ESTUDIO SOBRE CRISTOLOGÍA ESTUDIO 5 LA EXALTACIÓN DE JESUCRISTO (1ª parte) Por ESTEBAN RODEMANN Desde el primer anuncio del Evangelio (Gn.3:15), se contempla la exaltación del Redentor que algún día asestaría un golpe mortífero a la serpiente, quedando triunfante al final. Siendo herido en el talón, heriría al enemigo en la cabeza. El protoevangelio anuncia así dos grandes etapas en la carrera del Hijo de Dios, a partir de su encarnación como Jesucristo: su humillación y su exaltación. Los profetas del Antiguo Testamento anuncian “los sufrimientos de Cristo y las glorias que vendrían tras ellos” (1 P.1:12). Retratan al Redentor primero como el que grita a Dios, “¿por qué me has desamparado?”, y luego como el que alaba a Dios en medio de la congregación, provocando así que todas las naciones le adoren (Sal.22:1, 22, 27). El Mediador sería “varón de dolores, experimentado en quebranto”, y también aquel que recibiría su parte con los grandes, y repartirá botín con los poderosos (Is.53:3, 12). Son misterios que provocan la admiración de los mismos ángeles, tanto en símbolos (los querubines dorados que contemplan el propiciatorio, Ex.25:20) como en la realidad (1 P.1:12). El Nuevo Testamento contrasta las distintas etapas del ministerio de Jesucristo: siendo rico en gloria, en la eternidad, se haría “pobre” con la encarnación, para que los redimidos fueran espiritualmente enriquecidos (2 Co.8:9). Nacería de mujer y bajo la ley, para luego enviar su Espíritu a los redimidos de la ley, que habían de ser coherederos con Él, del mundo venidero (Gá.4:4-7). Siendo Dios, se despojaría de su gloria y del libre ejercicio de sus atributos, tomando forma de siervo, para luego ser exaltado sobre todas las cosas (Fil.2:5-11). El misterio de la piedad (que hombres aborrecedores de Dios pudieran ser transformados en hombres amantes de Dios) se fundamenta precisamente en esto, que “Dios fue manifestado en carne” y luego “recibido arriba en gloria” (1 Ti.3:16). Importancia de la exaltación de Jesucristo Numerosos pasajes bíblicos afirman que Jesucristo, después del sufrimiento de la cruz, fue exaltado, honrado, glorificado. Las Escrituras afirman que Cristo fue recibido arriba (Mr.16:19), entró en gloria (Lc.24:26), fue exaltado por la diestra de Dios como Príncipe y Salvador (Hch.2:33; 5:31). Se sentó a la diestra de Dios (Ro.8:34), ocupó un lugar sobre toda autoridad rival, en el cielo y en la tierra (Ef.1:20-23). Subió por encima de los cielos (Ef.4:10), fue coronado de gloria y de honra (He.2:9). Volverá a la tierra de la misma manera que partió, en un desplazamiento corporal y visible (Hch.1:11). Reinará sobre la tierra (Ap.20:4). Pondrá a todos sus enemigos debajo de sus pies (1 Co.15:25). Será la lumbrera de la nueva Jerusalén durante toda la eternidad (Ap.21:22-23). La visión de la adoración celestial (Ap.4-5) se nos describe, no sólo a efectos informativos, sino para dirigir la adoración de los creyentes hacia un Cristo exaltado, y plenamente activo en el ejercicio de sus oficios de profeta, sacerdote y rey. Está en medio del trono, de los cuatro seres vivientes y de los ancianos: es decir, Cristo ocupa el centro de atención de Dios, de los ángeles, y de los hombres salvados. Es un cordero inmolado (humillación), pero de pie (exaltación). Como Cordero, está presente en el cielo como sacrificio permanente, , cuya sangre cubre perpetuamente la culpa de los suyos. Como Cordero en pie, está presente como sacerdote permanente, activo para administrar las bendiciones del nuevo pacto, suministrando gracia a los santificados y haciendo aceptable su adoración a Dios. Tiene siete cuernos, o sea, “toda potestad en el cielo y en la tierra” (Mt.28:18); ejerce como Señor de todos (Fil.2:11), como cabeza de la Iglesia y como soberano de todo principado y autoridad en el cielo y en la tierra (Ef.1:20-23). Es el Rey – activo pero invisible – que luego se manifestará visiblemente para ocupar el trono prometido al Descendiente de David (1 S.7:12). También está dotado, en la visión del apóstol, de siete ojos, que “son los siete espíritus de Dios enviados por toda la tierra”. Es la manera simbólica de pintar el ministerio presente de Cristo como profeta, cuyo espíritu actúa en toda la tierra, a través