Subido por ELMER LOPEZ

Cuando-Papa-Lastima

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CUANDO PAPÁ LASTIMA
Rayo Guzmán
Cuando papá lastima
Reconstruyendo la capa del superhéroe
El sueño del héroe es ser grande en todas partes. Víctor Hugo
Con amor y admiración para Roberto.
Para todos los padres del mundo que por ignorancia, inconsciencia, amor o
desamor lastiman a un hijo, a veces sin darsse cuenta.
–¿Has empleado todas tus fuerzas? –le preguntó el padre.
–Sí –respondió el niño.
–No –replicó el padre–. Aún no me has pedido que te ayude. Bruno Ferrero
Durante los últimos cinco años de mi vida me he dedicado a contar historias a
través del relato breve. El ejercicio literario ha dado a luz tres libros que
lograron conectar emocionalmente con sus distintos públicos. Regalos para
toda ocasión (MileStone 2012), se ha convertido en el libro de experiencias
femeninas al que acuden las lectoras para resucitar la llama de la esperanza,
motivarse y creer en sus talentos y virtudes cuando sienten desfallecer. Tú
princesa y yo sapo (MileStone, 2013), mi libro tributo al género masculino,
donde han quedado plasmadas las vivencias emocionales de muchos varones
que se atrevieron a abrir su corazón y nos permitieron conocer qué sucede
con ellos después de que besan a la princesa. Cuando mamá lastima
(MileStone 2015) llegó a ser la cereza del pastel de mi colección de relato
breve y las miles de historias recolectadas en el campo de la vida real,
compartidas generosamente por personas que confiaron en mí y se
arriesgaron a convertirse en personajes de mis libros, ahora son esos
personajes entrañables que nos conducen desde la lágrima a la sonrisa
caminando entre los senderos del amor incondicional, el amor de la madre.
Sin embargo, cuando recorrí todos los rincones posibles del país con la
conferencia del mismo nombre, «Cuando mamá lastima», con frecuencia
comencé a estuchar la siguiente pregunta: «¿Y Cuando papá lastima, lo vas a
escribir?»
También comenzaron a llegar mensajes a las redes sociales y, lo más
importante, testimonios de cientos de personas que, conmovidas por la
lectura de Cuando mamá lastima, estaban entusiasmadas y decididas a
compartir su experiencia y entregarla a mi vocación para escribir una historia
inspirada en ellos. A todos ellos mi gratitud y mi admiración eternas. La
convocatoria que acostumbro realizar en redes sociales lanzado una pregunta,
hizo posible la recepción de cientos de historias más. «¿Qué hace (hizo) tu
papá que te lastima?» era la pregunta, y las respuestas se fueron acumulando.
El resultado es este libro, escrito en el formato de mi colección de relato
breve, ya que también he escrito una narración larga, mi primera novela La
mujer de ceniza y el hombre que no podía escribir (Selector, 2017). Así que
he seguido la misma fórmula: las historias reales que leo y escucho, después
las utilizo para narrar en primera persona, a manera de testimonios, lo que
emergió de la realidad. Así construyo personajes que se parecen a los que me
regalaron su testimonio pero no son ellos. Al convertirse en personajes dejan
de ser una voz individual y comienzan a hablar por muchos otros.
El dolor como la experiencia de la que surge el crecimiento humano es una de
las premisas de vida que he tenido. Dicen mis amigos médicos que el dolor es
una sensación que se detona por el sistema nervioso central y que puede ser
constante o intermitente, puede ser agudo o puede ser espantosamente sordo,
lacerante. Sin embargo, y sin ser médico, estoy totalmente de acuerdo con
ellos en una cosa: el dolor avisa y ayuda a diagnosticar algún problema más
profundo. Por eso los títulos de mis libros, porque es ahí, donde te duele,
donde hay herida, donde tienes lastimado un trozo de tu corazón, es
precisamente ahí donde es posible que encuentres la maravillosa oportunidad
de sanar males más profundos o añejos y donde te convertirás en una mejor
persona.
Mis amigos médicos también me han dicho que existen dolores crónicos. Son
dolores a los que incluso te llegas a acostumbrar. Los extrañas cuando se van.
Ya viven contigo. Así tienden a ser las heridas provocadas por nuestros
padres, porque son antiguas, algunas a veces las negamos, otras las
escondemos tras vendajes (algunos muy bien elaborados alimentados por el
ego; otros no tanto, alimentados por un victimismo inútil), y tratamos de
fingir que todo se ha superado y que forma parte de un pasado. Hay quienes
convierten esos dolores en rencores enfermizos o resentimientos que dañan
no solamente su vida emocional, sino que llegan a somatizarse y convertirse
en serias enfermedades acompañadas también de dolores físicos.
Y sí, efectivamente, papá es una figura que a veces lastima. La figura paterna
es muy importante para el conveniente desarrollo de un ser humano. Sin
embargo, considero que al ser la figura de la madre una figura tan poderosa
en lo biopsicosocial, el rol del padre en determinados entornos
socioculturales se ha desvalorizado. Las mujeres hemos luchado durante años
por nuestros derechos, por el reconocimiento de nuestros talentos y
posibilidades humanas y por conseguir espacios de desarrollo distintos a la
cocina o a amamantar a un crío. Considero que todo esto también ha tenido
un efecto inesperado y tal vez colateral: mientras se iluminaba lo femenino se
ensombrecía lo masculino. Es el precio a pagar por tanto tiempo de
dominación masculina. De este modo, podemos constatar que en la
actualidad el varón se siente desubicado al pretender conquistar a una mujer
del siglo XXI que en nada se parece a su madre, ni a su abuela, y que en
distintos discursos cotidianos dice directa o indirectamente: «Yo no necesito
de un hombre para ser feliz».
La palabra «padre» proviene del latín pater, patris, cuyo significado es
patrono, protector, defensor, y tenemos que reconocer que la influencia que
tiene la figura paterna en la construcción psíquica de un ser humano es
innegable. Un padre transmite identidad, disciplina y vitalidad a la
personalidad de un hijo. El padre contemporáneo tiene características que tal
vez para sus antecesores serían del mundo femenino (como colaborar en las
labores domésticas), e incluso algunas penosas (como que la mujer tenga un
mejor puesto laboral o ingresos económicos mayores que los del varón).
Algunas veces podemos encontrar en el discurso de lo familiar que la figura
del padre es intercambiable: «Mi hijo no necesita un padre porque tiene
mucha madre». La sensación de que el padre es prescindible, la idea de que
en el fondo no es tan necesario para el adecuado desarrollo del niño, se
dispersan entre lo social e incluso en teorías que hablan de que el núcleo
familiar está constituido por la relación madre-hijo. Y así, madres solteras,
abandonadas, separadas o divorciadas crían hijos abrazando la infundada
creencia de que con su amor basta y que sus hijos pueden crecer
perfectamente sin un amor paterno. Sin embargo, a pesar de que
aparentemente el hijo(a) ha crecido adecuadamente sin la presencia de un
padre, los testimonios delatan que, en las profundidades del corazón de esos
seres, la ausencia paterna ha calado.
Como acostumbro en mis libros, relato historias inspiradas en experiencias
reales. Esto significa que los nombres de los personajes y muchas de las
circunstancias son inventados. Mi escritura se convierte en la voz de
personajes que representan a cientos de personas que abrieron sus corazones
y me mostraron sus heridas. A través de la ficción testimonial, sin juicios, sin
moralejas, sin pretensiones de aconsejar a nadie, simplemente cuento sus
vidas. Son estas historias que a continuación compartiré las que arrojan
revelaciones profundas desde las heridas de esos hijos lastimados, como el
hecho de que la influencia de un padre sobre sus hijos es irremplazable. El
padre, el primer amor de las hijas, el primer superhéroe de los hijos, el que
espanta los fantasmas por las noches y simula ser caballo por el día,
cabalgando con el crío sobre los hombros, la figura que se utiliza como
amenaza cuando la autoridad de la madre se vuelve débil. El que atemoriza y
protege a la vez, el que se convierte en el ideal del hombre para la niña que
cuando crece se enamora y busca en otro varón las características del
progenitor. Cada uno de los relatos nos permite constatar de lo importante
que es el padre en la vida de un hijo. La figura paterna se amalgama en el
desarrollo del individuo con los conceptos de autoridad, protección,
seguridad, liderazgo, iniciativa y audacia. Por otro lado, los conceptos de
infantilismo e inmadurez crónica están relacionados con la ausencia de la
figura paterna. Sin embargo, los seres humanos somos posibilidad
permanente. Cualquier herida en nuestros corazones puede ser sanada y
transformada en la fuente de fortaleza y de inspiración para una mejora
continua de nuestra calidad como personas. El sendero del perdón se transita
cuando se comprende, porque la comprensión en una de las manifestaciones
más luminosas del amor, ese amor que todo sana, que todo cura, que alimenta
lo mejor de nosotros mismos.
1. CON ELLA
No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos.
Friedrich Schiller
Lo que voy a contar lo he tenido escondido debajo de mis resentimientos más
profundos y de mis recuerdos más dolorosos. No obstante, he decidido
sacarlo de ahí y ponerlo en palabras porque es una manera de limpiar ese
espacio sucio de mi corazón. Donde hay herida sin sanar se corre el riesgo de
heredar ese dolor y ahora que nació mi hija he decidido liberarme de ese peso
para que ella no reciba de mí sentimientos inútiles que le hagan recorrer el
camino de la existencia con cargas que no le pertenecen. Por eso hablaré de
él. De mi padre.
Hace ocho años lo enterré vivo en mi memoria. No quise volver a saber de él.
Han sido ocho años de llorar bajo la regadera para que nadie me escuche, de
caminar por las mañanas acompañada de mi perro mientras lágrimas
inconscientes resbalan por mis mejillas. Ocho años de preguntarme una y otra
vez por qué hizo lo que hizo y con quien lo hizo. Por eso he decidido dar fin a
todo esto, porque tener en mis brazos a mi bebé me ha cimbrado y me he
dado cuenta de la gran responsabilidad que es invitar a habitar este mundo a
un ser humano, al que no solo le debo dar las condiciones físicas adecuadas
para su desarrollo, sino un entorno emocional sano que le permita crecer
feliz.
Hace treinta y dos años mi padre, Mauricio Grajales, me tomó en sus brazos
por primera vez. Soy hija única, producto de su matrimonio de veinticuatro
años con Elena Montiel, mi mamá. Veinticuatro años permanecieron juntos y
vivimos una historia familiar típica, aparentemente normal. Mi papá es un
reconocido cirujano especializado en columna. Vivimos siempre en una casa
heredada de mi abuelo paterno, en una de las colonias de clase alta de la
capital del país. Estudié en colegios caros y vestí ropa fina. No supe lo que
era un «no» de su parte. Mis caprichos o antojos eran cumplidos. Era su
consentida. Su muñeca, como él me decía. Crecí sentada sobre sus piernas
mientras escuchaba música clásica en su despacho o en su consultorio.
Caminando por los pasillos del hospital privado del cual era socio,
sintiéndome la princesa del doctor Grajales, la dueña del mundo y creciendo
bajo el manto protector de ese hombre guapo, talentoso y admirado. Mi
madre es una mujer que dedica hasta el día de hoy mucho tiempo a su
cuidado personal y es activa en la sociedad. Su vida pasa entre la peinadora y
los desayunos altruistas, con sus amigas, la mayoría esposas de médicos
conocidos por mi padre. Nuestro mundo era poco complicado, había un padre
que era excelente proveedor y exitoso, y una madre sofisticada y educada
para ser la compañera de un hombre como él. Reconozco que fui una niña
mimada y que mi padre era mi superhéroe. Todos los adjetivos positivos
posibles para describir a un hombre los usé para describir a mi papá: guapo,
fuerte, inteligente, decidido, sabio, cariñoso, protector, elegante, talentoso,
trabajador, dedicado, amoroso, consentidor, juguetón y más. Obviamente se
convirtió en mi prototipo de hombre. Crecí aspirando a conocer un príncipe
parecido a mi papá y al primer defecto que encontraba en mis pretendientes
los descartaba. El hombre que se ganara mi amor tendría que ser igual a papá.
Cuando el ídolo se volvió de carne y hueso y sus vestiduras de santo se
rasgaron, mi mundo se derrumbó con él.
En la secundaria conocí a Ernestina Mendívil. Nos volvimos inseparables.
Ella es hija de médico y yo también. Vivía a cuatro cuadras de mi casa en la
misma colonia, y compartía conmigo el gusto por la comida japonesa y por la
natación. Seguimos juntas en el bachillerato y, en el momento de decidir
carrera, las dos teníamos muy claro que queríamos estudiar medicina como
nuestros padres. Y así fue, nos inscribimos en la misma escuela de medicina
en una reconocida universidad privada y nos enfocamos en fabricar nuestro
futuro. Viajamos juntas a campamentos en Francia y en Alemania.
Compartimos departamento durante un verano en Seattle cuando fuimos a
cursar unas materias del bachillerato. Éramos confidentes y en varias
ocasiones lloramos juntas nuestras decepciones amorosas. Las dos nos
convertimos en jóvenes atléticas y glamorosas que vestíamos al último grito
de la moda y asistíamos a fiestas y conciertos. Ernestina pasaba mucho
tiempo en mi casa, veíamos series de televisión y escuchábamos música o
cocinábamos juntas comida asiática con ayuda de tutoriales de YouTube o
recetarios que bajábamos de internet. Mi madre llegó a considerarla una hija
más. Ernestina llegaba a mi hogar y abría el refrigerador o asaltaba la alacena
como si estuviera en su propia casa. Cuando salía de viaje con mis padres, mi
mamá siempre le compraba un regalo y se lo daba a nuestro regreso. Los
padres de Ernestina hacían lo mismo conmigo. Me estimaban mucho y yo
también me sentía una hija más en casa de ellos. Nunca me percaté de que
dejamos de ser dos adolescentes que corrían por el jardín correteando
mariposas mientras mi padre tomaba un coctel junto a la alberca. Nunca me
percaté de que ya éramos dos mujeres tomando en sol en bikini mientras mi
padre tomaba su trago ahí a un lado de nosotras.
Entramos a la universidad y algo comenzó a cambiar entre Ernestina y yo.
Comenzó a alejarse de mí y a poner pretextos para no acompañarme a algún
evento o para estudiar conmigo por las noches en mi casa. A veces le
mandaba mensajes de texto o por WhatsApp y no los respondía, ni siquiera
los veía. Eso era muy raro entre nosotras. Lo atribuí a la carga pesada que
comenzamos a tener en la escuela, a las tareas y a las actividades distintas
que abatieron nuestras nuevas vidas como estudiantes de medicina. Antes de
entrar a la universidad decidimos tomar todas las clases juntas. Sin embargo,
para el segundo semestre ella decidió tomar materias con otros profesores o
en horarios distintos a los míos, como si no quisiera estar mucho tiempo
conmigo. Lo seguí atribuyendo a que tal vez había llegado la hora anunciada
y cada una buscaría encontrar su futuro a su manera. Seguíamos tomando
café o saliendo a algún bar una vez por semana, ya no era a diario como
antes, pero la vida había cambiado y las rutinas también. Yo confiaba en que
nuestra amistad era indestructible y que persistiría a lo largo del tiempo y
resistiría todo. Todo... menos eso.
Eso que sucedió lo relato con un nudo en mi garganta y un dolor en el
vientre. Ese mismo nudo que se deshace en lágrimas bajo la ducha y se
convierte en colitis por las noches. Ese nudo que quiero deshacer y ese
vientre que quiero liberar del dolor escribiendo esto.
Una noche que salimos juntas a un bar comenzamos a hablar sobre los
hombres. Recuerdo que yo le hablé de un par de pretendientes que andaban
detrás de mí y ella me escuchaba a medias, porque la mitad de su atención
estaba constantemente en su celular. Le pregunté si ella estaba saliendo con
alguien y me dijo que había un hombre del que sentía se estaba enamorando
profundamente. Cuando le pedí que me enseñara una fotografía se puso
nerviosa y me dijo que prefería hacerlo después, cuando ya se concretara algo
con él, además de que no quería que yo la criticara porque se trataba de un
hombre mayor. Me sorprendió que saliera con alguien mayor y que además
me dijera que no me burlara de ella, puesto que entre nosotras jamás había
existido ningún tipo de burla, y menos cuando se trataba de nuestros
sentimientos por algo o por alguien. La misma situación se repitió dos
semanas después, cuando salimos otra vez a cenar. Ella escuchándome a
medias y la otra mitad de su atención concentrada en revisar su celular
periódicamente. Esa noche me dijo que tenía que irse. Dejó su parte de la
cuenta sobre la mesa y salió del restaurante apresurada. Ya era tarde y me
pareció extraño que tuviera que ir con urgencia a alguna parte a esas horas.
Pero no pregunté más. Pensé que ya tendríamos la oportunidad más adelante
de hablar con calma sobre su comportamiento tan raro de los últimos meses.
–Ernestina ya nos tiene olvidados –comentó mi madre mientras los tres
cenábamos en la cocina un sábado por la noche.
–¿Sí, verdad?, ha estado rara últimamente –respondí tratando de compartir
con mi madre mi preocupación por su alejamiento.
–¿A dónde van a querer ir en Semana Santa de vacaciones? –preguntó mi
papá, dándole inesperadamente un giro a la charla, como si quisiera evitar
hablar de mi amiga.
–¿Tú no la has visto, Mauricio? –insistió mamá.
–No, ¿por qué tendría que verla?, debe de estar ocupada con la escuela.
Estudiar medicina demanda mucho tiempo, ¿o no, Samantha? –dijo mi padre
con un tono de voz que intentó restar importancia a la pregunta de mi madre.
Asentí con la cabeza y me levanté de la mesa. Estaba cansada y tenía sueño.
Esa noche no pude dormir bien. Algo se había instalado en mis entrañas,
como si mi sexto sentido me hubiera inoculado un misterioso temor, una
enigmática sospecha se había incrustado en mi vientre.
Un par de semanas después vi en el Facebook de Ernestina una selfie que se
tomó en el interior de un vehículo. Me llamó la atención el respaldo del auto.
Era idéntico al respaldo del automóvil de mi padre. Y ese auto era único. Se
trataba de un Audi TT que él mismo mandó tapizar con la armadora. Piel gris
con un remache rojo en las orillas. Algo poco común. La sospecha se
alimentó de golpe y me puse a stalkearla. Entonces me di cuenta que tenía a
mi padre agregado entre sus contactos. Se me hizo muy extraño eso porque
mi padre usaba poco el Facebook y tenía agregados en su mayoría a colegas o
familiares. Pero a mis amigos no acostumbraba tenerlos en su red social.
Seguí buscando y me di cuenta de que a mi madre no la tenía, y hubiese sido
más normal que los tuviera a los dos. Mi madre usaba más el Facebook que
mi padre. Me pareció muy raro. Cuando le pregunté a Ernestina se puso
nerviosa y me explicó que lo hizo porque tenía que preguntarle de
emergencia algo de una tarea y creyó que sería más fácil por ese medio. Le
dije que me hubiese llamado para preguntarle por teléfono o yo le hubiera
proporcionado su correo electrónico. Pero cambió el tema y evadió las
preguntas que le hice. Entonces la sospecha se convirtió en obsesión y
comencé a buscar. Y dicen que el que busca, encuentra. Decidida a sacar esa
espina llena de duda de mi corazón, falté a clases y me dediqué a vigilar a mi
amiga desde lejos. Sin importarme las consecuencias en la escuela, decidí
dedicar más allá de mi tiempo libre para seguirla y observarla desde lejos.
Constaté que pasaba mucho tiempo en el celular. Que salía de clases y no se
iba con sus compañeros a ninguna parte. Subía a su auto y se iba en dirección
contraria a su casa. Entonces decidí seguirla. Y la duda se desvaneció. Se
detuvo afuera de un edificio de departamentos en la colonia Roma. Un
edificio que yo conocía a la perfección porque dos de los departamentos eran
propiedad de mi papá. Tuve que irme de ahí, pero me di a la tarea de llegar al
fondo del asunto. Deshacer la madeja de interrogantes que agobiaron mi
cerebro desde esa tarde. Llegué a casa y me puse a buscar las llaves del
edificio. Encontré también copias de las llaves de los dos departamentos que
eran propiedad de mi familia.
Así fue como los descubrí. Tres días después, volví a seguirla hasta el
edificio y entré después de ella. Por el número de piso en el que se detuvo el
elevador supe a cuál de los dos iba. Subí y los encontré. Desnudos y en la
cama. Revolcándose encima de mi dolor, de mi confianza, de mi amor por los
dos.
Mauricio Grajales cayó del pedestal donde lo puse. El ídolo se derrumbó. Al
superhéroe se le cayó la capa.
El dolor fue profundo y lacerante. Mi padre destruyó mis recuerdos felices de
infancia, de adolescencia. Destruyó mi amistad con Ernestina. Hoy que
escribo esto no sé si realmente pueda llamar amiga a alguien que hace lo que
ella hizo. No tuvieron tiempo de vestirse antes de que yo saliera de ahí con el
corazón desgarrado. Vagué por la ciudad durante horas en el auto. Llorando
sin consuelo y sin rumbo. No quería llegar a mi casa. No quería ver a mi
madre. Imaginaba el sufrimiento de ella al enterarse de lo que había entre
Ernestina y mi padre.
–Me enamoré –nos dijo con voz llena de determinación.
Mi madre y yo estábamos sentadas frente a papá en el salón principal de la
casa. Por primera vez en mi vida vi a mi madre perder la compostura y dar
gritos llenos de dolor insultando a mi padre con palabras que desconocía que
ella usara. Jamás la había escuchado utilizar semejantes expresiones. Desde
«poco hombre» hasta «hijo de puta». Fue una noche oscura, en la que en la
penumbra de esa sala vimos desbaratarse la historia de la familia perfecta y
observamos a mi padre como una bestia que sucumbía ante los mandatos del
deseo y de la carne. Con ella. Con mi mejor amiga.
La mansión Grajales se vendió y mi madre se fue a vivir a un pent-house en
Las Lomas. Yo me fui a terminar mi carrera al extranjero. Ernestina
abandonó la universidad y se casó con mi padre. Y la vida siguió. Porque así
es la vida, no se detiene y el tiempo es su aliado más valioso, ese que diluye
los hechos y convierte en imágenes borrosas los recuerdos dolorosos. Pero
los recuerdos habitan en la memoria del corazón.
Mientras hacía el internado conocí a Juan Pablo, un argentino amable y con
agallas. Decidido a convertirse en un gran cirujano pediatra. Yo me incliné
por la medicina interna. Decidimos casarnos al año de noviazgo y hasta el
momento siento haber tomado una de las mejores decisiones de mi vida. Ha
sido Juan Pablo el que me ha hablado de lo importante que es para mí
perdonar a mi padre. Ahora que nació nuestra hija, siento que ha llegado el
momento de escribir nuevos capítulos en el libro de mi alma. Mi niña tiene el
derecho de conocer a su abuelo. Y a ella. A Ernestina. Porque aunque me
duela, es la mujer que mi padre eligió para reinventarse. Ahora que soy
esposa, entiendo que tal vez la relación con mi madre no era tan buena como
ellos aparentaban. O tal vez es una historia más del hombre maduro que cae
rendido ante la carne joven. No lo sé. Solo ellos saben en el fondo qué había
en las entrañas de su matrimonio. Y solo mi padre sabe lo que lo llevó a
elegirla a ella, precisamente a ella... a mi mejor amiga.
Con el paso de los años, nos hemos enterado por otras personas o por
familiares de que llevan un matrimonio feliz. Ernestina dio a luz a un
varoncito hace cuatro años. Se la pasan juntos y ella acompaña a mi padre a
todas partes. Ella es la que ha estado a su lado cuando ha recibido
reconocimientos o cuando ha estado enfermo. Juan Pablo me dice que si fue
mi amiga tantos años no debe ser mala persona, y que mi padre tampoco. Que
así son las historias inesperadas del destino, y que aunque haya dolido, así
tenía que ser. Mi madre también ha empezado a rehacer su vida. Tiene un
novio alemán que la ha vuelto a hacer sentir como una adolescente. Se ha
pintado el cabello y ha regresado al gimnasio. Ha vuelto a sonreír. He sido yo
la que me he estado meciendo en el columpio del rencor todos estos años. Y
ha llegado el momento de bajarme.
Me abrió la puerta Ernestina. Vestía un traje sastre blanco de lino y con el
cabello corto. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando me vio. Me dio un
temeroso abrazo, al que respondí con recelo. Y detrás de ella apareció él. Con
más años, con más canas, más delgado, igual de guapo, con la misma sonrisa
encantadora que mataba mis miedos por las noches cuando le tenía miedo a la
oscuridad. Me abrigó en un abrazo en el que sentí una mezcla de ternura y
dolor, como si en ese silencioso contacto físico me dijera: «Yo también sufrí,
a mí también me ha dolido».
Detrás de mí, Juan Pablo cargando a nuestra hija. Entonces vi a mi padre
dirigir la mirada hacia ellos. Y los ojos se llenaron de agua, los abrazó en uno
solo para después pedirle a mi esposo que le cediera a la niña. Tomó a mi hija
en sus brazos y se sentó en el sillón. La besó mil veces en un minuto. Como
si en cada beso quisiera recuperar a su propia hija, esa que la traición alejó de
su corazón. Lo vi mirarla como el feligrés que observa con devoción a
Jesucristo. Con su amor desmesurado de abuelo. Y entonces se desbarató mi
rencor. Lo escuché sollozar y repetir una y otra vez: «Gracias, hija, gracias,
gracias... gracias.»
Maura hoy cumple seis meses y su abuelo viene a verla cada semana. A veces
viene solo y en otras lo acompaña Ernestina. La puerta de mi casa estará
siempre abierta para mi padre y su nueva familia, porque le he cerrado la
puerta al rencor. Porque quiero ser libre de espíritu para criar a mi hija en el
amor. Mi madre lo ha comprendido porque ella se ha vuelto a enamorar y
también vive una época de reconciliación con la esperanza. He podido
convivir con Ernestina en paz, sin intercambiar frases de reproche, siendo
cordial. Nuestra amistad nunca se recuperará de algo así pero la he
perdonado, aunque sé que jamás volveremos a ser las amigas que un día
fuimos. Ese día que mi padre tomó entre sus brazos a mi hija y vi el amor
desbordarse hacia ella en sus ojos, recordé también lo mucho que mi padre
me ama. Y ese día vi con mis ojos limpios de resentimiento cómo mi
superhéroe recuperó su capa.
2. EN LA TELEVISIÓN
Creo que en lo que nos convertimos depende de lo que nuestros padres nos
enseñan en los ratos perdidos, cuando no están tratando de enseñarnos.
Estamos
formados por pequeños trozos de sabiduría. Umberto Eco
Cuando escuchaba el motor de su automóvil mi corazón se aceleraba. Una
mezcla de temor y de tranquilidad se apoderaba de mi cuerpo entero. Temor
porque mi padre representaba todos los castigos posibles y tranquilidad
porque sí había vuelto a casa. Mi madre utilizaba todos los días la figura de
mi padre para atemorizarnos a mí y a mis hermanos. Cuando sentía su
autoridad debilitada ante nosotros acudía a la imagen de mi padre. «Esto lo
va a saber su padre y cuando llegue los va a castigar», «Si su padre un día se
va de la casa será por su culpa». Es por eso que los recuerdos de mi infancia
están plagados de temor. Muchos años creí que mi padre era una especie de
capataz y estaba segura de que cada tarde, cuando regresaba a casa, le pedía
un informe de nuestra conducta a mamá para entonces ejercer su autoridad y,
según la gravedad de la falta, otorgar el castigo a quien lo merecía.
Me llamo Pamela y soy la mayor de los tres hijos de Fabiola Larios y
Gustavo Mondragón. Gustavo, dos años menor que yo, y Fabio dos años
menor que Gustavo, por ser varones disfrutaron más de la convivencia con mi
padre. A ellos los llevaba a clases de fútbol soccer desde que cumplieron los
cinco años. Los sábados salían muy temprano de la casa con sus maletines y
sus uniformes y regresaban al atardecer. Mi padre era americanista de hueso
colorado, como acostumbraba decir, y mis hermanos heredaron su pasión por
ese equipo. Mis sábados eran destinados a acompañar a mi madre al
supermercado y a visitar a la abuela. Recuerdo que alguna vez le pedí a
mamá que me dejara ir con ellos al partido de fútbol pero no me dejo ir
porque eso era «asunto de hombres». Estoy convencida de que tuve un padre
presente pero ausente en gran medida debido a la dinámica familiar que de
alguna manera estaba determinada por las creencias y costumbres de mi
madre. La separación por géneros en el interior de mi familia hizo que
durante toda mi infancia conviviera muy poco con mi padre. Tal vez por eso
jugaba a idealizarlo, a imaginar cómo era. Siempre sentí mucha curiosidad
por saber cómo sentía en realidad, cómo pensaba, y me cuestionaba si en
verdad era el ser humano que nos describía mi madre. Con los años he
constatado que cada hijo puede desarrollar su propio concepto de unos padres
porque aunque hayan sido los mismos cada uno tiene una imagen particular
de ellos. Cuando entre hermanos hemos llegado a platicar sobre nuestro padre
me ha quedado claro que cada uno conoció a un Gustavo distinto.
Mi padre nació en un pueblo oaxaqueño llamado Tuxtepec. Creció en el seno
de una familia numerosa. Ocho hijos. Cuatro varones y cuatro mujeres. Él era
el mayor de todos. El Papaloapan mojó sus pies durante la infancia. Durante
las reuniones familiares, que era cuando se tomaba sus copas de mezcal,
acostumbraba contar sus aventuras a la orilla de ese río. En esas ocasiones
hasta llegué a escucharlo reír a carcajadas. Mi abuelo había sido un padre
rígido con sus vástagos y además murió joven, a los cuarenta y siete años,
dejando a la abuela con la carga de la familia sobre sus hombros y una viudez
que la convirtió en una mujer taciturna y amargada. La amargura caló en los
corazones de sus hijos, que abandonaron la casa materna tan pronto pudieron.
Se fueron uno a uno y se esparcieron por todo el territorio mexicano. Mi
padre tiene hermanos y hermanas esparcidas por diferentes regiones, desde la
zona del Itsmo de Tehuantepec hasta la ciudad fronteriza de Tijuana. Unos
que se casaron, otros que se fueron buscando fortuna o siguiendo a una novia.
Desconozco los detalles, solo cuento lo que sé. Mi padre tenía veinticinco
años cuando murió el abuelo y asumió por un par de años el rol del hijo
mayor y protector del clan, pero al ver que cada uno iba en busca de su
propio destino, y agobiado por el carácter de la abuela, decidió también
emigrar y encontró un trabajo en la ciudad de Puebla. Allá en Tuxtepec se
quedó la abuela y se dice que murió de amargura a los tres años de quedar
viuda.
Siempre que preguntábamos a nuestros padres sobre su noviazgo y el día de
su boda, tengo que admitir que era mi madre la que tomaba la palabra y se
ponía a describirnos la tarde en que mi padre la conoció en la fiesta de
cumpleaños de una amiga y que fue amor a primera vista. También nos decía
que a mi padre se le estaba yendo el tren. Fue directo con ella y a los seis
meses le pidió que fuera su esposa. Mi padre tenía treinta años y mi madre
veintidós. Se sumergieron en un matrimonio aparentemente estable y
tradicional. Mi padre trabajaba en una fábrica de cerámica, de la cual llegó a
ser socio con el paso de los años. Mi madre dedicada al hogar y al cuidado de
los hijos. Sin embargo, siempre tuve un padre ausente.
Era una ausencia presente. Es decir, ahí estaba don Gustavo, viendo la
televisión los domingos y todos alrededor suyo. Pero él y sus pensamientos
conformaban un mundo propio que solo era interrumpido por el gol de algún
jugador estrella o por la voz de mi madre pidiéndole que nos llamara la
atención por alguna travesura que cometíamos. Mi padre obedecía, sí, esa es
la palabra. Obedecía y nos decía «¡Compórtense!» o «¡Tranquilos!». Si lo
que habíamos hecho ameritaba algún tipo de castigo se levantaba para
encerrarnos en nuestra habitación o dictaminar que nos quedaríamos sin
postre o dinero durante la semana. Después regresaba a su mundo. Ese
mundo que estaba entre el televisor y su cuerpo y que desconocíamos todos.
Incluso mi madre.
Con mis hermanos no era cariñoso. Su amor lo demostraba comprándoles
pelotas, bicicletas y llevándolos de campamento cada verano. Yo era la
afortunada de vez en cuando. Entre nosotros había instantes secretos y sutiles
en los que afloraba una ternura inédita de su mirada y me acariciaba el
cabello o me apretaba las mejillas. Si valoro un recuerdo de mi niñez es esa
tarde en que mi madre había salido con unas amigas y mis hermanos estaban
haciendo tarea en el estudio. Mi padre estaba sentado en la sala viendo su
acostumbrado partido de fútbol y yo llegué y me senté al lado suyo. Cuando
vio que yo llevaba en mis brazos mi cuaderno de dibujo me lo pidió y
comenzó a hojearlo. Le gustó una jirafa pastando que dibujé con crayolas y
me dijo que era toda una artista. Me sentí importante. El reconocimiento de
un padre es un bálsamo maravilloso sobre el corazón de un hijo. Yo tenía
siete años. Hoy tengo cuarenta y no lo he olvidado.
