LAS IDEAS POLÍTICAS DE OCKHAM

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LAS IDEAS POLÍTICAS DE OCKHAM
Notas biográficas
La vida de Guillermo de Ockham no es conocida con precisión en numerosos detalles.
Es probable que naciera en Ockham (Condado de Surrey, al sur de Londres), hacia 1295-96.
Ingresó muy joven en los franciscanos. Estudió en Oxford, y hacia 1318-20 ejerce como
«lector» de las Sentencias de Pedro Lombardo. De esta época data probablemente su
comentario a este libro —una de sus principales obras— y algunos comentarios a obras lógicas
de Porfirio y Aristóteles.
En 1323 el antiguo canciller de Oxford acusó a Ockham de herejía en Avión (sede papal
por aquel entonces). Tuvo que trasladarse allí y someterse a un proceso que duró varios años.
En ese tiempo llegó también a Aviñón Miguel de Cesena, general de los franciscanos,
convocado por el Papa Juan XXII para discutir el problema de la pobreza evangélica. Ockham
tomó partido por su superior, y huyó con él de Aviñón en 1328. Los fugitivos fueron
excomulgados y se refugiaron con el emperador Luis de Baviera, primero en Pisa y luego en
Munich. Allí, junto a Marsilio de Padua, Ockham se dedicó a escribir obras políticas a favor del
emperador y contra el Papa, a quien acusa de herejía. Sobre la potestad de los emperadores y
papas (hacia 1334-39) es la más importante. Se ignora la fecha exacta de su muerte (hacia
1349-50) y si terminó reconciliándose con el Papa (Clemente VI).
Parece, pues, que hay dos épocas claramente diferenciadas en el pensamiento de
Ockham: el filósofo-teólogo y el escritor político. Sin embargo, la dificultad de datar algunas
de sus obras de lógica y teología, hace que la distinción no sea tan clara.
Ockham es, realmente, un filósofo bastante original, aunque la mayoría de las
cuestiones que trata están ya apuntadas o iniciadas en Duns Escoto (a quien, sin embargo
ataca frecuentemente en otros temas), los lógicos del siglo XIII, y algunos autores como
Durando de Saint Pourçain (†1334), Pedro Auriol (†1322) y Tomás Bradwardiano(†1349).
Ockham tuvo el mérito de recoger y desarrollar temas que preocupaban a muchos
intelectuales de su época. Representa un importantísimo giro del pensamiento escolástico, que
es casi una disolución del mismo. La escolástica había intentado a lo largo de muchos siglos
encontrar una síntesis entre la fe cristiana y la filosofía griega; el resultado fueron las grandes
construcciones de Tomás de Aquino y Buenaventura. Pero los escolásticos del siglo XIV —con
Ockham a la cabeza— desconfían de tales síntesis, y sin caer en el averroísmo, realizan una
radical separación razón-fe, filosofía-teología. Por eso, Ockham ya no es un pensador
sistemático, sino ante todo crítico. Y su crítica conducirá a la independencia de la filosofía, que
queda libre para abordar otros temas; en primer lugar, el problema de la Naturaleza. No es de
extrañar, pues, que gracias a Ockham la ciencia cobre nuevos impulsos en el siglo XIV y que
ya se anuncie lo que será la filosofía renacentista.
Principios fundamentales de la filosofía de Ockham
Su crítica está orientada por ciertos principios, algunos de los cuales son considerados
por el mismo Ockham como aristotélicos, pero en la práctica suponen una ruptura con toda la
filosofía anterior. Son en cierto modo una «novedad» en la historia y constituyen la base de lo
que se llamó «vía moderna».
1º. Principio de «economía». Se trata de un principio metodológico —llamado la «navaja de
Ockham»— que permite simplificar al máximo los numerosos conceptos empleados por la
escolástica anterior exigidos para una explicación suficiente de la realidad. Ockham pensaba
que era preciso eliminar todo aquello que no fuera evidente en la intuición o absolutamente
necesario. El principio reaparecerá en filósofos y científicos modernos.
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2º. Todo lo que existe es singular. «Toda cosa que existe fuera del alma es realmente singular
y una en número»1. Es decir, no existen en el mundo naturalezas o esencias universales,
comunes a varios individuos.
3º. Prioridad de la experiencia, o «conocimiento intuitivo», frente a Tomás de Aquino, por
ejemplo, que consideraba que la esencia era el objeto propio del entendimiento humano, si
solo existe lo singular, ha de ser lo singular el objeto del entendimiento. Y lo singular sólo
puede ser conocido por la experiencia o conocimiento intuitivo, conocimiento directo e
inmediato de lo singular, que permite saber si la cosa existe o no.
