Subido por genaro hidalgo

Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo

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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
(01) Vivir las bienaventuranzas nos otorgará profunda alegría y paz – Miércoles 29 de
enero de 2020
Iniciamos hoy una serie de catequesis sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo
(5,1-11). Ese texto abre el “Sermón de la montaña” y ha iluminado la vida de los creyentes y
también de muchos no creyentes. Es difícil no conmoverse por esas palabras de Jesús, y es
justo el deseo de entenderlas y recibirlas cada vez más plenamente. Las Bienaventuranzas
contienen el “carné de identidad” del cristiano −ese es nuestro carné de identidad−, porque
delinean el rostro del mismo Jesús, su estilo de vida. Hoy trataremos globalmente esas
palabras de Jesús; en las próximas catequesis comentaremos cada Bienaventuranza, una a
una.
En primer lugar es importante cómo es la proclamación de ese mensaje: Jesús, viendo a la
muchedumbre que le sigue, sube la suave pendiente que rodea el lago de Galilea, se sienta y,
dirigiéndose a los discípulos, anuncia las Bienaventuranzas. Así pues, el mensaje está
dirigido a los discípulos, pero en el horizonte está la muchedumbre, es decir toda la
humanidad. Es un mensaje para toda la humanidad.
Además, el “monte” recuerda al Sinaí, donde Dios dio a Moisés los Mandamientos. Jesús
empieza a enseñar una nueva ley: ser pobres, ser mansos, ser misericordiosos… Estos
“nuevos mandamientos” son mucho más que unas normas. Pues Jesús no impone nada, sino
que desvela la vía de la felicidad −su vía− repitiendo ocho veces la palabras
“bienaventurados”.
Cada Bienaventuranza se compone de tres partes. Primero está siempre la palabra
“bienaventurados”; luego viene la situación en que se encuentran los bienaventurados: la
pobreza de espíritu, la aflicción, el hambre y la sed de justicia, etc.; al final está el motivo de
la bienaventuranza, introducido por la conjunción “porque”: “Bienaventurados estos porque,
bienaventurados aquellos porque…”. Así son las ocho Bienaventuranzas y sería bueno
aprenderlas de memoria para repetirlas, para tener en la mente y en el corazón esa ley que
nos ha dado Jesús.
Prestamos atención a este hecho: el motivo de la Bienaventuranza no es la situación actual
sino la nueva condición que los bienaventurados reciben como don de Dios: “porque de ellos
es el reino de los cielos”, “porque serán consolados”, “porque heredarán la tierra”, y así
sucesivamente.
En el tercer elemento, que es precisamente el motivo de la felicidad, Jesús usa a menudo un
futuro pasivo: “serán consolados”, “heredarán la tierra”, “serán saciados”, “serán
perdonados”, “serán llamados hijos de Dios”.
¿Y qué quiere decir la palabra “bienaventurado”? ¿Por qué cada una de las ocho
Bienaventuranzas comienza con la palabra “bienaventurado”? El término original no indica
a uno que tenga la panza llena o se lo pasa bien, sino a una persona que está en condición de
gracia, que progresa en la gracia de Dios y que progresa por la senda de Dios: la paciencia,
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
la pobreza, el servicio a los demás, el consuelo… Los que progresan en estas cosas son felices
y serán bienaventurados.
Dios, para darse a nosotros, a menudo elige caminos impensables, quizás los de nuestros
límites, de nuestras lágrimas, de nuestras derrotas. Es la alegría pascual de la que hablan los
hermanos orientales, la que tiene los estigmas pero está viva, ha atravesado la muerte y ha
experimentado el poder de Dios. Las Bienaventuranzas te llevan a la alegría, siempre; son el
camino para alcanzar la alegría. Nos vendrá bien tomar el Evangelio de Mateo hoy, capítulo
quinto, versículos del uno al once, y leer las Bienaventuranzas −quizá algunas veces más,
durante la semana− para entender esta senda tan bella, tan segura de la felicidad que el Señor
nos propone.
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
(2) No hay trucos para que cubran nuestra vulnerabilidad, todos somos pobres
– Miércoles 05 de febrero de 2020
Nos enfrentamos hoy con la primera de las ocho Bienaventuranzas del Evangelio de Mateo.
Jesús inicia a proclamar su vía para la felicidad con un anuncio paradójico: «Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (5,3). Una senda sorprendente
y un extraño objeto de bienaventuranza, la pobreza.
Debemos preguntarnos: ¿qué se entiende aquí con “pobres”? Si Mateo usase solo esa palabra,
entonces el significado sería simplemente económico, o sea indicaría las personas que tienen
pocos o ningún medio de vida y necesitan la ayuda de los demás. Pero el Evangelio de Mateo,
a diferencia de Lucas, habla de «pobres de espíritu». ¿Qué quiere decir? El espíritu, según la
Biblia, es el soplo de la vida que Dios comunicó a Adán; es nuestra dimensión más íntima,
digamos la dimensión espiritual, la más íntima, la que nos hace personas humanas, el núcleo
profundo de nuestro ser. Entonces los “pobres de espíritu” son los que son y se sienten pobres,
mendicantes, en los íntimo de su ser. Jesús los proclama bienaventurados, porque a ellos
pertenece el Reino de los cielos.
¡Cuántas veces se ha dicho lo contrario! Hay que ser algo en la vida, ser alguien… Hay que
hacerse un nombre… De ahí nace la soledad y la infelicidad: si debo ser “alguien”, estoy en
competencia con los demás y vivo con la preocupación obsesiva por mi ego. Si no acepto ser
pobre, odio todo lo que me recuerda mi fragilidad. Porque esa fragilidad impide que yo sea
una persona importante, un rico no solo de dinero, sino de fama, de todo.
