Subido por Nicolas Bardus

El arte de decidir

Anuncio
Ezequiel Starobinsky
El arte de decidir
Cómo equilibrar la intuición, la razón y las emociones
Grijalbo
2
SÍGUENOS EN
@Ebooks
@megustaleerarg
@megustaleerarg_
3
INTRODUCCIÓN
Decidimos todo el tiempo. Qué ropa ponernos, qué desayunar, en qué viajar hasta el
trabajo, qué responder a esos mensajes que esperan en el celular desde anoche. Y
también tomamos decisiones importantes como mudarnos de barrio, irnos a vivir a otro
país, casarnos, o renunciar y cambiar de trabajo. Decisiones que se afectan entre ellas,
que se encadenan como eslabones de un collar que, a veces, perdemos de vista.
Decisiones que generan resultados lineales y esperados, así como también no lineales, ni
esperados. Decisiones que tomamos individualmente o que hay que acordar entre varios.
Este libro nace a partir de mi trabajo de asesoramiento a personas y organizaciones en
la toma de decisiones. De a poco fui descubriendo que, por más variado que sea el
ámbito en el que esté trabajando, detrás de ciertas decisiones en apariencia disímiles
están en juego las mismas cosas. Frente a algunas situaciones se repite una serie de
patrones, esos patrones restan calidad a nuestras decisiones.
Hay personas con alta o baja regulación emocional. Algunas son capaces de balancear
el ego adecuadamente, pero otras permiten que este contamine sus decisiones. Hay
quienes, con mucha intuición —aunque sobreconfiados— corren riesgos innecesarios y
se exponen a resultados intolerables. Y hay otros que, aun con mucha capacidad de
reflexión, son incapaces de correr el mínimo riesgo, ni siquiera en pos de alcanzar
excelentes resultados. Están aquellas personas que constantemente elucubran y analizan
decisiones pero sin llevarlas a la práctica, dejando que sus proyectos mueran y renazcan
infinitamente en el terreno de lo imaginario. Y otras que por el contrario, absorbidas por
la adicción del hacer y avanzar, no saben detenerse, ni siquiera aminorar la marcha, para
reflexionar un poco sobre qué tipo de decisiones están tomando.
Hay quienes que, obsesionados con la medición, la clasificación y la categorización,
se pierden la magia de la fluidez de los eventos y de la vida. Los argumentos lógicos dan
solidez y aportan gran calidad para decidir, pero la obsesión por ellos puede privarlos de
ciertas visiones holísticas, filosóficas, o espirituales que, en ocasiones, son la clave para
4
destrabar situaciones donde la lógica no es suficiente. Hay quienes atrapados en la
energía de organizar y sostener las cosas, trastabillan a la hora de crearlas. La febrilidad
por medir y entender lo terrenal puede opacar la chance de mirar y sentir el cielo.
Otras personas —acaso demasiado ligeras, inconstantes o soñadoras— tienen enormes
dificultades para planificar y sustentar un proyecto de manera comprometida e
inteligente. Pueden tener grandes visiones pero sus decisiones se construyen sobre una
base muy frágil. Individuos a quienes les cuesta medir, ordenar, pensar linealmente, sin
objetivos claros ni metas específicas. Desconocen de probabilidades o escenarios
potenciales; entonces, cuando el abanico de sucesos probables los sorprende, repiten con
desconcierto la clásica frase: “Jamás pensé que podía pasar algo así”. Es necesario
encauzar el caudal de las buenas intenciones.
Están también los eternos amantes del corto plazo. Creen, inocentemente, que el largo
plazo no llegará nunca hasta que un buen día… llega, en general con la factura impaga
de los asuntos desatendidos.
Y, obviamente, los fanáticos del largo plazo. Viven planificando un futuro que por
definición nunca llega y, en el camino, se olvidan de vivir el día el día.
Cuando hablamos de decisiones, nos encontramos con todo tipo de lógicas y puntos de
vista. No todos vivimos el proceso de la decisión de la misma manera. Hay decisiones
que nos parecen fáciles y otras complejas. Ciertas situaciones, que involucran idéntica
toma de decisión, angustian mucho a algunos y para otros no reviste importancia. Cada
decisor es único, pero los patrones se repiten.
El proceso de trabajar sobre este tema en grupos heterogéneos ayuda a mejorar mi
capacidad de decidir. Amplía mi mirada. Me nutro, y lo agradezco.
Con El arte de decidir busco compartir ese aprendizaje. Tendrás el marco, verás ideas;
conocerás de ciencia, filosofía y técnica, ganarás conciencia sobre tu forma de decidir.
Serás enriquecido con herramientas provenientes de la Teoría de las Decisiones que
arrojarán claridad sobre los procesos mentales y emocionales que se ponen en juego en
cada decisión.
Pero también verás secretos del arte de decidir que escapan a cualquier enfoque
metodológico. Tomá esto como un granito de arena más que te permita generar, poco a
poco, una vida más plena, abundante y libre, basada en el aprendizaje de las experiencias
pasadas y la amorosa construcción del futuro.
En la rutina cotidiana de la experiencia de vida, decidir bien puede hacer toda la
5
diferencia.
Mirar cómo decidimos
Nuestra vida está íntimamente relacionada con las decisiones que tomamos. Es
conveniente echarle un vistazo a cómo lo hacemos. Todo entra en juego: lo instintivo, lo
intuitivo, lo emocional, lo racional y lo espiritual. ¿Cuán conscientes somos de esto?
Para mejorar la calidad de nuestras decisiones, para generar conocimiento común y
útil, necesitamos valernos de diferentes puntos de vista. Mirar el “cómo decidimos”
desde diversos ángulos, alejarnos para ganar visibilidad, observar de cerca y con lupa
para descubrir los detalles. Luego, contemplar la decisión en partes para entenderla, pero
sin olvidar que se trata de un todo, y que el recurso intelectual de pensarla fraccionada es
solo eso: un recurso.
Exploraremos juntos las aristas de la decisión, las facetas que nadie puede evadir.
La libertad y la responsabilidad en la decisión son valores que nos hacen
esencialmente humanos. De todas formas, muchos de nosotros aún somos esclavos de
múltiples condicionamientos internos y externos, reales o imaginarios. En lugar de
ubicarnos en un lugar de responsabilidad, caemos en la nebulosa de la culpa, del deber
ser, en las trampas del ego o las fauces del miedo. Entonces, reaccionamos presas del
impulso o tomamos decisiones contaminadas por estos fantasmas.
Veremos que, dependiendo del tipo de decisión, operan en nosotros diferentes
procesos mentales y emocionales. El relato está estructurado en este sentido y abunda en
ejemplos y casos de análisis.
Sobre este libro
En la primera parte, hablaremos de la naturaleza de las reacciones emocionales e
impulsos instintivos, un lugar desde el que actuamos sin ningún tipo de decisión
consciente de por medio. Tener baja predisposición a reaccionar o contener la reacción
es un paso previo y básico para decidir. Sin cierta regulación emocional no hay decisión
6
de calidad posible.
En la segunda parte, exploraremos las decisiones sencillas, aquellas que tomamos casi
en “piloto automático”. Profundizaremos en el rol fundamental de la intuición para este
tipo de decisiones, y en la importancia de no pensarlas demasiado. Cuando el intelecto se
utiliza por demás en decisiones que no lo ameritan en lugar de ayudar, estorba y paraliza.
Describiremos ciertas trampas que la intuición esconde y que nos acompañan en forma
inconsciente, restando calidad a nuestras decisiones por más simples o cotidianas que
sean.
Luego, iremos de lleno a lo que posiblemente sea lo más enriquecedor: las decisiones
complejas, aquellas donde la intuición tiene que ser complementada con una dosis de
racionalidad, porque de lo contrario es posible que estemos jugando, sin saberlo, en
contra de la lógica y las probabilidades.
La tercera parte se divide en dos secciones. En la primera, abordaremos lo que nos
impulsa a la toma de decisiones: el mundo subjetivo que se percibe y se pretende
cambiar, el problema que aparece de pronto, el deseo, las intenciones, los objetivos.
Echar luz sobre aquello que nos moviliza es clave porque aporta claridad y calidad al
proceso de análisis posterior. En la segunda, profundizaremos en el tratamiento de las
decisiones complejas, que implica buscar un punto adecuado de análisis y generar
alternativas creativas. Asimismo, para poder elegir a conciencia, es importante tener una
relación saludable con la incertidumbre, que siempre está presente. Reducir el miedo
innecesario y medir adecuadamente el riesgo es fundamental en este proceso.
Intentaremos acercarnos lo más posible a un lugar libre de temor interno, pero con
inteligencia acerca del riesgo externo: una combinación óptima para tomar decisiones de
calidad.
7
8
PRIMERA PARTE
Reacciones: cuando “algo” decide por
nosotros
9
Reaccionar
Jueves, 8:30 de la mañana, avenida Corrientes.
El tránsito avanzaba lento, muy lento; manejaba mi auto y estaba llegando tarde a una
entrevista importante. Contra toda probabilidad, a la altura de Pueyrredón, una serie de
tres semáforos (divinamente descoordinados) me regalaron diez minutos más de demora.
Estaba seguro de que la persona que me esperaba —estricta, obsesiva de la
puntualidad, de mucho dinero y “exitosa” (dentro de sus subjetivos parámetros de éxito)
— iba a disgustarse por mi tardanza y, naturalmente, iba a tenerla en cuenta como un
factor negativo a la hora de evaluar contratarme o no.
Pensar en esta situación mientras esperaba a que cambiara el semáforo me hacía sentir
ansioso, y sumaba a la sensación de que el semáforo no cambiaba nunca. Los segundos
del reloj de la pantalla del auto parecían transcurrir mucho más rápido que los minutos
que contabilizaba el semáforo para cambiar de color.
“No salí lo suficientemente temprano”, me decía a mí mismo. Aunque tampoco había
salido tan tarde. Era, en verdad, culpa del tráfico. Era culpa de los semáforos
descoordinados.
Qué bronca. Bronca contra los semáforos, contra el tráfico, contra el infeliz que había
definido una reunión a las ocho y media de la mañana en la punta más “alejada” de
Puerto Madero, lo que había inclinado mi decisión en favor de ir en auto y no en subte.
Bronca contra los que compran autos, contra las calles que son siempre las mismas y
nunca se agrandan, ni se reproducen. Cómo puede ser. Jueves, cansancio, ansiedad al
pensar en las consecuencias de llegar tarde a la reunión y bronca al pensar que no salí lo
suficientemente temprano. Ansiedad por el futuro inmediato y bronca por el pasado
inmediato, sabroso cocktail para desayunar al volante.
10
De pronto, sentí el golpe en el espejo retrovisor derecho. El motoquero pasó
demasiado cerca, o demasiado rápido; o posiblemente demasiado cerca y rápido mientras
esquivaba los autos varados. Tal vez él también estaba llegando tarde a algún lado. La
cuestión es que con la parte izquierda del manubrio de la moto golpeó el espejo
retrovisor de mi auto, que decidió declarar su independencia respecto del resto del
automóvil rodando por la calle unos cuantos metros.
El motoquero no se detuvo de inmediato. Tenía la intención de seguir de largo,
ignorando lo ocurrido. Pero el semáforo seguía insistentemente rojo para los que
veníamos por Corrientes y los autos cruzaban por Pueyrredón, por lo que no pudo
avanzar mucho. ¡Qué hijo de su madre!
Simplemente, no pude evitarlo: me bajé del auto a los gritos, a los insultos, encarando
directo al motoquero, con enojo, con odio, con un sincero impulso de acogotarlo ahí
mismo, desabrochándome a la fuerza los primeros botones de la camisa al mejor estilo
“Increíble Hulk” a pesar de mi escaso metro sesenta y tres de estatura.
El hombre se bajó de la moto. Era, obviamente, más alto que yo y además tenía casco.
Pero eso no me importó y solamente grité mientras me le acercaba: “¿Querías escaparte,
no, h.d.p?”. Por un instante observé lo alto que era el motoquero, y lo duro que lucía su
casco para mi puño en caso de asestarle un golpe, con lo que mi impulso perdió un poco
de fuerza. Necesitaba, internamente, “quedar a mano” con el motociclista, pero de pronto
un golpe me pareció exagerado. Golpearlo sería tal vez demasiado, demasiado
arriesgado, demasiado desproporcionado, además había gente mirando. Habiéndole dado
rienda suelta a mi reacción hasta ese punto, no podía cortarla en seco, pero tal vez sí
podía transformar el “golpe furioso” en un aleccionador empujón, o una patada a la
moto… para darle algún tipo de salida a la bronca que sentía.
Claro que el motoquero, cuando ya estaba casi encima de él, no tenía forma de
distinguir si yo quería golpearlo, empujarlo o simplemente escupirlo y gritarle en la cara,
entonces se defendió y nos trenzamos por unos instantes. Escuché que alguien gritó las
palabras “llamen a la policía” y otra voz femenina que repetía angustiosamente “no se
peleen, que alguien los separe”. Pero antes de que algo de esto sucediera, vi a otros dos
muchachos con cascos que frenaban sus motos en torno a donde yo estaba trenzado con
el primero. Por un momento tuve el estúpido e infantil pensamiento de que no iban a
defender a su colega, estaba claro que yo tenía razón en haberlo atacado dado que él me
había destruido el espejito con el manubrio y no se había hecho cargo. Cuando uno de
11
ellos me tomó por la espalda, ese pensamiento se disolvió. Antes de recibir el primer
golpe en el estómago, tomé conciencia de que ese día no llegaría a la reunión, ni a
tiempo, ni tarde. Eso sí, el semáforo de Pueyrredón había cambiado a verde en ese
momento.
Contener la reacción
Esa mañana, cuando subí al auto en el garaje de mi casa a las ocho menos diez de la
mañana y con solo cuarenta minutos para llegar a Puerto Madero, se me cruzó la idea de
que tal vez no tenía suficiente tiempo como había creído. Mi plan original era salir con
una hora de anticipación porque se trataba de una cita importante. Sin embargo, la noche
anterior, no me acosté tan temprano como me hubiera gustado. Cedí a la tentación de ver
un capítulo de una serie violenta —con sangre y tiros— antes de dormir. Tampoco tuve
la disciplina de cenar sin Coca Cola, que definitivamente no me ayuda a conciliar el
sueño por la cafeína; ni de evitar comer un poco de helado de postre, cuya azúcar
potencia el efecto de la cafeína. Esto, sumado a los nervios de la reunión del día
siguiente, demoró mi sueño. No podía dejar de pensar a pesar de estar recostado y con la
luz apagada. Por ello modifiqué media hora el despertador para las siete en lugar de las
seis y media, dado que dormir menos de seis horas iba a ser muy contraproducente, no
solo para la reunión, si no para el largo día que me esperaba después. Sabía que
levantarse a las siete implicaba tener solo media hora antes del supuesto horario de
salida, pero me convencí (cómo tantas otras veces) de que podía bañarme y desayunar
muy rápido. Ya estaba obrando esta extraña suerte de autoboicot.
A la mañana siguiente le resté, a ese escaso margen de tiempo, diez o quince minutos
producto de posponer la alarma de un manotazo. “No puede ser que ya tenga que
despertarme, si no dormí nada”. El dios de las llegadas tarde me había envuelto una vez
más en su tramposa telaraña. No planificar, o más bien no respetar lo planificado, o aun
peor: planificar sabiendo que a cierto nivel iba a boicotear lo planeado, era una
invocación directa al dios de las llegadas tarde. La ducha no fue tan rápida, necesitaba
una buena cantidad de agua para sacarme la modorra. El desayuno no fue tan rápido,
necesitaba una buena taza de café para terminar de despertarme. Desorganización, poca
disciplina y malas decisiones desde la noche anterior redundaban en falta de tiempo al
12
otro día.
Pero tampoco estaba tan mal. Aún tenía cuarenta minutos para llegar a Puerto Madero
desde Villa Ortúzar.
Ya había tomado la decisión de ir en auto, con lo que ni siquiera reevalué la
posibilidad de ir en subte combinado con un taxi. En auto era menos riesgoso si se
contaba con tiempo pues implicaba no exponerse a que el subte no anduviera o se
demorara, ni al riesgo de no conseguir taxi en la estación Alem. Sin embargo, si todo
funcionaba bien, la opción de subte más taxi era mucho más veloz que someterse al
tráfico de Corrientes o Libertador. De haber estado lo suficientemente despierto, podría
haberme fijado el “Estado de la red de subtes” en internet, minimizando así el riesgo
solamente a no conseguir taxi luego. Pero no. Ya había decidido ir en auto, y si bien era
muy sencillo reevaluar esa decisión, casi necesario dada la escasez de tiempo, no pude
hacerlo: mi mente no quería hacer el esfuerzo de volver a decidir. Bañarse, desayunar,
salir. Robótico. Nada de evaluar ni decidir, mucho menos a esa hora. Mi mente y yo
tenemos un acuerdo implícito de piloto automático hasta las nueve de la mañana.
¿Libertador o Corrientes? Fue la siguiente pregunta al salir de la cochera. Esto sí había
que decidirlo. De haber contado con una hora para llegar, había margen de error y podía
darme el lujo de escoger el camino más lento, pero con el tiempo justo ese margen
desaparecía. Corrientes era mucho más directo en distancia, pero tal vez por Libertador
avanzaba mejor. Podría haberme fijado qué camino sugería el GPS, pero tampoco quería
desperdiciar esos tres o cuatro minutos en cargar la dirección. Nunca lo hago, entonces,
las pocas veces que necesito hacerlo con velocidad me es imposible por falta de
entrenamiento.
¿Corrientes o Libertador? El cansancio matutino me entregaba desatento a la peligrosa
trampa de la dualidad de alternativas. Al pensar rápido en opciones, la mente nos
encandila primero con dicotomía: cara o ceca, blanco o negro, “A” o “B”, la llamo o no
la llamo, le digo o no le digo. Pero, ¿no hay alternativas intermedias o combinadas?,
¿superadoras de aquellas que uno piensa inicialmente?, ¿existe el mundo de escala de
grises?, ¿o la vida es “todo o nada”, “el mundo del sí y del no”? Este cuestionamiento
me hizo evaluar una tercera opción: ir por Charlone, Rosetti, Loyola hasta el Shopping
Abasto y recién en ese punto salir a Corrientes. Elegí ese camino. Hasta el Abasto, el
tema anduvo bien. Había sido una buena decisión.
Cuando tomé Corrientes, el tráfico era imposible y empecé avanzar a paso de hombre.
13
De pronto, la opción que había elegido se había transformado en una mala decisión. Ya
eran ocho y diez, iba a ser muy difícil llegar en horario. Un semáforo me detuvo más de
lo previsto, y doscientos metros más adelante, otro semáforo. ¿Cómo era posible que
hubiese dos semáforos descoordinados en la avenida Corrientes? Empecé a sentir enojo,
enojo contra los semáforos, contra el tráfico, contra mí mismo por estar llegando tarde
otra vez, y en esta ocasión, a una cita que me importaba bastante.
Ante el apremio, reconsideré nuevas alternativas. Primero, salirme de Corrientes, y
arriesgar un camino posiblemente mejor pero al que no estaba acostumbrado —como la
avenida Belgrano o la avenida San Juan—. No me gustaba, esas opciones me
despertaban resistencia pues si bien Corrientes era malo, definitivamente malo, era lo
conocido.
Después, me debatía ante la decisión de avisarle o no que estaba demorado a la
persona que me esperaba. “El que avisa no traiciona”. Podía enviarle un mensaje
aduciendo al tráfico, pero era una estupidez importante pues siempre hay tráfico.
Excusarse en el matiz obvio y predecible de una realidad que contiene muchos matices
superpuestos es, como mínimo, infantil. Aunque claro está que somos lo bastante
inmaduros como para disfrazar de “culpa de tráfico” a la realidad de estar poseídos por el
dios de las llegadas tarde. Quizá somos lo suficientemente desvergonzados como para
acudir al pobre tráfico cada vez que nos damos el lujo de hacer esperar a la gente, de
arribar después de hora a lugares que no nos importan lo suficiente como para llegar a
tiempo. Como sea, descarté esa excusa infinitamente utilizada, me daba vergüenza
valerme de ella con una persona obsesiva que además, seguramente, la hubiese
considerado una suerte de insulto a su inteligencia.
Otra posibilidad era mentir y decirle que me había retrasado por alguna razón puntual.
Podía inventar un problema doméstico o algo por el estilo. Pero mentir, mentir de frente,
lisa y llanamente… siempre que intento hacerlo algo se me estruja en la garganta, no
distingo si es una llamada de ética interior, o el sentimiento de culpa —siempre invitado
a la fiesta— o tal vez una combinación de ambos. Hubiera podido hacerlo: cuando tengo
un motivo que persigue —en mi juicio— un bien superior, a veces exagero y miento un
poco. Lo mismo cuando suavizo una verdad con un poco de mentira de condimento para
evitar herir a alguien con la verdad cruda. Pero lo cierto es que en este caso la mentira no
hubiera perseguido ninguna de estas dos nobles finalidades, sino más bien un beneficio
exclusivamente propio. También podía retrasar la decisión de avisar, todavía eran ocho y
14
veinte, y en todo caso liquidar el asunto más tarde con un mensaje berreta por whatsapp,
como “esperame por favor, llego en un ratito”. En el ínterin avancé un par de cuadras, y
contra toda probabilidad me sorprendió en Pueyrredón un tercer semáforo
descoordinado.
¡Qué bronca! ¡Qué mala suerte! ¿Era un chiste? ¿Es que todos los semáforos iban a
estar descoordinados? ¿A qué hora llegaría? ¿Por qué no me había escapado por San
Juan? ¿Por qué no había tomado Libertador? ¡Seguro que hubiese funcionado mejor!
¿Por qué no había salido más temprano? En medio de estos pensamientos, sentí el golpe
a mi derecha e inmediatamente vi como el espejito retrovisor se desprendía del auto,
producto del impacto con el manubrio de una moto que a todas luces había hecho mal un
cálculo y, sin embargo, no frenó.
Una explosión de furia, un fuego irrefrenable subió en fracciones de segundo desde mi
estómago hacia el pecho y el rostro, que se contorsionó en una mueca similar a la de un
león cuando ruge. Escupí un insulto muy fuerte, gritar una palabrota fue una reacción
inevitable pero, al estar dentro del auto, al menos sin consecuencias. Cuando vi que el
motoquero frenó en la esquina de Pueyrredón (porque el semáforo seguía ridículamente
en rojo), debo admitir que por un momento los peores sentimientos se apoderaron de mí.
Sentimientos de golpear, de acogotar, de gritar, de matar. La violencia desenfrenada de
una reacción sin control, por más justificada que esté, lo pone a uno en el peor lugar
interno posible: el lugar del asesino, del golpeador. El peor lugar de donde emergen
reacciones que, como tales, conllevan las peores consecuencias.
Pero no. No iba a reaccionar. Gracias al cielo ya había aprendido que reaccionar desde
un lugar de enojo es siempre la peor opción. Actuar preso de una emoción violenta ante
una circunstancia que nos desequilibra, genera resultados opuestos a los que
verdaderamente pretendemos. Escuché esa sabia voz interior que con amor y mucha
firmeza cada tanto me susurra: “Eze, ¡no reacciones! Respirá hondo. ¡No reacciones!”…
Entonces respiré hondo; no una, sino dos o tres veces. El fuego interno retrocedió
algunas posiciones y pude pensar con algo de claridad. Mi objetivo inmediato era frenar
al motoquero para pedirle los datos del seguro. No quería afrontar injustamente el costo
del arreglo del espejo retrovisor. Pero hacer esto iba en contra de mi deseo de no
llegar tarde a la reunión. Entonces vi el enlace que unía armoniosamente los dos eventos.
Cuando uno se tranquiliza las ideas creativas aparecen. Ambos eventos podían
vincularse por un lazo sutil, invisible, que de reaccionar desde el enojo jamás hubiese
15
descubierto. La persona que me esperaba era alguien —por decirlo de alguna manera—
de pensamiento “clasista”. Una persona que iba a empatizar con el hecho de tener un
inconveniente con un motoquero pues, por su forma de ser, era muy probable que
considerara a los motoqueros como una masa indiferenciada, una molestia —cuando no
un peligro— para el tránsito.
Pensar que instantes antes de que volase el espejo retrovisor, yo estaba analizando qué
excusa utilizar para justificar la tardanza. De pronto, todo cerraba. Ya no había nada que
inventar.
Tomé una fotografía con el celular de lo que había quedado de espejo en el auto
mientras me bajaba y me acercaba al motoquero. Tranquilo pero severo lo
encaré: “Rompiste el espejito del auto. No te escapes, ya sé tu patente”. El hombre se
sacó el casco y se disculpó, diciéndome que estaba muy apurado y no se había dado
cuenta. Mientras este buscaba los datos del seguro, le envié un mensaje a la persona que
me esperaba en la reunión junto con la foto del espejo roto. “Estaba por llegar y ¿podés
creer que un motoquero me rompió el espejito y encima se quiso escapar? Por favor
esperame que estoy con el tema del seguro”. La respuesta no se hizo aguardar. Tal como
pensaba, se solidarizó: “¡No lo puedo creer! ¡Qué motoqueros desgraciados! Obvio, te
esperamos, vení cuando puedas”.
El seguro del motoquero estaba en orden, con lo que tomé los datos y seguí mi
camino. Cuando llegué a la reunión, mi potencial cliente bajó a ver el estado del auto
personalmente. Parecía más interesado en el auto que en la reunión. Me habló mal de los
motoqueros durante un buen rato.
De más está decir que me otorgó el trabajo luego de una reunión muy breve. Recuerdo
que al volver a Villa Ortúzar, internamente le agradecí al motoquero por hacer trizas el
espejo retrovisor en un momento tan oportuno.
Decidir o reaccionar, una diferencia hace toda la diferencia
Cuando reaccionamos, presas de una emoción aguda disparada por algún estímulo, no
hay espacio para decidir. Sin embargo, corresponde puntualizar que la reacción no es
“mala” en sí misma. Categorizar diferentes tipos de comportamiento humano entre
“malos” o “buenos” sería basarse en un marco absoluto, lo cual es arcaico y limitador.
16
Reaccionar no es malo ni bueno en sí mismo. Lo que sí podemos hacer es evaluar el
reaccionar en función de las consecuencias que trae. En nuestra pequeña historia del
problema en el tránsito con el motoquero, puede apreciarse claramente la diferencia entre
reaccionar y no hacerlo. Reaccionar sin control, atrapado por una emoción negativa,
traerá peores resultados que decidir con algún tipo de proceso. Esto es empírico,
estadístico, reaccionar no trae (en promedio) buenos resultados, lo que implica que en
algunos casos puntuales es probable que la reacción sí genere el resultado que buscamos.
Este punto es clave: la reacción no trae en promedio buenos resultados, mientras que
tomar decisiones de calidad sí los traerá, aunque —también— en promedio.
Esa es la base fundamental de una decisión de calidad: no reaccionar.
Ahora bien, corresponde hacer una distinción entre una reacción entendida como el
impulso de una persona presa de una emoción negativa aguda y los demás tipos de
impulsos, que pueden obedecer a sentimientos “positivos” sorpresivos, o ser
simplemente impulsos instintivos.
Las reacciones puramente emocionales o puramente instintivas quedan por fuera del
ámbito de la decisión. Decidir nada tiene que ver con reaccionar sin control. De hecho,
no hay, estrictamente, decisión: uno es tomado en forma total por la emoción o el
instinto y simplemente reacciona. Sin embargo, es clave entender la naturaleza de estos
impulsos, sus diferentes matices, y así poder eludir aquellos que no nos sirven.
Hay aspectos internos del ser humano —como la razón, las emociones y la intuición—
que al decidir se conjugan a la vez. Luego, pudiendo ser comprendidos como parte de las
17
anteriores, también juegan el deseo, el ego, la percepción, las facetas de la personalidad,
el “deber ser”, la moral o ética y otros por el estilo. En la colorida ensalada de las
decisiones, especialmente cuando entran en juego cosas que nos importan, todo esto
parece mezclarse, superponerse, atravesarse, e incluso tironear la decisión en sentidos
opuestos.
Si uno quiere tomar buenas decisiones es necesario ganar toda la visibilidad posible.
Empezamos el trabajo por lo más simple, trazando el límite de lo que no consideramos
una decisión: las reacciones emocionales y los impulsos instintivos.
A) Reacciones emocionales “negativas”
Este tipo de reacciones son provocadas por algún estímulo que despierta un sentimiento
de ira repentino. Existen diferentes dosis de violencia en nuestras reacciones
emocionales. Reaccionar emocionalmente no es solamente salir a pelearse con alguien
por un problema en el tránsito como en nuestro ejemplo cliché. Sino también gritarle a
nuestra pareja, mandar un email con una punzante dosis de agresividad a un compañero
de trabajo (tal vez como respuesta a otro email) poniendo “en copia” a sus respectivos
jefes, patearle la maceta al vecino porque su perro orinó en nuestra puerta, insultar sin
control a un amigo que no supo respetar un secreto.
Muchas veces al reaccionar generamos la famosa “escalada”, ya que la otra parte
reacciona con mayor agresión. Si no tiene el suficiente “autocontrol” —la capacidad
necesaria de regulación emocional para evitar responder al mismo nivel— es arrastrada a
la energía de la agresión. Lo mismo nos sucede cuando otra persona nos agrede, la
energía del ataque despierta en nosotros la respuesta agresiva. Like attracts like (similar
atrae similar). Hay un fuego interno de furia que se despierta cuando recibimos una
llamarada de regalo.
No entendemos cuando un país le tira a otro un potente misil en respuesta a una
bomba pequeña, cuando una barra brava responde a los tiros una incitación a piedrazos,
o cuando un joven le da un puñetazo a otro en respuesta a un insulto. A nivel externo,
estas escaladas tienen consecuencias diferentes de las que citamos antes. Pero a nivel
emocional y energético, lo que les sucede internamente a los protagonistas no es
diferente. Es la misma vibración, el mismo fuego que rebasa sin control. Sube desde las
18
tripas por el pecho hasta el rostro y rugimos, como un león, como cuando el motoquero
rompió el espejito.
¿Qué hacer con estas reacciones?
1) Ubicarse en un estado de baja predisposición a reaccionar
Esto es lo mejor desde cualquier punto de vista. La reacción es disparada por un estímulo
externo específico, pero el fuego que la alimenta tiene poco que ver con ese estímulo. Es
un cúmulo de energía negativa, de estrés, una carga de emocionalidad que simplemente
estalla cuando algo ocurre, pero que en definitiva está relacionado más con uno mismo
que con el disparador.
Bajar este nivel de estrés acumulado en el sistema nervioso es clave. Es fundamental
puntualizar la importancia de hacerlo para estar en condiciones de decidir mejor. Si el
estrés es menor, si la carga inconsciente de emocionalidad es baja y estable, es menos
probable que uno se sienta afectado por la provocación de un estímulo al punto de
reaccionar. Y, si el estímulo igualmente nos afecta, al menos será más fácil contener la
reacción (lo que es diferente de lo anterior).
Hay muchas maneras de reducir el estrés del sistema nervioso. En forma indirecta y
solo a los efectos de mejorar nuestra capacidad de decidir, mencionaremos un par de
ellas en algunos capítulos. Reducir el estrés nos corre del lugar potencial de la reacción y
mejora el proceso decisorio, tal como lo iremos viendo. De nada sirve un intelecto agudo
si las emociones que lo motorizan no son claras, coherentes y armoniosas. De nada sirve
tener un automóvil de primera calidad que nos lleve con éxito al lugar equivocado.
Ecualizar adecuadamente las emociones para darle a las cosas la importancia que
merecen es, si se quiere, una habilidad a desarrollar con práctica diaria. “Parar la pelota”
y ver las cosas desde lejos (en sentido figurado) es necesario para ello. Parece simple, en
muchas ocasiones solo se trata de restarle importancia a las cosas, de darse cuenta de que
la mayoría de las situaciones no tienen relevancia en sí mismas, es nuestra propia locura
la que se la da al punto de angustiarnos al momento de decidir sobre ellas. Ganar
verdadera conciencia sobre esto puede ser un gran desafío. Leer el método en un libro
ayuda, pero no alcanza si esta información queda solo como un recuerdo en el campo de
lo conceptual.
19
Lo mismo ocurre con el cansancio. El cansancio y el estrés son “primos hermanos”, y
casi sinónimos cuando hablamos de cansancio mental. Existen matices, ya que uno
podría estar agotado mentalmente luego de un período de durísimo trabajo pero con baja
carga de emocionalidad negativa acumulada en el sistema nervioso. Lo cierto es que ante
altos niveles de agotamiento uno es más susceptible a reaccionar o decidir mal. Una cosa
es recibir un comentario negativo del jefe si uno se encuentra tranquilo y descansado, y
otra si uno está estresado o agotado. Conforme a nuestro “estado”, frente un mismo
comentario, puede que la respuesta sea bien diferente y, por lo tanto, sus consecuencias.
En este sentido, nos ayudará mantener el organismo con un buen nivel de energía. Las
buenas fuentes de energías son obvias pero muchas veces nos desentendemos de estas.
El descanso adecuado y la alimentación saludable son algunas de las más importantes.
En nuestro ejemplo cliché el conductor está cansado y estresado por las presiones de
la semana; se le suman la mala alimentación y el escaso descanso que, como si fuera
poco, se combinan con una alta dosis de emocionalidad negativa acumulada…
desafortunadamente, este “combo” es muy fácil de encontrar en el mundo de hoy.
Ahora bien, hay elementos sobre los que el protagonista de nuestra pequeña historia
no puede influir: el tránsito, los semáforos, el motoquero; pero tiene la libertad interna de
elegir como accionar ante ellos (en lugar de reaccionar). Esto es un arte: el arte de
decidir. Y para transformarnos en buenos artistas de las decisiones es clave cuidar el
descanso y la alimentación.
2) Contener la reacción (no reprimirla)
Frente a un estímulo que nos despierta una emoción negativa, si tenemos el suficiente
grado de conciencia y cierto entrenamiento, podemos contener la reacción. Esto es, por
ejemplo: no responder inmediatamente con más agresión un mail que nos enoja, no gritar
a más volumen, no salir a pelear en medio del tránsito; a pesar de sentirnos poseídos por
un fuertísimo impulso. En nuestro segundo relato, esto es cuando el conductor,
sencillamente respirando, consigue contener la reacción inicial y ganar margen para
hacer algo más constructivo.
Hay cientos de situaciones que, si bien no son reacciones en términos estrictos, tienen
“sabor” a reacción. Son aquellas en las que nuestro accionar está contaminado por
emociones de enojo. Por ejemplo, subir el tono de voz al argumentar con alguien nos
20
expone a consecuencias que pueden ser diametralmente opuestas de aquellas que
queremos, y hacerlo reiteradas veces frente a la persona equivocada puede significar
perder un empleo, o una posibilidad de ascenso.
Ahora bien, si la emoción ya nos tomó, si ya sentimos “el fuego”, si esto es algo que
está ocurriendo y no podemos elegir, entonces… ¿qué hacer? Es importante marcar la
diferencia entre contener la reacción —diferirla, suavizarla, darle salida a la negatividad
generada más adelante (de una forma consciente)—, versus reprimir la reacción y
quedarse con la negatividad emocional adentro. Esto último es mal negocio porque esa
negatividad es pésima para la mente y el cuerpo; se acumula como un residuo tóxico de
emocionalidad. Luego, este residuo buscará salir del organismo de la manera que
encuentre, en general en lugares y con personas que pueden no tener nada que ver con
quienes generaron esa negatividad originalmente. Sobran casos de personas que
descargan en sus familias las miserias que sienten en sus trabajos, y viceversa: jefes que
destratan a subordinados para equilibrar internamente la angustia que le generan sus
problemas familiares.
La negatividad que nos despierta alguien o algo tiene que ser expresada, liberada.
Incluso, es válido desde un lugar de severidad consciente reclamar reparación cuando
alguien hace algo que nos lastima o nos enoja. Pero esto es bien diferente a reaccionar.
Una cosa es enojarse y otra bien distinta es mostrar enojo, o expresar conscientemente el
enojo para liberarlo y aportar a que la situación se equilibre. Una acción cargada de
enojo, producto de una reacción emocional, no tiene nada que ver con una acción que
muestra enojo producto de una decisión consciente. Por ejemplo, cuando retamos a
nuestros hijos. El enojo puede ser fuerte, pero internamente queremos protegerlos de
algo que no les conviene, por ejemplo, que no toquen el enchufe de electricidad. Hay
amor y templanza detrás de ese enojo. Es coherente proceder así cuando consideramos
que alguien está haciendo algo injusto o dañino (cuando el conductor detiene al
motoquero y le pide los documentos).
Una verdad que nos ayudará a contener la reacción es saber que una agresión nunca es
personal. Alguien nos agrede, en cualquier ámbito y manera, y lo tomamos como algo
personal. La realidad es que las demás personas tienen sus propios problemas que los
aquejan. Manifiestan su forma de ser; algunas son impulsivas y expresan sus emociones
del modo en que, simplemente, son capaces de hacerlo. De vez en cuando, puede ocurrir
que uno tenga la mala suerte de estar en medio de la escena y —sin querer— regalarle
21
una excusa a alguna de estas personas para que sus emociones estallen. Hay quienes —
de manera inconsciente— están esperando a alguien que les ofrezca una excusa para
explotar y atacar sin importar de quién se trate.
Cuando alguien quiere transmitir un mensaje y lo hace enojado, de forma violenta o
agresiva, esa violencia corre por cuenta del agresor y no de la persona agredida. La
agresión habla mucho más del agresor que del agredido. Uno piensa que la locura del
otro es nuestra culpa porque hicimos algo mal. Sin embargo, uno debería desestimar la
forma del mensaje y no reaccionar, a sabiendas de que la furia del otro no es con uno
sino consigo mismo. ¡No tomes la agresión como algo personal! Aunque esto no implica
no tener que mostrar respeto, miedo o congoja por nuestro “error” para con el otro.
Dependiendo de quién se trate, será cuestión de evaluar que nos conviene hacer así
como decidir si poner límites o no y cuándo. Lo ideal siempre es evaluar a conciencia la
substancia del mensaje que el otro nos da. Esta puede que tenga para nosotros valor o no,
más allá de la forma en que vino.
Recordá: no tomes las agresiones como algo personal, te ayudará a no reaccionar y
decidir mejor.
3) Reparar la reacción
En ocasiones, no podemos contener la reacción. ¿Qué es lo que hacemos entonces? Nos
ponemos a justificar la reacción, a argumentar que no estuvimos “tan mal” porque la
culpa fue del otro, el malvado que provocó nuestra reacción desmedida. Eso ocurre
luego de un tiempo, y solamente si es que el otro no re–reaccionó disparando la escalada.
Podríamos decir que es, casi, ¡el mejor de los casos! Pero no, no es el mejor de los casos.
Mejor que eso es reparar la reacción.
Reparar la reacción implica:
1. Tomar verdadera conciencia de que el estímulo (a veces provocado por otra
persona) conectó directamente con los puntos oscuros de uno mismo, que
anteceden al estímulo. Esto, combinado con el estrés y el cansancio nos llevó sin
control a un comportamiento impulsivo con una cuota (variable, pero asegurada) de
agresividad.
22
2. Pedir sinceras disculpas explicando los motivos internos de la reacción, develando
el punto oscuro ante los demás si se es lo suficientemente valiente (para esto, claro,
es necesario el punto anterior).
3. Buscar alguna manera adicional a reparar lo dicho o hecho impulsivamente
(además de las disculpas, lo cual es obviamente reparador cuando son sinceras).
4. Entender cuáles fueron los verdaderos motivos que nos llevaron a reaccionar, más
allá del estímulo externo. Es decir: qué emocionalidad negativa interna avivó el
estímulo externo. Luego, trabajar sobre esa emocionalidad para que el siguiente
“fósforo” que el mundo nos arroje (siempre hay un siguiente fósforo) no halle tanta
gasolina lista esperando transformarse en fuego.
Los errores dejan de ser errores cuando uno aprende de ellos. El error es no aprender.
El pinchazo que nos produce un error (el darnos cuenta de que uno reaccionó
desmedidamente) es motorizador del aprendizaje, apegarse a la culpa no lo es. Quedarse
estancado, culpándose y lamentándose de lo que uno mismo hizo no tiene ningún
sentido. Pedir disculpas, perdonarse a uno mismo, reparar y aprender del error tiene todo
el sentido.
Hay diferentes formas de aprender de los errores. La más inteligente es aprender de
los errores de los demás. Las personas que viven contestando agresivamente,
reaccionando ante el mínimo estímulo, enojándose, justificándose y argumentando, son
un ejemplo gratuito de un camino que no es positivo tomar. Digo gratuito, porque ellos
son los que pagan el costo de transitar ese camino y, si uno es inteligente, resulta
suficiente observarlos para capitalizar el aprendizaje de que vivir así es algo a evitar a
toda costa. En lugar de enojarnos con ellos, odiarlos o temerles (como muchas veces
hacemos) deberíamos estar agradecido con estos “suicidas emocionales” que,
inmolándose, nos muestran a todos como no hay que vivir la vida.
Claro está que no siempre es tan fácil aprender de los errores de los demás. Muchos
necesitamos cometer errores propios para aprender. El dolor es un gran maestro. Pero
con un poco de atención uno puede aprender con menos dolor. Los menos inteligentes
necesitan mucho dolor, muchos errores y tropezar decenas de veces con la misma piedra
para aprender.
23
B) Reacciones emocionales “positivas”
En general, asociamos la reacción a un impulso generado por emociones negativas, pero
podría suponerse que existen reacciones que surgen desde otro lugar (y sin análisis
racional de por medio), por ejemplo cuando abrazamos a alguien a quien le acaban de
informar una mala noticia, o cuando ayudamos a levantarse a una persona mayor que
tropezó en la calle; esto lo hacemos casi sin pensar. Estos impulsos, si bien no son
decisiones en el sentido en que las iremos entendiendo, no entran dentro de las
reacciones agresivas o violentas que rotundamente llamamos a evitar. Más bien, ¡todo lo
contrario! Son actos de espontaneidad que surgen desde un lugar interno de conexión
con el momento y pertenencia con los demás. La acción en estos casos es producto de
permitirse fluir con atención y entrega a lo que la situación requiere de uno, lo opuesto a
pretender imponerle lo que uno quiere a una situación dada, como en las reacciones.
La espontaneidad puede ser muy inocente y bella.
C) Impulsos instintivos
Reconocemos dentro del instinto a una serie de conductas innatas que se transmiten
genéticamente entre los seres vivos de una misma especie y que les hace responder de
una misma forma a determinados estímulos. No guardan relación con las reacciones
emocionales, salvo por el hecho de que están más a allá de nuestro control consciente.
Cuando operan los instintos básicos; la razón, la emoción y la intuición se apagan. En
circunstancias de máxima tensión el impulso instintivo puede salvarnos, y en situaciones
donde hay espacio para la decisión consciente, el instinto será un elemento que nos
servirá para enriquecer dicha decisión.
Dependiendo de la situación, un impulso instintivo puede ser muy útil. Por ejemplo, si
una serpiente se acerca velozmente a nosotros, o si estamos en medio de un incendio y
nuestra reacción es escapar lo más rápido posible: esto puede salvarnos la vida. Por caso,
lo mismo sucede con un “acto reflejo” —como cubrir la cabeza con los brazos— cuando
algo se nos cae encima.
Sin embargo, hay algunas situaciones donde seguir el instinto puede ser una trampa
mortal. Por ejemplo: si nos vemos atrapados en un remolino de agua, es posible que
24
queramos nadar desesperadamente para salir de este. Pero haciendo eso no podremos
salir jamás. Lo aconsejable es dejarse llevar, haciéndonos una bola para pesar más,
hundirnos rápidamente y alcanzar la corriente inferior. Esa corriente nos sacará del
peligro y saldremos sanos y salvos. O cuando manejamos en la ruta y pisamos la
banquina a gran velocidad, el impulso es el de pegar un “volantazo” hacia la ruta
nuevamente, o pisar los frenos. Estas son causales típicas para que se produzca el vuelco
del automóvil. Lo que hay que hacer es mantener la calma y bajar progresivamente la
velocidad antes de volver a la calzada. Como estos, hay muchos ejemplos que
demuestran que el impulso instintivo no es siempre la mejor respuesta. Es positivo estar
al tanto de aquellos impulsos instintivos que rompen con la lógica. Aun así, en la
mayoría de los casos y especialmente cuando se trata de instinto de supervivencia, los
impulsos instintivos son una buena respuesta ante situaciones de urgencia.
A su vez, corresponde trazar una fuerte línea divisoria entre este tipo de accionar y las
formas de pensar intuitivas. El instinto es diferente de la intuición y, por lo tanto, la
acción instintiva es diferente del decidir intuitivamente. La intuición, al igual que el
instinto, puede ser muy útil, pero también esconde trampas.