4º. Nominalismo. Además del conocimiento intuitivo, Ockham reconoce la existencia de un
conocimiento abstractivo, que depende, en todo, del intuitivo. Como en la formación del
concepto universal. Ahora bien, si todo lo que existe es singular, ¿qué valor puede tener el
concepto universal?
Es solo un acto mental por el que el entendimiento se dirige a una pluralidad de
individuos conocidos por intuición, y los considera juntos en virtud de alguna semejanza. Es
posterior a la intuición del individuo, y comparado con ella resulta confuso (ya que no permite
distinguir unos individuos de otros: con el concepto «hombre» abrazo a Sócrates y Platón en
un mismo acto, pero no los distingo entre sí, como sucede en el conocimiento intuitivo de
Sócrates y Platón).
Ockham insiste, sobre todo, en la función lógica del concepto. Los conceptos son signos
naturales de las cosas (no son establecidos convencionalmente, como las palabras, sino que
son producidos en el alma por las cosas mismas). El concepto universal, representado por un
término en la proposición, substituye —significa— y hace las veces —supone— de una
pluralidad de individuos (semejantes en algo) de un modo confuso.
5º. Voluntarismo. El nominalismo conduce a afirmar la absoluta preeminencia en Dios —y, por
tanto, también en el hombre— de la voluntad sobre la inteligencia. Con ello Ockham rompe
con el Dios «griego» (que pervive todavía, de alguna manera, en la escolástica anterior), que
era un Dios «pensamiento puro» al que está subordinada la voluntad divina. En efecto, el Dios
de Ockham se caracteriza por la omnipotencia, de acuerdo con el primer artículo del Credo
católico: «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso». Nada limita la voluntad omnipotente de
Dios: no hay Ideas divinas que limiten y encaucen ese poder. La omnipotencia divina es el
gran principio de la teología ockhamista: Dios puede hacer todo lo que, al ser hecho, no
incluye contradicción.
De aquí se sigue la contingencia absoluta del orden del mundo: el mundo es así,
porque así lo ha querido Dios, no en virtud de un orden inteligible y racional, y, por tanto,
necesario. Todo podía haber sido de otra manera. Lo cual implica que el orden del mundo no
puede ser deducido a priori a partir de principios racionales necesarios (a los cuales estaría
subordinado el mismo poder creador de Dios). De ahí, por tanto, la importancia de la intuición,
que nos hace conocer lo que de hecho existe.
Perspectiva general de la política
Una idea directriz orienta su pensamiento: Como en el orden moral, en el ámbito de la
política, toda ley o regla está sometida a la voluntad omnipotente de Dios, pues de ella deriva
y en ella se justifica. Esta voluntad sólo conoce una traba: está dirigida por el principio de no
contradicción, en otras palabras la voluntad divina no puede querer nada en contra de este
principio. De la misma manera ninguna ley es legítima y digna de ser obedecida si implica
contradicción con la voluntad de Dios expresada en la revelación. La revelación es pues el
criterio que le guía en su pensamiento político, que se nutre al mismo tiempo de los hechos
históricos relacionados con el poder, la sociedad y las instituciones.
Ockham no es un filósofo político que pretenda una teoría política para analizar la
naturaleza de la sociedad política, la soberanía y el gobierno. Su pensamiento responde a las
1
I Sent, 2, 6 Q
Julián López Camarena. Las ideas políticas de Ockham
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disputas contemporáneas en que estuvo envuelta la Santa Sede y a su rompimiento oficial con
la misma. Esta circunstancia le hacía estar del lado del poder civil que le había amparado, en
los casos en que no mediaba la revelación: está con el Papa porque cree que su poder es
instituido por Dios; pero no tiene necesidad de estar con ningún Papa en concreto, porque en
la designación de ninguno consta que se trate de una elección de Dios. Es una cosa que
realizan los hombres, que pueden equivocarse, como ha ocurrido en la elección de Juan XXII y
de sus sucesores.
Sus escritos se oponen y denuncian el, a su entender, absolutismo injustificado del
papa, en desacuerdo con el respeto a la ley y las tradiciones y el rechazo del absolutismo
arbitrario defendido por todos los filósofos y teólogos medievales. La revelación no habla nada
de sumisión del poder civil al religioso; por lo tanto cree que puede defender la mutua
independencia e incluso la supremacía del civil en algunos casos.
