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LOS LEGIONARIOS DEL EJÉRCITO ROMANO. DISCIPLINA, DERECHO, SUPERSTICIÓN

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LOS LEGIONARIOS DEL EJÉRCITO ROMANO.
DISCIPLINA, DERECHO, SUPERSTICIÓN
LA DISCIPLINA Y EL DESPOTISMO MILITAR EN LA ANTIGUA
ROMA
El autor clásico Flavio Vegecio se preguntaba cómo unos pocos romanos pudieron
prevalecer contra la multitud de los galos, cómo fueron capaces, siendo bajos de
estatura, de hacer frente a la de los germanos. Aseguraba que, sin duda, los
hispanos les aventajaron en número y fuerza física, que siempre habían sido
inferiores en riqueza o astucia a los africanos, y que nadie dudaba que habían sido
superados por los griegos en prudencia y conocimientos.
Como respuesta a esta reflexión este escritor militar atribuía la superioridad
romana, sobre todas estas cualidades, no tanto al valor o a la magnitud de los
ejércitos como a la ventaja del dominio del arte militar, la hábil selección de los
reclutas, el constante ejercicio (de cuyo término procede la palabra ejército), el
castigo a la pereza y en resumen a la disciplina que les dio la victoria sobre todos
los pueblos.
De acuerdo con la afirmación de Vegecio se puede decir que la expansión de las
fronteras romanas se debió en gran parte a la implantación, desde los orígenes de
Roma, de una férrea disciplina militar que llegó a tener la consideración de una
virtud sagrada del Estado y que pudo superar los avatares de motines y rebeliones
que experimentó, aunque pueda resultar paradójico, a lo largo de toda su historia
pues como precisó un historiador la medida de la disciplina no la daba la mera
existencia de estos actos sino la manera de reaccionar contra ellos.
Un buen ejemplo de ésta lo constituye la historia de Manlio Torcuato, que siendo
cónsul (340 a. C.) y teniendo compartida la dirección del Ejército, mandó ejecutar
a su propio hijo porque había aceptado un reto a combate singular con el enemigo
contraviniendo las órdenes de que nadie luchara fuera de las filas; y eso que había
regresado victorioso del lance, lo que a pesar de todo no fue suficiente eximente
para enmendar su desobediencia.
Aunque al parecer esta no fue la primera vez en la historia romana en la que un
padre ejerciendo la jefatura militar ordenaba matar a su hijo en aplicación de las
normas, sí nos da una idea de lo que representaba aquella severa disciplina (1); la
misma a la que alude el historiador judeo-romano Flavio Josefo, perteneciente a la
etapa altoimperial, al ensalzar la organización militar romana, su preparación y
esfuerzo constantes, incluso en tiempos de paz, como si de la propia guerra se
tratara; y sus ejercicios, de los que nos dice que eran como combates sin sangre y
sus combates como ejercicios sangrientos.
A pesar de la dura instrucción, servir en el Ejército ciudadano de los primeros
tiempos de Roma constituía no sólo un privilegio, sino también un derecho que
permitía acceder a los altos cargos del Estado. No es de extrañar, en consecuencia,
que la formación más conocida del Ejército, la legión, proceda del latín legere
(elegir) pues sus miembros eran seleccionados, una vez superado el censo mínimo
de fortuna personal, sólo entre los más aptos, y donde no había lugar para
criminales ni malhechores. El censor era el magistrado que, entre otras
atribuciones, velaba por la preservación de la moral y de las buenas costumbres, y
podía borrar de las listas de reclutamiento a quien no cumpliera con los requisitos
exigidos, siendo en parte un garante de la honorabilidad de la institución militar
1
romana.
Pero al poder acumulado por el Ejército, añadido al hecho de que el juramento de
obediencia (o sacramentun) del soldado se hiciera con más obediencia a sus jefes
militares que al Estado al que servían, y a pesar de la alternancia de los mismos
por cortos períodos de tiempo, habrían de constituir a posteriori un antecedente de
los golpes de Estado, estableciéndose así las bases de un poder incontestable que
tendría su mayor auge en la etapa imperial con la Guardia Pretoriana, que llegaría
a destituir y nombrar emperadores a su libre albedrío, pues mientras más
corrompido y caótico se revelaba el Estado, más fiel a sí mismo y a sus propios
intereses se mostraba el poder militar.
La pugna entre Estado y Ejército queda puesta de manifiesto en toda la
historiografía romana. Prueba de ello lo supone el hecho acaecido a Lucio Marcio,
que, habiendo organizado las fuerzas militares en Hispania después de la derrota y
muerte de los Escipiones (211 a. C.), fue proclamado jefe militar por sus soldados.
Dirigiéndose posteriormente al Senado mediante una misiva con el título de
propretor, fue desautorizado por el propio Senado al no haber sido éste el que
legítimamente le había otorgado tal distinción ni contar con su autorización para
desempeñar tal cargo. Aunque el Senado reconocía las magníficas acciones que
Marcio había llevado a cabo en la difícil situación del ejército en Hispania y a
pesar de no contar allí con nadie más capacitado para aquel mando se procedió, no
obstante, a nombrar y enviar desde Roma, con todos los inconvenientes que ello
ocasionaba, a un nuevo magistrado antes que ceder ante unas pretensiones que
crearían un mal precedente y reforzarían las ambiciones militares.
Aunque anterior a este incidente es el caso parecido pero de resolución más
drástica, ocurrido en la ciudad de Regio, a Marco Cesio al que los soldados
eligieron también, improcedentemente, jefe del ejército a la muerte de su general
(271 a. C.). El Senado castigó tal osadía ordenando ejecutar a todos los soldados a
razón de cincuenta por día y prohibiendo el derecho a sepultura y duelo.
Sin embargo esta pugna se inclinó a favor del Ejército en el suceso del cónsul
Quinto Pompeyo Rufo, que, por orden del Senado se dirigió al ejército que Cneo
Pompeyo Estrabón mantenía en su poder desde hacía algún tiempo contra la
voluntad del Estado (88 a. C.). Los soldados de Cneo, incitados por su ambicioso
general, asesinaron al emisario consular. El Senado confesó que cedía ante el
poder militar y dejó impune un crimen de tal magnitud, consciente en su
impotencia de que aquel acto suponía una provocación al propio Estado romano
que en esa época de conflictos internos en Roma ya no dejaría de conocer el
arribismo de los cónsules que habrían de utilizar al Ejército como instrumento
para alcanzar sus objetivos personales.
El poeta latino Décimo Junio Juvenal, es quien mejor nos describe, en su obra
satírica, la sociedad castrense de su tiempo, de la que se puede hacer la siguiente
síntesis sobre las ventajas de la vida militar y los inconvenientes que conllevan
enfrentarse a la milicia: «Tratemos primero de las ventajas comunes a todos los
soldados, de las cuales no será la menor, que ningún civil ose pegarte, e incluso
si es él golpeado, tratará de disimularlo y no se atreverá a mostrar al pretor los
dientes rotos ni su rostro tumefacto, amoratado y lleno de cardenales, ni el ojo
que le queda, del que el médico no garantiza nada.»
Pero al que reclamase justicia contra esta clase de arbitrariedades advierte el
escritor: «Se mantendrán las antiguas leyes militares y la norma de Camilo: que
un soldado no sea procesado fuera del campamento (2) y lejos de los estandartes.
“Es justísimo que sean los centuriones quienes juzguen a un soldado y no me
faltará satisfacción si se presenta la causa de una reclamación justa.” Pero toda
la tropa (3) te es hostil y todos sus compañeros de común acuerdo, se encargarán
de que el castigo le sea ligero y más duro para ti que la injuria recibida.»
2
A continuación Juvenal advierte, igualmente, del riesgo que suponía enfrentarse a
los militares con una querella; la dificultad de encontrar testigos que se atrevieran
a desplazarse hasta el campamento para prestar declaración y de la intimidación a
la que debían enfrentarse. Con la mordacidad e ironía que caracteriza a la sátira,
tacha de cerebro (4) de mula al denunciante que se aventura a enfrentarse así al
Ejército y compara sus, tan sólo dos piernas, con tantas botas militares reforzadas
con sus miles de clavos a las que se atreve a ofender. Basta un pequeño extracto
para hacernos una idea de la manera magistral con que ejemplifica su denuncia
social: «Sequemos sin dilación las lágrimas y no roguemos a los amigos, que se
han de excusar. Cuando el juez diga “preséntame un testigo”, no sé quién se
atreverá a decir, después de contemplar tantos puños “yo lo vi”, y podré creerlo
digno de la barba y de las melenas de nuestros mayores. Más pronto presentarás
un testigo falso contra un civil que uno veraz contra los intereses y el honor de un
militar.»
