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ESPÍRITUS
LIBRES
EGRESADOS
UNIVERSIDAD
DEANTIOQUIA
EditorÁlvaroCadavi
d M.
n
ESPÍRITUS LIBRES
EGRESADOS UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
©Universidad de Antioquia
Rector
Alberto Uribe Correa
Vicerrectora de Extensión
María Helena Vivas López
Director Programa de Egresados
Álvaro Cadavid Marulanda
Coordinadora BUPPE
Beatriz Betancur Martínez
Editor
Álvaro Cadavid Marulanda
Edición de textos
Patricia Nieto Nieto
Edición de fotografía
Natalia Botero
Corrección de textos
Margarita Isaza Velásquez
Asociación de Periodistas de la Universidad de Antioquia
Diseño y diagramación
Carlos Eduardo López Piedrahita
María Catalina Durán Giraldo
Cadavid Marulanda, Álvaro
Espíritus libres 1 : egresados Universidad de Antioquia / Autor: Alvaro Cadavid Marulanda
y otros. Editor Alvaro Cadavid Marulanda.- - Medellín : Programa de Egresados-Universidad
de Antioquia, 2011.
282 p. ; 21 cm.
ISBN 978-958-8709-33-8
1. Egresados universitarios 2. Formación profesional I. Tít.
378.986126 cd 21ed.
A1333685
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Foto Portada
Carlos Eduardo López Piedrahita
Impresión
Masterpress
Derechos reservados
ISBN:
Impreso: 978-958-8709-33-8
Electrónico: 978-958-8748-42-9
Este es un proyecto del Banco Universitario de Programas y Proyectos de
Extensión BUPPE. Prohibida la reproducción total o parcial, con cualquier
propósito o cualquier medio, sin autorización expresa de la Universidad de
Antioquia.
Autores
Álvaro Cadavid Marulanda©
Ana María Bedoya Builes©
Beethoven Zuleta Ruíz©
Catalina Vásquez Guzmán©
Carlos Eduardo Henao Calle©
Carlos Gaviria Díaz©
Carlos Mario Guisao Bustamante©
Carlos Mario Correa Soto©
Carlos Mario Gallego Arango©
Carolina Gutiérrez Torres©
César Alzate Vargas©
Darío Arcila Arenas©
Diana Isabel Rivera Hincapié©
Diego Agudelo Gómez©
Hernán Mira Fernández©
Eduardo Escobar©
Elkin Restrepo Gallego©
Gloria Cecilia Estrada Soto©
Gonzalo Medina Pérez©
Guillermo Zuluaga Ceballos©
Gustavo Gallo Machado©
Hernán Botero Restrepo©
Hernán Iglesias Illa©
Hernando Zabala Salazar©
Jacobo Franco Ceballos©
Jesús Alberto Echeverri©
Joaquín Botero Berrío©
Jorge Alonso Sierra Valencia©
José Monsalve Gómez©
Juan Camilo Jaramillo Acevedo©
Juan Camilo Rengifo Garcés©
Juan Carlos Orrego Arismendi©
Juan Mario Sánchez©
Juan José Hoyos Naranjo©
Julio César Restrepo Londoño©
Laura Marcela Pedroza Uribe©
Lucía Victoria Torres Gómez©
Luis Germán Sierra J©
Margarita Isaza Velásquez©
Maryluz Vallejo Mejía©
Oakley Forbes Bryan©
Patricia Nieto Nieto©
Paula Camila Osorio Lema©
Pedro Correa Ochoa©
Pompilio Peña Montoya©
Ramón Pineda Cardona©
Reinaldo Spitaletta Hoyos©
Rubén Darío Acevedo Carmona©
Sara Yaneth Fernández Moreno©
Sebastián Orozco Sandoval©
Sergio Valencia Rincón©
Víctor Casas Mendoza©
Yhobán Camilo Hernández Cifuentes©
Fotógrafos
David Estrada Larrañeta©
Diana Giraldo Kurk©
Jairo Ruíz Sanabria©
Jorge Alejandro Quintero©
Jorge Caraballo Cordovez©
Julián Roldán Alzate©
Nacho Landa ©
Natalia Botero©
Patricia Nieto Nieto©
Olivia Inés Montoya©
León Darío Peláez©
Fotografías: Archivos familiares, particulares; y cortesía de: El Colombiano,
Alma Máter, Parque E., Semana y El Malpensante, y las corporaciones Otraparte,
Héctor Abad Gómez, Asmedas y la Red Colombiana por los Derechos Sexuales y
Reproductivos Residex.
Periodistas practicantes: Yhobán Camilo Hernández, Julián Roldán y Laura
Marcela Pedroza.
Diseñador de versión electrónica
Santiago Orrego Roldán
Colaboradores: Juan Esteban Vásquez Mejía y Joan Esteban Zapata Suárez.
ÍNDICE
48
Alberto Arango Botero
Odontólogo, 1954
Oakley Forbes Bryan
16
50
Natalia Aguirre Zimerman
18
52
20
54
22
56
Licenciado en Educación, Inglés-Español, 1970
Especialista en Ginecología y Obstetricia, 2001
Iván Velásquez Gómez
Antropóloga, 1994
24
58
Jesús María Valle Jaramillo
26
60
Rodolfo Sierra Restrepo
28
Ingeniero Sanitario, 1988
Gerardo Molina Ramírez
Honoris Causa en Sociología, 1981
Guillermo Correa Montoya
Trabajador Social, 2001
Gloria E. Hernández Torres
Trabajadora Social, 1986
Armando Montoya Baena
Administrador, 1982
Héctor Abad Gómez
Doctor en Medicina y Cirugía, 1947
Juan Guillermo Restrepo Restrepo
Médico Veterinario, 1970
Antonio Roldán Betancur
Doctor en Medicina y Cirugía, 1971
Martha Lía Giraldo de Hernández
Doctora en Derecho y Ciencias Políticas, 1974
Luis Bernardo Vélez Montoya
Médico y Cirujano, 1987
30
32
34
Jorge Luis Páez López
Licenciado en Educación Física, 1978
Luis Norberto Ríos Navarro
Licenciado en Educación, Historia y Filosofía, 1977
Ingeniero Químico, 1991
Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, 1970
Laura Marcela Jaramillo Hurtado
Bibliotecóloga, 1996
Trabajadora Social, 1999
Javier Álvarez Arteaga
Ricardo Hoyos Duque
Abogado, 1982
Abogado, 1983
Alba Nidia Sánchez Monsalve
Timisay Monsalve Vargas
Francisco Maturana García
Odontólogo, 1972
62
Luis Bernardo Yepes Osorio
Bibliotecólogo, 1994
64
Alba Elena Correa Ulloa
Enfermera, 1970
66
Rubén Darío Montoya Naranjo
Comunicador Social - Periodista, 2001
68
Delfín Acevedo Restrepo
Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, 1970
36
70
Bachiller Liceo Antioqueño, 1971
Diplomado en Filosofía, 1979
38
72
40
74
42
44
46
Benhur León Zuleta Ruiz
76
78
José Luis Betancur Chaverra
Licenciado en Educación Física, 1996
Luis Fernando Vélez Vélez
Doctor en Derecho y Ciencias Política, 1973
Honoris Causa en Licenciatura en Antropología, 1979
Luz María Agudelo Suárez
Médica y Cirujana, 1986
Rubén Fernández Andrade
Licenciado en Educación, Español y Literatura, 1996
José Humberto Gómez
80
112
Enrique Gil Botero
Hernando Muñoz Sánchez
82
114
Ignacio Vélez Escobar
Licenciado Educación Física, 1992
Especialista en Teorías, Métodos y Técnicas de
Investigación Social, 1998
Luis Alfonso Marroquín Osorio
Bachiller Liceo Antioqueño, 1966
Luis Ignacio Lopera González
Licenciatura en Educación Especial, 1993
Doctor en Medicina y Cirugía, 1942
116
Fabio Luis Montoya Ramírez
90
Magíster en Educación, Orientación y Consejería, 1988
Hernando Zabala Salazar
Historiador, 1984
Gloria María Rodríguez Santa María
Licenciada en Bibliotecología, 1979
Pedro Luis Valencia Giraldo
Doctor en Medicina y Cirugía, 1965
100
José Miguel Corpas Garcés
102
Lucrecia Ramírez Restrepo
104
Especialista en Psiquiatría, 1990
Gustavo Olarte Castaño
Licenciado en Educación, Biología y Química, 1968
108
Francisco Luis Ángel Jiménez Arcila
110
Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, 1930
122
Alberto Cadavid Mejía
124
Rocío Pineda García
Licenciado en Educación Física, 1976
Doctor en Derecho y Ciencia Política, 1977
Licenciado en Educación, Inglés-Español, 1970
Enfermera, 1972
126
Gabriel Jaime Bustamante Ramírez
128
Ana Piedad Jaramillo Restrepo
130
Iacharuna Muyuy Jojoa
134
Gloria Bermúdez Bermúdez
136
Gonzalo Arango Arias
138
Fernando Vallejo Rendón
140
Alberto Aguirre Ceballos
142
Teresita Gómez
144
Carlos Mario Gallego Arango
146
Patricia Nieto Nieto
106
Rosa María Turizo de Trujillo
Abogada, 1953
Julio González Zapata
96
John Jairo Gómez Bernal
Licenciado en Educación, Biología y Química, 1967
120
94
98
Odontólogo, 1985
Baltasar Medina
92
Jorge Arango Arango
Odontólogo, 1974
118
86
88
Dagoberto López Arbeláez
Ingeniero Industrial, 1982
84
Manuel José Bermúdez Andrade
Comunicador Social - Periodista, 2000
Abogado, 1980
Historiador, 2000
Comunicadora Social - Periodista, 1984
Sociólogo, 2008
Licenciada en Bibliotecología, 1964
Bachiller Liceo Antioqueño, 1950
Bachiller Liceo Antioqueño, 1959
Doctor en Derecho y Ciencias Política, 1950
Pianista Summa Cum Laude, 1966
Comunicador Social - Periodista, 1985
Comunicadora Social - Periodista, 1990
Gustavo Adolfo Garcés Escobar
148
Gilberto Martínez Arango
150
182
David Gutiérrez Ramírez
Maestro en Canto
Abogado, 1985
184
Doctor en Medicina y Cirugía, 1958
Julián Estrada Ochoa
Antropólogo, 1982
Rubén Darío Lotero Contreras
152
186
Jorge Valencia Jaramillo
Luis Alberto Álvarez Córdoba
154
188
Delcy Yanet Estrada Figueroa
156
190
José Libardo Porras Vallejo
158
192
Gladis Yagarí González
160
194
Joaquín Antonio Botero Berrío
162
196
Jesús Abad Colorado
164
198
Carlos Mario Correa Soto
Magíster en Educación y Docencia, 1996
Honoris Causa en Comunicación Social - Periodismo, 1996
Ramiro Tejada Rendón
Abogado, 1986
Juan Felipe Jaramillo Toro
Médico y Cirujano, 1987
Orlando Mora Patiño
Doctor en Derecho y Ciencias Política, 1969
Carlos Alberto Sánchez Ocampo
Comunicador Social - Periodista, 1992
Elkin Restrepo Gallego
Estudios de Derecho. Poeta
Juan Carlos Orrego
Antropólogo, 1997
166
Doctor en Ciencias Económicas, 1967
Maestra en Canto, 2005
Licenciado en Educación, Español y Literatura, 1988
Magíster en Educación, 2011
Comunicador Social - Periodista, 1999
Comunicador Social - Periodista, 1992
Comunicador Social - Periodista, 1988
200
Víctor Gaviria González
Honoris Causa en Comunicación Social - Periodismo, 2004
Fernando González Ochoa
168
202
Carlos Mario Aguirre Rodríguez
Luis Alberto Correa Cadavid
170
204
Juan José Hoyos Naranjo
Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, 1919
Doctor en Medicina y Cirugía, 1968
Sergio Valencia Rincón
Licenciado en Educación, Español y Literatura, 1990
Carlos Arturo Fernández Uribe
Doctor en Filosofía, 2001
Alejandro Arango Medina
Comunicador Social - Periodista, 2001
Leonel Estrada Jaramillo
Odontólogo, 1943
Rodrigo Saldarriaga Sanín
Honoris Causa Maestro en Artes Escénicas, 2001
Estudios de Literatura. Actor
Licenciado en Ciencias de la Comunicación, 1976
172
208
Carlos César Arbeláez Álvarez
174
210
Alonso Cortés Cortés
Comunicador Social - Periodista, 1992
Doctor en Medicina y Cirugía, 1957
176
212
Álvaro Cogollo Pacheco
178
214
Alberto Villegas Hernández
Biólogo, 1986
Doctor en Medicina y Cirugía, 1955
180
216
Juan José Echeverri Escobar
Ingeniero Químico, 1955
Juan Carlos Arango Lasprilla
218
252
Ángela Patricia Cadavid Jaramillo
220
254
Tiberio Álvarez Echeverri
Alberto Echeverri Sánchez
222
256
María Eugenia Londoño Fernández
Silvia Blair Trujillo
224
258
Ricardo Restrepo Gómez
Fanor Mondragón Pérez
226
260
Sabinee Sinigüi Ramírez
Óscar Alejandro Vanegas Monterrosa
228
262
Gustavo Alberto Zapata Restrepo
Saúl Franco Agudelo
230
264
María Teresa Rugeles López
266
Jaime Alberto Palacio Baena
Psicólogo, 1996
Médica y Cirujana, 1986. Doctora en Ciencias, 1998
Licenciado en Educación, Filosofía e Historia, 1975
Médica y Cirujana, 1974
Ingeniero Químico, 1974
Ingeniero de Alimentos, 2008
Médico y Cirujano, 1975
Patricia Eugenia Díaz Montoya
Antropóloga, 2002
Luis Fernando Tintinago Londoño
Médico y Cirujano, 1988
Jorge Emilio Osorio Benítez
Médico Veterinario, 1985
Químico Farmacéutico, 1967
232
234
236
Enrique del Carmen Rentería Arriaga
238
Álvaro Posada Díaz
240
Biólogo, 1975
Doctor en Medicina y Cirugía, 1970
268
274
276
Carlos Santiago Uribe Uribe
246
278
Zayda Lucía Sierra Restrepo
248
Roberto Giraldo Molina
250
Doctor en Medicina y Cirugía, 1969
Comunicadora Social - Periodista, 2005
Magister en Educación, 2009
Licenciado en Educación, Español y Literatura, 1994
Doctora en Ciencias Básicas Biomédicas, 1997
Biólogo, 1977
Rito Llerena Villalobos
Licenciado Educación, Idiomas y Literatura, 1967
Ramiro Fonnegra Gómez
244
Licenciada en Educación, Historia y Filosofía, 1980
Físico, 2008
272
Martha Cecilia Londoño Báez
Doctor en Medicina y Cirugía, 1961
Honoris Causa Licenciatura en Educación Musical, 1998
José Emilio Yunis Turbay
242
Enfermera, 1980
Doctor en Medicina y Cirugía, 1964
270
Jorge Ossa Londoño
Médico Veterinario, 1973
Jorge Restrepo Paniagua
Doctor en Medicina y Cirugía, 1961
Biólogo, 1972
Olga Lucía Zuluaga Garcés
Licenciada en Educación, Filosofía e Historia, 1975
Magíster en Educación, Psicopedagogía, 1991
Francisco Lopera
Médico y Cirujano, 1979. Especialista en Neurología, 1984
Jaime Borrero Ramírez
Doctor en Medicina y Cirugía, 1953
Índice
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
sociedad sin los otros… Carente de aquellos que sin renunciar
a sus responsabilidades persiguen los sueños y privilegian
la convicción, la discreción, el silencio y el anonimato, para
facilitar así el logro de sus ideales ciudadanos por encima de la
rentabilidad, el ascenso social o económico; y que renuncian a
alcanzar el éxito a cualquier precio.
Del capullo emergió una mariposa*
Este es un libro de microhistorias, semblanzas, perfiles y retratos
de un tipo de triunfadores que no estamos acostumbrados
a exaltar. Aquí están las voces y las imágenes de aquellos
vencedores de lo inmaterial, de los que se quedaron habitando
las convicciones y los sueños, de los espíritus cuyo proyecto de
vida es la coherencia con su conciencia, sus valores y búsquedas.
Esta es una obra para caracterizar a los otros: a los espíritus
libres; a los sin gloria ni popularidad, a los sin rostro popular, sin
celebridad ni aplauso unánime del establecimiento; o a los que se
resisten al canon establecido del deber ser.
Se exceptúa a los inevitables, a los ya célebres, pues ellos son
protagonistas en otros escenarios, poseen otros reconocimientos,
habitan diversas formas del éxito o la grandeza. Qué sería de la
*Dickinson Emily. Poemas. Selección e introducción de Silvina Ocampo.
Tusquets. Barcelona. 2006, p. 106.
Sin los espíritus libres no habría ilusiones ni seres visionarios;
sin ellos sucumbiría la esperanza y Colombia no sería ni posible
ni viable. Sin figuras silenciosas y consistentes, dedicadas
cotidianamente a la ciencia, la investigación, la creación, la
narración, el arte, la conceptualización estética, la gestión social y
cultural, el deporte, el trabajo social, la educación, no sería posible
intervenir, transformar o diagnosticar adecuadamente los orígenes
y la permanencia de una sociedad injusta, violenta, compleja y
contradictoria como la colombiana.
Incluso seres escépticos o desilusionados, aquellos a quienes
los célebres les asignan el fracaso social o profesional, esconden
personas victoriosas en lo estético, intelectual y existencial;
habitadas por la placidez. Son ellos los que colocan en su lugar
las cosas y siembran la duda demostrando la fragilidad de los
falsos esquemas, ponen en evidencia los valores arribistas o el
inmovilismo del deber ser. Ellos sitúan lo efímero y aparente de los
grandes logros, en frágiles espacios del ego y la vanidad.
Sin aquellos con capacidad de hacer renuncias, seguir
convicciones y perseguir un proyecto de coherencia intelectual,
no existiría masa crítica. Los otros son ese elemento variado,
diverso y múltiple que dinamiza con su actitud y ejercicio crítico
a la sociedad, colocan su acento en aquello que no nos gusta, lo
que evitamos, ignoramos o eludimos… Esos seres triunfadores
anónimos, esos profesionales victoriosos de la coherencia y los
sueños, esos vencedores de lo cotidiano son los protagonistas de
este libro. Sus semblanzas son la mejor caracterización de nuestros
egresados; su hacer, su movilidad social intelectual y existencial,
son el mayor patrimonio humano, moral, cultural y científico de la
Universidad de Antioquia y de la sociedad.
La palabra y la imagen son huellas inevitables del lenguaje,
estrategias comunicativas insuperables, formatos connaturales
de la sociedad contemporánea; textura, síntesis y tono facilitan la
noción del tiempo, del transcurrir en los contextos. Ese mismo que
nos habita en la incertidumbre entre formarnos y prepararnos para
ser, ejercer y habitar espacios definitivos en la sociedad.
Las imágenes en el blanco y el negro son el día y la noche, las
diversas caras de la existencia humana. El entorno diverso,
la textura grisácea en la cual habitan y trabajan todo el tiempo
nuestros victoriosos héroes anónimos. Ellos y su hacer son lo que
no se ve, aquello que, como en los cuentos clásicos, solo pueden
percibir quienes lo merecen o se han preparado toda una vida para
hacerlo.
Inicialmente queríamos llamarlo Héroes anónimos, espíritus
libres pero aprendimos, nos enseñaron los protagonistas, que no
eran ni querían ser héroes. Los ciudadanos percibimos demasiados
héroes y al final emergen muchos de papel y terminan transitando
caminos escabrosos o resultan vinculados a las mil maneras del
delito y la violencia en Colombia.
Un espíritu libre requiere, para ser reconocido, que quien lo
indague posea el talento de reconocer el saber del otro. Los
perfiles de este libro reafirman aquello de que solo los ignorantes
pretenden ser más inteligentes que los demás, y que la humildad
es el recurso que caracteriza a los más sabios. Ahí reside la
importancia de asumir la diferencia y la pluralidad. Ella permite
visibilizar la variedad de presencias de un espíritu libre; situarlo
requiere sensibilidad, respeto y humildad. Su historia no está
trazada, no es el que gana más o ejerce un poder transitorio. Es
quien posee actitudes reconocibles, elige caminos revelados por
la razón o la pasión. O que voluntariamente, decide su destino
individual, incorporándose a colectivos o entornos donde ejercer.
Si luego surge la duda y dedica su vida a otro sueño o toma otro
camino, esa decisión será el resultado del obrar como le indican su
conciencia, su razón, su libertad.
Nuestros espíritus libres, protagonistas de la cotidianidad en la
sociedad, son numerosos y están dispersos; para seleccionarlos
fue preciso aceptar realidades, imponerse fronteras, asumir
renuncias, reconocer limitaciones espacio-temporales y
presupuestales. Fijar lo irrenunciable, asimismo puntualizar las
licencias admisibles.
Renunciamos a incluir a quienes ocupan altos cargos en el Estado,
la Universidad de Antioquia, las entidades privadas o ejercen
protagonismos principales en la política activa y en organismos
universitarios. Hay allí egresados notables, otros distintos a
nosotros; cuando pase el tiempo necesario para apreciar sus
obras, valorarán sus historias. Admitimos las limitaciones
económicas y logísticas, reconocimos la imposibilidad de acceder
a todos los lugares distantes del país o del mundo a donde han
llegado nuestros egresados. No disponíamos de recursos para
pagar como es debido a los escritores y fotógrafos. Esa realidad
fue una oportunidad para hacer un trabajo distinto.
La idea inicial: retratar a cien egresados de todos los ciclos
y áreas de formación universitaria; y en ese propósito hacer
visibles grupos, colectivos y singularidades, sin asignar cuotas por
11
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
dependencias, áreas, origen, etnia, preferencias, edades o género.
Lo irrenunciable: construir un texto con absoluta independencia,
sin vetos, consultas jerárquicas, ni prejuicios; un obra donde
los egresados fuesen protagonistas y autores registrando sus
percepciones no inducidas; un libro que albergara a algunos
Honoris Causa acogidos por la universidad como propios, y nos
dejara presentar varios espíritus libres que en su coherencia,
decidieron no graduarse.
Los 130 personajes y los 61 autores, diez de ellos no egresados,
tienen edades distintas, se dedican a profesiones diversas,
habitan entornos y espacios variados. Quienes están incluidos en
el libro tienen el perfil requerido, luego son. Pero no a todos los que
son logramos incluirlos. Algunos no están por su propia voluntad.
Otros se encontraban en sitios alejados o nos fue imposible hallar
quién se dedicara a escribir sus perfiles en tierras remotas.
Con las claridades anteriores procedimos a presentar la propuesta
al Banco Universitario de Programas y Proyectos de Extensión,
BUPPE, con el fin de garantizar parte del costo de la impresión.
Para divulgar la convocatoria seleccionamos un egresado con el
perfil requerido: el maestro Gilberto Martínez Arango, cardiólogo,
insigne deportista en su juventud, académico, dramaturgo,
actor, director y pionero del teatro experimental contemporáneo
en Colombia. Después divulgamos la convocatoria en el Portal
Universitario, en el boletín y la página del Programa de Egresados,
y en los grupos de egresados en Facebook.