Pasaron los años, los hijos fuimos creciendo y nuestros padres haciéndose
viejos. Mi hermano Gustavo salió de casa para irse a vivir a Monterrey y
estudiar Mecatrónica. Fabio se hizo vegano, le dio por la meditación y se fue
a vivir a la India con una novia que conoció en un encuentro espiritual. La
más alterada ante las decisiones de mi hermano menor fue mi madre. Mi
padre solo atinó a decirle: «Es tu vida, ya eres mayor de edad, solo te pido
que seas independiente y no nos pidas que comulguemos con tus ideas.» Con
el paso del tiempo se hizo más evidente el mundo alterno en que vivía mi
padre. Un mundo inaccesible para nosotros. Mi madre se puso a estudiar la
Biblia y se dedicó a hacer un sin fin de actividades religiosas con su nuevo
grupo de amistades. Mi padre se compró un televisor inteligente y con
esfuerzos aprendió a dominar sus funciones, luego se dedicó a acampar frente
al aparato durante tardes enteras. El negocio ya no demandaba tanto su
presencia y pasaba más tiempo en casa. Estaba en casa, pero en su mundo
personal, presente pero ausente.
Yo me convertí en una coleccionista de penas de amor. Nunca me gustó la
escuela y apenas terminé el bachillerato me dediqué por completo al
comercio. Con ayuda de mi padre abrí una tienda de artesanías en el centro de
Puebla. Todo parecía ir bien hasta que conocí a Julián, un bajista que tocaba
con un grupo en un bar de moda. Me enamoré y le entregué mi alma, mi
cuerpo y mi estabilidad económica porque nunca traía un peso encima y
encontró en mí una prestamista sin intereses ni plazos. Cuando terminó la
relación también mi negocio estaba en la quiebra. Otra vez mi padre me
rescató, me llevó con él a su negocio y me dio trabajo como secretaria del
gerente. Ahí conocí otra cara de mi padre, me di cuenta de que era un hombre
admirado y respetado por sus trabajadores y que tenía fama de honesto y
justo. El hombre castigador e injusto de mi infancia que me había construido
mamá con sus discursos no era el que trabajaba ahí desde hacía más de veinte
años. A través de otros comencé a conocer más de mi padre. Descubrí que
tenía un sentido del humor que rayaba en lo sarcástico y que tenía en su
escritorio una colección de poemas de Neruda. Supe por parte de varios
trabajadores la anécdota del perro Solovino. Mi madre nunca nos dejó tener
perros como mascotas, a lo más que llegó su benevolencia fue a permitirnos
un par de peces japoneses que murieron a escasos dos meses de que Fabio los
llevó a casa. Por eso fue conmovedor enterarme de que mi padre encontró
una noche en la bodega a un cachorro lastimado y lleno de pulgas al que
levantó de entre los trozos de barro y maderas viejas para llevarlo al
veterinario y al que cuidó hasta verlo sano y fuerte. Entonces decidió llevarlo
a la perrera para adopción, lo dejó ahí solo una noche. Al día siguiente volvió
por él y los empleados lo vieron llegar a la fábrica con el perro que ya portaba
una correa de cuero y una cadena y les dijo que sería el nuevo vigilante. Lo
llamó Solovino y durante siete años fue el más fiel de los veladores del
negocio. ¡Vaya sorpresa! Mi padre no solo veía televisión y trabajaba como
negro, también tenía sentimientos y le gustaban los perros. Una de las
empacadoras me dijo que cuando murió Solovino debido a un virus que lo
dejó en los huesos por tanta diarrea, mi padre se encerró en su oficina y más
de uno de los trabajadores lo vio con los ojos llorosos por la partida de su fiel
amigo. «Lo llevó con más de tres veterinarios pero no pudo salvarlo y eso le
dolió mucho», me dijo la empleada. Ni mi madre ni mis hermanos supimos
nunca de eso. Cuando le pregunté a mi padre por qué nunca nos había
hablado de Solovino me respondió que eran sus cosas, y que mi madre se
hubiera molestado de saber que andaba recogiendo animales callejeros. Lo
dijo en tono indiferente, restándole importancia, pero en su mirada pude
encontrar marcas de incomprensión. En ese tiempo que trabajé con él en la
fábrica me enredé sentimentalmente con Horacio. Llegó a entregar unos
paquetes a la oficina y su carácter efusivo y su manera tan colorida de
conversar me embaucó y caí enamorada. Otra relación desastrosa. A los
cuatro meses me enteré de que era casado cuando llegó la esposa a la fábrica
y me armó un lío entre gritos y ofensas y me exigió que dejara en paz a su
marido. Ahí me sorprendió la actitud de mi padre otra vez. Me llamó a su
despacho y me dijo:
–Pamela, deja de ver a ese hombre y aquí no ha pasado nada. Medita sobre
este asunto y pasa unos días en casa, regresarás al trabajo cuando lo crea
prudente. Y a tu madre de esto ni una sola palabra.
Recuerdo perfectamente su mirada al decirme eso. Era una mirada
comprensiva y compasiva. Una mirada que delataba una responsabilidad
propia en mi falta. Como si al fallar yo fallara él. Lo abracé con fuerza y con
mucho cariño. Ese fue el inicio de una nueva relación con mi papá.
Todos esos mensajes recibidos de mamá acerca de que mi padre era un
hombre duro, exigente, castigador, justiciero, estricto y sin sentimientos se
fueron diluyendo poco a poco al conocer a mi papá más y más. Decidí ir a
terapia porque no podía seguir teniendo relaciones tan efímeras y poco
saludables con el sexo opuesto. Me sentía perdida caminando en el túnel de la
vida pero, al parecer, comenzaba a percibir luz al final de ese trayecto.
Papá cayó enfermo con problemas coronarios. Estuvo en el hospital internado
un par de ocasiones y permanecí al lado de su cama sin separarme ni un
minuto. A mis hermanos les extrañó mi nueva cercanía con mi viejo y a mi
madre le importó lo mínimo, sólo atinó a imaginar que era porque yo prefería
estar ahí que trabajando en la fábrica. Así de distantes son a veces los mundos
interiores de quienes viven bajo un mismo techo. Mi padre me mandaba
mensajes de gratitud en su mirada y esos los llevo en mi corazón para
siempre. Mi psicóloga me insistía en que el avance que veía en mi terapia era
debido a que mi relación con papá era cada día mejor y más cercana. Ya no
me sentía huérfana de padre. Mi papá ya era una presencia en mi vida y no
una ausencia.
Durante su segunda estancia en el hospital conocí a Rodrigo, un joven
médico internista originario de Morelia. Me abordó en el elevador de una
manera amable y respetuosa. Mi espíritu ya estaba abierto a percepciones más
sanas emocionalmente y eso dio paso a una relación distinta a todas las que
tuve antes. Cuando mi padre volvió a casa, Rodrigo insistió en visitarlo para
dar seguimiento a su recuperación. Era obvio que quería algo en serio
conmigo y eso me llenó de júbilo. Mis ojos brillaban y entonces sucedió algo
inesperado.
–Pamela, hija, necesito hablar contigo –me dijo mi padre una tarde en que mi
madre estaba en sus estudios de Biblia y nos encontrábamos los dos a solas.
–Dime, papá, soy toda oídos –dije intrigada.
–El brillo de tus ojos me confirma que estás enamorada.
–Sí, papá, estoy muy enamorada de Rodrigo.
–Cásate, hija, así enamorada como estás es como se debe llegar al
matrimonio –sentenció en un tono tan profundo que me estremecí.
–Sí, papá, Rodrigo y yo ya hemos hablado de boda, estamos esperando a que
te recuperes para darle la noticia a la familia.
–Conmigo o sin mí, hija, defiende tu felicidad, estoy seguro que Rodrigo es
tu compañero de vida.
Esto último lo dijo con tristeza. Y fue ahí cuando me enteré del más grande
secreto de mi padre.
Abrió su corazón y me contó de Mayela, el gran amor de su vida. La conoció
a los dieciocho años. Sus casas estaban separadas por un par de calles. A sus
corazones los separaban las rencillas entre familias. Como Romeo y Julieta
tuvieron que esconder su amor rechazado por sus parentelas, que padecían
odios de antaño. Escondidos tras los manglares se juraron amor eterno y en
las tardes calurosas de verano recorrían la ribera del Papaloapan descalzos,
comiendo cocos y jícamas con chile. Se contaron sus sueños y se impusieron
metas comunes, se visualizaron con hijos y con sus vidas entrelazadas. La
ambición de «llegar a ser alguien» tomaba sentido en compañía de Mayela y
hacía que las aspiraciones de papá crecieran para brindarle un futuro digno a
su novia amada. Sin embargo, la rigidez de las ideas de mi abuelo y la
intransigencia de los padres de Mayela terminaron por separarlos. Después de
varios días de no poder comunicarse con ella, mi padre se enteró por un
vecino que la habían enviado a casarse a Oaxaca, la capital del estado, con el
hijo de un conocido de la madre de Mayela. Eran otros tiempos, otras
costumbres, otras ideas. Mi padre me habló de su cobardía, de cómo se quedó
inmóvil y no hizo nada por ir y arrancar de los brazos de aquel hombre a su
querida mujer. «Es algo con lo que he vivido hija, y es algo con lo que me
voy a morir encajado en la conciencia». Después murió el abuelo, mi papá
llegó a Puebla y conoció a mi mamá. Ese «amor a primera vista» del que
hablaba mi madre en las reuniones familiares no era otra cosa que lo que mi
padre puso en palabras como «una buena mujer con la que podría tener hijos
y formar una familia». Esa tarde entendí que mi padre veía en la televisión no
el partido de fútbol, sino los manglares y el Papaloapan, a Mayela corriendo a
su lado tomada de su mano y ese mundo que se quedó levitando en el
hubiera. Entendí entonces el temor permanente de mi madre de que él no
regresara a casa, y que nos contagiaba a mí y a mis hermanos
inconscientemente. Seguramente ella sabía que en mi padre habitaba ese
silencioso anhelo de irse a buscar en su pasado a saldar una cuenta pendiente.
Comprendí que mi padre se había quedado divagando en lo que pudo ser y no
fue y se limitó a conducirse con inercia por una vida prefabricada por los
conceptos y paradigmas escritos por la sociedad. Haciendo lo que se debe,
cuando no se luchó por lo que se quiere. Es tan fácil juzgar a los padres desde
la ignorancia de ser hijo cuando no se tiene la comunicación honesta y abierta
con ellos.
Papá murió tres meses después de entregarme en el altar. Y no se equivocó.
Rodrigo y yo hemos sido hasta la fecha un par de enamorados criando a
nuestros tres hijos. Mamá aún vive y sigue leyendo la Biblia y hablando de
papá como el amor de su vida, el padre ejemplar, trabajador y esposo fiel.
Mis hermanos lo recuerdan como el hombre exigente y duro que los obligaba
jugar futbol cada sábado. Yo lo llevo en mi corazón como el que recogió a
Solovino de la calle y el que me enseñó a reconocer el amor de un buen
hombre. Y ahora, aunque físicamente no está conmigo, lo siento presente.
Agradezco al destino que me dio la oportunidad de conocerlo más a fondo, de
comprenderlo y sin juicios amarlo profundamente.
3. SENTADA EN LA BANQUETA
Tener hijos no lo convierte a uno en padre, del mismo modo en que tener un
piano no lo vuelve pianista. Michael Levine
De niña me sentaba por las tardes en la banqueta esperarlo. Cuando veía su
tráiler dar la vuelta en la esquina al acercarse a casa me ponía de pie y
brincaba levantando las manos. Mi padre estacionaba con destreza su
inmenso vehículo y descendía de él para acariciarme la cabeza y
preguntarme: «¿Cómo está la luz de mis ojos?» Con mis cinco años a cuestas
esas palabras eran las más hermosas que podían escuchar mis infantiles oídos
y me hacía sentir la más importante de sus hijos.
Luz es mi nombre y dice mi madre que mi padre lo escogió porque así se
llamaba la tía que lo cuidó de niño cuando quedó huérfano de madre. Yo no
conocí a esa tía porque murió mucho antes de que mis padres se encontraran.
Soy la menor de seis hermanos, cuatro hombres y dos mujeres y en ese orden
de nacimiento. Ser la menor en una casa donde habitábamos ocho personas
tenía sus ventajas porque de alguna manera todos me cuidaban. Mis
hermanos se sentían mis protectores, sobre todo Julio, el mayor, que en aquel
entonces tenía diecisiete años. Sin embargo, para mí el mejor lugar del
mundo eran los brazos de mi padre. Me sentaba sobre sus piernas y me
mecía, después me abrazaba fuerte y me cantaba canciones de Vicente
Fernández. Cuando mi padre salía de viaje con su tráiler y pasaban varios
días sin que volviera a casa, mi consuelo era escuchar en la radio la estación
local de música ranchera que transmitía canciones de esas como las que a él
le gustaba cantarme.
No éramos ricos. Yo me daba cuenta porque vivíamos en una colonia alejada
del centro de la ciudad, donde apenas estaban instalando el drenaje y el
pavimentado, pero no faltaba que comer, todos íbamos a la escuela pública
siempre con un emparedado bajo el brazo y con algún dinerito para gastar.
Mi madre se dedicaba por completo a nosotros y los domingos vendía afuera
de la iglesia tamales preparados por ella. Como buena mujer de un trailero,
tenía su cuarto lleno de santos de esos que acompañan a los viajeros en sus
recorridos y nos sentaba a mi hermana Eulalia y a mí con ella por las tardes a
rezar dos o tres misterios del rosario para que Dios trajera con bien a casa a
nuestro señor padre. Nunca los escuchamos pelear delante de nosotros.
Nunca. Ellos siempre fueron cuidadosos y arreglaban sus diferencias cuando
nosotros dormíamos o no estábamos en casa. O tal vez lo hacían a gritos pero
lejos del hogar, en algunas de sus salidas a solas y sin hijos, que por cierto no
eran muy frecuentes. Tal vez por eso lo que pasó después fue tan doloroso
para todos, por lo sorpresivo y fulminante.
Mi padre no era cariñoso con todos sus hijos, mis hermanos mayores dicen
que jamás les demostró su amor, pero yo sí tengo recuerdos amorosos de su
parte, y tal vez es porque fui la más pequeña, o tal vez porque me puso el
nombre de su tía adorada, o tal vez yo le supe sacar lo bueno de su corazón.
No obstante, a pesar de su frialdad o rigidez en los tratos, era buen proveedor
y cuando estaba en casa se dedicaba a nosotros. Nos llevaba al parque y nos
compraba helados, nos traía ropa, sobre todo cuando hacía viajes a la frontera
y podía comprar bultos enteros, con lo que venía en ellos nos vestía a toda su
tribu en un dos por tres. Si el difunto era más grande mi madre se encargaba
de cortar, coser o ajustar vestidos, blusas, sacos, pantalones y asunto resuelto.
Había pan en la mesa y un techo bajo el que nos cobijábamos. Había una
madre que nos inculcaba respeto por ese hombre, aunque he de decir que
muchas veces ella misma nos lo alejaba cuando nos pedía que lo dejáramos
dormir porque venía cansado de tanto manejar y entonces pasábamos horas
lejos de su habitación para no molestarlo. Reitero, todo en apariencia era
normal, y nunca los vimos pelear delante de nosotros. Tampoco lo vimos
borracho ni agresivo. Mis hermanos y yo jamás recibimos un coscorrón de su
parte. Las nalgadas y los gritos provenían de mamá. Jamás imaginamos que
mi padre nos golpearía con el tiempo de la manera en que lo hizo. Sus golpes
no fueron físicos. Las heridas que nos provocó no dejaron moretones en el
cuerpo pero sí profundas llagas en nuestros corazones.
Una tarde de agosto me quedé sentada en la banqueta esperándolo. Acababa
de pasar mi cumpleaños número seis. Mi papá me compró un pastel color
rosa con sabor a vainilla y me cantaron las mañanitas. Ese fue el último
cumpleaños en el que me cantó una de Vicente Fernández. Se hizo de noche
y al ver que yo seguía sentada en la banqueta, mi madre salió y me dijo:
–Luz, entra ya, tu papá no volverá.
–Dijo que hoy lunes llegaba, aquí me quedo –dije emberrinchada.
–No, niña. No volverá hoy ni nunca.
Y entró a casa llorando. Fue entonces que mi corazón de niña se exaltó y
corrí detrás de ella. Mi madre se había dejado caer en el sillón que estaba
frente al televisor y veía al aparato con ojos perdidos en la nada mientras las
lágrimas escurrían por sus mejillas.
Me senté a su lado y ahí me quedé dormida. Al día siguiente todo normal,
levantarnos temprano, ir a la escuela, regresar, sentarnos a comer. A veces me
pregunto cómo fue posible seguir con la rutina de la vida cuando la vida se
había roto.
Pasaron los días y ni el tráiler ni mi padre regresaron. Había tanto silencio
entre nosotros respecto al tema que sentía que cuando alguno de nosotros
decía algo se escuchaba en forma de eco, como si habláramos dentro de una
caverna vacía. Como a las dos semanas recuerdo que ya no pude con la
angustia que se había instalado en mi infantil pecho y abrí la boca durante la
comida:
–Mamá, ¿mi papá está muerto? –pregunté con inocencia.
–No, hija, pero para mí es como si lo estuviera –respondió mi madre con la
mirada metida en su plato de frijoles.
–Se fue con otra –dijo Julio, mi hermano mayor, también mirando su plato.
Y yo mirando las caras de todos y todos mirando hacia sus platos.
–¿Con otra qué? –pregunté con más inocencia.
–Con otra mujer –volvió a responder Julio, como queriendo evitar a mi madre
el dolor de la respuesta.
Y así salió nuestro padre de nuestras vidas y entró la miseria a nuestra casa.
Se me salió la luz de mis ojos. Dicen que mi mirada ávida y despierta se
volvió entristecida. Se metió a nuestra vida el hambre, la enfermedad, la
soledad, y a mí un vacío en el corazón tan inmenso que solo puede ser
provocado por la ausencia del amor de ese a quien creíste tu héroe.
En mi alma de niña de seis años eso es incomprensible y además increíble.
Me llevó mucho tiempo convencerme de que mi padre no iba a regresar a
casa. Seguí sentándome en la banqueta por las tardes a esperarlo. Meses. Ahí
sentada en la banqueta vi a mi madre sacar en cajas sus pertenencias para
entregárselas a un compadre que se las haría llegar a papá. Mi madre empezó
a vender tamales todas las noches y mis hermanos a trabajar haciendo
mandados o limpiando zapatos. Julio el mayor dejó la escuela y se puso a
trabajar en el mercado de abastos cargando bultos. Nuestra familia
quedó mutilada de una forma dolorosa y ese dolor dio paso a
resentimientos muy profundos que nos han acompañado durante
toda nuestra vida.
Mi padre Raymundo, ese que un día me dejó sentada en la
banqueta, nació en un rancho de cien habitantes al oeste del estado
de Jalisco. De andar rápido y erguido, alto para el hombre promedio de la
región, acostumbrado a cantar rancheras y a conducir
casi desde niño. Hijo de trailero, en trailero se convirtió y se casó
con Juventina mi madre a la edad de veintidós. Ella recién cumplidos los
dieciocho, un par de jóvenes educados para formar familia
y tener retoños. Sin aspiraciones complicadas, gente sencilla y de
ascendencia humilde. Sus familias conocidas y del mismo rumbo.
Se asentaron en Guadalajara a los dos años de casados y con Julio
el primogénito de brazos. Después llegarían Juventino, Melquiades, Fabricio,
Eulalia y por último yo, la luz de los ojos de mi
padre. Quedó huérfano de madre muy chico, lo crió una hermana
de su padre, la famosa tía Luz, y se hizo vago desde los doce que
salió a manejar con el abuelo y mostró tanta habilidad que a esa
temprana edad logró dominar el portentoso vehículo de doble
caja. Solo sabía hacer sumas y restas y apenas juntar las letras para
leer el periódico, pero nadie le ganaba sentado al volante. Se hizo
de fama en el gremio y trabajó duró para hacerse de su propia
unidad con ayuda de un crédito. Dicen que no supo de otros
cariños que los de la tía Luz, que mi abuelo era duro y mandón.
Cuentan los que lo conocieron en aquellos años que se hizo
coqueto y cantador, aunque jamás bebedor, pero si adicto al café
y a la aspirina. Le gustaba levantar muchachas en la carretera y a
más de una le pagó el aventón con besos y algo más. Cuentan,
dicen, eso es lo que he recolectado a lo largo de los años de boca
de conocidos y parientes. Los retazos de su historia los he tenido
que coleccionar poco a poco y a veces con miedo, porque asomarse al pasado
da temor, aunque ayuda a comprender mucho de lo que sucede en nuestras
vidas. Raymundo fue un hombre reservado con sus cosas, eso me ha quedado
claro, pues ni a Melchor su compadre y mejor amigo le llegó a contar
secretos que con el paso de los años salieron a flote. Melchor fue quien se
enteró por azar de que tenía otra mujer, otra familia y otros hijos. Fue a él a
quien le dijo que estaba muy enamorado y que había decidido abandonar a
Juventina e irse a vivir con Susana. Y sorprendió a Melchor, a Juventina y a
todos. Sobre todo a mí, que seguía sentada en la banqueta esperándolo sin
saber que tenía dos medios hermanos, uno que solo me llevaba un par de
meses y que cumplía años en junio, cuando yo los cumplía en agosto.
Susana era de Puebla, y la conoció en una cafetería al pie de la autopista en
donde ella trabajaba de mesera. Ahora que soy mayor pudiera decir que tal
vez fue un flechazo, o eso que llaman amor a primera vista, y eso lo puedo
comprender, pero lo que me ha costado entender es la manera tan cobarde de
su abandono. ¿Qué pasaba por la mente de don Raymundo cuando se fue sin
decirnos adiós? ¿Acaso se le olvidó de súbito que la Luz de sus ojos lo
esperaba sentada en la banqueta?
Cuando fui creciendo y me di cuenta de la magnitud de su conducta pasé
noches enteras preguntándome cómo fue capaz de irse sin decirme nada,
cómo se olvidó de mí como quien olvida un saco sobre el respaldo de una
silla en un restaurante y le da pereza volver a recogerlo. Lloré noches
completas su ausencia. Y hasta hoy en día cada vez que veo pasar un tráiler,
no puedo evitar pensar aunque sea involuntariamente en mi papá.
Mi hermano Julio tomó su lugar y ayudó a mi madre varios años a mantener
económicamente a la familia. Mi hermano Melquiades enfermó de leucemia
y murió a los diecisiete años, dos años después de que mi padre se hubiera
ido. Había tanta pobreza, dolor y desolación entre nosotros que a veces
pienso que mi hermano se dejó morir y se fue rápido para no hacer más denso
nuestro sufrimiento. Todos creíamos que don Raymundo se aparecería el día
de su entierro, pero no fue así. Solo hizo llegar con su compadre Melchor un
sobre con unos cuantos billetes que mi madre recibió en contra de su
dignidad pero obligada por la miseria. Eulalia, mi hermana mayor, salió
embarazada a los quince y se fue a vivir con el padre de su hijo a un rancho
lejos de la ciudad, allá por los Altos y la vemos muy poco. Julio se enamoró
de una buena muchacha y se casó, tuvieron gemelos, dos niños regordetes y
rositas de la piel, y entonces le dijo a mi madre que ya no iba a poder
ayudarnos como siempre porque ya ahora él tenía que ver por su propia
familia. Los que nos quedamos con mi madre aprendimos a hacer tamales, y
ampliamos el menú con corundas, tacos de papa y frijol al vapor y un buen
día quitamos la sala de la casa y pusimos mesas y sillas y convertimos el
primer cuarto de nuestra humilde vivienda en una cenaduría. Entre todos
atendíamos cada noche a los clientes y poco a poco fuimos teniendo fama en
la colonia hasta que tomamos la decisión de rentar un localito en la esquina y
lo nombramos Cenaduría Juve. De ese negocito producto de nuestra
necesidad por subsistir pudo salir lo suficiente para que yo estudiara. Otra vez
el privilegio de ser la menor me benefició y por ser lista pude cursar la
secundaria, el bachillerato y luego conseguí una beca en la escuela de
enfermería. Me titulé y comencé a trabajar en una clínica privada. Mi madre
ya había ampliado el local con ayuda de todos sus hijos y tenía hasta dos
empleadas. Nos emocionaba verla sentada detrás de la caja registradora
dedicada a cobrar y ya lejos de los hornos y de las ollas. Envejecida de su piel
y arrugada de su corazón, al que clausuró por siempre para el amor de otro
hombre. Juventino se casó y se quedó a vivir con nosotros, sus dos hijos se
convirtieron en la alegría de la casa y en la adoración de la abuela. Fabricio se
fue a Estados Unidos invitado por un primo lejano y allá se hizo de una novia
norteamericana. Le va bien y hasta el día de hoy no deja de mandar dólares
para lo que puedan servirnos. Cada uno a su manera digirió la ausencia de
don Raymundo. Julio por ejemplo lo mató y jamás volvió a mencionar su
nombre, cuando alguien le preguntaba por su padre, les respondía que estaba
en el panteón enterrado. Los demás fuimos menos duros con el recuerdo de
nuestro progenitor, no lo dimos por muerto, pero tampoco por vivo.
Simplemente acumulamos la vida y crecimos e hicimos nuestros propios
juicios y conjeturas. A mi madre nunca la agobiamos con preguntas, bastante
tuvo que cargar a cuestas con la traición de su compañero y la muerte de un
hijo.
Los rumores no faltaron, y a la cenaduría llegaban a cuentagotas pero
llegaban. Que habían visto a mi padre cerca de la casa, que iba con Susana y
dos muchachos, bien vestidos y en un coche de modelo reciente. Que lo
habían encontrado en el bautizo del hijo de fulano y que se veía viejo y que
ya le había dado por tomar tequila. Que mis medios hermanos se parecían a
nosotros. Historias, decires de la gente acomedida para llevar y traer chismes.
Yo escuchaba pero evitaba engancharme con esa información. Me bastaba
con sentarme un rato en la banqueta para volver a revivir su abandono y
ponerme de pie con la decisión de seguir adelante a pesar de él. No me fue
sencillo, sobre todo en lo amoroso. Rehuí a los noviazgos durante toda la
secundaria y hasta mi madre llegó a preguntarme si era marimacha. No era
que no me atrajeran los hombres, lo que no me atraía era la idea de
enamorarme de un hombre para que después me abandonara. Mi hermana
Eulalia se hizo adicta a las pastillas para dormir y creo que su adicción es
producto de ese mismo miedo a ser abandonada por su esposo, al que vigila
en exceso y con quien pelea por todo, aunque la veo muy poco es evidente
que su vida emocional no es saludable. Hasta el día de hoy consume
medicamentos para los nervios y sigue en un matrimonio inestable. Yo tuve
mi primer novio a los veinte y lo conocí en el hospital en el que entré a hacer
prácticas cuando comencé a estudiar enfermería. Se llamaba Joel y era un
muchacho decente que trabajaba en el departamento de contabilidad. Sin
embargo con una vez que llegó una hora tarde a una cita lo mandé a volar.
Así de poca tolerancia a esperar padecí por mucho tiempo. Me hacía recordar
esa banqueta y ese abandono que he descrito. Hasta que cumplí los
veinticuatro y después de dos años de terapia con un psicólogo y de horas
charlando con un sacerdote pude comenzar a comprender a don Raymundo.
Y lo hice por mí, por liberar mi espíritu de semejante peso. No se puede vivir
bien con el alma cargada de rencor y de tristeza. Se tiene que regalar uno
mismo la paz que brinda comprender y perdonar a quien comete algo
equivocado, aunque cuando se trata de un padre es un proceso doloroso y a
veces lento. En el consultorio de mi psicólogo conocí a Francisco, mi esposo.
Llegó a entregar unas cajas con documentos porque trabajaba en una empresa
de paquetería y nos pusimos a platicar no recuerdo si del clima o si me
preguntó la hora. Lo que sí recuerdo es que su sonrisa sincera y mi nueva
disposición de abrir mi corazón se conjugaron y me esperó en la puerta del
edificio para acompañarme a mi casa. Desde esa tarde no nos hemos
separado, llevamos juntos siete años y tenemos dos hermosos hijos varones,
José Francisco de tres años y Benjamín de uno.
Y así iba la vida, con sus mareas altas, sus olas que revuelcan a uno de vez en
cuando y sus mareas bajas. Mi madre en la colonia con su cenaduría y su caja
registradora. Mis hermanos en sus vidas y yo en la propia. Y como siempre
cuando uno ya no hace preguntas porque cree conocer todas las respuestas, la
vida te sorprende y te vuelve a ofrecer una lección.
Me tocó el turno vespertino en la clínica y llegué esa tarde directo a urgencias
porque me dijeron que acababa de llegar un accidentado. Entré a la sala y
tomé la tablilla del expediente, y antes de leer el nombre ahí escrito corrí la
cortina para descubrir en la camilla un rostro familiar. Leí la tablilla:
Raymundo Montes. Ahí estaba mi padre, víctima de un accidente
automovilístico. Con el rostro ensangrentado, hematomas en el rostro y las
dos piernas deshechas. Traumatismo craneal severo, fracturas y dolor en todo
su cuerpo. No pude atenderlo, me paralicé y en ese instante entró el médico
de guardia a dar instrucciones de traslado. Tuve que pedirle a una compañera
que me supliera porque no me sentía bien. Cuando salí de la sala de urgencias
y recorrí el pasillo pude por fin conocer a la tal Susana. Supe que era ella
porque se dirigió a la camilla donde llevaban a mi padre rumbo al quirófano.
Lloraba desconsolada. Mis medios hermanos no tardaron en presentarse. Y
yo ahí, detrás del mostrador de enfermeras observando todo, con un temblor
de manos y piernas que no podía controlar con nada. Mis compañeras de
trabajo se dieron cuenta y me recomendaron irme a casa. Tampoco pude
hacer eso. Algo me sucedió que no quería estar ahí pero tampoco irme.
Quería saber cómo estaba mi padre, estar enterada de su estado clínico y sentí
miedo de que muriera. Sí, así de ilógico, de irónico, de extraño, pero así fue.
Sería la sangre o sería el recuerdo, pero cuando supe que había salido de la
operación a la que fue sometido, sentí el impulso de ir a verlo. Y lo hice.
Era media noche, y una pequeña luz de luna se colaba por la ventana de la
reducida habitación. Por la puerta se coló la Luz de sus ojos. Y ahí, sabiendo
que él seguía inconsciente, de pie al lado de su cama le dije: «Papá, soy Luz,
tu hija». Al escuchar tal declaración, Susana, quien dormitaba sentada en la
penumbra en el sillón junto a la cama, encendió la lámpara y me dijo:
–Así que tú eres la famosa Luz, a la que tanto ha extrañado tu padre, la que
cada que veía a una niña sentada en una banqueta le sacaba el llanto por los
ojos.
Lo demás se dio porque así estaba escrito. Susana y yo salimos de la
habitación y nos sentamos en la cafetería del hospital a charlar durante más
de tres horas.
–Tu padre nunca volvió a buscarlos porque tu madre se lo impidió siempre.
Nunca le perdonó que hubiese formado otra familia conmigo, y te he de decir
que cuando yo me enamoré de tu padre no sabía que era casado, y cuando lo
supe ya estaba embarazada y más enamorada que nunca. Yo estaba dispuesta
a ser siempre la otra, nunca le exigí a tu padre que los dejara, pero tu madre
no le dio otra opción que alejarse de sus vidas. Si un pecado ha cometido tu
padre, Luz, ha sido ser cobarde, porque muchas veces le dije: «Ve y búscalos,
son tus hijos y mis hijos son sus hermanos», pero él me decía que ya había
dejado pasar mucho tiempo, que le daba vergüenza aparecerse así como si
nada, y entonces, Luz, se nos pasó la vida. Así de simple y de complicado, así
de incomprensible y de doloroso.
Incomprensible y doloroso. Por eso comprender ayuda, libera y aligera el
peso de un corazón con huellas de abandono.
La noche siguiente murió mi padre. Se fue de este mundo con todos sus
errores y defectos, con todos sus temores y debilidades. Me tocó estar
presente, como enfermera y como hija. Nunca recobró la consciencia, pero a
mí me gusta imaginar que sí se dio cuenta de que yo estuve presente en esa
habitación y que sintió que con mi mano bajé sus párpados para cerrar sus
ojos por última vez mientras le decía al oído:
–Papá, espérame en la banqueta hasta que yo llegue.
