EL CUENTO POLICIAL

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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
EL CUENTO POLICIAL
CAPACIDAD:
• Identificar los elementos y las técnicas narrativas utilizadas en textos de este tipo.
• Disfrutar de la lectura y el análisis de los cuentos policiales.
"Enseñadme un hombre o una mujer que no soporte las
novelas de misterio y yo os enseñaré un tonto, un tonto
mañoso quizá, pero un tonto al fin y al cabo".
Raymond Chandler
La frase anterior fue dicha por un maestro del género policial.
¿Qué significa? ¿Lo entendiste? Veamos:
La literatura policial, tanto los cuentos como las novelas, produce libros entretenidos.
Combatir el aburrimiento tal vez sea uno de los principales fines de la narración.
I. ¿Qué hace entretenido un cuento policial?
A. El Argumento
Los argumentos de los cuentos policiales se centran en el mundo del crimen y de la
investigación.
En este tipo de relatos se plantea un enigma que debe ser resuelto de manera lógica.
Ejemplo de esto son los cuentos de Edgar Allan Poe.
* Algunos títulos famosos como Los crímenes de la calle Morgue o El escarabajo de
oro de seguro te son familiares.
B. El Investigador
El relato policial plantea un misterio, un caso a ser resuelto mediante la inteligencia, la
intuición y el coraje del protagonista.
Este, viene a ser el investigador, una persona sumamente inteligente que saca
conclusiones adelantadas, llamadas hipótesis; para luego ir comprobando sus conjeturas.
Este investigador puede ser una persona humilde de una tribú o de una ciudad, etc.
El personaje del investigador llega a su clímax con el detective, un sujeto excéntrico y que
sabe mucho del comportamiento humano; sobre todo del criminal. Busca pistas y
evidencias y plantea la solución del enigma muchas veces sin haber estado en la escena
del crimen. Ejemplo El misterio de Mary Roget de Edgar Allan Poe, donde el detective,
Dupin, llega a mayores conclusiones que la policía y solo informándose por medio del
diario sin salir de su habitación.
C. El Suspenso
La intriga dentro de una historia es lo que mantiene en vilo toda su lectura. El manejo de
ésta determinará con qué ansia el lector busque la solución del enigma.
* Autores como Agatha Christie y Chesterton utilizaron esta técnica en forma magistral.
D. El Crímen
Al ser humano, siempre le ha interesado conocer y desentrañar cosas. Con un relato
policial, asistimos a un asesinato, un robo, un suicidio, que aparentan ser algo muy
distinto. La solución del misterio reconforta, sorprende o pasma.
II. ¿Qué técnica utilizan los autores de cuentos policiacos?
A. EL PUNTO DE VISTA DEL NARRADOR
Desafío 1:
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¿Sabes tú quién es el que relata las aventuras de Sherlock Holmes? ¿Es él mismo o
no?
¿Está en primera, segunda o tercera persona?
El éxito de un cuento policial radica en el hecho de no mostrar la solución del
enigma hasta el final o al menos hasta dejar que el lector se haga una idea de quién es
culpable.
Por eso, los autores escogen muy bien el tipo de narrador que van a usar. Puede
ser primera, segunda o tercera persona.
* En la pregunta anterior la respuesta es:
"No, Sherlock Holmes no cuenta sus aventuras, él no es el narrador. Quien lo hace es su
siempre fiel Watson. El narrador está entonces en primera persona periférica o con
conocimiento parcial de los hechos".
Desafío 2:
¿Por qué el investigador o detective no es el que cuenta sus aventuras?
Empecemos acotando que esto no se da en todos los casos, pero se obtiene un efecto
muy especial.
En primer lugar : si tenemos la visión de un acompañante, testigo, amigo, ayudante del
detective, podemos seguir la investigación paso a paso y así tratar de develar el misterio
antes que los demás.
En segundo lugar: le sigue al autor para exaltar la figura de su investigador, haciendo
que este se luzca en la solución del misterio, demostrando su gran habilidad, inteligencia,
astucia, maña y capacidad de deducción.
En tercer lugar: porque si un testigo de los hechos (el narrador) cuenta la historia
progresivamente, ésta tendrá mayor credibilidad, pues tratará de exponerlos con sumo
cuidado y minuciosidad. Con esto se busca que el lector se meta de lleno en la historia.
B. LA SORPRESA FINAL, EL USO DEL INTELECTO
A diferencia de los cuentos fantásticos y los de ciencia - ficción, en el cuento
policial el misterio no proviene de lo sobrenatural, sino que lo que se oculta y hay que
hallar es algo real y concreto: una carta, una víctima, una joya, etc.
Es por eso que existe aquí una confluencia directa con el lector porque éste sabe
que al final debe haber una explicación lógica para lo que aparentemente no la tiene.
* A continuación leeremos el primer cuento del bimestre, una historia de la genial Agatha
Christie. Pon atención a todos los detalles.
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Nido de avispas
Texto: AGATHA CHRISTIE
John Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al jardín.
Era un hombre alto de rostro delgado y cadavérico. No obstante, su aspecto lúgubre se
suavizaba al sonreír, mostrando entonces algo muy atractivo.
Harrison amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto,
soleado y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el
aire.
Un familiar chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se
reflejó en su semblante, pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que
menos esperaba.
-¡Qué alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!
En efecto, allí estaba Hércules Poirot, el sagaz detective.
-¡Yo en persona! En cierta ocasión me dijo: "Si alguna vez se pierde en aquella parte
del mundo, venga a verme. Acepté su invitación, ¿lo recuerda?
-¡Me siento encantado! -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.
Su mano hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.
-Gracias -repuso Poirot dejándose caer en un sillón de mimbre-. ¿Por casualidad no
tiene jarabe? No, ya veo que no. Bien, sírvame un poco de soda, por favor whisky no -su
voz se hizo plañidera mientras le servían-. ¡Cáspita, mis bigotes están lacios! Debe de ser
el calor.
-¿Qué le trae a este tranquilo lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en
otro sillón-. ¿Es un viaje de placer?
-No, mon ami; negocios.
-¿Negocios? ¿En este apartado rincón?
Poirot asintió gravemente.
-Sí, amigo mío; no todos los delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones
urbanas.
Harrison se rió.
-Imagino que fui algo simple. ¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si
puedo preguntar.
-Claro que sí. No solo me gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.
Los ojos de Harrison reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le
traía allí un asunto de importancia.
-¿Dice que se trata de un delito? ¿Un delito grave?
-Uno de los más graves delitos.
-¿Acaso un ...?
-Asesinato -completó Poirot.
Tanto énfasis puso en la palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto fuera
poco las pupilas del detective permanecían tan fijamente clavadas en él, que el
aturdimiento lo invadió. Al fin pudo articular:
-No sé que haya ocurrido ningún asesinato aquí.
-No -dijo Poirot-. No es posible que lo sepa.
-¿Quién es?
-De momento, nadie.
-¿Qué?
-Ya le he dicho que no es posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.
-Veamos, eso suena a tontería.
-En absoluto. Investigar un asesinato antes de consumarse es mucho mejor que
después. Incluso, con un poco de imaginación, podría evitarse.
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Harrison lo miró incrédulo.
-¿Habla usted en serio, monsieur Poirot?
-Sí, hablo en serio.
-¿Cree de verdad que va a cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!
Hércules Poirot, sin hacer caso de la observación, dijo:
-A menos que usted y yo podamos evitarlo. Sí, mon ami.
-¿Usted y yo?
-Usted y yo. Necesitaré su cooperación.
-¿Esa es la razón de su visita?
Los ojos de Poirot le transmitieron inquietud.
-Vine, monsieur Harrison porque ... me agrada usted -y con voz más despreocupada
añadió-: Veo que hay un nido de avispas en su jardín. ¿Por qué no lo destruye?
El cambio de tema hizo que Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y
dijo:
-Pensaba hacerlo. Mejor dicho, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude
Langton? Asistió a la cena en que nos conocimos usted y yo. Viene esta noche
expresamente a destruir el nido.
-¡Ah! -exclamó Poirot-. ¿Y cómo piensa hacerlo?
-Con petróleo rociado con un inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado
que el mío.
-Hay otro sistema, ¿no? -preguntó Poirot-. Por ejemplo, cianuro de potasio.
Harrison alzó la vista sorprendido.
-¡Es peligroso! Se corre el riesgo de su fijación en la plantas.
Poirot asintió.
-Sí; es un veneno mortal -guardó silencio un minuto y repitió-: Un veneno mortal.
-Útil para desembarazarse de la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot
permaneció serio.
-¿Está completamente seguro, monsieur Harrison, de que Langton destruirá el
avispero con petróleo?
-¡Segurísimo! ¿Por qué?
-Simple curiosidad. Estuve en la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió
que firmase en el libro de venenos. La última venta era cianuro de potasio, adquirido por
Claude Langton.
Harrison enarcó las cejas.
-¡Qué raro! Langton se opuso el otro día a que empleásemos esa sustancia. Según su
parecer, no debería venderse para este fin.
Poirot miró por encima de las rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:
-¿Le gusta Langton?
La pregunta cogió por sorpresa a Harrison, que acusó su efecto.
-¡Qué quiere que le diga! Pues sí, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?
-Mera divagación -repuso Poirot-. ¿Y usted es de su gusto?
Ante el silencio de su anfitrión, repitió la pregunta.
-¿Puede decirme si usted es de su gusto?
-¿Qué se propone, monsieur Poirot? No termino de comprender su pensamiento.
-Le seré franco. Tiene usted relaciones y piensa casarse, monsieur Harrison. Conozco
a la señorita Moly Deane. Es una joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo
prometida a Claude Langton, a quien dejó por usted.
Harrison asintió con la cabeza.
-Yo no pregunto cuáles fueron las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le
parece justificada también cualquier duda en cuanto a que Langton haya olvidado o
perdonado?
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-Se equivoca, monsieur Poirot. Le aseguro que está equivocado. Langton es un
deportista y ha reaccionado como un caballero. Ha sido sorprendentemente honrado
conmigo, y, no con mucho, no ha dejado de mostrarme aprecio.
-¿Y no le parece eso poco normal? Utiliza usted la palabra «sorprendente» y, sin
embargo, no demuestra hallarse sorprendido.
-No lo comprendo, monsieur Poirot.
La voz del detective acusó un nuevo matiz al responder:
-Quiero decir que un hombre puede ocultar su odio hasta que llegue el momento
adecuado.
-¿Odio? -Harrison sacudió la cabeza y se rió.
-Los ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a
cualquiera y que nadie es capaz de engañarlos a ellos. El deportista, el caballero, es un
Quijote del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo deportista, cuyo valor le lleva
al sacrificio, piensa lo mismo de sus semejantes y se equivoca.
-Me está usted advirtiendo en contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora
comprendo esa intención suya que me tenía intrigado.
Poirot asintió, y Harrison, bruscamente, se puso en pie.
-¿Está usted loco, monsieur Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los
pretendientes rechazados no apuñalan por la espalda o envenenan. ¡Se equivoca en
cuanto a Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.
-La vida de una mosca no es asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante,
usted dice que monsieur Langton no es capaz de matarlas, cuando en este momento
debe prepararse para exterminar a miles de avispas.
Harrison no replicó, y el detective, puesto en pie a su vez, colocó una mano sobre el
hombro de su amigo, y lo zarandeó como si quisiera despertarlo de un mal sueño.
-¡Espabílese, amigo, espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas
regresan confiadas a su nido después de haber volado todo el día en busca de su
alimento. Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran porque nadie les
advierte. De hecho carecen de un Hércules Poirot. Monsieur Harrison, le repito que vine
en plan de negocios. El crimen es mi negocio, y me incumbe antes de cometerse y
después. ¿A qué hora vendrá monsieur Langton a eliminar el nido de avispas?
-Langton jamás...
-¿A qué hora? -lo atajó.
-A las nueve. Pero le repito que está equivocado. Langton jamás...
-¡Estos ingleses! -volvió a interrumpirlo Poirot.
Recogió su sombrero y su bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir
por encima del hombro.
-No me quedo para no discutir con usted; solo me enfurecería. Pero entérese bien:
regresaré a las nueve.
Harrison abrió la boca y Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:
-Sé lo que va a decirme: "Langton jamás...", etcétera. ¡Me aburre su "Langton jamás"!
No lo olvide, regresaré a las nueve. Estoy seguro de que me divertirá ver cómo destruye
el nido de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!
No esperó la reacción de Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya
en el exterior, caminó pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó el
reloj del bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban las ocho y diez.
-Unos tres cuartos de hora -murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.
Sus pasos se hicieron más lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar.
Era un extraño presentimiento, que, decidido, se sacudió antes de seguir hacia el pueblo.
No obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos veces movió la cabeza,
signo inequívoco de la escasa satisfacción que le producía su acto.
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Minutos antes de las nueve, se encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era
una noche clara y la brisa apenas movía las ramas de los árboles. La quietud imperante
rezumaba algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la tempestad.
Repentinamente alarmado, Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido lo
pusiese sobre aviso. De pronto, se abrió la puerta de la verja y Claude Langton,
presuroso, salió a la carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.
-¡Ah...! ¡Oh...! Buenas noches.
-Buenas noches, monsieur Langton. ¿Ha terminado usted?
El joven lo miró inquisitivo.
-Ignoro a qué se refiere -dijo.
-¿Ha destruido ya el nido de avispas?
-No.
-¡Oh! -exclamó Poirot como si sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo
usted, pues?
-He charlado con mi amigo Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que
vendría a este solitario rincón del mundo.
-Me traen asuntos profesionales.
-Hallará a Harrison en la terraza. Lamento no detenerme.
Langton se fue y Poirot lo siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labios finos y
bien parecido.
-Dice que encontraré a Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!
Penetró en el jardín y siguió por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla
junto a la mesa. Permanecía inmóvil, y no volvió la cabeza al oír a Poirot.
-¡Ah, mon a mi ! -exclamó éste-. ¿Cómo se encuentra?
Después de una larga pausa, Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:
-¿Qué ha dicho?
-Le he preguntado cómo se encuentra.
-Bien. Sí; estoy bien. ¿Por qué no?
-¿No siente ningún malestar? Eso es bueno.
-¿Malestar? ¿Por qué?
-Por el carbonato sódico.
Harrison alzó la cabeza.
-¿Carbonato sódico? ¿Qué significa eso?
Poirot se excusó.
-Siento mucho haber obrado sin su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un
poco en uno de sus bolsillos.
-¿Que puso usted un poco en uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?
Poirot se expresó con esa cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a
los niños.
-Una de las ventajas o desventajas del detective radica en su conocimiento de los
bajos fondos de la sociedad. Allí se aprenden cosas muy interesantes y curiosas. Cierta
vez me interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto que se le imputaba, y
logré demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó enseñándome los viejos
trucos de su profesión. Eso me permite ahora hurgar en el bolsillo de cualquiera con solo
escoger el momento oportuno. Para ello basta poner una mano sobre su hombro y simular
un estado de excitación. Así logré sacar el contenido de su bolsillo derecho y dejar a
cambio un poco de carbonato sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner
rápidamente un veneno en su propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el
bolsillo derecho de la americana.
Poirot se sacó de uno de sus bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.
-Es muy peligroso -murmuró- llevarlos sueltos.
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Curiosamente y sin precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha.
Deslizó en su interior los cristales, se acercó a la mesa y vertió agua en el frasco. Una vez
tapado lo agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba fascinado.
Poirot se encaminó al avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido.
Retrocedió un par de pasos y se quedó allí a la expectativa. Algunas avispas se
estremecieron un poco antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco del árbol
hasta caer muertas. Poirot sacudió la cabeza y regresó al pórtico.
-Una muerte muy rápida -dijo.
Harrison pareció encontrar su voz.
-¿Qué sabe usted?
-Como le dije, vi el nombre de Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que
siguió inmediatamente después.
Lo encontré al salir a la calle y me explicó que
había comprado cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de avispas.
Eso me pareció algo raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena a que hice
referencia antes, usted expuso su punto de vista sobre el mayor mérito de la gasolina
para estas cosas y denunció el empleo de cianuro como peligroso e innecesario.
-Siga.
-Sé algo más. Vi a Claude Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de
ojos indiscretos. Ignoro la causa de la ruptura de enamorados que llegó a separarlos,
poniendo a Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los malos entendidos
habían acabado entre la pareja y que la señorita Deane volvía a su antiguo amor.
-Siga.
-Nada más. Salvo que me encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del
consultorio de cierto doctor, amigo mío. La expresión de usted me dijo la clase de
enfermedad que padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que solo he
observado un par de veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el conocimiento de
la propia sentencia de muerte. ¿Tengo razón o no?
-Sí. Solo dos meses de vida. Eso me dijo.
-Usted no me vio, amigo mío, pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo
más en su rostro; advertí esa cosa que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le hablé
antes. Odio, amigo mío. No se moleste en negarlo.
-Siga -apremió Harrison.
-No hay mucho más que decir. Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro
de registro de venenos. Lo demás ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a
emplear el cianuro e incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera adquirido. Mi visita
no le fue particularmente grata al principio, si bien muy pronto la halló conveniente y
alentó mis sospechas. Langton me dijo que vendría a las ocho y media. Usted que a las
nueve. Sin duda pensó que a esa hora me encontraría con el hecho consumado.
-¿Por qué vino? -gritó Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!
-Se lo dije. El asesinato es asunto de mi incumbencia.
-¿Asesinato? ¡Suicidio querrá decir!
-No -la voz de Poirot sonó claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria
rápida y fácil, pero la que planeaba para Langton era la peor muerte que un hombre
puede sufrir. Él compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen solos. Usted muere
de repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude Langton lo cuelgan! Ese era su
plan.
Harrison gimió al repetir:
-¿Por qué vino? ¡Ojalá no hubiera venido!
-Ya se lo he dicho. No obstante, hay otro motivo. Lo aprecio monsieur Harrison.
Escuche, mon ami; usted es un moribundo y ha perdido la joven que amaba; pero no es
un asesino. Dígame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de que yo viniese?
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Tras una larga pausa, Harrison se animó. Había dignidad en su rostro y la mirada del
hombre que ha logrado salvar su propia alma. Tendió la mano por encima de la mesa y
dijo:
-Fue una suerte que viniera usted.
FIN
COMPRENSIÓN DE LECTURA
I.
COMPRENSIÓN
1. ¿Quiénes son los protagonistas de esta historia? ¿Qué papel desempeña cada uno?
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2. ¿Por qué razón recibe Harrison con inquietud la presencia de Hércules Poirot?
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3. ¿Cuál es la reacción de Harrison luego de escuchar a Hércules Poirot?
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4. ¿En qué estado encuentra Hércules Poirot a Harrison a las nueve de la noche?
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5. ¿Quién era, finalmente, el que iba a cometer el asesinato?
¿Por qué?
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II.
ANÁLISIS DE LOS ELEMENTOS
a) Trama:
1. ¿Cuál es el enigma que debe ser resuelto?
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2. ¿Quién es el sospechoso inicial? ¿Cómo cambia su posición inicial con el
trascurrir del texto?
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3. ¿Cuál es la hipótesis que se plantea Hércules Poirot?
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4. ¿Era realmente esta "hipótesis" lo que en el fondo creía? ¿O aparentó una
verdad para llegar a la solución del crimen?
¿Cómo nos damos cuenta de ello?
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b) El detective
El personaje de Hércules Poirot aparece en varios cuentos y novelas de Agatha
Christie, siendo "Nido de Avispas" un ejemplo claro de su participación como
detective. Veámoslo por partes:
1. ¿Cómo describirías al detective de esta historia? ¿En qué se basa para
solucionar el caso? ¿Cuál es su principal cualidad?
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2. Cuando Poirot llega a ver a Harrison, le dice toda la verdad? ¿Por qué crees que
hace esto? ¿A quién, aparte de Harrison, busca confundir?
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3. Si nos ponemos a analizar, la explicación final de Hércules Poirot se basa en
hechos que solo él conoce y que el lector ignora ¿Cuáles son estos hechos?
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4. El clímax de la exaltación del detective lo encontramos en el hecho de poder
evitar un crimen antes de que este se consuma. ¿Qué opinas del dominio de los
hechos por parte del detective? ¿Crees que su participación se remite al día del
"asesinato evitado? ¿Por qué?
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c) El criminal
1. El asesinato que se había planeado no se realiza y los papeles se invierten.
¿Cuáles son?
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2. ¿Cómo tomaste la revelación del caso? ¿Fue sorprendente o no? ¿Por qué?
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3. Harrison busca dejar, después de muerto, rastros de la culpabilidad de Langton,
sin embargo, él iba a suicidarse. ¿Por qué tomó esta decisión total?
¿Fue solo por decepción amorosa? Explícate.
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III.
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INTERPRETACIÓN
Podemos extraer, de acuerdo al texto, dos intepretaciones fundamentales. La
primera con respecto al título y la segunda respecto al destino del criminal que no
cometió el delito.
1. El título, "Nido de Avispas", está enlazado directamente con lo que sucede en la
historia. ¿A quién o a quiénes está referido? ¿Por qué?
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2. "Harrison va a morir, y decide vengarse de los amantes aun después de muerto".
Con esto lo que hace es degradar su alma y condenarse.
¿Qué sentido tiene, entonces, el último diálogo que sostiene con Poirot? ¿Crees
que, finalmente, todo está perdido para él aunque muera?
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..................................................................................................................................
IV.
Redacción
Resume el texto leído en cinco oraciones en orden cronológico.
1. ..................................................................................................................................
2. ..................................................................................................................................
3. ..................................................................................................................................
4. ..................................................................................................................................
5. ..................................................................................................................................
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La aventura del detective agonizante
Autor: ARTHUR CONAN DOYLE
La señora Hudson, la patrona de Sherlock Holmes, tenía una larga experiencia de
sufrimiento. No solo encontraba invadido su primer piso a todas horas por bandadas de
personajes extraños y a menudo indeseables, sino que su notable huésped mostraba una
excentricidad y una irregularidad de vida que sin duda debía poner duramente a prueba
su paciencia. Su increíble desorden, su afición a la música a horas extrañas, su ocasional
entrenamiento con el revólver en la habitación, sus descabellados y a menudo malolientes
experimentos científicos, y la atmósfera de violencia y peligro que le envolvía, hacían de
él el peor inquilino de Londres. En cambio, su pago era principesco. No me cabe duda de
que podría haber comprado la casa por el precio que Holmes pagó por sus habitaciones
en los años que estuve con él.
La patrona sentía el más profundo respeto hacia él y nunca se atrevía a llamarle al
orden por molestas que le parecieran sus costumbres. Además, le tenía cariño, pues era
un hombre de notable amabilidad y cortesía en su trato con las mujeres. Él las detestaba
y desconfiaba de ellas, pero era siempre un adversario caballeroso. Sabiendo qué
auténtica era su consideración hacia Holmes, escuché atentamente el relato que ella me
hizo cuando vino a mi casa el segundo año de mi vida de casado y me habló de la triste
situación a la que estaba reducido mi pobre amigo.
-Se muere, doctor Watson -dijo-. Lleva tres días hundiéndose, y dudo que dure el día de
hoy. No me deja llamar a un médico. Esta mañana, cuando ví cómo se le salen los
huesos de la cara, y cómo me miraba con sus grandes ojos brillantes, no pude resistir
más. "Con su permiso o sin él, señor Holmes, voy ahora mismo a buscar a un médico",
dije. "Entonces, que sea Watson", dijo. Yo no perdería ni una hora en ir a verle, señor, o a
lo mejor ya no lo ve vivo.
Me quedé horrorizado, pues no había sabido nada de su enfermedad.
Ni que decir tiene que me precipité a buscar mi abrigo y mi sombrero. Mientras íbamos
en el coche, pregunté detalles.
