Subido por Alejandro Fiori

8 Cullen

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La América Profunda busca su sujeto
De cómo entiende la filosofía Rodolfo Kusch
Carlos Cullen
Rodolfo Kusch.
1. Citamos los textos de Kusch en la edición Obras completas, en cuatro volúmenes,
que publicó la Editorial Fundación Ross
de Rosario, entre 1998 y 2003. Se cita el
volumen y las páginas.
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ESPACIOS
Como una forma de pensar
y celebrar el bicentenario de la
Revolución de Mayo, este artículo
se propone reflexionar sobre el
filosofar en América desde una
aproximación al pensamiento de
Rodolfo Kusch.1
En una mesa redonda sobre la
filosofía nacional sostuvo Kusch
que “la cuestión es la danza propia”.
Porque nos pasa como en la “danza
de la trenzas navideñas en la
Quebrada, se continúa trenzando y
destrenzando lo que está depositado en el corpus. Pero puede ocurrir
lo peor: aceptar el filosofar como
pensamiento y no como reiteración, pero entonces, los pies se nos
entreveran porque hemos perdido
el ritmo del conjunto. Está por
medio el que nuestra danza no sea
la adecuada… El problema no está
en haber trenzado todas las cintas,
sino en que lo que se dio en llamar
filosofía no es el corpus real… Hay
que destrenzar las cintas, para trenzarlas de acuerdo con un corpus
realmente nacional y que no se
molesten los danzantes. El estado
actual de la cuestión se reduce a la
danza propia, o sea, a cometer el
ridículo de dar pasos inadecuados.
Y en esto va la responsabilidad del
pensador” (Kusch, IV: 24). Es que
la repetición a partir de un corpus
(problemas, en definitiva) que no
es real, es mera repetición.
Pensar, en cambio, tiene que
ver con la danza propia, donde se
actualiza lo importante y lo digno
de ser pensado. El tema es que se
actualiza como un relato de un
verdadero descenso al infierno filosófico, es decir, ese “subsuelo patrio
–que es un horizonte negro–, esa
pre-patria donde quedó enterrada
nuestra verdad, y que cierto renovado afán de pulcritud nos impide
escarbar” (Kusch, IV: 25). Es desde
este descenso, verdadera hybrys
o robo prometeico del fuego del
logos hegemónico, desde donde
puede emerger la transfiguración,
es decir, un pensamiento creador.
Lo que ocurre es que este
“subsuelo”, esta pre-patria, esta trastienda, este corpus real, no es otro
que el de la América Profunda, ese
cuerpo del Inkarri, desgarrado y separado de su cabeza, que –enterrado en el fondo de América– crece
continuamente, buscando integrar
su fragmentación. En ese corpus
real confluyen “indios, porteños y
dioses”; se trata del pensamiento
implícito de América, que no es
otro que el pensamiento indígena
y popular, donde habita la reserva
de sentido, donde se da el qué, la
cosa, el asunto que hay que pensar,
y, entonces, sí pensaremos danzando, siguiendo el ritmo de conjunto
y sin estorbarnos los pies.
Por eso filosofar es meternos,
de alguna manera, a danzar,
despojándonos de los miedos (al
ridículo, en definitiva) que nos
traban los pies, descendiendo al
infierno hediento y tenebroso del
subsuelo patrio, de la América
Profunda, dejándonos “meramente
estar” en el “codo a codo con la comunidad, es decir, con el pueblo”,
y entonces sí, desde ese magma
primario se puede intentar, lúdicamente, acertar con el fundamento,
volcar lo desfavorable en favorable
y, de una vez por todas, fundar
una nación, que no podrá ser tal
sino equilibrando o reintegrando,
desde esta América Profunda,
telúrica, vegetal, demoníaca,
popular en definitiva, el equilibrio
de lo humano, en una civilización
que ha olvidado que el hombre es
“mitad cosas y mitad dioses”, que
es conjunción de opuestos, que,
como la pareja, está para el fruto y
que, desde la indigencia, espera la
quinta creación.