Continua relatando Juvenal los inconvenientes y dilaciones que tenían que
soportar los que litigaban por cuestiones habituales; sin embargo cuando se trataba
de pleitos contra militares añade: «En cambio a aquellos a los que cubren las
armas y ciñen el tahalí se les permite pleitear en el tiempo que deseen y no se
arruinan en un pleito interminable.» La sátira, que ha llegado hasta nosotros
incompleta, presenta otros privilegios de los militares en comparación con los
civiles, dejando clara desde un principio y de forma manifiesta, la postura del
autor frente a los que ligados por el ejercicio de la profesión militar formaban un
corporativismo inquebrantable.
Este tipo de ventajas con respecto a los demás ciudadanos podían resultar
especialmente interesante a aquellos que, por unas razones u otras, veían en el
Ejército la manera de resarcirse de sus frustraciones personales a costa de los
agobiados soldados, obrando con impunidad ante los castigos y excesos que, con
ensañamiento y en nombre de la disciplina, y a excepción de la pena de muerte
que sólo podían decidir los altos mandos, aplicaban sin restricciones. A pesar de
como queda dicho la institución militar romana puso siempre especial cuidado en
la elección de sus miembros, la manera de administrar la disciplina tan necesaria
en cualquier época y Ejército, siempre tuvo, por su especial naturaleza, un sutil y
discutible límite entre lo considerado correcto y el abuso. Quizás por la dificultad
en acertar en la selección de las cualidades humanas de los futuros mandos, nunca
faltaron en el Ejército romano los sádicos, megalómanos y otros elementos
indeseables que traicionando el auténtico espíritu castrense fueron causa de no
pocas sediciones y derrotas.
Como queda recogido por el historiador latino Tito Livio, puede servir de muestra
de todo lo mencionado la crueldad con que el cónsul Apio Claudio, de la clase
aristocrática, trataba por venganza política y odio a la plebe a sus soldados; ellos, a
su vez, como respuesta al maltrato que recibían, según Tito Livio, «... Todo lo
hacían con apatía, sin poner interés, con negligencia, de mala gana; no les
detenía ni la vergüenza ni el temor. Si él quería acelerar la marcha, procuraban
andar más despacio; si se presentaba a animar el trabajo, todos interrumpían
deliberadamente la obra que estuviesen haciendo; bajaban la cabeza en su
presencia y le maldecían por lo bajo cuando pasaba de largo, de suerte que aquel
espíritu indiferente al odio de la plebe se quebrantaba a veces.»
El resultado de aquella campaña contra los volscos (471 a. C.) no pudo ser otra
que una aplastante derrota y aunque, como dejó constatado Tito Livio, los
soldados incluso se alegraban de ello, el fracaso y la humillación del cónsul
tuvieron como consecuencia la aplicación de castigos ejemplares con penas de
muerte que diezmaron su ejército al que acusaba de ser el único responsable de
aquel desastre.
El personaje que sigue a continuación no puso menos empeño en su venganza
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personal que el anterior, aunque su intento resultara fallido. El historiador de
origen griego, Dion Casio, nos refiere el caso del cónsul Servilio Cepión (139 a.
C.): «Cepión no hizo nada digno de mención contra los enemigos, pero muchas
cosas y muy duras hizo contra sus propios soldados, hasta el punto de correr el
riesgo de morir. Como trataba a todos con gran rudeza y severidad,
especialmente a la caballería, por las noches lo ridiculizaban tanto como podían
en cosas absurdas, y lo divulgaban; y cuanto más se indignaba él por este motivo,
más lo ponían en ridículo para irritarle. Se divulgó el hecho, pero sin que se
encontrase a nadie responsable de ello; y Cepión, sospechando que los culpables
eran los soldados de la caballería, y no atreviéndose a acusar a ninguno,
descargó su indignación contra todos, y les ordenó que ellos solos, seiscientos
como eran, sin más acompañantes que los sirvientes de las cabalgaduras,
atravesasen el río a cuya ribera estaban acampados, y se fuesen a hacer leña en
los montes ocupados por Viriato. Ante el peligro que les amenazaba, los tribunos
y legados le rogaron que no los llevase a la muerte. La caballería, tras esperar un
poco para que él pudiera escucharlos, al ver que no cedía en nada, consideraron
indigno suplicarle, que era precisamente lo que más deseaba, y, prefiriendo
perecer antes que decirle nada que pudiese aplacarle, salieron a cumplir lo
mandado. A ellos se unieron voluntariamente la caballería de los aliados y
algunos otros. Atravesaron el río, hicieron leña, y a su vuelta la lanzaron sobre el
pretorio de Cepión para quemarlo. Y lo hubiesen quemado si él no se hubiese
escapado antes.»
Del carácter de este Servilio Cepión da buena muestra el hecho bien conocido de
que siendo incapaz de vencer por las armas al caudillo lusitano Viriato fue el
inductor de su asesinato (precisamente cuando se negociaba una paz ya existente
con anterioridad y que el propio Cepión se había encargado de romperla) y que en
opinión del escritor latino Valerio Máximo no pudo merecer la victoria pues la
había comprado.
Si bien estos dos últimos casos se refieren a mandos eventuales, el siguiente, que
se trata de una forma general y sintetizada, constituye el típico ejemplo de abuso
por parte de los mandos profesionales permanentes que se distinguían por su
carácter despiadado, la "saevitia centurionum". La relación de estos hechos
concretos, que debemos al historiador y analista Cornelio Tácito, comienza con la
rebelión de las legiones en los límites del imperio, siendo precisamente uno de los
motivos que les empujaron a ella, los malos tratos que les infligían los centuriones.
En resumen, Tácito nos relata, primeramente, el inicio de la sedición de las
legiones destacadas en Panonia y como se hicieron con el mando de la situación,
los desmanes que siguieron y los saqueos a los que sometieron a los pueblos
vecinos; a los centuriones que intentaban detenerlos los ultrajaban con risas e
insultos para finalmente apalearlos, en particular al prefecto de campamento
Aufidieno Rufo, un militar que, habiendo dedicado toda su vida al servicio del
ejército, había alcanzado aquella posición ascendiendo desde soldado raso y que
trataba de imponer la dureza de la antigua vida militar, y era tanto más intolerante
con los demás cuanto que él mismo la había sufrido. Sin embargo a un centurión,
un tal Lucilio, a quien habían apodado "cedo alteram" (dadme otra) porque cuando
rompía una vara en la espalda de un soldado, pedía a gritos otra más, y después
otra, el castigo que le reservaron fue la muerte.
Aunque la mayoría de los centuriones huyeron para protegerse de la ira y de las
agresiones de los soldados, éstos no obstante sabiendo valorar las virtudes
individuales de determinados mandos hicieron alguna honrosa excepción, como
sucedió con el centurión apellidado Sírpico, del que exigían su muerte los
soldados de la legión octava y al que protegían los de la decimoquinta, por lo que
casi llegan a las armas ambas legiones si no hubieran intervenido los de la novena
con sus ruegos, y contra los radicales, sus amenazas; o con otro llamado Clemente
Julio, de naturaleza y talante bien dispuesto al que retuvieron por juzgarle idóneo
para transmitir sus reivindicaciones.
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Posteriormente, las legiones de Germania que se amotinaron también por aquellos
días fueron más lejos aún en sus reclamaciones. Decidieron además unánimemente
vengarse de los centuriones, objeto del odio de los soldados y primeras víctimas
de su violencia, cosa que cumplieron echándolos a tierra y azotándolos con varas,
sesenta veces a cada uno, para igualar el número de los centuriones de la legión;
entonces ya destrozados y parte de ellos sin vida los arrojaron fuera del vallado o a
las aguas del Rin.
No hay que extrañarse de que con la profesionalización del Ejército y con la
corrupción de las instituciones que, aumentando paulatinamente a lo largo de la
historia de Roma hasta alcanzar su grado más álgido durante la etapa imperial,
existiera la costumbre entre los soldados de reservar parte de su salario para pagar
a los centuriones con el fin de prevenir sus crueldades y conseguir las exenciones
del servicio, o lo que es lo mismo, evitar que les fueran impuestos los peores
trabajos y los castigos constantes. Incluso Tácito reconoce tales prácticas
generalizadas al referirnos como los soldados menos pudientes se veían en la
obligación de cometer hurtos o emplearse en trabajos serviles para poder pagar a
los centuriones la “tasa de rebaje”, viéndose los más ricos y pudientes
especialmente acosados de manera constante con malos tratos y duros trabajos
hasta que coaccionados acababan empobreciéndose con los pagos de aquellas
“tasas”. Este tráfico de permisos y exenciones llegó a convertirse en algo tan
habitual que acabó por constituirse en un derecho de los centuriones que acabaron
por percibir de los soldados una especie de tributo anual por este concepto. Aquel
baldón que suponía este tributo, o vacatio munerum, a la dignidad y al derecho de
los propios soldados estaba arraigado hasta tal punto que cuando éstos exigieron
que se suprimiese, coincidiendo con el principado de Otón, éste optó por pagarlo
de su propia caja para no enajenarse los ánimos de los centuriones, medida que
habrían de confirmar sus sucesores hasta su aplicación permanente en la vida
militar.