-Tengo poco que contarle. El había estado trabajando en un caso en Rotherhithe, en
un callejón junto al río, y se ha traído la enfermedad con él. Se acostó el miércoles por la
tarde y desde entonces no se ha movido. Durante esos tres días no ha comido ni bebido
nada.
-¡Válgame Dios! ¿Por qué no llamó a su médico?
-El no quería de ningún modo, doctor Watson. Ya sabe qué dominante es. No me
atreví a desobedecerle. Pero no va a durar mucho en este mundo, como verá usted
mismo en el momento en que le ponga los ojos encima.
Cierto que era un espectáculo lamentable. En la media luz de un día neblinoso de
noviembre, el cuarto del enfermo era un lugar tenebroso, y esa cara macilenta y
consumida que me miraba fijamente desde la cama hizo pasar un escalofrío por mi
corazón. Sus ojos tenían el brillo de la fiebre, sus mejillas estaban encendidas de un
modo inquietante, y tenía los labios cubiertos de costras oscuras; las flacas manos sobre
la colcha se agitaban convulsivamente, y su voz croaba de modo espasmódico. Siguió
tendido inerte cuando entré en el cuarto, pero al verme hubo un fulgor de reconocimiento
en sus ojos.
-Bueno, Watson, parece que hemos caído en malos días -dijo con voz débil, pero con
algo de su vieja indolencia en sus modales.
-¡Mi querido amigo! -exclamé, acercándome a él.
-¡Atrás! ¡Échese atrás! -dijo, del modo tajante e imperioso que yo había visto en él solo
en momentos de crisis-. Si se acerca a mí, Watson, mandaré echarle de casa.
-Pero ¿por qué?
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-Porque ése es mi deseo. ¿No basta?
Sí, la señora Hudson tenía razón. Estaba más dominante que nunca. Sin embargo, era
lamentable ver su agotamiento.
-¡Exactamente! Ayudará mejor haciendo lo que se le dice.
-Es verdad, Holmes.
El suavizó la dureza de sus maneras.
-¿No estará irritado? -preguntó, jadeando para obtener aliento.
Pobre hombre, ¿cómo iba yo a estar irritado al verlo tendido en tal situación frente a
mí?
-Es por su bien, Watson -croó.
-¿Por mi bien?
-Sé lo que me pasa. Es una enfermedad de los coolíes de Sumatra, algo que los
holandeses conocen mejor que nosotros, aunque hasta ahora no han conseguido mucho.
Solo una cosa es cierta. Es mortal de necesidad, y es terriblemente contagiosa.
Ahora hablaba con una energía febril, con las largas manos convulsionándose y
sacudiéndose en gestos para que me alejara.
-Contagiosa por contacto; eso es. Mantenga la distancia y todo irá bien.
-¡Válgame Dios, Holmes! ¿Supone que eso va a influir en mí por un momento? No me
afectaría en el caso de un desconocido. ¿Se imagina que me impediría cumplir mi deber
con tan viejo amigo?
Volví a avanzar, pero me rechazó con una mirada de cólera furiosa.
-Si se queda ahí, le hablaré. Si no, tiene que marcharse de este cuarto.
Siento tan profundo respeto por las extraordinarias cualidades de Holmes, que siempre
he obedecido a sus deseos, aun cuando menos los entendiera. Pero ahora todo mi
instinto profesional estaba excitado. Aunque él fuera mi jefe en otro sitio, en un cuarto de
un enfermo yo era el suyo.
-Holmes -dije-, usted no es usted mismo. Un enfermo es solo un niño, y así le voy a
tratar. Quiéralo o no, voy a examinar sus síntomas y lo voy a tratar.
Me miró con ojos venenosos.
-Si debo tener un médico, quiéralo o no, por lo menos que sea uno en quien tenga
confianza -dijo.
-¿Entonces no la tiene en mí?
-En su amistad, ciertamente. Pero los hechos son los hechos, Watson, y después de
todo, usted es sólo un médico general de experiencia muy limitada y de títulos mediocres.
Es doloroso tener que decir estas cosas, pero me obliga a ello.
Me sentí muy ofendido.
-Tal observación no es digna de usted, Holmes. Me muestra muy claramente el estado
de sus nervios. Pero si no tiene confianza en mí, no le impondré mis servicios. Traigamos
a sir Jasper Meek, o Penrose Fisher, o cualquiera de los mejores de Londres. Pero alguno
tiene que aceptar, y eso es definitivo. Si cree que voy a quedarme aquí quieto, viéndole
morir sin ayudarle bien por mí mismo o bien trayendo otro para que le ayude, se ha
equivocado de persona.
-Tiene buenas intenciones, Watson -dijo el enfermo, con algo entre un sollozo y un
gemido-. ¿Tengo que demostrarle su propia ignorancia? ¿Qué sabe usted, por favor, de la
fiebre Tapanuli? ¿Qué sabe de la corrupción negra de Formosa?
-No he oído hablar de ninguna de las dos cosas.
-En Oriente, Watson, hay muchos problemas de enfermedades, muchas posibilidades
patológicas extrañas. -Se contenía después de cada frase para concentrar su menguante
energía-. He aprendido mucho en algunas investigaciones recientes de índole médicocriminal. En el transcurso de ellas he dado con esa enfermedad. Usted no puede hacer
nada.
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-Quizá no. Pero por casualidad sé que el doctor Ainstree, la mayor autoridad viviente
en enfermedades tropicales, está ahora en Londres. Es inútil toda protesta, Holmes. Voy a
buscarle ahora mismo -y me dirigí decidido hacia la puerta.
¡Nunca he sufrido tal choque! En un momento, con un salto de tigre, el agonizante me
había interceptado. Oí el brusco chasquido de una llave al girar. Un momento después,
volvió tambaleante a su cama, agotado y jadeante después de esa única llamarada de
energía.
-No me quitará la llave por la fuerza, Watson. Ya le tengo, amigo mío. Aquí está, y aquí
se quedará hasta que yo disponga otra cosa. Pero le seguiré el humor. -Todo eso en
breves jadeos, con terribles luchas en medio, buscando aliento-. Solo piensa usted en mi
propio bien. Se saldrá con la suya, pero deme tiempo de reunir fuerzas. Ahora no,
Watson, ahora no. Son las cuatro. A las seis se puede ir.
-Eso es una locura, Holmes.
-Solo dos horas, Watson. Le prometo que se irá a las seis. ¿Está contento de esperar?
-Parece que no tengo alternativa.
-En absoluto, Watson. Gracias, no necesito ayuda para arreglar la ropa de la cama.
Usted, por favor, guarde la distancia. Bueno, Watson, solo hay otra condición que yo
pondría. Usted buscará ayuda, pero no del médico que ha mencionado, sino del que elija
yo.
-No faltaba más.
-Las tres primeras palabras sensatas que ha pronunciado desde que entró en este
cuarto, Watson. Ahí encontrará algunos libros. Estoy un tanto agotado; no sé cómo se
sentirá una batería cuando vierte la electricidad en un conductor. A las seis, Watson,
reanudaremos nuestra conversación.
Pero estaba destinada a reanudarse mucho antes de esa hora, y en circunstancias que
me ocasionaron una sacudida solo inferior a la causada por su salto a la puerta. Yo
llevaba varios minutos mirando la silenciosa figura que había en la cama. Tenía la cara
casi cubierta y parecía dormir. Entonces, incapaz de quedarme sentado leyendo, me
paseé despacio por el cuarto, examinando los retratos de delincuentes célebres con que
estaba adornado. Al fin, en mi paseo sin objetivo, llegué ante la repisa de la chimenea.
Sobre ella se dispersaba un caos de pipas, bolsas de tabaco, jeringas, cortaplumas,
cartuchos de revólver y otros chismes. En medio de todo esto, había una cajita blanca y
negra, de marfil, con una tapa deslizante. Era una cosita muy bonita; había extendido yo
la mano para examinarla más de cerca cuando…
Fue terrible el grito que dio…, un aullido que se podía haber oído desde la calle. Sentí
frío en la piel y el pelo se me erizó de tan horrible chillido. Al volverme, vislumbré un atisbo
de cara convulsa y unos ojos frenéticos. Me quedé paralizado, con la cajita en la mano.
-¡Deje eso! Déjelo al momento, Watson…, ¡al momento, digo! -.Cuando volví a poner la
caja en la repisa, su cabeza volvió a hundirse en la almohada, y lanzó un hondo suspiro
de alivio-. Me molesta que se toquen mis cosas, Watson.
Ya sabe que me molesta. Usted enreda más de lo tolerable. usted, un médico…, es
bastante como para mandar a un paciente al manicomio. ¡Siéntese, hombre, y déjeme
reposar!
Ese incidente dejó en mi ánimo una impresión muy desagradable. La violenta
excitación sin motivo, seguida por esa brutalidad de lenguaje, tan lejana de su
acostumbrada suavidad, me mostraba qué profunda era la desorganización de su mente.
De todas las ruinas, la de una mente noble es la más deplorable. Yo seguí sentado en
silenciosa depresión hasta que pasó el tiempo estipulado. Él parecía haber observado el
reloj tanto como yo, pues apenas eran las seis cuando empezó a hablar con la misma
excitación febril de antes.
-Bueno, Watson -dijo-. ¿Lleva cambio en el bolsillo?
-Sí.
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-¿Algo de plata?
-Bastante.
-¿Cuántas coronas?
-Tengo cinco.
-¡Ah, demasiado pocas! ¡Demasiado pocas! ¡Qué mala suerte, Watson! Sin embargo,
tal como son, métaselas en el bolsillo del reloj, y todo su otro dinero, en el bolsillo
izquierdo del pantalón. Gracias. Así se equilibrará mucho mejor.
Era una locura delirante. Se estremeció y volvió a emitir un ruido entre la tos y el sollozo.
-Ahora encienda el gas, Watson, pero tenga mucho cuidado de que ni por un momento
pase de la mitad. Le ruego que tenga cuidado, Watson. Gracias, así está muy bien. No,
no hace falta que baje la cortinilla. Ahora tenga la bondad de poner unas cartas y papeles
en esa mesa a mi alcance. Gracias. Ahora algo de esos trastos de la repisa. ¡Excelente,
Waton! Ahí hay unas pinzas de azúcar. Tenga la bondad de levantar con ayuda de ellas
esa cajita de marfil. Póngala ahí entre los papeles. ¡Bien! Ahora puede ir a buscar al señor
Culverton Smith, en Lower Street, 13.
-Nunca he oído tal nombre -dije.
-Quizá no, mi buen Watson. A lo mejor le sorprende saber que el hombre que más
entiende en el mundo sobre esta enfermedad no es un médico, sino un plantador. El
señor Culverton Smith es un conocido súbdito de Sumatra, que ahora se encuentra de
viaje en Londres. Una irrupción de esta enfermedad en su plantación, que estaba muy
lejos de toda ayuda médica, le hizo estudiarla él mismo, con consecuencias de gran
alcance. Es una persona muy metódica, y no quise que se pusiera usted en marcha antes
de las seis porque sabía muy bien que no lo encontraría en su estudio. Si pudiera
persuadirle para que viniera aquí y nos hiciera beneficiarios de su experiencia impar en
esta enfermedad, cuya investigación es su entretenimiento favorito, no dudo que me
ayudaría.
Doy las palabras de Holmes como un todo consecutivo, y no voy a intentar reproducir
cómo se interrumpían con jadeos tratando de recobrar el aliento y con apretones de
manos que indicaban el dolor que sufría. Su aspecto había empeorado en las pocas horas
que llevaba yo con él. Sus colores febriles estaban más pronunciados, los ojos brillaban
más desde unos huecos más oscuros, y un sudor frío recorría su frente. Sin embargo,
conservaba su confiada vivacidad de lenguaje. Hasta el último jadeo, seguiría siendo el
jefe.
-Le dirá exactamente cómo me ha dejado -dijo-. Le transmitirá la misma impresión que
hay en su mente, un agonizante, un agonizante que delira. En efecto, no puedo pensar
por qué todo el cauce del océano no es una masa maciza de ostras, si tan prolíficas
parecen. ¡Ah, estoy disparatando! ¡Qué raro, cómo el cerebro controla el cerebro! ¿Qué
iba diciendo, Watson? Mis instrucciones para el señor Culverton Smith. Ah, sí, ya me
acuerdo. Mi vida depende de eso. Convénzale, Watson. No hay buenas relaciones entre
nosotros. Su sobrino, Watson…, sospechaba yo algo sucio y le permití verlo. El muchacho
murió horriblemente. Tiene un agravio contra mí. Usted le ablandará, Watson. Ruéguele,
pídaselo, tráigale aquí como sea. Él puede salvarme, ¡solo él!
-Le traeré un coche de punto, si le tengo que traer como sea.
-No haga nada de eso. Usted le convecerá para que venga. Y luego volverá antes que
él. Ponga alguna excusa para no volver con él. No lo olvide, Watson. No me vaya a fallar.
Usted nunca me ha fallado. Sin duda, hay enemigos naturales que limitan el aumento de
las criaturas. Usted y yo, Watson, hemos hecho nuestra parte. ¿Va a quedar el mundo,
entonces, invadido por las ostras? ¡No, no, es horrible! Transmítale todo lo que hay en su
mente.
Le dejé con la imagen de ese magnífico intelecto balbuceando como un niño estúpido.
El me había entregado la llave, y con una feliz ocurrencia, me la llevé conmigo, no fuera a
cerrar él mismo. La señora Hudson esperaba, temblaba y lloraba en el pasillo. Detrás de
mí, al salir del piso, oí la voz alta y fina de Holmes en alguna salmodia delirante. Abajo,
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mientras yo silbaba llamando a un coche de punto, se me acercó un hombre entre la
niebla.
-¿Cómo está el señor Holmes? -preguntó.
Era un viejo conocido, el inspector Morton, de Scotland Yard, vestido con ropas nada
oficiales.
-Está muy enfermo -contesté.
Me miró de un modo muy raro. Si no hubiera sido demasiado diabólico, podría haber
imaginado que la luz del farol de gas mostraba exultación en su cara.
-Había oído rumores de eso -dijo.
El coche me esperaba ya y le dejé.
Lower Burke Street resultó ser una línea de bonitas casas extendidas en la vaga zona
limítrofe entre Notting Hill y Kensington. La casa ante la cual se detuvo mi cochero tenía
un aire de ufana y solemne respetabilidad en sus verjas de hierro pasadas de moda, su
enorme puerta plegadiza y sus dorados relucientes. Todo estaba en armonía con un
solemne mayordomo que apareció enmarcado en el fulgor rosado de una luz eléctrica
coloreada que había detrás de él.
-Sí, el señor Culverton Smith está en casa. ¡El doctor Watson! Muy bien, señor, subiré
su tarjeta.
Mi humilde nombre y mi título no parecieron impresionar al señor Culverton Smith. A
través de la puerta medio abierta oí una voz aguda, petulante y penetrante:
-¿Quién es esa persona? ¿Qué quiere? Caramba, Staples, ¿cuántas veces tengo que
decir que no quiero que me molesten en mis horas de estudio?
Hubo un suave chorro de respetuosas explicaciones por parte del mayordomo.
-Bueno, no lo voy a ver, Staples, no puedo dejar que se interrumpa así mi trabajo. No
estoy en casa. Dígaselo. Dígale que venga por la mañana si quiere verme realmente.
Otra vez el suave murmullo.
-Bueno, bueno, dele ese recado. Puede venir por la mañana o puede no volver. Mi
trabajo no tiene que sufrir obstáculos.
Pensé en Holmes revolviéndose en su lecho de enfermo, y contando los minutos,
quizá, hasta que pudiera proporcionarle ayuda. No era un momento como para detenerse
en ceremonias. Su vida dependía de mi prontitud. Antes de que aquél mayordomo, todo
excusas, me entregara su mensaje, me abrí paso de un empujón, dejándole atrás, y
estaba ya en el cuarto.
Con un agudo grito de cólera, un hombre se levantó de una butaca colocada junto al
fuego. Vi una gran cara amarilla, de áspera textura y grasienta, de pesada sotabarba, y
unos ojos huraños y amenazadores que fulguraban hacía mí por debajo de unas pobladas
cejas color de arena. Su alargada cabeza calva llevaba una gorrita de estar en casa, de
terciopelo, inclinada con coquetería hacia un lado de su curva rosada. El cráneo era de
enorme capacidad, y sin embargo, bajando los ojos, vi con asombro que la figura de ese
hombre era pequeña y frágil, y retorcida por los hombros y la espalda como quien ha
sufrido raquitismo desde su infancia.
-¿Qué es esto? -gritó con voz aguda y chillona-. ¿Qué significa esa intrusión? ¿No le
mandé recado de que viniera mañana por la mañana?
-Lo siento -dije-, pero el asunto no se puede aplazar. El señor Sherlock Holmes…
El pronunciar el nombre de mi amigo tuvo un extraordinario efecto en el hombrecillo. El
aire de cólera desapareció en un momento de su cara, y sus rasgos se pusieron tensos y
alertados.
-¿Viene de parte de Holmes? -preguntó.
-Acabo de dejarle.
-¿Qué hay de Holmes? ¿Cómo está?
-Está desesperadamente enfermo. Por eso he venido.
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El hombre me hizo señal de que me sentara en una butaca y se volvió para sentarse
otra vez en la suya. Al hacerlo así, vislumbré un atisbo de su cara en el espejo de encima
de la chimenea. Hubiera podido jurar que mostraba una maliciosa y abominable sonrisa.
Pero me convencí de que debía ser alguna contracción nerviosa que yo había
sorprendido, pues un momento después se volvió hacia mí con auténtica preocupación en
sus facciones.
-Lamento saberlo -dijo-. Solo conozco al señor Holmes a través de algunos asuntos de
negocios que hemos tenido, pero siento gran respeto hacia su talento y su personalidad.
Es un aficionado del crimen, como yo de la enfermedad. Para él, el delincuente; para mí,
el microbio. Ahí están mis prisiones -continuó, señalando una hilera de botellas y tarros en
una mesita lateral-. Entre esos cultivos de gelatina, están cumpliendo su condena algunos
de los peores delincuentes del mundo.
-Por su especial conocimiento del tema, es por lo que deseaba verle el señor Holmes.
Tiene una elevada opinión de usted, y pensó que era la única persona en Londres que
podría ayudarle.
El hombrecillo se sobresaltó, y la elegante gorrita resbaló al suelo.
-¿Por qué? -preguntó-. ¿Por qué iba a pensar el señor Holmes que yo le podía ayudar
en su dificultad?
-Por su conocimiento de las enfermedades orientales.
-Pero ¿por qué iba a pensar que esa enfermedad que ha contraído es oriental?
-Porque en unas averiguaciones profesionales, ha trabajado con unos marineros
chinos en los muelles.
El señor Culverton Smith sonrió agradablemente y recogió su gorrita.
-Ah, es eso -dijo-, ¿es eso? Confío en que el asunto no sea tan grave como usted
supone. ¿Cuánto tiempo lleva enfermo?
-Unos tres días.
-¿Con delirios?
-De vez en cuando.
-¡Vaya, vaya! Eso parece serio. Sería inhumano no responder a su llamada. Lamento
mucho esta interrupción en mi trabajo, doctor Watson, pero este caso ciertamente es
excepcional. Iré con usted enseguida.
Recordé la indicación de Holmes.
-Tengo otro recado que hacer -dije.
-Muy bien. Iré solo. Tengo anotada la dirección del señor Holmes. Puede estar seguro
de que estaré allí antes de media hora.
Volví a entrar en la alcoba de Holmes con el corazón desfalleciente. Tal como lo dejé,
en mi ausencia podía haber ocurrido lo peor. Para mi enorme alivio, había mejorado
mucho en el intervalo. Su aspecto era tan espectral como antes, pero había desaparecido
toda huella de delirio y hablaba con una voz débil, en verdad, pero con algo de su habitual
claridad y lucidez.
-Bueno, ¿le ha visto, Watson?
-Si, ya viene.
-¡Admirable, Watson! ¡Admirable! Es usted el mejor de los mensajeros.
-Deseaba volver conmigo.
-Eso no hubiera valido, Watson. Sería obviamente imposible. ¿Preguntó que
enfermedad tenía yo?
-Le hablé de los chinos en el East End.
-¡Exactamente! Bueno, Watson, ha hecho todo lo que podía hacer un buen amigo.
Ahora puede desaparecer de la escena.
-Debo esperar a oír su opinión, Holmes.
-Claro que debe. Pero tengo razones para suponer que esa opinión será mucho más
franca y valiosa si se imaginara que estamos solos. Queda el sitio justo detrás de la
cabecera de mi cama.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
-¡Mi querido Holmes!
-Me temo que no hay alternativa, Watson. El cuarto no se presta a esconderse, pero es
preciso que lo haga, en cuanto que es menos probable que despierte sospechas. Pero ahí
mismo, Watson, se me antoja que podría hacerse el trabajo.
-De repente se
incorporó con rígida atención en su cara hosca-. Ya se oyen las ruedas, Watson. ¡Pronto,
hombre, si de verdad me aprecia! Y no se mueva, pase lo que pase…, pase lo que pase,
¿me oye? ¡No hable! ¡No se mueva!, escuche con toda atención.
Luego, en un momento, desapareció su súbito acceso de energía, y sus palabras
dominantes y llenas de sentido se extinguieron en los sordos y vagos murmullos de un
hombre delirante.
Desde el escondite donde me había metido tan rápidamente, oí los pasos por la
escalera, y la puerta de la alcoba que se abría y cerraba. Luego, para mi sorpresa, hubo
un largo silencio, roto sólo por el pesado aliento y jadeo del enfermo. Pude imaginar que
nuestro visitante estaba de pie junto a la cama y miraba al que sufría. Por fin se rompió
ese extraño silencio.
-¡Holmes! -gritó-. ¡Holmes! -con el tono insistente de quien despierta a un dormido-.
¿Me oye, Holmes? -Hubo un roce, como si hubiera sacudido bruscamente al enfermo por
el hombro.
-¿Es usted, señor Smith? -susurró Holmes-. Apenas me atrevería a esperar que
viniera.
El otro se rió.
-Ya me imagino que no -dijo-. Y sin embargo, ya ve que estoy aquí. ¡Remordimientos
de conciencia!
-Es muy bueno de su parte, muy noble. Aprecio mucho sus especiales conocimientos.
Nuestro visitante lanzó una risita.
-Claro que sí. Por suerte, usted es el único hombre en Londres que los aprecia. ¿Sabe
lo que le pasa?
-Lo mismo -dijo Holmes.
-¡Ah! ¿Reconoce los síntomas?
-De sobra.
-Bueno, no me extrañaría, Holmes. No me extrañaría que fuera lo mismo. Una mala
perspectiva para usted si lo es. El pobre Víctor se murió a los cuatro días; un muchacho
fuerte, vigoroso. Como dijo usted, era muy chocante que hubiera contraído una extraña
enfermedad, que, además, yo había estudiado especialmente. Singular coincidencia,
Holmes. Fue usted muy listo al darse cuenta, pero poco caritativo al sugerir que fuera
causa y efecto.
-Sabía que lo hizo usted.
-¿Ah, sí? Bueno, usted no pudo probarlo, en todo caso. Pero ¿qué piensa de usted
mismo, difundiendo informes así sobre mí, y luego arrastrándose para que le ayude en el
momento en que está en apuros? Qué clase de juego es éste, ¿eh?
Oí el aliento ronco y trabajoso del enfermo.
-¡Déme agua! -jadeó.
-Está usted cerca de su fin, amigo mío, pero no quiero que se vaya hasta que tenga yo
unas palabras con usted. Por eso le doy agua. Ea, ¡no la vierta por ahí! Está bien.
¿Entiende lo que le digo?
Holmes gimió.