La condición reconocer
el miedo original
Meternos en la danza propia
implica “cometer el ridículo” de dar
pasos inadecuados, precisamente
porque nos animamos a reconocer
“ese miedo original que el hombre
creyó dejar atrás después de crear
BICENTENARIO
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La América Profunda busca su sujeto
su pulcra ciudad”. “Este miedo de
ser primitivos en lo más íntimo –de
que nos salga el indio un poco hedientos, no obstante nuestra firme
pulcritud, comprende también el
temor de que no se nos aparezca
el diablo, los santos, dios o los
demonios.// Y sentimos desamparo
porque nuestra extrema pulcritud
carece de signos para expresar este
miedo” (Kusch, II: 16) . Se trata de
encubrir una “ira que nadie quiere
ver, la ira divina que está a flor de
piel. Entonces nos refugiamos –y
no nos animamos a danzar– en esa
íntima relación entre el mercader
y el ser, que define a Occidente:
“así, la ira de dios fue reemplazada
por la ira del hombre, un hombre
que ahora era un ser parmenídeo,
redondo y esférico, que proyectaba
su perfección en un progreso ilimitado a base de atadas de géneros
(…) Quizás, si desapareciera el
mercader, desaparece la dinámica y
la expansión de una cultura basada
en el afán de ser alguien. Entonces
habría que volver a tener miedo a
los rayos y a los truenos, es decir, a
la ira de Dios” (Kusch, II: 138) .
Curiosa situación: no nos animamos a danzar porque tenemos
miedo de que así perdamos nuestro “ser alguien” y no seamos nada,
que se manche nuestra pulcritud,
que nos estanquemos, sin progreso y sin dinámica. Pero en realidad
lo que tenemos es miedo de que
se nos aparezca la ira de dios, la
que sabemos que emerge en el
mero estar, ese “recinto sagrado”
que nos envuelve cada vez que
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ESPACIOS
suspendemos ese “inútil” afán de
ser alguien. ¿No será que tenemos
miedo de sentirnos seres vivientes,
y de fracasar cuando retomemos la
vida plenamente? ¿Será que queremos ocultar nuestro mero estar
aquí, como quien oculta su pobreza irremediable? Sin embargo la
barbarie ‘“nos seduce’ y de alguna
manera sabemos que, en América,
se plantea ante todo un problema
de integridad mental, y la solución
consiste en retomar el antiguo
mundo para ganar la salud. Si no
se hace así, el antiguo mundo continuará siendo autónomo y, por lo
tanto, será una fuente de traumas
para nuestra vida psíquica y social”
(Kusch, II: 4).
En algún sentido es instaurar
una gran duda sobre el corpus
extraño, sobre estos sucedáneos
mercantiles de la ira de dios,
mentirosas baratijas que esconden como una prótesis nuestra
radical indigencia, que –en todo
caso– solo logra reprimir, en un
pulcro patio de objetos, el hedor
de nuestro subsuelo, la presión
del opuesto ausente, de la divinidad misma, que emerge o retorna
cada vez que nos dejamos estar
sin afanarnos por ser. Es decir,
cada vez que nos animamos a
sentir la otra mitad de nuestra
verdad. Por eso, como dice Kusch,
entre “ese miedo y la Enciclopedia, está nuestra piel. Se trata de
lo que hay detrás de la piel. De
la piel hacia fuera, sabemos, y
sabiendo nos domiciliamos en el
mundo (…) ¿Y qué pasa de la piel
Carlos Cullen
para adentro?” (Kusch, II: 27). En
algún sentido, comienza la danza.
Es que este miedo supone algo
así como suprimir, no solo la tesis
“natural” del mundo, sino también la ilusión de una “reducción
trascendental”. Y esta epojé no es la
angustia ante la “nada del mundo”,
sino saber que estamos, meramente estamos, no más.
Se trata, entonces, de la
supresión del miedo a pensar,
para pensar desde el miedo que
nos constituye. En este sentido,
es especialmente significativa la
contraposición entre pulcritud
y hedor, con que se introduce
América Profunda, y que tan
marcadamente evoca esas otras
distinciones: las cosas físicas y las
cosas técnicas, la cosa pensante
y la cosa extensa. En realidad,
esta distinción de lo pulcro y lo
hediento hace al modo como
queremos disimular y conjurar el
miedo original que nos produce
la existencia (es lo que esperamos
del “ser parmenídeo” o del “cogito
cartesiano”). Kusch lo llama de diversas maneras: vivir en el patio de
los objetos, de las esencias, del ser
alguien, de la historia. En el fondo
nos da vergüenza tener miedo,
es decir, ser hombres. Y por eso,
lavamos el cuello de nuestras camisas. Por eso, Kusch nos propone
pensar “al modo antiguo”, es decir,
sondeando vivencias inconfesadas,
por ejemplo: el resentimiento, que
si en los europeos (y aquí está la
fecundidad de su filosofía) es el no
ser más que europeos, en nosotros
es, muchas veces, el no ser solo
europeos. El hedor nos molesta.