Finalmente y por afinidad con todo lo expuesto, se puede mencionar la filmografía
anglosajona que, sin necesidad de basarse precisamente en la Historia Antigua, ha
reflejado de manera ejemplar en lo que supone una visión realista, el tema de las a
veces críticas relaciones mando-subordinado y sobre las propias instituciones
militares, en películas, ya sean de inspiración histórica, como en las diversas
versiones del motín de la Bounty (5), o tomadas también de un trasfondo real (y
hasta donde la censura norteamericana lo ha permitido) como en la película "De
aquí a la eternidad", dirigida por Fred Zinnemann, o la no menos controvertida
"The hill" (la colina), del director Sidney Lumet, por mencionar tan sólo unos
títulos a modo de ejemplo; lo que nos invita todo ello a la reflexión de la profética
frase: "No hay nada nuevo bajo el sol."
CÓMO LOS LEGIONARIOS INTENTABAN
DERECHOS COMO CIUDADANOS ROMANOS
HACER
VALER
SUS
Sin duda alguna uno de los grandes legados de la civilización occidental lo
constituye el Derecho romano, que llegó a desarrollar y perfeccionar lo que en
materia legislativa y de organización estatal pudiera heredar o adaptar de los
etruscos, superando incluso en estas disciplinas a la cultura griega.
Aquellos que siendo libres integraban la mayor parte de una población cada vez
más creciente de una Roma en expansión, eran conscientes que para gozar
plenamente de tal condición deberían equipararse en sus derechos con los que
poseían la plena ciudadanía romana, y en este sentido las clases más
desfavorecidas siempre intentaron hacer que se reconocieran tales derechos ante
los patricios, la clase dirigente, que poco a poco tuvo que ir cediendo en sus
ilimitados privilegios para equilibrar los derechos y obligaciones que exigía la
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mayoría del pueblo.
El concepto de ius, término quizás de origen indoeuropeo, que en su significado
de “unión” vendría a definir el concepto de personas que viven en unión o
comunidad, no se podría entender sin la noción de lo que es la justicia, a la que le
da etimológicamente su definición. Y esa idea de personas trabajando y
conviviendo en sociedad tendría su máximo exponente en el Ejército, que como
una proyección de la misma Roma y su civilización, en tierras extranjeras hostiles
a cuanto representaban, sería el hogar y la segunda patria, que al contrario de los
aislados núcleos rurales romanos, propiciaría que los ciudadanos libres
intercambiaran opiniones e ideas entre sus compañeros de armas. Sería en el
propio seno del Ejército donde las diferencias entre ciudadanos romanos y los que
no poseían la ciudadanía se revelaría más evidente para quienes luchando por los
mismos intereses de Roma no disfrutaban sin embargo de las mismas ventajas,
dando lugar a la Guerra Social (91-88 a. C.) que proporcionaría a los aliados
itálicos la condición de ciudadanos romanos, algo que no se haría extensible al
resto de los ciudadanos libres dependientes de Roma hasta la Constitución
Antoniana en el año 212 de la era y por razones bien distintas.
En el Ejército de los primeros tiempos de Roma, los ciudadanos se unían para la
defensa de lo común y servían en las primeras líneas quienes mejor podían
costearse las armas según su patrimonio y quienes, por lo tanto, también tenían
más que perder en caso de derrota. Pero la ambición expansionista de Roma
llevaría a aquellos soldados-ciudadanos a unas campañas que se hacían cada vez
más lejos y con mayor duración, por lo que la mayoría de los soldados que no
contaban con otro medio de subsistencia que su trabajo en el medio agropecuario,
al tener que abandonar sus tierras y sus haciendas, y no poder trabajarlas,
contribuían a su propia ruina engrandeciendo con su esfuerzo, paradójicamente, a
la Roma de unos pocos privilegiados. Así el escritor clásico Plutarco, aunque al
escribir se refería a una época posterior a estos hechos refleja no obstante esta
realidad endémica al atribuir a Tiberio Graco las siguientes palabras en la tribuna
de oradores: «Incluso las fieras salvajes que viven en Italia tienen cada cual una
guarida, un lecho, un refugio, mientras que aquellos que luchan y mueren por
Italia sólo tienen parte de la luz y del aire y ninguna otra cosa más. Sin casa ni
hogar andan errantes con sus hijos y sus mujeres. Y los generales mienten a los
soldados cuando les exhortan en las batallas a rechazar a los enemigos para
defender las tumbas y los templos, porque de un gran número de romanos
ninguno tiene altar familiar y tumbas de sus antepasados. Es por el lujo y la
riqueza de otros que hacen la guerra y mueren; son llamados señores del mundo
y ni siquiera tienen un terrón de tierra propio.»
La situación se agravó cuando aquellos ciudadanos tuvieron que hacer frente a las
deudas contraídas con los prestamistas para salvar sus propiedades y al verse
imposibilitados para satisfacerlas muchos de ellos no sólo perdieron sus
pertenencias sino que se vieron degradados a la esclavitud. Desengañada la plebe,
su decepción se tornó en resentimiento que se puso de manifiesto ante el conflicto
surgido con los volscos (495 a. C.). Sin pensar en las consecuencias que les
acarrearía a ellos mismos o porque consideraban que su situación no podría ser
peor que padecer el rigor de los enemigos, veían en aquella amenaza un castigo
divino a la injusticia y arrogancia de los “padres de la patria”, es decir, de los
senadores que representaban la oligarquía romana, y tal y como señala el
historiador Tito Livio: «La plebe saltaba de gozo; decía que los dioses venían a
vengar la soberbia de los senadores; se daban ánimos unos a otros para no
alistarse; era mejor perecer con todos que ellos solos: que los “padres” hicieran
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la guerra; que los “padres” tomaran las armas; que el riesgo de la guerra fuera
para los mismos que obtenían sus provechos.» (II, 24, 2.)
A instancias del Senado el cónsul Publio Servilio se presentó ante el pueblo en la
asamblea popular para comunicar que los senadores se estaban ocupando de que
se atendiese sus necesidades pero reconoció como indigno que se dirimieran
aquellas diferencias ante el peligro que suponía el enemigo ante las puertas de
Roma pues nada se debía anteponer a la guerra en esas circunstancias; decía que
no era honroso para la plebe haberse negado a tomar las armas en defensa de la
patria sin recibir antes la recompensa, ni digno para los senadores haber atendido
a remediar el infortunio de sus ciudadanos obligados por el miedo, en vez de
hacerlo después voluntariamente. En virtud de su consulado decretó la prohibición
de mantener encadenado o preso a un ciudadano romano de modo que no pudiera
alistarse ante los cónsules, así como apoderarse de los bienes de un soldado
mientras estuviera en campaña, o venderlos, y retener en prenda a sus hijos o
nietos.
En consecuencia el alistamiento fue masivo y en particular entre aquellos a los
que se había retenido por deudas. La batalla contra los volscos no sólo se resolvió
a favor de los romanos sino que poco después también fueron vencidos los
sabinos y los auruncos que se habían levantado en armas.
Tras las victorias, Apio Claudio, el colega consular de Servilio, ignorando el
edicto que éste había promulgado y con el deseo de desacreditarle se puso a dictar
unas sentencias lo más rigurosas que podía en materia de deudas; los deudores
que apelaban a Servilio, recordándole sus promesas y echándole en cara los
méritos de guerra y las heridas que habían recibido, exigían que se sometiese la
cuestión al Senado o que, como cónsul, protegiese a sus ciudadanos, y, como
general, a sus soldados. Servilio, aunque afectado por todo esto, prefirió
mantenerse neutral ante lo comprometido con la causa contraria de Apio y por la
oligarquía patricia que lo apoyaba, pensaba que con las medidas que se habían
adoptado Apio y sus benefactores se harían odiosos a la plebe mientras que él que
no las secundaba, con su silencio se granjearía el favor popular sin reflexionar que
realmente lo que estaba haciendo era traicionar el interés público lo que
finalmente sólo le sirvió para ser calificado de embustero por la plebe y un cónsul
sin energía y demagogo por el Senado. Aquel que se había cubierto de gloria en
el campo de batalla ante los enemigos de Roma vio concluido su consulado
cubierto de descrédito en la política al no haber contentado ni a unos ni a otros.
