Subido por VIISEM_AyL_OSCARURIEL

Asi se Escribe Un cuento - MEMPO GIARDINELLI

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Este libro se dirige a todos aquellos que am an el cuento literario,
ya como lectores, ya como escribidores. Todo aquel que guste de
leer cuentos, todo aquel que aspire a escribir uno, hallará una in­
calculable ayuda en los consejos que recorren estas páginas. En­
contrará aquí amenas disgresiones sobre el género, conocerá su
historia, sus limitaciones, sus horizontes, y especialmente se intro­
ducirá en la intim idad de algunos de los más grandes narradores
contemporáneos: Adolfo Bioy Casares, José Donoso, Carlos Fuentes,
Edmundo Valadés, Silvina Ocampo, EnriqueAnderson Imbert, por
mencionar unos cuantos, todos los cuales hablan en sabrosas en­
trevistas de su relación afectiva con el cuento y de sus propios co­
mienzos, dificultades, preferencias y hallazgos. JoséAgustín colabo­
ra con una sección especial sobre la narrativa actual en México, lo
que da a la obra una dimensión redonda.
Así se escribe un cuento es, pues, una referencia obligada para un
público amplísimo, desde adolescentes que comienzan su aventura
con la creación literaria hasta investigadores que se ocupan de la
literatura contemporánea, y m uy útil para todos los que se intere­
san por el género periodístico de la entrevista.
Así
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NUEVA IM AGEN
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© 1992, Beas Ediciones
Buenos Aires, Argentina
ISBN 950-796-007-4
Diseño de Portada: Bernardo Rosado
Así se escribe un cuento
Derechos reservados:
© 1992, Mempo Giardinelli
© 1998, Editorial Patria, S. A. de C. V.
© 2000, GRUPO PATRIA CULTURAL, S. A. DE C. V.
bajo el sello de Nueva Imagen
Renacimiento 180 Colonia San Juan Tlihuaca
Delegación Azcapotzalco, C. P. 02400, México, D. F.
Miembro de la Cámara de la Industria Editorial
Registro Núm. 43
ISBN 968-39-1550-7
Queda prohibida la reproducción o transmisión total o parcial del
contenido de la presente obra en cualesquiera formas, sean electrónicas o
mecánicas, sin el consentimiento previo y por escrito del editor.
Impreso en México
Printed in Mexico
Primera edición: 1998
Primera reimpresión: 1999
Segunda reimpresión: 2001
BIBLIOTECA
SRIA. DE EDUCACION PUBLICA
-Htninr
DIRECCION GRAL. DE ENSENANZA NORMAL
TVoííCí'a
sobre este libro
es un libro involuntario, nació por imperio del azar. Ajeno a mi
intención y no planificado, confieso que se fue haciendo solo. Co­
mo editor de la revista Puro Cuento, en los últimos seis años debí
escribir varios artículos sobre el cuento literario y el oficio de es­
critor, reflexiones que luego publicábamos en nuestras páginas y
que también, por diferentes motivos, aparecieron en diversos me­
dios de la Argentina y del extranjero.
Aunque soy consciente de las limitaciones que este conjunto puede
tener para constituirse en una completa preceptiva cuentística, de todos
modos considero que estos artículos pueden ayudar a redondear una. Sin
embargo, debe quedar claro que en este libro no hay recetas para escribir
cuentos, ni se deben esperar nuevos decálogos, ni esto pretende ser un ma­
nual del perfecto cuentista. Aquí no hay otra cosa que las observaciones,
apuntes y experiencias de un narrador con cierto oficio en la coordinación
de talleres literarios.
Durante estos seis primeros años — que arrancan en la primavera de
1986, cuando apareció el primer número de Puro Cuento— también me
dediqué a entrevistar a muchos cuentistas, aquí y allá. Nos encontramos
— como es frecuente entre escritores— en seminarios, congresos, ferias,
cenas, casas, bares, aviones, aeropuertos, y todos tuvieron siempre la ge­
nerosa cortesía de decirme que la revista era un hecho cultural valioso.
Posiblemente su forma de alentarme y apoyarme para que mi ánimo no
decayera fue acceder a estas conversaciones. Todas ellas se celebraron en
diferentes momentos, y en este libro se respetan las circunstancias en que
fueron publicadas: en cada caso se especifica la fecha aproximada en que se
celebró la charla, y por ello los datos bio-bibliográficos de cada entrevis­
tado corresponden al momento del encuentro (así, por ejemplo, Skármeta
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tiene hoy más de 50 años; Filloy no tiene 93 sino que está pisando los
100, etc.).
A medida que iba apareciendo la revista, bimestre a bimestre, lectores
y amigos advertían que se iba estructurando una pedagogía cuentística,
variada y plural, pues todas las conversaciones giraban en tomo del géne­
ro, y todas contenían un verdadero caleidoscopio de experiencias, enseñan­
zas, gustos y recomendaciones.
La idea de organizar este libro empezó a evidenciarse en el invierno de
1990: durante la convalescencia de una enfermedad, aproveché para releer
todas las entrevistas que había realizado hasta entonces y advertí que, en
efecto, en estos grandes escritores reporteados había tal diversidad de opi­
niones, sugerencias, posiciones, estéticas y puntos de vista que bien valía
la pena pensar este volumen. Como en aquel momento estaba terminando
mi novela Santo Oficio de la Memoria, postergué el proyecto pero conti­
nué haciendo entrevistas y escribiendo uno que otro artículo, que ocasio­
nalmente aparecieron en Puro Cuento. Sólo desde comienzos de este año
pude trabajar consistentemente este libro que el lector tiene en sus manos.
También quiero subrayar que esta obra es producto de la actividad pe­
riodística que más me agrada. Entrevistar a alguien siempre es placentero
porque significa conversar, indagar, aprender, intercambiar, compartir y/o
debatir ideas. Es un pequeño, íntimo y saludable ejercicio de inteligencia.
Que a su vez promueve otro pequeño, íntimo y saludable ejercicio: el de
la lectura, que es en este caso un acto de curiosidad, de intromisión anun­
ciada, de voyeurismo no clandestino. Por eso el lector de una entrevista
contempla un encuentro secreto, pero secreto sólo en apariencia porque
el encuentro ha sido celebrado para él. Es un acto de simulación, también,
porque entrevistador y entrevistado simulan que están solos, aunque sa­
ben que lo que digan será leído por otras gentes, diversas, desconocidas.
No deja de ser una exhibición, entonces, pero una exhibición pudorosa, go­
bernada por la búsqueda, es decir, por la cautela. Suele resultar, por lo tanto,
una exhibición de brillos. Y es eso — el brillo— lo que procura el entre­
vistador con sus provocaciones (toda pregunta es una provocación, una
exhortación a las ideas). De ahí que la devolución del entrevistado es casi
siempre el pensamiento lúcido, la frase contundente, la palabra inespera­
da, la idea original y refrescante.
De este modo, un libro de entrevistas resulta ser un libro de conocimien­
tos múltiples, una varia invención, una suma de discursos. Por ello, sostengo
que todo el conocimiento vertido en las declaraciones de estos autores con­
stituye una verdadera cátedra plural sobre el cuento literario. Aunque todas
las entrevistas se hicieron con un mismo propósito y giraron en tomo de una
misma idea — hablar del cuento, delinearlo, acotarlo dentro de precisiones
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que no necesariamente lo limitan pero sí lo clarifican— , la diversidad de
puntos de vista es, estoy seguro, uno de los aspectos más ricos de esta obra.
En mi opinión, el cuento es el género literario más moderno y el que
mayor vitalidad tiene. Por un lado porque — se sabe— el hombre y la
mujer jam ás dejarán de contar lo que les pasa. Por el otro, porque por muy
ajetreada que sea la vida humana, en estos tiempos y en los venideros,
siempre la gente tendrá cinco o diez minutos para saborear un cuento bien
contado. El cuento es un género que tiene asegurado el porvenir — suelo
bromear— al menos mientras la gente tenga mesas de luz, vaya al baño o
viaje en autobuses.
Este libro se dirige a todos aquellos que lo aman, ya como lectores, ya
como escribidores. Todo aquel que guste de leer cuentos, todo aquel que
aspire a escribir uno, hallará una incalculable ayuda en los consejos que re­
corren estas páginas. Encontrará aquí amenas digresiones sobre el género,
conocerá su historia, sus limitaciones, sus horizontes, y especialmente se
introducirá en la intimidad de estos autores (lo que suele llamarse “la cocina
literaria”), pues todos hablan de su relación afectiva con el cuento y de sus
propios comienzos, dificultades, preferencias y hallazgos. También, y así lo
espero, esta obra será de frecuente consulta para docentes e investigadores
que se ocupan de la literatura contemporánea.
A sí se escribe un Cuento debe casi todo, naturalmente, a cada uno de mis
entrevistados, todos los cuales fueron en extremo generosos por el tiempo
que me dedicaron y por las ideas que expusieron. Pero no sólo se trata de
expresar mi agradecimiento a ellos. También deben ser exculpados de todo
error, debilidad o defecto que pueda haber en las páginas que siguen, los
cuales en todos los casos se atribuirán exclusivamente a mí.
Finalmente, quiero dedicar este libro a Norma Báez, Marta Nos, Orfilia Polemann e Ignacio Xurxo, cuatro personas cuya invalorable amistad y
apoyo fue lo que verdaderamente permitió que yo pudiera acabar esta obra.
Aspiro también a que en ellos se simbolice mi agradecimiento a todos los
escritores, lectores y avisadores que me acompañaron en esa deliciosa
aventura que son las revistas Puro Cuento y Puro Chico, así como a todos
los que de una manera o de otra han permitido la sobrevivencia y acrecen­
tado el prestigio de esas publicaciones.
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Coghlan, Buenos Aires,
Junio de 1992
Primera Parte
Los textos
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En el principio,
fue la fábula
o todos los que empiezan a escribir conocen la vasta literatura
acerca del cuento, y mucho menos conocen la historia del cuen­
to. Es notable que, vaya a saberse por qué urgencias, por qué
distorsionada concepción de la cultura y del hecho creador, en
este país se produce tanto cuento (cuantitativamente) pero sin
tener las bases teóricas necesarias para que la obra esté sustenta­
da en un conocimiento, en un sistema de ideas. Es impresionante obse
que los que llegan a talleres producen — son capaces de producir— un
texto por día, o por noche, y a veces más. Creen en el espontaneísmo: que
sólo lo que surge de la fugaz y esquiva — y por qué no decirlo, a veces
tramposa— inspiración, tiene valor. Así es como nuestra cultura se ha ba­
sado más en el exitismo, en el golpe de efecto, en lo irrazonado, en la falta
de meditación suficiente que es sinónimo de carencia de profundidad, que
en la solidez formal que es el continente necesario de lo sustancial, de las
mejores ideas y de las buenas intenciones. El cuento — creemos— es sus­
tancial en tanto forma pura, y es resolución del “cómo” antes que del
“qué”, sin descuidar el “qué”, como advirtieron maestros como Juan José
Arreóla, Julio Cortázar, Edmundo Valadés y muchos eximios cuentistas
que también pensaron el género que hacían, y para quienes escribir no fue
un acto mecánico de simple catársis, una exorcización, sino que fue una
reflexión sobre el tiempo que vivieron.
En su célebre taller de la que luego fue la revista Mester, en México,
en los años 60, Juan José Arreóla enseñaba que la novela es un territorio
libre, en el que todo es posible. Años después, uno bien podría retomar
aquella idea y pensar que la literatura — toda ella— es un territorio libe-
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rado en el que gobierna la dictadura de la imaginación, única tiranía y
único autoritarismo admisibles para un artista. La metáfora es válida, tam­
bién — y especialmente— para el género que nos ocupa, el cuento, cuya
definición es ciertamente incierta, imposible, e improbable cualquiera sea
la que se formule.
Pareciera que la necesidad de definiciones es — en Argentina, al m e­
nos, donde se descalifica cualquier idea diciendo que las cosas no están
definidas— un mal de nuestro tiempo. Y pareciera que eso se debe a lo
insoportable que resulta vivir sin dogmas, sin claridades establecidas, sin
verdades evidentes. Vivir en búsqueda permanente, vivir definiendo es,
por supuesto, bastante difícil, arduo, trabajoso. Sobre todo trabajoso. E in­
tolerable para quienes necesitan que todo se les diga debidamente digeri­
do, tamizado y matizado.
El cuento, pues, es indefinible, y eso está bien. Esta sería una primera
idea a tener en cuenta a la hora de iniciar teorizaciones sobre este género.
No obstante, como bien ha señalado el maestro Edmundo Valadés, aun­
que de improbable definición el cuento tiene una cantidad de reglas que
si no lo definen, ni delimitan ni sujetan, al menos permiten identificarlo.
Y no es sólo su brevedad, su necesaria concisión, ni mucho menos su va­
riedad temática, lo que lo identifica.
Julio Cortázar, en sus charlas en La Habana, en 1963 — que se cono­
cen como “Algunos aspectos del cuento”— advertía que “en literatura no
hay temas buenos ni temas malos; hay solamente un buen o un mal tra­
tamiento del tema”. Con lo cual él se aproximó a una de las cuestiones
medulares del asunto: es un tratamiento determinado lo que define a un
cuento en sí mismo, lo que le asigna tal o cual calidad, o inolvidabilidad,
para decirlo con un término borgeano.
Incluso la cuestión de las leyes es discutible; si para Valadés son lo que
permite la identificación del cuento, para Cortázar “nadie puede preten­
der que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes, en
primer lugar porque no existen tales leyes, sino puntos de vista, ciertas
constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable”. De
lo cual se deducen dos coincidencias importantes: primero, que — existan
o no las tales leyes— no es conociéndolas previamente que se puede es­
cribir un cuento; y segundo, y en consecuencia, que el cuento en realidad
emite señales para su reconocimiento. Y es que, como territorio realmente
liberado, no tiene límites físicos, no admite esquematismos porque es pura
forma, puro contenido, pura resonancia.
La identificación del cuento, sus existentes o negadas leyes, sus terri­
torios y resonancias, son, en definitiva, su historia misma: el largo recor­
rido que empieza con las fábulas que contaba el esclavo Esopo y que es
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útil refrescar, a vuelamáquina, como conocimiento elemental para quienes
aman este género.
Antiguamente, como ha enseñado Enrique Anderson Imbert, “los cuen­
tos se confundían con las formas narrativas de la religión, la historia, la
filosofía, la oratoria”. Al parecer, fueron las culturas greco-latinas las que
lo constituyeron en género literario. La primera gran figura en la historia
del cuento autónomo es Luciano de Samosata (griego nacido en Siria, bajo
el poder romano, en el año 125, y muerto en el 192), quien escribió El cíni­
co, El asno y una vastísima obra en forma de diálogos morales primero, y
narraciones como hoy las conocemos, después. También habría que citar a
su contemporáneo Lucio Apuleyo (125-180, originario del norte de Afri­
ca), autor de El asno de oro (la historia de Cupido y Psiquis, tan trajinada
siglos después), y aún podría citarse, como lo hace Anderson Imbert, a Ca­
yo Petronio, quien vivió en el siglo I de esta era y de quien se conocen muy
pocos datos, entre ellos que fue autor del Satiricón (en verso y prosa) y fue
cuestionado y término suicidándose por orden de Nerón.
Según Anderson Imbert, el origen del cuento en sus formas breves
puede incluso “rastrearse en los inicios de la literatura, hace ya 4.000 años
(en textos sumerios y egipcios), como relatos intercalados y que luego se
van perfilando en la literatura griega (Herodoto, Luciano), como digre­
siones imaginarias con una unidad de sentido relativamente autónoma”.
Muchos autores coinciden en que el cuento es el género literario más
antiguo del mundo, aunque para algunos su consolidación literaria se al­
canzó tardíamente. Así lo sugirió Juan Valera en el siglo pasado: “Habien­
do sido todo cuento el empezar las literaturas, y empezando el ingenio por
componer cuentos, bien puede afirmarse que el cuento es el último género
literario que vino a escribirse”.
Pero también en otras culturas, de las que tenemos una enorme igno­
rancia, prosperó este género en forma de fábulas, de enseñanzas, de lec­
ciones de vida o de entretenimientos ejemplares. En China, en India, en
Persia, desde antes de la era cristiana, se creó una tradición cuentística for­
midable. Con fines religiosos, morales, pedagógicos, propagandísticos, el
cuento siempre estuvo “al servicio de”, en el sentido de que originalmente
el gusto estético no parecía ser — no era— su razón de ser.
Por ejemplo, en la India, el Panchatantra (circa siglos II a VI) consta
de 70 relatos fabulosos de principios morales recogidos para los hijos del
rey Amarasakti, relatos que hacen una colección de prosas y versos aforís­
ticos en cinco tratados (Panchatantra significa eso, en sánscrito). Su popu­
laridad en Europa fue tan extraordinaria que, durante toda la Edad Media,
se sucedieron las traducciones y su difusión. En la China antigua, aún an­
tes, el cuento en forma de fábula ya era popular y lo fue durante siglos.
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Concisas y en ocasiones brillantes, por lo vigorosas y vigentes, estas fábu­
las delataron la sabiduría del pueblo chino desde tres y cuatro siglos antes
de la era cristiana, sabiduría que en el siglo II de esta era se unificó durante
la dinastía Han, cuando se prohibieron las diversas escuelas ideológicas y se
consagró como oficial a la doctrina de Confucio.
Y es curioso anotar que la riqueza de aquella cuentística (caracterizada
por cuentos breves, fácilmente memorizables y repetibles) estuvo en la in­
tención satírica, en la discusión moral y religiosa, en la crítica social inclu­
sive. Y por eso mismo, al oficializarse en el siglo II la ideología dinástica,
consecuentemente los cuentos populares cayeron en desgracia, considera­
dos despreciables y en cierto modo reprimida su reproducción. Wei Jinzhi,
de la revista Literatura, de Beijing, señala por eso que “aunque las fábulas
siguieron produciéndose como siempre entre el pueblo, son muy escasas
las que pasaron a los libros”, y salvo algunos autores populares en los si­
glos VII y IX, la cuentística china no resurgió sino hasta los siglos XVI y
XVII, lo cual es toda una parábola sobre los pavorosos efectos de las cul­
turas oficiales unificadoras, y a la vez es una muestra del carácter subver­
sivo (en el sentido — de uso poco frecuente en la Argentina— de subvertir,
modificar, alterar, un orden conservador establecido) de los cuentos, de la
literatura, del arte mismo.
La Edad M edia y el Renacimiento estuvieron signados por la impor­
tancia del cuento, pero no, como podría pensarse — y muchas veces se ha
pensado— como un producto occidental, y mucho menos cristiano. Por
cierto, la cuentística que se inicia en España {El Conde Lucanor, de don
Juan Manuel), en Italia (Decamerón, de Giovanni Boccaccio), en Inglate­
rra (Los cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer), y aún los relatos
de las 1001 Noches, que son árabes, todos del siglo XIV, adopta aquellas
mismas fórmulas: lenguaje popular accesible, intención moral y/o satírica,
y una combinación dentro de lo que Anderson Imbert llamó “Un armazón
común”, todo lo cual era típicamente oriental.
Lo oriental, cabe subrayarlo, viene también del hecho de que no sólo
Luciano de Samosata era sirio. También fue oriental el macedonio Fedro,
que en el siglo I fue el primero en escribir fábulas en latín (las Fábulae
Aesoplae, inspirado en Esopo) y — nacido esclavo— fue enviado a Augus­
to quien lo liberó por lo bien que contaba. Y también Babrias, poeta griego
de origen sirio que en el siglo II puso en verso las fábulas de Esopo. Y por
supuesto, fue oriental Esopo mismo, nacido y criado en el siglo VI antes de
Cristo en Samos, isla del Egeo frente a la Turquía actual, en el Asia M e­
nor. Aun el descubrimiento de Esopo y sus transcriptores vino de oriente:
fue Máximos Planudes (conocido como Planudio), monje bizantino de Nicomedia quien tradujo al latín las fábulas esopianas que tuvieron tan
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grande difusión en la Europa medieval y de donde hoy las conocemos;
Planudio vivió y trabajó entre los siglos XIII y XIV.
Ya en el Renacimiento esas formas continuaron afianzándose, con obras
de enorme popularidad como el Heptamerón (de la francesa Marguerite de
Navarre; siglo XVI) y especialmente por Miguel de Cervantes Saavedra
(1547-1616) con sus Novelas ejemplares, que en realidad son lo que hoy
llam aríam os cuentos largos, o lo que los franceses designan como nouvelle en contraposición a la novela (román). También de ese periodo son
Los cuentos de mi madre la Oca, de Charles Perrault (Siglo XVII) y la lar­
ga obra de Jean de la Fontaine (1621-1695), quien fue autor no sólo de sus
célebres fábulas sino también de cuentos y novelas cortas, basado su tra­
bajo en Esopo, Fedro y los textos orientales en boga en la época.
Este repaso, necesariamente incompleto, sólo pretende mostrar el vigor,
la fuerza, la enorme y rica tradición del cuento, que admite asimismo otros
nombres consulares del género: el inglés Jonathan Swift (1667-1745) con
sus Viajes de Gulliver; el español Félix María de Samaniego (1745-1801),
fabulista de excepción y quien tras una pelea con Iriarte — otro famoso fa­
bulista de la época— mandó quemar su obra antes de morir, de la que sólo
se salvaron sus Fábulas morales, también inspiradas en Esopo, Fedro, los
orientales y La Fontaine; y por supuesto los crueles, perversos inventores
del mal llamado “cuento infantil”, predecesores de la singular ideología de
Walt Disney: los hermanos Jakob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (17861859) y el danés Hans Christian Andersen (1805-1875); y por qué no el
romántico alemán Emst T. A. Hoffman (1776-1822).
Ya en el siglo XIX, claro, el mayor de los cuentistas, quizá todavía insuperado, el maestro Edgar Alian Poe (1809-1849), inauguró una cuentística formidable y que tuvo, como es indudable, una enorme influencia en
los cuentistas de la segunda parte del siglo pasado: realistas, románticos,
negros, naturalistas (Maupassant, el injustamente poco recordado Leopol­
do Alas “Clarín”, Henry James, Antón Chejov, Robert Louis Stevenson,
O. Henry, Harte, Crane y tantos más, todos nacidos entre 1850 y 1860,
salvo Harte, del 39). E influencia, hay que decirlo, que cruza también la
cuentística del siglo veinte, y en América Latina es insoslayable desde
Quiroga.
En algún lugar leí que el crítico español Arturo Molina García sostiene
que “antes del siglo XIX el cuento se manejaba sin plena consciencia de su
importancia como género literario con personalidad propia. Era un género
menor del que no se sospechaban las posibilidades de belleza, emoción y
humanidad que podía contener su brevedad. Hubo buenos cuentistas, indi­
vidualmente considerados, con sello personal, pero fueron muy pocos, fue­
ron casos aislados que sorprendían como destellos. Lo que no había, desde
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luego, era una tradición cuentista, cuajada, en ebullición permanente, como
la que comienza a existir a partir del siglo XIX”.
En efecto, la tradición del cuento moderno se desarrolló en ese siglo. Y
a ello contribuyeron las infinitas publicaciones que abrían sus páginas al
cuento más o menos breve. Esto fue muy notorio en América Latina y po­
siblemente hoy podríamos explicar que esto se debía a las limitaciones de
la industria editorial. El espacio disponible en los medios obviamente era
favorable al cuento, o al folletín por entregas. Acaso ahí esté el antecesor
de la telenovela actual. Como fuere, en mi opinión, eso mismo fu e lo que
fortaleció al género en las Américas. Porque publicar novelas imponía la
necesidad de una capacidad industrial (papelera, impresora y encuader­
nadora) y requería de circuitos de distribución en librerías, que en América
no teníamos. Por eso las revistas fueron no sólo pioneras, sino que en ellas
coincidieron autores y público, y eso dio lugar al florecimiento del cuento
latinoamericano.
Cuento viene del latín contus, o cóm putus, y significa llevar cuenta; en
cierto modo, hacer que algo no se olvide. Como señala Valadés, mencio­
nando a Lubrano Zás: “llevar cuenta de una historia que se relata a fin de
que ésta, como quería Horacio Quiroga, entrañe totalidad”.
Ante la siempre fuerte tentación de intentar definiciones, cabe recordar
sólo algunas ideas bellísimas, como la de Borges cuando decía que era co­
mo entrever una isla en el mar: “Veo las dos puntas, sé el principio y el
fin; lo que sucede entre ambos extremos tengo que ir inventándolo, des­
cubriéndolo”. Igualmente sugestiva es aquella de H. A. Murena: “El cuen­
to es algo así como una gota de agua vista con una lupa, y por lo tanto en
ella está el universo entero”. O la de Juan Filloy, quien compara a la novela
con los grandes ríos y al cuento con los arroyitos de montaña, espontáneos,
inesperados. O las viejas ideas de Alberto Moravia, Ernest Hemingway y
otros, que repitieron como propias casi todos los autores del boom latino­
americano: que el cuento debe sujetar en su silla al lector; que significa aga­
rrar al lector del pescuezo y no darle respiro, no permitirle escapatoria una
vez que se lo ha enganchado con la primera frase. Y tanto más.
Homero — existiese él o haya sido una suma de gente— contó. Plu­
tarco en sus Vidas Paralelas; Julio César en sus Comentarii y Tácito en su
Historiae y sus Annales, todos en el primer siglo de esta era, contaron. De
hecho, uno podría pensar que toda la historia de la humanidad ha sido un
cuento. Ha debido serlo, para ser escrita. Y al ser escrita se ha eternizado
y, uno puede sospecharlo, ha provocado — viene haciéndolo— el inex­
plicable y maravilloso deseo — y tentación— que tiene cada hombre de
contribuir con una página — sólo una, por lo menos— en la historia del
cuento, que es la historia del Hombre.
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Relación de sucesos reales; narración oral o escrita de sucesos ver­
daderos o ficticios; pieza literaria de menor extensión que la novela; fábu­
la que se cuenta a los niños (¡y a los grandes!); chisme o enredo; noticia
falsa o fabulosa, son algunas de las imposibles — y todas ciertas, ¡mági­
camente!— definiciones de los buenos diccionarios. Por cierto, una sola
condición habría que señalar a cualquiera de ellas, y es que lo narrado, el
relato, además de riqueza y gusto en lo contado, debe captar la atención
del lector, debe interesarlo, y eso sólo es posible si éste lo cree. Metido en
el asunto narrado como si lo hubiera vivido — y viviéndolo mientras lo
escucha, mientras lo lee— es él el que com pleta ese acto de amor, acto
de dos que es el cuento. Para luego reproducirlo, volver a contarlo, a go­
zarlo y así seguir eternizando la belleza del arte de contar.
Este texto se publicó en Puro Cuento N° 1 (Nov. 1986).
B r e v e H is t o r ia
del
C u e n t o A r g e n t in o :
Los buenos cuentos
Raimundo Lazo, en Historia de la literatura hispanoameri­
cana, que “hasta la consolidación de la independencia política de
Sur América en la década de Ayacucho”, la literatura argentina se
expresaba “con la misma voz neoclásica de la época colonial y
rezagos de la cultura de la Colonia mezclados con ideas revolu­
cionarias del siglo XVIII francés, pero el espíritu de lo que se dice
y se escribe comienza a ser consciente, activamente argentino
Esa conciencia activa — en rigor, un sello de personalidad— apareció
primero en las innumerables piezas poéticas que trazan el arco imaginario
que va del Triunfo argentino (1808) de Vicente López y Planes (17851856) hasta el Martín Fierro (1872-1879) de José Hernández (1834-1886).
En la prosa narrativa y ficcional, ese espíritu se hace presente en el roman­
ticismo de Esteban Echeverría (1805-1851) autor de El matadero, narra­
ción que es unánimemente considerada como inicio del cuento argentino,
si bien Adolfo Prieto ha señalado que “por las características que acom­
pañaron a la difusión de este relato y por la extrañeza con que el mismo
se inserta en la producción total del escritor, El matadero se propone co­
mo una pieza extravagante, como un fenómeno literario que merece una
atención particular. Escrito, por lo que puede deducirse, entre 1838 y 1840,
el relato permaneció inédito nada menos que hasta 1871”, año en que lo
rescató Juan M aría Gutiérrez (1809-1878), editor de la$ obras completas
de Echeverría. El tema del cuento es claramente político, pero la idealiza­
ción del joven unitario no es su mérito principal, sino el tono costumbrista,
la descripción ambiental y humana de los matarifes y sus hábitos, y, en
general, la enorme y rica expresividad y realismo.
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A Echeverría lo siguieron otros narradores de recia personalidad, tam­
bién vinculados al quehacer político: José Mármol (1817-1871); Vicente
Fidel López (1815-1903), autor de la primera novela argentina: La novia
del hereje (1842); Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888); Juan Bautis­
ta Alberdi (1810-1884) y Bartolomé Mitre (1821-1906), también se ubican
en el romanticismo, corriente que dominó casi todo el siglo XIX. Fuer­
temente vinculados — en sus vidas y en sus obras— al devenir político del
país, todos se vieron obligados a diversas temporadas de exilio. Curiosa­
mente, quien Raimundo Lazo considera “el más completo hombre de letras
de la generación de los proscriptos” — Juan María Gutiérrez— se destacó
como crítico y antologador, pero no como ficcionista.
En cambio Eduardo Gutiérrez (1853-1890), a pesar de su corta vida, sí
dejo una extensa producción ficcional: más de treinta novelas y cuentos de
tipo folletinesco, que dieron lugar a obras de teatro y pantomimas de circo
de extraordinaria popularidad. A él se debe el famoso Juan Moreira (1886)
y, en cierto modo, el paso del romanticismo al realismo, que también em­
pezó a vislumbrarse desde las primeras narraciones de Eugenio Cambaceres (1843-1888). Este “aplicó a su modo — dice Lazo— el naturalismo
de Emile Zola en novelas que se convierten en m ateria de polémica y
escándalo” en la década de los ochenta. Sus relatos, truculentos, abordan
temas jam ás tocados hasta entonces: costumbres, sexo, intereses materia­
les y mezquindades humanas.
Menos naturalista, pero dentro del realismo costumbrista, cabe citar
también los relatos de Lucio Vicente López (1848-1894). Pero la revisión
de la narrativa y el cuento argentinos del siglo XIX resultará inevitable­
mente incompleta si no se considera a la asombrosa cantidad de narradoras
(se contaron por decenas) que la historiografía literaria nacional — in­
variable fuente de injusticias— ha ignorado rigurosamente. Este recuento
quiere evocar, por lo menos, a tres extraordinarias cuentistas: Juana M a­
nuela Gorriti (1816-1892), Juana Manso (1819-1875) y Eduarda Mansilla
(18381892).
Hacia el fin del siglo pasado se pusieron de moda otros textos narra­
tivos: relatos de viaje, autobiografías y diversas formas de apuntes cos­
tumbristas en forma de cuentos. Entre sus autores se contaron Lucio V.
Mansilla (1831-1913), Miguel Cañé (1851-1905), Eduardo Wilde (18441913) — quizás uno de los más reconocidos cuentistas de su tiempo— y el
francés Paul Groussac (1848-1929), autor de una nutrida obra creativa, his­
tórica y crítica, pero mucho más conocido por haber fundado en 1885 la
Biblioteca Nacional que dirigió hasta su muerte.
Acaso cabría aun considerar a otros “cuentistas de menor volumen, o
por haber muerto jóvenes o por haber escrito poco”, en palabras de Ar­
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turo Berenguer Carisomo. Entre ellos: Bartolomé Mitre y Vedia (18451900), José María Cantilo (1840-1891), Carlos Monsalve (1864-1940) y
Eduardo L. Holmberg (1852-1937).
El cuento modernista, aunque suele ser muy poco estudiado, tuvo en
su momento una enorme difusión. Tal es la hipótesis de Lea Fletcher: “En­
contramos más de cien publicaciones aparecidas entre 1890 y 1910, que
fueron indispensables para los escritores modernistas de la época”. En
tanto Buenos Aires fue uno de los epicentros continentales del movimien­
to, la cosa va mucho más allá de los autores que siempre se consideran co­
mo epígonos del modernismo (Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Manuel
Gutiérrez Nájera y Amado Ñervo).
La mayoría de los poetas practicaban también formas cuentísticas, y en
particular el cuerno breve, con temáticas cosmopolitas y/o fantásticas opues­
tas al hasta entonces vigente costumbrismo o al realismo a lo Emile Zola.
Señala Alfredo Veiravé en su estupenda “Literatura Hispanoamericana ”
(Kapelusz, 1976) que “en su intento por destacar una nueva sensibilidad ar­
tística y crear mundos imaginarios e irreales, el cuento modernista sustituye
la realidad cotidiana y abunda en ambientes parisienses”. Ese exotismo, co­
mo lo llama, primero espacial o geográfico, es creador de una “gran corrien­
te que se prolonga hasta el siglo XX y que se puede definir como literatura
fantástica”.
Según Veiravé, “las características esenciales del cuento modernista
son: 1) El lenguaje preciosista es el centro del relato; 2) El narrador guía
al lector hacia un mundo artificioso; 3) Los personajes se mueven en am­
bientes exóticos, irreales o soñados; 4) La acción es discontinua y el autor
interrumpe el hilo narrativo con digresiones poemáticas; 5) La descripción
— que se impone sobre la narración— es rica en impresiones sensoriales;
6) Los cuentos carecen de tensiones sociales o conflictos psicológicos”.
Para Fletcher. en los veinte años de prosperidad y pobreza que corren
de 1890 a 1910 los cuentistas de esta corriente fueron fieles al hilo prin­
cipal modernista, que fue básicamente un movimiento poético. Ya desde
1880, en los dianos porteños aparecían autores franceses que anticipaban
el estallido postenor modernista, especialmente a partir de la vinculación
de Darío con la Argentina. Aunque llegó a estas playas en 1893, ya que se
conocían cuatro cuentos publicados aquí en el Almanaque Sudamericano,
en El Pasatiempo (Almanaque Peuser) y en Tribuna.
La presencia de Darío en la Argentina dominó la escena cultural na­
cional, y en lo literario — Fletcher dixit— “el movimiento, como un soplo
de aire fresco y renovador, se apoderó del clima intelectual”. En esos tiem­
pos abundaban las tertulias literarias, tradicionalmente organizadas por
personajes como Rafael Obligado (inspirador del famoso Ateneo) o en
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librerías como la de Moen o la de Espiasse, muchas ubicadas en la calle
Florida.
Roberto Giusti ha señalado que una “pacífica modorra” reinaba por
entonces en la cultura porteña. “Una persona de medianos recursos podía
adquirir, si lo deseaba, todos los libros impresos en el país. Editores pro­
piamente no los había. El autor se pagaba la edición”. En ese contexto,
rastreando innumerables publicaciones, Fletcher ha podido establecer la
riqueza del movimiento modernista, que dio “un importante número de
cuentos ignorados” y una serie de nombres hoy de poca significación
cuentística como, entre otros, los hermanos Emilio y Luis Berisso, Leo­
poldo Díaz, Eugenio Díaz Romero, Angel de Estrada(h), Alberto Ghiraldo, Martín Goycochea Menéndez y Belisario Roldán.
Según Lazo, a los modernistas los continuó “una nueva generación li­
teraria, la de los autores nacidos en la penúltima década del siglo XIX, que
ya es la de la transición postmodernista al siglo XX”, entre quienes cita a
Evaristo Carriego, Baldomero Fernández Moreno, Enrique Banchs, A rtu­
ro Capdevilla, Oliverio Girondo y Alfonsina Storni — casi todos poetas
antes que ficcionistas— y a narradores como Alberto Gerchunoff (18831950), Benito Lynch (1880-1951) y Ricardo Güiraldes (1886-1927), ade­
más de Leopoldo Lugones (1874-1938) y Enrique Larreta (1875-1961).
Lo cierto es que con el 1900 se abrieron “tres perspectivas perfec­
tamente diferenciadas”, en palabras de David Lagmanovich.
El cuento artístico: entendido el adjetivo “artístico” en sentido estricto,
cultivado fundamentalmente por Lugones y “con sujeción clara a los dic­
tados de la estética modernista”. Son cuentos que “resumen muchas lectu­
ras”, “impregnados de saber clásico” y de inquietudes cientificistas. Las
fuerzas extrañas es un libro paradigmático de esta corriente en el que se
observan rasgos como el “sentido preciso del cuento como objeto unitario”,
el “cultivo de un registro temático que de alguna manera sintetiza inquie­
tudes importantes”, y todo elaborado “desde una posición esteticista y
ajena al contexto social”. Otro caso sería el de Atilio Chiáppori, contem­
poráneo de Lugones, cuyos cuentos se sitúan “en el confín de lo normal
y lo patológico, lo manifiesto y lo oculto, el adorno preciosista del mo­
dernismo y la preocupación por lo trascendente”.
El cuento costumbrista: segunda perspectiva entre cuyos epígonos hay
que citar a Roberto J. Payró (1867-1928) y Fray Mocho (José Sixto Álvarez, 1858-1903), que vienen de la tradición de Echeverría, Juan María Gu­
tiérrez, Alberti, Obligado, Gorriti, Cañé, Lucio V. López y Eduardo Wilde.
“Demasiado hincapié se ha hecho en que los cuentos de Fray Mocho no
son cuentos en sentido estricto”, advierte Lagmanovich, al menos en cuan­
to a la estructura que hoy llamamos “cuentística”, pero en cambio en esos
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relatos hay un “proyecto de descripción de una sociedad transformada por
el desarrollo económico, la inmigración y las nuevas prácticas políticas”.
Además allí aparecen las cadencias del habla coloquial, el distingo de los
niveles sociales de lenguaje. El otro paradigma sería Payró con su Pago
chico, especie de “costumbrismo reformista”, pues sus cuentos están con­
cebidos “en forma más orgánica” para mostrar el tramado social y “la cri­
sis total de los valores éticos del orden conservador”. Además, la obra de
Payró “se centra en lo urbano y asume sin tapujos lo político”.
El cuento regionalista: es la tercera perspectiva y su máximo expo­
nente es el uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937). “Si — dice Lagmanovich— dejamos de lado la innegable pericia técnica del narrador (que lo
aproxima a Lugones, su modelo inicial, así como a algunos de los Cuentos
de muerte y de sangre, 1915, de Güiraldes), la otra novedad quiroguiana
consistiría en la explotación sistemática de los motivos de una región
americana, con especial atención a la interacción de hombre y ambiente
natural”. Se trata, para Lagmanovich, de una “reformulación de los prin­
cipios del nativismo o criollismo" del siglo XIX. En esta línea se presta
“atención específica a las características del drama humano”, se desen­
gancha al género “de sus connotaciones tradicionalistas hispanizantes” y
se lo torna “ideológicamente más flexible y más representativo de una
confusa realidad americana”. Los cuentos de este costumbrismo quiroguiano muestran estas “características de la heterogeneidad: hombres con
una confusa noción de patria y hombres sin patria, criollos y gringos,
hablantes nativos y no nativos, la lengua española en competencia con el
portugués y el guaraní; la frontera, en fin. . Esta concepción — cabe sub­
rayarlo— se extiende a todo el siglo y está también presente en autores
como Juan Carlos Dávalos, Fausto Burgos, Pablo Rojas Paz y muchos
otros, y aun llega a nuestros días. “Cuentos que no están centrados única­
mente en el interés de lo contado sino también en la estructura del contar,
cuentos que integran al hombre con su paisaje y con su historia, cuentos,
en fin, que son dignos antecesores de las construcciones narrativas de es­
critores de las últimas promociones, pero también ‘del interior’ (expresión
que pongo entre poderosas comillas, no sólo gráficas sino sobre todo men­
tales, porque alguna vez hay que revisarlas a fondo), como Daniel Moyano, Juan José Hernández o Héctor Tizón”, Lagmanovich dixit.
El cuento quiroguiano ha ejercido tal influencia en la Argentina que,
por esa razón, siempre lo hemos considerado nuestro. Y es que Quiroga,
desde el modernismo de Los arrecifes de coral (1901) hasta Los desterra­
dos y El más allá publicó lo que, en opinión del autor de esta nota, es la
saga cuentística más vigorosa, personal e influyente de todo el siglo. Ver­
dadero inspirador de una manera de narrar, basada en Poe, Pushkin y
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Dostoievsky, Quiroga es sin lugar a dudas uno de los padres del cuento
argentino y latinoamericano.
Roberto Yahni ha afirmado que “quizás ninguna manifestación literaria
en la Argentina refleje de manera tan adecuada los cambios, las actitudes
y las contradicciones del país como lo ha hecho la narrativa”. Aunque esa
afirmación es válida y universal siempre, y para cualquier país, es cierto
que el cuento literario ha acompañado la formación misma de la nación
argentina.
“Como manifestación más o menos coherente y unitaria tiene su origen
en la Argentina en la llamada generación de 1880 — dice Yahni— . Este
grupo de hombres públicos y periodistas, más que verdaderos escritores
fueron, ante todo, los primeros organizadores y administradores del país.
Escribir fue para ellos el complemento necesario a tantos momentos de
lucha y cambio por ellos mismos propiciado”. Cita a Miguel Cañé, Lucio
V. Mansilla, Eduardo Wilde, Eugenio Cambaceres y Julián Martel, seu­
dónimo de José María Miró (1867-1896). “Con sus obras, el naturalismo y
el realismo aparecen en la literatura argentina. Lentamente comenzaron a
verse la ciudad, sus transformaciones, su idioma y cierto incipiente color
local”. A partir de allí, el fin del siglo pasado permite apreciar en estas tie­
rras más cambios que los producidos en toda su historia anterior. Y con el
siglo XX “la imagen del escritor profesional comienza a surgir”.
Yahni cita al año 1906 como el de la aparición de cuatro obras funda­
mentales: Cuentos de Fray Mocho, Las fuerzas extrañas de Lugones (quien
pudo ser considerado “el primer escritor verdaderamente profesional en la
Argentina”), El casamiento de Laucha de Payró, y Alma nativa de Martiniano Leguizamón (1858-1935).
Costumbrismo criollo en Álvarez; cientificismo e inicio de la literatu­
ra fantástica en Lugones; realismo crítico en Payró; narrativa nativista en
Leguizamón. A partir de allí se estructuran líneas que serán constantes de
toda la narrativa argentina hasta nuestros días.
La plenitud del realismo, según Yahni, se alcanzará poco después, en
1916, con El mal metafísico de Manuel Gálvez (1882-1962), mientras el
campo argentino y lo rural lo alcanzará con Los caranchos de la Florida,
de Benito Lynch (1885-1951).
Paralelamente, fue considerada en esa época la obra de un escritor del
noroeste que supo hacer de los valles y montañas calchaquíes un rico
mundo cuentístico: Juan Carlos Dávalos (1887-1959). En cuanto al cuen­
to urbano, hacia 1922 apareció un autor que literalmente encantó a Bue­
nos Aires: Arturo Cancela (1892-1957), lleno de agudeza en sus relatos y
de un “humorismo al modo del de Anatole France”, según Berenguer Carisomo.
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Pocos años más debieron pasar hasta que, en 1926, se publicaron otras
obras defmitorias para la narrativa argentina: Don Segundo Sombra de
Ricardo Güiraldes (1886-1917), paradigma de nacionalismo, neogauchismo y vuelta a la tierra, y El juguete rabioso, primera novela de Roberto Arlt
(1900-1942) que se ocupa del burgués urbano, pesimista, cruel y hasta ex­
cesivo. En opinión de Yanhi, estas dos obras “representan, complementán­
dose, todo el conflicto narrativo de su momento, con estas dos obras de tan
distintas direcciones se define y aglutina el proceso de unidad y diversidad
que, tanto en la prosa narrativa como en las demás manifestaciones, carac­
teriza nuestra literatura” .
Siguiendo a Horacio Jorge Becco, cabría recordar también una serie de
antologías de cuentos en las que se podrían encontrar verdaderas joyas
hoy olvidadas del cuento argentino. Por ejemplo: Cuentistas argentinos
de hoy, de José Guillermo Miranda Klix (publicado por la Editorial Cla­
ridad en 1929), y Los mejores cuentos (Selección de Manuel Gálvez, Edi­
torial Patria, 1919).
Durante el gobierno de Alvear (1922-1928) se gesta la controversia de
los grupos de Boedo y Florida, momento que para muchos autores fue el
de más activa polémica literaria en la Argentina, pero que para quien firma
esta nota acaso sólo fue el más mitificado posteriormente. Aquel antago­
nismo — que tantos ríos de tinta ha hecho correr— tuvo mucho de leyen­
da esquemática: los cajetillas de Florida, esteticistas y renovadores, versus
los proletarios socialistas de Boedo. Ni tanto ni tan poco. Seguramente, lo
más interesante fue que la vehemencia de algunos intercambios permi­
tieron darle status periodístico a la literatura. Con el golpe autoritario de
1930, lo que entró en crisis fue un modelo de sociedad, de comportamien­
to y la miseria se generalizó junto con el pesimismo. Y Jorge Luis Borges
(1899-1986) empezó a pasar a la historia como epígono martinfierrista,
mientras que en cierto modo Roberto Arlt lo sería del boedismo. Otros
excelentes cuentistas participaron de aquel supuesto enfrentamiento, por lo
menos, Elias Castelnuovo (1893-1980), Leónidas Barletta (1902-1974),
Roberto Mariani (1892-1946) y Alvaro Yunque (1890-1982).
Respecto de estas dos corrientes, David Lagmanovich llama cuento
arltiano al que se inicia en los años treinta con El jorobadito. Allí se pro­
duce — dice él— una “importantísima síntesis entre el cuento artístico y el
costumbrismo”, lo que la vuelve “inclasificable: ni tan sólo costumbrismo
ni tan sólo cuento artístico; ni tan sólo realismo, ni solamente literatura
fantástica” . En cuanto al cuento borgeano, para Lagmanovich aparece en
los años cuarenta con Ficciones (1944) y El Aleph (1949), en los que hay
“un manejo nuevo del cuento, un tratamiento distinto de la noción de ser
argentino que se apoyó en sus ensayos y en sus poemas; que han subsu-
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mido el criollismo de muchos de sus poemas y ensayos iniciales, el pin­
toresquismo de impulsos primeros, las aperturas hacia los mundos de la
imaginación”. En Borges, el nuevo protagonismo es el del lenguaje, “la
posibilidad de pensar una obra en términos de su lenguaje, lugar absoluto
de encuentros y realizaciones”. En la desdichada década de 1930 — que
fue la del apogeo de Arlt y de Lugones— aparecieron muchísimas obras
que hoy suelen ser poco recordadas. Pero, entre las que quedaron como
referenciales, es forzoso citar Radiografía de la pampa (1933) de Ezequiel
Martínez Estrada (1895-1964); Historia de una pasión argentina (1937) de
Eduardo M allea (1903-1982), los primeros cuentos de Borges y de Silvina Ocampo (1907), y las primeras prosas (cuentos y novelas) de Adolfo
Bioy Casares (1914). De entre lo que casi nadie recuerda de ese período,
hay que mencionar por lo menos a los Cuentos de la pampa (1933) de M a­
nuel Ugarte (1878-1951).
De la narrativa creada durante el peronismo hay que destacar la
producción de Leopoldo Marechal (1900-1970), Manuel Mujica Láinez
(1910-1984), Julio Cortázar (1914-1984), Ernesto Sábato (1922), José
Bianco (1908-1986), Bernardo Verbitsky (1907-1979), Roger Pía (19121982), Bernardo Kordon (1915), Enrique Wernicke (1915-1968), nom­
bres — entre muchos otros— cuya sola mención habla de una asombrosa
variedad de preocupaciones ético-estéticas, y que incorporó los proble­
mas del país a la literatura, se ocupó de ellos y los trató desde muy diver­
sas perspectivas estilísticas: lo fantástico, el realismo, la crítica política y
social, la psicología y la perfección formal dieron a la narrativa argenti­
na, y en particular al cuento, un lugar privilegiado en la literatura latino­
americana.
En estos años también se publicaron algunas antologías hoy de difícil
acceso, como Cuentistas argentinos del siglo XIX, de Renata Donghi de
Halperín (Angel Estrada Editores, 1950), varias recopilaciones de Susana
Chertudi, de Antonio Pagés Larraya, y las que hizo Rodolfo J. Walsh para
la casa Hachette.
Pero, indudablemente, la obra cuentística más personal y poderosa de
este periodo fue la de Cortázar. El cuento cortazariano irrumpe en los años
cincuenta con varias obras originalísimas: Bestiario (1951), Final del ju e ­
go (1956) y Las armas secretas (1959). En Cortázar, una vez que rompe
con la influencia de su maestro Borges, aparecen nuevas características
esenciales, señala Lagmanovich: “La absoluta libertad de la literatura, la
intención de convertir en literatura cuanto se toca, la total literaturización”. Son tan fuertes estas características que “es imposible medir la
influencia de Cortázar en los cuentistas que le suceden”. Cortázar va más
allá de Borges porque “el uso del subtexto literario no requiere la cita
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explícita, sino que suele mantenerse como fenómeno latente” ; y también
va más allá de Arlt, porque en sus registros lingüísticos “combina el hu­
mor de la calle y el café de Buenos Aires con el humor surrealista, y desde
esta perspectiva observa a sus congéneres con resultados sorprendentes”.
Ya en los años sesenta y setenta, y sin dudas a la sombra pavorosa del
ya mundialmente consagrado Borges, y de la cuentística cada vez más
reconocida de Cortázar, el cuento en la Argentina adquiere nuevo relieve
con la obra de M arta Lynch, Beatriz Guido, Pedro Orgambide, Hum ber­
to Costantini, M arco Denevi, Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Juan José
Hernández, M artha Mercader, David Viñas, Abelardo Castillo, Juan Jo­
sé Manauta, Germán Rozenmacher, Juan José Saer, Héctor Tizón, Daniel
M oyano, Ricardo Piglia, Miguel Briante, Andrés Rivera, A ngélica Gorodischer, y muchos más. Según Lagmanovich, en los sesenta “se produ­
ce una verdadera eclosión o florecimiento del cuento argentino, a través
de autores que, en medidas diversas, combinan sus percepciones per­
sonales con la lección de Arlt, la de Borges o la de Cortázar”.
Y es que si “a principios del siglo se podía ser larriano o balzaciano; y
más adelante se pudo ser lugoniano o quiroguiano”, estas tres presencias
resultaron gigantescas, “pero no se es ya arltiano, borgeano o cortazariano”, sentencia Lagmanovich con un optimismo que quien firma esta
nota no acaba de compartir. Según Lagmanovich, ahora “estamos más allá
de la era de los maestros (...) y (...) cada cuentista aspira a crear su uni­
verso propio”. Lo cual no deja de ser discutible, claro, porque sin dudas
todo escritor, desde Homero a cualquiera de nuestros días pasando por
Cervantes, Dostoievsky, Borges y quien se quiera mencionar, aspiró a crear
su propio universo.
Quien firma estas líneas no es más que un observador bastante privile­
giado: como editor de la única revista dedicada exclusivamente al cuento
literario que se edita en la Argentina, desde hace seis años no hace otra
cosa que leer miles de cuentos producidos a lo largo y a lo ancho de este
inmenso país, e incluso centenares que se reciben de todo el mundo. Su
visión del cuento argentino es, entonces, puramente intuitiva, no académi­
ca y, por eso mismo, acaso equivocada.
Pero este autor sí cree tener alguna idea acerca del cuento literario en
la Argentina desde que empezó a haber cuento en estas tierras, a partir de
El matadero y hasta mucho más acá de las trajinadas obras de Borges y
Cortázar. Y en base a ello afirma que, entre los sesenta y setenta y los
actuales noventa, lo que más se debe subrayar y destacar es la incesante
continuidad creativa de la producción cuentística argentina, tan plural y
rica como para inhibir a este autor de hacer nombres, en la seguridad de
que, de hacerlo, esta nota cometería imperdonables olvidos. Basta señalar
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que, en tanto editor, en los últimos seis años ha publicado más de un cen­
tenar de calificados cuentistas contemporáneos, la mayoría de los cuales
está en plena actividad. Esto permite pensar, a modo de conclusión, que el
cuento argentino, de aquí a fin del milenio y más allá, seguramente con­
tinuará siendo expresión de una creatividad, que, a los argentinos, no pue­
de menos que enorgullecemos.
Hoy, después de casi nueve años de democracia, muchas cosas han
cambiado en la narrativa argentina, y sin duda la evaluación de nuestra
cuentística alienta una visión positiva. Nuestra narrativa breve no ha deja­
do ni por un momento de ser impetuosa y riquísima.
Finalmente, sólo restaría destacar el contraste entre la constante au­
sencia de mujeres cuentistas en casi toda nuestra historia de antologías
cuentísticas, y la producción que protagonizaron. También esto ha cam ­
biado, especialmente en la última década. Ello se debe a que hoy hay m u­
cho más cuento escrito por mujeres que nunca antes, y a que su calidad y
profundidad son riquísimas y constituyen, acaso, el fenómeno más destacable de la literatura argentina de este fin de siglo. Pero ésa será la his­
toria venidera.
Este texto se publicó en la revista Todo es Historia N° 299, Mayo ¡992.
S o b r e l a d e f in ic i ó n d e l g é n e r o
Es inútil querer
encorsetar el cuento
■ jb m l presente es el texto de una conferencia pronunciada en junio de
m I 1987 en la Universidad del Comahue (General Roca, Río Negro)
y, en septiembre, en el Museo de Bellas Artes de la ciudad de CoM j
rrientes.
■
,
Hace poco, durante la última Feria del Libro, en una charla con
José Donoso para la revista que edito y dirijo, él me decía que no
existe el cuento perfecto y que eso es lo mágico de este género: que no lo
hay, que posiblemente no lo haya y que sin embargo seguimos, desde hace
por los menos tres mil años, buscándolo. Más recientemente, un escritor
alemán llamado Gerhard Koepf me invitó a participar de una antología de
textos sobre el cuento: “Debe usted escribir su experiencia, su propia apro­
ximación al género, es decir; su teoría y su práctica”. Ah, vaya, nada m ás...
me dije. Y aquí ustedes, gentilmente, me piden lo mismo.
De modo que adelantaré la idea de todo lo que voy a decir: un escritor
sólo puede dar un testimonio de su actividad íntima, privada, apenas, una
noticia de lo que hace. Nada más. Pero no teorías, y mucho menos expli­
caciones sobre el sentido profundo de su labor. Y aunque lo hiciera, nada
tendría validez general. Por otra parte, es la indefinición eterna lo que
constituye el sabor precioso y sostenido del cuento. Su razón de ser, el
gusto, el placer que continúa brindando y su inmortalidad, pueden co­
mentarse, pero no explicarse ni mucho menos definirse. El hombre y la
mujer, su historia misma, son un cuento a contar: que se viene contando
desde hace milenios; que se cuenta cada día; que no se termina jam ás de
contar. Un verdadero y exacto cuento de no acabar. Un movimiento per­
petuo.
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En la revista Puro Cuento, que edito en Buenos Aires, hay una sección
que llamamos interiormente “Hacia una teoría de la práctica del cuento”.
Su objeto es dar a conocer ideas, teorizaciones, ensayos sobre el género
que nos ocupa. Y hemos pensado ese título porque creemos que no existe
una teoría del cuento, sino más bien una práctica que va formando, lenta
e imprecisamente, su propia teoría, la cual ni es absoluta ni es univer­
salmente válida.
El cuento — creo, en principio— es una rica sustancia contenida en una
forma pura. Es resolución del “cómo” a la vez que invención del “qué”.
En diferentes estéticas, y cuando la estética choca con la moral, se ha dis­
cutido el asunto con ardor: “Lo que interesa es lo que se dice, no cómo se
dice”, acusan de un lado los realistas, los populistas, los escritores de
izquierda, los comprometidos, los que siempre están alertas ante los men­
sajes y compromisos ajenos. “Importa el cómo y no el qué; sólo forma,
malabar, técnica; el cuento es artificio, juego, crucigrama”, parecen
replicar del otro lado los que quieren siempre una literatura descontami­
nada de realidades, aséptica, desinfectada, bendecida por los demiurgos
griegos, y por ende, elitista y de cenáculo. A m í me parece que, en verdad,
hay que atender ambos aspectos.
El cuento, para mí, es indefinible, y eso está bien. Esta sería una pri­
mera proposición a tener en cuenta a la hora de hacer teorizaciones sobre
este género. Fundamentalmente, porque el dominio de las leyes no garan­
tiza un cuento, no garantiza literatura. Petronio, Esopo antes, Don Juan
Manuel, Rabelais, no se detenían en leyes, ni las reconocían. A una compu­
tadora, hoy, podemos darle toda la biblioteca universal de la literatura,
podemos enseñarle todas las técnicas cuentísticas que en el mundo han
sido a lo largo de 3.000 años. Cualquier buena computadora puede con­
tener toda esa información. Pero una computadora jam ás podrá contar un
cuento, o bien, lo hará con los datos de que la provean sus programadores,
provisión con la cual podrá narrar sin dudas una historia, si la historia — el
acontecer— se le ha informado en forma de datos, previamente. (Si se le
ha contado, aunque fragmentariamente, dándole el uso de la palabra, una
primera vez). Pero no nos contará un cuento. Porque no tendrá la gracia,
el universo propio, interior; porque será una pura construcción (tendrá un
qué pero no un cómo artístico). Podrá tener invento, pero no clima; le fal­
tará la temperatura, algo que le dé encanto, como la sensualidad, como el
goce estético de una imagen perfecta. Y aún había que ver su profundidad,
su significación.
Claro, no se trata de discutir las virtudes (ya indiscutibles) de las compu­
tadoras, sino de subrayar aquí todo ese conjunto de indefiniciones que im­
pide definir a un cuento. Casi diría que, como Dios, el cuento es un misterio
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a develar, por eso mismo indevelable, que acompaña al hombre y a la
mujer hasta la muerte. Y acaso lo que esté del otro lado sea otro cuento.
Borges enseñó que lo original no está en lo fabuloso de algo, sino en
imaginarlo. Razonaba que, por ejemplo, si las quimeras existiesen (con su
cabeza de cabra, otra de serpiente y la tercera de perro, por ejemplo) lo
recordaríamos y ello no sería nada inolvidable. “De modo que no habría
ninguna gracia en un cuento con un minotauro, una quimera, un unicornio
inolvidable” . Lo grandioso está, explicaba él, en lo común, y por eso es­
cogió una moneda (algo tan común, tan vulgar) para su cuento El Zahir.
Es un excelente ejemplo, creo, de que no se trata de andar buscando lo
original en lo extraordinario, en lo fuera de lo común, sino que se trata de
imaginar otras posibilidades para lo común. Piénsese en los magníficos
cuentos rusos, en los franceses del naturalismo, en la corriente norteame­
ricana de este siglo, en Cortázar. Es lo común tratado imaginariamente lo
que constituye la excepcionalidad de un buen cuento. Lo de todos los días,
lo que nos rodea, lo que conocemos y lo que nos pasa, visto con imagi­
nación. Ea en este sentido como puede entenderse aquello de que lo real
puede ser más fabuloso que — y superador de— lo ficticio. Pero si lo ori­
ginal en un cuento no está solo en lo fabuloso sino en imaginarlo, se
podría añadir aún algo más; también está en el domino de la forma. Que
no es otra cosa que una epifanía, una revelación repetida en cada cuento.
Por eso cada texto conlleva su propia forma, su modo peculiar, su enigma
y su resolución (por la felicidad o por el fracaso). Explicar una epifanía es
difícil, y también puede ser una tarea inútil. Y hasta pedante, cuando es el
mismo escritor el que explica su trabajo. Me eximo de ello. Pero reconoz­
co que muchísimos lo intentaron con talento. Ahí están los decálogos de
Horacio Quiroga, de Tito Monterroso, de Hemingway; las recomendacio­
nes de Forster, de Faulkner, de Marguerite Yourcenar. Algunos trabajos ya
son clásicos, inolvidables, y sin embargo el cuento perfecto sigue sin exis­
tir, como afirma Donoso, con razón.
En su gran trabajo, ya clásico sobre las diferencias entre cuento y no­
vela, Mario Lancelotti señala una cantidad de requisitos para el cuento: la
invención como exigencia; que sea necesariamente original; que se conci­
ba de golpe aunque se escriba despacio, etc. Todo lo cual no deja de ser un
conjunto de leyes que no terminan de explicar la producción de un cuen­
to. Y es que toda esquematización es discutible.
Es inútil querer encorsetar el cuento. Todo lo que uno puede, apenas,
es simplemente explicar la “dirección y sentido” de sus propios cuentos,
como decía Cortázar. Y es que realmente, sólo hay “ciertos valores, cier­
tas constantes”. Por eso para Alfred Jarry el verdadero estudio de la reali­
dad no residía en las leyes; sino en las excepciones a esas leyes; como en
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la moneda de “El Zahir”, que era inolvidable porque el autor la constitu­
yó inolvidable, la imaginó así y nos la hizo creer así. Por eso para Cortázar
la cuestión de las nociones de significación, intensidad y tensión no radi­
ca en el tema sino en el tratamiento de ese tema. En el modo — el “có­
mo”— de desarrollarlo. Por eso también la importancia de la primera
página; de la primera frase y de la última, como decía Hemingway; porque
no se admiten elementos decorativos, gratuitos, distractores. Nada superfluo es admisible cuando la imaginación se aplica a hacer excepcional una
cosa trivial y cotidiana.
Uno de los rasgos comunes a Stevenson y a Borges (que explican la
incesante admiración del segundo por el primero, como bien ha estudiado
Daniel Balderston en su brillante ensayo comparativo de ambos escrito­
res) es el tema del doble. El hecho de que todo puede ser lo que es y tam­
bién lo que no es, y que todo lo que es ya fue. En cierto modo, el cuento
es inexplicable como la fe, como la verdad teológica. En este sentido, esta­
mos en presencia de una teodicea, tesis por la cual se explica que la bon­
dad de Dios haya admitido la existencia de la maldad en la Tierra, para que
a partir de la existencia de la maldad pueda relucir el bien. Si el vicio es
requisito para que haya virtud, estamos en presencia de lo doble. En la per­
sonalidad humana esto es inevitable, y el cuento y la literatura en general,
han hecho de esto un tema constante. Nathanael Hawthorne dio el título
de Twice Told Tales (cuentos contados dos veces, o por segunda vez) a sus
cuentos, porque sucede que todo cuento ya ha sido antes contado. Mario
Lancelotti también se ocupó de esto. Y es que escribir es convocar a una
repetición, ya que “la esencia misma de toda historia consiste en haber
sido”. Por eso Michel Foucault enseña en su análisis del discurso que lo
original no radica necesariamente en la invención de algo nuevo, sino en
el acontecimiento del retorno. Y en el modo del retorno, claro está, que ha­
ce a la circularidad, perfecta y artística. Lucha del bien contra el mal; movi­
miento perpetuo; dualidad y dialéctica; teodicea, eso también es el cuento.
Me parece que esto es válido no sólo para la historia vivida, real, acon­
tecida, sino también para la historia imaginada, soñada. Al representárse­
nos en nuestra imaginación, o al intuirla siquiera, al ir inventándola y aún
más si la hemos soñado, esa historia ya fue. El cuento es, con Hawthor­
ne, contar otra vez, volver a contar. Y es que, de hecho, cuando lo escribo
lo estoy contando no por primera vez, sino por segunda vez, pues ya me lo
conté antes, al imaginarlo, o siquiera en el segundo antes de redactarlo,
cuando medité la frase. Lo mismo sucede con el lector, en quien se pro­
duce lo que Cortázar llamó “todo un sistema de relaciones conexas, que
coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de no­
ciones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotaban virtualmen­
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te en su memoria o su sensibilidad”. Ese sistema fue magníficamente
descripto por el maestro, si bien es discutible su concepción machista de
diferenciar al lector macho (activo) del lector hembra (pasivo), quizá el
aspecto menos feliz de la concepción cortazariana.
Ese sistema de relaciones, claro, ya lo entendían los griegos. Como
bien sospechaba Alfonso Reyes, nada en la literatura quedó fuera de la
preocupación de ese pueblo. Todo lo importante que pudo imaginarse,
todo pensamiento, toda forma, todo mito, ha sido pensado y escrito por los
griegos. Luego transitadas por milenios — y por millones de escritores y
lectores en todos los tiempos— todas las ideas tienen en los griegos algún
antecedente. Con el cuento pasa lo mismo, porque entre los méritos de la
literatura griega estuvo su “sencillez y falta de adornos” — como dice
Bowra en su indispensable Historia de la Literatura Griega— condición
que resulta “de omitir cuanto no parece esencial y de insistir en cuanto
parece importante para la emoción o la estructura de la obra”. Y es que la
literatura griega se distinguió “por esa omisión de todo aquello que no es
esencial en el plan del conjunto, y se funda en el vigor y buena distribu­
ción de las partes
El estudio de Bowra es precioso porque nos da la síntesis de una teoría
cuentística: “La prosa griega es, en general, concisa y a menudo sencilla.
Verdades de una suma agudeza y situaciones de verdadera trascendencia
resultan expresadas de modo tan directo que nos desconciertan hasta pare­
cemos casi infantiles. Pero pronto advertimos que ello es efecto del afán
po r decir lo esencial. Hablando en términos generales, al griego le dis­
gusta la escritura excesivamente refinada y, a pesar de su sutileza y su
vigor innegables, su prosa parece evitar cuanto no responda a su inmedia­
to propósito informativo. Pero tras esta apariencia de austeridad yace una
profunda reserva de energía. Las palabras más sencillas contienen una
honda verdad, y una carga de emoción más intensa aún por ser disciplina­
da. La prosa griega procura sus efectos a través de la inteligencia, y afec­
ta a la receptividad emotiva más allá de la superficie retórica”. (Los
subrayados son nuestros: M. G.). No en vano Don Juan Filloy, esa gloria
nacional que a sus 93 años significa la más cruel injusticia de la literatura
argentina (literatura que se viene dando el lujo de ignorarlo), sostiene que
él aprendió de los griegos el arte de contar y el dominio de la palabra.
Sin ánimo de definir, diré que para mí un cuento es como estar ante una
infinita serie de focos apagados. De pronto, sé que uno va a encenderse
y me agazapo, me pongo alerta; debo estar dispuesto sólo a mirar su luz,
a dejarme encandilar; debo descubrir todas sus facetas, describirlas, sen­
tirlas, exponerlas, analizarlas cuidadosamente. Es como dice Marguerite
Yourcenar: el escritor es aquel al que si le arrojan un guante a la cara, ni
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se indigna ni lo devuelve, sino que lo recoge, lo analiza y se pone a
escribir acerca del episodio. Ante esa luz, pues, debo impedir que se
apague. Y cuando el foco ya no irradia luminosidad porque me la bebí
toda, creo que entonces hay un cuento.
Foco, luz, revelación, epifanía, flashazo, allí se narra toda una vida,
una secuencia. En este sentido, la lente del cuento es como un teleobjeti­
vo, mientras que la novela sería, más bien, una foto aérea, o tomada con
un gran angular.
Para mí, el cuento es esa luz que se bebe, ráfaga acotada entre ciertos
límites y apresada de determinada manera; es una forma de prestidigitación, un pase de magia. Hace poco, en noviembre pasado, en New Orleans, Louisiana, Estados Unidos, me sorprendió ver a uno de esos magos
callejeros, un negro de unos 30 años, dicharachero, simpático, que a toda
hora cautivaba auditorios — y dólares— con lo que pensé eran historias
de ficción. Cada paloma, pañuelo anudado, naipe escondido o bolita de
goma que de pronto se multiplicaba por tres o por cuatro, cada pase m ági­
co, era un cuento. El hombre iniciaba un breve discurso, pleno de encan­
to y seducción, que implicaba un desafío; decía que todos pensábamos
que era imposible lo que se proponía hacer — y en efecto, así pen­
sábamos, aceptando de antemano el reto— y enseguida, sin dejar de
hablar, envolviéndonos en la magia de sus palabras, nos iba llevando a
que viéramos, sintiéramos y admitiéramos sus habilidades para “otra
cosa”. Ese hombre, quizá iletrado, dominaba el arte de contar, el arte de
mentir. Claro está, la mentira para aludir a la verdad, como ya recomen­
daba Cervantes en el prólogo a sus Novelas ejemplares. Alusión a la ver­
dad como descripción y recuento de la realidad, creando otra realidad,
ficticia.
Veamos un caso insólito y maravilloso; el de Cristóbal Colón. El an­
tropólogo, aventurero y admirable experimentador mexicano Santiago Genovés, lo ha contado incomparablemente; que en sus viajes Colón creía
— más ambicioso que gran marino, dice él— que iba a encontrar una cosa,
pero encontró otra, (lo que, dicho sea de paso, es la definición perfecta de
la metáfora, según Borges). Casi puede pensarse en una historia de calami­
dades que Colón era incapaz de advertir. Con palabras de Genovés: “Llega
a El Salvador el 12 de octubre de 1492. Para él es Asia. Para él Cuba es
Japón. Luego, que era un apéndice de China, por lo que no la circunnave­
ga, lo que le hubiera aclarado la situación. En el tercer viaje, cae en
América del Sur y lo asocia al Paraíso Terrenal, descrito en el Génesis. En
el cuarto, alcanza el istmo de Panamá, para él Malaya. Las Indias Orien­
tales fueron para Colón las Indias Occidentales y América del Sur una
especie de Australia. Muerto en la desgracia, sólo Colombia lleva su nom­
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bre. Al cartógrafo Américo Vespucio le corresponde el honor — merecido
o no— de que América lleve su nombre”.
Esto viene a mostrar no sólo que la realidad supera incluso a la ima­
ginación más tenaz (y vaya que la de Colón lo era), sino también que en
el modo de interpretar esa realidad, en la manera de contarla, está la gé­
nesis posible de la ficción. En ese modo queda implícito el desafío y su
obvio resultado: la admiración. Por eso, también, la frustración que nos
produce un cuento débil, puerilmente resuelto en tanto recreación poco
imaginativa, en tanto travesía inacabada, o viaje previsible a donde se que­
ría llegar o a ninguna parte. Colón, por eso, no escribió un testimonio en
su diario de bitácora — aunque eso quiso hacer— sino un magnífico
cuento involuntario. Y por eso suelo afirmar que fue Colón quien inició,
sin saberlo, la exuberante literatura latinoamericana que hoy se da en lla­
mar fantástica o real-maravillosa. Y no sólo él, pues hace casi cinco siglos
a Colón siguieron Bernal Díaz del Castillo, Fray Bernardino de Sahagún,
Ulrico Schmidl y muchos cronistas más, quienes contaron maravillosa­
mente lo real.
Si la Historia de la Humanidad es la historia de las aventuras del hom­
bre, de sus desafíos, de sus desatinos, de sus glorias y fracasos, de los retos
que venció, la historia del cuento también lo es. “El cuento fue lo pri­
mero”, dice Silvina Ocampo. La historia del cuento es la misma Historia
del Hombre. Porque todo reto vencido necesitó ser contado: por eso la
Historia de la Humanidad es una narración, un cuento. Y por eso la peda­
gogía griega apelaba a la literatura y el teatro (representación de lo con­
tado), así como la pedagogía moderna se dirige más a los hechos narrados
que a la fijación de fechas y precisiones de dudosa retención.
El arte de contar es anterior a la forma, al género novela. No hay no­
vela sin cuento, porque no hay novela sin historia contada, pero sí hay
cuento sin novela. (Y no sólo es la extensión la diferencia, claro está, ni
se pretende aquí una absurda competencia). El cuento es ese indefinible e
imprecisable pase de magia que me sirve para exponer un pequeño bre­
ve instante, un detalle, que ha de tener validez universal. Y que ha de sig­
nificar para el lector la convocatoria de ese sistema de conexiones de que
hablaba Cortázar: toda una serie de emociones que yo desconozco en el
momento de escribir, pero que han de desatarse para que mi cuento tenga
existencia, composición final. El cuento es la mirada con lupa de H. A.
Murena y de Yourcenar; el arroyo de Filloy diferente del gran río que es
la novela, cuya mirada exige un recorrido, una distancia, una mirada des­
de lo alto. El cuento es un acercamiento a algo, pero no a lo extraordinario
sino a lo ordinario sometido a una mirada imaginativa, nueva y distinta.
En ese acercamiento se produce el encuentro de dos, el acto de amor del
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que habló alguna vez David Viñas: y es que, al fin y al cabo, cada cuento
es como su autor lo imaginó y como su lector lo leyó.
De la producción de mis cuentos apenas agregaré que cuando los ima­
gino, cuando los sueño y sus presencias destellan en forma de foco encen­
dido, debo primero convencerme de que es ésa y no otra la historia que
quiero contar. Debo, para eso, primero verlo todo, saberlo, haberlo vivido
y sentido — y sufrido— en mi mente y en mis sentimientos. Es indispen­
sable que mi fantasía haya protagonizado la historia; debo haber gustado
o disgustado la materia, sopesado el tema, evaluado su impresión en mí
mismo. Sometido a ese proceso lento, inexplicable, que sólo yo sé que
sucede porque me sucede, debo terminarlo convencido de que merece ser
contado y de que deseo hacerlo. Debo hablar de la historia en silencio,
contármela, creérmela; como ver la película en mi mente. Debo discutirla,
criticarla, acusarla — y acosarla— , defenderla y, de alguna manera, debe
haberse erigido en algo ya inolvidable. Aún entonces, dejo pasar el tiem­
po (acaso tomo apuntes, breves notas, como un ensayo de teatro, un
ensayo df; la voz narrativa, una prueba de afinación con un imaginario dia­
pasón) y sólo después la vuelco, la escribo. Escribir es, en este proceso,
sólo la repetición, la apertura de un grifo por el que salen actos ya real­
izados. Lo que Hawthorne llamó contar por segunda vez. Por eso, para mí,
hacer literatura no es escribir; sino corregir. Hacer literatura es reescribir.
Por eso me atrevo incluso a afirmar que, para mí, la técnica es lo de
menos, aunque a la vez es una exigencia impostergable. Cada cuento re­
quiere su propia manera de ser narrado. Siempre es — debe ser— distinta.
Jamás repito la experiencia de un texto porque cada vez me he contado
cada cuento en base a una imaginación y a un sueño diferentes. Es en este
sentido que la técnica es lo de menos, porque no me planteo un cuento
como elaboración técnica; no es por ese camino como voy a crearlo. Pero
al mismo tiempo, está presente la exigencia del dominio de la técnica li­
teraria. El rigor en la práctica de la revisión y la corrección junto con el
dominio de la gramática, de las leyes de la sintaxis y la correcta exposi­
ción, obligan a sucesivas reescrituras. El trabajo, el oficio, supera y mejora
la espontaneidad. No creo en la espontaneidad pura, tan celebrada última­
mente en América Latina, y para m í una excusa, generalmente, para encu­
brir las limitaciones, para disimular la impreparación, o para no hacer tan
evidentes las simplificaciones estéticas de algunos autores. Además, tam­
poco creo que el exceso de corrección mate la espontaneidad; al contrario,
la corrección sistemática, cuidadosa y purificadora, mejora y da brillo a un
cuento surgido espontáneamente. Si no, es sólo el betún sobre el zapato.
El brillo resulta si se trabaja con cuidado, con olfato, con paciencia, con
dominio de las reglas del idioma. La corrección, puesto que corregir sig­
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nifica mejorar un rumbo, nunca es excesiva en arte, como lo enseñaron
Alfonso Reyes y Borges, entre otros.
En suma, menosprecio de la técnica y exigencia de la técnica son sólo
una dualidad, una contradicción aparente.
Lo que sí puede matar a un cuento, a cualquier texto, a la mejor idea o
intuición, es la oscuridad. La penosa tarea de explicar — y no la correc­
ción— es lo que destruye la espontaneidad; lo que destruye todo. Por eso
Pound, citado por su discípulo Eliot, tenía por norma el no dar jam ás ex­
plicaciones. Por eso Juan Rulfo detestaba hablar de Pedro Páramo y solía
enojarse ante ciertas interpretaciones.
El lector recibirá, pues, el cuento como quiera, como pueda; lo leerá
como prefiera; pero en todo caso siempre será una repetición, y a la vez
siempre una representación única. Acaso la mejore en su sentimiento, en
su gusto o su disgusto, o quizá la desdeñe si su sistema de conexiones
funciona en otra frecuencia o — hay que admitirlo— si el sistema que yo
le propuse adolece de fallas, carece de la suficiente fuerza expresiva para
conmoverlo. Y aún el proceso es más largo, ya que si él repite el cuento
lo estará haciendo de nuevo, y cada repetición, cada lectura — por ende
cada lector— será distinta. No es la misma lectura de la fábula de la ci­
garra y la hormiga que hizo una niña del siglo dieciocho que la que hizo
mi hija hace un par de años. Cada lector en el último cuarto de siglo ha
leído de modo diferente, ha sentido diferente, al hombre que come conejitos de Cortázar. Cada lector ha visto un Aleph diferente y ha imaginado
un rostro distinto para Carlos Argentino Daneri. Repetición, pues: circularidad como hecho creador, como movimiento perpetuo; convocatoria
de sentimientos, emociones y sistemas en cada lectura. ¿Por qué no acep­
tar que ese encuentro indefinible es el cuento? ¿Eso la literatura, el arte?
Este texto se publicó en Puro Cuento N° 7 (Noviembre de 1987).
Estructura
y morfología del cuento
as q u e sig u en son re fle x io n e s, id eas su eltas, ap u n tes, su rg id o s a
lo larg o de m u ch o s añ o s d e tra b aja r este g én ero , d e p e n sa rlo y de
h a c e r d o c e n c ia en talleres.
S o b re las d efin icio n es
Aunque ya he propuesto la idea de que el cuento es indefinible, ¡10 está
de más recordar algunas definiciones más o menos clásicas que se han
dado.
Carlos Mastrángelo da la siguiente: “ Io) un cuento es una serie breve
de incidentes; 2o) de ciclo acabado y perfecto como un círculo (en este
punto anota que un buen cuento, por corto o largo que sea, es siempre un
todo armónico y concluido); 3o) siendo muy esencial el argumento, el
asunto o los incidentes en sí (porque, señala, “en el cuento nos interesa
solamente lo que está sucediendo y cómo term inará...” El cuento es el
menos realista, sincero y exacto de los géneros narrativos. Mucho menos
copiante y fiel, como expresión objetiva de la realidad, que el relato y la
novela); 4o) trabados éstos en una única e ininterrumpida ilación; 5o) sin
grandes intervalos de tiempo ni de espacio; 6°) rematados por un final
imprevisto, adecuado y natural”.
Por su parte, Alfredo Veiravé dice que “en sus características esen­
ciales el cuento puede ser definido como una narración de corta duración
que trata de un solo asunto y que, con un número limitado de personajes,
es capaz de crear una situación condensada y cerrada”.
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Es clásica la definición de Pedro Laín Entralgo: “Relato de ficción que
por su brevedad puede ser leído de una sentada. Un relato, por tanto, que en
el decurso de no muchos minutos — quince, treinta, sesenta— nos hace
conocer el planteamiento, el desarrollo y el desenlace de una acción humana
imaginativamente inventada. El cuento, en suma, es la promesa de una eva­
sión — y en consecuencia, de una autorrealización imaginativa— con cuyo
término podemos contar cuando iniciamos su lectura”.
Enrique Anderson Imbert da una completa definición en la página 109.
Sobre la brevedad
Para Edmundo Valadés “el cuento escapa a prefiguraciones teóricas: si
acaso, se sabe que su única inmutable característica es la brevedad” . Y
precisamente respecto del cuento breve (también llamado cuento corto,
minificción, microcuento o microficción) el teórico chileno Juan Armando
Epple distingue cuatro condiciones básicas: brevedad, singularidad, temá­
tica, tensión e intensidad.
Esas cuatro características, por cierto, son aplicables a todos los cuen­
tos, cualquiera sea su extensión, y no sólo a los breves. Quizá por eso M ar­
co Denevi (ver entrevista en página 115) sostiene que la única y verdadera
forma eficaz de distinguir cuento de novela, y cuento largo de cuento bre­
ve, no es otra que la cantidad de páginas que tiene cada texto.
Respecto de este punto es muy interesante esta otra idea de Epple: “El
criterio fundamental para reconocerlos como relatos no es su brevedad,
sino su estatuto ficticio”. O sea, es la invención literaria — construida con
sentido estético o fundamentada (o no) en la realidad real— lo que permite
reconocer a un cuento. Según él, el microcuento es “un concentrado ejer­
cicio destinado a poner en tensión nuestras convicciones y hábitos de lec­
tura”. Sostiene que eso viene desde la Edad Media “cuando se empiezan
a discernir, en las expresiones narrativas, formas diferenciales de ficción
breve, especialmente en la literatura didáctica. Además de las expresiones
de la tradición oral y popular como las leyendas, los mitos, las adivinan­
zas, el caso o la fábula, en que interesa más el asunto que su formalización
literaria, surgen modos de discurso que se articulan en estatutos genéricos
ya decantados en la tradición cultural, como el ejemplo, la alegoría, el apó­
logo o la parábola”. Además, señala que de esa Edad Media vienen las ex­
presiones precursoras de la literatura tal como la entendemos hoy, así como
las proposiciones estéticas sobre la diferenciación de los géneros.
Más adelante agrega que “en la línea de relatos breves que establecen
una relación inter-textual con la tradición clásica destacan las reelabora-
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ciones de mitos e historias famosas, y la predilección por la fábula como
modalidad narrativa de renovada eficacia”. Esta es una costumbre hoy muy
arraigada: casi un tópico contemporáneo, una manía académica falsamen­
te borgeana. En pocas palabras: un lugar común. Claro que hay “fabulis­
tas” modernos precisos y preciosos como Arreóla, Monterroso o Denevi,
pero es su talento e ingenio lo que da brillo a sus alegorías y parodias bre­
vísimas, y no la mera utilización del recurso reelaborador. Y es Mon­
terroso, como bien señala Epple, el que combina mejor ambas fuentes del
cuento breve: la tradición oral y la libresca.
Según Epple la caracterización del cuento breve se sigue buscando “a
partir de una comparación explícita o implícita con la novela, y los rasgos
distintivos que se postulan (la brevedad, la singularidad temática, la tensión
o la intensidad) siguen resultando insuficientes como categorías distin­
tivas”. Ello, porque las novelas cortas y los cuentos extensos cuestionan “el
criterio tradicional de la extensión como límite entre ambos géneros. Y con
el cuento brevísimo el problema se dificulta aún más, por su relación con un
amplio registro de formas breves de sustrato oral o libresco”.
El criterio de Epple (que él llama “provisional”) para calificar a un
cuento breve no se basa, pues, en la extensión (“el corpus va desde el rela­
to de una sola línea al de una página”) sino en el estrato del mundo narrado.
“En la existencia de una situación narrativa única formulada en un espa­
cio imaginario y un decurso temporal, aunque algunos elementos de esta
tríada (acción, espacio, tiempo) estén simplemente sugeridos”. Pone como
ejemplo El sueño de Monterroso y explica de esta manera el estrato na­
rrativo único: “Algo que hace o le ocurre a alguien alguna vez en algún
lugar”. Lo cual, por ser válido para todo tipo de cuento, una vez más me
ratifica en la idea de la imposibilidad o inconveniencia de definir a este
género literario.
Sobre enfoques o influencias
Aunque no me considero un teórico del cuento, ni soy un crítico literario,
he seguido muy de cerca el desarrollo del género en los años que lleva la
democracia, y particularmente la evolución de algunos autores. Lo más
interesante del camino de un escritor es su crecimiento literario. Cuando,
por razones del azar, uno sigue la trayectoria y la evolución de autores a los
que no se conoce personalmente, y luego se tiene acceso a sus últimas pro­
ducciones, es posible apreciar la curva ascendente con el placer que produ­
ce el reconocimiento de la creación misma, esa epifanía que los escritores
siempre queremos presenciar.
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El mexicano Julio Torri (exquisito cuentista lamentablemente desco­
nocido en la Argentina) decía que hay dos tipos de escritores: los de imagi­
nación y los de sentimiento. Los primeros suelen ser buenos artesanos; los
segundos, “cuando no tienen genio, son absolutamente intolerables”. Por
supuesto, la felicidad literaria se produce cuando en los cuentos confluyen
la imaginación y el sentimiento. Y esto es especialmente festejable en un
país como el nuestro, donde no siempre los cuentistas carecen de talento,
pero en el que en todo caso se publica demasiado cuento mediocre.
En un panorama devastado como en mi opinión era el del cuento ar­
gentino después de tantos años de dictaduras, autoritarismo y censura, con­
venía — siempre conviene— tener el oído especialmente atento a cualquier
voz que sobresalga de la medianía, la repetición y el cliché. En ese paisa­
je también distorsionado por complacencias, ninguneos y endiosamientos
desmesurados, así como por la reiteración de esquemas cuentísticos y por
el frívolo mundillo literario, Ijay sin embargo obras dignas de atención en
las que se destacan la seriedad de los enfoques, las lecturas que se entreven
en algunos creadores, y la riqueza de prosas imaginativas, constantemente
con un pie en la realidad y el otro en el terreno de lo fantástico. Cuentos co­
mo los de Carlos Roberto Morán, Miguel Ángel Molfino, Pedro Lipcovich
y muchos otros, en los que se siente esa rara virtud (Torri dixit) del “horror
por las explicaciones y am plificaciones”, y en muchas de cuyas tramas
es posible advertir sutilmente — la frase es de Lugones, dice Borges— “el
miedo de lo demasiado tarde”.
En los libros de estos y otros autores se notan las influencias de al­
gunos grandes maestros, pero todos tienen sus sellos personales. Lo cual
lleva a esta reflexión: nada tienen de malo las influencias, y antes al con­
trario, todos provenimos de ellas. Todo escritor es, en esencia, libresco
(creo que la sugerencia es de Alfonso Reyes), en el sentido de que siem­
pre andamos buscando ideas y asociaciones en los autores que amamos.
Eso es natural y lógico, no podría ser de otro modo salvo que uno fuese
un ingenuo, un pedante o un plagiario sinvergüenza. O un genio, si tal es­
pecie realmente existiera. En el arte siempre es así: acopiamos y copia­
mos, aportando. Y para hacerlo hay que leer, presenciar, experimentar: la
literatura, pues, como conocimiento, como toma y daca, como ontología.
Sobre la im ag in a ció n
Dice Juan Rulfo que “todo escritor que crea, es un mentiroso: la literatura
es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear
la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
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Considero que hay tres pasos: así como en la sintaxis hay tres puntos de
apoyo: sujeto, verbo y complemento; así también en la imaginación hay
tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el
ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a
hablar ese personaje, cómo se va a expresar, es decir, darle forma. Estos
tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia”.
Rulfo en esto se equivocaba, claro, porque el asunto no es tan sencillo
y él lo sabía muy bien. Pero es evocable su enseñanza porque pocos
autores de la literatura universal fueron tan conscientes de su imaginario
como él, y poquísimos lo manejaron con tanta intuición y sabiduría.
“Para m í lo primordial es la imaginación — escribió Rulfo— . Dentro
de esos tres puntos de apoyo, está la imaginación circulando: la imagi­
nación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el
círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puer­
ta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama
intuición: la intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha sucedi­
do, pero que está sucediendo en la escritura. Concretando: cuando esto
se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer.
Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que
se quiere contar”.
Y es que, como ha dicho más sintéticamente M aría Esther de Miguel:
“La imaginación permite ver cómo es la realidad del otro lado”.
S obre la su tileza y la a lu sió n
La sutileza es otro de los méritos de todo buen cuento. Y me parece impor­
tante que la sutileza se trabaje, se eduque, sobre todo en la literatura de un
país como el nuestro, que está tan inficionado de obviedades, lugares co­
munes, santificaciones baratas e irracionalidad. Esto hace que resulte más
valioso el empeño de algunos autores por no explicarlo todo, sin que por
ello se extravíen en el mar del cripticismo y lo abstruso. Para esto hay que
tener un innato sentido de la elusión, que es a la vez la mejor manera — lite­
raria— de darle brillo a la alusión. Y manera creadora — dicho sea para
completar el juego de palabras— de ilusión.
La verdadera eficacia de la elusión literaria es la que se desvincula del
propósito del autor. La literatura más realista (en el sentido de aludir a-loque-pasa) es la que no se propuso serlo. Toda literatura que se obliga a
imponer discursos, los mata. Toda literatura que no tiene discursos, como la
que no tiene hechos, se esfuma. La buena literatura es la que no depende de
la voluntad de los escritores, sino la que proviene simplemente de sus
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pasiones. Y es que a la realidad sólo se la sueña, imagina o alude, como
aconseja Roa Bastos.
Lo que propongo es no caer en el costumbrismo fotográfico de cierta
cuentística de los años 60 y 70 que todavía se sigue escribiendo, alenta­
da a veces por escritores que han descubierto el negocio de los talleres
literarios, de donde ahora parece salir, como producto de receta de cocina,
lo que esquemática y burlonamente podríamos llamar “el-cuento-argentino-moderno” . Pero tampoco se trata de caer en las falsas oscuridades
que fomentan ciertos académicos emborrachados de semiótica y estruc­
turan smo.
Sobre los temas
Otro aspecto importantísimo es la variedad temática y estilística. Prefiero
— y es una simple elección particular que nadie tiene que compartir— que
autores y libros me ofrezcan diversidad de casos, motivos, opiniones, su­
gerencias, posiciones estéticas y puntos de vista. Lo prefiero en lugar de
los que me ofrecen virtuosismos reiterados, recursos repetidos y hasta
temáticas trajinadas, a veces, hasta el hartazgo, como si escribir cuentos se
tratara de ejercitar variaciones sobre lo mismo.
Es por eso que en la revista Puro Cuento siempre procuré incluir cuen­
tos que mostraran los diferentes paisajes latinoamericanos (el urbano y el
rural), y también nos ocupamos de cuentos que mostraban las múltiples
facetas del amor; el erotismo y la ternura; el encuentro y el desencuentro
de los seres humanos; la fantasía y el rigor; las diferentes lenguas que se
hablan en Latinoamérica y el Caribe; lo breve y lo más extenso; lo clási­
co y lo moderno; lo previsible y lo inesperado; lo experimental y lo cono­
cido, e infinitos etcéteras.
Siempre sostengo que el cuento es el género literario más moderno y
el que mayor vitalidad tiene. Por la sencilla razón de que la gente jamás
dejará de contar lo que le pasa, ni de interesarse por lo que le cuentan, bien
contado. Y esto es así — y lo seguirá siendo— a pesar de la miopía de
muchos editores. Y digo miopía porque es evidente que el cuento es un
género que no interesa a la mayoría de las editoriales. Y no sólo a las de
lengua castellana. En general, los editores suponen conocer los gustos del
público, que, dicen, no compra libros de cuentos. El público lector — sos­
tienen— sólo se interesa por obras de largo aliento y/o por los géneros que
marcan las modas. De modo tal que como el cuento no le gusta a la gente,
por lo tanto no editan libros de cuentos, con lo cual el cuento no se vende
y ellos confirman que el cuento no gusta. En realidad, en base a esta con­
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vicción lo único que hacen es condicionar al público lector, cerrando así
un perfecto círculo vicioso. Y esto es así porque es un fenómeno que no
está regido por las leyes de la literatura ni del arte, sino por las leyes del
mercado.
