Contenido Agradecimientos Introducción Primera parte: Acción, actitud y ambiente adecuado 1. Creciendo en el ambiente adecuado 2. Iniciando una sociedad vitalicia 3. Inténtalo aunque sufras en el intento 4. Gente ayudando a otra gente a ayudarse a sí misma Segunda parte:Vendiendo América 5. The American Way 6. Empoderados por la gente 7. Las críticas hacen contrapeso 8. Exportando The American Way a nivel mundial 9. Encontrando mi voz 10. Un momento mágico Tercera parte:Enriquecedores de vidas 11. Fama y fortuna 12. Riqueza familiar 13. Un pecador salvado por gracia 14. Reconstruyendo nuestra ciudad bajo el concepto de “enriquecedores de vidas” 15. Un ciudadano americano 16. Con mi esperanza puesta en mi corazón 17. Aventuras en el Universo de Dios 18. Manteniendo mis promesas SENCILLAMENTE RICH Copyright © 2015 - Taller del Éxito - Richard DeVos Traducción al español: Copyright © 2015 Taller del Éxito Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida por ninguna forma o medio, incluyendo: fotocopiado, grabación o cualquier otro método electrónico o mecánico, sin la autorización previa por escrito del autor o editor, excepto en el caso de breves reseñas utilizadas en críticas literarias y ciertos usos no comerciales dispuestos por la Ley de Derechos de Autor. Spanish Language Translation copyright © 2015 by Taller del Éxito. Original English language title: Simply Rich: A Memoir. Copyright © 2014 by Richard DeVos. All Rights Reserved. Published by arrangement with the original publisher, Howard Books, a Division of Simon & Schuster, Inc. Exclusión de responsabilidad y garantía: esta publicación ha sido diseñada para suministrar información fidedigna y exacta con respecto al tema a tratar. Se vende bajo el entendimiento de que el editor no participa en suministrar asistencia legal, contable o de cualquier otra índole. Si se requiere consejería legal u otro tipo de asistencia, deberán contratarse los servicios competentes de un profesional. Publicado por: Taller del Éxito, Inc. 1669 N.W. 144 Terrace, Suite 210 Sunrise, Florida 33323 Estados Unidos www.tallerdelexito.com Editorial dedicada a la difusión de libros y audiolibros de desarrollo y crecimiento personal, liderazgo y motivación. Diseño de carátula y diagramación: María Alexandra Rodríguez Traducción: Nancy Camargo ISBN 10: 1607383950 ISBN 13: 9781607383956 03-201509 28 “Le dedico este libro a mi esposa, Helen, quien fue una parte integral de esta obra. Nada de esto hubiera ocurrido sin su amor, paciencia y aliento”. Agradecimientos HE TRATADO DE CAPTAR aquí algunas de las anécdotas y lecciones que he aprendido durante mi andar por la vida. Doy a Dios la Gloria por toda la gente con la que he trabajado y que me ha ayudado a lo largo del camino. Esto incluye, primero que todo, a mi socio Jay Van Andel. Fuimos amigos desde la Escuela Secundaria y estuvimos juntos en el mundo de los negocios por más de 50 años. La mano de Dios siempre estuvo puesta sobre esta relación tan especial. Además, le doy la Gloria a Dios por mi esposa, Helen, a quien he dedicado este libro. Siendo ella mi compañera de matrimonio durante más de 60 años resulta obvio que ella haga parte de muchas de mis memorias y vivencias. Era apenas natural que Helen también jugara un papel primordial en la edición de este libro. También le doy un crédito inmensurable a la enorme cantidad de gente que contribuyó para darle forma a este relato en el que comparto mi vida y mis experiencias, así como a quienes colaboraron con su tiempo y energía en este proyecto. Son demasiadas personas para numerarlas a todas, pero ustedes saben quienes son y les estoy altamente agradecido. Este libro no hubiera sido posible sin Marc Longstreet y Kim Bruyn. Yo hablaba y Marc capturaba mis ideas y me ayudaba a redactarlas. Y fue Kim quien me dijo: “¡Tú puedes hacerlo!” Y estas palabras me animaron a escribir “un libro más”. Fue ella quien dirigió este proyecto desde el comienzo hasta su fin. Introducción HE SIDO PORRISTA la mayor parte de mi vida, desde dirigir a las porristas durante la secundaria hasta animar a la gente a aprovechar oportunidades y realizar sus sueños. Animar a los demás me ha llevado a casi todos los países del mundo. He conocido cientos de miles de personas a lo largo de este camino y es a ellas a quienes les dirijo este libro: a los millones de distribuidores que han construido su negocio a través de Amway alrededor del mundo; a los miles de nuestros empleados; a los miembros de la Organización Orlando Magic y a todos sus seguidores; a los líderes en los negocios, en el gobierno y en la comunidad con quienes he trabajado en mi ciudad natal Grand Rapids, Michigan, y en Florida Central, donde ahora resido; a los miembros de las iglesias; a los líderes de las causas cristianas, políticas y educativas; a muchos otros cuyos caminos se han cruzado con el mío; y a todos a los que todavía me hace falta conocer a medida que prosigo mi viaje por el mundo. Espero que todos ustedes disfruten y se beneficien de alguna manera de las lecciones que he aprendido durante mi paso por la vida. Este no es un compendio completo de mi autobiografía con todos los detalles de mi vida. Sin embargo, sí entra en mayores detalles que mis libros anteriores —incluyendo Believe!, Hope from My Heart, y The Powerful Phrases for Positive People– y describe de manera más completa las experiencias que me han formado, que fueron más significativas y me enseñaron lecciones valiosas. Espero que disfrutes de esta “mirada detrás de escena” de los eventos de mi vida en muchos de los cuales es posible que tú también hayas tenido parte. Me sentiré satisfecho si algunas de estas ideas tienen una aplicación práctica en tu propia vida. Todos mis libros anteriores han incluido mi manera de pensar en cuanto a la importancia de la perseverancia, la fe, la familia, la libertad, la prosperidad y otros valores. También en este libro me refiero a todos estos aspectos, pero, mirando en retrospectiva mis 88 años de vida, creo que hay un principio primordial que trae consigo los otros. La gente que alcanza los niveles de éxito más altos —ya sea en los negocios o construyendo su familia o descubriendo el propósito de su vida y sintiéndose realizada— es aquella que se enfoca en los demás y no en sí misma. Yo he triunfado únicamente al ayudarles a otros a triunfar. Mi amigo y socio Jay Van Andel y yo descubrimos que esta verdad era el centro del negocio de Amway, el cual comenzamos a construir juntos. Si existiera solo una lección que aprender acerca de la historia de mi vida, tal como la presento en este libro, espero que esa sea ver a cada persona como un individuo único creado por Dios, con talentos personales y un propósito específico. Esa ha sido mi verdadera clave, no solo para triunfar, sino además para llenar mi vida de gozo abundante. Primera parte: Acción, actitud y ambiente adecuado Creciendo en el ambiente adecuado LA HABILIDAD QUE TENÍA MI ABUELO para el arte de las ventas me parecía casi mágica. Yo no sé si nací vendedor, pero recuerdo que de niño me fascinaba el trabajo de mi abuelo y de otros hombres como él en nuestro vecindario. En aquellos tiempos tan difíciles su subsistencia dependía del talento que ellos tuvieran para las ventas. Mi abuelo me permitía ir con él en su camión Modelo T a medida que se desplazaba por las calles cargado de frutas y verduras que les compraba a los granjeros temprano en la mañana para después venderlas puerta a puerta. Le encantaba la gente y tenía las habilidades para atenderla; las amas de casa interrumpían sus quehaceres en la cocina y en la limpieza y salían de sus casas secándose las manos con sus delantales o con las toallas de la cocina cuando escuchaban la bocina de su camión al parecer atraídas por su buen sentido del humor, su amabilidad y su conversación, y por el color y frescura de sus productos. Fue en aquel tiempo cuando mi abuelo me dio mi primera oportunidad para intentar hacer una venta. Me gané apenas unos centavos, pero ese logro marcó un momento definitivo para que me convirtiera en el hombre que soy. No voy a desconocer la influencia que recibí en mi niñez al haber crecido durante La Gran Depresión en la sencilla ciudad de Grand Rapids, Michigan, al Medio Oeste del país. Desde el punto de vista financiero y material, escasamente sobrevivíamos. Sin embargo, recuerdo mis años de la niñez como los más felices y enriquecedores. La vida era llevadera y grata. Incluso la necesidad de trabajar duro y el sacrificio que hicimos durante esos tiempos difíciles me hicieron fuerte y me enseñaron lecciones de vida importantes. Tuve la fortuna de crecer en el ambiente adecuado. Mis bases se formaron en mi hogar y en el de mis amigos, en las calles, en los campos de juego, en los salones de clase y en las bancas de la iglesia; aprendí de mis padres, abuelos, maestros y pastores. Asimilé cómo administrar mi propio negocio siendo repartidor de periódicos. Experimenté la satisfacción de mi primera venta ayudándole a mi abuelo en sus ventas puerta a puerta. Escribí y pronuncié mi primer discurso siendo el presidente de mi clase en la secundaria. Conocí la fe cristiana, la cual fue creciendo durante mis devocionales en familia y en la escuela dominical, y disfruté de los lazos familiares y del apoyo de mis padres hasta su muerte. Desarrollé confianza y optimismo gracias al ánimo constante de mi padre y comencé a percibir mi potencial como líder debido a la amabilidad y sabiduría de un excelente maestro. La ciudad de Grand Rapids en la que nací el 4 de marzo de 1926 no tenía nada que la diferenciara de otras ciudades americanas promedio. Era reconocida como “la ciudad de los muebles” por su cantidad de fábricas manufactureras de muebles. Recuerdo una postal de mis años de infancia que decía: “Bienvenidos a Grand Rapids, capital mundial de la mueblería”. Las bancas ubicadas a lo largo del Grand River, el cual atraviesa la ciudad de Grand Rapids, fueron construidas por fábricas de muebles de la región y llevaban inscritas en ellas el nombre de cada una de las empresas donantes: Widdicomb, Imperial, American Seating, Baker y otras. En aquellos días los tranvías eléctricos transitaban por el centro de la ciudad y por las calles principales como Monroe Avenue y Fulton Street; los carros correspondían al Modelo T de la época; los trenes aún iban sobre los rieles construidos a lo largo de los puentes. Al recorrer unas millas al Este desde el centro de la ciudad hacía Fulton Street estaba mi vecindario: casas de dos y tres habitaciones en un barrio muy tranquilo y lleno de calles adornadas por hileras de árboles y rudimentarias tiendas de venta al detal; se divisaban el campus del Aquinas College y parques para jugar. Mi familia, como la mayoría de las familias de Grand Rapids, es de descendencia holandesa. Todavía recuerdo ese marcado acento tan común en mi vecindario: inmigrantes originarios de Holanda contando las historias de su tierra natal pronunciando la [j] como [y] y la [s] como [z]. Los primeros holandeses que llegaron a Michigan, y que fueron encontrando allí mejores oportunidades, en su mayoría en Grand Rapids, fueron gente trabajadora, ahorrativa, práctica y arraigada en la fe cristiana; que se sintió atraída a emigrar a América no tanto por su necesidad económica como por la promesa de ser libre para ser aquello que soñaba. Todavía existen cartas de emigrantes holandeses escribiéndoles a sus familiares haciendo alarde de la libertad de la cual disfrutaban en América —inimaginable en Holanda en esa época en la que ser el hijo de pastelero significaba que también tú serías pastelero para siempre. El Reverendo Albertus Van Raalte, quien a mediados de 1800 fundó Holanda, Michigan, (cuyos residentes todavía celebran su herencia holandesa año tras año vistiéndose con el atuendo holandés tradicional y los típicos zapatos de madera durante el Festival de los Tulipanes) escribió en una carta a Holanda que los holandeses que buscaban trabajo en Grand Rapids eran poco preparados y faltos de educación. Por fortuna muchos de los hombres aprendieron a desarrollar sus habilidades como artesanos en las fábricas de muebles y muchas mujeres encontraron trabajo como empleadas en los hogares de la gente adinerada de la región. Pero hubo otros que manifestaron otra característica holandesa: su espíritu empresarial. Tres de las más grandes editoriales de la nación enfocadas en material religioso fueron fundadas por gente de herencia holandesa que vivía en Grand Rapids. Los holandeses establecieron en esta ciudad la sede principal de la Iglesia Cristiana Reformada y fundaron el Calvin College. La Hekman Biscuit Company comenzó en Grand Rapids y más tarde se convirtió en Keebler Company. A lo mejor te parezca familiar la cadena de supertiendas localizada en el Medio Oeste llamada Meijer, así como una empresa en el campo de la venta directa que funciona a nivel internacional y se conoce con el nombre de Amway, las dos, fundadas por americanos de ascendencia holandesa. Yo le debo bastante más a mi herencia holandesa: el amor hacia la libertad, una ética de trabajo sólida, un espíritu empresarial y una fe inquebrantable. Nací en la década de Los violentos años 20, pero no tengo memoria de aquella era volátil en la que América progresaba rápidamente hacia una prosperidad aún mayor. Los recuerdos de mi niñez corresponden a la época de la Gran Depresión. Cuando tenía 10 años el Presidente Franklin D. Roosevelt fue elegido por segunda vez y en su discurso inaugural él nos recordó a los americanos que todavía había una tercera parte de la nación que carecía de vivienda, ropa y comida. Una cuarta parte de los americanos —en un momento en el que la mayoría de los hogares dependía de una sola entrada— no tenía trabajo. Mi padre había perdido su empleo como electricista y durante tres años estuvo haciendo toda clase de trabajos para traer el sustento a nuestro hogar y, sin embargo, no pudimos conservar la casa que él mismo construyó y en la cual pasé varios años maravillosos de mi niñez. Mi primer hogar fue en Helen Street, donde nací, en los días en los que la mayoría de las familias no podía costear que sus hijos nacieran en un hospital. Mi segundo hogar fue en Wallinwood Avenue y de allí recuerdo que encerar los pisos era una tarea bastante satisfactoria porque nos sentíamos muy orgullosos de tener pisos de madera dura y no de madera común. Había tres habitaciones en el piso de arriba y el único baño quedaba en la planta de abajo, típico en las casas de mi vecindario en aquel tiempo. Cuando mi padre, llamado Simón, perdió su trabajo, tuve que regresar a Helen Street junto con él, mi madre, llamada Ethel, y Bernice, mi hermana menor, para acomodarnos en los cuartos de arriba de la casa de mis abuelos. Recuerdo que yo dormía debajo de los travesaños del ático. Mi padre rentó la casa de Wallinwood en $25 dólares mensuales. Y aunque ese cambio fue muy difícil para mis padres, para mí fue una especie de aventura dormir en el ático. También fue una forma divertida de pasar más tiempo con mis abuelos. En aquel enonces no me daba cuenta de que esa experiencia me daría perspectiva y un mayor agradecimiento en los años venideros, cuando alcancé un nivel de éxito que garantizó un estilo de vida muy confortable tanto para mí como para mi familia. Vivimos allí durante cinco de los años más difíciles de la Depresión. Éramos pobres, pero no más que la mayoría de nuestros vecinos. No nos parecía nada inusual hacernos cortar el pelo por un vecino que tuviera su silla de barbero en la habitación de su casa. El precio de $0.10 era una enorme suma de dinero. Recuerdo a un adolescente golpeando a nuestra puerta vendiendo revistas y llorando porque no podía regresar a su hogar hasta que no vendiera el último ejemplar. Mi padre tuvo que decirle con toda honestidad que no teníamos ni una moneda de centavo. Pero esos no fueron días malos para mí como niño porque me sentía seguro y a salvo en medio de mi familia y de nuestra pequeña comunidad. Vivíamos en un vecindario de holandeses, hecho que me proporcionaba sentido de pertenencia. Crecí en una comunidad del lado oriental de la ciudad llamado “Brickyard” (zona ladrillera) debido a las tres fábricas de ladrillos construidas en la zona, —fuentes de empleo para los holandeses esforzados que iban llegando, muchos sin hablar inglés, y encontraban una comunidad amigable que les daba la bienvenida. Nuestra comunidad era cerrada no solo debido a nuestro ancestro holandés en común y porque muchas familias enormes vivían juntas, sino debido a nuestra proximidad física. Las casas eran altas y angostas, la mayoría de dos pisos y construidas muy cercanas entre sí en pequeños lotes separados por límites muy angostos. Eran tan pegadas que intercambiábamos préstamos sin necesidad de salir de nuestras casas. Era cuestión de estirarnos un poco para pasarnos por la ventana lo que cada uno necesitáramos. Además de mis abuelos, también mis primos vivían en la vecindad. Crecí en medio de tertulias familiares alrededor de la mesa y lleno de compañeros de juego. Muy pocos abuelos viven hoy con sus hijos y nietos, pero yo tengo gratos recuerdos de los beneficios de su amor y sabiduría. A pesar de algunas dificultades recuerdo mucho más el amor que las necesidades. Estoy convencido de que lo que somos es en gran parte la influencia de lo que recibimos en nuestro hogar —que es más fuerte que ninguna otra influencia. Con el paso del tiempo, cuando me convertí en el joven padre de cuatro hijos y tuve que delinear mi línea de comportamiento en el hogar basado en la influencia de mis padres, fui enfático en el enorme significado de la responsabilidad. Lo que pareció ser muy natural y fácil durante la niñez toma una dimensión diferente en la etapa adulta durante la cual uno comprende todo el esfuerzo consciente que se requiere para conformar una vida de hogar con un ambiente adecuado. Antes de que existieran todas las diversiones actuales tales como la televisión, los computadores y los videojuegos, los de mi generación teníamos que echar mano de nuestra inventiva para encontrar maneras de divertirnos. Me encantaba planear actividades para entretener a mis hermanas y amigos. La menor de mis dos hermanas, Jan, todavía cuenta que yo era el mejor para preparar caramelo, y que además lo preparaba de diferentes sabores. Hasta instalé una cuerda para pasar caramelo desde la ventana de nuestra cocina hasta la de nuestro vecino. Me encantaban los deportes, pero con tan poco recursos también tuve que ser creativo para jugar. Hice mi propio aro para practicar baloncesto y utilicé un terreno inundado para formar nuestra propia pista de patinaje. Recuerdo el eco de las pelotas de ping pong rebotando contra el piso de concreto y las paredes de ladrillo del sótano oscuro de nuestra casa donde les enseñé a mis hermanas a jugar en una mesa ubicada cerca a la vieja caldera. Jan todavía recuerda las alocadas jugadas que yo lograba con mi mano izquierda. También guardo gratos recuerdos de mis juegos de béisbol en la calle con mis primos. Como eran tiempos difíciles había muy pocos carros. Golpeábamos tan duro la bola que le envolvíamos lana y le metíamos trapos porque no teníamos dinero suficiente para comprar una nueva. Jugar con la pelota en la calle era muy riesgoso para las ventanas de los vecinos y a veces rompíamos una o más. Recuerdo a una vecina muy furiosa —debimos haber traspasado su propiedad demasiadas veces para su gusto. La mujer salió de su casa empuñando un cuchillo de carnicería y gritándonos que nos saliéramos de su propiedad. La mejor parte del día era escuchar los programas en la radio, como por ejemplo The Green Hornet (El avispón verde) y The Lone Ranger (El llanero solitario). Los domingos por la tarde jugábamos en familia a armar rompecabezas mientras escuchábamos un programa de suspenso en la radio. Cuando terminábamos de armarlo intercambiábamos con nuestros familiares y amigos. Recuerdo que iba hasta la casa de un familiar que quedaba a dos bloques de la nuestra para intercambiar cinco cajas de rompecabezas por los que él tuviera. Mis abuelos tenían una mesita destinada a mantener rompecabezas en sus cajas y también las piezas juntas del que estuvieran armando. Todos en casa nos deteníamos para colocarle por lo menos una pieza hasta que quedara armado por completo. Me encantaba leer, pero, debido a lo costosos que eran los libros y por falta de nuevas lecturas, tenía que conformarme con los libros que hubiera en el anaquel de nuestra casa, por lo general viejos. La opción era leer Tom Sawyer y otras obras de la literatura clásica. Para mí era un verdadero gusto recibir el centavo que nos daban cada domingo, con el cual casi siempre compraba dulces. Cuando reflexiono sobre las actividades que llenaban mi vida en aquella época me doy cuenta de que de muchas maneras era una bendición que las circunstancias me forzaran a ser recursivo y a buscar maneras de divertirme involucrando a otros en el proceso porque ese uso de mi creatividad me ayudó a desarrollar tanto un pensamiento creativo como mis habilidades sociales. Los niños de hoy —incluidos mis nietos— están demasiado enfocados en los computadores y en los juegos electrónicos, más no en la interacción personal. Crecí mucho antes de la era de la televisión, y en aquellos tiempos mis padres leían los periódicos y sus libros en la noche; tenían sus propios pasatiempos o salían a caminar, y los niños jugábamos en las calles. Mucho antes de que existieran los patios traseros y las terrazas la gente pasaba más tiempo durante el verano frente a los pórticos de sus casas y conversaba con los vecinos, incluso de ventana a ventana. Esos eran días en donde uno podía escuchar el paso de los caballos arrastrando sus carruajes al igual que el sonido de los Modelo T, los vendedores ambulantes, el tintineo y el estruendo del camión de la leche o el del repartidor de hielo haciendo domicilios y el repiqueteo del carbón rodando hacia las carboneras. Mis padres me infundieron desde muy temprana edad una fuerte ética de trabajo. Una de mis tareas era mantener la caldera llena de carbón en la mañana y en la noche. Los carboneros dejaban el carbón a un lado de la casa así que yo tenía que transportar cargas pesadas de carbón hasta el sótano y luego abrir la puerta de la caldera para echarle carbón. Nuestras actividades nos ayudaban a no congelarnos durante esos fuertes inviernos de Michigan ya que, aún con todo y caldera, nuestra casa seguía permaneciendo fría en comparación con la temperatura que proveen los sistemas de calefacción actuales. Mi hermana Bernice todavía recuerda que nuestra casa era tan fría que nos parábamos al pie de la caldera mientras nos alistábamos para irnos a la escuela. Para calentar las casas se usaba el carbón, y para refrigerarlas, el hielo. Los vecinos colocaban avisos en sus ventanas con la cantidad de libras de hielo que solicitaban para que así se les tuviera en cuenta cuando la ruta de domicilios de hielo pasara frente a sus casas. Una vez acompañé a un amigo a hacer la tal ruta y recuerdo haber arrastrado bloques de 50 y 100 libras hasta las neveras de su clientela, y no solo eso, sino que tuvimos que organizarles la leche y la comida que hubiera dentro de cada nevera con tal de que el hielo cupiera. Cada nevera tenía una bandeja con un agujero por el cual salía el hielo derretido; recuerdo mucho una ocasión en que mis hermanas y yo tuvimos que trapear el piso de la cocina porque se inundó debido a que se nos olvidó vaciar esa bandeja. Con mis padres como modelo de comportamiento yo acepté el trabajo como una parte esencial de la vida para triunfar en el hogar y en la familia. Mi hermana Bernice detesta hoy en día limpiar el polvo de los muebles, pero yo no recuerdo que cuando éramos niños ella se quejara o se negara a hacerlo porque ella sabía que esa era su contribución al aseo de la casa como miembro de nuestra familia. Para nuestra comunidad holandesa nacida en América los domingos por lo general significaban ir a la iglesia y a la escuela dominical. Ir a la iglesia no era opcional. Éramos parte de la Iglesia Calvinista Holandesa Reformada. Vivíamos bajo unas normas claras: honrar a nuestros padres, destinar una ofrenda para el Señor, ayudar a los demás, ser honestos, trabajar duro y procurar tener siempre la actitud adecuada. No comenzábamos ninguna comida antes de dar gracias en oración, y cuando terminábamos de comer leíamos una porción de las Escrituras. Casi todos los negocios cerraban los domingos. El alcohol y el baile eran mal vistos, y hasta ir al cine se consideraba una actividad sospechosa y una pérdida de tiempo. Las dos denominaciones más importantes de nuestra comunidad eran la Iglesia Reformada en América, traída por los inmigrantes holandeses en los tiempos coloniales, y la Iglesia Cristiana Reformada, la cual se separó de la Iglesia Reformada en América por razones que algunos miembros todavía recuerdan. Nuestra familia asistía a la Iglesia Reformada Protestante, la cual se separó de la Iglesia Cristiana Reformada, y es la más estricta y tradicional de las tres. Sus miembros asistían por lo general tanto al servicio dominical de la mañana como al de la noche —a nuestra enorme iglesia de ladrillo rojo. Para mí no fue fácil, siendo un niño muy activo que disfrutaba de los deportes y de jugar con sus amigos, sentarme en las duras bancas de la iglesia y tratar de prestarles atención a las largas oraciones y sermones del pastor. Cuando fui lo suficientemente mayor para llegar a la iglesia junto con un amigo en su carro, en ocasiones nada más tomábamos el boletín del servicio y nos escabullíamos sin asistir —por la tarde les mostrábamos a nuestros padres el boletín como prueba de que sí habíamos estado en la iglesia esa mañana. Solo hasta cuando me convertí en un miembro activo de la iglesia, siendo ya adulto, me di cuenta de por qué es tan importante para la cultura holandesa tener fe en Dios y ser parte activa de la iglesia. Incluso como niño nunca dudé de que la fe fuera un asunto importante. No recuerdo que alguna vez no creyera en Dios. Cuando estaba en la secundaria veía con claridad la diferencia entre la gente cristiana y la que no lo era. Se sentía una diferencia al compartir con cristianos —más calidez humana, mayor sentido de propósito y significado en la vida como también un vínculo más estrecho entre quienes compartíamos esta misma fe. Yo estaba convencido de pertenecer al grupo de los cristianos. Incluso cuando nos divertíamos y jugábamos siendo niños, no escapábamos al hecho de que vivíamos tiempos difíciles y que mi padre estaba desempleado. Veíamos que él aceptaba el trabajo que le saliera con tal de sostener nuestra familia. Durante la semana cargaba harina en el cuarto trasero de una tienda y los domingos vendía medias y ropa interior en un almacén de ropa para hombres. Él creía en el poder del pensamiento positivo y lo predicaba aunque su propia vida no fuera tan exitosa como él pensó que sería. Él leía los mismos autores de los cuales yo hablo en la actualidad —Norman Vincent Peale y Dale Carnegie. Había llegado hasta el octavo grado de Secundaria, pero anhelaba aprender a través de esos libros de pensamiento positivo. Siempre me decía: “Tú vas a lograr grandes cosas y te va a ir mejor que a mí. Llegarás más lejos que yo. Verás cosas que yo nunca he visto”. Mirando hacia atrás pienso que es muy probable que mi padre se haya sentido bastante preocupado durante los tiempos difíciles de mi niñez aunque él nunca lo demostrara. Cuando pienso en el gran ejemplo de líder que él fue para nuestra familia al ser siempre tan positivo y optimista espero haberle expresado en aquel tiempo de alguna manera mi admiración y aprecio. Y lo que es más, espero haber sido un ejemplo similar para mis hijos. No debemos tratar de realizarnos a través de nuestros hijos ni de nuestros nietos, pero hasta el día de hoy yo sigo tratando de desempeñar un buen papel al ayudarles a ellos a alcanzar todo su potencial para que triunfen y tengan vidas significativas. Hoy aprecio con mayor claridad que mi padre quería lo mejor para mí. Habiendo perdido su trabajo mi padre siempre me animó a ser el dueño de mi propio negocio. Su experiencia le enseñó que él no tenía control sobre el hecho de estar empleado o desempleado y que su destino no estaba en sus manos, sino en las de su empleador. Y lo que es más importante, mi padre me convenció de que tener mi propia empresa no era un sueño imposible de alcanzar. Él siempre me enseñó a creer en el potencial ilimitado del esfuerzo y la determinación de cualquier individuo. Cada vez que yo dijera “no puedo” él me detenía y me decía: “No existe eso de ‘no puedo’”. Mi padre imprimió en mí la idea de que “no puedo” es una frase para perdedores. “Yo puedo” implica confianza y poder. Él siempre me recordó: “¡Tú sí puedes!” Y esas palabras se quedaron conmigo y me guiaron durante el resto de la vida. Seguramente, debido a que yo era el hijo mayor y el único varón, mi padre se aseguraba de que yo me aseara con esmero; practicaba deportes junto conmigo, me leía y me compartía sus pasatiempos. Él influyó en mí en tantas áreas que más adelante tuvieron un impacto definitivo sobre mi vida. Le encantaba pasar el rato conmigo. Recuerdo que yo lo observaba mientras él trataba de arreglar en el sótano cualquier artefacto mecánico que él necesitara hacer funcionar. Además, mi padre era un visionario y un aventurero, amante de nuevas ideas, soñador de otros sitios que le hubiera gustado conocer. Y, como viajar era muy costoso, no pudo ir a los lugares que vio solo en los mapas, pero recuerdo que en una ocasión fuimos todos en su carro hasta Yellowstone National Park, —una gran aventura para nosotros. Además, mi padre era adelantado a su tiempo en cuanto a su interés por la nutrición. Él hablaba de cultivos orgánicos cuando la mayoría de la gente ni siquiera conocía ese tema y hacía mucho énfasis en los beneficios de una dieta saludable y solo permitía pan de avena en nuestra mesa aunque mis hermanas lo odiaban. Sus opiniones únicas y sus prácticas en el área de la nutrición sin lugar a duda ejercieron influencia sobre mí y más tarde me convertí en distribuidor de Nutrilite junto con mi futuro socio de negocios Jay Van Andel. También tuve la fortuna de recibir la buena influencia de mi madre. Ella no trabajaba fuera del hogar y siempre estuvo allí para mis hermanas y para mí. Contrario a mi padre, ella admitía no haber sido tan positiva durante aquellos años difíciles. Sin embargo, ella era una fuerza estabilizadora asegurándose del buen mantenimiento de nuestro hogar y de que no faltara comida sobre la mesa. Mi madre le dio valor a nuestro hogar mostrándonos cómo ser prácticos y ahorrativos. Era una mujer amorosa y cálida que sabía ser de apoyo y ayuda para todos nosotros. Ella me enseñó cómo hacer caramelo; me mostró cómo imprimirle ética a mi trabajo insistiendo en que cada niño debía hacer sus labores hogareñas. Teníamos que preparar o recoger la mesa o la losa. Por lo general yo terminaba secando los platos a medida que ella los lavaba y esa fue la rutina que nos permitió compartir tiempo y conversar noche tras noche —algo que pienso que hace falta en la cultura de la familia actual. Mi madre sabía cómo sacarle provecho a lo más mínimo que tuviera a su disposición. Por ejemplo, cada año reorganizaba los muebles, debido a que no podíamos comprar unos nuevos, ella se aseguraba de darles año tras año una apariencia diferente para que se vieran mejor. También fue un instrumento en mi formación con respecto al dinero. Ella me regaló mi primera alcancía para que ahorrara lo que ganaba haciendo mis trabajos por todo el vecindario. Allí yo guardaba lo más que podía y una vez al mes íbamos juntos al banco a hacer un depósito en mi propia cuenta de ahorros. Necesitaba ganar dinero durante aquellos tiempos y entonces comencé a repartir periódicos —cuando lo pienso, ese fue en esencia mi primer negocio. Repartir el Grand Rapids Press me enseñó responsabilidad, a rendir cuentas y todo lo que significa recibir recompensa por hacer un trabajo duro. Todos los días el camión de los periódicos nos dejaba un bulto cerca a mi casa para todos los chicos repartidores del área. Yo contaba el número de periódicos que necesitaba para cubrir mi ruta y me sentaba en el andén con los otros chicos a envolverlos y meterlos en una bolsa grande de tela que luego me colgaba al hombro. Tenía entre 30 y 40 clientes y aprendí a prestarles buen servicio. Hice mi ruta durante varios meses y pronto me propuse ahorrar para comprarme una bicicleta usada, una Schwinn negra de carreras, para hacer mi trabajo con mayor facilidad y que el proceso de entrega fuera más eficiente. Todavía recuerdo mi alegría al haberla podido comprar como resultado de la meta que me propuse y con el dinero que ahorré —otra lección invaluable que he llevado conmigo a lo largo de la vida sobre lo que significa obtener recompensas por el trabajo. Perfeccioné mi puntería lanzando los periódicos desde mi bicicleta hasta el pórtico de las casas y me bajaba de la bicicleta y recogía los que caían ocasionalmente entre los árboles. Mi excelente servicio a la clientela surtía buenos resultados y cada Navidad muchos de mis clientes me daban $0.25 o $0.50 extra, y a veces hasta $1 dólar. Cada sábado iba de casa en casa recolectando el dinero de la suscripción y cada vez que me pagaban yo hacía una marca en una pequeña tarjeta que los clientes colgaban en sus puertas. Este primer trabajo me enseñó lo básico —que tenía que salir a buscar el negocio, prestar un buen servicio a la clientela, cobrar, y también a hacer cambios en mi vida. Entregar periódicos me dio un nuevo sentido de libertad y movilidad —sin mencionar lo que significó para mí ganar dinero. Los entregaba en las casas más bonitas del vecindario, pero nunca sentí que yo fuera alguien “que no tenía en el mundo de los que sí tenían” ni tuve envidia ni resentimiento hacia mis clientes. Me daba cuenta de que ellos vivían mejor que mi familia, pero en lugar de envidiarlos recuerdo que tenía la actitud de que, lo que ellos tenían, un día yo también podría tenerlo. Estaba convencido de que trabajando duro llegaría a donde ellos estaban en aquel tiempo. Otra persona clave que me ayudó a asomarme al mundo de los negocios fue uno de mis abuelos, quien me otorgó la dicha de hacer mi primera venta. Mis dos abuelos vivían en nuestro vecindario y los dos eran hombres de negocios. Mi abuelo DeVos tenía un almacencito de víveres y dulces en el que también vendía artículos para el hogar y ropa que él ordenaba para su clientela a través de un catálogo. Su tienda quedaba frente a una escuela y los niños cruzaban la calle para comprar allí sus dulces asegurándose primero de elegir los colores de los que los comprarían y así sentir que habían invertido bien sus centavos. El abuelo vivía en el piso de arriba del almacén, lo cual le facilitaba que, si un cliente llegaba cuando él estaba almorzando o se encontraba ocupado con otros menesteres, alcanzara a escuchar el timbre de la puerta. Y si estaba orando antes de una comida y en ese instante llegaba un cliente, el abuelo paraba su oración para decir en su acento holandés: “¡Un momento!” Terminaba su oración y luego sí bajaba a atender a su cliente. Además, iba por todos los vecindarios en un carruaje que tiraba con su caballo para hacer los domicilios. El padre de mi mamá, el abuelo Dekker, también era muy buen vendedor. Todas las mañanas manejaba su camión Modelo T hasta el mercado y compraba vegetales que después vendía puerta a puerta a su clientela. Iba casa por casa timbrando en la puerta o haciendo sonar su bocina o anunciando: “Papas, tomates, cebollas, zanahorias…”, y las amas de casa salían a comprarle sus productos. Mi primera venta fue un atado de cebollas que le quedó después de haber terminado su ruta de domicilios, pero ese fue solo el comienzo porque, cada vez que a él le sobraban vegetales, yo los vendía. Me costaba trabajo y persistencia, pero me encantaba hacerlo. Esas experiencias y lecciones como repartidor de periódicos y haciendo mis labores caseras fueron el fundamento para convertirme desde muy joven en un trabajador diligente y con sentido de responsabilidad y orientado hacia los detalles para saber cómo complacer a los clientes. Cuando apenas tenía 14 años conseguí un trabajo en la gasolinera del vecindario. En esos días los conductores dependían de esas pequeñas gasolineras que por lo general eran atendidas por su propietario —quien solía ser un vecino con algunos conocimientos en mecánica. La mayoría de ellas tenía dos dispensadores de gasolina y un espacio para revisar y reparar automóviles. Los empleados usaban un uniforme compuesto de una gorra parecida a la de los oficiales de la policía y una camisa con todo y corbatín. Y además de suministrar gasolina, lavar los vidrios panorámicos de los carros y chequear el aceite y el agua, estas estaciones ofrecían otros servicios a su clientela en los cuales yo aprendí a desempeñarme. Trabajaba el día entero durante los sábados únicamente lavando carros. Esto era antes de que existieran los lavaderos de carros y los garajes con calefacción, así que los clientes preferían llevar su carro a la estación de gasolina para mandarlo lavar durante el invierno. El servicio costaba $1 dólar y a mí me correspondían $0.50 —por lo tanto, incluso durante el invierno me levantaba cada sábado en la mañana y me iba a trabajar lavando tantos carros como me fuera posible. Muchas vías no eran pavimentadas y por supuesto los marcos de las ventanas y de las puertas de los carros quedaban cubiertos de polvo. Yo los dejaba impecables y así fui construyendo muy buena reputación como lavador de carros. Y haciendo uso de lo que aprendí de mi padre también le ayudaba al mecánico a buscar partes de los carros y a hacer reparaciones simples como cambiar el generador. Me volví tan indispensable que el dueño de la gasolinera me dejaba a cargo de ella cuando tenía que salir de la ciudad —aunque yo no tenía más de 14 años. Este hecho me ayudó a desarrollar confianza en mí mismo y a saber que la gente confiaba en mí. Aprendí a muy corta edad lo que significa ser responsable de un negocio, —y esta fue otra lección importante que me sirvió a lo largo de la vida. También era apenas un adolescente cuando encontré un trabajo para después de terminada mi jornada diaria en la escuela. Era vendedor en un almacén de ropa para hombre. En realidad hacía un trabajo de adulto, pero me agradaba la oportunidad de atender clientes en un ambiente más profesional. Estando allí descubrí que era muy bueno para las ventas. Hubiera preferido practicar algún deporte después de la escuela como hacían muchos de mis amigos, pero yo necesitaba el dinero para pagarles a mis padres por mi manutención puesto que era de esperarse que cada miembro de la familia contribuyera a llevar el pan a la mesa. El entrenador de béisbol de la secundaria me dijo en una ocasión: “Veo que eres zurdo, ¿te gustaría jugar en el equipo?”. Yo le respondí: “Me encantaría, pero no puedo. Tengo que ir a trabajar todos los días después de terminar la escuela, así que no podría practicar”. _____ LA VIDA DIO UN GIRO INESPERADO una tibia tarde de domingo de diciembre de 1941. Yo iba pedaleando mi bicicleta cuando un niño de la vecindad me preguntó: “¿Escuchaste las noticias?” Yo le respondí: “¿Cuáles noticias?” Y él exclamó: “¡Estamos en guerra! ¡Los japoneses bombardearon Pearl Harbor!”. Fue así como me enteré de la guerra del 7 diciembre. Por supuesto que desde ese momento todos escuchábamos la radio y leíamos en los periódicos lo que estaba aconteciendo. Esa era siempre la noticia del día. Lowell Thomas se volvió famoso como reportero por su programa radial de noticias de 15 minutos todas las noches, así como por sus narraciones en los noticieros cinematográficos. Nunca olvidaré su voz distintiva y melódica que le daba a cada historia un aire de urgencia y emoción, y un sentido romántico a los lugares lejanos de los cuales los americanos no habíamos escuchado antes de la guerra. La Segunda Guerra Mundial trajo consigo más escasez de la que ya habíamos sufrido a raíz de la Depresión. No se fabricaron automóviles después de 1941. Materiales que iban desde el papel y el caucho hasta el metal y la comida escaseaban porque la mayoría de ellos se empleaban en la guerra. Se establecieron los “jardines de la victoria” para que esos cultivos ayudaran a alimentar a la población durante la guerra y utilizábamos estampillas de racionamiento para comprar víveres y gasolina. La gente hacía muchas conservas de las frutas y vegetales que sembraba en sus jardines. Recuerdo que le ayudaba a mi madre a hacerlos y que había frascos de vidrio llenos de tomates, pepinos y otros comestibles alineados en nuestra despensa. El primer golpe de la guerra en nuestra vecindad fue cuando un doctor que vivía cerca de nuestra casa perdió a un hijo que se había ido a combatir en la artillería marina. Yo estaba comenzando la secundaria, que fue otra época en la que aprendí lecciones de trabajo duro, rendición de cuentas y toma de decisiones. A la edad de 15 años mis padres me enviaron a una pequeña escuela cristiana de nuestra ciudad. Como la mayoría de adolescentes, nunca aprecié los costos ni los sacrificios que implicaba para ellos pagarme una escuela privada. Se me iban los días tonteando y coqueteando con las chicas y les prestaba muy poca atención a mis tareas y a mis resultados académicos. De alguna manera me las arreglé para no perder ese primer año escolar. Mi profesor de latín me dio una nota que apenas me ayudó a pasar su asignatura ¡con tal de no volver a tenerme en su clase! Al final de ese año mi padre me dijo: “Si vas a ir a la escuela solo a perder el tiempo, no voy a pagar todo ese dinero para mantenerte en una escuela privada. Pierde el tiempo en una escuela pública y así tu vagancia no me costará ni un solo centavo”. Al año siguiente me envió a Davis Tech para que aprendiera a ser electricista y allí fui etiquetado como un estudiante “no apto para estudios universitarios”. Fui miserable el año entero, pero esa fue una oportunidad para abrir los ojos y caer en cuenta de todo lo que había desaprovechado en la escuela anterior por no tomar en serio esa oportunidad. Entonces decidí decirle a mi padre que quería regresar a la escuela cristiana. Él me preguntó: “¿Y quién la va a costear?” Yo le respondí: “Yo lo haré”. Busqué toda clase de trabajos para ganar dinero y cuando regresé a la Grand Rapids Christian High School me convertí en el mejor estudiante. Aprendí que uno aprecia mucho más lo que consigue por sí mismo que lo que le dan. También aprendí que todas las decisiones acarrean consecuencias. Mi decisión de perder el tiempo tuvo consecuencias negativas y mi decisión de regresar a la escuela cristiana tuvo unas consecuencias positivas que me acompañaron el resto de mi vida. La Grand Rapids Christian High también fue el lugar en el que comencé a desarrollar las habilidades de liderazgo que me hicieron exitoso en los negocios. Y aunque el trabajo me impedía jugar y practicar deportes, encontré otra salida. Nuestra escuela no tenía un grupo organizado de porristas durante los juegos de baloncesto, así que decidí organizar uno. Era cuestión de permanecer a un lado de la cancha y comenzar a gritar porras para que las porristas las repitieran y le dieran vueltas a la cancha haciendo coreografías y animando al público. A ese punto yo ya estaba trabajando en la tienda de artículos para hombre y había comprado alguna ropa, y recuerdo que hacía las porras vestido de traje y corbata. Hasta recuerdo que una vez hice el ridículo dando volteretas vestido de esta forma al punto en que se me rompió el pantalón y tuve que caminar muy avergonzado en reversa por toda la cancha procurando que el público no notara la abertura de mi pantalón. Sin embargo, no deje que la vergüenza me impidiera seguir animando a las porristas y a la fanaticada. Me encantaba animar a las multitudes y a los equipos. Y ha sido así a lo largo de mi existencia. Todavía me refiero a mí mismo como a un “porrista” porque me mantengo animando a otros a tener confianza en sí mismos y a usar sus talentos para lograr sus sueños. Esa ha sido una de mis razones más importantes para alcanzar mi éxito y para ayudarles a otros a lograrlo. Infortunadamente, tenía menos éxito en el salón que en la cancha de baloncesto. Animar e incentivar, hacer amigos y socializar va con mi personalidad mucho mejor que sentarme a escuchar una clase. Aunque mis notas eran mejor, todavía seguían siendo promedio y no tenía metas. Muy en el fondo de mi ser había un deseo de ser algún día un hombre de negocios, pero no tenía una idea clara de cuándo y cómo lograrlo. No recuerdo de qué manera, pero mi nombre fue propuesto como candidato a la presidencia de mi clase. Había pasado un año en Davis Tech y pensé que mis compañeros me habían olvidado, pero a lo mejor mi fama como porrista, junto con mi habilidad para hacer amigos, me hizo popular. Hasta algunos de mis profesores querían que yo ganara. Un día nuestro profesor se salió del salón por unos minutos y luego regresó y me dijo: “¡Ganaste! Estaba tan a la expectativa de que tú fueras el ganador que tuve que salirme del salón e ir a averiguar”. Como presidente de mi clase fue mi responsabilidad dirigir unas palabras durante la ceremonia de inicio del año escolar. América acababa de sobrevivir a la Gran Depresión y estaba combatiendo contra los nazis y los japoneses en la Segunda Guerra Mundial para proteger y preservar nuestro estilo de vida americano. Eventualmente, más adelante yo pronunciaría discursos ante miles de personas sobre la grandeza de América —y sobre las magníficas oportunidades que nuestro país ofrece, mejores que las de cualquier otro país del mundo. Y aún a esa corta edad yo vivía lleno de esperanza y optimismo. Así que en aquella ocasión enfoqué mi discurso de bienvenida sobre la fortaleza de nuestra nación y compartí una mirada optimista acerca de nuestro futuro. Mi discurso se tituló “¿Qué le depara el futuro a los estudiantes de la clase que se graduará en 1944?” Mi padre me ayudó a practicar frente al espejo haciendo sugerencias sobre mi dicción y ademanes, dónde hacer pausa y sobre qué palabras enfatizar. Me dediqué a pronunciar un discurso que inspirara a mis compañeros de clase, quienes junto conmigo, estábamos comenzando a vivir. Muchos estarían uniéndose a la lucha por la libertad en Europa y al Sur del Pacífico. La ceremonia fue en el centro de Grand Rapids en Coldbrook Christian Church. Recuerdo que no estaba nervioso y que deseaba que mi discurso fuera muy bueno y produjera aplausos. Después que hablé una señora en la audiencia me dijo: “Estuviste mejor que el predicador”. Ese era todo un elogio dentro de nuestra comunidad cristiana en donde la única oratoria que la mayoría de la gente escuchaba era la del sermón del domingo. Una experiencia más de la secundaria que cambiaría mi vida y la manera en que me veo a mí mismo: cuando me gradué, el que había sido mi querido profesor de Biblia durante todo el año, el Dr. Leonard Greenway, me escribió un comentario en mi anuario que nunca olvidé —una frase sencilla y muy alentadora: “Para un joven pulcro y con muchos talentos de liderazgo en el Reino de Dios”. Su dedicatoria fue sencilla, pero se convirtió en una fuente enorme de inspiración para un chico que no había sido un buen estudiante y de quien se había dicho que no tenía capacidades para asistir a la universidad. Sin embargo, ¡yo era un líder —según un profesor a quien yo admiraba! ¡Vaya! Nunca antes me había visto a mí mismo de esa manera. Años más tarde volví encontrarme con el Dr. Greenway en una reunión de la escuela. En esa ocasión yo era el maestro de ceremonia y de cierta manera lo puse entre la espada y la pared al preguntarle frente a mis compañeros si él recordaba lo que me había escrito en mi anuario. Él se puso de pie y, después de todos esos años, repitió perfectamente una tras otra cada palabra de aquella frase. Yo estaba impactado por que él había reconocido en mí algo que yo todavía no había visto, pero él fue lo suficientemente sabio para comprender la importancia de unas palabras positivas y de ánimo cuando se trata de contribuir al futuro de un joven. Hasta el día de hoy sigo recordando su amabilidad, y en homenaje a lo que él hizo por mí, siempre estoy tratando de animar a otros con el poder que tienen los mensajes positivos. Por todo lo anterior yo sé que fui bendecido al crecer en el ambiente apropiado. Conté con el amor y el apoyo de mi familia, con la actitud positiva de mi padre y con los ejemplos de las ventas y los negocios de mis abuelos. Heredé los mejores rasgos de los holandeses: su fe, su capacidad de ahorro, su estilo de vida práctico, su ética de trabajo y el aprecio por la libertad y las buenas oportunidades. Perfeccioné los talentos de oratoria y liderazgo que descubrí siendo el presidente de mi clase. Mi fe fue nutrida y fortalecida en mi iglesia durante la secundaria. Aprendí el valor y las recompensas de mi trabajo como repartidor de periódicos, así como de todos los trabajos que hice para pagar mi escuela. Incluso en los peores tiempos de la época de la Gran Depresión estuve redondeado de gente persistente y llena de fe. Recibí el apoyo de mis profesores. Y además fui porrista, función optimista y entusiasta que sigo desempeñando hasta el día de hoy. Después de haberme dado a conocer como un conferencista motivacional uno de mis discursos primordiales fue “Las tres As: Acción, Actitud y Ambiente adecuado”. Mucha gente fracasa al intentar tomar acción porque está paralizada por el temor y la duda. Pero nada pasa hasta que no actuamos. Nuestras acciones deben surgir de una actitud positiva y esta a su vez se desarrolla en nosotros cuando estamos en el ambiente adecuado o cuando nos desplazamos hacia él. Mi entorno fue el amor de mi familia y de mi comunidad, la cual, a través de la fe y el trabajo arduo, encontró felicidad a pesar de la Gran Depresión y esperó con fe y esperanza un mejor mañana. Ya sea con mis propios hijos, con los jugadores del equipo Orlando Mágic de la NBA o con los millones de distribuidores de Amway que hay alrededor del mundo, yo sigo enfatizando en la necesidad de una buena atmósfera. Si tú estás rodeado de amigos que significan una influencia negativa, déjalos y encuentra buenos amigos y gente positiva. Aléjate de los lugares y las situaciones que tengan el potencial para generarte incidentes y malas conductas. Si encuentras un ambiente negativo donde vives o trabajas, ve a otros lugares. Busca amigos, socios y mentores con actitudes positivas y que compartan tus metas con optimismo. Una atmósfera positiva genera una actitud positiva la cual es un requisito para hacer cosas positivas. Debido a mi entorno y al apoyo que recibí durante mi época de estudiante de la secundaria pude desarrollar la confianza de que algún día cumpliría mis sueños. Y así como fueron de importantes todas las experiencias de mi niñez para forjar mi futuro, nada fue tan significante como una persona que conocí antes de graduarme de la escuela. Ella sería el instrumento para cambiar mi vida de maneras que yo nunca hubiera soñado. Y todo comenzó con un simple aventón para ir a la escuela. Iniciando una sociedad vitalicia EL SONIDO DE UN CARRO RETUMBÓ hasta la señal de pare que había al final de mi calle. La escuela cristiana a la cual yo asistía quedaba a unas dos millas de mi casa. En una ocasión un conductor que pasaba —y me vio con mi chaqueta de lana con las solapas levantadas, mi sombrero embutido hasta las orejas y mis zapatos negros hundiéndose entre la nieve— se ofreció a llevarme hasta la escuela. Debió haberse dado cuenta de que yo tenía que caminar más que los demás estudiantes y supondría que era más difícil para mí enfrentar el viento y la nieve que caía. A veces tomaba el bus, pero la ruta iba hasta el centro de Grand Rapids y hacía varias paradas antes de llegar a mi escuela y eso equivalía a llegar demasiado tarde a clases. Necesitaba un medio de transporte más eficiente, y ya siendo una especie de empresario, tuve una idea. Había notado un Ford Modelo A 1929 convertible pasar cerca a mi casa. Luego comencé a notar el mismo carro parqueado en mi escuela y pensé que viajar en este carro sería más rápido que tomar el bus o caminar. Así que un día me presenté delante del estudiante dueño del carro y le dije que vivía a unas pocas cuadras de su casa y le pregunté si era posible que me recogiera para venir junto con él a la escuela. Él también tenía un toque empresarial y me dijo: “¿Por qué no me paga $0.25 semanales para ayudas de la gasolina?” Como la gasolina costaba $0.10 el galón acepté el trato sin saber que el dueño del carro ya llevaba otros estudiantes y también a ellos les cobraba $0.25 semanal. Ese fue mi primer negocio formal con Jay Van Andel, quien se convirtió en mi amigo de por vida y en mi socio en los negocios. El padre de Jay, James, y otro holandés llamado John Flikkema, eran los dueños del concesionario Van Andel & Flikkema, que todavía existe, y esa era la razón por la cual Jay tenía el inusual privilegio que un adolescente pudiera tener durante la época de la Gran Depresión: un carro propio. Cuando lo conocí, Jay era callado y estudioso. Además era hijo único y, comparado con mi casa, vivía en un hogar silencioso, con unos padres que eran bastante reservados. Yo era un estudiante extrovertido e informal. Jay era reservado y serio; daba la impresión de ser un chico capaz de sacar solo letras A en sus notas de la escuela sin necesidad de abrir ni un libro. Así que me interesó su amistad, no porque hubiera nada en común entre nosotros, sino por su carro. Él tenía un par de amigos que vivían cerca de su casa antes de pasarse a vivir cerca de mi vecindario. Con ellos asistía a la iglesia, pero tenía pocos amigos cerca de su nuevo hogar. Comenzamos nuestra amistad como un par de extraños que son muy diferentes, no solo en su personalidad, sino también físicamente. Yo era más bajito y robusto, y tenía cabello oscuro; Jay era alto y delgado, con cabello rubio y ondulado; yo era extrovertido y él era tímido; yo hacía reír a la gente mientras Jay era serio; él estaba un grado más adelantado que yo en la escuela, no hablaba casi y contestaba con monosílabos, pero era un chico maravilloso porque le interesaban temas adelantados para nuestra edad; yo no era muy académico, pero me encantaba pensar en cómo expandir mis horizontes. Sin embargo, poco a poco nos fuimos conociendo y nos las arreglamos para entablar conversaciones interesantes. Alguna vez le propuse durante el camino a la escuela: “¿Por qué no vienes al juego de esta noche?” No sé si él entendió que yo me refería al partido de baloncesto de la escuela y tampoco sé si alguna vez había estado en alguno, lo cierto es que me dijo: “¡Claro! Te apuesto que debe ser muy divertido”. Entonces nos fuimos. Comenzamos a ir con frecuencia a los juegos y conocimos otros amigos con quienes íbamos a comer hamburguesas y soda después de los partidos. Así que, siendo mi amigo, Jay hizo más amigos. Comenzamos a hacer cosas juntos, a socializar y a salir con chicas. Muchos años después un artículo en Reader´s Digest se refirió a Jay y a mí como a los “gemelos holandeses”. Eso no era del todo cierto por varias razones debido a que éramos diferentes en nuestro aspecto físico y en la personalidad, más sin embargo, era real que nos parecíamos en nuestra visión del mundo y de la vida. Mirando atrás veo un nivel de madurez en nuestra amistad, sobre todo porque mucha gente nunca se da la oportunidad para conocer a otras personas porque se apresura a hacer juicios basándose en la apariencia física y porque la personalidad del otro no parece converger con la propia. Jay y yo teníamos cualidades muy diferentes, pero, si nunca hubiéramos intentado hacernos amigos porque en apariencia éramos distintos o porque actuábamos diferente, jamás hubiéramos descubierto qué tanto nos parecíamos en cuanto a nuestra manera de pensar. Muy pronto Jay empezó a conocer más amigos y utilizaba su habilidad de negociante para encontrar nuevos pasajeros dispuestos a pagarle por su servicio de transporte escolar. Su Modelo A se le llenaba de pasajeros y muchas veces nos apretujábamos en el asiento trasero e incluso algunos se iban parados a lado y lado de los estribos del carro agarrados muy fuerte para no caerse en el intento. Todo esto era mucho antes de que se utilizaran los cinturones y las reglas de seguridad actuales, aunque Jay no excedía el límite de velocidad de 25 millas por hora, así que la policía no nos molestaba ya que, con toda seguridad, los agentes pensarían que esa era la mejor forma de transporte que un chico pudiera encontrar durante esa época de Depresión. Yo tenía un balón de baloncesto en mi casa y todavía puedo ver a Jay en su carro, allí parqueado, sin jugar, esperando a que nosotros termináramos de hacer unos cuantos lanzamientos. Luego entrábamos a mi casa y mi madre nos daba de comer. A ella le encantaba Jay —¿A qué mamá no le encanta que su hijo tenga un amigo más maduro, emprendedor, estudioso, y que además sea el dueño de su propio automóvil? Nuestra amistad se fue haciendo profunda con el paso del tiempo. Yo traje a su vida