Los temas fundamentales de la política de ockham

Lucha contra el papado
Frente al papado adopta una doble actitud: defiende a ultranza la dignidad dogmática
del papado, pero se muestra adversario de su «realización histórica», en especial de la gestión
de los papas contemporáneos suyos.
Este ‘antipapismo’ tiene tres raíces. La primera, el resentimiento personal
estimulado por algunos abusos reales de la curia de Avígnon. La segunda, la conducta poco
favorable de Juan XXII al partido de la pobreza evangélica dentro de la Orden
Franciscana, de cuya parte estaba Ockham. La tercera, las erróneas opiniones personales del
pontífice sobre la visión beatífica. Por último, la repugnancia por el afrancesamiento de la
corte de Avignon, estimando que supone un menoscabo de la universalidad y omnímoda
libertad de los sucesores de Pedro.
El tema central de sus escritos es los límites de los poderes del Papa. Para
esclarecer el problema de los límites, proyecta la cuestión del poder papal en tres campos
antes mencionados:
a) La cuestión de la pobreza dentro de la Orden Franciscana. La disposición de
Juan XXII va contra lo que los franciscanos creen que está expresamente revelado en el
Evangelio y contra bulas y decretales de papas anteriores, acordes con la revelación. En
consecuencia, en opinión de Ockham Juan XXII incurre en herejía a este respecto.
La posición de Ockham y su argumentación se fundan en su idea del derecho
natural a la propiedad privada, en particular y de los derechos naturales, en general2.
Por razones de oportunidad sólo traigo aquí su idea sobre el derecho natural a la
propiedad privada.
El hombre tiene derecho natural, dado por Dios, a la propiedad de los bienes de la
tierra, disponiendo de ellos del modo dictado por la recta razón. Disposición que, desde la
Caída, es necesaria3 como apropiación personal. Es un derecho inviolable, del que nadie puede
ser desposeído por un poder terrenal contra su voluntad. Pero, a diferencia de otros derechos
naturales —por ejemplo, el derecho a la vida que se convierte en un precepto moral: la
obligación moral de conservarla—, no es necesario que todos los individuos ejerciten el
derecho a la propiedad privada y un hombre puede, por una causa justa y razonable,
renunciar a la posesión de propiedad, que debe ser voluntaria, para ser legítima.
Los franciscanos habían renunciado a todo derecho de propiedad (verdadera pobreza
evangélica) a imitación de Cristo y los apóstoles, que ni individualmente ni en común
poseyeron ninguna cosa temporal. Tal posición era herética en opinión de Juan XXII, quien
afirmaba que si no tenían derecho alguno de propiedad, no podían usar ni de comida ni de
vestido, por ejemplo. A lo cual Ockham responde distinguiendo entre renuncia legítima a
derecho alguno de propiedad y el derecho al mero uso bajo permiso de la Santa Sede y esto
es un caso de pobreza evangélica.
Ante la bula de Juan XXII, Quia vir reprobus (1329), que condena como herética la doctrina sobre la pobreza
evangélica defendida por muchos franciscanos, Ockham escribe Opus nonaginta dierum, en defensa de las tesis de
Miguel de Cesena, general de la Orden Franciscana, y contra las tesis del Papa.
3
Opus nonaginta dierum, c. 14
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El verdadero interés filosófico de esta discusión está en la defensa que hace Ockham de
la existencia de derechos naturales anteriores a cualquier convención humana. Estos
derechos, pues, participarían de la inmutabilidad y absolutidad de la ley natural. Pero hay aquí
un punto de posible contradicción, pues la ley natural depende, según Ockham, de la voluntad
divina y la pregunta se hace obligada: ¿Puede Dios dispensar de la ley natural u ordenar actos
contrarios a la misma? El propio Ockham responde que la ley natural es inalterable, dado el
orden presente creado por Dios, y a menos que Dios intervenga para alterarlo en un caso
particular. Como filósofo, Ockham habla ocasionalmente como si hubiera derechos humanos y
leyes morales absolutas; pero, como teólogo, estuvo siempre por mantener la omnipotencia
divina según el la entendía.
b) La pretensión de superioridad sobre el poder civil es otra piedra de toque
sobre el problema de los límites. ¿Es superior el poder del Papa al poder civil en cuestiones
que no son estrictamente religiosas? Ockham considera que el poder civil es un derecho
divino, incluso anterior al papado. La intromisión en cuestiones civiles está fuera de todo lo
permitido, y la defensa y práctica de la misma es claramente herética y antievangélica.
Según Boehner, Ockham concede al Papa los siguientes poderes:
1. Es cabeza y príncipe de los demás obispos.
2. Ostenta el poder supremo en todas las cuestiones espirituales referentes a la fe y al culto
divino.