Cada uno, ante sí mismo, sabe bien que, por mucho que se empeñe, siempre será radicalmente
incompleto y vulnerable. No hay maquillaje que cubra esa vulnerabilidad. Cada uno es
vulnerable, por dentro. Debe ver dónde. ¡Pero qué mal se vive cuando se rechazan las propias
limitaciones! Se vive mal. No se digiere el límite, está ahí. Las personas orgullosas no piden
ayuda, no pueden pedir ayuda, no se les ocurre pedir ayuda porque deben demostrarse autosuficientes. Y cuántas de ellas necesitan ayuda, pero el orgullo les impide pedir ayuda. ¡Y
qué difícil es admitir un error y pedir perdón! Cuando doy algún consejo a los recién casados,
que me dicen cómo llevar adelante bien su matrimonio, les digo: “Hay tres palabras
mágicas: permiso, gracias, perdón”. Son palabras que vienen de la pobreza de espíritu. No
hay que ser invasivos, sino pedir permiso: “¿Te parece bien hacer esto?”, así hay diálogo en
familia, esposa y esposo dialogan. “Tú has hecho esto por mí, gracias, lo
necesitaba”. Además siempre se cometen errores, se resbala: “Perdóname”. Y
habitualmente, las parejas, los nuevos matrimonios, los que están aquí y tantos, me
dicen: “La tercera es la más difícil”, pedir perdón, pedir perdón. Porque el orgulloso no es
capaz. No puede pedir perdón: siempre tiene razón. No es pobre de espíritu. En cambio el
Señor nunca se cansa de perdonar; desgraciadamente somos nosotros los que nos cansamos
de pedir perdón (cfr. Ángelus, 17-III-2013). El cansancio de pedir perdón: ¡esa es una mala
enfermedad! ¿Por qué es difícil pedir perdón? Porque humilla nuestra imagen hipócrita. Sin
embargo, vivir intentando ocultar las propias carencias es agotador y angustiante. Jesucristo
nos dice: ser pobres es una ocasión de gracia; y nos muestra la vía de salida de esa fatiga. Se
nos da el derecho a ser pobres en espíritu, porque ese es el camino del Reino de Dios.
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
Pero hay que recordar una cosa fundamental: no debemos transformarnos para ser pobres de
espíritu, no tenemos que hacer ninguna transformación ¡porque ya lo somos! Somos pobres,
o más claro: ¡somos “pobre gente” de espíritu! Necesitamos todo. Somos todos pobres de
espíritu, somos mendicantes. Es la condición humana.
El Reino de Dios es de los pobres de espíritu. Están los que tienen los reinos de este mundo:
tienen bienes y comodidades. Pero son reinos que se acaban. El poder de los hombres,
también de los imperios más grandes, pasa y desaparece. Tantas veces vemos en el telediario
o en los periódicos que aquel gobernante fuerte, poderoso o aquel gobierno que ayer había y
hoy ya no está, ha caído. Las riquezas de este mundo se van, y también el dinero. Los viejos
nos enseñaban que el sudario no tenía bolsillos. Es verdad. Nunca he visto tras un cortejo
fúnebre un camión para la mudanza: nadie se lleva nada. Esas riquezas se quedan aquí.
Sabemos cómo acaban. Reina de verdad quien sabe amar el auténtico bien más que a sí
mismo. Y ese es el poder de Dios.
¿En qué se mostró Cristo poderoso? Porque supo hacer lo que los reyes de la tierra no hacen:
dar la vida por los hombres. Y eso es verdadero poder. Poder de la fraternidad, poder de la
caridad, poder del amor, poder de la humildad. Eso hizo Cristo. En eso está la auténtica
libertad: quien tiene ese poder de la humildad, del servicio, de la fraternidad es libre. Al
servicio de esa libertad está la pobreza elogiada por las Bienaventuranzas.
Porque hay una pobreza que debemos aceptar, la de nuestro ser, y una pobreza que en cambio
debemos buscar, la concreta, de las cosas de este mundo, para ser libres y poder amar.
Siempre debemos buscar la libertad del corazón, la que tiene sus raíces en la pobreza de
nosotros mismos.
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
(3) El dolor interior nos abra a una realación nueva con el Señor y con el prójimo
– Miércoles 12 de febrero de 2020
Hemos emprendido el viaje de las Bienaventuranzas y hoy nos detenemos en la
segunda: Bienaventurados los que lloran porque serán consolados. En la lengua griega en
que está escrito el Evangelio, esta bienaventuranza se expresa con un verbo que no está en
pasiva −pues los bienaventurados no padecen ese llanto− sino en activa: “se afligen”; lloran,
pero por dentro. Se trata de una actitud que se ha vuelto central en la espiritualidad cristiana
y que los padres del desierto, los primeros monjes de la historia, llamaban “penthos”, es decir
un dolor interior que abre a una relación con el Señor y con el prójimo; a una renovada
relación con el Señor y con el prójimo.
Este llanto, en las Escrituras, puede tener dos aspectos: el primero es por la muerte o el
sufrimiento de alguien. El otro aspecto son las lágrimas por el pecado −el propio pecado−,
cuando el corazón sangra por el dolor de haber ofendido a Dios y al prójimo. Se trata, pues,
de querer al otro de manera tal que nos vinculemos a él o a ella hasta compartir su dolor. Hay
personas que permanecen distantes, un paso atrás; en cambio es importante que los demás
hagan mella en nuestro corazón.