La plebe nuevamente defraudada acogió la entrada en funciones de los dos nuevos
cónsules al año siguiente con escepticismo y desconfianza. El Senado,
preocupado por las reuniones nocturnas que ésta realizaba en diferentes puntos de
la ciudad y el ambiente de sedición y descontento le hizo tomar la decisión de
ordenar a los cónsules que llevaran a cabo una leva lo más rigurosa posible en el
convencimiento de que la ociosidad conducía a la plebe al desorden.
Tito Livio narra la reacción de la ciudadanía ante este intento de leva en los
siguientes términos: «Levantada la sesión del Senado, los cónsules suben a la
tribuna; llaman por su nombre a los jóvenes. Como nadie respondiese al nombre,
la multitud, en una especie de asamblea en torno a ellos, decía que ya no se podía
seguir engañando a la plebe; que no obtendrían nunca más un solo soldado, si no
se les daban oficialmente garantías; que había que devolver su libertad a todos y
a cada uno antes de darles las armas para que lucharan en defensa de la patria y
de sus conciudadanos, no de unos amos.» (II, 28, 6-7.)
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Al informar los cónsules a los senadores sobre lo sucedido, incluso los más
jóvenes los conminaron a que dimitieran de su cargo y depusieran una autoridad
que no tenían coraje para defender. Ante estas acusaciones los cónsules pidieron
a los que más les echaban en cara su falta de energía que les acompañaran a
efectuar el alistamiento asegurándoles que actuarían según el criterio de los más
severos, a sabiendas que anteriormente ninguno de los que entre las paredes de la
curia habían hablado tan arrogantemente había estado con ellos compartiendo la
hostilidad del pueblo. Livio prosigue así su relato sobre lo que sucedió a
continuación: «Vuelven a la tribuna; adrede mandan llamar por su nombre a uno
de los que estaban a la vista. Como permaneciese callado y a su alrededor se
hubiese formado un grupo de hombres, no fuese que se hiciera uso de la fuerza
contra el aludido, los cónsules envían por él a un lictor. Rechazado éste, los
senadores que acompañaban a los cónsules bajan a toda prisa de la tribuna para
ayudar al lictor protestando a gritos que aquello se trataba de una acción
indignante. Pero entonces la tomaron con los senadores, dejando al lictor, al que
se habían limitado a impedirle efectuar el arresto, y gracias a la intervención de
los cónsules se apaciguó la reyerta [...]» (II, 29, 2, 5.)
Ante aquella situación el Senado optó por decidir el nombramiento de un dictador
temporal cuyas decisiones eran inapelables. Recayó la designación en la persona
de Manio Valerio, por ser un hombre grato al pueblo. Su elección se había
realizado en contra de la candidatura de los más radicales que preferían a Apio
Claudio, uno de los cónsules del año anterior, por ser partidario de la línea dura
contra los rebeldes. En la decisión de elegir a una persona moderada y favorable a
la ciudadanía más desfavorecida habría influido el consejo de llegar a un consenso
entre la plutocracia patricia y la plebe, que el Senado había recabado de uno de los
ciudadanos considerado como hombre de superior dignidad y el más capacitado
para decidir sobre estas cuestiones, Tito Larcio, que ya había ostentado la
magistratura del consulado en dos ocasiones, la última vez unos pocos años antes,
y que considerando que era precisamente la plebe la que mayoritariamente
soportaba el peso de las guerras, había propuesto condonar las deudas de todos los
ciudadanos sin excepción como condición indispensable para alcanzar la paz
interna que precisaba Roma.
El historiador Dionisio de Halicarnaso recoge en su obra histórica el discurso de
Tito Larcio que todavía supone un ejemplo de reflexión, para cualquier
comunidad y tiempo, pasado, presente o futuro, sobre el peligro y la necesidad de
concordia ante el riesgo de una revolución o una guerra civil por causa de los
problemas generados por la injusticia y las grandes diferencias de clases sociales:
«Como veis, vivimos divididos y habitamos dos ciudades: una, presidida por la
pobreza y la necesidad; otra, por la saciedad y la arrogancia. Pero la humildad,
la justicia y el orden, por los que toda comunidad ciudadana se salva, no se
mantienen en ninguna de las dos ciudades. Por esta razón, unos y otros nos
tomamos la justicia por la mano y tenemos lo más violento por lo más justo, igual
que las fieras, prefiriendo destruir al adversario, aun a costa de la propia ruina,
antes que mantener la propia seguridad y salvarnos junto con el contrario. [...]»
(VI, 36, 1.)
Manio Valerio promulgó entonces un edicto similar al de Servilio. Ya no se
trataba en este caso de mantener ocupados a los ciudadanos en las maniobras
militares sino que coincidió con un nuevo levantamiento de los ecuos, volscos y
sabinos, siempre al acecho de la urbe y que no perdían la oportunidad de cualquier
disensión interna que se pudiera producir en ésta.
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La plebe con una mayor confianza en Valerio depuso su actitud y se alistó
multitudinariamente. Nunca anteriormente habían organizado los romanos un
ejército tan numeroso, se luchó en tres frentes, siendo además la batalla del lago
Regilo, victoriosa para las armas romanas, una de las más famosas de aquella
época. La plebe había luchado con ardor en la confianza de las promesas hechas y
en el convencimiento de que ya no serían nuevamente engañados. Entretanto,
aprovechando la ausencia de los que estaban ocupados en la guerra, los usureros y
prestamistas habían utilizado sus influencias en el Senado para convencerlo de la
necesidad de hacer valer también sus derechos.
Vencidos una vez más los enemigos se volvió a los problemas que afectaban a la
ciudad, Valerio presentó al Senado una propuesta, dándole prioridad sobre todas
las demás, en favor del pueblo victorioso e introdujo en el orden del día la
cuestión de las deudas. Ante la sorpresa de todos la cuestión fue rechazada. En la
versión de la obra histórica de Tito Livio, Manio Valerio expresó su indignación
con las siguientes palabras: «No soy persona grata al ser partidario de la
concordia. No tardando mucho desearéis, a fe mía, que la plebe romana tenga
unos defensores como yo. Por lo que a mí respecta, no voy a seguir alimentando
falsas ilusiones en mis conciudadanos ni voy a seguir siendo dictador para nada.
Las disensiones interiores y la guerra exterior hicieron esta magistratura
necesaria al Estado: la paz está asegurada en el exterior, en el interior se la hace
inviable; mi intervención en la sedición se hará como simple ciudadano, no como
dictador.» Después de esto salió de la curia y dimitió de su cargo (II, 31, 9-10).
El Senado, preocupado, consideró entonces que si se licenciaba a los soldados en
aquellas circunstancias se reanudarían las reuniones secretas y las conjuras. Y no
se equivocaba, por eso y aunque como dictador la leva la había realizado Manio
Valerio, el juramento se lo habían tomado los cónsules por lo que aprovechando
que los soldados seguían obligados a la obediencia militar se intentó utilizar como
pretexto que los ecuos reanudaban las hostilidades para que las legiones partieran
de la ciudad y dar así tiempo para que se normalizase la situación y se
apaciguasen los ánimos.
Pero el subterfugio no había surtido efecto y la situación era ya insostenible, el
Senado no era consciente de que había abusado en exceso de la confianza de la
ciudadanía defraudándola constantemente, de que había colmado la paciencia de
todos, de haber incumplido todas sus promesas, de desoír las necesidades del
pueblo, las increpaciones a los patricios y la amenaza de una revuelta sin
precedentes si no atendían a sus causas que consideraban justas y a volver a la
misma situación en cuanto pasaba el peligro que suponía las constantes luchas con
los pueblos vecinos que también pugnaban por la supremacía del Lacio.
El pueblo en consecuencia se rebeló. Los ciudadanos-soldados englobados en el
ejército eligieron a sus propios mandos encabezados por un tal Sicinio Beluto a
cuyas instancias se apropiaron de las armas y los estandartes, después se
organizaron de forma militar retirándose pacíficamente al Monte Sacro, a tres
millas de Roma, donde establecieron su campamento, dejando a la ciudad sin la
mayoría de los trabajadores necesarios, sin servicios, sin defensa, sin nada de lo
que los patricios pudieran sacar ya más provecho.