Volviendo sobre los temas, ese verdadero precursor de la teoría y la
práctica cuentística que fue el maestro riocuartense Carlos Mastrángelo
enseña que “el cuento necesita un asunto o tema unívoco, no siempre apto
para la novela o el relato... En líneas generales, a una forma determinada
corresponde un tema determinado también. Tema único, circunscrito, con­
creto”. Y es que, según el maestro Mastrángelo, debido a su pequeñez es­
pacio-temporal, “el cuento no sólo admite sino que exige precisión,
armonía y exactitud. Lo principal en él es el suceso y adónde nos conduce”.
He leído en algún lado que proceder, en literatura, usando el pasado
para la estructuración del presente es mérito o hallazgo de Eliot, quien era
tan humilde que tuvo la gentileza de atribuírselo a Joyce. Lo cual suena
bonito pero no necesariamente es verdad. El recurso es, a mi criterio, viejo
como la literatura misma: al menos, no me consta que lo desconocieran los
griegos, o Shakespeare, o Cervantes. Hay dos cuentos que he leído en es­
tos años que se inscriben en esa tradición: uno es el que da título al volu­
men de Morán: Noticias de Sergio Oberti, un cuento admirable. Mediante
el señalado recurso de la alusión, y a través de un discurso rayando en lo
absurdo, toca nuestro reciente drama nacional de manera inteligente, con
una delicadeza extrema, para convertirse — a mi criterio— en uno de los
mejores cuentos sobre el tema de los desaparecidos que se hayan escrito.
Som os y no somos, el tem a del doble, en una recreación llena de talen­
to, de poesía, de imaginación. En la tradición de los mejores cuentos ar­
gentinos, es combinación ejemplar de cómo la literatura es alusión porque
es una mentira encarnada en la realidad, y es al mismo tiempo una mira­
da poética sobre el mundo que vivimos.
Los lectores advertirán que estas reflexiones me nacen a partir de la
experiencia de meditar algunos cuentos concretos. En el caso de los de
Miguel Ángel Mollino, me sucedió algo similar. Cuando leí por primera
vez La muerte viaja en una Olivetti sentí que estaba ante uno de los mejores
cuentos que jam ás se han escrito. Una joya literaria, un cuento moderno,
casi perfecto, que no dudo hubieran adorado Cortázar y Rulfo. Se trata de
un cuento antològico, memorable, porque combina de la manera más sabia
realidad y fantasía, tensión e intensidad, clima y firmeza, sorpresa y poe­
sía, y porque en esencia es un maravilloso acercamiento a una de las otras
caras de la literatura: el punto de vista de los personajes literarios en busca
de sus autores. En la literatura de Molfino — me refiero a los cuentos que
integran su libro El mismo viejo ruido— veo una serie de virtudes que me
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parecen ejemplares para todo lector que ansíe ser escritor: en primer lugar,
una vocación narrativa inquebrantable. Molfino tiene una brújula narrativa
de Norte inmutable, que no le permite deslices, regodeos, demoras ni falsas
densidades. Todo lo que cuenta tiene carnadura, sustancia y verosimilitud,
aun — y precisamente— en la audacia de su constante vuelo imaginativo.
Todo es literatura para él, y su punto de vista autoral siempre es agudo, ori­
ginal, sorprendente. Como sus maestros norteamericanos (Molfino es quizá
uno de los escritores argentinos más norteamericanos que existen), coloca­
do en situación de narrador siempre va al grano y sabe colocar el gancho a
la mandíbula que deja al lector deslumbrado, lleno de preguntas, saborean­
do situaciones pero no sólo por las situaciones mismas sino por el modo
como esas situaciones fueron colocadas en negro sobre blanco.
Si la literatura — y específicamente el género cuento— son como creo
un camino hacia el conocimiento, una indagación sobre el alma humana y
sobre todo una propuesta formal siempre renovada y renovadora, las capa­
cidades literarias de Molfino son vastas y precisas. Maneja los intertextos
con una solvencia poco común, y ejemplo de ello es Ralph Endicott, per­
sonaje secundario de Scott Fitzgerald y otros autores, que evoca a Pirandello, a Hemingway, a Riestra y que en ese primer relato lleno de encanto
y sabrosura rinde homenaje a los Tough writers estadounidenses en un
periplo delicioso por el naturalismo y la parodia; y en el que también están
Larsen y Erdosain, responsable este último de conseguirle “empleo de
muerto”. Ese cuento se resuelve, además, de manera inusualmente brillante
cuando el autor-narrador recupera el domino del cuento (que jamás había
perdido narrativamente) y da cuenta de Ralph Endicott en una solitaria ca­
rretera chaqueña y en un viejo Di Telia 1500 que para mí es metáfora de las
viejas Olivettis.
Los cuentos de estos autores — es evidente— son el resultado de bien
digeridas lecturas, piedras basales para la osadía intelectual y el experimentalismo. Cuando se tiene la audacia de probar siempre, y cuando el
buscar se asume como un destino literario, hay que tener mucho olfato y
mucho conocimiento, y ellos los tienen de sobra y eso es lo que les per­
mite crear constantemente situaciones imprevistas y es lo que los hace
estar, en sus textos, siempre más allá de la vulgaridad y más acá de la eru­
dición pedante. De ahí la contextura compacta de sus personajes. Es lo
mismo que pasa cuando uno lee cuentos de Angélica Gorodischer o de
Abelardo Castillo: hay una solvencia cultural que sostiene el andamiaje
estructural de cada cuento.
Pienso que uno tiene que procurar ser la clase de escritor que — más
allá de sus temas— no se repite, no curte siempre la misma onda y no se
reitera en la utilización de unos pocos recursos más o menos brillantes. La
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clase de escritor que siempre busca andar por caminos difíciles, nomás
porque le apasiona buscar y porque tiene adentro, parafraseando a Miguel
Hernández, un rayo que no cesa.
Sobre la se n sib ilid a d
En estos autores se encuentra otro de los aspectos que más me importa
subrayar en los talleres: la sensibilidad. Porque todo buen cuento debe to­
car alguna fibra íntima en el lector. Necesariamente. Por eso un buen cuen­
to no es el que surge de las puras ganas del autor, ni es el que deviene de un
intento catártico. Un buen cuento es el que nace sencillamente de la inevitabilidad de que ese cuento exista. Es decir: se lo escribe porque no se
puede dejar de escribirlo. Es como si el cuento viniera empujando desde
adentro del autor, abriéndose paso a pesar de todas las resistencias que uno
tenga, y de alguna manera explota en las páginas que lo contienen.
El destino de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un im ­
pacto en el lector. Cuanto más cerca del corazón del lector se clave, mejor
será el cuento. Para lograr ese efecto, el texto debe ser sensible: debe tener
la capacidad de mostrar un mundo, de ser un espejo en el que el lector vea
y se vea. Esto es lo que se llama identificación (el lector piensa que le pasó
o le podría pasar lo mismo) y eso le creará una empatia, una solidaridad
con lo contado, que hará que el cuento se le torne inolvidable. Esta iden­
tificación sólo se logra por medio de la sensibilidad del lector, tocada por
el texto. Es lo que podríamos llamar el alma del cuento, que es un alma
viva, que emite sonidos, titila, respira. Esa respiración, en los grandes cuen­
tos, será eterna, y ese cuento será clásico sólo en la medida que las dife­
rentes generaciones y culturas lo acepten, reinventen y repitan.
Se sabe: hay sensibilidades muy sofisticadas y las hay vulgares. En
nuestro tiempo es indudable — y desdichado— que la sensibilidad se ha
vuelto chabacana y grosera, pero igualmente el autor debe crear su cuen­
to teniendo en cuenta al lector. Debe saber que alguien, en algún lugar, va
a leer su cuento. Debe querer que así sea. Preocuparse ante la posibilidad
de que eso no suceda. Es como tirar una botella al mar con un mensaje
adentro: hay que hacerlo con fe en que alguien lo recibirá. Y ese tener pre­
sente al otro es lo que impedirá que el cuento sea una clave autorreferencial, onanista, de un intimismo abstruso, de un cripticismo inexpugnable.
Esto hace, claro, a la cordialidad de todo cuento: es un diálogo, una con­
versación amable en la que uno monologa y el otro escucha y responde
con su atención inclaudicable, con su entrega a la seducción del narrador.
Esto es lo que se llama tener presente al lector, y que no equivale a hacer­
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le concesiones, ni guiños, ni a darle explicaciones inútiles. He ahí la in­
teligencia del buen cuento. En palabras de Oliveira, personaje de Cortázar,
“la explicación es siempre un error bien vestido”. Y cabe recordar aquello
de Paul Valéry sobre la realización de una obra: la “verdadera unidad” no
se da en uno, en el autor. “Yo he escrito una partitura, pero no puedo es­
cucharla sino ejecutada por el alma y el espíritu de los demás”.
Si un arte tiene que ser entendido sólo por los entendidos, no es arte,
sino la clave de una logia, piensa Denevi en Rosaura a las diez en esa par­
te memorable en la que el pintor defiende la idea de que al sentido común
hay que defenderlo de esa corrupción de los sentidos que se llama arte
moderno. (Que es una idea discutible, desde ya, porque el arte moderno es
un continuo crecer, intentar formas e ir superponiendo lo estético. Sin arte
moderno todo arte sería clásico y le estaría vedado expresar al Hombre en
su tiempo, en cada tiempo. Aun lo clásico deviene de haber sido moderno.
Hoy Rubens y Mozart son clásicos, pero en sus siglos fueron modernos. Y
es que ser moderno es el destino de todo artista cabal, y a la vez es el único
camino que conduce al clasicismo). Como fuere, esto debe ser profunda­
mente reflexionado por todo cuentista que se precie de tal: ¿En qué papel
estoy yo, autor de esta invención? ¿Y en cuál coloco, o quisiera que esté,
el destinatario natural de este telegrama cifrado que estoy creando y que se
llama cuento? ¿De qué manera nos vamos a encontrar, mi lector y yo, en
este hecho externo a él y a mí, en esta entidad autónoma, que es el cuento?
Sobre la astucia narrativa
Noé Jitrik afirma que “el escritor es sobre todo un astuto que se plantea su
tarea desde el comienzo contando con su habilidad de engaño, es decir, de
imaginación”. Esto equivale a la recomendación que siempre hace Ed­
mundo Valadés sobre la necesidad de “malicia” que debe tener todo buen
cuentista. Coincidentemente, el crítico mexicano Raymundo Ramos ha
sentenciado brillantemente que todo buen libro de cuentos debería poder
subtitularse Malicia en el país de las maravillas.
Pero atención: la habilidad, la astucia, el engaño, no justifican comple­
tamente la arbitrariedad autoral, que debe ser siempre una arbitrariedad
razonada, justificada, apoyada en la lógica interna de cada texto. En todo
caso — en todos los casos— ésta debe ser sutil, delicada, sobria, apelando
siempre a la inteligencia y a la sensibilidad del lector, y no al artificio, al
“porque se me dio la gana”, al “yo quise que fuese a s f C u a n d o así se
razona es porque no se está teniendo en cuenta al lector. Y es obvio que
esto — precisamente esto— es lo que desautoriza los golpes bajos, los
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recursos inesperados o antojadizos. Es lo que descalifica los finales no
indiciados y que no están contenidos en el mismo texto, en el lugar y mo­
mento oportunos.
Sobre el lector
Dice ese otro importante teórico que es Mario A. Lancelotti que “una
teoría del género reclama, por lo demás, una estética del narrador y del
lector... El cuento requiere una reducción del campo narrativo análoga al
estrechamiento de conciencia que acompaña a las ideas fijas. En cierto
modo, el cuentista procede como un obseso... Desde el punto de vista del
lector, el cuento es acto riguroso de leer: Lectura por excelencia. No lee­
mos un cuento con los mismos ojos que siguen una novela o mediante un
tratado científico. En la primera, la lectura no es jamás demasiado atenta
y es natural que así sea: nos toma desde ángulos y distancias muy diver­
sos. Distraído por una trama en la que de algún modo interviene, el lector
lee y no lee a un tiempo. Una novela puede reposar en las manos. Un cuen­
to es operación estricta del ojo: atención al estado puro. La menor desvia­
ción pone en peligro el incidente, que es el suceso y el efecto: en rigor,
toda la historia. Más que a conmovernos, el cuento tiende a asombrarnos
y, estilísticamente, el cuentista es un virtuoso. Su tourde forcé consiste en
convertir el acontecimiento en un lenguaje”.
Sobre el lector del cuento breve, Epple sostiene que toda micro-ficción
“dice más de lo que el texto explícita”, y esto es evidente. Se trata en­
tonces de azuzar la imaginación, de conmover y desatar la capacidad aso­
ciativa del lector. Produciendo risa o llanto, congoja o furia, o cualquier
tipo de emoción empática, lo importante es que el cuento enciende luces
en la inteligencia y en el corazón del lector. Desencadena acontecimientos
internos, y aún podría — aunque no es su misión, desde ya— desatar
hechos concretos, acciones humanas. Suele decirse que lo importante es
que el cuento requiere un lector activo, comprometido con lo que lee; lo
cual no deja de ser una verdad de perogrullo porque si el lector es pasivo
y no se involucra en el texto, sencillamente lo abandona. Claro que no por
eso hay que colocar todo el esfuerzo en el lector. El autor debe haber
sabido encantarlo, fascinarlo, comprometerlo. Hacerle indispensable la con­
tinuación de la lectura. Hacerlo socio en la empresa del cuento.
En opinión del cuentista colombiano-mexicano Marco Tulio Aguilera
Garramuño en su valioso artículo de la revista Plural (N° 176, Mayo de
1986), “cada cuentista instala su propia lógica y crea sus lectores, sus ini­
ciados, su propio culto... Muchos cuentistas fracasan porque intentan
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demostrar tesis, ilustrar una situación, corregir una injusticia, enseñar a
vivir a sus cuitados e ingenuos lectores. El buen lector de cuentos no es un
subdotado y en la lectura no busca lecciones de moral. Es, por el contrario,
una persona sensible que busca divertirse sin embrutecerse”. Que no es
otra cosa que el mandato cervantino, que siempre es oportuno recordar:
en el prólogo de Don Quijote, Cervantes se refiere a la doble función de
la literatura: entretener y hacer reflexionar.
El diálogo con el lector es capital en el cuento. Y ese diálogo, como ha
apuntado Mastrángelo, “no permite la menor distracción del lector. Este se
halla, de pronto, prisionero en una estrecha celda completamente oscura y
tan desmantelada que no puede prestar atención más que a las mágicas
palabras”.
Sobre la estru ctu ra
Párrafos más adelante se ha hablado de la estructura del cuento, pero nos
faltó decir qué entendemos por tal. Pues bien, en mi concepto la estruc­
tura de un relato no es otra cosa que su esqueleto, o si se quiere el tra­
mado arquitectónico de columnas y vigas sobre el cual se sostendrán la
ficción narrada (la historia, el contenido) y la narración misma (la forma,
el estilo).
Por su parte, la cuentista Edelweis Serra sostiene que la estructura del
cuento “resulta de la integración de tres estratos fundamentales correla­
cionados entre sí, sin prioridad valorativa del uno sobre el otro, antes bien
en íntima interdependencia y mutua sustentación”. Esos tres estratos son:
el de las objetividades representadas; el de los significados; y el de la pa­
labra. El primero es el “mundo narrado, sencillamente el hecho que se
narra, el suceso, el acontecimiento con sus episodios e incidentes. Desde
este estrato se desprende el tema o contenido temático del cuento y por
ende, su significado, y así entramos en el área del segundo estrato donde
se configura una imagen y una interpretación de la realidad, del mundo
narrado. Pero el ser del cuento y su manifestación fenomenológica no
quedaría fraguado sin la concurrencia indispensable del estrato de la pa­
labra, troquelación verbal del objeto narrado en solidaria unidad estruc­
tural. Esta estructura ternaria, como se ve, no es divisible; los estratos se
dan simultáneamente, íntimamente determinados entre sí, uno implica al
otro y los tres, a una, constituyen la naturaleza óntica y fenoménico-estética del cuento”.
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Sobre la in te n sid a d y la tensión
Hay otros dos aspectos que casi siempre aparecen poco explicados, y
que suelen desesperar a los cuentistas noveles: la intensidad y la ten­
sión.
“Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la elim inación de
todas las ideas o situaciones interm edias, de todos los rellenos o fases
de transición que la novela perm ite o exige”, escribió Julio C ortázar en
su m ulticitado texto Algunos aspectos del cuento (en revista Casa de
las Am éricas N° 15-16, La Habana, Cuba, Febrero de 1963).
Por su parte, dice el escritor de ciencia-ficción J. G. Ballard (citado por
Cristina Peri-Rossi) que “el cuento está más cerca de la pintura. En ge­
neral, no representa más que una escena. De este modo se puede obtener
la intensidad y la convergencia, fuerte y brillante, que se encuentra en los
cuadros superrealistas. Es mucho más difícil conseguir eso en una novela,
porque eso comporta elementos narrativos. En la novela hay que construir
el tiempo. En un relato, en cambio, se le puede eliminar y provocar esa
extraña sensación, esa clase de atmósfera”.
Y la misma Peri-Rossi aporta lo suyo: “El escritor de cuentos contem­
poráneo no narra sólo por el placer de encadenar hechos de una manera
más o menos casual, sino para revelar lo que hay detrás de ellos; lo signi­
ficativo no es lo que sucede (y a veces ocurre muy poco, como en los
relatos del magnífico escritor italiano Giorgio Manganelli) sino la manera
de sentir, pensar, vivir esos hechos, es decir, su interpretación”. En com­
paración con la novela, dice que ésta “en general procede por acumulación
(de puntos de vista, hechos, tiempos, espacios), mientras que el relato mo­
derno actúa por selección: elige un momento en el tiempo y lo paraliza
para interiorizar en él, para penetrarlo; elige un ángulo de mira y, por enci­
ma de todo, selecciona rigurosamente lo narrado para provocar un solo
efecto... Mientras la novela transcurre en el tiempo (aunque sea un tiem­
po corto, como en el Ulises de Joyce), el cuento profundiza en él, o lo in­
moviliza, lo suspende para penetrarlo”.
Todo lo cual está contenido en aquella reiteradísima, vieja idea de Hemingway: “En el cuento el escritor gana por knock-out; en la novela, por
puntos”.
En lo que respecta a las comparaciones con la novela, casi todos los
autores que han reflexionado el género cuento coinciden — palabra más,
palabra menos— en que la función del cuento es agotar, por intensidad,
una situación, mientras que la de la novela es desarrollar varias situacio­
nes, a veces simultáneamente, y las cuales al yuxtaponerse provocan la ilu­
sión del tiempo sucesivo.
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Uno de los teóricos que más reflexionó acerca de la intensidad y la
tensión del cuento, fue el maestro Mastrángelo: “El cuento empieza mo­
viéndose. Nace caminando y no se detiene hasta el final. Es todo vitalidad,
emoción y m ovim iento... El cuento, que nació oralmente, sigue conser­
vando hoy, al cabo de varios milenios, sus dos características esenciales:
su unilinealidad, es decir su espina dorsal, única e indivisible; y su
unidad de asunto. Son las dos primeras leyes estructurales que lo apartan
y lo alejan de la novela”.
La unilinealidad del cuento y su unidad de asunto son dos aspectos que
según Mastrángelo a menudo se olvidan. Y sin embargo, son el camino ne­
cesario para arribar a “otra ley de esta especie del género narrativo, más
olvidada aún por los ensayistas: su unidad funcional, su armonía vital, o
como quiera llamársele. Tal unidad funcional tiene dos fines primordiales:
Io) canalizar el interés o la emoción, entubando la mente del lector (ya que
el cuento es un túnel, un sendero libre de malezas y otros obstáculos); y
2o) concentrar ese interés o emoción al final del suceso narrado, haciéndo­
lo estallar o desvanecer tan radical y oportunamente (verdadero orgasmo
psíquico) que el cuento lo ultime el mismo lector, sin previa advertencia
ni presencia del cuentista”.
La intensidad y la tensión tienen que ver con una de las peculiaridades
del género: una pureza de elementos que no requieren otras expresiones na­
rrativas. “Pureza de elementos, en el sentido de todo aquello imprescindi­
ble a los fines que se propuso el autor”, escribe Mastrángelo. Y es que “en
el abismal y maravilloso laboratorio de su cerebro, y en misteriosa com­
binación del consciente con el inconsciente, el cuentista va recordando e
inventando, seleccionando y recibiendo en su mente sólo lo que él necesi­
ta. A la inversa del relatador, que generalmente se ajusta a la realidad, el
cuentista ajusta la realidad a él, cuando le puede ser útil. Por esto un cuen­
to nada tiene que ver con la realidad propiamente dicha (aunque nos im­
presione más que un hecho que está acaeciendo ante nuestros propios
ojos) y en cambio la mayoría de los relatos y muchos capítulos de nove­
las no son más que recuerdos o vivencias, y su autor un simple cronista
con más o menos ingenio”.
De modo que la intensidad y la tensión se constituyen en base a la unidireccionalidad inquebrantable de todo cuento. A la eliminación de lo que
Cortázar llamó “ideas o situaciones intermedias, rellenos o fases de tran­
sición”. Y esa unidireccionalidad no es otra cosa que el famoso knockout
hemingwayiano. Sólo así “el cuento perfecto es concluido simultánea­
mente por el lector y el autor — subraya M astrángelo— . Si acontece lo
contrario es porque algo fracasa. Eso último suele ocurrir cuando el autor
apresura el final, adelantándose al ritmo del lector y del cuento mismo. Y,
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con mucha más frecuencia, cuando la dilata con alguna advertencia, ex­
plicación o rebuscando un corte definitivo. Porque en el cuento marchan
unidos el que narra y el que lee, a un ritmo cada vez más acelerado, y
hacia una m eta a la que deben llegar al mismo tiempo”. En cambio, “el
lector de una novela puede ser arrastrado o tironeado por el autor. Este
puede darse el lujo de adelantarse al leyente, de sumergirse o elevarse de
tal modo que el lector lo pierda de vista por un instante. El lector, por su
parte, puede darse el gusto o sufrir el accidente de distraerse y perder el
hilo por un momento que puede significar todo un capítulo. No por eso
dejará de leer la novela y no por eso dejará de agradarle o interesarle. Esta
marcha paralela entre creador y destinatario puede ser — y a menudo es—
irregular, arrítmica, intermitente, ajustándose sólo en las partes culm i­
nantes”. Todo lo contrario sucede en el cuento, en el cual el “ajuste entre
el escritor y su lector ha de iniciarse en la primera línea y finalizar en la
última. Ahora bien: cuando no se produce este sincronismo (especial­
mente en las líneas finales) ¿dónde está la falla: en el lector o en el autor?
Generalmente el que yerra es el cuentista. Además, él debe servir al lec­
tor y no a la inversa... Y este sincronismo ha de ser exacto en el instante
último, pero a la vez existir durante todo el desarrollo del suceso. Mas es
necesaria otra condición para que eso sea posible, y es el estilo” . Y no
sólo eso: podríamos agregar, con el teórico mexicano Alberto Paredes,
que “así como la unidad extrema define con buena precisión al cuento,
otra constante es la atmósfera — lograda, por muy irreal y subjetiva que
parezca, mediante una organización efectiva de sus elementos— de re­
velación privilegiada que produce el cuento y dentro de la cual sucede su
pequeño universo literario”.
Sobre la co n cep ció n d e l m u n d o
La uruguaya Cristina Peri-Rossi ha señalado que: “La capacidad de sim­
bolización me parece un nivel más complejo de nuestra actividad intelec­
tual. No narro para entretener, para ordenar una trama, sino para descubrir,
para conocer, para elaborar una hipótesis del mundo, de modo que lo nar­
rado se supedita a la intención, a la visión del mundo. Es que, parodiando
a Rimbaud, el escritor es un visionario, o no es”.
De hecho, todo cuento contiene una concepción del mundo, una idea
del universo. Y esto es así sencillamente porque todo cuentista la tiene,
lo quiera o no, lo acepte o no. El escritor tiene siempre una posición ante
la vida, y su obra expresa su manera de pensar. Esa concepción inevita­
blemente estará contenida en todo lo que escriba. De ahí que, cuanto
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mejor y más cultivada sea esa concepción, cuanto más rica, sensible, cul­
ta, generosa, amplia y abierta, más ricos serán los contenidos de sus cuen­
tos. De ahí la importancia de la lectura. Por eso en mis talleres la lectura
de cuentos clásicos y contemporáneos, semana a semana, es obligatoria.
Porque pienso que no se puede ser buen escritor si no se es, primero, un
gran lector.
Sobre e l cuento sin a rg u m en to
Dice Arturo Molina García que “en nuestros días se puede observar cómo
muchos relatos breves, considerados como cuentos, no encajan exacta­
mente en las coordenadas trazadas. Se trata de cuentos con finales abrup­
tos que producen una sensación de fragilidad, como de algo inconcluso,
pero, al mismo tiempo, llenos de las posibilidades sugerentes de lo que, a
propósito, se deja abierto. Más aún: en nuestra época observamos con
ciert£. frecuencia la falta de argumento, ingrediente imprescindible del
cuento clásico. Se le ha dado el nombre de cuento-situación (narraciónsituación frente a narración-argumento)” . Y opina luego que esto “de­
muestra una vez más que el cuento, como cualquier otro género literario,
no es algo monolítico y apriorísticamente determinado, sino que evolu­
ciona, dependiendo del estilo y de la sensibilidad hacia formas nuevas”.
Wayne C. Booths, en La retórica de la ficción (citado por Alberto
Paredes en su estupendo estudio Las voces del relato) tiene un párrafo
muy ilustrativo respecto de la llamada literatura sin argumento: “Teóri­
camente uno puede proyectar una novela en la que no se haga ningún
intento de progresión hacia cualquier conclusión o iluminación final. Tal
obra pudiera simplemente comunicar un sentido penetrante de que no es
posible ninguna creencia, de que todo es caos, de que nadie ve en su ca­
mino claramente, de que estamos comprometidos ‘en un viaje hasta el fin
de la noche’. En una obra de esta clase, no solamente el narrador y el lec­
tor marcharían juntos por entre las cuestiones no contestadas a medida que
surgiesen, sino que presumiblemente también el autor implícito marcha­
ría con ellos: nadie sería más juicioso por haber leído el libro. El autor de
tal obra debe dejar la acción sin resolver: cualquier resolución implicaría
un modelo de valores en relación con los cuales una situación sería más
aproximadamente final que otra. Tan sólo un sentido irresuelto de con­
tinuación insensata haría justicia a un tal nihilismo completo”.
El lector puede remitirse también a la entrevista con Juan José Saer,
incluida en este mismo libro (página 199).
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S obre la ironía
Puesto que éste es un aspecto sobre el cual uno podría extenderse casi
interminablemente, citaré sólo una idea de Cristina Peri-Rossi que me
parece una adecuada síntesis: “Hay recursos que empleo a menudo: la rup­
tura del plano del discurso narrativo con la incorporación de otro nivel,
generalmente irónico. La ironía es un gran instrumento: crea distancia, y
sólo en la distancia somos lúcidos, perversos, ambivalentes e inteligentes.
Y uso la palabra ‘perversos’ en el sentido de que la paradoja pone en tela
de juicio la normalidad, la naturaleza, la espontaneidad”.
Sobre e l p u n to de vista
Este es otro aspecto sobre el que se ha teorizado muchísimo. Y es que la
diferenciación entre las voces del autor, el narrador y los personajes, así
como la elección del punto de vista en cada cuento, es uno de los aspectos
más determinantes y de los que más fascinan a quienes reflexionan sobre
este género. Enrique Anderson Imbert, en su extraordinaria obra Teoría y
Técnica del Cuento; Oscar Tacca en Las voces de la novela; así como
Mastrángelo y muchos otros autores, han analizado todo esto exhaus­
tivamente. Acaso el más moderno y acabado estudio sea el de Alberto
Paredes (Las voces del relato. Universidad Veracruzana, Xalapa, México,
1987), en el que desarrolla toda una completa teoría sobre el punto de vista.
Aunque a todos esos textos remito al lector interesado, no me resisto a
citar aquí a Julio Cortázar: “El signo de un gran cuento me lo da eso que
podríamos llamar su autarquía, el hecho de que el relato se ha desprendi­
do del autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso... Aunque pa­
rezca paradójico, la narración en primera persona constituye la más fácil
y quizá la mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí
una sola y la misma cosa... En mis relatos en tercera persona he procu­
rado casi siempre no salirme de una narración stricto sensu, sin esas tomas
de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me
parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que el
cuento en sí”.
S obre la d iferen cia entre relato y cuento
Es una pregunta que siempre hacen los tallereutas. Como se habrá adver­
tido en las páginas anteriores, casi todos los autores suelen hablar indis­
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tintamente de cuento o de relato. Mi respuesta a esta duda, siempre, es la
siguiente: lo que define a un texto como cuento es la vocación cuentística
del texto, esa naturaleza ficcional que no siempre y no necesariamente
tiene el relato, que puede ser descriptivo, de viaje, de memorias, etc.
En este sentido, no estoy muy seguro de considerar cuentos a las fábu­
las de la antigüedad. Las anécdotas, chascarrillos, patrañas, paradojas, burlas
y demás formas, tan frecuentes en la literatura española, tenían en realidad
una finalidad didáctica o irónica. Pero carecían de vocación cuentística. Creo
que conviene no confundir esto, modernamente. Un buen ejemplo serían los
“cuentos” o chistes de un narrador oral como el famoso Luis Landriscina.
Más allá de su gracia y de que cumplan con estructuras narrativas cuentísticas (tienen gancho, nudo y desenlace; tienen mecanismo de sorpresa,
golpes de efecto, despiertan interés, etc.), no son literatura. Dependen del
histrionismo y la gracia de la oralidad, y nada garantiza que sean “escribibles”. Más aún: si se los escribiera, lo más probable es que perderían casi
toda la gracia de la oralidad.
Muchos autores, sin embargo, parecen considerar que toda narración
literaria genéricamente es un relato. Por ejemplo, Paredes sostiene que re­
lato es “toda obra de literatura de ficción que se constituye como narrati­
va. Es decir, una organización literaria que erige su propio universo donde
hay acontecimientos (pasan cosas a personas) que deben interpretarse co­
mo reales en la lectura para que la obra funcione. La verosimilitud inhe­
rente a la narrativa consiste, precisamente, en el pacto establecido entre el
autor y sus lectores: los sucesos relatados son reales (existen con plenitud)
dentro del mundo erigido por el texto”. Dentro del genérico, para él “el
cuento es un relato cuyos fines se encaminan a la obtención de un efecto
único o de uno principal. Todo en la escritura del texto se organiza con
miras a dicho efecto único y final”. De ahí que, razona, “puesto que la
primera regla del juego es contar un tema y obtener un efecto de él, el tra­
bajo narrativo del cuentista concluye al lograr el efecto del tema dado” .
Una vez obtenido esto, continuar el trabajo o ampliarlo en el curso de su
desarrollo “significa rebasar los supuestos del cuento, o sea, transformar
el texto en otro género de relato”.
S o b re co n ten id o y fo r m a
(o la d iferen cia entre el q u é y el cóm o)
Hay otra cuestión central, respecto de la morfología, que merece una pro­
funda reflexión: y es la relación entre el qué (contenido) y el cómo (for­
ma). En otras palabras: ¿El cuento vale más por lo contado, o por la
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manera como está contado? ¿Qué es lo que fascina a mi lector: lo que le
conté o el modo como lo hice?
Dice el cuentista mexicano Guillermo Samperio, en el volumen colec­
tivo El cuento está en no creérselo: “Quien se dedica a la escritura del
cuento debe conocer todas las formas que el cuento ha cobrado en su his­
toria, o hasta donde le sea posible conocerlas. Esta recomendación tiene la
finalidad de que el cuentista esté al tanto del poder formal del cuento y
sepa, al mismo tiempo, de las dimensiones del monstruo, de sus puntos dé­
biles, de su corruptibilidad. Con este esfuerzo, el cuentista potenciará tam­
bién incalculablemente su oficio”.
En cuanto al contenido y la forma, es evidente que uno debe cuidarse
de no sobrecargar ni lo uno ni lo otro. Es sabido que el exceso contenidista
suele ser descuidador de las formas, y ha dado lugar a una gigantesca li­
teratura ideologista, panfletaria, llena de buenas intenciones pero comple­
tamente desprovista de calidad literaria. De hecho, las ideologías y la moral
son — deberían ser— perfectas extranjeras en la patria de la literatura. Co­
mo bien ha dicho Samperio: “La libertad creadora sólo encuentra límite en
los dogmas del escritor; por ello hay que combatir cualquier moral mien­
tras las palabras avancen en la hoja en blanco”.
Claro que también ha ocurrido lo opuesto: el exceso de formalismos
vacíos que se explican mejor con el viejo chiste de Julio Torri (creo que
también lo ha narrado M onterroso) del escritor que se pasó la vida, toda
su larga vida, trabajando las formas para crear un estilo que impactara al
mundo; y cuando llegó a tenerlo, resultó que no tenía nada para decir
con él.
Valéry dice también que no existe el verdadero sentido de un texto, ni
hay autoridad del autor. Sea lo que fuere lo que el autor quiso decir, se dijo
lo que está escrito. Con esto, claro, no estaría de acuerdo un análisis estructuralista o semiótico, ni tampoco acordaría con eso un psicoanalista lacaniano, pero nos impone tener en cuenta que trabajamos con partículas
sumamente peligrosas, letales: las palabras.
Esta sería la diferencia que hace Paredes entre historia y trama. La
primera es aquello que se cuenta, el conjunto de acontecimientos vincu­
lados y comunicados a lo largo del cuento, lo que ha ocurrido efectiva­
mente dentro del mundo ficcional, la serie de hechos organizados casual o
cronológicamente y que tienen su propio orden textual, porque como bien
señala Todorov “en un relato la sucesión de las acciones no es arbitraria
sino que obedece a una cierta lógica”. En cambio la trama se refiere al
modo como se describe lo que sucede, lo que propone la historia. Paredes
dice que, por lo tanto, “hay una compleja interacción de cuatro órdenes en
el relato: la historia y su organización; la trama y la suya”.
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Como fuere, para la mayoría de los lectores y escribidores del mundo
la anécdota sigue siendo, de hecho, lo que más importa en un cuento. Así
ha sido y probablemente seguirá siendo. Por eso maestros como Chejov,
Poe y Quiroga — entre otros— han recomendado no introducir jam ás nada
que distraiga el efecto final. Esto es lo que da unidad al cuento, y por eso
el gran escritor dominicano Juan Bosch ha sentenciado que no son si­
quiera admisibles todas aquellas palabras que no sean esenciales al fin que
se propone el autor, porque le restan fuerza dinámica al cuento.
Sobre los títu lo s d e los textos
Unas últimas palabras para un asunto que parece nimio, pero ante el que
casi no hay escritor novel que no sucumba: el de cómo titular un cuento.
Si bien es obvio — y no está de más reiterarlo— que en estas materias no
hay recetas, siempre sostengo que el título de cada cuento está siempre
escondido dentro del mismo texto.
Por supuesto, es vicio contemporáneo pensar que los buenos títulos son
los más efectistas, los publicitarios. En mi opinión eso es falso y vulgari­
za la literatura. Un buen título produce un determinado efecto, es verdad,
pero eso no implica que deba ser efectista. Creo que no hace falta recurrir
a los efectos graciosos, sino a la profundidad de pensamiento. Si se la tiene,
claro. Y es recomendable pensar siempre que no se la tiene, para buscarla
siempre, y probar y cambiar. Un buen título produce más y mejor efecto
cuando es serio y representa la dimensión o el posible significado de todo
un sistema de pensamiento, o de todo el libro. Los mejores títulos son globalizadores, y me parece que el autor debe meditar más seriamente acerca
de los significados y no perder el tiempo buscando los probables efectos
inmediatos que suelen estar vinculados a la modernidad del siglo veinte, al
marketing.
Hay títulos de gran efecto que a la vez son efectistas, desde ya. Pienso
en algunos, para mí antológicos: Para comerte mejor (Gudiño Kieffer), La
muerte tiene permiso (Valadés), El llano en llamas (Rulfo), Guerra del tiem­
po (Carpentier).
Ya Baudelaire decía algo así como que la mayor — y mejor— astucia
del diablo es hacernos creer que no existe. Con los títulos sucede algo si­
milar: el mejor título acaso sea el que se nos escapa, el que hubiera sido,
el que no supimos conseguir, el que nos llenó de frustraciones mientras lo
buscábamos.
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Sobre una cla sifica ció n p o sib le d e l cu en to h isp a n o a m erica n o
Cómo último aspecto, y siguiendo aquí a Alfredo Veiravé, se puede afirmar
que “el cuento, como género literario, aparece en Hispanoamérica des­
prendido de cuadros costumbristas, relatos, fábulas y leyendas, cuyos orí­
genes se remontan a la literatura precolombina recogida de la tradición oral
por los cronistas de Indias... Tienen un carácter documental y costum­
brista, rasgo generalizador que atraviesa toda la literatura del siglo XIX
desde el realismo al naturalismo”. A partir de ahí, me parece útil recordar
su clasificación del cuento hispanoamericano:
Cuento romántico: “Se desarrolla sobre una trama sentimental en la
cual priva lo subjetivo del narrador, quien utiliza la primera persona para
introducir al lector en la emoción que transmite. Las descripciones y re­
tratos de los personajes y las exclamaciones y exaltaciones del yo, deno­
tan la expresión sincera de un narrador más sentimental que racional”.
Cuento realista: La exaltación se sustituye por un tono “más objetivo
y ceñido a la verosimilitud de los hechos narrados desde el exterior”. Los
personajes son menos complejos en sentimientos, tienen lenguajes pinto­
rescos y utilizan giros populares, y el narrador suele funcionar como tes­
tigo u oyente.
Cuento naturalista: “Incorpora a su temática los casos clínicos deriva­
dos de las leyes de la herencia y también los climas de trabajo que someten
al individuo en anomalías de las cuales no puede escapar. La sordidez de la
sociedad que explota al hombre se convierte, en Hispanoamérica, en denun­
cia y protesta contra un sometimiento infrahumano”.
Cuento modernista: (ver las características descriptas en el capítulo
“Breve Historia del Cuento Argentino”, página 19).
Cuento regionalista: Aparece (con Quiroga y después de él) “un am ­
plio campo temático ubicado en la confrontación hombre-naturaleza”. Sel­
vas, montañas y grandes ríos se incorporan como geografías literarias, e
incluso episodios como la Revolución M exicana pasan a formar parte del
regionalismo porque “suministra a los cuentistas un material importante,
que fue utilizado por numerosos narradores para crear un fresco o mural
de las miserias y grandezas de los sucesos de la guerra revolucionaria” .
Cuento vanguardista: Partiendo “de elementos realistas en escenarios na­
cionales (el porteño de Cortázar, el mexicano de Rulfo, el paraguayo de Roa
Bastos), pero sobre la apariencia del ‘criollismo’ el narrador somete al lector
a una prueba de participación efectiva y directa en mundos ficticios o ima­
ginarios... Deja en libertad a los personajes, contrapone tiempos diferentes,
varía el relato lineal, crea escenas simultáneas y construye una estructura
nueva en la cual aplica técnicas experimentales sobre temas nacionales”.
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Finalmente, puesto que este libro no pretende ser un manual — tal como
se ha advertido reiteradamente desde el prólogo— no me extenderé acerca
de muchos otros aspectos formales que hacen a la narración de un cuento
literario. No obstante, me parece interesante señalar al menos los títulos
de esos aspectos, que alguna vez, en otro libro, acaso quepa definir, pun­
tualizar y desarrollar. (Y que son, de hecho, los múltiples aspectos que
im parto en mis clases y que, estoy seguro, definen a todos los buenos
talleres de cuento que hay en estos años en la República Argentina). El
siguiente, pues, es sólo un listado de algunos de esos aspectos:
— El valor de los adjetivos.
— El sentido del todo.
— El ejercicio de la síntesis y de la economía textual cuentística. Con­
cisión, precisión, brevedad, densidad. Lo abstruso y lo críptico.
— Las diferencias y convergencias entre anécdota, historia, trama,
tem a y argumento.
— La inutilidad de las tesis (buenas intenciones, enseñanzas de vida,
lecciones, moralejas).
— La preceptiva sobre los tres momentos del cuento: Gancho, Nudo y
Desenlace.
— La teoría del final (que no es lo mismo que desenlace). La revela­
ción, la develación y el estallido. El valor de lo inesperado, lo insospecha­
do. E l efecto a lograr, los múltiples efectos y el mal efecto que significan
los golpes bajos al lector.
— La valoración de los indicios y su necesariedad.
— La imperiosa necesidad de mostrar, de pintar con trazos finos. El
valor de lo que Vladimir Nabokov llama “los preciosos detalles”.
— Valoración del sentido del humor, el entretenimiento y la diversión;
el remanso y la cordialidad; el momento amable que es la lectura de un
cuento.
— La cuestión del estilo y la tersura de la prosa que hace llevadero al
texto. En este punto remito al lector interesado al impactante libro Ejer­
cicios de estilo, del novelista francés Raymond Queneau (Ed. Cátedra,
M adrid, 1989).
— La importancia de la seducción en el cuento, y el proceso de orga­
nización y dosificación de la seducción.
— El mecanismo de sorpresa que todo cuento debe contener. El avance
del suspenso y el apresamiento del interés del lector.
— El delineamiento de los personajes, que deben ser sólo los indis­
pensables, y deben ser creíbles y vivos por más fantástica e imaginativa
que sea la historia que se cuenta.
— El valor de la escenografía, el sentido del espacio en el cuento.
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— El ritmo interno de todo cuento, el valor de la secuencialidad y el
fraseo al servicio de la lógica interna que todo relato exige y contiene.
— La concepción del tiempo en el cuento. Movimiento, velocidad na­
rrativa, pausa y remanso.
— La sugerencia y la retórica como problemas a resolver. El valor del
sobreentendido textual y cómo lograrlo.
— La concepción de lo “normal” y lo “anormal” en literatura. La lógi­
ca interna de todo relato.
— El tono de un cuento.
— La cuestión de la atmósfera. El clima y el tempo cuentísticos.
— El alma de los cuentos.
— El universo creado en cada cuento, y la creación de universos lite­
rarios.
— Las referencias cultas: valor y disvalor de la erudición y el conoci­
miento puntual, jergal o gremial.
— Pudor y vulgaridad. Audacia y pacatería. Censura y autocensura cuentística.
— La importancia de la acción narrada como sustitutiva de la reflexión
autoral. Límites y permisos de la reflexión.
— La cuestión de la poética cuentística.
— El problema de la autocrítica: autolectura, autocorrección, cepillado
y pulido del texto.
— La inspiración, la catársis, la mera voluntad y los fatales enamo­
ramientos autorales.
Tal como se dijo al principio de este capítulo, todos estos no son sino
apuntes, observaciones, que deseo terminar con estas sabias palabras de
Laín Entralgo: “Lector: procura tener siempre a mano una buena colec­
ción de cuentos, y después de tu jornada habitual, pasadas las horas en que
el mundo ha sido para ti profesión, familia y país, entrégate a la aventura
de realizarte a ti mismo en una tierra exótica, en una época remota, en el
esclarecimiento de un crimen o en un relato de ciencia-ficción. Vive du­
rante unos minutos del cuento, aunque esto parezca ser poco recomenda­
ble a los ojos de las personas laboriosas y serias; esos hombres a los que
suelen llamar ‘realistas’, quienes nunca han pensado en serio y laboriosa­
mente acerca de la realidad. Hazlo así, y yo te aseguro que luego volverás
a tu mundo — a tu profesión, a tu familia, a tu país— más nuevo y ani­
moso, más joven; si me permites decirlo con la solemnidad y la ironía de
los que saben usar el haz y el envés de las palabras: más eterno”.
El cuento
en la Argentina de los 80
URANTE la última semana de octubre de 1987, la Universidad Ca­
tólica de Eischstatt, Alemania Federal, organizó un simposio
internacional sobre literatura argentina. Durante seis jornadas,
una docena de escritores especialmente invitados, y alrededor de
20 profesores de literatura, investigadores y críticos, presentaron
ponencias y discutieron con un centenar de participantes llega­
dos de casi toda Europa y los Estados Unidos. A llí fu e leída esta ponencia
0
En un simposio como éste, bajo el título “Literatura Argentina Hoy: De la
Dictadura a la Democracia” es casi imposible no hablar de política. Es tan
fuerte, tan indesligable (como hemos podido advertir estos días) la vincu­
lación entre democracia y cultura, entre literatura y libertad, que realmente
debo dejar de lado una serie de consideraciones que para mí hacen a la
labor del escritor, particularmente en esta etapa que nos toca vivir.
Por otra parte, he sido censurado, estuve prohibido y debí pasar nueve
años en el exilio, en México, circunstancias éstas que también podía
esperarse que fueran parte de mi alocución. Sin embargo, no voy a hablar
de eso, y en todo caso me remito a las conferencias que leí el año pasado
en este país y en esta misma universidad.
A la hora de preparar estas cuartillas, confieso que me pregunté: ¿Y
quién soy yo para hablar del cuento argentino en los ’80? A falta de una
respuesta satisfactoria (es decir una que no admitiera ni sobreestimación ni
falsa modestia), decidí que simplemente compartiría con ustedes algunas
impresiones, porque estoy en una situación en cierto modo privilegiada; la
de quien recibe y lee centenares de cuentos. Lo que me lleva a que prefie­
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ra hablar — como recomendaba Borges— con orgullo de la pluralidad de
mis lecturas, antes que de la narcisista singularidad de mi escritura.
Hechas estas aclaraciones, abordaré mi tema específico planteando una
advertencia que, para mí, hombre no dogmático, hoy es casi un dogma: que
de la escritura de una época sólo se puede reflexionar cuando esa época ha
pasado. Y además, esa reflexión debe hacerse — me impongo hacerla—
mirando lo que realmente se está escribiendo hoy. De lo contrario, hablar
del cuento argentino de los 80 implicaría hacer esquemas, clasificaciones,
categorías y menciones de nombres que, inevitablemente, implicarían la
elección de una estética determinada.
Quiero desarrollar un momento la idea de la imposibilidad de determi­
nar la escritura de una década durante esa misma década. Me parece que
ésa puede ser tarea para los críticos, para los investigadores más audaces e
intuitivos — que no siempre son los más— pero le está vedado hacerlo a un
autor de esa década que, bien o mal, está siendo objeto de estudio por parte
de algunos críticos. Además de que hacerlo podría ser inmodesto y pedan­
te, lo peligroso sería caer en un grueso error, como ya me sucedió — lo afir­
mo autocríticamente— cuando hablé del posboom en Argentina, hace tres
años, a poco de regresar al país. Con algunos amigos, colegas, como Anto­
nio Skármeta, lo discutimos luego y me di cuenta de aquel error de inopor­
tunidad. No interesa revisar aquí la proposición aquella — hoy el posboom
es algo indiscutido, aceptado y en proceso de estudio generalizado— sino
pensar la actitud a adoptar en tanto escritor yo mismo de esta década (li­
teralmente, pues mi primer libro se publicó en mayo de 1980).
Por todo esto, me siento impedido de opinar sobre el cuento argentino
de los 80, en términos de analizar y revisar las obras que tenemos a la ma­
no, los cuentos que diría vigentes, legibles en cualquier edición de estos
años. Me es sencilla, éticamente imposible hacerlo porque uno mismo está
trabajando, está en actividad y en búsqueda, y nada hay terminado, ningu­
na de nuestras obras está concluida. Del mismo modo, nada ha comenza­
do con nosotros. No significamos hito alguno; no tenemos por qué aspirar
a que haya un antes y un después delimitado por nuestra obra. Como bien
ha señalado en alguna ocasión Severo Sarduy, “con el boom no empezó ni
terminó nada”. Del mismo modo sucede con nosotros.
Pero ello no obsta para que uno, en tanto protagonista activo de la lite­
ratura de un país en una época determinada (Argentina, esta década) pro­
cure establecer algunas coordenadas que, más intuitivas que verificadas,
acaso sirvan para comprender qué está pasando con nuestro cuento en la
transición de la dictadura a la democracia. En tal sentido, ruego se tomen
mis palabras como simples sospechas de alguien que, por mandato del
azar, está muy cerca de la escritura del cuento en todo el territorio argenti­
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no en estos años. Cercanía que se da por estar al frente de la revista Puro
Cuento, una experiencia excepcional, riquísima, que creo que también es
parte de lo que pasa en el cuento argentino de los 80. Allí, estoy obser­
vando varios fenómenos, y uno de ellos es el de la formidable respuesta,
medida en centenares de textos que nos llegan de los más remotos lugares
de las 22 provincias argentinas. Algo que, en principio, lo atribuiría menos
a mérito de la publicación que a la necesidad — impresionante y explica­
ble por todo lo que pasó en nuestro país— de los argentinos por comuni­
carse, por ser escuchados y leídos, por ser considerados. En cierto modo,
un deseo de existir en la lectura de los demás.
A ello respondemos simplemente leyéndolos. En mi revista no deter­
minamos quién es cuentista y quién no; no decidimos réprobos ni elegi­
dos; no otorgamos carnet de cuentista a nadie. No es demasiado mérito, ni
lo digo con excesivo orgullo. Lo apunto simplemente como una manera de
decir que hay mucho cuento que se escribe en la Argentina, y que real­
mente no conocemos. Está demasiado restringida nuestra mirada sobre la
literatura — esa mirada argentina que bien dice Manuel Puig es tan dura y
siempre se empeña en juzgar— , a unos cuantos nombres, a unos pocos li­
bros. Todo lo demás queda recortado, acotado, aristocratizado, cuando no
se comete un daño inconsciente o se cae en la frivolidad, que es uno de los
males ya tradicionales de la literatura argentina de los últimos, yo diría, 15
o 20 años. Esa frivolidad de mirar a la literatura como un ranking igual a
los de la Asociación Mundial de Boxeo. O hacer encuestas sobre temas in­
trascendentes. O clasificar respuestas sectarias en las que se cometen olvi­
dos voluntarios y se aprovecha para quedar bien con los amigos. O escribir
notas y artículos ofensivos o supuestamente graciosos en los que se con­
tribuye a la frivolidad y a la tilinguería nacional. O redactar notas que son
burdos maquinazos esquematizadores donde todo se reduce a mencionar a
los tres o cuatro nombres de moda, que quedan bien o que parecen inevita­
bles. O como preparar antologías machistas en la que se ignoran trayecto­
rias y se incluyen amigos porque son amigos. Toda esta visión superficial
de la literatura lleva a un embrutecimiento pertinaz. Es, en una palabra,
una forma de espantoso triunfo de la dictadura, que sólo se ve, por des­
dicha en la democracia.
Frente a esa posibilidad, nosotros leemos y editamos textos elegidos
sin el menor prejuicio, sin ningún compromiso personal extraliterario, y
alejados de cualquier selección estética previa. Proponemos una ética de
la escritura del cuento, una seriedad y un conocimiento teóricos, superadores del apresuramiento y de la improvisación. Pensamos que el cuento es
una búsqueda incesante, un camino al infinito y un infinito caminar hacia
el cuento perfecto, que no existe, pero que buscamos desde hace por lo
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menos tres mil años, como bien ha señalado José Donoso. Desconozco — y
no me toca a mí, tan luego, saberlo a cabalidad— si alcanzamos el objetivo.
Pero intuyo que algo se mueve bajo la superficie.
Sé que puede parecer presuntuoso que u n escritor que es, además, edi­
tor, venga a este congreso a hablar de su revista. Y lo lamento, pero es la
mejor experiencia que poseo. La que nos h izo dar cuenta de que — dicho
con franqueza— el cuento tenía dueños e n la Argentina. Consagraciones
históricas, y algunas más recientes, que sepultaban la posibilidad de los
nuevos. Acaso ha sido involuntario, pero adoradores y adorados que se
dejan adorar alegremente, juegan el papel de lápida sobre nuestra nueva
cuentística. Y a ello cooperan ciertos crítico s instalados en la comodidad,
en la falta de audacia para ver lo que va surgiendo, para adelantarse a lo
que vendrá; y también la bastante generalizada corrupción del periodis­
mo literario argentino. La experiencia que m enciono, claro está, de ningu­
na manera me constituye en autoridad d el cuento que hoy se escribe en
Argentina, ni mucho menos pretendo convertirm e en acusador. Simplemen­
te, afirmo que estas observaciones también corresponden a nuestra cuentís­
tica, a nuestra literatura.
Al abonarse así el terreno, con cierta c rítica en general incapaz, reitera­
tiva, o ignorante, bastante pérdida ya la tradición de lectura de los argenti­
nos (por obra y gracia de la crisis económ ica, que siempre es grave pero
siempre es capaz de ser peor de lo que es e n cada presente), y con medios
complacientes o corruptos, donde el espacio se vende, se paga y lo que es
peor, se compra, no hay lugar para autores com o Julio Carreras, un santiagueño que estuvo preso durante la dictadura y que ahora escribe, cerca de
sus 40 años, rompiendo estructuras, con lúcida y constante experimenta­
ción formal, alejado de los ideologismos q u e podrían esperarse y de todo
criterio utilitarista de la literatura. No hay lugar para Héctor Ciocchini, de
La Plata, quien es padre de una niña desaparecida en la llam ada Noche
de los Lápices, quien reflexiona a los 64 años sobre la estética y la ética en
piezas magistrales y llenas de poesía, d u eñ o de una prosa impecable, sin
el menor resentimiento y consciente de q u e la literatura no es un medio
para decir lo que se quiere decir, sino la m anera de decir lo que se tiene pa­
ra decir, como enseñaba Francis Scott Fitzgerald. No hay ni hubo lugar, ya
se sabe, para el impresionante escritor que es Juan Filloy. No lo hay para
Miguel Angel Molfino, un chaqueño que se pasó seis años preso, hijo de
una Madre de Plaza de Mayo asesinada, quien no hace obra dogmática
sino que manifiesta una brillante y original preocupación estética, lejos de
revisar y testimoniar su exilio interior, su calvario, y hasta con un insólito
y fino sentido lúdico que no palidecería ante un texto de Cortázar. No hay
sitio ni consideración para el correntino José Gabriel Ceballos, quien recu­
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pera voces de la oralidad de su tierra con sentido moderno e imaginación,
con asombroso rigor y oficio, y sin caer en los flojos y previsibles cos­
tumbrismos a lo Güiraldes, o a lo Direcciones de Cultura provincianas. No
hay espacio para ese exquisito cuentista de Santa Fe que es Carlos Rober­
to Morán, reconocido, publicado y admirado en México, y dueño de un uni­
verso cuentístico propio y original, pero inédito aún en Argentina. No hay
sitio para la porteña Mónica Soave, para la chubutense Estela Cerezza,
para el cordobés Alejandro Hugo González, y para algunos más que yo
mencionaría y seguramente a ustedes no les dirán nada pero que están
haciendo, en mi opinión, un trabajo serio, diferente, original, que busca y
merece un lugar en la literatura de esta década. Alejados de lo superficial
y de la tonta politización de la literatura, no obstante sus textos contienen
una propuesta de ética social, apoyados en la idea de que la literatura no
es reflejo de la realidad sino transformación artística de la realidad, de
donde la creación de otra realidad debe soslayar lo que consideramos rea­
lidad y tratar, así, a la literatura como el territorio liberado que proclamó
Juan José Arreóla. Todos ellos son, para mí, en cierto modo el verdadero
cuento argentino de los 80.
Porque cuando se mencionan los nombres que siempre se mencionan,
estamos hablando, me parece, de otra cosa: de autores de los años 60 y 70,
extraordinarios muchos de ellos, sin duda, y a los que en todo caso se rinde
un tardío reconocimiento. Lo cual me parece irreprochable, por supuesto,
pero digo que ello no autoriza a cerrar las clasificaciones y consideracio­
nes del cuento argentino.
Este desconocimiento — del cual, claro está, nadie debe sentirse cul­
pable, y que yo estoy apenas superando por el azar que he reconocido— ,
sumado a cierta catatonía de los medios, a la pobreza del periodismo lite­
rario, al amafiamiento y al divismo, me parece que también ha provoca­
do un cierto extravío en el cuento argentino de los 80. Quizá por eso me
es tan difícil hablar con certezas de este tema, y lo adelanto — reitero—
como hipótesis, como sugerencia, provisoriamente y sin la más mínima
pretensión de haber encontrado la verdad del cuento argentino. Cuando
digo extravío me refiero a que, por ejemplo, creo observar que la escritu­
ra argentina en general se reblandeció, se hizo más débil conceptual y for­
malmente, más allá de honorables excepciones, algunas aquí presentes.
De ahí que me parezca tan interesante lo que creo advertir en los cuentos
de estos autores que he citado: sus escrituras están volviendo al rigor escritural, se basan en sólidas formaciones literarias, en concepciones estéti­
cas y filosóficas no improvisadas. Han terminado con los maquinazos y
esas novelas escritas en unos pocos meses de enamoramiento de una idea,
o esos cuentos paridos a la luz de una simple emoción y una noche de
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tenacidad. Estos cuentistas de los 80, si es verdad lo que estoy advirtien­
do, abandonan esos vicios, se apartan de los formalismos puros y de todo
contenidismo, y se reconcentran, se hacen serios — que no solemnes— en
la búsqueda de formas conceptuales. Han abandonado el ideologismo de
los 70 y el esteticismo aristocratizante de los 40 y 50. Escriben un cuento
que se preocupa por la invención y el experimento sin perder de vista las
ideas. Que pretende seducir por las ideas antes que por las ideologías.
Antes por la maceración lenta que por el golpe de efecto. Antes por la
evaluación y la elección responsable de la palabra, que por la seducción
preciosista y narcisista, o el simple, ingenioso y a veces hueco juego de
palabras. Antes por el respeto y el cuidado en la palabra, que por la vio­
lación arbitraria y sensacionalista, casi siempre irresponsable.
Claro está, ninguno de estos autores es considerado en las editoriales,
las revistas, los suplementos literarios ni las antologías. Ninguno de ellos
sería invitado a un congreso de literatura de los 80. Todos pasaron de la
dictadura a la democracia, pero parece que sólo serán reconocidos en los
90, o en el año 2000, o cuando mueran, pues así son las cosas, parece, en
este oxímoron que es la literatura argentina.
Quiero hablar de dos aspectos más, muy brevemente, porque me pa­
recen dos interesantes fenómenos que empiezan a ser evidentes. Uno es
que los cuentos que hoy se escriben carecen de voluntad de exotismo. Y
entiendo por tal cosa el alejamiento de algunos vicios repetitivos que eran
comunes hace algunos años, cuando era frecuente leer cuentos a la mane­
ra del realismo mágico de los años 60. No hago aquí juicio alguno acerca
del realismo mágico — quede claro— sino de la tendencia imitativa que dio
tantas caricaturas de lo real-maravilloso. Quizá esto se debe a que en Ar­
gentina, hoy, casi no se escribe con un ojo en el papel y el otro en Estados
Unidos o Europa, aquella literatura que nos describía a los latinoamerica­
nos con guiños y golpes bajos que no eran sino una m anera inconsciente
de escribir lo que en Estados Unidos o Europa querían leer: vergibracia,
un continente exótico, inepto para la democracia y la convivencia, abun­
doso en dictadores y brujas, caótico, desenfrenado y exuberante.
El otro fenómeno, confieso que me tiene más sorprendido aún: la no­
table y en mi opinión saludable despolitización del cuento. Si en los 60 y
70 era casi inevitable que se contrabandearan contenidos y alusiones políticoideológicas bastante obvias en la literatura — recurso bastardizador
de la literatura porque la concibe como medio o vehículo, es decir la uti­
liza— , en los cuentos de esta década me asombra comprobar diariamente
que eso está muy menguado, casi en desaparición. Recibo entre 800 y 900
cuentos por mes y puedo asegurarles que son una ínfima minoría los tex­
tos que muestran una intención política más o menos obvia. Aquí está pre­
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sente Reina Roffé, lectora conmigo de los cuentos que nos llegan —junto
a otros asesores— y compartirá, supongo, esta impresión. El llamado “cuento-con-m ensaje” y aquella “literatura-com prom etida-con-su-pueblo”
(para emplear dos lugares comunes desdichadamente tan comunes), hoy
casi no se escriben. Tengo sólo una hipótesis para explicarlo: que se pro­
dujo un (saludable) hartazgo. No necesariamente una despolitización de
los narradores — en todo caso comprometidos en tanto ciudadanos, y par­
ticipantes de su sociedad— sino un rechazo a los discursos preconcebidos,
previsibles; y un retomo a la literatura como campo de significaciones pro­
pias, territorio autónomo, liberado de presiones, donde experimentar, donde
conocer. Y donde si hay una realidad, es una realidad transformada, re­
creada, modificada mediante un intuitivo y bastante sabio uso del recurso
de la elipsis, de la alusión sutilísima.
No sé si queda claro que quiero decir que, aunque pudiera parecer pesi­
mista, creo que el cuento argentino está sano. Sano si entendemos que
abarca una enorme geografía, una misma desesperación ética, una igual
condena económica, un idéntico dolor por el rebaje estético. Pero no es un
cuerpo infectado, y tiene además de una tradición riquísima, una serie de
escritores consagrados de primera línea, en plena actividad y algunos me­
recidamente reconocidos. Goza, pues, de buena salud.
Creo que a los escritores, cuando empezamos a escribir, a decidir que
seríamos escritores, a darnos cuenta de que lo éramos, nos sucedió algo
curioso: éramos escritores, pero sólo nosotros lo sabíamos. La publicación
vino después, a veces después de muchos años; y lo dice quien se mantuvo
inédito hasta los 33. Y menciono esto porque creo observar algo intere­
sante en estos autores que he nombrado: para ellos, todavía es más impor­
tante escribir que publicar. Es, para ellos, más importante lograr un cuento
formalmente impecable y audaz, y conceptualmente significativo, que es­
tar en las páginas de diarios y revistas.
Es esa combinación ético-estética, forma-contenido, la que me parece
asombrosa. No es la primera vez que sucede, desde ya, pero estoy hablando
de estos cuentistas. Autores que se me hacen algo así como un aire fresco
que entra por la ventana de la habitación inficionada. De ahí mi optimis­
mo, si bien, como ha dicho Ezra Pound, a veces “es difícil escribir un pa­
raíso, cuando todas las indicaciones superficiales hacen pensar que debe
describirse un apocalipsis”.
Y para ir terminando, me permitiré señalar algo más, bien curioso: lo que
escriben los niños, los adolescentes, los más jóvenes, los que están em­
pezando a escribir en estos 80. Recibo decenas, centenares de cuentos de
gente menor de 20 años. Son los hijos de la dictadura: los educados — mal
educados— durante nuestro período más sombrío. Recientemente, he sido
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jurado de un par de concursos de cuentos en colegios secundarios: uno en
Buenos Aires, el otro en el interior, en Córdoba. Compartiré brevemente mis
impresiones:
a) Tienen un conflicto enorme con la palabra escrita. Desconocen có­
mo aplicarla, cómo acomodarla, cómo manejarla, cómo convivir con ella.
La propiedad, la corrección, le cuestan una enormidad. Los horrores or­
tográficos imperan. Hasta la secuencialidad expositiva se les nota insegu­
ra, como perturbada.
b) La soledad, el desamparo, el desaliento, el abandono de los padres,
el descreimiento en las posibilidades potenciales de una sociedad demo­
crática, la violencia, gobiernan la ideología de estos textos. Una niña de
14 años cuenta su cuento: sube a una nave espacial y arroja a sus padres a
flotar en el vacío; la nave sigue, ella no se da vuelta a saludarlos. “Zafé
de la vieja”, dice el personaje de otro cuento, de un chico de 15. “Hacés
bien”, responde el amigo; y juntos se van a una “noche de joda”, violación
incluida.
c) La imaginación es completamente televisiva. Se nota que no hay
lectura detrás ni antes de ninguno de los textos. Todos son mundos de
explosiones galácticas; se sienten atraídos por cierta perversidad del espa­
cio y por un sentido apocalíptico de la vida: todo son guerras, desencuen­
tros, bombas: es la cultura de los videogames, donde gobiernan la soledad,
el ruido, el menor esfuerzo intelectual, el individualismo más tenaz. Casi
como en el Benji de “El sonido y la furia”. En un texto de otro chico de
15 años, la acción se desarrolla en un país llamado Argensil (conjunción
evidente de Argentina y Brasil) en el siglo XXV. Hay un Rey (que obvia­
mente es el presidente Alfonsín) y tiranos que luego de un juicio se vuel­
ven buenos y aceptan el veredicto del pueblo. Es quizá el único texto que
diría romántico que me tocó leer. Y no por eso deja de ocuparse de un tema
impresionante: un juicio, la autoridad, el poder.
d) La corrupción casi siempre aparece en estos cuentos, lo cual es sen­
cillamente asombroso dada la edad de sus autores. La necesidad de dinero
impera en casi todos los textos, señal de embrutecimiento. En un cuento, el
papá robó dinero a su propia mujer y se fue de la casa. En otro, el amigo
del barrio estafó a todos harto de la pobreza y la miseria y ahora “vive
fenomenalmente en Norteamérica”. En otro, el chico se escapa de la casa
porque le gusta el rock y quiere grabar un casette con sus amigos. “Ganar
guita y tocar en Obras” son sus sueños. El personaje duda qué nombre po­
nerle a su grupo rockero; decide entre “The Killers (los asesinos) o Quiero
vale cuatro, para ser bien autóctonos” (sic). Romántico, reflexiona que “la
música y el amor son las cosas más lindas que pueden existir”. Finalmente
participan de un concurso de rock en el Club Obras Sanitarias y son los
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mejores. Pero un grupo rockero rival — “Los asesinos nocturnos”— son los
que acaban siendo contratados por una compañía grabadora porque un gui­
tarrista de ese grupo “tiene palanca” en la discogràfica y, aunque son me­
diocres, son los que trepan a la fama porque además corrompieron al jurado
del concurso. El cuento termina con el suicidio del narrador protagonista.
El autor de este cuento tiene 13 años.
Claro está que estas impresiones no tienen por objeto calificar a estos
niños, sino simplemente sugerir que nos equivocaremos si pensamos el
cuento argentino de los 80 en términos convencionales, es decir, mirando
siempre hacia atrás. Antes víctimas que protagonistas, estos chicos que
empiezan a escribir — y que escriben en los 80— son también los hijos de
un proceso perverso en el que se les inculcó el miedo, la insolidaridad, el
oportunismo, el ventajismo, la desilusión, del modo más pertinaz. Son hi­
jos de una sociedad que, al empobrecerse, sufrió un tremendo rebaje ético.
Siempre sucede: las crisis políticas, sociales y sobre todo económicas son
letales para la cultura: sus frutos mediatos son la corrupción y el embru­
tecimiento; y para colmo, esos frutos no se observan durante su gestación
en la dictadura, sino que se aprecian en su floración en la democracia. De
lo que resulta la perversa paradoja de que corrupción y embrutecimiento
son vistos — sobre todo por los corruptos y los brutos— como mal de la
democracia, cuando es exactamente al revés.
Y estos novísimos escritores de los 80 son hijos también del mundo
que viene, del que ya está aquí: el de los medios audiovisuales que exigen
otra predisposición, otra actitud estética. Todo es más vertiginoso y más
competitivo; la narración es hoy imagen pura; el futuro es posboom, pos­
modernidad, quizá posliteratura. Y debemos, creo yo, reconocerlo antes
que juzgarlo. Podemos quejarnos, lamentamos, resistirnos. Pero el futuro,
se sabe, es implacable. Siempre lo ha sido: implacable e imprevisible. De
modo que es mejor comprenderlo, acompañarlo, asimilarlo. Es, estoy di­
ciendo, una cuestión de audacia.
Acaso la osadía del intelectual consista, para nosotros, escritores de los
80, y en los 80, en advertir lo que se leerá y lo que se verá en los 90, en el
2000 y más adelante. “Se trata de críticas y utopías”, para decirlo con
Adriana Puiggrós.
En este sentido, todo análisis de la literatura de esta década puede ser
errado — o, cuando menos, parcial— si no se hace atendiendo a lo que
realmente se escribe ahora. Creo que nos va en ello la cabal comprensión
de lo que significa el paso de la dictadura a la democracia.
Quizá por eso, los 80 también son una transición. De hecho, toda la
historia de la literatura, la historia de la humanidad, es una transición. O
mejor, es un tránsito. Cabe entonces preguntarse qué es lo que determina
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que una literatura perdure, “quede”, permanezca en el retorno de cada
originalidad, parafraseando a Foucault. Se me hace que la respuesta está
en la juventud de los textos. Un libro joven es el que siempre, en cualquier
tiempo, puede volver a ser leído y en el que se encuentran lozanías, fres­
curas superadoras del tiempo. Es el libro que se puede leer y disfrutar en
cualquier tiempo y lugar. Esa es mi concepción de un clásico.
Preguntarnos si el cuento de los 80 es joven, obviamente, es una pre­
gunta de respuesta imposible. Pero bien podemos — y propongo hacerlo—
atender a lo que se está escribiendo en el ahora, ya que éste es el ahora que
nos toca transitar, vivir. Por supuesto, aún si determinamos la juventud de
esta literatura, de estos libros que escribimos, que se escriben y leemos, no
se garantizaría nada. La química de una buena literatura — la clásica, la
que se hace clásica— pasa por el meridiano de otro ingrediente, intangi­
ble, indefinible, imprecisable: el talento. Y como no existe el “talentómetro”, esa máquina en la cual se metiera la cabeza de los artistas para medir
cuánto tienen, si lo tienen, entonces todo lo que podemos hacer es estar
alertas, atentos, despiertos, abiertos. Por eso creo que es imposible pensar y
explicar la literatura de nuestra década en esta década: pero no es imposi­
ble, ni inútil, pensar y procurar entrever lo que viene, hacer un ejercicio de
intuición. Porque lo que viene, en términos de crítica literaria, en términos
de comprensión de la cultura, es siempre lo que se está haciendo ahora. Al
futuro, de hecho, siempre lo estamos construyendo en el presente, aunque
no nos demos cuenta, que es lo que casi siempre nos pasa.
Mucho me temo que puedo haberlos defraudado. Pero es que sólo
puedo ver con claridad — o con menor confusión, para mejor decirlo— el
antes y algún ahora. Quiero atreverme a vislumbrar el futuro, porque, de
verdad, creo que siempre es el futuro lo que importa. Creo que en la lite­
ratura debiéramos estar condenados a ser como el ciego quirúrgicamente
curable; no puede ver su ahora, pero imagina fervientemente el porvenir,
porque sabe que lo tiene.
Termino: estas intuiciones, provisorias y apenas esbozadas, no han
estado teñidas de certeza alguna. Tengo para mí, sencillamente, que hu­
biese sido superficial y frívolo hacer aquí una enumeración de consagra­
dos, de amigos. Hubiese quedado muy bien, acaso, pero habría falseado
mi necesidad de hablar de la otra cara del espejo del cuento argentino de
los 80. Dejo a los críticos, los analistas, la definición de las tendencias, las
corrientes estéticas y las categorizaciones. Las harán mucho mejor que yo.
Pues, como bien ha dicho Jorge Ruffinelli, “la literatura la hacen los críti­
cos; los escritores sólo escriben libros”.
Este texto fu e publicado en Puro Cuento N° 8 (Enero de 1988).
Posmodernidad
y posboom
en la Literatura
Latinoamericana
leído en la 3a Feria Internacional del Libro en
Bogotá, Colombia, en mayo de 1990, en una mesa redonda que
contó con la participación del Dr. Raymond L. Williams, de la
Universidad de Colorado (USA), el poeta español José Agustín
Goytisolo, y los escritores colombianos Rafael Humberto Moreno-Durán y Alvaro Pineda Botero.
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Voy a empezar confesando mis prejuicios, mis temores y mi confusión.
Por lo tanto, ruego se tomen mis palabras sólo a partir de estas admisiones.
Solicito también que todo lo que diga se tenga por provisorio, por la sim­
ple reflexión de un intelectual latinoamericano, un escritor que procura ex­
plicar — explicándose— el tiempo y el lugar en los que vive y produce su
obra.
Confieso que cada vez que me encuentro ante la necesidad de entrar en
definiciones, siento pánico y me gana un vigoroso afán de resistir. Para mí,
todo lo que queda definido empieza a morir. Para mí, toda llegada, toda
conclusión, es morir. Por ende, creo que todo camino es vida, razón por la
cual cada vez que alguien se pone a definir siento una mezcla de recelo y
envidia. Y en materia de corrientes literarias, siento que cuando alguien
define una en realidad está hablando de algo que ya existe desde hace mu­
cho aunque el definidor se considere un pionero en ese momento.
¿No sucedió esto ya, con el llamado boom de los 60, y antes con el
surrealismo? Sus definidores creían estar descubriendo lo que ya habían
descubierto Rabelais, Gerónimo Bosch o Cervantes. O el mismo Cristóbal
Colón, que en su monumental testarudez y equívoco fue el verdadero
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fundador del llamado Realismo Mágico Latinoamericano. Hace 500 años
y no 30. Y ahí está, como prueba, su memorable Cuaderno de Bitácora.
¿No estará pasando ahora algo parecido? ¿Qué define a la posmoder­
nidad? ¿Minimalismo, intensidad, existencialismo, desaliento, desdén por
los llamados “valores morales”? ¿Las formas comprimidas y la oposición
a lo barroco, la presencia de los aparatos audiovisuales, la declinación de
la capacidad lectora de las sociedades contemporáneas y su sustitución por
un pensamiento más simplificado y simplista, y acaso el fiasco del 68, de
Vietnam, de la perdida revolución social latinoamericana y la llamada
“muerte de las utopías”? Todo esto y mucho más, como la decadencia ge­
neral de nuestras sociedades; el deterioro de la calidad de vida; la violencia
urbana irracional (cabría preguntarse, sobre todo en Colombia, si existe
alguna violencia “racional”); el desprecio por la propia vida y por ende la
ajena; el resentimiento social agudizado, son todos elementos de la pos­
modernidad, según leemos en muchos autores. Como lo es también el no
creer en Dios ni en la madre ni en la política; ni en el progreso ni en la éti­
ca; y entonces “pasar de todo” o “estar de vuelta”. Un contexto, dicho sea
de paso, en el que es natural que las drogas aparezcan como falsos nir­
vanas ilusorios.
¿Me falta acaso algo más para delinear la posmodernidad?
Bueno, si ese conjunto arroja una estética contemporánea, no me pa­
rece mal. Me parece inevitable. Aunque a m í me gustaría que pudiéramos
juzgar esa estética dentro de treinta o cuarenta años — sería lo prudente—
quizá también sea inevitable considerar estos aspectos aquí y ahora, sen­
cillamente porque hacen al mundo en que nos movemos y en el que pro­
ducimos nuestras obras.
Claro que, como autor yo mismo, dejo aclarado que no pretendo que
esta estética revolucione nada, ni que sea tan original. Y es que no deja de
ser una melange, y ello porque es indicadora de la mezcla en que vivimos.
Eso que los argentinos, tangueramente, llamamos cambalache, es decir
mezcla absurda pero posible de Biblia y Calefón, Cam era y San Martín.
El posmodernismo, entonces, sería una summa, una acumulación de
circunstancias existenciales, de cotidianeidad, que va delineando su propia
estética. Y también su filosofía. En este sentido, se comprende la coexis­
tencia de epígonos como Beckett o Carver o Bukowsky mezclados con
Almodovar y Eliseo Subiela, con Madonna y con Sting.
En mi opinión, todas estas características — intercambiables, interactuantes, dinámicas— tienen todo el derecho (diría la necesidad) de expre­
sarse. Y se expresan, en efecto, en esta estética que estamos comprobando,
asimilando y — algunos, muchos— resistiendo. Que no es mi caso. Al
contrario, creo que hay que evitar la resistencia y suelo exigirme, antes
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que el juicio, la comprensión. Y para poder comprender tengo que ir ha­
cia atrás, en revisión de mi propia cultura. Y me pregunto: ¿No es verdad
que venimos de una cultura que por lo menos desde la Segunda Guerra
Mundial parece empeñada en celebrar la hipocresía y la ignorancia? ¿No
es ésta una cultura que hace la apología de la imbecilidad, el facilismo y
la falsificación? ¿No fueron mis padres — muchos padres— desalentados
mediocres que nos legaron un mundo irracional y despiadado, en choque
esquizofrénico con bonitos discursos y una actitud política generalizada
de corrupción y simplificaciones? ¿No hemos visto a un mediocre actor al
que hubiera desdeñado Esquilo gobernando la nación más poderosa de la
Tierra? ¿No venimos de una educación que santificó abundancias mal re­
partidas, que predicó paces haciendo guerras, y que nos enseñó dioses a
los que temer antes que adorar?
No me siento ni espantado ni abrumado por todo esto. Me confieso idea­
lista, y aspiro a ser un apasionado testigo-protagonista de este tiempo. Me
parece, entonces, que ciertas propuestas, ciertas actitudes iconoclastas de
algunos jóvenes posmodemos como hay en mi país, que desprecian todo lo
establecido y más o menos reconocido, famoso o consagrado, son en cier­
to modo una actitud de rebeldía. ¿Por qué no pensar entonces — propon­
go— que acaso la posmodemidad sea el grito de rebelión posible de este
fin de milenio? ¿Y por qué no pensar, también, que como todo grito lo es a
la vez de impotencia y de dolor, y es pedido de auxilio, anhelo de reden­
ción?
Este asunto de la posmodernidad también me parece, por momentos,
un poco tramposo. Y digo por qué: porque pareciera pretender estable­
cerse un límite innecesario y fútil: se está de un lado o del otro. Se pre­
tende que lo posmo sea in y lo moderno devenga antiguo y por lo tanto
out. Eso no me gusta, porque no me parece una actitud intelectualm en­
te legítima. Recortar, segmentar, esquematizar, puede ser un buen méto­
do para la investigación, el análisis y la crítica, pero no me parece válido
para comprender una estética. Y mucho menos válido cuando toda estéti­
ca debe ser considerada y mirada en su totalidad, globalidad y universa­
lidad.
Además, estoy convencido de que ser moderno — pretender serlo— es
una manera de rebelarse, de ser cuestionador y contestatario frente a lo
establecido. Ser moderno es cuestionar y protestar y transgredir, y esto ha
sucedido en todo tiempo y lugar porque hace a la naturaleza del intelec­
tual y del artista. Por lo tanto, sospecho que como nadie puede evitar la
sensación de asombro que nos produce el mundo en que vivimos, que es
de una modernidad apabullante, acongojante y desesperante, entonces pa­
reciera que tenemos que ser posmodernos. De lo cual se desprende que la
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posmodernidad vendría a ser algo así como la modernidad de la moder­
nidad.
Lo ha dicho mejor Marilyne Robinson en su estupendo trabajo sobre
los cuentos de Raymond Carver (que acabo de leer en la revista Quimera
número 4, edición latinoamericana): “La idea de lo moderno es ahora tan,
tan vieja, que ha tenido que ser re-etiquetada como lo posmodemo, y con
la garantía de que el nuevo producto es aún más árido, más cínico, más
abismal que el producto al que estamos acostumbrados”.
Como ustedes apreciarán, lo que estoy haciendo es una simple varia­
ción sobre un tema que me preocupa y sobre el que me cuesta arribar a un
juicio acabado. Me preocupa porque — me guste o no— es la estética de mi
tiempo, el tiempo en el que vivo y escribo. Y porque mi propia obra está
inmersa en esa estética, la acompaña, la recorre, independientemente de
mis propósitos. Es que yo mismo, cuando busco e interrogo, cuando hago
literatura para saber por qué la hago, cuando exprimo mi pobre cerebro pa­
ra alcanzar algunas comprensiones, estoy entrando en esta modernidad de
la modernidad. Y entrando a chaleco, a la fuerza, con todo, porque para mí
escribir es transgredir, es cuestionar, es protestar y es denunciar; del mismo
modo que es proponer y conmover, porque uno escribe desde su propia
desesperación.
Claro que me distancio de la actitud suficiente (en mi país decimos
“canchera, sobradora”) de algunos posmodernos inmaduros. Quiero decir:
procuro estar lejos de la actitud iconoclasta de algunos rebeldes de opere­
ta como abundan en mi tierra. Y es que yo no comparto el escepticismo
como pose seudonitzcheana. No comparto la iconoclastia ni el espíritu
“pasota”, esencialmente nihilista. Antes bien, creo en la posmodemidad
como modernidad de la modernidad pero con espíritu recomponedor, con
propuestas que no maten por decreto a las utopías sino que las re-piensen
a fin de actualizarlas y adecuarlas — es decir, modernizarlas— a los tiem­
pos que vivimos.
Si me dicen que posmodemidad es caer en reducciones, como si ser
posmo fuera sólo ser minimalista, me opongo. Si me proponen que la pos­
modemidad consiste sólo en retornar al existencialismo de Samuel Beckett,
lleno de atrocidad, escepticismo, desencanto, fatalismo y ese espíritu “pa­
sota”, ese “estar de vuelta” o “pasar de”, confieso que no me gusta y que
sigo prefiriendo el existencialismo sartreano. Si se propone que la posmo­
dernidad en literatura es el grotesco, el lirismo desencantado y desencajado,
la ficcionalización desde la falta de adjetivos y el cripticismo minimalista,
no me parece suficiente.
Pero sí me confieso posmoderno y acepto sus postulados si la pos­
modernidad se entiende como una actitud de rebeldía y disconformidad
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propositiva. Si posm odem idad es — como creo— la modernidad perm a­
nente.
Es en este sentido que desde hace algunos años entiendo el llamado
posboom, designación acaso poco feliz pero que no es mía. Así lo he
declarado en algunos artículos en mi país, entre 1984 y 85, y en varias
conferencias que pronuncié en universidades norteamericanas desde
entonces hasta ahora. Y cuando digo en este sentido me refiero a que esta
escritura contiene una elevada carga de frustración, de dolor y de tristeza
por todo lo que nos pasó en los 70’s y 80’s; una carga de desazón, rabia y
rebeldía (es decir, modernidad) por el mundo al que desembocamos y en el
que estamos y nos desagrada. Pero literatura, también (y éste es para mí
un aspecto central) en la que no se contienen ni la burla ni la humillación.
No hay autocompasión ni guiños cómplices, ni exageración ni mucho me­
nos exotismo para que Norteamérica y Europa lean en nosotros lo que
ellos quieren ver y ya saben — prejuiciosamente— de nosotros: que somos
desordenados, holgazanes, corruptos, machistas, racistas, perseguidores de
mulatas, autoritarios e incapaces de vivir en democracia.
Posmodernidad, posboom o como quiera que se llame, para mí es eso:
en literatura una escritura del dolor y la rebeldía pero sin poses demagó­
gicas, sin volvernos profesionales del desdén, de la suficiencia, del exilio
ni de nada. Quiero decir: ser posmoderno es ser moderno siempre, joven
siempre, rebelde siempre, transgresor siempre y disconforme y batallador
como constante actitud ética y estética.
Aunque — insisto— me inhibo de definir la escritura posmoderna, da­
do el carácter de esta mesa me gustaría compartir con ustedes algunas ob­
servaciones que, en mi opinión, ayudarían a redondear el concepto. Estas
observaciones, que son provisorias, son las siguientes:
1) La escritura posmoderna abandona ciertas líneas ya clásicas de la
literatura latinoamericana: la escritura a lo Borges, a lo Cortázar, a lo Gar­
cía Márquez. No hay ahora tanta orfebrería verbal, ni esa retórica narcisista (como la ha llamado Juan Manuel Marcos) que atrae y seduce al
lector y lo deslumbra más por los artificios del autor que por la materia
narrada. Alejada del virtuosismo, procura instalarse más en la recupera­
ción de las voces de la oralidad, en cierta sencillez expositiva y en la no
exageración forzada de los rasgos de los personajes. El estilo posmoder­
no es menos sofisticado.
2) El exilio — exterior o interior— es producto del desgarro de nuestras
naciones y presencia casi ineludible en nuestras prosas. Esto produce una
escritura más tímida y cautelosa, donde campean el dolor, la rabia y la
impotencia por los muertos que sufrimos. Y a la vez se propone — creo—
como una exhortación a la reflexión, a revalorizar la vida lejos de miradas
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dogmáticas. La posmodemidad, es evidente, está alejada de discursos “com­
prometidos” y no quiere hacer una literatura al servicio de ideología o revo­
lución alguna. Quizá por eso nos hemos vuelto tan solemnes sin parecerlo,
menos capaces del juego verbal. Y quizá por eso el sentido del humor es
a veces paródico, y en el fondo tan triste. Así como otras generaciones se
definieron por las grandes guerras mundiales, por los dictadores de la belle
epoque o por la revolución cubana, creo que la escritura del posboom se
define políticamente por la democracia, por la convivencia pacífica y por
la justicia social como lenta construcción. Cautelosos y menos rimbom­
bantes, los escritores latinoamericanos actuales han simpatizado de m o­
do casi unánime — aunque no dogmático— con la Nicaragua Sandinista, del
mismo modo que condenan atropellos y desapariciones (ese eufemismo
maldito de nuestro tiempo) y bregan por el retorno de los exiliados a sus
patrias.
3) La escritura posmoderna recibe y delata una marcada influencia de
los medios audiovisuales masivos. Hay una casi ineludible visión cine­
matográfica en la literatura actual, y eso se ve en el retorno a la frase cor­
ta, al encuadre preciso, a la metáfora no rebuscada, al tono poético directo
y a la pintura de climas. En esto, hay que decirlo, hubo algunos precur­
sores en los años 70, y aun a finales de los 60. Pienso por lo menos en tres:
Manuel Puig en Argentina; Antonio Skármeta en Chile; y José Agustín en
México. Quizá podríamos agregar aquí al malogrado colombiano Andrés
Caicedo.
4) La escritura posmoderna no parece incursionar en lo mágico, en lo
real-maravilloso. Al menos, no se ve como signo determinante. Formas y
estructuras parecen hoy más sencillas y comprimidas (minimalismo), del
mismo modo que los contenidos suelen estar más arraigados en el recuer­
do cercano, en la vivencia compartible con el lector. Hay un retorno al rea­
lismo y a la oralidad que delata la presencia fuerte de la literatura policial
como vehículo de descripción de nuestras sociedades. El género negro in­
culca de algún modo su código expresivo, basado en lo vertiginoso de la
acción, en la secuencia continua, en el constante uso de diálogo y en la du­
reza y/o carencia de sentimientos de los personajes. Menos fincada en
mitos y leyendas (aunque parece contenerlos), esta escritura está bastante
lejos de lo ilimitado y la exageración. La escritura del posboom no se ocu­
pa del viejo y literariamente mítico dictador decimonónico, personaje casi
caricaturesco, paternalista, involuntariamente simpático al frente de una
república bananera, juguetón y graciosamente arbitrario y corrupto. No,
ahora nuestros dictadores son asesinos fríos e inteligentes, bien educados,
que saben hablar en público y se resisten a ser juzgados. Ya no son esos
simpáticos canallas que maravillaban a los lectores europeos, sino re­
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presores de carne y hueso, autoritarios reconocibles. Y ahora las dicta­
duras son presencias sombrías que campean sobre los textos sin explicitación, sin descripción.
5) En el posboom se asiste a la terminación de la literatura machista.
Han cambiado modelos y preocupaciones y ya no se inventan — ni se
a d m i t e n — mujeres literarias al servicio del macho y la cocina. El machismo tradicional es un verdadero símbolo de las generaciones anteriores.
Pero en la posmodernidad de ninguna manera aparecen los personajes mu­
jeres estratificados como prostitutas-infieles-sometidas-autoritarias-castradoras-ambiciosas-esnob-objetos de placer-brujas. Y mejor aún, ahora
las escritoras tienen lugar en la literatura como no lo tuvieron en ninguna
generación anterior. M aría Luisa Puga y Ethel Krauze en México; Angé­
lica Gorodischer, Reina Roffé y Ana M aría Shúa en Argentina; Cristina
Peri-Rossi en Uruguay; Isabel Allende en Chile; Rosario Ferré y Ana Lydia Vega en Puerto Rico, y muchas más que seguramente olvido ocupan
hoy un sitio que se les negó a escritoras como Rosario Castellanos, Eunice
Odio, Herminia Brumana o Silvina Ocampo décadas atrás.
6) La escritura de la posmodernidad trabaja con materiales bastante
desagradables, que son tratados de manera nada agradable. La muerte, la
violencia, la violación, el genocidio. También la desesperación, la aliena­
ción, el embrutecimiento, la contemplación indiferente del derrumbe mun­
dial. Todo es más real y tangible (a la manera de Carver); la muerte es algo
sufrido, visto y palpado. Es una escritura que devuelve una imagen de es­
pejo donde contemplar un rostro horrible en el que destaca el pesimismo.
La corrupción, el crimen de estado, el rebaje ético, la perversión, la ven­
taja y la transgresión, son constantes. Pero no siempre hay una condena
insoslayable en estos textos. Muchos nos resistimos a admitir que las co­
sas no pueden cambiar, o que el gobierno de las calamidades y la exu­
berancia es inamovible.
7) Nos marcan nuevos temas finiseculares: la cibernética, las guerras
encubiertas llamadas “de baja intensidad”, la mentira política convertida en
estilo y en virtud, la alienación televisiva, la simplificación del mundo ac­
tual que todo lo divide en buenos y malos, en blanco y negro, en comu­
nistas y freedom fighters. Nos abruman la deuda externa, la pérdida de
lectores, el racismo y el sexismo. Por eso en la escritura de la posmodemidad hay resignación y pesimismo, pero se ha abandonado aquella docencia
de algunas narraciones de algunos maestros cuyas obras parecían alentar
la posibilidad de cambios cuando en realidad confirmaban el desaliento. La
alusión literaria que todo texto narrativo es, en el posboom me parece que
se ha vuelto más sutil, es decir, menos evidente, menos moralizante, menos
sentenciosa. Se ha perdido — a Dios gracias, diría yo— aquella inso­
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p o rtab le n ecesid ad d e e sc rib ir “L a -G ra n -N o v e la -L a tin o a m e ric a n a ” q u e p a ­
re c ía d e sv e la r a los m aestro s del b o o m y d e p o co antes.
8) Creo que ha cambiado el papel mismo del escritor. No hay tanto
divismo en los autores contemporáneos. No hay grandes figuras, y si bien
hay obras interesantes nadie se atreve a postularse como alimentador del
mito del escritor (de lo cual me alegro). Creo que hoy la inmensa mayoría
de los 200, 300, 500 o más escritores que componen este llamado pos­
boom, ya no tiene aquella vocación por ser exótico y mostrarse exótico
que parecía tan usual a famosos escritores que eran jóvenes hace 30 años,
y que disfrutaron las mieles del boom.
