Subido por mauricio suarez

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Esa gente debería saber quiénes somos y contar que estuvimos aquí:
1836-1936 (una novela con hipo)
VIII
Más allá del espectro
Los ojos de las estatuas lloran su inmortalidad.
Ramón Gómez de la Serna, Caprichos.
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Esa gente debería saber quiénes somos y contar que estuvimos aquí:
1836-1936 (una novela con hipo)
––...Por tanto, para una auténtica teoría literaria que nos permita afrontar seriamente las
aportaciones que en este principio de siglo han realizado Marcel Proust o James Joyce a
las letras universales, es imprescindible saber zurcir calcetines correctamente ––dijo
Ramón Gómez de la Serna mientras mostraba un calcetín roto en el Ateneo.
Los periodistas y académicos reunidos frente a él todavía no conocían su gusto por las
bromas, ni sabían de su constante búsqueda de estímulos para sentirse vivo. Intentaban
encontrar la lógica a lo que ese jovencísimo literato cuyas obras habían causado
sensación les acababa de decir y, para no quedar en ridículo ante el resto, asentían
mansamente mientras tomaban apuntes taquigráficos. Desde el estrado, Ramón me
reconoció y decidió dar fin a su presentación para reunirse conmigo concluyendo:
––Caballeros, reflexionen sobre esto. En próximas sesiones trataremos de la notable
influencia que tuvo el andar descalzo dentro de la obra poética de Plutarco.
Ramón era el último miembro que se había incorporado a la logia masónica de Los
Amigos del Orden, por tanto, debía ser él quien me acompañase a la sede, en la taberna
La Fontana de Oro, también conocida en la actualidad como Fonda de los Embajadores,
que dio nombre a mi primera novela. Era donde había acordado reunirme con William
Hope Hodgson tras recibir su escueto telegrama:
Sé por qué este año no le han concedido el Premio Nobel. Sé por qué los grandes autores que
llegaron en su momento a Madrid nunca han escrito obras sobre monstruos ni muertos vivientes. Si quieren
realmente que el mundo esté en orden, tendrá que hablar conmigo.
––¡Viejo canario! ––me saludó Ramón. Yo odiaba que me llamase así––. ¿Ha disfrutado
de mi conferencia? Personalmente me ha parecido de lo más aburrido que ha salido
jamás de mi boca y eso que me examiné oralmente de derecho romano. Espero dar
alguna más adelante de forma diferente, quizá subido en un elefante, ¿qué le parece? Me
encantan los elefantes y me llevo bastante bien con los que trajeron al circo Price. Voy a
verlos de cuando en cuando y me entiendo mucho mejor con ellos que con la mayoría de
catedráticos.
––Ramón, esto es serio ––respondí bajando la voz––. Es su primera reunión en La
Fontana de Oro. Allí se tratan temas que nos incumben a todos. ¿Es que no tiene miedo?
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––El miedo es el sustituto del apetito, que atormenta a quienes hacen dieta para que así
puedan sentir algo en el estómago, y yo no tengo ese problema ––dijo palpándose su
barriga prominente––. ¿Siguen preparando en ese local la empanada de perdiz y liebre
que probé después de mi ceremonia de iniciación? No estoy seguro de que los
ingredientes sean los que reza la carta, hay pocos gatos alrededor del local, pero estaba
buena. Por cierto, también alimento el espíritu, anoche leí sus Episodios Nacionales.
Casi temí preguntar:
––¿Anoche? ¿Todos cuantos ya he publicado? ¿Qué opinión le merecieron?
––Son... Largos. Muy largos ––contestó indiferente.
Intenté sobreponerme a la brevedad de su valoración y dije:
––Probablemente ni siquiera haya intuido hacia dónde se dirige la narración. Fíjese usted
que ni mis detractores ni los muchos seguidores de la saga se han dado cuenta de todas
las pistas que he sembrado para construir el muy sorprendente final. En los tres últimos
episodios que completarán la última tanda, voy a dar una vuelta de tuerca tan extrema
que...
