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KennetGalbraithJohn-Historia de la economia

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XIII.
FOCOS DE INTERÉS EN ESTADOS UNIDOS
EL COMERCIO Y LOS MONOPOLIOS;
LOS ENRIQUECIDOS Y LOS RICOS
Durante el siglo pasado, Estados Unidos, como se ha dicho frecuentemente, eran un mundo de tierras cada vez más productivas,
de vida cada día más próspera y de creciente bienestar. La civilización y el incremento demográfico iban impulsando las áreas cultivadas no hacia los peores suelos, sino hacia los mejores. Los valles boscosos de Nueva Inglaterra eran más fértiles que las colinas
en las cuales se habían instalado a! principio ¡os colonos, y también eran más feraces las extensiones cubiertas con espesa tierra
negra en Ohio, en Indiana y más allá. Ello determinaba una economía, no de empobrecimiento progresivo, sino al revés, de manifiesta mejoría, y a este mundo más optimista no se le aplicaba la
dinámica económica de! Viejo Mundo.
Habría cabido, por tanto, suponer que en un marco de referencia tan distinto se podría haber originado una nueva ciencia económica, más orientada hacia la esperanza, y sin embargo, según
hemos visto, la mayor aproximación a la verdad es que durante
casi todo este período no se publicaron en Estados Unidos estudios serios sobre temas económicos. Algunos investigadores apropiadamente inspirados han puesto empeño en tratar de descubrir
un sistema peculiar y exclusivamente norteamericano, pero con escasos resultados coherentes. Una vez más se comprueba que el estudio de la economía es fomentado por la presencia visible del infortunio y la desesperación, mientras que el éxito, la propia estima y la satisfacción no llegan a inspirar de forma comparable.
Pero se han dado también otros motivos que explican la ausencia de lo que podría considerarse como un pensamiento económico verdaderamente norteamericano. Estados Unidos era, en aquellos tiempos, un país de granjas familiares explotadas por sus pro-
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pietarios. Las superficies de las parcelas respectivas eran para ese
efecto muy adecuadas; los 160 acres [aprox. 65 ha.] que habían
sido acordados a cada jefe de familia por las Homestead Acts [leyes
de asentamiento rural familiar] de 1862, conforme a la evaluación
general de la superficie que se consideraba apta para el mantenimiento de una familia, constituían un vasto lote según la noción
europea, y en realidad, según cualquier noción que se aplicara. Y
ningún designio económico ha sido jamás recibido con una aprobación tan cercana a la universalidad, a la vez por los participantes y por los observadores exteriores, como la venerada granja familiar. Esta aprobación social redujo aún más la necesidad de proceder a estudios y debates en materia económica.
Y lo mismo sucedió, hasta la guerra civil, con el sistema de
plantaciones y de esclavismo en los estados del Sur. Las remuneraciones y los gastos en concepto de salarios estaban fuera de
cuestión, como en tiempos de Aristóteles, a consecuencia de la esclavitud, y lo mismo que en la antigua Grecia, el tema del esclavismo dirigió el foco de atención más hacia las cuestiones éticas y
morales que hacia las económicas.
lo ha observado el profesor Robert Dorfman, cada norteamericano
fue su propio) economista. La1 economía se mezcló de manera indiscriminada con la política, con la filosofía y hasta con la teología: «No hincarás la corona de espinas en la frente del trabajador.
No crucificarás a la humanidad en una cruz de oro.»' Sólo al finalizar el siglo surgieron dos figuras característicamente norteamericanas en el escenario de la economía: Henry George y Thorstein
Veblen. De estos dos autores nos ocuparemos luego; antes debemos referirnos a las preocupaciones que les precedieron.
Pero si bien en Estados Unidos no se prestó mayor atención a los
temas centrales de la economía clásica ni a los ataques que le dirigieron los marxistas y otros sectores, no dejó por ello de librarse
una apasionada discusión sobre toda una gama de asuntos económicos eminentemente prácticos. Entre ellos se contaron los aranceles, los monopolios, el comportamiento social y la defensa de
los muy ricos, y, en términos más urgentes, como se ha referido
en el capítulo anterior, las diversas cuestiones relativas al dinero.
Hacia fines de siglo las universidades crearon cátedras de economía política, que pronto pasarían a denominarse de «economía»
a secas, pero sus titulares se limitaron, en forma generalizada, a,
exponer por su cuenta la ortodoxia británica corriente. Había libros de texto norteamericanos, pero los mismos se basaban desde
luego en sus respectivos modelos ingleses, y no eran enteramente
aceptados. La American Economic Association, fundada en 1885,
constituyó inicialmente una manifestación de protesta contra el
apoyo, de índole sumamente conservadora, otorgado al capitalismo industrial por la teoría clásica admitida y por su paralela adhesión al laissez faire. Y sin embargo, durante todo el siglo, como
A continuación de los bancos y del dinero, y de su adecuado carácter y apropiada regulación, el tema que motivó los debates más
acalorados en materia económica durante todo el siglo XIX fue el
de los aranceles. Éste comenzó a discutirse a partir del Repon on
Manufactures de Alexander Hamilton, «quizá la más idónea presentación que se haya escrito en defensa del proteccionismo».2 Si
bien Hamilton tenía en muchos aspectos una deuda para con Adam
Smith, se apartó de él radicalmente en cuanto a las virtudes del
libre cambio, terreno en el cual se jugaban los intereses de una
joven nación en competencia con la industria de un país más antiguo, como Gran Bretaña. En la generación siguiente, este alegato
fue reforzado por Henry Clay con la apología del «Sistema Americano», eufemismo utilizado para designar el desarrollo industrial
bajo protección arancelaria. Lo mismo hizo Henry Carey, quien,
como ya se ha mencionado, instó a la promoción de la industria en
equilibrio con la agricultura, y a la protección de las «industrias
nacientes» de Estados Unidos, utilizando así una denominación que
resultaría muy perdurable.
Estas actitudes prevalecieron en los estados del Norte, pero el
Sur, en cambio, era contrario a las políticas proteccionistas, en el
deseo de poder exportar libremente sus productos a Europa e importar a su vez artículos baratos. Posiblemente haya influido también en esta actitud una premonición instintiva entre los plantadores de que si se instalaban fábricas en los estados esclavistas,
Wagrialls, Í909), vol I, pág 249
2. Hrncst Ludlow Bogart. fü'ommnV Histurv o¡ thí- American Pcoplc ( N u e v a York,
Longman Creen 1930), pág 3K8
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la esclavitud no sobreviviría mucho tiempo, ya que se trataba de
una institución agrícola.
