Octubre Por: Antonio Gálvez Ronceros. Una noche de la fiesta de octubre, mientras la procesión del Cristo Crucificado avanzaba por una calle colmada de gente, un negro delgado y de elevada estatura orinaba en el centro de una calle cercana y poco transitada. Había venido del campo, estaba borracho y contemplaba de un modo pueril la parte del suelo donde se precipitaban sus aguas. El negro no tenía cuándo acabar y sus aguas, yéndose de bajada, habían enrumbado hacia una esquina, daban la vuelta a la derecha y se perdían de vista en la otra calle. No se sabía hasta dónde estaban llegando. --¡Oiga! --le gritó un guardia que lo sorprendió--. ¿No le da vergüenza? El negro levantó con calma, casi con mansedumbre la cara; puso en el guardia una mirada neutra, pero como si el guardia no fuera el dueño de la voz bajó la cara de inmediato y volvió a dejar los ojos fijos en el suelo. --¡Oiga, con usted estoy hablando! El negro volvió a mirarlo. Entonces habló con reposo: --Qué desea uté, señó.--¡Cómo! ¿No sabe usted lo que está haciendo? --Una necesidá, señó. --¿Y no le da vergüenza? --Po qué. --¡Vamos, camine a la comisaría! El negro dudó un instante; luego, armado de una repentina resolución, dijo: --Güeno, vamo --y empezó a caminar. --¡Un momento! --gritó el guardia y se plantó delante. Miró con disimulo a uno y otro lado y añadió con voz sorda y secreta--: Guarde usted eso. El negro escrutó los ojos del guardia, como si no entendiera; siguió el rumbo que esbozaron de modo huidizo los ojos del guardia y se miró el miembro. --Yo no guado naa --dijo, y lo dejó afuera. El miembro parecía un brazo de muchacho.--¡Cómo! ¿Así va a ir a la comisaría? -Así e, señó.--¿Qué? Vamos, guarde usted eso. --Así toy bien. --¿No ve que hay gente por todas partes? ¡Guárdelo le he dicho! Entonces el negro dijo: --Si tanto se preocupa pa que no lo vean, guádemelo, pue, uté. Ahí queda --y ocultó las manos atrás. El guardia endureció la mandíbula y el cuello, murmuró algo ininteligible, pero hizo un gesto de vacilación y se alejó. El negro volvió al lugar donde lo habían interrumpido, se plantó con las manos en la cintura y nuevamente se puso a orinar, con lo que sus aguas, que permanecían inmóviles y enflaquecidas en el suelo, se reanimaron, hicieron un movimiento de avance y pronto recobraron su incomparable fluidez, yéndose como en picada hacia la esquina. Entonces pasó otro guardia. --¡Oiga, qué está haciendo ahí! --gritó. El negro apretó los dientes, cerró con forzada tranquilidad los ojos y permaneció así un instante, quieto, como si armado de una paciencia enorme contemplara tras sus pesados párpados algo que lo mortificara. En seguida abrió los ojos, miró inexpresivamente al guardia, distendió los labios para decir algo, pero se contuvo y volvió a lo suyo. El guardia se acercó. Entonces se dio cuenta que el negro era más alto de lo que le había parecido a la distancia, como si de pronto hubiera crecido. --A ver, sus documentos --dijo. -¿Que qué? --Sus papeles. --Ah... Se mian quedá. --Dónde. --En el Guayabo, señó. -¿De allá ha venido usted? --Ujú. --¿Y desde tan lejos viene usted a orinarse en la ciudad? --Yo nue venío a oriná. Yue venío a la porcesión del Señó Crucificá. --¿Y ya fue a la procesión? --Pallá me iba. --¿Acaba usted de llegar a la ciudad? --No, señó. --Y por qué recién va a la procesión. --E quel tiempo se mia pasá. Yo vine al pueblo en la mañanita, junto con mi compaire Froilito. Nos juimo a la plaza di arma y como vimo mucha mesa vendiendo comía, nos dio hambe y nos pusimo a comé. En una mesa comimo unos cuyes firtos, en ota mesa chicharone con yuca amaría, má allá un acombiná e calapurca con sopa seca, má allacito un seco epato... Hicimo de tapá como docienta botea e tintío. Ahí nos quedamo dormios y cuando diperté vi que ya era de noche y que mi compaire Froilito nue taba. Si abrá ido a la porcesión, me dije, y entonce me vine caminando pa acompañá al Señó Crucificá. Pero en eta calle mi agará la gana de eta miadera...