“Por eso somos los libertinos de
la limpieza, y creamos pomposamente la libertad, la sociedad, la
cultura y la ciencia, para borrar el
miedo a ser hedientos. Y nuestro
hedor está en creer solamente en
nuestro mero estar aquí, que es
el ciclo del pan, la paz y el amor,
como lo piensan los parias, que
es lo mismo que ese mero estar
hediento indígena. Nuestros
padres de la patria quisieron hacer
un mundo libre en que se juegan,
No nos animamos a danzar porque tenemos
miedo de que así perdamos nuestro “ser alguien”
y no seamos nada (...).
por ejemplo, las verdades inestables de la bolsa de comercio, pero
henos aquí que descubrimos la
vocación por las verdades estables
de los miserables. Quizás de ahí se
explique nuestro juego oficial, el
esmero mestizo por la apariencia,
las buenas maneras, la perfecta
constitución, el gran arte o las
pomposas bibliografías, cuando en
verdad nos estamos revolviendo
en el banco de la plaza, cautivos
en esa vivencia primitiva de estar
aquí, pidiendo el sueldo para tener
pan, o el prostíbulo para resolver el
amor, o la policía para tener paz…”
(Kusch, II: 214).
BICENTENARIO
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La América Profunda busca su sujeto
Recuperar un pensar total,
no episódico
Nosotros, como dice Kusch,
quedamos en medio de la danza
con una condición inversa a la
de Guaman Poma, aquel descendiente de indios y catequista que
“quería ser objetivo y no dejaba de
ser subjetivo”. A nosotros nos pasa
que tenemos el ritmo demasiado
marcado por la objetividad y nos
cuesta recuperar un “margen de
subjetividad”, necesario para oler la
Biblia o adorar los cuatro vestidos de Quetzalcoatl. “¿Tenemos
libertad, –se preguntaba Kusch–,
para asumir cualquier filosofía?”
(Kusch, II: 271). Se trata de animarnos a un pensar de la totalidad, de
la globalidad, y no perdernos en
lo episódico y en lo anecdótico.
Se trata de entrar a un espacio de
“historia grande” y no de “historia
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ESPACIOS
pequeña”. Se trata de romper una
represión de lo emocional, que lleva al pensamiento a estar siempre
“saliendo”. Es un pensar de “entrancia”, no de “saliencia”. Y por eso, “de
entrañas, no de máscaras”.
¿Por qué molesta tanto apelar
a la totalidad del pensar? Sencillamente porque implica hacerse
cargo de lo “impensable”, de lo
“trascendente”, de lo “irracional”, que
describen un área o zona, residualizada y marginada –marcada, como
las fronteras con lo bárbaro– para
recién entonces poder constituir un
sujeto pensante, que –como punto
de partida incuestionable– permita
edificar un discurso lógico, un sistema de conceptos o de abstracciones, un repertorio de temas que
canónicamente hay que recorrer
para alcanzar la ansiada plenitud
humana de “ser alguien, por fin”.
¿Por qué molesta o turba apelar a la totalidad del pensar, aun
cuando el mercado de la filosofía
se ha planetarizado? Sencillamente porque implica hacerse cargo
de las deformaciones o “distorsiones” que el suelo y la gravitación
le ponen al absoluto filosófico,
describiendo un área o zona,
sistemáticamente negada, desde
donde es posible crear el mundo
de vuelta, justamente porque se
desconstituye el cogito, no porque ha
inventado al hombre, sino porque
lo ha “borrado”, y es de esta “borradura de lo humano por el cogito de
lo cual hay que hacerse cargo.
¿Por qué molesta o turba apelar a
la totalidad del pensar, aun cuando
Carlos Cullen
ya en la fragua de la filosofía “occidental” parece haberse ablandado
el dogmatismo, la unidimensionalidad, la identidad, el apriorismo
y el platonismo? Sencillamente
porque implica hacerse cargo del
“sentido en el cual se instala la vida
del grupo”, que son los símbolos,
que señalan la gesta cultural de
cada pueblo para remediar el puro
hecho de vivir, con “astucia” ante
la trascendencia, que ofrece su
mano y pone sus reglas de juego,
lo cual describe una zona o área
que es el eje fundante o esencial
en torno al cual la filosofía puede
tender un margen de racionalidad,
justamente en tanto sea el discurso
de esa cultura de un pueblo que
encuentra su sujeto, y ese sujeto, el
filósofo, se sepa deformado por la
gravitación del suelo, y orientado
por los aciertos fundantes, que son
los símbolos de su cultura.
