Subido por Mar DeluzYsombras

Ursula K. Le Guin - El nombre del mundo es Bosque

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Dentro de la gran tradición literaria de las utopías y anti-utopías que
se inicia en el siglo XVII, El nombre del mundo es Bosque descubre
un universo dinámico y en equilibrio que se mantiene en el tiempo de
acuerdo con leyes propias que no admiten la intromisión del hombre.
En el planeta Athshe, el ciclo de la vida, la cultura las costumbres, los
modos mentales nacen y se desarrollan en la estabilidad autónoma
del cosmos.
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Ursula K. Le Guin
El nombre del mundo es Bosque
ePUB v1.1
Garland 08.03.12
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Título original: The Word of World is Forest
Traducción: Matilde Horne
Ursula K. Le Guin, 1976
Arreglo de portada: Roy Batty
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Cuando despertó, el capitán Davidson se quedó un rato
acostado, mientras recordaba dos hechos ocurridos el día
anterior. Uno positivo: el nuevo cargamento de mujeres
había llegado. Créanlo o no. Ya estaban aquí, en Centralville,
a veintisiete años luz de la Tierra por NAFAL y a cuatro horas
en helicóptero de Campamento Smith, el segundo grupo de
hembras de cría para la Colonia Nueva Tahití, todas sanas y
aptas, doscientas doce cabezas de ganado humano de
primerísima calidad. O, en cualquier caso, lo suficientemente
buena. Uno negativo: el informe de Isla Dump sobre el
fracaso de las cosechas, la erosión incesante, el diluvio. La
imagen de las doscientas doce figuritas en fila, lozanas,
tentadoras, atractivas, desapareció de la mente de Davidson,
y dejó paso a una visión donde la lluvia caía en cascadas
sobre los campos cultivados, golpeando la tierra hasta
convertirla en fango, diluyendo el fango en ríos rojizos que se
deslizaban por entre las rocas y desembocaban en un mar
batido por la lluvia. La erosión había comenzado antes que
Davidson se marchara de la isla para encargarse de la
dirección del gobierno en Campamento Smith, y como estaba
dotado de una memoria visual prodigiosa, de esas que
llaman eidéticas, ahora lo revivía todo con demasiada
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claridad.
Uno habría pensado que Kess tenía razón, que en
definitiva era necesario dejar muchos árboles en los terrenos
que proyectaban destinar a la agricultura. Pero Davidson no
podía entender por qué se tenía que desperdiciar tanto
espacio para árboles en un cultivo de soja, si se trabajaba la
tierra de una forma verdaderamente científica. En Ohio no
era así: si uno quería cereales sembraba cereales, y nadie
malgastaba terreno en árboles y otras tonterías. Aunque por
otro lado la Tierra era un planeta domado, y Nueva Tahití no
lo era.
Pero para eso estaba él allí para domarlo. Y si ahora Isla
Dump no era nada más que un montón de rocas y barrancos
pues bien, se la borraba del mapa… se empezaba de nuevo
en otra isla y se hacían mejor las cosas. No siempre nos vas
a derrotar, planeta maldito dejado de la mano de Dios.
Nosotros somos Hombres. Pronto sabrás lo que significa esto,
pensó Davidson, y sonrió en la oscuridad de la cabaña, pues
a Davidson le gustaban los desafíos. Al pensar en los
Hombres, recordó las Mujeres, y una vez más desfilaron por
su mente las doscientas doce figuritas insinuantes, risueñas,
bulliciosas.
—¡Ben! —bramó, sentándose en la cama y balanceando
los pies desnudos por encima del suelo también desnudo—.
¡Agua caliente prepara Rápido-volando!
El bramido acabó de despertarle a plena satisfacción.
Se desperezó, se rascó el pecho, se puso los pantalones
cortos y salió de la cabaña, a la luz del sol, con gestos
rápidos y precisos. Era un hombre corpulento de músculos
recios, y disfrutaba de su cuerpo bien entrenado. Ben, su
creechi, tenía el agua a punto y humeante sobre el fuego,
como de costumbre, y estaba allí, acurrucado, mirando las
musarañas, como de costumbre. Los creechis nunca dormían,
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no hacían nada más que estarse allí y mirar y mirar.
—Desayuno. ¡Rápido-volando! —dijo Davidson, mientras
recogía la navaja de encima de la mesa de madera, donde la
había dejado el creechi, junto con una toalla y un espejo.
Sería un día ajado para Davidson. Había decidido, de
repente, volar hasta Centralville para ver con sus propios
ojos a las nuevas mujeres. No iban a durar mucho,
doscientas doce para más de dos mil hombres, y como las de
la primera tanda, casi todas serían con seguridad Novias
Coloniales, sólo unas veinte o treinta vendrían como Personal
de Esparcimiento; pero aquellas criaturitas eran verdaderas
hembras, insaciables, y esta vez Davidson estaba decidido a
ser el primero, al menos con una de ellas. Sonrió por el lado
izquierdo, mientras se afeitaba la tensa mejilla derecha con
la herrumbrosa navaja.
El viejo creechi iba y venía de un lado a otro y tardaba
una hora en traerle el desayuno desde la cocina.
—¡Rápido-volando! —aulló Davidson, y Ben aceleró su
vagabundeo desarticulado convirtiéndolo en algo parecido a
una marcha.
Ben medía alrededor de un metro de estatura y la
pelambrera que le cubría la espalda parecía más blanca que
verde; era viejo, y duro de mollera, incluso comparado con
otros creechis, pero Davidson sabía cómo manejarlo; él era
capaz de domar a cualquiera de ellos, siempre y cuando el
esfuerzo valiera la pena. Pero no valía la pena. Que trajeran
aquí seres humanos en cantidad suficiente, que construyesen
máquinas y robots, que edificaran granjas y ciudades, y ya
nadie necesitaría recurrir a los creechis. Y sería lo justo,
además, pues este mundo, Nueva Tahití, estaba literalmente
hecho para los hombres. Una vez limpio y rehecho, una vez
eliminados los bosques sombríos por interminables campos
de cereales, una vez erradicados el oscurantismo, el
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salvajismo y la ignorancia, aquello sería un paraíso, un
verdadero Edén. Un mundo mejor que la cansada Tierra. Y
sería su mundo, el mundo de Davidson. Porque muy en el
fondo, Don Davidson era eso: un domador de mundos. Y no
porque fuera hombre jactancioso, pero eso sí, conocía su
valor. Sabía lo que quería y, cómo conseguirlo. Y siempre lo
lograba.
El desayuno llegó caliente al estómago del capitán
Davidson. Ni siquiera la aparición de Kees van Sten, gordo,
blanco y preocupado, los ojos desorbitados, como unas
pelotas de golf de color azul, logró estropearle el buen
humor.
—Don —dijo Kees sin molestarse en darle los buenos días
—, los leñadores han vuelto a cazar ciervos en los
Desmontes. Hay dieciocho pares de astas en la habitación del
fondo de la Hostería.
—Nadie consiguió jamás que no se cazara en los cotos,
Kees.
—Tú puedes hacerlo. Por eso vivimos bajo la ley marcial,
por eso el Ejército gobierna esta colonia. Para que se
cumplan las leyes.
¡Un ataque frontal de Gordo van Kees! Era casi divertido.
—De acuerdo —dijo Davidson en un tono razonable—, yo
podría. Pero mira una cosa, yo estoy aquí para velar por los
hombres; ésa es mi función, como tú dices. Y son los
hombres lo que cuenta. No los animales. Si un poco de caza
furtiva les ayuda a soportar la vida en este mundo dejado de
la mano de Dios, yo estoy dispuesto a hacer la vista gorda.
En algo tienen que entretenerse.
—Tienen juegos, deportes, aficiones, cine, copias
televisadas de los principales encuentros deportivos del siglo,
licores, marihuana, alucinógenos, y un grupo nuevo de
mujeres en Centralville para quienes no están contentos con
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las aburridas recomendaciones del Ejército: una higiénica
homosexualidad. Tus héroes fronterizos están malcriados y
corrompidos, y no hay ninguna necesidad de que exterminen
una especie nativa única para "entretenerse". Si tú no tomas
medidas, tendré que denunciar una grave infracción de los
Protocolos Ecológicos en mi informe al capitán Gosse.
—Puedes hacerlo si lo consideras justo, Kees —dijo
Davidson, que nunca perdía la calma. Era casi patético ver la
forma en que un euro como Kees enrojecía hasta las orejas
cada vez que perdía el dominio de sí mismo—. A fin de
cuentas es tu deber. No discutiré contigo. Central estudiará
el asunto y decidirá quién tiene razón. Mira, Kees, tú en
realidad quieres conservar este lugar tal como está. Como un
Gran Parque Nacional. Para recreo de la vista, para estudio.
Formidable, tú eres un especialista. Pero somos nosotros, los
don nadie, los que tenemos que hacer el trabajo. La Tierra
necesita madera, la necesita desesperadamente. Y nosotros
hemos encontrado madera en Nueva Tahití.
»Pues bien, ahora somos leñadores. Mira, en lo que tú y
yo discrepamos es en que para ti la Tierra no es lo más
importante. Para mí, sí.
Kees lo miró de soslayo con esos ojos que parecían
pelotas de golf de color azul.
—¿De veras? ¿Así que lo que tú quieres es construir este
mundo a imagen y semejanza de la Tierra? ¿Un desierto de
cemento?
—Cuando yo digo Tierra, Kess, me refiero a la gente. A los
hombres. A ti te preocupan los ciervos y los árboles y las
fibrillas, la madera, fantástico, eso es asunto tuyo. Pero a mí
me gusta ver las cosas en perspectiva, de cabo a rabo, y el
cabo, por el momento, somos nosotros, los humanos. Ahora
estamos aquí, y por lo tanto este mundo funcionará a
nuestra manera. Te guste o no, es una realidad que tienes
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que asumir, porque así son las cosas. Escucha, Kees, iré un
momento hasta Central para echar un vistazo a las nuevas
colonias. ¿Quieres acompañarme?
—No, gracias, capitán Davidson —dijo el especialista
encaminándose hacia la cabaña laboratorio. Estaba loco de
remate el viejo Kees; perturbado por esos condenados
ciervos. Eran unos animales formidables, era evidente. La
excelente memoria de Davidson le permitió recordar el
primer ciervo que había visto aquí, en la Tierra de Smith, una
gran sombra roja dos metros de espalda, una corona de
espesos cuernos dorados, una bestia ligera, temeraria, la
mejor presa de caza que uno hubiera podido imaginar. Allá
en la Tierra, ahora utilizaban ciervos robots, hasta en las
Rocosas y en los parques del Himalaya, pues los de carne y
hueso estaban poco menos que extinguidos. Estas bestias,
las de aquí, eran el sueño de cualquier cazador. Y se las
cazaría. Demonios, si hasta los creechis los cazaban, con sus
piojosos y pequeños arcos. A los ciervos había que cazarlos,
para eso estaban. Pero el viejo corazón herido de Kees no
podía soportarlo. Era un hombre decente, seguro, pero que
vivía fuera de la realidad, y de poco carácter. No entendía
que uno tiene que ponerse del lado de los ganadores, o
perder. Y es el hombre el que gana, siempre. El viejo
conquistador.
Davidson cruzó a grandes zancadas la colonia. La luz de la
mañana le daba en los ojos, y el olor dulzón de la madera
aserrada y del humo de leña flotaba en el aire tibio. El
campamento de leñadores, como tal, no era malo. En sólo
tres meses terrestres los hombres habían transformado una
gran zona de tierras vírgenes. Campamento Smith: un par de
grandes aparatos geodésicos de plástico corrugado, cuarenta
cabañas de madera construidas con mano de obra creechi, el
aserradero, el incinerador que arrastraba el humo azul por
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encima de los troncos y de la madera cortada; y allá arriba,
en las colinas, el campo de aviación y los grandes hangares
prefabricados para los helicópteros y las máquinas pesadas.
Eso era todo. Pero cuando llegaron no había nada. Árboles.
Una oscura maraña de árboles, espesa, intrincada,
interminable; sin ningún sentido. Un río perezoso invadido y
ahogado por los árboles, algunas madrigueras de creechis
escondidas entre ellos, algunos ciervos rojos, monos peludos,
aves. Y árboles. Raíces, troncos, ramas, hojas arriba y abajo
que se le metían a uno en la cara y en los ojos, una infinidad
de hojas en una infinidad de árboles.
Nueva Tahití era en su mayor parte agua, mares poco
profundos y templados, interrumpidos aquí y allá por
arrecifes, islotes, archipiélagos y los cinco continentes que se
extendían en un arco de 2.500 kilómetros a lo largo del
cuadrante del Noroeste. Y todos aquellos lunares y verrugas
de tierra estaban cubiertos de árboles. Océano: bosque. La
alternativa era obvia para Nueva Tahití. Agua y sol, u
oscuridad y hojas.
Pero ahora estaban aquí los hombres, para acabar con la
oscuridad y convertir la maraña de árboles en tablones
pulcramente aserrados, más preciados que el oro en la
Tierra. Literalmente, porque el oro se podía encontrar en el
agua de los mares y bajo el hielo de la Antártida, pero la
madera no, la madera sólo la producían los árboles. Y en la
Tierra era un lujo realmente necesario. Así pues, los bosques
de aquel planeta extraño eran convertidos en madera. En
tres meses, doscientos hombres con sierras robot y
maquinaria de transporte habían limpiado ya una extensión
de diez kilómetros en Tierra de Smith. Las cepas del
Desmonte más próximo al campamento eran ahora unos
desechos blanquecinos; tratados químicamente caerían en la
tierra transformados en cenizas fertilizadas, y en ese
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momento los colonos definitivos, los agricultores, se
instalarían en Tierra de Smith. No tendrían mucho que hacer:
plantar las semillas, y esperar a que germinasen.
Eso ya había ocurrido una vez. Era una coincidencia rara;
en realidad, era la evidencia de que Nueva Tahití estaba
destinada a ser habitada por seres humanos. Todo lo que
había aquí se había traído de la Tierra alrededor de un millón
de años atrás, y la evolución había seguido pautas tan
similares que uno reconocía inmediatamente cada especie:
pino, roble, nogal, castaño, abeto, acebo, manzano, fresno;
ciervo, ave, ratón, gato, ardilla, mono. Los humanoides de
Hain-Davenant aseguraban, naturalmente, que lo habían
hecho ellos en la misma época en que colonizaron la Tierra,
pero si uno se tomaba en serio a esos extraterrestres parecía
que hubieran colonizado todos los planetas de la Galaxia, y
que por añadidura lo hubieran inventado todo, desde el sexo
hasta los clavos. Eran mucho más verosímiles las teorías
sobre la Atlántida; ésta podía ser perfectamente una colonia
atlante desconocida. Pero la especia humana se había
extinguido, y del desarrollo del mono había nacido la especie
que sustituiría a los humanos: el creechi; un metro de altura
y una pelambrera verde. Como extraterrestres eran de lo
más vulgar, pero como hombres eran un engendro, un
verdadero aborto de la naturaleza. Si hubiesen contado con
un millón de años más, quizá. Pero los conquistadores habían
llegado primero. Ahora la evolución avanzaba no al ritmo de
una mutación casual cada mil años, sino a la velocidad de las
astronaves de la Flota Terráquea.
—¡Eh, capitán!
En apenas un microsegundo, Davidson se volvió, pero fue
suficiente para sentirse inquieto. Algo pasaba en este maldito
planeta, en este sol dorado y en el cielo nublado, en esos
vientos tranquilos que olían a moho y a polen, algo que le
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hacía soñar a cualquiera.
Sin darse cuenta, uno iba y venía, pensando en
conquistadores y en el destino, y terminaba moviéndose con
la misma pereza y lentitud que los creechis.
—¡Buen día, Ok!
Davidson saludó con vivacidad al capataz de los
leñadores.
Negro y recio como una cuerda de metal, Oknanawi Nabo
era físicamente el polo opuesto de Kees, pero tenía la misma
expresión preocupada.
—¿Tiene medio minuto?
—Desde luego. ¿Qué te preocupa. Ok?
—Los pequeños bastardos.
Los dos hombres se apoyaron de espaldas contra una
cerca de alambre y Davidson encendió el primer canuto del
día. Los rayos del sol cortaban el aire en medio del humo
azulado del porro. Desde detrás del campamento, en el
bosque, una parcela de quinientos metros todavía sin
desbrozar, llegaban los leves e incesantes rumores, crujidos,
zumbidos, ronroneos y sonidos que se oyen por la mañana
en los bosques. Ese claro podía haber estado en Idaho en
1950. O en Kentucky en 1830. O en la Galia en el año 50
antes de Cristo.
—Ti-huit —llamó un pájaro a lo lejos.
—Me gustaría quitármelos de encima, capitán.
—¿A los creechis? ¿Qué quieres decir, Ok?
—Dejarlos en libertad, nada más. Lo que producen en el
aserradero no es suficiente para poder alimentarlos. Y
además los quebraderos de cabeza que provocan.
Sencillamente, no trabajan.
—Claro que trabajan, si sabes cómo obligarles a hacerlo.
Ellos construyeron el campamento.
El rostro de obsidiana de Oknanawi era impenetrable.
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—Bueno, usted tiene ese don, supongo. Yo no lo tengo. —
Hizo una pausa—. En ese curso de Historia Aplicada que
seguí cuando me preparaba para el Lejano Exterior, decían
que la esclavitud nunca dio resultado. Que era
antieconómica.
—De acuerdo, pero esto no es esclavitud, mi querido Ok.
Los esclavos son seres humanos. Cuando crías vacas,
¿llamas a eso esclavitud? No. Y da resultado.
Impasible, el capataz asintió con un movimiento de
cabeza, pero dijo: —Son demasiado pequeños. Quise matar
de hambre a los más huraños. Se quedan quietos y
aguantan.
—Son pequeños, de acuerdo, pero no te dejes engañar,
Ok. Son fuertes; tienen una resistencia asombrosa; y no son
sensibles al dolor como los humanos. Eso no lo tienes en
cuenta, Ok. Crees que pegarle a uno de ellos es como
pegarle a un crío, o algo así.
»Créeme, para el dolor que sienten, es como si le pegaras
a un robot. Oye, tú te acostaste con algunas de sus hembras,
tú sabes que parecen no sentir absolutamente nada, ni
placer, ni dolor, se quedan allí tendidas como colchones y te
aguantan cualquier cosa. Y todos son iguales. Probablemente
tienen nervios más primitivos que los humanos. Como los
peces. A propósito, te voy a contar una historia bastante
desagradable que me ocurrió.
»Cuando yo estaba en la Central, antes de venir aquí, uno
de los machos domesticados me embistió. Ya sé que te
habrán dicho que ellos nunca pelean, pero a éste se le subió
la sangre a la cabeza, perdió la chaveta; por suerte no
estaba armado, porque si no me liquida. Casi tuve que
matarle a puñetazos para que me soltara. Pero insistió. Es
increíble la de puñetazos que le di, y en ningún momento
sintió nada. Como uno de esos escarabajos que tienes que
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pisar una y otra vez porque no se da cuenta de que lo has
triturado. Mira esto. —Davidson agachó la cabeza casi pelada
al cero para mostrar una zona nudosa y tumefacta detrás de
la oreja —. Por un pelo me salvé de una conmoción. Y me lo
hizo con un brazo roto y la cara metida en salsa de
arándanos. Me atacaba, me atacaba y volvía a atacarme. Así
son las cosas, Ok, los creechis son holgazanes, son torpes,
son traicioneros, y no tienen dolor. Tienes que ser duro con
ellos y mantenerte impasible.
—No merecen que uno se tome todo este trabajo, capitán.
Malditos bastardos minúsculos, verdes y ariscos, no quieren
pelear, no quieren trabajar, no quieren nada. Lo único que
quieren es reventarme.
Las quejas del refunfuñón Oknanawi no podían ocultar su
obstinación. Ok no dejaba de castigar a los creechis porque
fueran mucho más pequeños, eso lo tenía bien claro, y
también Davidson lo sabía ahora, lo aceptó en seguida. Él
sabía cómo manejar a sus hombres.
—Mira, Ok. Prueba esto. Llama a los cabecillas y diles que
les vas a meter un pinchazo de alucinógenos. Mescalina, ele
ese, cualquiera, no saben cuál es cuál, pero les aterroriza, No
exageres y todo irá bien. Puedo asegurártelo.
—¿Por qué les tienen tanto miedo a los alucinógenos? —
preguntó con curiosidad el capataz.
—¡Qué sé yo! ¿Por qué las mujeres les tienen miedo a los
ratones? ¡No les pidas a las mujeres y a los creechis que
tengan sentido común, Ok! A propósito de mujeres,
precisamente iba a Centralville esta mañana. ¿Quieres que le
ponga la mano encima por ti a alguna de las chicas?
—Es mejor que la tenga lejos hasta que yo salga de
permiso —dijo Ok con una sonrisa.
Un grupo de creechis pasó transportando una larga viga
de doce por doce para la Sala de Reunión, que se estaba
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construyendo más abajo, en la orilla del río. Unas figuras
pequeñas,
lentas,
bamboleantes,
que
arrastraban
penosamente la enorme viga, como una hilera de hormigas
que arrastrase una oruga muerta, hoscos e ineptos.
Oknanawi les observó y dijo: —Capitán, de verdad me dan
escalofríos.
Eso era extraño, viniendo de un hombre rudo, tranquilo
como Ok.
—Bueno, en realidad, Ok, estoy de acuerdo contigo en que
no vale la pena tomarse tanto trabajo, o correr tantos
riesgos. Si ese marica de Lyubov no estuviera rondando por
aquí, y si el coronel no se empeñase tanto en atenerse al
Código, creo que nosotros mismos podríamos despejar las
áreas que colonizamos, en vez de aplicar el acta de Mano de
Obra Voluntaria. Al fin y al cabo, tarde o temprano les van a
liquidar, y quizá cuanto antes lo hagan mejor. ¿por qué no?
Porque así son las cosas. Las razas primitivas siempre han
tenido que dar paso a las razas civilizadas. La alternativa es
la asimilación.
»Pero ¿para qué demonios vamos a querer asimilar a un
montón de monos verdes? Y como tú dices, tienen la
inteligencia mínima como para que no podamos confiar en
ellos.
»Como esos monos enormes que había en el Africa.
¿Cómo se llamaban?
—Eso mismo. De igual manera que en el África nos fue
mejor sin los gorilas, aquí nos irá mejor sin los creechis. Son
un estorbo… Pero Papaíto Ding-Dong dice que hay que
utilizar la mano de obra creechi, y nosotros la utilizamos. Por
algún tiempo. ¿Entendido? Hasta la noche, Ok.
—Entendido, capitán.
Davidson miró el helicóptero desde el Cuartel General de
Campamento Smith: un cubo de tabánes de pino de cuatro
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metros de lado, dos escritorios, un refrigerador de agua, el
teniente Birno reparando un radiotransmisor.
—No dejes que se queme el campamento, Birno.
—Tráigame una chica, Capitán. Rubia. Ochenta y cinco,
cincuenta y cinco, noventa.
—Cristo ¿nada más?
—Me gustan menuditas, no desbordantes, sabe.
Birno dibujó expresivamente el modelo preferido en el
aire. Con una sonrisa, Davidson siguió cuesta arriba hacia el
hangar. Mientras volaba sobre el campamento, le echó una
ojeada: las viviendas de los muchachos, los caminos
esbozados apenas, los grandes claros de cepas y rastrojos,
todo empequeñeciéndose a medida que el aparato ganaba
altura; el verde de los bosques de la gran vid, que no habían
talado aún, y más allá de ese verde sombrío el verde pálido
del mar inmenso y ondulante. Ahora Campamento Smith
parecía una mancha amarilla, un lunar en el ancho tapiz
verde.
Dejó atrás el estrecho Smith y la boscosa y escarpada
cordillera al norte de Isla Central, y a eso del mediodía
aterrizó en Centralville. Parecía toda una ciudad, al menos
ahora, después de tres meses en los bosques; aquí había
calles y edificios de verdad; aquí estaban desde hacía cuatro
años, cuando se había fundado la Colonia. Uno no se daba
cuenta de lo que era en realidad —una población fronteriza,
pequeña y endeble hasta que la miraba desde el sur a un
kilómetro y veía resplandecer por encima de los tocones y las
callejuelas de hormigón una torre dorada y solitaria, más alta
que cualquier otra cosa de Centralville. No era una nave
grande, pero aquí parecía grande. En verdad no era más que
una cápsula de aterrizaje, un nódulo auxiliar, un bote
salvavidas de la astronave; la nave de ruta NAFAL, el
Shackleton, estaba en órbita, medio millón de kilómetros
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más arriba. La cápsula era apenas una muestra, una huella
digital de la grandiosidad, la potencia, la precisión y el
esplendor prodigioso de la tecnología astronáutica terrestre.
Davidson se quedó mirando la nave, y durante un
segundo los ojos se le llenaron de lágrimas. Y no se
avergonzó. Aquella nave había venido del hogar. Y de esta
manera él era un buen paños.
Un momento después, mientras caminaba por las calles
del pueblecito fronterizo, con sus vastas perspectivas de casi
nada en los extremos, empezó a sonreír. Porque allí estaban
las damas, seguro, y uno se daba cuenta en seguida de que
eran carne fresca.
Casi todas iban vestidas con faldas estrechas y largas y
unos zapatos que parecían chanclos, de color rojo, púrpura,
dorado, y camisas con volantes dorados o plateados.
Nada de pezones a la vista. Las modas habían cambiado;
mala suerte. Todas llevaban el cabello recogido muy alto,
rociado seguramente con ese empasto pringoso que ellas
usaban. Pero sólo a las mujeres se les ocurría ponerse esas
cosas en los cabellos, y por lo tanto era provocativo.
Davidson sonrió a una euraf pequeñita y oronda con más
cabello que cabeza; no obtuvo la sonrisa que esperaba pero
sí un meneo de nalgas que decía a las claras: sigue, sigue,
sígueme. Sin embargo, no la siguió. Todavía no. Fue al
Cuartel General: piedra reconstituida y chapa plástica
estándar, 40 oficinas, 10 refrigeradores de agua, un arsenal
en el subsuelo, y conexión directa con el Comando Central de
la Administración Colonial de Nueva Tahití. Se cruzó con un
par de tripulantes de la cápsula, presentó en Selvicultura un
pedido de un nuevo descortezador semirobot, y concertó una
cita con su camarada de toda la vida Juju Sereng en el Luau
Bar a las catorce cero cero.
Llegó al bar una hora antes para comer algo antes de
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empezar a beber, Lyubov estaba allí en compañía de un par
de tipos de la Flota, eruditos de una u otra calaña, que
habían bajado en la cápsula del Shackleton; Davidson no
apreciaba demasiado a la Armada, una pandilla de rufianes
engreídos, que dejaban en manos del Ejército los trabajos
sucios, pesados y peligrosos; pero galones eran galones, y de
todas maneras le divirtió ver a Lyubov yendo de juerga con
gente de uniforme. Estaba hablando, agitando las manos de
un lado a otro, como de costumbre. Davidson le palmeó el
hombro al pasar y le dijo:
—Hola, Raj, viejo. ¿Qué hay de nuevo?
Siguió de largo sin esperar la mueca de odio, aunque le
dolía perdérsela. Era francamente divertida la forma en que
Lyubov le aborrecía. Un afeminado, probablemente, que
envidiaba la virilidad de los otros. De todos modos, Davidson
no iba a tomarse la molestia de odiar a Lyubov, no valía la
pena.
El Luau servía un bistec de venado de primera. ¿Qué
dirían en la vieja Tierra si vieran a un hombre engullirse un
kilo de carne en una sola comida? ¡Pobres infelices,
condenados a beber jugo de soja! Ad reo llegó Juju
acompañado —como Davidson confiaba y esperaba— por la
flor y nata de las nuevas damiselas: dos bellezas suculentas,
no Novias sino Personal de Esparcimiento. ¡Ah, la decrépita
Administración Colonial de vez en cuando hacía las cosas
bien! Fue una larga y cálida tarde.
En el vuelo de regreso al campamento cruzó el Estrecho
Smith al nivel del sol, que flotaba por encima del mar en lo
alto de un banco de niebla dorada. En el asiento del piloto.
Davidson canturreaba al compás de los balanceos del
helicóptero. Tierra de Smith apareció a la vista envuelta en la
bruma; había una humareda sobre el campamento, un hollín
oscuro como si hubiesen echado petróleo en el incinerador de
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residuos. Era tan espeso que Davidson no podía ver los
edificios. Hasta que tocó tierra en el aeródromo no vio el
avión carbonizado, los despojos ennegrecidos de los
helicópteros, el hangar quemado hasta los cimientos.
Volvió a despegar y voló sobre el campamento, a tan poca
altura que hubiera podido chocar con la chimenea cónica del
incinerador, lo único que quedaba en pie. Todo lo demás
había desaparecido: el aserradero, el horno, los depósitos de
madera, el Cuartel General, las cabañas, las barracas, el
pabellón de los creechis, todo. Armazones ennegrecidos y
ruinas, todavía humeantes. Pero no había sido un incendio en
el bosque.
El bosque estaba allí, siempre verde, a un paso de las
ruinas. Davidson regresó al aeródromo, posó el aparato, y
bajó en busca de la motocicleta, pero también ella era un
despojo negro, junto a las ruinas humeantes, pestilentes, del
hangar y las máquinas. Bajó corriendo hacia el campamento.
De pronto, al pasar junto a lo que fuera la cabaña de
radiocomunicaciones, su cerebro volvió a funcionar. Sin
dudar ni un momento cambió de dirección y abandonó el
camino, detrás de la cabaña destripada. Allí se detuvo.
Escuchó.
No había nadie. Todo estaba en silencio. las llamas se
habían extinguido hacía bastante rato; sólo las grandes pilas
de madera humeaban aún, y había ascuas rojas bajo las
cenizas y el carbón. Más valiosos que el oro, habían sido esos
rectangulares montones de ceniza. Pero de los negros
esqueletos de las barracas y cabañas no brotaba humo; y
había huesos medio calcinados entre las cenizas.
Se escondió detrás de la cabaña de radio. Ahora tenía la
mente más activa y lúcida que nunca. Había dos
posibilidades. Primera: un ataque extraplanetario. Davidson
vio la torre dorada en el muelle espacial de Centralville. Pero
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si al Shackleton le hubiera dado por la piratería, ¿por qué iba
a empezar borrando del mapa un campamento pequeño, en
lugar de tomar Centralville? No, tenía que ser una invasión,
seres de otro planeta. Alguna raza desconocida, o quizá los
cetianos o los hainianos, que habían decidido ocupar las
colonias terrestres. Davidson nunca había confiado en esos
malditos humanoides sabihondos. Sin duda, habían arrojado
una bomba de calor aquí y las fuerzas invasoras, con
aviones, carros voladores, bombas nucleares, bien podían
estar ocultas en una de las islas, o en un arrecife, o en
cualquier paraje del Cuadrante del Sudeste. Tenía que volver
al helicóptero, dar la alarma y luego tratar de echar un
vistazo a los alrededores, hacer un reconocimiento e informar
sobre la situación al Cuartel General. Estaba levantándose
cuando oyó las voces.
No eran voces humanas. Un parloteo ininteligible, agudo,
susurrante. Gente de otros mundos.
Se estiró en el suelo, detrás del techo de plástico
deformado por el calor, parecido a unas alas de murciélago
extendidas. Davidson se quedó muy quieto y prestó atención.
Cuatro creechis venían por el camino, a pocos metros de
donde él se encontraba. Eran creechis salvajes; excepto los
flojos cinturones de cuero de los que pendían cuchillos y
bolsitos, iban totalmente desnudos.
Ninguno de ellos usaba los pantalones cortos y el collar de
cuero que se suministraba a los creechis domesticados. Los
Voluntarios del pabellón habían sido incinerados sin duda
junto con los humanos.
Se detuvieron a corta distancia de su escondrijo, hablando
en ese lento parloteo, y Davidson contuvo el aliento. No
quería que lo descubriesen. ¿Qué diablos estaban haciendo
aquí? Sólo podían estar actuando como espías e
informadores de las fuerzas invasoras.
22
Uno de ellos habló señalando el sur, y cuando volvió la
cabeza Davidson le vio la cara.
Y la reconoció. Los creechis parecían todos iguales, pero
éste era diferente. No hacía un año que Davidson le había
marcado toda la cara. Era el loco furioso que le había atacado
en Central, el homicida, el niñito mimado de Lyubov. ¿Qué
diantres estaba haciendo aquí?
La mente de Davidson funcionó rápidamente, cambió de
onda. Se incorporó repentinamente, alto, tranquilo, fusil en
mano.
—¡Quietos, creechis! ¡Alto ahí! ¡Ni un paso más! ¡No os
mováis!
La voz de Davidson restalló como un latigazo. Las cuatro
criaturas verdes quedaron inmóviles. La de la cara
estropeada le miró a través de los escombros negros con
unos ojos inmensos, inexpresivos, sin ninguna luz.
—Contestad ahora. Este incendio, ¿quién lo provocó?
No hubo respuesta.
—Contestad ahora mismo: ¡Rápido-volando! Si no
contestáis, quemo primero a uno, luego a otro, luego a otro,
¿entendido? Este incendio, ¿quién lo provocó?
—Nosotros quemamos el campamento, capitán Davidson
—dijo el de Central, con una voz baja y extraña que a
Davidson le pareció casi humana—. Todos los humanos están
muertos.
—¿Vosotros lo quemasteis? ¿Qué quieres decir?
Por alguna razón no podía recordar el nombre de
Caracortada.
—Había aquí doscientos humanos. Y noventa de mi gente,
todos esclavos. Novecientos de mi pueblo salieron de los
bosques. Primero matamos a los humanos en el sitio del
bosque donde cortaban los árboles; luego matamos a los que
quedaban aquí, mientras ardían las casas. Pensé que
23
también usted habría muerto. Me alegro de verle, capitán
Davidson.