Así mismo, utilizamos la base de datos para enviar correos
electrónicos invitando a más de 3O mil egresados que tienen
sus datos actualizados, a las asociaciones en el país y el exterior,
a las dependencias universitarias y a las sedes regionales.
Estudiamos las postulaciones y simultáneamente invitamos a
fotógrafos y escritores egresados a participar como autores.
Incluso si un escritor invitado era postulado, este no participaba
en las valoraciones o decisiones, ni intervenía en ese proceso. Al
final fue agradable ver cómo algunos descubrían que ellos habían
sido objeto de la mirada escrutadora de otro escritor que con
autonomía y distancia escudriñaba su esencia.
Salvo pocos casos, los autores son egresados; varios de ellos,
jóvenes pendientes de recibir su título. Este procuró ser, y
es, un libro de egresados, hecho por ellos. Esto le agrega un
valor adicional, pues al incorporar percepciones de los propios
egresados se constituye en evidencia del tipo de profesional que
forma hoy la Universidad de Antioquia. Este hecho le añade al
presente trabajo legitimidad, calidez y pertinencia.
Las secciones se ilustran en términos poéticos y simbólicos con
grafías que reconocen la creatividad como signo del pensamiento
superior de la inteligencia humana y punto de encuentro del arte
y la ciencia. Dos fragmentos poéticos de Emily Dickinson y uno
del monje y pintor chino Shitao, nos sirven para congregar líderes,
gestores, creadores e investigadores. El método etnográfico, el
estudio de caso y las historias de vida reconocen los lenguajes, la
escritura, la lengua, el relato, la imagen, lo poético y lo literario,
como instrumentos y opción académica válida para caracterizar
e indagar por la pertinencia profesional de quienes se dedican
a gestionar e intervenir en los espacios sociales, culturales y
creativos, o eligen como camino la creación, la palabra, el relato
y la expresión con los lenguajes, o ejercen su libertad recorriendo
los senderos de la ciencia de manera individual o liderando grupos
de investigación.
Escrito de manera cooperada, este texto no hace clasificaciones
ofensivas y discriminatorias del egresado. Evita el uso de
categorías restringidas y artificiales, declina los caminos únicos,
el mandato del tener o el deber ser, y pasa del enfoque rutinario,
impuesto por respetables y solitarios grupos técnicos, alejados de
la vida y enemistados con lo humano y lo singular. Términos como
calidad, pertinencia, eficiencia, eficacia, viabilidad, cobertura,
corresponsabilidad, equidad, vinculados a los conceptos de
aprendizaje, investigación, innovación, extensión, parecen
conducirnos a una trampa al olvidar la realidad y ocultar a los
protagonistas.
La noción de universidad semánticamente es variable, su sentido
coyuntural lo da el contexto, este a veces muta hasta convertir
la expresión en un lugar gélido habitado por referencias comunes
que parecen incorporarlo todo y terminan por despojar la palabra
universidad de su verdadero significante y sentido, distorsionan la
realidad y ocultan al ser humano.
Los egresados protagonistas coinciden en resaltar que en
la Universidad de Antioquia aprendieron la incredulidad, el
escepticismo y la duda, rasgos estos que coinciden con el de
la inteligencia. Los seres humanos objeto de los perfiles no son
perfectos ni modélicos. Este no es un libro de ángeles, ni se
abroga la facultad de señalar que son los únicos o los mejores;
recoge personas ciertas, escépticas, pasionales, imperfectas,
existencias pragmáticas o soñadoras, todos seres presentables,
relevantes y autónomos.
Cualquier crítica que pueda suscitar este trabajo, la asume el
editor general. Este da fe de que ninguna instancia directiva es
responsable de su contenido. El libro se construyó con placer,
sin ataduras ni intereses coyunturales; no se hizo para satisfacer
pequeños egos. Es un producto académico resultado de ejercer
la libertad de pensamiento, expresión y cátedra, un ejercicio
consciente y responsable, no sometido a credos, dogmas,
conveniencias, militancias, intereses, grupos, prejuicios, cuotas,
amos, abolengos, afectos, jerarquías o procedencias. Es una
obra que revela los tipos de profesionales y seres humanos que
ha formado y pretende seguir forjando la universidad; es solo una
muestra de esos miles de espíritus libres.
Álvaro Cadavid Marulanda
Editor
Director Programa de Egresados
Cada escritor o fotógrafo es responsable de su texto. Los logros
son de ellos. Su trabajo no remunerado es un gesto generoso que
abunda y caracteriza a muchos de nuestros egresados; por eso
esta obra es también un reconocimiento a ellos. A quienes sin
serlo participaron en este libro de egresados de la Universidad de
Antioquia, gracias.
13
Hay —entre mi país y el de los otros—
un mar.
Dickinson Emily. En mi flor me he escondido.
Versión en español de José Manuel Arango.
Universidad de Antioquia. Medellín. 1994, p. 100.
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
disputa; y una mañana, se reconoció en la cubierta de un
barco rumbo a Cartagena, enviado a terminar el bachillerato.
No sabía español y el papel moneda era novedad en sus
bolsillos.
Oakley
Forbes Bryan
Alguien ha cortado el alambre de púas de la columna en que
se apoya Forbes. El brazo descansa en el cemento y soporta
el peso de este hombre que a los 67 años guarda en su pecho
el grito de libertad. No vocifera sus anhelos, los desgrana
suavecito a medida que habla de St. Andrew, Providencia and
Katheleena, el archipiélago donde fue niño y a donde volvió
viejo.
Dio los primeros pasos en tierra de su abuela; aprendió
a hablar en inglés y creole; pasó horas viendo a los viejos
fabricar sus propios barcos y a los capitanes recibir naranjas a
cambio de las maderas que traerían de Canadá; casó peleas
con sus vecinos como primera forma de amistad; asistió a
varios cultos porque en esa época las almas no estaban en
Al hombre que fue su alumno de inglés en Cartagena le debe
su vocación por enseñar y su incursión en la juerga, en el
derroche. A la Universidad de Antioquia llegó en 1966 cuando
los estudiantes paralizaban el país. Las asambleas lo aturdían;
como entendía poco en español, los sonidos se le hacían más
pesados en medio de la algarabía. Entonces prefería retirarse
a sus meditaciones en inglés criollo, la lengua en que se
conocía.
Forbes era un tipo raro, dicen: sabía más inglés que algunos
profesores, ascendió cuatro semestres con validaciones; se
enfurecía cuando a su creole lo llamaban guachiguachi; y
aunque era el más entusiasta a la hora de celebrar, caía en
aquellos letargos propios de quien, de repente, recuerda que
es forastero.
El medio siglo que Forbes pasó en tierra firme fue nefasto para
su isla. En el 2003 regresó a San Andrés, después de más de
una treintena como profesor en la Universidad del Quindío,
donde encendió la lucha gremial —cuando ya podía expresar
su rebeldía en español— y fue Presidente del Sindicato de
Profesores por una década.
Al volver a casa se encontró de frente con su pueblo en
extinción: los nativos han perdido el 53% de la propiedad de la
tierra entre 1953 y 2010, ni siquiera el 10% de los raizales está
empleado, y una tercera parte de la población tiene hambre;
hay carteles para expropiar tierras familiares y luego venderlas
a las multinacionales del turismo que tumban bosques y
profanan cementerios; entre las 100 mil personas que viven
en 27 kilómetros cuadrados, los raizales, apenas 27 mil, son
minoría; y el inglés criollo — creado por sus ancestros al
mezclar palabras del inglés en la estructura del bantú—, para
sobrevivir, ya no es cosa que se enseñe a los niños.
“Los raizales nos estamos muriendo silenciosamente”,
sentencia. Comprendo que ante esa certeza se unió al
Movimiento Étnico Nativo, formado en 1999, con el propósito
de separarse de Colombia —que ha sido saquedora (entregó
la isla al capital extranjero), corrosiva (exportó las formas
mafiosas de la política), déspota (prohibió hablar en creole,
impuso el español como lengua oficial¬ y le entregó las almas
a la iglesia católica— y convertirse en una nueva República.
Esa patria soñada estará sostenida, dice Forbes, en la lengua
criolla donde se almacena la fuerza de la cultura raizal. Por
eso trabaja sin pausa por la propagación de la educación
trilingüe —inglés, creole y español—, como encuentro de los
múltiples matices de negros, blancos y mestizos que ahora
pintan el paisaje.
Forbes es un raizal radical conocido en todo el mundo. Por eso
lo llaman traidor, lo sigue el DAS, lo quieren matar. Y aunque
Jesús le ha dicho que la isla será independiente antes de que
él muera, no pone un pie fuera de ella. No quiere fallar a la
hora de romper los cercos, de deshacerse de las púas.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto
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Índice
Natalia
Aguirre Zimerman
Ella sabe cómo nacen los niños. Ha recibido a cientos en
Afganistán, Sri Lanka y Sudán. Los ha visto venir de cabeza,
de nalgas, de pies y también los ha palpado atascados en el
canal vaginal. En cualquier caso, una vez afuera, los observa
como si se tratara de una obstetra recién llegada al mundo,
y los acaricia: repasa las cejas, recorre la columna, mira
cada dedo. Se embelesa en esa vida que florece donde los
fusiles, la sequía, la barbarie, la pobreza, imponen la pena
de muerte.
Se fue de Colombia —donde no pudo ejercer la obstetricia en
zona rural— detrás de la bandera de Médicos Sin Fronteras.
Vio pasar la insignia en la popa de una canoa en un viaje por
el Atrato, la siguió por internet y diez días después estaba
en Kabul. Vistió una shwar kamize y se dedicó a conversar
con las mujeres: cómo conciben, cómo saben cuándo será
el parto, cómo les gusta dar a luz. Hablar porque “cuando
uno ayuda debe hacerlo con lo que los otros creen que
necesitan”, dice. Solo después procedió a examinarlas
debajo de esas burkas que parecen impenetrables; y a
recibir bebés mientras que la ciudad era bombardeada en la
guerra de Estados Unidos contra los talibanes.
Desde la Kabul sometida, Natalia escribía. Anotaba los
descubrimientos en sus piernas y luego los convertía en
correos electrónicos para mantener un vínculo con su
madre, quien vio cómo las cartas de su hija construían un
relato excepcional de la cotidianidad en la guerra. Así que
las modeló apenas y las tituló 300 días en Afganistán, libro
que convirtió a Natalia Aguirre en una de las autoras más
leídas de Alfaguara en el 2005.
Ella ni se enteró del impacto que generó su libro, porque
para entonces estaba en Sri Lanka que intentaba levantarse
del tsunami. Meses después de la tragedia, apenas los
pescadores volvían al oficio con botes donados por el
gobierno; panaderos, sastres, cocineros y demás seguían
atónitos. Pero la parálisis, producto de perderlo todo, no
detenía el flujo natural de la vida: en albergues y hospitales
improvisados seguían naciendo niños dotados para
sobrevivir.
más pobre del continente. En plena selva bañada por el Nilo,
Natalia fue maestra y alumna. Las aborígenes aprendieron a
poner un plástico limpio sobre el piso que servirá de cama
a la madre y a lavarse las manos. Y ella, la obstetra, a
solucionar partos obstruidos sin instrumentos ni bisturí. Le
bastó aprender a contar del uno al nueve y a decir sangre,
dolor, agua y puje en dinka; y a comprender algunos gestos
para que las parteras pudieran darle su saber: aprendió a
voltear bebés, aun en el vientre de la madre, con sus propias
manos. “Entonces, cuando ves cómo la gente soluciona así
su vida, te preguntas: ¿qué es un problema?”, reflexiona.
La próxima parada de Natalia será Jartum, capital de Sudán,
pues sus dos hijos necesitan casa, escuela. Por un tiempo
estará lejos de la selva pero no fuera de un país en guerra.
Salvará vidas de mujeres y de niños, a otros les cerrará los
ojos; evocará a su padre y a su hermana asesinados hace
años en Medellín; tal vez escribirá; reafirmará su voluntad de
estar en Colombia cuando le llegue la hora de morir; y se dirá
todos los días que no es de las que pasa el río sin mojarse.
A Medellín volverá cada diciembre para que sus niños
disfruten de las luces de Navidad, de la abuela, de la
casita verde de Envigado. O vendrá a dar a luz, como lo ha
hecho siempre, atraída por el olor de la tierra, empujada
por la nostalgia del hogar, urgida del abrazo de su madre,
necesitada de parir en español.
De Asia, Natalia se fue a África, al Sur de Sudán, donde
una guerra de cuarenta años convirtió a ese pueblo en el
Fotografía: Cortesía revista El Malpensante / Perfil: Patricia Nieto Nieto
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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colombiana. Finalmente, se hizo justicia con las secciones y
pasaron a llamarse “Lucrecio Jaramillo Vélez”, nombre que la
institución conserva a la fecha en su sede del barrio Laureles.
Iván
VELÁSQUEZ GÓMEZ
El hoy magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia,
Iván Velásquez Gómez, investigador clave de la parapolítica,
recuerda con nostalgia que la pobreza de su colegio llegaba
hasta el punto de no tener durante años un nombre específico
que lo distinguiera del Liceo Antioqueño, además de que a él
y muchos de sus compañeros les tocaba estudiar en pupitres
deteriorados, de cuyo daño los acusaban a ellos mismos
como responsables.
“Secciones de Bachillerato Anexas al Liceo Antioqueño” era
la denominación que tenía la jornada de la tarde en el sector
de Robledo, en donde cursó sus estudios medios, esa misma
que albergó otros nombres de jóvenes que luego tomaron
por senderos diferentes en el complejo devenir de la realidad
Al abogado penalista Velásquez Gómez lo conocí cuando él
era presidente del Colegio Antioqueño de Abogados y yo
me desempeñaba como director ejecutivo. Aunque esta vez
lo encuentro más robusto, sigue caracterizándose por una
mezcla de timidez y simpatía, reforzada por la seguridad con
que desgrana sus palabras cuando se traslada al pasado o se
sitúa en el nada fácil presente que debe enfrentar.
Iván no duda en calificar al Lucrecio como una entidad educativa
con sentido crítico, adonde llegaban algunos profesores que
laboraban en el propio Liceo Antioqueño: Heliodoro Rojas
Olarte —asesinado años después siendo dirigente gremial del
magisterio antioqueño— y Miguel Ángel Rivera Echavarría,
eran dos de ellos. Esos mismos pupitres dañados los compartió
con posteriores personalidades del derecho como Juan Ángel
Palacio, Ricardo Hoyos Duque, Guillermo Villa Alzate, Vicente
Cadavid Herrera y Luis Fernando Otálvaro Calle.
Iván ingresó a la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, de
la Universidad de Antioquia, en donde comenzó a formarse en
el conocimiento y análisis de la realidad social y política. Su
curiosidad académica lo llevó a pensar en realizar una tesis
de grado que partiera del planteamiento según el cual “la
clientela del derecho penal son los pobres, los excluidos”. Se
trataba, además, de “ver el derecho de una forma diferente,
no literal en su interpretación sino más bien exegética”.
Y también con base en la experiencia que tenía como
secretario de juzgado, en donde trabajó con el entonces juez
Carlos Mejía Escobar —posteriormente magistrado de la
Corte Suprema de Justicia—, Velásquez Gómez adelantó su
trabajo de grado con la orientación de uno de sus maestros,
el penalista Jota Guillermo Escobar Mejía. Al comienzo, los
jurados no estaban dispuestos a aprobarla por no compartir
el enfoque de la investigación, pero luego, en un acto de
confianza hacia el asesor, le dieron el visto bueno.
Treinta años después de graduado, Iván Velásquez Gómez, el
mismo que ha protagonizado y dirigido la investigación sobre
la parapolítica y en especial del hoy condenado senador Mario
Uribe Escobar, primo del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, se
reafirma en su compromiso jurídico y ético a pesar de presiones
recibidas y no obstante los señalamientos del ex mandatario
Uribe Vélez, quien lo ha tildado de “agente del comunismo”.
Iván no quiere terminar la conversación sin referirse a las
coincidencias que ha tenido con aquél: “Estudiamos juntos
Derecho en la universidad; cuando él era senador, yo me
desempeñaba como procurador regional en Antioquia; luego,
cuando él era gobernador, yo me desempeñaba como director
regional de fiscalías”.
Pero más fuertes que las coincidencias entre ambos, han sido
las contradicciones. Iván las sigue enfrentando con la misma
decisión con que se propuso aprender, cuando hace tiempo
estaba sentado en un derruido pupitre de las “Secciones de
Bachillerato Anexas al Liceo Antioqueño”.
Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Gonzalo Medina P.
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Alba Nidia
SÁNCHEZ MONSALVE
La puerta entreabierta deja ver una silueta. El contorno
dibuja a una mujer ligeramente inclinada que, al parecer,
escribe. Responde al llamado sin levantarse; apenas alza
la mirada. Lleva lentes y sonríe. Al cruzar el umbral, la luz
descubre a una muchacha al mando de un escritorio sin
lugar para más cuadernos rayados y mapas que muestran
mares turbulentos. En los cuadernos se ven trazos de
adolescentes sobre los que ella elogia los aciertos y marca
los errores, y las olas encabritadas dicen que quienes las
pintaron aún no conocen el mar.
En Machuca, Segovia, no saben de mares. Los niños
conocen los ríos con lechos de oro y los montes sembrados
de coca, el oro convertido en crucifijo y la hoja transformada
en cocaína. La maestra, la que ahora pule caligrafías y
corrige la orientación de la rosa de los vientos, conoce a
Antioquia desde la tierra fría del Norte hasta las planicies de
Urabá. Y de esa geografía sentida y contemplada les habla
a los muchachos. A veces se desdobla en añoranzas, en
batallas, y su clase de Sociales es hervidero de ilusiones:
serán médicos o abogados; se convertirán en cantantes o
pintores; romperán las fronteras en barcos o montados en
los lomos de los libros.
Alba Nidia, la maestra, predica porque ha vivido. Dejó
su casa paterna, en la vereda Cantayús Arriba de Santo
Domingo, cuando ya era mayor para la secundaria y muy
niña para el nocturno. Al terminar la primaria —caminaba
40 minutos desde su casa hasta la escuela—, se entregó
a repasar los vinilos que radio Sutatenza le enviaba a su
padre y a enseñarle a leer a su hermanita Berenice. Tres
años después, al punto de la derrota, se fue de la vereda en
procura de un diploma de bachiller.
Del nocturno de Bello pasó al colegio de Cisneros y de allí a
la Universidad de Antioquia. Un bono de alimentación y su
trabajo en la biblioteca la mantuvieron viva en un entorno
que puede tornarse hostil para el campesino. En el 2000,
consiguió su primer empleo profesional en el proyecto
“Escuela amiga de los niños” de la Diócesis de Apartadó
y Unicef. En el primer viaje la conmovieron el sinsentido
del tiempo, la lluvia eterna, el plato de sopa que partió con
quien competía con ella por el empleo. De los años que
siguieron no olvida la bondad de la gente que ha sufrido
y la responsabilidad que le imprimió el haber tomado en
préstamo, para su instalación en Urabá, los 500 mil pesos
que el abuelo atesoraba para pagar su propio entierro.
En el año 2005 —después de cuidar niños para paliar el
desempleo— regresó a Urabá. La escuela que ayudó a
construir albergaba ya a ochocientos niños. La misión —
como le decían en su casa a esos trabajos alejados y
penosos— era la construcción de 181 casas para familias
víctimas de la violencia con la Fundación Compartir. Estaba
cargando arena y pegando adobes cuando recibió, con
semanas de diferencia, dos noticias: a su hermano mayor,
quien ahorraba cada año todo su sueldo de jornalero para
entregárselo a ella cada enero, se le explotó el corazón;
y a ella le habían asignado una plaza como docente en el
Colegio Fray Martín de Porres de Machuca.
Llegó al caserío siete años después de que el ELN produjo
un incendio que calcinó a ochenta personas. “Allí opté por
ser una trabajadora social que quiere convertirse en una
gran maestra”, dice. Tomó a cada niño, lo condujo a un libro,
le sembró una esperanza. Dice que después de seis años
quiere empacar sus pocos trastos, despedirse de Machuca
y desembarcar en otro puerto donde no forme hombres
buenos para que los recluten los ejércitos.
Fotografía: Patricia Nieto Nieto / Perfil: Patricia Nieto Nieto
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Javier
ÁLVAREZ ARTEAGA
Javier Ignacio Álvarez Arteaga nació el 14 de abril de 1958
en Medellín, y sus primeros días transcurrieron en una
casa del célebre barrio de Buenos Aires, exactamente en
el cruce de Bomboná con Suiza. Veintidós años más tarde
inició estudios de Ingeniería Química en la Universidad de
Antioquia; el fútbol ya era su pasión, pero su padre, profesor
de lenguas extranjeras en el mítico Liceo Antioqueño, le
advirtió que toleraría aquella relación con la pelota sólo si se
entregaba, paralelamente, al estudio de alguna cosa seria.
Fogueado como jugador en la Liga Antioqueña de Fútbol,
Álvarez accedió al nivel profesional y vistió, durante un
puñado de años, las camisetas del Independiente Medellín,
el Deportivo Pereira y el Deportes Tolima. Su vocación para
la contención lo situó lejos del arco y, en consecuencia,
marcó pocos goles —le sobran dedos en una mano cada
vez que los cuenta—, aunque su cabeza guarda el recuerdo
de uno, crítico, que significó una clasificación de última hora.
Mientras tanto, rendía satisfactoriamente en los exámenes
parciales que pretendían medir su pulso de futuro ingeniero,
e incluso le quedaba tiempo para dedicarse al ejercicio físico
en el campus universitario. Alcanzó tal fama de aficionado
a la cultura deportiva que los periodistas, años después,
habrían de zurcir la fábula de que el Alma Máter lo había
coronado como licenciado en educación física. Pero la
verdad es que se tituló como ingeniero en 1990.
Javier Álvarez debutó en 1997 en el oficio que habría de
convertirlo en figura pública: el de la dirección técnica
de equipos de fútbol. Entre 1997 y 1998 estuvo al frente
del Once Caldas, alcanzando un flamante subtítulo y el
prestigio de haber puesto en marcha un fútbol demoledor
de naranja mecánica. Esas virtudes lo llevaron hasta la silla
de entrenador de la Selección Colombia, en cuya cabeza
degustó la miel de doblegar a Argentina 3 por 0 en la Copa
América de Paraguay y la amargura de sucumbir contra
Brasil, por marcador insospechado, en el Torneo Preolímpico
de Londrina. Volvió al Caldas entre el 2000 y el 2002,
sembrando, en algún sentido, las bases de los títulos que
el equipo albo habría de conseguir en el 2003 y el 2004. Fue
subcampeón con el Deportivo Cali en el 2003. Se probó en el
exterior al frente del Aucas ecuatoriano en el 2004. Un año
después tomó las riendas del Medellín: lo redimió de una
eliminación inminente y, sólo por segundos, no lo puso en la
final de diciembre del 2005. Retornó a Ecuador para dirigir al
Deportivo Cuenca al año siguiente. De nuevo en el país, en
el 2007, fue el timonel del Huila; y después, otra vez en el
Caldas —el equipo al que estaba amarrado lo mejor de su
destino deportivo—, se alzó por fin con el título de campeón
cuando, en junio del 2009, batió heroicamente al Júnior en
el inexpugnable Estadio Metropolitano de Barranquilla.
