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Sencillamente Rich

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Contenido
Agradecimientos
Introducción
Primera parte: Acción, actitud y ambiente adecuado
1. Creciendo en el ambiente adecuado
2. Iniciando una sociedad vitalicia
3. Inténtalo aunque sufras en el intento
4. Gente ayudando a otra gente a ayudarse a sí misma
Segunda parte:Vendiendo América
5. The American Way
6. Empoderados por la gente
7. Las críticas hacen contrapeso
8. Exportando The American Way a nivel mundial
9. Encontrando mi voz
10. Un momento mágico
Tercera parte:Enriquecedores de vidas
11. Fama y fortuna
12. Riqueza familiar
13. Un pecador salvado por gracia
14. Reconstruyendo nuestra ciudad bajo el concepto de “enriquecedores de
vidas”
15. Un ciudadano americano
16. Con mi esperanza puesta en mi corazón
17. Aventuras en el Universo de Dios
18. Manteniendo mis promesas
SENCILLAMENTE RICH
Copyright © 2015 - Taller del Éxito - Richard DeVos
Traducción al español: Copyright © 2015 Taller del Éxito
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida por
ninguna forma o medio, incluyendo: fotocopiado, grabación o cualquier otro método electrónico o mecánico, sin la
autorización previa por escrito del autor o editor, excepto en el caso de breves reseñas utilizadas en críticas literarias y
ciertos usos no comerciales dispuestos por la Ley de Derechos de Autor.
Spanish Language Translation copyright © 2015 by Taller del Éxito.
Original English language title: Simply Rich: A Memoir.
Copyright © 2014 by Richard DeVos. All Rights Reserved.
Published by arrangement with the original publisher, Howard Books,
a Division of Simon & Schuster, Inc.
Exclusión de responsabilidad y garantía: esta publicación ha sido diseñada para suministrar información fidedigna y exacta
con respecto al tema a tratar. Se vende bajo el entendimiento de que el editor no participa en suministrar asistencia legal,
contable o de cualquier otra índole. Si se requiere consejería legal u otro tipo de asistencia, deberán contratarse los servicios
competentes de un profesional.
Publicado por:
Taller del Éxito, Inc.
1669 N.W. 144 Terrace, Suite 210
Sunrise, Florida 33323
Estados Unidos
www.tallerdelexito.com
Editorial dedicada a la difusión de libros y audiolibros de desarrollo
y crecimiento personal, liderazgo y motivación.
Diseño de carátula y diagramación: María Alexandra Rodríguez
Traducción: Nancy Camargo
ISBN 10: 1607383950
ISBN 13: 9781607383956
03-201509 28
“Le dedico este libro a mi esposa, Helen, quien fue una parte integral
de esta obra. Nada de esto hubiera ocurrido sin su amor, paciencia y
aliento”.
Agradecimientos
HE TRATADO DE CAPTAR aquí algunas de las anécdotas y lecciones que he
aprendido durante mi andar por la vida. Doy a Dios la Gloria por toda la gente
con la que he trabajado y que me ha ayudado a lo largo del camino. Esto incluye,
primero que todo, a mi socio Jay Van Andel. Fuimos amigos desde la Escuela
Secundaria y estuvimos juntos en el mundo de los negocios por más de 50 años.
La mano de Dios siempre estuvo puesta sobre esta relación tan especial.
Además, le doy la Gloria a Dios por mi esposa, Helen, a quien he dedicado
este libro. Siendo ella mi compañera de matrimonio durante más de 60 años
resulta obvio que ella haga parte de muchas de mis memorias y vivencias. Era
apenas natural que Helen también jugara un papel primordial en la edición de
este libro.
También le doy un crédito inmensurable a la enorme cantidad de gente que
contribuyó para darle forma a este relato en el que comparto mi vida y mis
experiencias, así como a quienes colaboraron con su tiempo y energía en este
proyecto. Son demasiadas personas para numerarlas a todas, pero ustedes saben
quienes son y les estoy altamente agradecido.
Este libro no hubiera sido posible sin Marc Longstreet y Kim Bruyn. Yo
hablaba y Marc capturaba mis ideas y me ayudaba a redactarlas. Y fue Kim
quien me dijo: “¡Tú puedes hacerlo!” Y estas palabras me animaron a escribir
“un libro más”. Fue ella quien dirigió este proyecto desde el comienzo hasta su
fin.
Introducción
HE SIDO PORRISTA la mayor parte de mi vida, desde dirigir a las porristas
durante la secundaria hasta animar a la gente a aprovechar oportunidades y
realizar sus sueños. Animar a los demás me ha llevado a casi todos los países del
mundo. He conocido cientos de miles de personas a lo largo de este camino y es
a ellas a quienes les dirijo este libro: a los millones de distribuidores que han
construido su negocio a través de Amway alrededor del mundo; a los miles de
nuestros empleados; a los miembros de la Organización Orlando Magic y a todos
sus seguidores; a los líderes en los negocios, en el gobierno y en la comunidad
con quienes he trabajado en mi ciudad natal Grand Rapids, Michigan, y en
Florida Central, donde ahora resido; a los miembros de las iglesias; a los líderes
de las causas cristianas, políticas y educativas; a muchos otros cuyos caminos se
han cruzado con el mío; y a todos a los que todavía me hace falta conocer a
medida que prosigo mi viaje por el mundo. Espero que todos ustedes disfruten y
se beneficien de alguna manera de las lecciones que he aprendido durante mi
paso por la vida.
Este no es un compendio completo de mi autobiografía con todos los detalles
de mi vida. Sin embargo, sí entra en mayores detalles que mis libros anteriores
—incluyendo Believe!, Hope from My Heart, y The Powerful Phrases for
Positive People– y describe de manera más completa las experiencias que me
han formado, que fueron más significativas y me enseñaron lecciones valiosas.
Espero que disfrutes de esta “mirada detrás de escena” de los eventos de mi vida
en muchos de los cuales es posible que tú también hayas tenido parte. Me sentiré
satisfecho si algunas de estas ideas tienen una aplicación práctica en tu propia
vida.
Todos mis libros anteriores han incluido mi manera de pensar en cuanto a la
importancia de la perseverancia, la fe, la familia, la libertad, la prosperidad y
otros valores. También en este libro me refiero a todos estos aspectos, pero,
mirando en retrospectiva mis 88 años de vida, creo que hay un principio
primordial que trae consigo los otros. La gente que alcanza los niveles de éxito
más altos —ya sea en los negocios o construyendo su familia o descubriendo el
propósito de su vida y sintiéndose realizada— es aquella que se enfoca en los
demás y no en sí misma. Yo he triunfado únicamente al ayudarles a otros a
triunfar. Mi amigo y socio Jay Van Andel y yo descubrimos que esta verdad era
el centro del negocio de Amway, el cual comenzamos a construir juntos. Si
existiera solo una lección que aprender acerca de la historia de mi vida, tal como
la presento en este libro, espero que esa sea ver a cada persona como un
individuo único creado por Dios, con talentos personales y un propósito
específico. Esa ha sido mi verdadera clave, no solo para triunfar, sino además
para llenar mi vida de gozo abundante.
Primera parte:
Acción, actitud y ambiente adecuado
Creciendo en el ambiente adecuado
LA HABILIDAD QUE TENÍA MI ABUELO para el arte de las ventas me
parecía casi mágica. Yo no sé si nací vendedor, pero recuerdo que de niño me
fascinaba el trabajo de mi abuelo y de otros hombres como él en nuestro
vecindario. En aquellos tiempos tan difíciles su subsistencia dependía del talento
que ellos tuvieran para las ventas.
Mi abuelo me permitía ir con él en su camión Modelo T a medida que se
desplazaba por las calles cargado de frutas y verduras que les compraba a los
granjeros temprano en la mañana para después venderlas puerta a puerta. Le
encantaba la gente y tenía las habilidades para atenderla; las amas de casa
interrumpían sus quehaceres en la cocina y en la limpieza y salían de sus casas
secándose las manos con sus delantales o con las toallas de la cocina cuando
escuchaban la bocina de su camión al parecer atraídas por su buen sentido del
humor, su amabilidad y su conversación, y por el color y frescura de sus
productos.
Fue en aquel tiempo cuando mi abuelo me dio mi primera oportunidad para
intentar hacer una venta. Me gané apenas unos centavos, pero ese logro marcó
un momento definitivo para que me convirtiera en el hombre que soy.
No voy a desconocer la influencia que recibí en mi niñez al haber crecido
durante La Gran Depresión en la sencilla ciudad de Grand Rapids, Michigan, al
Medio Oeste del país. Desde el punto de vista financiero y material, escasamente
sobrevivíamos. Sin embargo, recuerdo mis años de la niñez como los más felices
y enriquecedores. La vida era llevadera y grata. Incluso la necesidad de trabajar
duro y el sacrificio que hicimos durante esos tiempos difíciles me hicieron fuerte
y me enseñaron lecciones de vida importantes. Tuve la fortuna de crecer en el
ambiente adecuado.
Mis bases se formaron en mi hogar y en el de mis amigos, en las calles, en los
campos de juego, en los salones de clase y en las bancas de la iglesia; aprendí de
mis padres, abuelos, maestros y pastores. Asimilé cómo administrar mi propio
negocio siendo repartidor de periódicos. Experimenté la satisfacción de mi
primera venta ayudándole a mi abuelo en sus ventas puerta a puerta. Escribí y
pronuncié mi primer discurso siendo el presidente de mi clase en la secundaria.
Conocí la fe cristiana, la cual fue creciendo durante mis devocionales en familia
y en la escuela dominical, y disfruté de los lazos familiares y del apoyo de mis
padres hasta su muerte. Desarrollé confianza y optimismo gracias al ánimo
constante de mi padre y comencé a percibir mi potencial como líder debido a la
amabilidad y sabiduría de un excelente maestro.
La ciudad de Grand Rapids en la que nací el 4 de marzo de 1926 no tenía nada
que la diferenciara de otras ciudades americanas promedio. Era reconocida como
“la ciudad de los muebles” por su cantidad de fábricas manufactureras de
muebles. Recuerdo una postal de mis años de infancia que decía: “Bienvenidos a
Grand Rapids, capital mundial de la mueblería”. Las bancas ubicadas a lo largo
del Grand River, el cual atraviesa la ciudad de Grand Rapids, fueron construidas
por fábricas de muebles de la región y llevaban inscritas en ellas el nombre de
cada una de las empresas donantes: Widdicomb, Imperial, American Seating,
Baker y otras. En aquellos días los tranvías eléctricos transitaban por el centro de
la ciudad y por las calles principales como Monroe Avenue y Fulton Street; los
carros correspondían al Modelo T de la época; los trenes aún iban sobre los
rieles construidos a lo largo de los puentes. Al recorrer unas millas al Este desde
el centro de la ciudad hacía Fulton Street estaba mi vecindario: casas de dos y
tres habitaciones en un barrio muy tranquilo y lleno de calles adornadas por
hileras de árboles y rudimentarias tiendas de venta al detal; se divisaban el
campus del Aquinas College y parques para jugar.
Mi familia, como la mayoría de las familias de Grand Rapids, es de
descendencia holandesa. Todavía recuerdo ese marcado acento tan común en mi
vecindario: inmigrantes originarios de Holanda contando las historias de su tierra
natal pronunciando la [j] como [y] y la [s] como [z]. Los primeros holandeses
que llegaron a Michigan, y que fueron encontrando allí mejores oportunidades,
en su mayoría en Grand Rapids, fueron gente trabajadora, ahorrativa, práctica y
arraigada en la fe cristiana; que se sintió atraída a emigrar a América no tanto
por su necesidad económica como por la promesa de ser libre para ser aquello
que soñaba. Todavía existen cartas de emigrantes holandeses escribiéndoles a
sus familiares haciendo alarde de la libertad de la cual disfrutaban en América
—inimaginable en Holanda en esa época en la que ser el hijo de pastelero
significaba que también tú serías pastelero para siempre.
El Reverendo Albertus Van Raalte, quien a mediados de 1800 fundó Holanda,
Michigan, (cuyos residentes todavía celebran su herencia holandesa año tras año
vistiéndose con el atuendo holandés tradicional y los típicos zapatos de madera
durante el Festival de los Tulipanes) escribió en una carta a Holanda que los
holandeses que buscaban trabajo en Grand Rapids eran poco preparados y faltos
de educación. Por fortuna muchos de los hombres aprendieron a desarrollar sus
habilidades como artesanos en las fábricas de muebles y muchas mujeres
encontraron trabajo como empleadas en los hogares de la gente adinerada de la
región. Pero hubo otros que manifestaron otra característica holandesa: su
espíritu empresarial. Tres de las más grandes editoriales de la nación enfocadas
en material religioso fueron fundadas por gente de herencia holandesa que vivía
en Grand Rapids. Los holandeses establecieron en esta ciudad la sede principal
de la Iglesia Cristiana Reformada y fundaron el Calvin College. La Hekman
Biscuit Company comenzó en Grand Rapids y más tarde se convirtió en Keebler
Company. A lo mejor te parezca familiar la cadena de supertiendas localizada en
el Medio Oeste llamada Meijer, así como una empresa en el campo de la venta
directa que funciona a nivel internacional y se conoce con el nombre de Amway,
las dos, fundadas por americanos de ascendencia holandesa. Yo le debo bastante
más a mi herencia holandesa: el amor hacia la libertad, una ética de trabajo
sólida, un espíritu empresarial y una fe inquebrantable.
Nací en la década de Los violentos años 20, pero no tengo memoria de aquella
era volátil en la que América progresaba rápidamente hacia una prosperidad aún
mayor. Los recuerdos de mi niñez corresponden a la época de la Gran
Depresión. Cuando tenía 10 años el Presidente Franklin D. Roosevelt fue elegido
por segunda vez y en su discurso inaugural él nos recordó a los americanos que
todavía había una tercera parte de la nación que carecía de vivienda, ropa y
comida. Una cuarta parte de los americanos —en un momento en el que la
mayoría de los hogares dependía de una sola entrada— no tenía trabajo. Mi
padre había perdido su empleo como electricista y durante tres años estuvo
haciendo toda clase de trabajos para traer el sustento a nuestro hogar y, sin
embargo, no pudimos conservar la casa que él mismo construyó y en la cual pasé
varios años maravillosos de mi niñez.
Mi primer hogar fue en Helen Street, donde nací, en los días en los que la
mayoría de las familias no podía costear que sus hijos nacieran en un hospital.
Mi segundo hogar fue en Wallinwood Avenue y de allí recuerdo que encerar los
pisos era una tarea bastante satisfactoria porque nos sentíamos muy orgullosos
de tener pisos de madera dura y no de madera común. Había tres habitaciones en
el piso de arriba y el único baño quedaba en la planta de abajo, típico en las
casas de mi vecindario en aquel tiempo.
Cuando mi padre, llamado Simón, perdió su trabajo, tuve que regresar a Helen
Street junto con él, mi madre, llamada Ethel, y Bernice, mi hermana menor, para
acomodarnos en los cuartos de arriba de la casa de mis abuelos. Recuerdo que yo
dormía debajo de los travesaños del ático. Mi padre rentó la casa de Wallinwood
en $25 dólares mensuales. Y aunque ese cambio fue muy difícil para mis padres,
para mí fue una especie de aventura dormir en el ático. También fue una forma
divertida de pasar más tiempo con mis abuelos. En aquel enonces no me daba
cuenta de que esa experiencia me daría perspectiva y un mayor agradecimiento
en los años venideros, cuando alcancé un nivel de éxito que garantizó un estilo
de vida muy confortable tanto para mí como para mi familia.
Vivimos allí durante cinco de los años más difíciles de la Depresión. Éramos
pobres, pero no más que la mayoría de nuestros vecinos. No nos parecía nada
inusual hacernos cortar el pelo por un vecino que tuviera su silla de barbero en la
habitación de su casa. El precio de $0.10 era una enorme suma de dinero.
Recuerdo a un adolescente golpeando a nuestra puerta vendiendo revistas y
llorando porque no podía regresar a su hogar hasta que no vendiera el último
ejemplar. Mi padre tuvo que decirle con toda honestidad que no teníamos ni una
moneda de centavo. Pero esos no fueron días malos para mí como niño porque
me sentía seguro y a salvo en medio de mi familia y de nuestra pequeña
comunidad. Vivíamos en un vecindario de holandeses, hecho que me
proporcionaba sentido de pertenencia. Crecí en una comunidad del lado oriental
de la ciudad llamado “Brickyard” (zona ladrillera) debido a las tres fábricas de
ladrillos construidas en la zona, —fuentes de empleo para los holandeses
esforzados que iban llegando, muchos sin hablar inglés, y encontraban una
comunidad amigable que les daba la bienvenida.
Nuestra comunidad era cerrada no solo debido a nuestro ancestro holandés en
común y porque muchas familias enormes vivían juntas, sino debido a nuestra
proximidad física. Las casas eran altas y angostas, la mayoría de dos pisos y
construidas muy cercanas entre sí en pequeños lotes separados por límites muy
angostos. Eran tan pegadas que intercambiábamos préstamos sin necesidad de
salir de nuestras casas. Era cuestión de estirarnos un poco para pasarnos por la
ventana lo que cada uno necesitáramos.
Además de mis abuelos, también mis primos vivían en la vecindad. Crecí en
medio de tertulias familiares alrededor de la mesa y lleno de compañeros de
juego. Muy pocos abuelos viven hoy con sus hijos y nietos, pero yo tengo gratos
recuerdos de los beneficios de su amor y sabiduría. A pesar de algunas
dificultades recuerdo mucho más el amor que las necesidades. Estoy convencido
de que lo que somos es en gran parte la influencia de lo que recibimos en nuestro
hogar —que es más fuerte que ninguna otra influencia. Con el paso del tiempo,
cuando me convertí en el joven padre de cuatro hijos y tuve que delinear mi
línea de comportamiento en el hogar basado en la influencia de mis padres, fui
enfático en el enorme significado de la responsabilidad. Lo que pareció ser muy
natural y fácil durante la niñez toma una dimensión diferente en la etapa adulta
durante la cual uno comprende todo el esfuerzo consciente que se requiere para
conformar una vida de hogar con un ambiente adecuado.
Antes de que existieran todas las diversiones actuales tales como la televisión,
los computadores y los videojuegos, los de mi generación teníamos que echar
mano de nuestra inventiva para encontrar maneras de divertirnos. Me encantaba
planear actividades para entretener a mis hermanas y amigos. La menor de mis
dos hermanas, Jan, todavía cuenta que yo era el mejor para preparar caramelo, y
que además lo preparaba de diferentes sabores. Hasta instalé una cuerda para
pasar caramelo desde la ventana de nuestra cocina hasta la de nuestro vecino.
Me encantaban los deportes, pero con tan poco recursos también tuve que ser
creativo para jugar. Hice mi propio aro para practicar baloncesto y utilicé un
terreno inundado para formar nuestra propia pista de patinaje. Recuerdo el eco
de las pelotas de ping pong rebotando contra el piso de concreto y las paredes de
ladrillo del sótano oscuro de nuestra casa donde les enseñé a mis hermanas a
jugar en una mesa ubicada cerca a la vieja caldera. Jan todavía recuerda las
alocadas jugadas que yo lograba con mi mano izquierda.
También guardo gratos recuerdos de mis juegos de béisbol en la calle con mis
primos. Como eran tiempos difíciles había muy pocos carros. Golpeábamos tan
duro la bola que le envolvíamos lana y le metíamos trapos porque no teníamos
dinero suficiente para comprar una nueva. Jugar con la pelota en la calle era muy
riesgoso para las ventanas de los vecinos y a veces rompíamos una o más.
Recuerdo a una vecina muy furiosa —debimos haber traspasado su propiedad
demasiadas veces para su gusto. La mujer salió de su casa empuñando un
cuchillo de carnicería y gritándonos que nos saliéramos de su propiedad.
La mejor parte del día era escuchar los programas en la radio, como por
ejemplo The Green Hornet (El avispón verde) y The Lone Ranger (El llanero
solitario). Los domingos por la tarde jugábamos en familia a armar
rompecabezas mientras escuchábamos un programa de suspenso en la radio.
Cuando terminábamos de armarlo intercambiábamos con nuestros familiares y
amigos. Recuerdo que iba hasta la casa de un familiar que quedaba a dos bloques
de la nuestra para intercambiar cinco cajas de rompecabezas por los que él
tuviera. Mis abuelos tenían una mesita destinada a mantener rompecabezas en
sus cajas y también las piezas juntas del que estuvieran armando. Todos en casa
nos deteníamos para colocarle por lo menos una pieza hasta que quedara armado
por completo. Me encantaba leer, pero, debido a lo costosos que eran los libros y
por falta de nuevas lecturas, tenía que conformarme con los libros que hubiera en
el anaquel de nuestra casa, por lo general viejos. La opción era leer Tom Sawyer
y otras obras de la literatura clásica. Para mí era un verdadero gusto recibir el
centavo que nos daban cada domingo, con el cual casi siempre compraba dulces.
Cuando reflexiono sobre las actividades que llenaban mi vida en aquella época
me doy cuenta de que de muchas maneras era una bendición que las
circunstancias me forzaran a ser recursivo y a buscar maneras de divertirme
involucrando a otros en el proceso porque ese uso de mi creatividad me ayudó a
desarrollar tanto un pensamiento creativo como mis habilidades sociales. Los
niños de hoy —incluidos mis nietos— están demasiado enfocados en los
computadores y en los juegos electrónicos, más no en la interacción personal.
Crecí mucho antes de la era de la televisión, y en aquellos tiempos mis padres
leían los periódicos y sus libros en la noche; tenían sus propios pasatiempos o
salían a caminar, y los niños jugábamos en las calles. Mucho antes de que
existieran los patios traseros y las terrazas la gente pasaba más tiempo durante el
verano frente a los pórticos de sus casas y conversaba con los vecinos, incluso de
ventana a ventana. Esos eran días en donde uno podía escuchar el paso de los
caballos arrastrando sus carruajes al igual que el sonido de los Modelo T, los
vendedores ambulantes, el tintineo y el estruendo del camión de la leche o el del
repartidor de hielo haciendo domicilios y el repiqueteo del carbón rodando hacia
las carboneras.
Mis padres me infundieron desde muy temprana edad una fuerte ética de
trabajo. Una de mis tareas era mantener la caldera llena de carbón en la mañana
y en la noche. Los carboneros dejaban el carbón a un lado de la casa así que yo
tenía que transportar cargas pesadas de carbón hasta el sótano y luego abrir la
puerta de la caldera para echarle carbón. Nuestras actividades nos ayudaban a no
congelarnos durante esos fuertes inviernos de Michigan ya que, aún con todo y
caldera, nuestra casa seguía permaneciendo fría en comparación con la
temperatura que proveen los sistemas de calefacción actuales. Mi hermana
Bernice todavía recuerda que nuestra casa era tan fría que nos parábamos al pie
de la caldera mientras nos alistábamos para irnos a la escuela. Para calentar las
casas se usaba el carbón, y para refrigerarlas, el hielo. Los vecinos colocaban
avisos en sus ventanas con la cantidad de libras de hielo que solicitaban para que
así se les tuviera en cuenta cuando la ruta de domicilios de hielo pasara frente a
sus casas. Una vez acompañé a un amigo a hacer la tal ruta y recuerdo haber
arrastrado bloques de 50 y 100 libras hasta las neveras de su clientela, y no solo
eso, sino que tuvimos que organizarles la leche y la comida que hubiera dentro
de cada nevera con tal de que el hielo cupiera. Cada nevera tenía una bandeja
con un agujero por el cual salía el hielo derretido; recuerdo mucho una ocasión
en que mis hermanas y yo tuvimos que trapear el piso de la cocina porque se
inundó debido a que se nos olvidó vaciar esa bandeja.
Con mis padres como modelo de comportamiento yo acepté el trabajo como
una parte esencial de la vida para triunfar en el hogar y en la familia. Mi
hermana Bernice detesta hoy en día limpiar el polvo de los muebles, pero yo no
recuerdo que cuando éramos niños ella se quejara o se negara a hacerlo porque
ella sabía que esa era su contribución al aseo de la casa como miembro de
nuestra familia.
Para nuestra comunidad holandesa nacida en América los domingos por lo
general significaban ir a la iglesia y a la escuela dominical. Ir a la iglesia no era
opcional. Éramos parte de la Iglesia Calvinista Holandesa Reformada. Vivíamos
bajo unas normas claras: honrar a nuestros padres, destinar una ofrenda para el
Señor, ayudar a los demás, ser honestos, trabajar duro y procurar tener siempre
la actitud adecuada. No comenzábamos ninguna comida antes de dar gracias en
oración, y cuando terminábamos de comer leíamos una porción de las Escrituras.
Casi todos los negocios cerraban los domingos. El alcohol y el baile eran mal
vistos, y hasta ir al cine se consideraba una actividad sospechosa y una pérdida
de tiempo. Las dos denominaciones más importantes de nuestra comunidad eran
la Iglesia Reformada en América, traída por los inmigrantes holandeses en los
tiempos coloniales, y la Iglesia Cristiana Reformada, la cual se separó de la
Iglesia Reformada en América por razones que algunos miembros todavía
recuerdan. Nuestra familia asistía a la Iglesia Reformada Protestante, la cual se
separó de la Iglesia Cristiana Reformada, y es la más estricta y tradicional de las
tres. Sus miembros asistían por lo general tanto al servicio dominical de la
mañana como al de la noche —a nuestra enorme iglesia de ladrillo rojo.
Para mí no fue fácil, siendo un niño muy activo que disfrutaba de los deportes
y de jugar con sus amigos, sentarme en las duras bancas de la iglesia y tratar de
prestarles atención a las largas oraciones y sermones del pastor. Cuando fui lo
suficientemente mayor para llegar a la iglesia junto con un amigo en su carro, en
ocasiones nada más tomábamos el boletín del servicio y nos escabullíamos sin
asistir —por la tarde les mostrábamos a nuestros padres el boletín como prueba
de que sí habíamos estado en la iglesia esa mañana.
Solo hasta cuando me convertí en un miembro activo de la iglesia, siendo ya
adulto, me di cuenta de por qué es tan importante para la cultura holandesa tener
fe en Dios y ser parte activa de la iglesia. Incluso como niño nunca dudé de que
la fe fuera un asunto importante. No recuerdo que alguna vez no creyera en Dios.
Cuando estaba en la secundaria veía con claridad la diferencia entre la gente
cristiana y la que no lo era. Se sentía una diferencia al compartir con cristianos
—más calidez humana, mayor sentido de propósito y significado en la vida
como también un vínculo más estrecho entre quienes compartíamos esta misma
fe. Yo estaba convencido de pertenecer al grupo de los cristianos.
Incluso cuando nos divertíamos y jugábamos siendo niños, no escapábamos al
hecho de que vivíamos tiempos difíciles y que mi padre estaba desempleado.
Veíamos que él aceptaba el trabajo que le saliera con tal de sostener nuestra
familia. Durante la semana cargaba harina en el cuarto trasero de una tienda y
los domingos vendía medias y ropa interior en un almacén de ropa para hombres.
Él creía en el poder del pensamiento positivo y lo predicaba aunque su propia
vida no fuera tan exitosa como él pensó que sería. Él leía los mismos autores de
los cuales yo hablo en la actualidad —Norman Vincent Peale y Dale Carnegie.
Había llegado hasta el octavo grado de Secundaria, pero anhelaba aprender a
través de esos libros de pensamiento positivo. Siempre me decía: “Tú vas a
lograr grandes cosas y te va a ir mejor que a mí. Llegarás más lejos que yo.
Verás cosas que yo nunca he visto”.
Mirando hacia atrás pienso que es muy probable que mi padre se haya sentido
bastante preocupado durante los tiempos difíciles de mi niñez aunque él nunca lo
demostrara. Cuando pienso en el gran ejemplo de líder que él fue para nuestra
familia al ser siempre tan positivo y optimista espero haberle expresado en aquel
tiempo de alguna manera mi admiración y aprecio. Y lo que es más, espero
haber sido un ejemplo similar para mis hijos. No debemos tratar de realizarnos a
través de nuestros hijos ni de nuestros nietos, pero hasta el día de hoy yo sigo
tratando de desempeñar un buen papel al ayudarles a ellos a alcanzar todo su
potencial para que triunfen y tengan vidas significativas. Hoy aprecio con mayor
claridad que mi padre quería lo mejor para mí.
Habiendo perdido su trabajo mi padre siempre me animó a ser el dueño de mi
propio negocio. Su experiencia le enseñó que él no tenía control sobre el hecho
de estar empleado o desempleado y que su destino no estaba en sus manos, sino
en las de su empleador. Y lo que es más importante, mi padre me convenció de
que tener mi propia empresa no era un sueño imposible de alcanzar. Él siempre
me enseñó a creer en el potencial ilimitado del esfuerzo y la determinación de
cualquier individuo. Cada vez que yo dijera “no puedo” él me detenía y me
decía: “No existe eso de ‘no puedo’”. Mi padre imprimió en mí la idea de que
“no puedo” es una frase para perdedores. “Yo puedo” implica confianza y poder.
Él siempre me recordó: “¡Tú sí puedes!” Y esas palabras se quedaron conmigo y
me guiaron durante el resto de la vida.
Seguramente, debido a que yo era el hijo mayor y el único varón, mi padre se
aseguraba de que yo me aseara con esmero; practicaba deportes junto conmigo,
me leía y me compartía sus pasatiempos. Él influyó en mí en tantas áreas que
más adelante tuvieron un impacto definitivo sobre mi vida. Le encantaba pasar el
rato conmigo. Recuerdo que yo lo observaba mientras él trataba de arreglar en el
sótano cualquier artefacto mecánico que él necesitara hacer funcionar. Además,
mi padre era un visionario y un aventurero, amante de nuevas ideas, soñador de
otros sitios que le hubiera gustado conocer. Y, como viajar era muy costoso, no
pudo ir a los lugares que vio solo en los mapas, pero recuerdo que en una
ocasión fuimos todos en su carro hasta Yellowstone National Park, —una gran
aventura para nosotros.
Además, mi padre era adelantado a su tiempo en cuanto a su interés por la
nutrición.
Él hablaba de cultivos orgánicos cuando la mayoría de la gente ni siquiera
conocía ese tema y hacía mucho énfasis en los beneficios de una dieta saludable
y solo permitía pan de avena en nuestra mesa aunque mis hermanas lo odiaban.
Sus opiniones únicas y sus prácticas en el área de la nutrición sin lugar a duda
ejercieron influencia sobre mí y más tarde me convertí en distribuidor de
Nutrilite junto con mi futuro socio de negocios Jay Van Andel.
También tuve la fortuna de recibir la buena influencia de mi madre. Ella no
trabajaba fuera del hogar y siempre estuvo allí para mis hermanas y para mí.
Contrario a mi padre, ella admitía no haber sido tan positiva durante aquellos
años difíciles. Sin embargo, ella era una fuerza estabilizadora asegurándose del
buen mantenimiento de nuestro hogar y de que no faltara comida sobre la mesa.
Mi madre le dio valor a nuestro hogar mostrándonos cómo ser prácticos y
ahorrativos. Era una mujer amorosa y cálida que sabía ser de apoyo y ayuda para
todos nosotros. Ella me enseñó cómo hacer caramelo; me mostró cómo
imprimirle ética a mi trabajo insistiendo en que cada niño debía hacer sus
labores hogareñas. Teníamos que preparar o recoger la mesa o la losa. Por lo
general yo terminaba secando los platos a medida que ella los lavaba y esa fue la
rutina que nos permitió compartir tiempo y conversar noche tras noche —algo
que pienso que hace falta en la cultura de la familia actual.
Mi madre sabía cómo sacarle provecho a lo más mínimo que tuviera a su
disposición. Por ejemplo, cada año reorganizaba los muebles, debido a que no
podíamos comprar unos nuevos, ella se aseguraba de darles año tras año una
apariencia diferente para que se vieran mejor. También fue un instrumento en mi
formación con respecto al dinero. Ella me regaló mi primera alcancía para que
ahorrara lo que ganaba haciendo mis trabajos por todo el vecindario. Allí yo
guardaba lo más que podía y una vez al mes íbamos juntos al banco a hacer un
depósito en mi propia cuenta de ahorros.
Necesitaba ganar dinero durante aquellos tiempos y entonces comencé a
repartir periódicos —cuando lo pienso, ese fue en esencia mi primer negocio.
Repartir el Grand Rapids Press me enseñó responsabilidad, a rendir cuentas y
todo lo que significa recibir recompensa por hacer un trabajo duro. Todos los
días el camión de los periódicos nos dejaba un bulto cerca a mi casa para todos
los chicos repartidores del área. Yo contaba el número de periódicos que
necesitaba para cubrir mi ruta y me sentaba en el andén con los otros chicos a
envolverlos y meterlos en una bolsa grande de tela que luego me colgaba al
hombro. Tenía entre 30 y 40 clientes y aprendí a prestarles buen servicio. Hice
mi ruta durante varios meses y pronto me propuse ahorrar para comprarme una
bicicleta usada, una Schwinn negra de carreras, para hacer mi trabajo con mayor
facilidad y que el proceso de entrega fuera más eficiente. Todavía recuerdo mi
alegría al haberla podido comprar como resultado de la meta que me propuse y
con el dinero que ahorré —otra lección invaluable que he llevado conmigo a lo
largo de la vida sobre lo que significa obtener recompensas por el trabajo.
Perfeccioné mi puntería lanzando los periódicos desde mi bicicleta hasta el
pórtico de las casas y me bajaba de la bicicleta y recogía los que caían
ocasionalmente entre los árboles. Mi excelente servicio a la clientela surtía
buenos resultados y cada Navidad muchos de mis clientes me daban $0.25 o
$0.50 extra, y a veces hasta $1 dólar.
Cada sábado iba de casa en casa recolectando el dinero de la suscripción y
cada vez que me pagaban yo hacía una marca en una pequeña tarjeta que los
clientes colgaban en sus puertas. Este primer trabajo me enseñó lo básico —que
tenía que salir a buscar el negocio, prestar un buen servicio a la clientela, cobrar,
y también a hacer cambios en mi vida.
Entregar periódicos me dio un nuevo sentido de libertad y movilidad —sin
mencionar lo que significó para mí ganar dinero. Los entregaba en las casas más
bonitas del vecindario, pero nunca sentí que yo fuera alguien “que no tenía en el
mundo de los que sí tenían” ni tuve envidia ni resentimiento hacia mis clientes.
Me daba cuenta de que ellos vivían mejor que mi familia, pero en lugar de
envidiarlos recuerdo que tenía la actitud de que, lo que ellos tenían, un día yo
también podría tenerlo. Estaba convencido de que trabajando duro llegaría a
donde ellos estaban en aquel tiempo.
Otra persona clave que me ayudó a asomarme al mundo de los negocios fue
uno de mis abuelos, quien me otorgó la dicha de hacer mi primera venta. Mis
dos abuelos vivían en nuestro vecindario y los dos eran hombres de negocios.
Mi abuelo DeVos tenía un almacencito de víveres y dulces en el que también
vendía artículos para el hogar y ropa que él ordenaba para su clientela a través de
un catálogo. Su tienda quedaba frente a una escuela y los niños cruzaban la calle
para comprar allí sus dulces asegurándose primero de elegir los colores de los
que los comprarían y así sentir que habían invertido bien sus centavos.
El abuelo vivía en el piso de arriba del almacén, lo cual le facilitaba que, si un
cliente llegaba cuando él estaba almorzando o se encontraba ocupado con otros
menesteres, alcanzara a escuchar el timbre de la puerta. Y si estaba orando antes
de una comida y en ese instante llegaba un cliente, el abuelo paraba su oración
para decir en su acento holandés: “¡Un momento!” Terminaba su oración y luego
sí bajaba a atender a su cliente. Además, iba por todos los vecindarios en un
carruaje que tiraba con su caballo para hacer los domicilios.
El padre de mi mamá, el abuelo Dekker, también era muy buen vendedor.
Todas las mañanas manejaba su camión Modelo T hasta el mercado y compraba
vegetales que después vendía puerta a puerta a su clientela. Iba casa por casa
timbrando en la puerta o haciendo sonar su bocina o anunciando: “Papas,
tomates, cebollas, zanahorias…”, y las amas de casa salían a comprarle sus
productos.
Mi primera venta fue un atado de cebollas que le quedó después de haber
terminado su ruta de domicilios, pero ese fue solo el comienzo porque, cada vez
que a él le sobraban vegetales, yo los vendía. Me costaba trabajo y persistencia,
pero me encantaba hacerlo. Esas experiencias y lecciones como repartidor de
periódicos y haciendo mis labores caseras fueron el fundamento para
convertirme desde muy joven en un trabajador diligente y con sentido de
responsabilidad y orientado hacia los detalles para saber cómo complacer a los
clientes. Cuando apenas tenía 14 años conseguí un trabajo en la gasolinera del
vecindario. En esos días los conductores dependían de esas pequeñas gasolineras
que por lo general eran atendidas por su propietario —quien solía ser un vecino
con algunos conocimientos en mecánica. La mayoría de ellas tenía dos
dispensadores de gasolina y un espacio para revisar y reparar automóviles. Los
empleados usaban un uniforme compuesto de una gorra parecida a la de los
oficiales de la policía y una camisa con todo y corbatín. Y además de suministrar
gasolina, lavar los vidrios panorámicos de los carros y chequear el aceite y el
agua, estas estaciones ofrecían otros servicios a su clientela en los cuales yo
aprendí a desempeñarme.
Trabajaba el día entero durante los sábados únicamente lavando carros. Esto
era antes de que existieran los lavaderos de carros y los garajes con calefacción,
así que los clientes preferían llevar su carro a la estación de gasolina para
mandarlo lavar durante el invierno. El servicio costaba $1 dólar y a mí me
correspondían $0.50 —por lo tanto, incluso durante el invierno me levantaba
cada sábado en la mañana y me iba a trabajar lavando tantos carros como me
fuera posible. Muchas vías no eran pavimentadas y por supuesto los marcos de
las ventanas y de las puertas de los carros quedaban cubiertos de polvo. Yo los
dejaba impecables y así fui construyendo muy buena reputación como lavador
de carros. Y haciendo uso de lo que aprendí de mi padre también le ayudaba al
mecánico a buscar partes de los carros y a hacer reparaciones simples como
cambiar el generador.
Me volví tan indispensable que el dueño de la gasolinera me dejaba a cargo de
ella cuando tenía que salir de la ciudad —aunque yo no tenía más de 14 años.
Este hecho me ayudó a desarrollar confianza en mí mismo y a saber que la gente
confiaba en mí. Aprendí a muy corta edad lo que significa ser responsable de un
negocio, —y esta fue otra lección importante que me sirvió a lo largo de la vida.
También era apenas un adolescente cuando encontré un trabajo para después
de terminada mi jornada diaria en la escuela. Era vendedor en un almacén de
ropa para hombre. En realidad hacía un trabajo de adulto, pero me agradaba la
oportunidad de atender clientes en un ambiente más profesional. Estando allí
descubrí que era muy bueno para las ventas. Hubiera preferido practicar algún
deporte después de la escuela como hacían muchos de mis amigos, pero yo
necesitaba el dinero para pagarles a mis padres por mi manutención puesto que
era de esperarse que cada miembro de la familia contribuyera a llevar el pan a la
mesa.
El entrenador de béisbol de la secundaria me dijo en una ocasión: “Veo que
eres zurdo, ¿te gustaría jugar en el equipo?”.
Yo le respondí: “Me encantaría, pero no puedo. Tengo que ir a trabajar todos
los días después de terminar la escuela, así que no podría practicar”.
_____
LA VIDA DIO UN GIRO INESPERADO una tibia tarde de domingo de
diciembre de 1941. Yo iba pedaleando mi bicicleta cuando un niño de la
vecindad me preguntó:
“¿Escuchaste las noticias?”
Yo le respondí: “¿Cuáles noticias?”
Y él exclamó: “¡Estamos en guerra! ¡Los japoneses bombardearon Pearl
Harbor!”.
Fue así como me enteré de la guerra del 7 diciembre. Por supuesto que desde
ese momento todos escuchábamos la radio y leíamos en los periódicos lo que
estaba aconteciendo. Esa era siempre la noticia del día. Lowell Thomas se volvió
famoso como reportero por su programa radial de noticias de 15 minutos todas
las noches, así como por sus narraciones en los noticieros cinematográficos.
Nunca olvidaré su voz distintiva y melódica que le daba a cada historia un aire
de urgencia y emoción, y un sentido romántico a los lugares lejanos de los cuales
los americanos no habíamos escuchado antes de la guerra. La Segunda Guerra
Mundial trajo consigo más escasez de la que ya habíamos sufrido a raíz de la
Depresión. No se fabricaron automóviles después de 1941. Materiales que iban
desde el papel y el caucho hasta el metal y la comida escaseaban porque la
mayoría de ellos se empleaban en la guerra. Se establecieron los “jardines de la
victoria” para que esos cultivos ayudaran a alimentar a la población durante la
guerra y utilizábamos estampillas de racionamiento para comprar víveres y
gasolina. La gente hacía muchas conservas de las frutas y vegetales que
sembraba en sus jardines. Recuerdo que le ayudaba a mi madre a hacerlos y que
había frascos de vidrio llenos de tomates, pepinos y otros comestibles alineados
en nuestra despensa. El primer golpe de la guerra en nuestra vecindad fue
cuando un doctor que vivía cerca de nuestra casa perdió a un hijo que se había
ido a combatir en la artillería marina.
Yo estaba comenzando la secundaria, que fue otra época en la que aprendí
lecciones de trabajo duro, rendición de cuentas y toma de decisiones. A la edad
de 15 años mis padres me enviaron a una pequeña escuela cristiana de nuestra
ciudad. Como la mayoría de adolescentes, nunca aprecié los costos ni los
sacrificios que implicaba para ellos pagarme una escuela privada. Se me iban los
días tonteando y coqueteando con las chicas y les prestaba muy poca atención a
mis tareas y a mis resultados académicos. De alguna manera me las arreglé para
no perder ese primer año escolar. Mi profesor de latín me dio una nota que
apenas me ayudó a pasar su asignatura ¡con tal de no volver a tenerme en su
clase! Al final de ese año mi padre me dijo: “Si vas a ir a la escuela solo a perder
el tiempo, no voy a pagar todo ese dinero para mantenerte en una escuela
privada. Pierde el tiempo en una escuela pública y así tu vagancia no me costará
ni un solo centavo”.
Al año siguiente me envió a Davis Tech para que aprendiera a ser electricista y
allí fui etiquetado como un estudiante “no apto para estudios universitarios”. Fui
miserable el año entero, pero esa fue una oportunidad para abrir los ojos y caer
en cuenta de todo lo que había desaprovechado en la escuela anterior por no
tomar en serio esa oportunidad. Entonces decidí decirle a mi padre que quería
regresar a la escuela cristiana.
Él me preguntó: “¿Y quién la va a costear?”
Yo le respondí: “Yo lo haré”.
Busqué toda clase de trabajos para ganar dinero y cuando regresé a la Grand
Rapids Christian High School me convertí en el mejor estudiante. Aprendí que
uno aprecia mucho más lo que consigue por sí mismo que lo que le dan.
También aprendí que todas las decisiones acarrean consecuencias. Mi decisión
de perder el tiempo tuvo consecuencias negativas y mi decisión de regresar a la
escuela cristiana tuvo unas consecuencias positivas que me acompañaron el resto
de mi vida.
La Grand Rapids Christian High también fue el lugar en el que comencé a
desarrollar las habilidades de liderazgo que me hicieron exitoso en los negocios.
Y aunque el trabajo me impedía jugar y practicar deportes, encontré otra salida.
Nuestra escuela no tenía un grupo organizado de porristas durante los juegos de
baloncesto, así que decidí organizar uno. Era cuestión de permanecer a un lado
de la cancha y comenzar a gritar porras para que las porristas las repitieran y le
dieran vueltas a la cancha haciendo coreografías y animando al público. A ese
punto yo ya estaba trabajando en la tienda de artículos para hombre y había
comprado alguna ropa, y recuerdo que hacía las porras vestido de traje y corbata.
Hasta recuerdo que una vez hice el ridículo dando volteretas vestido de esta
forma al punto en que se me rompió el pantalón y tuve que caminar muy
avergonzado en reversa por toda la cancha procurando que el público no notara
la abertura de mi pantalón. Sin embargo, no deje que la vergüenza me impidiera
seguir animando a las porristas y a la fanaticada.
Me encantaba animar a las multitudes y a los equipos. Y ha sido así a lo largo
de mi existencia. Todavía me refiero a mí mismo como a un “porrista” porque
me mantengo animando a otros a tener confianza en sí mismos y a usar sus
talentos para lograr sus sueños. Esa ha sido una de mis razones más importantes
para alcanzar mi éxito y para ayudarles a otros a lograrlo.
Infortunadamente, tenía menos éxito en el salón que en la cancha de
baloncesto. Animar e incentivar, hacer amigos y socializar va con mi
personalidad mucho mejor que sentarme a escuchar una clase. Aunque mis notas
eran mejor, todavía seguían siendo promedio y no tenía metas. Muy en el fondo
de mi ser había un deseo de ser algún día un hombre de negocios, pero no tenía
una idea clara de cuándo y cómo lograrlo. No recuerdo de qué manera, pero mi
nombre fue propuesto como candidato a la presidencia de mi clase. Había
pasado un año en Davis Tech y pensé que mis compañeros me habían olvidado,
pero a lo mejor mi fama como porrista, junto con mi habilidad para hacer
amigos, me hizo popular. Hasta algunos de mis profesores querían que yo
ganara. Un día nuestro profesor se salió del salón por unos minutos y luego
regresó y me dijo: “¡Ganaste! Estaba tan a la expectativa de que tú fueras el
ganador que tuve que salirme del salón e ir a averiguar”.
Como presidente de mi clase fue mi responsabilidad dirigir unas palabras
durante la ceremonia de inicio del año escolar. América acababa de sobrevivir a
la Gran Depresión y estaba combatiendo contra los nazis y los japoneses en la
Segunda Guerra Mundial para proteger y preservar nuestro estilo de vida
americano. Eventualmente, más adelante yo pronunciaría discursos ante miles de
personas sobre la grandeza de América —y sobre las magníficas oportunidades
que nuestro país ofrece, mejores que las de cualquier otro país del mundo. Y aún
a esa corta edad yo vivía lleno de esperanza y optimismo. Así que en aquella
ocasión enfoqué mi discurso de bienvenida sobre la fortaleza de nuestra nación y
compartí una mirada optimista acerca de nuestro futuro.
Mi discurso se tituló “¿Qué le depara el futuro a los estudiantes de la clase que
se graduará en 1944?” Mi padre me ayudó a practicar frente al espejo haciendo
sugerencias sobre mi dicción y ademanes, dónde hacer pausa y sobre qué
palabras enfatizar. Me dediqué a pronunciar un discurso que inspirara a mis
compañeros de clase, quienes junto conmigo, estábamos comenzando a vivir.
Muchos estarían uniéndose a la lucha por la libertad en Europa y al Sur del
Pacífico. La ceremonia fue en el centro de Grand Rapids en Coldbrook Christian
Church. Recuerdo que no estaba nervioso y que deseaba que mi discurso fuera
muy bueno y produjera aplausos. Después que hablé una señora en la audiencia
me dijo: “Estuviste mejor que el predicador”. Ese era todo un elogio dentro de
nuestra comunidad cristiana en donde la única oratoria que la mayoría de la
gente escuchaba era la del sermón del domingo.
Una experiencia más de la secundaria que cambiaría mi vida y la manera en
que me veo a mí mismo: cuando me gradué, el que había sido mi querido
profesor de Biblia durante todo el año, el Dr. Leonard Greenway, me escribió un
comentario en mi anuario que nunca olvidé —una frase sencilla y muy
alentadora: “Para un joven pulcro y con muchos talentos de liderazgo en el
Reino de Dios”. Su dedicatoria fue sencilla, pero se convirtió en una fuente
enorme de inspiración para un chico que no había sido un buen estudiante y de
quien se había dicho que no tenía capacidades para asistir a la universidad. Sin
embargo, ¡yo era un líder —según un profesor a quien yo admiraba! ¡Vaya!
Nunca antes me había visto a mí mismo de esa manera.
Años más tarde volví encontrarme con el Dr. Greenway en una reunión de la
escuela. En esa ocasión yo era el maestro de ceremonia y de cierta manera lo
puse entre la espada y la pared al preguntarle frente a mis compañeros si él
recordaba lo que me había escrito en mi anuario. Él se puso de pie y, después de
todos esos años, repitió perfectamente una tras otra cada palabra de aquella frase.
Yo estaba impactado por que él había reconocido en mí algo que yo todavía no
había visto, pero él fue lo suficientemente sabio para comprender la importancia
de unas palabras positivas y de ánimo cuando se trata de contribuir al futuro de
un joven. Hasta el día de hoy sigo recordando su amabilidad, y en homenaje a lo
que él hizo por mí, siempre estoy tratando de animar a otros con el poder que
tienen los mensajes positivos.
Por todo lo anterior yo sé que fui bendecido al crecer en el ambiente apropiado.
Conté con el amor y el apoyo de mi familia, con la actitud positiva de mi padre y
con los ejemplos de las ventas y los negocios de mis abuelos. Heredé los mejores
rasgos de los holandeses: su fe, su capacidad de ahorro, su estilo de vida
práctico, su ética de trabajo y el aprecio por la libertad y las buenas
oportunidades. Perfeccioné los talentos de oratoria y liderazgo que descubrí
siendo el presidente de mi clase. Mi fe fue nutrida y fortalecida en mi iglesia
durante la secundaria. Aprendí el valor y las recompensas de mi trabajo como
repartidor de periódicos, así como de todos los trabajos que hice para pagar mi
escuela. Incluso en los peores tiempos de la época de la Gran Depresión estuve
redondeado de gente persistente y llena de fe. Recibí el apoyo de mis profesores.
Y además fui porrista, función optimista y entusiasta que sigo desempeñando
hasta el día de hoy.
Después de haberme dado a conocer como un conferencista motivacional uno
de mis discursos primordiales fue “Las tres As: Acción, Actitud y Ambiente
adecuado”. Mucha gente fracasa al intentar tomar acción porque está paralizada
por el temor y la duda. Pero nada pasa hasta que no actuamos. Nuestras acciones
deben surgir de una actitud positiva y esta a su vez se desarrolla en nosotros
cuando estamos en el ambiente adecuado o cuando nos desplazamos hacia él. Mi
entorno fue el amor de mi familia y de mi comunidad, la cual, a través de la fe y
el trabajo arduo, encontró felicidad a pesar de la Gran Depresión y esperó con fe
y esperanza un mejor mañana. Ya sea con mis propios hijos, con los jugadores
del equipo Orlando Mágic de la NBA o con los millones de distribuidores de
Amway que hay alrededor del mundo, yo sigo enfatizando en la necesidad de
una buena atmósfera. Si tú estás rodeado de amigos que significan una influencia
negativa, déjalos y encuentra buenos amigos y gente positiva. Aléjate de los
lugares y las situaciones que tengan el potencial para generarte incidentes y
malas conductas. Si encuentras un ambiente negativo donde vives o trabajas, ve
a otros lugares. Busca amigos, socios y mentores con actitudes positivas y que
compartan tus metas con optimismo.
Una atmósfera positiva genera una actitud positiva la cual es un requisito para
hacer cosas positivas. Debido a mi entorno y al apoyo que recibí durante mi
época de estudiante de la secundaria pude desarrollar la confianza de que algún
día cumpliría mis sueños. Y así como fueron de importantes todas las
experiencias de mi niñez para forjar mi futuro, nada fue tan significante como
una persona que conocí antes de graduarme de la escuela. Ella sería el
instrumento para cambiar mi vida de maneras que yo nunca hubiera soñado. Y
todo comenzó con un simple aventón para ir a la escuela.
Iniciando una sociedad vitalicia
EL SONIDO DE UN CARRO RETUMBÓ hasta la señal de pare que había al
final de mi calle. La escuela cristiana a la cual yo asistía quedaba a unas dos
millas de mi casa. En una ocasión un conductor que pasaba —y me vio con mi
chaqueta de lana con las solapas levantadas, mi sombrero embutido hasta las
orejas y mis zapatos negros hundiéndose entre la nieve— se ofreció a llevarme
hasta la escuela. Debió haberse dado cuenta de que yo tenía que caminar más
que los demás estudiantes y supondría que era más difícil para mí enfrentar el
viento y la nieve que caía. A veces tomaba el bus, pero la ruta iba hasta el centro
de Grand Rapids y hacía varias paradas antes de llegar a mi escuela y eso
equivalía a llegar demasiado tarde a clases.
Necesitaba un medio de transporte más eficiente, y ya siendo una especie de
empresario, tuve una idea. Había notado un Ford Modelo A 1929 convertible
pasar cerca a mi casa. Luego comencé a notar el mismo carro parqueado en mi
escuela y pensé que viajar en este carro sería más rápido que tomar el bus o
caminar. Así que un día me presenté delante del estudiante dueño del carro y le
dije que vivía a unas pocas cuadras de su casa y le pregunté si era posible que
me recogiera para venir junto con él a la escuela. Él también tenía un toque
empresarial y me dijo: “¿Por qué no me paga $0.25 semanales para ayudas de la
gasolina?” Como la gasolina costaba $0.10 el galón acepté el trato sin saber que
el dueño del carro ya llevaba otros estudiantes y también a ellos les cobraba
$0.25 semanal.
Ese fue mi primer negocio formal con Jay Van Andel, quien se convirtió en mi
amigo de por vida y en mi socio en los negocios.
El padre de Jay, James, y otro holandés llamado John Flikkema, eran los
dueños del concesionario Van Andel & Flikkema, que todavía existe, y esa era la
razón por la cual Jay tenía el inusual privilegio que un adolescente pudiera tener
durante la época de la Gran Depresión: un carro propio. Cuando lo conocí, Jay
era callado y estudioso. Además era hijo único y, comparado con mi casa, vivía
en un hogar silencioso, con unos padres que eran bastante reservados. Yo era un
estudiante extrovertido e informal. Jay era reservado y serio; daba la impresión
de ser un chico capaz de sacar solo letras A en sus notas de la escuela sin
necesidad de abrir ni un libro. Así que me interesó su amistad, no porque hubiera
nada en común entre nosotros, sino por su carro. Él tenía un par de amigos que
vivían cerca de su casa antes de pasarse a vivir cerca de mi vecindario. Con ellos
asistía a la iglesia, pero tenía pocos amigos cerca de su nuevo hogar.
Comenzamos nuestra amistad como un par de extraños que son muy
diferentes, no solo en su personalidad, sino también físicamente. Yo era más
bajito y robusto, y tenía cabello oscuro; Jay era alto y delgado, con cabello rubio
y ondulado; yo era extrovertido y él era tímido; yo hacía reír a la gente mientras
Jay era serio; él estaba un grado más adelantado que yo en la escuela, no hablaba
casi y contestaba con monosílabos, pero era un chico maravilloso porque le
interesaban temas adelantados para nuestra edad; yo no era muy académico, pero
me encantaba pensar en cómo expandir mis horizontes. Sin embargo, poco a
poco nos fuimos conociendo y nos las arreglamos para entablar conversaciones
interesantes.
Alguna vez le propuse durante el camino a la escuela: “¿Por qué no vienes al
juego de esta noche?” No sé si él entendió que yo me refería al partido de
baloncesto de la escuela y tampoco sé si alguna vez había estado en alguno, lo
cierto es que me dijo: “¡Claro! Te apuesto que debe ser muy divertido”.
Entonces nos fuimos. Comenzamos a ir con frecuencia a los juegos y conocimos
otros amigos con quienes íbamos a comer hamburguesas y soda después de los
partidos. Así que, siendo mi amigo, Jay hizo más amigos. Comenzamos a hacer
cosas juntos, a socializar y a salir con chicas.
Muchos años después un artículo en Reader´s Digest se refirió a Jay y a mí
como a los “gemelos holandeses”. Eso no era del todo cierto por varias razones
debido a que éramos diferentes en nuestro aspecto físico y en la personalidad,
más sin embargo, era real que nos parecíamos en nuestra visión del mundo y de
la vida. Mirando atrás veo un nivel de madurez en nuestra amistad, sobre todo
porque mucha gente nunca se da la oportunidad para conocer a otras personas
porque se apresura a hacer juicios basándose en la apariencia física y porque la
personalidad del otro no parece converger con la propia. Jay y yo teníamos
cualidades muy diferentes, pero, si nunca hubiéramos intentado hacernos amigos
porque en apariencia éramos distintos o porque actuábamos diferente, jamás
hubiéramos descubierto qué tanto nos parecíamos en cuanto a nuestra manera de
pensar.
Muy pronto Jay empezó a conocer más amigos y utilizaba su habilidad de
negociante para encontrar nuevos pasajeros dispuestos a pagarle por su servicio
de transporte escolar. Su Modelo A se le llenaba de pasajeros y muchas veces
nos apretujábamos en el asiento trasero e incluso algunos se iban parados a lado
y lado de los estribos del carro agarrados muy fuerte para no caerse en el intento.
Todo esto era mucho antes de que se utilizaran los cinturones y las reglas de
seguridad actuales, aunque Jay no excedía el límite de velocidad de 25 millas por
hora, así que la policía no nos molestaba ya que, con toda seguridad, los agentes
pensarían que esa era la mejor forma de transporte que un chico pudiera
encontrar durante esa época de Depresión.
Yo tenía un balón de baloncesto en mi casa y todavía puedo ver a Jay en su
carro, allí parqueado, sin jugar, esperando a que nosotros termináramos de hacer
unos cuantos lanzamientos. Luego entrábamos a mi casa y mi madre nos daba de
comer. A ella le encantaba Jay —¿A qué mamá no le encanta que su hijo tenga
un amigo más maduro, emprendedor, estudioso, y que además sea el dueño de su
propio automóvil? Nuestra amistad se fue haciendo profunda con el paso del
tiempo. Yo traje a su vida un poco de actividad y vivacidad, y a la vez aprendí
mucho de él puesto que Jay era muy inteligente.