Era una locura, y por supuesto una mentira. No podían
haberlos matado a todos, a Ok, a Birno, a Van Sten, y a
todos los demás, doscientos hombes alguno tendría que
haberse salvado. Los creechis no tenían armas, sólo arcos y
flechas. Y de todas maneras, era imposible que lo hubiesen
hecho. Los creechis no peleaban, no mataban, no hacían la
guerra. Eran una especie intermedia no agresiva, siempre
víctimas. No se defendían.
Nunca masacrarían a doscientos hombres de un solo
golpe. Era una locura. El silencio, el vago y nauseabundo olor
a quemado en la larga y cálida luz del anochecer, el verde
pálido de las caras y esos ojos que le miraban sin pestañear,
todo era nada, un sueño absurdo, una pesadilla.
—¿Quién hizo esto por vosotros?
—Novecientos de mi gente —dijo Caracortada con esa
maldita voz que casi parecía humana.
—No, eso no. ¿Quién más? ¿Quién dio las órdenes? ¿Quién
dijo que lo hicierais?
—Mi mujer.
Hasta ese momento Davidson no había notado la tensión
contenida pero clara en la actitud de la criatura; sin
embargo, cuando se le fue encima, el salto fue tan solapado
y felino que Davidson, tomado por sorpresa, erró el tiro: le
quemó el brazo o el hombro, no pudo meterle la bala entre
los ojos tal corno había pensado. Y ahora le tenía encima, y
le atacaba con tanta furia que herido y todo, y a pesar de ser
la mitad de grande y tener la mitad de peso de Davidson,
consiguió hacerle perder el equilibrio y derribarle. Davidson
había confiado en su fusil y no había previsto el ataque.
Aquellos brazos eran delgados pero fuertes, y la pelambrera
era áspera al tacto. Mientras Davidson luchaba con uñas y
24
dientes para liberarse, la criatura cantaba.
Ahora Davidson estaba tirado en el suelo boca arriba,
inmovilizado, desarmado. Cuatro caras verdosas le miraban
sin parpadear. Caracortada seguía tarareando algo apenas
audible, pero muy parecido a una melodía. Los otros tres
escuchaban, sonriendo y mostrando los dientes. Davidson
nunca había visto sonreír a un creechi. Nunca había mirado
desde abajo la cara de un creechi. Siempre desde arriba.
Desde su altura. Trató de no forcejear, pues por el momento
toda resistencia era inútil. Aunque pequeños, le superaban en
número, y ahora Caracortada tenía el fusil. Había que
esperar. Pero sentía un malestar, una náusea que le crispaba
y le sacudía el cuerpo de arriba abajo. Las manos diminutas
le sujetaban contra el suelo sin esfuerzo, las caras verdes se
movían y sonreían encima de él.
Caracortada terminó de cantar. Se arrodilló sobre el pecho
de Davidson, un cuchillo en una mano, el fusil de Davidson
en la otra.
—Usted no sabe cantar, capitán Davidson ¿verdad que no?
Muy bien, entonces, puede correr hasta el helicóptero, y huir,
y avisar al coronel en Central que este sitio ha sido
incendiado y que los humanos han muerto.
Sangre, de un rojo tan impresionante como el de la
sangre humana, empapaba la pelambrera del brazo derecho
del creechi. La zarpa verde blandía el cuchillo. La cara
afilada, entrecruzada de cicatrices le miraba desde muy
cerca, y Davidson veía ahora la luz extraña que ardía en lo
probando de aquellos los negros como el carbón. La voz era
siempre suave y tranquila.
Le soltaron.
Davidson se puso de pie con cautela, todavía atontado por
el golpe que había recibido al caer. Ahora los creechis se
habían apartado, conscientes de que los brazos de Davidson
25
eran dos veces más largos que los suyos; pero Caracortada
no era el único que estaba armado; había otro fusil
apuntándole a las tripas. Y era Ben el que lo empuñaba. Ben,
su propio creechi, el bastardo de mierda, gris y sarnoso, con
la cara de estúpido de siempre, pero empuñando un fusil.
No es fácil volverle la espalda a dos fusiles que le están
apuntando a uno, pero Davidson echó a andar hacia el
campo.
Detrás de él alguien dijo en voz alta y chillona una palabra
creechi. Otra voz dijo: —¡Rápido-volando!
Y hubo un rumor extraño, como un gorjeo de pájaros que
quizá era la risa de los creechis. Sonó un disparo y la bala
pasó zumbando por el camino, a un paso de Davidson.
Cristo, eso no era justo, ellos tenían los fusiles. Echó a
correr. Corriendo podía ganarle a cualquier creechi. Y ellos no
sabían disparar un fusil.
—Corra —dijo a sus espaldas la voz tranquila y lejana.
Ése era Caracortada. Selver, así se llamaba. Sam, le
decían, hasta que Lyubov impidió a Davidson que se vengara
del nativo, y le convirtió en un niño mimado; después de eso
todo el mundo le llamaba Selver. Cristo, qué era todo
aquello, una pesadilla. Corrió.
Sentía el golpeteo de la sangre en los oídos. Corrió, corrió
en el atardecer humeante y dorado. Había un cuerpo junto al
camino; Davidson no le había visto al venir, no estaba
quemado, parecía un gran globo blanco que acaba de
desinflarse, y los ojos saltones y azules estaban abiertos y le
miraban fijamente. A él, a Davidson, no se atreverían a
matarle. No habían vuelto a disparar. Era imposible. No
podían matarle. Allí estaba el helicóptero, brillante y seguro.
Se precipitó sobre el asiento y levantó el vuelo antes que los
creechis intentaran algo nuevo. Las manos le temblaban, no
demasiado; nervios, nada más. No podían matarle. Rodeó la
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colina y luego volvió, veloz y a poca altura, tratando de ver a
los cuatro creechis. Pero nada se movía entre los montones
de escombros del campamento.
Esa mañana había existido un campamento en aquel
lugar. Doscientos hombres. Y había cuatro creechis allí, pocos
minutos antes. Él no había soñado todo eso. No podían haber
desaparecido así como así. Tenían que estar allí, escondidos.
Movió la llave que ponía al descubierto la ametralladora en la
nariz del helicóptero, y barrió el suelo quemado, ametralló el
verde follaje del bosque, bombardeó los huesos calcinados y
los cuerpos fríos de los hombres, los restos de las máquinas
y las cepas blanquecinas y putrefactas, una y otra vez hasta
que se le acabaron las municiones. Los espasmos de la
ametralladora cesaron bruscamente.
Ahora tenía las manos firmes, el cuerpo aplacado, y sabía
que no era la víctima de un mal sueño. Enfiló el aparato
hacia el estrecho, para ir a dar la noticia en Centralville.
Mientras volaba sintió que los músculos del rostro se le
distendían, que recuperaba la calma habitual. No podían
culparle del desastre, porque ni siquiera había estado allí. Tal
vez advirtieron que los creechis habían esperado a que él no
estuviera para dar el golpe, sabiendo que si él hubiera podido
organizar la defensa habrían fracasado. Y algo bueno iba a
resultar de todo esto. Harían lo que hubieran tenido que
hacer desde el principio, limpiar el planeta de una vez por
todas para que lo ocuparan los humanos. Ni el mismo Lyubov
podía impedirles ya que terminasen con los creechis, cuando
supieran que quien había encabezado la masacre era el niño
mimado de Lyubov. Ahora, por un tiempo, había que
concentrarse en la tarea de exterminar las ratas; y podía ser,
podía ser que le confiasen a él ese pequeño trabajo. En este
momento hubiera podido sonreír. Pero se contuvo.
Allá abajo el mar era gris a la luz débil, y ante él se
27
extendían las colinas de la isla, los bosques enmarañados de
muchos arroyos, de muchas hojas, envueltos en la penumbra
del atardecer.
28
2
Soplaba el viento, y las mil tonalidades del moho y el
crepúsculo, los marrones y rojizos y los verdes pálidos
cambiaban sin cesar en las alargadas hojas de los sauces.
Espesas y rugosas, las raíces estaban cubiertas de un musgo
verde a orillas de los arroyos, que fluían lentamente como el
viento, demorados por suaves remolinos y falsos remansos,
atascados en piedras y raíces, las ramas colgantes y
hojarasca Id había ni un solo claro, ni un resquicio de luz
traspasaba la espesura. Hojas y ramas, troncos y raíces —lo
umbrío, lo complejo— invadían el viento, el agua, la luz del
sol, el resplandor de las estrellas.
Debajo de las ramas, alrededor de los troncos y sobre las
raíces corrían senderos pequeños, ninguno en línea recta,
todos se desviaban ante un mínimo obstáculo, tortuosos
como nervios. El suelo no era seco y compacto sino húmedo
y esponjoso, producto de la colaboración de los seres vivos y
la lenta, la morosa muerte de las hojas y los árboles; y en
aquel fértil cementerio crecían árboles de treinta metros de
altura, y hongos diminutos que brotaban en círculos de un
centímetro de diámetro. Había un olor en el aire, sutil,
variado y dulzón. El campo visual nunca era demasiado
amplio, a menos que espiando a través del ramaje alguien
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alcanzara a divisar las estrellas. Nada era puro, seco, árido,
llano. La Revelación no se conocía allí. Abarcarlo todo de una
sola mirada era un imposible: ninguna certeza. Las
tonalidades del moho y el crepúsculo seguían cambiando en
las ramas colgantes de los sauces, y nadie hubiera podido
decir si el color de las hojas era bermejo o verderrojizo, o
verde.
Selver subía por un sendero en la orilla del agua;
avanzaba lentamente y tropezaba a menudo con las raíces de
los sauces. Vio a un anciano que dormía, y se detuvo. El
anciano le miró a través de las largas hojas de los sauces y le
vio en sus sueños.
—¿Puedo ir a tu Albergue, mi Señor Soñador? He recorrido
un largo camino.
El anciano no se movió. Selver se sentó en cuclillas al lado
del camino, junto al arroyo.
La cabeza le cayó sobre el pecho porque estaba exhausto
y necesitaba dormir. Había andado durante cinco días.
—¿Vienes del tiempo-sueño o del tiempo-mundo? —le
preguntó el anciano al cabo de un rato.
—Del tiempo-mundo.
—Ven conmigo entonces. —El anciano se levantó
rápidamente y guió a Selver por el sinuoso sendero más allá
de los sauces, hasta un paraje más seco y oscuro de robles y
espinos—. Te tomé por un dios —le dijo, adelantándose un
paso—. Y me pareció que te había visto antes, tal vez en
sueños.
—No en el tiempo-mundo. Vengo de Sornol. Nunca estuve
aquí antes.
—Este pueblo es Cadast. Yo soy Coro Mena. Del Espino
Blanco.
—Me llamo Selver. Del Fresno.
—Hay gente del Fresno entre nosotros, hombres y
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mujeres. También gente de vuestros clanes matrimoniales,
Abedul y Acebo; no tenemos mujeres del Manzano. Pero tú
no vienes en busca de mujer ¿verdad?
—Mi mujer ha muerto —dijo Selver.
Llegaron al Albergue de Hombres, en un terreno alto en
medio de un plantío de robles jóvenes. Se agacharon y se
arrastraron por el túnel de la entrada hasta cruzarlo. Dentro,
a la luz de la hoguera, el anciano se enderezó, pero Selver
permaneció agachado, apoyado sobre las manos y rodillas,
incapaz de levantarse. Ahora que tenía consuelo y ayuda al
alcance de la mano, el cuerpo exhausto se negaba a dar un
paso más. Se dejó caer en el suelo y se le cerraron los ojos,
y se deslizó, con alivio y gratitud, en la gran oscuridad.
Los hombres del Albergue de Cadast cuidaron de él, y el
curandero fue a atenderle la herida del brazo derecho. Esa
noche, Coro Mena y el curandero Torber se sentaron junto al
fuego. La mayoría de los otros hombres de Cadast pasaban la
noche con sus mujeres; sólo había sentados en los bancos un
par de jóvenes aprendices de soñadores, y ambos se habían
quedado profundamente dormidos.
—No sé qué pudo haberle causado cicatrices como la de la
cara —dijo el curandero —, y menos aún la que tiene en el
brazo. Una herida muy extraña.
—También llevaba en el cinto una máquina rara —dijo
Coro Mena.
—Yo la vi y no la vi.
—La puse debajo del banco. Parece de hierro pulido, pero
no es obra de hombres.
—Viene de Sornol, te dijo.
Ambos permanecieron silenciosos un rato. Coro Mena
sintió la presión de un miedo inexplicable, y se deslizó hacia
el sueño para buscar la razón de ese miedo, pues era anciano
y un adepto desde mucho tiempo atrás. En el sueño los
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gigantes caminaban, pesados, horrendos. Tenían miembros
secos y escamosos y los llevaban envueltos en ropas; tenían
ojos pequeños y claros, como cuentas de estaño. Detrás
reptaban unas enormes cosas móviles de hierro pulido. Los
árboles caían al paso de las máquinas.
De entre los árboles que caían salía corriendo un hombre
gritando desesperadamente, la boca ensangrentada. El
sendero por el que corría llevaba al Albergue de Cadast.
—Bueno, no queda ninguna duda —dijo Coro Mena,
deslizándose fuera del sueño—. Vino por el mar directamente
de Sornol, o bien caminando desde la costa de Keime Deva
en nuestro continente. Los gigantes están en los dos lugares,
dicen los viajeros.
—Le seguirán —dijo Torber.
Ni el uno ni el otro respondió a la pregunta, que no era
una pregunta sino la mera expresión de una posibilidad.
—¿Viste a los gigantes una vez, Coro?
—Una vez —dijo el anciano.
Coro soñó; algunas veces, ya viejo y no tan fuerte como
antaño, se echaba a dormir un rato. Llegó la mañana, pasó el
mediodía. Alrededor del Albergue se preparaba una partida
de caza, los niños gorjeaban, las mujeres hablaban con voces
susurrantes como arroyuelos. Una voz más seca llamó a Coro
Mena desde la puerta. Coro Mena salió arrastrándose por el
túnel a la luz del atardecer. Allí fuera estaba su hermana,
aspirando con placer la fragancia del viento, pero con la cara
muy seria.
—¿Se ha despertado ya el extranjero, Coro?
—Todavía no. Torber le está cuidando.
—Tenemos que escuchar su historia.
—Sin duda pronto despertará.
Ebor Dendep frunció el ceño. Matriarca de Cadast, la
suerte de su pueblo le preocupaba; pero no quería pedir que
32
perturbasen el sueño de un hombre herido, ni ofender a los
soñadores recordándoles que tenía derecho a entrar en el
Albergue de los Hombres.
—¿No puedes despertarle, Coro? ¿Y si le estuvieran
persiguiendo?
Coro Mena no podía contener las emociones de su
hermana como contenía las propias, pero las sentía; la
ansiedad de Ebor Dendep prendió en él.
—Si Torber lo permite, le despertaré —dijo.
—Trata de enterarte de las nuevas que trae, rápidamente.
Ojalá fuera una mujer y hablase con sensatez…
El forastero había despertado espontáneamente, y yacía
febril en la penumbra del Albergue. Los sueños desbocados
del delirio desfilaban por delante de sus ojos. Se sentó, sin
embargo, y habló con serenidad. Al escucharle, los huesos de
Coro Mena parecieron encogérsele en el cuerpo, como si
tratasen de rehuir esa historia terrible, ese suceso inaudito.
—Yo era Selver Thele, cuando vivía en Eshreth en Sornol.
Mi ciudad fue arrasada por los yumenos cuando destruyeron
los árboles. Yo y mi mujer Thele fuimos apresados, junto con
otros. Ella fue violada por uno de ellos y murió. Yo ataqué al
yumeno que la había matado. Él hubiera podido matarme en
ese momento, pero otro de ellos me salvó la vida y me
liberó. Me fui de Sornol, donde ningún poblado está ahora a
salvo de los yumenos, y vine aquí, a la Isla Septentrional, y
viví en la costa de Kelme Deva en los Bosques Bermejos. Y
allí llegaron los yumenos y comenzaron a destrozar el
mundo.
»Destruyeron una ciudad, Penle. Capturaron un centenar
de hombres y mujeres y los obligaron a trabajar para ellos, y
a vivir en pocilgas. A mí no me capturaron. Yo vivía con otros
que habían huido de Penle en los cenagales al norte de
Kelme Deva. A veces, por la noche, iba a reunirme con mi
33
gente en la pocilga de los yumenos. Ellos me dijeron que
aquél estaba allí. Aquél a quien yo había tratado de matar. Al
principio pensé en intentarlo de nuevo; o bien sacar a la
gente del pabellón. Pero todo el tiempo veía árboles que se
desplomaban y el mundo mutilado y putrefacto. Los hombres
hubieran podido escapar, pero no las mujeres, estaban
recluidas en sitios más seguros, y empezaban a morirse.
»Hablé con la gente que se ocultaba allí en los cenagales.
Todos sentíamos mucho miedo y una inmensa cólera, y no
sabíamos cómo librarnos de tanta angustia. Por fin, después
de largas conversaciones, y de mucho soñar, con un plan
cuidadosamente preparado, fuimos allí a la luz del día y
matamos a los yumenos de Kelme Deva con flechas y lanzas
de caza, y quemamos la ciudad y las máquinas. No dejamos
nada. Pero aquél no estaba allí. Regresó solo. Canté sobre él
y le dejé en libertad.
Selver calló.
—Entonces… —murmuró Coro Mena.
—Entonces vino de Sornol una nave voladora, y nos buscó
en el bosque, pero no encontró a nadie. Entonces incendiaron
el bosque; pero llovió, y poco daño causaron. La mayoría de
la gente que escapó de las pocilgas y los otros se han ido
más lejos, al norte y al este, hacia las Colinas Holle, porque
temíamos que muchos yumenos salieran a perseguirnos. Yo
me marché solo. Los yumenos me conocen, sabes, conocen
mi rostro; y eso me asusta, a mí y también a aquellos con
quienes estoy.
—¿Qué herida es esa? —preguntó Torber.
—Aquél, él me hirió con el arma que ellos usan —, pero yo
le vencí cantando y le dejé partir.
—¿Tú solo venciste a un gigante? —dijo Torber con una
sonrisa cruel, deseando creer.
—Solo no. Con tres cazadores, y con el arma del yumeno
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en mi mano… ésta.
Torber se apartó de aquella cosa.
Ninguno de ellos habló durante un rato. Por último. Coro
Mena dijo: —Lo que nos cuentas es muy terrible y el camino
desciende. ¿Eres un Soñador de tu Albergue?
—Era. Ya no hay un Albergue en Eshreth.
—Todo es una misma cosa; tú y yo hablamos la Antigua
Lengua. Entre los sauces de Asta me hablaste por primera
vez, llamándome Señor Soñador. Eso soy. ¿Tú sueñas,
Selver?
—Rara vez ahora —respondió Selver, obediente al
catecismo, bajando el rostro febril cubierto de cicatrices.
—¿Despierto?
—Despierto.
—¿Sueñas bien, Selver?
—No.
—¿Te caben los sueños en las manos?
—Sí.
—¿Los tejes y los modelas, los diriges y los sigues, los
comienzas e interrumpes a voluntad?
—A veces, no siempre.
—¿Puedes recorrer el camino por el que va tu sueño?
—A veces. Otras me da miedo.
—¿A quién no? No todo es malo en ti, Selver
—No, no todo es malo —dijo Selver—, no me queda nada
bueno —y se estremeció.
Torber le dio la pócima de sauce para beber y le obligó a
acostarse. Coro Mena no había transmitido aún la pregunta
de la matriarca; lo hizo a regañadientes, arrodillándose junto
al enfermo.
—¿Los gigantes, los yumenos como tú les llamas, te
seguirán el rastro, Selver?
—No dejé rastros. Nadie me ha visto entre Kelme Deva y
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este lugar en seis días. Ése no es el peligro. —Trató de volver
a sentarse—. Escucha, escucha. Tú no ves el peligro.
»¿Cómo podrías verlo? Tú no has hecho lo que hice yo,
nunca lo soñaste, dar muerte a doscientas personas. No me
seguirán a mí, pero pueden seguirnos a todos. Perseguirnos,
cazarnos como a conejos. Ése es el peligro. Pueden tratar de
matarnos. De matarnos a todos, a todos los hombres.
—Acuéstate…
—No, no estoy delirando, esto es realidad y es sueño.
Había doscientos yumenos en Kelme Deva y ahora están
muertos. Los matamos nosotros. Los matamos como sí no
fueran hombres. ¿No volverán y nos harán lo mismo? Venían
matándonos uno a uno, ahora nos matarán como matan a los
árboles, por centenares y centenares y centenares.
—Tranquilízate —dijo Torber—. Esas cosas suceden en los
sueños febriles, Selver. No suceden en el mundo.
—El mundo siempre es nuevo —dijo Coro Mena— por muy
viejas que sean sus raíces.
Selver, ¿qué pasa entonces con esas criaturas? Parecen
hombres y hablan como hombres. ¿No son hombres?
—No lo sé. ¿Acaso el hombre mata a otro hombre,
excepto en un ataque de locura?
¿Acaso mata la bestia a los de su especie? Sólo los
insectos. Estos yumenos nos matan con la misma indiferencia
con que nosotros matamos víboras. El que me enseñó a mí
decía que se matan unos a otros, en disputas individuales, y
también en grupos, como las hormigas cuando pelean. Eso
yo no lo he visto. Pero sé que no escuchan a quienes piden
clemencia. Asestan el golpe de gracia sobre la cabeza
agachada, ¡yo lo he visto! Hay en ellos la necesidad de
matar, y por eso me pareció natural condenarlos a muerte.
—Y los sueños de todos los hombres —dijo Coro Mena,
cruzado de piernas en la sombra— cambiarán. Nunca
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volverán a ser los mismos. Yo nunca volveré a recorrer ese
sendero por el que vine contigo ayer, el camino que sube
desde los sauces y que he recorrido toda mi vida. Ha
cambiado. Tú pasaste por él, y ya no es el mismo. Antes de
este día lo que teníamos que hacer era lo que correspondía
hacer; el camino era el camino recto que nos traía a casa.
¿Dónde está ahora nuestro hogar? Porque tú has hecho lo
que tenías que hacer, y no era lo recto. Tú has matado a
hombres. Yo les vi, hace cinco años, en el Valle Lerngan,
donde llegaron en una nave voladora; me escondí y observé
a los gigantes, a seis de ellos, y les vi hablar, y mirar las
rocas y las plantas, y cocinar alimentos. Son hombres. Pero
tú has vivido entre ellos, Selver, dime: ¿sueñan?
—Como los niños, cuando duermen.
—¿No están iniciados?
—No. A veces hablan de sus sueños, y los curanderos
tratan de utilizarlos en las curas, pero ninguno de ellos está
iniciado, ni tiene ninguna capacidad para soñar. Lyubov, el
que me instruyó, me comprendió cuando le expliqué cómo se
sueña. Y sin embargo llamaba "real" al tiempo-mundo e
"irreal" al tiempo-sueño, como si ésa fuese la diferencia.
—Tú has hecho lo que tenías que hacer —repitió Coro
Mena después de un momento de silencio.
A través de las sombras encontró los ojos de Selver. La
tensión desesperada en la cara de Selver cebó de pronto; la
boca marcada se le distendió, y él se tumbó de espaldas sin
decir más. Un momento después estaba dormido.
—Es un dios —dijo Coro Mena.
Torber asintió, aceptando casi con alivio el veredicto del
anciano.
—Pero no como los otros. No como el Perseguidor, no
como el Amigo que no tiene rostro, ni como la Mujer Hojade-Álamo que camina en el bosque de los sueños. Ni como el
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Cancerbero, ni como la Serpiente. Ni como el Tocador-de-Lira
o el Tallista o el Cazador, aunque como ellos viene del
tiempo-mundo. Quizá hemos soñado a Selver en estos
últimos años, pero ya no volveremos a soñarlo; ha salido del
tiempo-sueño. Viene del bosque, a través del bosque, donde
caen las hojas, donde mueren los árboles, un dios que
conoce la muerte, un dios que mata y no renace.
La matriarca escuchó los relatos y las profecías de Coro
Mena y actuó. Puso en estado de alerta al pueblo de Cadast,
asegurándose de que cada familia estuviese lista para
movilizarse, con algunos alimentos preparados, y parihuelas
para los viejos y enfermos.
Envió a las mujeres jóvenes a explorar el sur y el este en
busca de noticias de los yumenos.
Alrededor del pueblo mantenía siempre a un grupo de
cazadoras armadas, aunque las otras salían como de
costumbre noche tras noche. Y cuando Selver recobró un
poco las fuerzas, insistió en que dejara el Albergue y narrara
su historia: cómo los yumenos mataban y esclavizaban a la
gente en Sornol, y mutilaban los bosques; cómo la gente de
Kelme Deva había matado a los yumenos. Obligaba a las
mujeres y a los hombres que no soñaban, que no
comprendían estas cosas, a escucharlas de nuevo, hasta que
las comprendían y sentían temor. Porque Ebor Dendep era
una mujer práctica. Y si un Gran Soñador, su hermano, le
decía que Selver era un dios, un reformador, un puente entre
realidades, ella creía y actuaba. El Soñador tenía la
responsabilidad de ser cuidadoso, estar seguro de que su
veredicto era inequívoco. Y ella, la de asumir ese veredicto y
actuar en consonancia. Él veía lo que había que hacer; ella
cuidaba de que se hiciera.
—Todas las ciudades del bosque tienen que escuchar —
dijo Coro Mena.
38
Y la matriarca envió a jóvenes mensajeras, y las
matriarcas de otros pueblos escucharon y enviaron
mensajeras. La matanza de Kelme Deva y el nombre de
Selver se conocieron en toda la Isla Septentrional y más allá
de los mares en los otros continentes, de boca en boca, o por
escrito, no muy rápidamente, pues el Pueblo de los Bosques
no tenía medios más veloces que aquellas mensajeras,
bastante rápidas sin embargo.
No todos eran un mismo pueblo en los Cuarenta
Continentes del Mundo. Había más lenguas que regiones, y
en cada una un dialecto diferente para cada pueblo; había
infinitas ramificaciones de costumbres, morales, creencias,
oficios; los tipos físicos eran distintos en cada uno de los
cinco Grandes Continentes. Los de Sornol eran altos y
pálidos, y grandes mercaderes; los de Rieshwel eran de corta
estatura, de pelo a veces negro, y comían monos; y así
sucesivamente. Pero el clima apenas variaba y tampoco el
bosque, y el mar era siempre el mismo. La curiosidad, las
rutas regulares del comercio, y la necesidad de encontrar
marido o mujer del árbol apropiado, mantenían un fluido
movimiento de gente entre las poblaciones y entre los
continentes, y había por lo tanto ciertos parecidos entre
todos ellos excepto los de los confines más remotos, las
semidesconocidas islas bárbaras del Lejano Este y el Lejano
Sur. En los Cuarenta Continentes, quienes gobernaban las
ciudades y los pueblos eran las mujeres, y casi todos los
pueblos tenían un Albergue de Hombres. En los Albergues los
Soñadores hablaban una lengua antigua, y ésta variaba poco
de una rejón a otra. Casi nunca la aprendían las mujeres, ni
los hombres que eran simples cazadores, pescadores,
tejedores, constructores, y que sólo soñaban sueños
pequeños fuera del Albergue. Como la mayor parte de las
escrituras estaban en esta lengua antigua, cuando las
39
matriarcas enviaban a las jóvenes mensajeras, las cartas
iban de Albergue en Albergue, y eran los Soñadores quienes
las interpretaban para las Ancianas, lo mismo que otros
documentos, rumores, problemas, mitos y sueños. Pero
siempre eran las Ancianas las que decidían si creer o no
creer.
Selver estaba en Esbsen, en una habitación pequeña. La
puerta no estaba trabada, pero sabía que si la abría algo
maligno iba a entrar. Mientras la mantuviese cerrada todo
iría bien. Pero allí fuera, había árboles jóvenes, un huerto
frente a la casa; no eran árboles frutales, ni de los que daban
nueces, eran árboles de alguna otra especie y Selver no
recordaba cuál. Salió a ver qué árboles eran. Yacían
despedazados, arrancados de raíz.
Alzó una rama plateada y del extremo roto brotó un poco
de sangre.
—No, aquí no, no otra vez, Thele —dijo—. ¡Oh, Thele, ven
a mí antes de morir!
Pero ella no vino. Sólo su muerte estaba allí, el abedul
quebrado, la puerta abierta.
Selver se volvió y regresó de prisa a la casa, descubriendo
que estaba construida sobre el nivel del suelo, como una
casa yumena, muy alta y llena de luz. La otra puerta, en la
pared opuesta de la alta habitación, daba a la larga calle de
la ciudad yumena, Central.
Selver tenía el fusil en el cinto. Si Davidson venía, podría
matarle. Esperó, detrás del umbral, con la puerta abierta,
mirando el sol. Apareció Davidson, inmenso, corriendo.
Selver apenas podía seguirle con la mira del fusil,
mientras Davidson zigzagueaba enloquecido por la ancha
calle, muy rápido, cada vez más cerca. El fusil le pesaba.
Selver disparó, pero no salió ningún fuego del fusil, y
enfurecido y aterrorizado arrojó a lo lejos el fusil y el sueño.
40
Disgustado y deprimido, escupió y suspiró.
—¿Un mal sueño? —le preguntó Ebor Dendep.
—Todos son malos, y todos iguales —dijo Selver, pero
mientras respondía se sintió menos angustiado, menos
intranquilo Los fríos rayos del sol matutino se filtraban en
manchas y dardos de luz a través del follaje menudo y las
ramas del bosque de abedules de Cadast. Allí estaba sentada
la matriarca, tejiendo una cesta de tallos de helecho negro,
porque le gustaba tener los dedos ocupados, mientras a su
lado yacía Selver, en un semisueño o soñando. Hacía quince
días que estaba en Cadast, y la herida ya se le había cerrado.
Aún dormía largamente, pero por primera vez en muchos
meses había empezado a soñar otra vez despierto,
regularmente, no una o dos veces en un día y una noche sino
con el pulso y el ritmo verdaderos del sueño, que se
manifiesta y desaparece entre diez y catorce veces por día.
Por malos que fueran los sueños, mero terror y vergüenza,
los recibía con alegría.
Había temido estar definitivamente separado de sus
raíces, haberse internado demasiado en las regiones muertas
de la acción y no poder encontrar nunca más el camino de
regreso a las fuentes de la realidad. Ahora, aunque el agua
era muy amarga, volvía a beberla.
Por un instante, tuvo de nuevo a Davidson abatido entre
las cenizas del campamento incendiado, y esta vez, en lugar
de cantar sobre él, le golpeaba la boca con una piedra. A
Davidson se le rompían los dientes, y la sangre le corría
entre las esquirlas blancas.
El sueño le fue útil, la clara realización de un deseo, pero
allí se detuvo, pues lo había soñado muchas veces, antes de
encontrar a Davidson en las cenizas de Keime Deva, y
después. Ese sueño sólo le aliviaba, nada más. Un sorbo de
agua dulce. Era el agua amarga la que él necesitaba. Tenía
41
que regresar, no a Kelme Deva sino a la calle larga y
aterradora de la ciudad extraña llamada Central, donde había
atacado a la Muerte, y donde había sido derrotado.
Ebor Dendep tarareaba mientras tejía. Las manos frágiles,
de pelusa verde y sedosa plateada por la edad, entrelazaban
los tallos negros de los helechos, diestras y veloces.
Entonaba una canción que hablaba de la recolección de los
helechos, una canción de muchacha. "Estoy juntando
helechos, me pregunto si él volverá…" La voz débil y vieja
trinaba como un grillo. En las hojas de los abedules temblaba
el sol. Selver apoyó la cabeza en los brazos.
El bosque de abedules estaba casi en el centro del pueblo
de Cadast. Ocho senderos partían del pueblo y se alejaban
entre los árboles serpenteando. Una vaharada de humo de
leña flotaba en el aire; en el límite sur del bosque, allí donde
las ramas raleaban se veía el humo que brotaba de una
chimenea, como una hebra de hilo azul que se desenroscara
entre las hojas. Si uno miraba atentamente entre las encinas
y otros árboles, descubría tejados que asomaban a poco más
de medio metro del nivel del suelo, quizá unos cien o
doscientos, era muy difícil contarlos. Las casas de madera
estaban construidas bajo tierra en sus tres cuartas partes,
incrustadas entre las raíces de los árboles como madrigueras
de tejones. Una barda de ramas menudas, pinocha, cañas,
humus, recubrían los techos de vigas. Eran aislantes,
impermeables, y casi invisibles. El bosque y la comunidad de
ochocientas personas continuaban sus quehaceres, todo
alrededor del bosquecillo de abedules donde Ebor Dendep
tejía una cesta de helechos.
Un pájaro entre las ramas encima de ella dijo "Ti-huit",
dulcemente. Había más bullicio humano que de costumbre,
porque cincuenta o sesenta forasteros, hombres y mujeres
jóvenes en su mayoría, habían estado llegando en los últimos
42
días, atraídos por la presencia de Selver. Algunos eran de
otras ciudades del norte, otros eran los que habían ayudado
a Selver en la matanza de Kelme Deva; le habían seguido
hasta aquí guiados por los rumores. Sin embargo, las voces
que llamaban aquí y allá y el parloteo de las mujeres que se
bañaban o de los niños que jugaban a la orilla del arroyo,
eran menos fuertes que el canto de las aves y el zumbido de
los insectos en la mañana y los susurros del bosque vivo del
que el pueblo era sólo un elemento.
Una muchacha llegó súbitamente, una joven cazadora del
color de las hojas pálidas del abedul.
—Mensaje hablado de la costa sur, madre —dijo—. La
mensajera está en el Albergue de Mujeres.
—Mándala aquí cuando haya comido —replicó con dulzura
la matriarca—. Silencio, Tolbar, ¿no ves que está durmiendo?