Y así quiero imaginar que será. Que el día que me toque reunirme con él voy
a poder llegar hasta él y que me estará esperando para abrazarme, sentarme
sobre sus piernas y cantarme. Que me dará las gracias por esperarlo en la
banqueta con ilusión, que todo eso que le dijo a Susana me lo dirá a mí de
frente, me contará cómo lloró por mí noches enteras recordando a la Luz de
sus ojos esperándolo en la banqueta. Porque me gusta y me hace bien pensar
bien de mi padre, porque ya me hice mucho daño pensando mal de quien hizo
lo que hizo porque no supo hacer otra cosa.
De todos mis hermanos solamente Fabricio me acompañó al funeral. A mi
madre no le pedí explicaciones porque ya a mi edad debo aprender a
comprender a los dos, y dejarles su universo de pareja intacto y concentrarme
en mi corazón de hija. Eso es sano para mí, me hace mucho bien y le hace
bien a mis hijos, a quien les quiero heredar memorias saludables.
Sigo sentándome en la banqueta por las tardes cuando puedo, y si veo un
tráiler pasar elevo mi mirada al firmamento y lanzo besos al infinito, porque
haciendo esto es como he podido recuperar la luz de mis ojos.
4. CUENTOS PARA NO DORMIR
El problema con el aprendizaje de ser padres es que los hijos son los
maestros. Robert Brault
Mi madre lo conoció en un bar una de esas noches en las que sus amigas de la
oficina la convencieron de que después de una larga jornada de trabajo se
merecían un par de tragos para relajarse y olvidarse un poco de los números.
Ella trabajaba en un despacho contable y se la pasaba sentada en un escritorio
durante ocho horas seis días a la semana. Su vida era tan rutinaria que dejarse
llevar hasta un bar cuando lo que más anhelaba era quitarse los zapatos y el
sostén para dejarse caer sobre su cama era algo tan impensable como lo era
algún día teñirse el cabello de rosa. Sin embargo, así como sucede lo
inevitable, eso que ya está escrito desde antes de nacer, mi madre asistió a la
cita con su destino. Cuenta que lo vio llegar vestido de negro. Camiseta de
cuello de tortuga y un pantalón ceñido que revelaba su atlético cuerpo. Lo
primero que pensó fue: un dandy ochentero que seguramente se cree sacado
de un sueño. Pero la sorprendió desde el momento en que clavó la mirada de
sus negros ojos en las pupilas de mi madre, y después, al sonreír y ver esos
dientes alineados y sinceros, ella cayó rendida y supo desde ese instante que
algo iba a suceder en ese encuentro.
Y así fue, una amiga en común los presentó y lo demás fue sencillo, fluyeron
en una charla que transitó por los libros, las playas mexicanas y las metas y
sueños personales. Agustín Corona conquistó a Mariana Jiménez. Y ese día
mi madre eligió al hombre que sería mi padre. Ella contadora de números y él
contador de historias. A lo largo de los años Agustín Corona se ganó el apodo
del «cuentacuentos». Así nos decía mamá, porque según ella desde que su
vida se unió a la de él, las mentiras y el engaño fueron parte de lo cotidiano.
No obstante, ahora que soy una veinteañera de profundos ojos negros,
herencia de don Agustín, puedo entender perfectamente a mi madre. Era
inevitable enamorarse de un hombre tan encantador y simpático como mi
papá. Los recuerdos de mi infancia están invadidos de sus chistes e historias
sobre marcianos y duendes que rondaban debajo de mi cama por las noches y
de los que obviamente él me rescataba. Los monstruos más inverosímiles,
como caballos cabezones con piel de cocodrilo y dientes de conejo o bolas
peludas con ojos saltones, rebotaban sin parar en mitad de historias cuyo
objetivo era darme miedo para que inevitablemente corriera a su regazo y le
dijera: «Papito, quédate a mi lado, no te vayas». Así es, en mi infancia no
faltaron cuentos por las noches antes de dormir, ni ocurrencias durante la
sobremesa (que por lo general ridiculizaban a la maestra que me había
regañado ese día en la escuela, o incluso sobre alguna conducta dramática de
parte de mamá), tampoco faltaron juegos de mesa ni canciones inventadas
durante el trayecto en automóvil cada mañana cuando papá me llevaba a la
escuela. Pero de cuentos no vivíamos, y mi madre poco a poco tuvo que
hacerse responsable de las cuentas de la casa. Había historias pero no dinero
para pagar la electricidad, ni para comprar la leche y los pañales de mi
hermano menor que nació justo tres semanas después de que yo cumplí
cuatro años. Más gastos, más historias. Más cuentas y más cuentos. Mi padre
no solo inventaba historias para divertir a sus críos. También inventaba
historias para que el casero aguantara un par de semanas más para recibir el
pago del alquiler, o al carnicero para que le diera un kilo de bisteces a crédito,
o al sastre para que le zurciera los pantalones sin cobrarle. Don Agustín
Corona pasaba de un trabajo temporal en el que duraba tres meses a otro de
medio tiempo en el que apenas ajustaba la quincena. Cuando comencé a
crecer y tuve consciencia de mis calcetas rotas y de mi ropa interior
remendada, las historias de papá dejaron de ser divertidas. En repetidas
ocasiones, con la oreja bien pegada a la puerta, pude escuchar las discusiones
entre mi madre y mi padre. Discutían cuando creían que mi hermano y yo ya
dormíamos. Lo que llegué a escuchar era una lista de reclamos de mamá por
la conducta irresponsable de mi papá. Ella usaba adjetivos como «holgazán»,
«mantenido», «mediocre», incluso la escuché llamarlo «poco hombre». Yo
me negaba a aceptar que mi padre fuera una persona que mereciera tales
calificativos. Sin embargo, conforme pasaban los años y aumentaban las
carencias mi corazón me decía que mi protector anti monstruos era en el
fondo un cobarde que se escondía bajo las faldas de mi madre para enfrentar
la vida. Qué duro es cuando la persona que crees que te va a cuidar y a
procurar que no te falte nada, resulta ser un niño más que habita el hogar y en
quien poco a poco dejas de confiar cuando descubres que es más fácil que tú
lo cuides a él que él a ti. Mi madre se convirtió en una madre ausente y tuvo
que trabajar doble turno para mantenernos a sus tres hijos. Y sí, el mayor era
don Agustín, ese que un día la enamoró con sus historias y su sonrisa. Ese
hombre que ahora era como un hijo más que exigía alimento y cuidados al
igual que mi hermano menor y yo. En dos ocasiones mi madre lo corrió de la
casa, las mismas que volvió a los dos días para arrodillarse ante ella y
lloriquear su perdón. Se fueron acabando poco a poco las oportunidades que
ella le daba, inundando de desilusión nuestros corazones. Tener un padre sin
carácter acorta la infancia. Yo no pude quedarme sin hacer nada y meramente
observar a mamá trabajar como desquiciada para poder sostener el hogar, y
tan pronto cumplí quince años conseguí un trabajo de medio tiempo como
mesera en un restaurante de comida rápida. Uno de los momentos más
incómodos que he vivido fue cuando un sábado por la noche, mi padre entró
a mi habitación para pedirme prestado dinero, y dárselo a mi madre para
pagar el teléfono. ¡Don Agustín Corona, el cautivador, pidiéndole prestado
dinero a su hija adolescente! Eso fue demasiado. No supe si lo que estaba
sintiendo por mi padre era lástima o vergüenza. ¿Cómo se inutiliza un
hombre de esa manera? La respuesta estaba en mi abuela. Cuando él hablaba
de su madre y de cómo lo sacó adelante ella sola (fue madre soltera y mi
padre hijo único), podía darme cuenta del vínculo codependiente y enfermizo
que existía entre ellos. Conforme acumulaba años iba comprendiendo mejor
el porqué de su comportamiento. Mi abuela le describió un mundo de fantasía
en el cual mi padre era el rey y solo tenía que pedirle a sus súbditos lo que
necesitara. Como es obvio, su primer súbdito fue su propia madre que vivió
para cumplirle cada uno de sus caprichos. Prefería cambiarlo de escuela que
cambiar su conducta y llamaba «locas» a cada una de las profesoras de mi
padre que osaron llamarle la atención o exigirle el cumplimiento de reglas o
deberes. Así llegó a la universidad a estudiar filosofía, donde solo
permaneció dos semestres «porque los maestros estaban locos y no
reconocían su brillantez». Desertor de carrera, de escuelas, de compromisos,
haciendo trampas y contando cuentos para salir de embrollos, cubriendo sus
temores con la máscara de la simpatía y escondiendo su inseguridad en su rol
de cautivador. Trabajó lo mismo de periodista que de barman, como
supervisor de calidad en una embotelladora y también de representante
artístico. Mil disfraces laborales para esconder su inutilidad, llamando a todo
esto su «búsqueda personal» o «exploración de talentos». Lo más triste era su
inconsciencia. Mi padre llegó a creerse sus propios cuentos, a convertirse en
personaje de sus propias historias, que con el correr del tiempo pasaron de
historias divertidas a ser historias de horror. El príncipe se convirtió en
mendigo, el sapo se transformó en piojo y la bruja se comió a los enanos.
Decepción. Esa es la palabra que resume este cuento. Mi hermano y yo
crecimos decepcionados, con un padre sin autoridad, negligente, sin
aspiraciones. Mi madre se puso a mi padre sobre el lomo y lo cargó durante
toda su vida. Ella murió primero, a consecuencia de una influenza que se
transformó en neumonía justo tres meses antes de que naciera mi primer hijo.
Hoy tengo treinta y siete años, quince de casada con un hombre que me lleva
quince años de edad. Era esperarse. Dice mi terapeuta que a la hora de la
elección de pareja mi inconsciente emergió con desenfreno en búsqueda del
padre de reemplazo y que además fuera una persona seria. Es decir, que no
me contara cuentos, ni me hiciera reír con historias fantásticas para luego
hacerme llorar con la realidad. Soy feliz en mi matrimonio y amo a mis dos
hijos. Sin embargo, hasta hace tres años aún evitaba visitar a mi padre. No
podía con su falta de carácter (a la que él llama optimismo), no podía con su
conformismo (a lo que él le llama no ser materialista), no soportaba su forma
irresponsable de observar la vida (a lo que él llama vivir relajado y sin
estrés). Simplemente me rebasaba la convivencia con él. Me daba vergüenza
que mis hijos lo conocieran a fondo y miedo de que terminaran como yo
decepcionados de él. Prefería que lo idealizaran en la distancia. Mi esposo
insistió en que sanar esa herida me iba a dar una paz que merecía y que
comprender a mi padre iba a eliminar mis zonas grises. Estoy en ese camino,
transitando ese proceso y poco a poco intentando soltar el rencor y el
resentimiento que su manera de conducirse como padre sembró en mi
corazón de hija. Tengo que confesar que llegué a negarlo, a cruzarme de
acera cuando en una tarde cualquiera me lo topaba caminando por la calle,
para evitar tener que escuchar sus cuentos infinitos. Me declaro culpable de
ello y siento una tristeza profunda en mi corazón ser como he sido con mi
papá. Seguiré en terapia el tiempo que sea necesario, y debo reconocer mis
pequeños logros. He dejado de sentir ese temor exagerado ante los problemas
económicos, he logrado conservar mi empleo actual como diseñadora de
modas (carrera que yo me pagué a mí misma trabajando como mesera), he
logrado ser más estable en mi relación con mi esposo. He dado pequeños
avances y he logrado dirigirme hacia la zona de la autoconfianza y volver a
creer en el amor. Tener un padre como el mío tuvo su lado positivo e integró
en mi personalidad un aliento de perseverancia que me hace terminar lo que
empiezo, desde un libro hasta un proyecto laboral. No me gustan las cosas a
medias y aprendí a tomar el toro por los cuernos y a no correr ante la
adversidad. Por eso hace tres meses decidí ir a buscarlo y pedirle perdón. Me
enterneció su inconsciencia permanente (ya no me exasperó) y lo abracé con
cariño cuando me dijo:
–¿Por qué me pides perdón, Mariela? Tú siempre has sido buena hija, y mi
mejor maestra.
Se le escurrieron unas lágrimas imprudentes sobre la ajada piel de sus
mejillas.
–¿Qué pude haberte enseñado yo papá? –dije con voz estrujada por un nudo
en la garganta.
–Me enseñaste cómo se cumplen las metas, aquí sentado he visto cómo logras
lo que te propones, me has puesto el ejemplo y mira... –hizo una pausa, sacó
de un cajón un puño de hojas engargoladas y lo puso en mis manos.
Eran cien cuentos para niños, escritos durante su vida entera que vivió a
medias.
–Por fin he terminado un libro de cuentos que empecé a escribir cuando nació
tu primer hijo.
Y mi primer hijo cumplió doce años el mes pasado.
–Lo envié a una editorial y les ha parecido fantástico. Esperé un año la
respuesta pero por fin han decidido publicarlo.
El nudo en la garganta se transformó en un río. Mis lágrimas de esa tarde
lavaron mi resentimiento y mi culpa. Besé a mi padre en la frente y me
felicité en silencio por haberme atrevido a comprenderlo a tiempo. Por
regalarme la dicha de reconciliarme con él en un abrazo y no ante una tumba.
Tres meses después entró a mi casa con su libro de cuentos recién salido de la
imprenta, con una amorosa dedicatoria para la familia y firmado así:
«Agustín Corona, cuentacuentos». En ese libro estaban los monstruos de mi
infancia. Mi papá los sacó de debajo de mi cama y los encarceló entre sus
líneas para que jamás se escapen y me dejen en paz de una vez y para
siempre.
5. PARA QUE NO SE ME OLVIDE
La decisión de tener un hijo es trascendental. Es decidir para siempre que
vas a tener tu corazón caminando fuera de tu cuerpo. Elizabeth Stone
Dicen que todos somos ejemplo para alguien, que nada es inútil en la
economía espiritual. Que unos servimos de ejemplo a seguir y otros como
ejemplo a evitar. Esto último ha sido mi padre para mí. Mi propósito como
padre es no ser como mi propio padre. Por eso soy un papá que intenta
caminar al lado de sus hijos y no llevándolos a empujones por el camino ni
desesperado con su lento andar de niños. Trato de ser paciente con ellos y de
respetar su individualidad. Dejarlos ser lo que son, y que no sientan que están
obligados a ser como yo. En tres palabras: aceptarlos como son. Tengo dos
hijos, Martín, hoy de ocho años, y Felipe de seis. Dos varones que alumbran
mi camino con sus sonrisas y deshacen mis estructuras mentales con sus
travesuras, que a veces son inofensivas y otras tantas en el momento
temerarias, pero que terminan con el paso del tiempo convirtiéndose en
anécdotas que relato una y otra vez durante reuniones familiares.
Carlos Durán fue mi papá. Un hombre del campo e hijo tercero de una
familia de doce hijos. Mis abuelos eran campesinos de la zona de los altos de
Jalisco. Cuando tuvieron una sucesión de malas temporadas de cosecha
decidieron abandonar el rancho y se fueron a Guadalajara buscando una
fuente de ingreso que les permitiera alimentar a su numerosa prole. Tal vez
por eso sus hijos, aunque tenían un techo donde pasar la noche, se criaron en
las calles, entre mercados y avenidas vendiendo cosas para ayudar a llevar
comida a la mesa. Nunca conocieron un hogar. De esos doce cinco eran
mujeres. Mis tías, todas casadas a edad temprana y con sujetos foráneos que
se las llevaron lejos. A dos de ellas a Colima, a otras dos a la capital del país.
La otra no recuerdo a dónde se fue después de casarse pero, según se cuenta,
murió joven en un accidente automovilístico. Parentela que nunca conocí sino
por fotos color sepia, intemporales y borrosas. Los hombres (entre ellos mi
padre, se forjaron en las calles de Tlaquepaque o de Tonalá, a donde los
mandaban los abuelos a vender fruta, cubetas de peltre o trapos de hilo para
limpiar el piso. De los siete machos tres emigraron a Estados Unidos tras el
sueño americano. Uno murió en el desierto intentando cruzar. Dos se
quedaron del otro lado, trabajando en las yardas, manteniendo impecables los
jardines de los americanos mientras ellos vivían hacinados en departamentos
diminutos junto a salvadoreños y ecuatorianos. Se hicieron adictos a la
mariguana y a la hamburguesa. Mandaban dólares cuando podían y con eso
subsistieron los abuelos hasta morir. Uno detrás del otro. Así como
compartieron la miseria, la ignorancia y las creencias, del mismo modo
compartieron la muerte. La abuela murió un martes y el abuelo ocho días
después. En mi trabajo de reconstrucción interior tuve que recopilar los
pedazos del rompecabezas de mi genealogía emocional para acomodarlos
buscando la comprensión que me diera la paz que tanto anhelaba mi alma
llena de rencores hacia mi papá. Saber todo esto que les cuento me hizo
entender más de Carlos Durán y de por qué fue conmigo tan duro.
El «macho» típico, ese que presume la cantidad de alcohol que puede beber
sin perder la consciencia, ese que se lía a golpes con otros hombres a la
menor provocación solo para hacer alarde de su habilidad para pelear o de su
alto umbral de dolor. Ese era mi padre. Ese que sin consideración ni
vergüenza hablaba del sexo ocasional con varias mujeres (sin importarle
incluso que sus hijos estuviéramos presentes). Con poca consciencia moral y
exagerado en la imagen que tenía de sí mismo. Rudo con nosotros sus hijos.
Meloso con cualquier mujer que no fuera mi madre. Testarudo y presuntuoso.
Impaciente con sus hijos y condescendiente con extraños. Besaculos con la
gente rica y altanero con los más pobres que él. Su autoridad estaba sostenida
en la violencia de su lenguaje y en su fuerza física. El cinturón fue su gran
aliado a la hora de sembrar disciplina o de poner orden en la casa. Lo usó con
mi madre. Lo usó con mis hermanos y conmigo. Violencia y temor
amalgamados. A eso le llamaba amor, y nos decía que era su forma de
preocuparse por nosotros y por nuestra educación. ¿Qué esperar de quien
creció sin la brújula del afecto? Sin embargo dolió. Dolieron esas palabras
expulsadas sin piedad: «Eres un imbécil», «no llores, que pareces marica»,
«me da vergüenza que seas mi hijo», «te voy a dar unos buenos golpes para
que llores por algo», «ni pareces mi hijo», etc. Mi padre nunca soportó que
sus cuatro hijos estuviéramos de parte de mi madre durante las discusiones.
Todavía recuerdo las noches que pasé encogido sobre el catre tapándome los
oídos para no escuchar las ofensas que borracho le decía a mamá durante las
madrugadas. Insultos que hoy día me parecen aberraciones. Frases
irrepetibles que siguen lastimando no solo mis oídos, también mi alma. A los
cuatro hermanos nos urgía crecer para enfrentarnos a él y defender a mamá.
Tres veces mi hermano Héctor, el mayor, se lió a golpes con mi padre, dos
salió victorioso y una quedó bañado en sangre cuando Carlos Duran se quitó
el cinturón y con la hebilla del mismo le golpeó el rostro. Mis dos hermanas
menores se fueron con los primeros tipos que pasaron. Las dos se casaron sin
haber cumplido los dieciocho. Eulalia, la mayor, cuando toma tequila se pone
brava y jura que nuestro padre llegó a tocarla por las noches cuando tenía
doce años y que le miraba los senos que empezaban a crecerle. No sé si por
vergüenza o por temor nunca lo dijo, hasta ahora que han pasado muchos
años. Mi madre envejeció más rápido que él a pesar de ser dos años más
joven. La tristeza surcó su rostro como si el maltrato de ese hombre al que
ella eligió como compañero, se dibujara en su rostro en forma de arrugas. Se
enfermó de todo. De la columna, de la cadera, de los ovarios, de la tiroides,
del corazón. Hasta que una embolia reventó en mil imágenes su cerebro y su
espíritu se elevó hacia el firmamento, lejos del alcance de mi padre, allá
donde no la seguirían arañando sus celos ni su menosprecio.
No había cumplido cuarenta días de muerta mi madre cuando don Carlos
Durán ya se había comprometido con una mujer veinte años menor que él.
Una mesera de una cantina que acostumbraba frecuentar. Me dio coraje, pero
después repensé el asunto y me dije a mí mismo que era mejor que tuviera a
alguien con quien entretenerse y así dejaría de molestarnos a mis hermanos y
a mí. Sin embargo no dejó de doler otra vez su comportamiento. A los nueve
meses nació nuestro medio hermano y Carlos Durán se convirtió en el padre
cariñoso y consecuente que nunca tuvimos. Lo vimos cargar y besar a su
nuevo hijo y presumir sus gracias con toda la colonia. De haber sido posible
hubiera llamado a algún periodista para que le hiciera un reportaje sobre su
nuevo retoño y todas las cualidades que ese niño tenía. Lo vimos prodigarle
los besos y las caricias que nos fueron negadas a nosotros. Mi hermano
Héctor me decía que era porque para ese bebé no era padre sino abuelo,
debido a la edad en que lo engendró. Sin embargo dolía, sobre todo porque
cuando fueron naciendo sus nietos a ninguno le hizo fiesta ni caso, de hecho a
algunos los conoció ya pasado el año de nacidos. Por eso desde el día que
conocí a Giovanna, la que hoy es mi esposa, y visualicé un futuro con ella
formando una familia, me puse como propósito no ser como mi padre. Para
muchos su padre es un ejemplo a seguir, un hombre a imitar. Para mí es un
ejemplo de lo que no quiero ser y un hombre al que perdonar para liberarme
de esa carga emocional que lacera mi alma. Soy creyente y mi Dios me
permitió tener la oportunidad de vaciar todo ese dolor. Gracias al padre
Miguel, el encargado de la parroquia de mi barrio, pude en confesión
expulsar mis más tristes y oscuros sentimientos hacia mi papá. El sacerdote,
con amplios conocimientos de psicología y una vocación espiritual
maravillosa, pudo conducirme por el sendero del perdón y de la comprensión.
Dejé de juzgar a mi padre y comencé a entender que alguien como él, que
nunca recibió cuidados ni afecto, creció como un discapacitado emocional
ofreciendo lo que había recibido, es decir, repitiendo moldes de conducta y
hábitos desafortunados de convivencia familiar.
Ese trabajo interior me ayudó mucho, sobre todo cuando una tarde llegó la
esposa de mi padre a buscarme y me dijo que había decidido acudir a mí
porque estaba muy preocupada. Mi padre llevaba meses teniendo conductas
extrañas. Encontraba su cartera en el refrigerador y cuando ella le preguntaba
por qué la había puesto ahí mi padre se desconcertaba y con enojo le decía
que él no había hecho eso. Olvidaba sus compromisos de trabajo, no acudía a
sus citas y una ocasión tuvo que ir a buscarlo a una colonia alejada porque
una persona lo encontró caminando y tuvo que revisar su identificación para
localizarla y decirle que mi padre estaba con la mirada extraviada y sin
rumbo, caminando por aquellas calles sin saber quién era ni hacia dónde se
dirigía. En otra ocasión, cuando un vendedor ambulante lo detuvo en la calle
para ofrecerle escobas, mi padre le compró una y en un arranque le regaló
todo el dinero que traía en la cartera ante la mirada atónita y furiosa de su
mujer. Me contó que empezó a dejar de frecuentar la cantina y a sus amigos,
que comenzó a aislarse y permanecía horas frente al televisor, incluso
ignoraba a su hijo pequeño (que por entonces tenía ocho años). Dejó de jugar
con él, de ir a misa, de acompañarla a hacer las compras al mercado y la
pérdida de la memoria se fue acentuando. Estar fuera de la casa lo alteraba, se
ponía ansioso y de mal humor. Despertaba y no sabía qué día era e incluso en
ocasiones no sabía en dónde estaba, y cuando ella le decía: «Carlos, estás en
tu casa, en tu cama», volteaba a verla entre enojado y asustado. Sus
problemas de atención y de orientación se acentuaron. Pero sobre todo la
pérdida de la memoria. El diagnóstico fue fulminante: Alzheimer. Hablamos
con mis hermanos y entre todos decidimos no abandonarlo (a pesar de que
cada uno de nosotros teníamos nuestras heridas y resentimientos), y junto con
la esposa buscamos todos los recursos posibles de apoyo médico y asistencia.
Sin embargo mi padre se fue poco a poco caminando día tras día a ese lugar
llamado olvido. Se fue directo hacia ese sitio donde no existe el tiempo y
donde los rostros pierden su nombre. Hacia la inmovilidad y la penumbra.
Respirando sin existir.
Se le olvidó su existencia. Se le olvidó todo el daño que nos hizo. Se le
olvidó todo el daño que recibió su alma y que lo convirtió en ese hombre sin
consciencia que creyó que podía hacer y deshacer a su antojo con sus seres
queridos. Y para que no se me olvide, decidí perdonarlo, trascenderlo y
agradecer la fortaleza que trajo a mi espíritu el tener un padre como él. Para
que no se me olvide día a día le digo a mis hijos cuánto los amo y a mi mujer
lo valiosa que es para mí, me repito una y otra vez que comprender quién fue
mi padre me ayuda a no ser como él.
–Tu papá ha olvidado todo –me dijo su esposa bañada en llanto.
–Pero yo no –respondí y la abracé, agradecido con esa mujer a quien le tocó
cuidarlo hasta el último día de su olvido.
Ma. del Rayo Guzmán Centeno
6. SIN AGALLAS
Todos los consejos que los padres dan a la juventud tienen por finalidad
impedir que sean jóvenes. Francis de Croisset
Se supone que un padre es protector y te enseña a defenderte. El mío no. Mi
padre es un hombre temeroso que practica la preocupación como deporte. La
consecuencia de su conducta ha sido que tengo que admitir que soy un inútil
que va caminando por la vida cargando un costal lleno de miedos y esperando
que otros resuelvan mis problemas porque no tengo iniciativa y me da pavor
el conflicto. Al menos eso dice mi actual terapeuta. He pasado por los
divanes de varios psicólogos, he deambulado por especialistas de varias
corrientes psicológicas y he consumido ansiolíticos y antidepresivos durante
largos periodos de mi existencia. Todos me dicen los mismo, que me faltó
orientación y guía de parte de papá, que me sobreprotegió y que por eso
aprendí que el mundo es un sitio peligroso además de haber mutilado mis
talentos y mis capacidades. Lo hizo por amor, pero me lastimó
inconscientemente.
No jugué futbol porque la segunda vez que me llevó a un partido en la
escuela me caí y me raspé las rodillas, entonces mi padre decidió que ese era
un deporte peligroso. No aprendí karate porque me podían lastimar. No soy
un hombre musculoso porque en los gimnasios se corre el riesgo de alguna
lesión que, según mi papá, me podía llevar al hospital. No ingiero comida
picante porque me puede irritar el estómago y mi padre decía que eso
provocaba cáncer de colon. Mi madre es una mujer abnegada y educada para
obedecer a su marido, así que nunca cuestionó las decisiones de mi papá
relacionadas con mi educación. Fui el hijo mayor y conmigo mostraron su
ignorancia y sus miedos y me sobreprotegieron sin mesura. Mi hermana
menor tuvo la suerte ser mujer y crecer más apegada a mi mamá, ya que, en
el pensamiento de mi padre, los hombres crecen cerca del padre y las mujeres
de la madre. Creo que eso ayudó a mi hermana a padecer un poco menos de
la asfixiante conducta de papá. Ella es más segura y se rebeló a muchas de
sus decisiones. Por mi mente nunca pasó la idea de no hacer lo que mi padre
me decía.
Puedo hacer una extensa lista de las cosas que dejé de hacer por los temores
de mi padre. No fui a ninguna excursión de la escuela porque en los bosques
hay animales peligrosos. No sé nadar porque las albercas son peligrosas y
puedo ahogarme (aunque la alberca tenga menos profundidad que mi
estatura). Sigo solo porque las mujeres son malas (excepto mi madre, mi
abuela, mis tías y mi hermana), y me pueden romper el corazón. Además era
confuso en su disciplina, por un lado no me dejaba hacer muchas cosas, pero
por otro me permitía muchas otras, como permanecer horas frente al televisor
dejando de lado mis deberes, (los que luego me ayudaba a hacer por las
noches), o me compraba lo que yo quería (siempre y cuando no representara
ningún peligro para mi integridad personal) y no me ponía límites en
situaciones que según los especialistas debió hacerlo. Tal vez lo hizo porque
él creció con un padre ausente y se enfrentó a problemas difíciles desde
temprana edad, tuvo que trabajar desde los catorce años y además forjarse un
futuro él mismo. Empezó vendiendo tornillos y tuercas en una ferretería y
con el paso de los años se hizo de sus propio negocio, que expandió abriendo
varias sucursales en distintas ciudades del país. Cualquiera pensaría que don
Esteban Garza, mi papá, iba a heredarle a su hijo las agallas para lograr sus
metas en la vida y su capacidad de tomar buenas decisiones en los negocios.
Sin embargo, cuando se convirtió en padre hizo exactamente lo contrario. Me
resolvió la vida basado en la premisa de «no quiero que pases por lo que yo
pasé». Por eso mi vida se convirtió en una estancia pasiva y cómoda en este
planeta. Lo más triste de todo es que vivo sin agallas, la valentía está ausente
de mi vida y el miedo se apodera de mí con mucha facilidad. Lo mismo
siento miedo de iniciar un negocio y fracasar que de invitar a una chica a
salir. El miedo es parte de mi psicología y de una manera enfermiza me
cobija a pesar de mis intentos por zafarme de sus garras. Mis amigos me han
puesto los apodos típicos de alguien como yo: gallina, maricón, miedoso,
nenita y demás. Sin embargo, reconozco que en mi zona de confort la vida se
me pasa fácil, huyo al conflicto y le doy la vuelta a discusiones o
enfrentamientos. Si un color definiera las personalidades humanas,
seguramente el mío sería el gris. Y así deambulo por mi destino, ese que se
estructuró con temores y con mucha precaución, ese destino que no sé si me
pertenece o si murió el día que don Esteban Garza falleció. Tengo treinta y
ocho años y hace dos que mi padre murió de un infarto. Entre divanes y
terapias me aferro a la esperanza de que un día, al abrir los ojos, la mente me
muestre un nuevo recorrido donde el panorama sea menos cobarde.
Mañana será un día especial, iré a mi primer campamento a un maravilloso
lugar que se llama Huasca de Ocampo, en el Estado de Hidalgo, su nombre
en nahua significa «lugar de la alegría o del regocijo», y haré algo a pesar de
todos mis miedos ahora que papá no está: me deslizaré a mil metros de altura
por la tirolesa de ese lugar, y espero que aferrado a ese sistema de cables y
poleas pueda llegar a recuperar mi valentía y dejar de sentirme un inútil. Me
prometo a mí mismo no cerrar los ojos, no escuchar mis vocecillas internas
que susurran mis temores y lanzar al vacío la sobreprotección de papá, y
aferrarme a su recuerdo con amor, con respeto, recuperando sus cualidades y
abandonando sus temores infundados. Y así como mi padre con amor me
hizo un inútil, con este acto de amor a mí mismo recuperar mis agallas.
7. A TRAVÉS DEL CRISTAL
No crecen los niños. Los padres también lo hacen. Por mucho que
observemos qué hacen nuestros hijos con sus vidas, ellos también observan
qué hacemos nosotros con la nuestra. Joyce Maynard
Me gusta mucho ver a través de las ventanas, pero solo cuando los cristales
son limpios y no se distorsiona lo que hay del otro lado del cristal. Es una
fijación poco común, pero es de los residuos que me han quedado después de
una infancia en la cual de manera recurrente contemplé lo que sucedía a mi
alrededor a través del cristal de una botella. Me recuerdo de cuatro o cinco
años, con mi estatura apenas saliendo unos centímetros de la mesa del
comedor, de pie observando la cara de mi padre a través de su botella. Su
rostro se distorsionaba con la curvatura del cristal, o a veces la contemplaba
verdosa porque ese era el color del vidrio que contenía el líquido que tomaba.
A veces era brandy, otras veces mezcal, y su preferido era el ron. Cuando la
economía de la familia mejoraba compraba botellas más finas, pero cuando
las vacas eran flacas, lo que el bolsillo le permitiera. El alcohol acompañó su
vida y embriagó nuestras infancias. Uno de los recuerdos más dolorosos fue
precisamente el que observé ahí de pie con mis centímetros de niño de cuatro
años a través de una botella cuya etiqueta decía: Tequila Cuervo. Del otro
lado del cristal mi madre llorando con los codos sobre la mesa y sus lágrimas
empapando sus mejillas. Mi padre con su botella frente a él y un vaso en su
mano, medio lleno, que bebía de un solo trago y le perforaba el cerebro.
Bebió un vaso, dos, y después arrojó el vaso y lo estrelló contra la pared. Yo
corrí a esconderme a mi recámara y busqué protección debajo de mis cobijas.