El otro problema de la protección arancelaria —que exige una
ardua reflexión todavía en la actualidad— lo constituía la tendencia de los aranceles, que entonces eran todavía la principal fuente
de ingresos para e! erario público, a producir un molesto superávit en eí Tesoro federal. En todo el cuarto de siglo siguiente a la
guerra de 1812 dicho excedente fue endémico; durante dieciocho
de los veintiún años transcurridos entre 1815 y 1836, el presupuesto presentó superávit, y hacia el último año la deuda federal se
había saldado por completo. El excedente de los aranceles llegó a
considerarse como un urgente problema, y el dilema era o bien
devolver esos recursos a los estados, o gastarlos en obras o actividades de fomento dentro de la nación, medida que muchos juzgaban desacertada o anticonstitucional. 3 Este problema encontró
alivio a corto plazo, aunque no sin dolor, gracias a la depresión o
recesión (como ahora se la llamaría) de 1837, la cual, lo mismo
que otra recesión sobrevenida veinte años después, redujo muy notablemente los ingresos aduaneros. Empero, el problema del excedente del Tesoro constituyó un importante argumento para quienes se oponían en aquellos años a los aranceles en cuestión, como
sucedería otra vez, en menor grado, cuando en el decenio de 1880
volvió a producirse un superávit imprevisto.
No obstante, a mediados de siglo la Guerra de Secesión puso
fin a las dos principales tendencias opuestas al proteccionismo.
Los senadores y representantes del Sur ya no se encontraban entonces en Washington y no podían seguir oponiendo resistencia, y
en vez de existir un superávit la emergencia bélica motivó urgentes necesidades de fondos. De ese modo, durante los setenta años
siguientes las fuerzas favorables a las tarifas protectoras camparon
por sus respetos. El incremento de las manufacturas y de la producción nacional de minerales y otras materias primas contribuyó
a aumentar su poder, y la culminación de sus esfuerzos se produjo con la adopción de la ley Smooth-Hawley sobre aranceles de
1930, la cual estableció aranceles comprendidos entre el 40 y el 50
por ciento del valor de la importación.
Esta política encontró apoyo en elocuentes racionalizaciones eco}. Véase Catherine Ruggles Gerrish. "Public Fmance and Fiscal Policy, 1789-3805». en
The Growth of íhe American Economy, 2.a edición, bajo la dirección de Harold F Williamson (Nueva York, Prentice-Hall, 1951), págs. 296-310.
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nóirácas. El argumento de las industrias nacientes, o incipientes,
fue cayendo en desuso de manera muy gradual, lo mismo que la
propuesta de Henry Carey de economizar gastos de transporte mediante fabricaciones locales. Se argumentó, en cambio, que debía
protegerse el nivel de vida norteamericano, y también, con sentido
de urgencia, que las importaciones baratas ponían en peligro los
salarios de los trabajadores estadounidenses, si bien a este respecto era sugestivo el silencio de los portavoces de tal preocupación cuando se fijaban o negociaban los salarios laborales. Ahora
se hablaba de aranceles ((científicos», que exigían una cuidadosa
equivalencia de los costes de producción nacionales y extranjeros.
En realidad, como llegó a reconocerse intuitivamente, el proteccionismo era una manifestación de influencia por parte de los industriales, impulsados por una codicia bastante descarada.
Cuando a fines de siglo llegó por último la hora de examinar
formalmente las cuestiones económicas, no fue extraño que los economistas norteamericanos se ocuparan del proteccionismo más que
de cualquier otro tema, hasta el punto de que éste llegó a constituirse en una grave preocupación. Pero mientras que los intereses
económicos predominantes auspiciaban tarifas aduaneras elevadas,
los economistas, excepcionalrnente, se declararon en contra. La ortodoxia clásica británica, y su defensa de la política comercial liberal, atravesaron el Atlántico con todo su prístino vigor, hasta el
punto de que en el principal libro de texto norteamericano de la
época se sostenía que, con el libre cambio, «se importan mercancías que anteriormente eran fabricadas por industrias protegidas...
El resultado final, dice el partidario del libre cambio, es que un
mayor número de trabajadores irán a emplearse en las industrias
más ventajosas, y se exportarán más mercancías a cambio de mayores importaciones; y los salarios se elevarán... gracias a la aplicación más productiva de la mano de obra. En todo este razonamiento, el partidario del libre cambio está acertado».4
A medida que fue pasando el tiempo, la ortodoxia económica
llegó también a prevalecer en la formulación de las políticas oficiales. En 1930, a iniciativa de Clair Wilcox, profesor de economía
4. Frank W. Tausing, Principies of Economícs (Mueva York, Macmillan, 1911), vol. I,
pag. 515, El profesor Taussing, de la Universidad de Harvard, fue de lejos el más influyente maeslro de economía política durante los primeros años del siglo actual, y desde
1917 hasta 1919 presidió la entonces flamante Comisión de Aranceles de Estados Unidos,
ía cual, sin embargo, no tuvo efecto perdurable sobre la política de comercio exterior.
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del Swarthmore College, que gozaba de la mejor reputación, y que
fue ardiente defensor de una reglamentación liberal del intercambio y luego uno de los principales arquitectos del Acuerdo General
sobre Tarifas Aduaneras y Comercio (GATT), 1.028 economistas
dirigieron conjuntamente, sin éxito,'funa petición al presidente Hoover para que vetara el proyecto de ley arancelaria de SmoothHawley. En años posteriores el gabinete de Roosevelt, animado en
esta cuestión por el secretario de Estado Cordell Hull, puso freno
a la tendencia en pro de aranceles más elevados, mediante el programa de acuerdos comerciales recíprocos. A partir de entonces,
Estados Unidos se comprometió a ceder ventajas en la misma medida en que otros lo hicieran. Así se puso en marcha un proceso,
que duraría más de treinta y cinco años, favorable a la aplicación de menores aranceles con el apoyo casi unánime de los economistas norteamericanos.
Este proceso puso de relieve asimismo la aparición de una solidaridad renovada del pensamiento económico estadounidense con
los intereses económicos dominantes. Durante aquellos años -a
saber, en el período comprendido por los decenios de 1930 a 1960 —
la industria y la agricultura norteamericanas, con algunas excepciones, competían eficazmente en los mercados mundiales. Las empresas transnacionales o multinacionales de Estados Unidos, ocupadas del traslado de materias primas, componentes y productos
terminados entre diferentes fábricas y mercados en distintos países, en busca de los costes más bajos de producción, habían llegado a dominar el escenario, y consideraban que los aranceles eran
en su mayor parte un obstáculo molesto.
Y sin embargo, ya se sabía que en materia económica ninguna realidad es eterna. Durante las décadas de 1970 y 1980, la
creciente competencia de las industrias japonesa, coreana y formoseña han debilitado considerablemente la adhesión estadounidense al libre cambio o al comercio libre. Se han renovado las
peticiones en favor de la protección —ahora, de las industrias envejecidas y maltrechas de Estados Unidos— contra las jóvenes industrias de ultramar. Y con ello ha tenido lugar una previsible
adaptación parcial del pensamiento económico. Especialistas prestigiosos de esta disciplina sostienen ahora la necesidad de una política industrial, eufemismo, como ya se ha visto, utilizado para
designar un proteccionismo, ya sea medianie aranceles o cuotas
de importación, o concediendo alguna forma de subsidio a la in-
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dustria nacional. A este asunto nos referiremos en un capítulo posierior.
Si bien a fines del siglo pasado la ortodoxia clásica logró atravesar el Atlántico, la respuesta marxista a la misma no tuvo ocasión
de hacerlo. Ello no obstante, en Estados Unidos se produjeron otras
tres categorías de respuestas específicas, a saber, una"acción resuelta contra el monopolio, la ya examinada adaptación al uso norteamericano del darwinismo social, y un ataque muy directo de
Henry George y de Thorstein Veblen contra aquellos a quienes el
sistema había enriquecido en sumo grado.