La muchacha se inclinó a recoger una ancha hoja de
tabaco silvestre y la puso sobre los ojos de Selver, en los que
se había posado un rayo del sol empinado y brillante. Selver
yacía con las manos entreabiertas, el rostro lastimado
cubierto de cicatrices, mirando al sol, vulnerable e inocente,
un Gran Soñador que se había quedado dormido como un
niño. Pero era el rostro de la muchacha lo que Ebor Dendep
observaba. Resplandecía, en esa penumbra inquieta, con
piedad y terror, con adoración.
Tolbar escapó, veloz como una flecha. Poco después dos
de las Ancianas llegaban con la mensajera, avanzando en
fila, silenciosas por el sendero moteado de sol. Ebor Dendep
levantó la mano, imponiendo silencio. La mensajera se tendió
inmediatamente en el suelo, y descansó; tenía la piel verde,
con vetas pardas, manchada de sudor y polvo; venía de muy
lejos y había corrido mucho. Las Ancianas se sentaron en los
sitios soleados, y se quedaron muy quietas. Como dos viejas
piedras verdegrises, de ojos vivos y brillantes.
43
Selver dormía. Luchaba con una pesadilla que se
escapaba. Gritó de terror y se despertó.
Fue a beber un poco de agua en el arroyo; cuando volvió,
le seguían seis o siete de los que siempre le seguían. La
matriarca dejó a un lado su labor a medio terminar y dijo: —
Ahora sé bienvenida, mensajera, y habla.
La mensajera se puso de pie, saludó a Ebor Dendep con
una inclinación de cabeza, y habló.
—Vengo de Trethat. Mi mensaje viene de Sorbron Deva,
antes de eso los marineros del Estrecho, antes de eso de
Brotor en Sornol. Es para los oídos de toda Cadast pero he de
decírselo al hombre llamado Selver nacido del Fresno en
Eshreth. He aquí el mensaje: Hay nuevos gigantes en la gran
ciudad de los gigantes en Sornol, y muchos de ellos son
mujeres. La amarilla nave de fuego sube y baja en el lugar
que se llamaba Peha. Se sabe en Sornol que Selver de
Eshreth quemó la ciudad de los gigantes en Kelme Deva. Los
Grandes Soñadores de los Exiliados de Brotor han soñado
gigantes más numerosos que los árboles de los Cuarenta
Continentes. Estas son todas las palabras de mi mensaje.
Después de escuchar el mensaje, todos callaron. El
pájaro,
un
poco
más
lejos,
dijo:
"¿Huit-Huit?",
experimentalmente.
—Este es un tiempo-mundo muy nefasto —dijo una
Anciana frotándose una rodilla reumática.
Un pájaro gris voló desde un roble inmenso que marcaba
el límite septentrional del pueblo, y ascendió en círculos,
llevado por el viento de la mañana sobre alas perezosas.
Siempre había un árbol donde se aposentaban esos
milanos grises en las cercanías de un poblado; eran el
servicio de recolección de basura.
Un niñito gordo cruzó corriendo el bosquecillo de
abedules, perseguido por una hermana apenas mayor, los
44
dos chillando con vocecillas agudas como murciélagos. El
niñito cayó de bruces y rompió a llorar, la niña lo levantó y le
secó las lágrimas con una hoja grande. Se escabulleron
bosque adentro tomados de la mano.
—Había uno que se llamaba Lyubov —le dijo Selver a la
matriarca—. Le he hablado de él a Coro Mena, pero no a ti.
Cuando aquel otro me estaba matando, fue Lyubov quien me
salvó. Fue Lyubov quien me curó y me liberó. Quería saber
de nosotros; y yo le respondía y él me respondía. Una vez le
pregunté cómo podía sobrevivir la raza de él, teniendo tan
pocas mujeres. Me dijo que en el lugar de donde vienen, la
mitad son mujeres; pero los hombres no traerían a las
mujeres a los Cuarenta Continentes hasta haberles
preparado un lugar adecuado.
—¿Hasta que los hombres les preparen un lugar
adecuado? ¡Vaya! Tendrán que esperar bastante —dijo Ebor
Dendep—. Son como la gente del Sueño del Olmo que se
presentan de espaldas, con las cabezas al revés. Convierten
el bosque en una playa seca. —La lengua de Ebor Dendep no
tenía una palabra para "desierto"—. ¿Y a eso lo llaman
preparar las cosas para las mujeres? Tendrían que haber
enviado primero a las mujeres. Tal vez entre ellos sean las
mujeres las que sueñan, ¿quién sabe? Son primitivos, Selver.
Están locos.
—Un pueblo entero no puede estar loco.
—Pero sólo sueñan cuando duermen, dijiste; ¡si quieren
soñar despiertos toman venenos y no pueden gobernar lo
que sueñan! ¡No puede haber locura mayor! No saben
distinguir el tiempo-sueño del tiempo-mundo, no más que un
bebé. ¡Tal vez cuando matan a un árbol creen que volverá a
vivir!
Selver meneó la cabeza. Seguía hablando con la matriarca
como si estuviesen solos en el bosque de abedules, en voz
45
baja y vacilante, casi soñolienta.
—No, saben muy bien lo que es la muerte… Claro que no
ven como vemos nosotros, pero de ciertas cosas saben y
entienden más que nosotros. Lyubov sobre todo, entendía lo
que yo le explicaba. Y mucho de lo que él me decía, yo no
podía comprenderlo. No era la lengua lo que me impedía
comprender; yo conozco la lengua de Lyubov y él aprendió la
nuestra; escribimos un vocabulario de nuestras dos lenguas.
Sin embargo, él decía algunas cosas que nunca pude
entender. Decía que los yumenos vienen de más allá del
bosque. Eso es perfectamente claro. Decía que ellos quieren
el bosque: los árboles por la madera, la tierra para cubrirla
de hierba. —La voz de Selver, aunque siempre baja, era
ahora resonante; la gente que iba y venía entre los árboles
plateados escuchaba—. Esto también es claro, para aquellos
de nosotros que les han visto mutilar el mundo. Decía que los
yumenos son hombres como nosotros, que en realidad
somos parientes cercanos, tan cercanos quizá como el gamo
y el ciervo. Decía que venían de otro lugar que no es el
bosque; allí todos los árboles han sido arrancados; tienen un
sol, no nuestro sol, que es una estrella. Todo esto, como
entenderás, no era claro para mí.
»Repito las palabras pero no sé qué significan. No tiene
demasiada importancia. Lo que está claro es que quieren
para ellos nuestros bosques. Tienen el doble de nuestra
estatura, tienen armas muy superiores a las nuestras, y
lanzafuegos, y naves voladoras.
»Ahora han traído más mujeres, y tendrán hijos. Hay unos
dos mil, quizá tres mil, la mayoría en Sornol. Pero dentro de
una o dos generaciones se habrán reproducido, se habrán
duplicado o cuadruplicado. Matan a hombres y mujeres; no
perdonan a quienes piden clemencia. No saben cantar en las
peleas. Han dejado sus raíces en otra parte, tal vez, en ese
46
otro bosque de donde ellos vienen, ese bosque sin árboles.
Por eso toman venenos para poder soñar, pero sólo
consiguen embriagarse o enfermar. Nadie puede saber con
certeza si son hombres o no lo son, si están cuerdos o locos,
pero eso no importa. Hay que expulsarles del bosque, porque
son peligrosos. Si no quieren irse habrá que quemar todas
esas ciudades, así como hay que quemar los nidos de las
hormigas dañinas en los bosques de las ciudades. Si no
hacemos nada, seremos nosotros los que moriremos en el
fuego. Pueden aplastarnos como nosotros aplastamos a las
hormigas.
»Una vez vi a una mujer, fue cuando incendiaron la ciudad
de Eshretr, estaba de bruces en el sendero a los pies de un
yumeno, pidiendo que no la matara, y él le pisoteó la espalda
y le rompió el espinazo, y luego la pateó a un costado como
si fuese una víbora muerta.
»Yo lo vi. Si los yumenos son hombres son hombres
ineptos, incapaces de soñar y de actuar como tales. Por eso
mismo van de un lado a otro, atormentados, y destruyendo y
matando, impulsados por los dioses que llevan dentro, esos
dioses que no quieren liberar y que ellos tratan de destruir y
negar. Si son hombres, son hombres malvados, que han
renegado de sus propios dioses, y que temen verse las caras
en la oscuridad. Matriarca de Cadast, escúchame. —Selver se
puso de pie, alto y violento entre las mujeres acuclilladas—.
Ha llegado la hora, creo, de que vuelva a mi tierra, a Sornol,
a aquellos que están en el exilio y a los que están
esclavizados. Diles a todos los que sueñen con una ciudad en
llamas que me sigan hasta Brotor.
Saludó a Ebor Dendep con una leve reverencia, y salió del
bosque de los abedules, todavía cojeando, con el brazo
vendado; sin embargo, había una agilidad en su paso, una
arrogancia en la posición de la cabeza que lo hacía parecer
47
más sano que otros hombres.
Los jóvenes fueron detrás de él en silencio.
—¿Quién es? —preguntó la mensajera de Trethat,
siguiéndole con la mirada.
—El hombre a quien venía destinado tu mensaje, Selver
de Eshreth, un dios entre nosotros. ¿Habías visto alguna vez
a un dios, hija?
—Cuando yo tenía diez años el Tocador de Lira vino a
nuestro pueblo.
—El Viejo Ertel, sí. Era de mi Árbol, y de los Valles
Septentrionales, lo mismo que yo.
Bueno, ahora hemos visto otro dios, y más grande.
Háblales de él a los tuyos en Trethat.
—¿Qué dios es, madre?
—Un dios nuevo —dijo Ebor Dendep con su voz vieja y
seca—. El hijo del bosque de fuego, el hermano de los
asesinados. Él es el hombre que no ha renacido. Ahora
marchaos, todas, id al Albergue. Ved quiénes irán con Selver,
ocupaos de que lleven alimentos. Dejadme un rato a solas.
Estoy colmada de presentimientos como un viejo estúpido
necesito soñar…
Coro Mena acompañó a Selver esa noche hasta el lugar
donde se habían encontrado por primera vez, bajo los sauces
cobrizos a la orilla del arroyo. Muchos eran los que seguían a
Selver al sur, unos sesenta en total, y eran pocos los que
habían visto en marcha una muchedumbre semejante. Había
mucha agitación y atraían a otros, mientras se encaminaban
al mar que les llevaría a Sornol. Selver había solicitado esa
noche el privilegio de soledad de los Soñadores y se había
adelantado a los demás, que le alcanzarían por la mañana. A
partir de ese momento, inmerso en la multitud y obligado a
actuar, poco tiempo tendría para el lento y profundo fluir de
los grandes sueños.
48
—Aquí nos encontramos por primera vez —dijo el anciano,
deteniéndose entre las ramas contadas, los velos de hojas
colgantes—, y aquí nos separamos. Este lugar será llamado
el Bosque de Selver, sin duda, por los que de hoy en
adelante recorran nuestros caminos.
Selver no respondió en seguida, de pie e inmóvil como un
árbol. Alrededor, las hojas inquietas y plateadas se
oscurecían, cuando las nubes se agolpaban ocultando las
estrellas.
—Tú estás más seguro de mí que yo mismo —dijo por
último, una voz en la oscuridad.
—Sí, estoy seguro, Selver… Fui bien instruido en sueños, y
soy viejo por añadidura. Ya es muy poco lo que sueño para
mí, ¿y cómo podría ser de otro modo? Pocas cosas me
parecen nuevas. Y lo que anhelaba en mi vida lo he tenido, y
con creces. He tenido toda mi vida. Días como las hojas del
bosque. Soy un viejo árbol hueco; sólo las raíces siguen
vivas. Por eso sólo sueño lo que sueñan todos los hombres.
No tengo visiones ni deseos.
Veo lo que es. Veo el fruto que madura en la rama.
Durante cuatro años ha estado madurando, ese fruto del
árbol de raíces profundas. Durante cuatro años todos hemos
vivido atemorizados, incluso nosotros, los que vivimos lejos
de las ciudades de los yumenos, y sólo les hemos espiado
desde algún escondrijo, o hemos visto cómo las naves se
elevaban en el aire, o hemos contemplado los lugares
muertos donde mutilan el mundo, o sólo hemos oído historias
de todas estas cosas. Todos tenemos miedo. Los niños se
despiertan gritando y hablan de los gigantes; las mujeres no
quieren hacer viajes demasiado largos; los hombres de los
Albergues no pueden cantar. El fruto del miedo está
madurando. Y yo te veo recogiéndolo. Tú lo cosecharás. Todo
cuanto nosotros tememos ver, tú ya lo has visto, lo has
49
conocido: el exilio, la vergüenza, el dolor; has visto caer los
techos y las paredes del mundo, la madre muerta en
desgracia, los hijos sin educación, desamparados… Ésos son
tiempos nuevos para el mundo, tiempos nefastos.
Y tú lo has padecido todo. Has llegado hasta el límite. Y en
el límite, al final del negro sendero, allí crece el Árbol. Allí
madura el fruto; ahora tú extiendes la mano, Selver, ahora lo
tomas. Y el mundo cambia por completo, cuando un hombre
tiene en la mano el fruto de ese árbol, ese árbol cuyas raíces
son más profundas que el bosque. Los hombres lo
reconocerán. Te reconocerán a ti, como te reconocimos
nosotros. ¡No es necesario ser un anciano o un Gran Soñador
para reconocer a un dios! Donde tú vayas, el fuego arderá;
sólo los ciegos no podrán verlo. Pero escucha, Selver, esto es
lo que yo veo y que acaso otros no vean, y por eso te he
amado: soñé contigo antes de que nos encontrásemos aquí.
Tú ibas caminando por un sendero, y los árboles jóvenes
crecían a tu paso, el roble y el abedul, el sauce y el acebo, el
abeto y el pino, el aliso, el olmo, el fresno de flores blancas,
todo el techo y las paredes del mundo reverdecidos para
siempre. Ahora adiós, amado dios e hijo, que la suerte te
acompañe.
La noche se oscurecía a medida que Selver avanzaba,
hasta que sus ojos, que veían en las tinieblas, no vieron nada
más que masas y planos de oscuridad. Empezó a llover.
Se había alejado apenas algunos kilómetros de Cadast
cuando se dio cuenta que tenía que encender una antorcha o
detenerse. Eligió detenerse, y a tientas encontró un refugio
entre las raíces de un castaño. Allí se sentó, la espalda contra
el ancho y retorcido tronco, que conservaba todavía un poco
de calor del sol. La fina lluvia, invisible en la oscuridad,
repicaba suave, cadenciosa, contra el techo de hojas, contra
los brazos y el cuello y la cabeza de Selver, protegidos por la
50
espesa pelambrera sedosa, contra el suelo y las matas de los
helechos cercanos, contra todo el follaje del bosque, próximo
y distante.
Selver estaba sentado, tan quieto como el búho gris
posado en una rama del castaño, insomne, los ojos muy
abiertos en la lluviosa oscuridad.
51
3
El capitán Raj Lyubov tenía dolor de cabeza. Había
comenzado como una molestia en los músculos del hombro
derecho; después había crecido hasta convertirse en un
concierto de tambores aplastante sobre el oído. Los centros
del lenguaje están en la corteza cerebral izquierda, pensó,
pero él no lo hubiera asegurado. No podía hablar, ni leer, ni
dormir, ni pensar. Corteza, vórtice. Migraña de dolor de
cabeza, margarina de dolor de pan, olí, olí, olí. Por supuesto,
le habían curado la jaqueca, una vez en la Universidad y otra
durante las sesiones de Psicoterapia Profiláctica Militar
obligatorias, pero se había llevado algunas píldoras de
ergosmina de la Tierra como precaución. Había tomado dos,
y un anestésico y un tranquilizante, y una gragea digestiva
para contrarrestar la cafeína que contrarrestaba la
ergotamina, pero la barrena seguía agujereándole desde
dentro, justo por encima de la oreja derecha, al compás de
un tambor gigante. Barrena, pena, oh Dios. Líbranos Señor.
Medio kilo de hígado. ¿Qué harían los athshianos contra la
jaqueca? Ellos no podían tener jaqueca, cuando soñaban
despiertos ahuyentaban las tensiones una semana antes que
apareciesen. Prueba, prueba a soñar despierto.
Empieza como Selver te enseñó. Aunque no sabía nada de
52
electricidad ni podía comprender los principios del EEG, ni
tampoco había oído hablar de las ondas alfa y cuándo
aparecen, Selver dijo: "Ah, sí, se refiere a esto", y en el
aparato que registraba el funcionamiento de la cabecita
verde aparecieron los inconfundibles garabatos alfa; y en una
clase de apenas media hora le había enseñado a Lyubov
cómo provocar e interrumpir los ritmos alfa. Y no era nada
difícil en realidad. Pero no ahora, el mundo nos abruma
demasiado, olí, olí, olí, sobre la oreja derecha escucho
siempre la carroza alada del Tiempo que se acerca veloz,
pues anteayer los athshianos incendiaron Campamento Smith
y mataron a doscientos hombres. Doscientos siete, para ser
exacto. Todos, excepto el capitán. No era extraño que las
píldoras no pudiesen llegar al centro de la jaqueca, porque
dos días atrás estaba en una isla a trescientos kilómetros de
distancia. Del otro lado de las colinas y lejos. Cenizas,
cenizas, todo destruido. Y entre las cenizas, todo lo que sabía
de las Formas de Vida Inteligentes en Mundo 41. Polvo,
basura, un embrollo de datos falsos y falsas hipótesis. Casi
cinco años aquí y había estado convencido de que los
athshianos eran incapaces de matar a hombres de cualquier
especie. Había escrito largos informes para explicar cómo y
por qué los athshianos no podían matar. Todo equivocado.
Falso del principio al fin.
¿Qué se le había escapado?
Era casi hora de ir a la reunión en el Cuartel General.
Lyubov se levantó con cautela, desplazándose como una sola
mole para que el costado derecho de la cabeza no se le
cayese; se acercó a su escritorio con el andar de un hombre
que camina bajo el agua, se sirvió un trago de vodka,
producción común, y se lo bebió. El alcohol le dio la vuelta
como un guante: le puso de nuevo en contacto con el
exterior, le normalizó. Se sintió mejor.
53
Salió, e incapaz de soportar los traqueteos de la
motocicleta, empezó a caminar por la larga y polvorienta
calle principal de Centralville hacia el Cuartel General. Al
pasar por el Luau pensó con avidez en otro vodka; pero en
ese momento entraba el capitán Davidson y Lyubov no se
detuvo.
La gente del Shackleton ya estaba reunida en la sala de
conferencias. El comandante Yung, a quien Lyubov conocía
de antes, había bajado con algunas caras nuevas esta vez.
No llevaban el uniforme de la Armada. Al cabo de un
momento se dio cuenta con un ligero sobresalto de que eran
humanos no terrícolas. En seguida, intentó que se los
presentaran. Uno de ellos, el señor Or, era un cetiano
peludo, de color gris, bajo y serio; el otro, el señor
Lepennon, era alto, blanco y bien parecido: un hainiano.
Saludaron a Lyubov con interés, y Lepennon le dijo: —Acabo
de leer su trabajo sobre el control consciente del sueño
paradójico entre los athshianos, doctor Lyubov.
Era un comentario agradable. Y también lo era que le
llamasen por su bien merecido título de doctor. Por su
conversación, parecía que los extraterrestres habían estado
en la Tierra, y que podían ser expertos en esvis o algo
parecido; pero el comandante, al presentárselos, no lo había
mencionado.
La sala se iba llenando. Llegó Gosse, el ecologista de la
colonia, y también los oficiales; y el capitán Susun, director
de Desarrollo Planetario —operativo talado— cuyo cargo,
igual que el de Lyubov, era un invento necesario para la
tranquilidad de espíritu de los militares. El capitán Davidson
entró solo, apuesto y erguido, el rostro enjuto de facciones
marcadas, sereno y un tanto serio. Había guardias
custodiando todas las puertas. Todos los señorones del
Ejército estaban tiesos como estacas. La conferencia era, lisa
54
y llanamente, una investigación. ¿Quién tenía la culpa? Yo,
yo tengo la culpa, pensó Lyubov con desesperación, pero esa
misma desesperación le llevó a mirar hacia la mesa al
capitán Davidson con odio y desprecio.
El comandante Yung habló con voz muy tranquila.
—Como ustedes saben, señores, mi nave se detuvo aquí,
en Mundo 41 para bajarles un nuevo cargamento de colonas,
y nada más; el destino del Shackleton es Mundo 88, Prestno,
uno de los planetas del Grupo Hainiano. Sin embargo este
ataque a un campamento de avanzada, desencadenado
durante nuestra larga permanencia aquí, no puede su
ignorado; sobre todo a la luz de ciertas circunstancias de las
que se informará un poco más adelante, en el curso normal
de los acontecimientos. El hecho es que el status del Mundo
41 como Colonia Terráquea está en estos momentos en
discusión, y la masacre del campamento podría precipitar las
decisiones de la Administración Colonial.
»Naturalmente, las decisiones que nosotros podamos
adoptar tienen que ser tomadas en seguida, pues no puedo
retener aquí mi nave durante mucho tiempo. Ahora bien,
antes que nada, deseamos estar seguros de que los hechos
pertinentes son de conocimiento de todos. El informe del
capitán Davidson sobre los sucesos de Campamento Smith
fue grabado y escuchado por todos nosotros en la nave; ¿lo
han escuchado también todos ustedes? Muy bien. Si alguno
de ustedes desea preguntarle algo al capitán Davidson,
adelante. Yo, personalmente, tengo una pregunta. Usted
volvió al solar del campamento al día siguiente, capitán
Davidson, en un helicóptero grande y acompañado por seis
soldados; ¿tenía usted permiso de algún superior aquí en
Central?
Davidson se puso de pie.
—Lo tenía, señor.
55
—¿Estaba usted autorizado para aterrizar e incendiar el
bosque próximo al campamento?
—No, señor.
—Y sin embargo lo hizo.
—Sí, señor. Estaba tratando de que los creechis salieran
del bosque.
—Muy bien. ¿Señor Lepennon?
El alto hainiano se aclaró la voz.
—Capitán Davidson —dijo—, ¿cree usted que la gente que
trabajaba bajo sus órdenes en Campamento Smith estaba
contenta en general?
—Sí, lo creo.
La actitud de Davidson era firme y directa; el hecho de
que se encontrara en dificultades no parecía molestarle. Por
supuesto, estos oficiales de la Armada y esos extranjeros no
podían obligarle a nada. De la pérdida de doscientos hombres
y de las represalias que él había tomado sin autorización, no
tenía que responder ante nadie, excepto al coronel. Pero el
coronel estaba allí, escuchando.
—¿Quiere decir, entonces, que estaban bien alimentados,
alojados decentemente, sin demasiado trabajo, en la medida
en que esto es posible en un campamento de frontera?
—Sí.
—¿La disciplina era muy rigurosa?
—No.
—¿Qué opina usted, entonces? ¿Qué provocó la rebelión?
—No comprendo.
—Si no había descontentos, ¿por qué unos masacraron a
los otros y lo destruyeron todo?
Hubo un preocupado silencio.
—Si se me permite una breve intervención —dijo Lyubov
—, fueron los esvis nativos, los athshianos empleados en el
campamento y los que habitaban en el bosque quienes
56
atacaron a los humanos terrícolas. En su informe el capitán
Davidson se refiere a los athshianos como los "creechis".
Lepennon parecía molesto y ansioso.
—Gracias, doctor Lyubov. Quiere decir que me equivoqué
de medio a medio. A decir verdad, supuse que la palabra
"creechi" aludía a una casta terrícola que desempeñaba
tareas menores en los campamentos de leñadores. Creyendo,
como todos nosotros, que los athshianos eran una especie
intermedia no agresiva, nunca pensé que ellos fueran "los
creechis". En realidad, tampoco sabía que cooperaban con
ustedes en los campamentos. De todos modos, sigo
ignorando qué pudo provocar el ataque y el motín.
—No lo sé, señor.
—¿Cuando el capitán dijo que la gente que trabajaba bajo
sus órdenes estaba contenta, incluía también a los nativos?
—preguntó Or, el cetiano, en un áspero murmullo.
El hainiano entendió enseguida, y le preguntó a Davidson,
con voz preocupada y cortés: —¿Cree usted que los
athshianos que vivían en el campamento estaban contentos?
—Hasta donde yo sé.
—¿No había nada fuera de lo común en la situación de
esta gente, o en el trabajo que hacían?
Lyubov sintió cómo se elevaba la tensión, una vuelta de
tuerca, en el coronel Dongh y la plana mayor, y también en
el comandante de la astronave. Davidson se mantenía
tranquilo y desenvuelto.
—Nada fuera de lo común.
Lyubov sabía ahora que sólo sus estudios científicos
habían sido enviados al Shackleton; las protestas, y hasta los
informes anuales acerca de la "Adaptación de los Nativos a la
Presencia Colonial" pedidos por la Administración, habían
quedado arrinconados en el cajón de algún escritorio del
cuartel general. Estos dos humanoides no terráqueos
57
desconocían por completo la forma en que se explotaba a los
atlishianos. El comandante Yung estaba enterado, desde
luego; no era la primera vez que bajaba, y habría visto las
pocilgas de los creechis. De todos modos un comandante de
la Armada Colonial no tenía mucho que aprender sobre las
relaciones entre los terráqueos y las especies nativas
inteligentes. Aprobase o no la política de la Administración
Colonial, poco o nada podía sorprenderle. Pero un cetiano y
un hainiano ¿qué podían saber, a menos que la casualidad
los trajese a una colonia terráquea mientras iban a alguna
otra parte? Lévennos y Or no habían tenido nunca la
intención de bajar. O quizá no habían pensado bajar, pero al
enterarse de los disturbios, ellos mismos habían insistido.
¿Por qué les había traído el comandante: por iniciativa propia
o porque ellos lo habían querido así? Quienesquiera que
fuesen había en ellos un aura de autoridad, una vaharada del
áspero, embriagador olor del poder. El dolor de cabeza de
Lyubov había desaparecido como por encanto, se sentía
alerta y excitado, las mejillas un tanto acaloradas.
—Capitán Davidson —dijo—, tengo un par de preguntas, a
propósito de su enfrentamiento de anteayer con los cuatro
nativos. ¿Está usted seguro de que uno de ellos era Sam, o
Selver Thele?
—Creo que sí.
—Usted no ignora que él está resentido contra usted.
—No sé nada.
—¿No lo sabe? La mujer de Selver murió en las
habitaciones de usted inmediatamente después de una
relación sexual, y él le considera responsable de esa muerte,
¿no lo sabía usted? Selver le atacó una vez, antes, aquí en
Centralville; ¿lo había olvidado? Y bien, lo cierto es que el
odio personal de Selver hacia el capitán Davidson puede
servir como explicación o motivación parcial de este ataque
58
sin precedentes. Los atlishianos no son incapaces de utilizar
la violencia personal, nunca afirmé nada semejante. Los
adolescentes que no han dominado aún el sueño controlado o
el canto competitivo suelen luchar entre ellos, o pelearse a
puñetazos, y no siempre amistosamente. Pero Selver es un
adulto y un adepto; y, su primer ataque personal al capitán
Davidson, que yo presencié en parte, era sin lugar a dudas
una tentativa de asesinato. Como lo fue, dicho sea de paso,
la represalia del capitán Davidson. En ese momento,
consideré el ataque como un episodio psicótico aislado,
producto de un dolor compulsivo e incontenible. Me
equivoqué.
Capitán, cuando los cuatro atlishianos se abalanzaron
sobre usted desde un lugar oculto, como dice usted en el
informe, ¿quedó postrado en el sumo?
—Sí.
—¿En qué posición?
El rostro sereno de Davidson se puso tenso y rígido, y
Lyubov sintió una punzada de remordimiento. Quería
acorralar a Davidson en sus mentiras, obligarle a decir la
verdad alguna vez, pero no quería humillarle en presencia de
otros. Las acusaciones de violación y asesinato corroboraban
la imagen que Davidson tenía de sí mismo, la del hombre
totalmente viril, pero ahora esa imagen estaba en peligro:
Lyubov había presentado al soldado, el luchador, el hombre
frío y rudo, derribado por enemigos de la talla de un niño de
seis años… ¿Tanto le costaba a Davidson, entonces, recordar
aquel momento en que tendido en el suelo miraba por una
vez desde abajo a los hombrecillos verdes, no desde arriba?
—Estaba boca arriba.
—¿Tenía la cabeza echada hacia atrás, o vuelta hacia un
costado?
—No lo sé.
59
—Estoy tratando de establecer un hecho, capitán, un
hecho que podría contribuir a explicar por qué Selver no le
mató, pese a que tenía una cuenta pendiente con usted y
que pocas horas antes había ayudado a matar a doscientos
hombres. Me preguntaba si usted habrá estado echado por
ventura en una de las posiciones atlishianas que obligan al
adversario a interrumpir el ataque.
—No lo sé.
Lyubov paseó una mirada rápida alrededor de la mesa de
conferencias; en todos los rostros había una curiosidad y
cierta tensión.
—Esos gestos y posiciones que previenen la agresión,
pueden tener alguna raíz innata, pueden ser provocados por
el instinto de supervivencia, y por supuesto se enseñan, pero
se los fomenta y se los propaga socialmente. La más eficaz y
la más completa es una posición postrada, decúbito dorsal,
con los ojos cerrados, la cabeza volcada hacia atrás,
exponiendo la garganta. Creo que un atlishiano de las
culturas locales sería incapaz de golpear a un enemigo en esa
posición. La cólera y la agresión tendrían que ser
descargadas de algún otro modo. ¿Cuando fue derribado,
Selver no cantó, por casualidad?
—¿No qué?
—No cantó.
—No lo sé.
Bloqueo. Nada que hacer. Lyubov estaba a punto de
encogerse de hombros y abandonar la partida, cuando el
cetiano preguntó: —¿Por qué, señor Lyubov?
La característica más fascinante del desapacible
temperamento cetiano era la curiosidad, una curiosidad
inoportuna e inagotable; los cetianos se morían de
impaciencia, siempre queriendo ver lo que había después.
—Vea usted —dijo Lyubov—, los atlishianos utilizan una
60
especie de canto ritual en sustitución de la lucha física.
También éste es un fenómeno social universal que puede
tener bases fisiológicas, aunque es muy difícil definir algo
como "innato" en los seres humanos. Aquí, sin embargo,
todos los primates superiores participan en torneos vocales
entre dos machos, mucho aullido y mucho silbido; al fin, el
macho vencedor puede asestarle al otro un puñetazo, pero
en general se limitan a pasar una hora o algo así tratando de
descubrir quién chilla más fuerte. Los propios athshianos
advierten la semejanza de esta costumbre de los primates
con sus propios concursos de canto, que también se disputan
exclusivamente entre machos; pero como ellos mismos
observan, esos concursos no son una simple descarga de
agresividad, sino una forma de arte. El mejor artista gana. Lo
que me preguntaba era si Selver había cantado sobre el
capitán Davidson, y en ese caso, si cantó porque no podía
matarle, o porque prefirió una victoria sin derramamiento de
sangre. Estas preguntas necesitan ahora respuestas bastante
urgentes.
—Doctor Lyubov —dijo Lepennon—, ¿en qué medida son
eficaces estos mecanismos de canalización de la agresividad?
¿Son universales?
—Entre los adultos, sí. Así lo manifiestan mis informantes,
y todas mis observaciones parecían corroborarlo, hasta
anteayer. La violación, la agresión violenta y el asesinato no
existen virtualmente entre ellos. Hay accidentes, por
supuesto. Y hay psicóticos, pero no muchos.
—¿Qué hacen con los psicóticos peligrosos?
—Los aíslan. Literalmente. En islas pequeñas.
—Los athshianos son carnívoros. ¿Cazan animales?
—La carne es un alimento común.
—Asombroso —dijo Lepennon, y su tez blanca palideció
aún más de pura excitación—. ¡Una sociedad humana con
61
una barrera eficaz contra la guerra! ¿Y a qué costo, doctor
Lyubov?
—No estoy seguro, señor Lepennon. Quizá a expensas del
cambio. Son una sociedad estática, estable, uniforme. No
tienen historia. Perfectamente integrada y absolutamente
inmóvil. Pero esto no significa que no sean capaces de
adaptarse.
—Señores, todo esto es muy interesante, sobre todo para
los especialistas, sin duda, pero puede no tener mucha
relación con lo que estamos tratando…
—No, discúlpeme, coronel Dongh, quizá éste sea el centro
de la cuestión. ¿Decía, doctor Lyubov?
—Bueno, me pregunto si no están demostrando que
pueden adaptarse, ahora.
»Adaptando su comportamiento al nuestro. A la Colonia
Terráquea. Durante cuatro años se han comportado con
nosotros como se comportan entre ellos. A pesar de las
diferencias físicas, nos reconocieron como miembros de la
misma especie, como hombres. Sin embargo, nosotros no les
respondimos como miembros de esa especie. Hicimos caso
omiso de las respuestas, los derechos y las obligaciones de la
no violencia. Hemos matado, violado, dispersado y
esclavizado a los humanos nativos, hemos destruido sus
comunidades, y talado sus bosques. No sería sorprendente
que hayan llegado a la conclusión de que no somos
humanos.
—Y que por lo tanto pueden matarlos, como animales, sí,
sí —dijo el cetiano, disfrutando de la lógica; pero la cara de
Lepennon era como de piedra, imperturbable, y blanca.
—¿Esclavizado? —dijo.
—Las opiniones y teorías del capitán Lyubov son
personales —dijo el coronel Dongh—. Tengo la obligación de
declarar que me parecen erróneas, y él y yo ya lo hemos
62
discutido muchas veces con anterioridad. Nosotros no
empleamos esclavos, señor. Algunos de los nativos cumplen
funciones útiles en nuestra comunidad. El Cuerpo Voluntario
de Mano de Obra Autóctona es parte integrante de todos los
campamentos, excepto los temporarios.
