Subido por Zayditha Toral Enr.

BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS

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BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS
Érase una vez una joven y bella princesa llamada Blancanieves que vivía en un
reino muy lejano con su padre y madrastra.
Su madrastra, la reina, era también muy hermosa, pero arrogante y orgullosa. Se
pasaba todo el día contemplándose frente al espejo. El espejo era mágico y cuando
se paraba frente a él, le preguntaba:
—Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del reino?
Entonces el espejo respondía:
— Tú eres la más hermosa de todas las mujeres.
La reina quedaba satisfecha, pues sabía que su espejo siempre decía la verdad.
Sin embargo, con el pasar de los años, la belleza y bondad de Blancanieves se
hacían más evidentes. Por todas sus buenas cualidades, superaba mucho la belleza
física de la reina. Y llegó al fin un día en que la reina preguntó de nuevo:
—Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del reino?
El espejo contestó:
—Blancanieves, a quien su bondad la hace ser aún más bella que tú.
La reina se llenó de ira y ordenó la presencia del cazador y le dijo:
—Llévate a la joven princesa al bosque y asegúrate de que las bestias salvajes se
encarguen de ella.
Con engaños, el cazador llevó a Blancanieves al bosque, pero cuando estaba a
punto de cumplir las órdenes de la reina, se apiadó de la bella joven y dijo:
—Corre, vete lejos, pobre muchacha. Busca un lugar seguro donde vivir.
Encontrándose sola en el gran bosque, Blancanieves corrió tan lejos como pudo
hasta la llegada del anochecer. Entonces divisó una pequeña cabaña y entró en ella
para dormir. Todo lo que había en la cabaña era pequeño. Había una mesa con un
mantel blanco y siete platos pequeños, y con cada plato una cucharita. También,
había siete pequeños cuchillos y tenedores, y siete jarritas llenas de agua. Contra
la pared se hallaban siete pequeñas camas, una junto a la otra, cubiertas con
colchas tan blancas como la nieve.
Blancanieves estaba tan hambrienta y sedienta que comió un poquito de vegetales
y pan de cada platito y bebió una gota de cada jarrita. Luego, quiso acostarse en
una de las camas, pero ninguna era de su medida, hasta que finalmente pudo
acomodarse en la séptima.
Cuando ya había oscurecido, regresaron los dueños de la cabaña. Eran siete
enanos que cavaban y extraían oro y piedras preciosas en las montañas. Ellos
encendieron sus siete linternas, y observaron que alguien había estado en la
cabaña, pues las cosas no se encontraban en el mismo lugar.
El primero dijo: —¿Quién se ha sentado en mi silla?
El segundo dijo: —¿Quién comió de mi plato?
El tercero dijo: —¿Quién mordió parte de mi pan?
El cuarto dijo: —¿Quién tomó parte de mis vegetales?
El quinto dijo: —¿Quién usó mi tenedor?
El sexto dijo: —¿Quién usó mi cuchillo?
El séptimo dijo: —¿Quién bebió de mi jarra?
Entonces el primero observó una arruga en su cama y dijo: —Alguien se ha metido
en mi cama.
Y los demás fueron a revisar sus camas, diciendo: —Alguien ha estado en nuestras
camas también.
Pero cuando el séptimo miró su cama, encontró a Blancanieves durmiendo
plácidamente y llamó a los demás:
—¡Oh, cielos! —susurraron—. Qué encantadora muchacha
Cuando llegó el amanecer, Blancanieves se despertó muy asustada al ver a los
siete enanos parados frente a ella. Pero los enanos eran muy amistosos y le
preguntaron su nombre.
—Mi nombre es Blancanieves —respondió—, y les contó todo acerca de su malvada
madrastra.
Los enanos dijeron:
—Si puedes limpiar nuestra casa, cocinar, tender las camas, lavar, coser y tejer,
puedes quedarte todo el tiempo que quieras—. Blancanieves aceptó feliz y se quedó
con ellos.
Pasó el tiempo y un día, la reina decidió consultar a su espejo y descubrió que la
princesa vivía en el bosque. Furiosa, envenenó una manzana y tomó la apariencia
de una anciana.
— Un bocado de esta manzana hará que Blancanieves duerma para siempre — dijo
la malvada reina.
Al día siguiente, los enanos se marcharon a trabajar y Blancanieves se quedó sola.
Poco después, la reina disfrazada de anciana se acercó a la ventana de la cocina.
La princesa le ofreció un vaso de agua.
—Eres muy bondadosa —dijo la anciana—. Toma esta manzana como gesto de
agradecimiento.
En el momento en que Blancanieves mordió la manzana, cayó desplomada. Los
enanos, alertados por los animales del bosque, llegaron a la cabaña mientras la
reina huía. Con gran tristeza, colocaron a Blancanieves en una urna de cristal.