9) Finalmente, como ha señalado Ricardo Piglia, en América Latina es­
cribimos hoy contra la política. Me parece indudable que esto también nos
diferencia: hoy tratamos de quitarla de nuestras ficciones, procuramos im­
pedirle que irrumpa en nuestras páginas. Tenemos respeto por la política:
la practicamos, la hemos sufrido, por ella nos hemos exiliado. Y por eso
mismo no queremos que se infiltre en nuestra obra. Queremos que nues­
tras ficciones sean sólo eso: expresiones de la imaginación, invención pu­
ra. Y sin embargo, esto es imposible para nosotros y diría que es nuestro
conflicto cotidiano: yo mismo, como escritor, admito que aunque suelo
prohibir que la política entre en mi obra, es casi inevitable que se infiltre.
Y agregaré que en América Latina — y en Argentina en particular— hoy
también estamos escribiendo para sacarnos el miedo, para vencerlo, por lo
cual yo completaría la formulación diciendo que escribimos no sólo con­
tra la política, sino también contra el miedo y el olvido. Para decirlo de una
vez: creo que, al contrario del boom, ya no escribimos para halagar o para
agradar, ni para ser queridos. Hoy escribimos para indagar, para experi­
mentar, para conocer, para descubrir. Pero también y sobre todo para re­
cordar y acaso, así, sobrevivir.
Este texto fu e publicado en Puro Cuento N° 23 (Julio de 1990).
Los caminos
de la Literatura
Latinoamericana
y el compromiso
del escritor
os intelectuales siempre son la conciencia crítica de su sociedad.
Les guste o no, y lo son también los que se ocupan sólo de asun­
tos privados, los que se declaran “apolíticos” y los que “no se
meten” con los dramas sociales. Y es que cuando cualquier ciu­
dadano opina lo hace desde sus impulsos, sus deseos y sus frus­
traciones, pero cuando lo hace un intelectual, es diferente. Porque
un intelectual es como un actor que aprendió su texto: ha masticado lo q
va a decir. No improvisa, ni siquiera cuando se lanza a improvisar. Y es
por eso que la consciencia colectiva respeta a los intelectuales, aunque los
critique y aparentemente los menosprecie.
Los intelectuales, que trabajan con su pensamiento y cuyo pensamien­
to es su obra y es su vida, siempre están representando las partes incons­
cientes de toda sociedad. El inconsciente colectivo se expresa en el arte,
en las obras de creación. Y la aprobación o reprobación es la respuesta de
cada sociedad a lo que hacen sus intelectuales. Y esta respuesta también
indica el grado de civilización de esa sociedad.
En el mundo paradójico de hoy algunos intelectuales ocupan espacios,
pero la mayoría no. A m í me encanta ver a los intelectuales proclamando
que las utopías son posibles; que es posible por lo menos pensar un mun­
do mejor; que el mundo de la destrucción, la insolidaridad y el egoísmo es
horroroso. Toda sociedad necesita que sus intelectuales hablen, digan co­
sas, pongan la cara y el cuerpo aunque se equivoquen. Porque eso es lo
que se espera de los que trabajan en la cultura; y porque desinteresarse de
° que pasa en la realidad cotidiana de nuestros pueblos es, hoy por lo me­
nos, una insensibilidad.
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Toda sociedad necesita que la gente se ocupe de pensar lo que le pasa
a la gente. No sólo se trata de ser hombres de letras — como decía el poeta
Homero Manzi— sino de hacer letras para los hombres y las mujeres de
nuestro tiempo. Por eso duele el ruidoso silencio de algunos intelectuales.
Hace años, cuando toda la literatura latinoamericana discutía el tema
del compromiso del escritor siguiendo las ideas de Jean-Paul Sartre, mu­
chos lo interpretaron como excusa para discutir el protagonismo social y
las perspectivas de una revolución que entonces, en los 60 y 70, parecía
posible e inmediata. Recordemos aquellas obras del llamado realismo so­
cial. Y los debates cuando el caso Padilla, en Cuba. Y a Julio Cortázar cuan­
do intentaba demostrar que podía hacer política sin traicionar al arte. Más
que una moda era la necesidad de aquella época. ¿Cómo no empeñarse en
cultivar la convergencia del discurso político-ideológico con el literario, si
todos lo hacían? Paz, Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez lo hacían, co­
mo antes lo hicieron Bulgákov, Bretch o Neruda. Y como incluso última­
mente en Europa lo están haciendo Naipaul, Kundera o Rushdie.
Es natural que ahora desechemos los productos bastardos de aquella
corriente. Porque al amparo de la llamada “literatura comprometida” en los
60 y 70 surgió un producto deleznable: la escritura panfletaria. Su resulta­
do fue nefasto: se desdeñó a escritores como Borges, Arciniegas o Mallea;
se escribieron estupideces dogmáticas; se maltrató a la literatura con lec­
turas sectarias. Los “comprometidos” hicieron de las suyas, protegidos y
alentados por m añosos y dogmáticos (que nunca faltan en las letras latino­
americanas). Y así las ideas sobre el compromiso de los escritores y la lla­
mada literatura comprometida, acabaron siendo reiterativas en el discurso.
Todo esto ya no sirve, en la actual etapa de recuperación democrática.
Hoy, creo, hemos aprendido que aun con todas las fallas que tiene, la lla­
mada “democracia formal” sigue siendo el mejor ámbito para la creación
artística. Hoy sabemos que son precisamente las form as las que hacen a la
esencia de la democracia; es el cuidado de las formas lo que abre y ensan­
cha espacios a la vida republicana que necesitamos en estos tiempos para
que ya no se mate a la gente, no haya censura y el disenso sea estímulo y
no represión. Ahora ya sabemos que en el arte las ideas política y social­
mente más eficaces son aquellas que de ninguna manera se propusieron
esa eficacia; y que cuando el objetivo del arte es lograr un impacto políti­
co, ideológico o social, empieza la muerte del arte.
Todo escritor conoce aquella idea de que el primer compromiso del
artista es con su obra. Pero hoy, viendo la Argentina actual, y viendo Bra­
sil, y todo nuestro adolorido continente, sobreviviendo como sobrevivimos
a las políticas de ajuste, ese compromiso primero y excluyente no deja de
producirme una cierta rebelión interna. Está muy bien que el primer com­
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promiso sea con la obra, pero yo me pregunto: ¿qué obra produce el artista
que es capaz de eludir un pronunciamiento sobre las miserias que definen
el actual curso político, ideológico o social de nuestros países?
No le digo a nadie lo que debe escribir, ni lo que debe pensar. Pero no
puedo dejar de tener opiniones frente a tanta mentira institucionalizada, a
tanta insensibilidad social y confieso la rabia que me producen el fervor
deportivo de nuestros presidentes, la frivolidad, la estupidez y el grado de
ignorancia de la mayoría de nuestras clases dirigentes, tan irresponsables
que están consiguiendo que las gentes simples hoy sientan insólitas nos­
talgias de los dictadores de hace unos años. Me resulta muy difícil per­
manecer en silencio, y francamente hay silencios que repugnan.
Por eso hablar de los caminos de la literatura latinoamericana hoy im­
pone hablar de la responsabilidad del artista. Y el devenir estético de los
próximos años creo que tendrá que ver con este asunto. ¿Cuál es el cami­
no, entonces, para que la imaginación siga siendo nuestro norte, nuestro
único destino posible? Todos sabemos la respuesta a esta pregunta: leer
mucho y escribir. Seguir escribiendo, sumergidos en la desesperación de
nunca saber si estamos en el camino correcto. Y realizar el más bello acto
de amor en la literatura, que es el encuentro del escritor con el lector en
las páginas de un libro.
Pero la literatura no está para dar respuestas. La literatura no sirve para
nada ni tiene por qué servir para nada. No debe esperarse de ella, ni de no­
sotros los escritores, utilidad alguna. ¿Porqué escribimos? Porque no que­
remos, no podemos o no sabemos hacer otra cosa. ¿Para qué escribimos?
Yo creo que para saber por qué escribimos. Nos estamos haciendo siem­
pre las mismas preguntas, consciente o inconscientemente. Compartimos
nuestra duda con el lector, y él, que siempre es amable, nos lo permite ge­
nerosamente.
El escritor, en esencia, es un irresponsable. Nunca debe estar tan com­
prometido como quería Sartre, pues si así estuviera no podría escribir. El
escritor es un irresponsable, y yo no creo que eso esté mal. Al compromiso
hoy habría que reformularlo en base a una idea del gran ficcionista de
Guatemala, Augusto Monterroso: aparte de los compromisos que uno tie­
ne como persona, el único y gran compromiso que un escritor debe tener
el de no publicar cosas mal escritas. No hay otra posibilidad, porque
toda responsabilidad en el acto de crear, durante la creación, lo maniata,
a responsabilidad y el compromiso dificultan la creación. Hacen perder
ertad. La condicionan. Y todos aquí sabemos que la escritura que nace
condicionada es una mala escritura, una escritura pobre. De manera que el
ec o mismo de escribir debería ser pensado como un acto de irrespon­
sabilidad.
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Me interesa mucho este concepto de responsabilidad, más que el de
compromiso. Porque lo que importa es que uno, en tanto intelectual, se
haga cargo de lo que escribe y también de cómo vive lo que pasa en su
sociedad. Uno también es un ciudadano. Aun el que elige no ocuparse del
compromiso con la realidad, o quien elige como materia lo que está ale­
jado de “lo que pasa”, debería ser consciente de lo que hace. A posteriori,
claro, para no condicionar el surgimiento de la obra. Pero es bueno saber
que incluso el escritor más descomprometido es una persona que juega un
rol ante los demás.
La literatura no sirve ni da respuestas, pero el público siempre espera
respuestas. Hay una especie de convención interna en toda obra, que hace
que el que escribe dé por sentado que su texto algo modificará, y en el lec­
tor hay igual expectativa. Y sucede, en efecto: no somos los mismos des­
pués de leer Rayuela, después de Doña Flor, después de Pedro Páramo.
El compromiso es un asunto demodée, pero no por eso deja de tener
cierta vigencia. No por las estupideces que se cometieron en nombre de la
literatura comprometida dejará de existir un vínculo entre lo escrito y lo
vivido. Aun el escritor que hace ciencia-ficción, el que escribe textos eró­
ticos, el autor de novelas de amor o de misterio, incluye una visión del
mundo. La suya. Y nunca es una visión inocente. En ningún caso. Y es que
el escritor es un ciudadano que vive en este mundo. No es verdad que es­
té “en otro mundo”. Y entonces, debe ser irresponsable cuando crea, para
que estalle su locura interior. Pero también me parece que debe ser respon­
sable ante los demás, como persona, como ciudadano de este continente
arrasado y violado, por lo que hace y lo que escribe.
El camino del escritor latinoamericano, entonces, para m í sigue pasan­
do por defender la locura. Cultivar la locura, recomendaba Henry Miller. Y
me parece un gran camino: Cervantes estaba loco, y Rabelais también. El
mismo Dante tuvo que ser muy loco para meterse con la irracionalidad
florentina del 1300. Desde antes de Erasmo de Roterdam el mundo ya se
interroga sobre la locura. Cada escritor que se pregunta lo que no com ­
prende, lo que no sabe, lo que duda, cada escritor que cuestiona su propio
infierno nos cuestiona a todos. Eso decía Quevedo. Pero a la vez, y por eso
mismo, es legítimo que cada uno que se interroga invente sus propias
respuestas coyunturales, incapaces de universalidad e intransferibles, pero
útiles para sí y para su momento.
Nuestra narrativa está viva, como un hierro candente en la forja, y por
eso tiene variaciones de temperatura tan fuertes. Es una literatura que se es­
cribe en democracia pero en sociedades todavía autoritarias, enfermas de
autoritarismo y de machismo y de racismo. Productos de la ignorancia, los
prejuicios, y tantos años de represión. Sin duda que muchas cosas han
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cambiado en este continente — reglas jurídicas, normas de convivencia,
conductas individuales y sociales— pero todavía es difícil distinguir qué
es exactamente lo que cambió. Siempre digo que así como en estos últimos
a ñ o s e s t u v i m o s leyendo la novela de la dictadura, ahora se supone que de­
biéramos empezar a leer la novela de la democracia. Pero sucede que la
crisis s o c i a l , económica y cultural dificulta toda aproximación serena. Ni
siquiera es suficiente la palabra crisis; al menos en mi país hoy hay que
hablar de destrucción. En Argentina no estamos viviendo una decadencia;
estamos viviendo una posguerra cultural. Y posguerra en la que los derro­
tados fuimos nosotros, los intelectuales. En la revista que edito en Buenos
Aires venimos advirtiendo desde hace unos años que los daños que pro­
ducen las dictaduras en materia cultural jam ás se advierten durante su ges­
tación; sólo se hacen evidentes cuando la dictadura ha pasado. Y por eso
son daños perversos: porque hacen creer a mucha gente incauta que la per­
versión cultural que se está viviendo es producto de la democracia y no de
la dictadura que la engendró.
La mirada moderna, la que tenemos nosotros en esta esquina de la his­
toria que nos toca protagonizar, nos ofrece un novedoso repertorio de pa­
radojas, de pesadillas. Si ayer nomás era el tema de la violencia, hoy es el
de la memoria; si ayer eran los exilios interior o exterior, ahora es el vér­
tigo y el asco que nos produce el horror en la propia casa; si ayer era la
represión brutal que padecíamos, hoy la represión es parte de nuestro na­
turalismo. Si ayer nos censuraban, hoy también, pero de maneras mucho
más sutiles. Bien ha dicho Monterroso que “en el mundo moderno los po­
bres son cada vez más pobres, los ricos más inteligentes, y los policías más
numerosos”.
En el arte no puede haber concesiones. Donde uno se perdona una pequeñez se inicia el camino hacia la mediocridad. Podrá ser una medio­
cridad vistosa, halagadora, glamorosa y llena de encantos, pero no dejará
de ser mediocridad. Esto pasa en el periodismo, la política y la cultura.
Herencia del pasado reciente o lastre de los colonizadores, lo cierto es
que cada vez abundan más los argumentos que disculpan la corrupción.
Y por eso mismo hay que ser más agudo y exigente. Para no conceder
nada, pero no desde una perspectiva ideológica, ni por ningún principismo, sino por reivindicar a rajacincha una actitud ética, una moral interna
en cada obra. No hay obra moral de autores inmorales. No hay estética
realmente valiosa que provenga de autores carentes de moralidad y rigor
c rea,lvo. No hay belleza en la ignorancia, y p or eso la cultura popular
debe tener un altísimo sentido estético para que su ética sea valiosa. Por­
que el arte no es solamente imaginación. Es también una responsabilidad
aunque provenga de actos locos de artistas irresponsables.
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En definitiva, lo que distingue al escritor de una época del escritor de
otra época es que su mirada sobre el mundo va cambiando porque cambia
el mundo. Y como cada escritor escribe para los lectores de su época, y se
nutre de lo que pasa en su época, y hasta los fantasmas interiores que lo
acosan son los fantasmas de su época, entonces nuestro camino debe ser
— si me permiten afirmarlo— el de tener los ojos bien abiertos y no ha­
cernos los distraídos.
Esto que digo no pretende ser una defensa del realismo. De ninguna
manera. Ni realismo mágico, ni maravilloso, ni delirante, ni crítico, ni poé­
tico. Lo real no es otra cosa que un material plástico con el que cada día
vamos a ver qué hacemos. Como a una plastilina, podemos modelarla ca­
da día, modificarla, estirarla, y nada de eso cambiará al mundo. A lo sumo
cambiará nuestra vida, y en el mejor de los casos podrá ejercer alguna in­
fluencia sobre la vida de algunos de nuestros lectores. Y del mismo modo,
tampoco creo que el camino a seguir sea el de la llamada literatura fan­
tástica. Porque para mí, toda la literatura es fantástica. En sí mismo, el he­
cho de escribir es fantástico. Y todo texto que creamos, el mejor o el peor,
siempre es fantástico. Hacer literatura es siempre una aventura fantástica.
Por eso hablo de la mirada, de la visión singular sobre el asunto uni­
versal que es nuestra vida, en este mundo, en este tiempo. Mirada sobre la
violencia, sobre los contextos, sobre los antecedentes (individuales, socia­
les, políticos), sobre el misticismo imperante, sobre la irracionalidad y el
pensamiento mágico. Sobre la estupidez humana, ese noble material lite­
rario que nos enseñaron Jonathan Swift, Saki, Groucho Marx y tantos más.
M irada sobre nuestros jóvenes, nuestros chicos y chicas que en estos años
se asoman a la más extraordinaria incultura literaria. Mirada sobre la so­
ledad, la insolidaridad, el pensamiento autoritario, la frivolidad, la corrup­
ción. Todo esto seguirá siendo nuestro camino. La literatura no se detiene.
No muere. No morirá. Porque la ilusión siempre está de nuestro lado.
Esta conferencia fu e leída como discurso de apertura de las IV
Jom adas de Literatura Brasileña, celebradas en la Universidad de Passo
Fundo, Río Grande do Sul, en Junio de 1991. Fue publicada en Puro
Cuento N° 30 (Septiembre de 1991).
BIBLIOTECA
SRIA
DE EDUCACION PUBLICA
niRECCION 6RM. DE ENSENANZA NORMAL
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Segunda Parte
Las entrevistas
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A n t o n io S k á r m e t a
Ver el océano
en un pez
s una especie de oso entrañable, enorme, calvo y juguetón.
Cuando se ríe, achica los ojos, que siempre están escondidos tras
los lentes de miope, y su mirada adquiere inevitablemente una
intención picara. Se ríe mucho, como un niño lleno de optimismo
y de gracia. Es casi asombrosa la simpatía sin esfuerzos de este
hombre que lleva 13 años en el exilio y no ha perdido nada de su
tonada chilena; que dice “huevón”, “huevona” o “huevada” cada cinc
palabras y cuya conversación, sin embargo, es cuidadosa, precisa. Trata a
su compañera (Nora) de “mijita” y “amorcito” y constantemente la mira
arrobado, con un amor que se diría propio de un adolescente. Vive con esa
joven y bella berlinesa, desde hace algunos años, en la Goethestrasse, en
pleno centro de Berlín Occidental, en un barrio antiguo (reconstruido, claro
está) donde las calles se llaman Schiller, Pestalozzi, Kant y Hegel. An­
tonio Skármeta — de él se trata— es un hombre con el que me une una
vieja amistad, forjada en México y Buenos Aires, lo que hace difícil ser
objetivo en las apreciaciones. Puede decirse, no obstante, que es un es­
critor admirable, que es aficionado al jazz, devoto de Julio Cortázar, del
cine, el vino tinto, la conversación entre amigos. Y que merecer su amis­
tad es recibir todo tipo de pruebas de generosidad. Trabaja seis horas
'arias, nunca le alcanza el tiempo para sus innumerables compromisos,
esayuna casi al mediodía, no almuerza jamás y cena opíparamente junto
a su Nora-niñita” y bebiendo vinos chilenos o del Rin.
De sus datos, hay que decir que nació en Antofagasta, en 1940; que fue
Pro esor de literatura y filosofía; que en 1969 ganó el Premio Casa de las
meneas en el género cuento; que vivió en el exilio en Argentina entre
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1973 y 1975; y que desde entonces vive en Berlín. Su obra literaria es
vasta: se inició a fines de los años 60 y sus primeros cuatro libros fueron
de cuentos: El entusiasmo (1967); Desnudo en el tejado (1969); Tiro libre
(1973); Novios y solitarios (1975).
Ahora, en Alemania, la importante casa Piper Verlag acaba de lanzar
su antología de cuentos: El ciclista del San Cristóbal. Su primera novela,
Soñé que la nieve ardía (1975) lo hizo conocido y reconocido y a ella si­
guieron obras como la estupenda novela breve No pasó nada (1980), La
insurrección (1982) y Ardiente paciencia (1985) que fue primero obra de
teatro y guión cinematográfico. Traducido a una docena de lenguas, pue­
de ser considerado hoy como uno de los más importantes escritores lati­
noamericanos de menos de 50 años. También ha sido guionista de varias
películas de Peter Lilienthal y otros cineastas alemanes, y él mismo ha
dirigido varios largometrajes.
La presente conversación se realizó en Berlín, en noviembre de 1986,
bajo lluvias otoñales persistentes, y fue grabada durante tres días en su
Citroen, en su estudio, en restaurantes y aún en la larga cola de automó­
viles que se forma ante la aduana que comunica — es un decir— las dos
Berlín separadas por ese frío, antipático muro tan famoso. Con sabiduría,
con ardiente paciencia, Skármeta respondió así al cuestionario:
GIARDINELLI: En general, ¿qué significa el género cuento para ti, para
tu escritura? Y en particular, ¿qué representa en tu producción?
SKARMETA: Yo empecé leyendo mucho cuento, pero no de hadas, ni
de aventuras, ni policial, sino que me interesaron los que podríamos decir
que ya eran literatura de peso. Fui ávido lector de cuentos durante el Liceo
(secundaria). A mí me gustaba mucho el cuento que se publicaba en revis­
tas. Me iba a la biblioteca del Instituto Norteamericano y me leía revistas
como Esquire, New Yorker, etc. Y seguía las colecciones que se publicaban
de los mejores del año: el Premio O. Henry. Claro, yo leía bien en inglés.
Poco a poco me di cuenta de que los cuentos representaban una realidad
humana vista de un modo que a mí me interesaba. Y bueno, de las revistas
salté a los libros de cuentos. Y ahí descubrí los cuentos rusos, en los cuales
lo que más me impresionaba era la humanidad de los personajes. Andreyev,
Gógol, Chéjov, eran mis favoritos. Y de los norteamericanos, los que más
me gustaban eran Saroyan, Hemingway, Faulkner, Norman Mailer, Brett
Harte, O. Henry, Stephen Crane, todos los cuentos de Salinger. Ah, y Ring
Lardner, a quien aún hoy considero un súper maestro. Y de las mujeres, la
que más me interesó fue Dorothy Parker, quien creo que fue pareja de
Lardner. También leí a Jean Stafford, a quien sólo ahora se está redescu­
briendo. En fin, yo leí mucho cuento antes de leer una novela. Y mi base
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los cuentos rusos
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los norteamericanos. Ese fue el primer concep­
to de cuento que tuve.
-q u¿ significaba ese prim er concepto? ¿Podrías definirlo?
B ueno, en m i p rim e ra re la ció n c o n el cu e n to , lo q u e y o se n tía e ra
muy impactante: un momento intenso de humanidad. Eso me proponían
los cuentos que me gustaban. No me fijaba en la técnica, ni mucho menos
en la anécdota. Lo que me interesaba era esa vibración intensa que me
daba la humanidad de los cuentos rusos y norteamericanos. Después, co­
mo me interesaba el género, empecé a leer para atrás: los clásicos, los fran­
ceses: Camus, por ejemplo, El exilio y el reino, y fue entonces que noté
que el cuento se complicaba. Ya no era la presentación directa de un mo­
mento de humanidad, sino que al mismo tiempo se incluía una reflexión.
Eran cuentos más ensayísticos, menos dirigidos al impacto inmediato. Te­
nían una aspiración a una mayor trascendencia. Y esto lo noté en general
en el cuento europeo contemporáneo. De modo que mi formación fue con
el cuento espontáneo, directo, comunicativo, exasperante: el norteameri­
cano, el ruso. Después, el cuento europeo, que es más complejo. Sólo en­
tonces empecé a leer cuentos latinoamericanos.
— ¿Qué encontraste en ellos? ¿Qué los caracterizaba y qué los dife­
renciaba?
— Un tipo de fantasía y de imaginación muy ensayística. El cuento lati­
noamericano siempre me pareció como desbordando los géneros. Yo tenía
una noción de género más rígido, en sentido positivo. Más estricto, más
seguro de su destino, como en la narrativa norteamericana. El cuento lati­
noamericano, en cambio, me impresionaba como más inquietante. Más ar­
tesanal, también más labrado y con una clara tendencia a la irrealidad, cosa
que no encontraba en los demás. Y creo que esto signó, y sigue signando,
la cuentística latinoamericana del siglo veinte. Por eso el cuento latino­
americano, a mí me parece un cuento divagatorio. No tengo nada en con­
tra de esa deliciosa divagación, quede claro, porque el camino del cuento,
de la literatura, no es un match donde se debe ser efectivo, eficaz. Si un na­
rrador siente la necesidad de demorarse amorosamente con las cosas, y pa­
ra llegar adonde quiere debe rodearla, ampliarla, o estrangularla, allá él.
Yo no siento directos ni a Quiroga, ni a Borges, ni a Cortázar. Ni a Rulfo,
s>quiera, y tampoco a García Márquez. A mí sus cuentos me parecen des­
prendidos de un sistema narrativo total. Son ramas de un gran árbol que tú
v>s!umbras. De alguna manera, a sus cuentos los encuentro dependiendo, o
acicnados, o entramados, con un sistema narrativo. No les encuentro auonomía, la inmediatez, ni tal vez la fugacidad que tiene el cuento norte­
americano. Por ejemplo, el peso del lenguaje, en el cuento latinoamericano,
enorme. Es casi imposible avanzar en ellos sin que el lenguaje llame
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la atención sobre sí mismo. “Aquí estoy”, dice el lenguaje. Pero conste que
no estoy haciendo crítica, ni hago adjetivaciones. Sólo describo una litera­
tura que me parece fascinante; separo dos concepciones narrativas. Es una
cuestión de temperamento: mostrar la materia narrada o mostrar el dedo
que muestra.
— ¿Sería mejor, entonces, hablar de dos actitudes estilísticas?
— Claro, y los cuentos rusos y norteamericanos, que los junto, y el la­
tinoamericano, también pueden distinguirse por otra cuestión externa al
cuento. Que no llamaría de mercado sino de hábito. Y es que aquéllos han
tenido una gran vida de revistas, en algún momento de su vida. Y esto no
es despreciativo, pues fueron y son revistas de un gran nivel intelectual.
Lo que digo es que el lector de revistas crea otros hábitos, otros gustos, y
esto tampoco quiere decir que sea superficial o frívolo, ¿eh? Indica sólo
que hay una diferente plasticidad en el lenguaje. Yo diría que hay un tipo
de relato que busca hacerse lo más transparente posible, ser un gran con­
ductor de la anécdota, sin comentarla, como me parece la tradición norte­
americana, o la rusa; y existe el cuento que yo llamaría artístico, que es
casi filosófico, de representación del mundo y vinculado a un sistema, a la
totalidad narrativa de cada autor autónomo. Que sea un gajo de literatura.
— En tu caso, empezaste como cuentista y sólo después de cuatro li­
bros aparecen en tu obra la novela, el cine y el teatro. ¿Habla esto de un
sistema narrativo suyo? Que empezaras con cuentos y no con novelas,
¿fue azaroso, o fu e una elección?
— Bueno, Mempo, tú sabes que a mí lo que más me interesa en la lite­
ratura es la comunicación. Es una cuestión de temperamento. Celebro el
hecho de estar metido en medio de otros. Y lo que me interesa es estable­
cerme, a través de la palabra, en este mundo real. El cuento, de alguna ma­
nera, con su completitud, tenía la facultad de permitirme presentar una obra
completa en cada caso. Yo escribía para que me pudieran leer mis amigos.
Recuerda que yo comencé escribiendo desde muy niño, en el colegio, y
siempre tenía la necesidad infantil de comunicarme. De adolescentes nos
juntábamos a leernos, y donde yo estudiaba teníamos lo que pretenciosa­
mente llamábamos la “Academia de Letras”. Y una vez a la semana, nos
hacíamos críticas. Y como éramos delirantes amantes de la literatura nos es­
forzábamos por ser lo más originales posible y en hacer lo mejor, porque
las críticas eran feroces, sin piedad. Además, esa Academia tenía una difi­
cultad añadida: venían muchachas de otros liceos, interesadas en la litera­
tura y absolutamente fascinantes con nosotros. Tú sabes que en esa época
de la vida, uno vive enamorado. Había que escribir muy bien para que las
chicas no te despreciaran. Leías un cuento malo y estabas perdido. Tenía­
mos veinte minutos cada uno y casi todos optábamos por la forma cuentís-
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tica breve, porque en un corto tiempo queríamos presentar algo perfecto.
Era hermoso.
q u¿ repercusión tuvo tu prim er libro, en 1967?
¡^juy grande. En ese tiempo en Chile había muchos concursos, pre­
mios de prestigio y una gran publicidad. La vida editorial chilena nunca
fue tan importante como la argentina, pero tuvo sus buenos momentos, y
estos concursos eran una manera ideal de darse a conocer. La prensa pres­
taba atención y si ganabas un premio pasabas a interesar a las editoriales.
Yo había ganado varios premios y un editor me propuso juntar esos cuen­
tos. Fue la editorial Zig-Zag y de ahí salió El entusiasmo.
¿Cuántos cuentos llevas publicados, y cuántos escribiste?
No podría diferenciar entre unos y otros, no lo recuerdo. Pero han de
ser unos cuarenta, calculo.
— ¿ Por qué, después de esos libros, te pasaste a la novela, si bien “No
pasó nada" es como un cuento largo, una “nouvelle”? ¿Abandonaste el
cuento?
— Lo abandoné momentáneamente, sí, porque cambió mi literatura a
partir de la realidad latinoamericana que me tocó vivir, como cambió mi
vida. Y cambió mi necesidad expresiva, lo cual me abrió a la narrativa ex­
tensa, y a la narración cinematográfica. Una expansión de la prosa que me
vino, diría, de mi vinculación con la historia latinoamericana, los grandes
procesos políticos, los momentos de auge y desarrollo en los cuales yo
participé, y los de depresión que vinieron luego con los golpes de estado.
Por mi vinculación política y social en una situación en la cual participo, se
introduce en mi vida privada una situación épica.
— ¿La épica sólo puede darse en la novela, acaso?
— No solamente, pero donde mejor se puede dar cuenta de una situa­
ción épica es en la novela. Pero yo he tratado de mostrar concentrados de
esa situación, especialmente la parte depresiva, en pequeños cuentos que
han tenido bastante circulación. Yo no abandoné el cuento del todo, sin
embargo. Aunque hace once años que no he vuelto a publicar un libro, no
quiere decir que no haya seguido. Tengo los suficientes para otro libro,
pero no tengo apuro. Ya llegará el momento.
No sé como decirlo, pero la impresión que podría tenerse es la de
que el cuento se convirtió en una parte secundaria, accesoria, de tu pro­
ducción literaria. ¿Es así?
¡No, no se convierte en absolutamente nada! No se puede decir,
creo que el cuento sea secundario para mí. Para nada, Mempo, para nada,
Pu, uevón. El hecho de que yo me vincule ahora con la narrativa cine­
matográfica, o que haya publicado más novelas, es simplemente la con­
ciencia de proyectos que no tenían lugar en forma de cuento. Eso es
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todo. Pero yo no abandono el cuento por ningún motivo. Lo juro solem­
nemente.
— Has dicho que en un momento no te interesaba la técnica sino sólo
la humanidad, la emoción y la tensión. ¿ Qué es para ti la técnica, y a par­
tir de cuándo te preocupó?
— Bueno, primero entiendo por técnica la disposición armoniosa de
todos esos elementos mencionados, para conseguir la comunicación de un
momento de emoción vivido. Y me preocupó desde siempre. Lo que pasa
es que al comienzo yo pensaba que el énfasis debía ponerse en la colo­
ración emotiva de la palabra. En un ritmo determinado, debía conducir al
lector a una especie de contagio emotivo a través del cual se produciría una
comunicación no intelectual entre autor y lector. Por eso en mis primeros
relatos opté por un temple narrativo lírico, disperso. Buscaba el contagio
sensual, con imágenes a veces discrepantes y caóticas, para meter al lec­
tor en lo que me parecía de verdad esencial: “¡el mundo es una aventura
maravillosa; soy joven y tú también; tenemos que hacer un mundo juntos.
Quiero vivir, quiero amar, y la clave es tener abierta la cabeza, abierto el
corazón y tenemos que comunicamos, huevón!” Todo eso proponía. Yo
estaba en una onda existencialista, y también de rebeldía contra algo que
todavía hoy me parece espantoso en las sociedades latinoamericanas: la
rapidez con que se asumen los clichés para pensar; para conformarse con
lo que se tiene; los hábitos de una vida aburguesada y podrida en tipos que
a los veinte años empiezan a vivir y ya tienen sus proyectos de vida de­
finidos. Eso me espanta, huevón.
— Volvamos al género. ¿Existe el cuento perfecto?
— No, creo que no, ni existe el cuento ideal. Depende mucho de la geo­
grafía, las latitudes, las preferencias estéticas de cada autor y de su pueblo,
la tradición en que el cuento crece, y la biografía del propio escritor. En la
mía, puedo decir que he sido varios tipos de cuentista. Al principio, tem­
peratura humana, comunicación, y ahí la anécdota era algo que, quizá,
acaecía en la ruta del cuento. Sólo quería transmitir estados de ánimo. En
una segunda etapa, descargada la necesidad de encontrar la voz y eli­
minadas ciertas pretensiones, veo que la comunicación de una emoción, de
un sentimiento, de una belleza, no es garantía de que el cuento sea intere­
sante.
— Pero eso, ¿no es porque la literatura se completa con el lector, y la
emoción que uno trata de transmitir, el código que se utiliza, es eficaz
para unos e ineficaz para otros? No hay reglas generales, creo yo.
— Bueno, en mi caso lo que primó y prima como escritor de fuerte
vocación y que además es un apasionado lector, fue y es una cierta inge­
nuidad: a emoción mía, a verdad mía, a cultura mía asimilada y expresada,
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corresponde una reacción y emoción similares a las que yo tengo. Y éste ha
sido mi gran problema como maestro de talleres de cuento. He tenido que
batallar con muchos noveles autores para que expresen lo que quieren decir
y no otra cosa. Porque muchas veces están convencidos de que la verdad
de su experiencia es tan fuerte que basta una comunicación directa de la
misma para que el lector reaccione. Y por eso se desesperan cuando en los
talleres, leído su texto, no se recibe esa experiencia y no hay respuesta.
— Entonces dicen ‘‘lo que pasa es que no entendieron
— Claro, o desprecian a los compañeros y a las críticas. Y no se dan
cuenta de que podrían hacer el camino más corto, que es preguntarse por
qué no funcionó su cuento. Y si no funciona es porque entre lo que se
quiso decir y las herramientas utilizadas para decirlo, media una distancia
tan grande que habitualmente la verdad que se quiso comunicar aparece
falseada.
— ¿ Y có m o se salva esa distancia?
— Ah, ahí hay una cosa que se llama técnica narrativa. La distancia se
salva dominándola.
— El oficio, la lectura constante, ¿no?
— Sí, la técnica narrativa es el resultado de una experiencia de la vida,
y de una experiencia literaria. Eso está claro.
— Sin ánimo de ser dogmático, ni para dar recetas, pero pensando que
nos dirigimos a un lector que puede ser un principiante, o alumno de un
taller, o incluso un lector o autor avezado, ¿podrías enumerar cuáles han
sido, en tu experiencia, tus herramientas, y cuáles los principios que nor­
maron tu crecimiento técnico?
— Yo diría que primero, y si hay un único dogma sería éste, para mí es
la espontaneidad. Ser totalmente espontáneo aunque no se sea original,
que no hace falta. Un escritor se hace con la vida. Y si él parte creyendo que
lo que debe hacer es imitar modelos cultos, modelos literarios por sobre la
espontaneidad, bueno, es posible que cree una literatura interesante pero no
llegará a definirse como una personalidad literaria. Ahora, si esto es muy
importante y es un primer dogma, el segundo sería que después consiga
controlar la espontaneidad.
— Inmediatamente, diría yo. O mejor, al mismo tiempo.
— Por supuesto. Un escritor novel tiene que contarse, y para ello tiene
que vivirse. Por eso creo que hay que caer en un taller de cuento sólo des­
pués de haber escrito tres, cuatro o cinco años solo, enredado y tropezan­
do. Y si es posible, sin haberle preguntado opinión a nadie. Así se llega a
esa etapa en la que toda espontaneidad, toda esa acumulación de expe­
riencia y de vida, requiere ser contenida, enmarcada. Podemos decirlo con
una imagen erótica: es evidente que es mejor amante el hombre o la mu­
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jer en el momento en que combina su espontaneidad con su experiencia, y
con una técnica. La aplicación de la técnica depura y mejora las emo­
ciones más intensas.
— Sé que tú crees que las técnicas clásicas son mejores.
— Yo he reflexionado, a partir de la espontaneidad, en los métodos más
eficaces de comunicar y controlar la espontaneidad. Y eso me llevó a pen­
sar que las técnicas narrativas más objetivas y más clásicas son más efi­
caces que las líricas o las más desparramadas. Y es que después de darle
muchas vueltas a la noria terminas por descubrir que los viejos recursos
clásicos, manejados originalmente, suelen ser los mejores. Y que no es ne­
cesario descubrir la pólvora todos los días. Una historia va a convencer por
el grado de humanidad, de verdad, de ternura, de solidaridad, de dolor, de
fantasía, de ira que contiene, y no por el vericueto técnico o el fuego de arti­
ficio de la técnica. Aquí viene, quizá, mi discrepancia con algún tipo de
cuento brillante latinoamericano. Y es que en realidad la técnica más bri­
llante es aquella más transparente. La que disfrutas, pero no sientes. Es lo
que se llama la difícil sencillez. Correr el riesgo de ser sencillo luego de
haber estado metido en las profundidades de la complejidad. Decir: Queri­
dos congéneres, este pez que está aquí en mis manos es producto del viaje
que hice al fondo del océano, donde me atacaron ballenas, me persiguieron
tiburones, me enredé en algas, me estrangulé, me asfixié, y aquí vengo,
huevón, con este pescadito, chiquitito. Si en ese pescadito se puede ver el
océano, ahí está el cuento.
— Con los años, con la experiencia, ¿dirías que cambió tu disposición
para escribir cuentos? ¿De qué manera el dominio técnico, el oficio, te
determina ahora, y de qué manera afecta la técnica a la creación?
— Bueno, yo ahora me pregunto cuál es el modo más directo para em­
pezar a contar algo. Es decisivo el tono de la primera frase. Yo quiero pro­
ducir de inmediato la sensación de que vengo a contar una historia y que
lo haré de la manera más rápida, elemental y precisa posible. Ir al grano.
Claro está, es la experiencia de décadas la que te hace aconsejables las
formas más despojadas, más clásicas, menos teñidas subjetiva y emoti­
vamente, pero que desencadenan, por su eficacia, el nacimiento de una
emoción en el lector. Por eso mi tránsito fue de un relato lírico a uno más
concreto, en el cual el narrador finge que está viendo cosas cotidianas,
objetivas, y las describe huyendo de todo tipo de adornos. A lo más, algu­
na escapadita marginal para dar coloración ambiental, o para poner algún
acento emotivo. Pero más y más me convenzo de que consejos como los
de Quiroga, bueno... La formulación contraria de esas reglas también
podría servir para un cuentista. Sólo coincido en una con él: y es en la que
dice que si se quiere expresar con exactitud que “desde el río soplaba un
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viento frío”, no hay en lengua humana mejor manera de decirlo. Claro,
Quiroga es un maestro extraordinario, maravilloso, pero su decálogo me
parece caprichoso.
— Es inevitable hacerte la pregunta sobre los mejores cuentos que leis­
te en tu vida. Leyendo la entrevista con Edmundo Valadés, comentabas
que en uno de sus preferidos coincidías.
— Cuando pensé que una pregunta así era posible, me vi en una nebu­
losa de cien grandes cuentos que se me ocurrieron. Pero hoy — y puedo
cambiar mañana, cuando salgas de Berlín— diría que mis predilectos son
uno de Dylan Thomas, estremecedor para toda la vida, que se llama Exac­
tamente como los perros. El segundo es de Scott Fitzgerald, y se llama B a­
bilonia revisitada. Y me es imposible mencionar un tercero. Me gustaría
nombrar a un latinoamericano, pero no puedo: pienso que hay cincuenta
en un mismo rango. Pero si me preguntaras por un libro de cuentos, en­
tonces mencionaría uno de William Saroyan, que leí en inglés con el título
Inhaling and exhaling. En todos esos cuentos hay una gran pasión y com­
pasión por el ser humano. Poesía desgarradora, irónica, para formular su
desamparo, y una secreta voluntad de que las cosas fueran distintas. Lo
que me interesa aquí no es la técnica, ni un estilo, sino la tensión maravi­
llosa entre desamparo y tristeza.
— O sea que te interesan más las emociones que se transmiten que las
técnicas con que se plasman los cuentos. Es toda una definición, Antonio.
¿Significa esto que al enfrentarte a un cuento privilegias el contenido
antes que la construcción?
— No, lo que más me importa es la profundidad. El compendio de expe­
riencias con las profundidades del ser humano — expresadas en lo que
para m í resulta en todo autor el final del viaje: la compasión— y la ca­
pacidad de form ular esa compasión, cualquiera sea el vínculo utilizado:
ironía, metáfora, desesperación. Estos cuentos producen en el lector la sen­
sación de que uno se ha comunicado con el personaje y con el mundo a
través de la experiencia del dolor. Y a mí lo que más me interesa en un
narrador es el dolor. Tal vez la esperanza, tal vez el humor, pero como en
los cuentos de Bashevis Singer, de Scholem Aleijem, de Salinger, un hu­
mor que surge de la desesperación. La gran dignidad del ser humano cuan­
do se da cuenta de su pequenez: el buen cuento es escenario de este tema,
casi siempre. Recuerda a los rusos, a los norteamericanos.
— ¿Podrías hablar, dada tu experiencia, de las relaciones entre el cuen­
to y la novela ? Y luego vendrá la pregunta respecto de cuento, novela y cine.
— Yo diría que en el cuento lo que opera desde el comienzo es la noción
de fin. Todo llama, todo convoca, a un final. Por lo tanto se trata, técnica­
mente, de mantener un ritmo en el cual este fin prometido se epifanice.
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Creo que en la novela el desenlace no tiene un rol importante. Es un irse
quedando, es un territorio que se mina de a poco, ¿no? Y el cine es un gé­
nero absolutamente distinto del literario, porque es el arte más demoníaco,
el arte que te proporciona la imagen visual en movimiento, casi como en la
vida. Toda imagen cinematográfica es imagen realista. Es un arte comple­
to. Ahí está su excelencia. Y también su límite. La literatura es el arte de lo
posible, y el cuento, de lo superposible. Porque en su concentración, y en
su capacidad de alusión, es incitador al desate de la fantasía. El cine, por
complicada que sea su estructura y por sutil que sea su gramática, siempre
es un arte completo. La irrealidad se agota en la sensualidad de la imagen.
Y en el cuento, por el contrario, la imagen comienza a producirse cuando
el cuento está terminado.
— Pero eso también pasa con el cine. Puede dejar imágenes que son
inolvidables.
— Pero son imágenes que se vieron, no que se sugirieron. Por ejem­
plo, en una de mis películas predilectas, “Disparen sobre el pianista”, hay
una escena en que la heroína cae en un infinito de nieve luego que el hé­
roe — o antihéroe— no llega a tiempo. Ella rueda, cae, y ese abrigo, esa
cara de la moza del bar, son lo que vamos a recordar toda la vida. Es el
recuerdo de algo visto como real. En el cuento, queda el recuerdo de algo
visto como irreal, y por lo tanto improbable.
— Es verdad, pero sin embargo la fuerza de sugerencia del cuento
puede ser tan fuerte, tan nítida que cada lector recordará un rostro — para
seguir con tu metáfora— diferente. Pero el rostro que se compuso en la
imaginación y en la sensibilidad del lector, también va a ser inolvidable,
y va a ser siempre ése. Yo imagino a La Maga, o al hombre que come conejitos de Cortázar, de una manera distinta seguramente de la suya, y cada
uno de los miles de lectores vio otro hombre comiendo conejitos, pero el
que cada uno vio, es inolvidable e inmortal.
— Y sí, es evidente que la literatura, desde el punto de vista de la ima­
gen, es una propuesta mucho más abierta que la del cine. Finalmente, en la
literatura la completitud del mundo es siempre un acto conjunto de traba­
jo, entre el mundo narrado, ofrecido, y el modo de la lectura. Pero aun así,
me sigue pareciendo que es el carácter de incompletitud sensorial, sensual,
que ofrece la técnica literaria, lo que permite que este texto tenga presen­
cia irreductible a la imagen. Y aun si me dijeras que La Maga que yo tengo,
que vi, es distinta en cada lector, muy bien, pero eso supone que uno lee
una literatura propuesta como literatura irrealista, de una manera realis­
ta. Yo jam ás le he dado un rostro a La Maga ni a Bebé Rocamadour, ni a
los personajes fantasmagóricos de Juan Rulfo que transitan, sonámbulos, de
cuento en cuento.
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— Sí, son como intransferibles. Recuerdo la versión cinematográfica
de “El viejo y el mar", y cuando pienso en el libro de Hemingway se me
presenta la cara de Spencer Tracy.
— Bueno, ahí estamos de acuerdo. Lo que tú viste en el cine fue una
imagen sensorial real, completa.
— Pero lo completo del cine como arte narrativo, por la intervención
de todos los sentidos, también se da en la literatura. ¿No leemos con todos
los sentidos, en tensión, casi levitando? Y aun con el olfato, como en la
fam osa descripción de la magdalena en Proust; o con el oído, como en el
“Concierto barroco" de Carpentier o en el “Doktor Faustus” de Mann.
— Puede ser que también esté movido todo el aparato sensorial, pero al
mismo tiempo creo que de una manera que no es completa. Y digo que en
el cine es inevitable esa completitud. La genialidad del cineasta consiste
en elegir la imagen precisa, entre las múltiples cosas que va mostrando.
De ahí la importancia del camarógrafo, del iluminador, del fotógrafo. El
cine es una narración en equipo, un trabajo colectivo. Pero mira cómo nos
fuimos a las galaxias.
— Volvamos a la tierra, entonces. Y para terminar, y pensando en lo
que muchos preguntan a la revista, ¿crees importante para un cuentista ir
a un taller literario?
— Creo importante sugerir que nadie vaya a un taller sin haber escrito
antes, en soledad. Sin haber probado muchos cuentos, intentado poemas,
probado obras de teatro, novelas... Uno debe haber intentado hacer las co­
sas como uno creía que debían hacerse. Puede ser que una rica experien­
cia de vida no encuentre una adecuada comunicación. Y ahí el taller puede
ayudar, por lo menos a evitar el bochorno. Creo, en general, que los talle­
res no son muy buenos para los adolescentes. Salvo un taller creativo, sin
guía, donde se juntan sin maestro para leerse los trabajos, que es algo que
se puede hacer a cualquier edad y en cualquier momento. Pero si alguien va
a ir a meterse al taller de Fulano, o al de Zutano, yo le dina: después de los
veinticinco años...
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El cuento
no se hace solamente
con experiencias anecdóticas
fría mañana del último invierno, cuando el julio porteño de
1989 se recalentaba con hiperinflación, transición presidencial y
una incierta locura colectiva, apareció en nuestra redacción la fi­
gura menudita — de impecable traje oscuro, camisa impoluta­
mente blanca y corbata al tono— de Enrique Anderson Imbert.
Portando con asombroso aire juvenil casi ochenta años que pare­
cen veinte menos, se cumplía así un reencuentro esperado.
Hace algunos años, en un coqueto restaurante de Boston, en la Nueva
Inglaterra norteamericana, habíamos charlado sobre literatura y política,
esas dos pasiones argentinas que no reconocen límites generacionales.
Desde entonces, íntimamente, estaba pendiente esta conversación.
De visita en Buenos Aires (EAI vive en los Estados Unidos desde hace
unos 40 años pero vuelve a la Argentina todos los años a pasar una tem­
porada), lo buscamos en su departamento de la calle Gascón. Unos días
después llegó a Puro Cuento con su aparente fragilidad y su sorprendente
vigor (impresionan la firmeza de su voz, la energía que pone en todos sus
movimientos, la pasión con que habla de literatura). Compartiendo un so­
brio té negro primero, y un puchero con todas las de la ley más tarde, se
explayó ante el grabador con soltura, brillantez y contundencia.
Descendiente de escocés e irlandesa por el lado paterno, y de francés
y español por el materno (“de italiano no tengo nada, desgraciadamente,
porque es la cultura que estimo m ás”), nació en Córdoba en 1910 pero
vivió en La Plata desde los ocho años. A llí hizo la prim aria y el Nacio­
nal. Luego estudió en la Universidad de Buenos Aires, “pero soy platense — dice— en el sentido de que allí encontré a mis grandes maestros:
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Alejandro Korn, Pedro Henríquez U reña, Rafael Alberto A rrieta y, sobre
todo, Ezequiel M artínez Estrada, para quien escribí mis primeros cuen­
tos porque él tenía un curso de com posición en el que yo empecé a es­
cribir. De Henríquez Ureña fui el discípulo favorito desde el año 25, en
que llegó a L a Plata, hasta su m uerte en el 46; yo lo acompañé siempre
y creo que me dediqué a la literatura por é l...”.
En 1928 se instaló en Buenos Aires e inició su carrera literaria. Fue re­
dactor de La Vanguardia, órgano del Partido Socialista. En 1940 fue pro­
fesor en la Universidad de Cuyo, en Mendoza. Desde 1941 lo fue en la de
Tucumán. Vivió la mayor parte de su vida en los Estados Unidos, donde fue
primero profesor en la Universidad de Michigan (Ann Arbor) durante más
de 20 años; desde 1965 es catedrático en la prestigiosa Universidad de
Harvard, en Massachussetts.
Su obra es impresionante: es autor de una Historia de la Literatura His­
panoamericana en dos volúmenes que a lo largo de sucesivas reediciones
y traducciones es fuente de consulta prácticamente en todas las universi­
dades del mundo. También es autor de una historia cronológica del cuento
titulada Los primeros cuentos del mundo (1977) y de una imprescindible
Teoría y Técnica del cuento (1979), sin dudas el más completo y profun­
do tratado sobre el cuento escrito en lengua castellana (publicado en la
Argentina por Ediciones Marymar, sin embargo es muy difícil de encon­
trar en librerías). Además, ha publicado una docena de obras de crítica y
ensayo, y otra docena de libros de ficción: novelas y cuentos. De estos úl­
timos, algunos de sus títulos son: El grimorio, El gato de Cheshire, La bo­
tella de Klein y la más reciente serie de narraciones completas tituladas En
el telar del tiempo.
EAI es hoy, posiblemente, el crítico literario argentino más reconoci­
do internacionalmente. Es también, casi con seguridad, el más importante
teórico del cuento en lengua castellana que hay en el mundo. Además,
cuentos suyos figuran en las mejores antologías de cuentistas argentinos
que se han hecho (fuera de la Argentina, naturalmente).
GIARDINELLI: ¿Cuándo se fue, y p or qué?
ANDERSON IMBERT: Bueno, a ver: se intervino la Universidad de
Tucumán en el año ’45; entonces yo me fui en el ’46.
— ¿Por persecución o por desencanto?
— Fue persecución. La Universidad fue intervenida por un fanático, un
loco fascista que nos hacía la vida imposible encarcelando intelectuales.
— ¿Quién era? Recordémoslo...
— Creo que se llamaba Olmedo. Era un insignificante, un mediocre.
No era ni siquiera un teórico de la derecha. Sólo un pobre tipo que proba­
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blemente obedecía órdenes. Pero hizo que de Tucumán nos fuéramos casi
todos: Risieri Frondizi, Aníbal Sánchez Reulet, M orínigo...
— Deduzco que de ahí viene ese antiperonismo que se nota en muchos
en sus cuentos. ¿Por qué no regresó después del '55?
— Sí que regresé. Cuando cayó Perón yo volví y me presenté a con­
curso y gané tres cátedras: dos en la Universidad de Buenos Aires y una
en La Plata. Pero la Universidad argentina estaba tan politizada que era
imposible enseñar. Los profesores teníamos mucha inestabilidad porque
los estudiantes reclamaban que fuéramos sometidos a concurso cada cinco
años. Me di cuenta de que habiendo tanta politización, en ese momento la
Universidad podía estar por la democracia, pero en cinco años más podían
volver a estar con una dictadura. Entonces, me volví a Michigan.
— Y allá hizo una carrera académica asombrosa. Pero, ¿qué pasó con
usted como cuentista?
— Yo siempre fui cuentista. La verdad es que mi profesión como pro­
fesor es marginal. Es central en un sentido: me da dinero para vivir. Pero
es marginal porque no responde a mi vocación.
— Hablemos de ella, entonces. ¿Cómo empezó su vinculación con el
cuento?
— Como le dije, yo empecé escribiendo para Martínez Estrada. En
1926. Y ese mismo año publiqué mi primer cuento, alentado por él. Luego,
al venirme a Buenos Aires en el año ’28, empecé a publicar cuentos en el
diario La Nación casi de inmediato. Le llevé un texto al director del suple­
mento, Enrique Méndez Calzada, y me lo publicó enseguida. Era un cuentito que se llamaba Mi novia, mi amigo y yo. ¡Imagínese, yo tenía sólo
dieciocho años!
— ¿ Y su prim er libro?
— Fue una novela, curiosamente: Vigilia, que publiqué en La Vanguar­
dia y con la que saqué un premio municipal. Pero yo seguía escribiendo
cuentos, y en 1940 apareció El mentir de las estrellas, mi primer libro de
cuentos, publicado por Daniel Devoto en una edición de lujo, artesanal,
una belleza.
— ¿Usted qué era, qué se sentía, entonces? ¿Escritor, docente, crítico?
— Escritor, escritor. Para mí la cátedra fue una sorpresa. Lo que pasó
fue que Henríquez Ureña me quería mucho y me insistía para que me
dedicara a la enseñanza. Además, yo estudiaba con Amado Alonso en el
Instituto de Filología, y Alonso también me empujaba hacia la crítica li­
teraria. Así que me alejé un poco del cuento, porque tenía mucho que estu­
diar. Me m etí en serio con la teoría literaria, y así escribí mi Historia de la
Literatura Hispanoamericana, que como usted comprende me llevó muchí­
simo tiem po... Es por eso que mi segundo libro de cuentos se publicó só­
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lo años después, en el ’46, cuando yo todavía estaba en Tucumán; se llamó
Las pruebas del caos. Y el tercero, El grimorio, se publicó recién en 1961.
— En casi todos sus libros aparecen cuentos breves y brevísimos que
usted suele llamar "Cuasi cuentos". Esto me recuerda otras extrañas
denominaciones. He conocido escritores que los llamaron “protocuentos”
o "pretextos”; Valadés los llama "m inicuentos”; para m í son “semicuentos ”, y en Estados Unidos hay muchas designaciones, entre ellas la origi­
nal four minute fiction (ficción de cuatro minutos). ¿Qué significan para
usted estos textos? ¿Son ejercicios? ¿Son un género menor, una fru s­
tración del género?
— No, no (se ríe). Pagés Larraya me decía, burlón: “ché, qué generoso
sos. No te costaría nada ampliar esos esquemas narrativos y tendrías en­
tonces cuentos largos, que son más reconocidos que los breves”. Pero la
verdad es que como yo no creo que haya diferencias entre la forma y el
fondo, sino que son una unidad, creo que los minicuentos nacen así y no se
pueden ampliar, como tampoco un cuento largo se podría encoger. El es­
critor lo que produce son unidades narrativas. Por otra parte, no soy yo el
primero que frecuenta este género. De niño, yo leía los poemas en prosa
de Baudelaire.
— Que son más poesía que prosa, cabe decir.
— Sí, y precisamente por eso los cito. Porque lo que yo he tratado de
evitar es la moraleja, la intención moral, política o ideológica. Porque en
el género del cuento corto, fíjese, siempre ha habido una intención proselitista: ahí tiene usted la forma de fábula, por ejemplo.
— Bueno, eso corresponde al origen del cuento. Usted mismo dice en
“Los primeros cuentos del m undo” que el cuento en sus orígenes tenía
una intención no literaria. Podríamos decir que la literaturización del
cuento fu e posterior, ¿verdad?
— Claro. A veces eran sólo mitos. Y esos mitos eran realmente intentos
serios para explicar el origen del mundo. O de los fenómenos naturales. Así
que es claro que el origen del cuento fue un origen mítico, y muy serio.
— Volviendo al cuento breve, siempre tengo la impresión de que en la
Argentina no hay una tradición de cuento breve, como sí la hay en M é­
xico, en los Estados Unidos y en otros países. Usted es uno de los pocos
cultores argentinos del cuento breve y brevísimo. Disculpe mi ignorancia,
pero ¿es también uno de los precursores?
— En la Argentina, sí.
— ¿ Y de dónde le vino esta vocación ?
— De la lectura de los maestros del cuento breve. Uno de ellos fue Jules Renard. En el siglo XIX escribió libros con cuentitos de veinte pa­
labras, ingeniosos y con desenlaces sorprendentes. A m í me fascinaba
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leerlo. Por supuesto: ¿quién me hizo conocer a Renard?: M artínez Estra­
da. Ahora me da un poco de rabia porque nadie se acuerda de Renard. Por
eso me dio tanto gusto que ustedes en el último número (PC 17) lo publi­
caron. Y otro cuentista que también me gustaba por sus breves, y que
también me lo dio a leer Don Ezequiel, fue el catalán Eugenio D ’Ors.
— ¿Estos antecedentes tan recientes indicarían que es un género nue­
vo, propio del siglo veinte?
— Es que ni siquiera era un género; eran caprichos. Los autores jugaban
con el cuento breve y brevísimo. Ahí están los cuentitos de Don Ramón
Gómez de la Sema. En los años de mi formación, él era famoso por esos
divertimentos.
— Bueno, aquí también podríamos citar a Macedonio Fernández, ¿no
cree?
— No, no lo creo. Tan mal escritor Macedonio Fernández. Déjemoslo
de lado en esta conversación, porque para mí no pertenece a la literatura;
pertenece al m anicom io... (se ríe). Mejor hablemos de otras influencias:
como el libro Gog de Giovanni Pappini, que es un libro extraordinario,
lleno de cuentos breves.
— Pero entonces estaríamos en presencia de un género realmente nue­
vo, nacido en el último siglo, ya que no le podemos encontrar anteceden­
tes más atrás del siglo diecinueve...
— A ver, déjeme pensar... S í... Sí, creo que no hay hacia atrás otros
cultores del cuento breve. De todos modos, habría que señalar que en el
origen de las formas narrativas hay de todo: el cuento, la leyenda, la fábu­
la, la parábola... Ahí tiene, ¿ve?: antiguamente había colecciones de pa­
rábolas, que de hecho eran cuentos breves.
— ¿Y en la vieja historia del cuento? En el “Panchatantra” de la In­
dia, por ejemplo, ¿no hay cuentos breves?
— Claro que los hay.
— ¿Pero concebidos como cuentos breves, autónomos, imaginados
como tales?
— Bueno, no, en realidad son largas narraciones en las que aparecen
cuentos breves. Si a lo que usted se refiere es a minicuentos concebidos
como tales, creo que entonces no, no hay. Lo que sí hay en la historia de
la literatura son cuentos que se van diciendo, y de los que se escriben y
reescriben versiones. Pero no es lo que usted dice. Si hablamos del cuen­
to breve concebido como tal, creo que no hay muchos antecedentes.
— Aunque usted habla de estar lejos de toda intención moral o ideo­
lógica, sin embargo en su obra hay muchísima intención.
— Sí, es cierto... Lo que pasó es que yo tengo una concepción del mun­
do. Esa concepción es muy coherente y se hace presente en toda expresión
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estética. En realidad, mis críticas no parten de un partido, de una iglesia,
de una ideología o de un sistema de dogmas o de convicciones. Parten de
la actitud de un contemplador escéptico frente al mundo. Mi sentido del
humor es en parte una respuesta a las incongruencias que voy viendo en
la realidad de todos los días. Es verdad que hay a veces críticas, y mucha
ironía, pero lo que digo que en mis cuentos no hay es proselitismo. A eso
me refería. Porque yo quiero criticar sin pretender convencer a nadie. En
el famoso conflicto entre la literatura com prom etida y la literatura gratui­
ta, yo siempre participé de la gratuita, y aún en los momentos en que era
redactor de La Vanguardia.
— ¿ Usted era miembro del Partido?
— Claro que sí, y sigo siendo socialista. Pero ahora sin partido. Yo soy
un socialista de Bernard Shaw, de Wells, de la Sociedad Fabiana de Ingla­
terra, que no era marxista y creía que la función del socialismo era la edu­
cación popular.
— Volviendo a la literatura, ¿qué sintió usted en estos últimos 40 años,
durante los cuales su nombre adquiría relieve como crítico, académico
laureado e historiador de la literatura, pero a la vez era olvidado como
escritor? Porque déjeme decirle que es muy poca la gente que piensa en
Anderson Imbert como cuentista.
— Es verdad. Y qué le voy a decir: yo creo que es una injusticia. Lo que
ocurre es que para m í la cátedra y la crítica son modos de ganarme la vida;
yo no puedo ganármela como cuentista. Mi profesión es ser profesor y pa­
rece que he sido un buen profesor. He sido crítico y parece que no he sido
un mal crítico. Pero yo me siento cuentista, y siento la injusticia que se ha
cometido conmigo. Yo comparo mis cuentos con los de los mejores cuen­
tistas argentinos, y con toda sinceridad le digo que creo que mi prosa no
desmerece ante ninguno.
— ¿ Usted tuvo relación con Borges, Mallea, Cortázar?
— No. Cortázar no, desgraciadamente no. Yo hubiera querido ser su
amigo; porque era un hombre inteligentísimo, a quien yo quise y respeté
siempre. Pero nunca pudimos encontrarnos. Yo escribí sobre su obra, y él
se refirió muy generosamente a mis cuentos. Quiere decir que de lejos nos
mandábamos saludos. Pero nunca nos vimos. En cuanto a Borges, he sido
todo lo amigo que se podía ser de Borges. De Mallea sí fui muy amigo. Y
también lo fui de Filloy, a quien sé que usted quiere tanto. Un hombre bri­
llante, excepcional...
— ¿ Y ellos, cómo lo veían a usted: como a un colega o como a un pro­
fe so r que venía de Harvard?
— Para M allea yo era escritor. Me publicaba cuentos, leyó todos mis
trabajos, me escribió cartas. Me respetaba como cuentista. Con Borges la
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cosa fue distinta, porque hubo algo que él nunca me perdonó: cuando en el
año ’30 la revista Megáfono, de Sigfrido Radaelli, le hizo un homenaje, me
pidieron una opinión y yo mandé un brulote. Eran mis años de fervor
social, y yo le hice duros reproches a Borges — que aún no escribía cuen­
tos; era ensayista— : dije que era un escritor que estaba bordando sobre la
Enciclopedia Británica y que no pensaba con ideas sino que pensaba con
citas: “Fulano dice esto; Zutano dice aquello”. Nunca me lo perdonó.
— ¿Hablaron de esto alguna otra vez?
— No, no, después de eso nos reunimos muchas veces, en la casa de
Henriquez Ureña y en otros lugares, y el episodio quedó como algo im­
plícito. Sé que en un tiempo hubo cierta tirantez, pero después los dos
cambiamos. Yo lo admiré mucho, y puedo decir que a Borges se lo cono­
ció en los Estados Unidos gracias a mí. Cuando llegué allá me pidieron una
antología del cuento hispanoamericano. La hice e incluí un cuento de él:
La muerte y la brújula. Pero el editor quiso sacarlo porque dijo que no lo
comprendía, que no entendía ese desenlace con Zenón, y Aquiles, y la tor­
tuga. Yo me planté: “Si no publican ese cuento de Borges, no hay
antología”.
— ¿ Y p o r qué cree que a usted no se lo reconoce como escritor?
— No s é ... Algunos ensayos se han escrito sobre mi obra. Ultimamente
hay uno muy largo y muy bueno de M aría Rosa Lojo.
— ¿ Tiene la sensación de que esta sociedad ha sido carnívora con sus
intelectuales ?
— ¡Por supuesto! Es una característica argentina. No crea que es univer­
sal; es totalmente argentina. Ayer conversaba con un amigo sobre lo dife­
rente que es la vida literaria argentina de la que yo conozco en otros países.
Por ejemplo, en Inglaterra hubo siempre amistad aún entre escritores que
eran enemigos ideológicos. Ahí tiene el caso de Chesterton, que escribió un
libro sobre Bemard Shaw. Tenían dos concepciones del mundo completa­
mente antagónicas; se pasaron la vida haciendo chistes el uno sobre el otro;
y sin embargo tuvieron una actitud celebrante. El libro de Chesterton sobre
Bemard Shaw es uno de los mejores que se han escrito. En Estados Unidos
también hay mucha lucha, pero hay reconocimiento. Esto debería ser como
un arte de esgrima: se comienza por saludar al adversario... En cambio aquí
hay algo que indica enseguida que se trata de una sociedad enferma: el
resentimiento. Yo no veo resentimiento en los Estados Unidos ni en otras
sociedades literarias. No sé si será porque hay mucho dinero.
— Quizá lo que sucede es que hay más posibilidades, y entonces la lu­
cha es vigorosa pero no es feroz. A quí hay muy pocos espacios, y por eso
muchos se desesperan por ocuparlos a patadas, zancadillas, golpes bajos
y ninguneo.
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— Sí, claro. Pero la base de todo está en el resentimiento. Hay personas
que dicen que no es el resentimiento argentino sino que es una herencia de
España porque España es el país de la envidia. Es lo que decía Unamuno.
En parte porque el español, como el argentino, da tanta importancia a su
dignidad personal que la dignidad ajena no le preocupa tanto.
— Pero eso es relativo. Yo viví nueve años en México, que es un país
mucho más hispano que Argentina, y allá no aparece de manera tan sal­
vaje ese resentimiento. Hay lucha p or el poder cultural pero no es tan
sucia.
— Puede ser que aquí se combinen dos características, entonces: una
es el resentimiento; y la otra es la capacidad de olvido que tiene este país.
Es algo asombroso. Cuando yo veo — y he hablado con algunos chicos, úl­
timamente— que los estudiantes de Filosofía y Letras no saben quién fue
Francisco R om ero... Y sólo algunos poquitos conocen a Henríquez Ureñ a ... Ni a Martínez Estrada se lo conoce bien, hoy en d ía ... Es tremendo.
Cuando yo digo que Martínez Estrada es el mejor poeta de su generación,
me ha sucedido que me pregunten: “¿Quién? ¿Martínez q u é ...? ”.
— ¿Por qué razón usted mismo no dice “soy escritor” sino que dice
“soy cuentista”?
— Porque aun en mis novelas la técnica que utilizo siempre es la del
cuentista. Mis textos siempre tienen un principio, un medio y un fin. Están
muy bien estructurados, de modo que parten de un problema y llegan a una
conclusión. La mía es una concepción clásica. El cuento mío no es la opera
aperta de Umberto Eco. Mi cuento no le deja al lector más posibilidades
que las que yo quiero darle. No dejo que el lector interprete caprichosa­
mente.
— ¿Cuál sería el cuento moderno, como opuesto a ese cuento clásico?
¿El cuento cortazariano?
— No, no, los cuentos de Cortázar están muy bien armados. Son clási­
cos. Lo que pasa es que Cortázar ha engañado mucho con sus teorías lite­
rarias. Pero si usted se fija bien, él no las practicaba. Las teorías de Morelli
en Rayuela, por ejemplo, él jam ás las practicó. Los cuentos de Cortázar
están muy bien estructurados. Los periodistas no se daban cuenta de que él
usaba palabras engañosas; decía por ejemplo: “cuando yo empiezo a es­
cribir un cuento no sé a dónde voy”. Y no era cierto, él sabia perfecta­
mente adónde iba. Construía muy bien sus cuentos, pero los construía con
la técnica de la deconstrucción.
— ¿ Y cómo definiría usted al cuento moderno? Hay teóricos que ha­
blan del cuento sin argumento, de la narración protoargumental.
— Bueno, yo creo que en parte son ejercicios de verborragia. Son mo­
nólogos más o menos interiores, análisis internos de un personaje, pero
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hay mucha confusión en todo esto: hay una prosa muy mala, y yo veo que
no se maneja bien la sintaxis. Veo una decadencia en los cuentos que leo
últimamente. Veo que se escriben sin mucho cuidado. Una de las cosas
que me gustan de su revista es el llamado constante al trabajo. Y me gusta
porque lo que yo observo es que muchas revistas pareciera que aprecian
más la actitud de espontaneidad, que suele ser una de las formas del des­
cuido. Mi gran maestro teórico fue Benedetto Croce, de manera que para
m í la literatura no se escribe con sentimientos, sino con sentimientos con­
templados, configurados, de modo que la inteligencia tome posesión de
los propios sentimientos.
— Creo que lo que usted dice se aplica bien al cuento clásico (el que
tiene gancho, nudo y desenlace). Pero el cuento moderno suele decirse
que es diferente, acaso más combinatorio. ¿A usted qué le parece?
— Bueno, en primer lugar le voy a confesar que no me gusta mucho la
palabra moderno, porque hace creer que la historia del arte fuera una his­
toria fundada en los esquemas del progreso. Y yo no creo que haya un
progreso en la literatura. De manera que no creo que haya un cuento
moderno, en el sentido de esa vieja y falsa querella del siglo dieciséis: o
antiguos o modernos. Creo que lo que importan son los momentos de
realización, los momentos estelares en la historia del cuento. Esos pueden
darse, qué sé yo, en el siglo dieciocho: un cuento magnífico de Voltaire,
por ejemplo. Pero un cuento de ahora, por estar escrito dos siglos des­
pués, no implica que es mejor que aquél. Así que rechazo la idea de lo
moderno, y también esa nueva locura de la posmodernidad. Los esque­
mas míos son los de la excelencia.
— Bueno, pero qué deja para lo experimental. ¿No le parece que quizá
esa concepción es en extremo rigurosa?
— Sí, yo admito que es posible que haya variantes. Una acción narra­
da puede ser armada de manera clásica, con principio, medio y fin, pero
también es posible que no tenga un esquema tan evidente. A mí me gusta
mucho el cuento con final sorpresivo, pero también admito el cuento inge­
nioso que tiene un doble desenlace. O el cuento que no tiene desenlace y
deja que el lector participe. Cortázar fue un maestro en ese tipo de cuento
en que la intención del escritor es buscar la cooperación del lector.
— En “Los primeros cuentos del m undo" usted dice: “Por el momen­
to, no voy a definir el cuento”. Mi pregunta ahora es: ¿lo definió después ?
Y en tal caso, ¿cuál es la definición?
— Ah, sí, claro que sí, y me costó muchísimo. Llegué a hacerlo después
de pensar mucho y la incluí en Teoría y técnica del cuento. Dice así: “El
cuento vendría a ser una narración breve en prosa que, por mucho que se
apoye en un suceder real, revela siempre la imaginación de un narrador
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individual. La acción — cuyos agentes son hombres, animales humaniza­
dos o cosas inanimadas— consta de una serie de acontecimientos entre­
tejidos en una trama donde las tensiones y distensiones graduadas para
mantener en suspenso el ánimo del lector, terminan por resolverse en un
desenlace estéticamente satisfactorio”.
— Usted hace un momento mencionaba cuentos extraordinarios. ¿Cuá­
les serían, para usted, los cinco o seis grandes cuentos que uno no debería
perderse de leer?
— Bueno, hace mucho me preguntaron cuál era el mejor cuento que yo
había leído en mi vida, y respondí — sin haberlo pensado, espontáneamen­
te— uno que ahora también recuerdo: Enoch Soams, de Max Beerbohm
(Inglaterra, 1872-1956), quien era amigo de Oscar Wilde.
— ¿Podría decir por qué es memorable para usted?
— Porque toca uno de los más tremendos problemas de un escritor, y que
es algo que yo he sentido mucho: el tema del fracaso del escritor. El cuento
es el siguiente: se trata de un poeta que escribe y publica todo el tiempo, pe­
ro al que nadie reconoce; entonces, un día dice: “ay, yo vendería mi alma al
diablo si así pudiera saber que en el siglo que viene me van a reconocer..
— El tema del Doctor Fausto.
— Sí, pero con la diferencia que Fausto pedía ayuda al diablo, mientras
que Soams lo que le pide es información. Él lo que quiere es saber si en el
siglo próximo, el veinte, será reconocido. El diablo acepta el pacto, natural­
mente, y el poeta viaja entonces al siglo siguiente. Se dirige a la Biblioteca
del Museo Británico, muy nervioso y busca afanosamente el fichero para
ver qué es lo que se dice él. Y lo que se dice es: “Enoch Soams, persona­
je de un cuento de Max Beerbohm”.
— Una maravilla.
— ¡Claro! Es el cuento dentro del cuento, en un cuento de fines del
siglo diecinueve, y con el tema angustioso del fracaso del escritor. Con
tema fantástico y con una prosa impecable. Y también tiene el ingreso del
autor en el cuento, porque Beerbohm aparece al final como personaje. Es
un cuento muy complejo, extraordinario.
— Bueno, ahora diga cuáles son los otros cuatro o cinco...
— Uno buscaría algún clásico, ¿no? Hay uno de Maupassant, La joya,
que está en todas las buenas antologías. Yo admiro mucho ese cuento, el
de la mujer que pide prestada la joya a una amiga, la pierde y se pasa toda
la vida tratando de juntar el dinero para reintegrarla, y al final la amiga le
dice que era una joya falsa. También incluiría a Borges, por supuesto. Ele­
giría Tlon, Uqbar, Orbis Tertius, que para m í es el cuento más difícil de él:
ahí está el semillero de toda la cuentística de Borges: la idea de la inven­
ción de un planeta. Como él era un idealista y creía que el mundo estaba
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englobado en la consciencia, yo creo, que esa concepción idealista de la li­
teratura aparece con todas sus fórmulas establecidas en Tlón...
— Está usted haciendo una verdadera antología... ¿ Qué otros incluiría ?
— Sí, ¿no? Y ... habría que incluir también al cuentista norteamericano
más magnífico pero más desconsiderado: O. Henry. Fue la clase de autor
que no tiene un cuento memorable, sino que todos sus cuentos lo son.
— Nosotros publicamos una joya de él en el número ocho: “Una trage­
dia en Harlem".
— En idioma inglés yo creo que no hay quien lo supere. Yo estoy pen­
sando en escribir un ensayo para tratar de rehabilitar a este hombre. En los
Estados Unidos no sólo está olvidado sino que lo desprecian. Se habla de
las técnicas de O. Henry como un ejemplo de lo que no debe hacerse en el
cuento. Creen que era sólo un fabricante de juguetes pero era un talento
en mecanismos del cuento. Fue un experimentador cabal. Algunas de las
novedades del cuento de hoy, lo que se llama el metacuento, el cuentoobjeto, los estudios en intertextualidad, el cuento que se basa en otro cuen­
to, en fin, todos estos experimentos estaban ya dados en O. Henry. Además
tenía ternura, una concepción del mundo muy irónica y escéptica, y tiene
descripciones incomparables de la vida norteamericana Yo no sé por qué
lo desdeñan.
— Quizá porque no lo han leído. Suele suceder. Cuando voy a los
Estados Unidos les digo a mis alumnos que no saben lo que se pierden.
Los norteamericanos no saben la literatura que tienen. Otro que tienen ol­
vidado es Brett Harte.
— ¡Claro! Y Ambrose Bierce. Otro gran cuentista, que sufrió la desgra­
cia de que Edgar Poe echara sombra sobre él.
— ¿Con quién terminaría esta breve antología?
— Con Chesterton, desde luego. Una vez, en México, di una conferen­
cia sobre él y Octavio Paz después me dijo: “Chesterton es una invención
de los argentinos”. Yo le respondí que no, que en todo caso era una inven­
ción de los mexicanos, porque el primer traductor de Chesterton al caste­
llano fue Alfonso Reyes. Lo cierto es que para mí, como para Borges, uno
de los momentos más felices que puede tener un lector es leyendo a
Chesterton, un grande y muy parejo cuentista.
— Es curioso que no haya mencionado a ningún ruso.
— Bueno, pongamos a Chéjov. Cuando yo empecé con Martínez Es­
trada, la gran influencia que teníamos era Chéjov.
— No sólo cuando usted empezó. En mi época también. Y ahora, y
siempre. Todo el que se inicia en el cuento debe pasar una temporada en
Chéjov, que viene a ser el Maupassant ruso, ¿verdad? Déjeme decirle que
no ha mencionado a ningún latinoamericano.
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— ¿Cómo que no? Mencioné a Borges. Y ... Bueno, quizá debería men­
cionar también a Horacio Quiroga. Pero con algunas reservas... porque he
visto que no trabajaba mucho en el estilo. ¡Vamos, no escribía bien!
— Eso también se dice de Roberto Arlt. Pero Arlt s í escribía bien. Era
críptico, pero un gran escritor.
— No, a m í nunca me gustó. No, no, ni aun ahora. Yo leí bien El jorobadito y todos los cuentos de Arlt, pero no encuentro ninguno que yo
incluiría en una antología. Para nada. Lo que sí creo es que Arlt tocó una
fibra argentina muy importante, y fue mal interpretado. Se lo ha creído un
populista, siendo que nunca lo fue. Al contrario, en Los siete locos se ve
que es un crítico implacable.
— Como usted sabe, en esta revista evitamos toda preceptiva esque­
mática sobre el cuento. Pero a usted es inevitable pedirle una. ¿ Cuál sería
la preceptiva elemental que usted diría para nuestros lectores?
— Bueno. Lo primero es que yo creo que el escritor tiene que buscar una
expresión sincera, desde un punto de vista original. Pero para saber qué es
lo original, tiene que leer mucho cuento. Porque si no puede ocurrir lo que
en Texas le ocurrió a un estudiante mío. Resulta que este muchacho es­
cribió un cuento con el tema del muerto vivo, que es un tema tradicional.
En Quiroga hay un cuento así: ha habido un accidente y de pronto hay un
personaje que se mueve, y se asombra de que la gente no lo ve, y es que
está muerto. Bueno, es un tema tradicional, ¿no? Yo tengo un cuento con es­
te tema, usted mismo también lo tiene. Medio mundo lo tiene. Bueno, pero
este chico no sabía que era un tema clásico y creía que él lo había descu­
bierto. .. Entonces, lo primero que hay que hacer es leer mucho cuento. Hay
que conocer a los clásicos y conocer muy bien la historia de los temas.
— Que son los temas de la historia misma de la literatura, ¿no? Ya está
todo escrito, pero a la vez está todo p o r escribirse.
— No sé si usted sabe que desde hace muchísimos años, siglos, la crítica
viene intentando reducir las situaciones posibles a un número limitado.
Vladimir Propp las sintetizó en 31. Y un norteamericano, Galishaw, que tiene
mucho andado en teoría del cuento, las redujo a dos: el cuento en que un per­
sonaje se decide o no se decide; y el cuento en que habiéndose decidido, fra­
casa o triunfa. De modo que lo que yo quisiera decirle a sus lectores — o
mejor, a los que empiezan a escribir y le mandan textos a su taller abierto—
es que lo primero que deben saber es que no podrán evitar jamás la coinci­
dencia con cuentos tradicionales. Nunca podrán evitarlo, y siempre tendrán
que caer en Chéjov, en Maupassant, en Poe. Entonces: más vale conocerlos
bien para poder buscar una apertura. Que es lo que han hecho siempre los
grandes escritores: leer y conocer muy bien los temas, que son inevitablemen­
te los mismo porque el hombre es siempre el mismo y no puede sino repetirse.
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Y como lo que también debe hacer el cuentista es buscar un tratamiento
nuevo, eso se hace, me parece a mí, mediante la autocontemplación. Yo creo
en la espontaneidad; no creo que la literatura sea la proyección inmediata de
una experiencia; creo que siempre el escritor tiene que desdoblarse, contem­
plarse a sí mismo; elegir de entre todas sus experiencias sólo aquella que es
más propicia para un tratamiento artístico. Y sobre todo, trabajar mucho en la
prosa, que tiene que ser excelente; porque un cuentista que se estime no pue­
de escribir sólo para los vecinos del barrio; tiene que tratar de escribir también
para la posteridad, que es una de las grandes ilusiones del escritor. Sin ella no
escribiríamos. Pero para triunfar en el futuro es necesario que la sintaxis sea
la normal, pues si yo empiezo a romper la sintaxis como hacen los experi­
mentadores, entonces la oscuridad siempre aparece. Yo podría nombrarle a
algunos cuentistas argentinos que ya son ilegibles. Recuerdo un señor que se
llamaba Néstor Sánchez hace unos años... ¿Quién lee a Néstor Sánchez? Es
ilegible. Esta literatura caótica, incoherente, amorfa, sólo puede gustar a las
personas que se especializan en el experimento.
— Pero entonces, ¿usted se opone a los experimentos?
— No, hombre, yo creo que los cuentos de Borges son experimentales;
los de Cortázar son experimentales; yo mismo creo que he escrito cuentos
experimentales. Lo que digo es que también son lúcidos. Lo que yo quiero
es que el experimento sea lúcido.
— ¿Pero quién define la lucidez?
— La lucidez consiste en que el escritor sepa lo que quiere decir. Que
haya una lógica interna advertible.
— ¿Piensa en Joyce, p or ejemplo?
— No, pienso en alguien que para mí es preferible a Joyce y me pare ;<:
más importante: Lewis Carroll. Para mí, Alicia en el país de las maravilla.<
y A l otro lado del espejo son libros más revolucionarios que el Ulises de
Joyce. Carroll era el creador de la lógica, y así los momentos más absurdos
de esas obras tienen un fundamento lógico. A eso me refiero: a una especie de
toma de posesión de la propia concepción del mundo. Henríquez Ureña una
vez me dijo esto: “Un escritor que a los 25 años no sepa cuáles son los
problemas fundamentales de la filosofía, nunca podrá ser un gran escritor”.
Y es que un escritor debe saber que hay un problema que es el problema
del ser, y que hay otro que es el problema del conocimiento; y que hay otro
que es el problema del valor. Es decir: aquél que no se haya planteado
siquiera los problemas filósoficos no puede ser un buen cuentista, aunque
pueda observar el alma de esa pobre mujer que está sufriendo en la vereda
de enfrente. El cuento no se hace solamente con experiencias anecdóticas.
— Quizá lo que pasa es que el experimento siempre va de la mano del
snobismo. Un afán de trascendencia que vuelve loca a cierta gente, ¿no?
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Yo le preguntaría ahora si éste es un fenóm eno actual o si también había
snobismo en los años ’30, p or ejemplo. ¿Había?
— Sí, claro. Pero el snobismo... es una virtud, me parece, ¿no? Yo creo
que hay que defender ciertas palabras que tienen una mala prensa. Una es
snobismo, otra es pedantería. Es bueno ser pedante, y es bueno ser snob.
Porque el snob es una persona que no puede crear valores, pero sabe cuáles
son. Snob viene del latín “sine nobilitatis”: no tiene nobleza, pero sabe qué
es la nobleza. En Oxford, a los estudiantes que venían de las clases bajas, en
la puertita del dormitorio le ponían el cartelito “Sine nobilitatis” cuya abre­
viatura era “s.nob”, que en inglés se pronuncia es-nob. Entonces, en litera­
tura el snob es aquel que no podría escribir un cuento como John Updike,
pero se ha enterado que en este momento Updike es el cuentista norteame­
ricano más famoso, y entonces habla con toda familiaridad de Updike. Eso
es snobismo. Pero quiere decir que el tipo está reconociendo la calidad de
Updike. Por eso yo digo que es mucho mejor ser snob que ser un resenti­
do. Porque el resentido es el que niega, el que rebaja... Y es ignorante,
además. Yo diría que el argentino en general es snob. O fue snob.
— Usted hoy hablaba de los diferentes temas. ¿Cuántos hay para usted?
— Uno solo. Para mí, el único tema de todos los cuentos supone un per­
sonaje que está frente a una dificultad y tiene que resolverla. Un cuento
tiene que tener una acción; sin acción no hay cuento. Ahora, esta acción me
parece a m í que es trascendente en el sentido en que va lanzada hacia un
horizonte de posibilidades. Entonces, así lanzada, elige y al elegir tiene que
consumarse o fracasar, claro. Están los cuentos del fracaso y están los cuen­
tos en que la voluntad queda realizada.
— O sea, la misma idea de Gallishaw.
— Casi la misma. Porque él dice que hay dos — decidirse o no decidir­
se; triunfar o fracasar— , mientras yo creo que uno de esos términos es superfluo y que todo se reduce a uno solo: una voluntad que choca con un
obstáculo y tiene que superarlo. De modo que un cuento, para mí, es un
problema y una solución. Si alguien me pidiera una definición del cuento
en un mínimo de palabras, yo respondería eso: un problema y una solución.
— Pero eso se acerca mucho a la ciencia matemática, se me ocurre.
¿No le parece que es muy grande el riesgo de reducir la literatura a la
aritmética, p or ejemplo?
— Sí, es un riesgo cierto. Pero es que estamos hablando de preceptiva,
de técnica.
— Entonces digámoslo expresamente: saber todo esto no garantiza
escribir un buen cuento.
— Desde luego que no.
BIBL IO T EC A
SRIA. DE EDUCACION PUBLICA
DIRECCION S«U QE ENSENANZA NORMAt
•lliSIDSlfRKAMENDfT MARCO DENEVI
El cuento
me abre el apetito
acido en Sáenz Peña, provincia de Buenos Aires, en 1922, M ar­
co Denevi es hoy una de las figuras más interesantes de la na­
rrativa argentina, y también una de las más inasibles. Un tanto
hosco cuando se lo conoce superficialmente (que es como casi
siempre se conoce a los escritores), nervioso y tímido, rehuye
los contactos con el periodismo y, cuando se lo propone, sabe
m arcar enormes distancias con sus interlocutores. Del mismo modo qu
su trato es suave, delicado y generoso cuando advierte que una charla
desafía su inteligencia. Regordete, achaparrado, ya canoso pero con un
andar y una actividad constante que le dan un aspecto mucho más juve­
nil que el que delatarían sus 64 años, Denevi impresiona por sus diversas
obsesiones. Por ejemplo, fuma larguísimos cigarrillos rubios, de los que
inexorablemente aspira sólo dos chupadas: luego los deja, casi enteros. Y
así consume seis o siete paquetes diarios. “Todo un presupuesto — dice—
pero me engaño convenciéndome de que fumo menos y sólo la parte me­
nos dañina”. Otra cosa llamativa: sus dedos cortos siempre se están entrela­
zando, como si necesitaran masajearse el uno al otro.
Vive en un departamento de planta baja en el barrio de Belgrano, des­
de 1980 (antes, toda su vida, en la misma casa familiar de Sáenz Peña).
Está rodeado de plantas que reciben el sol por el patio del edificio, y de
libros en sólidas bibliotecas en casi todas las paredes. También hay cua­
dros, dos enormes dibujos, uno de hace unos veinte años y otro reciente,
que semejan otros dos Denevis que contemplan al entrevistador, o al visi­
tante. Vive, ciertamente, como lo que parece: un hombre solitario, no solem­
ne pero sí serio, profundamente preocupado por su intimidad, la lectura,
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la escritura (trabaja diariamente, con una pulcritud obsesiva que lo lleva
a rom per infinitas cuartillas) y por la situación política. “Descubrí que el
periodismo político es apasionante”, confiesa.
Menor de siete hermanos, escribió su primer libro a los 33 años, siendo
funcionario de la Caja Nacional de Ahorro Postal (hoy de Ahorro y Seguro),
por motivaciones insólitas que explica en esta extrevista, y se considera a sí
mismo, con una modestia implacable, algo así como un escritor por casuálidad. Cuesta creerle, claro está, porque su obra es sólida, precisa, fuerte, so­
nora, erudita, personalísima. Aunque es verdad que lo que muchos jóvenes
llaman “suerte” ayudó a su innato talento: en 1954 su primera novela, Ro­
saura a las diez, ganó el Premio Kraft (importantísimo galardón de su época,
“30.000 nacionales que eran una fortuna”, rememora) e inmediatamente fue
llevada al cine, película que hoy es un clásico de la filmografía argentina. Su
primer cuento. El nacimiento de Dulcinea, fue publicado por el diario La Na­
ción en 1956 y su segunda obra, Ceremonia secreta (en realidad un cuento
largo, una nouvelle) obtuvo el Premio Internacional de Cuentos de la revista
norteamericana Life en 1960, una envidiable cantidad de dólares, y resonan­
cia mundial cuando fue filmada en Hollywood por el director Joseph Losey.
No es pequeño detalle recordar aquel jurado: Octavio Paz (México), Arturo
Uslar Pietri (Venezuela), Emir Rodríguez Monegal (Uruguay), Hernán Díaz
Arrieta (Chile) y Federico de Onís (Puerto Rico), quienes eligieron la obra de
Denevi entre la friolera de 3.149 cuentos de todo el continente.
Posteriormente, su obra abarcó varios géneros: cuento, novela, teatro,
ensayo. En 1966 Falsificaciones y en 1973 Hierba del Cielo terminaron
de consolidarlo como un cuentista de excepción. Entre sus 16 obras, ade­
más, cabe mencionar Un pequeño café (1966), Parque de diversiones
(1970), El emperador de la China (1970), Salón de lectura (1974), M a­
nuel de historia (1985) y su más reciente, asombrosa Enciclopedia secre­
ta de una fam ilia argentina.
GIARDINELLI: ¿Cómo se inició en la literatura? ¿Había antecedentes f a ­
miliares; era la suya una familia de inmigrantes que cultivaban las artes?
DENEVI: No, en mi casa no había ni escritores ni artistas. Sólo mi her­
mana Celia, que era profesora de piano y había estudiado en el Conserva­
torio Nacional. Mis otros hermanos rumbearon para el lado de las ciencias
económicas, los números, el com ercio... Yo debía ser una anomalía en la
familia. Aunque leer, leí desde siempre. En mi casa había libros, existía el
hábito de la lectura. Pero, la verdad, yo no tenía ninguna vocación para nada.
En todo caso tenía vocación para ser un playboy, pero el físico no me daba,
de modo que ni siquiera eso. Ingresé a la administración pública y alcancé
un buen cargo. No sabía que iba a ser escritor.
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— ¿ Y cómo lo supo; y cuándo?
— Se me ocurrió un día, de casualidad. Yo leía a Borges, lo admiraba
mucho, y una vez leyendo una frasecita de él que dice que con Bioy Casares
discutían si era posible escribir una historia en la cual bajo una apariencia
trivial se escondiera una historia atroz, empecé a imaginarla yo. Ya tenía en
mente la idea de Canegato con Rosaura, pero era apenas una idea para un
cuento. Y en esos días leí en el diario Noticias Gráficas que había un con­
curso de novelas con 30.000 pesos de premio. Era el año ’54 y usted en ese
entonces con ese dinero se iba a Europa y se quedaba allá tirando manteca al
techo. Entonces me dije que esa idea de Canegato y Rosaura podía ser una
novela.
— ¿Tan sencillo fue, Denevi?