La más fuerte de estas reacciones fue dirigida contra el monopolio, o, en la terminología americana, contra los trusts. En los
años siguientes a la guerra de Secesión, había habido un espectacular despliegue de maniobras destinadas a controlar la competencia, algo que en principio tuvo un apoyo entusiasta, pero que
luego a menudo fue deplorado en la práctica. Entre los monopolios se contaban coaliciones más o menos espontáneas; conjuntos
de empresas en los cuales distintos fabricantes confiaban a una
dirección común el rumbo de los negocios, para luego compartir
los beneficios; trusts a los cuales los accionistas o los propietarios
de compañías hasta entonces en competencia recíproca cedían sus
acciones y el control de sus actividades; y compañías participativas (holdings), de creación más reciente, en las que grupos de empresas hasta entonces en mutua competencia se subordinaban a
la autoridad común de una compañía superior, poseedora de la
mayoría de las acciones o de una proporción suficiente para ejercer el control del conjunto.
Estas cortapisas a la competencia no podían concillarse de ningún modo en términos plausibles con la teoría clásica, según la
cual, como ya se ha visto, el monopolio constituye una grave anomalía, si bien con el atenuante de ser considerado excepcional. En
una situación de monopolio los consumidores no tenían que pagar
el precio óptimo al cual se cubrían meramente los costes marginales, sino que debían abonar un precio más elevado por la producción, menor que la óptima, que maximizaba los beneficios del monopolio. Tan grande era en los decenios de 1870 y 1880 la aten*
ción dedicada al «movimiento de las combinaciones», como llegó a
llamarse, que el monopolio, y no la competencia, parecía ser la
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norma. El caso más espectacular fue el de la Standard Oil. Esta
empresa no sólo procedió en 1879 a la unificación generalizada de
sus anteriores competidoras, luego de haberlas adquirido, sino que
no vaciló en rebajar los precios del petróleo y en aceptar pérdidas
en algunas zonas del país para elipiinar a las firmas independientes. Hecho esto, aumentaba los precios para resarcirse del lucro
cesante. Y a la vez negociaba para obtener tarifas de fletes excepcionalmente favorables, obteniendo rebajas no sólo en función de su
propio volumen de cargas, sino también del de sus competidores.
Estas agresiones contra los intereses del público y de los eventuales competidores motivaron la adopción en 1887 de la Ley de
Comercio Interestatal, destinada a prohibir las más dolorosas manifestaciones de «combinación» y la consiguiente manipulación de
los precios por parte de los ferrocarriles, y tres años más tarde,
de la inmortal Sherman Act, que llevó a) plano legislativo el repudio de la opinión pública contra el monopolio, estipulando que «en
virtud de la presente hoy se declara ilegal todo contrato, combinación bajo la forma de monopolio o de otro modo, o cualquier conspiración, tendente a restringir e) intercambio o el comercio entre
diversos Estados, o con naciones extranjeras)). Posteriormente se
adoptaron normativas más específicas para los ferrocarriles, y. bajo
Woodrow Wilson, un reforzamienío adicional y más minucioso de
la legislación antimonopolista, mediante las leyes Ciaytnn Antitrust
Act y Federal Trade Commission Act.
La Sherman Act, y las leyes que la complementaron, captaron
el interés y excitaron la imaginación de los economistas norteamericanos con una intensidad sin precedentes, fenómeno que habría
de prolongarse durante todo un siglo. La razón de ello es indudable: gracias a esta legislación, el apoyo al sistema clásico se había
combinado con una adhesión aparentemente fervorosa al interés
público. Y se planteaba consiguientemente una reforma cuya pertinencia no podía negar ningún amigo del sistema clásico, y contra
cuya necesidad no podían protestar fácilmente los conservadores.
La legislación antimonopolista también logró el apoyo cíe los
consumidores, y más aún de los pequeños comerciantes y agricultores, es decir, de aquellos que utilizaban los ferrocarriles y padecían las agresiones de los grandes monopolios.1 El promotor de la
5. Véase Joe S. Bain, «Industrial Concentration and Anti-trusr Policy». en T¡u-:
of íhe A.rnerican F.conomy, op. cil., págs. 616-630.
HISTORIA DE LA ECONOMÍA
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;}ey contra los monopolios fue considerado un protector, no sólo
del interés público, sino también de importantes intereses comerciales. Pero, por encima de todo, podía tenerse por un defensor de
Ja ortodoxia clásica. En efecto, esta legislación se destinaba a corregir el único fallo reconocido en un sistema por otros conceptos
irreprochable. Los amigos y partidarios de las empresas monopolistas habrían preferido el silencio, pero dadas sus creencias, no
podían quejarse. Rara vez el activismo económico ha contado con
una base tan segura y respetable.
En los años siguientes a la adopción de la Sherman Act, los
principales casos judiciales que confirmaron, regularon o limitaron su aplicación —o sea, el de Trenton Potteries (1927), la fragmentación del monopolio de la Standard Oil y de Consolidated Tobacco (1911), las querellas fracasadas contra United Shoe Machinery Company (1918) y contra U.S. Steel (1920)-- se convirtieron
en parte integrante de la enseñanza económica en Estados Unidos. Las leyes antitrust también se constituyeron en una importante fuente de ingresos para los abogados, a la vez que proporcionaron modestos beneficios a ios economistas cada vez que se
solicitó su presunto asesoramiento de experto acerca de la existencia o inexistencia de prácticas monopolistas.6 La aplicación de las
leyes antitrust adquirió en esta época el estatuto de una terapéutica general en el pensamiento económico norteamericano. Cualquier
ejercicio aparentemente nocivo de poder económico —aplicación de
precios demasiado elevados, pago de precios demasiado bajos, limitación de la producción y del empleo— daba lugar a un recurso
a las leyes antitrust. Habiendo recomendado esta opción, los economistas se sentían dispensados de toda responsabilidad ulterior.
La fe de la eficacia de las leyes antitrust consiguió sobrevivir
a pesar del hecho, cada vez más visible, de que no parecían ejercer mayor efecto sobre la concentración de las actividades económicas. Pero aparte de algún pálido reflejo en Gran Bretaña y en
Canadá, y de algunas leyes que se adoptaron en Alemania y en
el Japón, inspiradas por economistas y abogados norteamericanos
enemigos de los trusts después de la segunda guerra mundial, 7 la
6. En la universidad de Princeton, a principios del presente siglo, Frank A. Feíter,
uno de los más distinguidos economistas de su época, sentó la regla según la cual ningún
economista que hubiera prestado testimonio a favor de una firma privada en un proceso
antitrust debería ser promovido ni confirmado en su cátedra.