-Haga por mí lo que pueda. Lo pasado, pasado -susurró-. Yo me quitaré de la cabeza
esas palabras: juro que lo haré.
Solo cúreme y lo haré.
-Olvidará, ¿qué?
-Bueno, lo de la muerte de Víctor Savage. Usted casi reconoció que lo había hecho. Lo
olvidaré.
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-Puede olvidarlo o recordarlo, como le parezca. No le veo declarando en la tribuna de
los testigos. Le veo entre otras maderas de forma muy diferente, mi buen Holmes, se lo
aseguro. No me importa nada que sepa cómo murió mi sobrino. No es de él de quien
hablamos. Es de usted.
-Sí, sí.
-El tipo que vino a buscarme, no recuerdo cómo se llama, dijo que había contraído esa
enfermedad en el East End entre los marineros.
-Solo así me lo puedo explicar.
-Usted está orgulloso de su cerebro, Holmes, ¿verdad? Se considera listo, ¿no? Esta
vez se ha encontrado con otro más listo. Ahora vuelva la vista atrás, Holmes. ¿No se
imagina de otro modo cómo podría haber contraído eso?
-No puedo pensar. He perdido la razón. ¡Ayúdeme, por Dios!
-Sí, le ayudaré. Le ayudaré a entender dónde está y cómo ha venido a parar a esto. Me
gustaría que lo supiera antes de morir.
-Déme algo para aliviarme el dolor.
-Es doloroso, ¿verdad? Sí, los coolíes solían chillar un poco al final. Le entra como un
espasmo, imagino.
-Sí, sí; es un espasmo.
-Bueno, de todos modos, puede oír lo que digo. ¡Escuche ahora! ¿No recuerda algún
incidente desacostumbrado en su vida poco antes de que empezaran sus síntomas?
-No, no, nada.
-Vuelva a pensar.
-Estoy demasiado mal para pensar.
-Bueno, entonces, le ayudaré. ¿Le llegó algo por correo?
-¿Por correo?
-¿Una caja, por casualidad?
-Me desmayo. ¡Me muero!
-¡Escuche, Holmes! -hubo un ruido como si sacudiera al agonizante, y yo hice lo que
pude para seguir callado en mi escondite-. Debe oírme. Me va a oír. ¿Recuerda una caja;
una caja de marfil? Llegó el miércoles. Usted la abrió, ¿recuerda?
-Sí, sí, la abrí. Dentro había un resorte agudo. Alguna broma…
-No fue una broma, como verá a su propia costa. Idiota, usted se empeñó y ya lo tiene.
¿Quién le mandó cruzarse en mi camino? Si me hubiera dejado en paz, yo no le habría
hecho nada.
-Recuerdo -jadeó Holmes-. ¡El resorte! Me hizo sangre. Esa caja… está en la mesa.
-¡Esa misma, caramba! Y más vale que salga del cuarto en mi bolsillo. Aquí va su
último jirón de pruebas. Pero ya tiene la verdad, Holmes, y puede morirse sabiendo que
yo le maté. Usted sabía demasiado del destino de Víctor Savage, así que le he enviado a
compartirlo. Está usted muy cerca de su final, Holmes. Me quedaré aquí sentado y le veré
como se muere.
La voz de Holmes había bajado a un susurro casi inaudible.
-¿Qué es eso? -dijo Smith-. ¿Subir el gas? Ah, las sombras empiezan a caer, ¿verdad?
Sí, lo subiré para que me vea mejor. -Cruzó el cuarto y la luz de repente se hizo más
brillante-. ¿Hay algún otro servicio que pueda hacerle, amigo mío?
-Un fósforo y un cigarrillo.
Casi grité de alegría y asombro. Hablaba con su voz natural; un poco débil, quizá, pero
la misma que yo conocía.
Hubo una larga pausa y noté que Culverton estaba parado, mirando mudo de asombro
a su compañero.
-¿Qué significa esto? -le oí decir al fin, en tono seco y ronco.
-El mejor modo de representar un personaje -dijo Holmes-. Le doy mi palabra de que
desde hace tres días no he probado de comer ni de beber hasta que usted ha tenido la
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bondad de darme un vaso de agua. Pero el tabaco es lo que encuentro más molesto. Ah,
ahí unos cigarrillos. -Oí rascar un fósforo-. Esto está mucho mejor. ¡Hola, hola!
¿Oigo los pasos de un amigo?
Fuera se oyeron unas pisadas, se abrió la puerta y apareció el inspector Morton.
-Todo está en orden y aquí tiene a su hombre -dijo Holmes.
El policía hizo las advertencias de rigor.
-Le detengo acusado del asesinato de un tal Víctor Savage -concluyo.
-Y podría añadir que por intento de asesinato de un tal Sherlock Holmes -observó mi
amigo con una risita-. Para ahorrar molestias a un inválido, el señor Culverton Smith tuvo
la bondad de dar nuestra señal subiendo el gas. Por cierto, el detenido tiene en el bolsillo
derecho de la chaqueta una cajita que valdría más quitar de en medio. Gracias. Yo la
trataría con cuidado si fuera usted. Déjela ahí. Puede desempeñar su papel en el juicio.
Hubo una súbita agitación y un forcejeo, seguido por un ruido de hierro y un grito de
dolor.
-No conseguirá más que hacerse daño -dijo el inspector-. Estése quieto, ¿quiere?
Sonó el ruido de las esposas al cerrarse.
-¡Bonita trampa! -gritó la voz aguda y gruñona-. Esto le llevará al banquillo a usted,
Holmes, no a mí. Me pidió que viniera aquí a curarle. Me compadecí y vine. Ahora sin
duda inventará que he dicho algo para apoyar sus sospechas demenciales. Puede mentir
como guste, Holmes. Mi palabra es tan buena como la suya.
-¡Válgame Dios! -gritó Holmes-. Se me había olvidado del todo. Mi quiero Watson, le
debo mil excusas. ¡Pensar que le he pasado por alto! No necesito presentarle al señor
Culverton Smith, ya que entiendo que le ha conocido antes, esta tarde. ¿Tiene abajo el
coche a punto? Le seguiré en cuanto me vista; quizá sea útil en la comisaría.
"Nunca me había hecho más falta -dijo Holmes, mientras se reanimaba con un vaso de
borgoña y unas galletas, en los intervalos de su arreglo-. De todos modos, como usted
sabe, mis costumbres son irregulares, y tal hazaña significa para mí menos que para la
mayoría de los hombres. Era esencial que hiciera creer a la señora Hudson en la realidad
de mi situación, puesto que ella debía de transmitírsela a usted. ¿No se habrá ofendido,
Watson? Se dará cuenta de que, entre sus muchos talentos, no hay lugar para el
disimulo. Nunca habría sido capaz de darle a Smith la impresión de que su presencia era
urgentemente necesaria, lo cual era el punto vital de todo el proyecto. Conociendo su
naturaleza vengativa, seguro que vendría a ver su obra.
-Pero ¿y su aspecto, Holmes, su cara fantasmal?
-Tres días de completo ayuno no mejoran la belleza de uno, Watson. Por lo demás,
pasando una esponja con vaselina por la frente y poniendo belladona en los ojos, colorete
en los pómulos y costras de cera en los labios, se puede producir un efecto muy
satisfactorio. Fingir enfermedades es un tema sobre el que he pensado a veces escribir
una monografía. Un poco de charla ocasional sobre medias coronas, ostras o cualquier
otro tema extraño produce suficiente impresión de delirio.
-Pero, ¿por qué no me quiso dejar que me acercara, puesto que en realidad no había
infección?
-¿Y usted lo pregunta, querido Watson? ¿Se imagina que no tengo respeto a su talento
médico? ¿Podía imaginar yo que su astuto juicio iba a aceptar a un agonizante que,
aunque débil, no tenía el pulso ni la temperatura anormales? A cuatro pasos se le podía
engañar. Si no conseguía engañarle, ¿quién iba a traer a Smith a mi alcance? No,
Watson, yo no tocaría esa caja. Puede ver, si la mira de lado, el resorte agudo que sale
cuando se abre, como un colmillo de víbora. Me atrevo a decir que fue con un recurso así
con lo que halló la muerte el pobre Savage, que se interponía entre ese monstruo y una
herencia. Sin embargo, como sabe, mi correspondencia es muy variada, y estoy un tanto
en guardia contra cualquier paquete que me llegue. Pero me pareció que fingiendo que él
había conseguido realmente su propósito, podría arrancarle una confesión. Y he realizado
ese proyecto con la perfección del verdadero artista. Gracias, Watson, tiene que
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ayudarme a ponerme la chaqueta. Cuando hayamos acabado en la comisaría, creo que
no estaría de más tomar algo nutritivo en Simpson’s.
COMPRENSIÓN DE LECTURA
•
Conteste las siguientes preguntas en su cuaderno:
1. ¿Qué impresión te suscita o provoca la lectura de este cuento? ¿Te gustó el
cuento leído en clase? ¿Por qué?
2. ¿Cuál es el misterio que se plantea en el cuento leído?
¿Cómo logra solucionarse?
3. ¿Por qué razón no quería Sherlock Holmes que Watson se acercara demasiado?
4. ¿Cómo se sentía Watson ante el trato que le daba Sherlock Holmes?
5. ¿Cuál es el primer dato que origina el error en las conclusiones? ¿Por qué no
podemos ver desde el comienzo la verdad de los hechos?
6. En este cuento, la figura de Sherlock Holmes sufre un cambio radical con
respecto a lo que comúnmente vemos de él. ¿En qué consiste esta
transformación?
7. ¿A quiénes tiene que mentir Holmes para lograr su propósito?
8. ¿Cómo calificarías la actitud de Culverton Smith?
Él se jactaba de haberle ganado al detective. ¿Qué opinas de eso?
9. ¿Qué opinión tiene Sherlock Holmes de Watson?
¿Realmente lo consideraba un "médico general"? ¿Por qué?
10. Elabora un dibujo de la escena más sorprendente.
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EL CRIMEN DEL MAESTRO
CAPACIDAD:
• Analizar la lectura El crimen del maestro.
•
Elaborar esquemas comparativos basados en textos de ese tipo.
El crimen del maestro
Autor: GUY DE MAUPASSANT
No dejaban de hablar sobre Pranzini, de sus tropelías, y monsieur Maloureau, por el
hecho de haber sido fiscal del Supremo en la época de Napoleón III, se creyó con el
derecho de comentar.
- A mí me correspondió participar, hace algunos años en un proceso, de los
considerados importantes y singulares, en base a diferente conceptos, como pronto
observarán todos ustedes.
Entonces desempeñaba el empleo de fiscal en la Audiencia territorial, y se me
consideraba, debido a los cargos que había ocupado mi padre, presidente en aquellos
momentos de Audiencia en París. Un día me correspondió intervenir en un proceso que
terminaría adquiriendo una gran notoriedad, me refiero "al crimen del maestro".
El acusado era monsieur Moirón, un maestro de primaria, que disfrutaba de un justo
prestigio en toda la región. Sujeto inteligente, de mente reflexiva, asiduo de la iglesia y un
poco introvertido, había terminado por contraer matrimonio con una mujer del pueblo de
Boislinot, donde se encontraba su escuela. Llegó a ser padre de tres hijos, los cuales
fueron muriendo de la misma dolencia: tisis. Bajo el peso de esta calamidad, el padre se
entregó por completo a los niños que le habían sido confiados, en los que volcó toda la
ternura paternal. Llegaba hasta el extremo de emplear su propio dinero para adquirir
juguetes, con los que premiaba a los alumnos más aventajados, a los más juiciosos y a
los más guapos. En ocasiones se excedía en este terreno, ya que prefería invitarlos a
merendar, sin importarle que los pequeños terminaran dándose un atracón de pasteles,
caramelos y otros dulces.
No había familia que dejase de elogiar la generosidad y el cariño del maestro, hasta
que cinco de sus discípulos, unos tras otros, fueron muriendo de una forma demasiado
singular. Quiso encontrarse la causa a la mala calidad del agua de los pozos de la
localidad, que acaso habían terminado por corromperse debido a una sequía bastante
prolongada. También se intentaron localizar otros motivos; sin embargo, ninguno terminó
por convencer a los investigadores. Porque se tuvo muy en cuenta que los pequeños
habían sufrido unas enfermedades demasiado extrañas, que en seguida les arrastraron a
la muerte. Se ponían tristes, perdían el apetito, agonizaban en medio de unos surfimientos
terribles.
Cuando el médico forense efectuó la autopsia a la última de las víctimas, no
encontró ninguna evidencia que pudiera hacer pensar en un crimen. No conformes con
este resultado, se enviaron las entrañas a un laboratorio de París, cuyos especialistas
tampoco descubrieron huellas de algún veneno.
A lo largo de todo un año no se produjo ningún otro incidente. Hasta que los dos
alumnos favoritos de Moirón murieron en un periodo nunca superior a los cuatro días. En
esta ocasión los jueces recomendaron que se realizaran unos exámenes más exhaustivos
de las entrañas; y pudieron descubrirse, al fin, unas minúsculas partículas de vidrio
triturado.
Esto llevó a que se dedujera que los niños habían ingerido, acaso en un descuido,
algún alimento que contenía los cristalitos. Como esa tragedia podía ser causada por el
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
sencillo acto de beber leche de una jarra, cuyos bordes se hubieran roto momentos antes
ya estando el líquido en el interior. Y el caso se hubiera dado por cerrado, si en aquellas
fechas la criada que cuidaba la casa de Moirón no hubiera sufrido una enfermedad similar
a la de los niños. Esta coincidencia la advirtió en seguida el médico al pueblo, ya que
nunca se le podría borrar de la memoria su imposibilidad para curar a las criaturas.
Cuando preguntó a la infeliz sobre a qué podía reprochar sus males, ella vaciló antes de
descubrir su pequeño hurto... Sin embargo, terminó contando que había comido un poco
de confitura, que el maestro guardaba en unos frascos, con el fin de regalar con la misma
a sus discípulos predilectos.
Se efectuó un registro de la escuela bajo mandato judicial, lo que permitió encontrar
un armario repleto de juguetes y dulces para los pequeños. Una vez analizados todos
estos dulces, pudo comprobarse que contenían una gran cantidad de vidrio machacado y
trocitos minúsculos de agujas.
En seguida Moirón fue detenido; sin embargo, reaccionó con tanta indignación, al
mismo tiempo que mostraba la sorpresa del inocente, que convenció a los jueces, hasta el
punto de que se le dejó en libertad. Claro que las pruebas resultaban tan contundentes,
frente a la reputación de honradez del acusado, además de la atrocidad del delito si se
tenía en cuenta el amor que Moirón siempre había sentido por los niños, que la sociedad
se encontró enfrentada a una verdadera polémica, en la que las oponiones se hallaban
divididas casi al cincuenta por ciento.
¿Quién podía afirmar que aquel hombre, sencillo, amable y católico practicante,
pudiera ser un asesino despiadado, capaz de someter a unos martirios tan diabólicos a
unas criaturas inocentes?
No tardó en predominar la idea de que al acusado podía sufrir ataques de locura
pasajera. Se habían dado casos similares, en los que una persona juiciosa, enemiga de
llamar la atención y sensata, caía durante ciertos periodos de tiempo en unas fases
esquizofrénicas, que le transformaban en un verdadero monstruo capaz de perpetrar los
crímenes más espeluznantes.
Como se continuaron realizando análisis químicos, se pudo saber que los pasteles,
caramelos y confituras que guardaba el maestro provenían de dos locales distintos. Y al
comprobar estos productos en sus puntos de origen, pudo saberse que no presentaban
ninguna anormalidad, mucho menos esos trocitos de vidrio o de agujas.
La reacción de Moirón fue que debía contar con algún enemigo, el cual se encargaba
de echar esas materias dañinas en los tarros y hasta elaboraba dulces en los que
depositaba los mismos elementos nocivos. Y hasta llegó a culpar a un labriego, sin dar su
nombre, de ser el verdadero responsable, al querer cobrar la herencia de alguno de los
niños. "A ese canalla -añadió- le trajo sin cuidado que otros inocentes pudiesen morir al
haber envenenado tanta cantidad de productos".
Esta suposición formaba parte de lo posible, y se tuvo en cuenta. Además, el
maestro hablaba con tanta convicción, sin dejar de insistir en que estaba dispuesto a
colaborar con la Justicia en todo momento, que hubiésemos llegado a absolverlo. Claro
que aparecieron nuevas evidencias, las cuales resultaron abrumadoras.
Se localizó una petaca repleta de vidrio machacado. Y era la petaca personal de
Moirón, que él había escondido en el sobrefondo de uno de los cajones de su escritorio,
donde también guardaba el dinero. Este hallazgo se efectuó casualmente, y gracias a la
presencia de un carpintero que, al observar el cajón, pudo advertir que no ofrecía la altura
correspondiente al hueco por el que se desplazaba.
De nuevo el maestro se mostró ofendido por las acusaciones y, sin perder el ánimo,
recordó que tras sus pasos andaba un enemigo tan astuto y peligroso, que llegó también
a preparar el doble fondo en el cajón y, además, compró una petaca similar para introducir
en ella el vidrio triturado. Claro que no pudo mostrar su propia petaca, alegando que la
había perdido. Sin embargo, un tendero de Saint-Marlouf vino a desbaratar todos estos
razonamientos defensivos. El acusador se presentó voluntariamente ante los jueces, para
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
declarar que un individuo le había venido comprando unas cajas de agujas muy finas,
exigiéndole que fueran de un gran temple, lo que no debería impedir que se rompieran al
someterlas a una fuerte torsión. Una cualidad que él mismo se cuidó de comprobar en el
mostrador del establecimiento.
La policía organizó una prueba de reconocimiento, en la que se utilizaron a doce
hombres de unas características aproximadas a las descritas por el tendero. Y en el grupo
se introdujo a Moirón, el cual fue identificado al momento. Esto supuso que las demás
pruebas quedasen ensambladas con esta última, con lo que las diligencias judiciales
instruidas ya solo apuntaron en una dirección: el maestro de Boislinot.
Voy a ahorrarles las horribles declaraciones de los niños sobre el reparto de los
dulces, y esa morbosa petición del criminal de que los comiesen delante de él. Así se
cercioraba de que no se guardaran los restos, para que no quedaran pruebas de su delito.
Como las gentes estaban escandalizadas y la prensa no dejaba de exigir un castigo
ejemplar, nos vimos colocados en una situación apremiante. A pesar de saber que el
acusado ya no contaba con ningún tipo de defensa.
En efecto, Moirón terminó siendo condenado a muerte sin posibilidad de apelación.
Le quedó alguna remota opción de indulto, lo que supuse que jamás se le concedería.
Cierta mañana, mientras yo me encontraba en mi despacho, me visitó el capellán de
la prisión.
Era un viejo religioso con fama de conocer a los seres humanos y habituado a tratar
con los homicidas más astutos. Al exponer su caso se mostró indeciso, intranquilo y
desalentado. Antes estuvimos hablando unos diez minutos de temas intranscendentes,
hasta que me soltó de sopetón.
-¡Señor fiscal: si se llegara a ejecutar a Moirón, toda la judicatura de Francia sería
responsable de la muerte de un inocente!
Y antes de que yo pudiera reaccionar, salió de allí sin decir ni siquiera un cortés
adiós. Quedé profundamente impresionado ante una acusación tan "solemne". Como no
pude borrarla de mi mente, llegué a suponer que el sacerdote se apoyaba en una
confesión del acusado, acaso formulada bajo la protección del sacramento católico.
Bajo esta influencia no dudé en viajar a París; y como mi padre ya estaba al tanto de
lo que sucedía, pues me cuidé de enviarle por correo un amplio informe, me ayudó a
conseguir una audiencia para hablar con el Emperador.
Nos entrevistamos con este al día siguiente de mi llegada. Cuando llegamos ante su
presencia, le encontramos trabajando en su salón privado. Yo me cuidé de exponerle todo
el proceso de una forma breve, aunque sin olvidar los detalles principales, hasta que
llegué a las palabras del capellán de la prisión. Recuerdo que iba a mencionarlas cuando,
de pronto, fue abierta una puerta que se encontraba junto al sillón del Emperador. Allí
entró la Emperatriz, al suponer que su esposo se hallaba solo.
Nada más conocer el caso de Moirón, ya que se lo contó el mismo Napoleón, le
oímos decir:
-Considero una obligación que indultes a ese inocente.
¿Cómo la repentina decisión de una mujer bondadosa llegó a provocar en mi mente
una duda tan horrible? Yo también era partidario de que se conmutara la pena; y, de
repente, supe que estaba siendo utilizado por un homicida de una mente fría y sutil, que
se había servido del secreto de confesión para convencer a un cura y, más tarde, a la
misma Emperatriz.
No silencié mis dudas ante los soberanos de Francia. El Emperador se quedó
pensativo, sopesando los hechos bajo la perspectiva de su bondad natural y de sus
conceptos de la justicia. Era posible que nos enfrentarámos todos ante el engaño de un
criminal; sin embargo, la Emperatriz no dejaba de estar convencida de que el sacerdote
fue movido por la inspiración divina, por lo que insistió:
-¡No debemos olvidar que es preferible perdonar a un culpable antes que condenar a
muerte a un inocente!
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
Este punto de vista terminó por convencer a Napoleón; y la pena de muerte fue
conmutada por una condena de cadena perpetua.
Pocos años más tarde, pude enterarme de que Moirón había conseguido el empleo
de criado personal del director del presidio, gracias a que desde el primer día había
venido manteniendo una conducta ejemplar.
Luego pasó mucho tiempo, hasta que me llegaron más noticias de aquel personaje.
No obstante, hace unos diez años, cuando estaba veraneando en Lila, en la casa de
mi primo Larielle, antes de que me sentara en la mesa del almuerzo, fui avisado de que
un cura me estaba esperando en la sala de visitas.
Me entrevisté con el religioso, y así pude enterarme que un moribundo quería hablar
conmigo con la mayor urgencia.
Como no era la primera vez que me sucedía algo parecido en la larga carrera
judicial, no dudé en atender la demanda.
Siendo guiado por el religioso, entré en una mísera guardilla, situada en la zona
más alta de un edificio de vecindad. Allí contemplé, sentado en un jergón y con la espalda
apoyada en la pared, a un moribundo bastante singular. Puedo asegurarles que tenía
delante a un esqueleto humano, el cual realizaba unas muecas espantosas y, al mismo
tiempo, era dueño de unos ojos brillantes hundidos en unas cuencas amoratadas.
Nada más verme dijo con una voz debilitada por las dificultades repiratorias:
-Al parecer usted se ha olvidado de mí.
-Tiene razón. ¿Cuál es su nombre?
-Me llamo Moirón.
Me sentí invadido por un tropel de escalofríos e intentando dominarme le pregunté:
-¿El maestro Moirón?
-Sí
-Cómo ha llegado a este pueblo?
-Resultaría muy largo de explicar... Me queda poco de vida... Aquí me trajo un
sacerdote... Yo estaba enterado de que usted había elegido Lila para sus vacaciones...
Por eso he rogado que le llamaran... Deseo confesarme... ante usted... Nunca olvidaré
que hace años... me libró de la muerte...
En medio de unas leves convulsiones, intentaba sujetarse al jergón con sus dedos
sarmentosos. Realizó un supremo esfuerzo para seguir hablando, hasta que pudo
hacerlo con una voz enronquecida...
-No quiero irme a la otra vida... sin contar la verdad a alguien... Yo asesiné a los
niños... A todos ellos... ¡Lo hice por venganza!
Siempre me había considerado un hombre honrado... Demasiado... Bondadoso,
lleno de temor a Dios; me refiero al Dios que se muestra caritativo con el género
humano... El mismo que se refleja en los Evangelios... Jamás el Dios verdugo, ladrón y
homicida... que gobierna tiránicamente sobre el mundo... Nunca hice daño a nadie en
aquellos tiempos... Ni siquiera se me podía reprochar el más insignificante pecadillo... Yo
era un dechado de virtudes... casi un santo...