un poco de actividad y vivacidad, y a la vez aprendí mucho de él puesto que Jay era muy inteligente. La nuestra resultó ser una fusión muy buena. El padre de Jay también llegó a conocerme lo suficientemente bien como para ofrecernos nuestra primera oportunidad de trabajar como socios y para poner a prueba nuestra habilidad de triunfar frente a responsabilidades propias de los adultos. Yo apenas tenía 14 años y Jay, 16, pero su padre debió haber percibido que podía confiar en nosotros a pesar de nuestra edad. Nos preguntó si estaríamos interesados en llevar dos de sus camionetas desde Grand Rapids hasta donde un cliente que tenía en Bozeman, Montana. ¡Por supuesto! La producción de carros durante la guerra se limitaba a ensamblar vehículos para uso militar, así que los dueños de las grandes fincas en Montana estaban comprando camionetas de platón donde fuera que las encontraran. Hoy en día, pedirles ese favor a dos adolescentes es inimaginable, pero se esperaba de los jóvenes de mi generación que maduráramos rápido ya que muchos estaban combatiendo en la Segunda Guerra Mundial. La necesidad de que los jóvenes hiciéramos trabajos de adultos durante la guerra también permitió que yo obtuviera mi licencia de conducción a los 14 años. Mi madre le dijo al padre de Jay: “Jim, él no es lo suficientemente mayor para manejar atravesando el país de esa forma”. “Estarán bien”, le respondió el papá de Jay. “Ellos ya están grandes”. Entonces, con la cálida bendición de mi madre, y así como un chico se monta en su bicicleta para ir a dar una vuelta por su vecindario, yo me subí en aquella camioneta para manejar más de 1.000 millas hasta llegar a Montana. Jay y yo no hablábamos de otra cosa que no fuera planear ese viaje y creo que ni logramos dormir la noche antes de partir. Estuvimos despiertos imaginándonos el lejano Oeste, sus montañas, praderas y ranchos. El dinero era escaso y los hoteles, también, de manera que dormíamos sobre pilas de heno que acomodábamos en las camionetas. Remolcábamos una de las camionetas e íbamos juntos en la otra. Hubo lugares en los que no pagamos hotel ni comida porque teníamos conocidos. En Iowa había gente de la Iglesia Cristiana Reformada y también unos chicos mayores que nosotros que asistían a Calvin College en Grand Rapids. Hicimos unas paradas en sus casas y nuestros anfitriones nos atendieron muy bien. Una de estas familias, de descendencia alemana, nos sirvió chucrut — recuerdo lo mucho que se rieron al ver el disgusto en nuestra cara cuando lo probamos por primera vez. ¡Horrible! Antes de que existieran las grandes autopistas los límites de velocidad tendían a estar en las 40 millas por hora y las carreteras eran de dos carriles y atravesaban los campos, así que Jay y yo manejábamos durante millas y luego hacíamos una izquierda brusca en una intersección, continuábamos en esa dirección por un buen rato y luego hacíamos una derecha repitiendo esta maniobra varias veces. Así eran los caminos en aquel tiempo puesto que la prioridad eran las fincas y no la carretera. Atravesamos Iowa y luego Dakota del Sur, de donde recuerdo haber parado en la famosa droguería Wall Drug Store en Rapid City, y luego atravesamos Badlands llegando a un monumento muy conocido que habíamos visto solo en los libros de la escuela: Mount Rushmore. Las llantas de nuestras camionetas ya estaban en malas condiciones cuando salimos de Grand Rapids. Recuerdo que pinchamos tres veces durante un caluroso día y nos desvaramos gracias a unos parches que habíamos llevado porque una estación de servicio que encontramos en medio de la nada quería cobrarnos $0,05 centavos por echar aire y ese dinero estaba fuera de nuestro presupuesto, por lo tanto decidimos desvararnos nosotros mismos en medio de aquel sol y sudar hasta inflar las llantas con una bomba manual —una lección temprana de cómo ahorrar y valérnoslas por nosotros mismos. Este viaje nos reveló ese sentido de la aventura implícito tanto en nuestros negocios como en nuestra vida personal. El recorrido nos dio la oportunidad de conocer y apreciar con nuestros propios ojos nuestra tierra americana, hecho que después nos ayudaría a definir nuestros principios y el estilo de nuestro negocio. También aprendimos lecciones de trabajo en equipo, confianza en sí mismos, responsabilidad y confiabilidad, y experimentamos la satisfacción del trabajo bien hecho. Siempre hemos disfrutado de viajar. Por ejemplo, nuestro negocio de Nutrilite establecido posteriormente requería de un par de viajes al año a la oficina principal en California. Nos encantaba manejar de ida y regreso hasta allá y siempre parábamos para ver los parques nacionales y para esquiar en las montañas. Durante nuestros viajes camino a la escuela, después de tardes de diversión, y luego de haber estado en carretera en un viaje que hace parte del sueño de cualquier adolescente, nuestra amistad se cimentó. Para cuando yo me gradué de la Secundaria nos conocíamos como hermanos y éramos expertos conocedores de nuestras características mutuas. Estábamos convencidos de que seríamos amigos para el resto de la vida. Durante mi último año de la Secundaria Jay me escribió en mi anuario: “El verdadero oro nunca se corroe”. Extraño esos días en los que los jóvenes podíamos experimentar todas esas aventuras. Creo que hubo y existe la tendencia en muchos padres, quizá por temor y miedo, a mantener a sus hijos demasiado seguros. Estos “padres helicóptero” revolotean sobre sus hijos con el fin de levantarlos cada vez que se caen. Y les hacen un mal cuando no les permiten caerse varias veces antes de que aprendan a caminar por sí mismos. En el mundo de hoy, más complejo y menos seguro, permitirle a un joven de 14 años que haga el mismo recorrido que hicimos Jay y yo hasta Montana ya no es posible, por eso aprecio la confianza que recibí de mis padres y la oportunidad que me dieron de tener la aventura de mi vida. Ese viaje fue importante para ayudarnos a Jay y a mí a dejar de ser niños para pasar a ser hombres. Y estoy seguro de que tanto su padre como el mío sabían que así sería. No recuerdo muy bien los detalles de lo que hablábamos cuando nos dirigíamos hacia la escuela, pero estoy seguro de que compartíamos nuestros anhelos mutuos en cuanto a tener algún día un negocio propio, sin embargo, como la mayoría de los chicos de nuestra edad, de lo que nos encantaba hablar era de deportes y de chicas o de algún examen difícil que se avecinara. Y de lo que más me acuerdo que conversábamos nosotros era de la guerra. Es difícil de imaginar ahora, pero en aquellos días hasta en la más corta conversación se incluía el tema de la Segunda Guerra Mundial. Todo lo demás era secundario a lo que estaba ocurriendo en Europa y el Pacífico. Esos conflictos lejanos cruzaban los océanos para afectar todo aspecto de nuestra vida. Recogíamos el periódico en la puerta y el titular principal en la página del frente era sobre alguna batalla ganada o perdida. Las fotos en blanco y negro mostraban a los soldados marchando en Europa y a los marineros adentrándose en las playas. Toda emisora anunciaba las últimas noticias de la guerra en tierras con nombres bastante inusuales y con el análisis de lo que significaba perder o ganar cada batalla. Los anuncios que se daban en los teatros mostraban a los soldados alemanes en sus tanques atravesando Europa. Jay vivía muy interesado en la logística y en las historias de la guerra; tenía sus puntos de vista y le encantaba discutir lo que estaba ocurriendo en Europa y el Sur del Pacífico —lugares tan distantes y exóticos para dos chicos de Grand Rapids que un día fundarían una compañía basada en un novedoso sistema de negocios y en la incomparable libertad de América. El tema de la guerra tuvo un interés especial debido a la lucha de nuestro país por la libertad en contra de las dictaduras de Alemania y Japón. Todo chico que fuera al teatro un sábado en la mañana y viera esos cortos noticieros acerca de Hitler, Mussolini y Tojo pavoneándose frente a multitudes frenéticas conocía el alto riesgo de unirse para combatir a estos enemigos, pero aun así sentía ese entusiasmo por ir al combate a contribuir para ganar la guerra. Cuando Jay se graduó de la secundaria en la primavera de 1942 el hecho de hablar de la guerra y verla ocurrir en las noticias quedó reemplazado por la realidad de la guerra. Jay se unió a las reservas de las Fuerzas Aéreas y más tarde recibió el rango de teniente segundo para convertirse en entrenador de las tropas en el manejo del bombardero B -17. Cuando Jay se fue a prestar servicio activo me dejó su Modelo A para que yo siguiera yendo en él a la escuela. Esos fueron años alegres de amistad, diversión y logros, pero muy en el fondo me di cuenta de que, cuando cumpliera 18 años, como muchos jóvenes de mi edad, me enlistaría para servirle a mi país en uno de sus más grandes retos. Me gradué de la secundaria en junio de 1944 e ingresé a la Armada a comienzos de julio — pasé de estudiante a soldado en cuestión de semanas. Todo el que ingresaba a las Fuerzas Militares en aquellos tiempos pensaba lo mismo que yo: “Tenemos que ganar. Yo quiero servirle a mi país”. Quienes eran rechazados por problemas de salud se sentían muy tristes. Si eras un 4-F, todo el mundo lo sabía. Así que te sentías muy feliz cuando pasabas tu examen físico sabiendo que podrías ir a servir. A lo mejor en la actualidad ese sea un sentimiento difícil de creer debido a la controversia respecto a la Guerra del Vietnam y la eliminación del reclutamiento. Desde ese tiempo, solo aquellos que lo deseen, pelean nuestras guerras. Yo nunca desearía que ningún joven americano tuviera que pelear en una guerra, pero creo que hemos perdido una parte importante de nuestro patriotismo americano al igual que la voluntad de sacrificarnos por nuestro país —que era tan vívida y vital cuando sabíamos que el futuro y la libertad de nuestra nación dependían de ganar una guerra mundial. Jay se convirtió en oficial y enseñaba sobre cómo mantener, reparar, realinear y utilizar los bombarderos. Durante un bombardeo el oficial va al mando del avión. El piloto mantiene el curso, pero una vez está sobre la zona a atacar el control es del oficial de bombardeo. Así que Jay se volvió un experto en el mantenimiento de estos aviones y en el entrenamiento de su uso. Pronto fue enviado a Yale para recibir instrucción para convertirse en oficial y lo logró bastante rápido porque fue muy inteligente para aprender todo lo que necesitaba. En una de las muchas cartas que me escribió desde la base de Dakota del Sur durante el tiempo en que los dos servíamos a nuestro país, Jay me contó que era su cumpleaños y que se encontraba en su oficina haciéndose cargo de la base aérea como oficial del día. Era un domingo y le tocó hacerse responsable justo en esa fecha. Apenas cumplía 21 años y tenía que administrar todos esos bombarderos, soldados y aviadores. Solo en tiempos de guerra le delegamos a gente tan joven semejante responsabilidad. Cuando me enlisté esperaba convertirme en piloto. Sin embargo, para el verano de 1944 la guerra estaba comenzando a debilitarse y las Fuerzas Armadas decidieron no entrenar más pilotos. Yo fui asignado como mecánico de los aviones planeadores que serían utilizados para dejar a las tropas y al equipamiento en combate. Mi servicio comenzó en la estación del tren en Grand Rapids, y al principio vestía de civil, pero más adelante recibí mi uniforme verde de militar y un tiquete pago por el gobierno rumbo a Chicago. Recuerdo que esperé en la plataforma en compañía de mis padres esmerándose para no mostrarme sus emociones ni su preocupación con respecto a que su único hijo estaría lejos de casa y en peligro. Más adelante viajé por todo el país en trenes atiborrados de tropas llenas de camaradería y conducta bulliciosa durante esos viajes. Debido a que he sido siempre extrovertido me parecía emocionante ir hombro a hombro con otros soldados dispuestos a ganar la guerra. Pero en este viaje —el primero tan distante y cuyo destino era una ciudad tan grande— estaba absorto en mis pensamientos. Escuchaba el sonido del tren y veía fincas, ciudades pequeñas y fábricas por la ventana. Reflexioné mucho durante ese viaje. Como todos los que estaban en mi situación pensaba en la posibilidad real de los peligros de un combate hasta incluso perder la vida. Día a día los periódicos publicaban la lista de los hombres en servicio —incluyendo algunos que yo conocía y que eran más jóvenes que yo— que habían sido heridos seriamente y también dado su vida en la guerra. Entendí que enfrentaba un gran riesgo, que era posible que me enviaran a zonas peligrosas y que de pronto no regresaría a casa. Mis pensamientos en ese momento —y después, durante la guerra— se llenaron de fe. La fe tiene un enorme significado en la vida militar debido al valor de la vida, al hecho de tener conciencia de que hay gente muriendo, amigos que hoy están vivos y al día siguiente, muertos. La vida y la muerte estaban presentes y frente a mí todo el tiempo. Así que la fe se vuelve un asunto serio y uno decide qué creer y qué no creer. La guerra fortaleció mi fe y me conforté en el hecho de que el Señor estaba conmigo y guiaba mi vida. Sin embargo, me sentía orgulloso de servir voluntariamente y de compartir el deseo de mi país por ganar la guerra. No era posible considerar la alternativa de un dictador gobernando nuestra nación ni tener que hacer lo que Hitler nos dijera. Esa idea de dictadores y suásticas, y de los desfiles de tropas que veíamos en las noticias, era atemorizante para los americanos. Yo estaba decidido a poner de mi parte para salvar a mi país y por eso no permití que el pensamiento de la muerte se apoderara de mí. La posibilidad de morir siempre hace parte de la guerra, pero aquellos que son muy jóvenes suelen pensar que la muerte es para los demás. Los tiempos eran tensos, pero, antes de rendirnos ante el peligro y hablar de él, nos dedicamos a hacer lo que teníamos que hacer. Rumbo a Chicago también vino a mi mente el hecho de que estaba dejando mi hogar y no retornaría en muchos meses. Más adelante aprendí que, para los hombres que servían en las Fuerzas Militares en el exterior, una de las palabras más profundas que tocan su corazón y su mente es hogar. El hogar adquiere un enorme significado y le da valor a la vida. Muchos de los que sirvieron en la guerra querían conocer el mundo y se sentían felices de alejarse de su casa, pero más adelante estaban felices de tener ese hogar al cual retornar. Mi conexión con mi hogar eran las cartas que recibía de mis padres, familiares y amigos. Ellos me mantenían al tanto de sus actividades. Mis padres y yo intercambiábamos cartas por lo menos una vez por semana. Las tropas intentábamos comunicarnos por teléfono ya que, incluso si nos escribían con regularidad, no significaba que recibiríamos nuestro correo con esa misma regularidad. Hacerles llegar el correo a las tropas era todo un reto porque los familiares y los amigos no siempre sabían dónde se encontraban sus seres amados. Ellos apenas sabían que tenían que escribir a la oficina del correo del Pacífico o del Atlántico. Jay y yo nos mantuvimos en contacto y él me escribió las cartas que tuvieron mayor significado para mí, sobre todo cuando yo estaba a miles de kilómetros de distancia de nuestra ciudad natal en una pequeña isla del Pacífico. Yo le contaba sobre las cotidianidades de mi rutina diaria, en cambio sus cartas eran más detalladas y filosóficas. Él me escribía sobre muchas cosas porque pensaba en muchas cosas. Sus cartas me hacían sentir en casa y me recordaban la profundidad de nuestra creciente amistad. Jay sentía tanta nostalgia por su hogar como yo por el mío. Una vez me escribió: “Me siento tremendamente solo esta noche, Rich. Debe ser por el clima, por estos días tan fríos al final del verano. Hay algo en ellos que me recuerda el otoño allá en casa. ¡Qué maravilloso sería si tú y yo, y el resto de nuestros amigos, volviéramos en a encontrarnos este otoño!” En otra carta me escribió específicamente acerca de nuestra amistad: “Nuestras vidas están unidas y son inseparables, dos amigos que se han conectado de manera tan perfecta, una amistad tan firme no debe finalizar por una guerra. Continuaremos nuestra amistad desde donde la dejamos y cumpliremos nuestros sueños de la manera en que dos grandes amigos que están en perfecto acuerdo lo harían. Tu mejor amigo y compañero de siempre, Jay”. Estas cartas todavía son el mejor recuerdo que tengo de nuestra gran amistad. Con frecuencia hablamos de “amigos”. Hoy en día se le dice amigo a cualquier conocido y para referirse a relaciones más cercanas hay que especificar que se trata de “amigos cercanos” o de “mejores amigos”. En la actualidad la gente tiene miles de “amigos” en Facebook. En mis tiempos, un amigo era un amigo y se trataba de una relación única y especial. Así que yo recibí mi boleto con destino a Chicago y la orden era que tenía que presentarme tan pronto llegara. La estación de Chicago estaba repleta de hombres en uniforme y de bandas militares tocando. De Chicago abordé otro tren hacia Shepperd Field, un centro de entrenamiento para reclutas de la frontera entre Texas y Oklahoma en el que yo era uno de los 7.700 mecánicos de aviación en entrenamiento. Fui asignado para mantener aviones sin motor que eran lanzados desde aviones más grandes y se utilizaban para llevar las tropas y suplementos a las líneas enemigas —silenciosamente. Después de un año y medio de entrenar en Estados Unidos recibí órdenes en la primavera de 1945 para viajar a una base ubicada en una pequeña isla en el Océano Pacífico llamada Tinian, al sureste del Japón. Cuando recibí la orden los alemanes se habían rendido y la guerra con Japón parecía acercarse a su fin. Yo me dirigía en carro hacia Salt Lake City en agosto 15 de 1945 cuando escuché en las noticias de la radio que la guerra en el Pacífico había terminado. La señal de la emisora se perdía a medida que íbamos subiendo las montañas y no logramos encontrar ninguna otra señal. Cuando llegamos al valle la señal retornó y recibimos la confirmación de que los japoneses se habían rendido y que la guerra por fin había terminado. Celebré esa noticia en Salt Lake City junto con todos mis compatriotas a lo largo y ancho de nuestra nación. Algunos en mi unidad estaban especialmente emocionados porque pensaban que era muy probable que no viajaran fuera del país. Pero, a pesar de que la guerra terminó, de todas maneras nos enviaron a Tinian y allí pasé seis meses, y aquélla fue la isla desde donde el Enola Gay voló al Japón a lanzar la primera bomba atómica en Hiroshima. Yo ayudé a desmantelar un campo aéreo que nuestras tropas habían construido después de recuperar la isla de manos de los japoneses y manejé un pequeño camión hasta un lugar de una isla del Pacífico. Mi misión no fue tan sofisticada, pero sabía que era importante y me sentía orgulloso de cumplirla. Jay se sentía frustrado de nunca haber sido enviado fuera del país. Posteriormente me explicó que su unidad estaba en Nueva York a bordo de un barco rumbo a Europa y de pronto el embarque de las tropas se suspendió y un oficial gritó: “¡Ya estamos llenos! Ya no cabe nadie más. Todos los demás regresen y repórtense a sus barracas”. Al hablar del asunto Jay me dijo: “Cuando llegó el momento en que abordáramos los que nos apellidábamos con la letra V ya se había llenado el barco y no me pude embarcar —todo porque yo era un Van Andel y no un DeVos”. La guerra me puso frente a hombres de diferentes credos y procedencias. Aprendí lecciones sobre disciplina al tener que cumplir órdenes y mantenerme físicamente fuerte —como también acerca de lo que es dar órdenes, la rigidez de la milicia y tener conciencia de cómo uno debe tener reglas claras y definidas cuando tiene a cargo una gran cantidad de gente. Yo hice lo que me mandaron sin saber que un día mi socio y yo necesitaríamos de esos mismos principios para manejar un negocio internacional con miles de empleados y millones de distribuidores. Mi servicio terminó en agosto de 1946 cuando zarpamos del Japón hacia San Francisco y yo tomé un tren hacia Chicago. Tenía 20 años y había madurado por la experiencia de la guerra y la vida lejos de casa. Me sentía orgulloso y confiado de hacer parte de una nación victoriosa y próspera que se estaba convirtiendo en un símbolo de libertad para el mundo. Todo el país estaba emocionado y esa fue la mejor época de la nación en que he vivido. Habíamos demostrado nuestra habilidad para trabajar juntos y sobreponernos a la adversidad para alcanzar la grandeza. Estábamos listos para continuar trabajando y comprar carros nuevos, electrodomésticos, finca raíz y todo lo que había escaseado durante los años de la guerra. Éramos optimistas ante el hecho de tener un mejor estilo de vida y prosperar más que nunca antes. Los militares que regresaron a sus casas estaban abriendo estaciones de gasolina, almacenes y otros negocios o empleándose y trabajando duro. Ganamos la guerra en la cual el terrible Hitler trató de matarnos y apoderarse de nuestra nación al mismo tiempo que Japón buscaba otros lugares del mundo sobre los cuales expandir su imperio. Ahora América era libre para alcanzar las estrellas. Cuando llegamos a casa después de la guerra Jay y yo no éramos distintos a otros veteranos que se sentían orgullosos de buscar oportunidades en esta nueva América, la cual parecía ofrecerlas sin límite. Incluso habíamos plantado las semillas de un plan de negocios durante la guerra. Una vez Jay regresó a casa antes de que yo me alistara en la Armada y nos encontramos para salir a una cita con dos chicas, y al regresar esa noche comenzamos a hablar y yo le pregunté: “¿Qué vas a hacer cuando termine la guerra? ¿Irás a la universidad?” Pero dados nuestros antecedentes y nuestros deseos de cumplir nuestros sueños siendo dueños de un negocio creo que los dos sabíamos que ir a la universidad no sería una respuesta para ninguno de nosotros. Mientras más hablábamos, más nos dábamos cuenta de que deberíamos hacer una sociedad y comenzar un negocio. Las sociedades de negocios para toda la vida son muy escasas. Las razones para que nuestra amistad y sociedad fueran imperecederas parecen tan simples y obvias, pero son difíciles de explicar con palabras a quienes no han experimentado una relación tan única como esta. El comienzo fue bastante intrascendental: $0.25 de dólar por transporte semanal para ir a la escuela. Solo unos años después, en tiempo de guerra, Jay firmaba sus cartas dirigidas hacia mí de esta manera: “Tu mejor amigo y compañero de siempre”. Estábamos en el garaje de mi padre, siendo aún muy jóvenes, proponiendo la conformación de una sociedad de negocios. He hablado frente a muchas audiencias en estos últimos años acerca del poder de hacer una sociedad. Es muy raro el hombre de negocios solitario que cuenta con toda la sabiduría, conocimiento, habilidades y talentos para hacer su propio negocio. Jay y yo fuimos conscientes de esta verdad desde el comienzo. Creo que él llegó a mi vida para que yo lo introdujera al mundo de las relaciones sociales activas, a la alegría de hacer y mantener amigos y para que disfrutara de las maravillas de una vida llena de entusiasmo y disposición para ayudar a los demás. Y a la vez yo aprendí a admirarlo por su sabiduría. Incluso desde la Secundaria Jay ya tenía una visión del mundo. Era un joven muy ilustrado e inteligente que recordaba todo lo que había leído. Hasta en nuestras charlas más sencillas yo aprendí muchas cosas de él que un chico de su edad muy seguramente no sabía. Su padre tenía un negocio, así que Jay también tenía algo de conocimiento en ese tema. Él trabajaba en los carros en el concesionario de su padre los domingos, y ese hecho generó en él una ética de negocios y habilidades mecánicas. Jay y yo comenzamos a trabajar juntos cuando hojalateábamos su Modelo A en el negocio de su padre. Jay me agradaba porque era inteligente y yo debí agradarle porque debí sacarlo de estar todo el tiempo entre sus libros para ir a divertirnos. Durante nuestros días escolares él permanecía en su casa leyendo. Yo le preguntaba: “¿Jay, quieres ir al juego de esta noche?”. Él me miraba por encima de su libro y contestaba: “Bueno, no lo había planeado”. Yo le decía: “¡Vamos, vayamos al juego!” “Bueno, está bien. Si tú vas, yo iré contigo”, me contestaba. Se dice que los opuestos se atraen —o que el todo es mayor que la suma de sus partes— o lo que sea. Jay y yo éramos dos partes distintas que de alguna manera trabajaban juntas para que todo funcionara. Yo necesitaba transporte para ir a la escuela y él tenía un carro y vivía en mi vecindario. Dios abre puertas, y si yo no hubiera entrado por esa puerta, mi vida habría sido muy diferente. Cuando me han preguntado si yo hubiera triunfado igual sin Jay, mi respuesta es sencilla: “¡Claro que no!” Y estoy seguro de que Jay contestaría de la misma forma. Poco antes de su muerte en el 2004 Jay le dijo a su hijo menor, David: “Lo primero que debes hacer es proteger la sociedad”. Le escribí una nota para su cumpleaños después de haber estado juntos por más de un cuarto de siglo y él la guardó por el resto de su vida. A lo mejor los sentimientos expresados en aquella nota resumen nuestra rara amistad y la sociedad que tenemos mejor que ningún otro intento para explicarlas: “¡Feliz cumpleaños! Esta nota es con el fin de decirte cuánto has significado para mí, personalmente. En los pasados 25 años hemos tenido diferencias, pero una luz más grande nos ha alumbrado siempre. No sé si haya una forma más simple de definirlo, pero creo que ha sido nuestro respeto mutuo. Y lo que es mejor: nuestro afecto mutuo. El paso de los años ha sido bueno entre nosotros de tantas formas que es difícil ser específicos, pero nuestro entusiasmo y alegría se han basado sobre todo en el hecho de lo que hemos logrado juntos. En realidad comenzó con esos $0.25 de dólar por un viaje semanal, pero ha sido un viaje maravilloso desde entonces. Te ama, Rich”. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial Jay y yo no teníamos duda de que éramos los mejores amigos y que teníamos el potencial para ser socios exitosos; confiábamos en nuestras habilidades mutuas, sabíamos que nos complementábamos, y por encima de todo, confiábamos el uno en el otro. Yo, de hecho, le confié a Jay todos mis ahorros de mi vida de servicio militar para invertirlos en nuestro primer negocio. Comenzaríamos una empresa muy particular y riesgosa, pero confiábamos en que funcionaría. Inténtalo aunque sufras en el intento CUANDO CUMPLÍ 20 AÑOS me compré un avión, a pesar de que todavía ni siquiera había comprado carro. Aún estaba en la Fuerza Aérea y no tenía una idea clara de cómo iba a ganarme la vida cuando en unos pocos meses el Tío Sam me enviara de regreso a mi hogar. Llámalo juventud, inexperiencia o simplemente el optimismo desbordante al saber que América había ganado la Segunda Guerra Mundial, lo cierto es que le envié todos mis ahorros de mis cheques del gobierno a Jay para invertirlos en la compra de un avión —en un tiempo en el que pocos americanos habían viajado en ellos, nosotros dos ya teníamos uno. Así como muchos jóvenes al comienzo de la era aérea admiraban a pilotos como Charles Lindbergh y a todos los pilotos bombarderos que peleaban en la guerra, Jay y yo también amábamos los aviones. Estábamos convencidos de que se volverían tan populares como los carros en la América de la Posguerra ya que estábamos trabajando como miembros de la Fuerza Aérea en torno a los aviones y a los aeroplanos, y por lo consiguiente veíamos cómo los aviones aterrizaban y despegaban con tanta frecuencia de las bases aéreas en donde nos habían asignado. Estados Unidos había construido millones de aviones, desde aviones de combate de un solo piloto hasta los enormes bombarderos B–17, para combatir contra los alemanes y los japoneses en las batallas aéreas sobre Europa y el Pacífico. Se volvió muy popular entre los americanos la idea de que prácticamente habría un avión en el garaje de cada casa. Frente a esa creciente popularidad del transporte aéreo Jay y yo vimos un potencial interesante para hacer negocios en ese campo. Entonces ¿por qué no sacar nuestros ahorros y comprarnos un avión? Yo todavía me encontraba fuera de nuestro país, pero confié en el criterio de Jay y le pedí a mi padre que le diera mis ahorros consistentes en los $700 dólares que servirían de cuota inicial para comprarlo. Mi sueldo militar era de $6 dólares al mes y yo les había enviado la mayoría de mi dinero a mis padres para que me lo ahorraran. Mi padre conocía a Jay y a su padre y confiaba en él tanto como en mí, así que él simplemente le entregó a Jay el dinero y nunca puso en tela de juicio mi decisión. Jay compró un Piper que consiguió en Detroit y sin tener ni idea de cómo volarlo contrató a un piloto para que lo llevara a Grand Rapids. Para ganar dinero y terminar de pagar el Piper abrimos la empresa que se llamó Wolverine Air Service en homenaje al Estado de Michigan. Tuvimos un tercer socio, Jim Bosscher, amigo nuestro de la Secundaria que se convirtió en mecánico de aviación durante la guerra, pero pronto, después de haber comenzado nuestro negocio, nos dijo que estaba interesado en hacer otra carrera y decidió irse a Calvin College. Posteriormente recibió su PhD. en Ingeniería Aéreoespacial en Purdue y se convirtió en profesor de Calvin. Su vida nos mostró que todos tenemos distintos dones que nos llevan a triunfar de diferentes maneras. Él no se convirtió en dueño de un negocio, pero recibió un Doctorado en Ingeniería y llevó una vida grata y reconfortante. Millones de hombres regresaron a sus hogares después de la guerra con sueños y esperanzas, llenos de confianza y anhelos, y con el deseo de comenzar sus carreras, abrir negocios y recibir sus títulos universitarios. Para ayudarlos el gobierno federal promulgó la ley conocida como B.I. Bill, la cual les ofrecía ayuda financiera a los veteranos para que obtuvieran mayor entrenamiento y educación, y disfrutaran de mayor acceso a mejores posiciones laborales. Mediante esta ley aplicaríamos para recibir entrenamiento como pilotos y comenzar nuestro negocio. La mayoría de los que retornaban de la guerra ignoraban lo que harían, así que yo me sentía feliz con la inversión que había hecho con mis $700 dólares para comenzar un negocio. Wolverine Air Service llamó la atención de la gente de Grand Rapids debido a que le hicimos propaganda. Jay puso nuestro avión en exposición en una vitrina de venta de carros ubicada en una esquina bastante frecuentada en todo el centro de Grand Rapids e hizo allí la inauguración de nuestro negocio. Difícil de creer hoy, pero en ese entonces mucha gente se acercaba con mucha curiosidad para ver de cerca los aviones. Las ventas y la promoción de nuestro negocio se convirtieron en el fin de este. Ninguno de nosotros sabía cómo volar y por lo tanto contratamos un piloto de la Segunda Guerra conocedor de los P-38, y otro, de los B-29, para que ellos fueran los instructores junto con un mecánico de aviones de la Fuerza Aérea. Esto nos liberaba a Jay y a mí y nos permitía enfocarnos en promover nuestros servicios y hallar estudiantes. Imprimimos folletos para hacerles propaganda a nuestros cursos de aviación aprobados y nuestro lema era: “Aprende a volar. Si puedes manejar un carro, también podrás manejar un avión”. Les compartíamos a nuestros clientes potenciales nuestra idea de que los aviones eran el futuro; también les informábamos que los veteranos recibían ayuda del gobierno para su entrenamiento a través de esta Ley GI Bill. Nuestro entrenamiento sería una muy buena forma de que comenzaran la carrera como pilotos o para vincularse en el negocio de la aviación. Para entusiasmarlos con nuestra oferta y cerrar el trato también les ofrecíamos un paseo gratis en avión que les permitiera experimentar lo mejor posible la libertad de volar. Vender lecciones de aviación fue cuestión de construir relaciones con gente que llegaba al aeropuerto para ver en qué consistía volar. Captamos el interés de nuestros posibles clientes, quienes veían sobrevolando a nuestro avión desde sus casas y soñaban con que algún día se convertirían en pilotos. El Piper Cub no era sofisticado, como tampoco lo era nuestra empresa en un comienzo. La pista de aterrizaje ubicada en Comstock Park, a unas millas de Grand Rapids, todavía estaba en construcción. Cuando digo pista me estoy refiriendo al hecho de que aún no había aeropuerto en aquel tiempo. Sus dueños se quedaron sin dinero para completar su construcción y por tanto no hicieron hangares y dejaron inconcluso el proyecto. Jay y yo tuvimos que improvisar y le pusimos pontones flotantes al avión para despegar y lograr aterrizar en la corriente del Grand River, que iba paralelo a la pista. Jay describe nuestra primera oficina como un cobertizo, en cambio para mí era un gallinero que tuvimos que limpiar y blanquear para después colocarle un aviso en la puerta — y esa se convirtió en nuestra primera base de operaciones. Con el tiempo el aeropuerto se terminó, pero mientras tanto Jay y yo construimos nuestro propio edificio a un lado de este con el fin de montar allí un segundo negocio que no tenía nada que ver con aviación. Levantamos una construcción prefabricada en madera, de 24 pies cuadrados —que hallamos en una exposición y que venía con todas las partes. La compramos, seguimos las instrucciones, armamos todas las piezas, instalamos el cableado eléctrico y así terminamos con un edificio en el cual montaríamos nuestro siguiente negocio: un restaurante llamado Riverside Drive Inn. Como nuestros aviones tenían que aterrizar antes de que anocheciera, nuestro trabajo allí terminaba antes del atardecer, y en lugar de perder nuestras horas nocturnas pensamos en abrir un restaurante que nos serviría para ganar un dinero extra con la gente que trabajaba en el aeropuerto, con quienes les hacían mantenimiento a los aviones, y con los curiosos que manejaban hasta allá para ver esas novedades. Jay y yo recordamos haber visto varios restaurantes “drive-in” en un viaje a California y pensamos en trasladar esa idea a Michigan. Con una inversión de $300 dólares el 20 mayo de 1947 abrimos el primer restaurante de este estilo en nuestro Estado. Comprendo que para muchos resulte difícil de creer que dos jóvenes pudieran lograr tanto. Hoy esperamos que ellos primero terminen la universidad y adquieran experiencia trabajando para otros antes de comenzar su propio negocio. Sin embargo, pienso que se debió a los tiempos que vivíamos —y al hecho de que desde muy temprana edad se esperara de nosotros que comenzáramos a trabajar y adquirir responsabilidad. Yo mismo no puedo explicarlo. Todo lo que sé es que Jay y yo teníamos más energía que dudas respecto a cualquier posibilidad que se nos presentara. Esos eran los días en los que los americanos todavía éramos reconocidos por nuestro “ingenio yanqui”, por nuestras habilidades mecánicas y capacidad de hacerlo todo nosotros mismos. Éramos más “cacharreros” antes de esta era de sofisticación y especialización. He escuchado de gente que inició su negocio hacía la década de 1920 y los aplaudo y admiro porque su tradición continúa vigente. Animo a todos los jóvenes a recibir educación universitaria, pero nunca desanimaría a alguien que tenga el talento y el sueño de lograr sus metas, si siente que tiene todo lo que necesita para lograrlas. Nosotros no teníamos experiencia sobre cómo rodar un negocio de servicio aéreo, pero sabíamos más de aviones que de restaurantes. Mi pericia en la cocina se limitaba a comer lo que mi madre preparaba y a secar platos. Un pequeño drive-in no es, por fortuna, un negocio muy sofisticado, y nosotros procuramos mantenerlo simple. La construcción de madera pintada de blanco y con un aviso colgando del techo que decía “Riverside Drive Inn” era tan grande como para que pudiéramos atender el restaurante con una vieja estufa a gas, una vitrina, un refrigerador para las bebidas y un congelador. No teníamos mesas dentro del local y servíamos la comida en bandejas que llevábamos hasta los carros. La ubicación del aeropuerto era aún desconocida y remota, así que al principio no teníamos electricidad ni agua potable. Compramos un generador de corriente a base de gasolina y lo ubicamos en el suelo; hacía tanto ruido que difícilmente nos escuchábamos entre sí. Además del constante rugido y del olor a gasolina el generador nos daba apenas la suficiente electricidad para las luces. Teníamos que encender la estufa con un tanque de gas propano. Traíamos agua al restaurante en jarras que llenábamos en un pozo que quedaba a unas millas de distancia. El menú era simple —hamburguesas fritas en mantequilla, perros calientes y bebidas dulces embotelladas, y leche que manteníamos en el refrigerador. Jay y yo nos turnábamos para preparar las hamburguesas y llevar las órdenes hasta los carros de nuestros clientes. El más grave error que cometíamos era cocinar demasiado las hamburguesas y tener que botarlas. Creo que cada uno de nosotros recuerda al otro haciendo eso por lo menos una vez. En el parqueadero del negocio colgamos unos afiches iluminados que contenían el menú y cada vez que un cliente estaba listo encendía el aviso y Jay o yo corríamos hasta ese carro a tomar la orden. Hoy es difícil de imaginarse a los dueños de un servicio aéreo con delantales, sudando frente a una estufa, asando hamburguesas y yendo de aquí para allá entre la cocina y el parqueadero del local para atender a su clientela. Para promover nuestro servicio aéreo nos tomamos una foto de los dos en nuestra oficina —dos jóvenes ejecutivos con chaquetas de aviadores y luciendo importantes atendiendo al público. Sin embargo, esa escena no tenía nada que ver con nuestros trabajos nocturnos asando hamburguesas y alcanzando órdenes de comida por todo el parqueadero. El buen Dios nos bendijo con mucha energía y ambiciones, y aunque rodábamos dos negocios de tiempo completo desde el amanecer hasta entrada la noche, seguíamos buscando nuevas oportunidades. Durante un tiempo rentábamos canoas en el Grand River muy cerca del aeropuerto. Después le compramos un negocio de helados a un hombre que tenía como una docena de carros repartidores de helados y quería deshacerse de ellos. Luego contratamos estudiantes durante el verano para que vendieran helados por toda la vecindad. Además hicimos un acuerdo con los dueños de unos botes y ofrecíamos excursiones de pesca a Lake Superior. Incluso después de largos días de trabajo Jay y yo aún teníamos energía para hacer más cosas y hablar de negocios. Íbamos a casa de mis padres o a la de los suyos —mi madre nos daba de comer una noche y la de Jay, la siguiente noche. Ninguno de los dos teníamos la inclinación a holgazanear. Aun en días nublados o lluviosos, cuando nuestros aviones no podían volar, sacábamos provecho del tiempo sin utilizar el clima como una excusa para no ocuparnos. De hecho, planeábamos que un día tendríamos un negocio que no dependiera del clima ni de la luz del día o de que la gente saliera a comer en las noches. Con 12 aviones y 15 pilotos Wolverine Air Service llegó a convertirse en una de las empresas aéreas más grandes del Estado de Michigan. Durante el tiempo que tuvimos ese negocio Jay y yo obtuvimos nuestras licencias de pilotos. En aquellos días completar el curso de tierra y las horas de vuelo no requería de tanto tiempo para quedar calificado para volar estos aviones de un solo motor y de dos a cuatro pasajeros. Años más tarde completé el entrenamiento que me acredita como piloto de aviones bimotor. Ejercer control sobre un avión y volarlo sobre el terreno de mi familia y sobre el Grand River, o a lo largo de las orillas del lago Michigan, me causó un entusiasmo que jamás he perdido. Para mí, volar y tener aviones propios se convirtió en un interés para toda mi vida. A medida que el negocio de Amway crecía compramos nuestro primer avión, un Piper Aztec —y cuando nuestro negocio se extendió a la Costa Oeste, un recorrido un poco forzado para esta clase de avión, pensamos en comprar un jet. Felizmente, habíamos contratado un consultor de negocios quien, cuando empezamos a pensar en comprarlo, nos dijo: “No me importa en lo que ustedes gasten su dinero. Si han de mantenerse hablando con los distribuidores y haciendo sus conferencias, cómprenlo”. Eso hicimos. Y cuando ese estuvo agendado por completo, compramos otro… y luego otro… y otro… y por último construimos nuestro propio hangar. Yo sostengo que sin computadoras ni aviones nuestro negocio no estaría donde está hoy en día. Pero creemos en el contacto personal, y si no hubiéramos tenido los aviones, tampoco habríamos tenido acceso directo a la gente. Wolverine Air Service fue un tremendo entrenamiento para nosotros. Allí aprendimos a tomar riesgos y a actuar, a avanzar confiadamente —como hemos venido haciéndolo hasta ahora— aunque en algunas ocasiones debimos analizar antes de actuar. En nuestros comienzos como pilotos, por ejemplo, nos quedamos cortos de gasolina y tuvimos que aterrizar sobre un pequeño lago al noreste de Michigan. La gente en aquella zona no estaba acostumbrada a ver un avión sobre su lago y muchos se aproximaron en sus botes mientras nosotros nos sentíamos como celebridades. Nos las arreglamos para comprar gasolina, pero descubrimos que el lago era demasiado pequeño para levantar la velocidad requerida para despegar y tuvimos que hacer peripecias hasta sacarlo de allí. La experiencia es la mejor maestra y aprendimos mucho de este primer negocio, por ejemplo a promover y venderle un servicio a nuestra clientela. Aprendimos de administración y de contabilidad. Tuvimos nuestra primera experiencia con el gobierno debido a que teníamos que mantener el récord de nuestros servicios en orden para poder justificar la ayuda que recibíamos de GI Bill. Jay tuvo que manejar hasta Detroit con las facturas de todos los vuelos que hicimos y de las lecciones que dimos junto con toda la documentación requerida con tal de obtener ayuda del gobierno. Desarrollamos nuestra primera relación comercial con Union Bank en Grand Rapids. Pero, cuando se acabó la ayuda de GI Bill, también se acabó nuestra fuente de ingresos y nuestro negocio. La actividad con los aviones duró cuatro años y no fue una gran fuente de entrada como tampoco lo fue el restaurante. El servicio aéreo no producía la clase de ganancia que esperábamos con relación a todo el esfuerzo que hacíamos. Pero éramos jóvenes y apenas comenzábamos a vivir y nos sentíamos satisfechos con los resultados. Dos jóvenes sin ninguna experiencia en los negocios y dueños de una empresa de aviación fue algo admirable a posteriori. Sin embargo, para nosotros no tuvo mayor importancia en ese momento pues los dos sabíamos, incluso antes de la guerra, que queríamos lograr algo muy significativo. Una carta que Jay me escribió durante la guerra resume muy bien nuestro sentimiento de aquel tiempo: “Mira, este no es nuestro capítulo final, es apenas un paso a lo largo del camino. La guerra terminará y en algún momento volveremos a retomar nuestra vida, y entonces tendremos que tomar la decisión de lo que vamos a hacer de ahí en adelante para ser recordados”. Recuerdo que era cuestión de saber qué clase de negocio tendríamos, y no de saber en dónde conseguiríamos empleo. Durante esos primeros años de sociedad Jay y yo compartíamos una pequeña cabaña en Brower Lake, en 10 Mile Road, a unas 10 millas al norte de Grand Rapids. Además teníamos un Plymouth 1940 que le compramos a su padre. La cabaña era de apenas 500 pies cuadrados, la cuarta parte del tamaño de una casa promedio actual, pero aun así tenía una cocina, una barra, un pequeño comedor y una puerta que conducía a un baño con un dormitorio a cada lado. Dormíamos en camarotes en uno de los cuartos. Yo dormía en la parte de abajo tal vez porque Jay era más alto que yo. Y como todavía estábamos en nuestros veintes, nuestra cabaña se convirtió en un lugar en el que nos reuníamos junto con otros jóvenes que acababan de retornar de la guerra, quienes llevaban a sus esposas o a sus novias. Yo tuve uno de los primeros televisores de la ciudad —una caja de dos pies de alta con una pantalla de no más de ocho pulgadas de ancho y una pequeña antena. Amigos de la escuela y de los días en que éramos militares iban a visitarnos para ver televisión, festejar, y a veces nadar en Browser Lake o montar en un bote con motor fuera de borda que Jay y yo compramos con las ganancias de nuestro negocio. Jay se sentía contento de quedarse en casa a leer, pero se disponía a acompañarme cuando yo iba al cine o a reunirme con los amigos. Jay no amaba las fiestas, pero cuando íbamos procuraba socializar, incluso cuando hubiera preferido quedarse en casa. Jay estaba mucho más interesado que yo en aventurar a través de sus libros. Y fue un libro el que nos abrió la imaginación y nos condujo hacia nuestra siguiente aventura. Durante el invierno de 1948 leímos Caribbean Cruise, un relato que describía las aventuras marinas de un personaje llamado Richard Bertram. Él era un constructor de botes que, junto con su esposa, zarpó en un bote de 40 pies rumbo al Caribe y alrededor de sus islas. El libro era la historia de su viaje. Estábamos fascinados con este marinero y sus descripciones de las playas blancas, de las palmeras y las azules aguas del Caribe. Los dos habíamos estado trabajando duro y sin descansar, así que pensamos que un viaje por mar sería muy relajante y emocionante, como para no mencionar la aventura que significó para nosotros viajar hasta Montana en nuestra época de adolescentes. Planeamos que venderíamos nuestro negocio y tendríamos suficiente dinero y tiempo para disfrutar. Creíamos que el viaje sería divertido y decidimos hacerlo. Después de hojear revistas de yates encontramos un vendedor en Nueva York y viajamos hasta allá para conocerlo y comenzar a buscar un bote. Él nos llevó a varios lugares hasta que encontramos el que se ajustaba a nuestras necesidades y presupuesto. El bote, llamado Elizabeth, estaba en un muelle de Norwalk, Connecticut. Era una embarcación de dos mástiles que medía 38 pies, con un bauprés amplio y tres claraboyas en la cabina, la cual tenía espacio suficiente para una tripulación de dos miembros. Parecía estar en buenas condiciones —y muchos decían que era una embarcación única— pero Elizabeth había permanecido fuera del agua durante los años de la guerra, apoyada sobre su quilla y sin ningún apoyo en la proa ni en la popa, así que sus puntas estaban un poco arqueadas. Su casco de madera también se había secado y pronto descubriríamos que esto causa que los listones se separen y permitan el paso del agua. A pesar de todas sus averías pensamos que estaba en buenas condiciones, entre otras cosas porque era difícil encontrar botes después de la guerra. Por tanto, decidimos vender uno de nuestros aviones y comprar esa embarcación. Su condición implicaba un gran riesgo. Lo otro era que ni Jay ni yo habíamos puesto nunca las manos sobre el timón de una embarcación más sofisticada que el pequeño bote con motor fuera de borda de Browser Lake. Navegar en el océano en un bote de 38 pies no es para principiantes. Entonces, cuando Jay regresó a Michigan para cerrar el negocio de los aviones, yo contraté un capitán y un tripulante para que me enseñaran a navegar a medida que nos dirigíamos hacia el sur de Wilmington en Carolina del Norte. Estando el capitán dormido una noche yo cometí un error de navegación y fuimos a parar a un pantano en New Jersey. Un marino guardacostas nos dijo: “Hacía mucho tiempo que no veía un bote por estas tierras”. Me dirigí a casa para pasar la Navidad en familia y luego regresamos con Jay a donde habíamos dejado la embarcación en Carolina del Norte. Nos dimos a la mar en enero 17 de 1949 rumbo a Miami y una vez allí planeamos equiparnos bien para viajar al Caribe y llegar mínimo hasta Puerto Rico. Cuando dejábamos el muelle le grité a Jay: “¡Desamarra el lazo de la popa!” Él lo desamarró y yo iba a soltar el de la proa, pero me demoré en llegar hasta allá, y cuando lo estaba desanudando me di cuenta de que el curso de la corriente había cambiado. Cuando atracamos, la corriente iba en la dirección adecuada para ayudarnos a atracar, pero cuando tratamos de zarpar al día siguiente la corriente iba en dirección contraria y el barco giró de tal manera que la proa estaba donde había quedado la popa. Escuché una fuerte explosión y vi que el casco de Elizabeth había golpeado al pequeño bote de aluminio que estaba atado en la parte de atrás de la embarcación. El impacto abollonó el bote y esa abollonadura fue el suvenir de nuestro primer contratiempo a lo largo del viaje. Por lo general, cuando uno pone un bote de madera seca en el agua lo deja que se repose y en un día o dos la madera habrá absorbido suficiente agua como para apretar y sellar las uniones de los listones. Bueno, con los listones de esta embarcación nunca pasó eso, ni siquiera durante nuestro largo viaje de Carolina del Norte a Florida. Fuera de eso, el barco no tenía un flotador en su bomba que se levanta para disparar automáticamente el interruptor que la activa para medir el nivel del agua, por lo tanto teníamos que estar pendientes de revisar nosotros mismos el nivel del agua en la sentina, así como de voltear el interruptor de la bomba cuando había agua estancada. Si alguno de nosotros dos no se levantaba a las 3:00 A.M. a girar el interruptor, estaríamos caminando entre agua cuando nos despertáramos a las 5:00 A.M. o 6:00 A.M. Después de seis o más horas el agua subía por encima del piso del entarimado. Tuvimos que aceptar esta rutina como parte de nuestra vida diaria. Era un bote muy pequeño, pero pensábamos que se ajustaría. Cuando llegamos a la Florida lo sacamos del agua para ajustarlo y calafatearlo. Además le desprendimos los cangrejos, almejas, y todo lo que se adhiere a la parte inferior del barco, para que Elizabeth navegara lo más rápido posible. Me encantaría decir que el resto de nuestro viaje fue placentero y una gran aventura. La verdad es que no se pareció en nada al crucero romántico que describe Bertram en su libro —el que tanto nos inspiró a Jay y a mí. De hecho, trabajamos demasiado y pasamos unos días miserables en el mar. Viajar largas distancias en el océano en un bote tan inadecuado como el nuestro requirió de un gran esfuerzo. Navegar con la ayuda del viento no siempre significó avanzar en línea recta y entonces zigzagueábamos 150 millas para avanzar solo 50. Con tantos cambios de corriente y variedad de puertos conseguir atracar era una peripecia única. Y con nuestra falta de experiencia se nos iba la mayor parte del día pensando en cómo entraríamos al muelle y en las noches nos preocupaba cómo haríamos para hacernos a la mar la mañana siguiente. Tengo un récord muy alto en lo que se trata de animar a las personas a que sigan sus sueños, a que no se dejen vencer por la falta de experiencia ni el temor a fracasar, pero, mirando atrás y recordando lo que fue nuestra vivencia en ese bote, tengo que admitir que debimos estar mejor preparados. Vivimos muchas circunstancias que pudieron haber sido un desastre y que no lo fueron únicamente porque alguien con más experiencia que la nuestra nos rescató. Un día estábamos tratando de atracar en un muelle de combustible donde los barcos estaban anclados de nariz hacia la playa, justo frente a nosotros. A medida que nos aproximábamos al muelle yo intenté poner el bote en reversa y el motor se apagó y nos quedamos a la deriva yendo contra el muelle lleno de barcos. Como dije antes, Elizabeth tenía un bauprés de buen tamaño que sobresalía a su frente, entonces desde allí Jay logró lanzarle una soga a un hombre que estaba en el muelle y él a su vez logró agarrarla y envolverla alrededor de un pilote y así logramos parar poco a poco para no pegarnos contra ningún barco. Tuvimos suerte de evitar el que hubiera sido un serio accidente. En el camino de Miami hacia Key West el accesorio en la popa que sujeta la vela mayor en su lugar se desprendió de la cubierta dejándonos poco control sobre la vela. Residuos que habían quedado en los tanques de gasolina antes de la guerra contaminaron la gasolina, lo que a su vez enmugró el carburador del motor. Nos aproximábamos al muelle hacia la madrugada cuando el motor se apagó, y además no nos era posible utilizar la vela principal que se había desprendido de la cubierta, por lo tanto nuestro barco se balanceaba y golpeaba a la deriva contra el agua; la vela mayor, que estaba floja, aleteaba; el motor se había detenido por completo y nosotros tratábamos de echar el ancla en el canal. De repente oímos un claxon y vimos un submarino aproximándose desde la base de entrenamiento de Key West. El submarino no nos hizo daño, pero luego fuimos amonestados por anclar en una zona de tránsito a pesar de que no tuvimos otra alternativa. Pero el mayor desafío eran las fugas de agua. No solo las fugas del casco, sino también las de los tablones sobre nuestro camarote. Las fugas de la cubierta goteaban agua fría sobre nosotros y tuvimos que encontrar la manera de taparlas, recoger el agua en baldes o cubrirnos la cabeza. Teníamos un sistema de calefacción inadecuado y el agua en el Océano Atlántico suele ser muy fría durante el invierno. De Key West nos dirigimos hacia La Habana, Cuba, que en esos días todavía era un excelente sitio turístico. Las calles se iluminaban en las noches con las luces de casinos, bares, clubes nocturnos y hoteles. Los cubanos hacían tragos de ron que eran populares en La Habana. Los barcos cruceros traían de Miami turistas americanos a la capital cubana y las calles vivían repletas de americanos haciendo compras durante el día y divirtiéndose en los bares y en los casinos por las noches. ¡Tremendo aprendizaje para dos chicos oriundos de la pequeña ciudad de Grand Rapids! Al salir de La Habana nos dirigimos hacia Puerto Rico. Ya era marzo 27 de 1949 y habíamos navegado un promedio de 300 millas cuando advertimos algo que era de esperarse: al atardecer activé la bomba eléctrica para deshacernos de unos 30 cm de agua en la sentina y, al chequear de nuevo una hora después, el nivel del agua era de más de un pie. Entonces le dije a Jay: “El nivel de agua está más alto, no nos hemos deshecho del agua”. Decidimos sacar una bomba de agua manual y comenzar a bombear para lograr bajar el nivel del agua, pero sin importar lo que hiciéramos, el nivel seguía subiendo. El bote se estaba inundando más pronto de lo que podíamos evacuar el agua, tanto con la bomba eléctrica como con la manual. Con el agua hasta las rodillas, y exhaustos de bombear, por fin aceptamos lo inevitable y disparamos una señal de auxilio consistente en una llamarada roja. Si no había botes en el área que nos rescataran, pensábamos llegar hasta la orilla en el botecito de aluminio con motor fuera de borda. Después de todos estos años todavía me pregunto por qué continuábamos zarpando hacia lugares más lejanos en un bote que tenían fugas de agua. Debíamos ser tan jóvenes e inexpertos, y estar en negación. Sin embargo, incluso cuando pensábamos que naufragaríamos en medio de 1.500 pies de agua y a 10 millas de la orilla, recuerdo que permanecíamos calmados. Todavía no sé cómo explicar esa calma que me ha acompañado a lo largo de los años. Me siento bendecido al sentir que cualquier tormenta que me traiga la vida sabré soportarla. Esa ha sido una verdad permanente en medio de los altibajos que me trae cada nueva experiencia. Por fortuna el Adabelle Lykes, un barco carguero que iba para Puerto Rico, nos vio y no tardó un minuto en llegar, justo cuando se rompió un tablón y el agua comenzó a filtrarse a toda velocidad. El barco jaló nuestra embarcación y el capitán nos gritó: “¿Quiénes son ustedes y qué están haciendo?” Por su vasta experiencia él pensó que era factible que se tratara de piratas cubanos. Yo le respondí: “Somos la embarcación Elizabeth registrada en Connecticut y nos estamos hundiendo”. Cuando él se dio cuenta de que se trataba de unos chicos americanos tiró una escalera de cuerda por un lado de su embarcación y bajó hasta nuestro bote y se ofreció para tratar de izarlo con una grúa sobre su cubierta, pero la Elizabeth estaba demasiado lastrada con agua y se había constituido en un peligro, así que todo lo que su tripulación pudo hacer fue abrirle un agujero en el costado y luego usar su mismo peso para que se rompiera y se hundiera. En medio de la oscuridad de la madrugada Jay yo estábamos en la cubierta de aquel carguero observando desaparecer al que una vez fue nuestro instrumento para lanzarnos a la aventura. Algunos miembros de la familia Lykes iban a bordo y nos ofrecieron llevarnos hasta Puerto Rico, e incluso nos dieron un cuarto de huéspedes —y a cambio nosotros les contamos nuestras historias en altamar. Pensamos en escribirles una carta a nuestros padres para contarles lo que nos había pasado, pero ignorábamos que la Guardia Costera había sido advertida de nuestro rescate y el periódico de nuestra ciudad natal, The Grand Rapids Press, captó la noticia y llamó a mis padres en busca de mayor información o de una respuesta. Era obvio que mi padre sabía menos que el reportero pues se acababa de enterar de que habíamos sido rescatados, pero no tenía más detalles. Nuestras familias estaban muy preocupadas y se preguntaban por qué no les avisamos. Nosotros les escribimos, pero la carta llegó días después de que el artículo en The Grand Rapids Press fuera publicado. Años más tarde, siendo yo padre, pensaba: “¡Pobres mi madre y mi padre! Debieron estar demasiado angustiados”. Recuerdo cuánto me preocupaba cuando uno de nuestros chicos estaba fuera de casa después de la hora permitida y con un carro a su disposición. Allí estábamos Jay y yo a la mar en un bote y con la más mínima experiencia como marineros. En ese tiempo nosotros nos considerábamos a sí mismos como jóvenes responsables, maduros y preparados para cualquier reto, pero ahora me doy cuenta de que para nuestros padres seguíamos siendo apenas sus niños. La embarcación se nos hundió, sin embargo, Jay y yo quisimos continuar con nuestro sueño inicial de viajar a Sudamérica. En Puerto Rico abordamos un barco cisterna llamado Teakwood rumbo a Caracas, Venezuela. El capitán no estaba autorizado para llevar pasajeros, así que nos ofreció ser miembros de su tripulación. Cuando el barco llegó de Curazao decidimos desembarcarnos y volar a Venezuela, pero los oficiales de emigración no les permitían a los miembros de las tripulaciones abandonar sus barcos porque por lo general pretendían quedarse allí ilegalmente. La isla caribeña de Curazao es territorio holandés y eso hizo que tratáramos de explicarles nuestros planes y procedencia a los oficiales en nuestro holandés nativo, lo cual empeoró la situación porque ellos sabían que no era frecuente que alguien en Estados Unidos hablara holandés y por esto supusieron que debíamos ser espías comunistas. Además, les costaba creer que dos jóvenes como nosotros estuviéramos dando vueltas por el mundo. El oficial nos dijo: “¿Cómo creen que van a salir de aquí? No quiero que ustedes se infiltren a nuestro país y que el gobierno tenga que pagar una fianza por su culpa”. Yo le dije: “Nosotros tenemos dinero” y le mostramos los miles de dólares que llevábamos en nuestros cinturones. Después de habernos investigado con las autoridades americanas durante algunos días el capitán nos dejó ir y compramos nuestros pasajes rumbo Venezuela. El cambio del dólar hizo que fueran más costosos. Después nos fuimos a Barranquilla, Colombia. No teníamos ni la menor idea de hacia dónde nos dirigíamos en ese viaje. Solo mirábamos el mapa, poníamos el dedo en algún lugar y para allá nos íbamos. Barranquilla es la desembocadura del río Magdalena, el cual sigue su curso hacia el interior de Colombia. Abordamos un viejo barco de ruedas que fue transportado desde Mississippi para usarlo en el Magdalena —un barco de los días de Mark Twain con una rueda que le daba movimiento y estaba ubicada en su parte trasera; tenía una cubierta estilo barcaza y cuartos en la parte de arriba. En la proa iba un pequeño rebaño de ganado que era sacrificado según fuera necesario para alimentar a los pasajeros. En 1949 Colombia estaba en medio de un conflicto sangriento y había un montón de sentimientos en contra de los americanos. Vimos avisos que decían: “Yanquis, ¡váyanse de aquí!” Esa circunstancia hacía que la gente manifestara un disgusto obvio hacia nosotros y se mantuviera a cierta distancia por ser americanos, hecho que nos llevó a tener que aprender un poco de español puesto que nadie nos hablaba en inglés. Teníamos libros de traducción al español que usábamos para ordenar comida, pedir instrucciones y llegar a donde necesitáramos. Con todo, Jay y yo nos relajábamos en las sillas de la cubierta bajo un sol radiante y apreciábamos el panorama de la jungla a medida que el barco transitaba despacio por el río. La jungla era en las noches el hogar de los bandidos que abordaban los barcos para robar a los pasajeros, pero las tropas colombianas prestaban guardia para impedir esos actos. Cuando el río Magdalena se volvió muy angosto para navegarlo desembarcamos y tomamos un tren hasta Medellín, un avión a Cali, y luego otro tren por una vía más estrecha hasta Buenaventura. Este tren, que parecía de juguete, era abierto a los lados, tanto, que luego de pasar por un túnel Jay y yo quedamos cubiertos del hollín de la locomotora que se quedaba atrapado en el túnel. Luego abordamos un barco que era una combinación entre carga y pasajeros rumbo a Ecuador, Perú y Chile, y que descargaba bananas y recogía caña de azúcar y algodón. La ciudad de Santiago, en Chile, con su clima muy mediterráneo y su gente amigable, era tan maravillosa que decidimos pasar allí unas semanas para reposar después de meses de viaje. Habiendo descansado logramos ponernos nuevamente en marcha y terminar nuestra aventura por Sudamérica viajando a Argentina, Uruguay, Brasil y las Guayanas, y luego abordamos un barco hacia el Caribe y pasamos por Trinidad, Antigua, Haití y República Dominicana. Y aunque Jay y yo encontramos que esas tierras extranjeras eran exóticas y encantadoras, también conservo un sentimiento que se ha quedado en mí por el resto de mi vida —estos países carecían de mucho del desarrollo moderno, los lujos y las comodidades que nosotros en América damos por sentados. Esta no es una crítica hacia otros países, sino un simple recordatorio de que nosotros los americanos necesitamos apreciar más nuestro propio país. Recuerdo que, incluso cuando estábamos viendo cómo se hundía nuestro barco, yo pensaba: “¿Cuál es nuestra próxima aventura?” Nunca pensé que fuéramos a morir, aunque hubiera podido ocurrir, pero la experiencia de afrontar retos imprimió en mí un increíble sentido de confianza. Aprendí que, cuando uno está en problemas, es cuestión de buscar una solución. También aprendí que uno no retrocede. Solo porque nuestro bote naufragó no significaba que nuestro viaje había terminado, sino que teníamos que cambiar nuestro medio de transporte. Uno toma lo que hay disponible y sigue su camino. Y precisamente a todo esto se debió que tampoco nos sintiéramos atemorizados cuando la pista del aeropuerto no estaba terminada y tuvimos que utilizar pontones para aterrizar en el río. La falta de electricidad en nuestro restaurante tampoco fue un problema sin solución porque compramos un generador de corriente. Del mismo modo, ser marineros inexpertos no nos detuvo de la aventura de navegar por el Caribe: aprendimos haciendo. Utilicé esas experiencias años más adelante en mi discurso titulado Inténtalo o sufre en el intento. La lección es simple: uno puede sacar excusas basándose en que no tiene la educación o la experiencia adecuada, en que no proviene de mejores transfondos, en que siente miedo al intentar algo nuevo o a enfrentarse a un reto que parece peligroso. También puede sentarse y llorar sobre lo que lo detiene de avanzar o decidir que va a intentarlo. Pero solo es cuestión de intentarlo, y si fracasas, inténtalo otra vez. En mi experiencia, intentar es mejor que llorar. Como Jay y yo creíamos en intentarlo tuvimos esa experiencia en el Caribe y Sudamérica, una aventura que era un sueño para los chicos de mi ciudad natal. Y nosotros dos lo intentamos. Nuestra siguiente aventura no fue tan convencional, sino quizá muy peculiar para la mayoría de la gente, y muy adelantada para la época. Pero nosotros dijimos: “¿Por qué no? ¡Intentémoslo!”