La constancia de la que se ha valido este director técnico
para alcanzar el podio de las celebraciones va más allá de
las canchas e ilumina su vida privada. Émulo de su padre, ha
cultivado pacientemente su espíritu con miles de páginas
clásicas: Víctor Hugo, Alexandre Dumas, Fedor Dostoievski y
Mark Twain son algunos de los invitados a su mesa de noche.
De hecho, rememorando esas lecturas dice que, al igual que
Albert Camus, siente que el fútbol le ha ayudado a conocer
a los hombres. Sin embargo, hoy en día, Javier Álvarez
hace uso de lo mejor de esa sabiduría lejos del banquillo
de técnico o la investidura de ingeniero químico: con ella
ilumina la crianza de su pequeño hijo Simón, quien ya debe
saber —como lo han sabido los jugadores orientados por su
padre— que el crecimiento nunca termina.
Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Juan Carlos Orrego
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Índice
concejal y diputado; y promovió actividades pioneras, como la
primera “Marcha por la defensa del Derecho a la Vida” en 1983
y el “Encuentro de profesionales de Antioquia: Hacia la paz por
la justicia social” en 1985.
Jesús María
VALLE JARAMILLO
Jesús María Valle Jaramillo nació el 28 de febrero de 1943 en
La Granja, corregimiento de Ituango; fue bachiller y abogado
de la Universidad de Antioquia, acatado dirigente estudiantil
y respetado profesor de ética profesional, derecho procesal
penal y oratoria forense. Integró el Comité por la Defensa
de los Derechos Humanos, Seccional Antioquia, desde su
conformación y asumió valientemente su presidencia en febrero
de 1988, después de que paramilitares habían asesinado a
varios miembros y presidentes de ese comité, entre ellos los
médicos Pedro Luis Valencia, Leonardo Betancur y Héctor Abad,
y los abogados Luis Fernando Vélez y Carlos Gónima.
Además, como líder infatigable y polifacético, conformó la Liga
de Usuarios de las Empresas Públicas de Medellín; presidió el
Colegio Antioqueño de Abogados; fue cofundador y presidente
del Colegio de Abogados Penalistas de Antioquia; actuó como
Como prestigioso abogado penalista, defendió la libertad de
los injustamente detenidos, puso al alcance de los condenados
pobres el elitista recurso de casación, en ese tiempo un
recurso elitista, e hizo de su ejercicio profesional una expresión
comprometida y consecuente con su opción por los humildes y
desprotegidos, los perseguidos por motivos gremiales o políticos
y, en general, por las víctimas de la injusticia, la exclusión y la
discriminación imperantes en Colombia.
Jesús María Valle fue héroe y mártir por la defensa de los
derechos humanos y la lucha contra la impunidad. Héroe porque
dedicó gran parte de su vida a trabajar por estas causas, aunque
conocía los graves peligros que ello implicaba en Colombia, y
mártir porque fue asesinado por su consecuente compromiso
con las mismas.
Entre 1996 y 1997, repetida pero infructuosamente, denunció en
los medios de comunicación y ante los sucesivos comandantes
de la IV Brigada del Ejército con sede en Medellín y el entonces
gobernador de Antioquia, abogado Álvaro Uribe Vélez, cómo las
“Convivir” se habían convertido en grupos paramilitares que, bajo
el pretexto de la lucha antiguerrillera, cometían graves atropellos
contra la población civil, con la tolerancia y hasta la participación
de tropas adscritas a esa brigada. Muy especialmente, denunció
los desplazamientos forzados y las masacres de campesinos en
los corregimientos El Aro y La Granja de Ituango.
Por estas graves y documentadas denuncias, cuya veracidad
estableció la Corte Interamericana de Derechos Humanos en
sentencia del 2006 y fue reconocida por varios comandantes
paramilitares en versiones ante jueces de Justicia y Paz, Jesús
María Valle fue calificado de “enemigo de las Fuerzas Armadas”,
denunciado penalmente por el delito de calumnia contra el
Ejército Nacional en julio de 1997, y amenazado. Por las mismas
causas y por su firme defensa de la libertad, la vida y la justicia,
fue asesinado el 27 de febrero de 1998, en un frío, profesional y
atemorizador operativo paramilitar.
En su voto sobre las masacres de El Aro y La Granja, el juez de
la Corte Interamericana de Derechos Humanos Antônio Augusto
Cançado Trindade escribió, citando a Ionesco, “estamos ahora
subyugados por la razón de Estado que permite todo: los
genocidios, los asesinatos, el meter en cintura a los intelectuales
[…] El Estado impulsa el crimen, justifica el crimen. La cultura,
que es la única que podría dejar al hombre respirar y darle un
poco de libertad, está devorada por el Estado”.
Como este asesinato permanece impune en Colombia, en
sentencia del 27 de noviembre del 2008, la misma Corte
condenó por él al Estado colombiano y dispuso que se hiciera
un acto público de reconocimiento de su responsabilidad
internacional en la Universidad de Antioquia, en relación con las
violaciones declaradas en “el caso Valle Jaramillo y otros, v.s.
Colombia”.
Aunque quienes ordenaron el asesinato de Jesús María Valle
y los paramilitares que lo ejecutaron, causaron un gran vacío
en los defensores de los derechos humanos y en las víctimas
de las múltiples violaciones de estos derechos, solo lograron su
desaparición física. Su espíritu, sus ideales y su ejemplo de lucha
y compromiso permanecen en la memoria de esos defensores,
de esas víctimas y del pueblo antioqueño y colombiano.
Fotografía: Archivo familiar / Perfil: Darío Arcila Arenas
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Rodolfo
Sierra Restrepo
La vocación por cuidar el medio ambiente está ligada a su
infancia en una finca, donde su padre sembraba la tierra,
cuidaba las quebradas y protegía los guaduales. También
le viene de haber pertenecido a grupos scout que lo
relacionaron con la naturaleza y de haber hecho muchas
salidas de campo en la universidad, que fortalecieron su
vocación por la conservación del agua especialmente.
“O cuidamos esto o nos quedamos sin nada y nos
autoexterminamos, que es la preocupación mundial”, así
piensa Rodolfo Sierra Restrepo, cuya vocación profesional
oscilaba entre la Ingeniería, la Biología y la Arquitectura, y
en la universidad de Antioquia encontró que la Ingeniería
Sanitaria combinaba esas áreas. Durante la carrera trabajó
con un grupo ecológico de estudiantes llamado Hombre
Nuevo. Con ellos iba a Moravia, cuando existía el basurero,
a observar el papel de los recicladores. Esa experiencia le
sirvió para comprender que reciclar era vital para el cuidado
del medio ambiente. De ahí su interés por el montaje de
programas de reciclaje. En Marinilla, con el apoyo del
municipio, creó la cooperativa Agua Marina, que aún existe,
donde capacitó a personas de bajos recursos y a un grupo
de jóvenes que hacía parte de un pacto de paz, para realizar
reciclaje en la zona urbana y parte de la rural, manejar el
relleno sanitario y barrer las calles.
Esa capacidad para relacionarse con las comunidades,
transmitir su conocimiento y fomentar la conservación del
agua, llevaron a Rodolfo a ser exponente internacional en
Costa Rica sobre el manejo de cuencas hidrográficas con
organizaciones comunitarias. También fue solicitado por la
Escuela de Microbiología de la Universidad de Antioquia,
para participar en un proyecto con los lecheros, finqueros y
docentes, en el Nororiente antioqueño, donde los ganaderos
están siendo afectados por el parásito de la Fabiola
hepática, cuyo problema y solución radica en el manejo del
agua.
Actualmente Rodolfo hace parte de la Corporación de
Estudios, Educación e Investigación Ambientales, CEAM,
donde capacita a organizaciones comunitarias integradas por
profesores y líderes rurales, que sacan tiempo de su jornal
para administrar el acueducto de sus veredas o municipios.
Con esta entidad ha realizado un diagnóstico participativo
de las organizaciones comunitarias administradoras del
agua y ha dirigido 180 capacitaciones, de 410 que hay
programadas en el Oriente antioqueño, para fortalecer la
dinámica de estas agrupaciones. Rodolfo piensa que su
trabajo de ingeniero es de porte social, por su relación con la
comunidad, “porque no es de fórmulas sino de comprender
las condiciones de cada sociedad, su capacidad económica,
su dispersión o aglutinación”, explica. Por todo eso, los
resultados en sus trabajos han sido muy buenos, por tener
en cuenta las poblaciones y porque combina lo técnico con
lo social.
La amabilidad y la sencillez le permiten a Rodolfo integrarse
con facilidad a las comunidades rurales, pues confiesa
que además de su pasión por la lectura, el trabajo se ha
convertido en un pasatiempo, porque le gustan las salidas
de campo, disfruta los recorridos por las cuencas, la relación
con los líderes, y siente gratificación porque su labor influye
en la conservación del planeta.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
fue nombrado rector de la Universidad Nacional en medio
de uno de los mayores escándalos por la reacción opositora
del clero, del conservatismo y de la derecha liberal, que
incrédulos, miraban como este joven, declarado simpatizante
del marxismo había vencido en la puja por dicho cargo al más
destacado hombre de letras del liberalismo, Luis López de
Mesa.
Gerardo
MOLINA RAMÍREZ
Nacido en agosto de 1906 en el seno de una familia
típica paisa de trece hijos dedicados a la agricultura y a la
minería, Gerardo Molina buscó las luces de la educación
trasladándose a Medellín para proseguir sus estudios de
bachillerato y universidad. Corrían los años veinte, una época
de grandes transformaciones en el país y notablemente
en la capital antioqueña, epicentro de nuevas industrias y
de un pujante desarrollo económico. Molina se inclinó por
el Derecho pero hubo de partir hacia Bogotá en razón de
la expulsión sufrida en la Universidad de Antioquia por su
participación en una huelga estudiantil. A la larga ese sería
el comienzo de una gran carrera en los campos de la política
y de la vida académica. Fue representante a la Cámara y
luego senador de la república. Posteriormente, en 1944,
Por fuera de los malos augurios, Molina realizó una gestión de
modernización de la universidad, amplió los cupos, la planta
de profesores de tiempo completo, el intercambio con otras
universidades del exterior, la vida cultural y artística en el
campus y diversificó las carreras.
Hacia 1949 salió del país en condición de exilado cuando
arreciaba la persecución contra liberales y librepensadores.
En París pudo concluir sus estudios doctorales en Derecho
y Ciencias Políticas y dio forma a una de sus principales
obras Proceso y destino de la libertad, en la que da cuenta
de sus experiencias en la reconstrucción de la Europa de la
posguerra y demuestra su lúcido y riguroso dominio de las
teorías en boga.
A su regreso al país, Colombia estaba todavía viviendo la
noche oscura de la dictadura rojista, y aunque fue llevado
a prisión supo moverse para contribuir a la caída de esta en
mayo de 1957. Por esa época fue nombrado en dos ocasiones
rector de la Universidad Libre a la que condujo por senderos
de reforma no sin resistir a las campañas que contra su
nombre se impulsaban desde el alto clero. Más adelante, se
internó durante varios años en una profunda investigación,
inédita en ese entonces, sobre las ideas liberales. El fruto
de esos desvelos se ha podido ver en la edición de los
tres tomos de Las ideas liberales en Colombia, que han
sido referentes para los estudios universitarios en ciencias
humanas y sociales y que contribuyeron a darles una mirada
más profunda y compleja a los problemas colombianos.
Tardíamente reconocido por los grupos de izquierda como un
líder de grandes quilates y proyecciones, fue lanzado como
candidato a la presidencia en 1982. De su campaña quedó
la imagen de un hombre serio, estudioso, nada sectario,
enemigo del fanatismo, educador y sobrio en la exposición
del programa que consideraba apropiado para el país, una
mezcla entre intervencionismo de estado e ideas socialistas
democráticas.
Molina era un hombre de convicciones pero a la vez era
flexible y sabía establecer la distancia entre los deseos y las
posibilidades. Así, para Colombia, como lo dejó consignado en
su Breviario de ideas políticas, la hora no era la de instaurar
el socialismo aunque sí la de profundizar la democracia y
combatir la pobreza extrema. Molina dejó honda huella en las
maneras de hacer política, en el campo de la academia, de la
historia y en la gestión universitaria.
Una universidad ligada a los destinos de la nación, en
disposición de estudiar los problemas y de contribuir a su
solución, una universidad con claras funciones sociales e
impartidora de una educación libertaria. Esto fue lo que dijo
entonces y sería una de sus tesis favoritas en los ensayos que
sobre la educación pública superior escribiría más adelante.
Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Rubén Darío Acevedo Carmona
31
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
gracias a la cual pudo vivir la universidad de manera distinta
a como la había conocido en ingeniería.
Guillermo
CORREA MONTOYA
El camino para llegar a Trabajo Social no fue fácil para este
natural de Caldas, Antioquia. Su primera relación con el Alma
Máter fue la Ingeniería de Materiales en 1991, la carrera
que abandonó a los dos semestres de haber emprendido.
Luego de una etapa en la filosofía, regresó a la universidad
con el susto de no reingresar en 1996.
“Cuando estaba por presentarme por segunda vez, conocí
unas trabajadoras sociales como bacanas, muy guerreras,
muy involucradas con la movilización y lo comunitario, y me
dije que era por ahí la elección”, recuerda “Memo”, como
cariñosamente lo llaman quienes lo conocen. Trabajo Social,
entonces, fue la carrera elegida para su segunda vuelta,
“Desde primer semestre pude vivir y descubrir la universidad
en lo humano de las relaciones que se establecían, unas
relaciones tranquilas hasta con los profesores, porque todos
nos preocupábamos por el otro como otro, no solo como
profesional”, recuenta el Correa Montoya.
De su paso por el Alma Máter le queda imborrable un
intercambio con la Universidad de Salamanca, al que accedió
casi por accidente, pero que le permitió dar a conocer su
país y ampliar la base de su conocimiento universitario,
así como explorar por primera vez un tema que le ha sido
cercano, la homosexualidad, alrededor de la cual giró su
tesis de pregrado.
Nueve años después de su acercamiento a la ENS, Guillermo
dirige el área de investigaciones de esa entidad. Además, es
docente del Departamento de Trabajo Social de la Universidad
de Antioquia y ha representado al país, con ponencias
y discursos, en diversos encuentros internacionales de
Derechos Humanos. Actualmente continúa su formación
profesional con el doctorado en Historia.
“Yo estoy seguro de una cosa: cuando vos terminás tu
carrera comienza tu verdadera formación universitaria,
que la hacés vos mismo. Yo tengo doble personalidad, en
últimas; una cosa es lo que adquirí en la universidad, y otra
cosa es lo que la vida laboral me ha dado. Si yo trabajara
en una Comisaría de Familia, o en la cárcel, tendría unas
funciones muy claras; en mi carrera, las funciones han sido
más plurales”, finaliza Correa.
Luego de su paso por el Alma Máter, este trabajador social
cuenta en sus estudios de posgrado la maestría en Estudios
del Hábitat de la Universidad Nacional de Colombia, en la que
abordó, como trabajador social, el mundo de la sexualidad;
allí su tesis de grado se tituló Del rincón y la culpa al cuarto
oscuro de las pasiones: formas de habitar la ciudad desde
las sexualidades por fuera del orden regular.
Su primer trabajo, según cuenta Guillermo, fue al terminar
la práctica académica en el 2001; consistía en contar
asesinados sindicales. Un año después fue el coordinador
del área de Derechos Humanos de la Escuela Nacional
Sindical (ENS), cargo que ocupó durante seis meses.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Sebastián Orozco
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
mucho antes, en sus años escolares, ya mostraba indicios de la
que sería su lucha personal y colectiva: transformar el sistema
patriarcal que vigilaba a las mujeres y no les permitía vivir con
propia personalidad. Para muchos, se trataba de una rebeldía;
para ella, era el comienzo de un camino.
Gloria
HERNÁNDEZ TORRES
Nació en Medellín, el 19 de julio de 1958, dos años antes de que
comenzara la década que cambiaría el mundo y los derechos
sociales en busca de la igualdad entre las personas. Su llegada
al mundo, en esa perspectiva, no sería fácil, pues entre sus
hermanos, los hombres eran 12, una inmensa mayoría, y las
mujeres, con ella, apenas dos.
Gloria Hernández se impuso desde pequeña el estudio como una
forma de romper las barreras del sometimiento y la pobreza en
las mujeres, por lo que fue una alumna ejemplar hasta terminar
el bachillerato y el pregrado en Trabajo Social en la Universidad
de Antioquia. Ese camino de la academia que siempre siguió la
llevó a especializarse en Políticas Públicas y Derechos Humanos
en la Universidad Autónoma Latinoamericana. Pero desde
Entonces las dificultades trataron de cercarla y ella nunca quiso
dejarse. Si en lo social había un mundo por cambiar, en su
desarrollo personal habría años para ir a contracorriente. Antes
de cumplir 25 años, la operaron de una escoliosis de columna
y tuvo que caminar por el resto de su tiempo con una prótesis
que le permitió mantenerse erguida y mirando al frente. Esta
dificultad en su salud la marcó tanto que en la celebración de
sus cincuenta años, decidió identificarse con la mexicana Frida
Kahlo.
Proteger a los débiles y vulnerables la motivó por siempre.
En 1986 participó como trabajadora social de la Cruz Roja
colombiana, en la coordinación de albergues tras el desastre
de Armero. En 1989 se vinculó a la Corporación Salud Mujer y
empezó su compromiso militante como feminista y defensora
de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres.
Cuando esa institución cerró sus puertas, se trasladó hasta
las minas de asbesto del municipio de Campamento para
acompañar a los trabajadores en sus dificultades sociales; de
allí tuvo que retirarse por amenazas contra su vida. En adelante
y hasta el momento de su muerte fue parte activa del grupo
Gemas, donde se dedicó a liderar procesos de educación
sexual en colegios y organizaciones de Medellín.
En 1992 ingresó como docente a la Universidad de Antioquia.
La amistad y admiración de muchos de sus estudiantes
universitarios dan fe del interés y amor que brindaba en sus
cursos, y se aliaron con ella en la lucha por ampliar y multiplicar
el conocimiento científico social.
Ese mismo año en que se vinculó al Alma Máter fundó con
otras luchadoras la Red Colombiana de Mujeres por los
Derechos Sexuales y Reproductivos, y desde entonces asumió
compromisos militantes con esta instancia en defensa de
la libertad sexual y reproductiva, en temas tan diversos y
polémicos como el aborto, las orientaciones sexuales y los
Derechos Humanos.
A lo largo de su carrera académica y de activista, Gloria
Hernández fue autora de números artículos, discursos, ensayos
y libros que hoy son su legado. En ellos quiso retratar y
transformar temas como el ejercicio responsable y libre de la
sexualidad, la defensa de los derechos sexuales y reproductivos,
los movimientos sociales como formas de resistencia ante las
injusticias de los sistemas económicos y la misoginia en la
jurisdicción penal colombiana, entre muchos otros. Es coautora
de los libros Por el derecho al derecho, Alba Lucía libre (2003)
y Violencia de género en la Universidad de Antioquia (2005).
Su vida intelectual, su lucha personal y su militancia colectiva
son hoy descripciones certeras de su grandeza como persona,
mujer y trabajadora social. Gloria Hernández murió en el año
2009. Su carcajada ante las dificultades queda guardada en la
memoria de quienes la conocieron.
Fotografía: Olivia Inés Montoya / Perfil: Sara Fernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Armando
MONTOYA BAENA
Siempre fue administrador. Desde que era un adolescente,
Armando Montoya tasaba el dinero que sus padres le
enviaban desde Venezuela para sostener su casa y a sus
tres hermanas. Nació el 11 de septiembre de 1953, en
una casa del barrio La Floresta “como antes nacían los
bebés”, dice él deslizando sus robustas manos sobre su
calva cabeza en señal de que los años han pasado, pero los
recuerdos de su infancia aún están ahí, en un niño alegre,
inquieto y espontáneo que lo ha acompañado en todas las
etapas de su vida.
No fue el mejor estudiante cuando hizo el bachillerato en el
Liceo Antioqueño, pero escogió estar allí porque, según él,
“tenía una disciplina muy exigente y al mismo tiempo una
cultura de dejar hacer al estudiante ciertas prácticas que
no eran normales en otros colegios”, pues existían muchas
libertades en cuanto a horario, uniforme y relación con
los docentes. No se imponía la disciplina jerárquica de un
colegio normal, pero se exigía en conocimiento y se educaba
en un ambiente universitario; por algo era el colegio de la
Universidad de Antioquia, en donde posteriormente ingresó
a cursar Administración de Empresas.
Quienes lo conocieron lo identifican como el estudiante
alegre que el día antes de entrar a un parcial le gustaba ir
a cine para relajarse. Atrás quedaron las materias perdidas
del Liceo y pese a que en la universidad no perdió ninguna,
se demoró ocho años para graduarse. Eran finales de los
setenta, y los paros y protestas estudiantiles caracterizaban
el ambiente de la época. Armando no participaba de este
movimiento, tuvo un infarto siendo estudiante, y tal vez por
esto, durante una protesta, prefería quedarse atrás de la
Facultad de Ingeniería o en la parte que él nombra “portería
de los cobardes”.
Pero la cobardía no lo acompañó por mucho tiempo. Renunció
a su primer trabajo en una empresa metalmecánica, en
donde el ambiente laboral era tan hostil que pese a tener
obligaciones y un hijo recién nacido, decidió buscar nuevas
y mejores oportunidades. No se considera una persona
políticamente de “izquierda”, pero su paso por la universidad
y su experiencia al enfrentar el mundo desde la posición de un
profesional le enseñaron que deben existir unas condiciones
de trabajo justo y que hay que buscarlas o luchar por ellas.
No fue fácil, duró meses sin trabajo hasta que una amiga lo
llamó a laborar en la Unión Cooperativa Nacional, Uconal,
donde debía hacer auditorías a las empresas cooperativas
de Antioquia. Le asignaron la cooperativa de trabajo
asociado Recuperar; allí identificó falencias financieras,
generó propuestas para su desarrollo administrativo y, en
menos de un año, conoció la empresa mejor que muchos
de sus empleados, por ello le extendieron la invitación a
trabajar con ellos.
Recuperar surgió de la necesidad de capacitar y organizar a las
familias de Moravia que tenían como medio de subsistencia
el reciclaje. Comenzó con treinta socios fundadores y a lo
largo de 28 años se le sumaron más de 3.600 trabajadores
especializados en la prestación de servicios generales como
reciclaje, aseo y jardinería. Armando Montoya aportó más de
veinte años de trabajo; quince de ellos como gerente general
de la entidad. Participó en la organización administrativa de
la empresa, creó manuales de almacenamiento, archivo y
control, y estuvo al frente de un proceso que formalizó el
trabajo informal ofreciendo condiciones dignas de trabajo.
Según Armando, “los principios y los valores que tiene el
sector cooperativo son una forma de vida que tratamos de
aplicar y de ejercer, y es algo difícil porque en este país primero
hacemos cooperativas y luego somos cooperativistas, pero,
aun así, es la forma de crecer y desarrollarnos”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Laura Marcela Pedroza
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
y la emoción, entre la autonomía y la solidaridad o entre la
libertad y la igualdad. Si la rígida teoría mostraba la fatalidad
de la elección y de la jerarquía, la riqueza desbordante de
la vida se encargaría de contradecirla, de la misma manera
en que las objeciones de Zenón de Elea al movimiento se
desvanecían cuando su contradictor salía caminando.