— Sí. Yo acababa de leer La piedra lunar, de Wilkie Collins, y le copié la
técnica. La verdad es que se la copié completamente: todas esas versiones
sucesivas que terminan con una revelación final. La mandé al concurso en
septiembre, y en marzo llamaron por teléfono a casa preguntando si allí vivía
el escritor Fulano de Tal. En casa dijeron “no, aquí no vive”. Por suerte quien
llamó insistió: “Coincide el nombre, sin embargo”. Y entonces una de mis
hermanas me llamó a la oficina, en la Caja de Ahorros, y me preguntó, con
voz de preguntarme si yo había amasijado a un tipo: “Decime, ¿vos escribiste
una novela?”. Yo le respondí que sí, y ella me dijo: “Bueno, te la premiaron”.
Y así, de golpe y porrazo, me convertí en escritor. Fue pura casualidad.
— ¿ “Rosaura a las diez ” fu e entonces lo primero que escribió en su
vida, a los 32 años?
— Fue lo primero, absolutamente lo primero. Antes, no había escrito
ni una sola línea. Después acabé escribiendo el cuento con la misma histo­
ria, un cuento que se llama Pobre Carolina. Pero usted sabe que existien­
do la novela el cuento es como si no interesara. Así son las cosas.
— ¿ Y a partir de allí?
— Me dieron el premio y para m í fue algo terrible. Me hacían entre­
vistas, me presentaban gente, pero yo no conocía a nadie y además mis
lagunas eran enormes. Yo sólo había cultivado una lectura hedonista: ha­
bía leído lo que me gustaba, lo que tenía ganas, y mis ignorancias eran te­
rribles. Pero claro: si era el autor de un libro y se había premiado ese libro,
la gente pensaba que yo era un escritor, nomás. Y entonces me reporteaban
y yo sentía pánico cada vez que venía un periodista. No sabía qué contes­
tar. “¿Qué opina de esto o de aquello?”. “Y qué sé yo”, tenía ganas de
decirles, yo no sabía nada de nada. Entonces me propuse, me impuse,
adquirir un poco de conocimientos.
— Lo que me está diciendo no deja de ser un cuento asombroso. Algo
a sí como el escritor que no sabía que lo era.
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— Y bueno, pero así me convertí en escritor. Y por eso tardé cinco años
en escribir mi segunda obra, Ceremonia secreta. Yo era un sapo de otro
pozo. Una vez me presentaron a Arturo Cerretani y lo confundí con Artu­
ro Cancela. Siempre me pasaban esas cosas.
— ¿Se puede decir que la literatura, entonces, le cambió la vida?
— Claro que sí. Yo era un dilettante, un mero aficionado. Y se me cam­
bió la vida porque me vi obligado a desempeñar el papel que los demás
esperaban que desempeñara. Debí convertirme en un tipo al que si le pre­
guntan sobre la novela objetivista, no puede decir un disparate. En ese sen­
tido, todo cambió. Pero mi vida íntima, privada, no cambió para nada. Yo
siempre he sido un tipo de estar con sus amigos, de eludir los lugares públi­
cos, los fastos, los carnavales.
— ¿ Y “Ceremonia secreta" también nació de casualidad, y en form a
de cuento? Porque de hecho es un cuento largo, una nouvelle; aunque el
libro parece una novela, su estructura es cuentística.
— Sí, fíjese que yo pasaba siempre por la calle Suipacha, cerca de
Avenida de Mayo. Había una casa que siempre estaba cerrada, creo que en
Suipacha 50. Yo me preguntaba qué habría ahí, quién habría vivido, esas
cosas, fantaseaba porque me llamaba la atención semejante caserón. Y un
día alguien me dijo que ahí vivían dos viejas de la alta sociedad, unas tal
A tucha...
— ¿De ahí que en el texto se llaman Arrufat, no?
— Claro: Atucha, A rrufat... Entonces, me dije: les voy a inventar una
historia.
— ¿También en esa ocasión tomó como modelo a alguna obra, como la
de Collins para “Rosaura"? ¿ Y p or qué la estructura de cuento?
— En realidad coincidió el número de palabras, que eran 20.000 como
máximo, con la historia en sí. Yo había ideado la historia como un cuento;
no alcanzaba para una novela. Y desde el punto de vista técnico narrati­
vo, debo de haber tomado todos los modelos al mismo tiempo, porque en
esos cinco años yo había leído muchísimo, con una especie de voracidad
incontenible. O con una especie de vergüenza por no haber leído antes lo
que debía haber leído. Porque ¿qué había leído yo antes? Todos esos li­
bros que leemos en la adolescencia: La isla del tesoro y todo Stevenson,
Dumas, Veme, en fin. Aparte, había leído mucha novela española del siglo
pasado: Leopoldo Alas, Pereda, Pérez Galdós; también la novela picaresca
del siglo de oro, todo eso. Pero me faltaba mucho. Me faltaban la literatu­
ra inglesa, la francesa, la italiana, los rusos, los norteamericanos. Imagíne­
se que yo no había leído a Faulkner. Era imperdonable. De modo que en
esos cinco años, hasta el ’60, me di un atracón.
— ¿ Qué leyó más: cuento o novela ?
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— Las dos cosas, porque fíjese que leerse a Proust entero ya es tamaño
esfuerzo, ¿no? Pero para mí no hay mayor distinción en la prosa. Creo que
debe haber bibliotecas enteras procurando establecer las diferencias entre
cuento y novela, y yo, qué quiere que le diga, creo que generalmente uno se
queda con que el único dato que resiste todas las teorías es el de la extensión.
— ¿Nada más, Denevi? ¿Realmente lo cree así?
— Y sí. Porque para cada teoría hay miles de ejemplos que la contradi­
cen. Hace poco leí un reportaje que le hicieron a Enrique Anderson lmbert,
y él recordaba que algunos dicen que por ejemplo en la novela se atiende
más a la psicología de los personajes, mientras que en el cuento se atien­
de más a los hechos. Y no es verdad. Hay cuentos donde la indagación psi­
cológica es muy profunda, los de Carson McCullers, por ejemplo. Así que
eso no es verdad. De todos modos, es cuestión de gustos. A m í la novela
siempre me atrajo sobre todo por la revelación de la experiencia ajena; uno
no puede tener la pretensión de agotar las experiencias, salvo que sea Ulises redivivo. Y a mí la novela me colmaba el déficit de mis experiencias
personales. En cambio, el cuento me atraía de una manera más desintere­
sada; o cóm o decirle: más gratuita, más sensual. El cuento era el simple y
hermoso placer de leer un acontecimiento, un episodio intrigante. O sea
que yo en la novela buscaba más que nada alimentar mi conocimiento de
la vida, pero en el cuento no. El cuento es un poco como asomarse a algo:
descubrirlo en el momento en que sucede y luego retirarse. Una estrella
fugaz. La novela es caminar mucho por la calle.
— ¿No le parece que esto que dice, Denevi, implica una consideración
algo peyorativa para el cuento? ¿Como si el cuento fuera un hijo menor
de la literatura?
— No, porque el cuento me da más placer que la novela. Justamente
porque me gusta más ese relámpago — aunque yo no extraiga ningún pro­
vecho personal— que la novela, en la cual siempre busco algo más que el
placer de la lectura.
— Pero eso también puede obtenerlo en el cuento.
— Sí, pero yo tardé mucho tiempo para darme cuenta. En aquel mo­
mento yo prefería la novela porque era como buscar allí a la maestra de mi
vida: era la proveedora de experiencias. El cuento era leer por gusto, y
punto. Un compañero, el cuento. Jamás me hice un programa deliberado
para leer cuentos, y sí me lo hice para leer novelas. Me propuse leer a
Proust como un estudio, una disciplina, pero nunca me propuse leer los
cuentos de M aupassant para saber lo que no sabía.
— ¿ Cuándo y p or qué empezó a escribir cuentos sintiéndose cuentista ?
— Fue después de Rosaura y todavía me arrepiento de haberlo escrito.
No va a aparecer en mis obras completas, seguro. Fue El nacimiento de
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Dulcinea, pero hoy no me gusta. Tomo un episodio de El Quijote y le H
otra interpretación; es de esos refritos que a mí ya me han hartado. Fue el
primero y el más débil. Y el más torpe. Yo realmente empecé a ser cuen
tista a partir del año ’70. Tardé más en llegar al cuento que a la novela
porque, precisamente, los placeres no se encuentran cuando uno los busca
sino que vienen solos. El cuento me llegó solito, a partir del ’70, con
Hierba del cielo.
— Será por eso que usted es más reconocido como novelista que como
cuentista. ¿A usted le agrada que lo consideren a sí en la literatura ar­
gentina?
— Le confieso, Mempo, que a veces me he sentido un poco dolorido,
porque en el balance de los cuentistas argentinos mi nombre brilla por su
ausencia. Yo creo que he hecho cuentos que merecen alguna atención. Con
haber escrito un solo buen cuento uno se daría por satisfecho, ¿no? Y yo
creo que Hierba del cielo es un cuento que por lo menos merece un recuer­
do en el inventario de la cuentística. No pretendo que figure un libro
entero, no, pero un par de cuentos... Charlie es otro que podría recordarse.
— ¿Acaso su relación con el cuento fu e tardía, de alguna manera, por­
que usted consideraba que la cuentística argentina estaba muy bien ocu­
pada en esos años del gran reconocimiento de Borges, de Cortázar, de
Bioy, de Silvina Ocampo? ¿Se sentía en desventaja, en esa época, con res­
pecto a ellos como cuentista?
— No. Pero me sentía en desventaja con respecto al cuento. Porque la
novela permite más la deliberación, pero también el fraude. Permite estra­
tagemas, ardides, rellenos, en fin, uno puede defenderse mucho más. Y a
un tipo como yo, que siempre me consideraba falto de elementos, de auto­
ridad, de conocimientos, la novela le permite cierta comodidad. Le da al­
guna tranquilidad consigo mismo. Pero el cuento no, y por eso al cuento
yo le tuve siempre un poco de miedo. El cuento es narrativa en estado de
pureza total. No permite ningún ardid ni vestimenta. Es un poco como el
acto de amor, que uno debe practicarlo desnudo. En cambio en la novela
hay mucho ropaje.
— Quizá su libro más leído y reeditado sea “Falsificaciones”. La es­
tructura es de cuentos pero no sé si usted lo reconoce. ¿Lo escribió con la
idea de hacer un libro de cuentos?
— No, no. En realidad, las Falsificaciones fueron escritas por tandas:
cinco hoy, mañana diez, y así... Ahora, lo que usted dice... Yo creo que
cada una puede ser la nuez, la semilla de un cuento. Porque hay algunas
que son tan breves. Pero a la vez puedo responder que sí, que quizá en el
fondo yo escribí cuentos porque eso quería hacer, pero a veces por pere­
za, o por modestia, o por miedo, no escribí nunca el cuento original que
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sino las referencias de ese cuento. Un poco lo que hizo
*- con una novela que nunca supo, nunca pudo o nunca quiso escriB ^ q u e es El Acercamiento a Almotázim.
bir’2 ^¡(S ..falsificaciones" son también un texto muy lúcido. ¿Tuvo la
L tención de hacer cuentos, o referencias de cuentos, con la intención de
* ar de burlarse, o de mostrar su erudición?
' _J.No; yo diría que ese título está cargado de malicia, y la intención
sólo era demostrar que lo que llamamos historia, y aún la historia inven­
tada que es la literatura, no es más que una probabilidad elegida entre
m u c h a s . Lo que sabemos de la historia no es más que una de las caras de
un poliedro, elegida por el historiador: Decimos que Nerón era un mons­
truo porque lo dijeron dos tipos contrarios de su familia, pagados por los
Antoninos, que dijeron que Nerón era un monstruo. Y no era así. Querer
mostrar que todo lo que llamamos verdad es verdad, no es sino una de las
posibilidades de la verdad. Siempre puede haber otras, tan legítimas
como la anterior.
— ¿Esos cuentos los escribió como falsificaciones de versiones ante­
riores, preexistentes; o son falsificaciones a partir de una invención total
suya?
g —Lo primero. Porque a menudo me ocurre que estoy leyendo y dejo
de leer porque me pongo a pensar en otra versión posible de lo que leo.
Valéry decía que no podía escuchar música, porque dejaba de escucharla
y se ponía a pensar en lo que la música le suscitaba. A m í me pasa lo
mismo; es una cuestión instintiva y que me suele privar del placer de leer.
— Claro. Juan Rulfo decía que uno incluso termina discutiendo inter­
namente con el autor.
—Discutiendo, sí. Entonces, en lugar de someterse, como serían mi de­
ber de lector y mi deseo como escritor, me convierto en esa clase de tipos
que pelean y discuten todo, y como en un palimpsesto pongo otro texto
encima.
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Entre otras, en su obra hay dos características que me parecen lla­
mativas. Una es la observación de la realidad: una otra lectura de la real>dad que usted hace constantemente. Y la otra es la ironía. ¿Por qué?
Lo primero por mi vocación de alzarme contra la visión impuesta de
a realidad; alzarme contra la canonización de lo real. Es como una varia­
r o n sobre el mismo tema. Y por eso me han dicho que soy pirandeliano:
no SC)'° cada uno es uno respecto de los demás, sino que objetivamente la
realidad consiste en muchas realidades superpuestas, a veces contradicto­
rias. Yo soy un rebelde frente a cualquier dogma, político o religioso. O
osohco. Y hasta querría que ni siquiera las matemáticas tuvieran la exacque tienen. A mí me parece que una de las glorias del cuento, de los
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grandes cuentos, es que su óptica se acerca a un pequeño espacio de la rea­
lidad, y desde ese pequeño espacio siempre hay como una alusión a lo que
está fuera del cuento. Es como si iluminara lo que está muy cerca. La no­
vela no deja en sombras casi nada, porque su óptica, la lente de la novela,
lo capta todo. El cuento lanza como una semipenumbra alrededor: se acer­
ca a algo y se excede de sí mismo. El cuento me dice esto o aquello, pero
a la vez desata como una misteriosa intuición de todo lo que lo rodea, en
círculos concéntricos, y uno puede ir muy lejos. La novela no permite to­
do esto.
— Usted mencionó “la gloria del cuento” y habló de “grandes cuen­
tos". ¿Qué significa eso?
— La gloria del cuento, que la novela no le puede disputar, es remitir
siempre a otra realidad en la que el cuentista ya es el lector. Eso que se
dice de que el lector recrea una novela, yo no lo creo. Son fantasías de los
literatos. El 99 por ciento de los lectores de novela adhieren a la realidad
que ofrece esa novela; no le quitan ni le agregan nada y la novela para
ellos es la novela que leen, y punto. El cuento, en cambio, permite al lec­
tor menos avisado, si el cuento es un gran cuento, a partir de ahí empezar
a construir toda una constelación alrededor del cuento leído. El lector tiene
una mayor posibilidad participativa. Vea el ejemplo de un gran cuento: El
rey de Finlandia, de la McCullers. O los cuentos de Rulfo. O los de Salinger, que son admirables. Y por eso, también, creo que las obras maes­
tras de Faulkner no son sus novelas, sino sus cuentos. ¿Por qué? Porque
las novelas, siempre, me dejan haciendo la digestión; en cambio un gran
cuento me abre el apetito.
— ¿Puede citar otros grandes cuentos?
— Hay muchos, es un género muy rico. Pero podría mencionar El m ur­
ciélago, de Luigi Pirandello; Las dos madres, de Giuseppe Marotta; La se­
ñorita Perla, de Maupassant; El marinero de Amsterdam, de Apollinaire;
el que mencioné de Carson McCullers; y de Borges, naturalmente, varios.
Prefiero El Sur, Tlon, Uqbar, Orbis Tertius y El inmortal.
— ¿ Qué es más importante para usted, Denevi como autor y/o como
lector: el tema o la form a?
— Para m í no hay disyunción. Cada tema trae su forma, creo yo; y si
no la trajo quiere decir que ese texto es muy malo y entonces no me intere­
sa. Pero si el texto es bueno, son inseparables. Cada tema trae su estruc­
tura, y le digo más: trae su estilo, también.
— ¿Alguna vez se interesó por las técnicas narrativas?
— No, siempre me dejé llevar por la forma y la técnica que cada histo­
ria arrastraba consigo. Muchas veces me invitaron a talleres literarios para
que explicara teóricamente mi técnica. Y luego de dos rotundos y mise-
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rabies fracasos, ya no acepté más. Porque los alumnos debían de pregun­
tarse: “¿Y éste, escribe?”. Yo no sé explicar nada de eso.
— ¿Cómo trabaja usted, Denevi? ¿Reescribe mucho, retrabaja, es ob­
sesivo, permisivo?
— Trabajo mucho, pero retrabajo poco. Mis textos son casi siempre pri­
meras versiones; pero con mucho gasto de papel. Trabajo directamente a
máquina (perdí el hábito de manuscribir) pero como naturalmente no todo
lo que escribo me gusta, entonces rompo muchas páginas. No puedo seguir
adelante si un párrafo no me convence, si no me dejó conforme. Entonces
tiro la página y vuelvo a escribir lo anterior que ya había aprobado. Por eso
es que mis gastos de papel son enormes.
— Pero eso es una reescritura continua: cuando usted llega al renglón
número treinta quizá ha pasado los renglones anteriores tres o cuatro veces.
— Claro. Pero quiero decir que cuando la obra está terminada, está ter­
minada. Después, casi no releo. Releo, con mucho disgusto, para las prue­
bas de imprenta. Es como cuando uno termina de hacer el amor; uno termina
y no se pone a hablar sobre lo que hizo. Uno no empieza a mirar las arrugas
de las sábanas para ver cómo fue la cosa. La experiencia literaria, para mí,
es la experiencia de escribir.
— Usted ha sido jurado de muchos concursos, y es un agudo lector.
¿Qué sensación le da el cuento argentino de hoy? ¿ Cuáles son a su juicio
los defectos de nuestra cuentística? ¿La verborragia? ¿La magia de de­
cirlo todo y llenar páginas con palabras?
— Sí. Yo, como jurado, he pensado muchas veces: “¡Qué ganas de aga­
rrar la tijera o el lápiz rojo!”. ¿Para qué ese regodeo en detalles, porme­
nores y sobreentendidos, verdad? Se ha perdido la síntesis... sí. Y el otro
defecto que yo agregaría es la sobrevalorización de la experiencia propia.
Hay quienes pareciera que piensan: “Puesto que me ha pasado a mí, tiene
validez universal”. Vaya pedantería. Y uno piensa, “bueno, y a m í qué me
importa, qué me quita o qué me agrega leer esto, si ya lo he vivido”. El
argentino, creo, es un poco como el chico que dice malas palabras sin ex­
citarse, pero un día las ve escritas y se excita.
— ¿Le parece que aquí se escribe un cuento muy procaz?
— No, porque es un cuento adolescente. No tiene perversidad, carece
de la perversidad del agotamiento, que sí la tiene el cuento europeo. Aquí
todavía estamos en escribir “la puta que te parió” en una pared.
— Dado que esta entrevista es para una revista como Puro cuento, que
se pretende especializada para lectores, aficionados o amantes del cuento,
y también para autores que empiezan, ¿podría darles un consejo, Denevi?
— No. Yo recuerdo lo de Pittigrilli: “No quiero consejos; sé equivo­
carme solo”. Apenas daría una sugerencia, para que si alguien quiere la
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mastique, reelabore y saque sus conclusiones. Y es que no crean en aque­
llo tan dicho y redicho: “Habla de tu aldea y serás universal”. Eso no es
verdad. Y corremos el riesgo de que cualquiera considere demasiado im ­
portante lo que le ocurrió. O que cualquiera piense que porque cuenta su
vida y lo que pasaba en su aldea ya será universal. Shakespeare no oyó el
consejo sobre “la aldea”.
— ¿ Y sobre las técnicas narrativas?
— No, de técnicas no sé nada. Que cada uno se las arregle como pueda.
Que se las invente. Porque mire: en el Satiricón hay algunos cuentos per­
fectos, ¿y alguien cree que Petronio sabía algo de técnicas? ¿Por qué no
llamar a las cosas por su nombre, Mempo? ¿No será que falta talento? Lisa
y llanamente, no hay técnica que suplante la falta de talento. El talento cu­
bre la mercadería, creo yo. Y cualquier mercadería es buena bajo la ban­
dera del talento.
SlLVINA OCAMPO
El cuento
es superior, ¿no?
en un enorme piso de la calle Posadas en la Recoleta porteña, donde todos los ambientes están repletos de libros, colec­
ciones añejas, cuadros, fotografías familiares, algún bibelot, una
chimenea de mármol, sillones trajinados por los años y el uso.
Cuando luego de largas gestiones ha aceptado la entrevista (rea­
lizada en diciembre de 1987), y a pesar de una gripe que la afec­
ta me recibe con una cordialidad inesperada, se acomoda en un sillón
responde a las preguntas en su estilo cauteloso, como desconfiado al prin­
cipio, y que luego se va haciendo amistoso, juguetón, a medida que obser­
va que se cumplen las reglas de juego: hablar sólo de literatura.
De voz suavecita, apenas vacilante, acompaña lo que dice con una mi­
rada que penetra al interlocutor, que averigua sus intenciones, y que a la
vez está llena de interrogantes. Es dueña de una cordialidad inusual, y sa­
be hacer sentir a gusto a quien gusta de su trato. Divertida, deliciosamente
picara, el tuteo con que halaga al entrevistador ayuda a crear un clima ínti­
mo, propio de ese sombrío atardecer de primavera lluviosa. Su interés — su
amabilidad— por el otro, por el que tiene enfrente, desvía por momentos
la entrevista, pero sirve para que el resultado sea más una conversación que
un trabajo. Aparentemente frágil, se tiene ante ella la indesmentible sensa­
ción de que se está frente a una mujer apasionada, impulsiva, agudísima.
Es un placer conversar con ella. Es la clase de persona cuya sola pre­
sencia seduce, y cuya obra admira, lo cual dificulta todo vano ejercicio de
objetividad. Quizá por eso esta entrevista no recorre los carriles habitua­
les. Posiblemente Silvina Ocampo sea uno de los mejores cuentistas ar­
gentinos de este siglo. Su obra — simplemente extraordinaria— merece el
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sencillo y leal homenaje de la lectura constante; y esta entrevista pretende
proponerse, sencillamente, como un retrato de esta cuentista admirable.
GIARDINELLI: Le propongo iniciar esta conversación hablando de su
relación con la escritura, para luego derivar hacia el cuento. ¿Le p a ­
rece?
OCAMPO: Bueno, entonces lo primero que diré es que yo he puesto
todo lo que tengo en lo que he escrito. Porque para m í escribir es lo más
importante que me ha sucedido.
— ¿Siempre fu e así?
— Siempre. Escribir y dibujar. Me gusta mucho dibujar. Empecé a los
siete u ocho años, y dibujé muchísimo. Pero nadie me conoció por mis di­
bujos, porque no me hice conocer. Para que a uno lo conozcan, uno tiene
que moverse. Y yo no me moví nada. Ahora me echo la culpa.
— ¿Es una vocación perdida, el dibujo?
— No, en absoluto. Yo adoraba el dibujo, adoraba la pintura. Era para
m í un éxtasis, ¿no? Pintaba y dibujaba para mí. No era un trabajo que me
lo imponía, sino que era mi delirio. Me encantaba.
— ¿A la p ar de la escritura?
— No. La escritura fue después. Porque con la pintura yo no logré lo
que quería. Yo quería que alguien se diera cuenta de lo que yo hacía, y que
me comprendiera. Pero nunca encontré a nadie. Me sentí muy sola en ese
trabajo... Yo estudié con Chirico (Giorgio de Chirico, 1888-1978) y te
aseguro que para m í las clases de Chirico fueron muy importantes. Era una
maravilla él, cómo pintaba. Yo lo siento como una pérdida del mundo. Pa­
ra m í era el más grande.
— ¿Y la escritura, qué papel jugó para usted; qué fue?
— Bueno, fue mi vida, ¿no? Todavía hoy sigo escribiendo, diariamente.
Cuando dejé la pintura, lo hacía con ingratitud. Me sentía culpable de hacer
esto, porque amaba tanto la pintura, y todo lo que tuviera que ver con ella,
¿no? Y con el dibujo. Me preguntaba cómo era posible, me decía: “ahora
me pongo a escribir y no existe otra cosa que escribir”. Entonces me sen­
tía culpable. Durante mucho tiempo, de noche, yo pensaba en eso. Lloraba,
lloraba de pena. Pensaba: “¿Cómo puedo dejar de pintar, Dios mío?”.
— ¿ Y p or qué dejó?
— Porque prefería escribir. Fue una elección, al fin y al cabo.
— ¿ Y cuándo hizo esa elección?
— No lo sé exactamente. Pero toda mi vida escribí. Desde que era muy
chica. Y escribía tanto que las maestras que tuve, cuando les mostraba lo
que había escrito, me decían “pero no escribas tanto, ché, que estás gas­
tando todo el papel que hay en la casa”. Es “una falta de economía”, de­
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cían. Quizá era porque me daban temas para escribir y yo no les hacía
mucho caso. Me decían escribí tal cosa, o sobre tal otra, pero siempre era
yo misma la que elegía mis temas. Hoy sé que si escribía así era porque
así lo sentía. Y no admitía que nada ni nadie modificara mis sentimientos.
Yo escribía m uchísim o...
— ¿Y ahora?
— Ahora me pasa otra cosa: yo quisiera decir cosas mucho más largas,
mucho más largas... Pero no me gusta lo que escribo cuando escribo ex­
tensamente. Porque cuando lo hago así, cuando me fluye la escritura larga,
me parece que resulta algo que está de más. “Mirá, me digo, creo que esto
es dem asiado...”.
— ¿Por alguna razón estética, o filosófica?
— No, simplemente porque me parece que lo que yo quiero expresar se
pierde dentro de ese cúmulo de palabras e ideas que he puesto en el papel,
¿no? Y entonces, inmediatamente, empiezo a borrar y a borrar, y a hacer
todo de nuevo. Porque yo soy muy porfiada ¿sabés?
— ¿Siempre retrabaja mucho, siempre reescribe?
— Sí, siempre. Aunque soy muy impulsiva. En fin: soy las dos cosas.
Puedo ser muy impulsiva y trabajar rápido, y a la vez puedo ser muy lenta,
morosa y trabajar y trabajar lo m ism o...
— Me gustaría que hablara un poco del cuento como género, Silvina.
— Para m í es lo más importante que existe en literatura. ¿No te parece?
Es el género que más me gusta. Yo prácticamente no he hecho otra cosa.
Fíjate que tengo dos novelas escritas pero no las publiqué. Las dejo para
un momento en que ya no las vea, como se deja algo inferior. Y es que son
obras muy inferiores. El cuento es superior, ¿no te parece?
— Lo que importa es lo que diga usted.
— Humm. Yo creo que el cuento es superior a la novela. Como género,
digo. El cuento es lo primero que ha existido en la literatura. Existe como
Adán y Eva. Como un algo que inicia todo. Es genético, diríamos. Po­
dríamos remedar a la Biblia: “Lo primero fue el cuento”. Para mí fue algo
primordial, en mis primeros años. Era lo principal. Yo me formé leyen­
do cuentos. Y mi imaginación hizo el resto, porque no sólo lo conocía al
cuento como género, sino que lo esperaba, lo buscaba por todos los rin­
cones. Crecí buscando algo que sirviera para escribir un cuento.
— ¿Le contaban cuentos, de niña?
— Sí, pero yo los corregía. Primero oralmente, claro. Me contaban cuen­
tos en verso, pero eran cuentos muy mal hechos. Entonces, yo los corregía,
quitándoles esto o aquello. Yo ya sentía la armonía que tenía que haber en
un cuento, la buscaba, interviniendo en el relato y corrigiéndolo.
— ¿Empezó escribiendo cuentos, Silvina? ¿A qué edad?
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— Bueno, claro que empecé en este género, y nunca lo dejé, ¿no? Era
muy chica, cuando escribí los primeros. Era una adolescente, muy jovencita. Y mis cuentos de cuando era chica, fíjate, se parecen bastante a los que
escribo ahora. Porque ahora tengo algo muy infantil en mis cuentos. Cuan­
do los vuelvo a leer, me digo: “Pero cómo es posible e sto ...”.
— Quizá p o r eso en varios de sus cuentos aparece un aire como de
niñez atormentada, juguetona pero ansiosa. Pienso en cuentos suyos co­
mo ‘‘La cabeza de piedra" o "El automóvil". ¿A qué se debe? ¿Tiene que
ver con evocaciones, con nostalgias, quizá?
— Bueno, mi nostalgia es muy grande. Yo vivo de nostalgias. Y sobre
todo, lo que escribo es lo que está más lleno de nostalgias. Yo no demues­
tro, o no pruebo, que soy nostálgica, pero de todos modos creo que el lec­
tor lo siente. Creo yo. Porque he publicado muchísimo. Escribí toda mi
vida, ¿no? Mi escritorio, la m esa donde trabajo, está lleno, lleno de hojas
escritas que nunca terminé de corregii. Pero que un día voy a corregir. Por­
que cuando los tomo y los leo, me gustan. Eso es lo raro, ¿no?
— ¿Cuál ha sido el material fundamental de su cuentística, Silvina? ¿Los
sueños, la realidad, los recuerdos, experiencias vividas? En general, noto
que sus cuentos tienen mucho de mundo dislocado; no el absurdo a lo Jarry,
pero sí una especie de ironía constante, un abordaje tangencial e inquietante.
— Sí, estoy entre la ironía, la nostalgia y, casi, el romanticismo. Tam­
bién mucho lirismo.
— Por eso, creo, “El automóvil ” es casi una reflexión sobre el amor.
Tiene un tono decimonónico, si se quiere, ubicado en el Veinte.
— ¿Te gustó ese cuento?
— De su producción, es mi preferido.
— El mío también (se ríe). Fue un cuento muy difícil de contar, sin ri­
diculizar la situación. La puerilidad y la cursilería están al borde, es como
caminar al borde del precipicio.
— Hay temas, como el amor, que sin talento, no se pueden abordar. Más
vale no menearlo y ocuparse de otros temas, ¿no?
— ¡Ya lo creo! (Se ríe, divertida). Es el tema más peligroso.
— Volviendo a la ironía, algún crítico ha dicho que en lo suyo hay cruel­
dad. Yo no lo creo, pero es una manera de llamarlo. ¿Usted que piensa?
— ¿La crueldad? Sí, me hicieron ese tipo de crítica. Pero creo que no, me
parece que eso es falso. El mío es un mundo de paradojas, de alusiones...
En todo caso, todo me ha venido de mi mundo onírico, que es paradojal.
— ¿ Qué tan fuerte fu e su vida onírica?
— Fue intensísima. Casi me impedía vivir normalmente, como todo el
mundo. Yo era muy intelectual cuando era chica. No sé de dónde me viene
eso. Creo que siempre fue una cosa muy natural en mí.
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— ¿ Y actualmente sigue soñando? ¿Los sueños le dictan cuentos?
— Sigo soñando, sí, sueño bastante. Pero con mis sueños creo que no
he hecho ningún cuento. No puedo explicar cóm o surgen los cuentos.
“El autom óvil”, por ejemplo, lo hice pensando en el amor. ¿Cuál es la
cosa más desesperada en el am or?... Bueno, yo puse un automóvil por­
que va rápidam ente, te lleva, y es una carrera. Un vértigo. Esa es la m e­
táfora.
— ¿ Cómo ha trabajado usted, Silvina: p o r horas, por páginas, por p u ­
ras ganas?
— Eso depende del temperamento. A veces tengo necesidad de escribir
tan rápidamente que no tengo ni tiempo de alcanzar un papel y un lápiz.
Yo tomo un papel, me lo pongo sobre las rodillas y escribo. Escribo a ve­
ces sólo palabras, que luego voy a poner en un cuento, en lo que vaya a
escribir. Pero, ¿sabés?, yo creo que no se puede describir ningún hacer li­
terario. Es imposible describir una relación muy nítida de cómo uno ha
trabajado y de cómo se trabaja.
— ¿Manuscribe?
— No, lo que digo es que siempre hago una primera versión a mano, y
después dicto. El dictado me ha funcionado muy bien; me gusta dictar,
porque repito lo que he escrito y vuelvo a oír. Y entonces, al oírlo, veo si
hay algo tremendo en lo que escribo.
— ¿Usted cree en el sonido, en la musicalidad de un cuento?
— Mucho, es en lo que más creo. Creo que el cuento es música, todo
es música.
— El cuento es música de cámara, ¿no cree? Como la novela sería sin­
fónica.
— Claro (se ríe). Yo tengo tal admiración por la música, siento un de­
leite total, que tengo que atribuirle toda clase de influencias sobre las per­
sonas. Y claro: sobre el escritor.
— ¿Ha podido escribir con música? ¿No ha necesitado silencio para
escribir?
— Claro que puedo escribir mientras escucho, porque puedo escribir
mientras siento. Me motiva. A veces, en la casa donde yo estaba, había
música en todas partes. Se tocaba mucho el piano; mis hermanas tocaban
a dos pianos, o a cuatro manos. Yo misma estudié piano durante algún
tiempo. Pero exigía mucho tiem po...
—Además, con una vocación tan fuerte por el dibujo, la pintura y la
literatura, ya era suficiente, supongo.
— Claro. Es que no se puede amar a dos cosas al mismo tiempo. Al
menos, no se puede con la m isma pasión. Quizá se puede amar dos cosas
o más (se ríe) pero nunca con igual pasión. Y es muy difícil.
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— Otra cosa notable en sus cuentos es el humor. Es muy sutil, y diría
que muy intelectual. ¿Ha surgido, o es producto de una práctica?
— Me surgió naturalmente. Ha salido de algún lado, que no sé precisar.
Soy una persona de buen humor, a veces. Pero otras veces me inclino por
la melancolía. Las cosas me duelen mucho cuando van en contra de todo lo
que yo pienso, de lo que siento. Entonces, eso perfora un poco mi alma,
¿no? Es como si me pasaran agujas, y concitan algo que me hace dar coces.
— Propio de una mujer apasionada... Usted lo es, ¿no?
— Sí, he sido muy apasionada. Y creo que eso se nota en mi obra. Creo
que se nota. Gustará más o gustará menos éste o aquel cuento, pero no hay
ninguno frío. Creo. Porque cuando un cuento es frío, no sirve.
— ¿Eso le ha pasado con la novela, Silvina?
— Tal vez. Pero voy a volver a tomar esas novelas, y las voy a seguir
hasta que pueda, ¿no? Lo que pasa es que la largura del camino me asus­
ta. Porque pienso que estoy perdiendo fuerza. Es como si uno perdiera
fuerza en las cosas largas... ¿no?
— ¿Le preocupa el tema del tiempo y la fuerza? ¿Tiene que ver con los
años, Silvina?
— No, tiene que ver con la obra. Mismo cuando tengo mis textos en las
manos, siento que eso no sirve, que está todo lleno de hojas, siento que no
sirve porque es demasiado.
— Bueno, quizá en literatura la sabiduría es también sintetizar. Me
imagino que la sabiduría tiene mucho que ver con la cantidad de hojas. Y
que cuando uno se acerca a la síntesis, es porque sabe más. La caudalosidad, la torrencialidad, es algo muy juvenil.
— Es cierto. ¿A vos también te ha pasado?
— Creo que nos sucede a todos.
— (Se ríe, a carcajadas, y se interesa por el trabajo del entrevistador).
Sí, a mí me ha pasado, e incluso hay cuentos de jóvenes autores como
Alfredo Novelli, que me han atraído por la síntesis, por lo cortos que son.
Yo le pregunté: “Decime, ¿cómo hacés para escribir de esa manera tan
breve, que no queda ninguna otra palabra que agregar?”. Él dice: “Ay, es
tan fácil”. Pero yo no creo que sea tan fácil; yo no puedo escribir así.
— Pero usted no ha escrito cuentos largos, sino más bien breves.
— Son todos cortos, sí. Son short stories, como les gusta mucho decir
a los norteamericanos.
— ¿ Y la nouvelle, el cuento largo, no le gusta?
— Sí, me atrae mucho, y creo que podría intentar una. De 80 ó 100
páginas. Sí, me atrae bastante, casi tanto como el cuento.
— ¿ Usted cree que existe alguna técnica para el cuento? ¿O es una in­
tuición?
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— (Piensa unos segundos) Yo creo que sí. ¿Vos también?
— Creo que hay una preceptiva mínima, pero el dominio técnico — si
lo hay— no garantiza un cuento.
— Ah, claro. Eso no lo garantiza nada. Pero fíjate que si se parte de
una idea de cómo hay que hacer un cuento, me parece que el cuento sale
mejor. Siempre es mejor hacer algo, si se sabe hacerlo, ¿no? Yo creo que
uno, cuando va a escribir un cuento, debe hablar primero con su imagi­
nación. Uno debe preguntarse primero qué hay, qué tiene ahí. La imagina­
ción siempre nos relata algo; y entonces uno verá cómo lo relata, desde
qué punto de vista. Pero es muy difícil explicar esto.
— ¿ Usted, p o r ejemplo, antes de escribir un cuento, se lo relata p ri­
mero a s í misma? ¿Hay, digamos, alguna oralidad previa?
— Algunas veces sí. Cuando son buenos cuentos, sí. Por ejemplo, El
automóvil lo imaginé primero, y me lo conté. Lo imaginé todo antes de
escribirlo. Primero debí saber todo lo que iba a pasar. En general, soy fiel
a la imaginación. Pero ocurre, en ocasiones, que me desvío, que me pier­
do en ciertos detalles, porque me encantan los detalles. Y aunque sea total­
mente distinto de la idea previa, si el detalle me parece que es atractivo lo
pongo igual. Eso es importantísimo. A m í me encantan los detalles. Son
importantes en la vida, ¿no te parece?
— ¿Qué papel jugó en su obra la observación crítica de la realidad,
Silvina? Me da la impresión de que sus cuentos, en general, son realistas.
Y también no lo son.
— Es cierto. Veo que has pensado mucho sobre mis cuentos. Y estoy
muy halagada por eso. Me gusta... (Se produce un largo silencio). ¿Qué
me preguntaste?
— Sobre la realidad.
— Ah, yo me aparto de la realidad. Aunque para dar realismo tengo que
volver a ella. Pero yo me aparto, ni me fijo en ella. Y después vuelvo.
— Sus cuentos parece que se despegan, pero a la vez conservan refe­
rencias a la realidad. Usted no hizo, digamos, como Jonathan Swift, que
creó otro mundo, otra realidad, sino que trabajó siempre con este mismo
mundo. Un ir y venir. Una form a elusiva, y a la vez alusiva. ¿Es así?
— Es cierto, es cierto... Estas cosas que decís me halagan mucho, y me
encanta que hayas estudiado tanto mis cuentos. Entonces, ¿qué puedo de­
cir yo? Decís cosas muy lindas. Estoy muy contenta (Se ríe, con carca­
jadas de gozo).
— Volviendo a su niñez, ¿usted sabía que iba a ser escritora?
— S aber... Tal vez intuía. Pero saber, nunca, porque saber es estar se­
gura de una cosa. Yo pensaba que iba a poder escribir, porque si deseaba
una cosa yo la conseguía. Siempre fui muy tenaz. No era caprichosa, pero
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sí vehemente. Era como una seguridad de que podría. No sé quién me l
habrá infiltrado, pero lo sabía, quizá por algún método milagroso. Yo creo
mucho en los milagros, ¿sabés? Y en la magia también. ¿Y vos?
— Claro que sí. Y soy supersticioso.
— Yo también, soy terrible (Se ríe). Aunque he tenido que renunciar a
muchas cosas, por la superstición. Por ejemplo, renuncié a tener pajaritos
Me gustaban mucho los pajaritos, y no desperdiciaba la oportunidad de
que alguien me regalara algunos. Tanto, que tres o cuatro veces logré que
me regalaran pajaritos. Y a los pocos días, la persona que me los había
regalado, moría. Era horrible, horrible... Y ya no quise tener pajaritos. No
los aborrecía, pero sí les temía.
— Esto es un cuento en potencia. ¿Lo ha escrito?
— No, n o ... Pero soy capaz de escribir ese cuento. Así salen, mágica­
mente, ya ves.
— Usted hablaba hoy de la nostalgia. ¿De qué tiene nostalgia, Silvina?
— (Se ríe unos segundos, divertida). ¿Cómo podría enumerarte toda mi
nostalgia? No terminaría jamás, no cabría en todos los libros que hay en
este cuarto... Siento nostalgias de todo: de un lugar, de un libro, de una
cara. De todo.
— ¿Podría decir de qué lugar, de qué libro y de qué cara po r ejemplo?
— No. Ahora estoy demasiado perturbada por las cosas que me estás
preguntando. Son muchas cosas. Sos casi un confesor.
— Me está diciendo que cambie de tema. Cambio.
— No, no es eso, te lo diría abiertamente. Soy muy franca, siempre
digo las cosas que pienso.
— No sé si lo compartirá, pero creo que uno va escribiendo su auto­
biografía en toda su obra, si bien ningún texto es nuestra biografía. Lo
digo porque ahora reparo que en su cuento “La lección de dibujo” hay
matices claramente autobiográficos. Incluso, el personaje de ese cuento
se llama Ani Vlis, que es anagrama de Silvina.
— Claro (sonríe). Y fíjate que ese cuento también me gusta mucho,
como si no fuera mío. Es de esos cuentos que se alejan de uno, y al que
uno puede volver tiempo después, transformados en otra cosa. Hay una
cierta discreción del cuento; como si se escondiera, ¿no? Uno no lo ha es­
condido, pero él se escondió.
— ¿Usted lee sus cuentos, una vez publicados?
— Sólo los leo hasta que voy a publicarlos. Pero cuando me alejo de
ellos, ya no los miro más. Y si por alguna razón vuelvo a encontrarlos, los
leo y a veces me entusiasmo con ellos, leyéndolos como si fueran de otros.
— ¿No le vienen ganas de reescribirlo, en ese caso?
_ N o . Siento que es una lástima que ya lo haya escrito. Pienso que me
t a r í a volver a escribirlo, que podría hacerlo mejor ahora... Siempre
escribir mejor.
QUé está escribiendo ahora?
te lo puedo decir, porque después no lo voy a poder publicar. (Y
vuelve a reírse, divertida, y se excusa porque está cansada, dice, y elegan­
te m e n t e da por terminada la entrevista).
gsp e ro
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Noventa y tres años
con los bolsillos
llenos de palabras
s impresionante, a trece años del 2000 — esta charla se celebró en
julio de 1987— entrevistar a un escritor del siglo diecinueve. Lo
es más, advertir que ese hombre ha vivido toda esta centuria y
hoy es — encima— probablemente uno de los tres más grandes
escritores vivos que tiene la Argentina, y sin duda uno de los más
importantes de la historia literaria nacional, aunque son poquísi­
mos los lectores que han incursionado en su obra.
A los 93 años, Juan Filloy (Córdoba, 1ro de agosto de 1894) sigue escri­
biendo, está joven, lúcido, brillante y agudo. De más de un metro ochenta
de estatura, se mantiene erguido y ágil como un hombre de sesenta. Apenas
una leve sordera delata su edad. De una inmodestia que sólo un nonage­
nario genial puede permitirse impunemente, asombra su autoestima de soli­
tario y marginado, que le hace decir que ya no acepta homenajes y escatima
su presencia en público porque “el rostro mordido por los años merece el
recato de mi propia misericordia”.
Es, seguro, la injusticia más evidente de nuestra literatura. Un lujo de
la frivolidad nacional, un grotesco del centralismo mafioso de los grupos
culturales dominantes porteños, esas izquierdas y derechas grupusculares
que suelen tener dominio en el imperio de las redacciones.
Dueño de un humor y un sarcasmo inauditos, con su encantadora tona­
da cordobesa es capaz de burlarse de todo, con alusiones en latín, inglés y
francés perfectos (habla también griego, portugués y entiende otras len­
guas). Su riqueza lexical es tan incomparable como su erudición. Entre­
vistarlo, conversar con él, mete miedo: uno tiene la sensación de estar ante
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una cultura superior; se alcanza la evidencia de la propia ignorancia. Pero
uno se deja seducir ante tanta grandeza y sabiduría.
Juan Filloy (se pronuncia Fiyoy — advierte— “porque es un apellido
gallego y no irlandés”) es autor de una vasta obra de 42 volúmenes, 18 de
los cuales están inéditos. Poeta, cuentista, novelista, ensayista y traductor,
en su bibliografía figuran joyas como sus novelas Op Oloop (se pronuncia
Opolop, enseña, “porque es un apellido primitivamente holandés, como
Roosevelt, que no es Rusvelt") y La Potra, y de toda la saga de cuentos ti­
tulada Los Ochoa.
La lectura de su obra provoca de todo, menos indiferencia. Impactante,
violenta, escatológica, es como un cachetazo en la nariz. Quizá por eso se
lo condenó, desde los años ’30, al peor de los olvidos para un escritor: el
de que casi nadie lo ha leído, en su propio país.
Una peculiaridad de esa obra es que todos sus títulos constan de sólo
siete letras, “Pero no por vocación pitagórica, ni por aritmosofía — acla­
ra— sino simplemente porque se me dio la gana. Todo obedece a juegos
de espíritu, síntesis y proporción; no hay ninguna implicación esotérica”.
De conceptos audaces, irreverentes, no necesariamente compatibles, en
esta entrevista se dejó todo lo que él dijo, textualmente, porque tengo la
íntima convicción de que este texto es un testimonio de enorme valor para
la literatura argentina, más allá de sus pecados y olvidos (de la literatu­
ra argentina). La conversación — de cuatro horas y media— se realizó días
antes de su cumpleaños número 93, en la ciudad de Córdoba. Desde allí
añoró su casa de Río Cuarto, donde vive casi todo el año, y se ufanó de su
biblioteca de 18.000 volúmenes “que leí todos”.
FILLOY: En realidad, el cuento en la Argentina tomó predicamento a par­
tir de Horacio Quiroga; él fue el que le dio el gran impulso. Pero también
había cuentistas anteriores: Fray Mocho, Félix Lima, etc. El mismo Lugones hizo algunos cuentos. Pero no sé de qué quiere hablar. Para m í el cuen­
to es una distracción temporaria.
GIARDINELLI: ¿Sólo eso? Me empobrece la entrevista de antema­
no... ¿Menoscaba el cuento?
— No, no crea. Lo que pasa es que indudablemente el cuento tiene una
factura rápida, tiene un argumento lineal, de modo que usted no necesita,
como en la novela, un avance en estuario.
— Usted alguna vez comparó a la novela con un gran río, y al cuento
con los arroyos de montaña...
— Sí, tengo un ensayo sobre eso. Creo que la novela es estuario: avanza
en varias corrientes simultáneas, habiendo una corriente principal. Pero el
cuento es lineal, casi siempre. En todo caso, nos falta una distinción. Por
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ejemplo, a mí me gusta mucho la nouvelle, vale decir un cuento híbrido,
con ciertas características de la novela. Un cuento largo, un relato largo. En
Francia la nouvelle dio obras maravillosas, como las de Balzac. Ultimamente
leí un comentario de Roland Barthes sobre una nouvelle de Balzac, que era
sencillamente extraordinario. El comentario, digo, porque era tres veces más
largo el ensayo de Barthes que la nouvelle de Balzac (se ríe). Eso es un poco
paradójico; o no, es hiperbólico. Porque al hacerse una crítica la crítica no
puede superar en extensión al objeto criticado. En mi ensayo procuré estable­
cer que la narrativa tiene varios estadios perfectamente diversificados.
— ¿ Y e l cuento, qué estadio ocupa?
— A mi criterio, el de ser un texto corto, lacónico, lineal. Horacio Quiroga, me parece, hizo la comparación de que el cuento es la trayectoria de
una flecha que sale del arco y da en el blanco, sin digresiones de ninguna
especie, respetando completamente la línea argumental, y con un final sor­
presivo. Ahora, yo prefiero la nouvelle, como le digo, porque es un cuen­
to que se bifurca en descripciones, en manifestaciones caracterológicas de
los personajes. Deja de ser, como el cuento, una viñeta seca, y pasa a ser
un dibujo más formal y acabado, digamos.
— ¿ Y en su producción, qué papel jugó el cuento? Usted practicó todos
los géneros, pero fundamentalmente la novela.
— No todos los géneros: teatro nunca hice. Tengo once novelas escritas
y cinco libros de cuentos, de los cuales tres son de nouvelles. Pero como
usted se da cuenta mi forma predilecta es la novela; yo me siento muy
cómodo novelando.
— Pero ha escrito muchos cuentos. Pareciera que los desdeña.
— No. He escrito unos sesenta o setenta cuentos. En La Nación han apa­
recido algunos, y siempre observo que son demasiado largos, porque les
ocupan muchas páginas. Pero también tengo cuentos cortos, muchos, una
colección de cuarenta cuentos breves que se llama Gentuza. Está inédito. Y
otro libro de nouvelles, siete, que se llama Eran así. También tengo otras sie­
te nouvelles en un volumen publicado que se titula Tal cual. Como ve, hice
muchas cosas, pero me encanta la nouvelle, que en general me ocupa unas
veinte o treinta páginas. Un cuento largo, diría usted. Es lo que me gusta.
— ¿Fue más proclive a la novela, y al cuento largo, porque a sí podía
desplegar su ironía, su humor, como en “Op O loop”?
— Claro, amo la burla. Y también ampliar las descripciones, poetizar
un poco. El cuento es un género aséptico; es un tramo directo.
— Pero el burilado de un cuento es una labor preciosa porque debe
procurar esa misma asepsia, ¿no cree?
— Ah, claro, pero si usted hace preciosista al cuento lo desvanece y le
amortigua la calidad argumental. Hay muchos autores preciosistas, pero
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de esa manera le hacen perder fortaleza a lo contado. Si no, el autor se
queda en el regodeo de su autosatisfacción. Para mí, el cuento vale más
cuando más ligero es.
— ¿Existe el cuento perfecto?
— Yo encuentro algunos cuentos perfectos en Maupassant. El escribió
cuentos magníficos, de una brevedad absoluta, con una caracterización
temperamental de los personajes cabal, con argumentos ciertos y finales
magníficos. Conozco todos los cuentos de Maupassant, y algunos son per­
fectos. Y otro cuentista que me gusta mucho, mi segundo predilecto, es
Marcel Schwob. Tiene un cierto preciosismo, como usted dice. Pero tiene
cuentos deliciosos, inolvidables. Y de los norteamericanos, que son bue­
nos en esto, me gustan mucho Jack London y Brett Harte. London tiene
cuentos desgarrados, crudos, muy a lo Quiroga.
— ¿ Y cuentistas de este siglo?
— Algunos cuentos de Cortázar son muy buenos. Algunos, no todos.
— Cortázar le debe mucho a usted, ¿no cree? Esto no suele ser recono­
cido, pero me parece que él, lealmente, e íntimamente, lo admitía.
— Ah, claro. (Se ríe). Yo creo que Cortázar debía tener un pequeño
complejo de culpa respecto de m í... Porque siempre se ha acordado sis­
temáticamente bien de mí. En sus conferencias, sus libros, sus ensayos...
— Alguna vez he pensado que “Rayuela" no se hubiera escrito sin
“Op O loop" como antecedente.
— Me alegra que lo diga. Yo pienso lo mismo. Y otro tanto sucede con
Leopoldo Marechal, en El banquete de Severo Arcángel, que tiene la
misma tesitura de Op O loop, que es de 1934. Pero le decía: yo guardo una
real simpatía por Julio Cortázar pese a que, le confieso, él utilizó muchos
de mis giros literarios, muchas ideas, en sus escritos. Eso lo descubrió Pau­
lina, mi mujer, un día: “Ché — me dijo— ¿no te parece que este muchacho
hace esto como vos, hace aquello como vos?”. Sí, le respondí, dejálo...
Creo que el recuerdo que siempre me brindó Cortázar en sus obras, en sus
conferencias, ha sido producto de una especie de cargo de conciencia in­
soslayable que habrá tenido.
— Bueno, el arte se hace sobre el arte, decía Malraux. Pero, ¿qué sien­
te usted frente a esas “deudas"? ¿Es un reconocimiento, un desconoci­
miento, o lo vivió como una negación?
— M ire; yo, francamente, cuando publico un libro lo suelto, lo dejo
andar. Siempre he hecho ediciones privadas porque he sido magistrado
judicial y todos mis libros pecaban de coprolalia, de lenguaje descarnado,
crudo, obsceno si se quiere. Y claro: lanzado el libro, ya no tenía domi­
nio. Una vez publicado, me interesaba poco. Lo que un escritor quiere es
que su producción aparezca impresa.
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— ¿Nunca le interesó el éxito; nunca le preocupó?
— Absolutamente. Y acaso por eso es que no me ha llegado. Porque yo
jam ás he movido un dedo, jam ás he visitado una editorial. Yo costeaba mis
ediciones: 300, 400 ejemplares, en imprentas de Río Cuarto, y alguna de
Buenos Aires, y los regalaba a mis amigos. Hacía ediciones que yo llama­
ba “edita mi corum”. Jamás vendí un libro.
— Ha sido un worst-seller.
— Sí. Y cuando me metí en una editorial porteña hice tres contratos de
edición de 6.000 ejemplares. Publicaron tres novelas (Op Oloop, Estafen
y La potra) pero no publicaron una que yo estimo mucho, que se llama
Caterva. Es una novela estuario: tiene 560 páginas. Muy buena novela,
para mucha gente es la mejor escrita por mí.
— Pero tengo entendido que usted siempre consideró "La potra ” como
su mejor obra. Y yo creo que lo es.
— Ah, sí, pero digo que a muchos amigos les gusta más Caterva. A mí,
claro, me gusta La potra, y también Op Oloop. En cambio, fíjese, Estafen
es muy simple, muy lineal.
— A m í me recuerda mucho a las novelas de Roberto Arlt.
— ¿Ah sí? Es un autor que yo leí muy poco. Lo leía en el diario, sus
artículos. Pero quizá él me leyó a mí, cuando en la década del ’30 aparecían
y circulaban mis libros en Buenos Aires. Algunos causaron sensación, como
Op Oloop. Lo íbamos a publicar en la imprenta López, que editaba la revis­
ta Sur, pero había a la sazón una oficina de policía moral, digamos, de la
municipalidad, en la cual López hizo una consulta: entregó un ejemplar de
la edición que me había hecho Ferrari, y le respondieron: “Si usted publica
esto, se lo incautamos y va preso” ... En fin; mis ensayos con ediciones
públicas, con grandes editoriales, no han sido gran cosa. Económicamente,
creo que llevo cobrados unos 90 pesos, nada más (se ríe). Diga que yo siem­
pre tuve mi modus vivendi, mi jubilación, y con eso he vivido y vivo. Pero
si uno debiera vivir con las letras, sería realmente pavoroso. Una vez me dijo
Bioy Casares: “Jamás en la puta vida he sacado un peso con la literatura”.
Bueno, pero él es un potentado, tengo entendido, un hombre muy rico.
— ¿Cómo vive usted ahora? Aunque despreocupado del éxito, alguna
gente lo respeta mucho. ¿Siente algún reconocimiento?
— ¿Quién me reconoce?
— Poca gente, pero digo que se lo respeta mucho.
— ¿Sí? Fíjese que no lo creo. No me doy cuenta. A m í lo único que me
interesó siempre es trabajar todos los días.
— ¿Escribe a mano, o a máquina?
— A mano. Tengo todavía, a los 93 años, una caligrafía que yo como
grafòlogo considero de una persona de 50 años. Tengo una escritura muy
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firme, muy recta; la mía no es una escritura hachada por los nervios, ni por
trepidaciones de fenómenos vasculares. Es una caligrafía hasta cierto pun­
to artística, a la manera de las escrituras inglesas.
— ¿ Usted estudió caligrafía? ¿En la antigua escuela se enseñaba?
— Y claro. Tengo un cuento que se llama El pendolista, que es un dio­
rama. Un desarrollo de la calidad artística del protagonista. Es muy intere­
sante el tema del pendolista.
— Es curioso: usted utiliza muchísimas palabras de uso poco frecuen­
te en el lenguaje coloquial. Y alguna vez creo que ha dicho que a usted
hay que leerlo con el diccionario al lado. Yo he tenido, y tengo, esa im ­
presión: que debo recurrir —leyéndolo— permanentemente al diccio­
nario.
— Y me parece bien. Me parece muy bien que lo haga. Ha sido algo no
casual, sino perfectamente querido. Si nosotros tenemos un idioma de
70.000 palabras, ¿por qué vamos a utilizar un castellano básico de 800? El
pueblo argentino no habla más que con 800 a 1.200 palabras. Es muy po­
co, muy pobre. Ese es todo el idioma coloquial de los argentinos. ¿No le
produce espanto?
— Me deja helado.
— Bueno. Entonces hay que diversificar. El idioma inglés, por ejem ­
plo, se calcula que es un repositorio de 250.000 palabras. Pero claro: eso
sucede porque el inglés no tiene las pudibundeces ni los escrúpulos de la
Real Academia Española, que siempre anda espulgando y espulgando. El
idioma inglés absorbe todas las palabras de la Commonwealth; es decir que
es un idioma de toda una comunidad de naciones. Usted agarra la Enci­
clopedia Británica y va a ver que es un repertorio de palabras universales,
mientras que el castellano se ha aferrado en ese criterio tan rancio del es­
pañol de ser puro, de ser castizo, como dicen ellos. Y bueno, con esa m a­
nía el idioma se ha ido empobreciendo.
— ¿ Usted ha usado las 70.000 palabras?
— No, no, porque en nuestro idioma hay que descartar toda la ropave­
jería, digamos. Tenemos mucha ropa vieja: el idioma castellano ha sido
rico en la época en que floreció la cultura hispana, el Siglo de Oro, por
ejemplo. Pero subsiste una cantidad de arcaísmos que nosotros ya no
usamos. M uchas veces, para satirizar al castellano, para burlarme de esa
profesión de arcaizar, yo he escrito algunos artículos con palabras ar­
caicas. ¡Y nadie entiende una palabra! (Se ríe). Porque son palabras que
tuvieron vigencia en el siglo XV, o el X V I... Es un capricho mantenerlas.
— En su obra esto suele ser notable. Uno, como lector, tiene la sen­
sación de que por momentos usted nos toma el pelo. Cuando dice
“voltum o” en vez de “bochorno”, por ejemplo.
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— Ah, sí (ríe, encantado). Yo siempre uso esas palabras, que tienen re­
lativa vigencia.
— Se debe haber divertido, escribiendo así.
— Por supuesto. Escribiendo, yo me divierto. Mi vocación es inque­
brantable, en ese sentido. El deleite que me provee escribir, me sufraga
todas las necesidades que yo podría tener. A m í escribir me encanta.
— También usa muchas palabras en francés e inglés. ¿Domina esas
lenguas?
— Sí, claro, hablo y leo ésas y otras lenguas. El francés fue mi idioma
madre, de chico. Mi madre era de Gasconia, de Toulousse. De apellido
Granget. Mi padre era gallego.
— En su novela “Estafen ” casi no hay página sin palabras en francés.
Y su poemario “Usaland" está lleno de palabras en inglés.
— Por lo que le digo. No soy modesto en estas materias.
— ¿Sigue escribiendo, Don Juan?
— Por supuesto. Siempre escribo. Siempre. Siempre. Acabo de termi­
nar otra novela. De la saga de Los Ochoa. Como usted parece que sabe,
puesto que me ha leído, Los Ochoa son cuatro novelas: primero el cuento
Los Ochoa, donde ubico la genealogía, y el libro de cuentos respectivo,
que conforma una novela. Luego, en La Potra figura Quinto Ochoa. Lue­
go escribí Sexamor, donde interviene Sexto Ochoa. Y ahora acabo de ter­
minar esta novela que es la novela de un arribista, de un trepador, llamado
Décimo Ochoa. Sólo que éste es el Ochoa más culto, y en vez de usar su
nombre numérico, como usan los Ochoa, saca la “m” y convierte a
Décimo en Decio Ochoa. Es un pillo, el más picaro de los Ochoa; casi un
crápula.
— ¿Qué significan los Ochoa en su obra? ¿Son símbolos de algo? ¿O
pura imaginación?
— Todo es imaginario. No hay una sola novela mía que no sea imagi­
naria.
— Pero he escuchado, en Río Cuarto, que algunos dicen que usted se
ha basado en hechos reales para armar sus novelas.
— Evidentemente. El escritor es un notario público; debe aprovechar
los datos de la realidad circundante, y aderezarlos poniendo imaginación.
El escritor que no tenga imaginación que se corte la mano, que no escri­
ba. La imaginación es el noventa por ciento de una obra. Pero el escritor
participa un poco de esa tarea del tabelión antiguo. Tabelión quiere decir
escribano; viene del latín. En portugués también. Y en castellano existe
— búsquela en el diccionario— aunque no se usa. Ya ve. El escritor, pues,
debe absorber los datos de la realidad.
— Usted se considera, entonces, un escritor realista.
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— Claro que sí.
— Lo que pasa es que el realismo ha caído un poco en desgracia. Suele
ser denostado.
— Sobre todo con el naturalismo francés. Con Zola se vino abajo. Pero
a m í me influenciaron mucho. Un escritor que a mí me gustó mucho, siem­
pre, fue Huysmans (Joris Karl Huysmans; 1848-1907). Ha sido un hom­
bre que me ha mordido, literalmente. Era un funcionario francés, que
escribía como escribí después yo: en los tribunales. Escritores de despa­
cho. Y por eso muchos cuentos míos tienen carácter judicial.
— Eso se nota en libros como “E stafen” o como “Ignitus".
— Ah, ¿los conoce? Me alegra. ¿Y Usaland también?
— También, Don Juan.
— Vaya. Ese es un libro que me gusta mucho. Mucha ironía, poesía
irónica. Hay tipos que me han criticado durísimamente por ese libro... Y
eso que, le advierto, yo en mi puta vida he hecho lo que ahora se llama ser­
vicio de prensa. No sé de dónde sacaron ejemplares. Pero algunos lo
leyeron.
— A m í su libro que más me gusta es “Yo, yo y y o ”, por la ironía.
— Ah, bueno, ése también me lo criticaron. Por eso me llama la aten­
ción lo que usted me dice: que mi nombre es conocido en Buenos Aires.
Yo creí que nadie me conocía.
— A l menos sé de alguna gente que se interesa por su obra.
— Me halaga. Yo recibo correspondencia de lo más estrambótica, ¿sa­
be? Tipos que se enloquecen buscando mis libros y, claro, no los van a
encontrar. Están todos agotados. Pero cada tanto aparece alguno. El otro
día me escribió un tipo: “He encontrado dos libros suyos — me dice en son
de triunfo— : Balumba y Aquende y me cobraron 120 australes por cada
uno”. Me gusta, eso. Sobre todo porque Aquende es un gran libro; es una
sinfonía musical de la República Argentina. Es precioso, ese libro. Y el
tipo pagó 120 australes cada ejemplar. Y yo no vi un peso. ¿Y sabe por
qué? Porque apareció un editor pirata que lo anda fotocopiando y lo vende
a 120 australes cada uno. ¿Qué le parece?
— Lo que me parece, sinceramente, es que usted habla maravillas de
su propia obra con una naturalidad asombrosa. Generalmente, los escri­
tores que he conocido se visten de una cierta falsa modestia... Veo que
usted tiene una excelente relación con su obra.
— A mí lo único que me interesa es ver publicados mis libros. Hay un
viejo refrán inglés que dice: “publish or perish”; publicas o mueres. Y yo
tengo todavía 18 libros inéditos... ¿Se da cuenta? 18...
— Cuando usted dice “precioso", “muy bueno”, "excelente", ¿se com­
para consigo mismo, con otros libros suyos que le gustan menos?
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— N o ... Yo estimo todos mis libros. Porque cada libro me recaba una
tarea de superación, y de depuración, completa. Y cuando suelto un libro,
es porque estoy plenamente conforme. Ahora, que haya alguno que tenga
mi preferencia por su mayor ingenio, desarrollo o ambición, es otra cosa.
Lo que pretendí siempre fue que cada libro fuera no superior, pero sí dig­
no, del anterior.
— ¿Ha reescrito mucho, o ha sido un escritor de prim er impulso?
— Corrijo mucho. Hay un refrán francés que dice que toda la misión
del escritor consiste en corregir. Y ésa es mi tesis. Si no, uno no puede ha­
cer megasonetos. ¿Sabe lo que es un megasoneto?
— No. Ni idea.
— Considero megasoneto a una colección de 14 series de 14 sonetos.
De modo que cada megasoneto tiene 96 sonetos. Bueno, yo en mi vida no
he publicado tres sonetos. Pero hice mis 14 series, todas manuscritas. El
soneto presupone esa calidad que le decía: depuración constante, es un
corregir incesante, porque usted no puede hacer un soneto imperfecto. Ahí
tiene a Borges, por ejemplo: en la puta vida me gustó un soneto de él; le
salían sonetos ingleses, que son imperfectos. Todos los sonetos míos son
absolutamente petrarquianos. Petrarca hizo 350 sonetos. Yo me planté en
los 896. No hice más porque... (se ríe). Lope de Vega me gana; hizo como
1.200. Según dicen. Gryphius, un poeta alemán del siglo XVII, hizo 400.
Guillermo Humboldt, el hermano de Alejandro, escribió unos 500. Yo leí
todo eso, lo estudié. Y me di cuenta de que el soneto es una forma perfec­
ta, o no es. Y durante años, trabajé el soneto endecasílabo. También hice
algo de soneto alejandrino en francés, que es la única lengua en que se
puede hacer.
— ¿ Y logró la perfección?
— ¿Y qué le voy a decir? Son absolutamente impecables. La misma
joya de Petrarca, que fue introducida en España por boca de Garcilaso (no
el Inca; el español). De modo que yo no he hecho otra cosa que seguir las
normas del castellano antiguo. Quevedo también hizo sonetos estupendos.
Góngora hizo pocos. Menores.
— ¿Cómo se siente un hombre que se compara con Petrarca?
— No me comparo. Los de él son admirables. Yo sólo hago sonetos, en
una tradición. Digo que son impecables porque están en esa norma. Ade­
más, mi temática es muy moderna, con un sistema metafórico no alocado
a la manera de Neruda, que llevó la metáfora al desiderátum de la idiotez.
— ¿Eso piensa de Neruda? Esta entrevista escandalizará a muchos.
— Eso pienso... A mí me gusta la poesía comprensible, analizable, que
tenga sentido común y que tenga contacto humano. Cuando se llega a ha­
blar de las lágrimas del adoquín o metáforas así, creo que estamos ante una
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literatura extraidiomática, o metaidiomática, vale decir, fuera del idioma.
Claro: alguien considera poesía a eso, y gran poesía. Los respeto. Pero a mí
me gusta la poesía al estilo francés, con calor humano, emoción y sen­
timiento humanos. Lea a Nerval, a Mallarmé, a Valéry; son completamente
comprensibles y humanos. Y lea a Alberto Girri, acá, y verá algo absoluta­
mente impenetrable: es un pensamiento en prosa, que él coloca en forma
versicular. Yo traduje todo Mallarmé, ¿sabe? En Argentina nadie conoce
esas versiones, pero Alfonso Reyes, en La experiencia literaria, de 1942,
cita todas mis traducciones y descubre a un Mallarmé que no es impene­
trable, sino que tiene una oscuridad diáfana, digamos, usando una metáfo­
ra un poco rara. Es transparente. Con Valéry pasa lo mismo: es diáfano.
Será un poco difícil, concedo, pero es diáfano.
— ¿Q uépoetas argentinos le gustan; y qué cuentistas?
— Un cuentista que me gustaba era Nalé Roxlo. Y como poeta, Mastronardi. Juan L. Ortiz un poco menos. Fuimos buenos amigos, hemos
convivido horas muy agradables. También me interesa Denevi como cuen­
tista. Lo he leído en La Nación. Es muy bueno.
— Usted decía que trabaja todos los días. ¿Muchas horas? ¿Un deter­
minado número de páginas? ¿Cómo trabaja?
— Yo me he autojubilado. A los 93 años, creo que mi misión es quizá
más releer que leer. Sólo las palabras abastecen mi necesidad de vivir. No
sólo la palabra escrita, también la leída. Mi trabajo se ha restringido un po­
co. Ahora lo que hago todos los días es terminar obras empezadas, peque­
ños cuentos. Yo ando con los bolsillos llenos de papeles, de palabras.
— Y, yendo al otro extremo de su vida, ¿cómo se dio cuenta de su vo­
cación para la literatura?
— Iba a la biblioteca. En aquellos tiempos había pocos libros al alcance
de un joven, pero en la cuadra de mi casa se instaló una biblioteca públi­
ca circulante. Era el 1909. Y el primer día fui y me anoté. Siempre me vol­
vieron loco los libros.
— ¿Y otras cosas? ¿Cómo fu e su juventud? ¿No jugaba fútbol, no
hacía deportes?
— Jamás. No hice ningún deporte en mi vida, aunque he sido dirigente.
Fui fundador del famoso Club Talleres de Córdoba. Y en Río Cuarto fundé
el Club de Golf, aunque jamás toqué un palo de golf. Fundé un club de aje­
drez y no sé hacer gam bitos... Pero le decía, mi locura fueron los libros.
Y aquella biblioteca fue mi orgullo. Ahí hice mi iniciación literaria. Vivía
tragando libros. Lo que me llegaba a las manos: novelas, ensayos. Muchos
libros inútiles, pero también muchos que me fueron provechosos. Me tra­
gué los seis tomos de Curtius, que es una historia de Grecia. Porque el te­
ma griego a m í siempre me ha interesado. Y me sirvió cuando en el año
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’30 hice un largo viaje: toda la cuenca del Mediterráneo, y llegué hasta el
fondo del Nilo, hasta Assuán y Abú Simbel, Tebas, en fin. De ese viaje sa­
lió mi novela Periplo: de un viaje muy a fondo por Grecia. Curtius me
abrió ese panorama, y como yo ya sabía algo de griego, entré en Atenas
como en mi casa. Fui a Corinto, a Delfos, a Maratón y a varias islas del
Egeo. Esa novela salió de ahí, con nombre ptolomeico. De Ptolomeo Filadelfo, que fue el segundo, los Ptolomeos son como quince. Filadelfo fue
quien dominó el Mediterráneo y el que hizo un canal del M ar Rojo al Nilo.
Obviamente, también conocí perfectamente Egipto.
— Pero usted ya entonces era escritor. ¿ O en ese viaje advirtió su vo­
cación?
— No, ya estaba madura. Escribía pequeñas cositas, en Río Cuarto. Allí
tuve la tranquilidad como para que el pensamiento madurara un poco.
Hasta llegar a Río Cuarto no había publicado nada. Pero escribía, sí, e
incluso cuando murió mi madre, en el ’26, hice un conato de elegía mater­
na que fue muy gustado. Escribía versos, canónicos y libres. Aunque siem­
pre he preferido el verso escandido, a la manera del soneto: endecasílabos
perfectos. Pero hacía versos libres también.
— ¿Cuál fu e el prim er libro que publicó?
— Periplo, en 1930, ya viviendo en Río Cuarto. La publicación me
apareció, digamos, sorpresivamente. Fue como un aluvión: en el ’31 apa­
reció Estafen; en el ’32 Balumba; en el ’33 Op Oloop; en el ’34 Aquende,
que es un gran libro; en el ’36 apareció Caterva, que me llevó dos años
porque es una novela larga. Y después publiqué un libro de poemas en
prosa, que se llama Finesse, que es realmente una finesse, un buen libro.
Fue una década de producción aluvional, incesante, apasionada.
— ¿Qué sueños tenía entonces el joven escritor Filloy?
— Yo me sentía escritor, simplemente. No toleraba nada que fuera ordi­
nario, chabacano, vulgar o grosero. Y en los años ’30, cuando empecé a
publicar, personas que leyeron Op Oloop y Aquende dijeron “bueno, acá
hay un reformador de la literatura argentina, porque este hombre no usa el
eufemismo”. Así decían. Y es que, entonces, toda la literatura argentina
era eufemista. Se decía “vaya al estiércol” y yo empecé a poner “déjese de
joder. Váyase a la mierda”. Es muy distinto. La poesía con eufemismos,
por ejemplo, descaracteriza al personaje. ¿Cómo concibe usted a un pai­
sano a la manera de Don Segundo Sombra? Es una falsificación del paisa­
no. Pero usted lee mis gauchos, como Don Primo Ochoa, y es un paisano
soez, sucio, que pela la poronga y orina delante de cualquiera. Yo he dicho
siempre las cosas sin tapujos.
— Tengo entendido que usted no relee sus libros. Pero se acuerda muy
bien de ellos.
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— No he leído ni un libro mío una vez publicado. No tengo tiempo. Los
reviso cuando aparecen, para constatar si hay errores. Por suerte, descubrí
pocos. Para m í todo el lujo de un libro está en la corrección. Yo he sido
muy meticuloso en eso: siempre corregí galeras y páginas, yo mismo.
— ¿ Usted eligió ser juez? ¿ Y qué influencia tuvo la magistratura sobre
su vida literaria?
— Mire: yo ejercía la profesión acá, en Córdoba, cuando me recibí. Vi­
vía con mis padres, que tenían un almacén. Hice una especie de estudio y
trabajaba lo más bien. Pero ya había sido pinche en un juzgado de comer­
cio, y el secretario era muy amigo del gobernador, y por designio propio
lo habló al gobernador y me nombraron Asesor de Pobres, en Río Cuarto.
Yo no quería ir, pero mi madre me dijo: “andá, andá, salí de la falda; pasate dos meses y volvés”. Y me fui por dos meses. Que se han hecho 67
años. (Se ríe). Hay un refrán francés que dice que sólo lo provisorio dura.
Es como el caso de la jarra rajada: se discute tirarla a la basura y alguien
dice “no la tirés, si todavía sirve”. Y esa dura más que todo el resto de la
vajilla...
— ¿U stedfue hijo único?
— No, éramos cuatro. Mamá ha tenido siete hijos, en dos nupcias. Yo
era el menor de los varones, y había luego una hermana, la última. Que vi­
ve también, tiene 90 años.
— ¿Su experiencia judicial fu e importante para su obra?
— No. Hay libros con materia judicial, pero en la vida judicial no tras­
cendía que yo era escritor. Había un tipo que me jodía, Sin embargo; lo
hacía sarcásticamente porque era mi lector, y digo que me jodía en tono
amical. Era Miguel Angel Zavala Ortiz, el que fue canciller con Illia. Era
un buen abogado y un hombre muy culto. Llegamos a ser buenos amigos.
— ¿Ha tenido amigos escritores?
— No. Quizá Dardo Cúneo, que me llevó a la vicepresidencia de la
SADE. Traté de colaborar, porque en ese entonces iba con frecuencia a
Buenos Aires. Pero no fui amigo de escritores. Conocí a algunos, claro,
como Mallea, con quien tuve una relación eventual, cordial. También con
Borges, pero de modo muy somero. A Cortázar no lo conocí. Alguna vez
me encontré, en un banquete, con Victoria Ocampo. Pero no fui amigo de
ninguno.
— ¿A qué lo atribuye ?
— A mi timidez. Y a que jam ás pisé una redacción de diario o de re­
vista. Y los que conocí, fueron como le digo, eventuales. Con Canal Feijóo
charlé varias veces, también.
— ¿ Y ninguno de ellos se ocupó de su obra, Don Juan? ¿Ninguno le
hizo siquiera un comentario? ¿O no lo habían leído?
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— Leerme, me leyeron todos... Un día le regalé a Borges, en Buenos
Aires, mi novela Aquende, que es como ya le dije una gran novela. Que­
dará mal que lo diga yo, pero es un libro concebido musicalmente, una
especie de geografía musical de la Argentina, con un intermezo y dos
interludios, y cada composición con un tema específico. Bueno, le regalé
el libro, y unos meses después, revisando cambalaches en la calle Corrien­
tes me encontré ese ejemplar. Lo había vendido con dedicatoria y todo. Lo
compré, por cierto...
— Es duro, lo que dice de Borges.
— Es infame que yo venda un libro dedicado. Me han dedicado miles,
y los conservo todos. Ya le va a pasar, a usted que es jo v e n ...
— Ya me sucedió: encontré en Río Negro una novela que le había
regalado a un conocido editor. La compré, también, y se la volví a regalar
al editor. El mismo libro. Agregué a la dedicatoria que decía “A Fulano,
con afecto ”, la frase “con renovado afecto ", y la nueva fecha. Tomé ese
ejemplo de una anécdota de Octavio Paz.
— Buen recurso.
— ¿Le guarda rencor, a Borges?
— Lo juzgo literariamente. Creo que tenía una especialización en lite­
ratura inglesa realmente inobjetable. Pero por lo demás, le faltaba vida. No
tenía contacto humano. Ha escrito cuentos de gabinete, asépticos, de arqui­
tectura moderna, digamos: de perfiles de aluminio y cristal. Pero en Borges
no hay coito, no hay gracia, no hay conexión humana. ¿En qué cuentos de
Borges usted encuentra sudor? ¿O sangre? Por eso no escribió novelas.
— ¿Cómo se ha sentido con el mundillo literario? ¿No le ha dolido la
marginación?
— No, absolutamente, no. Lo que pasa en Buenos Aires, para mí, ni fú
ni fá. Yo vivo acá, al margen de todo, y hago mis cosas. Vivo al margen
de toda emulación, de toda envidia. Yo hago lo mío y que otros hagan lo
suyo.
— ¿Se tradujo su obra?
— Se tradujo Op Oloop al francés, en una edición privada. También se
tradujo al alemán, pero sobrevino el nazismo y como el tipo era judío, no
sé qué pasó. Luego me pidieron Caterva para traducirla al sueco, pero nun­
ca supe nada. También en Norteamérica me pidieron Caterva. Pero no me
interesan esas cosas. A mí, publicado el libro, abur. Por eso no leo mis pro­
pios libros. Me interesa siempre sólo el libro que estoy escribiendo.
— Alguna vez usted dijo: “me interesa la preñez". ¿Escribir es como
parir, verdad?
— Claro. Mire: un artista sin imaginación es igual a cero. Uno necesi­
ta una imaginación de contrabandista de drogas, experto en burlar adua-
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ñas de todo el mundo. Baudelaire decía que el trabajo es una forma deses­
perada de divertirse y eso es verdad. Trabajando se presentan las ideas y
se estimula la imaginación. Sin imaginación no hay escritor. La imagina­
ción es la gran matriz proveedora de argumentos, de estructuras, de estilos.
Es una especie de mayéutica: un parto diario. El escritor tiene embarazos
constantes, perennes. Por eso digo que me interesa el libro que está por
nacer; me preocupa la preñez. Y como para mí la inspiración no existe, tra­
bajo todos los días. Soy un sistemático, y si no escribo cada día, me abo­
targo. Hay un manicomio dentro de un escritor, ¿no cree? Si uno tuviera
una población de hombres correctos, sería un escritor insoportablemente
monótono, porque la vida correcta es lo más estúpido que hay.
— Henry M iller recomienda “cultivar la locura”.
— Lógico; escribir es una forma de masoquismo. Sobre todo si no pro­
duce ganancia alguna. Entonces colinda con el sacrificio y la santidad. Yo
jamás he dado un paso para hacer un negocio, pero he dado miles para ha­
llar un adjetivo gravitacional. Toda mi felicidad consiste en eso. Sólo las
letras abastecen mi necesidad de vivir. Fíjese que en las inquisiciones que
me hicieron tres militares, en el año ’77, cuando la última dictadura, mucha
gente creyó que yo iba a ser otro desaparecido. Uno de los coroneles tenía
mi libro Vil y Vil en las manos, todo subrayado y le temblaba la voz: “¿Us­
ted escribió esto?” Le respondí que sí, pero lo que ahí dice lo dicen mis per­
sonajes. No soy yo. La cabeza de un escritor, sépanlo — les dije— es una
matriz que está siempre preñada: siempre está pariendo personajes. En otro
libro mío, si lo quieren leer — les expliqué— hay 106 personajes. Ese li­
bro es Caterva. Y hay putas, hay militares, hay hombres honestos, aboga­
dos, etc., y cada uno habla su idiom a... Pero ellos estaban espantados
porque en Vil y Vil el personaje de un joven estudiante putea de lo lindo
contra los militares. Pero era una argumentación incomprensible para tan
supina ignorancia.
— ¿ Usted tuvo alguna vez militancia política, o p o r la magistratura no
pudo tenerla?
— Jamás la tuve. He sido completamente ejemplar en ese sentido.
— Volviendo a su estilo de trabajo, decía que escribe a mano. ¿Luego
pasa a máquina?
— Sí. Trabajo a mano, a la manera griega: la palabra estilo quiere decir
punzón con que se escribe la tableta encerada. De ahí la palabra estilográ­
fica. Como se llamaba antes a la lapicera. El estilo, por transferencia lin­
güística, se convirtió en una medida de la calidad literaria. Cuando paso a
máquina, sólo voy corrigiendo, depurando... Y me queda mucha obra in­
conclusa, que quiero terminar. Hay poemas, pequeños cuentos, pero ya no­
velas no. La última fue la del crápula éste, Decio ochoa, de 400 páginas.
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Pero ya no haré estas obras de largo aliento, porque toda novela recaba
una medulación progresiva y constante, casi obsesiva. Por eso Lugones no
escribió novela. Ni Borges. Son escritores más o menos repentistas, que
no tienen una dinámica intelectual permanente, sistematizada. ¿Qué no­
velista de la Argentina ha publicado, por ejemplo, diez novelas? (Se ríe).
Cite usted...
— Estoy pensando, y confieso que no se me ocurre...
— Benito Lynch escribió tres o cuatro. Mallea cuatro o cinco. Sábato
dos o tres, muy buenas, pero dos o tres. Bioy Casares, Cortázar, quien quie­
ra. No hay un escritor argentino que haya escrito diez novelas. Yo llevo
once. Es que la novela recaba eso: un persistente pensar, y tener los bol­
sillos siempre llenos de papeles vinculados al tema: ir agregando al per­
sonaje, ir dotándolo. En la novela usted tiene que prestarle cultura a los
personajes. Aníbal Ponce, en los años ’30, decía de mis novelas que reno­
vaban el lenguaje por esto mismo, por la cultura de los personajes.
— En la fam osa discusión Boedo-Florida, ¿usted participó?
— No, yo estaba muy lejos. Buenos Aires estaba muy lejos. Pero sen­
timentalmente yo estaba con los de Boedo. Ah, ahí tiene a alguien que no
mencioné: Barletta. Él fue muy generoso conmigo: escribió que yo era
“el único escritor europeo que tiene la Argentina”. Pero esa simpatía creo
que me venía por mi origen humilde: hijo de un almacenero gallego y de
una madre analfabeta, porque mi mamá era analfabeta. Era un hogar ob­
viamente socialista, desde chico fui bombardeado en tendencias de iz­
quierda. Mi padre, vea, vino de España casi analfabeto y aprendió a leer,
me contaba, debajo de las carretas mientras recorría la provincia de Bue­
nos Aires, allá por Olavarría, en los años ’80, los ’70 del siglo pasado. Una
vida muy azarosa. Esas cosas quedan; en mi libro Aquende hago por ahí
una cierta apología de Rosas. ¿Sabe por qué? Porque mi papá era rosista.
Siendo extranjero, él decía que la gente de Quequén, de la pampa, los
arrieros y fleteros, jam ás pronunciaban un solo dicterio contra Rosas.
— Usted ha vivido todo el siglo. ¿Cómo diría que cambió la vida, cómo
cambió el país?
— Yo creo que para bien. Por supuesto que para bien. Faltan algunos
escalones, claro está, para llegar a lo excelente, pero todo cambió para
mejor. Soy totalmente optimista, con respecto al futuro. Tanto la Repú­
blica Argentina, como el mundo, están cambiando. Yo he visto, fíjese, una
Argentina manejada paternalmente, con cuatro millones de habitantes. Y
ahora tenemos una Argentina de 32 millones que está cambiando; el paternalismo desaparece; desaparece la caridad por la justicia; la desigualdad
por una distribución equitativa. Hay un trato más humano en la gente. Ya
desaparecerá el elitismo, a su tiempo, vamos en esa dirección... Por más
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que por otro lado, uno ve que tecnológicamente las elites, la gentry como
dicen los ingleses, tratan de perdurar por medio de los adelantos técnicos.
Una evolución de ese tipo puede llegar a constituir una nueva aristocracia,
y ése es el peligro. Si el tecnicismo es dominado con un criterio democrá­
tico, llegaremos a un mundo mucho mejor.
— Una última pregunta: si volviera a nacer, ¿qué sería?
— Lo mismo: un escritor. Y repetiría mi vida minuto a minuto. Mi
m ujer decía lo mismo. Nos gustaba la vida recoleta, aislada, un poco soli­
taria y conviviendo con el medio en esos contactos eventuales que pre­
senta la vida. Pero dueños absolutos de nuestro yo.
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Al cuento hay que tocarlo
en un buen violín
y bien tocado
n s u casa de Madrid, cerca de la Puerta de Toledo, junto a una
computadora que lo tiene entusiasmado — y sobre la cual prácti­
camente da un curso a quien lo visite— y con una botella de vino
tinto sobre la mesa de la sala (que acompaña la charla) me recibe
Daniel Moyano. De trato suave, afectuoso, habla con marcadí­
sima tonada cordobesa, y su voz llena esa casa modesta, cubier­
ta de libros en las paredes, decorada como cualquier típico departamento
de clase media argentina. Casi no bebe, no fuma, y mira constantemente
la ventana como buscando, afuera, las respuestas. Por momentos rondan
el diálogo su esposa y su hija.
A los 57 años, aunque nació en Buenos Aires, en 1930, se considera
riojano. Con su mechón de pelo cayéndole, rebelde, sobre el rostro, con ya
marcadas arrugas y una mirada triste, Moyano recuerda su infancia en
Córdoba, provincia en la que se formó intelectualmente, y especialmente
sus años en La Rioja. Allí ejerció el periodismo, se desempeñó como pro­
fesor del Conservatorio Provincial de M úsica y fue violinista del Cuarte­
to de Cuerdas y Orquesta de Cámara de esa institución. También fue en
esta provincia del noroeste argentino donde conoció la cárcel, cuando la
dictadura militar surgida del golpe de marzo de 1976 lo detuvo por algu­
nas semanas — con simulacro de fusilamiento incluido— , luego de lo cual
marchó al exilio y se radicó, con su familia, en España. En ese país reside
desde entonces, y allí obtuvo la nacionalidad en 1981.
De su vasta obra novelística pueden mencionarse El oscuro (1968); El
trino del diablo (1974); El vuelo del tigre (1981); y Libro de navios y bo­
rrascas (1983). Su producción también abarca un centenar de cuentos,
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publicados en libros como La lombriz (1964); El fuego interrumpido
(1967); y El estuche de cocodrilo (1974), entre otros. Además, sus libros
han sido traducidos y publicados en diversidad idiomas.
Mi primer encuentro con Moyano se produjo en Eichstatt, Alemania,
en septiembre de 1987, en el congreso “Literatura Argentina Hoy: De la
Dictadura a la Democracia” . Allí prometió que accedería a esta entrevista,
que se realizó en Madrid un mes después. He aquí las partes sustanciales
de esa larga conversación.
GIARDINELLI: Alguna vez has dicho que la dictadura te hizo perder el
habla y que la literatura la recuperó, pero estuviste varios años enmude­
cido, sin poder escribir. ¿Por qué no empezamos recordando ese proceso?
MOYANO: Yo estuve preso unas pocas semanas, en el ’76, y luego me
dieron La Rioja por cárcel. En cuanto salí pregunté si realmente no podía
moverme y me dijeron “váyase donde se le dé la gana”. Entonces me fui
a Buenos Aires, saqué el pasaporte y en una semana me embarqué con la
familia en el “Cristóforo Colombo”, porque nos trajimos toda la casa. Y
así como al cruzar el Ecuador cambian las estrellas, al llegar aquí, a Es­
paña, me di cuenta de que había enmudecido. Estuve cinco años sin poder
escribir.
— ¿Cuando te detuvieron, estabas escribiendo algo?
— Había terminado el primer borrador de El vuelo del tigre. Mientras
estaba en la cárcel, unos curas amigos fueron a casa y le pidieron a mi
m ujer que les m ostrara mis papeles, por si acaso. Y encontraron la no­
vela, la leyeron y enterraron el original. Cavaron un pozo en la huerta y
la enteraron Todavía está ahí, porque cuando yo volví a la Argentina no la
encontré. Y no me iba a poner a cavar en toda la huerta, de modo que
escribí otra versión.
— Entre el ‘76 y el ’81 no pudiste escribir. ¿Cómo fu e eso?
— Nosotros llegamos un año después de la muerte de Franco, y esto era
muy difícil. Vine a España por algunos amigos que me lo sugirieron, y
otros que tenía aquí. Pero después, cuando llegué, no respondieron. Tuve
que entrar a trabajar como peón en una fábrica, estábamos muy mal eco­
nómicamente, y eso me deprimía mucho. No podía escribir ni cartas. Y lo
que intentaba, me salía con sangre, con pesadillas, calabozos y metralletas.
No podía superar lo que había pasado, porque a nosotros nos simularon un
fusilamiento: estaba con un amigo, Carlitos Naón, y nos pusieron contra
la pared y él me dijo: “chau, Daniel, gracias por la amistad”, mientras es­
cuchábamos los aprontes de las arm as... Luego estuve 12 días en una cel­
da de castigo, donde no sabía si era de día o de noche. Y bueno, tiempo
después, en el “Cristóforo Colombo”, no sé en qué momento del viaje,
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sentí que había perdido la noción de las palabras. Ni apuntes podía hacer.
Eso me duró cinco años, hasta el ’81. Trabajaba en una multinacional, li­
jando plásticos. Ahí se hacían maquetas de refinerías de petróleo, y yo
cobraba un sueldo de hambre.
— ¿Podías hacer música, al menos?
— No, tampoco. Ni trabajar tranquilo, podía. Por ese tiempo salió una
ley en España, por la cual para tener residencia tenías que conseguir tra­
bajo, y para conseguir trabajo había que tener residencia, lo cual era un
círculo vicioso perfecto. En esa multinacional me dieron ambas cosas, y
eso me salvó.
— ¿Ni siquiera tenías ganas de escribir?
— Bueno, tenía necesidad de escribir, pero no podía. Me sentaba, hacía
apuntes, quería volver a escribir El vuelo del tigre, que es una novela hija
del lopezreguismo. Yo quena matar la violencia, con esa novela. Total: que
no podía y cada día me degradaba más y más, bebía... El alcohol te anula
la voluntad, claro, y al final llegué a un estado en que ya no me importaba
nada de nada, más allá de que no se me muriera de hambre la familia.
— ¿ Y d e tu obra anterior, cobrabas algunos derechos?