Tito Livio describe con dramatismo la situación del Senado y de aquella parte de
la plebe que había decidido no secundar la rebelión quedándose en la ciudad: «En
Roma reinaba un miedo pánico, y debido al temor mutuo, todo estaba en
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suspenso. La plebe, abandonada por los suyos, temía la violencia del Senado; el
Senado temía a la plebe que había quedado en Roma, sin saber si era preferible
que se quedase o que se fuese. Por otra parte, ¿cuánto tiempo iba a permanecer
tranquila la multitud secesionista? ¿Qué iba a ocurrir, si, entretanto, estallaba
una guerra en el exterior? Comprendían que no quedaba, en absoluto, esperanza
alguna que no se cifrase en el buen entendimiento entre los ciudadanos,
entendimiento al que había que reconducir al Estado costara lo que costase.» (II,
32, 5-7).
Inútiles fueron entonces las falsas promesas ni los ruegos de los cónsules y de los
centuriones a los que respondió Sicinio con estas palabras, según la interpretación
recopilada por Dionisio de Halicarnaso: «¿Con qué propósito, patricios, llamáis
ahora a los que habéis echado de su patria y convertido de hombres libres en
esclavos?¿Qué garantía nos daréis para cumplir aquellas promesas de las que
sois culpables de haber roto ya tan a menudo? Pero ya que deseáis poseer
vosotros solos la ciudad, volved allá sin que os estorben los pobres y humildes.
En cuanto a nosotros, nos será suficiente con considerar nuestra patria toda
tierra, cualquiera que sea, en la que tengamos libertad.» (VI, 45, 3).
Esta vez era el pueblo quien tenía la última palabra y el Senado no tuvo más
remedio que avenirse a razones que tendrían que concretarse en aspectos
prácticos. Para que hubiera una reconciliación no sólo se concedió una amnistía
general y la condonación de las deudas sino que se llegó también al acuerdo,
como condición indispensable, de que la plebe tuviese magistrados propios,
inviolables, facultados para defenderla contra los cónsules, y que ningún patricio
pudiera ostentar tal cargo. Se creó en virtud de estas reclamaciones una nueva
magistratura: el Tribunado de la plebe, para la defensa de los derechos de los
plebeyos. Acontecían estos hechos en el año 494 a. C., y a esta victoria de los
ciudadanos más indefensos ante la ley siguieron otras, con la misma
determinación de repetir esta situación y crear una nueva ciudad de plebeyos en
caso de que no fuesen escuchadas sus reivindicaciones. También llegarían a
conseguir, unos pocos años más tarde, que el conocimiento de las leyes no fuera,
como hasta entonces, patrimonio exclusivo de los magistrados y cuyo dictamen,
como ha ocurrido en tantas civilizaciones y en distintas épocas, dependía de una
complicada y subjetiva interpretación de carácter religioso, todo ello en manos de
la clase dominante. De esta manera se fue creando el compendio legislativo,
redactado de una forma clara y comprensible, conocido como la Ley de las Doce
Tablas, que podía ser consultado públicamente por cualquier ciudadano. Pero
éstas sólo serían una de las muchas concesiones, en materia de Derecho, que
seguirían a aquella rebelión cívico-militar.
Aquel Ejército, no profesionalizado todavía, que se mantenía con los recursos de
cada uno, y a excepción de los más pobres que carecían de ellos, estaba
constituido por la ciudadanía en edad de armas, y cada vez que necesitaban
manifestar sus protestas lo hacían, la mayoría de las veces, desde la propia
organización militar; como lo pudo comprobar la familia de los Fabios, que
resultaba tan odiosa a la plebe como grata al Senado, entre otras razones porque
uno de sus miembros - Quinto Fabio -, en una ocasión, había privado al ejército
que tenía al mando del botín de guerra ganado en una victoriosa campaña contra
los volscos y ecuos. Pero sería cuatro años más tarde, durante el consulado de
Cesón Fabio (481 a. C.), que ante el incumplimiento de una ley agraria que habría
permitido un reparto equitativo de tierras entre los ciudadanos, añadido al
descontento popular por las continuas guerras, hicieron que los soldados que
estaban a sus órdenes fueran de mal talante a librar una batalla decisiva contra el
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enemigo. Los romanos, con sólo el ataque de la caballería, desbarataron al ejército
adversario y negándose la infantería a perseguir a los fugitivos, con el riesgo que
suponía que el enemigo se pudiera recuperar para proseguir la lucha, abandonaron
los estandartes y sin recibir órdenes regresaron al campamento dejando solo al
cónsul en el campo de batalla, maldiciendo tanto a él como al servicio prestado
por la caballería. Cesíon Fabio, sin hallar un remedio a aquella situación, tuvo que
regresar a Roma entre el enojo y el odio de sus soldados. Como escribió al
respecto Tito Livio: «Ciertamente, si se insistiera, Roma podía ser derrotada por
sus propios soldados. No se necesitaba otra cosa más que declararle la guerra,
presentársela; en lo demás se encargarían por sí mismos el destino y los dioses.»
(II, 44, 11-12).
A pesar de la disciplina de los soldados romanos, éstos siempre intentaron hacer
valer sus reclamaciones cuando las consideraban justificadas, pues sus derechos
como ciudadanos no podían estar por debajo de su condición de militar. Como
aconteció en el año 180 a. C., entonces los veteranos del ejército que servía en
Hispania, cumplido el tiempo de servicio y con la pacificación de los territorios
conquistados, estaban dispuestos a marcharse aun sin permiso si no se les
licenciaba y que de retenerlos estallaría un motín de desastrosas consecuencias. Y
como sucedió otras veces en la historia de Roma, los intereses de quienes no
deseaban prescindir de unos experimentados veteranos en tierras hostiles, donde
los soldados bisoños e inexpertos sólo podían incitar a la sublevación de los
belicosos nativos, se intentaban hacer valer para mantener aquel ejército por el
tiempo que fuera necesario; lo que representaba un abuso contra el derecho de los
veteranos. Pero en esa ocasión, la firme decisión de los soldados, que incluso
estaban dispuestos a impedir el relevo del mando supremo reteniendo a su general
con ellos si no se iban con él a Italia, determinó el licenciamiento de aquellos a los
que les correspondía.
El conocimiento del ciudadano sobre sus derechos y obligaciones, llevados al
ámbito militar, dignificaba su posición fuera cual fuese su rango superando el
concepto peyorativo de gregarismo, y aunque el soldado romano tuvo a veces la
consideración para sus mandos de chusma, estuvo en muchas ocasiones por
encima de la categoría moral y de los prejuicios de aquellos que lo sojuzgaban.
Un buen testimonio quedó constatado para la posteridad en la obra de Valerio
Máximo, en un episodio en el que Escipión (5) recompensa a los que se habían
distinguido por su valor en el campo de batalla contra los galos. Uno de los
mandos le sugiere que premie a uno de ellos que se había destacado
especialmente, pero las ideas preconcebidas sobre aquel soldado de caballería que
hasta hacía poco había sido un esclavo hacen que Escipión, con la excusa de que
tal acto degradaría los honores militares, le niegue la recompensa; el propio Tito
Labieno, que había propuesto el premio, tomó la iniciativa de recompensar al
soldado entregándole parte del oro del botín de guerra, pero Escipión no pudiendo
soportarlo en silencio se dirigió al soldado: «Tendrás» –dijo- «el regalo de un
hombre rico». Resulta fácil reconstruir la escena, completada con los datos que
nos aporta Valerio Máximo, de lo que sucedió a continuación: se puede imaginar
al ejército formado al completo con los hombres más destacados al frente para
recibir los honores militares, el desaire hecho por Escipión, y al soldado que
bajando la vista, entre abochornado y ofendido, con la misma resolución
demostrada en las batallas arroja el oro a los pies de sus superiores con la certeza
de enfrentarse a la pena capital por el desprecio hecho al general ante todos los
soldados; el rostro imperturbable de aquel Escipión que, como aristócrata patricio,
no acostumbraría a demostrar sus emociones en público, y el momento tenso que
seguiría envuelto en un silencio sepulcral para ser sólo roto por una bien
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reflexionada respuesta de un general inteligente, que sin retractarse tácitamente de
su decisión inicial de otorgarle el oro para no contradecirse públicamente, y
queriendo dar una imagen de generosidad hacia alguien que se había ganado el
respeto de sus compañeros de armas, proclama: «el general te concede los
brazaletes de plata», ganándose de este modo el afecto de los soldados y la
satisfacción de quien veía restituida su dignidad y el reconocimiento de sus
méritos con una de aquellas formas de condecoración tan usuales en esa época.