Después los gritos de ambos, el llanto de mi madre y luego golpes. Sí, golpes
sobre el rostro y la espalda de mi madre. Y yo, con mi consciencia de niño,
sintiendo miedo de que a mí también me golpeara, y al mismo tiempo ganas
de arrojarme sobre él y de una patada alejarlo de mamá. Pero me quedé ahí,
enroscado en mi cama y tapado con mi cobija de osos azules. Llorando como
se llora a los cuatro años, sin comprensión de lo que sucede pero lleno de
temores y de tristeza.
Las cosas no mejoraron con los años, el alcohol se convirtió en el pan de cada
día para mi padre, quien al despertar se abrazaba a su botella como el
náufrago se abraza a un madero suspendido sobre el mar. Fuimos tres los
hijos de Casimiro Muñoz, un hombre nacido en la ciudad de Puebla que
emigró a la capital del país buscando fortuna y la encontró en el ramo
restaurantero. Puso un restaurante popular llamado La Joya y le fue tan bien
que al paso de los años se transformó en un restaurante elegante de comida
internacional. Ahí conoció a mi madre, quien trabajó para él de cajera y luego
se convirtió en su compañera de ruta y de dolor. Yo nací a los tres meses de
que ellos se casaron en una iglesia del barrio de Coyoacán, pues mi madre ya
estaba embarazada. Mis hermanos llegaron años después, Catalina, la que me
sigue tres años después, y Jacinto, cinco años mayor que yo. Tal vez mi
madre esperó tres años después de mi nacimiento como presagiando que las
cosas no salieran bien con don Casimiro, pero le ganó el amor y al parecer
esos tres primeros años no fueron tan devastadores como los que siguieron,
pues mi padre bebía pero no en exceso. Como dicen por ahí, «bebedor de
fines de semana». Pero así como la familia creció, también del mismo modo
creció la necesidad de mi padre por beber, hizo de la botella su compañera
cotidiana y desde que tengo uso de razón lo recuerdo con una en la mano o a
su lado en espera de ser ingerida. Su «fiel compañera», como la llamaba. Mi
madre, Liliana Cázares, es ocho años menor que mi padre, una mujer
paciente y tolerante porque a pesar de todo permaneció a su lado hasta su
muerte. Lo enterró en un ataúd al lado de sus borracheras y sus botellas para
luego convertirlo en un esposo ejemplar y quedar como viuda mártir, algo
que hasta la fecha no logro comprender, solo mi madre sabe por qué después
de vivir semejante infierno lo llora y lo extraña. Yo no extraño a mi papá. Es
duro hacer tal afirmación pero es la verdad. Prefiero saberlo difunto que
rondando por ahí tambaleándose e insultando a sus hijos. A mí mi padre me
avergonzaba, me causaba temor y rechazo. Cuando mis amigos iban a
visitarme sentía un miedo exagerado y una ansiedad extrema de pensar que
mi padre llegara embrutecido por el alcohol y que mis amigos se dieran
cuenta de ello. Miedo a que me insultara frente a mis amigos o que incluso
llegara a insultarlos a ellos también. Muchas veces me dijeron: «Vi a tu padre
salir de tal cantina, o vimos a tu padre en su restaurante discutiendo con otra
persona y estaba ebrio». Yo quería decirles: «¡Ese no es mi padre!» Sí, lo
admito, me avergonzaba y crecí con miedo a ser rechazado por los demás y
culpable al mismo tiempo de la conducta de mi papá. Observándolo a través
del cristal de su botella, sin acercarme, sin conocerlo. Nunca hubo diálogo
con él, sus escasas neuronas despiertas se lo impedían. Nos buscaba a sus
hijos solo cuando necesitaba mandarnos a la tienda de la esquina a comprarle
un par de antiácidos o aspirinas. Ni los llantos de mi madre, ni los llantos de
sus hijos, ni los llantos de su propia madre lograron que rompiera su idilio
amoroso con el alcohol. Cuando alguien osaba señalarle que tenía un
problema con su manera de beber se convertía en una bestia salvaje dispuesto
a atacar con sus garras al que tuviera tal atrevimiento. Defendió su
enfermedad hasta la muerte.
Las consecuencias de vivir con un padre alcohólico son devastadoras. La
familia vive en zozobra, llena de angustia y con problemas económicos y
existenciales. Yo me convertí en un niño taciturno e introvertido, con el paso
de los años perdí la habilidad para hacer amistades por vergüenza y temor de
que supieran quién era mi padre. El negocio de don Casimiro tuvo etapas de
gloria y por añadidura su manera de beber se hizo copiosa. Cuando llegaron
las épocas difíciles sin embargo no dejó de beber, lo único que hizo fue
cambiar de marca y abastecerse con menos dinero. Pero no paró. Todo se
hizo un círculo vicioso y codependiente. Mi madre pasaba del llanto y los
golpes al amoroso cuidado de su borracho preparándole comida y sirviéndole
cerveza para que se curara la cruda. Yo crecía lleno de impotencia, muchas
veces quise gritarle a mi madre: «¡Déjalo que se muera!» Esos sentimientos
de odio se almacenaron en mi corazón y a veces hasta la fecha me provocan
culpa. Dicen que los hijos de un alcohólico pueden repetir su patrón o
rechazarlo. Yo fui de los segundos, a mí me dio por ser abstemio y odio hasta
el olor del líquido. Sin embargo no sucedió igual con mis hermanos. Catalina
buscó su dosis de padre y se enredó con un novio alcohólico, salió
embarazada y se casó con él. Está por demás decir que mi hermana vive un
infierno semejante al de mi madre. Con Jacinto, el menor, se cumplió el
presagio de que el hijo de padre alcohólico puede terminar haciendo
exactamente lo mismo que se rechaza. Jacinto rechazó y criticó a mi padre
hasta el cansancio, pero la genética emocional que se hereda de un adicto es
poderosa y mi hermano se convirtió en alcohólico como papá. Ha estado tres
veces en centros de rehabilitación sin éxito. Sale y vuelve a beber, incluso
sospecho que también combina el alcohol con algunas drogas. Hasta el día de
hoy mi madre lo llama «su cruz» y lo recibe en su casa cada vez que su
esposa lo corre por borracho e irresponsable. La viuda del borracho no ha
terminado su labor, ahora con el hijo menor sigue alimentando su
codependencia creada al lado de papá.
Así que soy el abstemio, pero no por eso he estado a salvo. El alcoholismo es
una enfermedad que permea el corazón de los seres queridos del enfermo,
sobre todo de sus hijos y de su cónyuge. Mi vida ha sido un camino de tocar
puertas. Puertas de grupos de apoyo, puertas de iglesias buscando
explicaciones en la fe, puertas de hospitales tratando de que la medicina me
explique las razones, puertas de brujos que me liberen del mala suerte de ser
hijo de un hombre como mi padre. Y tocando esas puertas es que he
comprendido un poco de todo y he logrado disminuir el nivel de angustia que
carcome mi corazón, sobre todo ahora que soy papá. Porque tengo miedo de
llevar ese gen en mis emociones y terminar por dañar a mis hijos de manera
inconsciente por no poner en paz mis resentimientos y culpas. Porque he
llegado al convencimiento de que nada es permanente si desde lo más
profundo del espíritu se libera el dolor y se transforma en fortaleza y
enseñanza. Mi padre me enseñó un camino que no quiero caminar y yo
quiero enseñarles a mis hijos un camino que estén orgullosos de recorrer
tomados de mi mano. Por eso perdono a Casimiro Muñoz y les hablo de su
abuelo lo poco bueno que ha quedado en mis recuerdos de infancia. O
convierto recuerdos dolorosos en armoniosos para que ya no me lastimen.
Poner en paz el corazón no es tarea sencilla, requiere de decisión, de voluntad
y de comprensión. Comprendí que mi padre fue el resultado de una crianza
sin rumbo, en la que solo importaba hacer dinero y demostrar a los demás que
se era muy hombre, y que el alcohol ha estado culturalmente ligado al
machismo de nuestro país. Un hombre que sabe beber es muy hombre, y el
alcohol se ha convertido en la droga socialmente aceptada que deambula por
los hogares, restaurantes, eventos de todo tipo y en todos los escenarios como
Juan por su casa. Sin limitaciones. En el supermercado tiene un lugar
preferente y en los anuncios por los distintos medios de comunicación un
espacio especial. Se ha convertido en una industria que genera mucho dinero
y el dinero mueve al mundo. Mi padre creció con la consigna de ser hombre
de dinero, y eso para él representó beber y trabajar para conseguir dinero, su
vida se limitó a su restaurante y a su botella. La familia se convirtió en un
artículo decorativo de su imagen, la descendencia como emblema de su
virilidad. Y así de simple fue su historia. Una historia sin amor, porque al no
saber darlo tampoco supo recibirlo. Nos apartaba de un empujón cuando
queríamos sentarnos a su lado o sobre sus piernas. No estuvo presente en
eventos escolares ni en momentos especiales de nuestras vidas. A muchas de
nuestras fiestas de cumpleaños llegó borracho y en lugar de sentirnos bien
por su presencia nos poníamos nerviosos y llenos de angustia.
Hoy cumplí siete años en mi grupo de apoyo para hijos de alcohólicos, subí a
la tribuna y dije: «Soy Casimiro y soy hijo de un padre alcohólico. Nunca he
bebido ni pienso hacerlo, y cada día es para mí una oportunidad nueva para
sanar mi alma, para sembrar amor y para estar cerca de los que amo. A mi
padre lo perdono, lo libero de mi vergüenza y de mis resentimientos, he
decidido caminar más ligero y sin tanto dolor en mi corazón. Amar y respetar
a mis hijos y a mi esposa, quienes ahora son mi familia y con quienes anhelo
compartir lo mejor de mí. Verlos de frente y sentirme digno de ellos cada día
de mi vida. Que me vean a los ojos y jamás a través del cristal de una
botella.»
Y quiero cumplirlo porque me hace bien pensar que mi padre no fue un ser
malo, sino confundido, inmerso en una adicción y sin conocer lo que es amar
y ser amado. Quiero con el perdón y la comprensión ir borrando poco a poco
esas imágenes que tengo de mi padre a través del cristal, y verlo en mi
memoria con claridad, como un ser humano que, además de darme su
nombre, me dio la vida.
Ana Esther, mi esposa, Fernando y Miguel, mis dos hijos, me acompañaron
esa noche a cenar después de mi participación en mi grupo de apoyo.
–Papá, mi abuelo era muy guapo –dijo Miguel, el menor, al ver una
fotografía de mi padre que llevo en mi cartera.
–Sí, hijo, era un hombre apuesto –respondí.
–Y tenía el pecho ancho, papá, seguro tenía un gran corazón pero no supo
que estaba ahí adentro –dijo señalando la foto de don Casimiro.
Se me hizo un nudo en la garganta y abracé a mi Miguel con fuerza.
Dicen que los hijos son maestros, y es verdad. A través de mis hijos estoy
aprendiendo a comprender a mi padre y a observar la vida a través de mi
ventana, que cada día tiene los cristales más limpios porque ellos me ayudan
a desempañarlos con su amor.
8. TRES VECES
No creas lo que te dicen tus ojos. Todo lo que muestran es limitación. Mira
con tu entendimiento, encuentra lo que ya sabes y verás la forma de volar.
Richard Bach
Me llamo Sonia y tengo cuarenta y dos años. Me casé hace catorce años con
Horacio Villafaña y tenemos dos hijas, Lupita de doce y Valeria de ocho. Me
dedico a la docencia, soy maestra universitaria en Durango, donde nací,
donde siempre he vivido. Mi esposo es originario de Toluca y llegó a estas
tierras desde que era un niño, traído por su padre, quien era ingeniero en
minas; su hijo estudió medicina y se especializó en ginecología. Esta historia
que te cuento puede parecer de ensueño, una familia típica y normal donde el
hombre y la mujer procrean sus retoños y son felices para siempre. Pero no.
Debajo de esta inocente descripción están ocultos escabrosos secretos de
familia. Empezando por mis celos enfermizos que detonan escenas
demoniacas debido a que pierdo el control y abuso del amor de mi marido
incluso en presencia de mis hijas. Hay otros más y los relataré para de una
vez por todas vaciar este costal lleno de miseria emocional que carcome mis
entrañas y me enferma de la mente y del corazón.
Esta historia de secretos familiares es la historia de Gabriel Barrón, mi padre.
Un hombre guapísimo y culto, hijo de una familia de hacendados arraigados
en Durango y provenientes de Sonora. Con el paso de los años los Barrón se
hicieron querer por toda la región como empresarios ganaderos y agrícolas,
reconocidos por el buen trato a sus trabajadores, y adquirieron alcurnia y
prestigio. Mi padre era su primogénito y lo mandaron a estudiar al extranjero.
Estudió Derecho en la capital del país, para luego irse a hacer un posgrado en
Harvard y después un par de diplomados en Londres y en Madrid. Cuentan
que era el soltero más guapo y codiciado en sus años mozos. Culto, decente,
de abolengo, y además guapo. ¿Qué más se podía pedir como mujer? Eso
repite mi madre, Fabiana Casas, cuando nos sentamos juntas en la terraza de
su casa a platicar. Mi madre cayó de rodillas ante semejantes virtudes y se
sintió afortunada al ser la elegida por Gabriel Barrón para preservar su linaje
y formar con ella una familia ejemplar. Nací justo a los nueve meses después
de su boda. Primogénita mujer y además la consentida de papá. Mis
recuerdos de infancia tienen que ver con visitas a Disney montada sobre los
hombros de mi padre. Hay fotografías que dan fe de eso, cientos de
fotografías donde la familia perfecta se manifiesta. Nosotros tres viajando por
el mundo y yo, su niña adorada, con gorros de Mimí o del Pato Donald y
muñecas que movían los ojos y sacudían la cabeza al apretarles un botón en
la panza. Juguetes, viajes, dulces, todo lo que una niña puede pedir de unos
padres, y sobre todo un papá juguetón y protector que me acompañaba a la
escuela cada mañana. Nació mi hermano Jaime, dos años después que yo y
vino a ponerle sabor a la convivencia, pues me encantaba pelear con él para
que me empujara o me agrediera y entonces yo llamaba a papá con voz
quejosa para que llegara en mi rescate y le diera un coscorrón a mi Jaime.
–Eres el hombre y debes proteger y cuidar a tu hermana –sentenciaba papá
mientras yo, con una sonrisa pícara, me abrazaba a su cuello.
Repito, aquí la historia es esplendorosa. Como la que describí al inicio de mi
relato: una mujer y un hombre que procrean dos hermosos hijos y que
aparentan ser felices para siempre. Pero no. Mamá también guardaba sus
secretos.
La primera sospecha llegó a tocar el corazón de mi madre cuando encontró
una nota en un saco de papá que decía: «Noches sin ti, no son noches». La
nota iba firmada solo por unas iniciales: M.S. Guardó la nota y esperó una
oportunidad adecuada para hablar con mi padre al respecto. Mi papá le dijo
que no tenía idea, que tal vez alguien en el despacho usó su saco por
equivocación y dejó eso ahí. Para ese entonces el despacho de abogados que
mi padre estableció con un compañero de universidad ya se había
posicionado como uno de los mejores del estado y le iba económicamente
muy bien. Vivíamos en una casa con lujos, choferes y nanas. Y aquí va la
historia uno, la nana Martina. Martina era una mujer de veinticinco años que
llegó a la casa recomendada por una amiga de mi madre. Venía de
Guadalajara y necesita empleo, y como había estudiado un poco de
pedagogía mi madre tuvo la ocurrencia de contratarla como nana de mi
hermano Jaime. Además de estar pendiente de su escuela y travesuras, le
ayudaba con las tareas y lo cuidaba cuando mis padres salían de viaje. Yo
tuve otra nana, que se llamaba Josefa, pero ella era una mujer mayor, rondaba
los cincuenta y cinco y tenía muchos años trabajando para la familia de mi
padre. Así que de Josefa solo tengo buenos recuerdos. Regresemos a Martina.
Mi padre siempre fue bueno con sus empleados, sin embargo con Martina de
pronto comenzó a tener muchas consideraciones, como decirle a mi madre
que le comprara ropa cuando iban a San Antonio, Texas, o comprarle regalos
especiales en su cumpleaños. Nosotros pequeños y mi madre segura de ser la
señora Barrón. Nada que temer. Mi padre era un hombre ejemplar y amaba a
sus hijos. Cuando mi madre narra esta parte de la historia familiar
inevitablemente se siente estúpida, porque recuerda muchas señales que no
vio. Indicios de que algo sucedía y que ignoró. Tal vez por el amor
desmesurado hacia mi padre, o tal vez por sus temores internos de romper su
burbuja de cristal en donde habitaba con su familia feliz. Pero dos años
después intempestivamente Martina entró al salón donde mi madre leía y le
dijo:
–Señora, estoy embarazada y su esposo es el padre de mi hijo. Así de directo,
breve y contundente fue el discurso de la nana Martina que hizo que mi
madre cayera en el hospital con una depresión fulminante. La nana Josefa
tuvo que hacerse cargo de nosotros dos, porque mamá comenzó a pasar días
enteros encerrada en su habitación con las cortinas cerradas y tomando té de
tila y antidepresivos. Perdimos a mamá por un par de años. Y mi padre trató
de suplir su ausencia abducida por el dolor de su traición llevándonos a
Disney y comprándonos juguetes. La nana Martina se fue de regreso a
Guadalajara con un robusto cheque expedido por el Despacho Barrón y
cargando a su crío.
Todo lo sucedido se fue enterrando bajo las alfombras de nuestra mansión,
ahogándose en el fondo de la alberca y ocultándose entre las gardenias del
inmenso jardín. Jaime y yo nunca supimos nada. Jaime lloró un par de
semanas la ausencia de su nana y luego se acostumbró a Josefa, que además
era más cariñosa y consentidora.
Llegó el día en que mi madre salió de su depresión y abrió las ventanas y la
puerta de su cuarto. Salió de la oscuridad pero ya no fue la misma. La luz que
emanaba de sus pupilas se había ensombrecido. No obstante, dignamente
retomó su lugar de «señora de la casa» y comenzó a salir con mi padre otra
vez a eventos y a acompañarlo en sus viajes. Otra vez la familia feliz, y
nosotros ya en la primaria, creciendo y convencidos día a día de que teníamos
al mejor padre del mundo.
Llegó el momento de contar la historia número dos. A mi padre le nació el
amor por el tenis. Mis padres siempre fueron deportistas e iban a un club
deportivo privado. Nosotros asistíamos a clases de natación y jugábamos en
los campos. Jaime jugaba fútbol y yo me divertía con mis amigas haciendo
picnic en los jardines. Mi padre se metió a clases de tenis y resultó ser todo
un campeón. Acumuló trofeos que ponía en el librero de su despacho y
presumía con sus clientes. Mi madre intentó pero no se le dio y decidió seguir
haciendo sus ejercicios acostumbrados en el gimnasio y corría por las
mañanas. Sin embargo la nueva afición de mi padre los llevó por el mundo a
ver torneos, desde el abierto de Australia hasta el Roland Garros; desde pistas
duras, de césped o ladrillo. Ahí iban los dos y mi madre, aunque no era muy
fanática de ese deporte, lo acompañaba con entusiasmo. Y apareció Daniela
Farías, una tenista uruguaya que llegó a dar clínicas de tenis al club deportivo
de la ciudad. Mi padre se inscribió con ella e incluso participaron como
compañeros de dobles en varios torneos del lugar. Se hizo una invitada
cotidiana en las fiestas de casa. Mi madre se hizo su amiga y en varias
ocasiones fueron juntas de compras a Estados Unidos. Daniela era una mujer
de unos treinta y dos años, opulenta de senos y con una cintura mínima. Las
piernas de tenista las mostraba en el trabajo y en la calle. La recuerdo siempre
con vestidos cortos que le permitían mostrar la dureza de sus muslos por
todos lados. Con una cabellera negra y lacia hasta la cintura que, cuando
jugaba tenis, amarraba con una cinta de color rojo. Hermosa a fin de cuentas.
Mi madre la presentó y la recomendó con varias de sus amigas como
profesora de tenis para sus hijos. A mí me dio un par de clases pero desistí
porque eso de pegarle a una pelota nunca me ha llamado la atención y mi
hermano Jaime tampoco le hizo mucho caso a la uruguaya y prefirió quedarse
en su cancha jugando soccer. Y entonces comenzaron a llegar rumores a la
casa. Que mi padre era visto por todos lados con la uruguaya. Casi siempre
eran rumores llevados por amigas o conocidas que también frecuentaban el
club deportivo. Mi madre comenzó a acosar a mi padre con preguntas. Mi
memoria ya está más lúcida en este punto porque yo tenía doce años y Jaime
diez. Los escuché varias veces discutir en su habitación. Mi padre decía que
era mentira, que solo era una amiga, que la gente tenía lengua de víbora y
demás. Mi madre lloraba desconsolada y comenzó otra vez a encerrarse en su
habitación con las cortinas cerradas. Médicos empezaron a desfilar por
nuestra casa para administrarle medicamentos y tomarle la presión arterial.
Mi padre decidió mandarla a Mazatlán, a una clínica de lujo a la orilla del
mar, donde trataban pacientes con depresión y otros problemas emocionales.
Josefa se quedó con nosotros. Y aquí es donde cuento recuerdos de los más
dolorosos que conservo sobre mi padre, porque mientras mi madre estaba
internada en la playa, mi hermano y yo vimos cómo Daniela Farías día a día
llegaba a nuestro hogar y se besuqueaba con mi papá por todos lados. Los
descubrimos en la cocina, en el salón de té, junto a la alberca. Mi padre
estaba enloquecido con la uruguaya. Jaime y yo los veíamos pero nos
escondíamos y luego juntos llorábamos. Nunca le dijimos: «Papá, te vimos
besando a la tenista», porque creo que nos daba más vergüenza a nosotros
que a él hablar del tema. Lo he platicado con mi hermano y Jaime coincide en
que era una manera de proteger a mamá, ocultándole la verdad porque
sabíamos que se pondría más enferma y eso invadía de temor nuestros
corazones de hijos. Pero la verdad salió a flote y mi madre volvió de la playa
restablecida para encontrarse con la noticia de que tanto Josefa como Hilario
el chofer querían su liquidación y dejar sus empleos. Cuando mi madre les
preguntó sus razones los dos dijeron lo mismo, que no estaban contentos con
lo que sucedía en su ausencia y terminaron por confesar la conducta
indecorosa de mi padre. Y aquí sucedió lo inesperado. Mi madre confrontó a
un Gabriel Barrón enamorado que admitió todo y que además le dijo que se
iba a vivir con Daniela a un departamento de lujo que había comprado en una
colonia nueva de la ciudad. Mi madre le dijo que no le concedería el divorcio
y lo vio partir quedándose otra vez sumergida en la oscuridad de su
habitación. A Jaime lo mandaron a Irlanda a un internado y permaneció allá
durante tres años. Mi madre y yo lo visitábamos con frecuencia y el día de su
graduación nos topamos con mi padre en Dublín. Asistió solo. Todos esos
años, mi padre me buscaba muy poco, su niña consentida pasó a ser su
responsabilidad de cada mes, cuando salía con él a tomar un helado o a comer
y hablábamos de todo menos de su pareja y de mi mamá. Ese tema era
prohibido. En Dublín se nos hizo raro haberlo visto solo, y creímos que lo
había hecho por respeto a mi madre y a nosotros. Quiero pensar que en parte
fue eso, pero la realidad era que Daniela estaba en Uruguay dando a luz a su
hija. Así es, el segundo de los hijos de mi padre fuera del matrimonio. Yo ya
estaba por terminar el bachillerato y deseaba largarme lejos. Me incliné por
los idiomas y me fui a Londres un par de años a estudiar letras inglesas. En
Durango se quedó mi madre, que solo comenzó a salir de su habitación para
meterse en el recién inaugurado casino de la ciudad. Se convirtió en una
mujer callada, depresiva y ludópata. Jaime regresó de Irlanda y se fue
después a Estados Unidos a estudiar. Mi hermano y yo optamos por poner
tierra de por medio entre el dolor y nosotros. De lejos ardía menos el rencor
en nuestras entrañas. Mi padre y su par de uruguayas, la madre y la hija, se
instalaron en un departamento más amplio en una torre de condominios de
lujo de la ciudad. Y volvió a suceder lo inesperado.
Cuenta mi madre que una noche regresó del casino a la casa y al entrar, en la
penumbra del salón pudo distinguir una figura sentada en un sillón. Al
encender las luces se sorprendió de ver a mi padre. Con mangas de camisa
arremangadas y ojeras de días sin dormir y voz tenue le dijo:
–Fabiana, perdóname –y se dejó caer de rodillas ante ella.
Mi madre estaba estupefacta y no supo si estaba siendo víctima de una
alucinación provocada por los cinco vodkas que se tomó en el casino o si era
una escena dramatizada producto de su mente adolorida. Pero no. Gabriel
Barrón estaba arrodillado ante ella queriendo regresar al hogar. Y mi madre
sucumbió a sus súplicas, no sé si por ese amor desmesurado e inconsciente, o
por venganza hacia la uruguaya, o para recuperar la dignidad y reafirmar su
sitio de catedral ante las capillas. Lo perdonó y mi papá regresó a casa y
retomó las riendas de la familia. Ahí dio inicio a una etapa de mi vida de
relativa paz. Jaime y yo volvíamos a casa en el verano y disfrutábamos de
unos padres tranquilos que compartían la mesa y se tomaban otra vez de la
mano cuando caminaban por la calle. La uruguaya regresó a su país, donde
después descubrimos que había dejado un amor inconcluso que se había
reactivado cuando ella había viajado allá a dar a luz a la hija que tuvo con mi
padre. Así que el gran abogado Barrón había recibido una sopa de su propia
olla y había sido traicionado. Otra vez lo sucedió se volvió a ocultar debajo
de las alfombras de la casa, entre los rincones del jardín y en el sótano. Como
otro de los secretos de familia acumulados encima de montones de rencor y
de desconfianza. Es tan fácil construir apariencias y estamos tan
acostumbrados a hacerlo que no es complicado fingir la felicidad.
Yo estaba por terminar la universidad en Londres y mi hermano regresó a
México a estudiar Administración a Monterrey cuando la tercera historia tuvo
lugar.
Esta historia fue breve pero contundente. Sucedió en un viaje que mi padre
hizo a Madrid con unos socios del despacho. La conoció en el lobby del
hotel, una mujer de Tampico que se encontraba haciendo turismo, de nombre
Rosa, y trajo espinas a nuestras vidas. Los ahí presentes insisten que ella se le
insinuó a mi padre, quien no pudo evitar caer encima de semejantes caderas.
Voluptuosa, de labios carnosos y grandes dientes. Tenía una boca enorme y
no quiero ni imaginar lo que le hizo a mi padre con ella. Demasiada
información pasa por mi imaginación. Los dos vivieron una pasión de dos
semanas y regresaron a sus ciudades como si fueran unos extraños. Todo
parecía que se había tratado de un simple devaneo, de un amor de turistas.
Los dos casados, los dos en sus mundos. Pero la tal Rosa se presentó en la
casa un año después, divorciada y cargando un bebé al que llamó Gabriel y
afirmando que era hijo de mi padre. Esta vez hubo análisis de ADN y
resistencia de parte de mi padre para reconocer al niño, sin embargo los
resultados favorecieron su paternidad y no le quedó otra que ayudar a la
mujer con la educación del niño.
En medio de la historia uno, de la dos y de la tres, tengo que contarles que
esos hijos concebidos por mi padre con esas mujeres fueron creciendo y
comenzaron a hacerse presentes en la casa. Carlos, el hijo de Martina,
Madeleine, la hija de la uruguaya y Gabriel, el hijo de la de Tampico,
buscaron a su padre. Mi madre, declarando con tono mártir que «los hijos qué
culpa tenían», los recibía y hasta les daba de comer y les compraba ropa para
luego entregárselos a sus respectivas madres. Todos crecimos. Los rencores
también. Yo nunca recuperé la relación amorosa que alguna vez tuve con mi
padre. Siendo la primogénita crecí sintiendo que los intrusos invadían mi
espacio vital. Cuando llegué a tener contacto con los hijos de esas otras
mujeres algo en mis intestinos se endurecía. Tal vez era odio, decepción o
una mezcla de ambos. Coraje. Sentía mucho coraje. Mi madre se hizo adicta a
las pastillas y creo que fue su manera de vivir y convivir con todo eso. Mi
padre envejeció guapo, y sigue guapo. Exitoso, acumuló fortuna y reputación.
Es tan fácil que un hombre sea reconocido como más hombre por tener
muchas mujeres mientras que a nosotras las mujeres, si tenemos varios
hombres, nos llaman putas. Es injusto.
Y aquí viene mi historia. Me volví celosa y posesiva, tuve un par de
relaciones amorosas plagadas de escenas de gritos e incluso agresiones
verbales y físicas. Me volví obsesiva y absorbente con mis parejas. Soy
insegura y en el fondo vivo con una angustia encajada en el pecho. Con eso
vive mi esposo, con eso viven mis hijos, con esta angustia que me carcome y
que me hace ser una mujer llena de resentimientos que explota por cualquier
cosa y que siente que el mundo es un lugar peligroso lleno de gente que
traiciona. No tengo amigas a las que quiera de verdad, siempre estoy
temerosa de que me traicionen o al primer gesto amable hacia mi marido
estallo en celos presagiando escenas posibles de infidelidad entre ellos. Sí,
me porto como una loca. Vivo para trabajar, mi trabajo como profesora de
literatura y gramática en la universidad es mi espacio de fuga, ahí solo existen
las palabras y sentimientos que otros han expresado en libros que yo estudio,
mientras mis propios sentimientos los tengo atorados por mi cuerpo entero.
La otra noche, mientras tomaba un té de manzanilla y revisaba mis redes
sociales, grité de coraje al ver que mi padre había subido a su Facebook
fotografías de Madeleine, su hija, la que tuvo con la uruguaya. ¿Por qué lo
hace? ¿Por qué es tan inconsciente para seguir lastimándonos así a mi madre
y a sus verdaderos hijos? Mi esposo dice que no puedo decir eso, que todos
somos sus hijos de verdad, que ninguno es de a mentiras, sin embargo a mí
me ayuda pensar que Jaime y yo somos sus hijos legítimos. Mi madre y él
siguen juntos en Durango, en esa inmensa casa en la que sus nietos corren
cada domingo. Debajo de las alfombras siguen los secretos escondidos.
Nunca se habla de lo que mi padre hizo. Allá en el jardín están ocultas, para
que nadie juzgue mal a mi papá y para que mi madre siga viviendo su farsa
de señora digna y feliz. Pero no. Mi madre sigue tomando pastillas y mi
padre envejeciendo guapo y distinguido. Tres veces lo perdonó mi madre,
pero... ¿cómo no caer rendida ante un hombre como él? Lo mismo me pasa a
mí cuando, a pesar de todo, se acerca y me dice:
–Sonia, eres mi hija favorita –y sonríe.
Y yo por unos segundos le creo, y me abrazo a su cuello. Tres veces repito su
nombre, y tres veces le pido al cielo conceda
paz a mi corazón y me libere de mis rencores, mis inseguridades y mis celos,
porque ya no quiero una familia feliz en apariencia, sino de fondo. Porque a
pesar de todo es mi padre, y no hay hombre más guapo que él sobre la faz de
mi planeta.
9. SIN TU APELLIDO
Exigir a los progenitores, para respetarlos, que estén libres de defectos y que
sean la perfección
de la humanidad, es soberbia e injusticia. Silvio Pellico
He vivido observándolo de lejos, o viendo su fotografía en algún periódico o
en internet. Ser hija del segundo frente de mi padre me ha condenado de por
vida a vivir conservando una distancia prudente. No llevo su nombre. No
puedo acercarme a su vida ni a su entorno. Cuando fui consciente de mi
circunstancia de vida sentí un enorme resentimiento hacia mi madre, después
hacia mi padre, y luego hacia la vida. Muchas veces preferí no haber nacido
que nacer sin haber sido deseada. Desde el vientre de mi madre debí sentir su
rechazo, pues al darse cuenta de que ella estaba embarazada también se alejó
de su lado. Nos rechazó a las dos y nos condenó a vivir en la ignominia. He
crecido sintiéndome menos que los demás, desconfiando de mí misma y de
los que me rodean, temerosa de la vida y sus designios.
Martín Landeros es mi padre, un reconocido político del norte del país. Su
carrera política lo ha llevado a ocupar puestos en el gobierno que demandan
de una imagen intachable y de una vida decorosa. Se casó con una mujer de
ascendencia española con linaje y se cuenta mucho que su matrimonio fue
por conveniencia. En aquellos años eso se acostumbraba, el amor no era un
requisito para unir a dos personas. La unión con esa mujer le aseguraba la
multiplicación de su fortuna y además le daba entrada a círculos sociales
selectos. Para Martin Landeros, un hombre que emergió de la clase media y
que gracias a su inteligencia y empeño se hizo de un nombre y una fortuna,
cuidar no descender peldaños en la escalera del éxito era muy importante.