. Gente ayudando a otra gente a ayudarse a sí misma DESPUÉS DEL RECORRER CASI TODOS los países de Sudamérica en trenes, aviones, automóviles y botes Jay y yo nos sentíamos exhaustos pero maravillados cuando nos sentábamos a recibir la brisa tropical de la playa de Copacabana en Río de Janeiro, Brasil. Nuestro bote naufragó, nuestros ahorros menguaron, y, sin planes para futuras ocupaciones, analizamos nuestra situación: no teníamos educación universitaria, ni estábamos entrenados en una profesión, ni tampoco contábamos con los ahorros suficientes para invertir en un nuevo negocio, pero habíamos triunfado en nuestros intentos de ser dueños de negocios y estábamos de acuerdo en que un empleo de 9:00 a 5:00 trabajando para alguien más no estaba en nuestro futuro. Queríamos continuar trabajando por nuestra propia cuenta. No teníamos un negocio específico en mente, pero estábamos de acuerdo en continuar siendo socios. La playa de Copacabana fue el lugar donde decidimos conformar una empresa a la que llamaríamos Ja-Ri Corporation, que es una contracción de nuestros dos primeros nombres, Jay primero porque él era el mayor de los dos. (Más adelante fundaríamos otra compañía que también sería la contracción de dos palabras). Nuestro sentir era que teníamos que iniciar algo, la única pregunta era cuál sería nuestra siguiente aventura. Habíamos hablado bastante acerca de un nuevo negocio durante nuestro recorrido y en todos los viajes buscábamos algo que nos pareciera rentable. Habiendo viajado internacionalmente se nos ocurrió que podríamos ser exitosos como importadores. Para este propósito trajimos de Haití unos productos para el hogar hechos en caoba y a mano con el fin de vendérselos a artesanos en Grand Rapids. Negociamos con algunos dueños de almacenes, pero encontramos una competencia bastante fuerte en los precios al detal, y sobre todo, adquirimos algo de experiencia en esta clase de negocio. Apenas ganábamos para sobrevivir, sin embargo, esos productos le generaron las primeras ganancias a Ja-Ri. Necesitábamos comenzar otra clase de negocio, si en realidad queríamos obtener ganancias para tener una vida decorosa. Fue entonces cuando pasamos de un producto de madera a otro que nos dio resultados todavía peores. Aunque parecía una buena idea en ese momento, en retrospectiva no entiendo por qué pensamos que tendríamos éxito con una compañía de juguetes de madera. Nuestra empresa Grand Rapids Toy Company comenzó con la fabricación y distribución de caballitos de balancín sobre ruedas para cuya elaboración necesitábamos una patente. ¿Qué niño querría un caballito de madera de alta calidad? A los niños les encantaban nuestros productos, pero sus padres no estaban listos para pagar el precio. El negocio fue un desastre. Nuestro peor problema fue que, justo cuando comenzamos a hacer una variedad de juguetes, otra compañía comenzó a fabricar caballitos en plástico que eran más baratos de elaborar y que se vendían a un precio más accesible. Durante años tuvimos un inventario de resortes, ruedas de madera y otras partes que nos quedaron de ese fracasado intento. Sin embargo, sí tuvimos una aventura que nos proporcionó dinero y mucha diversión. Tan pronto llegamos a casa Jay y yo estábamos sorprendidos al ver cuánta gente estaba interesada en nuestro viaje en barco. Habíamos filmado nuestra aventura y nos dimos a la tarea de editar esa filmación y convertirla en un diario del viaje que iba narrando las imágenes e hicimos presentaciones en auditorios frente a varios grupos cívicos de Grand Rapids. Nuestra ganancia era de $1 dólar por cada entrada. Algunas presentaciones nos dejaron hasta $500. Además de ese ingreso estábamos desarrollando nuestras habilidades como presentadores frente a las que, para nosotros, en estos tiempos eran grandes audiencias. Me encantaría tener esas cintas para vernos a Jay y a mí tan jovencitos al mando de nuestro bote y viajando por Sudamérica, pero nadie da razón de donde podrían estar aquellas filmaciones. Seguro se refundieron o las guardamos en algún lugar seguro del que nadie se acuerda hoy. Muy poco sabíamos Jay y yo cuando nos las ingeniábamos para ganarnos la vida que el producto con el cual tendríamos éxito futuro estaba justo frente a nuestras narices —pues los padres de Jay ya lo consumían. Décadas antes del énfasis actual en cuanto a tener una nutrición adecuada y consumir vitaminas y minerales, a finales de 1940, sus padres ya consumían un suplemento alimenticio elaborado por una compañía en California llamada Nutrilite. El producto no se vendía en tiendas sino a través de distribuidores independientes. El primo segundo de Jay, Neil Maaskant, era distribuidor de NUTRILITE y les vendió su línea de productos y ellos contaban maravillas sobre sus efectos, motivo por el cual le insistieron a Jay que invitara a su primo segundo para que nos explicara en qué consistía el negocio y la línea de productos de NUTRILITE. A lo mejor esa podría ser una buena posibilidad de negocio. Los dos estábamos escépticos del asunto y hasta nos reíamos frente a la idea de ser vendedores de vitaminas. Sin embargo, por amabilidad con un familiar, Jay invitó a Neil a que viniera desde Chicago a Grand Rapids la noche del 29 agosto 1949 y nos contara su experiencia. Yo le dije: “Jay, él es tu familiar. Escúchalo tú porque yo tengo una cita con una chica”. Esa noche, al regresar de mi visita, Jay me dijo: “¡Sabes, suena bastante bien!” Y cuando me contaba de NUTRILITE, de pronto me dijo: “A propósito, yo ya firmé”. Jay habló del asunto casi todo el tiempo y yo estuve de acuerdo en que era un esfuerzo que valía la pena como para dejar todo lo demás que estamos haciendo, así que hice un cheque por $45 dólares y compré dos cajas del producto y un kit de vendedor con literatura para distribuir y hacer propaganda. Y así nada más, ya teníamos un negocio. Cuando escuché los detalles vi claramente que se trataba de una buena oportunidad debido a que los costos para iniciar eran demasiado bajos —escasos $49 dólares por un kit que contenía dos cajas de un suplemento nutricional llamado DOUBLE X junto con la literatura sobre cómo vender Nutrilite y construir un negocio. Parecía que, no solo ganaríamos dinero en comisiones según nuestro volumen de ventas, sino que además auspiciaríamos a otros vendedores para entrar al negocio y ganaríamos una parte de lo que ellos vendieran. Me encantaba conocer gente y ya había puesto a prueba mi talento como vendedor con nuestras lecciones de aviación, así que la oportunidad me venía muy bien. Nuestro cheque girado a Nutrilite hizo que Ja-Ri Corporation se convirtiera en su distribuidor oficial. Comenzamos a contarles a todos los que conocíamos —familia, amigos, vecinos, conocidos— sobre el valor de los suplementos de NUTRILITE DOUBLE X de Nutrilite, los cuales comenzamos a consumir a diario. Tan animados como nos sentíamos de cumplir grandes metas con nuestro nuevo negocio, nuestra empresa comenzó lentamente —y luego empeoró. Invitamos a una cantidad de amigos a nuestra cabaña y les mostramos un corto video describiendo el producto y les expresamos lo emocionados que nos sentíamos frente a esta magnífica oportunidad. La gente comenzó a salirse y apenas una persona se quedó y se inscribió, pero renunció muy poco tiempo después. Entonces las cosas parecieron empeorar. Pasaron semanas sin que reclutáramos ni un solo distribuidor; les vendimos unas pocas cajas de DOUBLE X a algunos familiares y amigos que muy probablemente apenas sí estaban intentando ayudarnos a arrancar con este nuevo negocio. Con el paso de los años puedo darme cuenta de que este fue un momento definitivo para Jay y para mí. Habíamos comenzado un nuevo negocio con un producto nuevo que requería un plan de mercadeo nuevo en un campo también nuevo. Ser distribuidores de Nutrilite puso a prueba todo lo que habíamos experimentado, nos retó y dejó al descubierto nuestro carácter. ¿Por qué tenía que habérsenos ocurrido iniciar esta aventura tan incierta y poco convencional? ¿Qué nos daría la energía y autoconfianza suficientes para aproximarnos a un cliente potencial con un producto tan desconocido? ¿Por qué nos sentíamos imperturbables frente al rechazo e incluso nos reíamos? Lo único que puedo hacer es preguntar por qué, porque todavía no tengo esas respuestas. Entiendo que el temor al rechazo es un asunto complejo para la mayoría de personas que considera la posibilidad de hacer una carrera en ventas. Sé que muchos se sienten apabullados frente al ridículo y las burlas, y estoy seguro de que Jay y yo no éramos inmunes a nada de esto, pero, por razones que no sé explicar, nosotros tomábamos con calma cada rechazo o negativismo que hallábamos en el camino y seguíamos la marcha. Quizá nuestra experiencia había imprimido en nosotros esta actitud positiva. Pero, por la razón que fuera, sencillamente tuvimos la capacidad o los tipos de personalidad para hacer lo que hubiera que hacer para combatir las objeciones y avanzar. Además, teníamos la ventaja de animarnos mutuamente para afrontar circunstancias difíciles. Estábamos enfrentando fuertes vientos. Primero que todo, los padres instaban a sus hijos a lavar sus propios platos, a comerse los vegetales y a tener una dieta saludable, y casi nadie consumía en esos tiempos un suplemento alimenticio ni hablaba de nutrición. El plan de ventas de Nutrilite era nuevo y despertaba sospechas. Que un vendedor recibiera un porcentaje de su venta era un asunto normal, pero la idea de que recibiera un porcentaje de las ventas de otra persona era un concepto nuevo que incluso causaba desconcierto en aquellos días. Y, fuera de eso, teníamos un tercer problema: nos estábamos desgastando al tratar de encontrar y rodar otros negocios alternos en lugar de enfocarnos exclusivamente en Nutrilite. Después de que Neil nos invitó a una convención de Nutrilite en Chicago logramos encauzarnos. Durante ese viaje de cuatro horas habíamos acordado que, si no veíamos con claridad el negocio durante esa convención, ya jamás lo entenderíamos y renunciaríamos a ese intento. Aquella fue una convención de 150 personas, la mayoría en traje de negocios, lo cual les daba a los participantes de la reunión el aspecto de pertenecer a una organización profesional en el campo de las ventas. Hablamos con distribuidores que habían renunciado a buenos empleos para dedicarse a vender NUTRILITE, y también con personas que apenas estaban comenzando en el negocio, y cuyo entusiasmo no sirvió de inspiración. Los participantes promocionaban su éxito y compartían sus estrategias de venta. Yo empecé a sentirme lo mismo que cuando era un niño y me entusiasmaba con los mensajes positivos de mi padre diciéndome “¡Tú puedes lograrlo!”. De regreso a Grand Rapids, en esas últimas semanas de 1949, Jay y yo decidimos olvidarnos de todos los intentos que no fueran para concentrarnos en Nutrilite. Si Neil era capaz de ganarse $1.000 dólares por mes en su negocio, nosotros también. Esa era una meta jugosa cuando ganar cientos de dólares por semana era considerada una buena cantidad de dinero, pero esta vez nosotros estábamos confiados y seguros de lograrlo. De hecho, estábamos tan emocionados que en el regreso a Grand Rapids paramos en una estación de gasolina y le vendimos una caja de suplementos de NUTRILITE al despachador. Nuestro mayor obstáculo seguía siendo el hecho de que los productos de NUTRILITE no tenían la aceptación que tienen hoy los suplementos vitamínicos, y a eso se sumaba un plan de mercadeo bajo un concepto novedoso. Éramos como los veganos que tratan de convencer a los clientes en la fila de un negocio de hamburguesas para que no consuman carne. Nutrilite fue fundado por el Dr. Carl F. Rehnborg, quien fue empleado por Carnation y Colgate en distintas ocasiones en China. Desde allí condujo estudios sobre el impacto de las dietas en la salud de varias poblaciones chinas. Él descubrió, por ejemplo, que los campesinos chinos que comían más vegetales cultivados en sus propias fincas eran más saludables que los citadinos, y que muchos chinos sufrían de osteoporosis debido a que consumían bajas cantidades de leche. Le impactaba la sabiduría mística de la cultura y la medicina tradicional en China. Durante una manifestación en Shangai, en 1926, Carl fue arrestado por tratar de defender la ciudad. Confinado a un vallado cercado, y a una dieta de inanición, tuvo que buscar maneras de mantener su salud y evitar la desnutrición. Durante ese año de encarcelamiento él se preparaba una sopa compuesta de toda vegetación verde que lograra encontrar en el vallado o que les comprara a los guardias, y hasta les agregaba tuercas oxidadas a sus caldos sabiendo que ese hierro les agregaría un valor nutricional. Y así permaneció más saludable que la mayoría de los demás presos. Cuando salió de prisión se instaló en San Pedro, California, en donde tenía una variedad de trabajos durante el día y desarrollaba un suplemento nutricional a base de plantas en la noche. En 1935 renunció a sus labores del día para trabajar de tiempo completo produciendo y distribuyendo su nuevo producto. Comprendiendo que su invención requeriría de una explicación en cuanto a sus ingredientes y beneficios, Carl decidió venderlo él mismo y no a través de tiendas. Así estableció su propia ruta de clientes y luego reclutó a otros vendedores, y en cuestión de cuatro años nombró a su compañía Nutrilite Products, Inc., y reportó unas ventas de $24.000 dólares ese año. Sin duda era un hombre adelantado a su tiempo. Yo lo recuerdo en sus granjas orgánicas en medio de una cosecha de alfalfa, — el principal ingrediente de DOUBLE X. En la actualidad, términos como orgánico, antioxidante y fitoquímico son conocidos para la gente que toma suplementos vitamínicos. Pero en aquel entonces esos términos eran conocidos solo entre científicos adelantados a su época, como Carl. Pero el beneficio nutricional del producto no era suficiente en sí mismo como para construir un gran negocio. El secreto del crecimiento y el éxito de Nutrilite fue su novedoso plan de mercadeo hasta el punto en que ese sistema fue el precursor de lo que hoy se conoce como mercado multinivel. Y ese mismo plan fue el fundamento de Amway y de muchas compañías exitosas en el negocio de venta directa que hoy existen a nivel mundial, y que generan billones de dólares en ventas. Carl se sentía más cómodo en su laboratorio o en su finca, pero de vez en cuando era solicitado como conferencista en convenciones de vendedores, de manera que tomó un curso en Dale Carnegie para mejorar su discurso. Fue en esa clase que él conoció al sicólogo William (Bill) Casselberry. Él y su amigo Lee Mytinger, quien era un vendedor, se convirtieron en clientes de NUTRILITE, pero lo que es más importante es que ellos fueron quienes desarrollaron un plan de mercadeo a multinivel para la venta de esa línea de productos. Así conformaron Mytinger & Casselberry Inc., la cual se convirtió en la organización de ventas de Nutrilite Products Inc. Cuando Jay y yo comenzamos a tomar en serio nuestro negocio de suplementos de NUTRILITE nos apoyamos en algunas de las experiencias que tuvimos cuando hacíamos reuniones para mostrar nuestra ruta de viajes por el Caribe. Pusimos volantes invitando a gente que pudiera estar interesada en los productos y en la oportunidad de negocio y rentamos salones de conferencias en hoteles o en sitios públicos. Nuestras presentaciones incluían un video corto acerca de nutrición. Por lo general Jay les daba la bienvenida a nuestros prospectos, se hacía cargo del proyector y contestaba inquietudes. Además explicaba las bondades del producto mientras yo animaba a la gente exponiendo los beneficios del negocio. Poco a poco fuimos llenando auditorios más y más grandes. Sin embargo, algunas de nuestras primeras reuniones de ventas fueron desastrosas. Una vez hicimos anuncios en la radio y en los periódicos y distribuimos volantes para la que pensamos que sería la reunión más concurrida de Lansing, Michigan. Rentamos un salón con 200 sillas y solo dos personas llegaron. Pocas cosas han sido más incómodas en mi vida que hacer una presentación para dos personas en un salón con 200 sillas. En nuestro viaje de regreso a Grand Rapids Jay dijo: “Si no logramos mejores resultados que estos, con toda la publicidad que hicimos, lo mejor será que nos olvidemos de este negocio”. Yo también me estaba sintiendo muy abatido, pero, como no quería que él estuviera tan desanimado, le contesté: “No podemos renunciar solo porque hayamos tenido una mala noche. Los dos sabemos que esto puede funcionar”. Esa fue la lección de persistencia que aprendí vendiendo vegetales con mi abuelo. Seguimos en marcha utilizando tanto las reuniones de ventas como el enfoque de persona a persona hablándole a todo el que pudiéramos sobre DOUBLE X y la oportunidad de negocio de Nutrilite. Nuestro discurso de venta era sencillo: “Solo inténtelo. Nuestros clientes afirman que les ayuda a sentirse mejor. Intente usted por un año y observe qué pasa”. De 20 intentos lográbamos cuatro que estuvieran interesados y de pronto uno que comprara. Siempre tratamos de convencer a cada nuevo cliente para que consumiera DOUBLE X durante un año. Y, una vez que alguien fuera nuestro cliente, le explicábamos los beneficios de convertirse en distribuidor. Así que, no solo estábamos hablando con quienes conocíamos, sino que nuestros distribuidores también hacían lo mismo, así como sus propios distribuidores. El dolor que nos causaron esas primeras reuniones fue evaporándose rápidamente cuando nuestro negocio comenzó a crecer incluso más allá de nuestras expectativas. Rentamos una oficina en el área de Grand Rapids en la que la renta era barata y allí montamos Ja-Ri Corporation por $25 dólares al mes. Pusimos un aviso en la ventana que decía: “USTED ES LO QUE COME”. Una vez pasó un hombre que nos preguntó: “Entonces, si yo me como una banana, ¿soy una banana?” Nos reímos, pero esa reacción era típica en un tiempo en que la gente estaba más interesada en comer hamburguesas, papas fritas y malteadas de chocolate en un drive-in que en preocuparse por su nutrición y salud. Jay y yo comenzamos a divertirnos y nos manteníamos bastante ocupados con nuestro negocio. Recuerdo que en una ocasión hasta tuvimos que traer prestadas las sillas de una funeraria y montarlas en una camioneta para llevarlas al salón que rentamos y luego organizarlas para la reunión y al día siguiente volver a encarrarlas y regresárselas al dueño. Una presentación en Nutrilite tomaba una hora para cubrir la explicación completa de todos sus beneficios nutricionales. Explicábamos cómo los suelos de los agricultores habían perdido nutrientes debido a la cantidad de años de siembra y cosecha; cómo los productos pierden el grado de nutrición después de ser transportados y almacenados en los estantes de las tiendas; cómo los vegetales pierden sus vitaminas cuando se cocinan en agua hirviendo —todo lo necesario para convencer a nuestros posibles clientes del valor de complementar su dieta con vitaminas y minerales adicionales. De manera que no era cuestión de llegarle a la gente, mostrarle el sello de nuestros productos y pedirle que nos pasara un billete de $20 dólares. Teníamos que ser expertos en este conocimiento y convencer a nuestros vendedores del valor real de nuestros productos. La mayoría de los prospectos decía que no, pero algunos compraban, e incluso una venta le generó a Jay un enorme bono extra en una ocasión en que él se dirigió a ofrecer nuestro producto en una casa ubicada en el Este de Grand Rapids para tratar de hacer una venta, y al llegar allí, quien le abrió fue la Sra. Hoekstra. Recuerdo que Jay salió de aquella casa diciendo: “Tienen una hermosa hija rubia en esa casa”. Esa rubia, Betty, se convirtió más adelante en su esposa. _______ EN ALGÚN MOMENTO DEJAMOS DE IR a ofrecer nuestros productos puerta a puerta y paramos de hacer llamadas en frío porque nos dimos cuenta de que el nuestro era un negocio de venta persona a persona. En lugar de usar esas estrategias hacíamos listas de toda la gente que conocíamos y le pedíamos que nos refirieran a gente que ellos a su vez conocieran y así comenzamos a hacer citas para visitar a nuestros clientes. Cada vez que hacíamos una venta al cabo de 30 días volvíamos a contactar a ese cliente con el fin de venderle otra caja de suplementos de NUTRILITE ya que sabíamos que, como el producto tenía esa capacidad de duración, ya se le debía haber terminado. En lugar de tener clientes a quienes les hiciéramos una venta esporádica nuestra meta era construir una clientela de por vida aunque nos compraran mensualmente. Jay y yo convencíamos a la gente de que tomar NUTRILITE mes tras mes les ayudaría a notar la diferencia del beneficio completo de nuestros productos, razón por la cual consumirlos debería convertirse en un hábito a largo plazo. (Nosotros también los consumíamos, y yo los consumo hasta el día de hoy). También les proponíamos que organizaran reuniones en sus casas e invitaran a tanta gente como pudieran —familiares, amigos, vecinos, miembros de su congregación, compañeros de trabajo, a quienes fuera. Les sugeríamos que anunciaran que iban a hacer una reunión que les ayudaría a todos los asistentes al iniciar un negocio propio —y para contarles que ellos ya lo habían comenzado. Una vez teníamos una audiencia el siguiente paso era contar con la presencia de alguien que tuviera una personalidad encantadora y habilidades para hablar e inspirará confianza al explicar cómo funcionaba el negocio y cuál era su potencial. Los distribuidores que ya teníamos traían a sus amigos y nosotros les hablábamos del producto. No era una venta fácil puesto que $20 dólares era una enorme cantidad de dinero en aquel tiempo, así que tuvimos que vender sin hacer énfasis en el precio, sino en la calidad del producto —explicar que era natural y hecho de plantas cultivadas orgánicamente. La cuestión era sobreponernos a las objeciones en cuanto al precio —como el vendedor de autos vendiéndole un carro a alguien que piensa que el precio es demasiado alto y consigue la venta basado en los beneficios y la satisfacción de conducir un carro nuevo. Vender nunca es fácil, pero un buen vendedor sabe encontrar respuestas honestas y convincentes a la mayoría de las objeciones causadas por el precio. Mucha gente decía que el negocio no funcionaría ni duraría, lo cual es usual frente a situaciones novedosas. Los doctores, especialmente, se nos oponían. Algunos les decían a sus pacientes, quienes eran nuestros clientes: “Usted no necesita consumir de ese producto falsificado”. Hoy, consumir vitaminas y suplementos minerales es aceptado por la comunidad médica, como es obvio. Sin embargo, en aquel tiempo producían desconfianza, y no siempre porque los doctores dudarán de su valor nutricional, sino porque nosotros nos estábamos adentrando en su terreno. Pero, si nuestros clientes veían el valor que implicaba usar Nutrilite, no le daban mayor importancia a lo que los doctores les dijeran y seguían consumiendo, y nosotros, vendiendo. Mis padres se volvieron nuestros clientes tan pronto como empezamos, así como los de Jay. Los cuatro nos apoyaron siempre. Nos estábamos ganando la vida. Habíamos conformado un buen grupo de trabajo y nuestro negocio iba tan bien que pudimos comprar otro carro. Hace 60 años la gasolina costaba un promedio de $0.20 de dólar por galón y los carros costaban $1.000 dólares. Era un mundo muy diferente y esas eran consideradas grandes cantidades de dinero. En busca de nuevos miembros para nuestro equipo de trabajo hice un diagrama para mostrarles a los distribuidores en potencia cuántos clientes necesitarían y qué tan grande debería ser la organización que ellos construyeran para lograr un ingreso como el nuestro. Para motivarlos a triunfar solo teníamos que convencerlos de que podían lograrlo. Fue así como nos dimos cuenta de que la mejor manera de convencerlos era presentándoles triunfadores que les hablaran de cómo ellos ya lo habían logrado. Es probable que tuviéramos distribuidores que tartamudearan y dudaran un poco en sus discursos —y que no fueran los mejores conferencistas— pero muchas veces ellos eran los mejores motivadores porque la gente en la audiencia pensaba: “Si él puede hacerlo, yo también”. En el transcurso de unos pocos años nuestro grupo inicial llegó a 1.000 personas y continuó creciendo. Comenzamos a hacer convenciones cada primavera en el Civic Auditorium en el centro de Grand Rapids. Nuestro programa incluía tanto conferencistas motivacionales contratados como algunos de nuestros distribuidores que habían logrado construir negocios exitosos. Para mayor motivación les mostrábamos ejemplos de los estilos de vida que podrían darse trabajando duro y construyendo sus negocios. Además de incentivos materiales les hablábamos de metas como pagar la educación de sus hijos en una escuela privada, tener sus propios negocios en lugar de empleos, contar con un ingreso adicional para un mejor modo de vida para ellos y sus hijos. Llegamos a tener 5.000 miembros de nuestro grupo en aquellas convenciones. Algunas veces, cuando tus sueños se hacen realidad y el éxito parece inevitable, surge una piedra en el camino. Y eso fue lo que le pasó a Nutrilite y al negocio que construimos con sus productos. Una clave de nuestro éxito había sido utilizar un folleto escrito por Casselberry titulado Cómo mejorar tu salud y permanecer en buen estado físico el cual describía la importancia de los suplementos para alcanzar una salud óptima. La institución Food and Drug Administration (FDA) encontró que muchas de las afirmaciones que aparecían en el folleto eran “excesivas” e inició una investigación en contra de Nutrilite en 1948. La FDA no conocía el lado empresarial de los americanos ni por qué nuestros distribuidores vendían los productos de Nutrilite, y por tanto dictaminó que estos deberían regularse de la misma forma que las medicinas. El asunto se arregló mediante un acuerdo hecho en 1951 mediante el cual se listaban ciertas precisiones permitidas con respecto a las vitaminas y los minerales debido a que hasta entonces no había existido una posición oficial del gobierno con respecto a los suplementos alimenticios. Mediante cambios legislativos realizados en la década de 1990 esta industria obtuvo una mayor claridad en cuanto a la forma de describir apropiadamente los beneficios asociados con dichos suplementos, y es con esta claridad, y con las lecciones aprendidas durante los primeros años del negocio, que en la actualidad les hacemos propaganda a nuestros productos. Sin embargo, la investigación hecha por la FDA en 1948 tuvo un impacto significativo sobre el negocio de Nutrilite y por consiguiente la empresa se vio afectada. Debido a los efectos colaterales que causó la intervención de la FDA la compañía de Nutrilite en California se diversificó con el fin de crear una fuente de ingresos además de la que recibía por la venta de sus vitaminas. Fue así como lanzó una línea de cosméticos y empezó a vendérselos directamente a los distribuidores en lugar de hacerlo a través de Mytinger & Casselberry. Esto puso en entredicho el contrato entre Nutrilite Products, Inc. y Mytinger & Casselberry, Inc. en cuanto a cuál de las dos compañías era en realidad la dueña de la organización de ventas. Entonces, junto con la disminución en las ventas debido a la controversia con la FDA, ahora nosotros teníamos también que enfrentarnos con esas desavenencias internas. Mytinger y Casselberry no estaban en buenos términos con Carl Rehnborg —y ni siquiera entre ellos dos. Ellos estaban en contra de la idea de vender cosméticos y habían comenzado a perder la confianza de sus distribuidores. En 1958 Mytinger & Casselberry Inc. organizó un grupo de estudio compuesto por distribuidores que le ayudaran a la empresa a resolver sus problemas y Jay fue propuesto como presidente. Entonces Carl Rehnborg también le ofreció la presidencia de Nutrilite Products, Inc. con un salario mayor que todos sus ingresos en aquel tiempo. Yo hablé con Jay y le dije: “Jay, si eso es lo que quieres hacer, siéntete libre. No permitas que yo me interponga en tu camino respecto a esta oferta”. Jay me respondió: “¿De qué estás hablando?” “Bueno, si este proyecto es muy importante para ti, yo no quiero ser un obstáculo”, le manifesté. Ante esto, Jay se pronunció así: “¡Estamos en este negocio juntos! ¡Soy tu socio! ¡No quiero hacer nada que no te incluya a ti!” Y esa fue una afirmación muy poderosa. Jay no aceptó esa presidencia diciéndome que ser independiente y tener una sociedad conmigo era más importante que el reto de liberar a Nutrilite de sus problemas, y que un ingreso seguro y estable. Así que Jay y yo ahora enfrentaríamos nuestros propios problemas. ¿Qué sería de nuestro futuro con tan decrecientes ventas de esos productos y con las discrepancias internas que amenazaban la existencia de sus proveedores? Tuvimos que pensar en la organización que habíamos construido y en los miles de distribuidores que dependían de los productos de Nutrilite para ganarse la vida y triunfar. A pesar de los retos vivíamos convencidos de que estábamos en el negocio indicado y de que la base para nuestro futuro consistía en la gente que había confiado en nosotros, en los productos y en el tipo de negocio que les presentamos. Además, sabíamos que lo que en realidad vendíamos era una oportunidad para que la gente triunfara por sí misma y ayudará a otros a lograrlo a través de este sistema de mercadeo único. Todo lo que se necesitaba era la voluntad de trabajar duro para alcanzar un sueño, así se tratara de un mejor ingreso o de la libertad de tener un negocio propio. No era necesario para los distribuidores invertir una enorme cantidad de dinero para que construyeran una fábrica, ni para comprar un inventario que llenara una bodega, ni para contratar empleados. Lo único que debían hacer era comprometerse a triunfar, trabajar duro y ayudarles a otros a hacer lo mismo. Creo que esta actitud me hace regresar a mis primeros años de la niñez en Grand Rapids porque allí compartíamos nuestro sentido de comunidad y los vecinos dependíamos el uno del otro y nos asegurábamos de que todos estuviéramos proveyendo para nuestras familias, de que fuéramos felices y estuviéramos saludables para trabajar. Vivíamos unidos, lo cual nos animaba a conocernos y a apreciarnos entre sí. Conversábamos en los pórticos de nuestras casas y no había cercas alrededor. Creo que allí fue donde comenzó a surgir mi interés por la gente y esa es la razón por la cual he sido una persona interesada por los demás toda mi vida. Todavía me encanta seguir conociendo otra gente aunque aprecio a mis viejos amigos. ¿Qué mejor base para un negocio que los talentos y ambiciones de quienes además quieren lo mejor para otros? Pasara lo que pasara con Nutrilite, Jay y yo sabíamos que la idea de la gente ayudando a otra gente a ayudarse a sí misma era un concepto con mucho potencial y sobre el cual podíamos construir. Si era seguro que la compañía y los productos eran íntegros, el verdadero poder consistía en el plan de ventas y en la ambición y sueños de la gente que buscaba una oportunidad para triunfar. Estábamos convencidos de que nosotros teníamos la capacidad de hacer que esta oportunidad fuera aún mejor al recompensar más y mejor a la gente. Nuestros planes estaban a punto de surgir —sobre un largo rollo de papel de carnicería que extendimos en el piso de mi cocina. Segunda parte: Vendiendo América The American Way VIVÍAMOS EN MEDIO DE UNA ATMÓSFERA de incertidumbre y preocupación. Nuestro ingreso —para no mencionar el de miles de distribuidores independientes de Nutrilite— dependía de una enorme organización establecida en California que ahora estaba dividida y en dificultades. Enfrentábamos una ruptura definitiva entre Mytinger & Casselberry, Inc. —la cual controlaba el plan de ventas que compensaba a nuestros distribuidores— y Nutrilite Products, Inc. —el único fabricante de los productos que vendíamos. Las ventas cayeron después de las nuevas restricciones de la FDA y las dos empresas estaban tratando de resolver qué hacer y cómo sobrevivir. Las dos concluyeron que una respuesta podría ser ofrecer productos adicionales, así que Nutrilite introdujo la línea de cosméticos EDITH REHNBORG, llamada así por la esposa de Carl Rehnborg. Sin embargo, Mytinger & Casselberry decidieron que querían solo una línea de productos para la cara y la piel en lugar de una línea completa de cosméticos. Ellos pensaban que sería más fácil que los distribuidores manejaran pocos productos y tamaños. Mytinger & Casselberry habrían estado en lo cierto, si lo que los distribuidores hubieran tenido para ofrecer fueran solo productos para la piel, pero no estaban proyectándose al futuro ni visualizando cómo cambiaría todo con el paso del tiempo y esos cambios harían que los distribuidores recibieran sus inventarios desde los puntos centrales de envío de los fabricantes, y no recogiendo sus propios productos como en los viejos tiempos. Nutrilite decidió avanzar en la venta de sus cosméticos independientemente de la fuerza de venta de Mytinger & Casselberry. Creo que Carl Rehnborg pensaba que nosotros, como distribuidores independientes, podríamos trabajar con su compañía y vender su nueva línea de cosméticos directamente a través de Nutrilite. Con la inseguridad del fabricante, y debido a que para los distribuidores la situación se complicaba, Jay y yo decidimos que había llegado el momento de comenzar una empresa que aboliera estas dificultades y protegiera a nuestros grupos de distribuidores. Confiábamos en que por lo menos podríamos comenzar utilizando el plan de ventas y el sistema de mercadeo que nos había ayudado a triunfar como distribuidores de Nutrilite. Continuaríamos atendiendo productos de Nutrilite, pero también sabíamos que necesitaríamos agregar uno o dos productos nuestros. Ya habíamos estado tocando el tema de comenzar con nuestra propia empresa y todo apuntaba a que el tiempo para hacerlo había llegado. Jay y yo a este punto de nuestra vida teníamos razones personales para continuar ganándonos la vida en un negocio propio. Ya no éramos solo dos jóvenes amigos embarcados en una aventura juntos. Para este tiempo ya los dos éramos adultos casados y con hijos. Recordarás que en el capítulo anterior Jay hizo una visita de ventas en una casa que, según él, tenía “la hija rubia más hermosa” —que se llamaba Betty Jean Hoekstra. Pues yo fui su padrino de bodas en 1952. El siguiente febrero yo me casé con Helen Van Wesep, y para cuando Jay y yo comenzamos esta nueva empresa Helen y yo éramos padres de dos hijos y Jay y Betty también tenían hijos que mantener. Habíamos construido nuestras casas contiguas la una a la otra cerca de la villa rural de Ada, Michigan, la cual un día se convertiría en la sede principal a nivel mundial de Amway. De manera que teníamos por considerar mucho más que el simple hecho de mantenernos a nosotros mismos y estábamos muy lejos de los días en que era cuestión de vender nuestro negocio y lanzarnos a una aventura navegando por el mar. Mirando atrás, estábamos tomando un riesgo aún mayor al comenzar un nuevo negocio que cuando éramos jóvenes y empezamos la escuela de aviación 12 años atrás. ¿Aceptaría la gente un negocio nuevo basado en el neófito esquema de mercadeo en multinivel? ¿Nos acompañarían en nuestra aventura los distribuidores independientes que auspiciamos en el negocio de Nutrilite? ¿Encontraríamos una línea de producto que los clientes compraran? Ahora veo de qué manera nuestras primeras aventuras fueron una base sólida para enfrentar estas nuevas incertidumbres. Si no hubiéramos tenido todos aquellos negocios, ni nos hubiéramos lanzado a navegar en el mar, no estoy seguro de que Jay y yo habríamos ni siquiera considerado una meta mayor. En medio de toda esta inseguridad decidimos dar un salto de confianza en nuestra vida de negocios. Habíamos planeado una de nuestras convenciones habituales para nuestros distribuidores y estuvimos de acuerdo en que esa reunión sería la oportunidad adecuada para anunciar nuestros planes de empezar otro negocio. Sería una gran sorpresa para ellos, así que, siendo este un evento planeado con cierta regularidad, eliminamos la clásica frase: “Supongo que se estarán preguntando por qué los hemos reunido”. Aquella reunión tuvo lugar durante el verano de 1958 en Charlevoix, un lugar pintoresco y pequeño de la ciudad de Lake Michigan, rodeado de barcos pequeños, bosques y dunas, bien al Norte de la parte baja de la península de Michigan. Anunciamos nuestros planes y le prometimos a todo el que quisiera unirse a nosotros que protegeríamos la relación de negocios entre los distribuidores de Nutrilite en la modalidad de patrocinio. También conformamos un comité compuesto por algunos de los mejores distribuidores. Ellos nos ayudarían a analizar esta nueva aventura y cómo hacer para que fuera la mejor posible. Recordamos que el nombre para nuestro comité sería The American Way Association. Creíamos en ese entonces, y todavía, que mucha gente en este país quiere tener su propio negocio. Pensamos que ese sencillamente era el sentir americano. Las investigaciones arrojaron que ser dueños de un negocio era el deseo más fuerte para la mayoría de los americanos, pero pocos alguna vez lo lograban. Nosotros queríamos que esta nueva aventura fuera la que hiciera posible que la gente tuviera su propio negocio, pero sin necesidad de estar sola. Los distribuidores tendrían nuestro apoyo y el apoyo de la línea de patrocinio de Amway. Este se convirtió en el centro de nuestro lema. ¿Qué podría ser más americano que ser dueño de un negocio dentro del sistema de libre empresa que había fortalecido la economía de América desde sus inicios? El nombre American Way Association comenzó a ser un poquito largo, así que lo mantuvimos para el Comité y operamos como empresa bajo la abreviación de Amway. Su existencia comenzó en realidad durante la reunión de Charlevoix con algunos de los distribuidores que nosotros patrocinábamos directamente. Trabajamos con ellos y redondeamos la idea para luego echarla a andar y ver qué ocurría. Todos eran distribuidores independientes, no nuestros empleados, por lo tanto eran libres de unírsenos o de retirarse. Todos nos dijeron que apoyarían nuestro plan y que se unirían a este esfuerzo aunque no existiera ninguna seguridad de triunfar. Jay y yo nos habíamos acostumbrado al rechazo desde nuestros comienzos al tratar de construir nuestro negocio, pero en este caso ni siquiera una sola persona se salió de la reunión y eso hacía que nos sintiéramos agradecidos frente a esta respuesta. Muchos en ese grupo llegaron a convertirse en los distribuidores más exitosos de Amway durante décadas y hoy muchos de sus hijos también son líderes en el negocio. Esa fue una lección clave para nosotros con respecto al verdadero significado del liderazgo. En primer lugar, Jay y yo decidimos que era esencial que lideráramos y por lo tanto debíamos tener el coraje para liderar. En segundo lugar, el hecho de que todos nos siguieran fue muy significativo. Estoy convencido de que nos siguieron, no solo porque nos respetaban, sino porque el hecho de que les preguntáramos si querían seguirnos les mostró que nosotros también los respetábamos a ellos. Hasta el día de hoy creo firmemente que los líderes efectivos ganan respeto al mostrarles respeto a quienes los rodean. Lógico, si planeábamos expandir nuestra línea de producto, la gran pregunta durante nuestro retiro fue: “¿Qué productos vamos a vender?” Nuestra reunión en Charlevoix también fue el lugar en donde encontramos esa respuesta. Le mencionamos al grupo que estábamos buscando productos y que aceptábamos sus sugerencias. Entonces uno de nuestros distribuidores dijo que conocía un limpiador multiuso llamado FRISK, el cual era elaborado por una pequeña fábrica en Detroit. Y debido a que él conocía a uno de los elaboradores del producto decidió hacerle una visita a la fábrica para hablar con él. De regreso trajo algunas muestras. Algunos de nuestros distribuidores comenzaron a usar FRISK y a compartirlo con sus clientes y a todos les gustó, así que empezamos a ordenarlo para que nos lo enviaran desde Detroit hasta Ada. Los sótanos de nuestras casas en Ada se convirtieron en la primera bodega de Amway. Mucha gente que hoy maneja sobre la cresta de la Colina y ve que la actual Sede Mundial de Amway es de una milla de largo, con sus oficinas y plantas de elaboración, no tiene cómo saber que Amway comenzó en esta área rural casi por accidente. Cuando Jay y yo todavía éramos solteros decidimos buscar una propiedad en la que pudiéramos construir nuestras casas, una junto a la otra, pensando en que alguna vez nos casaríamos y tendríamos nuestras familias. Entonces hallamos este espacio placentero en la cima de una colina desde donde se divisaba un río y decidimos comprar un par de lotes. Fue mucho después de haber comprado aquella tierra que cada uno de nosotros se casó, pero nuestras esposas, Helen y Betty, aceptaron generosas el hecho de que en realidad ellas nunca tuvieron la posibilidad de elegir dónde vivirían. Y como allí era donde vivíamos, fue en esa comunidad donde Amway comenzó. Ada queda a unas cinco millas al Este de Grand Rapids y aún hoy es una comunidad rural en una villa pequeña. Todavía es el típico pueblo con un puente cubierto, calles residenciales arborizadas y almacenes a lo largo de un par de calles principales que se interceptan. Cuando comenzamos Amway a muchos debió parecerles que nuestra empresa estaba ubicada en un terreno ubicado en medio de la nada, pero similar a mi deseo de vivir en un sitio rural que expresé cuando estaba en el octavo grado de la Secundaria. Es interesante el hecho de que yo estaba en mi clase de debates y en una ocasión nos fue asignado el tema consistente en describir los méritos de vivir en el campo versus los méritos de vivir en la ciudad. Yo opté por defender las ventajas de vivir en el campo y utilicé a Ada como ejemplo: la atraviesa el río, es un lugar ideal para vivir y construir una familia y queda en el campo pero no muy lejos de la ciudad de Grand Rapids. Es obvio que siendo estudiante en la escuela jamás sospeché que un día yo construiría allí en Ada tanto mi hogar como mi negocio. Cuando comenzamos con Amway mi sótano era la bodega y el de Jay era la oficina. Compartíamos una línea telefónica para el negocio y utilizábamos un timbre para alertarnos uno al otro cuando teníamos que hacer una entrega o recoger productos. Helen sabía escribir a máquina y nos ayudó con los menesteres de secretaria hasta que contratamos una secretaria por medio tiempo, quien fue nuestra primera empleada. Jay redactó literatura de venta y publicaba un comunicado mensual que escribía en una máquina de escribir de marca Smith Corona; luego imprimía copias en un mimeógrafo y las ubicaba sobre su mesa de ping-pong. Cuando nuestro manual de ventas creció Jay contrató al joven que cortaba el césped de su casa para hacer ese trabajo —con el tiempo él se convirtió en el encargado de manejar el primer taller de impresión de Amway. Además contratamos otros dos empleados para que ayudaran a procesar las órdenes, a mantener el récord de ventas y a pagar las bonificaciones. Helen cosió metros de muselina que su grupo de scouts le ayudó a teñir de rosado para decorar las paredes de un cuarto que estaba sin terminar y se había convertido en mi oficina, pero a pesar de esta “decoración” era imposible ocultar que nuestra oficina principal seguía siendo el cuarto de un sótano con mi acostumbrado escritorio de metal y una silla de oficina que estaban puestos sobre unos cartones de FRISK que pusimos en el suelo. Recuerdo este como un tiempo muy feliz porque estábamos al inicio de construir algo. No creo que vi más allá de la posibilidad de que Amway creciera más que lo que ocupaba nuestro sótano —pero simplemente estaba agradecido de poder construir nuestro negocio propio en nuestros hogares y tenía la esperanza de un futuro brillante para Amway. Además, aprecio ahora más que nunca el papel de Helen en aquel tiempo. A lo mejor ella se preguntaba en qué se había metido al aceptar que un negocio funcionara en su sótano, sin embargo, se unió a la aventura. Los distribuidores recogían FRISK en mi sótano; yo tenía un espacio allí con una cama y los distribuidores que venían de lejos a recoger sus pedidos o a mostrarles el plan de ventas a sus prospectos en Michigan a veces pasaban allí la noche. Despachábamos algunas órdenes principalmente entre Michigan y Ohio, y las tapas de nuestra lavadora y secadora servían como mesa para empacar órdenes y enviarlas. Cuando se incrementó el volumen de ventas Jay y yo nos dimos cuenta de que necesitábamos dejar de simplemente llenar órdenes de compra y venta de nuestro producto —lo que en realidad teníamos que hacer era controlar la fuente y la calidad de los productos que vendiéramos, lo cual significaba que nos convertiríamos en fabricantes y además en distribuidores. En Fulton Street, la avenida que atraviesa Ada y que pasa a menos de una milla de nuestras casas, funcionaba una estación de servicio en ladrillo blanco y con dos surtidores de gasolina en medio de un parqueadero polvoriento. Y además de gasolina se les vendía a los granjeros maquinaria agrícola. Nosotros compramos el edificio que era de 60x40 pies, junto con sus dos acres, y allí instalamos nuestra fábrica. Pero decidimos comprar otros dos acres pensando en ampliar la propiedad. Recuerdo que le dije a Jay: “A lo mejor un día necesitemos parqueadero adicional”. El edificio tenía espacio para almacenamiento y una oficina para mí. Al fondo había un baño que, al agregarle una cama, se convirtió en el hogar de un joven que fue uno de nuestros primeros empleados, y quien se encargó de administrar nuestra primera bodega. También contratamos a un joven de nuestro vecindario para que nos hiciera un aviso con el nombre de AMWAY en el edificio junto con la frase PRODUCTOS PARA EL HOGAR Y LA INDUSTRIA. Incluso le agregó el logo de American Way Association. Esa fue nuestra primera locación visible donde se fabricó nuestro primer producto, y era allí donde los distribuidores lo recogían y donde los transeúntes que pasaban por el frente empezaron a notar el inicio de un negocio en la vecindad. FRISK, el cual pronto comenzamos a llamar L.O.C. (Liquid Organic Cleaner), resultó ser nuestro primer producto exitoso y fue el que les abrió el camino a más productos. Por una parte, estaba hecho de derivados del aceite de coco natural y no a base de productos a base de petróleo, como el kerosene. Un primer folleto promocional mostraba que L.O.C. servía para lavar los vegetales y además tenía una habilidad limpiadora única —remover las manchas y el percudido que otros productos no lograban remover. Era un gran limpiador y lo vendimos mucho porque estábamos al comienzo de una era de interés creciente en cuanto a los ingredientes naturales y orgánicos. Los productos a base de petróleo estaban adquiriendo mala reputación y los fosfatos habían empezado a contaminar las vías navegables. Las aguas residuales de los detergentes en los lavamanos y las máquinas lavadoras estaban produciendo espuma en los ríos y otras corrientes de agua y se les estaba responsabilizando de poner en peligro la vida silvestre y el medio ambiente. Nuestro producto era biodegradable, y debido a que utilizábamos una fórmula concentrada para reducir tanto el costo del envío como el volumen de almacenamiento, utilizábamos empaques más pequeños —un beneficio ambiental no apreciado sino hasta después de décadas. Nuestro siguiente producto, un detergente para la ropa llamado SA8, también contenía surfactantes biodegradables y era concentrado. De la misma manera en que teníamos la delantera en cuanto a productos nutricionales con Nutrilite, ahora éramos los primeros con una tendencia a cuidar el medio ambiente con los productos de AMWAY. Para ir de acuerdo con nuestro lema del sentir americano hicimos que nuestros productos estuvieran empacados con diseños en rojo, blanco y azul y fuimos acusados por haber envuelto nuestros productos relacionándolos con la bandera americana. Nuestro logo era simple: la palabra AMWAY en una fuente que pareciera como si acabara de salir de la máquina de escribir. El empaquetado incluía un eslogan original —El cuidado de su hogar ha llegado a su puerta. Después de agregar más productos del cuidado del hogar la gente nos conocía —y quizá nos convertimos en el punto de crítica para algunos— como la compañía del “jabón”. Tuve que defender nuestra estrategia y les dije a los distribuidores: “Jabón. ¿Por qué lo vende Amway? Sencillo. Todo mundo lo usa. Todos lo compran, lo utilizan, y después vuelven a comprar más. Nadie necesita pedir muestras para saber lo que es un jabón y lo compran sin ningún riesgo porque es garantizado”. Pero aun con un producto tan simple como L.O.C. animábamos a nuestros distribuidores para que ellos lo usaran y luego les demostraran a sus posibles clientes qué tan bien les funcionaba. Jay incluso escribió una literatura para usarla a la hora de hacer una venta que se llamó “La asombrosa historia de FRISK”. Animábamos a nuestros distribuidores, no solo a decirles a sus prospectos qué tan buenos son los productos de AMWAY, sino también a demostrárselo. La habilidad de venderles productos a tus amigos, hacerles una demostración de sus increíbles resultados y llevárselos a su propio hogar les agrega valor a esos productos frente a esos clientes. Estas eran características que en ese momento considerábamos únicas e indispensables para nuestro tipo de negocio. Incluso cuando nuestra fábrica creció debido a la popularidad en aumento de los productos de limpieza L.C.O., los detergentes SA8, y la introducción al mercado de nuevos productos —incluyendo un spray para los zapatos, un limpiador para piso en concreto, un lustrador de muebles y una será para brillar carros— Jay y yo seguíamos nuestro camino reclutando nuevos distribuidores. A comienzos de 1960 yo vivía de viaje de un lugar a otro: de