En muchos casos, el sentido de la responsabilidad del soldado romano iba más
allá del deber, como nos relata Julio César, sobre el que había sido bajo sus
órdenes primipilus, o primer centurión en la jerarquía militar, Publio Sextio, que
ya había destacado en otras acciones, y que en una ocasión postrado por la
enfermedad y careciendo de alimentos desde hacía cinco días sale de su tienda,
no obstante, a combatir a los enemigos en un momento en que la situación era más
crítica, cuando rodeaban su campamento y pugnaban por entrar; arrebata las
armas al que tenía más próximo y se planta ante la puerta en el lugar más
expuesto, los demás centuriones que estaban de guardia se le unen y juntos
sostienen por un momento el combate y sólo cuando resulta gravemente herido ya
desvanecido lo retiran sus soldados, no sin esfuerzo, pasándoselo de mano en
mano. Su actitud decidida y el ánimo que infundió entre los suyos permitieron
que los demás recobraran la sangre fría y tomaran posiciones en los
atrincheramientos ofreciendo una apariencia de defensa.
Las situaciones difíciles, en las que se veían a menudo envueltos esta clase de
soldados, fieles y cumplidores en su trabajo, les preparaban también el ánimo para
reclamar lo que en justicia les correspondía, como en el caso del centurión
Espurio Ligustino, que habiendo cumplido con los años de servicio establecidos y
exento por licenciamiento, se presentó, al igual que otros, voluntariamente a
alistarse por requerir la República veteranos experimentados para luchar en una
nueva guerra contra Macedonia. Como los tribunos militares alistaban, sin hacer
selección, a los centuriones por el orden que se presentaban, veintitrés
centuriones, entre ellos Ligustino, que habían sido primipilos apelaron a los
tribunos de la plebe cuando fueron inscritos.
El examen del caso tuvo lugar ante los bancos de los tribunos, allí acudieron el ex
cónsul Marco Popilio, asesor de los centuriones, los centuriones y el cónsul, que
solicitó enseguida que se tratara el caso ante la asamblea, a la que fue convocado
el pueblo. Marco Popilio habló en defensa de los centuriones y aclaró que si bien
aquellos veteranos habiendo cumplido el periodo reglamentario de servicio
estaban físicamente agotados por la edad y las continuas fatigas, sin embargo no
se negaban, en absoluto, a prestar su colaboración al Estado sino que lo que
reclamaban era que no se les asignara una graduación inferior a la que tenían
cuando estaban en activo. El cónsul encargado para aquella campaña (171 a. C.),
Publio Licinio, después de mandar dar lectura sobre la resolución del Senado
sobre la guerra contra el rey Perseo de Macedonia, y de otros aspectos
relacionados con la misma, pidió encarecidamente, entre otras cosas, que no se
impidiera al cónsul asignar a cada uno una graduación acorde con los intereses del
Estado. Cuando hubo finalizado, Espurio Ligustino solicitó del cónsul y de los
tribunos permiso para hablar y con su autorización expuso ante la asamblea del
pueblo sus razones basadas en los años de servicio prestados a la República y los
logros alcanzados.
Aquel hombre, que ya superaba los cincuenta años de edad, lo había ganado
prácticamente todo a lo largo de su vida dedicada al ejército, había obtenido la
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recompensa al valor en treinta y cuatro ocasiones además de haber conseguido
también seis coronas cívicas; precisó, no obstante, que acataría la decisión de los
tribunos sobre el rango del que consideraran que fuera digno ostentar.
Después de su discurso, Licinio le prodigó multitud de elogios y se lo llevó de la
asamblea al Senado; también allí le dieron las gracias en nombre de todos los
miembros del propio Senado, y los tribunos militares, en consideración a su valor,
le asignaron el rango de primipilo en la primera legión. Los demás centuriones,
que también lo habían ejercido y que aspiraban al mismo puesto, desistieron
apelar, en vista de los muchos méritos de su colega y se sometieron a la decisión
de los magistrados.
La decadencia militar romana fue la de la propia Roma, cuando se perdieron los
valores que la engrandecieron ya no habría una vuelta atrás. El excesivo coste del
mantenimiento de los ejércitos, la disminución de la población, las tierras
abandonadas o dejadas a la especulación de los latifundistas, las múltiples
exacciones, la grave crisis económica y de poder, marcaron el declive definitivo
del mundo romano, que al menos nos transmitió, entre otras cosas, el legado de su
Derecho, de los que somos herederos y que supone una de las mejores evidencias
de hasta qué punto llegó a brillar la civilización romana.
LA SUPERSTICIÓN EN EL EJÉRCITO
Todos los pueblos de la Historia Antigua han tenido como bagaje atávico la lacra
de la superstición. Los romanos que al comparar las demás culturas con el grado
de desarrollo y civilización alcanzados por ellos las consideraron, bajo su criterio
subjetivo, como bárbaras no fueron sin embargo una excepción en materia de
superstición.
La educación, privativa de una minoría, y la falta, todavía, de muchos de los
conocimientos que en materia científica sólo se alcanzarían en tiempos modernos,
hicieron que en Roma, como en el resto de los pueblos de la Antigüedad, y aún en
los países actuales o en las zonas donde se da un escaso desarrollo cultural y
económico, proliferaran las creencias supersticiosas. Sin embargo hay que
considerar que un factor decisivo para que arraigaran en la sociedad romana, al
igual que en otras culturas, se debía fundamentalmente al peso de la herencia que
ejercían dichas creencias y que en muchos casos se llegaba incluso a
institucionalizar.
La primera experiencia del ciudadano romano con la superstición era la
imposición de la bula, a los pocos días de nacer, y que consistía en un amuleto en
forma de colgante, una cápsula hecha de metales nobles o comunes e incluso de
cuero, o como entre los más pobres un simple nudo, y que se creía tenía la
propiedad de preservar de las maldiciones y de otros males, ya fuera por sí mismo
o por las substancias que se contenían en ella, como por ejemplo la almáciga; y
que portaban por encima de la vestimenta a la altura del pecho, llevándola hasta
alcanzar la juventud, a una edad entre los 15 y los 18 años, en la que dejaban
también la toga praetexta, símbolo de la etapa infantil, para vestir la toga viril,
propia de la mayoría de edad. De esta manera a los romanos ya se les introducía
desde la infancia en las convicciones fetichistas, al igual que lo habían hecho con
sus ancestros. En el ámbito militar los generales llevaban como distintivo una
bula en la ceremonia del triunfo pero sobre todo tenía por objeto conjurar la
envidia de sus adversarios, aunque éste no constituía el único atributo fetichista
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del general triunfador pues la corona laureada que ceñía su cabeza no era
únicamente un símbolo victorioso, sino que el laurel, considerado purificador en
la mitología clásica, se estimaba de buen agüero entre los romanos y se empleaba
también en ciertos ritos de adivinación y en ceremonias religiosas.
Otro elemento importante que igualmente se debe tener en cuenta en el mundo
anímico de la superstición lo constituye el hecho de que ante el temor, la
incertidumbre o el desamparo que sienten ciertas personas al tomar una decisión
que va a ser determinante e irreversible en sus vidas, precisen como garantía de
éxito la falsa seguridad que le proporcionan, no obstante, el amuleto, el gesto o el
rito fetichista; es el caso del ajedrecista de fama o el deportista de élite que se
juegan su prestigio, y a veces su futuro profesional, en una sola competición, o
como en el caso de los lidiadores incluso la vida.
El soldado romano cuya existencia estaba en continuo riesgo precisaba también de
la sensación de seguridad que le podía proporcionar un buen augurio, por lo que
no resulta extraño que siguiendo a las legiones, junto con un abigarrado
contingente civil entre los que se contaban mercaderes, buhoneros, cantineros y
todo aquello que hacía de un ejército romano una pequeña Roma en marcha, no
faltaran los adivinos. Escipión Emiliano, el debelador de Cartago, cuando se hizo
cargo del ejército en España para iniciar la campaña contra Numancia lo encontró
lleno de molicie y superstición. Entre otras medidas para restablecer la disciplina
tomo la decisión de expulsar a todos los vivanderos, prostitutas (en cantidad de
2.000), y principalmente a los adivinos, a quienes consultaban constantemente los
soldados, atemorizados a causa de tantas derrotas, prohibiendo también la práctica
de cualquier clase de sacrificios adivinatorios.
Aunque siempre hubo entre los romanos mentes perspicaces, como la de Escipión,
que veía en aquellos que creían o pretendían poseer un conocimiento y dominio
de las artes de la superstición un peligro potencial en manos irresponsables que
podría afectar a la moral del ejército. El estado romano, desde sus inicios, ya había
comprendido la importancia de dominar esa influencia, por ello aleccionaban a
los hijos de la clase dirigente en el arte de la adivinación que llegaron a englobar
en el culto público.