He hablado a menudo del don de lágrimas, y de lo precioso que es[1]. ¿Se puede amar de
manera fría? ¿Se puede amar de oficio, por deber? Ciertamente no. Hay aflicciones que
consolar, pero a veces también hay consolados que afligir, despertar, que tienen un corazón
de piedra y se han olvidado de llorar. También hay que despertar a la gente que no sabe
conmoverse del dolor ajeno. El luto, por ejemplo, es una senda amarga, pero puede ser útil
para abrir los ojos a la vida y al valor sagrado e insustituible de toda persona, y en ese
momento uno se da cuenta de lo breve que es el tiempo.
Hay un segundo significado de esta paradójica bienaventuranza: llorar por el pecado. Aquí
hay que distinguir: hay quien se enoja por equivocarse. Pero eso es orgullo. En cambio, hay
quien llora por el mal cometido, por el bien omitido, por la traición en el trato con Dios. Este
es el llanto por no haber amado, que surge de la preocupación por la vida ajena. Aquí se llora
porque no se corresponde al Señor que nos quiere tanto, y nos entristece el pensamiento del
bien no hecho; este es el sentido del pecado. Esos dicen: “He herido al que amo”,y les duele
hasta las lágrimas. ¡Bendito sea Dios si llegan esas lágrimas!
Este es el tema de los propios errores que hay que afrontar, difícil pero vital. Pensemos en el
llanto de san Pedro, que le llevará a un amor nuevo y mucho más auténtico: es un llanto que
purifica, que renueva. Pedro miró a Jesús y lloró: su corazón se renovó. A diferencia de Judas,
que no aceptó haberse equivocado y, pobrecillo, se suicidó. Entender el pecado es un don de
Dios, es una obra del Espíritu Santo. Nosotros solos no podemos comprender el pecado. Es
una gracia que debemos pedir. Señor, que yo entienda el mal que he hecho o que puedo
hacer. Esto es un don muy grande y después de haber entendido esto, viene el llanto del
arrepentimiento.
Uno de los primeros monjes, Efrén el Sirio, dice que un rostro lavado por las lágrimas es
indeciblemente hermoso (cfr. Discurso ascético). ¡La belleza del arrepentimiento, la belleza
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
del llanto, la belleza de la contrición! Como siempre la vida cristiana tiene en la misericordia
su mejor expresión. Sabio y bienaventurado es el que acoge el dolor ligado al amor, porque
recibirá el consuelo del Espíritu Santo que es la ternura de Dios que perdona y corrige. Dios
siempre perdona: no nos olvidemos de esto. Dios siempre perdona, incluso los pecados más
feos, siempre. El problema está en nosotros, que nos cansamos de pedir perdón, nos
encerramos en nosotros mismos y no pedimos perdón. Este es el problema; pero Él está ahí
para perdonar.
Si tenemos siempre presente que Dios «no nos trata según nuestros pecados. ni nos paga
según nuestras culpas»(Sal 103,10), vivimos en la misericordia y en la compasión, y aparece
en nosotros el amor. Que el Señor nos conceda amar en abundancia, amar con la sonrisa, con
la cercanía, con el servicio y también con el llanto.
[1] Cfr. Christus vivit, 76; Discurso a los jóvenes de la Universidad de Santo Tomás, Manila,
18-I-2015; Homilía del Miércoles de Ceniza, 18-II-2015.
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
(4) La mancedumbr conquista los corazones – Miércoles 19 de febrero de 2020
En la catequesis de hoy afrontamos la tercera de las ocho bienaventuranzas del Evangelio de
Mateo: «Bienaventurados los manos porque heredarán la tierra» (Mt 5,5). El
término “manso” aquí utilizado quiere decir literalmente dulce, amable, gentil, sin violencia.
La mansedumbre se manifiesta en los momentos de conflicto, se ve por cómo se reacciona a
una situación hostil. Cualquiera podría parecer manso cuando todo está tranquilo, pero ¿cómo
reacciona “bajo presión”, si es atacado, ofendido, agredido?
En un pasaje, San Pablo recuerda «la dulzura y la mansedumbre de Cristo» (2Cor 10,1). Y
San Pedro a su vez recuerda la actitud de Jesús en la Pasión: no respondía ni amenazaba,
porque «se fiaba de aquel que juzga con justicia» (1Pt 2,23). Y la mansedumbre de Jesús se
ve fuertemente en su Pasión.
En la Escritura la palabra “manso” indica también al que no tiene tierras en propiedad; y por
eso nos llama la atención que la tercera bienaventuranza diga precisamente que los
mansos “heredarán la tierra”. En realidad, esta bienaventuranza cita el Salmo 37, que
hemos escuchado al inicio de la catequesis. También allí se relacionan la mansedumbre y la
posesión de la tierra. Estas dos cosas, pensándolo bien, parecen incompatibles. Pues la
posesión de la tierra es el ámbito típico del conflicto: se combate a menudo por un territorio,
para tener la hegemonía de una cierta zona. En las guerras el más fuerte prevalece y conquista
otras tierras.