New York a Washington y de Texas a Manitoba y a otros sitios rumbo a reuniones con distribuidores. Poníamos la mira primeramente en hacer clientes que tuvieran el potencial de convertirse pronto en distribuidores y había alegría cuando alguien se nos unía, cuando conseguíamos un cliente y cuando un distribuidor conseguía su cliente. Por nuestra experiencia como distribuidores Jay y yo sabíamos que el plan de ventas desarrollado por Mytinger & Casselberry se podía mejorar recompensando mejor a los distribuidores con base en sus logros. Después de muchas discusiones, y de obtener retroalimentación de nuestros distribuidores, en 1959 Jay y yo extendimos en el suelo de mi cocina un rollo de papel de carnicería y comenzamos a diagramar sobre él un plan único que recompensara a aquellos que produjeran mayores volúmenes de ventas. Nuestro plan recompensaba justamente a los distribuidores, no solo por su volumen de ventas individuales y por el volumen de las ventas de cada distribuidor que ellos patrocinarán, sino además por el volumen de gente que sus patrocinados patrocinaran. Cuando tú te imaginas el número de personas que eventualmente podrían convertirse en distribuidores de Amway patrocinados por ti entiendes mejor por qué necesitábamos un rollo de papel tan largo como el que usan los carniceros, el cual iba desenvolviéndose por toda la cocina y extendiéndose hasta el pasillo a medida que escribíamos; y quizás hasta puedas imaginarnos a Jay y a mí en el piso diagramando este complicado plan. Obvio, en 1959 jamás nos imaginamos el día en que compensar a millones de distribuidores requeriría de tantos computadores sofisticados que para ese entonces tampoco se habían inventado. Sin embargo, soñábamos en grande. Nuestro plan estaba diseñado para generar comisiones desde el primer nivel al siguiente y así sucesivamente hasta el nivel #200 o a tantos niveles a los que el negocio lograra expandirse. Soñamos con que algún día hubiera 1.000 personas en un primer nivel de Amway. ¿Y dónde terminaría ese dinero? Por eso es que necesitábamos un rollo de papel que fuera lo suficientemente largo. El plan que diseñamos fue uno de los principales fundamentos de nuestro negocio porque se aseguraba de que la compensación que cada distribuidor recibiera fuera equitativa y en proporción a su volumen de ventas y al volumen de los grupos de distribuidores que existieran en su línea descendente. Tanto Jay y yo como el comité que conformamos trabajamos para que, junto con el plan, existieran bonificaciones por los niveles alcanzados según el volumen de patrocinios y ventas. Establecimos los niveles de broches que siguen aún vigentes —Perla, Esmeralda, Diamante, etc. Necesitábamos llevar un registro que fuera significativo y a la vez sencillo de los éxitos de cada distribuidor, y fue así como pensamos en otorgarles broches cada vez que alcanzarán un nuevo nivel, de manera que los nombres de estas piedras preciosas tenían sentido y servían para nuestro propósito de reconocimiento. El encanto de Amway en los primeros comienzos era el mismo de hoy. La gente se siente atraída por la posibilidad de tener un negocio propio y busca una oportunidad que tenga un alto potencial de éxito, pero que, sin embargo, requiera de unos pocos dólares como capital de inicio. Los distribuidores no tendrían la necesidad de invertir en fabricación ni almacenaje de inventario, pero sí la ventaja de tener fácil acceso a cientos de productos en venta. Además tendrían derecho a obtener ingresos a través de la gente que patrocinaran. Es decir, manejarían un factor multiplicador de ingresos por, no solo lo que ellos vendieran, sino también por las ventas de quienes patrocinaran y de todos aquellos a quienes sus patrocinados patrocinaran. Y por último, tendrían un negocio que algún día podrían venderles o transferirles a sus hijos. Así que, si hay algún secreto del éxito de Amway, creo que es nuestra confianza en la gente y en sus habilidades para utilizar sus esfuerzos y talentos en alcanzar sus sueños. No estoy seguro de qué tan agradecido fui con aquellos primeros distribuidores, pero mirando en retrospectiva, me maravillo de ellos —de su dedicación hacia una aventura nueva e incierta, de su fe en Jay y en mí y de su perseverancia para afrontar algunas veces los rechazos. Me siento muy agradecido por cada uno de ellos y fue una bendición que hubieran decidido caminar con nosotros y acompañarnos en esa jornada. Nunca separamos el hecho de hacer negocios dentro de un sistema empresarial libre del hecho de la bendición de la libertad de la que disfrutamos en América. Llamamos con orgullo a nuestro negocio: “The American Way” y nunca nos hemos disculpado por creer en la libre empresa ni en el patriotismo que nos causa ser americanos libres. Comenzamos Amway el mismo año en que Fidel Castro se tomó el poder en Cuba. Dos años antes la Unión Soviética había enviado su Sputnik al espacio y a comienzos de 1961 también había enviado a uno de sus hombres. Es difícil imaginarlo hoy, pero ciudadanos de los Estados Unidos —quienes ganaron la Segunda Guerra Mundial para preservar la libertad y manera de vivir de nuestra nación— estaban considerando el comunismo como una segunda alternativa de gobierno. La gente pensaba que el comunismo sería la tendencia del futuro y que era factible que hasta de pronto se tomara el control de América. Cuando nosotros comenzamos Amway pensamos: “Está bien comenzar un negocio para hacer dinero, pero ¿cuál es el máximo propósito de nuestro negocio? ¿En qué creemos? ¿Cuáles son las motivaciones que tenemos más allá de la de tratar de hacer dinero?” Entonces nuestro grito de batalla fue: “Defender la libre empresa”. Cuando pensamos en tener nuestro propio negocio también pensamos que esa era una oportunidad fundamental para América. Pensamos que todo aquel que quisiera ¡debería ser capaz de tener su propio negocio! Me dispuse a defender la libre empresa en mi primer libro ¡Cree!, así como también nuestro sistema económico americano frente a millones con mi discurso “Vendiendo América”. No estaba exponiendo una teoría. Mi fe en la libre empresa y en su papel como el más importante motor económico que el mundo ha conocido fue evidente a diario a medida que veíamos nuestro pequeño negocio crecer y también al notar cómo un reducido terreno inundable ubicado en un pequeño pueblo comenzó a convertirse rápidamente en plantas de fabricación, bodegas y oficinas. Esa era la evidencia sobrecogedora del poder efectivo de la libre empresa. Ni con todos mis discursos y escritos podría explicar ni medir el crecimiento de la que hoy es la sede mundial de Amway. Empoderados por la gente EL CHISTE COMÚN SOBRE ESTAR SIEMPRE ALERTA con respecto a no dejarse embaucar por un astuto vendedor hasta terminar haciendo una compra truculenta está relacionado con el gran negocio de adquirir finca raíz en el Estado de la Florida (que para algunos terminó en la compra de un pantano). Para este tiempo de nuestra carrera Jay y yo éramos demasiado expertos como para caer en el error de comprar una propiedad sin verla. Sin embargo, sí decidimos comprar, si bien no un pantano ¡por lo menos sí unas tierras bajas en un terreno inundable! Esa propiedad, comprada por parcelas con el paso del tiempo, llegó a convertirse en la sede mundial de Amway. No lejos de nuestros hogares en Ada, frente a Fulton Street, la avenida principal que atraviesa el pueblo, existían cientos de acres de terrenos impolutos. En un comienzo compramos la pequeña parcela en donde estaba ubicada la estación de servicio que era Amway Manufacturing Corporation. En ese momento no teníamos la manera de saber que un día necesitaríamos comprar todos los 300 acres debido a que Amway se expandiría de la manera en que lo hizo. Para fortuna nuestra esa tierra era poco deseable porque parecía no tener futuro y por esa razón había permanecido vacía por muchos años hasta que nosotros le vimos utilidad. La propiedad iba paralela a las corrientes del Grand River y por lo tanto mucha de la tierra era fácilmente inundable lo cual la hacía inadecuada para construir. De manera que, a medida que nos íbamos expandiendo, primero excavábamos un poco y luego utilizábamos todo ese desperdicio para rellenar la obra en construcción. El gran hoyo que quedó de esa excavación se llenó de agua y desde entonces los empleados de Amway lo conocen como el “Lago Amway”. En 1960, después de un año de habernos ubicado en la antigua estación de servicio, comenzamos un proyecto para construir sobre esos dos acres que compramos pensando que no servirían de parqueadero algún día. Allí levantamos nuestro primer edificio de oficinas, un sitio de interés turístico en aquel tiempo —construido en losa y ventanales de vidrio. El titular de Amagram, nuestra revista para los distribuidores decía: “Nos trasladamos a una imponente locación de vidrio y piedra”. Erigimos un gigantesco aviso en el frente en rojo, blanco y azul con nuestro nuevo logo y el eslogan. Esa fue también la primera oportunidad que tuve para visitar la vitrina de ventas de muebles para oficina de Steelcase, la mueblería ubicada en Grand Rapids donde compré mi primer escritorio y silla nuevos. Ese primer edificio todavía hace parte de las estructuras que componen nuestro centro de operaciones de Amway localizado en Ada —de una milla a lo largo de Fulton Street. Escondida en alguna parte del interior de ese gran complejo todavía hay una pared que pertenece a la antigua estación de servicio. La construcción de nuestro primer edificio de oficinas fue una decisión clave. En ese tiempo pensábamos que habíamos construido el mejor edificio de oficinas para ejecutivos, un proyecto de calidad que cumpliría con todas nuestras necesidades para siempre —que sería un edificio de oficinas inmejorable. Jay y yo todavía estábamos a mediados de nuestros treintas y acabábamos de construir un proyecto impresionante en aquel tiempo y del cual nos sentíamos muy orgullosos. Teníamos nuestras oficinas, una al pie de la otra y un salón de conferencias adjunto. El negocio seguía creciendo y eso significaba que teníamos que seguir construyendo —así que continuamos con nuestro plan de mantener los edificios de administración frente a Fulton Street y las bodegas y las fábricas en la parte de atrás. (Eventualmente, con plantas de fabricación de aerosoles, polvos, líquidos, cosméticos y botellas plásticas; con edificios de investigación y desarrollo; con centros de distribución y transporte; y con edificios administrativos para miles de empleados, teníamos 4.2 millones de pies cuadrados construidos). Después de nuestro primer año entero trabajando con Amway reportamos ventas por un total de $500.000 dólares. Solo tres años más tarde, en 1963, las ventas fueron de $21 millones. Una vez descubrí que teníamos un guía turístico que les decía a los visitantes: “Vamos a vender $100 millones de dólares en menos de nada”. Entonces lo llamé a un lado y le dije: “Espere un minuto. No hay nadie en esta industria que haya alcanzado ni siquiera el millón de dólares, así que tenga más cuidado con lo que dice”. Sin embargo, no logré quitarle esa confianza, pero le insistí: “No hagamos demasiado alarde en este momento y mejor hablemos de lo que en realidad vendemos, no de lo que usted cree que vamos a vender. Le pido que no vuelva a utilizar esa cifra”. Fue hasta cuando verdaderamente alcanzamos esos $100 millones de dólares en ventas en 1970 que Jay y yo por fin logramos admitir que esto tenía un enorme potencial y que necesitábamos expandir nuestra manera de pensar y planear para que fuera acorde al crecimiento que presenciábamos. Las cosas iban muy rápido y no recuerdo que invirtiéramos mucho tiempo obsesionándonos con las cifras de las ventas. En lo que sí invertíamos tiempo era contratando gente que nos ayudara a enfrentar esa expansión, desde asistentes contables hasta investigadores y personal que proveyera la experiencia que necesitábamos justo en ese momento. Todos nuestros ingresos fueron reinvertidos en el crecimiento del negocio. No recuerdo que gastáramos mucho en nosotros ni tratando de impresionar a la gente actuando como magnates. Hasta el día de hoy Jay y yo nos consideramos hombres de negocios bastante trabajadores en la búsqueda de ganarse la vida. Mi padre, quien ya se había retirado, fue nuestro primer guía turístico. En ese momento solo teníamos 40 pies cuadrados disponibles para la oficina y supongamos que en unos 60 pies detrás de ese espacio había una especie de bodega abierta en la que manteníamos materia prima ya que todavía no la habíamos encerrado porque todo lo que pudimos costear fueron las paredes, pero no el techo, así que simplemente tirábamos lonas sobre los barriles de los materiales y, dependiendo de lo que fuéramos a fabricar, sacábamos la materia prima y la trasportábamos hasta la fábrica para medirla y fabricar nuestro L.O.C. o lo que fuéramos a fabricar en ese momento. No había mucho que ver en aquel tiempo, pero mi padre se convirtió en el guía turístico porque siempre había distribuidores y otra gente que nos visitaba que quería conocer nuestra forma de operar. Así que él los acompañaba y les mostraba lo que estábamos haciendo. Pero la mejor parte para mí fue que él vivió lo suficiente, antes de su fatídico ataque cardíaco a la edad de 95 años, para ver el comienzo de esta empresa. Y nunca dejó de animarme. Jamás olvidaré lo que me dijo en ese entonces. En una ocasión mi padre pensó muy bien lo que quería expresarme e incluso se tomó unos minutos para asegurarse de explicarme claramente su perspectiva: “Este negocio se está volviendo realmente importante”, me dijo. “Va a ser muy grande. Tú le estás haciendo muchas promesas a esta gente con respecto a cómo serán las cosas y a lo que vas a hacer. No olvides que necesitas cumplir esas promesas, ¡tienes que cumplirlas! Así que te pido que recuerdes que lo que le has prometido a esta gente es lo que harás y lo que seguirás haciendo. Este negocio está creciendo tan rápido y va a ser tan grande que lo que hagas y organices hoy es de gran importancia. Dios te ha bendecido y vas a tener que darle cuentas a Él de tus promesas”. Ese fue un momento precioso para mí —escuchando las palabras de sabiduría y aprecio de mi padre. Él había pensado muy bien lo que quería decirme y solo quería que nos sentáramos por unos minutos para expresarme cómo se sentía respecto al futuro de este negocio y a la importancia de mantener nuestras promesas. Tristemente, mi padre no vivió para ver crecer a Amway en todo su esplendor, pero siempre supe lo orgulloso que se sentía de mí porque me lo dijo. Creo que su orgullo consistía en ver mi grado de confianza y las habilidades que desarrollé para cumplir el sueño que él tenía de que yo tuviera un negocio propio. Como padre ahora comprendo la importancia de decirles a nuestros hijos cuán orgullosos nos sentimos de ellos. Nuestro orgullo les da la confianza para enfrentar retos y triunfar por sí mismos. Nunca podría pagarle a mi padre la deuda que tengo con él por el papel sencillo pero memorable que desempeñó en mi vida al animarme y mostrarme qué tan orgulloso se sentía de mí. Hoy, yo sigo intentando hacer lo mismo con mis hijos. Aunque nuestro crecimiento iba rápido comenzamos a sentir que la gente le estaba prestando atención a nuestro éxito y que Amway se estaba convirtiendo en un negocio reconocido en los hogares a nivel nacional. Creo que la primera vez que esta verdad me impactó fue cuando Paul Harvey me expresó que quería visitar Amway. Al comienzo de la década de 1960 él era famoso y tenía un programa muy reconocido que se llamaba Paul News and Commentary y se escuchaba diariamente en la radiodifusora nacional. Además era famoso por sus lecturas en vivo de las propagandas de los patrocinadores de su programa. Amway no tenía una agencia de publicidad en aquel tiempo, pero nos agradaba Paul Harvey y estábamos pensando en patrocinar su programa de radio. Paul vino a visitarnos y nos dijo a Jay y a mí: “Ustedes cuentan que Amway comenzó en un sótano. ¿Dónde queda ese sótano?” Llamé a Helen para que estuviera preparada para su visita y al poco rato llegamos con él a mi casa y lo llevamos abajo, al cuarto esquinero que había sido mi primera oficina y la bodega de Amway. Le encantó la idea de este par de chicos comenzando un negocio, e incluso lo intrigó. Comenzamos a hacer propaganda en su programa acordando que él escribiría los textos y los leería al aire. Era una forma básica y sencilla de darnos a conocer. Él improvisaría un poco, contaría historias acerca de nuestra empresa e incluiría referencias elogiosas. De hecho, él inventó nuestro segundo eslogan. Durante una de sus improvisaciones al aire comentó: “Compre sin ir de compras”. Ese fue el eslogan que imprimimos en nuestro logo al comienzo de 1964 y el cual utilizamos por casi dos décadas. Él nos ayudó a establecer el negocio y además fue conferencista en muchas convenciones de Amway. Cada vez que aparecía en el escenario su traje lucía impecable. Sabiendo que viajaría en nuestro jet privado durante horas, una vez le preguntamos cómo hacía para lucir así de bien. ¿La respuesta? Nos contó que durante los vuelos se quitaba el pantalón y lo colgaba para que no se le arrugara y volvía a ponérselo justo antes de aterrizar. Jay y yo siempre nos divertíamos muchísimo haciéndole chistes acerca de cómo se vería viajando en sus interiores estilo pantaloneta. Otra forma de dar a conocer a Amway fue a través de propagandas en Saturday Evening Post que incluyeron un portarretratos de Jay y mío hecho por Norman Rockwell. Anunciamos en el Post principalmente porque éramos amigos de los dueños de la revista en ese momento y ellos nos animaron a hacerlo y a que Rockwell nos hiciera el portarretratos tomando como modelo una foto que le suministramos. De la misma forma en que tener a Paul Harvey haciendo buenos comentarios acerca de Amway a principios de 1960 era muy importante, pienso que nuestro portarretratos hecho por Rockwell y publicado en Saturday Evening Post también le dio valor a la historia de Amway. Patrocinamos varios programas de radio y televisión al comienzo de la década de 1980 en la voz de Bob “hablando de Amway” Hope, aunque el final aprendimos que los mejores promotores que teníamos para Amway eran nuestros distribuidores. Amway continuó creciendo en la cantidad de distribuidores que a su vez patrocinaban a más distribuidores para entrar al negocio. Pero Jay y yo sabíamos que no creceríamos en todo nuestro potencial a menos que este ejército creciente de distribuidores tuviera más y más productos para vender. Así que nos enfocamos en desarrollar nuevos productos que incrementaran el negocio. Comenzamos con artículos para la limpieza del hogar porque todo el mundo los usa y se terminan pronto, lo cual implica volver a comprarlos, y esto a su vez significa repetidas ventas. Cada producto que introdujimos produjo un incremento en el volumen de ventas. Una vez se les enviaban a los distribuidores nuestras nuevas líneas de productos, ¿qué tenían que hacer ellos para lograr incrementar su volumen de ventas? Así que trabajamos duro para posicionarles nuevos productos todo el tiempo y para esto creamos un departamento que se enfocara únicamente en la investigación y desarrollo de nuevos productos. Durante los primeros ocho años de Amway estábamos vendiendo 100 productos distintos a nivel nacional. Una línea de productos de calidad con ciertas características únicas y satisfacción garantizada les proveía algo tangible a los distribuidores que no tenían almacenes o edificios corporativos para promoverse a sí mismos como dueños de negocios. Los productos también eran una manera de promover a Amway en un momento en el que la compañía contaba apenas con una pequeña planta de fabricación y un edificio de oficinas en un pueblo del que nadie más allá del Oeste de Michigan había escuchado y sobre el que las respuestas comunes eran: “¿Quién ha escuchado alguna vez hablar de ese pueblo llamado Ada? ¿Quién sabe algo de Amway?” Para darnos a conocer un poco más nos ingeniamos la que pensamos que sería una solución interesante. Le compramos un bus a un conocido que teníamos en Grand Rapids y lo mandamos pintar de rojo, blanco y azul. Le agregamos la frase: VITRINA DE AMWAY acompañada del mensaje: IDEAS ÚNICAS PARA EL CUIDADO DE SU HOGAR. El bus saludaba a los curiosos con el mensaje: BIENVENIDOS A BORDO. EXHIBICIÓN GRATUITA. Contratamos un conductor que le diera la vuelta a la ciudad y lo parqueara en el centro, en las esquinas de las calles y en las áreas de alto tráfico. Los distribuidores invitaban a sus clientes al tour para ver nuestros productos, así como las exhibiciones para mostrarles nuestra manera de fabricarlos y la forma adecuada de utilizarlos. Mirando atrás no sé qué tanto impacto tuvo ese bus en nuestro negocio, pero ese vehículo de apariencia tan única les dio a los distribuidores —quienes eran almas solitarias tratando de representar una compañía muy poco conocida— una manera de demostrar que había algo sustancial detrás de todo aquello. Para que a los distribuidores les fuera bien nosotros sabíamos que había que tener una línea de productos que ellos pudieran vender. El bus fue parte de hacer lo que hubiera que hacer para ayudarles a prosperar en sus negocios. La teoría siempre consistió en saber que, si nosotros les ayudábamos a ellos a trabajar mejor, también a nosotros nos iría mejor. Los distribuidores decían: “Nadie me conoce, nadie ha escuchado hablar de esta empresa e incluso me preguntan si en realidad existe”, y cosas por el estilo. El bus fue una estrategia para mostrar que sí existíamos. Fue una herramienta de mercadeo y ventas muy importante. Mirando en retrospectiva pienso que Jay y yo buscábamos con frecuencia formas de contribuirles a los distribuidores en gratitud hacia la dedicación que ellos le daban a nuestro negocio. Después de todo, ellos se arriesgaban con nosotros y nosotros dependíamos de que ellos triunfaran y nos ayudarán a crecer. No podíamos defraudarlos. También nos divertimos con la idea de que los distribuidores tuvieran rutas estables para distribuir nuestros productos. Creo que todavía estábamos bajo el concepto de que, para tener un negocio rentable con Amway, necesitábamos ser como el lechero que solía atender a los mismos clientes a diario antiguamente. Esto trajo un punto de discusión interesante: “¿Es Amway un negocio de productos o un negocio de distribución?” A medida que crecíamos nos dábamos cuenta de que los productos eran importantes, pero igual de importante, si no más importante, era el hecho de ser un negocio que distribuía sus propios productos. El único enfoque de Amway era que los distribuidores construyeran sus negocios vendiendo nuestros productos y patrocinando a otros para que hicieran lo mismo. Establecimos unas reglas para enseñarles a los distribuidores la importancia de vender y patrocinar para tener un negocio creciente. La venta de productos es esencial para hacer dinero con Amway, pero enfocarse solo en comercializar los productos no era hacia donde nos dirigíamos porque nos dábamos cuenta de que el éxito requería tanto de la venta de productos como de la oportunidad de brindarles a nuestros distribuidores la posibilidad de construir sus propios negocios invitando a otros a hacer lo mismo: a vender y patrocinar. Para ayudarles a triunfar mi mayor contribución era organizar reuniones por todo el país. Por ejemplo, un distribuidor en Phoenix iba a reunirse con algunos prospectos en su casa entonces yo me dirigía a Phoenix y hacía una reunión de reclutamiento para sus invitados y les contaba la historia de Amway. El resultado era que algunos de ellos se nos unían. El rango de asistencia a las reuniones iba desde unas pocas personas hasta docenas, —e incluso hasta a cientos, dependiendo de lo bien establecida que estuviera Amway en cada comunidad. Además, en un comienzo nos apoyamos en distribuidores de Nutrilite que estuvieran interesados en comenzar el negocio con Amway y que ya tuvieran grupos grandes de distribuidores en su negocio con Nutrilite. Esto nos ayudó a ir más allá del éxito que logramos en Ada para darnos a conocer a nivel nacional. Estábamos construyendo a Amway de la misma manera que habíamos construido nuestro negocio de Nutrilite —una red de relaciones que comenzaba con una persona y se expandía constantemente. Algunos de los distribuidores más exitosos de la Historia de Amway comenzaron como distribuidores de Nutrilite a quienes tanto Jay como yo patrocinamos, y ellos a su turno construyeron sus negocios en la línea de Amway llegando a patrocinar hasta a decenas de miles de distribuidores. En nuestros comienzos patrocinamos a Walt Bass, a quien conocimos cuando él era el gerente de ventas de WOOD Radio, una de las estaciones más grandes de Grand Rapids. Walter se cortaba el pelo en el sótano de un hotel de Grand Rapids y su barbero era Fred Hansen. Walter introdujo y patrocinó a Fred y a su esposa, Bernice, en el negocio de Amway. Más adelante los Hansen se trasladaron a Cuyahoga Falls, Ohio, para vender casas rodantes. Walter y yo fuimos hasta allá a participar en una reunión de reclutamiento en la sala de su casa y tuvimos seis asistentes. Luego los Hansen patrocinaron a su lechero, Jere Dutt, quien a su vez patrocinó a su colega lechero, Joe Victor. Jere también conocía a un individuo que trabajó en prisión en Rome, Nueva York, cuyo nombre era Charlie Marsh, y lo patrocinó. Así que estas primeras reuniones, no solo fueron actividades que nos sirvieron para vincular a la gente más exitosa que haya existido en el negocio de Amway, sino que contribuyeron a que Amway saliera de Michigan y se extendiera a Ohio y luego al Estado de Nueva York. El origen del concepto de ventas bajo el esquema de círculos surgió alrededor de esta historia y todo mundo en Amway está familiarizado con la manera en que los distribuidores lo presentan al iniciar un proceso de venta. Al principio de la reunión, primero que todo, el presentador dibuja un círculo que representa a alguien que está interesado en convertirse en distribuidor de Amway. Luego traza líneas desde ese primer círculo hacia otro segundo nivel de círculos que representan a otras personas que este posible distribuidor podría patrocinar. Luego traza más rayas que se extienden desde esos segundos círculos hacia otros terceros círculos que a su vez representan gente que los posibles distribuidores de esa segunda línea podrían patrocinar. El dibujo representa una red en expansión de gente que se une a un negocio creciente. (Charlie Marsh no fue el primero en utilizar el diagrama de los círculos, pero parece que lo hacía con tanta propiedad que se ganó la reputación como el primer distribuidor en dibujar círculos en Amway). Es sorprendente ver cuánto poder fluyó para el negocio de Amway en Cuyahoga Falls, Ohio, y Rome, Nueva York. De hecho, las reuniones en Cuyahoga fueron creciendo hasta llegar a miles, y se volvieron demasiadas como para que yo pudiera asistir a todas ellas. Helen todavía me recrimina porque, de camino a casa luego de nuestra luna de miel, yo insistí en que paráramos para asistir a una reunión en Cuyahoga. En otra reunión en Ohio surgió una tradición muy importante para Amway. Me solicitaron que presentara a Jere Dutt en una reunión para la cual había un auditorio de 3.000 a 4.000 personas. Primero lo presenté a él por separado y luego presenté a su esposa. Más tarde él me llamó un lado y me dijo: “Hiciste la presentación de manera incorrecta. Es Jere y Eileen Dutt. Tenemos que reconocer a mi esposa como una socia con los mismos derechos que yo en este negocio”. ¡Ese fue un tremendo consejo! Y así es como presentamos en las reuniones y en las propagandas impresas a todas las parejas de casados que participan actualmente en este negocio. A propósito, Jere y Eileen se convirtieron en los primeros distribuidores directos de Amway a nivel Diamante en 1964, que en ese momento era el mayor nivel de logro en nuestro negocio. A veces uno nunca sabe cómo o dónde las semillas que se siembran en la más pequeña de las reuniones llegan a dar enorme fruto. Esa pequeña reunión en Phoenix de la que hablé anteriormente es un gran ejemplo. Un tiempo después yo estaba en una reunión cerca a la sede principal de Nutrilite en Buena Park, California, cuando un caballero que había participado en la reunión de Phoenix fue hasta allá en bus desde San Francisco, y estaba merodeando a la entrada cuando de repente me vio y me dijo: “No sé si se me permite participar en esta reunión”. Yo le respondí con esta pregunta: “¿Piensa entrar en el negocio?” “¡Por supuesto!”, me dijo. “Bueno, ¡Entonces, siga!”, le contesté. Después de la reunión él firmó el acuerdo para unírsenos y giró un cheque para comprar su kit de ventas. Cuando se fue me dijo: “No cobre ese cheque por lo menos hasta el lunes próximo porque no regresaré a mi casa hasta que consiga el dinero para que usted cobre ese cheque”. La siguiente vez que fui a su zona para hacer una reunión en su garaje habían puesto unos tablones sobre unas cajas de detergente SA8 para que unas 12 personas se sentaran. Esa fue nuestra primera reunión al Noreste de California y ese fue el comienzo del negocio de Frank y Rita Delisle, quienes pasaron de no tener suficiente dinero en el banco para cubrir la compra de su primer kit de ventas a construir una organización gigantesca de distribuidores de Amway. Yo vivía viajando bastante y lejos de mi familia en aquellos días, pero no recuerdo esos viajes ni esas reuniones con los distribuidores como trabajo porque ese, de nuevo, era el anhelo que yo tenía para animar a la gente a unirse al juego. Vivía fascinado de encontrarme con todas esas personas positivas y entusiastas y me maravillaba ver cómo su deseo de surgir estaba generando grandes empresas por todo el país. Nunca perdí de vista el hecho de que ellas eran el eje central del negocio. Hacia 1972 nuestro negocio estaba en auge y generó $180 millones de dólares en ventas ese año. Sin embargo, algo se estaba perdiendo. Siendo antiguos distribuidores de Nutrilite sabíamos que necesitábamos tener una línea de suplementos nutricionales si queríamos seguir creciendo a buena velocidad. También sabíamos que Nutrilite tenía los mejores, así que los contactamos para ver si ellos estaban interesados en vendernos el negocio. Cuando Jay y yo vendíamos sus productos durante la década de 1950 pensábamos que Nutrilite era una compañía gigantesca, pero incluso en 1972 sus ventas anuales eran de apenas $25 millones de dólares y en comparación con lo que estábamos logrando Nutrilite ya no nos impresionaba. Hablamos con Carl Rehnborg y le dijimos: “Nos gustaría agregar toda su línea de productos a los nuestros. ¿Qué opina de eso?” Sorpresivamente, nos contestó: “Hablemos”. Carl había contratado un equipo de trabajo que le ayudara a rodar su empresa, pero Nutrilite ya no era el negocio robustecido que había sido. La gente que él contrató no logró encontrar la manera de darle mayor empuje al negocio y por esto pensaron en la posibilidad de vendérnoslo. Llegamos a la que nosotros creíamos una oferta justa, se la propusimos y viajamos a California para firmar. Carl, junto con su familia y algunos miembros de su personal, nos llevó a su club para celebrar que Nutrilite ahora le pertenecía a Amway. Pero nos encontramos con la realidad cuando nos reunimos con los principales distribuidores de los productos de Nutrilite. Durante los 13 años de fundación de Amway había existido algo de competencia y algunos de los distribuidores de Nutrilite se habían convertido en distribuidores de Amway y por esa razón algunos en Nutrilite nos veían como intromisiones a sus negocios y sentían que les estábamos robando sus distribuidores. Así que, para este grupo élite de distribuidores de Nutrilite que asistió a la reunión, nosotros no éramos Amway. Muchos se refirieron a nosotros como “Damnway” (versión corta y despetiva de “Malditos de Amway”). Llegamos a la sala de reuniones en la que nos esperaban unos 200 distribuidores de Nutrilite que habían sido contactados por la compañía para asistir a este evento tan especial. El hijo de Carl, Sam, quien trabajaba muy de cerca con su padre en el negocio, anunció que le habían vendido la empresa a alguien que prometía mantener el mismo plan de mercadeo, y tal vez hasta mejorarlo. Luego presentó a los nuevos dueños —Jay y yo. Aunque no recuerdo que nos abuchearan, sé que tampoco se escuchó ni un solo aplauso. Todo mundo estaba sorprendido. Todavía recuerdo aquella reunión: Jay y yo parados frente a la audiencia solos y sintiéndonos expuestos a sus miradas fijas y llenas de resentimiento. No teníamos muchos amigos allí en aquel momento, sin embargo, comenzamos diciéndoles de qué manera planeábamos combinar las dos empresas y cómo íbamos a unificar todo el grupo de distribuidores. Donde había conflictos, nosotros prometimos que nos sentaríamos y los resolveríamos. Les expresamos que teníamos en mente un mejor negocio para ellos, pero a pesar de todo, esa fue una reunión muy pesada. Solo algunos vinieron a hablar con nosotros y logramos explicarles sobre Amway y contarles lo bien que nos iba. Ellos uno podían creer que hubiéramos crecido tanto y llegado tan lejos. _______ MI TRABAJO ERA VIAJAR —hacer presentaciones, asistir a convenciones, atender a las peticiones de hablar en las reuniones con los distribuidores. Por lo general programaba un viaje por todo el país y me acercaba a ciudades en las que teníamos una cantidad razonable de distribuidores. En todo caso los distribuidores organizaban reuniones constantes y yo era el conferencista invitado. En otras ciudades el personal de Amway organizaba reuniones en donde yo participaba, y esto me recuerda de algo más que Jere Dutt me dijo al invitarme a hablar en una de sus enormes reuniones en Cuyahoga. Yo le pregunté: “¿De qué quieres que hable? ¿Quieres que comparta algo acerca de Amway?” Jere me respondió: “No. ¡Habla de la libertad y la libre empresa! De eso es de lo que queremos escuchar. Ya sabemos todo acerca de Amway y nosotros también contamos esa historia, mejor enséñanos por qué hacemos esto. Por qué estamos trabajando tan duro para construir estos negocios propios, por qué hacer esto es tan importante para nosotros y para nuestro país. Queremos sentir que estamos haciendo del mundo un mejor lugar al ayudar a otros”. Entonces fue de eso de lo que les hablé y ese se convirtió, en esencia, en un fuerte mensaje para mis charlas con los distribuidores: la oportunidad en la América libre. Cómo, con poco dinero pero con una gran visión de lo que uno puede alcanzar trabajando duro y por su propia cuenta para lograr sus metas, es posible triunfar. Suena a distribuidor de Amway, ¿no es cierto? Estas charlas se convirtieron en el marco teórico de mis discursos más memorables, como por ejemplo “Las cuatro etapas”, “Inténtalo o sufre en el intento” y “Los cuatro vientos”. Y luego, de la nada surgió otro contratiempo. Estaba con mi familia en nuestro bote al Noreste de Michigan en el verano de 1969 cuando de repente recibí una llamada a medianoche para informarme que la planta de aerosol estaba en llamas. Jay estaba en su casa y escuchó lo que más tarde describió como el sonido de una bomba. La explosión transformó el cielo de Ada en rojo esa noche de julio. Viajamos temprano al día siguiente para ver que la planta de aerosol se había convertido en cenizas. Por fortuna no hubo muertos y 17 empleados que alcanzaron a quemarse recibieron tratamiento y pronto fueron dados de alta en el hospital. Los bomberos hicieron su mejor trabajo para que las llamas no destruyeran el resto de nuestras instalaciones. De la misma manera en que proseguimos con nuestros planes cuando el bote se hundió, cuando nuestros primeros esfuerzos por vender productos de Nutrilite se convirtieron en rechazos y no en ventas, decidimos levantarnos, limpiarnos el polvo y comenzar de nuevo. La decisión era obvia: era tiempo de avanzar. Esa fue la lección que les presentamos a los distribuidores durante años pues difícilmente podíamos hacer otra cosa. Teníamos promesas que mantener. Mi padre me había dicho que le mantuviera mis promesas a la gente que viniera a depender de Amway, y ese consejo ha permanecido conmigo hasta hoy. Más allá de los millones de pies cuadrados de edificios construidos, y de los cientos de productos que desarrollamos, el éxito y la esencia de Amway siguen siendo los talentos y los logros de la gente que trabaja unida. Pensamos por un corto tiempo que el nuevo negocio de Amway consistía en desarrollar y vender productos cuya calidad fuera esencial, pero aprendimos que nuestros distribuidores se sentían energizados por algo más —por la oportunidad de triunfar en un negocio propio a través de sus esfuerzos, perseverancia y fe en sí mismos. Esa era la causa por la que en aquellas primeras reuniones los distribuidores me pedían que hablara, no solo del negocio de Amway, sino de principios de optimismo y perseverancia. Yo les decía: “¡Tú puedes hacerlo! ¡Yo creo en ti!” Amway siempre ha sido empoderada por gente que cree que puede lograrlo y que otros también pueden lograrlo. A eso se debe que el número de nuestros distribuidores creciera desde Ada, en Michigan, a Cuyahoga Falls, en Ohio, a Rome en Nueva York, hasta California y eventualmente, por todo el mundo. En honor a esa fe sobrecogedora y a ese esfuerzo incomparable una planta destruida por el fuego difícilmente pudo detenernos. Para ese tiempo sobreponernos a los retos se había convertido en nuestro estilo de vida y en la forma de triunfar en los negocios. Pero muy poco sospechábamos en aquel entonces que enfrentaríamos y nos sobrepondríamos a retos aún mayores. Las críticas hacen contrapeso COMO DICE EL REFRÁN ALEMÁN: “El tulipán más largo es el que se corta”. Con el fenómeno del crecimiento de Amway habíamos crecido bastante y no logramos escapar a la mirada de aquellos que se preguntaban en qué andaría esa empresa exitosa dueña de ese negocio tan inusual y sorprendente —ni de quienes querían destruirnos. En 1975 Amway reportó un volumen de ventas anual de $250 millones de dólares; había abierto mercados en Australia, el Reino Unido, Hong-Kong y Alemania; tenía un yate corporativo y una flota de jets; había agregado, no solamente la línea de cosméticos ARTISTRY, los utensilios de cocina AMWAY QUEEN, los productos de cuidado personal SATINIQUE, sino también la línea de productos de NUTRILITE. Y a pesar de que Jay y yo extendimos aquel rollo de papel de carnicero sobre el piso de mi cocina allá en 1959 para idear nuestro novedoso plan de ventas que sería el instrumento clave en la aventura llamada Amway, imaginábamos que un día nuestro plan estaría bajo el escrutinio de aquellos a quienes le pareciera sospechoso. Después de todo, ya habíamos pasado por 10 años de experiencia con Nutrilite y nos habíamos enfrentado a la FDA. Amway había comenzado a crecer bastante rápido y se hacía más y más notoria. La gente estaba confundida respecto a cómo funcionaba este negocio basado en que “tú patrocinas a alguien y ese alguien patrocina a otros más”. Además había escepticismo en cuanto a nuestra legitimidad. En ese tiempo las ventas directas y el mercadeo en multinivel eran un asunto sospechoso. A los ojos del público Amway no era una compañía como todas las demás, sino que se trataba de un negocio en el que un vecino vendía productos de Amway como distribuidor independiente. Debido a nuestro enfoque de mercadeo en multinivel mucha gente pensó que tenía las características de ser una pirámide. Esta sospecha se concretó en 1975 cuando la entidad Federal Trade Comission (FTC) presentó una queja oficial contra Amway en la que la acusaba de que su plan de ventas era “un esquema de pirámide en el cual sobre una base de distribuidores existía un número mayor de distribuidores” y además sostenía que la empresa estaba “condenada a fracasar” y que contenía un “intolerable potencial para engañar”. Afirmaba que nosotros estábamos arreglando precios al decirles a los distribuidores a qué precios ellos debían vender los productos; que estábamos restringiendo las actividades de los distribuidores al privarlos de vender a través de las tiendas al detal y nos acusaban de especular acerca de nuestro potencial de éxito. Todas estas acusaciones atentaron contra el futuro de Amway, pero nosotros sabíamos que estábamos haciendo lo correcto así que nuestra reacción fue: “Vamos a defendernos”. Y eso hicimos durante los siguientes dos años y medio incluyendo seis meses de audiencias frente a un juez de ley en el campo administrativo. Es difícil ganar una guerra con el gobierno porque tiene tiempo y dinero ilimitados y esto significa que sus abogados pueden mantenerse en la lucha de manera indefinida. Cuando me llamaron al estrado me cuestionaron acerca de testimonios que ellos tenían de antiguos distribuidores nuestros que afirmaban que les habíamos prometido que ganarían $1.000 por mes y nunca lo lograron. La FTC comenzó a construir su caso preguntando los nombres de todos los distribuidores de Amway para enviarles cartas solicitándoles testimonios a aquellos que no hubieran alcanzado sus sueños. Una cantidad de gente se sintió feliz de hacerlo y la FTC se llenó de una fila de exdistribuidores que se sentían insatisfechos por una u otra razón, motivo por el cual indagaron a todo el que tuviera algo que decir acerca de Amway y seleccionaron a quienes ellos pensaran que serían los mejores testigos en el estrado porque tenían el caso más severo en contra nuestra. Cuando un exdistribuidor subía a declarar yo le decía a mi abogado: “Pregúntenle a qué se dedicaba antes de trabajar con Amway y qué está haciendo ahora”. En la mayoría de los casos ellos habían mejorado su estándar de vida. A lo mejor no se quedaron en Amway, pero terminaron beneficiándose al tratar de tener un negocio propio en mejores condiciones que antes. De hecho, al preguntarles admitieron que les iba mucho mejor. Cuando nuestro abogado les preguntaba por qué, ellos admitían que se debía a que Amway les había enseñado cómo rodar un negocio, vender productos, tener unas metas, buscar motivaciones genuinas y trabajar con la gente. Y ante esto nuestro abogado solía decir: “Gracias. No tengo más preguntas”. De esa manera demostrábamos que Amway promovía el éxito a través del esfuerzo y que, incluso la gente a la que no le fue bien o que no se quedó con Amway, logró mejorar su estándar de vida. La FTC determinó que nuestro plan no es un esquema piramidal debido a que la compensación está basada por completo en la venta de productos al usuario final, más que por reclutar nuevos participantes. Como resultado de esa decisión el plan de ventas de Amway se convirtió en el modelo de un negocio legítimo de venta directa. Otras compañías de venta directa han estado intentando copiarnos desde entonces. La FTC inclusive destacó que nuestros productos disfrutaban de la aceptación de una gran cantidad de consumidores y que Amway era la tercera marca reconocida por su lealtad al cliente a pesar de la pequeña parte del mercado que captaba y de no hacer propaganda a nivel nacional. Además reconoció que habíamos desarrollado un modelo empresarial novedoso y emocionante. Enfrentados con industrias gigantescas como Procter & Gamble, que gastó dos veces más en propaganda que el total de ventas de Amway, nuestros distribuidores introdujeron en el mercado “una presencia novedosa y competitiva” que tomó parte del mercado captado por las grandes compañías que dominaban la industria. También observó que el plan de ventas de Amway pone muy en claro la idea de que es necesario trabajar duro puesto que las recompensas materiales dependen de la calidad del trabajo desempeñado. Un juez compartió conmigo, después que terminó la demanda, que él pensaba que el plan de ventas de Amway era en realidad un modelo de negocio novedoso y único. Nuestro caso con la FTC sirvió de plataforma para aclarar qué se define como un negocio legítimo de mercadeo en multinivel. Esa demanda fue el caso de prueba que estableció los estándares y parámetros sobre los cuales todas las compañías de mercadeo en multinivel operan en la actualidad. La FTC sí requirió que hiciéramos algunos cambios en cuanto a nuestras políticas con respecto a los precios y solicitó que le proveyéramos a cada nuevo distribuidor una explicación impresa de ocho páginas de nuestro plan de ventas. Además revisó nuestra revista mensual para los distribuidores junto con nuestra literatura de ventas con el fin de asegurarse de que no hubiera reclamaciones sobre fotos que representaran un bienestar más allá del que en realidad la mayoría de distribuidores logra alcanzar. Amway todavía sigue asegurándose de dejar en claro que este es un negocio que requiere de trabajo duro y no un esquema de “vuélvase rico pronto”. A pesar de la reglamentación a nuestro favor los argumentos iniciales de la FTC en contra nuestra se convirtieron en un estándar de críticas durante los años siguientes para cualquiera que malentendía nuestro negocio o para los antiguos distribuidores que se quejaban de que ellos, de alguna manera, fueron engañados o afirmaban que nuestro plan de negocios sencillamente no funcionaba. Estos distribuidores frustrados y otros críticos estaban publicando libros que exponían más o menos el mismo argumento: no experimentaron el éxito que se les prometió. Para la FTC, todos ellos aparentemente no estaban escuchando la parte referente a cómo la oportunidad de Amway requería del trabajo de los distribuidores. Tal como esta entidad observó, el plan de ventas de Amway establece una clara idea de que se requiere de trabajo y que las recompensas materiales se basan en la cantidad y calidad del esfuerzo de cada distribuidor. Para nuestros críticos, nosotros resaltamos el hecho de que no se requiere de un riesgo financiero para trabajar con Amway ya que el único costo para que los distribuidores comiencen su propio negocio es una cuota de registro que los provee con literatura de argumentos de venta y otras ayudas, y que, incluso si ellos deciden no hacer nada, pueden darles uso a los productos que compran y que están respaldados con una garantía de satisfacción al cliente. Además, insistimos en que reembolsamos la cuota de registro si los nuevos distribuidores deciden que el negocio no es apropiado para ellos. Si lo intentan y fracasan por alguna razón, así como los antiguos distribuidores que testificaron y admitieron en la investigación frente a la FTC, se habrán beneficiado al haberse involucrado en un ambiente de gente positiva que sabe trazarse metas y hace el intento de construir algo para sí misma. Mirando atrás este caso en contra de Amway, y otras críticas, tengo que admitir que verdaderamente no entiendo a la gente que trata de surgir despedazando a otra gente, así como tampoco comprendo a quienes intentan culpar de sus fracasos a factores externos en lugar de aceptar la total responsabilidad sobre su vida. Mucha gente ha tratado de construir un negocio con Amway y ha fracasado, pero si son honestos con ellos mismos, admitirán que no hicieron el esfuerzo necesario para vender nuestros productos y patrocinar más gente. Construir tu propio negocio implica trabajo arduo, largas horas, perseverar frente a los contratiempos y mantener una actitud positiva. La gente que no posee, o que no quiere desarrollar estas características, debe buscar otras formas de ganarse la vida. No tengo nada en contra de alguien que intente trabajar con Amway y concluya que el negocio no le funciona, pero me gustaría que se responsabilizara de sus propias acciones en lugar de tratar de culpar al negocio. Si Amway no funcionara, jamás hubiera crecido y prosperado durante más de medio siglo. Quizás aquéllos que testificaron en contra de Amway frente a la FTC buscaban una forma de compensación o satisfacción, pero no creo que un juez ni ningún acuerdo les hubieran proporcionado lo que en realidad necesitaban. Muchos años después de que Amway comenzó a tener éxito algunos decían que se lamentaban del hecho de no haber tenido la oportunidad de invertir en el negocio en sus comienzos. Estas deben ser ilusiones porque nosotros jamás ofrecimos sociedades ni participación en la propiedad de Amway. Si alguien en nuestros comienzos o en el día de hoy quiere construir un negocio exitoso con Amway, no necesita ni puede invertir en la compañía. Todo lo que necesita es firmar y pagar unos pocos dólares por un kit de ventas y trabajar diligentemente basándose en nuestro plan y poniendo sus ojos en sus metas sin rendirse hasta haberlas alcanzado. Amway provee el mismo potencial de éxito hoy que cuando comenzó en 1959. Amway fue una gran oportunidad en ese año y así permanece hasta hoy para cualquiera que desee firmar como distribuidor, trabajar duro y perseverar hasta lograr su sueño. Al final, el caso frente a la FTC resultó beneficioso porque nos ayudó a probar nuestra legitimidad, especialmente cuando nos expandimos al exterior —aunque enfrentamos otra demanda de otro gobierno que malentendió los principios de nuestro negocio y atacó a la libre empresa. Por fortuna, la interminable investigación y la publicidad alrededor de ella no afectaron nuestro crecimiento. Solo cuatro años después de que la FTC entabló la demanda nuestro reporte de ventas al detalle mostró que nuestras ventas se incrementaron en un poco más del triple —a $800 millones de dólares. Infortunadamente, ese no fue el caso con el siguiente reto que estaba por venir. En 1982 la entidad Royal Canadian Mounted Police allanó nuestra sede principal en Canadá y publicó a la prensa que Amway había defraudado a Revenue Canada, la entidad equivalente al Servicio de Impuestos Internos de Estados Unidos, con una suma indeterminada que excedía los $28 millones de dólares canadienses por concepto de derechos de aduana. Con las sanciones la deuda subía a $118 millones de dólares americanos. Revenue Canada nos amenazó a Jay y a mí con extraditarnos y responder a los cargos en un juicio en una corte canadiense. Yo sabía que los cargos de esa corte canadiense estaban totalmente fuera de lugar. Sabiendo lo que sabemos ahora, y mirando atrás, con el paso del tiempo se hizo evidente para mí que a ellos no les gustó nuestra promoción de la libre empresa. Sin embargo, perdí el sueño durante esa demanda canadiense. La demanda de la FTC fue un asunto importante, pero fue cuestión de negocios y de argumentos frente a nuestro gobierno. Pero con el gobierno canadiense la gravedad del asunto era que se nos acusaba de fraude. Estábamos siendo amenazados con una pena de cárcel y esa posibilidad copaba toda mi atención. La gente que te conoce sabe que no eres culpable, pero eso no significa que fuéramos inocentes frente a mucha gente que no nos conocía ni en lo más mínimo. Habíamos estado operando en Canadá bajo los términos de un acuerdo fiscal de 1965 y nunca antes tuvimos problemas con los oficiales de la aduana canadiense ni con Revenue Canada con respecto a los productos que despachábamos ni a la cantidad de impuestos que pagábamos. Revenue Canada cambió unilateralmente las reglas en 1980. Nosotros éramos una compañía estadounidense enviando productos fuera del país a una compañía de nuestra propiedad en Canadá. Estábamos vendiéndoles productos a nuestros distribuidores canadienses, quienes a su vez los estaban vendiendo al precio sugerido a sus clientes. De repente Revenue Canada empezó a disputar tanto el valor de los impuestos de nuestros productos como el nivel de impuestos que deberíamos estar pagando basándose en el valor de nuestras operaciones en Canadá, de manera que el asunto se convirtió en un problema gigantesco que me daba la impresión de tener implicaciones políticas. Amway pagó una multa de $21 millones y terminó así ese litigio criminal. La demanda civil duró seis largos años hasta que al fin decidimos finalizar el costo legal de esa lucha y pagamos sobre un acuerdo de $38 millones. Ese era más o menos el 40% de lo que el gobierno canadiense le reclamaba como deuda a Amway. Sin embargo, no fue una suma enorme considerando nuestro reporte anual de ventas durante 1989, que fue de $1.9 billones. Pero en todo caso, sí ha sido la contribución más grande que he hecho —que no me haya representado ver mi nombre aparecer en la placa de algún edificio. Aunque detestábamos pagar millones de dólares en una disputa en la cual nos sentíamos injustamente acusados, lo cierto del caso fue que el daño real causado por la demanda de Revenue Canada, y la razón por la cual decidimos llegar a un acuerdo, fue la constante publicidad negativa que estaba quebrantando e hiriendo nuestro negocio. No podíamos seguir viviendo con los periódicos resaltando constantemente el hecho del castigo por fraude con el que estábamos siendo acusados en términos penales con la posibilidad de ir a la cárcel hasta por 20 años. En este caso se trataba de más que simplemente una cuestión de impuestos que nos hizo retroceder en gran manera. Tuvimos que restablecer nuestra honestidad. Tanto en Canadá como en Estados Unidos las ventas bajaron sustancialmente y así se quedaron durante varios años hasta que volvimos a ponernos en marcha. Perdimos algunos distribuidores canadienses, pero estamos muy agradecidos con los muchos que se quedaron con nosotros y continuaron construyendo su negocio de Amway. Cinco años después de haber hecho el acuerdo los periódicos seguían haciendo referencia al hecho de que fuimos acusados de fraude por el gobierno canadiense. Y ese es un cargo con el cual nadie quiere que se vea relacionado su nombre ni el de su negocio. De no haber sido por la publicidad hubiéramos continuado con la demanda sin importar el tiempo que hubiera sido necesario para recibir el veredicto, pero era insoportable aparecer en los periódicos cada vez que algún periodista quisiera decir algo en Canadá para recordarle a todo el mundo que estábamos siendo juzgados por fraude. El caso parecía estar en los periódicos una y otra vez. Era incómodo visitar nuestro hotel Amway Grand Plaza en el centro de Grand Rapids en ese tiempo debido a la sensación de que la gente tendría cosas desagradables para decirnos. Con esa publicidad tan negativa uno siente que no quiere ser visto en público. The Grand Rapids Press nos sacaba en su portada todos los días, razón por la cual en una ocasión me disgusté con su jefe de redacción. En algún momento de todo el proceso él me dijo: “Usted necesita acostumbrarse al hecho de que está en las noticias de primera plana” cuando me quejé con él acerca de una publicación referente a una historia que yo no consideraba tan importante como para una primera plana, y así se lo manifesté. Ante mi queja él respondió: “Si su nombre está involucrado, eso es suficiente para aparecer en la portada puesto que todo lo que usted haga es noticia de primera plana. Así que acéptelo. Usted es un líder de esta ciudad y cualquier cosa que haga, buena o mala, estará en primera plana”. Y esa sigue siendo una realidad hasta el día de hoy. Durante esos años Jay y yo vivíamos consumidos en todo lo que se relacionara con ese caso. Mucho de nuestra atención estaba enfocada en cómo manejarlo, en la forma en que se preparaban los abogados para defendernos, en qué acciones tomar, en qué defensas hacer, en reuniones con los abogados para estar informados. Mantuvimos nuestros aviones fuera de Canadá para que no nos los confiscaran. Cerramos nuestra fábrica allá y pensamos hasta en cerrar la sede de Amway en Canadá, pero teníamos muchos distribuidores y empleados que dependían de nosotros. Mirando en retrospectiva creo que no cerrar esa sede demostró nuestro nivel de compromiso con nuestros distribuidores; no íbamos a dejarlos a la deriva, pero tampoco podíamos permitir que nuestro nombre fuera desacreditado con tanta frecuencia en las primeras planas. Bajo esas condiciones era muy difícil para los distribuidores mercadear y vender nuestros productos, pero ellos tenían negocios que nosotros debíamos proteger y al final llegamos a un acuerdo. Además, nosotros pensábamos en nuestras familias. En estas situaciones los hijos también cargan con el peso de las acusaciones en contra de sus padres. Recuerdo a nuestros hijos expresando sus preocupaciones con respecto al caso a la hora de la cena, y en el momento de hacer nuestras oraciones este asunto era la plegaria más sentida —incluso con lágrimas. La publicidad de Revenue Canada también captó la atención de otros medios importantes que querían tomarnos fotos. En 1982 nos dimos cuenta de que el popular programa de noticias de los domingos en la noche, 60 Minutos, estaba lanzando al aire un segmento sobre Amway y ya había estado filmando enormes convenciones patrocinadas por distribuidores independientes. Sobre todo después de la publicidad tan negativa con este asunto de Revenue Canada teníamos razón para estar preocupados. El chiste popular en ese momento era: “Se sabe que va a ser un mal día cada vez que uno llega a su trabajo y encuentra a Mike Wallace y a su equipo de 60 Minutos esperándolo”. Mike Wallace tenía fama de hacer entrevistas tipo “emboscada”, así que nos aseguramos de estar preparados. Desde que nos enteramos de que 60 Minutos estaba planeando hacer un segmento sobre Amway, en lugar de esperar a que Wallace se apareciera y nos hallara fuera de guardia