de sus siervos, para “tomar de lo suyo y hacérnoslo saber” (Jn.16:14). Reparte luz espiritual en su plenitud, comunicando dones, conocimientos y dirección a su Iglesia. De suerte que Jesucristo se presenta a la iglesia como sacerdote, rey y profeta, ahora en su exaltación, para avivar la fe de su pueblo, hasta que él tome el libro sellado con siete sellos (testamento que le adjudique la herencia del universo) y entre en plena posesión legítima de toda la creación. La visión apocalíptica nos recuerda que contemplar a Jesucristo en gloria acarrea grandes beneficios a la vida espiritual del cristiano. Es lo que adelanta el proceso de transformación en su vida (2 Co.3:18). Es lo que reconforta al cristiano confundido por las contradicciones de un mundo caótico, que tenía que ser de otra manera (He.2:9). Le recuerda la prioridad del amor en el ejercicio de los dones espirituales (1 Co.13:12-13). Le estimula a la perseverancia en la carrera cristiana (He.12:2-3). Le sirve de ejemplo para buscar el bien del prójimo a costa del sacrificio propio (Fil.2:5-11). Sirve de ancla para el alma del cristiano: fuente de seguridad, confianza, esperanza (He.6:19-20). Como el viejo Jacob, cuyo espíritu revivió cuando vio las pruebas de que su hijo José estaba en gloria en Egipto (G.45:27), el cristiano que medita sobre Jesucristo en gloria sentirá una fuerte influencia balsámica, sanadora, en su espíritu: renovando, rejuveneciendo, reanimando. Es lo que le mantiene “vigoroso y verde” en medio de las vicisitudes de la vida, cuando contempla la realidad de todo aquello que el tabernáculo – con su estructura, sus muebles, sus sacerdotes, sus rituales ordenados – sólo podría insinuar (Sal.92:12-15). El Nuevo Testamento recalca el ministerio presente de Jesucristo, como sacerdote según el orden de Melquisedec, como objeto de la confianza y las súplicas del cristiano. Como el que edificaría el templo verdadero de Jehová iba a ser sacerdote y rey a la vez (“sacerdote sobre su trono”, Ca.6:13, BLA), así la comprensión del verdadero Melquisedec es fundamental para el progreso del cristiano (hay “mucho que decir” sobre el tema (He.5:11). Si Dios prometía en el Antiguo Testamento regar y guardar su viña a cada momento, día y noche (Is.27:3), Él cumple lo mismo a través del servicio del Hijo en el santuario celestial, ministrando a favor de los suyos: abogando la eficacia de su sacrificio, rechazando las acusaciones del diablo, transmitiendo fuerzas y consuelo espirituales, efectuando progreso en la santidad, haciendo que las oraciones de los redimidos – a menudo, torpes y equivocadas – se enderecen y lleguen a la presencia de Dios. Así “salva perpetuamente a los regenerados”, mientras éstos por él se acercan confiadamente a Dios, en busca de “gracia para el oportuno socorro” (He.7:25; 4:16). Dirigir la fe a Cristo como Mediador exaltado – como profeta, sacerdote y rey activo – es lo que significa mantenerse “unido a la Cabeza” (Col.2:19). Es la esencia de “permanecer en él” (Jn.15:4-7), y la clave de la vitalidad espiritual del cristiano. La fe, que es “la convicción de lo que no se ve” (He.11:1), consiste principalmente en dirigir el corazón a Jesucristo en su ministerio presente en el cielo. Así el cristiano busca y recibe todo lo que necesita en este peregrinaje terrenal: dirección divina en medio de la perplejidad, poder para cumplir con las obligaciones, fuerza para resistir las tentaciones, entereza para soportar las aflicciones, consuelo en medio de las dificultades, peligros y temores. Es lo que significa ser “salvos por su vida” (Ro.5:10). El cristiano “costumbrista”, el que se conforma con las formas y los comportamientos cristianos, pero sin vivir la dinámica interior que ha de darles sentido, comprende poco sobre el Melquisedec celestial. Pero el cristiano que consigue ver a Jesucristo como “sacerdote de los bienes venideros” (He.9:11) – administrador eficaz y constante de todas las bendiciones dl cielo – es el que sentirá en su interior un refrigerio parecido – pero mejor – al del viejo Jacob. Esta es la gloria por la que Jesucristo ora que los discípulos puedan contemplar plenamente (Jn.17:24): no su gloria esencial como Hijo eterno de Dios, sino su gloria como Mediador, primero humillado