— No, nada. Si además estaba silenciado en Argentina, y en La Rioja
habían quemado todos mis libros en el cuartel. Lo que fue un honor, dicho
sea de paso, porque quemaron mi obra junto con la de Cortázar, y la de
Neruda. ¿Y sabés por qué? Un día mi mujer fue a preguntar por qué yo
estaba preso. “Por su ideología”, le respondieron. Y a m í me hicieron fir­
mar un papel en el que me preguntaban cuál era mi ideología. Y yo no
sabía cuál era. Como tampoco lo sé ahora. Estoy en el idioma español, en
la lengua castellana, ése es mi sistema ideológico: mi idioma, no tengo
otro. Y no es que yo sea apolítico, todo lo contrario. Pero, ¿ideología?: soy
un escritor. No, no pasaba nada con mis libros, Mempo. Ni se reeditaban
aquí en España. Y así pasaron cuatro años y un día vino Ernesto Sábato y
me hizo la gauchada de hacer unas declaraciones diciendo que cómo era
posible que las editoriales españolas no reeditaran mi obra. Pero la verdad
es que yo tampoco me ocupaba de pedir; siempre tengo la respuesta de
José Hernández: “Sangra mucho el corazón /del que tiene que pedir”. Y
más en tien a extranjera. En mi país puedo pedir, pero aquí no.
— ¿Y cómo superaste esa crisis?
— Tiempo después, ya en el ’81, un día vino un amigo que es médico
y pintor, Osvaldo Gomáriz, y me dijo: “yo tengo un remedio para vos”.
Creí que me iba a dar unas pastillitas y le dije que no quería saber nada.
Pero él me dio la llave de su bohardilla y me hizo ir a visitarlo. Y prácti­
camente me obligó a escribir: él pintaba y cebaba mate, y me ponía papel
en la máquina. “Escribí, carajo”, me decía. Y así probé varios días y no
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podía superar, cómo diré, mi nihilismo. Yo ya no creía en nada y le tenía
miedo a volver a creer en la literatura. Además, habían pasado muchas
cosas en el país, en mi vida, y bueno, yo no me considero un escritor rea­
lista y por lo tanto no sabía qué hacer. Pero estaba muy cargado. Así que
un día me planté y le dije a Osvaldo: “Mirá, yo no tengo más tías, y sola­
mente sé escribir sobre mis tías, así que planto y se acabó”. Entonces él
me dijo: “Ah, bueno, yo tengo una, te la presto”. Y siguiendo la broma, le
pregunté cómo se llamaba y me dijo: “Se llamaba Lila y era preciosa; vive
todavía”. Me gustó ese nombre. El empezó a contarme: “Mi tía L ila ...” y
yo lo interrumpí: “No, no me cuentes nada, porque si no, no voy a poder
imaginar. Dejame ver si te cuento yo sobre la tía Lila” . Y se produjo como
un pinchazo en esa bolsa de angustias que yo tenía adentro, y por el agujerito empezó a salir el cuento, que ahora te regalo para la revista. En reali­
dad yo no lo escribí, sino que estaba, se hizo solo, lo tenía guardado. Más
aún, yo intenté no contarlo sino que sólo quise que sucedieran las cosas.
— ¿Contar sin contar; cómo es eso?
— Sí, si te pasás cinco años sin escribir, un día te das cuenta de que si
volvés, querés hacerlo todo distinto de lo que hiciste antes. No tener que
contar más, puntualmente, todo lo que sucede, sino escribir simplemente
lo que sucede.
— Como un testigo de lo que pasa en el texto.
— Claro. Como decía Horacio Quiroga: “contar como si uno fuera un
personaje más”. Había hablado un par de veces con Cortázar de este tema,
y una vez con Rulfo, en un congreso de escritores. Los tenía muy presen­
tes, y lo que yo quena era escribir diferente. Si observás Tía Lila verás que
no se dice que viajaron a Cosquín sino que de pronto están en Cosquín. Hay
un huir del contar acciones obvias. Los hechos que se narran surgen de las
primeras palabras, lo que Cortázar llamaba “una musiquita que te viene”.
Cuando yo escuché “Tía Lila” y me encantó el nombre, me senté y escribí:
“La vi vestida de blanco, con su vestido plisado”. Y enseguida: “Pobre tía
Lila, tan alta y tan soltera”. Y cuando escribí “pobre tía Lila” ya me puse
en plan de sobrino de ella. Yo era uno de los chicos del texto que iba salien­
do, y claro, yo me crié en Córdoba, donde en efecto jugábamos al fútbol
con sapos, incluso hay una zamba famosa que se llama “Pateando sapos”.
— ¿ Y cuándo lo terminaste?
— Ah, en cuarenta minutos, por eso digo que el cuento estaba, salió
solito. Y así quedó; ni lo he tocado a ese cuento, lo que literariamente es
una barbaridad. Y cuando se lo entregué a Osvaldo, él dijo: “Igualita, idén­
tica a mi tía Lila”. Y ahí me destapé, ¿no? En esa misma bohardilla escribí
María Violín, por sugerencia de Cortázar, y poco tiempo después me invi­
taron a un congreso en La Sorbona, en París, al que fueron creadores de
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todo el mundo. Y este cuento, Tía Lila, gustó mucho cuando lo leí, y gra­
cias a eso me lo pidieron para traducirlo y salió en Le Monde. Mi hijo Ri­
cardo me dijo: “¿Viste que sabías escribir?”.
— Algo así como la recuperación por la escritura.
Por eso a este cuento lo quiero tanto. Me dio muchas satisfacciones;
se ha traducido a muchas lenguas, está muy publicado. Aunque en Argen­
tina, no, fíjate. Ojalá lo publiques vos.
— Y a partir de allí, se te ablandó la mano. ¿Tuviste alguna recaída?
— No, volví a ser escritor. Y como a los dos meses reescribí El vuelo del
tigre. En pocos días, también. Y se mandó a Argentina y se publicó parece
que con bastante éxito, porque yo estaba ya escribiendo Libro de navios y
borrascas y me dijeron que la querían pronto.
— ¿ Y en ese entonces volviste al país?
— Sí, faltaban pocos meses para la caída de la dictadura. Fui con un
equipo de la televisión española y se filmó allá una película con toda mi
peripecia. Y cuando se pasó aquí, por la televisión, había preguntas del pú­
blico y me preguntaron si yo volvería definitivamente a la Argentina. Yo
dije que era muy difícil, porque como bien dice Benedetti así como hay
exilio hay también un desexilio, que es tremendo y vos lo sabés muy bien,
Mempo, de modo que yo dije que era difícil. Entonces me pasaron la voz
que se había grabado esa mañana, del presidente Alfonsín diciendo que
“por favor vuelvan, que los necesitamos, que los esperamos con los brazos
abiertos...” Fue muy emocionante. Tanto que dos años después, en una vi­
sita a España que hizo Alfonsín yo fui a la embajada y le pedí que me de­
jara tocarlo. Me preguntó por qué. Y le dije que yo nunca había tocado un
presidente, y menos civil, y eso que nací el 6 de octubre de 1930, un mes
después del primer golpe de estado y por eso mi mamá solía decirme que
casi nací del susto, un mes antes.
— ¿ Y seguiste escribiendo cuentos?
— Bueno, primero estuve muy dedicado a estas dos novelas, y además
seguía trabajando en la fábrica. Por el ’83, ’84, empecé a trabajar en un
diario, Liberación, que al cabo de un tiempo se fundió y me quedé sin tra­
bajo. Entonces un día mi hijo me sugirió escribir algo para el Premio “Juan
Rulfo” de París, ya que estábamos sin dinero y era un buen premio. Y es­
cribí mi cuento Relato del Halcón Verde y la Flauta Maravillosa, y me
gané el premio. De zapallazo, digo yo, porque se habían presentado como
2.500 negros. Y bueno, con eso compramos los muebles y terminamos de
pagar la casa.
Pero yo me refiero a escribir cuentos como una actividad constante.
¿Podés sostenerla aun con crisis económica o en medio de la escritura de
novelas ?
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— Bueno, no sé si te pasa a vos, pero a mi las novelas me desconcen­
tran con respecto a los cuentos, por un tiempo. Yo escribí muchos cuen­
tos, sí, pero la verdad es que desde Tía Lila me m etí mucho con las
novelas. A El vuelo... y Navios... le siguió mi últim a novela Tres golpes
de timbal, todavía inédita y que prácticamente acabo de terminar. Los
otros días escribí un cuento para niños, por un desafío familiar: un sobri­
no que tiene ocho años y que desde Argentina me pidió que le mandara
un cuento. Me asombré de poder hacerlo, y me hace pensar que quizá
necesito que me provoquen. Pero lo que sí me sorprende es que he em pe­
zado a reescribir algunos viejos cuentos. Ya he reescrito La lombriz, que
antes estaba en tercera persona y ahora lo pasé a primera, conmigo mismo
de personaje y ha cambiado totalmente. También reescribí Los mil días.
— ¿ Y por qué hacerlo, eh?
— A mí me fascina esa tarea; es como superar viejas inexperiencias
veinte años después. Y voy a reescribir todos los que merezcan ese traba­
jo, los que considere que se pueden salvar, remendar. La lombriz a mí siem­
pre me gustó, pero era un cuento desperdiciado por inexperiencia. Pero
claro: con lo que uno ha aprendido en veinte años ya es menos tonto que
antes. Y ahora me ha salido mejor, creo que ha ganado muchísimo. El pro­
blema es para los pobres traductores.
— Es curioso este fenóm eno de un autor que se dedica a reescribir su
obra, incluso estando ya publicada. No es común. ¿Qué significa eso,
Daniel, acaso un deseo perfeccionista de tu propia trayectoria? ¿O es
ocupar el tiempo porque estás medio vacío de nuevas ideas?
— Un poco por deseo perfeccionista. Y otro poco por algo que una vez
me dijo Ricardo Piglia, hace muchos años, y tenía razón: “Qué desprolijo
que sos, Daniel, ¿por qué no revisás más tus cosas?” Yo nunca las revisa­
ba. Y ahora sí, con el ordenador de palabras con que estoy trabajando, las
reviso. Mis cuentos, la verdad, nunca habían sido revisados y por eso yo
decía que eran mejores en inglés o en otras lenguas, por mérito de los tra­
ductores.
— Hablando de los géneros, Daniel, ¿vos te sentís más cuentista, o no­
velista, o simplemente narrador?
— Ahora me siento más narrador. Pero sigo sintiendo un cariño muy
profundo por el cuento como género. Lo que pasa es que es más difícil
escribir cuento que novela. En una novela uno descubre la veta y empieza
a trabajarla. El cuento te lleva él y te obliga. Es como una relación amorosa
súbita, violenta e impostergable. Es una cita a la que uno no puede faltar.
Tenés que hacer el amor con ese cuento de una manera perentoria, mien­
tras en la novela uno puede demorarse.
— La novela es una seducción lenta.
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Claro. Pero no hay nada más hermoso que cuando te cuaja un cuento.
— ¿Cómo es tu relación con ellos?
A muchos los quiero, y los que considero que me salieron mejor son
los que quiero reescribir. otros no, no los tocaré... Mis libros son medio
desparejos, ésa es la verdad. Pero hay algunos cuentos que me han dado
muchas satisfacciones. Tía Lila, sin duda. También el Relato del Halcón
Verde..., que tuve que escribirlo cuatro veces, porque no me salía. Me dio
mucho trabajo. Y otros como la Cantata para el hijo de Graciliano, que es
un cuento viejo, creo que está redondo, que no lo tocaré. No sé, Mempo,
me doy cuenta de que de golpe tengo buenos cuentos en mis libros, y hay
otros que no, que son francamente malos. Ahora pienso, como dicen aquí
en España, adecentarlos a todos y juntarlos en un libro, hacer una especie
de antología personal.
— ¿ Y ten és obra nueva, cuentos inéditos, recientes?
— Sí, tengo un libro inédito. Se iba a llamar Anclado en Madrid porque
parecía que el exilio era el tema, pero luego lo llamé Tía Lila y ahora creo
que lo voy a titular Relato del Halcón Verde y la Flauta Maravillosa.
Algunos de esos cuentos ya se han publicado en otras lenguas, y ahí in­
cluyo uno que se llama Al otro lado del mar, que sólo se publicó en idioma
polaco, y que quiero mucho: es la historia de un indio que traen los con­
quistadores españoles a España y él cree que viene al paraíso de la cruel­
dad. Y también incluye lo que creo que es mi mejor texto, que es un cuento
largo, o una novela breve, de 64 páginas, basado en una frase de Macedonio Fernández, que dice que “la vida es el susto de un sueño”. Se titula En
la atmósfera y todavía estoy dudando si no lo publico solo, como nouvelle.
— ¿Por qué decís que es tu mejor texto?
— Porque es el que escribí con más fuerza, es un texto adulto, maduro.
Es la historia de un argentino que está bebiendo coñac en Madrid, una no­
che, de lluvia, y abre una maleta donde en forma de una especie de mu­
ñecos están los primeros recuerdos de su vida, de cuando él entró en la
vida. Al final, borracho, pretende triturar a los muñecos tirándolos al ca­
mión triturador de la basura, pero los muñecos le dicen entonces que él,
el que narra, es un recuerdo de ellos, así que mejor tenga mucho cuidado.
El tema del doble, un tema muy borgeano.
Y de Macedonio, claro. Y entonces los muñecos dicen que “nos va­
mos a quedar. Porque estamos en la atmósfera. El tiempo dará muchas
vueltas; de aquí no se sale nunca”. Y sigue lloviendo en Madrid.
¿ Y ahora estás más preocupado por cuidar tus textos, los revisás,
los reescribís?
Sí, claro, ya lo aprendí. En la atmósfera es de hace cuatro años y está
muy trabajado. He empezado a tomarme en serio la literatura.
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— ¿Hay alguna exigencia de tipo literario? ¿Sentirte más expuesto?
— Bueno, pienso que lo que he dado hasta ahora, no es todo lo que yo
puedo dar. Además, tengo necesidad de escribir, como tiene necesidad de
comer el que tiene hambre. Y sí, me exijo más porque quiero ser mejor
escritor. Yo con la literatura tengo una relación amistosa desde la escuela
primaria, no es algo extraño ni lejano, sino que yo estoy dentro de ella.
Somos amigos de la infancia y tenemos suficiente confianza; mis primeras
cosas las escribí en la escuela primaria. La diferencia, cuando digo tomár­
mela en serio, significa que ahora todas mis energías se las dedico a la lite­
ratura, mientras que antes las repartía en otros oficios, en el periodismo,
y en la música, no te olvides. Yo toqué diez años, o quince, la viola en el
cuarteto de La Rioja. Ahora la abandoné totalmente, lo que siempre fue
una opción difícil para m í porque me gusta ser músico.
— Eso se nota en el hecho de que toda tu obra tiene mucha sonoridad,
y no sólo en los títulos: “Trino”, “F lauta”, “Timbal”...
— Sí, y particularmente en esta última novela, mi personaje juega
mucho con las palabras. Hay un tratamiento, no musical, pero sí sonoro.
Es muy importante cómo suenan las palabras.
— ¿ Vos leés en voz alta?
— Sí, claro. Hay párrafos que debo leerlos para ver cómo suenan. Yo
aprendí en Rulfo que hay momentos, palabras, que estallan de golpe. Por
ejemplo, la lecha de la Felipa yo siempre la comparo con el Re de la
Chacona de Bach, el Re final. O, en ese cuento titulado Es que somos muy
pobres, hay un momento culminante cuando Rulfo dice que si la crecien­
te también le llevó el becerro, “mi hermanita la Tacha está tantito así de
retirado de volverse piruja” como las demás hermanas. Para m í esa frase
es el estallido del tema, pero además la palabra “tantito” es la que sopor­
ta todo el peso del acorde maravilloso que es ese cuento. Como homenaje
a él, y como práctica, yo creo que cuando los cuentos dan, y el idioma se
te entrega, hay que buscar ese acorde.
— Quizá debí hacer esta pregunta al comienzo de la charla, Daniel.
Pero, ¿qué es el cuento, para vos? Como sentimiento, no como definición.
— Para mí, es la manera más familiar, generosa, intensa y violenta que
uno tiene de salirse de la rutina y de la aburrida realidad. El cuento es ese
medio violento y rápido y hermoso de sacarte de esta realidad, para conec­
tarte con esa otra que vislumbramos, que deseamos.
— ¿ Y cuál fu e tu prim er cuento escrito?
— Uno que se llama La espera y que está publicado por Sudamerica­
na. Yo tenía un amigo que me criticaba siempre mis intentos poéticos,
me orientaba, me ayudaba mucho. Pero me decía que no me metiera con
el cuento porque era muy jodido, muy difícil. Un día le llevé La espera y
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se quedó mudo. Es una maravilla, me dijo, y fue su primer elogio así, con­
tundente. Yo era gasista, en ese entonces, y trabajaba para unos alemanes,
en Córdoba; no había podido ni terminar la secundaria, pero leía mucho,
muchísimo. Y estudié francés y alemán, porque estaba loco por leer a Kaf­
ka en alemán. Apenas llegué a traducir algunos poemas de Hölderlin,
algo de Rilke, pero todavía no pude leer a Kafka en su idioma. Bueno, yo
tenía 24, 25 años, y me largué a escribir un cuento por semana, lo cual no
garantiza nada: el hecho de que que salga un buen cuento no significa que
todos los que siguen tengan algún valor. Y después empecé con la nove­
la. Pero para m í la novela es un género más fácil. El cuento es el género
más difícil, porque participa de la poesía, y el lenguaje tiene que estar
muy ajustado. Es como un capricho de Paganini, que hay que tocarlo en
un buen violín y bien tocado.
— ¿Con qué escritor tenés una deuda más grande; a quién le debés más?
— Creo que quien me decidió, no por un género determinado, sino por
la literatura, fue Kafka. Él fue quien me dijo “no te queda más remedio
que escribir”. Kafka a m í me conmovió como nadie; me enseñó a des­
cubrir la realidad; lo que yo intuía absurdo, Kafka me lo demostraba. Me
ayudó a que tratara de evadirme de ella, o de modificarla, o de agregarle
cosas mediante palabras, mediante la escritura, que es lo que uno al final
intenta hacer. Uno con las palabras se fabrica las cosas que la realidad le
niega, y de paso uno trata de ahondar más en la realidad. Y otro fue Pave­
se, a quien tuve la suerte de leer en su lengua. Así empecé con los cuentos
y luego con novelas. Pero yo no sé escribir novelas. Vargas Llosa sabe
hacerlo. Yo no tengo planes, yo me largo a navegar. Creo más en los tex­
tos, que en los géneros.
— ¿ Y con el cuento contemporáneo, con los maestros de este tiempo,
qué relación tuviste? Hoy hablabas de Rulfo, de Cortázar...
Siempre digo que nosotros, los del interior, estamos más cerca de
Rulfo que de Borges o Cortázar. Se lo he dicho incluso a Julio. Creo que
por provincianos, sí, pero sobre todo por actitud ante el habla. A m í el
mundo de Borges, como dice Gombrowicz, me gusta y me halaga, pero no
me modifica ni me deja en el estado en que me deja un cuento de Rulfo.
u o me toca en profundidad, Borges toca mi inteligencia. Pero no me
ace vibrar cuerdas por simpatía Borges, porque la suya es una metafísica
antástica, conocida de antemano, pero no dice “tantito así de retirado de
volverse piruja”. No lo puede decir. Entonces tengo todo el respeto, inclu­
so cariño por Borges, pero no es igual que mi amor por Rulfo. Y con Cortazar creo que los del interior hemos aprendido mucho de él, pero no le
e emos nada. O le debemos agradecer, en mi caso, su amistad, y especial­
mente su actitud ante la literatura, porque a nosotros nos habían educado
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en el cuello duro y Julio nos ayudó a sacárnoslo. Es una deuda maravillo­
sa. .. Pero lo que quiero decir es que para mí, el maestro de este siglo, en
lengua castellana, es Rulfo.
— Hace un rato decías no ser un escritor realista. ¿Cómo te defini­
rías? o mejor, ¿cómo te sentís frente a las etiquetas?
— No me siento cómodo. Yo no sé lo que es realidad ni lo que es fan­
tasía, y éste es un tema muy polémico y sobre el que podríamos hablar
horas y horas. Para mí los temas narrativos, con los que uno se encuentra
por vocación o por elección, son los que corresponden a las circunstan­
cias de cada uno. Yo podría haber vivido las mismas circunstancias que
vos, y sin embargo no haber escrito Luna caliente; yo hubiera escrito otra
novela. Por lo tanto, dentro de la circunstancia de cada uno, cada uno
encuentra los temas que inconscientem ente desea buscar — o los temas
se encuentran con uno— . Pasa como con las ondas sonoras: cuando uno se
encuentra con ellas, por afinidad o por lo que fuere, puede vibrar en una
cuerda o en otra. Pero hay que usar la cuerda necesaria. Así que si yo
necesito ser absolutamente realista, ¿por qué le voy a tener miedo a ser­
lo? ¿Y por qué le voy a tener miedo al panfleto, o al soneto? No, yo creo
que hay que superarse y ser libres ante este fenómeno milagroso de las
palabras. Pero claro, eso no quiere decir que uno deba fotocopiar la rea­
lidad. Por eso en Tía Lila no se menciona a los militares.
— A h í entramos en otro tema: el de la alusión.
— Claro. Y sea que es involuntaria, o buscada inconscientemente, lo
que yo sé es que no encontraría otra manera de contar que la que encuen­
tro. Siempre digo que los escritores no estamos para duplicar la realidad;
tenemos que trasladarla al lenguaje. Nosotros hacemos un mundo de pa­
pel. En 1980 fui jurado en Cuba, y leí catorce novelas donde se describe
la tortura tal como la tortura es, y no me creí ninguna. Y no se puede creer
eso, porque es una transcripción de la realidad. Entonces nosotros, como
escritores, para hablar de la tortura, lo tenemos que hacer de manera tal
que nunca más se la puedan sacar de encima: hacerlo con palabras, y yo
lo intenté en El vuelo del tigre. De modo que “realista” no creo ser, pero
no sé qué etiqueta me cabría. Quizá realismo mágico, porque a la realidad
no la puedo negar. Yo no podría escribir un cuento con fantasmas, o sí,
pero siem pre con una referencia a la realidad. O salvo que me propon­
ga jugar. Lo que digo es que las cosas que me llegan las derivo a algunas
cuerdas. Y así un texto testimonial, como el Relato del Halcón Verde y la
Flauta M aravillosa, puede estar lleno de imaginación; porque si matás
un Falcon verde de la policía con la nota Re de una flauta, creo que es un
hecho imaginativo, ¿no?
Jo sé D o n o s o
Me gusta
más la literatura
que el éxito
a contratapa de casi todos sus libros, editados dondequiera, dice
exactamente lo mismo: “José Donoso nació en Santiago de Chile
en 1924, en el seno de una familia de médicos y abogados. Des­
pués de estudios desordenados debido a rebeldías y viajes, regresó
para terminar sus estudios en la Universidad de Chile y en Princeton. Ha sido profesor de literatura inglesa en la Universidad Cató­
lica de Chile, redactor de la revista Ercilla durante cuatro años y durante
dos años profesor en el Writers Workshop de la Universidad de Iowa. Tam­
bién ha enseñado en las Universidades de Princeton y Dartmouth. Ha ob­
tenido dos veces la beca Guggenheim”. Seguidamente, va la enumeración
de su obra publicada, que se inicia en 1955 con un libro de relatos: Vera­
neo y otros cuentos, y sigue con títulos como El lugar sin límites, Casa de
campo, El jardín de al lado, entre otras novelas. Su última obra es la im­
pecable novela La desesperanza, publicada el año pasado.
Pero eso no es suficiente para retratar a este hombre encantador, a es­
te amigo generoso y bonachón, a este escritor incomparable. José “Pepe”
Donoso es ante todo un viajero empedernido, un visitante frecuente de la
Argentina, un enamorado de Buenos Aires — "la babilónica y ateneica”,
como la ha definido— . y un sempiterno visitante de la Feria Internacional
del Libro. De modales amables y sonrisa siempre a flor de labios, camina
°s pasillos, se dedica durante horas a firmar autógrafos en las portadillas de
sus libros, se sienta con quien quiera a tomar café, se deslumbra ante las
noticias de sus muchos amigos porteños, se entusiasma, gesticula, parece
un niño feliz. De manos inquietas que se entrelazan mientras habla, y lue­
go se desanudan para volver a trenzarse, es un conversador ameno, si por
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— Primero debo decir que soy, ante todo, un lector de novelas, y un lec­
tor sempiterno. Pero igualmente, cuando leo cuentos no me guío por un sen­
tido mecánico. Le aplico los mismos gustos que le aplico a una novela: una
buena escritura; una inteligencia; una visión ambiciosa de lo que es la vida.
Hay cuentos que en cinco páginas te pueden dar todo eso; ahí están los de
Juan Rulfo, por ejemplo. Los leo y requeteleo; Macario es uno de mis pre­
feridos.
— ¿ Cuáles son los mejores cuentos que leiste en tu vida ?
— ¿Universales? Algunos norteamericanos, aunque no los de Poe, de
quien no soy un gran admirador. Myriam, de Capote, me es inolvidable.
Algunos de Cortázar: Casa tomada, que a mí me enloquece, me encanta
probablemente porque yo ando por esos mismos rieles. Alguno de Borges,
claro, como Funes, el memorioso. Otro que no puedo dejar de mencionar
es Lo real, de Henry James. Los cuentos de James son extraordinarios, por­
que son cuentos que analizan el fenómeno de la percepción artística sin
tocarla; son una elipsis permanente.
— Siempre sucede que responder la pregunta anterior lleva a definir el
cuento que le gusta al entrevistado. En tu caso, ¿es lo temático lo que más
te importa; no te interesa la técnica?
— Claro que no, para nada. Me interesan otras cosas, como la teoría,
pero no me importa la mecánica. Creo que un cuento, o una novela, puede
ser mecánicamente muy pobre y de un gran significante. El caso típico es
Los endemoniados, de Dostoiesvsky, que técnicamente es una porquería.
O Los miserables de Víctor Hugo, que es una de las novelas más mal es­
critas que pueden existir, te fijas, y sin embargo es una gloria de la lite­
ratura. A mí lo que me interesa es pensar qué parte de la experiencia
humana — o qué partes— se contiene en una frase.
— Hay un valor en materia cuentística que, en Argentina, y en gene­
ral en Latinoamérica, parece toda una moda: la espontaneidad. Y por lo
mismo que tú señalas — el destello— pareciera que si un cuento es espon­
táneo ya tiene valor. Importa la vertiginosidad, la vuelta de tuerca, el final
inesperado...
— Yo no estaría de acuerdo con eso. En absoluto. La espontaneidad psi­
cológica del autor no tiene importancia; lo que importa es convencer al lec­
tor de que ha habido espontaneidad en la creación. Me parece más relevante
el artificio de la espontaneidad, que la espontaneidad misma.
— ¿Para lo cual hace falta técnica?
— Hace falta mucha teoría.
— Y lectura. Y talento, como bien señala Denevi. ¿Pero qué es eso de
la teoría? ¿Reglas, leyes? Cortázar fu e uno de los que teorizó sobre el
cuento. Valadés lo ha hecho, el mismo Borges. Personalmente, creo que
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n0 ¡¡¿¡y ¡ales leyes ni puede haberlas. Cada cuento impone su ley propia.
¿Tú q u é crees?
Para mí, cada cuento tiene su propia biografía, y al nacer lleva deter­
minado en sus genes lo que va a ser. Hay una genética cuentística, ¿no
crees? Así como los genes determinan lo que el ser humano desarrollado
va a ser, en el cuento pasa lo mismo. En la literatura. Y lleva marcada la
serie de leyes que van a gobernar su crecimiento. Y hay cuentos que nece­
sitan este grupo de leyes, y cuentos que necesitan un grupo de leyes con­
trarias. Hay, sí, muchas teorías, pero honradamente creo que la gente, o los
escritores, suelen pensar que una cosa mata a la otra, y que si tú escribes
un cuento espontáneo es porque hay que escribirlo así, y no porque se pue­
de escribir uno espontáneo y los otros pueden ser totalmente un artificio.
O hay otros que dicen que el cuento es un artificio y todos los otros son
malos; y entonces se está totalmente en contra de la espontaneidad. Y yo
creo que debemos aceptar — yo lo acepto— la variedad. Me gusta la va­
riedad, y aun la contradicción, en los cuentos de un mismo autor. Eso es
precioso: la variedad está en el genio del tipo. Los escritores somos muy
mentirosos, tú sabes, y mentimos mucho sobre nuestras propias obras, de
las que no entendemos nada, absolutamente nada. No sabemos ver nues­
tra obra.
— Por eso hacen falta los críticos, mal que nos pese en ocasiones. Y
por eso Jorge Ruffinelli dice que “a la literatura la hacen los críticos: los
escritores sólo escriben libros ”.
— Claro, porque en el escritor hay algo de anarquista. Uno escribe real­
mente sólo lo que se le antoja, lo que le viene, lo que en un momento dado
se le ocurre. En mi caso, mira, la prueba más grande es que jamás he per­
tenecido ni a un club de fútbol, ni a un partido político, ni a una clase so­
cial definida, ni a nada. Yo por eso no me embarco con ninguna teoría,
tampoco en literatura. Pero atención: me interesa la teoría como forma de
saber. Como forma de aprendizaje, de interpretar, como cosa a posteriori,
como elucubración. Porque la literatura no es sólo lo que se escribe, sino
también aquello sobre lo cual se escribe. Y por eso ahora hay tanta litera­
tura sobre la literatura.
En tu obra se nota lo permisivo, lo no encorsetado. Hay transgre­
sión y hay mucho de ilimitado (no en vano, y creo que simbólicamente,
una de tus novelas se titula “El lugar sin lím ites”). ¿Te gusta ser así, o te
lo censuras?
Ni lo censuro ni lo aplaudo. Yo soy eso. Soy permisivo conrTiigo
mismo, también. Es una actitud de vida, no una actitud literaria.
Para muchos, el problema del cuento es su indefinición. Mucha gen­
te no puede vivir si no le definen las cosas...
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— Yo me temo que puede secarse. Ese único tema puede producir una
literatura muy pobre, a largo plazo, más allá de que coyunturalmente pue­
da ser útil y necesaria, ahora.
— ¿Tú lo adviertes, en tu taller, en los nuevos escritores?
— Totalmente. Y en dos sentidos: por abordar ese único tema, o por es­
caparle. En uno o en otro, la realidad que vivimos no puede dejar de estar
presente.
— ¿ Y a ti también te motiva lo que pasa en tu país?
— Mira: cuando uno ya es un hombre bastante mayor, como soy yo (y
lo digo con melancolía; no me gusta ser mayor, quisiera ser más joven),
ve que la gente de su generación, de la mía, se interesa cada vez menos
por las cosas que no son inmediatamente prácticas. Entonces, no tengo
interlocutores de mi edad, y me siento solo. La gente más joven me trae a
colación problemas, vivencias, gustos, conocimientos, aficiones, modas,
palabras, dichos, giros, que yo no conozco. Y eso me encanta. Pero tam­
bién me da terror, porque veo que me quedo atrás y que no tengo entrada
en lo nuevo. Veo que lo mío es otra cosa. Y me encuentro aislado... Pero
también me pasa algo muy bueno: de este modo sé muy bien de qué estoy
aislado. Conozco aquello que me aísla, y puedo sortearlo.
— La magia restauradora de las palabras. La literatura como pana­
cea, como fuente de vida, ¿verdad?
— ¿Por qué no? Es exactamente así.
M a r ía E l e n a W a l s h
El cuento infantil
no entra
en el Parnaso
o es fácil que acepte ser entrevistada. Y cuando acepta, luego
dice que se ha arrepentido. Habla de leyendas correntinas, pre­
para un té exquisito y deja al visitante asombrado ante el buen
gusto y luminosidad de su piso en el Barrio Norte porteño, de
vista magnífica y bibliotecas repletas de ediciones antiguas, en
español, inglés y francés, lenguas que domina. El aire que se res­
pira a su alrededor es limpio, fresco, pero es difícil romper sus preca
ciones. A primera vista, es una mujer que ni seduce ni se deja seducir. Pero
a poco de la conversación, del té, de la literatura, asoman su franqueza, su
espontaneidad, su carcajada traviesa.
No es fácil entrevistarla, pero es grato hacerlo. De respuestas breves,
concisas, es evidente su timidez. Sus modales suaves, su mirada directa y
azulísima, sin embargo, crean lentamente el clima propicio para que uno
se olvide de que está frente a un personaje famoso, casi una diva. Y apa­
rece una mujer sencilla y lúcida, juguetona, picara, irónica, a la que uno
no querría tener por enemiga y de quien seguramente sería hermoso mere­
cer su amistad. Y una mujer, también, que ha escrito algunas de las pági­
nas más bellas de la literatura nacional (sin el aditamento “infantil” al
sustantivo) y memorables artículos ensayísticos como aquel “El país
jardín-de-infantes”.
Nacida en Ramos Mejía, partido de La Matanza, en las afueras de Bue­
nos Aires, en 1930, María Elena Walsh se inició como poeta, a fines de los
anos 40. En 1960 se inició como autora de cuentos y canciones para ni­
ños, y como todo el mundo sabe es una de las escritoras más populares de
a Argentina del último cuarto de siglo. Es miembro, asimismo, del Con-
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Salían esp o n tán eam en te. Hay un mecanismo muy mágico, que es el
de la rima. La r i m a es la que te lleva a una determinada historia. Va orde­
nando el ritmo n a rra tiv o .
•lx) intuiste a s í o lo buscaste conscientemente?
No todo lo q u e se busca resulta. O resulta artificioso, al menos en
materia de rima. E s bastante fatal. Se nota el esfuerzo y lo que resulta es
terrible. La rim a t i e n e su propia magia; es como un mecanismo incons­
ciente; y hay m o m e n to s en que uno puede dejarse llevar por él, y otros
momentos en q u e n o . Es como las actividades parapsicológicas: de pron­
to uno es vidente, p e r o lo es un día y no de manera voluntaria.
— ¿Creés en la inspiración?
— No, no creo e n la inspiración, pero sí creo que muchas veces hay que
dejarse llevar p o r ju e g o s involuntarios, inconscientes. Y no hay problema
en no saber e x p lic a rlo .
¿El m aterial d e tus cuentos y canciones, de dónde salió? ¿De expe­
riencias vividas, d e la realidad, de la pura imaginación?
— Hay de todo. D e hecho la génesis de mi literatura es como la de cual­
quier otra: partir d e u n hecho o personaje real y transformarlo, o dejar que
se transforme solo a m edida que uno lo utiliza y lo describe. También hay
otra génesis, que s o n trabajos de traducción, versiones más o menos libres,
de las n u r s e r y r h y r n e s . También lo he hecho con algún poema de Lewis
Carroll. Y tam bién h e utilizado elementos y personajes de otras literaturas,
deformándolos. Y ta m b ié n del folklore. Somos sintetizadores de una tra­
dición, y en A rg e n tin a eso es notable porque somos todos nietos de grin­
gos, de inm igrantes: hay mucha variedad de tradiciones.
— En tus tr a b a jo s hay mucha presencia del folklore, del costumbrismo,
del regionalismo. ¿ D e dónde viene eso; de viajes, de investigaciones?
— No, fue algo p reco z. Creo que eso lo absorbí y lo incorporé en mi
juventud. Cuando m e empezó a interesar el folklore y comencé a obser­
varlo — no sólo el nuestro sino también lo que había heredado en inglés— ,
fui sintetizándolo. Y o he viajado muy poco, pero es evidente que el len­
guaje y las trad icio n es del interior de nuestro país están emparentados con
otras, tanto de E sp a ñ a como del resto de América.
— Hay una p re g u n ta que te habrán hecho infinidad de veces, y que no
puedo evitar: ¿cóm o fu e que te orientaste hacia el público infantil ? ¿A
qué se debió?
— ¡Esa es la preg u n ta que no me debías hacer! Porque no hay expli­
cación, ni yo misma lo sé. No tengo respuesta; supongo que sólo puedo decir
que sentía la necesidad de hacerlo y al mismo tiempo quizá llenaba un vacío.
— Pero me parece importante establecer si fu e una elección o no, por­
que hay autores que creen escribir cuentos para niños cuando en realidad
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hacen cuentos de adultos nostálgicos, dirigidos a otros adultos nostálgi­
cos con sujetos niños. Que no es lo mismo. En tu caso, es notable cómo
a lo largo de 20 o 30 años el destinatario, el interlocutor, es siempre el
niño. Y más allá de que los puedan leer también los papás, los adultos. Y
de que han pasado ya dos o tres generaciones de niños que fueron.
Claro, yo también he notado ese peligro en cierta literatura nostálgi­
ca del adulto que está tratando de recuperar su infancia, en lugar de incor­
porarse a la infancia actual, a los que hoy son chicos. Yo he visto eso con
cierto rechazo de mi parte... Pero en mi caso, creo que mis cuentos son
vigentes por esa preocupación, o esa carambola, de que siempre he queri­
do estar entre los chicos, y no como adulto que se dirige hacia los chicos.
Yo he querido compartir.
— Me parece una respuesta muy humilde, atribuirlo a una carambola,
a una casualidad...
— No, pero no es humilde y sí es carambólico. Porque muchas veces
buscás eso, el compartir, y no lo conseguís. Hacés un tremendo esfuerzo y
los chicos no lo sintonizan. Quizá haya otro tipo de explicación psicológi­
ca, psicoanalítica, que sería mucho más precisa, pero esa es otra historia en
la que prefiero no meterme. Pero en fin, sí creo que hubo algo de caram­
bola, si bien hubo algo de lo que siempre fui muy consciente: que no quería
hablar desde la nostalgia, sino que la infancia era algo presente para mí.
— ¿ Y el humor, la gracia, salieron sin búsqueda?
— Bueno, yo diría que mi preocupación en ese sentido era el chiste. El
humor que surge de la situación irreverente; cierta afición por el absurdo.
Las nursery rhymes tenían todo eso; era una tradición oral. Ahora, como
lecturas, vinieron después: Saki, Jonathan Swift. Pero en general, creo que
tuve oreja para absorber el disparate. Tengo buen oído para eso. Y me
gustaban mucho las historietas, de humor y fantásticas, tipo “Mandrake el
Mago”.
— Creo que estarás de acuerdo en que en el cuento no hay reglas, pero
¿hay algunas normas inevitables, alguna preceptiva ineludible para el
cuento infantil?
— Sí, es posible que las haya, y yo las conozco, al menos a las mías
propias. Pero no siempre las alcanzo ni creo poder enumerarlas exhausti­
vamente. Pero, por ejemplo, el cuento para chicos requiere algunas cosas:
acción, mucho humor, gracia, juego con el lenguaje, sentido del dispa­
rate...
¿ Y qué con la perversión, que es un material tan infantil? Me refiero
o lo truculento. En tus obras aparece poco o nada.
Sí, y eso fue bastante deliberado. En las rimas inglesas en las que yo
me formé, si uno las lee prestando atención al sentido, hay mucha cruel-
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últimos 20 años, hay un alarmante deterioro en la educación. Esto, de
ninguna manera obedece a la falta de voluntad e interés del gremio do­
cente que es un gremio maravilloso y heroico, pues hacen todo lo más que
pueden. Pero una maestra que está mal pagada, frente a una clase de sesen­
ta chico carenciados, no puede hacer milagros. Y también es parte del
deterioro, quizás — digo quizás porque no lo sé con exactitud— , el aplicar
métodos modernos de enseñanza que favorecen mucho el estudio de las
matemáticas y que por eso descuidan el lenguaje, la parte humanística, el
pensamiento las ciencias sociales. Yo lo noto en las cartas: ahora un chi­
co de sexto grado me escribe con una redacción equivalente a la de uno de
segundo o tercer de hace veinte años.
— En nuestro Taller Abierto, también sucede algo parecido: los textos
de principiantes parecen demostrar que si quien se inicia en el cuento
tiene más de 40 o 50 años, posee una prosa regularmente correcta, acep­
table ortografía, cierto dominio de la sintaxis y hasta un sentido de la na­
rración. Y si el principiante es menor de 25, digamos, la redacción es
muchísimo más pobre; el descuido, los horrores ortográficos, imperan...
Ha habido un hiato cultural, ¿no te parece?
— Sí, pero aquí hay también algo muy interesante para señalar: y es
que todo el mundo, en Argentina, hoy se quiere comunicar a través de la
escritura. Es como un fin en sí mismo, aunque no tengan demasiado éxito.
Por eso tanta gente va a talleres literarios, y creo que nunca se ha escrito
tanto. Eso me parece maravilloso: que todo el mundo escriba, y gente de
toda edad. Ahora bien, hay un nivel de calidad flojo, porque esas personas
suponen que escribir no es un oficio. No es como ser carpintero o elec­
trotécnico, que tiene que conocer el oficio y dominarlo. Ellos creen que
expresan sus estados de ánimo y nada más. Y por eso recibimos esa escri­
tura, de calidad que nos parece baja. Pero a mí me parece alto, si pensamos
en el deterioro en que han querido sumirnos.
— Volviendo al cuento, María Elena, ¿es un género que leés constan­
temente? Y en tal caso, ¿qué lees? ¿A quiénes?
— Sí, yo leo muchísimo, todo el tiempo. Y de lo último, me vienen mu­
chas ganas de mencionar — y pasarle el aviso— al Negro Manauta. Por­
que tengo especial debilidad por él, y porque me parece un gran cuentista.
Sus temas camperos, entrerrianos, son de una extraordinaria agudeza. Yo
aprendo en cada línea de él. Está lleno de sabiduría, de sabor, de color. Por
lo demás, no tengo autores recurrentes o en todo caso los tengo pero rota­
tivos. La segunda parte de El Quijote, como te decía. Carson McCullers
es una autora que me gusta muchísimo. Flannery O ’Connor es quizá la
cuentista más extraordinaria, siniestra, truculenta... Y para seguir con las
mujeres, que a veces quedan fuera de estas nóminas, me gusta mucho la
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tística de Doris Lessing. Por ella, conozco África como conozco RaCUqS Mejía. Y además tengo la suerte de haberlas leído en inglés, directa­
mente De los clásicos, me encanta Chéjov. De Cortázar, los Cronopios,
la parte más lúdica de él. De Marta Lynch me gustaron ciertos cuentos que
describían nuestros últimos años de manera un tanto tangencial y con enor­
me maestría. Y dejo aparte la mención de Juan Rulfo. Es el grande. El
gran escritor de lengua española. Por encima de todos.
£ n cuanto al cuento que se escribe actualmente en la Argentina, y
al margen de nombres que no te pido, ¿creés que hay algo que cambió;
alguna característica nueva, diferente? Te pido una intuición, al menos,
ya que el tema requeriría un largo desarrollo...
Sí, me gustaría pensarlo largamente. Pero intuitivamente, e incluso
por lo que veo en tu revista, y algunos libros que he leído últimamente, me
parece que sí hay cambios. Hay mayor capacidad de síntesis; una pulcri­
tud formal interesante, y no al divino botón como se ha practicado mucho;
necesidad de un cierto rigor para describir una realidad pero no de manera
pedestre sino a través de detalles y de climas. Yo creo que cuando se
decante toda esta enorme cantidad de escritura que se está cometiendo en
este momento, por suerte, va a dar lugar a un estilo, a una definición que
habrá que ver más adelante. Pero esto que digo es intuitivo y superficial.
— El género cuentístico ha sido, a pesar de su riquísima tradición,
bastante dejado de lado últimamente (me refiero a un par de décadas, por
lo menos). Casi menospreciado por cierta industria editorial. Ahora bien:
dentro del género, el cuento infantil ¿ha sido también maltratado, algo así
como un primo pobre de la literatura?
— La literatura infantil, claro que sí. Es un arrabal. Y un arrabal des­
prestigiante. ¿Quién puede considerar que es escritor en serio alguien que
escribe para niños? A esta altura ya no me pasa, pero cuando empecé,
había muchos prejuicios. En cualquier estudio formal de la literatura de
cualquier país, lo infantil no entra. Pensá que Lewis Carroll ingresa en la
historia de la literatura inglesa cuando lo descubrieron los surrealistas,
tardíamente. Porque era rancho aparte. Y algo de esto persiste, por más que
hay un movimiento muy pujante para que se tome en serio el género. Por
o menos, persiste en distintas esferas del poder cultural, por decir así, de
diversas ideologías.
¿ Y eso a qué se debe? ¿A menosprecio hacia el niño; hacia la inte­
ligencia infantil?
Puede ser. Pero no lo sé. Habría que estudiar las causas. Creo que es
n concepto antiguo, muy atrasado. El mismo que hace que no se conside­
ren expresiones válidas a la fotografía, la historieta, la ilustración, muchas
amas de la expresión artística. No fueron aceptadas por las academias. Y
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eso pasa con el género infantil, como pasa con todos los géneros populares,
con el radioteatro, el teleteatro. Son subliteratura.
— Pero convengamos en que el teleteatro suele hacer todo lo posible
para ser considerado así.
— Es verdad, pero también hay muy mala novela, y mala poesía. Pero
están dentro de la categoría académica consagrada. Primero son; después
decimos qué malas son... Son criterios antiguos, diría yo. Y a la literatu­
ra infantil le pasa más o menos lo mismo. No entra en el Parmaso.
— Cuando vos decís "arrabal” te referís a que el cuento infantil es un
subgénero. ¿ Q u ése siente, pues, siendo escritora de un subgénero?
— Yo me siento muy bien (y se ríe a carcajadas).
E lsa B o rnem ann
El cuento es una ola;
un intenso día de vida;
un amor a primera vista;
un relámpago perdurable
s muy rubia y sus ojos azules tienen una mirada transparente y lle­
na de curiosidad. Es una mirada franca, sensible, diáfana, de per­
sona que jamás caretea y que sabe muy bien todo lo que no le
gusta. Certeza que el entrevistador ratifica en cuanto se sienta con
un café ante sí y da comienzo la charla, mesa de por medio, obser­
vados por dos gatos que permanentemente se subirán a la mesa,
hurgarán entre papeles o dormitarán sobre los sillones, cual verdaderos
amos de ese moderno y ordenado departamento de la calle Bulnes, en el
porteño Barrio Norte capitalino. Tan porteño como la manera de hablar de
Elsa Bornemann, esta mujer que se define “infatigable ama de casa y maes­
tra vocacional”, y que habla como esas muchachas de los años ’70 que iban
a manifestaciones y creían que era posible cambiar el mundo hasta que apa­
recieron los lobos feroces que engendraron, después, a los pragmáticos de
hoy. En cuanto uno entra, se siente atrapado por la cordialidad y la buena
onda que destila esta mujer, que todavía no llega a los 40 años, pero es
madre de dos hijos ya grandes y tiene una inmensa sabiduría, un sólido sen­
tido común y una franqueza poco frecuente. Sus respuestas son amplias,
completamente femeninas (si por tal se entienden el irse por las ramas, el
humor sutil y la ironía) y además tiene la costumbre de dibujar con los
dedos en el aire — o sobre la mesa, mientras dice lo que dice— como si
necesitara acentuar sus expresiones. Durante la charla (celebrada en no­
viembre de 1991) gesticula constantemente, fuma un cigarrillo tras otro,
confiesa ser muy supersticiosa y no deja tema sin responder.
Hija de “un relojero alemán especializado en campanas, carrillones y
relojes de torre”, Bornemann es, como casi todo el mundo sabe, uno de los
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más importantes escritores de literatura para niños de este país. Maestra
Normal Nacional y profesora de inglés, de alemán y de letras (egresada de
la UBA), ha sido premiada y reconocida internacionalm ente. Su obra es
tan original como numerosa, y de sus más de veinte títulos pueden citarse
Un elefante ocupa mucho espacio, Cuadernos de un delfín, Cuentos a
salto de canguro. El libro de los chicos enamorados, Bilem bam budín o El
Ultimo Mago, La edad del pavo, Los desm aravilladores, y Socorro (12
cuentos para caerse de miedo).
GlARDINELLl: ¿Cómo te iniciaste en la literatura?
BORNEMANN: Sentí que escribir era mi modo natural de expresión,
no bien empecé a hacerlo. La lectura de libros, y de poem as y cuentos, fue
acentuando esa impresión y por suerte fui hija de padres que considera­
ban que los libros también formaban parte de la canasta familiar, por muy
modestamente que viviéramos. Mis primeros escritos “libres” (es decir, que
no respondían a la imposición de ejercicios escolares) son de cuando tenía
ocho o nueve años. Creo que mi vocación literaria nació cuando me di cuen­
ta de que las palabras significan algo más que un m edio de comunicación
entre la gente. Caí en un estado de enamoramiento por las palabras, la len­
gua castellana y los idiomas en general. Y ya no dejé de escribir. Y cuando
cursaba el magisterio comencé a componer los versos que después se pu­
blicaron en mi primer libro: Tinke-Tinke.
— ¿La poesía fu e tu pasión inicial?
— Sí, muy tempranamente. Y es una pasión que jam ás abandoné.
— ¿ Y con el cuento, cómo fu e el amor?
— Bueno, en mi casa se valoraba mucho toda la literatura. Se leía mu­
cho y de todo. A pesar de su exigente ritmo de trabajo m is padres nos edu­
caron, a mis hermanas y a mí, en el gusto por la lectura. Hasta que aprendí
a leer, me leyeron y contaron: mi hermana mayor, mi mam á (que solía in­
ventarlos) y mi papá, que me los leía en alemán, sin traducírmelos porque
decía que si prestaba mucha atención los iba a entender.
— ¿Quiénes eran los autores de esos cuentos de tu infancia?
— Recuerdo con nitidez el impacto que ejercieron sobre m í muchos
autores: Lewis Carroll, Andersen, Poe, Hoffmann, Busch, los hermanos
Grimm, Quiroga, Elflein, V illafañe... La lista sería larguísim a, de nunca
acabar. Y tampoco querría dejar de m encionar los cuentos de autores
anónimos como los de Las mil y una noches, ni las leyendas españolas,
nórdicas, argentinas, italianas... Yo, de chica, leía m uchos cuentos. Sólo
cuando iba terminando la primaria, y me duró hasta cerca de los 30, me
atraparon las novelas, de toda índole. Pero actualmente prefiero los
cuentos.
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■Qué es un cuento, para vos?
j j na 0ia; un intenso día de vida; un amor a primera vista; un relám­
perdurable.
— ¿De dónde nacen tus textos?
p e todo lo que me conmueve, me divierte o me hace sufrir, reflexio­
n a r dudar. También nacen de la realidad, sin dudas, aunque obviamente se
añaden contenidos que provienen del mundo onírico y de la imaginación. Y
a d e m á s e s t á la cantera de la memoria ¿no?
A lg u n a v e z m e d i ji s t e q u e v o s s í c r e ía s en la in sp ir a c ió n . ¿Es a s í?
Sí, y me animaría a describirla como un súbito golpe de sol o roce
de nieve en el medio de los ojos, contra el alma y a su favor. Una sen­
sación extraña y movilizadora de la posibilidad de escribir “eso” y “ya”.
Y entonces uno lo escribe como al dictado... Esa conmoción de la sensi­
bilidad puede producirse con frecuencia o no. Creo que todos padecimos
(o disfrutamos, vaya uno a saber) etapas durante las que deseamos rela­
cionarnos con las palabras y ellas han desaparecido. Y recién dije “disfru­
tamos” porque, en ocasiones, me asalta la sospecha de que no se escribe
en tiempos felices.
— ¿Qué influencias literarias reconocés?
— Bueno, de hecho todos los escritores que he leído y leo con placer
influyeron e influyen en mi obra. También reconozco una considerable in­
fluencia de la pintura, en particular de la surrealista, expresionista e hiperrealista. Me conmueven, y movilizan mucho mi imaginación.
— Como egresada de Letras, ¿te interesas por las técnicas narrativas?
¿Juegan un papel en tu labor creativa?
— A partir de los 13 años, cuando leí un tratado sobre “El Arte de es­
cribir y la formación del estilo”, me interesaron mucho. Por supuesto, mi
tránsito por las aulas de Filosofía y Letras acrecentó el interés. Pero ahora
me gusta descubrirlas por mis propios medios y formarme un perfil apro­
ximado de cada autor que leo, de acuerdo con los recursos a los que apela.
En cuanto a m í... escribo cuando siento que me resulta impostergable ha­
cerlo. Y eso me sucede constantemente, para alegría de quienes se her­
manan con mis libros y para “m ufa” de quienes no.
— ¿Q uépensás de los talleres literarios; tuviste uno alguna vez?
— Integré dos talleres de teatro, coordinados por Pablo Palant, y des­
pués tuve varios talleres de literatura para niños. Mi experiencia es posi­
tiva, totalmente enriquecedora, pero sé que ésa no tiene por qué ser la
regla general. Como en todas las actividades humanas, vos sabés, abun­
dan los comerciantes, los ególatras, los incapaces, los irresponsables... y
mejor paro de enumerar. De todos modos, considero que los talleres son
útiles si son generosos para propiciar el crecimiento interior (y literario,
pago
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claro) de los asistentes, y en tanto no se constituyan en un modelo único
a imitar.
— Tu producción es impresionante, parece una cantera inagotable.
¿Cuál es tu método de trabajo, cuál tu disciplina?
— Siempre escribo a mano, en primera versión. Luego paso los borra­
dores a máquina. Después los corrijo nuevamente a mano, en una tercera, y
con colores. Entonces dejo el texto durante un cierto tiempo (o para siem­
p re...) y lo retomo más adelante para supervisión y otras pasadas a máqui­
na, hasta que quedo más o menos conforme... De hecho, escribo a diario.
Como mi reloj biológico funciona con más lucidez durante la noche, suelo
andar insomne y desvelada hasta el amanecer. Y como pertenezco a un
mundo regido por “gallos”, estoy agotada, por lo general, hasta las nueve de
la m añan a.
— ¿Y como lectora, cómo sos? ¿Leés cuando estás escribiendo un
libro?
— No sé, soy muy desordenada, exigente, voraz... No obstante, creo
que soy cien veces mejor lectora que escritora. Y no es modestia, ¿eh?
— ¿ Y en base a qué elementos disfrutás o rechazás un cuento o una
novela ?
— Siempre espero que una narración me seduzca desde las primeras
líneas, que me impulse a leerla de un tirón, que su final no se me aparez­
ca como demasiado previsible y que, apenas concluida su lectura, me
resulte de olvido imposible a pesar de que — seguramente— voy a volver
a ese texto en varias oportunidades, ya sea para recrearlo en m í o para
compartirlo.
— ¿Hay algún género que prefieras, de todos los que practicás?
— No, no tengo uno preferido.
—¿Qué distingue al cuento de la nouvelle y de la novela?
— El cuento requiere de un gran poder de síntesis; de concentración en
una idea que, sin embargo, debe estar claramente delineada; y debe tener
intensidad en la caracterización del o los personajes, sin admitir elemen­
tos accesorios. Todo en el cuento es — o mejor dicho: debe ser— esencial.
En cambio la nouvelle, aunque suele asociársela con el cuento largo, no es
cuento. Creo que participa más de los rasgos de la novela. En nuestro idio­
ma, podríamos hablar de “novela breve”. Y digo que participa de rasgos
novelísticos porque pareciera que la novela pretende extenderse sobre una
idea base en profundidad, y agotar todas las perspectivas de acercamiento
a la misma, ¿no? Es un género de tanta complejidad como el cuento, sólo
que a veces se ramifica tanto, se explaya acerca de tantos personajes,
situaciones, escenarios, etc., que uno tiene la sensación de estar leyendo
una enciclopedia de ramos generales o algo así.
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¿Tenés buena relación con tu propia obra?
Sí, aunque eso no significa que viva fascinada por mis libros. Lo que
pasa es que la respuesta de mis jóvenes lectores me da energías para seguir
e s c r i b i e n d o . Pienso que si sus potenciales destinatarios (los chicos, claro)
no me respondieran como lo hacen yo no persistiría en una escritura tipo
auto-espejo. Son ellos los que tienen que reflejarse.
— Como autora de cuentos para chicos te has destacado entre otras
cosas p or proponer un mundo fantástico, alucinante, pero en el que los
datos de la realidad nunca faltan. ¿ Creés que la literatura puede modi­
fica r la realidad ?
— Sí, en tanto modifique la cosmovisión del lector. De lo contrario no
se explicaría que se la margine, que se la haga blanco de censuras durante
los períodos totalitarios de cualquier región del mundo y en tan diversas
épocas, ni que sus creadores sean víctimas de las más perversas persecu­
ciones.
— Es un poco lo que te pasó a vos, que fuiste censurada durante la últi­
ma dictadura militar. ¿Qué te pasó, exactamente?
— Fue una desgracia, algo tremendo. La junta militar de entonces firmó
un decreto terriblemente infamante mediante el cual se prohibía mi libro
Un elefante ocupa mucho espacio, en la totalidad de sus 15 cuentos. Este
libro había recibido en 1976 una importante distinción en Europa (fue
incluido en el Cuadro de Honor del Premio Internacional “Hans Christian
Andersen” seleccionado por IBBY, que son las siglas de la Junta Inter­
nacional del Libro Infantil y Juvenil) y era la primera vez que figuraba la
Argentina. La prohibición se produjo en octubre de 1977 y alcanzó por ex­
tensión a toda mi obra. Se me vedó el acceso a la escuela pública y a todos
los medios de comunicación masivos. Fue una experiencia espantosa.
— ¿Por qué te censuraron; por razones políticas, morales, reli­
giosas...?
— Menos pornográfico, el decreto decía de todo... Yo me enteré por
los diarios. Decían que atacaba a la familia, la Iglesia, la moral, las bue­
nas costumbres, al individuo como sí y al individuo en la sociedad, y que
mi libro estaba escrito “con la finalidad de adoctrinamiento para el
accionar subversivo” . .. Se les escapó lo de procaz... El ’77 fue un año tan
terrible...
— ¿ Y vos qué hiciste?
— ¿Qué voy a hacer? Mi primera reacción — yo tenía 15 años menos
que ahora y una cuota mayor de inocencia y de ignorancia— fue de
desconcierto y de pánico. Pensé en irme del país, pero me pareció que
afuera iba a morirme de tristeza. Tuve una larga charla con mi papá y él
me dijo: no, vos te quedás en tu casa y te la aguantás. Me quedó un in-
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ommo espantoso, de esas épocas. Durante años escribía de noche, y si no,
h i ^ Ue h 3 ^ensanci0 ^asta
seis de la mañana, y a la seis me decía:
no, a ora ya no vienen. Porque... no lo hacían de frente ni a la luz del
día, en general, ¿no?
^ Ue'/ Iay Que hacer para escribir cuentos para chicos?
sein
° m‘S? ° ^UC *33ra escr®)'r’ Mempo, y vos lo sabes. Mi primer con­
que lean3 '¿T C*U'Cra s'emPre es el mismo que dan ustedes en la revista:
n a estaJ° y que sean honestos consigo mismos en cuanto a reco. j , 1 3 e^tura 'es provoca goce e incluso adicción. Si bien hay multiimnmh m^h Uen° S *ectores 1ue n0 desean escribir, me parece que es
Una de^ &
3 ^ Un ^ " b id o r profesional” si no se ama la lectura.
. ^ Vlas mas se2Uras para aprender a escribir es leer con pasión.
¿^ os Pensás en los chicos cuando escribís para ellos?
m nirrn ° ^ ^°kre toc*0 en 'os chicos que —en cada período— son mis
eenera ?°r "eos‘ ^ st0 s*gnifica que, dada la aceleración de los cambios
de n u e l0na £S t£n®° ^ue estar continuamente alerta, aunque nadie duda
M ientra°X1Ste una zona de “niñedad”” que es universal y atemporal.
criaturas* eS|Cn °' *ma^ no ^ue 'e estoy hablando a determinado grupo de
tnc nnp , 3 aS ^Ue 60 esas *10ras y ^ ias— pretendo destinarles los texrnpntpc
C^eanc^0' ^ adas las características de la infancia, de tan fre«i
Unc*os cambios a partir del mismo nacimiento, estaría frita
si desconociera u olvidara esta condición.
í
,
unaen°™ e vocación docente, no?
tes y ens a_enSe^anza me Susta mucho. Yo fui maestra de jardín de infannn'
Pr' maria, en secundaria y en nivel terciario. Actualmente
cada tanto ^ ocenc*a’ sa^vo cursillos o seminarios para docentes que doy
niños?
'S,€ U"a ^ recePt‘va específica para el cuento destinado a los
rhim c
SCna r'c*lcu'° sugerir siquiera una receta... Existen tantos
nodría nm °reS Cj m° '' br°s Para ellos. En líneas generales, creo que sólo
y sus inter^0116^ ° S ° ^ cosas: una es tomar en cuenta sus necesidades
mp iicq eses ®.° c)ue vengo repitiendo desde hace tanto tiempo que ya
ra v nerr^!iaCiaJ ei'terar*0^ otraes no menospreciar la capacidad receptoética tpmv ° ra 6 lnterl°cutor de pocos años. Y otra más: la estética, la
tanto' debanTonsicLraí^e co°S “ ‘“í “ ^
última- rpp a
anreriaHn ^ f ^
SUena" obsoletos 0 absurdos en
c°mo valores en una obra para niños. Ah, y una
Un cuent0 ^ue l° s chicos aman suelen ser igualmente
a p r e c i a d o p o r lo s a d u llo s , a u n q u e p o c o s lo r e c o n o z c a n .
chicos?
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Se tS ocurr‘° escribir cuentos de terror para
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— Bueno, porque me pasaba lo mismo que con los cuentos de amor y
de ciencia-ficción: me encantaba leerlos y deseaba escribirlos desde que
era chiquita. El detonante para que lo hiciera fue, sin embargo, el pedido
reitorado de muchos chicos, desde hace varios años.
— ¿ Y escribís algo para adultos?
— Sí, pero sinceramente no siento que valga la pena ceder los derechos
de su publicación. Eso implicaría dedicarles a los mayores tanta vida co­
mo la que ahora dispongo con mi trabajo para el público infantil. Los adul­
tos no terminan de agradarme, la verdad. Además, tengo la certeza de que
hay ya abundancia mundial de excelentes escritores para “la gente gran­
de”. En cambio los chicos son los grandes olvidados, igual que los ani­
males y las plantas y todo ser que no vote.
— Sé que te llaman constantemente de muchas escuelas y que siempre
vas. ¿Porqué lo hacés?
— Porque me gusta, porque me parece un buen servicio y también
porque lo preciso. Además entre los adultos, Mempo, particularmente en
los países de habla hispana, y en los latinos en general, la literatura infan­
til es como que no existe para la crítica.
— ¿ Qué lugar dirías que ocupa la literatura para niños dentro de la
literatura argentina en general?
— Todavía hay mucha desvalorización, ¿no? De esta literatura y, en
consecuencia, de los autores que abordamos esta especialidad...
— ¿Hay una subestimación histórica del género, verdad?
— Sí, claro que la hay. Y tiene que ver con una subestimación de la
infancia. Es como una amnesia. Yo cuando era chica observaba a los altos,
y me decía que un día iba a ser grande pero no quería, no me gustaba.
Contra lo que habitualm ente se piensa — que los chicos quieren cre­
cer— yo no quería salir de los doce o trece años. Porque la mayoría de los
adultos que encontraba, a m í no me gustaban. La adolescencia para m í fue
terrible, muy dolorosa. Y bueno, los adultos en general no me gustan, y
ahora menos. Pienso que con la literatura para chicos hay una desvalo­
rización de la infancia; lo que pasa es que no se los considera interlocu­
tores válidos. Se los desvaloriza. “No piensan”, dicen los adultos. Igual
pasa con los anim ales... ¿Te gusta la vida o no te gusta la vida? El hom­
bre está destruyendo las tres cosas que tienen que ver primariamente con
la reproducción de la vida, y con el equilibrio: los niños, los animales y las
plantas. Mariposas no existen m ás... Están envenenando todo.
— ¿ Y p or qué se piensa en esta literatura como en un subgénero?
— Bueno, la responsabilidad de esto es variada. En los últimos años los
productores — autores, editores— pensaron que esto era muy buen nego­
cio y desde entonces a cualquiera que escribe dos o tres cosas ya se las
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publican. No hay criterio... Y cuando no pasa por el criterio, pasa por la
escuela. Entonces ponen a unas asesoras que tienen que ver con la peda­
gogía, pero que no leen nada de literatura infantil. Y no leen, no leen, yo
me doy cuenta que no leen.
— Perdóname que insista pero no me queda claro por qué razón se
menosprecia este género. Aunque nadie lo dice, se lo considera un juego,
una cosa menor. ¿Por qué?
— Bueno, si los que piensan eso son escritores, yo desconfiaría si son
realmente escritores o si lo hacen por otras causas que puedo respetar pero
no compartir. Porque sería ignorar, me parece, que cuando eran chicos sin­
tieron alguna emoción estética, un golpe en el corazón, una emoción, algo,
con una lectura literaria. Pero parece que, como se han olvidado, piensan
que ningún chico es serio. Es falta de sensibilidad, sencillamente. Si un ni­
ño fue insensible a la escritura, a la pintura o a la música, de adulto va a
ser más insensible todavía. Esos son los que menosprecian este género.
— ¿Qué autores del género te parecen paradigmáticos?
— ¿De nuestro país? (Piensa unos segundos). Yo diría que María Elena
Walsh, Javier Villafañe y M aría Granata. Los vi siempre como paralelos a
la escuela. Y del extranjero mencionaría a muchos, algunos de los cuales
creo que no están traducidos. Por ejemplo los personajes Max & Moritz,
de Wilhelm Busch, que es un cuentista del norte de Alemania de hace 50
años y fue un genio que se anticipó a Disney.
— ¿ Y qué te pasa con algunos clásicos del género, como Cario Collodi, los hermanos Grimm, Andersen... ?
— La pregunta debería ser qué me pasaba antes... Y bueno, algunos
cuentos me gustaban mucho. Por ejemplo, de Andersen, “La reina de las
nieves” me parece lo mejor aunque acá no fue lo que más se conoció. Es
un cuento extraordinario: tiene elementos que uno después va a encontrar
en la vida, es una gran metáfora. En cambio “Pinocho” nunca me gustó.
A m í de chica me preguntaban cuáles eran mis personajes favoritos y yo
decía que eran Peter Pan y Alicia, pero Pinocho... Esa historia está muy
bien por la idea de que un muñeco cobre vida; engancha por ahí. Y además
pienso que Collodi tenía la mejor intención. Pero nunca me gustó esa cosa
de la mentira y de que le crece la nariz...
— ¿ Y vos, como autora de cuentos para chicos, te sentís reconocida
por tus pares, p o r los grandes?
— Por pares que no son autores de literatura infantil, sí. (Se hace un
silencio y se ríe sola). Las otras son “paras”, no pares...
— ¿Por qué “p a ra s”; porque son mujeres las que no te reconocen?
— (Riéndose mucho). Y bueno, digamos que son mujeres de otra gene­
ración, pero qué le vamos a hacer... Creo que yo tendría que haber
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empezado a publicar ahora; entonces no pasaría esto, o si no, tendría que
escribir y publicar menos.
— O sea que te tienen envidia porque empezaste muy joven y te fu e muy
bien.
— Y claro. Y lo terrible es que no me m orí a los 22 años. Pero bueno,
¿qué querían? Ay, la estructura de esta sociedad... (y se ríe más y más).
— Para terminar: ¿te parece interesante el movimiento de literatura
para niños en la Argentina?
— Sí. Y si comparamos nuestra producción con la de los demás países
de habla castellana — e incluso con la española— considero que la nues­
tra es bastante superior en calidad.
— ¿Hay alguna pregunta que esperabas y que no te hice?
— Sí, estaba segura de que me ibas a preguntar qué me parece el doc­
torado honoris causa que le dieron al Presidente en Israel, y mi opinión
sobre las últimas declaraciones de Maradona.
— Bueno, ¿qué te parecen el honoris causa a Menem y lo que dijo
Maradona?
— Ah, no, ahora ni te lo pienso contestar. Te quedarás con la intriga. (Y
se ríe a carcajadas).
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El cuento es
simplemente atrapar algo
que me gusta
en la ciudad de México, en 1940, licenciado en Ciencias
Políticas y graduado en La Soborna, y miembro de una brillante
generación de escritores de fines de los años ’60 que se conoció
como “La onda” (con José Agustín y Gustavo Sainz, entre otros),
René Avilés Fabila es uno de los cuentistas más prolíficos de su
país. Reconocido por su prosa irónica, su afición al cuento fan­
tástico y su pasión por la síntesis y la economía de lenguaje, es tambié
periodista político, director del suplemento cultural dominical del diario
Excélsior (el más importante de México) y profesor de tiempo completo
en la Universidad Autónoma Metropolitana de la capital azteca. Por si ello
fuera poco, es alto funcionario del área cultural del Departamento del Dis­
trito Federal (denominación oficial de la Municipalidad de esa capital de
22 millones de habitantes) y desde hace muchos años coordina talleres li­
terarios en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en
diversas instituciones.
Su ritmo de vida — fácil es comprenderlo— resulta abrumador. No
obstante lo cual encontrarlo no es complicado, como no lo es concertar una
cita. En su casa de Pedregal del Ajusco, en el extremo sur del valle de M é­
xico, charló conmigo una larga noche de enero de 1988, ocasión que sirvió
para narrar su extensa vinculación con este género que, para Avilés Fabila,
es “casi una historia de amor de 30 años de duración”. De hablar preciso,
de impecable pronunciación de locutor (sólo eso le falta ser) y constante
sonrisa cordial, se explaya casi sin mover las manos, como si no necesi­
tara sostenerse, o como si fuera sostén suficiente la constante y amorosa
mirada de Rosario, su esposa desde hace un cuarto de siglo.
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De su vasta bibliografía, que incluye una veintena de títulos, es posible
que su novela El gran solitario de palacio (1971) sea la que le abrió las
puertas del éxito y de la fama. Ha escrito cuatro novelas más. Pero el grue­
so de su obra son cuentos, entre los que cabe recordar sus libros Hacia el
fin del mundo (1968), La lluvia no mata las flores (1970), La desaparición
de Hollywood (1971), Fantasía en carrousel (1977), Los oficios perdidos
(1983) y Cuentos y descuentos (1986), entre otros. Su obra está traducida
a media docena de lenguas.
GIARDINELLI: Como en el caso de muchos escritores, tú eres más cono­
cido por tus novelas, pero también has escrito muchísimos cuentos. ¿Cómo
es tu relación con este género?
AVILÉS FABILA: Muy intensa. Porque, fundamentalmente, me con­
sidero un cuentista. Empecé escribiendo cuentos, pero sucedió que me vi
forzado a modificar el rumbo por peticiones de editores que querían novelas.
Pero cada vez que me libero de esas presiones editoriales, vuelvo al cuento.
Más aún, no me siento novelista, sino cuentista. Porque, en literatura, lo que
me deja realmente satisfecho es escribir un cuento. Creo que he escrito cerca
de 400 cuentos, si entendemos que muchos son breves y brevísimos: de diez
líneas o media página, y muchos menos los que llegan a las 25 cuartillas.
— O sea que has tenido como 400 satisfacciones.
— No tanto (se ríe). Lo que me satisface es sentir que en el género he
abordado prácticamente todas las posibilidades, y no sólo por indagar sus
extensiones. También porque frecuenté el cuento fantástico, el realista, el
experimental; incluso probé un par de cuentos relacionados con el folklo­
re mexicano, que es algo que ni me gusta, ni me preocupa, ni me importa.
Quiero decir que me he metido a fondo durante casi 30 años con el cuen­
to. Eso creo que da una idea de amor al género.
— ¿ Y d e qué te viene ese amor? ¿De lecturas infantiles, de la adoles­
cencia, de incentivación fam iliar? ¿Cómo fu e tu inicio literario?
— Pues no lo sé, nunca me habían hecho esta pregunta. Recuerdo que
empecé leyendo novelas, historias largas. Pero quizá sucedió que cuando
empecé a escribir el auge del cuento mexicano era notable: Francisco Rojas
González, Edmundo Valadés, Juan Rulfo, Juan José Arreóla, Carlos Fuentes
y Rosario Castellanos se iniciaban con cuentos. De manera que en mi ado­
lescencia, en mi juventud, el cuento era un género muy socorrido en México
y prácticamente determinaba el éxito de un autor.
— Y tú participaste de aquel fam oso taller que dirigió Arreóla, de la
revista “Mester".
— No, pero eso fue después. Cuando yo empecé me acerqué a escrito­
res deslumbrantes, que me gustaban más como cuentistas que como nove­
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listas, siendo grandes en ambos géneros, como José Revueltas, por ejem­
plo. E incluso en ese inicio me marcaron mucho otros descubrimientos:
Borges, Kafka, que son autores casi fundamentales para mí. Y luego sí,
vino el encuentro con Juan José Arreóla. Aunque de ese taller también sa­
lieron novelas, como La tumba, de José Agustín.
— No te pido una definición ni una preceptiva del cuento, pero me gus­
taría que dijeras qué es el cuento para ti, íntimamente.
— Sí, no sabría definirlo, pero... diría que para mí el cuento es sim­
plemente atrapar algo que me gusta. Cazar una anécdota, o una parte de la
anécdota; reproducir un diálogo; reconstruir una mini situación. Y cuanto
más reducida sea la situación aprehendida, más me satisface. Los primeros
cuentos que escribí eran de muchas páginas y con el tiempo he aprendido
a quitar; a quitar y quitar palabras hasta llegar a una especie de síntesis, a
un constante resumen en el que lo que me interesa especialmente es una
prosa muy ceñida donde evito incluso todo tipo de metáforas. Ahí están
mis dos últimos libros, que tú conoces: Los oficios perdidos y Cuentos y
descuentos. De lo que se trata, para mí, es de contar una historia lo más
rápidamente posible, yendo hacia su desenlace que debe ser sorpresivo.
— ¿Esto no entraría el riesgo de dar una falsa imagen de facilismo, de
poca elaboración ?
— Bueno, uno sabe que en el trabajo de la escritura ello no es así, ¿no?
Porque a la síntesis hay que trabajarla constantemente. Aunque el texto
sean seis o siete líneas, tienes que llegar a cierto nivel de perfección y so­
bre todo procurar que el lector no te adivine, no te descubra.
— ¿Cómo se llega a eso? ¿Oficio, experiencia?
— Y sí, el camino es el oficio. Después de un cuarto de siglo de escribir
cuentos, llegas a una relativa facilidad, si bien uno comprende que escribir
nunca es fácil. Un cuento te lo puede sugerir cualquier cosa: una película,
una conversación, un cuadro, una novela que leiste. Pero esta idea tengo
que trabajarla, reflexionarla durante días, luego escribirla, reescribirla e
incluso dejarla reposar para volver a ella, en fin, de manera que esas seis
o siete líneas llevan un trabajo mucho mayor del que a primera vista
alguien pudiera imaginar. En cambio, fíjate, hay gente a la cual no le cues­
ta ningún trabajo escribir una novela, y yo soy de esas gentes. Me cuesta
muy poco trabajo, y las cuatro o cinco que he escrito, la verdad es que las
escribí de un tirón. El gran solitario de palacio, que tiene unas 300 pági­
nas, la escribí en ocho meses, no más. Y súmale otro tanto en corregir. Pe­
ro mis libros de cuentos me llevan muchísimo más tiempo y esfuerzo. Al
menos, yo los escribo con una idea central preconcebida como libro; para
mí, la cosa no es escribir cuentos por escribirlos, sino que los imagino
como cuentos para un libro particular.
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— Es curioso que tú dices 400 cuentos, y conozco autores que en
M éxico han escrito 200 y 300. Confieso que esas cifras me abruman. Y me
hacen pensar en autores ya clásicos del cuento mexicano, como Rulfo,
como Efrén Hernández, como Julio Torri o el mismo Arreóla que parecen
ser más escuetos. Autores de doce, o quince cuentos memorables. Autores
de obra breve, si bien grandiosa. ¿A qué crees que se debe ese cambio?
¿Qué hipótesis tienes para explicar que ahora hayan autores de cente­
nares de cuentos, en México y creo que en general en Centroamérica?
— Bueno, esto podría explicarse de muchas maneras. Una, que es la
que no me gustaría tanto, sería que estos escritores que tú mencionas y a
los que admiro muchísimo, tenían mucho más rigor que los de la actual
generación... Otra explicación podría ser que los escritores de hoy en día
tienen más posibilidades para dedicarse a la literatura, sin diversificarse
con la política, la docencia, el periodismo y otros trabajos paralelos, como
el ensayo o la novela, como fue el caso de Revueltas. En los casos de Rul­
fo o de Arreóla, creo que son muy especiales: escritores abrumados por el
peso de su gran éxito inicial, que luego me parece que no se atrevieron a
continuar escribiendo por temor a no superar lo ya hecho. Creo que cada ca­
so tiene una explicación. Y en cuanto a los escritores actuales pues en mi
opinión tienen mejores condiciones de trabajo, que permiten que uno sea
un escritor de tiempo completo. También hay que anotar que ha aumenta­
do el número de publicaciones, de suplementos, de revistas, de editoriales,
y hay una mayor demanda. México ha crecido muchísimo y se ha expandi­
do el número de lectores, además de que las relaciones con otros países
son intensas, entonces uno puede estar produciendo constantemente y los
textos aparecen publicados con cierta rapidez.
— ¿Esto puede provocar una crisis en el cuento mexicano, considera­
do respecto de su propio linaje, su tradición de pocos grandes cuentos y
cuentistas?
— México, efectivamente ha sido un país de gran tradición cuentística.
Tenemos mejores cuentistas que novelistas, en nuestra historia. Sin em ­
bargo, yo creo que la crisis es otra: tengo la impresión de que México no
está teniendo los autores de gran talla que tuvo en el pasado. Tiene más,
muchos más escritores, pero nos falta la presencia de un Alfonso Reyes,
de un José Vasconcelos, de un Arreóla, un Rulfo, un Martín Luis Guzmán.
Quizá por ahí esté nuestra crisis.
— Bueno, sí, pero tienen a Octavio Paz, a Carlos Fuentes, a Fem ando
del Paso y Elena Poniatowska y están vivos. Arreóla también.
— Sí, pero México es un país de casi cien millones de habitantes, con
un número de escritores de talla internacional muy reducido. No sé, esto
de la crisis... Mira, yo no creo que aquí vivamos una gran crisis literaria
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o cultural. Al menos, no como en otros países, en Argentina, por ejemplo.
V lá s bien, creo que en México se está desarrollando una nueva concepción
literaria, porque los grandes escritores mexicanos que hemos mencionado,
c a s i todos ellos, son escritores que agotaron temas: el campesino, la revo­
lu c ió n mexicana. Ahora hay una búsqueda de temas en el fenómeno urbano
q u e no acaba de consolidarse. Estamos en una transición, porque la litera­
t u r a urbana es reciente para nosotros, y por eso mismo deja mucho que de­
s e a r todavía y se producen tantos abusos en escritores de provincia que no
co n o cen una gran ciudad ni sus problemas pero te hablan de ella como si
hubieran nacido en Nueva York, París o Buenos Aires. Pero todo esto es
ló g ico , porque el crecimiento de las ciudades en México es un fenómeno
m u y reciente.
— Es cierto: la ciudad de México, como materia contable, narrable,
c o m o sujeto narrativo, no tiene más de 25 o 30 años. México ha sido siem­
p r e un país que intemacionalmente aparecía como país de cuento rural,
a la inversa de lo que sucede con Argentina, donde el cuento que se
co n o c e internacionalmente es el cuento urbano, porteño.
— Claro. Y tú te das cuenta de que en 25 o 30 años no se logra asimi­
l a r estéticamente ningún fenómeno artístico, ¿no?
— ¿ Y esta novedad sociológica no produce una crisis en la literatura
m exicana?
— No sé si crisis, no creo que tanto, pero sí produce algún descontrol.
Vam os de un extremo a otro, sin encontrar el equilibrio. Fíjate que cuan­
d o en mi generación teníamos 20 años, se leía casi exclusivamente lite­
ratura mexicana; era una especie de manía algo chovinista, y realmente
era n muy pocos los que tenían una formación más cosmopolita, más uni­
versal. Incluso, la generación que se acercó a los europeos y norteameri­
canos, que aquí se conoce como “Los Contemporáneos” (Carlos Pellicer,
Salvador Novo, Gilberto Owen, Xavier Villaurrutia) fue acusada de extran­
jerizante y pagó un alto precio por ese pecado. Años después, vino una in­
clinación muy fuerte hacia la literatura norteamericana, casi excesiva, de
m odo que no podía uno ser escritor si no había leído a Styron, a Hemingway, a Mailler, y bueno, uno estaba pendiente del nuevo libro de Truman
Capote y si no lo habías leído te odiaban y eras una bestia... Y ahora veo
que se busca mucho a los autores latinoamericanos.
— Si uno piensa en la literatura mexicana de los años ' '50 ó ’60, pue­
de encontrar cuatro o cinco cuentos inolvidables, de cualquiera de los
autores que mencionamos. “La muerte tiene permiso ", de Valadés; “M a­
cario ” o ”Es que somos muy pobres ”, de Rulfo; “La mígala ”, de A rreola,
p o r ejemplo. Piensa, por favor, en los lectores argentinos: ¿podrían men­
cionarse cuatro o cinco cuentos mexicanos inolvidables de los años '70 u
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’80? Hago la pregunta porque a m í me es difícil encontrarlos y porque
creo que hay una cierta reiteración temática en el cuento mexicano de
estos años.
— Me imagino que debe haberlos, Mempo, pero para que nosotros se­
pamos que cuatro o cinco cuentos son clásicos de estos años, tendrá que
pasar todavía algún tiempo. Cuando veo las antologías de cuentos de estas
últimas décadas, siempre veo que se incluyen los mismos autores, pero
nunca los mismos cuentos. Igual sucede con las antologías que hacen los
extranjeros: repiten autores pero jam ás los cuentos. Por ello, creo que para
un lector argentino podría dar escritores pero no necesariamente tal o cual
cuento. Mencionaría a José Agustín, a Gerardo de la Torre, a Jorge Arturo
Ojeda, a Roberto Páramo, todos de mi misma generación. Pero no sé si el
mejor cuento de José Agustín es Cuál es la onda o es otro. Quizá coinci­
do contigo y tal vez no hay esos cuentos clásicos identificables. No te voy
a dar nombres para no molestar a mis amigos y camaradas — ya tengo
demasiados pleitos— pero la verdad es que a muchos les he perdido el
gusto. Creo que sólo me quedo con Rulfo y con Arreóla. Con ellos no hay
pierde y están consagrados para siempre, universalmente.
— En la tradición cuentística mexicana y probablemente en la de toda
Hispanoamérica la mujer no ha tenido un papel de relevancia, salvo algu­
nas excepciones. En el cuento mexicano de hasta hace 20 años, quizá sólo
se podría mencionar a Rosario Castellanos y a Elena Garro, quienes no
han tenido una gran proyección internacional. ¿Qué pasa ahora? ¿Ha
cambiado esto?
— Bueno, no hay dudas de que está cambiando el papel de la mujer, y
que ésta empieza a incorporarse al mismo aparato productivo que el hom­
bre: va a las universidades, se desarrolla culturalmente, ha ampliado su
mundo y ha ganado terreno. Con facilidad las encontramos militando en
política y en otras actividades. Pero en literatura me parece que no han
seleccionado al cuento como género principal. O son novelistas o son pe­
riodistas. Y hay gran número de ellas que transitaron el cuento sólo de ma­
nera ocasional.
— ¿ Y por qué, entonces, ocho o nueve de cada diez participantes a ta­
lleres — que en México hay tantos— son mujeres?
— Ah, pues eso sí que no lo sé. Cuando yo empecé, la mayoría éramos
hombres. En el taller de Arreóla éramos casi todos hom bres... Vaya, no
tengo explicación para este cambio. Yo nunca he pensado mucho en fun­
ción de los sexos; a mí me gusta la literatura. Cuando una mujer muy fe­
minista viene y me dice que odia a Flaubert porque es hombre y escribió
por una mujer, bueno, me muero de risa. Pero no sé, supongo que ahora
estarán ávidas de trabajar la literatura, o no tendrán qué hacer en otras ta­
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reas, no sé... Lo cierto es que empiezan siempre como cuentistas, que es
casi un paso obligado: uno empieza escribiendo cuentitos, o poemitas, o
articulitos, ¿no? Pero siempre teniendo en mente el ir a la Gran Obra. Y
esa Gran Obra, con mayúsculas, consagratoria, con luces de Neón, es la
novela. Parece ser que todavía la gente sigue pensando que el género por
excelencia es la novela. Y que si no escribes una novela nunca te vas a
consagrar. Hay críticos norteamericanos que me escriben y me pregun­
tan cuándo voy a escribir una nueva novela; y me piden que ya no escri­
ba cuentos, que eso no tiene trascendencia ni relevancia, y de hecho me
exigen que sea una especie de Vargas Llosa o de Fernando del Paso, que
tenga que escribir 1,500 páginas para consagrarme. Eso es lo que me preo­
cupa más, y lo veo tanto en hombres como en mujeres que se acercan a
mostrarme sus primeros materiales, en los talleres, en el diario: me pre­
sentan sus primeros cuentos cortos, pero con la idea de aprender el oficio
— empezando por lo que ellos consideran lo más sencillo— para más ade­
lante lanzarse a la novela. Y esto es prácticamente un bofetón para mí, evi­
dentemente es un insulto. Les respondo citando a los autores que nunca
han tenido que escribir una larga novela para ser extraordinariamente
importantes, como Poe, o como Borges. Y aún Rulfo y Arreóla, ¿no?
— ¿ Y por qué te preocupa tanto, si ese pensamiento es ciertamente una
tontería de mucha gente tonta que mira a la literatura con exitismo?
— Porque miran al cuento con desdén, y creen que el cuento es el her­
mano menor de la novela. Y cuando uno les explica que el cuento tiene ca­
racterísticas propias y que es anterior a la novela, pues no sé si cambian
algo. Pero esto también es un problema de mercado, y ahí los editores tie­
nen su responsabilidad porque prefieren arriesgarse con una novela y po­
cas veces con un libro de cuentos.
— ¿Hay espacio para los cuentistas en los medios periodísticos mexi­
canos? ¿Tú das oportunidades en tu suplemento? ¿ Y en otros?
— Yo publico cuentos constantemente. El grueso del material, como en
cualquier suplemento, es de tipo periodístico cultural, información sobre
actividades de pintores, músicos, gente de teatro, etc., como debe ser un
suplemento cultural. Pero siempre incluyo uno o dos cuentos y uno o dos
poemas, preferentemente de autores jóvenes, con la idea no sólo de pro­
mover estos géneros sino de promover autores nuevos. Y les damos un
lugar destacado: no hay domingo en que no aparezca en la primera plana
un cuento o un poema, sea de Octavio Paz o de una muchacha descono­
cida de Guadalajara. Recibimos muchísimo material, es impresionante lo
que nos llega, y procuramos descubrir y fomentar.
— Tú tienes una larga experiencia tallerística — has dictado infinitos
cursos en la universidad y en el Instituto Nacional de Bellas Artes y
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conoces perfectamente, como pocos, la vastísima actividad tallerística m e­
xicana, que tiene una larga tradición, mucho más larga y popularizada
que en mi país. Con toda honestidad ¿realmente crees que sirve un taller?
— Yo creo que sí. Un escritor se hace con el trabajo diario, con escribir
permanentemente y con mucha lectura. Pero un taller ayuda porque en­
seña a discutir, a comentar, a conocer autores, a develar ciertos trucos, a
mejorar el uso de recursos, a evitar este o aquel vicio, cacofonías, repeti­
ciones, etc.; pequeñas cositas que van mostrándole al alumno cómo es el
camino hacia la literatura. Y esto contribuye psicológicamente a su for­
mación, los estimula. Claro que no creo que hayan recetas mágicas, ni
que la sola asistencia a un taller constituya a un escritor. Pero el taller da
algunas llaves; el prestigio o renombre del maestro da cierta confianza, y
esto puede dar al alumno la posibilidad de volar cada vez más y hacerse
más audaz. Claro: depende de quién sea el tallerista; hay algunos que son
verdaderos retrasados mentales, o buenos comerciantes. Yo creo que la
función del maestro es más que nada la de ser un estimulante, sin ser ex­
cesivamente generoso. Finalmente, yo provengo de un taller, de modo que
negar su importancia sería absurdo, dada mi propia experiencia. Pero a la
vez, tengo en cuenta que, si mal no recuerdo, Dostoievsky o Proust jam ás
fueron a un taller literario, ¿no?
— Pero, ¿tú te consideras realmente un “producto" de un taller? ¿Qué
quieres decir, entonces, con eso de que “provienes " ?
— Mira: cuando llegué al taller de Arreola — quien ya era un hombre
mágico, con un enorme prestigio— yo ya tenía casi terminado mi primer
libro de cuentos, que luego publicó el Fondo de Cultura Económica y se
titula Hacia el fin del mundo. Pero lo sometí a ese taller y los comenta­
rios de Arreola fueron muy precisos, me ayudaron mucho. Y sucedió que
enseguida tuve otra experiencia, inmediata y paralela: fui también al
Centro M exicano de Escritores, donde estaban Rulfo y Francisco Monterde, junto con el mismo Arreola. Y allí los comentarios y enseñanzas
eran variadísimos y no siempre excelentes. No quiero ser ofensivo hacia
ellos, pero no era tanto lo que se podía aprender. El doctor Monterde es­
taba empeñado en enseñarnos el uso de las comas para que tuviéramos
una puntuación muy clásica, muy formal y te decía las palabras que apro­
baba la Real Academia y las que no, cosas que a mí me tenían sin cuida­
do. Yo estaba empeñado en buscar otro tipo de cuentos, porque tú bien
sabes que si los argentinos tienen una enorme tradición fantástica, en M é­
xico no, y justam ente eso era lo que a mí me interesaba. Pero de pronto
Rulfo se ponía demasiado realista y te hacía un comentario desdeñoso; o
Arreola se molestaba y me decía que yo ya había encontrado mucha faci­
lidad para escribir mis cuentos y me zampaba una crítica feroz. De tal
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manera que no cabe decir que uno sea “producto” de un taller; pero la du­
da, la discusión, el malestar o el entusiasmo de uno de tus maestros, siem­
pre te sirven de acicate para llegar a tu casa y ponerte a corregir, a leer y
buscar autores que no conocías. Alguna vez Monterde me preguntó si yo
conocía a Fulano, Perengano, y me dio una lista de diez clásicos españoles
del Siglo de Oro de los que yo no tenía ni la menor idea. Me mandó a leer­
los y en ellos descubrí que eran maravillosos y que tenía que leerlos porque
eran mi propio alimento. De modo que sí creo que los talleres ayudan,
aunque no son la panacea ni transforman escritores. Yo he tenido talleres
con sesenta participantes, y de ellos salía un escritor por año, si salía.
— ¿ Cuáles son los cinco cuentos inolvidables de la literatura univer­
sal, para ti?
— ¿Así de golpe?... Pues, a ver: El jardín de los senderos que se bifur­
can, de Borges; Casa tomada, de Cortázar; El prodigioso miligramo, de
Arreóla; El gigante egoísta, de Oscar W ilde... Luego debería ponerme a
pensar más, y seguramente incluiría a Jonathan Swift con la Modesta pro­
posición para que los niños irlandeses..., porque de ahí sale todo el hu­
morismo universal moderno.
— ¿Por qué razones los otros cuatro?