25
SEGUNDA PARTE
Intuición y decisiones cotidianas
26
¿Qué es decidir? ¿Qué hacemos cuando decidimos? ¿Puede mejorarse? ¿Existen
herramientas para hacerlo? Habiendo distinguido aquello que consideramos que no es
decidir, es hora de sumergirnos en lo que más nos atañe: aquello que sí lo es.
Podríamos entender la decisión como un proceso consciente o semiconsciente en el
que uno escoge cierta alternativa entre —al menos— dos cursos de acción posibles, en
función de algo que se pretende o se desea.
Sin embargo, como marcábamos antes, existen diferentes tipos de decisiones que —
naturalmente— encararemos de manera distinta.
Una opción para analizarlas es separarlas en dos grandes grupos.
El primero: decisiones de todos los días, son aquellas que tomamos de forma
automática. Las llamaremos “decisiones simples o cotidianas”.
El segundo: decisiones que requieren más detenimiento y análisis porque no estamos
familiarizados con ellas, o bien porque implican cierto impacto en nosotros. Las
llamaremos “decisiones complejas”.
Es clave entender que la emoción siempre está presente a la hora de decidir, más allá
de qué tipo de decisión se trate, o de su cotidianeidad o impacto. A mayor impacto de la
decisión (impacto que siempre será relativo, subjetivo) es posible que haya mayor
emocionalidad comprometida. Es natural que así sea y, justamente, es cuando más
atentos debemos estar para que las emociones disfuncionales no contaminen la decisión
restándole calidad.
La angustia involucrada en la decisión será mayor si estamos evaluando terminar una
relación de pareja que si nos enfrentamos a la elección de comer pizzas o ensalada. Sin
embargo, es la misma angustia pero con un “voltaje” diferente. Un mismo sabor, distinta
intensidad. La emoción siempre está, en el deseo que nos moviliza —especialmente las
emociones que motorizan ese deseo— y en el temor que nos frena. Las exploraremos
con profundidad más adelante.
27
Cuando la intuición alcanza
La mayoría de las pequeñas decisiones cotidianas las tomamos en “piloto automático”,
con bajo nivel de atención al proceso de la decisión en sí mismo, usando la intuición —
entrenada por la repetición— y un nivel de razón mínimo, casi nulo. Nos motoriza un
deseo, una emoción, la fuerza de los hábitos y la necesidad de ir resolviendo las
cuestiones operativas de la vida.
La experiencia, con el tiempo, va transformando en intuitivos aquellos procesos
decisorios que encaramos, en sus inicios, de manera racional; como aprender a manejar,
por ejemplo. Quien ya sabe manejar no está pensando en qué momento pisar el
embrague para realizar un cambio de caja, simplemente lo hace, por completo, de forma
intuitiva.
Una pequeña acción repetida de manera periódica durante un tiempo adquiere la
fuerza del hábito. La mente es cómoda. Una vez que conoce un proceso, le gusta
repetirlo. El cerebro consume más energía cuando tiene que aprender, decidir o hacer
28
algo diferente a lo usual. Por eso, lo hábitos son tan difíciles de cambiar. Como así
también, es difícil incorporar nuevos hábitos. Cuando chicos, a muchos no nos gustaba
tener que lavarnos los dientes al levantarnos. Sin embargo, deja de ser un problema una
vez generado el hábito. De hecho, para muchos hoy sería desagradable no hacerlo. Lo
mismo ocurre con los hábitos de buena alimentación, de practicar deporte, de no
reaccionar; o cualquier actividad que resulte —en principio— no tan fácil de lograr.
Quitarse hábitos negativos de encima es tan desafiante como generar hábitos positivos.
Los hábitos y las decisiones intuitivas se entremezclan.
Muchas veces llamamos intuición a la experiencia acumulada. Uno ya sabe hasta
dónde colmar de café la taza para prepararnos el café con leche que nos gusta. ¿Lo
estamos decidiendo? Sí, pero no mediante un proceso racional, no hay intelecto, o
apenas una pizca imperceptible, residual. Cuando uno prepara el desayuno no está
pensando “deseo 22% de leche y 78% de café, debo correr la jarra en cuatro segundos”.
Aquí opera la fuerza del hábito, pasa a ser una decisión intuitiva, sin proceso decisorio
formal. Contamos con la experiencia de saber hasta dónde ponemos café para obtener la
combinación que nos gusta. Esta experiencia podemos llamarla “intuición”. Pero es una
“intuición” que ha sido entrenada decenas y decenas de veces.
Un ajedrecista experto no especula racionalmente las primeras diez jugadas,
simplemente conoce cuales son las mejores en función del desarrollo del partido. Un
ajedrecista novato posiblemente empiece a pensar racionalmente sus jugadas a partir de
la segunda o la tercera. Ante el desconocimiento, utiliza el proceso mental racional antes
que el experto. Lo mismo, un médico con años de experiencia que ve los síntomas de un
paciente puede hacer un diagnóstico rápido e intuitivo; a diferencia del aquel profesional
que acaba de obtener su título.
En nuestro ejemplo del conductor, hay muchas decisiones que ni se mencionan y de
las que, posiblemente, ni siquiera haya tenido registro: la temperatura a la que pone el
agua de la ducha, qué maniobras hace para salir del garaje, cómo prepara el desayuno...
Estas decisiones son tan comunes y automáticas que pasan desapercibidas. Son hábitos.
Hay otras, de las que el personaje sí tiene algún grado mayor de registro, como qué
comer, o si ver una serie de televisión a la noche y cuál. Estas son un tipo de decisiones
con apenas un “tinte” más consciente (y racional) que aquella de a qué temperatura fijar
el agua para la ducha.
Es trascendental remarcar la inutilidad de racionalizar demasiado las decisiones
29
cotidianas y de bajo impacto en la vida. Para las decisiones simples, lo mejor es fluir con
atención, intuitivamente. ¡La intuición alcanza! No hace falta pensar o especular
demasiado. El intelecto es un arma de doble filo, usarlo cuando no es necesario es tan
contraproducente como no usarlo cuando hace falta.
De todas maneras, lo cierto es que tenemos una mayor tendencia a sobre ponderar la
intuición en aquellas decisiones que merecen una dosis de racional que a sobre ponderar
la razón en decisiones que pueden descansar en la intuición entrenada. Es mayor el
número de personas que cometen errores lógicos por encarar desde la intuición
decisiones que merecen pensamiento racional, que el de personas que sobre piensan
intelectualmente decisiones para las cuales la intuición alcanza y sobra.
Ese es el secreto para decisiones rutinarias: fluir con disfrute y atención en el
momento sin demasiada intelectualización.
Sensación intuitiva e impulso emocional
La intuición puede entenderse no solo como aquella “derivada de la experiencia” a la
que hacíamos referencia, sino como un supra sentido que todos tenemos; una sensación
inexplicable que nos sugiere ir por un camino y no por el otro. Está más allá del intelecto
y tampoco guarda relación con la experiencia o el conocimiento.
Por ejemplo:
Pensamos en alguien que hace tiempo que no vemos y esa persona nos contacta: “te
juro que justo estaba pensando en vos”.
Hay “algo” que no nos gusta de cierta persona y que no podemos descifrar. Al tiempo
esa persona exterioriza una actitud muy negativa.
Algunas mujeres, cuando están embarazadas o con hijos chicos, dicen sentir un
“instinto maternal” más desarrollado.
La intuición “inexplicable” puede ser una voz positiva para escuchar. Sin embargo, es
importante estar atento a no confundir intuición con impulso emocional. Una cosa es una
sensación que viene desde un lugar que trasciende lo emocional y racional (una “voz
interior”) y otra, bien diferente, es un deseo emocional disfrazado de una sensación
intuitiva. Esta diferencia es sutil, resbaladiza, y un lugar frecuente con el que podemos
tropezar.
30
Algo tan simple como la fuerte sensación de querer llamar a una ex pareja puede
tratarse de algo intuitivo… o de un deseo que proviene del nivel emocional, del ego, del
dolor. La información objetiva, analizada racionalmente —cómo terminó la relación, la
alta probabilidad de un destrate por parte de la otra persona—, indicaría el que no
hagamos el llamado. Sin embargo la sensación, el fuego, está ahí. ¿Es intuitivo o
emocional?
Frente a esta confusión, parados entre la intuición y la emoción, uno tiene la opción de
retrasar la decisión. Es decir, si hacer el llamado ese día o hacerlo algunos días después
no hace diferencia, darse un poco de tiempo para distinguir intuición de emoción, eso
puede ayudar. Cuando uno tiene una intuición muy fuerte respecto de algo, esta
permanece en el tiempo. Las emociones y los deseos, en cambio, fluctúan, vienen… y se
van.
No pensar de más, algo bien pensado
Pensar racionalmente es una herramienta para utilizar pocas veces al día. Saber usar la
mente es tan importante como saber dejar de usarla. Aprender a hacerlo a conciencia es
un gran desafío, especialmente en estos tiempos, en los que la humanidad parece estar
atrapada en la locura del pensamiento y la velocidad, el consumo, los logros externos.
Si bien no usamos la razón para decisiones intuitivas, nos la pasamos pensando todo o
casi todo el tiempo. Pensar y pensar sin tomar demasiada conciencia de ello es como una
estática de fondo constante que, de tan acostumbrados, consideramos normal.
El pensamiento intelectual ha sido sobrevalorado durante los últimos doscientos años,
lo hemos elevado como la increíble característica que nos distingue de los animales, sin
notar que los pensamientos, también, son el origen de todos los problemas de la
humanidad.
¿Cuánto tiempo del día nos la pasamos pensando? Casi todo el día… ¿Y qué
porcentaje de estos pensamientos son inútiles o directamente negativos? Un alto
porcentaje. Esto nos aleja del fluir con atención en el momento que posiblemente sea el
estado mental y emocional óptimo para la vida y las decisiones cotidianas.
Fluir implica no forzar. Surfear la ola, en lugar de enfrentarla o dejar que nos tape y
ahogarnos. Atención en el momento no es concentración intelectual o especulación, sino
31
conciencia de uno mismo y conexión con la situación. La intuición está muy despierta
entonces. Pero para ello es particularmente necesario estar —aunque sea de a momentos
— en un estado de no pensamiento.
Pensar bien implica no pensar de más, pues hacerlo drena la energía y cansa la mente,
el intelecto pierde su filo para cuando lo precisamos verdaderamente. En una mente
estresada llena de pensamientos inútiles, siempre vinculados al pasado o al futuro, la
atención y la intuición disminuyen. La calidad de las decisiones simples y cotidianas,
disminuye. Hasta el disfrute del momento disminuye. Y aun siendo así, estamos casi
todo el día atrapados en cadenas de pensamientos concatenadas, un pensamiento lleva a
otro y este otro a uno nuevo. Las cadenas de pensamientos inconscientes o
semiconscientes son como un ruido constante de fondo, que muy lenta y
disimuladamente tiene efectos poco saludables. Es hábito. Un hábito poco saludable.
Es importante remarcarlo: saber usar bien la mente para decisiones que lo ameritan es
tan importante como saber dejar de usarla cuando no se necesita.
Atrapados en universos mentales
Existe extensa y formidable literatura sobre la importancia de apagar el intelecto y llevar
la atención al aquí y ahora. Abundan cursos, técnicas y disciplinas —como el yoga—,
que tienen como piedra angular este conocimiento. Hay muchos caminos para bajar la
electricidad mental, caminos más bien directos como los ejercicios de respiración
consciente, la meditación, rezar y otros, igual de válidos pero quizás no tan directos. Por
ejemplo: mirar un paisaje, escuchar música, cantar, bailar, hacer deporte, o actividades
artísticas como pintar.
32
Lo cierto es que entrar en un estado de no pensamiento y conexión con el ahora es
posible en cualquier lugar, en cualquier momento y en cualquier actividad. También es
cierto que hay actividades más mentales que otras y que pueden tornarlo más difícil.
33
Uno se sumerge en universos mentales para planear, para decidir. Es natural que así
sea. La cuestión es cuando quedamos atrapados en estos universos mentales todo o casi
todo el día, día tras día, cuando no es necesario. Deja de ser práctico y se transforma en
agotador y estresante. Y así, buena parte del día estamos tomados por la mente: el río de
los pensamientos no tiene cauce ni control y entonces se torna dañino, se estanca, se
contamina e inunda los campos, arrasa sin control los pueblos.
A diferencia de épocas antiguas, en la actualidad, muchos trabajos (principalmente en
el mundo occidental) están más vinculados al uso del intelecto que al uso del cuerpo.
Esto ha generado una distorsión en las grandes sociedades: la gente piensa de más. Es
difícil apagar el procesador mental cuando se nos pide, se nos paga, se nos premia por su
uso. Durante más de un siglo hemos ponderado una educación sobre orientada a “abrir
los ojos y usar la cabeza” haciendo caso omiso de la importancia de “cerrar los ojos y
dejar de usarla”.
No saber dejar de pensar es una de las grandes enfermedades de los últimos cien años.
No es casualidad que las últimas décadas haya cada vez más personas que sufren
enfermedades mentales (ataque de pánico, depresión, paranoia, entre otras).
El pensamiento es solo un aspecto de la inteligencia. Es paradójico como algo tan
obvio como dejar de pensar y conectarse con el momento resulta tan complejo para
muchos de nosotros. Ya lo dijimos: una mente estresada es caldo para la reacción.
En nuestro ejemplo se ve claramente. Cuando el conductor está atrapado en
pensamientos relativos al futuro (llegar tarde a la reunión), siente ansiedad. Al pensar en
el pasado (no salir suficientemente a tiempo), culpa y enojo. Esto lo cansa, lo estresa
(sumado al cansancio y estrés acumulado), y al volar el espejo por los aires le resulta
difícil evitar el impulso. Por el contrario, al conseguir respirar y relajarse (aunque sea
mínimamente) se conecta con el momento, y entonces no solo evita la reacción, sino que
una alternativa creativa aparece ante sus ojos: vincular su tardanza con el incidente en el
tránsito. Esa es la magia de estar conectado con el momento.
Muchas de las mejores ideas de la humanidad surgieron desde un lugar de “no
pensamiento”.
Cuando la intuición nos engaña
34
Volviendo a las decisiones cotidianas, cada persona, en su especialidad, se va entrenando
en la repetición y le va bajando grados de razonamiento al accionar hasta volverlo
intuitivo. Esta proeza del aprendizaje humano resulta verdaderamente muy útil. Sin
embargo, es importante mencionar que podemos caer en algunas trampas de la intuición.
La mente humana es plástica: toma la forma que uno le da. Cuando utilizamos una
forma de decidir a diario, es posible que esa forma se expanda a tipos de decisiones que
ameritan encararse de una manera diferente. Un abogado puede caer en el sesgo de
encarar sus decisiones (fuera de lo laboral) de manera similar a como encararía un litigio
(argumentos en favor y en contra, escenarios posibles, ventajas y desventajas,
especulación, manipulación de información). El psicólogo, tal vez razone decisiones
fuera de su ámbito profesional con una orientación actitudinal, analizando la situación
como si se tratara del caso de un paciente. El financista, tal vez, piense decisiones
relativas a sus relaciones humanas en términos de pérdidas y ganancias… y así
podríamos seguir.
Cuando decidimos en un campo en el que no tenemos experiencia, nuestra costumbre
a decidir intuitivamente o según “el sesgo profesional” puede arrastrarnos a un proceso
de decisión de bajísima calidad.
La intuición trabaja con procesos asociativos, arribando a conclusiones rápidas.
Simplifica lo que ve, tiende a correr del medio la incertidumbre asumiendo resultados
ciertos, aunque estos estén sujetos a probabilidad. Esto sucede, por ejemplo, cuando
aseveramos cosas tales como “va a ganar el candidato X”, “tal equipo de fútbol va a ser
campeón”, “va a subir el dólar”.
La intuición descarta el pensamiento estadístico y muchas veces también el lógico.
Toma atajos para que el tiempo invertido en decidir y esfuerzo mental sean menores.
Estos atajos se llaman heurísticas.
Estos “atajos” son muy útiles para decisiones simples o para decisiones complejas en
las que ya nos entrenamos racionalmente. Aquí corremos a la razón de lado porque no es
necesaria, es más, estorba. Pero cuando decidimos sobre algo nuevo donde se necesita
intervención racional, podemos caer en la trampa de sobre confiarnos en la intuición —
que es la forma de decidir acostumbrada—. Está tan arraigada, que no podemos evitar
que la primera aproximación sea intuitiva, de la misma manera en que no podemos ver
una palabra sin leerla. De no estar atentos, estos atajos intuitivos pueden jugarnos
trampas lógicas. Por ejemplo, generalizar con evidencias pobres o información
35
insuficiente: “Las últimas tres veces a Juan le cayó mal la leche, Juan no puede tomar
más leche”. “Daniel es cordobés y muy inteligente, Mariano es cordobés y muy
inteligente. Todos los cordobeses son muy inteligentes”.
Hagamos el siguiente experimento1 para probar esta tendencia. Respondé intuitiva y
rápidamente la siguiente pregunta:
Un bate y una pelota juntos cuestan 1,10 dólares.
El bate cuesta un dólar más que la pelota.
¿Cuánto cuesta la pelota?
La respuesta que viene intuitiva y velozmente a la mente es 10 centavos. Pero esto no
es correcto, la intuición nos ha engañado. Pues de ser así, el bate valdría 1,10 dólares y el
total sería 1,20.
1,10 (el bate) + 0,10 (la pelota) = 1,20 en total
La respuesta correcta es que la pelota cuesta 5 centavos y el bate 1,05 dólares:
1,05 (el bate) + 0,05 (la pelota) = 1,10 en total
En este caso, el atajo intuitivo nos llevó a una conclusión equivocada. Incluso, podría
ocurrir que nos pongamos a “discutir” mentalmente el resultado: una parte del cerebro
acepta que puede ser 5 centavos (pero tendría que chequearlo, lo que implica un
esfuerzo); y otra parte insiste en que si la pelota más el bate cuestan 1,10 dólares y el
bate cuesta un dólar más que la pelota, pues entonces la pelota debería valer 10 centavos.
La fuerza de la intuición nos lleva a inventar rápidamente un resultado que parece
lógico en lugar de hacer el esfuerzo de calcularlo lógicamente.
Hay diferentes tipos de trampas intuitivas, también conocidos como “sesgos
cognitivos” (distorsiones en el procesamiento de algo percibido). Es útil conocerlos.
Desarrollaremos brevemente algunos de estos sesgos.
36
Sesgo de disponibilidad (Easy to recall)
Tenemos la tendencia a asignarle mayor probabilidad a los eventos que más presentes
tenemos en la memoria, al margen de su probabilidad de ocurrencia real. Mientras más
memorable y significativo sea un evento, cuánto más viva esté la información, más
distorsionaremos las probabilidades de suceder que le asignamos mentalmente.
Por ejemplo, cuando estamos manejando en una ruta vacía, digamos a 130 km/h, y de
pronto vemos en la banquina una ambulancia y un auto destrozado por un accidente.
¿Qué hacemos automáticamente con nuestra velocidad? La reducimos. Sacamos el pie
del acelerador. Sentimos miedo y necesidad de precaución ante la posibilidad de que
algo así nos ocurra a nosotros. De pronto, pareciera que las probabilidades de tener un
accidente son mayores, pero ¿cuánto tiempo demoramos en volver a acelerar el auto a
130 km/h? Poco tiempo. A veces, minutos. Todo esto ocurre de manera semiconsciente
pero, si uno arroja un poco de racionalidad sobre el asunto, lo ridículo de nuestro
comportamiento queda a la luz. Las probabilidades de tener un accidente no cambiaron,
pero al ver un accidente creemos —por un rato— que es más probable. Esto es un sesgo.
A lo que es “fácil de recordar” (easy to recall) le asignamos, intuitivamente, una
probabilidad mayor de ocurrencia que su estricta probabilidad estadística. La palabra
disponibilidad es en referencia a cuán disponible está en la memoria este evento.
Cuando vemos una publicidad que muestra a los ganadores de la lotería, puede que
tengamos la sensación de que existe un cierto nivel de probabilidad de ganar un premio
grande mucho mayor de lo que en realidad sucede (casos de éxito sobre casos posibles).
Lo cierto es que, si se evalúan matemáticamente las posibilidades reales de ganar un
premio grande (números propios sobre números sorteados), es posible que nadie más
compre un billete de lotería. Se han hecho decenas de estudios con grandes muestras de
personas para probar este sesgo estadístico.
En Estados Unidos donde los ataques de tiburón son “comunes”, se ha relevado que la
gente pensaba que era mucho más probable morir de un ataque de un tiburón a morir
aplastado por partes de un avión que caen del cielo2. La realidad es inversa a esta
creencia, pero como las muertes por ataques de tiburón están más frescas en la memoria
del público (en general por tener usualmente más prensa y ser más sanguinarias o
llamativas), la gente les asigna una probabilidad de ocurrencia mayor, que no
corresponde.
37
Como este, hay muchos otros ejemplos donde la intuición nos confunde al calcular
una probabilidad basada en la memoria cercana; a veces, llevándonos a decisiones que
lucen coherentes pero que en realidad están enfrentadas con la lógica. Por ejemplo, en la
Bolsa de Valores, cuando una acción sube durante muchos días seguidos, los operadores
tienden a pensar que es más probable que suba a que baje. Ante un accidente aéreo,
nadie quiere viajar en un avión de esa aerolínea durante los días posteriores al suceso. Si
en una empresa los últimos productos lanzados fueron exitosos, es posible que la
intuición nos lleve a sobreestimar las probabilidades de éxito de un nuevo producto a
lanzar. Todos estos casos son el “sesgo de disponibilidad”.
Nos sobre confiamos cuando tenemos experiencia tomando cierto tipo de decisiones,
cuando venimos con “buena racha” en los resultados. El creerse demasiado buenos
cuando la intuición es fuerte, sin detenernos a medir adecuadamente los riesgos en
decisiones complejas, nos puede dar una desagradable sorpresa.
El tentador corto plazo
Existe tensión entre las recompensas de corto y largo plazo, esto se ve claro en especial
en las decisiones de todos los días. La falta de atención en las pequeñas elecciones
diarias nos lleva a sobreponderar las recompensas de corto plazo, en desmedro de las del
largo.
El protagonista de la pequeña historia del tránsito no escapa a esta tensión. No está
fluyendo con atención en las decisiones cotidianas que menciona. La comida que elige,
el tipo de serie televisiva que decide ver, todo surge desde un lugar mental y emocional
poco regulado y poco consciente tal vez por ansiedad o necesidad de evadirse. Favorece
el placer de cortísimo plazo a costa de desordenar el largo. Se trata de decisiones de bajo
impacto a nivel individual pero que, entrelazadas y por efecto acumulativo tendrán, al fin
de cuentas, un impacto importante. Un pequeño desvío eventual no afecta en lo más
mínimo. Pero muchos pequeños desvíos que permitimos (o decidimos) de forma regular,
se transformarán tarde o temprano en un gran desvío. No es lo mismo una decisión
eventual cortoplacista, que el poco saludable hábito del cortoplacismo.
Si nuestro protagonista hubiese resignado el placer inmediato que le produce cenar
con cafeína y azúcar, o ver una serie sangrienta de noche, y en cambio hubiese realizado
38
alguna actividad que lo relajara para dormir mejor (reduciendo las horas de insomnio),
hubiera podido respetar el horario planeado desde un principio para despertarse y llegar,
entonces, a tiempo a su reunión.
La tensión entre el corto y el largo plazo es extensible a todo tipo de decisiones, no
solo las cotidianas. Favorecer resultados inmediatos que nos gustan (físicos,
emocionales, financieros) trae, casi con seguridad, complicaciones en el mediano o largo
plazo. Por el contrario, aquellas cosas que implican un esfuerzo en lo inmediato, aquellas
decisiones que tienen un nivel de pequeño sacrificio en el día a día, traerán posiblemente
buenos resultados en el tiempo.
¿Qué es más fácil: comerse un helado o salir a correr rutinariamente? ¿Cómo son los
resultados de ambas decisiones repetidas en el tiempo?
¿Qué es más fácil? ¿No estudiar, salir y emborracharse, trabajar poco y nada? ¿O
encarar una carrera o proyecto laboral o personal comprometida y sostenidamente en el
tiempo?
¿Qué es más fácil? ¿Aumentar el déficit fiscal con deuda o emisión monetaria
inflacionaria para aumentar el consumo y generar un falso pico de crecimiento
cortoplacista con fines electorales u ordenar las cuentas fiscales para generar inversión
en la economía real y fuentes de trabajo genuinas y de crecimiento sostenido?
Esta tendencia a favorecer el corto plazo es algo que muchos traemos desde niños. Se
han hecho decenas de experimentos psicológicos en este sentido. Uno de los más
famosos es “el test del malvavisco” realizado con grupos de niños pequeños, de forma
individual. En el test, se los ubica en una habitación sin mucho más que una silla, frente
a una porción de pastel. Se les aclara que, si esperan quince minutos sin comérselo, se
los recompensará con dos pasteles. Muchos se cansan de esperar y a los pocos minutos
se comen el pastel. Menos de la mitad consigue esperar los quince minutos y obtener el
doble.
Esta tendencia nos afecta a muchos que, de adultos, nos vemos seducidos de manera
irresponsable por los resultados cortoplacistas. Si tuvieses que responder si preferís
10.000 dólares de inmediato, en la mano ya mismo, o 10.200 en tres meses, ¿qué dirías?
En grupos grandes de personas, más de la mitad prefiere los diez mil dólares de
inmediato, por más que desde cualquier punto de vista (lógico, financiero, económico)
sea conveniente la segunda opción3. Más de la mitad chocando contra la lógica.
Curiosamente, se mantiene el mismo porcentaje del “test del malvavisco” en niños de
39
cuatro o cinco años de edad.
El impulso, la falta de paciencia, la intuición, operan rápido y uno se tienta con el
resultado que tiene a mano y fácil. La poca visión de largo plazo nos aleja del beneficio
óptimo y sostenido.
Las adicciones son casos extremos en los que se aprecia esta relación de mucha
recompensa de corto y altísimo costo de largo. Las drogas estimulan de modo artificial
regiones del cerebro que liberan dopamina, una sustancia que genera sensación de placer
inmediato. Con el tiempo las drogas, además de la adicción, provocan daños
irreparables. Sin embargo, no solo el alcohol o las drogas nos generan adicción. Hay
muchas actividades que nos generan placer o sensación de placer (recompensa de corto
plazo), pero tienen efectos negativos en el tiempo. Las compras compulsivas, el juego, la
comida en exceso y hasta el uso exagerado de tecnología y redes sociales son algunas de
ellas.
Entonces, tengamos en cuenta que, por lo general, las decisiones que benefician el
corto plazo complican el largo plazo.
Sesgo de confirmación
Tenemos la tendencia a buscar información e interpretarla de tal forma que nos confirme
lo que ya creemos. Es decir, si pensamos que el año entrante la economía va a andar bien
(y más aún si lo compartimos con otros, o si apostamos o estamos pensando en apostar
por eso), es posible que cuando veamos periódicos o informativos sobredimensionemos
las noticias positivas respecto del rumbo económico, y minimicemos las negativas. Lo
mismo es válido a la inversa.
Este sesgo confirmatorio opera sobre cualquier creencia. Por ejemplo, si creemos que
alguien es una mala persona es posible que estemos buscando actitudes que nos lo
confirmen y si, por ejemplo, alguien nos habla bien de una actitud de la persona en
cuestión, puede ocurrir que nosotros salgamos a defender nuestra creencia original.
Usando típicos argumentos como “fue una buena actitud, pero lo hizo en beneficio
propio”, “lo hizo porque le convenía” o “no lo hizo porque sea una buena persona”.
Asimismo, cuando nos topamos con alguien que habla mal de esta persona, seremos los
primeros en afirmar “no me extraña”, “yo ya lo sabía” o “yo te lo dije”.
40
A veces, moldeamos la realidad a lo que creemos en lugar de adoptar lo que creemos a
la realidad. Incluso, en algunas ocasiones, manoseamos la información cruda con nuestra
percepción selectiva para confirmar que nuestras creencias son verdaderas y que tenemos
razón. Una vez que damos por válido algo, nos resulta difícil cuestionarlo, mirarlo de
relieve, en perspectiva, movernos de ese lugar. Mucho más cambiar una creencia,
dinamitarla. No nos gusta estar equivocados, inconscientemente buscamos evitar aquello
que nos demuestra una equivocación. Por eso, en forma intuitiva, buscamos confirmar lo
que ya creemos, sin investigar neutral y científicamente, aun en situaciones de decisión
en las cuales esto pueda ser muy beneficioso y hasta crítico.
Romper el paradigma por decisión propia ante datos de la realidad, disolver una
estructura mental, es algo que puede ser doloroso. Este potencial dolor es un motorizador
del sesgo confirmatorio —en su estado agudo, ceguera cognitiva— casi como una
medida psicológica inconsciente para auto protegernos. Identificarnos de manera
obsesiva con algo, sobre todo cuando se trata de una creencia limitante y falsa, puede ser
no solamente injustificado sino nocivo. Aun así, nos cuesta horrores cuestionar lo que
creemos.
Un popular experimento que se realizó con monos y bananas nos puede servir como
modelo para preguntarnos sobre nuestras rígidas suposiciones que buscamos confirmar
con desesperación.
Se eligieron cinco monos al azar y fueron ubicados en una jaula en la que había una
escalera que conducía a unas bananas que colgaban del techo. Naturalmente, uno de los
monos fue por las bananas. En el momento en que agarró una, echaron potentes chorros
de agua fría sobre los monos que quedaban abajo. Luego de un rato, otro mono fue por
las bananas, y volvieron a tirar agua fría sobre los cuatro restantes. Así ocurrió repetidas
veces. En cierto momento, los monos entendieron la relación entre buscar la banana y el
agua fría, entonces, cuando alguno de ellos pretendía subir a la escalera, los otros cuatro
le daban una golpiza. Llegó un punto en que ningún mono se subía a la escalera.
Luego, sacaron de la jaula a uno de los monos y pusieron a uno nuevo. Al poco
tiempo, este intentó subirse a la escalera en búsqueda de las bananas, pero los otros
cuatro le dieron una golpiza. Probó algunas veces más y, de inmediato, recibía la
golpiza, antes de llegar a alcanzar las bananas. Dejó de intentarlo. Reemplazaron a otro
de los monos originales por uno nuevo. El nuevo mono fue por las bananas y los cuatro
restantes (incluido el que había entrado recientemente, que nunca había recibido un
41
chorro de agua fría) le dieron una golpiza. Luego de repetidos intentos y repetidas
golpizas, el nuevo mono no se acercó más a la escalera.
Continuaron cambiando los monos, uno por uno, sacando a los originales y
reemplazándolos por otros que no habían sido expuestos al chorro de agua fría. Volvió a
suceder lo mismo que en las ocasiones anteriores. Intentos de buscar la banana y
golpizas por parte de los otros cuatro.
Llegó un momento en que ninguno de los cinco monos originales estaba en la jaula.
Sin embargo, cada vez que cambiaban a un mono y este intentaba subir a la escalera,
recibía una tremenda golpiza. A estas alturas, ninguno de los monos golpeadores había
sido víctima del chorro de agua, sin embargo atacaban a cada mono nuevo que pretendía
acercarse a la banana. Tal vez, la “regla del chorro de agua” no corría más, pero los
animales habían quedado atrapados en la fuerza de la costumbre, de la tendencia, de la
repetición, sin posibilidad alguna de cuestionarse si eso tenía algún tipo de propósito o
utilidad (por cierto, son animales).
La pregunta ahora es: ¿no nos comportamos como estos monos?, ¿no damos por
válidas cosas que ya no lo son, atrapados dentro de marcos de pensamiento o tendencias
conductuales?, ¿aferrados a creencias, a paradigmas de vida que ya no nos sirven en lo
más mínimo? Lo más delicado, seguimos procesando lo que percibimos sesgadamente
de manera de asegurarnos a nosotros mismos que aquello en lo que creemos es
razonable, coherente, es “la verdad”. Nos duele mucho autoadmitir equivocaciones.
Sesgo de anclaje
42
En general, en las estimaciones o negociaciones, partimos de un valor inicial y luego
vamos realizando ajustes. Este mecanismo intuitivo no está mal en sí mismo, por
ejemplo, cuando uno hace una estimación en función de un promedio histórico. El
problema es que la fuerza de la costumbre nos puede llevar a comenzar la estimación
desde un ancla equivocada, que luego es difícil de mover. Esto es especialmente
delicado cuando se trata de algo que desconocemos y nos proporcionan un valor inicial.
Nuestra intuición nos jugará la peligrosa pasada de ajustar la estimación en torno a ese
valor, por muy ilógico que sea, sin chequearlo. Si se nos presenta un número, y después
se nos hace una pregunta, la respuesta que proporcionaremos estará condicionada por el
primer número, aunque sea absurdo y no guarde relación con la pregunta. En general
ajustamos en la dirección correcta, pero con magnitud insuficiente, por el valor del ancla.
Hay infinidad de estudios sobre el efecto del anclaje. Por ejemplo, en un estudio sobre
este prejuicio cognitivo se dividió a una serie de personas en dos grupos. Al primero de
ellos se le preguntó si Gandhi tenía más de 9 años al morir y al segundo se le preguntó si
tenía menos de 140. Aunque el anclaje era evidentemente erróneo, el primer grupo
consideró de media que la edad de fallecimiento de Gandhi era de 50 años, mientras que
la media en el segundo fue de 67, lo que representa una diferencia significativa.4
En otro experimento, le preguntaron a dos grupos numerosos de personas de
43
características similares sobre la población de Rusia. En un caso, la pregunta era: “¿Es
mayor o menor que 300 millones de personas?”. Las respuestas variaron, pero en general
fueron menores que dicha cifra y con una media de 200 millones. Al otro grupo, se le
preguntó: “¿Es la población de Rusia mayor o menor que 50 millones de personas?”, el
promedio de las respuestas fue de 80 millones. Los ajustes se hicieron en la dirección
correcta, pero de magnitud insuficiente.
Muchas veces, cuando un turista con cierto desconocimiento se pone a negociar una
rebaja en el precio de un producto en un mercado turco o indio, suele negociar la rebaja
como un porcentaje del precio inicial, que está muy sobrevalorado. Uno está
consiguiendo un buen descuento, pero respecto de un ancla artificialmente alta. Al no
saberlo, uno se queda con la idea del descuento y naturalmente se motiva a realizar la
compra.
En el campo de la negociación, esto se relaciona con el poder de “la primera oferta”.
Especialmente en ámbitos de ambigüedad e incertidumbre, donde no hay criterios
objetivos sobre cómo valorar algo que quiere transarse, hay expertos que recomiendan
realizar siempre la primera oferta, para anclar la negociación en un rango en torno a esta.
El efecto anclaje puede ser difícil de evitar, aun tratándose de un anclaje irracional.
Supongamos que compramos un activo bursátil en 10 mil pesos. Este activo sube
linealmente hasta 20 mil pesos y creemos que va a bajar. ¿Lo venderías?
Ahora, si este activo subió hasta 30 mil pesos y luego bajó a 20 mil pesos, pero
igualmente creemos que va a seguir bajando. ¿Lo venderías? Es posible que nos cueste
un poco más. Tenemos el valor de los 30 mil anclados, molestándonos en nuestra
decisión racional, o que debería ser racional. Aún más: el efecto anclaje se contamina
por el malestar que nos genera no haber vendido a 30 mil pesos y el capricho de
mantener el activo con tal de ver si vuelve a subir, aun en contra de nuestra estimación
racional de que siga bajando.
Efecto marco
Este sesgo intuitivo nos lleva a tomar diferentes decisiones ante una misma situación que
es expresada desde dos puntos de referencia distintos. La información es exactamente
igual, pero al cambiar el marco en el que se presenta la información, nuestra decisión
44
cambia.
Imaginá que vas al supermercado a comprar un producto y encontrás el siguiente
cartel:
Tomá conciencia de cuánto te motiva a realizar la compra.
Imaginá que al día siguiente vas a otro supermercado a realizar la misma compra del
mismo producto, y te encontrás el siguiente cartel:
¿Sentirías la misma motivación? Si bien es extraño que hoy en día uno se encuentre
con un cartel así, de hacerlo, lo más probable es que te sientas desalentado a realizar la
compra. Se trata de un producto idéntico, a un mismo precio, y vas rumbo al
supermercado con la misma intención de comprarlo. Pero el marco de referencia, la
forma en que se te presenta el precio te influye al punto de que tal vez decidas diferente.
Todo es exactamente igual, pero en el caso del descuento tenemos la sensación de estar
“ganando” o ahorrando $ 10, mientras que en el segundo, la sensación de estar
perdiéndolos. Ya nadie habla, por ejemplo, de “recargo por pago con tarjeta”, sino de
“descuento por pago en efectivo”.
Se han hecho numerosos estudios en este sentido confirmando lo expuestos que
45
estamos sistemáticamente a este sesgo. Uno de los más famosos es el conocido como “la
epidemia de Asia”, conducido por Amos Tversky y D. Kahneman, en el que se les
planteaba a un grupo de médicos las siguientes alternativas ante una epidemia hipotética
que afecta a 600 personas:
A. Salvar 200 vidas.
B. Optar por una solución alternativa donde la probabilidad de salvar a las 600
personas es de un tercio.
La gran mayoría optó por la primera opción (la segunda lucía muy arriesgada).
Luego plantearon a otro grupo de médicos (de características iguales al anterior) la
misma situación de una epidemia hipotética, pero con las dos siguientes alternativas:
A. Mueren 400 personas.
B. Un tercio de probabilidades de que no muera nadie.
La gran mayoría optó por la segunda opción.
El experimento se realizó repetidas veces, arrojando siempre el mismo resultado. A la
luz de las cuatro alternativas, es fácil darse cuenta de que ambas situaciones son
exactamente iguales, solo que planteadas con diferente enunciación. ¿Por qué ocurre
esto?
Porque los individuos sentimos mayor preocupación por evitar pérdidas respecto del
statu quo que el entusiasmo que nos despiertan las ganancias (respecto del statu quo). Es
decir, perder 10 pesos me da más disgusto que el equivalente de placer que me debería
dar ganarlos. Esta es la explicación del “efecto marco” que deja de relieve que la
formulación de las alternativas que manejamos a veces pesa más en nuestras decisiones
que las alternativas en sí mismas, por más que esto viole las leyes de lo racional. En este
caso, se plantea primero la situación desde el marco de “salvar” vidas, y luego desde el
marco de “dejar morir” personas.
Hagamos el siguiente experimento:
Tenés 500 pesos en el bolsillo y te ofrecen un juego en el que se tira una
moneda. Si sale cara, perdés 300 pesos, pero si sale ceca, te dan 400.
46
¿Jugarías?
Detenete y pensalo de verdad, ¿jugarías?
Ahora, olvídate de lo que pensaste antes e imaginá esta otra situación:
Tenés 500 pesos en el bolsillo y te ofrecen un juego en el que se tira una
moneda. Si sale cara, te quedás con 200 pesos, pero si sale ceca te quedás
con 900. ¿Jugarías?
Pensalo, ¿jugarías?
Si respondiste cosas diferentes, o lo mismo pero con diferente nivel de convicción,
quedaste atrapado en el efecto marco porque —obviamente— ambas situaciones son
iguales.
A través de estudios científicos con este tipo de experimentos en grandes grupos de
personas, se ha descubierto que quienes son más susceptibles a caer en este sesgo tienen
una mayor activación de la función de la amígdala al momento de hacer una elección. Es
decir: una descarga emocional más importante que naturalmente nubla el uso de la razón
(incluyendo decisiones que pueden necesitarla).
En marketing, este tipo de trucos se utilizan mucho, por ejemplo, poniendo en góndola
un aceite o un vino muy caro, que nunca se vende pero hace lucir —por comparación—
más barato al que tiene al lado. Intuitivamente decidimos por comparación en función
del punto de referencia disponible, y caemos en este tipo de trampas. Ante una situación
idéntica pero en la que no estuviese el producto excesivamente caro, y el siguiente en
precio fuese entonces el más caro, es posible que no lo eligiésemos, yendo por uno de
precio inferior.
Dicho todo esto, ¿qué preferís: un producto con un 1% de grasa u otro producto 99%
libre de grasa?
Atrapado por el costo hundido
47
Cuando uno —a lo largo del tiempo y para avanzar con una alternativa—, va incurriendo
en costos (y persiste en la actitud) a pesar de que el camino elegido no esté dando los
resultados esperados; puede suceder que estemos atados, innecesariamente, a algo que es
mejor cambiar.
Uno necesita (psicológicamente) compensar, amortizar el esfuerzo o inversión de
alguna manera, y entonces nos cuesta aceptar un fracaso, tomar la pérdida y dar vuelta la
página. ¿Cuántas veces vemos hasta el final una película mala? ¿O terminamos hasta el
último bocado una comida que no nos gusta en un restaurante muy caro?
Imaginate que te comprás un par de zapatos carísimos. Los usás una o dos veces y te
das cuenta que te quedan un poco incómodos. ¿Los seguís usando a pesar de eso…?
Posiblemente sí. Ahora, si esos mismos zapatos te los hubiesen regalado, tal vez tu
voluntad para seguir usándolos no sería tan fuerte. Incluso, quizás vuelvas a regalarlos…
¡Pero si los compraste vos regalarlos “duele” más!
La situación hoy es la misma: los zapatos te quedan incómodos, ¿qué importa cuánto
pagaste por ellos o si te los regalaron? ¡El dinero gastado en los zapatos, ya no vas a
recuperarlo! Sin embargo considerar intuitivamente ese costo hundido (o ya incurrido) te
está estorbando para tomar una decisión inteligente hoy.5
Este silencioso sesgo afecta decisiones en diferentes ámbitos de la vida. Con
cuestiones monetarias, ocurre con frecuencia, tanto en decisiones individuales como
empresarias.
Imaginate que un corredor de bolsa te recomienda la acción de una empresa, te dice
que tiene un excelente potencial, que es una empresa industrial que vende en el mercado
interno y además exporta parte de la producción a Brasil. Ante la perspectiva de
crecimiento económico local, debería subir. Hace un año, las acciones estaban en 70 y
hoy están en 100. ¡Una ganancia espectacular! Como la economía se está consolidando,
debería “continuar la tendencia” y repetir la buena performance. Entonces comprás la
acción, a 100. Invertís una buena suma de dinero. La acción sube a 102 en pocos días, y
luego de una semana, a 104. Estás feliz, aunque ni pensás en vender, ¿¡cómo vas a
vender habiendo ganado solo un 4%, cuando seguro que sube mucho más!?
Efectivamente, llega a 110 a las pocas semanas. Pensás en vender, pero sin demasiada
convicción. Lo cierto es que no necesitás el dinero. Y si subió 10% en tan poco tiempo,
es porque compraste “una perla”. Te autoconvencés de que cuando llegue a 120 o 130 la
vendés. Es cuestión de esperar otro par de semanas. ¡Una inversión de lujo!
48
Sin embargo, a los pocos días, llega un mal dato económico de Brasil, hubo una fuerte
devaluación por salida de capitales. Como Brasil es un gran comprador de productos la
empresa, el precio de la acción vuelve a 100 inmediatamente. Estás como empezaste. Un
empate. No pensás en vender “sin haber ganado nada”, pero te planteás: “Cuando vuelva
a 110, esta vez sí vendo”.
Pasan unos días y ves que la acción baja a 95. Llamás al corredor, quien te dice que lo
de Brasil no mejora y que tal vez el precio baje un poco más, aunque “todos” piensan
que va a mejorar en “algún momento”. Te quedás tranquilo.
A los pocos días, la acción vale 90. El escenario político-económico local se empieza
a complicar un poco, y te da la sensación de que no va a mejorar en el corto plazo. No
llamás a tu corredor, es obvio que es así.
Además, ya lo llamaste hace unos pocos días. No querés parecer un pesado.
Considerás que es probable que el precio de la acción baje un poquito más pero de todas
formas, no querés vender. Te costó 100 (el “costo hundido”) y querés mantener un
activo, esperar a que recupere.
Efectivamente, hay nueva baja, a 80. Te lamentás no haber vendido en 95 o 90, pero a
su vez sentís que hacerlo en 80 es inadmisible y, “en tu cara”, la acción baja de golpe a
70. Llamás a tu corredor, enojado, casi desesperado. Te dice que Estados Unidos subió la
tasa referencia, algo que “nadie” vio venir. No entendés lo que te dice, ni siquiera sabés
lo que es la tasa de referencia, pero al menos la frase “algo que nadie vio venir” te hace
sentir un poco menos estúpido en ese momento.
Los días pasan y el disgusto por no haber vendido a 95 o 90 te sigue acompañando, es
muy molesto. En el fondo, te sentís un estúpido por haberte metido en algo que no
comprendés, por haber seguido el consejo de alguien a quien apenas conocés, por no
haber vendido en 110 ni en 100 ni en 90, a pesar de saber que la economía iba a seguir
empeorando. Pero en 70 no podés vender, ¡lo hubieses hecho en 80, al menos! Te
convencés: “la dejo ahí y me olvido hasta que rebote, ni voy a mirar el precio”.
Respetás la regla que te autoimpusiste de no mirar el precio, pero ¡solo por tres días!