nosotros lo invitamos a Amway y les dimos la bienvenida tanto a él como a su equipo. Nuestras instalaciones y oficinas lo sorprendieron. Fuimos amables con ellos y les tratamos con la cortesía con que acostumbramos a recibir a cada visitante, y estoy convencido de que nuestra actitud produjo una atmósfera positiva y todos pensamos que su entrevista con Jay y conmigo fue bastante justa. Sin embargo, eso no significa que no estuviéramos experimentando cierta preocupación y estrés a medida que ellos completaban su trabajo respecto a nuestra historia. El programa 60 Minutos invirtió un año investigando para hacer este segmento al que llamó “Soap and Hope” (“Jabón y esperanza”) y por fin salió al aire el 9 de enero de 1983. Incluía comentarios de antiguos distribuidores nuestros que estaban resentidos; también apartes de conferencistas en las convenciones de Amway que fueron sacados de contexto y no reflejaban de la mejor manera a todos nuestros distribuidores, y además salieron al aire preguntas muy pesadas acerca de los derechos arancelarios canadienses. Pero, por encima de todo, el consenso general fue que el programa fue justo, que los televidentes habían sido informados sobre una compañía más grande y sofisticada de lo que muchos se esperaban, y nos vieron a Jay y a mí muy cómodos y cercanos a Mike Wallace dándole a conocer una empresa de la que nos sentíamos muy orgullosos. El reportaje de Wallace terminó siendo positivo. Un año después lo invitamos a la ceremonia de inauguración de una nueva torre que le agregamos al hotel que Jay y yo compramos y renovamos –Amway Grand Plaza Hotel (hablaré de este tema más adelante). The Larry King Show hizo un programa de radio en vivo allí desde el lobby y King entrevistó a Wallace, quien le dijo a King: “Pensamos que tendríamos que hacer nuestro reportaje sin ninguna cooperación, pero ellos son gente de clase y fueron abiertos con nosotros y aceptaron responsabilidades. Nosotros nos dimos cuenta de que sus productos son buenos y que su empresa no es una pirámide”. También dijo en una entrevista con nuestro periódico local: “La gente en Ada es de primera categoría”. Como les dije a los distribuidores después de que el programa salió al aire: “Ya se nos habían acercado en primera instancia desde hacía tiempo y nosotros tratamos de evadirlos, pero ellos nos dijeron que iban a hacer el programa con o sin nosotros. Por lo tanto pensamos que, si de todas maneras lo iban a hacer, nosotros no íbamos a esquivarlos más, y aun si la entrevista era un desastre, por lo menos defenderíamos aquello en lo que creemos. No teníamos nada de qué huir”. Poco después de que 60 Minutos salió al aire Jay y yo fuimos invitados a asistir al programa llamado Phil Donahue Show, reconocido nacionalmente. Phil Donahue se hizo famoso cubriendo temas controversiales y dándoles a los miembros de su audiencia la oportunidad de hacerles preguntas a los invitados a su show. Nosotros sabíamos de antemano que el programa había juntado a una audiencia de distribuidores inconformes con Amway. Jay dijo: “Yo no voy a ir a ese programa ni voy a prestarle atención. Dejemos que ellos hagan su show, pero yo no asistiré”. Yo le contesté: “Yo iré porque no pienso permitirles que anuncien que fuimos invitados y ninguno de los dos quiso asistir. Prefiero equivocarme que estar ausente y sin la posibilidad de defender nuestra posición. Yo iré”. Hablé primero con Donahue y él me explicó que me invitaría a sentarme en el escenario junto a él y que recibiríamos preguntas de la audiencia. Yo le dije: “¿Por qué hace usted un programa sin que la gente entienda primero de lo que estamos hablando? De un momento a otro usted presenta a estas personas quejándose de Amway sin poner a los televidentes en contexto”. Entonces él me respondió que incluiría una introducción al inicio explicando el asunto y luego escucharía los comentarios y las preguntas de los distribuidores asistentes, e incluso algunas quejas, y que después de eso él me entrevistaría basándose en los comentarios de la audiencia. Cuando llegué al estudio en Chicago él me dijo: “Cambié de idea y no voy a hacer una introducción, simplemente comenzaremos”. De esta manera terminé contra la espada y la pared, pero no en el escenario, sino frente a una audiencia de distribuidores, y con Donahue poniéndolos en contra mía. Algunos fueron colaboradores y respetuosos, pero muchos presentaron una conducta combativa. Ese fue un mal tiempo para nuestro negocio y teníamos distribuidores a quienes no les estaba yendo muy bien y otros estaban aprovechando las circunstancias. Traté de defenderme amigablemente porque no quería irme en contra de nuestra propia gente. Supongo que Donahue pensó que las quejas que salieron al aire harían lucir mal a Amway. Y, debido a que a último minuto él se rehusó a iniciar el programa sin ninguna clase de introducción que le diera un contexto el tema, los televidentes no tuvieron ni idea de lo que estaba pasando. A pesar de la confusión, yo me contuve. Más adelante, en el transcurso de esta misma semana, recibí una postal de la Primera Dama, Bárbara Bush, con el siguiente mensaje: “DeVos, 10. Donahue, 0”. Durante mis años de apoyo al partido republicano y a sus candidatos llegué a hacerme amigo del Presidente Bush y su esposa, y ese mensaje era propio de su amabilidad. Al final, la gran atención de los medios fue de beneficio para ayudarnos a vernos a nosotros mismos como otros nos estaban viendo y fue entonces cuando comenzamos a hacer algunos cambios abordando incidentes aislados que dieron lugar a malas interpretaciones. Formalizamos normas y estándares en cuanto a los discursos y a otros materiales que los distribuidores utilizan en el negocio de Amway y con frecuencia tenemos un representante de la empresa presente en las convenciones de los distribuidores, y ellos están autorizados a promocionar productos mediante propaganda consistente con nuestros estándares. Comenzamos a mantener un récord de lo que nuestros distribuidores dicen y prometen teniendo en cuenta que ellos representan a Amway ante la opinión pública. Todas estas experiencias con el gobierno y los medios, en su mayoría negativas, se convirtieron en solo algunos de los retos que hemos tenido que enfrentar para que Amway exista. Fueron retos más largos y serios que aquellos a los que nos enfrentamos en el pasado, pero la lección es la misma: sigue intentándolo en lugar de lamentarte; persevera y mantén viva la esperanza. Algunos de nuestros primeros retos parecían más largos —un aeropuerto sin terminarse de construir cuando estábamos intentando comenzar una empresa de aviación; nuestro bote hundiéndose en medio de un mar profundo y oscuro; solo dos personas en una reunión de Nutrilite apta para 200, pero todos fueron menos graves que cuando se nos quemó la planta de aerosol. Sin embargo, ni siquiera ese desastre podría compararse con las amenazas de la FTC y de Revenue Canada. Cuando Mike Wallace llegó a nuestra empresa no teníamos que asumir que ese sería un mal día porque sabíamos que, para todo el que sueña y trata de ser diferente o de hacer algo nuevo, las críticas siempre aparecen. En nuestros comienzos queríamos que Amway se convirtiera en una marca reconocida. Posteriormente, cuando el nombre de Amway era utilizado como el blanco de burlas en los programas de comedia, aceptamos ese hecho como parte del crecimiento de nuestra fama y continuamos avanzando para obtener éxitos mayores. Cualquiera que se eleve más alto que la multitud llamará tarde o temprano la atención de los críticos. Nosotros nos repusimos a la tormenta y continuamos la marcha. Para este tiempo ya sabíamos que los retos son solo obstáculos a los cuales sobreponernos pasando por debajo, por encima o alrededor de ellos. Toda esta situación nos ayudó a estar mejor preparados para el siguiente gran capítulo del crecimiento de nuestro negocio. Nos expandíamos hacia las cuatro esquinas del globo. En un momento en el que hubiéramos pensado que sería un reto demasiado alto de enfrentar, lo cierto es que Amway sería acogido en los lugares más inesperados del mundo. Exportando The American Way a nivel mundial JAY Y YO HEMOS recibido con frecuencia crédito por ser hombres de visión, pero si así fuera habríamos previsto en 1959 cuando comenzamos con Amway que el deseo de tener un negocio propio no se limitaría solamente al sentir americano y que sería igual de válido para captar mercado en Canadá en 1962 — cuando abrimos nuestra primera sucursal en un país extranjero; luego siguió Australia y casi una década después todavía teníamos la perspectiva de operar en países con ideales muy parecidos a los americanos. Sin embargo, poco después, con la apertura de cada mercado internacional, el concepto era claro: la gente alrededor del mundo comparte el deseo de encontrar una oportunidad para tener su negocio propio. Ver el logo de AMWAY en letreros escritos en signos en japonés o chino fue una experiencia que me sacudió —siendo yo un individuo que sirvió en la guerra en el exterior para defender la democracia americana y que regresó a prosperar dentro de las bendiciones propias de la libertad que pensó que se disfrutaba únicamente en su país. Hoy, las cosas son diferentes. El sueño que considerábamos que le pertenecía a “la mentalidad americana” (The American Way) no se limitaba a las fronteras ni a los límites de nuestra nacionalidad. Decidimos expandir nuestro negocio a nivel internacional incursionando en el mercado de Canadá. Jay y yo éramos neófitos en aquel tiempo pensando que en un país de habla inglesa no tendríamos que reimprimir nuestra material escrito y pasamos por alto el hecho de que en Canadá hay bastante población cuyo idioma es el francés —lo cual hizo que finalmente sí tuviéramos que imprimir literatura de apoyo y envolturas en francés para nuestros productos. En un principio intentamos abrir mercado en Canadá como una nueva compañía independiente pero ubicada en la frontera canadiense y sin necesidad de patrocinio externo, pero pronto se hizo obvio que todo este intento de iniciar desde cero era un reto para el cual no estábamos preparados. Fue así como concluimos que teníamos mucha gente en Estados Unidos con conexiones en Canadá y que simplemente necesitábamos encontrar la forma en que, donde Amway creciera, los distribuidores también crecieran; que donde nosotros fuéramos, ellos también fueran. Nuestros futuros afiliados en el exterior comenzaron como empresas nuevas, pero también desarrollamos un sistema para permitirles a los distribuidores patrocinar en todos nuestros mercados. Abrimos mercado en Canadá a los tres años de haber comenzado Amway dado que los distribuidores en Estados Unidos tenían amigos, familiares y contactos de negocios allá y querían aprovechar las ventajas de nuevos mercados. Ada tiene una extensión de solo 150 millas desde el límite de Michigan con Ontario. Exceptuando Quebec, no existían mayores diferencias en el idioma y la economía, cultura y estructuras del gobierno canadiense eran similares a las nuestras. Era fácil para Amway aprovechar esas ventajas para expandirse y convertirse en una entidad internacional. En comparación con este, nuestro siguiente movimiento internacional fue un paso gigantesco —un mercado en el otro extremo del mundo: Australia. Lo curioso en ese tiempo era que, al elegir un país tan distante, nadie en nuestra tierra descubriría muy pronto si aquella aventura fallaba. Esa obviamente no fue la razón que nos llevó a movernos hacia allá; tampoco podría decirse que eligiéramos Australia debido a que compartíamos las mismas similitudes que con Canadá. En realidad, nosotros no elegimos a Australia, sino que Australia nos eligió a nosotros. Una práctica común entre los australianos era registrar los nombres de las compañías americanas que ellos calculaban que algún día abrirían mercados allá. Registraban las marcas, producían unos pocos productos con nombres relacionados y esperaban el momento en que alguna de esas empresas americanas decidiera abrir mercado allá, y como los australianos ya eran dueños de esas marcas registradas, dicha empresa necesitaba comprarles su nombre para hacer negocios en Australia. Eso fue lo que nos pasó a nosotros. Un australiano registró el nombre de AMWAY en su país, junto con el de otras empresas, y él era el vendedor directo quien además estaba vendiendo cosméticos bajo nuestra línea de productos ARTISTRY, la cual él registro para su uso exclusivo en Australia. Nuestro abogado australiano nos dijo que esa era una situación frecuente allá e incluso tenía en su poder un formato equivalente a un contrato listo para firmar la compra por medio de la cual se recuperaban las marcas. Me explicó que todo lo que yo tenía que hacer era viajar a Australia, acordar un precio con este individuo y obtener su firma en aquel formato. Yo estaba en Australia en ese momento y acepté una reunión con esta persona. Era un tipo cordial y tuvimos una charla agradable. Yo le dije: “Tengo aquí el documento listo para la firma y todo lo que necesitamos hacer es acordar una cifra. Usted y yo sabíamos que llegaríamos aquí algún día y hoy es el día de ajuste de cuentas, el día que usted estaba esperando, así que, aquí estoy”. Negociamos, llegamos a un acuerdo razonable, le giré un cheque y él firmó el documento que el abogado me dio. Después de la negociación me preguntó si podía convertirse en nuestro primer distribuidor en su país. Él había estado en el negocio de la venta directa y tenía buenos distribuidores bajo su cargo así que aceptamos su petición. Con su negocio establecido él nos ayudó a tener un buen comienzo. Pensamos que los australianos tendrían objeciones con respecto al nombre de AMWAY puesto que es americano, pero fue todo lo opuesto: les encantó su procedencia junto con el hecho de que los productos fueran fabricados directamente en América. Tratamos de fabricarlos en Australia, pero nos dimos cuenta de que los australianos sentían mayor satisfacción al consumir productos elaborados en Ada. Al principio, nuestra expansión internacional tuvo éxito debido a que los distribuidores nos animaron a abrir mercados en países en donde ellos ya tenían conexiones. Con frecuencia les escuchábamos decir: “¿Cuándo vamos a abrir en este o aquel país?” puesto que ellos no podían operar en ningún otro país hasta que primero nosotros estableciéramos operaciones allá e importáramos nuestros productos con todas las de la ley, imprimiéramos literatura, registráramos el nombre de la empresa y cumpliéramos con las regulaciones propias de ese país. En 1973 abrimos una sucursal en el Reino Unido, otro país con el mismo idioma y con un sistema político y económico similar al nuestro; en 1974, en Hong Kong, que en ese tiempo estaba bajo mandato británico; en Alemania, en 1975; fue el comienzo de una década de expansión por Europa; en 1979 abrimos en Japón, que estaba siendo enormemente influenciado por América desde la guerra. Actualmente es un poco difícil imaginarnos a Jay y a mí eligiendo lugares y trasladándonos a todas partes del mundo. Cuando éramos jóvenes recuerdo que estábamos tan aislados en América. Al inicio de la Segunda Guerra Mundial se incrementaron las ventas de mapamundis debido a que los americanos leíamos sobre batallas en lugares lejanos y queríamos localizar esos países poco conocidos y aquellas ciudades de las cuales leíamos y escuchábamos en las noticias. Yo había viajado hasta el Pacífico del Sur durante la guerra y Jay y yo viajamos posteriormente por toda Sudamérica, de manera que, cuando comenzamos a expandirnos a nivel internacional, al menos éramos algo versados en el conocimiento del mundo. Ahora veo cómo cada experiencia contribuye al éxito aunque en el momento no nos demos cuenta. Esa era una época en la que hacer negocios internacionales todavía no era frecuente, por lo tanto me siento orgulloso porque Jay y yo dimos esos primeros pasos hacia nuestra expansión internacional. En la década de 1980 estábamos en un promedio de 12 países y nuestra expansión internacional se basaba primordialmente en ir a donde los distribuidores vislumbraban que existía potencial debido a sus relaciones y a los distribuidores que patrocinaban en el exterior. A mediados de esta década comenzamos a mirar esa expansión desde un punto de vista más estratégico y decidimos abrir mercados en países con culturas y economías diversas. Entonces abrimos un departamento encargado de operar en mercados internacionales. Mi hijo mayor, Dick, fue elegido para dirigir esta nueva división. Al igual que los otros hijos DeVos y Van Andel Dick había culminado nuestro programa de entrenamiento para aprender sobre todos los aspectos del negocio de Amway y ya contaba con 10 años de experiencia en varios cargos gerenciales. Cuando él se convirtió en Vicepresidente de Operaciones Internacionales en 1984 las ventas internacionales representaban un promedio del 5% de los ingresos del negocio. Cuando se retiró del cargo seis años después, más de la mitad de nuestras ventas procedían del exterior. Dick dirigió un programa realmente estratégico para conseguir crecimiento y expansión a nivel internacional después de que Jay y yo decidimos sacar el negocio al exterior. Una vez él estuvo a cargo, abrir mercados internacionales pasó de ser un proceso mediante el cual reaccionábamos ante las opiniones de los distribuidores que tenían amigos en otros países a convertirse en un plan estratégico. Su departamento de expansión internacional tenía personal comprometido exclusivamente a abrir nuevos mercados. Eran profesionales con la experiencia requerida para trasladarse a un país a planear y ejecutar todo lo necesario a nivel de regulaciones gubernamentales, traducción, logística, propaganda y mercadeo para abrir mercado allí y comenzar a hacer reuniones con distribuidores en potencia que estuvieran interesados en Amway. Esas reuniones de apertura eran por lo general extensas, a veces con un promedio de hasta 5.000 personas. Jamás lográbamos predecir cuánta gente asistiría a una reunión de apertura para explorar el negocio de Amway. Una vez le dije a Jay: “Todo el mundo conoce a alguien en alguna parte y tratarán de reclutarlo”. Eso resultó ser cierto. Los distribuidores viajaban de todas partes del mundo hacia las nuevas aperturas de mercado y traían gente que ellos conocían en esos nuevos mercados a sus reuniones de apertura. El patrocinio internacional se convirtió en una posibilidad para que muchos de ellos crecieran rápidamente en su negocio. Dick tenía un plan estratégico basado en una clasificación de los países que iba desde aquellos en los que sería más fácil abrir el mercado hasta los más difíciles y que representaran retos y riesgos más grandes. Él nos ayudó a pensar más en grande y a adaptar el modelo de nuestro negocio a una mayor variedad de clientes locales, de diversas tradiciones y requerimientos legales y fiscales, y realmente se merece el crédito por el éxito mundial que hoy tenemos. En ese momento China era un gran riesgo. El gobierno chino requirió que fabricáramos nuestros productos en su país, hecho que implicó construir una fábrica y operar de manera distinta. Después que abrimos ellos se retractaron del negocio de multinivel debido al temor de posibles abusos, aunque infundados, preocupación propia de un país que hasta ahora estaba comenzando a aceptar los principios de libertad empresarial. Eva Cheng, quien estaba a cargo de liderar el desarrollo de nuestro mercado en China, me llamó y me dijo: “¿Qué vamos a hacer ahora?” Yo le propuse que hablara con el gobierno chino para comunicarle que deseábamos permanecer en su país y acatar sus leyes. Tuvimos que abrir almacenes al detal allá e idear formas de recompensar a los distribuidores basándonos en el tamaño de sus negocios. Estoy convencido de que el poder de la oportunidad de Amway produce gran interés en la gente china que está tratando de construir una vida mejor, un estilo que se ajuste cada vez más al que nosotros disfrutamos en América —y sé que nuestro modelo de negocio algún día será acogido por ellos. Hoy China es el mercado más grande de Amway y el negocio continúa creciendo, pero me maravillo ante el hecho de que Amway en este momento opera en China y Rusia —considerada en algún tiempo excluida para siempre del mundo libre por la Cortina de Hierro y la de Bambú. Promover nuestro sistema de negocio empresarial en estos países habría sido impensable años atrás. Recuerdo mi servicio en aquella pequeña isla del Pacífico cuando América estaba tratando de derrotar al imperio japonés; ahora veo que en la actualidad Japón es uno de los afiliados más exitosos de Amway. De la misma manera, ¿quién hubiera imaginado durante la época de la Guerra de Vietnam que un día una compañía americana basada en el capitalismo y la libre empresa estaría funcionando en Vietnam y construyendo allí fábricas? Esa hubiera sido una locura hasta hace muy poco, pero hoy Amway sigue prosperando en un país que fue nuestro antiguo enemigo comunista. Durante la década de 1990 Jay y yo nos tomamos una foto que fuera reciente para usarla en las publicaciones dirigidas a los distribuidores. Para ilustrar la envergadura de nuestra empresa a nivel mundial nos tomamos la foto parados a lado y lado de un enorme mapamundi. Es increíble ver ese portarretrato colgado en oficinas en China junto con avisos impresos en su alfabeto y observar que el logo de AMWAY se despliega a lo largo de un edificio en Shanghái. En 1990, en un artículo sobre nuestro creciente negocio en Japón, la revista Forbes entrevistó a un contador que se convirtió en uno de nuestros distribuidores. “El discurso de ‘sea su propio jefe’ a lo mejor se toma con cinismo en Estados Unidos”, expresó él, “pero en el regimentado Japón esta consigna ha hallado una audiencia dispuesta, especialmente entre las amas de casa y los hombres que se sienten frustrados con su salario. Existe muy poca posibilidad de éxito aquí, pero con Amway he visto gente triunfar todo el tiempo”. Hablamos mucho en Amway acerca de los sueños —de nunca rendirnos ni permitir que otros nos roben nuestras ilusiones. Ahora muchos japoneses comparten con los distribuidores de Amway a nivel mundial el sueño de una vida mejor. Hoy, mi frase de batalla “¡Tú puedes hacerlo!” se ha convertido en un eslogan que se repite por todo el mundo en el negocio de Amway. En Japón y China se les escucha a los distribuidores compartiendo y diciendo “¡Tú puedes hacerlo!” Muchos me piden que les firme sus libros con esta frase que se ha convertido en el grito de guerra en Asia y ha llegado a lugares en el mundo en donde a la gente se le había dicho con mucha frecuencia que no podía lograr mayores cosas. Cuando Amway abrió en Rusia recibí una solicitud para que llamara desde mi casa de Florida para decirles a un promedio de 600 personas que se encontraban reunidas: “¡Tú puedes hacerlo!” Nuestra gente allá me dijo que esa fue la reunión más estridente que han tenido. La gente rusa estaba emocionada con la idea de ser libre para tener su negocio propio y hacer algo importante con su vida. Me contaron que la audiencia estaba parada sobre las sillas cantando y compartiendo dentro de una atmósfera ¡más parecida a un juego de fútbol que a una reunión de ventas! Obvio, entrar a países con diferentes idiomas, culturas y modelos de gobierno hizo que nuestra labor no fuera fácil y que tuviéramos que afrontar muchos retos. Con frecuencia fuimos la primera compañía de venta directa en algunos mercados asiáticos en donde enfrentamos incertidumbres en cuanto a impuestos, asuntos legales y regulaciones. Nuestro negocio en China comenzaba y se frenaba mientras el gobierno discutía sobre la legalidad de nuestro estilo de negocio. Al final pudimos seguir operando, pero, como en otros mercados, tuvimos que ajustar nuestras operaciones vendiendo nuestros productos en almacenes al detal. El gobierno de Corea del Sur tenía muchas sospechas sobre la venta directa y pensaba que nuestras importaciones contribuirían a su déficit comercial. Sin embargo, les mostramos cómo Amway era una fuerza positiva en su país y hoy nuestro negocio es bienvenido allá. Aún sigo sorprendido al ver nuestras fotos en una arena repleta de muchos miles de distribuidores sudcoreanos escuchándome hablar sobre la oportunidad de ser dueños de un negocio. También demostramos en India y Tailandia que Amway era adaptable estableciendo centros comerciales. Sorprende visitar Tailandia, India y China y ver edificios modernos y relucientes con nuestros logos corporativos y nuestros productos bastante visibles a los transeúntes. Siendo yo alguien que vivió a lo largo de la Guerra Fría con la Unión Soviética, y defensor desde hace largo rato de la libre empresa, me sentí conmovido y maravillado cuando comenzamos a abrir mercados en países del antiguo bloque soviético del Este de Europa en la década de 1990. Establecimos centros de productos y mucha gente allí —en donde los productos de cuidado personal y para el hogar eran escasos— hacía fila para comprar todo lo que le ofrecíamos. En Hungría tuvimos 85.000 distribuidores durante el primer año. Recuerdo que visitaba estos países en aquellos días y eran lugares tristes y sombríos llenos de gente con rostros endurecidos, con muy pocas posesiones materiales y sin las oportunidades que damos por sentadas en América. Llevar nuestra oportunidad de negocio y nuestros productos le ayudó a aquella gente a respirar un poco de vida y esperanza en esa parte del mundo que por muchos años soñó con la libertad. En la década de 1990 también abrimos mercado en Brasil y este apertura nos llevó a expandirnos luego a más países de Sudamérica. Jay y yo nos sentimos nostálgicos ante este hecho. ¿Cómo hubiéramos sabido cuando viajamos por Sudamérica siendo un par de jóvenes que naufragaron en un bote que un día seríamos los dueños de una corporación internacional que ofrecería productos de belleza específicos para las preferencias de los latinos? Ya sea que se trate del lejano país comunista de China, del Sur de la línea ecuatorial en el país emergente de Guatemala o de la democrática Australia, nuestra experiencia ha sido que la gente alrededor del mundo comparte un sueño en común: el anhelo de una vida mejor. Como se reportó en el Global Citizenship Report de Amway en 2011: “Crea en lo mejor”. Vivo conmovido de que Amway continúa, no solo prosperando en el mundo, sino ayudándoles a las personas a pasar desde donde se encuentran a construir una vida mejor para sí mismas y sus familias, al igual que para sus comunidades y países. La campaña de Amway “One by One Campaign for Children” ha recogido más de $190 millones de dólares para ayudar a más de 10 millones de niños desde que comenzó el programa en el 2003. Nada más en el 2012 los distribuidores y empleados de Amway contribuyeron con más de 200.000 horas de trabajo voluntario en organizaciones caritativas alrededor del mundo. Además de ayudar a la gente también le estamos ayudando al planeta. Debido a nuestra tradición en cuanto a la responsabilidad con el medio ambiente estamos ayudando a reducir nuestra huella de carbono, a conservar el agua, a producir menos desperdicios y a proteger el hábitat en cada país en el que operamos. Nada de esto es para hacer alarde, sino porque me siento orgulloso de esta filosofía. Parte del legado de Jay y mío es nuestra fe en que la gente prospera a través de sus propios esfuerzos y talentos, como también ayudándoles a otros a ayudarse a sí mismos. Es gratificante ver que esta es una filosofía universal que produce resultados tan poderosos. Esta es otra razón por la cual he sido siempre un optimista y muy rara vez veo algo distinto a lo bueno que hay en la gente que conozco. __________ EN LA DÉCADA DE 1980, cuando la mayor parte de nuestro negocio todavía era en Estados Unidos, pensamos que la sede principal de Amway sería siempre en Ada, pero a medida que fuimos contratando empleados internacionales nos decían: “Ada no es el centro del mundo aunque ustedes crean que sí lo es. La sede de Amway es alrededor del mundo. Si quieren saber cuál es el verdadero centro de Amway, es la China. Ese es nuestro mercado más grande”. Así nos mostraron de qué manera seguíamos pensando que este negocio estaba centrado en Estados Unidos y que no nos habíamos dado cuenta de su verdadera magnitud. Seguíamos insistiendo en centrar todo en Ada. —Durante muchos años tratamos de fabricar solamente allí, aunque fuera costoso e inconveniente hacer los envíos de nuestros productos alrededor del mundo sencillamente porque queríamos manufacturar y proveer empleos allá. Ahora estamos construyendo una planta en India, abriendo un centro de operaciones en Tailandia y construyendo una segunda nueva planta en China. Tenemos varios proyectos de construcción importantes a nivel mundial. La gente que visita actualmente Ada no alcanza a dimensionar la envergadura de Amway porque ya no funciona allí solamente. Aquel retiro esa vez en Charlevoix, Michigan, cuando nombramos nuestra primera junta directiva de American Way Association, tuvo algo de pintoresco puesto que en los comienzos de Amway les decíamos a los distribuidores que soñarán en grande, pero no teníamos ni la menor idea de lo que en realidad significa soñar en grande ni nos imaginábamos lo que habríamos de alcanzar. El mundo se ha encogido desde entonces. Gente en el extranjero que una vez se sintió más firme en tierras que parecían muy lejanas hoy es más cercana y más familiar a nosotros. Seguimos trabajando para traducir los textos de nuestras empaquetaduras y la literatura de ventas a otros idiomas; para presentar productos que vayan de acuerdo con los gustos específicos de diferentes países; para adaptarnos a las distintas regulaciones legales y a todas las culturas. Sin embargo, donde sea que hoy vayamos seguimos teniendo en cuenta que la gente tiene hambre de libertad y busca una oportunidad para triunfar haciendo uso de su talento y esfuerzo. Nuestro sencillo mensaje de la oportunidad de un negocio propio para todos se ha convertido en un lenguaje internacional. Cuando subo a escenarios de cualquier parte del mundo la gente en la audiencia puede que tenga una apariencia diferente, pero su recepción entusiasta es la misma. Es difícil a veces conectar por completo aquella pequeña compañía que nació en el pueblo de Ada hace más de 50 años con la Amway de hoy que cuenta con millones de distribuidores a nivel internacional. Creo que Jay y yo fuimos bendecidos con un propósito: fundar Amway bajo unos principios que beneficiarán a toda la gente a nivel mundial. Nuestros empleados lo entendieron primero que nosotros. Ada no es el centro del mundo de Amway, sino que el centro de Amway es alrededor del mundo, y yo agregaría que el fundamento de Amway se ha esparcido por todas partes. Encontrando mi voz FUI INSPIRADO POR CONFERENCISTAS motivacionales cuando comencé en el negocio y por eso me he esforzado en inspirar a miles de distribuidores de Amway para qué se paren frente a sus grupos y también los motiven a seguir luchando y creciendo. Animar a otros, motivarlos diciéndoles “¡Tú puedes hacerlo!” se ha convertido en el ingrediente esencial que ha hecho que Amway sea lo que es hoy. Poco después de que Jay y yo comenzamos nuestra escuela de aviación tomamos un curso en Dale Carnegie porque sentíamos que como jóvenes hombres de negocios y vendedores era importante aprender a hablar y comunicar efectivamente. Esta se convirtió en una muy buena experiencia para los dos, en especial para mí porque me dio confianza como conferencista. Los instructores fueron muy ágiles en resaltar en nosotros las áreas en las que necesitábamos mejorar, pero sin ser críticos. Además, sabían mantener una atmósfera positiva y motivadora. Fueron ellos quienes me enseñaron que la clave del discurso es utilizar ilustraciones, contar historias preferiblemente de nuestra propia experiencia. Si uno habla sobre algo que le ocurrió, no necesita notas de apoyo. Por esto es que las historias basadas en nuestra experiencia personal suelen ser las mejores. El método de Carnegie también nos enseñó una fórmula para hacer discursos. Primero, asegúrate de que siempre le dices a tu audiencia cuál es el tema que vas a tratar. He escuchado a muchos conferencistas hablar sin nunca identificar cuál es su tema central. Hablan de muchas cosas, pero yo me pregunto: “¿Cuál es el tema central? ¿De qué está hablando? ¿Cuál es el punto en esto?” Segundo, dile a la audiencia por qué razón elegiste ese tema. ¿Por qué este tópico es tan importante? Y tercero, ilustra el tema del discurso. ¡Ilustra, ilustra, ilustra! Después de esto, lo siguiente es una introducción —un chiste o un saludo— y luego un cierre, que no es otra cosa que: “Ahora que has aprendido todo esto que te dije te sugiero que hagas lo siguiente”. Y esas fueron las bases que aprendí en el curso de Dale Carnegie. De hecho, volví a tomarlo y quedé todavía más convencido del poder de las ilustraciones. Poco tiempo después fui invitado a hablar frente a unas 3.000 personas en una convención de Nutrilite en Chicago y seguí las indicaciones de este curso haciendo mi parte de la tarea buscando ilustraciones que se adecuaran a lo que iba a decir. El tema era “la perseverancia” —si vas a triunfar, tienes que ser intenso, apasionado y fogoso con respecto a lo que hagas. Al cierre de mi discurso recibí un sentido aplauso. Mi instructor de Dale Carnegie se encontraba entre el público y vino corriendo a felicitarme. Ese día descubrí que tenía talento como orador y desde entonces sigo utilizando esta fórmula para mis discursos. Poco después que comenzamos Amway una empleada que se encargaba de nuestro departamento de contabilidad me dijo: “Tenemos una asociación local de contadores aquí en la ciudad. He escuchado sus conferencias y me pregunto si estaría dispuesto a dirigirse a nuestro pequeño grupo”. Esa era la primera vez que alguien me solicitaba hablar fuera del contexto de Nutrilite y de Amway, de manera que le dije que estaría feliz de hacerlo. Cuando le pregunté de qué quería que hablara ella no tenía ni idea, entonces le propuse: “Bueno, qué tal si hablo sobre América y todos sus aspectos positivos. Hay mucho negativismo en cuanto al tema actualmente”. Yo quería hablar de lo maravilloso que es nuestro país. Ese fue el comienzo de mi discurso más conocido: “Vendiendo América”. Comencé a pensar en lo que diría y decidí contar todos los aspectos positivos que habían estado ocurriendo durante el crecimiento de nuestro negocio. Y entre más hablaba de “Vendiendo América”, más la gente respondía. Envié ese mensaje a miles de personas a lo largo y ancho de la nación y fue grabado en una convención llamada “Future Farmers of America” en Indianápolis. Posteriormente, se convirtió en un disco que se vendió en forma de álbum a comienzos de la década de 1960 y en ese entonces ganó el premio Alexander Hamilton Award for Economic Education otorgado por la entidad Freedoms Foundation. “Vendiendo América” fue en realidad el comienzo de mi carrera como conferencista y mi primer discurso dirigido a toda clase de audiencias. Comencé a recibir un número creciente de solicitudes para dirigirlo frente a auditorios en escuelas de Educación Secundaria, graduaciones universitarias, clubes de negocios y otras entidades. Todas esas intervenciones eran una buena forma de promocionar Amway en sus primeros días y me sentía animado escribiendo nuevos discursos, principalmente para nuestras reuniones, pero escribía algunos con mensajes dirigidos a audiencias en general. Algunos de ellos —“Las tres As: Acción, Actitud y Ambiente adecuado” y “Las cuatro etapas”— fueron para audiencias de Amway por todo el mundo. Eran charlas muy agradables e interesantes. Una vez compartí “Las cuatro etapas” con el Presidente Gerald Ford. En él cubría las cuatro instancias en el desarrollo de cualquier organización: construcción, manejo, defensa y culpa. Conocía a Ford desde que era nuestro congresista en Grand Rapids. En una ocasión estaba visitándolo en la Oficina Oval y me dijeron que tenía justo 10 minutos para conversar con él. Durante nuestra charla le dije: “¿Sabes? Toda esta ciudad está en la etapa cuatro”. Él me respondió: “¿Qué significa eso de ‘etapa cuatro’?” Yo le expliqué: “Bueno, la etapa cuatro es la de culpar, es cuando todo mundo culpa a los demás por los problemas. Y eso es lo que está ocurriendo en esta ciudad”. El Presidente Ford agregó: “Eso parece, pero cuéntame el resto de la historia”. Yo respondí: “Ya no tengo más tiempo de conversación y debo respetar los 10 minutos que me dieron”. Entonces él insistió: “Me encantaría escuchar el resto de tu explicación”. Por eso puedo decir que una vez le presenté mi discurso de “Las cuatro etapas” a una prestigiosa audiencia compuesta por una persona —al Presidente de los Estados Unidos. Y la verdad es que se mostró muy positivo frente a mis palabras y estuvo de acuerdo en que necesitábamos ubicar al país otra vez en la etapa de construcción en lugar de preocuparnos en mirar a quién culpar. Compartir mi discurso con el Presidente de los Estados Unidos o grabarlo para una audiencia nacional fue una excepción puesto que la mayoría de mis discursos, especialmente al comienzo, era escrita intencionalmente para motivar y animar a los distribuidores de Amway. Uno de mis primeros con este propósito fue “Inténtalo o sufre en el intento”. En él quería decirle a mi audiencia: “Ustedes tienen una opción con este negocio: intentarlo o sufrir en el intento”. Allí conté historias sobre todo lo que Jay y yo intentamos para construir nuestro negocio. Algunas cosas funcionaron; otras, no; pero la diferencia fue que continuamos intentándolo. Era un discurso sencillo, pero aun así, motivador. Algunos me cuentan que todavía lo escuchan en cinta. Me he ganado la reputación de hablar sin notas. A veces saco una hoja de papel de mi bolsillo en la cual he escrito algunos puntos, pero son simples recordatorios de mi tema acompañados de una lista de historias con las que planeó ilustrarlo. Continúo siguiendo al pie de la letra la fórmula que aprendí en Dale Carnegie, y como utilizo historias de mi vida puedo contarlas de memoria. La primera vez que pronuncié “Inténtalo o sufre en el intento” fue a base de pura memoria porque experimenté todo aquello de lo que hablé allí y simplemente comencé a decirle a mi audiencia: “Permítanme contarles todo lo que he afrontado para llegar aquí”. No necesité ser experto en ningún campo para ser un conferencista efectivo, pero a veces la experiencia en un área específica es generadora de un buen discurso. Utilicé mi experiencia como marinero para escribir mi discurso llamado “Los cuatro vientos”. Hablar de los vientos, de dónde proceden y de qué manera nos afectan es un tema que capta la atención de la gente. Así que, aunque mucho después de que los detalles de este discurso hayan quedado en el olvido, la gente todavía recuerda las ilustraciones que utilicé y lo que hay que hacer para enfrentar “los cuatro vientos”. Puedo repetirlo con facilidad porque todo lo que tengo que hacer es pensar en los vientos que he enfrentado en altamar. Comienza, como es obvio, con la manera en que afrontamos los vientos destructores, como por ejemplo un viento del Norte. Cuando la gente pregunta por qué no logra triunfar o se queja de que las condiciones no están a su favor, es como si estuviera enfrentando el frío viento del Norte que sopla a nuestra vida y logra derribarnos por un tiempo. Un viento del Este suele ser el anuncio de que nos espera un mal tiempo. En los negocios debemos afrontar circunstancias difíciles, por eso es necesario mirar hacia adelante y estar preparados —de la misma manera en que vemos que el cielo se ha oscurecido y nos preparamos para salir a la calle con abrigo y sombrilla. Pero cuidado con un viento del Sur —es traidor. Puede convencerte de que te está yendo muy bien y te sientes contento con la forma en que andan tus asuntos, pero te agarra fuera de guardia porque dejas de permanecer vigilante. El negocio se rezaga y entonces es momento de buscar un viento del Oeste, que es de los mejores porque traen consigo brisas amistosas y un tiempo tranquilo. Con ese viento empujando nuestro barco logramos hacer grandes maniobras y recorrer largas distancias en poco tiempo. Ese es el momento para hacer una revisión constructiva del negocio, para reclutar con todo el ímpetu que tengas, y para crecer. A medida que escuchan este discurso los asistentes logran imaginarse a un barco y casi perciben los efectos de los vientos; se ponen a sí mismos y a su negocio en la escena y comprenden cuál viento están afrontando. Con el paso de los años este se ha convertido en el discurso favorito de los distribuidores. Obviamente, con la expansión de Amway alrededor del mundo descubrí que necesitaba cambiar un poco mi enfoque cuando me dirigía a audiencias internacionales a través de un traductor porque el proceso de comunicación se hace mucho más difícil. Una de las primeras lecciones que aprendí fue: no contar chistes porque al traducirlos el humor se pierde. La primera vez que intenté utilizar un chiste en China no recibí ninguna reacción de la audiencia. El mismo chiste que por lo general causaba risa entre las audiencias de habla inglesa generó silencio total en los chinos. Al hablar en países extranjeros también eliminé cualquier comentario político porque no estoy en mi país y además porque Amway no me autoriza para expresar mis opiniones políticas, así que prefiero hablar de otros temas. En China hablé en una ocasión acerca de cómo sobreponerse a las objeciones del negocio de Amway y expliqué cómo manejar algunas de ellas —también conocidas como rechazos— teniendo en cuenta que, tanto en la vida como en las ventas, las experimentamos. Para ilustrar el punto utilicé mi trasplante de corazón cuando tenía 71 años. Mi historia clínica había sido enviada a unos 30 doctores y centros de trasplante y era rechazada, no apta para un trasplante según todos y cada uno de ellos hasta que un solo médico en todo el planeta me dijo que sí. Y, aunque mis posibilidades no eran las mejores, nos aferramos a ellas. De manera que yo sé de rechazos. En los negocios también es posible afrontar tiempos difíciles, pero cuando encuentras a esa única persona, tu negocio —y en mi caso, mi vida— sigue en marcha. En una ocasión hasta le mostré a la audiencia las píldoras que he tenido que tomar desde que recibí mi nuevo corazón para prevenir el rechazo que el resto de mi cuerpo pueda producir, y dije: “Siento mucho no tener unas píldoras de antirrechazo para ustedes, para ayudarles a sobreponerse a lo que deben afrontar en su negocio. Todo lo que tienen que hacer es seguir intentándolo hasta que encuentren —como yo— a esa única persona que comparta su visión y les diga que sí”. Recordando algunos de mis discursos veo con una mirada más analítica cómo ellos han contribuido a describir por qué Amway ha tenido éxito y de qué es exactamente de lo que se trata este negocio. Han servido para ayudarles a los distribuidores a entender la esencia de quiénes son como dueños de negocios y para que comprendan que tienen un propósito y un llamado más alto que el de simplemente vender productos y construir una fortuna. La motivación y el dinamismo son esenciales en mis discursos, pero además me di cuenta de que tenía que definir de qué se trataba nuestro negocio y clarificar nuestra verdadera misión. _______ AMWAY ESTÁ EN EL NEGOCIO de ayudar a la gente. Tenemos la línea de cosméticos ARTISTRY, suplementos nutritivos NUTRILITE y todos los demás productos, y esa es la manera en que la gente hace dinero en el negocio de Amway. Sin embargo, la magia real del negocio está en ayudarle a la gente a tener un estilo de vida más enriquecedor y superior. Esa siempre ha sido nuestra meta. Nuestros distribuidores necesitan vender para alcanzar sus metas, pero tenemos claridad de la ruta que llevamos y hacia la cual nos dirigimos. Amway comenzó con la idea de que cualquier persona podía tener su negocio propio. La meta de Jay y mía era tener nuestro negocio propio y pensamos que toda persona deseaba lo mismo, y esa sigue siendo nuestra motivación fundamental. Con alguna frecuencia la gente se siente impactada cuando digo: “Nuestros distribuidores pueden vender sus negocios de Amway, pueden heredárselos a sus familias —pues ese es un bien que ellos poseen, un negocio propio que ellos manejan y administran a su manera”. Amway siempre se ha fundamentado sobre la base de enriquecer la vida de otros proporcionándoles mejores productos y una forma de mercadeo diferente. Después de la regulación de la FTC uno de los jueces me dijo: “Amway es la primera empresa que he visto, desde que aparecieron los supermercados, con un método de mercadeo completamente distinto y con un enorme potencial. Es lo más novedoso que he visto después de que surgieron los almacenes”. El mismo sistema del vendedor puerta a puerta se remonta a los tiempos de mis abuelos, y aún más allá. Pero este modelo del multinivel era totalmente novedoso. Hoy nos damos cuenta con mayor claridad de que esta es una de las pocas oportunidades en el mundo por medio de la cual la gente puede comenzar con casi nada hasta llegar a construir ingresos sustanciales. Cuando Amway estaba comenzando a tener éxito se nos acercó la empresa W. R. Grace & Company —la cual contaba con una enorme fábrica de químicos, un negocio de aerolíneas y una gran empresa de envíos— debido a que le interesaba diversificar y expandirse y había considerado nuestro estilo de negocio y pensó que podría comprar Amway. Éramos apenas una pequeña y agradable compañía fabricante y distribuidora de jabón y de apenas unos pocos productos en aquel tiempo. Un par de ejecutivos de Grace solicitaron hablar con nosotros sobre esa posibilidad de adquirir Amway. Jay y yo no estábamos interesados en vender, pero decidimos escuchar lo que ellos tenían para decirnos —quizá solo por tener el gusto y la idea del valor que tenía nuestra empresa para un comprador en potencia. Nos hicieron su oferta, pero nosotros les dijimos que Amway no estaba a la venta. Entonces nos manifestaron que planeaban expandirse y tener plantas de fabricación para productos como los nuestros en Cincinnati, y que además ya tenían organizada una empresa que se llamaría Grace Home Products. “Si ustedes no quieren vendernos”, nos dijeron, “nosotros vamos a activar Grace Home Products y competiremos con ustedes”. Yo les dije: “¡Magnífico! Si lo van a hacer, háganlo bien. Les daré un kit que incluya todo nuestro plan de ventas. Está todo escrito allí, y si lo siguen, les irá bien”. Ellos comenzaron Grace Home Products, pero yo nunca seguí de cerca su evolución. Unos años después, en un aeropuerto en Bar Harbor, Maine, me encontré con Peter Grace. No nos conocíamos personalmente, pero lo reconocí y me presenté como uno de los dueños de Amway. Le dije: “¿Cómo va con su empresa?” Él me respondió: “Usted lo sabe muy bien”. Yo le expresé que realmente no sabía nada porque no había estado al tanto de su desarrollo. Cuando él me contó que la habían cerrado le dije: “No entiendo. Yo les di a sus dos ejecutivos uno de nuestros manuales de ventas y un kit de productos para que supieran cómo es este negocio. Todo estaba allí y lo que ustedes tenían que hacer era seguir las instrucciones”. Él se me acercó y dándome un golpe en el pecho me dijo: “Joven, ¡pues algo se le olvidó darme!”. Después de contar esa historia en un discurso en Las Vegas durante la celebración del Aniversario #50 de Amway les dije a los distribuidores que se encontraban en la audiencia: “Hoy quiero contarles lo que no incluimos en ese kit. Y si alguna vez ustedes lo dejan por fuera de sus kits o de su negocio, fracasarán, y Amway también fracasará. Lo que Peter Grace supuso que se nos había olvidado en aquel paquete, no podríamos incluirlo en ningún paquete porque se trata de la actitud de ayudarle a la gente a la que traemos a bordo para que pueda a su vez ayudarles a otros. Al ayudarles a los demás, ustedes ganan. Es un poco anticuado, pero es la manera en que funciona este negocio”. Entendemos que Amway está en el negocio de enriquecer vidas. Uno de mis discursos más populares se llama “Enriqueciendo vidas” y comencé a pronunciarlo en 1989 en un momento de mi vida en el que me sentí impactado por algo que escribió Walt Disney. Yo iba en un avión hacia California pensando en que debía preparar un discurso nuevo y de repente vino a mi mente esa frase de Disney en la que él sostiene que existen tres clases de personas: “los envenenadores” —aquellos que siempre critican los esfuerzos y las ideas de otros; “los cortadores de césped” —buenos ciudadanos, trabajadores, pagan sus impuestos y mantienen sus hogares, pero nunca se salen de su propio patio para ayudarles a otros; y “los enriquecedores de vidas”, los que se preocupan por enriquecer la existencia de otros a través de ayuda y palabras de ánimo. Entonces pensé: “¡Vaya! Ese tipo de persona aplica al caso de Amway”. Yo preferí usar en mi discurso el concepto de “enriquecedor de vida”, basando mi discurso en la frase de Disney y siempre le doy crédito por ello. Hoy todavía sigo impresionado al ver cómo Amway sigue siendo una empresa enriquecedora de vidas. Vender productos es importante, pero nuestra verdadera importancia consiste en que, al venderlos, la gente recibe dinero extra para mejorar su estilo de vida y fuera de eso tiene la oportunidad de mejorar el estilo de vida de alguien más al motivarlo y patrocinarlo para que entre a este negocio y que a su vez también venda nuestros productos y traiga más personas a ser parte del negocio para que sus vidas también sean enriquecidas. De esa manera, todas estas vidas cambian, no solo porque las personas ganan dinero vendiendo nuestros productos, sino porque comienzan a moverse dentro de un nuevo ambiente conformado por gente positiva que piensa en términos de ayudarles a otros a que ellos también enriquezcan y mejoren su estilo de vida. Así que todo el concepto de enriquecer la vida de la gente es fundamental en el negocio de Amway. “Enriqueciendo vidas” fue mi discurso principal durante un par de años en nuestras reuniones, pero también lo he presentado frente a una gran cantidad de audiencias que no tienen nada que ver con nuestra empresa. Me emocionaba el concepto de enriquecer vidas y quería animar a tanta gente como fuera posible con la idea de que, quienes me escucharan se convirtieran en enriquecedores de vidas. Hasta hoy, sigo enviándole cartas a la gente que, según nuestros periódicos locales, promueve actos voluntarios en beneficio de la comunidad. Ellos son, indudablemente, enriquecedores de vidas. Desde el día que me paré frente a una convención de Nutrilite en Chicago a comienzos de la década de 1950 y hablé sobre la persistencia en mis discursos llamados “Vendiendo América”, “Inténtalo o sufren en el intento”, así como en los demás discursos que he pronunciado a nivel mundial, mis mensajes han jugado un papel vital, no solo ayudando distribuidores de Amway, sino contribuyendo para que ellos aprecien el valor de ser empresarios, de la libre empresa y de su responsabilidad como enriquecedores de vidas. A través de los años estos discursos no fueron menos importantes en el éxito de Amway que el hecho de desarrollar productos, construir fábricas y administrar la empresa. Muchos factores componen el éxito de un negocio, pero estoy seguro de que nada hubiera ocurrido —especialmente en nuestros comienzos— si no hubiéramos convencido a la gente de que creyera en nuestro negocio y en sí mismos. Ese esfuerzo, que constituyó una especie de cruzada al inicio de esta empresa, ha alcanzado gente de todas partes del mundo. Y ese alcance se logró solamente a través de animar a otra gente para que se nos uniera y que ellos también lograran enriquecer su vida y la de sus hijos, familia, amigos, y más allá. Muchas veces, cuando me invitan como conferencista, suelo preguntar: “¿De qué les gustaría que les hablara?” Y con frecuencia escucho: “¡Oh, de algo que nos inspire y nos anime! No importa el tema, solo denos una de sus charlas positivas”. La gente, tanto en la vida como en los negocios, quiere y necesita sentirse animada e inspirada. Esa inspiración y ánimo fueron el éxito de Amway, y estoy convencido de que cualquier negocio u organización serían más exitosos si el líder estuviera dispuesto a levantarse y compartir mensajes positivos —que provengan de su experiencia, de su corazón, y obviamente, que también contengan ilustraciones memorables. Un momento mágico ME ENCANTA SER EL DUEÑO DE ORLANDO MAGIC —pero nunca me propuse comprar un equipo de baloncesto ni ningún otro equipo deportivo. La oportunidad surgió en el camino. Antes de comprar el equipo Orlando Magic en 1991 me disponía a convertirme en el posible dueño de un nuevo equipo con el potencial de pertenecer a las Grandes Ligas de Béisbol en Orlando, que en ese tiempo estaban buscando expandir la cantidad de equipos y sin embargo no existían aquellos que tuvieran ese rápido crecimiento que se necesitaba en el Estado de la Florida. Entonces ocurrió que la Liga Nacional decidió establecer a su nuevo equipo, los Marlins, en Miami y no en Orlando. Unos meses después de haber perdido la oferta para comprar el equipo de béisbol me enteré de que el dueño del Orlando Magic estaba interesado en venderlo. Nuestra familia puso en consideración el hecho de comprarlo, y aunque en un comienzo estábamos más interesados en el béisbol, decidimos que el baloncesto era una mejor opción. Pasaríamos inviernos en Florida, tiempo de la temporada del baloncesto; y durante la temporada de béisbol estaríamos en Michigan. Además, siendo el baloncesto un deporte que se juega en interiores consideramos el hecho de que sus partidos jamás son retrasados ni cancelados debido al mal tiempo. De esa manera terminamos con un equipo de baloncesto y somos los dueños de Orlando Magic desde hace más de 20 años. Recordando el tiempo de mi juventud en el que le lanzaba tiros a un aro y animaba al equipo de baloncesto de mi escuela en la secundaria debo admitir que mi interés en ser el dueño de un equipo está motivado más en la diversión que en la búsqueda de ganancias financieras. Ese no suele ser un negocio rentable, pero la gran ventaja ha sido que es una propiedad de nuestra familia que nos une en un interés común a Helen y a mí con nuestros hijos y nietos. Los partidos del Magic se han convertido en eventos que nos proporcionan un gran lazo de unión familiar y en una experiencia compartida a través de tres generaciones. Nunca olvidaré la primera vez que llegamos a las eliminatorias. El Magic era un equipo nuevo e inexperto en cuanto a su participación en una eliminatoria, razón por la cual los medios deportivos no le auguraban mayor éxito. Sin embargo, llegamos hasta las finales, pero el simple hecho de poder hacerle barra a nuestro equipo, de mantener la esperanza viva en que el Orlando Magic pudiera convertirse en el campeón de la NBA fue algo emocionante y valioso para nuestra familia. Ahora comprendo y debo admitir que parte de la diversión para mí se debe al hecho de saber que esta organización y equipo de baloncesto profesional le pertenecen a nuestra familia. Me produce esa emoción de niño que los hombres de negocios por lo general no sienten. A mis hijos también les encanta. Ellos se interesan de manera genuina en cómo le está yendo a nuestro equipo y se involucran en todas las decisiones que tengan que ver con su éxito. El Orlando Magic es con frecuencia el centro de nuestra conversación familiar cuando nos reunimos; nos sentimos emocionados porque desde que somos sus dueños el equipo ha estado en las eliminatorias la mitad del tiempo. Nuestro récord de buen rendimiento a lo largo del tiempo es bastante bueno y hemos sido bendecidos con jugadores como Shaquille O´Neal y Dwight Howard. Una de mis lecciones tempranas como dueño del equipo fue aprender qué tanto se espera que el dueño interactúe con sus jugadores. Uno de los problemas con la mayoría de los nuevos dueños es que no distinguen entre su papel y el del entrenador. Muchos quieren estar en el camerino y ser los entrenadores. Al principio, yo mismo pensé: “Supongo que tendré que darle al equipo una charla —a lo mejor la estén necesitando”. Pronto comprendí que ese no era mi papel, sino del entrenador. Sobrepasé mis límites un poco y tuve que aprender a no meter demasiado mi nariz. Al comienzo me iba a los camerinos para estar presente en las reuniones del equipo y darles a los jugadores una de mis charlas mientras muy seguramente el entrenador pensaba: “Tenemos un partido por jugar. ¿Por qué este tipo está aquí dándonos una charla sobre actitud cuando nosotros estamos repasando la estrategia del juego?” Más adelante el entrenador me mencionó algo a este respecto y, como dueño del equipo, tuve que aprender cuál era mi lugar. Mi trabajo era contratar un entrenador y dejar que él fuera el entrenador. Todos tenemos diferentes talentos y no todo miembro del equipo ni todo organizador pueden desempeñar todos los papeles. Yo podía tener las habilidades de liderar y motivar a los distribuidores y a los empleados de Amway, ¡pero tuve que admitir que no estaba calificado para ser un entrenador profesional de baloncesto! Es cierto que a veces los entrenadores cometen errores, pero también es cierto que a veces tienen que tomar decisiones de último momento durante el juego. Mientras tú y yo estamos disfrutando del partido el entrenador está tratando de dilucidar a qué jugador enviar, a quién rotar, quién está comenzando a cansarse y necesita salir a descansar, solo como para mencionar algunos puntos. Un par de veces, cuando íbamos perdiendo, llamaba al entrenador para decirle que quería hablar con el equipo para reasegurarles que los dueños todavía se sentían orgullosos de ellos porque pienso que los jugadores necesitan escuchar directamente de nosotros que tenemos fe en ellos. Espero, como dueño del equipo, haber generado una influencia positiva en nuestros jugadores, sobre todo en aquellos que apenas han dejado de ser adolescentes para convertirse en jugadores famosos. A lo mejor nunca sepa si mi influencia ha tenido algún impacto sobre ellos, pero he hecho el esfuerzo. Helen y yo siempre tratamos de invitar al equipo a nuestra casa a cenar antes de comenzar la temporada y yo tomo esta reunión anual como una ocasión especial para hablar con ellos. Debido a que recientemente hemos tenido que afrontar retos en cuanto a los horarios, ahora vamos a Orlando y nos encontramos allá durante una comida —almuerzo o cena, lo que sea más conveniente. Primero que todo, cada año tenemos nuevos jugadores, y a veces también nuevos entrenadores, y yo quiero que me conozcan y sepan las razones por las cuales el equipo me interesa. También me agrada compartirles nuestra fe. Quiero que escuchen de mi boca que los dueños de su equipo son cristianos. Y, si tienen alguna pregunta, me dispongo a contestarles. Además les cuento un poco acerca de nuestra historia familiar y les comparto la razón que tuvimos para comprar un equipo: ser una influencia positiva en los jugadores y ayudarles a tener una vida más balanceada y exitosa. La segunda razón por la que me dirijo a ellos tiene que ver con el dinero y la importancia de ahorrarlo. Ellos necesitan entender que están ganando mucho dinero, pero que su tiempo de ganarlo es limitado. Como jugador de baloncesto profesional no importa tu condición física ni qué tanto te hayas cuidado. Lo cierto es que, cuando llegues a los 40 años, prácticamente estarás fuera de este negocio porque tu cuerpo te defraudará. Así que, si quieren vivir bien el resto de su vida, necesitan organizarse desde el punto de vista financiero para cuando llegue el momento de abandonar la cancha. Están ganando tan buen dinero cada año que pueden darse el lujo de vivir, ahorrar e invertir —si gastan menos de lo que ganan. Siempre los animo a darse cuenta de que ahora es el momento de invertir y ahorrar, de planear, de compartir en obras benéficas y guardar dinero aparte para pagar los impuestos. También los animo a contratar un experto en inversiones y recibir consejería financiera que les ayude a ocuparse de todos estos asuntos. De otra manera, es posible que les pasen los años y después estén preguntándose: “¿A dónde se fue todo el dinero que gané?”