Disponemos aquí de muy escaso personal para llevar a
cabo nuestras tareas y necesitamos obreros y empleamos
todos los que podemos conseguir, pero de ninguna manera
en condiciones que pudieran llamarse de esclavitud.
Lepennon estaba a punto de hablar, pero le cedió la
palabra al cetiano, quien dijo solamente: —¿Cuántos de cada
raza?
Gosse replicó: —Dos mil seiscientos cuarenta y un
terráqueos, ahora. Lyubov y yo pensamos que la población
nativa de esvis es de alrededor de tres millones.
—¡Tendrían que haber tomado en cuenta esas
estadísticas, señores, antes de alterar las tradiciones nativas!
—dijo Or, con una sonrisa desagradable pero perfectamente
genuina.
—No nos faltan armas ni equipos para resistir cualquier
tipo de agresión por parte de los nativos —dijo el coronel—.
Sin embargo, todos parecían estar de acuerdo; tanto las
primeras Misiones Exploradoras como nuestro equipo de
especialistas dirigido por el capitán Lyubov: los neotahitianos
serían una especie primitiva inofensiva y amante de la paz.
Es obvio ahora que esta información era errónea…
Or interrumpió al coronel.
—¡Obvio! ¿Considera usted que la especie humana es
primitiva, inofensiva y amante de la paz, coronel? No. ¿Pero
sabía que los esvis de este planeta son humanos? ¿Tan
humanos como usted o yo o Lepennon… ya que todos
descendemos de la misma cepa hainiana original?
—Esa es la teoría científica, lo sé…
63
—Coronel, es la verdad histórica.
—No estoy obligado a aceptarla como un hecho —dijo el
viejo coronel montando en cólera— y no me gusta que me
atribuyan cosas que no he dicho. Lo importante es que estos
creechis miden un metro de estatura, están cubiertos de piel
verde, no duermen y según mi criterio no son seres
humanos.
—Capitán Davidson —dijo el cetiano—, ¿usted considera
humanos a los esvis nativos, o no?
—No lo sé.
—Pero usted tuvo relaciones sexuales con una… la mujer
de ese Selver. ¿Tendría usted relaciones sexuales con un
animal? ¿Y qué opina el resto de ustedes? —Miró uno tras
otro al congestionado coronel, a los ceñudos comandantes, a
los lívidos capitanes, a los rastreros especialistas—. No han
pensado las cosas a fondo —concluyó. De acuerdo con sus
propios criterios, era un insulto brutal.
El comandante del Shackleton sacó al fin algunas palabras
del abismo de embarazoso silencio.
—Bien, señores, la tragedia de Campamento Smith está
por cierto íntimamente ligada con todo el problema de las
relaciones entre colonos y nativos, y no es de ningún modo
un episodio insignificante o aislado. Esto es lo que teníamos
que establecer. Y siendo éste el caso, creo que podemos
aliviar los problemas de ustedes. La finalidad principal de
nuestro viaje no era traer aquí un par de centenares de
muchachas, aunque sé que se han estado esperando, sino
llegar a Prestno, donde ha habido alguna dificultad, y
entregarle al gobierno un ansible. Es decir, un transmisor
CID.
—¿Qué? —dijo Sereng, un ingeniero.
Alrededor de la mesa, todas las miradas parecían
hipnotizadas.
64
—El que tenemos a bordo es un modelo antiguo, y cuesta
aproximadamente una renta planetaria anual. Esto, por
supuesto, hace veintisiete años de tiempo planetario, cuando
partimos de la Tierra. Hoy los fabrican en serie, y son
relativamente económicos: parte del equipo normal de las
naves de la Armada. A su debido tiempo una nave robot o
tripulada vendrá hasta aquí para traerles el que corresponde
a la colonia. En realidad, será una nave tripulada de la
Administración, que ya está en camino, y llegará aquí dentro
de nueve punto cuatro años terrestres, si mal no recuerdo.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó alguien, enfrentándose al
comandante Yung.
—Por el ansible, el que tenemos a bordo —respondió
sonriendo el comandante—. Señor Or, ustedes inventaron el
instrumento, ¿podría explicárselo a los aquí presentes que no
están familiarizados con los términos?
El cetiano no se conmovió.
—No intentaré explicar a los presentes —dijo— cómo
funciona un ansible, pero para describir los efectos basta una
frase: la transmisión instantánea de un mensaje a cualquier
distancia. Uno de los elementos tiene que estar instalado en
un gran cuerpo sólido, el otro puede ser cualquier punto del
cosmos. Desde que está en órbita el Shackleton se ha
comunicado diariamente con Terra, ahora a una distancia de
veintisiete años luz. Un mensaje no tarda cincuenta y cuatro
años en ir y venir, como ocurre con los aparatos
electromagnéticos. No tarda ningún tiempo. Ya no hay
brecha de tiempo entre los mundos.
—Tan pronto como salimos del tiempo de dilatación NAFAL
y entramos en el espacio tiempo planetario, aquí,
telefoneamos a casa, como quien dice —prosiguió la voz
suave del comandante—. Y nos contaron todo lo que ocurrió
durante los veintisiete años que estuvimos viajando. La
65
brecha de tiempo subsiste para los cuerpos, pero no para la
información. Como ustedes comprenderán, esto es tan
importante para nosotros como especie interestelar, como la
aparición del lenguaje en las etapas primitivas de nuestra
evolución. Tendrá el mismo efecto: hacer posible una
sociedad.
—El señor Or y yo partimos de la Tierra, hace veintisiete
años, como delegados de nuestros respectivos gobiernos,
Tau II y Hain —dijo Lepennon. La voz era siempre suave y
afable, pero ya no había en ella ninguna vehemencia —.
Cuando partimos, la gente hablaba de la posibilidad de
fundar una especie de liga entre los mundos civilizados,
ahora que las comunicaciones eran posibles. La Liga de los
Mundos ya existe. Existe desde hace dieciocho años. El señor
Or y yo somos ahora Emisarios del Consejo de la Liga, y por
consiguiente tenemos ciertos poderes y responsabilidades
que no teníamos en la Tierra.
Los tres, los que habían bajado de la nave, seguían
diciendo las mismas cosas: existe un comunicador
instantáneo, existe un gobierno supremo interestelar…
Créase o no. Se habían confabulado, y mentían. Cuando este
pensamiento le cruzó por la mente, Lyubov reflexionó, y
decidió que era una sospecha razonable pero injustificada, un
mecanismo de defensa. Sin embargo, algunos de la plana
mayor, habituados a pensar en compartimientos estancos,
especialistas en autodefensa, aceptarían la sospecha tan sin
dilaciones como él la había desechado. Quienquiera que
reivindicase de pronto una nueva autoridad no podía ser sino
un farsante o un conspirador. Una reacción no menos
compulsiva que la de Lyubov, que había aprendido a
mantener la mente abierta en cualquier circunstancia.
—¿Tenernos que aceptarlo todo… sólo porque usted lo
dice, señor? —preguntó el coronel Dongh, con dignidad y
66
cierto patetismo.
Él, demasiado aturdido para mantener los pensamientos
en compartimentos estancos, sabía que no debía creer lo que
decían Lepennon, Or y Yung, pero en realidad lo creía, y
tenía miedo.
—No —dijo el cetiano—. Eso es cosa del pasado. Antes,
una colonia como esta recibía las noticias que llegaban en
anacrónicos mensajes radiales, traídos por naves de paso, y
nada más. Ahora ustedes pueden comprobar lo que decirnos.
Vamos a dejarles el ansible destinado a Prestno. Tenemos
autorización de la Liga para hacerlo. Recibida, naturalmente,
a través del ansible. Esta colonia se halla en mala situación.
Peor de lo que me pareció comprender a través de los
informes de ustedes. Esos informes son muy incompletos;
culpa de la censura o de la tontería. Ahora, sin embargo,
tendrán el ansible, y podrán hablar con la Administración
Terráquea; podrán pedir órdenes, y así sabrán qué hacer.
Dados los profundos cambios que se han producido en la
organización del Gobierno Terráqueo desde que partimos de
allí les recomendaría que hablaran inmediatamente. Ya no
hay pretextos para actuar de acuerdo con órdenes obsoletas;
por ignorancia; por una autonomía irresponsable.
Agrio el cetiano y, como la leche, se mantenía agrio. El
tono del señor Or había sido despótico, y el comandante
Yung tendría que ordenarle que cerrase la boca. Pero ¿podía
acaso? ¿Cuál era el rango de un "Emisario del Consejo de la
Liga de los Mundos"?
¿Quién manda aquí? pensó Lyubov, y también él sintió de
pronto un estremecimiento de miedo. El dolor de cabeza le
había vuelto como una sensación de constricción, una venda
que le oprimía las sienes.
Miró a través de la mesa las manos blancas de dedos
largos de Lepennon, la izquierda apoyada sobre la derecha,
67
inmóviles, sobre la desnuda madera pulida. De acuerdo con
las normas estéticas de Lyubov, aprendidas en la Tierra, la
piel blanca era un defecto, pero la serenidad y la fuerza de
aquellas manos le seducían. Para los hanianos, reflexionó, la
civilización era algo natural. La conocían desde hacía tanto.
Vivían la vida sociointelectual con la gracia de un gato que
caza en un jardín, la precisión de la golondrina que busca el
verano más allá del mar. Eran expertos. Nunca tenían que
posar, que fingir. Eran lo que eran. En ningún otro pueblo la
envoltura humana parecía tan adecuada. ¿Excepto, quizá, los
hombrecillos
verdes?
Los
descarriados,
minúsculos,
supraadaptados y estancados creechis, que eran tan
absolutamente, tan honestamente, tan serenamente lo que
eran…
Un oficial, Benton, le preguntó a Lepennon si él y Or
estaban en este planeta como observadores de la (titubeó)
Liga de los Mundos, o si estaban autorizados para…
Lepennon se apresuró a responderle cortésmente: —
Somos simples observadores, sin autoridad para dar órdenes,
sólo para informar.
»Ustedes siguen siendo responsables sólo ante el gobierno
de la Tierra.
El coronel Dongh dijo con alivio: —Entonces nada ha
cambiado fundamentalmente…
—Se olvida usted del ansible —le interrumpió Or—. Tan
pronto como hayamos finalizado con esta discusión, le diré
cómo manejarlo, coronel. Y entonces podrá consultar a la
Administración Colonial.
—Visto y considerando que el problema de ustedes aquí es
bastante urgente, y que la Tierra es ahora un miembro de la
Liga y podría en los últimos años haber modificado de algún
modo el Código Colonial, el consejo del señor Or es a la vez
adecuado y oportuno.
68
»Tendríamos que agradecer profundamente al señor Or y
al señor Lepennon la decisión de ceder a esta colonia
terráquea el ansible destinado a Prestno. Ellos lo decidieron;
a mí sólo me toca aplaudir. Ahora bien, hay que tomar aún
una decisión, y ésta me incumbe; apelaré como guía al juicio
de todos ustedes. Si creen que la colonia corre peligro
inminente de nuevos y más graves ataques por parte de los
nativos, puedo dejar mi nave aquí una o dos semanas como
arsenal de defensa; también puedo evacuar a las mujeres.
No hay niños todavía ¿no?
—No, señor —dijo Gosse—. Cuatrocientas ochenta y una
mujeres, ahora.
—Bien, tengo espacio para trescientos ochenta pasajeros
y podría acomodar a otro centenar. El peso suplementario
hará que el baje de regreso dure un año más, pero no es
imposible. Desgraciadamente, esto es todo cuanto puedo
hacer. Ahora seguiremos viaje a Prestno, el vecino más
cercano, que como todos saben, está a una distancia de uno
coma ocho años luz. Nos detendremos aquí en el viaje de
regreso a Terra, pero eso será dentro de otros tres años y
medio terrestres. ¿Podrán resistir?
—Sí —dijo el coronel, y otras voces le hicieron eco—.
Ahora estamos sobre aviso y no nos pillarán desprevenidos
otra vez.
—Otra cosa —dijo el cetiano—, ¿podrá la población nativa
resistir la situación otros tres años y medio terrestres?
—Sí —dijo el coronel.
—No —replicó Lyubov.
Había estado observando el rostro de Davidson, y una
especie de pánico se había apoderado de él.
—¿Coronel? —dijo cortésmente Lepennon.
—Ya llevamos aquí cuatro años, y los nativos están
florecientes. Sobra lugar para todos nosotros; como usted
69
puede ver es un planeta excesivamente subpoblado, y la
Administración no lo habría adaptado para fines de
colonización si no fuera así. Además, aunque no sé en qué
cabeza cabe, no volverán a cogernos desprevenidos; se nos
había informado erróneamente acerca de la naturaleza de
estos nativos, pero estamos perfectamente armados y somos
capaces de defendernos, aunque no es nuestra intención
tornar represalias. Eso está expresamente prohibido en el
Código Colonial, aunque no sé qué otras reglamentaciones
puede haber adoptado el nuevo gobierno; de todos modos
nos guiaremos por las nuestras, como lo hemos hecho hasta
ahora, y ellas desautorizan rotundamente las represalias en
masa y el genocidio. No enviaremos mensajes pidiendo
auxilio, al fin y al cabo una colonia que está a veintisiete
años luz de la Tierra tiene que confiar en sus propias fuerzas
y ser en realidad totalmente autosuficiente, y yo no veo que
el CID vaya a cambiar la situación, ya que las naves y los
hombres y los materiales viajan todavía casi a la velocidad
cercana de la luz. Proseguiremos con nuestros embarques de
madera con destino a la Tierra, y cuidaremos de nosotros
mismos. Las mujeres no están en peligro.
—¿Señor Lyubov? —dijo Lepennon.
—Llevamos aquí cuatro años. No sé si la cultura humana
nativa sobrevivirá cuatro más.
»En cuanto a la ecología total del continente, creo que
Gosse estará de acuerdo conmigo si digo que hemos
destruido irremisiblemente los sistemas de vida nativos en
una de las grandes islas, hemos causado daños inmensos en
este subcontinente, Sornol, y si continuamos talando y
desbrozando al ritmo actual, dentro de diez años habremos
reducido a desiertos los principales territorios habitables. De
esto no tiene la culpa la Administración Colonial ni el
Departamento de Silvicultura; ellos no han hecho más que
70
seguir un Plan de Desarrollo trazado en la Tierra sin un
conocimiento suficiente de los sistemas de vida en este
planeta, o de la población humana nativa.
—¿Señor Gosse? —dijo la voz afable.
—Bueno, Raj, estás magnificando un poco las cosas. No
negaré que lo de Iba Dump, que fue excesivamente
desbrozada contra mis propias recomendaciones, es un
lamentable fracaso. Si en un área determinada se tala más
de cierto porcentaje de bosque, las plantas fibrosas vuelven a
dar semillas y las raíces de estas plantas son el elemento
principal que da cohesión en un terreno desbrozado; sin ellas
el suelo se vuelve polvoriento y volátil y desaparece
rápidamente por la erosión de los vientos y las lluvias
intensas. Pero no puedo admitir que nuestras directivas
básicas sean erróneas, siempre y cuando se las siga
escrupulosamente. Se sustentaban en un minucioso estudio
del planeta. Aquí, en Central, ateniéndose al plan, hemos
tenido éxito: la erosión es mínima y el suelo desbrozado es
altamente cultivable. Talar un bosque no significa, al fin y al
cabo, transformarlo en un desierto, excepto quizá desde el
punto de vista de una ardilla. No podemos anticipar con
precisión cómo se adaptarán los sistemas de vida nativos al
nuevo medio bosque-pradera-cultivo previsto en el Plan de
Desarrollo, pero hay muchas posibilidades de que un alto
porcentaje se adapte y sobreviva.
—Eso fue lo que dijo el Departamento de Explotación de
Tierras a propósito de Alaska durante la Primera Ola de
Hambre —dijo Lyubov. Algo le oprimía la garganta y su voz
sonaba ronca y aflautada. Contaba con el apoyo de Gosse—.
¿Cuántos abetos Spruce has visto en tu vida, Gosse? ¿O
cuántos búhos de las nieves? ¿O lobos? ¿O esquimales?
»El porcentaje de supervivencia de las especies nativas en
el habitat, después de quince años de Programa de
71
Desarrollo, era del cero coma tres por ciento. Ahora es cero.
La ecología de un bosque es muy delicada. Si el bosque
perece, la fauna puede extinguirse junto con él. La palabra
que para los athshianos designa el mundo designa también el
bosque. Yo denuncio, comandante Yung, que si bien la
colonia puede no estar en peligro inminente, el planeta
mismo…
—Capitán Lyubov —dijo el viejo coronel—. Es
improcedente que los oficiales del cuerpo de especialistas
presenten denuncias de esta naturaleza ante oficiales de
otras ramas del servicio; esas cuestiones deberán someterse
al juicio de los oficiales superiores de la Colonia, y no toleraré
más intentos como éste de dar consejos sin permiso previo.
Sorprendido por su propio arranque, Lyubov se disculpó y
procuró parecer tranquilo. Si al menos no perdiera la calma,
si no le flaqueara y se le enronqueciera la voz, si pudiera
conservar la compostura…
—Es evidente para nosotros —prosiguió el coronel— que
usted cometió un grave error de juicio cuando se refirió al
temperamento pacífico de los nativos del planeta, y por
haber confiado en la descripción de un especialista ha
ocurrido esa terrible tragedia de Campamento Smith. De
modo que tendremos que esperar hasta que otros
especialistas en esvis hayan tenido tiempo de estudiarlos,
porque evidentemente las teorías de usted eran básicamente
erróneas.
Lyubov, inmóvil, acusó el golpe. Que los hombres de la
nave les vieran pasarse la culpa de mano en mano como un
ladrillo caliente: tanto mejor. Cuanto más discrepancias entre
ellos salieran a la luz, mayores eran las probabilidades de
que estos Emisarios les observasen y les vigilasen. Y él era
culpable: él se había equivocado. Al demonio con el amor
propio, si el pueblo del bosque tiene una oportunidad, pensó
72
Lyubov, y el sentimiento de humillación y autosacrificio fue
tan intenso que los ojos se le llenaron de lágrimas.
Sabía que Davidson le estaba observando.
Se irguió, muy tieso, el rostro enrojecido, las sienes
palpitantes. Ese bastardo de Davidson se burlaría de él. ¿No
veían Or y Lepennon la clase de hombre que era Davidson, y
cuánto poder tenía aquí, mientras que el poder de Lyubov,
llamado "asesoramiento", no era más que una ráfaga de
humo? Si se daba a los colonos rienda suelta sin otra
vigilancia que la de una superradio, la masacre de
Campamento Smith se convertiría casi con certeza en el
pretexto de una agresión sistemática contra los nativos.
El exterminio bacteriológico, muy probablemente. El
Shackleton volvería a Nueva Tahití dentro de tres años y
medio o cuatro, y encontraría una próspera colonia
terráquea, y ningún problema creechi. Absolutamente
ninguno.
Qué lamentable fue lo de la peste, a pesar de haber
tomado todas las precauciones requeridas por el Código;
pero era una especie mutante, no tenía resistencia natural,
aunque logramos salvar a unos pocos trasladándoles a la
Nueva Falkland en el sur, y allí andan a las mil maravillas los
sesenta sobrevivientes.
La conferencia no se prolongó mucho tiempo más.
Lyubov se puso de pie y se inclinó hacia Lepennon por
encima de la mesa.
—Usted tiene que decide a la liga que salve los bosques, a
la gente de los bosques —le dijo en voz casi inaudible, con la
garganta oprimida—, tiene que hacerlo, por favor.
El hainiano buscó los ojos de Lyubov; su mirada era
reservada, bondadosa y profunda como un pozo. No dijo
nada.
73
4
Era cosa de no creer. Se habían vuelto todos locos. Este
condenado mundo extraño les había sorbido el seso,
despachándoles al otro lado, al distante país de los sueños, a
hacerles compañía a los creechis. No podía creer lo que había
visto en esa "conferencia" y las instrucciones que vinieron
después, aunque lo volviese a ver de cabo a rabo en una
película. El comandante de una nave de la flota lamiéndole
las botas a dos humanoides.
Los ingenieros y los técnicos babeando y balbuciendo a
propósito de una radio fantástica que con mucho bombo y
mucha socarronería les regalaba un cetiano peludo, ¡como si
el CID no hubiera sido pronosticado por la ciencia terráquea
hacía años! Los humanoides habían robado la idea, la habían
llevado a la práctica, y ahora lo llamaban un "ansible" para
que nadie se diera cuenta que no era ni más ni menos que
un CID. Pero la peor parte había sido la conferencia, con la
mente de Lyubov delirando y lloriqueando, y el coronel
Dongh como si tal, dejándole insultar a Davidson y a la plana
mayor y a la Colonia entera, y los dos humanoides allí
sentados y sonriendo todo el tiempo, el mico gris y el gran
maricón blanco, burlándose de los humanos.
Había sido espantoso. Y las cosas no habían mejorado
74
desde la partida del Shackleton. A él no le importaba que le
mandasen al Campamento Nueva Java a las órdenes del
mayor Muhamed. El coronel tenía que castigarle; era muy
posible que el viejo Ding Dong aprobara con entusiasmo el
ataque incendiario a la Isla Smith, pero la incursión había
violado la disciplina y el viejo había tenido que llamarle la
atención. De acuerdo, eran las reglas del juego. Pero lo que
no estaba dentro de las rejas del juego era toda esa charla
que llegaba por el televisor monumental que llamaban el
ansible, ese nuevo ídolo de latón que ahora veneraban en el
Cuartel General.
Órdenes del Departamento de Administración Colonial en
Karachi: Restringir los contactos entre terráqueos y
athshianos a encuentros propuestos por los athshianos. En
otras palabras, ya no se podía ir a las madrigueras de los
creechis a buscar mano de obra. Se desaconseja el empleo
de la mano de obra voluntaria; se prohíben terminantemente
los trabajos forzados. Y más y más, siempre la misma
cantinela. ¿Cómo diantres suponían que se hacía el trabajo?
¿Quería la Tierra esa madera, sí o no? Ellos seguían
mandando a Nueva Tahití las naves robot de carga, claro que
sí, cuatro por año, y cada una llevaba de regreso a la Madre
Tierra maderas de primerísima calidad por valor de unos
treinta millones de dólares nuevos. Seguro que la gente de
Desarrollo quería esos millones. Eran hombres de negocios.
Estos mensajes no venían de allí, cualquier imbécil podía
darse cuenta.
El status colonial de Mundo 41 —pero ¿por qué no lo
llamaban más Nueva Tahití?— está en estudio. Hasta que no
se tome una decisión ha de observarse una extrema cautela
en todos los contactos con las nativas… El uso de armas de
cualquier índole, excepto armas blancas pequeñas para uso
personal, está terminantemente prohibido…
75
Igual que en la Tierra, con la diferencia de que allí un
hombre ya no podía ni siquiera portar armas blancas. ¿Qué
demonios venía a hacer uno a un mundo fronterizo, a
veintisiete años luz de la Tierra, si luego decían nada de
fusiles, nada de dinamita, nada de bombas de microbios,
nada de nada, a quedarse quietecitos como niños buenos y
esperar que vengan los creechis a escupirte en la cara y a
cantarte canciones y a hundirte un cuchillo en las tripas y a
quemar tu campamento?; pero tú no vayas a dañar a los
preciosos hombrecillos verdes, ¡no señor!
Se recomienda muy especialmente una política de
moderación; toda política de agresión o represalias queda
estrictamente prohibida.
Ésa era la sustancia de todos los mensajes, y cualquier
imbécil podía ver que no era la Administración Colonial la que
hablaba. No podían haber cambiado tanto en treinta años.
Aquellos eran hombres prácticos, con la cabeza bien
puesta, y sabían lo que era la vida en los planetas
fronterizos. Era perfectamente claro, para cualquiera que no
hubiese perdido el juicio en el geoshock, que los mensajes
del "ansible" eran falsificados. Podían haber implantado
directamente en la máquina toda una serie de respuestas a
preguntas altamente probables, por computadora. Los
ingenieros decían que si fuera así ellos lo habrían detectado;
tal vez. En tal caso aquel chisme se comunicaba
instantáneamente, sí, con otro mundo. Pero ese mundo no
era la Tierra, por supuesto. No había hombres enviando las
respuestas por teletipo en la otra punta del truco; había
extraños, humanoides. Cetianos probablemente, puesto que
la máquina era de fabricación cetiana.
Una pandilla de demonios astutos, capaces de poner
precio a la supremacía interestelar.
Y los hainianos se habían unido a ellos en la conspiración,
76
naturalmente; toda esa charla lacrimógena de las supuestas
instrucciones tenía un tono hainiano. Cuáles eran los
objetivos a largo plazo de los humanoides, era difícil
adivinarlo desde allí; probablemente se proponían debilitar al
Gobierno Terráqueo enredándolo en ese montaje de la "Liga
de los Mundos", hasta que los extraños fuesen bastante
fuertes como para proceder a una ocupación armada. Pero el
plan para la Nueva Tahití era fácil de adivinar: permitir que
los creechis les libraran de los humanos. Atar de pies y
manos a los hombres con un montón de instrucciones
falsificadas transmitidas por el "ansible" y dejar que
comenzara la matanza. Los humanoides ayudan a los
humanoides: las ratas ayudan a las ratas.
Y el coronel Dongh se lo había creído. Cumpliría órdenes.
Si hasta se lo había dicho a Davidson.
—Tengo el propósito de cumplir las órdenes que me llegan
del Cuartel General de la Tierra, y tú, Don, por Dios,
cumplirás mis órdenes de la misma manera, y en Nueva Java
obedecerás las órdenes del mayor Muhamed.
Era estúpido, el viejo Ding Dong, pero le tenía simpatía a
Davidson, y Davidson simpatizaba con él. Si eso significaba
traicionar a la raza humana en favor de una conspiración de
humanoides, él no podía obedecer esas órdenes, pero a
pesar de todo le daba lástima el viejo soldado. Imbécil, sí,
pero leal y valiente. No era un traidor nato como ese llorón
chismoso y mojigato de Lyubov. Si a alguien deseaba que los
creechis le cayeran encimo era al sabelotodo de Raj Lyubov,
que tanto los amaba.
Algunos hombres, especialmente los asiatiformes y los de
tipo indostánico son en verdad traidores natos. No todos,
pero algunos. Otros hombres son salvadores natos. Era como
tener ascendencia euraf, o un buen físico; cosas por las que
no se atribuía ningún mérito. Si podía salvar a los hombres y
77
mujeres de Nueva Tahití, lo haría; si no podía, al menos lo
habría intentado de todo corazón; y eso era lo que
importaba, al fin y al cabo.
Las mujeres, ahora, eso lo irritaba. Se habían llevado a las
diez damiselas que había en Nueva Java y no habían
mandado ninguna de las nuevas desde Centralville. "Todavía
no hay garantías", balaba el Cuartel General. Bastante
desconsiderado para con los tres campamentos de avanzada.
¿Qué esperaban que hicieran los acantonados si los creechis
eran intocables y las hembras humanas se las reservaban los
afortunados bastardos de Centralville? El resentimiento sería
espantoso. Pero no podía durar mucho tiempo, la situación
era demasiado descabellada. Si ahora que el Shackleton se
había marchado ellos no empezaban a enderezar las cosas,
entonces el capitán D. Davidson tendría que hacer un
pequeño trabajo extra y enderezarlas él mismo.
En la mañana del día en que Davidson se marchó de
Central habían dejado en libertad a todos los trabajadores
creechis. Habían pronunciado un noble discurso en
angliparla, habían abierto las puertas de los corrales, y
dejado salir a cada uno de los creechis domesticados,
cargadores, poceros, cocineros, limpiadores, criados,
doncellas, todos. No quedó ninguno. Algunos habían estado
con sus amos desde que se fundara la colonia, hacía cuatro
años terrestres. Pero ellos no sabían lo que era la lealtad. Un
perro, un chimpancé se habría quedado rondando en las
cercanías. Estas alimañas no tenían ni siquiera ese nivel de
desarrollo, eran como las víboras o las ratas, apenas lo
bastante astutos como para darse la vuelta e hincarle a uno
los dientes tan pronto como los dejaba salir de la jaula. Ding
Dong estaba loco de remate, dejar a todos esos creechis
sueltos en la vecindad. Arrojarlos como basura que eran en
Isla Triste para que se muriesen de hambre, ésa hubiera sido
78
la mejor solución. Pero Dongh les seguía teniendo miedo a
los dos humanoides de la caja parlante. Si los creechis de
Centralville querían imitar la atrocidad de Campamento
Smith, ahora contaban con montones de nuevos reclutas
realmente valiosos, que conocían al dedillo el plano de la
ciudad, las costumbres, el sitio donde estaba el arsenal, los
puestos de los guardias, y todo. Y si Centralville era
incendiada, los del Cuartel General sólo tendrían que darse
las gracias a sí mismos. Y bien merecido que lo tendrían, al
fin y al cabo. Por dejarse embaucar por los traidores, por
escuchar a los humanoides y desoír los consejos de hombres
que realmente sabían cómo eran los creechis. Ninguno de
ellos había vuelto al campamento y encontrado cenizas y
ruinas y cadáveres calcinados, como le había sucedido a él. Y
el cuerpo de Ok, allí donde habían masacrado a la cuadrilla
de leñadores, con una flecha clavada en cada ojo, como un
insecto monstruoso con las antenas tendidas al aire. Cristo,
esa imagen no se le borraba de la mente. Pero eso sí, dijeran
lo que dijesen las "instrucciones" apócrifas, los muchachos de
Central no iban a contentarse con usar "armas blancas
pequeñas" para defensa personal. Tenían lanzallamas y
ametralladoras; los dieciséis helicópteros pequeños estaban
armados con ametralladoras y eran útiles para lanzar
granadas incendiarias; los cinco grandes contaban con todo
un arsenal, pero no sería necesario emplear los grandes
aparatos. Bastaría volar sobre una de las áreas desbrozadas,
y sorprender allí a un montón de creechis con sus malditos
arcos y flechas, y empezar a bombardearlos con granadas de
fuego, y verlos correr de un lado a otro despavoridos y
ardiendo como ratas.
Sería divertido. Se le calentaba a uno un poco la sangre al
imaginarlo, como cuando uno pensaba en el cuerpo de una
mujer, o cuando se acordaba del momento en que ese
79
creechi, Sam, le había atacado y él le había destrozado la
cara de cuatro puñetazos, uno tras otro. Memoria eidética, y
también una imaginación más vívida que la de la mayoría de
los hombres. No se jactaba, simplemente así era él.
Lo cierto es que un hombre es real e íntegramente un
hombre sólo en dos momentos; cuando acaba de estar con
una mujer o cuando acaba de matar a otro hombre. Eso no
era original, lo había leído en algún viejo libraco, pero era
verdad. Por eso le gustaba imaginar escenas de este tipo.
Aunque los creechis no fuesen realmente hombres.
Nueva Java era el más austral de los cinco grandes
continentes, justo al norte del ecuador, y por lo tanto
también más caluroso que Central o Smith, donde el clima
era casi perfecto. Más caluroso y muchísimo más húmedo. En
la estación húmeda llovía todo el tiempo en todos los sitios
de Nueva Tahití, pero en los continentes norteños la lluvia
era fina y silenciosa, no dejaba de caer pero nunca mojaba,
ni enfriaba. Aquí, en cambio, llovía a cántaros, y soplaban
unos vendavales tipo monzón que impedían caminar y mucho
más trabajar. Lo único que protegía de la lluvia era un techo
bien sólido, o el bosque. El maldito bosque era tan espeso
que ni las tormentas penetraban en él. Uno se mojaba, claro
está, por el goteo de las hojas, pero en la espesura no había
viento, y si de pronto uno salía a un claro, el huracán le
derribaba a uno, y le embadurnaba con ese barro líquido,
rojizo y baboso que formaba la lluvia en los terrenos
desbrozados. Entonces ya no era posible regresar
rápidamente al refugio del bosque; estaba oscuro, hacía
calor, y era fácil perderse.
Y para colmo el comandante en Jefe, el mayor Muhamed,
era un asqueroso bastardo.
En Nueva Java se hacía todo de acuerdo con el
reglamento: el talado se hacía invariablemente por franjas de
80
determinados kilómetros, la fibrilla volvía a plantarse en los
desmontes, las licencias para ir a Central se concedían según
un orden rotatorio y estricto, los alucinógenos estaban
racionados, y prohibidos en horas de trabajo, y así
sucesivamente. Sin embargo, una de las cosas buenas que
tenía Muhamed era que no se pasaba la vida mandando
radiogramas a Central. Nueva Java era su campamento, y lo
manejaba a su manera. No le gustaban las órdenes del
Cuartel General. Las obedecía, por supuesto, había dejado en
libertad a todos los creechis y requisado todas las armas
excepto las pistolas de bolsillo, cuando llegaron las órdenes.
Pero no se lo pasaba mendigando órdenes ni consejos. Ni de
Central ni de nadie. Era un hombre farisaico: siempre creía
tener razón. Ése era su defecto principal.
Cuando Davidson estaba en el Cuartel General con la
plana mayor de Dongh, había tenido de vez en cuando la
oportunidad de hojear los legajos de los oficiales. Tenía una
memoria extraordinaria para esas cosas, y recordaba por
ejemplo que el CI de Muhamed era 107. El suyo en cambio
era 118 Había una diferencia de once puntos; pero por
supuesto no podía decirle eso al viejo Moo, y Moo no podía
saberlo, así que no había forma de hacerlo entrar en razón.
Se creía más listo que Davidson, y así eran las cosas.