7 Algunos de ellos atribuyeron la propensión y hasta el estímulo al comportamiento
agresivo y a la guerra por parte de los alemanes y japoneses a la influencia de los trusts
en Alemania y de los zaibatsu en el Japón-
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devoción estadounidense hacia la política antimonopolista no llegó
a ser emulada, sino que conservó su carácter excepcional. Y sin
embargo, pese a tal devoción, no hay motivo para creer que el desarrollo económico en Estados Unidos haya sido diferente del que
tuvo lugar en otras partes del mundo. Aquí, como en el extranjero, la dinámica superior de la concentración industrial ha seguido
intacta. Lo que puede haber ocurrido, como resultado de dicha tendencia, es que se hayan establecido menos combinaciones en sentido horizontal, en un mismo ramo de negocios, y que en cambio
se haya recurrido más a entidades conglomeradas. Pero en términos generales, el grado de concentración en Estados Unidos —con
dos tercios de la producción industrial monopolizada por las mil y
tantas empresas más grandes del país— ha sido el mismo que en
los demás países industriales. Es cierto que todavía quedan algunos economistas norteamericanos, más románticos de la cuenta,
según quienes, mediante una enérgica aplicación de las leyes antitrust, tal concentración podría haber sido evitada, pero en este
criterio debe verse una expresión irrefutable de obstinada fe.
Conjuntamente con las manifestaciones ulteriores de la teoría
clásica, la noción del monopolio llegó a generalizarse a lo largo de
los años; tanto la hegemonía de un pequeño número de firmas en
el mercado, u oligopolio, como las características especiales de un
producto o servicio que se distinguían por su originalidad o que
triunfaban a fuerza de publicidad y técnicas de ventas, llegaron a
considerarse como formas del monopolio. Esta generalización, junto
con la concentración de las actividades productivas, hicieron del
monopolio no ya la excepción, sino quizá en cierto grado la regla.
En tales circunstancias, al atacarlo podía entenderse que se estaba atacando al sistema, y no muchos alentaban la esperanza de
que tal ataque tuviera éxito, suponiendo —cosa bastante improbable— que así lo desearan. La legislación aníitrust continúa en
vigor, y los estudiantes siguen leyendo textos en que se describen
los males del monopolio, pero el viejo entusiasmo ha ido apagándose. A esto volveremos a referirnos luego.
A medida que las ideas clásicas llegaban a Estados Unidos, lo hacían acompañadas por una gran teoría destinada a defenderlas.
Se trata del ya mencionado darwinismo social de Herbert Spencer. Esta doctrina llegó, fue aceptada y preconizada como una os-
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de revelación bíblica, pues ésa era la forma que revestía su
¿édica. Debemos ahora referirnos más exactamente a la forma que
asumió su peculiar manifestación norteamericana, y a los factores
que giraban en torno a su exégesis en este país.
Al poner de relieve que los ricos eran producto de la selección
natural dentro del proceso darwiniano, Herbert Spencer, como se
recordará, había eximido al elemento pudiente de todo sentirnientp.de culpa, haciéndole comprender, por el contrario, que sus privilegios eran la encarnación de su propia excelencia biológica. A
la vez, con esto se había eliminado todo sentimiento de obligación
o de preocupación con respecto a los pobres. Por cruel que fuera
su eutanasia, contribuía al objetivo superior del perfeccionamiento
general de la humanidad. Entre los portavoces norteamericanos influyentes de este mensaje se contó Henry Ward Beecher (18131887), miembro de una de las familias más talentosas de Estados
Unidos durante el siglo XIX y pastor en Brooklyn de una de las
feligresías más adineradas de toda la República. Beecher, con una
aleación de economía política, sociología y teología que podría considerarse típica de este país, tendió un puente por encima del abismo aparentemente insalvable que separaba, de un lado, a Darwin,
Spencer y la evolución, y del otro, a la ortodoxia bíblica en lo referente al origen del hombre. Con ese propósito formuló una distinción entre la teología y la religión, definiendo a la primera como
evolucionaría por naturaleza, y a la segunda, como immutable, por
tratarse de la palabra de Dios en el Génesis. A pesar de que en lo
sucesivo no hubo quien presumiera de entender semejante distinción, lo cierto es que, gracias a ella, Darwin, y con él Spencer,
penetraron en las naves de los templos norteamericanos. Eso sí,
en un aspecto vital, por lo menos, Beecher se había despachado
con toda claridad: según él, Spencer se había limitado tan sólo a
expresar de una forma dada la voluntad divina. «Era intención del
Señor que los grandes fueran grandes, y los pequeños, pequeños.»
Ya se ha hecho alusión en este libro al más famoso discípulo
norteamericano de Spencer, William Graham Sumner, profesor de
ciencias políticas y sociales en Yale. Sumner había estudiado en
Oxford, y como otros de su generación, también en Alemania. 8 Aun8. En donde se inscribieron como a l u m n o s de los grandes historiadores eruditos alemanes, a saber, Wühelm Roscher ( 1 8 1 7 - 1 8 9 4 ) , Bruno Hildebrand ( 1 8 1 2 - 1 8 7 8 ) , el ya mencionado
G u s t n v Schmoller K a r l Knies (1821-18%) y H e r m á n Schumacher, padre del aún
m
ás d i s t i n g u i d o F. F, S c h u m a c l i c r . a u t o r de ki Irase Mo pequeño es hermoso»
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JOHN KENNETH GALBRAITH
que conocía perfectamente el sistema clásico británico en sentido
amplio, llegó a adquirir notoriedad por su adhesión al darwinismo social. Al advertir las influencias políticas y el sentimiento de
compasión que habrían de conducir en el futuro al estado de bienestar, se opuso tenazmente a rales tendencias. Según él, ¡o que
debía hacerse era fomentar y retribuir las tendencias, típicas de la
clase media, del ahorro, el trabajo diligente y la honesta vida de
familia. Quienes obran de esta manera y recogen los frutos de sus
afanes no tienen ninguna obligación moral de ayudar a las personas inadaptadas en el plano racial o mental, a las cuales la sociedad trata de inhibir y excluir.
Sumner no creía que cuanto el Estado hiciera en favor o para
la promoción del bienestar social fuese objetable, sino que era entusiasta partidario de la instrucción pública y de las bibliotecas
como instrumentos de educación popular. Pero en cambio se oponía a que los recursos necesarios para esos fines se sustrajeran de
las rentas de los ricos, y era reacio a cuanto sirviera para proteger
y elevar a los pobres. Por ello, Richard T. Ely, fundador de la American Economic Association, se refirió a Sumner como ejemplo
de la clase de economistas que no serían bien recibidos en la asociación.
En Europa, la división entre el privilegio y la pobreza tenía
lugar por clases sociales, pero en Estados Unidos se presentaba
entre individuos, es decir, por una parte los ricos y suficientes, y
por otra, los marginados andrajosos. Ahora bien: una selección darwiniana de individuos, una eutanasia darwiniana de los marginados, parecían más concebibles que las de toda una clase, razón
adicional para explicar la peculiar atracción que Spencer ejercía
sobre los norteamericanos.
Pero con el tiempo el entusiasmo que suscitaban sus ideas fue
disminuyendo, y ya avanzado el siglo XX, cualquier referencia al
darwinismo social llegó a implicar, como ya he sugerido, un cierto
mal gusto. A pesar de lo cual subsiste aún vigorosamente el argumento de Sumner contra el Estado del bienestar como ente incompatible con las virtudes familiares de ahorro, autosuficiencia
y voluntad de éxito, e inclusive como destructor de las mismas. Y
así es cómo la necesidad más general de encontrar fórmulas para
que los pobres no pesen sobre la conciencia individual y colectiva sigue representando una constante en la historia social y económica.