Héctor
ABAD GÓMEZ
“Muchas cosas sabe la zorra, y el erizo sólo una pero bien
grande”... Con esos versos de Arquíloco, puestos a modo
de epígrafe, nos introduce Isaiah Berlin en una sorprendente
tipología humana: zorras y erizos.
Los primeros no saben renunciar a ninguna de tantas cosas
bellas que nos ofrece el mundo, aunque sepan que algunas
son inalcanzables y otras plantean el drama de una elección.
Los segundos centran toda su energía en la materialización
de un solo propósito, a costa de un sacrificio inmenso: la
renuncia a todo lo demás.
Héctor era típica zorra. No cabía en su cabeza que hubiera
que decidirse entre la belleza y la verdad o entre la razón
Por eso decía sin rubor, subrayando su convicción con una
hermosa sonrisa rebosante de optimismo, que era cristiano,
liberal y socialista aunque los postulados catequísticos de
cada credo dijeran otra cosa.
Esa incapacidad de renuncia a todo cuanto se juzga valioso
y digno de perseguirse que a juicio de Ortega y Gasset es la
sustancia del hombre romántico, resplandecía en Héctor de
manera paradigmática.
Encarnaba al utópico, soñador, esteta y buscador de verdades
que quieren para sí y para sus semejantes, equitativamente
repartido, todo lo bello y noble que ofrece el universo. Por
eso lo asesinaron.
Valencia Giraldo, Leonardo Betancur Taborda, y al abogado
y antropólogo Luis Fernando Vélez Vélez. Los cuatro eran
egresados y profesores de la Universidad de Antioquia y
estaban vinculados a los grupos defensores de la vida y los
Derechos Humanos.
El recuerdo y la memoria de Héctor Abad Gómez son un
legado humanístico y ciudadano. Fue un convencido defensor
de la universidad como espacio para la ciencia. Pregonó que
los recursos económicos no se desviaran hacia la guerra y el
gasto militar, y pidió que éstos se invirtieran en agua potable
para la inmensa mayoría.
En su última columna, ¿De dónde proviene la violencia?
escribió: “En Medellín hay tanta pobreza, que se puede
contratar por dos mil pesos a un sicario, para matar a
cualquiera. [...] Vivimos una época violenta. Una violencia
que nace del sentimiento de desigualdad. Podríamos no
tener violencia, si todas las riquezas -incluyendo la ciencia,
la tecnología y la moral- -esas grandes creaciones humanasestuvieran mejor repartidas sobre la tierra.”1
Nota del editor:
Héctor Abad Gómez, doctor en medicina y cirugía de
la Universidad de Antioquia en 1947, fue un maestro
salubrista, innovador en la enseñanza de la Salud Pública.
Su asesinato el 25 de agosto de 1987, que marcó la historia
de la universidad en Colombia, sigue en la impunidad. Ese
mismo año también asesinaron a los médicos Pedro Luis
1
Abad Gómez Héctor, ¿De dónde proviene la violencia?. Texto escrito el día de su
muerte y publicado Postmortem como editorial en periódico El Mundo, domingo,
26 de agosto de 1987. Medellín.
Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Carlos Gaviria Díaz
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
alimentos y tener hasta recreación, gracias al manejo que
le dan los campesinos a la tierra”. Precisamente por eso
le gustaba radio Sutatenza, porque era educativa y estaba
dirigida a la población rural, y posiblemente de ahí nació su
deseo de continuar de alguna forma esa labor de educación
a distancia, aunque revela que a la radio llegó por accidente.
Juan Guillermo
RESTREPO RESTREPO
Recuerda que de niño se levantaba con su padre a las
cuatro y media de la mañana, esperaba los tragos junto a
los peones, en un corredor cerca a la cocina, y se sentaba
en una mesa grande, donde su padre charlaba y coordinaba
las actividades de la finca. En el entorno campesino se
empezó a afianzar el amor de Juan Guillermo Restrepo
por los animales y también por la radio, porque durante las
charlas mañaneras de su padre escuchaba radio Sutatenza,
que tenía una fuerte influencia en la otra Colombia, como él
suele llamar a la Colombia rural.
Juan Guillermo piensa que “este país está estratificado
y para algunos esa Colombia no representa nada, pero
debemos darnos cuenta de que hoy podemos consumir
Un día fue a realizar una actividad pedagógica a una finca, y
tras finalizar su exposición, el dueño de la casa, un hombre
relacionado con la radio, quedó impresionado por la sencillez
del lenguaje y la manera en que había comunicado su
conocimiento a los empleados de la hacienda. Por eso le
propuso hacer un programa de radio. Juan Guillermo, para
ese momento, estaba muy ocupado con la veterinaria y la
docencia y no aceptó la propuesta. Dos años después lo
volvieron a llamar y decidió aceptar bajo cierta condición:
“Yo dije: ‘vamos a hacer un ensayo para ver si el programa
sirve como yo lo diseño’. Y así fue, en 1979 empecé a
trabajar con temas agrícolas en el programa Colombia,
la nuestra”. Juan Guillermo concibió su emisión como un
espacio educativo y posteriormente introdujo una parte
informativa para mantener a los oyentes actualizados en los
ámbitos nacional y agropecuario.
que era estudiante dedicaba las vacaciones a trabajar
en algunas fincas de la región para poner en práctica los
conocimientos adquiridos en veterinaria. Por eso, si bien
ha cumplido 39 años de ser veterinario, han sido muchos
más los años de trabajar con animales y especialmente de
relacionarse con campesinos, porque recuerda que desde
su época universitaria adoraba las salidas de campo donde
podía entrar en contacto con las poblaciones rurales.
Actualmente tiene una clínica veterinaria y reparte el día entre
el tratamiento de animales y en la lectura. A diario lee dos
periódicos, cuando no logra hacerlo siente que algo le falta, y
en las noches reanuda la lectura de alguna novela histórica.
Así transcurre la vida de este hombre sereno que continúa
realizando Colombia, la nuestra, por eso llega diariamente
a las cinco y media de la tarde a las instalaciones de RCN
Radio, para encerrarse en la cabina, media hora antes de
grabar, a preparar el material y la agenda de cada emisión,
porque ante todo se siente satisfecho con el contacto con
los oyentes y con su compromiso con la otra Colombia, a la
que se niega a dejar en el olvido.
El trabajo de este hombre amable a quien su padre le
transmitió el respeto y la solidaridad con la población rural,
ha sido galardonado con el Escudo de Oro del Departamento
de Antioquia y la Palma de Cera del Departamento de
Caldas, donde Juan Guillermo fue parte de la tentativa,
como él dice, de imponer la bovinocultura, porque desde
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
compartimos en la Facultad de Medicina, no hablamos ni se
hablaba de ciudadanía universitaria, pero hoy, trascurridos ya
cuarenta años de esa época, he entendido que él se movió
siempre en ese terreno de la ciudadanía en la Universidad de
Antioquia que siempre fue su universidad, desde el Liceo, la
Facultad Medicina, hasta el Consejo Superior.
Antonio
ROLDÁN BETANCUR
Recuperar el valor del valor es la gran estirpe de luchadores
como Antonio Roldán Betancur. Pero no solo tener valor, sino
valores y entregarse a ellos desinteresadamente y sin medir
muchas consecuencias. Así son los héroes morales: seres
humanos autónomos que, cumpliendo los mejores ideales
de la moralidad, deciden vivir con irrenunciable fidelidad a
ellos y al servicio de los demás. El héroe es un reformador
y renovador social, moral, ético y político que aspira a
transformar la realidad en aras de su ideal. Ese ideal para
Antonio fue siempre el servicio a los demás, en sus mejores
formas desinteresadas que no buscan honores personales.
Antonio Roldán vivió intensamente, esgrimió y difundió
los valores universitarios y ciudadanos. En la época que
Desde la universidad se propuso hacer política hacia dentro
y hacia fuera. Desde el Consejo Estudiantil trabajó por
diseñar políticas universitarias con la comunidad académica
que propiciaran e implantaran la reflexión, el debate, la
crítica, como espacios de diálogo real y efectivo. Esto fue
lo que Roldán se propuso llevar a la práctica con la creación
del Instituto de Estudios Políticos —algo que logró hacer
realidad desde el Consejo Superior como gobernador—,
con la idea de darle piso firme a la formación política en la
universidad, lo que hay que trabajar día a día, sin descanso.
Él mismo fue modelo de lo que debe ser un universitario
integral, con compromiso político, en su carrera que
transcurrió por la alcaldía de Apartadó —la tierra que lo
adoptó y lo acogió—, la dirección del Servicio Seccional de
Salud y de Coldeportes, hasta llegar a la Gobernación de
Antioquia, cargo en el cual fue asesinado por las balas del
terrorismo, el cuatro de julio de 1989.
física, moral y mental que le permita el cabal disfrute de
una vida digna, decía Antonio. Ese clamor por los derechos
fundamentales de los seres humanos, fue una inspiración
permanente de su acción en lo público, que es, en esencia,
la política.
Antonio Roldán Betancur, nació el 17 de febrero de 1946, en
Briceño, Antioquia. A los cinco años, cuando murió su padre,
él y su familia vinieron a Medellín. Hizo los años de primaria
en la escuela Pedro Olarte Sañudo, en el barrio Fátima, al
pie de su casa. Cursó el bachillerato en el Liceo Antioqueño
y estudió Medicina en la Universidad de Antioquia. Al morir
su padre, se imprimió un recordatorio que decía: “Sus hijos
recogemos como una bendición sus últimas palabras: ‘que
progresen, que estudien, que sean buenos’”. A ese mandato
y legado siempre le fue fiel, porque la bondad y la solidaridad
que son inseparables, pero que no abundan como debiera
ser, siempre acompañaron a un universitario y ciudadano que
con su vida dejó un mensaje de compromiso irrenunciable
con el bien común, fundamental en el ejercicio de la sana
política, a la que mucha falta le han hecho personas como
Antonio.
Si abogamos por la vida, si reclamamos trabajo y recreación,
si pedimos igualdad y participación, así podemos entender
mejor lo que son los Derechos Humanos, que son
precisamente el compendio de las garantías que debe tener
toda persona desde que nace: gozar de una buena salud
Fotografía: Archivo periódico Alma Máter / Perfil: Hernán Mira Fernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
y tocaba guitarra. Por eso ahora, pese a estar en silla de
ruedas y con la mano izquierda parcialmente inmovilizada
como consecuencia de una aneurisma, nunca falta a los
conciertos de orquestas en el Parque de los Deseos.
Martha Lía
GIRALDO DE HERNÁNDEZ
Es una de esas mujeres obstinadas que llevan sus pasiones
al extremo. Ha sido así desde que entró a estudiar el
bachillerato en el CEFA. En ese entonces no hacía más que
leer. Desde niña sus regalos no eran juguetes sino libros y
en el colegio encontró una deslumbrante biblioteca a la cual
se escapaba en las horas de clase. Su madre la retiró de
la institución ya que no estudiaba por vivir leyendo según
decía, y empezó de nuevo el bachillerato en el Colegio
Mayor de Antioquia, de donde finalmente se graduó.
Su actitud no ha cambiado mucho y se refleja en una pasión
que es parte de su herencia, la música. Su padre perteneció
a la Sinfónica de Antioquia, sus hermanos tuvieron la
orquesta Los Chávez y ella misma, cuando podía, cantaba
Su obstinación parece mera terquedad, pero en realidad la
convierte en una mujer perseverante ante las dificultades y
determinada a ejercer su profesión en favor de la educación,
la cultura, la mujer y la democracia. Fue así como esta mujer
pálida, de ojos pequeños, caballo castaño y figura delgada,
entregó su vida al derecho penal y al Partido Liberal, donde
inspiró su trabajo en el amor y el servicio a la comunidad
en los barrios y los pueblos de forma gratuita; y ahora deja
escapar una carcajada blanca de dientes pequeños, que le
da otro aire a su rostro, cuando confiesa que al jubilarse
del Municipio de Medellín se sentía millonaria porque le
consignaban dinero.
Martha Lía fue secretaria general de la Alcaldía, del
Departamento Administrativo de Planeación y de la Secretaría
de Educación, Cultura y Recreación de Medellín. Además fue
miembro del Instituto de Estudios Liberales de Antioquia, de
la Fundación Amigos Liberales y es miembro honorario de la
Fundación Futuro para la Niñez. Su labor recibió distinciones
como la Medalla al Mérito de la Alcaldía de Medellín y el
galardón Mujeres Destacadas de Antioquia, de la Unión de
Ciudadanas de Colombia. Pero más allá de los reconocimientos,
el orgullo de Martha Lía es brindar oportunidades de estudio
y promover escenarios culturales, porque piensa que generan
ambientes alegres y mejores para todos.
Martha Lía fundó la Primaria Musical Piloto del Instituto
Musical Diego Echavarría, fue rectora de la Escuela Popular
de Arte y compró el lote donde se encuentra el Instituto
Tecnológico Metropolitano cuando era rectora de la
institución. Ella afirma con alegría que sembró la educación
en el ITM y ahora ayuda con becas a otros discapacitados,
para que estudien allí.
Su convicción es colaborarles a los demás, “toco puertas
para dar empleos y estudio a quienes lo necesitan, es lo que
más me gusta a mí”, dice, sonriente, y añade que encuentra
amigos en todas partes, porque tiene un don especial
para crear vínculos de amistad; gracias a eso mantiene
unido al grupo de egresados de Derecho de su época y se
entusiasma programando los encuentros. También tiene
arraigada la idea de compartir con otros enfermos la salud
que ha recuperado, como lo hace con su amiga Cecilia
González que tiene Alzhéimer. Ese sentido humanitario de
Martha Lía es la esencia de su vida, de su empeño por
mejorar el bienestar de los demás y por eso dice de manera
consciente: “Soy una persona a la que mi Dios mantiene
viva y sigue llevando adelante, porque así, minusválida, soy
capaz de seguir ayudándole a toda la gente que pueda”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
según dice, cuando la educación era abierta y se asumía el
Cristianismo como ayuda, por lo que desde muy chico se
acostumbró a trabajar en brigadas con campesinos. Esa
mirada humanista se consolidaría en el Alma Máter. Como
ingresara, conoció el movimiento estudiantil en un tiempo de
deliberaciones y sesudos debates. Algunos de sus compañeros
terminaron en la clandestinidad, pero él se quedó para luchar
desde otros escenarios.
Luis Bernardo
VÉLEZ MONTOYA
Se tambalean. Van con sus pasos por las cornisas del
desamparo. Hacen malabares consigo mismos en una lucha
de supervivencia. Se columpian con sus trastos en las laderas
y en las periferias, único espacio que al parecer les pertenece.
Pero más allá de lo espacial, caminan en un borde entre la
negación y la indiferencia. Trabajadoras sexuales, menores y
jóvenes en situación de calle, drogadictos, parece que tuvieran
reservados estos espacios del olvido.
Para muchos no existen. Pero por ellos se la ha jugado Luis
Bernardo Vélez, médico de la Universidad de Antioquia,
especialista en Gerencia Hospitalaria. A ellos les ha dedicado
la mejor parte de su vida.
Lo ha hecho desde casi siempre. Estudió en el Seminario
Menor, “en una época muy liberal y de compromiso social”,
En la universidad ocurrió algo que habría de marcar su
existencia: conocer a Héctor Abad Gómez, con quien entendió
que la Medicina es para el servicio social. Dice que a los 19
años comenzó a acompañarlo a Bellavista, a atender presos, y
a los barrios populares. “En la U. se afianzó mi sensibilidad con
la gente humilde”, dice Luis Bernardo, quien se define como
humanista y “más que médico, como trabajador de lo social”.
Desde esos años mezcló atención en salud con actividad
política, entendida como se la enseñara Abad Gómez, “la
política tiene sentido si ayuda a transformar la sociedad”.
Aún como estudiante, se vinculó a la Corporación Primavera,
comprometida con la rehabilitación de prostitutas, y terminó
siendo su presidente. También, más adelante, se unió a la
Corporación Talentos, organización que en Lovaina atiende
jóvenes en riesgo de drogadicción y prostitución; terminó
dirigiéndola durante ocho años.
Esa actividad con grupos marginales lo llevó a espacios
inesperados. Luego de graduarse, se enlazó decididamente a
la política y fue directivo de Metrosalud y subsecretario de la
Dirección Seccional de Salud de Antioquia.
Luis Bernardo privilegia la salud pública ante la medicina
asistencialista. Los despachos oficiales, con sus informes y
tediosas reuniones, lo asfixiaban por lo que renunció y regresó
a donde la gente que él sentía le pertenecía. En Lovaina, que
ya hace parte de su ser, continuó su labor a favor de grupos
marginales.
Y pensando en espacios para esos grupos sin voz, en 1999,
en compañía de Alonso Salazar, Sergio Fajardo y otros amigos,
fundó el movimiento Compromiso Ciudadano. Desde entonces,
y aunque al principio no faltaron óbices en el camino, su lucha
ya no es tan marginal, y hoy se place de que varias de sus
apuestas sean políticas públicas como la seguridad y soberanía
alimentaria y la postura contra las violencias sexuales. Luis
Bernardo, con sus amigos, ha visibilizado en importantes
recintos reflexiones sobre niñez en situación de calle,
drogadicción, equidad de género, embarazo en adolescentes,
tercera edad, derechos humanos y masculinidades, entre
otras temáticas.
Le gusta afirmarse como liberal, pero más allá de un partido,
pues coherentemente milita con los indígenas, con esos
otros marginados por tanto tiempo. Su liberalismo es de
pensamiento, por lo que reconoce gente buena en todos los
partidos y admira, además de su tutor, a Luis Carlos Galán, a
quien consideraba un “liberal íntegro”.
Como demócrata, considera que la educación es la
herramienta principal para transformar una sociedad, y
como médico plantea la necesidad de trabajar más por las
menores embarazadas y por la erradicación del hambre. Estos
asuntos que para muchos son marginales, seguirán en este
comprometido médico y concejal de Medellín.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Guillermo Zuluaga
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Luis Arango Ferrer, trabajaba como secretario en una sala
penal del Tribunal Superior de Medellín; su tío, Dionisio Arango
Ferrer, fue gobernador de Antioquia; su madre, Carmen Botero
Restrepo, era pariente del ex presidente Carlos E. Restrepo.
Alberto
ARANGO BOTERO
Con expresiones picarescas, una riqueza de detalles que da
cuenta de una memoria privilegiada y un juego corporal y vocal
con el que imita las voces de personajes y dramatiza cada
escena, Alberto Arango Botero cautiva a sus interlocutores
al narrar las anécdotas de su vida. Cuando de una discusión
académica o intelectual se trata, es firme y frontal con sus
planteamientos, argumenta con la sabiduría y el conocimiento
de su experiencia y formación, y nunca debate opiniones, sólo
conceptos. No come cuento de nadie.
Nació hace 84 años en Medellín, en una familia de líderes y
partidarios del conservatismo. Creció rezando el rosario todos
los días a las siete de la noche y escuchando de sus parientes
la sentencia de que los liberales se irían al infierno. Su padre,
El contacto con otras ideologías y culturas al ingresar a la
universidad y en su transitar por el mundo lo “desgodizaron”.
A nadie consideró su modelo o maestro. Ya no sigue ninguna
doctrina religiosa ni política, aunque se califica de izquierda
radical al tratarse de igualdad y justicia social.
En su juventud practicó varios deportes, fue tirador al blanco
pero no ganó un campeonato; saltaba en garrocha hasta que
una vez casi se “despescueza”; de la natación dice que “nada
más un sapo”, le fue mejor con la cacería. Por eso cree que
en lo único en lo que ha producido algo realmente valioso ha
sido con su carrera profesional; aunque no “ha agarrado el sol
con las manos”, tampoco ha fracasado. Su vocación parecía
perdida al terminar el bachillerato en el San José de la Salle,
pues comenzó estudios de Ingeniería Civil en la Universidad
Nacional, y luego de Ingeniería de Petróleos, pero sus notas
reflejaron un mayor interés por los juegos de billar que por las
ecuaciones y fórmulas matemáticas.
Desistió de las ingenierías y siguiendo los pasos de su hermano
mayor se convirtió en un distinguido estudiante de Odontología
de la Universidad de Antioquia, que ocupaba siempre los
primeros puestos, y en un profesional consagrado a enseñar
y a mejorar los procesos de formación de odontólogos en el
mundo, procurando una profesión con mayor sentido social y
acorde con las necesidades de la realidad. La gran lucha de su
vida, “o pendejada”, como la llama.
Realizó estudios de posgrado en Francia, Suecia y Estados
Unidos. Como decano de la Facultad de Odontología de
la Universidad de Antioquia fue pionero en mejoras e
innovaciones curriculares. Trabajó en Venezuela y en México,
fue fundador de la Organización de Facultades de Odontología
de Latinoamérica (Ofedo - Udual), asesor durante doce años
en formación y educación de personal odontológico y diseño
curricular con la Organización Panamericana de la Salud en
Latinoamérica; y con la Organización Mundial de la Salud en
Birmania, Tailandia, Indonesia e India.
En la sala de su apartamento, más bien un museo, exhibe
fotografías de sus viajes, artesanías de hierro fabricadas en
Guatemala, esculturas tailandesas, máscaras de la Isla de Bali
y batiks de Indonesia. De los muros de una de las habitaciones
pende la vasta colección de distinciones y condecoraciones
nacionales e internacionales que le han sido otorgadas por
su eminente labor como profesional de la salud al servicio de
la humanidad; entre ellas, la que más lo honra es la Orden al
Mérito Universitario Francisco Antonio Zea, otorgada por su
Alma Máter.
Cada día se levanta a las 8:20 a.m., se ejercita durante media
hora, cuida su salud para hacerles jugarretas a los años, saca
tiempo para tomarse algo con sus compañeros, quienes lo
aprecian y respetan, y continúa con la gran lucha de su vida,
la lucha que lo hace libre.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Diana Isabel RIvera
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Índice
Timisay
MONSALVE VARGAS
Una joven embarazada sale desplazada, con su hermano de
once años, de un municipio del Nordeste antioqueño. “Ellos
son tan pobres que la única pertenencia que tienen es un
bendito caballo. El niño preocupado por el animal, porque
cómo va a perder esa propiedad, se devuelve por el caballo
y nunca regresa”, así narra Timisay Monsalve uno de los
relatos inscritos en las páginas del conflicto colombiano. Y
decido empezar su historia con esta escena, porque ocupa
un espacio importante en su existencia, porque es producto
de la conferencia más difícil que ha dictado y porque el dolor
de este acontecimiento también es su vida, pues su elevada
sensibilidad genera un grado de empatía con los temas que
investiga.
Para Timisay la sensibilidad es primordial. Se pregunta
qué sería de un individuo sin esta facultad y se responde
diciendo que no sería sujeto humano. Ella, por su parte, aún
derrama lágrimas mientras cuenta historias de las víctimas
de la violencia en el país. Desde que regresó a Colombia,
luego de realizar una maestría en el 2002 y un doctorado en
el 2005, ambos en antropología, en la Universidad Nacional
Autónoma de México, se conmovió con fenómenos de
la violencia, como la tortura, la desaparición forzada, la
violación sexual en medio del conflicto y la desarticulación
de cuerpos. Decidió repensar esos relatos de manera
académica y relacionó estos fenómenos con el cuerpo, su
principal tema de estudio, y empezó a dictar conferencias
sobre cuerpo y violencia.
