión, testificó que aun “un alma común y corriente que lucha contra la tentación, que cae, se arrepiente, vuelve a caer y se arrepiente otra vez, pero tiene siempre la determinación de guardar sus convenios”, puede aspirar a oír decir un día “bien, buen siervo y fiel” (Let Not Your Heart Be Troubled, 257). En una conferencia para mujeres en la Universidad Brigham Young, Janet Lee dijo: “Cristo sanó cuerpos, mentes y almas. Pero después de sanar a los leprosos, ¿se vieron ellos librados de penurias? Después de devolver la vista a los ciegos, ¿dejaron ellos de temer? ¿Volvieron alguna vez a tener hambre los cinco mil que Cristo alimentó? ¿Se vieron las aguas que el Señor calmó con Sus manos, encrespadas por futuras tempestades? Claro que sí” (“Pieces of Peace”, 10). Nuestras necesidades —inclusive la necesidad de perdonar— son continuas, y también lo es la expiación de Cristo en su capacidad de satisfacer esas necesidades. Quizás la lección más increíble que debemos aprender de los muchos milagros de Cristo es que para Él no fueron milagros, sino acontecimientos normales de Su vida. A medida que el arrepentimiento llega a ser un modelo regular en nuestra vida, llegamos a valorar cada vez más que el ofrecer perdón es un modelo regular en la Suya. Entonces, la próxima vez que un joven que esté leyendo la oración sacramental cometa un error, recordemos, que ése es precisamente el propósito de la Santa Cena. En eso consiste la continua Expiación —concedernos la oportunidad de volver a empezar. ¿Cuántas veces?, setenta veces siete, o el número que sea. Capítulo 2 ¿QUIÉN NECESITA UN SALVADOR? *** Al tomar la Santa Cena, jamás siquiera consideraríamos el separar los símbolos de la Expiación comiendo el pan mas no bebiendo el agua, o viceversa. En forma combinada nos enseñan sobre la inmortalidad y la vida eterna. Ninguno de los dos por sí solo constituye una dádiva plena, sino que son necesarios los dos elementos para vernos verdaderamente beneficiados. Cuando José y María anunciaron que el nombre de su hijo sería Jesús, es posible que, al igual que muchas otras circunstancias singulares relacionadas con Su nacimiento, el hecho haya generado algunos comentarios entre la gente. ¿No debería acaso el niño recibir el nombre de Su padre, tal como lo imponía la tradición? Ni se imaginaban las inquisitivas multitudes que por esa precisa razón el bebé no sería llamado José. El Padre real de Jesús era Dios, quien envió a un ángel a declarar que el nombre del niño sería Jesús —traducción griega del hebreo Jesúa, que significa Dios es ayuda o Salvador. Los Santos de los Últimos Días estamos lejos de ser los únicos que llamamos a Jesús “el Salvador”. Conozco personas de muchas denominaciones que pronuncian esas palabras con gran sentimiento y profunda emoción. Tras oír una de tales apasionadas declaraciones de un devoto amigo cristiano, le pregunté: “¿De qué nos salvó Jesús?”. Mi amigo quedó un tanto perplejo ante la pregunta, la cual no le resultó fácil responder. Se refirió a tener una relación personal con Jesús y a haber vuelto a nacer; me habló de su intenso amor y su infinita gratitud hacia el Salvador, pero no pudo dar una respuesta clara a mi pregunta. Comparo esa experiencia con una visita a una Primaria de la Iglesia donde hice la misma pregunta: “Si un Salvador salva, ¿de qué nos salvó Jesús?”. Un niño respondió: “De los hombres malos”. Otro contestó: “Nos salvó de que nos lastimáramos mucho”. Y otro dijo: “Abrió la puerta para que después de morir pudiéramos vivir otra vez en el cielo”. Entonces, un brillante futuro misionero explicó: “Bueno, el asunto es así: hay dos muertes, ¿entiende?, la física y la espiritual, y Jesús les partió los dientes a las dos”. A pesar de que su vocabulario no era muy bíblico que digamos, esos niños mostraron un entendimiento claro de cómo el Salvador los ha salvado. Jesús ciertamente venció las dos muertes que sobrevinieron al hombre como consecuencia de la caída de Adán y Eva. Puesto que Jesucristo “quitó la muerte, y sacó a la luz la vida y la inmortalidad” (2 Timoteo 1:10), todos venceremos la muerte física al resucitar y obtener la inmortalidad. Debido a que Jesús venció la muerte espiritual causada por el pecado —el de Adán y los propios— todos tenemos la oportunidad de arrepentirnos, de ser purificarnos y de vivir con nuestro Padre Celestial y otros seres queridos por la eternidad. “Aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos” (Isaías 1:18). Para los Santos de los Últimos Días este conocimiento es básico y fundamental —una lección aprendida en la Primaria. Es una bendición tener tal entendimiento. Recuerdo a un hombre en Chile quien dijo en forma burlona: “¿Quién necesita un Salvador?”. Aparentemente él aún no había comprendido la duración precaria y limitada de su estado actual de existencia. El presidente Ezra Taft Benson escribió: “Del mismo modo que un hombre no siente un deseo real de comida hasta que tiene apetito, tampoco desea la salvación de Cristo hasta tanto no sepa realmente por qué necesita a Cristo. Nadie sabe a ciencia cierta por qué necesita a Cristo hasta que comprende y acepta la doctrina de la Caída y sus efectos en toda la humanidad” (“Book of Mormon”, 85). Tal vez el hombre que preguntó: “¿Quién necesita un Salvador?”, le preguntaría al presidente Benson: “¿Quién cree en Adán y Eva?”. Al igual que muchos que niegan eventos significativos de la historia, tal vez él piensa que Adán y Eva son apenas personajes en un cuento clásico. Es posible que nunca haya oído de ellos antes, pero más allá de si ese hombre acepta la Caída o no, igual tendrá que enfrentar sus efectos. Si ese hombre no ha sentido aún el aguijón de la muerte y del pecado, ya lo sentirá. Tarde o temprano alguien cercano a él morirá, y entonces sentirá el terrible vacío y el dolor que sobrevienen al hombre cuando parte del alma parece ser sepultada junto al cuerpo de ese ser querido. Ese día, él sentirá un pesar cual nunca había experimentado antes y, por cierto, necesitará un Salvador. Del mismo modo, tarde o temprano, sentirá culpa, remordimiento y vergüenza por sus pecados; llegará un momento en que ya no tendrá escapatorias y deberá mirarse a sí mismo en el espejo, sabiendo por seguro que sus decisiones egoístas habrán afectado a otras personas al igual que a sí mismo. Ese día él sufrirá de un modo profundo y desesperado, necesitará un Salvador, y Cristo estará a su lado para salvarlo tanto del aguijón de la muerte como de la mancha del pecado. EL AGUIJÓN DE LA MUERTE Una de las 62.000 personas que asistieron a la ceremonia de puertas abiertas del remodelado Templo de Santiago, Chile, era un hombre que apoyaba a su esposa y a sus hijos en su actividad en la Iglesia pero que se resistía a bautizarse. Yo había hablado con él en varias ocasiones, así que cuando salió de su visita al templo no pude resistir la tentación de bromear un poco con él: “¿Vio la silla ahí adentro?”, le pregunté. “¿Qué silla?”, respondió. “La que tiene su nombre”, le dije, “la que está esperando que usted se bautice para llevar a su familia al templo para ser sellados”. Sonrío y siguiendo la broma me dijo: “Ah, presidente Wilcox, mi vida está bien como está. Puede quitar mi nombre de esa silla; no la necesito”. Unos pocos meses después, la vida que él había dicho que estaba bien, cambió drásticamente. Su hijo de dieciséis años, un presbítero, estaba andando en bicicleta por el vecindario cuando fue asaltado por una pandilla que le exigió la bicicleta. El joven no estaba dispuesto a someterse a esas demandas tan fácilmente, así que uno de los delincuentes esgrimió un cuchillo y apuñaleó de muerte al indefenso muchacho. Cuando el padre se enteró del terrible hecho, se apoderó de él tal ira y odio que de inmediato fue tras los pandilleros, pero no los encontró. Por las noches su dolor era insoportable, no podía controlar las lágrimas y no lograba hallar consuelo en el sueño ya que las pesadillas lo acosaban. Por primera vez en su vida se vio forzado a pensar seriamente en la muerte y preguntas aparentemente sin respuesta lo hostigaban. ¿Se había su hijo realmente marchado para siempre? ¿Habían sido esos pocos años todo cuanto pasarían juntos? ¿Acaso no serviría para nada todo cuanto el muchacho había aprendido y hecho? ¿Había el adolescente pasado por todas las experiencias del crecimiento para terminar prematuramente en la tumba? Ese padre sabía que su hijo era bueno y que había influido en muchas personas por medio de su ejemplo. Ese padre conocía el futuro brillante y prometedor que su hijo había tenido por delante. ¿Podría tan enorme potencial haber quedado truncado? Los amigos le decían que su hijo seguiría viviendo en su recuerdo, pero eso le dejaba poco consuelo. ¿Quién recordaría a su hijo cuando también a él le llegara el momento de dejar esta vida? Ese hombre que había indicado que no necesitaba a un Salvador se veía ahora enfrentado a la realidad de nuestra condición caída. Un filósofo contemporáneo escribió una vez: “El terror más grande de un ser humano es éste: emerger de la nada, recibir un nombre, tener una consciencia, sentimientos, profundas ansias de vivir y expresión personal, y con todo eso, igual morir. Parece un cruel engaño” (en Nibley, “Not to Worry”, 151). Del mismo modo, José Smith preguntó: “¿Cuál es el objeto de llegar a existir para después morir y desaparecer?” (History of the Church, 6:50). Pero después el profeta procedió a hacer algo que otros no habían hecho: ofreció respuestas, y esas respuestas fueron exactamente lo que ese padre chileno anhelaba desesperadamente. El hombre pidió reunirse con los misioneros. Al ellos enseñarle, una buena medida de paz comenzó a reemplazar el desconsuelo y la esperanza empezó a ocupar el lugar del odio. Al poco tiempo tuve el honor de ser invitado a su bautismo. Cuando le vi entrar en la sala vestido de blanco, lo saludé con un sincero y cálido abrazo. Nunca olvidaré la intensidad de su voz cuando me habló al oído y me preguntó: “¿Cree que la silla con mi nombre está todavía aguardándome en el templo?” Volví a abrazarlo, sin siquiera poder imaginar cuánto había sufrido. “Sí”, le aseguré, “la silla está aún allá. Si se mantiene fiel y se prepara, en un año podrá entrar en el templo para ser sellado con su familia —con toda su familia”. Ese hombre que unos pocos meses antes me había dicho que estaba bien tal como estaba, había descubierto cuán desesperadamente necesitaba un Salvador, y Jesús acudió a él, del mismo modo que acude a todos nosotros. LA MANCHA DEL PECADO Junto a la muerte física, también se debe hacer frente a la consecuencia del pecado, o la muerte espiritual. Un día, mientras servía como presidente de misión, un misionero me llamó y me preguntó si podía entrevistar a una mujer que deseaba ser bautizada. Ella necesitaba la entrevista adicional ya que cuando el joven líder de distrito que había efectuado la primera le preguntó si alguna vez se había sometido a un aborto o de alguna forma había participado en uno, ella respondió que sí. Cuando me reuní con ella, entre lágrimas me contó detalles de su pasado, que nunca antes había compartido con nadie. Cuando era joven, poco después de casarse, había quedado embarazada y se había sentido feliz, pero su esposo estaba furioso. Constantemente la acosaba y le exigía que se sometiera a un aborto con el pretexto de que no estaban en condiciones económicas de tener un bebé. Al ella rehusarse, su marido la maltrató físicamente y le prometió que las golpizas continuarían hasta que ella hiciera lo que él le demandaba. Temiendo por su misma vida, finalmente aceptó hacerse el aborto pero nunca perdonó a su marido ni se perdonó a sí misma. Años más tarde el matrimonio acabó en ruinas. El darse su marido a la bebida y el serle continuamente infiel no le habían dejado a la mujer otra cosa que un intenso dolor. Por su cuenta buscó una vida mejor, pero seguía llevando en ella el constante recuerdo del bebé que no había llegado a dar a luz. Entre lágrimas me dijo: “No transcurre un solo día en que no piense en cuántos años tendría mi niño ahora y qué cosas estaría haciendo. No hay un solo día en que no pida en privado el perdón de mi hijo y de Dios”. Nadie sabía en cuanto a las oraciones privadas de esa mujer, y ni siquiera sus parientes más cercanos estaban enterados del aborto y del pesar que resultó de él. Cuando conoció a los misioneros halló renovada esperanza cuando le enseñaron sobre Jesús y la Expiación. Le enseñaron del bautismo y de la oportunidad de ser purificada, pero a ella le resultaba difícil creer y se convenció a sí misma de que ellos le hacían tal promesa porque no sabían de su pasado tan oscuro. Al terminar nuestra entrevista, me dijo: “Ahora que sabe lo que hice, seguramente me dirá que no soy digna de ser bautizada”. “Al contrario”, le respondí. “Con todo mi corazón le testifico que por medio de la expiación de Jesucristo usted puede ser perdonada, purificada y sanada por completo”. Le expliqué que la consecuencia de su decisión no se podía cambiar, pero que el dolor que ella sentía podía ser reemplazado con paz. Sonrió tiernamente y me dijo: “Presidente Wilcox, usted no tiene ni idea de cuánto quisiera creerle, pero pienso que no hay nada que logre hacerme sentir pura otra vez. Temo que si me bautizo Dios me maldiga por atreverme a entrar en aguas tan sagradas indignamente”. Los dos nos marchamos de la entrevista desmoralizados. Varios días después la mujer pidió reunirse conmigo nuevamente. En esa segunda entrevista me contó de un sueño que había tenido en el cual estaba vestida en ropas blancas, pronta para ser bautizada, pero que cuando se acercó a la pila, vio que ésta estaba llena de flores blancas en vez de agua. “¿Qué significado tiene eso?”, me preguntó. “¿Qué me querrá decir Dios?”. Le contesté: “Tal vez ésta sea la manera de Él decirle que no le tema al bautismo. Nuestro Padre Celestial quiere que usted se bautice para que llegue a ser tan pura como esas flores blancas”. Juntos leímos las palabras de Jesús en 3 Nefi 9:13: “¿No os volveréis a mí ahora, y os arrepentiréis de vuestros pecados, y os convertiréis para que yo os sane?”. Entonces le expliqué: “Quizá las milagrosas sanaciones efectuadas por el Salvador en unas pocas personas son recordatorios tangibles de la mayor curación que Él ofrece a toda la gente —la curación de nuestras almas enfermas y manchadas por el pecado” (véase McConkie, Millet y Top, Doctrinal Commentary, 4:41). Le sugerí que cuando se sintiera indigna podía cerrar los ojos y visualizar el cuerpo resucitado de Jesús, en el cual, a pesar de ser perfecto, todavía se veían las marcas de Su crucifixión. Entonces añadí: “Él decidió conservar sus cicatrices para recordarnos que podemos deshacernos de las nuestras”. Pensó en esa imagen por un momento y después se comprometió a bautizarse la semana siguiente, así que hice los arreglos para estar presente en el servicio. Mi obsequio de costumbre a los nuevos miembros era un libro que les ayudara en su estudio del Evangelio, pero esa vez fue diferente. Junto con el libro le llevé flores —un ramo de frescas y hermosas flores blancas, las cuales tuvo en sus manos durante toda la reunión. Ninguno de los presentes comprendía por cuántos años había ella llevado tan grande pesar, vergüenza y remordimiento, consecuencia de aquella decisión personal. Nadie más había oído de su sueño y por qué las flores blancas significaban tanto para esa mujer. Ella sabía cuánto necesitaba un Salvador, y Jesús estaba a su lado, al igual que lo está junto a todos nosotros. UNA NO PUEDE SER SIN LA OTRA Los Santos de los Últimos Días testifican al mundo entero que Jesús nos salva de la muerte al ofrecer inmortalidad y nos salva del pecado al ofrecer vida eterna (véase Marcos 1:39). Además, también nos salva de obtener una sin la otra. Cuando nuestra hija Whitney estaba en el cuarto grado, leyó un magnífico libro titulado Tuck para siempre, escrito por Natalie Babbitt. El libro cuenta de una familia que bebe de la fuente de la juventud para luego descubrir que vivir para siempre no les ofrece la felicidad que ellos habían imaginado. En vez de dar a conocer las buenas nuevas en cuanto a ese manantial secreto, dedican su inmortalidad a proteger a otras personas de lo que ellos habían traído sobre sí. Una noche Whitney me dijo: “Papi, tengo una pregunta, ¿recuerdas cómo siempre has dicho que gracias a Jesús vamos a vivir para siempre?”. Percibí un gran interés detrás de su pregunta, la cual respondí afirmativamente. Entonces me preguntó: “¿Y qué pasa si nosotros no queremos eso?”. Sentí agradecimiento por estar en condiciones de explicar a mi hijita que la inmortalidad es apenas una parte de lo que Jesús nos ofrece. Por sí sola, la inmortalidad tal vez no sea una recompensa muy apetecible. Hasta la pequeña Whitney comprendió que la eternidad es un tiempo muy largo. Los estudios indican que la mayoría de la gente en todas partes del mundo cree que al morir vamos a algo así como un cielo pero, ¿a hacer qué? Si la inmortalidad fuese todo lo que Cristo nos ofreciera, yo, al igual que mi hija, tal vez quisiera considerar otras opciones. Si el cielo no nos ofreciera la promesa de estar junto a nuestros seres queridos, ¿qué clase de cielo sería? Si no me ofreciera a mí la oportunidad de crecer, de emplear todo cuanto haya aprendido en esta escuela terrenal para ayudar a otros a progresar, no estoy seguro de que estaría interesado en ir a ese lugar. Resulta reconfortante que Jesús no nos haya limitado a un obsequio parcial, una caja con un hermoso envoltorio pero sin nada en su interior. Jesús nos brinda una salvación plena de inmortalidad con la posibilidad de un progreso eterno. Siempre habrá algo más a lo que aspirar y lograr. Así como escribió mi madre, Val C. Wilcox: Para aquel que mucho desea, y que más que tiempo, tiene anhelo, la eternidad promete ser un verdadero cielo. Después de que Adán y Eva comieron del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, Dios dispuso protección para el árbol de la vida. Tenía que haber dos árboles —opciones reales con consecuencias reales. Dios les dio a nuestros primeros padres la libertad de escoger, y lo hizo con verdadera intensión. La vida no es un simulador, sino que es real. No obstante, en Su misericordia, Él envió ángeles y una espada encendida para guardar el camino, no permitiendo que Adán y Eva comieran de ese fruto que les habría hecho vivir para siempre (véase Moisés 4:31; Alma 42:3). ¿Por qué?, ¿no quería acaso que ellos vivieran para siempre? Claro que sí, pero no en sus pecados. Si hubieran comido de ese fruto, entonces, al igual que la ficticia familia Tuck que bebió de la fuente de la juventud, Adán y Eva habrían vivido para siempre sin la posibilidad de tener un progreso eterno. Así fue que Dios los mantuvo alejados con una espada encendida —no un símbolo de Su ira, justicia o castigo, sino un símbolo de Su amor encaminado hacia la expiación de Cristo. En el resplandor de esa espada, Adán y Eva, así como todos nosotros, hallamos ambas dádivas de parte del Señor. Así como la inmortalidad sin la posibilidad de vida eterna estaría incompleta, también el reino celestial sería algo poco deseable si estuviera limitado en el tiempo. Ciertamente cruel sería el Dios que nos viera transitar por la existencia premortal, por la vida terrenal y por todo lo que nos espera en el futuro, para después anunciar que el cielo no va a durar mucho o que sencillamente tenemos que empezar de nuevo todo el proceso. La vida eterna —la vida con Dios y con seres queridos— sin la promesa de inmortalidad, no sería otra cosa que la continuación del dolor de esta vida mortal, una existencia oscurecida por el conocimiento que a todo lo bueno le llegará su fin. Las lágrimas de felicidad derramadas en las bodas del templo llegarían a ser lágrimas de amargura si las interminables imágenes reflejadas en los espejos de la sala de sellamientos no representaran una realidad eterna y nuestras atesoradas relaciones no pudieran continuar. Al tomar la Santa Cena, jamás siquiera consideraríamos el separar los símbolos de la Expiación comiendo el pan mas no bebiendo el agua, o viceversa. En forma combinada nos enseñan sobre la inmortalidad y la vida eterna. Ninguno de los dos por sí solo constituye una dádiva plena, sino que son necesarios los dos elementos para vernos verdaderamente beneficiados. TODA RODILLA SE DOBLARÁ Por el momento, los Santos de los Últimos Días estamos entre los pocos que conocen estas verdades, pero un día, todos las conocerán. Las escrituras prometen que toda rodilla se doblara y toda lengua confesará que Jesús es el Cristo y que nuestra inmortalidad y vida eterna se las debemos a Él (véase Isaías 45:23; Romanos 14:11; Mosíah 27:31; D&C 88:104). Del mismo modo que con mis amigos en Chile, tal vez muchos no se den cuenta ahora, pero tarde o temprano, todos debemos hacer frente a la pregunta formulada por Pilato: “¿Qué, pues, haré con Jesús, que es llamado el Cristo?” (Mateo 27:22). Lamentablemente, millones de personas no saben nada en cuanto a Él. Otros tal vez sepan de Él pero permanecen indiferentes o ciegos a Su influencia y Sus dones. También están aquellos que a sabiendas desobedecen Sus mandamientos y ridiculizan lo que es sagrado. Para tales personas Jesús no es más que un nombre empleado con suma liviandad. En una ocasión me senté delante de dos hombres en un vuelo con destino a Salt Lake City. Uno le preguntó al otro: “¿Crees que deberíamos ir a ver el tal y cual templo mormón?”. El otro le respondió: “No seas idiota, no te dejarán entrar en el tal y cual templo; al único lugar donde puedes ir es a un tal y cual centro de visitantes”. Entonces procedió a contarle una anécdota “humorística” de una vez que él y otro amigo habían ido a visitar ese lugar donde habían visto la estatua de Cristo con Sus brazos extendidos. En vez de haberse sentido conmovidos espiritualmente, habían tramado la forma de colgar un yo-yo de un dedo de la estatua y tomar una fotografía sin ser descubiertos. Me sentí indignado al oír a esos dos hombres hablar de ese modo tan sacrílego. Ellos, así como que los soldados romanos que clavaron a Jesús a la cruz, “no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Al igual que con la gente en los días de Enoc, “se han endurecido sus corazones, y sus oídos se han entorpecido, y sus ojos no pueden ver lejos” (Moisés 6:27). Parecería que las personas descritas por Juan no son las únicas que no saben que son desdichadas, miserables, pobres y ciegas (véase Apocalipsis 3:17). Lastimosamente, lo que Cristo “consumó” en la cruz (Juan 19:30) aún no parece tener mucha relevancia en la vida de demasiados seres humanos. Consideremos las siguientes escenas: 1. Una amiga que no es miembro de la Iglesia me comentó que al mudarse a una nueva casa, algunos vecinos fueron a presentarse mientras bebían cerveza e indicaron ser mormones. 2. En Chile conocí a muchos jóvenes de nombre Mosíah, Nefi y Moroni que jamás habían entrado en una capilla Santo de los Últimos Días y tenían el cuerpo cubierto de tatuajes y “piercings”. 3. Muchos de mis estudiantes en la universidad se han referido a artículos aparecidos en Internet escritos por personas graduadas de la Universidad Brigham Young que ahora llevan un estilo de vida alternativo y ridiculizan ese mismo código de honor al que un día se suscribieron y la Iglesia para la que una vez sirvieron una misión. ¿Le dan tales miembros un “mal nombre” a la Iglesia? Por supuesto que sí. Sin embargo, quiero pensar que también resaltan la necesidad que el mundo tiene de la Iglesia de Jesucristo y recalcan cuán plenamente dependientes somos todos del bebé a quien no se le puso de nombre José. LO QUE PODEMOS OFRECERLE Por cada tantas personas que rechazan al Señor están las que permanecen fieles. En el corazón de muchos devotos discípulos no existe ninguna duda de la razón por la cual necesitan a Cristo. La duda que sí tienen es si Él los necesita a ellos. El Primogénito en la existencia premortal, el Creador del universo, el hacedor de milagros y el mayor entre todos nosotros, ¿acaso los necesita a ellos? Sí los necesita. Para los miembros de Su Iglesia, el pan de la Santa Cena representa el cuerpo de Cristo, mientras que el agua representa Su sangre. Pero sin nosotros, esos benditos emblemas apenas llenan las bandejas. Nosotros debemos tomarlos y llevarlos al cuerpo; debemos internalizar la ofrenda de Jesús. Esa es la forma como agradecemos al Señor por todo cuanto ha hecho —aceptando Su amor, recordando Su sacrificio, y aplicando Sus enseñanzas y Su expiación en nuestra vida. Los dones de Cristo son ofrecidos libremente, pero también deben ser libremente aceptados (véase D&C 88:33). Erróneamente pensamos que Jesús ya lo tiene todo, pero en realidad no es así. Él no lo tiene a usted ni tampoco me tiene a mí, hasta que nos demos a Él. El élder Bruce C. Hafen escribió: “El Señor no puede salvarnos sin nuestro propio esfuerzo de buena fe .... más allá de cuánto Él daría para hacernos Suyos. .... No sólo que no lo haría, sino que no puede hacerlo contra nuestra voluntad” (Believing Heart, 85). El élder Neal A. Maxwell confirmó esta verdad cuando enseñó: “La sumisión de nuestra misma voluntad es realmente la única posesión personal que debemos poner sobre el altar de Dios” (véase “Absorbida en la voluntad del Padre”). La palabra Expiación no es muy comúnmente usada, y los efectos de tan divino hecho no son siempre cabalmente comprendidos. No sólo que Cristo lo hizo todo por nosotros, sino que aguarda ansioso que cada uno lo acepte, que lo internalice y que lo haga válido. Más allá de cuan insignificante yo pueda sentirme a veces, siempre tengo algo que ofrecerle —lo mismo que lo que mis hijos me ofrecen a mí como padre. Cuando mi hija Whitney era pequeña, me dijo una vez: “Papá, tú trabajas mucho”. Yo le respondí: “Lo hago para darte lo que necesitas”. Entonces me dijo: “Lo siento papá; si no me tuvieras, no tendrías que trabajar tanto”. La abracé tiernamente y le dije: “Si no te tuviera, mi vida estaría vacía. El trabajar duro es un pequeño precio a pagar por la bendición de tenerte”. Entonces ella me dio un espontaneo y sincero abrazo que me llenó de felicidad. Cuando mi entonces adolescente hijo David deslizó una nota por debajo de la puerta de mi habitación para agradecerme y expresar su amor, también tuve ese mismo sentimiento. Cuando mi hijo mayor, Russell, se selló en el templo con su esposa, Trish, y cuando mi hija mayor, Wendee, compartió su testimonio en una Conferencia de Mujeres en la Universidad Brigham Young, nuevamente me sentí lleno de gozo. Eso es lo que Alma sintió cuando la fe de aquellos a quienes estaba enseñando le hizo declarar: “Grande es mi gozo” (Alma 7:17). Ése es el mismo sentimiento que podemos ofrecerle a Cristo cuando confiamos en Su cuidado. Al recordar, valorar y honrar al padre de nuestro segundo nacimiento, le damos gozo en Su posteridad. Jesús no necesita seguidores para que le den estima personal, autoridad o poder. Él es el Ser supremo completamente independiente de Sus seguidores. No obstante ello, Él recibe de Sus discípulos algo que toda la estima, la autoridad y el poder del universo no pueden ofrecer: gozo. En el Viejo Mundo, Cristo aconsejó a Sus seguidores que guardaran los mandamientos y que se amaran los unos a los otros. “Estas cosas os he hablado”, dijo, “para que .... vuestro gozo sea completo” (Juan 15:11; énfasis agregado). Sin embargo, cuando llegó al Nuevo Mundo y vio la fidelidad, el amor y la aceptación de la gente, declaró: “Y ahora he aquí, es completo mi gozo” (3 Nefi 17:20; énfasis agregado). Al anunciar el nacimiento de Cristo, el ángel declaró: “ .... os doy nuevas de gran gozo” (Lucas 2:10). La vida y el sacrificio de Jesús nos traen gozo y cuando nosotros nos le acercamos seguramente le resultará gozoso a Él. Hallo un profundo propósito en saber que de un modo pequeño y personal Él me “necesita” a mí. “Existen los hombres para que tengan gozo” (2 Nefi 2:25), pero los hombres también existen para que Él sienta gozo. Imagine cómo se sentirá el Señor cuando pueda terminar de una manera diferente la penosa reflexión que hizo mucho tiempo atrás: “¡Cuántas veces quise [juntaros], como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! (Mateo 23:37; énfasis agregado). El élder Bruce C. Hafen escribió: “La expiación de Cristo es el núcleo mismo del plan de Dios. Sin tan valioso sacrificio, no habría ninguna manera de regresar al hogar celestial, ninguna manera de estar juntos, ninguna manera de ser como Él es. Nos dio todo cuanto Él tenía. Por lo tanto, cuán grande será Su gozo (D&C 18:13) si tan siquiera uno de nosotros llega a comprender eso —cuando levantamos la cabeza de los laberintos cotidianos y elevamos nuestra mirada a los cielos” (“véase “La Expiación: Todo por todo”). Leemos que “la gloria de Dios es la inteligencia” (D&C 93:36). ¿Qué soy yo, en mi forma más pura, sino una inteligencia organizada? (véase Abraham 3:22). Mediante mi justa decisión de entregarme a Dios y a Jesús, yo les doy gloria (véase D&C 132: 31, 63), y en un mundo lleno de ignorancia, apatía y abierta rebelión, tal ofrenda tiene valor. Tal vez parezca pequeña o limitada, pero no es trivial porque, dicho en forma sencilla, nuestro Padre Celestial y nuestro Salvador Jesucristo se apenan si escogemos no sacar provecho de la sagrada Expiación en nuestra vida. Cuando mi madre enseñaba el segundo grado, un día una niña se enfermó durante la clase. Mamá llamó a la madre de la niña quien la llevó al médico, donde descubrieron que tenía una sería y dolorosa infección en ambos oídos. La madre preguntó a su hija por qué no le había dicho que no se sentía bien, a lo que la niña respondió: “Porque tú me habrías hecho quedar en casa y mi maestra me habría echado de menos”. Si escogemos quedarnos rezagados, por cierto que nos privaremos de muchas cosas, pero nuestro Padre Celestial también se verá privado. Donde existe gran amor y apego, también hay enorme riesgo de padecer dolor. Dios sabía eso desde el comienzo, pero nos amó de todos modos. La eficacia y el éxito de Dios como padre no están sujetos a cada uno de nosotros individualmente, pero una cierta medida de Su gozo personal sí lo está. Cristo ofrece la victoria sobre la muerte y el pecado. Sin embargo, la Resurrección será un acontecimiento singular, como también lo será el juicio final. Esos momentos, a pesar de cuán impresionantes serán, así como llegan, se marcharán. El doblado de toda rodilla y la confesión de toda lengua tal vez también sean hechos breves, pero nuestra capacidad de llevar gozo a Dios es interminable. Si me descuido, la Expiación puede ser vista con la mira puesta en mi gloria ya que se encarga de mi muerte y mis pecados. Si la veo con la mira puesta en la gloria de Dios, comprendo que la Expiación es realmente continua, y esa naturaleza continua de la Expiación se halla no sólo en el don completo de Cristo, el cual nosotros recibimos, sino también al descubrir los dones de corazón y voluntad que nosotros tenemos para dar, y al ofrecerlos después a Dios continuamente. Capítulo 3 ÉL NOS CUBRE *** La Caída fue diseñada —con toda la miseria y el dolor que la acompañó— para que en última instancia nos ofreciera libertad y felicidad. No hay atajos a tomar en nuestro camino al reino celestial. Todos cuantos terminen allí tendrán que pasar por el mundo solitario y lúgubre. Dios conocía los problemas relacionados con esta prueba mortal, pero también sabía que Jesús sería la solución para tales problemas. Muy a menudo oímos los nombres Jesús y Cristo juntos y muchos erróneamente piensan que Cristo era el apellido de Jesús. Durante Su vida mortal se conocía al Señor por el nombre de Jesús el carpintero o Jesús de Nazaret. En la actualidad conocemos apellidos que también denotan una profesión (como Quintero) o un lugar (como Prado), pero Cristo no es un apellido sino un título. Es en español el equivalente al griego Cristos o al hebreo Mesías, que quiere decir el Ungido. Mucho antes de que naciéramos y aun antes de la caída de Adán y Eva, Jesús fue ungido por Dios el Padre para ser nuestro Salvador