Vosotros dijisteis Que nosotros no conocemos Al Señor del cerca y del junto, A aquel de quien son los cielos y la tierra. Dijisteis que no eran verdaderos nuestros dioses. Nueva palabra es ésta, La que habláis, Por ella estamos perturbados, Por ella estamos molestos. Porque nuestros progenitores, los que han sido, los que han vivido sobre la tierra, no solían hablar así. Ellos nos dieron Sus normas de vida, Ellos tenían por verdaderos, Daban culto, Honraban a los dioses. Ellos nos estuvieron enseñando Todas sus formas de culto, Todos sus modos de honrar (a los Dioses). Así, ante ellos acercamos la tierra a la boca. (Por ellos) nos sangramos, Cumplimos las promesas, Quemamos copal (incienso) Y ofrecemos sacrificios. (...) Tal vez a nuestra perdición, tal vez a nuestra destrucción, es sólo a donde seremos llevados ¿a dónde deberemos ir aún? Somos gente vulgar, somos perecederos, somos mortales, déjennos pues ya morir, déjennos ya perecer, puesto que ya nuestros dioses han muerto. Miguel León-Portilla en “Coloquios” Para 1619, la trata transatlántica de esclavos había existido por más de 100 años. Ya en 1501, tanto Portugal como España comenzaron a construir sus colonias jóvenes en Brasil y Uruguay a través del trabajo esclavo. Otros colonizadores europeos pronto siguieron; Gran Bretaña en la década de 1550, Francia en la década de 1570, los Países Bajos en la década de 1590 y Dinamarca en la década de 1640. En el siglo XVI, los españoles fueron los primeros en traer africanos esclavizados a América del Norte como parte de sus esfuerzos de colonización en Florida y las Carolinas. Para 1620, cerca de 520,000 hombres, mujeres y niños africanos capturados y esclavizados ya habían sido vendidos como esclavos de chattel por varias naciones europeas. Las colonias españolas y portuguesas representaron aproximadamente 475,000 personas esclavizadas. El desencuentro, si es que lo hubo, surgió porque los intereses de la Monarquía y los de sus élites no tenían porqué ser siempre coincidentes. Las élites locales buscaban el monopolio del poder local; la Monarquía que la alianza del poder y la riqueza no interfiriese en sus intereses. (...) En una carta dirigida a Juan Antonio de Arteche, visitador del Perú, por ejemplo, califica a los limeños como gente “de ingenio y comprensión fácil; pero de juicio poco sólido y superficial, aunque sumamente presuntuosos […] Son de poco espíritu, tímidos y reducibles” (Citado en Brading, 2003: 40). Los estereotipos sobre el ser de las personas en función de su lugar de nacimiento no son cosa de ahora. Con estas opiniones cabe suponer que Gálvez no estuviese muy dispuesto a nombrar limeños para cargo alguno. (...) Pero no fueron sólo las palabras sino también, y quizás sobre todo, los hechos los que acabaron definiendo dos comunidades aparentemente irreconciliables. El propio enfrentamiento bélico agudizó conflictos reales o imaginarios y el carácter sangriento y cruel de las guerras acabó construyendo un foso de odio entre los dos grupos. Vosotros dijisteis Que nosotros no conocemos Al Señor del cerca y del junto, A aquel de quien son los cielos y la tierra. Dijisteis que no eran verdaderos nuestros dioses. Nueva palabra es ésta, La que habláis, Por ella estamos perturbados, Por ella estamos molestos. Porque nuestros progenitores, los que han sido, los que han vivido sobre la tierra, no solían hablar así. Ellos nos dieron Sus normas de vida, Ellos tenían por verdaderos, Daban culto, Honraban a los dioses. Ellos nos estuvieron enseñando Todas sus formas de culto, Todos sus modos de honrar (a los Dioses). Así, ante ellos acercamos la tierra a la boca. (Por ellos) nos sangramos, Cumplimos las promesas, Quemamos copal (incienso) Y ofrecemos sacrificios. (...) Tal vez a nuestra perdición, tal vez a nuestra destrucción, es sólo a donde seremos llevados ¿a dónde deberemos ir aún? Somos gente vulgar, somos perecederos, somos mortales, déjennos pues ya morir, déjennos ya perecer, puesto que ya nuestros dioses han muerto. Miguel León-Portilla en “Coloquios”