La conferencia más difícil de su vida la pronunció ante
familiares de víctimas de desaparición forzada. Fue
complicado porque ella no había sufrido la desaparición
forzada, ni era familiar de alguna víctima. Aun así debía
hablar, desde el punto de vista académico, ante personas
que sí habían vivido esa situación. Cuando empezó, el
público lloraba continuamente y ella se convencía de que
su investigación sí se acercaba a la situación real de las
víctimas. Esto la hizo entrar en momentos de conmoción
durante la conferencia, pero supo mantenerse firme. “El
costo de los sensibles es que gozan mucho, porque disfrutan
con las cosas más simples, pero también las cosas más
elementales, cuando están amparadas en el dolor, lo hacen
sufrir a uno. Son niveles opuestos pero se complementan”,
explica Timisay, que en la actualidad es docente en la
Universidad de Antioquia, a donde siempre quiso regresar
porque para ella es un espacio agradable, diverso, abierto
a la crítica y a la discusión. Actividades que disfruta tanto
como las cosas simples: permanecer en su casa, leer,
escuchar música de Aute y Serrat, y cantar aunque no lo
haga bien. También adora sus mascotas, porque le encantan
los animales, pues para ella “cada uno tiene una personalidad
definida y es como salirse de todo y ver cosas muy simples”.
El nombre Timisay significa vida, lo eligió su madre que
escuchaba una radionovela sobre una princesa indígena que
era rubia, de ojos azules, tocaba piano y tenía ese nombre.
Aunque Timisay ni es princesa, ni rubia de ojos azules, ni
toca piano, sí tiene una fuerte relación con la vida de las
personas que han padecido las atrocidades de la guerra en
Colombia. Sus estudios y análisis la han convertido en una
fuerte crítica del conflicto colombiano, en una de las pocas
personas decididas a rescatar del olvido a las víctimas, para
mostrar que la insensibilidad de la que se habla es falsa,
porque sus historias nos tocan a todos y ella misma ha
comprobado que sí convocan a la sociedad.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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Ricardo
HOYOS DUQUE
En su cómoda oficina, en el Norte de Bogotá, el ex
magistrado Ricardo Hoyos Duque recuerda sus pinitos en
el Derecho y sonríe tímidamente cuando rememora sus días
en la Universidad de Antioquia, donde hizo una carrera tan
intensa que terminó siendo profesor titular de la mayoría de
estudiantes que arrancaron con él los estudios de abogacía.
Hoyos, nacido en El Santuario, ingresó a la Facultad de
Derecho en 1976. Era la época convulsionada de prolongados
paros, en la que con suerte se lograba cursar un semestre
por año en el Alma Máter. Hoyos solamente requirió de
siete semestres para hacerse con el título de abogado.
En 1982 se graduó con mención honorífica por su tesis La
responsabilidad patrimonial de la administración pública,
y fue de inmediato fichado por el decano de entonces para
hacer parte de la planta de profesores. Hoyos era un experto
en Derecho Administrativo pero no tenía ni idea de enseñar,
así que pasó muchas noches preparando el curso. De esa
manera se ganó el respeto de sus antiguos compañeros
de pupitre que empezaron a reconocer en él además de un
experto en la materia a un docente serio y juicioso, lo que no
se espera de un muchacho de 26 años. “Cuando uno asume
el reto de ser profesor debe estudiar e investigar al máximo
para saber el doble, porque hay que responder las preguntas
de todos los estudiantes”, dice.
En 1988, luego de formarse como tratadista a lo largo de
seis años enseñando en la universidad, Hoyos pasó a ser
magistrado del Tribunal Administrativo de Antioquia. De la
formación teórica, ahora iba a la práctica. Su destacado
desempeño llegó a oídos de los superiores en Bogotá, y
en 1993 el Consejo de Estado lo condecoró como el mejor
magistrado del país, otorgándole en la categoría oro la
Medalla José Ignacio Márquez. Con estas credenciales y
la experiencia acumulada, su llegada al Consejo de Estado
estaba cantada. Y así fue. En 1996, hizo maletas y se fue
para la capital como magistrado titular de la alta corporación,
y en el 2003 fue presidente de la misma.
privado. Su firma es consultada por el peso y la seriedad de
su nombre en todo lo referente al Derecho Administrativo.
Estas consultorías las mezcla con seminarios en los que
participa. Hoyos es una de las voces más autorizadas en el
país en su campo.
De su paso por la Universidad de Antioquia, además de
su sólida formación, reconoce que encontró y “tomó” de
allí a la que luego fue su esposa, Margarita Hoyos, una
odontóloga con la que hoy tiene tres hijos. Hoyos, el jurista,
vive entre Medellín y Bogotá, y entre viaje y viaje, acá o allá,
saca tiempo para lecturas “distintas a las legales”, como
dice, y para escaparse cada que puede a alguna sala de
proyección y disfrutar “así sea solo” de esa pasión que lo
acompaña desde que era un estudiante: el cine. No parece
una coincidencia que su oficina quede a dos cuadras de un
teatro reconocido por ofrecer la mejor cartelera de Bogotá,
y quizá del país.
Al concluir su periodo constitucional en el 2004, Hoyos fue
postulado por el presidente Álvaro Uribe para el cargo de
procurador general. Pero el destino del jurista estaba en el
plano de lo privado. Tras dejar el Consejo de Estado, Hoyos
pasó a desempeñarse de manera independiente como asesor
Fotografía: Cortesía revista Semana / Perfil: José Monsalve
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Índice
Marcela
JARAMILLO HURTADO
He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo
con el corazón se puede ver bien.
El Principito, Antoine de Saint-Exupery
Peor que ser invidente es ser invisible. O indiferente o
excluido. Peor que ser invidente es ver solo lo superficial, las
formas y la materia. No obstante, Marcela presta sus ojos
a aquellos para que vean lo que les es invisible. Lo esencial
parece no requerir de las propiedades organolépticas para ser
percibido. Desde hace 14 años, Marcela ha hecho de sus ojos
una herramienta colectiva, un objeto de servicio que ya no es
más de su propiedad, sino un bien público. Pero más que el
fascinante espectro de las formas, ella ha hecho visible a una
colectividad excluida en razón de su discapacidad.
Marcela parece tierna aunque confiesa que para ella
la sensibilidad es un lujo: “Si yo fuera sensible no habría
podido sortear todas esas situaciones”, señala, y agrega,
casi como una denuncia, que tiene compañeros de trabajo
que jamás entran a la Sala Jorge Luis Borges de la Biblioteca
Central de la Universidad de Antioquia, sino que le hablan
desde afuera o pasan de largo. Ha hecho de su labor un
ejercicio racional, luego de atravesar por la impotencia y la
angustia, y por el momento en que un invidente la consoló:
“Marce, no te angustiés que lo que uno no ha tenido no le
hace falta. Yo nací ciego, no sé qué es ver. Ver no me hace
falta”.
Para esta bibliotecóloga, especialista en Gerencia de
Servicios de la Información, la casualidad es causal en
su existencia. Hace 14 años ingresó al pregrado como
segunda opción, pero pronto se convenció de que el acceso
a la información les permite a las sociedades impactar sus
destinos de formas definitivas. Por casualidad, luego de
que un grupo de estudiantes invidentes le enviara una carta
al Consejo Académico, ante el riesgo de ser expulsados
por bajo rendimiento, dedicó su tesis profesional a un
proyecto que fomentara las posibilidades académicas de
esta población con discapacidad visual. Sus proyectos
fueron tachados y considerados inviables. No había censos
poblacionales. No existían ciegos en la Universidad de
Antioquia. Los invidentes eran invisibles.
simbólico y literal para que desarrollara la utopía que
había puesto en el papel. Díez días después, el servicio ya
contaba con más de trescientos voluntarios. “Había una
niña que todos los días le decía al vigilante: ‘Préstame tus
ojos’; preguntaba cada día: ‘¿Quién me presta unos ojos?’.
Entonces dibujé unos ojos en un cartel y puse la frase
Préstame tus ojos”.
Ha aprendido con los invidentes a identificar oportunidades,
se siente un ser privilegiado y ha entendido que el ser
humano no tiene límites. “Si usáramos un mínimo más de
nuestras capacidades podríamos cambiar el mundo”. Pero
ha desarrollado una particular molestia contra las personas
que excluyen a otros o son indiferentes.
Al observarla pareciera que su mirada estuviera ausente,
fija poco la vista en su interlocutor, y con un brillo particular
en la retina, pareciera dirigirse mejor al horizonte. Quizá
Marcela ha entendido que el mundo de las formas y los
colores no es más que una ilusión de los sentidos, que la
percepción de la materia nos engaña al ocultar la verdadera
esencia de las cosas.
Se graduó a las diez de la mañana del seis de octubre de
1996 y ese mismo día le entregaron un lápiz como acto
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Jacobo Franco Ceballos
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Jorge Luis
PÁEZ LÓPEZ
¿Qué hace todos los días en Deportes? Nada raro. Saludar a
sus compañeros jubilados, tomar tinto, leer la prensa y hablar.
“¿Qué habla? ¡Bobadas! Eso es lo que habla Jorge Luis.
Pero ¡no!, es una calidad de persona, un buen compañero”,
comenta jocosamente Juan Felipe Rodríguez, administrador
de la unidad deportiva de la Universidad de Antioquia.
Todas las mañanas, de lunes a viernes, llega un hombre
moreno, de nariz achatada, siempre de gorra y de mirada
saltona, buscando amigos, estudiantes o colegas profesores
para saludarlos y charlar un poco. Pasa por la oficina de Juan
Felipe, lo saluda, deja sus cosas allí, se sienta en la cafetería,
se toma un tinto, si hay con quién conversa largo y tendido, si
no sale a dar una vuelta por detrás de la piscina, por la cancha
de fútbol, por la placa deportiva, esperando encontrarse con
viejos conocidos de la universidad, donde pasó treinta años
de su vida como docente, compartiendo el conocimiento
adquirido y desarrollando programas de extensión.
forma. Los únicos inexpertos eran Pacho Pérez, un compañero
del internado de Yolombó, y él, que le comentó a su amigo:
“Hermano, aquí por presentarnos, pero yo veo esto como
difícil, esta gente ya tiene experiencia y es versada en esto”.
Aunque hace cuatro años se jubiló, se considera puramente
un universitario y continúa comprometido con la proyección
pedagógica, a través del Programa de Actividades en
Educación Física, Deportes y Recreación, del cual es fundador
y coordinador desde 1978, cuando comenzó como un servicio
comunitario en el que desarrollaban actividades deportivas
y recreativas con niños, luego amplió su cobertura hasta los
padres de familia y en la actualidad es un espacio para los
adultos mayores, conformado por cincuenta “cuchachas”,
como él llama a las señoras de la tercera edad, que disfrutan
de actividades físicas, recreativas y culturales al lado de su
“pelao”, como ellas le dicen. En el programa ejercitan gimnasia
de mantenimiento, acciones lúdicas, recreativas, sociales y,
ocasionalmente, paseos y caminatas. De esta manera Jorge
Luis le retribuye a la sociedad el conocimiento que adquirió.
Al terminar la carrera, Jorge Luis tuvo la oportunidad de
estudiar, becado en Alemania, Pedagogía Deportiva, cuyo
énfasis se centra en transmitir los conocimientos. La
pedagogía es una de las razones que lo convirtió en uno de
los profesores más emblemáticos del Instituto de Educación
Física y Deportes; también lo hicieron su compromiso con la
comunidad universitaria, la implementación de programas
físicos y recreativos que pusieron a trotar a media universidad
y su participación contestataria en la política.
La oportunidad de entrar a estudiar en la universidad surgió
cuando era mensajero de Telecom. Un día, mientras leía la
prensa, vio un clasificado que decía: “Se necesitan personas
que quieran estudiar carrera nueva en la Universidad de
Antioquia, Licenciatura en Educación Física”. Jorge Luis se
presentó para optar por una de las veinte becas que otorgaba
Coldeportes. Las posibilidades eran pocas porque eran sesenta
candidatos y todos eran profesores de Educación Física en
colegios o estaban relacionados con el deporte de alguna
La mayor virtud de Jorge Luis es el carisma, gracias al cual
ha tenido amistades invaluables que lo han acompañado en
momentos difíciles, como la muerte de su padre, la de su
madre y la de una hermana. Lo importante para él es el apoyo
moral, la amistad verdadera, porque “conocidos hay muchos,
amigos se reduce el círculo, buenos amigos más se reduce y
camaradas más todavía”, comenta Jorge Luis, que ha tenido
buenos amigos y camaradas también, porque su posición
política no le permite creer en los partidos tradicionales de
Colombia, es de una filosofía comunista y espera que haya
una transformación social del país. En eso radica su esencia,
en el sentido social, en considerarse oportuno y no oportunista
y en brindar sus servicios donde la comunidad lo requiera, esa
es su pasión.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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Luis Norberto
RÍOS NAVARRO
Pereirano de origen, antioqueño por residencia y ejercicio,
político de razón y corazón, “Norber”, como lo llaman
amigos y cercanos, cuenta con la marca del pionero en el
mundo político de la sociedad civil.
Cuando se le pregunta a este hombre por la historia del
movimiento social en Medellín, se remite necesariamente
a sus raíces políticas, alimentadas por los movimientos de
izquierda aparecidos en China, Rusia y Cuba en los sesentas,
que habían ido cavando en su pensamiento desde Pereira, y
que echaron hojas gracias a que, desde su ingreso al Alma
Máter en abril del 71, su participación en la causa estudiantil
le permitió ejercer en el ámbito político de la universidad.
“Los estudiantes de aquel entonces estábamos muy cerca al
pensamiento y a la ideología política, y las discusiones acerca
de los problemas de la sociedad pasaban necesariamente por
esa concepción, no se trataba solamente de los problemas
corporativos de la universidad”, recuerda Ríos desde su
oficina en la Escuela Nacional Sindical (ENS), un proyecto
educativo y político único en Colombia, concebido cuando
el referente más cercano a un centro de pensamiento civil
era el Cinep.
Norberto se compila en el ejercicio de la docencia en las
universidades de Antioquia y Autónoma Latinoamericana,
en la representación internacional en misiones laborales
y académicas, en su responsabilidad durante un año en
la oficina de la Organización Internacional del Trabajo en
Colombia, y en su cargo actual como líder de la Dirección
Académica de la ENS, desde donde él y sus compañeros
velan por preservar el legado académico y analítico de esa
institución.
Resultado de su postura política, y de su experiencia
personal en alfabetización de adultos, nace la ENS en 1982,
como proyecto para la educación del movimiento proletario
de ese momento, cuando las organizaciones sin ánimo de
lucro desempeñaban labores más de asistencialismo que de
propuestas para el desarrollo social en la ciudad, y en una
época en la que ser de izquierda era ser, por defecto, un
“guerrillo”.
“Las ONG, en este momento, debemos renovar nuestros
discursos para no ser cooptados por el Estado, pues mucha
parte del trabajo de estas organizaciones ya existe como
políticas públicas, pero debemos seguir siendo el contrapeso
del Estado en Colombia”, puntualiza Ríos.
“Las que nos llamamos ONG somos fundamentales
en el contexto actual, porque jugamos un papel de
acompañamiento a movimientos y sectores sociales.
También como sujetos críticos de la dinámica social y
política, ayudamos a crear alternativas o reflexionamos
sobre las alternativas de poder que existen, y mediamos
entre el Estado y los partidos políticos”, explica Ríos, luego
de 29 años de existencia de la ENS.
A tres décadas de haber iniciado su labor como pensador
del trabajo y del sindicalismo en Colombia, la carrera de
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Sebastián Orozco
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Francisco
MATURANA GARCÍA
Cuando el odontólogo Francisco Maturana García asevera,
medio en broma y medio en serio, que “Colombia es un país
muy lindo, el problema es que hay muchos colombianos
juntos”, se atreve a involucrar al común de sus compatriotas,
pero no precisa con claridad la presencia y la responsabilidad
que él tiene en ese diagnóstico.
El popular “Pacho” vivió, por una parte, la experiencia
educativa y de vida que representa estudiar en la Universidad
de Antioquia, y, por otra, sufrió “en carne propia” —con
amenaza previa para él— el asesinato de su querido zaguero
Andrés Escobar Saldarriaga, y la conversación cara a cara
con Pablo Emilio Escobar Gaviria, cuando este se hallaba
preso en la hoy derruida cárcel La Catedral.
Es por ello que al hacer un balance de su paso por el Alma
Máter, Maturana afirma con orgullo que “mi fortaleza
es el conocimiento del ser humano y eso se lo debo a la
universidad”. Y como para que no haya la más mínima duda,
declara convencido que valores como el orden, la puntualidad
y la autoestima, se los debe al Liceo Antioqueño.
Mientras cumplía su primera etapa de la carrera universitaria,
en Estudios Generales, Maturana comenzó a jugar en
Sulfácidos y luego pasó a las reservas del Atlético Nacional.
La oportunidad de jugar en el equipo profesional llegó en
1971. A partir de ese momento, Pacho no volvió a soltar la
titularidad como marcador central.
Evocando su llegada a Medellín, Francisco advierte que no
fue directamente de Quibdó sino del municipio antioqueño
de Liborina. Su padre era promotor de salud pública pero no
vivía con él, por lo cual visitaba cada fin de semana a toda
la familia, incluida doña Hilda García, la madre de Pacho,
hija de músico mujeriego y huérfana desde adolescente. La
familia se instaló en el barrio El Coco, en inmediaciones de
La Floresta, cuna de numerosos futbolistas profesionales.
Poco a poco, Francisco comenzó a ejercer la docencia en la
Universidad Santo Tomás, de Santander, mientras jugaba en
el Atlético Bucaramanga; lo propio realizó en su Alma Máter;
después vino su etapa como técnico de fútbol, empezando
con el Once Caldas, siguiendo con el Atlético Nacional
y después con la Selección Colombia —con el retorno al
Mundial de Fútbol—, pasando posteriormente por equipos y
combinados europeos y latinoamericanos.
El multifacético egresado del Liceo y de la Universidad de
Antioquia, arribó a la capital cuando tenía 6 o 7 años de
edad. Aún recuerda el uniforme verde claro y blanco que
orgullosamente lucía en los desfiles, mientras su mirada
enhiesta acompañaba su paso marcial.
El mismo niño tímido y callado radicado en Liborina llegó a la
Constituyente en 1991, en representación del desmovilizado
M-19; “aunque nunca fui militante de este grupo, fue más
por el renombre que me dio el fútbol”.
Como jugando con las palabras y con el pasado, Pacho
afirma que su decisión de estudiar odontología se la debe
a su más cercano grupo de amigos. Ellos le insinuaron que
estudiara esa carrera, por lo cual decidió inscribirse en la
Universidad de Antioquia, al tiempo que se matriculaba en
la sede de Medellín de la Universidad Nacional. Él se fue de
vacaciones a Puerto Berrío y, cuando regresó, le tenían la
noticia de que había pasado a la primera de las instituciones.
El logro de objetivos trazados a lo largo de su vida, gracias
a su formación, disciplina y pasión, han sido parte de la
clave de los méritos de Francisco Maturana García. Pero a la
vez, Pacho ha tenido que enfrentar conflictos y personajes
representativos de la violenta realidad colombiana. Por ello,
no es absurdo que haya echado mano de la sentencia que
nos retrata de cuerpo entero y con la que comienza este
relato.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Gonzalo Medina P.
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Luis Bernardo
YEPES OSORIO
En el bosque de la infancia se topó un día con la primera
Caperucita Roja. Sin saber de su existencia, llegaron otras
dos. Eran tres versiones de diferentes autores, Charles
Perrault, los hermanos Grimm y Janosch, con las que
Luis Bernardo inició una recopilación que en la actualidad
sobrepasa las doscientas versiones, y revivió la magia de
este cuento clásico para el fomento de la lectura.
Luis Bernardo dictaba conferencias sobre literatura infantil
y juvenil, exponiendo la diferencia de las tres primeras
versiones que conoció de Caperucita. Las personas le
referían otras versiones y las conferencias se hacían
más enriquecedoras. Mientras hacía el doctorado en
Documentación en la Universidad Carlos III de Madrid,
condujo conferencias sobre Caperucita, las mismas que
cobraba a trescientos euros para poder subsistir. Al regresar
a Medellín, descubrió que este personaje cumplió 330
años, lo que lo motivó a crear nuevas conferencias, hacer
una exposición y montar una obra de teatro con su propia
versión: un relato erótico llamado Parece un cuento. Por
eso en la actualidad, como coordinador del área de Fomento
de la Lectura de Comfenalco, Antioquia, se enorgullece en
decir que Medellín es una de las ciudades, en el mundo, que
más sabe de Caperucita Roja.
El cuento de Luis Bernardo comienza en la ebanistería de su
padre, Bernardo de Jesús, en el barrio Chapinero de Bogotá,
donde leía de la biblioteca familiar historias casi inteligibles
para su edad. También escuchaba las radionovelas que
oía su madre, Rosalba Osorio, y alquilaba en una zapatería
novelas de Corín Tellado. Aprendió a leer, antes de entrar a
la escuela, a los cinco años, porque su madre le leía todo lo
que él le indicaba, enseñándole a descifrar esos símbolos
portadores de historias y conocimiento. Fue ella quien años
después lo motivó a ingresar a la universidad. Para él fue
complicado elegir su profesión, porque intuía que las carreras
más populares no lo harían feliz; lo creía saber por lo que
había leído de niño en las novelas. Como leer era lo único
que le gustaba y de algún modo lo alejó de las pandillas
de su barrio, eligió Bibliotecología, pensando en su relación
con la lectura. Pero frustrado al ver que la relación no era
tanta y la profesión no era bien remunerada, abandonó la
carrera en el cuarto semestre para volver a vender huevos.
Afortunadamente, unos compañeros, que realizaban un
Encuentro Nacional de Estudiantes de Bibliotecología,
descubrieron que habían perdido a un líder nato y lo trajeron
desde el barrio Guayaquil, ayudándolo en su reingreso a la
universidad para que participara en el mismo congreso.