y Redentor (véase D&C 138:42). Aquellos que no comprenden la existencia premortal tampoco pueden comprender cómo Jesús fue preordenado para Su función. Hay quienes se equivocan al pensar que Dios hizo planes para que esta tierra fuera un perpetuo jardín de Edén para todos, que Adán y Eva igual podrían haber tenido progenie a pesar de su estado de inocencia, y que el objetivo para la humanidad era vivir para siempre recogiendo flores y retozando con los animales. Quienes se acogen a esa forma de pensar ven a Satanás como aquél que arruinó los planes de Dios al tentar a Adán y a Eva. Ellos sostienen que la idea de que comieran del fruto no estaba en el plan original de Dios y que después Él tuvo que reparar el daño, solucionar el problema, tapar el agujero, a fin de evitar un verdadero desastre para Adán y Eva y su posteridad. De acuerdo con algunas personas, fue en ese momento en que Dios decidió enviar a Jesús para que arreglara lo más posible la situación. Enseñan que, aun cuando a la larga no podemos coartar el plan de Dios, al presente estamos sufriendo un gran revés. A pesar de que me he encontrado muchas veces con esta versión de los comienzos de la vida en la tierra, me resulta difícil tener fe y confianza en un Dios que está llevando a la humanidad entera por un camino diferente al que en principio era Su voluntad seguir. Para los Santos de los Últimos Días, Dios lo puede y lo sabe todo (véase 2 Nefi 9:20; Alma 26:35; Moroni 7:22). Nuestro Padre Celestial siempre ha sabido que nosotros creceríamos y progresaríamos mejor en un mundo telestial que en un huerto paradisíaco. Sabía que Adán y Eva no podrían engendrar ni eficazmente criar hijos mientras no ganaran conocimiento. Dios sabía que la muerte era una parte necesaria de nuestro progreso eterno, y que el pecado sería un resultado inevitable de estar apartados de Su presencia sin tener recuerdo de Él. Sabía que la vida en la tierra no sería el fin, sino un paso más en la debida dirección. Dios le permitió a Satanás tentar a Adán y a Eva, sabiendo de antemano que habrían de transgredir y caer. Aun cuando tuvieron que tomar por sí mismos esa decisión a conciencia, ésta no contrarió el plan maestro de Dios ni Sus deseos. Su caída no fue hacia abajo, sino, como he oído decir, cayeron “hacia adelante”. ¡Pensemos en todo lo que Adán y Eva sabían al momento de pasar de esta vida, que no sabían cuando se encontraban en el huerto de Edén! “Sus años de experiencia mortal con el arrepentimiento, la humildad, el pesar y un esfuerzo fiel, llegaron a ser el curso didáctico del Señor para ayudar a Adán y a Eva a desarrollar la capacidad de vivir una vida celestial significativa” (Hafen y Hafen, Belonging Heart, 69). La Caída fue diseñada —con toda la miseria y el dolor que la acompañó— para que en última instancia nos ofreciera libertad y felicidad. No hay atajos a tomar en nuestro camino al reino celestial. Todos cuantos terminen allí tendrán que pasar por el mundo solitario y lúgubre. Dios conocía los problemas relacionados con esta prueba mortal, pero también sabía que Jesús sería la solución para tales problemas, y con tal fin Él fue ungido. Así como la Caída fue necesaria para superar la barrera que se interponía entre nuestros espíritus premortales y su potencial eterno, la Expiación era necesaria para superar los efectos de la Caída. Jesús ofrecería un medio para que resucitáramos y, al Él echarse al hombro nuestras culpas y castigos, también nos brindó la manera de ser purificados. Sin embargo, esas cosas no constituirían la totalidad de Sus ofrendas en nuestro favor, Él también tomó sobre Sí nuestros padecimientos y pesares. Nos proporcionó el modo de ser consolados en medio de todas nuestras pruebas; sufrió a solas para que nosotros nunca tuviéramos que pasar por lo mismo. Mediante Su expiación todos podemos estar cubiertos y ser ayudados, consolados y, en última instancia, acogidos en Sus brazos. LA EXPIACIÓN NOS CUBRE El término expiación proviene de la palabra del antiguo hebreo kâfar, la cual significa cubrir. Cuando Adán y Eva comieron del fruto y descubrieron su desnudez en el Jardín de Edén, Dios pidió a Jesús que les hiciera túnicas de pieles para cubrirles. Ahora bien, tales túnicas de pieles no crecían en los árboles, sino que tienen que haber sido hechas con la piel de un animal, lo cual quiere decir que un animal tuvo que ser sacrificado. Tal vez ése haya sido el primer sacrificio de un animal, y gracias a él, Adán y Eva fueron cubiertos físicamente. De igual manera, mediante el sacrificio de Jesús, nosotros también somos cubiertos emocional y espiritualmente. Cuando Adán y Eva dejaron el jardín, lo único que pudieron llevar consigo como recuerdo de Edén fue las túnicas de pieles. El único elemento físico que llevamos con nosotros al salir del templo como recuerdo de ese lugar celestial es una cubierta o protección similar. El gárment nos recuerda nuestros convenios, nos protege y hasta promueve la modestia. Además de ello, es un poderoso símbolo personal de la Expiación —un recordatorio constante, tanto de día como de noche, de que gracias al sacrificio de Jesús, estamos cubiertos. (Estoy endeudado con Guinevere Woolstenhulme, una profesora de religión de la Universidad Brigham Young, por compartir sus conocimientos sobre el significado de kâfar). Jesús nos cubre (véase Alma 7) cuando nos sentimos despreciables e ineptos. Cristo se refirió a Sí mismo como “Alfa y Omega” (3 Nefi 9:18). Alfa y omega son la primera y la última letras en el alfabeto griego. Cristo por cierto es el comienzo y el fin. Quienes estudian estadísticas aprenden que la letra alfa es usada para representar el grado de relevancia en un determinado estudio. Jesús también es quien da valor y relevancia a todo. Robert L. Millet escribe: “En un mundo que ofrece endebles y fugaces remedios para los males de la vida mortal, Jesús se acerca a nosotros en nuestros momentos de necesidad con una ‘esperanza más excelente’ (Éter 12:32)” (Grace Works, 62). Jesús nos cubre cuando nos sentimos perdidos y desanimados. Cristo se refirió a Sí mismo como la “luz” (3 Nefi 18:16). Él no siempre nos aclara el camino, pero sí lo ilumina. Además de ser la luz, Él aligera nuestras cargas. “Porque mi yugo es fácil”, dijo el Señor, “y ligera mi carga” (Mateo 11:30). Él no siempre quita los yugos que pesan sobre nuestros hombros, pero sí nos fortalece para que podamos cargarlos y nos promete que serán para nuestro bien. Jesús nos cubre cuando nos sentimos maltratados y lastimados. José Smith enseñó que puesto que Cristo satisface las demandas de la justicia, todas las injusticias serán corregidas para los fieles en el aspecto eterno de las cosas (véase Enseñanzas, 445–446). Marie K. Hafen declaró: “El evangelio de Jesucristo no nos fue dado para prevenir el dolor, sino para sanarlo (“Eve Heard All These Things”, 27). Jesús nos cubre cuando nos sentimos indefensos y abandonados. Cristo se refirió a Sí mismo como nuestro “abogado” (D&C 29:5); alguien que cree en nosotros y que da un paso al frente para defendernos. Leemos: “Jehová, roca mía y baluarte mío, y mi libertador; Dios mío, fortaleza mía, en quien me refugio; escudo mío” (Salmos 18:2). Un escudo se usa como protección contra el ataque de agresores. Jesús no siempre nos protege contra las desagradables consecuencias de enfermedades o de las malas decisiones de otras personas, ya que todo ello es parte de la experiencia terrenal, pero sí nos da protección contra el temor que nos invade en momentos de oscuridad, evitándonos el tener que enfrentar solos esas dificultades. LA EXPLIACIÓN NOS AYUDA Una mujer preguntó una vez: “Además de por el hecho de ser cortés, ¿por qué se interesaría Cristo en las ineptitudes, el dolor, las enfermedades y el desaliento, si tales experiencias mortales no nos hacen impuros?” Aun cuando no son pecados, muchas experiencias mortales tienen el potencial de alejarnos de Dios si no se les ve desde la perspectiva ofrecida por el plan de salvación. Muchos son los que levantan el puño lleno de ira hacia los cielos y dicen: “¿Por qué me sucede esto a mí?”, sin comprender que en esos mismos momentos tendrían que extender una mano abierta hacia el cielo e implorar por ayuda. Juan el Bautista profetizó: “Todo valle se rellenará, y se bajará todo monte y collado” (Lucas 3:5). Tal vez en el futuro esas palabras se cumplirán literalmente, pero por ahora describen metafóricamente la ayuda muy real que Jesús ofrece. Si los nudillos de las manos representan los valles y los collados de nuestra vida, es Jesús quien se ofrece a sostener nuestras manos al transitar por ambos. Si tan siquiera extendiéramos nuestra mano hacia Él, el Señor la tomaría. Mientras muchos en el mundo ven en la ayuda de Dios casi el mismo efecto que una pata de conejo u otro amuleto, fieles Santos de los Últimos Días que hacen convenios con Dios en Su santa casa conocen el poder que proviene de sentir Sus manos en la de ellos. En verdad, tal como lo profetizó Juan, Jesús hace que todo collado sea conquistable, y llena todo valle. El presidente Boyd K. Packer escribió: “Por alguna razón pensamos que la expiación de Cristo se aplica al final de la vida mortal únicamente a la redención de la Caída —de la muerte espiritual. Es mucho más que eso, es un poder que en todo momento podemos reclamar en la vida cotidiana. .... La Expiación tiene un valor práctico, personal y diario” (véase “El toque de la mano del Maestro”). Recuerdo cuando en una ocasión asistí al bautismo de un estupendo matrimonio en Chile. Gloria y José habían recibido las lecciones de parte de misioneras y ellas me los presentaron el día de su bautismo. Yo había estado en otros servicios bautismales donde se sirvieron refrigerios, pero nunca preparados por quienes se estaban bautizando. Gloria había preparado una torta y quería ser ella quien sirviera a todos; ése era su estilo. Había estado muy envuelta en la organización de mujeres de su iglesia anterior, y cuando se unió a la Iglesia de Jesucristo sirvió en la Sociedad de Socorro aún con mayor diligencia. “¿Cuál es su deseo más grande?”, le pregunté una vez, a lo que respondió: “Quiero que mis hijos vean la luz y también se bauticen en la Iglesia”. Pero sus hijos mayores siguieron diciéndoles a sus padres que habían cometido un error al bautizarse. Gloria simplemente sonreía y contestaba: “Un día comprenderán que tomamos la debida decisión”. Con el paso del tiempo, Gloria empezó a estar ausente en algunas reuniones de la Iglesia —no debido a la falta de deseo, sino porque le resultaba difícil caminar. Al principio pensó que todo era resultado de los achaques de la edad, y desplazarse se le hacía más difícil que antes. Más allá de su desafío, siguió adelante con esfuerzos renovados. Un día las misioneras me llamaron para darme una noticia terrible; a Gloria se le había diagnosticado ELA (esclerosis lateral amiotrófica), mejor conocida como enfermedad de Lou Gehrig. Este horrible y debilitante mal empieza a apagar el cuerpo restringiendo el movimiento hasta que la persona muere. Pese a que la enfermedad va paralizando las funciones físicas, sus víctimas permanecen en total alerta, completamente conscientes de lo que les está sucediendo. Las hermanas estaban muy preocupadas y comentaban: “No sólo que el diagnóstico dejó perplejos a Gloria y a José, sino que ahora los hijos mayores les están diciendo que éste es un castigo de Dios por haberse unido a la iglesia mormona”. Yo me preguntaba cómo un joven e inexperto médico en uno de los hospitales públicos de Santiago podía haber hecho tan serio diagnóstico sin llevar a cabo ningún examen. Empecé a hacer averiguaciones para ver si podíamos encontrar médicos mejor calificados y se me dio el nombre de uno de los especialistas más renombrados del país que trabajaba en el mejor hospital. Me puse en contacto con él y le expliqué la situación, tras lo cual me confirmó que era muy difícil diagnosticar la ELA en tan temprana fase y añadió que la enfermedad era mucho menos común en la mujer que en el hombre. Les dije a las misioneras que Gloria debía ser examinada antes de aceptar ese diagnóstico tan sombrío, pero me dijeron que ella y su esposo no disponían de los medios para consultar a un especialista. Allí fue cuando las misioneras pusieron manos a la obra. Por su cuenta empezaron a escribir a familiares y amigos para explicarles la situación y pedir ayuda. También se pusieron en contacto con ex misioneros que habían conocido a Gloria y a José, buscando su colaboración. Algunos de mis propios parientes se ofrecieron para ayudar al enterarse de la situación. Cuando su sumaron las donaciones había más que suficiente para que Gloria fuera examinada por el mejor especialista del país. Se imaginarán cuán grande nuestra desilusión cuando nos enteramos de que el diagnóstico era exactamente el mismo; el primer médico había estado acertado. Al salir del consultorio del especialista, Gloria me miró y, conteniendo las lágrimas, me dijo: “Por lo menos ya estamos seguros de lo que es y podemos dejar de especular”. José me preguntó si podría darle una bendición a su esposa, así que encontramos una sala vacía en el hospital y bendije a Gloria para que la fe reemplazara sus temores. La enfermedad avanzó en forma más acelerada de lo que nadie hubiera podido anticipar. Pese a que no se conoce una cura, hay medicamentos que ayudan. El fondo de ofrendas de ayuno ofreció a Gloria y José lo que ellos no podían proveer por sí mismos. Cada uno de sus hijos hizo frente a la situación a su propio modo, pero todos estaban impresionados con la enorme fe de su madre. Gloría continuó sonriendo, asistiendo a la Iglesia, leyendo las Escrituras y cantando los himnos. Al poco tiempo ella ya no podía caminar sin ayuda y más tarde le resultaba imposible peinarse o cepillarse los dientes. Esa mujer que había dedicado su vida al servicio de otras personas ahora requería el servicio de los demás. Su esposo y los otros miembros de la familia la atendían amorosamente y también ayudaban la gente del barrio y los misioneros. Al aproximarse el fin de mi misión y aprontarnos para partir de Chile, fui invitado a una fiesta de despedida organizada por Gloria y José y otros amigos de su barrio. Había refrescos, papitas y roscas dulces cubiertas de azúcar impalpable. Ella sabía que yo los amaba. Pasamos un momento muy agradable y con orgullo Gloria me comentó que sus hijos varones mayores habían decidido bautizarse y que se estaban preparando para asistir al campamento de Hombres Jóvenes de la estaca. Una hija mayor, aun cuando no estaba interesada en el bautismo, demostraba tener sentimientos más tiernos hacia la Iglesia y ya no creía que Dios estaba castigando a su madre. Como regalo de despedida, Gloria me entregó un hermoso retrato bordado que ella había hecho años antes. El hecho de que sus manos y brazos ya no le permitían crear algo tan bello, hizo que el obsequio tuviera aún más valor. Al terminar la despedida, me resultó difícil controlar la emoción. Mi misión estaba terminando, pronto regresaría a los Estados Unidos y era casi seguro que nunca más volvería a ver a Gloria en esta vida. Lloré al despedirme de ella con un abrazo, y antes de que yo pudiera decir nada, ella me miró y me dijo: “Fe, presidente Wilcox, no temor”. No había estado de regreso en casa por un año cuando me enteré de que Gloría había fallecido. Al hacer llegar mi sentido pésame a la familia, sabía que ella sería echada de menos por todos quienes la conocía y la amaban, y también sabía que Jesús la había ayudado en cada paso de su difícil trayecto. LA EXPIACIÓN NOS CONSUELA Del mismo modo que recibimos ayuda en momentos de enfermedad, la Expiación nos consuela cuando cometemos errores. Nunca olvidaré cuando fui invitado a hablar junto al élder Robert E. Wells, entonces miembro del Primer Quórum de los Setenta, en el pabellón de mujeres de la Penitenciaría Estatal de Utah. Al organizar algunas ideas y bosquejar un breve discurso, no pude menos que preguntarme de qué habría de hablar el élder Wells en una prisión. ¿Llamaría a las reclusas al arrepentimiento o les expresaría su amor? ¿Las desafiaría a reflexionar en el pasado o a fijar metas para el futuro? Cuando finalmente llegó el día, terminé mis palabras y después presenté al élder Wells a las mujeres. Algunas de ellas eran Santos de los Últimos Días y lo conocían, pero para quienes no eran miembros, él era apenas un rostro desconocido. Lo veían únicamente como un bondadoso abuelo que había ido a compartir con ellas algunos consejos. No creo que ninguna de las presentes, miembros de la Iglesia o no, esperaban recibir el poderoso y muy personal testimonio que el élder Wells expresó sobre el Salvador. “Jesucristo murió por nuestros pecados”, empezó diciendo, “pero también por nuestros errores”. Después habló sobre su primera esposa y los años que vivieron en Sudamérica, donde él trabajaba para una institución bancaria internacional. Debido a las grandes distancias que debían recorrer en sus viajes, los dos tenían brevetes de piloto, lo que les permitía operar sus propios aviones. En una ocasión volaron desde Paraguay, donde vivían en esos días, hasta Uruguay, para asistir a las sesiones del sábado de una conferencia de la Iglesia. También tenían planeado ir a las sesiones del domingo, pero se les informó que se avecinaba una tormenta y decidieron adelantar su partida a fin de estar de regreso en Paraguay antes de que el tiempo cambiara. Todo iba tal cual lo habían planeado hasta que entraron en una zona de nubes espesas, perdiendo el contacto visual y de radio entre sí. El élder Wells voló hasta el siguiente aeropuerto donde tenían planeado reabastecerse de combustible y allí fue informado de que el avión que piloteaba su esposa se había estrellado y que ni ella ni los dos pasajeros habían sobrevivido. Tras conseguir un vehículo, el élder Wells se dirigió prestamente hasta el lugar de la tragedia. Para entonces, todos los presentes en la charla de la prisión escuchaban atentamente. El élder Wells les dijo: “Cuando llegué al lugar, se esfumó toda esperanza de que el informe hubiera estado equivocado, y comprendí que mi esposa ya no estaba más a mi lado. No hay palabras que puedan describir el dolor que invadió mi alma, consumiendo mis emociones y entumeciendo mis sentidos. Las lágrimas de profundo pesar no cesaban de correr por mi rostro. Para empeorar las cosas, mientras en mi mente procuraba lidiar con la atormentante realidad de la muerte de mi esposa, comencé a experimentar un enorme sentido de culpa por haber sido, de algún modo, el causante de la tragedia”. El élder Wells explicó cómo se había reprochado a sí mismo por no haber pedido que revisaran mejor el avión antes de volar y se reprobaba por no haber dado a su esposa instrucciones más adecuadas en cuanto al uso de los instrumentos de vuelo. Se sentía culpable de negligencia. El élder Wells continuó: “Todo eso, sumado al remordimiento por la pérdida de dos queridos amigos además de mi amada esposa, llegó a ser una carga casi imposible de sobrellevar. Una vez que las lágrimas cesaron, sencillamente perdí todo deseo de seguir adelante”. El silencio en el salón era sepulcral, y hasta las personas que estaban de guardia cumpliendo con su deber prestaban completa atención al élder Wells. Todos comprendían que ese hombre estaba compartiendo desde el fondo de su corazón un relato rara vez expresado en público. Reinaba en el lugar una respetuosa reverencia. El élder Wells prosiguió: “El momento más difícil llegó, por supuesto, cuando tuve que hacer saber a nuestros tres hijos que su madre había muerto. Ellos tenían siete, cuatro y un año de edad respectivamente. Me arrodillé para mirarles directamente a los ojos y entonces, a través de irreprimibles lágrimas, les conté del accidente. Los dos mayores echaron sus brazos alrededor de mi cuello —no buscando consuelo, sino para consolarme a mí. En medio de tan enorme pesar pude decirles que gracias a la expiación de Jesús, su madre seguía viviendo y que un día volveríamos a estar juntos como familia. Aquellas palabras trajeron consigo a cada uno de nosotros una reconfortante tranquilidad”. Entonces el élder Wells explicó a las mujeres en la prisión que en los meses y años posteriores al trágico hecho él había llegado a descubrir más en cuanto a la Expiación que lo que jamás había comprendido hasta ese momento. Sí, le dio la promesa de la resurrección de su esposa y de que, si él vivía dignamente, tendrían un dichoso reencuentro en el más allá. Lo que es más, aprendió que la Expiación también lo sostendría aquí y ahora. De hecho, era lo único que lo lograría. El élder Wells dijo: “Después del funeral de mi esposa en los Estados Unidos, y tras regresar a Paraguay con mis tres niños, mi mente entró en un profundo estado de aturdimiento. Pasé a ser un vegetal ambulante, capaz de funcionar apenas a un nivel mínimo, y eso lo hacía sólo por el bien de mis hijos, ya que no tenía ninguna otra motivación. A decir la verdad, por el siguiente año mi vida fue completamente opaca e insípida, resultándome imposible ver nada bello en ella. Simplemente subsistía, nada más. “Entonces, una noche, mientras oraba de rodillas, ocurrió un milagro. Al implorar a mi Padre Celestial, sentí como si el Salvador se acercara a mi lado y hablara estas palabras a mi alma y a mis oídos: ‘Robert, mi sacrificio expiatorio pagó por tus pecados y por tus errores. Tu esposa te perdona; tus amigos te perdonan; yo aligeraré tus cargas. Sírveme, sirve a tu familia y todo irá bien en tu vida’”. Para entonces el élder Wells no podía contener las lágrimas y tampoco las podía contener yo ni nadie más de los presentes en esa sala. “A partir de ese momento”, dijo, “el peso de la culpa me fue milagrosamente levantado y de inmediato comprendí todo lo que abarcaba el poder de la expiación del Salvador, y ahora tenía un testimonio que se aplicaba directamente a mí. Mientras que antes hubiera querido ser arrastrado a la destrucción, ahora comprendía que Cristo me había consolado. Así como antes mi mente y mis emociones habían llegado a su nivel más oscuro, ahora veía una luz y sentía una dicha como las que nunca antes había experimentado. Me invadía un deseo renovado de servir a Cristo, a Su Iglesia, a mi familia y a mi empleador. La culpa y la desesperación habían desaparecido. Al ir asimilando mi mente lo que había acontecido, comprendí que se me había concedido un don inmerecido —el don inmerecido de la gracia. Por cierto que no lo merecía ya que no había hecho nada por recibir esa dádiva, pero de todos modos Él me lo concedió” (Wells, historia familiar). El élder Wells terminó y se ofreció una oración final, pero nadie quería marcharse; nadie quería perder el espíritu que se había sentido en ese lugar. Una por una, las mujeres pasaron al frente para saludar al élder Wells. Una por una le decía: “eso era lo que necesitaba oír”, o “me ha dado esperanza”, o “yo sé cómo se sintió”. Todas esas personas habían llegado a comprender, de una u otra manera, que así como Jesús había consolado al élder Wells, también habría de consolarlas y socorrerlas a ellas “de acuerdo con [sus] enfermedades” (Alma 7:12). Puesto que Jesús dio todo de Sí, nos consolará en todo nuestro pesar y enjugará todas nuestras lágrimas (véase Apocalipsis 7:17). LA EXPIACIÓN NOS ESTRECHA He entrevistado a muchos que se sienten como si las bendiciones de la Expiación estuvieran reservadas para cualquier persona menos para ellos; para Autoridades Generales como el élder Wells y no para el resto de nosotros. No se sienten dignos debido a que su vida no está a la altura de lo que ellos consideran ideal: Un joven regresó de la misión antes de tiempo. Otro tiene más de treinta años y sigue soltero. Una joven nunca conoció a su papá puesto que sus padres se divorciaron cuando ella era pequeña y él se rehusó a mantener contacto. Otra joven fue a una misión, se casó en el templo pero se vio atrapada en una relación matrimonial abusiva y terminó divorciándose cuando llevaba menos de dos años de casada. Una mujer de mediana edad trataba de ganarse la vida al tiempo que criaba a sus hijos sola y no le alcanzaban las horas del día para hacer todo lo que se esperaba de ella. Otra hermana también se sentía como una madre soltera ya que su esposo no era miembro y no hacía nada para apoyarla a ella en sus esfuerzos por criar a sus hijos en la Iglesia. Un hombre de edad madura estaba profundamente atribulado ya que su ex esposa se había apartado de la Iglesia al divorciarse de él y ahora sus hijos, quienes se habían quedado con su madre, estaban siendo asediados con material de lectura anti mormón. Una madre intentaba lidiar con el suicidio de su hija adolescente, aún cuando había sucedido muchos años antes. Un adolescente ansiaba ser aceptado por otros muchachos y se sintió muy satisfecho cuando un joven muy popular le extendió su amistad. Poco después descubrió que dicho gesto estaba sujeto a su disposición de mostrar favores sexuales y trató de esconder su culpa convenciéndose a sí mismo de que su nuevo estilo de vida era aceptable. Su padre se debatía entre sentimientos de dolor, vergüenza y culpa. Su hijo ahora decía ser homosexual, se había apartado de la Iglesia y participaba en demostraciones contra ella. La lista de oposiciones parece ser interminable. Obviamente, muchas personas viven por demás alejadas de las circunstancias que habían planeado y con las que habían soñado cuando eran jóvenes. Todo esto nos da aún más razones para volvernos al Salvador, cuyo mensaje no es apenas “Venid a mí”, sino “Ven tal como estás”. Él no dice: “Ve y pon tu vida en orden y regresa una vez que seas como yo quiero”. En pocas palabras Él dice: “Empecemos desde donde estamos y después veremos”. Cristo no aguarda para ofrecernos bendiciones hasta que nuestras familias se vean como esos grupos tan felices que aparecen en fotografías de la revista Liahona o en comerciales de televisión. Él no requiere que nos ajustemos a ningún modelo en particular antes de estar dispuesto a moldearnos. La hermana Chieko N. Okazaki ha dicho: “Cristo no está aguardando hasta que seamos perfectos. Quienes son perfectos no tienen necesidad de un Salvador. Él vino a salvar a Su pueblo en sus imperfecciones; Él es el Señor de los vivientes y los vivientes cometen errores. Él no se siente avergonzado de nosotros, no está enojado con nosotros ni está asombrado de nuestra conducta. Nos quiere tal como somos —en nuestra debilidad, en nuestra infelicidad, en nuestra culpabilidad y en nuestro pesar” (“Lighten Up!” 5–6). Ya hemos aprendido que la palabra hebrea que se traduce al español como Expiación significa “cubrir”. En árabe o arameo, el verbo que significa expiar es kafat, que quiere decir “estrechar”. No sólo podemos ser cubiertos, ayudados y consolados por el Salvador, sino que podemos ser “para siempre [envueltos] entre los brazos de su amor” (véase 2 Nefi 1:15). Podemos ser “[recibidos] en los brazos de Jesús” (véase Mormón 5:11). En nuestra dispensación el Salvador nos ha dicho a cada uno: “Sé fiel y diligente en guardar los mandamientos de Dios, y te estrecharé entre los brazos de mi amor” (D&C 6:20). Cuando el joven José Smith fue sometido a una cirugía experimental en la pierna sin anestesia, sólo pidió ser sostenido en los brazos de su padre (véase Smith, History of Joseph Smith by His Mother, 57). Cuando mi propia hija era pequeña y desarrolló una condición pulmonar que le dificultaba respirar, la única manera en que se sometía a los exámenes y los tratamientos era en los brazos de su papá. Debemos tener presente que si nos enfrentamos al desaliento, la injusticia, el maltrato, a enfermedades y pesares de todo tipo —aun cuando sean el resultado de errores o accidentes— nunca estaremos solos. Así como las pruebas son una parte continua de la vida, también la expiación del Salvador es continua. No sólo que Cristo se “quedará” con nosotros al llegar la noche (véase Lucas 24:29), sino que debido al poder de la continua Expiación, Él estará con nosotros siempre (véase Mateo 28:20). Jesús el Cristo, el Mesías, el Ungido, cubrirá, ayudará y consolará y nos estrechará en Sus fuertes brazos continuamente. Capítulo 4 ¿QUÉ QUIERE DECIR SER REDIMIDOS? *** La redención es más que compensar a la justicia y llevarnos a todos de regreso a Dios. Es recibir misericordiosamente la oportunidad de estar a gusto junto a Él. No sólo que podremos regresar, sino que nos sentiremos en nuestro mismo hogar. Alguien preguntó una vez si no sería más fácil esperar hasta que todos murieran para después bautizarnos por ellos. La pregunta proviene de un misionero frustrado que había pasado meses en un área muy difícil tratando de encontrar nuevos investigadores. “En serio, presidente”, continuó diciendo el joven élder, “todos van a oír el mensaje del Evangelio en el mundo de los espíritus o durante el Milenio. Todos tendrán la oportunidad de recibir las ordenanzas por medio de la obra del templo, ¿no sería, entonces, mejor esperar?”. Abrió sus escrituras y continuó exponiendo su caso. “En Doctrina y Convenios 137 se nos dice que Dios no hará responsable a la gente por el incumplimiento de leyes del Evangelio que no conocen. ¿No cree que sería mejor dejar a todo el mundo en la ignorancia? ¿Por qué nos golpeamos la cabeza contra la pared sin ninguna razón?”. “Es que existe una razón”, le aseguré. “Recibimos algo a cambio”. “¿Además de dolor de cabeza?”, preguntó. “De hecho, debido al dolor de cabeza”. El élder M. Russell Ballard escribió: “No es fácil, y nunca nadie dijo que lo sería. La pregunta que debemos hacernos es: ‘¿Vale la pena?’ (When Thou Art Converted, 9; énfasis añadido). Si postergamos la obra misional hasta más tarde y dejamos a la gente en la ignorancia, entonces no sólo que “serían enviados de este mundo a un mundo eterno, sin estar preparados para presentarse ante su Dios” (Alma 48:23), sino que nosotros nos privaríamos de la experiencia misma que puede ayudarnos a aprender a ser más como el Salvador. Le expliqué al joven misionero: “El bautismo no es el fin; el templo no es el fin; la Segunda Venida no es el fin y ni siquiera el reino celestial es el fin. Todos estos son medios para alcanzar el verdadero fin, o sea, el que lleguemos a ser más como Dios y como Cristo. Tal vez nos conformemos con seguir siendo como somos y dejar que otros sigan siendo como son, pero nuestro Padre Celestial tiene preparado un plan muy diferente”. C. S. Lewis escribió: “El mandamiento de Sed vosotros perfectos, no es una cháchara idealista ni tampoco es un mandato de hacer lo imposible. Él hará de nosotros criaturas capaces de obedecer ese mandamiento. En la Biblia Él ha dicho que éramos ‘dioses’, y Él va a cumplir con Su palabra” (Mere Christianity, 205). Teniendo eso presente, ¿podemos conformarnos con la idea de dejar que la gente muera para después realizar bautismos por los muertos? ¿Podemos, en plena conciencia, permitir que la gente permanezca en la ignorancia en cuanto al Salvador y el plan de redención? ¿Podemos dejar que sigan su curso por la vida conformándose con tan poco cuando bien podríamos ofrecerles tanto más? Obviamente, millones de seres tendrán que esperar hasta estar en el mundo de los espíritus para aprender la verdad pero, por el momento, debemos ayudar a cuantos más podamos puesto que lo que tenemos para ofrecer marca la diferencia entre apenas existir y realmente vivir; entre permanecer estancados y progresar. El misionero tenía razón cuando dijo que aquellos que son ignorantes de las leyes de Dios no son responsables y al final podrán llegar a salvarse. Pero por ahora desaprovecharán la oportunidad, no sólo porque no tienen conocimiento en cuanto a la Expiación, sino también porque aún no han sentido su poder transformador. Jesús no sólo vino para salvarnos sino para redimirnos. A lo largo de casi toda mi vida pensé que los dos términos eran sinónimos, puesto que a menudo se les usa de manera intercambiable. Sin embargo, la segunda pregunta en la entrevista para recibir la recomendación para el templo es: “¿Tiene un testimonio de la expiación de Cristo y de Su función como Salvador y Redentor?”