Subido por margarita.linares

De amores y olores

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Romance
Escribo desde hace años y deseo trabajar al cien por ciento escribiendo. Esta es
una muestra de lo que escribo.
No era como lo había imaginado.
Ella esperaba junto a otras cuarenta personas, a abordar el autobús que los
llevaría a Mazatlán. Entonces lo vio.
─ “Qué viejo tan guapo”. ─ Se dijo.
El semblante esbelto, sencillo y elegante. Rostro varonil.
Según subió las escalerillas del autobús, descubrió que el señor guapo y mayor
ocupaba el asiento junto al suyo. Se alegró y pensó que seguramente tendría un
viaje agradable, animado por una plática interesante. Tomó asiento y comprobó
que la vista que esperaba tener de la carretera se veía entorpecida por un panel
hecho con una cortina. Se sintió cómoda para comentarle a su compañero de
asiento:
─ “Siempre pido esta fila para poder ver la carretera y resulta que ahora tengo
una cortina delante.
El hombre respondió al momento en que se levantaba:
─ “No se preocupe, yo muevo la cortina para que usted pueda ver, pero le va a
costar una buena propina.”
Esa respuesta le sorprendió. No esperaba un comentario tan coqueto de alguien
tan mayor. Sintió su voz firme, fuerte y con carácter. No supo qué decir y se limitó
a sonreír. Se alegró de que, a pesar de la luz natural de la tarde, las gruesas y
oscuras cortinas de las ventanillas del autobús crearan la penumbra suficiente
como para disimular el rubor que de pronto sintió subírsele a la cara. Lo miró de
soslayo. Manos anchas de dedos gruesos. Pantalón beige muy clarito, camisa
azul impecable, chaqueta ligera de tono caqui. Los ojillos de un color
indeterminado, luminoso; no alcanzaba a identificar su color ya que no se atrevía
a girar la cabeza para mirar al hombre frente a frente. No era falta de curiosidad,
sino que sentía sobre su cuerpo la mirada de él, sobre todo sobre sus senos. Se
volvió a ruborizar. Se preguntaba por qué le inquietaba tanto este hombre viejo,
tan… presente.
Se puso a preparar la reunión que tendría la mañana siguiente, buscando los
rayos de luz que se colaban entre las cortinas para poder leer. Mientras tanto, él
se durmió. Sus caras estaban separadas por apenas unos centímetros. Con
timidez, se acercó con lentitud a su compañero hasta estar lo verdaderamente
cerca para olerlo. En este punto de su vida, podía saber si un lugar o una persona
le gustaban o le inspiraban confianza con solo olerlos. Era un medio a través del
que tomaba información relevante y verdadera. Descubrió que el hombre que
estaba sentado junto a ella no olía a viejo. Al contrario, olía a fresco, a joven y a
vida. Además de todo, no roncaba. Esto último le parecía tan increíble como lo
primero. Haciendo un esfuerzo, reprimió sus ansias exploratorias y siguió
leyendo. Veinte minutos más tarde, él despertó y ella volvió a sentir su mirada.
Cuando ya no hubo luz alguna, Emilia comentó en voz alta:
─ “Ya no puedo leer más.” ─ Sacó su celular para ver si tenía algún mensaje de
sus hijos.
─” Y ahora se entretendrá con su teléfono.” ─ Le dijo él.
─ “No” ─ contestó ella y guardó el celular de inmediato.
Comenzaron una animada plática. Él se llamaba Mario. Hablaron de sus familias,
de sus viajes, de sus amigos, de la jubilación de él, de su reciente viudez, del
divorcio de ella, de sus ganas de conocer nuevos lugares y hacer cosas distintas.
Al poco rato aparecieron las confidencias, lo que sus almas deseaban de la vida,
sus proyectos pequeños y grandes, sus filosofías personales, algo de política, las
secretas aventuras de sus corazones, sus dolores, sus amores…
─ “La vida es muy corta ¿sabe Emilia?”
La noche, la proximidad de los brazos de él a los suyos.
─” No huele a viejo, se repetía.”
Le gustaba su olor. Le gustaba la firmeza de su voz, la tonicidad y la agilidad de
sus movimientos, la juventud de sus pensamientos, la claridad de sus palabras y
de sus ideas. Se preguntó si esa firmeza y tonicidad se extendían a las demás
partes de su cuerpo… pero se contuvo y no se permitió darse respuesta. Poco a
poco, el discurso de su acompañante tomó otros derroteros. Emilia se preguntó
si el argumento era el de un joven queriendo impresionar a la chica que le gusta,
como un pavorreal desplegando sus plumas, o el de un viejo chocho haciendo el
ridículo. Puso atención a lo que le decía su corazón: él no le dio ni lástima, ni
ternura, ni compasión. Su voz era demasiado firme, la mente demasiado clara,
el discurso demasiado contundente, su corazón demasiado vibrante. Era un
hombre joven.