––¡No! ––exclamó tapándose los oídos con los dedos índices y cerrando fuertemente los
ojos––. No me lo cuente. Odio que me destripen los capítulos de las series que estoy
siguiendo ––cerro fuertemente los ojos y se puso a canturrear el «habla, cucho/que no te
escucho/ cara de cucurucho». Ese mozalbete a menudo me enervaba.
Ramón Gómez de la Serna era uno de los muchachos más inteligentes que jamás había
conocido. Fue el miembro más joven en ingresar en Los Amigos del Orden. Como
maestro de la logia, el día de su iniciación, yo mismo le toqué el hombro izquierdo con mi
bastón, en cuyo pomo llevo nuestro emblema: un puño aplastando una tarántula de oro.
El símbolo significa, obviamente, la lucha contra los propietarios de tierras, capital y
factorías que, por el hecho de serlo al haber heredado, se enriquecen aún más con el
esfuerzo de los trabajadores a su servicio y evitan el pago de impuestos por las
estructuras que el país pone a su disposición para ejercer sus lucrativas actividades.
La ceremonia terminó con la entrega a Ramón de uno de nuestros símbolos. Los
miembros más conservadores no se tomaron del todo bien que él decidiera hacer
incrustar desde entonces nuestro muy apreciado distintivo en el abrebotellas de su
llavero. No parecía un lugar lo bastante digno para tan apreciada pieza, pero él
argumentaba que, puesto que habría de llevarlo siempre encima, ese era el mejor sitio,
dado que jamás salía de casa sin sus llaves ni, mucho menos, sin su apreciado
abrebotellas.
Como nosotros, habían formado parte de la logia Larra, Espronceda, más recientemente
mi apreciada Emilia Pardo Bazán, quien no se tomó del todo biuen que fuera yo y no ella
elegido como maestro de la logia y lo achacó a un prejuicio por su condición de mujer, o
Valle-Inclán. Todos tenían en común la brillantez y el interés por lograr altos objetivos.
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Al recibir y estudiar el telegrama de William Hope Hodgson, no me extrañó que supiera de
la existencia de nuestra asociación. Cuando, exactamente cien años antes, Fernando VII
volvió a España para abolir la constitución que nuestra logia había impulsado, la masa le
recibió al grito de «¡Vivan las cadenas!». Muchos miembros de la masonería madrileña se
vieron obligados a huir, primero a Gibraltar y después a Inglaterra. Así, no era del todo
descabellado que un hombre de mundo como lo era William Hope Hodgson supiera de
nuestra existencia. Además, él, por lo que pude saber, era miembro de Los Hijos de la
Viuda, una logia con sedes en todas las islas británicas hermanada con la nuestra.
Mientras andábamos hacia nuestro punto de reunión, los carros de mulas llevaban la
prensa vespertina a los puntos de venta en los que aguardaban unos cuantos golfillos
para conseguir algunos pliegos de El español o El imparcial y ganarse algunas perras
distribuyéndolos entre los noctámbulos. Ramón sacó una moneda del bolsillo y se hizo
con un ejemplar, yo le esperé bajo la luz de gas de un farol apoyado en mi bastón,
empezaban a cansárseme las piernas. Dijo rebuscando entre las páginas impresas:
––¿Aparecerá el resultado del Recreativo de Huelva contra el Atlétic de Madrid? Me
encanta el deporte, sobre todo para verlo sentado, con una bota de vino y un bocadillo de
calamares de la Plaza Mayor a mano. Tengo entendido que ese tal William Hope Hodgson
con el que nos hemos citado es un gran gimnasta. ¿Cree usted que sabrá algo sobre
balón-pie?
Ramón me sorprendió de nuevo. Yo tuve que preguntar a muy diversos informadores para
enterarme de que ese hombre misterioso, además de haber sido marino y escritor de
temas nada convencionales, era un afamado atleta y deportista diestro. Sin embargo, el
inglés, autor de libros de terror entre los cuales mi favorito era La Casa del Confín de la
Tierra, sí sabía de mí que me habían negado el Premio Nobel por mostrar mis
convicciones progresistas y anticlericales en mis obras. No tenía ni idea de si la práctica
del balón-pie estaba entre sus actividades habituales, como confesé a Ramón, que
comentó distraidamente:
––Espero que ese juego se instaure por completo en España convirtiendo nuestro país en
una potencia de su práctica. Es lo más divertido que ha salido de las islas británicas
desde la destilación de la malta.