--Bueno, bueno, ahora váyase. --Tuavía. - ¿Qué? i --Tengo que teminá y uté con su convesación no me deja. Entonces el guardia se percató de que el negro mientras hablaba no dejaba de orinar. --¡Váyase a las afueras! ¿No ve que está ensuciando la calle? --E que aquí mi agará eta vaina y las ajuera tan muy lejo. Atraídos por la discusión, algunos devotos que venían de acompañar al Cristo Crucificado se habían detenido y formaban como un círculo alrededor del guardia y el negro. Y como el negro seguía con el miembro afuera mientras discutía, los curiosos procuraban mantenerse prudencialmente retirados obedeciendo a una especie de precaución instintiva. Una vieja de negro rebozo vino a sumarse al grupo, hurgó con toda la cara y dio un increíble salto hacia atrás, como si la hubieran apartado de un puntapié. Por un instante quedó paralizada frente al grupo, la boca y los ojos desbaratados de espanto, como si en medio de aquellos hombres acabara de ver de cuerpo entero a satanás. En seguida dio la espalda al grupo, agitó con desesperación las manos en lo alto y, poniendo en movimiento una incalculable cantidad de arrugas, echó acorrer hacia la calle de la procesión, gritando: --¡Están orinando al Señor! Por la calle hacia donde torcían las aguas del negro, unos transeúntes que se habían encharcado y que ahora caminaban pegados a las paredes haciendo equilibrio sobre el borde de los tacones, decían: --¿De dónde ha salido esta agua? --Parece una acequia. --Alguien debe de estar regando su chacra y se le ha escapado. --¿Un aniego desde las chacras? Qué raro. Las chacras están muy lejos. --Habrá que averiguar. Y avanzando contra la corriente, llegaron a la calle de dónde venía y vieron que brotaba debajo de un grupo de personas que formaban como un círculo entre las dos aceras. Entonces dijeron: --¿Se habrá desbocado una cañería? --Es lo más seguro. Cuando vieron por sobre los hombros de los demás al guardia y al negro pensaron que como nadie acostumbraba trabajar el día del Señor, el negro debía ser algún recluso que por orden del comisario estaba arreglando la cañería vigilado por el guardia. Y siguieron su camino. Entonces reapareció por la esquina la vieja de negro rebozo santiguándose y señalando incisivamente el círculo a un apurado cortejo que venía detrás de ella y en el que se veían ocho policías, el alcalde, el subprefecto, cuatro sacerdotes llevando sendos crucifijos en la mano derecha y un hombrecillo con una jofaina al parecer de agua bendita. La vieja y el cortejo llegaron al círculo y la voz de uno de los sacerdotes intentó abrirse paso: -Quién es el sacrílego que está orinando al Señor. El negro estiró el cuello, miró por sobre las cabezas y distinguió el tumulto que acababa de llegar. Entre las sombras de su borrachera percibió entonces el peligro. Retrocedió, apartó a los que tenía detrás y salió como una bestia desbocada hacia la esquina opuesta. Entró en la calle transversal dando broncos sacudones al viento, avanzó con zancadas rapidísimas, apareció como una sombra repentina y ruidosa en otra calle y se fue alejando como un ventarrón endiablado del centro de la ciudad por calles cada vez más oscuras y llegó a las afueras, penetró en las sombras de la campiña y se detuvo. Con un esfuerzo instintivo sujetó la respiración desbordada, puso las orejas intensamente alertas y permaneció quieto. Al observar que las inmediaciones estaban en silencio recuperó el resuello y fue asentarse en una piedra, dando resoplidos. El contacto con la fría piedra le reveló que aún seguía con el miembro afuera. Entonces se levantó, se apoyó en un árbol y se puso a orinar. ***fin***