La nuestra resultó ser una fusión muy buena. El padre de Jay también llegó a
conocerme lo suficientemente bien como para ofrecernos nuestra primera
oportunidad de trabajar como socios y para poner a prueba nuestra habilidad de
triunfar frente a responsabilidades propias de los adultos. Yo apenas tenía 14
años y Jay, 16, pero su padre debió haber percibido que podía confiar en
nosotros a pesar de nuestra edad. Nos preguntó si estaríamos interesados en
llevar dos de sus camionetas desde Grand Rapids hasta donde un cliente que
tenía en Bozeman, Montana. ¡Por supuesto! La producción de carros durante la
guerra se limitaba a ensamblar vehículos para uso militar, así que los dueños de
las grandes fincas en Montana estaban comprando camionetas de platón donde
fuera que las encontraran. Hoy en día, pedirles ese favor a dos adolescentes es
inimaginable, pero se esperaba de los jóvenes de mi generación que
maduráramos rápido ya que muchos estaban combatiendo en la Segunda Guerra
Mundial. La necesidad de que los jóvenes hiciéramos trabajos de adultos durante
la guerra también permitió que yo obtuviera mi licencia de conducción a los 14
años.
Mi madre le dijo al padre de Jay: “Jim, él no es lo suficientemente mayor para
manejar atravesando el país de esa forma”.
“Estarán bien”, le respondió el papá de Jay. “Ellos ya están grandes”.
Entonces, con la cálida bendición de mi madre, y así como un chico se monta
en su bicicleta para ir a dar una vuelta por su vecindario, yo me subí en aquella
camioneta para manejar más de 1.000 millas hasta llegar a Montana. Jay y yo no
hablábamos de otra cosa que no fuera planear ese viaje y creo que ni logramos
dormir la noche antes de partir. Estuvimos despiertos imaginándonos el lejano
Oeste, sus montañas, praderas y ranchos. El dinero era escaso y los hoteles,
también, de manera que dormíamos sobre pilas de heno que acomodábamos en
las camionetas. Remolcábamos una de las camionetas e íbamos juntos en la otra.
Hubo lugares en los que no pagamos hotel ni comida porque teníamos
conocidos. En Iowa había gente de la Iglesia Cristiana Reformada y también
unos chicos mayores que nosotros que asistían a Calvin College en Grand
Rapids. Hicimos unas paradas en sus casas y nuestros anfitriones nos atendieron
muy bien. Una de estas familias, de descendencia alemana, nos sirvió chucrut —
recuerdo lo mucho que se rieron al ver el disgusto en nuestra cara cuando lo
probamos por primera vez. ¡Horrible!
Antes de que existieran las grandes autopistas los límites de velocidad tendían
a estar en las 40 millas por hora y las carreteras eran de dos carriles y
atravesaban los campos, así que Jay y yo manejábamos durante millas y luego
hacíamos una izquierda brusca en una intersección, continuábamos en esa
dirección por un buen rato y luego hacíamos una derecha repitiendo esta
maniobra varias veces. Así eran los caminos en aquel tiempo puesto que la
prioridad eran las fincas y no la carretera. Atravesamos Iowa y luego Dakota del
Sur, de donde recuerdo haber parado en la famosa droguería Wall Drug Store en
Rapid City, y luego atravesamos Badlands llegando a un monumento muy
conocido que habíamos visto solo en los libros de la escuela: Mount Rushmore.
Las llantas de nuestras camionetas ya estaban en malas condiciones cuando
salimos de Grand Rapids. Recuerdo que pinchamos tres veces durante un
caluroso día y nos desvaramos gracias a unos parches que habíamos llevado
porque una estación de servicio que encontramos en medio de la nada quería
cobrarnos $0,05 centavos por echar aire y ese dinero estaba fuera de nuestro
presupuesto, por lo tanto decidimos desvararnos nosotros mismos en medio de
aquel sol y sudar hasta inflar las llantas con una bomba manual —una lección
temprana de cómo ahorrar y valérnoslas por nosotros mismos.
Este viaje nos reveló ese sentido de la aventura implícito tanto en nuestros
negocios como en nuestra vida personal. El recorrido nos dio la oportunidad de
conocer y apreciar con nuestros propios ojos nuestra tierra americana, hecho que
después nos ayudaría a definir nuestros principios y el estilo de nuestro negocio.
También aprendimos lecciones de trabajo en equipo, confianza en sí mismos,
responsabilidad y confiabilidad, y experimentamos la satisfacción del trabajo
bien hecho. Siempre hemos disfrutado de viajar. Por ejemplo, nuestro negocio de
Nutrilite establecido posteriormente requería de un par de viajes al año a la
oficina principal en California. Nos encantaba manejar de ida y regreso hasta
allá y siempre parábamos para ver los parques nacionales y para esquiar en las
montañas. Durante nuestros viajes camino a la escuela, después de tardes de
diversión, y luego de haber estado en carretera en un viaje que hace parte del
sueño de cualquier adolescente, nuestra amistad se cimentó. Para cuando yo me
gradué de la Secundaria nos conocíamos como hermanos y éramos expertos
conocedores de nuestras características mutuas. Estábamos convencidos de que
seríamos amigos para el resto de la vida. Durante mi último año de la Secundaria
Jay me escribió en mi anuario: “El verdadero oro nunca se corroe”.
Extraño esos días en los que los jóvenes podíamos experimentar todas esas
aventuras. Creo que hubo y existe la tendencia en muchos padres, quizá por
temor y miedo, a mantener a sus hijos demasiado seguros. Estos “padres
helicóptero” revolotean sobre sus hijos con el fin de levantarlos cada vez que se
caen. Y les hacen un mal cuando no les permiten caerse varias veces antes de
que aprendan a caminar por sí mismos. En el mundo de hoy, más complejo y
menos seguro, permitirle a un joven de 14 años que haga el mismo recorrido que
hicimos Jay y yo hasta Montana ya no es posible, por eso aprecio la confianza
que recibí de mis padres y la oportunidad que me dieron de tener la aventura de
mi vida. Ese viaje fue importante para ayudarnos a Jay y a mí a dejar de ser
niños para pasar a ser hombres. Y estoy seguro de que tanto su padre como el
mío sabían que así sería.
No recuerdo muy bien los detalles de lo que hablábamos cuando nos
dirigíamos hacia la escuela, pero estoy seguro de que compartíamos nuestros
anhelos mutuos en cuanto a tener algún día un negocio propio, sin embargo,
como la mayoría de los chicos de nuestra edad, de lo que nos encantaba hablar
era de deportes y de chicas o de algún examen difícil que se avecinara. Y de lo
que más me acuerdo que conversábamos nosotros era de la guerra. Es difícil de
imaginar ahora, pero en aquellos días hasta en la más corta conversación se
incluía el tema de la Segunda Guerra Mundial. Todo lo demás era secundario a
lo que estaba ocurriendo en Europa y el Pacífico. Esos conflictos lejanos
cruzaban los océanos para afectar todo aspecto de nuestra vida. Recogíamos el
periódico en la puerta y el titular principal en la página del frente era sobre
alguna batalla ganada o perdida. Las fotos en blanco y negro mostraban a los
soldados marchando en Europa y a los marineros adentrándose en las playas.
Toda emisora anunciaba las últimas noticias de la guerra en tierras con nombres
bastante inusuales y con el análisis de lo que significaba perder o ganar cada
batalla. Los anuncios que se daban en los teatros mostraban a los soldados
alemanes en sus tanques atravesando Europa. Jay vivía muy interesado en la
logística y en las historias de la guerra; tenía sus puntos de vista y le encantaba
discutir lo que estaba ocurriendo en Europa y el Sur del Pacífico —lugares tan
distantes y exóticos para dos chicos de Grand Rapids que un día fundarían una
compañía basada en un novedoso sistema de negocios y en la incomparable
libertad de América.
El tema de la guerra tuvo un interés especial debido a la lucha de nuestro país
por la libertad en contra de las dictaduras de Alemania y Japón. Todo chico que
fuera al teatro un sábado en la mañana y viera esos cortos noticieros acerca de
Hitler, Mussolini y Tojo pavoneándose frente a multitudes frenéticas conocía el
alto riesgo de unirse para combatir a estos enemigos, pero aun así sentía ese
entusiasmo por ir al combate a contribuir para ganar la guerra.
Cuando Jay se graduó de la secundaria en la primavera de 1942 el hecho de
hablar de la guerra y verla ocurrir en las noticias quedó reemplazado por la
realidad de la guerra. Jay se unió a las reservas de las Fuerzas Aéreas y más
tarde recibió el rango de teniente segundo para convertirse en entrenador de las
tropas en el manejo del bombardero B -17. Cuando Jay se fue a prestar servicio
activo me dejó su Modelo A para que yo siguiera yendo en él a la escuela. Esos
fueron años alegres de amistad, diversión y logros, pero muy en el fondo me di
cuenta de que, cuando cumpliera 18 años, como muchos jóvenes de mi edad, me
enlistaría para servirle a mi país en uno de sus más grandes retos. Me gradué de
la secundaria en junio de 1944 e ingresé a la Armada a comienzos de julio —
pasé de estudiante a soldado en cuestión de semanas.
Todo el que ingresaba a las Fuerzas Militares en aquellos tiempos pensaba lo
mismo que yo: “Tenemos que ganar. Yo quiero servirle a mi país”. Quienes eran
rechazados por problemas de salud se sentían muy tristes. Si eras un 4-F, todo el
mundo lo sabía. Así que te sentías muy feliz cuando pasabas tu examen físico
sabiendo que podrías ir a servir. A lo mejor en la actualidad ese sea un
sentimiento difícil de creer debido a la controversia respecto a la Guerra del
Vietnam y la eliminación del reclutamiento. Desde ese tiempo, solo aquellos que
lo deseen, pelean nuestras guerras. Yo nunca desearía que ningún joven
americano tuviera que pelear en una guerra, pero creo que hemos perdido una
parte importante de nuestro patriotismo americano al igual que la voluntad de
sacrificarnos por nuestro país —que era tan vívida y vital cuando sabíamos que
el futuro y la libertad de nuestra nación dependían de ganar una guerra mundial.
Jay se convirtió en oficial y enseñaba sobre cómo mantener, reparar, realinear
y utilizar los bombarderos. Durante un bombardeo el oficial va al mando del
avión. El piloto mantiene el curso, pero una vez está sobre la zona a atacar el
control es del oficial de bombardeo. Así que Jay se volvió un experto en el
mantenimiento de estos aviones y en el entrenamiento de su uso. Pronto fue
enviado a Yale para recibir instrucción para convertirse en oficial y lo logró
bastante rápido porque fue muy inteligente para aprender todo lo que necesitaba.
En una de las muchas cartas que me escribió desde la base de Dakota del Sur
durante el tiempo en que los dos servíamos a nuestro país, Jay me contó que era
su cumpleaños y que se encontraba en su oficina haciéndose cargo de la base
aérea como oficial del día. Era un domingo y le tocó hacerse responsable justo
en esa fecha. Apenas cumplía 21 años y tenía que administrar todos esos
bombarderos, soldados y aviadores. Solo en tiempos de guerra le delegamos a
gente tan joven semejante responsabilidad.
Cuando me enlisté esperaba convertirme en piloto. Sin embargo, para el verano
de 1944 la guerra estaba comenzando a debilitarse y las Fuerzas Armadas
decidieron no entrenar más pilotos. Yo fui asignado como mecánico de los
aviones planeadores que serían utilizados para dejar a las tropas y al
equipamiento en combate. Mi servicio comenzó en la estación del tren en Grand
Rapids, y al principio vestía de civil, pero más adelante recibí mi uniforme verde
de militar y un tiquete pago por el gobierno rumbo a Chicago. Recuerdo que
esperé en la plataforma en compañía de mis padres esmerándose para no
mostrarme sus emociones ni su preocupación con respecto a que su único hijo
estaría lejos de casa y en peligro.
Más adelante viajé por todo el país en trenes atiborrados de tropas llenas de
camaradería y conducta bulliciosa durante esos viajes. Debido a que he sido
siempre extrovertido me parecía emocionante ir hombro a hombro con otros
soldados dispuestos a ganar la guerra. Pero en este viaje —el primero tan
distante y cuyo destino era una ciudad tan grande— estaba absorto en mis
pensamientos. Escuchaba el sonido del tren y veía fincas, ciudades pequeñas y
fábricas por la ventana. Reflexioné mucho durante ese viaje.
Como todos los que estaban en mi situación pensaba en la posibilidad real de
los peligros de un combate hasta incluso perder la vida. Día a día los periódicos
publicaban la lista de los hombres en servicio —incluyendo algunos que yo
conocía y que eran más jóvenes que yo— que habían sido heridos seriamente y
también dado su vida en la guerra. Entendí que enfrentaba un gran riesgo, que
era posible que me enviaran a zonas peligrosas y que de pronto no regresaría a
casa. Mis pensamientos en ese momento —y después, durante la guerra— se
llenaron de fe. La fe tiene un enorme significado en la vida militar debido al
valor de la vida, al hecho de tener conciencia de que hay gente muriendo, amigos
que hoy están vivos y al día siguiente, muertos. La vida y la muerte estaban
presentes y frente a mí todo el tiempo. Así que la fe se vuelve un asunto serio y
uno decide qué creer y qué no creer.
La guerra fortaleció mi fe y me conforté en el hecho de que el Señor estaba
conmigo y guiaba mi vida.
Sin embargo, me sentía orgulloso de servir voluntariamente y de compartir el
deseo de mi país por ganar la guerra. No era posible considerar la alternativa de
un dictador gobernando nuestra nación ni tener que hacer lo que Hitler nos
dijera. Esa idea de dictadores y suásticas, y de los desfiles de tropas que veíamos
en las noticias, era atemorizante para los americanos. Yo estaba decidido a poner
de mi parte para salvar a mi país y por eso no permití que el pensamiento de la
muerte se apoderara de mí. La posibilidad de morir siempre hace parte de la
guerra, pero aquellos que son muy jóvenes suelen pensar que la muerte es para
los demás. Los tiempos eran tensos, pero, antes de rendirnos ante el peligro y
hablar de él, nos dedicamos a hacer lo que teníamos que hacer. Rumbo a
Chicago también vino a mi mente el hecho de que estaba dejando mi hogar y no
retornaría en muchos meses.
Más adelante aprendí que, para los hombres que servían en las Fuerzas
Militares en el exterior, una de las palabras más profundas que tocan su corazón
y su mente es hogar. El hogar adquiere un enorme significado y le da valor a la
vida. Muchos de los que sirvieron en la guerra querían conocer el mundo y se
sentían felices de alejarse de su casa, pero más adelante estaban felices de tener
ese hogar al cual retornar.
Mi conexión con mi hogar eran las cartas que recibía de mis padres, familiares
y amigos. Ellos me mantenían al tanto de sus actividades. Mis padres y yo
intercambiábamos cartas por lo menos una vez por semana. Las tropas
intentábamos comunicarnos por teléfono ya que, incluso si nos escribían con
regularidad, no significaba que recibiríamos nuestro correo con esa misma
regularidad. Hacerles llegar el correo a las tropas era todo un reto porque los
familiares y los amigos no siempre sabían dónde se encontraban sus seres
amados. Ellos apenas sabían que tenían que escribir a la oficina del correo del
Pacífico o del Atlántico.
Jay y yo nos mantuvimos en contacto y él me escribió las cartas que tuvieron
mayor significado para mí, sobre todo cuando yo estaba a miles de kilómetros de
distancia de nuestra ciudad natal en una pequeña isla del Pacífico. Yo le contaba
sobre las cotidianidades de mi rutina diaria, en cambio sus cartas eran más
detalladas y filosóficas. Él me escribía sobre muchas cosas porque pensaba en
muchas cosas. Sus cartas me hacían sentir en casa y me recordaban la
profundidad de nuestra creciente amistad.
Jay sentía tanta nostalgia por su hogar como yo por el mío. Una vez me
escribió: “Me siento tremendamente solo esta noche, Rich. Debe ser por el
clima, por estos días tan fríos al final del verano. Hay algo en ellos que me
recuerda el otoño allá en casa. ¡Qué maravilloso sería si tú y yo, y el resto de
nuestros amigos, volviéramos en a encontrarnos este otoño!” En otra carta me
escribió específicamente acerca de nuestra amistad: “Nuestras vidas están unidas
y son inseparables, dos amigos que se han conectado de manera tan perfecta, una
amistad tan firme no debe finalizar por una guerra. Continuaremos nuestra
amistad desde donde la dejamos y cumpliremos nuestros sueños de la manera en
que dos grandes amigos que están en perfecto acuerdo lo harían. Tu mejor amigo
y compañero de siempre, Jay”. Estas cartas todavía son el mejor recuerdo que
tengo de nuestra gran amistad.
Con frecuencia hablamos de “amigos”. Hoy en día se le dice amigo a cualquier
conocido y para referirse a relaciones más cercanas hay que especificar que se
trata de “amigos cercanos” o de “mejores amigos”. En la actualidad la gente
tiene miles de “amigos” en Facebook. En mis tiempos, un amigo era un amigo y
se trataba de una relación única y especial.
Así que yo recibí mi boleto con destino a Chicago y la orden era que tenía que
presentarme tan pronto llegara. La estación de Chicago estaba repleta de
hombres en uniforme y de bandas militares tocando. De Chicago abordé otro
tren hacia Shepperd Field, un centro de entrenamiento para reclutas de la
frontera entre Texas y Oklahoma en el que yo era uno de los 7.700 mecánicos de
aviación en entrenamiento. Fui asignado para mantener aviones sin motor que
eran lanzados desde aviones más grandes y se utilizaban para llevar las tropas y
suplementos a las líneas enemigas —silenciosamente.
Después de un año y medio de entrenar en Estados Unidos recibí órdenes en la
primavera de 1945 para viajar a una base ubicada en una pequeña isla en el
Océano Pacífico llamada Tinian, al sureste del Japón. Cuando recibí la orden los
alemanes se habían rendido y la guerra con Japón parecía acercarse a su fin. Yo
me dirigía en carro hacia Salt Lake City en agosto 15 de 1945 cuando escuché en
las noticias de la radio que la guerra en el Pacífico había terminado. La señal de
la emisora se perdía a medida que íbamos subiendo las montañas y no logramos
encontrar ninguna otra señal. Cuando llegamos al valle la señal retornó y
recibimos la confirmación de que los japoneses se habían rendido y que la guerra
por fin había terminado. Celebré esa noticia en Salt Lake City junto con todos
mis compatriotas a lo largo y ancho de nuestra nación. Algunos en mi unidad
estaban especialmente emocionados porque pensaban que era muy probable que
no viajaran fuera del país.
Pero, a pesar de que la guerra terminó, de todas maneras nos enviaron a Tinian
y allí pasé seis meses, y aquélla fue la isla desde donde el Enola Gay voló al
Japón a lanzar la primera bomba atómica en Hiroshima. Yo ayudé a desmantelar
un campo aéreo que nuestras tropas habían construido después de recuperar la
isla de manos de los japoneses y manejé un pequeño camión hasta un lugar de
una isla del Pacífico. Mi misión no fue tan sofisticada, pero sabía que era
importante y me sentía orgulloso de cumplirla.
Jay se sentía frustrado de nunca haber sido enviado fuera del país.
Posteriormente me explicó que su unidad estaba en Nueva York a bordo de un
barco rumbo a Europa y de pronto el embarque de las tropas se suspendió y un
oficial gritó: “¡Ya estamos llenos! Ya no cabe nadie más. Todos los demás
regresen y repórtense a sus barracas”. Al hablar del asunto Jay me dijo: “Cuando
llegó el momento en que abordáramos los que nos apellidábamos con la letra V
ya se había llenado el barco y no me pude embarcar —todo porque yo era un
Van Andel y no un DeVos”.
La guerra me puso frente a hombres de diferentes credos y procedencias.
Aprendí lecciones sobre disciplina al tener que cumplir órdenes y mantenerme
físicamente fuerte —como también acerca de lo que es dar órdenes, la rigidez de
la milicia y tener conciencia de cómo uno debe tener reglas claras y definidas
cuando tiene a cargo una gran cantidad de gente. Yo hice lo que me mandaron
sin saber que un día mi socio y yo necesitaríamos de esos mismos principios
para manejar un negocio internacional con miles de empleados y millones de
distribuidores.
Mi servicio terminó en agosto de 1946 cuando zarpamos del Japón hacia San
Francisco y yo tomé un tren hacia Chicago. Tenía 20 años y había madurado por
la experiencia de la guerra y la vida lejos de casa. Me sentía orgulloso y confiado
de hacer parte de una nación victoriosa y próspera que se estaba convirtiendo en
un símbolo de libertad para el mundo. Todo el país estaba emocionado y esa fue
la mejor época de la nación en que he vivido. Habíamos demostrado nuestra
habilidad para trabajar juntos y sobreponernos a la adversidad para alcanzar la
grandeza. Estábamos listos para continuar trabajando y comprar carros nuevos,
electrodomésticos, finca raíz y todo lo que había escaseado durante los años de
la guerra. Éramos optimistas ante el hecho de tener un mejor estilo de vida y
prosperar más que nunca antes. Los militares que regresaron a sus casas estaban
abriendo estaciones de gasolina, almacenes y otros negocios o empleándose y
trabajando duro. Ganamos la guerra en la cual el terrible Hitler trató de matarnos
y apoderarse de nuestra nación al mismo tiempo que Japón buscaba otros lugares
del mundo sobre los cuales expandir su imperio.
Ahora América era libre para alcanzar las estrellas.
Cuando llegamos a casa después de la guerra Jay y yo no éramos distintos a
otros veteranos que se sentían orgullosos de buscar oportunidades en esta nueva
América, la cual parecía ofrecerlas sin límite. Incluso habíamos plantado las
semillas de un plan de negocios durante la guerra. Una vez Jay regresó a casa
antes de que yo me alistara en la Armada y nos encontramos para salir a una cita
con dos chicas, y al regresar esa noche comenzamos a hablar y yo le pregunté:
“¿Qué vas a hacer cuando termine la guerra? ¿Irás a la universidad?” Pero dados
nuestros antecedentes y nuestros deseos de cumplir nuestros sueños siendo
dueños de un negocio creo que los dos sabíamos que ir a la universidad no sería
una respuesta para ninguno de nosotros. Mientras más hablábamos, más nos
dábamos cuenta de que deberíamos hacer una sociedad y comenzar un negocio.
Las sociedades de negocios para toda la vida son muy escasas. Las razones
para que nuestra amistad y sociedad fueran imperecederas parecen tan simples y
obvias, pero son difíciles de explicar con palabras a quienes no han
experimentado una relación tan única como esta. El comienzo fue bastante
intrascendental: $0.25 de dólar por transporte semanal para ir a la escuela. Solo
unos años después, en tiempo de guerra, Jay firmaba sus cartas dirigidas hacia
mí de esta manera: “Tu mejor amigo y compañero de siempre”. Estábamos en el
garaje de mi padre, siendo aún muy jóvenes, proponiendo la conformación de
una sociedad de negocios.
He hablado frente a muchas audiencias en estos últimos años acerca del poder
de hacer una sociedad. Es muy raro el hombre de negocios solitario que cuenta
con toda la sabiduría, conocimiento, habilidades y talentos para hacer su propio
negocio. Jay y yo fuimos conscientes de esta verdad desde el comienzo. Creo
que él llegó a mi vida para que yo lo introdujera al mundo de las relaciones
sociales activas, a la alegría de hacer y mantener amigos y para que disfrutara de
las maravillas de una vida llena de entusiasmo y disposición para ayudar a los
demás. Y a la vez yo aprendí a admirarlo por su sabiduría. Incluso desde la
Secundaria Jay ya tenía una visión del mundo. Era un joven muy ilustrado e
inteligente que recordaba todo lo que había leído. Hasta en nuestras charlas más
sencillas yo aprendí muchas cosas de él que un chico de su edad muy
seguramente no sabía. Su padre tenía un negocio, así que Jay también tenía algo
de conocimiento en ese tema. Él trabajaba en los carros en el concesionario de su
padre los domingos, y ese hecho generó en él una ética de negocios y
habilidades mecánicas.
Jay y yo comenzamos a trabajar juntos cuando hojalateábamos su Modelo A en
el negocio de su padre. Jay me agradaba porque era inteligente y yo debí
agradarle porque debí sacarlo de estar todo el tiempo entre sus libros para ir a
divertirnos. Durante nuestros días escolares él permanecía en su casa leyendo.
Yo le preguntaba: “¿Jay, quieres ir al juego de esta noche?”.
Él me miraba por encima de su libro y contestaba: “Bueno, no lo había
planeado”.
Yo le decía: “¡Vamos, vayamos al juego!”
“Bueno, está bien. Si tú vas, yo iré contigo”, me contestaba.
Se dice que los opuestos se atraen —o que el todo es mayor que la suma de sus
partes— o lo que sea. Jay y yo éramos dos partes distintas que de alguna manera
trabajaban juntas para que todo funcionara. Yo necesitaba transporte para ir a la
escuela y él tenía un carro y vivía en mi vecindario. Dios abre puertas, y si yo no
hubiera entrado por esa puerta, mi vida habría sido muy diferente. Cuando me
han preguntado si yo hubiera triunfado igual sin Jay, mi respuesta es sencilla:
“¡Claro que no!” Y estoy seguro de que Jay contestaría de la misma forma. Poco
antes de su muerte en el 2004 Jay le dijo a su hijo menor, David: “Lo primero
que debes hacer es proteger la sociedad”.
Le escribí una nota para su cumpleaños después de haber estado juntos por más
de un cuarto de siglo y él la guardó por el resto de su vida. A lo mejor los
sentimientos expresados en aquella nota resumen nuestra rara amistad y la
sociedad que tenemos mejor que ningún otro intento para explicarlas:
“¡Feliz cumpleaños! Esta nota es con el fin de decirte cuánto has significado
para mí, personalmente. En los pasados 25 años hemos tenido diferencias, pero
una luz más grande nos ha alumbrado siempre. No sé si haya una forma más
simple de definirlo, pero creo que ha sido nuestro respeto mutuo. Y lo que es
mejor: nuestro afecto mutuo. El paso de los años ha sido bueno entre nosotros de
tantas formas que es difícil ser específicos, pero nuestro entusiasmo y alegría se
han basado sobre todo en el hecho de lo que hemos logrado juntos. En realidad
comenzó con esos $0.25 de dólar por un viaje semanal, pero ha sido un viaje
maravilloso desde entonces. Te ama, Rich”.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial Jay y yo no teníamos duda de que
éramos los mejores amigos y que teníamos el potencial para ser socios exitosos;
confiábamos en nuestras habilidades mutuas, sabíamos que nos
complementábamos, y por encima de todo, confiábamos el uno en el otro. Yo, de
hecho, le confié a Jay todos mis ahorros de mi vida de servicio militar para
invertirlos en nuestro primer negocio. Comenzaríamos una empresa muy
particular y riesgosa, pero confiábamos en que funcionaría.
Inténtalo aunque sufras en el intento
CUANDO CUMPLÍ 20 AÑOS me compré un avión, a pesar de que todavía ni
siquiera había comprado carro. Aún estaba en la Fuerza Aérea y no tenía una
idea clara de cómo iba a ganarme la vida cuando en unos pocos meses el Tío
Sam me enviara de regreso a mi hogar. Llámalo juventud, inexperiencia o
simplemente el optimismo desbordante al saber que América había ganado la
Segunda Guerra Mundial, lo cierto es que le envié todos mis ahorros de mis
cheques del gobierno a Jay para invertirlos en la compra de un avión —en un
tiempo en el que pocos americanos habían viajado en ellos, nosotros dos ya
teníamos uno. Así como muchos jóvenes al comienzo de la era aérea admiraban
a pilotos como Charles Lindbergh y a todos los pilotos bombarderos que
peleaban en la guerra, Jay y yo también amábamos los aviones. Estábamos
convencidos de que se volverían tan populares como los carros en la América de
la Posguerra ya que estábamos trabajando como miembros de la Fuerza Aérea en
torno a los aviones y a los aeroplanos, y por lo consiguiente veíamos cómo los
aviones aterrizaban y despegaban con tanta frecuencia de las bases aéreas en
donde nos habían asignado. Estados Unidos había construido millones de
aviones, desde aviones de combate de un solo piloto hasta los enormes
bombarderos B–17, para combatir contra los alemanes y los japoneses en las
batallas aéreas sobre Europa y el Pacífico. Se volvió muy popular entre los
americanos la idea de que prácticamente habría un avión en el garaje de cada
casa.
Frente a esa creciente popularidad del transporte aéreo Jay y yo vimos un
potencial interesante para hacer negocios en ese campo. Entonces ¿por qué no
sacar nuestros ahorros y comprarnos un avión? Yo todavía me encontraba fuera
de nuestro país, pero confié en el criterio de Jay y le pedí a mi padre que le diera
mis ahorros consistentes en los $700 dólares que servirían de cuota inicial para
comprarlo. Mi sueldo militar era de $6 dólares al mes y yo les había enviado la
mayoría de mi dinero a mis padres para que me lo ahorraran. Mi padre conocía a
Jay y a su padre y confiaba en él tanto como en mí, así que él simplemente le
entregó a Jay el dinero y nunca puso en tela de juicio mi decisión.
Jay compró un Piper que consiguió en Detroit y sin tener ni idea de cómo
volarlo contrató a un piloto para que lo llevara a Grand Rapids. Para ganar
dinero y terminar de pagar el Piper abrimos la empresa que se llamó Wolverine
Air Service en homenaje al Estado de Michigan.
Tuvimos un tercer socio, Jim Bosscher, amigo nuestro de la Secundaria que se
convirtió en mecánico de aviación durante la guerra, pero pronto, después de
haber comenzado nuestro negocio, nos dijo que estaba interesado en hacer otra
carrera y decidió irse a Calvin College. Posteriormente recibió su PhD. en
Ingeniería Aéreoespacial en Purdue y se convirtió en profesor de Calvin. Su vida
nos mostró que todos tenemos distintos dones que nos llevan a triunfar de
diferentes maneras. Él no se convirtió en dueño de un negocio, pero recibió un
Doctorado en Ingeniería y llevó una vida grata y reconfortante.
Millones de hombres regresaron a sus hogares después de la guerra con sueños
y esperanzas, llenos de confianza y anhelos, y con el deseo de comenzar sus
carreras, abrir negocios y recibir sus títulos universitarios. Para ayudarlos el
gobierno federal promulgó la ley conocida como B.I. Bill, la cual les ofrecía
ayuda financiera a los veteranos para que obtuvieran mayor entrenamiento y
educación, y disfrutaran de mayor acceso a mejores posiciones laborales.
Mediante esta ley aplicaríamos para recibir entrenamiento como pilotos y
comenzar nuestro negocio. La mayoría de los que retornaban de la guerra
ignoraban lo que harían, así que yo me sentía feliz con la inversión que había
hecho con mis $700 dólares para comenzar un negocio.
Wolverine Air Service llamó la atención de la gente de Grand Rapids debido a
que le hicimos propaganda. Jay puso nuestro avión en exposición en una vitrina
de venta de carros ubicada en una esquina bastante frecuentada en todo el centro
de Grand Rapids e hizo allí la inauguración de nuestro negocio. Difícil de creer
hoy, pero en ese entonces mucha gente se acercaba con mucha curiosidad para
ver de cerca los aviones. Las ventas y la promoción de nuestro negocio se
convirtieron en el fin de este. Ninguno de nosotros sabía cómo volar y por lo
tanto contratamos un piloto de la Segunda Guerra conocedor de los P-38, y otro,
de los B-29, para que ellos fueran los instructores junto con un mecánico de
aviones de la Fuerza Aérea. Esto nos liberaba a Jay y a mí y nos permitía
enfocarnos en promover nuestros servicios y hallar estudiantes.
Imprimimos folletos para hacerles propaganda a nuestros cursos de aviación
aprobados y nuestro lema era: “Aprende a volar. Si puedes manejar un carro,
también podrás manejar un avión”. Les compartíamos a nuestros clientes
potenciales nuestra idea de que los aviones eran el futuro; también les
informábamos que los veteranos recibían ayuda del gobierno para su
entrenamiento a través de esta Ley GI Bill. Nuestro entrenamiento sería una muy
buena forma de que comenzaran la carrera como pilotos o para vincularse en el
negocio de la aviación. Para entusiasmarlos con nuestra oferta y cerrar el trato
también les ofrecíamos un paseo gratis en avión que les permitiera experimentar
lo mejor posible la libertad de volar. Vender lecciones de aviación fue cuestión
de construir relaciones con gente que llegaba al aeropuerto para ver en qué
consistía volar. Captamos el interés de nuestros posibles clientes, quienes veían
sobrevolando a nuestro avión desde sus casas y soñaban con que algún día se
convertirían en pilotos.
El Piper Cub no era sofisticado, como tampoco lo era nuestra empresa en un
comienzo. La pista de aterrizaje ubicada en Comstock Park, a unas millas de
Grand Rapids, todavía estaba en construcción. Cuando digo pista me estoy
refiriendo al hecho de que aún no había aeropuerto en aquel tiempo. Sus dueños
se quedaron sin dinero para completar su construcción y por tanto no hicieron
hangares y dejaron inconcluso el proyecto. Jay y yo tuvimos que improvisar y le
pusimos pontones flotantes al avión para despegar y lograr aterrizar en la
corriente del Grand River, que iba paralelo a la pista. Jay describe nuestra
primera oficina como un cobertizo, en cambio para mí era un gallinero que
tuvimos que limpiar y blanquear para después colocarle un aviso en la puerta —
y esa se convirtió en nuestra primera base de operaciones.
Con el tiempo el aeropuerto se terminó, pero mientras tanto Jay y yo
construimos nuestro propio edificio a un lado de este con el fin de montar allí un
segundo negocio que no tenía nada que ver con aviación. Levantamos una
construcción prefabricada en madera, de 24 pies cuadrados —que hallamos en
una exposición y que venía con todas las partes. La compramos, seguimos las
instrucciones, armamos todas las piezas, instalamos el cableado eléctrico y así
terminamos con un edificio en el cual montaríamos nuestro siguiente negocio:
un restaurante llamado Riverside Drive Inn. Como nuestros aviones tenían que
aterrizar antes de que anocheciera, nuestro trabajo allí terminaba antes del
atardecer, y en lugar de perder nuestras horas nocturnas pensamos en abrir un
restaurante que nos serviría para ganar un dinero extra con la gente que trabajaba
en el aeropuerto, con quienes les hacían mantenimiento a los aviones, y con los
curiosos que manejaban hasta allá para ver esas novedades. Jay y yo recordamos
haber visto varios restaurantes “drive-in” en un viaje a California y pensamos en
trasladar esa idea a Michigan. Con una inversión de $300 dólares el 20 mayo de
1947 abrimos el primer restaurante de este estilo en nuestro Estado.
Comprendo que para muchos resulte difícil de creer que dos jóvenes pudieran
lograr tanto. Hoy esperamos que ellos primero terminen la universidad y
adquieran experiencia trabajando para otros antes de comenzar su propio
negocio. Sin embargo, pienso que se debió a los tiempos que vivíamos —y al
hecho de que desde muy temprana edad se esperara de nosotros que
comenzáramos a trabajar y adquirir responsabilidad. Yo mismo no puedo
explicarlo. Todo lo que sé es que Jay y yo teníamos más energía que dudas
respecto a cualquier posibilidad que se nos presentara. Esos eran los días en los
que los americanos todavía éramos reconocidos por nuestro “ingenio yanqui”,
por nuestras habilidades mecánicas y capacidad de hacerlo todo nosotros
mismos. Éramos más “cacharreros” antes de esta era de sofisticación y
especialización. He escuchado de gente que inició su negocio hacía la década de
1920 y los aplaudo y admiro porque su tradición continúa vigente. Animo a
todos los jóvenes a recibir educación universitaria, pero nunca desanimaría a
alguien que tenga el talento y el sueño de lograr sus metas, si siente que tiene
todo lo que necesita para lograrlas.
Nosotros no teníamos experiencia sobre cómo rodar un negocio de servicio
aéreo, pero sabíamos más de aviones que de restaurantes. Mi pericia en la cocina
se limitaba a comer lo que mi madre preparaba y a secar platos. Un pequeño
drive-in no es, por fortuna, un negocio muy sofisticado, y nosotros procuramos
mantenerlo simple. La construcción de madera pintada de blanco y con un aviso
colgando del techo que decía “Riverside Drive Inn” era tan grande como para
que pudiéramos atender el restaurante con una vieja estufa a gas, una vitrina, un
refrigerador para las bebidas y un congelador. No teníamos mesas dentro del
local y servíamos la comida en bandejas que llevábamos hasta los carros.
La ubicación del aeropuerto era aún desconocida y remota, así que al principio
no teníamos electricidad ni agua potable. Compramos un generador de corriente
a base de gasolina y lo ubicamos en el suelo; hacía tanto ruido que difícilmente
nos escuchábamos entre sí. Además del constante rugido y del olor a gasolina el
generador nos daba apenas la suficiente electricidad para las luces. Teníamos
que encender la estufa con un tanque de gas propano. Traíamos agua al
restaurante en jarras que llenábamos en un pozo que quedaba a unas millas de
distancia. El menú era simple —hamburguesas fritas en mantequilla, perros
calientes y bebidas dulces embotelladas, y leche que manteníamos en el
refrigerador.
Jay y yo nos turnábamos para preparar las hamburguesas y llevar las órdenes
hasta los carros de nuestros clientes. El más grave error que cometíamos era
cocinar demasiado las hamburguesas y tener que botarlas. Creo que cada uno de
nosotros recuerda al otro haciendo eso por lo menos una vez. En el parqueadero
del negocio colgamos unos afiches iluminados que contenían el menú y cada vez
que un cliente estaba listo encendía el aviso y Jay o yo corríamos hasta ese carro
a tomar la orden. Hoy es difícil de imaginarse a los dueños de un servicio aéreo
con delantales, sudando frente a una estufa, asando hamburguesas y yendo de
aquí para allá entre la cocina y el parqueadero del local para atender a su
clientela.
Para promover nuestro servicio aéreo nos tomamos una foto de los dos en
nuestra oficina —dos jóvenes ejecutivos con chaquetas de aviadores y luciendo
importantes atendiendo al público. Sin embargo, esa escena no tenía nada que
ver con nuestros trabajos nocturnos asando hamburguesas y alcanzando órdenes
de comida por todo el parqueadero.
El buen Dios nos bendijo con mucha energía y ambiciones, y aunque
rodábamos dos negocios de tiempo completo desde el amanecer hasta entrada la
noche, seguíamos buscando nuevas oportunidades. Durante un tiempo
rentábamos canoas en el Grand River muy cerca del aeropuerto. Después le
compramos un negocio de helados a un hombre que tenía como una docena de
carros repartidores de helados y quería deshacerse de ellos. Luego contratamos
estudiantes durante el verano para que vendieran helados por toda la vecindad.
Además hicimos un acuerdo con los dueños de unos botes y ofrecíamos
excursiones de pesca a Lake Superior.
Incluso después de largos días de trabajo Jay y yo aún teníamos energía para
hacer más cosas y hablar de negocios. Íbamos a casa de mis padres o a la de los
suyos —mi madre nos daba de comer una noche y la de Jay, la siguiente noche.
Ninguno de los dos teníamos la inclinación a holgazanear. Aun en días nublados
o lluviosos, cuando nuestros aviones no podían volar, sacábamos provecho del
tiempo sin utilizar el clima como una excusa para no ocuparnos. De hecho,
planeábamos que un día tendríamos un negocio que no dependiera del clima ni
de la luz del día o de que la gente saliera a comer en las noches.
Con 12 aviones y 15 pilotos Wolverine Air Service llegó a convertirse en una
de las empresas aéreas más grandes del Estado de Michigan. Durante el tiempo
que tuvimos ese negocio Jay y yo obtuvimos nuestras licencias de pilotos. En
aquellos días completar el curso de tierra y las horas de vuelo no requería de
tanto tiempo para quedar calificado para volar estos aviones de un solo motor y
de dos a cuatro pasajeros. Años más tarde completé el entrenamiento que me
acredita como piloto de aviones bimotor. Ejercer control sobre un avión y
volarlo sobre el terreno de mi familia y sobre el Grand River, o a lo largo de las
orillas del lago Michigan, me causó un entusiasmo que jamás he perdido.
Para mí, volar y tener aviones propios se convirtió en un interés para toda mi
vida. A medida que el negocio de Amway crecía compramos nuestro primer
avión, un Piper Aztec —y cuando nuestro negocio se extendió a la Costa Oeste,
un recorrido un poco forzado para esta clase de avión, pensamos en comprar un
jet. Felizmente, habíamos contratado un consultor de negocios quien, cuando
empezamos a pensar en comprarlo, nos dijo: “No me importa en lo que ustedes
gasten su dinero. Si han de mantenerse hablando con los distribuidores y
haciendo sus conferencias, cómprenlo”.
Eso hicimos. Y cuando ese estuvo agendado por completo, compramos otro…
y luego otro… y otro… y por último construimos nuestro propio hangar.
Yo sostengo que sin computadoras ni aviones nuestro negocio no estaría donde
está hoy en día. Pero creemos en el contacto personal, y si no hubiéramos tenido
los aviones, tampoco habríamos tenido acceso directo a la gente.
Wolverine Air Service fue un tremendo entrenamiento para nosotros. Allí
aprendimos a tomar riesgos y a actuar, a avanzar confiadamente —como hemos
venido haciéndolo hasta ahora— aunque en algunas ocasiones debimos analizar
antes de actuar. En nuestros comienzos como pilotos, por ejemplo, nos
quedamos cortos de gasolina y tuvimos que aterrizar sobre un pequeño lago al
noreste de Michigan. La gente en aquella zona no estaba acostumbrada a ver un
avión sobre su lago y muchos se aproximaron en sus botes mientras nosotros nos
sentíamos como celebridades. Nos las arreglamos para comprar gasolina, pero
descubrimos que el lago era demasiado pequeño para levantar la velocidad
requerida para despegar y tuvimos que hacer peripecias hasta sacarlo de allí.
La experiencia es la mejor maestra y aprendimos mucho de este primer
negocio, por ejemplo a promover y venderle un servicio a nuestra clientela.
Aprendimos de administración y de contabilidad. Tuvimos nuestra primera
experiencia con el gobierno debido a que teníamos que mantener el récord de
nuestros servicios en orden para poder justificar la ayuda que recibíamos de GI
Bill. Jay tuvo que manejar hasta Detroit con las facturas de todos los vuelos que
hicimos y de las lecciones que dimos junto con toda la documentación requerida
con tal de obtener ayuda del gobierno. Desarrollamos nuestra primera relación
comercial con Union Bank en Grand Rapids. Pero, cuando se acabó la ayuda de
GI Bill, también se acabó nuestra fuente de ingresos y nuestro negocio.
La actividad con los aviones duró cuatro años y no fue una gran fuente de
entrada como tampoco lo fue el restaurante. El servicio aéreo no producía la
clase de ganancia que esperábamos con relación a todo el esfuerzo que
hacíamos. Pero éramos jóvenes y apenas comenzábamos a vivir y nos sentíamos
satisfechos con los resultados. Dos jóvenes sin ninguna experiencia en los
negocios y dueños de una empresa de aviación fue algo admirable a posteriori.
Sin embargo, para nosotros no tuvo mayor importancia en ese momento pues los
dos sabíamos, incluso antes de la guerra, que queríamos lograr algo muy
significativo. Una carta que Jay me escribió durante la guerra resume muy bien
nuestro sentimiento de aquel tiempo:
“Mira, este no es nuestro capítulo final, es apenas un paso a lo largo del
camino. La guerra terminará y en algún momento volveremos a retomar nuestra
vida, y entonces tendremos que tomar la decisión de lo que vamos a hacer de ahí
en adelante para ser recordados”.
Recuerdo que era cuestión de saber qué clase de negocio tendríamos, y no de
saber en dónde conseguiríamos empleo.
Durante esos primeros años de sociedad Jay y yo compartíamos una pequeña
cabaña en Brower Lake, en 10 Mile Road, a unas 10 millas al norte de Grand
Rapids. Además teníamos un Plymouth 1940 que le compramos a su padre. La
cabaña era de apenas 500 pies cuadrados, la cuarta parte del tamaño de una casa
promedio actual, pero aun así tenía una cocina, una barra, un pequeño comedor y
una puerta que conducía a un baño con un dormitorio a cada lado. Dormíamos
en camarotes en uno de los cuartos. Yo dormía en la parte de abajo tal vez
porque Jay era más alto que yo. Y como todavía estábamos en nuestros veintes,
nuestra cabaña se convirtió en un lugar en el que nos reuníamos junto con otros
jóvenes que acababan de retornar de la guerra, quienes llevaban a sus esposas o a
sus novias.
Yo tuve uno de los primeros televisores de la ciudad
—una caja de dos pies de alta con una pantalla de no más de ocho pulgadas de
ancho y una pequeña antena. Amigos de la escuela y de los días en que éramos
militares iban a visitarnos para ver televisión, festejar, y a veces nadar en
Browser Lake o montar en un bote con motor fuera de borda que Jay y yo
compramos con las ganancias de nuestro negocio. Jay se sentía contento de
quedarse en casa a leer, pero se disponía a acompañarme cuando yo iba al cine o
a reunirme con los amigos. Jay no amaba las fiestas, pero cuando íbamos
procuraba socializar, incluso cuando hubiera preferido quedarse en casa. Jay
estaba mucho más interesado que yo en aventurar a través de sus libros. Y fue un
libro el que nos abrió la imaginación y nos condujo hacia nuestra siguiente
aventura.
Durante el invierno de 1948 leímos Caribbean Cruise, un relato que describía
las aventuras marinas de un personaje llamado Richard Bertram. Él era un
constructor de botes que, junto con su esposa, zarpó en un bote de 40 pies rumbo
al Caribe y alrededor de sus islas. El libro era la historia de su viaje. Estábamos
fascinados con este marinero y sus descripciones de las playas blancas, de las
palmeras y las azules aguas del Caribe. Los dos habíamos estado trabajando duro
y sin descansar, así que pensamos que un viaje por mar sería muy relajante y
emocionante, como para no mencionar la aventura que significó para nosotros
viajar hasta Montana en nuestra época de adolescentes. Planeamos que
venderíamos nuestro negocio y tendríamos suficiente dinero y tiempo para
disfrutar. Creíamos que el viaje sería divertido y decidimos hacerlo.
Después de hojear revistas de yates encontramos un vendedor en Nueva York
y viajamos hasta allá para conocerlo y comenzar a buscar un bote. Él nos llevó a
varios lugares hasta que encontramos el que se ajustaba a nuestras necesidades y
presupuesto. El bote, llamado Elizabeth, estaba en un muelle de Norwalk,
Connecticut. Era una embarcación de dos mástiles que medía 38 pies, con un
bauprés amplio y tres claraboyas en la cabina, la cual tenía espacio suficiente
para una tripulación de dos miembros. Parecía estar en buenas condiciones —y
muchos decían que era una embarcación única— pero Elizabeth había
permanecido fuera del agua durante los años de la guerra, apoyada sobre su
quilla y sin ningún apoyo en la proa ni en la popa, así que sus puntas estaban un
poco arqueadas. Su casco de madera también se había secado y pronto
descubriríamos que esto causa que los listones se separen y permitan el paso del
agua. A pesar de todas sus averías pensamos que estaba en buenas condiciones,
entre otras cosas porque era difícil encontrar botes después de la guerra. Por
tanto, decidimos vender uno de nuestros aviones y comprar esa embarcación.
Su condición implicaba un gran riesgo. Lo otro era que ni Jay ni yo habíamos
puesto nunca las manos sobre el timón de una embarcación más sofisticada que
el pequeño bote con motor fuera de borda de Browser Lake. Navegar en el
océano en un bote de 38 pies no es para principiantes. Entonces, cuando Jay
regresó a Michigan para cerrar el negocio de los aviones, yo contraté un capitán
y un tripulante para que me enseñaran a navegar a medida que nos dirigíamos
hacia el sur de Wilmington en Carolina del Norte.
Estando el capitán dormido una noche yo cometí un error de navegación y
fuimos a parar a un pantano en New Jersey. Un marino guardacostas nos dijo:
“Hacía mucho tiempo que no veía un bote por estas tierras”. Me dirigí a casa
para pasar la Navidad en familia y luego regresamos con Jay a donde habíamos
dejado la embarcación en Carolina del Norte. Nos dimos a la mar en enero 17 de
1949 rumbo a Miami y una vez allí planeamos equiparnos bien para viajar al
Caribe y llegar mínimo hasta Puerto Rico.
Cuando dejábamos el muelle le grité a Jay: “¡Desamarra el lazo de la popa!” Él
lo desamarró y yo iba a soltar el de la proa, pero me demoré en llegar hasta allá,
y cuando lo estaba desanudando me di cuenta de que el curso de la corriente
había cambiado. Cuando atracamos, la corriente iba en la dirección adecuada
para ayudarnos a atracar, pero cuando tratamos de zarpar al día siguiente la
corriente iba en dirección contraria y el barco giró de tal manera que la proa
estaba donde había quedado la popa. Escuché una fuerte explosión y vi que el
casco de Elizabeth había golpeado al pequeño bote de aluminio que estaba atado
en la parte de atrás de la embarcación. El impacto abollonó el bote y esa
abollonadura fue el suvenir de nuestro primer contratiempo a lo largo del viaje.
Por lo general, cuando uno pone un bote de madera seca en el agua lo deja que
se repose y en un día o dos la madera habrá absorbido suficiente agua como para
apretar y sellar las uniones de los listones. Bueno, con los listones de esta
embarcación nunca pasó eso, ni siquiera durante nuestro largo viaje de Carolina
del Norte a Florida. Fuera de eso, el barco no tenía un flotador en su bomba que
se levanta para disparar automáticamente el interruptor que la activa para medir
el nivel del agua, por lo tanto teníamos que estar pendientes de revisar nosotros
mismos el nivel del agua en la sentina, así como de voltear el interruptor de la
bomba cuando había agua estancada. Si alguno de nosotros dos no se levantaba a
las 3:00 A.M. a girar el interruptor, estaríamos caminando entre agua cuando nos
despertáramos a las 5:00 A.M. o 6:00 A.M. Después de seis o más horas el agua
subía por encima del piso del entarimado. Tuvimos que aceptar esta rutina como
parte de nuestra vida diaria. Era un bote muy pequeño, pero pensábamos que se
ajustaría. Cuando llegamos a la Florida lo sacamos del agua para ajustarlo y
calafatearlo. Además le desprendimos los cangrejos, almejas, y todo lo que se
adhiere a la parte inferior del barco, para que Elizabeth navegara lo más rápido
posible.
Me encantaría decir que el resto de nuestro viaje fue placentero y una gran
aventura. La verdad es que no se pareció en nada al crucero romántico que
describe Bertram en su libro —el que tanto nos inspiró a Jay y a mí. De hecho,
trabajamos demasiado y pasamos unos días miserables en el mar. Viajar largas
distancias en el océano en un bote tan inadecuado como el nuestro requirió de un
gran esfuerzo. Navegar con la ayuda del viento no siempre significó avanzar en
línea recta y entonces zigzagueábamos 150 millas para avanzar solo 50. Con
tantos cambios de corriente y variedad de puertos conseguir atracar era una
peripecia única. Y con nuestra falta de experiencia se nos iba la mayor parte del
día pensando en cómo entraríamos al muelle y en las noches nos preocupaba
cómo haríamos para hacernos a la mar la mañana siguiente. Tengo un récord
muy alto en lo que se trata de animar a las personas a que sigan sus sueños, a que
no se dejen vencer por la falta de experiencia ni el temor a fracasar, pero,
mirando atrás y recordando lo que fue nuestra vivencia en ese bote, tengo que
admitir que debimos estar mejor preparados.
Vivimos muchas circunstancias que pudieron haber sido un desastre y que no
lo fueron únicamente porque alguien con más experiencia que la nuestra nos
rescató. Un día estábamos tratando de atracar en un muelle de combustible
donde los barcos estaban anclados de nariz hacia la playa, justo frente a
nosotros. A medida que nos aproximábamos al muelle yo intenté poner el bote
en reversa y el motor se apagó y nos quedamos a la deriva yendo contra el
muelle lleno de barcos. Como dije antes, Elizabeth tenía un bauprés de buen
tamaño que sobresalía a su frente, entonces desde allí Jay logró lanzarle una soga
a un hombre que estaba en el muelle y él a su vez logró agarrarla y envolverla
alrededor de un pilote y así logramos parar poco a poco para no pegarnos contra
ningún barco. Tuvimos suerte de evitar el que hubiera sido un serio accidente.
En el camino de Miami hacia Key West el accesorio en la popa que sujeta la
vela mayor en su lugar se desprendió de la cubierta dejándonos poco control
sobre la vela. Residuos que habían quedado en los tanques de gasolina antes de
la guerra contaminaron la gasolina, lo que a su vez enmugró el carburador del
motor. Nos aproximábamos al muelle hacia la madrugada cuando el motor se
apagó, y además no nos era posible utilizar la vela principal que se había
desprendido de la cubierta, por lo tanto nuestro barco se balanceaba y golpeaba a
la deriva contra el agua; la vela mayor, que estaba floja, aleteaba; el motor se
había detenido por completo y nosotros tratábamos de echar el ancla en el canal.
De repente oímos un claxon y vimos un submarino aproximándose desde la base
de entrenamiento de Key West. El submarino no nos hizo daño, pero luego
fuimos amonestados por anclar en una zona de tránsito a pesar de que no
tuvimos otra alternativa.
Pero el mayor desafío eran las fugas de agua. No solo las fugas del casco, sino
también las de los tablones sobre nuestro camarote. Las fugas de la cubierta
goteaban agua fría sobre nosotros y tuvimos que encontrar la manera de taparlas,
recoger el agua en baldes o cubrirnos la cabeza. Teníamos un sistema de
calefacción inadecuado y el agua en el Océano Atlántico suele ser muy fría
durante el invierno.
De Key West nos dirigimos hacia La Habana, Cuba, que en esos días todavía
era un excelente sitio turístico. Las calles se iluminaban en las noches con las
luces de casinos, bares, clubes nocturnos y hoteles. Los cubanos hacían tragos de
ron que eran populares en La Habana. Los barcos cruceros traían de Miami
turistas americanos a la capital cubana y las calles vivían repletas de americanos
haciendo compras durante el día y divirtiéndose en los bares y en los casinos por
las noches. ¡Tremendo aprendizaje para dos chicos oriundos de la pequeña
ciudad de Grand Rapids!
Al salir de La Habana nos dirigimos hacia Puerto Rico. Ya era marzo 27 de
1949 y habíamos navegado un promedio de 300 millas cuando advertimos algo
que era de esperarse: al atardecer activé la bomba eléctrica para deshacernos de
unos 30 cm de agua en la sentina y, al chequear de nuevo una hora después, el
nivel del agua era de más de un pie. Entonces le dije a Jay: “El nivel de agua está
más alto, no nos hemos deshecho del agua”. Decidimos sacar una bomba de
agua manual y comenzar a bombear para lograr bajar el nivel del agua, pero sin
importar lo que hiciéramos, el nivel seguía subiendo. El bote se estaba
inundando más pronto de lo que podíamos evacuar el agua, tanto con la bomba
eléctrica como con la manual. Con el agua hasta las rodillas, y exhaustos de
bombear, por fin aceptamos lo inevitable y disparamos una señal de auxilio
consistente en una llamarada roja. Si no había botes en el área que nos
rescataran, pensábamos llegar hasta la orilla en el botecito de aluminio con
motor fuera de borda.
Después de todos estos años todavía me pregunto por qué continuábamos
zarpando hacia lugares más lejanos en un bote que tenían fugas de agua.
Debíamos ser tan jóvenes e inexpertos, y estar en negación. Sin embargo,
incluso cuando pensábamos que naufragaríamos en medio de 1.500 pies de agua
y a 10 millas de la orilla, recuerdo que permanecíamos calmados. Todavía no sé
cómo explicar esa calma que me ha acompañado a lo largo de los años. Me
siento bendecido al sentir que cualquier tormenta que me traiga la vida sabré
soportarla. Esa ha sido una verdad permanente en medio de los altibajos que me
trae cada nueva experiencia.
Por fortuna el Adabelle Lykes, un barco carguero que iba para Puerto Rico, nos
vio y no tardó un minuto en llegar, justo cuando se rompió un tablón y el agua
comenzó a filtrarse a toda velocidad. El barco jaló nuestra embarcación y el
capitán nos gritó:
“¿Quiénes son ustedes y qué están haciendo?” Por su vasta experiencia él
pensó que era factible que se tratara de piratas cubanos.
Yo le respondí: “Somos la embarcación Elizabeth registrada en Connecticut y
nos estamos hundiendo”.
Cuando él se dio cuenta de que se trataba de unos chicos americanos tiró una
escalera de cuerda por un lado de su embarcación y bajó hasta nuestro bote y se
ofreció para tratar de izarlo con una grúa sobre su cubierta, pero la Elizabeth
estaba demasiado lastrada con agua y se había constituido en un peligro, así que
todo lo que su tripulación pudo hacer fue abrirle un agujero en el costado y luego
usar su mismo peso para que se rompiera y se hundiera. En medio de la
oscuridad de la madrugada Jay yo estábamos en la cubierta de aquel carguero
observando desaparecer al que una vez fue nuestro instrumento para lanzarnos a
la aventura. Algunos miembros de la familia Lykes iban a bordo y nos ofrecieron
llevarnos hasta Puerto Rico, e incluso nos dieron un cuarto de huéspedes —y a
cambio nosotros les contamos nuestras historias en altamar.