Es imposible olvidarte. ¡Cómo vas a olvidarte de este error terrible! Seguís mirando qué
pasa, naturalmente. Hay un punto que chequear “cuánta plata estás perdiendo con esa
porquería que te hicieron comprar” tiene algo de adictivo y perverso. Y te fijás todos los
días, todas las horas… ¡en cada momento libre! Y, desde ya, la acción sigue bajando.
A las pocas semanas empieza a haber un consenso entre economistas de que “cambió
49
el escenario” y se aproxima un estancamiento económico a nivel local, la acción baja a
60. Estás psicológicamente arruinado, no soportás seguir perdiendo. Ya perdiste una
fortuna, y te autoconvencés de “salvar” el 60% de la inversión. Llamás a tu operador de
bolsa, que te dice que la acción está regalada, y que a estos niveles está para comprar
más y “que el precio promedio al que compraste te quede más bajo”. Además, “lo de
Brasil parece estar estabilizándose”. Entonces dudás, jamás pondrías una moneda más en
esta porquería, pero tal vez es cierto que no tiene sentido vender a precios de regalo.
Decidís esperar un poquito más.
Unos días después, toca 50. Sentís un enojo tremendo, pero te focalizás en pensar que
aún estás a tiempo de recuperar la mitad de lo que pusiste (acá opera el “efecto marco”:
en lugar de no vender cuando debías atrapado por “la plata que perdiste y querés
recuperar”, vendés cuando no debés pensando en la que “plata que aún estás a tiempo de
salvar”. Parece ridículo pero así funciona la mente a veces).
Llamás a tu corredor, tenés mucha bronca con él, pero sabés que insultarlo no tiene
ningún sentido, además te conviene estar en buenos términos. En última instancia, es
quien custodia buena parte de tus ahorros. Le decís que no podés soportar seguir
perdiendo más, no importa cuán “barata” esté la acción. Y entonces vendes. Salvaste el
50%. Un pésimo negocio, pero al menos, no perdiste todo. Sentís cierto alivio.
Obviamente, seguís viendo qué pasa con el precio. La acción baja hasta 45. Que buena
decisión haber vendido. Pero luego, ves que la acción rebota, y rápido. Va hasta 50, 55,
60. No entendés, porque lo de Brasil está peor que nunca y localmente no hay novedades
con la economía. No pensás comprar esa porquería, claro, pero solo para ilustrarte llamás
a tu corredor que te dice que, si bien la situación en Brasil está en su peor momento, hay
gran expectativa de que “tocó fondo” y solo resta rebotar.
A las pocas semanas, la acción vuelve a 70. Y tiempo después, efectivamente, Brasil
se empieza a estabilizar, y las expectativas de la economía local vuelven a mejorar. La
acción está en 90. Y al tiempo, Estados Unidos anuncia que no habrá nuevas subas de
tasa de interés, con lo que la acción vuelve a 100…
Y en el camino vos perdiste la mitad de lo que pusiste. Por no saber tomar una
ganancia, ni aceptar una pérdida a tiempo (es psicológicamente similar).
No podemos tolerar asumir la pérdida, admitir un fracaso ni siquiera ante nosotros
mismos. “Tarde o temprano va a rebotar”, “en algún momento va a ir bien”, “no puede
seguir bajando”, “con recuperar la que puse ya me conformo”, “ya va a cambiar”… son
50
frases típicas en estas situaciones, y por cierto una señal de alerta importante: el sesgo
del costo hundido te va atrapando cada vez más.
Este sesgo del costo hundido está profundamente arraigado en la mente humana, y es
precisa una poderosa atención para descubrirlo y no permitir que condicione una
decisión. Es muy probable que en un tenedor libre uno coma más que un restaurante
común, por la sensación de tener que amortizar el costo del cubierto (ya erogado), uno
come de más, ¡a pesar de no tener hambre! Hay parejas que no se separan a pesar de
querer hacerlo, por “los años que pasaron juntos”, porque están atrapados en la sensación
de que después de toda una vida “ya no vale la pena separarse”, aunque hacerlo sea un
íntimo deseo. Hay empresas que se aferran irracionalmente a proyectos que dan pérdida
(aun cuando no hay muestras de que vayan a mejorar) por “todos los fondos que ya
invirtieron”.
Como se sabe que este sesgo es muy común, en finanzas hay una práctica llamada
stop loss (“dejar de perder”). Al comprar un activo bursátil, se deja de antemano una
orden de “venta automática” si el activo baja un 5%. Sin tiempo para pensar.
Tomá la decisión en función de lo que pasa hoy, y de lo que pienses racionalmente
que va a pasar. ¡No permitas que las malas decisiones del pasado empeoren la calidad de
las decisiones del presente! Aprendé a “tomar la ganancia” sin que te ciegue la ambición.
Incluso, igual de importante, asumí la pérdida a tiempo sin que te atrape el sesgo del
costo hundido.
Es sabio ser paciente y darle tiempo a las cosas pero, a la vez, hay que saber soltarlas
y cambiar de rumbo cuando uno se da cuenta de que no funcionarán.
Como estos cinco, hay muchos otros tipos de sesgos cognitivos a los que estar atentos,
especialmente en decisiones que merecen un poco de racionalidad pero, que por
costumbre o impulso, las encaramos sobre confiados desde la intuición.
Entonces, un pilar de las decisiones de calidad es el evitar los sesgos cognitivos o
trampas intuitivas.
Con atención a estos sesgos y, especialmente, cuando se trata de decisiones de bajo
impacto la intuición entrenada por repetición es una buena amiga de las decisiones.
51
1 El pequeño ejercicio ha sido tomado del libro Pensar rápido. Pensar despacio, de Daniel Kahneman, Buenos
Aires, Debate, 2012.
2 Universidad Estatal de Ohio, 1995.
3 Si estudiamos el muestreo ordenado por edad de los participantes, nivel socioeconómico o educativo y rasgos
culturales, hay naturalmente variaciones en el porcentaje que elige la primera opción (oscila entre el 30% y el
90%).
4 Ejemplo tomado de “El efecto anclaje y el subconsciente traicionero”, de Fernando Calatayud
(www.rankia.com).
5 Varios de estos ejemplos han sido extraídos de los cursos de toma de decisión impartidos por la consultora en
management y toma de decisiones Tandem SD (Argentina).
52
TERCERA PARTE
Decisiones complicadas o de cierta
complejidad
53
Profundizando en el proceso de la decisión
Ir a vivir a otra ciudad. Renunciar a un empleo. Elegir una carrera. Casarse. Separarse.
Cambiar de colegio a nuestros hijos. Enfrentar a un jefe. Estudiar para un examen.
Internar a nuestros padres en un geriátrico. Aceptar un trabajo en otro país. Hacer un
viaje. Invertir. Reducir los gastos. Organizar un cumpleaños. Despedir a un empleado.
Emprender un proyecto. Alejarse de una persona. Comprometerse con una disciplina.
Cambiar de carrera. Jubilarse…
Es hora de abordar aquellas decisiones que no son casuales, que tienen relativa
importancia, o bien un impacto considerable. Decisiones que, si las encaramos de forma
simple y rápida, intuitivamente, los sesgos harán su juego y enfrentaremos riesgos mal
calculados, exponiéndonos, en vano, a resultados inesperados. Decisiones donde el
intelecto se superpone con la emoción, con la intuición. Puede que a veces todo esté en
línea, pero, otras veces, todo aparece entreverado y no hay nada evidente ni fácil.
En algunas ocasiones, lo que dice el corazón no guarda relación con lo que dice la
cabeza. Lo que quiere el ego tironea fuerte en desmedro de lo que sugiere el espíritu. Las
emociones no son claras, las estructuras nos limitan, las opiniones nos influyen por
demás, y uno se confunde, pierde el entusiasmo y, en lugar de decidir, se deja llevar sin
rumbo ni objetivo. Como un barco que va a la deriva, a donde la marea lo lleve.
Por el contrario, a veces creemos tener todo “muy claro” y hacemos oídos sordos a los
sabios consejos o indicios que el Universo insinúa. Avasallamos al mundo con nuestras
decisiones y acciones que responden solo a la premisa de lo que uno quiere. Estamos
atrapados en diálogos internos que se auto refuerzan y, bajo la excusa de satisfacer
nuestros deseos, puede que hagamos un desastre en el camino, estrellándonos, tarde o
temprano, contra la pared de la realidad. Los deseos ciegos van en sentido opuesto de lo
54
que más nos conviene…
Hay algunas decisiones que vale la pena analizar desde diferentes puntos de vista.
Decisiones en las que es necesario detenerse y considerar tanto sus aspectos internos
(qué emociones hay involucradas, qué nos moviliza, qué miedos están en juego), como
los aspectos externos (las alternativas, sus costos, el riesgo y los resultados posibles).
Hacerlo agregará calidad y valor al proceso decisorio.
Un cristal que proponemos para entender mejor las decisiones complejas es pensarlas
en dos grandes momentos.
Primer momento: ocurre algo que dispara el tener que decidir, es el motor de la
decisión. Puede tratarse de un problema, una oportunidad, un deseo, lo que fuera que nos
lleve a evaluar diferentes cursos de acción. Está en juego la personal relación entre el
decisor y el mundo con el cual interactúa. O, más bien, lo que el decisor percibe del
mundo.
De este momento se desprende el objetivo de la decisión, parte esencial del proceso.
Es cierto que uno puede, aún frente a un disparador, no decidir. Pero es distinto no
decidir por un estado de inercia o temor, a evaluarlo como una alternativa más. Mantener
el statu quo, dejar que pase el tiempo sin hacer nada, es igual de válido que hacer algo. Y
como tal, tendrá sus costos, sus riesgos y sus beneficios.
Segundo momento: es el análisis de los cursos de acción posibles y la elección
propiamente dicha (un “momento” naturalmente posterior a algo que nos moviliza a
decidir y actuar). Es aquí cuando se evalúan las alternativas y sus riesgos asociados. Es
muy importante, a la hora de medir el riesgo, haber identificado y reducido al máximo el
miedo innecesario. Si tenemos miedo no justificado, podremos caer en la trampa de
suponer los riesgos más grandes de lo que en realidad son. En esta etapa, se estiman los
resultados posibles, se analizan estrategias de alternativas combinadas en el tiempo, se
piensa la secuencialidad de las decisiones, se toma información del pasado para predecir
lo mejor posible reduciendo la incertidumbre, entre otras cosas. El final de este proceso
(que podrá ser más o menos formal, más o menos racional) será el curso de acción a
implementar. Postergar la decisión también puede ser un curso de acción a considerar.
Luego, llevamos a la práctica aquello que decidimos, pues no tiene sentido hablar de
decisión sin acción asociada. Esto es crucial. Analizar, tomar una decisión, adoptar un
compromiso con cierta acción y luego no implementarla… ¡es peor que no decidir!
Cuando uno no cumple un compromiso tomado (con uno mismo o con los demás) pierde
55
poder, confianza en uno mismo, o la pierden los demás. Es como si se tratase de una
“cuenta bancaria emocional” que se debita. Desde ya, si ocurre algo en el camino que
nos lleva a frenar la decisión, o cambiar la alternativa elegida, es un caso totalmente
diferente.
La desgastante tendencia a decidir y no implementar por falta de compromiso con la
acción ocurre no solo en el ámbito de lo personal, sino también en lo organizacional.
Esto incluso sucede en empresas de primera línea que muchos de nosotros (desde el
desconocimiento) pensamos que son eficientes.
Este marco de los dos momentos de una decisión (disparador y análisis) es una mirada
simplificadora, pero no simplista. Si no simplificamos lo complejo a la hora de
abordarlo, se dificulta la verdadera comprensión. En la práctica, la división de estos
momentos no es tan clara, puede haber superposiciones.
La Teoría de las Decisiones propone pasos metódicos que están naturalmente
contenidos en nuestro enfoque en las próximas secciones. Estos pasos son:
a. La definición de objetivos.
b. La generación de alternativas.
c. El análisis de las mismas (costos, riesgos y resultados posibles) y la posterior
elección e implementación.
El modelo tiene la ventaja del método, de la prolijidad. Encarar ciertas situaciones con
el lente de un sistema ya pensado puede ser de gran ayuda, especialmente en lo que se
conoce como “decisiones dóciles” o “decisiones en mundos dóciles”. Son situaciones de
decisión con objetivos claros, riesgos y resultados fácilmente predecibles. De todas
56
maneras, es importante tener en cuenta que los métodos lineales de toma de decisiones
son incompletos para otros muchos casos… Por eso este libro los incluye, pero a su vez
los trasciende. Hay algo en el decidir que escapa a cualquier proceso formal y a la
funcionalidad prescriptiva de la metodología. Hay un arte invisible en el decidir que el
método, por mucho que sume, no explica.
Las decisiones lejos están de ser todas dóciles. Hay decisiones con muchos
componentes subjetivos, que las tornan resbaladizas para aplicar un modelo. Hay otras,
tan complejas, que necesitan abordarse con una visión mucho más integradora que el útil
(pero limitado) encuadre de la Teoría de las Decisiones. Para este tipo de decisiones, no
tiene sentido ir por un objetivo sin echar luz a lo que hay detrás de ese objetivo. O
decidir sobre posibles soluciones de un problema, sin capitalizar el aprendizaje interno
que propone la aparición de una situación “problemática”. No tiene sentido ponerse a
analizar riesgos con miedos injustificados porque estos distorsionan nuestras mediciones.
Hay algo inexplicable que opera detrás de las suertes y malas suertes. Hay cierto azar
que escapará a los encuadres formales y secuenciales, como una bailarina profesional
esquivando, divertida, las torpes trampas colocadas por niños con el afán de atraparla.
Los modelos, los enfoques metodológicos sirven, pero no alcanzan. Saber cuándo usar
recetas lineales y cuándo valerse de una sabiduría más integradora, la astucia de usar a
conciencia —de forma alternada o superpuesta— diferentes miradas, es lo que te
transformará en una persona que toma muy buenas decisiones en su vida.
Antes de sumergirnos de lleno en el proceso de decidir y sus dos momentos,
repasaremos brevemente la importancia y subjetivad de las decisiones, y marcaremos los
diferentes subtipos de decisiones que existen para las decisiones complejas.
Importancia personal de la decisión
En las situaciones de decisión, aquello sobre lo que “se decide” tiene una importancia,
un impacto que serán siempre subjetivos. No tiene sentido cuestionar la importancia
relativa de las decisiones, por más que muchas veces lo hagamos.
El presidente de un país evaluando si implementar una política que involucra a miles
de personas luce más importante que la decisión de un adolescente de invitar o no a salir
a la chica que le gusta. ¿Pero lo es? ¿Es más importante? Para el chico probablemente no
57
lo sea. Por más que a nivel general la cuestión del presidente resulte más relevante (y
esto también podría discutirse), a nivel individual —el foco primario de esta obra— no
interesa tanto esta comparación.Lo único que nos atañe es la importancia subjetiva que
cada decisor le da a aquello sobre lo que está decidiendo, entendido como impacto de la
decisión. Esta importancia debe ser cuestionada de manera introspectiva. Por ejemplo,
cuando estés por decidir algo “importante”, analizá el porqué de esa importancia. Las
decisiones importantes nos angustian pero tenemos la fuerte tendencia de ir primero
hacia afuera y empezar a especular sobre alternativas y resultados posibles: el mundo
externo de la decisión. Lo positivo es abordar los aspectos internos de la misma.
Sencillamente el preguntarse “¿por qué le doy tanta importancia a esto?” o “¿por qué
me angustia esta decisión?” es un ejercicio que orienta la mirada hacia adentro y que
puede ayudarnos a relativizar la decisión en cuestión. Esta pequeña pero sincera revisión
individual nos dará perspectiva.
Muchos de nuestros problemas surgen del exceso de importancia que le cargamos —
en forma inconsciente— a los mundos externos sobre los cuales operamos. En ocasiones,
no le damos importancia a cuestiones (casi siempre internas) que sí la merecen. Una
ecualización consciente de la importancia que le otorgamos a las cosas afina nuestra
capacidad decisoria.
Subjetividad de la decisión
¿El mundo que percibimos y sobre el que operamos es subjetivo u objetivo? ¿El mundo
existe si alguien no está allí para verlo?
Un sonido en medio de un desierto sin ningún ser vivo que lo escuche nunca llega a
ser sonido en el sentido que lo entendemos: es solo una vibración en el aire. Cuando uno
dice que la pared es verde, y otro dice también que es verde… ¿Es realmente verde?,
¿cómo estamos seguros de que el “verde” que la otra persona ve es el mismo verde que
vemos nosotros? Y si fuera un daltónico que ve la pared gris, ¿la pared es verde pero
él la ve gris? ¿O es gris para él y verde para uno? ¿O cada uno la ve de un color
diferente, pero en definitiva, no sabemos de qué color es la pared?6.
Hay un mundo que percibimos de manera “conjunta”, pero esa generalidad no nos
otorga la autoridad suficiente como para declarar que este mundo es objetivo. Podremos
58
decir que es intersubjetivo y, a través del lenguaje, acordar que estamos percibiendo lo
mismo. Y en rigor, por más que nos pongamos de acuerdo en que vemos lo mismo,
nunca podremos verificarlo por la sencilla razón de que uno no puede introducirse en la
mente del otro para corroborar la concordancia de percepciones. Nunca sabremos si el
verde que el otro ve es igual que el verde que nosotros vemos.
Mundos lineales y mundos rebeldes
Existe muchísima literatura y filosofía que profundiza en esta temática. Hay paradigmas
“clásicos” que sostienen la existencia de objetividad, nos hablan de mundos bien
definidos por fuera del observador, de leyes constantes, de verdades que se sostienen en
el tiempo más allá del lente de quien las esté mirando. Mundos rígidos y predecibles con
información suficiente. En el otro extremo, numerosas corrientes de vanguardia aseveran
lo contrario. Alimentadas por los descubrimientos de la física cuántica, sugieren que el
59
mundo que percibimos solo existe por y para nosotros. Son líneas de pensamiento como
el relativismo y el solipsismo, algunas de ellas afirman que no hay nada más allá que el
sujeto perceptor. El mundo ni siquiera existe si nosotros no lo percibimos. No hay nada
sin observador. El mundo solo se materializa cuando uno posa su mirada en él. La
realidad es maleable, plástica, resbaladiza, no obedece a ninguna ley fija y es algo
prácticamente imposible de asir.
Esta obra valora ambos paradigmas.
Los modelos lineales hacen base en el paradigma clásico, y son especialmente útiles
cuando se trata de decisiones cuyos mundos son de índole lógica, orientados a lo
cuantitativo, como lo es el mundo de lo operativo, de las matemáticas, de la economía,
de las finanzas, de la física no subatómica, de la logística o similares. Como decíamos, la
literatura de la decisión los llama mundos “dóciles”.
Las decisiones dóciles están marcadas por su nivel de complejidad bajo, son fáciles de
pensar bajo el paraguas de método. Sus características son:
Claridad de los objetivos (con un alto componente cuantitativo).
Inexistente o baja conflictividad entre objetivos (en caso de haber más de uno).
Las alternativas son evidentes, lineales, y afectadas por riesgos conocidos y
medibles.
Los riesgos tienen probabilidades de ocurrencia física o son fáciles de estimar.
Si este tipo de decisiones son de fácil abordaje, ¿por qué decimos que son complejas y
no intuitivas? Porque a pesar de ser decisiones dóciles, es necesario cierto uso de la
razón, una aproximación intuitiva será incompleta.
Claro que hay otro tipo de decisiones, que son las que más nos interesan. Hay mundos
más resbaladizos, como el de las relaciones humanas, los fenómenos sociales, la política,
mundos más cualitativos. Aquí, los modelos también tienen utilidad, aunque resultan
incompletos. Hay decisiones que son “rebeldes” a la hora de domesticar con
metodología. Las características de este tipo de decisiones son:
Los objetivos no están del todo claros.
Los objetivos tienen componentes cualitativos y cuantitativos.
Hay más de un objetivo y, en general, están en conflicto entre ellos. Opera la
60
conocida “ley de la sábana corta”7.
Las alternativas no son evidentes ni lineales, se pueden combinar, se condicionan
entre sí, se limitan o se potencian.
Los riesgos se conocen menos, y están lejos de tener probabilidades objetivas o de
estimación sencilla.
La subjetividad es alta. La emocionalidad comprometida es alta. El impacto es alto.
Para este tipo de decisiones, es necesario ampliar la mirada y aplicar cierto arte
adicional que el modelo no facilita. Este arte hace base en los paradigmas más cercanos
al mundo cuántico, por eso los llamamos “mundos subjetivos”. Este tipo de decisiones,
generalmente, son las que más nos angustian. Mucho de la decisión se juega en el
decisor, en el marco de referencia, el punto de vista.
A continuación, veremos algunos ejemplos de situaciones de decisión con diferentes
grados de complejidad que, además, nos ayudarán en el desarrollo del contenido
posterior.
Casos
Nivel I. “La apuesta”: decisión dócil (baja complejidad, baja subjetividad)
Caso A
Imaginate que un amigo a quien le encantan las apuestas (y tiene mucho dinero) te
propone el siguiente juego.
Te ofrece dos alternativas. En una te regala 100 pesos. No hay truco ni mucho que
pensar, te da 100 pesos. En la otra, tiran una moneda (la moneda es genuina). Si sale
cara, te da 500 pesos. Si sale ceca, tenés que darle vos a él 10 pesos de tu bolsillo.
Detenete un minuto y pensá qué harías. ¿Te quedás con los 100 pesos seguros? ¿O “te
la jugás” a ver cómo cae la moneda? ¿Cuál es tu primera respuesta, rápida, tu respuesta
intuitiva?
Podés verlo así:
61
Opción 1 = 100 pesos seguros.
Opción 2 = Probabilidad de 50% de ganar 500 pesos y probabilidad de 50% de tener
que poner 10.
Bien. ¿Ya decidiste? Acordate de tu respuesta.
Caso B
Ahora pensá la misma situación pero, en lugar de con pesos, con miles de dólares. Es
decir, la opción uno son 100 mil dólares en certeza. Te los regalan, sin truco. La segunda
opción es tirar la moneda. Hay 50% de probabilidades de llevarte 500 mil dólares, y 50%
de tener que pagar de tu bolsillo 10 mil dólares.
Opción 1 = 100 mil dólares seguros.
Opción 2 = Probabilidad de 50% de ganar 500 mil dólares y probabilidad de 50% de
tener que poner 10 mil.
¿Qué harías ahora? Lo pensarías un poco más, ¿no?
Nivel II. “La indemnización laboral”: decisión de alta subjetivad y complejidad
Hace veinte años que trabajás en una empresa multinacional de primera línea. Hiciste
carrera allí pero, desde hace unos cuatro años dejaste de avanzar. Por un lado, la
compañía dejó de crecer pero por el otro, también te estancaste. Las tareas que antes te
parecían desafiantes y divertidas, hoy te parecen rutinarias y aburridas. La gente con la
que interactuabas a diario dejó de interesarte. En los últimos meses, un incipiente
desgano te invade por las mañanas antes de ir a trabajar. Sin embargo, seguís firme y
cumpliendo con tus responsabilidades, prolijamente. Tu sueldo es bueno, tu cargo es
bueno, estás muy bien valorado en la opinión de todos. Los altos directivos siempre
dicen que la empresa es como una gran familia y vos, con veinte años de trayectoria,
podés considerarte “un miembro importante”.
Un día como cualquier otro, te llama la gerente de Recursos Humanos. Te informan
62
que hicieron una auditoría que resultó mal y te tienen que desvincular. Te quedás helado.
¿De qué te hablan? Te acusan de haber cometido un “grave error” y que por lo tanto se
trata de un despido con causa, es decir, no corresponde indemnización. Te dicen que lo
que descubrieron es el resultado de una auditoría externa, pero que no pueden darte más
detalles. A pesar de poder despedirte “con causa y sin indemnización” te ofrecen una
suma de 10 mil dólares por tu antigüedad. A cambio, vos tenés que firmar tu renuncia.
Te aseguran que es lo “más fácil para todos” y, particularmente, “lo menos traumático
para vos”.
Si no firmás, te despiden, y no te pagan nada.
A pesar de la confusión, tenés el buen tino de no firmar. Siempre fuiste un empleado
intachable, además de un excelente profesional, no entendés de qué te están hablando.
¿Por qué no te muestran “el grave error” del que te acusan? Sospechás que te
corresponde mucho más de indemnización. Un guardia te acompaña a la puerta y te
dicen que tus efectos personales te los van a enviar a tu casa al otro día.
Esa misma tarde, casi en shock, consultás con un abogado de confianza.
En el transcurso de los días siguientes seguís al pie de la letra las recomendaciones de
tu abogado. Enviás carta documento reclamando un importe cinco veces más alto en
concepto de indemnización —que es lo que en realidad te deberían pagar—. Te
responden que el despido fue con justa causa y no te corresponde nada.
Paralelamente, te siguen ofreciendo los 10 mil dólares en la negociación a cambio de
cerrar el asunto.
Sentís mucho enojo, odio por lo ocurrido. Se trata de una injusticia total. ¿Un grave
error? ¡Que te expliquen cuál es, al menos! Tu abogado te comenta que en las grandes
corporaciones, cada tanto, ocurren estas cosas. Suceden cuando quieren despedir a un
empleado de mucha antigüedad y pretenden evitar pagar grandes indemnizaciones.
Frente a esto, mucha gente se asusta y firma la renuncia para asegurarse lo que les
ofrecen, pero, al hacerlo se crucifican, porque luego es casi imposible pelear legalmente
por la indemnización verdadera.
Otras veces, las empresas de primer nivel contratan grandes firmas de auditoría que
tienen que encontrar algo “sí o sí”, para mostrarse eficientes ya que si todo está bien y no
encuentran nada, quienes las contratan pueden interpretar que, en realidad, el control es
lo que está mal hecho; motivo por el cual si estas grandes firmas de auditoría no hallan
nada simplemente lo inventan, lo fuerzan, agarran un pequeño error involuntario y lo
63
transforman en algo mucho más grande que, incluso, puede usarse como causal de
despido. “Y… bueno, te tocó a vos”, dice el abogado.
¡Qué bronca, qué mala suerte! Estás tan enojado que se te pasa por la cabeza ir
personalmente a increpar a su casa a la gerente de Recursos Humanos.
Nunca tuviste ningún problema legal con nadie. Toda la situación te pone muy
nervioso. Transcurren unas semanas, las cartas documento van y vienen, cada vez son
más agresivas. Tal vez, si no mejoran la oferta, haya que ir a juicio, te dice tu abogado.
¡Pero el juicio te aterra! Mirá si algo “sale mal”…
El abogado que te dice que en un juicio, que se resolvería en dos años, tus
probabilidades son:
50% de llevarte 50 mil dólares
50% de tener que pagar mil dólares (en concepto de costas del juicio)
(La estructura del caso es muy parecida a la anterior, y los resultados están muy
simplificados a los efectos de la didáctica).
¿Qué harías?, ¿qué preguntas formularías o te formularías?, ¿cómo evaluarías esta
decisión?
Nivel III. “Monte Everest”: decisión de alta subjetividad, complejidad y
emocionalidad (caso real)
A Doug le había costado mucho, aquel año, reunir dinero para la expedición a la
cumbre del monte Everest. Poco había podido ahorrar de su trabajo como cartero, pero
los niños de la escuela primaria donde daba charlas lo habían ayudado mediante la venta
de rifas y actividades de esa naturaleza. Además, Rob —guía y uno de los fundadores de
Adventure Advisors— lo había ayudado con un importante descuento. Adventure
Advisors es una empresa que provee los guías experimentados y coordina la subida a la
montaña. Los alpinistas pagan por ese servicio un altísimo precio y la empresa,
naturalmente, solo admite a quienes están entrenados para subir.
Doug ya había forjado una relación de amistad con Rob, dado que aquella sería la
tercera vez que intentaría llegar a la cumbre de Everest con Adventure Advisors. En las
64
ocasiones anteriores no lo había logrado, Rob le había indicado que debía descender
debido a las condiciones climáticas (junto con su extremo cansancio) lo hubiesen puesto
en riesgo. En esta oportunidad Doug se sentía preparado. Además, ya no era joven, y
aquel sería su último intento; pues por las duras condiciones del ascenso y la falta de
oxígeno es imposible hacer cumbre luego de cierta edad. Doug era fanático del
alpinismo y la aventura, y uno de sus sueños había sido siempre llegar a la cima del
Everest. Cuando le preguntaban por qué le gustaba tanto el alpinismo, Doug respondía:
“Es algo que me hace sentir libre, la situación límite, al borde del cansancio, del riesgo,
me siento realmente vivo cuando estoy en la montaña”.
Doug les había prometido a los chicos de colegio que esta vez llegaría, y ellos le
habían dado una bandera para que la clavase en la nieve al llegar a la cima. Doug era un
optimista de la vida: escalar montañas era su pasión, ponerse un objetivo y alcanzarlo,
cueste lo que cueste. Con la fortaleza de esta creencia, había hecho su promesa. Estaba
convencido que esa vez lo lograría.
Aquel mayo de 1996 se embarcó nuevamente en la aventura de la escalada.
Debido a la falta de oxígeno y el cansancio, hay reglas preestablecidas para quien
emprende la expedición (ya probadas y estudiadas) que no pueden alterarse. Horarios,
caminos y medidas de seguridad que hay que respetar sí o sí. Por sobre todas las cosas
deben acatarse las instrucciones de los guías.
Aquel año, además de la empresa de Rob, otras agrupaciones se habían sumado al
negocio de organizar escaladas pagas a la cumbre del Everest para alpinistas. En el
campo base, había un número de alpinistas récord y muchas compañías tenían planeado
hacer cumbre en días similares, debido a que la ventana de tiempo para conseguirlo es
muy acotada por los rigores del clima.
Junto con Rob, en Adventure Advisors eran dieciséis participantes y dos guías más.
Luego de muchos días de aclimatación y escalada, solo diez habían alcanzado el último
campamento —junto con los guías— antes de encarar finalmente la cima. Para llegar a
esta instancia, tuvieron que hacer turnos con los clientes de otros grupos para tomarse de
las sogas en los desfiladeros, lo que había generado retrasos los días previos. Molesto y
cansador, pero nada grave.
Todos tenían la intención de llegar, pero la montaña, según algunos de los alpinistas,
tiene su propia personalidad, su propia alma y, como si fuera una deidad, define la suerte
de quiénes la desafían hasta su cumbre: la montaña es quien tiene la última palabra.
65
Los otros seis se habían quedado en los campamentos anteriores.
Aquel día todo transcurría bajo condiciones normales hasta cuando se encontraron en
el tramo final, cerca de la cima. Habían partido a las 4 am, todavía era de noche, pero no
había viento. Con las primeras luces de la madrugada, la nieve cobraba un tinte
espectral, tonos blancos y azules que se alternaban entre las sombras de las rocas y las
caídas. Avanzaban en fila, sujetados por sogas, en silencio. Una marcha de almas
solitarias al borde de sus energías, en busca de un sentido que solo puede comprenderse
entre quienes atraviesan experiencias similares.
Harían cumbre como máximo a las dos de la tarde, y estarían en el campamento de
vuelta antes del anochecer. Eso era clave, porque para la madrugada siguiente había
pronóstico de tormenta.
En aquel tramo —debido a la gran altitud— todos llevaban un tanque de oxígeno para
suplir su falta. Adventure Advisors tenía dos tubos de oxígeno de reserva a pocos metros
de la cumbre. Era una medida preventiva por si alguien lo necesitaba de urgencia, pero
nunca habían llegado a necesitarlos.
Ya casi sobre la cumbre, un viento imprevisto los sorprendió y lentificó la marcha.
Los participantes estaban al límite de sus fuerzas y, mientras algunos llegaban a la cima
y emprendían el regreso, otros todavía estaban ascendiendo. Entre ellos, el último era
Doug. Estaba extenuado, pero tenía que llegar a la cima. Era el sueño de su vida.
Quienes descendían se cruzaban con Doug, que aún subía. El viento era fuerte, lo que
lo retrasaba aún más. Cuando Rob, que cerraba el grupo de los que bajaban, se cruzó con
Doug, le ordenó descender. Ya no quedaba nadie en la cima, ni de Adventure Advisors,
ni de otras compañías. Todos estaban rumbo al campamento.
Si bien se encontraban a poca distancia del objetivo, ya eran las tres, estaban una hora
retrasados. Doug se había atrasado demasiado, quizás no estuviera en las condiciones
físicas óptimas requeridas para llegar a la cima.
Doug se negó a descender, quería llegar. Le recordó a Rob que por su edad, aquel
sería su último intento. Que alcanzar ese punto le había llevado muchos días de difícil
subida, que no podía abandonar ahora. Que si no lo conseguía esta vez, no lo lograría
jamás y que era el sueño de su vida. El guía se negó, no era seguro permitir que Doug
subiera. Doug le mostró la bandera con dibujos que habían hecho los niños. En los
dibujos estaban él y ellos en la cima. No podía abandonar estando tan cerca. Se los había
prometido.
66
Rob también deseaba que Doug llegara a la cima y empezó a dudar. Ya lo había hecho
bajar las veces anteriores. Tenía un vínculo de amistad con Doug. Esta vez, además, lo
había ayudado con el descuento. Sentía que no podía defraudarlo. Discutieron un poco,
pero ambos estaban muy cansados, tanto para reñir como para pensar claramente.
No estaban tan lejos después de todo y había solo una hora de retraso, pensó Rob.
Además, si lo acompañaba, podían ir más rápido y volver al campamento antes de que
cayera la noche. Él había hecho cumbre varias veces. No debería ser un problema.
Finalmente cedió y juntos continuaron el ascenso.
Demoraron hasta la cumbre una hora más. Estaban dos horas retrasados respecto del
horario máximo, pero habían llegado, lo habían conseguido. Doug plantó la bandera y se
sacó una foto. El problema fue cuando empezaron a descender. Doug estaba exhausto e
iba extremadamente lento. Rob lo animaba, lo empujaba, lo arrastraba, pero apenas
conseguían avanzar. El viento había empeorado. Dado el retraso, ya quedaba poco
oxígeno en el tanque de Doug, por lo que Rob pensó que utilizaría los tanques
preventivos cuando alcanzaran ese punto.
Desde el campamento base notaron que la tormenta pronosticada para la madrugada
estaba empezando a formarse en el valle prematuramente. Se desencadenaría antes de lo
previsto. Alertaron a Rob, quien empezó a ponerse nervioso: Doug apenas podía
avanzar. Con el oxígeno, de todas formas, estaría mejor y apurarían la marcha. Era solo
cuestión de llegar a ese punto. Rob estaba comunicado por walkie-talkie con los otros
guías y los puso al tanto de la situación. El guía de la base lo alertó que ese mediodía
otro grupo había tenido problemas con un tubo de oxígeno y había pedido permiso para
utilizar uno de los tanques de reserva de Adventure Advisors. Como la tormenta estaba
pronosticada recién para la madrugada, y el horario de bajada máximo era a las catorce,
él lo aprobó. Seguramente no se trataba un problema de vida o muerte pero ¿por qué no
ayudarlos?, había pensado. Aun así, tuvo la precaución de pedirles que solo utilizaran un
tubo; por lo que debería quedar el otro completo.
El guía que lideraba el descenso hacia el campamento notó la velocidad a la que la
tormenta se acercaba. Sin el sol, la temperatura estaba bajando mucho. Por walkie-talkie
alertó a Rob para que se apuraran lo más posible.
Luego de muchísimo esfuerzo Rob y Doug consiguieron alcanzar el punto donde
estaba el oxígeno de reserva, pero Rob se llevó un tremendo disgusto. Un tubo estaba
vacío, y el otro —como tenía media carga y la temperatura había disminuido más de lo
67
previsto— se había congelado. Aquel mediodía, cuando solicitó ayuda, el guía de la otra
compañía había encontrado los dos tanques al 70%. Como nunca se utilizaban, hacía
bastante que no los reponían. El guía necesitó valerse de un poco de carga del segundo
tanque para recomponer a su cliente.
Sin oxígeno, Doug apenas podía moverse. La tormenta ya estaba muy cerca y pronto
se iría la luz. Desde el campo base, le dieron la instrucción a Rob de bajar sin Doug. Era
imposible mandar rescatistas con esas condiciones meteorológicas (la tormenta se había
originado en el valle, y subía hacia la cumbre). Rob se negó, dijo que no iba a abandonar
a Doug a su suerte. Que prefería aguardar como pudiera hasta que la tormenta pasara.
Ante esta decisión, el guía de la base detuvo su marcha y decidió ir en rescate en Rob
y Doug, llevando oxígeno. Aún faltaba un trecho largo para el campamento y la tormenta
estaba sobre ellos; pero imaginó que con oxígeno podría mejorar a Doug y, entre él y
Rob, bajarlo. Les indicó a los otros alpinistas que volvieran al campamento. Sabía que
no era lo mejor que lo hicieran solos, y menos con tormenta, pero hacía años que tenía
una amistad con Rob y no toleraba la idea de dejarlo allí arriba.
La tormenta empeoró y el guía se demoró mucho más en llegar hasta el punto donde
estaban Rob y Doug, acurrucados contra un risco. El frío era insoportable. Para cuando
llegó, estaban cubiertos de nieve. Y a pesar de tener oxígeno, de nada sirvió a Doug que
había muerto congelado.
Los otros alpinistas, sin guía y con la tormenta encima, se perdieron. Pasó un buen
rato hasta que reencontraron el camino. En el ínterin, cayó la noche. Era casi imposible
avanzar. El viento los volteaba. El frío y el cansancio eran inmanejables. Las fuerzas se
agotaban.
Solo dos consiguieron llegar al campamento. El guía que había quedado en el
campamento, salió al rescate de los otros. Consiguió salvar a dos más. Los otros cinco,
junto con Rob y el guía que habían quedado cerca de la cumbre, también murieron aquel
fatídico mayo de 1996, además de Doug.
Sus cuerpos aún están en la montaña.
La montaña tiene la última palabra… Eso dicen.
El análisis de estos tres casos se distribuye a lo largo de las siguientes secciones, en
función de las temáticas que iremos abordando.
68
Primer momento: el motor de la decisión
Como antes mencionábamos, entendemos el primer momento de la decisión como todo
aquello que nos motoriza a decidir, a actuar.
Este “primer momento” se superpone en los hechos con el análisis y la acción (el
“segundo momento”). Sin embargo, abordar didácticamente a la decisión por partes nos
permitirá profundizar, ver con mayor nivel de detalle, mejorar el entendimiento.
En esta sección trabajaremos diferentes temáticas, todas interrelacionadas.
Comenzaremos revisando desde qué lugar nos paramos frente a ciertas decisiones. ¿Un
lugar de aceptación inteligente y de protagonismo? ¿O de queja y victimización?
Luego, veremos qué ocurre cuando es un problema el que nos lleva a tomar
decisiones. Profundizaremos en la importancia de jugar con el punto de vista a la hora de
encararlo, mirarlo como desafío, oportunidad; y entonces descubrir y capitalizar el
aprendizaje que la situación “problemática” guarda para nosotros.
Más tarde, nos adentraremos en la naturaleza de los deseos como motor de nuestras
decisiones. Exploraremos su doble filo, dado que por un lado movilizan y por el otro
prometen una felicidad que nunca llega. ¿Cómo trascender esta realidad? Veremos el
componente egoísta de algunos deseos (el famoso “ganar–perder”) y sus consecuencias,
también hablaremos de la sabiduría de transformar ciertos deseos en intenciones.
Por último, nos involucraremos en el necesario trabajo de identificar el objetivo de las
decisiones. Haremos un especial análisis del tratamiento de objetivos de diferente
impacto, cómo priorizarlos, cómo gestionar el conflicto, el “tironeo” entre ellos.
Exploraremos la relevancia de las buenas definiciones y las pequeñas metas en la
construcción coherente de un gran logro.
El lugar desde donde queremos cambiar el mundo
Si uno se preguntara a sí mismo: ¿qué es lo que me lleva a tomar ciertas decisiones?, o
bien ¿por qué, o ante qué, tomo decisiones? Podríamos enumerar muchas respuestas o
motivaciones, pero todas girarían, más o menos, en torno a lo mismo: deseos,
necesidades, problemas y oportunidades. En última instancia, podríamos decir que
siempre hay un deseo o una necesidad empujándonos a decidir y accionar. Incluso ante
un problema, uno desea la solución que cree óptima.
69
Decidir tiene asociado una acción —o una “no acción” elegida conscientemente— que
genera un cambio en el mundo que percibimos. Del mismo modo, podemos buscar
preservar el statu quo —si es lo que queremos— cuando este se ve amenazado por algo.
En términos de proceso es lo mismo.
La brecha entre el mundo que percibimos (o su rumbo) y el mundo deseado, nos
motiva naturalmente a decidir y accionar. Antes de hacerlo, es necesario aceptar el
mundo tal cual es en el momento. Puede que no nos guste y queramos cambiarlo, pero
solo la aceptación interna del mundo tal cual es nos permitirá decidir y actuar
inteligentemente. Recordá: la aceptación de lo que “es” es un proceso interno, no
externo. Esto es posicionarse en un lugar de protagonista de la decisión. Aceptar el
mundo nos permite accionar para cambiarlo desde un lugar positivo.
Decidir a conciencia nos llevará a un lugar de responsabilidad por las consecuencias
de las acciones que elijamos.
El protagonista se pregunta constructivamente: “¿Qué es lo mejor que puedo hacer yo
respecto de esto que ocurre? ¿Para qué ocurre esto?”.
Por el contrario, alguien en lugar de víctima no acepta, y entonces reacciona. La
reacción tiene como amiga a la culpa: la culpa de quien reaccionó, la culpa de aquellos
que hicieron reaccionar a alguien. Las reacciones desmedidas vienen acompañadas de
frases como “yo no tengo la culpa, ellos tienen la culpa, ¿de quién es la culpa?”…
¡Como si la culpa fuese algo que pudiese poseerse!
La “víctima”, a veces, en lugar de reaccionar se paraliza y se queja, estancada solo en
el plano del pensamiento. La decisión sin acción asociada, no es decisión, es solo un
juego intelectual, mental. La víctima se pregunta “¿Por qué me ocurre esto?”, desde un
sentimiento de inacción, no de manera constructiva.
¿En qué lugar nos paramos cuando estamos en una situación de decisión,
especialmente frente a algo que no nos gusta? ¿Víctima o protagonista?
70
Cuando a uno se enfrenta a decisiones ocasionadas por “situaciones problemáticas”,
entonces, la aceptación —previa a la decisión y a la acción— hace la diferencia. A uno
no le gusta lo que está pasando, pero reaccionar desde un lugar de no aceptación, de
enojo, es más probable que traiga peores consecuencias que una acción consciente.
Ahora bien, ¿cómo hacer más fácil la aceptación de un problema? Estar atento al
aprendizaje y jugar con el punto de vista es de gran ayuda…
Jugar con el punto de vista: el arte de mirar problemas como desafíos
Muchas veces lo que dispara las decisiones importantes son problemas que surgen. Los
problemas son, simplemente, parte de la vida. Es imposible tener una vida sin
problemas. Existen problemas de todo tipo: de salud, de dinero, de relaciones, de
profesionales. Y todos, tarde o temprano, nos vemos enfrentados a esta clase de
situaciones y, posiblemente, tengamos que tomar decisiones al respecto.
¿Cuál es nuestra tendencia, nuestro patrón? Muchos vemos el problema como algo
malo, algo que no debería estar pasando y queremos resolverlo cuanto antes. No nos
gusta la pérdida, de ningún tipo. Pretendemos que todo vuelva a la “normalidad” lo antes
posible: una vida sin problemas. ¡No aceptamos internamente lo que está pasando!
Desde este lugar, puede que pretendamos forzar una solución, imponerle a lo que ocurre
una medida de fuerza (en sentido figurado). Pero, esa actitud, ¿resuelve las cosas? En
ocasiones no, y en otras sí; pero cuando lo hace, lo hace solo en apariencia. ¿Por qué?
Muchos de los problemas que uno juzga importantes encierran un aprendizaje para
71
nosotros. Las situaciones difíciles que se nos presentan pueden estar mostrándonos algo.
Tal vez un error o una serie de errores que fuimos cometiendo en el pasado a los que no
prestamos importancia. O quizás se trata de algo que se venía gestando hace tiempo y no
lo vimos, o bien lo vimos, pero hicimos “la vista gorda”.
Por eso, cuando forzamos desde un lugar de no aceptación una solución, puede que el
problema parezca resuelto, pero no se trata de una solución real, solamente es una
solución de forma. No hay aprendizaje, entonces, es posible que repitamos las actitudes
que atrajeron ese problema hasta nosotros. Con el tiempo surge otra situación
problemática, en apariencia diferente de la primera, con personajes y circunstancias
distintas; pero, si uno presta atención, encuentra una estructura de la situación muy
parecida a la que se había presentado antes.
Por eso, cuando surja un “problema”, antes de buscar febrilmente soluciones desde un
lugar de negatividad, de no aceptación, lo positivo es preguntarse qué es lo que uno
puede (o tiene que) aprender con eso que se presenta. Cambia el posicionamiento inicial.