Con esa mujer de nombre Estela procreó cuatro hijos. Dos mujeres y dos
hombres. Una de sus hijas es de mi edad. La segunda y que casualmente lleva
mi mismo nombre: Marlene. Así se llamaba la madre de mi papá. Una abuela
a la que pude visitar un par de veces y por petición de ella y no de mi padre.
Recuerdo que mi madre me bañó y me puso un vestido verde de olanes que
me había comprado en el mercado. Me peinó cuidadosamente y me puso de
su perfume, luego me dijo: «Vamos a ir a conocer a tu abuela». La señora
Marlene nos recibió en una casa de techos altos y con grandes ventanales. El
salón estaba lleno de muñecos de porcelana y de tapetes persas. Ella se me
quedó viendo y después me dijo:
–Así que tú eres Marlene, la hija natural de mi hijo.
Esa frase se me quedó grabada en mi memoria de siete años. Después recurrí
a los libros y descubrí que se les llama «hijos naturales» a los hijos nacidos
fuera del matrimonio. Y poco a poco fui entendiendo más y más la ausencia
de mi padre. Las preguntas no salían de mi boca, emanaban de mi corazón y
atacaban los oídos de mi madre continuamente. Cuando era más pequeña ella
me explicaba todo con un simple «Está de viaje». Hasta que llegó mi
pubertad y con ella la necesidad de confrontar a mi madre. Ella ya no pudo
ocultar la identidad de mi papá y por primera vez, a los trece años, pude tener
en mis manos una fotografía de mi progenitor.
Y entonces lo busqué. Sin decirle nada a mi mamá, busqué la dirección de su
oficina en el directorio telefónico y me presenté. Martín Landeros me recibió,
no tuvo opción, pues llegué enfundada en mi uniforme de la secundaria
pública para decirle a su secretaria que su hija natural lo quería ver. Su
mirada de rechazo jamás se borrará de mi memoria, ese «¿Qué quieres?» que
me dijo tan frío y desinteresado. Le dije que lo único que quería era
conocerlo, saber cómo era mi papá. Me sacó del edificio por la escalera de
servicio y me subió a su carro. Le pidió a su chofer que nos llevara a una
cafetería lejana del centro y ahí me dijo:
–Marlene, no le digas a nadie que soy tu padre, eres muy joven para
entenderlo pero yo tengo una familia, una esposa y otros hijos y no es
conveniente que se enteren de tu existencia. Cuando quieras verme llámame a
este teléfono y veremos qué podemos hacer.
Sin expresión en el rostro, observando su costoso reloj y sin emoción alguna
al verme. Así fue ese encuentro y con el teléfono anotado en una tarjeta me
dejó en la esquina de mi casa para no verlo otra vez hasta después de varios
meses. Siempre a escondidas. Siempre en su oficina o en alguna cafetería
remota. Allá donde nadie lo reconociera, y con esa actitud de rechazo hacia
mí que hasta la fecha me congela el alma.
Crecí sintiéndome inferior, no aceptando mi cuerpo ni mi circunstancia.
Llena de rencor hacia mi madre por haberse enamorado de ese hombre
casado. Anhelando arrancarme la ignominia de mi piel. Aprendí a rechazarme
a mí misma. Crecí sintiéndome culpable por un delito que yo no cometí.
Encarcelada en mis resentimientos.
Mi madre se volvió a casar cuando yo cumplí los dieciocho. En ese tiempo
terminé la preparatoria y me metí a estudiar a una universidad pública. La
biología siempre me atrajo y me entregué a los estudios que a la vez sirvieron
de terapia para olvidarme de mi desventura. Pero mi padre seguía su exitosa
carrera y salía en la televisión y con frecuencia lo entrevistaban en la radio.
Me topaba con su foto en carteles y en anuncios de internet. Irónicamente, de
todos sus hijos, soy la que más me parezco a él. Por las revistas me enteraba
de que mis medios hermanos crecían y se iban a estudiar al extranjero o veía
sus fotografías en las redes sociales compartiendo sus viajes a Francia o sus
vacaciones en las playas del Caribe. Mientras tanto, yo trabajaba en una
farmacia por las mañanas y por las tardes asistía a la universidad. Mi padre
hacía una transferencia a mi cuenta cada tres meses. Pero pasaban años sin
verlo. Yo le llamaba a ese dinero el depósito culposo. Creo que su culpa es lo
único que lo movía a ayudarme económicamente, porque cariño de su parte
nunca he tenido. A lo largo de los años he tenido un sueño recurrente. Sueño
que mi padre y yo caminamos tomados de la mano por una playa, que él
voltea a verme y que sus ojos me miran con amor. Yo aprieto su mano y
luego el sueño se convierte en pesadilla. Mi padre suelta mi mano y se aleja
corriendo. Me abandona en esa playa y me arrodillo a llorar sobre la arena.
Siempre despierto sudorosa y temblando.
Mi madre a veces me pide perdón, pero ahora que he madurado he
comprendido que a veces en el corazón no se manda y que ella debió haberlo
amado mucho. Y quiero pensar que mi padre también la amó pero que su
condición de hombre casado y reconocido socialmente le impedía consumar
su amor. O tal vez nunca la amó y solo fue una relación pasajera para él. No
lo sé, pero la primera versión es la que me ayuda a calmar mis rencores.
Terminé la universidad con honores y lo primero que hice fue escanear mi
título universitario y enviárselo por correo electrónico a mi papá. «Soy una
Landeros aunque me hayas destinado a ser una hija sin tu apellido», le
escribí. No obtuve respuesta. Mi parecido físico es innegable. La forma en
que camino, la manera en que me rasco la oreja cuando estoy nerviosa, la
forma en que la comisura de mis labios se arquea cuando sonrío, todo eso es
mi padre en mí. Y su rechazo me llevó a rechazarme a mí misma, a no
aceptar mi cuerpo. Me encuentro defectos frente al espejo y no valoro mis
logros. A veces siento que soy mi peor enemiga. Sin embargo, debo aceptar
que no existen los seres humanos perfectos, que mi padre es un ser humano y
que no tengo porque exigirle pureza en todos sus actos. Hoy que soy mayor
de edad, mi madre me dice que lo busque, que le exija que me dé su apellido
y que me reconozca. Yo le digo que si ella no lo hizo en su momento, yo no
tengo que forzarlo a amarme ni a aceptarme. Martín Landeros sabe que soy
su hija, que deambulo por el mismo mundo que él, que respiro el mismo aire
y que contemplo la misma luna que él durante las noches. Yo ya he ido
muchas veces hacia él y lo que he encontrado es su rechazo. Si en el corazón
de mi padre nace buscarme, que lo haga. Yo estaré como siempre, esperando
que lo haga, para abrazarlo y decirle que lo he extrañado toda la vida. Pero
estoy convencida que no hay que ir a donde no eres bienvenida, ni asistir a
lugares a donde no has sido invitado. Y permanezco en la distancia,
aprendiendo a diluir mis resentimientos poco a poco. Comprendiendo que yo
no tuve la culpa de haber sido concebida por un hombre que estaba casado.
Ser hija del segundo frente me destinó a vivir bajo un nombre incompleto.
Sin embargo, y aunque duele, he aprendido a vivir con esto. Asisto a terapia
dos veces por mes y asisto a una asociación que da apoyo a hijos de madres
solteras. Gracias a eso me he dado cuenta de que muchos somos hijos
naturales y que vivimos sin apellido. Que somos hombres y mujeres que con
nuestro propio esfuerzo nos hacemos de un hombre de respeto y entero. Y ya
no lo culpo, sus razones son válidas desde su trinchera. Simplemente es un
hombre que cayó presa de sus deseos y que después del pecado se inclinó por
regresar al hogar y fingir que nada había pasado. Decidió rechazar el fruto de
su debilidad, como si al hacerlo nunca hubiera sido débil.
Hace un año me lo encontré en una ceremonia de graduación de la
universidad donde ahora soy profesora. Lo saludé y le di un beso en la
mejilla. Olía rico e iba vestido con un traje verde olivo. Mi padre apretó mi
mano con fuerza y me dijo: «Marlene, que gusto verte». Mis piernas
temblaron y tuve el deseo de abrazarlo pero me contuve. Lo vi alejarse
rodeado de otros hombres y luego escuché sentada en una butaca del
auditorio su breve discurso para los graduados. De alguna manera ese día
comprendí por qué mi madre se enamoró de él. Salí de ese lugar con el
corazón un poco liberado, como si comprender las causas me hiciera aceptar
las consecuencias sin tanto pesar. Lo único que aún suplico al destino es que
si la vida no le ablandó su corazón de padre conmigo, se lo ablande como
abuelo, que cuando yo sea madre mis hijos puedan conocerlo y saber quién es
su abuelo. Sin esconderse, sin sentirse rechazados. Pero esa será otra historia,
mientras tanto, yo recorro mis recovecos internos buscando cada una de mis
heridas para sanarlas con paciencia y amor. Quiero ser una madre sana para
mis hijos y darles la oportunidad de un padre que se sienta orgulloso de ellos
y que les entregue su amor y su apellido. Porque si ha sido difícil vivir sin el
apellido de mi padre, más doloroso ha sido vivir sin su amor.
Anoche que estuve en el centro de apoyo a hijos de mujeres solteras, uno de
los psicólogos dijo que la comprensión es uno de los procesos más
importantes para la mente humana, que la interpretación que demos a la
realidad que nos rodea dependerá de este proceso, y yo quiero reinterpretar
mi vida, crearme un autoconcepto más amoroso y mejorar mi autoestima.
Dejar de rechazarme y de juzgar a mi papá por su abandono. He comprendido
que no existe nadie perfecto y que es más importante mi crecimiento
espiritual que mi apellido. Respiré profundo y acepté que a Martín Landeros
lo llevaré en la sangre para siempre, y que ya no quiero llevar rencores ni un
minuto más en mi corazón.
10. SECUESTRADOS
La paz no puede mantenerse por la fuerza; sólo se puede lograr mediante la
comprensión. Albert Einstein
Estábamos en un cuarto de hotel a las afueras de la ciudad de Chihuahua. Mi
padre fumaba un cigarrillo tras otro mientras realizaba una llamada por su
celular. Mi hermana Mayela de tres años y yo, Darío, de seis en ese entonces,
lo observábamos acostados sobre la cama. En la televisión transmitían
caricaturas de los Power Rangers. No comprendíamos por qué mi papá nos
había llevado a ese lugar, pero como estábamos con él no hicimos muchas
preguntas. Se supone que un padre cuida de sus hijos y los protege, así que
aunque la situación era por demás extraña para nosotros, nos limitamos a
estar ahí a su lado esperando no sé qué. Porque en nuestros cuerpos de niños
se había instalado una angustia que disminuimos comiendo dulces y
masticando chicle. Mi padre lo hacía fumando y caminando de un lado a otro
por toda la habitación.
Esta escena que acabo de describir visita mis sueños hasta el día de hoy.
Tengo cuarenta años y padezco insomnio crónico y pesadillas recurrentes.
Vivo esclavo de los ansiolíticos y he pasado algunas épocas de mi vida
consumiendo mariguana o tachas. Todo lo que sea un evasivo útil me
funciona para aplacar la ansiedad que se anidó en mi interior para siempre.
Mi padre nos secuestró a mi hermana y a mí y durante cinco años estuvimos
vagando por todo el país. Cambiábamos de domicilio de manera repentina y
los cientos de preguntas acerca de nuestra madre obtuvieron cientos de
respuestas distintas durante todos esos años. Mi padre comenzó diciéndonos
que nuestra madre se había enfermado y tuvieron que llevarla a un hospital,
para después terminar con historias de padecimientos mentales e historias tan
disparatadas como que mi madre nos quería llevar a un orfanato porque no
nos quería y él nos había rescatado de sus demoniacos intentos por
deshacerse de nosotros. A final de cuentas el resultado era el mismo,
hacernos creer que nuestra madre no nos amaba, que nos había rechazado y
que no quería saber nada de Mayela ni de mí. Sin embargo, el tiempo que no
perdona y explica todo se encargó de derramar la verdad sobre nuestros ojos.
Lucila Padilla, mi madre, conoció a Ulises Montoya en un baile del pueblo.
Un pueblo de pocos habitantes sumergido en la sierra de Chihuahua. Se
enamoraron y se la robó a los dos meses. Creo que aquí fue el primer indicio
de que mi padre estaba acostumbrado a tomar lo que quería y no a pedirlo.
Luciana y Ulises se fueron a la capital del estado y comenzaron un negocio.
Pusieron una boutique de ropa para dama. Ulises cruzaba la frontera cada
mes y regresaba con la camioneta cargada de pacas con ropa americana que
re etiquetaban y exhibían en la tienda. Se hicieron de clientes y pudieron
comprar una casita de tres recámaras con jardín en una colonia popular de la
ciudad. Primero nací yo y a los tres años mi hermana Mayela. Mi padre
siempre fue de carácter impulsivo e impetuoso. Celoso y posesivo con mi
madre. Ella tenía que vestir recatada y sin maquillaje para no echar a andar la
imaginación de mi papá, que siempre estuvo seguro de que mi madre lo
traicionaría con el primero tipo que se fijara en ella. Era un hombre inseguro
pero impulsivo y eso lo convertía en un ser humano impredecible porque lo
mismo se comportaba como un niño dócil que pedía para todo la aprobación
de mi madre, que en una bestia enloquecida que rompía platos y aventaba lo
que tuviera al alcance en un arranque de ira. Todo se complicaba cuando
bebía, pues el alcohol y sus neuronas no hacían una buena combinación.
Cada vez que se metía un trago de vino mi madre tenía que soportar sus
escenas de celos, sus ataques de furia y sus insultos. Eso se acentuó con los
años pues, para su pesar, mi madre, a la que se robó cuando ella tenía
diecisiete años, se convirtió en una mujer bellísima llegando a los veintes,
con un cuerpo bonito que a pesar de cubrirlo con ropas holgadas, dejaba ver
lo deseable que era su anatomía para los otros varones. Esto enfurecía a mi
padre, que terminó por contratar empleadas para la tienda y obligó a mi
mamá a quedarse encerrada en la casa. Llegó al extremo de ir por nosotros a
la escuela para que ella no tuviera motivos para salir. Sus celos se hicieron
cada vez más enfermizos y mi madre cada día más rebelde. Así que Lucila
empezó a enfrentarse a Ulises y llegaron hasta los golpes. Ella a veces salía
de la casa a escondidas para visitar a sus familiares o amigas, y cuando mi
padre se enteraba ardía Troya. Un par de ocasiones llegaron hasta el
ministerio público al ser denunciados por vecinos que escucharon su pelea.
Se mezclaron los celos dañinos de mi padre con la rebeldía impetuosa de mi
madre y aquello se convirtió en un infierno. Recuerdo que yo tomaba de la
mano a mi hermanita y nos encerrábamos en mi cuarto a ver la televisión.
Subía el volumen para que no escuchara los gritos ni los golpes y esa
habitación fue el refugio para los dos durante tardes o noches consecutivas en
que nuestros progenitores perdían el control y se daban hasta con la cazuela.
Una tarde nuestra abuela materna llegó a la casa y empacó algunas de
nuestras pertenencias, de la mano nos llevó hasta la central de autobuses y
nos fuimos al rancho con ella. Ese fue el hecho que detonó la granada en la
cara de mamá.
Mi madre había decidido mandarnos a pasar un par de semanas con nuestra
abuela. Era verano y yo estaba de vacaciones de la escuela. Lo hizo con la
intención de que estuviéramos lejos del territorio de guerra en que se había
vuelto el hogar, además de que serían unas vacaciones para nosotros
corriendo por el campo y montando burros. Pero lo que imaginó como una
buena idea, terminó siendo una pesadilla que duró varios años de nuestra
existencia.
A pesar de que mi madre le insistió en que lo habían platicado y que él había
estado de acuerdo, mi padre no entró en razón y terminó mandando a mi
madre al hospital. Los golpes que le prodigó le afectaron la visión del ojo
derecho y le abrieron el labio inferior, además de provocarle un sangrado
intestinal interno. Mi madre estuvo en el hospital varios días y levantó cargos
contra mi padre, quien huyó de la ciudad y comenzó su deambular como
fugitivo de la justicia. Cuando regresamos a casa, la abuela permaneció con
nosotros hasta que mamá se recuperó. Un periodo de paz llegó, pues con la
ausencia de nuestro padre al menos no había gritos. No obstante, mi padre
nos llamaba por teléfono y mi madre, que a pesar de todo algún tipo de amor
debió sentir aún por él, nos pasaba sus llamadas. Él le pedía que retirara los
cargos, pero mi madre no lo hizo. Tenerlo lejos le daba paz y libertad. Ella
retomó la tienda y la abuela materna se instaló en nuestra casa por una
temporada que se extendió más allá de Navidad. Así pasaron los meses. Mi
padre llamando por teléfono y nosotros ignorando su paradero. Mi madre
aferrada a no levantar cargos y mi padre con restricciones legales para
acercarse a nosotros. Mi madre se asesoró con abogados y estaba lista para
demandar divorcio por abandono de hogar. Y así, cuando más valiente se
sentía Lucila Padilla, dispuesta a liberarse del yugo de su opresor, sucedió lo
incomprensible.
Mi padre preparó el terreno, en las últimas llamadas que hizo a la casa mi
madre lo escuchó comprensivo y flexible. Dispuesto a firmar el divorcio sin
resistencia e incluso hablando de que si retiraba los cargos podía visitarnos
cada mes si ella se lo permitía. Parecía que por fin Ulises Montoya estaba
doblando las manos y decidido a recuperar el contacto con sus hijos de buena
manera. Se ganó un poco de confianza de mamá y llegó por nosotros.
Se trataba de una simple visita. Mi madre estuvo de acuerdo y vio llegar a mi
padre cargado de regalos para nosotros. Lo recibió con desasosiego, pero lo
dejó pasar. Dos años sin verlo habían pasado. Lo encontró más musculoso, y
Ulises le dijo que estaba haciendo pesas y comiendo sano. Había dejado de
fumar y de tomar vino. Trabajaba en Monterrey en una fábrica y se ofreció a
preparar café. Él mismo había llevado la bolsa con café de regalo y la abrió
ahí en la cocina y se dispuso a prepararlo. Después le sirvió una taza a mi
madre y siguió platicando con nosotros. Mayela le contaba de sus amigas de
la escuela y yo siempre un poco más introvertido me limité a comer los
bombones que me dio de regalo. Entonces mamá repentinamente se sintió
mal y dijo que se iba a acostar un rato. Lo que sucedió después lo recuerdo
como una película en cámara rápida y con confusa. Mi padre que nos pide ir
por chamarras y un poco de ropa y que nos sube con él a su camioneta. Nos
dice que nuestra madre está enferma y que iremos a buscar un doctor. Y ahí
comenzó la cadena interminable de mentiras que escucharíamos de su boca.
Cuando la abuela regresó del rancho seis horas después, encontró a mi madre
deshecha. La policía encontró un potente somnífero en la taza de café. Mi
padre la había engañado, no iba a firmar la pipa de la paz. Había ido a
secuestrar a sus propios hijos.
Nos llevó a un hotel de paso a las afueras de la ciudad, ahí pasamos la noche
y al día siguiente muy temprano nos trepó a su camioneta e iniciamos una
travesía que duraría casi cinco años. Pueden imaginarse los cuidados que un
hombre como mi padre tuvo para una niña de tres años y un niño de seis. Nos
bañaba una vez por semana y nos dejaba encargados con sus amigas. Al
pueblo en que llegábamos de inmediato se buscaba una novia y nunca faltaba
la que caía conmovida con la historia del hombre abandonado por su mujer
con todo e hijos y entonces nos dejaba al cuidado de esas mujeres. Trabajaba
en empleos temporales en mercados o como chofer con nombres falsos. A
veces escuchaba que le decían Manolo, otras veces Vicente. Vivimos nuestra
infancia caminando detrás de sus demonios, escuchando de su parte mentiras
sobre mamá. Tantas que llegamos a creerlas y mi hermana y yo lloramos
muchas noches abrazados sobre catres de casas extrañas y ajenas extrañando
a nuestra madre. Mi hermana por su edad se adaptaba más a las
circunstancias y hasta llegó a encariñarse con más de una de las mujeres con
las que mi padre nos hizo convivir. Cuando estuvo en edad de escuela
Mayela comenzó a ir a un kinder en un pueblo del estado de Tlaxcala. Ahí
tuvo una maestra que le tomó mucho cariño y que fue la primera en
sospechar que algo no estaba bien con nosotros. Yo asistía a la primaria de
esa misma escuela y una ocasión, a la hora de la salida, me mandó llamar. Se
llamaba Lupita y tenía una melena oscura y rizada muy bonita. Me preguntó
por nuestra madre y yo no supe qué responder. En eso llegó mi papá y
también a él le preguntó. La maestra escuchó un tanto incrédula su respuesta,
que por cierto era la misma de siempre: que mi madre estaba enferma en un
hospital de Chihuahua porque tenía padecimientos mentales y que él había
tenido que buscar trabajo en otro lado y tuvo que cargar con nosotros. Esa
maestra no se quedó conforme con la explicación y comenzó a alimentar mis
dudas cuando me dijo: «Darío, ¿y no tienen más familiares?, ¿por qué no van
a visitar a su mamá?» Aquellas preguntas se quedaron en mi mente aún
infantil y comencé a dudar de la palabra de mi padre.
Un año después nos llevó a un pueblo llamado Purísima del Rincón en el
estado de Guanajuato. Ahí conoció a Sandra Bañales, una buena mujer que
fue la que tuvo el corazón menos duro y la inteligencia más clara y que daría
un giro a nuestra historia de nómadas. Sandra y mi padre comenzaron una
relación amorosa y nos fuimos a vivir con ella. Era viuda y tenía un hijo de
siete años. Yo casi estaba por cumplir los once y mi hermana Mayela los
ocho. Su hijo se llamaba Luis Ángel y lo recuerdo como un niño callado y
tímido con el que me gustaba jugar futbol en la calle por las noches. Esta
mujer fue la que a pesar de haberse enamorado de mi padre se dio cuenta que
algo no estaba bien. Comenzó a platicar mucho con mi hermana y conmigo
cuando mi papá no estaba. Nos preguntaba por nuestra madre y yo, ya con el
corazón envenenado, le respondía lo que mi padre me había dicho hasta
convencerme: que mi madre nos había abandonado y se había ido con otro
hombre porque estaba loca. Mayela tenía otra percepción. Mi hermana menor
prefirió responder que mamá estaba en un hospital y que no pudo cuidarnos.
Creo que cada uno en su interior se inventó una realidad con la cual poder
sobrevivir. Sin embargo Sandra se dio a la tarea de investigar. Era secretaria
en una oficina de gobierno y con ayuda de personas de su trabajo se dio a la
tarea de llegar más lejos. Encontró a mamá con ayuda de un amigo que
trabajaba en una oficina de censos y que tenía acceso a información nacional.
Entonces descubrió todo. Meticulosamente y sin que nos diéramos cuenta,
dio con el paradero de mi madre, quien siguiendo la recomendación de su
corazón no cambió de casa ni de teléfono ni de trabajo durante todos esos
años con la esperanza de que si ella no nos encontraba, nosotros
recordáramos el camino de regreso. Y con todo el dolor de su corazón se dio
cuenta de que había vivido con un hombre enfermo que llegó al extremo de
secuestrar a sus hijos y de vivir en la mentira y el delito sin tocarse el
corazón. Por eso le viviremos agradecidos a esa mujer. Ella murió hace dos
años víctima de un cáncer de seno y Mayela y yo acompañamos a Luis Ángel
en su funeral. También mi madre estuvo presente.
Nunca olvidaremos esa tarde de un tres de junio en el que vimos descender
de una camioneta a una mujer vestida de blanco, con el cabello largo y
bañada en llanto. Era Lucila Padilla, nuestra madre. Iba acompañada de
agentes federales, quienes esposaron a mi padre y lo metieron a la fuerza en
otro vehículo.
El secuestro de un hijo por su padre es una experiencia devastadora y deja
cicatrices para toda la vida. Mi padre hizo que mintiera sobre mi nombre y
sobre quién era y de dónde venía, hizo que dudara del amor de mi madre, me
hizo sentir incluso que lo que pasaba era normal, porque no estaba siendo
secuestrado por un extraño, sino por alguien a quien amaba... mi propio
padre. Por ser mi padre llegué a pensar que tenía derecho a hacer lo que
estaba haciendo con mi hermana y conmigo. Nunca imaginas en tu corazón
de niño que tu propio padre vaya a hacerte daño. Lo que iba a ser un paseo
con papá se convirtió en una travesía de años que impregnó mi corazón de
rencores, miedos y que dañó mi psicología para siempre. Me trastornó la
infancia, no me dejó echar raíces ni hacer amigos. Apenas comenzaba a
adaptarme a un lugar cuando me llevaba a otro. Deambulé entre extraños
mientras los otros niños de mi edad conocían la gente que los rodeaba y eran
amados por sus seres queridos. A veces siento que no he terminado de crecer,
y que esa infancia que me faltó se hace presente en mi vida adulta, una
inmadurez incomprensible se adueña de mis actos y no logro establecer
relaciones duraderas. Tengo desconfianza de todos y padezco de insomnio y
de angustia.
Regresar a casa con mamá tampoco fue sencillo. Mi madre se había
convertido en una mujer llena de amargura y desconfianza. No nos tenía
paciencia y nos gritaba con frecuencia. Mayela y yo terminamos de crecer
arañados por el dolor que provoca el haber confiado en un padre y haber sido
traicionados. Durante esos cinco años mi hermana y yo crecimos y
cambiamos mucho físicamente, lo que hizo difícil nuestra búsqueda porque
ya no nos parecíamos a los niños desaparecidos del cartel que mi madre
repartió por todos lados. Y tampoco nos parecíamos emocionalmente a esos
hijos que habían salido tomados de la mano de su padre aquel día
infortunado.
Mi hermana sufre depresiones severas y sigue sola, sin poder rehacer su vida
y con problemas de piel y otros trastornos de origen nervioso. Mi madre con
su amor lastimado intentó rehacer una relación con nosotros pero ya jamás
fue lo mismo. A pesar de estar felices de encontrarla y de volver a su lado la
convivencia no fue fácil. Ha transcurrido el tiempo y hasta el día de hoy mis
demonios habitan debajo de mi piel, debajo de mis cicatrices de infancia. Ahí
donde el secuestro de mi padre los dejó instalados para siempre.
Para mí hasta el día de hoy sigue siendo incomprensible que un padre para
vengarse de su esposa utilice a sus hijos y los arranque de su lado. Espero con
la ayuda de la psicología, de la medicina y del tiempo poder comprender la
conducta de papá.
Ulises Montoya murió en la cárcel dos años después de que mi madre se
reencontró con nosotros. Un derrame cerebral según el dictamen del médico.
Fuentes informales dicen que fue un suicidio, que ingirió droga hasta morirse.
Creo que ahí encerrado esperando ser sentenciado se dio cuenta de la
gravedad de lo que nos hizo y quiero pensar que su dolor fue tan profundo
como el nuestro, tan insoportable que la muerte fue lo único que lo liberó.
En mi corazón quedan poco recuerdos gratos a su lado, de ellos me agarro
cuando siento que caigo de nuevo en el oscuro abismo de la depresión. Trato
de comprender su personalidad frágil y temerosa, que era lo que alimentaba
su odio y su frustración ante mi madre y lo llevo a cometer lo que hizo.
Intento encontrar la paz en fotografías de mi temprana infancia, cuando
éramos una familia feliz y mi madre lo amaba. Acudo a las imágenes más
remotas de mi existencia donde hay un pasado con unos padres amorosos que
habitaban juntos y que nos engendraron con amor. Porque para sanar las
heridas de las que he hablado, solo el amor es el bálsamo curativo y no pierdo
la esperanza de algún día encontrar la paz que tanto anhela mi espíritu.
11. SIN CONOCERME
El verdadero amor nace de la comprensión. Buda
Soy una chica simpática, pelirroja, pecosa y con una sonrisa que me abre
puertas que para otros permanecen cerradas. Me gusta luchar por lo que
anhelo y canto bonito. Me veo en el espejo y me caigo bien. No es un
arranque de soberbia ni de presunción de mi parte el que se desborda en estas
líneas. Simplemente me describo con cariño, sin comprender por qué si soy
una buena persona mi padre no ha querido conocerme.
Mi madre lo conoció en la escuela. Él cursaba el cuarto semestre y ella el
segundo. Ambos estudiaban arquitectura. Comenzaron a salir y se dieron
cuenta de que tenían gustos similares. Los dos escuchaban canciones de
banda a escondidas y en público de U2. Los dos amaban el cine de comedia y
visitar los museos de cera. A los dos les atraían los lugares desérticos llenos
de cactus y tenían miedo a la oscuridad. Ante tales afinidades lo que
siguieron fueron los besos y una relación que duró cuatro años y tres meses,
tiempo en el que mi padre se graduó y comenzó a estudiar un posgrado y mi
madre terminó la universidad y se metió a trabajar a una reconocida empresa
constructora de la región. Ambos originarios de Monterrey, y de familias de
clase media, conservadoras, que estaban felices de ese noviazgo. A mi padre
comenzó a irle muy bien en el posgrado, incluso se hizo gran amigo de un
profesor que era un reconocido arquitecto que daba clases por el placer de
compartir sus conocimientos con los jóvenes. Lo invitó a sumarse a su equipo
de talentosos arquitectos para desarrollar proyectos en diferentes países. Mi
padre comenzó a tener aspiraciones desmedidas y se veía en un futuro
trabajando para grandes firmas internacionales. Mi madre por su parte y a su
propio ritmo iba haciendo una carrera más modesta pero consistente. Y
entonces aparecí yo en el vientre de mamá. Inesperada y sorpresiva. Mi
madre se llenó de júbilo y en su corazón enamorado habitaba la seguridad
que le proporcionaba un noviazgo estable de tantos años, por lo que le dio la
noticia a mi papá sin temor alguno e incluso con alegría. Se topó con el
hermetismo de mi padre, quien de inmediato y sin dudarlo puso sobre la mesa
la posibilidad de un aborto. La desilusión se apoderó del corazón de mamá, y
defendió su decisión de tener a su bebé con su apoyo o sin él. Entonces mi
padre desapareció para siempre.
Así de simple y sin otra explicación distinta a que su exitoso futuro peligraba
si se ataba a mi madre decidió irse a radicar a Panamá y diseñar maravillosos
edificios que quedarse al lado de mamá a diseñar un futuro juntos.
Victoria, mi mamá, hizo honor a su nombre y salió victoriosa de semejante
hazaña y me ha criado sola. Tanto la familia de mi padre como la de mi
madre se sorprendieron mucho de la conducta de Eugenio, mi papá. Dice mi
madre que incluso mis abuelos paternos hablaron con su hijo pero nada lo
hizo cambiar de opinión. Un hijo no iba a detener su vuelo. Y así fue, se
mudó a Panamá, después a Argentina y fotografías de sus edificios
comenzaron a circular por las revistas de arquitectura más reconocidas del
mundo. Su nombre adquirió prestigio y se fue a radicar a Europa por muchos
años.
Mi madre me dio a luz un veinte de marzo a las cinco de la tarde y desde
entonces se ha dedicado a amarme con todas sus fuerzas. A pesar de que
siempre ha dicho que yo no he necesitado de un padre porque tengo mucha
madre, debo confesar que eso no es verdad. Mi padre me ha hecho mucha
falta. Mi abuelo materno ocupó el lugar de mi padre y me prodigó su tiempo
y su cariño, me llevaba a la escuela cada mañana y me acompañaba a las
juntas escolares. Crecí con mis abuelos maternos y mi madre, rodeada de
cariño y sin que me hiciera falta nada. Tuve los juguetes que anhelé de niña,
y me compraron los vestidos que me gustaban. Mi cabello rojo les recordaba
a mi padre y les hacía inevitable su recuerdo, ya que en la familia de mi
madre no hay nadie con ese color de cabello. Cada vez que mi padre visitaba
Monterrey, mi madre tenía la esperanza de que la curiosidad lo venciera y
tocara a la puerta para preguntar por mí. Pero tengo veinticinco años y eso no
ha sucedido hasta el momento.
No se cómo ha podido vivir sin mí. He sido una niña juguetona y poco
enfermiza. Canto canciones de Miguel Bosé y de Shakira con una voz tan
melodiosa que hasta he ganado concursos de canto en la escuela y he sido
vocalista de un par de grupos musicales de la ciudad. Me gusta el cine francés
y hablo perfectamente ese idioma. Como lo que me da la gana sin engordar y
mis ojos son los suyos. Seguro que si me conociera es lo primero que lo
sorprendería, nuestro gran parecido.