Se sorprendió riendo nerviosamente.
─ “Mario ¿cuántos años tiene usted?” ─ Él no contestó.
─ Emilia ¿cuántos días va a quedarse en Mazatlán?
─ “Me voy mañana.”
─ ”¿Por dónde va a estar? ¿A qué hora se va? Tiene que darme su teléfono.”
─ “Si, claro. O mejor, Mario, yo le hago una llamada perdida.”
─ “¿Una qué? Bueno. Apunte mi teléfono y por favor ponga el suyo en mi
celular.” ─ Le dijo mientras le entregaba un teléfono antiguo, de pantalla
pequeñísima con una tapita.
─ ¡No sé manejar estos celulares! Ja, ja, ja.
El viaje llegó a su fin y descendieron juntos del autobús. De la casi completa
oscuridad pasaron en un instante, a la luz artificial de los reflectores de la
estación y pudo verlo con otra mirada. Los ojos azules profundos, sabios,
intensos, llenos de energía. La piel morena y curtida. La elegancia y la
personalidad intactas después de seis horas de viaje. Ella le miró a los ojos,
buscando. El miró los suyos. Entonces Emilia tuvo una certeza. No se imaginaba
que su alma gemela sería así.
Recorrieron juntos el pasillo que conducía fuera de la estación. A la salida, a él lo
esperaban su hija, su yerno y su nieto. Presentó a Emilia como si hubiera sido su
amiga de toda la vida. Emilia les saludó dando a cada uno un apretón de manos
y les ofreció una grande, sincera y abierta sonrisa. Mientras tanto, el yerno no
podía disimular la cara de incredulidad, la hija ponía una evidente expresión de
reprobación y el nieto sonreía de oreja a oreja en un gesto cómplice y divertido.
─ “Por favor, hija, apunta el nombre y el teléfono de Emilia en un papel.”
─ordenó.
El yerno extrajo un ticket arrugado de uno de sus bolsillos y se lo dio a su esposa
para que ella pudiera ponerlo sobre su mano, alisarlo y apuntar de mala manera
los datos de Emilia.
─ “Fue muy agradable platicar con usted Mario, hasta pronto.” ─ Le dijo
mirándolo a los ojos. Se despidieron de mano y ella dio media vuelta, camino
hacia la calle.
Esa noche, Emilia no podía dormir. Se sentía llena de excitación. Esperaba a que
él la llamara al día siguiente. Se imaginó junto a él y se sintió feliz. Se vio estable
en una relación que el mundo reprobaría. Se imaginó en la intimidad con él y
complacida, se durmió.
Al día siguiente, se levantó después de una noche casi en vela con el corazón
palpitante. Después de una intensa mañana de trabajo buscó en su teléfono una
llamada perdida, pero no la encontró.
─” Seguro lo acapararon sus nietos y sus hijos… o quizá lo pensó mejor.”
Por un momento imaginó que quizás él, a la luz del día, con la mente fresca,
habría pensado que sería absurdo llamarla. Le dolía el corazón.
─” Quizás si lo llamo yo… pero ¿para qué? Es un hombre mayor al que quizás no
le guste que la mujer tome la iniciativa… Por otra parte, pudiera ser mi padre…
Además, vive en otra ciudad… “
Fue a dar un paseo por la playa, sola. Sintió en su cuerpo relajado el masaje
delicado y acompasado de las olas de la bahía. En eso, vio a una pareja que le
llamó la atención: una joven que claramente era extranjera retozaba en el agua,
mientras unos metros hacia la orilla, un hombre de al menos veinte años mayor
que ella, la observaba con admiración. Ella, sabiéndose adorada, se mostraba
graciosa, inocente, sensual y encantadora. Su amado no dejaba de mirarla. Fue
entonces cuando frente a la puesta del sol, contemplando el horizonte lloró.
Lloró por ese amor que le había parecido real y, sin embargo, era tan inusual.
Dos horas después, estaba subida en el autobús que la llevaría de regreso a su
ciudad. Pronto estaría en casa, con sus hijos. De vuelta a la rutina de ser madre,
padre, trabajadora, hija, chofer, maestra, empresaria y a veces, mujer.
El autobús ya había recorrido unos cien kilómetros. Emilia se disponía a dormir
un rato cuando sintió un impulso. Tomó su teléfono y marcó. La llamada no
entraba. Volvió a marcar. La línea estaba ocupada. Colgó. De pronto, su teléfono
sonó. Era él.
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