Pensamos en escribirles una carta a nuestros padres para contarles lo que nos
había pasado, pero ignorábamos que la Guardia Costera había sido advertida de
nuestro rescate y el periódico de nuestra ciudad natal, The Grand Rapids Press,
captó la noticia y llamó a mis padres en busca de mayor información o de una
respuesta. Era obvio que mi padre sabía menos que el reportero pues se acababa
de enterar de que habíamos sido rescatados, pero no tenía más detalles. Nuestras
familias estaban muy preocupadas y se preguntaban por qué no les avisamos.
Nosotros les escribimos, pero la carta llegó días después de que el artículo en
The Grand Rapids Press fuera publicado. Años más tarde, siendo yo padre,
pensaba: “¡Pobres mi madre y mi padre! Debieron estar demasiado angustiados”.
Recuerdo cuánto me preocupaba cuando uno de nuestros chicos estaba fuera de
casa después de la hora permitida y con un carro a su disposición. Allí
estábamos Jay y yo a la mar en un bote y con la más mínima experiencia como
marineros. En ese tiempo nosotros nos considerábamos a sí mismos como
jóvenes responsables, maduros y preparados para cualquier reto, pero ahora me
doy cuenta de que para nuestros padres seguíamos siendo apenas sus niños.
La embarcación se nos hundió, sin embargo, Jay y yo quisimos continuar con
nuestro sueño inicial de viajar a Sudamérica. En Puerto Rico abordamos un
barco cisterna llamado Teakwood rumbo a Caracas, Venezuela. El capitán no
estaba autorizado para llevar pasajeros, así que nos ofreció ser miembros de su
tripulación. Cuando el barco llegó de Curazao decidimos desembarcarnos y
volar a Venezuela, pero los oficiales de emigración no les permitían a los
miembros de las tripulaciones abandonar sus barcos porque por lo general
pretendían quedarse allí ilegalmente. La isla caribeña de Curazao es territorio
holandés y eso hizo que tratáramos de explicarles nuestros planes y procedencia
a los oficiales en nuestro holandés nativo, lo cual empeoró la situación porque
ellos sabían que no era frecuente que alguien en Estados Unidos hablara
holandés y por esto supusieron que debíamos ser espías comunistas. Además, les
costaba creer que dos jóvenes como nosotros estuviéramos dando vueltas por el
mundo.
El oficial nos dijo: “¿Cómo creen que van a salir de aquí? No quiero que
ustedes se infiltren a nuestro país y que el gobierno tenga que pagar una fianza
por su culpa”.
Yo le dije: “Nosotros tenemos dinero” y le mostramos los miles de dólares que
llevábamos en nuestros cinturones. Después de habernos investigado con las
autoridades americanas durante algunos días el capitán nos dejó ir y compramos
nuestros pasajes rumbo Venezuela. El cambio del dólar hizo que fueran más
costosos. Después nos fuimos a Barranquilla, Colombia. No teníamos ni la
menor idea de hacia dónde nos dirigíamos en ese viaje. Solo mirábamos el mapa,
poníamos el dedo en algún lugar y para allá nos íbamos.
Barranquilla es la desembocadura del río Magdalena, el cual sigue su curso
hacia el interior de Colombia. Abordamos un viejo barco de ruedas que fue
transportado desde Mississippi para usarlo en el Magdalena —un barco de los
días de Mark Twain con una rueda que le daba movimiento y estaba ubicada en
su parte trasera; tenía una cubierta estilo barcaza y cuartos en la parte de arriba.
En la proa iba un pequeño rebaño de ganado que era sacrificado según fuera
necesario para alimentar a los pasajeros. En 1949 Colombia estaba en medio de
un conflicto sangriento y había un montón de sentimientos en contra de los
americanos. Vimos avisos que decían: “Yanquis, ¡váyanse de aquí!” Esa
circunstancia hacía que la gente manifestara un disgusto obvio hacia nosotros y
se mantuviera a cierta distancia por ser americanos, hecho que nos llevó a tener
que aprender un poco de español puesto que nadie nos hablaba en inglés.
Teníamos libros de traducción al español que usábamos para ordenar comida,
pedir instrucciones y llegar a donde necesitáramos. Con todo, Jay y yo nos
relajábamos en las sillas de la cubierta bajo un sol radiante y apreciábamos el
panorama de la jungla a medida que el barco transitaba despacio por el río. La
jungla era en las noches el hogar de los bandidos que abordaban los barcos para
robar a los pasajeros, pero las tropas colombianas prestaban guardia para impedir
esos actos.
Cuando el río Magdalena se volvió muy angosto para navegarlo
desembarcamos y tomamos un tren hasta Medellín, un avión a Cali, y luego otro
tren por una vía más estrecha hasta Buenaventura. Este tren, que parecía de
juguete, era abierto a los lados, tanto, que luego de pasar por un túnel Jay y yo
quedamos cubiertos del hollín de la locomotora que se quedaba atrapado en el
túnel. Luego abordamos un barco que era una combinación entre carga y
pasajeros rumbo a Ecuador, Perú y Chile, y que descargaba bananas y recogía
caña de azúcar y algodón. La ciudad de Santiago, en Chile, con su clima muy
mediterráneo y su gente amigable, era tan maravillosa que decidimos pasar allí
unas semanas para reposar después de meses de viaje.
Habiendo descansado logramos ponernos nuevamente en marcha y terminar
nuestra aventura por Sudamérica viajando a Argentina, Uruguay, Brasil y las
Guayanas, y luego abordamos un barco hacia el Caribe y pasamos por Trinidad,
Antigua, Haití y República Dominicana. Y aunque Jay y yo encontramos que
esas tierras extranjeras eran exóticas y encantadoras, también conservo un
sentimiento que se ha quedado en mí por el resto de mi vida —estos países
carecían de mucho del desarrollo moderno, los lujos y las comodidades que
nosotros en América damos por sentados. Esta no es una crítica hacia otros
países, sino un simple recordatorio de que nosotros los americanos necesitamos
apreciar más nuestro propio país.
Recuerdo que, incluso cuando estábamos viendo cómo se hundía nuestro
barco, yo pensaba: “¿Cuál es nuestra próxima aventura?” Nunca pensé que
fuéramos a morir, aunque hubiera podido ocurrir, pero la experiencia de afrontar
retos imprimió en mí un increíble sentido de confianza. Aprendí que, cuando uno
está en problemas, es cuestión de buscar una solución. También aprendí que uno
no retrocede. Solo porque nuestro bote naufragó no significaba que nuestro viaje
había terminado, sino que teníamos que cambiar nuestro medio de transporte.
Uno toma lo que hay disponible y sigue su camino. Y precisamente a todo esto
se debió que tampoco nos sintiéramos atemorizados cuando la pista del
aeropuerto no estaba terminada y tuvimos que utilizar pontones para aterrizar en
el río. La falta de electricidad en nuestro restaurante tampoco fue un problema
sin solución porque compramos un generador de corriente. Del mismo modo, ser
marineros inexpertos no nos detuvo de la aventura de navegar por el Caribe:
aprendimos haciendo.
Utilicé esas experiencias años más adelante en mi discurso titulado Inténtalo o
sufre en el intento. La lección es simple: uno puede sacar excusas basándose en
que no tiene la educación o la experiencia adecuada, en que no proviene de
mejores transfondos, en que siente miedo al intentar algo nuevo o a enfrentarse a
un reto que parece peligroso. También puede sentarse y llorar sobre lo que lo
detiene de avanzar o decidir que va a intentarlo. Pero solo es cuestión de
intentarlo, y si fracasas, inténtalo otra vez. En mi experiencia, intentar es mejor
que llorar. Como Jay y yo creíamos en intentarlo tuvimos esa experiencia en el
Caribe y Sudamérica, una aventura que era un sueño para los chicos de mi
ciudad natal. Y nosotros dos lo intentamos. Nuestra siguiente aventura no fue tan
convencional, sino quizá muy peculiar para la mayoría de la gente, y muy
adelantada para la época. Pero nosotros dijimos: “¿Por qué no? ¡Intentémoslo!”.
Gente ayudando a otra gente a ayudarse a sí misma
DESPUÉS DEL RECORRER CASI TODOS los países de Sudamérica en
trenes, aviones, automóviles y botes Jay y yo nos sentíamos exhaustos pero
maravillados cuando nos sentábamos a recibir la brisa tropical de la playa de
Copacabana en Río de Janeiro, Brasil. Nuestro bote naufragó, nuestros ahorros
menguaron, y, sin planes para futuras ocupaciones, analizamos nuestra situación:
no teníamos educación universitaria, ni estábamos entrenados en una profesión,
ni tampoco contábamos con los ahorros suficientes para invertir en un nuevo
negocio, pero habíamos triunfado en nuestros intentos de ser dueños de negocios
y estábamos de acuerdo en que un empleo de 9:00 a 5:00 trabajando para alguien
más no estaba en nuestro futuro.
Queríamos continuar trabajando por nuestra propia cuenta. No teníamos un
negocio específico en mente, pero estábamos de acuerdo en continuar siendo
socios. La playa de Copacabana fue el lugar donde decidimos conformar una
empresa a la que llamaríamos Ja-Ri Corporation, que es una contracción de
nuestros dos primeros nombres, Jay primero porque él era el mayor de los dos.
(Más adelante fundaríamos otra compañía que también sería la contracción de
dos palabras). Nuestro sentir era que teníamos que iniciar algo, la única pregunta
era cuál sería nuestra siguiente aventura. Habíamos hablado bastante acerca de
un nuevo negocio durante nuestro recorrido y en todos los viajes buscábamos
algo que nos pareciera rentable.
Habiendo viajado internacionalmente se nos ocurrió que podríamos ser
exitosos como importadores. Para este propósito trajimos de Haití unos
productos para el hogar hechos en caoba y a mano con el fin de vendérselos a
artesanos en Grand Rapids. Negociamos con algunos dueños de almacenes, pero
encontramos una competencia bastante fuerte en los precios al detal, y sobre
todo, adquirimos algo de experiencia en esta clase de negocio. Apenas
ganábamos para sobrevivir, sin embargo, esos productos le generaron las
primeras ganancias a Ja-Ri.
Necesitábamos comenzar otra clase de negocio, si en realidad queríamos
obtener ganancias para tener una vida decorosa. Fue entonces cuando pasamos
de un producto de madera a otro que nos dio resultados todavía peores. Aunque
parecía una buena idea en ese momento, en retrospectiva no entiendo por qué
pensamos que tendríamos éxito con una compañía de juguetes de madera.
Nuestra empresa Grand Rapids Toy Company comenzó con la fabricación y
distribución de caballitos de balancín sobre ruedas para cuya elaboración
necesitábamos una patente. ¿Qué niño querría un caballito de madera de alta
calidad? A los niños les encantaban nuestros productos, pero sus padres no
estaban listos para pagar el precio. El negocio fue un desastre. Nuestro peor
problema fue que, justo cuando comenzamos a hacer una variedad de juguetes,
otra compañía comenzó a fabricar caballitos en plástico que eran más baratos de
elaborar y que se vendían a un precio más accesible. Durante años tuvimos un
inventario de resortes, ruedas de madera y otras partes que nos quedaron de ese
fracasado intento.
Sin embargo, sí tuvimos una aventura que nos proporcionó dinero y mucha
diversión. Tan pronto llegamos a casa Jay y yo estábamos sorprendidos al ver
cuánta gente estaba interesada en nuestro viaje en barco. Habíamos filmado
nuestra aventura y nos dimos a la tarea de editar esa filmación y convertirla en
un diario del viaje que iba narrando las imágenes e hicimos presentaciones en
auditorios frente a varios grupos cívicos de Grand Rapids. Nuestra ganancia era
de $1 dólar por cada entrada. Algunas presentaciones nos dejaron hasta $500.
Además de ese ingreso estábamos desarrollando nuestras habilidades como
presentadores frente a las que, para nosotros, en estos tiempos eran grandes
audiencias.
Me encantaría tener esas cintas para vernos a Jay y a mí tan jovencitos al
mando de nuestro bote y viajando por Sudamérica, pero nadie da razón de donde
podrían estar aquellas filmaciones. Seguro se refundieron o las guardamos en
algún lugar seguro del que nadie se acuerda hoy.
Muy poco sabíamos Jay y yo cuando nos las ingeniábamos para ganarnos la
vida que el producto con el cual tendríamos éxito futuro estaba justo frente a
nuestras narices —pues los padres de Jay ya lo consumían. Décadas antes del
énfasis actual en cuanto a tener una nutrición adecuada y consumir vitaminas y
minerales, a finales de 1940, sus padres ya consumían un suplemento alimenticio
elaborado por una compañía en California llamada Nutrilite. El producto no se
vendía en tiendas sino a través de distribuidores independientes. El primo
segundo de Jay, Neil Maaskant, era distribuidor de NUTRILITE y les vendió su
línea de productos y ellos contaban maravillas sobre sus efectos, motivo por el
cual le insistieron a Jay que invitara a su primo segundo para que nos explicara
en qué consistía el negocio y la línea de productos de NUTRILITE. A lo mejor
esa podría ser una buena posibilidad de negocio. Los dos estábamos escépticos
del asunto y hasta nos reíamos frente a la idea de ser vendedores de vitaminas.
Sin embargo, por amabilidad con un familiar, Jay invitó a Neil a que viniera
desde Chicago a Grand Rapids la noche del 29 agosto 1949 y nos contara su
experiencia.
Yo le dije: “Jay, él es tu familiar. Escúchalo tú porque yo tengo una cita con
una chica”.
Esa noche, al regresar de mi visita, Jay me dijo: “¡Sabes, suena bastante bien!”
Y cuando me contaba de NUTRILITE, de pronto me dijo: “A propósito, yo ya
firmé”. Jay habló del asunto casi todo el tiempo y yo estuve de acuerdo en que
era un esfuerzo que valía la pena como para dejar todo lo demás que estamos
haciendo, así que hice un cheque por $45 dólares y compré dos cajas del
producto y un kit de vendedor con literatura para distribuir y hacer propaganda.
Y así nada más, ya teníamos un negocio.
Cuando escuché los detalles vi claramente que se trataba de una buena
oportunidad debido a que los costos para iniciar eran demasiado bajos —escasos
$49 dólares por un kit que contenía dos cajas de un suplemento nutricional
llamado DOUBLE X junto con la literatura sobre cómo vender Nutrilite y
construir un negocio. Parecía que, no solo ganaríamos dinero en comisiones
según nuestro volumen de ventas, sino que además auspiciaríamos a otros
vendedores para entrar al negocio y ganaríamos una parte de lo que ellos
vendieran. Me encantaba conocer gente y ya había puesto a prueba mi talento
como vendedor con nuestras lecciones de aviación, así que la oportunidad me
venía muy bien. Nuestro cheque girado a Nutrilite hizo que Ja-Ri Corporation se
convirtiera en su distribuidor oficial.
Comenzamos a contarles a todos los que conocíamos
—familia, amigos, vecinos, conocidos— sobre el valor de los suplementos de
NUTRILITE DOUBLE X de Nutrilite, los cuales comenzamos a consumir a
diario. Tan animados como nos sentíamos de cumplir grandes metas con nuestro
nuevo negocio, nuestra empresa comenzó lentamente —y luego empeoró.
Invitamos a una cantidad de amigos a nuestra cabaña y les mostramos un corto
video describiendo el producto y les expresamos lo emocionados que nos
sentíamos frente a esta magnífica oportunidad. La gente comenzó a salirse y
apenas una persona se quedó y se inscribió, pero renunció muy poco tiempo
después. Entonces las cosas parecieron empeorar. Pasaron semanas sin que
reclutáramos ni un solo distribuidor; les vendimos unas pocas cajas de DOUBLE
X a algunos familiares y amigos que muy probablemente apenas sí estaban
intentando ayudarnos a arrancar con este nuevo negocio.
Con el paso de los años puedo darme cuenta de que este fue un momento
definitivo para Jay y para mí. Habíamos comenzado un nuevo negocio con un
producto nuevo que requería un plan de mercadeo nuevo en un campo también
nuevo. Ser distribuidores de Nutrilite puso a prueba todo lo que habíamos
experimentado, nos retó y dejó al descubierto nuestro carácter. ¿Por qué tenía
que habérsenos ocurrido iniciar esta aventura tan incierta y poco convencional?
¿Qué nos daría la energía y autoconfianza suficientes para aproximarnos a un
cliente potencial con un producto tan desconocido? ¿Por qué nos sentíamos
imperturbables frente al rechazo e incluso nos reíamos? Lo único que puedo
hacer es preguntar por qué, porque todavía no tengo esas respuestas.
Entiendo que el temor al rechazo es un asunto complejo para la mayoría de
personas que considera la posibilidad de hacer una carrera en ventas. Sé que
muchos se sienten apabullados frente al ridículo y las burlas, y estoy seguro de
que Jay y yo no éramos inmunes a nada de esto, pero, por razones que no sé
explicar, nosotros tomábamos con calma cada rechazo o negativismo que
hallábamos en el camino y seguíamos la marcha. Quizá nuestra experiencia
había imprimido en nosotros esta actitud positiva. Pero, por la razón que fuera,
sencillamente tuvimos la capacidad o los tipos de personalidad para hacer lo que
hubiera que hacer para combatir las objeciones y avanzar. Además, teníamos la
ventaja de animarnos mutuamente para afrontar circunstancias difíciles.
Estábamos enfrentando fuertes vientos. Primero que todo, los padres instaban a
sus hijos a lavar sus propios platos, a comerse los vegetales y a tener una dieta
saludable, y casi nadie consumía en esos tiempos un suplemento alimenticio ni
hablaba de nutrición. El plan de ventas de Nutrilite era nuevo y despertaba
sospechas. Que un vendedor recibiera un porcentaje de su venta era un asunto
normal, pero la idea de que recibiera un porcentaje de las ventas de otra persona
era un concepto nuevo que incluso causaba desconcierto en aquellos días. Y,
fuera de eso, teníamos un tercer problema: nos estábamos desgastando al tratar
de encontrar y rodar otros negocios alternos en lugar de enfocarnos
exclusivamente en Nutrilite.
Después de que Neil nos invitó a una convención de Nutrilite en Chicago
logramos encauzarnos. Durante ese viaje de cuatro horas habíamos acordado
que, si no veíamos con claridad el negocio durante esa convención, ya jamás lo
entenderíamos y renunciaríamos a ese intento. Aquella fue una convención de
150 personas, la mayoría en traje de negocios, lo cual les daba a los participantes
de la reunión el aspecto de pertenecer a una organización profesional en el
campo de las ventas. Hablamos con distribuidores que habían renunciado a
buenos empleos para dedicarse a vender NUTRILITE, y también con personas
que apenas estaban comenzando en el negocio, y cuyo entusiasmo no sirvió de
inspiración. Los participantes promocionaban su éxito y compartían sus
estrategias de venta. Yo empecé a sentirme lo mismo que cuando era un niño y
me entusiasmaba con los mensajes positivos de mi padre diciéndome “¡Tú
puedes lograrlo!”.
De regreso a Grand Rapids, en esas últimas semanas de 1949, Jay y yo
decidimos olvidarnos de todos los intentos que no fueran para concentrarnos en
Nutrilite. Si Neil era capaz de ganarse $1.000 dólares por mes en su negocio,
nosotros también. Esa era una meta jugosa cuando ganar cientos de dólares por
semana era considerada una buena cantidad de dinero, pero esta vez nosotros
estábamos confiados y seguros de lograrlo. De hecho, estábamos tan
emocionados que en el regreso a Grand Rapids paramos en una estación de
gasolina y le vendimos una caja de suplementos de NUTRILITE al despachador.
Nuestro mayor obstáculo seguía siendo el hecho de que los productos de
NUTRILITE no tenían la aceptación que tienen hoy los suplementos
vitamínicos, y a eso se sumaba un plan de mercadeo bajo un concepto novedoso.
Éramos como los veganos que tratan de convencer a los clientes en la fila de un
negocio de hamburguesas para que no consuman carne.
Nutrilite fue fundado por el Dr. Carl F. Rehnborg, quien fue empleado por
Carnation y Colgate en distintas ocasiones en China. Desde allí condujo estudios
sobre el impacto de las dietas en la salud de varias poblaciones chinas. Él
descubrió, por ejemplo, que los campesinos chinos que comían más vegetales
cultivados en sus propias fincas eran más saludables que los citadinos, y que
muchos chinos sufrían de osteoporosis debido a que consumían bajas cantidades
de leche. Le impactaba la sabiduría mística de la cultura y la medicina
tradicional en China. Durante una manifestación en Shangai, en 1926, Carl fue
arrestado por tratar de defender la ciudad. Confinado a un vallado cercado, y a
una dieta de inanición, tuvo que buscar maneras de mantener su salud y evitar la
desnutrición. Durante ese año de encarcelamiento él se preparaba una sopa
compuesta de toda vegetación verde que lograra encontrar en el vallado o que les
comprara a los guardias, y hasta les agregaba tuercas oxidadas a sus caldos
sabiendo que ese hierro les agregaría un valor nutricional. Y así permaneció más
saludable que la mayoría de los demás presos.
Cuando salió de prisión se instaló en San Pedro, California, en donde tenía una
variedad de trabajos durante el día y desarrollaba un suplemento nutricional a
base de plantas en la noche. En 1935 renunció a sus labores del día para trabajar
de tiempo completo produciendo y distribuyendo su nuevo producto.
Comprendiendo que su invención requeriría de una explicación en cuanto a sus
ingredientes y beneficios, Carl decidió venderlo él mismo y no a través de
tiendas. Así estableció su propia ruta de clientes y luego reclutó a otros
vendedores, y en cuestión de cuatro años nombró a su compañía Nutrilite
Products, Inc., y reportó unas ventas de $24.000 dólares ese año. Sin duda era un
hombre adelantado a su tiempo.
Yo lo recuerdo en sus granjas orgánicas en medio de una cosecha de alfalfa, —
el principal ingrediente de DOUBLE X. En la actualidad, términos como
orgánico, antioxidante y fitoquímico son conocidos para la gente que toma
suplementos vitamínicos. Pero en aquel entonces esos términos eran conocidos
solo entre científicos adelantados a su época, como Carl.
Pero el beneficio nutricional del producto no era suficiente en sí mismo como
para construir un gran negocio. El secreto del crecimiento y el éxito de Nutrilite
fue su novedoso plan de mercadeo hasta el punto en que ese sistema fue el
precursor de lo que hoy se conoce como mercado multinivel. Y ese mismo plan
fue el fundamento de Amway y de muchas compañías exitosas en el negocio de
venta directa que hoy existen a nivel mundial, y que generan billones de dólares
en ventas. Carl se sentía más cómodo en su laboratorio o en su finca, pero de vez
en cuando era solicitado como conferencista en convenciones de vendedores, de
manera que tomó un curso en Dale Carnegie para mejorar su discurso. Fue en
esa clase que él conoció al sicólogo William (Bill) Casselberry. Él y su amigo
Lee Mytinger, quien era un vendedor, se convirtieron en clientes de
NUTRILITE, pero lo que es más importante es que ellos fueron quienes
desarrollaron un plan de mercadeo a multinivel para la venta de esa línea de
productos. Así conformaron Mytinger & Casselberry Inc., la cual se convirtió en
la organización de ventas de Nutrilite Products Inc.
Cuando Jay y yo comenzamos a tomar en serio nuestro negocio de
suplementos de NUTRILITE nos apoyamos en algunas de las experiencias que
tuvimos cuando hacíamos reuniones para mostrar nuestra ruta de viajes por el
Caribe. Pusimos volantes invitando a gente que pudiera estar interesada en los
productos y en la oportunidad de negocio y rentamos salones de conferencias en
hoteles o en sitios públicos. Nuestras presentaciones incluían un video corto
acerca de nutrición. Por lo general Jay les daba la bienvenida a nuestros
prospectos, se hacía cargo del proyector y contestaba inquietudes. Además
explicaba las bondades del producto mientras yo animaba a la gente exponiendo
los beneficios del negocio. Poco a poco fuimos llenando auditorios más y más
grandes.
Sin embargo, algunas de nuestras primeras reuniones de ventas fueron
desastrosas. Una vez hicimos anuncios en la radio y en los periódicos y
distribuimos volantes para la que pensamos que sería la reunión más concurrida
de Lansing, Michigan. Rentamos un salón con 200 sillas y solo dos personas
llegaron. Pocas cosas han sido más incómodas en mi vida que hacer una
presentación para dos personas en un salón con 200 sillas. En nuestro viaje de
regreso a Grand Rapids Jay dijo: “Si no logramos mejores resultados que estos,
con toda la publicidad que hicimos, lo mejor será que nos olvidemos de este
negocio”.
Yo también me estaba sintiendo muy abatido, pero, como no quería que él
estuviera tan desanimado, le contesté: “No podemos renunciar solo porque
hayamos tenido una mala noche. Los dos sabemos que esto puede funcionar”.
Esa fue la lección de persistencia que aprendí vendiendo vegetales con mi
abuelo.
Seguimos en marcha utilizando tanto las reuniones de ventas como el enfoque
de persona a persona hablándole a todo el que pudiéramos sobre DOUBLE X y
la oportunidad de negocio de Nutrilite. Nuestro discurso de venta era sencillo:
“Solo inténtelo. Nuestros clientes afirman que les ayuda a sentirse mejor. Intente
usted por un año y observe qué pasa”. De 20 intentos lográbamos cuatro que
estuvieran interesados y de pronto uno que comprara. Siempre tratamos de
convencer a cada nuevo cliente para que consumiera DOUBLE X durante un
año. Y, una vez que alguien fuera nuestro cliente, le explicábamos los beneficios
de convertirse en distribuidor. Así que, no solo estábamos hablando con quienes
conocíamos, sino que nuestros distribuidores también hacían lo mismo, así como
sus propios distribuidores.
El dolor que nos causaron esas primeras reuniones fue evaporándose
rápidamente cuando nuestro negocio comenzó a crecer incluso más allá de
nuestras expectativas. Rentamos una oficina en el área de Grand Rapids en la
que la renta era barata y allí montamos Ja-Ri Corporation por $25 dólares al
mes. Pusimos un aviso en la ventana que decía: “USTED ES LO QUE COME”.
Una vez pasó un hombre que nos preguntó: “Entonces, si yo me como una
banana, ¿soy una banana?” Nos reímos, pero esa reacción era típica en un
tiempo en que la gente estaba más interesada en comer hamburguesas, papas
fritas y malteadas de chocolate en un drive-in que en preocuparse por su
nutrición y salud.
Jay y yo comenzamos a divertirnos y nos manteníamos bastante ocupados con
nuestro negocio. Recuerdo que en una ocasión hasta tuvimos que traer prestadas
las sillas de una funeraria y montarlas en una camioneta para llevarlas al salón
que rentamos y luego organizarlas para la reunión y al día siguiente volver a
encarrarlas y regresárselas al dueño.
Una presentación en Nutrilite tomaba una hora para cubrir la explicación
completa de todos sus beneficios nutricionales. Explicábamos cómo los suelos
de los agricultores habían perdido nutrientes debido a la cantidad de años de
siembra y cosecha; cómo los productos pierden el grado de nutrición después de
ser transportados y almacenados en los estantes de las tiendas; cómo los
vegetales pierden sus vitaminas cuando se cocinan en agua hirviendo —todo lo
necesario para convencer a nuestros posibles clientes del valor de complementar
su dieta con vitaminas y minerales adicionales. De manera que no era cuestión
de llegarle a la gente, mostrarle el sello de nuestros productos y pedirle que nos
pasara un billete de $20 dólares. Teníamos que ser expertos en este
conocimiento y convencer a nuestros vendedores del valor real de nuestros
productos. La mayoría de los prospectos decía que no, pero algunos compraban,
e incluso una venta le generó a Jay un enorme bono extra en una ocasión en que
él se dirigió a ofrecer nuestro producto en una casa ubicada en el Este de Grand
Rapids para tratar de hacer una venta, y al llegar allí, quien le abrió fue la Sra.
Hoekstra. Recuerdo que Jay salió de aquella casa diciendo: “Tienen una hermosa
hija rubia en esa casa”. Esa rubia, Betty, se convirtió más adelante en su esposa.
_______
EN ALGÚN MOMENTO DEJAMOS DE IR a ofrecer nuestros productos
puerta a puerta y paramos de hacer llamadas en frío porque nos dimos cuenta de
que el nuestro era un negocio de venta persona a persona. En lugar de usar esas
estrategias hacíamos listas de toda la gente que conocíamos y le pedíamos que
nos refirieran a gente que ellos a su vez conocieran y así comenzamos a hacer
citas para visitar a nuestros clientes. Cada vez que hacíamos una venta al cabo de
30 días volvíamos a contactar a ese cliente con el fin de venderle otra caja de
suplementos de NUTRILITE ya que sabíamos que, como el producto tenía esa
capacidad de duración, ya se le debía haber terminado. En lugar de tener clientes
a quienes les hiciéramos una venta esporádica nuestra meta era construir una
clientela de por vida aunque nos compraran mensualmente. Jay y yo
convencíamos a la gente de que tomar NUTRILITE mes tras mes les ayudaría a
notar la diferencia del beneficio completo de nuestros productos, razón por la
cual consumirlos debería convertirse en un hábito a largo plazo. (Nosotros
también los consumíamos, y yo los consumo hasta el día de hoy).
También les proponíamos que organizaran reuniones en sus casas e invitaran a
tanta gente como pudieran —familiares, amigos, vecinos, miembros de su
congregación, compañeros de trabajo, a quienes fuera. Les sugeríamos que
anunciaran que iban a hacer una reunión que les ayudaría a todos los asistentes al
iniciar un negocio propio —y para contarles que ellos ya lo habían comenzado.
Una vez teníamos una audiencia el siguiente paso era contar con la presencia de
alguien que tuviera una personalidad encantadora y habilidades para hablar e
inspirará confianza al explicar cómo funcionaba el negocio y cuál era su
potencial. Los distribuidores que ya teníamos traían a sus amigos y nosotros les
hablábamos del producto.
No era una venta fácil puesto que $20 dólares era una enorme cantidad de
dinero en aquel tiempo, así que tuvimos que vender sin hacer énfasis en el
precio, sino en la calidad del producto —explicar que era natural y hecho de
plantas cultivadas orgánicamente. La cuestión era sobreponernos a las
objeciones en cuanto al precio —como el vendedor de autos vendiéndole un
carro a alguien que piensa que el precio es demasiado alto y consigue la venta
basado en los beneficios y la satisfacción de conducir un carro nuevo. Vender
nunca es fácil, pero un buen vendedor sabe encontrar respuestas honestas y
convincentes a la mayoría de las objeciones causadas por el precio.
Mucha gente decía que el negocio no funcionaría ni duraría, lo cual es usual
frente a situaciones novedosas. Los doctores, especialmente, se nos oponían.
Algunos les decían a sus pacientes, quienes eran nuestros clientes: “Usted no
necesita consumir de ese producto falsificado”. Hoy, consumir vitaminas y
suplementos minerales es aceptado por la comunidad médica, como es obvio.
Sin embargo, en aquel tiempo producían desconfianza, y no siempre porque los
doctores dudarán de su valor nutricional, sino porque nosotros nos estábamos
adentrando en su terreno. Pero, si nuestros clientes veían el valor que implicaba
usar Nutrilite, no le daban mayor importancia a lo que los doctores les dijeran y
seguían consumiendo, y nosotros, vendiendo. Mis padres se volvieron nuestros
clientes tan pronto como empezamos, así como los de Jay. Los cuatro nos
apoyaron siempre.
Nos estábamos ganando la vida. Habíamos conformado un buen grupo de
trabajo y nuestro negocio iba tan bien que pudimos comprar otro carro. Hace 60
años la gasolina costaba un promedio de $0.20 de dólar por galón y los carros
costaban $1.000 dólares. Era un mundo muy diferente y esas eran consideradas
grandes cantidades de dinero.
En busca de nuevos miembros para nuestro equipo de trabajo hice un diagrama
para mostrarles a los distribuidores en potencia cuántos clientes necesitarían y
qué tan grande debería ser la organización que ellos construyeran para lograr un
ingreso como el nuestro. Para motivarlos a triunfar solo teníamos que
convencerlos de que podían lograrlo. Fue así como nos dimos cuenta de que la
mejor manera de convencerlos era presentándoles triunfadores que les hablaran
de cómo ellos ya lo habían logrado. Es probable que tuviéramos distribuidores
que tartamudearan y dudaran un poco en sus discursos —y que no fueran los
mejores conferencistas— pero muchas veces ellos eran los mejores motivadores
porque la gente en la audiencia pensaba: “Si él puede hacerlo, yo también”.
En el transcurso de unos pocos años nuestro grupo inicial llegó a 1.000
personas y continuó creciendo. Comenzamos a hacer convenciones cada
primavera en el Civic Auditorium en el centro de Grand Rapids. Nuestro
programa incluía tanto conferencistas motivacionales contratados como algunos
de nuestros distribuidores que habían logrado construir negocios exitosos. Para
mayor motivación les mostrábamos ejemplos de los estilos de vida que podrían
darse trabajando duro y construyendo sus negocios. Además de incentivos
materiales les hablábamos de metas como pagar la educación de sus hijos en una
escuela privada, tener sus propios negocios en lugar de empleos, contar con un
ingreso adicional para un mejor modo de vida para ellos y sus hijos. Llegamos a
tener 5.000 miembros de nuestro grupo en aquellas convenciones.
Algunas veces, cuando tus sueños se hacen realidad y el éxito parece
inevitable, surge una piedra en el camino. Y eso fue lo que le pasó a Nutrilite y
al negocio que construimos con sus productos. Una clave de nuestro éxito había
sido utilizar un folleto escrito por Casselberry titulado Cómo mejorar tu salud y
permanecer en buen estado físico el cual describía la importancia de los
suplementos para alcanzar una salud óptima. La institución Food and Drug
Administration (FDA) encontró que muchas de las afirmaciones que aparecían
en el folleto eran “excesivas” e inició una investigación en contra de Nutrilite en
1948. La FDA no conocía el lado empresarial de los americanos ni por qué
nuestros distribuidores vendían los productos de Nutrilite, y por tanto dictaminó
que estos deberían regularse de la misma forma que las medicinas.
El asunto se arregló mediante un acuerdo hecho en 1951 mediante el cual se
listaban ciertas precisiones permitidas con respecto a las vitaminas y los
minerales debido a que hasta entonces no había existido una posición oficial del
gobierno con respecto a los suplementos alimenticios. Mediante cambios
legislativos realizados en la década de 1990 esta industria obtuvo una mayor
claridad en cuanto a la forma de describir apropiadamente los beneficios
asociados con dichos suplementos, y es con esta claridad, y con las lecciones
aprendidas durante los primeros años del negocio, que en la actualidad les
hacemos propaganda a nuestros productos. Sin embargo, la investigación hecha
por la FDA en 1948 tuvo un impacto significativo sobre el negocio de Nutrilite y
por consiguiente la empresa se vio afectada.
Debido a los efectos colaterales que causó la intervención de la FDA la
compañía de Nutrilite en California se diversificó con el fin de crear una fuente
de ingresos además de la que recibía por la venta de sus vitaminas. Fue así como
lanzó una línea de cosméticos y empezó a vendérselos directamente a los
distribuidores en lugar de hacerlo a través de Mytinger & Casselberry. Esto puso
en entredicho el contrato entre Nutrilite Products, Inc. y Mytinger &
Casselberry, Inc. en cuanto a cuál de las dos compañías era en realidad la dueña
de la organización de ventas. Entonces, junto con la disminución en las ventas
debido a la controversia con la FDA, ahora nosotros teníamos también que
enfrentarnos con esas desavenencias internas. Mytinger y Casselberry no estaban
en buenos términos con Carl Rehnborg —y ni siquiera entre ellos dos. Ellos
estaban en contra de la idea de vender cosméticos y habían comenzado a perder
la confianza de sus distribuidores.
En 1958 Mytinger & Casselberry Inc. organizó un grupo de estudio compuesto
por distribuidores que le ayudaran a la empresa a resolver sus problemas y Jay
fue propuesto como presidente. Entonces Carl Rehnborg también le ofreció la
presidencia de Nutrilite Products, Inc. con un salario mayor que todos sus
ingresos en aquel tiempo.
Yo hablé con Jay y le dije: “Jay, si eso es lo que quieres hacer, siéntete libre.
No permitas que yo me interponga en tu camino respecto a esta oferta”.
Jay me respondió: “¿De qué estás hablando?”
“Bueno, si este proyecto es muy importante para ti, yo no quiero ser un
obstáculo”, le manifesté.
Ante esto, Jay se pronunció así: “¡Estamos en este negocio juntos! ¡Soy tu
socio! ¡No quiero hacer nada que no te incluya a ti!” Y esa fue una afirmación
muy poderosa.
Jay no aceptó esa presidencia diciéndome que ser independiente y tener una
sociedad conmigo era más importante que el reto de liberar a Nutrilite de sus
problemas, y que un ingreso seguro y estable.
Así que Jay y yo ahora enfrentaríamos nuestros propios problemas. ¿Qué sería
de nuestro futuro con tan decrecientes ventas de esos productos y con las
discrepancias internas que amenazaban la existencia de sus proveedores?
Tuvimos que pensar en la organización que habíamos construido y en los miles
de distribuidores que dependían de los productos de Nutrilite para ganarse la
vida y triunfar. A pesar de los retos vivíamos convencidos de que estábamos en
el negocio indicado y de que la base para nuestro futuro consistía en la gente que
había confiado en nosotros, en los productos y en el tipo de negocio que les
presentamos. Además, sabíamos que lo que en realidad vendíamos era una
oportunidad para que la gente triunfara por sí misma y ayudará a otros a lograrlo
a través de este sistema de mercadeo único.
Todo lo que se necesitaba era la voluntad de trabajar duro para alcanzar un
sueño, así se tratara de un mejor ingreso o de la libertad de tener un negocio
propio. No era necesario para los distribuidores invertir una enorme cantidad de
dinero para que construyeran una fábrica, ni para comprar un inventario que
llenara una bodega, ni para contratar empleados. Lo único que debían hacer era
comprometerse a triunfar, trabajar duro y ayudarles a otros a hacer lo mismo.
Creo que esta actitud me hace regresar a mis primeros años de la niñez en Grand
Rapids porque allí compartíamos nuestro sentido de comunidad y los vecinos
dependíamos el uno del otro y nos asegurábamos de que todos estuviéramos
proveyendo para nuestras familias, de que fuéramos felices y estuviéramos
saludables para trabajar. Vivíamos unidos, lo cual nos animaba a conocernos y a
apreciarnos entre sí. Conversábamos en los pórticos de nuestras casas y no había
cercas alrededor. Creo que allí fue donde comenzó a surgir mi interés por la
gente y esa es la razón por la cual he sido una persona interesada por los demás
toda mi vida. Todavía me encanta seguir conociendo otra gente aunque aprecio a
mis viejos amigos. ¿Qué mejor base para un negocio que los talentos y
ambiciones de quienes además quieren lo mejor para otros?
Pasara lo que pasara con Nutrilite, Jay y yo sabíamos que la idea de la gente
ayudando a otra gente a ayudarse a sí misma era un concepto con mucho
potencial y sobre el cual podíamos construir. Si era seguro que la compañía y los
productos eran íntegros, el verdadero poder consistía en el plan de ventas y en la
ambición y sueños de la gente que buscaba una oportunidad para triunfar.
Estábamos convencidos de que nosotros teníamos la capacidad de hacer que esta
oportunidad fuera aún mejor al recompensar más y mejor a la gente. Nuestros
planes estaban a punto de surgir —sobre un largo rollo de papel de carnicería
que extendimos en el piso de mi cocina.
Segunda parte:
Vendiendo América
The American Way
VIVÍAMOS EN MEDIO DE UNA ATMÓSFERA de incertidumbre y
preocupación. Nuestro ingreso —para no mencionar el de miles de distribuidores
independientes de Nutrilite— dependía de una enorme organización establecida
en California que ahora estaba dividida y en dificultades. Enfrentábamos una
ruptura definitiva entre Mytinger & Casselberry, Inc. —la cual controlaba el
plan de ventas que compensaba a nuestros distribuidores— y Nutrilite Products,
Inc. —el único fabricante de los productos que vendíamos. Las ventas cayeron
después de las nuevas restricciones de la FDA y las dos empresas estaban
tratando de resolver qué hacer y cómo sobrevivir. Las dos concluyeron que una
respuesta podría ser ofrecer productos adicionales, así que Nutrilite introdujo la
línea de cosméticos EDITH REHNBORG, llamada así por la esposa de Carl
Rehnborg. Sin embargo, Mytinger & Casselberry decidieron que querían solo
una línea de productos para la cara y la piel en lugar de una línea completa de
cosméticos. Ellos pensaban que sería más fácil que los distribuidores manejaran
pocos productos y tamaños. Mytinger & Casselberry habrían estado en lo cierto,
si lo que los distribuidores hubieran tenido para ofrecer fueran solo productos
para la piel, pero no estaban proyectándose al futuro ni visualizando cómo
cambiaría todo con el paso del tiempo y esos cambios harían que los
distribuidores recibieran sus inventarios desde los puntos centrales de envío de
los fabricantes, y no recogiendo sus propios productos como en los viejos
tiempos. Nutrilite decidió avanzar en la venta de sus cosméticos
independientemente de la fuerza de venta de Mytinger & Casselberry. Creo que
Carl Rehnborg pensaba que nosotros, como distribuidores independientes,
podríamos trabajar con su compañía y vender su nueva línea de cosméticos
directamente a través de Nutrilite.
Con la inseguridad del fabricante, y debido a que para los distribuidores la
situación se complicaba, Jay y yo decidimos que había llegado el momento de
comenzar una empresa que aboliera estas dificultades y protegiera a nuestros
grupos de distribuidores. Confiábamos en que por lo menos podríamos comenzar
utilizando el plan de ventas y el sistema de mercadeo que nos había ayudado a
triunfar como distribuidores de Nutrilite. Continuaríamos atendiendo productos
de Nutrilite, pero también sabíamos que necesitaríamos agregar uno o dos
productos nuestros. Ya habíamos estado tocando el tema de comenzar con
nuestra propia empresa y todo apuntaba a que el tiempo para hacerlo había
llegado.
Jay y yo a este punto de nuestra vida teníamos razones personales para
continuar ganándonos la vida en un negocio propio. Ya no éramos solo dos
jóvenes amigos embarcados en una aventura juntos. Para este tiempo ya los dos
éramos adultos casados y con hijos. Recordarás que en el capítulo anterior Jay
hizo una visita de ventas en una casa que, según él, tenía “la hija rubia más
hermosa” —que se llamaba Betty Jean Hoekstra. Pues yo fui su padrino de
bodas en 1952. El siguiente febrero yo me casé con Helen Van Wesep, y para
cuando Jay y yo comenzamos esta nueva empresa Helen y yo éramos padres de
dos hijos y Jay y Betty también tenían hijos que mantener. Habíamos construido
nuestras casas contiguas la una a la otra cerca de la villa rural de Ada, Michigan,
la cual un día se convertiría en la sede principal a nivel mundial de Amway.
De manera que teníamos por considerar mucho más que el simple hecho de
mantenernos a nosotros mismos y estábamos muy lejos de los días en que era
cuestión de vender nuestro negocio y lanzarnos a una aventura navegando por el
mar. Mirando atrás, estábamos tomando un riesgo aún mayor al comenzar un
nuevo negocio que cuando éramos jóvenes y empezamos la escuela de aviación
12 años atrás. ¿Aceptaría la gente un negocio nuevo basado en el neófito
esquema de mercadeo en multinivel? ¿Nos acompañarían en nuestra aventura los
distribuidores independientes que auspiciamos en el negocio de Nutrilite?
¿Encontraríamos una línea de producto que los clientes compraran? Ahora veo
de qué manera nuestras primeras aventuras fueron una base sólida para enfrentar
estas nuevas incertidumbres. Si no hubiéramos tenido todos aquellos negocios,
ni nos hubiéramos lanzado a navegar en el mar, no estoy seguro de que Jay y yo
habríamos ni siquiera considerado una meta mayor.
En medio de toda esta inseguridad decidimos dar un salto de confianza en
nuestra vida de negocios. Habíamos planeado una de nuestras convenciones
habituales para nuestros distribuidores y estuvimos de acuerdo en que esa
reunión sería la oportunidad adecuada para anunciar nuestros planes de empezar
otro negocio. Sería una gran sorpresa para ellos, así que, siendo este un evento
planeado con cierta regularidad, eliminamos la clásica frase: “Supongo que se
estarán preguntando por qué los hemos reunido”.
Aquella reunión tuvo lugar durante el verano de 1958 en Charlevoix, un lugar
pintoresco y pequeño de la ciudad de Lake Michigan, rodeado de barcos
pequeños, bosques y dunas, bien al Norte de la parte baja de la península de
Michigan. Anunciamos nuestros planes y le prometimos a todo el que quisiera
unirse a nosotros que protegeríamos la relación de negocios entre los
distribuidores de Nutrilite en la modalidad de patrocinio. También conformamos
un comité compuesto por algunos de los mejores distribuidores. Ellos nos
ayudarían a analizar esta nueva aventura y cómo hacer para que fuera la mejor
posible.
Recordamos que el nombre para nuestro comité sería The American Way
Association. Creíamos en ese entonces, y todavía, que mucha gente en este país
quiere tener su propio negocio. Pensamos que ese sencillamente era el sentir
americano. Las investigaciones arrojaron que ser dueños de un negocio era el
deseo más fuerte para la mayoría de los americanos, pero pocos alguna vez lo
lograban. Nosotros queríamos que esta nueva aventura fuera la que hiciera
posible que la gente tuviera su propio negocio, pero sin necesidad de estar sola.
Los distribuidores tendrían nuestro apoyo y el apoyo de la línea de patrocinio de
Amway. Este se convirtió en el centro de nuestro lema. ¿Qué podría ser más
americano que ser dueño de un negocio dentro del sistema de libre empresa que
había fortalecido la economía de América desde sus inicios?
El nombre American Way Association comenzó a ser un poquito largo, así que
lo mantuvimos para el Comité y operamos como empresa bajo la abreviación de
Amway.
Su existencia comenzó en realidad durante la reunión de Charlevoix con
algunos de los distribuidores que nosotros patrocinábamos directamente.
Trabajamos con ellos y redondeamos la idea para luego echarla a andar y ver qué
ocurría. Todos eran distribuidores independientes, no nuestros empleados, por lo
tanto eran libres de unírsenos o de retirarse. Todos nos dijeron que apoyarían
nuestro plan y que se unirían a este esfuerzo aunque no existiera ninguna
seguridad de triunfar. Jay y yo nos habíamos acostumbrado al rechazo desde
nuestros comienzos al tratar de construir nuestro negocio, pero en este caso ni
siquiera una sola persona se salió de la reunión y eso hacía que nos sintiéramos
agradecidos frente a esta respuesta. Muchos en ese grupo llegaron a convertirse
en los distribuidores más exitosos de Amway durante décadas y hoy muchos de
sus hijos también son líderes en el negocio.
Esa fue una lección clave para nosotros con respecto al verdadero significado
del liderazgo. En primer lugar, Jay y yo decidimos que era esencial que
lideráramos y por lo tanto debíamos tener el coraje para liderar. En segundo
lugar, el hecho de que todos nos siguieran fue muy significativo. Estoy
convencido de que nos siguieron, no solo porque nos respetaban, sino porque el
hecho de que les preguntáramos si querían seguirnos les mostró que nosotros
también los respetábamos a ellos. Hasta el día de hoy creo firmemente que los
líderes efectivos ganan respeto al mostrarles respeto a quienes los rodean.
Lógico, si planeábamos expandir nuestra línea de producto, la gran pregunta
durante nuestro retiro fue: “¿Qué productos vamos a vender?” Nuestra reunión
en Charlevoix también fue el lugar en donde encontramos esa respuesta. Le
mencionamos al grupo que estábamos buscando productos y que aceptábamos
sus sugerencias. Entonces uno de nuestros distribuidores dijo que conocía un
limpiador multiuso llamado FRISK, el cual era elaborado por una pequeña
fábrica en Detroit. Y debido a que él conocía a uno de los elaboradores del
producto decidió hacerle una visita a la fábrica para hablar con él. De regreso
trajo algunas muestras. Algunos de nuestros distribuidores comenzaron a usar
FRISK y a compartirlo con sus clientes y a todos les gustó, así que empezamos a
ordenarlo para que nos lo enviaran desde Detroit hasta Ada.
Los sótanos de nuestras casas en Ada se convirtieron en la primera bodega de
Amway. Mucha gente que hoy maneja sobre la cresta de la Colina y ve que la
actual Sede Mundial de Amway es de una milla de largo, con sus oficinas y
plantas de elaboración, no tiene cómo saber que Amway comenzó en esta área
rural casi por accidente. Cuando Jay y yo todavía éramos solteros decidimos
buscar una propiedad en la que pudiéramos construir nuestras casas, una junto a
la otra, pensando en que alguna vez nos casaríamos y tendríamos nuestras
familias. Entonces hallamos este espacio placentero en la cima de una colina
desde donde se divisaba un río y decidimos comprar un par de lotes. Fue mucho
después de haber comprado aquella tierra que cada uno de nosotros se casó, pero
nuestras esposas, Helen y Betty, aceptaron generosas el hecho de que en realidad
ellas nunca tuvieron la posibilidad de elegir dónde vivirían. Y como allí era
donde vivíamos, fue en esa comunidad donde Amway comenzó.
Ada queda a unas cinco millas al Este de Grand Rapids y aún hoy es una
comunidad rural en una villa pequeña. Todavía es el típico pueblo con un puente
cubierto, calles residenciales arborizadas y almacenes a lo largo de un par de
calles principales que se interceptan. Cuando comenzamos Amway a muchos
debió parecerles que nuestra empresa estaba ubicada en un terreno ubicado en
medio de la nada, pero similar a mi deseo de vivir en un sitio rural que expresé
cuando estaba en el octavo grado de la Secundaria. Es interesante el hecho de
que yo estaba en mi clase de debates y en una ocasión nos fue asignado el tema
consistente en describir los méritos de vivir en el campo versus los méritos de
vivir en la ciudad. Yo opté por defender las ventajas de vivir en el campo y
utilicé a Ada como ejemplo: la atraviesa el río, es un lugar ideal para vivir y
construir una familia y queda en el campo pero no muy lejos de la ciudad de
Grand Rapids. Es obvio que siendo estudiante en la escuela jamás sospeché que
un día yo construiría allí en Ada tanto mi hogar como mi negocio.
Cuando comenzamos con Amway mi sótano era la bodega y el de Jay era la
oficina. Compartíamos una línea telefónica para el negocio y utilizábamos un
timbre para alertarnos uno al otro cuando teníamos que hacer una entrega o
recoger productos. Helen sabía escribir a máquina y nos ayudó con los
menesteres de secretaria hasta que contratamos una secretaria por medio tiempo,
quien fue nuestra primera empleada. Jay redactó literatura de venta y publicaba
un comunicado mensual que escribía en una máquina de escribir de marca Smith
Corona; luego imprimía copias en un mimeógrafo y las ubicaba sobre su mesa
de ping-pong. Cuando nuestro manual de ventas creció Jay contrató al joven que
cortaba el césped de su casa para hacer ese trabajo —con el tiempo él se
convirtió en el encargado de manejar el primer taller de impresión de Amway.
Además contratamos otros dos empleados para que ayudaran a procesar las
órdenes, a mantener el récord de ventas y a pagar las bonificaciones.
Helen cosió metros de muselina que su grupo de scouts le ayudó a teñir de
rosado para decorar las paredes de un cuarto que estaba sin terminar y se había
convertido en mi oficina, pero a pesar de esta “decoración” era imposible ocultar
que nuestra oficina principal seguía siendo el cuarto de un sótano con mi
acostumbrado escritorio de metal y una silla de oficina que estaban puestos sobre
unos cartones de FRISK que pusimos en el suelo. Recuerdo este como un tiempo
muy feliz porque estábamos al inicio de construir algo. No creo que vi más allá
de la posibilidad de que Amway creciera más que lo que ocupaba nuestro sótano
—pero simplemente estaba agradecido de poder construir nuestro negocio
propio en nuestros hogares y tenía la esperanza de un futuro brillante para
Amway. Además, aprecio ahora más que nunca el papel de Helen en aquel
tiempo. A lo mejor ella se preguntaba en qué se había metido al aceptar que un
negocio funcionara en su sótano, sin embargo, se unió a la aventura.
Los distribuidores recogían FRISK en mi sótano; yo tenía un espacio allí con
una cama y los distribuidores que venían de lejos a recoger sus pedidos o a
mostrarles el plan de ventas a sus prospectos en Michigan a veces pasaban allí la
noche. Despachábamos algunas órdenes principalmente entre Michigan y Ohio,
y las tapas de nuestra lavadora y secadora servían como mesa para empacar
órdenes y enviarlas. Cuando se incrementó el volumen de ventas Jay y yo nos
dimos cuenta de que necesitábamos dejar de simplemente llenar órdenes de
compra y venta de nuestro producto —lo que en realidad teníamos que hacer era
controlar la fuente y la calidad de los productos que vendiéramos, lo cual
significaba que nos convertiríamos en fabricantes y además en distribuidores.
En Fulton Street, la avenida que atraviesa Ada y que pasa a menos de una milla
de nuestras casas, funcionaba una estación de servicio en ladrillo blanco y con
dos surtidores de gasolina en medio de un parqueadero polvoriento. Y además de
gasolina se les vendía a los granjeros maquinaria agrícola. Nosotros compramos
el edificio que era de 60x40 pies, junto con sus dos acres, y allí instalamos
nuestra fábrica. Pero decidimos comprar otros dos acres pensando en ampliar la
propiedad. Recuerdo que le dije a Jay: “A lo mejor un día necesitemos
parqueadero adicional”. El edificio tenía espacio para almacenamiento y una
oficina para mí. Al fondo había un baño que, al agregarle una cama, se convirtió
en el hogar de un joven que fue uno de nuestros primeros empleados, y quien se
encargó de administrar nuestra primera bodega. También contratamos a un joven
de nuestro vecindario para que nos hiciera un aviso con el nombre de AMWAY
en el edificio junto con la frase PRODUCTOS PARA EL HOGAR Y LA
INDUSTRIA. Incluso le agregó el logo de American Way Association. Esa fue
nuestra primera locación visible donde se fabricó nuestro primer producto, y era
allí donde los distribuidores lo recogían y donde los transeúntes que pasaban por
el frente empezaron a notar el inicio de un negocio en la vecindad.
FRISK, el cual pronto comenzamos a llamar L.O.C. (Liquid Organic Cleaner),
resultó ser nuestro primer producto exitoso y fue el que les abrió el camino a
más productos. Por una parte, estaba hecho de derivados del aceite de coco
natural y no a base de productos a base de petróleo, como el kerosene. Un primer
folleto promocional mostraba que L.O.C. servía para lavar los vegetales y
además tenía una habilidad limpiadora única —remover las manchas y el
percudido que otros productos no lograban remover. Era un gran limpiador y lo
vendimos mucho porque estábamos al comienzo de una era de interés creciente
en cuanto a los ingredientes naturales y orgánicos. Los productos a base de
petróleo estaban adquiriendo mala reputación y los fosfatos habían empezado a
contaminar las vías navegables. Las aguas residuales de los detergentes en los
lavamanos y las máquinas lavadoras estaban produciendo espuma en los ríos y
otras corrientes de agua y se les estaba responsabilizando de poner en peligro la
vida silvestre y el medio ambiente. Nuestro producto era biodegradable, y
debido a que utilizábamos una fórmula concentrada para reducir tanto el costo
del envío como el volumen de almacenamiento, utilizábamos empaques más
pequeños —un beneficio ambiental no apreciado sino hasta después de décadas.
Nuestro siguiente producto, un detergente para la ropa llamado SA8, también
contenía surfactantes biodegradables y era concentrado. De la misma manera en
que teníamos la delantera en cuanto a productos nutricionales con Nutrilite,
ahora éramos los primeros con una tendencia a cuidar el medio ambiente con los
productos de AMWAY.
Para ir de acuerdo con nuestro lema del sentir americano hicimos que nuestros
productos estuvieran empacados con diseños en rojo, blanco y azul y fuimos
acusados por haber envuelto nuestros productos relacionándolos con la bandera
americana. Nuestro logo era simple: la palabra AMWAY en una fuente que
pareciera como si acabara de salir de la máquina de escribir. El empaquetado
incluía un eslogan original —El cuidado de su hogar ha llegado a su puerta.
Después de agregar más productos del cuidado del hogar la gente nos conocía
—y quizá nos convertimos en el punto de crítica para algunos— como la
compañía del “jabón”. Tuve que defender nuestra estrategia y les dije a los
distribuidores: “Jabón. ¿Por qué lo vende Amway? Sencillo. Todo mundo lo usa.
Todos lo compran, lo utilizan, y después vuelven a comprar más. Nadie necesita
pedir muestras para saber lo que es un jabón y lo compran sin ningún riesgo
porque es garantizado”. Pero aun con un producto tan simple como L.O.C.
animábamos a nuestros distribuidores para que ellos lo usaran y luego les
demostraran a sus posibles clientes qué tan bien les funcionaba. Jay incluso
escribió una literatura para usarla a la hora de hacer una venta que se llamó “La
asombrosa historia de FRISK”.
Animábamos a nuestros distribuidores, no solo a decirles a sus prospectos qué
tan buenos son los productos de AMWAY, sino también a demostrárselo. La
habilidad de venderles productos a tus amigos, hacerles una demostración de sus
increíbles resultados y llevárselos a su propio hogar les agrega valor a esos
productos frente a esos clientes. Estas eran características que en ese momento
considerábamos únicas e indispensables para nuestro tipo de negocio.