Todos tenían la esperanza de que la hermosa joven despertase un día.
Y el día llegó cuando un apuesto príncipe que cruzaba el bosque en su caballo, vio
a la hermosa joven en la urna de cristal y maravillado por su belleza, le dio un beso
en la mejilla, la joven despertó al haberse roto el hechizo. Blancanieves y el príncipe
se casaron y vivieron felices para siempre
EL SOLDADITO DE PLOMO
Había una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Pero, un día, su abuelo le
regaló uno muy especial que aún no tenía y que se convirtió en el mejor de todos.
Se trataba de una caja de madera muy hermosa, que contenía en su interior todo
un conjunto de soldaditos de plomo realizados a mano y, con mucho tiento, a base
de fuego y metal.
– ¡Soldaditos de plomo! ¡Muchas gracias, abuelo! - Dijo con alegría el niño tras
recibir su regalo.
Tras esto el pequeño fue sacando cuidadosamente, uno a uno, a todos y cada uno
de aquellos soldados de la caja, y los depositó sobre su mesita de escribir uno detrás
de otro en formación. ¡Qué elegantes se veían! Parecían un ejército, espléndido y
completo, uniformados en tonos rojos y azules. Sin embargo, al sacar de la caja al
último de los soldaditos, el pequeño pudo observar que le faltaba una pierna, de la
cual carecía desde nacimiento, ya cuando se encontraban los artesanos fundiendo
al último de aquellos soldados el plomo se les agotó.
Lejos de importarle al pequeño que aquel soldado estuviese incompleto, decidió
otorgarle un sitio en su habitación más especial que al resto: lo situó frente a uno de
sus mejores juguetes, un hermoso castillo realizado en papel, custodiado por una
bella princesa vestida con delicado vestido de tul rosa y los brazos muy altos, pues
era bailarina. Aquella bella figura tenía una de sus piernas en posición de ballet, tan
alzada, que el soldadito no alcanzaba a verla creyendo así que le faltaba igual que
a él.
Permaneció desde entonces embelesado frente a la bailarina el soldadito, ajeno a
la vida que cobraban el resto de juguetes de la habitación cuando el pequeño se iba
a dormir. Aquellos juguetes saltaban, brincaban, y se comunicaban entre ellos
divirtiéndose alegremente. Todos menos el soldadito, que tan solo miraba a la
bailarina firme y sin cesar:
– ¡Es tan bella e igual a mí! - Pensaba el soldadito mientras veía a la bailarina
enamorado.
Pero entre el resto de los juguetes se encontraba uno muy singular que apenas se
divertía con los demás durante la noche, vigilando siempre al soldadito de plomo.
Se trataba de un duende encerrado en una caja sorpresa, desde la que solía saltar
para asustar a cualquiera que se atreviese a tocarle con un solo dedo. Un día, el
mal encarado duende, le dijo al soldadito:
– ¿Se puede saber qué miras, ahí plantado?
Pero el soldadito no contestó al duende y permaneció con la mirada fija frente a la
bailarina:
– ¡Ah! Pues como no me quieres contestar…atente a las consecuencias- Exclamó
el duende amenazando al soldadito.
Una tarde, el pequeño decidió cambiar de lugar al soldadito de plomo situándole
con el resto de sus compañeros, para que fuesen al fin un verdadero grupo de
soldados completo. Mientras los iba organizando a todos, el pequeño depositó sin
mucho pensar al soldadito de plomo en el alfeizar de su ventana. Y,
misteriosamente, cuando el muchacho levantó la mirada, el soldadito ya no estaba.
El pequeño buscó y buscó por todos los rincones de su habitación, pero no daba
con el soldado, y pensó que tal vez podría haberse caído a la calle con una ráfaga
de viento. Sin embargo, el pequeño no pudo continuar su búsqueda debido al mal
tiempo y la lluvia que azotaba con fuerza la fachada de su casa, y mamá le obligó a
esperar:
– Cuando cese la lluvia lo buscarás- Dijo su madre preocupada.
Pero unos niños, que sí se encontraban en la calle jugando bajo la lluvia, se
adelantaron al pequeño y encontraron al soldadito bajo la ventana. Entusiasmados,
decidieron jugar con él:
– ¡Le haremos navegar en un barco de papel! - Exclamó uno de los niños.
De este modo, cogieron un periódico viejo, hicieron un barquito y, aprovechando
que la lluvia había formado pequeños riachuelos en las aceras, pusieron al soldadito
a navegar por ellos sobre el barco de papel, y los pequeños riachuelos condujeron
al soldadito hasta una alcantarilla:
– ¡Dios mío! ¿A dónde iré a parar? ¿Qué será de mí? ¿Habrá cumplido el duende
su amenaza y por ello estoy aquí? Ah…Nada de esto me importaría si estuviera
conmigo ella, la hermosa bailarina.