Sonreí de medio lado y dije:
––Muchacho, ese entretenimiento nunca ocupará entre nosotros el lugar de los toros
como fenómeno de masas. Ni en cien años España se convertirá en una potencia del
balón-pie, de eso estoy seguro.
Me costaba entender la tranquilidad con que se tomaba nuestra reunión de aquella noche
mi joven acompañante. Los Amigos del Orden nos habíamos ocupado durante décadas
de luchar en la clandestinidad contra las fuerzas del Mal. Algunos de los nuestros se
habían enfrentado en el pasado a muertos vivientes, criaturas de otros mundos o
malvados brujos. De ahí que, como se explicaba en el telegrama que recibí, pese a que
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muchos de ellos contribuyesen a las letras de diversas maneras, ninguno tratara estos
temas siniestros en sus obras. Era para mantenerlos en secreto ante el gran público.
Emilia Pardo Bazán sí quiso incluir algunos elementeos sobrenaturales en sus cuentos.
Eso contribuyó más a que no se la escogiera como Gran Maestra de la Logia que el
hecho de que vistiese enaguas y no calzones, pero cualquiera se atrevía a decírselo,
llevándole la contraria.
Los individuos, casi todos, son sensatos, pero la masa generalmente no lo es. Corríamos
el riesgo de que, de saber de la existencia de fuerzas extrañas, gritasen un «¡Viva las
cadenas!», no ante un tirano como resultó ser Fernando VII, sino ante apariciones de
otros mundos aún más perniciosas. William Hope Hodgson sí había escrito sobre seres
sobrenaturales. Entre ellos, las deleznables criaturas mitad humanas y mitad porcinas de
su obra cumbre, La Casa del Confín de la Tierra y sabía mucho sobre nosotros.
Eso me asustaba.
A Ramón lo único que parecía asustarle es que perdiese su equipo de balón-pie o que
algo resultara aburrido. Entendí que tenía demasiado intelecto para ocuparlo solo con la
cotidianidad, de hacerlo se sentiría atrapado en el inmovilismo. Muerto de pie, como una
estatua.
Llegamos al portón de La Fontana de Oro. Dos hombres forzudos lo flanqueaban. Nos
miraron de arriba a abajo y después nos permitieron el paso sin problemas. El humo de
tabaco, el olor a comida y alcohol, la música y las carcajadas de la taberna hicieron que
se formase una sonrisa en el rostro del joven Ramón. Así que me vi obligado a advertirle:
––No hemos venido a divertirnos. Tenemos asuntos serios que tratar con un hombre
venido de muy lejos para departir con nosotros.
––¿Es ese, no? Le he visto en fotos. Se peina con raya en medio. Un tornillo es un clavo
peinado como él ––respondió mi compañero señalado a cierto punto.
Miré hacia ese lugar y reconocí a William Hope Hodgson. Era un anglosajón alto, bien
parecido, con media melena ensortijada y dividida en dos, fornido, de entre treinta y
cuarenta años. Le rodeaba una nube de mocitas compitiendo por atraer su atención. Solo
las bellas y alegres camareras de la barra parecían inmunes a sus encantos viriles, quizá
por tener que estar pendientes de su trabajo atendiendo a los numerosos clientes que se
les acercaban en busca de jarras de vino y cerveza. La mayoría de las jóvenes que
pululaban por el local iban ataviadas con vestidos más breves que los ropajes de noche
que sus madres se pondrían en la intimidad de la alcoba con la sola compañía de sus
maridos. Adornaban sus finos cuellos perfumados con largos collares de coral o perlas,
llevaban las cabezas tocadas con adornos de azabache o plumas de avestruz y fumaban
cigarrillos de marcas extranjeras encajados en boquillas de la longitud de sus antebrazos.