Incluso cuando nuestra fábrica creció debido a la popularidad en aumento de
los productos de limpieza L.C.O., los detergentes SA8, y la introducción al
mercado de nuevos productos —incluyendo un spray para los zapatos, un
limpiador para piso en concreto, un lustrador de muebles y una será para brillar
carros— Jay y yo seguíamos nuestro camino reclutando nuevos distribuidores. A
comienzos de 1960 yo vivía de viaje de un lugar a otro: de New York a
Washington y de Texas a Manitoba y a otros sitios rumbo a reuniones con
distribuidores. Poníamos la mira primeramente en hacer clientes que tuvieran el
potencial de convertirse pronto en distribuidores y había alegría cuando alguien
se nos unía, cuando conseguíamos un cliente y cuando un distribuidor conseguía
su cliente.
Por nuestra experiencia como distribuidores Jay y yo sabíamos que el plan de
ventas desarrollado por Mytinger & Casselberry se podía mejorar
recompensando mejor a los distribuidores con base en sus logros. Después de
muchas discusiones, y de obtener retroalimentación de nuestros distribuidores,
en 1959 Jay y yo extendimos en el suelo de mi cocina un rollo de papel de
carnicería y comenzamos a diagramar sobre él un plan único que recompensara a
aquellos que produjeran mayores volúmenes de ventas. Nuestro plan
recompensaba justamente a los distribuidores, no solo por su volumen de ventas
individuales y por el volumen de las ventas de cada distribuidor que ellos
patrocinarán, sino además por el volumen de gente que sus patrocinados
patrocinaran.
Cuando tú te imaginas el número de personas que eventualmente podrían
convertirse en distribuidores de Amway patrocinados por ti entiendes mejor por
qué necesitábamos un rollo de papel tan largo como el que usan los carniceros,
el cual iba desenvolviéndose por toda la cocina y extendiéndose hasta el pasillo a
medida que escribíamos; y quizás hasta puedas imaginarnos a Jay y a mí en el
piso diagramando este complicado plan. Obvio, en 1959 jamás nos imaginamos
el día en que compensar a millones de distribuidores requeriría de tantos
computadores sofisticados que para ese entonces tampoco se habían inventado.
Sin embargo, soñábamos en grande.
Nuestro plan estaba diseñado para generar comisiones desde el primer nivel al
siguiente y así sucesivamente hasta el nivel #200 o a tantos niveles a los que el
negocio lograra expandirse. Soñamos con que algún día hubiera 1.000 personas
en un primer nivel de Amway. ¿Y dónde terminaría ese dinero? Por eso es que
necesitábamos un rollo de papel que fuera lo suficientemente largo.
El plan que diseñamos fue uno de los principales fundamentos de nuestro
negocio porque se aseguraba de que la compensación que cada distribuidor
recibiera fuera equitativa y en proporción a su volumen de ventas y al volumen
de los grupos de distribuidores que existieran en su línea descendente. Tanto Jay
y yo como el comité que conformamos trabajamos para que, junto con el plan,
existieran bonificaciones por los niveles alcanzados según el volumen de
patrocinios y ventas. Establecimos los niveles de broches que siguen aún
vigentes —Perla, Esmeralda, Diamante, etc. Necesitábamos llevar un registro
que fuera significativo y a la vez sencillo de los éxitos de cada distribuidor, y fue
así como pensamos en otorgarles broches cada vez que alcanzarán un nuevo
nivel, de manera que los nombres de estas piedras preciosas tenían sentido y
servían para nuestro propósito de reconocimiento.
El encanto de Amway en los primeros comienzos era el mismo de hoy. La
gente se siente atraída por la posibilidad de tener un negocio propio y busca una
oportunidad que tenga un alto potencial de éxito, pero que, sin embargo, requiera
de unos pocos dólares como capital de inicio. Los distribuidores no tendrían la
necesidad de invertir en fabricación ni almacenaje de inventario, pero sí la
ventaja de tener fácil acceso a cientos de productos en venta. Además tendrían
derecho a obtener ingresos a través de la gente que patrocinaran. Es decir,
manejarían un factor multiplicador de ingresos por, no solo lo que ellos
vendieran, sino también por las ventas de quienes patrocinaran y de todos
aquellos a quienes sus patrocinados patrocinaran.
Y por último, tendrían un negocio que algún día podrían venderles o
transferirles a sus hijos. Así que, si hay algún secreto del éxito de Amway, creo
que es nuestra confianza en la gente y en sus habilidades para utilizar sus
esfuerzos y talentos en alcanzar sus sueños. No estoy seguro de qué tan
agradecido fui con aquellos primeros distribuidores, pero mirando en
retrospectiva, me maravillo de ellos —de su dedicación hacia una aventura
nueva e incierta, de su fe en Jay y en mí y de su perseverancia para afrontar
algunas veces los rechazos. Me siento muy agradecido por cada uno de ellos y
fue una bendición que hubieran decidido caminar con nosotros y acompañarnos
en esa jornada.
Nunca separamos el hecho de hacer negocios dentro de un sistema empresarial
libre del hecho de la bendición de la libertad de la que disfrutamos en América.
Llamamos con orgullo a nuestro negocio: “The American Way” y nunca nos
hemos disculpado por creer en la libre empresa ni en el patriotismo que nos
causa ser americanos libres. Comenzamos Amway el mismo año en que Fidel
Castro se tomó el poder en Cuba. Dos años antes la Unión Soviética había
enviado su Sputnik al espacio y a comienzos de 1961 también había enviado a
uno de sus hombres. Es difícil imaginarlo hoy, pero ciudadanos de los Estados
Unidos —quienes ganaron la Segunda Guerra Mundial para preservar la libertad
y manera de vivir de nuestra nación— estaban considerando el comunismo como
una segunda alternativa de gobierno. La gente pensaba que el comunismo sería
la tendencia del futuro y que era factible que hasta de pronto se tomara el control
de América. Cuando nosotros comenzamos Amway pensamos: “Está bien
comenzar un negocio para hacer dinero, pero ¿cuál es el máximo propósito de
nuestro negocio? ¿En qué creemos? ¿Cuáles son las motivaciones que tenemos
más allá de la de tratar de hacer dinero?” Entonces nuestro grito de batalla fue:
“Defender la libre empresa”.
Cuando pensamos en tener nuestro propio negocio también pensamos que esa
era una oportunidad fundamental para América. Pensamos que todo aquel que
quisiera ¡debería ser capaz de tener su propio negocio! Me dispuse a defender la
libre empresa en mi primer libro ¡Cree!, así como también nuestro sistema
económico americano frente a millones con mi discurso “Vendiendo América”.
No estaba exponiendo una teoría. Mi fe en la libre empresa y en su papel como
el más importante motor económico que el mundo ha conocido fue evidente a
diario a medida que veíamos nuestro pequeño negocio crecer y también al notar
cómo un reducido terreno inundable ubicado en un pequeño pueblo comenzó a
convertirse rápidamente en plantas de fabricación, bodegas y oficinas. Esa era la
evidencia sobrecogedora del poder efectivo de la libre empresa. Ni con todos
mis discursos y escritos podría explicar ni medir el crecimiento de la que hoy es
la sede mundial de Amway.
Empoderados por la gente
EL CHISTE COMÚN SOBRE ESTAR SIEMPRE ALERTA con respecto a no
dejarse embaucar por un astuto vendedor hasta terminar haciendo una compra
truculenta está relacionado con el gran negocio de adquirir finca raíz en el
Estado de la Florida (que para algunos terminó en la compra de un pantano).
Para este tiempo de nuestra carrera Jay y yo éramos demasiado expertos como
para caer en el error de comprar una propiedad sin verla. Sin embargo, sí
decidimos comprar, si bien no un pantano ¡por lo menos sí unas tierras bajas en
un terreno inundable! Esa propiedad, comprada por parcelas con el paso del
tiempo, llegó a convertirse en la sede mundial de Amway.
No lejos de nuestros hogares en Ada, frente a Fulton Street, la avenida
principal que atraviesa el pueblo, existían cientos de acres de terrenos impolutos.
En un comienzo compramos la pequeña parcela en donde estaba ubicada la
estación de servicio que era Amway Manufacturing Corporation. En ese
momento no teníamos la manera de saber que un día necesitaríamos comprar
todos los 300 acres debido a que Amway se expandiría de la manera en que lo
hizo. Para fortuna nuestra esa tierra era poco deseable porque parecía no tener
futuro y por esa razón había permanecido vacía por muchos años hasta que
nosotros le vimos utilidad. La propiedad iba paralela a las corrientes del Grand
River y por lo tanto mucha de la tierra era fácilmente inundable lo cual la hacía
inadecuada para construir. De manera que, a medida que nos íbamos
expandiendo, primero excavábamos un poco y luego utilizábamos todo ese
desperdicio para rellenar la obra en construcción. El gran hoyo que quedó de esa
excavación se llenó de agua y desde entonces los empleados de Amway lo
conocen como el “Lago Amway”.
En 1960, después de un año de habernos ubicado en la antigua estación de
servicio, comenzamos un proyecto para construir sobre esos dos acres que
compramos pensando que no servirían de parqueadero algún día. Allí
levantamos nuestro primer edificio de oficinas, un sitio de interés turístico en
aquel tiempo —construido en losa y ventanales de vidrio. El titular de Amagram,
nuestra revista para los distribuidores decía: “Nos trasladamos a una imponente
locación de vidrio y piedra”.
Erigimos un gigantesco aviso en el frente en rojo, blanco y azul con nuestro
nuevo logo y el eslogan. Esa fue también la primera oportunidad que tuve para
visitar la vitrina de ventas de muebles para oficina de Steelcase, la mueblería
ubicada en Grand Rapids donde compré mi primer escritorio y silla nuevos. Ese
primer edificio todavía hace parte de las estructuras que componen nuestro
centro de operaciones de Amway localizado en Ada —de una milla a lo largo de
Fulton Street. Escondida en alguna parte del interior de ese gran complejo
todavía hay una pared que pertenece a la antigua estación de servicio.
La construcción de nuestro primer edificio de oficinas fue una decisión clave.
En ese tiempo pensábamos que habíamos construido el mejor edificio de
oficinas para ejecutivos, un proyecto de calidad que cumpliría con todas nuestras
necesidades para siempre —que sería un edificio de oficinas inmejorable. Jay y
yo todavía estábamos a mediados de nuestros treintas y acabábamos de construir
un proyecto impresionante en aquel tiempo y del cual nos sentíamos muy
orgullosos. Teníamos nuestras oficinas, una al pie de la otra y un salón de
conferencias adjunto. El negocio seguía creciendo y eso significaba que
teníamos que seguir construyendo —así que continuamos con nuestro plan de
mantener los edificios de administración frente a Fulton Street y las bodegas y
las fábricas en la parte de atrás. (Eventualmente, con plantas de fabricación de
aerosoles, polvos, líquidos, cosméticos y botellas plásticas; con edificios de
investigación y desarrollo; con centros de distribución y transporte; y con
edificios administrativos para miles de empleados, teníamos 4.2 millones de pies
cuadrados construidos). Después de nuestro primer año entero trabajando con
Amway reportamos ventas por un total de $500.000 dólares. Solo tres años más
tarde, en 1963, las ventas fueron de $21 millones.
Una vez descubrí que teníamos un guía turístico que les decía a los visitantes:
“Vamos a vender $100 millones de dólares en menos de nada”. Entonces lo
llamé a un lado y le dije: “Espere un minuto. No hay nadie en esta industria que
haya alcanzado ni siquiera el millón de dólares, así que tenga más cuidado con lo
que dice”. Sin embargo, no logré quitarle esa confianza, pero le insistí: “No
hagamos demasiado alarde en este momento y mejor hablemos de lo que en
realidad vendemos, no de lo que usted cree que vamos a vender. Le pido que no
vuelva a utilizar esa cifra”. Fue hasta cuando verdaderamente alcanzamos esos
$100 millones de dólares en ventas en 1970 que Jay y yo por fin logramos
admitir que esto tenía un enorme potencial y que necesitábamos expandir nuestra
manera de pensar y planear para que fuera acorde al crecimiento que
presenciábamos. Las cosas iban muy rápido y no recuerdo que invirtiéramos
mucho tiempo obsesionándonos con las cifras de las ventas. En lo que sí
invertíamos tiempo era contratando gente que nos ayudara a enfrentar esa
expansión, desde asistentes contables hasta investigadores y personal que
proveyera la experiencia que necesitábamos justo en ese momento.
Todos nuestros ingresos fueron reinvertidos en el crecimiento del negocio. No
recuerdo que gastáramos mucho en nosotros ni tratando de impresionar a la
gente actuando como magnates. Hasta el día de hoy Jay y yo nos consideramos
hombres de negocios bastante trabajadores en la búsqueda de ganarse la vida.
Mi padre, quien ya se había retirado, fue nuestro primer guía turístico. En ese
momento solo teníamos 40 pies cuadrados disponibles para la oficina y
supongamos que en unos 60 pies detrás de ese espacio había una especie de
bodega abierta en la que manteníamos materia prima ya que todavía no la
habíamos encerrado porque todo lo que pudimos costear fueron las paredes, pero
no el techo, así que simplemente tirábamos lonas sobre los barriles de los
materiales y, dependiendo de lo que fuéramos a fabricar, sacábamos la materia
prima y la trasportábamos hasta la fábrica para medirla y fabricar nuestro L.O.C.
o lo que fuéramos a fabricar en ese momento. No había mucho que ver en aquel
tiempo, pero mi padre se convirtió en el guía turístico porque siempre había
distribuidores y otra gente que nos visitaba que quería conocer nuestra forma de
operar. Así que él los acompañaba y les mostraba lo que estábamos haciendo.
Pero la mejor parte para mí fue que él vivió lo suficiente, antes de su fatídico
ataque cardíaco a la edad de 95 años, para ver el comienzo de esta empresa. Y
nunca dejó de animarme. Jamás olvidaré lo que me dijo en ese entonces. En una
ocasión mi padre pensó muy bien lo que quería expresarme e incluso se tomó
unos minutos para asegurarse de explicarme claramente su perspectiva:
“Este negocio se está volviendo realmente importante”, me dijo. “Va a ser muy
grande. Tú le estás haciendo muchas promesas a esta gente con respecto a cómo
serán las cosas y a lo que vas a hacer. No olvides que necesitas cumplir esas
promesas, ¡tienes que cumplirlas! Así que te pido que recuerdes que lo que le
has prometido a esta gente es lo que harás y lo que seguirás haciendo. Este
negocio está creciendo tan rápido y va a ser tan grande que lo que hagas y
organices hoy es de gran importancia. Dios te ha bendecido y vas a tener que
darle cuentas a Él de tus promesas”.
Ese fue un momento precioso para mí —escuchando las palabras de sabiduría
y aprecio de mi padre. Él había pensado muy bien lo que quería decirme y solo
quería que nos sentáramos por unos minutos para expresarme cómo se sentía
respecto al futuro de este negocio y a la importancia de mantener nuestras
promesas. Tristemente, mi padre no vivió para ver crecer a Amway en todo su
esplendor, pero siempre supe lo orgulloso que se sentía de mí porque me lo dijo.
Creo que su orgullo consistía en ver mi grado de confianza y las habilidades que
desarrollé para cumplir el sueño que él tenía de que yo tuviera un negocio
propio.
Como padre ahora comprendo la importancia de decirles a nuestros hijos cuán
orgullosos nos sentimos de ellos. Nuestro orgullo les da la confianza para
enfrentar retos y triunfar por sí mismos. Nunca podría pagarle a mi padre la
deuda que tengo con él por el papel sencillo pero memorable que desempeñó en
mi vida al animarme y mostrarme qué tan orgulloso se sentía de mí. Hoy, yo
sigo intentando hacer lo mismo con mis hijos.
Aunque nuestro crecimiento iba rápido comenzamos a sentir que la gente le
estaba prestando atención a nuestro éxito y que Amway se estaba convirtiendo
en un negocio reconocido en los hogares a nivel nacional. Creo que la primera
vez que esta verdad me impactó fue cuando Paul Harvey me expresó que quería
visitar Amway. Al comienzo de la década de 1960 él era famoso y tenía un
programa muy reconocido que se llamaba Paul News and Commentary y se
escuchaba diariamente en la radiodifusora nacional. Además era famoso por sus
lecturas en vivo de las propagandas de los patrocinadores de su programa.
Amway no tenía una agencia de publicidad en aquel tiempo, pero nos agradaba
Paul Harvey y estábamos pensando en patrocinar su programa de radio. Paul
vino a visitarnos y nos dijo a Jay y a mí: “Ustedes cuentan que Amway comenzó
en un sótano. ¿Dónde queda ese sótano?” Llamé a Helen para que estuviera
preparada para su visita y al poco rato llegamos con él a mi casa y lo llevamos
abajo, al cuarto esquinero que había sido mi primera oficina y la bodega de
Amway. Le encantó la idea de este par de chicos comenzando un negocio, e
incluso lo intrigó. Comenzamos a hacer propaganda en su programa acordando
que él escribiría los textos y los leería al aire. Era una forma básica y sencilla de
darnos a conocer. Él improvisaría un poco, contaría historias acerca de nuestra
empresa e incluiría referencias elogiosas.
De hecho, él inventó nuestro segundo eslogan. Durante una de sus
improvisaciones al aire comentó: “Compre sin ir de compras”. Ese fue el eslogan
que imprimimos en nuestro logo al comienzo de 1964 y el cual utilizamos por
casi dos décadas. Él nos ayudó a establecer el negocio y además fue
conferencista en muchas convenciones de Amway. Cada vez que aparecía en el
escenario su traje lucía impecable. Sabiendo que viajaría en nuestro jet privado
durante horas, una vez le preguntamos cómo hacía para lucir así de bien. ¿La
respuesta? Nos contó que durante los vuelos se quitaba el pantalón y lo colgaba
para que no se le arrugara y volvía a ponérselo justo antes de aterrizar. Jay y yo
siempre nos divertíamos muchísimo haciéndole chistes acerca de cómo se vería
viajando en sus interiores estilo pantaloneta.
Otra forma de dar a conocer a Amway fue a través de propagandas en Saturday
Evening Post que incluyeron un portarretratos de Jay y mío hecho por Norman
Rockwell. Anunciamos en el Post principalmente porque éramos amigos de los
dueños de la revista en ese momento y ellos nos animaron a hacerlo y a que
Rockwell nos hiciera el portarretratos tomando como modelo una foto que le
suministramos.
De la misma forma en que tener a Paul Harvey haciendo buenos comentarios
acerca de Amway a principios de 1960 era muy importante, pienso que nuestro
portarretratos hecho por Rockwell y publicado en Saturday Evening Post
también le dio valor a la historia de Amway. Patrocinamos varios programas de
radio y televisión al comienzo de la década de 1980 en la voz de Bob “hablando
de Amway” Hope, aunque el final aprendimos que los mejores promotores que
teníamos para Amway eran nuestros distribuidores.
Amway continuó creciendo en la cantidad de distribuidores que a su vez
patrocinaban a más distribuidores para entrar al negocio. Pero Jay y yo sabíamos
que no creceríamos en todo nuestro potencial a menos que este ejército creciente
de distribuidores tuviera más y más productos para vender. Así que nos
enfocamos en desarrollar nuevos productos que incrementaran el negocio.
Comenzamos con artículos para la limpieza del hogar porque todo el mundo los
usa y se terminan pronto, lo cual implica volver a comprarlos, y esto a su vez
significa repetidas ventas. Cada producto que introdujimos produjo un
incremento en el volumen de ventas. Una vez se les enviaban a los distribuidores
nuestras nuevas líneas de productos, ¿qué tenían que hacer ellos para lograr
incrementar su volumen de ventas? Así que trabajamos duro para posicionarles
nuevos productos todo el tiempo y para esto creamos un departamento que se
enfocara únicamente en la investigación y desarrollo de nuevos productos.
Durante los primeros ocho años de Amway estábamos vendiendo 100
productos distintos a nivel nacional.
Una línea de productos de calidad con ciertas características únicas y
satisfacción garantizada les proveía algo tangible a los distribuidores que no
tenían almacenes o edificios corporativos para promoverse a sí mismos como
dueños de negocios. Los productos también eran una manera de promover a
Amway en un momento en el que la compañía contaba apenas con una pequeña
planta de fabricación y un edificio de oficinas en un pueblo del que nadie más
allá del Oeste de Michigan había escuchado y sobre el que las respuestas
comunes eran: “¿Quién ha escuchado alguna vez hablar de ese pueblo llamado
Ada? ¿Quién sabe algo de Amway?” Para darnos a conocer un poco más nos
ingeniamos la que pensamos que sería una solución interesante. Le compramos
un bus a un conocido que teníamos en Grand Rapids y lo mandamos pintar de
rojo, blanco y azul. Le agregamos la frase: VITRINA DE AMWAY acompañada
del mensaje: IDEAS ÚNICAS PARA EL CUIDADO DE SU HOGAR. El bus
saludaba a los curiosos con el mensaje: BIENVENIDOS A BORDO.
EXHIBICIÓN GRATUITA.
Contratamos un conductor que le diera la vuelta a la ciudad y lo parqueara en
el centro, en las esquinas de las calles y en las áreas de alto tráfico. Los
distribuidores invitaban a sus clientes al tour para ver nuestros productos, así
como las exhibiciones para mostrarles nuestra manera de fabricarlos y la forma
adecuada de utilizarlos. Mirando atrás no sé qué tanto impacto tuvo ese bus en
nuestro negocio, pero ese vehículo de apariencia tan única les dio a los
distribuidores —quienes eran almas solitarias tratando de representar una
compañía muy poco conocida— una manera de demostrar que había algo
sustancial detrás de todo aquello.
Para que a los distribuidores les fuera bien nosotros sabíamos que había que
tener una línea de productos que ellos pudieran vender. El bus fue parte de hacer
lo que hubiera que hacer para ayudarles a prosperar en sus negocios. La teoría
siempre consistió en saber que, si nosotros les ayudábamos a ellos a trabajar
mejor, también a nosotros nos iría mejor. Los distribuidores decían: “Nadie me
conoce, nadie ha escuchado hablar de esta empresa e incluso me preguntan si en
realidad existe”, y cosas por el estilo. El bus fue una estrategia para mostrar que
sí existíamos. Fue una herramienta de mercadeo y ventas muy importante.
Mirando en retrospectiva pienso que Jay y yo buscábamos con frecuencia formas
de contribuirles a los distribuidores en gratitud hacia la dedicación que ellos le
daban a nuestro negocio. Después de todo, ellos se arriesgaban con nosotros y
nosotros dependíamos de que ellos triunfaran y nos ayudarán a crecer. No
podíamos defraudarlos.
También nos divertimos con la idea de que los distribuidores tuvieran rutas
estables para distribuir nuestros productos. Creo que todavía estábamos bajo el
concepto de que, para tener un negocio rentable con Amway, necesitábamos ser
como el lechero que solía atender a los mismos clientes a diario antiguamente.
Esto trajo un punto de discusión interesante: “¿Es Amway un negocio de
productos o un negocio de distribución?” A medida que crecíamos nos dábamos
cuenta de que los productos eran importantes, pero igual de importante, si no
más importante, era el hecho de ser un negocio que distribuía sus propios
productos. El único enfoque de Amway era que los distribuidores construyeran
sus negocios vendiendo nuestros productos y patrocinando a otros para que
hicieran lo mismo. Establecimos unas reglas para enseñarles a los distribuidores
la importancia de vender y patrocinar para tener un negocio creciente. La venta
de productos es esencial para hacer dinero con Amway, pero enfocarse solo en
comercializar los productos no era hacia donde nos dirigíamos porque nos
dábamos cuenta de que el éxito requería tanto de la venta de productos como de
la oportunidad de brindarles a nuestros distribuidores la posibilidad de construir
sus propios negocios invitando a otros a hacer lo mismo: a vender y patrocinar.
Para ayudarles a triunfar mi mayor contribución era organizar reuniones por
todo el país. Por ejemplo, un distribuidor en Phoenix iba a reunirse con algunos
prospectos en su casa entonces yo me dirigía a Phoenix y hacía una reunión de
reclutamiento para sus invitados y les contaba la historia de Amway. El
resultado era que algunos de ellos se nos unían. El rango de asistencia a las
reuniones iba desde unas pocas personas hasta docenas, —e incluso hasta a
cientos, dependiendo de lo bien establecida que estuviera Amway en cada
comunidad. Además, en un comienzo nos apoyamos en distribuidores de
Nutrilite que estuvieran interesados en comenzar el negocio con Amway y que
ya tuvieran grupos grandes de distribuidores en su negocio con Nutrilite. Esto
nos ayudó a ir más allá del éxito que logramos en Ada para darnos a conocer a
nivel nacional.
Estábamos construyendo a Amway de la misma manera que habíamos
construido nuestro negocio de Nutrilite —una red de relaciones que comenzaba
con una persona y se expandía constantemente. Algunos de los distribuidores
más exitosos de la Historia de Amway comenzaron como distribuidores de
Nutrilite a quienes tanto Jay como yo patrocinamos, y ellos a su turno
construyeron sus negocios en la línea de Amway llegando a patrocinar hasta a
decenas de miles de distribuidores.
En nuestros comienzos patrocinamos a Walt Bass, a quien conocimos cuando
él era el gerente de ventas de WOOD Radio, una de las estaciones más grandes
de Grand Rapids. Walter se cortaba el pelo en el sótano de un hotel de Grand
Rapids y su barbero era Fred Hansen. Walter introdujo y patrocinó a Fred y a su
esposa, Bernice, en el negocio de Amway. Más adelante los Hansen se
trasladaron a Cuyahoga Falls, Ohio, para vender casas rodantes. Walter y yo
fuimos hasta allá a participar en una reunión de reclutamiento en la sala de su
casa y tuvimos seis asistentes. Luego los Hansen patrocinaron a su lechero, Jere
Dutt, quien a su vez patrocinó a su colega lechero, Joe Victor. Jere también
conocía a un individuo que trabajó en prisión en Rome, Nueva York, cuyo
nombre era Charlie Marsh, y lo patrocinó. Así que estas primeras reuniones, no
solo fueron actividades que nos sirvieron para vincular a la gente más exitosa
que haya existido en el negocio de Amway, sino que contribuyeron a que
Amway saliera de Michigan y se extendiera a Ohio y luego al Estado de Nueva
York.
El origen del concepto de ventas bajo el esquema de círculos surgió alrededor
de esta historia y todo mundo en Amway está familiarizado con la manera en
que los distribuidores lo presentan al iniciar un proceso de venta. Al principio de
la reunión, primero que todo, el presentador dibuja un círculo que representa a
alguien que está interesado en convertirse en distribuidor de Amway. Luego
traza líneas desde ese primer círculo hacia otro segundo nivel de círculos que
representan a otras personas que este posible distribuidor podría patrocinar.
Luego traza más rayas que se extienden desde esos segundos círculos hacia otros
terceros círculos que a su vez representan gente que los posibles distribuidores
de esa segunda línea podrían patrocinar. El dibujo representa una red en
expansión de gente que se une a un negocio creciente. (Charlie Marsh no fue el
primero en utilizar el diagrama de los círculos, pero parece que lo hacía con
tanta propiedad que se ganó la reputación como el primer distribuidor en dibujar
círculos en Amway).
Es sorprendente ver cuánto poder fluyó para el negocio de Amway en
Cuyahoga Falls, Ohio, y Rome, Nueva York. De hecho, las reuniones en
Cuyahoga fueron creciendo hasta llegar a miles, y se volvieron demasiadas como
para que yo pudiera asistir a todas ellas. Helen todavía me recrimina porque, de
camino a casa luego de nuestra luna de miel, yo insistí en que paráramos para
asistir a una reunión en Cuyahoga.
En otra reunión en Ohio surgió una tradición muy importante para Amway. Me
solicitaron que presentara a Jere Dutt en una reunión para la cual había un
auditorio de 3.000 a 4.000 personas. Primero lo presenté a él por separado y
luego presenté a su esposa. Más tarde él me llamó un lado y me dijo: “Hiciste la
presentación de manera incorrecta. Es Jere y Eileen Dutt. Tenemos que
reconocer a mi esposa como una socia con los mismos derechos que yo en este
negocio”. ¡Ese fue un tremendo consejo! Y así es como presentamos en las
reuniones y en las propagandas impresas a todas las parejas de casados que
participan actualmente en este negocio. A propósito, Jere y Eileen se
convirtieron en los primeros distribuidores directos de Amway a nivel Diamante
en 1964, que en ese momento era el mayor nivel de logro en nuestro negocio.
A veces uno nunca sabe cómo o dónde las semillas que se siembran en la más
pequeña de las reuniones llegan a dar enorme fruto. Esa pequeña reunión en
Phoenix de la que hablé anteriormente es un gran ejemplo. Un tiempo después
yo estaba en una reunión cerca a la sede principal de Nutrilite en Buena Park,
California, cuando un caballero que había participado en la reunión de Phoenix
fue hasta allá en bus desde San Francisco, y estaba merodeando a la entrada
cuando de repente me vio y me dijo: “No sé si se me permite participar en esta
reunión”.
Yo le respondí con esta pregunta: “¿Piensa entrar en el negocio?”
“¡Por supuesto!”, me dijo.
“Bueno, ¡Entonces, siga!”, le contesté.
Después de la reunión él firmó el acuerdo para unírsenos y giró un cheque para
comprar su kit de ventas. Cuando se fue me dijo: “No cobre ese cheque por lo
menos hasta el lunes próximo porque no regresaré a mi casa hasta que consiga el
dinero para que usted cobre ese cheque”.
La siguiente vez que fui a su zona para hacer una reunión en su garaje habían
puesto unos tablones sobre unas cajas de detergente SA8 para que unas 12
personas se sentaran. Esa fue nuestra primera reunión al Noreste de California y
ese fue el comienzo del negocio de Frank y Rita Delisle, quienes pasaron de no
tener suficiente dinero en el banco para cubrir la compra de su primer kit de
ventas a construir una organización gigantesca de distribuidores de Amway.
Yo vivía viajando bastante y lejos de mi familia en aquellos días, pero no
recuerdo esos viajes ni esas reuniones con los distribuidores como trabajo
porque ese, de nuevo, era el anhelo que yo tenía para animar a la gente a unirse
al juego. Vivía fascinado de encontrarme con todas esas personas positivas y
entusiastas y me maravillaba ver cómo su deseo de surgir estaba generando
grandes empresas por todo el país. Nunca perdí de vista el hecho de que ellas
eran el eje central del negocio.
Hacia 1972 nuestro negocio estaba en auge y generó $180 millones de dólares
en ventas ese año. Sin embargo, algo se estaba perdiendo. Siendo antiguos
distribuidores de Nutrilite sabíamos que necesitábamos tener una línea de
suplementos nutricionales si queríamos seguir creciendo a buena velocidad.
También sabíamos que Nutrilite tenía los mejores, así que los contactamos para
ver si ellos estaban interesados en vendernos el negocio. Cuando Jay y yo
vendíamos sus productos durante la década de 1950 pensábamos que Nutrilite
era una compañía gigantesca, pero incluso en 1972 sus ventas anuales eran de
apenas $25 millones de dólares y en comparación con lo que estábamos logrando
Nutrilite ya no nos impresionaba.
Hablamos con Carl Rehnborg y le dijimos: “Nos gustaría agregar toda su línea
de productos a los nuestros. ¿Qué opina de eso?” Sorpresivamente, nos contestó:
“Hablemos”. Carl había contratado un equipo de trabajo que le ayudara a rodar
su empresa, pero Nutrilite ya no era el negocio robustecido que había sido. La
gente que él contrató no logró encontrar la manera de darle mayor empuje al
negocio y por esto pensaron en la posibilidad de vendérnoslo. Llegamos a la que
nosotros creíamos una oferta justa, se la propusimos y viajamos a California para
firmar. Carl, junto con su familia y algunos miembros de su personal, nos llevó a
su club para celebrar que Nutrilite ahora le pertenecía a Amway.
Pero nos encontramos con la realidad cuando nos reunimos con los principales
distribuidores de los productos de Nutrilite.
Durante los 13 años de fundación de Amway había existido algo de
competencia y algunos de los distribuidores de Nutrilite se habían convertido en
distribuidores de Amway y por esa razón algunos en Nutrilite nos veían como
intromisiones a sus negocios y sentían que les estábamos robando sus
distribuidores. Así que, para este grupo élite de distribuidores de Nutrilite que
asistió a la reunión, nosotros no éramos Amway. Muchos se refirieron a nosotros
como “Damnway” (versión corta y despetiva de “Malditos de Amway”).
Llegamos a la sala de reuniones en la que nos esperaban unos 200 distribuidores
de Nutrilite que habían sido contactados por la compañía para asistir a este
evento tan especial. El hijo de Carl, Sam, quien trabajaba muy de cerca con su
padre en el negocio, anunció que le habían vendido la empresa a alguien que
prometía mantener el mismo plan de mercadeo, y tal vez hasta mejorarlo.
Luego presentó a los nuevos dueños —Jay y yo.
Aunque no recuerdo que nos abuchearan, sé que tampoco se escuchó ni un solo
aplauso. Todo mundo estaba sorprendido. Todavía recuerdo aquella reunión: Jay
y yo parados frente a la audiencia solos y sintiéndonos expuestos a sus miradas
fijas y llenas de resentimiento. No teníamos muchos amigos allí en aquel
momento, sin embargo, comenzamos diciéndoles de qué manera planeábamos
combinar las dos empresas y cómo íbamos a unificar todo el grupo de
distribuidores. Donde había conflictos, nosotros prometimos que nos
sentaríamos y los resolveríamos. Les expresamos que teníamos en mente un
mejor negocio para ellos, pero a pesar de todo, esa fue una reunión muy pesada.
Solo algunos vinieron a hablar con nosotros y logramos explicarles sobre
Amway y contarles lo bien que nos iba. Ellos uno podían creer que hubiéramos
crecido tanto y llegado tan lejos.
_______
MI TRABAJO ERA VIAJAR —hacer presentaciones, asistir a convenciones,
atender a las peticiones de hablar en las reuniones con los distribuidores. Por lo
general programaba un viaje por todo el país y me acercaba a ciudades en las
que teníamos una cantidad razonable de distribuidores. En todo caso los
distribuidores organizaban reuniones constantes y yo era el conferencista
invitado. En otras ciudades el personal de Amway organizaba reuniones en
donde yo participaba, y esto me recuerda de algo más que Jere Dutt me dijo al
invitarme a hablar en una de sus enormes reuniones en Cuyahoga.
Yo le pregunté: “¿De qué quieres que hable? ¿Quieres que comparta algo
acerca de Amway?”
Jere me respondió: “No. ¡Habla de la libertad y la libre empresa! De eso es de
lo que queremos escuchar. Ya sabemos todo acerca de Amway y nosotros
también contamos esa historia, mejor enséñanos por qué hacemos esto. Por qué
estamos trabajando tan duro para construir estos negocios propios, por qué hacer
esto es tan importante para nosotros y para nuestro país. Queremos sentir que
estamos haciendo del mundo un mejor lugar al ayudar a otros”.
Entonces fue de eso de lo que les hablé y ese se convirtió, en esencia, en un
fuerte mensaje para mis charlas con los distribuidores: la oportunidad en la
América libre. Cómo, con poco dinero pero con una gran visión de lo que uno
puede alcanzar trabajando duro y por su propia cuenta para lograr sus metas, es
posible triunfar. Suena a distribuidor de Amway, ¿no es cierto? Estas charlas se
convirtieron en el marco teórico de mis discursos más memorables, como por
ejemplo “Las cuatro etapas”, “Inténtalo o sufre en el intento” y “Los cuatro
vientos”.
Y luego, de la nada surgió otro contratiempo. Estaba con mi familia en nuestro
bote al Noreste de Michigan en el verano de 1969 cuando de repente recibí una
llamada a medianoche para informarme que la planta de aerosol estaba en
llamas. Jay estaba en su casa y escuchó lo que más tarde describió como el
sonido de una bomba. La explosión transformó el cielo de Ada en rojo esa noche
de julio. Viajamos temprano al día siguiente para ver que la planta de aerosol se
había convertido en cenizas. Por fortuna no hubo muertos y 17 empleados que
alcanzaron a quemarse recibieron tratamiento y pronto fueron dados de alta en el
hospital. Los bomberos hicieron su mejor trabajo para que las llamas no
destruyeran el resto de nuestras instalaciones.
De la misma manera en que proseguimos con nuestros planes cuando el bote se
hundió, cuando nuestros primeros esfuerzos por vender productos de Nutrilite se
convirtieron en rechazos y no en ventas, decidimos levantarnos, limpiarnos el
polvo y comenzar de nuevo. La decisión era obvia: era tiempo de avanzar. Esa
fue la lección que les presentamos a los distribuidores durante años pues
difícilmente podíamos hacer otra cosa. Teníamos promesas que mantener. Mi
padre me había dicho que le mantuviera mis promesas a la gente que viniera a
depender de Amway, y ese consejo ha permanecido conmigo hasta hoy.
Más allá de los millones de pies cuadrados de edificios construidos, y de los
cientos de productos que desarrollamos, el éxito y la esencia de Amway siguen
siendo los talentos y los logros de la gente que trabaja unida. Pensamos por un
corto tiempo que el nuevo negocio de Amway consistía en desarrollar y vender
productos cuya calidad fuera esencial, pero aprendimos que nuestros
distribuidores se sentían energizados por algo más —por la oportunidad de
triunfar en un negocio propio a través de sus esfuerzos, perseverancia y fe en sí
mismos. Esa era la causa por la que en aquellas primeras reuniones los
distribuidores me pedían que hablara, no solo del negocio de Amway, sino de
principios de optimismo y perseverancia. Yo les decía: “¡Tú puedes hacerlo! ¡Yo
creo en ti!” Amway siempre ha sido empoderada por gente que cree que puede
lograrlo y que otros también pueden lograrlo. A eso se debe que el número de
nuestros distribuidores creciera desde Ada, en Michigan, a Cuyahoga Falls, en
Ohio, a Rome en Nueva York, hasta California y eventualmente, por todo el
mundo.
En honor a esa fe sobrecogedora y a ese esfuerzo incomparable una planta
destruida por el fuego difícilmente pudo detenernos. Para ese tiempo
sobreponernos a los retos se había convertido en nuestro estilo de vida y en la
forma de triunfar en los negocios. Pero muy poco sospechábamos en aquel
entonces que enfrentaríamos y nos sobrepondríamos a retos aún mayores.
Las críticas hacen contrapeso
COMO DICE EL REFRÁN ALEMÁN: “El tulipán más largo es el que se
corta”. Con el fenómeno del crecimiento de Amway habíamos crecido bastante y
no logramos escapar a la mirada de aquellos que se preguntaban en qué andaría
esa empresa exitosa dueña de ese negocio tan inusual y sorprendente —ni de
quienes querían destruirnos. En 1975 Amway reportó un volumen de ventas
anual de $250 millones de dólares; había abierto mercados en Australia, el Reino
Unido, Hong-Kong y Alemania; tenía un yate corporativo y una flota de jets;
había agregado, no solamente la línea de cosméticos ARTISTRY, los utensilios
de cocina AMWAY QUEEN, los productos de cuidado personal SATINIQUE,
sino también la línea de productos de NUTRILITE. Y a pesar de que Jay y yo
extendimos aquel rollo de papel de carnicero sobre el piso de mi cocina allá en
1959 para idear nuestro novedoso plan de ventas que sería el instrumento clave
en la aventura llamada Amway, imaginábamos que un día nuestro plan estaría
bajo el escrutinio de aquellos a quienes le pareciera sospechoso. Después de
todo, ya habíamos pasado por 10 años de experiencia con Nutrilite y nos
habíamos enfrentado a la FDA.
Amway había comenzado a crecer bastante rápido y se hacía más y más
notoria. La gente estaba confundida respecto a cómo funcionaba este negocio
basado en que “tú patrocinas a alguien y ese alguien patrocina a otros más”.
Además había escepticismo en cuanto a nuestra legitimidad. En ese tiempo las
ventas directas y el mercadeo en multinivel eran un asunto sospechoso. A los
ojos del público Amway no era una compañía como todas las demás, sino que se
trataba de un negocio en el que un vecino vendía productos de Amway como
distribuidor independiente. Debido a nuestro enfoque de mercadeo en multinivel
mucha gente pensó que tenía las características de ser una pirámide.
Esta sospecha se concretó en 1975 cuando la entidad Federal Trade Comission
(FTC) presentó una queja oficial contra Amway en la que la acusaba de que su
plan de ventas era “un esquema de pirámide en el cual sobre una base de
distribuidores existía un número mayor de distribuidores” y además sostenía que
la empresa estaba “condenada a fracasar” y que contenía un “intolerable
potencial para engañar”. Afirmaba que nosotros estábamos arreglando precios al
decirles a los distribuidores a qué precios ellos debían vender los productos; que
estábamos restringiendo las actividades de los distribuidores al privarlos de
vender a través de las tiendas al detal y nos acusaban de especular acerca de
nuestro potencial de éxito.
Todas estas acusaciones atentaron contra el futuro de Amway, pero nosotros
sabíamos que estábamos haciendo lo correcto así que nuestra reacción fue:
“Vamos a defendernos”. Y eso hicimos durante los siguientes dos años y medio
incluyendo seis meses de audiencias frente a un juez de ley en el campo
administrativo. Es difícil ganar una guerra con el gobierno porque tiene tiempo y
dinero ilimitados y esto significa que sus abogados pueden mantenerse en la
lucha de manera indefinida. Cuando me llamaron al estrado me cuestionaron
acerca de testimonios que ellos tenían de antiguos distribuidores nuestros que
afirmaban que les habíamos prometido que ganarían $1.000 por mes y nunca lo
lograron.
La FTC comenzó a construir su caso preguntando los nombres de todos los
distribuidores de Amway para enviarles cartas solicitándoles testimonios a
aquellos que no hubieran alcanzado sus sueños. Una cantidad de gente se sintió
feliz de hacerlo y la FTC se llenó de una fila de exdistribuidores que se sentían
insatisfechos por una u otra razón, motivo por el cual indagaron a todo el que
tuviera algo que decir acerca de Amway y seleccionaron a quienes ellos
pensaran que serían los mejores testigos en el estrado porque tenían el caso más
severo en contra nuestra.
Cuando un exdistribuidor subía a declarar yo le decía a mi abogado:
“Pregúntenle a qué se dedicaba antes de trabajar con Amway y qué está
haciendo ahora”. En la mayoría de los casos ellos habían mejorado su estándar
de vida. A lo mejor no se quedaron en Amway, pero terminaron beneficiándose
al tratar de tener un negocio propio en mejores condiciones que antes. De hecho,
al preguntarles admitieron que les iba mucho mejor. Cuando nuestro abogado les
preguntaba por qué, ellos admitían que se debía a que Amway les había
enseñado cómo rodar un negocio, vender productos, tener unas metas, buscar
motivaciones genuinas y trabajar con la gente. Y ante esto nuestro abogado solía
decir: “Gracias. No tengo más preguntas”. De esa manera demostrábamos que
Amway promovía el éxito a través del esfuerzo y que, incluso la gente a la que
no le fue bien o que no se quedó con Amway, logró mejorar su estándar de vida.
La FTC determinó que nuestro plan no es un esquema piramidal debido a que
la compensación está basada por completo en la venta de productos al usuario
final, más que por reclutar nuevos participantes. Como resultado de esa decisión
el plan de ventas de Amway se convirtió en el modelo de un negocio legítimo de
venta directa. Otras compañías de venta directa han estado intentando copiarnos
desde entonces. La FTC inclusive destacó que nuestros productos disfrutaban de
la aceptación de una gran cantidad de consumidores y que Amway era la tercera
marca reconocida por su lealtad al cliente a pesar de la pequeña parte del
mercado que captaba y de no hacer propaganda a nivel nacional. Además
reconoció que habíamos desarrollado un modelo empresarial novedoso y
emocionante. Enfrentados con industrias gigantescas como Procter & Gamble,
que gastó dos veces más en propaganda que el total de ventas de Amway,
nuestros distribuidores introdujeron en el mercado “una presencia novedosa y
competitiva” que tomó parte del mercado captado por las grandes compañías que
dominaban la industria. También observó que el plan de ventas de Amway pone
muy en claro la idea de que es necesario trabajar duro puesto que las
recompensas materiales dependen de la calidad del trabajo desempeñado. Un
juez compartió conmigo, después que terminó la demanda, que él pensaba que el
plan de ventas de Amway era en realidad un modelo de negocio novedoso y
único.
Nuestro caso con la FTC sirvió de plataforma para aclarar qué se define como
un negocio legítimo de mercadeo en multinivel. Esa demanda fue el caso de
prueba que estableció los estándares y parámetros sobre los cuales todas las
compañías de mercadeo en multinivel operan en la actualidad.
La FTC sí requirió que hiciéramos algunos cambios en cuanto a nuestras
políticas con respecto a los precios y solicitó que le proveyéramos a cada nuevo
distribuidor una explicación impresa de ocho páginas de nuestro plan de ventas.
Además revisó nuestra revista mensual para los distribuidores junto con nuestra
literatura de ventas con el fin de asegurarse de que no hubiera reclamaciones
sobre fotos que representaran un bienestar más allá del que en realidad la
mayoría de distribuidores logra alcanzar. Amway todavía sigue asegurándose de
dejar en claro que este es un negocio que requiere de trabajo duro y no un
esquema de “vuélvase rico pronto”.
A pesar de la reglamentación a nuestro favor los argumentos iniciales de la
FTC en contra nuestra se convirtieron en un estándar de críticas durante los años
siguientes para cualquiera que malentendía nuestro negocio o para los antiguos
distribuidores que se quejaban de que ellos, de alguna manera, fueron engañados
o afirmaban que nuestro plan de negocios sencillamente no funcionaba. Estos
distribuidores frustrados y otros críticos estaban publicando libros que exponían
más o menos el mismo argumento: no experimentaron el éxito que se les
prometió.
Para la FTC, todos ellos aparentemente no estaban escuchando la parte
referente a cómo la oportunidad de Amway requería del trabajo de los
distribuidores. Tal como esta entidad observó, el plan de ventas de Amway
establece una clara idea de que se requiere de trabajo y que las recompensas
materiales se basan en la cantidad y calidad del esfuerzo de cada distribuidor.
Para nuestros críticos, nosotros resaltamos el hecho de que no se requiere de un
riesgo financiero para trabajar con Amway ya que el único costo para que los
distribuidores comiencen su propio negocio es una cuota de registro que los
provee con literatura de argumentos de venta y otras ayudas, y que, incluso si
ellos deciden no hacer nada, pueden darles uso a los productos que compran y
que están respaldados con una garantía de satisfacción al cliente. Además,
insistimos en que reembolsamos la cuota de registro si los nuevos distribuidores
deciden que el negocio no es apropiado para ellos. Si lo intentan y fracasan por
alguna razón, así como los antiguos distribuidores que testificaron y admitieron
en la investigación frente a la FTC, se habrán beneficiado al haberse involucrado
en un ambiente de gente positiva que sabe trazarse metas y hace el intento de
construir algo para sí misma.
Mirando atrás este caso en contra de Amway, y otras críticas, tengo que
admitir que verdaderamente no entiendo a la gente que trata de surgir
despedazando a otra gente, así como tampoco comprendo a quienes intentan
culpar de sus fracasos a factores externos en lugar de aceptar la total
responsabilidad sobre su vida. Mucha gente ha tratado de construir un negocio
con Amway y ha fracasado, pero si son honestos con ellos mismos, admitirán
que no hicieron el esfuerzo necesario para vender nuestros productos y
patrocinar más gente.
Construir tu propio negocio implica trabajo arduo, largas horas, perseverar
frente a los contratiempos y mantener una actitud positiva. La gente que no
posee, o que no quiere desarrollar estas características, debe buscar otras formas
de ganarse la vida. No tengo nada en contra de alguien que intente trabajar con
Amway y concluya que el negocio no le funciona, pero me gustaría que se
responsabilizara de sus propias acciones en lugar de tratar de culpar al negocio.
Si Amway no funcionara, jamás hubiera crecido y prosperado durante más de
medio siglo. Quizás aquéllos que testificaron en contra de Amway frente a la
FTC buscaban una forma de compensación o satisfacción, pero no creo que un
juez ni ningún acuerdo les hubieran proporcionado lo que en realidad
necesitaban.
Muchos años después de que Amway comenzó a tener éxito algunos decían
que se lamentaban del hecho de no haber tenido la oportunidad de invertir en el
negocio en sus comienzos. Estas deben ser ilusiones porque nosotros jamás
ofrecimos sociedades ni participación en la propiedad de Amway. Si alguien en
nuestros comienzos o en el día de hoy quiere construir un negocio exitoso con
Amway, no necesita ni puede invertir en la compañía. Todo lo que necesita es
firmar y pagar unos pocos dólares por un kit de ventas y trabajar diligentemente
basándose en nuestro plan y poniendo sus ojos en sus metas sin rendirse hasta
haberlas alcanzado.
Amway provee el mismo potencial de éxito hoy que cuando comenzó en 1959.
Amway fue una gran oportunidad en ese año y así permanece hasta hoy para
cualquiera que desee firmar como distribuidor, trabajar duro y perseverar hasta
lograr su sueño.
Al final, el caso frente a la FTC resultó beneficioso porque nos ayudó a probar
nuestra legitimidad, especialmente cuando nos expandimos al exterior —aunque
enfrentamos otra demanda de otro gobierno que malentendió los principios de
nuestro negocio y atacó a la libre empresa. Por fortuna, la interminable
investigación y la publicidad alrededor de ella no afectaron nuestro crecimiento.
Solo cuatro años después de que la FTC entabló la demanda nuestro reporte de
ventas al detalle mostró que nuestras ventas se incrementaron en un poco más
del triple —a $800 millones de dólares.
Infortunadamente, ese no fue el caso con el siguiente reto que estaba por venir.
En 1982 la entidad Royal Canadian Mounted Police allanó nuestra sede principal
en Canadá y publicó a la prensa que Amway había defraudado a Revenue
Canada, la entidad equivalente al Servicio de Impuestos Internos de Estados
Unidos, con una suma indeterminada que excedía los $28 millones de dólares
canadienses por concepto de derechos de aduana. Con las sanciones la deuda
subía a $118 millones de dólares americanos. Revenue Canada nos amenazó a
Jay y a mí con extraditarnos y responder a los cargos en un juicio en una corte
canadiense.
Yo sabía que los cargos de esa corte canadiense estaban totalmente fuera de
lugar. Sabiendo lo que sabemos ahora, y mirando atrás, con el paso del tiempo se
hizo evidente para mí que a ellos no les gustó nuestra promoción de la libre
empresa. Sin embargo, perdí el sueño durante esa demanda canadiense. La
demanda de la FTC fue un asunto importante, pero fue cuestión de negocios y de
argumentos frente a nuestro gobierno. Pero con el gobierno canadiense la
gravedad del asunto era que se nos acusaba de fraude. Estábamos siendo
amenazados con una pena de cárcel y esa posibilidad copaba toda mi atención.
La gente que te conoce sabe que no eres culpable, pero eso no significa que
fuéramos inocentes frente a mucha gente que no nos conocía ni en lo más
mínimo.
Habíamos estado operando en Canadá bajo los términos de un acuerdo fiscal
de 1965 y nunca antes tuvimos problemas con los oficiales de la aduana
canadiense ni con Revenue Canada con respecto a los productos que
despachábamos ni a la cantidad de impuestos que pagábamos. Revenue Canada
cambió unilateralmente las reglas en 1980. Nosotros éramos una compañía
estadounidense enviando productos fuera del país a una compañía de nuestra
propiedad en Canadá. Estábamos vendiéndoles productos a nuestros
distribuidores canadienses, quienes a su vez los estaban vendiendo al precio
sugerido a sus clientes.
De repente Revenue Canada empezó a disputar tanto el valor de los impuestos
de nuestros productos como el nivel de impuestos que deberíamos estar pagando
basándose en el valor de nuestras operaciones en Canadá, de manera que el
asunto se convirtió en un problema gigantesco que me daba la impresión de
tener implicaciones políticas. Amway pagó una multa de $21 millones y terminó
así ese litigio criminal. La demanda civil duró seis largos años hasta que al fin
decidimos finalizar el costo legal de esa lucha y pagamos sobre un acuerdo de
$38 millones. Ese era más o menos el 40% de lo que el gobierno canadiense le
reclamaba como deuda a Amway. Sin embargo, no fue una suma enorme
considerando nuestro reporte anual de ventas durante 1989, que fue de $1.9
billones. Pero en todo caso, sí ha sido la contribución más grande que he hecho
—que no me haya representado ver mi nombre aparecer en la placa de algún
edificio.
Aunque detestábamos pagar millones de dólares en una disputa en la cual nos
sentíamos injustamente acusados, lo cierto del caso fue que el daño real causado
por la demanda de Revenue Canada, y la razón por la cual decidimos llegar a un
acuerdo, fue la constante publicidad negativa que estaba quebrantando e hiriendo
nuestro negocio. No podíamos seguir viviendo con los periódicos resaltando
constantemente el hecho del castigo por fraude con el que estábamos siendo
acusados en términos penales con la posibilidad de ir a la cárcel hasta por 20
años. En este caso se trataba de más que simplemente una cuestión de impuestos
que nos hizo retroceder en gran manera. Tuvimos que restablecer nuestra
honestidad. Tanto en Canadá como en Estados Unidos las ventas bajaron
sustancialmente y así se quedaron durante varios años hasta que volvimos a
ponernos en marcha. Perdimos algunos distribuidores canadienses, pero estamos
muy agradecidos con los muchos que se quedaron con nosotros y continuaron
construyendo su negocio de Amway. Cinco años después de haber hecho el
acuerdo los periódicos seguían haciendo referencia al hecho de que fuimos
acusados de fraude por el gobierno canadiense. Y ese es un cargo con el cual
nadie quiere que se vea relacionado su nombre ni el de su negocio.
De no haber sido por la publicidad hubiéramos continuado con la demanda sin
importar el tiempo que hubiera sido necesario para recibir el veredicto, pero era
insoportable aparecer en los periódicos cada vez que algún periodista quisiera
decir algo en Canadá para recordarle a todo el mundo que estábamos siendo
juzgados por fraude. El caso parecía estar en los periódicos una y otra vez. Era
incómodo visitar nuestro hotel Amway Grand Plaza en el centro de Grand
Rapids en ese tiempo debido a la sensación de que la gente tendría cosas
desagradables para decirnos. Con esa publicidad tan negativa uno siente que no
quiere ser visto en público.
The Grand Rapids Press nos sacaba en su portada todos los días, razón por la
cual en una ocasión me disgusté con su jefe de redacción.
En algún momento de todo el proceso él me dijo: “Usted necesita
acostumbrarse al hecho de que está en las noticias de primera plana” cuando me
quejé con él acerca de una publicación referente a una historia que yo no
consideraba tan importante como para una primera plana, y así se lo manifesté.
Ante mi queja él respondió: “Si su nombre está involucrado, eso es suficiente
para aparecer en la portada puesto que todo lo que usted haga es noticia de
primera plana. Así que acéptelo. Usted es un líder de esta ciudad y cualquier
cosa que haga, buena o mala, estará en primera plana”. Y esa sigue siendo una
realidad hasta el día de hoy.
Durante esos años Jay y yo vivíamos consumidos en todo lo que se relacionara
con ese caso. Mucho de nuestra atención estaba enfocada en cómo manejarlo, en
la forma en que se preparaban los abogados para defendernos, en qué acciones
tomar, en qué defensas hacer, en reuniones con los abogados para estar
informados. Mantuvimos nuestros aviones fuera de Canadá para que no nos los
confiscaran. Cerramos nuestra fábrica allá y pensamos hasta en cerrar la sede de
Amway en Canadá, pero teníamos muchos distribuidores y empleados que
dependían de nosotros.
Mirando en retrospectiva creo que no cerrar esa sede demostró nuestro nivel de
compromiso con nuestros distribuidores; no íbamos a dejarlos a la deriva, pero
tampoco podíamos permitir que nuestro nombre fuera desacreditado con tanta
frecuencia en las primeras planas. Bajo esas condiciones era muy difícil para los
distribuidores mercadear y vender nuestros productos, pero ellos tenían negocios
que nosotros debíamos proteger y al final llegamos a un acuerdo. Además,
nosotros pensábamos en nuestras familias. En estas situaciones los hijos también
cargan con el peso de las acusaciones en contra de sus padres. Recuerdo a
nuestros hijos expresando sus preocupaciones con respecto al caso a la hora de la
cena, y en el momento de hacer nuestras oraciones este asunto era la plegaria
más sentida —incluso con lágrimas.
La publicidad de Revenue Canada también captó la atención de otros medios
importantes que querían tomarnos fotos. En 1982 nos dimos cuenta de que el
popular programa de noticias de los domingos en la noche, 60 Minutos, estaba
lanzando al aire un segmento sobre Amway y ya había estado filmando enormes
convenciones patrocinadas por distribuidores independientes. Sobre todo
después de la publicidad tan negativa con este asunto de Revenue Canada
teníamos razón para estar preocupados. El chiste popular en ese momento era:
“Se sabe que va a ser un mal día cada vez que uno llega a su trabajo y encuentra
a Mike Wallace y a su equipo de 60 Minutos esperándolo”.