Todos en realidad desconfiaban de él al principio. Ninguno
de esos hombres de Nueva Java sabía nada acerca de la
atrocidad de Campamento Smith, excepto que el
Comandante en Jefe había viajado a Central una hora antes
del ataque, y era por lo tanto el único humano que había
salvado el pellejo. Dicho de esa manera, sonaba mal. Se
podía comprender por qué en un principio todos le miraban
como si fuese una especie de Jonás, o peor aún, una especie
de Judas. Pero cuando le conociesen mejor cambiarían de
idea. Empezarían a comprender que lejos de ser un desertor
81
o un traidor, estaba empeñado en salvar de la traición a la
colonia de Nueva Tahití. Y se darían cuenta de que el
exterminio definitivo de los creechis era el único medio de
lograr que este mundo fuese apto y seguro para el estilo de
vida terráqueo.
No era demasiado difícil hacer correr la voz entre los
leñadores. Ellos nunca habían simpatizado con las ratitas
verdes, pues tenían que obligarlas a trabajar todo el día y
vigilarlas toda la noche, pero ahora empezaban a
comprender que los creechis no sólo eran repulsivos, sino
también peligrosos. Cuando Davidson les contó lo que había
encontrado en Campamento Smith, cuando les explicó cómo
los dos humanoides de la flota les habían lavado el cerebro a
los del Cuartel General, cuando les demostró que exterminar
a los terráqueos en Nueva Tahití era sólo una mínima parte
de la gran conspiración humanoide contra la Tierra, cuando
les recordó las cifras frías, inexorables: dos mil quinientos
humanos contra tres millones de creechis… entonces
empezaron a apoyarle realmente.
Aquí, hasta el Oficial de Control Ecológico estaba de su
parte. No como el pobre tonto de Kees, furioso contra los
hombres porque mataban ciervos, para terminar con las
tripas reventadas por esos hipócritas de los creechis. Este
individuo, Atranda, odiaba a muerte a los creechis. Le
provocaban ataques de locura furiosa y sufría de geoshock o
algo así; tenía tanto terror de que los creechis fuesen a
atacar el campamento que parecía una de esas mujeres que
viven temiendo que alguien las viole. De todos modos era útil
tener como aliado al sabiondo local.
Tratar de convencer al comandante no tenía sentido;
rápido para conocer a los hombres, Davidson se había dado
cuenta de que era inútil, casi a primera vista. Muhamed era
un hombre de mentalidad rígida. Además tenía un prejuicio
82
contra Davidson, y nadie le haría cambiar de idea; tenía algo
que ver con el asunto de Campamento Smith. Había llegado
a decirle a Davidson que no lo consideraba un oficial digno de
confianza.
Era un bastardo testarudo, pero el hecho de que
gobernase el campamento Nueva Java con un sistema tan
rígido era una ventaja. Una organización compacta,
acostumbrada a obedecer órdenes, era más fácil de tomar
que una liberal compuesta de individuos independientes, y
más fácil de mantener unida en las operaciones militares
defensivas y ofensivas, una vez que él, Davidson, asumiese
el mando. Tendría que hacerlo. Moo era un buen capataz
para un campamento de leñadores, pero no era un soldado.
Davidson siguió tratando de obtener el apoyo leal de
algunos de los mejores leñadores y oficiales jóvenes. No
tenía prisa. Cuando hubo reunido un número suficiente de
hombres de confianza, un pelotón de diez, robó algunas
armas de la cámara de seguridad del viejo Moo, en el
subsuelo de la Receptoría, que estaba repleta de juguetes
bélicos, y un domingo se fueron a los bosques a jugar. Unas
semanas atrás, Davidson había localizado el poblado creechi,
y había reservado el festín para su gente. Hubiera podido
hacerlo a solas, pero así era mejor. Se estimulaba el
sentimiento de camaradería, una verdadera unión entre los
hombres. No hicieron más que entrar en el lugar a plena luz
del día, y embadurnaron de gelinita a todos los creechis que
pudieron atrapar, y los quemaron, y luego vertieron gasolina
sobre los techos de las madrigueras y asaron al resto. Los
que trataban de escapar eran rociados con gelinita; ésa fue
la parte artística, esperar a las ratas miserables a la salida de
las ratoneras, hacerlas creer que se habían salvado, y luego
freírlas tranquilamente de pies a cabeza, y verlas arder como
antorchas. Esa pelambrera gris ardía de verdad.
83
En realidad no era mucho más excitante que cazar
verdaderas ratas, que eran casi los únicos animales salvajes
que quedaban en la Madre Tierra, pero había más emoción
en la cosa; los creechis eran mucho más grandes que las
ratas, y uno sabía que eran capaces de reaccionar, aunque
esta vez no lo hicieron. En realidad, algunos de ellos se
tiraban al suelo en lugar de huir, se tendían boca arriba y
cerraban los ojos. Era repugnante. Los otros compañeros
pensaban lo mismo, y uno de ellos hasta enfermó realmente
y, vomitó después de que hubo quemado a uno de los que
yacían en el suelo.
No dejaron con vida a ninguna de las hembras, y no las
violaron, aunque no les faltaban ganas. Todos habían estado
de acuerdo con Davidson: un acto así casi podía llamarse
perverso. La homosexualidad se daba entre los humanos, era
normal. Estos seres, en cambio, podían estar conformados
como hembras humanas, pero no lo eran, y era preferible la
excitación de matarlas, y conservarse limpios. Esto les había
parecido sensato a todos, y lo habían respetado.
Ninguno de ellos abrió la boca en el campamento; no lo
contaron ni siquiera a los amigos más íntimos. Eran hombres
de una sola pieza. Ni una palabra acerca de la expedición
llegó a los oídos de Muhamed. Hasta donde el viejo Moo
sabía, todos sus hombres eran muchachos juiciosos que se
dedicaban a aserrar troncos y mantenerse alejados de los
creechis, sí señor; y podía seguirlo creyendo hasta que
llegase el día D.
Porque los creechis iban a atacar. En alguna parte. Aquí, o
en uno de los campamentos de Iba lüng, o en Central.
Davidson lo sabía. Era el único oficial de toda la colonia que
lo sabía con absoluta certeza. No era ningún mérito, pero él
sabía pura y simplemente que no se equivocaba. Nadie más
le había creído, excepto esos hombres a quienes había
84
negado a convencer. Pero todos los demás verían, tarde o
temprano, que él tenía razón.
Y él tenía razón.
85
5
Al encontrarse cara a cara con Selver se había
sobresaltado. Mientras volaba desde la aldea al lado de la
colina Pase Central, Lyubov intentaba saber por qué se había
inquietado, analizaba por qué se le habían crispado los
nervios. Porque, en definitiva, uno no se aterroriza cuando se
encuentra por casualidad con un buen amigo.
No le había sido fácil conseguir que la matriarca le
invitase. Tuntar había sido su principal lugar de estudio
durante el verano; había tenido allí excelentes informadores
y estaba en buenas relaciones con el Albergue y con la
matriarca, que le había permitido observar y participar
libremente en las actividades de la comunidad. Obtener de
ella una auténtica invitación, por mediación de algunos de los
antiguos sirvientes que aún permanecían en el área, le había
llevado mucho tiempo, pero al fin se la había concedido,
brindándole, de acuerdo con las nuevas instrucciones, una
genuina "ocasión propuesta por los athshianos". Él mismo,
más que el coronel, había insistido en este detalle a Dongh le
interesaba el encuentro. Estaba preocupado por la "amenaza
creechi". Le pidió a Lyubov que los observase, que "viera
cómo reaccionan ahora que ya no los molestamos". Esperaba
noticias tranquilizadoras. Lyubov no sabía si el informe que
86
traía tranquilizaría o no al coronel Dongh.
En las cepas del desmonte, en quince kilómetros alrededor
de Centralville, se había cumplido el ciclo completo de
descomposición, y el bosque era ahora un extenso y
melancólico llano de fibrillas, grises y ensortijadas en la
lluvia. Bajo esa hojarasca hirsuta crecían en las matas los
primeros renuevos, los zumaques, los álamos temblones
enanos y las salviformes que al crecer protegerían a su vez
los embriones de los árboles. Si se la dejaba en paz, esa
región, con ese clima lluvioso y uniforme, volvería a poblarse
de árboles en menos de treinta años, y dentro de cien el
bosque alcanzaría de nuevo la madurez.
Súbitamente reapareció el bosque, en el espacio no en el
tiempo: bajo el helicóptero el verde infinitamente variado de
las hojas tapizaba las suaves elevaciones y los profundos
repliegues de las colinas de Sornol septentrional.
Como les sucede en Terra a la mayoría de los terráqueos,
Lyubov nunca había caminado entre árboles silvestres, no
había visto jamás un bosque más grande que una manzana
urbana. Al principio en Athshe se había sentido oprimido y
angustiado en el bosque, ahogado por la infinita multitud e
incoherencia de troncos, ramas, hojas en la perpetua
penumbra verdosa o pardusca. La compacta maraña de
varias vidas competitivas pujando y expandiéndose hacia
arriba y afuera, en busca de la luz, el silencio nacido de una
multitud de susurros sin sentido, la indiferencia total,
vegetativa a la presencia del pensamiento, todo eso lo había
perturbado, y como los demás, no se había alejado de los
claros y de la playa. Pero poco a poco había empezado a
gustarle. Gosse le tomaba el pelo, llamándolo señor Gibón;
en realidad, Lyubov se parecía bastante a un gibón, la cabeza
redonda, la cara morena, los largos brazos y el pelo
prematuramente encanecido; pero el gibón era una especie
87
extinguida. A gusto o a disgusto, como experto que era,
tenía que internarse en los bosques en busca de los esvis; y
ahora, al cabo de cuatro años, se sentía perfectamente
cómodo bajo los árboles, quizá más que en cualquier otro
lugar.
También había aprendido a gustar de los nombres que los
atlishianos daban a sus territorios y poblados: sonoras
palabras bisilábicas: Sornol, Tuntar, Eshreth, Eslisen —que
ahora era Centralville—, Endtor, Abtan y sobre todo Athshe,
que significaba el Bosque, y el Mundo. De modo que tierra,
terra, tellus significaba a la vez el suelo y el planeta, dos
significados y uno. Pero para los atlishianos el suelo, la tierra,
no era el lugar adonde vuelven los muertos y el elemento del
que viven los vivos: la sustancia del mundo no era la tierra
sino el bosque. El hombre terráqueo era arcilla, polvo rojo. El
hombre atlishiano era rama y raíz. Ellos no esculpían
imágenes de sí mismos en la piedra; sólo tallaban la
madera…
Posó el helicóptero en un pequeño claro al norte del
poblado, y fue caminando hasta más allá del Albergue de
Mujeres. Los olores penetrantes de un caserío athshiano
flotaban en el aire: humo de madera, pescado, hierbas
aromáticas, sudor extraño. La atmósfera de una casa
subterránea, si un terráqueo hubiera podido de algún modo
acomodarse en ella, era una rara mezcla de CO2 y olores
desagradables. Lyubov había pasado muchas horas
intelectualmente estimulantes doblado en dos y sofocado en
la nauseabunda penumbra del Albergue de Hombres en
Tuntar. Pero no le parecía que esta vez fueran a invitarlo.
Naturalmente los pobladores estaban enterados de la
masacre de Campamento Smith, seis semanas atrás. Tenían
que haberse enterado pronto, pues las noticias corrían
rápidamente entre las islas, si bien no tan rápidamente como
88
para constituir un "misterioso poder telepático", como les
gustaba creer a los leñadores. La gente del poblado también
sabía que después de la masacre de Campamento Smith, mil
doscientos esclavos habían sido liberados en Centralville, y
Lyubov estaba de acuerdo con el coronel en que los nativos
podrían interpretar el segundo acontecimiento como
consecuencia del primero. Eso crearía lo que el coronel
llamaba "una impresión falsa", pero probablemente no
tendría mucha importancia. Lo importante era que los
esclavos habían sido liberados.
Los daños ya causados eran irremediables, pero al menos
no se volverían a cometer.
Ahora podían comenzar de nuevo: los nativos sin esa
dolorosa pregunta sin respuesta de por qué los "yumenos"
trataban a los hombres como animales; y él sin el peso
abrumador de la explicación y el mordisco de la culpa
irremediable.
Sabiendo cuánto valoraban el candor y la franqueza al
tratar temas escabrosos o alarmantes, esperaba que la gente
de Tuntar le hablaría de esas cosas en tono de triunfo, o de
disculpa, o de regocijo, o de desconcierto. Nadie lo hizo.
Nadie le dirigió una sola palabra.
Había llegado a última hora de la tarde, que era como
llegar a una ciudad terráquea justo después del amanecer.
En realidad los athshianos dormían —los colonos, como solía
suceder, habían pasado por alto la evidencia—, pero en ellos
el bajón fisiológico se producía entre el mediodía y las cuatro
de la tarde, en tanto que entre los terráqueos ocurre
normalmente entre las dos y las cinco de la madrugada; y
tenían un doble ciclo de alta temperatura y alta actividad,
que culminaba en los dos crepúsculos, el matutino y el
vespertino. La mayoría de los adultos dormía cinco o seis
horas de las veinticuatro del día, en varias siestas breves; y
89
los adeptos dormían apenas dos horas de las veinticuatro; de
modo que si se descontaban como "holgazanería" las siestas
y los estados de ensoñación, se podía decir que no dormían
nunca. Era mucho más sencillo decirlo que comprenderlo. A
esa hora, en Tuntar, todos empezaban a activarse
nuevamente después del reposo vespertino.
Lyubov reparó en la presencia de muchos forasteros.
Todos le miraban, pero ninguno se acercó a hablarle; eran
meras presencias que pasaban de largo por otros senderos
en la penumbra del robledal. Al fin, una conocida, Sherrar, la
prima de la matriarca, una anciana de poca importancia y
escaso entendimiento, se cruzó en su camino. Le saludó
cortésmente, pero no respondió sus preguntas sobre el
paradero de la matriarca y sus dos mejores informadores,
Egath el Hortelano y Tubab el Soñador. Oh, la matriarca
estaba muy ocupada, y quién era Egath, no decir Geban, y
Tubab podía estar por aquí o por allá, o no. No dejaba a
Lyubov ni a sol ni a sombra, y nadie más se acercó a
hablarle.
Acompañado por la coja, quejosa y diminuta viejecita
verde, Lyubov se encaminó a través de los bosques y los
claros de Tuntar al Albergue de Hombres.
—Allí están ocupados —le dijo Sherrar.
—¿Soñando?
—¿Qué puedo saber yo? Ven conmigo, Lyubov, ven a ver…
—Sabía que él siempre quería ver cosas, pero no se le
ocurría qué podía mostrarle para alejarlo —. Ven a ver las
redes de pescadores —dijo débilmente.
Una muchacha, una de las Jóvenes Cazadoras, lo miró al
pasar: una mirada sombría, cargada de una animosidad
como nunca había visto en un athshiano, excepto quizá en
una niña pequeñita, asustada por la estatura y la cara
lampiña de Lyubov. Pero esta muchacha no estaba asustada.
90
—Está bien —le dijo a Sherrar, comprendiendo que la
única actitud posible era la docilidad.
Si en verdad los athshianos habían desarrollado, al fin y
bruscamente, el sentido de enemistad de grupo, él tenía que
aceptarlo, y demostrarles simplemente que él seguía siendo
un amigo leal e invariable.
Pero ¿cómo, después de tanto tiempo, podían haber
cambiado tan rápidamente de manera de sentir y pensar? Y,
¿por qué? En Campamento Smith la provocación había sido
inmediata e intolerable: la crueldad de Davidson hubiera
incitado a cualquiera a la violencia. Pero este pueblo, Tuntar,
no había sido atacado por los terrestres, allí no se reclutaron
esclavos, ni se talaron o quemaron los bosques. Él, Lyubov
en persona, había estado allí —el antropólogo no siempre
puede dejar su sombra fuera del cuadro— pero de eso hacía
ya más de dos meses. No ignoraban los sucesos de Smith, y
había entre ellos nuevos refugiados, ex esclavos, que habían
sufrido en manos de terráqueos y que hablarían de eso.
Pero ¿era posible que las noticias y rumores hubiesen
transformado de ese modo a los athshianos, que los hubiesen
cambiado radicalmente? ¿A ellos para los que la no
agresividad era un sentimiento tan acendrado que constituía
la esencia misma de su cultura y su sociedad, de su
subconsciente, lo que llamaban el "tiempo-sueño", y acaso
de su fisiología misma? Que la inaudita crueldad podía
incitarles a matar, él lo sabía: lo había comprobado una vez.
Que una comunidad desmantelada podía asimismo ser
provocada por atrocidades igualmente intolerables, tenía que
creerlo: había ocurrido en Campamento Smith. Pero que
simples comentarios y rumores, por muy brutales y
aterradores que fuesen, pudieran enfurecer a una apacible
comunidad de athshianos hasta el punto de que actuasen en
contra de sus costumbres y de su razón, destruyendo por
91
completo todo un estilo de vida, eso no podía admitirlo. Era
psicológicamente improbable. El cuadro no estaba completo.
El viejo Tubab salía del Albergue en el momento en que
Lyubov pasaba por allí; detrás iba Selver.
Selver salió gateando por la puerta del túnel, se enderezó,
parpadeó ante la claridad grisácea de la lluvia atenuada por
el follaje. Alzó los ojos oscuros, y se encontró con los de
Lyubov. Ninguno de los dos habló. Lyubov estaba muy
asustado.
En el vuelo de regreso, cuando trataba de descubrir qué
fibra le había tocado Selver, pensó ¿por qué miedo? ¿Por qué
tuve miedo de Selver? ¿Un presentimiento inverificable, o
una falsa analogía? Irracional en todo caso.
Nada había cambiado entre Selver y Lyubov. Lo que
Selver había hecho en Campamento Smith podía justificarse;
y aunque no pudiera justificarse, no importaba mucho. La
amistad entre ellos era demasiado profunda para verse rota
por una duda moral. Habían trabajado juntos intensamente;
se habían enseñado el uno al otro, en algo más que en el
sentido literal, sus respectivas lenguas. Habían hablado sin
reservas. Y al afecto que Lyubov sentía por su amigo se
sumaba esa gratitud que siente el salvador hacia aquel cuya
vida ha tenido el privilegio de salvar.
En verdad, hasta ese momento casi no había advertido lo
fuertes que eran los lazos de afecto y lealtad que le unían a
Selver. El miedo que había sentido ¿habría sido acaso el
miedo a que Selver, luego de conocer el odio racial, pudiese
rechazarlo, despreciar su lealtad, y tratarlo no como "a un
igual", sino como a "uno de ellos"?
Después de aquella larga mirada Selver se había
adelantado lentamente y saludado a Lyubov, tendiéndole las
manos.
El contacto era una forma importante de comunicarse
92
entre los habitantes del bosque.
Entre los terráqueos siempre puede implicar amenaza,
agresión, y por eso no conocen casi otras formas de contacto
que el formal apretón de manos y la caricia sexual. Todo ese
vacío lo llenaban los athshianos con una variada serie de
hábitos de contacto. La caricia destinada a tranquilizar era
tan fundamental para ellos como entre una madre y un hijo,
o entre amantes; pero podía tener además un significado
social, no sólo maternal y sexual. La caricia era parte del
lenguaje. Estaba por lo tanto reglamentada, codificada, pero
era a la vez infinitamente modificable. "Siempre andan
tocándose", se burlaban algunos de los colonos, incapaces de
ver en ese intercambio de caricias otra cosa que no fuera una
imagen de ellos mismos; ese erotismo que, obligado a
concentrarse exclusivamente en el sexo, y luego reprimido y
frustrado, invade y emponzoña todo placer sensual, toda
respuesta humana; la victoria de un Cupido furtivo, de ojos
vendados sobre la gran madre que cobija en sí mima los
mares y las estrellas, todas las hojas de los árboles, todos los
gestos de los hombres, Venus Genetrix…
Selver se adelantó pues con las manos extendidas,
estrechó la mano de Lyubov a la manera terráquea, y luego
le tomó ambos brazos con un movimiento acariciador justo
por encima del codo. Tenía poco más de la mitad de la altura
de Lyubov, lo que dificultaba todos los gestos y los
entorpecía, pero la caricia de esa mano pequeña, de huesos
menudos y piel verde no tenía nada de inseguro ni de
infantil. Era un contacto tranquilizador. Lyubov se sintió muy
feliz.
—Selver, qué suerte encontrarte aquí. Necesito tanto
hablar contigo…
—No puedo ahora, Lyubov.
Selver hablaba con dulzura, pero cuando Lyubov le oyó, la
93
esperanza de encontrar una amistad inquebrantable se le
desvaneció inmediatamente. Selver había cambiado. Había
cambiado, desde la raíz.
—¿Puedo volver otro día —dijo Lyubov con ansiedad— y
hablar contigo, Selver? Es importante para mí..
—Me marcho de aquí hoy —dijo Selver con voz aún más
dulce, pero soltando los brazos de Lyubov, y desviando la
mirada.
Con este gesto se ponía literalmente fuera de contacto. La
cortesía exigía que Lyubov hiciese lo mismo, y diese por
terminada la conversación. Pero entonces no tendría a nadie
con quien hablar. El viejo Tubab ni siquiera le había mirado;
el pueblo entero le había vuelto la espalda. Y éste era Selver,
que había sido su amigo.
—Selver, esa matanza en Kelme Deva, quizá piensas que
eso nos separa. Pero no es así. Tal vez nos haya acercado
más. Y tu gente en el pabellón de los esclavos, todos han
sido puestos en libertad, así que ya no queda ningún
resquemor entre nosotros. Y aun cuando quedase, siempre,
de todos modos, yo… yo soy el mismo de antes, Selver.
Al principio el athshiano no respondió. El rostro extraño,
los grandes ojos profundamente hundidos, las fuertes
facciones desfiguradas por las cicatrices y desdibujadas por
la piel corta y sedosa, que enmarcaba y a la vez ensombrecía
los contornos, ese rostro se apartó de Lyubov, cerrado,
obstinado. Luego, repentinamente, miró alrededor, como
contra su propia voluntad.
—Lyubov, no tendrías que haber venido aquí. Tendrías
que marcharte de Central dentro de dos noches. No sé qué
eres. Habría sido mejor no haberte conocido nunca.
Y con estas palabras se alejó, el paso ligero como un gato
de patas largas, un revoloteo verde entre los robles oscuros
de Tuntar, y desapareció. Tubab lo siguió lentamente,
94
siempre apartando los ojos de Lyubov. Una lluvia fina caía
silenciosa sobre las hojas de los robles y sobre los estrechos
senderos que llevaban al Albergue y al río.
Sólo escuchando atentamente se podía oír la lluvia, una
música demasiado multitudinaria para que una mente
pudiera captarla, un único e interminable acorde tañido en
toda la extensión del bosque.
—Selver es un dios —dijo la vieja Sherrar—. Ven a ver las
redes de pesca ahora.
Lyubov declinó la invitación. Hubiera sido descortés e
imprudente quedarse; de todos modos no se sentía con
ánimos.
Trató de decirse que Selver no lo había rechazado a él, a
Lyubov, sino a él como terráqueo. Pero eso no cambiaba las
cosas. Nunca las cambia.
Siempre le sorprendía desagradablemente descubrir lo
vulnerables que eran sus sentimientos, cuánto le dolía que lo
hiriesen. Esa especie de sensibilidad adolescente era
vergonzosa; a esta altura de la vida tendría que haber
desarrollado una coraza más resistente.
La viejecita, la piel verde cubierta de polvo y gotas
plateadas de lluvia, suspiró con alivio cuando él se despidió.
Cuando ponía en marcha el helicóptero, no pudo menos que
sonreír al verla, brincando bosque adentro lo más rápido
posible, como un renacuajo que ha escapado de una
serpiente.
La calidad es un factor importante, pero también lo es la
cantidad: la talla relativa. La reacción de un adulto normal
frente a una persona mucho más pequeña puede ser de
arrogancia, o de protección, o de condescendencia, o bien
afectuosa o intimidatoria, pero cualquiera que sea, la
mayoría de las veces actúa como si el otro fuera un niño y no
un adulto. Y si la persona de la talla de un niño es peluda por
95
añadidura, provocará forzosamente una segunda reacción, la
que Lyubov denominaba Reacción Osito de Felpa. Los
athshianos utilizaban muy frecuentemente la caricia, pero la
motivación básica continuaba siendo sospechosa. Y por
último, la inevitable Reacción a lo Extravagante, el rechazo
de lo que siendo humano no lo parece del todo.
Pero aparte de todo eso los athshianos, lo mismo que los
terráqueos, tenían a veces un aspecto realmente curioso.
Ciertamente, algunos de ellos parecían renacuajos, búhos,
orugas. Sherrar no era la primera viejecita que vista de
espaldas tenía una figura extravagante a los ojos de Lyubov…
Y ése es uno de los problemas de la colonia, pensó
mientras tomaba altura y Tuntar desaparecía bajo los robles
y los huertos sin hojas. No hay mujeres viejas entre
nosotros.
Ni hombres viejos, excepto Dongh, y sólo tiene unos
sesenta años. Pero las mujeres viejas son diferentes del
remo, dicen lo que piensan. Los athshianos, si se puede
considerar que tienen gobierno, son gobernados por mujeres
viejas. El intelecto para los hombres, la política para las
mujeres, y la ética, la interacción de ambos; así son las cosas
entre ellos. Tiene su encanto, y además funciona… para ellos.
Ojalá la Administración hubiese enviado un par de abuelas
junto con todas esas mujeres jóvenes, núbiles y fértiles de
pechos altos. Claro que esa chica con quien dormí la otra
noche es realmente agradable, y agradable en la cama, tiene
un corazón tierno, pero por Dios, pasarán cuarenta años
antes que pueda decirle algo a un hombre…
Pero todo el tiempo, detrás de estas reflexiones acerca de
mujeres viejas y jóvenes, el sobresalto persistía, la intuición
o la realidad que se negaba a salir a la luz.
Tenía que pensar bien antes de informar al Cuartel
General.
96
Selver: ¿qué pasaba con Selver, entonces?
Selver era sin duda una figura clave para Lyubov. ¿Por
qué? ¿Porque lo conocía bien, o porque había en su
personalidad una superioridad real que Lyubov no había
valorado nunca conscientemente?
Pero la había valorado; desde el comienzo había
distinguido a Selver como una persona extraordinaria;
"Sam", como lo llamaban antes, sirviente de tres oficiales
que compartían una casa desmontable. Lyubov recordó a
Benson, cómo se jactaba del excelente creechi que habían
conseguido, de lo bien que lo habían adiestrado.
Muchos athshianos, especialmente los Soñadores de los
Albergues, no podían alterar el ritmo policíclico que regía su
sueño-reposo para amoldarlo al terráqueo. Si dormían de
noche, como los terráqueos, no podían tener sueños
paradójicos, REM, cuyo ciclo de ciento veinte minutos
regulaba la vida diurna y nocturna de los athshianos, y no
podían cumplir la jornada de trabajo terráquea. Una vez que
uno ha aprendido a soñar sus sueños en el estado de vigilia
total, a apoyar la salud de la mente no en el filo de navaja de
la razón sino en el doble platillo, el delicado equilibrio de la
razón y el sueño; una vez que uno ha aprendido eso, ya
nunca puede olvidarse de cómo pensar. Muchos de los
hombres parecían borrachos, confusos, y hasta catatónicos.
Las mujeres, atontadas y abatidas, se comportaban con la
hosca indiferencia de los recién esclavizados. Los varones no
iniciados y algunos de los Soñadores más jóvenes lo
toleraban mejor; se adaptaban, trabajaban duramente en los
desmontes o se convertían en sirvientes diestros. Sam había
sido uno de éstos, un ayuda de cámara eficiente y sin
carácter, cocinero, lavandero, mayordomo, friegaespaldas y
chivo emisario de tres amos. Había aprendido a hacerse
invisible. Lyubov lo había pedido en préstamo como
97
informador etnológico, y gracias a una afinidad de espíritu y
de naturaleza, se había granjeado inmediatamente la
confianza de Sam. Había encontrado en Sam el informador
ideal, profundo conocedor de las costumbres de su pueblo,
intérprete lúcido y rápido, que traducía para Lyubov,
salvando el abismo entre dos lenguas, dos culturas, dos
especies del género Hombre.
Por espacio de dos años, Lyubov había viajado, estudiado,
llevando a cabo entrevistas y observaciones, y no había
logrado dar con la llave que abriera la mente de los
athshianos. Ni siquiera sabía dónde estaba la cerradura.
Había estudiado los hábitos de reposo de los athshianos,
llegando a la conclusión de que aparentemente no los tenían,
que no dormían. Había conectado incontables electrodos a
incontables cráneos verdes peludos, sin que llegara a sacar
nada en limpio de los trazos que le eran tan familiares, los
husos y lazos, las alfas y las deltas y las thetas que aparecían
en el encefalograma.
Fue Selver quien le hizo comprender, por fin, el significado
athshiano de la palabra "sueño", que era al mismo tiempo la
palabra "raíz" y así puso en sus manos la llave del reino del
bosque. Como sujeto de un EEG, fue en Selver donde vio
claramente y por primera vez los extraordinarios ritmos de
pulsión de un cerebro que entra en un estado onírico sin
dormir ni estar despierto: comparar ese estado con el
dormir-con-sueños de los terráqueos sería como comparar el
Partenón con una choza de barro: básicamente la misma
cosa pero con el agregado de complejidad, calidad y control.
¿Qué entonces, qué más?
Selver hubiera podido escapar. Se quedó, primero como
criado, más tarde (gracias a uno de los pocos privilegios
útiles de Lyubov como especialista) como Asistente
Científico; todavía encerrado noche tras noche con los otros
98
creechis en el corral (el Pabellón para el Cuerpo Voluntario de
Mano de Obra Autóctona).
—Te llevaré en el helicóptero a Tuntar y trabajaré allí
contigo —le había dicho Lyubov, la tercera o cuarta vez que
habló con Selver—. Por el amor de Dios ¿por qué te quedas
aquí?
—Mi esposa Thele está en el pabellón —le había
contestado Selver.
Lyubov había tratado de conseguir que la soltaran, pero
Thele trahilaba en las cocinas del cuartel general y los
sargentos que dirijan el personal de cocina no toleraban
ninguna intromisión de los "galonudos" y los "sabihondos".
Lyubov debía tener sumo cuidado, pues podían llegar a
vengarse en la mujer. Ella y Selver parecían dispuestos a
esperar con paciencia, hasta que pudieran escapar juntos, o
los liberaran. Hombres y mujeres vivían estrictamente
separados en los pabellones creechis —hecho que nadie
parecía saber— y las parejas rara vez tenían la oportunidad
de verse. Lyubov consiguió concertar algunas citas entre
ellos en la cabaña donde vivía solo, al norte del poblado. Fue
cuando Thele volvía al cuartel general de uno de esos
encuentros cuando Davidson la vio y se sintió atraído al
parecer por su gracia frágil y tímida. La había hecho llevar a
sus habitaciones esa noche, y la había violado.
La había matado en el acto, tal vez; eso ya había ocurrido
antes, como consecuencia de la disparidad Isla; o bien ella
había dejado de vivir. Como algunos terráqueos, los
athshianos tenían el don de un auténtico deseo de muerte, y
podían dejar de vivir. En uno u otro caso era Davidson quien
la había matado. Crímenes de esa naturaleza ya se habían
cometido antes. Lo que no había ocurrido antes era lo que
hizo Selver, el segundo día después de la muerte de su
mujer.
99
Lyubov había llegado al lugar del enfrentamiento cuando
ya estaba finalizando.
Recordaba los ruidos; él corriendo por la Calle Mayor al
calor del sol; el polvo, el nudo de hombres. Todo el incidente
pudo haber durado sólo cinco minutos, mucho tiempo para
una lucha homicida. Cuando Lyubov llegó, Selver estaba
cegado por la sangre, una especie de juguete con el que
Davidson se entretenía; y sin embargo se había recobrado y
volvía a atacar, no con un furor frenético, sino con una
desesperación inteligente. Y seguía atacando. Y a la postre,
era Davidson el que estaba enajenado, loco de furia y miedo
ante esa terrible persistencia; había derribado a Selver de un
revés, y se había adelantado, con la bota levantada, listo
para pisotearle la cabeza. En ese preciso instante, Lyubov
entró en el círculo. Consiguió detener la pelea (pues a pesar
de la sed de sangre y venganza de los diez o doce hombres
que miraban, ya había sido saciada con creces, y apoyaron a
Lyubov cuando le ordenó a Davidson que se retirase); y
desde entonces él había odiado a Davidson y Davidson le
había odiado a él, por haberse inmiscuido entre el matador y
su propia muerte.
Porque si el suicida es quien mata al resto de nosotros, el
asesino se mata a sí mismo, aunque tiene que hacerlo una y
otra y otra vez.
Lyubov había levantado a Selver, un peso ligero en sus
brazos. La cara mutilada se había apretado contra la camisa
de Lyubov empapándola de sangre y mojándole la piel.
Había llevado a Selver a su cabaña; le entablilló la
muñeca rota, hizo todo lo que pudo por la herida, y lo acodó
en su cama; noche tras noche trataba de hablarle, de llegar a
él, a aquella desolación de dolor y humillación. Todo eso era,
por supuesto, contrario al reglamento.
Nadie le mencionó los reglamentos. No tenían por qué. Si
100
alguna vez había disfrutado de una cierta posición entre los
oficiales de la colonia, sabía que ahora la estaba perdiendo.
Siempre había intentado estar del lado del cuartel general,
cuestionando sólo los casos de brutalidad extrema contra los
nativos, tratando de persuadir antes que desafiar, y de
conservar en lo posible un mínimo de poder e influencia. Él
no podía impedir la explotación de los athshianos. Era mucho
peor de lo que su entrenamiento le había permitido esperar,
pero poco podía hacer al respecto aquí y ahora. Sus informes
a la Administración y a la Comisión de Derechos podrían —
luego del viaje circular de cincuenta y cuatro años— tener
algún efecto; era posible incluso que Terra decidiese que la
política de Colonia Abierta aplicada en Athshe era un craso
error. Mejor cincuenta y cuatro años tarde que nunca. Si sus
superiores dejaban de tolerarlo, censurarían o invalidarían
sus informes, y entonces no habría ninguna esperanza.