. Y el tercer tema del que les comparto es el de la conducta. He leído sobre jugadores que se meten en problemas debido a las drogas o al alcohol o a lo que sea, y arruinan sus carreras. Les digo: “Muy seguramente les han dicho miles de veces qué tan rápido pueden llegar a destruir su carrera. Ustedes se encuentran en la mira de todo el mundo, son estrellas y siempre hay gente que va a atacarlos de manera verbal, o de cualquier otra manera. Siendo ustedes atletas competitivos su instinto suele ser el de devolver los insultos verbales o físicos que reciben y sus carreras podrían terminar en un momento de esos. Si golpean a alguien, le arrojan una botella de cerveza o cometen cualquier acto violento, en un instante su mala conducta llegará a oídos de los medios. También es probable que vayan a la cárcel o sean arrestados si manejan embriagados —y todo el talento y trabajo que pusieron en su carrera con la NBA estará en peligro. Así de sencillo”. Los jugadores se muestran atentos y corteses cuando yo les comparto estas cortas reflexiones. Yo les digo de antemano: “Solo tengo tres puntos para compartirles, así que no se preocupen, no será un discurso largo”. El hecho es que conversamos. A veces ellos hablan y a veces no, pero de mi parte siempre les digo lo que considero que debo decirles. He sido dueño del equipo el tiempo suficiente como para, por lo menos, saber lo que es importante para los jugadores y puede ayudarles. Ellos eligen si le prestan atención a un viejo que está aconsejándoles qué es lo más sabio que deben hacer con su vida y su dinero; de esa forma, cuando estén perdiendo su puntería y sus contratos ya no vuelvan a ser renovados, y además se hayan gastado todo el dinero, no quiero que se vayan pensando: “¡Yo era un gran jugador!¿Qué pasó conmigo?”. Recuerdo que el primer jugador que vendimos fue Scott Skiles. Helen se sintió tan mal al respecto que le escribió diciéndole, entre otras cosas: “Espero que regreses como entrenador algún día”. Ella me dijo: “No podemos dejar que se vaya así no más. Él siempre dio el 110% —debo escribirle una nota”. Claro que después de muchos años en la NBA Helen comprendió que no era realista escribirle una nota a cada jugador que se fuera. Siempre seguimos tratándolos con absoluto respeto y pienso que esa es la razón por la cual el Magic es considerado uno de los mejores equipos de la NBA sobre el cual se ejerce propiedad. Además, el equipo ha demostrado ser para Amway una forma tremenda de hacer relaciones y mercadeo. Hemos transmitido sus partidos desde nuestras sedes en más de 200 países. ¿Quién sabe cuántas decenas de millones de personas los habrán visto? Los distribuidores tiene cómo decir: “Ese es nuestro equipo”. Saber que un fundador de Amway es el dueño del Magic les ha dado a muchos de ellos sentido de pertenencia. ___________ JAMÁS DEBEMOS EXCEDERNOS en nuestro poder al afirmar que algo “nos pertenece… ¡Es mío!” He estado pensando mucho últimamente sobre la importancia del sentido de pertenencia. Durante muchos años serví en la Junta Directiva de Grand Valley State University, una universidad cercana a Grand Rapids —y a la cual he contribuido con donaciones de índole financiero. Nuestra comunidad ha observado cómo esta institución, que comenzó hace cerca de 50 años, estaba conformada por cuatro edificios pequeños ubicados en una superficie rural que con el tiempo se fue convirtiendo en dos campus, todo gracias la colaboración de casi casi 25.000 personas. Me preguntaron: “¿Cómo conseguimos que semejante multitud contribuyera con Grand Valley? No hay tanta población estudiantil en esta área, entonces ¿a qué se debe que 1.500 personas compren una entrada año tras año para asistir a un evento para recolectar fondos que ni siquiera cuenta con un conferencista externo y simplemente rinde homenaje a la gente del área que contribuye con Grand Valley?” Pienso que parte de la respuesta se debe al hecho de que esta se ha convertido en nuestra universidad —establecida en nuestra comunidad y crecido con la ayuda de contribuidores locales. Fue gente dentro de la región la que desarrolló el concepto de una universidad estatal para el área y sorprendentemente le vendió la idea al público de tener una universidad local a la que pudiéramos llamar nuestra. A veces surgen fricciones entre la universidad y la comunidad —por el hecho de que las universidades no pagan impuestos a la propiedad; porque a veces suceden incidentes causados por la mala conducta de estudiantes; porque los contribuyentes tienen que pagar para que haya una provisión con la cual agregar una nueva póliza o para que exista protección contra incendios. Pero en nuestro caso, nos sentimos orgullosos de apoyar a Grand Valley State University e incluso la llamamos “nuestra universidad”. Allí recibí un doctorado honorario y a eso se debe que la considere como mi universidad. Pero el concepto de nuestra universidad, nuestra iglesia, de hacer propio algo en lo que estamos involucrados o que respetamos, debe ser parte vital de nuestra cultura. Cuando pensamos que Grand Rapids es nuestra ciudad nos sentimos distintos y hasta manejamos distinto; recogemos con más prontitud lo que botamos. Y como sentimos que estamos en nuestra ciudad saludamos a cualquier extranjero en la calle. Yo les digo: “¡Bienvenido a Grand Rapids!” Todo por el hecho de que es mi ciudad, nuestra ciudad. Todo este concepto de pertenencia en la gente marca una gran diferencia. En mi opinión, esa es la diferencia en Amway. Cualquiera de nuestros distribuidores puede decir: “Este es mi negocio”. El concepto de lo nuestro es tan altamente motivante que debemos tratar de generar esa fuerza cuando podamos. Para mí es importante que mis hijos y nietos se den cuenta de que América es su país. Mis nietos dicen: “¡Mi abuelo se siente muy orgulloso de su país! Él sirvió en la Segunda Guerra Mundial”. Yo necesito que ellos aprecien que es su país y su futuro. Hace poco hablé acerca de este concepto de “lo nuestro”. Tal vez es por eso que le saco tanto provecho al hecho de ser el dueño de un equipo, a tener la posibilidad de decir “nuestro equipo” sabiendo que toda su fanaticada también puede decir “nuestro equipo”. Me siento orgulloso de ser el dueño de un negocio, y aún más orgulloso de saber que los distribuidores de Amway alrededor del mundo dicen: “Este es nuestro negocio, nosotros somos sus dueños, hemos invertido en él, nos hemos involucrado en él, tomamos decisiones acerca de cómo manejarlo y compartimos sus bendiciones con nuestra familia”. A eso se debe que Helen y yo hayamos contribuido al desarrollo del centro de Grand Rapids: ¡A que es nuestra ciudad! Nos sentimos responsables por su calidad de vida y continuo crecimiento. Yo quiero vivir en una comunidad enriquecedora de vidas. Ese ha sido mi lema siempre. Además, me siento complacido de haber tenido la posibilidad de impactar a la comunidad de Orlando. Tenemos al único equipo deportivo de la ciudad que pertenece a las Ligas Mayores. Y Orlando ha trabajado con nosotros de una manera maravillosa y nos ayudó a construir una arena porque sabía que necesitábamos un lugar nuevo. Así que la ciudad ha sido buena con nosotros y nosotros hemos tratado de ser buenos con la ciudad. Nosotros y nuestros jugadores contribuimos con la comunidad participando en programas de recolección de fondos realizados en la Universidad Central de Florida; auspiciamos programas de atletismo para la juventud; nuestros jugadores visitan a los niños en los hospitales. Pienso que la participación de nuestros deportistas con la gente joven del área les da a los jugadores un mayor sentido de valor en sí mismos —en la medida en que ellos construyen relaciones con los chicos también construyen mayor satisfacción consigo mismos. Y nosotros también nos sentimos orgullosos de su participación en esta clase de eventos. Para mí el Magic es una razón de ser que le da sentido a ciertos “por qué” en mi vida. ¿Por qué tuve la oportunidad de comprar un equipo de baloncesto y por qué la acepté? A lo mejor es porque estoy en la posición de ayudar a los jóvenes a que construyan una vida mejor. O tal vez porque tengo la oportunidad de ejercer una influencia positiva en la comunidad de Orlando. Ser el dueño de un equipo de la NBA me ha ayudado, me ha enseñado y me recuerda muchos principios invaluables, como por ejemplo: el valor de tener una propiedad, de contribuir a una comunidad, de compartir con la familia, de servirle como mentor a gente joven, de la alegría de ganar. Mirando atrás, hacia hace más de dos décadas, a cuando se presentó la oportunidad de comprar al equipo, veo que no me di cuenta de que estaba decidiendo mucho más que simplemente comprar un equipo de baloncesto. Tercera parte: Enriquecedores de vidas Fama y fortuna VIVIMOS EN UNA SOCIEDAD que hoy parece fascinada por la fama y la fortuna. No puedo negar que he alcanzado una fortuna y cierto nivel de fama — pero cualquier bienestar o notoriedad que he ganado no fueron nunca mi meta, sino el resultado de una vida de arduo trabajo y de mi interés por construir una oportunidad única. En realidad no tengo una idea exacta de cuándo me volví millonario. Tal vez porque Jay y yo invertíamos mucho dinero en el negocio —sobre todo al comienzo— y disponíamos de muy pocos ingresos para nosotros. Pero sí llega un día en el que uno se despierta y dice: “¡Vaya! Esta compañía vale mucho dinero”. A eso se debe que en mí no existiera el sentimiento de ser el dueño de una fortuna. Recuerdo la ocasión en que el presidente de una universidad local vino a solicitarme una donación y le contesté: “No tengo esa cantidad de dinero”. Entonces él argumento: “Pero tiene una gran empresa”. “Nosotros sí tenemos una gran empresa” le dije, “pero yo personalmente no tengo todavía esa cantidad de dinero para donar. Algún día lo tendré, pero en este momento estamos invirtiendo en el negocio”. No sacábamos mucho de las ganancias para nosotros. Es como les digo a mis jugadores de baloncesto: “Ustedes sacan ese dinero para divertirse y algún día se preguntarán: ‘¿Qué pasó?’”. Para Jay y para mí nuestra primera responsabilidad con la compañía siempre fue cubrir la nómina. Si existe una causa frecuente para fracasar en los negocios, esa es fallarles a los empleados con su salario. Cubrir la nómina no es una pequeña responsabilidad: uno necesita dinero para pagarle a sus empleados. Cuando Jay y yo manejábamos por la cuesta de Ada y mirábamos hacia abajo, hacia el enorme complejo de las fábricas, oficinas y bodega de Amway, decíamos: “¿No es eso maravilloso?” Una vez le pregunté: “¿Cómo te sientes cuando vas descendiendo por esta cuesta?” Su respuesta fue: “Me siento atónito, pero no me detengo mucho tiempo a maravillarme. Solo intento encontrar la manera para que Amway sea más grande”. De eso era de lo que siempre hablábamos: ¿cómo hacemos para que sea más grande y mejor? Sin embargo, el tamaño y valor de la compañía en determinado momento dejaron de ser importantes. Las peguntas realmente importantes eran: ¿cómo hacemos para compartir este concepto de esperanza y mejores ingresos con más gente? ¿Para irradiar al mundo entero y lograr que la gente sepa qué tan valiosa es cada persona? De eso es de lo que se trata el negocio de Amway —de fe, esperanza, reconocimiento y recompensa. Jay y yo crecimos durante la época de la Gran Depresión y estuvimos en una guerra que nos dio mucho por pensar acerca de valores y conducta. La base ética de ayudar al otro es a veces difícil de encontrar en estos días, se ha descompuesto un poco. “¿A quién le interesan los demás? Con tal que yo tenga lo mío, todo está bien”. Sin embargo, nosotros hemos abolido bastante bien esa actitud en nuestro negocio y mantenemos nuestro enfoque “en la otra persona”. En ayudar a quien patrocinamos, y si le va bien, a nosotros nos irá bien. Hacia nuestros comienzos Jay y yo invitábamos a los distribuidores de Amway a nuestras casas, construidas una al pie de la otra y nunca fueron consideradas mansiones. Comparadas con muchas casas de hoy serían pequeñas y comunes y corrientes. Sin embargo, estábamos orgullosos de haberlas construido en una madera muy especial y en una cima con vista al río. El hecho de estar en nuestras casas hacía que algunos distribuidores se sintieran deslumbrados, pero no porque se tratara de unas casas grandes o modestas, sino por el hecho de que nosotros éramos los fundadores de Amway y los invitábamos a nuestros hogares como una manera de mostrarles aprecio y no para deslumbrarlos. Jamás nos consideramos a nosotros mismos ni nos presentamos como personas adineradas ni superiores. Manejábamos carros modestos. El papá de Jay vendía autos de marcas Plymouth y DeSoto, así que esos eran los que teníamos. Jamás tuve un Cadillac hasta que llegamos muy lejos en el negocio. Nos hicimos millonarios debido a nuestro interés por ayudarles a los distribuidores a hacer dinero. Pero reinvertíamos en la empresa y durante largo tiempo nuestros ingresos fueron modestos. Como ya dije antes, éramos conservadores en cuanto a sacar dinero del negocio. Mirando en retrospectiva me doy cuenta de que intentábamos ser sensibles a nuestra responsabilidad con nuestros empleados y distribuidores independientes. Teníamos miles de personas dependiendo de nosotros y no logro imaginarme fallándoles hasta el punto de poner en riesgo su bienestar. Esa era una enorme responsabilidad para dos jóvenes de nuestra edad. Además, no creo que ninguno de los dos hubiera soportado la posibilidad de que Amway fracasara porque nuestra empresa significaba más que un negocio para nosotros. Amway era nuestro invento, nuestro motivo de orgullo y alegría, la confirmación de nuestra fe en que la libre empresa en realidad funciona. Pensábamos en función de nuestras familias, nuestros hijos y sus estudios, y en ahorrar —en guardar dinero y tener un presupuesto. Y siempre diezmábamos una suma de dinero disponible para obras benéficas y colaborar con la iglesia. En nuestro caso, sin embargo, llegamos al punto en el que podíamos darnos los gustos que quisiéramos. Entonces me dije: “¿Por qué no comprar una casa más grande, un bote o avión mejores que los que tengo?” Me hacía esas preguntas a veces y la respuesta podía ser sí como también que no había razón para ello. A veces un avión o una casa más grandes no te ayudan en nada. Sin embargo, uno sí llega a un punto en el cual debe decidir por qué hacer o no hacer algo. Si tenemos un dinero extra, también podemos tomar otras decisiones como contribuir con más obras benéficas o comprometerse a ahorrar o a invertir más (que es una forma de ayudarles a otros a triunfar en sus negocios y en sus ideas). Por lo general, hablaba del tema del dinero con mis hijos a medida que ellos iban creciendo y discutíamos acerca de las dificultades que surgen con el hecho de tener una fortuna. Hoy, ellos ya son adultos y todavía hablamos de eso. Todos han aceptado bien las responsabilidades de tener dinero. Cuando uno tiene dinero, opina bastante. Cuando no lo tiene, sencillamente no tiene muchas opciones —y cuando los hijos nos piden dinero, uno les contesta que no tiene y eso es todo. Pero en nuestro caso, cuando nuestros hijos venían y nos decían “quiero un carro”, entrábamos a discutir por qué deberíamos o no ayudarles a comprarlo y a preguntarnos si lo mejor sería uno nuevo o uno usado. No era posible decirles que “no podíamos ayudarles”. Es fácil malcriar a nuestros hijos, pero yo pienso sinceramente que mis hijos no son malcriados. Aunque poseen una gran fortuna no veo que tiendan a malgastarla. Me doy cuenta de que algunos hijos no utilizan la fortuna de la familia de una manera sabia y toman malas decisiones. A lo mejor eso les ocurre a quienes reciben dinero sin tener una comprensión clara de lo que significó ganarlo; a quienes nunca han devengado un ingreso ni se les enseñó a ganarse su propio dinero. Todo eso se los enseñé a mis hijos (y todos eligieron trabajar en Amway durante un tiempo… desde la planta y la bodega hasta las oficinas administrativas). Ellos aprendieron la importancia de trabajar yendo a Amway y siendo miembros de algún departamento y aprendiendo del negocio. No se les presionó a trabajar, pero ellos sabían que el trabajo era una parte importante de la vida y se sentían felices de hacerlo. De hecho, compramos una casa de veraneo cerca para que ellos fueran a trabajar y regresaran a casa cuando no tenían que estudiar. Manejaban hacia el trabajo cada mañana como muchos otros chicos que se ganan su dinero durante el verano. Hoy veo que esta misma ética de trabajo les está siendo enseñada de una manera magnífica a nuestros nietos dándoles a conocer la variedad de los negocios de nuestra familia al hacerlos miembros de nuestra asamblea familiar a la cual asisten tan pronto cumplen 16 años. Y aunque no pueden votar hasta que cumplan los 25, sí pueden comenzar a participar, a aprender y a expresar sus puntos de vista. Tenemos un proceso definido y los tratamos con respecto, les enseñamos responsabilidad y les ayudamos a entender el valor del trabajo. Cuando uno logra tener una fortuna está obligado a determinar su valor y de qué manera va a gastar lo que tiene. Cuando recién nos casamos Helen sugirió que guardáramos el 10% de nuestro ingreso sin esperar a ver qué “sobraba” para ayudarles a los demás. Y hemos podido disponer de ese 10% y de más. Ese dinero es ahora la base que nos da una visión muy clara para planear en qué y en cuánto podemos ayudar cuando nos solicitan alguna colaboración para apoyar alguna organización o proyecto sin tener que decir alguna vez que tenemos que “sacar de nuestro bolsillo”, lo cual nos ha permitido ayudar con un espíritu mucho más generoso. Y obviamente siempre surge una pregunta: “¿Debería tener yo toda esta fortuna?” Creo que el Señor quiere que dispongamos de una cantidad de dinero para que lo usemos en nuestros gustos; otra, para que tengamos la posibilidad de conocer Su creación; otra, para que ayudemos a que exista una expansión económica y oportunidades de trabajo para otros –y, obviamente, otra para que la compartamos con aquellos que tienen verdaderas necesidades. No es porque seamos mejores o tengamos más derecho a más dinero, sino porque Él nos lo ha confiado y por lo tanto necesitamos ser especialmente responsables de ello. Asegurémonos de que nuestra expansión personal no se vuelva más importante que el deseo de ayudar. Una vez hayamos aprendido cómo es el proceso de disponer antes que todo de una parte de nuestros ingresos para dar, entonces sí podemos disponer de lo demás de la mejor manera posible —ya sea comprando una casa, un avión, un barco. Uno siempre dice que estas cosas no son necesarias y que es preferible ayudar más a otras causas, y eso es cierto. Pero si se mira solo de esa manera entonces nunca hará algo distinto a transportarse en bus. Sin embargo, si te encanta gastar tu dinero, es muy probable que nunca tengas una fortuna. Una vez compré un gran helicóptero y después de pensarlo mejor dije: “No lo necesito. Es demasiado grande y hace mucho ruido”. Me pareció que era un exceso y me sentí culpable gastando demasiado en algo que ni siquiera necesitaba ni quería tanto y entonces lo vendí (e incluso gané dinero en la venta). Cuando uno tiene una fortuna casi ilimitada necesita tomar decisiones con respecto a hacer o no hacer las cosas de la misma manera que la mayoría de la gente. Y allí es cuando hay que tener mucho cuidado con el ego y con el deseo de “alardear”. Creo que me equivoqué con ese helicóptero y por eso lo vendí. Sí, hoy todavía vuelo en aviones y helicópteros privados —pero no a expensas de dejar de contribuir con generosas ayudas. _______ DE LA MISMA FORMA EN QUE TUVE que empezar a decidir cómo manejar el tema de la fortuna también tuve que aprender a manejar el reconocimiento personal que estaba obteniendo. Cuando el éxito de Amway como empresa se hizo más ampliamente conocido y más grupos externos comenzaron a invitarme como conferencista me sentí muy agradecido. Habíamos sido ridiculizados y se nos llamó de muchas maneras descorteses al comienzo de nuestro negocio. El gremio médico sobre todo eligió términos para denominar nuestra venta de vitaminas; solo algunos doctores habían estudiado nutrición (mínimamente, como me dijo un doctor), pero la mayoría de ellos en aquel tiempo todavía no había tomado en serio los suplementos vitamínicos ni los minerales como productos para mejorar la salud. Fuimos cuestionados por la FTC —creyeron que éramos un sistema de pirámide, entre otras cosas— y la aceptación de Amway fue gradual. Sin embargo, en algún momento dejamos de escuchar tantas críticas negativas y comenzamos a recibir comentarios de prensa acerca de lo que hacíamos y de cómo estábamos cambiando el estilo de vida de la gente. Incluso el negativismo inicial con respecto al caso de la FTC se convirtió en positivismo al darle legitimidad a Amway. Jay y yo fuimos invitados a participar en un buen número de juntas directivas y sus integrantes nos trataban con respecto y escuchaban lo que teníamos para decir. La gente en el campo de los negocios estaba fascinada con nuestros puntos de vista. En una ocasión presenté mi discurso llamado “El bienestar material del hombre” durante un evento para Dow Chemical, localizado en Midland, Michigan. En él exponía la manera en que la gente utiliza la materia prima para fabricar productos que después vende en una economía de mercado libre y hace una fortuna. Esta enorme corporación internacional estaba interesada en promover la libertad y la libre empresa y utilizó mi discurso como una herramienta de enseñanza con sus empleados. En lugar de dejar a Amway a un lado la gente había comenzado a preguntar por nosotros y a conocer nuestro negocio. A medida que nuestra empresa iba creciendo por el mundo obtuvimos un reconocimiento gradual e incluso asombroso sobre lo que estábamos haciendo. Y el mensaje de mejores oportunidades para todos con la libre empresa en una tierra de libertad también comenzó a crecer. No creo que el reconocimiento creciente de Amway y mío como cofundador me hiciera sentir diferente. Jay y yo nos sentíamos bastante felices de lo que estábamos haciendo y nos complacía que nuestro negocio estuviera creciendo y que más gente se estuviera uniendo a él. Ser bien reconocido significa que hay una mezcla de gente allá afuera —algunos que están interesados en lo que tú estás haciendo y otros a los que no les importa. Nosotros nos dimos cuenta de que, con frecuencia, la gente que le prestaba atención a Amway era aquella que estaba interesada en el negocio —un negocio único y especial. Habíamos estado haciendo algunas cosas con nuestro plan de ventas que sorprendió a muchos debido a su éxito. Nadie pensó que un negocio construido bajo el fundamento de ayudarle a otra gente a ayudarse a sí misma podría extenderse y crecer hasta este punto. Terminé por acostumbrarme a aparecer en la primera página del periódico de Grand Rapids. No sé cuándo Jay y yo comenzamos a ser considerados como ciudadanos líderes, como figuras importantes y como contribuidores de nuestra ciudad —es probable que el reconocimiento fuera otorgado tanto por nuestras contribuciones cívicas como por el tamaño de nuestra empresa. Con tantos edificios nombrados en honor a Jay y a mí nuestros nombres comenzaron a aparecer en demasiados lugares como para poder ignorarlos. Durante años, a medida que viajaba a nivel mundial pronunciando mis discursos a audiencias de distribuidores, siempre he recibido ovaciones de pie y me preguntan cómo me hace sentir tanta adulación. Permanecer de pie detrás del escenario en una arena de decenas de miles de asistentes a quienes están prestándoles tu participación y luego escuchar aplausos a medida que entras al escenario llega a ser una experiencia embriagadora. Pero yo he tratado que el reconocimiento público no se me vaya a la cabeza. Primero que todo, porque soy solo un pecador salvado por gracia —y no una estrella del rock, aunque algunos me hayan tratado como tal, y creo que mi respuesta en esos momentos ha sido de gratitud. Muchos distribuidores dentro de estas audiencias comenzaron con poquito y han construido negocios exitosos a través de la oportunidad de Amway. Y ellos me demuestran durante esos eventos su agradecimiento por haber tenido esa oportunidad. Además, tenemos una tradición desde hace tiempo en Amway que consiste en ponernos de pie para darle la bienvenida a cada conferencista como una forma de mostrarle respeto y reconocimiento merecidos. Nos ponemos de pie y aplaudimos a mucha gente en nuestro negocio porque reconocemos que cualquiera que se pare a hablar en un escenario es alguien importante. Obvio, cada vez que yo hablaba frente a una organización fuera de Amway tenía una actitud un poco diferente —cada respuesta positiva era importante y me hacía sentir muy bien. Cuando no recibía aplausos de pie me preguntaba si había hecho un buen trabajo. Mis discursos siempre fueron positivos y en pro de América así que me preguntaba: “¿Es positiva esta respuesta por el hecho de que mi mensaje es distinto al que las audiencias escuchar la mayoría del tiempo?” La gente escuchaba a los presidentes, a los políticos y a los medios hablar sobre los problemas de América y el mal estado de las cosas. Muchos querían escuchar buena noticias, sobre todo con respecto a su país —y yo era portador de esas buenas noticias y por eso la gente respondía con tanto entusiasmo. Como resultado Amway desarrolló una cultura de elogio y reconocimiento por la labor cumplida. Nosotros, no solo damos las gracias seguidas por un aplauso amable. Nosotros nos ponemos de pie y ovacionamos. Mucha gente en toda comunidad merece reconocimiento —pero ¿con cuánta frecuencia lo reciben? En nuestro negocio nos ponemos de pie y le damos reconocimiento a la gente, nos levantamos con ánimo de nuestras sillas para aplaudir y mostrar aprecio. Nuestra visión con Jay fue trabajar siempre duro e impactar al mundo positivamente. Quizá mis libros y discursos hayan impactado la vida de muchos; si así ha sido, me siento agradecido. Nuestra meta era que cualquiera que estuviera interesado en triunfar tuviera la oportunidad de lograrlo. Si no tuviéramos ni un solo producto a la venta, aun así sería maravilloso ser parte de una sociedad en la que la gente asistiera a reuniones semanales para recibir motivación y ánimo sobre la forma en que está funcionando su vida, su compañía o su país. Esa actitud positiva debería reflejarse en la vida de toda persona. La gente ha reaccionado positivamente a mis discursos, no solo por lo que hice para construir Amway, sino porque muchos sueñan que ellos también lograrán sus metas. La gente quiere escuchar desesperadamente que lo está haciendo bien, que es buena y capaz. Mi meta ha sido, no solo asegurarles eso, sino ofrecerles una oportunidad para desarrollar su potencial. Al fin de cuentas, la gente lo que quiere es que le digan: “¡Tú puedes hacerlo!” Y yo he sido más que feliz al decírselo. La primera vez que uno ve su nombre aparecer en el periódico se asegura de recortarlo porque piensa que es muy probable que no vuelva a verlo publicado otra vez. Recuerdo la primera vez que pronuncié un discurso a una audiencia distinta a Amway —aquella pequeña charla sobre “Vendiendo América”. Busqué alguna noticia al respecto en el periódico, pero supongo que el hecho no fue tan significativo como para que se publicara. Pero a medida que pasaron los años y me hice más famoso los medios comenzaron a hablar de mis discursos, lo cual ha sido muy gratificante. Hoy, Amway y yo recibimos mucha publicidad — a los medios por lo general les agrada lo que hago y digo, aunque también hay ocasiones en las que no están de acuerdo conmigo, lo cual está bien. Debido a que en la actualidad soy visto como un líder de la comunidad, cada vez que se publica una noticia sobre algún evento relacionado conmigo la prensa se aparece —quisiera pensar que es en reconocimiento al trabajo duro que he realizado a lo largo de mi vida para ser exitoso, y especialmente por ser alguien que trata de marcar una influencia positiva en los demás. Cuando mi nieto mayor, Rick, estaba en la Secundaria, se quejaba ante sus padres de que mi nombre aparecía en demasiados edificios y sus compañeros lo molestaban por eso. En una ocasión le dije: “ Rick, en tu caso, te correspondió nacer dentro de una familia en la que somos gente que llegó a ser exitosa en la vida y en los negocios por ayudarles a otras personas. Eso, en sí mismo, es muy significativo y digno de reconocimiento. Además, nuestro nombre es bastante mencionado en los medios y puesto en muchos edificios, y esto en parte se debe a que contribuimos a pagar por esas construcciones o porque fuimos la fuerza generadora para recolectar el dinero necesario para que esos edificios existieran. Entonces no tienes por qué sentirte avergonzado al ver el apellido DeVos en todas partes —siéntete orgulloso de eso. Yo vería como una bendición el hecho de pertenecer a una familia de gente que hace cosas dignas de mencionar, Rick”. Nunca volví a escucharlo decir algo al respecto. Mi nieto creció para hacer grandes cosas para la edad que tiene, —está en sus veintes— incluyendo el hecho de iniciar la competencia ArtPrize, un evento que atrae a miles de artistas de todas partes del mundo y tiene lugar en Grand Rapids. Asisten cientos de miles de espectadores que visitan todas las obras de arte y votan por su favorita para darle la oportunidad de ganar premios en efectivo bastante significativos. Ahora aparece en los periódicos e incluso en revistas a nivel nacional más de lo que yo aparecí a su edad y me siento muy orgulloso de él. Homenajear a gente que ha hecho cosas que valgan la pena de mencionar en los medios, o que es aplaudida y recibe una ovación de pie, son demostraciones de aprecio que necesitamos cultivar. Cuando mis discursos reciben aplausos yo los tomo como un acto de simpatía hacia lo que estoy hablando y no como un elogio hacia mí personalmente. Obvio, es agradable sentirse elogiado, pero yo no dejo que los elogios se me suban a la cabeza. Yo sé que necesito ganarme el respeto de la gente cada vez que hablo frente a una audiencia. Este es un negocio que requiere de un motivador y yo me convertí en uno. Soy una persona positiva que ve las cosas del lado positivo y siempre busca el lado amable de cualquier situación. He sido acusado de no ser lo suficientemente crítico, de no encontrar fallas tan rápido como debería, y eso sin duda es verdad. Yo no busco fallas ni soy bueno encontrando el lado negativo. Es mi naturaleza buscar a la gente buena. Yo sé que en la vida uno necesita discernir y ser más crítico, pero ese no es mi estilo. Para mí, siempre existe algo bueno en cada persona y casi todo mundo tiene algo importante que decir. Y quizá, solo quizá, esa actitud ha sido la clave que me ha convertido en alguien adinerado y bien reconocido. Riqueza familiar ¡UN NEGOCIO FAMILIAR! SUENA bastante bien. La “familia” es una de las cuatro bases sobre las cuales está construido el negocio del Amway. De hecho, la mayoría de nuestros distribuidores trabaja junto con su esposa o esposo e incluso involucra a sus hijos en el negocio. Jay y yo siempre hemos estado orgullosos de decir que Amway es una empresa familiar y que nuestro equipo de trabajo puede confiar en que, como dueños —no siendo accionistas públicos— nosotros tenemos la última palabra en cuanto a la forma de rodarla. Los dos hemos tenido mucho que ver en el éxito de Amway tanto a corto como a largo plazo. Por eso quienes trabajan con nosotros pueden tener la certeza de que siempre tomamos decisiones de negocios basadas en nuestra experiencia como empresarios exitosos. Y además, pueden estar seguros de que tratamos justamente a nuestros empleados y a quienes hagan parte de este negocio dado que nuestras bases están cimentadas sobre principios cristianos. Hoy me siento orgulloso de que Amway continúe siendo un negocio familiar. Mi hijo menor, Dough, es el Presidente; y Steve, el hijo mayor de Jay, es el Moderador, y estoy satisfecho con la manera en que ellos trabajan juntos, muy similar a Jay y a mí, basándose en nuestros mismos principios sólidos para manejan esta que hoy en una billonaria corporación de alcance internacional, mucho más grande y más compleja que cuando Jay y yo la manejábamos. Cuando los cuatro hijos de Jay y mis cuatro hijos comenzaron a acercarse a la edad de la secundaria los dos pensamos que, por lo menos algunos de ellos, algún día querrían trabajar en el negocio de la familia. Entonces decidimos que todos comenzarían desempeñándose poco a poco en los distintos departamentos de Amway con el fin de que conocieran cómo es y cómo funciona en su totalidad. Cada uno participó en la que se planeó como una experiencia de cinco años de trabajo durante un tiempo aproximado de 6 meses por departamento. Trabajaron en las bodegas, en las fábricas, en los laboratorios de investigación y desarrollo y en las oficinas —tanto en turnos diurnos como nocturnos. Algunos comenzaron este entrenamiento durante su tiempo de vacaciones de verano barriendo pisos y cortando césped. Mi hijo mayor trabajó algún tiempo como nuestro guía turístico y utilizaba su nombre del medio para presentarse ante los visitantes como Dick Marvin y que no lo reconocieran como mi hijo. Él, junto con los demás, aprendió a barrer y a saber lo que es trabajar en una línea de ensamblaje. Obvio, los empleos que tuvieron durante esos cinco años se fueron haciendo cada vez más complejos. Al inicio de la década de 1990 comencé a tener problemas de corazón que requirieron cirugía. Mi enfermedad me impidió trabajar, pero, para entonces Dick ya llevaba trabajando con Amway casi 15 años y hacía cinco ocupaba el cargo de Vicepresidente de Operaciones Internacionales. Se había vuelto incansable y en determinado momento dejó la empresa por un par de años para iniciar su propio negocio. Aún así, le pedí que volviera para ocupar mi cargo. Más adelante, Jay también desarrolló problemas de salud y tuvo que delegar sus responsabilidades, así que, unos años después de que Dick me sucedió, Jay y yo decidimos que su hijo Steve sería el más calificado para asumir las labores de Moderador. ___________ CUANDO JAY Y YO DELEGAMOS A DICK Y STEVE en la década de 1990 para que ocuparan nuestros cargos desde el comienzo ellos tuvieron que enfrentarse a ciertos retos difíciles. Por ejemplo, maniobrar para sacar a la empresa de un momento en que sus ventas habían descendido. Además de afrontar este declive también tuvieron que tomar la difícil determinación de reducir el personal y hacer otra serie de cambios estructurales y administrativos. Recuerdo esa ocasión en que Dick me dijo que necesitábamos hacer un préstamo para cubrir terminaciones de contratos porque no estábamos ganando lo suficiente para cubrirlos. Le dije: “Dick, pensé que reduciríamos costos despidiendo personal”. Él me explicó: “No, si vamos a hacer esto bien. Necesitamos hacer acuerdos justos y pagarle a la gente por sus servicios y ayudarle a conseguir empleo”. Mirando atrás, me doy cuenta de que Jay y yo no quisimos tomar la decisión de reducirnos. Simplemente, no quisimos lidiar con eso. Pensábamos que todo iba a estar mejor el siguiente mes o el siguiente año y que las cosas nos saldrían bien. Dick y Steve, no solo tomaron decisiones difíciles, sino que manejaron la situación de la manera correcta y pronto volvieron a convertir a Amway en una compañía rentable. Cuando Dick se hizo cargo de la presidencia me dijo: “Voy a darme un plazo de seis años en este cargo y después me dedicaré a algo distinto”. Y resultó ser cierto —aunque terminó quedándose 10 años. Luego, nuestro hijo menor, Doug, habiendo hecho el entrenamiento necesario, vivido en Bruselas y luego en el Reino Unido desempeñándose como Gerente General de esa zona para luego convertirse en Vicepresidente de Asia Pacific Global Distributor Relations y por último en Jefe de Operaciones de Amway, estaba listo para hacerse cargo. Dick estaba preparado para un nuevo reto y se sentía entusiasmado de hacer crecer la empresa que había iniciado antes de regresar a Amway. Eso hizo y ahora es dueño de otras empresas que él y su esposa, Betsy, dirigen y operan. Además es Presidente de RDV Corporation, nuestra oficina familiar encargada de los diversos negocios de los DeVos fuera de Amway y el Magic. Además, asumió el liderazgo familiar y ha sido él quien ha ido canalizando el interés que tenemos en que nuestras generaciones futuras continúen siendo exitosas y la nuestra se mantenga siendo una familia que siga cosechando éxitos. Pero, más allá de administrar los intereses de nuestros negocios fuera de Amway y el Magic, el objetivo más importante de nuestra oficina familiar es mantener unidos a todos nuestros miembros para que siempre nos reunamos y decidamos los asuntos familiares importantes. Conformamos el Concilio Familiar DeVos compuesto por nuestros hijos y sus esposas y nos reunimos cuatro veces al año. Este concilio aprobó una constitución familiar que capta en esencia nuestra misión y valores como familia y es una forma de mantener vivos generación tras generación los principios bajo los cuales Helen y yo hemos vivido. Además articula la manera en que trabajaremos unidos para administrar nuestros intereses financieros y filantrópicos. Fuera de esta reunión tenemos una asamblea familiar que incluye las tres generaciones —Helen y yo, nuestros hijos y sus esposos y esposas, y algunos de nuestros nietos. Celebramos una asamblea anual en la que se espera la asistencia de todos nosotros. Cuando nuestros nietos cumplen 16 años pasan a ser parte de esta asamblea en una ceremonia formal a la que todos asistimos. Uno de los tíos o tías les hacen la presentación de sus metas y les recuerdan sus responsabilidades de ahí en adelante afirmándolos como miembros de la asamblea. Así se hacen elegibles para ser invitados a atender a las reuniones en las que se discuten los asuntos familiares importantes, pero solo son aptos para votar en ellas hasta cuando cumplen 25 años y ya se han preparado para adquirir esta responsabilidad. A través de nuestra oficina familiar también desarrollamos un programa que les enseña a nuestros principios sobre negocios, liderazgo y trabajo en equipo como también los valores que nuestra familia ha identificado como claves del éxito en la vida y en los negocios. Estos mismos son con los que Helen y yo crecimos y hemos vivido, y por lo tanto queremos que sean importantes para nuestros hijos y para que ellos se los transmitan a sus hijos. Existe interés entre algunos de mis nietos por trabajar en Amway. Y, si están realmente interesados, necesitan tener un diploma universitario y trabajar durante unos años en otra empresa antes de ser elegibles para aplicar a un trabajo en Amway. Quizás una razón por la cual el negocio familiar ha sido tan importante para mí se debe a que la familia en sí también lo ha sido —desde la familia en la que crecí, a mi matrimonio con Helen y los hijos que educamos para que sean adultos exitosos, hasta mis nietos, a quienes amo ver crecer. Ya he compartido a lo largo de este libro los recuerdos de mi niñez junto a mi amada familia la cual me ayudó a darle forma a mi vida. Debí haber aprendido bastante de esa hermosa época porque fui bendecido convirtiéndome en esposo y padre del mismo modelo de familia que en el que crecí. Y así comencé toda una vida de sociedad con Jay Van Andel después de que él me diera un corto aventón a la escuela en su carro, también fue a causa de un corto viaje que conocí a Helen. Me dirigía con un amigo en su carro hacía un vecindario en el Sureste de Grand Rapids durante un placentero día del otoño de 1946 cuando de repente vimos a dos jovencitas que caminaban juntas. Mi amigo las conocía porque asistían a la misma universidad que nosotros y entonces paró y les ofreció llevarlas. Ellas dijeron que ya estaban muy cerca de su casa y que preferían caminar, pero después de insistirles un poco, se subieron al carro. Fue un viaje corto —como de un bloque— hasta el sitio al que ellas se dirigían. Cuando se bajaron una de ellas dio las gracias y se fue, y yo le pregunté a la otra cómo se llamaba. Ella tomó uno de mis libros y me escribió en él: “Helen Van Wesep” y su número telefónico. Todavía tenemos ese libro, pero debo confesar que le di su número a un amigo y él fue quien la llamó. Sin embargo, comenzamos a conocernos y después de un tiempo decidí llamarla. Años después de nuestra época de estudiantes todavía seguíamos en contacto así que nuestra primera cita fue para dar un viaje en avión a sobrevolar Grand Rapids durante una tarde hermosa y despejada de un domingo. Después de ese día seguimos saliendo, pero además salíamos con otras personas. Y luego de salir durante un tiempo dejamos de vernos hasta que volví a llamarla. Así seguimos hasta un día al final de un verano en el que Helen visitaba a su amiga profesora que vivía con sus dos niñas en una cabaña cerca de donde Jay y yo teníamos nuestro bote. Sin saberlo, Helen se ofreció a llevar las niñas a darles un paseo para ver los botes. Ese mismo día yo estaba allá porque había llevado a mi tío y a mi tía para darles un paseo en bote cuando de pronto la vi caminando con las niñas hacia el puerto y decidí preguntarle si quería que las llevara. Las niñas se alegraron, así que las tres subieron a bordo y nos fuimos a dar una pequeña vuelta —a echar gasolina a la estación del puerto y devolvernos porque acababa de finalizar mi paseo con mis tíos. Ese encuentro me hizo querer volver a verla, y esta vez me di cuenta de que estaba enamorado de ella. Hacia el final de ese año ya estábamos hablando de matrimonio. En ese tiempo no existían las consejerías matrimoniales dirigidas por un pastor ni ningún otro profesional, pero Helen y yo sabíamos desde hacía tiempo que éramos compatibles en los aspectos más importantes: además de amarnos uno al otro compartíamos nuestra fe en Jesucristo y habíamos crecido con valores y trasfondos familiares muy similares. Fue bajo ese fundamento sólido, y con el aprecio mutuo de nuestras habilidades, caracteres y expectativas de vida que construimos un matrimonio que ha durado más de 60 años ¡y sigue siendo fuerte! Tenemos cuatro hijos a quienes amamos entrañablemente y de quienes estamos muy orgullosos. Ellos también se casaron y nos bendijeron con 16 nietos. Y ahora tenemos dos bisnietas encantadoras. Cuando me han preguntado con el paso de los años por qué nuestros hijos nos han dado tan buenos resultados solo puedo decir que Dios ha bendecido nuestros esfuerzos como padres. Además, le doy bastante crédito a Helen porque ella fue una madre que permaneció en casa cuando yo tenía que dedicarle tanto tiempo a construir un negocio que requería trabajo nocturno y viajes. Me siento extremadamente agradecido de que ellos sean adultos tan capaces, trabajadores y generosos. Una de las primeras cosas que hice cuando nuestros hijos estaban creciendo fue reservar nuestros tiempos en familia cuando preparaba mi calendario anual. Primero, apartaba los días de todos nuestros cumpleaños y cada actividad en particular en la que ellos estuvieran involucrados a medida que crecían. Los días festivos también entraban en la lista y muchos de ellos los celebrábamos con nuestros familiares. La familia era importante para nosotros e hicimos todo esfuerzo para enfocarnos y hacer cosas juntos. Pero ese esfuerzo requirió que desde el comienzo yo tuviera que elegir muy bien ciertas cosas como por ejemplo cuál sería mi deporte favorito porque, si vamos a ver, el golf no es un deporte familiar cuando la familia es joven. Los padres de hijos jóvenes en mi época jugaban golf solos o con un grupo de amigos todos los sábados, pero para mí era como alejarme de mi familia, y esa idea no me agradaba. Sin embargo, a pesar de mi temprana adversidad con Jay en nuestro bote, yo continué con agrado practicando la navegación. Alguna vez a mediados de la década de 1960 Helen y yo no habíamos tomado un fin de semana juntos y nos hospedamos en bote-hotel sobre el río Saugatuck, en Michigan. La segunda noche estábamos sentados en nuestro balcón cuando un velero entró queriendo atracar y yo de inmediato me ofrecí a ayudar. Cuando estábamos maniobrando me di cuenta de que tenía tres dueños y lo tenían a la venta. (¿Tres dueños? ¡Con razón querían venderlo!). Entonces aproveché la situación para darle una mirada y preguntarles a los marineros en qué condiciones estaba, etc. La conversación tomó un nuevo giro cuando regresé y le conté a Helen que lo vendían. Ella sabía que me encanta navegar y que había hablado de volver a tener un velero algún día, ¡pero parecía como si esta oportunidad se nos hubiera abierto sin estarla buscando! Se trataba de una ocasión para que, nosotros como pareja, tuviéramos un tiempo juntos y alejados de todo, y de repente estábamos enfrentándonos a una decisión que podría cambiar nuestras vidas… ¡de manera interesante! Así las cosas, decidimos hacer una cita con los dueños para plantearles la posibilidad de negociarlo. Cuando el día de la cita llegó llevamos a nuestros dos hijos, pero casi tiramos la toalla cuando vimos el lago. Las olas eran realmente altas —como de 10 pies, según decían los marineros con mucho entusiasmo. Yo no lo estaba tanto porque sabía que Helen se sentía nerviosa y que los niños estaban asombrados. Sin embargo, subimos a bordo, nos pusimos los salvavidas (bastante viejos e incómodos de usar) y salimos por el canal. Hasta ahí, todo bien —pero luego entramos al lago y el barco se varó. Vi a Helen sentada en la parte de arriba agarrada a una baranda con un brazo y con el otro sujetando a los niños, a quienes ella les había ordenado sentarse junto a ella con la instrucción precisa de que se mantuvieran juntos y agarrados uno al otro. ¿Y en donde estaban los marineros? Divirtiéndose sin importarles mayor cosa. Cuando finalmente logramos dirigimos hacia el puerto, tanto ellos como yo nos preguntábamos cuál sería la reacción de Helen —después de todo, si comprábamos el bote, ella sería la copropietaria, y no la vimos muy contenta durante el viaje. Pero ella no sorprendió (no podía evitar lo inevitable) y dijo que pensaba que tener un bote sería bueno para nuestra familia. Desde ese día nos convertimos en navegantes. Esa decisión tuvo consecuencias no intencionales, todas positivas y vigentes hasta el día de hoy. Aunque no estábamos tan convencidos al comienzo, navegar se nos convirtió en un gran deporte familiar porque podíamos compartirlo y disfrutarlo juntos. Y además, enseña responsabilidad. Debido a que el espacio es limitado se hace necesario recoger la ropa y mantenerla organizada para que nadie se tropiece con ella; también es necesario recoger las camas de inmediato para que tener espacio para sentarse. Nuestros hijos aprendieron a toda velocidad que la limpieza es parte de la rutina cuando uno tiene un bote e implica limpiarlo también por fuera. Cada mañana era necesario trapear la cubierta y, en general, darle mantenimiento. Y a la perra también había que sacarla —sí, a la perra también la agregábamos a nuestros paseos familiares. Nuestro barco nos dio oportunidades para ir a lugares y hacer cosas de una forma única. Muchos veranos estuvimos tres semanas viajando por el lago Michigan, yendo de puerto en puerto hasta la costa Oeste. Por lo general, navegábamos con motor un promedio de 50 millas diarias. (Otra cosa que aprendimos sobre navegar es que no existen recorridos directos de un punto A a un punto B, así que recorríamos bastante. ¡Navegar con vela fue todo un evento!). Yo procuraba comenzar temprano porque los chicos se cansaban y hacia las dos de la tarde ya querían salir del barco a jugar. Pero si el lago estaba tranquilo y solo estábamos cruzándolo, yo utilizaba ese tiempo para mostrarles cómo prepararlo para barnizarlo y cómo aplicarle el barniz. Era un barco de madera y había mucho en qué trabajarle, pero los chicos siempre estaban dispuestos a ayudarme. Cuando llegábamos a nuestro destino nos bajábamos e íbamos a jugar con la pelota o simplemente a dar una vuelta por el lugar, a hacer compras o comer helados y cosas por el estilo. Sé que todos recuerdan esos tiempos juntos al igual que esas ciudades —Pentwater, White Lake, Ludington, Leland, Frankfort, Charlevoix, Petoskey, Harbor Springs y puntos al Norte. Pero viajar de puerto en puerto también les enseñó acerca de la importancia de planear y comenzar temprano pues se daban cuenta de que, en ocasiones, la niebla o condiciones de clima difíciles suelen surgir a lo largo del día y de allí la importancia de empezar pronto para llegar al destino final a tiempo de tal manera que, si el clima se pone malo, no es necesario ir en su contra —porque ya estás listo para descansar tranquilamente durante la noche. Además, toda la familia estaba unida y en movimiento —sin distraerse con la televisión, ni celulares o computadores; era un tiempo para estar juntos y conversar sobre cada uno de nosotros, para permanecer al tanto de lo que estuviera ocurriendo durante el día, planear para el día siguiente, acordar estrategias de navegación, observar en dónde se encontraba el siguiente faro —y hablar y estar juntos. Los niños nunca se alejan mucho cuando están en un bote y por lo tanto es fácil permanecer juntos y hablar con ellos sobre una variedad de temas que hacen parte de la vida. Espero que esas conversaciones y experiencias que tuvimos con nuestros hijos los hayan impactado —y que en algún momento durante aquella época hayan incluso aprendido a navegar. _______ ¿ES ENSEÑABLE EL LIDERAZGO? Nuestros hijos crecieron estando en contacto con líderes. Pero convertirse en líderes no ocurrió como resultado de sus estudios escolares, sino que aprendieron a lo largo del camino. Cuando reflexiono sobre el tema pienso que el liderazgo se descubre haciendo. La gente que está en los negocios a menudo descubre que tiene habilidades de liderazgo que nunca pensó que tuviera. Felizmente, todos mis hijos terminaron siendo buenos líderes y creo que fue por ósmosis, a medida que ellos observaban y escuchaban a líderes conocidos hablar acerca de la manera de afrontar distintas situaciones. Exponerlos a gente que demuestra liderazgo surte efecto. Mi hijo Dan permaneció por un periodo de 13 años en Amway enfocándose en el área de la relaciones con los distribuidores y además estuvo los últimos 13 meses viviendo en Tokio con su familia, trabajando para los (en aquel tiempo) ocho mercados del Pacífico. Después de regresar a Estados Unidos decidió dar el paso de convertirse en empresario independiente y ha establecido un par de docenas de concesionarios de carros y accesorios deportivos en el Oeste de Michigan. Además de ser dueño de un equipo de una liga menor de hockey tiene otros intereses no relacionados con los negocios. Hace poco dejo a un lado su talento de empresario para supervisar al Orlando Magic. Mi hija, Cheri, también aprendió el negocio de Amway. Fue Vicepresidenta de nuestro creciente negocio a nivel mundial en la línea de cosméticos, pero además estuvo algunos años ayudándonos a supervisar al Magic —mientras sus cinco hijos crecían. Ella ha sido parte de la Junta Directiva de Alticor/Amway y ha servido en calidad de fideicomisaria de Hope College, su alma mater. Definitivamente, ella es líder a su manera. Nuestras nueras también contrajeron el virus del liderazgo: Betsy, con su liderazgo político a nivel local y nacional, y con su esfuerzo para expandir las posibilidades de educación a lo largo y ancho de América; Pamela, iniciando con éxito su propio negocio en la industria de la moda; y María, dirigiendo con pasión diversas iniciativas dentro de la comunidad con el fin de beneficiar al Oeste de Michigan. No teníamos ninguna duda acerca de las habilidades de nuestros hijos para ser líderes efectivos y funcionar bien en la vida. Ellos aprendieron a respetar a los demás. Helen y yo les inculcamos que toda la gente es importante y merece respeto porque todos somos creados por Dios. Si no respetas a los otros, ¿cómo van ellos a respetarte? Un buen líder gana respecto respetando, pero además debe ser honesto, confiable y hacer honor a su palabra. Hay quienes reciben trato amable y no son discriminados aunque no hayan ido a la escuela ni tenido las mismas oportunidades que otros, pero eso no implica que sean de menor valor ni importancia. Nuestros hijos aprendieron en el negocio de Amway que toda la gente tiene habilidades. Crecer dentro de la familia de Amway es una experiencia positiva tremenda. Helen y yo fuimos afortunados al estar de acuerdo en cuanto a la manera de educar a nuestros hijos. Esa es la mejor parte de casarse con alguien que tenga nuestra misma fe y trasfondo familiar. El reto surge cuando los padres vienen de tan distintas procedencias que deban ponerse de acuerdo y buscar un terreno en común antes de enseñarles o heredarles alguna costumbre significativa a sus hijos. Pero si te casas con alguien que proviene de tu mismo contexto, así como hice yo, ya sabes en qué estás de acuerdo incluso antes de casarte. Lo que Helen y yo no tenemos en común es que ella es hija única, así que a veces yo tuve que ayudarle cuando se preocupaba por el bullicio propio de un hogar con cuatro hijos. Ella me decía: “¿Es así como se supone que debe ser una familia? ¿Es así como debo esperar que ellos se comporten?” Yo le respondía: “Es normal, cariño, no te preocupes. Sí, se supone que deben golpearse unos a otros de vez en cuando”. Hace años, cuando escribí ¡Cree!, incluí un capítulo sobre lo que opino de la familia. Como lo escribí en ese entonces, y como sigo creyéndolo hoy, “la vitalidad de nuestro sistema americano… depende de lo que ocurra en las salas, comedores, balcones y patios de millones de hogares americanos modestos y sencillos”. Al mirar en retrospectiva mi propia niñez en el seno de mi familia sé que esto que digo es cierto cuando recuerdo nuestro cálido hogar, nuestras conversaciones y devocionales alrededor de la cena, las palabras de ánimo de mi padre, las tertulias con mi madre mientras lavábamos los platos después de comer, e incluso cuando jugaba ping pong con mi hermanita Jan. Sé que es cierto cuando me siento lleno de agradecimiento al ver que mis hijos comparten los valores y la fe que Helen y yo tratamos de inculcarles siempre. Y cuando veo que el futuro de nuestra familia es fuerte y observo a cada uno de mis nietos crecer y comenzar a desarrollar sus propios talentos del liderazgo y a dejar su huella en el mundo. Un pecador salvado por gracia EL HELICÓPTERO DE AMWAY APARECIÓ iluminando escasamente las dos torres del Mackinac Bridge, el cual conecta las penínsulas baja y alta de Michigan. Aterrizamos en la pequeña pista de hierba de Mackinac Island. Yo llegaba a cumplir con una invitación a hablar en la Reunión Anual de la Cámara de Comercio de Detroit y me había preparado para compartir con esta gente de negocios exitosa algunos aspectos sobre el negocio de Amway. Pero sobre todo, estaba planeando hablarles sobre lo que es ser enriquecedores de vidas. Varios cientos de personas estaban reunidas en aquel elegante salón del Grand Hotel con sus vistas de exuberante vegetación y jardines, y con el lago Hurón al fondo. Todos disfrutaban del almuerzo mientras esperaban mi discurso. El encargado de presentarme hablaba y hablaba acerca de mis “grandes triunfos como uno de los empresarios líderes del Estado” —hacía referencia a aspectos de mi biografía, así que en realidad no podía culparlo, pero su introducción fue la más larga y pomposa que había recibido hasta ahora. Sentí deseos de ponerme de pie y decirle: “¿Es usted el del discurso o soy yo?”