Mike Wallace tenía fama de hacer entrevistas tipo “emboscada”, así que nos
aseguramos de estar preparados. Desde que nos enteramos de que 60 Minutos
estaba planeando hacer un segmento sobre Amway, en lugar de esperar a que
Wallace se apareciera y nos hallara fuera de guardia nosotros lo invitamos a
Amway y les dimos la bienvenida tanto a él como a su equipo. Nuestras
instalaciones y oficinas lo sorprendieron. Fuimos amables con ellos y les
tratamos con la cortesía con que acostumbramos a recibir a cada visitante, y
estoy convencido de que nuestra actitud produjo una atmósfera positiva y todos
pensamos que su entrevista con Jay y conmigo fue bastante justa. Sin embargo,
eso no significa que no estuviéramos experimentando cierta preocupación y
estrés a medida que ellos completaban su trabajo respecto a nuestra historia.
El programa 60 Minutos invirtió un año investigando para hacer este segmento
al que llamó “Soap and Hope” (“Jabón y esperanza”) y por fin salió al aire el 9
de enero de 1983. Incluía comentarios de antiguos distribuidores nuestros que
estaban resentidos; también apartes de conferencistas en las convenciones de
Amway que fueron sacados de contexto y no reflejaban de la mejor manera a
todos nuestros distribuidores, y además salieron al aire preguntas muy pesadas
acerca de los derechos arancelarios canadienses. Pero, por encima de todo, el
consenso general fue que el programa fue justo, que los televidentes habían sido
informados sobre una compañía más grande y sofisticada de lo que muchos se
esperaban, y nos vieron a Jay y a mí muy cómodos y cercanos a Mike Wallace
dándole a conocer una empresa de la que nos sentíamos muy orgullosos.
El reportaje de Wallace terminó siendo positivo. Un año después lo invitamos
a la ceremonia de inauguración de una nueva torre que le agregamos al hotel que
Jay y yo compramos y renovamos –Amway Grand Plaza Hotel (hablaré de este
tema más adelante). The Larry King Show hizo un programa de radio en vivo allí
desde el lobby y King entrevistó a Wallace, quien le dijo a King: “Pensamos que
tendríamos que hacer nuestro reportaje sin ninguna cooperación, pero ellos son
gente de clase y fueron abiertos con nosotros y aceptaron responsabilidades.
Nosotros nos dimos cuenta de que sus productos son buenos y que su empresa
no es una pirámide”. También dijo en una entrevista con nuestro periódico local:
“La gente en Ada es de primera categoría”. Como les dije a los distribuidores
después de que el programa salió al aire: “Ya se nos habían acercado en primera
instancia desde hacía tiempo y nosotros tratamos de evadirlos, pero ellos nos
dijeron que iban a hacer el programa con o sin nosotros. Por lo tanto pensamos
que, si de todas maneras lo iban a hacer, nosotros no íbamos a esquivarlos más, y
aun si la entrevista era un desastre, por lo menos defenderíamos aquello en lo
que creemos. No teníamos nada de qué huir”.
Poco después de que 60 Minutos salió al aire Jay y yo fuimos invitados a asistir
al programa llamado Phil Donahue Show, reconocido nacionalmente. Phil
Donahue se hizo famoso cubriendo temas controversiales y dándoles a los
miembros de su audiencia la oportunidad de hacerles preguntas a los invitados a
su show. Nosotros sabíamos de antemano que el programa había juntado a una
audiencia de distribuidores inconformes con Amway.
Jay dijo: “Yo no voy a ir a ese programa ni voy a prestarle atención. Dejemos
que ellos hagan su show, pero yo no asistiré”.
Yo le contesté: “Yo iré porque no pienso permitirles que anuncien que fuimos
invitados y ninguno de los dos quiso asistir. Prefiero equivocarme que estar
ausente y sin la posibilidad de defender nuestra posición. Yo iré”.
Hablé primero con Donahue y él me explicó que me invitaría a sentarme en el
escenario junto a él y que recibiríamos preguntas de la audiencia. Yo le dije:
“¿Por qué hace usted un programa sin que la gente entienda primero de lo que
estamos hablando? De un momento a otro usted presenta a estas personas
quejándose de Amway sin poner a los televidentes en contexto”. Entonces él me
respondió que incluiría una introducción al inicio explicando el asunto y luego
escucharía los comentarios y las preguntas de los distribuidores asistentes, e
incluso algunas quejas, y que después de eso él me entrevistaría basándose en los
comentarios de la audiencia.
Cuando llegué al estudio en Chicago él me dijo: “Cambié de idea y no voy a
hacer una introducción, simplemente comenzaremos”. De esta manera terminé
contra la espada y la pared, pero no en el escenario, sino frente a una audiencia
de distribuidores, y con Donahue poniéndolos en contra mía. Algunos fueron
colaboradores y respetuosos, pero muchos presentaron una conducta combativa.
Ese fue un mal tiempo para nuestro negocio y teníamos distribuidores a quienes
no les estaba yendo muy bien y otros estaban aprovechando las circunstancias.
Traté de defenderme amigablemente porque no quería irme en contra de
nuestra propia gente. Supongo que Donahue pensó que las quejas que salieron al
aire harían lucir mal a Amway. Y, debido a que a último minuto él se rehusó a
iniciar el programa sin ninguna clase de introducción que le diera un contexto el
tema, los televidentes no tuvieron ni idea de lo que estaba pasando. A pesar de la
confusión, yo me contuve. Más adelante, en el transcurso de esta misma semana,
recibí una postal de la Primera Dama, Bárbara Bush, con el siguiente mensaje:
“DeVos, 10. Donahue, 0”. Durante mis años de apoyo al partido republicano y a
sus candidatos llegué a hacerme amigo del Presidente Bush y su esposa, y ese
mensaje era propio de su amabilidad.
Al final, la gran atención de los medios fue de beneficio para ayudarnos a
vernos a nosotros mismos como otros nos estaban viendo y fue entonces cuando
comenzamos a hacer algunos cambios abordando incidentes aislados que dieron
lugar a malas interpretaciones. Formalizamos normas y estándares en cuanto a
los discursos y a otros materiales que los distribuidores utilizan en el negocio de
Amway y con frecuencia tenemos un representante de la empresa presente en las
convenciones de los distribuidores, y ellos están autorizados a promocionar
productos mediante propaganda consistente con nuestros estándares.
Comenzamos a mantener un récord de lo que nuestros distribuidores dicen y
prometen teniendo en cuenta que ellos representan a Amway ante la opinión
pública.
Todas estas experiencias con el gobierno y los medios, en su mayoría
negativas, se convirtieron en solo algunos de los retos que hemos tenido que
enfrentar para que Amway exista. Fueron retos más largos y serios que aquellos
a los que nos enfrentamos en el pasado, pero la lección es la misma: sigue
intentándolo en lugar de lamentarte; persevera y mantén viva la esperanza.
Algunos de nuestros primeros retos parecían más largos —un aeropuerto sin
terminarse de construir cuando estábamos intentando comenzar una empresa de
aviación; nuestro bote hundiéndose en medio de un mar profundo y oscuro; solo
dos personas en una reunión de Nutrilite apta para 200, pero todos fueron menos
graves que cuando se nos quemó la planta de aerosol. Sin embargo, ni siquiera
ese desastre podría compararse con las amenazas de la FTC y de Revenue
Canada.
Cuando Mike Wallace llegó a nuestra empresa no teníamos que asumir que ese
sería un mal día porque sabíamos que, para todo el que sueña y trata de ser
diferente o de hacer algo nuevo, las críticas siempre aparecen. En nuestros
comienzos queríamos que Amway se convirtiera en una marca reconocida.
Posteriormente, cuando el nombre de Amway era utilizado como el blanco de
burlas en los programas de comedia, aceptamos ese hecho como parte del
crecimiento de nuestra fama y continuamos avanzando para obtener éxitos
mayores. Cualquiera que se eleve más alto que la multitud llamará tarde o
temprano la atención de los críticos. Nosotros nos repusimos a la tormenta y
continuamos la marcha.
Para este tiempo ya sabíamos que los retos son solo obstáculos a los cuales
sobreponernos pasando por debajo, por encima o alrededor de ellos. Toda esta
situación nos ayudó a estar mejor preparados para el siguiente gran capítulo del
crecimiento de nuestro negocio. Nos expandíamos hacia las cuatro esquinas del
globo. En un momento en el que hubiéramos pensado que sería un reto
demasiado alto de enfrentar, lo cierto es que Amway sería acogido en los lugares
más inesperados del mundo.
Exportando The American Way a nivel mundial
JAY Y YO HEMOS recibido con frecuencia crédito por ser hombres de visión,
pero si así fuera habríamos previsto en 1959 cuando comenzamos con Amway
que el deseo de tener un negocio propio no se limitaría solamente al sentir
americano y que sería igual de válido para captar mercado en Canadá en 1962 —
cuando abrimos nuestra primera sucursal en un país extranjero; luego siguió
Australia y casi una década después todavía teníamos la perspectiva de operar en
países con ideales muy parecidos a los americanos. Sin embargo, poco después,
con la apertura de cada mercado internacional, el concepto era claro: la gente
alrededor del mundo comparte el deseo de encontrar una oportunidad para tener
su negocio propio. Ver el logo de AMWAY en letreros escritos en signos en
japonés o chino fue una experiencia que me sacudió —siendo yo un individuo
que sirvió en la guerra en el exterior para defender la democracia americana y
que regresó a prosperar dentro de las bendiciones propias de la libertad que
pensó que se disfrutaba únicamente en su país. Hoy, las cosas son diferentes. El
sueño que considerábamos que le pertenecía a “la mentalidad americana” (The
American Way) no se limitaba a las fronteras ni a los límites de nuestra
nacionalidad.
Decidimos expandir nuestro negocio a nivel internacional incursionando en el
mercado de Canadá. Jay y yo éramos neófitos en aquel tiempo pensando que en
un país de habla inglesa no tendríamos que reimprimir nuestra material escrito y
pasamos por alto el hecho de que en Canadá hay bastante población cuyo idioma
es el francés —lo cual hizo que finalmente sí tuviéramos que imprimir literatura
de apoyo y envolturas en francés para nuestros productos. En un principio
intentamos abrir mercado en Canadá como una nueva compañía independiente
pero ubicada en la frontera canadiense y sin necesidad de patrocinio externo,
pero pronto se hizo obvio que todo este intento de iniciar desde cero era un reto
para el cual no estábamos preparados. Fue así como concluimos que teníamos
mucha gente en Estados Unidos con conexiones en Canadá y que simplemente
necesitábamos encontrar la forma en que, donde Amway creciera, los
distribuidores también crecieran; que donde nosotros fuéramos, ellos también
fueran. Nuestros futuros afiliados en el exterior comenzaron como empresas
nuevas, pero también desarrollamos un sistema para permitirles a los
distribuidores patrocinar en todos nuestros mercados.
Abrimos mercado en Canadá a los tres años de haber comenzado Amway dado
que los distribuidores en Estados Unidos tenían amigos, familiares y contactos
de negocios allá y querían aprovechar las ventajas de nuevos mercados. Ada
tiene una extensión de solo 150 millas desde el límite de Michigan con Ontario.
Exceptuando Quebec, no existían mayores diferencias en el idioma y la
economía, cultura y estructuras del gobierno canadiense eran similares a las
nuestras. Era fácil para Amway aprovechar esas ventajas para expandirse y
convertirse en una entidad internacional. En comparación con este, nuestro
siguiente movimiento internacional fue un paso gigantesco —un mercado en el
otro extremo del mundo: Australia. Lo curioso en ese tiempo era que, al elegir
un país tan distante, nadie en nuestra tierra descubriría muy pronto si aquella
aventura fallaba. Esa obviamente no fue la razón que nos llevó a movernos hacia
allá; tampoco podría decirse que eligiéramos Australia debido a que
compartíamos las mismas similitudes que con Canadá.
En realidad, nosotros no elegimos a Australia, sino que Australia nos eligió a
nosotros. Una práctica común entre los australianos era registrar los nombres de
las compañías americanas que ellos calculaban que algún día abrirían mercados
allá. Registraban las marcas, producían unos pocos productos con nombres
relacionados y esperaban el momento en que alguna de esas empresas
americanas decidiera abrir mercado allá, y como los australianos ya eran dueños
de esas marcas registradas, dicha empresa necesitaba comprarles su nombre para
hacer negocios en Australia. Eso fue lo que nos pasó a nosotros. Un australiano
registró el nombre de AMWAY en su país, junto con el de otras empresas, y él
era el vendedor directo quien además estaba vendiendo cosméticos bajo nuestra
línea de productos ARTISTRY, la cual él registro para su uso exclusivo en
Australia. Nuestro abogado australiano nos dijo que esa era una situación
frecuente allá e incluso tenía en su poder un formato equivalente a un contrato
listo para firmar la compra por medio de la cual se recuperaban las marcas. Me
explicó que todo lo que yo tenía que hacer era viajar a Australia, acordar un
precio con este individuo y obtener su firma en aquel formato.
Yo estaba en Australia en ese momento y acepté una reunión con esta persona.
Era un tipo cordial y tuvimos una charla agradable. Yo le dije: “Tengo aquí el
documento listo para la firma y todo lo que necesitamos hacer es acordar una
cifra. Usted y yo sabíamos que llegaríamos aquí algún día y hoy es el día de
ajuste de cuentas, el día que usted estaba esperando, así que, aquí estoy”.
Negociamos, llegamos a un acuerdo razonable, le giré un cheque y él firmó el
documento que el abogado me dio. Después de la negociación me preguntó si
podía convertirse en nuestro primer distribuidor en su país. Él había estado en el
negocio de la venta directa y tenía buenos distribuidores bajo su cargo así que
aceptamos su petición. Con su negocio establecido él nos ayudó a tener un buen
comienzo.
Pensamos que los australianos tendrían objeciones con respecto al nombre de
AMWAY puesto que es americano, pero fue todo lo opuesto: les encantó su
procedencia junto con el hecho de que los productos fueran fabricados
directamente en América. Tratamos de fabricarlos en Australia, pero nos dimos
cuenta de que los australianos sentían mayor satisfacción al consumir productos
elaborados en Ada.
Al principio, nuestra expansión internacional tuvo éxito debido a que los
distribuidores nos animaron a abrir mercados en países en donde ellos ya tenían
conexiones. Con frecuencia les escuchábamos decir: “¿Cuándo vamos a abrir en
este o aquel país?” puesto que ellos no podían operar en ningún otro país hasta
que primero nosotros estableciéramos operaciones allá e importáramos nuestros
productos con todas las de la ley, imprimiéramos literatura, registráramos el
nombre de la empresa y cumpliéramos con las regulaciones propias de ese país.
En 1973 abrimos una sucursal en el Reino Unido, otro país con el mismo
idioma y con un sistema político y económico similar al nuestro; en 1974, en
Hong Kong, que en ese tiempo estaba bajo mandato británico; en Alemania, en
1975; fue el comienzo de una década de expansión por Europa; en 1979 abrimos
en Japón, que estaba siendo enormemente influenciado por América desde la
guerra.
Actualmente es un poco difícil imaginarnos a Jay y a mí eligiendo lugares y
trasladándonos a todas partes del mundo. Cuando éramos jóvenes recuerdo que
estábamos tan aislados en América. Al inicio de la Segunda Guerra Mundial se
incrementaron las ventas de mapamundis debido a que los americanos leíamos
sobre batallas en lugares lejanos y queríamos localizar esos países poco
conocidos y aquellas ciudades de las cuales leíamos y escuchábamos en las
noticias. Yo había viajado hasta el Pacífico del Sur durante la guerra y Jay y yo
viajamos posteriormente por toda Sudamérica, de manera que, cuando
comenzamos a expandirnos a nivel internacional, al menos éramos algo versados
en el conocimiento del mundo. Ahora veo cómo cada experiencia contribuye al
éxito aunque en el momento no nos demos cuenta. Esa era una época en la que
hacer negocios internacionales todavía no era frecuente, por lo tanto me siento
orgulloso porque Jay y yo dimos esos primeros pasos hacia nuestra expansión
internacional.
En la década de 1980 estábamos en un promedio de 12 países y nuestra
expansión internacional se basaba primordialmente en ir a donde los
distribuidores vislumbraban que existía potencial debido a sus relaciones y a los
distribuidores que patrocinaban en el exterior. A mediados de esta década
comenzamos a mirar esa expansión desde un punto de vista más estratégico y
decidimos abrir mercados en países con culturas y economías diversas. Entonces
abrimos un departamento encargado de operar en mercados internacionales. Mi
hijo mayor, Dick, fue elegido para dirigir esta nueva división. Al igual que los
otros hijos DeVos y Van Andel Dick había culminado nuestro programa de
entrenamiento para aprender sobre todos los aspectos del negocio de Amway y
ya contaba con 10 años de experiencia en varios cargos gerenciales. Cuando él
se convirtió en Vicepresidente de Operaciones Internacionales en 1984 las
ventas internacionales representaban un promedio del 5% de los ingresos del
negocio. Cuando se retiró del cargo seis años después, más de la mitad de
nuestras ventas procedían del exterior.
Dick dirigió un programa realmente estratégico para conseguir crecimiento y
expansión a nivel internacional después de que Jay y yo decidimos sacar el
negocio al exterior. Una vez él estuvo a cargo, abrir mercados internacionales
pasó de ser un proceso mediante el cual reaccionábamos ante las opiniones de
los distribuidores que tenían amigos en otros países a convertirse en un plan
estratégico. Su departamento de expansión internacional tenía personal
comprometido exclusivamente a abrir nuevos mercados. Eran profesionales con
la experiencia requerida para trasladarse a un país a planear y ejecutar todo lo
necesario a nivel de regulaciones gubernamentales, traducción, logística,
propaganda y mercadeo para abrir mercado allí y comenzar a hacer reuniones
con distribuidores en potencia que estuvieran interesados en Amway.
Esas reuniones de apertura eran por lo general extensas, a veces con un
promedio de hasta 5.000 personas. Jamás lográbamos predecir cuánta gente
asistiría a una reunión de apertura para explorar el negocio de Amway. Una vez
le dije a Jay: “Todo el mundo conoce a alguien en alguna parte y tratarán de
reclutarlo”. Eso resultó ser cierto. Los distribuidores viajaban de todas partes del
mundo hacia las nuevas aperturas de mercado y traían gente que ellos conocían
en esos nuevos mercados a sus reuniones de apertura. El patrocinio internacional
se convirtió en una posibilidad para que muchos de ellos crecieran rápidamente
en su negocio.
Dick tenía un plan estratégico basado en una clasificación de los países que iba
desde aquellos en los que sería más fácil abrir el mercado hasta los más difíciles
y que representaran retos y riesgos más grandes. Él nos ayudó a pensar más en
grande y a adaptar el modelo de nuestro negocio a una mayor variedad de
clientes locales, de diversas tradiciones y requerimientos legales y fiscales, y
realmente se merece el crédito por el éxito mundial que hoy tenemos.
En ese momento China era un gran riesgo. El gobierno chino requirió que
fabricáramos nuestros productos en su país, hecho que implicó construir una
fábrica y operar de manera distinta. Después que abrimos ellos se retractaron del
negocio de multinivel debido al temor de posibles abusos, aunque infundados,
preocupación propia de un país que hasta ahora estaba comenzando a aceptar los
principios de libertad empresarial. Eva Cheng, quien estaba a cargo de liderar el
desarrollo de nuestro mercado en China, me llamó y me dijo: “¿Qué vamos a
hacer ahora?” Yo le propuse que hablara con el gobierno chino para comunicarle
que deseábamos permanecer en su país y acatar sus leyes. Tuvimos que abrir
almacenes al detal allá e idear formas de recompensar a los distribuidores
basándonos en el tamaño de sus negocios. Estoy convencido de que el poder de
la oportunidad de Amway produce gran interés en la gente china que está
tratando de construir una vida mejor, un estilo que se ajuste cada vez más al que
nosotros disfrutamos en América —y sé que nuestro modelo de negocio algún
día será acogido por ellos.
Hoy China es el mercado más grande de Amway y el negocio continúa
creciendo, pero me maravillo ante el hecho de que Amway en este momento
opera en China y Rusia —considerada en algún tiempo excluida para siempre
del mundo libre por la Cortina de Hierro y la de Bambú. Promover nuestro
sistema de negocio empresarial en estos países habría sido impensable años
atrás.
Recuerdo mi servicio en aquella pequeña isla del Pacífico cuando América
estaba tratando de derrotar al imperio japonés; ahora veo que en la actualidad
Japón es uno de los afiliados más exitosos de Amway. De la misma manera,
¿quién hubiera imaginado durante la época de la Guerra de Vietnam que un día
una compañía americana basada en el capitalismo y la libre empresa estaría
funcionando en Vietnam y construyendo allí fábricas? Esa hubiera sido una
locura hasta hace muy poco, pero hoy Amway sigue prosperando en un país que
fue nuestro antiguo enemigo comunista.
Durante la década de 1990 Jay y yo nos tomamos una foto que fuera reciente
para usarla en las publicaciones dirigidas a los distribuidores. Para ilustrar la
envergadura de nuestra empresa a nivel mundial nos tomamos la foto parados a
lado y lado de un enorme mapamundi. Es increíble ver ese portarretrato colgado
en oficinas en China junto con avisos impresos en su alfabeto y observar que el
logo de AMWAY se despliega a lo largo de un edificio en Shanghái.
En 1990, en un artículo sobre nuestro creciente negocio en Japón, la revista
Forbes entrevistó a un contador que se convirtió en uno de nuestros
distribuidores. “El discurso de ‘sea su propio jefe’ a lo mejor se toma con
cinismo en Estados Unidos”, expresó él, “pero en el regimentado Japón esta
consigna ha hallado una audiencia dispuesta, especialmente entre las amas de
casa y los hombres que se sienten frustrados con su salario. Existe muy poca
posibilidad de éxito aquí, pero con Amway he visto gente triunfar todo el
tiempo”. Hablamos mucho en Amway acerca de los sueños —de nunca
rendirnos ni permitir que otros nos roben nuestras ilusiones. Ahora muchos
japoneses comparten con los distribuidores de Amway a nivel mundial el sueño
de una vida mejor.
Hoy, mi frase de batalla “¡Tú puedes hacerlo!” se ha convertido en un eslogan
que se repite por todo el mundo en el negocio de Amway. En Japón y China se
les escucha a los distribuidores compartiendo y diciendo “¡Tú puedes hacerlo!”
Muchos me piden que les firme sus libros con esta frase que se ha convertido en
el grito de guerra en Asia y ha llegado a lugares en el mundo en donde a la gente
se le había dicho con mucha frecuencia que no podía lograr mayores cosas.
Cuando Amway abrió en Rusia recibí una solicitud para que llamara desde mi
casa de Florida para decirles a un promedio de 600 personas que se encontraban
reunidas: “¡Tú puedes hacerlo!” Nuestra gente allá me dijo que esa fue la
reunión más estridente que han tenido. La gente rusa estaba emocionada con la
idea de ser libre para tener su negocio propio y hacer algo importante con su
vida. Me contaron que la audiencia estaba parada sobre las sillas cantando y
compartiendo dentro de una atmósfera ¡más parecida a un juego de fútbol que a
una reunión de ventas!
Obvio, entrar a países con diferentes idiomas, culturas y modelos de gobierno
hizo que nuestra labor no fuera fácil y que tuviéramos que afrontar muchos retos.
Con frecuencia fuimos la primera compañía de venta directa en algunos
mercados asiáticos en donde enfrentamos incertidumbres en cuanto a impuestos,
asuntos legales y regulaciones. Nuestro negocio en China comenzaba y se
frenaba mientras el gobierno discutía sobre la legalidad de nuestro estilo de
negocio. Al final pudimos seguir operando, pero, como en otros mercados,
tuvimos que ajustar nuestras operaciones vendiendo nuestros productos en
almacenes al detal.
El gobierno de Corea del Sur tenía muchas sospechas sobre la venta directa y
pensaba que nuestras importaciones contribuirían a su déficit comercial. Sin
embargo, les mostramos cómo Amway era una fuerza positiva en su país y hoy
nuestro negocio es bienvenido allá. Aún sigo sorprendido al ver nuestras fotos en
una arena repleta de muchos miles de distribuidores sudcoreanos escuchándome
hablar sobre la oportunidad de ser dueños de un negocio. También demostramos
en India y Tailandia que Amway era adaptable estableciendo centros
comerciales. Sorprende visitar Tailandia, India y China y ver edificios modernos
y relucientes con nuestros logos corporativos y nuestros productos bastante
visibles a los transeúntes.
Siendo yo alguien que vivió a lo largo de la Guerra Fría con la Unión
Soviética, y defensor desde hace largo rato de la libre empresa, me sentí
conmovido y maravillado cuando comenzamos a abrir mercados en países del
antiguo bloque soviético del Este de Europa en la década de 1990. Establecimos
centros de productos y mucha gente allí —en donde los productos de cuidado
personal y para el hogar eran escasos— hacía fila para comprar todo lo que le
ofrecíamos.
En Hungría tuvimos 85.000 distribuidores durante el primer año. Recuerdo que
visitaba estos países en aquellos días y eran lugares tristes y sombríos llenos de
gente con rostros endurecidos, con muy pocas posesiones materiales y sin las
oportunidades que damos por sentadas en América. Llevar nuestra oportunidad
de negocio y nuestros productos le ayudó a aquella gente a respirar un poco de
vida y esperanza en esa parte del mundo que por muchos años soñó con la
libertad.
En la década de 1990 también abrimos mercado en Brasil y este apertura nos
llevó a expandirnos luego a más países de Sudamérica. Jay y yo nos sentimos
nostálgicos ante este hecho. ¿Cómo hubiéramos sabido cuando viajamos por
Sudamérica siendo un par de jóvenes que naufragaron en un bote que un día
seríamos los dueños de una corporación internacional que ofrecería productos de
belleza específicos para las preferencias de los latinos?
Ya sea que se trate del lejano país comunista de China, del Sur de la línea
ecuatorial en el país emergente de Guatemala o de la democrática Australia,
nuestra experiencia ha sido que la gente alrededor del mundo comparte un sueño
en común: el anhelo de una vida mejor. Como se reportó en el Global
Citizenship Report de Amway en 2011: “Crea en lo mejor”. Vivo conmovido de
que Amway continúa, no solo prosperando en el mundo, sino ayudándoles a las
personas a pasar desde donde se encuentran a construir una vida mejor para sí
mismas y sus familias, al igual que para sus comunidades y países.
La campaña de Amway “One by One Campaign for Children” ha recogido más
de $190 millones de dólares para ayudar a más de 10 millones de niños desde
que comenzó el programa en el 2003. Nada más en el 2012 los distribuidores y
empleados de Amway contribuyeron con más de 200.000 horas de trabajo
voluntario en organizaciones caritativas alrededor del mundo. Además de ayudar
a la gente también le estamos ayudando al planeta. Debido a nuestra tradición en
cuanto a la responsabilidad con el medio ambiente estamos ayudando a reducir
nuestra huella de carbono, a conservar el agua, a producir menos desperdicios y
a proteger el hábitat en cada país en el que operamos.
Nada de esto es para hacer alarde, sino porque me siento orgulloso de esta
filosofía. Parte del legado de Jay y mío es nuestra fe en que la gente prospera a
través de sus propios esfuerzos y talentos, como también ayudándoles a otros a
ayudarse a sí mismos. Es gratificante ver que esta es una filosofía universal que
produce resultados tan poderosos. Esta es otra razón por la cual he sido siempre
un optimista y muy rara vez veo algo distinto a lo bueno que hay en la gente que
conozco.
__________
EN LA DÉCADA DE 1980, cuando la mayor parte de nuestro negocio todavía
era en Estados Unidos, pensamos que la sede principal de Amway sería siempre
en Ada, pero a medida que fuimos contratando empleados internacionales nos
decían: “Ada no es el centro del mundo aunque ustedes crean que sí lo es. La
sede de Amway es alrededor del mundo. Si quieren saber cuál es el verdadero
centro de Amway, es la China. Ese es nuestro mercado más grande”. Así nos
mostraron de qué manera seguíamos pensando que este negocio estaba centrado
en Estados Unidos y que no nos habíamos dado cuenta de su verdadera
magnitud. Seguíamos insistiendo en centrar todo en Ada. —Durante muchos
años tratamos de fabricar solamente allí, aunque fuera costoso e inconveniente
hacer los envíos de nuestros productos alrededor del mundo sencillamente
porque queríamos manufacturar y proveer empleos allá. Ahora estamos
construyendo una planta en India, abriendo un centro de operaciones en
Tailandia y construyendo una segunda nueva planta en China. Tenemos varios
proyectos de construcción importantes a nivel mundial. La gente que visita
actualmente Ada no alcanza a dimensionar la envergadura de Amway porque ya
no funciona allí solamente.
Aquel retiro esa vez en Charlevoix, Michigan, cuando nombramos nuestra
primera junta directiva de American Way Association, tuvo algo de pintoresco
puesto que en los comienzos de Amway les decíamos a los distribuidores que
soñarán en grande, pero no teníamos ni la menor idea de lo que en realidad
significa soñar en grande ni nos imaginábamos lo que habríamos de alcanzar.
El mundo se ha encogido desde entonces. Gente en el extranjero que una vez
se sintió más firme en tierras que parecían muy lejanas hoy es más cercana y
más familiar a nosotros. Seguimos trabajando para traducir los textos de nuestras
empaquetaduras y la literatura de ventas a otros idiomas; para presentar
productos que vayan de acuerdo con los gustos específicos de diferentes países;
para adaptarnos a las distintas regulaciones legales y a todas las culturas. Sin
embargo, donde sea que hoy vayamos seguimos teniendo en cuenta que la gente
tiene hambre de libertad y busca una oportunidad para triunfar haciendo uso de
su talento y esfuerzo.
Nuestro sencillo mensaje de la oportunidad de un negocio propio para todos se
ha convertido en un lenguaje internacional. Cuando subo a escenarios de
cualquier parte del mundo la gente en la audiencia puede que tenga una
apariencia diferente, pero su recepción entusiasta es la misma. Es difícil a veces
conectar por completo aquella pequeña compañía que nació en el pueblo de Ada
hace más de 50 años con la Amway de hoy que cuenta con millones de
distribuidores a nivel internacional.
Creo que Jay y yo fuimos bendecidos con un propósito: fundar Amway bajo
unos principios que beneficiarán a toda la gente a nivel mundial. Nuestros
empleados lo entendieron primero que nosotros. Ada no es el centro del mundo
de Amway, sino que el centro de Amway es alrededor del mundo, y yo agregaría
que el fundamento de Amway se ha esparcido por todas partes.
Encontrando mi voz
FUI INSPIRADO POR CONFERENCISTAS motivacionales cuando comencé
en el negocio y por eso me he esforzado en inspirar a miles de distribuidores de
Amway para qué se paren frente a sus grupos y también los motiven a seguir
luchando y creciendo. Animar a otros, motivarlos diciéndoles “¡Tú puedes
hacerlo!” se ha convertido en el ingrediente esencial que ha hecho que Amway
sea lo que es hoy.
Poco después de que Jay y yo comenzamos nuestra escuela de aviación
tomamos un curso en Dale Carnegie porque sentíamos que como jóvenes
hombres de negocios y vendedores era importante aprender a hablar y comunicar
efectivamente. Esta se convirtió en una muy buena experiencia para los dos, en
especial para mí porque me dio confianza como conferencista. Los instructores
fueron muy ágiles en resaltar en nosotros las áreas en las que necesitábamos
mejorar, pero sin ser críticos. Además, sabían mantener una atmósfera positiva y
motivadora.
Fueron ellos quienes me enseñaron que la clave del discurso es utilizar
ilustraciones, contar historias preferiblemente de nuestra propia experiencia. Si
uno habla sobre algo que le ocurrió, no necesita notas de apoyo. Por esto es que
las historias basadas en nuestra experiencia personal suelen ser las mejores.
El método de Carnegie también nos enseñó una fórmula para hacer discursos.
Primero, asegúrate de que siempre le dices a tu audiencia cuál es el tema que vas
a tratar. He escuchado a muchos conferencistas hablar sin nunca identificar cuál
es su tema central. Hablan de muchas cosas, pero yo me pregunto: “¿Cuál es el
tema central? ¿De qué está hablando? ¿Cuál es el punto en esto?” Segundo, dile
a la audiencia por qué razón elegiste ese tema. ¿Por qué este tópico es tan
importante? Y tercero, ilustra el tema del discurso. ¡Ilustra, ilustra, ilustra!
Después de esto, lo siguiente es una introducción —un chiste o un saludo— y
luego un cierre, que no es otra cosa que: “Ahora que has aprendido todo esto que
te dije te sugiero que hagas lo siguiente”. Y esas fueron las bases que aprendí en
el curso de Dale Carnegie. De hecho, volví a tomarlo y quedé todavía más
convencido del poder de las ilustraciones.
Poco tiempo después fui invitado a hablar frente a unas 3.000 personas en una
convención de Nutrilite en Chicago y seguí las indicaciones de este curso
haciendo mi parte de la tarea buscando ilustraciones que se adecuaran a lo que
iba a decir. El tema era “la perseverancia” —si vas a triunfar, tienes que ser
intenso, apasionado y fogoso con respecto a lo que hagas. Al cierre de mi
discurso recibí un sentido aplauso. Mi instructor de Dale Carnegie se encontraba
entre el público y vino corriendo a felicitarme. Ese día descubrí que tenía talento
como orador y desde entonces sigo utilizando esta fórmula para mis discursos.
Poco después que comenzamos Amway una empleada que se encargaba de
nuestro departamento de contabilidad me dijo: “Tenemos una asociación local de
contadores aquí en la ciudad. He escuchado sus conferencias y me pregunto si
estaría dispuesto a dirigirse a nuestro pequeño grupo”. Esa era la primera vez
que alguien me solicitaba hablar fuera del contexto de Nutrilite y de Amway, de
manera que le dije que estaría feliz de hacerlo. Cuando le pregunté de qué quería
que hablara ella no tenía ni idea, entonces le propuse: “Bueno, qué tal si hablo
sobre América y todos sus aspectos positivos. Hay mucho negativismo en cuanto
al tema actualmente”. Yo quería hablar de lo maravilloso que es nuestro país.
Ese fue el comienzo de mi discurso más conocido: “Vendiendo América”.
Comencé a pensar en lo que diría y decidí contar todos los aspectos positivos
que habían estado ocurriendo durante el crecimiento de nuestro negocio. Y entre
más hablaba de “Vendiendo América”, más la gente respondía. Envié ese
mensaje a miles de personas a lo largo y ancho de la nación y fue grabado en una
convención llamada “Future Farmers of America” en Indianápolis.
Posteriormente, se convirtió en un disco que se vendió en forma de álbum a
comienzos de la década de 1960 y en ese entonces ganó el premio Alexander
Hamilton Award for Economic Education otorgado por la entidad Freedoms
Foundation.
“Vendiendo América” fue en realidad el comienzo de mi carrera como
conferencista y mi primer discurso dirigido a toda clase de audiencias. Comencé
a recibir un número creciente de solicitudes para dirigirlo frente a auditorios en
escuelas de Educación Secundaria, graduaciones universitarias, clubes de
negocios y otras entidades. Todas esas intervenciones eran una buena forma de
promocionar Amway en sus primeros días y me sentía animado escribiendo
nuevos discursos, principalmente para nuestras reuniones, pero escribía algunos
con mensajes dirigidos a audiencias en general. Algunos de ellos —“Las tres As:
Acción, Actitud y Ambiente adecuado” y “Las cuatro etapas”— fueron para
audiencias de Amway por todo el mundo. Eran charlas muy agradables e
interesantes.
Una vez compartí “Las cuatro etapas” con el Presidente Gerald Ford. En él
cubría las cuatro instancias en el desarrollo de cualquier organización:
construcción, manejo, defensa y culpa. Conocía a Ford desde que era nuestro
congresista en Grand Rapids. En una ocasión estaba visitándolo en la Oficina
Oval y me dijeron que tenía justo 10 minutos para conversar con él.
Durante nuestra charla le dije: “¿Sabes? Toda esta ciudad está en la etapa
cuatro”.
Él me respondió: “¿Qué significa eso de ‘etapa cuatro’?”
Yo le expliqué: “Bueno, la etapa cuatro es la de culpar, es cuando todo mundo
culpa a los demás por los problemas. Y eso es lo que está ocurriendo en esta
ciudad”.
El Presidente Ford agregó: “Eso parece, pero cuéntame el resto de la historia”.
Yo respondí: “Ya no tengo más tiempo de conversación y debo respetar los 10
minutos que me dieron”.
Entonces él insistió: “Me encantaría escuchar el resto de tu explicación”.
Por eso puedo decir que una vez le presenté mi discurso de “Las cuatro etapas”
a una prestigiosa audiencia compuesta por una persona —al Presidente de los
Estados Unidos. Y la verdad es que se mostró muy positivo frente a mis palabras
y estuvo de acuerdo en que necesitábamos ubicar al país otra vez en la etapa de
construcción en lugar de preocuparnos en mirar a quién culpar.
Compartir mi discurso con el Presidente de los Estados Unidos o grabarlo para
una audiencia nacional fue una excepción puesto que la mayoría de mis
discursos, especialmente al comienzo, era escrita intencionalmente para motivar
y animar a los distribuidores de Amway. Uno de mis primeros con este propósito
fue “Inténtalo o sufre en el intento”. En él quería decirle a mi audiencia:
“Ustedes tienen una opción con este negocio: intentarlo o sufrir en el intento”.
Allí conté historias sobre todo lo que Jay y yo intentamos para construir nuestro
negocio. Algunas cosas funcionaron; otras, no; pero la diferencia fue que
continuamos intentándolo. Era un discurso sencillo, pero aun así, motivador.
Algunos me cuentan que todavía lo escuchan en cinta.
Me he ganado la reputación de hablar sin notas. A veces saco una hoja de
papel de mi bolsillo en la cual he escrito algunos puntos, pero son simples
recordatorios de mi tema acompañados de una lista de historias con las que
planeó ilustrarlo. Continúo siguiendo al pie de la letra la fórmula que aprendí en
Dale Carnegie, y como utilizo historias de mi vida puedo contarlas de memoria.
La primera vez que pronuncié “Inténtalo o sufre en el intento” fue a base de pura
memoria porque experimenté todo aquello de lo que hablé allí y simplemente
comencé a decirle a mi audiencia: “Permítanme contarles todo lo que he
afrontado para llegar aquí”.
No necesité ser experto en ningún campo para ser un conferencista efectivo,
pero a veces la experiencia en un área específica es generadora de un buen
discurso. Utilicé mi experiencia como marinero para escribir mi discurso
llamado “Los cuatro vientos”. Hablar de los vientos, de dónde proceden y de qué
manera nos afectan es un tema que capta la atención de la gente. Así que, aunque
mucho después de que los detalles de este discurso hayan quedado en el olvido,
la gente todavía recuerda las ilustraciones que utilicé y lo que hay que hacer para
enfrentar “los cuatro vientos”.
Puedo repetirlo con facilidad porque todo lo que tengo que hacer es pensar en
los vientos que he enfrentado en altamar. Comienza, como es obvio, con la
manera en que afrontamos los vientos destructores, como por ejemplo un viento
del Norte. Cuando la gente pregunta por qué no logra triunfar o se queja de que
las condiciones no están a su favor, es como si estuviera enfrentando el frío
viento del Norte que sopla a nuestra vida y logra derribarnos por un tiempo. Un
viento del Este suele ser el anuncio de que nos espera un mal tiempo. En los
negocios debemos afrontar circunstancias difíciles, por eso es necesario mirar
hacia adelante y estar preparados —de la misma manera en que vemos que el
cielo se ha oscurecido y nos preparamos para salir a la calle con abrigo y
sombrilla. Pero cuidado con un viento del Sur —es traidor. Puede convencerte
de que te está yendo muy bien y te sientes contento con la forma en que andan
tus asuntos, pero te agarra fuera de guardia porque dejas de permanecer
vigilante. El negocio se rezaga y entonces es momento de buscar un viento del
Oeste, que es de los mejores porque traen consigo brisas amistosas y un tiempo
tranquilo. Con ese viento empujando nuestro barco logramos hacer grandes
maniobras y recorrer largas distancias en poco tiempo. Ese es el momento para
hacer una revisión constructiva del negocio, para reclutar con todo el ímpetu que
tengas, y para crecer.
A medida que escuchan este discurso los asistentes logran imaginarse a un
barco y casi perciben los efectos de los vientos; se ponen a sí mismos y a su
negocio en la escena y comprenden cuál viento están afrontando. Con el paso de
los años este se ha convertido en el discurso favorito de los distribuidores.
Obviamente, con la expansión de Amway alrededor del mundo descubrí que
necesitaba cambiar un poco mi enfoque cuando me dirigía a audiencias
internacionales a través de un traductor porque el proceso de comunicación se
hace mucho más difícil. Una de las primeras lecciones que aprendí fue: no contar
chistes porque al traducirlos el humor se pierde. La primera vez que intenté
utilizar un chiste en China no recibí ninguna reacción de la audiencia. El mismo
chiste que por lo general causaba risa entre las audiencias de habla inglesa
generó silencio total en los chinos.
Al hablar en países extranjeros también eliminé cualquier comentario político
porque no estoy en mi país y además porque Amway no me autoriza para
expresar mis opiniones políticas, así que prefiero hablar de otros temas.
En China hablé en una ocasión acerca de cómo sobreponerse a las objeciones
del negocio de Amway y expliqué cómo manejar algunas de ellas —también
conocidas como rechazos— teniendo en cuenta que, tanto en la vida como en las
ventas, las experimentamos. Para ilustrar el punto utilicé mi trasplante de
corazón cuando tenía 71 años. Mi historia clínica había sido enviada a unos 30
doctores y centros de trasplante y era rechazada, no apta para un trasplante según
todos y cada uno de ellos hasta que un solo médico en todo el planeta me dijo
que sí. Y, aunque mis posibilidades no eran las mejores, nos aferramos a ellas.
De manera que yo sé de rechazos. En los negocios también es posible afrontar
tiempos difíciles, pero cuando encuentras a esa única persona, tu negocio —y en
mi caso, mi vida— sigue en marcha. En una ocasión hasta le mostré a la
audiencia las píldoras que he tenido que tomar desde que recibí mi nuevo
corazón para prevenir el rechazo que el resto de mi cuerpo pueda producir, y
dije: “Siento mucho no tener unas píldoras de antirrechazo para ustedes, para
ayudarles a sobreponerse a lo que deben afrontar en su negocio. Todo lo que
tienen que hacer es seguir intentándolo hasta que encuentren —como yo— a esa
única persona que comparta su visión y les diga que sí”.
Recordando algunos de mis discursos veo con una mirada más analítica cómo
ellos han contribuido a describir por qué Amway ha tenido éxito y de qué es
exactamente de lo que se trata este negocio. Han servido para ayudarles a los
distribuidores a entender la esencia de quiénes son como dueños de negocios y
para que comprendan que tienen un propósito y un llamado más alto que el de
simplemente vender productos y construir una fortuna. La motivación y el
dinamismo son esenciales en mis discursos, pero además me di cuenta de que
tenía que definir de qué se trataba nuestro negocio y clarificar nuestra verdadera
misión.
_______
AMWAY ESTÁ EN EL NEGOCIO de ayudar a la gente. Tenemos la línea de
cosméticos ARTISTRY, suplementos nutritivos NUTRILITE y todos los demás
productos, y esa es la manera en que la gente hace dinero en el negocio de
Amway. Sin embargo, la magia real del negocio está en ayudarle a la gente a
tener un estilo de vida más enriquecedor y superior. Esa siempre ha sido nuestra
meta. Nuestros distribuidores necesitan vender para alcanzar sus metas, pero
tenemos claridad de la ruta que llevamos y hacia la cual nos dirigimos. Amway
comenzó con la idea de que cualquier persona podía tener su negocio propio. La
meta de Jay y mía era tener nuestro negocio propio y pensamos que toda persona
deseaba lo mismo, y esa sigue siendo nuestra motivación fundamental. Con
alguna frecuencia la gente se siente impactada cuando digo: “Nuestros
distribuidores pueden vender sus negocios de Amway, pueden heredárselos a sus
familias —pues ese es un bien que ellos poseen, un negocio propio que ellos
manejan y administran a su manera”.
Amway siempre se ha fundamentado sobre la base de enriquecer la vida de
otros proporcionándoles mejores productos y una forma de mercadeo diferente.
Después de la regulación de la FTC uno de los jueces me dijo: “Amway es la
primera empresa que he visto, desde que aparecieron los supermercados, con un
método de mercadeo completamente distinto y con un enorme potencial. Es lo
más novedoso que he visto después de que surgieron los almacenes”. El mismo
sistema del vendedor puerta a puerta se remonta a los tiempos de mis abuelos, y
aún más allá. Pero este modelo del multinivel era totalmente novedoso. Hoy nos
damos cuenta con mayor claridad de que esta es una de las pocas oportunidades
en el mundo por medio de la cual la gente puede comenzar con casi nada hasta
llegar a construir ingresos sustanciales.
Cuando Amway estaba comenzando a tener éxito se nos acercó la empresa W.
R. Grace & Company —la cual contaba con una enorme fábrica de químicos, un
negocio de aerolíneas y una gran empresa de envíos— debido a que le interesaba
diversificar y expandirse y había considerado nuestro estilo de negocio y pensó
que podría comprar Amway. Éramos apenas una pequeña y agradable compañía
fabricante y distribuidora de jabón y de apenas unos pocos productos en aquel
tiempo. Un par de ejecutivos de Grace solicitaron hablar con nosotros sobre esa
posibilidad de adquirir Amway. Jay y yo no estábamos interesados en vender,
pero decidimos escuchar lo que ellos tenían para decirnos —quizá solo por tener
el gusto y la idea del valor que tenía nuestra empresa para un comprador en
potencia. Nos hicieron su oferta, pero nosotros les dijimos que Amway no estaba
a la venta. Entonces nos manifestaron que planeaban expandirse y tener plantas
de fabricación para productos como los nuestros en Cincinnati, y que además ya
tenían organizada una empresa que se llamaría Grace Home Products.
“Si ustedes no quieren vendernos”, nos dijeron, “nosotros vamos a activar
Grace Home Products y competiremos con ustedes”.
Yo les dije: “¡Magnífico! Si lo van a hacer, háganlo bien. Les daré un kit que
incluya todo nuestro plan de ventas. Está todo escrito allí, y si lo siguen, les irá
bien”.
Ellos comenzaron Grace Home Products, pero yo nunca seguí de cerca su
evolución. Unos años después, en un aeropuerto en Bar Harbor, Maine, me
encontré con Peter Grace. No nos conocíamos personalmente, pero lo reconocí y
me presenté como uno de los dueños de Amway. Le dije: “¿Cómo va con su
empresa?” Él me respondió: “Usted lo sabe muy bien”.
Yo le expresé que realmente no sabía nada porque no había estado al tanto de
su desarrollo. Cuando él me contó que la habían cerrado le dije: “No entiendo.
Yo les di a sus dos ejecutivos uno de nuestros manuales de ventas y un kit de
productos para que supieran cómo es este negocio. Todo estaba allí y lo que
ustedes tenían que hacer era seguir las instrucciones”.
Él se me acercó y dándome un golpe en el pecho me dijo: “Joven, ¡pues algo se
le olvidó darme!”.
Después de contar esa historia en un discurso en Las Vegas durante la
celebración del Aniversario #50 de Amway les dije a los distribuidores que se
encontraban en la audiencia: “Hoy quiero contarles lo que no incluimos en ese
kit. Y si alguna vez ustedes lo dejan por fuera de sus kits o de su negocio,
fracasarán, y Amway también fracasará. Lo que Peter Grace supuso que se nos
había olvidado en aquel paquete, no podríamos incluirlo en ningún paquete
porque se trata de la actitud de ayudarle a la gente a la que traemos a bordo para
que pueda a su vez ayudarles a otros. Al ayudarles a los demás, ustedes ganan.
Es un poco anticuado, pero es la manera en que funciona este negocio”.
Entendemos que Amway está en el negocio de enriquecer vidas. Uno de mis
discursos más populares se llama “Enriqueciendo vidas” y comencé a
pronunciarlo en 1989 en un momento de mi vida en el que me sentí impactado
por algo que escribió Walt Disney. Yo iba en un avión hacia California pensando
en que debía preparar un discurso nuevo y de repente vino a mi mente esa frase
de Disney en la que él sostiene que existen tres clases de personas: “los
envenenadores” —aquellos que siempre critican los esfuerzos y las ideas de
otros; “los cortadores de césped” —buenos ciudadanos, trabajadores, pagan sus
impuestos y mantienen sus hogares, pero nunca se salen de su propio patio para
ayudarles a otros; y “los enriquecedores de vidas”, los que se preocupan por
enriquecer la existencia de otros a través de ayuda y palabras de ánimo. Entonces
pensé: “¡Vaya! Ese tipo de persona aplica al caso de Amway”. Yo preferí usar
en mi discurso el concepto de “enriquecedor de vida”, basando mi discurso en la
frase de Disney y siempre le doy crédito por ello.
Hoy todavía sigo impresionado al ver cómo Amway sigue siendo una empresa
enriquecedora de vidas. Vender productos es importante, pero nuestra verdadera
importancia consiste en que, al venderlos, la gente recibe dinero extra para
mejorar su estilo de vida y fuera de eso tiene la oportunidad de mejorar el estilo
de vida de alguien más al motivarlo y patrocinarlo para que entre a este negocio
y que a su vez también venda nuestros productos y traiga más personas a ser
parte del negocio para que sus vidas también sean enriquecidas. De esa manera,
todas estas vidas cambian, no solo porque las personas ganan dinero vendiendo
nuestros productos, sino porque comienzan a moverse dentro de un nuevo
ambiente conformado por gente positiva que piensa en términos de ayudarles a
otros a que ellos también enriquezcan y mejoren su estilo de vida.
Así que todo el concepto de enriquecer la vida de la gente es fundamental en el
negocio de Amway. “Enriqueciendo vidas” fue mi discurso principal durante un
par de años en nuestras reuniones, pero también lo he presentado frente a una
gran cantidad de audiencias que no tienen nada que ver con nuestra empresa. Me
emocionaba el concepto de enriquecer vidas y quería animar a tanta gente como
fuera posible con la idea de que, quienes me escucharan se convirtieran en
enriquecedores de vidas. Hasta hoy, sigo enviándole cartas a la gente que, según
nuestros periódicos locales, promueve actos voluntarios en beneficio de la
comunidad. Ellos son, indudablemente, enriquecedores de vidas.
Desde el día que me paré frente a una convención de Nutrilite en Chicago a
comienzos de la década de 1950 y hablé sobre la persistencia en mis discursos
llamados “Vendiendo América”, “Inténtalo o sufren en el intento”, así como en
los demás discursos que he pronunciado a nivel mundial, mis mensajes han
jugado un papel vital, no solo ayudando distribuidores de Amway, sino
contribuyendo para que ellos aprecien el valor de ser empresarios, de la libre
empresa y de su responsabilidad como enriquecedores de vidas. A través de los
años estos discursos no fueron menos importantes en el éxito de Amway que el
hecho de desarrollar productos, construir fábricas y administrar la empresa.
Muchos factores componen el éxito de un negocio, pero estoy seguro de que
nada hubiera ocurrido —especialmente en nuestros comienzos— si no
hubiéramos convencido a la gente de que creyera en nuestro negocio y en sí
mismos. Ese esfuerzo, que constituyó una especie de cruzada al inicio de esta
empresa, ha alcanzado gente de todas partes del mundo. Y ese alcance se logró
solamente a través de animar a otra gente para que se nos uniera y que ellos
también lograran enriquecer su vida y la de sus hijos, familia, amigos, y más
allá.
Muchas veces, cuando me invitan como conferencista, suelo preguntar: “¿De
qué les gustaría que les hablara?” Y con frecuencia escucho: “¡Oh, de algo que
nos inspire y nos anime! No importa el tema, solo denos una de sus charlas
positivas”. La gente, tanto en la vida como en los negocios, quiere y necesita
sentirse animada e inspirada. Esa inspiración y ánimo fueron el éxito de Amway,
y estoy convencido de que cualquier negocio u organización serían más exitosos
si el líder estuviera dispuesto a levantarse y compartir mensajes positivos —que
provengan de su experiencia, de su corazón, y obviamente, que también
contengan ilustraciones memorables.
Un momento mágico
ME ENCANTA SER EL DUEÑO DE ORLANDO MAGIC
—pero nunca me propuse comprar un equipo de baloncesto ni ningún otro
equipo deportivo. La oportunidad surgió en el camino.
Antes de comprar el equipo Orlando Magic en 1991 me disponía a convertirme
en el posible dueño de un nuevo equipo con el potencial de pertenecer a las
Grandes Ligas de Béisbol en Orlando, que en ese tiempo estaban buscando
expandir la cantidad de equipos y sin embargo no existían aquellos que tuvieran
ese rápido crecimiento que se necesitaba en el Estado de la Florida. Entonces
ocurrió que la Liga Nacional decidió establecer a su nuevo equipo, los Marlins,
en Miami y no en Orlando. Unos meses después de haber perdido la oferta para
comprar el equipo de béisbol me enteré de que el dueño del Orlando Magic
estaba interesado en venderlo. Nuestra familia puso en consideración el hecho de
comprarlo, y aunque en un comienzo estábamos más interesados en el béisbol,
decidimos que el baloncesto era una mejor opción. Pasaríamos inviernos en
Florida, tiempo de la temporada del baloncesto; y durante la temporada de
béisbol estaríamos en Michigan. Además, siendo el baloncesto un deporte que se
juega en interiores consideramos el hecho de que sus partidos jamás son
retrasados ni cancelados debido al mal tiempo.
De esa manera terminamos con un equipo de baloncesto y somos los dueños de
Orlando Magic desde hace más de 20 años. Recordando el tiempo de mi
juventud en el que le lanzaba tiros a un aro y animaba al equipo de baloncesto de
mi escuela en la secundaria debo admitir que mi interés en ser el dueño de un
equipo está motivado más en la diversión que en la búsqueda de ganancias
financieras. Ese no suele ser un negocio rentable, pero la gran ventaja ha sido
que es una propiedad de nuestra familia que nos une en un interés común a
Helen y a mí con nuestros hijos y nietos. Los partidos del Magic se han
convertido en eventos que nos proporcionan un gran lazo de unión familiar y en
una experiencia compartida a través de tres generaciones. Nunca olvidaré la
primera vez que llegamos a las eliminatorias. El Magic era un equipo nuevo e
inexperto en cuanto a su participación en una eliminatoria, razón por la cual los
medios deportivos no le auguraban mayor éxito. Sin embargo, llegamos hasta las
finales, pero el simple hecho de poder hacerle barra a nuestro equipo, de
mantener la esperanza viva en que el Orlando Magic pudiera convertirse en el
campeón de la NBA fue algo emocionante y valioso para nuestra familia.
Ahora comprendo y debo admitir que parte de la diversión para mí se debe al
hecho de saber que esta organización y equipo de baloncesto profesional le
pertenecen a nuestra familia. Me produce esa emoción de niño que los hombres
de negocios por lo general no sienten. A mis hijos también les encanta. Ellos se
interesan de manera genuina en cómo le está yendo a nuestro equipo y se
involucran en todas las decisiones que tengan que ver con su éxito. El Orlando
Magic es con frecuencia el centro de nuestra conversación familiar cuando nos
reunimos; nos sentimos emocionados porque desde que somos sus dueños el
equipo ha estado en las eliminatorias la mitad del tiempo. Nuestro récord de
buen rendimiento a lo largo del tiempo es bastante bueno y hemos sido
bendecidos con jugadores como Shaquille O´Neal y Dwight Howard.
Una de mis lecciones tempranas como dueño del equipo fue aprender qué tanto
se espera que el dueño interactúe con sus jugadores. Uno de los problemas con la
mayoría de los nuevos dueños es que no distinguen entre su papel y el del
entrenador. Muchos quieren estar en el camerino y ser los entrenadores. Al
principio, yo mismo pensé: “Supongo que tendré que darle al equipo una charla
—a lo mejor la estén necesitando”. Pronto comprendí que ese no era mi papel,
sino del entrenador. Sobrepasé mis límites un poco y tuve que aprender a no
meter demasiado mi nariz. Al comienzo me iba a los camerinos para estar
presente en las reuniones del equipo y darles a los jugadores una de mis charlas
mientras muy seguramente el entrenador pensaba: “Tenemos un partido por
jugar. ¿Por qué este tipo está aquí dándonos una charla sobre actitud cuando
nosotros estamos repasando la estrategia del juego?” Más adelante el entrenador
me mencionó algo a este respecto y, como dueño del equipo, tuve que aprender
cuál era mi lugar.
Mi trabajo era contratar un entrenador y dejar que él fuera el entrenador. Todos
tenemos diferentes talentos y no todo miembro del equipo ni todo organizador
pueden desempeñar todos los papeles. Yo podía tener las habilidades de liderar y
motivar a los distribuidores y a los empleados de Amway, ¡pero tuve que admitir
que no estaba calificado para ser un entrenador profesional de baloncesto!
Es cierto que a veces los entrenadores cometen errores, pero también es cierto
que a veces tienen que tomar decisiones de último momento durante el juego.
Mientras tú y yo estamos disfrutando del partido el entrenador está tratando de
dilucidar a qué jugador enviar, a quién rotar, quién está comenzando a cansarse y
necesita salir a descansar, solo como para mencionar algunos puntos. Un par de
veces, cuando íbamos perdiendo, llamaba al entrenador para decirle que quería
hablar con el equipo para reasegurarles que los dueños todavía se sentían
orgullosos de ellos porque pienso que los jugadores necesitan escuchar
directamente de nosotros que tenemos fe en ellos.