Finalmente, una mujer acentúo su pasión por la promoción
de la lectura: Silvia Castrillón, quien venía de Francia de
conocer procesos para formar lectores. Ella leyó en una
conferencia, en la Biblioteca Pública Piloto, una parte
de Soloman, la historia de un hombre que lucha contra
todos los superhéroes para llevarle una flor a una chica
hospitalizada. “Me encantó esa historia y, mientras todos se
iban a descanso, me quedé con dos compañeros, le pedimos
prestado el libro a Silvia y terminamos la novelita; cuando la
cerré dije: ‘ya sé que quiero ser en la vida, soy promotor de
lectura o no soy nada’”. Era el año 1986 y con ese ideal eligió
la biblioteca pública, por ser el espacio más democrático, un
lugar accesible a cualquier ciudadano, al cual, junto a varios
compañeros, decidió refrendarle ese enfoque universal,
promoviendo todo tipo de material bibliográfico para atraer
a diferentes usuarios, porque Luis Bernardo, como el cuento
de Caperucita, tiene la habilidad de cautivar, con los libros, a
todo tipo de lectores.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Alba Helena
CORREA ULLOA
La impresión que uno se lleva de Alba Correa cuando la
conoce, es que se trata de una mujer muy viva. Viva, tanto
en el sentido paisa como en el humano. El sentido paisa
de la expresión tiene dos acepciones. Alba cuadra en la
segunda de ellas: una mujer que ha sabido dar sus peleas
con astucia, fuerza y encanto, y tanto en sus derrotas como
en sus triunfos es consciente de que la vida se vive para
adelante, corrigiendo los errores y no estancándose en la
memoria de los desastres o de las victorias. Estamos ante
una mujer que se mueve rápido, habla con fuerza, piensa
con decisión, actúa con nobleza y decide por sí misma.
Así fue siempre, desde el hogar de padres muy católicos
pero liberales de pensamiento, tercera de catorce
hermanos, en tiempos en que apenas empezaba a pensarse
en los derechos de las mujeres. Y no es que estemos ante
una feminista. Nunca militó en este tipo de movimientos,
pero en cambio ejerció su papel de mujer en igualdad de
condiciones con los hombres. Temprano se rebeló contra los
dogmas impuestos: “No creo en Dios; creo en la solidaridad”.
Estudió la carrera que quiso, a pesar de que la Enfermería
no parecía muy práctica en comparación con el Derecho
o la Medicina: la segunda se la recomendó un consejero
vocacional, la tercera su papá y la primera su deseo de servir
directamente a los seres humanos.
Sus problemas con la imposición de dogmas comenzaron
en el colegio, donde estudió con monjas de La Presentación.
En la universidad volvió a encontrarse con ellas, pues
hasta mediados de los setenta la Facultad de Enfermería
(entonces escuela) estuvo regida por dicha comunidad.
Tanta religión, en la casa, en el estudio, dio paso a una
militancia de izquierda más cercana a lo concreto. Al ser
humano y sus necesidades. A sus luchas. Participó primero
en el movimiento estudiantil que intentaba promover el
que en su facultad se cumplieran los reglamentos de la
universidad y no los de un grupo religioso. Fue representante
de los estudiantes, luego de los profesores. Y tampoco en la
izquierda aceptó los dogmas (llamaba “machistas-leninistas”
a sus compañeros de lucha). Por todo eso enamoró al que
desde 1973 es su esposo, el doctor Alberto Botero Londoño.
Después de graduarse en la Universidad de Antioquia, se
trasladó a Manizales. Allí inició su carrera en la parte
académica de la Enfermería. A Alberto lo atrajo primero su
biblioteca, cuando visitó la casa en que ella se hospedaba y
pidió permiso para entrar a la habitación de esa enfermera
antioqueña que estudiaba libros de Marx y Engels. Quiso
conocerla. Y tras una temporada larga de requiebros, logró
convencerla de que fueran novios, de que se casaran luego
(por lo católico). Vivieron en varias ciudades, tuvieron tres
hijos y llegaron a Medellín. Alba nunca acabó de convencerse
de que deseaba ser una señora dedicada a su casa, y no lo
fue del todo. Alberto no se lo exigió tampoco: “No viviría con
él si fuera machista”.
Logró vincularse a la universidad como profesora de tiempo
completo y aquí hizo su carrera docente hasta jubilarse,
aunque todavía imparte cursos de investigación en el
programa regionalizado de Enfermería. Entre 1992 y 1995
fue decana. En el campo político, llegó a ser candidata a
la Cámara y en alguna ocasión —cómo no— estuvo
amenazada. Y se vinculó a la Anec, asociación que defiende
los intereses de las enfermeras de Colombia… Siempre,
siempre, en pie, más que de lucha, de trabajo. Nunca está
quieta. Sin embargo, cuando se le pregunta qué le gusta,
aspira su constante cigarrillo, mira con una chispa de
simpatía en los ojos y sentencia: “Me encanta cuando se va
todo el mundo y me dejan sola el día entero”.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: César Alzate Vargas
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
ella había heredado la microftalmia —una enfermedad que
presenta una ausencia parcial o total de la estructura ocular
y que impide un desarrollo visual normal—, insistió en que
su hijo debía formase para no ser una persona limitada. Sus
necesidades pedagógicas eran cada vez más exigentes y
para el segundo año de primaria Rubén Darío hacía parte del
Instituto de Ciegos y Sordos Francisco Luis Hernández.
Ruben Darío
MONTOYA NARANJO
A la Universidad de Antioquia llegó en la madurez de su
vida, esta vez a causa de otra mujer: su esposa Luz Marina
quien inesperadamente un día le entregó el formulario de
inscripción con la idea de que su marido fuera profesional.
16 años pasaron desde la última vez que Rubén pisó un salón
de clase, pues tuvo que abandonar el colegio para trabajar y
ayudar a su mamá que había enviudado. Validó su título de
bachiller por medio del examen del Icfes.
On-ce. A-eme. Una voz mecánica surge del brazo izquierdo;
indica que hora es. Rubén Darío Montoya no puede ver, pero
puede sentir y escuchar detenidamente cada señal que
el destino o la vida le va mostrando a medida que crece y
cambia de escenario. Hoy esa voz es un reloj diseñado
específicamente para invidentes, pero en su infancia, a falta
de recursos tecnológicos, fue su mamá quien lo ubicó en la
vida obligándolo a estudiar.
Trabajó como mensajero, aseador y mesero hasta que en
1989 sufrió un desprendimiento de retina que significaba para
él la perdida del ojo con mayor residuo visual. A sus 24 años,
Rubén Darío Montoya recibió su pensión por discapacidad.
Rehabilitarse fue fácil, pues había adquirido las herramientas
necesarias durante su paso por la escuela de ciegos y sordos,
pero acostumbrarse a su nueva condición de vida fue difícil.
Su primer año de estudio fue un tormento. Ingresó a una
escuela de formación regular cuando aún tenía un residuo
visual que le permitió aprender a leer y escribir en tinta. Su
papá no quería que estudiara, era su manera de protegerlo;
pero su mamá, consciente de su discapacidad, porque de
Estudió Comunicación Social - Periodismo en la Universidad
de Antioquia. “Desde muy joven siempre fui un enamorado
de la radio; tal vez por mi condición visual, fue mi compañera,
mi fuente de información, cultura y entretenimiento”, dice. En
la universidad aprendió a manejar un computador y practicó
yudo en compañía de su hijo Rubén, quien afortunadamente
no heredó la enfermedad y es hoy yudoka de la selección
Antioquia.
En su condición de vida encontró una experiencia valiosa
para desempeñarse profesionalmente en el tema de la
discapacidad como realidad social. Fue representante de la
población con limitación visual en el Consejo Departamental
de Atención a la Discapacidad, entre el 2002 y el 2009.
Trabajó en programas de sensibilización y educación en temas
de discapacidad, y fue asesor temático de Teleantioquia en
programas como Punto y seña, Discapacidad y provincia,
Discapacidad al día y Reflejos.
Ha tenido una vida llena de experiencias difíciles y a la
vez satisfactorias. Una de ellas es su pasión por la radio.
Cuando se graduó de la universidad en compañía de sus
compañeros, también limitados visuales, desarrollaron un
proyecto para realizar el programa Sin límites. Una mirada al
mundo de la discapacidad, emitido por la Emisora Cultural
de la Universidad de Antioquia. Según él, “Sin límites nació
para que la comunidad tuviera relación y cercanía con la
discapacidad, y así pudiera ser solidaria”.
Esa voz que sale de su reloj le indica que es hora de un nuevo
programa. Midiendo cada uno de sus pasos con un bastón,
Rubén Darío Montoya entra a la cabina de radio para ser
locutor, periodista, productor y realizador de un programa que
gracias a su esfuerzo y dedicación se ha sostenido por diez
años.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Laura Marcela Pedroza
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
agradecido y tiene una manera poética de describir a las
personas trascendentales en su vida.
Delfín
ACEVEDO RESTREPO
De sus maestros en la Escuela Primaria Porfirio Barba Jacob,
en su natal Santa Rosa de Osos, aprendió que las aulas son
lugares sagrados y, lo más importante, que la presentación
personal es fundamental en el trato con las personas. Esto lo
lleva bien arraigado Delfín, quién sentado junto a la ventana
de su oficina, con el sol de la tarde iluminando su expresión
de rectitud, la cabeza erguida, la sonrisa discreta y la mirada
siempre en alto, acicala su corbata y desarruga el saco para
recibir amablemente a sus invitados.
Tiene un garbo especial para relacionarse con la gente, es
un hombre sociable y en sus conversaciones amenas suele
usar la expresión “de mis afectos”, para dirigirse siempre
a las figuras significativas para él; que es afectuoso,
Sus allegados lo consideran un buen orador y un interlocutor
divertido. Era él quien rompía los prolongados silencios en la
capilla o en el comedor del Seminario Menor, haciendo reír
a sus compañeros, cuando estudiaba becado por monseñor
Builes. La vocación no era mucha y al hablar de los votos
de pobreza, castidad y obediencia, comenta que conoció
la pobreza de cerca y procura alejarse de ella, que adora a
las mujeres y que definitivamente lo mueve la política y le
gusta mandar. La gran convicción en su vida fue el estudio
y el deseo de superación. Como en el seminario sólo había
hasta cuarto de bachillerato, viajó a Medellín para terminar
la secundaria. Trató de entrar en varios colegios pero no
pudo y en el Liceo Antioqueño debía validar las materias del
seminario. Aunque en la formación humanística le fue muy
bien, perdió la validación en ciencias exactas. Finalmente,
abatido, casi sin esperanzas y muy a regañadientes, porque
su vocación no era la docencia sino el derecho y las ciencias
políticas, se acercó al rector de la Normal Nacional Piloto de
Medellín, Víctor Gaviria, quien tras escucharlo, le abrió las
puertas de su institución y lo becó como interno.
Luego del acto de graduación, Nicolás Gaviria, el Secretario
de Educación de Antioquia, se acercó a él y le dio la
oportunidad de ser maestro en algún liceo del departamento.
Eligió el Liceo de Sonsón para iniciar su carrera. Desde ese
momento, la firmeza, la sinceridad de sus palabras y la
actitud decidida llevaron a Delfín a ser el mejor rector de
Antioquia en diferentes ocasiones y a realizar su sueño de
estudiar Derecho, cuando era director en La Manga, cerca
de la Placita de Flórez, donde recibían clases los estudiantes
de primer y segundo grado del Liceo Antioqueño.
De su vida política y su relación con la educación surgió, como
director general de la Escuela Superior de Administración
Pública, la Tecnología en Administración Municipal, inspirada
en su ideal del ejercicio político basado en el mérito, en la
eficiencia del funcionario público y en estar a favor del bien
colectivo.
Delfín fue rector de la Normal Nacional Piloto de Medellín,
director nacional de la ESAP, representante del Gobierno de
Colombia ante el Centro Latinoamericano de Administración
para el Desarrollo (CLAD), y luego presidente de esa
institución internacional, entre otros establecimientos, bajo
su ideal de hacer una administración transparente de las
instituciones públicas. Y en cuanto a la docencia, arraigada
en su quehacer político, ha escrito varios libros sobre
política, administración pública, ética y educación, siendo
estos últimos un legado social para la formación de los niños
y jóvenes de las futuras generaciones, pues nacen del deseo
de Delfín de transformar las condiciones sociales y mejorar
la administración de nuestro país.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
León
ZULETA RUÍZ
Pensar a León Zuleta en cualquiera de sus edades es pensar
la adolescencia. Pensar el defecto de la edad, el vacío del
tiempo, el cuerpo incompleto o, más bien, el cuerpo debatido
en la emoción no profanada por el miedo, la cobardía o la
inhibición inmoral, asumida como código de un recorrido
sometido a retenes.
La imagen del impúber evoca el gemido de la flor recogida
en sus aromas todavía anónimos, cuando los pistilos y los
estambres son la misma voluntad del ser, la misma voz y
el mismo paso del tiempo; pues en sentido poético, y no
simplemente metafórico, la voluntad de la vida se cincela
en el cadencioso movimiento de lo mismo amado en la
indiferenciación.
Al leer el tiempo de las sociedades humanas, León Zuleta
privilegia como lugar de referencia el cuerpo, explora en los
rincones de sus nervaduras, en las honduras del aliento, en
la geología de las sensaciones, en los orificios dispuestos
como paso de los navíos del amor, de la amistad y del
afecto, parajes de la sexualidad sagrada labrada en una
escritura orgánica enfrentada a la caída y a la muerte del
Alma Cósmica.
En la lucha de los dioses contra los dioses, del hombre contra
el hombre, de la fuerza contra la fuerza, El adolescente de
once, doce, catorce o más años simboliza la vida retando
la muerte, la elevación abriendo las puertas del Hades para
develar la conciencia de la separación.
El combate político, inspirado en la escritura fecunda del
cuerpo amado/amoroso, es concebido por León Zuleta
en el espíritu dramatúrgico de una conmoción total de los
sentidos, de un espíritu que emula la graciosa indiferencia
del amor primero, del amor que da la vida, del amor que
hermana el abismo y el cielo, en una palabra del adolescente
en trance que abraza el cosmos parado en el vacío. El canto
político escrito en clave amorosa simboliza en el programa
sensual y emancipador del pensamiento de León Zuleta una
hermandad con la forma animal de la idea, con la figura
arquetípica del primer amor.
A ser amante de Dios aprendí anoche
vivir en este mundo, y no llamar nada mío.
Mirando en mi interior,
la belleza de mi propio vacío
me colmó hasta el amanecer,
me envolvió cual mina de rubíes,
me vistió de seda roja su color
En la cueva de mi alma
la voz del amante oí exclamar:
“¡Bebe ahora! ¡Bebe ahora!”.
Tomé un sorbo y vi ola tras ola
el vasto océano acariciar mi alma.
Bailan los amantes de Dios
y el círculo de sus pasos es
un anillo de fuego prendido en mi cuello.
Me llama el cielo con la lluvia y el trueno,
una multitud vocifera,
mas no puedo oír…
Todo cuanto oigo es
la llamada de mi Amado.1
Nota del editor:
Benhur León Adalberto Zuleta Ruíz —bachiller Liceo
Antioqueño, 1971. Filosofía, 1979, en la Universidad de
Antioquia— intelectual y académico puso el tema del
cuerpo, las homosexualidades, los derechos de las mujeres
y las minorías sexuales en el centro del debate ético y
político. Los colectivos LGTB, los movimientos de mujeres lo
reconocen como pionero de los derechos a las diversidades
sexuales. León llenó de sentido y contenidos ciudadanos el
cuerpo, la sexualidad y el erotismo.
1 Rumi Jalaluddin, Una mina de rubíes, en: En brazos del amado. Antología de
poemas místicos. Arca de la sabiduría. Madrid. 1998.
Fotografía: Archivo familiar / Perfil: Beethoven Zuleta
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
José Luis
BETANCUR CHAVERRA
Lo conocí lleno de sonrisas en la Medellín de los ochentas;
era un joven fuerte, atlético y con una actitud vital, alegre
y competitiva. En esa etapa de la vida de José Luis, los
triunfos deportivos en atletismo, baloncesto y voleibol
tuvieron resonancia en los periódicos, emisoras y noticieros
de la televisión de Antioquia y Colombia. Con entusiasmo
recuerdo sus triunfos en las pistas atléticas y canchas
internacionales; era un impetuoso corcel humano que
rompía marcas y derrochaba amor por su patria antioqueña.
Luego llegó su amplio desempeño laboral; tras la formación
profesional en la siempre amada Universidad de Antioquia,
aparecieron importantes oportunidades. Fueron llegando
designaciones significativas para ser el entrenador y
director técnico de sextetos de voleibol. Allí se evidenció su
gran calidad profesional como pedagogo deportivo de alto
nivel; sus equipos siempre demostraron mucho trabajo de
preparación y de formación técnica para la competencia de
los nuevos deportistas de la región. Su voz y sus amplios
conocimientos de preparación atlética, metodología del
entrenamiento y otros aspectos de alta complejidad en la
educación física dejaron ver su dedicación al estudio, pues
su formación profesional seguía creciendo con títulos de
posgrado.
Cuando llegaba ya el nuevo milenio compartimos la docencia
en el Alma Máter. Muchas mañanas lo vi madrugar a enseñar,
a ser un gran maestro, a ser un sembrador de conocimientos,
habilidades y destrezas en sus discípulos; recuerdo todavía
frescas las palabras de elogio de sus alumnos, motivadas
por los amplios conocimientos de José Luis y por la manera
de entregar su sabiduría a los demás, valor gigantesco de
los auténticos maestros. La biblioteca personal que tenía en
su oficina indicaba el amor por el conocimiento y por los
libros, un amplio material ordenado y cuidado con esmero.
La última vez que lo vi vivito fue en la cancha polideportiva
de la ciudadela universitaria de Robledo, el antiguo Liceo
Antioqueño. Allí estaba enseñándoles a sus alumnos y
alumnas bajo el esplendoroso sol del mediodía. Me saludó
lleno de risas y alegría, demostrándome su cariño de colega.
Ante la noticia de su muerte me puse tan triste que no pude
acompañarlo en las exequias. Hace pocos días regresé a la
ciudadela universitaria de Robledo y vi en uno de los muros
de ese recinto formativo y competitivo una inscripción muy
clara: Coliseo José Luis Betancur Chaverra. Me quedé
pensando allí, lleno de lagrimas de alegría, que tu vida y
obra, José Luis, ya es leyenda, que tu legado permanece en
la memoria institucional de la Universidad de Antioquia y de
manera especial en tus discípulos, como otro gran maestro
que vive en los libros y el mundo del conocimiento. ¡Querido
compañero Betancur Chaverra!
Con alegría, recuerdo varias ceremonias de entrega de
premios y reconocimientos por su labor como maestro en
el Instituto de Educación Física y Deportes de la Universidad
de Antioquia. Entre esos reconocimientos, hubo uno muy
bello: el que recibió en el Paraninfo de la Universidad de
Antioquia en los cuarenta años del Instituto; esa noche el
“Negro” José Luis, como lo llamábamos sus amigos, era un
hombre feliz.
Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Jorge Alonso Sierra
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Luis Fernando
VÉLEZ VÉLEZ
La singularidad de Luis Fernando Vélez Vélez no radica en la
heroicidad de sus acciones, sino en la pasión que les puso a
las aptitudes y los dones intelectuales y espirituales con que
la vida distingue a los seres humanos. Elevó a la suprema
potencia positiva sus capacidades y llegó hasta el umbral
del ascetismo. El todo integrado por el hombre y por la
naturaleza se erigió en su dios y en el motor de su accionar.
Honró con lealtad su compromiso con el universo, de ello
dan fe su irrestricta decisión en defensa de los derechos y
de la dignidad de las personas, y ese fervoroso amor por la
naturaleza.
El purificador crisol de una reiterada tragedia familiar,
con el fallecimiento de dos hermanos y una entrañable
sobrina, con su lancinante dolor, templó más su recio y
diáfano carácter, y lo acrecentó con quilates de bondad; su
núcleo familiar, defensor de las más genuinas tradiciones
patriarcales de Antioquia recibió el generoso influjo de
quien fuera respetado como el eje integrador de ese clan.
Cultivó una magnanimidad y una solidaridad rayanas en el
desprendimiento; el testimonio rendido por sus beneficiarios
amplía el sentido homenaje de quienes tuvieron siempre
acogida en momentos de dificultad. Sin las cortapisas del
egoísmo, convirtió en religión su fidelidad y su generosidad
con quienes se enriquecieron con su amistad.
De Luis Fernando se puede afirmar sin temor que representó
al universitario por antonomasia, en cuyo corazón imperaron
los valores supremos de la Alma Máter. La vida lo dotó
de una portentosa agilidad mental, una capacidad verbal
asombrosa y una experticia enorme para vislumbrar con
prontitud la solución práctica de los problemas. Supo
aprovechar la palabra ardorosa y elocuente, en la protección
de los débiles contra la injusticia y la arbitrariedad, y en
la docencia del Derecho como un ejercicio disciplinar y
no como una recopilación de códigos; sus compañeros
y discípulos dan fe del trato reverente y respetuoso de
un verdadero maestro de juventudes. Y las comunidades
indígenas tendrán que reconocer el influjo pródigo de quien
supo apoyarlos en defensa de sus costumbres y tradiciones.
En su alma translúcida jamás se percibió el mínimo asomo
de rencor, así la hipocresía, la traición y la ingratitud hubieran
vulnerado su corazón. La rectitud de su comportamiento
jamás flaqueó ante los halagos y los espejismos del poder y
del dinero. Frente a la naturaleza, llegaba al arrobo, al éxtasis,
y descubría mensajes cifrados en la actividad natural de los
elementos: en el campo se trasformaba en un niño. Aunque
los derechos fundamentales de las personas constituyeran
su permanente preocupación, cultivaba una concepción
holística del universo, y los derechos también se extendían a
la defensa de la naturaleza en su integridad.
El 11 de diciembre de 1987, seis días antes de su sacrificio,
Luis Fernando enarboló la bandera de la presidencia del
Comité de los Derechos Humanos en Antioquia, huérfana
y ensangrentada desde el aleve asesinato contra el doctor
Héctor Abad Gómez, su maestro y su amigo, perpetrado
por fuerzas oscuras cuatro meses atrás. La sublimación de
su ofrenda llegó cuando en el acto de posesión rubricó su
trayectoria en defensa de la condición humana, proclamando
que “quienes acepten nuestro fervoroso llamamiento (en
defensa de los derechos humanos) deben estar dispuestos
a aceptar que ese único enemigo también tiene derechos
que no pueden ser atropellados porque emergen de su
dignidad como persona humana, así la atrocidad de sus
comportamientos pareciera derrotar su afán enceguecido
por renunciar a esa elevada dignidad”. No fue una llama
al viento y el viento la apagó, sino que, en quienes nos
privilegiamos con su cercanía, ejemplo y temple de carácter,
perdurarán como una antorcha flameante y como un pregón
de libertad. Ante su legado inclinamos reverentes la frente
y reconocemos que Luis Fernando fue un ser humano,
demasiado humano.
Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Julio César Restrepo Londoño
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Luz María
AGUDELO SUÁREZ
Cuando estaba en el colegio la maestra de matemáticas vio
habilidades en ella para enseñar. Con buen tino, dice ella, le
propuso ayudarle a ganar la materia a una compañera que la
iba perdiendo. Luz María solía enseñarles álgebra a varias de
sus amigas y, aunque iba ganando la materia, la profesora
le planteó calificarle de acuerdo con lo que sacara su
compañera en el examen final, compartiendo así el destino
de ganar o perder. Ella aceptó el reto y efectivamente su
compañera ganó la materia. Posiblemente esa experiencia
fijó en ella atracción por la enseñanza y revela que siempre
quiso regresar, después de su pregrado, a la Universidad
de Antioquia a hacer docencia, investigación y extensión,
porque esta es una manera de proyectarse hacia la
sociedad. Ha cumplido esos tres deseos. Ha sido docente
en la Facultad de Medicina. En materia de extensión ha
desarrollado programas como la Red de jóvenes para la
promoción de la salud y la prevención de la fármacodependencia, la sexualidad insegura y la violencia, y en
cuanto a investigación ha hecho énfasis en los niños, los
jóvenes, los modelos de salud pública y también en temas
de violencia. A su manera, ha sabido relacionar la parte
médica con el componente social, pues su interés particular
siempre ha sido servirle a la gente, por esa razón, cuando su
padre le dijo que estudiara una profesión liberal, ella eligió
la Medicina.