— Bueno, la que di es una respuesta muy improvisada, pero supongo
que los elijo no por impresión de lector simplemente, sino por impresión
de lector-escritor; y es que en cada uno de estos textos descubrí algo muy
importante: cómo hacer literatura. Me ayudaron a encontrar el camino que
estaba buscando. Y no en vano entre los mexicanos elijo a Arreóla, que es
el único escritor fantástico de este país. En otro tipo de elección debería
incluir La muerte tiene permiso, de Valadés, pero lo que pasa es que sien­
do un cuento excepcional pertenece a un contexto que a m í no me intere­
sa, que es el campo mexicano.
— ¿Qué es lo que hace, para ti, a un buen cuento?
— Tener una buena historia, en primer lugar. Yo creo en las anécdotas,
en las tramas. Y luego, sobre una buena historia, pues hacer un trabajo de
prosa ejemplar.
— ¿Qué sería “una buena historia” y qué una “prosa ejem plar”?
— Una buena historia es encontrar algo fuera de lo común. Yo creo que
casi todos los escritores buscamos historias no comunes, sucesos o
momentos que sean distintos de lo común.
— Cortázar decía, al contrarío, que no se trata de buscar lo extraor­
dinario, sino de tratar a lo ordinario de manera extraordinaria. Eso lo
compartía Borges. Pienso en “Bartleby ", de Melville, por ejemplo.
— Podría ser, pero no es mi caso. No es lo que yo busco. Llega una
edad en la que uno se da cuenta de que se ha casado con ciertas ideas. Y
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bueno, yo he leído mucho de cómo otros autores hacen sus cuentos, pero
ese es su modo de hacer literatura. Para mí, un consejo de Cortázar o de
Hemingway lo tomaría si conviniera a mis intereses. Yo sí busco lo sor­
prendente, lo extraordinario, lo fuera de lo común.
— ¿Eso es por tu inclinación hacia el cuento fantástico?
— Sí, pero también cuando hago realismo busco algo fuera de lo co­
mún. En El gran solitario de palacio, me ocupé de la matanza de Tlatelolco en 1968, y bueno, Mempo, aunque sea difícil de creer en México no
se matan tan frecuentemente 500 personas en una sola tarde. A mí no me
gustan ni personajes ni situaciones cotidianos, grises. Todavía adscribo a
esa literatura épica en la que tienes que hacer un gran personaje, una gran
anécdota y una gran hazaña, aunque esta hazaña sea tan simple como ape­
drear un policía en la calle.
— ¿ Y qué sería una “prosa ejemplar ’’?
— Ah, no lo sé, realmente nunca he definido una prosa ejemplar. Pero
sí sé reconocer cuándo la hay y cuándo no. Supongo que tiene que ver con
la belleza, con la forma en que están colocadas las palabras, la forma en
que se hace una descripción...
— Para terminar: siendo editor, columnista político, funcionario, do­
cente universitario, maestro de talleres, ¿cómo distribuyes el tiempo y qué
tiempo le dedicas a la literatura?
— Trabajo cuando se puede; mi vida es muy caótica porque efectiva­
mente ejerzo el periodismo, la docencia, soy profesor de tiempo comple­
to en la universidad, funcionario y además me gusta beber, divertirme, ver
amigos, ir al cine..., pues, es muy difícil y muy cansada mi vida. Es un
sueño de cada escritor el poder dedicarse entera y exclusivamente a la lite­
ratura, pero no todos tenemos la misma tenacidad. Y bueno, yo creo que
ya con quince o más libros publicados, que sirven de alguna manera co­
mo base económica — la “acumulación originaria”, como diría el maestro
Marx— entonces uno ya puede dedicarse a escribir para el resto de sus
días, a ver si sale la obra maestra. Y si no sale, pues, ni remedio. Desde
muy joven yo viví obsesionado pensando que iba a escribir una obra
maestra. Ahora que ya me di cuenta que no la voy a hacer, ya no me preo­
cupa tanto. Pero, ¿y qué tal si sale, eh? Entonces, démosle la oportunidad
a la literatura dedicándonos a ella el mayor tiempo completo posible.
Ju a n Jo s é S a e r
Para mí
la literatura
es una propuesta
antropológica
la costumbre de hablar con muchas pausas (usa una muleti­
lla — “digo”— intercalada en casi todas sus oraciones) como si
debiera pensar un segundo antes de pronunciar cada palabra. Y
sin embargo impresiona por su capacidad de respuesta, pues cada
pregunta que se le formula parece que ya hubiera sido, previa­
mente, reflexionada.
Buen improvisador, conversador avezado y agradable, evidencia en to­
do momento que no está dispuesto a perder tiempo en tonterías. Eso, en apa­
riencia, lo hace terrible, porque además Juan José Saer (Colastiné, Santa
Fe, 1937) — de él se trata— es un hombre de temperamento combativo,
vehemente, apasionado, y es un polemista agudo y brillante.
Rechoncho, robusto, de andar campechano y siempre vistiendo ropas
muy cómodas, Saer no es de entregarse fácilmente a nadie y más bien
parece estar a la defensiva (como suele suceder con los tímidos). Pero
cuando se em pieza a sentir cómodo es jocoso, divertido y — se adivina
enseguida— un hombre tierno a quien vale la pena ver con su esposa y
con su hija. Se ríe con una risa ronca, tan gruesa como su voz de fuma­
dor empedernido. Sus rasgos de ascendencia árabe — tiene cara de turco,
como decimos en Argentina— se concentran en una mirada firme, escru­
tadora, transparente.
De Saer hay que decir, también, que es posiblemente uno de los más
originales escritores argentinos de la generación posterior a Borges y Cor­
tázar, y por ello tan respetado últimamente. Autor de una sólida obra que
se inicia con los cuentos de En la zona (1960), su bibliografía se comple­
ta con — entre otros— títulos como Palo y hueso (1965), Unidad de lugar
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(1967), La mayor (1974), El limonero real (1976), Nadie, nada, nunca
(1980) y su extraordinaria, audaz última novela: El entenado (1983).
La presente conversación se realizó en su casa de París (vive en Fran­
cia desde 1968 y es profesor en la Universidad de Rennes) en febrero de
1988, una fría tarde en la que Saer reflexionó, fumó, convidó café y soltó
toda su simpatía, su audacia teórica, su ingenio y su profundidad de artista
que no sólo crea sino que además piensa el mundo en el cual crea.
GIARDINELLI: Aunque en los últimos años tu obra parece inclinarse
más hacia la novela, tus inicios literarios fueron cuentísticos. Quisiera
em pezar de la manera más amplia, preguntándote qué es el cuento p a ­
ra vos.
SAER: Bueno, hay una definición técnica que lo diferencia de la nouvelle, o del relato corto. Se habla del cuento como un texto narrativo, de
ficción, que tiene entre media y veinte páginas. Pero, evidentemente, en
literatura y en arte las definiciones técnicas no sirven para nada. El cuen­
to tiene una larga historia en la literatura, incluso desde la tradición oral.
Con la poesía, el cuento es el género más antiguo.
— Silvina Ocampo opina que el cuento fu e lo primero.
— No estoy tan seguro. Tal vez en algunas regiones. En la literatura
griega, la poesía épica fue narrativa. El cuento tiene una historia profusa, y
podemos decir que toda la literatura en lengua española, en narrativa, pro­
viene del cuento. Menéndez Pelayo dice de los orígenes de la novela que
ésta proviene de las colecciones de cuentos orientales en lengua española.
Y después vienen los cuentos del Conde Lucanor, que son admirables y en
algunos de los cuales se inspiró Borges. Pero creo que el cuento alcanzó su
apogeo en el siglo diecinueve, con algunos cuentistas muy imperantes
¿orno Poe o Maupassant.
— ¿Te resulta importante sentirte vinculado a esa tradición?
— Sí. Porque yo empecé escribiendo cuentos. Mi primer libro fue de
c tientos. Faulkner decía que de los tres géneros, la poesía era el número
u no, luego venía el cuento y sólo después la novela; y que él escribía no­
velas porque le faltaba talento para ser cuentista, lo cual era de una insóli­
ta modestia, ya que escribió cuentos admirables. Particularmente hay uno
que me apasiona, se llama Hojas rojas. Y también Una rosa para Emily.
5 í>n m agníficos... Bueno, digo, personalmente empecé escribiendo cuen­
tos, escribí muchos y quemé muchos. Cuando publiqué En la zona, quemé
ct>mo cuarenta o cincuenta cuentos que tenía, porque yo consideraba que
¡n jciaba una nueva etapa. En aquella época podía darme el lujo de quemar,
¿no? Ahora lo pensaría dos veces... (se ríe). Puedo decir que he escrito
cucntos más bien clásicos, como los de En la zona o los de Unidad de
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lugar. Pero después, en La mayor creo que fui cambiando. Podría decir
que mi último cuento lo escribí en 1965 o ’66.
— ¿Esto quiere decir que abandonaste el cuento?
— No. Pero sí quiere decir que a partir del cuento empecé a tener otras
necesidades narrativas. Entonces escribí la serie de los 28 argumentos de
La Mayor, que son en realidad un trabajo sobre el cuento. Quería modi­
ficar, trabajar, una cosa que estuviese a mitad de camino entre la prosa
narrativa, el poema en prosa y el cuento. Después traté de escribir otros,
que desgraciadamente no me salieron.
— ¿ Y d esd e el '65 hasta ahora no has escrito cuentos?
— No he escrito ninguno, en sentido clásico. Pero ahora estoy proyec­
tando una serie de textos breves. Que tampoco serán cuentos... Porque pa­
ra m í el cuento tiene una serie de, cómo decir, de leyes...
— ¿ Una preceptiva muy esquemática, que te molesta?
— Exactamente. Y me molesta del mismo modo que me molesta la pre­
ceptiva de la novela. Todas las preceptivas esquemáticas me molestan.
— Bueno, se trata de romperlas. La literatura es eso, también.
— Claro. Aunque no me disgustaría que algunos de los textos que yo
escribí tratando de romper la preceptiva del cuento, después sean incorpo­
rados a la tradición del cuento. Pero hay algo más: para mí, todo lo que
tienda a destruir la imagen de la profesionalización del escritor, o de la lite­
ratura, me parece una buena cosa. Decir “yo soy novelista”, o “soy cuen­
tista”, o “soy poeta”, a mí siempre me dio un poco de vergüenza. Y además
otra de mis tentativas es justamente tratar de volar las fronteras. Algunos
textos están entre la prosa, la poesía, el cuento o la novela, y pueden ser
géneros nuevos, o sugerir la posibilidad de géneros nuevos. Y al mismo
tiempo, otra manera de concebir el cuento es a través del fragmento. Uno
de mis proyectos es comenzar un texto con puntos suspensivos y terminarlo
con puntos suspensivos.
— ¿Fragmentos entendidos como parte de un todo literario, o como
episodios narrados ?
— Las dos cosas. Un episodio incompleto, y una narración incompleta
también. Eso ya lo intenté en La mayor. Ahí hay dos textos largos: uno que
es más bien clásico como narración, que es A medio borrar, y otro es este
fragmento, en el que yo querí i que fuese un fragmento en el que la medi­
da narrativa estuviese muy retirada, no presente y donde imperara sólo el
ritmo de la prosa, la sugestión de que podía haber algo detrás de toda esa
especie de fraseología. Es tan difícil escribir una cosa con un contenido y
una historia precisa, como una cosa sin contenido ni historia precisa. Sim­
plemente son experiencias. Y después vienen esos 28 textos breves. Por
eso pienso que La mayor es un libro de reflexión sobre el cuento.
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— En cuanto a tu formación, ¿te sentís proveniente del cuento, o tu fo r ­
mación fu e más universal, menos restringida a un género?
— Bueno, lo que sé es que he escrito muchos cuentos, y cuando uno
está en sus primeros años de escritura, obedece a un influjo, y casi a la
imitación de algo. O sin casi. En la época en que teníamos veinte años,
escribir un cuento era algo serio. Escribirlo y leerlo, en Santa Fe, era par­
te de una tradición. Que sigue. Hace poco leí una antología de cuentistas
de Rosario, excelente. Hay allí un buen cuentista, que es Elvio Gandolfo,
quien ha escrito cuentos magníficos. Y bueno, nosotros teníamos mucho
cuento, los de Kafka, los de Faulkner, los de Joyce; sus Dublineses. Y tam­
bién, en mi caso, los cuentos de Borges, y los de Antonio Di Benedetto,
que tiene ese libro Grot, que es formidable, magnífico. Y recuerdo espe­
cialmente ese cuento admirable de Antonio que es Caballo en el salitral,
que está en El cariño de los tontos. Y en mi formación no puedo dejar de
mencionar los cuentos de Poe, los de Hemingway, que se leían mucho, y
los de Caldwell.
— Decías hace un rato que te chocan, de alguna manera, las precepti­
vas existentes, y que procurás romperlas. Uno las aprende, las aprehende,
las incorpora, y luego las abandona. En cierto modo es uno de los de­
safíos a que se enfrenta un escritor: la ruptura de las formas. Pero este
proceso, en tu caso ¿ha sido consciente o se ha ido dando y sólo lo podés
explicar ahora?
— Lo segundo: se fue dando y sólo ahora puedo intentar explicarlo.
Creo que en la creación literaria las cosas voluntarias son siempre confu­
sas. Se sabe más lo que no se quiere hacer que lo que se quiere hacer.
Pero hay que decir también que esto que yo hago sólo sirve para mí, ojo,
no im plica crear ninguna otra preceptiva para nadie. A mí me encanta
leer un cuento perfecto, leerlo y releerlo continuamente, y sin embargo
yo hago otra cosa porque hago lo que a m í me gusta hacer. No hay que
olvidarse que el arte, a pesar de todos los sufrimientos que decimos tener
entre colegas, también es algo que significa placer. Uno escribe lo que
tiene ganas.
— ¿Podrías vos, a los 50 años y con un reconocimiento ya ganado,
señalar cuáles son los elementos que harían a un cuento moderno?
— Puedo decir qué tendría que ser, para mí, el cuento moderno. Pienso
que la modernidad en el cuento se daría, primero, por la menor cantidad po­
sible de intriga; segundo, por la mayor concentración posible; después, por
la mayor intensidad poética en el relato; y finalmente por la incorporación
de elementos formales inesperados que podrían, digamos, darle una fiso­
nomía nueva.
— Pensemos en un cuento: “Las babas del diablo ”, de Cortázar.
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— Sí, es un buen cuento, pero a m í el cuento de Cortázar que más me
gusta es Axolotl. Porque es posiblemente el más inesperado. Y porque está
logrado en base a dos o tres cambios sutiles, casi insensibles, de la persona
narrativa. Es decir, que hay un elemento formal utilizado con una gran su­
tileza, tanto que ni siquiera sé si Cortázar se lo propuso.
— Fíjate qué curioso: estamos hablando de modernidad, y hablamos
de un cuento de hace treinta años.
— Es verdad. Lo que pasa es que, bueno, yo no estoy muy al tanto de los
cuentos que se escriben en Argentina, y además en el mundo hoy se escriben
pocos cuentos. Y los que lo hacen, por ejemplo en Estados Unidos gente co­
mo Updike y su generación, no me interesan para nada, porque son cuentos
adocenados: parten de un esquema, aprendieron una fórmula y la trabajan.
— ¿ Y cuál es el cuento moderno, entonces?
— Realmente, estoy pensando, tratando de ver qué cuento moderno
ten jríam o s...
— Fíjate vos que esto, a m í p or la pregunta y a vos por la respuesta,
nos lleva a una duda: ¿existe el cuento moderno? ¿Qué pasa con el no
adocenamiento del cuento?
— Sí, sí. Yo les doy a mis estudiantes en la facultad algunos cuentos que
me gustaron mucho, de una antología del Centro Editor que ya tiene unos
siete u ocho años. Les doy un cuento de Rivera que se llama La suerte de
un hombre viejo; uno de Martini que se llama La pura verdad-, y La caja
de vidrio, de Piglia, que son cuentos muy interesantes porque están tra­
bajados con una gran economía de medios. El de Piglia me parece espe­
cialmente interesante porque en esas cuatro o cinco páginas hay como seis
o siete procedimientos literarios reunidos. Y nosotros descubrimos, con los
estudiantes, que es un cuento de una doble lectura. La teoría de Piglia, que
la debés conocer, del doble argumento, me parece muy interesante.
— Es notable que, a medida que te escucho y repienso mi propia pre­
gunta, tengo la impresión de que si para hablar del cuento moderno
debemos tremitirnos a veinte o treinta años atrás, estamos frente a una
crisis del cuento actual. No lo había pensado antes.
— Sí, en Francia, por ejemplo, el cuento prácticamente no existe más.
Cuna del cuento en el siglo diecinueve, aquí el cuento terminó alrededor
de 1950, por ahí...
— Donde el cuento sigue vivo, parece, es en Estados U n id o s y América
Latina. Aunque también un poco adocenado, ¿no?
— Y sí, un poco sí. Claro que uno piensa en los cuentos de Rulfo, que
son realmente magníficos. Pero bueno, si tenemos que reflexionar sobre la
crisis del cuento, pienso que puede provenir de varias causas: primero, la
crisis editorial. Luego, el hecho de que casi no existan revistas de cuentos,
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a pesar de que vos sos un conspicuo representante (se ríe). Aquí no exis­
ten. Supe que hubo un par de tentativas, pero abortaron. En fin, es un he­
cho que los editores no quieren invertir en el cuento, no compran libros de
cuentos. Lo cual me extraña mucho, porque es una contradicción el hecho
de que la gente no lea cuentos, cuando la gente lee cada vez más apurada.
El cuento es el género ideal para leer con poco tiempo, para leer en la pla­
ya, por ejemplo. Y en cambio se compran libros de 800 páginas, que son
absolutamente prescindibles, naturalmente, pero que les duran todo el ve­
rano. Cuando podrían tener un libro de cuentos del que leer uno por día.
O se podría leer un cuento en cada viaje de Metro o de autobús... Muchas
veces me he preguntado a qué obedece esta contradicción. Creo, también,
que hay razones editoriales: los libros de cuentos en general son pequeños
y los editores prefieren libros grandes que se venden más caros.
— Bueno, pero estas son razones de mercado antes que literarias. El
otro aspecto de la crisis del cuento, es la crisis misma del género narrati­
vo, lo que nos llevaría a hablar de la crisis de la literatura.
— Claro. El cuento tiene una aureola de una tradición fantástica, imagi­
naria, artificiosa en el sentido del cuento con final sorprendente, como en
algunos buenos cuentos policiales, pero se le atribuye al cuento como una
especie de combinatoria que parecería agotada. Se le atribuye, digo. Bue­
no, también podríamos decir lo mismo de la novela: va a llegar un mo­
mento en que, sin duda, no se van a leer más novelas. Seguro, sin duda.
Por eso yo trato de teorizar un poco una nueva forma literaria que es la
narración, que no pretende tener el carácter épico de la novela. Y una
razón más, me parece, es que estamos en un período en el cual se habla
del mito de la saga narrativa, de la literatura totalizante que abarca todo, del
cual tenemos algunos ejemplos en América Latina. Nosotros nos reíamos,
con unos amigos, diciendo que hay un género latinoamericano que es la
Gran-Novela-de-América. Esos tipos que dicen: “No voy a escribir una
novela, voy a escribir la Gran-Novela-de-América”.
— Esa fu e la característica del boom en cierto modo.
— Claro. Es casi un género, ¿no? Y eso ha hecho que podamos notar
que algunos cuentistas tradicionalmente cuentistas dejaron de escribir
cuentos. Por ejemplo, Roa Bastos, Onetti. El mismo García Márquez dejó
de escribir cuentos. Claro, García Márquez ya está en las grandes opera­
ciones comerciales (se ríe).
— ¿ Y la crisis del cuento, de la literatura, p o r dónde pasaría: por lo
argumental, por la form a?
— Yo creo que por lo argumental. Para mí, ¿eh? Si yo no escribo más
cuentos es porque, para escribir un cuento, hay que encontrar una idea de
intriga, que, bueno, ya parece un poco...
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— ¿Como que todo está escrito?
— No, no sé si es porque todo está escrito. Tal vez porque para mí la
intriga es un elemento que yo, digamos, he desterrado un poco de la na­
rración. A pesar de que ahora lo vuelvo a introducir un poco. Pero quiero
prescindir de ella. Entonces, los textos que voy a escribir ahora, que tengo
ganas de escribir; y que van a ser textos breves y ya tengo las ideas y todo,
prácticamente no tienen argumento. Justamente a mis textos breves ante­
riores los llamé Argumentos por una especie de ironía.
— El título “Narraciones" también pasa por a h í ¿no?
— Exactamente. Es una manera de darle una indefinición. Textos don­
de no haya ni principio ni fin, y el texto sólo se mantenga por la calidad de
la prosa. Pero atención: la calidad de la prosa para mí no significa que esté
bien escrita, sino que pienso que la buena prosa es aquella que trae consi­
go iluminaciones continuas. Cuanto más iluminaciones, más veces el lec­
tor siente que lo que está escrito allí él lo ha sentido, o podía haberlo
sentido, o lo sentía oscuramente y eso se lo pone en evidencia, se lo reve­
la. Eso es para m í el objetivo de la literatura.
— ¿Esto nos acercaría, esta peculiaridad, a esa línea delgada que sepa­
ra el cuento del relato?
— Tal vez, claro. Yo he criticado al relato como una forma invertebra­
da. Pero en realidad me doy cuenta de que ahora esa forma invertebrada
se presta más a lo que yo quiero hacer.
— Me parece interesante el curso de la charla, porque estamos ha­
blando, inesperadamente, de la crisis del cuento. Me gustaría profundi­
zarlo, proponiéndote que hables del papel que jugaría en esto el lector.
¿Por qué el lector no lee tantos cuentos, o por qué prefiere leer novelas
antes que leer cuentos? ¿Tienen que ver la televisión, el cine? Vos seña­
laste hoy un elemento interesante, que es el tiempo disponible.
— Sí, pero habíamos dicho también que era algo paradójico... (piensa
un momento). La verdad es que la pregunta me deja bastante perplejo,
porque hay un verdadero problem a... Yo pienso que debe ser porque tal
vez — es sólo una hipótesis— el lector pone al cuento un poco del lado de
la diversión, del entretenimiento. Podría ser. Y la novela, le parece que es
una cosa más seria, m ás... Y entonces su valencia de entretenimiento, por
decir así, ya la colma con las verdaderas cosas de entretenimiento que son
la televisión, el cine, etcétera, y le parece que conserva su facultad de lec­
tor para la novela, porque le da la impresión de que la novela lo va a culti­
var más que el cuento. Tal vez sea eso, ¿no? Pero esto es una mera hipótesis
que se me acaba de ocurrir en este momento. No lo había pensado antes.
— Entonces, siguiendo esa hipótesis, el lector tendría —para decirlo
de alguna manera— como una fantasía de redención de su propia igno­
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rancia, que se supliría a través de la lectura de novelas. Ahora bien, ya
vimos lo del lector y lo del mercado. Pero entremos p o r otro flanco: ¿a
qué creés que se debe que en América Latina, y en Argentina en particu­
lar, el cuento esté tan vivo y haya incluso un florecimiento, en un momen­
to en que estamos de alguna manera detectando que hay una crisis en el
cuento y en la literatura?
— Creo que una de las ventajas del subdesarrollo es que las leyes ri­
gurosas del mercado todavía no han llegado a dominar por completo la
creación. No sé con quién charlaba el otro día, y le decía que aun cuando
haya más grandes escritores en Francia o en Estados Unidos que en Ar­
gentina (cosa que no creo) me parece que podemos decir que en Argen­
tina hay teorías literarias. Aunque yo no las comparta. Yo no comparto el
populismo de Medina y de Asís, ni comparto el psicoanalicismo de la
revista “Sitio”, ni tal vez tampoco comparta, a pesar de que son mis am i­
gos y que fueron ellos un poco los que lanzaron mi obra, esa cosa teórica
tan sociologista de “Punto de vista”. Pero lo que sí yo siento es que hay
teorías actuantes en la literatura. Y para que haya una literatura tiene que
haber teorías. Aquí en Francia no las hay; sólo hay análisis de textos. Acá
son todos pequeños artesanos que están montando un boliche para vender
más que el de enfrente. Aunque sean buenos o malos, no me interesan.
Creo que siempre ha habido teorías literarias, aunque ahora no nos vamos
a poner a decir si Homero era de vanguardia o no...
— Siendo que lo fue.
— ¡Naturalmente que lo fue! Pero quiero decir que por ejemplo en
Dante había una teoría literaria. Y en el teatro isabelino pasó lo mismo. Y
en el Siglo de Oro español había teorías literarias: el culteranismo, el con­
ceptismo. Eran teorías literarias que se discutían, y que se discutían en
verso. Se escribían textos contra, o a favor, y todo eso. Acá no, eso no
existe; todo el mundo se critica diciendo que son mediáticos, o que son
pretenciosos, pero no discuten ninguna teoría literaria. La última fue el
nouveau román, que todavía no terminaron de digerir. Bueno, yo pensaba
en los textos de Nathalie Sarraute, en sus “tropismos”. ¿Son cuentos; no
son cuentos? Bueno, no son cuentos, pero son textos breves, narrativos.
— Esto me hace pensar que la modernidad en el cuento, una vez más
y aunque suene pretencioso, estaría quizá en los latinoamericanos de
hace veinte o treinta años. Pienso en ese sentido en Cortázar, que sí
respondía a una teoría literaria, y además fu e teórico del cuento...
— Para m í los cuentos más revolucionarios son los de Borges. Un día,
en el año ’67, me dejó sumido en la más honda perplejidad porque vino a
Santa Fe y allí dijo: “Ahora voy a escribir una serie de cuentos criollos”.
(Se ríe). Pero hay ciertos cuentos de Borges, como Examen de la obra de
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Herbert Quain, o Pierre Menard, autor del Quijote, o Tlón que son cuen­
tos en los que aparecen nuevos elementos de estructuración narrativa, ¿no?
En ese sentido, yo digo que es revolucionario. Y creo que lo original de
Cortázar está en sus cuentos; a mí las novelas de Cortázar no me gustan.
— ¿ Incluida “Rayuelo " ?
— Rayuela tiene momentos que me gustan, pero me parece que se le
desarma un poco, ¿no? Lo pensaba ya en el ’63, porque yo a Rayuela la
leí en Colastiné. Pero en fin ... yo buscaba cosas más estructuradas, en ese
momento.
— Curiosamente, es una novela de fragm entos...
— Sí, 1^ es, pero lo que pasa es que no todos los fragmentos son buenos
(se ríe). Hay algunos fragmentos que me gustan mucho, naturalmente.
— ¿ Y p o r qué lo original de Cortázar estaría sólo en sus cuentos?
— Porque para mí lo nuevo ahí es tratar algunos temas clásicos de la
literatura fantástica, con una perspectiva de la cotidianeidad y con un len­
guaje muy cotidiano. Que podemos discutirlo, porque el lenguaje de Cor­
tázar está muy en discusión. Desde hace unos diez años la gente dice “no,
Cortázar escribe como en los años ’50”, lo cual no tiene ninguna impor­
tancia porque dentro de 50 años no se va a saber si un texto lo escribió en
1950 o en 1960. Cortázar no está hablando con nosotros, está escribiendo
textos... Y eso de lo cotidiano me hace pensar en Quiroga, de quien me
gustan muchísimo algunos cuentos. El almohadón de plumas me parece
una obra maestra, es un clima del cuento latinoamericano, como A la de­
riva, Insolación. Y otro que tiene cuentos muy interesantes, también, es
Bioy Casares. Y admiro mucho a Roberto Arlt: El jorobadito, Ester pri­
mavera, Escritor fracasado es un cuento sensacional. Y me gustan algu­
nos de Martínez Estrada, como Marta Riquelme, que me parece fabuloso.
— ¿ Qué elementos comunes encontrarías entre todos estos escritores,
que pudieran significar una transferencia, una herencia a tener en cuen­
ta para considerar el cuento moderno en la Argentina?
— Bueno, encuentro dos elementos que me parecen muy importantes:
el primero es una búsqueda formal, real, en el cuento, para renovarlo. Así
encontramos en Marta Riquelme esa estructura tan compleja, o en Escritor
fracasado un cuento en el cual se pone un revulsivo en un medio social.
Y al mismo tiempo, una tendencia en esos cuentos a hablar indirectamente
de lo real; no a transcribirlo, sino a elaborar metáforas globales de una
sociedad, de una época.
— Bueno, esto es característico de la literatura latinoamericana, pero
también podría suceder aquí en Francia, o en cualquier lado.
— Podría, pero no sucede. Ricardo Piglia da como ejemplo de la mejor
novela del nazismo a El tambor de hojalata, de Günther Grass, y yo com­
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prendo lo que él quiere decir aunque a mí no me gusta mucho esa novela,
porque me parece demasiado evidente.
— Podría citarse el “Diario de un payaso”, de Heinrich Boíl, mejor.
— Sí, me gusta más. Pero fíjate: los cuentos de Poe, que son magnífi­
cos, no tienen esa tendencia, no engloban el mundo en su conjunto. Son
cuentos más bien de estados de ánimo, marginales, muy excepcionales, que
nos dan la visión del mundo un poco particular que tenía Poe. En cambio,
en Tlón, Uqbar, Orbis Tertius de Borges encontramos una visión global
del universo. O en El inmortal o en Las ruinas circulares. Yo decía el otro
día que de los cuentos clásicos de Borges ése sí es un clásico: con final
sorprendente, con la estructura que va derecho, la brevedad. Los otros son
menos clásicos, como Funes el memorioso, Tlón..., etc. Y otro que hay
que mencionar es El zapallo que se volvió cosmos, de Macedonio Fer­
nández. Y todos estos cuentos me parece que tienen esa impronta que es
específicamente rioplatense. Porque si tomamos los cuentos de Rulfo, por
ejemplo, que yo admiro profundamente, están en una línea más realista.
— Esto me lleva a otra pregunta: ¿de qué manera esta crisis del cuen­
to se vincula con la vieja polémica de la literatura argentina y latino­
americana, entre form alism o y contenidismo?
— Yo creo que es una falsa polémica. He participado de ella, y eviden­
temente asumiendo una posición. Pero a veces uno se hace entender mal.
¿A quién le puede interesar la literatura puramente formalista? A nadie. ¿Y
a quién le puede interesar el puro contenidismo? A nadie. Me refiero a los
escritores. Digo: en la medida en que el puro contenidismo es un ensayo,
porque eso es la literatura contenidista. Lo mismo pasa con el testimonio.
He leído por ejemplo el libro de Bonasso: Recuerdos de la muerte, y me
parece una cosa más que dudosa, porque el único criterio de verdad que
tenemos ahí es la ideología y los sentimientos del autor. No hay ningún
otro criterio. La persona de Bonasso no está para nada en cuestión, ojo,
pero simplemente como método de testimonio ningún jurado lo aceptaría.
En cambio, hay que aceptar plenamente la ficción, que es un poco la fun­
ción del escritor: él no testimoniará de algo que ocurrió pero a través de la
ficción el escritor puede dar una especie de sentimiento del mundo gene­
ral, de la ética, de lo que fuere, una reflexión sobre su tiempo que asume
una forma artística particular. Por ejemplo, encontramos en la pintura abs­
tracta que Kandinsky no quiere decir que el hombre ha desaparecido, sino
que hay como un descentramiento del hombre, al que lo saca del viejo
humanismo de la pintura representativa y lo hace corresponder con una
situación real del hombre en el mundo.
— ¿Y cuál sería el equivalente de esto en literatura? ¿Quizá Mace­
donio ?
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—Sí, yo lo encontraría en Macedonio, en algunos cuentos de Borges,
en Felisberto Hernández, que me parece un gran escritor. ¿Ves? Me había
olvidado de Felisberto. Eso pasa a veces en estas conversaciones, que uno
se olvida de nombrar a alguno y después hay gente que se ofende porque
no lo nombraste. Bueno, a Felisberto yo lo pongo entre los que realmente
han renovado el cuento. Mirá Las hortensias, es muy original, por su tono,
por sus intrigas que no son tales.
— Y volviendo a la crisis, ¿ella no estaría en que, resuelta la con­
tradicción forma-contenido, el haber llegado a la síntesis plantearía el “y
entonces ahora qué"?
—Y bueno, yo creo que la buena literatura, en todo tiempo y lugar, es
capaz de superar sus crisis a través de sus textos.
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Ju a n J o s é M a n a u t a
El cuento
es como una piedra
que cae en un estanque
aestro involuntario porque nunca se dedicó a la docencia ni
atendió jam ás talleres literarios, Juan José Manauta (71) ha
hecho de su obra una verdadera escuela cuentística. Narrador
que se autodefine como “tardío” (empezó a escribir cuentos a
los 40 años, después de publicar poemas y tres exitosas nove­
las), es un hombre tímido y nervioso, cálido y modesto. Fuma
sin cesar cigarrillos rubios y habla lentamente, pausado, buscando las pal­
abras precisas y encontrándolas siempre, aunque él se queja cada tanto de
que la memoria le “anda flaqueando”. El maestro M anauta nació en di­
ciembre de 1919 en Gualeguay, provincia de Entre Ríos, estudió Letras en
la Universidad Nacional de La Plata, ejerció los más diversos oficios
(tipógrafo, corredor de seguros, vendedor, periodista) y militó durante casi
medio siglo en el Partido Comunista Argentino. Fue dirigente de la So­
ciedad Argentina de Escritores, editor en los años ’60 de la revista Hoy en
la cultura, y se hizo tiempo para componer una obra literaria variada que
reconoce algunos de los siguientes títulos: La mujer de silencio (poemas);
y las novelas Los aventados, Las tierras blancas, Papá José y Puro Cuen­
to. Su obra cuentística consta de tres libros: Cuentos para la dueña ado­
lorida (1961); Los degolladores (1970) y Disparos en la calle (1986).
Esta entrevista se celebró en un café del centro de Buenos Aires, un frío
anochecer de la primavera de 1991. He aquí la versión completa de la charla:
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GIARDINELLI: ¿Por qué empezaste tan tarde a escribir cuentos?
MANAUTA: Quizá porque, como cualquier hijo de vecino, empecé es­
cribiendo poesía de muy joven. Publiqué primero La mujer de silencio y
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luego otro que se llama Entre dos ríos. Pero mi caso es sencillo de ex­
plicar: mis poemas eran regularones; no fui un gran poeta, ni siquiera un
mediano poeta. En mi segundo libro de poemas ya aparecían temas como
el de la chacra abandonada, el éxodo, la degradación campesina. Los vie­
jos temas de Las tierras blancas ya estaban en mi poesía. Bueno, un día
descubrí que yo no llegaba al fondo de la cuestión poética. No por una
cuestión de género sino por propia incapacidad, tal vez. Pero yo quería
contar esas cosas más en detalle, minuciosamente, y entonces me pareció
que la poesía a m í no me servía.
— ¿ Y no habías escrito ningún cuento, ni uno solo?
— No, ni uno solo. Yo comencé a narrar a los 30 años, pero novelas. En
el ’59 Hugo del Carril filmó Las tierras blancas, que se había publicado
en el ’56 en la famosa Editorial Doble Pe, donde editaron sus primeras
obras Di Benedetto, Viñas, Ardiles G ray... Sólo después del ’60 escribí
mis primeros cuentos.
— ¿Tenías miedo, resistencias al género? Es raro que un escritor que
hoy es un reconocido cuentista se haya iniciado tan tarde.
— No, miedo no. Lo que pasa es que yo creo que el cuento es la na­
rración por excelencia, y para el cuento se necesita tiempo. Para ser un
mediano cuentista hace falta cierta madurez. Es el género más difícil de
todos. En una novela vos te ponés a escribir y te tendés como en un galo­
pe largo. En cambio el cuento es como una piedra que cae en un estanque.
Forma círculos concéntricos. Vos vas agrandando siempre el mismo nú­
cleo; en el cuento hay un solo tema. Por eso creo que de jovencito no hubie­
ra podido escribir cuentos. Yo necesité edad, madurez. Publiqué mi primer
libro a los veintipico, pero eran poemas escritos a los 18 ó 19 años y tenían
todas las limitaciones de esa edad.
— ¿Pero te interesaba, por ejemplo, la preceptiva del cuento?
— Sólo la que tiene uno que estudió Letras.
— ¿Nunca fuiste a un taller?
— No. Ni tampoco tuve uno. Ni siquiera participé, salvo una vez que
me invitó Abelardo (Castillo). Ahora, últimamente, alguna gente me está
diciendo que forme un taller, pero no sé... A lo mejor lo hago.
— ¿Tenés algún prejuicio con los talleres?
— No sé si llamarlo prejuicio. Lo que yo me pregunto es si alguien le
puede enseñar a escribir a alguien.
— La respuesta es no, obviamente.
— Claro. En todas las artes poéticas que yo conozco, desde Aristóteles,
Horacio, Boileau, y hasta en el arte nuevo de hacer comedia de Lope de
Vega, se habla de las condiciones innatas. Yo no le niego valor a la cul­
tura. al estudio, a la formación, pero enseñar a escribir... Creo que el na­
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rrador nace, no se hace. Esto me viene de mi viejo, probablemente, que era
un narrador oral nato: contaba historias a cada paso, todos los días, en la
mesa, y a veces contaba la misma historia varias veces pero siempre de
distinto modo. Mi madre, que era menos prosaica, más culta, lo corregía.
Pero nosotros, que éramos seis hermanos, protestábamos porque lo es­
cuchábamos embelesados al viejo, cuando hacía sus regresiones a su aldea
española, aragonesa.
— ¿ Y no te parece que a quien tiene esa cosa innata un taller le puede
venir muy bien?
— Ah, claro, yo admito que, para el que escribe, la cosa no acaba en
tener condiciones innatas. Esto es cierto, y quizá para eso sí sirven los ta­
lleres. Pero siempre hay que partir de algo. En el Ars poétique de Verlaine
se dice la musique avant tout les choses. Y la música no es ni la rima ni
la métrica; yo creo que Verlaine hablaba de algo misterioso, de algo que
circula en medio del poema como circula la sangre en el cuerpo humano,
y eso es la música. Una especie de élan, de cosa misteriosa e indefinible.
Pero volviendo al cuento, si bien yo no los escribía en cambio los leía, y
mucho. Tuve la suerte de descubrir, siendo muy joven, a algunos grandes
cuentistas como Máximo Gorki. No me canso de releer, aún hoy, los
cuentos breves de Gorki.
— ¿Se podría decir que tu escuela fu e el cuento ruso?
— Sí, y el norteamericano también. Porque mi otro cuentista predilec­
to es Sherwood Anderson. Creo que con él me sentía hermanado porque
en su autobiografía cuenta que su padre era un gran narrador oral, y que
siempre le mentía. Yo ahí descubrí que el cuentista es un gran mentiroso.
— ¿Qué otros maestros reconocés?
— Desde luego que también a Ambrose Bierce y a Chejov. Y a Maupassant, ¿no? Y aunque por ahí la memoria me traiciona y me olvido de
alguno, creo que otro epígono podría ser Erskine Caldwell.
— ¿Entonces supongo que si te pregunto, como hago siempre, cuáles son
tus tres o cuatro cuentos predilectos, mencionarás “Ladrón de caballos”?
— Por supuesto. Y los otros serían El infante de Gorki, y ... a ver: El jorobadito, de Arlt. Esos tres. Pero creo que también mencionaría a un cuen­
tista más que para mí fue un genio: Enrique Wemicke. Me parece que El
señor cisne es uno de los mejores libros de cuentos que se hayan escrito
en la Argentina. Y quizá en el mundo. El señor cisne y otro cuento que se
llama La inundación se los recomendaría a todo aquel que quiera escribir
cuentos.
— ¿Y si a ese “todo aquel” imaginario que quiere escribir cuentos
tuvieras que darle algunos consejos, aun sin ser maestro de taller, qué le
dirías?
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— Bueno, primero que nada le diría que cualquier narración es ne­
cesario vivirla mucho tiempo, convivir con la idea durante mucho tiempo,
y escribirla lo más rápidamente posible. Los antiguos indios americanos
cuando iban a las partidas de caza, llevaban a un tipo que luego, al regre­
sar, les contaba lo que había sucedido. La gran magia de la narración con­
siste en poder involucrar a la gente: y aquellos indios escuchaban que
otro les contara lo que ellos mismos habían vivido. Ellos habían sido los
protagonistas, pero el parlanchín éste, que podía ser tal vez el lenguaraz,
o el hechicero, les contaba lo que habían hecho y entonces los indios se
sentían involucrados. Yo creo que narar es involucrar. Si vos sabés invo­
lucrar a la mayor cantidad de gente, tu narración va a ser perdurable. Ese
sería mi primer consejo, y luego: escribirlo todo rápidametne, para que no
se escape nada de lo esencial.
— Pero desembucharlo todo, rápido o lento, no garantiza un buen
cuento. Yo desconfío de los cuentos escritos de una sentada. Se nota que
les falta trabajo.
— Bueno, pero lo que pasa es que después de escribirlo viene la correc­
ción. El procesamiento, diríamos, es ulterior. Es un proceso de perfección,
de mejoramiento, de utilización de palabras con auxilio de los dicciona­
rios, y eso sí lleva mucho tiempo.
— Un problema que en “Puro Cuento ” observamos muy a menudo es la
ansiedad de la gente por escribir velozmente, de una sentada, y escaparle a
la corrección. La ansiedad por publicar suele ser enemiga de la escritura.
— Ah, claro, eso siempre fue así. Abelardo decía, con razón, que se
publican muchas libretas de apuntes, que no son libros de cuentos. Por eso
mismo yo aposté al tiempo. Hay ideas que uno conserva durante años, y
que van creciendo lentamente, y crecen y crecen hasta que llega un mo­
mento en que ya no podés sino escribirlas. Digamos que te obseden, aun­
que no me gusta esa palabra. Y eso significa que ha llegado el momento de
escribir rápidamente, para que no se te escape nada. Para llenar el cuadro,
como diría un pintor. Pero a partir de entonces, hay que empezar a traba­
jar. Porque así como hablo de velocidad, otro consejo que le daría a este
hipotético narrador sena que no le tenga miedo a la corrección, que no
largue las cosas así nomás. Lo esencial está porque él ha vivido eso, él ha
involucrado; entonces que no le tenga miedo a falsear, a m odificar... Es
inexcusable la perfección formalista.
— En tus cuentos y novelas hay temas que se repiten y aparecen como
motivos recurrentes: el campo, el amor, la violencia, las mujeres... ¿Podés
hablar de eso?
— Sí, pero vos te olvidás de una cosa: el rasgo ético. Yo soy casi un
moralista. Y en mis narraciones creo que es un rasgo superior a los otros...
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— ¿De dónde te vienen todas esas características?
— Desde la infancia, como casi todas las cosas que uno tiene. Mi pa­
dre tenía un negocio de ramos generales, suburbano, en las afueras del pue­
blo. Era como un almacén de campo, en el que se vendían desde arados
hasta carbón, géneros, yerba y azúcar. Y tenía, claro, una trastienda a la
que venía mucha gente, sobre todo hombres, paisanos. Ahí se conversa­
ban el truco y la ginebra. Y ahí yo adquirí una gran riqueza de lenguaje,
sentimientos y pasiones. La riqueza humana que esos tipos dejaban del
otro lado del m ostrador era inmensa. Ahí escuché conversaciones, rela­
tos, sucedidos, mentiras, que se fueron depositando en mi memoria. In­
cluso de niño intenté escribir algo de todo aquello, pero afortunadamente
no pude, no supe hacerlo. Pero todo quedó en mi memoria y a eso recur­
rí de grande. Más de la mitad de los temas y rasgos que vos has podido
leer en mis libros, vienen de aquella trastienda.
— Algo a sí como una escritura de la memoria.
— Claro. Y además hay otra cosa: mi madre era directora de una es­
cuela, y nosotros vivíamos en la escuela, también suburbana. De modo
que yo convivía con los chicos y conocía también sus historias. Porque en
Entre Ríos se hacía cumplir la obligatoriedad de la enseñanza, y las maes­
tras antes de comenzar el ciclo escolar salían a censar, casa por casa y ran­
cho por rancho. Mi vieja era enérgica y no admitía argumento en contra,
y además organizaba la cooperadora, y hacía rifas y de todo para que cada
chico pudiera tener zapatillas, guardapolvos y una pizarra.
— Parece obvio que la figura de las mujeres, en tus cuentos, es un poco
la de tu madre. Porque son siempre mujeres decididas, luchadoras, casi
no aparecen mujeres pusilánimes.
— Me parece que tenés razón. Pienso ahora en Charito, que está en mi
primer libro. Y en la viuda de Schwank. Sí, mi madre debe estar muy pre­
sente en todo eso, aunque yo nunca lo indagué. Jamás me psicoanalicé,
pero supongo que debe estar porque, por ejemplo, ella me inculcó el amor
a la poesía. Se la pasaba recitando versos. A Rubén Dario se lo sabía
entero, de memoria.
— ¿ Y la violencia, de dónde viene?
— Bueno, la violencia estaba en el ambiente. Entre Ríos tiene una his­
toria bastante desgraciada: la guerra con Buenos Aires fue tremenda;
aparte fue la primera provincia radical, y la ruptura posterior con el radi­
calismo — porque los Laurencena eran antipersonalistas— fue también
terrible. Provincia olvidada, el aislamiento fue su signo cuando no había
puentes ni túneles. El gran abrazo de agua que la nombra para siempre,
como cantó Mastronardi, ¿no? Hasta la radio llegó tarde a mi provincia.
Si incluso hay palabras castizas que allá todavía perduran, como por ejem-
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pío telera, hogaza... o el verbo granjear, que allá se usa sin el reflexivo,
como sinónimo de ganar.
— ¿En qué año saliste de allí?
— A los dieciocho años. Me fui a estudiar a La Plata.
— ¿Por qué estudiaste Letras?
— Porque había mamado mucha poesía. Cuando leí el plan de estudios
y vi latín, griego, literatura de Europa Septentrional, Meridional y de aquí
y de allá, yo dije esto es lo mío.
— ¿ Y por qué nunca ejerciste la docencia?
— Primero porque los avatares de la política no me lo permitieron. Me
hicieron trampas, no había concursos, no había Estatuto del D ocente... Yo
me hice comunista ya en la universidad, y al graduarme ya me di cuenta
de que no iba a poder ejercer. Apenas fui maestro durante seis meses en
una escuela, pero dejé cuando Perón implantó la enseñanza religiosa. Yo
no era creyente, y no se puede enseñar una cosa en la que no se c ree ... Y
después hice un montón de cosas, pero lo que más me sentí fue periodista.
Estoy jubilado como tal.
— ¿El periodismo ayudó o perjudicó a tu labor narrativa?
— Decididamente la ayudó, porque me permitió meterme en cosas a las
que de otro modo no hubiera accedido. El periodismo fue, para mí, como
el mostrador de la trastienda del almacén de mi viejo. La riqueza de
conocimiento de gentes y de historias que te da el periodismo es impre­
sionante. Eso por un lado. Pero además, en algunos casos hasta estilísti­
camente me ayudó. No reniego del periodismo. Hay cada tipo, claro, pero
yo sigo siendo amigo del periodismo.
— ¿ Y tu experiencia como editor de una revista literaria?
— Eso fue en el ’64. Yo había estado bastante enfermo desde el ’59, el
’60, más o menos. Me ofrecieron dirigir una revista nueva, con pocos
medios. Era del Partido; o por lo menos yo lo tomé como tarea militante.
Pero puse como condición que nadie la corrigiera porque no iba a aceptar
interferencias. Y así salimos con Hoy en la cultura, que duró casi cinco
años hasta que la cerró Onganía. Después sacamos otra, Meridiano ’70,
pero sólo salieron tres números hasta que nos dimos cuenta de que
chocábamos la cabeza contra un muro. Y sacar una revista clandestina no
era posible. Una revista literaria clandestina es un absurdo.
— ¿Colaboraste con “El Escarabajo de oro", de Castillo?
— Algunas veces me publicaron, y yo los publiqué. Eramos revistas
paralelas, competidores, digamos, pero muy amigos. Ellos se reunían en
el Tortoni, y nosotros en La Comedia, un viejo café que ya no existe.
— ¿Quiénes eran nosotros?
— Bueno, estaban Pedro Orgambide, Raúl Larra, Lubrano Z as...
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— Tu prim er libro de cuentos es del año '61. ¿Qué cambió en tu cuentística en estos treinta años?
— (Piensa unos segundos). Mirá, no lo sé... Quizá me hice más obje­
tivo, menos atado. En aquellos tiempos me costaba mucho trabajo que la
militancia no se metiera en mi literatura. Tenía que hacer grandes esfuer­
zos, pero se me metía inevitablemente. Ahí está mi novela Papá José, que
es una novela entera dedicada al Partido. Podría haber sido una buena no­
vela, si yo hubiera logrado sacarme de encima todo ese compromiso. Yo
tenía al Partido muy metido en el alma, fui militante toda mi vida, desde
los 18 años hasta hace un tiempito. No renuncié, pero quedé aislado. No
me interesa este Partido Comunista. Desde hace unos siete u ocho años
empecé a alejarme. No me enfrié ideológicamente, pero sí desde el punto
de vista de la militancia. Aunque yo seguí en la SADE, llevando esa carga
y haciendo dos o tres cosas que mucho no me interesaban, pero...
— ¿Te parece importante la labor gremial para un escritor, o el de
escritor es un oficio solitario y es casi inevitable la no mutualización?
— Yo creo que sí es un oficio solitario, evidentemente, pero también se
da la paradoja de que el escritor se aísla para estar con la gente. Se aísla
no porque se vaya de la gente, sino porque trabajar solo es su manera de
acercarse a la gente. La superficialidad no hace al escritor. Pero lo que pa­
sa es que en la circunstancia argentina, mi querido, la labor gremial es casi
inexcusable, o para mí lo ha sido, hasta hace muy poquito.
— Pero dicho con toda franqueza: ¿no obstaculizó tu labor creativa?
— Y sí, la verdad es que me jodió bastante... Pero no reniego de lo que
hice. El escritor a su trabajo lo hace o no lo hace, así sea en la cárcel, como
Cervantes; así sea en la pobreza como en la riqueza, en la enfermedad o
en las peores circunstancias.
— Sí, está claro que uno escribe en la felicidad o en la desdicha. Pero
¿no te duele haber perdido, acaso, alguna obra en el camino?
— Yo creo que los libros que no escribí, muy bien no escritos están. Si
hubiera tenido la necesidad imperiosa, ineludible, de escribirlos, los hu­
biera escrito igual, con Partido o sin Partido, con o sin labor gremial. Tal
vez he escrito menos libros de los que yo hubiera querido, sí, tal vez al­
go de tiempo me quitó la militancia, pero no se trata de decir ahora que
mis convicciones me quitaron tiempo, porque el tiempo, viejo, uno tiene
todo el tiempo, como dicen los chinos...
— ¿ Qué estás escribiendo ahora ?
— Cuentos. Diferentes, creo, más objetivos. Un amigo me dijo que
ahora estoy probando que puedo escribir sobre cualquier cosa. Me he
profesionalizado más, tal vez. Y creo que de ahora en adelante, más to­
davía. Cualquiera que conozca mi obra se dará cuenta de que estos cuen­
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tos que estoy haciendo ahora, como el que vas a publicar, marca un cambio
hacia una cosa distinta. Yo no sabría definirlo, pero mis cuentos de ahora en
más van a ser de esa índole. Además, pude tomar la historia de Entre Ríos,
que antes era como una cosa prohibida. Toda esta saga del Mayor Don
Ponciano Alarcón va a ser diferente, y Cama de Juncos es una especie de
cuento encadenado con otros. Por eso Abelardo decía que yo escribo cuen­
tos con mentalidad de novelista mientras él escribe novelas con mentalidad
de cuentista.
— ¿Por quién y por qué te estaba prohibida la historia de Entre Ríos?
— Por m í mismo. Y porque ser entrerriano significa estar con Urquiza
o con López Jordán. ¿Fue López Jordán el que mandó matar a Urquiza?
¿O lo hizo el gobierno central para intervenir la provincia? Esto desata
pasiones todavía hoy. Yo conocí, cuando era chico, a un jordanista apa­
sionado, que iba al almacén de mi viejo. Un hombre que se llamaba Don
Ponciano y que sostenía que era Sarmiento el que había hecho matar a
Urquiza...
— ¿ Y vos qué sos: urquicista o jordanista?
— Jordanista, por supuesto. Pero tampoco puedo estar en contra de
Urquiza. No hay que olvidar Caseros, claro. Lo que pasa es que López
Jordán era un hombre progresista, un demócrata. Era un federal conse­
cuente, también, y peleó por la autonomía entrerriana: esa fue la guerra
con Buenos Aires, que fue una guerra salvaje que duró como diez años, y
de la que yo me valgo para hacer ficción. Historiador jamás.
— ¿Por qué Entre Ríos ha dado tantos escritores, como Juan L. Ortiz,
Alfredo Veiravé, María Esther de Miguel, Carlos Mastronardi, Juan Car­
los Ghiano y tantos más?
— Y G erchunoff... Que es quien te da la respuesta con el título de su
libro: Entre Ríos, mi país. Gerchunoff llegó de Ucrania cuando tenía doce
años y se fue a vivir a Buenos Aires antes de los 20. Vivió menos de 10
años en Entre Ríos, y sin embargo siempre lo consideró su país. Ger­
chunoff dice que ahí lo que hay es pertenencia. Es que hay muchas pobla­
ciones pequeñas, y en todas hay bibliotecas. Y en cada biblioteca hay un
poeta en ciernes, o un presunto poeta. Como te dije: la ley 1420 de en­
señanza obligatoria, laica y gratuita, en Entre Ríos se aplicaba con toda ri­
gurosidad. Era una provincia muy letrada y casi no había, ni creo que haya
ahora, muchos analfabetos. El aislamiento le da a los entrerrianos un sen­
timiento de pertenencia, de orgullo de pertenecer a ese lugar, y entonces
aparecen los pintores de aldea en el sentido de Tolstoi. La universalidad
de Juanele, por ejemplo, está basada en pintar el paisaje: en todos sus poe­
mas están el río, las colinas.
— Tu pueblo, Gualeguay, es el que más escritores dio, ¿no?
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— Sí, Gualeguay dio a Ortiz, Veiravé, Mastronardi, Amaro Villanueva...
— ¿ Y vos los conociste y trataste a todos?
— Por supuesto. ¡Y por suerte! Claro que sí... Fue una suerte. Te­
níamos una biblioteca excepcional, en la Sociedad de Fomento, que presi­
día Juanele. Ahí se daban cursos, charlas, reuniones... Yo ahí aprendí a
leer. Claro que la gente después emigraba, pero siempre volvía. Siempre
se vuelve. Mastronardi se vino a Buenos Aires a estudiar Derecho; Veira­
vé se fue al Chaco, tu provincia, pero sigue siendo entrerriano. Juanele se
fue a Paraná, pero no dejó Entre Ríos jamás. La misma María Esther vive
acá, pero siempre vuelve a su Larroque. Los entrerrianos tenemos perte­
nencia. Y no está mal, eso ¿no?
— Claro que no. Yo la tengo con el Chaco.
— ¿Y viste, entonces, que los personajes y situaciones siempre te salen
como del mismo lugar, como con un mismo aire?
—Sí, en cuanto uno se imagina un texto ya viene con el escenario
puesto... Pero hablemos ahora de lo que fu e la cultura argentina en los
años ’60 y '70, de la que fuiste protagonista y testigo bastante privilegia­
do. ¿Qué nostalgia tenés de esa época?
— La nostalgia es en m í un sentimiento contradictorio, Mempo. Yo ten­
go verdadera nostalgia de Gualeguay. Y la tengo de mis tiempos de estu­
diante en la Universidad de La Plata, donde estudié en la década del ’40.
El rector era Alfredo Palacios, cuya firma está en mi título. Y había pro­
fesores como Arturo Marasso, Pedro Henríquez Ureña y Amado Alonso.
Eso me provoca nostalgia: el respeto por el conocimiento, el amor y la
fascinación por lo clásico, lo cual no significa desprecio por lo moderno.
Pero los años ’50 y ’60 fueron otra cosa: años signados por golpes de esta­
do, dictaduras, cárceles, autoritarismo, censura y autocensura... De eso no
tengo ninguna nostalgia.
— ¿ Y entonces por qué será que alguna gente, hoy, idealiza los ’60
como años de florecimiento cultural?
— Porque hubo un florecimiento cultural indudable. Cuando hay cen­
sura uno trata de afilar más las cosas para eludirla, se trabaja más en la
búsqueda de las palabras.
— A m í esa idea no me convence porque puede hacer pensar que la
democracia, entonces, es embrutecedora. Creo que la obligación de un
artista es trabajar y pulir su obra por la obra misma.
— Claro, sí. Yo de ninguna manera quiero decir que la democracia
impida los florecimientos culturales. Pero creo que esos años de censura,
inseguridad y falta de respeto por los derechos humanos, provocaron un
florecimiento como reacción. Digo como reacción. Fijate vos que en Es­
paña los años de dictadura franquista provocaron chatura, y de la ge­
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neración de grandes poetas españoles tuvieron que irse todos. Durante 40
años no hubo ningún florecimiento cultural en España, sino todo lo con­
trario. Por eso creo que acá el florecimiento de esos años se debió a una
reacción. Pero yo no sé si puedo explicar bien esto, porque fui prota­
gonista.
— ¿ Vos crees que la cultura argentina de hoy es inferior?
— No, no es inferior... o no sé... Yo me resisto a creer que esté debi­
litada la cultura argentina. Claro que ya no estoy tan al día, no sigo de
cerca las cosas que se están escribiendo ahora... Tal vez por eso no me
doy cuenta. Pero eso a mi edad es casi inevitable.
— ¿Qué leés últimamente?
— Autores argentinos casi no leo, la verdad. Te vas a reír, pero ahora
estoy leyendo a Jan Neruda y estoy aprendiendo a escribir cuentos con ese
tipo, fíjate vos... Es que cada vez me atraen más los clásicos. Y los años
que me quedan, que no sé cuántos serán, quiero pasármelos leyendo a gran­
des autores como éste. Si no, qué va a ser de mí, ¿no? Tengo que leer a los
clásicos, porque a estos chicos de ahora puedo dejarlos para más adelante,
o qué sé yo, puedo no ocuparme de ellos. Pero a los clásicos, ché...M e
pongo a leer de nuevo a los grandes: vuelvo a Sherwood Anderson, a
Gorki, vuelvo a Rojo y Negro...
— Vos fuiste contemporáneo de gente como Sábato, Borges y Cortázar.
¿Tuviste relación con ellos?
— Tuve relación con Sábato, sí, bastante. Con Borges no tanto; alguna
vez nos vimos, fugazmente. Y a Cortázar no lo conocí, aunque alguna vez
me mencionó y por elevación los dos sentíamos una especie de admira­
ción mútua. En El libro de Manuel él reconoció que utilizaba procedi­
mientos que yo ya había utilizado en mi novela Puro cuento.
— ¿La política no te separó de algunos nombres ilustres?
— No, para nada. Hay una condición mía que consistió en haber sabi­
do mantener buena relación con la gente de centro y de derecha. Yo tuve
muy buena relación con Mujica Láinez, por ejemplo. Tengo cartas pre­
ciosas de él.
— ¿Y con Bioy Casares o Silvina Ocampo? ¿Con la gente de “S u r”?
— No, con Bioy no tanto. Nos conocemos pero nada más. Y con la
gente de Sur, nada. A hí sí debe haber sido por razones políticas, seguro.
Yo no me acercaba a ellos. Jamás publiqué en La Nación, por ejemplo.
Pero tengo una buena relación con Marco Denevi.
—¿ Y con Sábato?
— Nos tratamos en las épocas en que él era bastante militante. Re­
cuerdo que una vez formamos un comité cuando a Tomás Eloy Martínez
y a Ernesto Schóo los sacaron de la página de cine de La Nación y los
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mandaron a Redacción General, porque había habido una protesta de las
distribuidoras cinematográficas. Además, claro, tuvimos relación en ra­
zón de mi militancia en la SADE. Sábato ha sido candidato a presidente.
Desde luego, yo tenía mejor relación con Barletta, Agosti y otra gente que
venía de Boedo, aunque yo soy posterior a Boedo, ¿no? A Roberto Arlt
desgraciadamente no lo pude conocer. Pero lo leía, claro. En el ’42, cuan­
do él murió, yo estaba todavía estudiando en La Plata.
— Para terminar, ¿estás preparando algún libro?
— Sí, estoy trabajando en un libro de cuentos. Estoy haciendo una selec­
ción rigurosísima, retomando algunos textos viejos y escribiendo nuevos
cuentos. Pienso que el año que viene podrá haber un volumen nuevo. Hace
seis años que no publico nada, y no dejé nunca de escribir.
— ¿Tenés idea de cuántos cuentos escribiste en tu vida?
— No, no s é ... habré escrito unos cien cuentos. O no sé si llego, tal vez
ochenta... Me refiero a los que publiqué y a los que siguen inéditos.
Muchos de ellos integrarán este libro. Y quizá siga esta saga de Don Ponciano, que es uno de los últimos jordanistas y que muere loco... Me intere­
sa mucho ese personaje.
— ¿Hay algo que te hubiese gustado que te preguntara?
— No. Pero ahora me pregunto cómo habrá salido esta charla.
— Creo que va a salir bien, Juan José.
— Sí, estoy seguro de eso. Vos la vas a mejorar.
—No, no va a hacer falta.
BIB L IO T E C A
S R , ? D E E D U C A C IO N PUBLICAowEccioM0**1 OE
B lO Y C a s a r e s
Yo quiero
que las palabras
sean transparentes
N domingo de enero de 1989 por la mañana, en su casa de la
calle Posadas, en Recoleta, Adolfo Bioy Casares abrió la puerta
con una sonrisa juvenil, encantadora, que mantendría durante
toda la entrevista. Vistiendo impecable camisa blanca y corbata
de colores oscuros, bajo una exquisita cazadora de gabardina li­
gera, con cinturón, me hizo pasar a su estudio, donde conversa­
mos bajo un gran marco ovalado con un retrato de mujer joven y bella d
principios de siglo — su madre— presidiendo el estudio. Una enorme ven­
tana miraba a Plaza Francia en esa mañana luminosa, caliente, en la que
se tostaban porteñas y porteños casi en cueros.
Alto, elegante, se nota que practicó muchos deportes (fútbol, rugby, ten­
nis, atletismo). Se confesó tímido, pero se mostró en todo momento cordial,
amistoso. Por un momento tuve la sensación de que jugábamos un fugaz
torneo de seducción: había un maestro, claro, y yo era el aprendiz. Son­
riendo mientras hojeaba el número 14 de Puro Cuento, se interesó por sa­
ber quién era Renata Farhat Borges. Cuando le dije que era una escritora
brasileña, asintió: “Ah, con razón” e hizo un comentario sobre los orígenes
portugueses de su amigo, Jorge Luis.
Nacido en Buenos Aires en 1914 (el mismo año que Cortázar y Octavio
Paz, entre otros), Bioy Casares es uno de los mejores narradores de este
país. Es autor de por lo menos una novela excepcional, inolvidable: La in­
vención de Morel (1940). También escribió otras: Plan de evasión (1945),
El sueño de los héroes (1954), Diario de la guerra del cerdo (1969) y La
aventura de un fotógrafo en La Plata (1984). Entre sus cuentos, además de
los que escribió en colaboración con Borges, hay que anotar estos libros:
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La trama celeste (1948), Guirnalda con amores (1959), El lado de la som­
bra (1963), Historias fantásticas e Historias de amor. En colaboración con
Borges y Silvina Ocampo —con quien está casado— publicó Antología de
la literatura fantástica (1940) y Antología poética argentina (1941).
En el estudio hay, en libreros que van del piso al altísimo techo, por lo
menos tres mil volúmenes. Advierto libros antiguos, muchos en inglés o
en francés. En los estantes hay decenas de fotografías: una de Sarmiento en
uniforme militar; una de una casa de Dublin en cuyo frontispicio se lee
“Margaret Joyce”; varias de hombres con caras de escritores; muchas fotos
de chicas jóvenes, en general hermosas quizá porque son jóvenes. Hay una
postal que es una dama de corazones, y el corazón es rojo. No logro ver
fotografía alguna de Borges. Pero hay una con Silvina en Mar del Plata. De
algunas fotos me da explicaciones: ésta de un tío suicidado (“tengo tres tíos
Bioy que se suicidaron”); esta otra montando camellos con el padre y la
madre, en enero de 1930, en Egipto. Es él quien inicia la conversación.
BIOY CASARES: Me encanta el cuento, déjeme que se lo diga para em ­
pezar. Además es un género muy argentino. No sé si en otros lugares del
mundo sigue vivo como género. Recuerdo que hace muchos años mi edi­
tor francés me dijo que éramos los argentinos los que seguíamos ocupán­
donos del cuento. En Europa ya no les interesa.
GIARDINELLI: Me alegra que empiece así. No sé si es cierto lo que
dice, y más bien creo que no, pero es un comienzo de entrevista ideal para
“Puro Cuento”.
— Me gusta mucho su revista. Cuando la leo me acuerdo de una revistita que proyectamos una vez con Borges, Mallea y otros amigos, hace mu­
chos años. La idea era publicar un solo cuento cada vez, y todos los años
un libro de cuentos elegidos por el presidente del grupo, que debía cambiar
cada año. De ese modo cada uno iba a hacer su propia antología. Estába­
mos en eso, y un día salió en los diarios una noticia sobre ese grupo. Esa
misma semana la Sección Especial de la policía nos citó para averiguar de
qué se trataba el proyecto. (Se ríe). Quizá de allí debió salir un buen cuen­
to sobre el grotesco argentino.
— Le confieso que me parece que usted es la clase de entrevistado a
quien hay que dejar explayarse sobre lo que tiene ganas... Prefiero, si me
permite, retomar su prim er concepto: que usted considera al cuento un
género tan argentino, y tan vivo.
— Ah, sí, es que yo vi al cuento un poco desacreditado en el resto del
mundo. He vivido mucho tiempo sintiendo el desafecto por el cuento que
había en el mundo. Por ejemplo, lo vi en mi editor francés, Robert Lafont.
El fue muy amistoso conmigo y me atendía a veces como a un gran es­
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critor, aunque otras veces me maltrataba mucho. Él publicó en el año ’53
La invención de Morel, por indicación de Elena Garro, que fue la primera
mujer de Octavio Paz, y de quien ustedes han publicado un cuento. Yo los
conocí en Francia en el ’49, y en el ’51, y bueno, ella fue la que habló con
Lafont, y yo supongo que con una elocuencia extraordinaria lo convenció.
Pero la novela fue un fracaso. Yo le pedí disculpas a Lafont, y él me dijo
“no, no, no se preocupe que los buenos libros se venden poco. Ya va a ver
con los años”. Luego publicó otra novela mía, Plan de evasión a pesar de
que yo le advertí que me habían dicho que era muy tediosa. El que me dijo
eso fue Nalé Roxlo, quien en una comida de escritores me dijo: “Oiga,
Bioy, qué raro que después de una novela tan divertida como La invención
de Morel, ahora haya escrito este tedio”. Yo me di cuenta de que me lo dijo
con cierto retintín, como diciendo “a lo mejor La invención de Morel se la
dictó Borges y ésta sí es una novela suya”. Algo muy de Nalé (se ríe).
Como yo me olvido de cómo son mis libros, y acepto lo que me dice el últi­
mo interlocutor, le conté todo esto a Lafont. Curiosamente, Plan de evasión
sí tuvo mucho éxito. Pasó el tiempo y un día Lafont me dijo que necesita­
ba una novela mía. Cuando yo le dije que no tenía ninguna y que solamente
tenía algunos cuentos, él me dijo; “qué barbaridad, y ahora qué vamos a
hacer”. Yo le di los cuentos y le dije que hiciera lo que quisiera; lamenta­
blemente no tenía otra cosa. Y él los publicó con los títulos de Cuentos fa n ­
tásticos y Cuentos de amor. Esos títulos los puso él.
— ¿En qué género se ha sentido más cómodo?
— En los dos: cuento y novela. Yo me siento un narrador. Si escribo
muchos cuentos fantásticos no es por predilección por ese género, sino
porque se me ocurren ideas fantásticas. A m í me gustan muchos los cuen­
tos no fantásticos. Ahora mismo estoy escribiendo un cuento no fantástico,
que se llamará Ovidio. Lástima que lo estoy escribiendo con una lentitud
extraordinaria, porque soy un individuo fácilmente disipable.
— De sus cuentos mi preferido es "En memoria de Paulina ”, que para
m í no es necesariamente un cuento fantástico.
— Ah, no, yo creo que sí lo es. No se olvide que Paulina vuelve, como
proyección... ¿A usted no le parece?
—No, me parece que tiene un aire onírico, sí, pero no es fantástico en
cuanto a lo sobrenatural, a lo extraordinario. Para m í es perfectamente
verosímil; tiene raíz en lo real.
— Entonces, eso me habrá salido mejor que en otros. Porque yo siem­
pre que escribo cuentos fantásticos trato de que sea también un cuento de
amor, o sobre Buenos Aires.
— En sus novelas y en sus cuentos se reconoce, claro está, lo fantásti­
co, pero hay una constante referencia a la realidad, que tiene que ver con
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el amor, la diversión y sobre todo con un estilo casual. Su estilo, me p a ­
rece, consiste en hacer casual y creíble lo extraordinario, precisamente
porque lo conecta con lo real, ¿no?
— Sí, puede ser. Fíjese que he tenido que escribir varias veces el pró­
logo a la Antología de la Literatura Fantástica. El último me lo pidió la
editorial alemana Surkamp. Y como es mi tercer o cuarto prólogo para
la misma antología, para cam biar un poco leí el artículo en el Larousse
(pero el Larousse grande, del siglo XIX, no el diccionario) que fue es­
crito por el mismo Pierre Larousse. Allí, hay un estudio sobre literatura
fantástica en el cual Larousse dice que entre los escritores fantásticos
están “los más delicados realistas”. Me gustó muchísimo, eso. En reali­
dad, la literatura ha sido siempre fantástica, ¿no?
— Claro, si hasta cabe preguntarse si pude existir una literatura que
no sea fantástica. Toda la literatura lo es.
— Desde luego, y el escritor es como el que tiene un kiosco en la feria
y vende cosas rarísimas, ofrece monstruos y artículos increíbles.
— Usted recordará que Cervantes decía que su intención era “poner
en la plaza de nuestra república una mesa de trucos”.
— Es verdad, y sin embargo como género parece que hubiera apareci­
do sólo a principios del siglo diecinueve, con Hoffman y con Poe. Hoffman era conocido por sus cuentos, en Francia, y allí se llamaban “Contes
fantastiques". No hay ninguno de Hoffman que se llame así; fue una de­
cisión de los editores. Como en mi caso. Y en Inglaterra, donde el género
fantástico fue mucho más fuerte, fíjese que ahí no se lo conocía como gé­
nero fantástico. Se los llamaba “Uncannies Stories” o “Tales o fth e supernatural”. La palabra “fantástico” aplicada a los cuentos vino de Francia y
la recogieron los norteamericanos.
— ¿O sea que para los ingleses lo fantástico era lo sobrenatural?
— Claro, el concepto inglés para el género es “desasosiego”; uncanny
es algo que no se sabe muy bien qué es, pero que produce inquietud... En
mi caso, bueno, quizá el hecho de que yo escriba cuentos fantásticos en
estilo bastante realista, parecería que no es una gran innovación, ¿no? Pero
algo extraño pasa, y yo sobre eso hago un cuento. Aunque también es cier­
to que hago cuentos en los que no hay nada de sobrenatural.
— Una de las sensaciones que me producen sus textos es que siempre
tienen algo de conspirativo: el fugitivo en “La invención de M orel", el
chico perdido y la impostura en “La aventura de un fotógrafo en La Plata
el miedo en el "Diario de la guerra del cerdo’’... ¿Es así?
— Por supuesto. Yo veo siempre el destino del hombre como algo un
poco patético. Por las limitaciones del hombre, y por los misterios del cos­
mos. Por toda esa vida que uno no ha buscado, que no ha elegido y tiene
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un final generalmente espantoso. A veces he pensado que la vida es un
entretenimiento liviano con final espantoso. Hay una frase de Gracián que
está en El criticón y creo que merece que la recordemos aquí: “oh, vida,
no debieras de empezar, pero ya que empezaste no debieras acabar” .
— Esto me hace pensar en lo que resulta más seductor de su obra: la
conspiración junto con el humor. Usted habla de lo patético, pero a la vez
pareciera que cuando escribe se divierte mucho. Musicalmente, diría que
sus textos tienen algo de los divertimentos de Mozart.
El humor en m í nunca es propuesto; siempre es involuntario. Casual.
Desde que empecé a escribir lo hice sobre el amor y sobre lo fantástico.
Jamás me propuse el humor, aunque sí creo que tengo sentido del humor.
La primera historia que se me ocurrió en mi vida, fue cuando tenía seis o
siete años y quería enamorar a una prima.
— ¿La escribió?
— Sólo las primeras páginas. Quería imitar a una escritora francesa que
era muy audaz para la época y a la que mis primas admiraban. Entonces
leí un poco de ella y traté de escribir lo mismo hasta que comprobé que no
podía (Se ríe). La segunda historia que escribí se llamaba Una aventura
terrorífica, y ya su nombre indica lo que era, ¿no?
— ¿Qué leía en aquella época? ¿Qué libros lo conmocionaban?
— Bueno, entre mis primeras lecturas, de chico, estuvo Pinocho, de Car­
io Collodi (1831-1890). Fíjese que allí entrevi el género fantástico, porque
es la historia de un carpintero que hace con un tronco un muñeco, y luego
encuentra que ese muñeco tiene vida. Es fantástico, ¿no? Luego empecé a
leer todo Sherlock Holmes y las novelas de Conan-Doyle. Y El misterio del
cuarto amarillo, de Gastón Leroux. Pero todo eso, sin haber descubierto la
literatura.
— ¿ Y cuándo la descubrió?
— En el Colegio Nacional, en segundo año, con el libro de Monner Sans.
Ese librito (se ríe) me hizo descubrir la literatura. Y me puse a leer como un
maniático. Tenía doce o trece años, y empecé a leer y a escribir continua­
mente.
— ¿Empezó escribiendo cuentos, como casi todos?
— Claro. Y mis primeros cuentos eran sueños. Porque yo he sido toda
la vida, y sigo siendo, un soñador. A veces pienso que me gusta tanto la
vida que he conseguido vivir de día y de noche. De noche con mis sueños.
Incluso ahora me pasa algo curioso: muchas veces tengo sueños en tercera
persona. Veo el sueño como una historia. Y otra cosa notable es que yo
empecé con pesadillas, con sueños trágicos; y ahora casi nunca tengo
pesadillas. Tengo sueños agradables.
¿Lo onírico ha sido el material principal de su literatura?
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— No, lo ha sido sólo de mi primera literatura, la que me llevó al fraca­
so. Porque es bien sabido que los sueños, si no son tratados, o si uno no es
un experimentado soñador, deslumbran al soñador pero aburren al espec­
tador a quien luego le cuentan el sueño... Así que mis primeros cuentos
salieron mal. Pero no solamente los que sacaba de sueños, sino también
los que inventaba, y las novelas, todo me iba m al... Notaba que mis ami­
gos se entristecían cuando yo publicaba algo. Ellos me estimaban, y por eso
pensaban que mis libros estaban por debajo de mi capacidad. Borges pen­
saba que yo escribía rápidamente y sin corregir, y no era así. Yo escribía es­
forzadamente, laboriosamente, pero con una poética equivocada. No sabía
lo que había que buscar. Yo había leído muchos gramáticos españoles, y
ellos me inducían a escribir con proverbios y con riqueza de vocabulario, a
ser el primero que resucitara tal palabra o tal otra, y con todo eso yo perdía
frescura. Además, ya es bastante difícil escribir, y si encima uno se propo­
ne triunfos que, digamos, están fuera de la literatura es bastante difícil lle­
gar al acierto, ¿no? Suelen descaminarse esas aspiraciones, por la vanidad,
y hasta yo diría que la literatura comprometida suele ser peligrosa si no hay
verdadera pasión. La pasión la salva, y el interés de la gente por los temas
políticos también puede salvarla, ¿no?
— Yo diría que aunque pudiera no parecerlo, su propia literatura ha
sido comprometida porque ha sido tremendamente apasionada.
— Desde luego, desde luego...
— La alusión, en su obra, creo que está presente en todo momento, y
en ese sentido creo que es superior a la de algunos de sus contemporá­
neos. Quiero preguntarle, p or cierto, si ese hijo perdido en “La aventura
de un fotógrafo en La Plata ” tiene que ver con la tragedia que vivió el
país durante la última dictadura. ¿Es un desaparecido? ,
— Pero naturalmente, claro que s í... Es, de algún modo, simbólico de
lo que pasó. Esa realidad que me rodeaba me obligó a escribir esa histo­
ria. Que es como una metáfora, a mi manera, de lo que estaba pasando.
— ¿Eligió el fotógrafo, además, porque es un “voyeur"?
— Sí, por eso y porque no puedo estar poniendo siempre escritores (se
ríe). La fotografía es una profesión que yo conozco bastante, porque foto­
grafié mucho, y entonces no improvisaba. Además, creo que los fotógrafos
también tienen problemas de creación parecidos a los que tenemos los
escritores.
— Me da la impresión de que usted es un gran inventor de argumen­
tos, y si mal no recuerdo creo que Borges en el prólogo a “La invención
de M orel” habla de ello. Actualmente es moda hablar (entre escritores y
en cierto ambiente académico) de la literatura sin argumento. Se supone
que ya se contó; que no hay nada nuevo que contar y por ende los argu-
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méritos están perdidos y lo que hay son artificios de palabras. ¿Qué le
sugiere esto?
— Ninguna moda me ha gustado, jamás. Pero lo que puedo decir es que
las cosas se repiten. Esta situación es la misma que enfrentábamos con
Borges y con Peyrou en mil novecientos treinta y tantos, y en los cuarenta.
Nosotros nos sentíamos abanderados del argumento, personas que querían
recordarle a los escritores, a los narradores por lo menos, que hay que nar­
rar siempre una historia. Recordarles que el cuento y la novela son géneros
eternos porque a la humanidad le gusta que le cuenten historias. Están es­
perando eso, que le contemos historias. Yo creo pertenecer a la familia de
esos muchachos de El Cairo que entraban en los cafés y contaban a los
parroquianos, por unas monedas, las historias que hoy son conocidas co­
mo Las mil y unas noches... Yo creo que Borges, Peyrou, Denevi, yo y
mucha otra gente hemos contado historias.
— ¿Es una discusión que se repite, apasionada, cada tanto tiempo? ¿o
es producto de escritores acaso cansados que sienten su propio ago­
tamiento, y ante el propio agotamiento decretan el de la literatura?
— Es probable, debe haber algo de eso. Pero por otra parte déjeme de­
cirle que a mí, involuntario inventor de argumentos (quiero decir que los
invento porque ya es una costumbre de mi mente), también me encantaría
un día escribir una historia que fuera lo suficientemente inteligente como
para interesar al lector sin tener eso que gusta tanto: el argumento. Lo he
intentado pero he fracasado.
— ¿Lo dice p or humildad, o siente que realmente fracasó?
— No, ni por humildad ni por amor propio ni por broma. Lo digo por­
que fue el hecho: empecé a escribir esa historia sin argumento, y con bas­
tante elocuencia, pero poco a poco me fue aburriendo. Y si me aburría a
mí, iba a aburrir a los lectores. Y entonces la dejé.
— Usted mencionaba “Las mil y una noches". Quizá ese libro sea una
metáfora de la literatura misma, ¿no? En el sentido de que son el cuento
de nunca acabar.
— Claro, es el argumento de nunca acabar.
— ¿ Y qué opina de esa costumbre tan trillada de tomar mitos y
recrearlos?
— Bueno, eso pasa mucho. Creo que lo peor que nos puede suceder es
que nos pongamos a escribir variantes. Si se nos ocurre una variante
porque se nos ocurre, sí. No hay que reescribir la historia de la literatura;
hay que escribir ingenuamente las ideas que a uno se le ocurren cuando se
le ocurren y si uno cree que esas ideas valen. Si resulta que esa idea ya
había sido escrita, y que lo que vamos a hacer es simplemente una nueva
versión, bueno, que se embromen el género humano, la literatura y todo lo
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demás. Hay que escribir nuestras invenciones porque creemos en ellas y
nada más. A m í me parece que hay, en este momento, en el mundo, una
especie de triunfo de los críticos y de los profesores de literatura, ¿no? Y
creo que eso de algún modo está haciendo perder vitalidad a la literatura.
Es un triunfo desdichado, digo yo, porque veo a muchos escritores que
están escribiendo para su lugar en la historia de la literatura. Y ese es un
error. Creo que no hay más remedio que pensar que basta, como proble­
ma, el cuento que tenemos en mente. Escribámoslo con humildad y con
toda la devoción que corresponde.
— Literatura pensada como trabajo hecho con la honestidad del arte­
sano, ¿verdad?
— Yo no creo en otra cosa, Mempo. Tengo que escribir con la honesti­
dad de un artesano y no pensando que con esta obra voy a ocupar tal lugar
en la historia, o en la consideración de los críticos. Se lee demasiado a los
críticos, a los historiadores de la literatura. Les estamos haciendo el juego
y eso me parece muy peligroso.
— En sus textos, y especialmente en sus novelas, se advierte la prosa
cuidada, artesanalmente, pero a la vez hay a llí un aire muy causal. Siento
que su prosa es tan casual como una conversación, siendo al mismo tiem­
po muy rica, sofisticada, elevada y/o exigente de la inteligencia del lector.
— Ah, bueno, a eso es a lo que yo aspiro. Lo que me propongo siem­
pre es que no se interponga entre el pensamiento y la emoción del lector.
Que estén ahí el pensamiento y la emoción que yo he sentido, y que las
palabras sean transparentes.
— Bueno, eso es hablar del estilo. Un escritor mexicano que se llama
Bernardo Ruiz, no sé si citando a Alfonso Reyes, dice que el estilo es como
la manera de caminar de una persona: uno lo ve de atrás y dice: “ése es
Fulano”. ¿Quiere hablar de su propio estilo? ¿Se hace, un estilo?
— Yo creo que sí. Tengo que decir que lo he hecho con muchísimo tra­
bajo. Porque como le conté, yo empecé escribiendo muy mal. Notaba que
mi escritura — y no solamente mis historias, sino mi escritura— desagra­
daba a los lectores.
— ¿ Tanto así?
— Sí, sí, no le exagero. Ha sido así durante muchos años. Imagínese que
yo, este año, creo que cumplo sesenta años de escritor publicado. En el año
’29 se publicó mi primer libro, que se llamaba Prólogo, ya pensando en la
Gran Obra Literaria (se ríe). ¡Qué vergüenza! (se ríe a carcajadas). Por eso
me fue mal, también, porque yo pensaba en algo más allá del tema que
escribía, ¿se da cuenta? Yo escribía para la posterioridad, lo cual es fatal.
Me costó muchísimo sobreponerme y no producir ese desagrado, en los
demás y en mí mismo. Yo escribía creyendo que estaba haciéndolo bien,
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y el producto luego se manifestaba desagradable y torpe. Cuando se me
ocurrió La invención de Morel yo estaba en el campo, solo, en el corredor
de la casa de campo de mi abuelo, y sentí que iba a tener entre manos una
historia que realmente valiera la pena. Muchas historias me había parecido
que valían la pena, pero yo las estropeaba. Había estropeado muchas his­
torias, y esta me pareció demasiado buena para estropearla.
— ¿ Y entonces que hizo?
Un esfuerzo realmente muy grande. Una chica que escribió una tesis
sobre mí para la Sorbona, dijo que mis libros anteriores eran muy malos y
que yo tenía razón cuando lo admitía, pero que no tenía tanta razón cuando
decía que La invención de Morel no era bastante buena, porque realmente le
parecía a ella que yo había hecho un gran esfuerzo para cambiar mi estilo.
— ¿En qué consistió, exactamente?
— Desde luego, creo que La Invención de Morel tiene muchísimos de­
fectos estilísticos. Pero eso es porque en esa novela lo que yo me propuse
no fue el acierto, sino evitar el error. Traté de ser muy prudente y no me
atreví, por ejemplo, a las frases largas. Sencillamente porque las frases lar­
gas dan más ocasión para equivocarse. También traté de alejarme de mí,
porque sentía que en mis simpatías y en mis diferencias — vale decir en
mis sentimientos— estaba agazapada la posibilidad de errar. Entonces
puse de héroe a un venezolano, porque para los argentinos en esa época
los venezolanos estaban tan lejos como los chinos. Consulté la Enciclope­
dia Espasa para tener algún conocimiento de cómo era Venezuela (se ríe).
— En la última página de la novela hay unos versos que suenan
patrióticos. ¿Son del Himno Nacional de Venezuela?
— Claro, los tomé de allí. Y puse como protagonistas a canadienses,
que jamás había conocido. Y la historia pasa en una isla del Pacífico donde
jamás había estado.
— ¿A partir de esa novela, siempre trabajó tanto sus textos?
— Creo que sí. Borges me dijo, con menos amabilidad que veracidad,
que yo había escrito La invención de Morel en el estilo del pan rallado
(se ríe).
— ¿ Qué quería decir con eso?
— Frases cortitas (se sigue riendo). Usted sabe que la primera conver­
sación que tuve con Borges, fue en la quinta de Victoria Ocampo. Fue la
primera vez que Victoria me invitó, porque era amiga de mis padres y
sabía que yo escribía, y entonces me estaba dando una chance para que me
acercara a la literatura. Esto fue en 1932. Borges se puso a hablar conmi­
go, y Victoria, en determinado momento, nos retó diciendo: “Bueno, basta
de hablar entre ustedes; acá hay un extranjero ilustre, atiéndanlo y no sean
maleducados”.
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— ¿Quién era ese personaje?
— No me acuerdo. No sé si era Duhamel o quién. Pero era el francés de
turno (se ríe )... Bueno, el caso es que Borges se ofuscó. Ya tenía mala vis­
ta y era muy torpe en sus movimientos, por lo que volteó una lámpara.
— ¿De qué hablaron esa primera vez?
— Él me preguntó cuáles eran mis autores preferidos, y yo le hice una
lista un poco inverosímil porque cité autores que eran incompatibles unos
con otros. Sé que estaban en la lista Azorín, Gabriel Miró, Jung, Joyce y
Pedro Juan Viñale (se ríe a carcajadas). Entonces Borges me preguntó, ex­
trañado: “¿Y de Viñale qué poema le gusta?”, porque nos hablábamos de
usted. Yo le confesé que no había leído sus poemas y que lo que me gusta­
ban eran las notas que publicaba en El Mundo (se ríe). Él me preguntó por
qué me gustaba Azorín, y le respondí que por el estilo. Borges me dijo:
“¿El estilo? Son todas frases muy cortas”. Y yo le dije: “Sí, sí, pero esas
frases cortas engarzan bien las descripciones” (se ríe). Yo lo defendía a
Azorín, un poco atemorizado. Borges, a pesar de todo eso, se sintió amigo
mío. No sé si por estar contra Victoria (se ríe a carcajadas), o porque notó
que yo leía muchísimo, lo cual era verdad. Eso le gustaba; prefería por
sobre todas las cosas hablar de libros. Teníamos el mismo fervor por la
literatura.
— ¿Borges ya era un autor importante, o sólo reconocido por una
élite?
— Era un autor importante, pero un poco raro. Era un enfant terrible de
la literatura... De modo que fue en el ’32 cuando por primera vez alguien
me hizo ver que las frases cortas son un error estilístico. A m í me gusta­
ban mucho.
— Es curioso: hay autores del siglo pasado, como Bierce o Harte, que
Borges amaba, y usaban frases cortas.
— Sí, pero no le gustaban por el estilo sino por los argumentos. Le gus­
taban las historias que narraban pero no cómo estaban escritas. Yo terminé
por reconocer que había algo cansador en las frases cortas. Lo reconocí
con La invención de Morel, precisamente. La gente me lo venía diciendo,
pero uno parece ser lento, ¿no? Cuando releí La invención... me di cuen­
ta de que debía soltar la mano. Lo que ocurrió, realmente, creo, en los
cuentos de La trama celeste. Como ve, yo trabajé mucho mi estilo.
— ¿Hace fa lta ser fie l a un estilo toda la vida?
— No, no, para nada, yo nunca he pensado en eso. Creo que no son preo­
cupaciones que hay que tener. Uno tiene que escribir como uno siente,
como a uno se le da la gana. Lo que sí creo es que hay una métrica de la
prosa, como hay una métrica de la poesía. No sé si la métrica de la prosa
ha sido descubierta por alguien, ni sé si se va a descubrir, pero lo que sí sé
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es que los versos en la prosa nunca son favorables. Cuando yo ya era un
escritor de varios libros, un día vinieron a casa escritores bien conocidos,
novelistas importantes que no voy a nombrar para no ofender memorias,
y descubrí que no sabían en qué consistía un endecasílabo, un alejandrino,
ni siquiera un octosílabo, que está presente en la prosa argentina casi de
modo permanente. Usted lee a Fray Mocho y suele ser una sucesión de oc­
tosílabos. Yo creo que hay que tratar de evitarlos, porque cuando le sale
un endecasílabo bien acentuado en la prosa es como una alhaja falsa que
se lleva mal con las otras frases, ¿no? Y suele ocurrir que si a uno le sale es­
pontáneamente un endecasílabo, es seguro que le va a salir otro, y luego
otro, y otro (se ríe) y va a terminar por escribir un soneto dentro de su
prosa. Esas son las pequeñas desdichas de la prosa.
— Otra desdicha, y muy común, es la cacofonía.
— Ah, sí. Pero yo pienso que siempre se ha hablado de la cacofonía co­
mo cacofonía de sonidos duros, y me parece que la cacofonía en español
no es de sonidos duros sino que es cacofonía de la “ese”. Cuando hay una
conjunción de “eses”, suena muy feamente en español. Y las eñes y las
elles, le diré que tampoco me parecen encantadoras.
— ¿Cómo se corrigen esos defectos?
— Bueno, usted lo sabe: con el reescribir, pero también con el oír.
— ¿Leerse en voz alta?
— Sí, yo creo que hay que leerse en voz alta. Hay que oír lo que uno
escribe. Pero tampoco es cuestión de reducir frases con eses, eñes y elles
a frases que no tengan esas letras. Lo que sí creo que tenemos que evitar,
siempre, es el sinónimo. La repetición que parece inconsciente, o un poco
estúpida, desde luego hay que evitarla. Pero a veces uno tiene que men­
cionar una cosa, y no puede andar mencionándola con distintos nombres.
Cuando una palabra se ve como sinónimo, ya la credulidad, y la credibili­
dad, del lector, desaparece. Creemos que nos están “escribiendo”, que nos
están haciendo literatura.
— ¿ Y cómo se resuelve el problema de la repetición, que de todos m o­
dos aparece cuando uno empieza a reiterar adjetivos? ¿Con la metá­
fora ?