De mi bendito matrimonio tuve tres hijos... a los que amaba como ningún padre ha
amado a sus descendientes... Vivía totalmente entregado a ellos... Ver lo mucho que me
querían colmaba todas mis esperanzas...
¡Pero los tres murieron! ¿Cómo fue posible? ¿Acaso yo merecía un castigo tan
terrible? Pasé meses protestando contra la injusticia divina... De repente, un destello de
claridad entre tantas tinieblas me iluminó... Desperté a otra dimensión del mundo...
Entonces comprendí que Dios es malo... ¿No se le debía acusar de asesinato por haber
permitido la muerte de mis hijos? Se me abrió la mente y comprendí que Dios goza
matando a los seres humanos....Lo hace de una forma caprichosa, disfrutando... Si nos da
la vida, es para llevarnos a la muerte... Dios es un homicida... Como necesita millones de
víctimas, las elige caprichosamente en todos los rincones de la tierra, sin importarle el
daño que pueda causar.... Para eso ha inventado las enfermedades, los accidentes, el
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
agotamiento físico por la edad y tantos otros medios... Estoy convencido de que le divierte
muchísimo este juego mortal... En el momento que se cansa de tal diversión, busca algo
más masivo, por eso desata las epidemias de peste, cólera, fiebres de todo tipo, la
viruela... ¡Cuántas cosas más puede idear ese monstruo! En el momento que no tiene
suficiente con las enfermedades, permite que se desaten las guerras, ya que éstas le
asegurarán cientos de miles de muertos destrozados entre la sangre y el barro.
Pero consiguió en el principio de la Humanidad todavía más, al permitir que los
hombres se devoraran los unos a los otros... En el momento que las sociedades humanas
comenzaron a civilizarse, hizo que surgiera la caza de los animales indefensos.... Con el
fin de los que los hombres los dieran caza, los degollaran y se los comieran... Todavía
consintió algo más: el nacimiento de insectos que viven y mueren en un solo día... Las
moscas que son destruidas a millares en una hora, las hormigas que aplastamos con
nuestros pies, y tantas otras víctimas inocentes que ni siquiera somos capaces de
imaginar. Todos ellas viven dándose muerte por medio de la depredación... La vida surge
sin parar de la misma muerte. Y a Dios le divierte este espectáculo... ¿No lo ve todo?
Entonces lo está consintiendo en lugar de evitarlo... Controla lo más grande y lo más
pequeño, lo que sucede en el interior de una gota de agua o lo que se realiza en el
universo, donde se encuentran las estrellas. Lo observa todo y le divierte este juego de
aniquilación... ¡Asesino!
Por eso yo también maté a los niños. Solo imité a Dios, divirtiéndome como él,
arrebatando lo vivo con la sutileza de quien juega con sus inferiores... Quité la vida a
aquellas criaturas, y hubiera seguido haciéndolo durante mucho tiempo, como Dios... Pero
no me lo permitieron...
¡Estoy convencido de que a Dios le hubiese divertido mucho verme en el patíbulo!
Pero le privé de ese goce mintiendo... He sabido hacerlo con gran maestría, por eso
engañé al capellán de la prisión ante el confesionario... Gracias a las mentiras pude seguir
vivo mucho años...
Pero he llegado al final... Son mis últimos minutos... Ya es imposible que pueda
eludir mi destino... Le juro que no siento miedo.... ¡Dios nunca podrá atemorizarme porque
lo desprecio!
***
Resultó terrible contemplar al desgraciado ahogándose, abriendo la boca
desesperadamente para conseguir balbucir algunas palabras... Pero ya sólo podía emitir
unos estertores ininteligibles... Aunque lograría, más tarde, pronunciar varias frases, sin
que pueda entender de dónde obtuvo las fuerzas necesarias. Mientras tanto, sus manos
destrozaban la tela del jergón, se agitaban sus piernas enflaquecidas bajo una sábana
negruzca de suciedad, dando idea de que luchaba por escapar de un destino ya
inexorable.
Antes de marcharme le pregunté:
-¿Desea usted algo más de mí?
-No, señor... creí escuchar.
-Entonces le dejo.
-Hasta pronto..., caballero...
Me volví hacia donde estaba el sacerdote, cuyo rostro expresaba una gran angustia,
a la vez que se apoyaba en la pared como si aún no pudiera soportar las palabras del
moribundo, y le dije:
-¿Se queda usted aquí?
-Sí, creo que se me necesita...
El agonizante todavía pudo soltar una última frase, que, los dos conseguimos
entender.
-Ahí se mantendrá.... hasta mi final... Porque Dios... siempre arroja a los cuervos...
sobre los cadáveres.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
Yo tuve que marcharme, porque ya estaba cansado de aquel repugnante
espectáculo.
I.
COMPRENSIÓN
1. El maestro asesina a los niños con
_________________________________________
2. Moirón tuvo _____________ hijos que murieron de ___________________
3. El juez ordenó que se analizaran las ________________________________ de
los cadáveres.
4. Moirón fue condenado, finalmente, a __________________________________
5. La _____________________ abogó por el maestro.
6. Moirón terminó _______________________ en un pueblo alejado.
II.
ANÁLISIS ARGUMENTATIVO
1. Detalla cómo se presenta a Moirón en sus dos aspectos:
¿Cómo lo veía la gente?
¿Cómo era en realidad?
2. ¿Cómo se sintió Moirón con la muerte de sus hijos? ¿Qué significado le dio?
..................................................................................................................................
3. ¿Cómo justificó Moirón todos sus actos?
..................................................................................................................................
4. ¿De qué manera se llega a la conclusión sobre la culpabilidad del maestro?
..................................................................................................................................
5. ¿Cuál es la reacción del maestro con cada una de las evidencias que van
apareciendo?
¿Demuestra esto su frialdad? ¿Por qué?
..................................................................................................................................
6. Moirón logró conmutar su pena bajo un secreto de confesión falseado ¿Significa
esto que se burló de todos? ¿Realmente se salió con la suya?
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
..................................................................................................................................
7. ¿Cómo describe Monsieur Malcureau la última imagen de Moirón? ¿Qué
podemos entender de su final?
..................................................................................................................................
8. Aun al borde de la muerte, la actitud de Moirón es de desafío, arrogancia e
impenitencia. ¿Podrías encontrar algunas contradicciones entre lo que el maestro
Moirón despreciaba y su estado final?
..................................................................................................................................
III.
INTERPRETACIÓN
1. El tema predominante es la venganza, pero esta no es contra un ser humano,
sino contra Dios. Así justifica Moirón sus actos: "Yo solo imité a Dios".
¿Hasta qué punto se compara con Dios? ¿Cómo ve a sus semejantes?
..................................................................................................................................
2. ¿Qué opinas de la visión de los males del mundo que el maestro detalla con
minuciosidad? ¿Estás poco, mucho o nada de acuerdo con él? ¿Por qué?
..................................................................................................................................
IV.
TÉCNICAS NARRATIVAS
El crimen del maestro está inscrito bajo la categoría de policial. A través de una
serie de pruebas se demuestra la culpabilidad del asesino.
Podemos apreciar, también, que los datos van siendo clasificados para generar
mayor expectativa.
Analicemos los elementos por partes:
El narrador que, aparentemente, está en primera persona recurre a un artificio
para ceder la palabra a uno de los personajes.
¿Quién es este personaje? ¿Y qué tipo de narrador es el que está desarrollado
en el cuento? ¿Qué efecto le da a la lectura?
..................................................................................................................................
..................................................................................................................................
V.
VOCABULARIO
1. Tropelías
:
2. Singular
:
3. Convicción :
4. Petaca
:
5. Temple
:
apacible.
6. Indulto
:
7. Apelación
:
8. Cuenca
:
9. Sarmentoso :
10. Patíbulo
:
11. Estertor
:
12. Inexorable :
Aceleración confusa. Atropello, violencia.
Único, solo, extraordinario, excelente, raro.
Convencimiento.
Estuche en que se llevan cigarrillos o tabaco picado
Calidad o estadio del genio o carácter y natural, áspero o
Gracia por la cual se remite en todo o parte la pena.
Recurrencia a un juez superior porque anule una sentencia.
Cavidad en que está cada uno de los ojos.
Largo, delgado, nudoso.
Tablado o sitio en el cual se ejecuta la pena de muerte.
Respiración anhelosa, con sonido ronco y sibilante.
Que no se deja vencer por ruegos. Implacable.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
Esquemas
A. Esquema Comparativo
Describe dos o más seres estableciendo las semejanzas y diferencias que hay entre
ellas.
Ejemplo:
España e Italia
España e Italia se parecen en muchos aspectos. Ambos son países europeos
meridionales y peninsulares, separados de otros países por grandes cadenas
montañosas y por el mar. España está separada de su vecino del norte por los
Pirineos. Análogamente, los Alpes aislan a Italia del resto de Europa.
España también se asemeja a Italia en el sentido de que ambas ejercen soberanía
sobre islas importantes. Así forman parte del territorio español las Baleares y las
Canarias, e integran el territorio Sibilia, Cerdeña, Elba, etc.
ITALIA
ESPAÑA
Diferencias
Por el norte:
Pirineos
Territorio:
Canarias, Baleares
Semejanzas
Países europeos
meridionales y
peninsulares
Separados por montañas
y el mar
Ejercen soberanía sobre
islas importantes.
Diferencias
Por el norte:
Los Alpes
Territorio:
Sicilia, Cerdeña,
Elba
ACTIVIDADES
Elabora un esquema comparativo del texto:
Memoria indígena en el nacionalismo
precursor de México y Perú
Este artículo explora de manera comparativa el uso ideológico del pasado prehispánico en
el nacionalismo incipiente de México y Perú de finales del siglo XVIII. Los términos de
esta comparación son que tanto México como Perú tienen una experiencia histórica
similar, pero la existencia del pasado prehispánico o étnico fue utilizada de diferente
manera en la etapa anterior a la formulación de independencia. Las experiencias
históricas compartidas son: memoria de un pasado imperial conquistado por la Corona
española; experiencia colonial prolongada y formación de la sociedad de castas. A pesar
de estos hechos en común, las dos nacientes naciones manifestaron diferentes usos de
su historia. México usó y reelaboró el pasado azteca, a pesar de la indianidad vigente, con
el fin de romper política y culturalmente con España. Perú mostró ambigüedad en el uso
del pasado inca en tanto la indianidad fuese vigente y manifestó continuidad con España.
Crear una comunidad con historia propia fue una rasgo sobresaliente del nacionalismo
mexicano; mantener una vinculación con la tradición hispánica y temor a la comunidad
inca fue una preocupación peruana. Ahora bien, ¿qué factores determinaron estas
diferencias ideológicas entre Perú y México en cuanto a sus nacionalismos incipientes?
Por principio, resulta útil el planteamiento de la siguiente conjetura: a mayor presión
indígena, menor interés criollo por la tradición étnica y prehispánica. Esta suposición
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
aplicada de manera comparativa será explicada por medio de la existencia de dos
variables: la tensión étnico-racial de la sociedad de castas y la ocurrencia e intensidad de
revueltas indígenas anteriores a la Declaración de la Independencia.
Fuente: EL COMERCIO
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
El cordero asado
Autor: ROALD DAHL
La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de
mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos
vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente
para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada.
Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera
tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un
maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y
más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos
minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y
cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la
cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en
cuanto entrara.
—¡Hola, querido! —dijo ella.
—¡Hola! —contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte
para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido
enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los
cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso.
Para ella esta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería
hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba
sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de
soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del
sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba
su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de
andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al
fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le
dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
—¿Cansado, querido?
—Sí —respondió él—, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de
una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver
a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
—Siéntate —dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? -le observó mientras él bebía el
whisky.
—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú,
que le hagan andar todo el día —dijo ella.
Él no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su
costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra
el cristal.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es
jueves.
—No —dijo él.
—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde
para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que
no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo
de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
—No quiero —dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas
de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
—No me apetece —dijo él.
—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella
empezó a sentirse atemorizada.
—Vamos —dijo él—, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y
asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal
forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la
boca en la oscuridad.
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he
pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero
que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se
movió en todo el tiempo, observándolocon una especie de terror mientras él se iba
separando de ella más y más, a cada palabra.
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro
modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero
no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió
que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si
continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún
tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de
náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y
metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró.
Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al
entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a
ella. Se detuvo.
—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy
a salir.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos
veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza
tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió
un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose
unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la
ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos
momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo
pedazo de carne que había empleado para matarle.
"Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado".
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como
esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente.
En realidad sería un descanso. Pero por otra parte, ¿y el niño? ¿Qué decía la ley acerca
de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo?
¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro.
Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su
cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le
salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces.
Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del
mostrador.
—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—.
Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
—¿Quiere carne, señora Maloney?
—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
—¡Oh!
—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted
cree que saldrá bien?
—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia.
¿Quiere estas patatas de Idaho?
—¡Oh, sí, muy bien! Dos de esas.
—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para
después? ¿Qué le va a dar luego?
—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a
Patrick.
—Magnífico —dijo ella—, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la
estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su
marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo
entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que
volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
"Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las
cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir".
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una
cancioncilla y sonriendo.
—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en
el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos
debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su
cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la
jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
—¿Quién habla?
—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está
muerto.
—Iremos en seguida —dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a
los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los
brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. Él la llevó con cuidado a una silla y luego
fue a reunirse con el otro, que se llamaba O’Malley, el cual estaba arrodillado al lado del
cuerpo inmóvil.
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo
encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña
herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O’Malley y éste,
levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno
de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos
planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la
habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No
obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó
ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había
puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de
comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro
detective, que salió inmediatamente a la calle.
"..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena...,
guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella..."
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos
hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las
huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables
con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su
hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
—No —dijo ella.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel
momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor?
Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
—No —dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera
mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en
cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba
cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con
un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El
asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la
hubiera tirado o escondido en alguna parte.
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le
preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo,
o un jarrón de metal?
—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
—¿Y un atizador?
—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la
grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana.
Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la
chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse
fatigados.
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una
bebida?
—Sí, claro. ¿Quiere whisky?
—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por
favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para
seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por
la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!
—¿Quiere que vaya a apagarlo?
—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos
ojos.
—Jack Nooan —dijo.
—¿Sí?
—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
—Si está en nuestras manos, señora Maloney...
—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando
de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que
ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría
que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el
cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que
había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un
favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la
cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta
entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
—¿Quieres más, Charlie?
—No, será mejor que no lo acabemos.
—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
—Bueno, dame un poco más.
—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre
Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
—Por eso debería ser fácil de encontrar.
—Eso es lo que a mí me parece.
—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo
del necesario. Uno de ellos eructó:
—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.
FICHA DE LECTURA
I.
COMPRENSIÓN
Completa el siguiente cuadro resumen de modo que pueda entenderse la
secuencia lógica de la historia leída.
Mary Maloney esperaba que...
Cuando él llegó le dijo:
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..............................................
..................................................
................................................
.................................................
...........................................
Ella fue a la bodega y ...
Con total frialdad fue a la calle y ...
..................................................
..............................................
..................................................
................................................
.................................................
...........................................
Cuando regresó a su casa...
Pronto llegaron...
..................................................
..............................................
..................................................
................................................
.................................................
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Cuando solo quedaron dos detectives...
Ninguno de ellos...
..................................................
..............................................
..................................................
................................................
.................................................
...........................................
II.
ANÁLISIS
Presta atención al comportamiento de Mary Maloney y contesta:
1. ¿Cómo se sentía antes de ver a su esposo?
2. ¿Qué tipo de actitud mostraba hacia él?
3. ¿Cómo reaccionó apenas lo hubo derribado?
4. ¿Cómo califacarías su actitud frente a los detectives?
III.
ESTRUCTURA
1. Si lo notaste, hay información en el texto que se ha obviado. Menciona dos de
ellas y por qué crees que el autor nos presenta así la historia.
2. ¿Cuál es el tono narrativo que utiliza el texto?
3. La fuerza y eje de la historia, está centrada en un solo personaje. Sin embargo la
condición
y estado en que se encuentra puede suponer sentimientos
encontrados en el lector. ¿Por qué se hizo de una tranquila ama de casa,
embarazada y amante esposa, una asesina fría y calculadora? ¿Cuál es el
objetivo de incluir este personaje?
IV.
ÓPTICA DE DETECTIVE
De haber sido el detective en la historia, ¿cómo hubieras comprobado la culpabilidad
de Mary Maloney? Argumenta tu tesis.
V.
APRECIACIÓN
1. ¿Qué opinas de la doble personalidad? ¿Es cierto que todos tenemos un lado
oscuro? ¿Por qué?
2. ¿Qué piensas de la actitud tomada por los detectives?
VI.
VALORACIÓN
¿Estás de acuerdo con la forma cómo trataba Mary a su esposo? ¿Por qué?
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
CUENTOS PARA TAHÚRES
CAPACIDAD:
• Disfrutar de la lectura y el análisis del cuento El gato negro.
•
Elaborar esquemas de problema-solución en base a textos de ese tipo.
El gato negro
Autor: EDGAR ALLAN POE
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia
evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir
y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto,
simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las
consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me
han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros
resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien
cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena,
más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que
temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que
abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis
compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener
una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más
feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció
conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de
placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no
necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que
recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al
corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al
observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los
más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro,
conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de
una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no
poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los
gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y
solo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada.
Solo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho
impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al
confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del
demonio: intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente
hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y
terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente
el cambio de mi carácter. No solo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia
Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de
maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero,
se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo
Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las
consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis
correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos,
pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó
de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se
separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la
ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas,
lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice
saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores
de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una
vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo
sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo
presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de
costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me
quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la
evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese
sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e
irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este
espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la
perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las
facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del
hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que
cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No
hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen
sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo?
Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el
insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia
naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a
consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a
sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo
ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me
apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba
seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al
hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más
misericordioso. La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me
despertaron gritos de: «¡Incendio!» Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la
casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer,
un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese
momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el
desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero
dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas.
Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique
divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba
antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego,
cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran
atención y detalle. Las palabras «¡extraño!, ¡curioso!» y otras similares excitaron mi
curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve,
aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente
maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado
por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había
ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la
multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al
gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en
esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad
contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el
amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el
extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos
meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu
un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame,
reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando
dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en
lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande
como Plutón y absolutamente igual a este, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo
blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha
blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó
contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el
animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al
tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni
sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció
dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para
inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se
convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era
exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni
por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el
sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba
encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño
me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo
víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo
con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una
emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente
de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia
fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto
grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la
fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía
mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus
odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme
caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi
pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía
paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora
mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería
imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en
esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el
espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas
quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la
atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la
única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que
esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero
gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por
rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y
hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba,
digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y
terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una
bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de
producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella
criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más
horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso
-pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente
sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de
bueno. Solo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos,
los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta
convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi
pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los
repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa
donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la
empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta
la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta
entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado
instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su
trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me
zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a
mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la
tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como
de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos
cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los
pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si
no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara
de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa.
Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver
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en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus
víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco
resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la
atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliente
de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al
resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte,
introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada
pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una
palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve
en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original.
Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se
distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la
tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de
haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en
torno, triunfante, y me dije: «Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano».
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al
final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí,
su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi
humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de
la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera
vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir,
aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré
como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no
volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción
me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó
mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se
descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y
procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era
impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los
acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o
cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón
latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado
al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de
aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a
marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en
deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar
doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de
haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea
de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir
alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una
casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?...
tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que
llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de
la esposa de mi corazón.
¡Qué Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado
el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido,
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sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció
rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como
inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como
solo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y
de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui
tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la
escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron
la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre
coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la
roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya
astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo.
¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
I.
COMPRENSIÓN
1. ¿Quién es el protagonista del cuento? ¿Cómo lo definirías?
..................................................................................................................................
2. ¿Qué afición tenía el protagonista?
..................................................................................................................................
3. ¿Por qué razón cambió su carácter?
..................................................................................................................................
4. ¿Cómo era la relación con su esposa?
..................................................................................................................................
II.
ANÁLISIS DE LOS ELEMENTOS
* Protagonista
1. Describe los cambios en el carácter del protagonista.
..................................................................................................................................
2. ¿A qué se debe su obsesión?
..................................................................................................................................
3. ¿Crees que se arrepintió de sus acciones? ¿Por qué?
..................................................................................................................................
* La mujer
1. ¿A qué se debe su sumisión?
..................................................................................................................................
2. ¿Qué representa en el cuento? ¿Por qué?
..................................................................................................................................
* Narrador
1. ¿Quién es el narrador en esta historia? ¿De qué punto de vista se vale?
..................................................................................................................................
2. ¿Por qué razón emplea este tipo de narrador?
..................................................................................................................................
* Trama
42
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
¿Cuál es el tema central del texto?
..................................................................................................................................
* Estilo y lenguaje
1. ¿Qué técnicas emplea el narrador? ¿Qué efectos produce en la historia?
..................................................................................................................................
2. ¿De qué manera influye en el texto el lenguaje empleado?
..................................................................................................................................
III.
INTERPRETACIÓN:
1. ¿Qué simboliza el gato dentro de la historia?
..................................................................................................................................
2. ¿Crees que la cárcel aplacó el sufrimiento del protagonista?
..................................................................................................................................
IV.
REDACCIÓN Y CREATIVIDAD
Crea una historia teniendo como base el tema central del cuento leído.
..................................................................................................................................
..................................................................................................................................
..................................................................................................................................
Dibuja la escena que más te haya impactado de la historia leída.
ANEXO 2
B. Esquema problema - solución
Plantean un problema o situación conflictiva y proponen una o varias soluciones.
Ejemplo:
Un problema interminable
"Chiclayo tiene sólo 4 horas diarias de agua y, además, una gran cantidad de pueblos
jóvenes sin alcantarillado. Para solucionar esto, contamos con ayuda alemana y francesa,
sin olvidar aportes de Fonavi y de la empresa privada chiclayana. Se están construyendo
nuevos colectores y una nueva planta de tratamiento que permitirá elevar el promedio de
agua de la ciudad de cuatro horas a quince".
Solución 1
Construcción de colectores
PROBLEMA
La ciudad de Chiclayo se provee
de agua solo 4 horas diarias.
Solución 2
Construcción de una planta
de tratamiento
ACTIVIDAD
Elabora un esquema problema - solución del siguiente texto.
ANÁLISIS DE LA INSEGURIDAD CIUDADANA
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La inseguridad ciudadana se define como el temor a posibles agresiones, asaltos,
secuestros, violaciones, de los cuales podemos ser víctimas. Hoy en día, es una de las
principales características de todas las sociedades modernas, y es que vivimos en un
mundo en el que la extensión de la violencia se ha desbordado en un clima generalizado
de criminalidad. A continuación, presentamos la vertiginosa transición de la delincuencia
en el país y las causas que originan esta incertidumbre en la sociedad.
Entre las causas de inseguridad que se detectan, está el desempleo que vive una gran
cantidad de personas; las personas que atentan contra los bienes y la integridad física de
los ciudadanos lo hacen, frecuentemente, por no tener un empleo estable que les
garantice ingresos suficientes para mantener a su familia.