Se presentó a una sola carrera, a una sola universidad, y
pasó. Estaba segura de sus capacidades y de lo que quería.
En la universidad conoció a Héctor Abad Gómez, con quien
realizó, como ella dice, sus primeros pinitos en investigación,
y de quien aprendió los primeros conceptos de Salud
Pública; piensa que él marcó su idea de dedicarse a esta
área, porque le parecía una visión mucho más holística de la
salud y le permitía avanzar en áreas sociales. Deseando que
el impacto de sus acciones fuera mayor en la comunidad,
aceptó convertirse en subsecretaria y, posteriormente, en
secretaria de Salud de Medellín, cargo al cual renunció en
una decisión de libertad y compromiso con su manera de
pensar. “Vivo fiel a mis principios, a lo que creo y por lo
que creo que vale la pena jugarse la vida. En eso soy de
alguna manera inquebrantable, aunque eso fue lo que me
llevó a salir de la alcaldía”, explica Luz María que presentó
su renuncia, insatisfecha porque en el Proyecto Clínica de la
Mujer, del cual era directora, el alcalde retiró, por la presión
de grupos religiosos, la interrupción del embarazo, que era
una función que debía prestar la clínica. Ella defiende su
posición de que ese derecho de las mujeres lo demandan las
leyes colombianas y “los derechos no son algo que hay que
obligar al Estado a darlos, el Estado debe garantizarlos; sobre
todo en un Estado Social de Derecho como el colombiano”.
En esa experiencia de la Clínica de la Mujer, Luz María chocó
contra lo que más le disgusta, la incoherencia. “Creo que
una de las cosas más importantes es tratar de ser coherente
entre lo que se piensa y lo que se hace. Creo que la confianza
se gana en la medida en que uno es coherente y trata
de vivir como piensa y como cree”, comenta esta mujer
que mientras decide dónde empezar a trabajar, disfruta
escuchando música, caminando y sembrando plantas
aromáticas, porque la relaja revolcar la tierra con sus manos
pequeñas, las mismas que abre frente a su rostro sonriente,
tal vez satisfecha porque con ellas ha logrado su ideal de
transformar el mundo a su paso por él, para mejorar la vida
de las personas y contribuir a su felicidad.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
pasó la juventud, cultivando sus ansias de conocimiento y su
convicción solidaria hacia los seres humanos.
Rubén
FERNÁNDEZ ANDRADE
En su adolescencia hizo parte del Movimiento de Acción
Liberadora, MAL, cuya sigla era utilizada con toda la perversidad de jóvenes escolares, como explica Rubén, quien
desde aquel momento empezaba a interesarse por la construcción de una sociedad más justa. Esa experiencia en la
pastoral juvenil, a la cual pertenecía MAL, despertó en él
preguntas fuertes por lo social y por la dirección de su vida,
en lo que aportaron mucho su madre, que tenía una vocación solidaría a toda prueba, y su padre, de quien aprendió
a no dejarse doblegar, a mantener la dignidad y a conservar
la perspectiva propia. Estas influencias se mezclaron con el
hervidero social del barrio El Dorado, en Envigado, donde la
parroquia tenía una fuerte influencia juvenil y donde Rubén
Durante los años ochenta ayudó a formar instituciones barriales y grupos juveniles, dedicándose principalmente a
coordinar la comisión educativa de esas organizaciones. Hoy
en día revela que fue en esa década cuando, tras haber estudiado una Tecnología en Instrumentación Industrial, organizó
su pensamiento y definió su vocación por la educación. En
medio del trabajo comunitario comprendió su papel en la
sociedad y decidió estudiar Licenciatura en la Universidad
de Antioquia y, de manera más personal, se enfocó en la
literatura, que ha sido su pasión.
Porque no se imagina la vida sin un libro en la mano; suele
leer simultáneamente una novela, un libro de cuentos y algún texto pedagógico. Por estos días anda enredado con La
vida de las mujeres, de Alain Touraine y con una novela de
la colonia boliviana que le regalaron. Para explicar su pasión
por los libros evoca una frase de Ciorán: “La música es la
sensación que justifica todas las demás”, porque para él sintetiza mucho lo que ve en la literatura y, tras esta frase, se
oculta otra pasión de su vida: la música. Es un coleccionista,
disfruta de la buena música, y quienes lo conocen dicen que
le gusta cantar, incluso llegó a tener un grupo musical hace
varios años. También cuentan de Rubén que es amable, estudioso, disciplinado y solidario. Es equitativo en el trato con
las personas y, aunque la rectitud de su espíritu religioso
enmarca a veces en su rostro una expresión de seriedad,
siempre regala una sonrisa que realza sus mejillas morenas
y aviva sus ojos. Pero su mayor cualidad es la capacidad de
respetar los puntos de vista de los demás, de propiciar el
diálogo y trabajar en equipo para mejorar la sociedad. Tiene
la sensación de que “esta es una sociedad inmensamente
injusta que debe modificarse a fondo, y tengo conocimiento de que eso tiene que hacerse por vías pacíficas, porque
esa es la única manera real de producir cambios”, explica
Rubén, quien además revela que tiene una vocación fraguada en su vida para actuar en lo público, tratando de contribuir para que los recursos, las políticas y los bienes públicos
se dirijan de manera particular a aliviar las penurias de los
más pobres de la sociedad o, en un sentido general, a crear
una sociedad más justa.
Con esa visión clara sobre el escenario donde quería desenvolverse, Rubén encuentra que sin ser gobierno o Estado, en
las ONG tiene la posibilidad de actuar en lo público. Fue fundador de la Corporación Región, donde se ha desempeñado
como director durante varios años y, actualmente, como
presidente. Su labor ha tenido el componente educativo que
lo caracteriza y toca problemáticas de desplazamiento forzado, inclusión social y derechos fundamentales. Esa ha sido
la tarea de este hombre para quien la vida sin retos no sería
nada y, el más grande de ellos, para él, es contribuir a la solución del conflicto armado de nuestro país. Para ello se vale
de la investigación social que le permite conocer la realidad,
y de las organizaciones sociales que buscan intervenir las
dinámicas de la comunidad, porque considera necesaria a la
gente que piensa y hace algo por los demás.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
José Humberto
GÓMEZ
En el año de 1976, cuando en los barrios marginales de
Medellín no había intervención de las políticas públicas
para la recreación y el deporte, José Humberto Gómez,
entonces estudiante de Educación Física en la Universidad
de Antioquia, se unió con dos compañeros de Sociología
para llevar felicidad a esas comunidades. Cerraban la vía y
reunían a padres de familia, niños y jóvenes para animarlos a
dibujar en las calles con guijarros de adobe y para construir
carritos y juguetes con materiales de desecho. Nadie les
daba recursos. Lo más valioso que llevaban eran la alegría,
el entusiasmo y la palabra, mediante sus programas: El niño
construyendo y recreándose, y Ecología en acción.
El grupo se desintegró y José Humberto siguió solo con las
actividades de recreación. Empezó a investigar sobre los
juegos que realizaban, conoció el origen y la permanencia
de esos juegos en la sociedad; además comprendió que su
escenario era la calle. Juegos recreativos tradicionales de
la calle, ese nombre arrojó su investigación y fue el definitivo
para su actividad, que se extendió por varios municipios del
Oriente de Antioquia y originó otra investigación sobre el
tiempo libre de los jóvenes del Suroeste antioqueño. Porque
José Humberto es enfermo por lo lúdico del hombre, por
saber qué hace el hombre para vivir agradablemente en
su tiempo libre, y dice que la recreación es un medio para
humanizar a las personas, para entender la vida y compartirla.
Este hombre folclórico que mira las cosas sin profundidad
esquemática, amante de la justicia, exigente, naturalista,
defensor de los niños y educador al servicio de la comunidad,
como él se define, nació en Pueblo Rico, Antioquia,
pero se crió en Medellín, donde por mudarse de barrio
constantemente terminó quinto de primaria a los 14 años.
“Elegí la Educación Física porque aunque mis padres eran
campesinos, y solo me podía poner los tenis para salir los
domingos, yo sentía atracción por la Educación Física y la
Medicina. Como no tenía recursos para la segunda entré a la
primera y vi que estudiando también Sociología podía ser un
profesional más completo”, comenta José Humberto
sus dos carreras. Se graduó como Licenciado de Educación
Física en 1992, aunque ejercía la docencia desde 1981. Sus
años de enseñanza los ha entregado al municipio de Caldas,
donde actualmente es profesor en la Institución Educativa
José María Bernal. Adora a la comunidad caldense como a
su universidad y espera que el conocimiento y la parte lúdica
transmitidos por él sirvan para mitigar el ambiente en el que
viven las personas, para darles un momento de relajación,
lucidez humana y tranquilidad.
Dicen que José Humberto podía haber sido jurista, porque
le gustan la justicia, la interpretación de la norma y la
equidad. Pero lo caracterizan mejor el espíritu de trabajo,
la innovación y el respeto por el otro. Valores implícitos en
los juegos de la calle, porque para él cada juego encierra
valores distintos y pone a volar la creatividad del joven que
reflexiona, ejecuta, diseña y se vuelve autónomo, cosas en
detrimento actualmente por la alienación que han creado las
nuevas tecnologías de la información.
De la universidad salió tan tarde como de la primaria, porque
trabajaba desde las cuatro de la mañana hasta las doce
del día en Polímeros de Colombia y luego se iba a estudiar
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
LGBT (lesbianas, gays, bisexuales, travestis) y, en general,
defensor de los derechos humanos y los más desprotegidos,
porque le interesa lo social en su amplia gama. Alzando la
mirada, cuenta que todo empezó cuando renunció a sus
creencias cristianas y decidió reconocerse como hombre
homosexual.
Hernando
MUÑOZ SÁNCHEZ
Diva. Hombre homosexual. Zarco extravagante. Yuppie. Niño
diferente. Activista. Ex protestante. Profesor. Investigador.
Abogado de los pobres. Arrogante. Comprometido. Virgo.
Sentimental… Una extensa lista de adjetivos define a
Hernando Muñoz Sánchez. También sus rasgos: canas, piel
morena, jeans, voz suave, manotazos delicados, ropa sin
arrugas, tinto en mano, pierna cruzada y sonrisa difícil.
Bajo unas nubes blancas redondas, en la Universidad de
Antioquia, Hernando repasa cada palabra; la aprueba o la
desmiente para defenderse, incriminarse o, sencillamente,
describirse con frases fuertes y directas como él mismo
es. Se trata de uno de los más reconocidos y quizá
controvertidos activistas por los derechos de la población
Cuenta la historia con los ojos puestos en el cielo, donde ahora
—lejos de buscar la cura a su supuesta “enfermedad”—
halla la tranquilidad de saberse libre y de que en él brotaran
la serenidad y el deseo de educar. “No soy del activismo que
solo reprocha y tira. Si en esta cultura nos han enseñado
que los homosexuales somos raros, enfermos, anormales,
pecadores, lo que hay que decir es que no somos eso y
mostrarlo educando”, dice, convincente.
Al tiempo que se explica, el profesor Hernando saluda a
colegas y estudiantes. Le apasionan lo público, la academia,
la comunidad y el tibio clima de Medellín que lo enamoró
desde 1988, cuando llegó de Bogotá, su ciudad natal. Esta
tarde, ya cuarentón, Hernando narra que a los 32 años tiró
lo religioso y se pasó a la ciencia, la social, donde como
investigador y experto en el tema de familia y género,
especialmente del estudio de las masculinidades, también
goza de amplio reconocimiento. Hoy Muñoz integra la junta
directiva de la ONG nacional Colombia Diversa; y, entre otros
escenarios públicos destacados, ha sido el primer consejero
territorial de planeación de Medellín en representación de la
población LGBT.
Su gestión social, que además de reconocimientos le ha
merecido rechazos y envidias, lo llevó a ocupar titulares
internacionales por ser el primer gay condecorado por la
Policía: en el 2007 obtuvo la Medalla al Mérito Cívico y la
Participación Ciudadana que otorgan la Alcaldía de Medellín
y la Policía Nacional. “Eso fue el boom”, relata después de
detallar lo primero que hizo en esta ciudad a favor de los
LGBT: unas tertulias en su casa por las que pasaron, desde
1995 hasta el 2000, cuando se fue a estudiar a España,
unas quinientas personas alrededor de las reflexiones sobre
diferentes temas sociales.
Por todo eso y por su entrega a la labor, que día a día continúa,
es que su toda su familia, residente en Estados Unidos y
Canadá, lo considera “su cuota social”. Hernando espera
que, cuando la fama lo abandone, su familia lo respalde en
esa misma tarea, la que sueña seguir desempeñando en
este país.
Antes de partir a Barcelona, donde reside por temporadas
para adelantar sus estudios de doctorado, el líder gay
reconoce que le interesa la política y que quiere morir en
Colombia. “No entiendo la esquizofrenia que vivimos, de
estar tan felices, de ser tan brillantes, y al mismo tiempo
ser tan violentos, tan desalmados, tan disociados. A veces
me cuesta entenderlo y por eso vale la pena seguir aquí,
porque hay mucho por hacer. He decidido jugármela por
la transformación social y por los cambios de imaginarios
desde el lugar donde esté”.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Catalina Vásquez Guzmán
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Luis Alfonso
MARROQUÍN OSORIO
Siempre tiene a la mano una hoja y un lápiz. Imagina diálogos
entre un director técnico y un fútbolista, en los que pone
su voz en un personaje ficticio y hace reflexiones, críticas
y sugerencias al equipo, cualquier equipo. Luis Alfonso
Marroquín es una vieja historia del fútbol colombiano, algunas
veces recordado y otras tantas injustamente olvidado.
Nació en 1948 en Bello, Antioquia, cuna de Marco Fidel
Suárez. Según cuenta Marroquín: “Crecí en una familia
donde siempre nos inculcaron el modelo del ex presidente
que a pesar de su origen humilde pudo llegar a hacer grandes
cosas, entonces nosotros teníamos que emularlo”. No fue
político, pero bajo este ejemplo Luis Alfonso Marroquín forjó
un sueño desde los siete años: jugar fútbol.
Ingresó a estudiar al Liceo Antioqueño, y con una memoria
privilegiada recuerda a cada uno de sus profesores y
compañeros, “especialmente a don Gonzalo Carmona,
profesor de geometría, quien me dio la posibilidad de
enamorarme de esta ciencia y aplicarla del fútbol. Al fin de
cuentas el fútbol es un rectángulo y todo tiene que ver con
las circunferencias y las zonas”, explica Marroquín en medio
de risas, dibujando cada figura en el aire.
Antioquia, y en 1986 fundó la Escuela de Fútbol Luis Alfonso
Marroquín para niños menores de 12 años, un esfuerzo
constante al cual dedicó gran parte de su vida a pesar de las
dificultades. Dice que fue un privilegiado: “me tocó una etapa
de capacitación muy hermosa, me becaron para estudiar
en Brasil de donde regresé con varias herramientas para
perfeccionar mis conocimientos; de allí tuve la idea de las
escuelas de fútbol por la cuales trabajé hasta el 2009”.
Estando en el Liceo hizo parte de la selección de fútbol que
orgullosamente representaba a la Universidad de Antioquia.
Ganó varios campeonatos y tuvo la oportunidad de ser
dirigido por el profesor José “El Mico” Zapata, de quien se
expresa con una profunda admiración. Integró un equipo muy
unido, de compañeros de bachillerato que se conocían y con
los cuales entrenaba hasta en vacaciones.
Su gran logro, por el cual es gloria del fútbol colombiano fue en
el campeonato mundial como director técnico de la selección
sub 20. Llevó un equipo de jóvenes, la mayoría antioqueños,
quienes conformaron un equipo de amigos que conocían
cada jugada y que mostraron un fútbol alegre y divertido. Fue
la generación de Leonel Álvarez, René Higuita y John Edison
Castaño, entre otras figuras, y también fue el abrebocas de la
selección de mayores que llegó a tres mundiales seguidos y
a la cual no hemos podido reemplazar.
Cuando estaba a punto de terminar su bachillerato, fue
llamado por el entrenador del Club Deportivo Millonarios
para presentar una prueba, pero meses antes una lesión
en su rodilla lo apartó completamente del sueño de jugar
como profesional. Ante las necesidades económicas,
tuvo que empezar a trabajar como obrero en la empresa
de ferrocarriles, allí aprovechaba cada oportunidad para
distraerse con una pelota y afortunadamente volvió al fútbol,
esta vez como entrenador del equipo de los Ferrocarriles de
Antioquia.
Cambió su sueño de jugar por el de dirigir y enseñar. Comenzó
a formase en el Colegio de Entrenadores de Fútbol de
En la actualidad Marroquín ve con tristeza y frustración
el retroceso del fútbol en Colombia. Atrás quedó el juego
en equipo, táctico, creativo y ofensivo que tanto gustó en
Paraguay y Rusia en 1985. Cada vez es más común ver a los
equipos perseguidos por empresarios que buscan jugadores
y que condicionan un juego de individualidades y de figuras
efímeras. Quienes conocen del tema hablan de Marroquín
como un incomprendido y desterrado del fútbol, pero también
lo ubican como un personaje trascendental en la historia de la
selección colombiana.
Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Laura Marcela Pedroza
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Luis Ignacio
LOPERA GONZÁLEZ
Sentado en el piso y con las manos tiznadas, Luis Ignacio
Lopera, “Nacho”, juega. Todavía faltan muchas cajas por
destapar, en ellas hay cientos de juguetes que guardan
encantos, ilusiones, recuerdos, historias. “Mire este barco,
hecho todo a partir de la naturaleza”. Barco hecho de coco,
velas hechas de hojas. “Mire esta pelota, hecha con puros
trapos, las primeras pelotas”. Hay cajas de cigarrillos forradas
en papel regalo, hacen de muebles para las muñecas de
trapo; hay carros de madera, de lata, de plástico. “Nacho”
los mira con nostalgia, “si yo tuviera donde exponer esto,
que la gente pudiera verlos”. Este museo de juguetes lo han
visto en algunos pueblos y casas culturales a las que él lo
ha podido llevar.
El museo de juguetes fue una idea que caviló desde la
universidad. Estudiaba Educación Especial y al mismo tiempo
trabajaba en actividades artísticas y culturales con niños
y jóvenes de San Pío, un barrio industrial en el municipio
de Itagüí que padecía de miedo ante la violencia del
narcotráfico. Creó, junto con un amigo, Aserrín Aserrán, una
empresa dedicada a fabricar material didáctico con madera.
Ahí fue donde empezó a investigar qué juguetes había, y
visitó, muchas veces, el “agáchese” que quedaba frente a
La Alpujarra. Allá compró muchas cosas raras, empezó a
escuchar historias de juguetes antiguos y se dijo: “Me voy
a puebliar, a ver con qué jugaban los ancestros”. Visitó un
municipio por mes, con una grabadora iba al parque, al bar,
al asilo, le pedía a la gente que le contara con qué jugaba, y
él, luego, reconstruyó esos juguetes.
“Empecé a tratar de recuperar los modelos de juguetes más
antiguos. Después me di cuenta de que hay unos objetos
naturales. Antes de que llegara la industria, la gente hacía
sus propios juguetes. En esa lógica, en el paso del objeto
natural y reciclado al industrial está el paso de creadores a
consumidores. Ya no tenemos la habilidad motriz que está
ligada al pensamiento y a la actitud, no es lo mismo crear
un juguete que consumirlo”. Indagar sobre el ser humano a
través del objeto es la idea de “Nacho”; es una exploración
que ha llevado a la escuela como docente.
la imaginación, la libertad del pensamiento, en que las ideas
de los niños son descubrimientos fantásticos donde él se
sumerge, los lleva a cabo, porque él también es un niño,
un niño que no pierde el asombro, que no deja de aprender.
Por eso protesta: “¿Por niegan los juguetes tradicionales?
¿Por qué en la escuela no dejan entrar la cometa? ¿Cuánto
conocimiento hay detrás de eso? Es la escuela a espaldas
de la vida. ¿Usted se imagina a un muchacho trabajando las
matemáticas ahí? Y después hágale preguntas de por qué
eso vuela. Usted puede viajar con el conocimiento con los
pelados”.
Desde hace cinco años, “Nacho” trabaja en el Centro
Educativo Yarumalito, una escuela pequeña metida entre
las montañas del corregimiento San Antonio de Prado. Allá
sólo hay dos salones en los que se reparte toda la primaria,
sólo hay un profesor para todos, que al mismo tiempo es
director y coordinador de todos los cargos que requiere
una escuela: “Nacho”. Se le ve saltar de un salón a otro,
dando matemáticas aquí, español acá. Es un reto que
implica encontrar el método para que los muchachos se
vinculen. Por eso ha roto tantos esquemas, y la biología la
enseña caminando por el campo y la matemática jugando,
desbaratando objetos, elevando cometas. Porque allá el
conocimiento también es un juguete, un juguete que no está
guardado en cajas.
Pero “Nacho” se ha chocado con una escolarización rígida
en la que los niños están sujetos a normas, reglas y ese
tipo de cosas que a él lo sofocan. En su pedagogía priman
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Anamaría Bedoya
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
ejerció la sexualidad y el amor con un desparpajo que en
otras épocas lo habría llevado a la hoguera.
Manuel José
BERMÚDEZ ANDRADE
Cada vez que a Manuel, por sus actitudes con frecuencia
extravagantes, le decían “vos estás loco”, él replicaba:
“Loco, no: loca” y seguía en lo suyo, aunque no tan
campante. Porque no era una respuesta casual. Desde
cuando salió al mundo, a una edad en que muchos seres
humanos ni siquiera intuyen que exista algo como el sexo,
lo hizo con la determinación irrevocable de no dejarse
apabullar y de comunicárselo a todos; por eso escogió una
profesión que le permitiera hacer lo que él llama pedagogía
de vida. Era el menor de quince machos levantados en el
barrio Santander, Noroccidente duro de Medellín, y cuando
en algún momento antes de los ocho años descubrió que
los hombres le gustaban mucho, no pasaron por su espíritu
sentimientos de culpa ni de vergüenza. Desde el comienzo
Lo más parecido que hubo en su existencia a una salida del
clóset se produjo cuando a los diez años, porque había que
convivir y para que exista la convivencia se requieren ciertas
claridades, le contó a Ofelia, la madre, que era marica —le
disgusta el eufemismo gay—. Ella no se inmutó, ni para bien
ni para mal; dijo: “Cuídese”, y eso fue todo. Antes bien, de
alguna manera la condición de benjamín le compensaba el
no haber tenido al menos una niña: Manuel era el único, en
esa fábrica tumultuosa de testosterona que era la casa, con
quien ella podía hablar de sus cosas. Él la recuerda: “Me
quería a los maridos como les quería a mis hermanos las
mujeres”. Sus maridos fueron muchos y ahora son dos, los
definitivos amores de su vida: Alejandro, que llegó en 1999
y con quien se casó en el 2000; y Esnéyder, que llegó cinco
años más tarde. Pues hasta en el reino de la transgresión
nuestro personaje es un transgresor, y en vez de tener una
pareja tiene lo que ellos denominan con el neologismo trieja.