Pero no asumimos la filosofía
como un episodio más de la cultura popular, es decir, el episodio por
el cual su discurso encuentra el sujeto. En cambio, preferimos apostar
a un “posmodernista y posindustrialista no-sujeto, llamado estructura, o sistema o diferencia, o una
“otredad” siempre sustraída, que
nos impide pensar con los otros,
que siempre sudan su cotidianeidad presionada por lo opuesto,
que obliga a operar pensando un
centro salvador, que es creación
de futuro, porque supone el caos
y la negación, y no la “astucia de la
razón”, que cree –como el nostalgioso Odiseo– que la negación es
una mera excusa para el devenir
del ser (para asegurar su retorno
al poder) y no, como en verdad se
trata, de aquello que tensiona el
puro hecho de vivir, el mero estar,
no más, indigentes, deconstituidos
y desabrigados, posibilitando –en
el acierto lúdico de los símbolos,
que encuentran los opuestos– un
estar-siendo que es ya una cuestión de humanidad, y que marca
algo así como el a priori de toda
reflexión filosófica.
Pues bien, Kusch apela a la
totalidad del pensar, porque de eso
se trata en América. Y esto implica
cruzar la frontera de la parcialidad
racionalizadora, y este cruce tiene
mucho de descenso al infierno de
lo residual, lo marginal, lo natural,
lo obvio. Implica también deconstituir al sujeto, no para reemplazarlo
por un no-sujeto (que esconde
siempre un “cogito ampliado,
esperándome en alguna esquina)
sino para sumergirse en el “magma”
primario del mero estar, previo a la
oposición del sujeto y el no-sujeto,
el ente y el ser, el ser y la nada.
Pero implica, sobre todo, operar
pensando, en el codo a codo con
la comunidad, la gesta y la decisión
de crear el mundo de vuelta, es
decir, de hacer cultura.
Este pensar residual para la razón, sin sujeto constituido, pero que
opera pensando, es lo que Kusch
llama el pensamiento indígena y
popular en América. La apelación
a lo indígena y popular, y por
mismo a lo mítico y lo simbólico,
es, en Kusch, la apelación a “toda la
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La América Profunda busca su sujeto
potencialidad del pensar” y es, por
lo mismo, la apertura a todo lo humano –tan todo como la negación
o trascendencia que implica lo absoluto. Se trata de ubicar o reubicar
la ciencia y la tecnología, la economía y la política, sencillamente en
su seminalidad que las trasciende.
Se trata de recuperar lo sapiencial,
que si se ha opuesto a lo científico
es solo porque lo científico se ha ilusionado con autonomizarse, no porque lo sapiencial no haya deformado siempre lo científico. Y aunque
ubiquemos ahora las tecnologías
y la investigación de punta en la
guerra de las galaxias, sigue siendo
que eso es parcial y anecdótico –y
por lo mismo injusto– en relación
al mero estar, no más, que siempre
tantea el fruto en la conjunción de
los opuestos.
Indigencia originaria de un
sujeto deconstituido
Superado el miedo, tratando de
seguir un ritmo de un pensar de
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ESPACIOS
la globalidad, seminal, que implica
negatividad. Poniendo, justamente,
un límite entre el afuera y el adentro, entre la saliencia y la entrancia.
Saltando al ruedo de la danza sagrada, nos quedamos sin “yo pienso”, nos quedamos sin “ser alguien”,
con la piel para adentro, sin saber
qué hacer con los gliptodontes, las
enfermedades, los abajos. Al dejar
las cosas, el ritmo de la negatividad
comienza a mostrarnos los dioses.
Y, literalmente, nos encontramos
deconstituidos, como mero estar,
no más, sin yo y sin “camisas pulcras”, en una desnudez originaria,
sin poder afirmarnos ni en sucedáneos ni en prótesis.
Se trata, en definitiva, de rastrear
“la borradura de lo humano”, ese
hueco que deja el afán de ser
alguien, y sospecharlo en el “pá´mí”
del porteño o el pacha del indio.
Y no es meramente la borradura
del “autor” delante del “texto”, o la
del significado delante de la del
significante –que también, en
algún sentido, desconstituyen al
sujeto–las que ahuecan al cogito
que se creía tan sólido después de
Descartes y de Kant.