El gramófono emitía esa estridente música venida de la zona de Charleston, o cuplés,
probablemente grabados en El Gran Kursaal, la sala más famosa del mundo dedicada a
este tipo de música pícara y atrevida, situada en la Plaza del Carmen, cerca de Las
Ventas. No reconocí si la intérprete era La Bella Chelito o Raquel Meller. Las señoritas
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más atrevidas bailaban abriendo y cerrando las rodillas con las manos sobre ellas dejando
muy pocos misterios que descubrir en torno a su anatomía. Mientras, los jóvenes,
coreaban el estribillo, perteneciente a la zarzuela La Gran Vía, vaciando una botella tras
otra:
Van a la calle Peligro
los que oprimen al país.
Va a la calle del Sordo
Este gobierno que no quiere oír.
Me acodé en la barra, dejé el bastón a mi diestra e hice el saludo masón, tocándome el
lóbulo de la oreja izquierda con el índice de la derecha. Desde su mesa, con una buena
moza sentada ya en su regazo, entre la multitud que gritaba y tarareaba canciones,
William Hope Hodgson asintió y me devolvió el saludo discretamente antes de apurar su
copa de ajenjo. La escena habría sido bastante más climática de no haberla estropeado
Ramón, que se encaramó en la barra hasta el punto de que sus gruesas posaderas
quedaron al lado de mi cara, llamó la atención al agitar el periódico que llevaba enrollado
en una mano y gritó a una de las lozanas mesoneras que atendían el local:
––¡Guapa! ¡Ponme una jarra de cerveza, un vino de Rioja para mi amigo y una buena
ración de embutidos variados! ¡No te olvides del pan!
Tras exigirle que bajase el tono, dije a Ramón que se quedase vigilando en el piso
superior, cogí mi chato de vino y me dirigí a la planta del sótano, pasando por delante de
William Hope Hodgson, de modo que entendiera que me encontraría allí, en un lugar más
discreto, con solo bajar las escaleras.
Miré mi reloj una vez acomodado en la planta inferior. Poco después, el inglés logró
evadirse de todas las féminas que le rodeaban para venir a mi encuentro. Se sentó en
una butaca frente a la mía, la débil iluminación de los candiles dio un aspecto siniestro a
su rostro. Llevaba un ejemplar de la revista americana McClure. Lo puso sobre la mesa y
entre los contenidos anunciados en portada, señaló un titular subrayado en tinta roja que
rezaba:
Futility or the Wreck of Titan, by Morgan Robertson.
––No entiendo ––dije––. ¿Esto es lo que debería interesar a Los Amigos del Orden?
William Hope Hodgson miró a ambos lados para asegurarse de que nadie aparte de mí
pudiera escucharle y contestó en un castellano perfecto, pero con acento de cien puertos
diferentes:
––Así es, señor. Esto les incumbe directamente. Los marinos, como los escritores,
tenemos ciertos secretos, y tanto Morgan Robertson como yo pertenecemos a ambos
gremios. Se oyen cosas: historias de buques fantasma, serpientes marinas... La mayoría
de la gente dice que son estupideces. Pero los marinos creemos en ellas, porque
sabemos que el mundo no es tan sencillo como quiere hacerse ver, así que no hablamos
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de lo que otros no pueden entender, son secretos sobre lo que ocurre en la mar océana
que compartimos únicamente entre nosotros. Nos limitamos a poner los mascarones en la
proa de las embarcaciones, los amuletos en los lugares indicados e intentar proteger así a
los pasajeros, ajenos al peligro que corren.
––¿Qué tiene eso que ver con los escritores? ––pregunté.
William Hope Hodgson mostró las palmas de sus manos, para hacerme ver lo obvia que
era la respuesta a mi pregunta.
––Los escritores, sobre todo los de Madrid, saben que el mundo no es un lugar fácil,
también. Los Amigos del Orden se encargan de ocultar misterios, para que no asusten en
demasía a las gentes sencillas. Se escuchan historias de ustedes en todo el mundo y
algunos les prestan oído. Una de las historias más repetidas es que, si alguien llegase a
probar un pedazo de la carne incorrupta de Santa Teresa de Jesús, lograría que aquello
que plasmase en sus escritos se hiciera realidad.