Y el barquito, al ser de papel, poco a poco se fue hundiendo y deshaciendo cada
vez más, mientras el soldadito era arrastrado con fuerza por el agua. Así continuó
navegando sin poder parar, hasta que el riachuelo le condujo hasta el mismísimo
mar. Pero, de pronto, el barquito ya no podía sostener al soldadito de tan mojado
como estaba, hundiéndose finalmente.
Poco antes de llegar al fondo un pez muy grande se lo tragó. Todo era silencio:
– Qué oscuro está. Pero, ¿dónde estoy? - Dijo aturdido el soldadito de plomo.
Y, cansado de cuestionarse su destino, el soldadito se durmió en la boca oscura del
gran pez. Poco duró, sin embargo, la tranquilidad del pobre soldadito de plomo, que
despertó de su siesta asustado por unos repentinos temblores y tambaleos que le
sacudían en el interior de aquella garganta. Pero, ¿qué estaba ocurriendo?
El pez había sido pescado y caminaba rumbo al mercado de la ciudad, con tan
buena suerte que, la madre del pequeño que había recibido a los soldaditos de
plomo como regalo, había acudido también en busca de pescado fresco para poder
cocinar. Y así fue como finalmente el soldadito fue liberado y devuelto a su lugar.
Muy contento el pequeño por tener de nuevo al soldadito de plomo, tras colocarlos
en la mesa de trabajo de su cuarto, justo frente a la ventana, acudió a la llamada de
su madre y bajó a cenar. Y en un momento, una fuerte ráfaga de viento casi
inexplicable, abrió con fuerza la misma que se encontraba esta vez cerrada,
despidiendo al soldadito de plomo directo a la chimenea encendida del cuarto.
El pobre soldadito, que se derretía lentamente bajo las llamas, imaginaba sin cesar
a la bailarina, y aquellos pensamientos cariñosos y alegres le mitigaban el dolor. De
pronto, una nueva ráfaga de viento empujó a la bailarina de papel hacia el fuego, en
un singular revoloteo que parecía una magnífica función de ballet.
A la mañana siguiente, apagado el fuego, el pequeño encontró bajo las ascuas un
pedazo de corazón de plomo fundido, que parecía lanzar destellos de purpurina y
telas de tul y seda.
CAPERUCITA ROJA
Érase una vez una niñita que lucía una hermosa capa de color rojo. Como la niña la
usaba muy a menudo, todos la llamaban Caperucita Roja.
Un día, la mamá de Caperucita Roja la llamó y le dijo:
—Abuelita no se siente muy bien, he horneado unas galleticas y quiero que tú se
las lleves.
—Claro que sí —respondió Caperucita Roja, poniéndose su capa y llenando su
canasta de galleticas recién horneadas.
Antes de salir, su mamá le dijo:
— Escúchame muy bien, quédate en el camino y nunca hables con extraños.
—Yo sé mamá —respondió Caperucita Roja y salió inmediatamente hacia la casa
de la abuelita.
Para llegar a casa de la abuelita, Caperucita debía atravesar un camino a lo largo
del espeso bosque. En el camino, se encontró con el lobo.
—Hola niñita, ¿hacia dónde te diriges en este maravilloso día? —preguntó el lobo.
Caperucita Roja recordó que su mamá le había advertido no hablar con extraños,
pero el lobo lucía muy elegante, además era muy amigable y educado.
—Voy a la casa de abuelita, señor lobo —respondió la niña—. Ella se encuentra
enferma y voy a llevarle estas galleticas para animarla un poco.
—¡Qué buena niña eres! —exclamó el lobo. —¿Qué tan lejos tienes que ir?
—¡Oh! Debo llegar hasta el final del camino, ahí vive abuelita—dijo Caperucita con
una sonrisa.
—Te deseo un muy feliz día mi niña —respondió el lobo.
El lobo se adentró en el bosque. Él tenía un enorme apetito y en realidad no era de
confiar. Así que corrió hasta la casa de la abuela antes de que Caperucita pudiera
alcanzarlo. Su plan era comerse a la abuela, a Caperucita Roja y a todas las
galleticas recién horneadas.
El lobo tocó la puerta de la abuela. Al verlo, la abuelita corrió despavorida dejando
atrás su chal. El lobo tomó el chal de la viejecita y luego se puso sus lentes y su
gorrito de noche. Rápidamente, se trepó en la cama de la abuelita, cubriéndose
hasta la nariz con la manta. Pronto escuchó que tocaban la puerta:
—Abuelita, soy yo, Caperucita Roja.
Con vos disimulada, tratando de sonar como la abuelita, el lobo dijo:
—Pasa mi niña, estoy en camita.