HISTORIA DE LA ECONOMÍA
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Stíencer y sus profetas marcaron el punto culminante en la defenSá de los sectores sociales más ricos de Estados Unidos durante
Jos años siguientes a la Guerra de Secesión. A su vez, como crítica y ataque contra tales opiniones se llegaron a difundir libros con
íáeás originales tan influyentes como Looking Backward, 2000-1887,
de Edward Bellamy, publicado en 1888, y Wealth Against Comjnonwealth (título maravilloso por cierto), de Henry Demarest
LÍoyd, que apareció en 1894. En términos generales, el interés por
esas dos grandes obras no ha sobrevivido. En cambio, persiste la
influencia de otros dos libros de aquella época. Uno de ellos, biblia de un pequeño pero coherente grupo de verdaderos fieles, es
Progress and Poverty, de Henry Geórge, publicado en 1879 y ya
mencionado en estas páginas, y el otro, que por muy poco no llegó
a publicarse en el siglo XX, The Theory of the Leisure Class, de
Thorstein Veblen, aparecido en 1899, y que hasta hoy continúa
siendo uno de los textos de ideas innovadoras en materia económica y social más leídos por el público norteamericano.
Con respecto a Henry Geórge, se trata del autor norteamericano sobre temas de economía más leído en su propia época e inclusive hasta las décadas de 1920 y 1930, tanto en Estados Unidos
como en Europa. Es más: ha sido uno de los más leídos entre
todos los autores estadounidenses.
Si bien era oriundo de Filadelfia, sus años más productivos
transcurrieron en San Francisco, ciudad en la que desarrolló una
carrera periodística financieramente accidentada y una carrera política uniformemente desafortunada. (Más tarde, en Nueva York,
estuvo a punto de ser elegido alcalde.) También constituyó una
prueba viviente, precoz pero duradera, de que ningún periodista
puede jamás ser tomado muy en serio como economista. Su obra
Progress and Poverty, pese a su perdurable influencia social, sólo
se menciona al pasar o no se cita en absoluto en las obras corrientes sobre historia del pensamiento económico.
La idea principal de Henry George, a la cual nos hemos referido anteriormente, gira en torno al enriquecimiento fortuito e injusto que proviene de la propiedad de la tierra, y de lo que esa
circunstancia implica para la financiación del Estado moderno. A
partir de sus observaciones personales y de la lectura de Ricardo,
George había llegado a verificar que el incremento demográfico impulsaba a la roturación de tierras cada vez más distantes, aunque
no necesariamente más pobres, provocando una ristra de privacio-
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JOHN KENNETH GALBRAITH
nes. Pero desde su punto de mira en San Francisco, en medio del
pujante incremento demográfico y del auge económico que habían
sucedido a la fiebre del oro de 1849, pudo advertir con claridad
mucho mayor otro aspecto del desarrollo en términos ricardinos
Se trataba del increíble y desmesurado enriquecimiento de los terratenientes a medida que avanzaba la frontera, aumentaba la población y tenía lugar, como se diría actualmente, el desarrollo económico. A George le pareció intolerable el contraste resultante entre
riqueza y miseria, y con él, la negación de cuanto podía llamarse
progreso. «Mientras la totalidad de la riqueza que aporta el progreso moderno vaya a engrosar grandes fortunas, a aumentar el
lujo y a agudizar el contraste entre la opulencia y la necesidad, el
progreso no será real y no podrá resultar permanente.» 9
A partir de esta comprobación propuso el remedio que lo hizo
famoso: había que aplicar un impuesto a los beneficios obtenidos
sin ningún trabajo de la propiedad del suelo, es decir, que no procedieran de los esfuerzos ni de la inteligencia del propietario, sino
que se originaran, pasivamente, del incremento general de la población y de la industria. A criterio de George, con los recursos
obtenidos en esta forma podrían costearse holgadamente ¡os gastos del Estado y todos los demás impuestos resultarían superfluos
e innecesarios. De aquí el nombre de su gran reforma, el impuesto Único, en torno al cual sus fervientes partidarios desplegaron
su prédica y su agitación en el ámbito político.
Pero esta fórmula involucraba unos cuantos problemas, lo cual
puede tal vez explicar en parte el desdén que le profesan los economistas profesionales. El aumento del valor de la tierra estaba
lejos de constituir la única forma fortuita de enriquecimiento. Muchas otras personas, además de los terratenientes, y sin excluir a
los inversores pasivos en toda clase de empresas industriales, de
transportes, de comunicaciones y de la banca, se enriquecían también sin ningún esfuerzo de su parte. ¿Por qué habría de darse
toda la culpa a los propietarios de la tierra? Era innegable, y así
se alegó, que Henry George se había dejado arrebatar por el gran
aumento del valor de la tierra en California.
Tampoco era cosa de confiscar el beneficio proveniente del aumento del valor de la tierra. Si Estados Unidos, o mejor aún las
9. Henry George, Progrms and Poverty (Nueva York, Robert Schalkenbach Foundation, 1955). pág- 10 ( H a y ediciones en castellano: véase Bibliografía.)
HISTORIA DE LA E C O N O M Í A
185
Colonias, se hubieran valido desde un principio de la invende Henry George, quizá habría sido posible aplicar un impuesto creciente con respecto al aumento de las rentas y del ingreso, manteniendo así constante el valor de la tierra a medida que
¿rextendía la colonización y tenía lugar el desarrollo. Pero llegar
más tarde y ponerse a reducir, y hasta a confiscar, mediante un
iiflpuesto, los valores de la propiedad de quienes habían comprado las tierras, en vez de proceder así con quienes habían invertido
en ferrocarriles, fundiciones de acero u otras propiedades cuyo
tfaíor también crecía, habría sido indudablemente una medida discriminatoria. También se ha deliberado con toda solemnidad y se
han hecho algunos cálculos para verificar si el impuesto preconizado por Henry George podría realmente haber financiado todos
los gastos de un Estado moderno.
Se planteaba por último otra dificultad, la mayor de todas, que
por lo general no llegó siquiera a mencionarse, a saber, que había
muchísimos terratenientes, ricos y no tan ricos, que hubieran
opuesto una resistencia fundada en serias razones y con un peso
político decisivo.
En torno a la ciudad de Estocolmo hay una franja de tierras
públicas en las que los particulares no pueden especular con los
beneficios pasivamente acumulados de la expansión metropolitana. Lo mismo sucede con el Greenbelt de Londres, aunque esas
tierras sean propiedad privada. En 1901 Thomas L. Johnson fue
elegido alcalde de Cleveland con una plataforma electoral que preconizaba el impuesto único, y en 1933 la ciudad de Pittstburgh hizo
lo propio con William McNair, también para que aplicara esa iniciativa. Sin embargo, ninguno de los dos pudo contar con el mandato necesario para implantar dicho impuesto. Una pequeña agrupación de fieles, -en Nueva York y en otras localidades, continúa
promoviendo las ideas y recetas de Henry George, a la vez que
reimprimiendo sus obras. Pero como en el caso de Spencer, sus
creencias aparecen menos en la conciencia pública formal que en
los trasfondos del subconsciente colectivo. Así ocurre, por ejemplo,
que el agente de la propiedad inmobiliaria, beneficiario promotor
del incremento del valor de la tierra, es posiblemente el peor mirado de los todos los empresarios en Estados Unidos. Se considera, en
efecto, que el especulador en bienes inmuebles es intrínsecamente
menos honrado que quien compra y vende acciones, títulos, mercancías u opciones financieras. Y si bien no se profesa ningún cari-
•m.,.