. El texto implica dos aspectos separados en la misión de Cristo, y tener un testimonio de ambos es esencial. Si vemos la Expiación tan sólo como una manera de resucitar después de morir, ¿qué nos motiva a vivir? Si vemos la Expiación sólo como una manera de poner en orden lo que hemos desordenado, ¿qué nos motiva a evitar los desórdenes? Si vemos la Expiación sólo como un apoyo consolador cuando hacemos frente a pesares y aflicciones, ¿por qué se nos requiere tener que pasar por esas pruebas en primer lugar? ¿Qué nos motiva a aprender de esas experiencias en vez de sencillamente soportarlas? En cada caso, las respuestas que buscamos se hallan solamente al ver más allá de la función salvadora de Cristo, en Su función redentora. Como Santos de los Últimos Días, sabemos no solamente de qué nos salvó Cristo sino para qué nos redimió. Debemos ser renovados, refinados y, en última instancia, perfeccionados en Él. RENOVADOS EN CRISTO Al igual que muchas otras palabras, redimir tiene múltiples significados. Entre las definiciones más comunes se encuentran liquidar, canjear, salvar o liberar de un cautiverio o de una deuda al pagar una recompensa. Sin embargo, en tiempos más recientes yo he llegado a apreciar en el diccionario una definición que añade significado a todas las demás: Un redentor es alguien que nos cambia para mejor, alguien que nos reforma y nos reestructura. La expiación de Jesucristo nos vuelve a comprar, nos libera del cautiverio y nos lleva de regreso a Dios, pero también nos ofrece mucho más que un reencuentro feliz con nuestros Padres Celestiales. El ser recobrados, rescatados, reconciliados, reunidos y reincorporados, en última instancia llegaría a desilusionarnos si no pudiéramos ser también renovados. Si nuestro único objetivo fuera volver a estar en la presencia de Dios, ¿por qué la habríamos dejado en primer lugar? Ya estuvimos con Dios en la existencia premortal, pero sin duda reconocíamos que no éramos como Él física ni espiritualmente. Queríamos ser como nuestros Padres Celestiales y sabíamos que eso requeriría mucho más que ponernos sus ropas como lo hacen los niños. Queríamos llenar sus calzados, no apenas chancletear en ellos. La Expiación nos reconcilia con Dios a fin de que podamos volver a estar con Él y disfrutar de tan tierna relación, pero ¿cuán tierna puede ser esa relación si no cambiamos? La meta no es sólo estar con Dios, sino ser como Dios. Es común oír a muchos decir: “Dios nos ama y quiere que regresemos a Él”. Tal declaración es correcta sólo en parte. La redención de Cristo no solamente restaura el statu quo al llevarnos de vuelta a donde estábamos, sino que nos hace mejores. Quizás haya quienes recuerden la serie de televisión “El hombre nuclear”. Al principio de cada programa se oía una voz que decía: “Podemos reconstruirlo; podemos hacerlo mejor de lo que era antes”. Eso es exactamente lo que Jesús hace por nosotros. La redención es más que compensar a la justicia y llevarnos a todos de regreso a Dios. Es recibir misericordiosamente la oportunidad de estar a gusto junto a Él. No sólo que podremos regresar, sino que nos sentiremos en nuestro mismo hogar. “La Expiación es fundamentalmente una doctrina de desarrollo humano, no una doctrina que sencillamente borra las manchas” (Hafen y Hafen, Belonging Heart, 79). “Quien elige a Cristo, elige ser cambiado. .... La Expiación es el medio por el cual el corazón puede llegar a ser purificado y el alma transformada y preparada para morar con Cristo y nuestro Padre Celestial. .... La Expiación hace más que corregir errores; hace más que equilibrar los platos de la balanza, y hasta hace más que perdonar nuestros pecados. La Expiación rehabilita, regenera, renueva y transforma la naturaleza humana. Cristo nos hace mejores, enormemente mejores, de lo que hubiéramos sido de no haberse producido la Caída” (Millet, Grace Works, 53, 61, 95). En la página final del Libro de Mormón, Moroni invita a todos a venir a Cristo (véase Moroni 10:32). En el versículo siguiente, él hace una distinción entre la función salvadora de Cristo, “para la remisión de vuestros pecados” y Su función redentora, “a fin de que lleguéis a ser santos” (versículo 33). Cristo mismo hizo una distinción entre tener vida y tenerla en abundancia (véase Juan 10:10). En la época de Pascua cantamos un conocido himno cuyo texto también se refiere a la función salvadora de Cristo —Su victoria sobre la muerte y Su sacrificio para librarnos del pecado— así como Su función redentora. Prestemos especial atención a la tercera estrofa: Cristo ha resucitado y el cielo nos abrió. De la muerte somos salvos, del pecado nos libró. (Himnos, N° 121) El élder Ted R. Callister declaró: “La Expiación fue diseñada para lograr mucho más que llevarnos otra vez a la ‘la línea de partida’, más que borrar y empezar de nuevo. Su propósito supremo es facultarnos con el poder que nos permita sobreponernos a cada una de nuestras debilidades y adquirir las divinas cualidades que nos hagan como Dios” (“How Can I Lead a More Sainty Life?” 89). La parábola del buen samaritano puede ser vista como una alegoría de la Caída y la redención de la humanidad. Un cierto hombre (Adán) cayó y fue dado por muerto. Finalmente, un samaritano —alguien que era odiado por los hombres (Cristo)— lo salvó (véase Lucas 10:25–35; Welch, “Good Samaritan”, 41–47). Pero el samaritano no sólo vendó las heridas de la víctima y le restauró el bienestar físico que había disfrutado previamente, sino que también lo llevó hasta un mesón y pagó una suma adicional para que lo cuidaran. Basándonos en esta alegoría, la redención de Cristo no termina en restaurarnos a la vida, eso es apenas un paso en el proceso de proveernos una mejor calidad de vida. En el capítulo 17 de Lucas, leemos sobre diez leprosos que fueron sanados por el Maestro. “Entonces uno de ellos, cuando vio que había sido sanado, volvió glorificando a Dios a gran voz, y se postró sobre su rostro a los pies de Jesús, dándole gracias” (versículos 15–16). Jesús después preguntó dónde estaban los otros nueve y se le dijo que ninguno de ellos había regresado. Jesús le habló al hombre que había vuelto y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha sanado” (versículo 19). Diez leprosos fueron curados ese día, pero sólo uno de ellos fue sanado. Un amigo me dijo una vez: “Mira, yo soy una buena persona aunque no vaya a la Iglesia”. Yo estuve de acuerdo con él pero con bastante tacto le recordé que su bondad no era cuestionada, que ya la había puesto de manifiesto en la existencia premortal. La finalidad de esta vida es llegar a ser mejores. El término sacrificio proviene de otras dos palabras del latín: sacer, que significa sagrado, y facere, que significa hacer. El sacrificio de Cristo no fue efectuado sólo para hacernos libres de las garras del pecado y de la muerte, sino para hacernos sagrados. La Expiación no tiene como fin apenas limpiar, sino completar; no sólo consolar, sino compensar; no únicamente liberar, sino elevar. REFINADOS EN CRISTO En una ocasión, después de una lección sobre cómo Jesús había sufrido por todos nosotros, un joven me dijo: “Yo nunca le pedí a Jesús que hiciera todo eso por mí. Si alguien tiene que sufrir por mis pecados, eso me corresponde a mí”. Resulta claro que ese orgulloso joven era ignorante de la cantidad y la intensidad de sufrimiento a las que se estaba refiriendo. En D&C 19:18 el Señor declara: “padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu”. Pero además de no entender la intensidad del sufrimiento, el muchacho también ignoraba lo que el sufrimiento puede y no puede hacer. Las Escrituras dejan en claro que aquellos que no se arrepienten y aceptan la expiación de Jesús, “tendrán que padecer así como [Él padeció]” (D&C 19: 17). Entonces, ¿podrá ese “gallito” adolescente sufrir por sus propios pecados y después entrar galante al reino celestial para vivir con Dios y su familia eternamente? ¿Recibirá “algunos azotes, y al fin .... [se salvará] en el reino de Dios” (2 Nefi 28:8)? No. El Libro de Mormón deja en claro que tal idea es falsa, vana e insensata (véase 2 Nefi 28:9). Amulek enseñó: “aquel que no ejerce la fe para arrepentimiento queda expuesto a las exigencias de toda la ley de la justicia; por lo tanto, únicamente para aquel que tiene fe para arrepentimiento se realizará el gran y eterno plan de la redención” (Alma 34:16; énfasis agregado). Aun cuando uno puede satisfacer las demandas de la justicia sufriendo por sus propios pecados, tal sufrimiento no le cambiará. Así como un criminal puede pagar su deuda para con la justicia cumpliendo una sentencia en la cárcel y salir de ella sin haber sido reformado, el sufrimiento por sí solo no garantiza un cambio. ¿Cuántos sufren al pasar por un programa de rehabilitación contra las drogas para después volver a sus viejos hábitos al salir de él? Ni siquiera el sufrimiento de la muerte cambia el espíritu de ese ser (véase Alma 34:34; Mormón 9:14). El cambio perdurable, en esta vida y en la venidera, llega sólo por medio de Jesucristo. “Los requisitos para ser admitido en la vida celestial son sencillamente más altos que el simplemente satisfacer la ley de la justicia. Por tal razón, el pagar por nuestros pecados no dará el mismo fruto que el arrepentirnos por ellos. La justicia es una ley de equilibrio y orden y se le debe satisfacer ya sea por medio de nuestro pago o el de Él. Pero si rehusamos la invitación del Salvador de permitirle cargar nuestros pecados para después tratar de satisfacer la justicia por nosotros mismos, no alcanzaremos la rehabilitación completa que se produce mediante una combinación de ayuda divina y arrepentimiento genuino. Al trabajar al unísono, esas dos fuerzas tienen el poder de cambiar permanentemente nuestro corazón y nuestra vida, preparándonos para la existencia celestial” (Hafen, Broken Heart, 7–8). Al igual que un árbol tierno que se dobla y se embarra durante una tormenta, la persona que tan sólo está apenada por verse manchada por el pecado, habrá de pecar otra vez cuando azote el siguiente vendaval. Tal propensión continuará hasta que el árbol alcance su madurez, o en el caso del ser humano, hasta que llegue a fortalecerse de tal manera que ya no se doble. El élder Dallin H. Oaks escribió: “El Señor hace más que limpiarnos del pecado, también nos proporciona fuerzas renovadas. .... Para ser admitidos en Su presencia, debemos estar más que limpios, debemos también estar cambiados” (With Full Purpose of Heart, 126–127). Aceptamos a Cristo no porque Él nos ayudará a evitar algunos dolores y sufrimientos a lo largo de la vida, sino porque es el único modo de llegar a ser nuevas criaturas. No entramos al reino celestial simplemente porque la deuda ha sido saldada, ya sea por Jesús o —aun cuando esto resultaría muy difícil— por nosotros mismos. La Expiación no es tan solo asunto de pagar las deudas sino de transformar al deudor. Hay quienes consideran que la gracia es una dádiva de gran valor que Dios nos concede a expensas de Cristo. Aun cuando ello conlleva algo de verdad, la gracia también nos prepara para emplear esa dádiva prudentemente en vez de malgastarla. Dios nos ama y desea que tengamos todos los privilegios y todas las bendiciones que Él puede brindar, pero debemos reconocer que los privilegios que caen en manos desprevenidas, a menudo pueden llegar a ser maldiciones en vez de bendiciones. PERFECCIONADOS EN CRISTO La expiación de Cristo vence los efectos de la Caída, pero no nos ayuda a superar malos hábitos a menos que la recibamos y la apliquemos con el transcurso del tiempo. “Porque, ¿en qué se beneficia el hombre a quien se le confiere un don, si no lo recibe?” (D&C 88:33). Quienes moran con Cristo son aquellos que han llegado a ser como Él al cumplir con lo que Él les pide. Los justificados igualmente deben ser santificados; lo “nuevo” debe llegar a ser “renovado”. Quienes son declarados “no culpables” deben llegar a ser dignos y hasta santos, y esto no sucede automática ni rápidamente. Algunos amigos de otras creencias cristianas me preguntan si yo he sido salvo por la gracia, a lo cual respondo: “Por supuesto que sí”. Entonces yo a veces les pregunto si ellos han sido cambiados por la gracia. Nunca debemos sentirnos tan complacidos con haber sido salvados por la gracia que pasamos por alto el hecho de que también debemos ser redimidos por ella. No llegamos al cielo a la sombra de Jesús, sino que Él nos cambia hasta que llenamos Su sombra. Cristo justifica al concedernos Su bondad a cambio de nuestro pecado. Santifica cambiando nuestras tendencias mundanas por una naturaleza celestial. La justificación altera nuestra posición; la santificación altera nuestro estado. La justificación nos libra de la sanción del pecado; la santificación nos libra de la tiranía del pecado (véase Gálatas 3:13; Filipenses 3:8–9, D&C 76:69; véase también MacArthur, Faith Works, 121). Si bien la justificación está representada por manos limpias, la santificación está representada por un corazón puro que ha sido entregado a Dios (véase Mosíah 4:2; Helamán 3:35). Si todo lo que necesitáramos fuera un cuerpo inmortal, Dios podría habernos dado uno desde el principio; después de todo, le dio uno a Jesús. Pero tal don habría sido como darnos un nuevo automóvil sin enseñarnos cómo manejar. ¿Qué importa que nos veamos como Él se ve o que tengamos lo que Él tiene, si no vivimos como Él vive? Muchos pasajes de las Escrituras dejan en claro que seremos juzgados por nuestras obras, pero tales obras no son infructuosos intentos de pagar a la justicia. Esa cuenta ya ha sido saldada, si es que la aceptamos. Nuestras obras no saldan ni una parte siquiera de esa deuda, más bien nos ayudan a asemejarnos y a servir al pagador de la cuenta. En la medida en que dicha transformación se cristalice, ciertamente seremos juzgados por nuestras obras. Abinadí enseñó: “el Señor no redime a ninguno de los que se rebelan contra él, y mueren en sus pecados; .... que han sabido los mandamientos de Dios, y no quisieron observarlos” (Mosíah 15:26). Todas esas almas rebeldes resucitarán y tendrán la oportunidad de arrepentirse, por lo que en ese sentido se salvarán. Sin embargo, al escoger no hacer lo que el Señor ha pedido que hiciesen, se privaron de tener las experiencias que podrían haberlos ayudado a mejorar. El Señor no puede perfeccionarlos sin su consentimiento. Cuando era más joven imaginaba el juicio final como un evento durante el cual la gente imploraría a Jesús que les permitiera permanecer en Su presencia y Él tendría que decir: “Lo siento, fallaron por dos puntos”. Entonces la persona le pediría a Jesús que por favor lo reconsiderara. Ahora que tengo más experiencia, me imagino esa escena de un modo muy distinto. En vez de escuchar a una persona impenitente suplicar: “Déjame quedarme; déjame quedarme”, creo que más bien la oirá decir: “Permíteme salir, permíteme salir”. Alma enseñó que las personas serían “sus propios jueces” (Alma 41:17). Los impenitentes escogerán apartarse de la presencia de Cristo puesto que no se sentirán cómodos allí. No creo que nadie tenga que ser expulsado. Lamentablemente, ellos querrán salir por sí solos (véase 1 Nefi 15:33; Alma 29:4; Mormón 9:3). Las Escrituras nos enseñan que ninguna cosa inmunda puede entrar en el reino de Dios (véase 3 Nefi 27:19), pero ninguna cosa inmunda siquiera querrá entrar en ese santo lugar. La pureza absoluta es apenas uno de los atributos de Dios; hay muchos otros que deben ser obtenidos. El élder Dallin H. Oaks escribió: “El juicio final no es sólo una evaluación de la suma total de actos buenos y malos, en otras palabras, de lo que hemos hecho. Es un reconocimiento del efecto final de nuestros actos y pensamientos, o sea, lo que hemos llegado a ser. .... Un padre adinerado .... dijo a su hijo: ‘Todo cuanto tengo deseo darte, no sólo mi riqueza sino también mi posición entre los hombres. Aquello que tengo puedo fácilmente darte, pero aquello que soy debes obtenerlo por ti mismo. Te harás acreedor a mi herencia aprendiendo lo que yo he aprendido y viviendo como yo he vivido’” (With Full Purpose of Heart, 38; énfasis en el texto original). ANALOGÍAS INCOMPLETAS He oído describir nuestra condición mortal actual con muchos ejemplos. Algunos dicen que estamos en un agujero. Otros dicen que estamos endeudados, perdidos, aislados, o parados al borde de un ancho abismo. Cualquiera que sea la analogía, Jesús no sólo nos salvará sacándonos del agujero, sino que nos redimirá llevándonos a un lugar mucho más alto. No sólo nos salvará pagando la deuda, sino que nos redimirá compensándonos adicionalmente. No sólo nos salvará al encontrar al perdido, reintegrando al alienado, o tendiendo un puente sobre el abismo, nos redimirá haciéndonos mejores. En una ocasión vi a un maestro ilustrar la Caída y la Expiación mostrando a la clase un plato, el cual procedió a despedazar para demostrar los efectos de la Caída. El maestro después explicó cómo Jesús vino para reparar lo que se había roto y produjo un nuevo plato. Su demostración acaparó la atención de todos, pero el ejemplo daba por sentado que al principio éramos perfectos, que antes de la Caída ya nos encontrábamos en un estado ideal, pero ése no era el caso. La razón primordial de la Creación se basó en el hecho de que nuestra situación premortal era precaria. Nosotros queríamos y necesitábamos algo mejor. En el ejemplo dado por el maestro en aquella lección, la vida mortal fue representada por un plato despedazado. Aunque parece ser una buena representación, no toma en cuenta el hecho de que nos regocijamos ante la posibilidad de experimentar ese mundo “despedazado” (véase Job 38:4, 7). Al igual que Adán y Eva, lo elegimos porque sabíamos que, a la larga, sería mejor para nosotros. Sabíamos que mediante la interacción con la misericordia de Dios y nuestra obediencia podríamos ir más allá de la teoría y llegar a la experiencia. No fuimos forzados a venir, sino que estuvimos de acuerdo con hacerlo pues sabíamos que la expiación de Cristo no sólo nos ofrecía la forma de regresar, sino que nos brindaba la manera de ser mejores debido a haber venido. No sólo recibiríamos un plato nuevo, sino un hermoso juego de loza nuevo y completo. La Caída también ha sido comparada a un niño pequeño a quien se le manda a su habitación por haberse portado mal. Después de un rato, el niño fue donde su padre y le preguntó si podían volver a ser amigos. Tal explicación pasa por alto el hecho de que, a diferencia del niño que se portó mal, nosotros fuimos “enviados a nuestra habitación”, no porque Dios estaba enojado, sino porque Él estaba siendo nuestro amigo, nuestro mejor amigo. En la existencia premortal no habíamos hecho nada malo para merecer que se nos expulsara. En nuestro caso, la “habitación” no era un lugar de castigo, sino la siguiente etapa necesaria para nuestro progreso. Los espíritus que no llegaron a ser enviados a esta “habitación” para experimentar el privilegio de la vida mortal fueron los que recibieron el castigo. Gracias a la redención ofrecida por Cristo, cuando regresemos, no sólo seguiremos siendo amigos con Dios, sino que seremos mejores amigos que antes debido a tener tanto más en común. SU IMAGEN EN NUESTRO ROSTRO Jesús nos abrió las puertas no sólo a la posibilidad de regresar a la presencia de Dios sino de hacerlo con Su imagen en nuestro rostro (véase Alma 5:14). Un misionero en mi misión una vez escribió: “Siempre quise ver a Cristo. Siempre pensé que eso sería lo máximo, pero si uno piensa en ello, todos lo veremos un día. El mero hecho de verlo no cambia a una persona. Lo máximo no es verlo a Él, sino que Él vea Su rostro reflejado en nosotros”. El primer milagro de Jesús registrado en las Escrituras es el de convertir el agua en vino (véase Juan 2:7–9). Cuando era niño, sólo pensaba en la parte del vino. De adolescente, me preguntaba si acaso aquella no habría sido la boda del mismo Jesús. Como misionero, leí Jesús el Cristo y me conmovió el ver que Jesús llamó a Su madre mujer en muestra de respeto y no de reprimenda (véase Talmage, Jesús el Cristo, 152). No fue sino hasta que era ya adulto cuando finalmente comprendí que el aspecto principal del primer milagro de Cristo tenía poco que ver con el vino, la boda o los títulos, sino con el cambio. Jesús allí anunciaba en forma dramática que Él posee el poder divino de cambiar o convertir cosas, aun cuando parezca imposible. Cuando cruzamos los brazos y declaramos en un tono desafiante: “Así es como soy” o “Nací de este modo”, negamos el milagro de Cristo —no sólo de salvar, sino de redimir. Si lo único que necesitáramos fuera ser salvos, el plan de Satanás habría sido suficiente, ya que él se ofreció para llevarnos de vuelta a Dios a salvo. Pero nos habría faltado la redención —la posibilidad de tener la imagen de Cristo hubiera sido remplazada con la seguridad de la imagen de Satanás. Como lo explicó Sheri Dew: “Hay una cosa que el Señor y Lucifer tienen en común: Los dos desean que lleguemos a ser como ellos” (God Wants a Powerful People, 104; énfasis en el texto original). Satanás no estaba dispuesto a arriesgar al ayudarnos a alcanzar nuestro potencial, pero Cristo sí. El Señor imploró que llegáramos a ser uno con Él así como Él es uno con el Padre (véase Juan 17:11, 21–22). Ese deseo tan sincero fue mucho más que una plegaria por unidad, Él hablaba de igualdad. En Génesis leemos: “Creó Dios al hombre a su imagen” (Génesis 1:27). ¿Por qué habría de comenzar Él allí si no tenía la intensión de también terminar allí? Una perspectiva completamente diferente aguarda a aquellos que ven la imagen de Dios como la línea final y no como el punto de partida. “Por lo tanto, ¿qué clase de hombres habéis de ser?” preguntó el Señor. “En verdad os digo, aun como yo soy”, respondió (3 Nefi 27:27; véase también 2 Pedro 3:11). Los Santos de los Últimos Días que somos sinceros no sólo compartimos ese deseo, sino que sabemos cómo podemos hacerlo realidad. Sabemos qué es lo que Jesús nos ha pedido que hagamos a fin de que esa transformación llegue a ser posible. Desde la infancia aprendemos sobre la fe en Cristo, lo que incluye arrepentimiento y el hacer y guardar convenios. Demostramos fe al recibir ordenanzas esenciales de alguien que tiene autoridad y empleamos el don del Espíritu Santo para perseverar hasta el fin. “¡Solamente el Evangelio restaurado posee la plenitud de estas verdades! No obstante ello, el adversario está empeñado en una de las mayores maniobras de encubrimiento de la historia, tratando de persuadir a la gente a creer que esta Iglesia es la que sabe menos —cuando de hecho es la que sabe más— sobre cómo nuestra relación con Cristo nos hace verdaderos cristianos” (Hafen, véase “La Expiación: Todo por todo”). Una cosa es ver a Cristo de pie ante la puerta llamando a ella, y otra es tener las llaves para abrir la puerta del lado de adentro. Y de aquel que abre la puerta, Jesús dice: “Entraré y cenaré con él, y él conmigo. Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono” (Apocalipsis 3:20–21). Jesús escogió llegar a ser como nosotros a fin de que nosotros pudiéramos escoger llegar a ser como Él (véase D&C 93:26; 1 Corintios 2:16). Esto es lo que significa ser redimidos. El ser salvos requiere una Expiación; la redención requiere una Expiación continua. El nacer de nuevo requiere una Expiación; el ser criados hasta alcanzar la madurez espiritual requiere una Expiación continua (véase Efesios 4:13). El conocimiento de la Expiación es luz; el comprender su poder continuo en nuestra vida es luz que se hace “más y más resplandeciente hasta el día perfecto” (D&C 50:24). Capítulo 5 UNA RAMA SOLITARIA *** Debido a que Jesús fue el primogénito espiritualmente y el único ordenado por el Padre antes de nacer, era el único autorizado para expiar por nosotros. Puesto que tenía un Padre inmortal y una madre mortal, Él era el único capaz de expiar por el ser humano. Debido a Su vida absolutamente perfecta, Él era el único calificado para expiar por nosotros. Yo también lo habría hecho”, me dijo un joven después de una lección sobre cuán agradecidos debemos estar de que Jesús haya sufrido y muerto por nosotros. El sincero muchacho añadió: “Si yo hubiera estado allí, habría estado dispuesto a sufrir por todos mis hermanos y hermanas y también a morir por ellos”. Me sentí profundamente conmovido por la bondad del joven y le contesté: “Pienso que es magnífico que sientas ese amor y no dudo de tu disposición. Sin embargo, Jesús es único, no solamente porque estuvo dispuesto, sino porque estaba facultado”. Debido a que Jesús fue el primogénito espiritualmente y el único ordenado por el Padre antes de nacer, era el único autorizado para expiar por nosotros. Puesto que tenía un Padre inmortal y una madre mortal, Él era el único capaz de expiar por el ser humano. Debido a Su vida absolutamente perfecta, Él era el único calificado para expiar por nosotros. Cristo hizo lo que nos era imposible hacer por nosotros mismos ni por los demás. A pesar de lo mucho que una madre ama a su hijo, ella no puede expiar por él. Por más que un padre ame a su hija, no puede tomar sobre sí los pecados de ella. Pese a lo mucho que un hombre ame a su esposa, no puede salvarla ni redimirla. Aun aquellas personas que tienen la bendición de estar selladas en el templo aceptan la realidad de que tal bendición está sujeta a Jesús y a nuestra fidelidad hacia Él. Debido a que Jesús era un ser mortal como nosotros, sabemos que nos comprende cabalmente. Puesto que es inmortal y perfecto, podemos confiar en Él completamente. No debe sorprendernos, entonces, que Truman G. Madsen haya escrito: “¿Hay alguna persona en el universo que esté facultada a cumplir con tales múltiples funciones? Sólo una” (“The Suffering Servant”, 228). Amulek, el profeta del Libro de Mormón, enseñó: “Porque es preciso que haya un gran y postrer sacrificio; sí, no un sacrificio de hombre, ni de bestia, ni de ningún género de ave; pues no será un sacrificio humano, sino debe ser un sacrificioinfinito y eterno .... y ese gran y postrer sacrificio será el Hijo de Dios, sí, infinito y eterno” (Alma 34:10, 14). Mucho tiempo antes, deseando Nefi saber las cosas que su padre había visto, se le preguntó: “¿Comprendes la condescendencia de Dios?” (1 Nefi 11:13–16). La condescendencia de Dios es que a pesar de que Jesús fue ordenado desde antes de nacer en Su función expiatoria, no se le forzó a aceptarla. Él no estaba obligado a venir y descender debajo de todas las cosas, y Dios no estaba obligado a permitírselo. La necesidad de una Expiación no requería que Jesús la efectuara ni que Dios la permitiera. Dios y Jesús condescendieron a ayudarnos porque sabían que eran nuestra única esperanza. No se trataba de apenas una posible manera ni siquiera la mejor, sino que era la única manera. Sabemos de, por lo menos, un ser más que estaba dispuesto a salvarnos y dijo: “Envíame a mí” (Abraham 3:27). Debemos sentirnos agradecidos de que el estar dispuesto era tan sólo parte del requisito de la condescendencia. Jesús fue el único cuyos motivos eran puros; Él fue el único lo suficientemente grande para llegar a ser el menor. A Nefi se le explicó: “He aquí, la virgen que tú ves es la madre del Hijo de Dios, según la carne” (1 Nefi 11:18), y Nefi dijo: “Y miré, y vi de nuevo a la virgen llevando a un niño en sus brazos. Y el ángel me dijo: ¡He aquí, el Cordero de Dios, sí, el Hijodel Padre Eterno!” (1 Nefi 11:20–21). Jesús fue el Unigénito de Dios en la carne. Su nacimiento y misión singulares fueron absolutamente necesarios puesto que constituían nuestra única oportunidad de evitar la destrucción eterna. Ciertamente, no hay ningún otro nombre mediante el cual podamos ser salvos. UNA NECESIDAD ABSOLUTA Hay en el mundo quienes no ven ninguna necesidad de salvación, socorro ni redención. Esas personas creen que tales cosas pueden suceder sin Jesús. Algunas religiones no cristianas enseñan en cuanto a una vida después de la muerte, ofreciendo una cierta medida de consuelo, paz y perspectiva a las personas que atraviesan momentos difíciles. Prometen una vida mejor en el mundo venidero si la gente se somete a ciertas normas, y todo ello sin mencionar siquiera a Jesús. Para mí esas enseñanzas son como las palabras de un niño que habla del dinero de su padre sin considerar cómo lo obtuvo. Recuerdo cuando uno de nuestros propios niños me oyó quejarme de que nunca tenía suficiente dinero y comentó inocentemente: “Bueno, ve al banco a conseguir más”. Del mismo modo, fieles de muchas religiones en el mundo poseen una porción del Espíritu y partes de la verdad. Efectúan retiros —por así decirlo— al disfrutar de sus perspectivas religiosas sin entender quién fue el que depositó el dinero en el banco, quién hizo el trabajo e hizo posible tales beneficios. ¿Cuál de los fundadores de las religiones mejor reconocidas del mundo se declaró a sí mismo un ser divino? Buda no lo hizo ni lo hizo Mahoma. Tampoco lo hicieron Confucio, Abraham ni Moisés. Solamente un líder religioso se calificó a sí mismo como tal y después lo demostró en la forma como vivió, en las cosas que enseñó y en los milagros que realizó. Ese fue Jesucristo. ¿Dijo alguno de esos líderes tener la voluntad o el poder para sufrir y expiar por los pecados del mundo? ¿Acaso lo dijo Buda o Mahoma? ¿Quizás los fundadores del hinduismo o de otras religiones del Oriente? No. El único que así lo declaró y de hecho lo llevó a la práctica fue Jesucristo. Si bien todas las religiones contienen parte de la verdad y muchas de ellas en gran medida hacen el bien, no todas son iguales. Del mismo modo, no todos los líderes religiosos son idénticos. Aunque las bendiciones de la Expiación surten y surtirán efecto en todos, aun en aquellos que por el momento no son conscientes de ellas, tales preciadas bendiciones no ocurrieron por casualidad, sino gracias a Jesús. Recuerdo una vez que asistí a una reunión de testimonios en un barrio de estudiantes de la Universidad Brigham Young, en la que una joven asiática se puso de pie para compartir sus sentimientos. Era una reciente conversa de la religión budista y estaba en los Estados Unidos por primera vez. Su inglés era excelente, teniendo en cuenta que llevaba poco tiempo estudiándolo. Igualmente nuevo era su entendimiento de Cristo. Se puso de pie detrás del púlpito y dijo: “He estado oyéndolos a todos hablar de su amor por el Salvador pero yo no siento aún lo que sienten ya que no crecí como ustedes. Donde yo crecí ni siquiera sabía que necesitaba un Salvador. Fui criada amando a Buda, quien enseñó que si me portaba bien mi próxima vida sería mejor y que si me portaba mal mi próxima vida sería peor. Todo dependía de mí, tanto mis decisiones como mis hechos y, claro, yo estaba segura de que mi próxima vida sería mala ya que no podía portarme bien en todo momento”. Los misioneros le habían enseñado a esa joven en cuanto a la Caída y la Expiación. Entonces continuó diciendo: “No llegaba a entender cómo el hecho de que Adán y Eva hubieran comido del fruto tenía nada que ver conmigo ni tampoco el hecho de que Jesús hubiera sangrado en el Jardín de Getsemaní y en la cruz”. Después había leído el Libro de Mormón y finalmente entendió que, en primer lugar, de no haber habido una Caída, ella jamás hubiera nacido. La joven nunca había aprendido formalmente sobre los efectos de la Caída, pero sabía en cuanto a la muerte y la temía. No consideraba que sus malas decisiones fueran pecados, pero sí se daba cuenta de que había cometido algunos errores. Mucho antes de saber que ninguna cosa inmunda podría vivir con Dios, sabía que ninguna persona impura podría vivir con su propia conciencia. Sabía sobre el remordimiento por sus acciones erróneas. Al leer el Libro de Mormón, ella comprendió que Jesús completó las enseñanzas de Buda. A través de Buda ella había aprendido que habría vida después de la muerte, y ahora sabía que fue Jesús quien había hecho tal cosa posible. Por medio de Buda ella había aprendido que sus acciones tenían consecuencias, pero ahora sabía que Jesús tenía la capacidad de alterar los resultados adversos que surgen de decisiones equivocadas. Jesús