También, se identificó a la pobreza como otra causa que puede generar agresividad y
que causa, además, altos índices de delincuencia que, generalmente, se ubican en las
zonas marginales de la ciudad.
La falta de educación es otra causa. La escasa (y, muchas veces, inexistente)
educación de los ciudadanos genera delincuencia, agresividad y, por supuesto,
inseguridad en aquellas personas que se mantienen al margen, pero que son los que
sufren las consecuencias de esta situación.
Asimismo, la cultura tan pobre de nuestra población genera altos índices delictivos y de
agresividad contra las personas. Puede afirmarse que cuanta menos educación y cultura
tengan las personas, más propensas a la delincuencia y al crimen serán.
En conclusión, la inseguridad ciudadana puede ser superada si el Estado crea un
sistema educativo que disminuya las cifras de deserción escolar que inciden en la
criminalidad, y que, además, ofrezca oportunidades laborales a todos los sectores de la
sociedad.
Fuente: CARETAS
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El retrato oval
Autor: EDGAR ALLAN POE
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de
permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de
esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron
sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación
de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente
abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más
pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del
resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros
estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda
clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas,
ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron
profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no
solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la
arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados
postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos
brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro
terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al
menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de
estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la
almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron,
rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y
extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de
modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus
numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho
había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un
cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi
mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al
principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el
motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y
recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y
preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos
momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido porque el primer rayo de luz al caer
sobre el lienzo había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban
poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. Se trataba sencillamente de un
retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de
viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los
brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga,
pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente
dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra ni la
excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente.
No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la
de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del
marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones,
permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión
de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de
mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que
contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número
correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia
siguiente:
"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó
al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y
había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas,
con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su
rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le
arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor
hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente,
durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se
filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su
obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño,
pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba
tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se
consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía
que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su
tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la
cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que
contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba
palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin,
cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre porque el
pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los
ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los
colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a
su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más
que una cosa muy pequeña, solo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma
de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y
entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo
que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente
herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió
bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!
COMPRENSIÓN DE LECTURA
I.
Responde y desarrolla en tu cuaderno.
1. Extrae dos descripciones detalladas del texto leído y transcríbelas.
2. ¿Cuál es el tema principal del cuento El retrato oval ?
3. ¿Qué elementos siniestros encontramos en el relato leído?
4. ¿Qué tipo de narrador se utiliza y por qué?
5. ¿Qué escenario sirve de marco para esta historia?
6. ¿Qué interpretación extraemos del final del texto?
7. ¿Quién era la mujer del retrato? ¿Qué pasó con ella?
8. ¿Qué sucedió con el pintor?
9. Elabora un comentario del cuento leído.
10. Dibuja la parte del cuento que más te haya impresionado.
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EL CUENTO DE TERROR
CAPACIDAD:
• Conocer la evolución histórica del cuento de terror.
• Elaborar mapas conceptuales en base a detrminados textos.
Evolución histórica
I
Las historias de terror son tan antiguas, como antiguos son los temores del
hombre. Las primeras manifestaciones del relato de terror se centran en ambientes y
recursos inspirados en la Edad Media.
Muertos que despiertan de su tumba, tentaciones del diablo, las torturas de la Santa
Inquisición, etc.
Un ejemplo claro son actualmente las historias de
temática fantástica del Manuscrito hallado en
Zaragoza del conde polaco Jan Potocki (incluido en
este capítulo) y algunos cuentos de Edgar Allan
Poe (también incluido).
II
Durante el siglo XVIII, los cuentos se centran en los descubrimientos científicos y
el avance del hipnotismo, la creación de autómatas y el empleo del "doble". Aquí
podemos mencionar a E.T.A Hoffman (estudiado durante el segundo bimestre).
III
Entramos al siglo XIX, el más prolífico en cuanto a obra breve fantástica y de
terror, donde podemos distinguir tres tipos de obras diferenciadas:
1°
2°
 Las
narraciones
de
Edgar  La corriente más desarrollada en
Allan Poe.
este siglo fue la “Ghost Story”
- Relaciones amorosas tormeninglesa.
tosas y terroríficas
- Principal elemento de terror:
- Temas grotescos
un fantasma.
- Intensidad del horror
- Representantes:
 J. Sheridan Le Fanu
 El
terror
materialista
de
 M. R. James, entre otros
Howard Phillips Lovecraft y
afines
- Morbosidad en la muerte
- Corrupción y putrefacción
- Relatos extremadamente atroces
47
3°
 Corriente distinta a las demás.
 Cuentos centrados en el hombre, sus miedos y obsesiones.
 Guy de Maupassant
Representante de esta corriente,
su demencia le dio la capacidad de
sumergirse en la mente humana,
la fragilidad de la racionalidad y
las consecuencias de su pérdida.
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IV
Desde finales del siglo XIV y la primera mitad del siglo XX, hemos visto nacer dos
ramas de la literatura: la fantástica y la de terror, cultivadas hasta ese momento.
1°
 El terror llevado a su máxima expresión, sin
ningún intento de explicación; dio paso al relato materialista de terror, centrado en
universos desconocidos y oscuros donde el
mal se extiende al mundo de los hombres y se
apodera de todo.
 Incluimos también a Lovecraft cuyos extraños monstruos que viven en inhóspitas profundidades del mundo de los hombres y que
ejercen poderes malignos mediante brujas y
otros personajes, impactaron fuertemente en
el público.
2°
 Lo opuesto: la fantasía llevada a su máxima expresión; sin ningún tipo de finalidad terrorífica, dio lugar a la literatura de fantasía y de ciencia ficción, iniciada por Julio Verne y desarrollada por
H.G. Wells y más tarde por J.R. Tolkien.
 Este tipo de literatura se centra en viajes fantásticos y fenómenos increíbles. (Recuerda lo estudiado
durante el segundo bimestre).
OBSERVACIÓN:
No debemos confundir, entonces, "Literatura fantástica" y "Literatura de terror".
Veamos un ejemplo :
"La aparición de un fantasma en un cuento, produce terror, pero, en efecto, el
fantasma es un recurso que nos proporciona lo fantástico, ya que esos seres no
existen en la realidad; por eso son personajes inventados por la fantasía para
asustar a los que leen sobre ellos".
No todo la literatura fantástica porduce terror, ni tampoco todos los cuentos de terror
usan elementos fantásticos.
En conclusión:
Lo fantástico se refiere al ámbito del relato, sus personajes, recursos, etc.
El término terror, queda reservado para el efecto que produce la lectura de la obra sobre
El receptor del mensaje.
La lectura de historias ambientadas en extraños lugares con extraños personajes pueden
Producir miedo en el lector, convirtiendo la historia en una narración de terror.
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El barril del amontillado
Autor: EDGAR ALLAN POE
Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el
insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no
llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi
propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente.
Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi
parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin
reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación
cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra ni de obra, di a Fortunato motivo para que
sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en
su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la
de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno
de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido
en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su
entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto
de dedicarse a engañar a los millonarios ingleses y austríacos. En pintura y piedras
preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en
cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente
de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos y siempre que se
me presentaba ocasión compraba gran cantidad de estos.
Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me
acogió con excesiva cordialidad porque había bebido mucho. El buen hombre estaba
disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y
coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto
de verle que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.
-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, este es un encuentro afortunado. Pero ¡qué
buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman
amontillado y tengo mis dudas.
-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de
pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de
encontrarle a usted y temía perder la ocasión.
-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y he de pagarlo.
-¡Amontillado!
-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él
es un buen entendido. Él me dirá...
-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de
usted.
-Vamos, vamos allá.
-¿Adónde?
-A sus bodegas.
-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted
algún compromiso. Luchesi...
-No tengo ningún compromiso. Vamos.
49
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted
mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de
salitre.
-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y
Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y,
ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los
criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval.
Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes
concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo
sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las
espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié,
haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que
conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole
que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos
encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los
Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a
cada una de sus zancadas.
-¿Y el barril? -preguntó.
-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en
las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas que destilaban las lágrimas de
la embriaguez.
-¿Salitre? -me preguntó, por fin.
-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
-No es nada -dijo por último.
-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es
usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro
tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que a mí respecta, es distinto. Volvámonos.
Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de
aquí vive Luchesi...
-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo,
pero debe tomar precauciones.
Un trago de este medoc le defenderá de la
humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras
análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.
Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con
familiaridad. Los cascabeles sonaron.
-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
-Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.
-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.
-He olvidado cuáles eran sus armas.
-Un gran pie de oro en un campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante,
cuyos dientes se clavan en el talón.
-¡Muy bien! -dijo.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
Brillaba el vino en sus ojos y retañían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a
causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos,
mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las
catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo,
más arriba del codo.
-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de
las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por
entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos
llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no
pude comprender.
Le miré sorprendido. Él repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
-¿No comprende usted? -preguntó.
-No -le contesté.
-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
-¿Cómo?
-¿No pertenece usted a la masonería?
-Sí, sí -dije-; sí, sí.
-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
-Un masón -repliqué.
-A ver, un signo -dijo.
-Este -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
-Usted bromea -dijo, retrocediendo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyose pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado.
Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego,
descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía
enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase
otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que
se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas
de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del
cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un
rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta
por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro
pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber
sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre
dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas y se
apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la
profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido
inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca,
se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al
granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de
otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión
de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la
llave y retrocedí, saliendo del recinto.
51
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está,
en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me
queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que
están en mi mano.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
-Cierto -repliqué-, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he
aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra
de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé
activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi
obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había
disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió
de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo
luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la
tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se
prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y
me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento,
cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La
pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la
antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se
hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre
encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar
estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para
tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a
acercarme a la pared y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los
acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice y el que gritaba acabó por
callarse.
Ya era medianoche y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava,
novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan
sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Solo parcialmente
se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada,
que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste que con dificultad la
identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego
en
el
palazzo,
¡je,
je,
je!,
¡a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
-El amontillado -dije.
-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos
en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
-Sí -dije-; vámonos ya.
-¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé
en alta voz:
-¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
-¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé
caer en el interior. Me contestó solo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin
duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con
muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a
52
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie
los ha tocado. ¡In pace requiescat!
FIN
COMPRENSIÓN DE LECTURA
I.
COMPRENSIÓN
1. ¿Cuál es el propósito fundamental del protagonista?
..................................................................................................................................
2. ¿Cuál es la excusa para llevar a Fortunato lejos de la gente?
..................................................................................................................................
3. ¿Cómo estaban vestidos ambos personajes? ¿Por qué?
..................................................................................................................................
4. ¿A dónde se dirigen ambos personajes?
..................................................................................................................................
5. ¿Cómo reacciona Fortunato ante lo hecho por Montresor?
..................................................................................................................................
II.
ANÁLISIS
1. ¿Cuál es el marco o contexto en el que gira toda la historia?
..................................................................................................................................
2. ¿Cómo son los pensamientos de Montresor a lo largo del cuento?
..................................................................................................................................
3. ¿Por qué Poe ha preferido un ambiente carnavalesco para situar esta historia de
venganza y muerte? ¿Qué efecto busca?
..................................................................................................................................
4. ¿Qué rasgo se destaca en Fortunato? ¿Qué efecto tiene mencionar a Luchesi en
varias ocasiones?
..................................................................................................................................
5. Analiza la siguiente frase: "Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo
perjudica al vengador".
..................................................................................................................................
a. ¿Qué quiere decir con esto?
..............................................................................................................................
b. ¿Es este el caso de un crimen perfecto?
..............................................................................................................................
6. ¿Qué contradición podemos encontrar en el nombre de Fortunato, su vestimenta
y el destino que le espera?
..................................................................................................................................
III.
TÉCNICAS NARRATIVAS
1. ¿Qué tipo de narrador podemos apreciar en esta historia?
..................................................................................................................................
53
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
2. ¿Cuál es el centro de interés en el que gira toda la lectura?
..................................................................................................................................
3. Explica la unidad de acción, lugar y tiempo en esta historia.
..................................................................................................................................
IV.
INTERPRETACIÓN
1. El crimen, aparentemente, queda sin castigo. Sin embargo, nos topamos con la
confesión total de los hechos, luego de muchos años de lo ocurrido.
¿Qué sentimiento lleva a Montresor a confesar, luego de medio siglo, su crimen?
..................................................................................................................................
2. ¿Qué significa "In pace requiescat"? ¿Qué sentido tiene dicho al final del cuento?
..................................................................................................................................
3. Este cuento es considerado uno de los mejores de Poe, pues podemos apreciar
la exaltación de un humor arraigado y sarcástico. Humor que afecta directamente
a los protagonistas de esta trama.
¿Qué cualidades radicales se destacan en Fortunato y en Montresor?
..................................................................................................................................
..................................................................................................................................
V.
REDACCIÓN
Imagina la escena posterior al robo de un banco. Describe los elementos
incluidos en esta y detalla minuciosamente el ambiente que se respira.
..................................................................................................................................
..................................................................................................................................
..................................................................................................................................
REDACCIÓN
Anexo 3
* Mapas Conceptuales
Demuestran los conceptos claves y las relaciones que los unen formando interrelaciones.
Ejemplo:
Los músculos
La musculatura es el conjunto de músculos que contiene el cuerpo humano. Existen
dos clases de músculos: los músculos voluntarios, que movemos cuando los necesitamos
(como los de las manos o los pies) y los músculos involuntarios, que se mueven sin
intervención de nuestra voluntad (como el músculo cardíaco, que realiza los movimientos
del corazón)
LA MUSCULATURA
que consta de
MÚSCULOS
que pueden ser
Músculos
Voluntarios
Músculos
Involuntarios
por ejemplo
Manos y
pies
por ejemplo
54
Músculo
cardíaco
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Actividades
Elabora un mapa conceptual del siguiente texto:
Influencia de los medios de comunicación y la imagen propia
Los niños también observan y están expuestos al prejuicio cuando ven la televisión,
leen libros y revistas, e inclusive al estudiar textos escolares que presentan imágenes
estereotipadas de ciertos grupos o personas. Además de los estereotipos, algunos libros
presentan información errónea; otros excluyen información importante acerca de algunos
grupos o no representan a miembros de un grupo en una manera positiva. Los programas
de televisión y los libros ejercen influencia indebida cuando estos son el único contacto
que un niño tiene con ciertos grupos. Aunque se han conseguido algunos adelantos, no
es difícil encontrar programas de televisión que muestran algunos estereotipos
ampliamente conocidos.
Los niños que tienen una imagen pobre de sí mismos son los más vulnerables al
desarrollo de prejuicios. Al rebajar a otros grupos o personas, ellos podrían tratar de
reforzar su propia imagen. Un niño inseguro puede pensar «Tal vez yo no sea muy bueno,
pero soy mejor que esa gente». Para algunos, el rebajar a otros sirve como una función
psicológica, porque les permite sentirse más importantes y poderosos que los que han
rebajado.
Algunos niños pueden excluir o burlarse de otros porque creen que es algo que les
dará popularidad. Los niños pueden comenzar a usar insultos contra diferentes grupos si
sienten que les ayudará a ser más aceptados por sus amigos. Con el tiempo, tales
acciones pueden convertirse en prejuicios y discriminación contra grupos específicos.
Todos lo niños notan las diferencias. Esto no es un problema, sino que es apropiado
durante su desarrollo; pero los problemas se dan cuando a estas diferencias se les da
valores negativos.
Fuente: SOMOS
55
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
Historia del comendador de Toralva
Autor: JAN POTOCKI
Entré en la orden de Malta antes de haber salido de la niñez, pues pertenecía a la
Escuela de Pajes. A los veintiséis años, gracias a las protecciones que tenía en la corte,
el gran maestre me confirió la mejor comendadoría de la lengua de Aragón. Podía pues, y
puedo aún, aspirar a las primeras dignidades de la orden. Pero como solo se las alcanza
a una edad avanzada, y hasta tanto llegan yo no tenía absolutamente nada que hacer,
seguí el ejemplo de nuestros primeros bailíos, que tal vez hubieran debido darme uno
mejor. En suma, solo me ocuparon las aventuras galantes, lo cual me parecía por
entonces un pecado sobremanera venial. ¡Y pluguiera al cielo que no hubiese cometido
otro más grave! El que me reprocho es un arrebato culpable, que me ha llevado a desafiar
lo que nuestra religión tiene de más sagrado. Me estremezco al pensar en ello. Pero no
quiero adelantarme a los acontecimientos.
Sabrán que existen en Malta algunas familias nobles de la isla que no entran en la orden y
no tienen tampoco ninguna relación con los caballeros, sea cual fuere su rango,
reconociendo únicamente al gran maestre, que es su soberano, y al capítulo, que es su
consejo.
Inmediatamente después de esta clase viene una intermedia, que ejerce empleos y
busca la protección de los caballeros. Las damas de esta clase se llaman a sí mismas
"honorate", que en italiano quiere decir honradas, y son designadas por este título. No
cabe duda de que lo merecen por la decencia de su conducta y, si debo decirlo todo, por
el misterio con que encubren sus amores.
Una larga experiencia ha demostrado a las damas "honorate" que el misterio es
incompatible con el carácter de los caballeros franceses, o que a lo menos es
infinitamente raro verlos sumar la discreción a todas las bellas cualidades que los
distinguen. Resulta de ello que los jóvenes franceses, acostumbrados en los demás
países a tener éxitos brillantes con el bello sexo, deben limitarse en Malta a las
prostitutas.
Los caballeros alemanes, por otra parte poco numerosos, son los que más gustan a
las "honorate", y creo que ello se debe a su tez blanca y sonrosada. Después de los
alemanes vienen los españoles, y creo que lo debemos a nuestro carácter, que pasa con
razón por recto y leal.
Los caballeros franceses, pero especialmente los caravanistas, se vengan de las
"honorate" ridiculizándolas de cuanta manera es posible, sobre todo descubriendo sus
intrigas amorosas. Pero como hacen bando aparte y no tratan de aprender el italiano, la
lengua del país, lo que dicen no causa gran impresión.
Vivíamos pues en paz así como nuestras "honorate", cuando un barco francés nos trajo al
comendador de Foulequière, de la antigua casa de senescales de Poitou, descendientes
de los condes de Angulema. Había estado en otro tiempo en Malta, donde sostuvo
siempre lances de honor. En la actualidad venía a solicitar el generalato de las galeras.
Tenía más de treinta y cinco años; en consecuencia, se esperaba encontrarlo más
sosegado. En efecto, el comendador no era ya pendenciero y alborotador como antes,
pero continuaba siendo altivo, imperioso, burlón y hasta exigía que se le tratase con más
miramientos que al mismo gran maestre.
El comendador abrió su casa: los caballeros franceses acudieron en masa. Nosotros
íbamos poco a ella, y acabamos por no ir, pues la conversación giraba en torno a temas
que nos eran desagradables, entre otros las "honorate", a quienes amábamos y
respetábamos.
Cuando el comendador salía, lo veíamos rodeado de jóvenes caravanistas. A
menudo los llevaba a la "Calle estrecha", mostrándoles los lugares donde se había batido
56
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
y contándoles todas las circunstancias de sus duelos. Bueno es que sepan que, según
nuestras costumbres, el duelo está prohibido en Malta, excepto en la "Calle estrecha", que
es una callejuela a la que no da ninguna ventana. Solo tiene el ancho necesario para que
dos hombres puedan ponerse en guardia y cruzar sus espadas. No pueden retroceder.
Los adversarios se enfrentan a lo largo de la calle: sus amigos impiden que se les
perturbe, deteniendo a los transeúntes. Esta costumbre fue introducida en otra época para
evitar los asesinatos porque el hombre que cree tener un enemigo no pasa por la "Calle
estrecha", y si el asesinato se ha cometido en otra parte, no vale ya la excusa de haberse
batido en duelo. Por lo demás, el que fuere a la "Calle estrecha" con un puñal tiene pena
de muerte. El duelo, pues, no solo está tolerado en Malta, sino permitido. No obstante,
este permiso es por así decirlo tácito y, lejos de abusar de él, se habla con cierta
vergüenza de haber tenido un lance de honor, como de algo contrario a la caridad
cristiana e impropio en el señorío de una orden monástica.
Los paseos del comendador por la "Calle estrecha" eran pues inconvenientes y
tuvieron la mala consecuencia de hacer muy pendencieros a los caravanistas franceses,
defecto al que eran de por sí harto propensos.
Este mal tono iba en aumento. Aumentó también la reserva de los caballeros españoles;
por último se agruparon en torno de mí, preguntándome qué podía hacerse para poner
coto a una petulancia que había llegado a ser intolerable. Agradecí a mis compatriotas la
honrosa confianza que me acordaban y les prometí hablar al comendador, señalándole la
conducta de los jóvenes franceses como una suerte de abuso cuyo progreso solo él podía
detener en virtud de la consideración y el respeto que inspiraba a las tres lenguas de su
nación. Me preparaba a pedirle esta explicación con los mayores miramientos, pero no
esperaba que pudiese terminar sin un duelo. No obstante, como la causa de ese combate
singular me honraba, no me disgustaba sostenerlo. Creo, asimismo, que me dejaba llevar
por la indudable antipatía que me inspiraba el comendador.
Estábamos por entonces en Semana Santa, y se convino en que mi entrevista con
el comendador se efectuaría dentro de una quincena. Yo creo que a él le llegaron rumores
de lo que se había tratado en mi casa y que quiso prevenirme buscándome pelea.
Llegamos al Viernes Santo. Saben que, según la usanza española, uno sigue de
iglesia en iglesia a la mujer por quien se interesa para ofrecerle agua bendita. Se hace un
poco por celos, temiendo que otro se la ofrezca y aproveche la ocasión para iniciar
amistad con ella. Esta usanza española se ha introducido en Malta. Seguí pues a una
joven "honorata" con quien mantenía relaciones desde hacía muchos años; pero, en
cuanto entró en la primera iglesia, fue abordada por el comendador, quien se colocó entre
nosotros, dándome la espalda y retrocediendo algunas veces para pisarme, cosa que fue
advertida por todos.
Al salir de la iglesia, me llegué al comendador con expresión indiferente, como
para hablar de bueyes perdidos; le pregunté después a qué iglesia pensaba dirigirse; me
dijo a cuál; entonces me ofrecí para acompañarlo, indicándole el camino más corto, y sin
que él advirtiera lo llevé a la "Calle estrecha". Cuando estuvimos allí saqué la espada,
bien seguro de que nadie nos perturbaría en un día como aquel, pues todos llenaban las
iglesias.
El comendador sacó también la espada, pero me dijo, bajando la punta:
-¡Cómo! ¿En un Viernes Santo?
No quise saber nada.
-Escucha -me dijo-, hace más de seis años que no cumplo con los principios de la
Iglesia y me espanta el estado de mi conciencia. Dentro de tres días...
Soy de natural apacible, y usted sabe que las personas de ese carácter, una vez
irritadas, no escuchan razones. Obligué al comendador a ponerse en guardia, pero no sé
qué terror se pintaba en sus rasgos. Se adosó contra la pared, como si previera que iba a
ser derribado y buscara un apoyo. En efecto, desde el primer golpe, lo atravesé con mi
espada. Bajó la punta de la suya, se apoyó contra la pared y me dijo con voz moribunda:
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
-Te perdono. ¡Pueda el cielo perdonarte! Lleva mi espada a Tête-Foulque y haz
decir cien misas en la capilla del castillo.
Expiró. De momento no presté gran atención a su palabras, y si las he retenido es porque
se las he oído decir después. Hice mi declaración en la forma acostumbrada. No puedo
decir que ante los hombres mi duelo me perjudicara: Foulequière era aborrecido, y se
consideró que había merecido su muerte. Pero me pareció que, ante Dios, mi acción era
muy culpable, sobre todo a causa de la omisión de los sacramentos, y mi conciencia me
hacía crueles reproches. Esto duró ocho días.