Pero miremos bien el verbo usado para indicar la posesión de los mansos: no conquistan la
tierra;
no
dice “bienaventurados
los
mansos
porque
conquistarán
la
tierra”. La “heredan”. Bienaventurados los mansos porque “heredarán” la tierra. En las
Escrituras el verbo “heredar” tiene un sentido aún más grande. El Pueblo de Dios
llama “heredad” precisamente a la tierra de Israel que es la Tierra de la Promesa. Esa tierra
es una promesa y un don para el pueblo de Dios, y se convierte en signo de algo mucho más
grande que un simple territorio. Hay una “tierra” −permitidme el juego de palabras− que es
el Cielo, o sea la tierra hacia la que caminamos: los nuevos cielos y la nueva tierra hacia
donde vamos (cfr. Is 65,17; 66,22; 2Pt 3,13; Ap 21,1).
Entonces el manso es el que “hereda” el más sublime de los territorios. No es un cobarde,
un débil que vive una moral cómoda para quedarse fuera de los problemas. En absoluto. Es
una persona que ha recibido una heredad y no la quiere perder. El manso no es un
acomodaticio sino el discípulo de Cristo que ha aprendido a defender bien la tierra. Defiende
su paz, defiende su trato con Dios, defiende sus dones, los dones de Dios, conservando la
misericordia, la fraternidad, la confianza, la esperanza. Porque las personas mansas son
personas misericordiosas, fraternas, confiadas y personas con esperanza.
Aquí debemos señalar el pecado de la ira, un movimiento violento que todos conocemos.
¿Quién no se ha enfadado alguna vez? Todos. Debemos darle la vuelta a la bienaventuranza
y hacernos una pregunta: ¿cuántas cosas hemos destruido con la ira? ¿Cuántas cosas hemos
perdido? Un momento de cólera puede destruir tantas cosas; se pierde el control y no si valora
lo que de verdad es importante, y se puede arruinar el trato con un hermano, quizá sin
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
remedio. Por la ira, muchos hermanos ya no se hablan, se alejan el uno del otro. Es lo
contrario de la mansedumbre. La mansedumbre reúne, la ira separa.
La mansedumbre es conquista de tantas cosas. La mansedumbre es capaz de vencer el
corazón, salvar las amistades y mucho más, porque las personas se enfadan pero luego se
calman, se lo piensan y regresan sobre sus pasos, y así se puede reconstruir con la
mansedumbre.
La “tierra” a conquistar con la mansedumbre es la salvación de aquel hermano del que habla
el mismo Evangelio de Mateo: «Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15). No
hay tierra más hermosa que el corazón ajeno, no hay territorio más bello que ganar que
recuperar la paz con un hermano. ¡Y esa es la tierra que se hereda con la mansedumbre!
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(5) ¿En que consiste el hambre y la sed de justicia? – Miércoles 11 de marzo de 2020
En la audiencia de hoy continuamos meditando la luminosa vía de la felicidad que el Señor
nos entregó en las Bienaventuranzas, y llegamos a la cuarta: «Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia porque quedarán saciados» (Mt 5,6). Ya hemos encontrado la
pobreza de espíritu y el llanto; ahora nos enfrentamos con un ulterior tipo de debilidad, la
conectada con el hambre y la sed. Hambre y sed son necesidades primarias, referidas a la
supervivencia. Esto hay que subrayarlo: aquí no se trata de un deseo genérico, sino de una
exigencia vital y diaria, como el alimento.
¿Pero qué significa tener hambre y sed de justicia? Está claro que no hablamos de los que
quieren venganza, es más, en la bienaventuranza anterior hablamos de mansedumbre.
Ciertamente las injusticias hieren la humanidad; la sociedad humana tiene urgencia de
equidad, de verdad y de justicia social; recordemos que el mal padecido por las mujeres y
hombres del mundo llega al corazón de Dios Padre. ¿Qué padre no sufriría por el dolor de
sus hijos? Las Escrituras hablan del dolor de los pobres y de los oprimidos que Dios conoce
y comparte. Por haber escuchado el grito de opresión elevado por los hijos de Israel −como
cuenta el libro del Éxodo (cfr. 3,7-10)− Dios bajó a liberar a su pueblo. Pero el hambre y la
sed de justicia de que nos habla el Señor es aún más profunda que la legítima necesidad de
justicia humana que cada hombre lleva en su corazón.
En el mismo “sermón de la montaña”, poco más adelante, Jesús habla de una justicia más
grande que el derecho humano o la perfección personal, diciendo: «Si vuestra justicia no
supera la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20). Y esa
es la justicia que viene de Dios (cfr. 1Cor 1,30). En las Escrituras encontramos una sed más
profunda que la física, que es un deseo que está en la raíz de nuestro ser. Un Salmo dice: «Oh
Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de
ti, como tierra reseca, agostada, sin agua» (Sal 63,2). Los Padres de la Iglesia hablan de esa
inquietud que habita en el corazón del hombre. San Agustín dice: «Nos has hecho, Señor,
para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, 1,1.5). Hay
una sed interior, un hambre interior, una inquietud…
En todo corazón, incluso en la persona más corrupta y alejada del bien, está escondido un
anhelo hacia la luz, aunque se halle bajo un montón de basura de engaños y errores, pero está
siempre la sed de la verdad y del bien, que es la sed de Dios. Es el Espíritu Santo quien suscita
esa sed: es Él el agua viva que ha plasmado nuestro polvo, es Él el soplo creador que le dio
vida. Por eso la Iglesia está mandada a anunciar a todos la Palabra de Dios, impregnada de
Espíritu Santo. Porque el Evangelio de Jesucristo es la justicia más grande que se pueda
ofrecer al corazón de la humanidad, que tiene una necesidad vital, aunque no se dé cuenta
(cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2017: «La gracia del Espíritu Santo nos confiere la
justicia de Dios. El Espíritu, uniéndonos por medio de la fe y el Bautismo a la Pasión y a la
Resurrección de Cristo, nos hace participar en su vida»).