. Ya en el podio, y mirando a la audiencia después de esa gran introducción, le agradecí al presentador por sus generosas palabras, y agregué: “Esa introducción no me describe realmente. Permítanme decirles quién soy en verdad: soy un pecador salvado por gracia —un cristiano salvado por Jesucristo. Ese es quién soy realmente”. Esto ocurrió hace ya más de 20 años y con frecuencia me presento a mí mismo de esa forma desde aquel día, incluso entre grupos de gente no cristiana. No para tratar de convertirlos, sino para decirles quién soy. En una ocasión me introduje de esa misma manera frente a un grupo judío muy devoto, y después de que terminé mi intervención una mujer me preguntó: “¿Vendría usted a hablar frente a mi grupo en la sinagoga?” Ella no parecía ofendida con respecto a mi proclamación en público de mi fe cristiana. Mi intención no es ofender a nadie, sino motivar a todo el que me escucha. Además, no está en mis fuerzas convertir a nadie porque solo el Señor puede hacerlo. Nací en una familia cristiana y por lo tanto crecí en un hogar lleno de fe. Todos mis abuelos que vinieron a América desde Holanda también eran cristianos. Y aunque el abuelo DeVos no era devoto cuando llegó a este país, se convirtió en un cristiano férreo cuando se hizo adulto. (La mamá de mi abuelo murió cuando él era un niño y su padre desapareció, así que de 11 años vino de alguna manera con el dinero suficiente para comprar un pasaje y dejar Holanda con la esperanza de una vida mejor en América, la tierra de la oportunidad). El abuelo no era cristiano cuando se casó y tuvo a su familia, pero un día el pastor de la Iglesia Cristiana Reformada de Eastern Avenue en Grand Rapids golpeó a su puerta y le compartió de Cristo y el abuelo le entregó su vida al Señor y se convirtió en cristiano —y eventualmente, el resto de su familia, también. Crecí en un vecindario de inmigrantes holandeses protestantes. Y hacia el Este del Grand River, el cual divide nuestra ciudad, vivía un grupo de polacos emigrantes católicos. Esa era toda la diversidad religiosa que existía en Grand Rapids cuando yo crecí. Jugábamos al fútbol y al béisbol con los vecinos polacos e incluso tuvimos algunas peleas en momentos en que nuestra rivalidad era muy ferviente. Pero la fe hacía parte de nuestra vida diaria. Los polacos iban a su iglesia católica y los holandeses íbamos a nuestra Iglesia Cristiana Reformada. Con frecuencia había una Iglesia Reformada en una esquina y una Iglesia Cristiana Reformada, en la otra —la Iglesia Cristiana Reformada (ICR) se había dividido de la Iglesia Reformada en América (IRA). Hoy en día estoy involucrado junto con otros en un esfuerzo para reunir a estas dos denominaciones cristianas. Helen creció en la ICR y todavía somos miembros de la congregación de LaGrave Avenue en Grand Rapids. Pero cuando yo estaba en crecimiento mi familia era de la Iglesia Protestante Reformada, una ramificación de la ICR. La iglesia inicialmente quedaba en un edificio enorme de ladrillo que tenía un santuario grande con balcones espaciosos a lado y lado, y según me acuerdo tenía unos 800 miembros y funcionaba en la esquina de Franklyn y Fuller en Grand Rapids. Fue Herman Hoeksema quien la inició. Él era un pastor de la ICR que tuvo cierto desacuerdo con algún hermano en la fe respecto a la interpretación de ciertos pasajes de la escritura. Él era radical en su punto de vista y dejó la ICR llevándose a un número de miembros con él para comenzar otra denominación. La abuela Dekker decidió que estaba de acuerdo con el Reverendo Hoeksema y se hizo miembro de la Iglesia Protestante Reformada (IPR) y se llevó a sus hijos —incluyendo mi madre— con ella. El abuelo, padre de mi mamá, se quedó en la ICR y asistía solo a la iglesia todos los domingos. Las diferencias teológicas no solo dividen a las congregaciones —también dividen a las familias. Algunos matrimonios llegan casi a terminarse por las diferencias en las iglesias. Los familiares llegan hasta a odiarse debido a sus diversos puntos de vista teológicos. Tres de nuestras generaciones pertenecieron a la IPR, pero, eventualmente, mis padres, mis hermanas y yo regresamos a la ICR. Mi madre decía que no lograba comprender cómo ellos pudieron dejar a su padre ir a la iglesia solo durante todos esos años. El abuelo a su vez sabía con quién estaba de acuerdo y también se rehusó a abandonar el barco. La mayoría de los chicos de mi vecindario recuerda asistir a las clases de catequesis, por lo general los miércoles en la noche. Allí se nos enseñaba a los jóvenes sobre la profundidad del credo al que nos habíamos suscrito. Además afirmábamos el Credo de los Apóstoles el cual incluye con brevedad las creencias perdurables de los cristianos de todas partes —nuestra fe en Dios, nuestro Padre; en Jesucristo, nuestro Salvador; y en el Espíritu Santo, quien nos guía a toda verdad. Yo asistía con mi familia a la iglesia todos los domingos —a mañana y noche. El domingo era un día dispuesto para la adoración. Dios nos ha ordenado que ese día sea sagrado y en aquella época muchas familias eran restrictivas con respecto a la clase de actividades que se permitían realizar después del servicio en la iglesia. Por ejemplo, podíamos juagar a tirar la bola en el patio, pero no podíamos ir a partidos de pelota que se jugarán durante el domingo. Nuestra familia consideraba que ese era el día para la interacción familiar: nuestra tradición del domingo en la noche era ir a cenar a la casa de uno de nuestros tíos o tías; después, asistíamos al servicio de la noche juntos. Cuando yo estaba en la escuela cristiana mis compañeros venían a visitarme con frecuencia después del servicio de la noche —mi mamá nos tenía refrescos y jugábamos a algo, escuchábamos la radio o simplemente estábamos juntos y hablábamos. Pocos negocios estaban abiertos un domingo en la ciudad, pero jamás sentíamos que estábamos siendo restringidos o impedidos de salir cuando queríamos. Debido a que nuestra casa siempre estaba abierta a mis amigos, Jay me visitaba con frecuencia y llegó a conocer muy bien a mi madre. Ella fue una persona maravillosa que nos acogió bajo sus alas. Además de la influencia de la Iglesia y la familia, las escuelas cristianas a las que asistí me ayudaron a construir una visión de la vida y del mundo que se convirtieron en mi fundamento imperecedero. La geografía era el estudio del mundo que Dios creó. Cuando hablábamos de las relaciones, considerábamos que toda la gente fue creada por Dios y por esta razón debíamos respetarnos siempre unos a otros. Si un estudiante sobresalía en los deportes o tocaba muy bien un instrumento o era sobresaliente en el salón de clase, era entendido que esos talentos eran dones especiales dados por Dios. Fue debido a que mis padres creían firmemente en la educación cristiana que guardaron dinero, incluso en esos tiempos tan difíciles, para que yo pudiera asistir a escuelas cristianas; fue en Grand Rapids Christian High que conocí a Jay Van Andel. ¡No me imagino lo diferente que hubiera sido mi vida si yo no hubiera asistido a aquella escuela! Creo que la Providencia nos unió y Jay y yo nos convertimos en los mejores amigos. En las iglesias reformadas recibíamos el sacramento del bautismo siendo niños en señal de estar incluidos en el pacto de Dios con Su pueblo. Más o menos hacia la edad de la graduación en la secundaria se acostumbraba que hiciéramos la confesión pública de nuestra fe delante de la congregación. Y, como yo no siempre estaba de acuerdo con lo que escuchaba en el púlpito, decidí esperar para hacerlo. Sabía que estaba completamente comprometido con Cristo, pero me sentía en conflicto con respecto a algunas interpretaciones teológicas impartidas en mi congregación, así que esperé. Después de regresar de mi servicio militar hablé con otro pastor y le compartir el dilema en el que me encontraba. Después de escucharme, me dijo: “¿Sabes qué? ¡Tu visión de Dios es muy pequeña! Solo porque tú no entiendes de qué manera Él sabe lo que vas a hacer y aun así te da libre albedrío para que lo hagas, no significa que Él no podría impedírtelo. Él es el Ser Supremo del Universo y nuestra mente es solo humana”. Yo me quedé pensando y en seguida me di cuenta de que mi amigo pastor estaba en lo correcto. A medida que fui creciendo Dios para mí era Todopoderoso, Omnisapiente y Omnipresente, pero inconscientemente yo estaba viéndolo desde una dimensión humana. Cuando retomé mi relación personal con Él me sentí listo para declarar mi fe cristiana, primero ante la congregación de mi iglesia y después ante el mundo. Continúo tomando decisiones basado en mis principios cristianos. La forma en que elegimos llevar nuestra vida comienza con la convicción de que Dios es real y nos valora a todos por igual. Nosotros honramos esta igualdad en Amway respetando a toda la gente y sin excluir a nadie por ninguna razón. Lo que cuenta es lo que la gente hace. Los actos son los que prueban quién es quién. Cualquiera que sea su color, nivel de educación o etnia, todos tienen la misma oportunidad de ingresar a nuestro negocio. Amway fue fundada sobre ese principio —y un distribuidor asciende solamente cuando es honesto y le ayuda a alguien más para que también avance. Nadie puede ganar nada bueno a expensas de otro. Muchos distribuidores que llegan a Amway han proclamado su fe cristiana y yo siempre les advierto: “No quiero venir a una reunión de Amway a escuchar un sermón, de la misma manera que tampoco quiero ir a la iglesia a escuchar sobre Amway. Así que asegurémonos de mantener estas dos áreas separadas. ¿Quién sabe lo que pasaría en la vida de alguien debido a su vinculación con ustedes a Amway? Pero ese no es el asunto. Si quieren hablarle a la gente acerca de nuestra fe, háganlo en privado —no en una reunión de Amway”. Después de haberles manifestado ese punto de vista, cuando los distribuidores hacen sus reuniones los fines de semana, muchos ofrecen servicios separados los domingos, disponibles para quienes quieran asistir, pero no como parte de las reuniones de negocios. Ese fue un acuerdo muy útil. Muchos pastores diferentes han predicado durante esos servicios de domingo y han ayudado a mucha gente a encontrar su fe cristiana y a ponerla en práctica en sus vidas. Sin embargo, en mis discursos a las audiencias fuera de Amway yo sigo presentándome como cristiano y le comparto a la gente de qué manera mi fe guía mi vida. _______ DE LA MISMA FORMA en que creo con toda certeza en la libre empresa, en el optimismo y en otros principios que he compartido en este libro, también creo aún más en: una relación personal con Dios Padre; en que Su hijo Jesucristo es Dios hecho hombre; en que el Espíritu Santo también es Dios y nos ayuda a comprender todas las cosas espirituales. También creo en la misión de Su Iglesia. Jamás he tratado de imponerles mi fe personal a otros, pero estoy dispuesto a declarar mi fe públicamente. Si ella ha sido una parte tan gratificante y satisfactoria en mi vida, ¿cómo podría no compartir tan buenas nuevas con otros? Debido a que he sido siempre tan abierto con respecto a mis convicciones cristianas algunos me han preguntado si Amway es una organización cristiana. Es innegable que Amway cuenta con mucha gente cristiana maravillosa que trabaja en ella, pero una empresa no puede ser cristiana porque solo la gente puede serlo. Siendo una empresa internacional Amway opera actualmente en países en los cuales la mayoría de los ciudadanos hace parte de otras religiones y no del cristianismo, y todos son bienvenidos a disfrutar de la oportunidad de AMWAY. Y así como nunca he utilizado el Evangelio para promover mi negocio, tampoco puedo dejar mis creencias abandonadas cuando salgo de la Iglesia el domingo. Soy un cristiano por fe y experiencia, y no tomo decisiones ni una posición que no sean compatibles con mi fe. Mi papel como hombre de negocios exitoso que ha alcanzado bienestar material jamás me ha llevado a creer que ya no necesito de la gracia ni del consejo de Dios. Todo lo que tengo desde el punto de vista material proviene de Él, y solo honrándolo a Él es que el uso del dinero trae verdadera felicidad. Mirando en retrospectiva veo cómo Dios me ha bendecido ricamente y solo puedo preguntarle: “¿Por qué yo, Señor?” Solo puedo reconocer que todo lo que tengo en realidad le pertenece a Dios y por alguna razón Él me ha hecho Su administrador. Creo en mantener un sentido de dependencia en Dios. De eso es de lo que se tratan la verdadera fe y la humildad. Yo tan solo puedo darle gracias a Él por haberme permitido crecer en un hogar y en una comunidad que me enseñaron la fe cristiana y me animaron a practicarla a diario. Y esa práctica jamás ha sido una carga, sino un sentimiento de gran gozo, bienestar y paz que me encantaría que todos pudieran experimentar. Reconstruyendo nuestra ciudad bajo el concepto de “enriquecedores de vidas” IMAGÍNATE QUE TE PREGUNTARAN de un momento a otro si te gustaría participar en un comité cuya tarea consiste en recaudar millones de dólares. Esa fue la invitación que recibí en una ocasión de parte del alcalde de nuestra ciudad: ayudar a recaudar fondos para restaurar el glorioso pasado de Grand Rapids. Como muchas ciudades durante la década de 1970, Grand Rapids también estaba perdiendo el ingreso de dinero debido a que la población se estaba desplazando hacia los suburbios. Esto hacía que la ciudad se encontrara en la extrema necesidad de volver a ser reactivada. En una de nuestras calles principales, Monroe Avenue, había un par de tiendas por departamento y al detal ya envejecidas y con bastantes escaparates vacíos. El que una vez fue el concurrido Pantlind Hotel se había vuelto un hotelucho de mala muerte. Algunos buses todavía atravesaban la ciudad, pero nada emocionante ocurría en ella porque el centro de la actividad se había movilizado hacia las vecindades suburbanas y los centros comerciales. Como ya he dicho antes, toda comunidad se beneficia del sentido de pertenencia de sus ciudadanos. Si nos sentimos orgullosos de nuestra ciudad y queremos verla prosperar, trabajaremos para lograr cambios positivos en ella. También he mencionado los beneficios de ser enriquecedores de vidas y de cómo esa actitud positiva acompañada de acción nos ayuda a que todos seamos exitosos. Pero esta manera de pensar no era tan popular hace 40 años, cuando nuestra ciudad fue quedando abandonada y necesitada de nuestra ayuda. Pero un hombre dio el paso al frente y comenzó a rodar la bola —Lyman Parks, el primer alcalde negro de Grand Rapids, quien organizó un comité de líderes comunitarios y hombres de negocios que recolectara fondos y mejorara el centro de convenciones existente y construyera una sala de música. Mejorar el centro de convenciones era importante para atraer más reuniones de negocios hacia la ciudad; la sala de música era necesaria para albergar y mostrar a los grupos artísticos que comenzaban a crecer en Grand Rapids, en especial a la ya bien establecida Orquesta Sinfónica de Grand Rapids la cual se encontraba haciendo sus presentaciones en nuestro antiguo centro cívico. El alcalde me solicitó que hiciera parte de este comité de recaudación de fondos junto con el banquero prominente de un banco local, Dick Gillete. Entonces contratamos un arquitecto de Chicago especializado en auditorios para que diseñara nuestra sala de música —la primera de Grand Rapids —y Dick y yo acudimos a toda la gente de nuestra ciudad que pensamos que colaboraría para tratar de recoger los $6 millones de dólares necesarios para su construcción — una suma enorme en aquellos días—, pero la ayuda que recibimos fue casi nula. Luego organizamos en Amway una cena con invitación exclusiva para posibles aportantes con el fin de que conocieran nuestro proyecto el cual se enfocaba en su potencial para ser un salón de reuniones ubicado en el centro de la ciudad sobre el Grand River. Explicamos cómo, gracias a los indios americanos que vivieron allí antes que nosotros, todos los rastros que ellos dejaron se dirigían hacia el Grand River. Cuando se construyeron los caminos, se siguieron esos rastros para que estos también trajeran gente de todas las direcciones hacia el lugar de reuniones sobre el río. El tema de campaña de nuestra recolección de fondos se llamó “Un lugar de reuniones sobre el Grand River”. Recolectar $6 millones de dólares fue un trabajo arduo —la gente no tenía todavía el hábito de donar como lo hace hoy. Yo contacté varias familias adineradas y les ofrecí que, por una contribución de $1 millón de dólares, la sala de música podría tener sus nombres. No hubo interesados. La gente en ese tiempo simplemente no pensaba en términos de donar enormes cantidades de dinero ni en que alguna edificación llevara su nombre como reconocimiento a su generosidad ciudadana. Dick Gillete por fin me dijo: “Realmente no quiero el nombre de ninguna de estas personas en ese edificio. Quiero su nombre. Usted representa a una futura generación de gente dadivosa. Usted es el chico nuevo de la cuadra, un hombre prometedor, y yo quiero que usted sea el primero en contribuir con $1 millón de dólares. Así le pondremos su nombre a este edificio”. Aunque, como hombre de negocios, mi interés estaba más dirigido hacia el centro de convenciones, Helen estaba interesada en las artes y en ese entonces hacía parte de la Junta de Grand Rapids Symphony. Y aunque una cosa era donar esa sustancial cantidad de dinero para la construcción de la sala de música, otra muy distinta era que llevara nuestro nombre. Lo dudamos bastante tiempo, lo discutimos muy seriamente entre nosotros dos y luego con algunos de nuestros amigos más cercanos, y en últimas decidimos decir que sí a lo del nombre esperando con toda sinceridad no ser percibidos como engreídos ni ególatras. Fue así como esa sala de música adquirió el nombre DeVos, y aún lo tiene. Es indudable que aquella contribución fue significativa en gran manera para nosotros puesto que se trató de nuestra primera donación de $1 millón de dólares. Pero más significativa fue para la ciudad la visión de Dick Gillette en cuanto a pertenecer a una futura generación de contribuidores. “De ahora en adelante”, dijo, “podemos dirigirnos a distinta gente en esta comunidad, y con su ejemplo, comenzar a solicitar dinero en cantidades mayores. Su donación le ha marcado el paso a toda una nueva comunidad de donadores”. Él vio con gran claridad que este podría ser el primero de muchos proyectos por el estilo y el comienzo de nombrar nuevas construcciones con los nombres de sus auspiciadores. Y Dick estaba en lo cierto —Este proyecto fue el inicio de un periodo de contribuciones nunca antes visto a favor de Grand Rapids. Una idea trae consigo otra idea. Nuestro nuevo centro de convenciones necesitaba hoteles aledaños. En ese tiempo no había salón de baile en nuestra ciudad para la celebración de eventos importantes, pero fueron surgiendo ideas sobre la posibilidad de un hotel nuevo con salas de reuniones, salones de baile, restaurantes, etcétera. Si íbamos a restaurar el centro de nuestra ciudad, necesitábamos enfocarnos en la manera de suministrarle todas esas instalaciones. Me pidieron que contactara a los Hilton y a otros inversionistas del mundo hotelero con el fin de que evaluaran la posibilidad de edificar un hotel en el centro de Grand Rapids, pero todos ellos dijeron que estaban construyendo en zonas cercanas a los aeropuertos y no en el centro de las ciudades. Fue entonces cuando le dije a Jay: “Jay, ¿por qué no lo hacemos nosotros? ¡Nosotros podemos, tú lo sabes!” Una vez más estuvimos de acuerdo y comenzamos a trabajar. No construimos un hotel nuevo sino que Amway prefirió comprar el viejo Pantlind en el centro de la ciudad para proceder a transformar aquel antiguo edificio en el lujoso hotel conocido desde entonces como el Amway Grand Plaza. Contratamos a un grupo de arquitectos de Grand Rapids, Marvin De Winter y Gretchen Minhaar; también a la constructora Dan Vos Company de Ada, Michigan. Juntos trabajarían en la construcción del proyecto. Las habitaciones originales del hotel eran demasiado pequeñas para los estándares modernos y fue así como cada dos cuartos se convirtieron en uno. En el sótano, tanto el alcantarillado viejo como los tubos del agua y vapor fueron reemplazados por nuevos. Contratamos a Carleton Varney, un diseñador de alto perfil de Nueva York, para que rehiciera el interior ya que todo tenía que ser redefinido o reubicado para lograr transformar una reliquia dilapidada en un hotel moderno de cuatro estrellas. Él le dio un gran estilo —con filigranas de oro en el techo del vestíbulo, alfombras de felpa, tejidos de calidad y muebles finos en todas partes. Nuestro amigo, el Embajador Peter Secchia, rentó un espacio para montar allí dos restaurantes —uno de estilo formal, que se convirtió en el famoso 1913 Room; y otro, Tootsie’s, de estilo más relajado. La reconstrucción del hotel fue una aventura satisfactoria, aunque jamás pensamos en llegar a ser hoteleros. La idea era restaurarlo para mejorar Grand Rapids y mostrar nuestra fe en el futuro del centro de la ciudad. De inmediato la comunidad captó el potencial del Amway Grand Plaza Hotel para convertirse en el mejor lugar de encuentro de la ciudad y muchos comenzaron a hacer reservaciones para hacer allí sus reuniones, bodas y otras celebraciones mayores. Durante su reinauguración, el Presidente Ford dijo: “Ha renacido esta ciudad”. Nuestro hotel abrió en 1981 y en cuestión de meses Jay y yo estábamos contemplando la posibilidad de construir una torre adjunta de 29 pisos cuyo diseño ya estaba listo, pero pensamos que quizá deberíamos hacer una pausa y tomar un respiro antes de decidirnos a iniciar un proyecto de esta envergadura. No teníamos nada sólido en cuanto a la demanda que esta torre generaría —su demanda estaba basada en su posible potencial para convertirse en un nuevo centro de convenciones para la ciudad. Después de deliberar durante un tiempo un día decidimos que jamás contaríamos con la suficiente información que asegurara que tendríamos el movimiento necesario para sostener esta nueva torre, y de nuevo le dije a Jay: “Jay, ¿por qué no simplemente nos decidimos y lo hacemos? ¡Nosotros podemos, tú lo sabes!”. Él estuvo de acuerdo y eso hicimos. Dos años más tarde el Amway Grand Plaza Hotel anunció una nueva torre — contemporánea en cuanto a su diseño y acabados, con habitaciones pensadas para complacer a los clientes que prefirieran ese estilo de decoración. Además, nos dimos cuenta de que necesitábamos gente que comenzara a vivir en el centro de la ciudad para que se mantuviera transitada y entonces nuestro siguiente proyecto fue el primer edificio de apartamentos en Grand Rapids al cual llamamos Plaza Towers. La gente que lo habitó estaba feliz de vivir en el centro de la ciudad. Desafortunadamente, nosotros ignoramos que el constructor, quien era de fuera del Estado, no hizo todo como tenía que hacerlo y los dueños de los apartamentos comenzaron a tener serios problemas de agua, tanto en su interior como en el exterior. Luego surgieron otros inconvenientes, y después de una seria discusión, una de las soluciones fue simplemente derrumbar el edificio. Y aunque el caso era que el costo por demolerlo era menor que el de remodelarlo, de todas maneras Jay dijo con toda firmeza: “Nosotros no somos demoledores, somos constructores y vamos a construirlo de nuevo”. Después de eso ya no hubo más que decir. Una vez más construimos el edificio para que fuera hermoso y habitable y los residentes tuvieron la gentileza de irse a vivir a otra parte hasta que el lugar estuvo listo. La revolución en el centro de Grand Rapids continuó —mediante una recolección de fondos a la vez para remodelar un edificio a la vez. Cualquiera que haya crecido en Grand Rapids y se hayan marchado hace 30 años no reconocería el centro de la ciudad si lo viera hoy. Desde que se terminó de construir nuestro hotel en 1981, a los nuevos edificios del centro de la ciudad se agregaron un estadio, un museo, el campus de Grand Valley State University, un centro de convenciones nuevo para reemplazar al que ya era muy pequeño para la capacidad de la ciudad, un hotel JW Marriott, y el que es hoy conocido como The Medical Mile (La milla médica): el Van Andel Institute, el Meijer Heart Center, el Lemmen-Holton Cancer Pavilion, el Helen DeVos Children’s Hospital, el edificio médico Cook-DeVos de GVSU y el Secchia Center, que hace parte de School of Human Medicine of Michigan State University. El estadio Van Andel Arena con capacidad para 12.000 espectadores ha atraído a miles de personas al centro de la ciudad y se ha convertido en el hogar del equipo de fútbol Grand Rapids Griffins; allí también ha habido conciertos de figuras muy importantes del entretenimiento. Un comité cívico consiguió la aprobación de la ciudad para construir un estadio en el centro y luego recolectó fondos a través de una sociedad pública y privada, y el que era un sueño para muchos, se convirtió en realidad. Además, gracias a la construcción de un hotel y un estadio importantes, Grand Rapids pudo construir un centro de convenciones más grande para el cual también fue necesario recaudar fondos. Hoy DeVos Place le da vida a las orillas del Grand River. En la actualidad, el renacimiento de Grand Rapids es probablemente más notorio debido a los hospitales y edificios médicos que se han ido esparciendo a lo largo de Michigan Street durante las dos últimas décadas. Cuando Jay estaba considerando la posibilidad de dejar como legado un centro médico de investigación yo hablé con él sobre la importancia de que quedara localizado en el centro de la ciudad. Nos habíamos convertido en los pioneros del desarrollo de Grand Rapids, así que sería bastante adecuado que Jay estableciera el Van Andel Institute en el corazón de nuestra ciudad, cerca de nuestro enorme hospital, Spectrum Health. Él estuvo de acuerdo y logró asegurar un espacio justo al Oeste del hospital y fue allí donde construyó ese hermoso edificio destinado a la investigación. Muy pronto surgió el Meijer Heart Center, un edificio de 12 pisos. La campaña para recolectar esos fondos —dirigida por el Presidente de la Junta Directiva de Spectrum, Bob Hooker; por el líder de la comunidad, Earl Holton; y por nuestro hijo Dick— fue la más larga en la Historia de nuestra ciudad en aquel tiempo, con la ayuda del fallecido Fred Meijer y su esposa, Lena, quienes proveyeron el aporte principal. Este centro cardiológico se hizo ampliamente conocido por sus excelentes instalaciones, su personal capacitado y por la inmejorable calidad del servicio. El primer trasplante de corazón en Grand Rapids fue hecho en el Meijer Heart Center. Hemos podido atraer hacia Grand Rapids a especialistas líderes a nivel mundial en el área de cardiología de manera que el futuro para nuestra ciudad sea continuar siendo el destino a nivel mundial en todo lo relacionado con el cuidado del corazón. Junto al Meijer Heart Center está el Helen DeVos Children’s Hospital, el cual abrió sus puertas por primera vez el 11 enero 2011. El Dr. Luis Tomatis, a quien me referiré más adelante, había estado muy involucrado tratando de conseguir un hospital para niños en Grand Rapids y había tenido éxito en convencer a Spectrum Health de agregar un pabellón para mujeres y niños que inició su servicio al público en 1993. Y aunque parecía que la atención a mujeres y niños era una mezcla lógica, después de varios años de coexistencia se evidenció que cada área tenía sus propias necesidades y sería más conveniente separarlas en distintas instalaciones. Debido al incremento de pacientes de la población infantil el ala inicial dejó de ser suficiente para acomodar a todos los niños que llegaban para tratamientos. Una vez más el Dr. Tomatis se dio a la búsqueda de conseguir un edificio para el tratamiento especializado de niños —que fuera hecho de arriba a abajo a propósito para el tamaño de ellos y cuya atmósfera también fuera adecuada a esa edad. Y, como el nombre de DeVos aparecía inscrito en el primer hospital para niños, él pensó que podríamos estar interesados en ayudar nuevamente. Y lo estábamos, solo que esta vez yo manifesté que quería que se llamara Helen DeVos Children´s Hospital. Nuestros hijos estuvieron de acuerdo y entre todos hicimos la donación principal. El Dr. Tomatis puso a rodar la bola y ahora es el enorme edificio azul en lo alto de Michigan Street Hill donde los niños continúan recibiendo cuidado individualizado de manos de especialistas expertos. Pero, mirando en retrospectiva, uno de mis logros que mayor satisfacción me produce en el área médica no es ningún edificio. Fue convertirme en miembro de la Junta Directiva del Butterworth Hospital, ubicado en el centro de Grand Rapids. Mi participación allí le dio comienzo a una nueva era en mi vida. El Butterworth era uno de los hospitales más grandes de nuestra ciudad; el otro era el Blodgett, y había una cierta rivalidad entre ellos dos que generaba malestar en cuanto a ciertos aspectos de su funcionamiento. Cuando, quienes respaldaban al Blodgett, comenzaron a hablar de tener un edificio nuevo, yo le dije a Bill González, en ese entonces Presidente del Butterworth: “¿Tú qué opinas acerca de unir estos dos hospitales?” “Bueno”, me dijo, “Tú no eres la primera persona que ha tenido esta idea”. Entonces le dije: “Lo sé, pero ¿por qué no lo intentamos de nuevo?” Él me respondió que, si en realidad yo quería intentarlo, él me ayudaría, así que le propuse: “Hagámoslo. Si lo logramos, será lo más significativo que hayamos hecho”. Primero, convencí a los miembros de la Junta del Butterworth para que me respaldaran; luego, el Presidente de la Junta del Blodgett estuvo de acuerdo con la idea y convenció a sus miembros, y se inició el proceso. No estábamos muy lejos de lograrlo cuando la FTC objetó la unión diciendo que ese proyecto tenía el potencial para convertirse en un monopolio del cuidado médico y de los precios en Grand Rapids. Y, como se requería de la aprobación de la FTC para unir a estos dos hospitales, yo tuve que testificar en una corte en Lansing, nuestra ciudad capital. El representante de la FTC me dijo: “Usted es un hombre muy competente que cree en la libre empresa. ¿Por qué no quiere que estos dos hospitales compitan entre sí? La competencia mantendría los costos bajos”. Le respondí: “Usted tendría razón… si estos fueran dos hospitales cuyos dueños fueran dos entidades distintas, pero no lo son. Los dos le pertenecen al público —a la misma gente, a la misma comunidad de Grand Rapids. Si se unieran, no sería un monopolio porque le pertenecen al mismo dueño”. Ganamos el caso y de la unión de los dos hospitales surgió el sistema hospitalario que se conoce como Spectrum Health. El juez que decidió el caso escribió un capítulo en su libro muchos años más tarde sobre lo que había ocurrido después de esa unión y habló sobre “el crecimiento del complejo médico y la calidad de su atención —de cómo nuestros precios no subieron más que los de algún otro hospital, pero que la calidad del cuidado, sin lugar a dudas, sí fue en ascenso”. Obvio, nuestro nivel de servicio mejoró debido a la calidad de los doctores que logramos atraer a la institución. Más gente de la región comenzó a venir a nosotros en busca de mejor atención médica. Me siento agradecido de que la renovación del centro de Grand Rapids tomara vuelo, y de que toda la comunidad la apoyó. No importa qué tan buena pueda ser una idea si no existe el apoyo de otros para realizarla. Aprendí que la mayoría de las veces todo lo que se necesita para lograr movilizar a la gente hacia una meta es que alguien comience a interesarse y a brindar su colaboración. Estamos agradecidos de haber servido de ayuda para crear una cultura de contribución hacia nuestra comunidad. Hoy, cuando alguien que viene a vivir a Grand Rapids me pregunta: “¿Cómo hago para conocer gente?”, yo le sugiero: “Solo vaya al centro de recolección de fondos más cercano y haga una donación. Deje que la gente sepa que a usted le agrada donar y verá cómo de repente tiene una mesa llena de amigos”. Estoy bromeando, obviamente, pero el mensaje es claro: si alguien quiere ser un enriquecedor de vidas, tiene que aprender a dar —dinero, tiempo, ayuda. Todo mundo tiene algo para dar. Dar es un deleite, y los contribuidores actúan, no solo observan. He aprendido a sentir gozo al dar, pero además a reconocer a quienes disfrutan ayudando. Los reconozco por su espíritu comunitario, su liderazgo y generosidad al contribuir con la cultura de enriquecer vidas. Un ciudadano americano SIEMPRE HE AMADO NUESTRA NACIÓN y me he considerado patriota. Sin embargo, he sido criticado por hablar de manera tan entusiasta acerca de libertad, de la libre empresa y del amor por mi patria. En los comienzos de Amway, con el logo de nuestra empresa en rojo, blanco y azul, algunos nos acusaron de habernos envuelto a nosotros mismos y a nuestros productos con la bandera americana. Cuando comencé a presentar mi discurso “Vendiendo América” en la década de 1970 el patriotismo estaba comenzando a verse como algo pasado de moda y “cursi” para una gran cantidad de gente. Muchos americanos estaban empezando a sentirse avergonzados de tener que pararse y cantar nuestro Himno Nacional durante los partidos de pelota; se sentían avergonzados de ponerse la mano en el corazón en honor a la bandera. Alguna gente en ese entonces, e incluso ahora, se pregunta por qué soy un patriota convencido y tan fiero defensor de nuestra libertad y del sistema de la libre empresa. A lo mejor ellos fallan al dejar de apreciar los sacrificios que muchos de nuestros primeros ciudadanos hicieron para defender y proteger la libertad de la que ahora disfrutamos en América desde que ganamos nuestra independencia y nuestros Padres Fundadores firmaron la Declaración de Independencia (ofreciendo sus vidas, sus fortunas y su honor) y luego crearon el marco de la Constitución de los Estados Unidos. Es importante recordar que pertenezco a un grupo llamado a pelear en la Segunda Guerra Mundial. Hitler, Stalin y Tojo aún eran reales para nosotros porque vivimos durante el tiempo en que ellos también vivían (aunque la Rusia de Stalin luchó del lado nuestro durante la guerra). Cuando yo estaba en la secundaria Hitler bombardeaba a Inglaterra. Era obvio que su meta consistía en ocupar Inglaterra y después atravesar el océano y vencer a América para poder incluirla dentro de su creciente imperio. Hitler era considerado nuestro mayor enemigo, y cuando Estados Unidos fue atacado por Japón en Pearl Harbor y luego se unió a la guerra en Europa, Inglaterra necesitó desesperadamente nuestra ayuda para protegerse de las amenazas de invasión de Hitler. Discutíamos, tanto en la escuela durante el día como a la hora de la cena en casa, las posibilidades de que el mundo se dividiera entre los alemanes y los japoneses. Vivíamos totalmente conscientes de que teníamos que ganar la Segunda Guerra Mundial o lo perderíamos todo. Todos los días el periódico estaba lleno de historias de cómo ganábamos, perdíamos o recuperamos territorio en Europa o en el Pacífico, y Estados Unidos era visto como la última esperanza contra la tiranía. Durante todos mis años de la secundaria rugió la guerra. Yo sabía que, tan pronto como cumpliera los 18 años, estaría en el servicio militar, así que decidí voluntariamente ser parte de las Fuerzas Armadas cuando todavía estaba estudiando y recibí órdenes para reportarme a prestar servicio solo tres semanas después de mi graduación. Todo varón de 18 años de edad sin discapacidad física o mental para desarrollar un trabajo esencial era requerido para servirle a la patria, ya fuera como voluntario o conscripto. Como escribí antes, iba a mitad del camino rumbo al barco que me llevaría al Pacific Theater cuando terminó la guerra —y entonces fui a parar a una pequeña isla del Pacífico llamada Tinian, aproximadamente a 100 millas del Norte de Guam. Como la base de Estados Unidos en Tinian estaba a 1.300 millas de Tokio, las Fuerzas Armadas de Estados Unidos diseñaron y construyeron el bombardero B-29 para volar específicamente la distancia desde aquella base hasta Tokio y regresar. Las bombas eran cargadas en los B-29 en la base aérea de Tinian para volar al Japón y con suerte regresar a la base. En vista de que no había otras islas en el área sobre las cuales aterrizar, si los bombarderos tenían problemas durante su regreso, perdimos varios aviones y tripulaciones. Estados Unidos estaba planeando invadir el territorio japonés y la base de Tinian fue designada como punto de evacuación de los heridos. Sin embargo, antes de que se iniciara la inversión, el Enola Gay dejó su carga mortal y todas las preparaciones hechas en Tinian para recibir a 100.000 soldados americanos que podrían haber sido potencialmente heridos durante la invasión, fue innecesaria. Fui enviado allá como parte del equipo de desmantelamiento y limpieza. Después de esa guerra, durante la Guerra Fría entre nosotros y la Unión Soviética —que ya no era nuestra aliada— Rusia estaba expandiendo su imperio comunista y se tomó a Cuba en 1959, el mismo año en que fundamos a Amway. Nuestro nivel de preocupación era muy alto —sobre todo después de que se hizo evidente que los soviéticos habían establecido misiles nucleares en Cuba que fácilmente alcanzarían a Estados Unidos. El líder soviético en aquel tiempo, Nikita Khrushchev, alertó a los Estados Unidos diciendo: “Los sepultaremos”. En adición al temor de un ataque nuclear, algunos en nuestro país estaban prediciendo a grito entero que la libre empresa y el pensamiento americano estaban muertos, y que el comunismo estaba a punto de apoderarse del mundo. Habíamos visto al comunismo entrar al mundo y sabíamos que, quienes así opinaban, en realidad no tenían ni idea de los verdaderos desastres del comunismo ni de sus dictadores. Pero nosotros sí lo sabíamos puesto que sobrevivimos para ver la destrucción y la esclavitud que causó. De allí es de donde procede mi patriotismo —mi firme convicción de que debemos mantener a toda costa nuestra libertad para que podamos tener la clase de vida que queremos. Por eso comencé a ponerme de pie y a hablar y a pronunciar mi discurso conocido como “Vendiendo América” con el fin de animar a mis compatriotas a creer y a darse cuenta de la grandeza de nuestro país; y para explicar los valores y virtudes de nuestro sistema político y económico. La mayoría de americanos de hoy no vivía cuando nosotros peleamos contra los dictadores que amenazaron nuestra forma de vida. Quizás aquellas amenazas hayan dejado de parecer reales o inmediatas al ciudadano actual, pero quienes vivimos en ese entonces sabemos con mayor conocimiento de causa que todavía hay maldad en el mundo. He tratado, como patriota americano, de involucrarme y financiar a algunos candidatos políticos que he considerado que servirían de la mejor manera a los intereses de nuestra nación y a nuestro estilo de vida americano. La primera vez que me involucré para apoyar una causa política de manera significativa fue con nuestro, en aquel tiempo, Congresista Gerald R. Ford. Llegué a conocerlo bastante bien porque, como representante de nuestro distrito al Congreso, él asistió a casi todo a lo que nos dedicamos durante los comienzos de Amway. Tenemos fotos de él como nuestro invitado especial en diferentes inauguraciones. Incluso hasta nos acompañó durante el lanzamiento de nuestra primera línea de aerosoles. Él vio crecer a Amway y trabajamos juntos políticamente durante esos años. También trabajamos con Guy Vander Jagt, quien era el representante al Congreso del distrito que quedaba al Oeste de Amway. Yo trabajé con él para recaudar fondos porque Guy recogía fondos para ayudar a elegir a más republicanos al Congreso. Junto con otros conformamos una organización para recolección de fondos llamada The Republican Congressional Leadership Council (RCLC) la cual tenía como objetivo establecer un grupo de gente que quisiera contribuir para conseguir fondos para esa causa —hablábamos de cantidades mínimas y todo dinero era bien recibido— pero más que eso, queríamos generar el interés en lo que estaba ocurriendo con el partido republicano y con la política en general. Todo esto estaba ocurriendo durante la era de Reagan, cuando George H. W. Bush era Vicepresidente y la Sra. Bush tuvo el encanto para servir de anfitriona durante los dos mandatos del Presidente Reagan. Jay y yo habíamos financiado a Ronald Reagan durante su campaña presidencial (aunque mi honesta verdad es que yo apoyé primero a Bush durante su primera campaña en 1980). Nuestro apoyo no fue una contribución directa hacia su campaña, sino a través de publicidad de páginas enteras que hicimos en revistas muy populares. Como individuos, no estábamos asociados con su campaña, pero apoyábamos sus principios e ideas sobre la libre empresa. Recuerdo que fuimos los únicos que hicimos esa clase de publicidad —era una forma novedosa de hacer política en aquel tiempo. Nosotros queríamos que los distribuidores y los clientes de Amway supieran que nosotros apoyábamos a Reagan con la esperanza de que ellos también lo apoyaran. Esa era una suposición justa y es probable que hayamos conseguido votos. Además, pensábamos que esos avisos publicitarios podrían ayudar en un futuro a los distribuidores de Amway a reconocer la importancia de la libre empresa para su éxito. Pero fue mi asociación con Guy Vander Jagt la que dio lugar a mi nombramiento por el Presidente Reagan como Presidente de Finanzas del Comité Nacional Republicano. Cuando miro en la línea del tiempo pienso que debí hacer más preguntas antes de aceptar ese cargo. Casi tan pronto como acepté me di cuenta de que en realidad estaba demasiado ocupado con Amway para dedicarle a ese cargo el tiempo requerido —ahora tenía dos empleos de tiempo completo. Ese fue el primero de dos grandes errores que cometí desde el comienzo. Primero, no tenía el tiempo completo. Segundo, cuando me hice cargo, hice dos sugerencias: una, que tuviéramos disponibilidad a dinero en efectivo durante nuestras reuniones con las personas interesadas en hacer sus aportes financieros (porque de lo contrario las bebidas se pagarían de los fondos del partido). Y la otra sugerencia fue que nos liberaremos de “la madera muerta” en nuestras nóminas (los asesores nombrados en cargos específicos que no trabajaban, pero sí estaban recibiendo salario). Me parecía una locura estar haciendo campañas de recolección de fondos para los candidatos del partido republicano y después gastar tanto dinero en nosotros mismos. En mi opinión, había llegado la hora de ser más sabios —pero ninguna de mis sugerencias era tenida en cuenta. Aunque había uno que otro donante generoso o alguna empresa colaboradora, cuando se les enviaban invitaciones a eventos, estos por lo general no asistían y enviaban a sus delegados, quienes llegaban a nuestras reuniones con deseos de sentirse “agasajados de forma gratuita”. Y los que constituían la “madera muerta” seguían con sus estilos de vida y, sin embargo, resentidos mientras que al mismo tiempo recibían su tajada ya fuera que trabajaran o no. Cuando tomé la presidencia tuve que decir: “Nunca le he pedido favores a nadie en este gobierno. Hago este trabajo porque creo en las propuestas del partido republicano: libertad y libre empresa, así como en los derechos individuales para todos los americanos. Proteger esa filosofía es mi principal motivación”. Además, pedí ver los estados financieros argumentando que podíamos recolectar más fondos y de manera más efectiva si sabíamos hacia dónde íbamos. Mi petición fue negada. De otra parte, estábamos recogiendo una cantidad considerable de dinero de todos los pequeños donantes, y los miembros del RCLC y yo queríamos hacer eventos para agradecerles porque ellos serían los votantes activos que respaldarían al partido y se merecían alguna clase de reconocimiento. Eso tampoco ocurrió jamás. Ese fue un buen viaje por el camino del deber, mientras duró, y también fue un tiempo muy instructivo, pero, cuando la oposición comenzó a ser mayor que el apoyo, comprendí que había llegado el momento adecuado para renunciar. Sin embargo, no renuncié a mi compromiso con el gobierno ni a mi responsabilidad como ciudadano. Había hecho algunos amigos en Washington y recibía el apoyo de gente dentro del gobierno que apreciaba mis puntos de vista. Cuando el Presidente Reagan comenzó a formar la AIDS Commission Guy Vander Jagt sugirió que yo fuera miembro y tuvo éxito en el intento de que mi nombre se incluyera en la lista y aparentemente quedé entre los más opcionados, junto con otros, por lo cual el presidente nos designó para esa comisión. Durante mi servicio en AIDS Commission y como recaudador de fondos a favor del partido republicano me familiaricé mucho con el Presidente Reagan. Él solía decirnos unas pocas palabras a los miembros de la Comisión en el East Room de la Casa Blanca. Además, varias veces tuve la oportunidad de conversar con él detrás de bambalinas durante reuniones en las que tanto él como yo íbamos a hablar en público. Durante el primer año de aniversario de la inauguración de Ronald Reagan yo presidí un evento para una recolección de fondos bastante importante en el Hotel Hilton de Washington, D.C., y como presidente del evento me encontraba en el Salón Verde junto con el Presidente Reagan y con el Vicepresidente Bush y sus esposas. Éramos solo nosotros cinco tras bambalinas esperando a que el Presidente Reagan saliera y se dirigiera a la audiencia durante este gran evento en el que todas las boletas se vendieron. Pero un periodista de un noticiero nacional logró acapararlo y casi no lo suelta. Por supuesto que el presidente estaba “muerto de la rabia”, según sus propias palabras, cuando llegó al Salón Verde. Allí estaba él con su esposa, Nancy; con el Vicepresidente Bush y su esposa; y conmigo, tomando un poco de aire antes de comenzar. Fue una experiencia detrás de escena y fuera de cámara muy especial con el Presidente de los Estados Unidos siendo él mismo, algo que poca gente tiene el privilegio de presenciar. Cuando uno tiene la oportunidad de conocer presidentes de los Estados Unidos en persona y pasa tiempo con ellos detrás de escena, uno se da cuenta de que ellos son seres humanos con intereses y preocupaciones similares a los de cualquier persona. Ellos están involucrados en salvar este país y cuidar de su libertad, y su enfoque es servirle bien. Se necesita más gente así en el gobierno. ________ EN 2001 HELEN Y YO decidimos hacer una promesa para ayudar a abrir el museo National Constitution Center en Filadelfia. Como escribió un reportero para el Philadelphia Inquirer: “Su intención era patriótica, no partidista”. Desde que el museo abrió sus puertas hemos estado contribuyendo y planeamos continuar haciéndolo. Ayudarles a todos los americanos —en especial a la gente joven— a entender y apreciar la Constitución de nuestro país es importante para nosotros. Este museo es otro esfuerzo en la larga lucha por hacerles saber a los americanos cómo se formó este país y para enseñarles a apreciar toda la libertad de la que todavía disfrutamos. Así que el Inquirer lo dijo bien: nuestra intención es un gesto de patriotismo. En la actualidad estamos llenos de partidismo dentro de nuestro gobierno y en todo el país, pero en mi opinión, no hay suficiente patriotismo. Necesitamos recordarles a nuestros ciudadanos, así como a quienes nos representan en el gobierno, nuestra Constitución —lo que defiende y lo que dice. Y comenzando por casa, Amway ha comenzado a estimular en nuestros distribuidores en Estados Unidos un aprecio renovado por la libre empresa y por los valores y principios del gobierno americano. E incluso hubo una reunión para los distribuidores con altos resultados en Mount Vernon, la casa de George Washington, nuestro primer Presidente. El evento fue bastante exitoso y muchos se hicieron más conscientes de la importancia del papel de George Washington en la fundación de nuestro país, por su papel como General, y además como hombre de Estado. Desde sus comienzos América ha tenido el récord más alto del mundo por sus logros, pero el hecho de que nuestro sistema de vida no sea imitado por muchos países debería hacernos reflexionar. Nuestra responsabilidad como ciudadanos es saber qué está ocurriendo en nuestro país —no solo quiénes son los candidatos por los cuales estamos votando a nivel regional y nacional, sino cuáles son sus opiniones en cuanto a lo que está ocurriendo internacionalmente. Todos necesitamos saber suficiente de Historia, de lo que ha pasado en el mundo, de esta manera nuestro país no volverá a cometer los mismos errores. La gente con la que me reúno en el National Constitution Center conoce la Historia Americana, pero muchos de nosotros a lo largo y ancho del país no la conocemos. Sabemos muy poco de nuestra Historia y de por qué los Padres Fundadores que escribieron nuestra Constitución dijeron lo que dijeron. Muchos, por ejemplo, a lo mejor no aprecian el hecho de que George Washington sirvió durante dos términos presidenciales y después se fue a casa, incluso antes de que la Constitución fuera enmendada para limitar los términos presidenciales. Él creía que dos términos era suficiente y que América necesitaba a alguien más para que fuera presidente después de que él le había mostrado al mundo que este nuevo país se había convertido en verdad en una república democrática y derribado la monarquía. Él no anhelaba el poder de la presidencia —él sólo quiso servir y luego irse a casa. Desde ese tiempo nuestro país ha crecido, el gobierno se ha expandido y los gobernantes elegidos se han comprometido más para ir a Washington que para devolverse para su casa cuando sus funciones finalizan. La reelección se ha convertido en el nombre del juego y demasiados de nuestros congresistas se han vuelto expertos en evitar la toma de decisiones sobre temas difíciles que pueden ser álgidos para el país, pero que les costarían votos en las próximas elecciones. Han descubierto que el poder puede llegar a ser tan embriagador que muchos corren hacia él siempre que pueden y permanecerían en Washington incluso después de que ya no hicieran parte del gobierno. Se vuelven abogados o cabilderos en grandes firmas en Washington porque es allí donde está la acción. Trabajar para la gente, de alguna manera se ha vuelto un viaje hacia el ego que resulta siendo muy difícil de abandonar. Jay y yo hablábamos respecto a este tema algún día y concluimos que un límite en los términos era la respuesta y decidimos conformar un comité dentro del cual estaba John Eisenhower, hermano del Presidente fallecido Dwight Einsenhower, como Presidente del Comité. Esa no iba a ser una tarea fácil y nosotros sabíamos que sería especialmente difícil a nivel nacional, pero logramos que se aprobara la determinación de los términos en algunos Estados. Sin embargo, los Estados no pueden determinar el término de elección de un congresista ni de un senador — se requeriría de una enmienda constitucional. Así que, eventualmente, tuvimos que conformarnos con el progreso que habíamos logrado a nivel de Estado. Vivir en Washington, D.C. no era barato en aquel entonces, y aun hoy es costoso. Cuando Gerald Ford fue nombrado Vicepresidente por el Presidente Nixon (y aunque que él había sido congresista durante muchos años) estaba quebrado y a la espera de recibir su primer pago como Vicepresidente para continuar pagando la hipoteca de su casa y para sostener a su familia compuesta por cuatro hijos que estaban yendo a la universidad o casi a punto de comenzar a ir. Aunque él había recibido un sueldo lo suficientemente bueno como para vivir, no era suficiente para retirarse. Después de su presidencia él aceptó otros trabajos en busca de otros ingresos en compañías nacionales. Hoy, servir en el Congreso de los Estados Unidos se ha convertido en una carrera con un generoso salario más beneficios, pero esta carrera consiste en permanecer en la oficina, y en invertir mucho tiempo, energía y dinero para ser reelegido. Sigo pensando que ningún elegido a nivel nacional ni ningún nombramiento oficial deberían tener un cargo indefinido y que al finalizar cada término dichos cargos tuvieran unos límites establecidos. El Congreso ha pasado tantas leyes y regulaciones desde que comenzamos Amway que dudo que alguien pueda duplicar lo que nosotros hemos sido capaces de construir. El incremento en los impuestos es cada vez mayor. Nuestras libertades se han vuelto cada vez más delimitadas. La dependencia de las dádivas del gobierno ha aumentado y el partidismo ha invadido casi todas las áreas de nuestras vidas. El mundo ya no nos ve como “una ciudad brillante en medio de una colina”. Mirando hacia el extranjero, vemos economías europeas que fracasan debido a la deuda pública y al exceso de confianza en los servicios públicos; en Medio Oriente algunas personas están luchando para vivir en una democracia, pero se ha vuelto la posición de la gente que quiere algo muy diferente; y los países de África y otros lugares que tienen climas favorables, que son ricos en recursos naturales, y cuyos ciudadanos quieren ser productivos, están siendo retenidos por dictadores y gobiernos corruptos. Entonces, ¿cómo podemos nosotros en América hacer los cambios necesarios para adaptarnos a las condiciones nacionales y mundiales, y aun así mantener nuestra libertad y nuestras libertades intactas? Ciertamente, no hay una solución fácil, pero nosotros como ciudadanos debemos estar atentos en todo momento para evitar cualquier intrusión en los valores y la libertad que nos son tan entrañables. Tenemos que ser ciudadanos educados y bien informados, y votantes que eligen gobernantes que sean verdaderos servidores de la gente, que acepten las responsabilidades de su cargo y pongan el bienestar de su país por encima del propio —honestos, gente leal a todas las razas y partidos, que se paren hombro a hombro a pelear por los valores correctos y verdaderos, y que le sirvan bien a nuestro país y a las generaciones venideras. Con mi esperanza puesta en mi corazón HE PERMANECIDO CON VIDA durante los últimos 17 años porque un conocido cirujano de trasplante de corazón en Londres finalmente me dijo: “Sí”. A mis 71 años de edad necesitaba un trasplante de corazón para seguir con vida, pero todos los cirujanos y hospitales de trasplantes con los que consulté en Estados Unidos rechazaron esa posibilidad principalmente debido a mi edad. Estoy vivo gracias a este cirujano de Londres, y también porque encontramos a última hora el donante del corazón que cumpliera con las características específicas de mi necesidad. Por la gracia de Dios al contestar mis oraciones sigo disfrutando una vida plena. Él todavía debe tener un plan y un propósito para mí aquí en la Tierra y creo que es por eso que me salvó la vida y hasta hoy sigo viviendo con esa certeza en mi mente y en mi corazón. Hace unos años nuestra familia hizo una fiesta para celebrar el decimoquinto aniversario de mi trasplante de corazón y todos nos sentimos impactados al ver que muchos de mis nietos todavía eran muy pequeños y otros ni siquiera habían nacido cuando todo eso ocurrió. Algunos se me acercaron y me dijeron: “Jamás te habría conocido, abuelo”. Y lo que es más importante, desde mi perspectiva, yo jamás los hubiera conocido a ellos ni habría podido verlos crecer y convertirse en los individuos únicos que son. También reflexiono sobre todo aquello que no hubiera podido lograr durante los pasados años si no hubiera recibido ese nuevo corazón. En ese periodo construimos el Helen DeVos Children´s Hospital; contribuimos con fondos y ayudamos a recolectar más capital para el Centro de Convenciones DeVos Place; y construimos el hotel Marriot en el centro de Grand Rapids; la escuela en la que me gradué, Grand Rapids Christian High School, ahora disfruta del auditorio DeVos Center of Arts and Workship, en el que por primera vez todo el cuerpo estudiantil puede congregarse para adorar a Dios y los estudiantes demuestran sus talentos en teatro y música. Además disfruto del hecho de que en el lobby de ese auditorio hay en exposición un Modelo A Ford como el que Jay y yo utilizábamos para ir a esa escuela. Está allí como un recordatorio de la manera en que comenzó nuestra amistad y nuestra sociedad de negocios. Otros proyectos después de mi trasplante incluyen un estadio para Hope College, en Holanda, Michigan; unos consultorios médicos ubicados en la “Milla médica” de Grand Rapids; un edificio para estudios en el área de comunicación en Calvin College, en Grand Rapids; y el museo National Constitution Center. No menciono nada de esto para alardear, sino porque ha sido demasiado inspirador darme cuenta de que estaba muy cerca de la muerte y, sin embargo, Dios me bendijo con estos años adicionales para trabajar y para darle a Él la Gloria. Mis problemas de corazón comenzaron muchos años antes del trasplante. Sufrí un ataque isquémico transitorio sobre el cual los médicos me explicaron que fue una advertencia de un posible accidente cardiovascular o de un ataque al corazón. Tomando sus consejos, me cambié a una dieta alimenticia más saludable, empecé a tomar medicinas para reducir el nivel de colesterol y me dediqué a hacer ejercicio diario. Aun así, tuve que aceptar que no es posible detener ni reversar una enfermedad del corazón y que es inevitable que progrese. Tan pronto tuve ese evento cardiaco me hice unos exámenes que mostraron una especie de bloqueos y los médicos me dijeron: “Necesita que lo vea un especialista”. Pero en lugar de hacerlo inmediatamente me devolví para estar con mis hijos durante aquel fin de semana de un 4 de julio con el deseo de participar en una competencia de veleros atravesando el lago Michigan hasta Milwaukee. Yo iba como tripulante del equipo, maniobrando las velas, cuando sentí dolores en el pecho. Al darme cuenta de que tenía problemas llamé a mi médico cuando llegamos a Milwaukee y él dijo: “Regresa de inmediato a casa. Necesito examinarte”. Mi doctor, Luis Tomatis, revisó los resultados de unas pruebas adicionales y me dijo: “Tómate el resto del fin de semana, pero al finalizarlo necesito practicarte una cirugía para prevenir un ataque al corazón”. Me practicó la cirugía y estuve bien durante los siguientes ocho años, pero durante ese tiempo mis arterias estaban sufriendo continuos bloqueos y a comienzos de diciembre de 1992 sufrí un ataque fuerte. Los doctores lograron estabilizarme después de unos días y luego viajé a Cleveland Hospital para que me pusieran un stent, que en ese entonces era una nueva tecnología que pocos hospitales utilizaban. Llegué un viernes en la noche, pero el Dr. Tomatis urgió a los cirujanos para que operaran esa misma noche. El jefe de cirujanos dijo: “Les diré algo: yo mismo lo operaré en la mañana… si todavía él está vivo”. La operación fue exitosa, pero el lado derecho de mi corazón murió cuando sufrí el ataque, de manera que tuve que tener mucho cuidado con respecto a mi salud y a mis actividades. No podía caminar muy lejos sin sentirme cansado. Tenía que ir a chequeos continuos al hospital para que me removieran fluidos de mi cuerpo debido a que el corazón ya no estaba lo suficientemente fuerte como para bombearlos a través del sistema. Durante esas visitas perdí entre 12 y 15 libras de peso en líquidos. A comienzos de 1992 tuve el infarto, y con ese estado de salud quedé limitado en gran manera con respecto a mis actividades. Eso hizo que renunciara a mi presidencia en Amway y que le pidiera a mi hijo Dick que tomara mi lugar en los negocios. Esa también fue una bendición porque con mi hijo en ese cargo yo ya no tenía ningún estrés adicional sobre el futuro de Amway. Sin embargo, tuve que aceptar que de repente tenía unas limitaciones serias con respecto al modo de vida que llevaba. No podía caminar 50 pies sin sentirme adolorido y tenía que sentarme. El Dr. Rick McNamara, mi cardiólogo, me dijo: “Tu corazón te está fallando gradualmente”. Al final de 1996 él y el Dr. Tomatis se reunieron con Helen y conmigo y nos explicaron que, si quería vivir, necesitaba un trasplante de corazón. Ese fue un choque brutal. Yo había estado ignorando mi condición, dando tumbos, no caminando mucho ni haciendo demasiado, pero aun así actuaba como si todo fuera a volver a la normalidad. Pero mi vida no iba a continuar y fui confrontado con la necesidad de un corazón nuevo. Todo había sido previamente acordado sin necesidad de que yo me enterara. El Dr. Tomatis había llamado a cada centro de trasplantes de Estados Unidos un par de años atrás para que me tuvieran en cuenta para donarme un corazón. Adicional a mi edad, había sufrido un accidente cerebrovascular, un ataque al corazón y era diabético —un riesgo muy alto para un trasplante. Pero más allá de eso, mi tipo de sangre era escaso, AP positivo, y esto redujo el número de posibles donantes. Pero el Dr. Tomatis dijo que conocía a un cardiocirujano en Londres y que él me vería. Se trataba del Profesor Sir Magdi Yacoub, un cirujano torácico y cardiovascular que atendía en Harefield Hospital y era reconocido por sus importantes investigaciones de trasplante y además porque era un cirujano de trasplante de corazón muy hábil y respetado. El Dr. Tomatis me dijo que él era mi única oportunidad de vida, pero que el Dr. Yacoub no estaría de acuerdo en tomarme como su paciente hasta conocerme. Él ya tenía mi historia clínica y sabía mi condición, pero aun así quería verme primero. (Mi hijo Dick ya había viajado a Londres para reunirse con él dos años antes a llevarle mi historial médico y para instarlo a considerarme como candidato a un trasplante). Recuerdo que les anunciamos a nuestros nietos y bisnietos justo antes de la Navidad que íbamos a ir a Londres a tratar de encontrar un corazón nuevo para mí. No podíamos darles muchos detalles —todo lo que hicimos fue compartirles que mis doctores me habían dicho que tenía que hacerlo. Pero Helen y yo estábamos muy positivos y les dijimos a todos: “Vamos a ir a Londres por un corazón”. El Señor nos dio tanto positivismo al respecto —que me sorprendo cuando miro atrás y veo cuanta incertidumbre había en toda la situación. Ahora que sé la complejidad de encontrar corazones adecuados a cada circunstancia, así como muchas otras cosas al respecto, entiendo realmente qué tan difícil es para un doctor decirle a un paciente que necesitará un corazón nuevo. Los dos, tanto el paciente como el doctor, necesitan tener mucha esperanza. Cuando llegamos a Londres, la primera pregunta que el Dr. Yacoub me hizo fue: “¿Por qué quiere vivir? Usted ha vivido por largo tiempo”, me dijo. “Ha tenido una vida plena. ¿Por qué quiere prolongarla?”