Pero ahora estaba demasiado indignado para atenerse a
esa estrategia. Al demonio con todos, si insistían en ver los
cuidados que le prestaba a un amigo como un insulto a la
Madre Tierra y como una traición a la colonia.
Si le ponían el mote de "enamorado de los creechis" ya no
podría ayudar mucho a los athshianos; pero él no podía
poner un bien posible, general, por encima de las imperiosas
necesidades de Selver. Uno no puede salvar a un pueblo
vendiendo al amigo. Davidson, curiosamente enfurecido por
esas pequeñas heridas que Selver le había infligido y por la
intromisión de Lyubov, se había paseado por ahí anunciando
su propósito de exterminar a ese creechi rebelde; y de tener
una oportunidad lo haría, sin lugar a dudas. Lyubov
permaneció junto a Selver noche y día durante dos semanas,
y lo sacó en helicóptero de Central y lo dejó en Brotor, una
población de la costa occidental, donde tenía parientes.
No había castigos por ayudar a huir a los esclavos, ya que
101
los athshianos no eran en ningún sentido esclavos salvo en
los hechos; eran Personal Voluntario de Mano de Obra
Autóctona. A Lyubov ni siquiera le llamaron la atención. Pero
desde entonces, los oficiales regulares ya no desconfiaban de
él en parte, sino del todo; y hasta sus colegas de los
Servicios Especiales, el exobiólogo, los coordinadores de
agua y de forestación, los ecólogos le hicieron saber por
distintos medios que su conducta había sido irracional,
quijotesca o estúpida.
—¿Creías que habías venido de excursión? —le preguntó
Gosse.
—No, no creí que venía a una excursión de caza —le
respondió Lyubov, malhumorado.
—No entiendo por qué hay expertos en esvis que se
alistan como voluntarios para una Colonia Abierta. Tú sabes
que la gente que estás estudiando va a ser explotada, y
probablemente exterminada. Es algo que está en la
naturaleza humana, y sabes que eso no puedes cambiarlo.
¿Por qué entonces vienes a observar qué pasa?
¿Masoquismo?
—No sé qué es la "naturaleza humana". Quizá sea parte
de esa naturaleza humana dejar descripciones de aquello que
exterminamos. ¿Es tanto más agradable para un ecólogo,
realmente?
Gosse hizo oídos sordos.
—De acuerdo entonces, redacta tus descripciones. Pero no
te metas en el matadero. Un biólogo que estudia una colonia
de ratas no tratará de rescatar a la rata mascota cuando las
atacan, eso lo sabes.
Lyubov estalló. Había soportado demasiado.
—No, claro que no —dijo—. Una rata puede ser una
mascota, pero no un amigo. Selver es mi amigo. En realidad
es el único hombre en este mundo a quien considero amigo.
102
Eso le había dolido al pobre Gosse, que quería ser una
figura paterna para Lyubov, y no le había hecho ningún bien
a nadie. Sin embargo había sido verdad. Y la verdad os hará
libres… Quiero a Selver; lo respeto; le salvé la vida; sufrí con
él; le tengo miedo.
Selver es mi amigo.
Selver es un dios.
Eso era lo que había dicho la viejecita verde como si todo
el mundo lo supiera, de la misma manera como hubiera
podido decir Fulano es un cazador.
—Selver sha'ab.
Pero ¿qué significaba sha'ab? Muchas palabras de la
Lengua de las Mujeres, el lenguaje cotidiano de los
athshianos, venían de la Lengua de los Hombres, que era la
misma en todas las comunidades, y a menudo esas palabras
no sólo eran bisilábicas sino también bifacéticas. Eran
monedas, anverso y reverso. Sha'ab significaba dios, o ente
numinoso, o ser poderoso; también significaba algo muy
diferente, pero Lyubov no podía recordar qué. A esa altura de
sus reflexiones, Lyubov ya había llegado a su cabaña, y no
tuvo más que consultar el diccionario que Selver y él habían
compilado en cuatro meses de trabajo agotador pero
armónico. Claro: sha'ab, traductor.
Era casi demasiado exacto, demasiado a propósito.
¿Había una relación entre los dos significados? La había a
menudo, pero no tanto como para constituir una regla. Si un
dios era un traductor ¿qué traducía? Selver era en verdad un
intérprete de talento, pero ese talento sólo había podido
manifestarse en el hecho fortuito de que una lengua
verdaderamente extranjera hubiese entrado en su mundo.
¿Era un sha'ab alguien que traducía el lenguaje del sueño y
la filosofía, la Lengua de los Hombres, al lenguaje cotidiano?
Pero eso podían hacerlo todos los Soñadores.
103
Entonces, podía ser alguien capaz de traducir a la vida de
la vigilia la experiencia capital de la visión: alguien que
sirviera de eslabón entre las dos realidades, consideradas por
los athshianos como idénticas, el tiempo-sueño y el tiempomundo, y cuyas relaciones, aunque vitales, son oscuras. Un
eslabón: alguien que podía expresar con palabras las
percepciones del subconsciente. "Hablar" esa lengua es
actuar. Hacer una cosa nueva.
Cambiar o ser cambiado, desde la raíz. Porque la raíz es el
sueño.
Y el traductor es el dios. Selver había introducido una
palabra nueva en el lenguaje de su pueblo. Había cometido
un acto nuevo. La palabra, el acto, el crimen. Sólo un dios
podía llevar de la mano a través del puente entre los mundos
a un recién llegado tan majestuoso como la Muerte.
Pero ¿había aprendido a matar a sus semejantes en medio
de sus propios sueños de duelo y atrocidades, o de los actos
jamás soñados de los forasteros? ¿Hablaba su propio idioma
o el del capitán Davidson? Aquello que parecía nacer de la
raíz misma del dolor y expresar el cambo radical de un ser,
quizá no fuese sino una infección, una peste extranjera, y no
convertiría a la raza de Selver en un pueblo nuevo, sino que
la destruiría.
No estaba en la naturaleza de Raj Lyubov preguntarse
¿qué puedo hacer? Por carácter y formación tendía a no
inmiscuirse en los asuntos de otros hombres. Su trabajo
consistía en descubrir lo que hacían, y su inclinación era
dejar que lo siguieran haciendo. Prefería aprender a enseñar,
buscar verdades más que la Verdad. Pero aun un alma poco
misionera, a menos que pretenda no tener sentimientos, se
ve a veces obligada a elegir entre comisión y omisión. El
"¿Qué están haciendo?" se convierte de pronto en un "¿Qué
estamos haciendo?", y acto seguido en un "¿Qué debo
104
hacer?".
Ahora sabía que había llegado a ese punto crítico de tomar
una opción, y sin embargo no sabía claramente por qué, ni
cuál era la alternativa.
En ese momento nada podía hacer por mejorar las
perspectivas de supervivencia de los athshianos; Lepennon,
Or y el ansible habían conseguido mucho más de lo que él
había esperado ver alguna vez. La Administración en Terra
era explícita en cada comunicación transmitida por el ansible,
y el coronel Dongh, a pesar de las protestas de parte de la
plana mayor y los leñadores jefes, estaba cumpliendo las
órdenes. Era un oficial leal; y además, el Shackleton
regresaría para observar e informar. Los informes que se
enviaban a Terra tenían algún valor, ahora que este ansible,
esta máquina de máquinas funcionaba para impedir la vieja y
cómoda autonomía colonial, y permitir que uno fuese
responsable, en vida, de lo que hacía. Ya no había un margen
de error de cincuenta y cuatro años. Y la política ya no era
estática. Una decisión de la Liga de los Mundos ahora podía
limitar de la noche a la mañana la existencia de la colonia a
un Continente, o prohibir el talado de árboles, o incitar a la
matanza de nativos… nadie podía saberlo.
Las firmes instrucciones de la Administración no permitían
adivinar cómo funcionaba la liga y qué clase de política
estaba desarrollando. A Dongh le preocupaban esos múltiples
futuros posibles, pero Lyubov disfrutaba con ellos. En la
diversidad está la vida y donde hay vida hay esperanza, era
la suma total de su credo, bastante modesto por cierto.
Los colonos dejaban en paz a los athelianos y éstos
dejaban en paz a los colonos. Un estado de cosas saludable,
que no tenía sentido perturbar innecesariamente. Lo único
que acaso pudiera perturbarlo era el miedo.
De momento cabía suponer que los athshianos se
105
sintiesen recelosos y todavía resentidos, pero no
particularmente amedrentados. En cuanto al pánico que
había cundido en Centralville ante la noticia de la masacre de
Campamento Smith, nada había acontecido que lo reavivara.
Ningún athshiano había dado señales de violencia desde
entonces. Y con la liberación de los esclavos, y la
reintegración de los creechis a los bosques, el constante
factor irritativo de la xenofobia había desaparecido. La
tensión de los colonos empezaba por fin a aflojarse.
Si Lyubov informaba que había visto a Selver en Tuntar,
Dongh y los otros se alarmarían. Quizá insistirían en que era
necesario capturar a Selver y llevarlo a Central para que lo
juzgaran. El Código Colonial prohibía que se procesara a un
miembro de una sociedad planetaria de acuerdo con la
legislación de otro planeta, pero la Corte Marcial pasaba por
alto esas discriminaciones. Podían juzgar a Selver, probar
que era culpable y fusilarlo. Davidson vendría desde Nueva
Java a prestar testimonio. O no, pensó Lyubov, guardando el
diccionario en un estante lleno a rebosar. O no, pensó y
olvidó el asunto.
De este modo eligió sin siquiera saber que había elegido
algo.
Presentó un informe breve al día siguiente; decía que en
Tuntar continuaba la rutina de costumbre, y que no había
notado repudio ni amenazas. Era un informe tranquilizador, y
el más inexacto que Lyubov hubiera escrito en su vida.
Omitía todo lo que era significativo; la no aparición de la
matriarca, el hecho de que Tubab le negase el saludo, el gran
número de forasteros que había en el lugar, la expresión de
la joven cazadora, la presencia de Selver… Naturalmente,
esta última era una omisión deliberada, pero fuera de eso el
informe era bastante imparcial, pensó; sólo había omitido las
impresiones subjetivas, como es deber de un científico. Tuvo
106
una fuerte jaqueca mientras lo escribía, y otra peor después
de presentarlo.
Tuvo muchos sueños esa noche, pero por la mañana no
pudo recordarlos. Tarde en la segunda noche después de su
visita a Tuntar, despertó bruscamente, y en medio del aullido
histérico de la sirena de alarma y el estampido sordo de las
explosiones, se encaró, por fin, con lo que se había negado a
ver: que sólo él en toda Centralville no estaba sorprendido.
En ese momento supo lo que era: un traidor.
Y sin embargo ni siquiera estaba convencido de que aquél
pudiese ser un ataque athshiano. Era el terror en la noche.
Su cabaña, en medio de un pequeño huerto y dejada de
las otras casas, había sido ignorada; tal vez la protegerán los
árboles de alrededor, pensó mientras salía corriendo.
El centro de la ciudad estaba en Danos. Incluso la mole de
piedra del cuartel general ardía desde dentro como una
estufa rota. El ansible estaba allí: el precioso eslabón.
También había incendios en la zona del helipuerto y del
Campo. ¿De dónde habían sacado los explosivos? ¿Cómo se
explicaba que todos los incendios hubieran estallado al
mismo tiempo? Todos los edificios a ambos lados de la Calle
Mayor, construidos en madera, ardían a la vez; el rugido de
las llamas era pavoroso. Lyubov corrió hacia los incendios. El
camino estaba inundado; al principio pensó que el agua venía
de una manguera de extinción, luego advirtió que el río
Menend se estaba desbordando inútilmente sobre el terreno
mientras las casas ardían con ese espantoso rugido
aspirante. ¿Cómo lo habían hecho? Había guardias
motorizados en el Campo… Disparos: descargas, el tableteo
de una ametralladora. Alrededor de Lyubov unas figuras
pequeñas corrían de un lado a otro, y él corría en medio de
ellas sin prestarles demasiada atención.
Ahora estaba frente a la Hostería, y vio a una muchacha
107
de pie en la entrada, el fuego le lamía la espalda y tenía
delante un camino seguro, por donde podía escapar. No se
movía. Lyubov la llamó a gritos, luego cruzó el patio y por la
fuerza le arrancó las manos del quicio de la puerta donde se
había aferrado, enloquecida de pánico, la arrastró y le habló
con dulzura: "Vamos, amor, vamos". Entonces ella le siguió,
pero no con suficiente rapidez. Cuando cruzaban el patio, el
frontispicio de la planta superior, ardiendo desde dentro,
cayó lentamente hacia adelante, empujado por el
maderamen del techo que se hundía. Las tejas y las vigas
volaban como fragmentos de metralla; el extremo de una
viga incandescente golpeó a Lyubov y le derribó. Cayó de
bruces en el lago de barro iluminado por el fuego. No vio a
una pequeña cazadora cubierta de piel verde que se
abalanzaba sobre la muchacha, la arrastraba hacia atrás y le
acuchillaba el cuello. No vio nada.
108
6
No hubo cantos esa noche; sólo gritos y silencio. Cuando
las naves voladoras empezaron a arder, Selver sintió que
habían triunfado, y las lágrimas le vinieron a los ojos, pero
ninguna palabra le vino a la boca. Se alejó en silencio, el
lanzallamas pesándole en los brazos, para guiar a su grupo
de regreso a la ciudad.
Cada grupo de gente venida del oeste y del norte era
capitaneado por un ex esclavo como él, alguien que había
servido a los yumenos en Central y conocía los edificios y las
costumbres de la ciudad.
La mayor parte de los que habían participado en el ataque
esa noche no había visto nunca la ciudad yumena; muchos
de ellos no habían visto nunca a un yumeno. Habían venido
porque seguían a Selver, porque eran impulsados por el mal
sueño y sólo Selver podía enseñarles a dominarlo. Eran
centenares y centenares, hombres y mujeres; habían
aguardado en profundo silencio a las orillas de la ciudad,
mientras los ex esclavos, en grupos de dos o de tres, hacían
lo que consideraban más urgente: romper el acueducto,
cortar los cables de distribución eléctrica desde la Central
Hidroeléctrica, penetrar por la fuerza en el Arsenal y robar
las armas. Las primeras muertes, las de los guardias, habían
109
sido silenciosas, consumadas con armas de caza, lazos
corredizos, cuchillos, flechas, rápidamente, en la oscuridad.
La dinamita, robada aquella misma noche en el campamento
de leñadores, quince kilómetros al sur, fue preparada en el
Arsenal, el subsuelo del edificio del cuartel general, mientras
provocaban incendios en otros sitios, y luego estalló la
alarma y crepitaron las llamas y huyeron a la noche y el
silencio. La mayor parte del estrépito y de los estampidos de
la metralla provenía de los yumenos al defenderse, pues sólo
los ex esclavos habían sacado armas del Arsenal y las
utilizaban; todos los demás se valían de sus lanzas, cuchillos
y arcos. Pero fue la dinamita, preparada y encendida por
Reswan y otros que habían trabajado en el pabellón de
esclavos del campamento de leñadores, lo que produjo el
ruido que dominó a todos los demás ruidos, y voló las
paredes del edificio del cuartel general y destruyó los
hangares y las naves.
Había unos mil setecientos yumenos en la ciudad esa
noche, y de ellos unos quinientos eran mujeres; se sabía que
en ese momento todas las mujeres yumenas estaban en la
ciudad, y por esa razón Selver y sus compañeros habían
decidido actuar en seguida, aunque todavía no había llegado
toda la gente que deseaba participar. Entre cuatro y cinco mil
hombres y mujeres habían acudido a través de los bosques al
Cónclave de Endtor, y de allí a este lugar, a esta noche.
Las llamas crepitaban, inmensas, y el olor a quemado y a
carnicería era nauseabundo.
Selver tenía la boca seca y le dolía la garganta; no podía
hablar, y necesitaba un sorbo de agua. Cuando guiaba su
grupo por el callejón central de la ciudad, un yumeno corrió
hacia él, una figura inmensa la amenazante en la cerrazón y
el resplandor del aire ennegrecido. Selver levantó el
lanzallamas y oprimió la lengüeta, en el preciso instante en
110
que el yumeno resbalaba en el barro y caía a sus pies.
Ningún chorro de llama brotó siseante del aparato; la carga
se le había agotado mientras incendiaba las aeronaves que
no estaban en el hangar. Selver dejó caer la pesada
máquina. El yumeno no llevaba armas, y era hombre. Selver
llegó a decir: —Dejadle escapar.
Pero la voz le flaqueó, y dos atlishianos, cazadores de los
Páramos de Abtam, se le habían adelantado de un salto
mientras hablaba, empuñando unos largos cuchillos. Las
manos grandes, desnudas, oprimieron el aire y cayeron
blandamente. El gran cuerpo se desplomó hecho un ovillo en
el camino. Había muchos otros cadáveres tendidos allí, en lo
que fuera el centro de la ciudad. Las llamas crepitaban, y ya
casi no se oía otro ruido.
Selver despegó los labios y gritó roncamente la llamada
que pone fin a la caza; los que iban con él lo repitieron en
voz más clara y firme, en un falsete sostenido; otras voces
respondieron, cercanas y lejanas, en medio de la niebla y el
humo y la oscuridad de la noche interrumpida de tanto en
tanto por súbitas y rugientes llamaradas. En vez de
abandonar inmediatamente la ciudad al frente del grupo,
Selver les indicó que siguieran caminando, y se desvió
entrando en un terreno fangoso entre el sendero y un edificio
que se había quemado y desmoronado. Cruzó por encima del
cadáver de una yumena y se inclinó sobre otro que yacía
bajo una gran viga de madera carbonizada. No podía verle el
rostro, oscurecido por el fango y las sombras.
No era justo; no era necesario; no tenía por qué haber
mirado a aquél, entre tantos muertos. No tenía por qué
haberlo reconocido en la oscuridad. Echó a andar detrás del
grupo. De pronto se volvió; con mucho esfuerzo retiró la viga
de la espalda de Lyubov; se arrodilló, deslizando una mano
debajo de la pesada cabeza, que ahora parecía descansar
111
más cómodamente, la cara separada del suelo; así
permaneció, de rodillas, inmóvil.
Hacía cuatro días que no dormía, ni había tenido tiempo
de soñar en muchos más… ya no sabía cuántos. Había
actuado, hablado, viajado, planeado noche y día, desde que
dejaran Brotor, él y la gente de Cadast. Había ido de ciudad
en ciudad hablando a los pueblos de los bosques,
explicándoles aquella cosa nueva, despertándolos del sueño
al mundo, preparando la acción de esta noche, hablando,
siempre hablando, y escuchando hablar a otros, nunca en
silencio y jamás solo. Ellos lo habían escuchado y habían
decidido seguirlo, seguir el nuevo camino. Habían aprendido
a tocar con las manos el fuego que tanto temían, habían
aprendido a dominar el mal sueño: y lanzaron sobre el
enemigo la muerte que tanto temían. Todo se hizo tal como
dijera Selver. Todo había ocurrido tal como él había
anunciado. Los albergues y muchas viviendas de los
yumenos fueron quemados, las naves voladoras incendiadas
o destrozadas, las armas robadas o destruidas; y las
hembras estaban muertas. Los incendios empezaban a
extinguirse, la noche crecía negra e impenetrable, saturada
de un humo pestilente. Selver apenas veía; alzó los ojos
hacia el este, preguntándose si pronto llegaría la aurora.
Arrodillado allí en el barro entre los muertos pensó: Este es
el sueño, ahora el mal sueño. Creí que yo manejaba el sueño
pero él me maneja a mí.
En el sueño, los labios de Lyubov se movieron apenas
contra la palma de su propia mano; Selver miraba hacia
abajo y veía abiertos los ojos del muerto. El resplandor ya
mortecino de las llamas brillaba en la superficie de aquellos
ojos. Un momento después Lyubov pronunció el nombre de
Selver.
—Lyubov, ¿por qué te quedaste aquí? Te dije que salieras
112
de la cuidad esta noche.
Así habló Selver en sueños, con aspereza, como si
estuviese enfadado con Lyubov.
—¿Eres tú el prisionero? —dijo Lyubov débilmente sin
levantar la cabeza, pero con una voz tan natural que Selver
supo por un instante que aquél no era el tiempo-sueño sino
el tiempo-mundo, la noche del bosque—. ¿O yo?
—Ninguno de los dos, o ambos ¿cómo puedo saberlo?
Todas las máquinas y aparatos están quemados. Todas las
mujeres están muertas. Dejamos escapar a los hombres, si
querían escapar. Les dije que no incendiaran tu casa, los
libros han de quedar intactos.
»Lyubov, ¿por qué no eres como los otros?
—Soy igual que ellos. Un hombre. Como ellos. Como tú.
—No. Tú eres diferente…
—Soy como ellos. Y tú también. Escúchame, Selver. No
sigas. No sigas matando hombres. Tienes que volver… a tus…
a tus propias raíces.
—Cuando tu pueblo se haya marchado, entonces el sueño
cesará.
—Ahora —dijo Lyubov, tratando de levantar la cabeza,
pero tenía la espalda rota.
Miró a Selver y abrió la boca para hablar. Pero la mirada
había desaparecido, ahora escudriñaba el otro tiempo, y los
labios seguían entreabiertos, y mudos. El aliento le silbaba
ligeramente en la garganta.
Estaban llamando a Selver por su nombre, muchas voces
lejanas, llamando una y otra vez.
—¡No puedo quedarme contigo, Lyubov! —dijo Selver
llorando, y al no obtener respuesta se incorporó e intentó
correr.
Pero en la oscuridad del sueño sólo podía avanzar
lentamente. El Espíritu del Fresno caminaba delante de él,
113
más alto que Lyubov o que cualquier yumeno, sin volver
hacia él la máscara blanca. Y mientras se alejaba, Selver le
hablaba a Lyubov.
—Volveré —le decía—. Todos volveremos. ¡Te lo prometo,
Lyubov!
Pero su amigo, el bondadoso, el que le había salvado la
vida y le traicionara el sueño, Lyubov, no respondía.
Caminaba por algún lugar de la noche cerca de Selver,
invisible, y silencioso como la muerte.
Un grupo de gente de Tuntar encontró a Selver vagando
en la oscuridad, llorando y hablando, dominado por el sueño;
lo llevaron en seguida de regreso a Enoltor.
Allí, en el improvisado Albergue, una tienda a la orilla del
río, yació desvalido y delirante dos días y dos noches,
atendido por los Ancianos.
Durante todo ese tiempo seguía llegando gente a Enoltor,
y volvía a marcharse, regresaba al Lugar de Eshsen que
antes fuera Central, para sepultar allí a los muertos propios y
a los ajenos; de los propios más de trescientos, de los ajenos
más de setecientos. Había unos quinientos yumenos
encerrados en los corrales de los creechis, que al estar vacíos
y apartados no habían sido alcanzados por el fuego. Otros
tantos habían huido, y algunos de éstos buscaron refugio en
los campamentos de leñadores situados más al sur, que no
habían sido atacados; aquellos que todavía se escondían y
erraban por los bosques o las Tierras Mutiladas eran
perseguidos día y noche. A veces los mataban porque
muchos de los cazadores más jóvenes aún seguían oyendo la
voz de Selver que les gritaba "¡Matadlos!". Otros habían
dejado atrás la noche de la matanza como si fuese una
pesadilla, el mal sueño que ha de ser comprendido para que
no se repita; y éstos, al encontrarse frente a un yumeno
sediento y exhausto escondido entre la maleza, no podían
114
matarle. Entonces tal vez el yumeno los mataba a ellos.
Había grupos de diez y veinte yumenos armados con hachas
y fusiles, si bien a pocos les quedaban municiones; a estos
grupos los atlishianos les seguían el rastro, y cuando les
tenían cercados en los bosques en número suficiente los
capturaban y los llevaban otra vez a Eslisen. Todos fueron
capturados al cabo de dos o tres días, pues esa región de
Sornol era un hervidero de habitantes de los bosques; nunca
en la memoria de ningún hombre se había congregado en un
solo lugar ni la décima parte de la gente que había ahora;
algunos seguían llegando aún de pueblos distantes y otros
Continentes, unos empezaban ya a regresar a las ciudades.
Los yumenos capturados fueron encerrados en los corrales
junto con los otros, pese a que ya estaban colmados y las
barracas eran demasiado pequeñas para los yumenos. Dos
veces por día les daban agua y comida, y un par de
centenares de cazadores armados los custodiaba a toda hora.
En la tarde siguiente a la Noche de Eslisen, un avión
apareció atronando desde el este y descendió como si fuese a
aterrizar, luego alzó el vuelo como un ave de rapiña que ha
errado su presa, y voló en círculo sobre el desmantelado
campo de aterrizaje, la ciudad todavía humeante, y las
Tierras Mutiladas. Reswan se había encargado de destruir
todas las radios, y fue tal vez el silencio de las radios lo que
atrajo a la aeronave desde Kushil o Rieshwel donde había
tres pequeñas poblaciones yumenas. Los prisioneros se
precipitaron fuera de las barracas y gritaban a la máquina
cada vez que pasaba atronando por encima de sus cabezas;
arrojó un objeto, en un pequeño paracaídas, dentro del
corral; por último, zumbando, se perdió en el cielo.
En Athshe quedaban ahora cuatro naves aladas
semejantes; tres en Elushil y una en Rieshwel, todas de
tamaño pequeño, con capacidad para cuatro hombres;
115
también tenían ametralladoras y lanzallamas, y eran una
grave preocupación para Reswan y los otros, mientras que
Selver yacía perdido para ellos, transitando por los caminos
crípticos del otro tiempo.
Despertó al tiempo-mundo en el tercer día, flaco,
mareado, hambriento y silencioso. Se bañó en el río y comió,
y luego escuchó a Reswan y a la matriarca de Berre y a los
otros elegidos como jefes. Ellos le contaron lo que había
sucedido en el mundo mientras él dormía. Selver escuchó, y
los miró uno a uno, y ellos vieron al dios en él. En la
repulsión y el temor que habían seguido a la Noche de
Eshsen algunos llegaron a dudar. Tenían sueños turbulentos
de sangre y fuego; pasaban el día entero rodeados por
extraños, gente venida de todos los confines de los bosques,
en centenares, en millares, todos se precipitaban a este lugar
como cuervos sobre la carroña, todos desconocidos entre sí;
y les parecía que había llegado el Fin, que nada volverá ser
como antes, que nada estaría bien de nuevo. Pero en
presencia de Selver recordaron el propósito, y la angustia
que los dominaba se calmó, y esperaron a que hablase.
—La matanza ha terminado —dijo—. Aseguraos de que
todo el mundo lo sepa. —Los miró uno a uno—. Tengo que
hablar con los del corral, ¿Quién los dirige allí?
—Pavo, Pieplano, Ojosllorosos —dijo Reswan, el ex
esclavo.
—¿Pavo vive? Bien. Ayúdame a levantarme, Greda, noto
los huesos blandos…
Cuando llevaba un rato levantado, se sintió más fuerte, y
una hora después se ponía en marcha hacia Eshsen, a dos
horas de camino de Endtor.
Cuando llegaron, Reswan trepó por una escalera apoyada
contra el muro del pabellón y gritó en la jerga que se les
enseñaba a los esclavos: —¡Dong-venir-puerta, rápido116
volando!
Allá abajo en los pasillos que separaban las achaparradas
barracas de cemento, algunos de los yumenos le gritaron y le
arrojaron cascotes de tierra. Reswan desapareció y esperó.
El viejo coronel no apareció, pero Gosse, a quien ellos
llamaban Ojosllorosos, salió cojeando de una cabaña y llamó
a Reswan: —El coronel Dongh está enfermo, no puede salir.
—¿Enfermo de qué?
—Intestinos, enfermo por el agua. ¿Qué quieres?
—Hablar-hablar. Mi señor dios —dijo Reswan en su propia
lengua, mirando a Selver—, el Pavo se esconde, ¿quieres
hablar con Ojosllorosos?
—Está bien.
—¡Vigilad la puerta, arqueros! A la puerta, señor Gosse,
¡Rápido-volando!
La puerta se abrió apenas el tapado y el tiempo suficiente
para que Gosse pudiera escurrirse afuera. Se detuvo, solo,
frente al grupo de Selver. Se apoyaba con precaución en una
pierna, herida en la Noche de Eshsen. Vestía un pijama
andrajoso, sucio de barro y empapado por la Bula. El cabello
gris le caía liso alrededor de las orejas y sobre la frente. Dos
veces más alto que sus captores, se mantenía muy tieso, y
les observaba con temeraria, indignada consternación.
—¿Qué quieres?
—Tenemos que hablar, señor Gosse —dijo Selver, que
había aprendido de Lyubov el inglés común—. Soy Selver del
Fresno de Eshreth. Soy amigo de Lyubov.
—Sí, te conozco ¿Qué tienes que decir?
—Tengo que decir que la matanza ha terminado, si puede
haber una promesa respetada por la gente de usted y por mi
pueblo. Todos ustedes podrán quedar en libertad, si todos los
hombres de los campamentos de leñadores de Sornol del
Sur, Kushil y Rieshwel se concentran y se quedan aquí
117
juntos. Ustedes pueden vivir aquí donde el bosque está
muerto, donde ustedes cultivan sus cereales. No habrá más
talado de árboles.
Ahora la expresión de Gosse era de ansiedad.
—¿Los campamentos no fueron atacados?
—No.
Gosse no dijo nada. Selver lo miró, y volvió a hablar: —De
los hombres de usted, quedan menos de dos mil con vida,
creo yo. Las mujeres han muerto todas. En los otros
campamentos todavía hay armas; ustedes podrían matar a
muchos de los nuestros. Pero nosotros tenemos algunas
armas. Y somos más de los que ustedes podrían matar.
Supongo que lo saben, y que por eso no han tratado de que
las naves voladoras les trajeran lanzallamas, para matar a
los guardias y huir. Sería inútil; somos realmente muchos. Si
lo prometen, junto con nosotros, será para bien de todos, y
entonces podrán esperar sin peligro hasta que llegue una de
sus Grandes Naves, y podrán marcharse del mundo. Esto
será dentro de tres años, creo.
—Sí, tres años locales… ¿Cómo lo sabes?
—Bueno, los esclavos tienen oídos, señor Gosse.
Gosse lo miró al fin abiertamente. Desvió los ojos, se
movió, intranquilo, trató de acomodar la pierna lastimada.
Volvió a mirar a Selver, y de nuevo desvió los ojos
—Nosotros ya habíamos "prometido" no hacer daño a
ninguno de tu pueblo. Por eso dejamos en libertad a los
trabajadores. No sirvió de nada, no escuchasteis.
—No nos prometieron nada a nosotros.
—¿Cómo podemos llegar a un acuerdo o un pacto con un
pueblo que no tiene gobierno, sin una autoridad central?
—No lo sé. No estoy seguro de que ustedes sepan lo que
es una promesa. La quebrantaron pronto.
—¿Qué quieres decir? ¿Por quiénes? ¿Cómo?
118
—En Rieshwel, Nueva Java. Hace catorce días. Unos
yumenos del Campamento de Rieshwel incendiaron una
población y mataron a los habitantes.
—Eso no es cierto. Estuvimos en contacto radial directo
con Nueva Java todo el tiempo, hasta la masacre. Nadie
mató a los nativos allí, ni en ningún otro sitio.
—Usted dice la verdad que conoce —dijo Selver—, yo la
verdad que conozco. Acepto que ignore la matanza en
Rieshwel, y usted acepte que yo le diga que hubo una
matanza.
»Esto queda en pie: la promesa será hecha a nosotros y
con nosotros, y será respetada.
»Quizá usted quiera discutir estas cuestiones con el
coronel Dongh y los demás.
Gosse hizo un movimiento como si fuese a entrar en el
pabellón, y en seguida se volvió y dijo con su voz ronca,
profunda: —¿Quién eres tú, Selver? ¿Fuiste tú… fuiste tú
quien organizó el ataque? ¿Tú los dirigiste?
—Sí, fui yo.
—Entonces toda esta sangre pesa sobre tu cabeza —dijo
Gosse, con una ferocidad repentina—, y también la de
Lyubov, sabes, Lyubov, tu amigo… está muerto.
Selver no comprendió la expresión. Había aprendido a
asesinar, pero de la culpa poco sabía fuera del nombre. Vio la
mirada fría, resentida de Gosse, y sintió miedo. Se
estremeció; un frío mortal le subió por el cuerpo. Trató de
alejarlo cerrando un momento los ojos. Por último dijo: —
Lyubov es mi amigo, y por eso no está muerto.
—Vosotros sois niños —dijo Gosse con odio—. Niños
salvajes. No tenéis noción de la realidad. ¡Esto no es sueño,
esto es real! ¡Tú mataste a Lyubov! Ahora está muerto. Tú
mataste a las mujeres, las mujeres, ¡tú las quemaste vivas,
las descuartizaste como animales!
119
—Tendríamos que haberlas dejado vivir? —preguntó
Selver con igual vehemencia, pero con voz más suave, un
poco cantarina—. ¿Para que procreasen como insectos en el
capullo del Mundo? ¿Para que nos aplastaran? Las matamos
para esterilizarlos a ustedes. Sé lo que es la realidad, señor
Gosse. Lyubov y yo hemos hablado de esas palabras. Un
hombre con sentido de la realidad es aquel que conoce el
mundo y que también conoce sus propios sueños. Ustedes no
son sanos: no hay entre ustedes un solo hombre que sepa
soñar. Ni siquiera Lyubov, y él era el mejor. Ustedes
duermen, se despiertan y olvidan lo que han soñado, y
vuelven a dormir y a despertar, y así transcurre para ustedes
toda la vida, ¡y creen que eso es la existencia, la vida, la
realidad! Ustedes no son niños, son adultos, pero dementes.