Por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan tienen la intención de hacer algo grande
y hermoso, y si conservan viva esa sed hallarán siempre la senda para seguir adelante, en
medio de los problemas, con la ayuda de la gracia. También los jóvenes tienen esa hambre,
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
¡y no la deben perder! Hay que proteger y alimentar en el corazón de los niños ese deseo de
amor, de ternura, de acogida que expresan en sus bríos sinceros y luminosos.
Toda persona está llamada a redescubrir qué cuenta de verdad, qué necesita de verdad, qué
hace vivir bien y, al mismo tiempo, qué es secundario, y de qué se puede tranquilamente
prescindir.
Jesús anuncia en esta bienaventuranza −hambre y sed de justicia− que hay una sed que no
será frustrada; una sed que, si se secunda, será saciada e irá siempre a buen fin, porque
corresponde al corazón mismo de Dios, a su Santo Espíritu que es amor, y también a la
semilla que el Espíritu Santo ha sembrado en nuestros corazones. Que el Señor nos dé esta
gracia: de tener esa sed de justicia que es precisamente las ganas de encontrarlo, de ver a
Dios y de hacer el bien a los demás.
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
(6) La misericordia está al centro del cristianismo – Miércoles 18 de marzo de 2020
Nos detenemos hoy e la quinta bienaventuranza, que dice: «Bienaventurados los
misericordiosos, porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). En esta bienaventuranza hay
una particularidad: es la única donde la causa y el fruto de la felicidad coinciden, la
misericordia. Los que ejercen la misericordia encontrarán misericordia,
serán “misericordiados”.
Este tema de la reciprocidad del perdón no está presente solo en esta bienaventuranza, sino
que es recurrente en el Evangelio. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¡La misericordia es el
corazón mismo de Dios! Jesús dice: «Non juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no
seréis condenados; perdonad y seréis perdonados»(Lc 6,37). Siempre la misma
reciprocidad. Y la Carta de Santiago afirma que «la misericordia prevalece frente al
juicio» (2,13).
Pero es sobre todo en el Padrenuestro donde rezamos: «perdónanos nuestras deudas, como
también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12); y esa petición es la única que
se repite al final: «Porque si les perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará
vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os
perdonará vuestros pecados» (Mt 6,14-15; cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2838).
Hay dos cosas que no se pueden separar: el perdón dado y el perdón recibido. Pero muchas
personas están en dificultad, no consiguen perdonar. Muchas veces el mal recibido es tan
grande que lograr perdonar parece como escalar una montaña altísima: un esfuerzo enorme;
y uno piensa: no se puede, esto no se puede. Este hecho de la reciprocidad de la misericordia
indica que necesitamos darle la vuelta a la perspectiva. Solos no podemos, hace falta la gracia
de Dios, debemos pedirla. Pues, si la quinta bienaventuranza promete alcanzar misericordia
y en el Padrenuestro pedimos la remisión de las deudas, ¡quiere decir que somos
esencialmente deudores y necesitamos alcanzar misericordia!
Todos somos deudores. Todos. Con Dios, que es tan generoso, y con los hermanos. Cada
persona sabe que no es el padre o la madre que debería ser, el esposo o la esposa, el hermano
o la hermana que debería ser. Todos somos “deficitarios” en la vida. Y necesitamos
misericordia. Sabemos que también nosotros hemos hecho el mal, siempre falta algo al bien
que deberíamos haber hecho.
¡Pero precisamente esa pobreza nuestra se convierte en la fuerza para perdonar! Somos
deudores y si, como hemos escuchado al inicio, seremos medidos con la medida con que
midamos a los demás (cfr. Lc 6,38), entonces nos conviene ampliar la medida y remitir las
deudas, perdonar. Cada uno debe recordar que necesita perdonar, necesita el perdón, necesita
la paciencia; este es el secreto de la misericordia: perdonando se es perdonado. Por eso Dios
nos precede y nos perdona Él antes (cfr. Rm 5,8). Recibiendo su perdón, nos volvemos
capaces a nuestra vez de perdonar. Así la propia miseria y la propia carencia de justicia se
convierten en ocasión para abrirse al reino de los cielos, a una medida más grande, la medida
de Dios, que es misericordia.
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
¿De dónde nace nuestra misericordia? Jesús nos dijo: «Sed misericordiosos como vuestro
Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Cuanto más se acoge el amor del Padre, más se ama
(cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2842). La misericordia no es una dimensión entre
otras, sino el centro de la vida cristiana: no hay cristianismo sin misericordia (cfr. S. Juan
Pablo II, Dives in misericordia; Francisco, Misericordae Vultus y Misericordia et misera).
Si todo nuestro cristianismo no nos lleva a la misericordia, hemos errado el camino, porque
la misericordia es la única verdadera meta de todo camino espiritual. Es uno de los frutos
más hermosos de la caridad (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1829).
Recuerdo que este tema fue elegido desde el primer Ángelus que tuve que decir como Papa:
la misericordia. Y esto se ha quedado muy impreso en mí, como un mensaje que como Papa
tendría que dar siempre, un mensaje que debe ser para todos los días: la misericordia.
Recuerdo que aquel día tuve también la actitud un poco “descarada” de hacer publicidad de
un libro sobre la misericordia, recién publicado por el cardenal Kasper. Y aquel día sentí tan
fuerte que ese es el mensaje que debo dar, como Obispo de Roma: misericordia, misericordia,
por favor, perdón.