Espero, como dueño del equipo, haber generado una influencia positiva en
nuestros jugadores, sobre todo en aquellos que apenas han dejado de ser
adolescentes para convertirse en jugadores famosos. A lo mejor nunca sepa si mi
influencia ha tenido algún impacto sobre ellos, pero he hecho el esfuerzo. Helen
y yo siempre tratamos de invitar al equipo a nuestra casa a cenar antes de
comenzar la temporada y yo tomo esta reunión anual como una ocasión especial
para hablar con ellos. Debido a que recientemente hemos tenido que afrontar
retos en cuanto a los horarios, ahora vamos a Orlando y nos encontramos allá
durante una comida —almuerzo o cena, lo que sea más conveniente.
Primero que todo, cada año tenemos nuevos jugadores, y a veces también
nuevos entrenadores, y yo quiero que me conozcan y sepan las razones por las
cuales el equipo me interesa. También me agrada compartirles nuestra fe. Quiero
que escuchen de mi boca que los dueños de su equipo son cristianos. Y, si tienen
alguna pregunta, me dispongo a contestarles. Además les cuento un poco acerca
de nuestra historia familiar y les comparto la razón que tuvimos para comprar un
equipo: ser una influencia positiva en los jugadores y ayudarles a tener una vida
más balanceada y exitosa.
La segunda razón por la que me dirijo a ellos tiene que ver con el dinero y la
importancia de ahorrarlo. Ellos necesitan entender que están ganando mucho
dinero, pero que su tiempo de ganarlo es limitado. Como jugador de baloncesto
profesional no importa tu condición física ni qué tanto te hayas cuidado. Lo
cierto es que, cuando llegues a los 40 años, prácticamente estarás fuera de este
negocio porque tu cuerpo te defraudará. Así que, si quieren vivir bien el resto de
su vida, necesitan organizarse desde el punto de vista financiero para cuando
llegue el momento de abandonar la cancha. Están ganando tan buen dinero cada
año que pueden darse el lujo de vivir, ahorrar e invertir —si gastan menos de lo
que ganan. Siempre los animo a darse cuenta de que ahora es el momento de
invertir y ahorrar, de planear, de compartir en obras benéficas y guardar dinero
aparte para pagar los impuestos. También los animo a contratar un experto en
inversiones y recibir consejería financiera que les ayude a ocuparse de todos
estos asuntos. De otra manera, es posible que les pasen los años y después estén
preguntándose: “¿A dónde se fue todo el dinero que gané?”.
Y el tercer tema del que les comparto es el de la conducta. He leído sobre
jugadores que se meten en problemas debido a las drogas o al alcohol o a lo que
sea, y arruinan sus carreras. Les digo: “Muy seguramente les han dicho miles de
veces qué tan rápido pueden llegar a destruir su carrera. Ustedes se encuentran
en la mira de todo el mundo, son estrellas y siempre hay gente que va a atacarlos
de manera verbal, o de cualquier otra manera. Siendo ustedes atletas
competitivos su instinto suele ser el de devolver los insultos verbales o físicos
que reciben y sus carreras podrían terminar en un momento de esos. Si golpean a
alguien, le arrojan una botella de cerveza o cometen cualquier acto violento, en
un instante su mala conducta llegará a oídos de los medios. También es probable
que vayan a la cárcel o sean arrestados si manejan embriagados —y todo el
talento y trabajo que pusieron en su carrera con la NBA estará en peligro. Así de
sencillo”.
Los jugadores se muestran atentos y corteses cuando yo les comparto estas
cortas reflexiones. Yo les digo de antemano: “Solo tengo tres puntos para
compartirles, así que no se preocupen, no será un discurso largo”.
El hecho es que conversamos. A veces ellos hablan y a veces no, pero de mi
parte siempre les digo lo que considero que debo decirles. He sido dueño del
equipo el tiempo suficiente como para, por lo menos, saber lo que es importante
para los jugadores y puede ayudarles. Ellos eligen si le prestan atención a un
viejo que está aconsejándoles qué es lo más sabio que deben hacer con su vida y
su dinero; de esa forma, cuando estén perdiendo su puntería y sus contratos ya
no vuelvan a ser renovados, y además se hayan gastado todo el dinero, no quiero
que se vayan pensando: “¡Yo era un gran jugador!¿Qué pasó conmigo?”.
Recuerdo que el primer jugador que vendimos fue Scott Skiles. Helen se sintió
tan mal al respecto que le escribió diciéndole, entre otras cosas: “Espero que
regreses como entrenador algún día”. Ella me dijo: “No podemos dejar que se
vaya así no más. Él siempre dio el 110% —debo escribirle una nota”. Claro que
después de muchos años en la NBA Helen comprendió que no era realista
escribirle una nota a cada jugador que se fuera. Siempre seguimos tratándolos
con absoluto respeto y pienso que esa es la razón por la cual el Magic es
considerado uno de los mejores equipos de la NBA sobre el cual se ejerce
propiedad.
Además, el equipo ha demostrado ser para Amway una forma tremenda de
hacer relaciones y mercadeo. Hemos transmitido sus partidos desde nuestras
sedes en más de 200 países. ¿Quién sabe cuántas decenas de millones de
personas los habrán visto? Los distribuidores tiene cómo decir: “Ese es nuestro
equipo”. Saber que un fundador de Amway es el dueño del Magic les ha dado a
muchos de ellos sentido de pertenencia.
___________
JAMÁS DEBEMOS EXCEDERNOS en nuestro poder al afirmar que algo
“nos pertenece… ¡Es mío!” He estado pensando mucho últimamente sobre la
importancia del sentido de pertenencia. Durante muchos años serví en la Junta
Directiva de Grand Valley State University, una universidad cercana a Grand
Rapids —y a la cual he contribuido con donaciones de índole financiero. Nuestra
comunidad ha observado cómo esta institución, que comenzó hace cerca de 50
años, estaba conformada por cuatro edificios pequeños ubicados en una
superficie rural que con el tiempo se fue convirtiendo en dos campus, todo
gracias la colaboración de casi casi 25.000 personas.
Me preguntaron: “¿Cómo conseguimos que semejante multitud contribuyera
con Grand Valley? No hay tanta población estudiantil en esta área, entonces ¿a
qué se debe que 1.500 personas compren una entrada año tras año para asistir a
un evento para recolectar fondos que ni siquiera cuenta con un conferencista
externo y simplemente rinde homenaje a la gente del área que contribuye con
Grand Valley?” Pienso que parte de la respuesta se debe al hecho de que esta se
ha convertido en nuestra universidad —establecida en nuestra comunidad y
crecido con la ayuda de contribuidores locales. Fue gente dentro de la región la
que desarrolló el concepto de una universidad estatal para el área y
sorprendentemente le vendió la idea al público de tener una universidad local a
la que pudiéramos llamar nuestra.
A veces surgen fricciones entre la universidad y la comunidad —por el hecho
de que las universidades no pagan impuestos a la propiedad; porque a veces
suceden incidentes causados por la mala conducta de estudiantes; porque los
contribuyentes tienen que pagar para que haya una provisión con la cual agregar
una nueva póliza o para que exista protección contra incendios. Pero en nuestro
caso, nos sentimos orgullosos de apoyar a Grand Valley State University e
incluso la llamamos “nuestra universidad”. Allí recibí un doctorado honorario y
a eso se debe que la considere como mi universidad. Pero el concepto de nuestra
universidad, nuestra iglesia, de hacer propio algo en lo que estamos
involucrados o que respetamos, debe ser parte vital de nuestra cultura.
Cuando pensamos que Grand Rapids es nuestra ciudad nos sentimos distintos
y hasta manejamos distinto; recogemos con más prontitud lo que botamos. Y
como sentimos que estamos en nuestra ciudad saludamos a cualquier extranjero
en la calle. Yo les digo: “¡Bienvenido a Grand Rapids!” Todo por el hecho de
que es mi ciudad, nuestra ciudad. Todo este concepto de pertenencia en la gente
marca una gran diferencia.
En mi opinión, esa es la diferencia en Amway. Cualquiera de nuestros
distribuidores puede decir: “Este es mi negocio”. El concepto de lo nuestro es
tan altamente motivante que debemos tratar de generar esa fuerza cuando
podamos. Para mí es importante que mis hijos y nietos se den cuenta de que
América es su país. Mis nietos dicen: “¡Mi abuelo se siente muy orgulloso de su
país! Él sirvió en la Segunda Guerra Mundial”. Yo necesito que ellos aprecien
que es su país y su futuro.
Hace poco hablé acerca de este concepto de “lo nuestro”. Tal vez es por eso
que le saco tanto provecho al hecho de ser el dueño de un equipo, a tener la
posibilidad de decir “nuestro equipo” sabiendo que toda su fanaticada también
puede decir “nuestro equipo”. Me siento orgulloso de ser el dueño de un
negocio, y aún más orgulloso de saber que los distribuidores de Amway
alrededor del mundo dicen: “Este es nuestro negocio, nosotros somos sus
dueños, hemos invertido en él, nos hemos involucrado en él, tomamos decisiones
acerca de cómo manejarlo y compartimos sus bendiciones con nuestra familia”.
A eso se debe que Helen y yo hayamos contribuido al desarrollo del centro de
Grand Rapids: ¡A que es nuestra ciudad! Nos sentimos responsables por su
calidad de vida y continuo crecimiento. Yo quiero vivir en una comunidad
enriquecedora de vidas. Ese ha sido mi lema siempre.
Además, me siento complacido de haber tenido la posibilidad de impactar a la
comunidad de Orlando. Tenemos al único equipo deportivo de la ciudad que
pertenece a las Ligas Mayores. Y Orlando ha trabajado con nosotros de una
manera maravillosa y nos ayudó a construir una arena porque sabía que
necesitábamos un lugar nuevo. Así que la ciudad ha sido buena con nosotros y
nosotros hemos tratado de ser buenos con la ciudad. Nosotros y nuestros
jugadores contribuimos con la comunidad participando en programas de
recolección de fondos realizados en la Universidad Central de Florida;
auspiciamos programas de atletismo para la juventud; nuestros jugadores visitan
a los niños en los hospitales. Pienso que la participación de nuestros deportistas
con la gente joven del área les da a los jugadores un mayor sentido de valor en sí
mismos —en la medida en que ellos construyen relaciones con los chicos
también construyen mayor satisfacción consigo mismos. Y nosotros también nos
sentimos orgullosos de su participación en esta clase de eventos.
Para mí el Magic es una razón de ser que le da sentido a ciertos “por qué” en
mi vida. ¿Por qué tuve la oportunidad de comprar un equipo de baloncesto y por
qué la acepté? A lo mejor es porque estoy en la posición de ayudar a los jóvenes
a que construyan una vida mejor. O tal vez porque tengo la oportunidad de
ejercer una influencia positiva en la comunidad de Orlando. Ser el dueño de un
equipo de la NBA me ha ayudado, me ha enseñado y me recuerda muchos
principios invaluables, como por ejemplo: el valor de tener una propiedad, de
contribuir a una comunidad, de compartir con la familia, de servirle como
mentor a gente joven, de la alegría de ganar. Mirando atrás, hacia hace más de
dos décadas, a cuando se presentó la oportunidad de comprar al equipo, veo que
no me di cuenta de que estaba decidiendo mucho más que simplemente comprar
un equipo de baloncesto.
Tercera parte:
Enriquecedores de vidas
Fama y fortuna
VIVIMOS EN UNA SOCIEDAD que hoy parece fascinada por la fama y la
fortuna. No puedo negar que he alcanzado una fortuna y cierto nivel de fama —
pero cualquier bienestar o notoriedad que he ganado no fueron nunca mi meta,
sino el resultado de una vida de arduo trabajo y de mi interés por construir una
oportunidad única.
En realidad no tengo una idea exacta de cuándo me volví millonario. Tal vez
porque Jay y yo invertíamos mucho dinero en el negocio —sobre todo al
comienzo— y disponíamos de muy pocos ingresos para nosotros. Pero sí llega
un día en el que uno se despierta y dice: “¡Vaya! Esta compañía vale mucho
dinero”. A eso se debe que en mí no existiera el sentimiento de ser el dueño de
una fortuna. Recuerdo la ocasión en que el presidente de una universidad local
vino a solicitarme una donación y le contesté: “No tengo esa cantidad de
dinero”.
Entonces él argumento: “Pero tiene una gran empresa”.
“Nosotros sí tenemos una gran empresa” le dije, “pero yo personalmente no
tengo todavía esa cantidad de dinero para donar. Algún día lo tendré, pero en
este momento estamos invirtiendo en el negocio”. No sacábamos mucho de las
ganancias para nosotros. Es como les digo a mis jugadores de baloncesto:
“Ustedes sacan ese dinero para divertirse y algún día se preguntarán: ‘¿Qué
pasó?’”.
Para Jay y para mí nuestra primera responsabilidad con la compañía siempre
fue cubrir la nómina. Si existe una causa frecuente para fracasar en los negocios,
esa es fallarles a los empleados con su salario. Cubrir la nómina no es una
pequeña responsabilidad: uno necesita dinero para pagarle a sus empleados.
Cuando Jay y yo manejábamos por la cuesta de Ada y mirábamos hacia abajo,
hacia el enorme complejo de las fábricas, oficinas y bodega de Amway,
decíamos: “¿No es eso maravilloso?” Una vez le pregunté: “¿Cómo te sientes
cuando vas descendiendo por esta cuesta?” Su respuesta fue: “Me siento atónito,
pero no me detengo mucho tiempo a maravillarme. Solo intento encontrar la
manera para que Amway sea más grande”. De eso era de lo que siempre
hablábamos: ¿cómo hacemos para que sea más grande y mejor? Sin embargo, el
tamaño y valor de la compañía en determinado momento dejaron de ser
importantes. Las peguntas realmente importantes eran: ¿cómo hacemos para
compartir este concepto de esperanza y mejores ingresos con más gente? ¿Para
irradiar al mundo entero y lograr que la gente sepa qué tan valiosa es cada
persona?
De eso es de lo que se trata el negocio de Amway —de fe, esperanza,
reconocimiento y recompensa. Jay y yo crecimos durante la época de la Gran
Depresión y estuvimos en una guerra que nos dio mucho por pensar acerca de
valores y conducta. La base ética de ayudar al otro es a veces difícil de encontrar
en estos días, se ha descompuesto un poco. “¿A quién le interesan los demás?
Con tal que yo tenga lo mío, todo está bien”. Sin embargo, nosotros hemos
abolido bastante bien esa actitud en nuestro negocio y mantenemos nuestro
enfoque “en la otra persona”. En ayudar a quien patrocinamos, y si le va bien, a
nosotros nos irá bien.
Hacia nuestros comienzos Jay y yo invitábamos a los distribuidores de Amway
a nuestras casas, construidas una al pie de la otra y nunca fueron consideradas
mansiones. Comparadas con muchas casas de hoy serían pequeñas y comunes y
corrientes. Sin embargo, estábamos orgullosos de haberlas construido en una
madera muy especial y en una cima con vista al río. El hecho de estar en
nuestras casas hacía que algunos distribuidores se sintieran deslumbrados, pero
no porque se tratara de unas casas grandes o modestas, sino por el hecho de que
nosotros éramos los fundadores de Amway y los invitábamos a nuestros hogares
como una manera de mostrarles aprecio y no para deslumbrarlos.
Jamás nos consideramos a nosotros mismos ni nos presentamos como personas
adineradas ni superiores. Manejábamos carros modestos. El papá de Jay vendía
autos de marcas Plymouth y DeSoto, así que esos eran los que teníamos. Jamás
tuve un Cadillac hasta que llegamos muy lejos en el negocio. Nos hicimos
millonarios debido a nuestro interés por ayudarles a los distribuidores a hacer
dinero. Pero reinvertíamos en la empresa y durante largo tiempo nuestros
ingresos fueron modestos. Como ya dije antes, éramos conservadores en cuanto
a sacar dinero del negocio.
Mirando en retrospectiva me doy cuenta de que intentábamos ser sensibles a
nuestra responsabilidad con nuestros empleados y distribuidores independientes.
Teníamos miles de personas dependiendo de nosotros y no logro imaginarme
fallándoles hasta el punto de poner en riesgo su bienestar. Esa era una enorme
responsabilidad para dos jóvenes de nuestra edad. Además, no creo que ninguno
de los dos hubiera soportado la posibilidad de que Amway fracasara porque
nuestra empresa significaba más que un negocio para nosotros. Amway era
nuestro invento, nuestro motivo de orgullo y alegría, la confirmación de nuestra
fe en que la libre empresa en realidad funciona. Pensábamos en función de
nuestras familias, nuestros hijos y sus estudios, y en ahorrar —en guardar dinero
y tener un presupuesto. Y siempre diezmábamos una suma de dinero disponible
para obras benéficas y colaborar con la iglesia.
En nuestro caso, sin embargo, llegamos al punto en el que podíamos darnos los
gustos que quisiéramos. Entonces me dije: “¿Por qué no comprar una casa más
grande, un bote o avión mejores que los que tengo?” Me hacía esas preguntas a
veces y la respuesta podía ser sí como también que no había razón para ello. A
veces un avión o una casa más grandes no te ayudan en nada. Sin embargo, uno
sí llega a un punto en el cual debe decidir por qué hacer o no hacer algo. Si
tenemos un dinero extra, también podemos tomar otras decisiones como
contribuir con más obras benéficas o comprometerse a ahorrar o a invertir más
(que es una forma de ayudarles a otros a triunfar en sus negocios y en sus ideas).
Por lo general, hablaba del tema del dinero con mis hijos a medida que ellos
iban creciendo y discutíamos acerca de las dificultades que surgen con el hecho
de tener una fortuna. Hoy, ellos ya son adultos y todavía hablamos de eso. Todos
han aceptado bien las responsabilidades de tener dinero. Cuando uno tiene
dinero, opina bastante. Cuando no lo tiene, sencillamente no tiene muchas
opciones —y cuando los hijos nos piden dinero, uno les contesta que no tiene y
eso es todo. Pero en nuestro caso, cuando nuestros hijos venían y nos decían
“quiero un carro”, entrábamos a discutir por qué deberíamos o no ayudarles a
comprarlo y a preguntarnos si lo mejor sería uno nuevo o uno usado. No era
posible decirles que “no podíamos ayudarles”.
Es fácil malcriar a nuestros hijos, pero yo pienso sinceramente que mis hijos
no son malcriados. Aunque poseen una gran fortuna no veo que tiendan a
malgastarla. Me doy cuenta de que algunos hijos no utilizan la fortuna de la
familia de una manera sabia y toman malas decisiones. A lo mejor eso les ocurre
a quienes reciben dinero sin tener una comprensión clara de lo que significó
ganarlo; a quienes nunca han devengado un ingreso ni se les enseñó a ganarse su
propio dinero. Todo eso se los enseñé a mis hijos (y todos eligieron trabajar en
Amway durante un tiempo… desde la planta y la bodega hasta las oficinas
administrativas). Ellos aprendieron la importancia de trabajar yendo a Amway y
siendo miembros de algún departamento y aprendiendo del negocio. No se les
presionó a trabajar, pero ellos sabían que el trabajo era una parte importante de
la vida y se sentían felices de hacerlo. De hecho, compramos una casa de
veraneo cerca para que ellos fueran a trabajar y regresaran a casa cuando no
tenían que estudiar. Manejaban hacia el trabajo cada mañana como muchos otros
chicos que se ganan su dinero durante el verano.
Hoy veo que esta misma ética de trabajo les está siendo enseñada de una
manera magnífica a nuestros nietos dándoles a conocer la variedad de los
negocios de nuestra familia al hacerlos miembros de nuestra asamblea familiar a
la cual asisten tan pronto cumplen 16 años. Y aunque no pueden votar hasta que
cumplan los 25, sí pueden comenzar a participar, a aprender y a expresar sus
puntos de vista. Tenemos un proceso definido y los tratamos con respecto, les
enseñamos responsabilidad y les ayudamos a entender el valor del trabajo.
Cuando uno logra tener una fortuna está obligado a determinar su valor y de
qué manera va a gastar lo que tiene. Cuando recién nos casamos Helen sugirió
que guardáramos el 10% de nuestro ingreso sin esperar a ver qué “sobraba” para
ayudarles a los demás. Y hemos podido disponer de ese 10% y de más. Ese
dinero es ahora la base que nos da una visión muy clara para planear en qué y en
cuánto podemos ayudar cuando nos solicitan alguna colaboración para apoyar
alguna organización o proyecto sin tener que decir alguna vez que tenemos que
“sacar de nuestro bolsillo”, lo cual nos ha permitido ayudar con un espíritu
mucho más generoso.
Y obviamente siempre surge una pregunta: “¿Debería tener yo toda esta
fortuna?” Creo que el Señor quiere que dispongamos de una cantidad de dinero
para que lo usemos en nuestros gustos; otra, para que tengamos la posibilidad de
conocer Su creación; otra, para que ayudemos a que exista una expansión
económica y oportunidades de trabajo para otros –y, obviamente, otra para que
la compartamos con aquellos que tienen verdaderas necesidades. No es porque
seamos mejores o tengamos más derecho a más dinero, sino porque Él nos lo ha
confiado y por lo tanto necesitamos ser especialmente responsables de ello.
Asegurémonos de que nuestra expansión personal no se vuelva más importante
que el deseo de ayudar. Una vez hayamos aprendido cómo es el proceso de
disponer antes que todo de una parte de nuestros ingresos para dar, entonces sí
podemos disponer de lo demás de la mejor manera posible —ya sea comprando
una casa, un avión, un barco. Uno siempre dice que estas cosas no son necesarias
y que es preferible ayudar más a otras causas, y eso es cierto. Pero si se mira
solo de esa manera entonces nunca hará algo distinto a transportarse en bus.
Sin embargo, si te encanta gastar tu dinero, es muy probable que nunca tengas
una fortuna.
Una vez compré un gran helicóptero y después de pensarlo mejor dije: “No lo
necesito. Es demasiado grande y hace mucho ruido”. Me pareció que era un
exceso y me sentí culpable gastando demasiado en algo que ni siquiera
necesitaba ni quería tanto y entonces lo vendí (e incluso gané dinero en la venta).
Cuando uno tiene una fortuna casi ilimitada necesita tomar decisiones con
respecto a hacer o no hacer las cosas de la misma manera que la mayoría de la
gente. Y allí es cuando hay que tener mucho cuidado con el ego y con el deseo
de “alardear”. Creo que me equivoqué con ese helicóptero y por eso lo vendí. Sí,
hoy todavía vuelo en aviones y helicópteros privados —pero no a expensas de
dejar de contribuir con generosas ayudas.
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DE LA MISMA FORMA EN QUE TUVE que empezar a decidir cómo
manejar el tema de la fortuna también tuve que aprender a manejar el
reconocimiento personal que estaba obteniendo. Cuando el éxito de Amway
como empresa se hizo más ampliamente conocido y más grupos externos
comenzaron a invitarme como conferencista me sentí muy agradecido.
Habíamos sido ridiculizados y se nos llamó de muchas maneras descorteses al
comienzo de nuestro negocio. El gremio médico sobre todo eligió términos para
denominar nuestra venta de vitaminas; solo algunos doctores habían estudiado
nutrición (mínimamente, como me dijo un doctor), pero la mayoría de ellos en
aquel tiempo todavía no había tomado en serio los suplementos vitamínicos ni
los minerales como productos para mejorar la salud. Fuimos cuestionados por la
FTC —creyeron que éramos un sistema de pirámide, entre otras cosas— y la
aceptación de Amway fue gradual.
Sin embargo, en algún momento dejamos de escuchar tantas críticas negativas
y comenzamos a recibir comentarios de prensa acerca de lo que hacíamos y de
cómo estábamos cambiando el estilo de vida de la gente. Incluso el negativismo
inicial con respecto al caso de la FTC se convirtió en positivismo al darle
legitimidad a Amway. Jay y yo fuimos invitados a participar en un buen número
de juntas directivas y sus integrantes nos trataban con respecto y escuchaban lo
que teníamos para decir. La gente en el campo de los negocios estaba fascinada
con nuestros puntos de vista.
En una ocasión presenté mi discurso llamado “El bienestar material del
hombre” durante un evento para Dow Chemical, localizado en Midland,
Michigan. En él exponía la manera en que la gente utiliza la materia prima para
fabricar productos que después vende en una economía de mercado libre y hace
una fortuna. Esta enorme corporación internacional estaba interesada en
promover la libertad y la libre empresa y utilizó mi discurso como una
herramienta de enseñanza con sus empleados. En lugar de dejar a Amway a un
lado la gente había comenzado a preguntar por nosotros y a conocer nuestro
negocio. A medida que nuestra empresa iba creciendo por el mundo obtuvimos
un reconocimiento gradual e incluso asombroso sobre lo que estábamos
haciendo. Y el mensaje de mejores oportunidades para todos con la libre
empresa en una tierra de libertad también comenzó a crecer.
No creo que el reconocimiento creciente de Amway y mío como cofundador
me hiciera sentir diferente. Jay y yo nos sentíamos bastante felices de lo que
estábamos haciendo y nos complacía que nuestro negocio estuviera creciendo y
que más gente se estuviera uniendo a él. Ser bien reconocido significa que hay
una mezcla de gente allá afuera —algunos que están interesados en lo que tú
estás haciendo y otros a los que no les importa. Nosotros nos dimos cuenta de
que, con frecuencia, la gente que le prestaba atención a Amway era aquella que
estaba interesada en el negocio —un negocio único y especial. Habíamos estado
haciendo algunas cosas con nuestro plan de ventas que sorprendió a muchos
debido a su éxito. Nadie pensó que un negocio construido bajo el fundamento de
ayudarle a otra gente a ayudarse a sí misma podría extenderse y crecer hasta este
punto.
Terminé por acostumbrarme a aparecer en la primera página del periódico de
Grand Rapids. No sé cuándo Jay y yo comenzamos a ser considerados como
ciudadanos líderes, como figuras importantes y como contribuidores de nuestra
ciudad —es probable que el reconocimiento fuera otorgado tanto por nuestras
contribuciones cívicas como por el tamaño de nuestra empresa. Con tantos
edificios nombrados en honor a Jay y a mí nuestros nombres comenzaron a
aparecer en demasiados lugares como para poder ignorarlos.
Durante años, a medida que viajaba a nivel mundial pronunciando mis
discursos a audiencias de distribuidores, siempre he recibido ovaciones de pie y
me preguntan cómo me hace sentir tanta adulación. Permanecer de pie detrás del
escenario en una arena de decenas de miles de asistentes a quienes están
prestándoles tu participación y luego escuchar aplausos a medida que entras al
escenario llega a ser una experiencia embriagadora.
Pero yo he tratado que el reconocimiento público no se me vaya a la cabeza.
Primero que todo, porque soy solo un pecador salvado por gracia —y no una
estrella del rock, aunque algunos me hayan tratado como tal, y creo que mi
respuesta en esos momentos ha sido de gratitud. Muchos distribuidores dentro de
estas audiencias comenzaron con poquito y han construido negocios exitosos a
través de la oportunidad de Amway. Y ellos me demuestran durante esos eventos
su agradecimiento por haber tenido esa oportunidad. Además, tenemos una
tradición desde hace tiempo en Amway que consiste en ponernos de pie para
darle la bienvenida a cada conferencista como una forma de mostrarle respeto y
reconocimiento merecidos. Nos ponemos de pie y aplaudimos a mucha gente en
nuestro negocio porque reconocemos que cualquiera que se pare a hablar en un
escenario es alguien importante.
Obvio, cada vez que yo hablaba frente a una organización fuera de Amway
tenía una actitud un poco diferente —cada respuesta positiva era importante y
me hacía sentir muy bien. Cuando no recibía aplausos de pie me preguntaba si
había hecho un buen trabajo. Mis discursos siempre fueron positivos y en pro de
América así que me preguntaba: “¿Es positiva esta respuesta por el hecho de que
mi mensaje es distinto al que las audiencias escuchar la mayoría del tiempo?” La
gente escuchaba a los presidentes, a los políticos y a los medios hablar sobre los
problemas de América y el mal estado de las cosas. Muchos querían escuchar
buena noticias, sobre todo con respecto a su país —y yo era portador de esas
buenas noticias y por eso la gente respondía con tanto entusiasmo.
Como resultado Amway desarrolló una cultura de elogio y reconocimiento por
la labor cumplida. Nosotros, no solo damos las gracias seguidas por un aplauso
amable. Nosotros nos ponemos de pie y ovacionamos. Mucha gente en toda
comunidad merece reconocimiento —pero ¿con cuánta frecuencia lo reciben?
En nuestro negocio nos ponemos de pie y le damos reconocimiento a la gente,
nos levantamos con ánimo de nuestras sillas para aplaudir y mostrar aprecio.
Nuestra visión con Jay fue trabajar siempre duro e impactar al mundo
positivamente. Quizá mis libros y discursos hayan impactado la vida de muchos;
si así ha sido, me siento agradecido. Nuestra meta era que cualquiera que
estuviera interesado en triunfar tuviera la oportunidad de lograrlo. Si no
tuviéramos ni un solo producto a la venta, aun así sería maravilloso ser parte de
una sociedad en la que la gente asistiera a reuniones semanales para recibir
motivación y ánimo sobre la forma en que está funcionando su vida, su
compañía o su país. Esa actitud positiva debería reflejarse en la vida de toda
persona.
La gente ha reaccionado positivamente a mis discursos, no solo por lo que hice
para construir Amway, sino porque muchos sueñan que ellos también lograrán
sus metas. La gente quiere escuchar desesperadamente que lo está haciendo bien,
que es buena y capaz. Mi meta ha sido, no solo asegurarles eso, sino ofrecerles
una oportunidad para desarrollar su potencial. Al fin de cuentas, la gente lo que
quiere es que le digan: “¡Tú puedes hacerlo!” Y yo he sido más que feliz al
decírselo.
La primera vez que uno ve su nombre aparecer en el periódico se asegura de
recortarlo porque piensa que es muy probable que no vuelva a verlo publicado
otra vez. Recuerdo la primera vez que pronuncié un discurso a una audiencia
distinta a Amway —aquella pequeña charla sobre “Vendiendo América”.
Busqué alguna noticia al respecto en el periódico, pero supongo que el hecho no
fue tan significativo como para que se publicara. Pero a medida que pasaron los
años y me hice más famoso los medios comenzaron a hablar de mis discursos, lo
cual ha sido muy gratificante. Hoy, Amway y yo recibimos mucha publicidad —
a los medios por lo general les agrada lo que hago y digo, aunque también hay
ocasiones en las que no están de acuerdo conmigo, lo cual está bien. Debido a
que en la actualidad soy visto como un líder de la comunidad, cada vez que se
publica una noticia sobre algún evento relacionado conmigo la prensa se aparece
—quisiera pensar que es en reconocimiento al trabajo duro que he realizado a lo
largo de mi vida para ser exitoso, y especialmente por ser alguien que trata de
marcar una influencia positiva en los demás.
Cuando mi nieto mayor, Rick, estaba en la Secundaria, se quejaba ante sus
padres de que mi nombre aparecía en demasiados edificios y sus compañeros lo
molestaban por eso. En una ocasión le dije: “ Rick, en tu caso, te correspondió
nacer dentro de una familia en la que somos gente que llegó a ser exitosa en la
vida y en los negocios por ayudarles a otras personas. Eso, en sí mismo, es muy
significativo y digno de reconocimiento. Además, nuestro nombre es bastante
mencionado en los medios y puesto en muchos edificios, y esto en parte se debe
a que contribuimos a pagar por esas construcciones o porque fuimos la fuerza
generadora para recolectar el dinero necesario para que esos edificios existieran.
Entonces no tienes por qué sentirte avergonzado al ver el apellido DeVos en
todas partes —siéntete orgulloso de eso. Yo vería como una bendición el hecho
de pertenecer a una familia de gente que hace cosas dignas de mencionar, Rick”.
Nunca volví a escucharlo decir algo al respecto. Mi nieto creció para hacer
grandes cosas para la edad que tiene, —está en sus veintes— incluyendo el
hecho de iniciar la competencia ArtPrize, un evento que atrae a miles de artistas
de todas partes del mundo y tiene lugar en Grand Rapids. Asisten cientos de
miles de espectadores que visitan todas las obras de arte y votan por su favorita
para darle la oportunidad de ganar premios en efectivo bastante significativos.
Ahora aparece en los periódicos e incluso en revistas a nivel nacional más de lo
que yo aparecí a su edad y me siento muy orgulloso de él.
Homenajear a gente que ha hecho cosas que valgan la pena de mencionar en
los medios, o que es aplaudida y recibe una ovación de pie, son demostraciones
de aprecio que necesitamos cultivar. Cuando mis discursos reciben aplausos yo
los tomo como un acto de simpatía hacia lo que estoy hablando y no como un
elogio hacia mí personalmente. Obvio, es agradable sentirse elogiado, pero yo no
dejo que los elogios se me suban a la cabeza. Yo sé que necesito ganarme el
respeto de la gente cada vez que hablo frente a una audiencia. Este es un negocio
que requiere de un motivador y yo me convertí en uno.
Soy una persona positiva que ve las cosas del lado positivo y siempre busca el
lado amable de cualquier situación. He sido acusado de no ser lo suficientemente
crítico, de no encontrar fallas tan rápido como debería, y eso sin duda es verdad.
Yo no busco fallas ni soy bueno encontrando el lado negativo. Es mi naturaleza
buscar a la gente buena. Yo sé que en la vida uno necesita discernir y ser más
crítico, pero ese no es mi estilo. Para mí, siempre existe algo bueno en cada
persona y casi todo mundo tiene algo importante que decir. Y quizá, solo quizá,
esa actitud ha sido la clave que me ha convertido en alguien adinerado y bien
reconocido.
Riqueza familiar
¡UN NEGOCIO FAMILIAR! SUENA bastante bien. La “familia” es una de las
cuatro bases sobre las cuales está construido el negocio del Amway. De hecho,
la mayoría de nuestros distribuidores trabaja junto con su esposa o esposo e
incluso involucra a sus hijos en el negocio. Jay y yo siempre hemos estado
orgullosos de decir que Amway es una empresa familiar y que nuestro equipo de
trabajo puede confiar en que, como dueños —no siendo accionistas públicos—
nosotros tenemos la última palabra en cuanto a la forma de rodarla. Los dos
hemos tenido mucho que ver en el éxito de Amway tanto a corto como a largo
plazo. Por eso quienes trabajan con nosotros pueden tener la certeza de que
siempre tomamos decisiones de negocios basadas en nuestra experiencia como
empresarios exitosos. Y además, pueden estar seguros de que tratamos
justamente a nuestros empleados y a quienes hagan parte de este negocio dado
que nuestras bases están cimentadas sobre principios cristianos.
Hoy me siento orgulloso de que Amway continúe siendo un negocio familiar.
Mi hijo menor, Dough, es el Presidente; y Steve, el hijo mayor de Jay, es el
Moderador, y estoy satisfecho con la manera en que ellos trabajan juntos, muy
similar a Jay y a mí, basándose en nuestros mismos principios sólidos para
manejan esta que hoy en una billonaria corporación de alcance internacional,
mucho más grande y más compleja que cuando Jay y yo la manejábamos.
Cuando los cuatro hijos de Jay y mis cuatro hijos comenzaron a acercarse a la
edad de la secundaria los dos pensamos que, por lo menos algunos de ellos,
algún día querrían trabajar en el negocio de la familia. Entonces decidimos que
todos comenzarían desempeñándose poco a poco en los distintos departamentos
de Amway con el fin de que conocieran cómo es y cómo funciona en su
totalidad. Cada uno participó en la que se planeó como una experiencia de cinco
años de trabajo durante un tiempo aproximado de 6 meses por departamento.
Trabajaron en las bodegas, en las fábricas, en los laboratorios de investigación y
desarrollo y en las oficinas —tanto en turnos diurnos como nocturnos. Algunos
comenzaron este entrenamiento durante su tiempo de vacaciones de verano
barriendo pisos y cortando césped. Mi hijo mayor trabajó algún tiempo como
nuestro guía turístico y utilizaba su nombre del medio para presentarse ante los
visitantes como Dick Marvin y que no lo reconocieran como mi hijo. Él, junto
con los demás, aprendió a barrer y a saber lo que es trabajar en una línea de
ensamblaje. Obvio, los empleos que tuvieron durante esos cinco años se fueron
haciendo cada vez más complejos.
Al inicio de la década de 1990 comencé a tener problemas de corazón que
requirieron cirugía. Mi enfermedad me impidió trabajar, pero, para entonces
Dick ya llevaba trabajando con Amway casi 15 años y hacía cinco ocupaba el
cargo de Vicepresidente de Operaciones Internacionales. Se había vuelto
incansable y en determinado momento dejó la empresa por un par de años para
iniciar su propio negocio. Aún así, le pedí que volviera para ocupar mi cargo.
Más adelante, Jay también desarrolló problemas de salud y tuvo que delegar sus
responsabilidades, así que, unos años después de que Dick me sucedió, Jay y yo
decidimos que su hijo Steve sería el más calificado para asumir las labores de
Moderador.
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CUANDO JAY Y YO DELEGAMOS A DICK Y STEVE en la década de
1990 para que ocuparan nuestros cargos desde el comienzo ellos tuvieron que
enfrentarse a ciertos retos difíciles. Por ejemplo, maniobrar para sacar a la
empresa de un momento en que sus ventas habían descendido. Además de
afrontar este declive también tuvieron que tomar la difícil determinación de
reducir el personal y hacer otra serie de cambios estructurales y administrativos.
Recuerdo esa ocasión en que Dick me dijo que necesitábamos hacer un préstamo
para cubrir terminaciones de contratos porque no estábamos ganando lo
suficiente para cubrirlos.
Le dije: “Dick, pensé que reduciríamos costos despidiendo personal”.
Él me explicó: “No, si vamos a hacer esto bien. Necesitamos hacer acuerdos
justos y pagarle a la gente por sus servicios y ayudarle a conseguir empleo”.
Mirando atrás, me doy cuenta de que Jay y yo no quisimos tomar la decisión
de reducirnos. Simplemente, no quisimos lidiar con eso. Pensábamos que todo
iba a estar mejor el siguiente mes o el siguiente año y que las cosas nos saldrían
bien. Dick y Steve, no solo tomaron decisiones difíciles, sino que manejaron la
situación de la manera correcta y pronto volvieron a convertir a Amway en una
compañía rentable.
Cuando Dick se hizo cargo de la presidencia me dijo: “Voy a darme un plazo
de seis años en este cargo y después me dedicaré a algo distinto”. Y resultó ser
cierto —aunque terminó quedándose 10 años. Luego, nuestro hijo menor, Doug,
habiendo hecho el entrenamiento necesario, vivido en Bruselas y luego en el
Reino Unido desempeñándose como Gerente General de esa zona para luego
convertirse en Vicepresidente de Asia Pacific Global Distributor Relations y por
último en Jefe de Operaciones de Amway, estaba listo para hacerse cargo.
Dick estaba preparado para un nuevo reto y se sentía entusiasmado de hacer
crecer la empresa que había iniciado antes de regresar a Amway. Eso hizo y
ahora es dueño de otras empresas que él y su esposa, Betsy, dirigen y operan.
Además es Presidente de RDV Corporation, nuestra oficina familiar encargada
de los diversos negocios de los DeVos fuera de Amway y el Magic. Además,
asumió el liderazgo familiar y ha sido él quien ha ido canalizando el interés que
tenemos en que nuestras generaciones futuras continúen siendo exitosas y la
nuestra se mantenga siendo una familia que siga cosechando éxitos.
Pero, más allá de administrar los intereses de nuestros negocios fuera de
Amway y el Magic, el objetivo más importante de nuestra oficina familiar es
mantener unidos a todos nuestros miembros para que siempre nos reunamos y
decidamos los asuntos familiares importantes. Conformamos el Concilio
Familiar DeVos compuesto por nuestros hijos y sus esposas y nos reunimos
cuatro veces al año. Este concilio aprobó una constitución familiar que capta en
esencia nuestra misión y valores como familia y es una forma de mantener vivos
generación tras generación los principios bajo los cuales Helen y yo hemos
vivido. Además articula la manera en que trabajaremos unidos para administrar
nuestros intereses financieros y filantrópicos.
Fuera de esta reunión tenemos una asamblea familiar que incluye las tres
generaciones —Helen y yo, nuestros hijos y sus esposos y esposas, y algunos de
nuestros nietos. Celebramos una asamblea anual en la que se espera la asistencia
de todos nosotros. Cuando nuestros nietos cumplen 16 años pasan a ser parte de
esta asamblea en una ceremonia formal a la que todos asistimos. Uno de los tíos
o tías les hacen la presentación de sus metas y les recuerdan sus
responsabilidades de ahí en adelante afirmándolos como miembros de la
asamblea. Así se hacen elegibles para ser invitados a atender a las reuniones en
las que se discuten los asuntos familiares importantes, pero solo son aptos para
votar en ellas hasta cuando cumplen 25 años y ya se han preparado para adquirir
esta responsabilidad.
A través de nuestra oficina familiar también desarrollamos un programa que
les enseña a nuestros principios sobre negocios, liderazgo y trabajo en equipo
como también los valores que nuestra familia ha identificado como claves del
éxito en la vida y en los negocios. Estos mismos son con los que Helen y yo
crecimos y hemos vivido, y por lo tanto queremos que sean importantes para
nuestros hijos y para que ellos se los transmitan a sus hijos.
Existe interés entre algunos de mis nietos por trabajar en Amway. Y, si están
realmente interesados, necesitan tener un diploma universitario y trabajar
durante unos años en otra empresa antes de ser elegibles para aplicar a un trabajo
en Amway.
Quizás una razón por la cual el negocio familiar ha sido tan importante para mí
se debe a que la familia en sí también lo ha sido —desde la familia en la que
crecí, a mi matrimonio con Helen y los hijos que educamos para que sean
adultos exitosos, hasta mis nietos, a quienes amo ver crecer. Ya he compartido a
lo largo de este libro los recuerdos de mi niñez junto a mi amada familia la cual
me ayudó a darle forma a mi vida. Debí haber aprendido bastante de esa
hermosa época porque fui bendecido convirtiéndome en esposo y padre del
mismo modelo de familia que en el que crecí.
Y así comencé toda una vida de sociedad con Jay Van Andel después de que él
me diera un corto aventón a la escuela en su carro, también fue a causa de un
corto viaje que conocí a Helen. Me dirigía con un amigo en su carro hacía un
vecindario en el Sureste de Grand Rapids durante un placentero día del otoño de
1946 cuando de repente vimos a dos jovencitas que caminaban juntas. Mi amigo
las conocía porque asistían a la misma universidad que nosotros y entonces paró
y les ofreció llevarlas. Ellas dijeron que ya estaban muy cerca de su casa y que
preferían caminar, pero después de insistirles un poco, se subieron al carro.
Fue un viaje corto —como de un bloque— hasta el sitio al que ellas se
dirigían. Cuando se bajaron una de ellas dio las gracias y se fue, y yo le pregunté
a la otra cómo se llamaba. Ella tomó uno de mis libros y me escribió en él:
“Helen Van Wesep” y su número telefónico. Todavía tenemos ese libro, pero
debo confesar que le di su número a un amigo y él fue quien la llamó.
Sin embargo, comenzamos a conocernos y después de un tiempo decidí
llamarla. Años después de nuestra época de estudiantes todavía seguíamos en
contacto así que nuestra primera cita fue para dar un viaje en avión a sobrevolar
Grand Rapids durante una tarde hermosa y despejada de un domingo. Después
de ese día seguimos saliendo, pero además salíamos con otras personas. Y luego
de salir durante un tiempo dejamos de vernos hasta que volví a llamarla. Así
seguimos hasta un día al final de un verano en el que Helen visitaba a su amiga
profesora que vivía con sus dos niñas en una cabaña cerca de donde Jay y yo
teníamos nuestro bote. Sin saberlo, Helen se ofreció a llevar las niñas a darles un
paseo para ver los botes.
Ese mismo día yo estaba allá porque había llevado a mi tío y a mi tía para
darles un paseo en bote cuando de pronto la vi caminando con las niñas hacia el
puerto y decidí preguntarle si quería que las llevara. Las niñas se alegraron, así
que las tres subieron a bordo y nos fuimos a dar una pequeña vuelta —a echar
gasolina a la estación del puerto y devolvernos porque acababa de finalizar mi
paseo con mis tíos. Ese encuentro me hizo querer volver a verla, y esta vez me di
cuenta de que estaba enamorado de ella. Hacia el final de ese año ya estábamos
hablando de matrimonio.
En ese tiempo no existían las consejerías matrimoniales dirigidas por un pastor
ni ningún otro profesional, pero Helen y yo sabíamos desde hacía tiempo que
éramos compatibles en los aspectos más importantes: además de amarnos uno al
otro compartíamos nuestra fe en Jesucristo y habíamos crecido con valores y
trasfondos familiares muy similares. Fue bajo ese fundamento sólido, y con el
aprecio mutuo de nuestras habilidades, caracteres y expectativas de vida que
construimos un matrimonio que ha durado más de 60 años ¡y sigue siendo
fuerte! Tenemos cuatro hijos a quienes amamos entrañablemente y de quienes
estamos muy orgullosos. Ellos también se casaron y nos bendijeron con 16
nietos. Y ahora tenemos dos bisnietas encantadoras. Cuando me han preguntado
con el paso de los años por qué nuestros hijos nos han dado tan buenos
resultados solo puedo decir que Dios ha bendecido nuestros esfuerzos como
padres. Además, le doy bastante crédito a Helen porque ella fue una madre que
permaneció en casa cuando yo tenía que dedicarle tanto tiempo a construir un
negocio que requería trabajo nocturno y viajes. Me siento extremadamente
agradecido de que ellos sean adultos tan capaces, trabajadores y generosos.
Una de las primeras cosas que hice cuando nuestros hijos estaban creciendo
fue reservar nuestros tiempos en familia cuando preparaba mi calendario anual.
Primero, apartaba los días de todos nuestros cumpleaños y cada actividad en
particular en la que ellos estuvieran involucrados a medida que crecían. Los días
festivos también entraban en la lista y muchos de ellos los celebrábamos con
nuestros familiares. La familia era importante para nosotros e hicimos todo
esfuerzo para enfocarnos y hacer cosas juntos. Pero ese esfuerzo requirió que
desde el comienzo yo tuviera que elegir muy bien ciertas cosas como por
ejemplo cuál sería mi deporte favorito porque, si vamos a ver, el golf no es un
deporte familiar cuando la familia es joven. Los padres de hijos jóvenes en mi
época jugaban golf solos o con un grupo de amigos todos los sábados, pero para
mí era como alejarme de mi familia, y esa idea no me agradaba.
Sin embargo, a pesar de mi temprana adversidad con Jay en nuestro bote, yo
continué con agrado practicando la navegación. Alguna vez a mediados de la
década de 1960 Helen y yo no habíamos tomado un fin de semana juntos y nos
hospedamos en bote-hotel sobre el río Saugatuck, en Michigan. La segunda
noche estábamos sentados en nuestro balcón cuando un velero entró queriendo
atracar y yo de inmediato me ofrecí a ayudar. Cuando estábamos maniobrando
me di cuenta de que tenía tres dueños y lo tenían a la venta. (¿Tres dueños? ¡Con
razón querían venderlo!). Entonces aproveché la situación para darle una mirada
y preguntarles a los marineros en qué condiciones estaba, etc. La conversación
tomó un nuevo giro cuando regresé y le conté a Helen que lo vendían. Ella sabía
que me encanta navegar y que había hablado de volver a tener un velero algún
día, ¡pero parecía como si esta oportunidad se nos hubiera abierto sin estarla
buscando! Se trataba de una ocasión para que, nosotros como pareja, tuviéramos
un tiempo juntos y alejados de todo, y de repente estábamos enfrentándonos a
una decisión que podría cambiar nuestras vidas… ¡de manera interesante! Así
las cosas, decidimos hacer una cita con los dueños para plantearles la posibilidad
de negociarlo.
Cuando el día de la cita llegó llevamos a nuestros dos hijos, pero casi tiramos
la toalla cuando vimos el lago. Las olas eran realmente altas —como de 10 pies,
según decían los marineros con mucho entusiasmo. Yo no lo estaba tanto porque
sabía que Helen se sentía nerviosa y que los niños estaban asombrados. Sin
embargo, subimos a bordo, nos pusimos los salvavidas (bastante viejos e
incómodos de usar) y salimos por el canal. Hasta ahí, todo bien —pero luego
entramos al lago y el barco se varó. Vi a Helen sentada en la parte de arriba
agarrada a una baranda con un brazo y con el otro sujetando a los niños, a
quienes ella les había ordenado sentarse junto a ella con la instrucción precisa de
que se mantuvieran juntos y agarrados uno al otro.
¿Y en donde estaban los marineros? Divirtiéndose sin importarles mayor cosa.
Cuando finalmente logramos dirigimos hacia el puerto, tanto ellos como yo nos
preguntábamos cuál sería la reacción de Helen —después de todo, si
comprábamos el bote, ella sería la copropietaria, y no la vimos muy contenta
durante el viaje. Pero ella no sorprendió (no podía evitar lo inevitable) y dijo que
pensaba que tener un bote sería bueno para nuestra familia. Desde ese día nos
convertimos en navegantes.
Esa decisión tuvo consecuencias no intencionales, todas positivas y vigentes
hasta el día de hoy. Aunque no estábamos tan convencidos al comienzo, navegar
se nos convirtió en un gran deporte familiar porque podíamos compartirlo y
disfrutarlo juntos. Y además, enseña responsabilidad. Debido a que el espacio es
limitado se hace necesario recoger la ropa y mantenerla organizada para que
nadie se tropiece con ella; también es necesario recoger las camas de inmediato
para que tener espacio para sentarse. Nuestros hijos aprendieron a toda velocidad
que la limpieza es parte de la rutina cuando uno tiene un bote e implica limpiarlo
también por fuera. Cada mañana era necesario trapear la cubierta y, en general,
darle mantenimiento. Y a la perra también había que sacarla —sí, a la perra
también la agregábamos a nuestros paseos familiares.
Nuestro barco nos dio oportunidades para ir a lugares y hacer cosas de una
forma única. Muchos veranos estuvimos tres semanas viajando por el lago
Michigan, yendo de puerto en puerto hasta la costa Oeste. Por lo general,
navegábamos con motor un promedio de 50 millas diarias. (Otra cosa que
aprendimos sobre navegar es que no existen recorridos directos de un punto A a
un punto B, así que recorríamos bastante. ¡Navegar con vela fue todo un
evento!). Yo procuraba comenzar temprano porque los chicos se cansaban y
hacia las dos de la tarde ya querían salir del barco a jugar.
Pero si el lago estaba tranquilo y solo estábamos cruzándolo, yo utilizaba ese
tiempo para mostrarles cómo prepararlo para barnizarlo y cómo aplicarle el
barniz. Era un barco de madera y había mucho en qué trabajarle, pero los chicos
siempre estaban dispuestos a ayudarme. Cuando llegábamos a nuestro destino
nos bajábamos e íbamos a jugar con la pelota o simplemente a dar una vuelta por
el lugar, a hacer compras o comer helados y cosas por el estilo. Sé que todos
recuerdan esos tiempos juntos al igual que esas ciudades
—Pentwater, White Lake, Ludington, Leland, Frankfort, Charlevoix, Petoskey,
Harbor Springs y puntos al Norte.
Pero viajar de puerto en puerto también les enseñó acerca de la importancia de
planear y comenzar temprano pues se daban cuenta de que, en ocasiones, la
niebla o condiciones de clima difíciles suelen surgir a lo largo del día y de allí la
importancia de empezar pronto para llegar al destino final a tiempo de tal
manera que, si el clima se pone malo, no es necesario ir en su contra —porque
ya estás listo para descansar tranquilamente durante la noche. Además, toda la
familia estaba unida y en movimiento —sin distraerse con la televisión, ni
celulares o computadores; era un tiempo para estar juntos y conversar sobre cada
uno de nosotros, para permanecer al tanto de lo que estuviera ocurriendo durante
el día, planear para el día siguiente, acordar estrategias de navegación, observar
en dónde se encontraba el siguiente faro —y hablar y estar juntos. Los niños
nunca se alejan mucho cuando están en un bote y por lo tanto es fácil
permanecer juntos y hablar con ellos sobre una variedad de temas que hacen
parte de la vida. Espero que esas conversaciones y experiencias que tuvimos con
nuestros hijos los hayan impactado —y que en algún momento durante aquella
época hayan incluso aprendido a navegar.
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¿ES ENSEÑABLE EL LIDERAZGO? Nuestros hijos crecieron estando en
contacto con líderes. Pero convertirse en líderes no ocurrió como resultado de
sus estudios escolares, sino que aprendieron a lo largo del camino. Cuando
reflexiono sobre el tema pienso que el liderazgo se descubre haciendo. La gente
que está en los negocios a menudo descubre que tiene habilidades de liderazgo
que nunca pensó que tuviera. Felizmente, todos mis hijos terminaron siendo
buenos líderes y creo que fue por ósmosis, a medida que ellos observaban y
escuchaban a líderes conocidos hablar acerca de la manera de afrontar distintas
situaciones. Exponerlos a gente que demuestra liderazgo surte efecto. Mi hijo
Dan permaneció por un periodo de 13 años en Amway enfocándose en el área de
la relaciones con los distribuidores y además estuvo los últimos 13 meses
viviendo en Tokio con su familia, trabajando para los (en aquel tiempo) ocho
mercados del Pacífico. Después de regresar a Estados Unidos decidió dar el paso
de convertirse en empresario independiente y ha establecido un par de docenas
de concesionarios de carros y accesorios deportivos en el Oeste de Michigan.
Además de ser dueño de un equipo de una liga menor de hockey tiene otros
intereses no relacionados con los negocios. Hace poco dejo a un lado su talento
de empresario para supervisar al Orlando Magic.
Mi hija, Cheri, también aprendió el negocio de Amway. Fue Vicepresidenta de
nuestro creciente negocio a nivel mundial en la línea de cosméticos, pero además
estuvo algunos años ayudándonos a supervisar al Magic —mientras sus cinco
hijos crecían. Ella ha sido parte de la Junta Directiva de Alticor/Amway y ha
servido en calidad de fideicomisaria de Hope College, su alma mater.
Definitivamente, ella es líder a su manera. Nuestras nueras también contrajeron
el virus del liderazgo: Betsy, con su liderazgo político a nivel local y nacional, y
con su esfuerzo para expandir las posibilidades de educación a lo largo y ancho
de América; Pamela, iniciando con éxito su propio negocio en la industria de la
moda; y María, dirigiendo con pasión diversas iniciativas dentro de la
comunidad con el fin de beneficiar al Oeste de Michigan.
No teníamos ninguna duda acerca de las habilidades de nuestros hijos para ser
líderes efectivos y funcionar bien en la vida. Ellos aprendieron a respetar a los
demás. Helen y yo les inculcamos que toda la gente es importante y merece
respeto porque todos somos creados por Dios. Si no respetas a los otros, ¿cómo
van ellos a respetarte? Un buen líder gana respecto respetando, pero además
debe ser honesto, confiable y hacer honor a su palabra. Hay quienes reciben trato
amable y no son discriminados aunque no hayan ido a la escuela ni tenido las
mismas oportunidades que otros, pero eso no implica que sean de menor valor ni
importancia. Nuestros hijos aprendieron en el negocio de Amway que toda la
gente tiene habilidades. Crecer dentro de la familia de Amway es una
experiencia positiva tremenda.
Helen y yo fuimos afortunados al estar de acuerdo en cuanto a la manera de
educar a nuestros hijos. Esa es la mejor parte de casarse con alguien que tenga
nuestra misma fe y trasfondo familiar. El reto surge cuando los padres vienen de
tan distintas procedencias que deban ponerse de acuerdo y buscar un terreno en
común antes de enseñarles o heredarles alguna costumbre significativa a sus
hijos. Pero si te casas con alguien que proviene de tu mismo contexto, así como
hice yo, ya sabes en qué estás de acuerdo incluso antes de casarte. Lo que Helen
y yo no tenemos en común es que ella es hija única, así que a veces yo tuve que
ayudarle cuando se preocupaba por el bullicio propio de un hogar con cuatro
hijos.
Ella me decía: “¿Es así como se supone que debe ser una familia? ¿Es así
como debo esperar que ellos se comporten?”
Yo le respondía: “Es normal, cariño, no te preocupes. Sí, se supone que deben
golpearse unos a otros de vez en cuando”.
Hace años, cuando escribí ¡Cree!, incluí un capítulo sobre lo que opino de la
familia. Como lo escribí en ese entonces, y como sigo creyéndolo hoy, “la
vitalidad de nuestro sistema americano… depende de lo que ocurra en las salas,
comedores, balcones y patios de millones de hogares americanos modestos y
sencillos”. Al mirar en retrospectiva mi propia niñez en el seno de mi familia sé
que esto que digo es cierto cuando recuerdo nuestro cálido hogar, nuestras
conversaciones y devocionales alrededor de la cena, las palabras de ánimo de mi
padre, las tertulias con mi madre mientras lavábamos los platos después de
comer, e incluso cuando jugaba ping pong con mi hermanita Jan. Sé que es
cierto cuando me siento lleno de agradecimiento al ver que mis hijos comparten
los valores y la fe que Helen y yo tratamos de inculcarles siempre. Y cuando veo
que el futuro de nuestra familia es fuerte y observo a cada uno de mis nietos
crecer y comenzar a desarrollar sus propios talentos del liderazgo y a dejar su
huella en el mundo.
Un pecador salvado por gracia
EL HELICÓPTERO DE AMWAY APARECIÓ iluminando escasamente las
dos torres del Mackinac Bridge, el cual conecta las penínsulas baja y alta de
Michigan. Aterrizamos en la pequeña pista de hierba de Mackinac Island. Yo
llegaba a cumplir con una invitación a hablar en la Reunión Anual de la Cámara
de Comercio de Detroit y me había preparado para compartir con esta gente de
negocios exitosa algunos aspectos sobre el negocio de Amway. Pero sobre todo,
estaba planeando hablarles sobre lo que es ser enriquecedores de vidas.
