Subido por osvaldomaraboli

Breve tarde de domingo

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Breve crónica de una tarde de domingo
Osvaldo Maraboli
Fue hace unas pocas semanas; estaba medio dormido sobre una lenta pieza de jazz. con un saxo
sonando profunda y “pastosamente”. Ahí me di cuenta, al fin, de que mi relación con ella era
muy tóxica, pero asimismo inevitable y necesaria. Como cuando se vive un karma, que no es
otra cosa que la factura no pagada por nuestros errores ancestrales. Entonces entendí, con
claridad que ella era parte de mi recorrido y mi destino.
El poder de ella proviene de que se está enquistada en los sótanos más profundos de la
conciencia ¿cómo sacarla de allí? Solo había una forma de apreciarla, de escucharla: nota por
nota y acorde por acorde. Me levanté; el cielo estaba gris y silencioso, como toda buena tarde de
domingo, muy coherente con la trompeta davisiana en la que se transmutó el saxo anterior. Se
hacía tarde, las ranas empezaban a croar en intervalos de segunda menor, los truenos temblaban
el suelo con profundos DO de ultratumba y las chicharras trasnochadas zumbaban como rolls de
redoblante, unos sobre otros, sin ponerse de acuerdo ¿Qué podía hacer? Solo el ente de arriba
sabe cómo podía oír la música de todo eso. Entonces tomé la decisión: la tomaría por las astas,
pues no había de otra manera.
Sones como aquellos, que salieron de la lista de reproducción cuando finalizó el estándar de
Davis, no se habían escuchado nunca. Ella lo envolvía todo como si fuese una capa de misterios
tendida como la noche boca abajo. Fiel a su estilo aparecía de pronto pero, en el mismo instante
desaparecía, como el fugitivo de la canción-película. Entonces tomó mi mano y me llevó a
recorrer mi propia existencia, me desdobló para hacerme testigo de mi propia tragicomedia. Con
insistencia pícara, y con la comisura izquierda hacia arriba en gesto irónico, me dio a entender
de que siempre estuvo allí en cada paso, en cada movimiento, en cada exhalación, en cada
segundo, como en la famosa canción de Sting. En efecto, solo pude rendirme a la evidencia y
darme cuenta de que ella siempre estuvo allí, escondida tras la multitud de sonidos que
poblaban el ambiente en cada capítulo de mi vida.
Las trompetas dieron paso a las cuerdas. Aires andinos. Eso me llevó rápidamente a mi triste
historia escolar. “Si no hubiese estado allí contigo, no habrías sobrevivido a esa experiencia,
atroz y canallesca”, dijo, sosteniendo aún su sonrisita. Era verdad.¿cómo no me di cuenta antes?
Estuviste ahí para ayudarme a pasar el pantano, entre cuerdas, quenas y altiplanos imaginarios,
que sirvieron de anzuelo para salir a recorrer el mundo, tal como me lo habían prohibido.¿Y qué
resultó de todo aquello? Que aún sigo viviendo y no soy tan infeliz.
Los avisos comerciales me sacaron un instante de mis cavilaciones. Luego, estalló un ensamble
de tambores casi tribales. “¿Te acuerdas?”, me preguntó, ya con la sonrisa menos irónica, y más
envolvente y cariñosa. Casi condescendiente. No había manera de contradecirla, pues me
entregué a una cascada de añoranzas, con recuerdos tan dulces como amargos: manos rotas y
felices, largas noches de calle, cantos, mujeres, bailes, sabor, gozadera latinoamericana infinita,
inacabable. Las chicharras habían dejado de cantar. Solo las ranas continuaban, incansables,
mientras paladeaba los instantes, las imágenes, las impresiones, las escenas de esos diez años en
que viví y dormí en el cuenco de un tambor.
Esa noche parecía que el mazo estaba tirado y la suerte con él echada. No había escapatoria.
Revisé mentalmente mi billetera virtual y calculé lo que podía invertirle. Sopesé el tiempo que
tomaría, el sedentarismo territorial al que me ataría por dos años. A manera de contentillo, me
dije que “eso se pasaría volando”.
Finalmente, la lista se detuvo. Ya no había más que “echarle mente a eso”. Solo quedaba
“ponerse en la jugada” y empezar. Las ranas habían dejado de cantar, como si estuvieran
expectantes a mi reacción, a lo que haría enseguida. El silencio de la noche lo cubría todo, casi
podía oírse a las luciérnagas encender sus faros fugaces y fantasmales, y a las polillas batir sus
alas. Y por cierto, al fastidioso e infaltable mosquito zumbando en el oído como una trompeta
desafinada. No había nada de ella en aquel instante, como si quisiera que notase su ausencia, tal
vez para reforzar el punto que había ganado. El silencio fue el mayor que hubiese escuchado en
mi vida. “No quisiera una vida así”, pensé para mis adentros. La noche se precipitó, sin
remedio, a la oscuridad del sueño.
Y sí, lo consiguió. Ella le había ganado a mis dudas eternas, a mis vacilaciones, a mi indolencia
de décadas. Sentí que exhaló un profundo suspiro de alivio, tan profundo que parecía pagar una
deuda histórica de alientos arrebatados. Al día siguiente iría por ella. Tomaría un desayuno
breve y me asomaría en aquella escuela, estirando el cuello como un visitante tímido. Le daría la
mano y le entregaría mi dinero y mi tiempo. Más mi compromiso de llegar hasta el final. No
volvería a dejarla sin desentrañar todo lo que tenía que mostrarme. Y sé que eso es mucho, que
hay secretos que ella quiere revelarme, casi confesarme. Y yo estaría ahí para escucharlos.
Para otros, la noche había comenzado apenas, la fiesta estaba por comenzar. Se sintieron los
ecos de voces costeñas, acordeones rumberos y gritos de mujeres que parecían querer cantar.
Pero nada de eso me distrajo ni me sacó de mis pensamientos. Habían pasado varias horas desde
que comenzó todo, pero en el recuento todo se redujo a unos cuantos minutos. Entonces me
quedé dormido,cansado, sintiendo el peso de lo mentalmente vivido. Y le sonreí.
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