Y por eso tuvimos que matarles, antes que nos enloquecieran
a nosotros. Ahora vuelva y hable de la realidad con los otros
locos. ¡Hable largo, y bien!
Los guardias abrieron la puerta, amenazando con sus
lanzas a los yumenos que se amontonaban en el interior;
Gosse volvió a entrar en el pabellón, los anchos hombros
encorvados como amparándose de la lluvia.
Selver estaba muy cansado. La matriarca de Berre y otra
mujer se le acercaron y caminaron con él; se apoyó en los
hombros de las mujeres para no caer si tropezaba. La joven
cazadora Greda, una prima de su mismo Arbol, bromeaba
con él, y Selver le respondía como atolondrado, riendo. La
caminata de regreso a Endtor pareció durar días y días.
Estaba demasiado fatigado para comer. Bebió un poco de
caldo caliente y se tendió a descansar junto a la Hoguera de
los Hombres. Endtor no era una población sino un simple
campamento a orillas del gran río, un lugar de pesca favorito
de todas las ciudades que habían existido alguna vez en los
bosques de alrededor, antes de la llegada de los yumenos.
120
Allí no había Albergue. Dos fogones circulares de piedra
negra y una larga ribera tapizada de hierbas donde se podía
instalar las tiendas de cuero y junco trenzado, eso era
Endtor. Allí el río Menend, el río más caudaloso de Sornol,
hablaba incesantemente en el mundo y en el sueño.
Había muchos ancianos junto al fuego, algunos que Selver
conocía de Brotor y Tuntar y Eshreth, su ciudad destruida,
algunos que no conocía; podía ver en sus ojos y sus gestos,
y oír en sus voces, que eran Grandes Soñadores; quizá
nunca y en ningún sitio se habían reunido antes tantos
soñadores. Tendido en el suelo, la cabeza apoyada en las
manos, la mirada en las llamas, Selver dijo: —He llamado
locos a los yumenos. ¿También yo estoy loco?
—Tú no distingues un tiempo de otro —dijo el viejo Tubab,
empujando una piña hacia la hoguera— porque hace
demasiado tiempo que no sueñas ni dormido ni despierto. El
precio de eso es caro de pagar.
—Los venenos que toman los yumenos producen un efecto
muy semejante al del no dormir y no soñar —dijo Heben, que
había sido esclavo en Central y en el Campamento Smith—.
Los yumenos se envenenan para poder soñar. Yo vi las caras
de los soñadores después de tomar los venenos. Pero ellos
no podían llamar a los sueños, ni gobernarlos, ni
entretejerlos, ni modelarlos, ni dejar de soñarlos; eran
arrastrados, dominados por los sueños. Lo mismo le ocurre a
un hombre que no ha soñado durante muchos días. Aunque
sea el más sabio de su Albergue, igual estará loco, de vez en
cuando, por momentos, y durante mucho tiempo después de
esa experiencia. Será arrastrado, esclavizado. No se
comprenderá a sí mismo.
Un anciano muy venerable con el acento de Sornol del Sur
puso la mano en el hombro de Selver, lo acarició, y dijo: —Mi
amado y joven dios, lo que tú necesitas es cantar, eso te
121
haría bien.
—No puedo. Canta por mí.
El anciano cantó; otros se unieron a él, las voces tenues
y, aflautadas, casi disonantes, como el viento que soplaba en
los cañaverales de Endtor. Cantaron una de las canciones del
Fresno, que hablaba de las hojas delicadas que amarillean en
otoño cuando las bayas se ponen rojas, y una noche las
platea la primera escarcha.
Mientras Selver escuchaba la canción del Fresno, Lyubov
yacía junto a él. Así, acostado, no parecía tan
monstruosamente alto y grande de miembros. Detrás
asomaba el edificio semidesmoronado, destripado por el
fuego, negro contra las estrellas.
—Soy como tú —decía, sin mirar a Selver, con esa voz de
los sueños que trata de revelar su propia irrealidad—. Me
duele la cabeza —dijo Lyubov con su voz natural, frotándose
la nuca como lo hacía siempre, y entonces Selver extendió el
brazo para tocarlo, para consolarlo.
Pero en el tiempo-mundo Lyubov era sombra y resplandor
de llamas, y los ancianos estaban cantando la canción del
Fresno, las florecillas blancas en las ramas negras, en
primavera, entre las hojas.
Al día siguiente los yumenos prisioneros en el pabellón
quisieron hablar con Selver.
Selver llegó a Eslisen al atardecer, y se reunió con ellos
fuera del pabellón, bajo las ramas de un roble, pues la gente
de Selver se sentía un poco incómoda bajo el cielo abierto y
desnudo. Eslisen había sido un robledal, y ese árbol era el
más grande de los pocos que los colonos habían dejado en
pie. Se alzaba en la larga pendiente que se extendía detrás
de la cabaña de Lyubov, una de las seis o siete casas que
habían salido indemnes de la noche del ataque. Junto a
Selver, al abrigo del roble, estaban Reswan, la matriarca de
122
Berre, Greda de Cadast, y algunos otros que deseaban asistir
a la reunión, unos doce en total. Muchos arqueros montaban
guardia; temían que los yumenos pudiesen tener armas
ocultas, pero se habían apostado detrás de los arbustos o de
los escombros del incendio, para no dominar la escena con la
apariencia de una amenaza. Con Gosse y el coronel Dongh
estaban tres de los yumenos llamados oficiales y dos del
campamento de leñadores, a la vista de uno de los cuales,
Benton, los ex esclavos contuvieron el aliento.
Benton acostumbraba castigar a los "creechis holgazanes"
castrándolos en público.
El coronel había adelgazado, la tez normalmente de un
color amarillo pardusco era ahora de un amarillo grisáceo; la
enfermedad no había sido fingida.
—Bien, la primera cosa —dijo cuando estuvieron todos
instalados, los yumenos de pie, la gente de Selver en cuclillas
o sentada en el musgo húmedo y suave que rodeaba al roble
—, la primera cosa es que yo quiero tener ante todo una
definición clara de qué significan exacta y precisamente esos
términos propuestos por ustedes, y qué significan como
garantía de seguridad para mi personal aquí presente y bajo
mis órdenes.
Hubo un silencio.
—Algunos de ustedes entienden mi lengua, ¿no?
—Sí. Lo que no entiendo es su pregunta, señor Dongh.
—¡Coronel Dongh, si me hace el favor!
—Entonces usted me llamará a mí coronel Selver, si me
hace el favor.
Un canturreo vibró en la voz de Selver que se puso de pie,
dispuesto a combatir, mientras las melodías le fluían como
ríos por la mente.
Pero el viejo yumeno no se movió; enorme, pesado e
iracundo, no aceptó el desafío.
123
—No vine aquí para ser insultado por vosotros, pigmeos
humanoides —dijo.
¡Pero los labios le temblaron mientras lo decía! Era viejo,
y se sentía acobardado y humillado. Toda esperanza de
triunfo se extinguió en Selver. Ya no había triunfo en el
mundo, sólo muerte. Se volvió a sentar.
—No fue mi intención insultarle, coronel Dongh —dijo con
resignación— ¿Quiere repetir la pregunta, por favor?
—Quiero oír los términos de su proposición, y luego
ustedes oirán los nuestros, y eso es todo lo que quiero saber.
Selver repitió lo que le había dicho a Gosse.
Dongh lo escuchó con aparente impaciencia.
—Muy bien. Lo que ustedes no comprenden es que desde
hace tres días tenemos una radio en funcionamiento en el
pabellón. —Selver lo sabía en realidad. Reswan había
averiguado en seguida qué era el objeto lanzado por el
helicóptero, temiendo que pudiera tratarse de un arma; los
guardias le informaron que era una radio y permitió que los
yumenos la retuviesen. Selver se limitó a sacudir la cabeza—.
Eso quiere decir que hemos estado en contacto con los tres
campamentos, los dos de Isla King y el de Nueva Java,
directamente, y si hubiésemos decidido preparar un golpe y
escapar de la cárcel del pabellón, nos hubiera sido muy fácil
hacerlo. Los helicópteros nos arrojarían armas y cubrirían
nuestros
movimientos
con
sus
ametralladoras.
Un
lanzallamas nos habría bastado para salir del pabellón, y en
caso de necesidad hay bombas que pueden volar toda una
isla ustedes no han visto funcionar, por supuesto.
—Y si escapaban del pabellón, ¿adónde habrían ido?
—El hecho real, sin introducir en esto ningún elemento
incoherente o erróneo, es que ahora las fuerzas de ustedes
nos superan considerablemente en número, pero nosotros
tenemos los cuatro helicópteros en los campamentos, que es
124
inútil que intenten inutilizar puesto que están bajo custodia
armada permanente, así como todos los explosivos. De
manera que la cruda realidad de la situación es que estamos
empatados, si lo podemos llamar así, y que debemos discutir
en igualdad de condiciones. Esta es, por supuesto, una
situación transitoria. De ser necesario estamos autorizados a
una acción militar defensiva a fin de impedir una guerra por
todos los medios. Además estamos respaldados por el Poder
bélico de la Flota Terráquea Interestelar, que podría borrar
definitivamente del cielo vuestro planeta. Pero estas ideas
son demasiado abstractas para nosotros, de modo que
digámoslo tan clara y llanamente como sea posible: estamos
dispuestos a negociar con vosotros, en los términos de un
equitativo marco de referencia.
La paciencia de Selver era corta; sabía que el malhumor
era un síntoma de su deteriorado estado mental, pero ya no
podía dominarlo.
—Prosiga, entonces.
—Bien, ante todo quiero que se comprenda claramente
que tan pronto como tuvimos la radio en nuestro poder
ordenamos a los otros campamentos que no nos trajeran
armas ni intentaran ningún rescate aéreo, y que las
represalias estaban estrictamente prohibidas.
—Eso fue prudente. ¿Qué más?
El coronel Dongh inició una réplica furibunda, y de pronto
se interrumpió; se había puesto muy pálido.
—¿No hay aquí dónde sentarse? —preguntó.
Selver dio la vuelta por detrás del grupo de yumenos,
subió la pendiente, entró en la cabaña de dos habitaciones, y
cogió la silla plegable del escritorio. Antes de abandonar la
habitación silenciosa se inclinó y apoyó la mejilla sobre la
madera rayada y tosca del escritorio, donde siempre se había
sentado Lyubov cuando trabajaba con Selver o a solas;
125
algunos de sus papeles estaban allí todavía; Selver los
acarició. Llevó la silla afuera y la instaló en la tierra mojada
por la lluvia. El viejo se sentó, mordiéndose los labios, los
ojos almendrados arrugados de dolor.
—Señor Gosse, quizá usted pueda hablar por el coronel —
dijo Selver—. Él no se siente bien.
—Yo seguiré con las conversaciones —dijo Benton,
adelantándose, pero Dongh meneó la cabeza y murmuró —:
Gosse.
Con el coronel como oyente más que como orador, las
cosas anduvieron mejor. Los yumenos aceptaban las
condiciones de Selver. Con una promesa mutua de paz,
retirarían todos los destacamentos y vivirían en una sola
área, la región que habían desbrozado en Sornol Central:
unos dos mil kilómetros cuadrados de tierras onduladas, bien
regadas. Se comprometían a no entrar en los bosques; la
gente del bosque se comprometió a no entrar en las Tierras
Mutiladas.
Las cuatro aeronaves sobrevivientes dieron motivo a
algunas discusiones. Los yumenos insistían en que las
necesitaban para traer a sus hombres a Sornol desde las
caras islas. Como las máquinas sólo podían transportar
cuatro hombres en cada viaje, a Selver le pareció que los
yumenos llegarían más rápido a Eshsen caminando y les
ofreció el auxilio de unas balsas para cruzar el estrecho; pero
al parecer los yumenos no eran grandes caminadores. Muy
bien, podían conservar los helicópteros para lo que ellos
llamaban la "Operación Aérea de Rescate". Después de eso
tenían que destruirlos.
Negativa. Indignación. Cuidaban más de sus máquinas
que de sus cuerpos. Selver transigió, diciendo que podían
conservar los helicópteros a condición de que volaran
solamente sobre las Tierras Mutiladas y que las armas que
126
había en ellas fuesen destruidas. También este punto suscitó
discusiones, pero entre ellos, mientras Selver esperaba,
repitiendo de vez en cuando los términos de su exigencia,
porque en este punto no estaba dispuesto a ceder.
—¿Qué diferencia hay, Benton? —dijo por último el
anciano coronel, furibundo y tembloroso —. ¿No ve que no
podemos usar esas malditas armas? Hay tres millones de
estos humanoides diseminados por todas estas islas del
demonio, todas cubiertas de árboles y malezas, sin ciudades,
sin redes de servicios vitales, sin un control centralizado.
»No se puede desmantelar con bombas una estructura del
tipo guerrilla, eso está demostrado, y en realidad la parte del
mundo en que yo nací lo demostró durante casi treinta años,
derrotando una tras otra a las grandes superpotencias en el
siglo veinte. Y hasta que llegue una nave, no estaremos en
condiciones de demostrar nuestra superioridad. ¡Al demonio
con el equipo grande si podemos conservar las armas blancas
para la caza y la defensa personal!
Dongh era el Viejo para ellos, la Autoridad Suprema, y al
final su opinión prevaleció, como hubiera podido hacerlo en
un Albergue de Hombres. Benton se enfurruñó. Gosse
empezó a hablar de lo que sucedería si la tregua era violada,
pero Selver le interrumpió.
—Ésas son posibilidades, y aún no hemos acabado con las
certezas. Esa Gran Nave de ustedes ha de volver dentro de
tres años, es decir tres años y medio en la cronología
terrestre. Hasta entonces, son libres aquí. No les será muy
duro. Nada más se retirará de Centralville, excepto algunos
de los trabajos de Lyubov que yo quiero conservar. Todavía
tienen aquí la mayor parte de las herramientas para cortar
árboles y remover la tierra; si necesitan más, las minas de
hierro de Peldel están dentro de este territorio. No hay
ninguna confusión posible, me parece. Sólo resta saber una
127
cosa: cuando esa nave venga, ¿qué querrá hacer con
ustedes, y con nosotros?
—No lo sabemos —dijo Gosse.
Y Dongh explicó: —En primer lugar, si ustedes no
hubieran destruido el ansible, ahora podríamos recibir
información regular sobre estos problemas, y nuestros
informes influirían ciertamente en las decisiones que puedan
adoptarse sobre el estatus definitivo de este planeta,
decisiones que podríamos comenzar a poner en práctica
antes que la nave regrese a Prestno. Pero de esa
injustificable destrucción, debida al desconocimiento de
vuestros propios intereses, no se ha salvado ni siquiera una
radio capaz de retransmitir a una distancia de unos pocos
centenares de kilómetros.
—¿Qué es el ansible?
La palabra había aparecido antes en esta conversación;
era nueva para Selver.
—Un CID —dijo el coronel, reticente.
—Una especie de radio —dijo Gosse con arrogancia —.
Nos ponía en comunicación instantánea con nuestro mundo
natal.
—¿Sin la espera de veintisiete años?
Gosse clavó la vista en Selver.
—Así es. Exactamente. Aprendiste mucho de Lyubov, ¿no?
—Si habrá aprendido —dijo Benton—. Era el verde
amiguito del alma de Lyubov. Se enteraba de todo cuanto
valía la pena saber y un poquito más. Como por ejemplo
cuáles eran los puntos vitales y dónde estaban apostados los
guardias, y cómo llegar a las armas en el Arsenal. Deben de
haber estado en contacto hasta el momento mismo en que
comenzó la masacre.
Gosse parecía molesto.
—Raj está muerto. Todo eso no tiene nada que ver ahora,
128
Benton. Lo que tenemos que establecer…
—¿Está usted tratando de insinuar de algún modo que el
capitán Lyubov estaba involucrado en alguna actividad que
pudiera considerarse traición a la Colonia, Benton? —dijo
Dongh, echando fuego por los ojos y oprimiéndose el vientre
con las manos—. No había espías ni traidores en mi personal.
Lo seleccioné escrupulosamente antes de partir, y yo conozco
a la gente con quien tengo que tratar.
—No estoy insinuando nada, coronel. Estoy diciendo
claramente que fue Lyubov quien incitó a los creechis, y que
si no se hubiesen modificado las órdenes después de que esa
nave de la Flota estuvo aquí, nunca hubiera sucedido.
Gosse y Dongh empezaron a hablar al mismo tiempo —
Todos ustedes están muy enfermos —observó Selver,
levantándose y sacudiéndose, porque las húmedas hojas
pardas del roble se le adherían como la seda a la corta
pelambrera del cuerpo—. Lamento que hayamos tenido que
retenerlos en el corral de los creechis, no es un sitio
agradable para la mente. Por favor, hagan traer a los
hombres de los otros campamentos. Cuando todos estén aquí
y las armas grandes hayan sido destruidas, y la promesa
haya sido pronunciada por todos nosotros, entonces les
dejaremos en paz. Las puertas del corral serán abiertas hoy,
cuando yo me haya marchado. ¿Hay algo más que decir?
Ninguno de ellos dijo nada. Todos bajaron la vista y lo
miraron. Siete hombres, de piel tostada o trigueña, lampiños,
vestidos con telas, de ojos sombríos, rostros malhumorados;
doce hombrecillos verdes o verde parduscos, cubiertos de
vello, con los grandes ojos de las criaturas seminocturnas,
rostros soñadores; entre los dos grupos, Selver, el traductor,
frágil, desfigurado, llevando en las manos vacías los destinos
de todos. La lluvia caía silenciosamente alrededor, sobre la
tierra parda.
129
—Adiós, entonces —dijo Selver, y se alejó con su grupo.
—No son tan estúpidos —dijo la matriarca de Berre
cuando acompañaba a Selver a Endtor—. Pensaba que
semejantes gigantes tenían que ser estúpidos, pero se dieron
cuenta de que eres un dios; lo vi en sus caras al final de la
charla. Qué bien hablas esa jerga. Feos son, ¿crees que sus
hijos tampoco tendrán pelos?
—Eso nunca lo sabremos, espero.
—Aj, imagínate dar de mamar a un niño que no tiene
pelo. Como tratar de amamantar a un pez.
—Están todos locos —dijo el viejo Tubab con una
expresión de profunda tristeza—. Lyubov no era así, cuando
venía a Tuntar. Era ignorante, pero sensible. Pero éstos
discuten, y se burlan del viejo, y se odian unos a otros, así —
y torció la cara gris para imitar la expresión de los
terráqueos, cuyas palabras, naturalmente, no había podido
entender—. ¿Fue eso lo que tú les dijiste, Selver, que están
locos?
—Les dije que estaban todos enfermos. Pero no olvidemos
que han sido derrotados, y heridos, y encerrados en esa
jaula de piedra. Después de eso cualquiera podría estar
enfermo y por lo tanto, necesitar curarse.
—Quién les va a curar —dijo la matriarca de Berre— si
todas sus mujeres están muertas.
»Mala suerte. Pobres cosas feas… grandes arañas
desnudas, eso son, ¡aj!
—Son hombres, hombres, igual que nosotros —dijo
Selver, la voz aguda y afilada como un cuchillo.
—Oh, mi amado señor dios, eso lo sé, sólo quise decir que
parecen arañas —dijo la anciana, acariciándole la mejilla—.
Escuchad, vosotros: Selver está extenuado con todo este ir y
venir entre Endtor y Eslisen; sentémonos un ratito a
descansar.
130
—Aquí no —dijo Selver. Todavía estaban en las Tierras
Mutiladas, entre tocones y pendientes herbosas, bajo el cielo
desnudo—. Cuando lleguemos a los árboles…
Se tambaleó, y aquellos que no eran dioses lo ayudaron a
avanzar por el camino.
131
7
Davidson le encontró una utilidad a la grabadora del
comandante Muhamed. Alguien tenía que registrar los
sucesos de Nueva Tahití, hacer una historia de la crucifixión
de la Colonia Terráquea. Para que cuando llegasen las naves
desde la Madre Tierra pudieran conocer la verdad. Para que
las futuras generaciones supieran de cuánta deslealtad,
cobardía y estupidez eran capaces los humanos, y de cuánto
coraje mostraban en la adversidad. En sus momentos libres
—no mucho más que momentos desde que había asumido el
mando— grababa toda la historia de la masacre de
Campamento Smith, y llevaba al día los registros de Nueva
Java, así como los de Isla King y Central, lo mejor que podía
con ese histérico parloteo adulterado que era lo único que
recibía a guisa de noticias desde el cuartel general de
Central.
Exactamente lo que había sucedido allí, nadie lo sabría
jamás, excepto los creechis, pues los humanos estaban
tratando de esconder sus propias traiciones y errores. Las
líneas generales eran claras; sin embargo. Una pandilla
organizada de creechis, capitaneada por Selver, había tenido
acceso al Arsenal y los hangares, y provista de dinamita,
granadas, fusiles y lanzallamas se había desbandado por la
132
ciudad destruyéndola y asesinando a los humanos. Que
habían contado con la complicidad de alguien del poblado, lo
probaba el hecho de que el primer edificio que volaron fuera
el cuartel general. Lyubov, por supuesto, había estado en la
traición, y sus verdes amiguitos del alma se lo habían
agradecido como era de esperar, cortándole el gañote lo
mismo que a los otros. Al menos Gosse y Benton pretendían
haberlo visto muerto a la mañana siguiente de la masacre.
Aunque en realidad, ¿se podía creer lo que dijera cualquiera
de ellos? Estaba plenamente justificado suponer que de los
humanos que quedaban con vida en Central después de
aquella noche, todos, quien más quien menos, eran
traidores.
Traidores a su propia raza.
Las mujeres estaban todas muertas, aseguraban. Esto era
ya bastante grave pero había algo peor: podía no ser cierto.
Era fácil para los creechis esconder prisioneros en los
bosques, y nada más fácil de atrapar que una chica que huye
despavorida de una ciudad en llamas. ¿Y no les gustaría a los
pequeños demonios verdes apoderarse de una muchacha
humana y tratar de experimentar con ella? Sabe Dios
cuántas de las mujeres seguían con vida en las madrigueras
de los creechis, atadas de pies y manos en una de esas
hediondas cuevas subterráneas, toqueteadas y manoseadas
y ensuciadas por los inmundos, los peludos pigmeos
antropoides. Era inconcebible. Pero por Dios, algunas veces
uno tenía que ser capaz de concebir lo inconcebible.
Un helicóptero de King había lanzado a los prisioneros de
Central un receptor transmisor al día siguiente de la
masacre, y a partir de ese día Muhamed había grabado todas
las conversaciones con Central. Lo más increíble de todo era
una conversación entre Muhamed y el coronel Dongh. La
primera vez que la escuchó, Davidson había arrancado la
133
cinta del aparato y la había quemado. Ahora deseaba haberla
conservado, como documento, como una prueba perfecta de
la absoluta incompetencia de los comandantes, tanto en
Central como en Nueva Java. La había destruido en un
arranque de furia, es cierto. Pero ¿cómo hubiera podido
escuchar pacientemente las voces del coronel y del
comandante tramando una rendición incondicional ante los
creechis, decidiendo no tornar represalias, no defenderse,
renunciar a todas las armas grandes, y amontonarse todos
juntos en un pedacito de tierra elegido para ellos por los
creechis, un reducto que les era concedido por los generosos
vencedores,
las
bestezuelas
verdes.
Era
increíble,
literalmente increíble.
Probablemente el viejo Ding Dong y Moo no eran en
realidad traidores conscientes. Se habían vuelto locos,
estaban reblandecidos. Y la culpa la tenía este planeta del
demonio.
Había que tener una personalidad fuerte para aguantarlo.
Había algo en el aire, tal vez el polen de todos esos árboles,
que actuaba como una especie de droga, que hacía que los
humanos comunes empezaran a volverse tan estúpidos y a
vivir tan fuera de la realidad como los propios creechis. Para
colmo, al ser tan inferiores numéricamente, eran meras
piltrafas, fáciles de exterminar para los creechis.
Era una lástima que Muhamed hubiera tenido que ser
eliminado pero nunca habría estado dispuesto a aceptar los
planes de Davidson, eso era evidente; había ido demasiado
lejos. Cualquiera que hubiese oído aquella grabación increíble
pensaría lo mismo. Por eso fue mejor fusilarlo antes de que
supiera realmente lo que estaba pasando, y ahora él tenía un
nombre sin mancha, no como Dongh y todos los otros
oficiales que seguían con vida en Central.
Dongh no había aparecido por la radio últimamente. Casi
134
siempre hablaba Juju Sereng, de Ingeniería. Davidson había
salido de juerga frecuentemente con Juju y le consideraba un
amigo, pero ahora no se podía confiar en nadie. Y Juju era
otro asiatiforme. En verdad, parecía raro que tantos de ellos
hubiesen sobrevivido a la masacre de Centralville; de todos
los hombres con quienes había hablado, el único no-asio era
Gosse. Aquí en Java los cincuenta y cinco hombres leales que
quedaban luego de la reorganización eran casi todos eurafs
como él, algunos afros y afroasiáticos, pero ninguno asio
puro. La sangre es la sangre. Uno no podía ser
verdaderamente humano si no llevaba en las venas unas
gotas de sangre de la Cuna del Hombre. Eso no le impediría,
por supuesto, salvar a los infelices bastardos amarillos de
Central, pero explicaba en parte el colapso moral y la escasa
resistencia de esa gente.
—¿No te das cuenta del aprieto en que nos estás
metiendo, Don? —le había preguntado Juju Sereng con esa
voz insulsa que tenía—. Hemos pactado una tregua formal
con los creechis. Y tenemos órdenes directas de la Tierra de
no interferir en la vida de los esvis, ni tomar represalias. Y de
todas maneras, ¿qué represalias podríamos tomarnos? Ahora
que todos los hombres de Isla King y Central del Sur están
aquí con nosotros, no llegamos a dos mil, y ¿cuántos tienes
tú allí en Java, unos sesenta y cinco, no? ¿Crees de veras
que dos mil hombres pueden dominar a tres millones de
enemigos inteligentes, Don?
—Juju, cincuenta hombres pueden hacerlo. Es cuestión de
voluntad, habilidad, y armamento.
—¡Mierda! Pero el hecho es, Don, que se ha pactado una
tregua. Y si se viola, estamos perdidos. Es lo único que nos
mantiene a flote por el momento. Tal vez cuando la nave
vuelva de Prestno y vea lo que ha pasado, decidan acabar
con los creechis. No lo sabemos. Pero al parecer, los creechis
135
tienen la intención de respetar la tregua, al fin y al cabo fue
idea de ellos, y tuvimos que aceptarla. Pueden acabar con
nosotros en cualquier momento, por simple superioridad
numérica, como lo hicieron en Centralville. Eran miles y
miles. ¿No puedes entenderlo, Don?
—Escucha, Juju, claro que lo entiendo. Si vosotros tenéis
miedo de usar los tres helicópteros que os quedan, podríais
mandarlos aquí, con algunos hombres que vieran cómo
hacemos las cosas. Si voy a liberaros a todos sin ayuda,
algunos helicópteros más me vendrían muy bien.
—No vas a liberarnos, vas a incinerarnos, ¡pedazo de
estúpido! Manda ese helicóptero que te queda aquí a Central,
ahora mismo: es una orden personal del coronel, como
comandante efectivo. Utilízalo para mandar aquí a tus
hombres; doce viajes, en cuatro días locales podrás hacerlo.
Acata esas órdenes y manos a la obra.
Clic, había cortado… tenía miedo de seguir discutiendo con
él.
Al fin empezó a preocuparle que pudieran mandar los tres
helicópteros y bombardear o ametrallar el Campamento
Nueva Java; porque técnicamente, él, Davidson, estaba
desobedeciendo órdenes, y al viejo Dongh no le gustaba la
gente independiente. Bastaba ver cómo se las había tomado
ya con Davidson, a causa de esa incursión insignificante en
represalia por lo de Campamento Smith. La iniciativa era
castigada. Lo que a Ding Dong le gustaba era la sumisión,
como a la mayoría de los oficiales. El peligro era que el oficial
mismo podía volverse sumiso. Davidson comprendió
finalmente, con genuina sorpresa, que los helicópteros no
representaban ninguna amenaza para él, pues Dongh,
Sereng, Gosse y hasta Benton tenían miedo de mandarlos.
Los creechis les habían ordenado conservar los helicópteros
dentro del Reducto Humano: y estaban obedeciendo órdenes.
136
Cristo, le daba náuseas. Era tiempo de actuar. Habían
estado esperando de brazos cruzados durante casi dos
semanas. Él tenía su campamento bien defendido; habían
reforzado la empalizada para que ningún hombre mono
enano y verde pudiese saltarla, y ese chico tan hábil, Aabi,
había armado montones de minas terrestres y las había
sembrado alrededor de la empalizada en un círculo de cien
metros. Era hora de demostrar a los creechis que a esos
borregos de Central podían llevarles por las narices, pero que
aquí, en Nueva Java, era con hombres con quienes tenían
que habérselas. Salió en el helicóptero y con él guió a un
escuadrón de infantería de quince hombres hasta una
madriguera creechi al sur del campamento. Había aprendido
a localizarlas desde el aire; lo que las delataba eran los
huertos, las concentraciones de ciertos tipos de árboles,
aunque no los plantaban en hileras como los humanos. Era
increíble la cantidad de madrigueras que aparecían una vez
que uno aprendía a localizarlas. El bosque era un verdadero
vivero. El grupo invasor incendió a mano esa madriguera, y
luego, en el vuelo de regreso con un par de los muchachos,
Davidson localizó otra, a menos de cuatro kilómetros del
campamento. En ésa, sólo para dejar su firma bien clara y
que todos pudieran leerla, dejó caer una bomba. Una simple
bomba incendiaria, no una de las grandes, pero cómo hizo
volar la piel verde. Dejó un enorme agujero en el bosque, y
los bordes del agujero estaban en Ramas.
Naturalmente, ésa sería su auténtica arma cuando llegase
la hora de las represalias en masa. Incendios en los bosques.
Con bombas y gelinita arrojadas desde el helicóptero, podía
arrasar con fuego cualquiera de esas islas. Tendría que
esperar un mes o dos, hasta que pasara la estación de las
lluvias. ¿Por dónde empezaría, por King, Smith o Central?
King primero, quizá, a modo de advertencia, ya que allí no
137
quedaban humanos.
Luego Central, si no reaccionaban por las buenas.
—¿Qué diantre está tratando de hacer? —dijo la voz en la
radio, y Davidson no pudo menos que sonreír, tan agónica
sonaba, como una vieja a la que tienen contra la pared—.
¿Se da cuenta de lo que está haciendo, Davidson?
—Ajá.
—¿Se imagina que va a vencer a los creechis?
No era Juju esta vez; quizá el sabihondo de Gosse, o
cualquiera de ellos; ninguna diferencia: todos balaban baa
baa.
—Sí, eso creo —dijo Davidson con irónica mansedumbre.
—¿Supone que si sigue quemando aldeas irán a buscarlo
para rendirse… tres millones?
»¿Eso supone?
—Tal vez.
—Mire, Davidson —dijo la radio, al cabo de un momento,
zumbando y gimiendo; estaban utilizando un equipo de
emergencia, ya que habían perdido el transmisor grande,
junto con ese ansible de pacotilla que más valía perderlo—.
Oiga, ¿hay alguien más allí con quien podamos hablar?
—No; todos están muy ocupados. Mire, por aquí todo
anda de perlas, pero nos hemos quedado sin postres, sabe,
ensalada de frutas, melocotones, esas menudencias. Y
algunos de los muchachos las echan de menos, realmente. Y
estábamos esperando una partida de marihuana cuando los
volaron a ustedes. Si mando hasta allí un helicóptero,
¿podrían separarnos unos cuantos cajones de golosinas y un
poco de hierba?
Una pausa.
—Sí, mándelo, y nada más.
—Fantástico. Preparen las cosas en una red, para que los
muchachos puedan pescarlas sin necesidad de aterrizar.
138
Sonrió mostrando los dientes.
Hubo algunas idas y venidas allá en Central, y de pronto
el viejo Dongh apareció en la línea, la primera vez que le
hablaba a Davidson. La voz sonaba débil y sin aliento en la
crepitante onda corta.
—Escuche, capitán, quiero saber si se da cuenta
realmente de las medidas que tendré que tomar por las
acciones que usted está dirigiendo en Nueva Java; si
continúa desobedeciendo las órdenes. Estoy tratando de
razonar con usted como soldado leal y razonable. A fin de
garantizar la seguridad de mi gente aquí en Central, entienda
que me veré en la necesidad de informar a los nativos de que
no podemos asumir absolutamente ninguna responsabilidad
por las acciones de usted.
—Eso es correcto, señor.
—Lo que estoy tratando de hacerle entender es que esto
significa que nos veremos obligados a tener que decirles que
no podemos impedir que usted viole la tregua allá en Java. El
personal ahí es de sesenta y seis hombres, ¿correcto?; pues
bien, quiero tener a esos hombres sanos y salvos aquí en
Central con nosotros para esperar la llegada del Shackleton y
mantener unida la Colonia. Usted está empeñado en una
carrera suicida y soy responsable por los hombres que están
ahí con usted.
—No, usted no es responsable, señor. Yo lo soy. Usted
quédese tranquilo. Pero cuando vean la selva en llamas,
corran y busquen algún Desmonte. No queremos asarlos
vivos junto con los creechis.
—Escuche
ahora,
Davidson,
le
ordeno
entregar
inmediatamente el mando al teniente Temba y presentarse
aquí —dijo la voz distante y llorosa, y Davidson, asqueado,
apagó la radio de golpe.
Estaban todos locos de remate, todavía jugando a los
139
soldados, fuera de todo contacto con la realidad. Eran en
verdad muy pocos los hombres capaces de enfrentar la
realidad cuando las cosas se ponían difíciles.