En la noche del viernes al sábado me desperté sobresaltado y, al mirar a mi
alrededor, me pareció que no estaba en mi aposento sino en la "Calle estrecha" y tendido
en el suelo. Me sorprendí de hallarme allí, cuando vi distintamente al comendador
apoyado contra la pared. El espectro pareció hacer un esfuerzo para hablar y me dijo:
-Lleva mi espada a Tête-Foulque y haz decir cien misas en la capilla del castillo.
Apenas hube oído estas palabras, caí en un sueño letárgico. Al día siguiente me
desperté en mi aposento y en mi lecho, pero había conservado perfectamente el recuerdo
de mi visión.
La noche siguiente hice acostar a un lacayo en mi aposento, pero nada vi. Lo
mismo sucedió las noches sucesivas. Pero en la noche del viernes al sábado tuve la
misma visión, con la diferencia de que mi lacayo estaba acostado en el suelo a algunos
pasos de mí. El espectro del comendador se me apareció y me dijo lo mismo, y la misma
visión se repitió después todos los viernes. Mi lacayo también soñaba que estaba
acostado en la "Calle estrecha", pero no veía ni escuchaba al comendador.
No sabía al principio qué era Tête-Foulque, adonde el comendador quería que
llevase su espada: algunos caballeros puatevinos me informaron que era un castillo
situado a tres leguas de Poitiers, en medio de un bosque; que en lacomarca se contaban
del castillo muchas cosas extraordinarias y que en él se veían muchos objetos curiosos,
tales como la armadura de Foulque-Taillefer y las armas de los caballeros que había
matado; y que hasta era costumbre, en la casa de los Foulequière, depositar allí las
armas con que se habían servido, ya en la guerra, ya en combates singulares. Todo esto
me interesaba, pero tenía que pensar en mi conciencia.
Fui a Roma y me confesé con el penitenciario mayor. No le oculté la visión que me
obsesionaba ni él me negó la absolución, pero me la dio condicionalmente después que
hiciera penitencia. Ésta consistía en las cien misas que habría de mandar decir en el
castillo de Tête-Foulque. El cielo aceptó la ofrenda, y, desde el momento de la confesión,
dejó de obsesionarme el espectro del comendador. Yo había llevado de Malta su espada
y tomé, cuando pude, el camino de Francia.
Llegado a Poitiers, supe que estaban informados de la muerte del comendador, y
que allí este no era más lamentado que en Malta. Dejé mi equipaje en la ciudad; me vestí
con un hábito de peregrino y tomé un guía; era conveniente que yo fuese a pie a TêteFoulque; por lo demás, el camino no permitía que se llegara en coche.
Encontramos la puerta del torreón cerrada. Durante mucho tiempo hicimos sonar la
campana de la atalaya la torre. Por último apareció el castellano: era el único habitante de
Tête-Foulque, con un ermitaño que servía en la capilla y que encontramos diciendo sus
oraciones. Cuando hubo acabado, le comuniqué que venía a pedirle que dijera cien
misas. Al mismo tiempo, deposité mi ofrenda. Quise dejar allí la espada del comendador,
pero el castellano me dijo que había que colocarla en la "armería", o sala de armas, junto
a todas las espadas de los Foulequière muertos en duelo, y las de los caballeros que
aquellos habían matado; que tal era la usanza. Seguí al castellano a la "armería" donde
encontré, en efecto, espadas de todos tamaños, así como retratos, comenzando por el
retrato de Foulque-Taillefer, conde de Angulema, quien hizo construir Tête-Foulque para
un hijo bastardo, que fue senescal de Poitou y antepasado de los Foulequière de TêteFoulque.
58
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
Los retratos del senescal y de su mujer estaban a cada lado de una gran
chimenea, colocada en el ángulo de la "armería". Eran de un gran realismo. Los demás
retratos estaban igualmente bien pintados, aunque en el estilo de la época. Pero ninguno
de un parecido tan asombroso como el de Foulque-Taillefer. Estaba pintado con la
espada en una mano; con la otra, sostenía la rodela que le presentaba un escudero. La
mayoría de las espadas estaban al pie del retrato, formando una especie de haz.
Rogué al castellano que encendiera la chimenea de aquella sala y allí me hiciera
traer la cena.
-Mi querido peregrino -me respondió-, no hay inconveniente en que te traigan la cena,
pero te pido muy encarecidamente que te acuestes en mi aposento.
Le pregunté el motivo de esta precaución.
-Yo sé por qué -respondió el castellano-, y te haré poner un lecho junto al mío.
Acepté su proposición con tanto más placer cuanto que era viernes, y temía que
volviera mi visión.
Cuando el castellano fue a ocuparse de mi cena, me puse a observar las armas y
los retratos. Estos, como he dicho, estaban pintados con mucha verdad. A medida que
caía la tarde, los ropajes, de color sombrío, se confundieron en la sombra con el fondo
oscuro del cuadro; y el fuego de la chimenea solo permitía distinguir los rostros: lo cual
tenía algo aterrador, o que a lo menos me pareció tal, porque el estado de mi conciencia
me estremecía como de costumbre.
El castellano trajo mi cena, que consistía en un plato de truchas pescadas en un
arroyo vecino. Trajo también una botella de vino bastante bueno. Yo quería que el
ermitaño cenase también con nosotros, pero no comía sino hierbas hervidas en agua.
He sido siempre puntual en leer mi breviario, cosa obligatoria para los caballeros
profesos, a lo menos en España. Lo saqué pues del bolsillo, así como el rosario, y le dije
al castellano que, como aún no tenía sueño, me quedaría a rezar hasta que avanzara un
poco más la noche, y que él sólo tenía que indicarme el camino de mi aposento.
-Enhorabuena -me respondió-. A medianoche vendrá el ermitaño a rezar en la
capilla contigua; entonces bajarás por esta escalerita y no dejarás de encontrar tu
aposento, cuya puerta dejaré abierta. No te quedes aquí después de medianoche.
El castellano se fue. Empecé a rezar y, de tiempo en tiempo, echaba un leño al
fuego. Pero no me atrevía a pasear los ojos por la sala, pues los retratos parecían
animarse. Si los miraba durante algunos instantes, se hubiese dicho que hacían guiños y
torcían la boca, sobre todo los del senescal y su mujer, que estaban a cada lado de la
chimenea. Me pareció que me lanzaban miradas llenas de amargura y que después se
miraban el uno al otro. Una ráfaga aumentó mis terrores, pues no solo hizo sacudir las
ventanas sino que también agitó el haz de armas, que se entrechocaron
estremeciéndome. Sin embargo, recé fervorosamente..
Por último oí salmodiar al ermitaño y, cuando éste hubo terminado, bajé por la
escalera para llegar al aposento del castellano. Tenía en la mano el resto de una vela,
pero el viento la apagó y subí para encenderla nuevamente. Cuál no sería mi sorpresa
cuando vi al senescal y a su mujer que habían bajado de sus marcos y estaban sentados
junto al fuego. Hablaban familiarmente y podían oírse sus palabras:
-Amiga mía -decía el senescal-, ¿qué te parece el español que ha matado al
comendador sin otorgarle confesión?
-Me parece -respondió el espectro femenino-, me parece, amigo mío, que ha
cometido felonía y perversidad. Y yo, mi señor Taillefer, no dejaría partir al español del
castillo sin arrojarle el guante.
Quedé aterrorizado y me precipité por la escalera; busqué la puerta del castellano
y no pude encontrarla a ciegas. Tenía siempre en la mano mi candela apagada. Pensé en
encenderla y me tranquilicé un poco; traté de persuadirme a mí mismo de que las dos
figuras que había visto junto a la chimenea solo existieron en mi imaginación. Volví a subir
la escalera y, deteniéndome frente a la puerta de la "armería", observé que las dos figuras
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
no estaban junto al fuego, como había creído verlas. Entré pues audazmente, pero
apenas había dado algunos pasos cuando vi en el medio de la sala al señor Taillefer en
guardia y presentándome la punta de su espada. Quise volver a la escalera, pero la
puerta estaba ocupada por la figura de un escudero, que me arrojó un guantelete. No
sabiendo qué hacer, me apoderé de una de las tantas espadas que formaban un haz de
armas y caí sobre mi adversario. Me pareció haberlo partido en dos, pero inmediatamente
recibí una estocada debajo del corazón, que me quemó como lo hubiera hecho un hierro
al rojo. Mi sangre inundó la sala y me desvanecí.
Me desperté por la mañana en el aposento del castellano. No viéndome llegar, se
había provisto de agua bendita y había acudido a buscarme. Me había encontrado en el
suelo, sin conocimiento, pero sin herida alguna. La que yo había creído recibir era un
hechizo. El castellano no me hizo preguntas y me aconsejó que dejara el castillo.
Partí y tomé el camino de España. Pasé ocho días en Bayona. Llegué un viernes y me
alojé en un albergue. En medio de la noche me desperté sobresaltado y vi frente a mi
lecho al señor Taillefer, que me amenazaba con su espada. Hice la señal de la cruz y el
espectro pareció deshacerse en humo. Pero sentí la misma estocada que había creído
recibir en el castillo de Tête-Foulque. Me pareció que estaba bañado en sangre. Quise
llamar y levantarme, pero una y otra cosa me fueron imposibles. Esta angustia indecible
duró hasta el primer canto del gallo. Entonces me volví a dormir, pero al día siguiente
estuve enfermo y en un lamentable estado. Tuve la misma visión todos los viernes. Las
prácticas devotas no han podido librarme de ella. La melancolía me conducirá a la tumba,
y allí descenderé antes de haber podido librarme de las potencias de Satán. Un resto de
esperanza en la misericordia divina me sostiene aún y me permite soportar mis males.
FIN
COMPRENSIÓN DE LECTURA
•
Resuelve en el cuaderno lo siguiente:
1. ¿Qué tipo de narrador utiliza esta historia? ¿Qué efecto provoca?
2. ¿Quiénes son las "honorate"? ¿Qué papel juegan en la historia?
3. ¿Por qué se batieron a duelo el protagonista y el comendador?
4. ¿Qué sucedió luego del duelo?
5. ¿Cómo esperaba el protagonista acabar con su tormenta?
¿Se cumplió su espectativa?
6. ¿Alguna persona más vio al fantasma? ¿Realmente existió?
¿Por qué?
7. ¿Qué busca explorar esta historia?
8. ¿Cómo interpretas el castigo o penitencia que debía realizar el protagonista en el
castillo del comendador?
9. ¿Qué opinas de los duelos? Teniendo en cuenta que pertenecen a otra cultura y
a otro tiempo, ¿crees que incluso allí era justificado?
10. ¿Qué reflexión final hace el protagonista? ¿Estás de acuerdo con su destino?
¿Por qué?
11. Dibuja una parte de la historia.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
LA DECISIÓN DE RANDOLPH
CARTER
CAPACIDAD:
• Leer y analizar la lectura La decisión de Randolph Carter.
• Utilizar apropiadamente la técnica del subrayado en los textos.
La Decisión de Randolph Carter
Autor: HOWARD LOVECRAFT PHILLIPS
Les repito que no sé qué ha sido de Harley Warren, aunque pienso -y casi espero- que
ya disfruta de la paz del olvido, si es que semejante bendición existe en alguna parte. Es
cierto que durante cinco años fui su más íntimo amigo, y que he compartido parcialmente
sus terribles investigaciones sobre lo desconocido. No negaré, aunque mis recuerdos son
inciertos y confusos, que este testigo de ustedes pueda habernos visto juntos como dice,
a las once y media de aquella terrible noche, por la carretera de Gainsville, camino del
pantano del Gran Ciprés. Incluso puedo afirmar que llevábamos linternas y palas, y un
curioso rollo de cable unido a ciertos instrumentos, pues todas estas cosas han
desempeñado un papel en esa única y espantosa escena que permanece grabada en mi
trastornada memoria. Pero debo insistir en que, de lo que sucedió después, y de la razón
por la cual me encontraron solo y aturdido a la orilla del pantano a la mañana siguiente,
no sé más que lo que he repetido una y otra vez. Ustedes me dicen que no hay nada en el
pantano ni en sus alrededores que hubiera podido servir de escenario de aquel terrible
episodio. Y yo respondo que no sé más de lo que vi. Ya fuera visión o pesadilla -deseo
fervientemente que así haya sido-, es todo cuanto puedo recordar de aquellas horribles
horas que viví, después de haber dejado atrás el mundo de los hombres. Pero por qué no
regresó Harley Warren es cosa que solo él, o su sombra -o alguna innombrable criatura
que no me es posible describir-, podrían contar.
Como he dicho antes, yo estaba bien enterado de los sobrenaturales estudios de
Harley Warren, y hasta cierto punto participé en ellos. De su inmensa colección de libros
extraños sobre temas prohibidos, he leído todos aquellos que están escritos en las
lenguas que yo domino; pero son pocos en comparación con los que están en lenguas
que desconozco. Me parece que la mayoría están en árabe; y el infernal libro que provocó
el desenlace -volumen que él se llevó consigo fuera de este mundo-, estaba escrito en
caracteres que jamás he visto en ninguna otra parte. Warren no me dijo jamás de qué se
trataba exactamente. En cuanto a la naturaleza de nuestros estudios, ¿debo decir
nuevamente que ya no recuerdo nada con certeza? Y me parece misericordioso que así
sea porque se trataba de estudios terribles, a los que yo me dedicaba más por morbosa
fascinación que por una inclinación real. Warren me dominó siempre, y a veces le temía.
Recuerdo cómo me estremecí la noche anterior a que sucediera aquello, al contemplar la
expresión de su rostro mientras me explicaba con todo detalle por qué, según su teoría,
ciertos cadáveres no se corrompen jamás, sino que se conservan carnosos y frescos en
sus tumbas durante mil años. Pero ahora ya no le tengo miedo a Warren, pues sospecho
que ha conocido horrores que superan mi entendimiento. Ahora temo por él.
Confieso una vez más que no tengo una idea clara de cuál era nuestro propósito
aquella noche. Desde luego, se trataba de algo relacionado con el libro que Warren
llevaba consigo -con ese libro antiguo, de caracteres indescifrables, que se había traído
de la India un mes antes-; pero juro que no sé qué es lo que esperábamos encontrar. El
testigo de ustedes dice que nos vio a las once y media en la carretera de Gainsville, de
camino al pantano del Gran Ciprés. Probablemente es cierto, pero yo no lo recuerdo con
precisión. Solamente se ha quedado grabada en mi alma una escena, y puede que
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
ocurriese mucho después de la medianoche, pues recuerdo una opaca luna creciente ya
muy alta en el cielo vaporoso.
Ocurrió en un cementerio antiguo; tan antiguo que me estremecí ante los innumerables
vestigios de edades olvidadas. Se hallaba en una hondonada húmeda y profunda,
cubierta de espesa maleza, musgo y yerbas extrañas de tallo rastrero, en donde se sentía
un vago hedor que mi ociosa imaginación asoció absurdamente con rocas corrompidas.
Por todas partes se veían signos de abandono y decrepitud. Me sentía perturbado por la
impresión de que Warren y yo éramos los primeros seres vivos que interrumpíamos un
letal silencio de siglos. Por encima de la orilla del valle, una luna creciente asomó entre
fétidos vapores que parecían emanar de ignoradas catacumbas; y bajo sus rayos
trémulos y tenues puede distinguir un repulsivo panorama de antiguas lápidas, urnas,
cenotafios y fachadas de mausoleos, todo convertido en escombros musgosos y
ennegrecido por la humedad, y parcialmente oculto en la densa exuberancia de una
vegetación malsana.
La primera impresión vívida que tuve de mi propia presencia en esta terrible necrópolis
fue el momento en que me detuve con Warren ante un sepulcro semidestruido y dejamos
caer unos bultos que al parecer habíamos llevado. Entonces me di cuenta de que tenía
conmigo una linterna eléctrica y dos palas, mientras que mi compañero llevaba otra
linterna y un teléfono portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que parecíamos
conocer el lugar y nuestra misión allí; y, sin demora, tomamos nuestras palas y
comenzamos a quitar el pasto, las yerbas, matojos y tierra de aquella morgue plana y
arcaica. Después de descubrir enteramente su superficie, que consistía en tres inmensas
losas de granito, retrocedimos unos pasos para examinar la sepulcral escena. Warren
pareció hacer ciertos cálculos mentales. Luego regresó al sepulcro, y empleando su pala
como palanca, trató de levantar la losa inmediata a unas ruinas de piedra que
probablemente fueron un monumento. No lo consiguió, y me hizo una seña para que lo
ayudara. Finalmente, nuestra fuerza combinada aflojó la piedra y la levantamos hacia un
lado.
La losa levantada reveló una negra abertura, de la cual brotó un tufo de gases
miasmáticos tan nauseabundo que retrocedimos horrorizados. Sin embargo, poco
después nos acercamos de nuevo al pozo, y encontramos que las exhalaciones eran
menos insoportables. Nuestras linternas revelaron el arranque de una escalera de piedra,
sobre la cual goteaba una sustancia inmunda nacida de las entrañas de la tierra, y cuyos
húmedos muros estaban incrustados de salitre. Y ahora me vienen por primera vez a la
memoria las palabras que Warren me dirigió con su melodiosa voz de tenor; una voz
singularmente tranquila para el pavoroso escenario que nos rodeaba:
-Siento tener que pedirte que aguardes en el exterior -dijo-, pero sería un crimen
permitir que baje a este lugar una persona de tan frágiles nervios como tú. No puedes
imaginarte, ni siquiera por lo que has leído y por lo que te he contado, las cosas que voy a
tener que ver y hacer. Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que nadie que no tenga una
voluntad de acero pueda pasar por él y regresar después a la superficie vivo y en su sano
juicio. No quiero ofenderte, y bien sabe el cielo que me gustaría tenerte conmigo; pero, en
cierto sentido, la responsabilidad es mía y no podría llevar a un manojo de nervios como
tú a una muerte probable o a la locura. ¡Ya te digo que no te puedes imaginar cómo son
realmente estas cosas! Pero te doy mi palabra de mantenerte informado, por teléfono, de
cada uno de mis movimientos. ¡Tengo aquí cable suficiente para llegar al centro de la
tierra y volver!
Aún resuenan en mi memoria aquellas serenas palabras, y todavía puedo recordar mis
objeciones. Parecía yo desesperadamente ansioso de acompañar a mi amigo a aquellas
profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible. Incluso amenazó con abandonar
la expedición si yo seguía insistiendo, amenaza que resultó eficaz, pues solo él poseía la
clave del asunto. Recuerdo aún todo esto, aunque ya no sé qué buscábamos. Después
de haber conseguido mi reacia aceptación de sus propósitos, Warren levantó el carrete de
62
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
cable y ajustó los aparatos. A una señal suya, tomé uno de estos y me senté sobre la
lápida añosa y descolorida que había junto a la abertura recién descubierta. Luego me
estrechó la mano, se cargó el rollo de cable y desapareció en el interior de aquel
indescriptible osario.
Durante un minuto seguí viendo el brillo de su linterna y oyendo el crujido del cable a
medida que lo iba soltando; pero la luz desapareció abruptamente, como si mi compañero
hubiera doblado un recodo de la escalera, y el crujido dejó de oírse también casi al mismo
tiempo. Me quedé solo; pero estaba en comunicación con las desconocidas
profundidades por medio de aquellos hilos mágicos cuya superficie aislante aparecía
verdosa bajo la pálida luna creciente.
Consulté constantemente mi reloj a la luz de la linterna eléctrica y escuché con febril
ansiedad por el receptor del teléfono, pero no logré oír nada por más de un cuarto de
hora. Luego sonó un chasquido en el aparato y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar
de lo aprehensivo que era, no estaba preparado para escuchar las palabras que me
llegaron de aquella misteriosa bóveda, pronunciadas con la voz más desgarrada y
temblorosa que le oyera a Harley Warren. Él, que con tanta serenidad me había
abandonado poco antes, me hablaba ahora desde abajo con un murmullo trémulo, más
siniestro que el más estridente alarido:
-¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que veo yo!
No pude contestar. Enmudecido, solo me quedaba esperar. Luego volví a oír sus
frenéticas palabras:
-¡Carter, es terrible..., monstruoso..., increíble!
Esta vez no me falló la voz y derramé por el transmisor un aluvión de excitadas
preguntas. Aterrado, seguí repitiendo:
-¡Warren! ¿Qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca por el miedo, teñida ahora de
desesperación:
-¡No te lo puedo decir, Carter! Es algo que no se puede imaginar... No me atrevo a
decírtelo... Ningún hombre podría conocerlo y seguir vivo... ¡Dios mío! ¡Jamás imaginé
algo así!
Otra vez se hizo el silencio, interrumpido por mi torrente de temblorosas preguntas.
Después se oyó la voz de Warren, en un tono de salvaje terror:
-¡Carter, por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate de aquí, si puedes!...
¡Rápido! Déjalo todo y vete... ¡Es tu única oportunidad! ¡Hazlo y no me preguntes más!
Lo oí, pero solo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. Estaba rodeado de
tumbas, de oscuridad y de sombras; y abajo se ocultaba una amenaza superior a los
límites de la imaginación humana. Pero mi amigo se hallaba en mayor peligro que yo, y en
medio de mi terror, sentí un vago rencor de que pudiera considerarme capaz de
abandonarlo en tales circunstancias. Más chasquidos y, después de una pausa, se oyó un
grito lastimero de Warren:
-¡Esfúmate! ¡Por el amor de Dios, pon la losa y esfúmate, Carter!
Aquella jerga infantil que acababa de emplear mi horrorizado compañero me devolvió
mis facultades. Tomé una determinación y le grité:
-¡Warren, ánimo! ¡Voy para abajo!
Pero, a este ofrecimiento, el tono de mi interlocutor cambió a un grito de total
desesperación:
-¡No! ¡No puedes entenderlo! Es demasiado tarde... y la culpa es mía. Pon la losa y
corre... ¡Ni tú ni nadie puede hacer nada ya!
El tono de su voz cambió de nuevo; había adquirido un matiz más suave, como de una
desesperanzada resignación. Sin embargo, permanecía en él una tensa ansiedad por mí.
-¡Rápido..., antes de que sea demasiado tarde!
63
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
Traté de no hacerle caso; intenté vencer la parálisis que me retenía y cumplir con mi
palabra de correr en su ayuda, pero lo que murmuró a continuación me encontró aún
inerte, encadenado por mi absoluto horror.
-¡Carter..., apúrate! Es inútil..., debes irte..., mejor uno solo que los dos... la losa...
Una pausa, otro chasquido y luego la débil voz de Warren:
-Ya casi ha terminado todo... No me hagas esto más difícil todavía... Cubre esa escalera
maldita y salva tu vida... Estás perdiendo tiempo... Adiós, Carter..., nunca te volveré a ver.
Aquí, el susurro de Warren se dilató en un grito; un grito que se fue convirtiendo
gradualmente en un alarido preñado del horror de todos los tiempos...
-¡Malditas sean estas criaturas infernales..., son legiones! ¡Dios mío! ¡Esfúmate!
¡¡Vete!! ¡¡¡Vete!!!
Después, el silencio. No sé durante cuánto tiempo permanecí allí, estupefacto,
murmurando, susurrando, gritando en el teléfono. Una y otra vez, por todos esos eones,
susurré y murmuré, llamé, grité, chillé:
-¡Warren! ¡Warren! Contéstame, ¿estás ahí?