La misericordia de Dios es nuestra liberación y nuestra felicidad. Vivimos de misericordia y
no nos podemos permitir estar sin misericordia: es el aire para respirar. Somos demasiado
pobres para poner condiciones, necesitamos perdonar, porque necesitamos ser perdonados.
Gracias.
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
(7) Bienaventurados los límpios de corazón. Miércoles 02 de abril de 2020
Hoy leemos juntos la sexta bienaventuranza, que promete la visión de Dios y tiene como
condición la pureza del corazón. Dice un Salmo: «Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro.
Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro» (27,8-9). Este lenguaje manifiesta la
sed de una relación personal con Dios, no mecánica, no un poco nebulosa, no: personal, que
también el libro de Job expresa como señal de un trato sincero. Dice así, el libro de Job: «Te
conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42,5). Y tantas veces pienso que
ese es el camino de la vida, en nuestro trato con Dios. Conocemos a Dios de oídas, pero con
nuestra experiencia vamos adelante, adelante, adelante y al final lo conocemos directamente,
si somos fieles… Y ese es la madurez del Espíritu.
¿Cómo llegar a esa intimidad, a conocer a Dios con los ojos? Se puede pensar en los
discípulos de Emaús, por ejemplo, que tienen al Señor Jesús junto a sí, «aunque sus ojos eran
incapaces de reconocerle» (Lc 24,16). El Señor abrirá sus ojos al término de un camino que
culmina con la fracción del pan y había iniciado con un reproche: «¡Necios y torpes de
corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas!» (Lc 24,25). Ese es el reproche del
inicio. Ese es el origen de su ceguera: su corazón necio y torpe. Y cuando el corazón es necio
y torpe, no se ven las cosas. Se ven las cosas como nubladas. Aquí está la sabiduría de esta
bienaventuranza: para poder contemplar es necesario entrar dentro de nosotros y dejar sitio a
Dios, porque, como dice San Agustín, “Dios es más íntimo a mí que yo mismo” (interior
intimo meo: Confesiones, III,6,11). Para ver a Dios no sirve cambiar de gafas o de punto de
observación, o cambiar de autores teológicos que enseñen el camino: ¡hay que liberar el
corazón de sus engaños! Esa es la única senda.
Esta es una madurez decisiva: cuando nos damos cuenta de que nuestro peor enemigo, a
menudo, está escondido en nuestro corazón. La batalla más noble es contra los engaños
interiores que generan nuestros pecados. Porque los pecados cambian la visión interior,
cambian la valoración de las cosas, hacen ver cosas que no son ciertas, o al menos que no
son tan ciertas.
Es pues importante entender qué es la “pureza del corazón”. Para hacerlo hay que recordar
que para la Biblia el corazón no consiste solo en los sentimientos, sino que es el lugar más
íntimo del ser humano, el espacio interior donde una persona es sí misma. Esto, según la
mentalidad bíblica. El mismo Evangelio de Mateo dice: «Si la luz que hay en ti es tinieblas,
¡qué grande será la oscuridad!» (6,23). Esa “luz” es la mirada del corazón, la perspectiva,
la síntesis, el punto desde el que se lee la realidad (cfr. Evangelii gaudium, 143).
Pero, ¿qué quiere decir corazón “puro”? El puro de corazón vive en la presencia del Señor,
conservando en el corazón lo que es digno de la relación con Él; solo así posee una vida
“unificada”, lineal, no tortuosa sino sencilla. El corazón purificado es pues el resultado de un
proceso que implica una liberación y una renuncia. El puro de corazón no nace así, ha vivido
una simplificación interior, aprendiendo a renegar en sí el mal, cosa que en la Biblia se
llama circuncisión del corazón (cfr. Dt 10,16; 30,6; Ez 44,9; Jer 4,4).
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
Esa purificación interior implica el reconocimiento de esa parte del corazón que está bajo el
influjo del mal −“sabe, Padre, yo siento así, pienso así, veo así, y eso es malo”: reconocer
la parte fea, la parte que está nublada por el mal− para aprender el arte de dejarse siempre
amaestrar y conducir por el Espíritu Santo. El camino del corazón enfermo −del corazón
pecador, del corazón que no puede ver bien las cosas porque está en pecado−, a la plenitud
de la luz del corazón es obra del Espíritu Santo. Es Él quien nos guía a hacer ese camino. Y,
a través de ese camino del corazón, llegamos a “ver a Dios”.
En esa visión beatífica hay una dimensión futura, escatológica, como en todas las
Bienaventuranzas: es la alegría del Reino de los Cielos hacia el que vamos. Pero hay también
otra dimensión: ver a Dios quiere decir ver los planes de la Providencia en lo que nos pasa,
reconocer su presencia en los Sacramentos, su presencia en los hermanos, sobre todo pobres
y que sufren, y reconocerlo donde Él se manifiesta (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica,
2519).
Esta bienaventuranza es como el fruto de las anteriores: si hemos escuchado la sed del bien
que habita en nosotros y somos conscientes de vivir de misericordia, inicia un camino de
liberación que dura toda la vida y conduce al Cielo. Es una labor seria, un trabajo que hace
el Espíritu Santo si le damos espacio para que lo haga, si estamos abiertos a la acción del
Espíritu Santo. Por eso podemos decir que una obra de Dios en nosotros −en las pruebas y
en las purificaciones de la vida, esa obra de Dios y del Espíritu Santo− lleva a una alegría
grande, a una paz verdadera. No tengamos miedo, abramos las puertas de nuestro corazón al
Espíritu Santo para que nos purifique y nos lleve adelante en este camino hacia la alegría
plena.