Varios cientos de personas estaban reunidas en aquel elegante salón del Grand
Hotel con sus vistas de exuberante vegetación y jardines, y con el lago Hurón al
fondo. Todos disfrutaban del almuerzo mientras esperaban mi discurso. El
encargado de presentarme hablaba y hablaba acerca de mis “grandes triunfos
como uno de los empresarios líderes del Estado” —hacía referencia a aspectos
de mi biografía, así que en realidad no podía culparlo, pero su introducción fue
la más larga y pomposa que había recibido hasta ahora. Sentí deseos de ponerme
de pie y decirle: “¿Es usted el del discurso o soy yo?”.
Ya en el podio, y mirando a la audiencia después de esa gran introducción, le
agradecí al presentador por sus generosas palabras, y agregué: “Esa introducción
no me describe realmente. Permítanme decirles quién soy en verdad: soy un
pecador salvado por gracia —un cristiano salvado por Jesucristo. Ese es quién
soy realmente”. Esto ocurrió hace ya más de 20 años y con frecuencia me
presento a mí mismo de esa forma desde aquel día, incluso entre grupos de gente
no cristiana. No para tratar de convertirlos, sino para decirles quién soy.
En una ocasión me introduje de esa misma manera frente a un grupo judío muy
devoto, y después de que terminé mi intervención una mujer me preguntó:
“¿Vendría usted a hablar frente a mi grupo en la sinagoga?” Ella no parecía
ofendida con respecto a mi proclamación en público de mi fe cristiana. Mi
intención no es ofender a nadie, sino motivar a todo el que me escucha. Además,
no está en mis fuerzas convertir a nadie porque solo el Señor puede hacerlo.
Nací en una familia cristiana y por lo tanto crecí en un hogar lleno de fe. Todos
mis abuelos que vinieron a América desde Holanda también eran cristianos. Y
aunque el abuelo DeVos no era devoto cuando llegó a este país, se convirtió en
un cristiano férreo cuando se hizo adulto. (La mamá de mi abuelo murió cuando
él era un niño y su padre desapareció, así que de 11 años vino de alguna manera
con el dinero suficiente para comprar un pasaje y dejar Holanda con la esperanza
de una vida mejor en América, la tierra de la oportunidad). El abuelo no era
cristiano cuando se casó y tuvo a su familia, pero un día el pastor de la Iglesia
Cristiana Reformada de Eastern Avenue en Grand Rapids golpeó a su puerta y le
compartió de Cristo y el abuelo le entregó su vida al Señor y se convirtió en
cristiano —y eventualmente, el resto de su familia, también.
Crecí en un vecindario de inmigrantes holandeses protestantes. Y hacia el Este
del Grand River, el cual divide nuestra ciudad, vivía un grupo de polacos
emigrantes católicos. Esa era toda la diversidad religiosa que existía en Grand
Rapids cuando yo crecí. Jugábamos al fútbol y al béisbol con los vecinos polacos
e incluso tuvimos algunas peleas en momentos en que nuestra rivalidad era muy
ferviente. Pero la fe hacía parte de nuestra vida diaria. Los polacos iban a su
iglesia católica y los holandeses íbamos a nuestra Iglesia Cristiana Reformada.
Con frecuencia había una Iglesia Reformada en una esquina y una Iglesia
Cristiana Reformada, en la otra
—la Iglesia Cristiana Reformada (ICR) se había dividido de la Iglesia
Reformada en América (IRA). Hoy en día estoy involucrado junto con otros en
un esfuerzo para reunir a estas dos denominaciones cristianas.
Helen creció en la ICR y todavía somos miembros de la congregación de
LaGrave Avenue en Grand Rapids. Pero cuando yo estaba en crecimiento mi
familia era de la Iglesia Protestante Reformada, una ramificación de la ICR. La
iglesia inicialmente quedaba en un edificio enorme de ladrillo que tenía un
santuario grande con balcones espaciosos a lado y lado, y según me acuerdo
tenía unos 800 miembros y funcionaba en la esquina de Franklyn y Fuller en
Grand Rapids. Fue Herman Hoeksema quien la inició. Él era un pastor de la ICR
que tuvo cierto desacuerdo con algún hermano en la fe respecto a la
interpretación de ciertos pasajes de la escritura. Él era radical en su punto de
vista y dejó la ICR llevándose a un número de miembros con él para comenzar
otra denominación. La abuela Dekker decidió que estaba de acuerdo con el
Reverendo Hoeksema y se hizo miembro de la Iglesia Protestante Reformada
(IPR) y se llevó a sus hijos —incluyendo mi madre— con ella. El abuelo, padre
de mi mamá, se quedó en la ICR y asistía solo a la iglesia todos los domingos.
Las diferencias teológicas no solo dividen a las congregaciones —también
dividen a las familias. Algunos matrimonios llegan casi a terminarse por las
diferencias en las iglesias. Los familiares llegan hasta a odiarse debido a sus
diversos puntos de vista teológicos. Tres de nuestras generaciones pertenecieron
a la IPR, pero, eventualmente, mis padres, mis hermanas y yo regresamos a la
ICR. Mi madre decía que no lograba comprender cómo ellos pudieron dejar a su
padre ir a la iglesia solo durante todos esos años. El abuelo a su vez sabía con
quién estaba de acuerdo y también se rehusó a abandonar el barco.
La mayoría de los chicos de mi vecindario recuerda asistir a las clases de
catequesis, por lo general los miércoles en la noche. Allí se nos enseñaba a los
jóvenes sobre la profundidad del credo al que nos habíamos suscrito. Además
afirmábamos el Credo de los Apóstoles el cual incluye con brevedad las
creencias perdurables de los cristianos de todas partes
—nuestra fe en Dios, nuestro Padre; en Jesucristo, nuestro Salvador; y en el
Espíritu Santo, quien nos guía a toda verdad.
Yo asistía con mi familia a la iglesia todos los domingos —a mañana y noche.
El domingo era un día dispuesto para la adoración. Dios nos ha ordenado que ese
día sea sagrado y en aquella época muchas familias eran restrictivas con respecto
a la clase de actividades que se permitían realizar después del servicio en la
iglesia. Por ejemplo, podíamos juagar a tirar la bola en el patio, pero no
podíamos ir a partidos de pelota que se jugarán durante el domingo. Nuestra
familia consideraba que ese era el día para la interacción familiar: nuestra
tradición del domingo en la noche era ir a cenar a la casa de uno de nuestros tíos
o tías; después, asistíamos al servicio de la noche juntos. Cuando yo estaba en la
escuela cristiana mis compañeros venían a visitarme con frecuencia después del
servicio de la noche —mi mamá nos tenía refrescos y jugábamos a algo,
escuchábamos la radio o simplemente estábamos juntos y hablábamos. Pocos
negocios estaban abiertos un domingo en la ciudad, pero jamás sentíamos que
estábamos siendo restringidos o impedidos de salir cuando queríamos. Debido a
que nuestra casa siempre estaba abierta a mis amigos, Jay me visitaba con
frecuencia y llegó a conocer muy bien a mi madre. Ella fue una persona
maravillosa que nos acogió bajo sus alas.
Además de la influencia de la Iglesia y la familia, las escuelas cristianas a las
que asistí me ayudaron a construir una visión de la vida y del mundo que se
convirtieron en mi fundamento imperecedero. La geografía era el estudio del
mundo que Dios creó. Cuando hablábamos de las relaciones, considerábamos
que toda la gente fue creada por Dios y por esta razón debíamos respetarnos
siempre unos a otros. Si un estudiante sobresalía en los deportes o tocaba muy
bien un instrumento o era sobresaliente en el salón de clase, era entendido que
esos talentos eran dones especiales dados por Dios. Fue debido a que mis padres
creían firmemente en la educación cristiana que guardaron dinero, incluso en
esos tiempos tan difíciles, para que yo pudiera asistir a escuelas cristianas; fue en
Grand Rapids Christian High que conocí a Jay Van Andel. ¡No me imagino lo
diferente que hubiera sido mi vida si yo no hubiera asistido a aquella escuela!
Creo que la Providencia nos unió y Jay y yo nos convertimos en los mejores
amigos.
En las iglesias reformadas recibíamos el sacramento del bautismo siendo niños
en señal de estar incluidos en el pacto de Dios con Su pueblo. Más o menos
hacia la edad de la graduación en la secundaria se acostumbraba que hiciéramos
la confesión pública de nuestra fe delante de la congregación. Y, como yo no
siempre estaba de acuerdo con lo que escuchaba en el púlpito, decidí esperar
para hacerlo. Sabía que estaba completamente comprometido con Cristo, pero
me sentía en conflicto con respecto a algunas interpretaciones teológicas
impartidas en mi congregación, así que esperé.
Después de regresar de mi servicio militar hablé con otro pastor y le compartir
el dilema en el que me encontraba. Después de escucharme, me dijo: “¿Sabes
qué? ¡Tu visión de Dios es muy pequeña! Solo porque tú no entiendes de qué
manera Él sabe lo que vas a hacer y aun así te da libre albedrío para que lo
hagas, no significa que Él no podría impedírtelo. Él es el Ser Supremo del
Universo y nuestra mente es solo humana”. Yo me quedé pensando y en seguida
me di cuenta de que mi amigo pastor estaba en lo correcto. A medida que fui
creciendo Dios para mí era Todopoderoso, Omnisapiente y Omnipresente, pero
inconscientemente yo estaba viéndolo desde una dimensión humana.
Cuando retomé mi relación personal con Él me sentí listo para declarar mi fe
cristiana, primero ante la congregación de mi iglesia y después ante el mundo.
Continúo tomando decisiones basado en mis principios cristianos. La forma en
que elegimos llevar nuestra vida comienza con la convicción de que Dios es real
y nos valora a todos por igual. Nosotros honramos esta igualdad en Amway
respetando a toda la gente y sin excluir a nadie por ninguna razón.
Lo que cuenta es lo que la gente hace. Los actos son los que prueban quién es
quién. Cualquiera que sea su color, nivel de educación o etnia, todos tienen la
misma oportunidad de ingresar a nuestro negocio. Amway fue fundada sobre ese
principio —y un distribuidor asciende solamente cuando es honesto y le ayuda a
alguien más para que también avance. Nadie puede ganar nada bueno a expensas
de otro.
Muchos distribuidores que llegan a Amway han proclamado su fe cristiana y
yo siempre les advierto: “No quiero venir a una reunión de Amway a escuchar
un sermón, de la misma manera que tampoco quiero ir a la iglesia a escuchar
sobre Amway. Así que asegurémonos de mantener estas dos áreas separadas.
¿Quién sabe lo que pasaría en la vida de alguien debido a su vinculación con
ustedes a Amway? Pero ese no es el asunto. Si quieren hablarle a la gente acerca
de nuestra fe, háganlo en privado —no en una reunión de Amway”.
Después de haberles manifestado ese punto de vista, cuando los distribuidores
hacen sus reuniones los fines de semana, muchos ofrecen servicios separados los
domingos, disponibles para quienes quieran asistir, pero no como parte de las
reuniones de negocios. Ese fue un acuerdo muy útil. Muchos pastores diferentes
han predicado durante esos servicios de domingo y han ayudado a mucha gente a
encontrar su fe cristiana y a ponerla en práctica en sus vidas. Sin embargo, en
mis discursos a las audiencias fuera de Amway yo sigo presentándome como
cristiano y le comparto a la gente de qué manera mi fe guía mi vida.
_______
DE LA MISMA FORMA en que creo con toda certeza en la libre empresa, en
el optimismo y en otros principios que he compartido en este libro, también creo
aún más en: una relación personal con Dios Padre; en que Su hijo Jesucristo es
Dios hecho hombre; en que el Espíritu Santo también es Dios y nos ayuda a
comprender todas las cosas espirituales. También creo en la misión de Su
Iglesia. Jamás he tratado de imponerles mi fe personal a otros, pero estoy
dispuesto a declarar mi fe públicamente. Si ella ha sido una parte tan gratificante
y satisfactoria en mi vida, ¿cómo podría no compartir tan buenas nuevas con
otros? Debido a que he sido siempre tan abierto con respecto a mis convicciones
cristianas algunos me han preguntado si Amway es una organización cristiana.
Es innegable que Amway cuenta con mucha gente cristiana maravillosa que
trabaja en ella, pero una empresa no puede ser cristiana porque solo la gente
puede serlo. Siendo una empresa internacional Amway opera actualmente en
países en los cuales la mayoría de los ciudadanos hace parte de otras religiones y
no del cristianismo, y todos son bienvenidos a disfrutar de la oportunidad de
AMWAY.
Y así como nunca he utilizado el Evangelio para promover mi negocio,
tampoco puedo dejar mis creencias abandonadas cuando salgo de la Iglesia el
domingo. Soy un cristiano por fe y experiencia, y no tomo decisiones ni una
posición que no sean compatibles con mi fe. Mi papel como hombre de negocios
exitoso que ha alcanzado bienestar material jamás me ha llevado a creer que ya
no necesito de la gracia ni del consejo de Dios. Todo lo que tengo desde el punto
de vista material proviene de Él, y solo honrándolo a Él es que el uso del dinero
trae verdadera felicidad.
Mirando en retrospectiva veo cómo Dios me ha bendecido ricamente y solo
puedo preguntarle: “¿Por qué yo, Señor?” Solo puedo reconocer que todo lo que
tengo en realidad le pertenece a Dios y por alguna razón Él me ha hecho Su
administrador. Creo en mantener un sentido de dependencia en Dios. De eso es
de lo que se tratan la verdadera fe y la humildad.
Yo tan solo puedo darle gracias a Él por haberme permitido crecer en un hogar
y en una comunidad que me enseñaron la fe cristiana y me animaron a
practicarla a diario. Y esa práctica jamás ha sido una carga, sino un sentimiento
de gran gozo, bienestar y paz que me encantaría que todos pudieran
experimentar.
Reconstruyendo nuestra ciudad bajo el concepto de
“enriquecedores de vidas”
IMAGÍNATE QUE TE PREGUNTARAN de un momento a otro si te gustaría
participar en un comité cuya tarea consiste en recaudar millones de dólares. Esa
fue la invitación que recibí en una ocasión de parte del alcalde de nuestra ciudad:
ayudar a recaudar fondos para restaurar el glorioso pasado de Grand Rapids.
Como muchas ciudades durante la década de 1970, Grand Rapids también estaba
perdiendo el ingreso de dinero debido a que la población se estaba desplazando
hacia los suburbios. Esto hacía que la ciudad se encontrara en la extrema
necesidad de volver a ser reactivada. En una de nuestras calles principales,
Monroe Avenue, había un par de tiendas por departamento y al detal ya
envejecidas y con bastantes escaparates vacíos. El que una vez fue el concurrido
Pantlind Hotel se había vuelto un hotelucho de mala muerte. Algunos buses
todavía atravesaban la ciudad, pero nada emocionante ocurría en ella porque el
centro de la actividad se había movilizado hacia las vecindades suburbanas y los
centros comerciales.
Como ya he dicho antes, toda comunidad se beneficia del sentido de
pertenencia de sus ciudadanos. Si nos sentimos orgullosos de nuestra ciudad y
queremos verla prosperar, trabajaremos para lograr cambios positivos en ella.
También he mencionado los beneficios de ser enriquecedores de vidas y de
cómo esa actitud positiva acompañada de acción nos ayuda a que todos seamos
exitosos. Pero esta manera de pensar no era tan popular hace 40 años, cuando
nuestra ciudad fue quedando abandonada y necesitada de nuestra ayuda.
Pero un hombre dio el paso al frente y comenzó a rodar la bola —Lyman
Parks, el primer alcalde negro de Grand Rapids, quien organizó un comité de
líderes comunitarios y hombres de negocios que recolectara fondos y mejorara el
centro de convenciones existente y construyera una sala de música. Mejorar el
centro de convenciones era importante para atraer más reuniones de negocios
hacia la ciudad; la sala de música era necesaria para albergar y mostrar a los
grupos artísticos que comenzaban a crecer en Grand Rapids, en especial a la ya
bien establecida Orquesta Sinfónica de Grand Rapids la cual se encontraba
haciendo sus presentaciones en nuestro antiguo centro cívico.
El alcalde me solicitó que hiciera parte de este comité de recaudación de
fondos junto con el banquero prominente de un banco local, Dick Gillete.
Entonces contratamos un arquitecto de Chicago especializado en auditorios para
que diseñara nuestra sala de música —la primera de Grand Rapids —y Dick y yo
acudimos a toda la gente de nuestra ciudad que pensamos que colaboraría para
tratar de recoger los $6 millones de dólares necesarios para su construcción —
una suma enorme en aquellos días—, pero la ayuda que recibimos fue casi nula.
Luego organizamos en Amway una cena con invitación exclusiva para posibles
aportantes con el fin de que conocieran nuestro proyecto el cual se enfocaba en
su potencial para ser un salón de reuniones ubicado en el centro de la ciudad
sobre el Grand River. Explicamos cómo, gracias a los indios americanos que
vivieron allí antes que nosotros, todos los rastros que ellos dejaron se dirigían
hacia el Grand River. Cuando se construyeron los caminos, se siguieron esos
rastros para que estos también trajeran gente de todas las direcciones hacia el
lugar de reuniones sobre el río. El tema de campaña de nuestra recolección de
fondos se llamó “Un lugar de reuniones sobre el Grand River”. Recolectar $6
millones de dólares fue un trabajo arduo —la gente no tenía todavía el hábito de
donar como lo hace hoy. Yo contacté varias familias adineradas y les ofrecí que,
por una contribución de $1 millón de dólares, la sala de música podría tener sus
nombres. No hubo interesados. La gente en ese tiempo simplemente no pensaba
en términos de donar enormes cantidades de dinero ni en que alguna edificación
llevara su nombre como reconocimiento a su generosidad ciudadana.
Dick Gillete por fin me dijo: “Realmente no quiero el nombre de ninguna de
estas personas en ese edificio. Quiero su nombre. Usted representa a una futura
generación de gente dadivosa. Usted es el chico nuevo de la cuadra, un hombre
prometedor, y yo quiero que usted sea el primero en contribuir con $1 millón de
dólares. Así le pondremos su nombre a este edificio”.
Aunque, como hombre de negocios, mi interés estaba más dirigido hacia el
centro de convenciones, Helen estaba interesada en las artes y en ese entonces
hacía parte de la Junta de Grand Rapids Symphony. Y aunque una cosa era
donar esa sustancial cantidad de dinero para la construcción de la sala de música,
otra muy distinta era que llevara nuestro nombre. Lo dudamos bastante tiempo,
lo discutimos muy seriamente entre nosotros dos y luego con algunos de
nuestros amigos más cercanos, y en últimas decidimos decir que sí a lo del
nombre esperando con toda sinceridad no ser percibidos como engreídos ni
ególatras. Fue así como esa sala de música adquirió el nombre DeVos, y aún lo
tiene.
Es indudable que aquella contribución fue significativa en gran manera para
nosotros puesto que se trató de nuestra primera donación de $1 millón de
dólares. Pero más significativa fue para la ciudad la visión de Dick Gillette en
cuanto a pertenecer a una futura generación de contribuidores. “De ahora en
adelante”, dijo, “podemos dirigirnos a distinta gente en esta comunidad, y con su
ejemplo, comenzar a solicitar dinero en cantidades mayores. Su donación le ha
marcado el paso a toda una nueva comunidad de donadores”. Él vio con gran
claridad que este podría ser el primero de muchos proyectos por el estilo y el
comienzo de nombrar nuevas construcciones con los nombres de sus
auspiciadores.
Y Dick estaba en lo cierto —Este proyecto fue el inicio de un periodo de
contribuciones nunca antes visto a favor de Grand Rapids.
Una idea trae consigo otra idea. Nuestro nuevo centro de convenciones
necesitaba hoteles aledaños. En ese tiempo no había salón de baile en nuestra
ciudad para la celebración de eventos importantes, pero fueron surgiendo ideas
sobre la posibilidad de un hotel nuevo con salas de reuniones, salones de baile,
restaurantes, etcétera. Si íbamos a restaurar el centro de nuestra ciudad,
necesitábamos enfocarnos en la manera de suministrarle todas esas instalaciones.
Me pidieron que contactara a los Hilton y a otros inversionistas del mundo
hotelero con el fin de que evaluaran la posibilidad de edificar un hotel en el
centro de Grand Rapids, pero todos ellos dijeron que estaban construyendo en
zonas cercanas a los aeropuertos y no en el centro de las ciudades.
Fue entonces cuando le dije a Jay: “Jay, ¿por qué no lo hacemos nosotros?
¡Nosotros podemos, tú lo sabes!” Una vez más estuvimos de acuerdo y
comenzamos a trabajar. No construimos un hotel nuevo sino que Amway
prefirió comprar el viejo Pantlind en el centro de la ciudad para proceder a
transformar aquel antiguo edificio en el lujoso hotel conocido desde entonces
como el Amway Grand Plaza. Contratamos a un grupo de arquitectos de Grand
Rapids, Marvin De Winter y Gretchen Minhaar; también a la constructora Dan
Vos Company de Ada, Michigan. Juntos trabajarían en la construcción del
proyecto. Las habitaciones originales del hotel eran demasiado pequeñas para los
estándares modernos y fue así como cada dos cuartos se convirtieron en uno. En
el sótano, tanto el alcantarillado viejo como los tubos del agua y vapor fueron
reemplazados por nuevos. Contratamos a Carleton Varney, un diseñador de alto
perfil de Nueva York, para que rehiciera el interior ya que todo tenía que ser
redefinido o reubicado para lograr transformar una reliquia dilapidada en un
hotel moderno de cuatro estrellas. Él le dio un gran estilo —con filigranas de oro
en el techo del vestíbulo, alfombras de felpa, tejidos de calidad y muebles finos
en todas partes. Nuestro amigo, el Embajador Peter Secchia, rentó un espacio
para montar allí dos restaurantes —uno de estilo formal, que se convirtió en el
famoso 1913 Room; y otro, Tootsie’s, de estilo más relajado.
La reconstrucción del hotel fue una aventura satisfactoria, aunque jamás
pensamos en llegar a ser hoteleros. La idea era restaurarlo para mejorar Grand
Rapids y mostrar nuestra fe en el futuro del centro de la ciudad. De inmediato la
comunidad captó el potencial del Amway Grand Plaza Hotel para convertirse en
el mejor lugar de encuentro de la ciudad y muchos comenzaron a hacer
reservaciones para hacer allí sus reuniones, bodas y otras celebraciones mayores.
Durante su reinauguración, el Presidente Ford dijo: “Ha renacido esta ciudad”.
Nuestro hotel abrió en 1981 y en cuestión de meses Jay y yo estábamos
contemplando la posibilidad de construir una torre adjunta de 29 pisos cuyo
diseño ya estaba listo, pero pensamos que quizá deberíamos hacer una pausa y
tomar un respiro antes de decidirnos a iniciar un proyecto de esta envergadura.
No teníamos nada sólido en cuanto a la demanda que esta torre generaría —su
demanda estaba basada en su posible potencial para convertirse en un nuevo
centro de convenciones para la ciudad. Después de deliberar durante un tiempo
un día decidimos que jamás contaríamos con la suficiente información que
asegurara que tendríamos el movimiento necesario para sostener esta nueva
torre, y de nuevo le dije a Jay: “Jay, ¿por qué no simplemente nos decidimos y lo
hacemos? ¡Nosotros podemos, tú lo sabes!”.
Él estuvo de acuerdo y eso hicimos.
Dos años más tarde el Amway Grand Plaza Hotel anunció una nueva torre —
contemporánea en cuanto a su diseño y acabados, con habitaciones pensadas
para complacer a los clientes que prefirieran ese estilo de decoración.
Además, nos dimos cuenta de que necesitábamos gente que comenzara a vivir
en el centro de la ciudad para que se mantuviera transitada y entonces nuestro
siguiente proyecto fue el primer edificio de apartamentos en Grand Rapids al
cual llamamos Plaza Towers. La gente que lo habitó estaba feliz de vivir en el
centro de la ciudad. Desafortunadamente, nosotros ignoramos que el constructor,
quien era de fuera del Estado, no hizo todo como tenía que hacerlo y los dueños
de los apartamentos comenzaron a tener serios problemas de agua, tanto en su
interior como en el exterior. Luego surgieron otros inconvenientes, y después de
una seria discusión, una de las soluciones fue simplemente derrumbar el edificio.
Y aunque el caso era que el costo por demolerlo era menor que el de
remodelarlo, de todas maneras Jay dijo con toda firmeza: “Nosotros no somos
demoledores, somos constructores y vamos a construirlo de nuevo”. Después de
eso ya no hubo más que decir. Una vez más construimos el edificio para que
fuera hermoso y habitable y los residentes tuvieron la gentileza de irse a vivir a
otra parte hasta que el lugar estuvo listo.
La revolución en el centro de Grand Rapids continuó
—mediante una recolección de fondos a la vez para remodelar un edificio a la
vez. Cualquiera que haya crecido en Grand Rapids y se hayan marchado hace 30
años no reconocería el centro de la ciudad si lo viera hoy. Desde que se terminó
de construir nuestro hotel en 1981, a los nuevos edificios del centro de la ciudad
se agregaron un estadio, un museo, el campus de Grand Valley State University,
un centro de convenciones nuevo para reemplazar al que ya era muy pequeño
para la capacidad de la ciudad, un hotel JW Marriott, y el que es hoy conocido
como The Medical Mile (La milla médica): el Van Andel Institute, el Meijer
Heart Center, el Lemmen-Holton Cancer Pavilion, el Helen DeVos Children’s
Hospital, el edificio médico Cook-DeVos de GVSU y el Secchia Center, que
hace parte de School of Human Medicine of Michigan State University.
El estadio Van Andel Arena con capacidad para 12.000 espectadores ha atraído
a miles de personas al centro de la ciudad y se ha convertido en el hogar del
equipo de fútbol Grand Rapids Griffins; allí también ha habido conciertos de
figuras muy importantes del entretenimiento. Un comité cívico consiguió la
aprobación de la ciudad para construir un estadio en el centro y luego recolectó
fondos a través de una sociedad pública y privada, y el que era un sueño para
muchos, se convirtió en realidad. Además, gracias a la construcción de un hotel
y un estadio importantes, Grand Rapids pudo construir un centro de
convenciones más grande para el cual también fue necesario recaudar fondos.
Hoy DeVos Place le da vida a las orillas del Grand River.
En la actualidad, el renacimiento de Grand Rapids es probablemente más
notorio debido a los hospitales y edificios médicos que se han ido esparciendo a
lo largo de Michigan Street durante las dos últimas décadas. Cuando Jay estaba
considerando la posibilidad de dejar como legado un centro médico de
investigación yo hablé con él sobre la importancia de que quedara localizado en
el centro de la ciudad. Nos habíamos convertido en los pioneros del desarrollo de
Grand Rapids, así que sería bastante adecuado que Jay estableciera el Van Andel
Institute en el corazón de nuestra ciudad, cerca de nuestro enorme hospital,
Spectrum Health. Él estuvo de acuerdo y logró asegurar un espacio justo al
Oeste del hospital y fue allí donde construyó ese hermoso edificio destinado a la
investigación.
Muy pronto surgió el Meijer Heart Center, un edificio de 12 pisos. La campaña
para recolectar esos fondos —dirigida por el Presidente de la Junta Directiva de
Spectrum, Bob Hooker; por el líder de la comunidad, Earl Holton; y por nuestro
hijo Dick— fue la más larga en la Historia de nuestra ciudad en aquel tiempo,
con la ayuda del fallecido Fred Meijer y su esposa, Lena, quienes proveyeron el
aporte principal. Este centro cardiológico se hizo ampliamente conocido por sus
excelentes instalaciones, su personal capacitado y por la inmejorable calidad del
servicio. El primer trasplante de corazón en Grand Rapids fue hecho en el Meijer
Heart Center. Hemos podido atraer hacia Grand Rapids a especialistas líderes a
nivel mundial en el área de cardiología de manera que el futuro para nuestra
ciudad sea continuar siendo el destino a nivel mundial en todo lo relacionado
con el cuidado del corazón.
Junto al Meijer Heart Center está el Helen DeVos Children’s Hospital, el cual
abrió sus puertas por primera vez el 11 enero 2011. El Dr. Luis Tomatis, a quien
me referiré más adelante, había estado muy involucrado tratando de conseguir un
hospital para niños en Grand Rapids y había tenido éxito en convencer a
Spectrum Health de agregar un pabellón para mujeres y niños que inició su
servicio al público en 1993. Y aunque parecía que la atención a mujeres y niños
era una mezcla lógica, después de varios años de coexistencia se evidenció que
cada área tenía sus propias necesidades y sería más conveniente separarlas en
distintas instalaciones. Debido al incremento de pacientes de la población
infantil el ala inicial dejó de ser suficiente para acomodar a todos los niños que
llegaban para tratamientos. Una vez más el Dr. Tomatis se dio a la búsqueda de
conseguir un edificio para el tratamiento especializado de niños —que fuera
hecho de arriba a abajo a propósito para el tamaño de ellos y cuya atmósfera
también fuera adecuada a esa edad. Y, como el nombre de DeVos aparecía
inscrito en el primer hospital para niños, él pensó que podríamos estar
interesados en ayudar nuevamente. Y lo estábamos, solo que esta vez yo
manifesté que quería que se llamara Helen DeVos Children´s Hospital. Nuestros
hijos estuvieron de acuerdo y entre todos hicimos la donación principal. El Dr.
Tomatis puso a rodar la bola y ahora es el enorme edificio azul en lo alto de
Michigan Street Hill donde los niños continúan recibiendo cuidado
individualizado de manos de especialistas expertos.
Pero, mirando en retrospectiva, uno de mis logros que mayor satisfacción me
produce en el área médica no es ningún edificio. Fue convertirme en miembro de
la Junta Directiva del Butterworth Hospital, ubicado en el centro de Grand
Rapids. Mi participación allí le dio comienzo a una nueva era en mi vida. El
Butterworth era uno de los hospitales más grandes de nuestra ciudad; el otro era
el Blodgett, y había una cierta rivalidad entre ellos dos que generaba malestar en
cuanto a ciertos aspectos de su funcionamiento. Cuando, quienes respaldaban al
Blodgett, comenzaron a hablar de tener un edificio nuevo, yo le dije a Bill
González, en ese entonces Presidente del Butterworth: “¿Tú qué opinas acerca
de unir estos dos hospitales?”
“Bueno”, me dijo, “Tú no eres la primera persona que ha tenido esta idea”.
Entonces le dije: “Lo sé, pero ¿por qué no lo intentamos de nuevo?” Él me
respondió que, si en realidad yo quería intentarlo, él me ayudaría, así que le
propuse: “Hagámoslo. Si lo logramos, será lo más significativo que hayamos
hecho”. Primero, convencí a los miembros de la Junta del Butterworth para que
me respaldaran; luego, el Presidente de la Junta del Blodgett estuvo de acuerdo
con la idea y convenció a sus miembros, y se inició el proceso. No estábamos
muy lejos de lograrlo cuando la FTC objetó la unión diciendo que ese proyecto
tenía el potencial para convertirse en un monopolio del cuidado médico y de los
precios en Grand Rapids. Y, como se requería de la aprobación de la FTC para
unir a estos dos hospitales, yo tuve que testificar en una corte en Lansing,
nuestra ciudad capital.
El representante de la FTC me dijo: “Usted es un hombre muy competente que
cree en la libre empresa. ¿Por qué no quiere que estos dos hospitales compitan
entre sí? La competencia mantendría los costos bajos”. Le respondí: “Usted
tendría razón… si estos fueran dos hospitales cuyos dueños fueran dos entidades
distintas, pero no lo son. Los dos le pertenecen al público —a la misma gente, a
la misma comunidad de Grand Rapids. Si se unieran, no sería un monopolio
porque le pertenecen al mismo dueño”. Ganamos el caso y de la unión de los dos
hospitales surgió el sistema hospitalario que se conoce como Spectrum Health.
El juez que decidió el caso escribió un capítulo en su libro muchos años más
tarde sobre lo que había ocurrido después de esa unión y habló sobre “el
crecimiento del complejo médico y la calidad de su atención —de cómo nuestros
precios no subieron más que los de algún otro hospital, pero que la calidad del
cuidado, sin lugar a dudas, sí fue en ascenso”. Obvio, nuestro nivel de servicio
mejoró debido a la calidad de los doctores que logramos atraer a la institución.
Más gente de la región comenzó a venir a nosotros en busca de mejor atención
médica.
Me siento agradecido de que la renovación del centro de Grand Rapids tomara
vuelo, y de que toda la comunidad la apoyó. No importa qué tan buena pueda ser
una idea si no existe el apoyo de otros para realizarla. Aprendí que la mayoría de
las veces todo lo que se necesita para lograr movilizar a la gente hacia una meta
es que alguien comience a interesarse y a brindar su colaboración. Estamos
agradecidos de haber servido de ayuda para crear una cultura de contribución
hacia nuestra comunidad.
Hoy, cuando alguien que viene a vivir a Grand Rapids me pregunta: “¿Cómo
hago para conocer gente?”, yo le sugiero: “Solo vaya al centro de recolección de
fondos más cercano y haga una donación. Deje que la gente sepa que a usted le
agrada donar y verá cómo de repente tiene una mesa llena de amigos”. Estoy
bromeando, obviamente, pero el mensaje es claro: si alguien quiere ser un
enriquecedor de vidas, tiene que aprender a dar —dinero, tiempo, ayuda. Todo
mundo tiene algo para dar. Dar es un deleite, y los contribuidores actúan, no solo
observan.
He aprendido a sentir gozo al dar, pero además a reconocer a quienes disfrutan
ayudando. Los reconozco por su espíritu comunitario, su liderazgo y generosidad
al contribuir con la cultura de enriquecer vidas.
Un ciudadano americano
SIEMPRE HE AMADO NUESTRA NACIÓN y me he considerado patriota. Sin
embargo, he sido criticado por hablar de manera tan entusiasta acerca de
libertad, de la libre empresa y del amor por mi patria. En los comienzos de
Amway, con el logo de nuestra empresa en rojo, blanco y azul, algunos nos
acusaron de habernos envuelto a nosotros mismos y a nuestros productos con la
bandera americana. Cuando comencé a presentar mi discurso “Vendiendo
América” en la década de 1970 el patriotismo estaba comenzando a verse como
algo pasado de moda y “cursi” para una gran cantidad de gente. Muchos
americanos estaban empezando a sentirse avergonzados de tener que pararse y
cantar nuestro Himno Nacional durante los partidos de pelota; se sentían
avergonzados de ponerse la mano en el corazón en honor a la bandera. Alguna
gente en ese entonces, e incluso ahora, se pregunta por qué soy un patriota
convencido y tan fiero defensor de nuestra libertad y del sistema de la libre
empresa. A lo mejor ellos fallan al dejar de apreciar los sacrificios que muchos
de nuestros primeros ciudadanos hicieron para defender y proteger la libertad de
la que ahora disfrutamos en América desde que ganamos nuestra independencia
y nuestros Padres Fundadores firmaron la Declaración de Independencia
(ofreciendo sus vidas, sus fortunas y su honor) y luego crearon el marco de la
Constitución de los Estados Unidos.
Es importante recordar que pertenezco a un grupo llamado a pelear en la
Segunda Guerra Mundial. Hitler, Stalin y Tojo aún eran reales para nosotros
porque vivimos durante el tiempo en que ellos también vivían (aunque la Rusia
de Stalin luchó del lado nuestro durante la guerra). Cuando yo estaba en la
secundaria Hitler bombardeaba a Inglaterra. Era obvio que su meta consistía en
ocupar Inglaterra y después atravesar el océano y vencer a América para poder
incluirla dentro de su creciente imperio. Hitler era considerado nuestro mayor
enemigo, y cuando Estados Unidos fue atacado por Japón en Pearl Harbor y
luego se unió a la guerra en Europa, Inglaterra necesitó desesperadamente
nuestra ayuda para protegerse de las amenazas de invasión de Hitler.
Discutíamos, tanto en la escuela durante el día como a la hora de la cena en
casa, las posibilidades de que el mundo se dividiera entre los alemanes y los
japoneses. Vivíamos totalmente conscientes de que teníamos que ganar la
Segunda Guerra Mundial o lo perderíamos todo. Todos los días el periódico
estaba lleno de historias de cómo ganábamos, perdíamos o recuperamos
territorio en Europa o en el Pacífico, y Estados Unidos era visto como la última
esperanza contra la tiranía.
Durante todos mis años de la secundaria rugió la guerra. Yo sabía que, tan
pronto como cumpliera los 18 años, estaría en el servicio militar, así que decidí
voluntariamente ser parte de las Fuerzas Armadas cuando todavía estaba
estudiando y recibí órdenes para reportarme a prestar servicio solo tres semanas
después de mi graduación. Todo varón de 18 años de edad sin discapacidad
física o mental para desarrollar un trabajo esencial era requerido para servirle a
la patria, ya fuera como voluntario o conscripto.
Como escribí antes, iba a mitad del camino rumbo al barco que me llevaría al
Pacific Theater cuando terminó la guerra —y entonces fui a parar a una pequeña
isla del Pacífico llamada Tinian, aproximadamente a 100 millas del Norte de
Guam. Como la base de Estados Unidos en Tinian estaba a 1.300 millas de
Tokio, las Fuerzas Armadas de Estados Unidos diseñaron y construyeron el
bombardero B-29 para volar específicamente la distancia desde aquella base
hasta Tokio y regresar. Las bombas eran cargadas en los B-29 en la base aérea
de Tinian para volar al Japón y con suerte regresar a la base. En vista de que no
había otras islas en el área sobre las cuales aterrizar, si los bombarderos tenían
problemas durante su regreso, perdimos varios aviones y tripulaciones.
Estados Unidos estaba planeando invadir el territorio japonés y la base de
Tinian fue designada como punto de evacuación de los heridos. Sin embargo,
antes de que se iniciara la inversión, el Enola Gay dejó su carga mortal y todas
las preparaciones hechas en Tinian para recibir a 100.000 soldados americanos
que podrían haber sido potencialmente heridos durante la invasión, fue
innecesaria. Fui enviado allá como parte del equipo de desmantelamiento y
limpieza.
Después de esa guerra, durante la Guerra Fría entre nosotros y la Unión
Soviética —que ya no era nuestra aliada— Rusia estaba expandiendo su imperio
comunista y se tomó a Cuba en 1959, el mismo año en que fundamos a Amway.
Nuestro nivel de preocupación era muy alto —sobre todo después de que se hizo
evidente que los soviéticos habían establecido misiles nucleares en Cuba que
fácilmente alcanzarían a Estados Unidos. El líder soviético en aquel tiempo,
Nikita Khrushchev, alertó a los Estados Unidos diciendo: “Los sepultaremos”.
En adición al temor de un ataque nuclear, algunos en nuestro país estaban
prediciendo a grito entero que la libre empresa y el pensamiento americano
estaban muertos, y que el comunismo estaba a punto de apoderarse del mundo.
Habíamos visto al comunismo entrar al mundo y sabíamos que, quienes así
opinaban, en realidad no tenían ni idea de los verdaderos desastres del
comunismo ni de sus dictadores. Pero nosotros sí lo sabíamos puesto que
sobrevivimos para ver la destrucción y la esclavitud que causó.
De allí es de donde procede mi patriotismo —mi firme convicción de que
debemos mantener a toda costa nuestra libertad para que podamos tener la clase
de vida que queremos. Por eso comencé a ponerme de pie y a hablar y a
pronunciar mi discurso conocido como “Vendiendo América” con el fin de
animar a mis compatriotas a creer y a darse cuenta de la grandeza de nuestro
país; y para explicar los valores y virtudes de nuestro sistema político y
económico.
La mayoría de americanos de hoy no vivía cuando nosotros peleamos contra
los dictadores que amenazaron nuestra forma de vida. Quizás aquellas amenazas
hayan dejado de parecer reales o inmediatas al ciudadano actual, pero quienes
vivimos en ese entonces sabemos con mayor conocimiento de causa que todavía
hay maldad en el mundo.
He tratado, como patriota americano, de involucrarme y financiar a algunos
candidatos políticos que he considerado que servirían de la mejor manera a los
intereses de nuestra nación y a nuestro estilo de vida americano. La primera vez
que me involucré para apoyar una causa política de manera significativa fue con
nuestro, en aquel tiempo, Congresista Gerald R. Ford. Llegué a conocerlo
bastante bien porque, como representante de nuestro distrito al Congreso, él
asistió a casi todo a lo que nos dedicamos durante los comienzos de Amway.
Tenemos fotos de él como nuestro invitado especial en diferentes
inauguraciones. Incluso hasta nos acompañó durante el lanzamiento de nuestra
primera línea de aerosoles. Él vio crecer a Amway y trabajamos juntos
políticamente durante esos años. También trabajamos con Guy Vander Jagt,
quien era el representante al Congreso del distrito que quedaba al Oeste de
Amway. Yo trabajé con él para recaudar fondos porque Guy recogía fondos para
ayudar a elegir a más republicanos al Congreso. Junto con otros conformamos
una organización para recolección de fondos llamada The Republican
Congressional Leadership Council (RCLC) la cual tenía como objetivo
establecer un grupo de gente que quisiera contribuir para conseguir fondos para
esa causa
—hablábamos de cantidades mínimas y todo dinero era bien recibido— pero
más que eso, queríamos generar el interés en lo que estaba ocurriendo con el
partido republicano y con la política en general. Todo esto estaba ocurriendo
durante la era de Reagan, cuando George H. W. Bush era Vicepresidente y la
Sra. Bush tuvo el encanto para servir de anfitriona durante los dos mandatos del
Presidente Reagan.
Jay y yo habíamos financiado a Ronald Reagan durante su campaña
presidencial (aunque mi honesta verdad es que yo apoyé primero a Bush durante
su primera campaña en 1980). Nuestro apoyo no fue una contribución directa
hacia su campaña, sino a través de publicidad de páginas enteras que hicimos en
revistas muy populares. Como individuos, no estábamos asociados con su
campaña, pero apoyábamos sus principios e ideas sobre la libre empresa.
Recuerdo que fuimos los únicos que hicimos esa clase de publicidad —era una
forma novedosa de hacer política en aquel tiempo. Nosotros queríamos que los
distribuidores y los clientes de Amway supieran que nosotros apoyábamos a
Reagan con la esperanza de que ellos también lo apoyaran. Esa era una
suposición justa y es probable que hayamos conseguido votos. Además,
pensábamos que esos avisos publicitarios podrían ayudar en un futuro a los
distribuidores de Amway a reconocer la importancia de la libre empresa para su
éxito.
Pero fue mi asociación con Guy Vander Jagt la que dio lugar a mi
nombramiento por el Presidente Reagan como Presidente de Finanzas del
Comité Nacional Republicano. Cuando miro en la línea del tiempo pienso que
debí hacer más preguntas antes de aceptar ese cargo.
Casi tan pronto como acepté me di cuenta de que en realidad estaba demasiado
ocupado con Amway para dedicarle a ese cargo el tiempo requerido —ahora
tenía dos empleos de tiempo completo. Ese fue el primero de dos grandes errores
que cometí desde el comienzo. Primero, no tenía el tiempo completo. Segundo,
cuando me hice cargo, hice dos sugerencias: una, que tuviéramos disponibilidad
a dinero en efectivo durante nuestras reuniones con las personas interesadas en
hacer sus aportes financieros (porque de lo contrario las bebidas se pagarían de
los fondos del partido). Y la otra sugerencia fue que nos liberaremos de “la
madera muerta” en nuestras nóminas (los asesores nombrados en cargos
específicos que no trabajaban, pero sí estaban recibiendo salario).
Me parecía una locura estar haciendo campañas de recolección de fondos para
los candidatos del partido republicano y después gastar tanto dinero en nosotros
mismos. En mi opinión, había llegado la hora de ser más sabios —pero ninguna
de mis sugerencias era tenida en cuenta. Aunque había uno que otro donante
generoso o alguna empresa colaboradora, cuando se les enviaban invitaciones a
eventos, estos por lo general no asistían y enviaban a sus delegados, quienes
llegaban a nuestras reuniones con deseos de sentirse “agasajados de forma
gratuita”. Y los que constituían la “madera muerta” seguían con sus estilos de
vida y, sin embargo, resentidos mientras que al mismo tiempo recibían su tajada
ya fuera que trabajaran o no.
Cuando tomé la presidencia tuve que decir: “Nunca le he pedido favores a
nadie en este gobierno. Hago este trabajo porque creo en las propuestas del
partido republicano: libertad y libre empresa, así como en los derechos
individuales para todos los americanos. Proteger esa filosofía es mi principal
motivación”. Además, pedí ver los estados financieros argumentando que
podíamos recolectar más fondos y de manera más efectiva si sabíamos hacia
dónde íbamos. Mi petición fue negada.
De otra parte, estábamos recogiendo una cantidad considerable de dinero de
todos los pequeños donantes, y los miembros del RCLC y yo queríamos hacer
eventos para agradecerles porque ellos serían los votantes activos que
respaldarían al partido y se merecían alguna clase de reconocimiento. Eso
tampoco ocurrió jamás.
Ese fue un buen viaje por el camino del deber, mientras duró, y también fue un
tiempo muy instructivo, pero, cuando la oposición comenzó a ser mayor que el
apoyo, comprendí que había llegado el momento adecuado para renunciar.
Sin embargo, no renuncié a mi compromiso con el gobierno ni a mi
responsabilidad como ciudadano. Había hecho algunos amigos en Washington y
recibía el apoyo de gente dentro del gobierno que apreciaba mis puntos de vista.
Cuando el Presidente Reagan comenzó a formar la AIDS Commission Guy
Vander Jagt sugirió que yo fuera miembro y tuvo éxito en el intento de que mi
nombre se incluyera en la lista y aparentemente quedé entre los más opcionados,
junto con otros, por lo cual el presidente nos designó para esa comisión.
Durante mi servicio en AIDS Commission y como recaudador de fondos a
favor del partido republicano me familiaricé mucho con el Presidente Reagan. Él
solía decirnos unas pocas palabras a los miembros de la Comisión en el East
Room de la Casa Blanca. Además, varias veces tuve la oportunidad de conversar
con él detrás de bambalinas durante reuniones en las que tanto él como yo
íbamos a hablar en público.
Durante el primer año de aniversario de la inauguración de Ronald Reagan yo
presidí un evento para una recolección de fondos bastante importante en el Hotel
Hilton de Washington, D.C., y como presidente del evento me encontraba en el
Salón Verde junto con el Presidente Reagan y con el Vicepresidente Bush y sus
esposas. Éramos solo nosotros cinco tras bambalinas esperando a que el
Presidente Reagan saliera y se dirigiera a la audiencia durante este gran evento
en el que todas las boletas se vendieron. Pero un periodista de un noticiero
nacional logró acapararlo y casi no lo suelta. Por supuesto que el presidente
estaba “muerto de la rabia”, según sus propias palabras, cuando llegó al Salón
Verde. Allí estaba él con su esposa, Nancy; con el Vicepresidente Bush y su
esposa; y conmigo, tomando un poco de aire antes de comenzar. Fue una
experiencia detrás de escena y fuera de cámara muy especial con el Presidente
de los Estados Unidos siendo él mismo, algo que poca gente tiene el privilegio
de presenciar.
Cuando uno tiene la oportunidad de conocer presidentes de los Estados Unidos
en persona y pasa tiempo con ellos detrás de escena, uno se da cuenta de que
ellos son seres humanos con intereses y preocupaciones similares a los de
cualquier persona. Ellos están involucrados en salvar este país y cuidar de su
libertad, y su enfoque es servirle bien. Se necesita más gente así en el gobierno.
________
EN 2001 HELEN Y YO decidimos hacer una promesa para ayudar a abrir el
museo National Constitution Center en Filadelfia. Como escribió un reportero
para el Philadelphia Inquirer: “Su intención era patriótica, no partidista”. Desde
que el museo abrió sus puertas hemos estado contribuyendo y planeamos
continuar haciéndolo. Ayudarles a todos los americanos —en especial a la gente
joven— a entender y apreciar la Constitución de nuestro país es importante para
nosotros. Este museo es otro esfuerzo en la larga lucha por hacerles saber a los
americanos cómo se formó este país y para enseñarles a apreciar toda la libertad
de la que todavía disfrutamos. Así que el Inquirer lo dijo bien: nuestra intención
es un gesto de patriotismo. En la actualidad estamos llenos de partidismo dentro
de nuestro gobierno y en todo el país, pero en mi opinión, no hay suficiente
patriotismo.
Necesitamos recordarles a nuestros ciudadanos, así como a quienes nos
representan en el gobierno, nuestra Constitución —lo que defiende y lo que dice.
Y comenzando por casa, Amway ha comenzado a estimular en nuestros
distribuidores en Estados Unidos un aprecio renovado por la libre empresa y por
los valores y principios del gobierno americano. E incluso hubo una reunión para
los distribuidores con altos resultados en Mount Vernon, la casa de George
Washington, nuestro primer Presidente. El evento fue bastante exitoso y muchos
se hicieron más conscientes de la importancia del papel de George Washington
en la fundación de nuestro país, por su papel como General, y además como
hombre de Estado. Desde sus comienzos América ha tenido el récord más alto
del mundo por sus logros, pero el hecho de que nuestro sistema de vida no sea
imitado por muchos países debería hacernos reflexionar. Nuestra responsabilidad
como ciudadanos es saber qué está ocurriendo en nuestro país —no solo quiénes
son los candidatos por los cuales estamos votando a nivel regional y nacional,
sino cuáles son sus opiniones en cuanto a lo que está ocurriendo
internacionalmente. Todos necesitamos saber suficiente de Historia, de lo que ha
pasado en el mundo, de esta manera nuestro país no volverá a cometer los
mismos errores.
La gente con la que me reúno en el National Constitution Center conoce la
Historia Americana, pero muchos de nosotros a lo largo y ancho del país no la
conocemos. Sabemos muy poco de nuestra Historia y de por qué los Padres
Fundadores que escribieron nuestra Constitución dijeron lo que dijeron. Muchos,
por ejemplo, a lo mejor no aprecian el hecho de que George Washington sirvió
durante dos términos presidenciales y después se fue a casa, incluso antes de que
la Constitución fuera enmendada para limitar los términos presidenciales. Él
creía que dos términos era suficiente y que América necesitaba a alguien más
para que fuera presidente después de que él le había mostrado al mundo que este
nuevo país se había convertido en verdad en una república democrática y
derribado la monarquía. Él no anhelaba el poder de la presidencia —él sólo
quiso servir y luego irse a casa.
Desde ese tiempo nuestro país ha crecido, el gobierno se ha expandido y los
gobernantes elegidos se han comprometido más para ir a Washington que para
devolverse para su casa cuando sus funciones finalizan. La reelección se ha
convertido en el nombre del juego y demasiados de nuestros congresistas se han
vuelto expertos en evitar la toma de decisiones sobre temas difíciles que pueden
ser álgidos para el país, pero que les costarían votos en las próximas elecciones.
Han descubierto que el poder puede llegar a ser tan embriagador que muchos
corren hacia él siempre que pueden y permanecerían en Washington incluso
después de que ya no hicieran parte del gobierno. Se vuelven abogados o
cabilderos en grandes firmas en Washington porque es allí donde está la acción.
Trabajar para la gente, de alguna manera se ha vuelto un viaje hacia el ego que
resulta siendo muy difícil de abandonar.
Jay y yo hablábamos respecto a este tema algún día y concluimos que un límite
en los términos era la respuesta y decidimos conformar un comité dentro del cual
estaba John Eisenhower, hermano del Presidente fallecido Dwight Einsenhower,
como Presidente del Comité. Esa no iba a ser una tarea fácil y nosotros sabíamos
que sería especialmente difícil a nivel nacional, pero logramos que se aprobara la
determinación de los términos en algunos Estados. Sin embargo, los Estados no
pueden determinar el término de elección de un congresista ni de un senador —
se requeriría de una enmienda constitucional. Así que, eventualmente, tuvimos
que conformarnos con el progreso que habíamos logrado a nivel de Estado.
Vivir en Washington, D.C. no era barato en aquel entonces, y aun hoy es
costoso. Cuando Gerald Ford fue nombrado Vicepresidente por el Presidente
Nixon (y aunque que él había sido congresista durante muchos años) estaba
quebrado y a la espera de recibir su primer pago como Vicepresidente para
continuar pagando la hipoteca de su casa y para sostener a su familia compuesta
por cuatro hijos que estaban yendo a la universidad o casi a punto de comenzar a
ir. Aunque él había recibido un sueldo lo suficientemente bueno como para vivir,
no era suficiente para retirarse. Después de su presidencia él aceptó otros
trabajos en busca de otros ingresos en compañías nacionales. Hoy, servir en el
Congreso de los Estados Unidos se ha convertido en una carrera con un generoso
salario más beneficios, pero esta carrera consiste en permanecer en la oficina, y
en invertir mucho tiempo, energía y dinero para ser reelegido. Sigo pensando
que ningún elegido a nivel nacional ni ningún nombramiento oficial deberían
tener un cargo indefinido y que al finalizar cada término dichos cargos tuvieran
unos límites establecidos.
El Congreso ha pasado tantas leyes y regulaciones desde que comenzamos
Amway que dudo que alguien pueda duplicar lo que nosotros hemos sido
capaces de construir. El incremento en los impuestos es cada vez mayor.
Nuestras libertades se han vuelto cada vez más delimitadas. La dependencia de
las dádivas del gobierno ha aumentado y el partidismo ha invadido casi todas las
áreas de nuestras vidas. El mundo ya no nos ve como “una ciudad brillante en
medio de una colina”.
Mirando hacia el extranjero, vemos economías europeas que fracasan debido a
la deuda pública y al exceso de confianza en los servicios públicos; en Medio
Oriente algunas personas están luchando para vivir en una democracia, pero se
ha vuelto la posición de la gente que quiere algo muy diferente; y los países de
África y otros lugares que tienen climas favorables, que son ricos en recursos
naturales, y cuyos ciudadanos quieren ser productivos, están siendo retenidos por
dictadores y gobiernos corruptos.
Entonces, ¿cómo podemos nosotros en América hacer los cambios necesarios
para adaptarnos a las condiciones nacionales y mundiales, y aun así mantener
nuestra libertad y nuestras libertades intactas? Ciertamente, no hay una solución
fácil, pero nosotros como ciudadanos debemos estar atentos en todo momento
para evitar cualquier intrusión en los valores y la libertad que nos son tan
entrañables. Tenemos que ser ciudadanos educados y bien informados, y
votantes que eligen gobernantes que sean verdaderos servidores de la gente, que
acepten las responsabilidades de su cargo y pongan el bienestar de su país por
encima del propio —honestos, gente leal a todas las razas y partidos, que se
paren hombro a hombro a pelear por los valores correctos y verdaderos, y que le
sirvan bien a nuestro país y a las generaciones venideras.
Con mi esperanza puesta en mi corazón
HE PERMANECIDO CON VIDA durante los últimos 17 años porque un
conocido cirujano de trasplante de corazón en Londres finalmente me dijo: “Sí”.
A mis 71 años de edad necesitaba un trasplante de corazón para seguir con vida,
pero todos los cirujanos y hospitales de trasplantes con los que consulté en
Estados Unidos rechazaron esa posibilidad principalmente debido a mi edad.
Estoy vivo gracias a este cirujano de Londres, y también porque encontramos a
última hora el donante del corazón que cumpliera con las características
específicas de mi necesidad. Por la gracia de Dios al contestar mis oraciones sigo
disfrutando una vida plena. Él todavía debe tener un plan y un propósito para mí
aquí en la Tierra y creo que es por eso que me salvó la vida y hasta hoy sigo
viviendo con esa certeza en mi mente y en mi corazón.
Hace unos años nuestra familia hizo una fiesta para celebrar el decimoquinto
aniversario de mi trasplante de corazón y todos nos sentimos impactados al ver
que muchos de mis nietos todavía eran muy pequeños y otros ni siquiera habían
nacido cuando todo eso ocurrió. Algunos se me acercaron y me dijeron: “Jamás
te habría conocido, abuelo”. Y lo que es más importante, desde mi perspectiva,
yo jamás los hubiera conocido a ellos ni habría podido verlos crecer y
convertirse en los individuos únicos que son.
También reflexiono sobre todo aquello que no hubiera podido lograr durante
los pasados años si no hubiera recibido ese nuevo corazón. En ese periodo
construimos el Helen DeVos Children´s Hospital; contribuimos con fondos y
ayudamos a recolectar más capital para el Centro de Convenciones DeVos Place;
y construimos el hotel Marriot en el centro de Grand Rapids; la escuela en la que
me gradué, Grand Rapids Christian High School, ahora disfruta del auditorio
DeVos Center of Arts and Workship, en el que por primera vez todo el cuerpo
estudiantil puede congregarse para adorar a Dios y los estudiantes demuestran
sus talentos en teatro y música.
Además disfruto del hecho de que en el lobby de ese auditorio hay en
exposición un Modelo A Ford como el que Jay y yo utilizábamos para ir a esa
escuela. Está allí como un recordatorio de la manera en que comenzó nuestra
amistad y nuestra sociedad de negocios. Otros proyectos después de mi
trasplante incluyen un estadio para Hope College, en Holanda, Michigan; unos
consultorios médicos ubicados en la “Milla médica” de Grand Rapids; un
edificio para estudios en el área de comunicación en Calvin College, en Grand
Rapids; y el museo National Constitution Center. No menciono nada de esto
para alardear, sino porque ha sido demasiado inspirador darme cuenta de que
estaba muy cerca de la muerte y, sin embargo, Dios me bendijo con estos años
adicionales para trabajar y para darle a Él la Gloria.