He tenido que aprender karate para defenderme sola ante la ausencia de ese
ser protector que me defienda de los abusivos. Hago yoga para controlar el
carácter impulsivo que me define y también soy muy amiguera. Seguro que si
mi padre me conociera le caería bien. Pero no me ha buscado.
Nuestros vínculos se fueron deshaciendo con el tiempo. Mis abuelos paternos
emigraron a Cuernavaca por asuntos del trabajo del abuelo y desde allá me
mandaban regalos o postales. Dejaron de llegar cuando el abuelo murió y la
abuela enfermó de Alzheimer. Yo tenía quince años cuando tuve noticias de
ellos por última vez. La dos hermanas de papá que a veces me visitaban se
casaron con extranjeros y una vive en Australia y la otra en Filipinas.
Dejamos de buscarnos y la acumulación de los años se encargó de lo demás.
La distancia y el tiempo deshacen los vínculos, pero no la nostalgia. Y siento
nostalgia por mi padre aunque solo lo conozca por medio de fotografías. Algo
que agradezco a mi madre es que nunca me ocultó nada. Desde que tuve edad
me habló de papá, me enseñó sus fotografías y poco a poco fue contándome
la verdad de mi origen. Mamá se casó hasta que yo cumplí dieciocho años.
Tuvo muchos pretendientes pero se concentró en crear un patrimonio y en
darme la seguridad económica que demandaba mi crecimiento. Hoy que la
veo feliz al lado de Gustavo me siento feliz yo también. Mi madre es una
mujer que admiro y a la que me encanta ver sonreír. Nunca sembró en mi
corazón resentimiento alguno y me llevó de la mano por el sendero de la
comprensión y la empatía, algo que deberían hacer todas las mujeres cuyas
parejas abandonan a sus hijos por alguna razón. Nada que dañe el espíritu de
un hijo puede ser de utilidad en su futuro, mucho menos tratándose de odios
inútiles.
Cuando me preguntan si me ha dolido el abandono de mi padre no puedo
mentir y decirles que no. Claro que ha dolido. Pero es un dolor acompañado
de comprensión y en eso mi madre fue decisiva. No me transmitió su
desilusión ni su desencanto sino que respetó mi origen y me ha hablado
siempre de mi padre como un hombre que tiene defectos y cualidades. Y así
percibo al ser humano, con sus luces y sombras. Así somos todos.
Mi padre se casó hace diez años con una mujer inglesa y tiene con ella dos
hijos pequeños. Radica en Berlín y dirige una firma internacional de
arquitectura. Me siento orgullosa en la distancia por ser hija de un hombre tan
talentoso. Si mi padre me conociera también se sentiría orgulloso de mí. No
tengo la menor duda. Egresé con honores de la universidad, estudié ingeniería
industrial y diseño automóviles para una firma japonesa. Soy de las más
jóvenes en el grupo de ingenieros que trabajamos en Tokio para esa empresa.
Hablo cuatro idiomas y canto en todos. Soy una joven feliz y me gusta estar
viva. Qué bueno que mi madre no le hizo caso y me dio la oportunidad de
existir. Si mi padre me conociera le concedería el crédito y seguro le diría:
«Victoria, que razón tenías, esta hija nuestra tenía que vivir». Y amo mi vida,
y me siento llena de amor para dar. Si mi padre un día se acerca a mí, seguro
que le aviento en la cara un puñado de este amor que tengo reservado para él
en mi corazón. Pero no quiere conocerme.
Hace diez años lo busqué, conseguí su número telefónico y lo llamé.
–Eugenio, soy Verónica, tu hija –le dije en tono decidido pero cálido.
–Está usted equivocada, señorita, yo no tengo ninguna hija –respondió en
tono inexpresivo y colgó.
Desde entonces no lo busco. No quiero forzarlo a nada. Si algún día la
coincidencia se apodera de nuestros destinos y nos reúne en algún lugar del
mundo ya veremos qué pasa. Yo lo añoro en la distancia y a través de los
años. Mi madre me dice que tarde o temprano se dará la oportunidad y el
momento adecuado para asumir nuestro vínculo. Tal vez sea en esta vida o
más allá de esta vida. Mientras tanto yo no dejo de repetirle en voz baja y a lo
lejos que se está perdiendo de algo maravilloso. De conocerme.
Y me gusta pensar que en lo profundo de sus sueños me imagina, que en el
abismo de sus secretos habito, con mis pecas y mis cabellos rojos, enroscada
entre sus venas, porque llevo su sangre. Me observo en el espejo cada
mañana y susurro: «Papá, ¿cómo puedes vivir sin conocerme?»
12. SIN TUS MANOS
–¿Dónde está tu papá, Natalia?
–No tengo papá.
He crecido respondiendo eso. Con un dolor perseverante en
mi alma. Caminando sin rumbo a ratos, sintiendo que el mundo es peligros e
injusto. Sin ti, ya nada volvió a ser igual. Te fuiste tú y se quedó el miedo
abrazando mi corazón de niña. Yo era tu preferida, la mayor de tus tres hijas.
La que heredó tus manos. Tus uñas y mis uñas eran iguales. Tus dedos y los
míos idénticos. Se entrelazaban cuando retozaba sobre tus piernas mientras
me cantabas la canción del Pato Neto. Lo que más recuerdo de ti, papá, son
tus manos. Grandes y poderosas, ahuyentaban los fantasmas de mi habitación
y los temores de mi pecho. Con ellas acariciabas mis mejillas mientras me
decías: «Natalia, eres mi inspiración». Con ellas rasgabas las cuerdas de tu
guitarra y brotaban las melodías que acompañan mis memorias a tu lado. Sin
tus manos jalando mis trenzas la vida no ha sido la misma. He crecido con tu
ausencia y con el dolor de tu pérdida atorado en mi garganta. A veces se
transforma en llanto, otras veces en canción. Sin tus manos protectoras y
cálidas el mundo se volvió un lugar gélido en donde he tenido que inventar
superhéroes intrépidos que
Un padre vale por cien maestros. George Herbert vengan a rescatarme de
situaciones difíciles. Inventé uno al que he llamado Manotas, tiene piernas
musculosas y manos como las tuyas. Sin tus manos he tenido que aferrarme a
mis recuerdos contigo para sacar de ellos la fuerza para transitar por mi
destino. Hace tanto que te fuiste y al mismo tiempo siento que apenas ayer
estuve contigo sentada en la banca del parque comiendo manzanas. Tu
existencia y tu ausencia se amalgaman y se fusionan con mi vida presente.
Porque te quedaste circulando por mi sangre, derramando tu cariño entre mis
venas. Te extraño con el anhelo permanente de reencontrarme contigo en la
dimensión del espíritu. Allá donde habitas, donde el cuerpo no existe y el
alma es eterna.
«¿Dónde está tu papá, Natalia?» Está en el rojo de mi sangre, en el azul del
firmamento, en el blanco de la pureza del amor que habita en mi corazón
hacia su recuerdo, está en la calidez de sus manos que aún conservo sobre
mis mejillas cuando me acariciaba la cara y me decía: «Hija, te amo».
No tengo papá porque está muerto. Pero vive en cada latido de mi corazón y
en cada suspiro. Habita en mis hijos y en mis habilidades. Permanece en mi
nostalgia y en mi entusiasmo, deambula entre mis tristezas y mis alegrías.
Entre canciones de Timbiriche y de Facundo Cabral, entre remembranzas
memorables y anécdotas divertidas. A pesar de mis treinta y cuatro años, aún
hay noches en que espero acostada sobre mi cama a que entre por la puerta y
me dé un beso en la frente mientras yo finjo dormir. Aún conservo la corbata
azul índigo que tanto le gustaba y su guitarra. Voy al parque con mis hijos, y
me siento en una banca a comer manzanas. Y siento sus manos sobre mis
hombros. Esas manos que a los ocho años me soltaron para siempre y
quedaron cruzadas sobre su pecho cuando lo observé dentro de su ataúd por
última vez.
Y lo voy a extrañar mientras respire, porque sin sus manos mi vida jamás
volvió a ser igual, porque con mi padre se fue mi protector incondicional, el
guardián de mi corazón de niña. La pérdida de un padre amoroso deja un
dolor persistente en el espíritu del hijo, que solo disminuye al pensar que se
tiene un ángel protector que baja cada noche a darnos un beso en la frente y a
acariciar nuestro rostro con sus manos.
¿Por qué si soy tan buena me siento tan mal?
13. ENTRE LOS ESCOMBROS
Hay dos cosas que los niños deberían adquirir de sus padres: raíces y alas.
Johann Wolfgang von Goethe
Le dije que no me iría con él, que prefería quedarme con mi madre. Se dirigió
a mi habitación y comenzó a romper mis juguetes. Todos. No dejó carrito con
cuatro ruedas ni superhéroe con capa. Lo vi de pie junto a la puerta destruir
mi patrimonio lúdico, a mis compañeros en esas tardes solitarias cuando mi
madre se encontraba en su taller cosiendo ropa ajena y él en su taller de
herrería. Los destruyó todos y ni mis gritos ni mi llanto detuvieron su furia.
Hoy tengo cincuenta años y cada vez que le permito a mi memoria caminar
por los escombros de mi infancia vuelvo a llorar al recordar esa tarde en que
mi padre abandonó nuestro hogar. Preguntarle a un hijo con quién se quiere ir
en el momento del divorcio, si con mamá o con papá, es uno de los más
espantosos crímenes emocionales que cometen los progenitores con sus
vástagos. Un niño de cinco años está inhabilitado para tomar semejante
decisión. Sin embargo yo respondí que me quedaba con mamá porque mi
padre me daba miedo. Su carácter violento alteraba los latidos de mi corazón.
Me sentí un niño indefenso junto a papá. No sentía protección alguna ni
mucho menos amor. Muchas veces pensé que yo no era su hijo, porque lo
veía sonreirle a mis primos o a hijos de sus amigos pero para mí solo tenía
críticas y frases que golpeaban mi mente infantil. Nunca me dijo que me
amaba y jamás tuvo una muestra de cariño más allá de comprarme juguetes o
llevarme al circo en mi cumpleaños. No obstante, me sentía una compañía no
deseada a su lado. Como un estorbo. No tenía tolerancia por mucho tiempo
ante mi presencia. «Lupe, llévate a Pepe», «Vete a tu cuarto», «Déjame ver la
televisión», «Quítate que voy a pasar», «Hazte a un lado», y muchas frases
como esas son las que recuerdo de papá. Lo escuchaba llegar a la casa y
sentía miedo. Mucho miedo. A la hora de comida, permanecía en silencio a
pesar de que en realidad yo era un niño jovial y parlanchín. Ante mi padre era
un niño callado y que no expresaba sus emociones por temor a molestarlo. Mi
presencia en su vida parecía un malestar y no una bendición. Por eso de mi
boca de niño emergió esa declaración que provocó su furia y decidí quedarme
al lado de mi madre. El precio que tuve que pagar por elegirla a ella y no a él
fue la destrucción de mis juguetes y su abandono.
Crecí al lado de Lucrecia Benítez, mi madre. Una mujer menuda y sigilosa,
que caminaba encorvada como si la vida le pesara. Era de origen humilde y
me dio de comer cosiendo ropa ajena. Tenía un taller de costura que poco a
poco se fue llenando de clientas, sobre todo después que mi papá se fue de la
casa. Vivíamos a las orillas de la ciudad y recuerdo mi caminar de niño entre
calles llenas de lodo y sin pavimento. La pobreza no nos asustaba porque mi
madre me daba mucho amor y a su manera supo hacérmelo sentir y no tengo
quejas para ella, solo gratitud. Nunca volvió a casarse y permaneció a mi lado
hasta su muerte. Yo me convertí en un muchacho deportista y musculoso. Me
encantaba jugar futbol en los llanos y asistía a clases de box en un gimnasio
público. El ejercicio me procuraba las endorfinas necesarias para no dejarme
llevar por mi constante sensación interior de abandono. Porque es una
realidad que aunque uno tenga una madre valiosa, la figura del padre es
imprescindible. Cayetano Morales, mi padre, con todos sus defectos me hizo
falta. He buscado respuestas a lo largo de los años para comprender cómo un
ser humano llega a la edad adulta lleno de tanta furia y siendo tan violento.
Me ha interesado ese tema para poder comprender a mi papá y liberarme de
la frustración que dejó para siempre en mi corazón al irse de mi lado. Su
rudeza y su falta de demostraciones de afecto me siguen lacerando el espíritu.
Durante una época de mi vida me dio por odiarlo, como si el odio me
protegiera de su recuerdo. Después me di cuenta que ese odio al que estaba
afectando era a mí, y entonces pasé a un periodo en el que me incliné por
recordarlo con indiferencia, como si restándole importancia nunca hubiera
existido. Pero cuando llegó Rafaela a mi vida todo cambió. Cuando tuve la
intención de formar mi propia familia a su lado, algo se movió en los abismos
de mi historia y comencé a extrañarlo como nunca.
¿Qué impide a un hijo perdonar a un padre? El rencor, la desilusión, el dolor
de no haber sido aceptado, de no haber sido amado. Me impedía
reconciliarme con mi figura paterna el tormentoso recuerdo de su paso por mi
infancia. A pesar de mi adultez me retorcía en posición fetal sobre mi cama
por las noches rescatando entre los escombros de mi infancia su recuerdo. Me
afligía no haber tenido un padre que me enseñara a manejar un automóvil,
que no me llevara a ver partidos de fútbol, que no me mostrara el camino
antes de comenzar a dar mis pasos. Por más que escarbaba entre los residuos
de nuestra relación, solo encontraba pedazos de su ira y mis juguetes rotos.
Me casé con Rafaela y mi madre se fue a vivir con nosotros. Logré conseguir
un crédito y abrí una frutería en un mercado del centro de la ciudad. Me
comenzó a ir mejor económicamente. Vendimos la casa de mi madre y con
eso construimos un segundo piso a la casa, porque la familia estaba
creciendo. Allá en el lodazal se quedó aquella casita de dos cuartos y entre
los escombros los recuerdos de mi niñez sin padre. Primero nació un varón al
que llamamos como yo, Gregorio. A los dos años llegó mi princesa,
Raquelita, y tres años después Federico, el menor de mis tres hijos. Con el
nacimiento de cada uno de mis hijos se abalanzaba sobre mí el recuerdo de
mi padre. Para colmo, Gregorio y Federico tienen rasgos físicos de mi papá,
uno su frente y sus labios y el menor su complexión recia y su carácter
autoritario. Es difícil escapar de la genética y más de la herencia emocional.
Por eso es que busqué luz en la ciencia y en la religión, en la psicoterapia y
en el deporte. Siempre alejándome de vicios y de estrategias evasivas.
Tratando de ver la vida con los ojos abiertos para no cometer errores con mis
hijos semejantes a los que mi padre cometió conmigo. He sido un padre
cariñoso y no pasa un día de mi vida sin que les diga a mis hijos que los amo.
He tratado de ser un esposo comprensivo y a pesar de esos conflictos típicos
de las parejas que tienen que ver con la economía o la educación de los hijos,
Rafaela y yo hemos podido conservar una relación ecuánime y amorosa. Sin
embargo, debo confesar que más de tres veces esas voces que deambulan
entre los escombros de mi mente regresan y me he visto en momentos
dolorosos en los que mis hijos me desesperan y he estado a punto de cometer
el mismo delito que mi padre: romperles sus juguetes. He reaccionado a
tiempo y corro a encerrarme en el baño y lloro. Respiro hondo y a manotazos
intento alejar esas voces que regresan y que intentan que el padre que me
dañó se haga presente en mí. No quiero lastimar a mis hijos de la misma
manera en que Cayetano lo hizo conmigo.
Una tarde fui a platicar con un sacerdote y al abrirle mi corazón me dijo que
mi alma no estaría en paz hasta encontrar a mi padre y reconciliarme con él.
Que el perdón no es un favor que le haría a mi papá, sino un regalo que me
daría a mí mismo y que mi paz espiritual llegaría. Repasé su sugerencia
mentalmente varios días con sus noches sin atreverme a llevarla a cabo. Mi
madre cayó enferma por esos días y nos concentramos en su tratamiento. Sin
embargo su problema de páncreas estaba avanzado y los médicos me dijeron
que no había mucho qué hacer. Pasé horas acompañando a mi madre en su
agonía, y la tarde antes de su muerte me dijo:
–Hijo, busca a tu padre, no es bueno que un hijo guarde rencor en su corazón.
–Él jamás me ha buscado –repliqué.
–Es que no sabe cómo hacerlo, pero tú sí sabes, eres más bueno que él.
En su lecho de muerte le prometí que lo buscaría y después de su sepelio me
di a la tarea de hacerlo. Pero primero fui a ver otra vez al sacerdote y le
expresé mis temores:
–¿Y si me rechaza? –pregunté.
–Abrázalo –respondió.
-¿Y si me corre?
–Dile que la puerta de tu casa siempre estará abierta para él.
–¿Y si no se acuerda de mí?
–Dile que tú no lo has olvidado.
–¡Qué difícil hacer eso! –le dije agobiado.
–Gregorio, tú eres lo que das, no lo que recibes, demuéstrale a tu padre que
eres un buen ser humano, que a pesar de él y sin él, eres un buen hombre.
Respuesta más contundente no pude recibir de parte de ese sacerdote y,
dispuesto a limpiar los escombros de mi infancia, salí a buscar a mi papá. No
fue tarea complicada porque sabía dónde vivía una de sus hermanas que de
vez en cuando iba al mercado y me saludaba. Nunca fuimos efusivos uno con
el otro pero los dos estábamos conscientes de ser familiares. Cuando hablé
con ella encontré resistencia de su parte para decirme el paradero de papá,
pero cuando le hablé de mis intenciones positivas accedió.
Cayetano Morales había vendido el taller de herrería y se había ido a vivir a
una colonia al otro lado de la ciudad. Había pasado su vida trabajando como
albañil y lo encontré envejecido y enfermo. Después de romper mis juguetes
se había ido a destrozar su vida, le dio por la bebida y por fumar mariguana.
Se unió a una mujer veinte años más joven que él con la que tuvo tres hijos y
que lo abandonó al verlo viejo. Lo dejó con sus años y sin sus hijos, a los que
nunca ha vuelto a ver. Lo encontré enfermo del corazón, con una arritmia y
con los brazos entumecidos. Su mirada recia y vigorosa se había apagado, y
lo único que pude reconocer en sus ojos fue curiosidad. Ya no había furia ni
desprecio, solo una curiosidad por saber quién era yo. Me arrodillé y lo
abracé, le dije que era Gregorio, su hijo. Sentí sus huesos y su cuerpo
reducido. El hombre grande y poderoso convertido por el despiadado paso de
los años en un cuerpo con carne pegada al hueso y de mirada triste. Con su
mano retorcida por la artritis me tocó el hombro y entonces con una voz que
parecía emerger desde los escombros de mi infancia dijo:
–Goyito, mi Goyo... qué grande y fuerte eres.
Una lágrima se derramó por los surcos de la piel de su rostro y otra por mis
mejillas. ¿Cómo no perdonar a un padre que pecó y recibió la penitencia en
vida? ¿Qué hijo puede juzgar a un padre? ¿Con qué derecho? Recordé las
palabras del sacerdote y lo abracé con más fuerza y le dije:
–Papá, me has hecho mucha falta.
–Tú también a mí, Goyo –respondió mirando al piso.
–¿Y por qué nunca me buscaste?
–Creí que no querías volver a verme porque te rompí tus juguetes.
Han pasado cinco años desde esa tarde. Mis hijos conocieron a su abuelo y
mi padre hizo lo que no hizo conmigo, jugar. Jugó con mis hijos a la lotería y
a las damas chinas y reía a carcajadas cuando Raquel se enojaba cuando
perdía. Durante tres años pude ir por él cada dos semanas y traerlo a casa a
comer y a pasar todo el domingo con nosotros. Después cayó enfermo del
corazón y se murió la madrugada de un viernes santo. Tuvo tiempo de
regresar a mi vida y levantar los escombros de mi infancia, limpiar todo
residuo y de dejar mi corazón de hijo en paz. Creo que también él se fue en
paz. Eso me gusta pensar. Me hace bien sentir que a pesar de su vida
autodestructiva tuvo una muerte pacífica a mi lado. Perdonar a mi padre
descansó mi mente, descansó mi espíritu. Puedo caminar dentro de mi mente
por los rincones donde están los recuerdos de mi niñez y ya no me tropiezo
con los escombros. El piso está limpio y ahora solo se trata de comprarme
juguetes nuevos y ponerme a jugar con mis hijos. A final de cuentas de eso se
trata esta historia, de darles a nuestros hijos algo mejor de lo que hemos
recibido.
14. TARDE
Por severo que sea un padre juzgando a su hijo, nunca es tan severo como un
hijo juzgando a su padre. Denis Lord
La ceremonia de graduación sería a las seis de la tarde. Mi madre planchó
con devoción mi uniforme y me peinó con moños de seda en el cabello.
Estrené zapatos y me puse perfume. Llegamos al auditorio y la maestra me
indicó mi lugar. Mi madre me dirigió una mirada de «todo estará bien» y se
fue a sentar junto a los otros padres de familia. Esa tarde me graduaba con
honores de la primaria. Obtuve el mejor promedio de mi clase y me darían
una medalla al mérito académico. Tenía muchos motivos para estar feliz.
Pero mi felicidad estaba incompleta. Veía que las agujas del reloj caminaban
y mi corazón palpitaba aceleradamente. Con la mirada buscaba a mi madre
entre la gente y veía que la butaca a su lado permanecía vacía. Mi padre no
llegaba. Tenía que llegar a tiempo. Tenía que estar presente en el momento en
que la directora de la escuela pusiera la medalla sobre mi pecho. Tenía que
aplaudir y gritar «¡Bravo!» Pero llegó tarde. Lo único que mi padre pudo
presenciar esa tarde fue el canto del coro con el que se cerraba la ceremonia
de graduación.
Tarde. Mi padre siempre llegó tarde a los eventos importantes de mi vida.
Llegó tarde a mi nacimiento. Mi madre le pidió estar presente, pero cuando se
le presentaron las contracciones mi padre se encontraba en una ciudad a tres
horas de Pachuca y llegó tarde. Me conoció acostada en los cuneros del
hospital. Como llegó tarde el horario de visitas había terminado y tuvo que
esperar al día siguiente para poder cargarme en sus brazos. También llegó
tarde a mis fiestas de cumpleaños, incluso a mi fiesta de cinco años no llegó.
Se le atravesaron sus amigos y un bar y se entretuvo con ellos hasta el
amanecer. En las fotografías de esa fiesta se me ve la mirada triste o siempre
observando hacia la puerta, porque a pesar de que una y otra vez llegaba
tarde, yo nunca perdí la esperanza de que mi papá llegara a tiempo.
Marcelino Contreras es mi papá, y mi niñez está salpicada de momentos
felices a su lado, no lo niego. Las vacaciones en Acapulco cada verano y los
paseos en trajinera por Xochimilco son de los mejores recuerdos que
conservo de mi infancia. Me gustaba sentarme a su lado y escuchar sus
historias de cuatreros y pieles rojas. Cuando crecí descubrí que las leía en una
revista que se llamaba El libro vaquero, de dudosa calidad literaria. Cuando
escucho cantar a Roberto Carlos o a Nelson Ned no puedo evitar pensar en
mi padre. Eran sus cantantes favoritos y ponía sus casettes en el reproductor
del auto cada mañana cuando me llevaba a la escuela, a la que por cierto me
llevaba tarde con frecuencia. Tal vez si su hábito de llegar tarde a todas partes
no hubiese estado acompañado de la copa nuestra historia sería distinta. Pero
se juntó su afición por la bebida con su irresponsabilidad. Se acrecentaron
ambas y mis padres terminaron divorciándose cuando cumplí quince años.
Sin embargo vale la pena decir que mis padres no terminaron como
enemigos, mi papá visitaba nuestra casa con frecuencia y a menudo salíamos
los tres a cenar o a comer. Con el paso de los años he comprendido que mi
madre nunca dejó de quererlo pero no soportó su falta de seriedad ante la
vida ni su inclinación por el trago.
Después del divorcio se fue a vivir a un departamento de dos habitaciones y a
mí se me hizo costumbre ir cada sábado a visitarlo y aprovechaba para
limpiar un poco su espacio. Siempre tenía platos sucios en la cocina y ropa
tirada por todas partes. Parecía un niño viejo transitando por una vida de
adulto que le pesaba sobre los hombros. Comenzó un nomadismo laboral
porque llegaba tarde a su trabajo o llegaba ebrio o no llegaba. Su problema se
fue acentuando con el paso del tiempo y dejó de visitarnos. La etapa del
bachillerato llega a mi memoria con un sabor agridulce. Por un lado me sentí
independiente porque entré a trabajar a una tienda departamental por las
tardes y comencé a ganar mi propio dinero mientras estudiaba por las
mañanas, aparecieron amigos en mi vida que permanecen hasta el día de hoy
a mi lado y fue una época divertida, sin embargo también fueron los años en
que mi papá bebió más y más, al grado de tener que internarlo en un centro
de rehabilitación del que se escapó dos veces. Mi madre dejó de frecuentarlo
y se encontró una nueva pareja con la que vive hasta el día de hoy, Miguel,
un buen hombre que se dedica a reparar aires acondicionados y que la trata
como princesa. La felicidad que llegaba a la vida de mi mamá contrastaba
con la tristeza que se quedaba a vivir para siempre en la mirada de mi papá.
Dejé de buscarlo porque me dolía verlo, observar en lo que se estaba
convirtiendo y verlo consumirse cada día más física y emocionalmente.
Te rminé el bachillerato y lo invité a mi ceremonia de graduación. Llegó
tarde, igual que a la de la primaria y que a la de secundaria. Tarde y borracho.
Su relación con el alcohol era enfermiza y cambió su carácter y su forma de
tratarme. Se hizo agresivo y grosero y se quejaba de todo. Se sentía víctima
del mundo y que nadie lo comprendía. La amargura se desparramó por toda
su piel y se fue quedando sin amigos. Comenzó a vivir en un edificio en el
que le prestaban un cuarto a cambio de trabajar como conserje. Mi amor de
hija me impedía abandonarlo del todo y cada semana pasaba unos minutos a
verlo y le dejaba una bolsa con pan o con fruta. Ya no teníamos conversación
alguna, nuestros mundos se iban distanciando uno del otro, mi padre
caminando hacia el abismo y yo intentando aprender a volar.
Una noche me llamó un inquilino del edificio para decirme que no veía bien a
mi papá. Era medianoche y llovía. Sentí flojera, pensé: «Solo está borracho»
y me volví a tapar con la cobija para continuar mi sueño. Por la mañana
pasaría a verlo antes de ir a la escuela. Una hora más tarde mi teléfono volvió
a sonar. Era la misma persona diciéndome que en realidad mi padre estaba
mal, que si no iba a ir entonces llamaría a una ambulancia. Me levanté
presurosa y tomé un taxi. Mi madre se quedó preocupada, a final de cuentas
seguía sintiendo cariño por él. Cuando llegué al edificio varios vecinos
estaban de pie junto a la puerta de su cuarto, con sus pijamas y cabellos
revueltos me vieron llegar y me abrieron paso. Ahí estaba Marcelino sentado
en su único y viejo sofá. Con la mirada perdida y su bata cubierta de un
vómito amarillo que resbalaba aún por la comisura de sus labios. Lo limpié
con lo que encontré a la mano y llamé a la Cruz Roja. Pero mi padre ya se
estaba yendo. Con una mirada sin dirección y con el pulso apagándose apoyó
su cabeza sobre mi hombro y dejó de respirar. Llegué tarde y no pude
ayudarlo. Me sentí culpable. Tal vez si hubiera llegado una hora antes los
médicos hubiesen hecho algo por él. Me dice mi madre que no, que su hígado
estaba demasiado dañado y su espíritu se quería ir. El consuelo lo he
encontrado escuchando a Roberto Carlos por las noches, recordando a papá
en sus tiempos de gloria, cuando me llevaba de paseo a Xochimilco y me
contaba historias que leía en El libro vaquero, repasando en mi memoria
aquellos ratos de cariño que me prodigó. Tal vez mi padre nunca tuvo
conciencia de lo que era el tiempo, del transcurrir de las horas y la vida se le
convirtió en suspiro. Tal vez es cuestión de enfoques y de comprender que no
existe el padre perfecto, y que tener a un padre como Marcelino me convirtió
en una mujer decidida y puntual, en una mujer que no toma alcohol y en una
mujer que anhela formar una familia y estar presente en cada momento
especial de sus seres queridos. A veces lo que un padre no te da también se
convierte en un aprendizaje, y lo que dejó de hacer se convierte en un reto
personal para hacerlo por ti mismo.
15. EN LA PIEL
La vida sólo puede ser comprendida hacia atrás; pero debe ser vivida
mirando hacia adelante. Søren Kierkegaard
Me llevaron a un cuarto de paredes blancas donde había una mesa y dos
sillas. Me dejé caer en una de ellas y pocos minutos después entró una mujer
delgada, con gafas bifocales de armazón rojo. Llevaba una bata blanca y un
gafete que decía Dra. Susana Cuevas y el logotipo de la institución. Era mi
tercera visita a ese hospital. La doctora comenzó a interrogarme.
–Tania, ¿por qué intentaste hacerte daño otra vez? –preguntó en tono cálido.
–Porque me quiero morir –respondí
–Necesitas ayuda y no abandonar tu tratamiento y no faltar a tus terapias.
–¿Y qué caso tiene? Estoy harta de lo mismo y mis ganas de desaparecer no
se van.
Volvimos a hablar de mis demonios. Los colocamos sobre la mesa por
enésima vez y pasamos un par de horas hablando de mi juventud y de que
tenía una vida por delante. Salí de ahí con las muñecas vendadas y una boleta
que tenía que sellar en cada consulta con mi terapeuta. La historia de siempre.
Gente queriéndome ayudar y yo que no me dejo.
Vivo sola desde los dieciséis años en una casa de asistencia barata, la dueña
es adicta a fumar mariguana y le vale un pepino lo que yo haga. Eso me
gusta. Que nadie me moleste ni cuestione mi conducta. Sobrevivo trabajando
de mesera en un restaurante de la zona y con lo poco que gano me alcanza
para pagar mi renta, medio comer y medio existir. Tengo pocos conocidos y
un par de amigos, tan perdidos como yo. Siempre me he juntado con los
rechazados y marginales, con aquellos que tengan más problemas que yo para
que los míos no sobresalgan. Personas autodestructivas nos llaman. Consumo
drogas a veces y otras alcohol. Tengo sexo con desconocidos y nunca me he
enamorado. Me da por rasgarme la piel con cuchillos o navajas y por eso los
médicos me canalizan con psiquiatras y terapeutas. No comprenden que es en
mi piel en donde se quedó a vivir el monstruo. Por eso la corto y siento que la
sangre que brota de mis heridas lava la suciedad que ahí ha quedado
impregnada desde mi niñez.
Mi padre abusó sexualmente de mí. A mí no me hizo daño un extraño ni un
delincuente, quien me lastimó para siempre fue mi papá, el hombre que era
mi héroe, el mismo que por las mañanas me cargaba sobre sus hombros para
cortar manzanas del árbol del jardín y que por las noches se metía en mi cama
y me tocaba. Cuando un padre lastima a un hijo de la manera que el mío lo
hizo conmigo las heridas son profundas y permanecen encima de la piel, en
cada rincón por donde posó sus manos que en lugar de protegerme me
profanaron.
Ernesto Urueta es un reconocido ingeniero, exitoso y respetado. Para
disfrazar el monstruo que habita debajo de su piel se vistió con traje de lino y
gafas de intelectual, se limó las uñas y se puso zapatos de marca y camina
erguido por la vida como si el mundo le perteneciera. Conoció a mi madre,
Katya Bejarano, en una fiesta de la industria de la construcción, la cortejó un
par de meses, la convirtió en su novia y antes del año de relación le propuso
matrimonio. Para mi madre lo mejor que pudo haberle pasado fue
conquistar el corazón de ese hombre distinguido y con tanto
futuro. La prosperidad acompañó su matrimonio y mi nacimiento
tuvo lugar en uno de los mejores hospitales de Tijuana. Primogénita, mujer y
cubierta con sábanas de seda. Me llamaron Tania,
que significa «princesa de gran belleza». Mis recuerdos de infancia
estuvieron aniquilados durante muchos años. Mi mente los
bloqueó en un acto de defensa después de aquellos acontecimientos. Pero un
día la caja de Pandora se abrió de la manera más
insospechada y no hubo manera de recuperar la cordura. El dolor
fue tan intenso que supero la fuerza de mi cuerpo físico y de la
lucidez de mi mente. Literalmente, me volví loca de dolor. De pronto tuvo
sentido mi conducta durante la infancia. La
pasé castigada en el colegio por mi hiperactividad, padecí de
enuresis y pesadillas recurrentes y vómitos matinales. Las
explicaciones de maestros y psicólogos eran que estaba muy
consentida y que deberían ponerme más límites, me daban
pastillas para controlar mi hiperactividad y me ponían a dibujar.