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
(8) Bienaventruados los que trabajan por la paz miércoles 15 de abril de 2020.
La catequesis de hoy está dedicada a la séptima bienaventuranza, la de los “pacíficos”, que
son proclamados hijos de Dios. Me alegra que caiga justo después de Pascua, porque la paz
de Cristo es fruto de su muerte y resurrección, como hemos escuchado en la Lectura de San
Pablo. Para entender esta bienaventuranza hay que explicar el sentido de la
palabra “paz”, que puede ser malinterpretado o a veces banalizado.
Debemos orientarnos entre dos ideas de paz: la primera es la bíblica, donde aparece la
bellísima palabra shalòm, que expresa abundancia, prosperidad, bienestar. Cuando en hebreo
se desea shalòm, se desea una vida bella, plena, próspera, pero también según la verdad y la
justicia, que tendrán cumplimiento en el Mesías, príncipe de la paz (cfr. Is 9,6; Mic 5,4-5).
Luego está el otro sentido, más difundido, por el que la palabra “paz” se entiende como una
especie de tranquilidad interior: estoy tranquilo, estoy en paz. Esta es una idea moderna,
psicológica y más subjetiva. Se piensa comúnmente que la paz sea quietud, armonía,
equilibrio interno. Esta acepción de la palabra “paz” es incompleta y no puede ser
absolutizada, porque en la vida la inquietud puede ser un importante momento de
crecimiento. Muchas veces es el Señor mismo quien siembra en nosotros la inquietud para ir
a su encuentro, para hallarlo. En ese sentido es un importante momento de crecimiento;
mientras puede pasar que la tranquilidad interior corresponda a una conciencia adormilada y
no a una verdadera redención espiritual. Tantas veces el Señor debe ser “signo de
contradicción” (cfr. Lc 2,34-35), removiendo nuestras falsas seguridades, para llevarnos a la
salvación. Y en ese momento parece no haber paz, pero es el Señor quien nos pone en ese
camino para llegar a la paz que Él mismo nos dará.
En este punto debemos recordar que el Señor entiende su paz como distinta a la humana, a la
del mundo, cuando dice: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el
mundo» (Jn 14,27). La de Jesús es otra paz, diversa de la mundana.
Preguntémonos: ¿cómo da la paz el mundo? Si pensamos en conflictos bélicos, las guerras
se terminan, normalmente, de dos modos: o con la derrota de una de las dos partes, o con
tratados de paz. No podemos sino esperar y rezar para que se invoque siempre esta segunda
vía; pero debemos considerar que la historia es una infinita serie de tratados de paz
desmentidos por guerras sucesivas, o por la metamorfosis de esas mismas guerras en otros
modos o en otros lugares. También en nuestro tiempo, una guerra “a trozos” se combate en
muchos escenarios y de diversos modos[1]. Debemos al menos sospechar que, en el marco
de una globalización hecha sobre todo de intereses económicos o financieros, la “paz” de
algunos corresponda a la “guerra” de otros. ¡Y esa no es la paz de Cristo!
En cambio, ¿cómo “da” su paz el Señor Jesús? Hemos escuchado a San Pablo decir que la
paz de Cristo es “hacer de dos, uno” (cfr. Ef 2,14), anular la enemistad y reconciliar. Y la
senda para realizar esa obra de paz es su cuerpo. Él reconcilia todas las cosas y pone paz con
la sangre de su cruz, como dice en otro sitio el mismo Apóstol (cfr. Col 1,20).
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
Y aquí me pregunto, podemos preguntarnos todos: ¿quiénes son, pues, los “que trabajan por
la paz”? La séptima bienaventuranza es la más activa, explícitamente operativa; la expresión
verbal es análoga a la usada en el primer versículo de la Biblia para la creación e indica
iniciativa y laboriosidad. El amor por naturaleza es creativo −el amor es siempre creativo− y
busca la reconciliación a cualquier precio. Son llamados hijos de Dios los que han aprendido
el arte de la paz y lo ejercen, saben que no hay reconciliación sin don de la propia vida, y que
la paz hay que buscarla siempre. Siempre y en todo momento: ¡no olvidéis esto! Se busca
así. Esa no es una obra autónoma fruto de las propias capacidades, es manifestación de la
gracia recibida por Cristo, que es nuestra paz, que nos ha hecho hijos de Dios.
La verdadera shalòm y el auténtico equilibrio interior brotan de la paz de Cristo, que viene
de su Cruz y genera una humanidad nueva, encarnada en una infinita lista de Santos y Santas,
inventivos, creativos, que siempre han ideado nuevas formas de amar. Los Santos y Santas
que construyen la paz. Esa vida de hijos de Dios que, por la sangre de Cristo, buscan y
encuentran a sus hermanos, es la verdadera felicidad. Bienaventurados los que van por esa
vía. ¡Y de nuevo feliz Pascua a todos, en la paz de Cristo!
[1] Cfr. Homilía en Redipuglia, 13-IX-2014; Homilía en Sarajevo, 6-VI-2015; Discurso al
Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, 21-II-2020.
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
(9) La senda de las bienaventuranzas miércoles 29 de abril de 2020.
Con la Audiencia de hoy concluimos el recorrido por las Bienaventuranzas evangélicas.
Como hemos escuchado, en la última se proclama la alegría escatológica de los perseguidos
por la justicia. Esta bienaventuranza anuncia la misma felicidad que la primera: el reino de
los cielos es de los perseguidos como lo es de los pobres de espíritu: comprendemos así haber
llegado al término de un camino unitario desentrañado en los anuncios precedentes.