3. No se trata de un poder absoluto que pueda extenderse a obras de supererogación, como
obligar a guardar los consejos evangélicos.
4. El Papa tiene poder coercitivo en caso de crímenes que atenten contra la ley cristiana. Los
delitos civiles están fuera de su competencia.
5. El Papa elegido legítimamente no está sometido a ningún poder secular, aunque sus faltas
personales le lleven a la pérdida de libertad.
6. El Papa tiene derecho a reclamar de la comunidad de creyentes los recursos materiales para
la gestión debida de su cargo y ministerio.
En resumen, frente a la trayectoria histórica del papado realmente llevada a cabo por
Gregorio VII, Inocencio III o el propio Bonifacio VIII, la figura que propone Ockham es
completamente distinta: el Papa se queda con sus poderes puramente espirituales y sin
poderlos ejercer de un modo absoluto.
c) El poder civil y el emperador
En sintonía con sus contemporáneos Marsilio de Padua y Juan de Jandún, Guillermo de
Ockham fundamenta teóricamente la secularización del poder civil frente a la pretensión de
supremacía de la Santa Sede.
El pecado original hizo necesario al hombre poseer el derecho a elegir sus propios
gobernantes, derecho conferido inmediatamente por Dios, sin que deba mediar intervención
alguna extraña a cada uno. La razón de ello es que la potestad de instituir gobernantes «es
una de las cosas necesarias y útiles para vivir bien y políticamente».
Por eso aunque el nombramiento o institución de un determinado régimen de gobierno
sea obra de los hombres, el poder se debe a Dios. Lo que no hay que entender en el sentido
de que Dios confiera al gobernante por sí mismo el poder, sin ninguna intervención humana,
como ha sido el caso de Moisés; ni que se lo confiera Él inmediatamente, sino con intervención
de los hombres para algún requisito previo, por ejemplo, la elección en el caso de los papas.
Basta, para poder afirmar que el poder es de derecho divino y que se debe a Dios solo, con
que este poder no esté sometido a nadie ni a nada en su ámbito fuera de Dios. Y éste, a juicio
de Ockham, es el caso del poder civil4.
Esta doctrina es aplicable para cualquier rey o príncipe temporal, pero la plasmación
perfecta de su realización era para Ockham el imperio romano. No se trata del imperio
histórico que acabó con Rómulo Augústulo, sino más bien un ideal del imperio, pretensión
permanente en la Edad Media a cargo del Sacro Imperio Romano Germánico, que había
pasado la idea del imperio de Roma a Alemania por medio de Carlomagno, cuyo poder tenía
legítimamente, en contra de las pretensiones de Juan XXII, su protector Luis de Baviera. Esta
aspiración de Ockham representa, tal vez, une de las últimos ejemplos del anhelo medieval de
4
Octo quaestiones, q. 2, c. 3
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una comunidad política bajo la autoridad común del emperador, para llegar en el orden
temporal a la unidad de gobierno que el Pontificado ofrecía en el orden espiritual.
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Relación entre los poderes de la iglesia y los poderes del estado
Sobre esta cuestión no tiene Ockham una teoría acabada, pero hay un número
suficiente de ideas como para fundamentar una posición propia.
Ambos poderes se distinguen perfectamente, aunque no se oponen, llegando a ver
necesaria su coordinación y colaboración. Coinciden en el origen divino, según su modalidad, y
en el fin, que en ambos casos es el bien común. Ambas formas de poder son una consecuencia
del pecado original y han surgido en la historia para poner remedio al desorden originado por
este hecho determinante en la historia de la humanidad.
Cada una de estas formas de poder debe, no obstante, mantenerse dentro de los
límites de su potestad. En especial, el Papa debe abstenerse de injerencias en asuntos civiles
del estado, ya que esto sería ir contra lo que Dios y la naturaleza han concedido a los
hombres. Sólo en casos muy determinados está justificada la intervención del Pontífice en los
asuntos civiles del Estado. Del mismo modo, en casos extremos, cuando la conducta del Papa
atente contra la seguridad del Estado, podrá intervenir el emperador para castigar al Pontífice,
no para deponerlo, ya que esto es de competencia de toda la cristiandad.
Como conclusión podemos afirmar que, con la misma intención crítica que demolió la
metafísica aristotélico-medieval, en el ámbito de la política desmonta la convicción política tan
propia de la cultura medieval según la cual el Pontífice representa la unidad suprema de todos
los poderes, quien ejerce por sí mismo el poder espiritual, pero además supervisa el poder
civil, en especial al emperador.
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