Ciertamente, yo también había oído esa teoría en docenas de tertulias, pero no tenía idea
de que hubiera llegado a cruzar las fronteras de nuestro país. Se atribuían numerosas
propiedades al cuerpo de la santa.
––No creo que sea cierto ––dije.
––Lo que usted crea no es relevante en este caso. Morgan Robertson sí lo creyó.
––Señaló el nombre del autor que aparecía en el titular de la revista, observé que el
ejemplar había sido publicado a finales del siglo anterior––. Fue marino, después un
codicioso joyero y finalmente, se está dedicando a escribir. Los marinos y los escritores
escuchamos historias, ya se lo he dicho y usted sabe que es cierto. Algunos, como usted,
prefieren ignorarlas y construir su obra de forma racional. Otros, como yo, escribimos
sobre esos hechos extraordinarios. Morgan Robertson se enfrenta de una tercera forma a
la realidad: él intenta cambiarla para imponer su voluntad. Aquella historia sobre la carne
de la santa, le dio una esperanza de poder hacerlo y según mis informadores, en un viaje
clandestino, llegó hasta el relicario de plata en Tormes y probó un pedazo de su cuerpo.
––¿Por qué no nos advirtió entonces? Podríamos haberlo evitado.
––Hay pedazos del cuerpo en todo el mundo: un pie y parte de la mandíbula en Lisboa,
un dedo en París, otro en Sanlúcar de Barrameda... ––enumeró William Hope Hodgson––.
Tal y como estaba dispuesto, era imposible protegerlo al completo de cualquier lunático.
Ahora es cuando debemos poner fin a las tribulaciones de este aventurero sin escrúpulos.
––Ni siquiera sabemos si es cierto que la ingestión de esa carne dé tales poderes.
William Hoppe Hodgson se puso aún más serio y dijo:
––Créame. Yo sí lo sé. Es más, él sabe que lo sé. Ha escrito utilizando pasajes de mi
obra, para que las pesadillas que incluyo en ella se materialicen, me persigan y así
impidan que termine con este asunto. Por eso he venido a Madrid en busca de ayuda y no
soy hombre que guste de pedirla. Yo solo no puedo luchar contra ese poder.
Dudé. Bebí un trago de mi vaso. Me pasé los dedos por el bigote y pregunté:
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––¿Qué espera de nosotros? ¿Qué es lo que quiere hacer?
William Hope Hodgson buscó en uno de los bolsillos de su camisa marinera y sacó una
jeringuilla de plata que puso sobre la mesa respondiendo:
––Usted siempre ha escrito para que la masa no acepte tiranos. Es el mensaje que lanza
en cada novela, en favor del progreso y en contra del caciquismo. Sé que Los Amigos del
Orden creen que solo después de eso, la gente estará preparada para afrontar los
misterios de nuestro mundo. Yo, sin embargo, lanzo advertencias en mi obra. Me muevo
al otro lado del espectro. Esta jeringuilla contiene una dosis mortal de yoduro de mercurio.
Morgan Robertson gusta de dejarse ver en los ambientes literarios neoyorkinos, pero
luego duerme cada noche en un hotel diferente para evitar que yo le encuentre. Voy a
buscarle. Voy a asesinarle discretamente, porque, únicamente así, podrá salvarse el
mundo tal y como lo conocemos. Necesito que me protejan de sus ataques hasta
entonces y que supervisen la operación si creen que debe seguir siendo en secreto. De
no ser así, sacaré todo el asunto a la luz. Tendré que consultar al presidente del Royal
College of Science Association, en Londres: H.G. Wells. Me consta que es un hombre
honesto y brillante. No es ningún chantaje, no me malinterprete, se trata de algo necesario
para salvar el orden del mundo.
Tras reflexionar un instante, le animé a acompañarme a la parte superior del local. Ni
siquiera estaba seguro de que fuera cierto que los escritos de ese americano se hiciesen
realidad como sugería mi interlocutor. Hasta ese momento, todo era una historia
escuchada de alguien que ya había demostrado gozar de una imaginación portentosa.