El ejército romano disponía de sus propios arúspices oficiales que, entre otras
técnicas, examinaban las vísceras de los animales sacrificados lo que les servía
para vaticinar sobre la conveniencia de entablar una batalla; pero al igual que
Escipión también hubo generales que no siempre se dejaron influir por estos
presagios y a veces iniciaban el combate a pesar de los vaticinios adversos. Una
anécdota histórica cuenta que el general Publio Claudio, durante la segunda
Guerra Púnica, deseando entablar una batalla naval y habiendo consultado los
auspicios, según las costumbres, éstos no fueron favorables ya que los pollos
sagrados no salían de sus jaulas para comer, por lo que el general ordenó
arrojarlos al mar diciendo: «Ya que no quieren comer, ¡que beban!.»
El historiador Polibio al escribir sus “Historias”, compara a Publio Cornelio
Escipión (el Mayor), con el lacedemonio Licurgo pues ni aquél se había fundado
en sueños o presagios para hacer poderosa a Roma ni éste había creado la
constitución espartana bajo el influjo de la superstición, pero ambos creían que la
mayoría de los hombres no aceptaban fácilmente lo increíble, ni se atrevían a
exponerse a los peligros sin la esperanza de los dioses, por eso Licurgo utilizaba a
favor de sus proyectos el oráculo de Pitia, y Escipión la creencia de que actuaba
bajo inspiración divina. Al relatar a continuación de esta introducción a los
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hechos de España (año 209 a. C.), la conquista de Cartago Nova , este escritor y
militar, amigo de la familia Cornelia, pone de manifiesto el ardid del que se sirvió
Escipión para tomar esta plaza fuerte que estaba rodeada por las aguas del mar y
de una laguna, haciéndola accesible únicamente por un istmo que la unía a tierra
firme y siendo las murallas que daban a él inexpugnables. El astuto general
sabiendo que sólo en este punto se concentraban la mayor parte de las fuerzas
cartaginesas quedando prácticamente desguarnecido el resto de las murallas y
advertido por unos lugareños que la parte que daba a la bahía quedaba accesible
en la bajamar, exhortó a sus hombres a la lucha en la arenga previa a la batalla, y
les aseguró que el propio Neptuno se le había aparecido en sueños para anunciarle
que se pondría al lado de la causa romana. Al día siguiente se inició la batalla
frente al acceso de la ciudadela transcurriendo el día con unos asaltos
infructuosos, sin embargo Escipión que había situado un efectivo militar en la
parte pantanosa esperó el momento del reflujo, algo desconocido para sus
soldados, gente de tierra adentro, que ignorando este fenómeno que confirmaba la
predicción de su general vadearon con este estímulo el pantano, del que se habían
retirado las aguas, y apostando las escalas a las murallas lucharon con denuedo
cogiendo por sorpresa a los cartagineses, que porfiaban en vencer a los romanos
del lado del istmo, convencidos de que estaban apoyados por un dios; lo que
resultó determinante para lograr una gran victoria.
Un buen general, fuera o no de naturaleza supersticiosa, no debía ni podía
despreciar tales creencias como algo banal pues como en el caso anterior se
podían utilizar en beneficio de la moral del ejército, pero en la mayoría de los
casos se debían considerar más bien como un peligroso enemigo que anidado en
el espíritu del soldado podía desbaratar la mejor estrategia y el entrenamiento más
disciplinado. Así Décimo Junio Bruto, nombrado procónsul y enviado a la
Hispania Ulterior en el año 137 a. C., no sólo tubo que combatir con los enemigos
sino también con la superstición de sus soldados cuando al llegar a las orillas del
Limia lo asociaron con el mitológico Letheo, el río de los Infiernos, que
provocaba al que lo cruzase la pérdida de la memoria de toda la vida pasada.
Como se negaran a atravesarlo, incluyendo a los centuriones y a los
portaestandartes que estaban considerados como los soldados más valerosos de la
legión, el propio Décimo Junio Bruto arrebatando el estandarte a uno de ellos lo
tuvo que vadear para convencer a su ejército de que aquel no era el río del Olvido
que tanto temían.
Durante la conquista de Britania también la superstición hizo mella en el ánimo de
los soldados romanos en una ocasión en la que se enfrentaron con los británicos,
pues éstos acostumbrados a tatuarse y a untarse el cuerpo con glasto, o con el
color azul que les proporcionaba una planta similar, crearon el miedo y el
desconcierto entre las filas enemigas al tomarlos los romanos por fantasmas, pues
para ellos éstos los creían de color azul. Y una experiencia parecida les sucedió
pocos años después, en el 61 d. C., cuando intentaban tomar la isla de Mona
(actual Anglesey, en Gran Bretaña), al parecer un enclave religioso para aquellos
nativos, pues entre las fuerzas que se les iban a enfrentar también había
sacerdotes druidas que lanzaban horribles imprecaciones elevando sus manos
hacia el cielo y, corriendo por todas partes, mujeres vestidas de duelo con los
cabellos sueltos y blandiendo antorchas. Los romanos, apostados en la playa
donde habían desembarcado, tomaron a aquellas mujeres por las Furias, es decir,
las divinidades infernales de la mitología romana que se representaban con un
aspecto análogo. Aquel insólito espectáculo causó tal estupor e impresión entre
los romanos que en los primeros momentos del combate no pudieron reaccionar,
hasta el punto de quedarse paralizados y vulnerables ante los atacantes. Tan sólo
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el ánimo que les infundió su general, Paulino Suetonio, les despertó de su catarsis
convirtiendo lo que podría haber sido para ellos una catástrofe en un completo
triunfo.
Los romanos, si podían evitarlo, tampoco entablaban batalla si ese día coincidía
con el de alguna derrota importante ya que se consideraba un día aciago o dies
ater.
El ejército romano en tierras extranjeras también se mostraba cauto con las
creencias ajenas pues sentía un gran temor supersticioso por el hecho de poder
ofender a los dioses de sus enemigos, por lo que les rendía respeto como a los
suyos propios e incluso los adoptaba asimilándolos a los de la religión romana; de
hecho, un medio utilizado por los romanos para conquistar una plaza fuerte
consistía, infundadamente, en ganarse la voluntad de los dioses de sus adversarios
mediante una fórmula, mezcla de religión y teúrgia, para que se volvieran contra
los defensores y les ayudaran a conseguir la victoria; aunque hay que reconocer
que toda la parafernalia que exhibían los romanos con este propósito podría
resultar desmoralizadora para el enemigo lo que contribuiría, efectivamente, al
logro de sus objetivos.
Pero la superstición en el Ejército sólo era un reflejo de la propia sociedad romana
que alcanzaba todos los ámbitos e instituciones, incluso el Derecho, pues una
sociedad tan sumamente agraria como la romana contemplaba en su primer
ordenamiento jurídico, la Ley de las Doce Tablas, tal y como nos recuerda el autor
clásico Apuleyo, la condena de todo aquel que ejerciera algún encantamiento
sobre las mieses. En muchas ocasiones la fe que tenían los romanos en la
superstición superaba a la que tenían en sus dioses, por eso cuando fracasaban los
ritos religiosos se acudía a ella. Los antiguos romanos creían que se podían librar
de las calamidades públicas materializándolas en algo tan físico y tangible como
era un clavo, y que al clavarlo en una pared se libraban de ellas. En la Historia
romana queda constancia de este hecho en varias ocasiones que con motivo de
epidemias se nombraba un dictador temporal con el fin expreso de clavar el clavo.
En los tiempos primitivos de Roma esta costumbre se llegó a celebrar anualmente
por los pretores.
El Senado también mostraba su preocupación por la manipulación que se podía
hacer de la interpretación de los sueños o de la adivinación, con las consecuencias
adversas que podrían producirse si era fomentada por aquellos que fueran
contrarios a los intereses de Roma, por esta razón, en tiempos de la República el
Senado ya había puesto impedimentos para consultar de manera oficial los
oráculos extranjeros en favor de los autóctonos, y de la misma forma se intentó
expulsar a los astrólogos caldeos con el pretexto de que se enriquecían a costa de
la gente ignorante y crédula, mientras que los libros sibilinos y los arúspices
romanos, que se podrían estimar de igual modo, se consideraba sin embargo que
gozaban de la inspiración sobrenatural.
La mentalidad de la época queda bien reflejada en la obra de Cicerón al escribir:
«La superstición nos amenaza, nos estrecha y nos persigue por todos lados: las
palabras de un adivino, un presagio, una víctima inmolada, un ave que vuela, el
encuentro de un Caldeo, un arúspice, un relámpago, un trueno, un objeto herido
por el rayo, un fenómeno que tenga algo de prodigioso, cosas todas que deben
ocurrir con frecuencia nos inquietan y perturban nuestro reposo. Hasta el sueño,
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en el que deberíamos encontrar olvido de las fatigas y cuidados de la vida, se
convierte para nosotros en fuente de nuevos terrores.»