¿Cómo sospechar que el causante de mis trastornos del sueño y
de mis sudoraciones nocturnas era ese hombre intachable y pulcro
que salía en las revistas de sociedad cada domingo?
Mis cuatro hermanos fueron naciendo uno a uno, Guillermo,
Zacarías, Homero y Patricio. Hubo una diferencia de dos años
entre cada uno. Pero yo seguía siendo la consentida de papá. Me
compraba todo lo que yo quería, dulces, muñecas y ropa. Mi madre
llegó a sentirse celosa de mí. El amor que mi padre me prodigaba
tenía un precio, y el precio que tuve que pagar fue el silencio. Me
amenazaba con dejar de amarme si yo le decía a mi madre o a mis
hermanos lo que él hacía conmigo. Primero fueron simples caricias
mientras me bañaba en la tina, introduciendo su dedo en mi
vagina. Se metía por las noches a mi cama y ponía mis manos
sobre su erección. Caricias, toqueteos, frotaba su pene contra mi vagina pero
no me penetraba. Sin embargo, conforme pasaron los años, se fue atreviendo
a hacer más cosas conmigo. A los ocho años me penetró por primera vez
después de años de haberme obligado a hacerle sexo oral y a masturbarlo.
Siempre buscaba oportunidades para quedarse solo en la casa conmigo. ¿Y
quién podía sospechar que una hija está en peligro al cuidado de su propio
padre? ¿No se supone que un padre es quien protege y cuida a sus hijos de
todo mal? La primera vez que me penetró fue doloroso y tuve un sangrado
vaginal. Se lo dije a solas y me llevó con un médico a las afueras de la ciudad
que no recuerdo qué fue lo que me hizo, solo llegan a mi mente imágenes
difusas del rostro de ese galeno de dudosa reputación. Comencé a padecer
infecciones urinarias y otra vez vómitos matinales. Dejaba de comer por
temporadas y comenzaron a decirme mis hermanos que era una caprichosa.
Toda mi infancia mi madre se quejó de mi conducta y de mi rebeldía. El
mecanismo de la mente humana es impredecible y poderoso, y esos recuerdos
de abuso quedaron bloqueados por algunos años. Hasta esa tarde en que sola
en la sala y haciendo uso del control de la televisión, pasaba de un canal a
otro buscando algún programa que llamara mi atención. De pronto un
documental sobre abuso sexual en los niños apareció ante mis ojos y las
escenas que ahí se mostraban y lo que ahí decían provocó un shock en mí.
Como una devastadora avalancha regresaron los recuerdos. Terminé de ver el
programa con las manos sudorosas y temblando. Después subí a mi
habitación, me dejé caer sobre la cama y lloré hasta quedarme dormida.
Estaba segura, mi padre me había violado.
¿Cuándo dejó de hacerlo? Cuando entré a la pubertad. Dejó de buscarme
cuando mis senos empezaron a crecer y el vello apareció en mi pubis. Como
si la relación entre nosotros se rompiera desde el momento en que comencé a
crecer. Se alejó de mi poco a poco, hasta tratarme como a mis demás
hermanos y pase de ser la princesa consentida a un miembro más sentado
sobre la mesa a la hora de la comida.
¿A quién decírselo? ¿Cómo se revela un secreto doloroso y sucio? ¿Sería mi
voz de adolescente de catorce años escuchada? No fue así. Acudí a mi madre
porque creí que el amor de ella sería incondicional y al ser su hija me creería.
Pero me equivoqué. Me tachó de loca y de rebelde, de malagradecida, y me
dijo que mi padre era una persona intachable y que dejara de decir esas cosas
porque metería en problemas a mi padre y a la familia entera. Me ordenó
dejar de «decir mentiras». Y me callé. Me encerré en mi silencio y me alejé
poco a poco de mi familia. Comencé a frecuentar lugares distintos a ellos,
barrios peligrosos y a tener amistades de costumbres delictivas. Comencé a
robar en las tiendas y en un par de ocasiones un policía me llevó hasta mi
casa para denunciar mi conducta ante mis padres. El ser hija de Ernesto
Urueta me hacía hasta cierto punto inmune a la justicia y con un buen
soborno todo se solucionaba. Cuando mi padre me preguntaba por qué hacía
esas cosas lo miraba fijamente, con odio, y él bajaba la vista y me decía que
me fuera a mi cuarto. Mi madre se puso en mi contra y comenzó a convencer
a papá de que me mandaran a un internado a Estados Unidos. Entonces me
escapé de mi casa. Tenía dieciséis años.
Metí en la maleta todas las joyas de mi madre que pude, las vendí en el
mercado negro y después me subí en un autobús rumbo a Cancún. Me cambié
el nombre y realicé trabajos de todo tipo. Abandoné a mi familia, la escuela y
mis raíces intentando arrancar de la piel las inmorales caricias de mi padre y
borrar de mi memoria el dolor de su abuso. Pero no ha sido posible. Dejó mi
piel impregnada de cicatrices, de esas que no se ven pero que existen. Si
rasgo con un cuchillo mi piel las puedo ver. Son heridas sucias de las que
brota pus y llanto. La sangre las limpia. Por eso me corto, para lavarlas,
aunque me duela. El dolor instalado en mi alma es tan profundo que necesito
un dolor más intenso que acalle ese que permanece constante ahí donde mi
padre lo colocó. Sobre mi piel, en mis entrañas.
Mi padre y su dinero me encontraron un año después. Una noche al regresar a
mi cuarto en esa casa de asistencia, un lujoso auto estaba estacionado al
frente del edificio. Al verme llegar mi padre descendió del vehículo. Entre la
penumbra lo reconocí y sentí que ese odio contenido se trepaba a mi cerebro
y me le fui encima a golpes. Ernesto Urueta no se defendió. Me dejó golpear
su pecho, su rostro y patearle las piernas. Después me dijo:
–Perdóname, estaba enfermo.
Mi padre siempre supo por qué abandoné mi hogar. Mi madre siguió en la
negación y mi padre en el silencio. Prefirieron perder a su hija que perder su
reputación. Aún no se si mi madre algún día habló de esto con papá, pero su
indiferencia me dejó en claro de qué lado se inclinó su criterio. Mi padre
prefirió verme partir que enfrentar las consecuencias de sus actos. Y eso
también me dañó profundamente.
Han pasado más de doce años desde esa noche. Mi padre me pidió que
volviera a casa y no acepté. Yo ya era mayor de edad y no pudo hacer nada.
Mi madre le había pedido buscarme y llevarme de regreso.
El silencio de mi madre se le transformó en cáncer y murió dos años después
de que mi padre me encontrara. No asistí a su funeral. Mi padre y su secreto
siguen allá en Tijuana. Mis hermanos regados por el mundo gastando el
dinero de papá y viviendo como reyes. Yo soy la oveja negra de los Urueta
Bejarano, la hija que arrastra la reputación familiar y la que no aparece en las
fotografías ni asiste a las reuniones ni figura en sociedad. En la otra punta del
país vivo sola y enfrentando mis demonios cada día. Me convertí en carne de
diván, en visitante recurrente en las salas de urgencias en los hospitales de la
zona. La que se corta la piel, la que se destruye de mil maneras, la que se
quiere morir cada mañana y que recoge puñados de lastima por donde pasa.
No sé qué pase conmigo, tal vez algún día llegará a mi vida un terapeuta
eficiente que dé en el clavo de mi padecimiento y me ayude. Tal vez un día
perdonaré a mi padre, tal vez un día mi piel dejará de darme asco y podré
verme en el espejo sin sentir náuseas.
Seguiré asistiendo a terapia con el gramo de esperanza que me queda, y
quizás un día encuentre al profesional que me ayude a mirar hacia el frente y
a dejar de retorcerme en mi pasado. Mientras tanto seguiré escondiendo mi
dolor en mis manías, bañándome dos veces al día y rasgándome la piel,
intentando limpiar la suciedad que mi padre derramó en mi cuerpo y en mi
corazón de hija. No sé si lo perdonaré algún día, pero tenerlo lejos de mí me
da paz. Desconozco si mi padre también fue abusado o qué detonó su
conducta enferma, pero no quiero explicaciones, lo que anhelo es dejar de
sentir este dolor. Mañana es mi cumpleaños y con el cheque que mi padre me
manda de regalo cada año compraré un pastel y colocaré veintiocho velas,
soplaré y pediré un deseo: que desaparezcan los demonios que caminan sobre
mi piel. Amén.
16. EL PADRE PERFECTO
Buscar primero entender, luego ser comprendido. Stephen Covey
Si la perfección existiera, llevaría por nombre Pablo Aragón. Mi padre es un
hombre inmaculado cuyas virtudes le han concedido prestigio laboral y social
y el respeto de su familia. Sin embargo ser hijo de un padre perfecto no es
sencillo. Tienes que crecer intentando emularlo y llenar sus zapatos. Te
comparan con él constantemente y, a pesar de la admiración que te provoca, a
veces también padeces de angustia por los temores que te acosan de no dar
estar a la altura y no ser digno hijo de un hombre como ese.
Su carácter autoritario y sus agallas para enfrentar la vida hacen que lo
respeta y le tema a la vez. Un temor mezclado con amor. Algo difícil de
describir. Vivir bajo su custodia es caminar por un hogar con reglas militares,
y al mismo tiempo sentirte orgulloso de formar parte de su pelotón. Amarlo y
temerlo al mismo tiempo implica un sentimiento disímbolo que en diferentes
etapas de mi desarrollo me ha hecho amarlo y odiarlo. Soy el hijo tercero de
sus siete vástagos. Tres hombres y cuatro mujeres. Todos educados en las
costumbres rígidas y bajo los preceptos de mi padre. Mi madre, Emilia
López, ha permanecido los treinta años que llevan juntos almidonando sus
camisas y cocinando con devoción sus alimentos. Jamás la he visto
contradecirlo ni sugerirle ideas distintas a las suyas. Cualquier cosa que se
salga fuera de su encuadre con el que observa el mundo contraría a mi papá.
En la casa no se cuestionan sus decisiones porque siempre son acertadas y ha
llevado el rumbo del barco familiar por aguas serenas tanto en lo económico
como en lo educativo. Hemos asistido a colegios religiosos y a universidades
privadas. Los horarios de llegada a casa nunca han sido negociables y cuando
uno a uno fuimos abandonando el nido para usar nuestras propias alas, don
Pablo Aragón se encargó de cortárnoslas un poco antes de arrancar el vuelo
para no volar muy lejos de sus dominios. Mis hermanas se casaron con
prospectos «sugeridos» y aprobados por papá. Mis hermanos y yo hicimos lo
mismo. De mi parte puedo decir que me casé sin estar completamente
enamorado de mi esposa, pero Ana Lilia era la chica que reunía las
cualidades que papá demandaba de una mujer para aceptarla como nuera.
Nunca he sentido una pasión. Siempre me he contenido. Para seguir alguno
de mis sueños primero lo sometía a la consideración de mi padre y así tuve
que descartar muchos. A veces siento que solo he cumplido las expectativas
que mi padre ha tenido de mí, he hecho lo que él esperaba de mi conducta
para no perder su amor y seguir sintiéndome digno de ser su hijo. Mis
hermanas padecen de perfeccionismo crónico, no hay una que no tenga
rasgos narcisistas y compulsión por la limpieza. Mis cuñados están cortados
por la misma tijera: hijos de amigos o conocidos del medio empresarial en el
que se mueve mi padre y algunos de ellos amigos de la infancia, que
asistieron a los mismos colegios que nosotros y que forman parte del mismo
círculo social que nosotros. La apariencia pulcra y el vestir correctamente
caracteriza a nuestro clan, y quien observa nuestras fotografías familiares no
puede decir otra frase distinta a «Qué familia tan ejemplar».
Pero más allá de la imagen se esconden comportamientos que ninguno de sus
hijos ponemos en palabra. Los observamos o los disfrazamos. Evitamos
temas que lo incomoden. Como que mi hermano Fernando padece una
adicción a los juegos de casino y se va por largas temporadas a Las Vegas,
inventando viajes de negocios para alejarse de la presión de mi padre y darle
vuelo a sus debilidades. Tampoco hablamos de que mi madre consume
medicamentos para dormir, ni de que su gastritis crónica tal vez se debe a su
estado permanente de angustia por tratar de cumplir cada uno de los deseos
de su cónyuge.
Mi padre ha sido un excelente proveedor y un gran protector de sus hijos.
Pero su lado autoritario y perfeccionista nos ha mutilado trozos de nuestra
personalidad que nos han hecho falta. No lo podemos externar porque sería
una falta de respeto de nuestra parte y entonces hemos tenido que procesarlo
cada uno de nosotros a nuestra manera. Unos jugando al póker, otros
bebiendo en exceso, y mis hermanas como compradoras compulsivas.
Cada uno de sus hijos tenemos sueños truncados y metas irrealizables porque
no están en el catálogo de actividades aprobadas por mi padre. Mi hermano
Felipe, por ejemplo, siempre dibujó extraordinariamente, pero sus anhelos de
estudiar diseño gráfico fueron aniquilados cuando mi padre le dijo que esa
era una profesión de maricones y que los hombres estudian Administración
de Negocios o Derecho. Felipe terminó en la facultad de Derecho y ejerce
como abogado, dibuja solamente sobre las servilletas de papel en los
restaurantes o en alguna hoja blanca durante sus juntas de trabajo. Dinorah,
una de mis hermanas, era diestra en los deportes, y le atraía mucho el futbol.
Mi padre le dijo que ese era un deporte de marichas y la metió a clases de
tenis. Llegó a ser campeona regional, se casó con un adicto a ver partidos de
futbol por televisión y pasa horas enteras gritando instrucciones a los
jugadores desde el sofá de su casa.
Y yo siempre quise aprender a tocar guitarra eléctrica, pero mi papá me dijo
que ese instrumento lo tocaban los peludos drogadictos y me metió a clases
de piano. Su autoridad no se debía sentir amenazada con ningún tipo de
rebeldía de nuestra parte. Y al no tener defecto alguno que echarle en cara no
pudimos encontrar motivos para retarlo. Un padre no necesita ser perfecto
para ser buen padre y creo que lo que en apariencia puede ser una virtud en
exceso puede rayar en el defecto. Eso es lo que yo pienso ahora que soy
padre de Sebastián, mi primogénito de seis meses. Tengo miedo de no ser un
buen padre pero sé que es porque a pesar de la devota educación que me
brindó mi padre, me convirtió en un hombre inseguro que necesita de algún
tipo de aprobación para hacer las cosas. ¿Cómo quitarle la capa al superhéroe
para sentir su lado humano? ¿Cómo hacerlo bajar de su pedestal para
abrazarlo y decirle que no es necesario que sea perfecto para amarlo?
Pablo Aragón así es y así se irá a su sepultura. Soy su hijo y no tengo que
juzgarlo. A un padre como él se le admira y se le ama, pero considero que
también se le tiene que hacer a un lado para saber qué se siente caminar sin su
capa protectora. De los errores se aprende y creo que necesito equivocarme
más para sentirme vivo.
No se lo diré, porque no quiero a estas alturas de su vida hacerle sentir que no
lo admiro o que lo rechazo, pero sí trataré de encontrar en mi hijo la
oportunidad de ser más yo, de no repetir el patrón de conducta recibido y
atreverme a ser más flexible de espíritu. Tal vez me tropiece en el intento
pero lo haré, porque no quiero que Sebastián me tenga miedo, no quiero que
mi hijo observe la vida a través de mis mirada. Quiero que se arriesgue a ser
él mismo y que comparta conmigo sus verdaderos anhelos y alentar sus
propios talentos. Porque no quiero ser un padre perfecto, quiero simplemente
ser un buen padre, humano y sensible, y que mi hijo me respete con amor y
no con miedo. Quiero que se me acerque sin temor y que me comparta sus
pensamientos e ideas sin sentirse juzgado. No quiero menospreciar sus
sueños. Mi padre, Pablo Aragón, es mi origen y me dio raíces, pero mi
destino no tiene que ser una réplica suya. Por más perfecto que sea no tengo
que emularlo. Con gratitud amarlo y respetarlo, para después abrir mis alas y
volar hacia mi propio firmamento, allá donde se permite abrazar a los hijos,
donde no se educa desde el pedestal de la perfección, sino en el terreno de lo
humano, ahí donde también se vale equivocarse ... y tocar la guitarra
eléctrica.
17. A ESCONDIDAS
No creas lo que te dicen tus ojos. Todo lo que muestran es limitación. Mira
con tu entendimiento, encuentra lo que ya sabes y verás la forma de volar.
Richard Bach
Desde niña mi padre había sido mi héroe. El que me protegía de cualquier
peligro y jugaba conmigo a las escondidas. Cuando me encontraba dentro de
algún ropero o debajo de la mesa yo gritaba y él me levantaba entre sus
brazos. ¿Cómo puede imaginarse una hija que su padre es capaz de hacer
cosas que no sean prodigar amor, protección y juegos? Mi padre, Gildardo
Luna, era ese tipo de varón dulce y meloso que me hizo imaginar que así
como él, sería el príncipe que en el futuro llegaría por mí montado en su
corcel blanco y me llevaría galopando hacia un hermoso destino. Los
hombres rudos, machos y groseros me parecían seres abominables que
emergían de entornos carentes de afecto donde solo había miseria humana y
desamor. Creciendo al lado de un padre que era amoroso y juguetón,
agradecía a la vida su presencia. Mi madre llevaba una relación con él un
poco distante. Cuando uno es pequeño no le da importancia a eso, pero
conforme fui acumulando años, pude observar que las maneras cariñosas y
comprensivas de mi padre eran para mí, pero nunca para mamá. Ellos se
limitaban a realizar un trabajo conjunto en la educación de los hijos y a
administrar un hogar. Pocas veces los vi tener demostraciones amorosas
frente a nosotros y menos en público, tal vez un beso en sus respectivos
cumpleaños o un abrazo en Navidad. Lleva tiempo que los hijos aprendamos
a visualizar en plenitud la calidad de la relación de nuestros padres, y más
cuando entre ellos existe un compromiso de apariencia para no dañar su
imagen social. A veces pienso que al ser yo la única mujer de la familia (mis
dos hermanos menores son varones), mi padre arrojó sobre mí toda esa
ternura que con mi madre ya no pudo. Ella, con el paso de los años, se hizo
una mujer dura, dedicada a sus hijos y a su cocina, a asistir a grupos
religiosos y a hacer labores de apoyo en centros comunitarios y actividades
sociales. Mi padre se convirtió en un exitoso empresario del ramo automotriz
y llevó una vida discreta, escondida. Una vida oculta en el ciberespacio.
Las primeras señales pasaron desapercibidas, ¿quién iba a pensar algo malo?
Nadie en casa dudaba de que mi padre tenía que pasar horas enteras en su
computadora realizando presupuestos y respondiendo cientos de correos
electrónicos de clientes y proveedores. Era algo normal y cotidiano que
después de cenar conversara con nosotros unos minutos para después
recluirse en su despacho a trabajar un rato más. Mi madre lo tachaba de
adicto al trabajo y de que le importaba más el dinero que su familia. Mi padre
siempre guardó silencio ante sus ataques y jamás lo vimos perder el control y
caer en una discusión con ella, al menos no estando sus hijos presentes. La
primera señal que recuerdo, fue una noche en que entré sin avisar a su
despacho, buscando apoyo de su parte porque mi computadora se
descompuso y tenía que terminar un trabajo de la secundaria. Mi padre se
puso muy nervioso e insistió en que le pidiera ayuda a mi hermano, y bajó de
inmediato la pantalla de su equipo portátil. Me pareció exagerada su reacción.
Le di un beso y acepté ir con mi hermano a buscar ayuda, pero esa noche
recuerdo que se instaló en mi corazón un presentimiento muy extraño. Yo
tenía quince años recién cumplidos, había otras cosas que atraían mi atención
y lo dejé pasar sin detenerme mucho a analizar la conducta de papá. Mi
madre se quejaba a menudo de que mi padre vivía esclavo de su celular, de
que le parecía exagerado que tuviera doble código de seguridad además de
huella digital para acceder a su teléfono y también le echaba en cara que
pasara más tiempo frente a la computadora que con ella. Todo esto que les
cuento yo lo sentía exagerado de parte de mi madre, puesto que como buenos
millennials mis hermanos y yo pasábamos gran parte de nuestra existencia
conectados. «Mi madre porque solo usa las redes sociales y su teléfono para
platicar, ver las fotos de los hijos de sus amigas y para comprar cosas para la
casa», pensé. No le presté atención profunda. Además, ¿acaso mamá no se
daba cuenta de que mi padre era un hombre maravilloso, dulce y amoroso,
incapaz de cualquier cosa que dañara nuestra paz? Mi arraigado y profundo
amor hacia papá me hacía tomar partido por él en todo. Cabe decir que que
mi padre también tomaba partido por mí cuando me enfrentaba a mamá en
alguna discusión. Mi padre siempre había tenido la capacidad de hacerme
sentir su princesa, lo más importante en su vida. Hasta ese día.
Estaba cursando el primer semestre de la universidad. Mi inclinación por las
ciencias me hizo optar por estudiar ingeniería bioquímica. Nuevos amigos,
nuevos retos, nuevos profesores, nuevos obstáculos, estrenando meta y
tratando de adaptarme a esa nueva etapa de mi vida. Conocí a Ivana, una
chica rubia y de grandes senos, con una blanca dentadura que mostraba al
menor pretexto porque sonreír parecía su más grande talento. Tomábamos un
par de clases juntas y a pesar de ser tan distintas comenzamos una amistad de
esas que se dan entre aquellos que comparten un trayecto similar, el de
adaptarse a un entorno completamente nuevo. Ivana era adicta a las redes
sociales, todo el día estaba subiendo selfies a su Facebook o a Instagram.
Twitteaba sin freno y varias veces los profesores la sancionaron por estar
distraída durante las clases. Ivana me contó que además era adicta a chatear
con extraños y a algunas otras «cosas más». Entre carcajadas me platicaba lo
que hacía con extraños en la red, como tener conversaciones subidas de tono
hasta sesiones en Skype que terminaban en orgasmos. ¡No lo podía creer! Yo
la escuchaba atenta y debo admitir que eran muy entretenidos sus relatos,
aunque me ponía un poco incómoda cuando me insistía en mostrarme
fotografías de esos hombres. Nunca quise verlas, porque me anticipaba que
eran imágenes de sus penes erectos o de ellos en la ducha o masturbándose. A
pesar de que ese aspecto de Ivana me incomodaba, por otro lado su simpatía
y su generosidad me hacían conservar su amistad. Yo jamás hubiera pensado
en hacer algo así, mis redes sociales se limitaban a compartir frases
cotidianas, fotografías de momentos familiares y de algunos viajes. Nunca
hubiese pasado por mi mente desnudarme frente a un extraño escondida en
los rincones clandestinos del cibermundo.
Pero mi papá sí. Ese día lo recuerdo con nitidez, tal vez porque mis ojos se
quedaron fijos en esas imágenes y esas imágenes fijas en mi memoria. Una
tarde, saliendo de la universidad me fui al departamento de Ivana a hacer un
trabajo de investigación en equipo. La tarde se nos fue navegando por
Google, buscando fuentes y referencias científicas para el trabajo. Debo
admitir que yo trabajaba mientras Ivana se distraía a menudo respondiendo
mensajes que saturaban sus redes. Ya había anochecido cuando terminamos y
entonces Ivana me propuso encargar una pizza y cenar juntas antes de que yo
tuviera que regresar a mi casa. Accedí y con una cerveza en mano y un
pedazo de pizza en el plato me senté al lado suyo. Ivana estaba frente a su
computadora y me dijo:
–No tarda en entrar Mr. Gi.
–¿Mr. Gi?, ¿y ese quién es? –pregunté curiosa.
–Un tipo con el que llevo un par de años chateando y con el que tengo
cibersexo a menudo –dijo mientras se acomodaba los senos en el sostén.
–Creo que es hora de irme, Ivana.
–¡No!, come y observa, ya es tiempo de que veas qué divertido es, además no
tarda en entrar Mr. Gi, y es uno de los mejores, es un maestro en este asunto.
Debo confesar que la curiosidad me dominó y masticando pizza me apoltroné
junto a ella a esperar a Mr. Gi.
–No te pongas tan cerca, no quiero que te vea –me sugirió Ivana–, lo puedes
cohibir, sólo observa.
Habían transcurrido escasos quince minutos cuando de la bocina de la
computadora emergió una voz por demás conocida para mí.
–Hello, baby , aquí está tu premio de esta noche –dijo la voz tan familiar.
–Hola, guapo, ya te estaba esperando –dijo Ivana mientras ponía sus senos
frente a la cámara al tiempo que bajaba su sostén para mostrar más de lo
acostumbrado.
¡Era mi padre! ¡El que estaba del otro lado de la cámara era mi padre! El
famoso Mr. Gi era ni más ni menos que Gildardo Luna, mi papá.
Me temblaron las manos, las piernas, todo. Sin embargo un golpe de
autocontrol inteligente me hizo guardar compostura y contener mi grito y mi
llanto. Con la mirada le indiqué a Ivana que hiciera como si yo no estuviera y
ella le dio rienda suelta a sus instintos y manías. Del otro lado Mr. Gi se
comportó como un experto, utilizando un lenguaje cachondo y soez que
jamás creí que existiera en el vocabulario de mi padre. En ese ese estado de
autocontrol automático producido tal vez por el shock, permanecí detrás de la
computadora de Ivana, fuera del alcance visual de su cámara, escuchando a
mi padre cómo describía su erección, cómo halagaba los pezones de mi
amiga y cómo gemía al tener su eyaculación. Mi imaginación cerró sus
puertas, no quería imaginar, y al mismo tiempo quería pararme delante de la
cámara y gritarle mi vergüenza y mi dolor de hija. Pero no lo hice, y me
quedé ahí petrificada esperando que eso terminara para hacer lo que una
mujer dolida hace: obtener más información. ¿Por qué?, pues porque cuando
uno recibe una verdad que lacera y lastima, busca más y más pruebas de que
eso es verdadero, como si al buscar pudiese encontrar una prueba de falsedad,
de que todo fue un sueño, de que nada de eso es cierto.
Ivana terminó su sesión de cibersexo con mi padre y se despidió de Mr. Gi.
–¿Ves? –me dijo acomodándose la ropa–. ¡Es cool! Y no tienes riesgos de
quedar embarazada ni de enfermedades.
–Ivana, y ese Mr. Gi, ¿desde cuándo lo conoces? ¿Solo tienen contacto por
cámara?
–Desde hace un par de años, lo encontré en Facebook y de ahí nos pasamos a
Skype. Es un toro. Debe doblarme la edad pero no me importa, es un amigo
virtual. Te aseguro que si me lo topo en la calle a la mejor ni química existe.
Además debe sentirse muy solo, manda saludos y fotografías todo el día.
Como que tiene un lado tierno, por eso me cae bien.
–¿Fotografías? –pregunté escarbando más en mi herida.
–Sí, mira.
Y mi amiga desplegó ante mis atónitos ojos fotografías de mi padre acostado
masturbándose, en la ducha, desnudo y acostado sobre la cama, otras sin
camisa sentado frente a la computadora, simples selfies, y otras solo de su
pene.
Ya no soporté más. Salí del baño echándole la culpa a la pizza de mi vómito
descontrolado y me fui de casa de Ivana arrastrando los pies y un dolor
emocional que se esparció en todo mi cuerpo. Me pesaban las manos, las
pestañas, mi boca estaba seca y mis ojos húmedos. Mi casa estaba en
penumbras. Gildardo Luna dormido. Seguro lo había dejado exhausto su
sesión con Ivana. Mi ídolo se había derrumbado.
Qué difícil mirar de frente a quien te ha fallado. No sé qué es más
complicado, si mirar a los ojos a quien le has fallado o mirar a los ojos a
quien te ha fallado. Tal vez es una mezcla de desilusión y esperanza. La
esperanza de obtener una explicación que aniquile tu tristeza.
Ivana siguió siendo mi compañera de clases, pero evite frecuentarla en su
casa y me limité a las actividades de la universidad. A los pocos meses
abandonó los estudios porque reprobó cinco materias de seis y se fue a
Estados Unidos con una prima a buscar trabajo de niñera y a expandir sus
horizontes. Nunca le dije que Mr. Gi era mi padre. Durante más de un año no
tuve el valor de decirle a mi padre que había descubierto su secreto y me
reservé el dolor para mí sola. Como una forma de negación en mi duelo. Ese
duelo que viví al ver la capa de mi superhéroe tirada en el piso.
La oportunidad llegó una noche en que mi padre y yo tuvimos una
confrontación porque obtuve bajas notas en la universidad. Ahí algo abrió la
coacla de mi resentimiento y exploté:
–Tú tampoco eres perfecto, ¿acaso crees que no sé lo que haces en las redes a
escondidas, Mr. Gi?
Mi madre y mis hermanos no estaban en casa. Tal vez por eso me atreví a
echarle en cara el secreto que guardé tanto tiempo.
Mi padre se puso transparente y comenzó a sudar. Por su frente se deslizaron
gotas que delataron su corazón acelerado. Se derrumbó sobre el sillón y
comenzó a pedirme perdón. Le dije el nombre de Ivana y solo atinaba a decir
una y otra vez: «Dios mío», mientras se cubría la cara con sus manos. El
llanto no soportó en sus ojos y se salió a borbotones, entre sollozos y
vergüenza me decía que estaba enfermo, que ya no lo volvería a hacer, que
me pedía discreción con mi madre y mis hermanos. Entonces, mi mente se
fue lejos. Se fue a recorrer los pasillos de mi infancia cuando Gildardo Luna
me buscaba por toda la casa hasta encontrarme debajo de la cama para
después abrazarme y besarme las mejillas. Se fue a los festivales escolares
cuando Gildardo Luna estaba de pie justo frente al escenario aplaudiendo mi
manera de bailar disfrazada de elefante. Se fue lejos, allá donde la infancia
salva de las crisis del adulto, donde hubo temores a la oscuridad y a los
diablillos y los brazos de papá que los ahuyentaban. Porque cuando se ha
prodigado amor no se puede cosechar solo rencor, porque donde hay
sentimiento verdadero debe existir la opción de la comprensión mutua. Mi
padre comprendió mi dolor y asumió su debilidad. Y yo, lo abracé con ese
amor que le tengo y le coloqué su capa otra vez en su lugar, la levanté de la
ignominia y la vergüenza que me ocasionó su conducta, pero mi amor por él
fue más grande que mi dolor.
Mr. Gi murió. Mi padre, a escondidas de los demás miembros de nuestra
familia, me abrió sus redes, sus contactos, para que yo estuviera segura de
que estaba dispuesto a dejar en el pasado esos hábitos. Buscó apoyo
psicológico y comenzó a practicar fútbol con mis hermanos. Hicimos
costumbre salir una vez por semana a tomar café y platicar, y así como sus
redes, también me abrió su corazón de hombre. Me habló de su relación
insatisfactoria con mi madre, de su boda programada entre familias, de la
falta de pasión en el diario vivir. De sus deseos por mejorar y me agradeció
mi cariño, mi perdón. Se refugió en nuestras charlas confidenciales, me relató
cómo fue cayendo en la práctica del cibersexo, primero masturbándose
viendo pornografía para luego entusiasmarse con los avances interactivos. El
terapeuta le dijo que el cibersexo controlado y esporádico incluso puede ser
benéfico para una pareja de mutuo acuerdo, pero cuando se pierde el control
afecta la vida de la persona. Y ese era Mr. Gi. Esclavo de su adicción, y yo su
hija que descubrió su secreto. Su ciberadicción sexual lo había llevado
incluso a perder tiempo en la oficina, a irse de viaje de negocios para
encerrarse a tener este tipo de experiencias que terminaban siempre en
masturbación. Tuve que leer sobre el tema, aprender para comprender, buscar
respuestas para él y para mí. No fue un proceso fácil, nada de lo que ha
dejado huella en mi vida ha sido fácil, pero volver a construir ese pedestal del
que cayó mi padre ha sido todo un regalo para mi crecimiento personal.
Ahora así lo veo. A medida que caía información sobre el tema a mis manos,
me daba cuenta que era un problema más común de lo que imaginaba y que
es una adicción negada que lleva a problemas de índole familiar, emocional y
al rechazo social. Todo lo que pude aprender sobre la marcha me ayudó a
comprender mejor el caso de mi papá y a no darle la espalda a ese amor
incondicional que existe entre los dos. A un paso estuve de caer en el abismo
del resentimiento permanente, pero el amor me empujó de nuevo a los brazos
de papá. Nunca creí que sería capaz de hablar de esto, pero al contárselo a la
página quisiera que ayudara a quien viva una experiencia semejante a la mía,
y que no se siente en el rincón del sufrimiento innecesario, donde habita el
rencor y se alejan unos de otros los seres que se aman.