Nos levantamos de la mesa tras la charla y emprendimos la subida al piso principal.
Mientras, le expliqué y advertí:
––Los Amigos del Orden no asesinamos, ni a los peores malvados. Jamás. Nosotros
evitamos que otros maten. Es lo que hacemos. En cualquier caso, si usted es atacado, si
debemos ayudarle. Tengo que consultarlo con mi joven camarada Ramón Gómez de la
Serna. Es un muchacho inteligente, muy cabal y sabrá cómo conducir todo...
Al terminar de subir las escaleras, me quedé sin saber cómo continuar esa frase. Me topé
con Ramón, que bailaba esa música desbocada del gramófono sobre la barra, con una
jarra de cerveza en la mano y dos jovenzuelas contoneándose de modo obsceno mientras
se frotaban contra la enorme amigo descaradamente. Él se había quitado la corbata y la
chaqueta, estaba con la camisa abierta, arremangada y, con el periódico que había
comprado poco antes, había confeccionado unos gorros de papel con los que, tanto sus
dos atrevidas acompañantes como él mismo se habían tocado la cabeza. Un corrillo a su
alrededor coreaba la soez canción de Anita Delgado que estaba sonando:
Sáquese usté esa llave tan grande y feroz
Que lleva ahí, en el bolsillo del pantalón.
Sáquesela usté y le abriré la puerta yo.
––¡Ramón! ––grité––. ¡Esto es demasiado! ¡Un hombre de su posición y valía, con un
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futuro tan prometedor como el suyo, rebajándose a semejante barrabasada! ¡Qué
escándalo tan impropio de usted!
Le arrebaté el sombrero absurdo de un manotazo y al ir a encararle, leí en el dorso del
papel un titular que hizo que todo lo demás dejase de tener importancia. Desplegué el
sombrero para verlo mejor, rezaba:
«¡Hundido! El Titanic, el barco de pasajeros más grande jamás construido...».
Recordé el fragmento subrayado que William Hope Hodgson me había mostrado, le
arrebaté la revista McClure de las manos y comparé la noticia con el cuento escrito en
inglés que apenas entendía, poco faltó para que cayera al suelo de la impresión. Perdí la
compostura por completo y noté una mano en la espalda. Los hombres forzudos que
vigilaban la puerta estaban detrás de mí, me sacaron a trompicones del local y su
supervisor, ya en la calle, me gritó pasándose las manos por su cabeza rapada y
rascándose la barba de pura exasperación:
––Aquí se viene a pasarlo bien, no a molestar a los clientes. Vuelva cuando aprenda a
beber y dé gracias por que no haya llamado a la Guardia Civil.
Me arrojaron mi sombrero y mi bastón con desprecio. Los recogí y esperé pacientemente
en el exterior, sentado en el bordillo de la acera, hasta que salieron a socorrerme mis dos
acompañantes. Tras explicarle todo a Ramón, comparamos las dos publicaciones para
descubrir que la predicción del relato de Morgan Robertson era exacta en todos los
detalles. La noticia del periódico, ocurrida esa misma jornada, parecía calcada de su texto
publicado más de una década antes.
––¿Por qué? ¿Qué más ha escrito este hombre?––preguntó Ramón.
––Nadie sabe qué pretende, pero es peligroso. Después del éxito en Cuba,
probablemente quiera que los Estados Unidos extiendan su influencia para así sacar
beneficio económico él mismo. Su deriva empezó tras servir en un cañonero llamado
Salem'slot. Hay quien dice que descendió a unos subterráneos, en Buenos Aires o aquí,
en Madrid... la información varía según el marino al que se pregunte, para explorarlos una
vez encontró cierto informe en el que se afirmaba que una secta de ciegos controlaba los
hilos que gobiernan el mundo. Eso pudo afectar a su cordura. Entre otras cosas, ha
redactado una novela corta que en su idioma debería llamarse algo así como Más allá del
espectro. Es sobre una invasión a gran escala de Japón a las tierras americanas ––dijo
William Hope Hodgson–– y termina con un arma definitiva estallando en las islas niponas.