podía ofrecer un futuro positivo a pesar de un pasado negativo. La joven continuó diciendo: “Ahora estoy empezando a entender por qué ustedes dicen que aman a su Salvador y estoy empezando a sentir algo por Él también”. NUESTRA ÚNICA OPORTUNIDAD Mi cuñado, Bob Gunnell, siempre ha tenido un profundo agradecimiento y un gran amor por el Salvador, sentimientos que en gran parte se remontan a un terrible accidente sufrido cuando él era un joven diácono y que casi le cuesta la vida. La familia vivía en Japón, donde su padre estaba comisionado por las Fuerzas Armadas. Mi suegro y otros líderes habían llevado a los scouts a acampar en las montañas de Okutama. El siguiente relato fue extraído de una carta escrita por mi suegro, Leroy Gunell, el 19 de abril de 1973, el día después del accidente, y estaba dirigida a un hijo y a una hija mayores que en esos días estudiaban en el Colegio Universitario Ricks, en Idaho: “Mamá y yo estamos en la unidad de cuidados intensivos del Hospital Naval de Yokosuka, sentados junto a la cama de Bob que está inconsciente. Casi muere ayer. Espero que cuando reciban ésta, se unan a nosotros en ayuno y oración por él. “Lo que empezó siendo apenas una divertida excursión scout terminó de un modo muy distinto. Había llovido la mayor parte del fin de semana, y el terreno estaba húmedo e inestable. Llevamos a los muchachos en una caminata de una hora y media hasta la cima de la montaña. La vista era estupenda y después de tomar algunas fotografías comenzamos a descender por un sendero distinto al que usamos para subir. A un tercio del trayecto, la senda se volvía angosta y rocosa, transformándose en un empinado barranco. Bob se apoyó en una roca grande para afirmarse pero ésta se aflojó y se deslizó. Por pocos centímetros no lo pude alcanzar. Cayó unos 20 metros hasta una pendiente, pero una roca le golpeó la cabeza y Bob siguió cayendo. Cuando oí la roca caer hasta el fondo del barranco quedé perplejo. “Nunca me había sentido tan impotente en mi vida y me resultaba casi imposible volver a la realidad. Por lo que había visto y oído sabía que Bob estaba muerto. Rogué al Señor con todas mis fuerzas que me ayudara a llegar hasta donde él estaba y casi frenético me deslicé por el barranco. Resbalé y caí unos 10 metros hasta que finalmente pude agarrarme de suficiente tierra, piedras y raíces para detener mi caída. “Cuando miré hacia donde Bob había caído, me costó creer lo que veía. Allí colgaba él cual una toalla, de una rama de menos de un metro de largo que brotaba del costado del precipicio. Estaba inerte, perfectamente doblado por el estómago sobre esa pequeña rama —la única que se veía en el lugar. Nuevamente imploré al Señor que me ayudara a llegar hasta Bob. Por debajo de su cuerpo aún restaba una caída de casi 20 metros hacia un fondo de nada más que rocas. “Continué deslizándome lo más rápido que pude por el escabroso barranco. Fui un poco más por debajo de Bob y empecé a subir hacia él. Fue entonces que percibí un primer leve movimiento; una de las piernas comenzó a temblarle y poco después movió el brazo izquierdo. A esta altura yo estaba exhausto pero sabía que tenía que llegar hasta él antes de que empezara a caer nuevamente. Cuando finalmente me le acerqué, literalmente aferrado a la pared del precipicio, me sentía profundamente angustiado. Bob tenía varios cortes profundos en la cabeza y aún se le veía inánime a no ser por algún que otro temblor en un brazo o una pierna. Nada podía hacer por mí mismo; no había siquiera un lugar donde afirmarme, a no ser por una resbalosa roca del ancho de mi bota y otra de la cual asirme junto a Bob. Oré tan fervientemente como nunca lo había hecho para que el Señor me ayudara. Después empecé a gritar para hacerles saber al otro líder, el hermano Jensen, y a los muchachos, dónde nos encontrábamos. Después de unos 15 minutos llegué a verlos a cierta distancia por encima de mí, pero todo intento de ayudarme parecía imposible. Fue así que decidieron apresurarse hasta el pie de la montaña para conseguir una cuerda. “Para entonces las piernas me temblaban incontrolablemente debido a la tensión de estar en esa posición tan extrema, y sufría al ver a Bobby colgar de esa pequeña rama y sangrar. Ya no podía soportar más el verlo de ese modo así que me estiré, lo tomé del fundillo y lo descolgué de la rama. Con enorme esfuerzo lo descansé sobre mis rodillas y lo sostuve lo mejor que pude. Entonces puse la mano que tenía libre sobre su cabeza y le di una bendición para que pudiera vivir hasta obtener ayuda médica. El hermano Jensen regresó una media hora más tarde con el resto de los scouts y con una cuerda. Sé que el Señor me fortaleció durante esos momentos, porque para entonces había estado colgando de ese precipicio al menos por 45 minutos. “Aun cuando la ayuda había llegado, nuestra situación seguía siendo grave. No tenía idea de cómo podría hacer un nudo con una sola mano y después bajar a Bob hasta donde estaban los otros muchachos. Nuevamente me invadió el sentimiento de impotencia e inutilidad que había experimentado antes. Cuando finalmente me arrojaron la cuerda, me las ingenié para pasarla por alrededor del pecho de Bob y atarle un nudo. Bobby empezó a gemir pero estaba totalmente inconsciente. No estoy seguro de cómo lo logré, pero con fuerza bruta y enorme ayuda de parte del Señor, finalmente bajé el cuerpo hasta donde estaba el resto del grupo. “Fue recién entonces que me di cuenta de mis propias lesiones. Sentía como que me había quebrado dos o tres costillas y tenía las piernas agarrotadas. El dolor en el hombro izquierdo era insoportable y comprendí que no me hubiera sido posible cargar a Bob ni siquiera un minuto más. Apenas pude llegar hasta el fondo del barranco. “Más tarde llegó una ambulancia de la Base Tachikawa y en ella nos llevaron a Bob y a mí hasta el hospital de la Fuerza Aérea allí. Mamá, a quien se le había avisado del accidente, llegó casi al mismo tiempo que nosotros. Los médicos decidieron que era necesario trasladar a Bob hasta el Hospital Naval de Yokosuka pues ahí era donde estaba el mejor neurocirujano del Lejano Oriente. Bob, mamá y yo fuimos transportados en helicóptero. El cirujano y todo el personal médico trabajaron desesperadamente a lo largo de la noche para salvar a Bob. Esta mañana sigue con vida y un poquito más estable, pero su condición es grave y aún no ha recobrado el conocimiento”. Demás está decir que cuando el hermano y la hermana de Bob recibieron la carta, se sintieron muy alarmados, al igual que los abuelos, otros familiares y amigos en la Iglesia en Japón y en Estados Unidos. Muchos se unieron a la familia para orar en favor de Bob, quien seguía en estado de coma en el hospital. Después de diez días, el médico habló con mi suegra y le explicó que, aunque se sentía alentado con la recuperación física de Bob, no veía el progreso mental que había estado esperando. El médico entonces preparó a mi suegra para lo peor, explicándole que Bob podría quedar sin ninguna actividad cerebral o que, si la recobraba, tal vez pasara el resto de su vida con severas limitaciones. Los médicos entonces recomendaron que la familia solicitara un traslado compasivo para estar cerca de un hospital psiquiátrico donde Bob pudiera ser internado. Mi suegra llevaba seis meses de lo que sería su último embarazo y se enfrentaba a esa situación sola, siendo que mi suegro había regresado a Tokio para encargarse de los otros hijos. Mi suegra dijo en una ocasión: “Ése fue uno de los momentos más desesperantes de mi vida; me sentía devastada emocionalmente y muy sola. Había pasado la mayor parte del tiempo sentada junto a la cama de mi hijo, y cuando los médicos hablaron conmigo y me plantearon ese pronóstico tan desalentador, me sentí desfallecer. “Encontré un lugar privado, pasé llave a la puerta, y me desplomé angustiada en un sillón dejando caer la cabeza entre las rodillas completamente abatida. En ese momento, oí la voz de un hombre. Al principio me asusté pues estaba segura de estar a solas en ese lugar y de que había trancado la puerta. Entonces la suave voz dijo de modo muy personal y claro: ‘No se turbe tu corazón ni tengas miedo’”. Mi suegra comprendió que estaba experimentando una manifestación muy especial del Espíritu Santo. La voz continuó diciendo: “Mi paz te doy”. Una calma indescriptible comenzó a envolver su cuerpo entero y supo que Bob estaría bien. Sin perder tiempo llamó a su esposo y compartió con él la sagrada experiencia. Los dos estuvieron de acuerdo en que no había nada que temer y miraron hacia el futuro con renovada esperanza y certeza. A la mañana siguiente mi suegra estaba sentada junto a la cama de Bob y a eso de las 10:00 él empezó a moverse, se estiró un poco, se sentó y, mirando a su alrredor vio a su madre, le sonrió y en un tono de sorpresa le dijo: “¡Hola, mamá!”. Diez días más tarde dejaron el hospital y regresaron a su casa en Tokio. Bob aún tiene algunas cicatrices, mayormente en el cuero cabelludo, pero su recuperación ha sido total. Ninguna de las preocupaciones anticipadas por los médicos llegó a materializarse. Las oraciones fueron oídas y las bendiciones fueron honradas. Recibieron apoyo de parte de miembros de la Iglesia así como de muchos amigos de las fuerzas militares. Los médicos y las enfermeras que tan cariñosamente atendieron a Bob se refirieron a él como su milagro ambulante. Con el tiempo, Bob sirvió una misión en las Filipinas. Hoy día él y su esposa, Jeanne, son padres de cinco hijos, el mayor de los cuales recientemente terminó una misión en Seattle, estado de Washington. Siempre que en familia hablamos del accidente ocurrido hace tantos años, lo hacemos con gran reverencia. Comprendemos que lo único que se interpuso entre Bob y una cierta destrucción fue una rama solitaria. En el Cuarto del Mundo en el Templo de Salt Lake, las paredes están cubiertas de hermosos murales. En la pared del frente hay un empinado precipicio con nada desde el borde hasta el fondo a excepción de una rama solitaria. Ese mural tiene un significado especial para Leroy y Mary Lois Gunnell, su hijo Bob y nuestra familia entera. A veces cuando estoy en ese cuarto miro la rama y recuerdo los detalles de la carta de mi suegro. ¿Cuáles eran las probabilidades de que Bob cayera directamente sobre esa rama —la única que se asomaba por la roca del precipicio? Con la fuerza con que su cuerpo iba cayendo, fácilmente podría haber golpeado y quebrado la rama, para seguir su fatal trayectoria hasta el fondo. ¿Cuáles eran las probabilidades de que cayera sobre su estómago en vez de hacerlo de costado o de espaldas? ¿Cuáles eran las probabilidades de que el peso de su cuerpo fuera perfectamente distribuido para conservar el equilibrio sobre la rama? ¿Cuáles eran las probabilidades de que la rama fuera a mantenerse rígida durante tan largo tiempo? No me resulta difícil ver la mano de Dios en todo ello. Cuando Bob cayó por ese precipicio, la ley de la gravedad no hizo una excepción por tratarse de un buen muchacho. Todos los días suceden cosas malas a gente buena. La única esperanza para Bob estaba en esa rama solitaria crecida de la pared del precipicio —una rama enviada por Dios, lo suficientemente fuerte para detenerlo; lo suficientemente firme para sostenerlo. Es de esperar que ninguno de nosotros jamás se enfrente a una experiencia tan traumatizante. Sin embargo, en cierta manera, todos ya la hemos pasado al nacer en un mundo caído. Esta experiencia mortal fue diseñada para nuestro bien, pero nunca estuvo exenta de peligros. Jesús es esa rama solitaria que nos detiene a cada uno de nosotros. Amulek enseñó: “Porque es necesario que se realice una expiación; pues según el gran plan del Dios Eterno, debe efectuarse una expiación, o de lo contrario, todo el género humano inevitablemente debe perecer; sí, todos se han endurecido; sí, todos han caído y están perdidos, y, de no ser por la expiación que es necesario que se haga, deben perecer” (Alma 34:9). Sheri Dew escribió: “El Salvador no es nuestra última oportunidad, sino nuestra única oportunidad. Él es nuestra única oportunidad de sobreponernos a las dudas y lograr una visión de quiénes podemos llegar a ser; nuestra única oportunidad de arrepentirnos y de que nuestros pecados sean lavados. Nuestra única oportunidad de purificar el corazón, vencer nuestras debilidades y evitar la influencia del adversario. Nuestra única oportunidad de obtener redención y exaltación; nuestra única oportunidad de hallar paz y felicidad en este mundo y vida eterna en el venidero” (“Our Only Chance”, 66). Es sólo cuando nos damos cuenta de nuestra total dependencia en Cristo que empezamos a sentir verdadera gratitud por Él, la cual tanto merece. Es sólo al comprender la inevitable destrucción que nos aguarda al fondo del precipicio que llegamos a valorar esa rama solitaria y al Dios que la puso allí. NINGÚN OTRO HOMBRE En sus clases en la Universidad Brigham Young, Robert J. Matthews ayuda a sus alumnos a comprender cuán esencial es Cristo, formulando algunas preguntas muy interesantes: En el caso de que Jesús no hubiera completado Su misión, ¿existía algún plan alterno aceptable o había un salvador suplente? ¿Es el Evangelio la única opción o simplemente la más rápida? ¿Qué habría sucedido si Cristo no hubiera venido? ¿Qué habría pasado si Él no hubiera sido obediente hasta el fin y no hubiese logrado la Expiación? El hermano Matthews ha escrito: “Hace algunos años traté este tema con un grupo de profesores y advertí que ellos eran de la firme opinión de que si Jesús hubiera fallado, habría existido algún otro medio para lograr la salvación. Reconocieron que cualquier otro medio probablemente habría resultado más difícil sin Jesús, si Él hubiese fallado. En otras palabras .... lo que esos profesores decían era que Jesucristo era una conveniencia pero no una necesidad fundamental” (A Bible! A Bible!, 265–266). El presidente Boyd K. Packer explicó cuán errónea es tal manera de pensar cuando declaró: “Rara vez empleo la palabra absoluto (o absoluta), ya que rara vez encaja. Sin embargo, ahora la empleo y no una sino dos veces. Debido a la Caída, la Expiación resultaba absolutamente esencial para el proceso de la resurrección y para vencer la muerte física. La Expiación fue absolutamente esencial como el medio para que los hombres se limpiasen del pecado y para vencer la segunda muerte, o sea, la muerte espiritual, que nos separa de nuestro Padre Celestial” (Let Not Your Heart Be Troubled, 79; énfasis agregado). “Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Esta maravillosa enseñanza es tan importante que se le repite en cada uno de los libros canónicos (véase Moisés 6:52; Mosíah 3:17; D&C 18:23) y en dos casos fue registrada aun antes de que Cristo naciera. Ésta no fue una doctrina que surgió después de la vida de Cristo, sino que fue declarada desde el principio. Cristo no es un atajo ni un camino más fácil. “Él siempre ha sido el único Salvador para toda la humanidad, y siempre lo será. No hay alternativa, suplentes ni planes optativos” (Matthews, A Bible! A Bible!, 287). Imaginemos cuando nos encontrábamos en la existencia premortal aprendiendo del plan de redención y de la función esencial de la expiación de Cristo. “Pienso que el diablo no sólo ‘garantizó’ a todos la salvación sin ningún esfuerzo, sino que además fue entre la multitud diciendo algo como lo siguiente: ‘Miren, si ustedes se someten a nacer en ese mundo sujetos a la caída de Adán, al pecado y a la muerte, y Jesús fracasa, entonces habrán perdido su salvación’” (Matthews, A Bible! A Bible!, 288). Casi podemos oír a Satanás preguntar: “¿Están seguros de que quieren jugárselo todo a una sola carta? ¿Realmente van a poner toda su fe en una sola persona? Eso sería como si un jovencito cayera hacia un profundo precipicio y esperara ser salvado por una rama”. Todos sabían que el plan alterno de Lucifer no ofrecía ninguna posibilidad de crecimiento o progreso eterno. Así que, tal vez, una de las razones por las cuales tuvo éxito en convencer a tantos de que lo siguieran a él fue por poner tantas dudas en el plan de Dios. Imagino a Satanás diciendo: “Sé que mi plan no les ofrece mucho, pero al menos es seguro. El plan de Dios ofrece mucho más, pero conlleva un riesgo. ¿Están realmente dispuestos a tener fe en Cristo cuando es todo apenas palabras y promesas de parte de alguien que nunca antes ha efectuado una Expiación?”. Con toda seguridad que Satanás sembró sus semillas de duda y temor desde el principio, ya que nunca ha dejado de hacerlo. Mismo hasta el último minuto en el Jardín de Getsemaní, él hizo todo cuanto pudo para frustrar la Expiación. Jesús se enfrentó al “imponente poder del maligno” (Packer, véase “Expiación, albedrío, responsabilidad”) y a “los horrores que Satanás, ‘el príncipe de este mundo’, pudo infligirle” (Talmage, Jesús el Cristo, 644; véase también Juan 14:30). Como para no estar preocupado Jesús por Sus Apóstoles al suplicarles que no entraran en tentación (véase Mateo 26: 40–44). Él sabía que el tentador mismo estaba allí despertando toda duda y todo temor imaginables (véase TJS, Marcos 14:36–38). La Expiación era mucho que pedir de cualquier persona, pero nosotros sabíamos que Jesús no era cualquier persona. Sabíamos que Jesús no fallaría. Creíamos en Él y estábamos seguros de que nuestra confianza no se depositaba en alguien que no la merecía. Sabíamos que sería sometido a la burla y al rechazo —aun de parte de miembros de su familia (véase Juan 7:5), pero también sabíamos que Él nunca se daría por vencido. Preveíamos el terror y la injusticia de Getsemaní, pero sabíamos que Jesús nunca diría: “Hágase mi voluntad y no la Tuya”. También previmos la tortura y la ironía del Calvario, pero sabíamos que Jesús nunca proclamaría a Su Padre: “¡Basta! Esto ya es demasiado”. Aun cuando imploró a Dios empleando el más íntimo de los títulos: “Abba .... todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa” (Marcos 14:36), nosotros sabíamos que Dios no haría tal cosa porque el Abba de Jesús es también nuestro Abba. Dios no podía apartar la amarga copa de Cristo sin causarnos a nosotros amargas consecuencias. Sabíamos que Dios se mantendría firme ya que el precio del fracaso era demasiado alto. La posibilidad de perdernos era totalmente inaceptable para Él, a pesar de la súplica de Jesús. Aun en el Calvario, cuando Jesús quedó solo en la cruz sin la ayuda de Su Padre, del Espíritu Santo o de ángeles, sabíamos que Él triunfaría. El simple hecho de que nacimos en esta tierra es evidencia de que rechazamos a Satanás y tuvimos fe en Jesucristo desde el principio. Aquellos que no ganaron un cuerpo son quienes dudaron. Tan seguros estamos los demás que, a diferencia de Bob, quien cayó barranco abajo por accidente, nosotros saltamos de nuestra propia elección. Sabíamos que podríamos haber sido alejados para siempre de la presencia del Dios Eterno y completamente cortados de los poderes regeneradores del Espíritu. Éramos conscientes de los riesgos y de la posibilidad de ser destruidos. No obstante todo ello, igual dimos ese salto porque también sabíamos que habría una solitaria rescatadora y redentora rama. A diferencia de Bob, quien quizás habría o no habría estado mejor por haber caído, nosotros sabíamos que al final sí lo estaríamos. El saber de esa solitaria rama tan singular nos dio la confianza necesaria para decidir caer. Al igual que la rama ilustrada en el mural del Templo de Salt Lake y la que le salvó la vida a Bob, Jesús está listo para rescatarnos. “Jesús es el único Ser en el universo que posee las llaves de ilimitado poder sobre el pecado, la muerte, el infierno, el pesar, el sufrimiento, el pozo del abismo, el diablo y el cautiverio” (Skinner, Garden Tomb, 72; véase también Apocalipsis 1:18; 3:7; 9:1; 21:1–4). Jesús no se doblará ni se quebrará. Su poder de sustentar está a nuestra disposición tan seguido como sea necesario y por el tiempo que sea necesario. Una rama solitaria es más que suficiente gracias al continuo poder de la Expiación. La fortaleza de Cristo es perfecta, Su gracia es suficiente y Su amor es eterno. Capítulo 6 “DESPUÉS DE HACER TODO CUANTO PODAMOS” *** Los requisitos de Cristo no existen para que podamos lograr lo más posible de la Expiación, sino para que —de acuerdo con Sus generosos términos— la Expiación logre lo mejor de nosotros. Pues sabemos que es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos” (2 Nefi 25:23). Éste es uno de los pasajes de las Escrituras más citados en la Iglesia y, al mismo tiempo, tal vez sea uno de los menos entendidos. Mientras no los comprendamos, pasajes como éste pueden, a veces, ser una fuente de desaliento en vez de esperanza. El significado de la frase puede cambiar dependiendo de cuál palabra se recalque. Por ejemplo, si decimos: “ESA señora dijo bastante”, el significado es distinto a si decimos: “Esa SEÑORA dijo bastante”, “Esa señora DIJO bastante”, o “Esa señora dijo BASTANTE”. Del mismo modo, al variar el énfasis en el citado pasaje, vemos el versículo a través de un prisma diferente. DESPUÉS DE HACER CUANTO PODAMOS Yo solía creer que la palabra después, en este versículo, estaba relacionada con el orden del tiempo. Creía que yo tenía que hacer todo cuanto me fuera posible y entonces la gracia entraba en juego, como si fuera el broche final a todo lo que yo había logrado por mi cuenta. Entonces pensé en Pablo y Alma, hijo, quienes en ningún momento hicieron nada pero llegaron a recibir grandes bendiciones espirituales. Pensé en las muchas manifestaciones de gracia en mi propia vida, las cuales había recibido mucho antes de hacer “mi parte”. Donald P. Mangum y Brenton G. Yorgason señalan que si vemos el versículo dentro del contexto de los capítulos que lo rodean, descubriremos que “Nefi no estaba centrándose en la importancia de nuestras obras, o sea, en ‘hacer todo cuanto podamos hacer’ primero. De hecho, muy por el contrario, él estaba enviando un mensaje concerniente a la importancia vital de la misión del Mesías .... y a la magnitud de los grandes dones que vienen de Él” (Amazing Grace, 58). Por ejemplo, en el capítulo siguiente (2 Nefi 26:25) Nefi extiende la invitación que dice: “Venid .... comprad leche y miel sin dinero y sin precio”. No se menciona ninguna condición de tiempo. Tal vez ésta sea la razón por la que la palabra después también podría querer decir a pesar de. Somos salvos por la gracia a pesar de todo cuanto podamos hacer (véase Amazing Grace, 61). Stephen E. Robinson escribió: “Interpreto el adverbio ‘después’ en el pasaje de 2 Nefi 25:23 como una indicación de separación más bien que de tiempo. Denota una separación lógica en vez de una secuencia temporal. Somos salvos por la gracia ‘aparte de todo cuanto podamos hacer’, o ‘por encima de todo cuanto podamos hacer’, o aun ‘sin tener en cuenta todo lo que podamos hacer’. Otra manera aceptable de parafrasear el sentido del versículo podría ser: ‘Somos salvos por medio de la gracia aún después de echar todas las cartas’” (Creámosle a Cristo, 103). El poder de Cristo no es un generador de emergencia que se enciende una vez que nuestro abastecimiento se agota. No es un motor propulsor que hacemos funcionar a vapor. Más bien, es nuestra constante fuente de energía. Si pensamos que Cristo sólo cubre la diferencia después de que nosotros hacemos nuestra parte, no llegaremos a guardar la promesa que hacemos cada domingo de recordarle siempre. El élder Bruce C. Hafen confirmó: “El don de la gracia que nos otorga el Salvador no está siempre limitado en el tiempo hasta ‘después’ de hacer cuanto esté a nuestro alcance. Podemos recibir Su gracia antes, durante y después del momento en que agotamos nuestros esfuerzos propios” (Broken Heart, 155). Tales palabras le ofrecen consuelo al hombre que una vez me escribió lo siguiente: “A menudo se me dice que Cristo vendrá a mí sólo después de que yo haya salvado un interminable número de obstáculos. Si yo hago esto o aquello o si me porto muy bien, entonces yo también podré sentir el amor de Cristo. El problema es que yo lo necesito en mi vida en este momento y no en alguna fecha futura. Me beneficiaría muchísimo tener un poco del amor y de la gracia de Cristo hoy”. Si creemos que tenemos que ser completamente dignos antes de acercarnos a Dios, nunca podremos hacerlo. Quienes se sienten fracasados por lo general no bregan por un asiento en la primera fila ante el trono de los cielos; por el contrario, nos distanciamos aún más de la fuente de virtud que buscamos. Es posible que lo hagamos como producto de la vergüenza, la falta de confianza, una estima propia deficiente o por muchos otros motivos. Sea cual sea la razón, rápidamente nos vemos atrapados en un ciclo sin fin de cambios dejados para más tarde y de felicidad postergada. Consideremos estas palabras de un desanimado joven que acaba de regresar de su misión: “Recientemente leí un libro sobre cómo cambiar mi vida y en vez de sentirme motivado, me siento deprimido. Soy una paradoja ambulante; quiero cambiar y vivir debidamente a fin de ser perdonado, pero lo que yo necesito es ser perdonado a fin de vivir debidamente. Quiero hacer mi parte para recibir la gracia del Salvador, pero necesito esa gracia para hacer mi parte, y así es con todo lo demás. Lo mismo sucede con las chicas; quiero salir con buenas jóvenes mormonas, pero yo no me siento lo suficientemente bueno”. Resulta fácil entender la lucha interna de ese joven, pero cuando comprenda que no tiene que esperar por la gracia, que no le corresponde a él hacer todo cuanto pueda primero, entonces reconocerá que Cristo lo ayudará en todo momento. De pronto ya no hay más paradoja (y tampoco excusas). Ya puede dejar de culpar a Dios por su falta de progreso, dejar de esperar para invitar a jóvenes mormonas a salir con él y ser la clase de persona de éxito sobre la cual alguien escribirá un libro. DESPUÉS DE HACER CUANTO PODAMOS Algunas personas ven una larga lista de tareas que se deben llevar a cabo antes de llegar a los cielos. En realidad, el estar dispuestos a lidiar aquí en la tierra no nos ayudará a acumular puntos en el cielo, pero nos ayuda a llegar a ser celestiales. No se nos llama haceres humanos, sino seres humanos. El hacer es sólo un medio para ser. Las Escrituras dejan bien en claro que nuestras obras son un factor importante para determinar nuestro destino final. Sin embargo, eso no se debe a lo que las obras nos compran, sino a la forma como nos moldean. Andrew C. Skinner escribió; “Nuestra condición en la eternidad no será determinada por lo que nos sucedió a nosotros, sino más bien por lo que sucederá en nosotros como resultado de la expiación del Salvador” (Garden Tomb, 56; énfasis en el texto original). En realidad no somos haceres humanos ni seres humanos, sino llegar-aseres humanos (véase David A. Bednar, “Llegar a ser misioneros”, Conferencia General, octubre de 2005; Dallin H. Oaks, véase “El desafío de lo que debemos llegar a ser” ). Cristo dijo: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mateo 4:19), pero de vez en cuando eliminemos algunas palabras y oigámosle decir: “Venid en pos de mí, y os haré”. Cuando Naomi W. Randall escribió la letra de “Soy un hijo de Dios” (Himnos, N° 196), en inglés decía: “Enséñenme todo cuanto debo saber”. Más adelante el presidente Spencer W. Kimball sugirió que se le cambiara para que leyera: “Enséñenme todo cuanto debo hacer”, ya que el conocimiento es de relativo valor a menos que sepamos qué hacer con él. Tal vez un día todos cantaremos: “Enséñenme todo cuanto deba ser”. A fin de cuentas, no es lo que sabemos y ni siquiera lo que hacemos lo que realmente importa, si para entonces no hemos llegado a ser la clase de persona que algún día “con Él pueda vivir” (véase Black, Finding Christ, 49–50). En una ocasión hablé con una misionera sobre sus sentimientos de ineptitud. Entre lágrimas dijo: “Nunca podré llegar al reino celestial. Tal vez mejor debiera tratar de alcanzar un reino menor y de ese modo mi vida sería mucho menos complicada”. ¿Acaso la vida realmente se vuelve menos complicada cuando reducimos el nivel de nuestras metas y nos conformamos con menos? Le sugerí que una solución mejor sería averiguar a qué poder recurrir por ayuda. Le dije a esa fiel hermana: “Imagine que está hablando con una de sus investigadoras; ¿qué le diría si ella se sintiera del mismo modo que usted?”. La misionera respiró hondo y respondió: “Le diría que no se diera por vencida, que Dios aún no ha terminado de formarla”. Los miembros de la Iglesia en todas partes del mundo cantan el conocido himno, “¡Oh, está todo bien!” (Himnos, N° 17), en el cual se formula la pregunta: “¿Por qué pensáis ganar gran galardón, si luchar evitáis?”