LA BANALIDAD DEL MAL Casi necesariamente, si existe algo bueno, si en alguna parte existe el bien o algo parecido, tiene que existir su contrario, el mal. Sócrates plantea que el mal no sólo es la ausencia de bien, una definición por otra parte más que ajustada, sino como la ignorancia de qué es lo bueno y, por supuesto, de cómo hacerlo. Quizás esa ignorancia del bien a la que apela el ateniense es la misma de aquella de la que habla Hannah Arendt en el post-scriptum de Eichmann en Jerusalén. El prisionero Eichmann, en el que en el juicio realizado en Israel pretendía personalizarse el mal mismo, no era más que un hombre, un simple funcionario con ganas de medrar y que únicamente “hacía su trabajo”. Si bien es cierto que los grandes crímenes del nazismo no tienen como máximo culpable a Adolf Eichmann, sí que tenemos que planearnos algo distinto. Quizás no sea culpable del Holocausto, pero indudablemente es responsable de él, como lo fueron también los millones de alemanes que votaron y alzaron a la cancillería a Hitler o como también, y esto le costó grandes críticas a la autora, los responsables de los consejos judíos. A través del informe que transcribe Arendt en su libro podemos ver que el supuesto genio del mal que se juzga no es más que un hombrecillo, un hombre sin más interés ni criterio que el de su propio posicionamiento social y político. Aun así debía ser juzgado y castigado por sus crímenes, era un criminal y había cometido el mayor de todos: el genocidio. Términos como genocidio o crímenes contra la humanidad eran impensables antes del mal absoluto que supuso el régimen nazi. Sí, había crímenes de guerra, pero no un intento organizado y estatalizado de acabar con una raza entera como quiso hacer el tercer reich. Intentar acabar con un pueblo entero tiene que ser necesariamente un crimen contra toda la raza humana, de eso no cabe duda. Es indudable que el papel de Eichmann es de vital importancia. Fue uno de los principales responsables de los asuntos judíos, hablaba hebreo con cierta soltura y se codeaba con los líderes de las sinagogas y de los consejos judíos de la mayoría de las ciudades de Centroeuropa. Con ellos planeó lo que en primera instancia era el proyecto antisemita de Alemania: Deportar a todo el pueblo judío a una zona apartada como Madagascar. Favoreció la emigración a Israel que ya en aquel entonces estaba comenzando. Pero todo eso lo hizo sin ningún sentimiento de empatía con el pueblo judío, ni para bien ni para mal, no les odiaba, simplemente no le importaban. Así que cuando formó parte de la decisión final no lo hacía por puro antisemitismo, sus trenes llegaban a la hora exacta y con el exacto número de personas requeridas hasta los campos de exterminio, no porque él fuese malvado, solamente era lo que le habían mandado hacer. Se podría decir con Sócrates y la propia Arendt que fue su absoluta ignorancia de lo que es el bien lo que le llevó a actuar de esa manera. Eichmann nunca se paró a pensar en sus acciones, en el valor moral de las mismas, se comportó como una máquina, se negó a ver lo terrorífico de lo que estaba haciendo. Puede que sea esta cuestión la que que establece el enlace entre el ensayo de la alemana y el documental “El acto de matar” del danés Joshua Oppenheimer en que se nos cuenta una historia sobre la maldad absoluta personalizada en el asesino y torturador Anwar Congo. Él y sus compañeros cometieron miles de asesinatos durante 1965-66 apoyados por el ejército y el gobierno. A diferencia de Eichmann ellos sí que parece que se regodean en el asesinato de miles (El alemán de hecho asegura que él nunca mató a nadie por si mismo), en las técnicas de tortura, en cómo reían y bailaban mientras maltrataban y mataban a sus víctimas. Quizás de ellos sí que pueda decirse que son malvados, aunque también puede decirse de Eichmann que “sólo organizaba horarios de trenes”. Pero al final si uno se detiene vuelve a encontrarse con la ignorancia, con la imposibilidad de pensar, de ser conscientes de lo que están haciendo. Congo y sus camaradas saben que lo que han hecho puede ser juzgado, que en La Haya hay un sitio reservado para ellos, pero les da lo mismo. Ellos sólo hicieron lo que se les pedía, lo que se les permitía hacer. Se trataba de personas completamente normales que en una situación extrema se comportaban como simples robots, que no se planteaban nada, sólo (como un mantra que se repiten una y otra vez) hacían su trabajo. Sólo al final del documental veremos como aparece en Congo cierta luz de arrepentimiento, cierta empatía, compasión por los que había asesinado, pero esto sólo es posible por la extraña recreación que plantea la película. Sólo al sufrir en carne propia lo mismo que él había hecho se da cuenta de lo horrible que es y de que además él se lo había hecho a miles de personas. Pero esto no puede ser suficiente. El documental nos pone del lado humano del asesino. Nos muestra que es capaz de sufrir, que por fin ha recuperado la conciencia. Al saber lo que es morir ha comprendido lo que es matar, ha salido de su ignorancia. Pero esto no le libera de sus crímenes, es responsable, es culpable, aunque por desgracia nunca vaya a ser juzgado. Suele decirse que para que el mal triunfe sólo hace falta que los buenos no hagan nada, como nos recuerda el famoso poema de Bretch, pero valdría más decir que para que el mal triunfe sólo hace falta que dejemos de pensar.