186
JOHN KENNETH GALBRAITH
ño al impuesto sobre la propiedad inmobiliaria, se lo considera
socialmente superior al impuesto sobre las ventas y posiblemente
hasta al impuesto sobre la renta. En todas estas actitudes del público estadounidense perdura la distante influencia de Henry George
Y persiste también otro legado más específico. Estados Unidos
comparte con Canadá y la Unión Soviética una profunda proclividad a la propiedad pública de la tierra, o sea, al dominio público.
Este dominio público... (dijo Henry George) ha venido siendo el
gran factor que, desde los días en que comenzaron a instalarse las
primeras colonias en la costa del Atlántico, fue modelando nuestro
carácter nacional y coloreando nuestro pensamiento... La inteligencia general, el bienestar general, la fértil invención, el poder de
adaptación y de asimilación, el espíritu libre e independiente, ¡a
energía y la esperanza que han caracterizado a nuestro pueblo, no
son causas, sino resultados, pues son todos elementos surgidos de
una tierra exenta de cercas.'0
Sin duda es una exageración, pero tanto en espíritu como en
su efecto político práctico ha mantenido alerta al pueblo norteamericano en io referente al dominio todavía vasto de las tierras
públicas y a su protección. El socialismo no goza de fuerte predicamento en los Estados Unidos, pero gracias a Henry George nadie
pone en tela de juicio sus virtudes cuando se trata de parques o
bosques nacionales, o de otras categorías de tierras públicas,
Al sur de Minneapolis y St. Paul, en Minnesota, el paisaje suavemente ondulado nutre algunas de las explotaciones rurales mejor
dotadas del continente americano, y aun del mundo entero. Allí
puede experimentarse la sensación de navegar en una anchurosa
y rica corriente que fluye hacia el horizonte, o más precisamente, hacia los lindes de lowa. En aquella región, sobre las adyacencias meridionales de la pequeña ciudad de Northfield, se encuentran las 107 hectáreas de tierra sumamente fértil a la cual
llegó un día Thomas Veblen, y en las que edificó, con sus propias
manos, una casa que hasta hoy sigue en pie. 11 Allí transcurrió la
10. George, op. cil., págs. 389-390.
11. Aigunos docentes bien inspirados del Carleton College. en Northfield. donde estudió Thorstein Veblen, han tomado en estos últimos años, junto con otros nativos de Minnesota, la iniciativa de restaurar y conservar la vivienda rural de la familia Veblen
HISTORIA DE LA ECONOMÍA
187
infancia de su hijo Thorstein Veblen (1857-1929), que había na<3d» en otra granía mas antigua de su familia en el condado de
:
|Janitowoc, estado de Wisconsin, y que fue luego a estudiar en
el Carleton College de la Universidad de Johns Hopkins, y en
Yale, donde uno de sus principales mentores fue William Graham
Sumner.
. R e i n a en torno a la figura de Thorstein Veblen un mito según
el cual había sido en sus orígenes un pobre muchacho campesino,
que desde su adolescencia desentonó, tanto en el aspecto emotivo
como en el intelectual, con la opulencia del mundo al que se vio
luego expuesto. Pero en términos más prosaicos, si bien los Vebien eran gente sobria, tenían un buen pasar, como algunos de
sus parientes llegaron a especificar más tarde de forma airada, y
por cierto que Thomas Veblen no dudaba en absoluto de su buena
fortuna cuando se comparaba con las gentes a quienes había dejado atrás en Noruega. Los estudios de sus hijos fueron costeados
con los recursos producidos por la granja familiar, si bien Thomas, en un gesto característico, edificó una casa en las afueras
de Northfield para albergar a su prole mientras ésta concurría a
clase en Carleton, forma sensata de reducir su coste de vida. Lo
más probable es que en las obras de Veblen haya influido poderosamente la situación de su grupo étnico en la sociedad de Minnesota.
Los granjeros noruegos eran una colectividad responsable, diligente, económicamente eficaz, pero socialmente inferior al estamento anglosajón de las ciudades. La inferioridad social puede ser ocasionalmente aceptada, pero cuando no se reconoce la superioridad
intelectual, como no se les reconocía a los Veblen, ello puede suscitar un resentimiento más agudo. Parecía probable que de esta
circunstancia proviniese el ataque vitalicio de Veblen contra quienes presumían de excelencia social.
Después de Yale, en donde escribió su tesis doctoral sobre
Emmanuel Kant para el Departamento de Filosofía, y tras algunos años de desempleo y de lecturas otra vez en Northfield, fue
a estudiar economía en Cornell y luego enseñó en las universidades de Chicago, Stanford y Missouri, para finalizar su carrera
en la New School for Social Research de Nueva York. La generación de escritores y críticos que nos ha precedido atribuyó gran
importancia a las opiniones harto liberales de Veblen respecto
de la vida matrimonial y de los asuntos sexuales para explicar
188
JOHN K E N N E T H GALBRAITH
HISTORIA DE LA ECONOMÍA
189
12
algunas de sus actitudes. En la actualidad a nadie se le ocurriría formular ni siquiera una observación marginal sobre el terna
Thorstein Veblen aportó muchas contribuciones de influencia
perdurable en la -historia de la economía,
y una o dos de ellas re;
visten gran importancia.
í
Para empezar, se erigió en crítico del sistema clásico, mediante una serie de ensayos breves publicados hacia fines del siglo xix
y principios del actual. 1 3 En ellos sostenía que las ideas centrales
del sistema clásico no reflejaban una búsqueda de la verdad y de
la realidad, sino que habían constituido y seguían constituyendo
una celebración de las creencias admitidas. Cada sociedad cuenta
con un sistema de pensamiento fundado no en la situación real,
sino en aquello que agrada y conviene a los intereses dominantes.
El hombre económico cuidadosamente calculador, dedicado a la
obtención del máximo placer, descrito por la economía política ciásica, no pasa de ser una creación artificial; en realidad, la motivación humana es mucho más diversa. La teoría económica es un
ejercicio de «adecuación ceremonial»', intemporal, de tendencia estática y universal y continuamente válida, como la religión; pero
en cambio la vida económica, como se advierte con frecuencia, es
evolutiva. Así como se transforman las instituciones económicas,
va también cambiando, o debería cambiar, el tema de que se ocupa
la economía política; sólo puede haber comprensión en la medida
en que el estudioso tome nota de los cambios.