. ¿Es eso lo que realmente estamos haciendo —ganando un gran galardón? La palabra ganar no aparece ni una sola vez en Doctrina y Convenios. Al enfrentarnos a la batalla, en vez de evitar luchar, aceptemos el hecho de que Dios nos transforma. Es posible que el destino final nos aguarde “do Dios lo preparó”, pero el desarrollo lo encontramos todo a lo largo del camino. El “gran galardón” no es apenas algo que vamos a recibir, sino lo que llegamos a ser por medio de la gracia de Jesucristo. Como lo explicaba un reciente artículo de la revista Ensign: “¿Creemos nosotros que Su gracia es necesaria para nuestra salvación? Por supuesto que sí. Sin la gracia de Jesucristo, nadie podría salvarse ni recibir bendiciones eternas. Por medio de Su gracia, todos resucitarán y todos cuantos crean y le sigan podrán tener vida eterna. Lo que es más, mediante Su gracia, nuestras sagradas relaciones entre cónyuges y familias en general pueden continuar a lo largo de la eternidad. Tales bendiciones eternas son Sus dones para nosotros; no hay nada que podríamos hacer por nosotros mismos que nos haría acreedores a ellas. No obstante todo eso, las Escrituras dejan en claro que recibimos las bendiciones plenas de Su gracia por medio de nuestra fe y obediencia a Sus enseñanzas (Efesios 2:8–10; Santiago 2:17, 24)” (“We Believe”, 55–56). ¿En qué consisten las “bendiciones plenas” de Su gracia que no sea el cumplir la medida de nuestra creación al llegar a ser más como Dios y Jesús? DESPUÉS DE HACER CUANTO PODAMOS La palabra cuanto (implica todo cuanto) se vuelve complicada cuando la mayoría de nosotros siente que nunca se puede hacer todo cuanto es posible. Recuerdo haber leído en mi juventud la biografía del presidente Spencer W. Kimball. Me asombró cuánto ese profeta podía hacer en veinticuatro horas. Se levantaba temprano, se retiraba a descansar tarde, y colmaba sus días al máximo. Escribía cartas y tarjetas de agradecimiento mientras le conducían en automóvil. Programaba entrevistas entre reuniones y a menudo salía de ellas para llevarles un plato de comida a guardias de seguridad. Cuando tengo una agenda diaria particularmente ocupada, la llamo un día presidente Kimball. Después me desanimo cuando no puedo mantener ese mismo ritmo continuamente. Algunas amistades bien intencionadas dicen: “Haz lo mejor que puedas”, pero yo rara vez oigo esas palabras como un consejo consolador, sino que me presentan el desafío de empujarme a mí mismo aún más. Mis hijos se burlan de mí porque siempre estoy atrasado. Hasta me han comprado un marco para la placa del automóvil que dice: “Tarde en llegar, pero digno de esperar”. Al igual que mucha gente, no es que quiera llegar tarde, sino que siempre surge algo imprevisto a último momento —algo que hacer o alguien con quien hablar. Mi esposa y yo nos quedamos tan a menudo hablando con diferentes personas después de las reuniones de la iglesia que nuestros exasperados hijos están seguros de que debemos haber sido ordenados antes de nacer para ser los últimos en salir de todas las reuniones a las que asistimos. En una ocasión, tras ayudar a limpiar después de una actividad de barrio, llegué a casa más tarde que de costumbre y muy cansado. Me desplomé en el sillón de la sala y dije: “Estoy molido. No creo que pueda hacer nada más por hoy”. Mi hija dijo en tono de broma: “¿Papá ya no tiene más cuerda? Seguramente le queda tiempo para hornear pan para llevarle a las viudas”. Lo triste es que me fijé en la hora para ver si aún estaba a tiempo de hacer eso precisamente. He oído decir que hacer “todo cuanto uno puede” es como pagar el diezmo. Tanto la persona que gana un millón de dólares como la que tiene ingresos mucho menores, pagan el mismo diez por ciento. Aun cuando las cantidades son distintas, es un diezmo íntegro para las dos. Sin embargo, eso no me hace dejar de pensar que si ganara más podría pagar más. Reconozco que esto quizás le sonará muy extraño a muchas personas, pero es así como me he sentido a veces y es un ejemplo de las muchas ocasiones en que no sentí que mi “todo” fuera suficiente. Un discursante en la Iglesia dice: “Uno no puede hacerlo todo; no se puede correr más aprisa de lo que las fuerzas nos lo permitan” (véase D&C 10:4). El siguiente dice: “Esforcémonos; siempre se puede hacer más”. Una persona aconseja: “No se preocupen por las cosas que no puedan hacer”, mientras que otra dice: “Uno puede hacer todo lo que se proponga hacer”. En este mundo de mensajes encontrados, yo nunca puedo dejar de pensar: “Si sólo pudiera ser más organizado o si sólo pusiera más esfuerzo”. Satanás tentó a Cristo con la palabra si (véase Mateo 4:3–11). A menudo me tienta a mí con las palabras si sólo. “No te preocupes preguntándote si has hecho lo suficiente”, me aconseja un bien intencionado amigo. “Más bien pregunta si lo que has hecho es aceptable a Dios”. El problema de ese consejo es que no puedo llegar a comprender cómo cualquier cosa inferior a dar lo mejor de mí mismo puede ser aceptable. Me dicen que al sentir la compañía del Espíritu me daré cuenta de que he hecho mi parte. Sin embargo, si empiezo a castigarme por no ser un mejor maestro orientador o por no ayudar más con la historia familiar, alejaré al Espíritu en un instante. En esos momentos de ansiedad, el mayor consuelo que he encontrado está en saber que cualquier esfuerzo es agradable a Dios, aun cuando Él y yo sepamos que no fue lo mejor que pude dar. Tal vez esté lejos de ser una ofrenda aceptable, pero Dios la acepta de todos modos ya que a la larga Él no está tan interesado en la ofrenda en sí, sino en quien la hace. El élder Gerald N. Lund escribió: “Recordemos que una de las estrategias de Satanás, especialmente con buenas personas, es susurrar en sus oídos: ‘Si no eres perfecto, vas camino al fracaso’. Éste es uno de sus más eficaces engaños. .... Tenemos que reconocer que Dios se siente complacido con todo esfuerzo que hagamos por mejorar, no importa cuán frágil sea” (“Are We Expected to Achieve Perfection in This Life?”, 207). A menudo soy el primero en reconocer que mis esfuerzos son, como mucho, mediocres. Pero en vez de sentirme mal por no dar más, comprendo que es un paso en la debida dirección. Me recuerdo a mí mismo que la palabra mediocre proviene del latín mediocris, que quiere decir “a mitad de camino”. No describe cuán lejos puedo llegar, sino que indica cuán lejos he llegado. Si estoy a mitad de camino hacia la cima de la montaña, es mejor que estar al pie de ella y rehusar intentarlo. No importa dónde me encuentre en el trayecto, la motivación para seguir ascendiendo no está en tratar de impresionar a Dios y a Cristo con mis sacrificios, sino en ver que Sus sacrificios hayan causado una profunda impresión en mí. DESPUÉS DE HACER CUANTO PODAMOS Analizaremos la palabra podamos en las dos partes que la componen: nosotros y poder. Ese nosotros que queda implícito, no se refiere a usted y a mí colectivamente, sino a nosotros individualmente con Jesús. Es esa relación la que constituye la clave para entender el pasaje de 2 Nefi 25:23. Es por medio de la gracia que nosotros (usted y yo) somos salvos, después de hacer todo cuanto nosotros (Cristo y cada persona) podamos hacer juntos. En Doctrina y Convenios leemos un versículo similar: “Hagamos con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance; y entonces podremos permanecer tranquilos .... para ver la salvación de Dios” (D&C 123:17). Al principio ésta parece ser una repetición de la escritura de 2 Nefi, pero consideremos quién dio la revelación. Tal vez las palabras hagamos, nuestro y podremos no se están refiriendo a usted y a mí, sino a Cristo y nosotros. El autor C. S. Lewis lo explicó de esta forma: “Estamos tratando de entender y de separar en compartimentos herméticos, qué es exactamente lo que Dios hace y lo que el hombre hace cuando Dios y el hombre trabajan juntos” (Mere Christianity, 149). Las Escrituras se refieren a la relación de Cristo con la Iglesia cual si fuera un matrimonio (Efesios 5:22–23). Sin embargo, los Santos de los Últimos Días sabemos que hay una diferencia entre un matrimonio y un sellamiento. Cristo no tiene apenas la intensión de “casarse” con nosotros, sino de sellarnos a Él (véase Mosíah 5:15). Uno de los nombres de Jesús, Emanuel, significa Dios con nosotros (véase Mateo 1:23–25). ¿Hay alguna definición de la gracia que sea mejor que ésta? En el más importante de todos los compañerismos, la ofrenda de una de las partes no es apilada encima de la ofrenda de la otra parte como si se tuviera que reunir un requisito mínimo de altura demandado por la justicia. No se trata de altura sino de crecimiento. No alcanzamos el cielo al suplementar la gracia de Jesús con nuestras obras o nuestras obras con la gracia de Jesús (véase 2 Nefi 31:19; Moroni 6:4). No llegamos al cielo mediante suplementos, sino haciendo convenios; no definiendo una proporción, sino creando una relación; no por medio de negociaciones, sino mediante cooperación y unidad. En vez de ver dos partes, sería mejor que viéramos dos corazones trabajando al unísono y conformándose a la misma imagen (véase Romanos 8:29; Gálatas 4:19). En la última pregunta de la entrevista para extender una recomendación para el templo, a cada persona se le pide que haga una evaluación de su propia dignidad personal. Esa pregunta nos da la oportunidad de hacer una pausa y meditar detenidamente. Una hermana a quien entrevisté cuando era miembro de la presidencia de estaca a la que ella pertenecía, no hizo la más mínima pausa. Con plena seguridad dijo: “Sola no soy digna, por encima de todas las preguntas que he respondido correctamente, pero no se inquiete, presidente, porque no estoy sola; estoy junto al Salvador, y juntos somos dignos”. Robert L. Millet escribió: “En una palabra, somos incompletos o parciales, mientras que Cristo es entero o completo. Al venir a Cristo por convenio, nosotros (Cristo y yo) somos completos. Yo no estoy terminado aún; Cristo sí lo está. Al confiar sólo en los méritos del ‘autor y consumador de [mi] fe’ (Hebreos 12:2; comparar con Moroni 6:4), llego a estar terminado o plenamente formado. Soy profundamente imperfecto; Cristo es perfecto. Juntos somos perfectos, y quienes vienen a Cristo llegan a ser perfectos en Él (Moroni 10:32)” (Grace Works, 130; énfasis en el texto original). En una ocasión hablé con una estudiante universitaria que trataba de llegar a entender mejor la Expiación. “Yo sé”, dijo, “que debo hacer mi parte y después Cristo hace el resto, pero el problema es que ni siquiera puedo hacer mi parte”. Entonces se puso a enumerar las muchas cosas que debía hacer, pero que no estaba haciendo. También se refirió a los malos sentimientos que no debía tener hacia otras personas, pero que sí tenía. Continuó diciendo: “Sé que Cristo puede llenar el vacío entre mis mejores esfuerzos y la perfección, pero ¿quién llena el espacio entre cómo soy y mis mejores esfuerzos?”. Tomé una hoja de papel y marqué dos puntos en ella, uno al pie y otro en la parte superior. “Aquí está Dios”, le dije, indicándolo junto al punto superior, “y aquí estamos nosotros”, indicándolo junto al punto al pie de la hoja. “¿Cuánto de esta distancia cubre Jesús y cuánto nos corresponde a nosotros cubrir?”, le pregunté. Empezó a hacer una marca en el punto medio y después, pensándolo mejor, la hizo mucho más abajo. “Está equivocada”, le dije. “¿Debo hacer la marca más arriba?, me preguntó. “No”, respondí. “Lo cierto es que Cristo ya ha cubierto toda la distancia”. “¡Claro!, como si yo no tuviera que hacer nada”. “Ah, no, usted tiene mucho por hacer, pero no para cubrir este vacío. Jesús llenó el espacio que hay entre nosotros y Dios; eso ya está hecho. Todos vamos a regresar a la presencia de Dios. El asunto ahora es ver cuánto tiempo vamos a permanecer en ella. Eso es lo que determina nuestra obediencia a Jesús”. Cristo nos pide que demostremos fe en Él, que nos arrepintamos, que hagamos y guardemos convenios, que recibamos el Espíritu Santo y que perseveremos hasta el fin. Al hacerlo, no estaremos saldando las demandas de la justicia —ni siquiera la más mínima parte. En cambio, demostramos agradecimiento por lo que Jesús hizo y nos esforzamos por vivir la vida de un discípulo y para seguir el modelo fijado por Cristo mismo —lo que José Smith llamó “la vida del justo” (History of the Church, 2:229). La justicia requiere perfección o un castigo cuando la perfección no es alcanzada. Jesús, quien cumplió con la demanda de la justicia (véase 2 Nefi 2:7), puede ahora perdonar lo que la justicia jamás podría. Al librarnos de las demandas de la justicia, Él ahora puede llegar a todo un nuevo acuerdo con nosotros (véase 3 Nefi 28:35). “Entonces, ¿cuál es la diferencia?”, preguntó la joven. “Ya sea que nuestros esfuerzos sean requeridos por la justicia o por Jesús, igual son requeridos”. “Es cierto, pero son requeridos con diferentes propósitos, y eso es lo que marca la diferencia. Cumplir con los requisitos de Cristo es como pagar una hipoteca en vez de un arriendo, invertir en vez de saldar deudas, llegar a un cierto destino en vez de caminar en una máquina de ejercicios; en definitiva, lograr la perfección en vez de por siempre quedarnos cortos”. “Pero como ya le he dicho, no puedo ser perfecta”. “No es necesario que sea perfecta, puesto que la justicia ya no está a cargo. Jesús está a cargo, y Él sólo pide que usted esté dispuesta a ser perfecta”. Ahora veamos el segundo aspecto de nuestro análisis, el que implica poder, o sea, aquello de lo que somos capaces. ¿Qué es lo que uno, individualmente, puede hacer sin Dios? Cuanto mayores somos menos se nos tiene que recordar en cuanto a la “grandeza de Dios” y nuestra propia “nulidad” (Mosíah 4:11). Nuestra dependencia en el poder habilitador de Cristo se vuelve más evidente cada día. Tras el asombroso encuentro de Moisés con Dios, el profeta declaró: “Por esta causa, ahora sé que el hombre no es nada, cosa que yo nunca me había imaginado” (Moisés 1:10). “Dios retiró Su presencia de Moisés a fin de que Moisés llegara a entender que sus mismas energía y fortaleza como ser mortal provenían de Dios, y que sin Dios él no sería nada. Moisés cayó a tierra, y por el espacio de muchas horas experimentó el contraste de estar sin el sustento de Dios. .... El término nada, en este contexto, no significa carente de valor, ya que el infinito valor de Moisés le había sido comunicado magníficamente de maneras que iban mucho más allá que cualquier cosa que él hubiera experimentado o visualizado. En este caso, nada significa impotencia” (Covey, Divine Center, 172–173; énfasis agregado). “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”, dijo Pablo (Filipenses 4:13). El Libro de Mormón testifica que el Señor es el sustento mismo de nuestra vida (véase Mosíah 2:21). Isaías escribió: “Ahora pues, Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros somos el barro, y tú nuestro alfarero” (Isaías 64:8). Cerca de un año después de la muerte de su esposo, a una viuda se le preguntó: “¿Cuándo sintió que Cristo intervino e hizo su carga más liviana?”. La mujer respondió: “¿Acaso hubo algún momento en que Él no estuviera a mi lado compartiendo mi yugo? En mi caso nunca hubo dos huellas diferentes en la arena, sólo una, las de Él”. ¿Quién tiene la audacia de suponer que hubo alguna ocasión, por breve que fuera, cuando no hayamos sido sostenidos por Cristo? Tal vez no hayamos sido conscientes de Su gracia, pero estaba presente. El jactarse de lo contrario es como el jinete que asegura que podría ganar una carrera sin su caballo. Hace unos años, algunas veces les decía a los jóvenes: “Den a Cristo un centímetro y Él los llevará por un kilómetro”. En aquel momento parecía ser un interesante juego de palabras, pero ahora me doy cuenta de que si apenas nos volvemos a Él, nos llevará tanto por el kilómetro como por el centímetro. Muchos, tal vez, habrán escuchado una analogía en clases dominicales que dice más o menos así: Un hombre en un caliente desierto ve una fuente en la cima de una colina. Con gran esfuerzo, sube por la colina y bebe el agua de vida. ¿Qué fue lo que lo salvó? ¿Subir la colina (sus obras) o el agua (la gracia)? La respuesta, por supuesto, es que las dos cosas son esenciales (véase Pearson, Know Your Religion, 92–93). Aun cuando eficaz para enseñar la necesidad tanto de la gracia como de las obras, la analogía no llega realmente a ilustrar la relación que existe entre las dos ni hasta dónde el Señor está dispuesto a ir para ayudarnos. El agua puede estar en la cima de la colina, pero no es allí donde está Cristo. Él desciende hasta el pie de la colina para traernos el agua. Es eso lo que nos permite subir hasta la cima, lo cual Él requiere pues sabe que nos fortalecerá y será para nuestro bien. Cristo no está esperando en la línea final; Él está consumando nuestra fe (véase Hebreos 12:1–2). La gracia no es el premio al final de la subida, sino el poder que nos sostiene mientras subimos (véase “Gracia”, Guía para el Estudio de las Escrituras, 85). En las Escrituras leemos de Moisés, Enoc, Gideón y Jonás—todos ellos grandes hombres que inicialmente no se creían capaces de hacer lo que Dios les había llamado a hacer. Sin embargo, como sabemos, con la ayuda del Señor ellos tuvieron éxito en sus respectivas misiones (véase Éxodo 4:10; Moisés 6:31; Jueces 6:15; Jonás 1–3). Esos hombres aprendieron, “porque Dios es el que en vosotros produce tanto el querer como el hacer” (Filipenses 2:13). Isaías prometió: “El Dios eterno, .... da fuerzas al cansado y multiplica las fuerzas del que no tiene vigor” (Isaías 40:28–29). La vida en la tierra es debidamente descrita como una escuela, pero tenemos un Padre y un hermano mayor que no sólo han pagado la matrícula sino que también nos ayudan con las tareas. Ya no digo: “El Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos”, sino, “El Señor nos ayuda a ayudarnos a nosotros mismos”. LOS TÉRMINOS GENEROSOS DE CRISTO El acuerdo de Cristo con nosotros es similar a una madre que ofrece clases de música a su hijo. La madre, quien paga por las clases, puede requerir que su hijo practique. Al hacerlo, ella no está tratando de recobrar el costo de las clases, sino de ayudar a su hijo a sacar el máximo provecho de esa oportunidad de refinar su talento. Su dicha no está en ver su inversión reintegrada sino en que sea bien empleada. Si el hijo, en su inmadurez, ve las expectativas de su madre innecesarias o demasiado onerosas, es porque aun no tiene la misma perspectiva de ella. Cuando las expectativas de Cristo en cuanto a fe, arrepentimiento, convenios, el don del Espíritu Santo y la perseverancia nos parecen difíciles, tal vez se deba a que, como lo dijo C. S. Lewis, “aún no tenemos la más mínima noción de la enorme visión que Él tiene para nosotros” (Mere Christianity, 205). Nos ayuda en este descubrimiento de línea sobre línea el enfocarnos menos en qué es lo que Jesús pide y más en por qué lo pide. El élder Bruce C. Hafen escribió: “El gran Mediador pide que nos arrepintamos, NO porque debemos ‘pagarle’ por haber Él saldado nuestra deuda con la justicia, sino porque el arrepentimiento echa a andar un proceso que, con la ayuda del Salvador, nos lleva por la senda hacia la santidad de carácter” (Broken Heart, 149). De un modo similar, el élder Dallin H. Oaks enseñó: “El pecador arrepentido debe sufrir por sus pecados, pero ese sufrimiento tiene un fin distinto que el de un castigo o el de saldar un deuda. Su propósito es cambiar” (Lord’s Way, 223; énfasis en el texto original). Sin la fe y el arrepentimiento que requiere Cristo no habría redención ya que no habría deseo de mejorar. Sin los convenios y el don del Espíritu Santo no existirían los medios para mejorar, y sin la perseverancia que requiere Cristo no habría internalización de la mejoría con el paso del tiempo. De la misma manera que Jesús obedeció la voluntad del Padre, nosotros debemos ahora obedecer la voluntad de Jesús. Los requisitos de Cristo no existen para que podamos lograr lo más posible de la Expiación sino para que —de acuerdo con Sus generosos términos— la Expiación logre lo mejor de nosotros. El élder Melvin J. Ballard explicó la Expiación comparándola con un hombre que salda la deuda de la hipoteca de otro hombre. El nuevo propietario dice: “Yo sé que ésta era su casa, sé que usted siente mucho apego por ella, y sé que está muy apenado por perderla .... Ahora es mía, pero le propongo devolvérsela con ciertas condiciones. .... Es posible que usted las cumpla, y entonces, no sólo le devolveré su casa en su estado original, sino que se la glorificaré. La haré más espléndida y más magnífica que antes y se la daré por toda la eternidad” (Hinckley, Sermons and Missionary Service, 169). El ejemplo del élder Ballard tuvo un significado adicional en mi vida cuando comprendí que Jesús, el nuevo dueño que saldó la deuda, desea mejorar no sólo la casa sino a su antiguo propietario. Se requieren “ciertas condiciones” a fin de remodelar a una persona al igual que a una casa. Nosotros somos aquellos a quienes Cristo desea “hacer más espléndidos y más magníficos que antes .... por toda la eternidad”. Tal continuo trabajo requiere un continuo poder facultativo. Requiere más gracia de la que jamás podría ser diagramada, diseñada, dibujada o hallada en una lista de responsabilidades contractuales. Ese poder se halla yendo más allá de la tarea de definir las partes; está en forjar una relación con Dios y Cristo que es mayor que la suma de las partes. Cuando finalmente pasamos al otro lado del velo que nos separa del reino celestial, no será como personas que hayamos hecho nuestra parte, sino de la mano con Jesús. En ese día sagrado no habrá Él ni yo, sólo habrá nosotros. Capítulo 7 ¿QUIÉN HIZO A DIOS EL ENEMIGO? *** Dios y Cristo han salido victoriosos, mientras que Satanás y sus seguidores se han visto frustrados en cada uno de los momentos decisivos, excepto en uno —el momento decisivo de la vida de cada ser humano. Satanás no puede deshacer la Creación, la Caída, la Expiación ni la Restauración. Como no puede derrumbarlas, entonces trata de derrumbarnos a nosotros. Jesús pagó nuestro rescate y saldó nuestra deuda”, testificó un misionero, tal como lo había hecho muchas veces en tantas lecciones con un sinnúmero de investigadores. De pronto, un investigador lo sorprendió diciendo: “¡Ésa es la chorrada capitalista más grande que jamás he escuchado!”. El misionero y su compañero quedaron pasmados ya que nunca se habían encontrado antes con un comentario tal. Entonces el investigador continuó diciendo: “Todo este asunto de deudas y rescates me suena totalmente norteamericano. Todo tiene un precio; todo tiene que costar dinero. Hasta la salvación tiene que ser pagada. Toda esa historia del sufrimiento de Jesús no es otra cosa que una trama capitalista”. Los misioneros intentaron hablar, pero antes de tan siquiera poder pronunciar una palabra, el hombre dijo: “Si acaso Dios existe, debe ser muy malvado y cruel para requerir que alguien pague con su muerte el precio de la salvación — especialmente alguien que no tenía la más mínima culpa. Y si Jesús acaso es el hijo de Dios, Dios debe ser un pésimo padre para obligarlo a hacer una cosa así”. Demás está decir que después de la lección los misioneros salieron sintiéndose desanimados y confundidos. Por los días siguientes hablaron entre ellos de los puntos de vista del hombre. ¿Sería posible que la historia de que la humanidad estaba endeudada con Dios hubiera sido inventada y perpetuada por iglesias cristianas a fin de someter a la gente a sus normas y obtener lucro? No habría mejor manera de asegurar considerables donaciones financieras que el continuamente decirle a la gente cuán enorme era su deuda. Y ¿por qué requirió Dios el sacrificio de Jesús? ¿Cómo llega eso a saldar ninguna deuda? Jesús oró sumisamente: “ .... no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42), pero ¿por qué fue Su inexplicable sufrimiento y su horrible muerte la voluntad de Dios? ¿Cómo puede ningún ser humano amar a un Dios que hace algo así? Dios fue el que puso a Adán y Eva en el Jardín de Edén y después permitió que Satanás los tentara, entonces, ¿no hace eso a Dios en parte responsable por la Caída? ¿Por qué culpó Él a Adán y a Eva? Y si alguien tenía que sufrir para poner las cosas en orden nuevamente, ¿por qué envió a Jesús? ¿Por qué no lo hizo Dios por sí mismo? Para cuando llegó el momento de tener sus entrevistas conmigo, esos dos misioneros tenían unas cuantas preguntas para hacer. Tras escuchar la experiencia entera, les dije: “¡Ahora saben por qué estoy tan contento de ser mormón! Preguntas como éstas han desconcertado a muchas personas religiosas y a sus líderes por años, pero no nos desconciertan a nosotros”. La restauración del Evangelio no fue apenas una adaptación de las mismas antiguas historias; fue una restauración de la verdad completa que rodea los relatos con propósito y perspectiva. El relato de la Creación no era nuevo; sin embargo, la Restauración añadió el conocimiento de la existencia premortal. Ahora la gente puede entender por qué Dios tuvo que crear una tierra para Sus hijos en primer lugar. El relato de la Caída no era nuevo, pero la Restauración añadió el conocimiento del período de prueba en la vida mortal. Ahora la gente podía entender por qué la elección de Adán y Eva fue sabia y prudente en vez de egoísta y pecaminosa —y por qué las consecuencias, aunque difíciles, eran deseables. Ahora la gente podía entender que Dios no los estaba culpando ni castigando, sino, realmente, ayudándolos. El relato de la Expiación no era nuevo, pero la Restauración añadió el conocimiento de las leyes eternas y del mundo de los espíritus. Ahora la gente podía entender la razón por la que había reglas y cómo las oportunidades de tomar decisiones correctas muchas veces se ofrecen antes de pasar un juicio final. Les dije a los preocupados misioneros: “Como Santos de los Últimos Días somos únicos por entender que hay ciertas cosas que ni siquiera Dios puede hacer: no puede aniquilarnos, no puede privarnos de nuestra libertad, y no puede quebrar leyes tales como las de la justicia y la misericordia que coexisten con Él”. Alma enseñó: “ .... la obra de la justicia no podía ser destruida; de ser así, Dios dejaría de ser Dios” (Alma 42:13). Dios es Dios no sólo porque es quien da la ley (véase D&C 88:42), sino porque es quien obedece la ley. “Entonces Dios no es el enemigo”, concluyó uno de los misioneros. “Él está sujeto a la ley de la justicia, así que la justicia es el enemigo”. Su compañero dijo: “Pero si la justicia es el enemigo, entonces Dios es un debilucho. ¿Qué es la justicia que puede hasta controlar a Dios? ¿Cómo es que Él siendo todopoderoso no puede cambiar la ley, o hacerle frente, o al menos hacer algunas excepciones? Aun las leyes terrenales hacen posible absoluciones ejecutivas”. En respuesta, dije: “Sabemos que Dios es todopoderoso (véase Alma 7:8; 26:35), así que doy por sentado que, de algún modo, Él podría hacer la ley a un lado, aunque no sin antes crear caos, y eso sería inaceptable para Él. Además de ser todopoderoso, Dios conoce todas las cosas (véase Mormón 8:17; D&C 88:41). Él comprende que el ceñirse a la ley es el único modo en que Él puede verdaderamente preservar la libertad, lo cual es absolutamente esencial para nuestro progreso y felicidad”. Una vez aprendí de un inteligente maestro, Terryl L. Givens, que una de las mayores contribuciones del Libro de Mormón es la forma como aclara que la justicia no es el equivalente de Dios mismo, sino que es un componente esencial del albedrío que Dios nos da. Cuando explicamos que la Expiación es necesaria no sólo como el medio de satisfacer las demandas de un principio inflexible llamado justicia, sencillamente acentuamos uno de los atributos de Dios sobre todos los demás y pasamos por alto los motivos de Dios. Del mismo modo, si la misericordia o la compasión de Dios pudieran completamente invalidar todos los demás atributos, sería más una maldición que una bendición, ya que limitaría nuestra libertad de escoger por nosotros mismos (véase Alma 41–42). Sólo el Libro de Mormón presenta tanto la justicia como la misericordia dentro de la misma perspectiva del albedrío moral. La libertad no puede existir a menos que tengamos la capacidad de actuar independientemente. Tal acción requiere conocimiento y la presencia de opciones reales junto a consecuencias reales (véase 2 Nefi 2). El hermano Givens explica: “Los motivos detrás de tal orden moral no son un absoluto omnipotente, impersonal y cruelmente inflexible llamado justicia, sino la protección de un marco necesario de albedrío humano. .... Ningún escape de las consecuencias de la ley es posible sin destruir la totalidad del orden moral del universo” (By the Hand of Mormon, 207). Si Dios decidiera renunciar a las demandas de la ley y nos permitiera entrar en los cielos por la puerta del fondo, el sufrimiento y la muerte de Jesús habrán sido innecesarios. Pero no es ese el caso. Las Escrituras nos dicen que ninguna cosa impura puede morar en la presencia de Dios (véase 1 Nefi 10:21), pero tampoco puede morar con Él ninguna cosa que no sea libre. En Alma 61:15 leemos en cuanto al “Espíritu de Dios, que también es el espíritu de libertad”. Dios estuvo dispuesto a someterse a la ley, y Cristo estuvo dispuesto a someterse a la voluntad de Dios. Ambos sabían que era la única forma de salvaguardar la ley y hacer posible que la libertad fuera continua. Dios está obligado cuando hacemos lo que Él dice (véase D&C 82:10), pero cuando no lo hacemos, Dios está igualmente obligado —no a bendecir, pero sí a concedernos la libertad de escoger. La deuda que Jesús saldó no fue un requisito abstracto o simbólico inventado por Dios (o por una iglesia capitalista), sino que fue una deuda muy real a la ley de la justicia. La ley demanda una pena por el pecado que debe ser saldada (véase Romanos 6:23). El sacrificio de Jesús no fue concebido para pacificar a un Dios vengativo. Si Dios el Padre hubiera podido morir por nosotros, lo habría hecho, pero Él ya tenía un cuerpo inmortal y no podía morir. Tenía que ser Jesús. A la ley de la justicia, que no está en lo más mínimo interesada en nosotros personalmente, no le importaba quién habría de sufrir, sino que los perturbados platos de la balanza hallaran equilibrio, que las consecuencias fueran atendidas y que el orden fuera restaurado. Jesús, quien está profundamente interesado en nosotros personalmente, estuvo dispuesto a saldar esa deuda con Su sangre y, por consiguiente, compró nuestra libertad. Resulta sumamente apropiado que cantemos en un himno sacramental: En inocencia Él murió, a la justicia Él pagó. y a los hombres rescató. (“La Santa Cena”, Himnos, N° 103) Ahora gozamos de “la libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gálatas 5:1) —no debido a que un ser humano sufrió para apaciguar a un Dios lleno de ira, sino porque un Dios amoroso sufrió para apaciguar la justicia y asegurar la libertad. Ahora ese mismo Jesús va más allá de salvaguardar la libertad y nos ayuda a usarla y expandirla pidiéndonos que seamos obedientes. El presidente Boyd K. Packer dijo: “La obediencia —la cual Dios nunca nos quitará por la fuerza— Él la aceptará cuando sea dada libremente, y después les devolverá una libertad con la que ni han soñado; la libertad de sentir y de saber, la libertad de hacer y la libertad de ser, por lo menos mil veces más de lo que nosotros le ofrecemos a Él. Resulta extraño que la clave de la libertad sea la obediencia” (That All May Be Edified, 256–257). El élder M. Russell Ballard confirmó esto cuando enseñó: “Aun cuando la libertad siempre trae aparejados ciertos riesgos, desafíos y responsabilidades, también otorga un poder real a aquellos que escogen ejercerla sabiamente.”