Gildardo Luna ahora es abuelo, y a medida que pasan los años las
computadoras y los teléfonos celulares pierden importancia en su vida. Los
utiliza para estar en contacto con sus seres amados. No voy a mentir y
decirles que la relación con mi madre se arregló, pero al menos los he visto
caminar hacia su ocaso juntos y renegando menos uno del otro. Y a Mr. Gi lo
veo sentado frente a su computadora repleta de fotografías de mi hijo Gil, con
sus ojos llenos de ese amor que solo él sabe prodigar cuando lo hermoso que
habita en su alma resplandece. Y yo soy feliz, porque papá me ha vuelto a
abrazar y a ahuyentar mis miedos y mis tristezas, y ya no esconde nada.
18. LO QUE ME CUENTAN DE TI
Un buen padre vale por cien maestros. Jean Jacques Rousseau
Lo que me cuentan de ti es mi consuelo. Escuchar a mamá cuando describe tu
manera de andar, tus hombros caídos y tu espalda ancha. Observar fotografías
donde apareces vestido de charro con tu sombrero decorado y montando a
Jacaranda, tu yegua predilecta. Desde niño entrevisto a las personas que
tuvieron el placer de estrechar tu mano y les pregunto qué te gustaba comer, a
dónde te gustaba ir los domingos. He crecido imaginándote y arrojando tu
nombre al viento. Lo que me cuentan de ti es que tu mirada era serena, tu
caminar presuroso y tus manos de dedos largos y gruesos. Que tus ojos
irradiaron amor absoluto cuando pusieron entre tus toscos brazos mi
regordete cuerpecito de dos kilos y medio. Me dicen que fuiste el hombre
más feliz del planeta el día de mi nacimiento y que me escogiste el nombre de
Horacio, en honor al personaje de Shakespeare, el íntimo amigo del príncipe
y al que Hamlet confiesa sus deseos de venganza. Me cuentan que siempre
hablabas de Horacio y decías: «Es el único en sobrevivir al final de la obra».
Pero tú no sobreviviste, papá. Tú no eras el Horacio de Hamlet, y parece que
me pusiste ese nombre para que yo aprendiera a sobrevivir sin ti. Tu muerte
atravesó el corazón de la familia. Con apenas tres años no pude comprender
lo que sucedía. Mi hermano Pepe tenía tres meses de nacido. Se cuenta que
fue un asalto, algunos dicen que fue un ajuste de cuentas o que te
confundieron con otro. Tu cuerpo apareció a la orilla de un río a pocos
kilómetros del rancho de mi abuelo. Lo que me cuentan es que era aguerrido,
que no te dejabas de nadie, que defendías tus convicciones ante cualquiera,
pero que eras justo y generoso. Mi madre tiene su propia versión. Ella dice
que eras cariñoso, cursi y que cantabas canciones de Facundo Cabral cuando
la copa se posaba en tu cabeza. Ella se ha abrazado a la historia de que te
confundieron con otro, porque para ella no había sobre este mundo hombre
más recto y amoroso y tu recuerdo lo ha santificado. He crecido sin ti y
contigo al mismo tiempo, porque el no tenerte ha encajado en mis entrañas tu
ausencia como una presencia intermitente. Estás en mí porque soy tu sangre y
además soy esa parte de ti que se quedó aquí, para dar testimonio de que
exististe. Lo que me cuentan de ti me ha mantenido a tu lado, y esos
recuerdos me han sostenido a lo largo de los años, me han dado fuerza en los
momentos de debilidad y esperanza en los ratos de desilusión. Porque a pesar
de tu muerte existes en mí. Tal vez has estado en mi ansiedad crónica, en mis
temores al futuro, en mi miedo irracional a la muerte. O quizás en mi bajo
rendimiento escolar en la educación primaria, o en mi manía de dormir con la
luz encendida durante mis periodos depresivos. Tu ausencia se convirtió en
mis conductas extrañas que me convirtieron en niño de diván algunos años.
Los difusos recuerdo de tu paso por mi vida tomaron forma y fuerza y
despiadadamente me hicieron consciente de cuánta falta me haces. Por eso, lo
que me cuentan de ti es mi consuelo, y lo que digan de mí tu herencia. Tu
sangre y tu espíritu me acompañan, tu ausencia es ya una sensación endémica
en mi vida. Me duele recordarte y al mismo tiempo disfruto lo que me
cuentan de ti, es contradictorio pero verdadero. Cada noche consagro
oraciones a tu memoria y le pido al destino que me permita caminar recto y
ser un hombre de convicciones, para que cuando llegue el momento de
encontrarme contigo al otro lado de la vida te sientas orgulloso de mí.
Lo que me cuentan de ti es mi consuelo, y saber que me cuidas desde el cielo
mi paz.
19. AHÍ DONDE DUELE
Un padre no es el que da la vida, eso sería demasiado fácil, un padre es el
que da el amor. Denis Lord
Crecí con mi madre y siempre me pregunté por qué no tenía un padre a mi
lado, mamá me respondía que era un hombre extranjero y que vivía en un
país lejano. A medida que acumulaba cumpleaños la pregunta era más
insistente de mi parte y ella le agregaba capítulos a la historia llena de
explicaciones que inventaba y que se iba haciendo más extensa con el paso
del tiempo: que lo habían mandado a trabajar a otro país, que le habían dicho
que estaba muy enfermo, que hacía mucho tiempo que no se podía comunicar
con él, y más argumentos que mi mente infantil capturaba como podía. Sin
embargo, el vacío estaba ahí. Un padre imaginario que tomaba el rostro que
yo quería ponerle. A veces lo imaginaba guapo, con barba partida y parecido
al cantante Luis Miguel. Otras veces en que me dolía su ausencia, lo
imaginaba gordo y barbón, con manos gruesas y dientes amarillos, como si
imaginándolo de esta manera doliera menos el no conocerlo. Sin embargo,
cuando cumplí los diez años caí enferma de meningitis. Mi madre en ese
entonces trabajaba como asistente del director de una empresa, pero su salario
no era suficiente para el tratamiento médico costoso al que tuvo que
someterme. Entonces un día llegó y me dijo que iba a ir a la casa un amigo
suyo que se había ofrecido a ayudarla con el pago de mi tratamiento.
Entonces apareció. Lo más extraño es que su rostro me pareció familiar.
Como si mis ojos hubieran hecho un recorrido por los más remotos recuerdos
de mi infancia y se lo hubieran encontrado allá, en lo más lejano de mi
consciencia de niña. O tal vez fue porque vi mis ojos iguales a los suyos.
Hubo un momento en que mi madre salió de la habitación y entonces el
hombre me dijo:
–Paulina, ¿sabes por qué tus ojos son iguales a los míos?
–No –respondí temerosa pero curiosa a la vez.
–Porque yo soy tu papá.
Recuerdo que fue un momento incómodo y lleno de confusión para mí. Y se
hizo más confuso cuando me dijo que todos esos años había vivido en la
Ciudad de México, a dos horas de Querétaro, donde vivíamos nosotras, y que
además a menudo le preguntaba a mi madre por mí. ¿Mi madre me había
mentido todo ese tiempo?, ¿por qué?, ¿para qué? El momento se tornó más
incómodo cuando mi madre entró a la habitación y tuvo que admitir que todo
lo que ese hombre decía era verdad. Ese hombre era mi padre.
Salí de esa enfermedad y mi padre, Pablo Fernández, comenzó a llamarme
por teléfono a menudo. Un par de meses después nos invitó a visitarlo. Debo
decir que la relación entre mi mamá y yo en ese tiempo se resquebrajó un
poco, hasta que poco a poco le fui sacando la verdad de su corazón. Ella
conoció a Pablo en una noche bohemia organizada por unas amigas, cayó
fulminada ante esa mirada ojiazul y a los tres meses tuvo que informarle que
estaba embarazada. Pablo le dijo que no estaba preparado para casarse ni para
una relación estable porque su carrera iba en ascenso y mi madre, con su
dignidad y su bebé, tomó su propio rumbo dejando que mi padre siguiera el
suyo. Entonces inventó las historias del padre extranjero, lejano o enfermo
que no estuvo cerca durante mi infancia.
Cuando apareció en mi vida, Pablo Fernández ya era el reconocido diseñador
gráfico, ganador de premios y estrella de la publicidad en el país. Google se
encargó de mostrarme sus logros y su exitosa carrera. También Google me
mostró sus primeras fotografías al lado de esa mujer rubia y delgada y de ese
par de niñas con cabello rizado y mejillas rosadas. Cuando por fin mi madre
aceptó ir a visitarlo a la capital, Pablo le pidió que me dejara ir con él a su
casa. Mi madre con cierta desconfianza aceptó y mientras ella se fue a visitar
a una amiga, yo me fui con mi papá a conocer su vida. También fue en ese
entonces que comprendí por qué mi madre me puso el nombre de Paulina.
Esa tarde conocí la mansión Fernández. Así la llamé porque era una casa
enorme con pisos de madera y muros altos. Un jardín tan grande que pensé
que si yo entraba en él seguro me perdería y me costaría trabajo regresar a mi
humilde casa junto a mamá. Muebles hermosos, telas finas que recubrían
unos cómodos sillones en los que me dejé caer para escuchar lo que me
decían las tres mujeres de la casa. Liliana, la esposa de mi padre, Julieta mi
media hermana, tres años menor que yo, y la pequeña Paula, de solo dos
años. Y yo con mis diez años encima, descubrí que tenía padre, hermanas de
esas que llaman «medias», porque compartía con ellas el padre, mas no la
madre, y de la noche a la mañana me tuve que contar una historia nueva de
mi misma y de mi origen. La esposa de Pablo y sus hijas no fueron ni
amables ni groseras, es decir, neutrales, poco efusivas y se limitaron a
cumplir con lo que mi padre debió de pedirles (recibir en la casa a la hija no
reconocida). Salí de ahí con una sensación extraña, no supe si era hoyo en mi
corazón o un soplo de aire que me invadió el abdomen. Me sentí incómoda,
ese es el punto. Cuando Pablo me llevó de regreso con mi mamá, tuve que
subirme al auto de ella y desde ahí observar cómo discutían. Perdieron el
control y ella llorando se subió al coche y arrancó hacia Querétaro. En el
camino me pidió disculpas y me dijo que nunca debió permitirme ir con él a
esa casa en donde yo no soy nadie. Me preguntó cómo me trataron y yo le
dije que bien, pero que tampoco me recibieron con mucha efusividad. Al
parecer mi padre le dijo que yo me había portado seca e inexpresiva con su
familia y mi madre replicó enseguida. ¿Cómo quería mi padre que yo me
portara aquella tarde? ¿Que besara y abrazara a esas mujeres que tenían lo
que yo no tenía y que vivían al lado de ese padre que tanta falta me hacía? No
entendí mucho, pero esa visita provocó que mi padre se alejara de mí otra vez
y pasaron cuatro años sin saber mucho de él. Una postal en mi cumpleaños
(diseñada por él), y algún regalo (casi siempre ropa). En navidad una
llamada. Nada más allá de eso. Durante ese tiempo yo desarrollé más mi
principal talento: el dibujo. Irónicamente, Pablo Fernández me heredó su
habilidad con los trazos. Tomé clases en la Casa de Cultura, después con
maestros particulares y me fui inclinando más y más por el diseño. Hice una
exposición de mis dibujos a lápiz en la secundaria en la que estudiaba y mi
madre me apoyaba en todo. A ella empezó a irle mejor en el trabajo aunque
no en el amor y seguía sin una pareja. Esos cuatro años mi madre se dedicó a
impulsarme en los estudios y en darme todo lo que tenía a su alcance.
Entonces volvió a aparecer mi papá. Yo estaba por cumplir los quince años,
me buscó una tarde para tomar un café. Mi madre a regañadientes me dejó ir,
a pesar de los pesares Pablo era mi padre. Y esa tarde mientras yo me comía
un helado de vainilla y mi papá tres expresos dobles uno tras otro, me contó
que se había separado de Liliana, que ella se había llevado a sus hijas a vivir
a Cuernavaca y que las veía cada fin de semana. Mientras él me narraba sus
penas, yo terminé mi helado y comencé a dibujar en una servilleta de papel
un unicornio, con grandes alas, el cuerno con finos detalles que hacían que se
viera desde lejos en tercera dimensión. Mi papá se impresionó y me dijo:
–Wow, eres muy talentosa. ¡Tienes que venir a vivir conmigo! Yo levanté la
mirada y me topé con la suya. Sus ojos brillaban.
–¿Por qué no? –respondí con determinación.
Y me fui a vivir con Pablo Fernández. Entonces conocí a mi padre.
Vivir con Pablo Fernández fue conocer un mundo totalmente distinto al mío.
Un mundo en el que la apariencia y el halago son importantes. En donde la
hipocresía es de uso cotidiano y el negocio se busca en todo. Nada se hace
gratis. Me di cuenta de sus hábitos positivos y negativos. Al despertar lo
primero que hacía era servirse un whisky, o fumar mariguana. Me decía que
los creativos necesitaban a veces de sustancias para relajar la tensión y
trabajar mejor. También lo vi subirse cada noche a la caminadora y
rigurosamente hacer una hora de trote. Contrastante y contradictorio, pero un
genio. Cuando mi padre tomaba un lápiz y lo deslizaba por el papel emergían
las figuras más maravillosas que mis ojos han contemplado. Lo mismo en su
computadora. Se ponía a trabajar y yo lo observaba extasiada. Entonces quise
ser como él. Le pedí que me inscribiera en la mejor escuela y en talleres de
diseño, él accedió y me entregué por completo a mi pasión. Durante el tiempo
que estuve con él recibió varios premios nacionales e internacionales de
diseño. Uno de ellos se lo dieron en Francia y otro en Italia. Conocí entonces
lo que era sentir orgullo por papá. Sin embargo, eso fue empañado por lo que
fui descubriendo poco a poco. Sus constantes deslices amorosos. Una mujer
diferente comenzó a desfilar por la casa (y por la cama) de papá cada fin de
semana. A veces hasta las confundía y les decía el nombre de otra. Por otro
lado, sus hijas menores comenzaron a ponerse celosas y se encargaban de
hacerme la vida difícil cuando pasaban algunos días en casa. La ex mujer aún
más. Incluso en una ocasión me acusó de haberle robado una gargantilla de
oro cuando se quedó a dormir un fin de semana en que fueron juntos a
confirmar a las niñas. Entonces mi padre comenzó a portarse extraño
conmigo, a pedirme que no les dijera a mis hermanas que él me pagaba la
escuela, y un año después me dijo que ya no me la pagaría. También
comenzó a embriagarse con más frecuencia y entre su afición al whisky y sus
mujeres un buen día decidí solicitar una beca en la escuela, me la otorgaron
porque tenía notas altas y me fui a vivir a una casa de asistencia. Por
supuesto, mi madre me dirigió una de sus frases predilectas: «Te lo dije».
Pablo Fernández pasó otra vez al segmento de la ausencia. Se alejó de mí
nuevamente. Ya no me buscó, no me daba para mis gastos, se desatendió de
mí por completo. Ya ni en mi cumpleaños me llegó una tarjeta ni una
llamada. Solamente por Google o Facebook me enteraba de su vida, o lo que
ahí se decía, porque yo ya conocía más a papá y sabía muy bien lo que hacía
y que no salía en las fotografías.
Dos años después, cuando yo estaba por entrar a la universidad, volvió a
llamarme. Me dijo que quería encontrarse conmigo en el restaurante de un
hotel de la Ciudad de México, en el centro. Acudí y lo encontré acompañado
de una mujer y de un bebé. Era su nueva mujer y su nuevo hijo. El bebé
llevaba su nombre, Pablo. Tenía apenas dos meses de nacido. Me quedé en
shock.
–¿Esto es lo que querías decirme? –dije con tono sarcástico.
–Sí, Paulina, además quería decirte que cuando lo desees puedes regresar a la
casa, le he hablado mucho de ti a Malena (así se llamaba su nueva mujer), y
le ha encantado la idea de que vengas a vivir con nosotros. Te extraño.
Debo confesar que ese «te extraño» fue el que me convenció y acepté. Eran
tan pocas las palabras cariñosas que había recibido de su parte que esas nueve
letras me calaron hasta el alma y me fui a vivir con ellos. Solo que ahora me
puso reglas: respetar las decisiones de Malena fue la primera regla, y la
segunda (inverosímil ahora que lo recuerdo), que lo cubriera con Malena para
poder seguir viéndose con sus otras «amigas». Así tal cual, como lo estoy
contando. ¿Por qué accedí? La respuesta es muy simple: quería estudiar
diseño en una de las mejores universidades del país. Y me dediqué a estudiar
en medio de ese infierno. Obedeciendo las ridículas reglas de Malena, que
iban desde llegar a las diez de la noche a casa, cuando a veces a esa hora
empezaban las fiestas con mis amigos, o no llevar visitas jamás. Así que
ninguno de mis amigos podía entrar a «mi» casa ni convivir con «mi
familia». Mi madre en ese entonces conoció a Paco, un ingeniero civil
trabajador y buen hombre. Comenzó un noviazgo con él, pero no se decidía a
comprometerse a algo más serio. Creo que estaba esperando verme en paz y
con las alas abiertas para continuar con su propio vuelo. Entre mi padre y yo
la historia se repitió, y aún con un episodio peor: la convivencia con su nueva
mujer provocó celos, la relación con Liliana, su ex mujer, y mis otras
hermanas complicó más las cosas, y a eso había que agregar la afición de mi
padre por las mujeres, que me metía en problemas cada vez más grandes.
Algunas de sus amiguitas llegaron incluso a agregarme en Facebook para
preguntarme por papá o para concertar citas con él a través de mí y eso me
daba náusea. Sin embargo accedía porque mi padre me lo ordenaba. En una
ocasión dejé mi computadora abierta y mientras fui al baño, llegó Malena y
entró a ver mis cosas, mi Facebook se quedó abierto y pudo leer algunas de
esas conversaciones que tuve con las amigas de mi padre. La bomba estalló.
Malena me acusó de traidora y se fue de la casa con Pablito en brazos.
Cuando llegó mi padre por la noche se enteró de todo me echó la culpa a mí.
Me insultó. Me dijo: «Eres una idiota» y lanzó mi computadora al suelo. Me
corrió de su casa y ahí se quedó vociferando y embriagándose con whisky.
Tiempo después supe que Malena lo perdonó porque mi padre me echó la
culpa de todo a mí y le dijo que yo era la que lo promovía con otras mujeres
que, a través de mí, querían colgarse de su fama y lo buscaban. Yo tuve que
pedir una beca en la universidad y pedir ayuda a mi madre, que para entonces
ya se había comprometido con Paco y estaba próxima a casarse. Me fui a
vivir a un departamento con una amiga de la escuela y tuve que vender
empanadas, ser mesera y trabajar con un diseñador ya establecido para poder
sostener mis estudios. Fue una de las épocas más dolorosas y difíciles de mi
vida. Pablo Fernández se alejó de mí por completo, incluso una vez lo
encontré en una exposición de pintura en un museo y actuó como si no me
conociera. Evitó mi mirada y se alejó a toda prisa para no tener que
saludarme.
Yo tuve que ir a terapia. Caí en una depresión que hizo muy difíciles mis dos
últimos años de universidad. Sin embargo, el talento heredado de papá era mi
destino. Obtuve las notas más altas y me titulé con honores. El alumno superó
al maestro y, aunque no llevo el apellido de mi padre, todo mundo en el
medio del diseño y de la publicidad del país sabe que soy su hija. Porque
aunque no lo crean, cuando empecé a figurar en el mundo del diseño gráfico
mi propio padre habló mal de mí y de mi trabajo, criticó duramente lo que yo
hacía y no tuvo piedad en decirle a varios clientes que yo usaba su nombre
para posicionarme y no mi talento. Sin embargo, los hechos siempre serán
más contundentes que las palabras y mi trabajo tuvo voz propia. Entonces
dejó de hablar mal y empezó a decir que todo lo que hago es porque heredé
su talento.
Así, es, han pasado los años y ahora el que dice que es mi padre es él. El que
presume y se jacta de haber sido mi tutor y mi guía es Pablo Fernández. Me
asocié con un compañero de la universidad y formamos un despacho de
diseño integral que abastece a grandes agencias de todo el continente. He
trabajado mucho para llegar hasta donde estoy. Pero sobre todo, he tenido
que superar a mi padre para superar mi dolor.
Mi madre rehizo su vida y reabrió sus propias alas cuando vio abiertas las
mías. Se casó con Paco y vive feliz esta etapa en su vida, en paz por fin. Con
los esqueletos de Pablo Fernández enterrados debajo del éxito de su hija. Y
yo encontré mi propio rumbo, agradeciendo el talento y el dolor que mi padre
depositó en mi corazón, porque de esos dos ingredientes estoy hecha, y el
talento es el que me mueve y el dolor el que me hace crecer. El talento lo
transformo en mi trabajo, que es mi pasión. Y el dolor en sabiduría, porque
ahí donde duele hay una lección que aprender.
20. INVISIBLE
El mejor legado de un padre a sus hijos es un poco de su tiempo cada día.
Leon Battista Alberti
–¿Qué dices que vas a estudiar, Manuel?
–Mercadotecnia y desarrollo de nuevos proyectos.
–Ah.
–Es una carrera muy interesante, papá, además siempre me ha
gustado mucho el estudio de los mercados y las posibilidades de emprender
un negocio propio.
–Ah.
Pone la vista fija en el televisor. Están transmitiendo el partido final de la
Eurocopa. Esto quiere decir que una neurona de mi padre puso atención a lo
que dije. Todas las demás están en el futbol.
Para describir a mi padre usaré una frase muy trillada: es un hombre de pocas
palabras.
Tengo veintidós años y no recuerdo jamás haber tenido una conversación con
mi padre que no involucrara al marcador de un partido de futbol o que tuviera
que ver con otro asunto distinto de mis calificaciones mensuales. Desde que
tengo memoria siento que me ignora. Como si yo fuera un mueble más en la
casa o como si mi presencia para él fuera un holograma que aparece y se
desvanece al momento que él posa su mirada encima. He escuchado que la
figura paterna determina mucho el carácter del hijo varón. Tal vez por eso me
he sentido algo perdido en varias etapas de mi crecimiento. Como si mi
brújula se descompusiera a cada rato y llega mamá y es la que tiene que
repararla. Mi madre ha tratado de suplir esa ausencia presente de mi padre y
me dedica mucha atención, pero no ha sido suficiente para mí porque creo
que mi papá sí me ha hecho mucha falta. Tal vez eso explica que haya
reprobado sexto de primaria y que después de terminar el bachillerato por los
pelos me quedé cuatro años perdido en el limbo. Me metí a estudiar
Psicología y reprobé cuatro materias de cinco en el primer semestre y deserté.
Después de un semestre sabático en el que no hice prácticamente nada más
que acompañar a mi mamá al supermercado, podar el jardín y salir con mis
amigos, decidí entrar a probar suerte en Filosofía y Letras. Asistí tres meses
solamente porque las clases me parecieron tan aburridas que creí que iba a
caer en una depresión que me llevaría al psiquiátrico. Otra vez me dediqué a
ser el compañero de mamá en la casa y para fingir que era útil me puse a
vender balones de futbol y camisetas que un amigo de mi padre fabrica. Así
han pasado casi cuatro años en los que he hecho un poco de todo, desde
aprender un poco de electromecánica en un taller del empleo que impartieron
en un instituto sin prestigio de mi ciudad, hasta tomar clases de cocina
mediterránea. Estoy otra vez intentando retomar metas y encontrar mi
camino. Pero a mi papá parece importarle lo mismo que un pepino.
–Deberías de hablar con Jaime, aconsejarle algo para que haga algo útil en su
vida –le dice mamá en tono desesperado.
–Que haga lo que le guste, eso es lo importante –responde papá con la vista
fija en el televisor.
–¡Por Dios, Ignacio! ¡Es tu hijo! ¡Necesita tu guía! –grita mamá ya con algo
de furia en su voz.
–Por eso, porque es mi hijo no deseo obligarlo a hacer algo que no quiera,
que haga lo que le guste –responde mi padre sin énfasis alguno.
–¡Cualquier intento de hablar contigo es inútil! –grita mamá furiosa y se va.
Yo observo y escucho. Nada nuevo. Escena diaria, frecuente y típica en mi
hogar. Y no hablo porque sé que si a mi mamá no le responde, a mi menos.
¿En qué momento don Ignacio Linares se volvió ese ser hermético al que le
interesa poco lo que le interesa a quienes ama? ¿O acaso nos ama? Me he
hecho estas preguntas muchas veces pero no encuentro las respuestas. A
veces pienso que siempre ha sido así, pero mi mamá insiste en que cuando lo
conoció era conversador y entusiasta.
No recuerdo que haya jugado conmigo a algo. Ni al futbol, porque es un
deporte que ve por televisión pero que no practica. Nunca lo he visto
interesado en saber qué me gusta, qué no me gusta, qué anhelo en mi vida o
si he sufrido por algo. Mis penas de amores, enfermedades y conflictos
siempre los he compartido con mi madre, con mi hermana mayor o con mis
amigos. Mi padre ha permanecido en mi vida como un ser ajeno a todo lo que
tenga que ver con mi mundo. No sabe qué música escucho ni qué tipo de
mujer me atrae.
–¿A dónde dices que fuiste? –me pregunta mientras observa la comida en su
plato durante la cena.
–A Oaxaca, papá, fui con unos amigos de la escuela a una excursión y
visitamos Monte Albán, también fuimos a ver telares y a una iglesia que tenía
muchos retablos de oro –respondo entusiasmado porque me pregunta algo.
–Ah. Es que no recordaba –dice y vuelve a quedarse callado.
Puedo irme de la casa y tal vez se dé cuenta un año después. Eso siento. Con
esa sensación de que le importo menos que un pepino.
A veces hasta me observo en el espejo durante horas para ver si en verdad
encuentro parecido físico con él, porque a tal vez duda de que soy su hijo y
por eso no me hace caso. Pero no. Tengo sus cejas, sus dientes, incluso
caminamos igual y también cuando nos reímos se nos hace el mismo hoyuelo
en el cachete izquierdo. Ni hablar. Sí soy su hijo.
–Papá, ¿cómo te fue en tu trabajo? –pregunto yo, porque si la montaña no
viene a ti tú tienes que ir hacia la montaña.
–Bien –responde a secas.
–¿Qué ha pasado en el banco? ¿Sigue ahí el mismo director, ese que dices
que te cae mal y que se parece al Profesor Jirafales? –insisto.
–Sí, ahí sigue –y enmudece.
Ignacio Linares trabaja en un banco desde antes que yo naciera. No ha
cambiado de ciudad desde que nació. Nació en Morelia y se morirá aquí. No
ha cambiado de trabajo en los últimos treinta años. Ha cambiado de banco
pero no de ambiente. La banca mexicana y sus bemoles han cansado sus
neuronas y su interés por la vida. Eso quiero creer buscando explicaciones al
porqué de su apatía hacia mí y hacia su familia. Dice que no nos falta nada
porque nos ha dado techo, cobija y alimento, además de apoyarnos en
nuestros estudios y en algunos gustos. Gustos que él por cierto desconoce. A
veces le pedimos dinero y creo que ni cuenta se da en qué lo gastamos.
Escucha la misma música desde hace más de treinta años y ve el futbol en la
televisión como si fuera su único interés verdadero. Parece una práctica
religiosa su afición por el sofá y el televisor. Es lo único que lo he visto
renovar: un nuevo sillón, o una nueva televisión. Es lo que lo he visto
comprar además de sus chocolates envinados que se come a montones los
fines de semana como si fueran su premio por la jornada laboral. Es un
hombre silencioso y de rutinas. Como dice mi mamá, responsable como
proveedor, pero emocionalmente inhabilitado para expresar sus sentimientos.
Porque quiero creer que siente amor por nosotros pero no sabe cómo
demostrarlo. Eso quiero creer, eso quiero pensar, pero también eso me
gustaría sentir... y no lo siento.
No me regaña, pero su indiferencia es dolorosa. Ha sido una forma de
lastimarme silenciosa y gradual. Ha afectado mi autoconfianza y mi toma
decisiones. Me ha convertido en un hombre que vive sin terminar lo que
empieza. Y tengo miedo, miedo del futuro, que no veo con claridad. Tal vez
me ha hecho falta caminar de la mano de mi padre y que él me vaya
mostrando el camino y dando consejos de cómo esquivar los obstáculos.
Trato de comprenderlo, tal vez mi padre también tiene sus propios temores y
traumas. Repitiendo algo que hicieron con él. Mi abuelo había muerto cuando
yo nací, pero mi madre dice que así como mi padre es conmigo, mi abuelo
fue con mi padre. No lo justifico pero si lo comprendo. No puede darme lo
que no conoce. Se ha dedicado a hacer lo que aprendió: a formar un hogar y a
trabajar de sol a sol para sostenerlo, llevar el pan a la mesa y comprar una
casa en donde habitar. Tal vez le estoy pidiendo algo que no puede darme. Y
como no habla, no conozco su infancia, solo escucho las historias que mi
madre me cuenta, o alguna de mis tías (porque a las hermanas de mi papá
también les da por la mudez), y con esos retazos intento comprender por qué
mi padre es como es.
Siento que mi padre no me ve, que no me escucha. Y cuando se percata de mi
presencia no veo que en sus ojos se vislumbre algún interés en mí. Por eso
cuando era niño y me preguntaban qué superpoder escogería si yo fuera un
superhéroe jamás elegí ser invisible, porque ya lo era. Para mi padre soy
invisible. Lo comprobé en una ocasión cuando yo tenía quince años, quise
probar hasta donde llegaba mi nivel de invisibilidad con él y anduve por la
casa desnudo en plena tarde y sin excusa. No dijo nada. Juro que volteó y me
vio, pero no dijo nada. Y pude haberme quedado desnudo de no ser porque
mi hermana llegó y pegó un grito que se escuchó hasta China.
–No griten –fue lo único que dijo papá desde la sala sentado frente al
televisor.
Pero así es mi papá y debo admitir que, a pesar de todo lo que les cuento, lo
amo. No es el héroe que me protege de los peligros de la vida, pero al menos
existe y convivo con él conservando la esperanza de que un buen día salga de
su mutismo y me diga todas las palabras que no me ha dicho y me cuente
todas las historias que no me ha contado. Mientras eso sucede, si me
preguntan hoy cuál superpoder me gustaría tener si fuera un superhéroe,
respondería: convertirme en televisor.
Tengo veintidós años y, aunque no tengo claro mi futuro, al menos hoy tengo
claro un propósito: voy a ser paciente con mi papá, y esperaré a que se decida
a hablar y a que un día me escuche con interés y me conozca. Porque yo
también quiero conocerlo más, porque a pesar de que me ignore, yo no puedo
ignorarlo a él, porque lo veo cada mañana en mi espejo cuando me peino, soy
parte de él y lo llevo en mi sangre. Y no quiero juzgarlo sin conocerlo de
verdad, no quiero dejar a medias una tarea más, y si la montaña no viene a mi
iré hacia ella cuantas veces sea necesario. No quiero un día despertar y que la
montaña ya no esté.
–Acabo de inscribirme en la universidad, papá –le dije entusiasmado.
–Ah, qué bueno, ponle interés a tus estudios –dijo sin apartar la mirada del
televisor.
–Me decidí por Administración de Empresas.
–Bien.
–También quiero decirte otra cosa, papá.
–¿Qué?
–Te amo.
Durante un instante que me pareció eterno, se quedó inmóvil y silencioso.
Luego sucedió lo insólito. Lo inesperado. Bajó el volumen del aparato y dijo:
-–Yo también.
ÍNDICE
1. Con ella ................................................................................... 15
2. En la televisión ........................................................................ 25
3. Sentada en la banqueta ........................................................... 35
4. Cuentos para no dormir ......................................................... 47
5. Para que no se me olvide ........................................................ 55
6. Sin agallas ................................................................................ 61
7. A través del cristal ................................................................... 65
8. Tres veces ................................................................................. 73
9. Sin tu apellido ......................................................................... 85
10. Secuestrados .......................................................................... 91
11. Sin conocerme .................................................................... 101
12. Sin tus manos ...................................................................... 107 13. Entre
los escombros ............................................................ 111
14. Tarde .................................................................................... 119
15. En la piel .............................................................................. 125
16. El padre perfecto ............................................................... 1333
17. A escondidas ....................................................................... 139
18. Lo que me cuentan de ti ..................................................... 149
19. Ahí donde duele .................................................................. 153
20. Invisible ............................................................................... 163
Cuando papá lastima
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© 2020, Ma. del Rayo Guzmán Centeno © VF Agencia Literaria
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Diseño de portada: Mónica Huitrón
Ilustración de la portada: Pedro Iván Guzmán Torres
Queda prohibida la reproducción o transmisión total o parcial del contenido de la presente obra en
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o la editorial.
Primera edicióndigital: 2020
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