En realidad es una caída, y una
caída junto con los dioses, como
dice Kusch. En buena medida
la cuestión tendrá que ver con
la constitución de un sujeto así
deconstituido y desde esta deconstitución (nunca al margen, o
creyendo que se la puede negar).
La deconstitución del sujeto
es el punto último de la reflexión
de Kusch, el que considero más
Carlos Cullen
fecundo, “mejor dicho, nos vamos
al otro extremo del código, aquel
en que, al cabo de una antropología de la finitud, cabe pensar en
la indigencia originaria del sujeto,
más aún, a su fundamental y originaria deconstitución. Se trata de la
nada del sujeto, frente a la cual, lo
que se diga de este, de su logos o
su esencia, es todavía prematuro y
posiblemente falso” (Kusch, IV: 7).
Se trata pues, de algo más serio
que la reducción trascendental (o
la deducción): es la deconstitución
desde donde, “en medio de la necesidad de remediar el hecho puro
de vivir (y no construir objetos o
intuir esencias) el sujeto ensaya la
nominación de alguna divinidad.
Es el campo del estar donde se vive
una indigencia que va desde el
pan hasta la divinidad. Ahí se exige
el símbolo, para ensayar el acierto.
Se trata del nosotros. Y entonces sí,
la experiencia originaria para ser”.
En el estar reina la inquietud, la
accidentalidad, el mero acontecer,
lo que está de pie y siempre en
situación de caer. Porque “ser” es
estar sentado, y de lo que se trata
es de danzar, tambalear, al ritmo de
la negatividad, habiendo dejado
más allá del “límite” los objetos, las
seguridades, la buena pulcritud y la
segura ciudad.
Pero es el magma vital. Aquí
todo se remueve. En realidad es la
ira de los dioses que ha despertado. Y los dioses también caen con
nosotros. Y comienza entonces la
transfiguración.
El magma originario del mero
estar, nomás
Caídos, nos sabemos entrampados por el ser, que nos hizo parcializar la existencia, negando como
doxa, apariencia o simplemente
mal, todo lo que tenía que ver con
el mero estar. En el estar recuperamos la ira de los dioses, y no ya
la mentirosa ira del hombre, que
identificó el ser con el mercader.
El ser institucionalizó, dice
Kusch, una parcialización. El reposo,
como resultado de un dinamismo,
y, en el fondo, como “potencia” o
como poder de sí mismo.
Llegados aquí comienza el
retorno, o el ascenso, o la transfiguración. Aparece una nueva fuerza
de crecimiento que compensa “lo
inteligible y lo perceptible en el
juego cósmico de lo innombrable”… En realidad solo desde la
indigencia original, meramente
estando, descubrimos “lo que
domicilia”, un mundo que simplemente “así se da”, y que nos da ese
margen de seguridad interna que
necesitamos para crear. Es que
llegamos a la fuente.
Y esto plantea un mentís
–quizás el último– de que seamos
No asumimos la filosofía como un episodio más
de la cultura popular, es decir el episodio por el cual
su discurso encuentra el sujeto.
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La América Profunda busca su sujeto
culpables de haber perdido “el es”.
Justamente la “circularidad nos
redime de la culpa”. Porque la culpa
es un problema de los que quieren
sentirse seguros. En cambio la
negatividad, el mero estar, es la totalidad del pensar, esa otra manera
de lograr la seguridad. Se trata de
la instalación en este mundo “que
así se da”. Es lo que logra “ese indio
que nos sale” buscando el centro.
Aquí entendemos –instalados
en ese “así se da”– que el estar es
puente para ser, pero no pozo del
cual podamos sacar todo lo que es.
En realidad es la fuente que puede
borrar y transfigurar las constituciones ya logradas. Es vivir de cara a
los dioses, caídos con ellos.
Circularidad que descubrimos
“como una sístole y diástole del
hecho puro de vivir: por un lado el
despliegue de la acción , por el otro
simultáneamente una manera de
regresión hacia la fuente para saber
el fundamento de todo el proceso,
o sea el de estar, no más, en una
instalación socializada asumida en
la ingenuidad del juego” (Kusch, III:
367). Es que detrás de toda cultura
está el suelo (Kusch, III: 109).
Y aquí entendemos el nuevo
paso. Ensayamos una palabra que
es, justamente, el tercero excluido
de la lógica del ser. Es decir, la conjunción de los opuestos, el centro,
lo que nos permite no ya decir ni
afirmar, sino –desde la negatividad,
desde el estar, desde lo ya dado–
sencillamente consagrar.