Tal como esperaba, los creechis no reaccionaron a los
ataques a las madrigueras. El único modo de tenerlos a raya,
como él lo había sabido desde el principio, era aterrorizarlos
y no darles cuartel. De esa manera, ellos sabían quién
mandaba, y se mostraban sumisos. Al parecer, y en un radio
de treinta kilómetros, los creechis abandonaban las aldeas
antes de que él llegara, pero continuaba enviando hombres a
incendiarlas cada tres o cuatro días.
Los muchachos empezaban a impacientarse. Hasta
entonces, los había mantenido atareados en los desmontes,
ya que cuarenta y ocho de los cincuenta y cinco
sobrevivientes leales eran leñadores. Pero todos sabían que
las naves automáticas no bajarían a cargar la madera,
seguirían llegando una tras otra y se pondrían en órbita,
esperando la señal que nunca recibirán. No tenía sentido
seguir cortando árboles inútilmente. Era un trabajo
demasiado duro. Mejor quemarlos. Ejercitaba a sus hombres
en equipos, desarrollando técnicas incendiarias. El tiempo era
aún demasiado lluvioso, pero les mantenía el cerebro
ocupado. Si al menos tuviese los otros tres helicópteros,
entonces sí que podría dar el gran golpe. Estudiaba la
posibilidad de una incursión en Central para liberar los
helicópteros, pero no había mencionado aún esta idea ni
siquiera a Aabi y Temba, sus mejores hombres. A algunos de
los muchachos podría amedrentarlos la idea de una invasión
armada a su propio cuartel general. Seguían hablando de
"cuando volvamos a reunirnos con los otros". No sabían que
aquellos otros les habían abandonado, les habían traicionado,
se habían vendido a los creechis. Y él no podía decirles
semejante cosa, no la soportarían.
140
Un buen día, él, Aabi, Temba y otro hombre con la cabeza
bien puesta y de confianza llegarían en helicóptero; luego
tres de ellos bajarían con metralletas, montarían cada uno en
un helicóptero, y de vuelta a casa, ta-ta-ta. Con cuatro
buenas batidoras para batir los huevos. No se puede hacer
una tortilla sin batir los huevos. Davidson se rió a carcajadas
en la oscuridad de la cabaña. Mantuvo este plan en secreto
un tiempo más porque le divertía mucho pensar en él.
Al cabo de otras dos semanas habían destruido todas las
madrigueras creechis de los alrededores, y el bosque estaba
ahora limpio y reluciente. No más humaredas por encima de
los árboles. Ya nadie saltaba desde atrás de un arbusto y se
despatarraba en el suelo con los ojos cerrados, esperando
que uno le pisara la cabeza. No más monstruitos verdes. Sólo
un revoltijo de árboles y algunos parajes quemados. Los
muchachos empezaban a mostrarse inquietos y aburridos;
era hora de hacer la incursión de rescate de los helicópteros.
Una noche les confió el plan a Aabi, Temba y Post.
Ninguno de ellos dijo nada durante un minuto; luego Aabi
preguntó: —¿Y el combustible, capitán?
—Tenemos combustible suficiente.
—No para cuatro helicópteros; no duraría ni una semana.
—¿Quieres decir que para ése nos queda combustible sólo
para un mes?
Aabi asintió.
—Y bien, en ese caso, sacamos también un poco de
combustible, me parece.
—¿Cómo?
—Pensad un poco.
Los tres seguían mudos e inmóviles, con caras de
estúpidos. Eso le enfurecía.
Dependían de él para todo. Él era un jefe nato, pero le
gustaban los hombres que tenían ideas propias.
141
—Piensa algún medio, es tu especialidad, Aabi —dijo.
Y salió a quemar un poco de hierba, asqueado por la
forma en que todos se comportaban, como si estuviesen
acobardados. No eran capaces de enfrentar la cruda realidad.
Andaban escasos de marihuana y Davidson no fumaba
desde hacía un par de días. No le sirvió de nada. La noche
negra e impenetrable, húmeda, calurosa, olía a primavera.
Pasó Ngenene caminando como un patinador sobre el
hielo, o casi como un robot sobre ruedas; giró sobre sí
mismo con un lento movimiento felino y contempló
largamente a Davidson, que estaba en el porche de la cabaña
a la luz mortecina de la entrada. Era un hombre inmenso que
manejaba una sierra eléctrica en el aserradero.
—La fuente de mi energía está conectada con el Gran
Generador y no me puedo desenchufar —dijo con voz
monótona, sin dejar de mirar a Davidson.
—¡Vuélvete a tu barraca a dormir la mona! —dijo
Davidson con esa voz restallante que nadie desobedecía
jamás.
Al cabo de un momento Ngenene se alejó deslizándose
con paso cauteloso, ligero y grácil. Era excesivo el número de
hombres que abusaban cada vez más de los alucinógenos.
Había alucinógenos en abundancia, pero estaban destinados
a aliviar las tensiones de los leñadores durante los domingos,
no a los soldados de una guarnición minúscula abandonada
en un mundo hostil. No podían darse el lujo de volar, de
soñar.
Tendría que guardarlos bajo llave. Además, a algunos de
los muchachos podían reventarlos. Y bueno, que reventaran.
No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Tal vez
pudiera mandarlos a Central a cambio de un poco de
combustible.
Ustedes me dan dos, tres tanques de gas y yo les daré
142
dos, tres cuerpos calientes, soldados leales, buenos
leñadores, justo lo que ustedes necesitan, un poco perdidos
en el país de los sueños…
Sonrió, y se disponía a entrar para exponerles esta nueva
idea a Temba y los otros, cuando oyó un grito del guardia
apostado en la chimenea del aserradero.
—¡Aquí vienen! —chilló con voz aflautada, como un crío
que juega a negros y rhodesianos.
Alguien más se puso a gritar también desde el oeste, del
otro lado de la empalizada.
Sonó un disparo.
Y venían, Cristo, venían. Era increíble. Miles y miles.
Ningún rumor ningún sonido, hasta ese grito del guardia; y
en seguida ese único disparo; luego una explosión —una de
las minas terrestres que volaba y luego otra, y otra, y
centenares y centenares de antorchas que se encendían y
volaban en el aire húmedo como cohetes, y los muros de la
empalizada eran ahora un hervidero de creechis, una lluvia
de creechis, un diluvio, movedizos, pululantes, millares de
creechis. Le recordaron un ejército de ratas que había visto
una vez cuando era chico, durante la última Hambruna, en
las calles de Cleveland, Ohio, donde se había criado. Algo
había impulsado a las ratas a abandonar sus agujeros y
habían salido a plena luz del día, una legión de ratas que
trepaba por las paredes, un manto palpitante de piel y ojos y
manos y dientes diminutos, y él había gritado llamando a
mamá y corriendo como loco, ¿o era sólo un sueño que había
tenido entonces?— No podía perder la cabeza. El helicóptero
se encontraba en el corral de los creechis, todavía a oscuras
y llegó allí rápidamente. La puerta estaba cerrada con llave,
siempre la tenía cerrada por si a alguna de las hermanitas
pusilánimes se le metía en la cabeza la idea de volar a los
brazos de Papá Ding Dong en una noche oscura. Le pareció
143
una eternidad el tiempo que tardó en sacar la llave e
introducirla en la cerradura y hacerla girar, pero sólo era
cuestión de no perder la cabeza, y luego tardó otra eternidad
en correr hasta el helicóptero y abrir la portezuela, también
cerrada con llave. Post y Aabi estaban con él ahora. Por fin
oyó el estruendo trepidante de los rotores, batiendo huevos,
tapando todos los otros ruidos sobrenaturales, las voces
aflautadas que gritaban, chillaban y cantaban.
Subieron, y el infierno desapareció debajo: un corral
repleto de ratas, ardiendo.
—Se necesita sangre fría para dominar rápidamente una
situación de emergencia —dijo Davidson—. Ustedes,
muchachos, pensaron y actuaron rápidamente. Buen trabajo.
»¿Dónde está Temba?
—Con una lanza clavada en el estómago —dijo Post.
Le pareció que Aabi, el piloto, quería dirigir la máquina,
trepó a uno de los asientos traseros y se tendió relajando los
músculos. Allá abajo el bosque era un mar de sombras,
negro sobre negro.
—¿Qué rumbo estás tomando, Aabi?
—Central.
—No. No queremos ir a Central.
—¿Adónde queremos ir? —dijo Aabi con una especie de
risita afeminada—. ¿A Nueva York? ¿A Pekín?
—Continúa volando sobre el campamento, Aabi. En
grandes círculos. Por donde no nos oigan.
—Capitán, a esta altura ya no hay ningún Campamento
Nueva Java —dijo Post, un capataz de leñadores; era un
hombre rechoncho y tranquilo.
—Cuando los creechis hayan acabado de quemar el
campamento, iremos nosotros y quemaremos a los creechis.
Ha de haber unos cuatro mil amontonados allí, en un solo
lugar. Hay seis lanzallamas en la parte de atrás de ese
144
helicóptero. Les daremos unos veinte minutos. Comencemos
con las bombas de gelinita y luego atrapemos con los
lanzallamas a los que intentan huir.
—Cristo —dijo Aabi con violencia—, algunos de nuestros
hombres podrían estar allí, quizá los creechis han tomado
prisioneros, no lo sabemos. Yo no voy a volver allí a quemar
humanos.
No había cambiado el rumbo del helicóptero.
Davidson puso el caño de su revólver contra la nuca de
Aabí y dijo: —Sí, vamos a volver; así que cálmate y no me
pongas en una situación difícil.
—Hay combustible suficiente como para llegar a Central,
capitán —dijo el piloto. Movía la cabeza tratando de esquivar
el contacto del revólver, como si fuese una mosca que lo
importunaba—. Pero no hay más. Es todo cuanto nos queda.
—Entonces tenemos de sobra para muchos kilómetros.
Vuelve, Aabi.
—Creo que es preferible que vayamos a Central, capitán
—dijo Post con su voz estólida.
Esa conjuración contra él enfureció a Davidson. Le dio la
vuelta al revólver y atacó con la celeridad de una serpiente y
le asestó a Post un culatazo por encima de la oreja. El
leñador se dobló sobre sí mismo como una tarjeta de
Navidad, y se quedó allí inmóvil en el asiento delantero con
la cabeza entre las rodillas y las manos colgando contra el
suelo.
—Da la vuelta, Aabi —dijo Davidson, el restallido del látigo
en la voz.
El helicóptero giró en un arco amplio.
—Demonios, ¿dónde está el campamento? Nunca volé en
este aparato de noche y sin señales —dijo Aabi, con una voz
que sonó apagada y nasal, como si estuviese acatarrado.
—Sigue hacia el este y busca el incendio —dijo Davidson,
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frío y tranquilo.
Ninguno de ellos tenía verdaderas agallas. Ninguno le
había respaldado cuando la situación se puso realmente
difícil. Tarde o temprano todos se unirían contra él, y sólo
porque nadie era como él. Los débiles conspiran contra los
fuertes, y el hombre fuerte tiene que luchar a solas y cuidar
de sí mismo. Así eran las cosas. ¿Dónde estaba el
campamento?
En esa oscuridad total tendrían que haber visto a
kilómetros de distancia los edificios en llamas, aún bajo la
lluvia. No se veía nada. Cielo gris negro, suelo gris. Los
incendios debían de haberse apagado. O los habrían
apagado. ¿Sería posible que los humanos hubiesen derrotado
a los creechis? ¿Luego que él huyera? El pensamiento le
cruzó por la mente como un rocío de agua helada. No, claro
que no, no cincuenta contra miles. Pero por Dios, de todos
modos tenía que haber montones de creechis despedazados
por allí, dispersos por los campos minados. Los creechis
habían atacado en filas apretadas. Nada hubiera podido
detenerlos. Él no podía haberlo previsto. ¿De dónde habían
salido?
Durante días y días no se había visto un solo creechi
merodeando por los bosques de alrededor. Tenían que
haberse desplegado desde algún escondrijo, desde todas
direcciones, arrastrándose por los bosques, saliendo de las
cuevas como ratas. No había forma de detener a millares y
millares de creechis. ¿Dónde demonios estaba el
campamento? Aabi fingía, había cambiado de rumbo, por
supuesto.
—Encuentra el campamento, Aabi —dijo en voz baja.
—Por amor de Cristo, es lo que trato de hacer —dijo el
muchacho.
Post, doblado allí, junto al piloto, no se había movido.
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—No puede haberse esfumado, no, Aabi. Tienes siete
minutos para encontrarlo.
—Encuéntrelo usted —dijo Aabi, con voz hosca y chillona.
—No hasta que tú y Post dejéis de insubordinaros,
querido. Baja un poco ahora.
Al cabo de un minuto Aabi dijo: —Eso parece el río.
Había un río, y un gran claro pero ¿dónde estaba el
Campamento Java? No aparecía por ninguna parte a medida
que volaban hacia el norte por encima del claro.
—Tiene que ser éste, no hay ningún otro claro grande
¿no? —dijo Aabi, volviendo a volar sobre el área sin árboles.
Los faros de aterrizaje del helicóptero refulgían, pero fuera
de los conos de luz no se veía absolutamente nada; lo mejor
era apagarlos. Davidson pasó el brazo por encima del
hombro del piloto y apagó las luces. La oscuridad húmeda,
impenetrable, les azotó los ojos como toallas negras.
—¡Por Cristo! —gritó Aabi, y encendiendo otra vez las
luces giró rápidamente el helicóptero hacia la izquierda y
hacia arriba, pero no con bastante rapidez.
Los árboles asomaron inmensos en la noche y atraparon la
máquina.
Las paletas chillaron, lanzando un ciclón de hojas y ramas
a través de las sendas luminosas de los faros, pero los
troncos de los árboles eran muy recios y fuertes. La pequeña
máquina alada cayó de cabeza, pareció que se elevaba otra
vez, y se hundió de costado ende los árboles. Las luces se
apagaron. Los ruidos se interrumpieron.
—No me siento muy bien —dijo Davidson.
Lo repitió, y no lo dijo más, porque no había nadie a quien
decírselo. Luego se dio cuenta de que ni siquiera lo había
dicho. Se sentía como atontado. Seguramente se había
golpeado la cabeza. Aabi no estaba allí. ¿Dónde estaba? Esto
era el helicóptero; caído de costado, pero él seguía en su
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asiento. La oscuridad se cerraba alrededor; era como estar
ciego. Buscó a tientas y encontró a Post, inerte, siempre
doblado, hecho un ovillo entre el asiento delantero y el
tablero de control. El helicóptero temblaba cada vez que
Davidson se movía, y entendió al fin que no estaba en el
suelo sino encajado entre los árboles, enganchado como una
cometa. Ahora se sentía mejor de la cabeza y deseaba cada
vez más salir de aquella cabina oscura y peligrosamente
inclinada. Trepó al asiento del piloto y sacó las piernas
afuera, colgado de las manos, y no sintió el suelo, Sólo
ramas que le raspaban las piernas suspendidas en el aire.
Por último se dejó caer, sin conocer la distancia, pero tenía
que salir de esa cabina. Era poco más de un metro. La
cabeza le trepidó con el golpe, pero ahora se sentía mejor. Si
al menos no hubiese tanta oscuridad, tanta negrura. Tenía
una linterna en el cinto, siempre llevaba una cuando andaba
de noche por el campamento. Pero no estaba allí. Eso era
extraño. Debía de habérsele caído. Lo mejor sería volver al
helicóptero a buscarla. Quizá Aabi se la había sacado. Aabi
había estrellado el helicóptero a propósito, le había robado la
linterna a Davidson y había huido. El pequeño y viscoso
bastardo, igual a todos los demás. El aire era negro y
húmedo y uno no sabía dónde ponía el pie, todo era raíces y
arbustos y marañas. Había ruidos alrededor, agua que
goteaba, crujidos, susurros, animales pequeños que reptaban
y se escabullían en la oscuridad. Mejor volver al helicóptero,
se dijo, a buscar la linterna.
Pero no sabía qué hacer para volver a subir. El borde de la
portezuela estaba justo fuera del alcance de sus dedos.
Hubo una luz, un débil resplandor que brilló un instante y
desapareció entre los árboles.
Aabi se había llevado la linterna y había salido a explorar,
a orientarse, un muchacho muy despierto.
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—¡Aabi! —llamó con un susurro penetrante.
Pisó algo extraño mientras trataba de ver de nuevo la luz.
Lo pateó con las botas, luego acercó la mano, con cautela,
pues no era prudente andar tocando cosas que no podía ver.
Un montón de algo húmedo, pegajoso, como una rata
muerta. Retiró rápidamente la mano. Tanteó en otro lugar al
cabo de un momento; era una bota lo que tocaba, podía
palpar los cordones cruzados. Tenía que ser Aabi que yacía
allí, justo a sus pies. Había sido despedido del helicóptero
cuando el aparato cayó. Bueno, se lo merecía por esa
tramoya de Judas, tratando de escapar a Central. A Davidson
no le gustó el tacto húmedo de las ropas y el cabello
invisibles. Se enderezó. Otra vez estaba ahí la luz, un
claroscuro recortado por los troncos negros de los árboles
cercanos y distantes, un resplandor lejano que avanzaba.
Davidson se llevó la mano a la cartuchera. El revólver no
estaba allí.
Lo había tenido en la mano, por si Post y Aabi se decidían
a actuar. Ahora no lo tenía en la mano. Debía de estar en el
helicóptero junto con la linterna.
Permaneció agazapado, inmóvil; de pronto, bruscamente
echó a correr. No veía por dónde iba. Rebotaba en los
troncos de los árboles y las raíces se le enredaban en los
pies. Cayó de bruces, ruidosamente entre los arbustos.
Avanzando a cuatro patas, trató de esconderse. Las ramas
húmedas, desnudas, le rozaban y arañaban la cara. Se
arrastró un poco más lejos. Tenía el cerebro totalmente
ocupado por los complejos olores a podredumbre y
vegetación, a hojas muertas, a descomposición, a renuevos y
frondas y flores, los olores de la noche y de la primavera y de
la lluvia. La luz lo iluminó de pleno.
Vio a los creechis.
Recordó lo que ellos hacían cuando alguien los acorralaba,
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y el comentario de Lyubov.
Se dio la vuelta poniéndose boca arriba y echó la cabeza
hacia atrás, cerrando los ojos. El corazón galopaba en su
pecho.
No ocurrió nada.
Era difícil abrir los ojos, pero al cabo de un rato lo
consiguió. Seguían allí, y eran muchos: unos diez o veinte.
Llevaban esas lanzas que utilizaban para cazar, esas armas
pequeñas que parecían de juguete, pero las hojas de hierro
afiladas podían perforarle a uno las tripas. Cerró los ojos y
permaneció tendido en la misma posición.
Y no pasaba nada.
Su corazón se había calmado, y le pareció que ahora
podía pensar mejor. Algo se agitó dentro de él, algo que era
casi una risa. Por Dios, ¡los creechis no podían con él! Si sus
propios hombres le habían traicionado, y si ya la inteligencia
humana no podía hacer nada por él, entonces recurría a la
artimaña que ellos mismos utilizaban, se hacía el muerto así,
y despertaba en ellos ese reflejo instintivo que les impedía
matar a nadie que estuviera en esa postura. Y allí seguían, a
su alrededor cuchicheando entre ellos. No podían hacerle
daño. Era como si fuese un dios.
—Davidson.
Tuvo que abrir nuevamente los ojos. La antorcha de
resina que llevaba uno de los creechis ardía aún, pero parecía
más pálida, y el bosque era más gris ahora, ya no renegrido.
¿Qué había pasado? Habían transcurrido apenas cinco o diez
minutos. La visibilidad era todavía escasa, pero ya no era de
noche. Distinguía las hojas y las ramas, el bosque. Reconoció
la cara que le miraba desde arriba. En la penumbra sin
matices del amanecer, era un rostro incoloro. Las facciones
marcadas por cicatrices parecían las de un hombre. Los ojos
eran agujeros sombríos.
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—Déjame levantar —dijo repentinamente Davidson con
voz ronca, estridente.
Tendido allí, en el suelo húmedo, tiritaba de frío. No podía
seguir acostado mientras Selver le mirada desde arriba.
Selver tenía las manos vacías, pero muchos de los
pequeños demonios que le rodeaban no sólo llevaban lanzas
sino también revólveres. Robados de la armería del
campamento, sin duda. Se incorporó con dificultad. Las ropas
le colgaban, heladas, de los hombros y del dorso de las
piernas, y no podía dejar de temblar.
—Hazlo de una vez —dijo—. ¡Rápido-volando!
Selver lo miró. Ahora, por fin, tenía que levantar la vista,
muy arriba, para encontrar los ojos de Davidson.
—¿Quiere que lo mate ahora? —preguntó.
Por supuesto, había aprendido a hablar de esta manera
gracias a Lyubov; hasta por la voz, podía haber sido Lyubov
el que hablaba. Era macabro.
—Puedo elegir, ¿no?
—Bueno, usted ha estado tendido toda la noche como
pidiendo que le dejásemos vivir.
»¿Quiere morir ahora?
El dolor en la cabeza y en el estómago, y el odio que
sentía por ese horrible monstruo diminuto que hablaba como
Lyubov y que le tenía a su merced, esa combinación de dolor
y de odio le revolvieron el estómago, sintió náuseas y estuvo
a punto de vomitar.
Temblaba de frío. Trató de juntar valor. De pronto dio un
paso adelante y le escupió a Selver en la cara.
Hubo una pequeña pausa, y entonces Selver, con una
especie de paso de danza, le escupió a Davidson. Y rompió a
reír. Y no hizo ningún movimiento para matar a Davidson.
Davidson se limpió de los labios el frío escupitajo.
—Mire, capitán Davidson —dijo el creechi con esa vocecita
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tranquila, que a Davidson le producía vértigo y repugnancia
—, los dos somos dioses, usted y yo. Usted es un dios
demente, y yo no sé si estoy cuerdo o no. Pero somos
dioses. Nunca habrá en el bosque un encuentro semejante;
como es costumbre entre dioses, nos hemos traído regalos.
Usted me trajo un don, la posibilidad de matar a seres de
mi misma especie, el homicidio.
Ahora, hasta donde me es posible, yo le ofrezco a usted el
don de mi pueblo, que es el de no matar. Creo que a cada
uno de nosotros le pesará cargar con el regalo del otro. Sin
embargo, usted tendrá que cargarlo solo. La gente en Eslisen
me dice que si le llevo allí, le juzgarán y le matarán, pues así
lo exige la ley. Por eso, porque deseo darle vida, no puedo
llevarle a Eslisen con los otros prisioneros; y no puedo
dejarle en el bosque; es usted demasiado dañino. De manera
que será tratado como uno de los nuestros cuando se vuelve
loco. Será llevado a Rendlep, donde ya no habita nadie y allí
se quedará.
Davidson miraba al creechi, no podía sacarle los ojos de
encima. Era como si ejerciese sobre él un poder hipnótico. Y
eso no lo podía soportar. Nadie tenía sobre él ningún poder.
Nadie podía hacerle daño.
—Tenía que haberte roto el pescuezo, directamente, el día
que intentaste atacarme dijo, la voz todavía espesa y ronca.
—Tal vez hubiera sido lo mejor —respondió Selver—. Pero
Lyubov se lo impidió. Como ahora me impide que le mate. La
matanza ha terminado. Y el talado de los árboles. No quedan
árboles para talar en Rendlep. Es el lugar que ustedes llaman
Isla Dump. Ustedes no dejaron allí un solo árbol, de modo
que no podrá construirse un bote y escapar. Ya no crece allí
casi nada, y tendremos que mandarle víveres y leña para
calentarse. No hay nada que se pueda matar en Rendlep. Ni
árboles, ni gente. Había árboles, había gente, pero ahora sólo
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quedan allí los sueños de todos ellos. Me parece un lugar
apropiado para que usted viva en él, ya que debe vivir. Allí
tal vez aprenda a soñar, pero es más probable que siga con
su locura hasta sus últimas consecuencias.
—Mátame ahora y acaba de una vez con este
ensañamiento.
—¿Que le mate? —dijo Selver y los ojos alzados hada
Davidson parecieron relampaguear, clarísimos y terribles, en
la media luz del bosque—. Yo no puedo matarle, Davidson.
Usted es un dios. Tendrá que hacerlo usted mismo.
Dio media vuelta y echó a andar, ligero y veloz, y a los
pocos pasos desapareció entre los árboles grises.
Un lazo corredizo se deslizó por encima de la cabeza de
Davidson y se le cerró alrededor del cuello. Unas lanzas
pequeñas se le acercaron por los flancos y la espalda.
No trataban de hacerle daño. Podía echar a correr, huir, y
ellos no le matarían. Las hojas de las lanzas eran pulidas,
afiladas, como navajas. El lazo corredizo tironeaba
apretándole el cuello. Los siguió adonde lo conducían.
Selver no había visto a Lyubov durante mucho tiempo. El
sueño lo había acompañado hasta Rieshwel. Había estado
con Lyubov cuando le habló a Davidson por última vez, y
luego Lyubov había desaparecido, quizá durmiera ahora en la
tumba de Eshsen, porque nunca se le apareció en el pueblo
de Brotor donde Selver vivía ahora.
Pero cuando la nave grande regresó, y Selver fue a
Eshsen, Lyubov se reunió allí con él. Una figura silenciosa y
tenue, muy triste, que otra vez despertó en Selver aquella
pena devoradora.
Lyubov lo acompañaba, una sombra en la mente, hasta
cuando se reunía con los yumenos de la nave. Éstos eran
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poderosos, muy diferentes de todos los yumenos que Selver
había conocido, excepto Lyubov, pero mucho más fuertes
que él.
Ya no dominaba el yumeno como antes, y al principio dejó
que hablaran ellos. Cuando supo con certeza qué clase de
personas eran, empujó la pesada caja que había traído desde
Brotor.
—Aquí adentro está la obra de Lyubov —dijo, buscando a
tientas las palabras—. Él sabía más de nosotros que todos los
demás. Él aprendió mi lengua y la Lengua de los Hombres; lo
anotamos todo. Él comprendía algo de cómo vivimos y cómo
soñamos. Los otros no.
Les daré a ustedes la obra, si la llevan al lugar que Lyubov
deseaba.
El alto, el de la tez muy blanca, Lepennon, parecía feliz, y
le dio las gracias a Selver, diciéndole que los trabajos serían
llevados adonde Selver deseaba, y serían altamente
apreciados. Esto complació a Selver.
Pero había sido doloroso para él pronunciar en voz alta el
nombre de su amigo; en el rostro de Lyubov había una
tristeza amarga cada vez que Selver se volvía a él dentro de
su mente. Se apartó un poco de los yumenos y les observó.
Dongh y Gosse y otros de Eshsen se habían reunido allí junto
con los cinco de la nave. Los nuevos estaban limpios y
pulidos como hierro nuevo. A los viejos les habían crecido
pelos en las caras, y ahora parecían unos athshianos
gigantescos, de pelambrera negra.
Todavía llevaban ropas, pero estaban viejas y poco
limpias. No habían adelgazado, excepto el Viejo, que seguía
enfermo desde la Noche de Eshsen; pero todos daban la
impresión de ser hombres extraviados o locos.
Este encuentro ocurrió en el límite del bosque, en la zona
donde, por un acuerdo tácito, ni la gente del bosque ni los
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yumenos habían levantado viviendas ni acampado en los
últimos años. Selver y sus acompañantes se instalaron a la
sombra de un gran fresno que crecía un poco apartado de la
orilla del bosque. Las bayas del fresno eran aún pequeños
nudos verdes contra las ramas, las hojas largas y suaves,
labiadas, de color verde estío.
Debajo del árbol la luz era débil, mezclada con sombras.
Los yumenos se consultaban e iban y venían, y por último
uno de ellos fue hasta el fresno. Era el hombre duro de la
nave, el comandante. Se sentó en cuclillas cerca de Selver,
sin pedir permiso, pero sin ninguna visible intención de
rudeza. Dijo: —¿Podemos conversar un poco?
—Naturalmente.
—Ya sabe que nos llevaremos de aquí a todos los
terráqueos. Hemos traído con nosotros una segunda nave
para poder transportarlos. Este mundo nunca más será una
colonia.
—Ése fue el mensaje que escuché en Brotor hace tres
días, cuando ustedes llegaron.
—Quería estar seguro de que usted lo entendía. La
decisión es terminante. No volveremos. Este mundo ha sido
declarado proscrito por la Liga. Eso significa para ustedes lo
siguiente: puedo prometerles que nadie vendrá aquí a cortar
los árboles o a ocupar las tierras, mientras subsista la Liga.
—Ninguno de ustedes volverá jamás —dijo Selver,
afirmación o pregunta.
—No por cinco generaciones. Nadie. Luego quizá algunos
pocos hombres, diez o veinte, no más de veinte, podrían
venir a dialogar con ustedes, a estudiar este mundo, como lo
hicieron aquí algunos de los hombres.
—Los científicos, los especialistas —dijo Selver. Meditó un
momento—. Ustedes deciden las cosas todos a la vez —dijo,
nuevamente entre afirmación y pregunta.
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—¿Qué quiere decir?
El comandante parecía receloso.
—Bueno, usted dice que ninguno de ustedes cortará los
árboles de Athshe: y todos dejan de hacerlo. Y sin embargo
ustedes viven en muchos sitios. Aquí, si una matriarca diera
una orden en Karach, ni aun los habitantes de la aldea más
próxima la obedecerían en seguida, y nunca todos los
habitantes del mundo al mismo tiempo..
—No, porque ustedes no tienen gobierno central. Pero
nosotros lo tenemos, ahora, y le aseguro que las órdenes son
obedecidas. Por todos nosotros al mismo tiempo. Aunque en
verdad, tengo entendido, por lo que me han contado los
colonos, que cuando usted, Selver, dio una orden, fue
obedecida por todo el mundo en todas las islas a la vez.
»¿Cómo lo consiguió?
—En aquel entonces yo era un dios —dijo Selver,
inexpresivo.
El comandante se retiró y el hombre alto y blanco se fue
acercando poco a poco y le preguntó si podía sentarse a la
sombra del árbol. Tenía tacto, éste, y era sumamente
inteligente. Selver se sentía intranquilo con él. Como Lyubov,
este hombre era afable; comprendía, pero era también
absolutamente incomprensible. Pues hasta el más bondadoso
de ellos era tan inaccesible como el más cruel. Por eso
mismo la presencia de Lyubov en su mente seguía siendo
dolorosa, y en cambio los sueños en los que veía y tocaba a
su mujer muerta, Thele, eran hermosos y serenos.
—Cuando estuve aquí antes —dijo Lepennon— conocí a
ese hombre, Raj Lyubov. Tuve muy pocas oportunidades de
hablar con él pero recuerdo lo que dijo; y he tenido tiempo
de leer algunos de sus estudios sobre el pueblo de usted. La
obra de Lyubov, como usted dice. A esa obra se debe
principalmente que Athshe ya no sea Colonia Terráquea. Esa
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libertad se había convertido en la meta de la vida de Lyubov,
creo yo. Usted, como amigo de él, verá que la muerte no le
impidió alcanzar esa meta, finalizar el viaje.
Selver estaba inmóvil. La inquietud se le transformaba en
miedo. Este hombre hablaba como un Gran Soñador.
Pero respondió.
—Querrá usted decirme una cosa, Selver. Si la pregunta
no lo ofende. No habrá más preguntas después… Hubo varias
matanzas: en Campamento Smith, luego en este sitio,
Eshsen, y por último la de Campamento Nueva Java donde
Davidson encabezó al grupo rebelde. Eso fue todo. Ninguna
más desde entonces… ¿Es ésa la verdad? ¿No ha habido más
matanzas?
—Yo no maté a Davidson.
—Eso no importa —dijo Lepennon, interpretando mal las
palabras de Selver.
Selver quería decir que Davidson no estaba muerto; pero
Lepennon entendió que era otro quien había matado a
Davidson. Aliviado al comprobar que los yumenos podían
equivocarse, Selver no le corrigió.
—¿No ha habido más matanzas, entonces?
—Ninguna. Ellos podrán confirmárselo —dijo Selver,
señalando con un gesto al coronel y a Gosse.
—Entre su propia gente, quiero decir. Athshianos que
hayan matado a athshianos.
Selver guardó silencio.
Alzó los ojos a Lepennon, un rostro extraño, blanco como
la máscara del Espíritu del Fresno, que cambió de algún
modo mientras Selver lo miraba.
—A veces llega un dios —dijo Selver—. Trae una nueva
forma de hacer una cosa, o una cosa nueva para hacer. Una
nueva clase de canto, o una nueva clase de muerte. Lo trae a
través del puente entre el tiempo-sueño y el tiempo-mundo.
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Y una vez que lo ha hecho, hecho está.
»Uno no puede tomar cosas del mundo y tratar de
llevarlas al sueño, encerrarlas en el sueño con muros y
engaños. Eso es demencia. No pretenderé, ahora, que
nosotros no sabemos cómo matarnos unos a otros.
Lepennon apoyó la larga mano en la mano de Selver, tan
rápidamente, tan delicadamente que Selver aceptó el
contacto como si el otro no fuera un extraño. Las sombras
verdes y doradas de las hojas del fresno revolotearon sobre
ellos.
—Pero no digan que tienen razones para matarse unos a
otros. No hay ninguna razón para el asesinato —dijo
Lepennon, el rostro tan ansioso y triste como el de Lyubov—.
Nosotros partiremos. Dentro de dos días nos habremos
marchado. Todos. Para siempre.
Y entonces los bosques de Athshe volverán a ser lo que
eran antes.
Lyubov salió de las sombras de la mente de Selver y dijo:
—Yo estaré aquí.
—Lyubov estará aquí —dijo Selver—. Y Davidson estará
aquí. Los dos. Después que yo muera, tal vez la gente vuelva
a ser como antes de que yo naciese, y antes de que viniesen
ustedes. Pero yo no lo creo.
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