En lugar de pensar “Esto no puede ser así, vamos a arreglarlo” (a veces a cualquier
costo), nos movemos a “Esto es así. A mí no me gusta, pero es así. ¿Qué puedo (o tengo
que) aprender con esto?”.
Luego, naturalmente, buscaremos soluciones, pero habiendo aceptado la situación y
con el aprendizaje capitalizado. La pregunta “¿qué puedo aprender?” es previa —o
simultánea, al menos— a las preguntas “¿qué quiero?” (deseos/objetivos) y “¿qué puedo
hacer?” (alternativas). Estas temáticas se desarrollarán en las próximas secciones.
Paralelamente, ante situaciones que no nos gustan, es importante tener en cuenta que
encararlas desde diferentes puntos de vista enriquece muchísimo todo el proceso. La
habilidad de mirar las cosas con distintos lentes agrega valor, siempre que se trate de
decisiones que lo ameriten (ya lo dijimos varias veces: llamar al intelecto cuando este no
es necesario genera desgaste, no tiene sentido dedicarse a matar mosquitos a cañonazos).
Al variar el lente, la paciencia se incrementa, se abren ventanas nuevas. Variar el lente
nos ayuda a aceptar la situación tal cual es. El punto de vista define muchísimo. Además,
¿Hay una verdad sin un punto de vista asociado? ¿Existe aquello que es? ¿O solo existe
aquello que vemos? ¿La pared es verde o simplemente uno la ve verde?
Muchos afirmamos que “las cosas son así” en lugar de “las cosas yo las veo así”.
¿Cuántas discusiones, cuántas peleas, cuántos conflictos a lo largo de la historia han
generado proposiciones como la primera? Porque si uno asevera que “las cosas son así”
72
pronto aparecerá otro que diga “las cosas no son así”. Y estaremos confrontando dos
verdades, lo que nos llevará a discutir, a argumentar, a tironear, tal vez a gritar, a
pegarnos, a bombardearnos. Porque este territorio es mío, tu Dios es falso, sos una
persona despreciable y ustedes están equivocados.
A veces coloreamos nuestras percepciones subjetivas con el pincel de la verdad
categórica, generando juicios y conflictos al confundir interpretaciones con hechos.
Las verdades más profundas se esconden sutiles y silenciosas, disimuladas tras los
aspectos superficiales y maleables de la realidad, que son los que en general percibimos
y enaltecemos, defendemos o atacamos, como si fueran éstos las últimas verdades. La
verdad, de existir, está mucho más allá de cosas que se pueden ver o tocar; es como una
brisa exquisita que apenas susurra detrás del eterno ruido del mundo, y solo aquellos que
están muy atentos pueden sentir, apenas, como un efímero destello.
Hay gente que mata en nombre de la verdad cuando —en realidad, sin saberlo— están
matando solo en nombre de un punto de vista. Esto es muy distinto de defender e,
incluso, pelear —cuando uno lo considera necesario— por nuestros puntos de vista (en
lugar de “las verdades”). Hacerlo, puede llenar el juego de gracia, aunque este contenga
un poco de disputa. Tornará las emociones internas menos violentas aunque nuestros
límites externos sean claros y firmes.
Des–identificarse de las estructuras, de las rigidices, de las “verdades” y elegir a
conciencia los puntos de vista, amarlos incluso, es increíblemente poderoso.
Saber que la lucha tiene algo de juego y el juego tiene algo de lucha, pero que —en
última instancia— muchos de los conflictos se resumen a un juego de puntos de vista,
nos dará la fuerza y flexibilidad necesarias para la vida y la toma de decisiones.
73
Decíamos que, en ocasiones, lo que dispara las decisiones importantes son problemas
que aparecen. Ahora bien, a veces el problema no es el problema en sí mismo. La forma
en que vemos el problema es el verdadero problema. Existe literatura de sobra que habla
sobre lo positivo de ver a los problemas como desafíos para resolver una situación, y a
las crisis como oportunidades.
Si uno presta atención, reconocerá que muchas de las tormentas que atravesamos nos
hicieron más fuertes, o bien, gracias a ellas se nos abrieron nuevas puertas, nuevos
caminos. Nos desvinculan de un trabajo, lo vivimos como algo terrible pero, a los dos
años, o a los cinco, o a los diez, al ver hacia atrás, es posible que uno diga: “qué bueno
que me echaron; las cosas que viví y los mejores trabajos que conseguí gracias a que
ocurrió eso”.
Lo mismo cuando una pareja nos deja. Nos duele, nos duele el ego, nos duele el amor
que habíamos depositado en alguien que no lo quiere y nos lo devuelve como si fuera
74
una bolsa de papas. Sin embargo, al tiempo (¡a veces es mucho tiempo!) uno reconoce
que la separación era lo mejor que nos podía pasar.
Una llamada de atención del cuerpo nos obliga a estar en reposo por varios días: es un
problema, sí. Habrá que dejar muchas cosas de lado por un tiempo y eso puede ser
incómodo. Puede molestarnos, tendremos que delegar, o permitir que ciertas cosas
fluyan sin nosotros. ¿Es una oportunidad? También. El reposo obligatorio puede ser
utilizado para hacer alguna de aquellas cosas para las que nunca tenemos tiempo.
Además de descansar, uno puede aprovechar para formarse en algo que no requiera
esfuerzo físico, para conectarse con el arte, la literatura, o lo que fuera. Problema u
oportunidad, ambas cosas son ciertas y uno elige dónde poner el foco. Uno elige el punto
de vista.
En estos ejemplos no hay mucho que hacer más que aceptar lo que ocurre, transitar el
duelo o el proceso con la mayor naturalidad posible, capitalizar el aprendizaje y seguir
hacia adelante con fe, dando vuelta la página, avanzando hacia un nuevo capítulo que no
sabemos qué traerá, pero que seguramente será mejor que el anterior. En palabras de
Steve Jobs:
No puedes conectar los puntos viendo hacia adelante, solo puedes conectarlos mirando
hacia atrás. De modo que tienes que confiar en que los puntos de alguna forma se
conecten en el futuro. Tienes que confiar en algo8.
Hay otro tipo de problemas que sí disparan decisiones en forma directa. Un bajón
inesperado de demanda que pone en jaque las ventas y el flujo de caja, una seguidilla de
días lluviosos que amenaza con arruinar las vacaciones de toda la familia, un deudor que
dejó de pagarnos, o un acreedor que necesita los fondos en forma urgente. Estamos bien
en nuestro trabajo, pero la empresa se muda a otra ciudad, lo que nos obliga a decidir si
la acompañamos, o renunciamos negociando una indemnización por las buenas, o nos
consideramos despedidos y luchamos la indemnización “por las malas”.
Todo este tipo de problemas pueden ser vistos como oportunidades, grandes
oportunidades.
¿Un problema, o una oportunidad para buscar nuevos canales de venta inexplorados?
¿Un problema, o una oportunidad para generar actividades divertidas dentro de la casa
con nuestra familia y tener tiempo para comunicarnos de verdad, sin el ruido de los
75
constantes estímulos externos?
¿Un problema o la oportunidad perfecta para poder desarrollar nuestra creatividad
frente a una situación que uno juzga como “adversa”?
¿Nos preocupamos por lo que va a pasar con nuestra familia, el colegio de los chicos y
el trabajo de nuestra pareja de acompañar la mudanza de la empresa? ¿O vemos una
oportunidad para encarar la aventura de vivir en un lugar nuevo? ¿O para recibir la
indemnización sin pagar el costo emocional de un despido directo? ¿Lo veríamos como
una oportunidad para buscar un trabajo nuevo similar al anterior, sin mudanza de por
medio y habiendo hecho la diferencia económica de la indemnización en el camino? ¿O
no sería tan fácil verlo así de buenas a primeras?
Cambiar el punto de vista de problema a desafío, o de problema a oportunidad, nos
torna automáticamente más creativos, más holísticos, más optimistas. Hace la vida más
liviana y divertida; en lugar de pretender imponerle una solución a un problema,
buscamos fluir en el aprendizaje que todo desafío implica, y la “solución” a veces
simplemente aparece, se va dando.
Hay un dicho que expresa que hay dos tipos de problemas en la vida: los que se
solucionan solos y los que no tienen solución. Si bien la realidad dista de esta
afirmación, nos puede servir para aquietar la “febrilidad solucionadora” que algunos
tenemos.
Inconscientemente, vemos siempre primero un problema antes que un desafío. La
mente (a veces útil, a veces inútil y hasta peligrosa) tiene estas cosas: se apresura a ver
eventos como problemas antes que como desafíos. A diferencia de los desafíos, los
problemas nos habilitan a preocuparnos, una de las actividades preferidas de la mente,
pero ciertamente inútil. ¡Hay personas que ven un problema en todo, porque
inconscientemente están buscando cosas de qué preocuparse!
El ego quiere intervenir y solucionar. Pero no sabe que, por más “solución” que uno
pueda forzar, de no aprender con el desafío que se nos presenta, el desafío cambiará la
máscara y volverá a aparecer. Como decíamos antes, el desafío desaprovechado
reaparece con el rostro de un nuevo problema.
El problema es mental, el desafío es espiritual. El evento es uno solo, pero podemos
elegir con qué lente lo miramos.
Solo necesitamos confiar y aprender a ver los problemas como desafíos. Hay quien
dice que el “problema” es el lente: y que solo existen situaciones que nos gustan y
76
aquellas que no. A nadie se le envía una cruz más pesada de la que puede cargar. Las
cosas ocurren por algo, y el punto de vista con que las mires define mucho de lo que
harás y de cómo te sentirás al respecto.
A modo de resumen, cuando aparece un problema, ¿cómo te parás ante él?
¿Cómo vivís los problemas?
No aceptar (“los problemas no deberían existir”)
Aceptar (“los problemas son parte de la vida”)
Dueño de la verdad: “Esto no puede ser”
Consciente de punto de vista: “Lo que ocurre a mí no me gusta”
Verlo como “un problema”
Verlo como un desafío
Encapricharse con lo que uno quiere
Preguntarse ¿qué tengo que aprender? antes de ¿qué quiero/qué puedo
hacer?
Forzar solución desde un lugar negativo para volver al
statu quo
Aceptar el cambio, confiar en la línea de puntos
Ego solucionador
Fluir y decidir a conciencia y con inteligencia
Vamos a verlo en casos
En los casos que estuvimos desarrollando, este conocimiento es clave. Especialmente en
el del despido. La secuencia “Aceptación de la situación–Aprendizaje de la situación–
Jugar con el punto de vista” antes de ir ciegamente por lo que uno quiere puede hacer
una diferencia enorme.
Practicar la aceptación es muy desafiante con situaciones que nos resultan
completamente injustas. Las situaciones que nos gustan, las aceptamos, naturalmente.
Las que no nos gustan, no las aceptamos; y las que nos parecen algo horrendo las
rechazamos con cuerpo y alma. ¿Sirve actuar desde ese lugar, movilizado por emociones
negativas? Si uno empieza por la pregunta “¿qué quiero?” puede que la respuesta esté
viciada por las emociones, especialmente por el enojo, producto de no aceptar
internamente lo ocurrido.
Hay que decidir, sí, hay que actuar, sí. Pero antes es preciso aceptar: aceptar un
despido, una injusticia, un abandono, ¡lo que sea! Correrse del lugar “mirá lo que me
hicieron”, correrse de “la víctima”. Buscar revancha movilizado por una emoción
77
disfuncional no tiene nada que ver con decidir pelear con el ciento por ciento por algo
que uno cree que le corresponde.
Es obvio que la emoción de enojo, de furia (basada en la percepción de injusticia)
empantana el abordaje saludable de la situación, condicionando la decisión inteligente.
Si uno decide luchar por algo, denunciar una injusticia y disciplinar a personas que no
actuaron según lo que uno cree que está bien, pues entonces habrá que hacerlo con toda
la intensidad posible, ¡pero no desde un lugar interno de negatividad! Parece
contradictorio, pero en verdad se trata de un equilibrio delicado que, obviamente, puede
alcanzarse: lograr la poderosa combinación de mucha intensidad exterior producto de
una decisión consciente (no de una emoción de furia o venganza).
Si uno empieza un juicio, hace denuncias o, incluso, va a increpar alguien a la casa:
¿desde qué lugar interno lo hace? Aceptar una situación tal cual es marca una diferencia.
En el caso del ascenso al Everest, Doug —el hombre empecinado en llegar a la cima
— tampoco acepta (cuando aún está a tiempo) una realidad evidente, y de la que en el
fondo él es el único que tiene completo conocimiento: está al límite de sus fuerzas. No
tiene energías para llegar a la cima y volver sin correr un enorme riesgo. ¿Acepta esta
situación y corre el riesgo igual, a conciencia? ¿O ni siquiera la acepta? Esta “noaceptación” surge desde un lugar de apego al resultado, producto de deseos intensos, que
estaremos viendo en los próximos capítulos.
Volviendo al caso del juicio, luego de aceptar, es positivo preguntarse: ¿qué puedo
aprender con esta situación que no me gusta? Y, paralelamente, jugar con el punto de
vista, transformando el problema en una oportunidad o desafío. Como decíamos, es
positivo hacerlo antes de decidir, incluso recomendable hacerlo aún antes de identificar
los objetivos que uno persigue.
Preguntarse “¿qué puedo o qué tengo que aprender con esta situación?” cambia el
foco de “lo que quiero lograr”. Esa pregunta reduce los decibeles de la sensación de
injusticia. Naturalmente relaja el enojo, lo que para nada implica quedarse un lugar de
pasividad y permitir que se aprovechen de uno.
Desde ya, es posible que haya mucho para aprender de un despido laboral que uno
considera “injusto”. Tal vez uno haya estado extendiendo artificialmente un ciclo solo
por dinero o confort, o sensación de poder por un alto puesto alcanzado. Tal vez uno esté
apegado a un cargo por temor, por no animarse a cambiar. Por comodidad, uno quizás
prefiera evitar el esfuerzo y riesgo que implica buscar algo nuevo, aun a costa de
78
mantenerse en un lugar en el que ya no se quiere estar. Eso puede implicar un
desgastante costo energético que se acumula en el tiempo.
Quizás haya llegado el momento en el que la vida nos sugiera la aventura de un
camino laboral distinto. A pesar de estar preparados para recorrerlo hace tiempo, no
tomamos la decisión por motu proprio de alejarnos de nuestro actual trabajo debido a la
ceguera del apego a la rutina. Y entonces se configura el despido. Uno piensa que es
culpa de personas malas y que se trata de una terrible injusticia. Queremos revancha.
Pero hay un entramado de significado detrás de ciertos eventos que solo se devela
cuando uno corre del medio el espeso manto de los puntos de vista fijos.
Uno siempre puede ver este tipo de situaciones como una oportunidad en lugar de un
problema. Pero hay que estar muy atento, porque es desafiante conectarse con el sentido
de oportunidad en lugar de los aspectos negativos de la situación. Conectarse con todo
esto reducirá el despecho y enfado, y nos permitirá decidir mejor, pues las acciones que
surgen desde un lugar de negatividad en general densifican y enmarañan en lugar de
solucionar.
El doble filo de los deseos
Otro disparador de decisiones son nuestros deseos en general.
Todos tenemos deseos, nadie escapa totalmente del deseo. ¿Alguna vez te detuviste a
pensar qué son los deseos? ¿O de dónde vienen los deseos? ¿Uno decide qué deseos
tener o simplemente aparecen, como si tuvieran vida propia? ¿O es una combinación de
ambas cosas?
Quiero hacer esto. Quiero tener esto otro. Quiero ir a tal lugar. Quiero alcanzar tal
meta. Quiero, quiero, quiero. ¡Hay personas que parecería ser que tienen por preferida la
palabra “quiero”!
Hay deseos y deseos. Algunos de ellos se montan en necesidades, como la de comer.
Pero una cosa es la necesidad de alimentarse y otra diferente es el deseo de comerse una
torta. Otros, en instintos, como el deseo sexual. Pero una cosa es el deseo sexual y otro
es estar obsesionado con el sexo, o con una persona en particular. Y otros deseos, solo
aparecen.
Desde chicos nos inculcan el sentido del deseo, el deseo por el “éxito” en la vida; los
logros externos, materiales, profesionales, familiares. Hay personas que condicionan la
79
vida de sus hijos instruyéndolos en lo que “hay que hacer” en la vida para “tener éxito”
con límites demasiado rígidos. Y otras personas que, por el contrario, la condicionan al
no poner límites ni parámetros algunos a lo que los chicos quieren. Satisfacen sus deseos
y caprichos uno tras otro, y cuando los chicos crecen, este deseo (mal acostumbrado a
realizarse sin esfuerzo) es garantía de un golpe emocional fuerte en algún momento.
Una buena primera pregunta para hacerse al respecto es si los deseos que uno tiene
son realmente los deseos de uno, o son los deseos que algún otro tuvo para uno, y uno
inconscientemente los hizo propios.
Luego, es importante notar que los deseos tienen la peculiaridad del doble filo. No
tener deseos que nos muevan puede ser el cielo… o el infierno. Estar sin hacer nada
mucho tiempo puede ser el cielo… o el infierno.
Por un lado, los deseos nos motorizan a estar en acción, a tener que decidir, tomar
riesgos, comprometernos y esforzarnos en la construcción de aquello que queremos
logar. Esto es saludable para la mente y el espíritu. Cuando alguien se deprime no siente
motivación, se desconecta del motor de la acción de la vida.
La gente deprimida puede que caiga en un estado de no–hacer, pero no es un estado de
descanso y liviandad, de fluir con lo que va ocurriendo sin la constante intervención del
ego. Es más bien un estado de abandono, de apatía, de sentir que algo está apagado
dentro de nosotros y naturalmente vemos más oscuros los colores de la vida. Así que
bienvenidas aquellas cosas que nos mueven, que nos motivan, que nos desafían. En este
sentido, bienvenidos los deseos.
80
Pero, por otro lado, los deseos pueden ser tramposos, muy tramposos. Hay quienes
dicen que los deseos “persiguen la felicidad, pero en verdad encierran la semilla de la
infelicidad”9. Pues, cuando un deseo no se cumple, eso nos frustra, nos arroja a un
estado de enojo. En mayor o menor medida, de mayor o menor duración. Pero cuando el
deseo sí se cumple, cuando alcanzamos nuestro deseo, nuestra meta, nuestro objetivo…
Nos da felicidad, pero se trata de una felicidad temporaria porque, tarde temprano,
aparecerá otro deseo y el círculo vuelve a empezar. Es un laberinto sin fin, la rueda del
hámster, la trampa de los deseos. Ser observador de esta realidad subyacente del deseo
(agregándole este conocimiento a la clásica mirada víctima–protagonista) nos otorga un
silencioso poder adicional. El mejor lugar es ser protagonista en términos de
responsabilidad, pero observador de aquello que nos moviliza.
A su vez, podríamos trazar diferentes distinciones entre deseos: aquellos relacionados
a cosas materiales (una casa, un auto, dinero); los relativos a cosas inmateriales
(reputación, reconocimiento, estatus); o a experiencias (de parejas, de familia, de
aventuras). Todos tienen un denominador común: algo que no tengo y quiero alcanzar; lo
que “está ausente en el presente”, que en el mundo de la Teoría de la Decisión recibe el
nombre de “brecha entre el mundo percibido y el mundo deseado”.
Hay deseos que se cristalizan, volviéndose caprichos injustificados. Otros se agrandan
hasta transformarse en obsesiones que pueden, sin exagerar, “poseernos” y transformar
81
el regalo de la vida en una obsesión por algo, obsesión que paradójicamente tiene el
poder de repeler aquello que busca.
El mundo está lleno de expertos en hacernos creer que necesitamos cosas inútiles. Y
está lleno de personas dispuestas a pagar fortunas por comprarlas. Están embelesadas por
las promesas intrínsecas que estos productos sugieren pero, en el fondo, solo buscan
satisfacer el deseo de comprar, de consumir. Las grandes corporaciones ganan fortunas
de dinero porque cientos de millones de personas están poseídas por el “dios del
consumo”, con lo que no es tan difícil para los departamentos y agencias de marketing
mantener la llama del deseo siempre encendida. ¡El deseo nunca se apaga por la simple
razón de que buscamos saciar un hambre interno en el lugar equivocado! Difícilmente la
angustia de la vida se resuelva en forma definitiva en un shopping. Comprar
consistentemente cosas que no tienen utilidad real es darle de comer a un monstruo que
nunca se llena. Muchas personas nos dedicamos a perseguir la felicidad o el éxito en
lugares en los que no los encontraremos jamás.
Los deseos tienen, también, hermanas menores, que disimulan su astucia y su trampa,
llamadas expectativas. Las expectativas altas tienden a dejarnos en un estado de disgusto
cuando aquello que esperábamos no se confirma. Y todas las expectativas tienen el
terrible poder de robarnos la sorpresa de las cosas, de reducir la magia que cada
momento guarda para nosotros, magia que se aprecia si somos lo suficientemente
conscientes para dejar ir la expectativa y estar, en cambio, en un estado de asombro10.
82
Nos encontramos —al menos en apariencia— ante una contradicción, pues los deseos
(por un lado) parecen funcionales, gatillo de la decisión, motor del movimiento y la
acción. Y por el otro, pueden ser un pasaje garantizado a un estado de vacío o
sufrimiento. ¿Cómo superamos esta dicotomía? ¿Cómo hacemos para quedarnos con la
parte positiva y funcional de los deseos y descartar lo que no sirve de estos?
Para superar esta dicotomía proponemos dos enfoques:
1. Revisar la naturaleza de nuestro deseo en función de su utilidad más allá de los
intereses exclusivamente propios.
2. Aprender a transformar los deseos en intenciones.
Atención a la naturaleza de tu deseo:
cuando lo que querés implica un beneficio o un perjuicio para los demás
Un primer lugar donde poner la lupa es determinar a quién beneficia aquello que
buscamos. Hay deseos orientados exclusivamente al beneficio propio, otros al beneficio
propio en desmedro del beneficio de los demás, y otros al beneficio de uno y además al
beneficio de los demás. Esto tiene su correlato en la literatura de la negociación con las
83
posturas de “ganar”, “ganar–perder” y “ganar–ganar”.
En los ámbitos de las relaciones humanas (laborales, familiares, sentimentales) lo
mejor será siempre buscar opciones que generen un mutuo beneficio para las partes.
Cuando hay un deseo que nos moviliza, es saludable detenerse y evaluar si este contiene
un aporte para los demás (al igual que para uno).
Hay ocasiones en las que buscamos algo que representa un evidente perjuicio para los
demás. Algunos toman conciencia y abandonan el plan, otros siguen adelante sin darse
cuenta, y tal vez otros se dan cuenta parcialmente y avanzan de todas maneras. Por
ejemplo, vender un producto “lo más caro posible” manipulando la información sobre la
utilidad o el valor de aquello que vendemos, acercándonos al límite del engaño. O si
buscamos llamar la atención con humor y lo hacemos burlando a alguien frente a todos,
esa persona “pierde” en pos de nuestro beneficio. Si queremos más territorio y
pisoteamos a quien lo ocupa, es claro el ganar–perder. Esto es lo mismo cuando
adoptamos una actitud voraz y competitiva en nuestros trabajos en busca de avanzar en
puestos profesionales a costa de perjudicar a los demás. Por ejemplo, cuando vemos un
error de cálculo en la planilla de un compañero y decidimos no ayudarlo, apuntando a
que el error salte naturalmente y genere consecuencias. Creemos que el desprestigio (el
“perder”) de nuestro compañero nos deja mejor posicionados relativamente en el sector
(“uno gana”). Una cosa es buscar avanzar puestos profesionales y otra bien distinta es
hacerlo a costa de los demás.
Todos estos casos de ganar–perder se transforman en el tiempo en perder–perder. Es
importante entender esto a la hora de poner la lupa sobre qué buscamos con nuestras
decisiones y acciones.
Cuando adoptamos una actitud ganar–perder no vemos al otro como alguien con quien
colaborar, sino como un contrincante. Lo presionamos, buscamos imponer nuestras
alternativas generando desconfianza, resistencia. Pero lo más importante de todo es que
si “ganamos” el otro se quedará con la sensación de injusticia. El otro estará esperando la
oportunidad para “devolvernos” lo que le hicimos. O hablará mal de nosotros a nuestras
espaldas: “no le compres a José, que vende productos muy caros de calidad baja”. O
como mínimo no nos ayudará cuando lo precisemos.
La pequeña ganancia realizada de corto plazo se transformará en pérdida de largo,
pérdida de confianza, pérdida de amigos, de clientes y de ventas; o simplemente pérdida
por un golpe que vuelve por parte de una persona que se había quedado con deseo de
84
revancha. Como vemos, la política ganar–perder favorece brevemente el corto plazo a
costa perjudicar el largo plazo.
Incluso si el otro no sabe que perdió gracias a que nosotros ganamos (por ejemplo el
caso que no ayudamos a nuestro compañero laboral permitiendo su desprestigio) el
ganar–perder es posible que se transforme en perder–perder de todas formas. ¿Por qué?
Porque tarde o temprano la verdad emerge, el manto de las apariencias desaparece y la
realidad cruda queda al descubierto. Y aunque no ocurriese esto, cuando nuestro
beneficio va en pos del perjuicio de otra persona, se genera un desbalanceo energético.
Este desequilibrio se profundiza naturalmente si en forma repetida adoptamos esta
actitud. Y todo desbalance necesita compensarse algún día. De una manera que muchas
veces no es lineal, o no podemos comprender.
Una versión igual de disfuncional al ganar–perder es el perder–ganar. Es exactamente
al revés, pero a nivel agregado, filosófica y energéticamente es lo mismo. Se trata de
cuando uno adopta la actitud de ceder siempre ante las presiones y los deseos de los
demás. El interés propio siempre lo relegamos en pos de que el otro no se enoje, de
mantener la relación a salvo. Nos dejamos a nosotros mismos siempre en el último lugar.
La negatividad, en este caso, queda del lado de uno y va horadándonos silenciosa y
lentamente, ¡aunque nosotros lo neguemos haciendo increíblemente la “vista gorda” con
nosotros mismos! Además, encastramos al otro en su posición dominante, pues verifica
que su política “ganar–perder” para alcanzar sus deseos y objetivos funciona “bien” con
nosotros.
Buscar un beneficio personal a costa del perjuicio ajeno es tan
disfuncional como permitir un perjuicio propio para que el otro tenga un
beneficio.
Trascendiendo la malvada suma cero
Las situaciones de tipo ganar–perder y perder–ganar tienen como basamento un
paradigma, una forma de pensar de tipo “juego de suma cero”. Es decir, creer que lo que
gana uno, lo tiene que perder el otro. Muchas situaciones que abordamos, muchos deseos
que perseguimos parecen funcionar bajo esta lógica. A veces simplemente uno quiere
algo que implica que el otro no lo obtenga. Es interesante ampliar la perspectiva, porque
85
la gran mayoría de las ocasiones esta lógica puede superarse. Uno piensa que la situación
está limitada a la suma cero, pero en verdad la visión es limitadora en sí misma.
Un clásico ejemplo es el de dos hermanos peleando por una única bolsa de naranjas.
Ambos quieren las naranjas, con lo que está claro que entre más naranjas se lleve uno,
menos se quedará el otro. Un juego de suma cero. Ninguno se conformaba con la mitad
de las naranjas, entonces parecía que nunca llegarían a un acuerdo en la repartija. Hasta
que uno de los hermanos tiene el buen tino de comentar: “¡Es que para hacer una jarra de
jugo de naranjas necesito todas las que hay en el saco!”. Y automáticamente el otro le
dice que solo necesita las cáscaras de todas las naranjas, para hacer una torta. Hay
acuerdo, hay jugo y hay torta.
Cuando aquello que buscamos parece ser a costa de lo que otro quiere o tiene, es
positivo preguntarse el “para qué” quiero esto, y conseguir que el otro haga lo mismo.
Preguntarse “¿para qué?” orienta una negociación en el sentido de los intereses, y nos
aleja de las posiciones fijas, que son en general las que se basan en la lógica ganar–
perder y la suma cero. El ejemplo de las naranjas parece tonto, pero ha habido
innumerables casos de negociaciones importantes entre individuos, organizaciones,
86
empresas y países que se han resuelto satisfactoriamente para ambas partes solo con una
mirada superadora de la suma cero, buscando el ganar–ganar.
Un histórico y emblemático ejemplo ha sido el caso de la negociación por el territorio
del Sinaí entre Egipto e Israel.
Israel había conquistado ese territorio estratégico (fundamentalmente por ser una
superficie elevada, clave en situaciones bélicas) y Egipto reclamaba su devolución. Las
posiciones eran irreconciliables. Ambos países deseaban el mismo territorio. Israel no
pensaba retirarse ante el temor de que Egipto ubicara allí lanzamisiles, por ser un
territorio óptimo para tal fin. Por su parte, Egipto lo quería recuperar por su implicancia
histórica (había sido tierra de dinastías y faraones). La falta de diálogo, la tensión, la no
revelación de los intereses —basados en la desconfianza—, limitaba a los países a
negociar en base a posiciones fijas, la trampa del ganar–perder, la suma cero.
Solo muchos años después, cuando profundizaron en el para qué de lo que quería cada
uno, el consenso fue posible: la devolución del territorio con el compromiso de no ubicar
bases militares. Este pacto, firmado en 1978, se conoció como el acuerdo de Camp
David.11
Este ejemplo muestra que es positivo revisar la forma de pensar de tipo “suma cero”.
Puede ocurrir que nos veamos enmarañados en situaciones que ni siquiera se
entienden como ganar–perder o perder–ganar. Son circunstancias de reacciones
emocionales y escaladas, o bien momentos en que el ego y sentimientos disfuncionales
como el enojo, la culpa o la confusión nos toman y terminamos deseando que otra
persona sea afectada, aún a costa de vernos perjudicados nosotros mismos. Estas
situaciones son de tipo perder–perder.
Desde ya, lo mejor es que las cosas que deseemos impliquen un beneficio, no solo
para nosotros sino también para otras personas, para la sociedad. Si todo lo que
queremos, lo que deseamos, es siempre para uno mismo (¿qué hay de mí?, ¿qué hay de
mí?); con el tiempo eso nos dejará en las orillas de la depresión. Buscar agrandar la torta
para que todos comamos más, siempre será más superador que empujar al de al lado para
quedarnos con la porción más grande.
Recordá que:
Los deseos de tipo “solo para mí” (ganar–perder) te dejarán a la larga en
un lugar vacío, a diferencia de los deseos que impliquen beneficios para
87
los demás también.
¿En qué cuadrante se ubica lo que hacés, lo que buscás?
Perjuicio propio
Beneficio propio
Beneficio ajeno
Perder—ganar
Ganar—ganar
Perjuicio ajeno
Perder—perder
Ganar—perder
La sabiduría de transformar los deseos en intenciones
Hay otra interesante distinción para aliviar los decibeles injustificados y quedarse con lo
mejor del deseo. Es cierto que no tener deseos puede llevarnos a un vacío motivacional,
a un mundo de letargia y depresión. Pero uno puede transformar el deseo en intención, lo
que nos aleja de ese lugar de apatía.
Los deseos están orientados al futuro. Implican decisiones y acciones en el presente,
pero siempre se persigue una finalidad. Al decidir y al hacer buscamos satisfacer el
deseo, o alcanzar una meta intermedia acercándonos a eso que queremos. Es importante
entender que esto no está ni bien ni mal en sí mismo, pero no está de más insistir en
puntualizar que no hay final para esta carrera.
Un deseo implica apego por el resultado, porque simplemente el deseo solo se
satisface si lo alcanzamos. La promesa de alegría del deseo está en el resultado del
futuro, pero cuando ese futuro “llega”, un nuevo deseo llega con él. Las intenciones, en
cambio, no están tan amalgamadas a los resultados.
Los deseos están demasiado mimetizados con los resultados y pueden tratarse de lo
que sea, cosas físicas o experiencias, que quizás se consigan más adelante. “Quiero
mudarme a una casa en San Isidro rápido”. Algunos deseos bordean el límite de los
caprichos.
En las intenciones, en cambio, los límites de los resultados están menos definidos,
dejando más espacio al universo, a la vida, para que otorgue forma a lo intencionado. En
el deseo hay expectativa de forma. En la intención, la forma es abierta y siempre
bienvenida. “Quisiera vivir de acá a un tiempo en una casa con jardín, un poco más
alejada de la ciudad, en un barrio seguro y lindo”.
88
Ahora bien, uno podría malinterpretar las diferencias y deducir que el deseo nos
empuja más a la acción que la intención. Eso es una mala interpretación de lo que
pretendemos compartir. La intención implica decisión y acción inteligentes, pero con
desapego del resultado final. Dar lo mejor en la acción (lo que implica en primer lugar
tomar buenas decisiones) junto con un estado de apertura y desapego del resultado que
tenga que venir, es una combinación sutil, difícil de alcanzar, pero sumamente exquisita.
Uno empieza a vivenciar las acciones como un fin en sí mismas, mientras que cuando
operamos bajo deseos las acciones son solo medios para llegar a un fin.
Dar el cien por ciento con desapego del resultado final es una habilidad única, que
solamente puede darse cuando a uno lo moviliza una intención, y no un deseo.12
Tomar buenas decisiones en sí mismas, con la atención aquí y ahora consistentemente,
traerá, paradójicamente, mejores resultados que si nos encaprichamos con los resultados
que queremos y los perseguimos para “cumplir nuestros deseos”.
Lo único que cuenta, al fin y al cabo, es el proceso de construcción en sí mismo, no
tanto el futuro que se construye. No hay meta ni punto final. Cuando a uno lo moviliza
un deseo fuerte, el posible resultado (del futuro) nos despierta buenas dosis de
preocupación y ansiedad, nos desconecta del momento presente.
Más allá de las múltiples causas de la ansiedad, en el mundo de hoy predomina un
estado de ansiedad generalizado del que ni siquiera somos conscientes. Cuando nos
vamos de vacaciones, luego de algunos días, logramos relajarnos y tomar conciencia de
lo enloquecidos que vivimos algunos de nosotros en el día a día. Pero al regresar, ocurre
que el “efecto vacaciones” dura muy poco y retornamos al estado de ansiedad “normal”,
que en realidad tiene poco de normal por más que sea muy común.
Tanto la ansiedad como la preocupación (ambos íntimamente ligados) están
vinculados a una concepción disfuncional del futuro relacionada con el deseo. La
intención, a diferencia de los deseos, no nos posiciona en ese lugar.
La intención implica compromiso total con las buenas decisiones y las acciones
inteligentes del momento presente; combinado con un estado de apertura (e incluso
gratitud anticipada) por la forma en que el universo, la vida, traerá aquello que
anhelamos. Sentir la pasión de un deseo, pero sin deseo de por medio, esconde un sabor
único.
La intención implica total atención a lo que hagamos y permite que el resultado se
manifieste. El deseo pretende imponer cierto resultado a través de acciones específicas.
89
El deseo nos obliga a forzar.
La intención nos ayuda a fluir.
Entonces, tené en cuenta:
La sabiduría de transformar tus deseos por intenciones (sin perder
atención al decidir y accionar de manera inteligente) reducirá el apego por
los resultados, que es lo que despierta ansiedad y preocupación.
Vamos a verlo en los casos
Así como aceptar una situación problemática, identificar y capitalizar el aprendizaje, y
vivirla como un desafío era evidente en el caso del despido injusto; el apego al resultado
se ve claramente en el caso del Everest.
En el ejemplo de la escalada al Everest, Doug se ha posicionado internamente en el
extremo opuesto al conocimiento que acabamos de ver. Está obsesionado con el
resultado final: llegar a la cima. Las consecuencias de esto son evidentes.
Mantener el entusiasmo alto al margen de las circunstancias externas es una gran
cualidad. Conservar el entusiasmo alto y perseverar en lo que uno quiere a pesar no
obtener los resultados deseados es una cualidad hermosa.
Pero el entusiasmo surge de adentro hacia afuera, y lo que entusiasma y moviliza es el
proceso, no el resultado del proceso. Mantener el entusiasmo nada tiene que ver con
encapricharse u obsesionarse, creyendo falsamente que la felicidad se encuentra en el
futuro, cuando “lleguemos a la cima”.
En casos extremos, la búsqueda ciega de un fin específico puede llevarnos a la
peligrosa creencia de que el fin justifica los medios. Apegarse al resultado y creer que la
felicidad se alcanza en el futuro, cuando uno satisface sus deseos, es una ilusión. Pero
esta ilusión esclavizante puede llevarnos a cometer estupideces sin sentido. Cuando
esta locura se apodera colectivamente de una sociedad, da lugar a las mayores
aberraciones imaginables. Regímenes que —bajo el objetivo y bandera de alcanzar en el
futuro el bien común y la salvación de la humanidad— crean un verdadero infierno de
esclavitud, persecución y muerte como medios legítimos para lograrlo.
En la historia del Everest, además del apego al resultado, a Doug lo moviliza el sesgo
90
del “costo hundido” (que vimos en la sección de trampas de la intuición). Luego de días
y días de difícil ascenso, está a solo doscientos metros de la cima. Piensa que, luego de
todo el esfuerzo invertido hasta ese momento, sería terrible no poder llegar. Si bien
avanzar implica un riesgo ilógico, prefiere continuar a “aceptar la pérdida”. Invirtió
enormes cantidades de energía, dinero y tiempo, no puede aceptar tener volver atrás sin
cumplir “su objetivo” con la sensación de que todo “fue en vano”. El esfuerzo y el
tiempo ya están invertidos: son parte del pasado. ¡Ya está! Que el costo hundido no te
lleve a tomar pésimas decisiones hoy.
Identificar el objetivo: algo simplemente necesario
Cuando a uno lo movilizan intenciones en lugar de deseos, es posible que nos veamos
tentados a restarle importancia a la identificación de objetivos claros al momento de
tomar decisiones. Esto es un error. En función de lo que vimos en el punto anterior, uno
podría pensar que el objetivo de una decisión está más vinculado a un deseo que a una
intención. Eso sería una mala interpretación.
El apego al resultado está vinculado al deseo, pero no necesariamente al objetivo de la
decisión.
Uno tiene que identificar cuál es el objetivo que se busca al decidir, más allá de que el
sentimiento que nos moviliza para alcanzarlo sea un deseo, una intención, o algo en el
medio de ambos.
El objetivo no cumplido de un deseo es frustración y pérdida de entusiasmo. El
objetivo no cumplido de una intención es aprendizaje, y entonces el entusiasmo
permanece intacto. El objetivo cumplido de un deseo es otro deseo. El objetivo cumplido
de una intención es agradecimiento y una intención más fuerte, más poderosa.
Como fuera, todas las decisiones siempre tienen un objetivo. Tener identificado el
objetivo de la decisión es algo imprescindible en el proceso de decidir. Muchos de
nosotros tenemos la fuerte tendencia a encarar decisiones por las alternativas que se nos
presentan en lugar de por aquello que buscamos. Si te preguntaran “qué hacés cuando
decidís” seguramente responderías “elijo entre opciones, alternativas” en lugar de
“identifico el objetivo de la decisión y luego analizo los cursos de acción en pos de ese
objetivo”.
Cuando nos encontremos frente a decisiones de cierto (o alto) impacto, es muy
91
importante detenerse un segundo y descubrir, verbalizar, incluso formalizar cuál es el
objetivo de esa decisión. Algo tan simple como preguntarse “¿qué quiero, qué busco en
esta decisión?” nos dará mayor visibilidad de diferentes cursos de acción posibles.
Si estamos ante la posibilidad de discutir con el jefe algo sobre lo que no estamos de
acuerdo, uno puede tener el pensamiento “¿discuto o no discuto?” (esto sería encarar la
decisión desde las alternativas). En lugar de esto, es positivo preguntarse “¿para qué
quiero discutir?”. De este modo, sopesaremos las alternativas sabiamente, y al hacerlo
no perdemos de vista el objetivo.
Parece trivial, pero es muy común que empecemos a analizar opciones sin tener del
todo claro el objetivo de lo que buscamos. Por ejemplo, si estamos a punto de aleccionar
a un colaborador porque, a nuestro juicio, cometió un error, es clave clarificar el objetivo
de lo que verdaderamente buscamos antes de hacerlo. El objetivo verdadero y positivo es
que el colaborador aprenda y no repita el error. El objetivo no es (o no debería ser)
utilizar al pobre colaborador como un depósito de bronca propia proveniente de otros
lugares; tampoco el mostrarlo torpe e inferior para remarcar nuestra superioridad como
jefes o, simplemente, el castigarlo y hacerlo sentir culpable porque esto nos brinda algún
extraño tipo de placer.
La identificación del objetivo, en este caso, nos ayudará a determinar la forma y rigor
de la lección que conscientemente decidamos aplicar. La lección, claro, puede no ser
suave, pero estará orientada al objetivo real de que el colaborador aprenda, y no a
confusiones intermedias que contaminan la decisión de cómo, cuándo y dónde lo
aleccionamos.
Ahora bien, no se busca juzgar a quienes inconscientemente buscan reducir su
inseguridad mostrándose superiores al resto. Pero el preguntarnos ¿cuál es mi objetivo
de aleccionar al empleado? es un positivo llamado de conciencia. Nos obliga a trazar una
línea entre el objetivo aparente de la decisión (que aprenda, que no repita el error) y
aquello que puede ocultarse tras el objetivo (desagotar bronca inconsciente o buscar
sentirnos superiores). Se gana claridad en el objetivo, lo que naturalmente mejora la
decisión.
Con un poco de conciencia, inteligencia y madurez emocional, lo saludable sería
limpiar la contaminación del objetivo. Suena poco equilibrado, por ejemplo, aprovechar
el error de otra persona y reprenderlo exagerada o públicamente solo para compensar
alguna inseguridad interna. La toma de consciencia siempre es positiva.
92
No solo es importante lo que hacemos, sino el porqué o para qué lo hacemos.
Descubrir desde qué lugar interno o con qué real intención hacemos las cosas.
Entonces, ante decisiones de cierta importancia, identificá lo que buscás. La pregunta
¿para qué? te ayudará.
Jerarquía de objetivos y objetivos múltiples
Las decisiones complejas, en general, tienen más de un objetivo que mayormente se
encuentran en conflicto. Cuando satisfacemos mucho un objetivo, lo hacemos en
desmedro de otro. A su vez, para una misma decisión, no todos los objetivos que
buscamos nos importan lo mismo. Y en el tiempo, incluso, las prioridades pueden
cambiar.
Empecemos con un ejemplo bien sencillo, para ir luego profundizando. Una decisión
tan simple como qué desayunar.13
Suponé que tenés que elegir entre unas galletitas, una tostada y una medialuna. ¿Qué
elegirías? La respuesta probablemente sea “depende”. ¿Depende de qué? Del objetivo de
la decisión. Comer algo está decidido, es el objetivo “paraguas”.
Si es una mañana de invierno en la que despertás muy temprano para ir a trabajar y
estás dormido y cansado, te preparás un café con leche y necesitás acompañarlo de algo
rico, algo que te reconforte, elegís la medialuna. El objetivo, en este caso —además de
comer algo—, es el sabor, el placer. Pero si te despertás con muy poco tiempo y tenés
que salir inmediatamente, necesitás comer algo rápido mientras vas de camino al subte…
entonces, elegís las galletitas, rápido y práctico pero no tan gustosas como la medialuna.
Ganaste en rapidez, perdiste sabor. Ahora bien, supongamos que el médico te
recomienda una dieta baja en grasas, la opción de la tostada es la que mejor impacta en
ese objetivo, pero no es práctica ni sabrosa.
Este ejemplo es muy simple pero efectivo para remarcar que si uno tiene estos tres
objetivos “en conflicto” sirve mucho fijar cuál priorizamos sobre los demás. Si la
priorización es salud-practicidad-gusto, buscaremos desayunos saludables pero que —de
todas maneras— sean prácticos y tengan algo de sabor.
Desde ya, muchas decisiones no son tan fáciles ni obvias, pero la identificación y
jerarquización de objetivos no es tan diferente del ejemplo del desayuno. Lo cierto es
que muchas veces perdemos de vista esta jerarquía y tomamos decisiones en pos de
93
objetivos seductores pero que nos alejan de los más importantes.
Supongamos que —después de meses de búsqueda— estás ante dos propuestas
laborales.
La primera se trata de un trabajo de siete horas por día en una empresa pequeña pero
en crecimiento. El puesto es de mucha responsabilidad dentro de la PYME, serías
gerente, reportando a uno de los dueños. El ambiente es familiar pero dinámico, y las
oficinas quedan solo a veinte minutos de distancia caminando de tu casa. A nivel
curricular, la experiencia no suma demasiado al tratarse de una empresa desconocida.
Las expectativas de carrera laboral están atadas al crecimiento de la empresa. Si la
empresa sigue avanzando con rapidez, vos crecerías en responsabilidades a la par.
También existe la posibilidad (baja) de que el negocio no prospere y te estanques o,
incluso, pierdas el trabajo. El sueldo no está mal, podés vivir bien con ese sueldo e,
incluso, ahorrar algunos meses.