Y entonces llegó hasta mí el mayor de todos los horrores, lo increíble, lo impensable y
casi inmencionable. He dicho que me habían parecido eones el tiempo transcurrido desde
que oyera por última vez la desgarrada advertencia de Warren, y que solo mis propios
gritos rompían ahora el terrible silencio. Pero al cabo de un rato, sonó otro chasquido en
el receptor, y agucé mis oídos para escuchar. Llamé de nuevo:
-¡Warren!, ¿estás ahí?
Y en respuesta, oí lo que ha provocado estas tinieblas en mi mente. No intentaré,
caballeros, dar razón de aquella cosa -aquella voz- ni me aventuraré a describirla con
detalle, pues las primeras palabras me dejaron sin conocimiento y provocaron una laguna
en mi memoria que duró hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Diré que la
voz era profunda, hueca, gelatinosa, lejana, ultraterrena, inhumana, espectral? ¿Qué
debo decir? Esto fue el final de mi experiencia, y aquí termina mi relato. Oí la voz, y no
supe más... La oí allí, sentado, petrificado en aquel desconocido cementerio de la
hondonada, entre los escombros de las lápidas y tumbas desmoronadas, la vegetación
putrefacta y los vapores corrompidos. Escuché claramente la voz que brotó de las
recónditas profundidades de aquel abominable sepulcro abierto, mientras a mi alrededor
miraba las sombras amorfas necrófagas, bajo una maldita luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
-¡Tonto, Warren ya está MUERTO!
COMPRENSIÓN DE LECTURA
I.
COMPRENSIÓN
1. ¿Cuál es el escenario de este fatal incidente?
..................................................................................................................................
2. ¿Para qué habían ido a ese lugar?
..................................................................................................................................
3. ¿Cómo se dividieron los trabajos?
..................................................................................................................................
4. ¿Qué le pidió Warren a Carter?
..................................................................................................................................
5. ¿Qué encedió finalmente, con Warren? ¿Cómo lo supo Carter?
..................................................................................................................................
II.
ANÁLISIS DE LOS ELEMENTOS
A. El narrador
64
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
1. Aunque la aventura detalla como fue la desaparición de Warren, quien cuenta la
historia es su amigo.
¿Qué tipo de narrador ha usado Lovecraft para este cuento?
..................................................................................................................................
2. Debido al uso de este narrador es que podemos apreciar el misterio que rodea la
desaparición de un personaje. ¿Qué es lo más extraño que puede leerse a través
de lo dicho por Carter?
..................................................................................................................................
B. Argumento
* La introducción
Haciendo una nueva lectura del primer párrafo, nos damos cuenta que es vital
para comprender los sucesos posteriores, pero sobre todo para sacar
deducciones.
1. ¿Por qué razón, Randolf Carter, cuenta todo lo sucedido aquella noche? ¿Ante
quiénes, suponemos, está refiriéndolo?
..................................................................................................................................
2. Se menciona un testigo de los hechos. Sin embargo, este solo puede comprobar
lo sucedido hasta las once y media.
Si tenemos en cuenta que el lugar fue visitado, y que no se encontraron huellas
que sustentan lo referido por Carter, ¿qué conclusiones válidas se pueden hacer
de su testimonio?
..................................................................................................................................
*
III.
El desenlace
En este caso el recurso utilizado por el autor, en la descripción de los hechos, se
basa en lo horripilante e indescriptible del mismo, pues las palabras no bastan
para transmitir el enorme terror que producen.
¿A quién le deja el autor la interpretación del final? ¿Por qué?
..................................................................................................................................
INTERPRETACIÓN
En este cuento jamás sabremos qué es lo que pudo ver Warren en las
profundidades de esa tumba; además, el último que estuvo a su lado no sabe qué
sucedió.
1. ¿Cómo entendemos la personalidad de Warren?
¿Cuál era su mayor anhelo?
..................................................................................................................................
2. ¿Crees que existe un "Harley Warren" en cada uno de nosotros?
¿Por qué?
..................................................................................................................................
3. ¿Qué palabra calificaría la actitud de Randolf Carter?
¿Crees que fue válido su proceder? ¿Por qué?
..................................................................................................................................
4. El temor a lo desconocido es innato en el ser humano desde esta óptica. ¿Cuán
creíble es el personaje de Carter?
..................................................................................................................................
65
IV.
V.
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
VALORACIÓN
15. Piensa y responde con sensatez. ¿Hasta qué punto ayudarías a un amigo que se
encuentra en peligro?
¿Tendrías un límite? ¿Lo ayudarías bajo cualquier circunstancia?
..................................................................................................................................
DIBUJA UNA ESCENA DEL CUENTO.
REDACCIÓN
Técnicas de estudio:
EL SUBRAYADO
¿QUÉ ES SUBRAYAR?
Es destacar mediante un trazo (líneas, rayas u otras señales) las frases esenciales y
palabras claves de un texto.
¿Por qué es conveniente subrayar?
•
Porque llegamos con rapidez a la comprensión de la estructura y organización de un
texto.
•
Ayuda a fijar la atención.
•
Favorece el estudio activo y el interés por captar lo esencial de cada párrafo.
•
Se incrementa el sentido crítico de la lectura porque destacamos lo esencial de lo
secundario.
•
Una vez subrayado podemos repasar mucha materia en poco tiempo.
•
Es condición indispensable para confeccionar esquemas y resúmenes.
•
Favorece la asimilación y desarrolla la capacidad de análisis y síntesis.
¿Qué debemos subrayar?
•
La idea principal, que puede estar al principio, en medio o al final de un párrafo. Hay
que buscar ideas.
•
Palabras técnicas o específicas del tema que estamos estudiando y algún dato
relevante que permita una mejor comprensión.
•
Para comprobar que hemos subrayado correctamente podemos hacernos preguntas
sobre el contenido y sí las respuestas están contenidas en las palabras subrayadas
entonces, el subrayado estará bien hecho.
¿Cómo detectamos las ideas más importantes para subrayar?
•
Son las que dan coherencia y continuidad a la idea central del texto.
•
En torno a ellas son las que giran las ideas secundarias.
¿Cómo se debe subrayar?
•
Mejor con lápiz que con lapicero. Solo los libros y textos propios.
•
Utilizar lápices de colores. Un color para destacar las ideas principales y otro distinto
para las ideas secundarias.
•
Sí utilizamos un lápiz de un único color podemos diferenciar el subrayado con
distintos tipos de líneas.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
¿Cuándo se debe subrayar?
•
Nunca en la primera lectura porque podríamos subrayar frases o palabras que no
expresen el contenido del tema.
•
Las personas que están muy entrenadas en lectura comprensiva deberán hacerlo
en la segunda lectura.
•
Las personas menos entrenadas en una tercera lectura.
•
Cuando conocemos el significado de todas las palabras en sí mismas y en el
contexto en que se encuentran expresadas.
ACTIVIDADES
Subraya las partes más importantes del texto y justifica tu decisión. Luego elabora un
esquema con las ideas principales.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
Bahía de San Fernando en Marcona debe ser protegida
Autor: JOSÉ ROSALES VARGAS
En las vastas soledades de la ensenada de San Fernando, en la localidad portuaria de
San Juan de Marcona (Ica), habitan en perfecta armonía con la naturaleza una diversidad
de especies marinas, aves y mamíferos. Sin embargo, esta valiosa fauna silvestre
comienza a sentir los estragos de la presencia cada vez más frecuente de grupos de
turistas que arriban sin ningún control a este bello recinto salpicado de acantilados y
profundos farallones.
El arribo de estos visitantes que deben cruzar el desierto por un camino arenado, que
comienza en el sector de Poroma, a la altura del kilómetro 462 de la Panamericana Sur,
es promocionado desde hace algunos meses por agencias turísticas que operan en
Nasca.
"Este nuevo destino turístico se ofrece a los visitantes después de la venta de estos
terrenos a una empresa que proyecta levantar un gran complejo hotelero y turístico",
afirmaron algunos operadores consultados.
La Subasta
Precisamente, el 25 de julio del 2003, Pro Inversión vendió al consorcio Nasca Ecológico más de 498 hectáreas de la ensenada. El precio que pagó la empresa por esta
enorme porción de tierra fue de US$17,500.
La venta de estos terrenos ha motivado en los dos últimos años el unánime rechazo de
las autoridades de esta región, así como de diversos especialistas y un gran sector de
esta población portuaria. Todos ellos han exigido de manera reiterada a Pro Inversión que
declare la nulidad de esta subasta, ya que no solamente se ha vendido una zona
intangible que se caracteriza por su vasta riqueza natural y biológica, sino porque en este
proceso existen serios vicios e irregularidades.
"Se han vendido terrenos eriazos con fines agrícolas cuando el predio no es apto para
estos usos por estar en pleno litoral. En el proceso se han evidenciado graves errores
técnicos, ya que la resolución suprema que declara la libre disponibilidad de estos
terrenos omitió la ubicación de la ensenada dentro de la jurisdicción del distrito de
Marcona", sostiene la alcaldesa distrital Leticia Ramírez Rodríguez.
Ante estas irregularidades la autoridad municipal ha solicitado al Ministerio de
Agricultura que designe una comisión técnica del Inrena para que no sólo determine los
límites y la jurisdicción de este distrito sino, sobre todo, confirme y ratifique la existencia
de la vasta riqueza biológica que hay en la ensenada.
Fuente: EL COMERCIO
La máscara de la muerte roja
Autor: EDGAR ALLAN POE
La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste
había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el
horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, luego los
poros sangraban y sobrevenía l a muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara
de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y
la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios
quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se
retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era esta de amplia y
magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto
del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran
de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos
impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada.
Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo
exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe
había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores,
bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado
de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más
terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de
la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa
los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la
mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta,
pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista
alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía
esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal
irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta
metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e
izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor
cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya
coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo,
la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus
ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los
vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La
cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta,
con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de
terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una
alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no
correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban
de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras
no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería,
y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero
cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente
cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como
fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los
cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un
efecto terriblemente siniestro y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes
penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este
aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su
péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero
había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del
mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis
eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir
momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes
cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad
reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible
observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban
la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño.
Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos
se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían
en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del tiempo que huye,
el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus
ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los
caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones
brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus
cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la
seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte
de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la
elección de los disfraces.
Grotescos eran estos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo
picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos
incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en
aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos
sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los
aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus
pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento
todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados,
rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un
instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la
música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales
irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se
aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de
sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose
en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne
que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras
estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el
corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que
comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la
música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y
como antes, se produjo en todo una sensacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía
tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en
mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada
a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón
se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para
advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la
atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva
presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente,
espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de
describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante
conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en
cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe
toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin
emoción. Aun el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente
un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes
parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban
ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una
mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un
cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para
descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar,
semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la
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Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el
rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con
un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los
bailarines), convulsionose en el primer momento con un estremecimiento de terror o de
disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-,
quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y
desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del
este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias,
pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una
señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento
azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso,
quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno
y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia desenmascarado había
producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin
impedimentos, pasó este a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia
retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando
ininterrumpidamente, pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había
distinguido. Y de la cámara azul pasó a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a
la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera
decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la
vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis
aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en
mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que
seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se
volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía
resplandeciente sobre la negra alfombra y el príncipe Próspero se desplomaba muerto.
Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al
aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta
e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al
descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no
contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un
ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía
manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida
del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de
los trípodes expiraron. Y las tinieblas y la corrupción y la Muerte Roja lo dominaron todo.
COMPRENSIÓN DE LECTURA
Contesta:
1. ¿En qué época está ambientada la historia?
2. ¿Cuál es el escenario en el que transcurren los hechos?
3. ¿Qué intenta hacer el Príncipe Próspero? ¿Qué demuestra con su actitud?
4. ¿Cómo son los disfraces de los invitados? ¿Qué es lo que destaca en ellos?
5. ¿Cuánto tiempo estuvieron encerrados? ¿Qué sentido tiene hacer un baile en estas
condiciones? ¿Qué querían demostrar?
6. ¿Cómo calificarías esa actitud?
7. ¿Cuál es el elemento que acompaña con su sonido a los personajes? ¿Qué
representa?
8. ¿Qué significan las doce campanadas? ¿Qué efecto tiene en los invitados?
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9. ¿Cuáles son los colores que tienen las habitaciones del castillo? ¿Qué representan?
10. ¿Qué personaje se presenta al baile de máscaras? ¿Qué reacción provoca en los
invitados?
11. ¿Cómo se describe al Príncipe Próspero? ¿Qué tipo de persona era? ¿Qué te
parece su actitud?
12. ¿Que interpretación podemos dar del final del relato? ¿Existe algún mensaje de tipo
moral, religioso o de otra naturaleza?
13. ¿Son los personajes de esta historia trabajados psicológicamente o solo parecen
unos muñecos títeres manejados por el destino? ¿Por qué?
14. Elabora un resumen del cuento leído.
15. Dibuja la historia en seis cuadros que relaten visualmente la trama.
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TERROR
CAPACIDAD:
• Disfrutar de la lectura y el análisis del cuento El caso de Lady Sannox.
•
Utilizar adecuadamente la ténica del resumen en determinados textos.
El caso de Lady Sannox
Autor: ARTHUR CONAN DOYLE
Las relaciones entre Douglas Stone y la conocidísima lady Sannox eran cosa sabida
tanto en los círculos elegantes a los que ella pertenecía en calidad de miembro brillante,
como en los organismos científicos que lo contaban a él entre sus más ilustres cofrades.
Por esta razón, al anunciarse cierta mañana que la dama había tomado de una manera
resuelta y definitiva el velo de religiosa, y que el mundo no volvería a saber más de ella,
se produjo, como es natural, un interés que alcanzó a muchísima gente. Pero cuando a
este rumor siguió de inmediato la seguridad de que el célebre cirujano, el hombre de
nervios de acero, había sido encontrado una mañana por su ayuda de cámara sentado al
borde de su cama, con una placentera sonrisa en el rostro y las dos piernas metidas en
una sola pernera de su pantalón, y que aquel gran cerebro valía ahora lo mismo que una
gorra llena de sopa, el tema resultó suficientemente sensacional para que se
estremeciesen ciertas gentes que creían tener su sistema nervioso a prueba de esa clase
de sensación.
Douglas Stone fue en su juventud uno de los hombres más extraordinarios de
Inglaterra. La verdad es que apenas si podía decirse, en el momento de ocurrir este
pequeño incidente, que hubiese pasado esa juventud, porque sólo tenía entonces treinta y
nueve años. Quienes lo conocían a fondo sabían perfectamente que, a pesar de su
celebridad como cirujano, Douglas Stone habría podido triunfar con rapidez aún mayor en
una docena de actividades distintas. Podía haberse abierto el camino hasta la fama como
soldado o haber forcejeado hasta alcanzarla como explorador; podía haberla buscado con
empaque y solemnidad en los tribunales, o bien habérsela construido de piedra y de
hierro actuando de ingeniero. Había nacido para ser grande porque era capaz de
proyectar lo que otros hombres no se atrevían a llevar a cabo, y de llevar a cabo lo que
otros hombres no se atrevían a proyectar. Nadie le alcanzaba en cirugía. Su frialdad de
nervios, su cerebro y su intuición eran cosa fuera de lo corriente. Una y otra vez su bisturí
alejó la muerte, aunque al hacerlo hubiese tenido que rozar las fuentes mismas de la vida,
mientras sus ayudantes empalidecían tanto como el hombre operado. ¿No queda aún en
la zona del sur de Marylebone Road y del norte de Oxford Street el recuerdo de su
energía, de su audacia y de su plena seguridad en sí mismo?
Tan destacados como sus virtudes eran sus vicios, siendo, además, infinitamente más
pintorescos. Aunque sus rentas eran grandes, y aunque era, en cuanto a ingresos
profesionales, el tercero entre todos los de Londres, todo ello no le alcanzaba para el tren
de vida en que se mantenía. En lo más hondo de su complicada naturaleza había una
abundante vena de sensualidad y Douglas Stone colocaba todos los productos de su vida
al servicio de la misma. Era esclavo de la vista, del oído, del tacto, del paladar. El aroma
de los vinos añejos, el perfume de lo raro y exótico, las curvas y tonalidades de las más
finas porcelanas de Europa se llevaban el río de oro al que daba rápido curso. Y de pronto
lo acometió aquella loca pasión por lady Sannox. Una sola entrevista, con dos miradas
desafiadoras y unas palabras cuchicheadas al oído, la convirtieron en hoguera. Ella era la
mujer más adorable de Londres y la única que existía para él. Él era uno de los hombres
más bellos de Londres, pero no era el único que existía para ella. Lady Sannox era
aficionada a variar y se mostraba amable con muchos de los hombres que la cortejaban.
Quizá fuese esa la causa y quizá fuese el efecto; el hecho es que lord Sannox, el marido,
parecía tener cincuenta años, aunque en realidad sólo había cumplido los treinta y seis.
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Era hombre tranquilo, callado, sin color, de labios delgados y párpados voluminosos,
muy aficionado a la jardinería y dominado completamente por inclinaciones hogareñas.
Antaño había mostrado aficiones a los escenarios; llegó incluso a alquilar un teatro en
Londres, y en el escenario de ese teatro conoció a miss Marion Dawson, a la que ofreció
su mano, su título y la tercera parte de un condado. Aquella primera afición suya se le
había hecho odiosa después de su matrimonio. No se lograba convencerle de que
mostrase ni siquiera en representaciones particulares el talento de actor que tantas veces
había demostrado poseer. Era más feliz con una azadilla y con una regadera entre sus
orquídeas y crisantemos.
Resultaba problema interesantísimo el de saber si aquel hombre estaba desprovisto
por completo de sensibilidad, o si carecía lamentablemente de energía. ¿Estaba, acaso,
enterado de la conducta de su esposa y la perdonaba, o era sólo un hombre ciego,
caduco y estúpido? Era ése un problema propio para servir de pábulo a las
conversaciones en los saloncitos coquetones en que se tomaba el té y en las ventanas
saledizas de los clubes, mientras se saboreaba un cigarro. Los comentarios que hacían
los hombres de su conducta eran duros y claros. Solo un hombre habría podido hablar en
favor suyo, pero ese hombre era el más callado de todos los que frecuentaban el salón de
fumadores. Ese individuo le había visto domar un caballo en sus tiempos de universidacl,
y su manera de hacerlo le hahía dejado una impresión duradera.
Pero cuando Douglas Stone llegó a ser el favorito, cesaron de una manera definitiva
todas las dudas que se tenían sobre si lord Sannox conocía o ignoraba aquellas cosas.
Tratándose de Stone no cabían subterfugios, porque, como era hombre impetuoso y
violento, dejaba de lado las precauciones y toda discreción. El escándalo llegó a ser
público y notorio. Un organismo docto hizo saber que había borrado el nombre de Stone
de la lista de sus vicepresidentes. Hubo dos amigos que le suplicaron que tuviese en
cuenta su reputación profesional. Douglas Stone abrumó con su soberbia a los tres, y
gastó cuarenta guineas en una ajorca que llevó de regalo en su visita a la dama. Él la
visitaba todas las noches en su propia casa, y ella se paseaba por las tardes en el coche
del cirujano. Ninguno de los dos realizó la menor tentativa para ocultar sus relaciones;
pero se produjo, al fin, un pequeño incidente que las interrumpió.
Era una noche de invierno, triste, muy fría y ventosa. Ululaba el viento en las
chimeneas y sacudía con estrépito las ventanas. A cada nuevo suspiro del viento oíase
sobre los cristales un tintineo de la fina lluvia que tamborileaba en ellos, apagando por un
instante el monótono sonido del agua que caía de los aleros. Douglas Stone había
terminado de cenar y estaba junto a la chimenea de su despacho, con una copa de rico
oporto sobre la mesa de malaquita que tenía a su lado. Al acercarla hacia sus labios la
miró a contraluz de la lámpara, contemplando con pupila de entendido las minúsculas
escamitas de flor de vino, de un vivo color rubí que flotaban en el fondo. El fuego
llameante proyectaba reflejos súbitos sobre su cara audaz y de fuerte perfil. De grandes
ojos grises, labios gruesos pero tensos, y de mandíbula fuerte y en escuadra, tenía algo
de romano en su energía y animalidad. Al arrellanarse en su magnífico sillón, Douglas
Stone se sonreía de cuando en cuando. A decir verdad, tenía derecho a sentirse
complacido: contrariando la opinión de seis de sus colegas, había llevado a cabo ese
mismo día una operación de la que solo podían citarse dos casos hasta entonces, y el
resultado obtenido superaba todas las esperanzas. No había en Londres nadie con la
audacia suficiente para proyectar, ni con la habilidad necesaria para poner en obra, aquel
recurso heroico.
Pero Douglas Stone había prometido a lady Sannox que pasaría con ella la velada y eran
ya las ocho y media. Había alargado la mano hacia el llamador de la campanilla para
pedir el coche, cuando llegó a sus oídos el golpe sordo del aldabón de la puerta de calle.
Se oyó un instante después ruido de pies en el vestíbulo y el golpe de una puerta que se
cerraba.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
-Señor, en la sala de consulta hay un enfermo que desea verlo -dijo el ayuda de
cámara.
-¿Se trata del mismo paciente?
-No, señor, creo que desea que salga usted con él.
-Es demasiado tarde exclamó Douglas Stone con irritación-. No iré.
-Ésta es la tarjeta del que espera, señor.
El ayuda de cámara se la presentó en la bandeja de oro que la esposa de un primer
ministro había regalado a su amo.
-¡Hamil Alí Smyrna! ¡Ejem!, supongo que se trata de un turco.
-Así es, señor. Parece que hubiera llegado del extranjero, señor, y se encuentra en un
estado espantoso.
-¡Vaya! El caso es que tengo un compromiso y he de marchar a otra parte. Pero lo
recibiré. Hágalo pasar, Pim.
Unos momentos después, el ayuda de cámara abría de par en par la puerta y dejaba
paso a un hombre pequeño y decrépito, que caminaba con la espalda inclinada,
adelantando el rostro y parpadeando como suelen hacerlo las personas muy cortas de
vista. Tenía el rostro muy moreno y el pelo y la barba de un color negro muy oscuro.
Sostenía en una mano un turbante de muselina blanca con listas encarnadas, y en la otra,
una pequeña bolsa de gamuza.
-Buenas noches -dijo Douglas Stone, una vez que el criado cerró la puerta-. ¿Habla
usted inglés, verdad?
-Sí, señor. Yo procedo del Asia Menor, pero hablo algo de inglés, lentamente.
-Tengo entendido que usted quiere que yo le acompañe fuera de casa.
-En efecto, señor. Tengo gran deseo de que examine usted a mi esposa.
-Puedo hacerlo mañana por la mañana porque esta noche tengo una cita que me
impide visitar a su esposa.
La respuesta del turco fue por demás original.
Aflojó la cuerda que cerraba la boca del bolso de gamuza, y vertió un río de oro sobre
la mesa, diciendo:
-Ahí tiene cien libras, y le aseguro que la visita no le llevará más de una hora. Tengo a
la puerta un carruaje.
Douglas Stone consultó su reloj. Una hora de retraso le daría tiempo aún para visitar a
lady Sannox. En otras ocasiones la había visitado a una hora más tardía. Aquellos
honorarios eran muy elevados. En los últimos tiempos lo apremiaban los acreedores y no
podía desperdiciar una ocasión así. Iría.
-¿De qué enfermedad se trata?-preguntó.
-¡Oh, es un caso muy triste! ¡Un caso muy triste y único! ¿Oyó usted hablar alguna vez
de los puñales de los almohades?
-Nunca.
-Pues bien: se trata de unos puñales o dagas del Oriente que tienen gran antigüedad y
que son de una forma característica, con la empuñadura parecida a lo que ustedes llaman
un estribo. Yo negocio en antigüedades, y por esa razón he venido a Inglaterra desde
Esmirna; pero regreso la semana que viene. Traje un gran acopio de artículos, y aún me
quedan algunos. Para desconsuelo mío, entre esos artículos que me quedaban está uno
de esos puñales de que le hablo.