y después exaltado. Aspectos de la exaltación de Jesucristo La teología evangélica, a partir de la Reforma, suele distinguir entre varios aspectos dentro del estado de la humillación de Jesucristo, y también en el de su exaltación. La humillación de Cristo se compone de su encarnación, sus sufrimientos, su muerte, su sepultura y el descenso al Hades. La exaltación incluye las fases de la resurrección, la ascensión, la sesión a la diestra del Padre en el cielo, y la segunda venida. Los amilenialistas suelen agrupar toda la gloria del retorno visible de Jesucristo en un solo apartado (ver, por ejemplo, Berkhof, pp. 411-421, y Hodge, H. pp. 251-252), pero una lectura más exacta de las Escrituras – con una hermenéutica escatológica literal, es decir, premilenialista – nos lleva a dividir la última fase en tres: la segunda venida, el reinado milenial y el ejercicio como “lumbrera”, durante toda la eternidad (Lacueva parece unir el reinado milenial con la segunda venida (pp.207-208). Así las fases de la exaltación de Jesucristo se quedan en seis. El debate entre luteranos y reformados con respecto a la humillación de Cristo – que se refiere a la naturaleza humana (postura luterana) o a la persona completa del Mediador como Dios-hombre (postura reformada) –, tiene implicaciones para el análisis de su exaltación. La teología luterana, queriendo defender la presencia real de la naturaleza humana de Cristo en la Cena, afirma que esta naturaleza humana, al unirse con la divina, adquirió propiedades divinas (como la omnipresencia, la omnipotencia, basándose en textos como Jn.3:13). De esta manera, la encarnación deja de ser parte de la humillación de Cristo. Lo que se humilla es la naturaleza humana cuando renuncia el ejercicio de las propiedades divinas adquiridas a través de la encarnación; tal renuncia conduce a la humillación propiamente hablando: los sufrimientos, la muerte y la sepultura. El descenso al Hades, en vez de formar parte de la humillación de Cristo, se plantea como el inicio de la exaltación de su naturaleza humana, cuando vuelve a ejercer las propiedades divinas adquiridas por medio de la encarnación. Los teólogos luteranos entienden que el descenso al Hades fue un anuncio de triunfo ante las almas encarceladas (según 1 Pe.3:19), y de la condenación de éstas. Luego viene la resurrección, ascensión, sesión, y segunda venida. El debate no es del todo estéril. La postura luterana parece haberse arrancado como lastres de la transubstanciación católico romana, como un intento – más bíblico, eso sí – de mantener una presencia física de Cristo en el pan y el vino. Destruye, sin embargo, un artículo fundamental de la fe: que el Hijo asumió en unión con su persona divina una naturaleza plenamente humana, tanto un cuerpo humano como una alma humana. Siendo humana esta naturaleza, no puede llegar a ser nohumana, como la asunción de propiedades divinas, como la omnipresencia, requeriría. En esto la enseñanza reformada se ajusta más a la revelación bíblica. El Hijo asumió una naturaleza plenamente humana, que siguió siendo para siempre humana. Así pudo ser nuestro sustituto, llevando el peso del juicio divino como el Hombre, y además nuestro fiador, cumpliendo todas las exigencias de la ley divina, también como Hombre. En gloria, su naturaleza – plenamente humana – le permite identificarse con nosotros, compadeciéndose de nuestras debilidades (He.4:15) y socorriéndonos en nuestras tentaciones (He.2:18). Es justo la clase de sacerdote celestial que necesitamos. La teología reformada, entonces, plantea la humillación del Hijo a partir de la encarnación. El descenso al Hades se entiende o bien como la experiencia de la muerte física, o como el pleno sufrimiento de los rigores del juicio condenatorio de Dios (empezando en Getsemaní). La exaltación de Cristo empieza con la resurrección. El Mediador pasa de estar sujeto a la ley de Dios a una posición de soberanía universal, con la consecuente honra y gloria. Su exaltación es la recompensa al que ha cumplido la ley y merecido la bendición, a través de su obediencia activa (perfecta justicia durante toda su vida) y pasiva (los sufrimientos de Getsemaní y la cruz). La contemplación de la exaltación de Jesucristo sirve para