Mis problemas de corazón comenzaron muchos años antes del trasplante. Sufrí
un ataque isquémico transitorio sobre el cual los médicos me explicaron que fue
una advertencia de un posible accidente cardiovascular o de un ataque al
corazón. Tomando sus consejos, me cambié a una dieta alimenticia más
saludable, empecé a tomar medicinas para reducir el nivel de colesterol y me
dediqué a hacer ejercicio diario. Aun así, tuve que aceptar que no es posible
detener ni reversar una enfermedad del corazón y que es inevitable que progrese.
Tan pronto tuve ese evento cardiaco me hice unos exámenes que mostraron una
especie de bloqueos y los médicos me dijeron: “Necesita que lo vea un
especialista”. Pero en lugar de hacerlo inmediatamente me devolví para estar con
mis hijos durante aquel fin de semana de un 4 de julio con el deseo de participar
en una competencia de veleros atravesando el lago Michigan hasta Milwaukee.
Yo iba como tripulante del equipo, maniobrando las velas, cuando sentí dolores
en el pecho. Al darme cuenta de que tenía problemas llamé a mi médico cuando
llegamos a Milwaukee y él dijo: “Regresa de inmediato a casa. Necesito
examinarte”.
Mi doctor, Luis Tomatis, revisó los resultados de unas pruebas adicionales y
me dijo: “Tómate el resto del fin de semana, pero al finalizarlo necesito
practicarte una cirugía para prevenir un ataque al corazón”.
Me practicó la cirugía y estuve bien durante los siguientes ocho años, pero
durante ese tiempo mis arterias estaban sufriendo continuos bloqueos y a
comienzos de diciembre de 1992 sufrí un ataque fuerte. Los doctores lograron
estabilizarme después de unos días y luego viajé a Cleveland Hospital para que
me pusieran un stent, que en ese entonces era una nueva tecnología que pocos
hospitales utilizaban. Llegué un viernes en la noche, pero el Dr. Tomatis urgió a
los cirujanos para que operaran esa misma noche.
El jefe de cirujanos dijo: “Les diré algo: yo mismo lo operaré en la mañana…
si todavía él está vivo”.
La operación fue exitosa, pero el lado derecho de mi corazón murió cuando
sufrí el ataque, de manera que tuve que tener mucho cuidado con respecto a mi
salud y a mis actividades. No podía caminar muy lejos sin sentirme cansado.
Tenía que ir a chequeos continuos al hospital para que me removieran fluidos de
mi cuerpo debido a que el corazón ya no estaba lo suficientemente fuerte como
para bombearlos a través del sistema. Durante esas visitas perdí entre 12 y 15
libras de peso en líquidos.
A comienzos de 1992 tuve el infarto, y con ese estado de salud quedé limitado
en gran manera con respecto a mis actividades. Eso hizo que renunciara a mi
presidencia en Amway y que le pidiera a mi hijo Dick que tomara mi lugar en
los negocios. Esa también fue una bendición porque con mi hijo en ese cargo yo
ya no tenía ningún estrés adicional sobre el futuro de Amway. Sin embargo, tuve
que aceptar que de repente tenía unas limitaciones serias con respecto al modo
de vida que llevaba. No podía caminar 50 pies sin sentirme adolorido y tenía que
sentarme.
El Dr. Rick McNamara, mi cardiólogo, me dijo: “Tu corazón te está fallando
gradualmente”. Al final de 1996 él y el Dr. Tomatis se reunieron con Helen y
conmigo y nos explicaron que, si quería vivir, necesitaba un trasplante de
corazón.
Ese fue un choque brutal. Yo había estado ignorando mi condición, dando
tumbos, no caminando mucho ni haciendo demasiado, pero aun así actuaba
como si todo fuera a volver a la normalidad. Pero mi vida no iba a continuar y
fui confrontado con la necesidad de un corazón nuevo.
Todo había sido previamente acordado sin necesidad de que yo me enterara. El
Dr. Tomatis había llamado a cada centro de trasplantes de Estados Unidos un par
de años atrás para que me tuvieran en cuenta para donarme un corazón.
Adicional a mi edad, había sufrido un accidente cerebrovascular, un ataque al
corazón y era diabético —un riesgo muy alto para un trasplante. Pero más allá de
eso, mi tipo de sangre era escaso, AP positivo, y esto redujo el número de
posibles donantes. Pero el Dr. Tomatis dijo que conocía a un cardiocirujano en
Londres y que él me vería. Se trataba del Profesor Sir Magdi Yacoub, un
cirujano torácico y cardiovascular que atendía en Harefield Hospital y era
reconocido por sus importantes investigaciones de trasplante y además porque
era un cirujano de trasplante de corazón muy hábil y respetado. El Dr. Tomatis
me dijo que él era mi única oportunidad de vida, pero que el Dr. Yacoub no
estaría de acuerdo en tomarme como su paciente hasta conocerme. Él ya tenía mi
historia clínica y sabía mi condición, pero aun así quería verme primero. (Mi
hijo Dick ya había viajado a Londres para reunirse con él dos años antes a
llevarle mi historial médico y para instarlo a considerarme como candidato a un
trasplante).
Recuerdo que les anunciamos a nuestros nietos y bisnietos justo antes de la
Navidad que íbamos a ir a Londres a tratar de encontrar un corazón nuevo para
mí. No podíamos darles muchos detalles —todo lo que hicimos fue compartirles
que mis doctores me habían dicho que tenía que hacerlo. Pero Helen y yo
estábamos muy positivos y les dijimos a todos: “Vamos a ir a Londres por un
corazón”. El Señor nos dio tanto positivismo al respecto —que me sorprendo
cuando miro atrás y veo cuanta incertidumbre había en toda la situación. Ahora
que sé la complejidad de encontrar corazones adecuados a cada circunstancia, así
como muchas otras cosas al respecto, entiendo realmente qué tan difícil es para
un doctor decirle a un paciente que necesitará un corazón nuevo. Los dos, tanto
el paciente como el doctor, necesitan tener mucha esperanza.
Cuando llegamos a Londres, la primera pregunta que el Dr. Yacoub me hizo
fue: “¿Por qué quiere vivir? Usted ha vivido por largo tiempo”, me dijo. “Ha
tenido una vida plena. ¿Por qué quiere prolongarla?”.
Yo le respondí: “Bueno, tengo una esposa maravillosa, cuatro hijos hermosos
por los cuales vivir y una cantidad de nietos que me gustaría ver crecer. Quiero
estar con ellos para ayudarles a formarse”.
Hoy me doy cuenta de que él necesitaba determinar si yo tenía el espíritu y la
fortaleza para sobreponerme a esta cirugía tan complicada. ¿Tenía yo lo que se
necesitaba? ¿Contaba con ayuda? ¿Con mi familia? ¿Tenía a mi alrededor gente
que me amara y se interesara por mí? ¿Había gente que me importara? Él quería
saber todo esto porque, como me di cuenta, eso fue justo lo que necesité para
atravesar por esa operación. La sobrevivencia depende, no solo de la condición
de tu corazón, sino de las condiciones de tu mente —y de tu fe en Dios. Con
familia y amigos que me ayudaron constantemente en oración supe que tenía la
fortaleza necesaria.
Después de esta conversación el Dr. Yacoub me examinó y escuchó mi
corazón, independientemente de que ya sabía todo lo que necesitaba saber.
Luego, mirándome a los ojos me dijo: “Bueno, veré qué puedo hacer”. Esas eran
las palabras que habíamos estado esperando. Yo le hice la pregunta más
importante para mí en ese momento: “¿Cuánto tiempo le llevará encontrar un
donante?”
Él respondió: “No tengo idea. Puede ser un mes, la próxima semana, mañana.
En seis meses. Usted es el último en la lista de espera después de todos los
ciudadanos británicos. Permanezca disponible. Lo quiero a no más de una hora
de distancia del hospital todo el tiempo. Venga una vez por semana a hacerse
exámenes para saber cómo está porque necesitamos asegurarnos de que sigue en
las condiciones necesarias para el trasplante”.
Después de esto, todos los lunes Helen y yo íbamos al hospital a encontrarnos
con el cardiólogo asignado para supervisar las pruebas, explicarnos lo que
arrojaban y darnos instrucciones sobre cómo seguir cuidándome. Estas pruebas
determinaron que la presión en el lado derecho en mi corazón era insuficiente.
Eso significaba que, en adición a la necesidad de que el donante fuera
compatible con mi tipo de sangre escaso, además necesitaría un corazón con un
lado derecho fuerte.
Comenzó la espera por un donante de corazón.
Pasaron seis meses antes de que recibiéramos una llamada telefónica del
hospital un lunes en la mañana sugiriéndonos que llegáramos temprano a nuestra
cita acostumbrada porque era probable que hubieran encontrado un corazón para
mí. El cardiólogo que me estaba viendo se enteró de una mujer que llegó al
hospital para un trasplante de pulmones. Y ella, no solo era compatible con mi
tipo de sangre, sino que el mal estado de sus pulmones había forzado su corazón
a trabajar de tal manera que su lado derecho se había fortalecido.
La llamada telefónica de esa mañana se debió a que los doctores pensaron que
habían encontrado un donante para ella, lo cual significaba un corazón para mí.
En estos procedimientos los pacientes con trasplante de pulmones por lo general
también reciben trasplante de corazón junto con los pulmones en una sola unidad
porque esto disminuye la posibilidad de que el organismo los rechace. Ese hecho
abría la posibilidad de que ella me donara su corazón cuando encontrara su
unidad completa de corazón y pulmones. Ella ya estaba de acuerdo con que en
ese caso su corazón sería para mí. Todo parecía indicar que el tiempo había
llegado. Helen recuerda al helicóptero aterrizando con el corazón y los pulmones
que la mujer necesitaba. Después de que los doctores nos recibieron y nos
aprobaron, ella fue ubicada en una sala de operación para recibir sus pulmones y
su corazón y yo fui ubicado en la sala contigua para que me trasplantaran su
donación.
Me contaron que su corazón estuvo fuera de su cuerpo solo unos 20 o 30
minutos antes de que latiera en mi pecho —y me ha estado funcionando bien
desde ese momento. Luego la gente me decía: “Debió ser difícil esperar por un
corazón”. Pero Helen y yo leíamos cada mañana nuestros versículos favoritos en
el capítulo cuatro del libro de Filipenses y seguíamos hacia adelante confiados y
en paz.
Sé que puede ser difícil de creer, pero Helen y yo jamás estuvimos deprimidos.
Realmente creímos que “el tiempo de Dios es perfecto y Él no se equivoca”.
Aunque yo estaba debilitándome, nos manteníamos bastante ocupados. A lo
último, alguno de nuestros hijos estaba siempre con nosotros —a veces con toda
su familia.
Es difícil describir lo eufóricos que nos sentimos ese lunes en la mañana
cuando el hospital nos llamó para darnos la noticia de mi corazón. Sentíamos
una mezcla de emociones cuando nos dirigíamos hacia allá —descanso,
emoción, esperanza y gozo. Al llegar, nos dijeron: “Es un hecho, vamos a
prepararlo para su cirugía”.
Primero me dieron una inyección y estoy seguro de que contenía algo para la
ansiedad porque comencé a sentirme bastante bien, considerando el hecho de
que estaba a punto de una cirugía tan importante. Recuerdo que, cuando me
llevaban en la camilla rumbo a la sala de operaciones, pasó un cardiólogo canoso
que se peinaba hacia arriba y yo siempre le decía en broma que necesitaba un
corte de cabello. Entonces yo me senté en la camilla y en forma de broma le dije
una vez más: “Hola, doctor. ¡Usted necesita un corte de cabello!”.
Después de la cirugía me desperté momentáneamente de la anestesia y vi
algunos miembros de la familia junto a mí. Los chicos recuerdan que una de las
primeras cosas que dije fue: “Démosle gracias a Dios” y luego hice una oración
de alabanza, agradecimiento y Gloria a Él. No recuerdo nada de eso, pero la
oración debió venir de lo más profundo de mi alma porque, cuando me di cuenta
con mucho aturdimiento de que todavía estaba vivo, lo primero que hice fue
darle gracias a Dios.
El resto de la familia iba rumbo a Londres y en medio del Atlántico se
reunieron en el avión, todos puestos de rodillas, y oraron juntos pidiéndole a
Dios por el éxito de la operación. Cuando aterrizaron recibieron la noticia de que
todo iba bien y llegaron al hospital hacia el final de la cirugía. El Dr. Tomatis
permaneció conmigo durante todo el tiempo dándome ánimo al igual que el Dr.
McNamara. Cuando el hospital le permitió al Dr. McNamara revisar mi viejo
corazón, me dijo: “Estaba tan muerto que no entiendo cómo te mantuvo vivo
hasta aquí”.
La peor parte de la recuperación fue la medicina que me dieron para prevenir
que mi cuerpo rechazará a mi nuevo corazón. Las dosis eran fuertes durante los
días inmediatamente después de la cirugía y me hacían tener pesadillas absurdas
y temerosas. Soñaba toda clase de cosas. Me veía a mí mismo como un pigmeo y
estaba en Grand Rapids por los lados del viejo Rowe Hotel junto al Grand River.
Yo era solo una parte de mí mismo porque no tenía piernas. Recuerdo que me
estiraba en la cama para vérmelas y para asegurarme de que todavía las tenía. De
hecho, el día siguiente le pedí a alguien que se acercara a mi cama ¡y me ayudará
a revisar si todavía tenía mis piernas conmigo!
En otra ocasión me veía a mí mismo metido en una caja de cartón, y por
extraño que parezca, estaba en nuestra casa de la Florida flotando en la corriente
rumbo Norte. Tenía un teléfono y me veía a lo largo del golfo pidiendo ayuda
para que me acercaran hacia la orilla. Eran unas pesadillas que parecían reales y
me causaban mucho miedo. De hecho, eran tan enervantes que llegué a hacer
cualquier cosa para evitar dormirme. Me gustaba sentarme en una silla de ruedas
y pedir que me llevaran en ella por todo el hospital con el único fin de
mantenerme despierto.
Por fin, un día me encontraba acostado en la cama cuando el Dr. Yacoub vino
a visitarme. Al verme allí, me preguntó firmemente: “¿Qué estás haciendo entre
la cama?” Yo le respondí que no sabía y que debía estar cansado o algo así.
“¡Fuera de la cama!”, me dijo. “Yo tomé riesgos contigo. Tú eres un paciente de
alto riesgo y espero de ti que lo logres”.
Yo dije: “Gracias a Dios”.
Él respondió: “Entonces actúa sin temor. No tienen una razón para quedarte
acostado que no sea tu propio miedo. Ya puedes hacer todo lo que quieras.
Levántate y continúa tu marcha”.
Ese fue un muy buen reto. Todavía pensaba en mí mismo como alguien que
tenía un problema de corazón y él quería que yo me diera cuenta de que ahora
tenía un nuevo corazón y que podía hacer todo lo que yo quisiera. Debí estar
algo deprimido después de unas semanas de recuperación en el hospital, pero
cuando el Dr. Yacoub me retó, yo decidí levantarme y recomenzar. Ese día fue
para mí una muy buena experiencia.
Había desarrollado temor a que mi cuerpo rechazara mi nuevo órgano. Al
comienzo me sentía un poco tenso al respecto. Después de afrontar tantas
dificultades, de una larga espera, de escuchar tantos pronósticos adversos hasta
encontrar un corazón y sobrevivir a la cirugía, tenía temor de que, aunque había
luchado tanto, mi cuerpo rechazará mi nuevo corazón. No pude dormir la noche
antes de la biopsia que estaba programada para buscar signos de rechazo. Incluso
traté de ver cómo el doctor cortaba el tejido de mi corazón.
“¿Qué estás buscando?”, me preguntó el médico.
“Quiero ver si el tejido que usted me extrajo es café o rojo”.
Él me respondió: “De hecho, lo que no quieres es que sea blanco. Si fuera
blanco, estarías en problemas. Blanco significa que no hay sangre en el tejido”.
Al comienzo del proceso me hacían esa prueba una vez a la semana; después,
cada dos semanas. Afortunadamente, nunca tuve problema de rechazo, pero
tengo que tomar un medicamento durante el resto de mi vida para prevenirlo.
El Harefield Hospital fue construido en la época de la Primera Guerra Mundial
y originalmente estaba destinado para albergar allí a los enfermos de
tuberculosis. El hospital queda a lo largo de una calle y está edificado en curvas
entrantes y salientes para permitir que el aire sople y transite de la ventana del
frente a la ventana trasera de cada habitación, la cual es amplia y curva como
una serpiente. Cuando le añadieron la plomería, los baños fueron construidos al
otro extremo del corredor, pero para mí parecían estar a un cuarto de milla de
distancia.
Poco después de la operación caminaba a lo largo del corredor hacia el baño
cuando una paciente salió de una habitación y me preguntó: “¿Le pusieron su
nuevo corazón el martes pasado?”
Yo le contesté: “Así fue”.
Ella dijo: “Entonces usted tiene mi corazón”.
Yo le respondí: “¡Muchas gracias!” y nos abrazamos. Nos vimos unas pocas
veces durante nuestra estadía en el hospital y luego volví a verla cuando me hice
un chequeo a los 10 años. Entiendo que murió de cáncer uno o dos años después.
Ella quería ser cantante y soñó con grabar un disco, cosa que pude ayudarle a
cumplir. Era una mujer agradable, pero yo sabía poco de la historia de su vida y
en realidad nunca llegué a conocerla porque cada uno continuamos con nuestras
vidas en distintos países.
Otro resultado inmejorable de mi trasplante de corazón fue que pudimos
establecer relaciones con algunos de los mejores cirujanos del mundo y los
trajimos a nuestros hospitales en Grand Rapids. El Dr. Yacoub recibió su orden
de retiro del National Health Center en Bretaña a la edad de 65 años. Todavía es
un hombre muy brillante y tiene mucho que ofrecer. Ahora sirve en calidad de
consultor en la unidad de trasplante del Meijer Heart Center en Spectrum
Hospital. Él continúa siendo el cirujano líder en trasplantes en todo el mundo,
tanto en el área de investigación así como por la cantidad de trasplantes que ha
hecho.
Al comienzo de la época de los trasplantes, cuando había muchos corazones
disponibles y mucha gente en la lista de espera para recibirlos, él y su socio, el
Dr. Asghar Khaghani, hacían tres trasplantes diarios. Nos contaban que hacían
un trasplante, dormían un rato y luego limpiaban la sala de operaciones para la
siguiente cirugía. Actualmente, el Dr. Yacoub visita el centro de trasplantes de
Grand Rapids un par de veces al año y el Dr. Khaghani lo dirige. Uno de sus
socios de Inglaterra es ahora parte del equipo médico de nuestro hospital para
niños —es reconocido como uno de los mejores del mundo y nos sentimos
bendecidos de tenerlo. A través de la influencia de estos médicos, otros
especialistas se han unido al equipo de nuestro hospital, y cada uno ha
enriquecido, no solo nuestro sistema hospitalario, sino además a toda la
comunidad.
Me siento muy agradecido por el éxito del trasplante de mi corazón y por todas
las cosas que Dios me ha ayudado a lograr desde entonces. Y me siento
sorprendido y gratificado con el efecto dominó que esta experiencia tuvo sobre
mí, sobre mi familia y en mi comunidad.
Aventuras en el Universo de Dios
A MEDIDA QUE MI CORAZÓN iba debilitándose mientras esperaba el
trasplante en Londres me mantuve positivo y optimista sobre el futuro. Sin
ninguna probabilidad de vida todavía tenía un sueño que alcanzar —supongo
que eso es parte de mi naturaleza. Ni siquiera la condición de mi corazón me
detenía de soñar y tener metas y proyectos que me mantuvieran con deseos de
continuar y me ayudaran enfocarme en lo positivo y no en las adversidades de la
vida.
Así que, mientras esperaba, me dediqué a cumplir el que supuse que sería mi
último sueño —navegar alrededor del mundo. En lugar de preocuparme por lo
que pudiera pasar con mi salud me mantuve ocupado diseñando un velero y mis
planes de viajar en él por todo el mundo me ayudaban a mantenerme positivo, y
además me conducían a la realización de una aventura nueva y fantástica.
Durante esos cinco meses de espera pensaba en él, en cómo sería su parte
interior, en cuántos camarotes tendría, en las combinaciones de las velas, en el
tipo de barco que sería y en el fabricante. Nuestro capitán me visitó en Londres
con el fin de acordar y anotar algunas especificaciones para el barco así como
también para planear cuáles serían las mejores rutas y horarios para nuestro viaje
alrededor del mundo. Cada semana, como distintos miembros de nuestra familia
nos visitaban, también con ellos hablábamos sobre el progreso del diseño y ellos
también disfrutaban de todo el proceso.
En algún momento le comenté a mi hijo Dough: “Después de todo este trabajo
es posible que no sobreviva para usar este barco”. Y él me respondió en broma:
“No hay problema, tus nietos lo usarán”. En lugar de esperar impaciente y
nervioso por mi corazón estaba ocupado diseñando este barco y soñando con
mucha paz en los viajes que haría al Sur del Pacífico.
El barco estuvo casi listo para cuando salí del hospital después del trasplante,
así que organizamos una gran fiesta en la cubierta en el astillero. Un avión lleno
de gente vino desde Grand Rapids e invitamos también a otros amigos de Europa
para que fueran con nosotros a un paseo en el barco hacía Viareggio, Italia.
El velero resultó magnífico. Lo bautizamos Independence. Era un ketch, lo
cual significa que tenía un mástil mayor en la parte delantera y hacia la mitad
tenía otro mástil un poco más corto. Y como tenía una vela mayor en la popa y
un foque en la parte delantera, Independende alcanzaba una velocidad que
excedía los 10 nudos, que es bastante para un velero. Las velas eran enormes,
pero autoenrollables y subían y bajaban en 10 minutos con la ayuda de unos
motores eléctricos. Pero a pesar de que el Indy era hermoso, la mejor parte de ser
el dueño de un bote así es la oportunidad de poder navegar hacia casi cualquier
parte del mundo. Fuimos de Italia al Caribe, luego atravesamos el Canal de
Panamá hasta las islas Galápagos y después nos dirigimos al Sur del Pacífico
hasta las Marquesas. Son solo un punto en el mapa, pero son un grupo de
hermosas islas francesas bastante alejadas. De ahí nos dirigimos a Tahití y Bora
Bora, islas localizadas en la Francia polinesia. El Independence tenía una
tripulación de 10 personas incluyendo al capitán y su primer maestre; dos
azafatas; un cocinero; y marineros que limpiaban el barco, le quitaban la sal a
diario y además conducían las lanchas que nos llevaban hasta la orilla o a donde
quisiéramos ir. Mis tres hijos y yo sabemos manejar barco, así que nos
turnábamos el timón. Indy también tenía 12 literas, por lo cual siempre podíamos
hospedar familiares y amigos durante nuestros distintos viajes.
A nuestra familia le encanta el Sur del Pacífico y sus islas retiradas porque
muchos de sus escenarios son ideales para los niños, calmados, con lagunas de
agua limpia y cristalina para que puedan nadar. Las lagunas tienen entradas del
océano a través de las cuales los barcos pueden pasar y luego recalar en las
tranquilas aguas lejos de las grandes olas del Pacífico.
En las Marquesas, por ejemplo, nuestros hijos y nietos nadaban en una gran
laguna de aguas poco profundas con varias entradas al océano. El agua llegaba
hasta allí cuando la marea bajaba y algunos de mis nietos más grandes, a quienes
les encanta bucear, se metían a disfrutar viendo como los tiburones esperan a los
peces cuando van fluyendo hacia el océano. A nuestros hijos también les
encantaba bucear en las aguas cristalinas del Sur del Pacífico. Durante nuestros
primeros viajes allá Helen aprendió a bucear y recuerda con mucha especialidad
que veía a sus hijos y a sus nietos buceando debajo de ella. A veces se ponía un
poco nerviosa porque en las corrientes del océano había pequeños tiburones,
pero nunca tuvimos ningún accidente.
Además, nos hicimos amigos de otros viajeros que habían estado navegando
grandes distancias durante semanas y a veces durante meses. Anclábamos a las
mismas horas o atracábamos en los mismos puertos y nos visitábamos a los unos
a los otros en nuestros botes. Alguien de pronto decía: “¡Fiesta en nuestro
barco!” y todos los que quisiéramos aceptar la invitación llevábamos comida y
compartíamos un rato juntos, contábamos historias y nos actualizamos sobre lo
que estuviera ocurriendo en el mundo. Por lo general se trataba de barcos más
pequeños con dos personas o a veces con tres —tripulación pequeña para barcos
pequeños.
Nuestro velero era bastante grande en comparación con la mayoría de los
navegantes que encontrábamos en el océano. A veces los suplíamos con agua o
con hielo porque muchos de estos barcos pequeños no tenían generadores o
equipamiento para hacer agua potable o hielo. Conocimos mucha gente por esta
razón y hablábamos con ellos durante la noche o los invitábamos a tomar algo y
a escuchar sus aventuras. Nos contaban por qué estaba de viaje o cuáles habían
sido sus motivaciones para decidir navegar grandes extensiones.
Una de las carreras del Indy más largas fue desde Galápagos hasta las
Marquesas. Son 3.000 millas sin parar para nada, un viaje de casi dos semanas.
En los tramos cortos de una isla a la otra veíamos películas o jugábamos o
leíamos libros. El desayuno era lo que cada uno quisiera prepararse, pero
almorzábamos y cenábamos juntos. Yo me sentaba en medio de dos de nuestros
nietos para darles consejos que parecieran estar necesitando, pero que no
siempre querían escuchar. Fue un tiempo en familia en el que compartimos
juntos este viaje que incluyó hacer cosas que ellos no habían pensado hacer
nunca antes.
Durante la mayor parte de nuestras paradas plegábamos las velas y
anclábamos. Pocos lugares tenían muelle y teníamos que anclar e ir en nuestra
lancha hasta la orilla. Por lo general, los isleños nos saludaban. En Fiji
necesitábamos la autorización del jefe de la isla para acercarnos a la orilla y él
esperaba que le regaláramos tabaco o raíz de kava. Él la pulverizaba y luego
ponía ese polvo dentro de una bolsa de tela y la espichaba con la mano tanto
como fuera posible dentro de un recipiente con agua. El resultado era una bebida
que adormece la lengua y los labios y hace que quien la bebe sienta sueño —es
una sustitución del alcohol.
Al llegar a la orilla de las islas de Fiji el jefe no saludó. Él era el encargado del
saludo oficial y quien revisaba nuestros documentos. (Necesitábamos una carta
del presidente de Fiji que nos autorizara para ir a las islas). Visitamos algunas de
las islas del lado Este que están en el límite porque hasta allí se les permite
cruzar a las embarcaciones, a menos que tengan un permiso especial del
presidente. Fiji trata de limitar el turismo en aquellas islas para proteger su
cultura. Nosotros habíamos estado en la capital del país y nos aseguramos de
tener aquella autorización.
Estas islas están en la mitad de un gran océano. Le pregunté a un nativo:
“¿Cuántos botes los han visitado este año?”
Él respondió: “Oh, bastantes”.
Yo le dije: “¿De verdad? ¿Cuántos?”
Él me respondió: “Tres”.
Fue interesante ver a los niños ir a la escuela vestidos con sus uniformes y
dirigirse al “bote escuela”. Los más pequeñitos recibían clase en la isla y los más
grandes asistían a una escuela “consolidada” en una isla cercana.
Los isleños de esa región, que es muy apartada, son tan amigables como les es
posible. Hablan inglés puesto que Fiji era una colonia inglesa y por eso pudimos
conversar y conocerlos durante el tiempo que estuvimos allí. Llegamos a
conocer sus necesidades y les habíamos pedido a nuestros invitados que nos
acompañaron durante algunos tramos del viaje que trajeran ropa y zapatos
usados y que ya no estuviera necesitando o que a sus hijos ya no les sirvieran.
Todos respondieron generosamente y cuando llegamos a la isla fue como si
hubiera sido Navidad. Las bolsas quedaron vacías rápidamente y les dejamos
todo lo que llevamos; cuando regresamos vimos a los isleños usar aquella ropa,
lo cual nos produjo sonrisas.
A veces nos invitaban a comer, y esta era considerada una invitación especial.
La primera vez nos invitaron a una comida después de la iglesia. Cuando
llegamos la comida estaba lista y caliente porque la habían estado preparando
durante el servicio de la iglesia en la estufa de piedra que nuestros anfitriones
construyeron detrás de su casa. El postre era leche dulce que tomamos en un
coco abierto a machete.
La segunda vez fue durante una visita a Fulaga. Anclamos cerca porque
escuchamos que la gente allí hacía objetos en madera y estábamos interesados en
ver y comprar algunas piezas de arte nativo. Fuimos en el bote y alistamos
nuestras billeteras. Nuestro grupo encontró mucho allí para llevar a casa y como
gesto de agradecimiento los nativos nos invitaron a quedarnos en la isla para la
cena.
Resultó que la cena era un evento cooperativo en el que parecía ser su “centro
comunitario” —básicamente un techo sobre el piso. Primero observamos cómo
una mujer extendió con mucho cuidado una pieza rectangular de tela muy
colorida en el suelo. Este, según descubrimos, era el mantel. Cuando fue el
momento, solo ciertas personas fueron invitadas a acompañarnos y todos nos
sentamos alrededor del mantel. Después trajeron unas ollas llenas de comida y
todos fuimos invitados a comer, pero no había tenedores ni platos así que
observamos cómo hacían los nativos para comer. Se asomaban a las ollas y
sacaban la comida directamente con las manos. Cuando ellos se dieron cuenta de
que nosotros no sabíamos cómo hacerlo, alguien consiguió platos y tenedores de
todas partes para que pudiéramos comer. La mayor parte de lo que comimos era
pescado y frutos de sus cosechas —aunque no pudimos identificar qué eran. Fue
un tiempo fascinante compartido con gente generosa. Esta fue una de nuestras
aventuras interculturales preferida.
Unas 500 millas al Este de Fulaga hay un grupo de islas llamadas Lau, y a
nuestra llegada un “emisario” nos dijo que el jefe quería vernos. Nos
apresuramos a ir a la orilla para encontrarnos con él y esa fue una experiencia
inusual —¿Habíamos hecho algo malo?
“Ustedes no se han reportado conmigo” fue su manera de saludarnos. “En esta
isla hay otros jefes, hay dos villas más pequeñas y cada una tiene su jefe, pero yo
soy el jefe principal, mi villa es la más grande y ustedes no se han reportado
conmigo”.
Nosotros habíamos asistido a una iglesia en una de las islas y ofrendamos
generosamente. Parece que el predicador de esa iglesia también era de la isla de
aquel jefe y aparentemente él se enteró de nuestra contribución y era obvio que
también quería algo para su gente.
En la plaza de cada villa hay una iglesia y la villa es construida alrededor de la
iglesia. El domingo en la mañana toda la gente se viste con su mejor ropa. Es
gente pobre, pero los hombres usan su corbata y se ven muy bien presentados
con su camisa blanca bien planchada. El pastor usa una chaqueta junto con su
sulu, que es lo que los hombres usan y la mejor manera de describirlo es una
falda enrollada que les llega a las rodillas. Las mujeres y los niños también están
muy bien vestidos. Cuando la familia entra a la iglesia, los niños en edad de
escuela se sientan juntos en sus bancas a la izquierda y el resto de la familia se
sienta junta en otro lugar.
El canto de los coros es asombroso y hay un “encargado”, un varón que camina
por todas las bancas con un palo. Si algunos niños están conversando o se han
quedado dormidos, él se encarga de llamarles la atención dándoles un golpe con
el palo. Además, mantienen un récord de las ofrendas a la hora de recolectarlas.
Los miembros privilegiados, cuando escuchan su nombre, caminan por el centro
de la iglesia hacia una mesa que ha sido arreglada para que ellos depositen allí
sus ofrendas —donde se encuentra el tesorero anotando en su libro lo que cada
uno da. Luego les solicitan a los turistas su colaboración y entonces en ese
momento todos aportamos.
Nuestros amigos nos preguntaban: “¿Cuánto dinero damos?” Yo les decía: “No
pueden darles mucho. Ellos son pobres. Si quieren darles $100 dólares, denles
$100 dólares. A lo mejor no vuelven aquí otra vez”. Los fiyianos nunca nos
olvidaron porque yo siempre, cuando me encontraba con el jefe, le daba $100
dólares o más para su iglesia. Él los recibía, revisaba la cantidad y luego se la
pasaba a la persona que estaba a su derecha, quien volvía y la contaba y se la
pasaba a una tercera persona —todo esto para darnos a entender que el dinero
iría a donde pertenecía. Si nosotros los invitábamos a bordo, ellos se interesaban
por todo lo que veían y se comportaban muy respetuosos, pero nunca mostraron
ni lo más mínimo de envidia por nada. Se veían muy contentos y felices con su
estilo de vida.
Nuestra familia ama el Pacífico por su belleza natural y por lo amigable de su
gente. Visitamos Fiji en tres ocasiones y hemos estado en muchas de esas
mismas islas, y mucha gente reconoce nuestro velero y se da cuenta de que
hemos llegado. Entonces nos dan la bienvenida y nos preguntan: “¿Vendrán a
visitarnos a nuestra villa?” Con frecuencia regresamos y compartimos con ellos
algunas fotos que hayamos tomado para que las pongan en la pared o en una de
las páginas coloridas de las revistas que llevamos. A ellos les encantan y
nosotros se las dejamos —si no las leen, les encuentran otros usos.
Cuando recuerdo estos viajes me doy cuenta de lo avanzada que es América en
comparación con muchos otros lugares del mundo. El Sur del Pacífico tiene un
sistema de economía simple. Su problema consiste en conseguir agua y comida,
pero la gente es muy hospitalaria y durante mi tiempo en aquellas islas he
aprendido que cada una tiene su propio encanto. “Bula vinaka” es su saludo
tradicional. Es fácil que los visitantes se lo aprendan y sirve para toda ocasión.
__________
DESPUÉS DE ATRAVESAR Australia llegamos al Océano Índico y al Oeste
de Seychelles, unas islas maravillosas a un lado de la Costa Este de África con
su ciudad capital y un buen aeropuerto. También nos aventuramos hacia Ciudad
del Cabo, en Suráfrica, navegando alrededor del Cabo de la Buena Esperanza,
lugares que son muy reconocidos entre los marineros por su clima difícil.
Vientos fuertes vienen de Antártica a 60 y 70 millas por hora cada cuatro días.
Incluso aunque estábamos amarrados en el puerto de Ciudad del Cabo, algunas
noches los vientos alcanzaban una fuerza de 60 millas por hora y hacían que
Indy se meciera notablemente. Una noche, con vientos a semejante velocidad,
nuestro barco se mecía de tal manera que parecía que estuviéramos en la película
The Perfect Storm.
__________
NUESTRO VIAJE EN INDY confirmó mi opinión de toda la vida respecto a la
aventura y al valor de experimentar conociendo lugares lejos del hogar y gente
de distintas culturas. Recordando el viaje con Jay cuando éramos jóvenes y
luego recorriendo Sudamérica veo cómo estas experiencias nos abrieron la
mente y el corazón.
Cuando Jay y yo manejamos hasta Nutrilite en California, al inicio de nuestro
negocio, parábamos en las montañas para esquiar. Esa era una nueva experiencia
para mí. Pusimos a prueba nuestras habilidades y resolvimos nuestros
inconvenientes como navegantes principiantes. Como padre neófito desde el
comienzo siempre animé a nuestra familia a viajar y experimentar lugares
extraños del mundo. También recuerdo la curiosidad de mi padre y su sentido de
aventura cuando tomaba los mapas y ubicaba en él lugares que apenas soñaba
conocer. Me siento muy afortunado de haber logrado realizar sus aventuras.
Las aventuras nos enseñan sobre posibilidades que nunca hemos imaginado,
nos ayudan a tener confianza en nuestras habilidades y nos animan a reconocer
que, aunque hay gente que vive de manera diferente a nosotros, en realidad no
hay diferencia en nuestras necesidades y aspiraciones como seres humanos.
Todos compartimos el mismo planeta y por el bien de nosotros y de los demás
debemos sentir curiosidad hacia el mundo, compartir nuestras culturas y
experiencias, y maravillarnos en la asombrosa creación de Dios.
Nos hicimos amigos con la gente en Fiji, y aunque somos americanos
prósperos que visitamos en un hermoso velero sus tierras, pudimos disfrutar
juntos en un servicio y en una cena en un día de domingo con ellos de manera
muy sencilla. Y a pesar de sus humildes recursos, ellos disfrutan una vida de
riquezas.
Recordando esta aventura me sorprende el tamaño de nuestro planeta y la
belleza de la naturaleza. Me siento muy bendecido al poder experimentar tantas
maravillas. En un enorme océano, bajo cientos de estrellas, donde las islas son
solo pequeños puntos en un mapa, hay una dimensión espiritual en esta
experiencia. Continúo maravillándome de la belleza de este mundo y de toda la
gente que lo habita. En nuestra vida civilizada nos dejamos envolver de horarios
apretados, de nuestra dependencia de la tecnología, viviendo en lugares con toda
clase de comodidades, y poca gente tiene la oportunidad, o ni siquiera el deseo,
de experimentar y apreciar la grandeza del mundo, su belleza y el placer de la
soledad y el silencio que reina en medio del mar. Me sentí fascinado de conocer
gente que vive para la aventura de sobrevivir en sus pequeñas lanchas en un
lugar del mar. Muy poca gente se sale voluntariamente de su zona de comodidad
para experimentar una aventura que los lleve más allá de su rutina diaria. Creo
que la gente que sí lo hace es aquella con la iniciativa y el deseo de mantenernos
siendo una civilización y una sociedad siempre en progreso.
Manteniendo mis promesas
AMWAY Y LAS EMPRESAS relacionadas con ella reportaron ventas en el
2012 de $11.3 billones de dólares siendo este nuestro séptimo año consecutivo
de aumento en las ventas. Hoy, nuestros mercados más grandes tuvieron en una
época regímenes comunistas —China, Ucrania y Rusia— y nunca soñaron que
un día tendrían la oportunidad de una economía libre. En el año 2013 Amway
comenzó la construcción de más fábricas en Estados Unidos, China, India y
Vietnam. Hoy NUTRILITE es la marca de vitaminas y suplementos alimenticios
#1 en ventas en todo el mundo y representa el 46% del negocio de Amway.
Y a pesar de semejante éxito tan arrollador todavía tenemos críticos que no
terminan de entender nuestra forma de hacer negocios. Por eso es que me
encuentro en deuda con todos aquellos distribuidores que se han quedado con
nosotros a lo largo de los años —nuestro primer grupo de Nutrilite con el que
Jay y yo comenzamos Amway; los distribuidores que se mantuvieron dedicados
durante las demandas del gobierno canadiense y de la FTC, y sin tener en cuenta
la publicidad negativa; y muchas gentes alrededor del mundo que se nos han
unido a pesar de las desconfianzas de sus gobiernos.
Hoy cientos de ellos son millonarios; miles son dueños de negocios exitosos; y
cientos de miles están ganando un ingreso adicional para ayudarse a sí mismos y
a sus familias porque se responsabilizaron de su propia vida beneficiándose de
una actitud positiva con la esperanza de desarrollar su potencial a través de una
oportunidad en el mercado libre. Millones de personas alrededor del mundo
tienen esta oportunidad que comenzó con dos jóvenes que simplemente
reconocieron el potencial de la gente y vieron en el espíritu humano su deseo de
alcanzar siempre “algo mejor”.
Frases como “Jamás lo hubiera soñado” o “Más allá de la más descabellada
imaginación” no describen en lo más mínimo cómo ha sido nuestro andar desde
hace 50 años, ni cómo este fenómeno se convirtió en toda una explosión. Me
siento orgulloso de que Jay y yo desde el comienzo enfocáramos nuestros
esfuerzos en ayudar a la gente y en darle una oportunidad. Ese sigue siendo el
secreto del éxito internacional de Amway.
Cuando miro en retrospectiva, creo que la única palabra que describe mis
sentimientos es agradecido. Vivo agradecido, no solo porque Dios ha bendecido
el éxito de nuestro negocio, sino además por el éxito de mi familia; por haber
nacido en América bajo la bendición de su libertad; por mi fe cristiana; y por
influencias que me enseñaron a ver la dignidad que hay en cada persona, a rendir
cuentas, a experimentar las recompensas del trabajo arduo y a darme cuenta del
poder de la persistencia y el potencial ilimitado.
Estos han sido siempre mis valores imperecederos a lo largo de mi vida y
nunca he vacilado en guiarme por ellos, no porque sea obstinado, ni porque
jamás haya considerado otros puntos de vista. Es porque estos sencillamente han
sido los principios que me han demostrado con el paso del tiempo ser la base
confiable para una vida exitosa, plena y llena de gozo —una vida que, no solo
me ha brindado recompensas a mí, sino también a muchos otros. Soy tolerante
con respecto a otras creencias, pero sencillamente no puedo poner en duda
cuales son las directrices que me han demostrado veracidad.
Recordando mi juventud, tal como la comenté en el primer capítulo de este
libro, pienso en lo agradecido que me siento de haber crecido en un hogar que
contó con la presencia de mi padre y de mi madre, de mis dos hermanas, y del
apoyo de la familia: abuelos, primos y demás familiares. Todos ellos fueron
empleados y jamás estuvieron esperanzados en recibir ayuda del gobierno si se
encontraban desempleados. Yo nunca supe que existiera la asistencia del
gobierno ni ninguna otra manera de recibir un ingreso que no fuera a través del
trabajo. Mi hogar fue el lugar en donde me enseñaron la importancia de trabajar,
donde me animaron a educarme. Fue allí donde aprendí los principios del trabajo
esforzado; allí vi el ejemplo de un padre que estaba siempre arreglando cosas y
haciendo cosas, y alentándome a que tuviera mi negocio propio.
Luego conocí a un chico a quien le impartieron las mismas enseñanzas y
valores que a mí, y con quien compartí un trasfondo familiar muy parecido, y
entonces hicimos un equipo inmejorable. Alguna gente nace con talentos, pero
nunca los desarrolla. A lo mejor discutían con su mamá en lugar de escucharla
cuando les decía: “¡Estudia esta noche!” Por eso solo aquellos que aprenden a
valorar el trabajo y la educación triunfan.
Todo esto me trae de nuevo al tema de la crianza, el hogar y la actitud. Dios
me bendijo al haber nacido en el hogar adecuado con unos padres y una familia
que se caracterizaron por ser trabajadores esforzados, desde mis abuelos —que
emigraron a este país porque querían salir adelante y darles una mejor
oportunidad a los hijos que esperaban tener.
Como padre de cuatro hijos, abuelo de 16 nietos y bisabuelo de dos bisnietos
me siento agradecido con la vida por mi hogar y mi familia. Mi primera casa con
Helen fue la que construimos en una colina con vista hacia un río. Y, aunque
esta casa ha cambiado de acuerdo a nuestras necesidades con el paso de los años,
todavía sigue siendo nuestro hogar, el lugar donde crecimos juntos y levantamos
nuestra familia. Cuando los chicos vienen, aún con todos los cambios que hemos
hecho, ellos siguen considerando esta casa como el hogar en el que crecieron, y
ha sido el hogar de Helen y mío durante más de 60 años.
Construir una familia exitosa, por supuesto, comienza con un matrimonio
exitoso. En febrero de 2013 Helen y yo celebramos nuestro aniversario de bodas
#60. Los años han sido buenos con nosotros. Recuerdo el inicio de nuestro
cortejo y veo que yo era un poco temerario y demasiado casual. Nos veíamos y
dejábamos de vernos por temporadas —creo que para Helen yo era un tanto
hablador y franco. Sin embargo, seguíamos saliendo juntos. Hoy pienso en la
bendición que ella ha sido y en cómo tomé con cierta ligereza esos años al inicio
de nuestra relación.
Nuestro matrimonio marchaba de la manera en que los matrimonios deberían
marchar; teníamos cuatro bebés saludables. Sin embargo, con el paso de los años
nos hicimos más conscientes y nos dimos cuenta de qué tan bendecidos somos a
la hora de la verdad —¡cuando se es joven uno pasa por alto todas las
bendiciones que tiene!
Nuestros hijos crecieron bien, se casaron y nos bendijeron con 16 nietos. Y
ahora hasta tenemos bisnietos. Nuestra bisnieta de dos años salta a mi regazo y
me llama bisabuelo. A lo mejor otros no logran entender lo que ella está
diciendo, ¡pero yo, sí!
Además, también espero que Amway siga creciendo. ¡Y esta ya no es una
cuestión de ser joven y dar las cosas por sentadas! Hace poco alguien tuvo que
recordarme que Amway necesita seguir creciendo. Un miembro de una junta
propuso durante una reunión cambiar ciertas operaciones para ahorrar millones
de dólares en los costos de envío. Entonces yo respondí con ligereza: “No me
interesa. Yo no necesito más dinero”.
“Correcto”, me respondió él, “pero yo sí”. Fue una gran respuesta. Él
necesitaba que Amway prosperara para prosperar él también. Mi respuesta fue:
“Sí, señor. Usted está en lo correcto y yo estoy equivocado”. Tenemos que ser
competentes y rentables para que la gente prospere. Si no crecemos, ellos
tampoco tienen la oportunidad de crecer, los salarios se estancan y las
oportunidades disminuyen. Por eso es importante que crezcamos hoy en
beneficio de los empleados y los distribuidores de mañana. Los distribuidores
que comienzan hoy tienen que saber que nosotros estaremos aquí para ellos —
que ellos tienen la misma oportunidad. Les he dicho a mis hijos: “Ustedes
tendrán que rodar este negocio en modo de crecimiento”. Amway todavía es una
parte importante de mi vida —pienso en ella, asisto a sus eventos y hablo con
alguna frecuencia. Todo eso me gusta.
Además tengo otros intereses que van más allá de Amway. Por el amor que
siento hacia América y hacia la libre empresa estoy trabajando con varios grupos
que están tratando de encontrar la forma de hacer de este un país más próspero
para más gente. Así como Amway, el país también necesita crecer. Si no crece,
los americanos tampoco crecen. Mucha gente no piensa en esos términos. Hay
quienes se sienten complacidos y felices al ver como están las cosas hoy. Pero
eso no es suficiente porque no están pensando en las generaciones venideras. Esa
es una idea paralela a la filosofía de Amway: necesitamos oportunidades para
que los individuos crezcan y prosperen y para que animen a otros a hacer lo
mismo.
Esto es cierto en el caso de nuestro país, de nuestras iglesias y de nuestros
negocios. La única forma de incrementar la riqueza de una nación es
incrementando los negocios de esa nación. Eso hace que haya mayor riqueza
disponible. El socialismo jamás ha funcionado a lo largo de la Historia, así que,
¿por qué estamos tratando de forzar a este país a irse a pique? No tiene ningún
sentido. Yo quiero que mi país siga siendo exitoso y estoy trabajando con otros
que quieren lograr esta misma meta.
Mi fe cristiana y todo lo que hago para darla a conocer también son una parte
de mi vida que se ha mantenido férrea durante todos estos años. La Iglesia y la
educación cristianas son las entidades con las que más contribuimos. Helen y yo
estamos enfocados en apoyar, más que todo, proyectos cristianos, comunitarios,
políticos y nacionales. Las bases de nuestra familia permanecen fuertemente
involucradas en proveer fondos para causas valiosas. Colectivamente, nuestra
familia ha donado millones, pero, si el gobierno aumenta las cantidades de
nuestros impuestos en gran manera, se hace más difícil disponer de mayor dinero
para donaciones. Si el gobierno se queda con él, entonces yo no puedo donarlo
—ni disfrutar de la dicha que eso representa para mí. Mi deseo de donarlo es
ponerlo en mejores manos que las del gobierno.
Sigo trabajando en el esfuerzo de reunir a la Iglesia Reformada en América con
las demás iglesias cristianas reformadas, y como muchos están de acuerdo con
esta idea, este se ha convertido también en su proyecto. Varias iglesias y
organizaciones están buscando unificación. Además quiero ayudar a otras
iglesias a convertirse, tanto en América como en el mundo. Los cristianos están
perdiendo su habilidad para testificar y por esta causa las iglesias desfallecen y
mueren. La cantidad de gente que acepta su salvación a través de Jesucristo no
está creciendo, aun a pesar de que esa es la responsabilidad primordial de la
Iglesia. No estamos haciendo muy buena labor en cuanto a esto.
Muchos líderes de la Iglesia ven que la cantidad de nuevos creyentes
disminuye y ellos intentan justificarse diciendo que no son buenos para traer
nuevos miembros. Yo les digo: “Mejor será que sean diligentes en el
cumplimiento de esa responsabilidad o la Iglesia morirá”. Si algún grupo de
Amway no continuara agregando nuevos miembros, yo le diría que va rumbo al
fracaso. Ese es el mismo reto que afrontan nuestras congregaciones.
_______
TODAVÍA SIGO INTENTANDO, desde mi función de toda la vida, ser un
animador y motivador que ejerza una influencia positiva sobre mis nietos y
bisnietos. Ellos son el futuro y, siendo yo un optimista consumado, creo que la
gente joven de hoy tiene la capacidad de construir un futuro exitoso, pero
necesita la guía de aquellos que ya lo hemos logrado. He visto cómo Amway,
por ejemplo, le ha ayudado a la gente a enseñarles a sus hijos a trabajar. Muchos
de los jóvenes cuyos padres están involucrados con Amway han aprendido cómo
planificar una reunión o cómo ayudar a saludar a la gente a la entrada de ella.
Algunos de los jóvenes que han hecho esto antes son ahora la segunda
generación de distribuidores, y ya hay una tercera generación de distribuidores a
la vuelta de la esquina. Pero, ellos pertenecen a familias que hablan acerca de
estas cosas y que consideran que el crecimiento de sus hijos es importante.
Además, estoy animando a mis nietos para que adquieran una educación mejor
que la que yo tuve. Que obtengan un título universitario e incluso niveles de
educación más avanzados porque ellos tendrán que competir a un nivel más alto.
Le dije a una de mis nietas que necesitaba terminar su universidad para que
estuviera al mismo nivel de sus hermanos y primos. Ella me dijo en forma de
broma: “Abuelo, ¿qué sabes tú al respecto? Tú no fuiste a la universidad”. Yo le
respondí: “¡Por eso mismo es que sé que es importante!” Ya tenemos nietos en
escuelas médicas y estudiando Derecho en universidades líderes de Michigan, y
otros están terminando otras carreras.
Helen y yo tenemos buenas relaciones con todos nuestros nietos y de vez en
cuando me buscan para que los guíe y los anime, porque, si algo soy, es su
motivador. Comenzar un negocio, comenzar a enfrentar la vida desde joven,
comenzar una familia —todo eso requiere de mucha fortaleza y coraje. Tienes
que dedicarte de verdad y trabajar con consistencia y persistencia.
Los padres necesitan trabajar en ayudarles a sus hijos a aprender a rendir
cuentas y a reconocer el valor del trabajo. Tenemos que interesarnos en nuestros
hijos, enseñarles cómo comunicar, ver que ellos adquieran la educación
adecuada y ayudarles a ver en dónde están parados. Necesitamos saber quiénes
son sus amigos y a dónde van a diario; asegurarnos de que hacen sus tareas y
dedicarnos a ayudarles a crecer lo mejor posible.
El hecho de conocerlos es solo la mitad de nuestras funciones. Una noche
estaba hablando con un grupo de amigos en Florida cuando alguien comenzó a
decir que sus nietos no lo llamaban con frecuencia. Yo dije: “¿Cuántos de
ustedes llaman a sus nietos?” Obtuve un silencio sepulcral como respuesta. Y
continué: “Como ustedes saben, los teléfonos funcionan en doble vía”. Nuestros
nietos viven ocupados y nosotros también. No es siempre fácil para ellos
permanecer en contacto. Yo simplemente tomo el teléfono y los llamó, pero los
jóvenes en estos tiempos son difíciles de encontrar porque ya ni siquiera
contestan su propio teléfono. ¿Necesitaremos aprender a enviarles textos si
necesitamos enviarles un mensaje? Yo lo intenté, ¡pero mis dedos son demasiado
grandes! Pero esas son solo excusas para no hacer un mayor esfuerzo para
aprender. Yo todavía sigo tomando el teléfono y llamándolos. Y tarde o
temprano me contestan.
He hecho muchas promesas a lo largo de los años y he dedicado mi vida a
tratar de cumplirlas. Durante los días más difíciles de la Segunda Guerra
Mundial, como presidente de mi clase en la secundaria, durante una graduación
pronuncie un discurso que expresó mi punto de vista optimista acerca del futuro
de América. Le prometí a Jay que tendríamos una gran amistad y que seríamos
socios de negocios. Le prometí a Helen ser su esposo fiel para toda la vida. Jay y
yo le pedimos a la gente que creyera en nuestro inusual negocio de Nutrilite y en
nuestros productos, y luego les pedimos que nos acompañaran a empezar un
nuevo negocio llamado Amway. Durante mis discursos he promocionado con
inquebrantable confianza la promesa de la libre empresa y del pensamiento
americano. Tomé en serio los consejos de mi padre sobre las promesas que les
hice a los empleados y a los distribuidores de Amway cuando comenzó a crecer.
Todavía tengo que vivir acorde con mi promesa a millones de personas a nivel
mundial de que Amway continuará creciendo y brindándoles la constante
oportunidad de triunfar, una promesa en la que mi familia me ha acompañado
desde entonces. Me siento cómodo haciendo estas promesas porque siempre he
sido un optimista consumado, lleno de esperanza.
Gran parte de mi éxito en la vida se ha debido a mi deseo por cumplir con mis
promesas. Pero las promesas solo pueden hacerse y mantenerse amparándonos
bajo un conjunto de verdades que guíen nuestra vida sin tambalear frente a
ninguna circunstancia. Como dice el conocido refrán: “Lo que es popular no
siempre es correcto. Y lo que es correcto no siempre es popular”. He tratado de
hacer lo correcto sin tener en cuenta las críticas, los estilos de vida cambiantes,
el partido que gobierne, ni a aquellos cuyas opiniones o influencia podrían
prevalecer en la sociedad en un momento dado. Las opiniones, las modas y las
tendencias vienen y se van. Pero jamás he podido discutir contra la sabiduría de
querer mantener mi frente en alto, ser persistente, creer en América y en la libre
empresa, tener una fe cristiana, amor por mi familia, dar cuenta de mis actos a
los demás y reconocer la dignidad que hay en cada persona.
Todas estas son creencias tan sencillas y valores que han ayudado a la gente a
tener vidas exitosas durante muchos años, pero, que infortunadamente, han
dejado de ser importantes para muchos. Me siento muy bendecido de que Dios
haya infundido estas verdades en mi vida y que me haya puesto en situaciones
para aprenderlas y experimentar su poder. Me siento más que agradecido de que,
a través de estas bendiciones, haya podido ayudar a tanta gente alrededor del
mundo a ayudarse a sí misma y a experimentar la plenitud de la vida que Dios
preparó para todos. Supongo que por eso fue que Él me hizo un motivador que
entendió que su misión en la vida era ver lo mejor en la gente y animarla.
Al planear un tributo hacia mí, recientemente, mi familia les pidió a mis
amigos que compartieran historias que ilustraran lo mejor posible quién soy yo
como persona. Me sentí conmovido por todas ellas, pero especialmente por la
siguiente, compartida por mi amigo y doctor, Luis Tomatis, y contada por uno de
mis nietos durante la reunión:
“Mi abuelo y el Dr. Tomatis viajaron a Washington, D.C. a reunirse con el
Secretario de Salud a hablar acerca del incremento en la donación de órganos. El
día estaba cubierto de nieve. La seguridad era más estricta debido al 9–11 y no
era permitido estacionar alrededor de media milla de la oficina hacia donde ellos
se dirigían, y por lo tanto les tocó caminar hasta llegar al edificio. Entraron al
elevador en el lobby y muchos estaban comentando sobre el mal tiempo y de
cómo tuvieron que caminar en medio de la nevada. Una persona que estaba en el
elevador iba en su silla de ruedas eléctrica y, como todos hacían bromas acerca
del mal clima, él dijo que en semejantes nevadas su silla de ruedas debería tener
parabrisas con limpiaparabrisas.
Al salir del elevador, ya iban por el corredor cuando el abuelo se dirigió al
hombre en la silla de ruedas y observó que sus gafas todavía estaban mojadas
con la nieve derretida. Al darse cuenta de que el hombre era cuadripléjico y que
no podía quitarse sus gafas, el abuelo se ofreció a limpiárselas. Sacó su pañuelo
de su bolsillo y le secó con cuidado las gafas. Luego se las puso de nuevo al
hombre, y con su dedo índice presionó con cuidado sobre ellas para asegurarse
de que estuvieran en su lugar. ‘¿Así están bien?’, le preguntó mi abuelo, a lo cual
este hombre paralítico en la silla de ruedas respondió: ‘Sí, gracias’.
El Dr. Tomatis anotó después: ‘Ahí estaba yo, un médico, y además teníamos
una persona de seguridad con nosotros, y sin embargo, jamás nos dimos cuenta
de que el hombre era cuadripléjico, ni se nos ocurrió que pudiera estar
necesitando ayuda, ni se la ofrecimos. Rich, no solo notó rápidamente el dilema
de esta persona, sino que, de una manera amorosa, se dispuso a ayudar a este ser
en necesidad’”.
He sido bendecido con el amor hacia la gente y sé que ver lo mejor que hay en
los demás y reconocerlos como hijos de Dios y como individuos únicos. Creer
en ellos ha sido la clave del éxito de Amway. Y además, creo en el éxito de las
familias, de nuestro país de nuestras comunidades ¡y de la vida misma!
Te dejaré con dos frases que han sido la clave de mi éxito: “¡Sé un
enriquecedor de vidas!” y “¡Tú puedes hacerlo!”.
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