— Mire, Mempo, yo creo que ni siquiera es con la m etáfora... Si quiere
que le diga con qué, creo que es con algo más desesperante para todo
joven escritor: el tino. El tino es parte de nuestra profesión de escritores.
Yo muchas veces descubro que en cuestiones de lo que se llama roce, o
mundo, tengo menos tino que personas que me parecen zopencos cuando
escriben. Me doy cuenta de que han andado entre gente mucho más que
yo, y no cometen las torpezas que yo suelo cometer. Pero por escrito ellos
cometen las torpezas, y yo un poco menos.
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— ¿No le parece que el problema del sinónimo es un problema pecu­
liar, y odioso, del idioma castellano? En el idioma inglés hay muchísimas
palabras que se repiten constantemente, y no hay ninguna regla, digamos,
de policía literaria, que lo impida.
— Creo que tiene razón. ¿Y sabe de dónde nos viene eso? Yo creo que
nos viene de nuestra sujeción a los gramáticos españoles del siglo pasado.
Los españoles, hoy en día, son totalmente liberales y abiertos, y se han
avergonzado de eso. Yo diría que su conquista de la democracia ha sido
también la conquista de la apertura y de la libertad idiomàtica. Les pesa
un siglo de acartonamiento. Y a m í mismo, ese acartonamiento me hizo
mucho mal. Yo empecé con literatura española, y si ella no me hizo mal,
lo que me hizo mucho mal fueron los gramáticos: el Padre Mir; Baralt, que
no era español pero escribía como español; Julio Cejador y Frauca. Yo leí
mucho a esos señores gramáticos, y me indujeron a errores. El Padre Mir
decía que Cervantes no valía nada... Esas cosas son terribles. Uno no es­
cribe para mostrar una riqueza de vocabulario; uno debe escribir con las
palabras usuales en el mundo de uno, para los lectores del mundo en el que
uno está escribiendo. Si usted está escribiendo una novela que pasa en el
pueblo de Lobos, en la provincia de Buenos Aires, escriba con el idioma
que sea verosímil para la gente de Lobos. Y que el personaje se parezca a
un personaje de Lobos. Si no, nadie le va a creer y con esto no quiero decir
que uno tenga que escribir con la pobreza de la gente rústica, sino que es
necesario que el arte literario de uno haga que el idioma que uno emplea
parezca verosímil para eso, aunque pueda ser más mágico, o más sutil, que
el idioma de esa gente.
— Algunos autores que usted conoció (hoy mencionábamos a Nalé
Roxlo, y ahora pienso en Mallea, en Bianco), en los años '30 a '50 hacían
una literatura que usaba mucho el “tú ” y no el “vos". ¿Por qué?
— Ah, claro. Indudablemente, cuando yo era joven el “vos” no había
entrado en la literatura. Aunque se hablaba en la calle, por supuesto. Elena
Garro y Octavio decían que “tenés” o “querés” eran formas toscas. De al­
gún modo también eso me influyó. Para algunos escritores de la época no
era que el “vos” fuese algo prohibido, pero no lo sentíamos literariamente.
— En sus libros usted fu e pasando lentamente del “tú ” al “vos ”. ¿ Fue
una form a de modernización, de actualización?
— Sí, claro, un día me di cuenta de que no podía seguir más con el “tú”.
Y además, uno no es el mismo a lo largo de toda la vida. Por suerte.
— ¿Pero el “tú" era la impronta de la época, o de su clase?
— Mire, escribir cultamente era casi una necesidad. La diferencia creo
que es ésta: en esa época había el lenguaje oral, y un lenguaje culto para
escribir. Felizmente, hoy en día ya tenemos un solo idioma.
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Usted dijo que Borges, al conocerlo, le preguntó qué autores prefe­
ría y usted mencionó cuatro o cinco. ¿ Qué respondería ahora ante esa
pregunta ?
Bueno, contestaría con muchísima más vacilación, porque yo había
leído mucho entonces, pero he leído mucho más ahora. Y decir cuáles son
los escritores que más le gustan a uno siempre lleva a la injusticia. Porque
inevitablemente usted menciona algunos, pero olvida a otros. Una vez ol­
vido a Eca de Queirós, otra vez puedo olvidar a Lope, y otra vez puedo
olvidar a Wells, o a Conrad, o a alguien que estimo y admiro más que a
Wells o que a Conrad. Puede ser, a ver.. Johnson, Boswell, Byron, o Mon­
taigne, o Proust, o Borges. o Sarmiento, ¿no? Hay tanta gente que uno ad­
mira, y por tan distintas razones
— Puesto que esta charla es para una revista de cuentos, me gustaría
hacerle esta última pregunta: Si tuviera que decirme: “Usted no se puede
morir sin leer este cuento”, ¿cuál sería?
— Hay tantos... (Piensa un largo rato). Pero le diría Cenin, de Akutagawa. Y En absence de Max Beerbohm. Y algún cuento de Borges y a lo
mejor uno de Vlady Kociancich. Y alguno de Silvina, claro.
E dm undo Valadés
El cuento
es un sueño breve
hablar pausado y maneras suaves, de trato afable y una cordia­
lidad poco común, Edmundo Valadés es hoy, a los 71 años (nació
en el norte de México, en el Estado de Sonora, en 1915), la gran
figura del cuento mexicano. Contemporáneo de Juan Rulfo, de
Octavio Paz, de Juan José Arreóla, es considerado en su país un
maestro de cuentistas. Su labor docente — como conferenciante,
tallerista, editor— ha suscitado la más grande admiración hacia su persona y
su obra. Fundador, editor y director de la revista El Cuento — que inició en
1939 y que es la publicación latinoamericana que más cuentos ha publica­
do— el Maestro Valadés — como se lo llama, cariñosamente, en México—
es uno de los mejores conocedores de este género literario, en todo el mundo.
Enamorado de la Argentina — ha estado aquí muchas veces y tiene
amigos entrañables— , su labor en la revista El Cuento ha sido particular­
mente generosa con los cuentistas argentinos: sobre más de 1,300 cuentos
publicados a lo largo de cien ediciones de la publicación (el pasado oc­
tubre cumplió la centena), el diez por ciento han sido de autores argenti­
nos. “Son los que más publiqué, luego de los mexicanos”, dice.
Su obra como cuentista no es extensa pero sí muy reconocida. Su pri­
mer libro (La muerte tiene permiso) es hoy un clásico de la cuentística me­
xicana, con más de 300,000 ejemplares vendidos desde 1955. Sus otros
libros son: Las dualidades funestas y Sólo los sueños y los deseos son in­
mortales, palomita. Su cuento Los compás (1961) se considera texto inau­
gural de la cuentística popular urbana del México actual. Es autor también
de media docena de antologías de cuentos (El libro de la imaginación; Los
grandes cuentos del Siglo XX, etc.) y aún es importante su obra como
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ensayista y periodista: La revolución mexicana en su novela; Por los ca­
minos de Proust; Excerpta, son sus títulos.
La presente conversación se realizó en su casa del sur de la ciudad de
México, en junio de 1986, y fue una de las pocas veces que don Edmundo
Valadés aceptó una larga e íntima entrevista.
GIARDINELLI: En prim er lugar, y antes de entrar en el tema específico
del cuento, cabe preguntarle, a usted que es un buen conocedor de la A r­
gentina, ya que ha viajado muchas veces, ¿cómo cree que se ve la litera­
tura mexicana en Argentina, y la argentina en México?
VALADÉS: Yo creo que se ven, la una a la otra, con muy escaso co­
nocimiento. Hubo un momento en que nuestras literaturas fueron el vaso
comunicante de una interrelación y un acercamiento mejores. Me remito a
ese momento en que aparecen cuatro novelas clave para América Latina,
en los años 30: Don Segundo Sombra, La vorágine, Dona Bárbara y Los
•de abajo. Fueron novelas que quizás por primera vez nos revelaron una
identidad latinoamericana en la descripción de paisajes — la pampa, la
selva, el llano y la sierra— y no sólo geográfica sino identidad en la lucha
del hombre frente a una naturaleza hostil.
— Alguna vez usted habló de ese momento como del “prim er boom"
de la literatura latinoamericana.
— Pues sí, porque aunque se conocían otras obras de otros escritores, yo
creo que ésas cuatro fueron un impacto, una revelación. Y otra cosa im­
portante, fue que luego y simultáneamente, en varias capitales de nuestros
países, surgieron revistas que fortalecieron aquella comunicación: Sur en
Buenos Aires, Contemporáneos en México, Nosotros en Cuba y otras que no
recuerdo. Por ejemplo, fue en ellas donde nos enterábamos de las primeras
notas de y sobre Borges, Mallea y otros, y allá conocían a Alfonso Reyes,- a
Henriquez Ureña, a Octavio Paz. Todo iba muy bien, y no sé qué ocurrió, no
sabría determinar cómo se cortó aquello. Sin dudas, mucho tuvo que ver en
eso el papel de las dictaduras sudamericanas. Pero yo no sabría precisar las
causas, aunque sí señalo las consecuencias: lamentables. El hecho es que se
quebró, se afectó, ese proceso de acercamiento y de identidad, y caímos en
el aislamiento. Yo creo que aquel fue un gran proyecto de los escritores. No
había encapsulamientos, no estaban cerrados sino abiertos, y esa apertura
unía una sensibilidad, un interés y una consciencia porque se hablaba un
mismo idioma, se terna una historia similar y problemáticas comunes. Era
importante mantener todo eso como un conjunto latinoamericano.
— ¿Y usted cree que eso se perdió para siempre? Porque el idioma, la
historia y las problemáticas continúan. ¿ Ya no hubo, ni hay, aquella vo­
luntad?
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Bueno, sí, luego vino el boom, pero desgraciadamente se redujo só­
lo a unos cuantos autores, ¿verdad? Yo no sé si fue tan beneficioso, porque
fue como una explosión que se centró en cinco o seis hombres. Yo no sé
decir qué ha pasado, la verdad.
¿ Y e n el campo específico, Don Edmundo?
Ah, sin duda en el cuento es donde ha habido más comunicación.
Por su brevedad, por el gusto de muchas revistas por publicar. Pero en
realidad se ha conocido más a los cuentos que a los autores, quizá. De
todos modos, en este momento, en estos últimos años, la situación es gra­
ve porque los libros extranjeros, para ustedes, para nosotros, son muy
caros. Hay mala distribución, también. El correo es carísim o... Trabas
burocráticas, falta de políticas coherentes. Yo me acuerdo que en los años
50, libreros mexicanos como Don Andrés Zaplana, se iban a Buenos Aires
y traían cargamentos de libros. Imagínese hoy... Y agregue todavía en los
años recientes esa invasión de best-sellers que nos envolvió a todos aquí,
en Buenos Aires, en Caracas, dondequiera... Son muchos los problemas
que padecemos ahora. Incluso, la falta de intercambio de escritores, que es
tan importante. Y en los últimos años, con los exilios de tantos argentinos,
uruguayos, chilenos, que se exiliaron aquí en México, pues de alguna ma­
nera fue, además de forzoso, un intercambio sólo de allá para acá, y eso tam­
bién hace que se produzcan los desconocimientos, las distancias.
— Cuando, en 1939, usted inició la publicación de la revista “E l Cuen­
to", ¿asistía alguna revista similar, había un modelo que usted tomó?
— Vea usted: el origen se debe a un amigo que trabajaba conmigo en
una revista. Horacio Quiñones, se llamaba. Él leía muy bien en inglés, y
recibía la revista Esquire, que publicaba siempre cinco o seis cuentos ex­
celentes. Horacio los leía, me los contaba y traducía, y compartíamos la
emoción, el gusto, y nos surgió la idea de compartir esos cuentos con otros
lectores. De paso, nos propusimos empezar a publicar autores mexicanos.
Pero fue una empresa transitoria, ya que entonces sólo editamos cinco
números, aunque con una gran respuesta. Allí publicamos a Luis Spota, a
Efrén Hernández, aunque hay que decir que en aquel momento nuestra
cuentistica no era tan rica como ahora. Por razones que no vienen al caso,
tuvimos que interrumpir la revista. Yo me quedé con las ganas, sin embar­
go, y en 1964 pude volver a sacarla, con la ayuda del librero Zaplana, un
ombre extraordinario al que la literatura mexicana le debe muchísimo.
39 al 64 hay un cuarto de siglo. ¿Qué hizo usted en esos años?
¿ qué pasó con su propia producción cuentística?
^ ~ Yo me dediqué completamente al trabajo periodístico. De hecho, toa mi v'^ a fui periodista. Pero por una presión íntima, por necesidad de
expresarme, por cierta convicción de que tenía la posibilidad de escribir,
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empecé a hacer uno que otro cuento, con los que formé en 1955 mi primer
libro: La muerte tiene permiso, que apareció en la colección de Letras M e­
xicanas, del Fondo de Cultura.
— Curiosamente, el mismo año y la misma colección en que se publicó
"Pedro Páramo ”, de Juan Rulfo...
— Así es, y con la misma débil recepción. Se tiraron dos mil ejem­
plares y no sé cuánto tiempo tardaron en venderse... No sólo no fue un
comienzo glamoroso, sino más bien indiferente, porque hasta entonces la
editorial se había dedicado a textos no literarios. Por cierto, un argentino,
Amaldo Orfíla Reynal, tuvo mucho que ver. También en esos años empezó
Arreola en la colección.
— Su segundo libro, “Las dualidades fu n esta s”, es de 1967.
— Sí, yo escribí realmente muy poco.
— Es notable la similitud de su caso con el de Rulfo...
— No crea. Nosotros tardamos en ser amigos. Yo lo conocí a Juan ju s­
tamente porque tenía una columna cultural en el diario Novedades, y fui a
la presentación de Pedro Páramo. Pero en aquellos años nuestra relación
fue lejana, de conocidos más que de amigos. Nos hicimos amigos tiempo
después, cuando en el 64 salió de nuevo mi revista. Ahí sí iniciamos una
amistad muy fuerte. Él colaboró conmigo, además.
— Usted retomó la publicación de la revista en 1964, teniendo un solo
libro de cuentos publicado sin demasiado éxito. ¿ Cómo se sentía, cómo se
veía a sí mismo como cuentista? La verdad, Don Edmundo, no me dé una
respuesta elegante...
— Bueno, qué decirle... Yo primero sentía la soberbia natural de todo
el que publica su primer libro. Pero luego... pues tuve que ir asumiendo la
humildad necesaria. Fui cotejándome. Comparándome. Y llegué a la con­
clusión de que era muy poco lo que había escrito, lo que había logrado. No
es fácil explicar esto, no crea. Esa reacción tan fría — incluso hubo al­
gunas criticas severas— me hizo tomar consciencia de mis limitaciones.
Se lo juro: jamás se me ocurrió entonces que mis cuentos iban a tener la
aceptación que luego tuvieron. Fue todo muy lento, con sorpresa, con
dudas. Todo se fue dando despacito, y yo tuve que admitir que desapro­
veché mucho el tiempo. Yo soy escritor de menos de un cuento por año,
fijese, cosa que ni me halaga ni me gusta. He dejado pasar mucho el tiem­
po. Me embarqué en proyectos de novelas, que jam ás terminé; algunas
quedaron en cuentos, en fin, con toda sinceridad le confieso que en cierto
sentido me siento un escritor inédito. Y eso me duele... Pero eso sí: de lo
que tengo consciencia plena es de que soy escritor, de que tengo muchas
cosas por decir y que tal vez pueda decirlas bien.
— ¿Están dichas? ¿Tiene material inédito?
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algunas notas, ambientes, papeles inconclusos... Ladrillos,
digamos, pero falta la casa... Y me duele mucho, Mempo. Usted lo sabe.
Pero tengo el gran consuelo: mi revista es muy apreciada y yo lo sé. Y
sobre todo ha estado siempre abierta a los jóvenes, a la gente inédita, a los
que querían ser escritores y yo en alguna medida ayudé a que lo fueran.
Me hace mucho bien saber que no hay país latinoamericano en el que no
se conozca mi revista.
México no hay escritor que no opine que usted ha sido quizá la
persona más generosa de este medio, que no se caracteriza por la bondad.
¿Eso fu e un proyecto suyo, Don Edmundo, una propuesta que usted que­
ría plasmar, o fu e todo tan casual en su vida?
— Yo diría que todo se produjo lentamente. En realidad, en la segunda
etapa de la revista, el proyecto fue hacer una antología universal del cuen­
to, de todos los países y de todos los autores. Y de todas las lenguas. Pero
de pronto me encontré con que había centenares, miles de cuentos de todos
lados. Me incliné a enfatizar la difusión de la narrativa latinoamericana. De
todos modos, la revista ha publicado cuentos de centenares de países y
lenguas, de escritores que no conocíamos: de Mongolia, de Lituania, de Yu­
goslavia, de Indonesia, etc. Nunca olvidamos publicar europeos o de otros
lados, pero la recepción era tan formidable en América Latina que no pude
dejar de orientarla hacia lo latinoamericano. Juan (Rulfo) me ayudaba
mucho. Era una ayuda invaluable. Se llevaba materiales a su casa, leía todo
el día, y además usted sabe el gran conocimiento que tenía de autores que
uno ni se imaginaba. Por ejemplo, yo creo que nadie conocía mejor que él
de literatura brasileña. A m í me trajo a Guimaraes-Rosa, y también a uru­
guayos como Felisberto Hernández, a Macedonio, qué no sabía Juan. Y
norteamericanos, y noruegos, vaya, yo incluso le pedí que escribiera en la
revista, pero él se resistía... De todos modos, lo convencí y los primeros
trece números de la segunda época él tuvo una página que se llamaba
Retales”, que son los pedazos de las telas cortadas, y allí él entresacaba y
presentaba textos. Tengo pensado publicarlos de nuevo.
¿ Y cómo se sostuvo la revista?
Pues con algunos aportes al principio, pero más de una vez pensé
que cada número era el último. Llegamos a tener una discontinuidad de
siete meses, y entonces aparecía un cheque de un lector. No puedo ser
original, pero los lectores son maravillosos. Han sentido la revista como
propia. Realmente, si ahora cumplimos cien ediciones es por la fe de los
ectores, y por el constante apoyo y estímulo que me dieron siempre.
¿En qué cambió y en qué se mantuvo siempre la revista?
Se mantuvo siempre en el propósito inicial: publicar buenos cuen­
tos, de todos los países y de todos los autores. Y fue cambiando en el sen­
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tido de que se produjo un fenómeno — quizá el más interesante— que fue
el hecho de convertirse en un taller cuentístico. De veras, creo que esto es
lo que más reconocen los lectores, y especialmente los jóvenes. La sección
correspondencia devino en un compromiso de contestar todas las cartas que
llegaban, y de decirles a todos por qué publicábamos, o por qué no lo ha­
cíamos, los cuentos que nos enviaban. Y han sido miles, decenas de miles.
— Por todo esto, creo que nadie mejor que usted, entonces, para pre­
guntarle qué es un cuento. Y qué es el cuento latinoamericano.
— Ah, caramba, todos estamos de acuerdo en que no es fácil establecer­
lo. Pero yo creo que fundamentalmente un buen cuento debe ser intere­
sante. Un elemento esencial, definitivo, es que sea interesante. Un texto
escrito como cuento, que no tenga interés, no es cuento. Debe interesar al
lector. Luego, requisito número dos, quizá sea la historia, luego el idioma,
el lenguaje en el que está contado, el manejo, la estructura, la verosimilitud,
en fin. Son muchísimos los ingredientes. Pero todo, supeditado al talento
del escritor, a su audacia, su astucia, vaya, es muy difícil responder esto.
— Es posible, Don Edmundo, que Juan Rulfo y usted hayan sido las
personas que más cuentos han leído en América Latina. ¿Es así?
— Es posible...
— ¿ Y si tuviera que elegir tres cuentos, como los tres mejores, cuáles
elegiría ?
— P ues..., sí, es muy difícil decidirlo. Pero posiblemente, déjeme ver,
quizá elegiría tres cuentos largos, no sé por qué... Uno de ellos es de un
ruso, Eugenio Zamyatin (1884-1937) que tiene un librito que se llama El
Farol, y que cumple aquella definición que dice que un buen cuento es el
que se lee de una sentada y no se olvida jamás. Otro que escogería es del
poeta inglés Dylan Thomas, que me estremeció, que releo y siempre me
restituye la emoción y el goce, el asombro de la primera lectura. Y el ter­
cero, pues, debería ser un latinoamericano, ¿no? Pues quizá mencionaría
dos: de Cortázar, Instrucciones para John Howeli, y El tío Facundo, de
Isidoro Blaistein.
— Está quedando bien con los argentinos.
— Pero es que son muy buenos cuentistas. También recuerdo un cuen­
to memorable de Borges: Episodio del enemigo. Y uno de Juan José Her­
nández, que se llama M i mamá.
— No ha mencionado ningún mexicano.
— Bueno, Rulfo, ¿no? Elijo Talpa, claro.
— ¿Por qué razón usted escribió tan pocos cuentos y sonó tanto con
novelas que no escribió?
— Porque si uno se cree, o se siente, escritor, uno ambiciona decirlo
todo. Esa es la ambición final, y primera, de todo escritor. Y donde eso es
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más posible, es en la novela, que como género permite acumular toda una
serie de elementos, vivencias, personajes, que el cuento no permite. El cuen­
to sólo permite lo mismo en un caso como el de Juanito: sus cuentos tienen
una temática, unos personajes, una violencia, un despojo y una presencia
de la muerte, que, bueno, cuando se puede hacer un libro como él lo hizo,
es como si uno hubiese escrito la novela que todos hemos soñado.
¡jsted ha escrito un texto muy importante sobre la novela en la Re­
volución Mexicana. Y también sé que en 1956, durante un viaje a la Unión
Soviética, empezó una novela que jamás terminó. Creo, pues, que no es ocio­
so preguntarle qué es esa extraña relación con la novela, siendo usted un
enamorado del cuento...
— Bueno, verá usted. Cuando la revolución yo era muy chico, y sólo
dediqué un tiempo al estudio de la novelística de ese periodo, como afi­
cionado, como quien se interesa por una producción extraordinaria, apa­
sionante. Y en cuanto a mi viaje, sí, fue importante en tanto acercamiento
a un fenómeno desconocido. Fue cuando acababa de salir La muerte tiene
permiso. Y fue importante porque yo, de adolescente, me crié en una
familia del norte del país, muy tradicional, católica, rígida, con grandes
prohibiciones. Nos educaron en la idea de que el mundo era inmodificable, ¿verdad? Siempre habría pobres y ricos; había lo que había, y eso era
desolador. Uno tenía que renunciar a que las cosas pudieran cambiar: las
injusticias, la miseria. Y lo que percibíamos de la revolución rusa era, cla­
ro, una gran esperanza. Que los sistemas sí podían ser modificados No
todo era eterno por designio divino. Y yo no era de izquierdas, conste. Era
un burguesito de clase media, aunque admiraba a algunos jóvenes amigos
comunistas, que se habían liberado en el vestir, en la forma de vida, en sus
ideas. Me causaban una enorme admiración, una profunda envidia porque
yo no era capaz de ese tránsito.
¿ Y cómo veía usted el fenóm eno stalinista, que para la cultura, por
cierto, fu e terrible, creador de una estética francam ente pobre?
Ah, bueno, pero en ese tiempo Stalin se nos aparecía como un hom­
bre decisivo, providencial, para ese cambio. Por toda la propaganda rusa,
por supuesto, que lo mostraba como un padrecito de lo que se llamaba el
paraíso soviético. Realmente, era una esperanza. Y aunque yo no fui im­
itante de izquierdas, como liberal que era aquel viaje a la Unión Sovié­
tica me produjo grandes revelaciones. Me puse a analizar el problema de
a ^bertad, es decir, que si el socialismo realmente es la más factible vía
Para modificar las cosas, no lo será si no es capaz de implantar al mismo
tiempo un sistema democrático. Y claro, yo me di cuenta de que si para
imponerlo se tiene que coartar las libertades y deben sucederse las cosas
que sucedieron durante el stalinismo, pues uno entra en dudas, ¿no? Por
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más conscientes que estemos de que el capitalismo es una forma que tiene
su atractivo, pero hace subsistir las injusticias. Vaya dilema, ¿no?
— Volviendo a su novela, Don Edmundo, ¿esto que cuenta era parte de
ella?
— Bueno, eran tiempos de Kruschev, y yo creo que él realmente trató de
liberalizar el régimen terrible de Stalin, pero no pudo, evidentemente. Y en
esos momentos de la guerra fría, pues sí, yo pensaba incorporar toda esta
reflexión en aquella novela. Pero es difícil hablar de una novela no escri­
ta. Diría que apenas la escribí mentalmente. No tuve el corazón, el atrevi­
miento, para hacerlo. Me paralicé, me faltó el arrojo, la valentía de hacerlo.
— ¿Acaso la literatura le da miedo a usted? ¿Después de 50 años de
literatura, sigue uno con miedo?
— Yo creo que sí, en el sentido de hacerla yo. Me da miedo el acto de
escribir. O quizá dije mal, quizá no es m iedo... ¿Dije miedo, verdad? Bue­
no, es que hay una serie de factores. También puede ser que uno sucumba
ante la pereza. Es un factor de peso, muy grave. Porque el oficio de escri­
tor exige una disciplina, exige un arrojo, una entrega... No permite eva­
sivas, no permite excusas y uno, cuando ha tomado el hilo, lo tiene que
seguir, tiene que jugarse la vida en las palabras. Hay que atreverse a todo
eso. Pero uno tiene muchas resistencias íntimas. Una flojera mental, una
carencia de disciplina. Yo siempre fui una gente muy desordenada. Inclu­
so, lo que escribí, lo escribí a saltos de mata.
— Sin embargo, durante treinta años sacó la mejor revista de cuentos
que existe, p o r lo menos en español.
— Ah, bueno, pero eso no exige lo que exige escribir.
— ¿ Y q u é exige escribir, Don Edmundo?
— Exige una entrega total. Una decisión total: decirse bueno, yo soy
escritor y tengo el uso de la palabra, pues voy a usarla. Puedo hacer una
gran obra y no hacerlo, eso no tiene importancia, lo que importa es que yo
exprese lo que quiero expresar y dé la vida por ello.
— ¿Cuánto hace que no escribe, don Edmundo? ¿Cuándo escribió su
último cuento?
— Vaya pregunta... A principios de los 70. Llevo más de 15 años sin
poder escribir...
— ¿ Usted lleva tanto tiempo sin escribir? Eso explica el am or casi re­
verencial que tiene p o r el trabajo de los otros, ¿verdad? Me llama la aten­
ción que usted es de la misma generación de Rulfo; publicaron el mismo
año; en la misma editorial; tuvieron un reconocimiento relativamente tar­
dío, años después de sus primeros dos libros fundamentales. Él se pasó
casi 30 años en silencio; usted lleva 15. ¿Qué le sugiere este paralelo?
Fueron grandes amigos, además... ¿Lo hablaron alguna vez?
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No j amás. Usted sabe que Juan era muy reservado en eso. Muy her­
mético Quizá no le saqué el tema que le sacaba todo el mundo porque era
mi caso, también. Pero especialmente, creo que porque en la amistad con
Juan él establecía que esa zona era vedada, y era inútil tocar esa puerta. Y
aunque éramos amigos, yo soy muy discreto...
yuelvo a usted: ¿por qué hace 15 años que no escribe?
No io sé. Y le aseguro que me hago esa pregunta muchas veces, por­
que cada vez adquiero más conciencia de que soy un escritor, de que pue­
do decir cosas por medio de la palabra. Y no hacerlo, p u es... Mire, yo creo
que hay otro problema muy grave y decisivo. Yo creo que el camino de
un escritor es descubrir su voz interior. Es un minero decidido a encontrar
la mina de oro, lo que cuesta un esfuerzo enorme. Y el que es escritor en­
cuentra, ¿no? Y ese encuentro, yo creo que origina que se desencadenen
esas voces interiores que estaban encerradas, a las que uno no llegaba por
flojera, por falta de disciplina, falta de pasión, de coraje, de lo que sea. En
el momento de la fiebre creadora, ocurre que hay una voz interna que le
dicta a uno, y puede ser tan sonora que uno no tiene tiempo de seguirla. Y
entonces, desatada, esa voz le habla, le dice cosas continuam ente... Yo me
acuerdo de cuando la tenía muy viva, hace años, que iba en mi coche y ella
empezaba a manar y entonces yo me decía que debía dejar el coche para
irme a escribir... Que es lo que debe hacer un escritor, ¿verdad? Un es­
critor debe dejar todo con tal de no perder esa voz. Porque esa voz se va
gastando inútilmente, y de eso yo tengo conciencia. La va usted conte­
niendo, la va secando, y esa voz pierde caudal...
— ¿Acaso me está diciendo que a usted se le secó esa voz?
— Ah, pues... Yo creo que en buena parte, sí, Mempo. Y no se imagi­
na cuánto me duele... A veces pienso en todo lo que pude escribir y no he
escrito. Hoy tengo más conciencia del oficio, tengo más recursos porque
he leído más y he pensado más, con lo que quiero decir que hay una mayor
conciencia en mí. Pero me exigiría un esfuerzo superior. Ese es el drama
de tantos escritores: cancelan esa voz interior, la clausuran...
Cambiemos ese tema, que duele y da miedo. ¿ Cómo está la cuentística mexicana de los últimos años? ¿Quiénes le interesan?
De siempre: Rulfo, Arreóla y José Revueltas, sin duda. Y de los más
recientes, pues José de la Colina, Agustín Monsreal, Jesús Gardea, Felipe
Garrido, Guillermo Sam perio... Estamos bien, con buen nivel... Y hubo
mujeres como Rosario Castellanos; hay una cuentista excepcional como
ena Garro, vaya, hay bastantes buenos cuentistas en este país. Como en
e suyo, donde hay tan buena tradición. El cuento es muy latinoamericano,
¿no cree? Mire el Brasil, donde después de Guimaraes-Rosa uno tiene a
e ida Piñón, a Rubem Fonseca, Clarice Lispector, Jorge Amado, Lygia
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Fagundes Téllez, es una cuentística muy rica, caudalosa y con la carac­
terística de ser indirecta, muy sutil, llena de metáforas y alegorías. Muy
indirecta.
— Quizá porque siempre, en el cuento, en la literatura, todo es alusión,
¿no cree?
— Sin duda. Alusión para buscar la verdad. El cuento es un sueño bre­
ve, una ilusión. El cuento es intensidad.
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Quiero tres, cuatro páginas,
y que en ellas haya un mundo
constantemente, lo que delata su vocación histriónica:
no puede quedarse quieto, no sabe permanecer sentado. Necesita
abrir los brazos, brincar en el sillón, ponerse de pie, caminar,
saltar. Se hamaca al hablar; busca en la biblioteca; va a la cocina
y le consulta algo a Susana, su mujer; come bombones de fruta
(“desde que dejé de fumar, el año pasado, cuando tuve algunos
problemas cardíacos”) uno tras otro, con deleite infantil. Desde ese undé­
cimo piso de Córdoba y Junín, que mira plaza y facultades, Pedro Orgam­
bide (Buenos Aires, 1929) despliega su buen humor de siempre, su sonrisa
picara, juguetona. Se cuida, evidentemente, pero conserva ese tempera­
mento caliente, apasionado, que lo ha llevado a peleas, polémicas y críti­
cas, de las que sin embargo siempre ha sabido restañar heridas.
Pedro Orgambide Gdansky (por sus venas corre sangre judía, de la que
es evidente que se siente orgulloso), escribe todas las tardes. Quizá una de
las características de su obra — calidad literaria aparte— es la torrencialidad de su producción: ha escrito y publicado una obra considerable, fre­
cuentó todos los géneros y sigue soñando con la poesía, género literario
que ama por sobre todos los otros, y que impregna felizmente no sólo su
prosa sino también su conversación.
Charlista inagotable, chispeante, delicioso, Orgambide ha hecho de la
generosidad y la ternura casi un estilo de vida. Es de los que leen a los
amigos, de los que se ocupan de ver la obra de los jóvenes, de los que con­
templan sin envidias el crecimiento de los demás. Sólo una vez dirigió un
taller literario (durante un año, el 78, en México) y todavía hoy recuerda a
cada uno de sus discípulos con paternal cariño, y se interesa por sus éxi­
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tos o fracasos. Es un hombre capaz de llorar de emoción en cualquier mo­
mento, del mismo modo que en su juventud fue “un compadrito, un pa­
totero”, como dice él mismo, además de bailarín profesional de tango y de
folklore (eximio malambista, fue el primer compañero de danza de Nor­
ma Viola). También fue militante político, periodista, publicista y, en todas
las actividades, hombre incapaz de grisuras o medianías. A todo o nada,
llevado por esa calentura que lo hace hablar caminando y ponerse de pie
como para actuar lo que narra, siempre fue prisionero de sus impulsos.
También fue prisionero, involuntario, cuando con el retorno de la de­
mocracia a la Argentina — y su consecuente, inmediato, retomo de nueve
años de exilio en México— debió afrontar las acusaciones de sectores an­
tidemocráticos que pretenden involucrarlo en supuestas actividades “sub­
versivas”.
Varias veces premiado, con importantes distinciones nacionales y ex­
tranjeras, de su obra deben mencionarse por lo menos las novelas El en­
cuentro (1957), Las hermanas (1959), Memorias de un hombre de bien
(1964), Los inquisidores (1966), Hotel Familias (1972), Aventuras de Edmund Ziller en tierras del Nuevo Mundo (1977) y la reciente trilogía que él
mismo llama “novelas de la memoria”: El arrabal del mundo (1983), Ha­
cer la América (1984) y Pura Memoria (1985). Su creación cuentística está
reunida en los siguientes libros: Historias cotidianas y fantásticas (1966),
La buena gente (1970), Historias imaginarias de la Argentina y La mulata
y el guerrero, ambos publicados en 1986. Ha escrito también muchas obras
de teatro, algunos poemarios y ensayos sobre Quiroga, Martínez Estrada,
Gardel, entre otros. (Esta entrevista se realizó en agosto de 1988).
GIARDINELLI: Empecemos hablando de tu último libro, “La mulata y el
guerrero ”, que significa tu retorno al cuento luego de una serie de nove­
las históricas.
ORGAMBIDE: No sé si quiero hablar de eso... No quiero aparecer
como un llorón. Pero digamos que lo escribí en un momento difícil, en el
que yo estuve muy solo, en una casa que no era la mía. Allí leía mucho.
Y escribía todos los días. Curiosamente, al ritmo con que se escribe una
novela, cuando te sentás a escribir y no podés parar. Eso no sucede, en ge­
neral, con los cuentos, que no se escriben sino por momentos, como los
poemas. Yo diría que estuve inspirado en esos m eses... Y ... bueno, sí lo
voy a decir: estaba acosado por un proceso judicial absurdo, y no quería
engancharme en la autocompasión, ni tampoco en el papel de la víctima.
Con mucho talento, con mucho genio, eso me hubiera podido llevar a reescribir a Kafka. Pero como Kafka ya estaba escrito, entonces tuve que bus­
car lo más esencial de mí. Y lo más esencial aparecía como un tiempo
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fragmentado, con personajes de toda mi vida. Y salió este libro, que es el
que contiene más elementos autobiográficos. Quiero decir, lo esencial de
lo autobiográfico: ahí están tres o cuatro amigos, tres o cuatro mujeres. Y
dos países, sin duda: Argentina y México.
Sin embargo, me da la impresión de que hay más geografías: apa­
rece el Caribe, Cuba, hay historias con norteamericanos... Ese cuento lla­
mado “M ilord" me parece simbolizar otra cosa.
— Ah, sí, es una historia que me contaron en La Habana, y que yo vi
de lejos. Era un señor vestido como en los años 40, 50, con traje y som ­
brero Panamá. Me dijeron que era un señor que no se había ido, un hom­
bre rico que se quedó cuando la revolución.
— Pero hay otros textos, como “Recordando a Merton B rey”, o aquel
que habla de la orquesta de Don Mitch. Y un campus universitario con un
personaje que se llama John. Y el viejo Willy, y New Orleans, y Jam aica...
Son cuentos de un hombre muy viajero, es obvio. El libro se siente como
la rendición de cuentas de alguien que ha regresado. De uno que anduvo
buscando literatura en una vida muy trajinada.
— Sí, es verdad, ahí se entrecruzan varias geografías... Quizá, como lo
escribí encerrado, era una manera de mirar afuera ¿no?
— Eso me parece novedoso, porque a vos se te identifica con una
escritura muy argentina, con un marcado interés por la historia. No en
vano esa saga de novelas de la memoria, e incluso las “Historias imagi­
narias de la Argentina ”, que son una especie de reescritura, versiones de
una “otredad" en nuestra historia. “La mulata y el guerrero" parece, en
cambio, un texto claramente cosmopolita. Si a todos estos cuentos los es­
cribiste de una vez, en el mismo período de clausura, para definirlo de al­
gún modo, ¿qué te propusiste al hacerlo?
Todos, no. Casi todos. Porque La cama, No hagas tango y Viejo Wi­
lly ya estaban escritos. Los demás sí aparecieron todos juntos, en tropel.
Fue algo fantástico. No sé muy bien qué me propuse. Debe hacer sido una
catarsis no pensada, ¿no? Era un momento bastante difícil... Como yo
nunca hice un diario de escritor, y como no tengo una escritura privada,
que no sea literaria, y todo lo que escribí siempre lo escribí para publicar,
entonces no habré querido contaminar esa situación. Ahora se me ocurre:
que en una situación de encierro, no voluntaria, probablemente yo viajaa P°r tQdos los lugares que conocí, y prolongaba mi estancia mucho más
que lo que lúe mi estancia en la realidad. Yo he paseado poco por Estados
nidos, pero tengo varios textos y personajes de allí. Parezco haber vivi0 mucho en Cuba, y sin embargo estuve muy poco. Ha de haber sido otro
v>aje imaginario, ¿no?
¿Lo escribiste de un tirón, de una sentada, digamos?
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— Sí, y después casi no lo trabajé. Claro que tenía algunas ideas, desde
antes. Sobre todo de los cuentos de ambiente mexicano. Eran situaciones
que las veía muy de cuento, y aunque no tenía nada apuntado, eran como
cuentos de memoria. Yo sabía que alguna vez los iba a escribir.
— ¿Por qué razón, en ese período, escribiste un libro de cuentos y no
una novela, cuando parece evidente que vos sos más novelista que cuen­
tista?
— Ah, si yo supiera lo que soy, Mempo, tendría ganada la mitad del
cam ino... No sé si es cierto lo que decís, aunque admito que eso parece.
Pero lo que sí sé es que lo que me da un gran placer, es escribir un cuento.
— Suena un poco de compromiso, Pedro. ¿Lo decís porque esta entre­
vista es para una revista dedicada al cuento?
— No, es la verdad. Aunque debo reconocer que hay un placer más
grande, el mayor de los placeres literarios, que me es negado: la poesía...
Inclusive ahora que estoy escribiendo una novela, que es una novela gran­
de, larga, y será así sólo para justificar la cantidad de poemas apócrifos que
van a aparecer ahí (se ríe). Eso mismo ya lo intenté, y lo hice, en algunos
de estos cuentos de La mulata y el guerrero. Para mí no hay momento de
mayor grandeza, y de lucidez, y de entrega, que cuando de pronto se en­
cuentran tres o cuatro versos que pueden llegar a justificarlo a uno.
— ¿ Y por qué decís que encontrás más placer en el cuento que en la
novela? ¿Por su cercanía con el poema?
— Claro, porque cuando se escribe un cuento uno está en un estado
emocional de mayor entrega. En cambio, en una novela lo que interesa es
el desarrollo, la estructura. Y es también la necesidad de que una historia
se prolongue, y que haya voces diversas. La multiplicidad de voces es
muy difícil en un cuento. Y cuando un cuento se hace largo, deja de ser un
cuento. Y ya no es un cuento, más allá de la extensión que tenga ¿no? La
presencia de varias voces, en general, rompe el hilo de un cuento. Aquello
que decía Quiroga: lleva a tus personajes de la mano, sin detenerte. Y sin
oír las voces de afuera. Eso se nota, luego, en la tensión. Hay cuentos de
pura atmósfera, como los de Katherine Mansfield, por ejemplo. O mirá el
caso de Chéjov: para mí es uno de los máximos cuentistas. Aunque ya no
lo leo, lo leí durante muchos años y recuerdo todos sus cuentos casi de me­
moria. Los temas, no su escritura, porque no sé ruso. Me doy cuenta de que
en ellos, más allá de la diferencia de escritura, hay un clima que es Mans­
field, hay un clima que es Chéjov, como hay un clima que es Horacio Quiroga. Y fíjate que cuando Quiroga escribe novelas cortas, pierde la tensión
que tiene en sus cuentos... Claro que se me podría decir que hay novelis­
tas con clima, y es verdad: pero esos son los que están muy cerca de la poe­
sía, y son muy pocos. Proust, por ejemplo.
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. y si te produce más placer el cuento, por qué razón has sido más
novelista ?
j«j 0 sé (piensa un rato)..., realmente no sé. A vos te pasa lo mismo,
Mempo: ¿tenés respuesta para esa pregunta?
—No, tampoco.
¿Viste las cosas que hacemos sin saber, los escritores?
¿Cómo empezaste? ¿Escribiendo cuentos?
— Sí, cuentos cortos fantásticos, cuando era chico. Y después me metí
con la poesía, en la adolescencia. Publiqué un libro de poemas a los 19
años: Mitología de la adolescencia, que publicó Lumen en el 48. El otro
día encontré dos ejemplares en una librería de viejo. Parece mentira, ¿no?
Y después tuve un período de ocho años, que me los pasé dudando en­
tre un género y otro. Entonces hice una biografía de Horacio Quiroga. La
novela vino inmediatamente después... Pero a lo largo de todos esos
años, nunca dejé de escribir cuentos. En verdad, comparados con mis no­
velas, mis libros de cuentos son pocos, pero tal vez no sean pocos mis
cuentos. Si sumo los de Historias imaginarias de la Argentina, que es
otra manera de abarcar el cuento, creo que llego al medio centenar o po­
co más.
— ¿Tu form ación literaria, también fu e cuentística?
— No, fue poética. Por eso mi primer libro fue de poemas. ¿Habías
nacido, vos, en el 48? ¿Tenías un año? Bueno, cuando vos tenías un año
yo era un adolescente que me hacía el señor, estaba en la noche y era uno
de los últimos de esa generación de poetas del 40, que jurábamos por
Rimbaud, por Corbiere, por Baudelaire, por Lautréamont. ¿Te gusta? Éra­
mos todo lo contrario de lo que somos ahora: escritores profesionales. En
aquel entonces nos hubiera dado mucha vergüenza. Cuanto menos se nos
leía, mejor.
— Se trataba de ser poetas malditos, ¿verdad?
— ¡Eso, claro! Y tengo fotos de los poetas malditos que éramos enton­
ces. En una autobiografía que escribí, que se titula Todos teníamos veinte
años, hay fotos de esa época. La autobiografía es un género absolutamente
mentiroso, de ficción, en el que uno justifica todo pero con partes eviden­
temente confesionales. En ese libro están las tribulaciones de un aprendiz
de escritor, y ahí cuento también el comienzo de esa generación. Yo era muy
am'g °, P°r ejemplo, de Jacobo Timerman, quien no era un exitoso editor
y empresario, sino un poeta joven y hambriento. Firmaba Miguel Graco. Y
no era‘mal poeta; yo recuerdo algunos versos de Timerman de memoria.
(Recita, de pie y con los ojos cerrados):
“El que pasa inclina
su ataúd y sabe
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que puebla el caos;
que su pavor es vértigo
y m itología...”
y etcétera, etcétera. (Abre los ojos). No tiene mal sonido, ¿no? Eramos
todos poetas, y poetas malditos. Había otro, Tomás Simpson, el epistemólogo, que escribía, por ejemplo, sobre la Isla de Java (recita nuevamente):
“Sola en un mar te mueres;
la orilla del espanto
pasa junto a tu puerta...”
Todos teníamos buen ritmo, ¿no? Eran los coletazos de los años 40,
cuando había brillado otra generación de gente como León Benarós, En­
rique M olina, David Martínez. Ellos sí representaban a los poetas del 40,
m ientras que nosotros cultivábamos ese tipo de literatura más a lo Rimbaud, a lo Rilke, a quien leíamos con devoción, pero al mismo tiempo éra­
mos muy porteños, compadritos, arrabaleros. Era una onda muy mezclada.
— Tu am or p o r el tango, descuento, te viene de esa misma época.
— Por supuesto, porque además yo era entonces bailarín profesional.
Me ganaba la vida bailando. Tango y folklore. Era profesional en serio, no
es una broma.
— ¿ Y de dónde te vino, esa vocación?
— Yo aprendí a bailar con un señor que se llamaba Enrique Barranco,
en la ficción, porque en realidad se llamaba Henry Halsey. Era uno que
había nacido en Gibraltar y, desde que llegara a estas tierras, se le había
dado por el folklore argentino. Ahora, a mí, en verdad, lo que me gustaba
más, de chico, era el jazz. Pero cuando empecé a salir me agarró el amor
al tango. Ibamos a los bailes. Y con una chica que estudiaba danzas clási­
cas, hicimos la primera pareja de bailes folklóricos: esa chica es Norma
Viola. ¿Qué tal? Yo fui muy bueno para el malambo, la verdad. Todo esto
lo cuento en la autobiografía. Y cuando yo mismo la releo, me la creo toda.
Creo tanto en la letra impresa que aun las mentiras que he escrito soy ca­
paz de darlas por verídicas. Pero además, yo guardo un hermoso recuerdo
de aquella época. En la literatura había algo sagrado. Eso era para siempre.
— ¿Qué leías, aparte de los poetas franceses?
— Poetas argentinos. Al que yo realmente amaba, hasta la devoción,
era a Raúl González Tuñón. Lo conocí cuando yo tenía quince años. Era
ya un grandote, pero apenas me había puesto los pantalones largos. Los
chicos pobres no alcanzábamos los pantalones largos sino con cierta tar­
danza. Yo me los puse a los catorce, casi a los quince. Y fue cuando conocí
a González Tuñón. Personalmente, porque ya conocía prácticamente toda
su poesía.
— ¿ Y de prosa, Pedro, qué leías?
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— Yo leía de todo. Mi formación tuvo que ver con mi vida misma, y
fue bastante... Mirá: yo creo que hubiera sido un delincuente. O a lo mejor
no un delincuente, pero sí un chico muy enfermo psicológicamente. Yo era
muy rebelde, casi en los límites de lo incontrolable. Era lo que ahora se
llama un chico-problema. Y además era un chico de la calle, si bien mis
papás tenían una cierta formación intelectual, sobre todo mi papá. Escri­
bían muy bien, los dos. Mi mamá escribe muy bien todavía. Mi papá era
militante comunista, y a la vez era lector de mucha literatura, no sólo la
soviética, que naturalmente en casa se conocía. Mi papá leía de todo, tanto
que aunque era comunista hasta leía a Trotzky. Y leía a Ignacio Silone, a
Fontamara, a Michael Gold, todos escritores de los años 30, de literatura
social.
— ¿También leían a Barletta, a Castelnuovo? En tu casa adscribían al
grupo Boedo, seguramente.
— Claro, con la gente de Boedo la cosa era directa, de amistad. Mi vie­
jo era íntimo de Alvaro Yunque y de todos ellos. Esa gente, para mí, eran
como los tíos, a quienes veía siempre. Antes se hacían grandes manifesta­
ciones del primero de mayo, y así como Raúl González Tuñón cuenta que
su abuelo Manuel Tuñón lo llevaba en los hombros, yo podría contar lo
mismo. Para mí era una fiesta ir a las manifestaciones, que en esa época
las hacían socialistas, comunistas, anarquistas, todos juntos. Era como ir a
una fiesta internacional. Era como viajar.
— ¿Tuviste inclinación p or esa literatura social? Curiosamente me da
la impresión de que en tu obra eso está presente, siempre, pero a la vez no
es una etiqueta que se te pueda aplicar.
— No, mi heterodoxia y desviacionismo fueron muy tempranos. Por­
que yo viví en La Boca, y entonces también iba detrás de las procesiones
y me metía en las misas. Por el efecto teatral, supongo. Me atraían mu­
chísimo. Zapateros detrás de San Cayetano, con boy scouts y anarquistas,
curas y socialistas, era un paisaje que yo veía todo el tiempo. Tengo la
imagen de mujeres como Michelle Morgan, con su boinita de los años 30.
Y tengo la presencia de la crisis de esos años, de esa década terrible. Pero
es una imagen rara, porque por un lado yo llegué a ver las ollas populares
y la miseria generalizada, pero a la vez era un mundo fascinante porque
era el mundo de los hombres. Entre La Boca y Barracas uno se mezclaba
con los maleantes, con Ruggierito, con Barceló. Por ejemplo, yo jugaba en
una plaza enfrente de la cual vivía, y tocaba todos los días, Juan de Dios
Filiberto; y del otro lado de esa plaza un hermano de Filiberto tenía una
peluquería a la que iban los gángsters. Con ametralladoras, con revólve­
res; era un mundo fascinante el de la peluquería del hermano de Filiberto:
con olor a crema de afeitar y con esos tipos que salían con las caras lisas,
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engominados. Mi viejo los despreciaba. Por él escuché por prim era vez
la palabra “lumpen”. Pero a m í me encantaban esos cafiolos; era un sen­
timiento ambiguo.
— ¿ Y qué otra literatura leiste? ¿Qué otros autores te influyeron?
— Posiblemente la primera literatura que me influyó fueron los cuen­
tos para chicos de Alvaro Yunque. Que se llaman Poncho, Jauja, Tatetí...
Eran cuentos que yo leía en mi casa y luego se los leía a los chicos de la
calle, a los que andaban conmigo. Para m í no había escritor más grande
que Alvaro Yunque.
— ¿ Y de la literatura universal, que leías? Me da la impresión de que
hay mucho Chéjov en tu obra, mucho Dostoievsky, mucho ruso.
— Y sí, primero porque como hijo de Boedo, me metí con los rusos. En
traducción española, gallega, Gorki, Pushkin, todos los rusos. Los leí y me
los aprendí. Después, en la adolescencia, toda la literatura francesa de cor­
te realista, naturalista: Zola, Maupassant, Balzac. Mucho Balzac, me en­
cantaba. Y de ahí pasé a los poetas malditos, que significaban una ruptura.
Pera curiosamente, cuando en mi formación cultural pasé a otras estéticas
como Lautréamont o Rilke, debía haber colaborado con La Nación, por
ejemplo y sin embargo trabajaba en Orientación, que era un periódico
comunista
— ¿Qué es el cuento para vos, hoy?
— En primer lugar, diría que para nosotros, acá en la Argentina, el cuen­
to es el género más importante. ¿Qué quiero decir con esto? Que Borges no
escribió novelas, escribió cuentos. Bioy Casares escribió novelas, pero es
grande en el cuento. Silvina Ocampo es grande en el cuento. Hay una lite­
ratura fantástica o de imaginación muy libre, de Dabove, de Holmberg, de
Lugones, que es muy fuerte en el cuento. Y el caso de Cortázar es evidente:
es mucho más significativo en el cuento que en la novela. Acá hubo, claro
está, novelistas muy importantes, y los hay, pero creo que no los hay tan
significativos. Con sólo mencionar Borges y Cortázar, ya está ¿no? Y ade­
más, crearon una estética. Todos somos un poco borgianos, todos somos un
poco cortazarianos. Como todos somos un poco quiroguianos... Yo sólo sé
lo que a m í me gusta del cuento.
— Ésa es mi pregunta.
— Y bueno... Me gusta que me haga vivir un momento de gran intensi­
dad. Entrar en un mundo en muy poco tiempo físico, cronológico. Yo quie­
ro tres, cuatro páginas, cinco, y que en ellas haya un mundo. Eso me parece
una maravilla.
— ¿ Y si tuvieras que mencionar solamente a tres cuentistas, de cual­
quier época, de toda la literatura universal, quiénes serían?
— Chéjov, M aupassant... (medita un rato), Quiroga.
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— Los tres del Diecinueve. ¿ Y del siglo Veinte?
— Cortázar... Voy a parecer muy nacionalista (sonríe), pero... Borges...
— Falta el tercero.
— Y yo voy a decir Salinger. Sí, Salinger. Podrían ser otros, y serían
norteamericanos, pero me quedo con Salinger. Pero es una pregunta difí­
cil, porque digo estos nombres pero enseguida pienso en Rulfo, en Arreó­
la, y puedo pensar en m ás...
— ¿ Y cuál es el cuento que más te ha gustado, el que hubieras queri­
do escribir vos?
— Hay dos. Uno de Chéjov y otro de Fitzgerald. Yo me los cuento
como los escribiría yo. Ni me acuerdo de los títulos, pero sí de los cuen­
tos. El de Chéjov es aquel de la mirada de un chico de cinco años. La
sirvienta le dice a la mam á que lo va a llevar de paseo, lo toma de la mano
y uno empieza a ver el mundo como lo mira el chico.
— ¿ Y el de Fitzgerald?
— También es de un chico, curiosamente. Creo que se llama Penas
tempranas y es la historia de un chico de Nueva York que patina y se
enamora (Se queda pensativo, durante un rato).
— ¿Puedo preguntarte que pensás?
— Me quedé pensando en que me hiciste notar algunos olvidos, como
Rulfo, o como Kafka, o como Poe. Mirá el caso de Poe: a m í me pasa con
él — y espero que esto no lo lea Abelardo Castillo, porque no puedo tener
una discusión con él treinta años después (sonríe)— que o yo no lo sé leer,
o no me impresiona mucho. Y sé que es una carencia. Lo admito. Pero a
m í con Poe no me pasa nada. En cambio con Kafka, y con el Kafka de La
metamorfosis, sobre todo...
— Vos hiciste un solo taller literario en tu vida, en México, durante un
único año y del que yo fu i participante. Años después, le pregunto a mi
maestro: ¿por qué aquel único taller? ¿Q ué opinás de los talleres?
— Siempre contesto en broma, diciendo que no quiero saber nada de los
talleres porque bastante tuve con ustedes... Pero la verdad es que para mí fue
una experiencia bellísima. A lo mejor, me lo tomé tan en serio y fue tan fuer­
te para mí, que lo recuerdo como algo inolvidable. Para mí fue un período
muy lindo. Creo que me entregué a cada uno de los participantes. Además,
el sistema de participación que organizaba el INBA (Instituto Nacional de
Bellas Artes, de México) era muy bueno, porque al organizarse el grupo por
concurso, los participantes, ustedes, ya eran escritores. Eran buenos artesa­
nos, trabajadores consecuentes de la literatura, lo cual es algo indispensable.
— ¿En tu época no había talleres?
— No, era otra cosa. Lo que yo tuve, sin embargo, fueron lecciones.
Que me las dio el chileno Manuel Rojas, el autor de La copa de leche. Yo
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aprendí mucho con él. Fue una época en que yo trabajaba en la Editorial
Abril. Bueno, un día viene un señor muy alto, como de dos metros, enor­
me, de pelo blanco, y me dice: “¿Usted es Orgambide?”. “Sí”. “Venga
conmigo. Yo soy Manuel Rojas”. Y ese “venga conmigo” me impactó, lo
sentí como que era lógico que tenía que seguirlo. Me levanté de donde
estaba y me fui con él, a un café, y él me dijo que había estado leyendo
unos cuentos míos, que habían salido en Chile, y una novela corta que se
llama Las hermanas. Me dijo: “Mire, lo estuve leyendo y eso está mal”.
“¿Qué está mal?”, salté yo. Y dijo: “Están mal, están mal como terminan.
Usted termina como si llevara un caballo desbocado y lo trata de frenar
de golpe: entonces el caballo se le para de manos y usted se cae y se va de
culo al suelo”. Entonces yo le dije: “¿Y cómo se hace, don Manuel?” Y él:
“Yo le voy a enseñar como un maestro zapatero le enseña a otro zapatero”.
Y me entregó su oficio, y me enseñó muchas cosas... Que no hay que ce­
rrar los cuentos; que hay que dejarlos abiertos. Y que somos tan men­
tirosos, porque en literatura la verdad no existe.
C arlos F uentes
La redondez es la virtud
—y la limitación—
del cuento
s dueño de eso que suele llamarse “don de gentes”, que otros lla­
man “finesse” y que algunos vulgarizan en argentino canchero
como “paquetería”. Toda su imagen trasunta calidad, digna del
personaje cosmopolita que indudablemente es, y su conversación,
siempre erudita y cautivadora, jam ás resulta pedante. Habla con
énfasis y hace gala de un gran sentido del humor: se ríe a carca­
jadas a medida que hilvana frases y descubre aspectos de sus respuest
que le causan placer. Es evidente que una entrevista, para Carlos Fuentes,
es antes una conversación que una requisitoria. Quizá por eso se muestra
tan interesado como un niño curioso, y a la vez hace sentir tan cómodo a
quien tiene enfrente. Brillante en sus respuestas, se nota que es muy cons­
ciente de su peso intelectual, aunque en ningún momento se delata auto­
suficiencia alguna, acaso porque no tiene el mismo estilo que dicen que
tenía Macedonio Fernández: el de suponer — esa ficción galante— que su
interlocutor sabe tanto como él. Fuentes es, sencillamente, uno de los más
grandes narradores latinoamericanos de este siglo. Calificados críticos
mexicanos, como Christopher Domínguez Michael, definen a su obra co­
mo “el conjunto más complejo y variado de la narrativa mexicana”. Es una
obra que enhebra por lo menos los 35 años que van desde su primer libro
(de cuentos) Los días enmascarados (1954) a su última novela Cristóbal
Nonato (1989). Un trayecto que — Domínguez dixit— “teniendo como
centro obsesivo a México, rebasa las fronteras de su literatura. Fuentes lo
ha querido todo, desde la recomposición dé una cosmografía mexicana has­
ta la refundación de la historia de la lengua, pretendiendo tocar con ambos
pies las dos orillas del Atlántico”.
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Dicho trayecto tiene algunos hitos fundamentales, que son los que le
dieron el renombre de que hoy goza, y que son tres extraordinarias nove­
las tituladas La región más transparente (1958); La muerte de Artemio
Cruz (1962); y Cambio de piel (1967). Esas tres obras colocaron su nom­
bre en el firmamento del llamado boom de los años 60, pero su obra tras­
ciende esos tres títulos y recorre casi todos los géneros, con muchos libros
memorables: Las buenas conciencias (novela, 1959); Aura (nouvelle, 1962);
Cantar de ciegos (cuentos, 1964); El tuerto es rey (teatro, 1970); Terra
Nostra (novela, 1975); La cabeza de la hidra (novela, 1978); Agua quema­
da (nouvelle, 1981); Orquídeas a la luz de la luna (teatro, 1982); Gringo
viejo (novela, 1985); Constancia y otras novelas para vírgenes (cuentos,
1989).
Mexicano nacido en Panamá, en 1928, Fuentes fue criado en los Esta­
dos Unidos y pasó parte de su adolescencia en Chile y Argentina. Hijo de
diplomáticos, él mismo lo ha sido, como también es un brillante ensayista
literario, articulista político, dramaturgo y habitual profesor universitario
en los Estados Unidos. En 1987 ganó el Premio Cervantes de Literatura,
y desde hace varios años es constante candidato al Premio Nobel.
De paso por Buenos Aires, en enero de 1992, después de un amistoso
almuerzo en el que gustó un extraordinario bife de chorizo, en una sala del
primer piso del Plaza Hotel, en mangas de camisa y debidamente des­
cansado, se prestó a este diálogo durante el cual bebió mucho café y agua
mineral.
GIARDINELLI: Aunque eres mucho más reconocido como novelista, em­
pezaste escribiendo cuentos, ¿verdad?
FUENTES: Sí, claro, y nunca pasé por la experiencia de la poesía.
Desde muchacho supe dos cosas: primero, que no tenía dotes para escribir
poesía (lo poco que escribí fue no sólo vergonzante sino vergonzoso, y
acabó en el cesto de la basura). Y segundo: consideré siempre, desde muy
joven, que la poesía era el terreno común de la literatura. Que un cuento o
una novela por fuerza participaban de la poesía, y en la medida en que se
nutrían de la poesía salían mejores cuentos y mejores novelas.
— La poesía es la patria primera de la literatura, ¿no?
— Andale, claro: la patria, el universo, el globo terráqueo de la literatu­
ra, eso es la poesía. De ahí todos los narradores sacamos nuestras fuerzas. Y
sobre todo creo que los latinoamericanos, que tuvimos una frágil tradición
narrativa en el siglo XIX pero siempre tuvimos una tradición lírica y poética
muy fuerte. Yo creo que sacamos las fuerzas de los poetas para escribir una
narrativa que ha sido muy fuerte, precisamente, porque tiene conciencia,
porque se da cuenta de su filiación con la tradición poética latinoamericana.
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¿Recuerdas cuál fu e tu prim er cuento?
Mi primer cuento lo publiqué en Chile cuando tenía 12 años, en el
I n s t i t u t o Nacional de Chile, que era una escuela inglesa donde yo estudia­
ba. Pero nunca más fue publicado. Era demasiado artesanal, demasiado ju ­
v e n i l . Es la historia sobre lo que los chilenos llaman “chaucha”, que es una
p i e z a de 20 centavos. Narraba las aventuras de esa piececita.
— ¿Cómo “El Z ahir” de Borges?
— Fíjate nomás (se ríe). Digamos que fue un homenaje muy modesto
porque la chaucha nunca ha valido nada.
— ¿ Tú leías cuentos, de chico, o vienes de una tradición fam iliar de
narraciones orales?
— No, era lectura-lectura. Y variada, de muchos sentidos y muy rica.
Porque yo he pertenecido a varias culturas, de niño. Por suerte. Recuerdo
que una vez un amigo mío, al que Sartre autorizó para escribir su biografía
literaria, fue a visitarlo con la idea de decirle: “vea, como usted empezó a
leer a los tres años, dígame cuáles fueron las lecturas de su infancia y así
partimos de eso”. Pero luego vino a verme mi amigo, y me dijo: “mira
nomás la lista que me ha dado; no conozco un solo libro de los que Sartre
leyó de niño”. ¿Y qué libros eran esos? Pues libros de la tradición latina y
mediterránea: Salgari — al que ningún gringo ha leído jamás (se ríe)— , el
“Corazón” de d ’Amicis, los Pardaián, el jorobado Lagardére... Toda esa
literatura que es parte de nuestra tradición y que te da finalmente escritores
distintos de los que provienen de una tradición nórdica, anglosajona, etc.
Yo tuve las dos cosas. Fui lector de Salgari, de Yolanda, la hija del pira­
ta, El corsario negro, todo eso que me encantaba, pero también fui lector
de Mark Twain, de Poe y de Stevenson desde muy temprana edad, y claro,
también de Dumas, V em e...
— ¿La tradición mexicana no estaba presente en tu infancia?
— No, para nada. Tú sabes que yo llegué a la tradición mexicana — y en
realidad a la lengua española— en el tiempo que pasé en Chile, que fue
sobre todo un tiempo de encuentro con los poetas (Neruda, Mistral, Huidobro). Y luego cuando estuve en Argentina, a los 15 años, con el descubri­
miento de Borges, y a través de Borges de la literatura argentina, incluso la
del siglo XIX, la gauchesca y todo eso, ¿no? Sólo entonces empecé a leer
a los clásicos españoles, y apenas después llegué a la literatura mexicana.
— ¿Puede decirse, entonces, que la mexicanidad que hay en tu obra es
una especie de señal de identidad adquirida?
Sí, en cierto modo, pero viene desde muy lejos. Lo que pasa es que
yo tuve una infancia muy desgraciada, en este sentido. Estudiaba en los
Estados Unidos porque mi papá era diplomático en la embajada de M éxi­
co. Y en el verano, cuando todos los gringos se iban a nadar y a pescar, a
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m í me mandaban a México, a la escuela, para que mantuviera la len g u a
española y el conocimiento de la historia y la geografía de México. Ib a
con mis abuelitos y me metían en la escuela. Durante las vacaciones y o
tenía que aprenderme los nombres de los reyes aztecas, mientras mis a m i­
gos estaban nadando en Maryland o Virginia. Fui un niño sin vacaciones.
— ¿ Y qué tipo de niño es eso?
— El que fui: un niño metido siempre en la educación literaria, ¿no? Y si
tenía a México muy presente, era el México de mis abuelos, además: d e
principios de siglo, con valores, referencias literarias, cuentos, naciones
de otros tiempos. A mí me impresionaban mucho, y quedaron para siem pre
selladas en mi memoria, las historias de las diligencias, por ejemplo, q u e
hacían el viaje de Veracruz a México. O el hecho de que mi bisabuela, u n a
señora muy guapa que se llamaba Clotilde Vélez, haya perdido tres dedos
de su mano porque se negó a entregarle sus anillos a un grupo de bandole­
ros que la asaltaron... O la vida de mi padre y mi tío, con mi abuela, en lo s
muelles de Veracruz, esperando la llegada de los barcos europeos que era la
llegada de las novelas, todo esto fue muy importante como formación e n
mis veranos mexicanos, ¿verdad?
— Volviendo a tu relación con el cuento. ¿Sigues siendo lector de este
género?
— Pues sí, claro, yo viajo todo el tiempo y siempre con las m aletas
llenas de libros de cuentos. (Se ríe) Estoy siempre tapado de cuentos.
— Pero se te identifica mucho más con las novelas, como suele suceder.
— Si, pero eso es porque he escrito novelas muy largas y porque la
novela ha ocupado un lugar estelar y tiene mayor estatus que el cuento en
la vida contemporánea, ¿no? Como tú sabes, en ciertos centros de la pro­
ducción literaria — notablemente Inglaterra y los Estados Unidos— es
muy difícil que te publiquen un libro de cuentos. No quieren saber nada
con el cuento; dicen que no lo compra nadie, que el cuento no interesa y
demás tonterías.
— Y en América Latina también. Muchos editores dicen que no intere­
sa el cuento; luego no publican cuentos; p or lo cual es obvio que el cuen­
to no se vende...
— Y sí, y además hay toda esa gente que necesita novelones de mil
páginas para llevarlos a la playa y tener para leer todo el verano, ¿verdad?
El cuento, en cambio, se lee muy rápidamente... Yo he sido siempre un
enorme lector de cuentos, y lo sigo siendo. En los aviones voy siempre
leyendo cuentos.
— Muchos de tus libros — aunque tengan el desarrollo de una novela—
son de estructura cuentística. Pienso en "La muerte de Artemio C ruz”,
“Aura", “Gringo viejo”. Eres consciente de eso?
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Sí, es exactamente así. Los doce días de Artemio Cruz son doce cuen­
tos dramáticos, regidos todos por el tema de la elección de la decisión vital
de ese hombre.
Se nota que es un cuentista el que está narrando. Se nota la idea de
redondez.
Sí, eso pasa en muchas de mis novelas. Es lo que en inglés se llama
self-pieces: algo así como cuentos dentro de la novela. A m í me interesa
mucho la novela bizantina, esa forma de la novela del siglo XVI que es el
cuento dentro del cuento dentro del cuento...
— Eso viene de la tradición miliunanochesca, que adoptó Europa.
— Y que Cervantes recoge en ese extraordinario afán de acabar con
todos los géneros y de relacionar todas las cosas que es el “Quijote” .
— ¿No hay en “A ura" una influencia del cuento inglés, que suele estar
a mitad de camino entre la nouvelle y el cuento más breve?
— No, fíjate que yo creo que esa novela encontró su tamaño. No sé, yo
no me propuse darle un tamaño equis. Pero me gusta que menciones Aura
porque yo la escribí como cuento y sin darme cuenta de la multiplicidad
de fuentes cuentísticas que tenía. Era consciente de algunas, pero no sabía de
cuántas, ¿sabes? Yo era consciente de tres influencias mayores: Henry Ja­
mes, con Los papeles de Aspem ; Charles Dickens, con Las grandes ilu­
siones, y Alexander Pushkin con La dama de espadas. Y fíjate que en esos
tres cuentos hay una mujer vieja, una mujer joven y un seductor. Y el hom­
bre trata de seducir a la joven para obtener el secreto de la vieja: los pape­
les de un poeta que puede ser Byron en el caso de James; el secreto del
amor en Dickens; o el secreto de ganar a las cartas en Pushkin. E invaria­
blemente el joven seduce a la joven para arrancarle el secreto a la vieja.
Sólo en el cuento, en la brevedad del cuento o de la nouvelle se podía dar
con semejante intensidad ese tipo de relación.
— ¿En la construcción de “Aura" fu e tan consciente este procedi­
miento?
— Sí, claro. Lo que quise yo fue invertir la construcción clásica de
estas tres novelas europeas que te digo, para aliar a las dos mujeres en con­
tra del hombre. Las dos se alian y derrotan al hombre; lo hacen prisione­
ro. Y las dos resultan ser la misma mujer, además, cosa que no está en los
otros autores. (Se ríe). Pero fíjate además que el resorte de Aura fue una
película que vi con Julio Cortázar. Era una película que a él le encantaba:
Los cuentos de la luna vaga después de la lluvia (U getzu monogatari), de
Mizoguchi. En esa película preciosa hay un japonés que se va de su pueblo
y le toma mucho tiempo regresar; abandona a su esposa y va como co­
merciante de un pueblo a otro, y cuando regresa descubre que su esposa
ha sido violada y asesinada por un grupo de samurais enloquecidos que
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pasaron rampantes por ahí. Él quiere resucitar a su esposa y se vale de una
bruja, que le trae a la esposa de vuelta; se la recrea pero con la voz de la
vieja... Eso también tuvo mucho que ver en el origen de Aura. Y te digo
más: una vez terminado mi cuento me puse a investigar sobre esta historia
japonesa, y vi que la película de Mizoguchi estaba basada en un cuentista
del siglo XVIII, Akinari, quien a su vez se había basado en una colec­
ción de cuentos medievales japoneses, los que a su vez venían de una
colección de cuentos de fantasmas chinos, anterior al siglo décimo. Pero
ahí no termina todo: un día (el historiador y novelista mexicano) Fernando
Benítez me dejó helado al contarme que acababa de estar con unos indios
otomíes que le habían contado A ura... “Es parte de la tradición oral,
mitológica, del cuento de fantasmas que casi todos los pueblos tienen”, me
explicó. Entonces, Mempo, resultó que yo había dado toda la vuelta: partí
de Pushkin, James y Dickens para acabar con los otomíes de México (y se
ríe, encantado).
— ¿Qué es lo que determina que cada cuento, como tú dices, ‘‘encuen­
tre su propia medida ” ? En "Gringo viejo ” también se puede apreciar: es
un cuento, aunque lo desarrolles en casi doscientas páginas. ¿ Cómo en­
cuentra un texto la medida que quiere tener?
— Yo creo que no es algo que pueda plantearse a priori. Creo que se
plantea en el proceso de la elaboración. Obviamente, cuando yo escribo
un cuento como Las dos Elenas, por ejemplo, tengo que darle una gran
concisión y brevedad. No puedo permitir que el lector se pierda en
profundidades psicológicas ni elaboraciones de vario tipo, sino que ten­
go que concentrar mucho. Cortázar, cuando leyó ese cuento, me dijo que
tenía la impresión de haber asistido a un pase de torero, a una verónica.
Y ahí está el cuento contado en diez páginas: es que no puede contarse en
más porque se echa a perder.
— Recuerdo otro cuento en el que pasa lo mismo: “Un alma p u ra ”.
— Exacto. Y en Chac Mool también. Son cuentos que requieren breve­
dad extrema. En cambio, algunos cuentos largos o nouvelles como Cons­
tancia o Viva mi fam a, requerían una exploración casi novelística, llegar a
casi 50 ó 60 páginas para dar lo que tenían.
— Y dices que esto va saliendo a medida que lo escribes. Que no hay
una idea previa.
— Es lo que me sucede. En el caso de Constancia yo creí que iba a es­
cribir un cuento muy breve y no fue así. Se me disparó. ¿A ti no te pasa eso?
— Si, claro, y también lo contrario: planeas una obra de gran enver­
gadura y de repente te sale un cuento breve.
— Claro, también. Es el caso de Un alma pura, que yo la pensaba como
una obra de mayor desarrollo, que iba a entrar en psicologías y compleji­
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dades, y no, se me fue acortando. Es lo que digo: los textos buscan sus
medidas, y las encuentran. Y por eso mismo uno tiene también fracasos
espantosos. Por ejemplo, La cabeza de la hidra era simplemente un viaje
en un pesero (microómnibus mexicano) por la avenida Madero, y había
una monja y una señora llena de pollitos, y el tipo llegaba al final de su
viaje y se bajaba y entraba a un lugar desconocido y se acababa el cuen­
to. Pero decidí convertirlo en novela, y no resultó... Yo creo que no me re­
sultó por haber desnaturalizado el cuento principal. Y mi esposa es un
poco la responsable (se ríe), porque era un cuento muy elíptico y me dijo:
“no entiendo bien, deberías desarrollarlo un poco más”. Y le hice caso y
salió mal. Debió quedarse en sus dimensiones.
— Creo que hay dos constantes que aparecen en toda tu obra —-y para
quien te conoce un poco a través de tu vida pública creo que también es
evidente— y ellas son el poder y el amor. ¿Es así, o tú dirías que hay más?
— Sí, s í... (piensa unos segundos). Bueno, yo diría la liga entre ambos,
que es una liga verbal, no?: es la literatura. La literatura es la liga entre el
poder y el amor, y yo la concibo como la capacidad de dar mi idea de unir
el poder y el amor, o de separarlos, o de enemistarlos, o de tratar de cen­
trar el conflicto a través de la palabra escrita, eso sí.
— ¿Algunas de tus novelas ("La muerte de Artemio Cruz", "La región
más transparente" o aun "Gringo Viejo") se podrían inscribir dentro de
lo que se llama la novela de la razón de estado?
— ¿Qué quieres decir por eso?
— Digamos que la novela de cuestionamiento al poder, de satirización:
la novela de sátira de la burguesía, por ejemplo. Yo le escuché esta idea
a un escritor uruguayo que se exilió en México y que falleció hace unos
años: Carlos Martínez Moreno. Con él, creo que en gran parte de la lite­
ratura latinoamericana, del boom y de antes del boom —y po r lo menos
en la literatura argentina es más que evidente desde el "Facundo” de
Sarmiento— la novela de la razón de estado sería algo así como la nove­
la puesta a cuestionar el poder.
— Ah, sí, pero fíjate que tiene una intención más: la de crear el otro
poder, el poder alternativo. Constituir a la propia literatura como poder
dialogante frente al Estado. Cosa que el Estado ha acabado por entender y
aprovechar (se ríe mucho).
— En México.
— Sí, en México es así, definitivamente... Fijate que ahora leí La gue­
rra de Galio, de Héctor Aguilar Camín, que me parece una novela apasio­
nante y terrible, y plantea precisamente eso: hay un diálogo entre la palabra
del Estado y la palabra del intelectual, del escritor, del periodista. Están can­
jeando siempre sus ideas, jugando un juego que es casi un minueto, una
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pavana versallesca que tiene muy poco que ver con lo que pasa en el res­
to del país...
— ¿Dirías que fu e el 2 de octubre del 68, con la matanza de Tlatelolco,
el inicio desencadenante de este diálogo?
— No, yo creo que viene de mucho antes. Es una fórmula constante de
la literatura mexicana: Mariano Azuela, con Los de abajo, que se publica
en 1915, ya está haciendo la crítica de la revolución... Con lo que quiere
impedir que la revolución se calcifique.
— ¿Con Azuela empieza en México la novela moderna?
— No sé, n o ... No, yo creo que em pieza con Fernández de Lizardi, que
ya plantea el conflicto del mestizo mexicano. En El periquillo sam iento ya
hay un hombre conflictivo, que es católico pero al mismo tiempo no es cre­
yente; que es mestizo pero no es indio ni es criollo; y que está en conflicto
permanente consigo mismo. Me parece interesantísimo. Y lo mismo pien­
so de las novelas de Emilio Rabasa, como El cuarto poder, o Moneda fa l­
sa, que son muy modernas. Y también Manuel Payno con Los bandidos de
Rio frío y El fisto l del diablo. Sin ellos no tendríamos novela moderna en
México. Pero en fin: ya situados en el proceso revolucionario creo que a
Azuela se le debe muchísimo.
— Pero entonces debemos pensar que México ha tenido una moderni­
dad permanente en su novela. El diálogo Poder-Literatura parece haber
estado siempre presente. En la Argentina, en cambio, tengo la sensación
de que ese diálogo se rompió. Lo hubo en el Siglo XIX con Echeverría,
Sarmiento, Alberdi, Mitre, Avellaneda, entre otros, un tiempo en que los
intelectuales —y no los militares o los ignorantes— llegaban a la presi­
dencia de la república.
— Bueno, pero ahí no había conflicto porque el intelectual podía ser el
presidente de la república.
— Sí, pero lo que impresiona de M éxico es que el diálogo está vivo,
tiene que ver con la sociedad y su literatura lo refleja. En casi 10 años
de vivir en México pude ver ese diálogo, ese vínculo, que es asombroso.
Los premios nacionales de literatura, arte, periodismo, están entre los
actos más importantes del año y los entrega el presidente de la república,
y todo eso tiene su correlato en la sociedad. En cambio aquí, posible­
mente p o r haber padecido 50 ó 60 años de autoritarismo, hemos tenido
una especie de corte, y el intelectual ha quedado como marginado, silen­
ciado.
— Sí, pero también hay que ver, en el caso de México, dónde está y
cuál es el límite entre el diálogo y la cooptación, ¿verdad? Porque tú bien
sabes cómo el régimen mexicano ha sido tan inteligente, tan flexible, tan
capaz de aceptar la crítica...
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— Es cierto: y ahí está esa frase terrible, tan común en México: “Vivir
en el error es vivir fuera del presupuesto del Estado
— ¡Claro: la famosa frase! (Se ríe). Y aquí se me ocurre algo más que
me interesa subrayar con lo que decíamos de Azuela: no sólo el sentido
de la crítica, sino algo más notable: el sentido del humor. Porque yo creo
que una revolución, oye, que tiene un himno propio sobre una cucaracha
marihuanera, es una revolución a todo dar, ¿no te parece? (y se ríe a car­
cajadas).
— Alguna vez leí un texto tuyo en el que decías que siempre buscabas
en la construcción cuentística la redondez y la totalidad. ¿Podrías, pen­
sando en los lectores de Puro Cuento, explayarte sobre eso?
— Sí, claro. Y les diría que ésa es la gran virtud del cuento, pero tam­
bién su gran limitación, al mismo tiempo. Y digo limitación porque creo
que existe siempre la tentación, en el cuento, de cerrarlo. De hacer ese círcu­
lo perfecto, de lograr eso que pedía E. M. Forster para la novela: la redon­
dez. Bueno, pues son los cuentos los que pueden ser redondos; pueden
darse el lujo de serlo, de tener una perfección formal, de no dejar cabos
sueltos. Y en cambio es la novela la que casi por definición tiene que dejar
aperturas, cabos sueltos, tiene que ser más deshebrada para seguir vivien­
do. Una novela perfecta, para mí es una novela muerta: no permite la se­
gunda lectura, la apertura a lectores por venir, la colaboración del lector...
Ahora, yo creo que un gran cuento es un cuento que logra a la vez re­
dondez formal y apertura hacia el futuro. A esto lo siento mucho en cuen­
tos que tienen naturaleza elíptica: Kafka, Henry James. Siento que cuento
cerrado perfecto es el de Chéjov. Me parece imposible añadirle nada a
Chéjov. Hay una gran satisfacción derivada de la redondez de sus cuentos,
sí, pero a m í me inquietan mucho más los misterios elípticos que deja la
lectura de James, y sobre todo los cuentos de Kafka, que para mí definen
la literatura del siglo XX. Yo creo que podemos tener un siglo 20 sin Proust,
que es un escritor del XIX, incluso sin Faulkner o Joyce, pero no podemos
tener un siglo XX sin Kafka. Gregorio Samsa se despertó una mañana dán­
dose cuenta de que era un bicho, un insecto... Pues esto es el siglo X X ...
— En tu obra observo mucho uso del monólogo interior, y también la
voz de una primera persona que se dirige siempre a una segunda. Lo he
leído en muchos escritores mexicanos de la generación que te sucede: el
narrador le habla a alguien, a un "tú", a una persona que en realidad
pareciera que está a h í para testificar.
— Sí, sí, es cierto...
— En mi opinión, es una característica muy mexicana. Es una narra­
tiva que suena muy como “oye tú... ” En toda la literatura llamada de “la
onda", desde los 6 0 para acá, está ese uso de la segunda persona, recur­
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so que aparece en muchos de tus cuentos y novelas, casi como un estilo.
La pregunta es: ¿lo inventaste tú, y te siguieron las nuevas generaciones?
¿O de quién lo tomaste?
— H um m ... (Ha escuchado sonriente, asintiendo entre complacido y
asombrado). Bueno, volvemos a lo que hablábamos al comienzo: viene de
la poesía. La poesía siempre se ha escrito en “tú”. ¿Te has dado cuenta de la
enorme cantidad de poemas que dicen “tú”; que están escritos en segunda
persona? ¿Y recuerdas quién es en Chile, por ejemplo, el amo del “tú” ?:
Neruda. Poeta. Lo usa constantemente, y yo lo leía desde que tenía 12 o
13 años.
— Es que la poesía siempre tiene un interlocutor secreto.
— Exacto. Y la narración mexicana tiene mucho de eso. El tuteo es uno
de los grandes recursos de la poesía: el uso de la segunda persona. Leyen­
do una obra maestra como Pedro Páramo, me llamó mucho la atención
que Rulfo tuvo, en un momento dado, que pasar de la primera a la tercera
persona, cuando es enterrado Juan Preciado. En el momento en que Juan
Preciado se da cuenta de que está enterrado, pasa a otra persona. Yo me
dije ay qué ganas de hacer una novela en que use las tres personas. Y así
escribí La muerte de Artemio Cruz, después de la lectura de Pedro Pá­
ram o... Y es que era lógico: si Juan tiene primera y tercera, me dije, ¿por
qué no introducir la segunda persona también? De ahí que mi novela está
organizada en tres personas que corresponden a tres tiempos: presente
pasado y futuro.
— Para terminar, una pregunta tonta pero inevitable para estas entre­
vistas: si tuvieras que decirle a un lector: oye, puedes pasar por la vida
sin leer algunos grandes cuentos, pero éste no te lo pierdas, ¿cuál le dirías
que es?
—La metamorfosis. Es mi cuento inolvidable. Creo que no hay ningún
otro cuento que me haya afectado tanto, ni que me haya impresionado
tanto, como la historia de Samsa.
— Para muchos eso es una nouvelle, tiene casi 90 paginas. ¿Qué
responderías si tuvieras que mencionar un cuento breve?
— Bueno, pues en ese caso El dinosaurio, de Monterroso (y se ríe a
carcajadas).
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Para vivir
también es necesaria
la ficción
s un hombre encantador, cuando se le respetan ciertas costum ­
bres que ya forman parte de la m itología literaria porteña. Tra­
baja de noche, hasta el amanecer, y duerme de día, de modo que
llam arlo por teléfono antes de las cuatro de la tarde es casi cri­
minal. Am a la conversación con los amigos, y especialmente
con la gente de teatro (“son menos competitivos, más generosos
que los escritores”, informa). Encontrarse con él es hacer una cita pa
cenar a las once de la noche, caminar hasta la una de la madrugada, re­
calar en bares adonde no van los escritores y trenzarse en una única,
larguísim a y sabrosa discusión que combinará la literatura y la política
hasta el alba.
Charlar con Osvaldo Soriano implicó también, en este caso, recordar
un pasado común, una amistad de veinte años, un oficio compartido, ex­
periencias y reencuentros en el exilio, y especialmente la propuesta de
hacer hablar del cuento a alguien que no es cuentista, que niega su propia
cuentística, y que sin embargo es un ficcionista excepcional, un contador
de historias, probablemente el más brillante narrador argentino contem­
poráneo.
Amante de los gatos, devoto de Raymond Chandler, periodista notable
(Semana Gráfica, Panorama, La Opinión, fueron algunas de las memo­
rables redacciones que integró; ahora está en el diario Página /12), nació
en Mar del Plata en 1943 pero vivió casi toda su juventud en Tandil, al­
gunos años en la Patagonia, y se hizo porteño adoptivo hace unos veinte
años. Vivió exiliado durante la última dictadura, varios años en Bruselas
y en París, y desde su retorno a Buenos Aires, reside en La Boca, a dos
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cuadras del estadio boquense, aunque es hincha fanático de San Lorenzo
de Almagro.
Es autor de cuatro novelas: Triste solitario y fin a l (1973), No habrá
mas penas ni olvido (1978), Cuarteles de invierno (1980) y A sus plantas
rendido un león (1986), y de dos libros de artículos periodísticos que él
se resiste a llamar cuentos si bien contienen historias narradas: Artistas,
locos y criminales (1984) y Rebeldes, soñadores y fugitivos (1987). De la
generación de escritores posterior a la de Bioy Casares, Silvina Ocampo y
Ernesto Sábato, Soriano es, junto con Manuel Puig, el autor argentino con­
temporáneo más reconocido y traducido en todo el mundo. Cosa que todo
el mundo sabe, naturalmente, a excepción de la mayoría de sus colegas en
la Argentina. He aquí la síntesis de una larga conversación sostenida una
madrugada de septiembre de 1988.
GIARDINELLI: La primera pregunta, con vos, es inevitable y viene anun­
ciada, cantada: ¿Por qué no escribís cuentos?
SORIANO: Yo me lo pregunto muchas veces... Vos sabés que yo em ­
pecé escribiendo cuentos, como supongo que empieza casi todo el mundo.
No tengo copias, siquiera, pero debo haber escrito unos diez cuentos de ju ­
ventud. Fue un inicio tardío. Muy influido por Cortázar, sobre todo, por
Poe, por Lovecraft y en menor medida por Hemingway. Yo intentaba cuen­
tos fantásticos, y eran absolutamente ilegibles. No es una coquetería: eran
malísimos, de veras. Se editó uno solo en una colección de jóvenes cuen­
tistas; tenía una carilla y media, y era el menos malo. Igualmente irresca­
table.
— Cuando decís inicio tardío, ¿a qué te referís?
— A que yo empecé a escribir a los veintidós, veintitrés años, cuando
todavía vivía en Tandil. Esos cuentos que digo son todos de Tandil. En
Buenos Aires no escribí nada hasta que empecé Triste... Puedo decir,
incluso, que había descartado la literatura a raíz de mi fracaso en el cuen­
to. Yo era un gran lector de cuentos, y admirador incondicional de Quiroga, de Poe y sobre todo de Maupassant. Yo arranqué con el cuento realista,
naturalista y ellos fueron mis maestros cuando empecé a leer. Por eso digo
“tardío” : porque yo empecé a leer libros sólo después de los veinte años,
y sentí el impacto de esos grandes cuentistas del realismo, y el impacto de
grandes novelistas, leídos muy dispersamente.
— ¿ Y p or qué escribías aquellos cuentos? ¿Qué era la literatura para
vos?
— Creo que eran bosquejos para saber si podía ser escritor, en la medi­
da en que el cuento, para mí, siempre ha sido como la forma más pura de
la expresión narrativa. De las pocas cosas en que estoy de acuerdo con
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Faulkner, es en que é l era un cuentista fracasado, en la medida en que los
cuentistas son poetas fracasados y toda esa historia. Yo me sentí fracasar
en el cuento. A tal punto que no he vuelto a intentarlo. Pasó muchísimo
tiempo, y varias novelas, hasta que escribí cosas que se parecían a los
cuentos, pero no eran cuentos. Por ejemplo, hay algunos textos que están
en el volumen Rebeldes, soñadores y fugitivos, cuatro o cinco cuentos de
fútbol, que fueron prim ero artículos para Italia, llenos de datos pero con
estructura de cuento, y que luego, pulidos los datos, quedaron como cuen­
tos a medias, es decir pequeños relatos que no creo que resistan un análi­
sis de estructura.
— ¿A qué se deberá tanta resistencia al cuento?
— Creo que a que el cuento tiene una dinámica propia, y una extensión
que si bien es relativam ente elástica, tiene que caber dentro de una revista.
El gran auge del cuento norteamericano se dio cuando las revistas em pe­
zaron a publicar cuentos, y a pagarlos. Empezaron a crear una suerte de
escritor profesional, que viene desde Poe en adelante, hasta Scott Fitzgerald y hasta hoy mismo. Crearon un mercado del cuento, primero a través
de las revistas, y después en la reunión de volúmenes. Es un poco lo que
pasó aquí: el escritor es un amateur que publica en una revista, luego en
un diario, y un buen día junta los cuentos en un libro y acaso espera algún
derecho de autor. Tengo la impresión de que el cuento y su historia están
relacionados con las publicaciones, sobre todo en lengua inglesa y fran­
cesa. Y tiene que ver también con aquello del folletín. Dickens, o Balzac,
escribiendo sus novelas por entregas y por vil dinero. Así se ganaban la
vida. Y tengo la sensación, en tanto no soy cuentista o lo soy fracasado,
de que es muy difícil ponerse a pensar un volumen de cuentos sin pu­
blicación inmediata en diarios o revistas. No, cada cuento se piensa, pri­
mero, para uno: qué es lo que se quiere decir con ese cuento; y después se
piensa dónde se lo va a publicar, cuál va a ser el lugar en que ese cuento
se leerá.
— Pero vos estás pensando en un volumen de cuentos, y yo te propon­
go pensar en el cuento autónomo. ¿Q uépasa si de repente tenés ganas de
contar una historia y la concebís como un episodio breve, digamos de diez
páginas?
Yo contesto con una pregunta: ¿es posible eso?
Conozco muchos casos, y es el mío: jam ás escribí un libro de cuen­
tos; siempre escribí cuentos sueltos que un buen día se reunieron en un
volumen.
Sí, pero ibas publicando esos cuentos en revistas o en diarios.
En mi caso jamás. Fui virgen de publicaciones hasta los treinta y
tres años.
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— Bueno, pero no es mi caso. Yo creo que la novela es la que tiene otra
expectativa. Uno la concibe como un volumen autónomo, con una tapa,
una contratapa, una historia que se agota en sí misma. Y el cuento, no sé,
a m í me cuesta pensarlo como algo autónomo. Será por eso que no soy
cuentista.
— La novela tiene otro aliento creativo.
— Sí, y no sé si más o menos complejo, es materia discutible. Pero en
el caso del cuento, cuando los escribí, dos o tres se publicaron en El Eco de
Tandil, que era un diario del pueblo, y eso significaba que al día siguiente
de ese “reconocimiento” o te cargaban o te felicitaban, o te envidiaban
como locos o te tiraban pullas. Vos sabés que hay sociedades en las que la
aparición de un narrador siempre causa cierto espasmo, cierta desconfian­
za. En ese sentido, y puede que me equivoque, yo me pensaba como al­
guien que se adaptaba a los medios de su tiempo. Y en ese momento, y en
ese lugar (Tandil), eran los diarios, alguna revista de Buenos Aires, o algún
concurso...
— ¿Ganaste algún concurso?