-Permítame, señor, que le recuerde que tengo una cita -dijo el cirujano, con algo de
irritación-. Limítese, por favor, a los detalles indispensables.
-Ya verá usted que éste lo es. Mi esposa tuvo hoy un desmayo hallándose en la
habitación en que guardo mi mercancía, y se cayó al suelo, cortándose el labio inferior
con ese maldito puñal de los almohades.
-Comprendo -dijo Douglas Stone poniéndose de pie-. Lo que usted quiere es que le
cure la herida.
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-No, no; porque es algo peor que eso.
-¿De qué se trata, pues?
-De que esos puñales están envenenados.
-¡Envenenados!
-Sí, y no existe nadie en Oriente ni en Occidente que sepa hoy de qué clase de veneno
se trata y con qué se cura.
Conozco esos detalles porque mi padre se dedicó a
este negocio antes que yo, y porque estas armas envenenadas nos han dado mucho
trabajo.
-¿Cuáles son los síntomas?
-Sueño profundo, y la muerte antes de las treinta horas.
-Y usted asegura que no existe cura posible. ¿Por qué razón entonces me paga una
suma tan crecida de honorarios?
-Ninguna droga existe que pueda curar el envenenamiento, pero sí puede curarla el
bisturí.
-¿De qué manera?
-El veneno es de absorción lenta. Permanece horas enteras en la misma herida.
-Según eso, podría limpiarse a fuerza de lavados.
-No, porque ocurre lo mismo que con las mordeduras de reptiles venenosos. El veneno
es demasiado sutil y demasiado mortífero.
-Habrá que extirpar el órgano herido.
-Eso es; si la herida es en un dedo, se arranca el dedo. Es lo que decía siempre mi
padre. Pero piense usted en dónde está la herida en este caso y en que se trata de mi
esposa. ¡Es horrible!
Pero, en asuntos tan dolorosos, el hallarse familiarizado con ellos puede embotar la
simpatía de un hombre. Para Douglas Stone aquel caso era ya interesante, e hizo a un
lado como cosa sin importancia las débiles objeciones del marido, diciendo con
brusquedad:
-Por lo que se ve, no hay otra alternativa. Es preferible perder un labio a perder una
vida.
-Sí, reconozco que eso que dice es cierto. Bien, bien, es el destino, y no hay más
remedio que aceptarlo. Tengo abajo el coche, vendrá usted conmigo y realizará la
operación.
Douglas Stone sacó de un cajón su estuche de bisturíes y se lo metió al bolsillo, junto
con un rollo de vendajes y un paquete de hilas. No podía perder más tiempo si había de
visitar a lady Sannox. Dijo, pues, poniéndose el gabán:
-Estoy dispuesto, si no quiere usted tomar un vaso de vino antes de salir a la fría
temperatura de la noche.
El visitante retrocedió, alzando la mano en señal de protesta:
-Se olvida usted de que soy musulmán y fiel cumplidor de los preceptos del profeta. Sin
embargo, quisiera que me dijese qué contiene la botella de cristal verde que se ha metido
en el bolsillo.
-Es cloroformo.
-También su empleo nos está prohibido. Se trata de un líquido espirituoso y no
podemos emplear semejantes productos.
-¡Cómo! ¿Consentirá que su esposa tenga que pasar por esta operación sin un
anestésico?
-¡Oh, señor! Ella no se dará cuenta de nada. La pobre está sumida ya en el sueño
profundo, el primer efecto de esa clase de veneno. Además la hice tomar nuestro opio de
Esmirna. Vamos, señor, porque ha transcurrido ya una hora.
Cuando salieron a la oscuridad de la calle, una ráfaga de lluvia azotó sus caras, y la
lámpara del vestíbulo, que se bamboleaba colgada del brazo de una cariátide de mármol,
se apagó de golpe. El ayuda de cámara, Pim, cerró la pesada puerta empujando con
todas sus fuerzas para vencer la resistencia del viento, mientras los dos hombres
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avanzaban con cuidado hasta la luz amarilla que indicaba el sitio donde esperaba el
coche. Unos momentos después rodaban con estrépito hacia su punto de destino.
-¿Está lejos?-preguntó Douglas Stone.
-¡Oh, no! Vivimos en un lugar muy tranquilo próximo a Euston Road.
El cirujano oprimió el resorte de su reloj de repetición y escuchó los golpecitos que le
anunciaron la hora. Eran las nueve y cuarto. Calculó las distancias y el poco tiempo que le
llevaría una operación tan sencilla. Para las diez tenía que llegar a casa de lady Sannox.
A través de las ventanas empañadas, veía la danza de los borrosos faroles de gas que
iban quedando atrás, y las ruedas del coche producían un blando siseo al pasar por un
terreno de charcos y de barro. Frente a Douglas Stone blanqueaba débilmente en la
oscuridad el turbante de su cliente. El cirujano palpó dentro de sus bolsillos y dispuso sus
agujas, ligaduras y pinzas, para no perder tiempo cuando llegasen. Rabiaba de
impaciencia y tamborileaba en el suelo con el pie.
El coche fue por fin perdiendo velocidad y se detuvo. Douglas Stone se apeó en el
acto, y el comerciante de Esmirna lo hizo pisándole los talones, y dijo al cochero:
-Espere usted.
Era una casa de aspecto ruin en una calle sórdida y estrecha. El cirujano, que conocía
bien su Londres, echó una rápida ojeada por la oscuridad, pero no observó nada
característico: ni una tienda ni movimiento alguno, nada, en fin, fuera de la doble fila de
casas sin relieve en sus fachadas, de una doble faja de losas húmedas que brillaban a la
luz de la lámpara y de un doble y estrepitoso correr del agua por los arroyos para
precipitarse entre remolinos y gorgoteos por las rejillas de los sumideros. Se encontraron
delante de una puerta descascarada y descolorida, en la que la débil luz que salía por el
abanico de la parte superior servía para poner de relieve el polvo y la suciedad con que
estaba cubierta. En el piso superior brillaba una débil luz amarilla en una de las ventanas
del dormitorio. El comerciante turco llamó con fuertes golpes; cuando se volvió de cara a
la luz Douglas Stone pudo ver que su cara se hallaba contraída de ansiedad. Corrieron un
cerrojo, y apareció en el umbral una mujer anciana con una velita, resguardando la débil
llama con su mano asarmentada.
-¿Sigue todo bien?-jadeó el mercader.
-La señora está tal como usted la dejó.
-¿No habló?
-No, duerme profundamente.
El comerciante cerró la puerta, y Douglas Stone avanzó por el estrecho pasillo,
mirando con sorpresa en torno suyo. No había ni linóleo ni esterilla ni percha de
sombreros. No vio otra cosa que gruesas capas de polvo y tupidas orlas de telarañas por
todas partes. Sus firmes pisadas resonaban con fuerza por toda la casa en silencio,
mientras subía detrás de la anciana por la tortuosa escalera.No había alfombra.
El dormitorio estaba en el segundo descansillo. Douglas Stone entró en él detrás de la
anciana, y seguido inmediatamente por el mercader. Allí por lo menos había muebles,
incluso con exceso. Se veía en el suelo un revoltijo y en los rincones, verdaderas pilas de
vitrinas turcas, mesas incrustadas, cotas de malla, pipas de formas extrañas y armas
grotescas. Por toda luz, había en la pared una lámpara pequeña sostenida por una
horquilla. Douglas Stone la descolgó, se abrió paso entre los trastos viejos y se acercó a
una cama que había en un rincón, y en la que estaba acostada una mujer vestida al estilo
turco, con el yashmak y el velo. Solo la parte inferior de la cara estaba al descubierto, y el
cirujano pudo ver un corte dentado que zigzagueaba por todo el borde del labio inferior.
-Ya perdonará usted que esté tapada con el yashmak, sabiendo lo que los orientales
pensamos acerca de las mujeres -dijo el turco.
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Pero el cirujano pensaba en otra cosa distinta que el yashmak. Aquello no era una
mujer para él, sino simplemente un caso. Se inclinó y examinó con cuidado la herida, y
dijo:
-No existen señales de inflamación. Podríamos retrasar la operación hasta que se
desarrollen los síntomas locales.
-¡Oh señor, señor! -dijo el mercader-. No ande con nimiedades. Usted no sabe lo que
es esto. Esa herida es mortal. Yo sí que lo sé, y le doy la seguridad de que es
absolutamente indispensable operar. Sólo el bisturí puede salvarle la vida.
-Sin embargo, yo me siento inclinado a esperar -dijo Douglas Stone.
-¡Basta ya! -exclamó irritado el turco-. Cada minuto que pasa tiene importancia, y yo no
puedo permanecer aquí viendo cómo se va muriendo mi esposa. No me queda más que
dar a usted las gracias por haber venido y marchar en busca de otro cirujano antes de que
sea demasiado tarde.
Douglas Stone vaciló. No era agradable el tener que devolver las cien libras, pero si
dejaba abandonado el caso tendría que hacerlo. Y si el turco estaba en lo cierto y la mujer
fallecía, la posición de Douglas delante del juez de investigación podía resultar
embarazosa.
-De modo que usted sabe por experiencia personal cuáles son los efectos de este
veneno -le preguntó.
-Lo sé.
-Y me asegura que la operación es indispensable.
-Lo juro por todo cuanto es sagrado para mí.
-La cara quedará desfigurada espantosamente.
-Comprendo que la boca no quedará como para besarla con agrado.
Douglas Stone se volvió indignado hacia aquel hombre. Su manera de hablar era
brutal. Pero los turcos hablan y piensan a su propia manera, y no era aquel un momento
para dimes y diretes. Douglas Stone sacó un bisturí del estuche, lo abrió y tanteó con el
dedo índice su filo agudo. Acto seguido, acercó más la lámpara a la cama. Por la rendija
del yashmak lo miraban con fijeza dos ojos negros. Eran todo iris, distinguiéndose apenas
la pupila.
-Le ha dado usted una dosis de opio muy fuerte.
-Sí, ha sido bastante buena.
El cirujano volvió a contemplar los ojos negros que lo miraban fijamente. Estaban
apagados y sin brillo, pero pudo advertir que aparecía en ellos una lucecita de vida, y que
le temblaban los labios.
-Esta mujer no está en estado absoluto de inconsciencia -dijo el cirujano.
-¿Y no será preferible emplear el bisturí mientras está insensible?
Ese mismo pensamiento había cruzado por el cerebro del cirujano. Sujetó con su
fórceps el labio herido y dando dos rápidos cortes se llevó una ancha tira de carne en
forma de V. La mujer saltó en la cama con un alarido espantoso Douglas Stone conocía
aquella cara. Era una cara que le era familiar, a pesar del labio superior saliente y de la
sangre que le manaba. La mujer siguió gritando y se llevó la mano a la herida sangrante.
Douglas Stone se sentó al pie de la cama con su bisturí y su fórceps. La habitación giraba
a su alrededor, y había sentido que detrás de sus orejas se le desgarraba algo como una
cicatriz. Quien hubiese estado mirando, habría dicho que de las dos caras la suya era la
más espantosa. Como si estuviere soñando una pesadilla o como si hubiese estado
mirando un detalle de una representación, tuvo conciencia de que la cabellera y la barba
del turco estaban encima de la mesa, y de que lord Sannox se apoyaba en la pared
apretándose el costado con la mano y riendo silenciosamente. Los alaridos habían dejado
de oírse, y la cabeza horrenda había vuelto a caer encima de la almohada, pero Douglas
Stone seguía sentado e inmóvil, mientras lord Sannox reía silenciosamente.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
-La verdad es -dijo por fin -que esta operación era verdaderamente indispensable para
Mary; no física, pero sí moralmente. Entiéndame bien, moralmente.
Douglas Stone se inclinó hacia adelante y empezó a juguetear con el fleco de la colcha
de la cama. Su bisturí tintineó en el suelo al caer, pero el cirujano seguía sosteniendo su
fórceps y algo más. Lord Sannox dijo con ironía:
-Tenía desde hace mucho tiempo el propósito de dar un pequeño ejemplo. Su carta del
miércoles se extravió, y la tengo aquí en mi cartera. Me costó bastante trabajo la puesta
en práctica de mi idea. La herida, dicho sea de paso, no tenía más peligrosidad que la que
puede darle mi anillo de sello.
Miró vivamente a su silencioso acompañante, y levantó el gatillo de un revólver
pequeño que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Pero Douglas Stone seguía
jugueteando con la colcha. Entonces le dijo:
-Ya ve usted que, después de todo, ha acudido a la cita.
Al oír aquello, Douglas Stone rompió a reír. Fue la suya una risa larga y ruidosa. Quien
no se reía ahora era lord Sannox. Sus facciones se aguzaron y cuajaron con una
expresión parecida a la del miedo. Salió de puntillas de la habitación.
La anciana esperaba afuera.
-Atienda a su señora cuando se despierte -le dijo lord Sannox.
Luego bajó las escaleras y salió a la calle. El coche esperaba a la puerta, y el cochero se
llevó la mano al sombrero. Lord Sannox le dijo:
-Juan, ante todo llevarás al doctor a su casa. Creo que hará falta asistirlo al bajar las
escaleras. Dile a su ayuda de cámara que se ha puesto enfermo durante una operación.
-Muy bien, señor.
-Después llevarás a lady Sannox a casa.
-¿Y a usted, señor?
-Verás. Durante los próximos meses me hospedaré en el Hotel di Roma, en Venecia.
Cuida de que me sea enviada la correspondencia, y dile a Stevens que el lunes próximo
exhiba todos los crisantemos de color púrpura y que me telegrafíe el resultado.
FIN
COMPRENSIÓN DE LECTURA
I.
COMPRENSIÓN
1. ¿Quién era Douglas Stone? ¿Qué sabía de él la gente?
..................................................................................................................................
2. ¿Quién se le apareció la noche de la cita con Lady Sannox?
¿Qué le dijo?
..................................................................................................................................
3. ¿Qué sustancia utilizaba Douglas Stone en todos sus casos?
¿Qué sucedió en éste en particular?
..................................................................................................................................
4. ¿Qué pasó cuando se dio cuenta de lo ocurrido?
..................................................................................................................................
5. ¿Cómo termina la historia de los dos amantes?
..................................................................................................................................
79
Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
II.
ANÁLISIS DE LOS ELEMENTOS
A. Personajes
Describe a Lord Sannox y a Lady Sannox:
Características morales
Características físicas
B. Argumento
1. ¿Qué sentimientos guiaron a Lord Sannox a actuar como lo hizo? Explica y
detalla.
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2. ¿Cómo se explica la reacción de Douglas Stone al final del relato?
..................................................................................................................................
C. Estructura
1. ¿Qué tipo de narrador nos presenta esta historia?
..................................................................................................................................
2. ¿Qué característica particular tiene el primer párrafo del texto? ¿Por qué el autor
comenzó por darnos esa información?
..................................................................................................................................
3. ¿Cuáles son los elementos que van generando el ambiente siniestro en la
historia? Menciónelos.
..................................................................................................................................
4. ¿Cómo logra pasar desapercibida la verdadera identidad del turco?
..................................................................................................................................
5. ¿Qué relación existe entre el comportamiento de Lord Sannox y la forma como
fue presentado por el narrador al inicio de la historia? ¿Qué buscaba lograr el
autor con esta contraposición?
..................................................................................................................................
III.
APRECIACIÓN CRÍTICA
1. ¿Qué opinas del suspenso desarrollado en la historia? ¿Crees que fue lo
suficientemente claro?
¿Debió incluir algo más? ¿Por qué?
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2. ¿Qué tan sorprendente te resulta el final? ¿Fue algo esperado o totalmente
imprevisible? Coméntalo.
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Prof. TUANAMA ALBARRÁN, José Jesús
3. ¿Qué personaje te hubiera gustado conocer, dentro de esta historia? ¿Qué
previsión habrías tomado en su lugar?
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IV.
VALORACIÓN
1. ¿Qué opinas de la actitud tomada por cada uno de los personajes? Escoge a uno
de ellos y señala tu parecer en cuanto a su modo de actuar. Sustenta tu
respuesta.
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2. ¿Qué reacción te parecería lógica en un caso de infidelidad? ¿Por qué?
..................................................................................................................................
V.
REDACCIÓN
A continuación, describe a la persona que te resulte más siniestra. (Puede ser
alguien de tu entorno o un personaje de la televisión).
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........................................................................................................................................
VI.
DIBUJO
REDACCIÓN
Técnicas de estudio:
El Resumen
El último paso para completar el éxito de nuestro método de estudio es el resumen.
Primero hemos leído el texto (mediante prelectura y lectura comprensiva), lo hemos
comprendido a la perfección, lo hemos subrayado y realizado un esquema con las ideas
mas destacadas de su contenido.
Pues bien, el siguiente paso consiste, sencillamente, en realizar una breve redacción
que recoja las ideas principales del texto pero utilizando nuestro propio vocabulario.
Pero hay que tener cuidado porque si al resumen se incorporan comentarios personales o
explicaciones que no corresponden al texto, tenemos un resumen comentado.
Para hacer un buen resumen has de tener presente los siguientes puntos:
*
Debes ser objetivo.
*
Tener muy claro cual es la idea general del texto, las ideas principales y las ideas
secundarias.
*
Has de tener siempre a la vista el esquema.
*
Es necesario encontrar el hilo conductor que une perfectamente las frases
esenciales.
*
Enriquece, amplía y complétalo con anotaciones de clase, comentarios del profesor,
lecturas relacionadas con el tema de que se trate y, sobre todo, con tus propias
palabras.
*
Cuando resumas no has de seguir necesariamente el orden de exposición que
aparece en el texto. Puedes adoptar otros criteiros, como por ejemplo, pasar de lo
particular a lo general o viceversa.
*
Debe ser breve y presentar un estilo narrativo.
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ACTIVIDADES
Resume el siguiente texto, siguiendo las técnicas estudiadas en clase.
Texto
WASHINGTON (EFE). Los bajos niveles de oxígeno en la atmósfera fueron la causa
principal de la mayor extinción animal que ha sufrido la Tierra en toda su historia, según
un estudio divulgado ayer por la revista "Science".
A ello se sumó el aumento de dióxido de carbono (CO2), que provocó uno de los
primeros episodios de calentamiento global sufrido por el planeta.
La desaparición casi total de la fauna terrestre ocurrió hace 251 millones de años y
fue seguida por una recuperación que se arrastró millones de años debido a esa falta de
oxígeno, indicó el estudio realizado por dos científicos de la Universidad de Washington.
Cuando la vida desaparecía del planeta, la masa terrestre era un solo
supercontinente llamado Pangea y todo lo que existiera por encima del nivel del mar era
virtualmente inhabitable debido a los bajos niveles de oxígeno, señaló Raymond Huey,
profesor de biología de la Universidad de Washington y uno de los autores del estudio.
Huey explicó que los teóricos afirman que la Tierra sufrió cinco extinciones y que la
ocurrida a final del Triásico, causada por el impacto de un asteroide, fue la que eliminó a
los dinosaurios.
Fuente: EL COMERCIO
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Dagón
Autor: H.P. LOVECRAFT
Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré
dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me
hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde
esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la
morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas
atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por qué
tengo que buscar el olvido o la muerte.
Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico
donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario
alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de
los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque
fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y
consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina
de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño
bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.
Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi
situación. Navegante poco experto, solo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y
las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y
no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno y durante incontables
días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún
barco o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni
barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e
ininterrumpida inmensidad azul.
El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque
mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente,
descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y
negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde
alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.
Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una
transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que
asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra
que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros
animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable
llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia
que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse;
nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta
quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.
El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes;
era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote
encallado, me di cuenta de que solo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a
una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la
luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables
profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo
de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el
oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.
Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba
sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A
medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco
tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al
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día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha
en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.
A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar
por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado
cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse
en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en
dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás
elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la
marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la
descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser
mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía
más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para
emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.
No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna
menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me
desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había
tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo
imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría
resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para
acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis
cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.
Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un
vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y
vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la
luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo
canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños
recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas
regiones de tinieblas.
Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no
eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba
cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el
descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido
por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las
rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias
donde aún no había penetrado la luz.
De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta,
el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que
brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna
ascendente. No tardé en comprobar que era tan solo una piedra gigantesca; pero tuve la
clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la
Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar;
pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar
cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño
objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el
arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.
Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo,
examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba
espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y
reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros,
perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido.
Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya
superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a
un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los
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libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como
peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los
caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo
moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del
océano.
Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al
otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de
bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos
seres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunque
aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo
homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir
con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más
grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran
detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus
labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás
rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida
proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en
actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo,
sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que
se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos
últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del
hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un
pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo,
mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.
Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la
superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante,
aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y
pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la
cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.
No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el
acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí
insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco
después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás
ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.
Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había
llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del
océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho
caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de
una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo
que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí
haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el DiosPez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente
convencional, y dejé de preguntar.
Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando
veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga solo me proporciona
una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome
irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado
lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me
pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a
causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto
muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente
vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las
espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho
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fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes
detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de
las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una
humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo
del océano en medio del universal pandemonio.
Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo
inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La
ventana!
FIN
•
1.
2.
3.
4.
5.
6.
Contesta:
¿Cómo se autocalifica el protagonista de este relato?
¿Qué está decidido a hacer?
¿Dónde ambienta su relato? ¿Qué le ocurrió allí?
¿Qué sucedió durante el tercer día de viaje?
¿Qué llama la atención del protagonista? ¿Cómo reacciona?
¿Cuáles son las descripciones que hace con respecto a la criatura que logró
observar?
7. El narrador piensa que ha enloquecido. ¿Qué podemos concluir de esto? ¿Puede su
relato resultar verídico? ¿Por qué?
8. ¿Por qué necesita tanto la droga? ¿Está consciente del efecto que produce en él?
9. ¿Qué opinas de este cuento? ¿Qué te parece el manejo del horror?
10. Elabora un esquema que ejemplifique lo que sucedió con el protagonista.
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REPASO
•
•
Recapitular los temas aprendidos durante el bimestre.
Contesta las siguientes preguntas:
1. ¿Qué es un cuento policial?
..................................................................................................................................
2. ¿Por qué encontramos entretenida una historia policiaca?
..................................................................................................................................
3. ¿Cuál es el punto de vista utilizado, mayormente, en las historias de suspenso?
..................................................................................................................................
4. ¿Quién es el autor de El crimen del maestro?
..................................................................................................................................
5. ¿Quién escribió Nido de avispas ?
..................................................................................................................................
6. Sin leer nuevamente el capítulo, ¿qué puedes recordar del cuento La decisión
de Randolf Carter ?
..................................................................................................................................
..................................................................................................................................
7. ¿Cuál es la diferencia entre un cuento de terror y un cuento fantástico?
..................................................................................................................................
8. ¿Cuál es la principal característica de las historias de Lovecraft?
..................................................................................................................................
9. ¿Qué representantes de la literatura de horror podemos encontrar durante el
siglo XIX?
..................................................................................................................................
10. Elabora una lista con cinco cuentos de Edgar Allan Poe.
..................................................................................................................................
11. ¿Cómo interpretas el final de El barril del amontillado?
..................................................................................................................................
12. Elabora una descripción de algo grotesco que conozcas.
..................................................................................................................................
TAREA DOMICILIARIA
• Menciona las tres historias que a lo largo del año te han agradado más y explica el
porqué. A partir de ello, elabora un comentario de diez líneas sugiriendo y recomendando
su lectura a un amigo (a).
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