. Yo le respondí: “Bueno, tengo una esposa maravillosa, cuatro hijos hermosos por los cuales vivir y una cantidad de nietos que me gustaría ver crecer. Quiero estar con ellos para ayudarles a formarse”. Hoy me doy cuenta de que él necesitaba determinar si yo tenía el espíritu y la fortaleza para sobreponerme a esta cirugía tan complicada. ¿Tenía yo lo que se necesitaba? ¿Contaba con ayuda? ¿Con mi familia? ¿Tenía a mi alrededor gente que me amara y se interesara por mí? ¿Había gente que me importara? Él quería saber todo esto porque, como me di cuenta, eso fue justo lo que necesité para atravesar por esa operación. La sobrevivencia depende, no solo de la condición de tu corazón, sino de las condiciones de tu mente —y de tu fe en Dios. Con familia y amigos que me ayudaron constantemente en oración supe que tenía la fortaleza necesaria. Después de esta conversación el Dr. Yacoub me examinó y escuchó mi corazón, independientemente de que ya sabía todo lo que necesitaba saber. Luego, mirándome a los ojos me dijo: “Bueno, veré qué puedo hacer”. Esas eran las palabras que habíamos estado esperando. Yo le hice la pregunta más importante para mí en ese momento: “¿Cuánto tiempo le llevará encontrar un donante?” Él respondió: “No tengo idea. Puede ser un mes, la próxima semana, mañana. En seis meses. Usted es el último en la lista de espera después de todos los ciudadanos británicos. Permanezca disponible. Lo quiero a no más de una hora de distancia del hospital todo el tiempo. Venga una vez por semana a hacerse exámenes para saber cómo está porque necesitamos asegurarnos de que sigue en las condiciones necesarias para el trasplante”. Después de esto, todos los lunes Helen y yo íbamos al hospital a encontrarnos con el cardiólogo asignado para supervisar las pruebas, explicarnos lo que arrojaban y darnos instrucciones sobre cómo seguir cuidándome. Estas pruebas determinaron que la presión en el lado derecho en mi corazón era insuficiente. Eso significaba que, en adición a la necesidad de que el donante fuera compatible con mi tipo de sangre escaso, además necesitaría un corazón con un lado derecho fuerte. Comenzó la espera por un donante de corazón. Pasaron seis meses antes de que recibiéramos una llamada telefónica del hospital un lunes en la mañana sugiriéndonos que llegáramos temprano a nuestra cita acostumbrada porque era probable que hubieran encontrado un corazón para mí. El cardiólogo que me estaba viendo se enteró de una mujer que llegó al hospital para un trasplante de pulmones. Y ella, no solo era compatible con mi tipo de sangre, sino que el mal estado de sus pulmones había forzado su corazón a trabajar de tal manera que su lado derecho se había fortalecido. La llamada telefónica de esa mañana se debió a que los doctores pensaron que habían encontrado un donante para ella, lo cual significaba un corazón para mí. En estos procedimientos los pacientes con trasplante de pulmones por lo general también reciben trasplante de corazón junto con los pulmones en una sola unidad porque esto disminuye la posibilidad de que el organismo los rechace. Ese hecho abría la posibilidad de que ella me donara su corazón cuando encontrara su unidad completa de corazón y pulmones. Ella ya estaba de acuerdo con que en ese caso su corazón sería para mí. Todo parecía indicar que el tiempo había llegado. Helen recuerda al helicóptero aterrizando con el corazón y los pulmones que la mujer necesitaba. Después de que los doctores nos recibieron y nos aprobaron, ella fue ubicada en una sala de operación para recibir sus pulmones y su corazón y yo fui ubicado en la sala contigua para que me trasplantaran su donación. Me contaron que su corazón estuvo fuera de su cuerpo solo unos 20 o 30 minutos antes de que latiera en mi pecho —y me ha estado funcionando bien desde ese momento. Luego la gente me decía: “Debió ser difícil esperar por un corazón”. Pero Helen y yo leíamos cada mañana nuestros versículos favoritos en el capítulo cuatro del libro de Filipenses y seguíamos hacia adelante confiados y en paz. Sé que puede ser difícil de creer, pero Helen y yo jamás estuvimos deprimidos. Realmente creímos que “el tiempo de Dios es perfecto y Él no se equivoca”. Aunque yo estaba debilitándome, nos manteníamos bastante ocupados. A lo último, alguno de nuestros hijos estaba siempre con nosotros —a veces con toda su familia. Es difícil describir lo eufóricos que nos sentimos ese lunes en la mañana cuando el hospital nos llamó para darnos la noticia de mi corazón. Sentíamos una mezcla de emociones cuando nos dirigíamos hacia allá —descanso, emoción, esperanza y gozo. Al llegar, nos dijeron: “Es un hecho, vamos a prepararlo para su cirugía”. Primero me dieron una inyección y estoy seguro de que contenía algo para la ansiedad porque comencé a sentirme bastante bien, considerando el hecho de que estaba a punto de una cirugía tan importante. Recuerdo que, cuando me llevaban en la camilla rumbo a la sala de operaciones, pasó un cardiólogo canoso que se peinaba hacia arriba y yo siempre le decía en broma que necesitaba un corte de cabello. Entonces yo me senté en la camilla y en forma de broma le dije una vez más: “Hola, doctor. ¡Usted necesita un corte de cabello!”. Después de la cirugía me desperté momentáneamente de la anestesia y vi algunos miembros de la familia junto a mí. Los chicos recuerdan que una de las primeras cosas que dije fue: “Démosle gracias a Dios” y luego hice una oración de alabanza, agradecimiento y Gloria a Él. No recuerdo nada de eso, pero la oración debió venir de lo más profundo de mi alma porque, cuando me di cuenta con mucho aturdimiento de que todavía estaba vivo, lo primero que hice fue darle gracias a Dios. El resto de la familia iba rumbo a Londres y en medio del Atlántico se reunieron en el avión, todos puestos de rodillas, y oraron juntos pidiéndole a Dios por el éxito de la operación. Cuando aterrizaron recibieron la noticia de que todo iba bien y llegaron al hospital hacia el final de la cirugía. El Dr. Tomatis permaneció conmigo durante todo el tiempo dándome ánimo al igual que el Dr. McNamara. Cuando el hospital le permitió al Dr. McNamara revisar mi viejo corazón, me dijo: “Estaba tan muerto que no entiendo cómo te mantuvo vivo hasta aquí”. La peor parte de la recuperación fue la medicina que me dieron para prevenir que mi cuerpo rechazará a mi nuevo corazón. Las dosis eran fuertes durante los días inmediatamente después de la cirugía y me hacían tener pesadillas absurdas y temerosas. Soñaba toda clase de cosas. Me veía a mí mismo como un pigmeo y estaba en Grand Rapids por los lados del viejo Rowe Hotel junto al Grand River. Yo era solo una parte de mí mismo porque no tenía piernas. Recuerdo que me estiraba en la cama para vérmelas y para asegurarme de que todavía las tenía. De hecho, el día siguiente le pedí a alguien que se acercara a mi cama ¡y me ayudará a revisar si todavía tenía mis piernas conmigo! En otra ocasión me veía a mí mismo metido en una caja de cartón, y por extraño que parezca, estaba en nuestra casa de la Florida flotando en la corriente rumbo Norte. Tenía un teléfono y me veía a lo largo del golfo pidiendo ayuda para que me acercaran hacia la orilla. Eran unas pesadillas que parecían reales y me causaban mucho miedo. De hecho, eran tan enervantes que llegué a hacer cualquier cosa para evitar dormirme. Me gustaba sentarme en una silla de ruedas y pedir que me llevaran en ella por todo el hospital con el único fin de mantenerme despierto. Por fin, un día me encontraba acostado en la cama cuando el Dr. Yacoub vino a visitarme. Al verme allí, me preguntó firmemente: “¿Qué estás haciendo entre la cama?” Yo le respondí que no sabía y que debía estar cansado o algo así. “¡Fuera de la cama!”, me dijo. “Yo tomé riesgos contigo. Tú eres un paciente de alto riesgo y espero de ti que lo logres”. Yo dije: “Gracias a Dios”. Él respondió: “Entonces actúa sin temor. No tienen una razón para quedarte acostado que no sea tu propio miedo. Ya puedes hacer todo lo que quieras. Levántate y continúa tu marcha”. Ese fue un muy buen reto. Todavía pensaba en mí mismo como alguien que tenía un problema de corazón y él quería que yo me diera cuenta de que ahora tenía un nuevo corazón y que podía hacer todo lo que yo quisiera. Debí estar algo deprimido después de unas semanas de recuperación en el hospital, pero cuando el Dr. Yacoub me retó, yo decidí levantarme y recomenzar. Ese día fue para mí una muy buena experiencia. Había desarrollado temor a que mi cuerpo rechazara mi nuevo órgano. Al comienzo me sentía un poco tenso al respecto. Después de afrontar tantas dificultades, de una larga espera, de escuchar tantos pronósticos adversos hasta encontrar un corazón y sobrevivir a la cirugía, tenía temor de que, aunque había luchado tanto, mi cuerpo rechazará mi nuevo corazón. No pude dormir la noche antes de la biopsia que estaba programada para buscar signos de rechazo. Incluso traté de ver cómo el doctor cortaba el tejido de mi corazón. “¿Qué estás buscando?”, me preguntó el médico. “Quiero ver si el tejido que usted me extrajo es café o rojo”. Él me respondió: “De hecho, lo que no quieres es que sea blanco. Si fuera blanco, estarías en problemas. Blanco significa que no hay sangre en el tejido”. Al comienzo del proceso me hacían esa prueba una vez a la semana; después, cada dos semanas. Afortunadamente, nunca tuve problema de rechazo, pero tengo que tomar un medicamento durante el resto de mi vida para prevenirlo. El Harefield Hospital fue construido en la época de la Primera Guerra Mundial y originalmente estaba destinado para albergar allí a los enfermos de tuberculosis. El hospital queda a lo largo de una calle y está edificado en curvas entrantes y salientes para permitir que el aire sople y transite de la ventana del frente a la ventana trasera de cada habitación, la cual es amplia y curva como una serpiente. Cuando le añadieron la plomería, los baños fueron construidos al otro extremo del corredor, pero para mí parecían estar a un cuarto de milla de distancia. Poco después de la operación caminaba a lo largo del corredor hacia el baño cuando una paciente salió de una habitación y me preguntó: “¿Le pusieron su nuevo corazón el martes pasado?” Yo le contesté: “Así fue”. Ella dijo: “Entonces usted tiene mi corazón”. Yo le respondí: “¡Muchas gracias!” y nos abrazamos. Nos vimos unas pocas veces durante nuestra estadía en el hospital y luego volví a verla cuando me hice un chequeo a los 10 años. Entiendo que murió de cáncer uno o dos años después. Ella quería ser cantante y soñó con grabar un disco, cosa que pude ayudarle a cumplir. Era una mujer agradable, pero yo sabía poco de la historia de su vida y en realidad nunca llegué a conocerla porque cada uno continuamos con nuestras vidas en distintos países. Otro resultado inmejorable de mi trasplante de corazón fue que pudimos establecer relaciones con algunos de los mejores cirujanos del mundo y los trajimos a nuestros hospitales en Grand Rapids. El Dr. Yacoub recibió su orden de retiro del National Health Center en Bretaña a la edad de 65 años. Todavía es un hombre muy brillante y tiene mucho que ofrecer. Ahora sirve en calidad de consultor en la unidad de trasplante del Meijer Heart Center en Spectrum Hospital. Él continúa siendo el cirujano líder en trasplantes en todo el mundo, tanto en el área de investigación así como por la cantidad de trasplantes que ha hecho. Al comienzo de la época de los trasplantes, cuando había muchos corazones disponibles y mucha gente en la lista de espera para recibirlos, él y su socio, el Dr. Asghar Khaghani, hacían tres trasplantes diarios. Nos contaban que hacían un trasplante, dormían un rato y luego limpiaban la sala de operaciones para la siguiente cirugía. Actualmente, el Dr. Yacoub visita el centro de trasplantes de Grand Rapids un par de veces al año y el Dr. Khaghani lo dirige. Uno de sus socios de Inglaterra es ahora parte del equipo médico de nuestro hospital para niños —es reconocido como uno de los mejores del mundo y nos sentimos bendecidos de tenerlo. A través de la influencia de estos médicos, otros especialistas se han unido al equipo de nuestro hospital, y cada uno ha enriquecido, no solo nuestro sistema hospitalario, sino además a toda la comunidad. Me siento muy agradecido por el éxito del trasplante de mi corazón y por todas las cosas que Dios me ha ayudado a lograr desde entonces. Y me siento sorprendido y gratificado con el efecto dominó que esta experiencia tuvo sobre mí, sobre mi familia y en mi comunidad. Aventuras en el Universo de Dios A MEDIDA QUE MI CORAZÓN iba debilitándose mientras esperaba el trasplante en Londres me mantuve positivo y optimista sobre el futuro. Sin ninguna probabilidad de vida todavía tenía un sueño que alcanzar —supongo que eso es parte de mi naturaleza. Ni siquiera la condición de mi corazón me detenía de soñar y tener metas y proyectos que me mantuvieran con deseos de continuar y me ayudaran enfocarme en lo positivo y no en las adversidades de la vida. Así que, mientras esperaba, me dediqué a cumplir el que supuse que sería mi último sueño —navegar alrededor del mundo. En lugar de preocuparme por lo que pudiera pasar con mi salud me mantuve ocupado diseñando un velero y mis planes de viajar en él por todo el mundo me ayudaban a mantenerme positivo, y además me conducían a la realización de una aventura nueva y fantástica. Durante esos cinco meses de espera pensaba en él, en cómo sería su parte interior, en cuántos camarotes tendría, en las combinaciones de las velas, en el tipo de barco que sería y en el fabricante. Nuestro capitán me visitó en Londres con el fin de acordar y anotar algunas especificaciones para el barco así como también para planear cuáles serían las mejores rutas y horarios para nuestro viaje alrededor del mundo. Cada semana, como distintos miembros de nuestra familia nos visitaban, también con ellos hablábamos sobre el progreso del diseño y ellos también disfrutaban de todo el proceso. En algún momento le comenté a mi hijo Dough: “Después de todo este trabajo es posible que no sobreviva para usar este barco”. Y él me respondió en broma: “No hay problema, tus nietos lo usarán”. En lugar de esperar impaciente y nervioso por mi corazón estaba ocupado diseñando este barco y soñando con mucha paz en los viajes que haría al Sur del Pacífico. El barco estuvo casi listo para cuando salí del hospital después del trasplante, así que organizamos una gran fiesta en la cubierta en el astillero. Un avión lleno de gente vino desde Grand Rapids e invitamos también a otros amigos de Europa para que fueran con nosotros a un paseo en el barco hacía Viareggio, Italia. El velero resultó magnífico. Lo bautizamos Independence. Era un ketch, lo cual significa que tenía un mástil mayor en la parte delantera y hacia la mitad tenía otro mástil un poco más corto. Y como tenía una vela mayor en la popa y un foque en la parte delantera, Independende alcanzaba una velocidad que excedía los 10 nudos, que es bastante para un velero. Las velas eran enormes, pero autoenrollables y subían y bajaban en 10 minutos con la ayuda de unos motores eléctricos. Pero a pesar de que el Indy era hermoso, la mejor parte de ser el dueño de un bote así es la oportunidad de poder navegar hacia casi cualquier parte del mundo. Fuimos de Italia al Caribe, luego atravesamos el Canal de Panamá hasta las islas Galápagos y después nos dirigimos al Sur del Pacífico hasta las Marquesas. Son solo un punto en el mapa, pero son un grupo de hermosas islas francesas bastante alejadas. De ahí nos dirigimos a Tahití y Bora Bora, islas localizadas en la Francia polinesia. El Independence tenía una tripulación de 10 personas incluyendo al capitán y su primer maestre; dos azafatas; un cocinero; y marineros que limpiaban el barco, le quitaban la sal a diario y además conducían las lanchas que nos llevaban hasta la orilla o a donde quisiéramos ir. Mis tres hijos y yo sabemos manejar barco, así que nos turnábamos el timón. Indy también tenía 12 literas, por lo cual siempre podíamos hospedar familiares y amigos durante nuestros distintos viajes. A nuestra familia le encanta el Sur del Pacífico y sus islas retiradas porque muchos de sus escenarios son ideales para los niños, calmados, con lagunas de agua limpia y cristalina para que puedan nadar. Las lagunas tienen entradas del océano a través de las cuales los barcos pueden pasar y luego recalar en las tranquilas aguas lejos de las grandes olas del Pacífico. En las Marquesas, por ejemplo, nuestros hijos y nietos nadaban en una gran laguna de aguas poco profundas con varias entradas al océano. El agua llegaba hasta allí cuando la marea bajaba y algunos de mis nietos más grandes, a quienes les encanta bucear, se metían a disfrutar viendo como los tiburones esperan a los peces cuando van fluyendo hacia el océano. A nuestros hijos también les encantaba bucear en las aguas cristalinas del Sur del Pacífico. Durante nuestros primeros viajes allá Helen aprendió a bucear y recuerda con mucha especialidad que veía a sus hijos y a sus nietos buceando debajo de ella. A veces se ponía un poco nerviosa porque en las corrientes del océano había pequeños tiburones, pero nunca tuvimos ningún accidente. Además, nos hicimos amigos de otros viajeros que habían estado navegando grandes distancias durante semanas y a veces durante meses. Anclábamos a las mismas horas o atracábamos en los mismos puertos y nos visitábamos a los unos a los otros en nuestros botes. Alguien de pronto decía: “¡Fiesta en nuestro barco!” y todos los que quisiéramos aceptar la invitación llevábamos comida y compartíamos un rato juntos, contábamos historias y nos actualizamos sobre lo que estuviera ocurriendo en el mundo. Por lo general se trataba de barcos más pequeños con dos personas o a veces con tres —tripulación pequeña para barcos pequeños. Nuestro velero era bastante grande en comparación con la mayoría de los navegantes que encontrábamos en el océano. A veces los suplíamos con agua o con hielo porque muchos de estos barcos pequeños no tenían generadores o equipamiento para hacer agua potable o hielo. Conocimos mucha gente por esta razón y hablábamos con ellos durante la noche o los invitábamos a tomar algo y a escuchar sus aventuras. Nos contaban por qué estaba de viaje o cuáles habían sido sus motivaciones para decidir navegar grandes extensiones. Una de las carreras del Indy más largas fue desde Galápagos hasta las Marquesas. Son 3.000 millas sin parar para nada, un viaje de casi dos semanas. En los tramos cortos de una isla a la otra veíamos películas o jugábamos o leíamos libros. El desayuno era lo que cada uno quisiera prepararse, pero almorzábamos y cenábamos juntos. Yo me sentaba en medio de dos de nuestros nietos para darles consejos que parecieran estar necesitando, pero que no siempre querían escuchar. Fue un tiempo en familia en el que compartimos juntos este viaje que incluyó hacer cosas que ellos no habían pensado hacer nunca antes. Durante la mayor parte de nuestras paradas plegábamos las velas y anclábamos. Pocos lugares tenían muelle y teníamos que anclar e ir en nuestra lancha hasta la orilla. Por lo general, los isleños nos saludaban. En Fiji necesitábamos la autorización del jefe de la isla para acercarnos a la orilla y él esperaba que le regaláramos tabaco o raíz de kava. Él la pulverizaba y luego ponía ese polvo dentro de una bolsa de tela y la espichaba con la mano tanto como fuera posible dentro de un recipiente con agua. El resultado era una bebida que adormece la lengua y los labios y hace que quien la bebe sienta sueño —es una sustitución del alcohol. Al llegar a la orilla de las islas de Fiji el jefe no saludó. Él era el encargado del saludo oficial y quien revisaba nuestros documentos. (Necesitábamos una carta del presidente de Fiji que nos autorizara para ir a las islas). Visitamos algunas de las islas del lado Este que están en el límite porque hasta allí se les permite cruzar a las embarcaciones, a menos que tengan un permiso especial del presidente. Fiji trata de limitar el turismo en aquellas islas para proteger su cultura. Nosotros habíamos estado en la capital del país y nos aseguramos de tener aquella autorización. Estas islas están en la mitad de un gran océano. Le pregunté a un nativo: “¿Cuántos botes los han visitado este año?” Él respondió: “Oh, bastantes”. Yo le dije: “¿De verdad? ¿Cuántos?” Él me respondió: “Tres”. Fue interesante ver a los niños ir a la escuela vestidos con sus uniformes y dirigirse al “bote escuela”. Los más pequeñitos recibían clase en la isla y los más grandes asistían a una escuela “consolidada” en una isla cercana. Los isleños de esa región, que es muy apartada, son tan amigables como les es posible. Hablan inglés puesto que Fiji era una colonia inglesa y por eso pudimos conversar y conocerlos durante el tiempo que estuvimos allí. Llegamos a conocer sus necesidades y les habíamos pedido a nuestros invitados que nos acompañaron durante algunos tramos del viaje que trajeran ropa y zapatos usados y que ya no estuviera necesitando o que a sus hijos ya no les sirvieran. Todos respondieron generosamente y cuando llegamos a la isla fue como si hubiera sido Navidad. Las bolsas quedaron vacías rápidamente y les dejamos todo lo que llevamos; cuando regresamos vimos a los isleños usar aquella ropa, lo cual nos produjo sonrisas. A veces nos invitaban a comer, y esta era considerada una invitación especial. La primera vez nos invitaron a una comida después de la iglesia. Cuando llegamos la comida estaba lista y caliente porque la habían estado preparando durante el servicio de la iglesia en la estufa de piedra que nuestros anfitriones construyeron detrás de su casa. El postre era leche dulce que tomamos en un coco abierto a machete. La segunda vez fue durante una visita a Fulaga. Anclamos cerca porque escuchamos que la gente allí hacía objetos en madera y estábamos interesados en ver y comprar algunas piezas de arte nativo. Fuimos en el bote y alistamos nuestras billeteras. Nuestro grupo encontró mucho allí para llevar a casa y como gesto de agradecimiento los nativos nos invitaron a quedarnos en la isla para la cena. Resultó que la cena era un evento cooperativo en el que parecía ser su “centro comunitario” —básicamente un techo sobre el piso. Primero observamos cómo una mujer extendió con mucho cuidado una pieza rectangular de tela muy colorida en el suelo. Este, según descubrimos, era el mantel. Cuando fue el momento, solo ciertas personas fueron invitadas a acompañarnos y todos nos sentamos alrededor del mantel. Después trajeron unas ollas llenas de comida y todos fuimos invitados a comer, pero no había tenedores ni platos así que observamos cómo hacían los nativos para comer. Se asomaban a las ollas y sacaban la comida directamente con las manos. Cuando ellos se dieron cuenta de que nosotros no sabíamos cómo hacerlo, alguien consiguió platos y tenedores de todas partes para que pudiéramos comer. La mayor parte de lo que comimos era pescado y frutos de sus cosechas —aunque no pudimos identificar qué eran. Fue un tiempo fascinante compartido con gente generosa. Esta fue una de nuestras aventuras interculturales preferida. Unas 500 millas al Este de Fulaga hay un grupo de islas llamadas Lau, y a nuestra llegada un “emisario” nos dijo que el jefe quería vernos. Nos apresuramos a ir a la orilla para encontrarnos con él y esa fue una experiencia inusual —¿Habíamos hecho algo malo? “Ustedes no se han reportado conmigo” fue su manera de saludarnos. “En esta isla hay otros jefes, hay dos villas más pequeñas y cada una tiene su jefe, pero yo soy el jefe principal, mi villa es la más grande y ustedes no se han reportado conmigo”. Nosotros habíamos asistido a una iglesia en una de las islas y ofrendamos generosamente. Parece que el predicador de esa iglesia también era de la isla de aquel jefe y aparentemente él se enteró de nuestra contribución y era obvio que también quería algo para su gente. En la plaza de cada villa hay una iglesia y la villa es construida alrededor de la iglesia. El domingo en la mañana toda la gente se viste con su mejor ropa. Es gente pobre, pero los hombres usan su corbata y se ven muy bien presentados con su camisa blanca bien planchada. El pastor usa una chaqueta junto con su sulu, que es lo que los hombres usan y la mejor manera de describirlo es una falda enrollada que les llega a las rodillas. Las mujeres y los niños también están muy bien vestidos. Cuando la familia entra a la iglesia, los niños en edad de escuela se sientan juntos en sus bancas a la izquierda y el resto de la familia se sienta junta en otro lugar. El canto de los coros es asombroso y hay un “encargado”, un varón que camina por todas las bancas con un palo. Si algunos niños están conversando o se han quedado dormidos, él se encarga de llamarles la atención dándoles un golpe con el palo. Además, mantienen un récord de las ofrendas a la hora de recolectarlas. Los miembros privilegiados, cuando escuchan su nombre, caminan por el centro de la iglesia hacia una mesa que ha sido arreglada para que ellos depositen allí sus ofrendas —donde se encuentra el tesorero anotando en su libro lo que cada uno da. Luego les solicitan a los turistas su colaboración y entonces en ese momento todos aportamos. Nuestros amigos nos preguntaban: “¿Cuánto dinero damos?” Yo les decía: “No pueden darles mucho. Ellos son pobres. Si quieren darles $100 dólares, denles $100 dólares. A lo mejor no vuelven aquí otra vez”. Los fiyianos nunca nos olvidaron porque yo siempre, cuando me encontraba con el jefe, le daba $100 dólares o más para su iglesia. Él los recibía, revisaba la cantidad y luego se la pasaba a la persona que estaba a su derecha, quien volvía y la contaba y se la pasaba a una tercera persona —todo esto para darnos a entender que el dinero iría a donde pertenecía. Si nosotros los invitábamos a bordo, ellos se interesaban por todo lo que veían y se comportaban muy respetuosos, pero nunca mostraron ni lo más mínimo de envidia por nada. Se veían muy contentos y felices con su estilo de vida. Nuestra familia ama el Pacífico por su belleza natural y por lo amigable de su gente. Visitamos Fiji en tres ocasiones y hemos estado en muchas de esas mismas islas, y mucha gente reconoce nuestro velero y se da cuenta de que hemos llegado. Entonces nos dan la bienvenida y nos preguntan: “¿Vendrán a visitarnos a nuestra villa?” Con frecuencia regresamos y compartimos con ellos algunas fotos que hayamos tomado para que las pongan en la pared o en una de las páginas coloridas de las revistas que llevamos. A ellos les encantan y nosotros se las dejamos —si no las leen, les encuentran otros usos. Cuando recuerdo estos viajes me doy cuenta de lo avanzada que es América en comparación con muchos otros lugares del mundo. El Sur del Pacífico tiene un sistema de economía simple. Su problema consiste en conseguir agua y comida, pero la gente es muy hospitalaria y durante mi tiempo en aquellas islas he aprendido que cada una tiene su propio encanto. “Bula vinaka” es su saludo tradicional. Es fácil que los visitantes se lo aprendan y sirve para toda ocasión. __________ DESPUÉS DE ATRAVESAR Australia llegamos al Océano Índico y al Oeste de Seychelles, unas islas maravillosas a un lado de la Costa Este de África con su ciudad capital y un buen aeropuerto. También nos aventuramos hacia Ciudad del Cabo, en Suráfrica, navegando alrededor del Cabo de la Buena Esperanza, lugares que son muy reconocidos entre los marineros por su clima difícil. Vientos fuertes vienen de Antártica a 60 y 70 millas por hora cada cuatro días. Incluso aunque estábamos amarrados en el puerto de Ciudad del Cabo, algunas noches los vientos alcanzaban una fuerza de 60 millas por hora y hacían que Indy se meciera notablemente. Una noche, con vientos a semejante velocidad, nuestro barco se mecía de tal manera que parecía que estuviéramos en la película The Perfect Storm. __________ NUESTRO VIAJE EN INDY confirmó mi opinión de toda la vida respecto a la aventura y al valor de experimentar conociendo lugares lejos del hogar y gente de distintas culturas. Recordando el viaje con Jay cuando éramos jóvenes y luego recorriendo Sudamérica veo cómo estas experiencias nos abrieron la mente y el corazón. Cuando Jay y yo manejamos hasta Nutrilite en California, al inicio de nuestro negocio, parábamos en las montañas para esquiar. Esa era una nueva experiencia para mí. Pusimos a prueba nuestras habilidades y resolvimos nuestros inconvenientes como navegantes principiantes. Como padre neófito desde el comienzo siempre animé a nuestra familia a viajar y experimentar lugares extraños del mundo. También recuerdo la curiosidad de mi padre y su sentido de aventura cuando tomaba los mapas y ubicaba en él lugares que apenas soñaba conocer. Me siento muy afortunado de haber logrado realizar sus aventuras. Las aventuras nos enseñan sobre posibilidades que nunca hemos imaginado, nos ayudan a tener confianza en nuestras habilidades y nos animan a reconocer que, aunque hay gente que vive de manera diferente a nosotros, en realidad no hay diferencia en nuestras necesidades y aspiraciones como seres humanos. Todos compartimos el mismo planeta y por el bien de nosotros y de los demás debemos sentir curiosidad hacia el mundo, compartir nuestras culturas y experiencias, y maravillarnos en la asombrosa creación de Dios. Nos hicimos amigos con la gente en Fiji, y aunque somos americanos prósperos que visitamos en un hermoso velero sus tierras, pudimos disfrutar juntos en un servicio y en una cena en un día de domingo con ellos de manera muy sencilla. Y a pesar de sus humildes recursos, ellos disfrutan una vida de riquezas. Recordando esta aventura me sorprende el tamaño de nuestro planeta y la belleza de la naturaleza. Me siento muy bendecido al poder experimentar tantas maravillas. En un enorme océano, bajo cientos de estrellas, donde las islas son solo pequeños puntos en un mapa, hay una dimensión espiritual en esta experiencia. Continúo maravillándome de la belleza de este mundo y de toda la gente que lo habita. En nuestra vida civilizada nos dejamos envolver de horarios apretados, de nuestra dependencia de la tecnología, viviendo en lugares con toda clase de comodidades, y poca gente tiene la oportunidad, o ni siquiera el deseo, de experimentar y apreciar la grandeza del mundo, su belleza y el placer de la soledad y el silencio que reina en medio del mar. Me sentí fascinado de conocer gente que vive para la aventura de sobrevivir en sus pequeñas lanchas en un lugar del mar. Muy poca gente se sale voluntariamente de su zona de comodidad para experimentar una aventura que los lleve más allá de su rutina diaria. Creo que la gente que sí lo hace es aquella con la iniciativa y el deseo de mantenernos siendo una civilización y una sociedad siempre en progreso. Manteniendo mis promesas AMWAY Y LAS EMPRESAS relacionadas con ella reportaron ventas en el 2012 de $11.3 billones de dólares siendo este nuestro séptimo año consecutivo de aumento en las ventas. Hoy, nuestros mercados más grandes tuvieron en una época regímenes comunistas —China, Ucrania y Rusia— y nunca soñaron que un día tendrían la oportunidad de una economía libre. En el año 2013 Amway comenzó la construcción de más fábricas en Estados Unidos, China, India y Vietnam. Hoy NUTRILITE es la marca de vitaminas y suplementos alimenticios #1 en ventas en todo el mundo y representa el 46% del negocio de Amway. Y a pesar de semejante éxito tan arrollador todavía tenemos críticos que no terminan de entender nuestra forma de hacer negocios. Por eso es que me encuentro en deuda con todos aquellos distribuidores que se han quedado con nosotros a lo largo de los años —nuestro primer grupo de Nutrilite con el que Jay y yo comenzamos Amway; los distribuidores que se mantuvieron dedicados durante las demandas del gobierno canadiense y de la FTC, y sin tener en cuenta la publicidad negativa; y muchas gentes alrededor del mundo que se nos han unido a pesar de las desconfianzas de sus gobiernos. Hoy cientos de ellos son millonarios; miles son dueños de negocios exitosos; y cientos de miles están ganando un ingreso adicional para ayudarse a sí mismos y a sus familias porque se responsabilizaron de su propia vida beneficiándose de una actitud positiva con la esperanza de desarrollar su potencial a través de una oportunidad en el mercado libre. Millones de personas alrededor del mundo tienen esta oportunidad que comenzó con dos jóvenes que simplemente reconocieron el potencial de la gente y vieron en el espíritu humano su deseo de alcanzar siempre “algo mejor”. Frases como “Jamás lo hubiera soñado” o “Más allá de la más descabellada imaginación” no describen en lo más mínimo cómo ha sido nuestro andar desde hace 50 años, ni cómo este fenómeno se convirtió en toda una explosión. Me siento orgulloso de que Jay y yo desde el comienzo enfocáramos nuestros esfuerzos en ayudar a la gente y en darle una oportunidad. Ese sigue siendo el secreto del éxito internacional de Amway. Cuando miro en retrospectiva, creo que la única palabra que describe mis sentimientos es agradecido. Vivo agradecido, no solo porque Dios ha bendecido el éxito de nuestro negocio, sino además por el éxito de mi familia; por haber nacido en América bajo la bendición de su libertad; por mi fe cristiana; y por influencias que me enseñaron a ver la dignidad que hay en cada persona, a rendir cuentas, a experimentar las recompensas del trabajo arduo y a darme cuenta del poder de la persistencia y el potencial ilimitado. Estos han sido siempre mis valores imperecederos a lo largo de mi vida y nunca he vacilado en guiarme por ellos, no porque sea obstinado, ni porque jamás haya considerado otros puntos de vista. Es porque estos sencillamente han sido los principios que me han demostrado con el paso del tiempo ser la base confiable para una vida exitosa, plena y llena de gozo —una vida que, no solo me ha brindado recompensas a mí, sino también a muchos otros. Soy tolerante con respecto a otras creencias, pero sencillamente no puedo poner en duda cuales son las directrices que me han demostrado veracidad. Recordando mi juventud, tal como la comenté en el primer capítulo de este libro, pienso en lo agradecido que me siento de haber crecido en un hogar que contó con la presencia de mi padre y de mi madre, de mis dos hermanas, y del apoyo de la familia: abuelos, primos y demás familiares. Todos ellos fueron empleados y jamás estuvieron esperanzados en recibir ayuda del gobierno si se encontraban desempleados. Yo nunca supe que existiera la asistencia del gobierno ni ninguna otra manera de recibir un ingreso que no fuera a través del trabajo. Mi hogar fue el lugar en donde me enseñaron la importancia de trabajar, donde me animaron a educarme. Fue allí donde aprendí los principios del trabajo esforzado; allí vi el ejemplo de un padre que estaba siempre arreglando cosas y haciendo cosas, y alentándome a que tuviera mi negocio propio. Luego conocí a un chico a quien le impartieron las mismas enseñanzas y valores que a mí, y con quien compartí un trasfondo familiar muy parecido, y entonces hicimos un equipo inmejorable. Alguna gente nace con talentos, pero nunca los desarrolla. A lo mejor discutían con su mamá en lugar de escucharla cuando les decía: “¡Estudia esta noche!” Por eso solo aquellos que aprenden a valorar el trabajo y la educación triunfan. Todo esto me trae de nuevo al tema de la crianza, el hogar y la actitud. Dios me bendijo al haber nacido en el hogar adecuado con unos padres y una familia que se caracterizaron por ser trabajadores esforzados, desde mis abuelos —que emigraron a este país porque querían salir adelante y darles una mejor oportunidad a los hijos que esperaban tener. Como padre de cuatro hijos, abuelo de 16 nietos y bisabuelo de dos bisnietos me siento agradecido con la vida por mi hogar y mi familia. Mi primera casa con Helen fue la que construimos en una colina con vista hacia un río. Y, aunque esta casa ha cambiado de acuerdo a nuestras necesidades con el paso de los años, todavía sigue siendo nuestro hogar, el lugar donde crecimos juntos y levantamos nuestra familia. Cuando los chicos vienen, aún con todos los cambios que hemos hecho, ellos siguen considerando esta casa como el hogar en el que crecieron, y ha sido el hogar de Helen y mío durante más de 60 años. Construir una familia exitosa, por supuesto, comienza con un matrimonio exitoso. En febrero de 2013 Helen y yo celebramos nuestro aniversario de bodas #60. Los años han sido buenos con nosotros. Recuerdo el inicio de nuestro cortejo y veo que yo era un poco temerario y demasiado casual. Nos veíamos y dejábamos de vernos por temporadas —creo que para Helen yo era un tanto hablador y franco. Sin embargo, seguíamos saliendo juntos. Hoy pienso en la bendición que ella ha sido y en cómo tomé con cierta ligereza esos años al inicio de nuestra relación. Nuestro matrimonio marchaba de la manera en que los matrimonios deberían marchar; teníamos cuatro bebés saludables. Sin embargo, con el paso de los años nos hicimos más conscientes y nos dimos cuenta de qué tan bendecidos somos a la hora de la verdad —¡cuando se es joven uno pasa por alto todas las bendiciones que tiene! Nuestros hijos crecieron bien, se casaron y nos bendijeron con 16 nietos. Y ahora hasta tenemos bisnietos. Nuestra bisnieta de dos años salta a mi regazo y me llama bisabuelo. A lo mejor otros no logran entender lo que ella está diciendo, ¡pero yo, sí! Además, también espero que Amway siga creciendo. ¡Y esta ya no es una cuestión de ser joven y dar las cosas por sentadas! Hace poco alguien tuvo que recordarme que Amway necesita seguir creciendo. Un miembro de una junta propuso durante una reunión cambiar ciertas operaciones para ahorrar millones de dólares en los costos de envío. Entonces yo respondí con ligereza: “No me interesa. Yo no necesito más dinero”. “Correcto”, me respondió él, “pero yo sí”. Fue una gran respuesta. Él necesitaba que Amway prosperara para prosperar él también. Mi respuesta fue: “Sí, señor. Usted está en lo correcto y yo estoy equivocado”. Tenemos que ser competentes y rentables para que la gente prospere. Si no crecemos, ellos tampoco tienen la oportunidad de crecer, los salarios se estancan y las oportunidades disminuyen. Por eso es importante que crezcamos hoy en beneficio de los empleados y los distribuidores de mañana. Los distribuidores que comienzan hoy tienen que saber que nosotros estaremos aquí para ellos — que ellos tienen la misma oportunidad. Les he dicho a mis hijos: “Ustedes tendrán que rodar este negocio en modo de crecimiento”. Amway todavía es una parte importante de mi vida —pienso en ella, asisto a sus eventos y hablo con alguna frecuencia. Todo eso me gusta. Además tengo otros intereses que van más allá de Amway. Por el amor que siento hacia América y hacia la libre empresa estoy trabajando con varios grupos que están tratando de encontrar la forma de hacer de este un país más próspero para más gente. Así como Amway, el país también necesita crecer. Si no crece, los americanos tampoco crecen. Mucha gente no piensa en esos términos. Hay quienes se sienten complacidos y felices al ver como están las cosas hoy. Pero eso no es suficiente porque no están pensando en las generaciones venideras. Esa es una idea paralela a la filosofía de Amway: necesitamos oportunidades para que los individuos crezcan y prosperen y para que animen a otros a hacer lo mismo. Esto es cierto en el caso de nuestro país, de nuestras iglesias y de nuestros negocios. La única forma de incrementar la riqueza de una nación es incrementando los negocios de esa nación. Eso hace que haya mayor riqueza disponible. El socialismo jamás ha funcionado a lo largo de la Historia, así que, ¿por qué estamos tratando de forzar a este país a irse a pique? No tiene ningún sentido. Yo quiero que mi país siga siendo exitoso y estoy trabajando con otros que quieren lograr esta misma meta. Mi fe cristiana y todo lo que hago para darla a conocer también son una parte de mi vida que se ha mantenido férrea durante todos estos años. La Iglesia y la educación cristianas son las entidades con las que más contribuimos. Helen y yo estamos enfocados en apoyar, más que todo, proyectos cristianos, comunitarios, políticos y nacionales. Las bases de nuestra familia permanecen fuertemente involucradas en proveer fondos para causas valiosas. Colectivamente, nuestra familia ha donado millones, pero, si el gobierno aumenta las cantidades de nuestros impuestos en gran manera, se hace más difícil disponer de mayor dinero para donaciones. Si el gobierno se queda con él, entonces yo no puedo donarlo —ni disfrutar de la dicha que eso representa para mí. Mi deseo de donarlo es ponerlo en mejores manos que las del gobierno. Sigo trabajando en el esfuerzo de reunir a la Iglesia Reformada en América con las demás iglesias cristianas reformadas, y como muchos están de acuerdo con esta idea, este se ha convertido también en su proyecto. Varias iglesias y organizaciones están buscando unificación. Además quiero ayudar a otras iglesias a convertirse, tanto en América como en el mundo. Los cristianos están perdiendo su habilidad para testificar y por esta causa las iglesias desfallecen y mueren. La cantidad de gente que acepta su salvación a través de Jesucristo no está creciendo, aun a pesar de que esa es la responsabilidad primordial de la Iglesia. No estamos haciendo muy buena labor en cuanto a esto. Muchos líderes de la Iglesia ven que la cantidad de nuevos creyentes disminuye y ellos intentan justificarse diciendo que no son buenos para traer nuevos miembros. Yo les digo: “Mejor será que sean diligentes en el cumplimiento de esa responsabilidad o la Iglesia morirá”. Si algún grupo de Amway no continuara agregando nuevos miembros, yo le diría que va rumbo al fracaso. Ese es el mismo reto que afrontan nuestras congregaciones. _______ TODAVÍA SIGO INTENTANDO, desde mi función de toda la vida, ser un animador y motivador que ejerza una influencia positiva sobre mis nietos y bisnietos. Ellos son el futuro y, siendo yo un optimista consumado, creo que la gente joven de hoy tiene la capacidad de construir un futuro exitoso, pero necesita la guía de aquellos que ya lo hemos logrado. He visto cómo Amway, por ejemplo, le ha ayudado a la gente a enseñarles a sus hijos a trabajar. Muchos de los jóvenes cuyos padres están involucrados con Amway han aprendido cómo planificar una reunión o cómo ayudar a saludar a la gente a la entrada de ella. Algunos de los jóvenes que han hecho esto antes son ahora la segunda generación de distribuidores, y ya hay una tercera generación de distribuidores a la vuelta de la esquina. Pero, ellos pertenecen a familias que hablan acerca de estas cosas y que consideran que el crecimiento de sus hijos es importante. Además, estoy animando a mis nietos para que adquieran una educación mejor que la que yo tuve. Que obtengan un título universitario e incluso niveles de educación más avanzados porque ellos tendrán que competir a un nivel más alto. Le dije a una de mis nietas que necesitaba terminar su universidad para que estuviera al mismo nivel de sus hermanos y primos. Ella me dijo en forma de broma: “Abuelo, ¿qué sabes tú al respecto? Tú no fuiste a la universidad”. Yo le respondí: “¡Por eso mismo es que sé que es importante!” Ya tenemos nietos en escuelas médicas y estudiando Derecho en universidades líderes de Michigan, y otros están terminando otras carreras. Helen y yo tenemos buenas relaciones con todos nuestros nietos y de vez en cuando me buscan para que los guíe y los anime, porque, si algo soy, es su motivador. Comenzar un negocio, comenzar a enfrentar la vida desde joven, comenzar una familia —todo eso requiere de mucha fortaleza y coraje. Tienes que dedicarte de verdad y trabajar con consistencia y persistencia. Los padres necesitan trabajar en ayudarles a sus hijos a aprender a rendir cuentas y a reconocer el valor del trabajo. Tenemos que interesarnos en nuestros hijos, enseñarles cómo comunicar, ver que ellos adquieran la educación adecuada y ayudarles a ver en dónde están parados. Necesitamos saber quiénes son sus amigos y a dónde van a diario; asegurarnos de que hacen sus tareas y dedicarnos a ayudarles a crecer lo mejor posible. El hecho de conocerlos es solo la mitad de nuestras funciones. Una noche estaba hablando con un grupo de amigos en Florida cuando alguien comenzó a decir que sus nietos no lo llamaban con frecuencia. Yo dije: “¿Cuántos de ustedes llaman a sus nietos?” Obtuve un silencio sepulcral como respuesta. Y continué: “Como ustedes saben, los teléfonos funcionan en doble vía”. Nuestros nietos viven ocupados y nosotros también. No es siempre fácil para ellos permanecer en contacto. Yo simplemente tomo el teléfono y los llamó, pero los jóvenes en estos tiempos son difíciles de encontrar porque ya ni siquiera contestan su propio teléfono. ¿Necesitaremos aprender a enviarles textos si necesitamos enviarles un mensaje? Yo lo intenté, ¡pero mis dedos son demasiado grandes! Pero esas son solo excusas para no hacer un mayor esfuerzo para aprender. Yo todavía sigo tomando el teléfono y llamándolos. Y tarde o temprano me contestan. He hecho muchas promesas a lo largo de los años y he dedicado mi vida a tratar de cumplirlas. Durante los días más difíciles de la Segunda Guerra Mundial, como presidente de mi clase en la secundaria, durante una graduación pronuncie un discurso que expresó mi punto de vista optimista acerca del futuro de América. Le prometí a Jay que tendríamos una gran amistad y que seríamos socios de negocios. Le prometí a Helen ser su esposo fiel para toda la vida. Jay y yo le pedimos a la gente que creyera en nuestro inusual negocio de Nutrilite y en nuestros productos, y luego les pedimos que nos acompañaran a empezar un nuevo negocio llamado Amway. Durante mis discursos he promocionado con inquebrantable confianza la promesa de la libre empresa y del pensamiento americano. Tomé en serio los consejos de mi padre sobre las promesas que les hice a los empleados y a los distribuidores de Amway cuando comenzó a crecer. Todavía tengo que vivir acorde con mi promesa a millones de personas a nivel mundial de que Amway continuará creciendo y brindándoles la constante oportunidad de triunfar, una promesa en la que mi familia me ha acompañado desde entonces. Me siento cómodo haciendo estas promesas porque siempre he sido un optimista consumado, lleno de esperanza. Gran parte de mi éxito en la vida se ha debido a mi deseo por cumplir con mis promesas. Pero las promesas solo pueden hacerse y mantenerse amparándonos bajo un conjunto de verdades que guíen nuestra vida sin tambalear frente a ninguna circunstancia. Como dice el conocido refrán: “Lo que es popular no siempre es correcto. Y lo que es correcto no siempre es popular”. He tratado de hacer lo correcto sin tener en cuenta las críticas, los estilos de vida cambiantes, el partido que gobierne, ni a aquellos cuyas opiniones o influencia podrían prevalecer en la sociedad en un momento dado. Las opiniones, las modas y las tendencias vienen y se van. Pero jamás he podido discutir contra la sabiduría de querer mantener mi frente en alto, ser persistente, creer en América y en la libre empresa, tener una fe cristiana, amor por mi familia, dar cuenta de mis actos a los demás y reconocer la dignidad que hay en cada persona. Todas estas son creencias tan sencillas y valores que han ayudado a la gente a tener vidas exitosas durante muchos años, pero, que infortunadamente, han dejado de ser importantes para muchos. Me siento muy bendecido de que Dios haya infundido estas verdades en mi vida y que me haya puesto en situaciones para aprenderlas y experimentar su poder. Me siento más que agradecido de que, a través de estas bendiciones, haya podido ayudar a tanta gente alrededor del mundo a ayudarse a sí misma y a experimentar la plenitud de la vida que Dios preparó para todos. Supongo que por eso fue que Él me hizo un motivador que entendió que su misión en la vida era ver lo mejor en la gente y animarla. Al planear un tributo hacia mí, recientemente, mi familia les pidió a mis amigos que compartieran historias que ilustraran lo mejor posible quién soy yo como persona. Me sentí conmovido por todas ellas, pero especialmente por la siguiente, compartida por mi amigo y doctor, Luis Tomatis, y contada por uno de mis nietos durante la reunión: “Mi abuelo y el Dr. Tomatis viajaron a Washington, D.C. a reunirse con el Secretario de Salud a hablar acerca del incremento en la donación de órganos. El día estaba cubierto de nieve. La seguridad era más estricta debido al 9–11 y no era permitido estacionar alrededor de media milla de la oficina hacia donde ellos se dirigían, y por lo tanto les tocó caminar hasta llegar al edificio. Entraron al elevador en el lobby y muchos estaban comentando sobre el mal tiempo y de cómo tuvieron que caminar en medio de la nevada. Una persona que estaba en el elevador iba en su silla de ruedas eléctrica y, como todos hacían bromas acerca del mal clima, él dijo que en semejantes nevadas su silla de ruedas debería tener parabrisas con limpiaparabrisas. Al salir del elevador, ya iban por el corredor cuando el abuelo se dirigió al hombre en la silla de ruedas y observó que sus gafas todavía estaban mojadas con la nieve derretida. Al darse cuenta de que el hombre era cuadripléjico y que no podía quitarse sus gafas, el abuelo se ofreció a limpiárselas. Sacó su pañuelo de su bolsillo y le secó con cuidado las gafas. Luego se las puso de nuevo al hombre, y con su dedo índice presionó con cuidado sobre ellas para asegurarse de que estuvieran en su lugar. ‘¿Así están bien?’, le preguntó mi abuelo, a lo cual este hombre paralítico en la silla de ruedas respondió: ‘Sí, gracias’. El Dr. Tomatis anotó después: ‘Ahí estaba yo, un médico, y además teníamos una persona de seguridad con nosotros, y sin embargo, jamás nos dimos cuenta de que el hombre era cuadripléjico, ni se nos ocurrió que pudiera estar necesitando ayuda, ni se la ofrecimos. Rich, no solo notó rápidamente el dilema de esta persona, sino que, de una manera amorosa, se dispuso a ayudar a este ser en necesidad’”. He sido bendecido con el amor hacia la gente y sé que ver lo mejor que hay en los demás y reconocerlos como hijos de Dios y como individuos únicos. Creer en ellos ha sido la clave del éxito de Amway. Y además, creo en el éxito de las familias, de nuestro país de nuestras comunidades ¡y de la vida misma! Te dejaré con dos frases que han sido la clave de mi éxito: “¡Sé un enriquecedor de vidas!” y “¡Tú puedes hacerlo!”.