La segunda propuesta es una empresa mucho más grande, nueve horas por día
(incluida la hora de almuerzo). El ambiente es competitivo y hay buenas posibilidades de
crecimiento y desarrollo siguiendo un plan de carrera estipulado y lineal. La empresa es
muy sólida y de gran trayectoria, lo que te ofrece seguridad laboral. El puesto que te
proponen es de Jefe de área, reportando a la gerencia. La tarea ya la conocés por lo que,
quizá, puedas aburrirte un poco (por lo menos hasta que escales de posición). A nivel
curricular la experiencia suma mucho por tratarse de una empresa de envergadura. El
edificio queda (puerta a puerta) a cincuenta minutos en transporte público de tu casa. El
sueldo es de un 40% más que en la primera propuesta y, un viernes cada quince días, se
puede trabajar home office (es decir, desde tu casa).
¿Qué elegirías? ¿Qué elegirías vos?
Esta no es una decisión fácil como la del desayuno. Es evidente que aclarar lo que uno
quiere es un paso fundamental —el objetivo de la decisión— antes de analizar las
alternativas que manejamos. Seguramente nos importe mucho de todo lo mencionado (y
otras cosas también) a la hora de elegir un trabajo nuevo. El horario, el tiempo y forma
de viaje, el tipo de tarea, el puesto, el ambiente laboral, el provecho curricular, la
seguridad y expectativas de crecimiento laboral, el sueldo, la posibilidad de trabajar
desde casa, entre otras. Sin embargo, cada decisor valorará estos objetivos en forma
distinta. A veces, ¡muy distinta!
Trabajar sobre esta valoración no es fácil, porque uno debería recorrer la ardua tarea
94
de identificar qué le importa más, es decir, ordenar los objetivos de alguna forma.
Cualquier orden es válido y, siempre, subjetivo. Estará quien priorice el tiempo libre por
sobre todas las cosas, o aquel que priorice la seguridad laboral. Puede que otro busque el
mayor sueldo posible sin importar nada más o, incluso, aquel que no soporte —bajo
ningún concepto— aburrirse en el trabajo. Estos son casos extremos… ¡nunca es tan
sencillo!
Todos los objetivos nos importan, al menos un poco. Seguramente, dependiendo de
otros muchísimos factores, habrá uno que predomine, pero aun así, los otros importan y
no pueden descartarse. Además podría ocurrir que dos o tres objetivos nos importen
“más o menos lo mismo”. Por ejemplo, alguien que valore muchísimo el tiempo libre
para estar con su familia, pero que a la vez necesite cierta estabilidad laboral para
mantenerla.
La “sábana” siempre es corta: no existe lo bueno, bonito y barato. Pero sí existe lo
mejor para uno en cada situación particular, la cuestión empieza por estar atento y tener
en claro las propias prioridades.
Escribir tu intención y ordenar los objetivos
Cuando nos encontramos ante una situación de decisión en la que hay muchos objetivos
superpuestos, tal vez en conflicto, en la que no es tan obvio qué nos importa más, una
manera de ganar visibilidad es escribiendo lo que se busca.
Escribir es la única manera que existe de ver (en sentido literal) nuestros pensamientos
materializados en palabras. Escribir un objetivo, un compromiso personal, una misión o
visión, le da cierta forma a algo que solo existe dentro nuestro como un deseo o
intención. Escribir es una actividad psico-neurológica que ayuda a tender un puente entre
la mente consciente y la inconsciente, integrándolas14.
Es probable, que si uno se sentara a escribir lo que sinceramente busca respecto al
empleo o la carrera profesional, tal descripción nos sería de ayuda al momento de tomar
una decisión como la que planteábamos. Hablo de hacerse el tiempo y escribir las
intenciones verdaderas que uno tiene en el área laboral para los próximos tres o cinco
años. Esto está enmarcado, naturalmente, en una intención más grande: el lugar que
queremos darle al trabajo en la vida, lo que también es positivo escribir en una tarde de
silencio, introspección e inspiración. Uno puede hacerlo en forma de prosa o con
95
palabras sueltas, como “divertido”, “útil”, “tranquilo”, “desafiante”, “bien remunerado”,
“ahorro”, “social”, “cerca de casa”. Hacer una suerte de brainstorming15 pero de
objetivos —en lugar de ideas—. Luego, visualizándolos, identificar y sentir cuáles son
más importantes que otros.
Recalquemos nuevamente que los objetivos de las decisiones, de corto y mediano
plazo, nacen de las intenciones (o deseos). Esto ayudará a ordenar lo que buscamos. Uno
tiene una intención más o menos consciente que se va traduciendo en objetivos de menor
plazo. Las intenciones de largo son más generales, cualitativas, filosóficas, algunos lo
pueden llamar la visión o la misión.
¿Cuáles son tus objetivos para este año? ¿Y para los próximos cinco? ¿Cuál es la
intención de tu vida? ¿Alguna vez te detuviste a pensarlo? Escribirlo y preguntarse si lo
que uno está construyendo hoy guarda coherencia con esa intención es un ejercicio
interesante.
Los objetivos y metas son más específicos, tal vez con ingredientes cuantitativos, y
están en línea con la intención de largo plazo. La metas y los objetivos, si bien son
medios para un fin más grande, deben ser vividos como fines en sí mismos para evitar
caer en la trampa que mencionábamos antes de “la promesa de la felicidad en el futuro”
—la “rueda del hámster” de los deseos—.
Aunque siempre serán “medios”, transformarlos internamente en fines y vivirlos como
tales es una habilidad espectacular muy vinculada a la de convertir tus deseos en
intenciones.
Recordá:
Es exquisito vivir tus objetivos intermedios como fines en sí mismos.
Intenciones
Largo plazo
Fin en sí mismo
Objetivos
Mediano plazo
Medio que se vive como fin
Metas
Corto plazo
Medio que se vive como fin
En este sentido, otra sugerencia es ordenar tus objetivos en el tiempo. Sería ingenuo
pretender un trabajo divertido, de pocas horas, de mucha responsabilidad, importancia
curricular y muy bien pago si uno tiene dieciocho años y está buscando su primer
96
trabajo. Hay que estar atentos a cómo priorizarlos en función del tiempo, especialmente
cuando un objetivo alimenta a otro de mayor jerarquía. Si uno quiere “todo a la vez” lo
más posible es que nos quedemos sin nada. La ansiedad de querer todo a la vez es
enemiga de las decisiones de calidad.
Además, es saludable recordar que las preferencias de las personas son cambiantes.
Algo que buscamos hoy podemos no quererlo mañana. Puedo, por ejemplo, querer
generar ahorros con trabajos bien pagos durante algunos años, para luego estar cómodo y
reducir la carga horaria laboral con trabajos más tranquilos aunque no tan bien pagos.
Sinceridad con lo que se quiere
Es necesario estar muy atento al proceso de identificar y ordenar los objetivos —algo
que muchas veces se da sin que le prestemos demasiada atención—. La atención es
importante porque la mente es tramposa con lo que “queremos”. Nos convencemos de
que no nos gusta algo que, en realidad, nos encanta. En ocasiones nos cristalizamos en
nuestro propio discurso asegurando que hay cosas que son malas y no nos convienen
cuando, en realidad, son aquellas que estamos necesitando. Simplemente no las vemos,
estamos trabados para conseguirlas.
Hay personas de muchísimo dinero, estresadas por el “éxito”, adictas al trabajo, que
no saben desacelerar para disfrutar de actividades “no productivas”. En el fondo les
encantaría poder hacerlo pero, ante su propia imposibilidad juzgan esta actitud como
algo “malo”.
Otros, con excelentes ingresos, se encarcelan a sí mismos generando una enorme
estructura de gastos, lo que los obliga a mantener altísimos niveles de estrés para dar
continuidad a sus altos ingresos. Se quejan de la exigencia de sus trabajos, dicen “no
querer” continuar con lo mismo, pero son ellos quienes se ataron porque —en algún
punto— ¡lo deseaban! Es como meterse en una jaula, cerrar con llave, tirarla bien lejos y
luego gritar “socorro”.
También hay quienes están en la punta opuesta, a quienes no les gusta el trabajo duro,
incapaces de sostener un compromiso laboral en el tiempo, les cuesta depender de un
jefe, realizar tareas impuestas y seguir procedimientos. Escapan de los trabajos “full
time” (tiempo completo) o en “relación de dependencia” y, a veces, juzgan y hasta
desdeñan a la gente que se desloma para escalar y acceder a sueldos más importantes en
97
las empresas. Juzgan negativamente lo que ellos denominan como “el sistema” pero —
en el fondo— les encantaría tener un cargo y un sueldo importante.
Cuando pasan los años y uno se va cristalizando en el propio discurso, es cada vez
más difícil salirse de él… además del tiempo que se pierde.
Escribir las intenciones y los objetivos en soledad, sin mostrárselos a
nadie, es un acto que nos lleva en la dirección de ser sinceros con
nosotros mismos.
Muchas metas cortas hacen una larga
Volviendo a la idea de priorizar objetivos en el tiempo, es interesante notar que la mente
funciona mejor cuando planificamos y vamos cumpliendo metas cortas. Muchas veces
pensamos en objetivos grandes y difíciles de lograr, incluso pretendemos resultados
rápidos, de un día para otro. Como esto es imposible —literalmente imposible— nos
frustramos y abandonamos las metas cortas, que son —curiosamente— las únicas a
través de las cuales se construye un gran logro.
Por ejemplo, sabemos que es imposible correr la maratón de 42 km de un día para
otro, sin entrenamiento previo. La única manera de lograrlo es trabajando con metas
cortas. Entrenarse por 5 km, luego 10 km, más adelante correr media maratón (21 km) y
así. Un buen día estaremos listos para correr los 42 km. Es obvio que si uno quiere correr
la maratón de 42 km sin entrenamiento, lo más posible es que nos cansemos a los 5 km,
nos frustremos y no volvamos a intentarlo. Este es un ejemplo tonto y evidente, pero
ilustrador, del porqué muchas veces nos comportamos como si quisiéramos correr la
maratón de un día para otro.
Es muy difícil juntar una fortuna en tres o cinco años —a menos que uno esté
dispuesto a hacer cosas ilegales o muy riesgosas—. Es complicado montar un negocio u
organización propia y que tenga éxito a los tres o seis meses. Es dificultoso convertirse
en un profesional reconocido y de renombre en dos años o tres años. O escritor, o pintor,
o líder de una banda de rock. Querer las cosas rápido o embelesarnos con sueños
irrealizables puede distraernos peligrosamente de las metas cortas (¡que son la única
forma de realizarlos!). Hay personas que por querer salvar el mundo terminan sin hacer
nada e, incluso, descuidando su metro cuadrado.
98
Tomar la responsabilidad por cosas pequeñas nos va empoderando para tomar
responsabilidad por las grandes. Pero se empieza por las pequeñas. La Madre Teresa de
Calcuta comenzó cuidando a uno o dos enfermos de lepra, no a cientos. Pero terminó
haciéndose cargo de miles. Las cosas grandes se construyen poco a poco, de a metas
cortas, que son justamente lo más —tal vez lo único— importante. Ya lo dijimos: el
proceso de construcción (siempre en el presente) importa más que la construcción en sí
(aquello que queremos lograr —el futuro— o aquello que ya logramos —el pasado—).
Eckhart Tolle dice:
Si se enfoca excesivamente en la meta, quizá porque está buscando la felicidad, la
realización o un sentido más completo de sí mismo en ella, ya no honra el Ahora. Se
queda reducido a un peldaño hacia el futuro, sin valor intrínseco.
[…]
El viaje de su vida no es ya una aventura, solamente una necesidad obsesiva de llegar,
de lograr, de “conseguirlo”. Ya no ve o huele las flores del camino tampoco, ni es
consciente de la belleza y el milagro de la vida que se despliega a su alrededor cuando
está presente en el Ahora.16
No lo olvides: con una intención que nos moviliza, atención y compromiso sostenido
en las metas cortas (vividas como fines en sí mismas) podemos llegar muy lejos.
A modo de resumen, en el siguiente esquema se puede apreciar lo tratado en esta
sección:
99
Temáticas en casos. “La apuesta”
Aquí teníamos dos situaciones:
1. Elegir entre 100 pesos seguros o la probabilidad del 50% de ganar 500 pesos
combinada con probabilidad de 50% de tener que poner 10 pesos.
2. Elegir entre 100 mil dólares seguros o la probabilidad del 50% de ganar 500 mil
pesos combinada con probabilidad de 50% de tener que poner 10 mil.
¿Cuál es tu objetivo en esta decisión? En este caso, no hay demasiada complejidad,
uno busca maximizar un resultado económico. Un único objetivo, sin demasiada
emocionalidad entremezclándose en la decisión. Un mundo “lineal”.
Ahora bien, tampoco es tan fácil. Porque dentro del objetivo, uno podría tener la
“restricción” de no estar dispuesto a perder 10 mil dólares bajo ningún concepto. Esto
dejaría afuera a la alternativa dos en la segunda situación. Además, a la hora de elegir, de
evaluar alternativas, estará en juego nuestra relación con el riesgo para diferentes montos
100
implicados. No es lo mismo asegurarse 100 pesos (dejando de lado la chance del 50% de
ganar 500) que asegurarse 100 mil dólares (dejando de lado la chance del 50% de ganar
500 mil).
La evaluación de alternativas y el riesgo será tema de las próximas secciones.
Temática en casos. “La indemnización laboral”
Esta decisión tiene mucha más complejidad. A diferencia de “la apuesta” (un único
objetivo lineal) y el “caso del Everest” (decisiones cuyo motor es un deseo intenso), en
este caso lo que dispara el tener que decidir es una situación problemática inesperada.
Entonces, uno debería preguntarse ¿qué quiero? o ¿cuál es mi objetivo? solamente luego
de aceptar la situación tal cual es (por muy injusta que parezca), capitalizar (o al menos
avistar) el aprendizaje y, paralelamente, ver el problema como un desafío (o incluso
como una oportunidad). No es fácil, pero este trabajo interno dará calidad al proceso
decisorio posterior que apunta hacia lo externo.
Luego de este trabajo, la pregunta “¿qué quiero?” guarda mucho más sentido. La
emoción disfuncional de enojo está más regulada, y el objetivo surge con mayor nitidez.
Las respuestas aparecen en forma natural. Y podrán ser, por ejemplo, obtener la mayor
indemnización posible en el marco de las reglas acordadas, o buscar —sin condimento
de revanchismo— que se compense, simbólicamente, lo que sentimos como algo injusto.
Una cosa es dar batalla para que una situación se equilibre y otra hacerlo desde la no
aceptación y furia. Una cosa es poner límites y otra, atacar.
Un objetivo posible podría ser: “Conseguir la indemnización adecuada, educando y
poniendo límites a personas que no se comportaron éticamente; en el marco de cierto
tiempo, riesgo y costo emocional”. Hay varios objetivos en conflicto. Por ejemplo,
pelear por una mayor indemnización implica una mayor inversión de energía y tiempo.
Escribir los objetivos nos dará visibilidad a la hora de evaluar las chances y los costos de
las diferentes alternativas.
Temática en casos. “Monte Everest”:
jerarquía de objetivos y manipulación
En este caso hay bastante complejidad, porque hay muchos decisores y objetivos en
101
conflicto. Aquella era la última vez que Doug podía intentar subir al Everest, y le costó
mucho conseguir el dinero para la expedición. Rob mismo, el guía, le había hecho un
descuento. Si lo obliga a bajar —tal como lo hizo en dos ocasiones anteriores— será
entonces su culpa el no permitirle cumplir su sueño. Será también su culpa el defraudar a
los niños de una escuela primaria pública, a quienes Doug les había prometido que
alcanzaría la meta.
Doug tiene un único objetivo, pero que surge desde un lugar de apego al resultado. El
apego al resultado nos torna ciegos y nos lleva a mecanismos perversos a la hora de
correr del medio a quienes “se interponen” en nuestro camino. Doug, inconscientemente,
manipula a Rob —el guía— con argumentos que serían razonables en otro contexto de
riesgo.
A su vez, Rob se confunde, se siente culpable. Tiene objetivos en conflicto, donde no
exponerse ni exponer a riesgo inadecuado a los participantes choca contra el deseo de
que su amigo alcance la cima.
Para el guía, evitar situaciones de alto riesgo es un objetivo jerárquicamente superior
al de que un participante alcance la cima, pero la emocionalidad de Rob —en este caso
la culpa— enmaraña la decisión y la importancia relativa de las cosas se desdibuja. Las
emociones disfuncionales distorsionan la importancia relativa de las cosas.
¿Cuántas veces somos manipulados inconscientemente por los demás para que
obremos según como ellos quieren? ¿Cuántas veces nosotros manipulamos a los demás,
aún sin pretenderlo, para llevarlos en dirección de nuestros propios objetivos? Más allá
del malentendido que este tipo de comportamiento genera, la manipulación en una
situación de decisión crítica a favor de una alternativa pésima en términos de riesgo la
torna doblemente peligrosa.
Rob ha tejido una amistad con Doug en las últimas expediciones, y esto genera una
confusión adicional: superposición de roles. Si Doug fuese un cliente como cualquier
otro, tal vez hubiese predominado en la decisión el juego de rol guía–cliente: las
instrucciones se acatan, los horarios se respetan, y entonces descienden a tiempo sin
hacer cumbre, más allá del deseo del cliente. Pero los roles superpuestos (la amistad que
han formado) confunde adicionalmente Rob, empujándolo a tomar una mala decisión.
Hay muchas relaciones entre las personas en la que los roles se entremezclan, se
superponen. Amigos o hermanos que además son socios o clientes en un negocio; o
padres que tienen el rol de los jefes cuando llevan a sus hijos a trabajar con ellos.
102
Profesores que se hacen amigos de sus alumnos, supervisores que entrelazan amistad con
sus subordinados, etcétera. Obviamente, esto ocurre de manera natural y no hay nada
malo en que esto suceda. Sin embargo, para ciertas decisiones, la superposición de roles
puede suponer un problema, una decisión de baja calidad.
Hay ciertos momentos, ciertas decisiones que deberían tomarse con una identificación
clara del tipo de vínculo bajo el cual se encuadran, sin superposición. En el caso de Rob
y Doug, de haber evaluado la decisión de subir o no exclusivamente bajo marco del
vínculo guía–cliente, se hubiesen salvado.
Es importante entonces evaluar el tipo de decisión y —cuando hay roles superpuestos
— tener claro cuál de ellos debería predominar.
Otros objetivos en conflicto y pequeñas malas decisiones previas
En una secuencia de decisiones, hay algunas que tienen poco impacto a nivel individual,
e incluso puede que tengan impacto nulo si todo va tal como se espera que vaya. Pero
cuando ocurre algo que desestabiliza todo el panorama, los detalles pueden hacer una
diferencia enorme.
En el ejemplo de la expedición, una primera cuestión a la que se debería haber
prestado atención era la capacidad física de Doug para subir hasta la cima. Es probable
que no estuviera en condiciones óptimas, sin embargo fue aceptado por la compañía.
Aquí hay una evidente tensión entre los objetivos financieros de la empresa y la premisa
de cuidar a los participantes. Evitar tomar alpinistas que no estén cien por ciento
preparados físicamente es una prioridad clave, pero las necesidades financieras, la
ambición de un inscripto más —cada uno paga miles de dólares— puede llevar a diluir
un poco esa prioridad y que se sume gente por debajo del nivel de estado óptimo, como
Doug. Por otro lado, los retrasos en las sogas (que aumenta el cansancio acumulado de
los alpinistas) y los equipos de oxígeno de repuesto solo con 70% de carga son otros
pequeños errores que no hubiesen afectado, que ni siquiera se hubiesen notado, de no
mediar una situación crítica. Pero, cuando todo se pone muy difícil, los detalles que “a
nadie le importan” pueden hacer una diferencia importante. Ya lo dijimos anteriormente,
un pequeño desvío eventual no afecta en lo más mínimo, pero muchos se transformarán,
tarde o temprano, en un gran desvío.
103
Segundo momento de la decisión: el análisis
Habiendo explorado la naturaleza de los sentimientos que nos llevan a decidir, y
puntualizado la importancia de identificar el objetivo, es hora de sumergirnos en el
análisis de las alternativas, sus riesgos asociados y los resultados posibles. La pregunta
¿qué quiero? es previa a la pregunta ¿qué puedo hacer? Parece obvio, pero a veces nos
entregamos de lleno en la acción sin previamente aclarar lo que se busca. Es preciso
hacerlo. Un buen trabajo en el “primer momento” de la decisión le dará calidad al
“segundo momento”.
Durante esta sección trabajaremos primero en ganar claridad sobre cuánto y qué tipo
de análisis merecen las diferentes clases de decisiones. El sub o sobreanálisis le quita
calidad a la decisión. ¿Existe un punto justo?
Luego sobrevolaremos la etapa más divergente de la decisión: la generación de
alternativas, señalando abordajes secuenciales y otros no lineales.
Más tarde exploraremos de lleno el tratamiento de la incertidumbre en la decisión.
Todas las decisiones tienen mayor o menor incertidumbre. El miedo que esta puede
despertar merece una buena mirada, regulación óptima, previa al uso de herramientas
lógicas para la evaluación de las alternativas.
Por último, entonces, presentaremos algunas de estas herramientas. Veremos la
ecuación costo–beneficio, la relación riesgo–rendimiento, las matrices de escenarios
posibles y el criterio de resultado esperado. Estos abordajes son clásicos y poderosos,
necesarios para ser un experto en el arte de decidir.
No analizar de menos, no analizar de más
Es evidente que entre mayor sea el impacto de la decisión, mayor es el análisis que esta
merece antes de llevarla a la práctica. Decíamos que, para decisiones cotidianas, alcanza
un estado de fluir intuitivamente con atención en el momento, y mínimas cuotas de
análisis. Eso ya es bastante desafiante porque a la mente le gusta contaminar el estado de
fluir con pensamientos inútiles. Imaginemos entonces cuán complejo puede volverse el
panorama interno cuando de decisiones importantes se trata. Por eso estar al tanto y
poner en práctica cierto conocimiento del decidir, nos ayudará mucho a despejar esa
complejidad.
104
El impacto siempre será subjetivo, según cada decisor, como ya remarcamos. No es lo
mismo para una persona comprar una casa con los ahorros de toda la vida, que para un
multimillonario que lo hace como inversión ya que tiene decenas de propiedades. Un
mal resultado tendrá consecuencias muy diferentes en cada caso. Por esto mismo, el
multimillonario puede darse el lujo de encarar intuitivamente la compra de una
propiedad más, mientras que aquel que dedica todo su ahorro hará, naturalmente, un
análisis que no será solo intuitivo.
Existen dos tendencias a las que estar atentos respecto del análisis que le corresponde
a cada tipo de decisión. Una es la tendencia a la acción, a analizar de menos, a abordar
intuitivamente las cosas y decidir rápido; por más que se trate de algo que haga una
diferencia importante y que merezca mayor análisis.
La tendencia a sobreconfiarse de la intuición es muy fuerte, no nos gusta activar la
105
maquinaria racional. Pensar estadísticamente en términos de probabilidades, riesgos,
escenarios posibles de diferentes alternativas, cambiar los puntos de vista implica
esfuerzo, tiempo y lo cierto es que a muchos nos cuesta poner en marcha todo esto. Es
un esfuerzo grande, solo pensar en esto ya cansa.
Hay expertos que, sobreconfiando en su intuición toman decisiones de alto impacto
con niveles de análisis bajo o nulo, dando lugar, eventualmente, a que ocurran errores
groseros. Es “el error del experto”.
La otra tendencia es la conocida como “parálisis por análisis”, una sobre
intelectualización de las decisiones. En cierto punto hay que decidir, optar. Cortar —por
mucho que duela—. Analizar y analizar lleva tiempo, energía, tal vez dinero y si uno no
pone un límite a este proceso, en cierto momento puede ocurrir que no decidamos nunca,
o lo hagamos, desafortunadamente, a destiempo. El tiempo para decidir, la “función de
la prisa” —el nombre que sugiere para este concepto la Teoría de las Decisiones—, es
algo para considerar. Una buena decisión a destiempo ya no es tan buena decisión. Está
claro que de nada sirve no implementar las buenas ideas, pero también es importante
recordar que puede no servir de mucho implementarlas a destiempo.
Si por analizar demasiado el lanzamiento de un producto, la competencia lo lanza
primero y se posiciona mejor, entonces nuestro análisis estorbó. Si por pensarlo
demasiado no invitamos a salir a la persona que nos gusta, y cuando finalmente nos
decidimos, ya otro lo hizo; entonces no fue funcional pensar tanto. Si luego de evaluarlo
durante días, nos decidimos a alquilar una casa, pero al llamar nos dicen: “qué pena, la
casa se alquiló ayer”, uno automáticamente se lamenta haberse demorado tanto en tomar
la decisión.
Hay personas que tienen esta tendencia a sobre analizar una decisión antes de
implementarla. A sobre intelectualizar las situaciones. Personas que simplemente
piensan demasiado. Que tienen un intelecto que, de tan afilado, deja de ser funcional,
porque encaran la vida exclusivamente desde el intelecto, lo que genera una desconexión
importante de lo emocional y del momento presente. Personas que se han transformado,
sin darse cuenta, en mentes caminantes; solo mentes, transformando sus vidas en
telarañas mentales. Para quienes tengan esta tendencia, puede ser positivo involucrarse
con actividades que no sean mentales y los conecten con dimensiones del mundo que
transciendan lo intelectual.
Otra posibilidad de por qué sobre analizamos algunas de nuestras decisiones posee un
106
basamento mucho más profundo y común que la tendencia a sobre intelectualizar. Es el
miedo a decidir. Tenemos miedo a decidir y eso nos arrastra a analizar y analizar sin
nunca tomar una decisión, o a hacerlo cuando ya no queda otro remedio: cuando el
tiempo se agotó por completo. El miedo a decidir, la angustia de tener que, tarde o
temprano, entregarnos a cierto nivel de incertidumbre que toda decisión implica, es algo
que merece un capítulo aparte.
¿Existe el punto justo de análisis?
No existe manual que defina un punto justo, ni un tiempo, ni un esfuerzo definido de
cuánto dedicar al análisis. Sin embargo, cuando estamos analizando una situación de
decisión, detenernos y preguntarnos “¿esta decisión merece más análisis?” puede
orientarnos en el sentido adecuado (o, lo que es lo mismo, preguntarse “¿esta decisión
107
merece tanto análisis?”).
Es importante sopesar el costo de tiempo, energía y dinero, del análisis en función de
cuánto mejora (y nos importa) la decisión.
Demorar la decisión puede condicionar alguna de las alternativas, o implicar mayor
riesgo. Además, analizar sin decidir ni actuar, desgasta energéticamente (y mucho). En
general, siempre implica un mayor costo o riesgos asociados. La pregunta es: ¿vale la
pena correrlos?
Habrá ocasiones que sí y otras que no, porque es cierto que un buen análisis tiende a
enriquecer la calidad de la decisión. De hecho, solo por esperar un poco uno podría
acceder a mejor información respecto a las alternativas y los resultados posibles.
En el caso de la persona que evalúa las dos ofertas laborales (en el punto de jerarquía
de objetivos), esta podría demorar la decisión y buscar más información sobre ambas
empresas para mejorar su análisis. El riesgo que corre es que alguna de las dos ofertas
desaparezca, además del costo de oportunidad de no cobrar su primer sueldo hasta
empezar.
Siempre, en algún momento hay que terminar con el análisis y decidir: optar por una
de las alternativas evaluadas.
En cierto punto hay que cortar, elegir y transitar un camino de los múltiples posibles.
Esto, a algunas personas les produce angustia. Por esta angustia —a veces
inconscientemente— “pateamos” las decisiones para más adelante sin medir bien los
costos de hacerlo.
Generación de alternativas
Parte del análisis de la decisión es la generación de alternativas para sopesar. Las
alternativas tienen que ser conducentes al objetivo previamente definido, y realizables.
Es importante remarcar que si el objetivo no está identificado (no sé lo que quiero) no
tiene mucho sentido avanzar sobre las alternativas. La pregunta “¿qué puedo hacer?”
viene después de la pregunta “¿qué quiero?”. Parece una obviedad pero como antes
mencionábamos, muchos de nosotros encaramos las decisiones desde las alternativas que
se nos presentan, con el objetivo difuso o no acordado en el caso de decisiones que
involucran a más de una persona. Esto pasa en la vida profesional y en la vida cotidiana.
¿Cuántas veces nos ponemos a discutir con nuestra pareja o un amigo “qué opciones
108
tenemos” sin antes preguntarnos qué quiere cada uno?
Otra tendencia limitadora es empezar a pensar en las alternativas en función de los
recursos que uno tiene. Esto puede condicionar la multiplicidad, la variedad de
alternativas. Desde ya que las alternativas tendrán que ser realizables, y para eso uno
tiene que disponer de los recursos necesarios (dinero, tiempo, energía, gente, contactos,
entre otros). Sin embargo, la etapa de generación de alternativas es un momento
divergente del análisis, en donde se pone en juego la creatividad, el pensamiento lateral,
la asociación de ideas.
Ya habrá un momento de converger en una alternativa descartando a las demás. Lo
que ocurre es que, si empezamos por pensar en alternativas en función de los recursos
que tenemos, estaremos —sin saberlo— descartando alternativas escondidas que
prejuzgamos imposibles inconscientemente, pero que tal vez no lo sean.
Análisis lineal (a)
Análisis divergente (b)
Qué quiero (objetivos)
Qué quiero (objetivos)
Qué tengo (recursos)
Qué podría hacer (alternativas)
Qué puedo hacer (alternativas)
Qué tengo o podría conseguir (recursos, recursos potenciales)
El análisis lineal (a) implica pensar los caminos directos al resultado que quiero.
Además será más rápido e incluso tal vez más práctico que una aproximación tipo (b). Es
lo que la mayoría de nosotros naturalmente hacemos, considerar primero las alternativas
que conocemos en forma lineal. A la hora de pensar caminos, la mente va hacia lo
conocido. No es que esté mal, nos da rapidez, pero también es bueno saber que si
cortamos nuestro análisis ahí, posiblemente algunas alternativas creativas quedarán sin
verse, sin descubrirse.
Hay muchas técnicas de pensamiento creativo para la generación de alternativas. La
“tormenta de ideas”, la “libre asociación”, los “diferentes sombreros para pensar”17.
Jugar con el punto de vista en las situaciones de decisión, especialmente cuando se trata
de “problemas”, es crítico porque nos dará un panorama amplio de alternativas. Un
109
enfoque lineal y limitado de cierta situación puede ser más restrictivo que la situación en
sí misma. Y las alternativas se desprenden no solo de la situación… sino también de
nuestro enfoque, nuestra perspectiva.
El riesgo de la divergencia en la generación de alternativas es la pérdida de eficiencia.
Por eso es un proceso que, si se abre, debe cerrarse en cierto punto.
Cuando se generan y analizan alternativas, la mayor riqueza se encuentra en
cotejarlas, combinarlas, ver cuáles son excluyentes entre sí y cuáles no. Tomar lo mejor
de cada una de ellas. Una vez identificado el abanico, las diferentes opciones a evaluar,
es fundamental considerar su secuencialidad. Por ejemplo, cuál sería el costo de probar
una alternativa y ver si da resultado; y qué alternativas nos quedan en caso de que esto
no ocurra. A esto técnicamente se le da el nombre de estrategia, planeamiento,
decisiones concatenadas que se evalúan previamente a la decisión del momento cero.
Hay diferentes tipos de herramientas para visualizar claramente, antes de decidir, los
caminos posibles de las diferentes alternativas, sus resultados, y las nuevas decisiones
consecuentes que habrá que tomar. La más conocida son los “Árboles de Decisión”.
Muchas veces, un simple ordenamiento de alternativas escribiendo las ventajas y
desventajas nos da visibilidad, una buena primera impresión. A veces no es necesario
más.
Ordenar las alternativas por su secuencialidad y hacer una tabla de ventajas y
desventajas son herramientas obvias y conocidas pero que no muchas veces utilizamos.
Lo simple es poderoso.
A continuación, se puede observar un sencillo árbol de decisión. Nos permite
visualizar los caminos posibles. Preguntarnos antes de decidir entre A o B qué
podríamos hacer de darse un resultado no satisfactorio en la alternativa A, agrega calidad
a todo el análisis.
110
Explorando alternativas: actuar linealmente atrayendo soluciones no lineales
Lo más rico en la exploración de alternativas cuando se busca algo es actuar linealmente
con un estado de apertura interna a caminos alternativos y soluciones no lineales que
puedan surgir en el camino. Simplemente, hay ocasiones en las cuales la mejor
alternativa aparece de una forma no lineal en medio de un abordaje lineal de la
problemática. Esto luce mágico cuando se da, pero implica un equilibro sutil, desafiante
de alcanzar: entregarnos al cien por ciento a las acciones externas directas y obvias,
acompañado por la máxima disposición posible a las alternativas ni directas ni obvias.
Esto, naturalmente, también implica desapego de los resultados.
Suponé que estás interesado en conseguir un puesto docente en alguna universidad
para dar clases como una actividad adicional a tu trabajo. Ese es tu “objetivo”, tu
deseo/intención. ¿Qué alternativas se te ocurren?
Posiblemente pienses en los contactos que tenés en universidades para pedirles ayuda,
y como segunda opción contactar directamente a departamentos de Recursos Humanos
para solicitar entrevistas o, en última instancia, presentarte directamente. Todas son
alternativas lineales, caminos en línea recta a tu objetivo pero cuya probabilidad de éxito
desconocés. De todas formas, muchas de ellas tienen un costo de energía y tiempo bajo,
y nulo de dinero, con lo cual vas a empezar a probar algunas.
Podés hacer un plan de probar con la universidad que más te atraiga y luego con otra
si la primera no funciona, o contactar a varias personas a la vez e ir viendo quienes se
muestran interesadas. Este proceso de análisis y exploración de alternativas en pos de tu
111
objetivo tiene un fuerte componente intelectual y lineal, y está bien qué así sea. El
problema es cuando nos cristalizamos en la creencia de que aquello que uno busca tiene
que venir sí o sí como un resultado de las alternativas que se exploran. Esto puede
ocurrir o no.
En este momento es importante recordar no apegarse al resultado. Hay cierta gracia en
darle más importancia al proceso de búsqueda que a aquello que se está buscando. Esta
gracia atrae aquello que queremos, ¡pero no necesariamente a través de las alternativas
que pensamos!
Si estás lo suficientemente abierto, combinado con paciencia y desapego del resultado
final, puede que consigas un puesto docente de forma indirecta o circular, un puesto tal
vez mejor que aquel que hubieses conseguido por las alternativas conocidas que
abordaste en forma inicial. Por el contrario, si nos encaprichamos con cierta alternativa o
resultado, no solo se aleja aquello que buscamos, si no que inhabilitamos la llegada de lo
que tenga que venir de manera no lineal. O no viene, o no lo vemos por ceguera, lo que a
efectos prácticos es lo mismo.
Es paradójico y maravilloso a la vez. Con el foco puesto en el proceso de explorar las
alternativas lineales a veces aparece una solución diferente a las previstas. Pero si
prestamos atención, ¡aparece solo porque estamos explorando esas alternativas! Por
ejemplo, podría ocurrir que yendo a visitar a un contacto en la universidad, te cruces de
“casualidad” con un conocido que da clases y necesita un colega.
Estás en la energía de la atracción, de lo holístico: pero solo posible a través de
caminar las alternativas lineales pensadas con el intelecto, la lógica y la razón. Ambas
inteligencias son necesarias y verdaderas.
Si solamente te sentaras a “desear” que te contacten para dar clases, con una buena
intención, apertura y desapego, pero sin hacer nada lineal ni lógico al respecto, lo más
probable es que no ocurra nada.
Honrá el proceso.
El costo de oportunidad, esa trampita que no te deja avanzar
Decidir es “morir un poco” porque uno “deja morir” los caminos que no transita. Esto
molesta, tal vez al punto de contaminar la decisión. Identificar esa angustia es clave.
Elegir un fragmento del futuro entre infinitos futuros posibles implica que, posiblemente,
112
uno nunca sepa qué hubiese ocurrido al optar por otra cosa.
Valernos de un proceso decisorio adecuado ayudará a aumentar la confianza en
nuestras decisiones y soltar el apego interno al costo de oportunidad (una sensación de
pérdida por todo lo que no se elige). Esta angustia puede condicionar y paralizar. Hay
personas que le dan una importancia excesiva y disfuncional al clásico “qué hubiera
pasado si”.
Una vez que se escoge un camino, el compromiso con ese camino se debilita si uno
está evaluando constantemente qué hubiese pasado de haber elegido otra cosa. ¿Uno
puede cambiar el curso de acción? Claro que sí. Pero una cosa es hacerlo a conciencia,
producto de una nueva decisión por algún motivo, y otra bien diferente es restarle
compromiso a la decisión tomada por estar pensando constantemente en el clásico “qué
hubiera pasado si”.
La confianza en uno mismo y en lo que se decide es fundamental para potenciar y
profundizar la alternativa elegida. Si uno decide pero luego acciona a medias, aquello
que buscamos puede terminar diluyéndose.
¿Uno puede accionar a medias? Claro que sí. Pero una cosa es hacerlo como una
elección, o como prueba, y otra cosa es —habiendo decidido ir “hasta el final” con una
alternativa— debilitarse en la acción por falta de compromiso.
La especulación con el camino no elegido tiene el nombre técnico de “contrafáctico”.
Uno puede hacer el ejercicio teórico de evaluar el “qué hubiera pasado si” (contrafáctico)
pasado un tiempo, pero solo a los efectos de aprender y mejorar las decisiones a tomar
en adelante.
Esto es clave: el “qué hubiera pasado si” solo tiene sentido si mejora el proceso
decisorio posterior de una decisión similar. No sirve si solo es para lamentarse, culpar o
culparse. Tampoco sirve si aumenta la angustia paralizante que genera la inevitable
existencia de costo de oportunidad en la próxima decisión. Si mirar el contrafáctico
despierta “miedo a equivocarme otra vez”, entonces, no tiene ningún sentido.
Por ejemplo, uno puede cuestionarse: “Si hubiese hecho un plazo fijo el año pasado en
lugar de comprar dólares, me habría ido mucho mejor.” O “de haber asistido más a clase
habría obtenido una mejor nota, porque se evaluó solo lo visto en clase”. La utilidad de
estos razonamientos contrafácticos sería evaluar mejor las próximas decisiones relativas
a estos temas. Hacerlo o no, claro, será en función de cuánto nos interesen los resultados
asociados a estas decisiones. Es decir, su impacto — siempre individual y subjetivo—.
113
El costo de oportunidad debe tenerse en cuenta a priori, al momento del análisis,
¡antes de la decisión!, no después. Si uso este dinero para este viaje, no podré usarlo para
tal otra cosa; si paso el fin de semana con tal persona, dejaré de lado las actividades que
tenía pensado hacer solo o con otras personas. Esto es parte de cotejar las alternativas.
Algo que suena obvio pero que, a veces, hacemos en forma inconsciente.
No tiene sentido ver el costo de oportunidad a posteriori, es decir, comparar. ¡Pero
igual lo hacemos! Si aprobamos con un 7 en un examen, nos alegra; pero si todos los
demás lo hacen con 10, no estaremos tan contentos. Si estamos entre dos acciones A y B,
y compramos la A, y sube el 30% en una semana, estamos felices. Ahora si la B sube a
su vez 100% entonces el 30% nos parecerá bajo y nos deprimiremos. Es el mismo 30%
que en un caso nos alegra y en otro nos deprime. ¿No tiene algo de estúpido esto?
Entrás a un trabajo nuevo con tareas que te gustan, por un sueldo espectacular. Estás
feliz. Al tiempo entra otra persona de tu misma experiencia a hacer las mismas tareas
(sin competir con vos, digamos que aumentó el volumen de trabajo). Por “radio pasillo”
te enterás de que su sueldo es 50% superior al tuyo. ¿Seguís tan feliz como antes? ¿O
sentís que “te están cagando”?
Pareciera que nos importa más el éxito y fracaso comparados, que el éxito o fracaso
según vara interna: la vara es el otro, no uno mismo. Olvidamos que siempre va a haber
alguien a quien le vaya mejor (y peor también). La comparación no tiene final. Es inútil
compararse. Mirar al de al lado solo debería servir para inspirarse u aprender de sus
errores. Nada más.
Nadie dice que uno no debería tomar nota del “fracaso relativo” (aprobar con 7
cuando todos 10, ganar 30% en lugar de 100%) para mejorar. Estudiar más, evaluar de
forma diferente nuestras decisiones financieras, o incluso pedir a quienes definen el
sueldo en la compañía que, a igual tarea e igual performance, uno debería ganar lo
mismo que el de al lado. Pero ¿lo hacemos? ¿O nos atrapan emociones negativas cuando
ocurren estas cosas y nos quejamos sin tomar responsabilidad, ni por nuestras
emociones, ni por mejorar?
Si estás contento con los resultados de una decisión, no permitas que una comparación
contamine tus emociones.
Al elegir una alternativa, transitar un camino, poné todo tu foco en ese carril. Nadie
dice que no podés cambiarte después si las cosas no van como planeabas. En general
tiene un costo, pero podés hacerlo las veces que quieras. Lo que hay que evitar es perder
114
compromiso con la alternativa elegida (especialmente si va bien) por que la “no elegida”
va mejor.
Acordate de esto:
La pregunta “¿Qué hubiera pasado si…?” solo hacétela para aprender y
mejorar tu próxima decisión. No para culpar o culparte, ni para lamentarte
por el costo de oportunidad.
La diosa de la incertidumbre
En la gran mayoría de las decisiones, siempre hay incertidumbre. De hecho, aquellas que
no tienen incertidumbre asociada, podrían llamarse “elecciones” y no merecen análisis.
Por ejemplo, si alguien nos ofrece un producto a 1000 pesos, y otra persona nos ofrece
exactamente el mismo producto en el mismo momento a 800 pesos (no hay trampa, y
nos da igual comprarle a cualquiera de los vendedores), entonces elegimos el de 800
pesos. O, yendo a algo todavía más obvio, cuando elegimos los gustos de helado en la
heladería que conocemos hace años. Las preferencias las tenemos claras (nos gusta más
el “dulce de leche” que la “crema del cielo”) y a su vez no hay riesgo, y —de haberlo—
el impacto es muy bajo. La intuición (incluso el hábito) funciona perfecto como regla en
este tipo de elecciones.
Las decisiones que merecen análisis son aquellas que sí tienen incertidumbre. Es
decir, alguna de las alternativas que estamos evaluando puede darnos diferentes
resultados, en función de variables que no controlamos.
Antes de sobrevolar algunas maneras de tratar la incertidumbre en las decisiones, es
importante abordarla filosófica y espiritualmente; por decirlo de cierta forma. La
incertidumbre, el riesgo, no saber qué va a pasar si elijo un camino u otro, genera
angustia, una angustia posiblemente mayor que la que despierta el “costo de
oportunidad” de los caminos no transitados. Sin embargo, uno tiene que recordar lo
siguiente: siempre hay incertidumbre. La vida es incertidumbre. Cada camino, cada cosa
que elegimos, tiene su riesgo.
Muchos de nosotros pretendemos mitigar ese riesgo mediante el control. No es que
controlar esté mal o bien en sí mismo, pero a veces ocurre que el exceso de control en la
vida no es más que el reflejo del miedo a la incertidumbre. Y a veces ese miedo paraliza,
115
estorba, no permite vivir el juego, el juego de decidir. El riesgo existe, y es obvio que no
tiene sentido correr riesgos innecesarios, que no se ameritan. Hacerlo tiene tan poco
sentido como pretender no correr riesgos nunca, controlando todo, lo que además es
imposible.
La incertidumbre es la naturaleza de la vida: podemos perder lo que tenemos, los
familiares o la persona amada se pueden alejar, o morir. O todo eso quedará atrás al
momento de la propia muerte, el único evento certero de la vida, lo único que ocurrirá
con un cien por ciento de probabilidad que, paradójicamente, a muchos de nosotros nos
aterra. El resto de los eventos de la vida están sujetos a incertidumbre. Lo más
inteligente es aceptar con el corazón esta realidad y luego tomar decisiones corriendo
riesgos sabiamente.
Parece contradictorio, pero muchas veces somos nosotros mismos los que nos
volvemos inseguros al buscar desesperadamente seguridad, pues —por más que
extrememos la seguridad— la incertidumbre siempre nos acompaña. Siempre puede
116
encontrar una ranura por la cual meterse. Es gracias a esta inseguridad que existe la
libertad. Si todo estuviese prefijado, no habría margen ni para la decisión, ni para la
responsabilidad, ni para la libertad. Pero como decíamos, esto no implica correr riesgos
que no se ameritan, o no medirlos ni estimarlos, o no intentar reducirlos cuando se
justifica en una decisión. Eso sería poco inteligente.