(El divino sistema de consejos, 31). Tal vez todos nos apresuramos un poco al hacer a Dios el enemigo. Leemos pasajes de las Escrituras tales como Isaías 53:10: “[El Padre] quiso quebrantarlo”, y pensamos que Dios se deleitó en el sufrimiento de Jesús. En D&C 29:5 leemos: “soy vuestro intercesor ante el Padre” o en D. y C. 38:4, “he abogado por ellos ante el Padre”, y damos por sentado que Dios es quien desea que seamos condenados y debe ser aplacado. Si tal es el caso, empezaremos a murmurar como lo hicieron Lamán y Lemuel, “porque no conocían la manera de proceder de aquel Dios que los había creado” (1 Nefi 2:12). En el Libro de Mormón leemos: “ .... quisiera .... que labraseis vuestra salvación con temor ante Dios” (Alma 34:37), y no reparamos en el hecho de que temor también puede significar reverencia y respeto. Leemos en cuanto a la “ira” y el “furor” de Dios (Deuteronomio 6:15; Efesios 5:6; Mosíah 3:26), sin tener presente que la misericordia no se hace posible eliminando la justicia sino apoyándola. Para quienes son maduros espiritualmente, la justicia es —a la larga— una demostración de misericordia. Los mandamientos, las exigencias, las normas y la severidad de nuestro Padre Celestial, que tantos ven como evidencia de que Él es incompasivo y cruel, son, en última instancia, evidencia de Su amor e interés por nosotros. Para quienes tienen ojos para ver, el amor de Dios no sólo se encuentra en el arca, sino también en el diluvio. Se le halla, no solamente en haber llevado la ciudad de Enoc a los cielos, sino también en Su destrucción de Sodoma y Gomorra. En un tiempo yo sólo podía ver que por medio de tales actos de justicia Dios estaba siendo misericordioso únicamente con los espíritus que aún no habían nacido y que esperaban en la existencia premortal, pero ahora veo que Dios también era misericordioso con los inicuos que habían sido llevados a otro lugar donde aún tenían la oportunidad de tomar mejores decisiones y progresar. Dios no está interesado en caernos bien o en ser más popular en el momento, sino que está interesado sólo en lo que sea mejor. Cuando los seres humanos escogen ver a Dios como el enemigo, es porque aún no pueden ver Su perspectiva eterna o Sus propósitos eternos. El Libro de Mormón enseña que Dios y Jesús no hacen “nada a menos que sea para el beneficio del mundo; porque [Ellos aman] al mundo” (2 Nefi 26:24). Alma cita a Zenoc, quien dijo: “Estás enojado, ¡oh Señor!, con los de este pueblo, porque no quieren comprender tus misericordias que les has concedido a causa de tu hijo” (Alma 33:16; énfasis agregado). Cuando yo era un joven padre y trataba de repartirme entre las demandas de la universidad y el trabajo, llamamientos y mi familia, muchas veces me sentía abrumado. Un día leí en las Escrituras sobre la presciencia de Dios —el conocimiento que tiene del fin desde el principio (véase Abraham 2:8; Helamán 8:8) —lo cual me incomodó bastante. Pensaba que si todas las cosas estaban presentes ante Sus ojos, Dios entonces sabía cómo mi vida iba a desenvolverse; sabía si acaso yo iba a entrar en el reino celestial o no, lo cual, tristemente, yo dudaba. Tal vez mi desaliento tan sólo se debía a que intentaba hacer malabarismos con demasiados bolos, o quizás lamentaba mi pasado. Es posible que apenas se tratara de que hubiera ganado peso y me sentía desalentado por mi falta de control propio. Cualquiera fuera la razón, suponía que nunca llegaría a ser la clase de persona que pudiera vivir con Dios en el reino celestial, lo cual, a mi modo de pensar, significaba que el sufrimiento de Jesús por mí había sido en vano. Me sentía culpable por haber hecho que Cristo sufriera innecesariamente. En vez de sentirme agradecido por la Expiación, me sentía contrito y apenado de haber contribuido al dolor de Jesús. Casi me lo imaginaba disgustado conmigo por hacerlo sufrir cuando yo jamás llegaría a demasiado. No compartí esos sentimientos con nadie pues temía que no llegarían a entender. Ni siquiera yo entendía. Cuanto más meditaba sobre la presciencia de Dios y mis propias insuficiencias más sentía que, de algún modo, Dios se reía de mí. Me lo imagina diciéndome: “En estos momentos te estás esforzando mucho, pero no podrás mantener el ritmo”. Me sentía como un venado que trataba de mejorar la calidad de su vida mientras los cazadores llenos de entusiasmo contaban los días que restaban para el inicio de la temporada de caza. Por lo general estaba bastante ocupado como para pensar en esas cosas, pero en momentos de tranquilidad cuando tenía tiempo para meditar, me sentía bastante mortificado y resentido. ¿Por qué me sometía Dios al fuego refinador si yo no era digno de ser refinado? Por el espacio de varios meses en forma habitual cumplí con todas las formalidades aunque sin sentir las debidas emociones. Me sentía alejado del amor, la aceptación y la aprobación de mi Padre Celestial, aunque sabía que Él estaba a mi lado y que la Iglesia era verdadera. Había recibido confirmación de tales cosas en forma repetida y tenía un testimonio del Salvador y de Su expiación. No dudaba que Jesús había muerto por mí pero me apenaba el hecho de que Él hubiera ido a tales extremos aparentemente sin mayor propósito en mi caso. No me faltaba fe en Dios ni en Jesús tanto como me faltaba fe en mí mismo. Aunque no compartí esos sentimiento negativos con nadie, de vez en cundo le decía a mi esposa, Debi, que ella debía haberse casado con alguien mejor que yo, y les pregunté a mi suegro y a mi hermano con cuánta exactitud la presciencia de Dios interactúa con el principio del albedrío. Aun después de las interesantes conversaciones que surgían de esas preguntas, seguía sintiéndome inseguro en cuanto a mi futuro. Suponía que a Dios le hacía mucha gracia ver mi lucha personal, o ya se había dado enteramente por vencido conmigo. Sabía quién era —un hijo de Dios— pero tal conocimiento no me ayudó cuando llegué a creer que yo era uno de Sus malos hijos. No dudaba de la capacidad de Dios para amar, pero pensaba que había otras personas que merecían ese amor más que yo. Tengo amigos que sin pensarlo siquiera actuarían de inmediato si tuvieran ese tipo de sentimientos. Verían tales cosas como un reto y redoblarían sus esfuerzos a fin de probarse a sí mismos. Tal vez yo nunca haya tenido esa confianza y me sentía sin esperanzas y listo para darme por vencido. Finalmente, ya no podía ocultarle mi desánimo a mi esposa, quien amorosamente me preguntó qué era lo que me aquejaba. Le confié lo que me sucedía y ella me aseguró de su amor y del de Dios. Eso me ayudó por un tiempo y nuevamente volví mi atención a satisfacer las demandas de mi ocupada rutina. Entonces una noche llegué a casa tarde. Debi y los niños ya se habían acostado. Sin encender la luz y sin hacer ruido me preparé, hice mi oración y me acosté tratando de no despertar a mi esposa. Cuando me arrodillé para orar, no oré específicamente en cuanto a mis preocupaciones o sentimientos. De hecho, sólo ofrecí una oración de esas que se hacen tarde en la noche nada más que para agradecer y pedir. Pero cuando descansé la cabeza en la almohada penetró mi mente y mi corazón una respuesta a mi oración de muchos meses. Sentí que Dios me hacía saber sin hablar: “Te amo, no sólo porque así lo quiero, sino porque estoy obligado a hacerlo”. Habrá quienes no hallarán mucho consuelo en esa forma de pensar, pero en mi caso fue algo que me produjo enorme alivio, paz y seguridad. Dios está obligado a amarme; está en Su naturaleza el amar perfecta e infinitamente. Él está obligado a amarme, no porque yo sea bueno, sino porque Él es bueno. El amor es un componente tan central de Su naturaleza que las Escrituras dicen: “Dios es amor” (1 Juan 4:8, 16; énfasis agregado). No importa cuán deficiente e irrecuperable yo me sentía, Dios estaba obligado a amarme. No importa cuántos bolos se me habían caído mientras trataba de hacer malabares, no importa cuánto peso yo había ganado, cuánto control personal había demostrado no tener y cuánto me remordía la conciencia, Él estaba obligado a amarme. No importa qué es lo que me aguarda en el futuro, Él está obligado a amarme. No sólo requería Dios que yo tuviera fe y confianza en Él sino que Él debe tener fe y confianza en mí. Ningún conocimiento previo de mi existencia puede hacerle desistir de invertir todo de Sí en cada momento, del mismo modo que no pudo hacer que Cristo desistiera de invertirlo todo en Getsemaní y en el Calvario. La vida en la tierra no es apenas una forma de probarme a mí mismo ante ellos, sino también un modo de ellos probar su amor por mí. Dios y Jesús están obligados a creer en mí, aún cuando yo no crea en mi mismo. Dios está obligado a permanecer tan cerca de mí como de cualquiera de Sus hijos porque es un Padre perfecto. Si yo fracaso no habrá de ser porque Él haya fracasado, y el saber que Él no ha fracasado me da el poder que necesito para salir adelante. Fue un momento de alumbramiento que hizo que las lágrimas se deslizaran de los ojos a las orejas mientras me encontraba allí acostado. De pronto ya no podía oír pues los oídos se me taparon cual si hubiera estado debajo del agua. Allí me quedé en silencio en la oscuridad sintiendo ese hermoso Espíritu. El élder Jeffrey R. Holland escribió: “Por el simple hecho de que Dios es Dios y Cristo es Cristo, no pueden menos que estar interesados en nosotros, bendecirnos y ayudarnos siempre a que nosotros vayamos a Ellos, acercándonos a Su trono de gracia en mansedumbre y humildad de corazón. No pueden menos que bendecirnos, tienen que hacerlo, está en Su naturaleza” (Trusting Jesus, 68). Dios me ama tanto como ama a Sus profetas vivientes. Yo soy una de las razones por las que tenemos profetas vivientes. Dios me ama tanto como ama a José Smith. Yo soy una de las razones por las cuales se produjo la Restauración. Dios me ama tanto como ama a Jesús. Yo soy una de las razones de la Expiación. Dios ama a la gente de todas las épocas así como amó a aquellos a quienes envió a Cristo en el meridiano de los tiempos. Alma preguntó: “¿No es un alma tan preciosa para Dios ahora, como lo será en el tiempo de su venida?” (Alma 39:17). Pablo nos aseguró que nada puede separarnos del amor de Dios (véase Romanos 8:35–39). El mismo Jesús le dijo al antiguo Israel: “¿Acaso se olvidará la mujer de su niño de pecho y dejará de compadecerse del hijo de su vientre? Pues, aunque se olvide ella, yo no me olvidaré de ti” (Isaías 49:15). Dios no es el enemigo. Él obedece las leyes a fin de preservar mi libertad. Además de ello, Él está obligado a amarme en la medida que yo aprenda a usar esa libertad. En Doctrina y Convenios leemos que si los padres no enseñan a sus hijos antes de que estos lleguen a la edad de responsabilidad, el pecado recaerá sobre la cabeza de los padres (véase D&C 68:25). Si Dios no me guía ni me enseña y tampoco me ayuda a encontrar la senda a seguir (véase Himnos, N° 196), yo podría cargarle la culpa a Él por mis malas decisiones y pecados, mas Él nunca permitiría que llegase a tal extremo. El presidente Boyd K. Packer ha dicho: “Si el hombre hubiera recibido el albedrío sin la Expiación, habría sido un don fatal” (Let Not Your Heart Be Troubled, 80). Del mismo modo, si la Expiación hubiera llegado al hombre sin amor, le habría causado un permanente sentido de culpa en vez de un sentimiento de liberación. Aquella noche de revelación personal fue para mí un momento decisivo. Desde entonces, por más abrumado que a veces me sienta, sé que al fin de cuentas todo saldrá bien. Dios no me olvidará —y aunque quisiera, no puede hacerlo. Su corazón no se lo permitiría. En medio de todos los altibajos que he vivido desde aquella noche, siempre he sentido seguridad al continuar en el proceso de refinamiento —un proceso al cual Él no me sometería si yo no fuera digno de ser refinado. Sé que llevará tiempo, pero llegaré a mi destino. Tengo esperanzas porque tengo el poder de decidir qué hacer. “Así pues, recordad, recordad, mis hermanos, que el que perece, perece por causa de sí mismo; y quien comete iniquidad, lo hace contra sí mismo; pues he aquí, sois libres; se os permite obrar por vosotros mismos; pues he aquí, Dios os ha dado el conocimiento y os ha hecho libres” (Helamán 14:30). Cuando yo traiciono la confianza de Dios y utilizo mi libertad para tomar malas decisiones, Jesús ofrece el arrepentimiento —y el consiguiente refinamiento. Dios no se ríe de mí. Él me ama y trata de elevarme. José Smith enseñó: “Y por último, aunque no menos importante para el ejercicio de la fe en Dios, está la idea de que Él es amor. .... Cuando esa idea se planta en la mente, es imposible no llegar a reconocer que los hombres deben ejercer fe en Dios para obtener la vida eterna” (Lectures of Faith, 3:24). Tengo esperanza porque tengo el poder de decidir, y puedo tomar decisiones con plena seguridad porque tengo a Jesús, y tengo a Jesús porque soy amado. Si Dios comprometiera mi libertad forzándome a ser bueno, no sólo la justicia y la misericordia se verían ofendidas sino que el amor se perdería. Al permitirme tener libertad y superar el deseo de tomar más decisiones, se mantiene el equilibrio entre la justicia y la misericordia, y el amor sigue creciendo más intensamente. Es una senda más difícil, pero es la única por la que vale la pena transitar ya que, aunque requiere mucha perseverancia, el amor se preserva. En Moisés 7:30 leemos: “ .... eres justo; eres misericordioso y benévolo para siempre”. En el himno sacramental “Jesús, en la corte celestial” (Himnos, N° 116), cantamos: Oh cuán glorioso y cabal el plan de redención: merced, justicia y amor en celestial unión. La justicia y la misericordia (la merced) deben estar en perfecto equilibrio para garantizar la libertad, pero no fue sino hasta que entendí que están equilibradas en un fulcro de amor, que sentí esperanza en vez de desaliento, y seguridad en vez de temor. Del mismo modo que Dios no puede ni desea quitarnos la libertad, tampoco puede ni jamás tendrá la disposición de dejar de amarnos. Dios no es el enemigo; la justicia no es el enemigo y nosotros no somos los enemigos por causar a Jesús y a Dios tanta aflicción. El enemigo es Satanás (véase Moroni 7:12). Lucifer está empeñado en lograr nuestra completa y absoluta destrucción. De haber tenido éxito en privarnos de nuestra libertad en el mundo premortal, nuestro progreso se habría visto bloqueado. Si hubiera logrado detener la expiación de Cristo, nosotros nunca podríamos obtener cuerpos resucitados ni arrepentirnos, y nuestro espíritu estaría sujeto a él. De haber podido detener la Restauración, no dispondríamos de la autoridad para efectuar ordenanzas esenciales y nadie podría haber sido redimido ni perfeccionado. Dios y Cristo han salido victoriosos, mientras que Satanás y sus seguidores se han visto frustrados en cada uno de los momentos decisivos, excepto en uno —el momento decisivo de la vida de cada ser humano. Satanás no puede deshacer la Creación, la Caída, la Expiación ni la Restauración. Como no puede derrumbarlas, entonces trata de derrumbarnos a nosotros. Si en esta vida Satanás logra convencernos de que carecemos de valor alguno y de que no podemos hacernos merecedores del reino celestial, ¿de qué nos sirve la libertad? Si puede bloquear nuestra capacidad de reconocer y recibir el amor de Dios, ¿de qué nos sirve la Expiación? Si llega a convencernos de que debemos estar enojados con Dios y confundidos en cuanto a Cristo, ¿qué valor tiene la Restauración? ¿Quién es el que sale ganando al convencer al mundo de que Dios es el enemigo? Únicamente Satanás. Dios no es el villano, “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Nada define con más claridad la naturaleza continua de la Expiación que el amor continuo de Dios por nosotros, Sus hijos. Al igual que con la Expiación, tal vez no podamos explicar cómo es que existe tan magnífico amor, pero podemos sentir los efectos de ese amor ahora y por la eternidad. ¿Qué otra cosa es la vida eterna sino la vida de Dios? Y ¿qué otra cosa es la vida de Dios sino amor eterno? Capítulo 8 EL INTERCAMBIO DE FUERZA DE VOLUNTAD POR SU PODER *** Dios no necesita nuestra confesión, pero nosotros sí tenemos necesidad de confesar. El pecado es malo, pero el encubrirlo lo hace peor ya que los únicos pecados que la Expiación no cubre son los que no se confiesan. .... La confesión hace de los problemas un asunto del pasado, mientras que el mentir los hace parte de nuestro futuro. Muchas personas afirman que con buena disposición todo es lograble en la vida. Sin embargo, la realidad muestra que, muchas veces, a pesar de sus mejores esfuerzos, hay quienes batallan por años para vencer malos hábitos. Lo que a esas personas aún les queda por aprender es que, al fin de cuentas, el éxito no se halla en la fuerza de voluntad personal, sino en el poder de Dios. Robert L. Millet escribió: “Existe una motivación más sublime… que sobrepasa la autodisciplina, la fuerza de voluntad propia y la pura determinación. Me refiero a la motivación que nace del Espíritu y que llega a nosotros como resultado de un cambio de corazón” (Grace Works, págs. 89–90). Tal cambio de corazón está íntimamente ligado a lo que José Smith llamó los primeros principios y ordenanzas del Evangelio. Esos primeros principios y ordenanzas del Evangelio son los medios por los cuales aceptamos y aplicamos la Expiación en nuestra vida continuamente —cada minuto de cada hora de cada día de cada año. El presidente de misión de mi hijo mayor, Lindon J. Robinson, tuvo una influencia muy profunda en muchas personas cuando sirvió en España. Enseñó a sus misioneros los pasos hacia el arrepentimiento de una forma memorable — examinando sus opuestos. Amparándonos en sus ejemplos, consideremos lo que llamaremos los IN-principios del Evangelio: IN-FE En lugar de tener fe en Cristo, algunas personas prefieran la incredulidad. Cuando alguien dice: “Dios no existe”, o “la Iglesia no es verdadera”, sus palabras tal vez nos pongan en la defensiva. Sin embargo, tales comentarios algunas veces son hechos con la intención de justificar malas decisiones y evitar el cambio. Cuando escuchamos más allá de las palabras, el mensaje que realmente se comunica en tales casos es: “He pecado y no quiero arrepentirme”. Un joven que nunca había leído demasiado las Escrituras ni las revistas de la Iglesia de pronto comenzó a sentir fascinación por la literatura anti mormona, Devoraba libros y todo cuanto apareciera en sitios de Internet que hablaban contra la religión mormona. No perdía oportunidad de venir a mostrarme declaraciones polémicas supuestamente hechas por José Smith o Brigham Young —generalmente tomadas fuera de contexto— que “probaban” que eran falsos profetas. No vaciló en aseverar que, de acuerdo con sus fuentes “imparciales”, “todos los mormones son prejuiciosos” y “todos los hombres mormones son dictatoriales”. Yo reconocí las declaraciones como generalizaciones carentes de respaldo, pero el joven oyó sólo lo que quería oír. En una ocasión, después de hablar con él por largo rato sobre las exageraciones y las mentiras que él aceptaba tan dispuestamente, le dije: “La experiencia me lleva a pensar que cuando la gente se ve tan ansiosa de probar que la Iglesia está en error, a veces se debe a que tratan de encubrir sus pecados”. El joven me dijo airado que no podía creer que yo pensara tal cosa y me acusó de prejuicioso. No obstante ello, no había transcurrido una semana cuando confesó graves transgresiones morales. En realidad, ese joven no tenía preguntas ni dudas en cuanto a la Iglesia, sus líderes ni su historia; sólo quería calmar su conciencia. Suponía que si los líderes o las normas de la Iglesia podían ser puestos en tela de juicio, él podría sentirse justificado. Pensaba que si convenientemente podía hacer desaparecer a Dios, él podría “tranquilamente” hacer lo que quisiera. Al igual que los inicuos nefitas en el Libro de Mormón, él buscó su propio “profeta” que le dijera “No hay mal .... haced cuanto vuestro corazón desee” (Helamán 13:27). Con el paso del tiempo comprendió que le beneficiaría más si se esforzaba por cambiarse a sí mismo que tratar de alterar la verdad. En otra ocasión una mujer preguntó: “¿Qué importancia tiene si decido no creer en Dios? Eso no afecta a nadie”. Aunque no directamente, su decisión sí afectaba a otras personas porque el no creer en Dios es una expresión de no creer en la gente. El rechazar a Dios y a Cristo es una declaración de que nuestro potencial es limitado. La capacidad de mejorar pasa a ser, en el mejor de los casos, un intento inútil o, en el peor de los casos, una imposibilidad. El escoger vivir sin fe en Cristo es admitir la derrota y renunciar a la esperanza. Vivir “sin Dios en el mundo” equivale a hallarse “en un estado que es contrario a la naturaleza de la felicidad” (Alma 41:11). Por otro lado, si escogemos tener fe en Cristo, no sólo reconocemos Su perfección sino también las posibilidades que descansan sobre cada uno de nosotros. En una ocasión hablé en una institución de reclusión de menores con problemas de drogas, adicción sexual, conducta violenta y todo lo demás que uno pueda imaginar. Después de la presentación fui a saludar a los jóvenes y les miré en los ojos. Vi más esperanza en algunos de ellos que en otros. Cuando el director del programa me acompañaba hasta la salida del edificio, le pregunté en qué se basaba la diferencia. El hombre me explicó que algunos de los jóvenes habían estado en el programa por más tiempo que otros y después me dio algunas excelentes estadísticas que respaldaban el éxito del programa con el paso del tiempo. “Resulta obvio que está ayudando a estos jóvenes de una manera excelente”, le dije. “Pero, ¿son esos cambios perdurables una vez que salen del programa?”. El hombre sonrió, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba escuchando, y comentó en voz baja: “Los cambios perduran sólo si establecen una conexión con Dios”. Entonces explicó que algunos estudios efectuados después de terminado el programa demostraban que a quienes habían tenido experiencias espirituales les resultaba mucho más fácil efectuar cambios perdurables que a aquellos que no las habían tenido. Amulek se refirió a quien forja una “conexión con Dios” diciendo que “tiene fe para arrepentimiento” (Alma 34:15–17). “ .... únicamente para aquel que tiene fe para arrepentimiento se realizará el gran y eterno plan de la redención” (Alma 34:16). La fe verdadera en Cristo es más que una declaración de creencia o esperanza; tal fe requiere acción. IN-HUMILDAD El primer paso en el proceso del arrepentimiento es la humildad, mientras que lo opuesto es el orgullo. Algunas personas manifiestan su orgullo al descartar la necesidad de cambiar, insistiendo en que Dios y Cristo deben tolerar sus pecados. La humildad sirve para reconocer cuán diferentes somos a Cristo y nos ayuda a querer hacer que esa diferencia sea menos aparente. El orgullo elimina la necesidad de cambiar magnificando la percepción de nosotros mismos reduciendo a Cristo al punto de no ver razón alguna para esforzarnos por mejorar. El orgullo ve el arrepentimiento como una humillación y un castigo que no merecemos. La humildad lo ve como una forma de alejarnos del pecado y acercarnos a Dios. No debería llamar la atención que las Escrituras se refieran a la constante necesidad de cultivar mansedumbre, humildad (véase Moroni 7:43) y un corazón quebrantado y un espíritu contrito (véase 2 Nefi 2:7). La Expiación se debe emplear para escapar del pecado y sentirnos cómodos con Dios en vez de tratar de escapar de Dios y sentirnos cómodos con el pecado. Truman G. Madsen hizo referencia al orgullo que encontró entre algunos de sus colegas al éstos examinar la Iglesia. “De renombradas figuras en el mundo”, escribió, “entre ellos algunos notoriamente versados y en muchos idiomas, he oído susurros de genuina envidia. Esto procedente de personas que conocen lo suficiente como para saber que los Santos de los Últimos Días están en posesión de algo, pero que no pueden ni pensar en pagar el precio de aceptar ese algo (”Man Against Darkness”, 42). Lastimosamente, aun los miembros de la Iglesia que saben muy bien que los Santos de los Últimos Días están “en posesión de algo” tampoco pueden ni pensar en el “precio de” aceptarlo. Y ¿cuál es el “precio” que parece estar frenando a tantas personas?, siempre comienza con despojarse del orgullo. IN-RECONOCIMIENTO También esencial para el arrepentimiento es el reconocer nuestras debilidades. El in-reconocimiento declara que el pecado no es pecado y exige que todos nos acepten tal como somos. Es poco lo que Dios puede hacer con quienes no están dispuestos a cambiar y son rebeldes. Un proverbio japonés dice: “Un problema claramente identificado es la mitad de la solución”; el inreconocimiento no nos permite identificar el problema. Al hablarle a un hombre sobre su problema de adicción a la pornografía, él respondió: “No es una adicción, sino apenas un entretenimiento inofensivo, no muy diferente a caminar por un museo de arte”. Dijo no sentir remordimiento por sus acciones —al menos eso era lo que declaraba públicamente. Sin embargo, años más tarde, vino a mí en forma privada y en lágrimas me pidió ayuda. Sabía que sus hechos no sólo lo habían afectado a él sino a todas las personas a quienes él amaba y que le amaban a él. El llegar a entender tales cosas lleva tiempo. A menudo resulta difícil distinguir entre la verdad y los muchos puntos de vista y opiniones del mundo que constantemente nos bombardean. Hay una abundante cantidad de voces que presentan el bien como el mal y el mal como el bien. El egoísmo es descrito como una virtud y la abnegación como un vicio. Pese a ello, en lo más profundo de nuestro ser sabemos distinguir entre el bien y el mal. El élder M. Russell Ballard declaró: “No nos quepa la menor duda de que todos sabemos cuando no estamos haciendo lo que deberíamos hacer, ya que tenemos una conciencia. Nacemos con la luz de Cristo y sabemos por instinto lo que está bien y lo que está mal en lo que atañe a nuestra conducta personal” (When Thou Art Converted, 121–122). La mayoría de nosotros trata de evitar tocar una hornalla caliente, pero si sucede, reconocemos el problema y retiramos la mano rápidamente. El dolor provoca una reacción inmediata, la cual previene un daño mayor. ¿Quién dejaría la mano sobre la hornalla y trataría de convencerse a sí mismo de que en realidad no siente dolor? El cometer un pecado es como tocar una hornalla caliente. En casos normales, el dolor de la culpa nos lleva a reconocer, lo cual conduce a un rápido arrepentimiento (véase Packer, véase “El toque de la mano del Maestro”). Esto es exactamente lo que enseñó Alma cuando dijo: “ .... deja que te preocupen tus pecados, con esa zozobra que te conducirá al arrepentimiento” (Alma 42:29). El in-reconocimiento sólo conduce al enojo y a la rebeldía, lo cual, a su vez, lleva a la justificación, y en vez de buscar ayuda, buscamos excusas. Dentro del contexto de tocar una hornalla caliente, consideremos algunas de las más comunes excusas para pecar: El hacerlo sólo una vez no me va a hacer nada. Temo que si retiro la mano no podré mantenerla alejada. Yo merezco esto. La única razón por la que siento dolor es por mi cultura mormona. Yo nací con el deseo de tocar la hornalla. Mis padres tienen la culpa. Ellos son los que compraron la cocina con hornallas. Sólo debo ajustarme a la quemadura en vez de tratar de sobreponerme a ella. Quiero que me excomulguen para que ya no me duela cuando toque la hornalla. Nadie me dijo que si tocaba la hornalla caliente me iba a doler tanto. Es posible que duela, pero por lo menos la estoy tocando con alguien a quien amo. Esto no es completamente malo. Es algo indefinido. Todos la tocan. Si quiero tocarla la voy a tocar; tengo el derecho de hacerlo. Nadie me va a decir lo que debo o no debo hacer. ¿Una hornalla”, ¿qué hornalla? Yo no veo ninguna hornalla. Ya no me importa. No siento nada. Sé que está mal, pero mañana quitaré la mano. Uno no puede pasar frente a la hornalla sin tocarla al menos una vez. Como ya fallé, no tiene objeto que no la siga tocando. Las personas que no la tocan son completamente anticuadas. Por lo menos es sólo la mano y no la cara. ¿Cómo voy a saber que duele si no la toco? Por lo menos las otras personas que tocan la hornalla me aceptan sin juzgarme. Hay otros que la tocan más que yo. Si Dios no quisiera que tocara la hornalla, no me habría dado una mano. Obviamente, resulta más fácil encontrar excusas que encontrar a Dios, pero las excusas no pueden sostenernos de la forma como Dios lo hace. No pueden ayudarnos como Él puede hacerlo y por cierto que no nos pueden amar. “No trates de excusarte en lo más mínimo a causa de tus pecados” (Alma 42:30). IN-REMORDIMIENTO Evitar el pecado no es siempre tan fácil como evitar una hornalla caliente ya que el pecado a menudo puede resultar apetecible a nuestra naturaleza carnal y transformarse en algo tan potente como el hambre, si no más potente aún. Esto hace la idea de cambiar prácticamente sobrecogedora. Quienes aceptan responsabilidad por sus decisiones, generalmente sienten “tristeza según Dios” (véase 2 Corintios 7:10) por sus actos injustos. Como contraste, aquellos que no aceptan tal responsabilidad comúnmente se sienten mal sólo cuando piensan que los pueden descubrir. Un joven que acababa de volver a su casa después de la misión cayó en viejos malos hábitos. Se sintió destrozado puesto que había tenido grandes expectativas para su vida. Al mirarse al espejo no sentía otra cosa que aversión por sí mismo. En cada reunión de la Iglesia a la que asistía se sentía cohibido y parecía que cada discurso y cada lección estaban dirigidos a él. En esos momentos tan desmoralizadores, escribió lo siguiente en su diario personal: Cuando vas demasiado lejos y no haces ningún esfuerzo por controlar tu pasión; cuando te apartas de la gracia y pierdes la inocencia, la belleza se desvanece de tu rostro y te desplomas. Cuán enorme la culpa, lo suficiente grande para organizar tu propia religión. Reina el desánimo. Tratas de recordar cuándo fue la última vez que te sentiste digno y haces racionalizaciones al querer conservar tu lugar en una sociedad que tiene poca tolerancia para con quienes transgreden, aun con aquellos que anhelan ser contados entre los creyentes. Entonces decides dejar lo privado en privado puesto que ya has bajado la guardia y te has entregado, puesto que ya has cometido esos horribles crímenes contra las mismas creencias que supuestamente son la fibra de tu ser. Puesto que ahora tienes una mancha nueva, mejor será que la disfrutes y sigas ensuciándote, dando paso a tus pasiones siendo que ya eres un criminal. Tu progreso se ve interrumpido aunque aún no has sido atrapado por el sistema. Pones esmero en que tu suciedad no sea descubierta. Proteges tu pequeño secreto con un número de obstáculos llenos de verdades a medias. Anhelas la normalidad; desearías ajustar tus hechos a las normas que te fueron enseñadas, pues ellas son tu verdad y tu testimonio. Tu luz interior implora por tales cosas pues conoce tu propósito y desea que cumplas tu destino. Tu espíritu ansía completar este trayecto con honor, mientras en todo momento batalla contra su peor enemigo —aquello que está más próximo a él— tu cuerpo. La constante lucha contra el hombre natural es feroz, al encontrarte con la peor de todas las enfermedades: la adicción. Las palabras potentes y personales de ese ex misionero explican cómo se sentía, pero él sabía que no alcanzaban para justificar sus actos. El pecado —aún cuando esté atrapado en los tentáculos de la adicción— es siempre una elección personal. Ahora él tenía la determinación de permitir que su remordimiento lo guiara al camino de volver a tomar mejores decisiones. Aun cuando parecía imposible de lograr, él sabía que no lo era. El presidente Boyd K. Packer enseñó: “Es contrario al orden de los cielos que alma alguna se vea forzada a una conducta inmoral sin una salida” (véase “Los niños pequeños”). Aquél joven ex misionero leyó Isaías 40:26–31 y Mateo 24. Los pasajes le dieron el valor de ir a hablar con su obispo para comenzar una vez más el proceso del arrepentimiento. Era consciente de que su recuperación le llevaría por un largo camino que ya había transitado antes, pero de alguna manera un tanto extraña, aun eso le daba esperanza. Por experiencia propia sabía que el remordimiento podía allanar el camino hacia la dicha. Si Cristo lo había ayudado una vez, podría ayudarlo de nuevo. Daba por sentado que ya se había despojado del “hombre natural” y se había hecho “santo” mediante la Expiación (Mosíah 3:19) al prepararse para servir una misión. Ahora comprendía que aun los santos deben seguir despojándose del hombre natural una y otra vez, un proceso hecho posible por medio de la Expiación. Si ese proceso había estado disponible para él en el pasado, volvería a estarlo ahora. IN-CONFESIÓN Lo opuesto a confesar es esconderse. Mark Twain escribió: “Una persona hace algo mezquino y después no quiere aceptar las consecuencias, pensando que mientras logre esconderse no caerá en el oprobio” (Adventures of Huckleberry Finn, 227). El consejo de Satanás a Adán y a Eva cuando descubrieron su desnudez fue que se escondieran. Eso mismo nos dice a cada uno cuando comprendemos que hemos pecado. ¿Podían acaso los árboles esconder a Adán y a Eva? ¿Qué tal sus delantales de hojas de higuera? (véase Moisés 4:13–14). Tampoco pueden el callar, el tratar de eludir y el postergar, ocultar nuestros hechos y pensamientos de los ojos de Dios que todo lo ven. Dios no necesita nuestra confesión, pero nosotros sí tenemos necesidad de confesar. El pecado es malo, pero el encubrirlo lo hace peor ya que los únicos pecados que la Expiación no cubre son los que no se confiesan. Cuando una mujer extendió su mano para tocar el manto de Cristo, Jesús preguntó: “¿Quién ha tocado mis vestidos?” (Marcos 5:25–30). Aun cuando el acto de la mujer no se puede considerar un pecado, ella tuvo temor de admitir la verdad y ser descubierta. No obstante ello, hizo frente a su temor, se adelantó, y recién entonces logró oír las palabras que en su corazón tanto ansiaba oír: “ .... ve en paz ....”