Puede que ya sea demasiado tarde para evitar ese mal, pero hay que impedir que siga
haciendo daño al mundo.
» Además, sin publicarlos, escribe relatos en los que aparecen las criaturas que yo
imagino en mis obras para que estas me atormenten y me impidan llegar hasta él. Aunque
se sabe que no es cierto, dice ser el inventor del periscopio. En realidad es un mensaje
cifrado que me lanza implícitamente;es su manera de evidenciar que me vigila desde las
profundidades.
––Conozco una bodega cerca de Atocha donde podemos seguir hablando de esto ––dijo
Ramón.
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Fuimos hacia allí. La noche era cerrada, sin luna, con la única iluminación de las farolas y
el frío que solo hace en Madrid a esas alturas del año. Por un momento, eché de menos
mi isla nativa. Pero, además, notaba algo extraño, sin saber exactamente qué y no tenía
que ver con el clima ni la contaminación de la ciudad. Pensé en comprar algún otro
periódico para tener más información sobre el naufragio. Entonces, comprendí. Hice parar
a mis compañeros. Dije:
––¡No hay nadie! No hay vendedores. Debería estar lleno de muchachos vendiendo
periódicos, les hemos visto antes recogerlos y sin embargo...
William Hope Hodgson me interrumpió haciéndome callar al plantarme su mano en el
pecho. Señaló un portalón en el cual dos seres deformes devoraban las entrañas de un
zagal que todavía tenía un fajo de pliegos de periódico bajo el brazo. Una de esas
criaturas que clavaban sus dientes en las carnes blancas e inertes del pobre muchacho
levantó la cabeza. Su cara era porcina. Era una de las criaturas cerdo que William Hope
Hodgson describió en La Casa del Confín de la Tierra.
Ramón echó a correr sin esperarnos nada más verlo y comprender su procedencia.
Desapareció doblando una esquina y llamando la atención de esos seres abisales con
cabeza de jabalí humanizado. Maldije al inglés por imaginar esos monstruos y a Ramón
por dejarnos a su merced.
William Hope Hodgson me ayudó a escapar, pero mis piernas ya no eran tan fuertes como
en mi juventud. Con el bastón bajo el brazo, me esforcé cuanto pude por alcanzar la
mayor velocidad posible en la bajada de la calle Atocha. Aquellos seres salían de cada
alcantarilla, de cada sombra, para acosarnos. Su olor era repugnante e impregnaba el frío
de la noche. Encontramos a nuestro paso varios cadáveres que habían dejado tendidos
en el suelo con heridas inhumanas. Finalmente, nos rodearon.
Nadie salió al balcón. Ningún carruaje llegó hasta nosotros. Puede que porque así lo
hubiera escrito Morgan Robertson, cuando, quién sabe cuánto tiempo antes, hubiera
redactado el relato de lo que nos estaba sucediendo en ese momento. Estábamos
nosotros dos, solos salvo por el corro cada vez más cerrado que formaban esas criaturas
a nuestro alrededor, desnudas salvo por las cerdas que cubrían su piel repugnante y los
restos de heces y sangre reseca que llevaban pegados como costras. Sus ojos eran
brillantes y del color del vino. William Hope Hodgson peleó con ganas derribando a
algunos de ellos gracias a sus habilidades gimnásticas. Saltaba sobre unos y otros,
golpeándoles con ambos puños. De cuando en cuando, se distraía mirando hacia mí, al
temer dejarme indefenso ante tales monstruos. Sin duda fue una sorpresa para él
descubrir que, armado con mi bastón, recordandolas tácticas de combate del Juego de
Palo Canario que había aprendido durante mi infancia, derribé a varios de ellos girando
sobre mis talones y volteándolos por encima de mi cabeza. Pero eran demasiados. Sus
colmillos me hirieron en el pecho. Fue un leve roce, pero caí al suelo y... Cuando pensé
que había llegado mi fin, lamenté no haber podido ayudar al valiente escritor inglés a
salvar el mundo. Entonces, todas las cabezas porcinas volvieron a la vez sus ojos rojizos
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hacia la calle Embajadores quedando paralizadas. La tierra tembló durante unos instantes
que se me hicieron eternos. Se oyó lo que tomé por trompetas hasta que se hicieron
visibles aquellos que causaban tan terrible estruendo: tres elefantes corrían hacia
nosotros barritando, con el emblema del circo Price en los adornos de sus colmillos y,
sobre el más grande de ellos, comandando la marcha, Ramón Gómez de la Serna los
guiaba a la batalla. No había huido como yo supuse, sino que había marchado en busca
del socorro de los paquidermos. Los elefantes aplastaron como si fueran bolsas vacías a
las criaturas porcinas. Ramón gritó riendo a carcajadas:
––¿Creían que les había abandonado? ¡Ya le dije que me llevaba bien con estos bichos,
viejo canario! ¡Algún día daré una conferencia sobre su lomo!