Entre los que juzgaban todas estas creencias como supercherías también figuraban
famosos detractores, como Catón, que desde un punto de vista irónico se
preguntaba cómo podía un augur encontrarse frente a otro sin soltar la carcajada; o
el poeta latino Ennio, de quienes aquellos que vivían de estas prácticas le
merecían la siguiente opinión: «... esos adivinos supersticiosos, esos impudentes
arúspices a quienes impulsa la pereza, la demencia o el hambre. ¡Esa gente, que
no saben su camino y quieren enseñarlo a los demás, y prometiendo tesoros os
piden una dracma!”. No es de extrañar que al impuesto que se tenía que pagar en
Alejandría por consultar a los astrólogos en esa misma época, se denominara
vulgarmente por algunos como el “impuesto de los tontos.»
Incluso la ciencia médica no se libraba de la superstición sino que en muchos
casos se confundían o se complementaban ambos términos. Plinio el Viejo, en su
“Historia Natural”, al dar una serie de remedios curativos nos cuenta que la magia
en su origen era auténtica, aunque la creía combinada con las lógicas fábulas;
como prueba de que reconoce creer en una superstición real y positiva aceptada
por todos nos pone un ejemplo, entre otros, que va más allá de un buen deseo,
como son las fórmulas de desear un feliz y próspero Año Nuevo en el primer día
del año, o al decir “salud” cuando alguien estornuda. En otra parte de su obra
comenta la gran deuda contraída con los romanos por erradicar los ritos
monstruosos. También previene que se evite la astucia de los charlatanes
fraudulentos, aunque no deja de sorprendernos al criticar duramente las falsas
supersticiones puesto que su obra está plagada de bulos que contra toda lógica él
considera ciertos. Sirva de ejemplo que para curar a un epiléptico nos revele que
bastaba con escupirle durante uno de sus accesos. Atribuye a la saliva tal poder
curativo, que obrando por magia contagiosa, escribe que es “fácilmente
comprobable” que si alguien ha tenido el infortunio de herir a un hombre, bastará
con escupir sobre la mano que ha ocasionado el daño para que el herido
experimente al momento un gran alivio.
El autor clásico Julio Obsecuente, recopiló en su obra “Liber Prodigiorum”, los
fenómenos considerados sobrenaturales y prodigiosos de diferentes etapas de la
historia romana: teratoscopia, manifestaciones de la naturaleza, teratismo de
personas y animales, rarezas insólitas y patrañas se combinaban para darles una
interpretación que, a veces, y especialmente en un tema tan sensible para la
oligarquía romana como era el reparto de la principal fuente de riquezas que era
la tierra, no fuera ajena a la utilización con fines políticos. Como, por ejemplo, el
suceso que relacionaba una manada de lobos que había destruido los linderos
establecidos por Gayo Graco para el reparto de tierras entre el pueblo romano, con
la consecuencia de su asesinato en el Aventino, o el que se refiere al tribuno de la
plebe, Sexto Ticio, sobre el mismo tema, que al insistir en presentar al pueblo una
ley sobre la asignación de tierras ante la oposición de sus colegas, dos cuervos al
volar sobre la asamblea hasta despedazarse con los picos y las garras sirvió de
excusa a los arúspices para sentenciar que había que aplacar a Apolo con
sacrificios y abandonar la ley que se presentaba.
A medida que el imperio romano se corrompe en su moral y en sus instituciones,
las artes adivinatorias comenzaron a contemplarse como una amenaza en los
oscuros entresijos de la política imperial, por la utilización partidista o interesada
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que se podría hacer de ellas. El jurista romano Paulo llegó a proponer que fueran
castigados a muerte tanto los vaticinadores como los que consultaran sobre la vida
del emperador o sobre cuestiones de Estado. Los distintos emperadores que se
fueron sucediendo decretaron, con mejor o peor fortuna, sus prohibiciones sobre
estas actividades con excepciones, como la del emperador Claudio, que si bien
proscribió la magia, como hicieron tanto los que le habían precedido como los
que le sucedieron, quiso impulsar aunque sin éxito la aruspicina. Lo mismo
pretendió hacer el emperador Alejandro Severo con igual resultado, pero en su
caso y además como fervoroso creyente de estas artes, llegó a ordenar la ejecución
de aquellos que habían consultado a los adivinos sobre su salud y sospechando en
particular de los que podían sucederle en el poder. No obstante, estas medidas,
que con el emperador Teodorico conllevaría incluso para los consultantes la pena
capital, nunca fueron suficientes para atajar una superstición que ya estaba
demasiado arraigada en las costumbres y en el propio carácter romano.
Otro concepto supersticioso muy extendido entre los romanos lo constituía el
“vinculum”, término que designa a los distintos tipos de ataduras pero que
también tenía otro tipo de significación en lo referente a las propiedades mágicas
atribuidas al nudo, y sobre todo al lazo, que en el mundo romano, al igual que en
el etrusco y griego y a su vez procedente de Asia, poseía una dualidad pues
resultaba nefasto en todo lo relacionado con la religión, donde no se podía utilizar
ningún tipo de lazo, ni tampoco en las prácticas esotéricas de la magia o la
adivinación, y su influjo maléfico alcanzaba a muchas otras actividades pues
existía incluso una prohibición de que las parturientas no llevaran nunca lazos. Sin
embargo, por el contrario, en ese concepto dual, se reconocía también las
propiedades mágicas del nudo y del lazo de encadenar el mal o el peligro. En el
ámbito militar esta interpretación fetichista de protección, lejos de obedecer a las
caprichosas modas en la vestimenta militar de otras épocas más modernas, explica
la razón por la que los romanos ceñían un nudo o lazo alrededor del cuerpo o de la
armadura de los oficiales y de la jerarquía superior que llegaba a incluir al propio
emperador, y no sólo como un distintivo de mando sino también porque al gozar
estos hombres de la confianza depositada en ellos por el Senado y el pueblo de
Roma materializaban de esta manera a través de todo aquel que tenía una
responsabilidad militar, la protección divina y del destino de la que los romanos
estaban convencidos que favorecía al Estado, lo que todavía se puede comprobar
en la numismática y en la iconografía en general de estatuas, monumentos,
pinturas o mosaicos, como testimonio visible que ha perdurado hasta llegar a
nosotros de las creencias de un pueblo que no fueron óbice para poder imponerse
al resto de otras culturas porque éstas los igualaron o incluso los superaron en sus
creencias supersticiosas.
EMILIO M. BOULLOSA FERNÁNDEZ
(1) Algunos autores clásicos no dieron crédito a ciertos hechos concernientes a la
disciplina por su extremada severidad y crueldad. Tito Livio (4, 29, 5) admite
el hecho de que Manlio Torcuato ejecutara a su propio hijo pero le parece
improbable que lo hiciera también Aulo Postumio (431 a. C.). De igual
manera, Tácito duda de la veracidad de la noticia de que bajo el mando de
Corbulón (Anales, 11, 18) se castigara con la muerte a un soldado por estar
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cavando una fosa sin llevar ceñida la espada y a otro por hacerlo armado sólo
con un puñal.
(2) Se ha traducido "vallum" (empalizada, trinchera), por campamento.
(3) Se ha traducido "cohors" y "manipli" respectivamente (cohorte y
manípulos, unidades de la legión), por tropa y compañeros para
hacer más comprensible la lectura.
(4) En el original en latín figura "corde" (de cor, cordis: corazón), que es donde
los romanos creían que radicaba la inteligencia.
(5) Ocho años después de este motín, en 1797, los marineros de la fragata inglesa
HMS Hermione protagonizaron otro de peores consecuencias pues víctimas de
la brutalidad de su capitán Hugh Pigott, se amotinaron asesinando tanto al
capitán como a gran parte de la oficialidad. Dicha fragata pasó a conocerse
como “el buque negro”en la historiografía británica por representar una
mancha en la historia de la Royal Navy.
(6) Se trata de Quinto Cecilio Metelo Pío Escipión Nasica.
Su yerno Cneo Pompeyo Magno, lo eligió como compañero de consulado en
el año 52 a. C. En el 49 a. C., fue nombrado procónsul y destinado a Siria,
donde se ganó la fama de opresor e inmoral. Partidario de Pompeyo durante
la guerra civil y acérrimo enemigo de Julio César fue derrotado por éste en la
batalla de Tapso (46 a. C.), lo que le obligó a huir embarcándose hacia
Hispania, pero el viento le arrojó a Hippo Regius (en la costa norte de Africa),
y para no caer en manos de sus enemigos, se suicidó.
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