— Jamás, pero una vez obtuve un cuarto premio de juegos florales. Es
mi mayor lauro, y tengo un diploma. Fue en un pueblo llamado Leandro
N. Alem. Y fue por un cuento gauchesco.
— A medida que hablas, me parece que no estás tan alejado del cuen­
to como proclamaste al principio.
— Yo me vi obligado a escribir cuentos. Y digo obligado porque era
casi una actividad profesional. Es decir: debía escribir, para determinado
diario, en un mes, seis relatos sobre un tema dado. Entonces, me exprimía
la cabeza para tratar de simular un cuento. Simular, Mempo. Es como que
uno tiene un lugar, cuestionado o no, pero un lugar en el cual uno pone los
pies en terreno más o menos seguro. Y el cuento para m í es un terreno muy
desconocido.
— ¿Tu camino como novelista fu e una elección o era un destino?
— Yo creo que lo encontré. Por ejemplo, Cuarteles de invierno es pro­
ducto de la frustración de un cuento. Yo estaba en Bruselas, sin un centa­
vo encima, y un escritor italiano, Giovanni Arpiño, a quien había conocido
al azar, me pidió un cuento para una revista que editaba en Milano, y ofre­
ció pagarme 100 dólares. Eso era, para mí, una fortuna. Me dije: “Tengo
que ser capaz de escribir un cuento; no puedo ser tan imbécil de perderme
esto, habiendo escrito ya dos novelas e intentado otros cuentos, y siendo
un periodista bastante aceptable. Debería poder escribir diez carillas con
dignidad...” Bueno, me senté, con ese criterio mercantil: no se me podían
escapar esos pesos que necesitaba desesperadamente. Pero las diez carillas
se me consumieron en la simple llegada del tren a la estación. Bajaban del
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tren, se iban a la pensión, y ya estaban las diez carillas. Y yo me perdía los
100 dólares. B ueno..., me di cuenta de eso con dolor, y tuve que escribir­
le a Arpiño: “No puedo, no sé cómo se hace, en diez carillas apenas han
salido de la estación”.
— ¿Cuáles son los cuentos que más admirás, de los q u e has leído?
— Fundamentalmente dos: Babilonia revisitada de Scott Fitzgerald, y
Bienvenido Bob, de Juan Carlos Onetti. También El muerto, de Borges, y El
hombre muerto, de Quiroga.
— ¿ Y q u é dirías que es el cuento, para un novelista com o vos?
— Lo que decíamos hace un rato: la gesta de aprendizaje de todo es­
critor. No sé si hay historia de novelista que no haya em pezado escribien­
do un cuento, para probar su muñeca, su estilo, su temple, y ver cuál es su
propia voz. Eso asoma en un cuento. Y eso me pasó, ojo: cuando me con­
vencí de que el cuento no era mi fuerte, cuando me sentí fracasado, estuve
varios años en silencio. Tenía la impresión de que no iba a escribir nunca.
Estuve como cinco años hecho a la idea de que la literatura no era para
mí, y sólo trabajé en periodismo. Eso fue entre los veinticuatro y los
veintinueve años. Hasta que salió Triste solitario y fin a l en el ’73.
— ¿Sentís nostalgia del cuentista que decís no ser?
— ¡No! No, no lo pienso. Te confieso paulatinamente que no. Porque....
¿cómo te lo muestro a vos, eh? ¿Cómo se lo muestro a Briante, a Blaisten?
¿Cómo espero el juicio de cualquiera de ustedes, que sé que será lapidario?
No, ni loco. Entonces, lo que hago, si tengo que escribir un cuento, es dis­
frazarme de otra cosa. Y si vos me decís “este es un cuento de mierda”, yo
te diré “esperá, Mempo, esto no es un cuento, no seamos tan exigentes, esto
es un relato que se termina en unas pocas carillas...” Más que nostalgia me
duele haber perdido una batalla...
— Acepto tu confesión, y te hago una: en el fondo, no te creo. ¿Qué
sabés si no vas a escribir un cuento estupendo?
— No, esperá, además hay otra cosa: yo soy un tipo que tiene muy
pocas ideas arguméntales, Y como vos sabés, para mí y para algunos po­
cos narradores que vamos quedando, el argumento es muy importante. Ne­
cesitamos una historia: sea de amor, sea de fútbol, de ciencia ficción, hay
que narrar una historia. Bueno, como yo tengo muy pocas historias que
quiero contar, soy terriblemente avaro con ellas. Cuando se m e ocurre una,
me digo que o es una novela o será parte fragmentaria de una novela.
— A esto quería llegar, porque me parece que en todas tus novelas hay
cuentos internos. Hay historias, personajes como el lumpen que maneja el
avión en “Cuarteles... ", que de hecho son historias dentro de la historia,
con entidad propia de cuento y sólo disimuladas en la arquitectura gene­
ral de la novela.
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— Sí, y eso es porque a m í me gustan mucho los personajes, y siento
que el cuento es ideal para trazar esta suerte de pequeña epopeya de un
personaje fugaz. Pero insisto: ya ves que de todos modos son maneras de
sacarle el bulto a la responsabilidad o a la idea de tener que decirme yo
soy cuentista. No lo soy, aunque daría cualquier cosa por escribir El muer­
to de Borges o El hombre muerto, de Quiroga. Son ejemplares en su per­
fección, ¿no? Yo necesitaría ochocientas páginas, si tuviera talento, para
escribir El hombre muerto y dar ese clim a...
— ¿Seguís siendo lector de cuentos?
— Sí, ya no soy un lector tan fervoroso como hace años, cuando em ­
pezaba, pero sigo leyendo el género. Y se me ocurre que esto nos traería
de nuevo a pensar qué pasa, y qué es, el cuento dentro de esta sociedad. Y
por extensión, la narrativa.
— ¿Cómo sería eso?
— Nosotros vivimos — y entiendo por nosotros a quienes fuimos muy
jóvenes a fines de los 60 y principios de los 70— una sociedad absoluta­
mente distinta. Entre otras enormes caídas, una de ellas arrastró a gran
parte de la literatura, y a gran parte de aquellos lectores que sabían mucho
de literatura y que admiraban a grandes escritores. Yo no he vuelto, ahora,
a oír hablar en los bares de Horacio Quiroga. Yo recuerdo que, cuando
vine a Buenos Aires, una de las primeras cosas que hice fue el recorrido
del suicidio de Quiroga: fui a la farmacia donde compró el cianuro... Yo
quería ser Quiroga, me sentía bajo su influjo gigantesco. Y creo que hoy
estas categorías son diferentes. No sólo porque el vasto mundo en que vi­
vimos ha cambiado, sino porque la Argentina se atrasó, está pobre, en fin,
todo lo que conocemos y diagnosticamos: las editoriales están en crisis, las
revistas no se interesan por la narrativa porque pareciera que al lector la
narrativa no le interesa y lo único que quiere saber es si Menem va a ser
presidente o no... Es decir, la categoría ficción ha sufrido serios con­
trastes. Y no son sólo los años de la dictadura, sino años de atraso profun­
do debidos a la represión y a todo lo que pasó, que nos han sumido en un
gran atraso. Comparándonos con países más o menos desarrollados, por
ejemplo hoy, en Italia, el gran best seller, Stefano Banni, es un cuentista.
Y esto sería impensable en nuestra sociedad. Que es una sociedad que pa­
reciera haberse privado, también, de la fantasía que el cuento le propone.
De esa pequeña utopía y esa pequeña aventura que es el cuento.
— Sin embargo, Borges y Cortázar, en Argentina, han sido grandes a
través del cuento.
— Sí, pero son de hace dos o tres décadas. Hoy, un Cortázar sería im­
pensable. Por su compromiso, tanto literario como político, sería impensa­
ble socialmente. Ni hoy ni mañana es pensable, porque fue un producto
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muy de los años 50 y 60, de un país con cierto auge económico, que
todavía creía en sí mismo, que todavía tenía la meta parisina, o la fantasía
sajona de Borges. Vos fíjate que ocurren disparates como que han salido
volúmenes de cuentos de Bioy Casares, a mi juicio el más grande de los
escritores argentinos vivos (sé que vos decís lo mismo de Filloy, a quien
respeto pero a quien he leído poco y mal), y con todo lo considerable que
es Bioy, ni siquiera se sabe qué es lo que publica...
— Lo mismo sucede con Silvina Ocampo, quien acaba de publicar dos
libros de cuentos excepcionales, y parece que este país ni se ha enterado.
— Claro, y es más, hay atrevidos que los criticaron en grandes diarios
como si fueran prim erizos... Eso me ha horrorizado, más de una vez...
Entonces, todo esto es muy de este tiempo, y de este lugar. Hay como una
llegada de un pragmatismo muy insólito y muy poco redituable en estas
pampas, que va dejando de lado la idea de que la ficción es algo necesario.
Se abandona la idea de que para vivir también se necesitan ficciones. Esta
sociedad excluye a la ficción, salvo que sea televisiva. A esta amenaza la
tuvieron también los países desarrollados, pero al parecer la superaron.
Vos sabés perfectamente que tanto en Europa como en Estados Unidos hay
boom literario y cada vez se venden más libros, más ficción. Hay con­
sumo, hay demanda de ficción; más allá de calidades, hay un primer gesto
de aceptación de la ficción y del hecho de que para vivir también es ne­
cesaria la ficción. Naturalmente, creo que esto va enganchado con la idea
de que en esos países se trabaja cada vez menos, y cada vez hay más tiem­
po libre. En los nuestros se trabaja 18 horas por día, y entonces qué tiempo,
qué interés va a haber en la ficción... si además generalmente la literatu­
ra de aquí o no le cuenta ninguna historia, o bien le cuenta la misma his­
toria trágica que el posible lector ha vivido todo el día, todos los días...
Así, se convierte en un espejo temido.
— Volviendo a tu formación, ¿que leías en tu adolescencia, digamos
entre los 10 y los 20 años?
— Prácticamente nada. Salvo los libros de la escuela, debo haber leído,
antes de los 20 años, algún libro referido al fútbol. Recuerdo haber pedi­
do por correo (yo vivía en Cipoletti, Río Negro) un libro de Borocotó sobre
un chico que jugaba al fútbol. Esas eran mis identificaciones. En Cipoletti
no había librería, como no habían asfalto ni cloacas. No había más matices
que el cine o el fútbol. Yo descubrí muy tarde que existía la ficción. Para
m í un libro era lo que tenía mi viejo en su biblioteca: libros técnicos, una
enseñanza: uno los abre y aprende cosas. Un saber que tiene que ver con la
electrónica, con la arquitectura, con cosas tangibles. Mi viejo trabajaba
en Obras Sanitarias, y tenía el título de técnico mecánico, su pasión era la
electrónica, y su sueño para mí, por lo cual me mandó a la escuela in-
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dustrial, a m í que siempre fui un negado para las matemáticas. En mi casa
no había ni un Martín Fierro.
— ¿ Y cómo fu e que empezaste a leer ?
— Fue cuando volví a Tandil, ya de grande. Yo era jugador de fútbol,
en las ligas locales. Era lo que me interesaba. Un día el novio de una pri­
ma, un tipo que se llamaba Juan Campagnole, me cuestionó el hecho de
que yo era un ignorante. Me dijo que había encontrado un libro en su bi­
blioteca, y que le parecía que a mí me iba a gustar. Era una novela de cien­
cia ficción: Soy leyenda, de Richard Mathieson. Fue el primer libro que leí
en mi vida. Me encantó, y cuando lo volví a ver, le dije: “Dame más”. Y en­
tonces me trajo Los Hermanos Karamázov. Mirá que bestia. Recuerdo que
fue algo dramático para mí, porque andaba por la calle pero quería volver
a casa para seguir leyendo. Quería saber qué pasaba. Todo lo demás era
accesorio; lo que yo sentía era una ansiedad tremenda por saber cómo
carajos iba a resolverse la historia. Y así vinieron, después, Flaubert, Quiroga, M aupassant... Juan me daba libros que él escogía al azar, al azar
mío, quiero decir, y yo descubría el mundo de la ficción. Con Quiroga tuve
el primer gran metejón, me volvió loco y fue mi modelo indiscutible en
un momento de mi vida. Maupassant fue otra aventura, y para que tengas
una idea de mi relación con el cuento — y decir cuento es decir M aupa­
ssant— su retrato preside aún hoy mi lugar de trabajo... Y cuando viene
alguien a mi casa, si no lo conoce, le digo que es mi abuelo. Es una foto
muy linda, con corbata, y parece el abuelo de cualquiera de nosotros.
Obviamente, cuando viví en Francia tuve el placer de releerlo en su len­
gua, que es algo maravilloso, aunque también comprobé con dolor que allá
se lo considera un escritor de segunda. A mí eso me dolió mucho. Porque
ojo; yo conservo la emoción, todavía. Soy alguien que puede llorar leyen­
do. Igual que cuando veo cine, hay ciertas cosas que me hacen llorar. Y
que no tienen que ver con la impresión melodramática, sino con la belleza.
De pronto, algo que es demasiado bello, me hace saltar un lagrimón. Di­
cho como suena, Mempo: sin pudor. Eso me pasó con Madame Bovary.
No por lo que le pasaba a Erna, sino por la manera de contar, tan hermosa.
Y luego, ya más sereno, trataba de averiguar cómo lo hacía, a ver dón­
de arrancaba una escena, cómo resolvía tal situación. Y por supuesto,
como en toda obra maestra, eso es indescifrable.
— Siempre fuiste de esos apasionamientos. Recuerdo, cuando éramos
mucho más jóvenes, la vez que descubriste a Lovecraft.
— Cuando leía a Lovecraft yo sentía miedo. Literalmente, viejo: mien­
tras tenía en las manos El color que cayó del cielo me fijaba si la puerta
estaba bien cerrada. Era escalofriante...
— Se diría que sos, todavía, en cierto modo, un lector ingenuo.
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Ah sin dudas. Con todo lo mal visto que eso es, pero uno no se
d modificar a sí mismo tan fácilmente. Yo no puedo, hoy, leer todo
Aristóteles y de ahí en adelante. Es un poco tarde para mí. Y por otra parn la medida en que hemos descubierto que todos nos reescribimos
desde hace veinte siglos, bueno, llego a la conclusión de que hay cosas que
leeré cuando esté preso o cuando me gane el Prode y me retire a leer de­
bajo de un árbol.
¿Yenes lista la biblioteca que leerías en tales casos?
yo llegué a Buenos Aires a los 26 años y ya sin biblioteca. Ya no
leía de prestado; compraba libros. Pero en cada viaje de mi vida he perdi­
do una biblioteca. Y hoy no tengo esos ejemplares que uno mantiene por
20 o 30 años y que ha sobado, querido, releído. Salvo algunos libros que
llevo siempre conmigo, el resto son bibliotecas que se renuevan. Y enton­
ces un día descubro, con horror, que voy a buscar un libro que estoy segu­
ro que tengo, y no lo tengo. Y hay que salir a buscarlo, o hacer el papelón
de pedirlo prestado. Da calor ¿no? ¿Cómo se pide prestado Macbeth, Mempo, sin confesar que uno es un animal que no lo tiene en su biblioteca? Só­
lo a un amigo como Tito Cossa lo puedo llamar y decirle; “Tito, sin decirle
a nadie, ¿me podés prestar M acbethV
— Antes de escribir tu primera novela, me acuerdo que juntabas ma­
teriales para el Gordo y el Flaco mientras buscabas una form a narrativa
que estaba indefinida. ¿Cuáles eran tus modelos narrativos de entonces?
— Mientras lo buscaba, tal cual vos lo recordás, puesto que me conocés bien de aquella época, cuando yo lo contaba en el bar, en la cam ina­
ta, en el café o en la redacción, yo no tenía modelo narrativo, y por eso
hablaba de esa historia y no la escribía. El descubrimiento, y desde allí
se abrió para m í la puerta de la literatura, fue El largo adiós, de Chandler. Hasta ese libro todo para m í era imposible, todo nebulosa. Fíjate
que lo único que sería hoy capaz de reivindicar de lo que hago, defen­
diéndome como gato panza arriba, son los diálogos. Diría que creo que
no están tan mal. Y en aquel tiempo yo era incapaz de escribir un diálo­
go que fuera creíble, que sonara a tal; fue Chandler quien me abrió ese
mundo. Para mí, aquel día de 1972 en que leí El largo adiós, se me abrió
el mundo. Ahí encontré la manera de contar ese material de Triste... con el
que antes los abrumaba a ustedes en los bares. Chandler fue una pasión,
para mí, como todas mis relaciones con los grandes escritores. Chandler
ue un romántico, y un tipo que sobrevivió a todos los grandes de su
época, aunque lo despreciaron. Ahora se está cumpliendo el centenario
e su nacimiento, y nadie se acuerda de muchos de sus contemporáneos
amosos, pero Chandler sigue vivo. Él entendía eso, y yo creo que me
Parezco mucho a él en eso mismo: en el temperamento pasional. Ese
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temperam ento que le hacía decir, cuando se atacaba tanto a Hemingway,
que un hombre con talento, un hombre de genio, cuando ya no tiene con
qué tirar, tira con el corazón. Cuando ya no tiene más nada, se arranca el
corazón y lo tira. Y eso es lo que hace Hemingway, decía, entonces más
respeto...
— ¿ Y de los contemporáneos, quién te marcó más profundamente? Yo
arriesgaría diciendo que te influyeron mucho los artículos que escribía
Tomás Eloy Martínez■No a sí su literatura.
— Sí, es verdad. Para m í Tomás significaba una escritura periodística
impecable, y sus artículos eran una escuela, junto con los de Osiris Troiani. Cada artículo de ellos era un ejercicio de estilo, y tenían más que ver
con la narrativa que con el periodism o... Yo los reverenciaba. No sé si
Troiani acabó escritor, pero Tomás llegó a serlo, y muy bueno. A m í me
gustó mucho su primera novela Sagrado, que a él ya no le gusta. Es un no­
velista tardío, también, aunque la gran diferencia conmigo es que él es un
hombre de una enorme cultura.
— ¿ Y Borges, Bioy, Cortázar?
— Bueno, Borges me pareció siempre tan gigantesco que no cuenta si­
quiera como modelo. Es tan inalcanzable, Borges, que no parece terrá­
queo.
— Tu escritura está muy lejos de la de Borges. ¿Ha sido adrede, una
form a de pelea, de parricidio, de distanciamiento?
— Sí, en cierto modo. Nunca me hubiera propuesto adjetivar como Bor­
ges, por ejemplo. Además, creo que eso ha sido la tumba de generaciones
de escritores. Y lo advertís en cualquier librería de viejo: abrís un libro al
azar y encontrás los adjetivos de Borges, pero mal puestos. ¿Por qué?
Porque hay gente que no se dio cuenta, pero con Borges y con Cortázar
muchos han cavado su tumba.
— ¿ Y qué te pasó a vos con Cortázar?
— Yo estuve muy influenciado por él, pero supe salir a tiempo. Luego
lo conocí personalmente. Y jamás se me ocurrió volver a intentar un cuento
con semejante modelo al lado.
— ¿Q u¿ otros cuentos mencionarías?
—Bola de sebo, sin duda. Y El socio de Tennessee, de Brett Harte. Es
un cuento imperfecto, de 1850, de alguien que, un poco como yo, no tenía
una categoría literaria, pero ¡qué gigantesco cuento! La entrada de ese
socio en el tribunal, yo no me la olvidaré jam ás... Y Los bandidos de Po­
ker Fiat, que bárbaro... Harte era otro escritor muy despreciado hasta que
lo legitimó Borges en aquel maravilloso prólogo. Una de las grandes cosas
de Borges, además de su literatura, es que ha legitimado a gente de la cual
uno hoy tendría algún pudor para hablar, ¿no?
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^ med¡da que has ido escribiendo, ¿ha habido cuentos que te imporron v te influenciaron, o la influencia en tu novelística ha venido sólo de
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noV Ivfo y0 cre0 que paradójicamente la influencia en la estructura de
• novelas proviene de los cuentos. Mis novelas son bastante clásicas:
uelen ser lineales, con un desarrollo in crescendo, “naturalistas” como se
dice sarcásticamente de nosotros (se ríe) y eso creo que viene más bien de
otra palabra maldita (que no ruborizaba a Scott ni a Hemingway): la téc­
nica que en mi caso me viene del cuento. Esto ahora espanta a algunos;
se supone que estas cosas ya no se tratan en público pero, y vos lo sabés
muy bien, el problema sigue siendo cómo abre un tipo la puerta de un
modo que sea creíble... (se ríe más, a las carcajadas). Creo que hay cosas
que las aprendí en los cuentos, o bien en ese género francés de la nouvelle, que está un poco a caballo entre cuento y novela, como lo está a veces
Conrad, y que es una estructura indestructible y que le permite a un es­
critor curioso, por lo menos percibir ciertas cosas que no se deben hacer.
Porque yo creo que uno, en literatura, si tiene talento, debe aprender pri­
mero lo que no hay que hacer.
— ¿ Y q u é es lo que no hay que hacer, por ejemplo?
— Bueno, hoy un buen escritor no puede parecerse a Borges. No se
puede. No se puede fingir ser Proust. No se puede fingir ser Malraux. Y
no se puede fingir que estamos en la época de los surrealistas. No se
puede; no estamos; ésta es la década de los 80. No se está por caer Wall
Street...
— Me llama la atención que en tu form ación hay norteamericanos,
franceses y argentinos. Pero no hay casi latinoamericanos...
— Para mí entran muy tarde. Y confieso que a muchos no los he leído.
Para mí los latinoamericanos son Onetti, como uno de los más grandes,
junto con Yo el supremo de Roa Bastos. Son de las pocas cosas que estoy
absolutamente seguro de que en el siglo XXI van a seguir existiendo.
Agrégale dos o tres novelas de García Márquez y todo Rulfo. Bueno, mi
ingreso a la obra de Rulfo fue otro de los grandes momentos de mi vida...
Pero bueno, tanto vos como yo tenemos una relación muy especial con
Rulfo, que nos impide abundar, ¿no? En cambio no he leído a Fuentes; no
he podido. He hecho serios esfuerzos, pero me dije que habrá tiempo si
estoy preso un día. Esto no es un desprecio para Fuentes, quede claro, pero
sucede que no puedo, me excede. No es prioritario en mi vida.
¿Qué leés actualmente?
Muy disperso todo, como al comienzo. Paso con bastante facilidad
de cualquier libro que está en la biblioteca y que nunca he leído, al último
Kundera o a algún argentino contemporáneo que me interesa porque ya he
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leído algo de él, o porque me lo recomiendan muy especialmente, o
porque sus primeras páginas me invitan a seguir... En Francia casi no leí
a los franceses, cosa curiosa. No me interesaron. Aunque adoré a Simenon, y no precisamente sus libros más conocidos. Coincido con García
Márquez en que debió ganar el Premio Nobel. Y ahora tardíamente des­
cubro a Graham Greene. La cantidad de prejuicios que yo tenía con él, no
te podés dar una idea. Para mí, un tipo que era católico, que creía en Dios
y en los curas, no valía la pena leerlo. ¿Qué idea del mundo podía tener
ese hombre que valiera la pena leer? (se ríe). Y sin embargo, un día, como
por azar, empecé con él y hoy lo sigo, lo releo y le debo grandes momen­
tos y reflexiones de mi vida... Y lo que ahora estoy leyendo es Historia
Argentina. Es muy difícil entrar en ella si uno no es un experto. Pero un
día compré los 22 volúmenes de la Biblioteca de Mayo, que son bastante
inhallables. Y empecé con los originales. Y estoy enamorado. Castelli dejó
de ser un cartón, y Belgrano, cuando lo veo en la estatua, ya no me resulta
tan indiferente. Esos tipos tenían una idea de algo. Es todo muy inquietan­
te, te juro. En la medida en que yo no tengo eso. Y que siento que el país
no lo tiene. Pero ese es otro cuento ¿no?
B ernardo K ordon
Escribir es
un ejercicio dudoso
porque es
un ejercicio solitario
sobrio, austero departamento de Callao y Santa Fe, en pleno
centro de Buenos Aires, Bernardo Kordon está instalado ante su
escritorio lleno de libros y papeles, con la biblioteca detrás. Aun­
que nos conocemos desde hace algunos años, y aceptó encantado
la entrevista, lo veo tímido, como retraído. Aunque procura mos­
trarse afable, lo ganan la timidez, cierto nerviosismo y su estilo
escueto. Sé que es una persona que habla muy poco, y aunque pensé qu
su veteranía iba a proveerlo de un decidido aplomo, en realidad me encuen­
tro con un hombrecito frágil, que entrelaza sus manos nerviosamente du­
rante toda la charla y hasta parece incomodarse ante algunas preguntas.
Por momentos parece que se distrae, cuesta retomarlo a la conversa­
ción. De voz suave, ajeno al estrépito de bocinazos y aceleraciones de esa
esquina, Kordon juega con sus manos sobre la mesa, amasa alguna miga,
con los dedos dibuja figuras imaginarias sobre el mantel de hilo (cosa que
noto que es bastante común en los escritores que son entrevistados por
otro escritor). Marina, su esposa, interviene muy de vez en cuando en la
conversación, como una atenta apuntadora de inconfundible, encantador
acento chileno. A las cinco de la tarde de un día de enero de 1990 tomamos
británicamente el té, acompañado de un par de pasteles maravillosos que
ella ha preparado. Y luego la tarde va cayendo sobre la conversación, que
termina ya de noche.
Nacido en Buenos Aires en 1915, Kordon es autor de una vasta obra
que comprende casi todos los géneros, a partir de Un horizonte de cemen­
to. Pero su popularidad la debe al género cuento, sin dudas, y especialmen­
te a su texto más conocido y gustado internacionalmente: Toribio Torres,
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alias Gardelito, un verdadero clásico de la literatura argentina contem­
poránea.
Verdadero maestro del relato, es posiblemente uno de los más acaba­
dos cultores del realismo: sus personajes siempre están en esos oscuros
límites demarcados por la alienación, la violencia y la esperanza, someti­
dos a la contundencia marginadora de la sociedad de consumo.
Ha publicado varios volúmenes de cuentos: Reina del Plata, De ahora
en adelante, Domingo en el río, Un día menos, Los navegantes, Vagabun­
do en Tombuctú, A punto de reventar y Hacele bien a la gente.
GIARDINELLI: ¿A usted le gustan sus cuentos, Bernardo?
KORDON: Sí, hay algunos que yo quiero mucho. La última huelga de
los basureros ha sido muy publicado y yo creo que es bueno. Maruja la
rumbera se conoce poco, pero me gusta. Y El remolino, que le gustó mu­
cho a Sergio Renán y me lo pidió para hacerlo en televisión.
— Raro que no mencione “Alias Gardelito”, que es su texto más clási­
co. ¿No lo hace porque más que un cuento, es casi una nouvelle?
— Claro. Es un cuento muy largo, que se escapa un poco de la conven­
ción del género, ¿no? En una revista como la tuya no se podría publicar...
— ¿ Y qué le gustaría que publicáramos?
— Podría ser otro cuento que me gusta: Los ojos de Celina. De ese
cuento Mario David hizo la película El grito de Celina. Una vez me lla­
maron de Cañada de Gómez, en Santa Fe, para invitarme a ir porque un
grupo de muchachos había hecho una obra de teatro con ese cuento. Fue
un acontecimiento un poco embromado, porque me invitaron después de
nueve meses de ensayar la obra. ¿Cómo iba a negarme? Podrías publicar
cualquiera, pero me gustan más El remolino 'o La última huelga de los
basureros, que es un cuento que imaginé mucho, m ucho...
— Habiendo trabajado todos los géneros, ¿por qué se dedicó más al
cuento? ¿Qué es para usted?
— Yo escribí mucho, y ya no tengo ni idea de la cantidad de cuentos
que escribí en mi vida. A veces tengo la sensación de que me pasé toda la
vida contando cuentos. Pero lo que no sé es por q u é ... Quizá lo hice por­
que para mí es el género nacional por excelencia. Más que el teatro y que
cualquier otro género literario. Somos muy cuenteros, los argentinos.
— ¿ y de dónde nos vendrá eso, eh ?
— Me parece que de Esteban Echeverría. Él escribió el primer cuento
argentino, que sigue siendo el que yo más admiro: El matadero. Es in­
creíble ese cuento: ahí Echeverría fue tan genial que avant la lettre es un
guión cinematográfico. Leyendo sobre la vida de Echeverría me enteré que
él había estudiado dibujo, ¿sabías? Y evidentemente tenía una imagina-
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muy v¡Sual. Y es por eso que en ese cuento, que es de 1837 ó 38,
ecen escenas que hoy se diría que son típicamente del cine.
— Cuando usted empezó a escribir cuentos, en los años 30, ¿ya coocía a Echeverría, o esa admiración vino después?
Yo empecé de muy jovencito. Escribía también algunos poemas.
C o m o hacemos todos... Y ya entonces yo leía con deleite a Echeverría y
otros clásicos. Pero además en esos años la Editorial Claridad se largó a
editar muchos libros de cuentos, al precio de monedas. Y el cuento como
género se hizo muy popular. También publicaron casi todos los libros de
Roberto Arlt, que a m í siempre me apasionó mucho.
— ¿Lo conoció?
Sólo lo vi una vez, antes de mi primer viaje a Chile. Estábamos con
un escritor amigo, Raúl Larra, en el Café Politeama, y de pronto apareció
Arlt con un grupo de gente: Conrado Nalé Roxlo y no recuerdo quiénes
más, todos escritores. Se sentaron en una mesa que daba a la calle. Yo le
dije a Larra: “mirá, te juro que me pararía a saludarlo y decirle que es el
más grande de todos”. Y entonces Larra, que lo conocía bien, me dijo:
“bueno, andá y salúdalo pero no le digas que vos también escribís, sólo
decile que lo adm irás...” Pero no me atreví, y cuando volví de Chile ya él
había muerto. Da vértigo pensar lo que hubiera podido escribir ese hom­
bre, que era tan joven, ¿n o ...? Imagínate que tenía la edad de Borges...
— Durante los años de su formación, ¿qué tipo de cuento le interesa­
ba más leer? ¿El ruso, el francés, el norteamericano, los cuentos argenti­
nos... ?
— No, el cuento ruso. Yo me formé en el cuento ruso. Me los leí todos.
Me los sabía de memoria y fueron mi escuela. El cuento ruso del siglo
diecinueve y comienzos del veinte no tiene igual. De ellos, Máximo Gorki
es mi autor predilecto. Y Chejov, claro.
— ¿ Usted perteneció, en su juventud, a algún grupo literario?
— Había un grupo, sí, que nos llamábamos Asociación de Jóvenes Es­
critores. Había mucha gente del Partido Comunista, ahí, y estábamos obvia­
mente cercanos a los escritores de Boedo... También había muchos autores
que venían del lado anarquista. Eran los más activos porque entonces se
mezclaba mucho la política con la literatura.
¿ Cuándo terminó su prim er libro de cuentos, Bernardo, cómo em­
pezaba a publicar un joven escritor?
Bueno, antes del 40, y bastante antes, el camino era el de siem pre...
Lo:, 'ivenes escritores empezábamos en revistas. Había una que era muy
ank/,d, en la que yo empecé a escribir mucho: Leoplán, se llamaba. Esa
•evista publicaba muchos cuentos del Brasil, tanto que cuando fui a Chile
allá creían que yo era un escritor brasileño. Y a mí eso me honraba. Porque
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fíjate que cuando mis padres vinieron a la Argentina a mí me concibieron
frente a las costas de Brasil. Mi padre trajo una imprenta con la que se ins­
taló en la avenida Callao. En aquel entonces, los inmigrantes podían traer
sus máquinas. Bueno, y mi papá vino con su mujer y sus hijas, y yo fui
concebido en el barco frente a Brasil. De ahí que yo tenga la teoría de que
soy un poco brasileño, y constantemente he viajado por ese país.
— ¿De dónde venían, de Rusia?
— Sí, eran rusos. Pero una sobrina me contó que tenemos muchos pa­
rientes en España, en Zaragoza, donde hay varios Cordon, con C. Lo que
pasa es que en la grafía rusa no existe la C y eso obliga a usar la K.
— Cuando se piensa en su obra, siempre se hace una asociación
inmediata con el cine. ¿D é dónde le vino, eso? ¿Fue muy cinèfilo, usted?
— Sí, yo las cosas siempre las veía como en movimiento, y en escenas.
A mí el cine me encanta, y desde chico iba mucho, casi todos los días. En
mi juventud había un cine famoso, el “Londres Palace” creo que se llama­
ba, en la calle Coronel Díaz cerca de Las H eras... Yo iba mucho, con mis
amigos, y después siempre que se me ocurría escribir algo, lo veía como
en una película. Y también iba mucho a los cines del centro, porque yo
nací y viví siempre por aquí; mi papá tenía su imprenta aquí a la vuelta,
sobre Callao. Así que para mí cine y literatura siempre estuvieron bastante
juntos... Por otra parte, hace muchos años yo también dirigí una revista,
“Capricornio”, donde publicaba algunos cuentos... Y una vez Leopoldo
Torre Nilson me hizo llegar algunos que él escribía. Era muy buen cuen­
tista. Y cuando me dijo que quería ser escritor, yo le dije que yo quería ser
director de cine.
— ¿De veras le hubiera gustado? ¿Qué hubiese querido film ar? ¿Al­
gún cuento suyo?
— Sí, sin duda Alias Gardelito. Me hubiera gustado mucho filmarlo yo.
— Pero usted debe haber quedado conforme con la versión que se
film ó...
— No, no me satisfizo del todo... Es muy raro encontrar un escritor
contento con la filmación de su obra. Muy raro... Y es que hay una cosa:
el escritor maneja sus personajes en abstracto, los imagina; en cambio el
que dirige una película no los imagina, los ve. Son concretos.
— Tengo entendido que “Los ojos de Celina " usted lo escribió después
de leer una noticia en los diarios. ¿Siempre se basó, para sus cuentos, en
episodios de la llamada “vida real”?
— Casi siempre. Los ojos de Celina, en efecto, fue un hecho que salió
en La Razón y que me impresionó muchísimo: una mujer había sido con­
denada por haber envenenado a su nuera. Lo que hice fue probar la narra­
ción en primera persona: el que habla es el joven que dejó matar a la
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mujer por esa gran adoración, incontrolable, que tiene hacia la m adre... En
el prólogo de un libro mío, Adiós pampa mía, empiezo con una cita de Neruda que dice: “Hablo de las cosas verdaderas; Dios me libre de inventar
cosas”. Pero también en algún momento cito a Boris Vian cuando dijo: “Es­
toy seguro de lo que digo, porque lo he inventado desde el principio hasta
el fin”. De todos modos, como dijo vez pasada Juan Goytisolo, lo que
transmite algo, en la ficción, es el gusto. Quizá por eso es más importante
releer que leer... Porque es cuando uno realmente le encuentra el gusto a
lo narrado. Yo estoy completamente de acuerdo con eso.
— ¿ Y qué es el gusto para usted ? ¿Se refiere al sabor popular de sus
propios cuentos, por ejemplo?
—Claro. A mí hay una cosa que me sorprende mucho, y son los cuen­
tos míos llevados a otros idiomas. Tengo acá mis cuentos traducidos al
chino, ¿no? Y cuando yo veo un cuento de ambiente porteño escrito en
caracteres incomprensibles, me causa impresión pero a la vez aprendo a
cotizarlo más, porque quiere decir que ese cuento es algo universal. Ahora
en Israel están traduciendo una antología de mis cuentos en hebreo y yo
vuelvo a im presionarm e...
— ¿Se siente reconocido?
—Nunca se puede saber, eso. De por sí, escribir es un ejercicio dudoso
porque es un ejercicio solitario. Así que la repercusión que uno tiene en el
otro, en otros países y en otras culturas, lo único que puede producir en
uno es una fuerte impresión.
— ¿Ha podido vivir de la literatura?
— No, ni nunca traté de hacerlo...
— Y la literatura, ¿qué fu e entonces para usted?
— Una pasión, una pasión... medio secundaria. No fue mi medio de
vida, pero tampoco fue una dedicación de tiempo completo. Nunca aspiré
a dedicar mi vida a la literatura. Tuve largos períodos de inactividad, en
los que no había creación... Pero después reaparecía la pasión...
¿Y no lo angustiaban esos períodos en los que no escribía?
Ah, sí, sentía mucha intranquilidad... Y es que uno escribe porque
de otra forma no se puede expresar.
A l principio de la charla, le pregunté si le gustaban sus cuentos.
Ahora, si tuviera que elegir uno ¿cuál sería?
Es muy difícil responder eso...
Supongamos que viene alguien y tenemos que decirle que lea un
<-uento de Kordon, ¿cuál le decimos?
Bueno, dependerá de cómo sea el tipo... Si fuera un chico de Bue­
nos Aires le recomendaría Alias Gardelito. Y si fuera de Salta, por ejem­
plo, le diría que lea Fuimos a la ciudad.
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— ¿ Y si tuviera que recomendarle un cuento de un escritor argentino
contemporáneo ?
— A h... le diría que lea a Roberto Arlt. Y que empiece por El juguete
rabioso, que no sé si sabés que fue un título puesto por Ricardo Güiraldes... Se iba a llamar La vida puerca pero Güiraldes le sugirió el cam­
bio... Y aunque no sea argentino, yo le recomendaría leer también todo
Juan Rulfo.
— No se puede ni siquiera ser lector, ni mucho menos pretender es­
cribir, si no se conoce bien la obra de Rulfo, ¿no? ¿Es el más grande, para
usted?
— Sin duda.
— ¿Y con otros contemporáneos como Borges, Cortázar, Mujica Lainez, qué relación tuvo?
— No, n o... Muy poca. Tuve bastante distancia con ellos y no me
interesaron demasiado.
— ¿Alguien le enseñó literatura, a usted le enseñaron a escribir cuentos?
— No. Enseñar no. Pero cuando escribí mi primer libro, lo llevé a varios
escritores y me criticaron y ayudaron mucho. Uno fue Alvaro Yunque, que
era El Maestro. Y otro que también consideré como maestro porque me
gustaban mucho sus cuentos, fue Elias Castelnuovo. Incluso yo estuve en­
tre los jóvenes que en una oportunidad lo propusimos para que le dieran el
Premio Nobel.
— ¿ Y qué le criticaron, qué le enseñaron?
— Castelnuovo un día me llamó por teléfono y nos encontramos para
hablar de mis cuentos. Me dijo que tenía una crítica para hacerme: un es­
critor tiene que ser como un arquitecto y un ingeniero a la vez, dijo; su obra
tiene que cumplir una función estética y sensible muy especial. Y no encon­
traba eso en mis cuentos.
— ¿ Y usted qué le dijo?
— No le dije nada, sólo escuchaba.
— ¿ Y qué le diría usted a un escritor que ahora se le acercara?
— Que la realidad es una cosa muy importante. Primero hay que cono­
cer lo que se va a escribir. Conocer por vida o por lectura, pero conocer.
Y después esa realidad tiene que evolucionar por la imaginación. No hay
recetas para escribir, como vos bien sabés.
— Pero algunos creen que las hay...
— Sí, en muchos talleres literarios, ¿no? Me acuerdo que una vez, hace
años, vino a verme Jorge Asís, de parte de un Doctor Carcavallo. Porque
había un instituto que dirigía Carcavallo en el que se d a b a espacio a es­
critores para que pudieran escribir, se les enseñaba a escribir. Y bueno,
vino El Turco con su libro de poemas, que se llamaba Señorita Vida.
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Como eran poemas, yo le dije que probara de escribir en prosa porque
siempre es bueno que el poeta escriba en prosa. Un poeta de verdad va a
decir mucho mejor lo que quiere decir en prosa que con los versos. Está
menos atado...
— ¿ Y qué pasó con Asís?
— Bueno, yo leí sus poemas y después nos pusimos a charlar y yo le
pregunté qué hacés vos, decime qué hacés, a qué te dedicás. Y él me contó
que trabajaba de corredor de fotografías recorriendo Wilde, Villa Domi­
nico, Quilmes, y que andaba en micros todo el día: le daban fotos viejas y
él las llevaba a un laboratorio donde las ampliaban y mejoraban: a las fotitos de carnet les ponían cuellos, corbatas, moños, les daban cierta catego­
ría y las enm arcaban... Te imaginás lo que yo le dije: andá a escribir todo
ese mundo y dejate de poesía... Y así él me dedicó su primer cuento. Lo
cual además fue muy valioso porque en esa época él era comunista y yo ya
estaba peleado con el Partido, por unas cosas que escribí sobre China y
que nunca me perdonaron.
— ¿ Y a h o ra sigue escribiendo, Bernardo?
— Sí, estoy haciendo algo... Vienen a ser, más o menos, mis memo­
rias... Son como apuntes en forma de narraciones continuas... Hablo de
mi padre que era socialista, librepensador, tanto que mi hermano menor
se llamaba Jean Jaurés Kordon. (Se ríe). De veras, ése es su nom bre... Mi
abuelo llegó a Buenos Aires como cantor de templo. Son cosas así...:
recuerdos, fragmentos, episodios que voy recuperando... Es importante,
cuando uno se pone a escribir algo, que las primeras palabras van mar­
cando el sendero de la frase y de las metáforas y de lo que viene después...
— ¿Cómo trabaja, a mano o a máquina?
— A mano, a mano, yo m anuscrito... A Blaise Cendrars, que es un
poeta al que yo admiro muchísimo, le faltaba un brazo, el derecho... Uno
de sus mejores poemas fue a su máquina de escribir. Lo que se escribe a
máquina sale demasiado preciso, demasiado claro, dice ahí. A sí que, yo,
mejor manuscrito.
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El cuento
es un anzuelo
con línea
ser una mujer imponente, una señora a la que temer,
una dama digna y acaso altanera. Para quien no la conoce, re­
sulta llamativa con sus pantalones largos y anchos, sus casacas
amplias, la cara alargada de mirada siempre aguda y con los
anteojos colgándole sobre el pecho. Más bien flaca, campechana
en el trato, confianzuda y — se dice— excelente amiga de sus
amigos y magnífica anfitriona en su casa de Rosario, donde son casi p
verbiales su jardín y su amor a los gatos, Angélica Gorodischer parece
sentirse absolutamente segura de su lugar en el mundo y en el mundo de
las letras argentinas.
Aunque nació en Buenos Aires “por casualidad — dice— porque mi
viejo tenía aquí un trabajo”, reside en Rosario desde niña y se considera
orgullosamente rosarina. Otro de sus orgullos es ser del signo Leo “y con
ascendente Leo, por lo cual soy doble Leo y como también soy doble
Dragón — se ríe— mis amigas dicen que soy totalmente insoportable”.
A los 62 años es una de las más inquietantes escritoras de este país, y
muchos la consideran entre las máximas figuras de la literatura fantásti­
ca argentina. Original, productiva, tenaz, ha venido escribiendo una obra
consistente y apreciada — no sólo en la Argentina sino también en otros
países— en la que también se reconocen claramente lo erótico, el punto de
vista femenino y un constante sentido del humor. Empezó a escribir — “un
poco tardíamente”, dice— después de sus 30 años. En 1964 ganó un con­
curso de cuentos policiales organizado por la desaparecida revista Vea y
Lea, al que luego sumó otros premios (Más Allá, Poblet, Gilgamesh, Club
del Orden).
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Viajera y mundana, ha pronunciado conferencias en Europa y Norte­
américa, y cuentos suyos figuran en varias antologías. Orientó su obra ex­
clusivamente hacia la narrativa, y es uno de los pocos escritores que en
este país han dedicado casi la totalidad de su obra al cuento, si bien es
autora también de un par de novelas.
Goza de un consistente reconocimiento en el mundo de las letras, merced
a una obra sólida que se compone de los siguientes libros de cuentos: Cuen­
tos con soldados (Premio Club del Orden, Rosario, 1965); Las pelucas (Sud­
americana, 1968); Bajo las jubeas en flo r (Ediciones de la Flor, 1973); Casta
luna electrónica (Andrómeda, 1977); Trafalgar (Orbis, 1979); Mala noche y
parir hembra (Alcor, 1983). También publicó las novelas: Opus dos (1967)
y Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara (Premio Emecé, 1985).
Esta entrevista se llevó a cabo en un departamento de Coghlan, una gé­
lida tarde de julio de 1990 a la hora del crepúsculo. Tomó té con edulcoran­
te, comió una medialuna, despreció unos maravillosos brownies caseros,
y se abrió a la conversación con una espontaneidad, una carencia de pre­
venciones y una gracia poco frecuentes en los escritores entrevistados. En
los escritores, digamos. Lo que sigue son los párrafos más salientes de la
charla:
GIARDINELLI: ¿Gorodischer es apellido de casada?
GORODISCHER: Sí, mi marido se llama Sujer Gorodischer y yo lo
adopté porque me gusta, me parece más sonoro que el mío: Arcal. Claro
que algunas compañeras y amigas femenistas me cuestionan que use el
apellido de mi marido; pero yo respondo que lo uso porque tengo libertad
de elegir, y si tengo que optar entre dos apellidos de hombres — porque
todos los apellidos son de hombres; no los hay de mujeres— elijo el de mi
marido y no el de mi papá.
— ¿El de tu papá también es judío?
— No, español, aragonés. El mío es un matrimonio mixto. Bueno, to­
dos los matrimonios son mixtos. Yo soy una infame goy.
— ¿Por qué hay tanta judeidad en tus textos?
— Bueno, porque algo aprendí con Sujer. Yo digo que lo judío es algo
que se me contagió. Como una gripe, digamos. Vengo de una familia ultracatólica y aristocratizante. Mi madre era Yunqué Garay, descendiente de
ese señor no muy recomendable: Don Juan de. Mi tía abuela era Doña
Paula Garay de la Saga, que fue una de las mujeres más malas, y que era
el terror de la iglesia católica. Era tan católica que los curas le huían. Tuvo
durante 70 años un pleito contra la Nación y la Provincia por el cual
reclamaba las tierras que decía haber heredado de Don Juan de Garay. De
haberlo ganado yo sería dueña de media provincia de Santa Fe.
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— ¿ Y p o r qué teniendo tan lindas historias familiares, casi no aparece
tu fam ilia —y aparentemente no hay nada autobiográfico— en tus cuen­
tos?
— Sí, es notable... Sólo ahora han empezado a aparecer recuerdos de
aquella enorme familia que se fue achicando hasta que quedé sola, casada
con este señor que no tiene nada que ver con el círculo en que se movió
mi familia, y de donde salieron tres hijos y dos nietos divinos. A veces
tengo la soberbia y el orgullo de pensar que he inaugurado otra cosa...
— Tu caso es diferente del de tantos autores en los que es relativamente
fá c il reconocer que se han pasado escribiendo su autobiografía, ¿no?
— Sí, en m í no hay nada de eso. Al contrario. Yo no puedo contar ni
novelar las cosas que tengo demasiado cerca.
— O sea que podríamos decir que la tuya es pura literatura. ¿ Te sale
a sí p o r vocación o p o r pudor?
— No lo sé. Pero me doy cuenta de que sólo ahora, en la novela que
acabo de terminar, empezaron a aparecer recuerdos de mi familia. Pero por­
que ya esa familia se va alejando. No queda más que una tía de 90 años...
— ¿No apelar a recuerdos propios, a tu historia personal — ese lugar
común literario en el que caemos casi todos— fu e una propuesta que hi­
ciste al empezar a escribir?
— No, jam ás me lo plantée. Me di cuenta después, como me suele ocu­
rrir con lo que escribo. No me planteo nada, y sólo puedo reflexionar una
vez que todo está contado, en estado de inocencia como decía Borges. Me
di cuenta hace muy poco de que no hacía referencia a nada de mi vida. Ni
mi infancia, ni trastornos de juventud, ni amores, ni nada. Contaba sólo
aquello que estaba lejos de mí, aquello que había que inventarlo todo.
Jamás me documenté para escribir un cuento o una novela. Si un día es­
cribiera un cuento que sucediera en la Roma de Augusto — Dios libre y
guarde— , no iría a averiguar qué tipo de calzado usaban los romanos ni
qué comían. Inventaría lo que se me antojara.
— Esto que decís me remite a esa constante de tu obra: el humor. A pa­
rece aun en los momentos más serios, o truculentos. ¿Te divertís escri­
biendo?
— Soy absolutamente feliz cuando escribo. A mí ese asunto de la página
en blanco no me produce miedo alguno. Sé que la voy a llenar con palabras.
Por eso me fascinan los cuadernos, por la cantidad de páginas blancas que
tienen.
— ¿Escribís a mano, en cuadernos?
— Sí, y con lápiz muy blando; y no tacho, borro, porque soy una obse­
siva. Y después hago cuatro versiones de lo mismo y sólo entonces paso a
máquina.
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— ¿Por qué cuatro? ¿Es una cabala?
— No, es que he descubierto que con cuatro la cosa anda bien. La pri­
mera versión es un engendro espantoso, pero que ya dice lo que va a pasar.
La segunda está mucho más pulida. La tercera está ya bastante bonita, y la
cuarta va a máquina.
— Volviendo al humor, en tus cuentos se advierte no sólo lo festivo sino
como un bordear constantemente la frivolidad y la superficialidad. ¿ Cuál
es el recurso para no pasar la línea divisoria?
— Ah, no sé, supongo que el oficio...
— Pero en tus primeros cuentos eso ya estaba, y no tenías oficio.
— Sí, es cierto. Bueno, supongo que ya estaba buscando algo. El humor
para m í es como la respiración. Me es necesario. Es como si yo irrumpiera
en la habitación donde está leyendo el lector y le dijera “mirá viejo, no te
la creas del todo, no es tan tremendo”.
— ¿De dónde sale esa vocación humorística? ¿Te considerás una mu­
je r feliz, alegre, satisfecha?
— No puedo decir que soy feliz. Nadie es feliz. Pero valoro mucho mis
momentos de felicidad. Y lo que sí tengo es vocación de felicidad. Aunque
tengo mis depresiones de novela, en las que todo carece de sentido y me
tiro de los pelos. Pero tengo vocación; quiero estar contenta. Griselda Gambaro dice que soy una frivolona. Lo dice en broma, pero algo de cierto ha­
brá. Quizá lo que sucede es que me crié en un ambiente frívolo. Pero como
lo repudié, ahora le hago como una entradita y nada más. Me asomo, pero
no me atrapa.
— Otra cosa que llama la atención, desde tus primeros “Cuentos con
soldados ”, es el afecto p o r los títulos largos, juguetones. ¿De dónde viene
eso?
— Creo que de que soy una lectora omnívora desde los cinco años. Es un
recurso de las viejas novelas de aventuras, que se titulaban “De cómo
Fulano de Tal y Menganito encontraron su camino en medio del bosque y lo
que allí les esperaba”. Mis títulos son como un homenaje a esas lecturas. Y
quizá al mismo tiempo son una tomada de pelo: al texto, a mí misma, al lec­
tor. Pero dejame decir que yo a un cuento no le pongo título; los cuentos ya
vienen con título, ya tienen su título. Lo que yo debo hacer es encontrarlo.
— ¿ Y có m o lo encontrás?
— Bueno, sucede que no puedo escribir sin título. O va primero o viene
con los primeros párrafos. Aparece enseguida.
— Quizá debí empezar esta entrevista como generalmente las empiezo;
preguntando qué es el cuento para vos...
— El cuento es un momento, es atrapar un momento. Generalmente un
momento de vida muy decisivo, crítico. Truculento, a veces.
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— ¿ P orqué tu vocación por el cuento? ¿Por qué sos más cuentista que
novelista ?
— Eso viene de muy lejos. Mi mamá me contaba cuentos. Ella era una
persona muy encantadora, culta, graciosa, que escribía unos poemas que a
mí nunca me gustaron. Publicó libros, incluso. Tenía una gran imaginación e
inventaba unos cuentos fabulosos, en los que yo intervenía y a los que me
dejaba modificar libremente, porque los íbamos inventando sobre la marcha.
— Dijiste que leías mucho, de chica. ¿Qué leías?
— Bueno, aparte de que mamá siguió contándome cuentos durante años,
a m í me fascinaban las historietas. El Tony, P if Paf, Billiken, me las leía
todas. Hoy puedo decir que el ritmo de la narración lo aprendí en las histo­
rietas. Todavía hoy las leo de vez en cuando. Y cuando mis hijos eran chicos
nos peléabamos por las revistas.
— ¿ Y qué literatura te influenció para orientarte hacia el cuento?
— A mí me influenció todo lo que leí. No hubo texto que no me dejara
huella. Pero creo que me dediqué al cuento por otras razones: porque soy
muy impaciente y muy ansiosa. Quiero tener siempre el bocado listo y mor­
derlo. Entonces el cuento me resultaba un ámbito natural. Aun ahora, que
acabo de trabajar un par de novelas, no abandono el cuento. Porque la no­
vela es como una enfermedad; a m í me enferma la novela.
— El cuento también es una enfermedad, Angélica...
— Sí, pero la novela es una enfermedad crónica y pesada. Llega un
momento en que vos necesitás sacudirte todo eso que te abruma.
— Bueno, el cuento también puede ser una enfermedad crónica y p e­
sada...
— ¡Bueno, no me contradigas! (se ríe a carcajadas)... Lo que quiero de­
cir es que la novela es más duradera; en cambio el cuento me permite salir
rápidamente de la enfermedad. Largar todo lo que quiero y de una vez. Ade­
más, tener varios cuentos listos es como estar haciendo algo con las manos.
— ¿Trabajás varios cuentos a la vez?
— M m m ..., n o ... Puede que un cuento me lleve a otro, pero los traba­
jo de a uno; termino uno y empiezo otro. Claro que puedo planificar los
que seguirán y puede que uno me lleve a imaginar otro, porque la estruc­
tura se potencia.
— ¿Sos cuentista o novelista?
— No sé lo que soy... Creo que soy narradora. Soy una persona que
cuenta.
— ¿Cuáles son tus cuentos predilectos de la literatura universal?
— Los de Hans Christian Andersen. Y los de Italo Calvino. Y claro: los
de Chesterson y toda la cuentística inglesa. Conan-Doyle me volvió loca,
en la adolescencia.
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— La literatura fantástica es la línea más marcada de tus cuentos.
Algunos críticos han dicho que sos una autora de ciencia-ficción, aunque
yo no te veo en esa línea. Te veo lejos de Asimov, de Bradbury, de Highsmith...
— Sí, es cierto, yo no me siento para nada identificada con esos auto­
res, ni con Ballard, ni Sturgeon. Creo que estoy más cerca de Philip Dick.
El hombre del castillo fue un libro que a mí me influyó muchísimo. Y tam­
bién Lafferty, y Úrsula Le Guin. Yo descubrí la ciencia ficción ya de gran­
de, ¿sabés? Y la descubrí con Arthur Clarke, en El fin de la infancia, que
me deslumbró y me hizo decirme “pero si esto es lo que yo quiero es­
cribir”. Y por supuesto, también el primer Bradbury, el de las Crónicas
marcianas. El hombre ilustrado y terminá de contar; el resto no me intere­
sa, me parece de una blandura insoportable. Creo que ésa fue la gente que
más me influenció, aunque si voy más atrás todavía encuentro a Haggard,
por ejemplo, y mucha de la vieja literatura fantástica: no tanto Verne como
Wells, ¿no? Wells estaba mucho más loco que Verne, y a m í la locura es
algo que me atrae muchísimo.
— Supongo que de ahí viene la afición p or la paradoja, que encuentro
en algunos cuentos de tus “Jubeas”, p or ejemplo, y en todo “Trafalgar".
— Sí, claro. Y eso viene de Chesterton, uno de mis grandes amores.
— ¿No te parece que la paradoja es una de las posibilidades del
humor?
— Claro, y los maestros son los ingleses. Agreguemos a Huxley, que
fue también un cuentista admirable. Tiene un humor bastante sutil, escon­
dido.
— ¿Podríamos decir que para vos lo fantástico viene más po r el lado
de lo paradójico que p or el de lo inverosímil?
— Exactamente. La paradoja es convertir, ¿no? Tironear la verdad.
Yo digo la verdad, pero no es toda la verdad. Una amiga dice que cuan­
do yo cuento una cosa, eso es cierto pero no es cierto.
— Casi todos los cuentos, en tus siete libros, son largos y muchos tie­
nen estructura de relato decimonónico, casi de nouvelle. ¿A qué se debe
que considerándote ansiosa e impaciente no hayas practicado el cuento
breve?
— Es que me fascina la literatura decimonónica, eso de ir contando
amorosamente lo que sucede. Uno va descubriendo de a poquito. Me gusta
dar un detallecito en un renglón número tres, y no te doy otro hasta el
número 17, y quizá en el 43 ya no te hablo más de eso. Esa es una técni­
ca, digamos, que a m í me fascina y que los novelistas del diecinueve ma­
nejaban maravillosamente.
— ¿Leías, de chica, las novelas p or entrega, los folletines?
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No, nunca. Y tampoco escuchaba radioteatros, porque mi mamá no
Pero sí leí muchos policiales. Todos los ingleses, toda la colec­
“El Séptimo Círculo”, hasta que descubrí la novela negra y también
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la devoré.
.E sa vocación p or el cuento largo, y tu actual trabajo en la novela,
se debe a alguna dificultad de contener los textos?
No, simplemente me gusta el cuento largo. El que parece que se va
hacia la novela pero se queda en cuento. Rara vez me sale uno breve, co­
mo La perfecta casada. El otro día escribí uno cortito, de seis o siete pági­
nas. Bueno, digo cortito porque en general mis cuentos tienen de 25 a 40
páginas. Pero no es por dificultad de contención, sino por dejarme llevar.
Cada cuento me va diciendo hasta dónde llegará.
— Me parece que vos te vas enamorando del texto a medida que trans­
curre.
— Sí, claro, siempre hay una relación erótica muy fuerte con el texto.
— Hablemos de “La perfecta casada ” que es el cuento que vamos a
publicar. Sé que a Griselda Gambaro le parece una joya. ¿De qué año es
y cómo surgió?
— Debe ser del año 79, o del 80, por ah í... Y nació de mi interés por las
puertas. El objeto puerta siempre me interesó mucho. ¿Cómo sé yo que esa
puerta que está ahí da al pasillo? Vos podés explicarme que todos los días
salís y da al pasillo, pero eso a m í no me significa nada, no me dice nada.
Puede ser que en ese momento dé a otra co sa ... Además, también me in­
teresa mucho la doble vida, me fascinan esas mujeres que parecen tan sim­
ples y en cuyas vidas no pasa nada, pero de repente si levantás apenas un
velo, debajo hay una cosa terrible. Puede ser sólo una potencia, y pue­
de que nada de esa cosa terrible se traduzca en actos, pero ahí está, deba­
jo de esa mujer que plancha y va al supermercado. Detrás de toda vida
gris, hay un momento trágico, un momento culminante que puede apri­
sionarse en un cuento... Y además la perfecta casada soy yo. Porque plan­
cho camisas, y voy al supermercado, y hago varénikes, y tengo esa vida
secreta que por suerte no se traduce en degollar gentes sino en una ideo­
logía que me hace actuar en ciertas cosas, y que se traduce en textos.
— ¿Hay una propuesta fem inista en ese cuento?
— No, yo no entro a la narrativa por la puerta de la ideología, sino por
•a puerta de la narrativa. Yo quiero contar. La ideología es algo que se no­
ta en cualquiera. Como decía Barthes: con el adjetivo entra la ideología. Y
a los dos minutos vos te das cuenta de lo que pienso. Yo sólo quería con­
tar la vida de una mujer que plancha y busca recetas de una torta de naran­
jas, pero a la vez vive en muchos tiempos y puede ejercer su violencia
sacando una espada y matando a un tipo.
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— Los comienzos de tus cuentos son notables por el impacto que tienen
en los primeros párrafos. Si uno toma “Mala noche y parir hembra ", por
ejemplo, y hace una lectura de todos los primeros párrafos, se observa una
gran certeza de la fuerza del gancho en el cuento. ¿Sos consciente de eso?
— Sí, a veces los busco, aunque a veces se presentan solos. Depende de
cómo nace el cuento, que siempre nace de cualquier cosa: algo que leí, un
encuentro, un olor, un color, tantas cosas... Y cuando el cuento surge, surge
ya con su primera frase. El último cuento que escribí nació de esta primera
frase: “Fue a buscar a su vecina para contarle lo que había pasado”. A par­
tir de allí, me senté y escribí el cuento sin saber todo lo que venía después....
Y también me ocurrió con otro cuento el año pasado, que empezaba: “Usted
sabe — dijo Lipman”. Yo no sabía quién era Lipman, a quién se lo decía, ni
qué pasaba... Así que me senté y lo averigüé. Es decir: escribí el cuento.
— Pero no siempre sucede lo mismo. La cosa no es tan mágica.
— No, claro, a veces los cuentos surgen de simples imágenes. Los cuen­
tos de Trafalgar nacieron de mis chicos escuchando a los Bee Gees en casa,
con la música a todo volumen. La casa vibraba y yo pensaba qué linda
música; lástima que la pongan tan fuerte. De pronto les pregunté qué era
eso, y me gritaron Trafalgar, de los Bee Gees. Y dijeron “Trafalgar” y yo
vi al personaje. Vi entrar a Trafalgar Medrano, y lo vi en el café, y lo vi
sacar el pucho. Lo vi todo, fue asombroso. Y supe lo que hacía, de dónde
venía, adonde iba, cuál era su relación conmigo, con mis amigos, con
G oro... Fue algo milagroso. Ingmar Bergman dijo una vez que Gritos y su­
surros le había surgido de una imagen: tres mujeres vestidas de blanco, en
una habitación tapizada de rojo... ¡Claro! A m í me sucede eso: tengo una
imagen y todo lo que pasa es que la imagen se va llenando de palabras.
— ¿Corregís mucho?
— Sí, bastante. Sobre todo cuando hago la segunda versión. Y reduzco
mucho, porque siempre a la primera versión la escupo, me sale como
catarata. Entonces tengo que reducir, cortar, podar... Sobre todo las pa­
labras bonitas, ¿viste? esas que uno quiere convencerse de que quedan lin­
das. Bueno, a ésas hay que sacarlas de cuajo (se ríe). A sí que saco mucho,
reduzco oraciones, fundo párrafos, elimino frases en los diálogos...
También leo en voz alta, para ver cómo va el ritm o...
— ¿Das a leer tus cuentos a alguien?
— No, no, es difícil que lea algo a alguien. Pero lo que sí me encanta
es hablar de lo que estoy escribiendo. Dicen que no hay que hacerlo, pero
a mí me encanta. Agarro a mis amigas y les cuento todo. Y eso me ayuda.
— Siendo feminista, ¿por qué hay tantos personajes masculinos en tus
cuentos? De hecho tu prim er libro fu e sobre algo tan masculino como los
soldados.
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— Porque cuando empecé a escribir me parecía que la vida de los hom­
bres era más interesante que la de las mujeres. En esa época estaba con­
vencida de eso, hasta que empezaron a aparecer personajes mujeres. Sobre
todo en Las pelucas, y además esas mujeres estaban locas, cosa que me
llamó mucho la atención. Después me fui dando cuenta de que había algo
que me atraía muchísimo y era que podía haber otra vida, a la que quizá
se debía entrar por el lado de la locura.
— ¿La locura como transgresión?
— Claro. O era que quizá todas las mujeres estábamos locas; algunas
porque sabemos y otras porque no saben. Pero a todas nos pasa algo, y
somos un género muy conflictivo.
— ¿Pero eso daría lugar a la concepción machista de que las minas
están todas locas?
— No, no, están todas locas porque algo les pasa, algo terrible, y mu­
chas veces la única salida para eso es la locura; o es la religión, o es el arte,
o es algo de extremo, de margen, siempre, no de centro de poder. Lo que
pasa es que esto se conecta muy estrechamente con mi ideología, y con mi
actuación. Yo considero que he sido feminista toda mi vida, sólo que antes
no lo sabía. Cuando era chiquita y les decía a mis primos que era mejor
ser nena que varón, ya estaba haciendo feminismo y entrando a una reva­
lorización de mi género. Sólo después vino el andamiaje ideológico, y
pude mirar también mis textos de otra manera. Y la cosa cambió, porque
pude incluso descubrir que la vida de las mujeres es tan interesante como
la de los hombres. O acaso más, y no lo digo por prejuicio machista al
revés sino por la sencilla razón de que hemos estado calladas durante
catorce mil años. De repente se descubre una voz, y entonces hay que
rehacerla.
— ¿Hubo escritoras que te signaron, o acompañaron en ese camino, o
que te lo enseñaron?
— Sí, sin duda: Virginia Woolf, Katherine Mansfield y Ursula Le Guin.
— Ya hablamos de los inicios de tus cuentos, que son muy efectistas, con­
tundentes, hemingwayanos. Pero si miramos tus finales pasa todo lo con­
trario. Siempre son abiertos, difusos, más bien cortazarianos. ¿Por qué?
— Muy astuto de su parte, joven... (se ríe). Me encanta escuchar esto,
porque es verdad. Yo empiezo sujetándome al texto, y acaso también quie­
ro sujetar al lector. Pero es que yo quiero escribir un cuento como Leonar­
do pinta un cuadro. Espectadora de una obra de Leonardo, puedo meterme
adentro, hay lugar para m í... Y bueno, yo quiero que mi lector también
tenga lugar en mi cuento. No quiero contarle todo y terminar diciéndole
que entonces pasó tal cosa. No sé si pasó tal co sa... Si pudiera siempre de­
jar todo en la sombra, en una forma ambigua, me encantaría.
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— ¿Has estudiado técnicas cuentísticas?
— No, yo de teoría, poco. No sirvo para eso.
— ¿ Y si tuvieras que dar un consejo a alguien que em pieza a escribir?
— B ueno.... (piensa un largo rato). Le diría tres cosas: primero: que en
un cuento tiene que suceder algo; que hay que contar; q u e nunca hay que
explicar, que si quiere decir que un tipo es un borracho consuetudinario no
tiene que decir que es un borracho consuetudinario, sino mostrarlo en el
momento en que se llena de alcohol y se cae de la mesa. E n segundo lugar,
le diría que deje hablar a sus personajes, que los deje actu a r y se ponga
como al acecho y vea qué hace ese tipo una vez que v uelve en sí de la bo­
rrachera; si vomita, si se levanta agarrándose de la mesa, s i va y le pega a
su mujer, si se suicida. Pero que haga algo. Y también le diría que tenga
cuidado con las palabras que usa, y que use las más vulgares que encuen­
tre. Hay que usar las palabras adecuadas, no las correctas.
— ¿Tuviste o tenés un taller literario?
— No, nunca. Ni tampoco asistí. Pero no es que tenga nada en contra
de los talleres, ¿eh? Conozco sólo dos, en Rosario, que so n muy serios y
en los cuales se enseña, en primer lugar, a leer.
— ¿Cambia uno con los años, Angélica; cambia la escritura?
— Aaaah, ése es un tem a... Yo no sé qué es lo que pasa, pero creo que
sí, que se cambia mucho. Siempre se cambia, en todo. Lo único estable es
el cambio, ¿no? Pero no sé hasta qué p u n to ... Lo que sí v e o es que de li­
bro a libro yo soy otra cosa.
— ¿Con los cuentos y también con las novelas?
— Sí, en cierto modo s í... La novela es una red; y el cuento es un an­
zuelo con línea. Pero siempre se pesca algo.
— ¿ Cómo se ve la narrativa argentina actual desde Rosario; desde una
mujer de 62 años que tiene una trayectoria como la tuya ? ¿ Cambió la lite­
ratura en los últimos 15 ó 20 años?
— Me costana mucho definir todo eso. Pero que cambiamos, cambiamos
muchísimo. A la Argentina le han pasado muchas cosas, y no le han pasado
de balde. Y creo que si algo refleja todo lo que nos pasó, es la literatura.
— Si tuvieras que decirle a un extranjero cómo es la literatura argenti­
na actual, ¿qué le dirías?
— Ah, le diría lo mismo que digo siempre que viajo fuera del país: que
en la Argentina lo más interesante que está pasando es la literatura de las
mujeres. Y lo creo de veras. Es notable cómo las mujeres han empezado a
escribir y a hablar. No sólo en la literatura sino en muchas otras activi­
dades. A hí tenés a las Madres de Plaza de Mayo, a las Abuelas. Son
mujeres que también empezaron a hablar. Hablar y escribir para m í son
sinónimos, en este caso. Expresarse, decir las cosas.
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— H acer verdadero uso de la palabra, ¿no?
Claro, porque la palabra estuvo siempre vedada para las mujeres:
parlera, se quedará soltera”; “Ay, cómo hablan las mujeres, qué
“La mujer tiene que ser discreta y callada” ; “No hables tanto,
m i j i ta . ..”. No estoy juzgando valores, ni si es bueno o malo lo que dicen
o e s c r i b e n , pero el hecho real es que la saga de la mitad del mundo está
t o d a v í a por contarse. Ustedes en Puro Cuento ya lo saben, porque se
d i e r o n cuenta.
— ¿ Y de lo que escriben los varones?
— (Piensa un rato) ¿Puedo decir una cosa horrible?
— Te lo pido.
— Cada día me interesa m enos... ¿Y es que sabés lo que me pasa con
los varones? Que en la página cinco ya sé todo lo que me van a decir y
cómo me lo van a decir... Te juro que hago un esfuerzo. Me digo; no, no
puede ser, deben ser mis prejuicios; y me impongo leerlos. Autores que
me volvieron loca, que escriben tan bien, que me enseñaron tanto... y no
encuentro nada nuevo. Y eso que escriben bien, sí, son lindos libros. Pero
en la página quince se me cae de las manos y le digo: si, ya sé lo que me
vas a decir, m uchacho... (hace un largo silencio, casi triste).
“ M u je r
b a r b a r id a d ” ;
— Mirá, yo creo que si se abrieran... Por qué no harán lo que les pedía
Virginia Wolf cuando se preguntaba por qué no apelan a su parte femeni­
na, por qué no apelan a esa parte que tienen tan clausurada... Les vendría
tan bien lo nuestro. ¡Tan bien...!
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Jo sé A g u s t ín
El cuento mexicano contemporáneo
de que existen muestras muy notables en el siglo dieci­
nueve y en las primeras décadas del veinte, especialmente de
Julio Torri y Efrén Hernández, el cuento en México entra en la
madurez a mitad de siglo con la aparición de José Revueltas,
Juan José Arreóla, Juan Rulfo y Carlos Fuentes.
pe s a r
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Revueltas (Dios en la tierra, Dormir en tierra, El material de
los sueños) concebía historias excelentes que se ubicaban en la guerra de
los cristeros, en barcos, la cárcel, el subsuelo, hogares de provincia o de
clase media urbana, y las contaba con alta intensidad. Su estilo era profu­
so, de trancos largos, con abundancia de adjetivos, que en su caso se con­
vertían en matices importantes. Oscuro, profundo y poético, de finales
noqueadores, narraba la realidad con exactitud, pero no sólo la apariencia,
sino que tocaba el fondo de los personajes y los trataba sin el menor asomo
de sentimentalismo e incluso sin piedad, de ahí que Emmanuel Carballo
dijera que la literatura de Revueltas era “horrorosamente bella”. Escribió
varias obras maestras del género, como “Dios en la tierra”, “La palabra sa­
grada”, “Dormir en tierra”, “La hermana enemiga”, “Hegel y yo” o “La
sinfonía pastoral”. Con su hondura filosófica y sicológica, un gran huma­
nismo y maestría indudable para narrar en corto, dio una ampliación nece­
sarísima a la narrativa mexicana, y a partir de ahí la pluralidad fue una
realidad.
Arreóla ( Varia invención, Confabularlo, Bestiario, Palíndroma), por su
parte, escribía en el menor espacio posible con un estilo finísimo y exac­
to, pues en verdad en él se lograba la aspiración de la palabra justa. Pero
no todo era pulimiento de la forma, y sus temas (la mujer, el amor, la vida,
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la muerte, Dios y el diablo, el arte y la poesía) se ubicaban en la antigüe­
dad, en el renacimiento, en la ciudad de México o en el sur de Jalisco. A
través de una ironía fina y devastadora, ingenio, alta inteligencia y senti­
do del humor, observaba críticamente la naturaleza humana y fusionó la
inspiración con el rigor. Frecuentemente llegaba a la perfección, como en
muchos textos de Bestiario o en “El guardagujas”, “En verdad os digo”,
“De balística”, “Parturient montes” o “El discípulo”.
Con una prosa sustantival, parca, Juan Rulfo (El llano en llamas) trans­
formaba al habla coloquial en auténtica poesía y a veces desplegaba un
humor negro que compensaba la desolación de sus personajes y la rese­
quedad de sus paisajes, donde la muerte y el misterio era presencias im ­
portantes. En realidad, sus cuentos, casi todos ubicados en el medio rural
de Jalisco, constituyeron la incubación de Pedro Páramo, su obra maestra,
pero escribió relatos excelentes, como “Luvina”, “El hombre”, “Talpa” y
“Macario”, en los que se difuminaban los límites de la realidad. Rulfo cul­
tivó muy bien la leyenda que se le fue construyendo y acabó, como se ha
dicho, siendo el único autor que era más famoso con cada libro que no
escribía.
Menos consistente pero más difundido internacionalmente, Carlos
Fuentes (Los días enmascarados, Cantar de ciegos, Agua quemada), tuvo
mucho éxito al remitirse a los mitos indígenas desde un punto de vista cos­
mopolita y con ojos de extranjero. Observó el comportamiento de un nuevo
tipo de mexicano y del país donde se desarrollaba, y anunció y prototipificó
la llegada de la modernidad en México. Al igual que a Revueltas, los lími­
tes del relato le servían para ceñir la historia, afinar el estilo y tener una
visión más mesurada de la literatura. Su celebridad lo convirtió en un autor
mitificado y sobrevalorado, pero sin duda escribió estupendos relatos co­
mo “Chac Mool” y “M uñeca reina”.
Revueltas, Arreola, Rulfo y Fuentes representaron la base sobre la que
surgió el cuento del fin de milenio mexicano. Con Arreola, el género se
expandió y para abarcarlo se empezó a utilizar el término “texto literario”,
que no por fuerza narraba sino que en espacios brevísimos se disparaba en
diversas direcciones y se convertía en anuncios, manuales, boletines de
prensa, inventos increíbles, monólogos, discursos, epístolas, bestiarios, fá­
bulas, parábolas, prosa poética y otras formas que Arreola llamaba proso­
dia o variaciones sintácticas. De cualquier manera, los términos “cuentos”
o “relatos” se siguieron utilizando ya por costumbre y con el sobreenten­
dido de que no por fuerza se tenía que “contar” y que los límites del géne­
ro eran flexibles, incluso en cuanto a la longitud, pues no quedaban muy
claras las fronteras entre un cuento largo y una novela corta. Arreola, Rulfo,
Revueltas y Fuentes, por otra parte, dieron un gran prestigio al cuento, un
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género cultivado y apreciado en México, aunque de escasas repercusiones
comerciales. En los años sesenta nadie en su sano juicio subestimaba el va­
lor literario y las posibilidades del cuento, pues se era consciente de que
podía ser un vehículo hacia las grandes obras tan efectivo y válido como la
novela, la poesía, el ensayo o el teatro. Se dejó, pues, de pensar que escri­
bir cuentos sólo servía como ejercicio para intentar algo “mayor”, y no es
de extrañar de que a partir de ellos se publicaran muchos libros de cuentos.
Desde los años cuarenta destacó Francisco Tario (La noche, Tapioca
Inn, Una violeta de más) con sus incursiones en la fantasía; y en los cin­
cuenta, Edmundo Valadés (La muerte tiene permiso, Las dualidades f u ­
nestas) con relatos breves que venían a ser una especie de puente entre las
viejas y las nuevas concepciones del género. Además de su eficacia de na­
rrador en corto, Valadés publicó durante décadas, un poco al estilo “sale
cuando aparece”, su legendaria revista El cuento, que dio a conocer a nota­
bles autores extranjeros y por supuesto a los nacionales que iban apare­
ciendo, como Elena Poniatowska (Los cuentos de Lilus Kikus, De noche
vienes), quien presentó un estilo fresco, directo pero malicioso y a la vez
candoroso, en un mundo semifantástico, o el muy joven José Emilio Pa­
checo (La sangre de Medusa, El viento distante, El principio del placer),
que penetró en los misterios de la infancia y la adolescencia con una gran
limpieza y aguda conciencia del país donde sus personajes lidiaban con el
rito de iniciación a la vida adulta; o Eraclio Zepeda (Benzulul, Asalto noc­
turno), mostró una gran capacidad para manejar el lenguaje y las historias
de Chiapas; otro rulfiano sui generis fue Tomás Mojarro (Trizadero), ya en
la siguiente década.
En los años sesenta publicaron buenos cuentos los ya conocidos Emilio
Carballido (La caja vacía) y Sergio Galindo (La máquina vacía), quien
llegó a la maestría en los setenta (Oh hermoso mundo) con relatos extre­
madamente bien construidos sobre los abismos del alma humana, como
“Retrato de Anabella”. También fue memorable la aparición de Elena
Garro (La semana de colores, Andamos huyendo Lola), con el sensacional
cuento “La culpa es de los tlaxcaltecas”, que no falla en las antologías.
Otra gran escritora, Rosario Castellanos (Álbum de fam ilia) también es­
cribió buenos relatos, y Jorge Ibargüengoitia (La ley de Herodes), por su
parte, trajo un gran sentido del humor e ironía feroz con una prosa un tanto
lacónica, una especie de Buster Keaton de la literatura. El cuento que da
título al libro es magnífico. Por otra parte, Iván Moneada Ivar (Los perros
noctivagos), un narrador muy potente, sacudió al medio literario cuando
se suicidó ya que un jurado mexicano, Henrique González Casanova, le
había saboteado el premio Casa de las Américas de Cuba, que a principios
de la década era importante.
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Sin embargo, la cuentística más alentada de la primera mitad de los se­
senta fue la de los jóvenes Juan García Ponce (Imagen primera, La noche,
Los gatos), Juan Vicente Meló (Los muros enemigos, Fin de semana) e
Inés Arredondo (La señal, Río subterráneo, Los espejos), quienes consti­
tuían el sector nietzscheano-conservador del todopoderoso grupo de poder
intelectual capitaneado por Fernando Benítez, Octavio Paz y Carlos Fuen­
tes. El grupo, autodenominado la Mafia, asoló a la cultura mexicana en esa
época y además se fue impune. García Ponce, Meló y Arredondo compar­
tían una literatura cargada de referencias culturales que a través de hechos
cotidianos revelase un sentido oculto. Meló era el que mejor escribía de
ellos, y lo hacía desde un mundo oscuro, pesimista y literario que reempla­
zaba la vida exterior. García Ponce, por su parte, era de estilo más desa­
liñado y ya empezaba a narrar el erotismo y la transgresión con tonos
desdramatizados. Cerca de ellos quedaba Sergio Pitol (Infierno de todos,
Victorio Ferri cuenta un cuento, Los climas, Asimetría), un narrador muy
culto cuyos escenarios se ubicaban en distintos países. Otro autor afín,
José de la Colina (Ven caballo gris, La lucha con la pantera), escribía con
limpieza y con una perspectiva influida por el cine. Un epígono tardío de
esta corriente fue Ulises Carrión (La muerte de Miss O, De Alemania).
Salvador Elizondo (Narda o el verano, El grafógrafo, Cuaderno de escri­
tura), a su vez abrió el espectro del relato intimista de la soledad y la inco­
municación hacia lo chino, la metafísica, la perversidad y la literatura de
la literatura.
En la segunda mitad de los sesenta, José Agustín (Inventando que sue­
ño, No hay censura, No pases esta puerta) propuso nuevas alternativas al
género con un inventivo lenguaje coloquial, numerosos recursos, intertextualidad y estructuras no convencionales en una temática contracultural,
erótica y espiritual, como en “Cuál es la onda”, “Lluvia”, “Amor del bue­
no” y “Transportarán un cadáver por exprés”. Muy cerca de él, Parménides
García Saldaña (El rey criollo, El callejón del blues) logró espléndidos
relatos, como “No te adornes” o los que le dan título a sus dos libros. Por
su parte, Héctor Manjarrez partió de la experimentación (Acto propiciato­
rio) y después pasó a la severidad (No todos los hombres son románticos)
y llegó a los abismos (Ya casi no tengo rostro), ya en los noventa.
Por esas épocas publicaron Gerardo de la Torre (El vengador, Viejos
lobos de mar, La lluvia sobre Corinto), un cuentista duro, realista, que, co­
mo Revueltas, logró tocar fondo en impecables relatos como “El venga­
dor” y “Viejos lobos de Marx”; Jorge Arturo Ojeda (Personas fatales),
autor de piezas concisas, exactas y contundentes, como “Lorenzo” ; Juan
Tovar (Hombre en la oscuridad, Los misterios del reino, El lugar del
corazón), que con un corte tradicional, cuando menos escribió un cuento
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de antología, “El lugar de corazón”; y René Avilés Fabila (H acia el fin del
mundo, La lluvia no mata las flores, Nueva utopía, La desaparición de Ho­
llywood, Fantasías en carrusel) practicó el género con humor y fertilidad.
En los años setenta se dieron a conocer varios autores de la m ism a ge­
neración: María Luisa Puga (Inmóvil sol secreto, Accidentes), a u to ra muy
eficaz que escribió “Ramiro”; Silvia Molina (Dicen que me case yo), Her­
nán Lara Zavala (De Zitilchén, El mismo cielo)-, Luis Arturo R am o s (Del
tiempo y otros lugares), Guillermo Samperio (Cuando el tacto tom a la pa­
labra, Miedo ambiente, Gente de la ciudad), Rafael Ramírez H eredia (El
rayo Macoy), cuyo relato que da título al libro obtuvo el Prem io Interna­
cional Juan Rulfo que se otorga en París; Ignacio Betancourt (D e cómo
Guadalupe llegó a La Montaña y todo lo demás), Agustín M onsreal (Los
ángeles enfermos, Sueños de segunda mano), Luis Carrión (E s la bestia),
Carlos Montemayor (Las llaves de Urgell), Marco Antonio C am pos (La
desaparición de Fabricio Montesco, No pasará el invierno), Bernardo
Ruiz (Vals sin fín ) y Jesús Gardea (Septiembre y los otros días, Los vier­
nes de Lautaro), quien se dio a conocer nacionalmente desde C iudad Juá­
rez sin hacer talacha en la capital. También apareció Em iliano González
(Los sueños de la bella durmiente), inclinado a lo gótico y la fantasía.
En esa época nuevos autores hicieron sus aportaciones al género. Un
pequeño grupo provenía de los barrios pobres, marginados, de la ciudad
de México. Armando Ramírez (Crónica de los chorrocientos m il días de
Tepito) abrió el camino y fue seguido por Emiliano Pérez C ruz (Si camino
voy como los ciegos), de Ciudad Nezahualcóyotl, Gustavo M asso (El albañilito Rodríguez) y Javier Córdova (El loco y la Pituca se am an), cuyos
delirantes relatos, sin dejar de ser realistas, mezclan a los aztecas con la
ciencia ficción. También surgieron novelas y cuentos cuyo tem a eran los
gays, que, a principios de los ochenta, dio autores como Luis Zapata (De
am or es mi pena negra, Ese amor que hasta ayer nos quem aba) y José
Rafael Calva (Variaciones y fu g a sobre la clase media, Utopía gay).
En los ochenta apareció Juan Villoro (La noche navegable, Albercas,
Tiempo transcurrido), autor limpio y económico, cargado de ironía, que
escribió sobre la juventud y la infancia, como en “Yambalalón y los siete
perros”. Por su parte, Humberto Rivas (Falco) presentó textos oscuros e
inquietantes, y Alvaro Uribe (El cuento de nunca acabar) m ostró una gran
corrección. También publicó Francisco Hinojosa (Infierno negro), Carlos
Chimal (Cuatro bocetos), Bárbara Jacobs (Doce cuentos en contra, Las
hojas muertas), Ethel Krauze (Intermedio de mujeres), M ónica Lavín
(Cuentos de desencuentros y otros, Nicolasa y los encajes), Ángeles Mastretta (Mujeres de ojos grandes) y, ya en los noventa, Daniel Sada (Re­
gistro de causantes). También surgieron nuevos autores de provincia que
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sin salir de sus regiones publicaron en las editoriales nacionales: José
Francisco Amparan (Cantos de acción a dista n cia , Los once y sereno, Las
noches de Walpurgis) y J.M. Mireles C harles (M á s grande que la razón),
de Coahuila; Alejandro Meneses (Días extraños), de Puebla; Alberto Huer­
ta (Ojalá estuvieras aquí, Block de notas), de Z acatecas; David Ojeda (Las
condiciones de la guerra), de San Luis Potosí; y Gerardo Cornejo (La sie­
rra y el viento), de Sonora.
En los noventa, ha continuado la aparición d e buenos cuentistas, como
Enrique Serna (Amores de segunda mano), un narrador dotadísimo, madu­
ro, que ha escrito relatos de gran fuerza y ligados al subsuelo, y Rafael
Pérez Gay (Me perderé contigo, Llam adas nocturnas), quien maneja muy
bien la ironía. Luis Humberto Crosthwaite (M arcela y el rey, Mujeres en
traje de baño caminan solitarias por las p la ya s de su llanto) es original y
talentoso, mientras que Oscar de la Borbolla (L a s vocales malditas, Ucronías, El am or de clase) juega con las palabras y construye crónicas ima­
ginarias. Por su parte, el regiomontano A ntonio Parra (Los límites de la
noche) resultó una revelación.
Otros cuentistas de los noventa, de diversas tendencias, son Ana Clavel
(Amorosos de atar), Gustavo Montiel (Donde la piel es un tibio silencio, Pá­
ginas para una siesta húmeda, M irando cóm o arde la amarga ciudad),
Agustín Cadena (Todos los días azul cielo), Ricardo Chávez Castañeda
(La guerra enana del jardín), Leo M endoza (Relevos australianos), David
Toscana (Historias de Lontananza), Pedro A ngel Palou (Música de adiós,
Amores enormes), David González Dueñas (La llama de aceite del dragón
de papel), Mauricio Molina (Mantis religiosa), Ignacio Padilla (Subte­
rráneos y trenes de humo al bajoalfombra), Pedro Soler Frost (El sitio de
Bagdad), Guillermo Fadanelli (Cuentos mejicanos, El día que la vea la voy
a matar), N aief Yeyha (Bajo la luz del cinescopio), Ricardo Bernal (Lucas
muere), Bernardo Esquinca (Fábulas oscuras) y Carlos Miranda Ayala
(Noche de paz).
Como se puede ver, el cuento en México se escribe con profusión. Cier­
tamente ha cambiado desde los años cuarenta: las temáticas se han diversi­
ficado, se han llevado a cabo numerosos experimentos y se han practicado
distintas aproximaciones formales al género, desde las más tradicionales
hasta menos narrativas.
Hay una gran pluralidad, y la literatura no sólo ha reflejado sino que
ha anticipado los grandes cambios de la sociedad mexicana en el fin de
milenio o ha cerrado ciclos importantes. Rulfo dejó a la revmex en condi­
ción de muerto que perora desde la tumba; Revueltas, Arreóla y Fuentes
anticiparon la modernidad; la narrativa juvenil, contracultural, de los se­
senta anunció el 68 y las nuevas tendencias espirituales new age; la narra­
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tiva del 68 y de corte político anticipó la sociedad civil, la profusa apari­
ción de narradoras y el surgimiento de autores gay en los setenta sin duda
propiciaron los movimientos feminista y homosexual, y cerraron el ciclo
del “milagro mexicano”; por último la narrativa del desencanto de los
ochenta y noventa preludió y reflejó después el estado de ánimo dark y la
crisis perpetua de fin de milenio. El cuento, relato, texto o com o le quie­
ran llamar a la escritura que va de una a (digamos) treinta páginas ha
tenido un papel importante en la cultura mexicana y hasta el momento se
ha desarrollado venturosamente.
/
Indice
Noticia sobre este lib r o ................................................................................
5
P rimera Parte: L os textos
Breve historia del c u e n to ...................................................................... 11
Breve historia del cuento argentino.................................................... 19
Sobre la definición del g én er o ............................................................. 29
Estructura y m orfología el c u en to ....................................................... 39
El cuento en la argentina de los 8 0 ..................................................... 63
Posmodernidad y posboom
en la literatura latin oam ericana.......................................................... 73
Los caminos de la literatura latinoamericana
y el compromiso con el e s c r ito r ......................................................... 81
S egunda Parte: L as entrevistas
Antonio S k á r m e ta ................................................................................... 89
Enrique Anderson I m b e r t....................................................................... 101
Marco D e n e v i ............................................................................................ 115
Silvina O c a m p o .........................................................................................125
Juan F i l l o y ............................................................................................... 135
Daniel M o y a n o ..........................................................................................151
José D o n o so .................................................................................................161
María Elena W a lsh .................................................................................... 169
Elsa B ornem ann......................................................................................... 179
René Avilés F a b ila .....................................................................................189
Juan José S a e r ............................................................................................. 199
Juan José M an au ta...............................................................................211
Adolfo Bioy C a s a r e s ..........................................................................223
Edmundo V a la d é s ............................................................................... 237
Pedro O rg a m b id e ................................................................................247
Carlos F u e n te s .................................................................................. 257
Osvaldo S o r ia n o ................................................................................. 267
Bernardo K o r d o n ............................................................................. 279
Angélica G o ro d isc h e r........................................................................ 287
T er cer a P arte
José Agustín: El cuento mexicano c o n te m p o rá n eo ......................301
Esta obra se terminó de imprimir en junio del 2001
en los talleres de Offset Visionary S.A. de C.V.
Hortensia No. 97-1, Col. Los Ángeles Iztapalapa
C.P. 09830 México, D.F.
Este libro se dirige a todos aquellos que am an el cuento literario,
ya como lectores, ya como escribidores. Todo aquel que guste de
leer cuentos, todo aquel que aspire a escribir uno, bailará una in­
calculable ayuda en los consejos que recorren estas páginas. En­
contrará aquí amenas disgresiones sobre el género, conocerá su
historia, sus limitaciones, sus horizontes, y especialmente se intro­
ducirá en la intim idad de algunos de los más grandes narradores
contemporáneos: Adolfo Bioy Casares, José Donoso, Carlos Fuentes,
Edmundo Valadés, Silvina Ocampo, Enrique Anderson lmbert, por
mencionar unos cuantos, todos los cuales hablan en sabrosas en­
trevistas de su relación afectiva con el cuento y desús propios co­
mienzos, dificultades, preferencias y hallazgos. JoséAgustín colabo­
ra con una sección especial sobre la narrativa actual en México, lo
que da a la obra una dimensión redonda.
Así se escribe un cuento es, pues, una referencia obligada para un
público amplísimo, desde adolescentes que comienzan su aventura
con la creación literaria hasta investigadores que se ocupan de la
literatura contemporánea, y m uy útil para todos los que se intere­
san por el género periodístico de la entrevista.
C o le c c ió n
Plaza Mayor
ISBN
_
V .
GRUPO
p a tria
CULTURAL
RbB-3S-1550
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