Hay personas que corren riesgos enormes por satisfacciones pequeñas, hay otras
personas que no están dispuestas a correr pequeños riesgos ni siquiera por grandes
satisfacciones. Es positivo echarle un vistazo a la relación que tenemos con el riesgo.
Veremos algunas aproximaciones en las próximas secciones.
¿Qué es lo que hace divertido a un juego? La posibilidad de perder. El riesgo. Si
existiese un juego en el que uno siempre gane, entonces no sería divertido. El riesgo es la
sal de la vida. Sin sal, la comida no tiene sabor, pero demasiada sal puede arruinar la
comida.
Durante siglos, la física clásica dominó los paradigmas científicos. A muchos niveles
se descubrieron leyes muy útiles que explicaron fenómenos de todo tipo. Se suponía que
lo que no se podía explicar, era simplemente por falta de información. La creencia era
que, con información, la incertidumbre siempre retrocedía. Se pensaba que en algún
futuro lejano íbamos a poder conocer hasta el último secreto del Universo. Era solo
cuestión de tiempo para acceder a la información. Entre el siglo XVII y principios del
XX, la ciencia entendía a todo el Universo como una inmensa máquina de relojería,
explicable y predecible. Un mundo determinístico, objetivo, tangible. Un mundo de
cosas separadas y relacionadas a través de interacciones.
A partir de 1920, con los descubrimientos de la física cuántica, todos los supuestos
clásicos se pusieron en tela de juicio porque de nada sirven a la hora de entender lo que
sucede dentro de un átomo, donde todo es vacío, relación y energía invisible. No hay
objetividad, predictibilidad ni nada separado de lo otro. Es un mundo plenamente
gobernado por la diosa de la incertidumbre.
Muchos científicos aseguran que ambas “realidades” (la clásica y la cuántica) operan
superpuestas. Es decir, las leyes clásicas —de las que derivan las disciplinas como la
estadística— sirven —y mucho— para la vida, para los mundos “dóciles” de la lógica,
de los argumentos, de las causas y los efectos. Un mundo de eventos probables y riesgos
medianamente estimables. Un mundo de explicaciones, donde la Teoría de las
Decisiones introduce el bisturí de su modelo para calcular las alternativas que mejores
117
resultados arrojan, ponderadas por sus riesgos respectivos. Es un mundo que, si bien
ciertamente complejo y rico, no deja de ser lineal y (en cierta forma) abordable. Un
mundo donde uno puede hacer pactos parciales con la incertidumbre.
Pero existe otro mundo, uno silencioso, inexplicable e invisible, que coexiste con el
anterior. Un mundo que nos sorprende con magia inherente y casualidades. Un mundo
de malas suertes que nos angustian, pero se transforman en buenas suertes con el tiempo,
y uno lo descubre prestando la suficiente atención. Un mundo en que a veces los
resultados que anhelamos no se dan, y eso también nos angustia pero, aunque no lo
sepamos, son en realidad cosas que no nos convienen a un nivel que no entendemos. Un
mundo donde la confianza interna importa más que cualquier especulación intelectual de
futuros posibles. En este mundo, claro, la diosa de la incertidumbre no hace ningún tipo
de pactos.
Miedo, ese buen amigo de la incertidumbre
Para tomar buenas decisiones, decíamos que tenemos que amigarnos con la
incertidumbre porque si no, el miedo a lo desconocido, a lo que “puede llegar a pasar”,
tal vez reste calidad importante en la decisión. Nos puede tornar en personas
excesivamente aversas al riesgo y a no estar dispuestos a aceptar riesgos bajos —ni
siquiera mínimos— para obtener ganancias o experiencias espectaculares. El miedo
excesivo nos puede hundir en la “parálisis por análisis” dejándonos en el lodo asfixiante
de la indecisión, disimulada tras el manto de la especulación intelectual. No solo una
vez, claro, sino como un patrón de comportamiento que se repite constantemente cada
vez que se presenta una decisión de impacto. Tal vez durante toda la vida.
Cuando sentimos miedo, es importante detenerse y observarlo. La primera pregunta
que uno puede hacerse es: ¿se trata de un miedo justificado a algo que está ocurriendo?
Por ejemplo, alguien se aproxima con un palo en la mano, amenazante, ese miedo que
sentimos es funcional, porque nos hará actuar: escapar o defendernos o gritar. Es instinto
de supervivencia.
Pero en general, ¿qué ocurre? Tenemos miedo a cosas que podrían pasar, no a aquellas
cosas que están pasando ahora mismo, en donde vos estás. Esto es algo muy distinto,
porque se trata de un tipo de miedo que no guarda relación con el peligro real, inminente.
Lo que podría pasar no es más que una proyección del futuro.
118
Es importante notar esto. El futuro está generando emociones disfuncionales:
ansiedad, preocupación. Hay personas que viven con estas emociones como compañeras
constantes y, obviamente, esto contamina las decisiones. Muchos pensamientos
relacionados al futuro tarde o temprano generan miedo.
Tené en cuenta que el exceso de futuro mental tiene como compañero al exceso de
miedo emocional, preocupación o ansiedad.
Nadie dice que no evalúes el riesgo o, más específicamente, la relación riesgo–
rendimiento (o su prima hermana, la relación costo–beneficio). Nadie dice que no
tratemos de reducir el riesgo cuando valga la pena o que, a conciencia, decidamos “no
correr el riesgo”. A veces, el riesgo es demasiado para nosotros y no queremos
exponernos a la posibilidad de un mal resultado. Esto está perfecto, porque se trata de
una elección consciente. En una decisión de calidad, uno sopesa el riesgo de una
alternativa al evaluar sus resultados posibles.
Al momento de decidir se realiza una proyección futura de resultados y riesgos. Sin
embargo, este análisis, esta proyección, se hace solamente al momento de la decisión.
Proyectás, analizás, decidís y accionás. Y listo. Diferente es estar constantemente
proyectando el futuro en tu mente. De ser así, van a aparecer emociones disfuncionales.
Es clave poder ver esta distinción.
Previo a medir el riesgo, es saludable poner en duda al miedo como emoción en sí
misma. ¿Qué significa esto? Evaluar el “sustento de realidad” del miedo que apareció.
Muchas veces tenemos miedo de eventos de los que no hay ningún indicio de que
sucedan, que nunca se darán en el tiempo. Son miedos imaginarios. Es como estar en la
playa, hace un día hermoso y el mar está calmo. Pero uno se pasa el día tomando
recaudos por si llega un tsunami. No tiene sentido.
El miedo —en su versión disfuncional— interfiriendo en la adecuada medición del
riesgo (y consecuentemente restándole calidad a la decisión) se trata de una temática que
amerita enfocarle desde toda la visibilidad posible. Por eso, antes de continuar
desarrollando la cuestión del riesgo en las decisiones, vamos a seguir profundizando
sobre el miedo para ganar conocimiento y poder regularlo mejor.
Las máscaras del miedo
“¿Qué es lo que me pone ansioso? ¿A qué le tengo miedo?”, estas son buenas preguntas
119
para identificar al miedo, “ponerle una cara” y entonces, reducirlo. Hay muchos tipos de
miedo: miedo a la pérdida, al ridículo, a lo desconocido, miedo al fracaso, miedo a la
muerte…
Hay quienes dicen que detrás de cada uno de los miedos, siempre hay un mismo tipo
de miedo: el miedo a la muerte, que aparece con diferentes máscaras. Es cierto que todos
los miedos están mezclados, superpuestos, pero aun así, reflexionar sobre ellos
separadamente puede ayudarnos.
El miedo a la pérdida de cosas materiales puede mitigarse sabiendo que todas las
cosas son temporales, el simple paso del tiempo las va a consumir, pase lo que pase. O
recurriendo a la confianza de que si uno es bienintencionado, comprometido y
trabajador, lo más probable —por lejos— es que nunca nos falte nada. Saber que uno —
en última instancia— no posee las cosas, sino que —en algún punto— nos son otorgadas
para administrarlas y disfrutarlas, es un razonamiento que reduce el miedo a la pérdida.
Es importante valorar, cuidar, apreciar y disfrutar lo que se tiene, pero sin apego ni
identificación.
El ego se identifica con las cosas y, entonces, no queremos perderlas, porque eso
implica una merma en la identidad. Ocurre a nivel inconsciente para la gran mayoría de
nosotros. Uno se identifica y se apega a las cosas, incluso a lo que ciertas cosas
significan (la casa en el country, el auto de alta gama). Y entonces la posibilidad futura
de perderlas implica, a cierto nivel, morir. Pero lo cierto es que uno no es lo que tiene.
Disfrutá de las cosas materiales, pero no cargues sobre ellas una cuestión de necesidad,
de “vida o muerte”.
El miedo a la pérdida de cosas que no son materiales —como una persona amada,
un cargo en una institución (que implica poder y estatus), o miedo a perder una
experiencia— también puede reducirse de formas similares a lo explicado antes, y suele
ser un poco más difícil.
Así como uno “no es” lo que tiene, tampoco “somos” los roles que jugamos en la vida.
Estamos acostumbrados a la identificación con el rol: yo soy “padre de”, “hijo de”,
“contador en la empresa”, “profesor en la universidad”, etcétera. ¿Esas son cosas que
uno es? ¿O simplemente roles que uno juega? Es positivo jugar el rol al cien por ciento,
pero sin olvidar que es un rol… un juego de rol.
120
Cuando uno piensa que el personaje que encarna es real, entonces empieza a generar
problemas en el mundo. La pérdida del rol implica pérdida de identidad, golpe al ego:
muerte.
Actuá al ciento por ciento, pero nunca olvides que estás encarnando un personaje. No
te comas el personaje o, mejor dicho, no permitas que el personaje te coma a vos. La
vida es un teatro. No permitas que el miedo injustificado a la pérdida contamine tus
decisiones.
Confiá.
El miedo al ridículo, al qué dirán, a las opiniones de los otros, es una forma de temor
muy limitante, muy común y, por cierto, muy importante de superar si a uno le interesa
tomar buenas decisiones. ¿Por qué, aunque a veces uno no lo admita, nos interesa tanto
lo que los demás piensan de nosotros…? Por poner el sentido de identidad en el lugar
inadecuado. Nos importa más lo que representamos para los demás que aquello que
121
somos para nosotros mismos. Nos preocupa obtener la aprobación de los demás cuando
lo más inteligente es vivir en un estado de saludable autorreferencia. Es importante ser
consciente de que las opiniones de los demás cambian.
Desde ya que tenemos que escuchar las opiniones y filtrar la información que pueda
tener valor para nosotros. Pero que en nuestras decisiones juegue el miedo al ridículo es
algo bien distinto que, obviamente, condiciona.
Buscar aprobación todo el tiempo trae miedo. Tomá conciencia de lo exagerado e
injustificado que es tener miedo al ridículo, al rechazo. Atravesalo, sacátelo de encima,
una y otra vez. Sacudite hasta que caiga la vergüenza. Uno puede ser honesto, respetuoso
y —a su vez— un mágico desvergonzado.
No permitas que el miedo al ridículo contamine tus decisiones. El mundo le pertenece
a los desvergonzados.
Animate.
El miedo a lo desconocido también merece una mirada. ¿Por qué le tenemos miedo a
aquello que desconocemos? ¡No lo conocemos, y nos despierta temor! ¿Es
antropológico? En la antigüedad, quien se aventuraba solo en el bosque —alejándose de
la caverna, la aldea, la protección del grupo— corría el peligro de ser atacado por fieras,
por otra tribu o por forajidos —dependiendo de qué época hablemos—. Durante siglos,
aventurarse a lo desconocido implicaba peligro y el temor era un natural sentimiento de
autodefensa que, luego, quedó instalado en nuestra memoria genética. La cuestión es que
este es un miedo que se despierta y entorpece aun cuando lo desconocido no entrañe
peligro alguno.
Además, ¿qué es lo que más miedo nos da: lo desconocido o perder lo conocido? Lo
que conocemos nos da la sensación de comodidad, de seguridad, sabemos (o creemos
saber) qué puede pasar y qué no. Esto es una ilusión, pues cualquier cosa puede pasar en
cualquier momento. Como decíamos, no hay muro que detenga a la diosa de la
incertidumbre cuando quiere visitarnos. No nos gusta alejarnos de lo conocido que,
incluso, a veces aburre y molesta pero, de todas formas, el miedo a lo desconocido nos
encasilla y nos solidifica. Y continuamos yendo por años a lugares que no queremos y
haciendo cosas que no nos gustan, autoconvenciéndonos (en algunos casos) de que no
tenemos otras opciones. La negatividad empieza a acumularse de a poco en nuestro
interior y si uno no encuentra una metamorfosis creativa, lo conocido puede devorarnos.
122
Lo desconocido es estimulante, es un desafío. Solo lo desconocido, el cambio, te
brinda la posibilidad de aprender. ¡Por definición, en lo conocido no queda nada que
aprender! Podés descansar en lo conocido, podés encontrar sabores diferentes en lo
conocido, podés explorar diferentes caminos dentro del terreno que conocés, pero el
aprendizaje es solo fuera de la zona conocida. A nivel espiritual, a nivel psicológico,
estamos acá para aprender —además de descansar—. Tanto el cobarde como el valiente
sienten temor, la diferencia es que el miedoso se paraliza, y el valiente de todas maneras
avanza.
No permitas que el miedo a lo desconocido contamine tus decisiones.
Entregate al desafío.
Para reducir el miedo al fracaso es interesante tener en cuenta que tanto el éxito como
el fracaso son etiquetas mentales. Es decir, siempre es uno mismo el que define qué es
un éxito y qué es un fracaso. Claro que esta definición, si bien “propia”, está
fortísimamente influenciada por la cultura, la educación, el condicionamiento social de
lo que es tener éxito y no tenerlo. Si invitamos a alguien a salir y esta persona nos
rechaza, entonces, es un fracaso. Si uno hace una apuesta al “rojo” en el casino y sale
rojo, entonces, es un éxito. Si uno lanza un producto al mercado y se venden más
unidades de las que se estimó inicialmente, entonces es un éxito. Así podríamos
enumerar infinitamente. Sin embargo, estas definiciones son superficiales, relativas e
incompletas. Si al ser rechazado me doy cuenta de que “no fue tan terrible” y reduzco mi
miedo natural al rechazo, entonces ¿se trata de un fracaso? Si la persona a la que invité a
salir es alguien muy egoísta, con quien mantener una relación hubiese sido un agudo
dolor de cabeza, ¿es un fracaso? Si por apostar al rojo y ganar me engolosino, la
ambición se agranda y entonces vuelvo a apostar mucho más dinero al rojo pero esta
vuelta sale negro, entonces, ¿la primera apuesta fue un éxito? Si la estimación con la que
medimos el grado de “éxito” del producto era intencionadamente baja para generar la
sensación de éxito, ¿se trata de un éxito real o ficticio? Y si verdaderamente tuvimos
ventas extraordinarias del producto, pero es un producto adictivo que sabemos que es
nocivo para la salud de la gente, ¿qué clase de éxito es ese?
Por eso, una primera aproximación para reducir el miedo al fracaso es recordar su
relatividad. Uno debería pensar el éxito y el fracaso como conceptos dúctiles, de límites
difusos y, particularmente, de muy poca duración. Si hacés algo que considerás un éxito
y todos te felicitan, ¿cuánto lo recordarán? No mucho. ¿Cuánto te durará la alegría de
123
“haberlo conseguido”? Tampoco tanto.
Lo mismo al revés: algo sale “mal”, lo que es —para vos— un fracaso. Te lamentás y
todos se lamentan con vos. Lo cierto es que al rato también lo olvidan, deja de ser tan
terrible. Primero para los demás y, luego, también para vos.
Además, buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe? Te quebrás una pierna jugando al
fútbol —o al hockey, o corriendo— ¡qué mala suerte! Pero esa pierna rota te lleva a
conocer a un kinesiólogo/a muy especial, es la persona de tu vida, se enamoran y se
casan... ¡qué buena suerte! La misma lógica opera detrás del éxito y del fracaso. En
muchas ocasiones es el punto de vista lo que hace la diferencia. Aun así, muchos
vivimos juzgando las cosas con una mirada parcial y dual. Poniéndole etiquetas mentales
a las situaciones y a los resultados de nuestras decisiones: bueno–malo, éxito–fracaso,
buena suerte–mala suerte; cuando, en verdad, la realidad es mucho más compleja,
plástica y profunda que simplemente “linda” o “fea”.
Ahora bien, este conocimiento no debería utilizarse como una excusa para hacer la
vista gorda con las decisiones que tienen un resultado peor del que esperábamos. La
línea es muy sutil. Cuando esto ocurre, uno debería acusar recibo, sentir el pinchazo del
error, del “fracaso” y capitalizar el aprendizaje (que siempre lo hay). Tampoco implica
no dar el ciento por ciento en la acción para alcanzar el resultado que buscamos (el
“éxito”).
Tomar conciencia de la relatividad del fracaso (antes de decidir) sirve para reducir el
miedo que puede despertar su posibilidad o, habiendo accionado, para lamentarnos
menos si viene, ¡Pero no para dejar de aprender! Sacarse el miedo al fracaso no implica
no medir el riesgo ni hacer tonterías. Primero, sacate el miedo. Luego, medí el riesgo
inteligentemente sin olvidar que uno es responsable de las propias decisiones.
La clave es mantener el entusiasmo más allá de los fracasos o éxitos parciales y
subjetivos de la vida.
Además, ¿quién tiene siempre éxito o siempre fracasa? ¡Nadie! Son dos caras de una
misma moneda, uno permite apreciar el otro. Si el miedo al fracaso te retiene, ¿cómo vas
a experimentar el éxito? La vida tiene altos y bajos. A veces tenemos que “fracasar” para
aprender. Por eso, no te pongas muy eufórico con un poco de éxito, porque te vas a
deprimir al más leve fracaso. La avidez por el éxito tiene como compañero inseparable al
temor al fracaso. Medí el riesgo adecuadamente pero sin que el miedo al fracaso te
retenga o te confunda.
124
Aventurate en el juego.
El último de los temores, el miedo a la muerte es, posiblemente, el miedo más
profundo, el que se esconde detrás de los otros, pues todos los otros miedos tienen algo
de muerte: la muerte de lo que se pierde, la muerte del ego, la muerte de lo conocido.
Desde que el mundo es mundo, todos los seres que lo habitamos buscamos evitarla. Un
mosquito, un pez, un ciervo y un anciano de noventa años: todos quieren vivir. Sin
embargo, todos morimos. El mosquito, el pez, el médico y el paciente, el rico y el pobre,
el sabio y el ignorante, el inteligente y el sonso.
El temor a la muerte puede condicionar fuerte y negativamente nuestra vida porque es
un temor que alimenta a los otros miedos, como si fuera la raíz de fondo. El temor a la
muerte es la gasolina de los otros miedos. Reducir o regular el miedo a la muerte
posiblemente ayude a llevar a los “otros miedos” a un nivel muy manejable.
Hay autores que aseguran que el temor es la otra cara del amor18, y que detrás de cada
acción, detrás de cada decisión, incluso por detrás de todos los argumentos mentales y
emociones intermedias, siempre están esas dos emociones básicas haciendo su juego. Tal
como una moneda que gira en el aire y que puede caer cara o ceca, el amor y el temor
tironean las decisiones humanas, ¡pero en verdad son parte de la misma moneda!
Tal como del día y la noche, el villano y el superhéroe, el temor y el amor son amigos,
así como la muerte es amiga de la vida. Uno no existiría sin el otro. Amor y temor son
contradictorios, opuestos, pero a su vez complementarios. Muy en lo profundo, hay
algunas decisiones que son motorizadas por el amor por la vida, y otras por el temor a la
muerte. Identificar esto al momento de decidir es una habilidad única y nos permite rever
—y hasta tal vez elegir a conciencia— el lugar interno desde el cual tomar la decisión.
No es fácil, nada fácil. Porque la ola de argumentos mentales, emociones intermedias,
deseos, reacciones, impulsos, opiniones, falsas identificaciones e incluso los miedos
“intermedios” como los que veíamos antes, nos arrastran como un río caudaloso y uno
termina haciendo, sencillamente, lo que puede. Acordate de esto la próxima vez que
estés por tomar una decisión importante: ¿Amor por la vida o temor a la muerte?
Poné la luz de tu atención y, antes de decidir, identificá desde qué lugar interno lo vas
a hacer.
¿Se puede reducir el temor a la muerte? ¿Cómo?
Tener conciencia de la muerte física y, a su vez, estar abierto a la posibilidad de que la
energía invisible de vida que habita el cuerpo pueda tener continuidad (cuando el cuerpo
125
nos deje), es la mejor combinación para no temerle a la muerte y amar la vida. Es decir,
conectarse con la temporalidad del cuerpo y la inmortalidad de esa energía que lo habita.
Sin embargo, muchos de nosotros estamos posicionados inconscientemente en la
creencia contraria.
Pensamos que con la muerte del cuerpo “todo se acaba” y no queremos “pensar en la
muerte” olvidando (o más bien reprimiendo) el hecho de que tarde o temprano todos
vamos a terminar en el mismo lugar.
La creencia de que después de la muerte “todo se acaba” te llevará a un lugar de
ansiedad, de impaciencia por obtener o hacer cosas, de voracidad por experiencias.
Cosas que —a la larga— te dejarán en un lugar de vacío cuando uno las busca para
“llenarse”. Esta creencia de que no hay ninguna continuidad luego de la muerte fogonea
la avidez, los deseos intensos, combinándolos con un sentimiento de sinsentido de fondo,
escondido tras los logros o experiencias externas. Osho dice:
Si no existe nada que sobreviva al cuerpo, entonces nada de lo que hagas puede ser
demasiado profundo ni puede satisfacerte completamente. Si la muerte es el final y
nada te trasciende, la vida carece de significado, y cuando esto sucede, la vida es
como un cuento contado por un idiota ruidoso y enojado, como un cuento sin mayor
significado.19
Es positivo estar abierto a la posibilidad de que al morir la conciencia, la mente,
continúa su viaje, pero ya sin una forma física asociada. Hay quienes dicen que esta
conciencia vuelve a tomar forma o que, de estar preparada, ya no vuelve a hacerlo y
continúa la travesía. Pero la muerte física es siempre una muerte de forma, nunca la
muerte de la energía de vida que habita el cuerpo. Esa energía es eterna, pues al no tener
forma, no puede ser eliminada.
Sueño y vigilia se complementan tal como la vida y la muerte lo hacen. ¿A dónde
vamos cuando dormimos? Dormir es una pequeña muerte cotidiana. La vigilia con poco
sueño es irritante, y sin sueño sería locura. Mucho sueño y poca vigilia es pesadez,
modorra; y sueño sin vigilia alguna sería letargia total, estado de coma. Ambos son
opuestos, pero complementarios. No hay vida sin muerte, ni muerte sin vida; así como
no hay día sin noche, ni noche sin día.
Cuando uno se despierta, sabe que por la noche se irá a dormir. Pero al momento de
126
irse a dormir, uno no tiene miedo: sabe que despertará por la mañana. De la misma
manera, así como sabemos que al vivir vamos a morir… también deberíamos —al menos
sospechar— que al morir vamos a vivir. Puede verse puramente como un asunto de
lógica de opuestos complementarios, más allá de las creencias.
Para hacer propio este conocimiento, hay quienes sugieren que uno debería conectarse
lo más seguido que pueda con esta energía de vida invisible, que está más allá del cuerpo
y de cualquier tipo de identificación externa. Cuando nos abstraemos de los estímulos
externos y nos sentamos con los ojos cerrados a observar la mente hasta que esta se
desacelera y, eventualmente, se detiene; es posible que percibamos la energía en el
cuerpo. La observación del cuerpo, de las sensaciones —sin pensamientos de por medio
—, da cuenta de esta energía, la energía que nos habita, que somos nosotros más allá de
la forma, más allá de la muerte. Esta es la esencia de la meditación. Dicen que al meditar
uno abandona brevemente el cuerpo, lo que nos prepara para cuando el cuerpo nos
abandone a nosotros.
Otra manera es conectarse profundamente con el momento, idealmente en un entorno
natural. Observar una planta, un niño, una mascota, mirar el cielo al ciento por ciento…
entregarse a la experiencia hasta que sea una práctica plena, esto lleva a que la mente se
sosiegue. Uno puede sentir la presencia invisible de esa energía que anima todo lo que
existe y que es la misma que nos anima a nosotros. La creatividad, el compartir
sinceramente, son expresiones de esa energía.
Para mirar hacia dentro, es necesario no estar mirando hacia afuera, al menos no en
forma constante. Los deseos extremos, el apego al resultado, el miedo al ridículo e
incluso que la existencia frecuente de estímulos que nos hagan reaccionar sin control,
son indicadores de que nuestra mirada está muy enfocada hacia lo exterior.
La práctica de la autoobservación, la introspección y el autoconocimiento, el silencio
interno, te llevarán en el sentido de disminuir el miedo a la muerte y con ello se
atenuarán los otros miedos también. Tus decisiones, sin estos fantasmas molestando,
empezarán a tener una calidad que nunca habrás conocido antes.
Sea cual sea tu miedo, identificalo y evalúa si está justificado o no.
Bajá tus miedos, aventurate a lo desconocido, pero no dejes de medir inteligentemente
el riesgo, para saber a qué resultados te exponés.
Costo—beneficio, la madre de las ecuaciones
127
Habiendo sobrevolado el componente emocional del miedo, que siempre está y puede
contaminar una decisión; es importante, ahora sí, sumergirnos en la evaluación de las
alternativas donde el riesgo es un componente importantísimo pero no el único.
Lo primero que uno debería tener en cuenta es que no existe ganancia sin pérdida, no
hay beneficio sin costo. No existe el free lunch (almuerzo gratis) en ningún lado. A todos
nos gusta recibir, pero a nadie le gusta pagar. A todos nos gusta ganar, pero a nadie le
gusta arriesgar y perder. Pero quien quiere ganar, tiene que estar dispuesto a arriesgar, o
a pagar un costo, o a una combinación de ambas cosas. Y esto implica asumir que si el
resultado no es positivo, podremos soportarlo.
Antes de entrar plenamente en la temática de riesgo, veremos situaciones de decisión
más simples, con alternativas cuyas características son “ciertas”, es decir, cuando
sabemos de antemano todos sus costos y beneficios asociados.
En estos casos, el costo de una alternativa es algo que, o bien conocemos, o bien
podemos averiguar. Es “en certeza”, es decir, no está sujeto a variabilidad. Así como hay
costos “en certeza”, también hay beneficios que pueden no estar sujetos a riesgo, que
simplemente son un dato de la realidad. La ecuación costo–beneficio, al no tener
varianza alguna, es más entendible y amigable que la ecuación riesgo–rendimiento (que
sí tiene un abanico de posibilidades intrínseca).
A los costos, beneficios o bien simplemente características “en certeza” de las
alternativas, los llamaremos —indistintamente— sus atributos.
De esta forma, un chocolate pequeño costará $ 30 y el mismo chocolate en tamaño
grande costará $ 50. Un auto grande de gama media podrá costar lo mismo que un auto
pequeño de gama alta. Una casa de 120 metros cuadrados, en un barrio alejado del
centro, de 50 años de antigüedad podrá costar 20% menos que un departamento a
estrenar de 80 metros cuadrados cerca del centro. Todos estos datos son “atributos”.
Considerando el fuerte supuesto (a los efectos del ejemplo) que todos los datos no
tienen variabilidad —es decir, no hay posibilidad de sorpresas, con el gusto del
chocolate, con la calidad del auto, el precio de la casa, etcétera—, se tratará entonces de
decisiones que se remiten exclusivamente a la regla costo–beneficio, que naturalmente
contempla las restricciones de los recursos que podemos disponer.
Los cuadros comparativos muchas veces son suficientes para una buena visualización
de este tipo de decisiones. A continuación, los ejemplos que recién citamos:
128
Tamaño
Costo
Chocolate Uno
Pequeño
$ 30
Chocolate Dos
Grande
$ 50
Gama
Tamaño
Costo
Auto Uno
Medio
Grande
$ 200 mil
Auto Dos
Alto
Pequeño
$ 200 mil
Barrio
m2
Antigüedad
Costo
Vivienda Uno
Alejado del centro
120
50 años
USD 200 mil
Vivienda Dos
Cercano al centro
80
a estrenar
USD 240 mil
Para decidir con calidad en este tipo de situaciones, hay que tener en claro la
“jerarquía de objetivos” —que habíamos visto en capítulos anteriores—, junto a una
buena visibilidad de las combinaciones de los atributos que las alternativas nos ofrecen.
Desde ya, si uno tiene una restricción (presupuestaria, por ejemplo) habrá alternativas
que quedarán por fuera de nuestro abanico.
Al no estar sujetos a riesgo, este tipo de casos se deberían poder resolver con la
ecuación costo–beneficio en diferentes “modalidades”. No hay posibles sobresaltos en el
medio y eso debería facilitar la decisión. Es como el caso de la elección del desayuno
que analizábamos antes. La situación podía resumirse al siguiente cuadro:
Gusto
Practicidad
Cuidado de Salud
Medialuna
alto
medio
bajo
Galletita
alto/medio
alto
bajo/medio
Tostada
bajo
bajo
alto
Con la ponderación clara de “cuánto nos importa cada cosa” en cada decisión, y una
buena visualización de lo que ofrece cada alternativa, elegir la alternativa óptima no
debería presentar serias dificultades. Habrá que echar luz a las alternativas que mejor
129
combinen los atributos, en función de cuánto nos importa cada uno de ellos. Habrá que
analizar si generando o combinando alternativas creativamente, uno puede alcanzar un
“set” de atributos superador. ¿Una tostadora que torne más práctico preparar tostadas y
un dulce light que mejore el atributo “gusto”, tal vez…?
La casa “buena, bonita y barata” solo existe en el terreno de lo imaginario. Todas las
decisiones complejas tienen objetivos múltiples que se tironean. Hay cinco personas,
pero solo tres porciones de torta. ¿Qué hacemos? ¿Comen todos un poco? ¿O tres comen
porción completa, y los otros dos nada? ¿Dos comen porción completa y los otros tres
solo un tercio de porción porque están “a dieta”? ¿Hay personas con más deseos de
comer torta que otras, es decir, objetivos prioritarios y otros secundarios?
También habrá que prestar atención a cómo medimos los atributos de las alternativas.
Hay atributos que son más fáciles de comparar que otros, por ser cuantitativos. Es simple
calcular cuánto más caro es un chocolate que otro, o cuánto más grande, sin embargo,
puede que existan aspectos cuantitativos de las alternativas que no sean tan directos para
comparar. Por ejemplo, los metros cuadrados de las viviendas. Habrá que ver qué tan
bien están distribuidos, o la antigüedad. La antigüedad podrá servir como una referencia
de comparación, pero un análisis de calidad requerirá chequear el estado de las
propiedades, más allá del año en que fueron construidas.
Por último, es positivo prestarle una especial atención a los atributos cualitativos que,
en general, tienen altas dosis de subjetividad, no son homogéneos, ni fáciles de
comparar. ¿Cuánto más me gusta una medialuna que una tostada? ¿Qué significa un
automóvil de alta gama y uno de baja gama?
En ocasiones, cuantificarlos —es decir, transformarlos en cuantitativos mediante la
aplicación de una escala de medición— puede facilitar el análisis. Por ejemplo, cuando
una revista le pone una “nota” a una película, o una combinación de notas —calidad,
servicio, precio— a un restaurante. O, por ejemplo, establecer a qué me refiero
específicamente con la medición “bajo/medio/alto” para el objetivo “cuidado de salud”
en las opciones del desayuno; podría ser, por ejemplo, el nivel de grasa saturada del
alimento.
En otras ocasiones, sin embargo, esta cuantificación vuelve más engorroso el análisis,
lo distorsiona y, simplemente, lo mejor es tener en cuenta el aspecto cualitativo de los
atributos, un orden de preferencia y no mucho más que eso. De tal manera, se podría
decir que calcular en qué porcentaje me atrae más una persona que otra es una
130
intelectualización totalmente inútil. Es algo a nivel extremo, casi absurdo, pero
intelectualizaciones de esta naturaleza restarán calidad a cualquier decisión.
Riesgo—rendimiento, la reglita de la que nadie se escapa
Es importante analizar el riesgo lo más objetivamente posible. La clave es que al
hacerlo no nos despierte miedo injustificado que nos lleve a retrasar la decisión. O, peor
aún, a no decidir (parálisis por análisis).
Es un equilibrio delicado, porque analizar el riesgo, medir el riesgo, incluso el hecho
de hablar de riesgo, es natural que despierte miedo. El miedo debería estar supeditado al
riesgo real pero, muchas veces, ocurre que por miedos internos vemos el riesgo
131
distorsionado, o imaginamos riesgo donde no lo hay. El miedo debería ser consecuente
al riesgo y entonces funcional a la decisión… ¡no al revés!
Miedo consecuente y funcional
Miedo previo y disfuncional
Finalmente, es hora de trabajar con el riesgo entendido en su definición más técnica:
la volatilidad, los diferentes valores posibles de algo que se estima y nos importa. A
diferencia de las características “en certeza” de las alternativas, las cuestiones sujetas a
riesgo serán aquellas susceptibles de adquirir diferentes niveles, grados. Se trata de algo
sobre lo que tenemos un cierto nivel de desconocimiento. En las decisiones, suelen
conjugarse las cuestiones fijas y las variables y, es entonces, cuando el análisis precisa
un poco más de atención, de herramental.
Solo para abordar la temática, empecemos con un ejemplo muy obvio y fácil.
Supongamos que estamos ante la decisión de cómo viajar al otro extremo de la ciudad.
Si vamos en ómnibus, el costo del boleto no está sujeto a riesgo. La comodidad (o falta
de ella) también es un dato fácil de estimar si lo conocemos de antemano. Si uno siempre
viaja o bien sentado o bien de pie, entonces es un dato fijo. Si existen posibilidades de
viajar de pie por falta de asientos, pero esto no es seguro, entonces la comodidad será
132
una variable a riesgo. Otra variable a riesgo podrá ser tiempo de viaje, dependiendo del
tráfico o la velocidad del transporte.
Por otro lado, la alternativa de ir en taxi, tendrá dos variables a riesgo: el tiempo y el
costo. Son dos variables que están correlacionadas entre ellas en forma positiva, es decir,
entre más sube una más sube la otra. Ahora bien, la comodidad del viaje en taxi es un
dato, y es naturalmente mayor a la del ómnibus. De más está decir que el viaje en taxi
será más caro pero más rápido que en ómnibus. El quid de la cuestión está en estimar la
magnitud de cuánto más caro y cuánto más rápido. Esta estimación, mirada a la luz de
cuánto nos importen individualmente los objetivos (costo–rapidez–comodidad) será lo
que nos dará los criterios de la decisión.
El siguiente cuadro podría ser un resumen del análisis de esta decisión:
Ómnibus
Taxi
Costo
$ 20
Entre $ 100 y $ 150
Tiempo
60 a 90 min
20 a 40 min
Comodidad
Baja
Alta
Los supuestos simplificadores son que ambos transportes son igual de seguros, y que a
su vez están disponibles en igualdad de condiciones (por ejemplo, distancia a recorrer
para conseguirlos o tiempo de espera en parada).
Lo que hará rico el análisis es justamente la estimación las variables a riesgo, no las
que son certeza. El costo del boleto de ómnibus es dato, no hay nada que estimar, y lo
mismo ocurre con los niveles de comodidad (suponiendo fijo la cuestión asiento en el
ómnibus). Se tienen en cuenta, naturalmente, pero con conocerlos alcanza.
A la luz de qué objetivo queremos priorizar y cuánto nos importan los objetivos
secundarios, tendremos que evaluar el “combo” que ofrece cada alternativa. El “combo”
de lo que sabemos con certeza, y las variables a riesgo. Si solo nos importa la comodidad
y/o el tiempo, y tenemos el dinero, no hay dudas de que el taxi es la alternativa preferida.
Por el contrario, para quien tenga tiempo y esté dispuesto a viajar incómodo, y a su vez
le sea considerable la diferencia de costos, el ómnibus será la alternativa ideal.
Ahora bien, no es lo mismo gastar $ 150 que $ 100 ni estar en el ómnibus una hora
que una hora y media. Si no se trata de una decisión de impacto, uno podría analizar con
133
“la mejor estimación”, es decir, el punto medio estimado, a sabiendas que puede haber
variabilidad. Por ejemplo, podríamos resumir el análisis de la siguiente manera:
Ómnibus
Taxi
Costo
$ 20
$ 125
(estimación media)
Tiempo
75 min
(estimación media)
30 min
(estimación media)
Comodidad
Baja
Alta
Estos son “pronósticos de punto fijo” (generalmente se usa el promedio). Se simplifica
el análisis a costa de resignar calidad, especialmente cuando el promedio no es
representativo de lo que puede llegar a ocurrir.
El costo del taxi tiene una variabilidad de $ 25 (de más o de menos) y el tiempo 10
minutos (de más o de menos) respecto del promedio esperado (o estimación media). La
variabilidad del tiempo del colectivo será de 15 minutos (de más o de menos) respecto
del tiempo estimado.
Si se trata de una decisión de bajo impacto, y la estimación media es representativa las
puntas posibles, pensar en puntos fijos es de gran utilidad.
Sin embargo, cuando analizamos decisiones de impacto, las “puntas” más riesgosas
hay que considerarlas como escenarios probables; porque una estimación de punto fijo
será naturalmente menos representativa, pues no nos muestra todo lo que puede llegar a
ocurrir. Y uno necesita saber que pasaría en el peor y en el mejor de los casos, además
del punto medio.
El costo y los datos en certeza (o averiguables) como ya vimos, son fáciles de medir,
es solo cuestión de tenerlos en cuenta. Lo que merece trabajarse es el riesgo, porque
muchas veces no estimamos bien la exposición a todo el abanico de resultados.
El análisis clásico de riesgo es proyectar los futuros posibles como “escenarios” y
asignarles un nivel de probabilidad, combinado con los datos fijos de las alternativas.
Los típicos análisis de escenarios son optimista–pesimista, o dividido en los niveles
que uno quiera. Por ejemplo: resultado exitoso / satisfactorio / medio / pobre / malo. En
nuestro caso del viaje, podría verse así:
134
Ómnibus
escenario
optimista
escenario
medio
escenario
pesimista
Probabilidad
30%
40%
30%
Costo
$ 20
$ 20
$ 20
Tiempo
60 min
75 min
90 min
Comodidad
Baja
Baja
Baja
Taxi
escenario
optimista
escenario
medio
escenario
pesimista
Probabilidad
30%
40%
30%
Costo
$ 100
$ 125
$ 150
Tiempo
20 min
30 min
40 min
Comodidad
Alta
Alta
Alta
Aquí se supone (para simplificar) que las variables “Costo” y “Tiempo” de viaje en la
alternativa “Taxi”, suben a la par, linealmente, siempre en la misma proporción, (lo que
puede no ser necesariamente así).
Posiblemente no tenga sentido un análisis con este detalle para una decisión de esta
naturaleza, pero la lógica es la misma cuando se trata de decisiones de más importancia,
que sí lo ameritan. Uno podría “abrir” las variables de tiempo o costo en los intervalos
que a uno le apetezcan, siempre en función del impacto de la decisión. Por ejemplo,
estimar la probabilidad de que el viaje demore 61 minutos, 62 minutos, 63 minutos y así.
Claro está que luce tonto hacerlo para esta decisión. Sería como estimar las
probabilidades de las cantidades de milímetros de lluvia que caerán durante el día,
cuando a la mañana uno enfrenta la decisión de llevarse el paraguas o no un día nublado.
Con dos escenarios (lloverá / no lloverá) nos alcanza. Tampoco hace falta un grado de
detalle muy específico en la probabilidad en este tipo de casos. Pero por ejemplo para
quien esté planificando una plantación de soja, abrir la estimación en intervalos
esperados de milímetros de lluvia bien puede valer la pena.
El siguiente esquema es lo que se conoce como una matriz de decisión, que combina
los estados posibles de una variable y los resultados respectivos de cada alternativa.
Variable (lluvia)
Lloverá
135
No lloverá
Probabilidad
ALTA
BAJA
Alternativa 1
Salir con paraguas
No me mojo
Lo cargo inútilmente
Alternativa 2
No llevar paraguas
Me mojo
Voy liviano
Las matrices de decisión nos dan buena visibilidad de los resultados posibles, aunque
se vuelven engorrosas cuando hay más de una variable en juego.
Un ejemplo de uso de matrices se da en el ámbito de la justicia. Algunos jueces, a la
hora de imponer una condena o dejar en libertad a un acusado, las utilizan. Una matriz
bien simple podría ser la siguiente:
Variable (responsabilidad del crimen)
Culpable
Inocente
Probabilidad
ALTA
BAJA
Alternativa 1
Imponer condena
Criminal en prisión
Inocente en prisión
Alternativa 2
Dejar en libertad
Criminal en libertad
Inocente en libertad
En la matriz puede visualizarse bien que, de imponer una condena (alternativa uno), el
juez asume un riesgo (bajo) de enviar a un inocente a prisión con tal de imponer una
pena al criminal. De no hacerlo (alternativa dos) es porque estaría dispuesto a permitir
(con un grado de probabilidad alto) que un criminal quedase libre a los efectos de no
correr ningún riesgo de quitarle la libertad a alguien inocente.
La regla riesgo–rendimiento siempre hace su juego en las decisiones sujetas a
incertidumbre, y no solo en las decisiones que tienen un componente económico. En las
decisiones de cierta complejidad hay alternativas que nos ofrecen diferentes
combinaciones de costos y riesgos (que hacen a las diferentes combinaciones de
resultados posibles). En general, el mejor resultado, mayor es el costo o el riesgo a
asumir. Uno simplemente tiene que saber que cuando algo ofrece una recompensa
grande a un costo bajo, es porque puede que contenga un condimento de riesgo que no
estemos midiendo bien.
Todo tiene su precio en la vida. Todo. Recordalo, siempre. En general, las cosas
buenas tienen un precio “caro”, no solo en términos de dinero, sino también de esfuerzo,
tiempo, compromiso y riesgo.
136
El riesgo es solo uno de los componentes de la decisión, posiblemente uno de los más
críticos, de los más difíciles de medir, por eso le dedicamos tanto espacio. Además, lo
que despierta temor es el riesgo, lo que puede o no puede pasar, no lo que ya sabemos
con seguridad cómo será. El riesgo y el miedo se mezclan al momento de decidir, y
como decíamos medirlo adecuadamente debería ayudarnos a reducir el miedo, ¡no a
incrementarlo!
Probabilidades físicas y probabilidades subjetivas
Volviendo a nuestro caso del viaje, hay un par de aspectos más a considerar.
137
Las variables tiempo y costo son cuantitativas (fáciles de comparar entre alternativas,
al estar medidas en la misma unidad). Uno puede concluir que el escenario más probable
es demorar 45 minutos más en colectivo que en taxi. Esto es consistente y objetivo,
dando por válidas las probabilidades que sugerimos antes. Pero la variable “comodidad”
es cualitativa, es decir, tiene un componente subjetivo alto. Esta es una típica variable
cuya cuantificación no tendría sentido. Con visualizarla y conocer cuánto nos importan
en todo el combo de la decisión es suficiente.
Lo mismo ocurre con la variable “responsabilidad del crimen” en el caso del juez.
Esta variable es susceptible de tener algún gradiente (por ejemplo, tuvo “parte” de la
responsabilidad), pero cuantificarla en un porcentaje necesariamente tendrá un
componente subjetivo. En el caso de la variable “lluvia”, si la medimos como milímetros
que esperamos que caigan para cierto período de tiempo, sería una variable
“cuantitativa”.
De la misma manera, cabe mencionar que las probabilidades de los escenarios tienen
una posibilidad de ocurrencia que, dependiendo del caso, podrán ser físicas (objetivas), o
subjetivas. En este último caso, siempre habrán de estar lo mejor fundamentadas
posibles.
La regla riesgo–rendimiento responde a esta dispersión de probabilidades de
resultados posibles. Es decir, a mayor rendimiento, en general mayor riesgo y viceversa.
La adecuada visualización de esto nos ayudará en la decisión de correr o no correr el
riesgo de los resultados pobres y malos, a los efectos de obtener resultados buenos.
En general la regla riesgo–rendimiento se aprecia directamente en los mercados
financieros, en los juegos de apuestas e, indirectamente, en muchísimos otros ámbitos.
Un bono de un país con altas posibilidades de no pagar, tendrá mayor rendimiento que
uno con excelente perfil de repago. En este caso, las probabilidades de repago, si bien
basadas en datos objetivos, tienen un componente subjetivo: la opinión de los analistas y
los jugadores del mercado de compra y venta de bonos.
En juegos de apuesta, la relación riesgo–rendimiento es más nítida, más obvia. Al
tratarse de probabilidades físicas (mundos “dóciles” según la Teoría de las Decisiones) el
riesgo se calcula con la ecuación básica de cálculo de probabilidades: casos de éxito
sobre casos posibles.