Uno de los monstruos porcinos estaba logrando subir por el flanco de su elefante, pero
Ramón lo vio a tiempo y, golpeando su cabeza de un notable puntapié, como si fuera un
jugador del Atlétic de Madrid, equipo de sus entretelas, lo lanzó hasta dejarlo al alcance
de la trompa de su montura.
Después de que el elefante sobre el que estaba subido partiera por la mitad al último de
esos seres, nos reunimos los tres hombres. Nos abrazamos instintivamente, felices de
seguir vivos y William Hope Hodgson dijo:
––Gracias, amigos. Me han librado de la peor amenaza que me acosaba desde hacía
meses desde este momento, tendré que continuar solo. Que Ramón siga trayendo la
alegría a la gente y usted la haga razonar. Yo, mientras, lucharé contra las criaturas del
otro lado.
Un tren silbó al salir de la estación de Atocha. Ramón Gómez de la Serna rebuscó en su
bolsillo, y sacó su llavero abrebotellas, desprendiendo de este el emblema de los Amigos
del Hombre. Me dijo mientras acariciaba a los elefantes como si fueran gatitos:
––Esta usted, que es el Maestro de la Logia, y yo como testigo. Podríamos meter a
William Hope Hodgson en los Orden, ¿no? Es un buen chaval. Uno de los nuestros. Que
se lleve mi emblema y ya me darán a mí otro ––concluyó lanzándome el abrebotellas, que
yo atrapé en un puño.
––«Meter»? ––protesté––. ¡Esto no es un club de balon-pié!
––Bueno, eso, iniciar... Iniciar en nuestra Noble Orden ––se corrigió Ramón.
William Hope Hodgon me miraba espectante. Merecía más que muchos ese distintivo.
Habría sido un valioso aliado, pero nuestros principios estaban por encima. Dije:
––Hay pocos extranjeros a los que se concida este honor, pero ni siquiera debo
consultarlo: será usted muy bienvenido entre nosotros.
El tren silbó su último aviso, y yo lancé el distintivo a William Hope Hodgson, que lo agarró
en el aire sin pestañear siquiera. Recordé su propósito y añadí:
––La única condición es que respete la más fundamental de nuestras normas. Los Amigos
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del Orden no matamos: evitamos que se mate. Tendrá que renunciar a esa idea de
asesinar a Morgan Robertson: encontraremos otra manera de detenerle.
Leí el conflicto en su rostro. Los dientes le chirriaban, lagrimeaban sus ojos. El tren
empezaba a calentar los motores. El puño del ingles se crispaba entorno al emblema.
Finalmente, se lo lanzó de vuelta a Ramón, quien hizo muchos aspavientos, pero al cabo,
lo atrapó antes de que tocase el suelo. El marino extranjero os miró alternativamente
negando con la cabeza y sin decir nada más, corrió. Corrió detrás del último vagón hasta
alcanzarlo subiéndose en marcha.
No volvimos a verle nunca.
Algún tiempo después, supimos que había logrado su propósito: Morgan Robertson
apareció envenenado por yoduro de mercurio en la habitación del hotel donde se
hospedaba en Nueva York.
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