Subido por Ricardo Sosa

Sosa, Ricardo. Admiración

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ADMIRACIÓN
Ricardo Sosa
Desperté sobresaltado por un timbre que no paraba de sonar. Como despertador no
tengo, debía tratarse de una persona empeñada en saber si había alguien en casa. Atendí.
-Buen día. Estamos hablando con los vecinos acerca del sufrimiento del hombre… relataba una voz-. ¿Le gustaría leer algo al respecto?
Corté la comunicación de inmediato. Que un desconocido me sugiera leer es una ofensa
para mis ojos, aunque seguramente en unos días volvería a escuchar esa invitación. Con gente
así siempre se sabe.
Me preparé un café con leche y mientras untaba mermelada sobre una rebanada de pan
encendí mi computadora, puse algo de música, me conecté a internet, dejé bajando el último
álbum de The Legendary Pink Dots al mismo tiempo que consultaba mi casilla de mails para
finalmente acceder a una red social no muy popular.
Un minuto después, lo que leí me dejó estupefacto: la escritora Jacqueline de Molina
comunicaba a sus seguidores, entre los que me contaba devotamente, que en quince días
saldría a la venta su próxima novela. Pero la turbación que sufría no se debía a su nuevo libro,
sino a que no publicaría nunca más. Así lo anunciaba.
Quedé petrificado.
Había leído todos los libros de Jacqueline y había llegado a conocer tan bien su manera
de escribir que estaba convencido, incluso, que ese no era su verdadero nombre. Había visto
sus obras de teatro y la admiración que sentía me había llevado a buscar sin cesar (y a
encontrar) su único libro de poesías, Lo inhallable (1998), del que había hecho imprimir cien
ejemplares en el taller gráfico de un amigo que ya no existía. El taller no existía. El amigo se
había ido a vivir a la isla de Sylt, lugar del que nunca había escuchado noticias pero que
seguramente quedaba muy lejos.
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Por un instante logré recomponerme y le envié un mensaje. Le pregunté por qué ya no
escribiría más. No era habitual que los escritores un buen día decidieran llamarse a silencio sin
importarles nada de sus fieles lectores. Menos aún era que una joven escritora con un futuro
promisorio abandonara súbitamente el glamoroso mundo de las letras.
Podía suponer que algún problema mental la hubiese llevado a tomar tamaña decisión.
En las fotos siempre se la veía muy bien, aunque eso no era garantía de nada. A muchas
estrellas del jet set se las ve espléndidas y en la intimidad no pueden despegarse de la botella
de ginebra. Había escritores no muy equilibrados, incluso algunos abstemios.
Respondió al instante, por lo que mi sorpresa fue doble. Primero, la celeridad y segundo,
¿qué hacía Jacqueline despierta a las ocho de la mañana de un domingo?
Algo raro estaba sucediendo. Ella no quería escribirme acerca de su decisión, pero en
mi casilla había ingresado un mail suyo donde me indicaba el lugar y una hora para
encontrarnos ese día. ¿Por qué quería hablar conmigo, uno de sus tantos lectores? ¿A qué
debía ese honor? ¿Qué misterio se ocultaba detrás de todo esto?
El sitio era un bar misérrimo ubicado en una calle sin salida. Uno de los tantos bares
mínimos en un otrora próspero barrio porteño. O sea que si era necesario huir estaba atrapado.
Porque ahora, extrañamente, había empezado a sentir miedo. Estaba nervioso y creía que mi
vida ya estaba en peligro. Y lo que era peor: mientras caminaba escuchando sólo el ruido de
mis pasos, tenía esa extraña sensación de ser observado por unas treinta palomas.
Eran las tres de la tarde y no había ningún cliente en el local. Ni siquiera alguien a quien
pedirle algo para comer. Me saqué el piloto, enfilé hacia una mesa junto a la ventana y esperé.
Transpiraba copiosamente. Había salido de mi hogar bajo una lluvia torrencial, pero al bajar del
tren el sol brillaba en todo su esplendor y la temperatura sería de unos 29 grados en ascenso.
Dos moscas se empecinaban en posarse sobre mi mano. Los ventiladores de techo
estaban detenidos y el sudor caía por mi frente. A lo lejos escuché una voz que se disculpaba.
Al fin, un mozo apareció y pude hacerle el pedido. Se oyó el pitido de una sirena.
Algo se había movido a mis espaldas. Apenas intenté darme vuelta una voz de mujer me
dijo:
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-No se lo aconsejo. Lo he citado pero no le dije que nos veríamos. Mantenga la calma y
beba tranquilo lo que le están trayendo.
Esto no me estaba sucediendo a mí. No. Yo era un simple empleado estatal bajo licencia
psiquiátrica, sí, pero que podía advertir una amenaza aún en las situaciones más inverosímiles.