La pobreza de espíritu, el llanto, la mansedumbre, la sed de santidad, la misericordia, la
purificación del corazón y las obras de paz pueden llevar a la persecución a causa de Cristo,
pero esa persecución al final es causa de alegría y de gran recompensa en los cielos. El
sendero de las Bienaventuranzas es un camino pascual que conduce de una vida según el
mundo a la que es según Dios, de una existencia guiada por la carne –es decir, por el
egoísmo– a la guiada por el Espíritu.
El mundo, con sus ídolos, sus compromisos y sus prioridades, no puede aprobar ese tipo de
existencia. Las “estructuras de pecado”[1], a menudo producidas por la mentalidad humana,
tan extrañas como son al Espíritu de verdad que el mundo no puede recibir (cfr. Jn 14,17),
no pueden sino rechazar la pobreza o la mansedumbre o la pureza y declarar la vida según el
Evangelio como un error y un problema, o sea como algo que marginar. Así piensa el mundo:
“Esos son idealistas o fanáticos…”. Así piensan ellos.
Si el mundo vive en función del dinero, quien demuestre que la vida puede realizarse en el
don y en la renuncia se convierte en un fastidio para el sistema de la codicia. Esta palabra
“fastidio” es clave, porque el solo testimonio cristiano, que hace tanto bien a tanta gente que
lo sigue, molesta a los que tienen una mentalidad mundana. Lo viven como un reproche.
Cuando aparece la santidad y surge la vida de los hijos de Dios, en esa belleza ha algo de
incómodo que llama a una toma de posición: o dejarse cuestionar y abrirse al bien o rechazar
esa luz y endurecer el corazón, incluso hasta la oposición y al ensañamiento (cfr. Sb 2,1415). Es curioso, llama la atención ver que, en las persecuciones de los mártires, crece la
hostilidad hasta el ensañamiento. Basta ver las persecuciones del siglo pasado, de las
dictaduras europeas: cómo se llega al ensañamiento contra los cristianos, contra el testimonio
cristiana y contra la heroicidad de los cristianos.
Pero eso muestra que el drama de la persecución es también el lugar de la liberación del
sometimiento al éxito, a la vanagloria y a los compromisos del mundo. ¿De qué se alegra
quien es rechazado por el mondo por causa de Cristo? Se alegra de haber hallado algo que
vale más que el mundo entero. «Porque, ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero
si pierde su vida?» (Mc 8,36). ¿Qué ventaja hay ahí?
Es doloroso recordar que, en este momento, hay muchos cristianos que padecen
persecuciones en varias zonas del mundo, y debemos esperar y rezar que cuanto antes su
tribulación se detenga. Son tantos: los mártires de hoy son más que los mártires de los
primeros siglos. Expresemos a esos hermanos y hermanas nuestra cercanía: somos un único
cuerpo, y esos cristianos son los miembros sangrantes del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
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Catequesis del Papa Francisco sobre las Bienaventuranzas en el Evangelio de Mateo (5, 1-11) JMJ
Pero debemos estar atentos también a no leer esta bienaventuranza en clave victimista,
autocompasiva. Pues no siempre el desprecio de los hombres es sinónimo de persecución:
justo poco después Jesús dice que los cristianos son la «sal de la tierra», y pone en guardia
del peligro de “perder el sabor”, de lo contrario la sal «no vale más que para tirarla fuera y
que la pisotee la gente» (Mt 5,13). Así pues, hay también un desprecio que es culpa nuestra,
cuando perdemos el sabor de Cristo y del Evangelio.
Hay que ser fieles al sendero humilde de las Bienaventuranzas, porque es lo que lleva a ser
de Cristo y no del mundo. Vale la pena recordar el camino de San Pablo: cuando pensaba
que era justo, en realidad era un perseguidor, pero cuando descubrió que era un perseguidor,
se convirtió en un hombre de amor, que afrontaba alegremente los sufrimientos de la
persecución que padecía (cfr. Col 1,24).
La exclusión y la persecución, si Dios nos concede esa gracia, nos hacen parecernos a Cristo
crucificado y, al asociarnos a su pasión, son la manifestación de una nueva vida. Esa vida es
la misma de Cristo, quien por nosotros los hombres y por nuestra salvación fue “despreciado
y rechazado por los hombres” (cfr. Is 53,3; Hch8,30-35). Acoger su Espíritu puede llevarnos
a tener tanto amor en nuestros corazones que ofrezcamos la vida por el mundo sin
compromisos con sus engaños y aceptando su rechazo. Los compromisos con el mundo son
el peligro: el cristiano siempre está tentado a hacer compromisos con el mundo, con el
espíritu del mundo. Eso −rechazar los compromisos y seguir el camino de Jesucristo− es la
vida del Reino de los cielos, la alegría más grande, la verdadera alegría. Y luego, en las
persecuciones siempre está la presencia de Jesús que nos acompaña, la presencia de Jesús
que nos consuela y la fuerza del Espíritu que nos ayuda a avanzar. No nos desanimemos
cuando una vida coherente con el Evangelio atrae la persecución de la gente: está el Espíritu
para apoyarnos en ese camino.
[1] Cfr. Discurso a los participantes en “Nuevas formas de fraternidad solidaria, de
inclusión, integración e innovación”, 5-II-2020: «La idolatría del dinero, la codicia, la
corrupción, son todas “estructuras de pecado” −como las definía Juan Pablo II− producidas
por la “globalización de la indiferencia”».
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