(A PROPÓSITO DE EMERY) Unai, el nieto de “El Pajarito” El 10 de febrero de 1929 Jose Pitus Prats, delantero del RCD Español, marcaba el primer gol de la historia de la liga española. Aquel gol remoto en el viejo Sarriá lo encajó el portero del Real Unión de Irún. Apodado “el pajarito”, su nombre real era Antonio Emery. De padre francés, Emery trabajó toda su vida en el ferrocarril, apenas ganó 500 pesetas con el fútbol durante toda su carrera. Empezó jugando de delantero, pero un día el portero de su equipo se lastimó, él lo sustituyó, y debajo los palos se quedó para siempre. A pesar de su talla escasa fue un buen portero, gran aficionado a las angulas cuando éstas aún no eran un manjar mítico. Pero no es de éste Emery de quien me gustaría hablarles, ni de su hijo Juan, portero como él, sino de su nieto Unai, nacido en Hondarribia en 1971 y destinado a ser tan discreto futbolista como lo fueron su padre y su abuelo, pero que se convertiría en un gran entrenador de fútbol. Uno de los mejores. Ya sé que con respeto a Unai Emery rara vez hubo unanimidad. Si acaso, cuando entrenó a la UD Almería. En Valencia la afición le tuvo poco afecto. Lo dejaron ir en 2012, después de haber clasificado al equipo para la Champions. Lo hizo tres veces en cuatro temporadas, pero decidieron cambiarlo por Mauricio Pellegrino. Sobre gustos no hay disputas, que cantó Serrat. El Valencia, por cierto, no ha vuelto a jugar la Liga de Campeones desde que Emery se fue. Llegó a Sevilla recién estrenado 2013, para sustituir a Michel. Los resultados avalan su trabajo. Fue noveno la primera temporada. La segunda quinto, y campeón de la Europa League. En la que nos ocupa, el equipo ha alcanzado una velocidad de crucero que ya veremos a qué puerto lo conduce. Tiene el Sevilla 52 puntos y está solo uno por debajo de su mejor registro histórico. Se fue Rakitic como se fueron antes Negredo, Navas, Medel, Alberto Moreno o Fazio. Le ha tocado construir un equipo en cada comienzo de temporada, y jamás le escuchamos una queja. Su lealtad pública y privada al club que le paga es inquebrantable. A Unai se le empieza a reconocer como lo que es: uno de los mejores. Con sus errores, como todos. Pero a diferencia de otros con más nombre, más glamour o más tonterías, a Unai le toca demostrarlo en cada partido. Cuando se ha equivocado, la grada, que aunque pague no siempre tiene la razón, fue implacable con el. Es el peaje que le toca por ser un entrenador de club, que jamás saca los pies del tiesto, ni busca excusas para justificar las derrotas. Probablemente porque así se lo enseñaron en su casa. Las enseñanzas le llegaron a Unai Emery sin filtrar desde un tiempo legendario en el que el fútbol todavía no había empezado su triste viaje del placer al deber, del que nos habló Eduardo Galeano. Un tiempo en el que la victorias se medían en goles, pero también por el barro de la camiseta y por los moratones con los que uno volvía a casa. Un tiempo en el que los delanteros aún podían jugar de porteros, y en el que un humilde ferroviario y futbolista a quien llamaban “el pajarito” podía permitirse el lujo de hacer novillos en los entrenamientos para hartarse angulas con los amigos.