Caperucita Roja pensó que su abuelita se encontraba muy enferma porque se veía
muy pálida y sonaba terrible.
—¡Abuelita, abuelita, qué ojos más grandes tienes!
—Son para verte mejor —respondió el lobo.
—¡Abuelita, abuelita, qué orejas más grandes tienes!
—Son para oírte mejor —susurró el lobo.
—¡Abuelita, abuelita, que dientes más grandes tienes!
—¡Son para comerte mejor!
Con estas palabras, el malvado lobo tiró su manta y saltó de la cama. Asustada,
Caperucita salió corriendo hacia la puerta. Justo en ese momento, un leñador se
acercó a la puerta, la cual se encontraba entreabierta. La abuelita estaba escondida
detrás de él.
Al ver al leñador, el lobo saltó por la ventana y huyó espantado para nunca ser visto.
La abuelita y Caperucita Roja agradecieron al leñador por salvarlas del malvado
lobo y todos comieron galleticas con leche. Ese día Caperucita Roja aprendió una
importante lección:
“Nunca debes hablar con extraños”.
LOS TRES CERDITOS
En un pueblito no muy lejano, vivía una mamá cerdita junto con sus tres cerditos.
Todos eran muy felices hasta que un día la mamá cerdita les dijo:
—Hijitos, ustedes ya han crecido, es tiempo de que sean cerditos adultos y vivan
por sí mismos.
Antes de dejarlos ir, les dijo:
—En el mundo nada llega fácil, por lo tanto, deben aprender a trabajar para lograr
sus sueños.
Mamá cerdita se despidió con un besito en la mejilla y los tres cerditos se fueron a
vivir en el mundo.
El cerdito menor, que era muy, pero muy perezoso, no prestó atención a las
palabras de mamá cerdita y decidió construir una casita de paja para terminar
temprano y acostarse a descansar.
El cerdito del medio, que era medio perezoso, medio prestó atención a las palabras
de mamá cerdita y construyó una casita de palos. La casita le quedó chueca porque
como era medio perezoso no quiso leer las instrucciones para construirla.
La cerdita mayor, que era la más aplicada de todos, prestó mucha atención a las
palabras de mamá cerdita y quiso construir una casita de ladrillos. La construcción
de su casita le tomaría mucho más tiempo. Pero esto no le importó; su nuevo hogar
la albergaría del frío y también del temible lobo feroz...
Y hablando del temible lobo feroz, este se encontraba merodeando por el bosque
cuando vio al cerdito menor durmiendo tranquilamente a través de su ventana. Al
lobo le entró un enorme apetito y pensó que el cerdito sería un muy delicioso
bocadillo, así que tocó a la puerta y dijo:
—Cerdito, cerdito, déjame entrar.
El cerdito menor se despertó asustado y respondió:
—¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar.
El lobo feroz se enfureció y dijo:
Soplaré y resoplaré y tu casa derribaré.
El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas y la casita de paja se vino al piso.
Afortunadamente, el cerdito menor había escapado hacia la casa del cerdito del
medio mientras el lobo seguía soplando.
El lobo feroz sintiéndose engañado, se dirigió a la casa del cerdito del medio y al
tocar la puerta dijo:
—Cerdito, cerdito, déjame entrar.
El cerdito del medio respondió:
— ¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar.
El lobo hambriento se enfureció y dijo:
—Soplaré y resoplaré y tu casa derribaré.
El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas y la casita de palo se vino abajo. Por
suerte, los dos cerditos habían corrido hacia la casa de la cerdita mayor mientras
que el lobo feroz seguía soplando y resoplando. Los dos hermanos, casi sin
respiración le contaron toda la historia.
—Hermanitos, hace mucho frío y ustedes la han pasado muy mal, así que
disfrutemos la noche al calor de la fogata —dijo la cerdita mayor y encendió la
chimenea. Justo en ese momento, los tres cerditos escucharon que tocaban la
puerta.
—Cerdita, cerdita, déjame entrar —dijo el lobo feroz.
La cerdita respondió:
— ¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar.
El lobo hambriento se enfureció y dijo:
—Soplaré y soplaré y tu casa derribaré.
El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas, pero la casita de ladrillos resistía sus
soplidos y resoplidos. Más enfurecido y hambriento que nunca decidió trepar el
techo para meterse por la chimenea. Al bajar la chimenea, el lobo se quemó la cola
con la fogata.
—¡AY! —gritó el lobo.
Y salió corriendo por el bosque para nunca más ser visto.
Un día cualquiera, mamá cerdita fue a visitar a sus queridos cerditos y descubrió
que todos tres habían construido casitas de ladrillos. Los tres cerditos habían
aprendido la lección:
“En el mundo nada llega fácil, por lo tanto, debemos trabajar para lograr nuestros
sueños”.
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