Comienza el saber de salvación.
Comenzamos a oler la Biblia, como
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ESPACIOS
Atahualpa. Y, precisamente porque
no sabemos qué hacer, creamos
los símbolos, buscando dar con el
acierto fundante. Se trata de inventar los dioses.
Y aquí, en este domicilio existencial, en este despojo donde hay
puro nosotros, aparece la necesidad de entendernos como una
historia trunca, que desde el Popol
Vuh avanza por el Martín Fierro y se
pretende cerrar en el Facundo.
Ese Popol Vuh es la creación, la
quinta creación desde la indigencia, la espera de la creación.
Ese Martín Fierro, ese canto sin
ruido, ese dispersarse a los cuatro
vientos. La fuerza para crear, pero la
no creación.
Y el Facundo, que sencillamente
opone el orden al caos y constituye un ser como remedio al estar.
“Es que falta esa incitación a la
creación, que yace en el fondo del
Martín Fierro. Ver lejos y crear el
mundo al fin, vencer las frustraciones en las cuales nos embarcan
siempre, y decir, al fin, así somos,
pero sin tapujos. Es probable que
entonces asome el mendigo. Pero
afirmar que somos mendigos y
partir de ahí ya es una forma de
crear el mundo. Es lo que estamos
viviendo al fin” (Kusch, II: 698).
La danza ritual termina con una
esperanza. Es el destino equilibrador que Kusch le ve a América. Se
trata, por de pronto, del equilibrio
macho-hembra, para que se dé
el fruto.
Se trata del destino de América: ser hombres sin sucedáneos y
Carlos Cullen
negar, entonces, esa maldición de
tener que parecernos a Occidente.
La esperanza, además, de que
la nación se constituye desde el
hogar, desde el domicilio existencial y no a sus espaldas y en su
desprecio, o con la secreta intención de negar este mero estar, esta
indigencia original, este pueblo
que meramente está, para el fruto.
Se trata de lograr un signo
que abarque a todo el hombre…,
¿cuándo lo lograremos?
Kusch, como pocos, nos enseña
a ver y saber plantear los problemas
que tiene América en la búsqueda
de su propio pensar. Uno de estos
problemas –si no el central– consiste en el desfasaje, en América, entre
el sujeto de la cultura y el sujeto
pensante. Esto significa fundamentalmente dos cosas: por un lado,
“que no obstante ser nosotros los
sujetos pensantes, la presión del
otro hace que no podamos asumir
el sujeto cultural, y, por consiguiente, no logramos hacer filosofía… En
Latinoamérica no somos el sujeto
de la cultura, sino solo sujetos pensantes” (Kusch, III: 184).
Pero, por otro lado, también significa que el sujeto de la cultura, a
quien Kusch sin ninguna hesitación
llama “pueblo”, el que se totaliza con
el gesto cultural y así efectiviza su
cultura (GHA), no logra constituirse
sino por la negatividad y la sustracción, sin poder desplegarse plenamente en una subjetividad pensante, capaz de darse su objetividad,
su institucionalidad, su expresión
artística, su representación
religiosa, su discurso filosófico,
que no sea solo “pa-mí” sino que
es para todos, que implique una
alternativa civilizatoria real para los
hombres, y no solo la resistencia
de lo humano en América. Pues la
resistencia, si bien es el modo en
que se conserva el sujeto cultural,
puede, a la larga, frustrarlo en su
posibilidad humana plena.
América en la búsqueda de una
cultura originaria no es otra cosa
que la “persistencia de lo americano en resolver lo humano en su
expresión más original, que es la
que gira en torno a la problemática
de la constitución del sujeto, pero
precisamente en tanto que apunta
a un modo peculiar de fundar un
logos” (Kusch, IV: 17). Esta persistencia tiene toda la fuerza trágica de
una oposición al destino civilizatorio que parece montarse sobre
una “borradura de lo humano”.
Solo que lo trágico, en América,
no consiste en rivalizar con los
dioses llenándonos de culpa, sino
que consiste en habitar con ellos,
los fastos y los nefastos, sin sentir
vergüenza por ser humanos, pero
sin ilusionarse tampoco con ser
“civilizados”. ¿Es que nos seduce
finalmente la barbarie?
“A la filosofía, al fin de cuentas,
solo le corresponde detectar el
eje fundante o esencial en torno al cual tiende un margen de
racionalidad, porque si se limita
totalmente a lo racionalizable no
comprende todo el fenómeno”
(Kusch, III: 258).
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