Hijo único de un famoso podólogo y de una bella partera, un alma que no estaba acostumbrada
al misterio. Había leído a Chandler y Hammett pero nada más, a lo sumo me había quedado la
certeza de que yo no era ni Philip Marlowe ni Sam Spade. Aunque me gustaban las rubias. Y
Jacqueline era morocha.
Esto era diferente. Cuando creía poder concretar el sueño de conocer a una escritora,
ahora escucharía sólo una voz. Sabía que ese es uno de los secretos de la literatura,
precisamente. Pero esa era otra historia.
-Primero quiero saber por qué me ha contactado a mí, ¡¿a quién se le ocurre?! –dije
elevando el volumen, como para mostrar algo de rudeza o de cobardía.
-Tengo identificado a cada uno de los que me siguen en las redes sociales y en mi sitio
web, aunque tengan seudónimo –dijo la voz-. No soy tan idiota. Sé quién es usted, lo he
investigado, obviamente. Le sorprendería saber cuán rápido he averiguado a qué se dedica.
De pronto no sentía calor. Estaba temblando, pero trataba de mantener la calma. Esto
no era un chiste y se lo dije:
-Jacqueline, esto no es un chiste.
-No dije que lo fuera. No estoy jugando. La literatura es una cosa seria, pero ser
escritora es una condena.
-Vamos, no se haga la mártir usted también… ¿Puedo saber por qué me eligió a mí?
-¿Quién dijo que fue elegido? No sea zonzo. Usted es peor que nosotros, piensa que
porque lee de vez en cuando es un privilegiado. Estupideces. Dedíquese a hacer algo útil y
verá la diferencia.
-No sé qué decirle, pero suena razonable.
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-Por supuesto: es la verdad.
-No entiendo nada.
-Necesito que me haga un favor. –dijo, después de una pausa.
-¿Qué tipo de favor?
-Estoy en peligro –sentenció-. Me están pasando cosas raras… he empezado a dudar
de todo. –Su voz ahora no se escuchaba tan firme-. Creo que me estoy volviendo loca.
-¿Su vida está en peligro? Usted es una escritora renombrada… -alcancé a decir. Y algo
demente, empecé a pensar, pero no se lo dije.
-Boludeces. Estoy amenazada. Cambié de domicilio. No ha sido fácil. Económicamente
estoy en la ruina. ¿Y todo para qué? Nada cambió. Las amenazas han continuado, ahora
también de madrugada.
-El crimen no descansa, ¿qué le dijeron?
-No puedo darle ningún dato, sería preocuparlo demasiado. Y además… tengo miedo.
Sé que usted me admira… aunque ese es su problema. Necesito que haga algo.
-¿Qué cosa?
-Que guarde un secreto. Hay un armario en el colegio donde doy clases, que utilizo para
dejar apuntes, carpetas. Ahora voy a darle la llave. Allí conservo algunas cosas que… sería
muy molesto que llegaran a manos de X.
Sólo escuchar ese apellido me erizó la piel. Esto era el límite.
-Jacqueline, tengo una familia, hijos… -empecé a enumerar.
-No trate de mentirme. Sus hijos ya son grandes, están haciendo la suya y ganando
mucho dinero. Y su mujer lo dejó por un poderoso empresario que le va a pagar las siliconas,
entre otras cosas. No tiene a nadie, está más sólo que un perro. No tiene nada que perder –me
fustigó cruelmente Jacqueline. Todo eso era cierto.- Aquí le dejo la llave. Cuente hasta treinta y
tómela. Algún día me lo va a agradecer.
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El tostado se había enfriado y el pan estaba hecho una piedra. Ya no tenía ganas de
comer. Sentí unos dedos que deslizaban una tenue caricia en mi mejilla. Conté sólo hasta
quince pero al darme vuelta no vi a nadie.
Junto a la llave estaba la dirección del colegio. Dejé el dinero sobre la mesa, no sé
cuánto y salí corriendo. La calle estaba vacía.
Al día siguiente temprano llegué a la escuela y trabajosamente pude convencer a la
directora de mi necesidad de retirar algo del armario de Jacqueline. No recuerdo ya qué excusa
ni qué parentesco inventé, pero me hicieron dejar mis datos personales. No me importó. Bajo la
mirada escrutadora de la secretaria, abrí el armario. Encontré un cupón de 2x1 para el cine ya
vencido y un sobre voluminoso. Me fuí tratando de disimular mi apuro.
Al llegar a la esquina rompí el envoltorio. Contenía un ejemplar de El fantasma de una
escritora, de Jacqueline de Molina. Era su último libro, de inminente aparición. Me lo había
autografiado dedicándome unas sensibles palabras.
Estaba aturdido, atrapado dentro de una broma sutil, inteligente, hecha por una mujer
que había jugado con mis sentimientos más elementales. Otra más. Regresé a mi hogar.
Cuando me conecté a internet me enteré que Jacqueline estaba promocionando su última
novela de una manera poco ortodoxa.
Sonreí. Me había derrotado.
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