Criterio de resultado esperado: a la larga, la casa gana…
138
El “resultado esperado” o “esperanza matemática” es el resultado promedio que
obtendríamos de repetir infinitamente una decisión. Es un criterio adecuado de selección,
siempre que: sea una decisión repetitiva un número muy grande de veces, las
probabilidades de los escenarios sean físicas —o no siéndolo— estén adecuadamente
calculadas, y que además uno tenga el capital inicial como para soportar una “mala
racha” de resultados iniciales seguidos.
Por ejemplo, veamos el caso de la ruleta. Apostar a color en la ruleta paga 2 a 1,
mientras que a un pleno paga 36 a 1. Obviamente esto responde directamente a las
probabilidades físicas asociadas a los casos de éxito.
En el caso de color, tenemos casi un 50% de chances de ganar. Hay 18 números rojos
y 18 números negros, y de no existir el “cero” (que no tiene color), las posibilidades de
éxito serían exactamente 50%. Esto surge del cálculo: 18 casos sobre 36. De ser así, que
la ruleta pagase “doble o nada” por la apuesta a color, sería un equilibro “justo” entre la
banca y el apostador, porque “doble o nada” con 50% y 50%, en infinitas tiradas daría un
“empate”. Es decir, si uno consistentemente jugara al rojo una ficha, de no existir el
cero, a veces uno perdería la ficha apostada, a veces se llevaría dos. Si no hay truco en la
ruleta, en muchísimas jugadas, por pura estadística saldría rojo un 50% de las veces
(ganamos 1) y la otra mitad negro (perdemos 1).
Es la ley de los grandes números: los “promedios” tienden a reflejar las probabilidades
individuales. En solo 10 tiradas, una moneda puede tranquilamente salir siete veces cara
y tres ceca (70% y 30%). Pero en 10 mil tiradas, esos porcentajes estarán muy cerca de
50% y 50%.
La Teoría de la Decisión utiliza el criterio de “resultado esperado” (o “esperanza
matemática”) que es el promedio de lo que se espera ganar en infinitas decisiones
repetitivas e idénticas, basado en la ley de los grandes números.
Por ejemplo, si uno apuesta diez pesos a doble o nada con una moneda (cara
doble/ceca nada) el resultado puntual de una tirada será naturalmente diez pesos de
ganancia o diez pesos de pérdida. Ahora bien, en un juego así repetido infinitamente, el
resultado promedio (el “resultado esperado”) será de cero pesos, porque ganaremos 10
pesos un número de veces que tiende a ser 50% del total y los perderemos un número de
veces que también tiende a ser 50% del total. Es el efecto de la moneda, que es una
“variable dicotómica equiprobable”.
139
En este caso, el resultado esperado sería =
0,50 x 10 + 0,50 x (10) = 0,00
Es decir: 50% de 10, más 50% de menos 10, es igual a cero
Volviendo al caso de la ruleta, la existencia del cero desbalancea la regla en favor de
“la banca”: las probabilidades de ganar apostando a color no son mitad y mitad, por más
que así parezca. Son el 48,7%, que surge de los 18 casos de éxito sobre 37 casos posibles
(36 números más el cero). Al tratarse de una apuesta “doble o nada” con 48,7% de
chance de éxito, el “resultado esperado” será negativo. La diosa de las probabilidades
juega en el equipo contrario. Si bien uno puede ganar, e incluso hacerlo varias veces
seguidas, en infinitas tiradas, la ley de la estadística jugará siempre a favor de la banca.
Este “truco” de la existencia del cero juega para cada tipo de apuesta en la ruleta. Por
ejemplo, en el caso de pleno, la casa paga 36 veces lo que debería pagar 37 para que la
relación riesgo–rendimiento sea “justa” (es decir un empate en infinitas tiradas).
Si uno está frente a la opción de jugar o no jugar, como puede apreciarse, lo mejor es
no jugar…
Opción uno: no jugar. No apuesto, resultado “en certeza” = 0 (igual a resultado
esperado).
Opción dos: jugar $ 100. (por ejemplo a color). Resultado esperado = 0;487 de
probabilidad de “ganar” x 100 + 0,513 de probabilidad de perder x (100) = (2,60).
En infinitas jugadas, mi resultado promedio será una pérdida de $ 2,6. A la larga, la
casa gana...
Veamos como este criterio de evaluación de riesgos es importante para decisiones
repetitivas. Si manejamos veloz e imprudentemente por la ruta una sola vez, lo más
probable es que no pase nada. Pero si lo hacemos tres veces por semana durante muchos
años, la probabilidad de que al menos una vez ocurra algo negativo empieza a ser cada
vez más grande.
Alguien que comete una sola infidelidad con bastante cautela, tiene pocas chances de
ser descubierto. Pero si repite y repite la infidelidad —aun manteniendo la cautela— la
probabilidad de que la pareja lo descubra al menos una vez es cada vez más grande.
Quien estudia lo mínimo para aprobar un examen podrá obtener buenos resultados
140
una, dos, tres veces. Pero tarde o temprano, reprobará… al menos una vez.
En este tipo de casos repetitivos, la intuición puede caer en el sesgo de
sobreconfianza, o disponibilidad. Como tenemos éxito en nuestras decisiones (a pesar de
tener ciertas probabilidades en contra), creemos que esas probabilidades no existen y
aflojamos los controles: manejamos más rápido, somos menos cautelosos en la
infidelidad o estudiamos un poquito menos. Total, “nunca pasa nada” y en ese momento
es cuando la diosa de las probabilidades decide jugar su carta.
Riesgo y evaluación de alternativas: caso “La apuesta”
A este punto ya contamos con el conocimiento y las herramientas necesarias para hacer
un análisis de calidad de las decisiones de los casos que presentamos anteriormente.
Empecemos con “la apuesta”, que se trata de un mundo de decisión dócil: objetivo
claro, baja emocionalidad, alternativas limitadas, no combinables y evidentes y —por
sobre todo— probabilidades físicas.
Teníamos dos situaciones:
Situación A
Opción 1 = 100 pesos seguros.
Opción 2 = Probabilidad de 50% de ganar $ 500 y probabilidad de 50% de tener que
poner $ 10.
Situación B
Opción 1 = 100 mil dólares seguros.
Opción 2 = Probabilidad de 50% de ganar 500 mil dólares y probabilidad de 50% de
tener que poner 10 mil.
En una matriz simple, podemos visualizar las alternativas.
Probabilidad
opción uno
Resultado esperado
50%
50%
100
100
100
141
opción dos
500
—10
245
$ 500 x 50% + ($ 10) x 50% = $ 245 de “resultado esperado” versus $
100 seguros
¿Qué preferís?
No hace falta hacer demasiadas cuentas para ver que —por el criterio de resultado
esperado— convendría jugar (la opción 2). El mismo concepto que veíamos antes con la
ruleta.
El “resultado esperado” de la opción 1 es 100 pesos (está en “certeza”, tiene una
probabilidad de 100%) y el resultado esperado de la opción 2 es 245 pesos, que es lo que
uno ganaría en promedio en infinitas tiradas. Esto surge de sumar el 50% de 500 y el
50% de “menos 10”.
La pregunta es ¿siempre deberíamos elegir la opción dos? La respuesta es no. Y el
criterio de “resultado esperado” es solo válido para decisiones repetitivas, pero sirve para
para despertar preguntas en casos de decisiones de “una sola vez”.
Si en el caso A elegís los 100 seguros (opción 1), esto sugiere que sos una persona
muy aversa al riesgo, al menos en tus decisiones económicas. No está ni mal, ni bien.
Solo que sería positivo saber que “probabilísticamente” te conviene la opción 2 por lejos.
Además, estamos hablando de números que, en principio, no mueven el perímetro de
una economía personal. Lo “peor” que puede pasar es que pierdas 10 pesos, pero hay un
50% de llevarte 500, ¡el quíntuple de opción uno! La opción 2, tiene más riesgo, claro,
pero estadísticamente es muy superadora.
Puede que no estés dispuesto a perder 10 pesos y por eso no juegues, lo cual sería
válido, si fue un pensamiento consciente. Otra es que valores mucho el hecho de
quedarte con los 100 pesos “seguros”, pero si pensaste esto, asegurate de entender
completamente el combo de probabilidades y resultados de la opción dos.
Por último, si la apuesta es repetitiva e idéntica, y a su vez tenés 50 o 100 pesos en la
billetera (con lo que podrías “soportar” tranquilamente perder un par de veces seguidas
diez pesos, de llegar a darse)… ¡tendrías que jugar sí o sí la opción a riesgo, cuantas
veces puedas!
Vamos al caso B.
142
La estructura del caso es exactamente igual, solo cambian los premios, que son mucho
más grandes. Se trata, en consecuencia, de una decisión de mayor impacto. La ley de
probabilidades sigue jugando a favor de la opción a riesgo, la opción dos. Pero una cosa
es dejar de lado la alternativa de “cien pesos asegurados” y otra bien diferente la de dejar
de lado la opción de “cien mil dólares asegurados”. Del mismo modo, una cosa es
arriesgarte a perder diez pesos y otros diez mil dólares.
¿Qué elegirías?
La calidad de esta decisión radicaría en tener en cuenta:
Que las chances combinadas de la opción 2 son mucho mejores que los 100 mil
asegurados.
Que en la opción dos hay un 50% de chances de llevarte el quíntuple.
Que en la opción dos hay un 50% de chances de perder 10 mil dólares, además del
costo de oportunidad de la opción uno (100 mil dólares asegurados). Es decir, si
ocurre esto, comparado con la opción uno, estarías con 110 mil dólares en contra.
¿Tenés capital para soportar la pérdida de los 10 mil? ¿Podrías manejarlo
emocionalmente, sabiendo que de ocurrir se trataría de un resultado pésimo, pero
de una decisión estadísticamente buena? ¿O te sentirías un terrible estúpido, y te
deprimirías? ¿Te da miedo tener que enfrentarte a esta situación? ¿Lo considerarías
un fracaso?
Tu capital inicial juega mucho en esta decisión. Para cada persona 100 mil dólares
pueden significar cosas muy diferentes.
¿Se trata de una “decisión de una sola vez” o bien te verás enfrentado a esta
decisión “repetitivamente”?
Es muy posible que hayas elegido opción 2 en el caso A, y opción 1 en el caso B.
Tendemos a sobrevalorar el activo en certeza, especialmente cuando hay mucho capital
(relativo–subjetivo) en juego. Esto tiene el nombre técnico de “aversión al riesgo”. No
está para nada mal, claro pero, pensándolo un poco… ¿Vas a dejar de lado 50% de
chances de llevarte 500 mil dólares?
Si elegiste la opción a riesgo en el caso B, la regla riesgo–rendimiento está a favor
tuyo, pero tenés que estar preparado emocional y económicamente para el caso de que la
143
moneda caiga ceca y tengas que pagar 10 mil dólares, especialmente si es una decisión
de una única vez. Saber que se trataría de un mal resultado, pero una buena decisión
estadística.
Si elegiste la opción de 100 pesos seguro (en el caso A)y tirar la moneda cuando hay
miles de dólares en juego (en el caso B)… te preguntaría sobre la coherencia interna
entre las dos decisiones. No estás dispuesto a arriesgar 100 pesos, pero sí 100 mil
dólares. Parece ridículo, pero en decisiones menos obvias, en ocasiones nos pasa. Hay
personas que andan en moto a ciento veinte kilómetros por hora y sin casco, pero luego
sienten miedo ante la idea de viajar en avión o darse un chapuzón en una pileta.
Miedo, riesgo y evaluación de alternativas: caso “La indemnización laboral”
Evaluar alternativas de resultados exclusivamente monetarios con probabilidades físicas
asociadas —como hicimos recién—, donde hay un único objetivo que es económico, se
trata de algo teórico, introductorio. Nunca es así. Nunca es tan fácil. Nunca es cara o
ceca. Entender la estadística del riesgo solo sirve a los efectos tener una herramienta más
para usar en decisiones reales.
El mundo de las decisiones que nos despiertan angustia y que merecen atención es
subjetivo, resbaladizo, con objetivos múltiples en tensión, alta emocionalidad y
probabilidades que lejos están de ser físicas. La evaluación racional de escenarios
posibles (percepción y capacidad de pronosticación) está influenciada (tal vez
subordinada, incluso) a las emociones respecto de la situación, al buen uso que hagamos
del intelecto, a nuestro condicionamiento previo.
Para el caso del juicio, ya vimos en capítulos anteriores la importancia de capitalizar
el aprendizaje, jugar con el punto de vista e identificar lo que uno quiere de la situación.
Recién después de hacer esto, viene la generación y evaluación de alternativas. Ya
marcamos muchas veces que, si no estamos atentos, la tendencia es ir hacia afuera, a
preguntarnos “qué puedo hacer” sin detenernos y profundizar en otras preguntas igual de
importantes.
Repasemos la secuencia superadora que proponemos para situaciones problemáticas:
144
Las primeras tres preguntas ya las abordamos anteriormente. Es hora de encarar las
últimas dos con lo aprendido hasta ahora.
En función de lo que uno quiere, se generarán y evaluarán las alternativas. Pero antes
de analizarlas es importante regular otra emoción disfuncional: el miedo. Es interesante
notar que aquello que pasó, puede entorpecer la decisión a través del enojo, como
veíamos antes. Pero lo que podría llegar a pasar (el futuro), la contamina a través del
miedo. Reducir estas emociones disfuncionales le aportará calidad a la decisión, pues en
general, la contaminan.
Antes de evaluar los riesgos y los resultados posibles, hay que sacudirse tanto el enojo
como el miedo innecesario de encima.
El miedo hay que identificarlo, sincerarlo, mirarlo de frente, y con la luz de la
conciencia entender claramente su componente imaginario, fantasmagórico y
145
simplemente permitir que se disuelva.
La pregunta “¿a qué le tengo miedo?” puede orientarnos en ese sentido. Confianza y
adecuada medición de riesgo sin miedo de por medio es la combinación óptima a la hora
de evaluar y decidir. Reducir el miedo, ser optimista y tener confianza siempre facilita la
decisión, ¡facilita la vida!
Actuar con confianza es un pilar de las buenas decisiones. El límite es el riesgo
innecesario, o injustificado.
Yendo al caso, estábamos ante la alternativa de encarar acciones ligadas a la
confrontación, y la de aceptar la propuesta.
Las alternativas ligadas a la confrontación (iniciar un juicio o similares) pueden
despertar temor. Pero, en definitiva, ¿a qué es lo que uno le tiene miedo?
¿A perder el juicio?
¿O solo al componente económico de la posibilidad de perder el juicio, es decir perder
los mil dólares?
¿El miedo es a perder mil dólares pudiendo haber aceptado los diez mil?
¿O es al fracaso?
¿O a lo desconocido?
¿A que un juez nos diga que no tenemos razón?
¿O a la sensación de sentirte ridículo en caso de “perder”, por no haber tenido la
inteligencia de aceptar la propuesta inicial?
El miedo está ahí, es como una nebulosa que le resta claridad al asunto. Puede ser un
poco de miedo a cada cosa. ¡Hay que tomar conciencia del miedo, hay que mirar el
146
miedo!
Una cosa es medir sabiamente el riesgo, porque no es gracioso perder mil dólares
pudiendo asegurarse 10 mil. Otra cosa es permitir que el miedo al fracaso, a lo
desconocido, al ridículo o a “no tener razón” por boca de un tercero (en este caso un
juez) contaminen una decisión inteligente. Date cuenta del componente imaginario de
esos miedos, lo relativos que son. Ya exploramos conocimiento respecto a esos temores
en las secciones anteriores, para ayudarnos a reducirlos. Y si no se van, ¡al menos no
permitas que decidan por vos!
Ahora bien, generemos alternativas sin que los miedos interfieran demasiado.
Las más obvias son aceptar la propuesta o ir al juicio. Pero con creatividad se pueden
encontrar (y probar) alternativas intermedias, o combinadas, como presentar una
denuncia o llevar adelante una estrategia de presión para que mejoren la oferta, y ver si
de esa forma uno evita el largo juicio.
Sin las emociones disfuncionales en el medio, la decisión está un poco más “clara”
pero se encuentra lejos (muy lejos) de ser algo a encararse en forma matemática (como el
caso de las apuestas). Nuestras alternativas son:
1. Aceptar los 10 mil hoy.
2. Ir a juicio, con una probabilidad de 50% de llevarse 50 mil y 50% de perder mil.
3. Alternativas intermedias. Seguir negociando/presionando, etcétera.
Para que sea una decisión de calidad, tendríamos que considerar que:
Las probabilidades de los escenarios en el juicio no son objetivas como el caso de
arrojar la moneda. Si bien las sugiere alguien que entendemos que no tiene
conflicto de interés y sabe del tema (el abogado “de confianza”), no dejan de ser
subjetivas. Cotejarlo con otro profesional agrega valor. Si lo que nos dice es muy
diferente, es positivo volver a chequearlo con alguien que desempate. ¡No te
quedes con una sola opinión cuando alguien pronostica escenarios!
Debe considerarse el costo de tiempo y energía que consume el juicio. Esto es muy
importante y es diferente de sentir miedo al proceso, a la confrontación. ¿Uno está
dispuesto a esperar ese tiempo e invertir esa energía? Ese esfuerzo es algo que no
puede medirse monetariamente, pero hay que incluirlo a la hora de evaluar la
147
decisión, sin el componente del miedo estorbando. El esfuerzo es subjetivo y puede
que valga la pena en función de la posibilidad de ganar el juicio. ¿Cuánto te
movilizan las chances de conseguir 50 mil de indemnización o el sentimiento de
compensación de la injusticia, contra los 10 mil asegurados hoy? ¿Podés
sobrellevar el juicio emocionalmente? ¿Estás listo para eso? ¿Podés tomarlo como
un juego en algún punto? Querer o no querer hacerlo, estar o no listo es una
cuestión exclusivamente interna.
La opción de los 10 mil seguros debería ser ponderada por el hecho de que los
recibiríamos hoy mismo, versus la posibilidad de recibir 50 mil en dos años. Esto
se ajusta aplicando una tasa de interés, el valor del dinero en el tiempo. A su vez,
habría que cotejar con otro profesional la duración del juicio.
El “resultado esperado” de ir a juicio son 24,5 mil dólares. Si uno repitiese
infinitamente esta decisión, obtendría en promedio ese dinero. Pero esta es una
decisión de una sola vez, entonces el criterio de “resultado esperado” para decidir
pierde fuerza.
¿De cuánto es mi patrimonio? ¿Diez mil dólares hacen una diferencia significativa
en mi calidad de vida? De hacerlo, uno tendría que sobre–ponderar la opción de
aceptar la oferta.
¿Uno tiene los mil dólares en caso de perder? Suponiendo que los tuvieras, aun así
el disgusto de poner mil dólares de tu bolsillo es grande, aunque sea solo una
posibilidad. Lo interesante es que perder mil dólares de tu bolsillo tal vez duela
más que el proporcional a la alegría que te da ganarlos.
Respecto de las opciones intermedias, como seguir presionando, denunciando,
negociando, habría que tener en cuenta que:
Si uno está considerando seriamente la opción de aceptar los 10 mil, las acciones
que vayamos tomando (presión/denuncias) no deberían poner en riesgo la oferta
por parte de ellos. La soga puede tensarse, pero si se tensa demasiado y se corta,
puede que no haya vuelta atrás, y el juicio quede como la única alternativa posible.
Entonces, si uno quiere presionar para ver si mejoran la oferta, pero sin llegar al
juicio (y estamos dispuestos a aceptar los 10 mil ofrecidos antes que el juicio), uno
debería prestar especial atención a no cortar la soga.
148
Si empezamos a presionar para ver si mejoran la oferta, pero a diferencia del caso
anterior preferimos ir al juicio antes que aceptar la oferta inicial de ellos, entonces
deberíamos prestar especial cuidado a que la presión no impacte negativamente en
la posibilidad de ganar el juicio. Por ejemplo, si enviamos un email o hacemos un
llamado agresivo al ex empleador, podría por un lado implicar cierta presión; pero
por el otro también podría ser utilizado en contra nuestra en caso de tener que ir a
juicio, empeorando las probabilidades.
No importa tanto “cortar la soga” con la contraparte en este caso, pues si se cae la
oferta inicial, sabemos que de todas formas preferimos atravesar el juicio antes que
eso. Conocer de antemano esto antes de actuar agregará calidad a las decisiones
que vayas tomando.
Si uno presiona con posibles acciones que podría tomar, los pasos adecuados son:
avisar, luego advertir, luego amenazar y por último —si es necesario— actuar. En
una situación de injusticia, lo ideal es conseguir que los otros cedan simplemente al
mostrar lo que uno está dispuesto a hacer, ¡pero sin llegar a tener que hacerlo! Uno
no debería presionar con algo que no esté dispuesto a llevar a la práctica, porque si
la contraparte no cede y nosotros no cumplimos la advertencia, quedamos en una
posición de debilidad.
El paso del tiempo desgasta. No decidir desgasta. Avanzar y retroceder, desgasta.
La confusión que despiertan las emociones desgasta y puede llevarnos a un proceso
decisorio de bajísima calidad, que tendrá con toda probabilidad resultados
regulares o malos. El simple paso del tiempo puede que ponga en riesgo las
alternativas existentes. Claridad y calidad en el análisis se traduce en un buena
performance en la secuencia de decisiones. Por eso es importante regular las
emociones lo más posible, luego pensar claramente; y recién luego, decidir. Sin
dejar pasar más tiempo.
Riesgo en el caso Everest
Volviendo al caso de la escalada del Everest, hay mucho aprendizaje, especialmente en
el tema del miedo y el riesgo. Es obvio que Doug (el alpinista que sube por última vez)
no siente miedo. Sacarse el miedo de encima antes de tomar decisiones importantes
puede ser liberador. Sentir confianza en situaciones adversas es algo increíblemente
149
poderoso. ¡Pero esto no implica correr a consciencia riesgos absurdos!
¿Por qué Doug lo hace? Por apego al resultado. No le importa nada más. Tal vez ni
siquiera vea el riesgo. Lo mismo da.
Si sabés que el riesgo, medido objetivamente, es alto (no a través de la espesa
contaminación del miedo disfuncional), solo correlo si estás dispuesto a aceptar y
soportar un resultado negativo. Y, claro, si a su vez el premio de uno positivo significa
mucho.
El riesgo tiene un componente adictivo. Los alpinistas, los paracaidistas, quienes
andan en moto a 180 km/h, los saben. Quienes juegan todo su patrimonio en la ruleta,
quienes engañan a sus parejas en situaciones de altísima exposición, lo saben. Darle
rienda suelta a esta adicción, nos llevará con toda probabilidad a un lugar (interno y
externo) que es preferible… no visitar. En última instancia, todas las adicciones fuera de
control nos llevan a lugares parecidos.
Hay quienes dicen que los deportes de extremo riesgo nos obligan a tener toda la
atención en el momento (no hay margen para distraerse) y que eso es lo increíble. En
todo caso, uno podría preguntarse si no es posible llevar la conciencia agradablemente al
presente sin necesidad de acelerar la moto a 180 km/h, o pasearse por el desfiladero del
Everest con una tormenta en camino.
A su vez, en situaciones de riesgo crítico como un incendio o un terremoto, en general
ya está estudiado de antemano cual es el proceder adecuado para maximizar las chances
de que todo salga lo mejor posible. Desestimando excepciones, si uno desobedece o no
sigue los criterios preestablecidos, se expone a peores probabilidades. Situaciones en las
que no hay tiempo para largas discusiones o un análisis profundo de alternativas.
El guía (Rob) sabe que lo estricto de las normas obedece al enorme riesgo que implica
no respetarlas. Estar en la cima del Everest con el tiempo justo, una persona exhausta y
una tormenta pronosticada, equivale a la urgencia de un incendio. Por lo que respetar los
procedimientos, mejora las probabilidades. Una hora de retraso puede implicar una
diferencia vital. Pero está cansado, le falta oxígeno, no puede pensar bien. De haber
estado con pleno descanso y lucidez, ¿hubiera cedido? Posiblemente no. ¿Cuántas veces
tomamos una mala decisión por estar cansados, o estresados, especialmente bajo
presión?
El cansancio de Rob nubla la razón y se deja llevar por la emocionalidad (culpa,
confusión, apego al resultado, superposición de roles). Se deja convencer por Doug.
150
Cuando uno está cansado, está doblemente permeable a los argumentos que pueden tener
un componente manipulador. Cuando uno está cansado, de poder, lo mejor es aplazar la
decisión. ¡No tomes decisiones de importancia cuando estás cansado! Claro que Rob no
podía, tenía que elegir entre obligar a Doug a bajar, o subir.
El guía también cae en el error de la “sobreconfianza del experto”. Piensa que puede
llegar a la cima con Doug y volver a tiempo. En su percepción, el riesgo es más bajo de
lo que realmente es. Cuando uno tiene mucha experiencia o conocimiento en cierto tipo
de decisiones, naturalmente se minimiza la sensación de riesgo, lo que no implica para
nada que el riesgo sea menor. La “sobreconfianza” opera al revés que cuando el miedo
injustificado magnifica la percepción del riesgo. Uno vuelve intuitivas y emocionales
decisiones que necesitan de la razón, y se sobreexpone inútilmente. Tal vez no ocurra
nada cuando uno lo hace unas pocas veces. Pero si consistentemente nos arriesgamos por
demás, basados en nuestra expertise, simplemente tenemos a la diosa de las
probabilidades en contra. Un porcentaje asombrosamente alto de alpinistas expertos
mueren congelados. Podemos tener una buena racha. Pero a la larga, la casa siempre
gana…
Otro punto a tener en cuenta en esta situación es el efecto multiplicador de las
decisiones pésimas en términos de riesgo, como si fueran una “bola de nieve”. Hay una
funesta decisión original que desencadena una serie de malas decisiones como
consecuencia.
Muchas veces uno decide algo que tiene consecuencias irreversibles por someterse a
riesgos innecesarios. Esto genera situaciones de decisión posteriores que también son
muy difíciles: un terreno resbaladizo para que las malas decisiones se repitan
magnificando los resultados negativos.
La decisión de Rob de permitir y acompañar a Doug a la cima tuvo el efecto
irreversible de que quedasen atrapados. En función de esto, se suscitaron nuevas
decisiones, que también trajeron resultados nefastos, principalmente cuando Rob no
acata la orden de abandonar a Doug y bajar solo, y cuando el guía que lideraba el
descenso con los otros alpinistas decide ir en rescate de Rob.
Los desvíos que no se corrigen a tiempo empiezan a generar desvíos cada vez más
grandes. Un pequeño error hoy que no se corrige, que no se repara, puede transformarse
un gran error mañana, solo por su efecto multiplicador.
La culpa de Rob que le genera tener que obligar a Doug a bajar (y que lo lleva a
151
permitirle ascender), se amplifica infinitamente en la siguiente decisión importante:
jamás toleraría la culpa de dejarlo a su suerte ante la orden del campo base, pues (en
parte) es culpa suya el haber quedado los dos atrapados. La muerte de Doug implicaría
tanta culpa, que prefiere correr el serio riesgo (a esa altura lo sabe) de morir con él pues,
en última instancia, fue su error el permitirle subir. Si hay algo peor que la culpa, es la
“culpa de la culpa”.
Por otro lado, la emocionalidad, la sensación de “heroísmo” que siente el segundo
guía, lo lleva a una situación en la que expone a todos a un riesgo altísimo y tiene
consecuencias trágicas. De no ser por esa decisión, los otros alpinistas no se hubieran
perdido cuando descendían y podrían haberse salvado junto con él, y la tragedia hubiese
cobrado solo dos vidas en lugar de seis. En situaciones críticas, de muchísima
emocionalidad, lo mejor es no reaccionar, no dejarse llevar por esta sensación de
heroísmo. Esto es especialmente importante cuando somos amenazados con un arma en
una situación de robo o similar, el “heroísmo” de hacerle frente a un delincuente puede
costar carísimo. Confianza y tranquilidad en situaciones críticas, en general, trae mejores
resultados que heroísmo inútil desde un lugar de desesperación.
¿Hubo un factor de “mala suerte”? Sí, la tormenta que se adelantó unas horas. Esto es
una variable sobre la que nadie podía decidir. Un riesgo que, simplemente, se dio. Se
podría afirmar: “si la tormenta no se hubiese adelantado, todo hubiese ido bien; tuvieron
mala suerte” y nadie diría que no es cierto. Pero ese es un lugar peligroso desde el punto
de vista del aprendizaje, porque si bien es verdad que podemos tener mala suerte cada
tanto, es tentador esconderse detrás de esta cuando los dados ya están echados y los
resultados negativos frente a nosotros. Justificamos el resultado por la mala suerte y no
por la mala decisión. De esta forma, no avistamos los propios errores, que podrían haber
evitado —o al menos mitigado— el efecto de esa mala suerte.
Se trata de la “autopsia” de la decisión: el mal resultado está ahí y los múltiples
responsables pueden verse tentados a echarse la culpa entre ellos o a la mala suerte sin
que esto sea, necesariamente, mentira. La cuestión es que si ponemos el foco en la mala
suerte o en el “de quién es la culpa”, como factor explicativo de los malos resultados,
estamos quitando el foco del aprendizaje para las próximas decisiones.
En el caso extremo del Everest esto es evidente pues hubo pésimas decisiones —
además del factor “mala suerte”—. La incertidumbre siempre hace su juego, pero una
cosa es una buena decisión con mala suerte, y otra una mala decisión con mala suerte (el
152
caso de Rob y Doug). Las malas decisiones sumadas a las malas suertes, en general,
arrojan el peor resultado posible. En este evento, la diferencia es clara: subir o no subir
hacía una diferencia completa.
A veces ocurre al revés, tomamos malas decisiones con buena suerte, y pensamos que
fue una buena decisión.
Si luego de llegar a la cima, a pesar de estar exhaustos y con dos horas de retraso,
hubiesen conseguido bajar… ¿habría sido una buena decisión? ¿O una mala decisión con
buena suerte?
Si hubiesen decidido no llegar a la cima y en el camino de vuelta los hubiese
sorprendido una avalancha… ¿habría sido una mala decisión? ¿O una buena decisión
con mala suerte?
La suerte y el resultado no están bajo tu control. Decidir bien sí lo está.
6 “¿De qué color es la pared?” es una charla-actividad sobre la subjetividad del punto de vista, tomado de los
cursos de Teoría de la Decisión, UBA, cátedra P. Bonatti, Prof. Adj. María José Miravalles.
7 La “ley de la sábana corta” habla de la imposibilidad de tapar todo el cuerpo a la vez. Refiere a situaciones
con múltiples objetivos combinados con recursos escasos para satisfacer plenamente a todos. En la metáfora, si
uno quiere tapar la cabeza, debe destapar los pies.
8 Del discurso “Tienes que encontrar lo que amas”, brindado en la Universidad de Stanford, junio de 2005.
9 Sri Sri Ravi Shankar, Celebrating Silence.
10 Mucho de este conocimiento relativo a los deseos y las expectativas proviene de filosofía oriental antigua,
que se occidentalizó durante el siglo XX. En mi caso lo incorporé principalmente en los cursos y conocimiento
impartido en la organización El Arte de Vivir fundada por Sri Sri Ravi Shankar en India.
11 El caso ha sido explicado muy resumidamente. Para más información, véase Getting to Yes, R.Fisher/W.Ury
(Ch. Nr 3, “Focus on Interests Not Positions”).
12 Esta sabiduría está inspirada en filosofía oriental antigua, occidentalizada. La Teoría de la Decisión, una
disciplina que surge en los siglos dieciséis y diecisiete para el estudio de decisiones bajo incertidumbre, en general
no profundiza tanto en la naturaleza del deseo y las emociones en el decidir humano.
13 El ejemplo ha sido tomado de los cursos de toma de decisiones de la consultora Tándem Soluciones de
Decisión.
14 S.R. Covey, Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva.
15 Técnica de creatividad conocida como “tormenta de ideas”.
16 E. Tolle, El poder del ahora.
17 La tormenta de ideas, como su nombre lo indica, consiste en una técnica grupal de proponer ideas sin ningún
filtro por un tiempo determinado. La libre asociación, a través de dibujos o narración, implica conectar cosas,
eventos, alternativas que no guardan ninguna relación evidente entre sí. La técnica de los sombreros se trata de un
153
juego de rol en el que diferentes personas adoptan un personaje con diferentes características, para proponer o
analizar ideas. Cada sombrero representa un tipo de personalidad definida previamente. También puede hacerse
individualmente. Son todas técnicas divergentes de pensamiento.
18 Neale Donald Walsch, Conversaciones con Dios, 1995.
19 Osho, A Tonic for the Soul.
154
CONCLUSIONES
Un breve repaso
Pensar la decisión en partes o momentos es algo útil, pero en las decisiones importantes
se juega todo a la vez. Las “partes” están en el lente.
Como vimos, en las decisiones siempre hay algo que nos moviliza. El motor de la
decisión puede ser la emoción, el deseo, la intención. Luego sobrevienen la
argumentación, el análisis, el planeamiento; el uso del intelecto. Estas actividades son
funcionales a la decisión, pero de ninguna forma son las que la movilizan inicialmente.
En el texto separamos esta secuencia como los dos “momentos” de la decisión. Este
marco de entendimiento es solo un recurso para ganar visibilidad, pues mirar a las
decisiones por partes ayuda a mejorarlas como un todo. Porque decidir es una actividad
en la que en general la emoción, el deseo, la intuición y el intelecto se entremezclan.
A continuación, vamos a resaltar las ideas principales que fuimos recorriendo a lo
largo del libro.
La importancia de no reaccionar preso de emociones disfuncionales agudas
(especialmente la furia).
Alcanzar un estado de baja predisposición a reaccionar, aprender a contener la
reacción y a repararla cuando no pudimos evitarla.
Fluir intuitiva y atentamente al momento sin pensar de más en la vida cotidiana.
No caer en ciertas trampas lógicas por abusar de la intuición y tomar atajos
mentales (“efecto marco” y “sesgo de anclaje”, entre otros).
Considerar que al favorecer decisiones de corto plazo, lo hacemos a costa del largo
plazo.
No caer en la terrible trampa del “costo hundido”. Que el pasado no condicione
negativamente decisiones del presente.
155
Prestar especial atención cuando las decisiones son motorizadas por una situación
que uno ve como un problema. Preguntarse qué aprendizaje reside en la situación y
mirar “el problema” como un desafío es clave para sentar base de buenas
decisiones posteriores.
Ganar conocimiento sobre la naturaleza tramposa de los deseos y las expectativas
extremas, y trabajar internamente para transformarlos en intenciones. A su vez,
buscar ampliar el sentido del deseo: buscar el ganar–ganar como paradigma
fundamental en las decisiones que involucran a otros.
Identificar y trabajar con objetivos y metas que orienten nuestras decisiones pero, a
su vez, vivirlos como fines en sí mismos, por más que sean medios para un fin
mayor. Recordar que muchas metas cortas hacen una larga.
Generar
alternativas
creativas
desafiando
prejuicios,
supuestos
y
condicionamientos.
No analizar de más. Saber cortar con el análisis y animarse a decidir.
Estar en un estado de fluidez, apertura a eventos y soluciones no lineales que
fluyan hacia nosotros, con total atención e intensidad en el proceso, combinado con
un estado interno de desapego del resultado final. En el camino, saber valerse de
lógicas lineales, aun a sabiendas de que el Universo lejos está de ser una enorme
máquina de relojería —como durante siglos propuso la física clásica—.
Animarse y decidir comprometiéndose con el proceso y la implementación de la
alternativa elegida, sin permitir que el costo de oportunidad nos condicione el
compromiso tomado.
Aceptar que siempre hay incertidumbre en las decisiones, especialmente en las
importantes. Es positivo identificar esta incertidumbre, medirla, ver si puede
reducirse pero a sabiendas de que todo control siempre será imperfecto, y que, por
lo tanto, reviste mucha importancia amigarse con ella.
Estar atento al miedo exagerado, imaginario y disfuncional. Buscar regularlo y
saber que cada tipo de miedo tiene un alto componente fantasmagórico. Hay
muchos tipos de miedo, pero casi todos ellos están relacionados al ego, la
identificación con la forma, lo desconocido y la muerte.
Evaluar las alternativas bajo la lupa de las ecuaciones de costo–beneficio y riesgo–
rendimiento. Saber diferenciar variables cualitativas y cuantitativas, pensar en
diferentes escenarios con niveles de resultados posibles de múltiples objetivos.
156
Prestar atención a estimación de probabilidades, especialmente las subjetivas.
Si tenemos en cuenta la mayoría de los puntos anteriores para decidir, aumentaremos
la calidad de nuestras decisiones. Serán mejores decisiones que si no lo hacemos.
¿Implicarían necesariamente un buen resultado? En forma puntual, no. Pero con la
práctica repetitiva de tomar decisiones de calidad, los buenos resultados vienen. El largo
plazo se hace esperar, pero llega. Claro que llega.
Lupa al máximo en el epicentro de las buenas decisiones: la regulación de las
emociones
A modo de cierre, pondremos el foco por última vez en las peores enemigas de las
buenas decisiones: las emociones disfuncionales. Será un breve repaso de ideas, pero
también plantearemos nuevas preguntas, para seguir pensando. Porque estas emociones
son las más peligrosas de todas y por lo tanto las que más observación merecen. Nos
llevan a justificarnos, a argumentar, a usar la lógica —en apariencia— para mejorar la
decisión… pero de fondo son emociones que usan la lógica con otro propósito:
alimentarse a sí mismas. Emociones que se esconden detrás de verdades superficiales y
que, por lo tanto, no nos permiten descubrir las verdades más profundas.
Al haber tantas cuestiones entremezcladas en la decisión, es posible que muchos de
nosotros le prestemos especial interés a lo que en este texto llamamos el “segundo
momento” de la decisión, es decir, al análisis y la acción, sin ubicar la lupa en aquello
que está primero, por detrás.
A veces avanzamos y actuamos sin siquiera mirar la emoción verdadera que nos
mueve. Tenemos una emoción interna que nos moviliza, pero nuestro análisis y
argumentación está orientado a factores externos. Y si miro mucho hacia afuera… no
estoy mirando hacia dentro. Es importante hacerlo, pues la emoción, sea cual fuere,
orienta la decisión, la argumentación, la acción; puede que en forma positiva o no. No es
fácil hacerlo: ¡las razones y la emoción se entremezclan demasiado! Pero
indudablemente, vale la pena.
Miedo y enojo. Vienen de antes, pero se sienten ahora
157
En esta línea, y como muchas veces hablamos en este libro, la emoción disfuncional del
miedo nos hará sopesar el riesgo de una forma sobredimensionada.
Ahora bien, el argumento del riesgo es real, existe: no es mentira. Esto es importante
de entender. Pero el miedo infla las probabilidades subjetivas que le asignamos, o
mezcla riesgos reales con imaginarios, generando una maraña argumentativa muy difícil
de desentrañar. Lo que ocurre es que ese miedo no tiene nada que ver con la decisión del
momento, viene de antes, es muchas veces inconsciente.
He visto millonarios que se angustian y sienten miedo cuando sus inversiones bajan el
1% o 2%, lo que no tiene el más mínimo impacto para ellos. Pero se angustian y se
atemorizan porque esa pequeña baja los conecta con un miedo que traen de antes: el
miedo a la pérdida; la sensación de carencia, que no guarda relación con los riesgos o
impactos reales de la situación puntual. O personas que recomiendan a sus amigos no
viajar solos a algunos lugares porque es “peligroso”, cuando esas sugerencias están
claramente sesgadas por miedos preexistentes más que por riesgos verdaderos.
Otra emoción disfuncional de la que hablamos es el enojo. Cuando alguien que hace
algo “malo” o hay una situación “injusta” y sentimos enojo entonces queremos atacar o
defendernos. Escuchamos nuestro propio discurso mental (a veces, ininterrumpido) de
argumentos que pueden ser racionales, pero que nacen y a su vez retroalimentan la
emoción del enojo. Es una verdad operando por detrás de otras verdades.
A veces, claro, además de someternos a nosotros con estos discursos, imbuimos de los
mismos a los demás. Entablamos conversaciones sobre los injustos que son los jefes en
nuestros trabajos, lo deshonestos que son los políticos, lo mal que nos trató tal persona y
como nos engañó tal otra. Como decíamos, en diferentes grados y bajo ciertos puntos de
vista, quizás exista esa injusticia, esa deshonestidad, ese maltrato o engaño.
La pregunta es: ¿el sentimiento de enojo es consecuencia directa de la persona que
actuó mal, de la situación “injusta”? ¿O ya tenemos el enojo allí desde antes, y la
situación simplemente lo activa, cómo un fósforo que cae sobre un montón de pólvora?
Sin fósforo no hay fuego, pero sin pólvora, tampoco, por muchos fósforos que nos
arrojen. ¡Y siempre va a haber un fósforo!
¿Desde cuándo está ese sentimiento allí dentro? ¿Desde la adolescencia, la infancia,
desde incluso antes, en nuestra memoria familiar, genética, ancestral? ¿Lo arrastramos
vida tras vida tal como sugieren las creencias orientales de reencarnación?
¿Es enojo con la situación o con nosotros mismos? ¿La situación simplemente ocurrió
158
porque “alguien hizo algo malo”? ¿O fuimos nosotros los que nos involucramos en ella
por una serie de malas decisiones previas, por no haber sabido leer a tiempo signos (a
veces evidentes) que tuvimos de frente? ¿O incluso por no habernos sabido escuchar,
principalmente, a nosotros mismos?
En lugar de reaccionar o victimizarse o quejarse, tal vez sea mejor capitalizar el
aprendizaje, regular la emoción, y recién luego hacer algo creativo con la situación. La
acción —ya lo dijimos— podrá ser rugir muy fuerte si uno lo cree necesario, mostrando
enojo, mucho enojo, pero ¡sin enojo real de por medio! ¡Casi como si fuera un juego!
Todas estas son preguntas abiertas, claro, porque también es cierto que muchas veces
la injusticia está ahí, es palpable, es verdad, y es muy fácil atribuirle la culpa completa
de nuestro enojo. Es tentador hacerlo, es cómodo echar a alguien o algo la culpa y que la
gente nos dé la razón. Es como un dulce, algo adictivo. Pero al hacerlo, nos cristalizamos
en el mundo de lo discursivo, de los argumentos, de verdades que son bien visibles pero
que distan de ser las más profundas. Nos quedamos atascados en un nivel en el que no
hay aprendizaje real.
No permitas que el enojo tiña el análisis, ni siquiera usando argumentos que tengan
altos decibeles de verdad y lógica. No permitas que la acción salga a la fiesta “vestida”
con el traje del pensamiento racional pero, en realidad, cargada de la vibración del enojo.
Pues eso se percibe y tiene consecuencias.
En lugar de eso, viví el desafío de regular la emoción y entonces decidir libre e
inteligentemente el curso de acción.
De vos depende.
Culpa y ansiedad. Enemigas de las buenas decisiones
El miedo y enojo no son las únicas emociones disfuncionales que afectan las decisiones
de calidad. La culpa es otro lugar frecuente desde el que decidimos hacer o no hacer
ciertas cosas, y es importante reconocerla. Es decir, tomar conciencia al sentirnos
culpables por algo, o bien cuando “echamos” la culpa afuera.
El sentimiento de culpa es un patrón arraigado que se despierta con ciertos estímulos;
ya está ahí, viene de antes. Tal como el miedo o el enojo, el monstruo de la culpa vive
dentro de la casa.
La culpa es contraria a la responsabilidad. Está sujeta a algo que ocurrió en el pasado
159
y tiene una carga de negatividad y debilidad, mientras que tomar la responsabilidad es,
siempre, una elección que puede hacerse hoy. La responsabilidad brinda fortaleza interna
y externa que, naturalmente, se traducirá en una mejor calidad para nuestras decisiones.
La culpa nubla, la responsabilidad esclarece.
La ansiedad es otra enemiga del buen decidir. La ansiedad puede estar conectada con
el miedo, o bien tratarse de un intenso deseo por obtener algo ya. La ansiedad nos
dificulta el esperar, ser pacientes, relajarnos, estar conectados con el momento y,
claramente, resta potencial en nuestras decisiones. Nos torna cortoplacistas, contamina el
buen timing en la decisión porque, a veces, los tiempos del Universo no son los tiempos
de uno.
La ansiedad nos lleva a una tendencia a la acción, a un sub–análisis. Vemos menos
escenarios de aquellos que son posibles, pensamos en términos binarios o, incluso,
sobreestimamos las probabilidades del escenario que creemos más esperado (y
favorable), a veces, al punto ridículo de suponer que es el único escenario que ocurrirá.
“Hagamos esto, va a pasar esto otro”, aseguramos en ocasiones, presos de la ansiedad y
de la incapacidad de esperar.
Detenerse y hacerse la pregunta: ¿para qué estoy haciendo esto? puede ser un buen
ejercicio de auto–observación, que nos llevará en el sentido de identificar cuando la
ansiedad es la emoción que nos motoriza. Además, ¿por qué estar ansiosos?, dicen que
lo bueno… se hace esperar.
Para los que somos ansiosos por naturaleza y, además, estamos sumergidos en la
aceleración de las grandes ciudades, es muy importante practicar el “detenerse”.