De las consideraciones precedentes fue originándose un nuevo
escepticismo, persistente y aun obligatorio, con respecto al sistema clásico. El que seguía apegado a éste en exceso perdía de vista
la verdad, o más bien, según la formulación de Veblen, aceptaba
una tendencia antropológica a la celebración litúrgica. Así quedaba definida la teoría clásica. Este criterio irrespetuoso, casi agnóstico, llegó a caracterizar a todo un sector, que no es en absoluto
insignificante, del pensamiento económico norteamericano. En vir-
- --v-u^m es apócrifa
Recopilado v vuello a p u b l i c a r en
(Nueva York, B W/Huehsch, 1« I 9 )
tud del mismo las ideas admitidas pasaron a ser objeto de sospechas; los motivos debían cuestionarse; la acción oficial, aunque
aparentemente estuviera movida por las mejores intenciones, debía
%é8templarse con escepticismo. Thorstein Veblen era un personaje
francamente destructivo, que casi nunca se rebajó a formular recomendaciones prácticas. De él proviene en gran medida la actitud premeditadamente crítica que se trasluce en las observaciones
de algunos economistas norteamericanos actuales.
Otra aportación de Veblen, presentada con suma eficacia en The
Theory of Business Enterprise (1904), es la revelación de un enconado conflicto, dentro de la organización comercial moderna, entre
dos bandos, constituido uno de ellos por ingenieros y hombres de
ciencia —es decir, profesionales de elevadas calificaciones y gran
potencial productivo— y el otro por hombres de negocios en busca
de beneficios. Estos últimos, para bien o para mal, ejercen un dominio sobre los talentos y tendencias de hombres de ciencia e ingenieros, y en caso necesario proceden a reprimirlos para mantener los precios y maximizar las ganancias. De esta concepción de
la empresa comercial se desprende, a su vez, una conclusión obvia:
si pudiera liberarse a los más eficaces, por su capacidad técnica y
por su imaginación, de las limitaciones impuestas por el sistema
de los negocios, la actividad económica alcanzaría una productividad y una riqueza sin precedentes.
Podría suponerse, para elaborar uno de los títulos de Veblen,
la existencia de un conflicto entre los ingenieros y el sistema de
precios. Podrían inventarse cosas imposibles de vender con beneficio. Pero en ese caso subsistiría la necesidad de determinar en
qué medida habría que dar estímulo a tal actividad, y hasta qué
punto debería ser restringida. Para ello, los ingenieros tendrían que
optar, ya sea por atenerse a la respuesta del mercado, o bien por
subordinarse a alguna autoridad superior, que podría ser tal vez
un sistema de planificación dominado por colegas suyos. En el primero de esos dos casos no ocurriría nada nuevo, pero en el segundo sería precisa una revolución. Veblen, por su parte, no escogió
ninguna de las dos soluciones. Como ya se ha observado, tenía
por nqrma esquivar esas cuestiones prácticas.
Durante un tiempo, en el decenio de 1930, floreció un movimiento político vebleniano, fundado en tales opiniones, bajo la di-
190
JOHN KENNETH GALBRAITH
rección de Howard Scott. Se trataba de la tecnocracia, un proyecto económico y político que habría dado rienda suelta a las energías productivas de los ingenieros y de otros técnicos, reduciendo
a la vez la importancia de los intereses comerciales. Su existencia
fue efímera.14
'(
También cabe mencionar las tesis de Veblen sobre otras dos
cuestiones, posiblemente de menor importancia. Una de ellas se
materializó en la especial atención que prestaba al interés con trasfondo artístico del trabajador ordinario o del artesano por la calidad de su desempeño: «Estoy orgulloso de mi trabajo.)) Esta concepción la desarrolló en The Instinct of Workmanship (1914), y por
cierto se trata de un factor que, una vez identificado, puede verificarse alegremente en la vida cotidiana. La otra es su examen maravillosamente ácido del mundo universitario en The Higher Learning ¿n America (1918), obra en la que influyó no poco su propia
experiencia peripatética, la cual, a su vez, fue fomentada en paite
por el evidente deseo de los administradores universitarios de que
se fuera a enseñar a otro lado. En aquella época, los colegios universitarios y las universidades estadounidenses dependían muy estrechamente de los intereses comerciales que las regían mediante
sus patronatos. Se procedía a examinar con gran atención las opiniones de los docentes, a fin de prevenir toda herejía, o sea, cualquier punto de vista opuesto a lo que se estimaba conveniente para
el mundo de los negocios. Veblen atacó esta situación con tanta
energía como eficacia.
Ahora bien, aunque las cosas hayan cambiado mucho desde
entonces, puede percibirse aún hoy un eco de aquellas actitudes
dominantes en la creencia perdurable de que la orientación definitiva del sistema universitario debe ser responsabilidad de hombres de negocios (actualmente, de dirigentes de sociedades anónimas) con la debida experiencia en la práctica administrativa. Se
reconoce que los profesores pueden actuar con éxito en asuntos
de interés público, pero en cambio no hay que conferirles responsabilidades en materia de finanzas o en otros aspectos administrativos de la universidad.
14. Si bien Continentai Headquarters. Technocracy, Inc., en Savannah, ühio. continúa editando publicaciones sobre el tema.
HISTORIA DE LA ECONOMÍA
191
Tanto The Instinct of Workmanship como Higher Learning son
obras que aún hoy informan y divierten. Y sobre todo, en una cuestión definitiva y de vital importancia, Thorstein Veblen sigue haciéndose oír todavía con voz resonante, casi un siglo después de
haber publicado su principal libro. Se trata de su soberbio análisis de las maneras y de los motivos de los ricos en su obra The
Theory of the Leisure class, que puede ser y es en efecto leída hasta
hoy con placer y con provecho y deleite intelectuales. Una vez que
lo haya hecho, ningún lector despejado volverá a ver con los mismos ojos el mundo de la economía.
El tema del libro es la colectividad de los norteamericanos, quienes, durante los decenios de 1880 y 1890, constituían el fenómeno
más ostentoso en el escenario social estadounidense, y cada vez
más, también del europeo. Los norteamericanos eran entonces en
París o en la Riviera lo que serían más tarde, sucesivamente, los
magnates griegos, los iraníes y los árabes en St. Moritz, Gstaad y
Marbella.
Como ya hemos visto, aun antes de Veblen, los ricos de la Era
Dorada, que fueron quienes dieron a ésta ese nombre, no se habían visto libres de ataques. Eran en efecto vulnerables, dado su
potencial como monopolistas, si bien ocupaban su lugar dentro del
sistema clásico. Pero esa crítica les resultaba soportable, pues podían seguir creyendo que su buena fortuna era la recompensa de
una iniciativa excepcional, o bien una manifestación de la excelencia biológica que les otorgaba Spencer. Era natural que se les
tuviera envidia. También eran de esperar las arengas políticas
dirigidas en forma compulsiva e irreflexiva a las masas populares, incluida la de Theodore Roosevelt, cuando en Provincetown,
Massachusetts, se refirió en 1907 a los «malhechores de la gran
riqueza». Pero en cambio, lo que no podía tolerarse era el ridículo, muy especialmente cuando éste permitía a intelectuales menesterosos sentirse socialmente superiores al hombre de medios.