confirmar la fe del cristiano (meditando sobre la resurrección de Cristo), para avivar su esperanza (meditando sobre la segunda venida, el reinado milenial, y sobre Cristo como lumbrera por toda la eternidad), y para madurar su amor (meditando sobre la ascensión de Cristo y su ministerio actual a la diestra de Dios). A efectos prácticos, la vitalidad espiritual diaria del cristiano – su crecimiento en la gracia – se mantiene a través del ejercicio de la fe en Cristo como sumo sacerdote presente, según el orden de Melquisedec. La resurrección de Jesucristo Hablando con sus discípulos, Jesús les recuerda que tanto sus sufrimientos como su resurrección se habían anticipado en la ley de Moisés, los profetas y los salmos (Lc.24:44). Se dan varios tipos (“profecías vividas”) en el Antiguo Testamento: el rey Melquisedec, cuya muerte no se registra (Gn.14:18); Isaac, cauce de la descendencia espiritual de Abraham, quien recibe a su hijo vivo después de una “muerte” sobre el altar (He.11:17-19); la avecilla viva que lleva la sangre de la avecilla muerta al cielo (Lv.14:4-7); la ofrenda de la primera gavilla a Dios, como primicias de toda la cosecha del año, el día después del día de reposo (Lv.23:10-11); la vara de Aarón que, al brotar – echando flores, renuevos y almendras (el palo muerto totalmente “vencido” por el poder de la vida divina) – indica quién es el sacerdote escogido por Dios (Nú.17:8). También hay profecías concretas que el Nuevo Testamento señala como predicciones de la resurrección de Cristo: Sal.16:9-10; 22:2231; 118:22-24. Las Escrituras, además de relatar el hecho de la tumba vacía y las distintas apariciones del Señor resucitado, aclaran que Cristo no solo volvió a vivir, como otros casos habidos anteriormente (el hijo de la viuda de Sarepta, 1 R.17:21-22; el hijo de la sunamita, 2 R.4:33-34; el soldado enterrado sobre los huesos de Eliseo, 2 R.13:20-21; la hija de Jairo, Mt.9:25; el hijo de la viuda de Naín, Lc.7:14-15; Lázaro, Jn.11:43-44). Mientras todos estos volverían a morir físicamente, la resurrección de Cristo es muy diferente: constituye un paso definitivo de la deshonra a la gloria, y de la debilidad al poder (1 Co.15:42-44, de manera que Él fue el “primogénito de entre los muertos” (ek ton nekron, Col.1:18; el primero en salir enteramente del mundo de los muertos), y también “el primogénito de los muertos” (ton nekron, Ap.1:5: el primero de los muertos en pasar enteramente a una vida indestructible). Cristo resucita con un cuerpo verdadero (“Palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo”, Lc.24:39). Es el mismo cuerpo que fue crucificado, con las marcas de los clavos y del lanzazo todavía visibles (“Pon aquí tu dedo y mira mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado”, Jn.20:27). En la segunda venida, los del remanente judío “mirarán al que traspasaron”, con arrepentimiento y fe (Zac.12:10). Entre la resurrección y la ascensión, la gloria de Jesucristo continúa parcialmente velada. No alcanza el resplandor anunciado en el monte de la transfiguración (Mt.17:2), una gloria manifiesta que luego deja ciego a Saulo (Hch.22:6) y llena de pavor a Juan en la isla de Patmos (Ap.1:12-17). Hasta la ascensión, el Cristo resucitado tiene la apariencia de hombre (Lc.24:18), lleno de vitalidad pero difícil de reconocer para los suyos (Jn.20:14). Tiene carne y huesos, respira (Jn.20:22), y come (Lc.24:4143), pero pasa por puertas cerradas (Jn.20:19) y se desplaza de un sitio a otro a voluntad (Lc.24:31; Hch.1:3). Numerosas consideraciones apuntalan la historicidad de la resurrección de Jesucristo: la tumba vacía (con la incapacidad de las autoridades de encontrar el cadáver), el profundo cambio obrado en los discípulos, el nacimiento de la iglesia (a pesar de la más intensa persecución desde el principio), el cambio en el día de adoración, de sábado a domingo (siendo todos los primeros cristianos judíos escrupulosos con la ley de Moisés. Otras noticias no cristianas confirman el hecho de la crucifixión y la resurrección: Josefo, Tácito, Suetonio, Talo, Plinio. Las explicaciones alternativas a una resurrección literal adolecen de serios defectos lógicos: que los discípulos robaron el cuerpo, que Jesús solo se desmayara en vez de morir, que