Simplemente detenerse y no hacer, no hacer nada, cada tanto. Al principio puede resultar
desafiante, pero observar, detectar, conectarse con los sentidos, con las sensaciones o
sencillamente con la respiración, sin ninguna actividad de por medio, es algo que nos
vincula con el ser. La tendencia al hacer puede alejarnos de la experiencia de ser.
El “hacer” más adecuado surge de adentro hacia afuera. No surge por la motivación de
las consecuencias de nuestras acciones, sino como una expresión de estar asentados en el
ser, donde la acción, el proceso, es el resultado en sí mismo. Y entonces, el desapego por
el resultado final del que tanto hablamos es algo que se da naturalmente.
Tal como sucede con el miedo, el enojo, la culpa y la ansiedad, hay otras emociones
disfuncionales que contaminan nuestras decisiones en sus dos “momentos”: al
movilizarnos o cuando entorpecen el análisis racional. En general, tienen ambos efectos
160
a la vez. La intuición no está en su pleno potencial cuando nos movilizan esas
emociones, y la razón se vuelve especulativa y busca resultados. Identificar este tipo de
emociones es un paso necesario si nos interesa aprender a decidir mejor.
La angustia, la tristeza, la ambición desmedida también son sentimientos para regular,
sublimar, trabajar internamente, y evitar que, o bien nos paralicen, o bien nos lleven a
tomar decisiones que posiblemente no sean las mejores.
La píldora de corto plazo: cuando negativo atrae negativo
Es importante notar el mecanismo tramposo de las emociones disfuncionales y las
decisiones que tomamos. Cuando actuamos desde estos lugares, buscamos en general
compensar la emoción. Es decir, buscamos un resultado que relaje la emoción, que la
disuelva.
Por ejemplo, al accionar agresivamente contra alguien que cometió una injusticia es
para “sacarnos el enojo de encima”. O cuando decidimos algo para sentirnos “más
seguros”, pensamos que el miedo se reducirá. O cuando tratamos bien a alguien porque
nos sentimos culpables por algo que hicimos, queremos que la culpa se disuelva.
La pregunta es: ¿los resultados nos dejan conformes? Solo en el corto plazo, pues
tarde o temprano la emoción disfuncional vuelve a emerger. Las acciones que surgen de
emociones disfuncionales son píldoras de corto plazo. En apariencia, o
momentáneamente, puede que la emoción sí se relaje, pero de fondo sigue ahí, latente y,
tarde o temprano, va a volver a necesitar alimento.
Esto no debe malinterpretarse. Nadie dice que no haya que tomar decisiones para
reducir el riesgo, o reparar con un gesto positivo una actitud en la que no estuvimos bien
con alguien. La cuestión importante no es la acción en sí, si no la emoción que la genera.
Por otro lado, es interesante notar que en el largo plazo las decisiones que nacen en
emociones disfuncionales traerán resultados que vibrarán en la misma “frecuencia” que
esas emociones. No importa que uno consiga o no lo que busca al decidir, pues lo que
venga estará marcado por el lugar interno que nos motoriza. Nuestras acciones tienen
consecuencias directas, pero esos resultados estarán a su vez silenciosamente
impregnados por la frecuencia, el tipo y la calidad de la emoción que motivó nuestra
acción. Esto es un fenómeno que se da por detrás de lo evidente, pero no por eso tiene
161
menor peso o realidad.
De esta forma, una decisión basada en el enojo atraerá más enojo y una decisión
basada en el miedo solo atraerá más miedo, por más que en el corto plazo uno pueda
conseguir un aliciente que reduzca el enojo o el miedo. La ambición solo puede generar
más ambición y la culpa, más culpa. No importan las múltiples formas o el campo donde
nos movamos, no importan los resultados que consigamos, que juzgaremos parcial,
relativamente como “positivos” o “negativos” a través del lente de las emociones que
nos motivan. Parecido atrae a parecido, like attracts like, ya lo hemos dicho varias veces.
Yendo más allá: decidir sobre lo invisible
El único que puede responder a la pregunta ¿estoy decidiendo bien? sos vos. De esta
misma forma, solo sos vos quien puede ser sincero o engañarse con la respuesta. Este
libro propone un marco para decidir, pero nada puede hacer contra las mentiras más
peligrosas de todas: las mentiras con las que nos engañamos a nosotros mismos.
¿Tenemos coherencia entre el sentimiento, la palabra, y la acción? Eso es completa
conciencia. Lo que siento, lo que pienso, lo que digo y lo que hago. A mayor coherencia,
mayor potencia, pero para conseguir altos grados de coherencia, es menester detenerse y
observar, animarse a preguntarnos a nosotros mismos si somos coherentes. No sólo entre
lo que decimos y lo que hacemos: también entre lo que sentimos y lo que pensamos.
Porque muchos solo prestamos atención al mundo de las palabras y de las acciones, dado
162
que son, sencillamente, lo que se ve. No es que esté mal, claro que no, pero la invitación
es también a posar la mirada en lo que hay detrás.
El carretel de hilo no empieza con la acción ni con las palabras. Empieza por la
emoción, el sentimiento, el deseo, la intención. Comienza, incluso, por lo que hay más
allá de todo eso: el ser invisible, silencioso.
La pregunta es: ¿solo puedo decidir sobre lo que “se ve”?
Es obvio que sobre nuestras acciones y palabras, podemos decidir con ciertos grados
de libertad. Eso nadie lo discutiría por más que haya quienes hablen y actúe con mínimos
niveles de decisión consciente, aportando al mundo confusión y densidad.
Los resultados son externos y —estrictamente— no puedo decidir cuáles vendrán.
Uno puede disponer aprender de ellos, o escoger otra acción para mejorarlos,
modificarlos. Pero si hablamos —en sentido riguroso— uno no decide qué efectos una
acción acarreará —que siempre dependen, al menos en parte, de algo que está más allá
de la alternativa elegida, la famosa “incertidumbre”—.
Es hora de la pregunta difícil: ¿Puedo decidir sobre lo que pienso, sobre lo que siento?
¿Puedo sumergirme en la parte del proceso que no es visible y decidir sobre eso? ¿Es
posible?
Sí, es posible. Aunque claro que no es fácil. Se trata de un gran desafío. Para cambiar
a conciencia un tipo de pensamiento o un estado de ánimo, hay que tener un poder
personal muy grande. ¿Puedo hacerlo? Esa es una pregunta individual, y la respuesta no
es blanco o negro. Hay momentos de la vida en que uno tiene más capacidad que en
otros. Uno puede practicar hacerlo, poquito a poco. Es un entrenamiento, el
entrenamiento de tomar responsabilidad por las propias emociones. Una práctica que nos
163
irá haciendo cada vez más poderosos. Paso a paso, meta a meta, uno puede ganar real
habilidad para autorregularse y desde ahí decidir inteligentemente.
La verdadera decisión, empieza, o al menos incluye, decidir sobre cómo pienso y
cómo me siento, además de lo que digo y hago. Hacerlo es un proceso de decisión
completo. Mucho de lo que hablamos en este libro está orientado en ese sentido.
Uno puede elegir mirar a un problema como un desafío, y eso habilita decisiones que
posiblemente sean diferentes de aquellas que hubieran surgido de haber visto a los
problemas solo como problemas.
Uno puede decidir transformar los deseos en intenciones, aunque esto no sea ni obvio
ni fácil. Las decisiones que provengan de intenciones posiblemente tengan menor apego
por los resultados que aquellas que se originan de los deseos.
Uno puede elegir a conciencia verificar si el miedo que sentimos guarda un correlato
con riesgos reales, o bien viene de antes, o contiene un componente imaginario. Es
evidente que la calidad de lo que hagamos después será diferente en un caso que en otro.
Tomar responsabilidad y mejorar la parte no visible, sutil del proceso decisorio es
igual de importante que afinar el intelecto para analizar adecuadamente los factores
externos.
¿Destino o libre albedrío?
Un argumento a favor y en contra
Nuestras elecciones, nuestras acciones traen consecuencias que a veces nos agradan, y a
veces no tanto. En ocasiones pensamos que estas consecuencias tienen que ver con
nosotros, con nuestras elecciones; o —por el contrario— son obra del “destino”.
“Esto pasó por mi (o tu) culpa”, “Sos artífice de tu destino”, “No podés escapar al
destino”, “No es la culpa de nadie, es algo que tenía que pasar”. Estas y otras son frases
que se escuchan a menudo, en referencia a cuán responsables somos de lo que ocurre y
lo que no en nuestras vidas y a nuestro alrededor.
¿Destino o libre albedrío? ¿Plan previamente definido, a veces inexplicable? ¿O
libertad total en la construcción de la propia vida? ¿Azar sin sentido o causalidad secreta,
no develada, escondida? Todas estas son preguntas filosóficas, sin respuestas definidas
164
ni definitivas. Aunque sí existe cierto conocimiento, cierto atisbo de sabiduría que puede
incorporarse a la creencia interna que tengamos al respecto.
Un enfoque razonable es, primero salirse de un razonamiento dicotómico (“blanco o
negro”), y pensar en “grados” de libertad. Es decir, entender que hay ciertas cosas que
dependen total o parcialmente de nosotros y otras que no podemos ni modificar ni
influenciar, al menos en un sentido lineal y evidente. Entonces, algo saludable es mirar
con el lente del libre albedrío las situaciones en las que sí podemos hacer algo. El “lente”
del libre albedrío implica responsabilidad por las consecuencias de nuestras acciones. Si
yo decido y acciono sobre algo que depende de mí, y el resultado que viene no es de mi
agrado es obvio que “echarle la culpa al destino” nos deja en un lugar de no aprendizaje.
Destino o no, azar o no, es otra cuestión: lo importante es revisar en qué falló nuestra
intervención trayendo un resultado que no pretendíamos, para mejorar la próxima
decisión. Hay que mirar el error. Sin sentirse culpable. Simplemente sentir el pinchazo y
aprender para la próxima. Incluso, de poder, agradecer el error, que es lo que nos permite
aprender. Para eso es necesario, desde ya, no esconderse detrás del “destino”.
Otra cuestión interesante es no confundir paradigma, creencia, rasgos de la
personalidad con “destino”. Los propios patrones de comportamiento, cuando son
limitantes, merecen como mínimo una revisación. Por ejemplo, afirmar “yo soy así, es
mi destino” es una frase tramposa, porque habla de la incapacidad personal de cambiar y
el destino posiblemente no tenga mucho que ver. En este caso, esa incapacidad es solo
una creencia autolimitadora, con lo que tal vez amerite una buena revisión.
Básicamente, lo más razonable es poner todo el foco en lo que uno puede hacer al
respecto de algo. Decidir y accionar sobre aquello que sí podemos modificar. El resto,
viene dado, es condición, dato, “obra del destino” pero ¿qué importa? ¿Tiene sentido
lamentarse o quejarse?
En línea con esto, la famosa frase de Marco Aurelio dice: “Dios mío, dame el valor
para cambiar las cosas que puedo cambiar, la serenidad para aceptar las que no puedo
cambiar y la sabiduría para distinguir entre las dos”.
Otra sabiduría interesante en este sentido es pensar al pasado como obra del destino y
encarar el presente con la creencia del libre albedrío20. De esta manera, la “culpa”
(propia o ajena) de lo ocurrido se disuelve, y pero a su vez nos deja en un lugar de
responsabilidad respecto de nuestras elecciones hoy.
¿Destino o libre albedrío? Existe un conocimiento muy profundo, que sugiere que hay
165
ciertas cuestiones de la vida atribuibles al destino (en qué ciudad nacemos, las
características de nuestros padres y hermanos, ciertos eventos puntuales que nos ocurren
y que no podemos prever, etcétera) pero que en realidad son una suerte de “espacio
escénico” previamente definido. Un montaje “ideal” —por más que a veces no nos guste
— para que nosotros podamos usar nuestro libre albedrío, y aprender de nuestras
decisiones, madurar emocionalmente, crecer en términos espirituales. Sin embargo, a
veces, ¿qué hacemos? Nos quejamos de las cosas que no podemos cambiar (como si
fueran “libre albedrío”), sin accionar sobre las que sí podemos hacer algo (como si
fueran “destino”). Es decir, ¡todo al revés!
Siempre hay una alternativa. Siempre sos libre. Aun cuando no tengas opciones
“externas”, hay un espacio interior sobre el que sí podés decidir. Podés resistir y echar
culpas hundiéndote en la negatividad, o bien desapegar tu estado de ánimo de las
condiciones que vienen dadas y sobre las que tal vez no puedas hacer nada al respecto.
Esa es tu responsabilidad, tu decisión. Ese es tu libre albedrío que nadie nunca te podrá
quitar.
Decidir quién soy
Cuando decidimos desde un lugar de coherencia con nosotros mismos y de pertenencia
con el mundo entero, la diosa de las probabilidades nos ayuda. La buena suerte sopla su
magia, acomodando eventos y corriendo obstáculos, pero es necesario confiar, ser
paciente y, por sobre todas las cosas, observador de lo que uno mismo hace. Es un tema
de conciencia, una persona consciente sencillamente no puede decidir de una manera
muy diferente de la que estuvimos hablando en todo este libro.
Hay decisiones para las que cualquier análisis intelectual es incompleto. Hay
decisiones en las que el intelecto obstruye en lugar de ayudar. Clasificar, juzgar, medir,
etiquetar, analizar, especular… son actividades útiles a cierto nivel, pero que pueden
volverse inútiles utilizadas en exceso. Este tipo de actividad mental, cuando es
ininterrumpida, genera una alteración en nuestros diálogos internos. Algo que no solo les
restará calidad a nuestras decisiones sino que se la restará a la vida misma.
Decíamos que las decisiones simples se toman con la intuición, y las decisiones
complejas con la intuición sumada a la razón. Y, sin embargo, un poco de corazón en
166
cada decisión es el ingrediente final y secreto que le dará un sabor especial a aquello que
hagamos.
A las decisiones analizadas con inteligencia, pero construidas sobre la búsqueda de
resultados que solo sirven para uno les falta otro tipo de inteligencia, la del corazón.
Corazón en su sentido holístico, en su conexión con el Universo y con las infinitas
posibilidades que ofrece.
Una decisión orientada a ganar–ganar, que brota de la búsqueda de formas de dar (en
lugar de conseguir) contará con una inteligencia invisible que la apoya y que, de alguna
manera, es más importante que toda la maquinaria intelectual que podamos agregarle.
En algún punto, permití que tu corazón te guíe más allá de todos los análisis que vayas
a hacer. Porque el corazón lo sabe: parecido atrae parecido. Más allá de las razones
intermedias, la calidad de las emociones se atraen a sí mismas. Agradecimiento atrae
abundancia, compartir alegría atrae alegría, ser feliz en cada momento atrae más
momentos de felicidad.
Mientras que la intuición y la razón obedecen a emociones y buscan resultados; el
corazón, el ser o el espíritu, están más allá de los deseos, de las razones, de los
resultados. No hay razón para el espíritu, o —mejor dicho— la decisión es la razón en sí.
En lugar de “las razones de la decisión” de las que estamos tan acostumbrados a hablar,
para el espíritu la decisión es la razón para experimentarse a sí mismo de cierta forma, a
través nuestro. Eso es el destino, el plan.
Ahora bien, ¿de qué forma se experimenta el espíritu? De la forma que elijamos
nosotros con nuestro libre albedrío. No hay nada escrito acerca de ello, porque solo
depende de nosotros. Eso es, en última instancia, todo lo que se juega al decidir.
De esta manera, una persona plenamente consciente sabe que en cada decisión está en
juego no solo lo que quiere ni lo que puede pasar, sino quién es y cómo quiere
experimentarse a sí mismo. Antes de la pregunta “qué quiero”, está la pregunta “quién
quiero ser”.
Podés decidir experimentarte a vos mismo como una persona que acciona por enojo,
miedo o culpa; una persona que piensa demasiado y se paraliza, o alguien nunca piensa
nada. Una persona que va por el mundo sin rumbo, dejándose llevar por los impulsos, el
corto plazo, o el viento que sople… O alguien dispuesto a cualquier cosa para conseguir
lo que quiere, y solo quiere ganar, y para eso necesita que los demás pierdan.
Podés elegir experimentarte como una persona cuya intención es más grande que sus
167
deseos y apegos personales, que fluye con la intuición y piensa con la razón cuando es
necesario. Una persona que no se deja llevar por los máximos carceleros de las
decisiones: las emociones disfuncionales. Alguien que sabe que tras el juego aparente de
los problemas, los errores y los resultados, se esconde el mundo de los desafíos y
aprendizajes.
Una persona que vibra con la abundancia de todas las cosas, a sabiendas de que cada
pequeña buena decisión, necesariamente, traerá buenos resultados en algún momento, tal
vez no en lo inmediato, tal vez no en forma obvia, tal vez ni siquiera de forma visible. Y
por eso, no se pre–ocupa por esos resultados futuros. Confía en ellos, porque confía en sí
misma; porque sabe que se ocupará de lo único que en definitiva puede ocuparse: decidir
bien hoy.
Uno decide como decide. Y solo uno es responsable de cómo lo hace. Nadie, excepto
yo puede hacerlo por mí; nadie, excepto vos, puede hacerlo por vos. Solamente podemos
ayudarnos, guiarnos y compartir lo aprendido, pero la decisión de cómo decidimos, de
cómo accionamos, de cómo vivimos, es de cada uno y de nadie más.
Una persona plenamente consciente toma una única gran decisión en su vida: la de
decidir quién es a cada momento, quién está siendo en cada decisión que toma. Y en ese
instante cobra forma la más hermosa de las metáforas: ya no queda nada más que
decidir.
Quien llega a ese punto, no tiene más opción que ser alguien cuyas decisiones vienen
de un lugar de generosidad, confianza, naturalidad, claridad, sinceridad, alegría,
humildad.
Quien llega a ese punto, tiene todas las alternativas, pero en el fondo no tiene ninguna.
Su única opción es decidir desde un lugar de amor.
20 Frase tomada en forma directa de una conferencia de Sri Sri Ravi Shankar.
168
CUESTIONARIO PARA UNA BUENA DECISIÓN
Las siguientes preguntas, que surgen de todos los temas abordados en este libro, son una
guía útil para tener a mano, especialmente al momento de encarar una decisión de cierta
importancia o complejidad.
Se trata de preguntas abiertas y orientativas, pensadas para cuestionarnos ciertas cosas,
para profundizar en el proceso de la decisión. No hace falta buscar respuestas fijas, ni
únicas, ni exactas. De hecho, es posible que uno ni siquiera tenga respuestas para
muchas de ellas, o que no las podamos discernir con claridad.
Se trata más bien de sentir estas preguntas cuando estés tomando decisiones
importantes. Sentí el “pinchazo de la pregunta” en lugar de ponerte a pensar una
respuesta demasiado intelectual o detallada. Como dijimos, estas preguntas no buscan
respuesta específica. Están aquí para movernos en el sentido de una intención fuerte
combinada con acción inteligente.
La verdadera sabiduría está en la humildad de reconocer la propia ignorancia. Estas
preguntas nos ayudan a enfocar la luz sobre ella.
Preguntas guía
¿Estoy reaccionando? ¿Hay algún componente de reacción emocional en lo que estoy
por hacer?
¿Esta decisión es repetitiva y cotidiana?
¿Le estoy prestando la suficiente atención?
¿Qué me motiva a tomar esta decisión? ¿Por qué hago lo que hago?
¿Estoy aceptando la situación tal cual es y decidiendo desde un lugar interno de
169
protagonismo y aceptación? ¿O no acepto y me quejo?
¿Me motoriza una emoción de enojo?
¿Me moviliza o me contamina alguna otra emoción disfuncional en esta decisión?
¿Opero persiguiendo un deseo, en la búsqueda de un resultado?
¿Cuán apegado estoy al resultado?
¿Puedo transformar ese deseo en una intención, con atención en la decisión y la
acción, combinada con desapego del resultado final?
¿El deseo persigue mi beneficio a costa de otros? ¿Puedo moverme a un lugar interno
de búsqueda del mutuo beneficio con los demás, el “ganar–ganar”?
¿Se trata de un problema? ¿O es una oportunidad y yo lo veo como un problema?
¿Puedo jugar con diferentes puntos de vista de la situación?
¿Qué quiero? ¿Cuál es mi objetivo en esta decisión?
¿Puedo trabajar con objetivos y metas claros?
¿Hay objetivos en conflicto? ¿Puedo jerarquizarlos, ver si son secuenciales,
priorizarlos, ordenarlos?
¿Estoy trabajando con metas cortas y realizables?
¿Por pensar en un gran objetivo “inalcanzable” termino por no hacer nada?
¿Soy demasiado cortoplacista? ¿O apuesto por el largo plazo?
¿Analizo muy “por arriba” decisiones que sí ameritan detenerse y trabajarlas? ¿Tomo
algunas decisiones impulsivamente, no prestándoles la atención ni el tiempo que se
merecen?
¿Estoy dedicándole demasiado análisis a situaciones poco importantes, cayendo en la
“parálisis por análisis”?
¿El miedo al futuro, o la angustia del costo de oportunidad me frenan y retraso
inútilmente ciertas decisiones, perdiendo el “buen timing”?
¿Puedo entender que hay algunas decisiones que es adecuado encarar con análisis
lineales y métodos lógicos?
170
¿Estoy lo suficientemente abierto a soluciones no lineales de las situaciones, dispuesto
a fluir?
¿Pretendo imponer un resultado específico, a veces al punto forzar la realidad para que
se adecúe a lo que yo quiero?
¿Estoy usando adecuadamente la intuición? ¿O caigo con frecuencia en trampas
lógicas, como el “efecto de anclaje” o “sesgo confirmatorio” para evaluar alternativas y
estimar valores?
A la hora de soltar una alternativa, ¿puedo desprenderme con facilidad del “costo
hundido”? ¿O, por el contrario, lo que ya llevo invertido (en tiempo, dinero o energía)
está trabándome, quitándome visibilidad para tomar una buena decisión?
¿Puedo aceptar que siempre hay un grado de incertidumbre? ¿Qué todas las decisiones
tienen incertidumbre y que es justamente la posibilidad de perder lo que nos hace valorar
las cosas cuando van bien?
¿Identifico el miedo al futuro? ¿Me doy cuenta cuando me contamina? ¿Puedo
regularlo, sublimarlo de alguna forma?
¿A qué le tengo miedo, en definitiva?
¿Qué miedo previo se activa con algunas decisiones? ¿Miedo a la pérdida, al ridículo,
a lo desconocido? ¿Miedo a la muerte?
¿Estos miedos son funcionales a la decisión que estoy tomando en este momento?
A la hora de evaluar alternativas, ¿estoy considerando adecuadamente los costos y los
atributos de cada una de ellas?
¿Tengo claridad sobre qué atributos me interesan más que otros?
¿Soy consciente de que cada alternativa tiene su precio?
¿Estoy midiendo adecuadamente el riesgo, sin magnificarlo por un miedo
preexistente?
¿Estoy chequeando la información, en decisiones importantes?
¿Capitalizo el aprendizaje de los errores? ¿O solo me quejo, echando la culpa, y más
tarde vuelvo a repetirlos?
171
¿Tengo consciencia de que siempre soy libre para elegir, así sea sobre mi estado
interno de ánimo cuando no haya opciones externas?
¿Me entrego con confianza al destino, a la vida, pero a su vez decidiendo con sensatez
y responsabilidad sobre las cosas que sí dependen de mí?
¿Soy consciente de que en cada pequeña y gran decisión estoy decidiendo —en última
instancia— quién quiero ser, quién estoy siendo… quién soy?
172
FUENTES
Más allá que los libros se nutren siempre directa o indirectamente de la experiencia de
vida de sus autores, hay algunas fuentes especiales que quiero mencionar. Básicamente,
se trata de dos grandes grupos.
El primero es un antiguo conocimiento oriental adaptado a la vida cotidiana, que ha
alimentado numerosas corrientes de pensamiento occidentales en las últimas décadas
(desde el coaching y las técnicas de liderazgo, hasta el mind-fulness). En mi caso me
formé en este conocimiento a través de innumerables cursos y actividades en la
fundación El Arte de Vivir. Ha habido otras muchas inspiraciones, pero por lejos la
fundación es donde más me capacité en este aspecto.
La segunda fuente es de carácter mucho más occidental y técnica, proviene de la
Teoría de las Decisiones, una disciplina que relaciona diversas ramas de la ciencia, como
la Administración, la Estadística y la Psicología.
Esta disciplina empieza cobrar forma con los estudios de Blaise Pascal y Daniel
Bernoulli en la Europa del siglo XVII y XVIII, quienes abordan la temática de las
decisiones bajo incertidumbre y el criterio del resultado esperado. En sus comienzos,
influenciada por los paradigmas clásicos de la época, se basaba principalmente en la
estadística, el pensamiento lineal y los modelos lógico–racionales.
Más tarde, durante el siglo XX, esta disciplina se fue combinando con otras teorías y
modelos como la teoría general de los sistemas, la teoría de los juegos y los modelos de
simulación estocásticos.
Al día de hoy, los estudios sobre la toma de decisiones se han enriquecido de otras
muchas miradas, modelos e investigaciones. En los últimos treinta años, ha ganado
terreno una mirada más blanda sobre el decidir humano, donde se remarca el peso de
cuestiones psicológicas, intuitivas, emocionales e instintivas por sobre la razón y el uso
de la estadística. Entre los autores más destacados se encuentran Daniel Goleman
(California, 1946), quien propone en sus trabajos la importancia de la Inteligencia
173
Emocional para fortalecer las decisiones racionales, y Daniel Kahneman (Tel Aviv,
1934) ilustrándonos con sus investigaciones y obras sobre el delicado equilibrio entre la
razón y la intuición a la hora de decidir. Como ellos, hay infinidad de autores y trabajos
realizados que abonan la disciplina de las decisiones.
En la Argentina, uno de los pioneros y autores más prolíficos del tema ha sido el
profesor Pedro Pier Pavesi, quien ha aportado durante el siglo XX numerosos libros y
ensayos que al día de hoy aún se utilizan como bibliografía en muchas universidades.
En los últimos diez o quince años se ha avanzado considerablemente en el área de la
neurociencia con investigaciones acerca del funcionamiento cerebral ante diferentes
tipos de decisiones. Se han establecido variadas conclusiones muy interesantes sobre la
química cerebral y la postura individual ante el riesgo o la posibilidad de regular
reacciones para decidir mejor. Se han descubierto correlaciones entre el tipo de actividad
del cerebro y las emociones básicas.
Hoy es un tema en boga y los investigadores continúan trabajando en muchas
cuestiones relativas.
En mi caso personal, me formé en estas áreas primero como docente universitario de
Teoría de la Decisión, y luego como capacitador en empresas, principalmente a través de
la consultora Tandem SD. Las temáticas se entremezclan constantemente. En el marco
de la materia universitaria se aborda la cuestión de la decisión desde un punto de vista
más bien teórico (probabilístico–técnico). Luego, las capacitaciones en compañías,
asesorías individuales o a emprendedores tienen una orientación más práctica.
Mis quince años de trabajo en el área de inversiones y finanzas de los bancos, a su
vez, me han permitido también poner en la práctica mucho de todo lo aprendido en aula,
talleres, y lecturas. En las decisiones financieras rápidas, en las decisiones individuales
de inversión, puede apreciarse muchísimo todo lo que está expuesto en este trabajo.
Por último, hay una serie libros que me influyeron a la hora de escribir este. Entre
ellos, me gustaría referenciar los siguientes:
Maurice, Nicoll (1999): Comentarios psicológicos sobre las enseñanzas de Gurdjieff y
Ouspensky, Buenos Aires, Editorial Kier.
Walsch, Neale Donald (2010): Conversaciones con Dios. Una experiencia
extraordinaria, Buenos Aires, Biblioteca Neale Donald Walsch, DeBolsillo.
174
Wheatley, Margaret J. y Cei, Nesle (1997): El liderazgo y la nueva ciencia. La
organización vista desde las fronteras del siglo XXI, Buenos Aires, Editorial Granica.
Shankar, Sri Sri Ravi (2008): El Maestro, Buenos Aires, El Arte de Vivir.
Serra, Roberto (2001): El nuevo juego de los negocios, Buenos Aires, Editorial Norma.
Tolle, Eckhart (2001): El poder del ahora. Un camino hacia la realización espiritual,
Buenos Aires, Editorial Norma.
Ferguson, Marilyn (1985): La conspiración de Acuario. Transformaciones personales y
sociales en este fin de siglo, Barcelona, Kairós.
Pavesi, Pedro Pier (1991): La incertidumbre del universo, Publicación de cátedra N° 152
del Centro de Estudiantes de Ciencias Económicas, Buenos Aires, UBA, FCE.
Goleman, Daniel (2000): La inteligencia emocional, Buenos Aires, Ediciones B.
Prigogine, Ilya (1999): Las leyes del caos, traducción castellana de Juan Vivanco,
Barcelona, Crítica.
Chopra, Deepak (2008): Las siete leyes espirituales del éxito.Guía práctica para la
realización de los sueños, Bogotá, Norma.
Covey, Stephen R. (1997): Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva. La revolución
ética en la vida cotidiana y en la empresa, Buenos Aires, Paidós.
Kahneman, Daniel (2016): Pensar rápido, pensar despacio, Buenos Aires, Debate.
Ury, William; Fisher, R. y Patto, B. (2008): Sí… ¡de acuerdo! Cómo negociar sin ceder,
Buenos Aires, Norma.
Varela, Francisco y Hayward, Jeremy, eds. (1997): Un puente para dos miradas.
Conversaciones con el Dalai Lama sobre las ciencias de la mente, Dolmen Ediciones
/ Granica.
Yoga Vasishtha (Un compendio) (2001): Buenos Aires, Etnos Libros.
Arntz, William; Chasse, Betsy y Mark, Vicente (2007): ¿¡Y tú qué sabes!?
Descubriendo las infinitas posibilidades para modificar nuestra realidad cotidiana,
Buenos Aires, Editorial Kier.
175
AGRADECIMIENTOS
Cualquier enumeración o listado que pueda hacer de personas de las que me siento
agradecido será siempre incompleto. En cierto punto, cada persona que se me ha cruzado
en la vida hizo su aporte a este libro.
De todas maneras, hay personas realmente especiales, que con su luz, amistad y amor
inspiran y ayudan, y en su camino han aportado a que este libro cobrara forma. Entre
ellas, están:
Guruji, Sri Sri Ravi Shankar, un maestro de maestros, quien refresca al mundo con la
brisa de la sabiduría y la espiritualidad, tan necesarias para las decisiones sensatas.
Otros Maestros, menos conocidos, acaso invisibles, pero que siempre están allí,
disponibles. Si uno está lo suficientemente atento puede escuchar las pistas que nos
susurran en las decisiones difíciles.
Lulita Paoletti, la compañera de mi vida, quien con su inteligencia y amor ha hecho un
aporte valiosísimo en este trabajo. De no haber sido por ella, este libro no sería lo que
hoy es. No podría estar más agradecido a ella.
Mi familia, Migue, Noemí, Gaby y Maiu, tan amigos entre todos, además de ser
padres y hermanos. Con ellos he compartido el primer hogar y siempre serán mi hogar.
También a los tíos y primos, nacionales e internacionales, entre ellos Dani Kriner.
Mi familia espiritual, es decir, los amigos que conocí directa o indirectamente a través
de la fundación El Arte de Vivir. Por ellos siento un especial cariño y devoción. Lo
saben. Más que amigos, son también mis hermanos y hermanas de una familia que se
ramifica por el mundo entero (algunos me han brindado un inapreciable feedback para
este libro). Tan importantes hoy y siempre, tengo a este grupo, a este sangha infinito, en
un lugar especial en mi corazón.
Mis familias laborales, con quienes aprendo, me divierto, me experimento en una de
mis mejores versiones. Tener la oportunidad de compartir conocimiento que tiene valor
es hermoso.
176
Porque en el fondo, creo que todos queremos amigarnos con la incertidumbre y pactar
inteligentemente con la diosa de las probabilidades. Buscar ayudar a la gente en sus
decisiones, aplicando en la práctica mucho de lo que este libro sugiere, le da un color
especial a la vida. En este sentido, quisiera agradecer especialmente al equipo de la
consultora Tandem Soluciones en Decisión, que con generosidad me ha abierto las
puertas. En especial a Fede Esseiva, y a los demás profesores y consultores de quienes
también me nutro.
También agradezco a la gente de mi familia laboral anterior, a los que aún acompaño
eventualmente en capacitaciones personales. De trabajos previos, siempre estaré
agradecido con tanta gente que me fue ayudando en el camino, especialmente Mati
Tamburini, Willy Navone y el Metro Rojillo Cantale. Hay muchas otras personas con
quienes he compartido años laborales, y que recuerdo con cariño. Personas de las que
aprendido, personas de las que he perdido el rastro pero sé que están ahí, a un llamado de
distancia. Entre ellos están Marcos, el Toto, Carlos Planas, José Ramos, Carlos Costa,
Fede Hermida, el Negri del Solar, Lauri, Javi Bustinza, Martín Barzi, Moni Mestre,
Nélida, el gordo Ranni, y muchos, muchos otros más.
Mi familia académica, con los que comparto las clases de Teoría de la Decisión en la
UBA, después de casi diez años de estar alejado de la docencia universitaria. Majo
Miravalles y Jony Benitez merecen una mención individual aunque, por cierto, facilitar
las clases con todos los chicos del cuerpo docente es siempre un placer, una fuente
incomparable de diversión y una oportunidad única para brindarse. También quisiera
agradecerle a Grace Cuello, docente de la materia Dirección General.
Las referentes, como me gusta llamar a Julia Frydman, psicóloga que me ha orientado
durante tantos años de manera tan lúcida, y Maria Eugenia García Barassi, lectora de
Registros Akáshicos, quien con su magia me ayuda a acceder a información sagrada para
buenas decisiones en la vida. Hay muchos otros también, guías, maestros, profesores que
han compartido generosamente conmigo herramientas y conocimiento muy útiles.
La gente de Penguin Random House, que hace posible la publicación de este libro.
Entre ellos, me gustaría mencionar a Magalí Etchebarne, la editora de este libro; a mi
antigua editora, Dani Duna (del libro Los nuevos superhéroes), y a Sara D’Angelo, quien
fue la que tuvo la idea de escribir un libro de toma de decisiones.
Tantos alumnos entusiastas que me he cruzado en la UBA en la materia Teoría de las
Decisiones, en los talleres de respiración e inteligencia emocional en El Arte de Vivir, en
177
las diferentes capacitaciones en empresas y otras universidades; e individualmente
también. Son ellos quienes me permiten experimentarme en mi rol de facilitador de este
conocimiento práctico, útil. Ellos son quienes me ayudan a mí a aprender a un nivel
profundo, por más que en la superficialidad la escena sugiera lo contrario.
También quiero agradecer a los viejos amigos de la escuela Carlos Pellegrini, quienes
dan cuenta de la magia escondida en ciertas esencias que no cambian nunca.
Por último, me gustaría expresar la gratitud a tantos inspiradores lectores del libro
anterior. Todos los emails que recibí por parte de ellos me remarcan una y otra vez una
de las misiones que tengo en esta vida: escribir. Cuando lo urgente le gana a lo
importante de manera cotidiana, cuando lo fácil, lo cómodo, lo adictivo me enreda, el
solo pensar en tantos amorosos lectores me recuerda lo que implica para mí hacerse el
espacio frente al monitor, abrir una dimensión del tiempo diferente y sencillamente
permitir que las palabras fluyan. Gracias a los lectores de “los nuevos superhéroes”,
gracias a los lectores de este libro y de los que probablemente vendrán. Son ellos quienes
hacen estos libros posibles. Son ellos los verdaderos escritores.
178
¿Qué entra en juego cuando decidimos? ¿Existe una manera adecuada
de hacerlo? ¿Cómo se pueden reducir la angustia y la confusión que
ciertas decisiones despiertan? ¿Es posible equilibrar el miedo?
¿Siempre tiene que haber lógica y fundamentos detrás? ¿O la lógica por
momentos nos limita?
Tomamos cientos de decisiones todos los días, pero no tenemos
consciencia de ellas porque están fundidas en lo cotidiano. Y cuando nos enfrentamos a
una decisión importante, surgen las vacilaciones y dejamos pasar el tiempo sin
animarnos a actuar. O, por el contrario, nos abalanzamos sobre la acción sin un análisis
adecuado.
Este es un libro para aprender a balancear la intuición y la razón, y para conocer mejor
las trampas emocionales que les quitan calidad a nuestras decisiones. Ezequiel
Starobinsky nos propone técnicas y herramientas concretas para fortalecer nuestra
inteligencia emocional y para pasar del miedo a decidir a la oportunidad de hacerlo.
179
EZEQUIEL STAROBINSKY
Nació en Buenos Aires en 1979. Fue a la Escuela Superior de Comercio Carlos
Pellegrini y se licenció con honores en la carrera de Ciencias Económicas de la
Universidad de Buenos Aires. Tiene un máster en Mercado de Capitales y Economía, y
también se formó como instructor de técnicas de respiración y meditación en la
fundación El Arte de Vivir. Cuenta con más de quince años de experiencia en empresas
de primera línea, en roles de alta dirección.
En la actualidad, se dedica a la capacitación y la consultoría en temas relativos a la toma
de decisiones, finanzas e inversiones, en empresas nacionales e internacionales. Dicta la
materia Teoría de la Decisión en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad
de Buenos Aires. Es autor de Los nuevos superhéroes (Grijalbo, 2012).
Foto: © Alejandra López
180
Otro título del autor en megustaleer.com.ar
181
Starobinsky, Ezequiel
El arte de decidir / Ezequiel Starobinsky. - 1a ed. - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Grijalbo, 2017.
(Autoayuda)
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-950-28-1123-9
1. Superación personal. I. Título
CDD 158.1
Ilustraciones: Candela Insuá
Diseño de cubierta: Florencia Valdés
Foto del autor: © Alejandra López
Las regalías obtenidas de esta publicación se destinarán en su totalidad a proyectos sociales cursados a través de la
fundación El Arte de Vivir.
Edición en formato digital: diciembre de 2017
© 2017, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A.
Humberto I 555, Buenos Aires
www.megustaleer.com.ar
Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright.
El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve
la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por
respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún
medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando
libros para todos los lectores.
ISBN 978-950-28-1123-9
Conversión a formato digital: Libresque
182
Índice
El arte de decidir
Introducción
Mirar cómo decidimos
Sobre este libro
Primera parte. Reacciones: cuando “algo” decide por nosotros
Reaccionar
Contener la reacción
Decidir o reaccionar, una diferencia hace toda la diferencia
A) Reacciones emocionales “negativas”
¿Qué hacer con estas reacciones?
B) Reacciones emocionales “positivas”
C) Impulsos instintivos
Segunda parte. Intuición y decisiones cotidianas
Cuando la intuición alcanza
Sensación intuitiva e impulso emocional
No pensar de más, algo bien pensado
Atrapados en universos mentales
Cuando la intuición nos engaña
Sesgo de disponibilidad (Easy to recall)
El tentador corto plazo
Sesgo de confirmación
Sesgo de anclaje
Efecto marco
Atrapado por el costo hundido
Tercera parte. Decisiones complicadas o de cierta complejidad
Profundizando en el proceso de la decisión
Importancia personal de la decisión
Subjetividad de la decisión
Mundos lineales y mundos rebeldes
183
Casos
Nivel I. “La apuesta”: decisión dócil (baja complejidad, baja
subjetividad)
Nivel II. “La indemnización laboral”: decisión de alta subjetivad y
complejidad
Nivel III. “Monte Everest”: decisión de alta subjetividad,
complejidad y emocionalidad (caso real)
Primer momento: el motor de la decisión
El lugar desde donde queremos cambiar el mundo
Jugar con el punto de vista: el arte de mirar problemas como
desafíos
El doble filo de los deseos
Atención a la naturaleza de tu deseo: cuando lo que querés implica
un beneficio o un perjuicio para los demás
Trascendiendo la malvada suma cero
La sabiduría de transformar los deseos en intenciones
Identificar el objetivo: algo simplemente necesario
Jerarquía de objetivos y objetivos múltiples
Escribir tu intención y ordenar los objetivos
Sinceridad con lo que se quiere
Muchas metas cortas hacen una larga
Otros objetivos en conflicto y pequeñas malas decisiones previas
Segundo momento de la decisión: el análisis
No analizar de menos, no analizar de más
¿Existe el punto justo de análisis?
Generación de alternativas
Explorando alternativas: actuar linealmente atrayendo soluciones
no lineales
El costo de oportunidad, esa trampita que no te deja avanzar
La diosa de la incertidumbre
Miedo, ese buen amigo de la incertidumbre
Las máscaras del miedo
Costo—beneficio, la madre de las ecuaciones
Riesgo—rendimiento, la reglita de la que nadie se escapa
Probabilidades físicas y probabilidades subjetivas
Criterio de resultado esperado: a la larga, la casa gana…
Conclusiones
184
Un breve repaso
Lupa al máximo en el epicentro de las buenas decisiones: la regulación
de las emociones
Miedo y enojo. Vienen de antes, pero se sienten ahora
Culpa y ansiedad. Enemigas de las buenas decisiones
La píldora de corto plazo: cuando negativo atrae negativo
Yendo más allá: decidir sobre lo invisible
¿Destino o libre albedrío? Un argumento a favor y en contra
Decidir quién soy
Cuestionario para una buena decisión
Preguntas guía
Fuentes
Agradecimientos
Sobre este libro
Sobre el autor
Otro título del autor
Créditos
185
Índice
El arte de decidir
Introducción
2
4
Mirar cómo decidimos
Sobre este libro
6
6
Primera parte. Reacciones: cuando “algo” decide por nosotros
Reaccionar
Contener la reacción
Decidir o reaccionar, una diferencia hace toda la diferencia
A) Reacciones emocionales “negativas”
¿Qué hacer con estas reacciones?
B) Reacciones emocionales “positivas”
C) Impulsos instintivos
Segunda parte. Intuición y decisiones cotidianas
Cuando la intuición alcanza
Sensación intuitiva e impulso emocional
No pensar de más, algo bien pensado
Atrapados en universos mentales
Cuando la intuición nos engaña
Sesgo de disponibilidad (Easy to recall)
El tentador corto plazo
Sesgo de confirmación
Sesgo de anclaje
Efecto marco
Atrapado por el costo hundido
Tercera parte. Decisiones complicadas o de cierta complejidad
Profundizando en el proceso de la decisión
Importancia personal de la decisión
Subjetividad de la decisión
Mundos lineales y mundos rebeldes
Casos
Nivel I. “La apuesta”: decisión dócil (baja complejidad, baja subjetividad)
Nivel II. “La indemnización laboral”: decisión de alta subjetivad y
complejidad
186
9
10
12
16
18
19
24
24
26
28
30
31
32
34
37
38
40
42
44
47
53
54
57
58
59
61
61
62
Nivel III. “Monte Everest”: decisión de alta subjetividad, complejidad y
emocionalidad (caso real)
Primer momento: el motor de la decisión
El lugar desde donde queremos cambiar el mundo
Jugar con el punto de vista: el arte de mirar problemas como desafíos
El doble filo de los deseos
Atención a la naturaleza de tu deseo: cuando lo que querés implica un
beneficio o un perjuicio para los demás
Trascendiendo la malvada suma cero
La sabiduría de transformar los deseos en intenciones
Identificar el objetivo: algo simplemente necesario
Jerarquía de objetivos y objetivos múltiples
Escribir tu intención y ordenar los objetivos
Sinceridad con lo que se quiere
Muchas metas cortas hacen una larga
Otros objetivos en conflicto y pequeñas malas decisiones previas
Segundo momento de la decisión: el análisis
No analizar de menos, no analizar de más
¿Existe el punto justo de análisis?
Generación de alternativas
Explorando alternativas: actuar linealmente atrayendo soluciones no
lineales
El costo de oportunidad, esa trampita que no te deja avanzar
La diosa de la incertidumbre
Miedo, ese buen amigo de la incertidumbre
Las máscaras del miedo
Costo—beneficio, la madre de las ecuaciones
Riesgo—rendimiento, la reglita de la que nadie se escapa
Probabilidades físicas y probabilidades subjetivas
Criterio de resultado esperado: a la larga, la casa gana…
Conclusiones
64
69
69
71
79
83
85
88
91
93
95
97
98
103
104
104
107
108
111
112
115
118
119
127
131
137
138
155
Un breve repaso
Lupa al máximo en el epicentro de las buenas decisiones: la regulación de las
emociones
Miedo y enojo. Vienen de antes, pero se sienten ahora
Culpa y ansiedad. Enemigas de las buenas decisiones
187
155
157
157
159
La píldora de corto plazo: cuando negativo atrae negativo
Yendo más allá: decidir sobre lo invisible
¿Destino o libre albedrío? Un argumento a favor y en contra
Decidir quién soy
Cuestionario para una buena decisión
Preguntas guía
161
162
164
166
169
169
Fuentes
173
Agradecimientos
176
Sobre este libro
Sobre el autor
Otro título del autor
Créditos
179
180
181
182
188
Descargar