Este ridículo lo puso de manifiesto Veblen magistralmente en
The Theory of the Leisure class, pues la denominación «clase ociosa», en la forma en que la utiliza, es sinónimo de «los ricos». El
tono del libro es rigurosamente científico, bastante más que su método. Los ricos constituyen un fenómeno antropológico; no son distintos de las tribus primitivas que Veblen describe, y que ocasionalmente adapta a los fines de su tesis. La institución de una clase
ociosa encuentra su mejor expresión en las etapas más elevadas
192
JOHN K E N N E T H G A L B K A I T H
de la cultura bárbara», 15 y los ritos tribales de ésta tienen su réplica en las cenas, bailes y otras diversiones de las grandes casas
de Nueva York y Newport. Tanto en Papua como en la Quinta
Avenida lo que tiene lugar es un fenómeno de competición exhibicionista. «Los entretenimientos costosos, como el potlaích o las veladas danzantes, se prestan en especial a ese fin.» 1 6 El dirigente
tribal, tanto en Papua como en Nueva York, atribuye gran importancia al adorno de sus mujeres. Mientras que en el primer caso
se infligen dolorosos tatuajes y mutilaciones a pechos y cuerpos,
en el segundo las mujeres se ven sometidas a la constricción más
o menos similar, por lo penosa, de los corsés. Empero, la moderna
clase ociosa se ha alejado un poco de sus formas puramente bárbaras: «Como último resultado de esta evolución de una institución arcaica, la esposa, que era en un principio la acémila y la
esclava del hombre, tanto en la práctica como en la teoría -como
productora de bienes para que él los consumiera — , ha llegado a
convertirse en la consumidora ceremonial de los bienes por él producidos.»17 Ninguna de estas situaciones arranca a Veblen una palabra de crítica o de lamentación; su único interés es la descripción
objetiva de ¡o evidente, y hasta de lo obvio.
Como ejemplo superior del método de Veblen puede citarse su
análisis de la relación entre perro y amo. Vale la pena hacerlo con
cierta extensión.
El perro tiene sus ventajas tanto por su inutilidad como por sus
dotes temperamentales particulares. Suele hablarse de él, eminentemente, como el amigo del hombre, y se encomian su inteligencia y
su fidelidad. Esto quiere decir que el perro es el sirviente del hombre, y que posee el don del servilismo incuestionado y la rapidez
del esclavo en captar el humor del amo. Junto con estos rasgos,
que lo hacen adecuado para la relación de status —y que a los
fines presentes se han considerado como características útiles , el
perro posee otros que le confieren un valor estético más equívoco.
Es el más inmundo de los animales domésticos en cuanto a su hi15. Thorstein Veblen, The Theory of the Leisure Class (Nueva York. The Mociern Library, 1934). pág. 1 (Hay edición en castellano: Teoría da la clase ociosa.}
16. Veblen, op. cit., pág. 75. Pero las celebraciones no eran la única fuente de gran
prestigio. «La ebriedad y otras consecuencias patológicas del libre consumo de e s t i m u l a n tes tienden, por lo tanto, a convertirse a su vez en un factor honorífico, por constituir en
segundo grado un indicio del status superior de quienes pueden costearse ese lujo» Veblen, ibid., pág. 70.
17. Veblen, ibid., pág. 83.
HISTORIA DE LA ECONOMÍA
193
giene corporal, y el más perverso en sus costumbres. Esto lo compensa adoptando una actitud servil y aduladora frente a su amo,
unida a la disposición de hacer daño y causar molestias a todos
los demás. De este modo, el perro nos cae simpático al darnos coba
en nuestra propensión a ser mandones, y como es también un artículo costoso, y por lo general no rinde ningún beneficio en material laboral, se tiene bien ganado su lugar en la .consideración del
hombre como objeto de prestigio. Al mismo tiempo, está asociado
en nuestra imaginación con la caza, que es a la vez un empleo meritorio y una expresión del honorable impulso de rapiña. 18
tv
*?
Sin embargo, la argumentación de Veblen no obtuvo sus mayores efectos sólo mediante esta clase de alegatos y de ejemplos
maravillosamente concebidos, sino también, en grado extraordinario, con su utilización del lenguaje, y en particular de las dos frases «ocio ostentoso» y «consumo ostentoso)). Para los ricos, según
los concebía Veblen, la exención del trabajo y el gasto premeditadamente ostentoso era muestra de superioridad frecuentemente exhibidas: «La única forma practicable de impresionar con nuestra
capacidad pecuniaria... es demostrar constantemente nuestra capacidad de pagar.»19 Las dos frases aludidas, especialmente «consumo ostentoso», han llegado a formar parte integrante del lenguaje y de la cultura en Estados Unidos. Han influido en las actitudes y en el comportamiento económicos y sociales de incontables
millones de personas que nunca oyeron hablar de Thorstein Veblen. A raíz de ello, en las esferas pudientes de Estados Unidos el
ocio ha llegado, desde luego entre los varones, pero también entre
las mujeres, a «perder reputación». Todo el mundo está expuesto
a la consabida pregunta: «¿Qué estás haciendo?» Y, más específicamente, ninguna diversión, ninguna casa, en cuanto asume ciertas proporciones o costes, puede librarse de esa descripción denigrante: «consumo ostentoso». El consumo había representado el
fin supremo de la vida económica clásica, la fuente más excelsa
de la «felicidad)) para Bentham, la justificación final de todo esfuerzo y de todo trabajo. En cambio, con Veblen, en su última
etapa, llegó a convertirse en algo vacuo, en un servicio prestado a
un pueril engrandecimiento personal. ¿Es éste realmente el significado final del sistema económico?
18.
19.
Veblen, ibid., pág 1 4 1 .
Veblen. ibid., pág. 87.
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Una consecuencia práctica de Veblen ha sido la modificador
de las actitudes contemporáneas respecto a la arquitectura y a la
utilización de la riqueza personal. Los ingresos netos exceden actualmente cuanto se conoció en tiempos de Veblen, pero con ellos
ya no se construyen palacetes en la Quinta Avenida ni en Newport. La ostentación que proporcionan en Beverly Hills es apropiada, pero de ningún modo comparable con la de la Edad Dorada. El avión de reacción al servicio de los dirigentes de empresa y
los opulentos festivales que se celebran en ocasión de las convenciones de negocios deben ahora subordinarse al escudo protector
de los servicios o necesidades de la sociedad anónima. Ya en ninguna parte puede pretender la riqueza el papel justificador de las
ceremonias y celebraciones no funcionales de otrora.
Claro que actúan hoy otras influencias represoras del alegre
gasto monetario: en efecto, no se considera políticamente acertado
que se haga ostentación de riqueza personal, y tampoco abundan
los sirvientes y otros subordinados dispuestos a colaborar en el
tema. Pero todo esto no pone en tela de juicio el legado de Veblen, con su sonrisa de hombre divertido ante la cultura bárbara
y el consumo ostentoso.
Su influencia se pone también de relieve en el contraste entre
las actitudes sociales de Estados Unidos y las de Europa. Tanto
la Riviera como París y Suiza se han sustraído a la influencia de
Veblen. Allí el consumo en su máxima expresión sigue siendo prestigioso; allí los norteamericanos ricos pueden ir todavía para proceder al goce irrestricto de la riqueza y al despliegue de la misma
que se les niega en su país a causa de la diestra ridiculización
perpetrada por Veblen.
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