. “El que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y los abandona alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13). Hablando en la dispensación actual, el Señor dijo: “yo .... perdono los pecados de aquellos que los confiesan” (D&C 64:7). Además del perdón del Señor, esta demostración vital de tristeza según Dios nos permite obtener perdón de la Iglesia y recibir ayuda, consejo y guía para efectuar los cambios necesarios. La confesión hace de los problemas un asunto del pasado mientras que el mentir los hace parte de nuestro futuro. La gente honrada no puede conformarse con una confesión parcial, diciendo que algo ha sucedido sólo una vez cuando, en realidad, ha acontecido con regularidad, o al decir que ha sucedido hace mucho tiempo cuando, ciertamente, fue más reciente. “¿ .... suponéis que podéis mentir al Señor ....?” (Alma 5:17). Poco logra el confesar sólo algunos de nuestros pecados— nuestros más recientes o socialmente aceptables pecados— o disfrazar la gravedad o la frecuencia de nuestros problemas. Hay personas que no se consideran dignas de participar plenamente en el Evangelio debido a no estar completamente libres de malos hábitos. Aun cuando esa libertad constituye nuestra meta de largo plazo, por el momento nuestra dignidad se puede definir siendo completamente sinceros con nuestros líderes del sacerdocio y encaminando nuestros pasos en la debida dirección. En los cielos no hay lugar para el pecado, pero sí hay un lugar para los pecadores que estén dispuestos a confesar, a aprender de sus errores, a progresar mediante el proceso del arrepentimiento y a recibir el poder de la Expiación. Un joven me escribió lo siguiente después de entrar en el Centro de Capacitación Misional: “Es increíble cómo Satanás seguía tratando de hacerme sentir culpable en cuanto a mi pasado. Me susurraba: ‘No eres digno de estar en este lugar’. Lo único que me mantuvo firme fue saber que había puesto todas las cartas sobre la mesa; mi confesión había sido completa. Yo pensaba: ‘Satanás, no hay NADA que mi líder del sacerdocio no sepa, y si él dice que soy digno, no hay duda alguna de que lo soy. ÉL es el juez en Israel, no TÚ’”. Dos personas pueden cometer el mismo pecado y una ser hallada digna mientras que la otra no. La diferencia está en tener una actitud de arrepentimiento y en estar dispuesto a tratar de mejorar. Nuestro objetivo inmediato no es la perfección, sino el progresar. El élder Bruce C. Hafen dijo que el desarrollo de rasgos de carácter semejantes a los de Cristo “requiere paciencia y persistencia más que perfección” (Broken Heart, 186). El deseo sincero y el esfuerzo por mejorar —por más lento que sea nuestro progreso— puede hacernos merecedores de participar dignamente de la Santa Cena, sentados hombro a hombro con personas que nunca se vieron enfrentadas al mismo tipo de problemas que nosotros. Al fijar metas de corto plazo con líderes del sacerdocio, ellos nos ayudarán a alcanzar esas metas y a determinar pasos posteriores. Este proceso positivo nos permite celebrar pequeños logros intermedios y edificar sobre una serie de triunfos en vez de fracasos. Toma tiempo enmarañar nuestra vida, así que no podemos esperar desenredarla en un solo día. Mark Twain también escribió: “Ningún hombre puede arrojar hábito alguno por una ventana, sino que debe ser deslizado con paciencia escaleras abajo; un peldaño a la vez” (Pudd’nhead Wilson, 45). El presidente Spencer W. Kimball lo expresó más claramente cuando escribió: “Ciertamente el autodominio es un programa continuo, una jornada, no simplemente un comienzo” (El Milagro del Perdón, 210). En un esfuerzo por recalcar mejor este concepto, cuando tratan de ayudar a los investigadores a conquistar sus adicciones, se insta a los misioneros a pensar en un hábito que ellos mismos tengan —algo que hagan con regularidad, sin pensar, como hacer crujir los nudillos, ajustarse los anteojos, comer más de la cuenta o dormir hasta tarde— y después pasar un día entero sin hacer esas cosas, después una semana y así sucesivamente (véase Predicad Mi Evangelio, 203– 205). Este modelo de paso a paso puede ser productivo para misioneros, investigadores y para todos. Sin embargo, da mejores resultados cuando obispos y otras personas que nos apoyan pueden ayudarnos a ser responsables llevando la cuenta de nuestro progreso. Por esa razón es que resulta vital recurrir a ellos. IN-RESTITUCIÓN El arrepentimiento requiere que nos apersonemos a aquellos a quienes hayamos tal vez ofendido o traicionado, e intentemos reparar el daño causado. Lo opuesto a ello es buscar la manera de esquivar dicha restitución. Como profesor yo he recibido cartas de ex alumnos disculpándose por haber hecho trampas en algún examen o por alguna otra infracción por el estilo. También he recibido cartas de ex alumnos confesando haber tomado parte en travesuras en la infancia o adolescencia, todo ello con el deseo de averiguar cómo podían reparar esos daños. ¿Acaso tengo en menor estima a esos ex estudiantes? De ninguna manera, ni estoy avergonzado de ellos. Por el contrario, me alegra muchísimo que finalmente hayan alcanzado ese punto en su progreso espiritual en el que están más interesados en lo que Dios piensa de ellos que en lo que pensamos yo o cualquier otra persona. En algunos casos, como cuando se comete una transgresión sexual, es imposible restaurar aquello que ha sido tomado. No obstante ello, hay increíble poder en expresar pesar por tal hecho. Nada contribuye más al progreso de quien la da y quien la recibe, que pedir una disculpa sincera. En tales situaciones no podemos dar marcha atrás y reparar el daño causado, de eso se encargará el Salvador. Pero una disculpa abre las puertas para que todos los involucrados de una u otra forma sientan la influencia sanadora del Señor. En algunos casos, la restitución puede requerir un período de prueba informal o formal, suspensión de derechos o tal vez, en casos extremos y/o de naturaleza pública, la excomunión. Todas esas medidas implican la postergación, en mayor o menor grado, de ciertos privilegios en la condición de miembros de la Iglesia. No obstante ello, y en todos los casos, se adoptan todas esas acciones en un espíritu de amor e interés genuinos. IN-CONVENIOS “En un convenio —una promesa bilateral— el Señor acuerda hacer a nuestro favor lo que no podríamos jamás hacer por nosotros mismos, como ser: perdonar pecados, levantar nuestras cargas, renovar nuestras almas, volver a crear nuestra naturaleza, levantarnos de entre los muertos y hacernos merecedores de la gloria eterna. Al mismo tiempo, nosotros prometemos .... recibir las ordenanzas de salvación, amarnos y servirnos los unos a los otros, y hacer todo cuanto esté en nuestro poder para vencer al hombre natural y librarnos de toda impiedad” (Millet, Grace Works, 116). Lo opuesto a convenios hechos con Dios son las promesas o los compromisos efectuados con nosotros mismos, los cuales son fácilmente violados, postergados u olvidados. Los compromisos hechos con otras personas tal vez sean más útiles, especialmente los contraídos con alguien que nos ama y se interesa profundamente en nosotros. Resulta bastante obvio que una persona que se compromete a salir a trotar por las mañanas en compañía de un buen amigo generalmente mantiene su compromiso por más tiempo que si no lo acompañara nadie. Cuando la alarma del despertador suena en la mañana, es fácil apagarla, darnos vuelta y seguir durmiendo a menos que sepamos que alguien a quien valoramos —y que genuinamente nos valora a nosotros— nos está esperando. Pero hasta estos compromisos con otras personas a menudo pueden fallar cuando nos sentimos presionados. Los convenios son algo distinto; eliminan cualquier ilusión que tengamos de nuestra propia capacidad y nos llevan a reconocer que dependemos de Dios. Nos dan acceso a los poderes divinos porque “las promesas que Él nos hace siempre otorgan el poder de crecer en nuestra capacidad de guardar convenios” (Henry B. Eyring, “Child of God”, 46). El hacer promesas a nosotros mismos o aun a otras personas es como poner agua en el tanque de la gasolina; por cierto que llena el tanque, pero no nos llevará a nuestro destino final. Sólo al hacer convenios podremos hallar el debido combustible —el poder— que marca la diferencia. Los convenios nos conectan con Cristo, quien dijo: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:18). Los convenios no son meramente contratos o un acuerdo condicional. “Quienes entran en los convenios del evangelio de Jesucristo también entran en una relación preciada y continua con el Salvador, mediante la cual Él los premia con sustento personal y espiritual” (Hafen and Hafen, Belonging Heart, 113). “Nuestra fe y nuestro arrepentimiento nos permiten entrar en esa relación, así como la expiación del Salvador le permite a Él entrar en ella. .... Esa relación pasa a ser el medio por el cual el ilimitado caudal de bendiciones ligadas a la Expiación comienzan a fluir sempiternamente” (Belonging Heart, 152). Cuando hacemos convenios en el templo, Jesús simbólicamente nos toma de las manos con más y más firmeza hasta que finalmente resulta casi imposible zafarnos. Tales símbolos nos enseñan cómo tener acceso al poder de Cristo mediante convenios. Patricia T. Holland, esposa del élder Jeffrey R. Holland, dice: “Lo que a menudo no llegamos a comprender es que al mismo tiempo que hacemos un convenio con Dios, Él hace un convenio con nosotros, prometiendo bendiciones, privilegios y placeres que nuestros ojos aún no han visto y nuestros oídos todavía no han oído. Aun cuando nuestra parte en lo que concierne a fidelidad vaya a los tumbos y nuestro progreso ofrezca constantes altibajos, la parte que le corresponde a Dios es segura, firme y suprema. Nosotros tal vez tropecemos, pero Él nunca lo hace. Quizá nosotros fallemos, pero Él jamás lo hará. Es posible que nosotros perdamos el control, mas Él siempre lo tendrá. .... Los convenios forjan un vínculo entre nuestras luchas telestiales y mortales y los poderes celestiales e inmortales de Dios” (God’s Covenant of Peace, 372–373). Me llevó muchos años llegar a entender la hermosa perspectiva de la hermana Holland. Yo veía mi parte en la observancia de convenios como el medio de ganar la vida eterna; pensaba que la inmortalidad era una dádiva pero la vida eterna me la debía ganar. Ahora comprendo que las dos cosas son una dádiva (véase D&C 6:13; 14:7), pero la vida eterna se recibe al tener fe en Cristo, lo cual incluye hacer convenios y efectuar ordenanzas que den evidencia de tales convenios (D&C 88:33). Una persona que se está ahogando no se gana un salvavidas, sino que decide rechazarlo o aceptarlo (véase Bytheway, SOS, 62– 63). En lo que concierne a la Expiación, Cristo no merecía lo que le sobrevino, y ciertamente nosotros no merecemos lo que Él dio. El élder Jeffrey R. Holland escribió: “Obviamente las bendiciones incondicionales de la Expiación no se tienen que ganar, pero las condicionales tampoco son plenamente merecidas. Al vivir fielmente y guardar los mandamientos de Dios, uno puede recibir privilegios adicionales; pero esos no son técnicamente ganados, sino igualmente dados gratuitamente” (“Atonement of Jesus Christ”, 36). El hacer convenios no es un modo de ganarse un obsequio, sino una forma de aprender cómo aceptar ese obsequio libremente y con gratitud. No guardamos los convenios a fin de demostrar que somos dignos de recibir gracia, sino para aumentar aquello que nos es dado (véase Mateo 25:20–23) y por consiguiente crecer en gracia (véase 2 Pedro 3:18). Cuando hablamos del componente humano de un convenio como algo que podemos hacer sin la ayuda de Dios, o de la parte divina de un convenio como algo que podemos volver a saldar, no sólo sobreestimamos grandemente nuestra capacidad sino también vemos el acuerdo como un trato único. Cuando llegamos a darnos cuenta plenamente de la naturaleza continua de la Expiación, la gratitud y la obediencia no son tanto una condición para recibirla sino, más bien, un producto natural de ella. Llegan a ser elementos tan continuos como la misma dádiva. En ese momento comprendemos que la Expiación no se gana, sino que ella nos gana a nosotros. IN-ESPÍRITU Cuando disfrutamos del Espíritu Santo, disfrutamos luz, felicidad, paz, protección y todos los dones del Espíritu. Lo opuesto a ello es obscuridad, desaliento, frustración y miedo. En una ocasión hablé con una mujer que se había alejado de la Iglesia y ya no cumplía con sus normas. Le pregunté cómo reconciliaba su estilo de vida de ese momento con su testimonio, a lo cual respondió: “No tengo un testimonio; nunca lo tuve”. “O sea que al orar”, le dije, “al leer las Escrituras, al participar de charlas fogoneras, asistir a clases de seminario, a actividades especiales para la juventud y a campamentos de Mujeres Jóvenes durante su adolescencia, ¿nunca sintió el Espíritu?”. Me contestó que lo que había sentido era emoción y que había ella misma creado todos aquellos sentimientos. “Entonces vuelva a crearlos ahora”, le aconsejé. “No pierda tiempo. Si tiene el poder de crear sentimientos como esos, hágalo de nuevo”. “No puedo”, respondió. Estuve de acuerdo con ella. “No puede ahora ni tampoco podía hacerlo cuando joven. El Espíritu no puede ser manipulado de esa forma. Usted sintió el Espíritu y ahora sólo tiene que recordar y dejar que sus sentimientos la lleven de nuevo a Dios”. Todos somos dependientes del Espíritu al tratar de romper malos hábitos y mejorar nuestras vidas. B. H. Roberts enseñó: “Aun después de ser perdonada de los pecados del pasado, la persona sin duda sentirá la pesada fuerza de hábitos pecaminosos sobre sus hombros. .... Existe la más absoluta necesidad de recibir gracia santificadora adicional que fortalezca la deficiente naturaleza humana. .... Los poderes naturales del hombre no son suficientes. .... Tal fortaleza, tal poder, tal gracia santificadora le son conferidas al hombre al nacer del Espíritu —al recibir el Espíritu Santo” (Gospel and Man’s Relationship to Deity, 179–180). Jesús da mandamiento a todos los “extremos de la tierra” de ser bautizados en agua para que seamos “santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día” nos presentemos ante Él sin mancha (3 Nefi 27:20). Esa pureza no llega sólo en el momento del bautismo, sino al santificarnos el Espíritu Santo a lo largo de la vida. “La santificación es un proceso ininterrumpido, y obtenemos esa gloriosa condición en distintos grados al vencer al mundo y al llegar a ser santos en hechos así como en nombre” (McConkie, New Witness, 266). IN-PERSEVERANCIA Lo opuesto a perseverar “todo el resto de nuestros días” (Mosíah 5:5) y a “seguir adelante con firmeza en Cristo” (2 Nefi 31:20) es darnos por vencidos. Demasiadas personas se desaniman a causa del minuciosamente lento proceso de la santificación y deciden arrojar la toalla. En momentos tan deprimentes, nos sorprende cuán rápidamente podemos caer aun cuando hemos prometido a Dios, ángeles y testigos que no lo haríamos. Sin embargo, no debería sorprendernos cuán prestamente Cristo viene a nuestra ayuda si lo buscamos. “Mas al ver [Pedro] el viento fuerte, tuvo miedo y, comenzando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame! Y al momento Jesús, extendiendo la mano, le sujetó” (Mateo 14:30–31; énfasis agregado). Dios, quien no será burlado, extiende una mano a quienes se burlan, si se arrepienten. El tratar y resbalar y volver a tratar no es burlarse de Dios sino honrarlo. Satanás dice tener a quienes rompen convenios bajo su poder, pero ¿qué poder tiene él de sí mismo? Sólo tiene poder si se lo otorgamos. Él no puede privarnos de tomar la decisión de empezar de nuevo. El corazón quebrantado de Cristo tiene más poder que nuestras quebradas promesas y las vociferantes y vacías amenazas de Satanás. Al resbalar, en vez de decir: “fracasé”, trato de decir: “aún no he logrado el éxito”. En vez de decir: “miren cuánto me falta por recorrer”, trato de decir: “miren cuánto he recorrido gracias a Dios y a Cristo”. En vez de decir: “no puedo guardar mis convenios”, trato de decir: “al momento no puedo hacerlo, pero con la ayuda del cielo puedo aprender”. En vez de decir: “No puedo caminar sobre el agua”, trato de decir: “por lo menos salí de la barca”. En las Escrituras aprendemos que aun Cristo “ .... no recibió de la plenitud al principio, sino que continuó de gracia en gracia hasta que recibió la plenitud” (D&C 93:13). ¿Podemos acaso esperar que nuestro progreso sea más rápido? Hay un dicho que expresa: Sin prisa, pero sin pausa. En italiano hay otro que, traducido al español, dice: Poco a poco se llega lejos. No es necesario que alcancemos nuestras metas para el viernes. Tenemos hasta el domingo o hasta el siguiente o hasta el próximo —cada vez que tenemos la oportunidad de tomar la Santa Cena. Perseverar hasta el fin no quiere decir vivir exactamente sin cometer errores. Perseverar hasta el fin quiere decir permanecer firme en el convenio a pesar de los errores. Cada vez que volvemos al templo, hacemos la obra por otra persona, pero cada vez que tomamos la Santa Cena, es siempre por nosotros. El participar repetidamente de esta ordenanza es una manera de progresar de gracia en gracia, o de una concesión de gracia en otra concesión de gracia. Algunas personas apropiadamente definen lo de “gracia en gracia” como progresar entre niveles, pero yo también lo defino como una expresión de la naturaleza continua de la gracia. ¿Podemos, en sagrados momentos sacramentales, realmente prometer que nunca vamos a volver a cometer un error? No cuando sabemos perfectamente que regresaremos la semana próxima con la misma necesidad de siempre de participar de la Santa Cena. En cambio, demostramos estar dispuestos a tomar Su nombre sobre nosotros, dispuestos a recordarle siempre, y dispuestos a guardar Sus mandamientos (véase Moroni 4:3; D&C 46:9). Al renovar convenios, no nos comprometemos a ser perfectos como Cristo inmediatamente sino a ser perfeccionados en Cristo con el transcurso del tiempo. “He aquí, sois niños pequeños y no podéis soportar todas las cosas por ahora; debéis crecer en gracia” (D&C 50:40). Éste es el proceso de crecimiento al cual el rey Benjamín se refirió como retener la remisión de nuestros pecados “de día en día” (Mosíah 4:12, 26), o podríamos decir de domingo en domingo. Perseverar hasta el fin no parece ser tan abrumador cuando dividimos décadas y años en períodos más pequeños y encaramos la vida una semana a la vez. La Santa Cena es nuestro más continuo catalizador en el proceso de perseverar. Una mujer que estaba aprendiendo a hablar inglés como segundo idioma me hizo el cumplido supremo, me dijo que yo era un hombre “Christlike” (semejante a Cristo). Lamentablemente, lo que yo oí fue “cross-eyed” (bizco). No entendía por qué ella me diría tal cosa, pero finalmente salió a relucir su verdadera intención. Aún cuando me sentí humilde y profundamente honrado, también descubrí que mi primera impresión era más exacta. Es probable que la mayor parte del tiempo todos nos sintamos más bizcos que semejantes a Cristo. En esos momentos podemos hallar consuelo al recordar las palabras del presidente James E. Faust, cuando dijo: “Me siento agradecido por saber que nunca es demasiado tarde para cambiar, para corregir y para dejar atrás viejas actividades y hábitos reprochables” (véase “Las cosas que no nos gusta escuchar”). Gracias a la continua Expiación, nunca es demasiado tarde para intercambiar la fuerza de voluntad por el poder de Dios. Capítulo 9 FE SIN OBRAS (Y OBRAS SIN SUPERVISIÓN) *** Dios quiere nuestra obediencia y nuestro sacrificio, pero sólo como un medio para lograr un fin. Él quiere que vivamos el Evangelio, pero también esto es un medio para lograr un fin. Lo que en última instancia Él quiere de todos nosotros es precisamente eso: a todos nosotros. Él quiere nuestra consagración. Si “la fe sin obras es muerta” (Santiago 2:20), entonces las obras sin los debidos motivos están en cuidados intensivos. Cualquiera puede trabajar cuando es supervisado. Si mamá, papá, un maestro o un líder está mirando, hasta el más flojo puede actuar para dar la impresión de que se está esforzando al máximo. La clave está en trabajar con la misma intensidad cuando nadie está mirando. Eso es lo que Pablo observó y elogió en algunos de los primeros Santos cuando escribió: “Por tanto, amados míos, .... siempre habéis obedecido, no en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia” (Filipenses 2:12). En 1939, próximo al final de la Gran Depresión económica de los Estados Unidos, Channing Pollock escribió The Adventures of a Happy Man: Work Is Its Own Reward (Las aventuras de un hombre feliz: El trabajo es su propia recompensa). Allí él explicó que los seres humanos más desdichados son los holgazanes y los que combaten el aburrimiento, mientras que los más dichosos son aquellos que aprenden a trabajar. También señaló que el mejor de los trabajos nunca se hace a cambio de dinero, sino que es hecho por quienes creen en lo que están haciendo. Los miembros de la Iglesia de Jesucristo sabemos mucho en cuanto a creer en lo que estamos haciendo. Sabemos mucho sobre el trabajar en la Iglesia sin la más mínima consideración de recibir remuneración. Sin embargo, todos trabajamos a diferentes niveles de motivación (véase Oaks, Pure in Heart, 37– 49). Algunos trabajan por considerarlo un requisito, otros porque piensan que eso es lo que se espera de ellos, pero es de esperar que la mayoría trabaje al amparo de sus justos deseos. PERCEPCIÓN DE REQUISITOS Se oyó el siguiente intercambio entre dos misioneros en el Centro de Capacitación Misional después de una semana particularmente difícil: “¿Por qué está aquí?”, preguntó uno de ellos, “y no me diga que es porque quiere compartir la felicidad del Evangelio con otras personas”. “Para serle sincero”, contestó el otro, “mi padre me prometió que me pagaría los estudios si servía una misión”. “Tiene suerte”, comentó el primero. “Mi padre me hubiera botado de la casa si no iba”. Una promesa de recompensas extrínsecas, llega a motivarnos a hacer muchas cosas, pero el miedo y el castigo también pueden motivar. Aunque dudo realmente que ningún padre fuera a “botar” a su hijo de la casa por no servir una misión, obviamente el temor a la reacción de un padre puede influir enormemente en la mente de un hijo. Nadie quiere meterse en problemas o ver que se le quiten sus privilegios. Todos cumplimos con nuestras responsabilidades porque queremos evitar repercusiones. Aun cuando la idea de ser castigados ejerce influencia en nosotros, nunca llega a ser una motivación de largo plazo. Lo mismo sucede con las recompensas. Cualquier padre que haya intentado en algún momento animar a un hijo a obtener buenas calificaciones ofreciéndole dinero, comprende cuán rápido la motivación se desvanece. En poco tiempo la vigencia del trato debe acortarse o la cantidad de dinero tendrá que aumentar. Felizmente, no muchos miembros de la Iglesia brindan su servicio sólo porque se les promete una recompensa o con la esperanza de evitar un castigo — aun eterno. La mayoría ha alcanzado un grado más elevado de motivación. PERCEPCIÓN DE EXPECTATIVAS Una cierta medida del trabajo en la Iglesia se lleva a cabo debido a las expectativas que se perciben. No recibimos premios ni somos amenazados, pero hay veces que nos acomete un agudo sentido del deber o de presión social. Un joven élder le dijo a su presidente de rama en el Centro de Capacitación Misional: “Venir a esta misión es la experiencia más atemorizante de mi vida. Soy muy tímido y no me gusta hablar con la gente en mi propio idioma, mucho menos en otro que tenga que aprender. Pero sabía que debía hacerlo; sabía que mi obispo y mis padres se iban a sentir muy defraudados si no salía a la misión”. Aunque es mucho lo que se puede lograr a este nivel de motivación, no siempre nos hace sentir muy satisfechos espiritualmente. Por ejemplo, un miembro del barrio se sienta en la última fila de la capilla durante una reunión de testimonios. El miembro del obispado que dirige da su testimonio y dice con gran emoción: “Amo este Evangelio”. Al escuchar esas palabras, el miembro que está sentado en la última fila se pregunta a sí mismo: “¿Por qué no puedo sentir lo que él siente?”. Las dos personas pueden estar en el mismo lugar, pero tal vez no estén allí por las mismas razones. El hombre al fondo de la capilla quizá haya ido por sentirse obligado —“tenía” que estar allí. El miembro del obispado posiblemente sienta un grado más alto de motivación: Está allí porque así lo quiere —porque le encanta. Como se oye decir a menudo, cada uno recibe en proporción a lo que da. JUSTOS DESEOS Todos quienes confían en encontrar un tesoro en los cielos lo lograrán al aprender a atesorar cosas celestiales. Nadie permanecerá en el reino celestial porque él o ella “tenga que” o “deba” hacerlo. Para algunas personas, la historia familiar es una tarea, un trabajo, una responsabilidad. Se les tendría que ofrecer muchas recompensas para que se pusieran a buscar y organizar viejos registros familiares. Otros tal vez lo hagan tras escuchar un buen discurso que los hiciera sentirse particularmente culpables. Para mi padre, la historia familiar era una pasión. Papá hallaba dicha y satisfacción en la historia familiar; había que arrastrarlo para que se tomara un descanso. Hay quienes se sienten igualmente apasionados hacia las computadoras, los animales, la jardinería o los deportes. Invierten tiempo en tales actividades porque les encanta hacerlo. ¿Por qué casi todos tomamos helado? No es porque mamá nos diga compulsivamente: “¡Si no terminas todo ese helado no hay zanahorias!” La mayoría lo tomamos porque nos encanta. Al quedar atrapados en el feliz ciclo de amar lo que hacemos y hacer lo que amamos, el trabajo se transforma en una dicha. No miramos el reloj; de hecho, olvidamos que existe el tiempo. No trabajamos porque esté un supervisor a nuestro lado sino porque nos perdemos en lo que hacemos por amor. Un misionero escribió: “Presidente, estoy perdidamente enamorado. No se preocupe, no es de una joven, sino de la obra. Me encanta la obra misional. No puedo hacerla a un lado; no puedo pensar en ninguna otra cosa. Realmente estoy perdidamente enamorado”. Ese misionero no contaba días, bautismos ni encomiendas, sino que estaba concentrado en algo mucho mayor. Trabajaba sin supervisión, no porque se estaba probando a sí mismo ante Dios sino porque le estaba agradecido. Claro que el amar lo que hacemos no quiere decir que cada instante de nuestra vida diaria se vea colmado de dicha indescriptible. Mi padre se enfrentó a muchas frustraciones al trabajar en su historia familiar. El misionero al que me refería anteriormente sintió calor abrazador en el verano y penetrante frío en el invierno, se iba a dormir agotado y algunas veces descorazonado. En el Libro de Mormón aprendemos sobra aquellos que amaron a Dios tanto que ya no tenían “más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2). ¿Quiere decir que nunca más se sintieron tentados? Por cierto que no, ya que eso habría limitado su albedrío. ¿Significa que nunca más cometieron errores ni volvieron a tener un mal día? No. Probablemente se metieron en problemas igual que nosotros, ya que vivían en el mismo mundo caído en que nosotros vivimos. El asunto no es si volvieron a tropezar o no, sino que no querían hacerlo. “Gracias a Dios, seremos juzgados no sólo por nuestras obras sino por los deseos de nuestro corazón” (Millet, Grace Works, 55; véase también Alma 41:3; D&C 137:9). El renovado pueblo del rey Benjamín probablemente volvió a pecar, pero con toda seguridad lo reconocieron y se arrepintieron sin perder tiempo (véase D&C 109:21). Vivieron en un constante espíritu de arrepentimiento debido a sus justos deseos. DE UN NIVEL A OTRO Pero, ¿qué tal si no deseamos hacer lo correcto? Es reconfortante oír que el Señor ve en el corazón (1 Samuel 16:7) —excepto cuando nuestro corazón desea hacer lo que no está bien. Si nos descuidamos, el hombre natural puede rápidamente convertirse más en un amigo que un enemigo. Lo que degrada puede resultar atractivo; lo que destruye puede ser apetitoso. Un amigo lo resumió de este modo: “No se trata solamente de una batalla constante entre lo que mi espíritu anhela y lo que he condicionado mi cuerpo a desear. Eso sería difícil pero posible de vencer. Mi problema es que honradamente deseo lo que la Iglesia dice que está mal”. Únicamente Jesús tiene el poder de generar un cambio potente al educar nuestros deseos y al volver nuestro corazón del mal y hacia Él. En el juego de dardos tal vez no demos en el blanco todas las veces. Sin embargo, las oportunidades de hacerlo son mejores si apuntamos hacia el tablero en vez de hacerlo hacia la pared opuesta. Aun cuando estemos yendo en la dirección correcta, tal vez nos encontremos en diferentes niveles de motivación en distintos aspectos de la vida. El Señor a veces se refirió a José Smith como Su siervo (véase D&C 1:17). Otras veces lo llamó Su hijo (véase D&C 121:7) o Su amigo (véase D&C 93:45). No hay duda de que hasta el mismo Profeta y sus allegados en la obra estaban progresando a través de los niveles de motivación. A los siervos se les requiere trabajar; de los hijos se espera que trabajen; sin embargo, los amigos trabajan porque lo desean. ¿Cómo fue que José y otros líderes de la Iglesia llegaron al punto de sentirse, en todo momento, motivados por justos deseos? Para ellos, al igual que para todos nosotros, el punto de partida fue la obediencia. La mayoría de los jóvenes varones de la Iglesia en la actualidad no crecen escuchando al Coro del Tabernáculo, levantándose temprano y usando camisa blanca y corbata a diario. No obstante ello, cuando salen a la misión, están dispuestos a hacer esas cosas con el fin de ser obedientes. Al obedecer y hacer sacrificios, empiezan a ver razones detrás de las reglas. La Restauración no fue sencillamente una restauración de reglas, sino también de razones. “Por tanto, después de haberles dado a conocer el plan de redención, Dios les dio mandamientos” (Alma 12:32; énfasis agregado). Cuando un joven misionero empieza a entender por qué se despierta temprano y por qué debe evitar la música mundana, le resulta más fácil hacer esas cosas. Al crecer en comprensión y obediencia, el Espíritu confirma la exactitud de sus decisiones y le resulta más fácil obedecer. Pese a todo, el saber por qué es necesario que sea amigable, que dé un buen ejemplo, que sonría a extraños y preste todo tipo de servicio, no quiere decir que siempre le va a encantar lo que hace. Tomemos como ejemplo el comer legumbres; sabemos que son importantes y que son provechosas para la salud, y es por eso que nos forzamos a comerlas aun cuando al principio no nos encantan. No somos malas personas porque tengamos malos hábitos, sino que somos buenas personas que tratan de desarrollar buenos hábitos. Entonces, ¿cómo damos un salto hasta el nivel más alto de motivación, realmente queriendo hacer lo que estamos haciendo? Ayuda el estar con personas que ya lo hayan hecho. Cuando estamos en compañía de personas justas y felices que aman lo que hacen, tal vez nos contagiemos. Tener un testimonio también es de gran ayuda. Nada puede motivarnos más que el llegar a conocer la verdad por nosotros mismos. Sin embargo, hay muchas personas que tienen un testimonio firme y amigos positivos y fieles, pero aun así les cuesta demasiado amar la orientación familiar y hablar en reuniones de la Iglesia. Cuando tratamos de purificar nuestros motivos, podemos considerar cómo fue que alcanzamos niveles más altos de motivación en otros aspectos de la vida. ¿Qué fue lo que aprendimos a amar que al principio no nos agradaba? Para algunas personas puede ser escuchar música clásica, mirar la conferencia general o conducir un automóvil de cambio manual. Más allá de cuál sea la actividad, nunca se trató, realmente, de seguir haciéndolo hasta que nos acostumbráramos, sino de ver más allá de la actividad hasta encontrar un propósito mayor. Quizá la música clásica haya surtido un cierto efecto en nuestras emociones; el conducir un auto con cambio manual nos haya hecho sentir en control, o la conferencia general nos haya llevado a sentir el Espíritu, ayudándonos a acercarnos más a Dios. A medida que nuestra perspectiva se amplía, estas cosas se transforman no en puntos de una lista de verificación sino en parte de quienes realmente somos. Con una perspectiva más amplia, de pronto ya no podamos imaginar la vida sin mirar o escuchar la conferencia general o conducir un automóvil de cambio manual, y no logremos entender por qué no todas las personas hacen lo mismo. Tal vez lleguemos a sentir tristeza genuina por quienes se están perdiendo esas cosas. Tales experiencias dejan de ser un fin en sí mismas y pasan a ser medios para lograr fines de mayor magnitud. Ése es el poder de una visión más amplia que nos permite ver “de lejos” (Génesis 22:4; Hebreos 11:13). Una de las muchas bendiciones del templo es la visión ensanchada que éste nos ofrece. ¿Por qué mandó Dios a los Santos que se sacrificaran y terminaran el Templo de Nauvoo aun cuando estaban siendo forzados a dejarlo atrás? Él sabía que la visión que ellos obtendrían en el santo templo les dotaría de la motivación que necesitaban para hacer frente a las pruebas que les aguardaban. Del mismo modo, Dios puede proveer una visión más amplia no sólo a nuestros ojos sino a nuestro corazón. El élder Neal A. Maxwell enseñó que cuando la gente cae por carecer de autodisciplina, es porque “su perspectiva se encoge” (We Will Prove Them Herewith, 26). En la biografía del élder Maxwell nos enteramos de cómo él tuvo autodisciplina y controló sus pasiones: manteniendo la “visión de su misión” (Hafen, A Disciples’s Life, 289). El mismo Dios que proveyó esa visión ampliada a los Santos de principios de esta dispensación y al élder Maxwell, no sólo puede sino que habrá de proveérnosla a nosotros. Entonces debemos asirnos de ella y nunca perderla. Un joven describió el proceso de crecimiento por el cual pasó cuando aprendió a llevar un diario personal. Él dijo: “Cuando mi presidente de estaca me apartó para la misión, me hizo el desafío de escribir en mi diario todos los días”. El misionero lo aceptó y cumplió con él. Al principio fue sólo por obediencia, a fin de poder dar un informe a su presidente de estaca sin sentirse culpable. Más tarde, cuando estaba en el C.C.M. se le enseñó en cuanto a los beneficios de llevar un diario personal, especialmente sobre lo que aprendía en sus estudios. El élder explicó: “Las palabras allí escritas validaban lo que estaba haciendo y dieron nueva vida a mis esfuerzos. Pensé que un día mis nietos tal vez disfrutarían la lectura de mi diario personal”. Sin embargo, con el paso del tiempo, el llevar ese diario se transformó en una manera de alcanzar nuevas metas. El misionero continuó diciendo: “Mi diario llegó a ser un lugar donde pensar y descubrir. Cuando tenía necesidad de desahogarme, iba a mi diario; no sabía que haría sin él. Comprendí que ya no lo llevaba por complacer a mi presidente de estaca ni tampoco por mi posteridad, lo estaba haciendo por mí pues me encantaba”. Dios quiere nuestra obediencia y nuestro sacrificio, pero sólo como un medio para lograr un fin. Él quiere que vivamos el Evangelio, pero también esto es un medio para lograr un fin. Lo que en última instancia Él quiere de todos nosotros es precisamente eso: a todos nosotros. Él quiere nuestra consagración. “La obediencia es la primera ley de los cielos”, enseñó Joseph F. Smith (Journal of Discourses, 16:248). Sin embargo, la obediencia es apenas el punto de partida que permite que el resto de la escalada se haga posible. ¿Hay alguna duda de que los apóstoles van a estudiar las Escrituras, escuchar música apropiada y ser buenos ejemplos para los demás? Ninguna. ¿Por qué?, ¿por qué sienten que es un requisito?, ¿por qué es su trabajo? ¿Lo hacen porque saben que alguien los estará observando? No. Se debe a que tales conductas se basan en creencias que constituyen la esencia de quienes ellos son. Estos siervos de los cielos viven vidas consagradas, y es posible que cada uno de nosotros viva de igual manera. La investidura del templo deja en claro que Dios nos puede ayudar a progresar a través de los diferentes niveles de motivación. Aquellos que poseen el Sacerdocio Aarónico pueden llegar a recibir el Sacerdocio de Melquisedec. Los que están en el salón telestial pueden llegar al salón celestial. Lo que empieza como obediencia y sacrificio puede terminar como consagración. LA MAYOR MOTIVACIÓN ¿Por qué expió Cristo por nosotros?, ¿fue acaso un requisito? Después de todo, a Él se le había prometido todo cuanto el Padre tenía. ¿Fue esa recompensa lo que motivó a Cristo a expiar por todos nosotros? No. ¿Fue tal vez el temor al castigo, la amenaza de tormento sinfín y las tinieblas de afuera? No. Tal vez lo hizo por sentirse obligado. Él era el mayor; era Su responsabilidad y todos esperaban que lo hiciera. ¿Fue el deber lo único que ocupaba la mente del Salvador cuando dirigió Sus pasos hacia el Jardín de Getsemaní y hacia la cruz? No. Ésta es apenas una posible respuesta: Jesús no solamente tenía una perspectiva mayor, sino que tenía la perspectiva completa. No tenía apenas una visión más grande, sino que tenía una visión perfecta. ¿Se libró, acaso, del castigo eterno? Sí. ¿Recibió recompensas eternas? Sí. Pero no eran tales cosas Su motivación, sino sencillamente consecuencias resultantes de Su elección a un nivel más elevado. ¿Cumplió con las obligaciones de Su primogenitura? Sí. ¿Complació al Padre? Sí. Pero esas cosas fueron también consecuencias y no motivos. Lo que motivó a Jesús fue la mayor de todas las motivaciones —un amor puro, perfecto e infinito. Mientras servía en mi juventud como misionero en Chile, conocí a un muy buen hermano, Edward Howard, quien servía como representante regional. Nos hicimos buenos amigos y después de terminar mi misión seguimos en contacto por años. Me sentí muy conmovido por algo que escribió en una carta que recibí de él: “He estado dedicando la mayor parte de mi tiempo al cuidado de mi esposa. Ella sufrió un derrame cerebral hace tres años que la ha dejado totalmente limitada y casi ciega. Soy su enfermero las 24 horas del día. Debido al amor que siento por ella esto no es un sacrificio para mí. A menudo pienso que fue el amor lo que hizo que el Señor lograra sobrellevar Su sacrificio”. La motivación del Salvador —tan clara para nosotros como miembros de Su Iglesia— es a menudo puesta en tela de juicio o malentendida por muchos seres humanos en el mundo. Un hombre hasta trató de convencerme de que no era apropiado agradecer a Jesús por la salvación. “Es con Judas con quien deberíamos estar agradecidos”, dijo. “Es a él a quien debemos alabar y honrar. Es a Pilato y a los soldados romanos a quienes tenemos que agradecer, pues si Judas no hubiese traicionado a Cristo y Pilato no hubiera mandado a los soldados que lo mataran, Jesús jamás habría hecho lo que hizo”. ¿Cuán confundida puede estar la gente? Jesús no murió debido a Judas, sino por Judas. Pilato trató de lavarse las manos de la sangre de Cristo, pero la única esperanza que Pilato tiene de ser lavado es por medio de la sangre de Cristo. Los soldados romanos no reclamaron la vida de Cristo. Él tenía “vida en sí mismo” (Juan 5:26) y escogió entregarla libremente por ellos y por nosotros. FE Y OBRAS Así como podemos apreciar cuán confundido estaba ese hombre, muchas personas fuera de la Iglesia creen que los mormones estamos igualmente confundidos. Creen que tratamos de hallar la salvación más allá de Jesús. Ven los esfuerzos de los Santos de los Últimos Días por vivir el Evangelio y perseverar hasta el fin como intentos vanos de compensar nuestros pecados y salvarnos. En vez de ver que nuestras obras se basan en la fe, ven las tareas que llevamos a cabo y los llamamientos que magnificamos como una evidencia de que creemos que no necesitamos un Salvador. Ven cada billete o moneda que donamos como una declaración de que confiamos más en las obras que en la fe. Tal vez nos juzguen debido a que no pueden ver nuestros motivos. Por cierto que marchamos a un compás que ellos no pueden oír —pero no se trata de un compás distinto, sino del único compás verdadero. Hasta tanto ellos oigan Su compás, no llegarán a entender por qué movemos los pies. “Y Dios conceda, en su gran plenitud, que los hombres sean llevados al arrepentimiento y las buenas obras, para que les sea restaurada gracia por gracia” (Helamán 12:24). Perdonamos a otras personas tal como Cristo nos perdona a nosotros. Amamos a los demás como Cristo nos ama. Servimos a nuestro prójimo tal como Él nos sirve a nosotros, no con el fin de merecer la gracia, sino de aceptarla y ofrecerla a los demás tan libremente como nos es ofrecida. Los Santos de los Últimos Días enseñamos clases matutinas de seminario, llevamos alimentos a quienes no tiene un hogar, tratamos de evitar formas inapropiadas de entretenimiento, abandonamos malos hábitos, hacemos sacrificios para ir al templo, y todo eso, no en lugar de la fe, sino como un producto inevitable de nuestra fe —no para ganarnos la gracia, sino para devolver gracia por gracia. Al igual que Pablo, podemos decir: “.... en el día de Cristo yo pueda gloriarme de que no he corrido en vano, ni he trabajado en vano” (Filipenses 2:16). El supuesto conflicto entre la fe y las obras parece ser tan antiguo como las mismas Escrituras. Tal vez resulte difícil alcanzar una resolución ya que los debatientes generalmente examinan la fe y las obras a un solo nivel. Se puede hallar una resolución sólo al considerar lo que hay detrás de la fe y debajo de las obras. Tanto la fe como las obras se hacen posibles únicamente mediante la Expiación, pero ambas se vuelven una parte continua de nuestra vida cuando llegamos a comprender la naturaleza continua de la Expiación. Esta perspectiva nos permite considerar los motivos que nos facultan para hallar y mantener el equilibrio esencial entre las dos cosas. Lo que más vale preguntar no es: “¿Soy salvo por le fe o por las obras?”, sino: “¿Qué es lo que motiva esas dos cosas en mi vida?”. El poeta Henry Wadsworth Longfellow (1807–1881) escribió las siguientes líneas: Las cimas que grandes hombres alcanzaron y mantuvieron no fueron conquistadas en un vuelo repentino; Sino que, mientras sus compañeros durmieron, en la noche se esforzaron por llegar a su destino. Lejos de considerarme un poeta, me he tomado la libertad de asociarme a Longfellow y agregar algunas palabras a las suyas: Si las cimas que grandes hombres alcanzaron y mantuvieron no fueron conquistadas en un vuelo repentino; si fue que ellos, mientras sus compañeros durmieron, en la noche se esforzaron por llegar a su destino, ¿qué fue entonces lo que los motivó a escalar?, ¿qué fue lo que sus compañeros nunca sintieron? ¿Fue el miedo o el premio a lograr?, ¿fue por obligación que se comprometieron? Toda cima por grandes hombres conquistada por el amor puro está siempre motivada. Capítulo 10 UNA LECCIÓN EN MáRMOL *** El arrepentirnos y volver a efectuar convenios nos permite sentir enorme gratitud hacia el Señor. En esos momentos de conflicto, nuestras necesidades se ven acentuadas. Es cuando experimentamos nuestros propios huertos de Getsemaní que ciertamente empezamos a valorar el de Cristo. Cuando reconocemos nuestras propias debilidades, nos maravillamos de Su fortaleza. En una ocasión tuve la oportunidad de asistir a una excelente convención de jóvenes en Olympia, estado de Washington, junto con el cantante y compositor Kenneth Cope. El tema del evento era: “El tiempo es ahora”. Dedicados líderes no habían escatimado esfuerzos en decorar el lugar de acuerdo con el tema. Había relojes sobre las mesas, colgando de las paredes, una enorme torre de reloj hecha de cartón en el salón de actividades y un inmenso reloj cubierto de vidrio colocado sobre un atril mirando hacia el frente de la capilla. Como broche final de la convención, los jóvenes se reunieron en la capilla para llevar a cabo una reunión de testimonios. Todo estaba saliendo de acuerdo con lo planeado cuando, imprevistamente, el atril se rompió y el reloj se desplomó. El ruido del vidrio hecho añicos asustó a todo el mundo. El joven que estaba en medio de su testimonio en ese preciso momento, salió del paso de un modo muy ocurrente: “Bueno, creo que el tiempo ya no es más ahora”, dijo. “Creo que el tiempo ya ha pasado”. Todos rieron mientras algunos jóvenes y líderes corrieron para arreglar el desastre a fin de que la reunión continuara. El mismo muchacho terminó su testimonio diciendo: “Siento mucho que el reloj se haya roto. Creo que ya no podrá recordarnos el tema, pero puede recordarnos que Dios ama también las cosas rotas”. Estaba haciendo alusión a una canción que Kenneth había compuesto y cantado en la convención —una hermosa letra que nos asegura que aun cuando malgastamos el tiempo que Dios nos ha dado y terminamos sintiéndonos como ese reloj, Dios igual nos ama y está dispuesto a ayudarnos a levantar los pedazos y seguir adelante. José Smith enseñó que “todos pueden alcanzar la misericordia y el perdón, si no han cometido el pecado imperdonable (Enseñanzas del Profeta José Smith, 230). El presidente Boyd K. Packer lo confirmó al declarar: “A no ser en el caso de aquellos que desertan hacia la perdición, no hay hábito, adicción, rebelión, transgresión, apostasía ni crimen que esté exento de la promesa de un perdón total. Ésa es la promesa de la expiación de Cristo” (“Brilliant Morning of Forgiveness”, 7). Dios no aprueba el pecado, pero sabe que el quebrar convenios puede resultar en corazones quebrantados, lo cual, tal vez, lleve a Él, el reparador de todo cuento está roto. Este proceso nos permite crecer y obtener caridad así como perdón y aceptación. LOS CONVENIOS QUEBRADOS PUEDEN LLEVARNOS A CRISTO Tal vez haya quien se pregunte: “Pero en vez de quebrar un convenio, ¿no habría sido mejor no haberlo hecho nunca?”. No. Es únicamente al hacer convenios que hallamos el poder de guardarlos, y es únicamente al guardarlos que hallamos el poder de perseverar. Nunca somos tan conscientes de nuestra necesidad de respirar aire como cuando nos estamos ahogando. El arrepentirnos y volver a efectuar convenios nos permite sentir enorme gratitud hacia el Señor. En esos momentos de conflicto, nuestras necesidades se ven acentuadas. Es cuando experimentamos nuestros propios huertos de Getsemaní que ciertamente empezamos a valorar el de Cristo. Cuando reconocemos nuestras propias debilidades, nos maravillamos de Su fortaleza. Tal como sucede con la luz de las estrellas contra el cielo nocturno, cuando vemos la oscuridad de nuestros vicios, también podemos ver el brillo de las virtudes del Señor. El pecar no es el modo ideal de llegar a conocer a Cristo. Nadie debe premeditadamente pecar a fin de poder sentirse más cerca del Salvador, de la misma manera que ningún matrimonio debe pelear en forma premeditada a fin de disfrutar más la reconciliación. Tales actos de manipulación llevan a los participantes a separarse el uno del otro más que a acercarse. Pero aun cuando no lo hagamos apropósito, ya hay de por sí suficientes momentos pecaminosos en nuestra vida que nos hacen sentir lastimosamente conscientes de cuánto necesitamos a Cristo y Su Expiación. Poco después de ser bautizado, uno de nuestros hijos me preguntó: “Papá, ¿por qué lloran las personas cuando hablan de Jesús?”. Este niño había hecho convenios a los ocho años de edad, pero en su inocencia, aún no había incurrido en pecados y transgresiones que habrían de requerir el perdón y el socorro de Jesús. Mientras tanto no sintiera esa desesperada necesidad, seguiría sintiéndose desconcertado con las lágrimas en los ojos del resto de nosotros. El élder Richard G. Scott ha dicho: “Yo sé que toda dificultad que enfrentamos en la vida, aun aquellas que son producto de nuestra propia negligencia y hasta transgresiones, el Señor las puede transformar en experiencias de crecimiento —una escalera ascendente vital. Por cierto que no recomiendo la transgresión como un modo de crecimiento. Es algo doloroso, difícil y totalmente innecesario. Es mucho más sabio avanzar con rectitud. Pero mediante el debido arrepentimiento, con fe en el Señor Jesucristo y obediencia a Sus mandamientos, aun la desilusión que resulta de la transgresión puede ser transformada en un retorno a la felicidad” (véase “Cómo hallar gozo en la vida”). LA EXPIACIÓN NOS LLEVA A APRENDER Habrá quienes preguntarán: “¿No sería mejor que nunca pecáramos y no tuviéramos necesidad alguna de la Expiación?” La pregunta en sí es inexacta, porque aun si todo pecado fuera evitable (que no lo es), igual necesitaríamos la Expiación. Los niños pequeños nunca pecan, sin embargo, también necesitan la Expiación, no sólo para superar los efectos de la Caída sino para darles la oportunidad de aprender y crecer en sus esfuerzos por llegar a ser semejantes a Cristo. El Libro de Mormón enseña cómo los niños pequeños que mueren antes de llegar a la edad de responsabilidad son salvos mediante la gracia de Cristo (véase Moroni 8). Ellos no necesitan las pruebas en la vida mortal ni las pruebas después de esta vida (véase Andrew C. Skinner, Garden Tomb, 183). La gracia de Cristo es vista no sólo en la salvación de los niños —quienes, tal como se nos enseña, van directamente al reino celestial— sino en la doctrina enseñada por José Smith que tales espíritus resucitarán como niños en el Milenio y serán criados por sus padres hasta llegar a la madurez (véase Smith, Doctrina del Evangelio, 449; McConkie, “Salvation of Little Children”, 3). Los niños que mueren no necesitan pruebas ni perdón. No obstante ello, igual se beneficiarán con las experiencias, la crianza y el amor que no recibieron en esta vida. Aun cuando sean salvos gracias a Cristo, igualmente pueden aprender por experiencia personal. Alma enseñó: “.... este estado de probación llegó a ser para ellos un estado para prepararse; se tornó en un estado preparatorio” (Alma 42:10). Aun cuando los niños pequeños no necesitan ser probados, sí requieren preparación, y eso también lo ofrece el sufrimiento de Cristo. El Salvador sufrió por cada época en la historia, cada dispensación y cada persona. Tomó sobre Sí todo pecado imaginable así como la infinidad de veces que las ofensas se repitieron. “De ahí el apropiado simbolismo de que sangró por cada poro y no sólo por algunos” (Maxwell, véase “Respondedme”). Nadie llega a determinar el sufrimiento que Cristo soportó sin desear que no hubiera sido tan intenso. Yo solía pensar que podríamos lograrlo si no pecáramos, pero claro que eso es imposible. También pensaba que podríamos haber eliminado la necesidad de que Cristo sufriera si nunca hubiéramos dejado la existencia premortal. Ahora comprendo que aun el habernos rehusado a venir a la tierra no habría evitado el sufrimiento de Dios y de Cristo ya que hubiera significado un total rechazo del plan del Padre para nuestro progreso eterno y del papel central que le cupo a Cristo en él. Tal rebelión podría hasta haber hecho que Dios y Jesús sufrieran aún más que lo que iban a soportar mediante el proceso de la Expiación. El eliminar la Expiación habría significado que seríamos automáticamente condenados por experiencia, mientras que el aceptarla nos permite aprender mediante la experiencia. Ambas fueron opciones dolorosas, pero una de ellas mucho más que la otra. La Expiación hace posible que vivamos y aprendamos, pero también que aprendamos y vivamos. Dios y Jesús sabían que la vida no sería predecible en lo más mínimo y que estaría llena de influencias muy ajenas a nuestro control. Ellos sabían que inevitablemente pecaríamos y que el pecado resultaría en sufrimiento para Ellos y para nosotros. Pero, de todos modos, escogimos ese sufrimiento en vez de la alternativa. Después de la Caída, Adán llegó a comprender que debido a la Expiación, su experiencia con el sufrimiento y el pecado podrían elevarlo más que tirarlo abajo. Adán exclamó: “Bendito sea el nombre de Dios, pues a causa de mi transgresión se han abierto mis ojos, y tendré gozo en esta vida, y en la carne de nuevo veré a Dios” (Moisés 5:10). Eva también se dio cuenta de que mediante Cristo y Su evangelio sus tristes experiencias, de hecho, podrían exaltarlos. “Y Eva, su esposa, oyó todas estas cosas y se regocijó, diciendo: De no haber sido por nuestra transgresión, nunca habríamos tenido posteridad, ni hubiéramos conocido jamás el bien y el mal, ni el gozo de nuestra redención, ni la vida eterna que Dios concede a todos los que son obedientes” (Moisés 5:11). Recuerdo que cuando era un joven maestro de escuela (con una clase numerosa y muy activa) le pregunté a mi esposa, Debi, “¿Cuándo crees que se allanarán las cosas en la vida? ¿Por qué será que siempre parecemos estar en una montaña rusa con tantas subidas y bajadas en un mismo día? Sólo quisiera que la vida fuera un poco más pareja”. Como buena enfermera que es, Debi respondió: “Brad, cuando te conectan a un monitor del corazón, lo último que quieres ver es una línea recta. Eso no es para nada alentador. Son las líneas que van hacia arriba y hacia abajo las que te hacen saber que estás vivo”. Los altibajos nos hacen saber que estamos participando y no apenas observando; aprendiendo y no sólo existiendo. El presidente Gordon B. Hinckley dijo: “Sé que no es fácil. Por cierto que a veces es desalentador. ¿No les alegra que la vida no sea divertida en todo momento? Esos bajos del desaliento hacen más hermosos los altos del triunfo” (Discourses, 1:301). EL APRENDIZAJE LLEVA A LA CARIDAD El pecado, los errores, los pesares y las injusticias no hacen que la gente automáticamente se compenetre más. Tomemos en cuenta cómo las guerras de las que se habla en el Libro de Mormón ablandaron el corazón de algunos, pero endurecieron el de otros (véase Alma 62:41). Es Cristo quien puede santificar nuestras experiencias para nuestro propio crecimiento y desarrollo, pero a nosotros nos cabe permitírselo. Al ir solidificando nuestra relación con Él, no sólo somos fortalecidos, sino también bendecidos con una medida adicional de Su amor y caridad. Cuando estaba trabajando en mi doctorado en la Universidad de Wyoming, se me requirió tomar un curso avanzado de estadísticas. Yo había completado los cursos básicos varios años antes, pero recordaba muy poco y no tenía la menor idea de cómo iba a cumplir con los requisitos de esa clase más avanzada. Tras varias semanas de comenzado el semestre luchaba por mantenerme a flote. Fui a hablar con la catedrática del programa, Louise Jackson, y le dije: “Esto está muy por encima de mi capacidad. Por lo general al menos entiendo lo suficiente sobre una materia como para seguir adelante, pero en este caso estoy totalmente perdido”. “Bien”, dijo, “no sabe cuán feliz me hace escuchar eso”. Su comentario me tomó completamente por sorpresa. Generalmente a un educador no le agrada cuando un alumno le hace saber que está por reprobar una materia. La Dra. Jackson continuó: “Recuerde cómo se siente en este momento; grábelo en su memoria y jamás olvide esta lección. Así es como se sentirán muchos de sus futuros alumnos, y usted tendrá la responsabilidad de compenetrarse con ellos a fin de entender y estar en condiciones de ayudarlos”. Después me dio algunas sugerencias y el nombre de algunos posibles tutores. También hizo arreglos para reunirse conmigo en forma regular para repasar mi progreso —todo lo cual, me aseguró, ella que nunca hubiera hecho de no haber sido porque también ella había tenido sus propios problemas con varias clases difíciles. PERDONAR Y RECORDAR A menudo se nos dice que debemos perdonar y olvidar. Ése es un buen consejo cuando se trata de pecados ajenos, pero cuando hablamos de nuestros propios pecados, pienso que debemos perdonar y recordar. Una vez que nos hayamos arrepentido, ya no sentiremos el aguijón del remordimiento y de la culpa relacionado con el pecado (véase Alma 24:10), pero no debemos olvidar lo que aprendamos de la experiencia. Mediante Su sacrificio expiatorio, Cristo extrae el dolor y la mancha, pero no el recuerdo. Si quitara el recuerdo también eliminaría lo aprendido. En las Escrituras vemos muchos ejemplos de personas que aprendieron de sus fallas. Marcos, el autor del segundo evangelio del Nuevo Testamento, había antes abandonado su misión, y desertando a Saulo y a Bernabé (véase Hechos 12:25; 13:13; 15:37–38). El pueblo de Melquisedec que se unió a la ciudad de Enoc (véase TJS, Génesis 14:34), antes “había aumentado en la iniquidad y abominaciones; sí, se habían extraviado todos; se habían entregado a todo género de iniquidades” (Alma 13:17). Pero “se arrepintieron” (versículo 18). Coriantón, quien se encontraba entre los fieles que llevaron paz a los nefitas (véase Alma 49:30), anteriormente había sido aleccionado por ser inmoral en su misión (véase Alma 39:3–5, 11). Veamos la lista de misioneros que sirvieron con Alma cuando fue a predicar entre los pecadores y apóstatas zoramitas (véase Alma 31:5–7). Casi todos ellos habían pasado por sus propios períodos de transgresión o apostasía, pero se habían arrepentido. Sus imperfecciones les dieron una razón para buscar a Cristo y ahora deseaban ayudar a otras personas a hacer lo mismo. En cada caso, Dios no vio sus errores y pecados como desastres irreversibles, sino como parte del proceso de crecimiento. Teóricamente, a una persona se le puede declarar libre de las demandas de la justicia divina si vive su vida en forma perfecta, jamás dando un paso atrás ni desviándose tan siquiera un centímetro del camino recto y angosto. Podría decirse que tal persona fue justificada por la ley (véase Millet, Grace Works, 69). Una vez oí a alguien exclamar: “¿No sería maravilloso encontrarse en ese estado?”. Yo me atrevería a discrepar. No sólo que es imposible llevar tal tipo de vida, sino que tampoco sería deseable ni nos conduciría a la verdadera felicidad. Esa persona, en teoría justificada, igual necesitaría ser santificada, y la santificación requiere una relación real con Dios, con el Salvador y con el Espíritu Santo. La Expiación no es sólo para los hijos pródigos del mundo, sino también para sus hermanos y hermanas que permanecieron en su hogar. No es solamente para los ladrones crucificados junto a Cristo, sino también para los fieles discípulos que observaban. Nadie puede llegar a los cielos solo; debemos tener una relación de convenio con Dios y con Cristo, quien puede tomar las mismas ataduras del pecado que previamente nos habían amarrado, para levantarnos. Recordemos que quienes son perdonados de muchos pecados tienen mucho amor, y “al que se le perdona poco, poco ama” (Lucas 7:47). UNA LECCIÓN EN MARMOL “Presidente, ¿podría ir a hablar con usted?”. El tono de voz del misionero en el teléfono era tenue y apesadumbrado. De inmediato fijé una cita para entrevistarlo. El élder que había llamado era fuerte, lleno de confianza en sí mismo y sumamente eficaz. Ese joven había emergido como un líder entre sus compañeros mucho antes de haber sido oficialmente llamado para liderar. Era un misionero alegre que había aprendido a trabajar duro y había tenido éxito en sus intentos de llegar al corazón, tanto de los investigadores como de los mismos miembros. Finalmente llegó el momento de la entrevista y el joven y su compañero fueron recibidos en la casa de la misión. Le pedí a su compañero que aguardara en la sala mientras yo hablaba con el misionero en un lugar privado. “Élder, cuénteme qué sucede”, le dije. “Cometí un gran error”, respondió. En ese momento me invadió el pánico. Consciente de las muchas reglas de la misión y de cuán fácilmente podían romperse si los misioneros no tenían cuidado, comencé a prepararme para lo peor. En ese instante me cruzó la mente todo posible problema que podía llegar a afectar el relevo honorable de ese misionero. “¿Cuál fue su error?”, le pregunté vacilante. “Leí El Milagro del Perdón”, confesó el élder. Me dije a mí mismo: “Leer las palabras del presidente Kimball está lejos de ser un error”. “Ahora me doy cuenta”, continuó diciendo, “de que cuando era más joven hice cosas que tendría que haber confesado pero nunca confesé. Hubo ocasiones en que las cosas fueron un poco más lejos de lo que le dije a mi obispo”. Le escuché con atención mientras hablaba. Nada de lo que me decía era tan grave como para haber afectado su dignidad de entrar en el templo o de servir una misión. No obstante ello, esos pecados del pasado influían ahora en sus sentimientos de dignidad, y era menester que los confesara. Entonces me dijo: “Cuando era más joven tal vez supuse que esos pecados no eran tan serios, pero cuanto más me acerco al Señor, peor me siento en cuanto a ellos”. Le expliqué que lo que él experimentaba era un paso totalmente normal y natural en alguien que estaba madurando —algo por lo que todos tenemos que pasar. Su arrepentimiento y plena confesión eran indicadores saludables de que ciertamente él se estaba acercando a Dios y al Salvador. “Pero presidente”, me dijo, “al mirar hacia atrás veo tantas fallas. Recuerdo todo lo que hice y me siento muy avergonzado e hipócrita. Yo sé que Jesús toma sobre Sí los pecados, pero es el recuerdo de ellos lo que me atormenta”. Al recordar una analogía que había oído años antes de Randy Boothe, director del mundialmente renombrado grupo musical de la Universidad Brigham Young, los “Young Ambassadors” (Jóvenes Embajadores), fui hasta un librero que tenía cerca y tomé un huevo de mármol que posaba como decoración en uno de los estantes. Le dije: “Mire el mármol, ¿no le parece hermoso?”. El élder asintió con la cabeza. “Lo que lo hace hermoso no es la ausencia de imperfecciones. Si fuera blanco y cristalino, sin fallas, se le vería artificial. El mármol es hermoso y útil precisamente debido a las vetas oscuras y no a pesar de ellas. Cuando nos arrepentimos, nuestros pecados se van pero el recuerdo permanece, tal como sucede con estas líneas oscuras. Sin embargo, al guardar nuestros convenios y experimentar la influencia santificadora del Espíritu, es como si esas líneas oscuras fueran puliéndose con el transcurso del tiempo, pasando a ser, de hecho, parte de nuestra hermosura”. Nefi no era hermoso y útil a Dios sólo porque él “[iría] y [haría] lo que el Señor [había] mandado” (1 Nefi 3:7), sino porque recordaba haber sido un “hombre miserable” fácilmente asediado por “tentaciones y pecados” (2 Nefi 4:17–18). Alma no era hermoso y útil a Cristo sólo por su diligencia en predicar el arrepentimiento entre el pueblo (véase Alma 4:19–20; 8:15–16; 13:21, 27), sino porque él podía recordar su propia necesidad de arrepentirse (véase Mosíah 27:2–19; Alma 36:11–17). Yo le testifiqué a ese joven misionero que un día, cuando compareciera ante Cristo, él también sería hermoso —igual que el mármol— no porque no tuviera recuerdos oscuros en su mente, sino literalmente porque los tendría, y porque mediante el arrepentimiento y la confesión estaría dispuesto a permitir a Cristo y al Espíritu Santo santificarlos y pulirlos. Oramos juntos y el joven élder dejó la casa de la misión sintiéndose mucho mejor en cuanto a lo que había leído en el libro del presidente Kimball, y en cuanto a sí mismo. Terminó su misión lleno de optimismo y con un entusiasmo que jamás olvidaré. Muchos misioneros parten del aeropuerto de Santiago con recuerdos típicos de Chile, como ser ropa, cerámicas y figuras talladas en madera. Otros llevan cosas ricas para compartir con la familia. Todos se llevan muchas fotografías y cartas de las personas a quienes llegaron a amar. Ese misionero no era diferente cuando llegó el momento de regresar a casa; iba cargado de paquetes y bolsos de mano como el resto de los que viajaban con él, y ya no le quedaba espacio para un recuerdo más. Sin embargo, yo tenía un pequeño regalo para él. Cuando nos llegó el momento de un último abrazo, le puse en la mano un pequeño huevo de mármol. Miró el obsequio y después me miró a mí. No dijo nada y tampoco yo, sólo sonreímos. Tras un abrazo más, se marchó. Al verlo alejarse —al ver a todo el grupo alejarse— todos me parecían magníficos. La misión no había sido fácil para ninguno de ellos; todos se habían enfrentado a desafíos y pruebas, pero habían aprendido mucho y habían amado con todo su corazón. Habían experimentado altibajos y se llevaban una buena cuota de fallas e impurezas, pero se marchaban más fuertes, más sabios y mejores, gracias a la experiencia vivida. Me constaba que los años siguientes iban a resultarles difíciles. Posiblemente algunos tropezarían, pero sabía que la continua expiación de Jesucristo les sostendría. La misma Expiación que los había llevado hasta ese punto, continuaría siendo una bendición para cada uno de ellos al seguir su camino por la vida. En ese momento llegué a ver a esos valientes y nobles misioneros tal como el Salvador los veía, llenos de resplandor. Para mí eran tan hermosos y valiosos como el mármol pulido. Referencias citadas *** Backman, Milton V. Joseph Smith’s First Vision (La primera visión de José Smith). Salt Lake City: Bookcraft, 1980. Ballard, M. Russell. El divino sistema de consejos. Edición revisada. Salt Lake City: Deseret Book, 2013. ———. When Thou Art Converted (Una vez vuelto). Salt Lake City: Deseret Book, 2001. Bednar, David A. “Llegar a ser misioneros”. Liahona, noviembre de 2005. Benson, Ezra Taft. “The Book of Mormon and the Doctrine and Covenants” (El Libro de Mormón y Doctrina y Convenios). Ensign, mayo de 1987. Black, Susan Easton. 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En el momento de publicarse este libro en español, el Hermano Wilcox sirve como miembro de la mesa directiva de la Escuela Dominical de la Iglesia. Brad y su esposa, Debi, son padres de cuatro hijos, y tienen tres nietos.