las apariciones fueran alucinaciones, que los discípulos se equivocaran de tumba, que el relato evangélico sea la recapitulación de leyendas orientales (MacDowell, en “Evidencia que Exige un Veredicto”, resume los aspectos apologéticos de la resurrección). La resurrección de Jesucristo aporta solidez a la fe del cristiano, siendo el cumplimiento de lo que los profetas y Jesús mismo habían predicho, siendo el cumplimiento de lo que los profetas y Jesús mismo habían predicho (v.g., Mt.16:21; 17:23; 20:17-19). Por la resurrección aprendemos que toda la Palabra de Dios es digna de nuestra más absoluta confianza. Es la prueba definitiva de que el cristianismo no es un invento de cuatro “iluminados”, sino una verdad inamovible anclada en el espacio y el tiempo. La resurrección confirma la deidad de Jesucristo. Es la demostración suprema de su verdadera identidad: no era un impostor blasfemo, como afirmaban sus enemigos, sino el eterno Hijo de Dios, que algún día volverá para juzgar y reinar (Ro.1:4). La resurrección establece que la muerte de Cristo en la cruz satisfizo todas las demandas de la justicia de Dios. El Padre aceptó como adecuado el sacrificio del Hijo. La culpa de todos los que habían de ser salvados quedó perfectamente expiada (“fue resucitado por – día, “a causa de” – nuestra justificación”, Ro.4:25), y el galardón de la vida eterna perfectamente ganado, pudiéndose imputar así la justicia de Cristo a los redimidos. Una fe en Cristo, pero sin la resurrección, resultaría vana, porque el problema del pecado no se habría resuelto (1 Co.15:17). La resurrección de Cristo garantiza la resurrección futura del cristiano (1 Co.15:20). Es el sello de una herencia celestial que no puede sustraerse ni estropearse (1 P.1:3), disfrutada desde un cuerpo glorificado, sin corrupción alguna (1 Co.15:42). Tal clase de esperanza gloriosa crea una sensación de deuda y estimula al hijo de Dios a vivir conforme al Espíritu, haciendo morir las obras de la carne (Ro.8:11-13). Le imparte firmeza, constancia y crecimiento en el servicio, sabiendo que la victoria final es segura (1 Co.15:50-58). Le enseña a cuidar su cuerpo en santidad, sabiendo que este mismo cuerpo será resucitado algún día (1 Co.6:13-14). Alivia el dolor causado por la muerte de seres queridos en Cristo, sabiendo que tendremos un glorioso reencuentro al otro lado de la tumba (1 Tes.4:13-14). Le impulsa a la evangelización incansable y el cuidado espiritual de las almas, sabiendo que la resurrección pondrá de manifiesto el fruto de sus esfuerzos (2 Co.4:14-15). La resurrección ilustra la resurrección espiritual que el cristiano ha experimentado ya, al unirse por la fe a Aquel que murió y resucitó en su lugar. La unión mística con el Cristo enseña al creyente a considerarse muerto al pecado y vivo al Señor (Ro.6:1-4). La persona antigua, que el ahora cristiano era por naturaleza, dominada por una férrea y universal tendencia al mal, ha fallecido; ahora es una nueva criatura (2 Co.5:17), una nueva creación (Gá.6:15), un nuevo hombre (Col.3:10). La perfección espiritual no se logra imponiendo reglamentos para frenar los excesos del cuerpo, sino alimentando la fe en un Jesucristo resucitado (Col.2:16-3:4). La resurrección sirve como medida del poder de Dios, un poder que resulta necesario para que el pecador se convierta, y que sigue desatándose en la vida del creyente para lograr su progresiva transformación (Ef.1:19-21). Es un poder que puede conocerse ahora, en esta vida, en respuesta a la oración, para recibir renovadas fuerzas interiores en medio de las más intensas aflicciones (Fil.3:10; 2 Co.4:7-12). En la antigüedad, Dios aviva la fe de su pueblo recordándoles el poder que ejerció al sacarlos de Egipto (Ex.20:2). En el futuro, la medida del poder de Dios será la recogida de los judíos de todo el mundo, para llevarlos de nuevo a Israel (Jer.23:7-8). En el presente, sin embargo, Dios invita al creyente a fijarse en la resurrección, y así renovar su esperanza en un Dios para quien no hay nada imposible. ESTEBAN RODEMANN (Publicado en la revista EDIFICACIÓN CRISTIANA, Noviembre - Diciembre 1999. Nº 191. Época VIII. Permitida la reproducción total o parcial de esta publicación, siempre que se cite su procedencia y autor.)