Un amor de tres, en todos los sentidos: “Vivimos el amor, no
lo pensamos”.
a todas las personas con las que se cruza. A veces le
reprochábamos el exhibicionismo, sin entender que no era
exhibicionismo sino lucha su causa. Es cierto que la ciudad,
el país y buena parte del mundo han aprendido a ver como
normales las relaciones hombre-hombre y mujer-mujer —y
su amplia gama de variables—, y que incluso Colombia está
a la vanguardia en lo que a derechos legalmente aceptados
se refiere, pero también lo es que nuestra cultura sigue
cargando con pesados señalamientos y que los avances se
deben a luchadores denodados como Manuel.
Por eso se lanzó sin ambición de curul al Concejo de Medellín
en 1997 y al Senado de la República años después, y desde
entonces lidera en solitario el movimiento Ciudadano Gay.
Porque por locas bullosas —el término es suyo— como él
es posible que tantos vivan en paz con su sexualidad y su
manera de amar, y lo será el que alguna vez su comunidad
conquiste el más grande de los derechos: la indiferencia.
Que cada quien viva como quiera sin que a nadie le importe.
Ni para bien ni para mal, como a Ofelia.
Conoció a su padre biológico en 1991. Sintió el deseo,
esculcó directorios y lo encontró en Bogotá. Lo llamó, viajó
a conocerlo y tuvo una buena relación con su otra familia
hasta cuando, como suele hacer, confrontó al nuevo papá
con la realidad de sus amores y, por supuesto, ocurrió el
rechazo. ¿Por qué tenía que decirle que era gay a un papá
cristiano? Por la misma razón por la que tiene que decírselo
Fotografía: David Estrada Larrañeta / Perfil: César Alzate Vargas
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Fabio Luis
MONTOYA RAMÍREZ
Desde sus primeros años, Fabio Montoya tuvo que añadir
a sus útiles escolares una lupa y un marcador grueso para
poder aprender a leer y escribir. Cuenta que cuando su mamá
estaba en embarazo, por un error médico, le formularon una
droga que afectó seriamente su capacidad visual.
Consciente de las condiciones que su hijo requería para
estudiar, su familia decidió ingresarlo al Instituto Nacional
para Ciegos, INCI, en donde aprendió el sistema braille de
escritura y lectura táctil, el cual en la madurez de su vida se
convirtió en una herramienta para seguir trabajando luego
de que un desprendimiento de retina lo dejara invidente.
Ingresó a estudiar Licenciatura en Matemática y Física en la
Universidad Pontificia Bolivariana. Allí, gracias al apoyo de
sus docentes y su planchita de caucho que le permitía sentir
y acariciar en alto relieve las figuras geométricas, logró
graduarse e inmediatamente conseguir una plaza como
docente del municipio de Medellín. “Desde muy pequeño
las matemáticas me llamaban mucho la atención. El papá de
un compañero que trabajaba en la fábrica de Noel me daba
Frunas a cambio de ayudar a su hijo a hacer la tarea. En esa
época decían que estudiar matemáticas era muy difícil, pero
como a mí siempre me han gustado los retos me encariñe
cada vez más con los números”, recuerda Fabio.
Iniciarse como docente no fue fácil. Algunos funcionarios
públicos dudaban de su capacidad por tener una limitación
visual, pero al mismo tiempo sus profesores de universidad
lo apoyaron y asesoraron para que obtuviera el trabajo y
pudiera desarrollar su vida normalmente. Su experiencia
personal y profesional le enseñó que aparte de los números,
era necesario aprender a escuchar a sus alumnos e intentar
descifrar las necesidades pedagógicas que una discapacidad
exige. Así, se presentó a la Universidad de Antioquia y con la
ayuda de sus compañeros que le leían las extensas teorías
en sicología, se graduó en 1982 como especialista en
Orientación y Consejería.
A lo largo de sus 23 años de trabajo como docente en el
INCI y en la Institución Educativa Francisco Luis Hernández,
desarrolló cartillas pedagógicas y trabajos de sensibilización
con sus estudiantes, y asesoró a sus compañeros docentes
en cómo crear estrategias de comunicación y aprendizaje
para un invidente. En otras palabras fue maestro de
maestros. Mientras enseñaba matemáticas a sus jóvenes
alumnos, también enseñaba a sus colegas a dejar de ver el
mundo y a entender lo que esto significa para un niño que ha
dejado de verlo o nunca lo ha visto.
Luego de su jubilación tuvo que afrontar un nuevo reto.
Desde la alcaldía se intentó cancelar la plaza que ocupó por
tantos años y que fue para él la oportunidad de realizarse
como persona y de cumplir sus sueños; interpuso una
acción de tutela y logró proteger uno de los pocos espacios
laborales para invidentes.
A sus 58 años de edad, su expresión cansada y melancólica
refleja a un hombre cuyos esfuerzos han dejado huella y
han marcado la lucha constante por acomodarse y hacer
parte de una sociedad que, según él, es ignorante frente
a la discapacidad. “A veces uno mismo se discrimina
porque todavía falta mucha solidaridad. Es como si no
se dieran cuenta de que somos personas normales, con
sueños y decepciones; que simplemente no podemos ver
pero que igualmente tenemos todas las demás facultades
y aspiraciones de un ser humano”, explica Fabio, quien al
mismo hace un balance de su vida y, con el orgullo que
resalta en sus palabras, dice que logró desarrollar su vida
con normalidad: tuvo anhelos sueños y los cumplió, deseó
una familia y hoy lo rodea, tuvo un trabajo y lo desempeñó
satisfactoriamente siendo ejemplo en pedagogía.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Laura Marcela Pedroza
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
anécdota y, entrecruzando sus manos sobre la mesa, agrega
que se siente orgulloso, porque su forma de pensar coincidió
con la de aquel maestro, quien desde ese momento lo
aconsejó y le compartió sus experiencias cooperativistas.
Hernando
ZABALA SALAZAR
El momento más trascendental en su vida de cooperativista
fue en 1987 cuando apenas llevaba diez años en el gremio.
Ese año había un foro regional sobre cooperativismo y unos
compañeros quisieron exponer diferentes tesis. A Hernando
le correspondió interpretar la propuesta legislativa para
el cooperativismo colombiano, la Ley 79 de 1998. Sus
compañeros le preguntaban si podría hacerlo bien; él,
seguro de sí mismo, le explicó al público los problemas y
requerimientos de la legislación. Terminada la exposición
magistral, un anciano que estaba en primera fila se paró y
le dijo: “Joven, tenemos que hablar”. Era el señor Francisco
Luis Jiménez y, aunque apenas lo distinguía, Hernando
sabía que era el mayor intelectual del cooperativismo
latinoamericano, por lo cual aún evoca airoso aquella
Esa amistad acrecentó el conocimiento de este hombre
robusto, trigueño, de cara y cabeza redondas, a quien
le empieza a crecer una barba canosa que sube hasta
sus patillas y que, por la similitud con su cabello, parece
extenderse hasta cubrirle la cabeza. Hernando usa anteojos
pequeños y habla serenamente, pensando las frases y
tomándose tiempo para fumar. Tras soltar una bocanada de
humo, explica que eligió la Historia porque su formación era
humanística y dedicada a los temas sociales; sin embargo
nunca ejerció la profesión puntualmente y terminó por
involucrarla en su práctica social de dirigente cooperativo.
“Mucha parte de mis escritos sobre el cooperativismo son
históricos; son estudios hechos con base en una metodología
que parte del análisis histórico, para comprender una
realidad”, explica Hernando, quien precisamente se inició
en el cooperativismo mientras estudiaba Historia en 1978,
cuando ingresó a la Cooperativa John F. Kennedy, tras una
convocatoria a estudiantes universitarios para hacer parte
de su Comité de Educación. Tiempo después, Hernando fue
miembro del Consejo de Administración y en 1980 gerente
de la misma organización, y aclara que no es cooperativista
por esa convocatoria, sino porque desde joven se vio
involucrado en procesos sociales en el barrio Guayabal,
“una zona caracterizada por el trabajo comunitario y la lucha
política”, donde él participaba en la promoción cultural y
deportiva a través de la acción comunal.
Para Hernando, esa experiencia facilitó su paso al
cooperativismo, donde siente que su mayor logro es
influenciar el desarrollo cooperativo en Antioquia con
conceptos y propuestas basados en lo que define como
el sentido fundamental del cooperativismo: “Generar
un cambio de pensamiento y de vida de la gente a partir
de una práctica social y económica”. Con esa ideología
desempeñó diferentes cargos en la Asociación Antioqueña
de Cooperativas, fue director ejecutivo del Centro de
Integración y Desarrollo Cooperativo de Antioquia y
actualmente es director de la Corporación para el Desarrollo
de la Comunidad y la Cooperación, donde el tiempo para sus
pasatiempos, de literatura y cine fantásticos, es cada vez
menor, pues pasa los días con tinto y cigarrillos, trabajando
absorto en el computador junto a la ventana de su oficina,
donde el poco espacio que dejan dos escritorios lo ocupa
un estante de libros. Allí reposan autores de la Escuela
Francesa como Carlos Gide y Henri Desroche, quienes al
igual que Francisco Luis, lo influenciaron y lo convirtieron en
un utopista que procura construir “un mundo más equitativo,
más justo, con menos pesares, con menos dificultades para
la gente del común y, obviamente, un mundo donde haya
una vida pública y política más acorde con las posibilidades
de desarrollo de los seres humanos… Esa es mi riqueza”,
agrega Hernando, dejando escapar una sonrisa tímida y
teñida de ilusión.
Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Gloria María
RODRÍGUEZ SANTA MARÍA
Muchos no entienden por qué la bibliotecóloga encargada
de abrir en Medellín la Biblioteca de Comfenalco renunció
a la estabilidad laboral, como directora del Departamento
de Cultura y Bibliotecas esa entidad, para trabajar por
cuenta propia. En esa entidad ella ejerció casi toda su vida
profesional, con lo que perfiló una institución atractiva para
diferentes públicos, sin distinción de pensamiento, género,
edades o clases sociales. Pero ella, después de 25 años de
tener el mismo trabajo, decidió emprender nuevas labores,
algunas tan desconocidas en su profesión como liderar
la restauración del órgano de la Catedral Metropolitana
de Medellín. Ella eligió la independencia, tener nuevas
experiencias, asumir un cambio de sintonía con la vida,
como hacía mucho había elegido ser bibliotecóloga.
La elección de ser bibliotecóloga, arraigada en su pasión
por la lectura, tuvo momentos de indecisión durante la
carrera, pero cuando empezó a trabajar como auxiliar, en
la Biblioteca de Comfama, estuvo segura de su labor. Gloria
María Rodríguez, quien apreció el concepto de biblioteca
pública en el Reino Unido en 1987, cuando hizo un máster
en Bibliotecología en la Universidad de Gales, conserva
una estrecha relación con Comfenalco, asesorando y
gestionando proyectos, habilidades que le merecieron
en el 2006 el Reconocimiento al Egresado Distinguido en
Gestión Administrativa de la Escuela Interamericana de
Bibliotecología.
de suspenso, drama y amor con la novela Jane Eyre de
Charlotte Brontë, es ahora una lectora que salta con facilidad
de un tema a otro, y por estos días anda leyendo la historia
de Medellín motivada por su participación en la restauración
del órgano de la catedral. Gloria es obsesiva con sus trabajos,
es perfeccionista, se le dificulta relegar labores y tiene un
ritmo difícil de seguir por sus compañeros. Es simpática, de
cabello castaño y rizado, ojos claros y expresivos, tez blanca
y nariz aguileña; habla de forma rápida mientras gesticula y
simpatiza con colores llamativos, como el fucsia, con el cual
está pintada la pared de su casa, que da hacia la huerta en
la que se entretiene mientras descansa.
Con modestia dice que su labor en Comfenalco es producto
del empeño colectivo, porque estuvo rodeada de gente
buena. Con un grupo inicial de cuatro personas que terminó
siendo de cien, lideró en la biblioteca la extensión de horarios,
el desarrollo de colecciones, la inclusión de información
local, los programas de extensión alrededor de la lectura y
el servicio los domingos y en las vacaciones estudiantiles,
pensando en usuarios diferentes a los académicos, como
el empleado, la ama de casa o el jubilado, y confiesa, le
gustaba más la biblioteca los domingos, porque la gente iba
a disfrutar de la lectura.
Ser independiente le permite trabajar desde su hogar en
El Retiro, sea con la Fundación Bill y Melinda Gates, con
Comfenalco o con la Alcaldía de Medellín, por lo que disfruta
más las caminatas en el campo y los paseos en bicicleta,
aunque frecuenta menos el cine en el Centro Colombo
Americano, por eso presta libros y películas en las bibliotecas,
instituciones por las que ha seguido trabajando, como
asesora de los Parques Biblioteca, con la responsabilidad y
el compromiso social heredados de su padre, el médico Élkin
Rodríguez, y con el ideal de tener bibliotecas más ligadas al
desarrollo humano y a la satisfacción personal, donde todos
disfruten la lectura tanto como ella lo hace.
La niña que aprendió a leer jugando a hacer tareas junto
a sus hermanos mayores, que prefería libros como regalos
en sus cumpleaños –le gusta el libro incluso como objeto
físico–, que a los once años, luego de leer aventuras,
cuentos y clásicos de la literatura, vivió un prohibido mundo
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Tenía una vocación de servicio más allá de los límites de
curar a las personas, pues creía que la medicina debía ser
para todos y no solamente para quienes pudieran pagarla.
Como salubrista, entendía que el problema de la salud no
era técnico sino político, pues hacía falta la voluntad de los
gobiernos. Y como político, sostenía la firme convicción de
que las cosas podían ser mejores, más justas.
Pedro Luis
VALENCIA GIRALDO
1987 fue el año de varios asesinatos que trazaron una
cicatriz imborrable en el nombre de la Universidad de
Antioquia. Tres médicos salubristas cayeron en el fuego por
defender un pensamiento asociado a la izquierda y por la
imposibilidad de los gobiernos de proteger a sus ciudadanos.
Héctor Abad Gómez, Leonardo Betancur Taborda y Pedro
Luis Valencia Giraldo fueron abaleados en el mismo agosto y
sus memorias personales son un legado que hoy sobresale
en la lucha por los Derechos Humanos y la defensa de las
garantías fundamentales de las personas.
La historia de Pedro Luis, tal vez el menos conocido de los
tres, puede definirse con las palabras que su amigo Álvaro
Olaya usa para recordarlo: médico, salubrista y político.
Había nacido en Medellín en noviembre de 1939. A los veinte
años ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad de
Antioquia, donde se vinculó al Partido Comunista. Se graduó
en 1965 y emprendió su rural en el municipio de Peque.
Allí, según su amigo Álvaro Olaya, se dio cuenta de que
ejercer la salud tal y como lo precisaba el sistema implicaba
desatender a los más pobres. Por eso su compromiso se
afianzó y empezó a acompañar las luchas populares de los
pacientes del pueblo.
En 1968, de nuevo en la ciudad, ingresó a la Escuela Nacional
de Salud Pública para continuar su formación académica, al
mismo tiempo que se desempeñaba como médico en la
unidad de atención del barrio Manrique. Por su activismo
en el Partido Comunista vendía periódicos de izquierda a las
personas que atendía y fue eso lo que motivó su destitución
por parte de la Secretaría de Salud local. Entonces, con su
posgrado en ciernes se posesionó como docente del Alma
Máter.
Según cuenta Olaya, Pedro Luis no ejercía su política con
las armas sino con el pensamiento. Era un intelectual que
compartía sus ideas en las tertulias de la tarde y hasta jugaba
chance para sobrevivir en tiempos de desempleo. Eso sí, dice
su amigo, era vertical en la mirada política, y si hoy estuviera
vivo continuaría luchando civilmente por la justicia social.
De ahí que su vida y su integridad corrieran peligro ante los
poderes invisibles del Estado y las fuerzas de extrema derecha.
Por esa razón, muchos organismos internacionales le
ofrecieran becas de estudio en el exterior, para que pudiera
exiliarse durante temporadas y así proteger su vida. Estuvo
en Hungría, en Polonia, en la URSS y en varios países de
Europa del Este.
A mediados de los ochenta, la Unión Patriótica ingresó a
la democracia como un escenario político posible para la
izquierda, y Pedro Luis se lanzó con esta colectividad al Senado
de la República. Quedó elegido como suplente y empezó a
moverse entre Bogotá, Medellín y los destinos de sus becas
académicas. Sucedió entonces la operación conocida como
Baile Rojo que logró exterminar a los miembros de la Unión
Patriótica y reducir el poder de la izquierda democrática.
En esa cacería, Pedro Luis Valencia fue asesinado en su
propia casa, muy cerca de la IV Brigada del Ejército, el 14 de
agosto de 1987, un día después de haber participado en una
multitudinaria marcha a favor de los Derechos Humanos. Su
ataúd lo cargaron hombres de la Escuela Nacional de Salud
Pública, entre ellos su amigo Leonardo Betancur Taborda,
quien quince días después moriría abaleado junto a Héctor
Abad Gómez en el centro de Medellín.
Fotografía: Cortesía Asmedas(Asociación Médica Sindical de Colombia) / Perfil: Margarita Isaza
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John Jairo
GÓMEZ BERNAL
En una hamaca, leyendo poesía, de frente a un paisaje verde
y fresco, John Jairo Gómez sueña pasar sus días después de
la jubilación. Planea trabajar hasta los sesenta años, tener
una pensión digna y descansar en cualquier parte de su
querida Antioquia. Por ahora, John Jairo continúa trabajando
con una puntualidad que refleja su compromiso por
conseguir sus sueños, aquellos que empacó en una maleta
cuando salió de su casa para convertirse en odontólogo por
formación, y otros tantos que fue guardando, poco a poco,
al ser un cooperativista por convicción.
Se graduó en 1985 con uno de los mejores promedios de
la Facultad de Odontología de la Universidad de Antioquia.
En ese momento se dio cuenta de que necesitaba salir de
su hogar, aventurar, llenarse de experiencias y madurar. Por
eso, cuando le permitieron escoger el lugar donde podría
hacer el año rural, simplemente preguntó cuál era el sitio
más lejano, y sin saber dónde quedaba eligió Zaragoza,
Antioquia. “Agradezco la experiencia que me dejó el rural en
una zona tan difícil, que estaba bajo el poder de la guerrilla
y cuyos recursos para la salud eran tan escasos que cuando
llegué, me fui posicionado como subdirector del hospital,
solo estábamos el médico y yo para atender a toda una
región”, explica John Jairo con una sonrisa tímida que trata
de ocultar la satisfacción de recordar un primer reto logrado
hace mucho tiempo.
De Zaragoza pasó a Urabá persiguiendo el amor. Su novia,
al terminar el rural en Apartadó, fue nombrada directora
regional en Odontología por Antonio Roldán Betancur,
entonces secretario de Salud de Antioquia. Hasta este
lugar llegó John Jairo con la idea de montar un consultorio
particular, en el que trabajó por seis años; allí también se
casó y tuvo a sus dos hijos. Así, pensando que ya había
cumplido muchos de sus sueños, no creía que sus mayores
retos estaban por llegar.
A finales de los ochenta, estando en Apartadó, se empezó
a gestar un movimiento entre los profesionales de la salud
para crear la sucursal de la cooperativa multiactiva Coomeva.
John Jairo empezó a leer sobre qué era el cooperativismo
y encontró una nueva pasión en su vida; según él, se dejó
atrapar por lo valores democráticos que promovía este
movimiento y empezó a trabajar por Coomeva Urabá.
Poco a poco se fue apartando de su profesión de odontólogo
y comenzó a representar al sector cooperativista como
miembro de los cuerpos directivos de Coomeva Urabá. Sin
embargo, decidió regresar a Medellín en 1992, en donde
empezó a forjar un nuevo sueño: fundar la Cooperativa
Médica Social Comsocial. Una empresa dedicada a prestar
servicios de salud desde la figura del cooperativismo y que
actualmente agrupa a profesionales de todas las áreas del
servicio médico y atiende a más de 50 mil usuarios. Según
John Jairo “esta empresa nos ha dado la oportunidad de
realizarnos como profesionales, tenemos un salario digno y
una vida estable […]. Soy un convencido y me encanta que
nos sentemos a discutir y que al final del día lleguemos a una
decisión por consenso”.
John Jairo es un hombre de palabra, de asumir
responsabilidades y enamorarse de aquello por lo que ha
trabajado. Luego de encargarse de la gerencia de Comsocial,
empezó a capacitarse en gerencia y cooperativismo; estuvo
en Italia, España y Chile en cursos rápidos y diplomados de
economía solidaria. Volvió a la Universidad de Antioquia en
1999 para estudiar una especialización en Gerencia Social, y
aún hoy sigue investigando el modelo cooperativista. Es un
amante de lo que ha ayudado a construir. Por eso todas las
mañanas llega temprano a su oficina con una alegría que no
abruma pero se siente, y por momentos deja ir su mirada
hacia aquellas montañas donde espera leer poesía con la
satisfacción de un sueño que en pocos años realizará.
Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Laura Marcela Pedroza
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Jorge
ARANGO ARANGO
Por las playas de Necoclí camina un hombre singular. Usa
calcetines y zapatos de atadura, jeans a la rodilla, estuche
de anteojos colgado al cinturón, camiseta contenida en la
pretina, lentes bifocales y barba desprolija. No es nativo, lo
sabe el observador distante porque lo ve ir de prisa, como si
en la tranquilidad del Caribe suramericano la vida dependiera
de relojes y semáforos.
Un niño dice que este ser menudo, de mirada alerta y
carcajada generosa debe ser un duende. Parece, en verdad,
un ser de fantasía abandonado en la orilla del mar, lejos de
su bosque donde son necesarias las botas para atravesar
pantanos y escalar rocas. Quizá, vino del país de las hadas
y es, como sugiere un pescador, un geniecillo experto en la
palabra dicha, recitada y cantada.
existencia libre de ataduras ideológicas, como la descubrió
en su paso por la universidad.
O tal vez no.
A la naturaleza le regaló un jardín exótico en las playas de
Golfo de Urabá. Para crearlo se hizo a toneladas de material
orgánico varado en la playa y lo convirtió en suelo fértil. Ahí
sembró plantas por las que arriesgó la vida en caminos y
cerros ocupados por guerrilleros y paramilitares. Para los
hombres, construyó un hospedaje sencillo frente al mar donde,
además playa y brisa, ofrece charla dulce, retos a la destreza
lógica y matemática y más de doscientas frases que reúnen
el pensamiento de filósofos clásicos o populares. A su propia
vida, la liberó de la prisión en que se convirtió su consultorio
de odontólogo, y la llevó en 1993 al mar, a la playa que amaron
sus padres y que amarán, necesariamente, sus sobrinos.
Cuando se lee Urantia en el portillo por donde entra el
hombre, la imagen de los bosques de niebla donde cantan
los celtas se deshace y toma vida la morada paradisíaca de
seres buenos y eternos. Urantia, dice la revelación, es el
planeta 606 del sistema de Satania, perteneciente a Orvotón,
el séptimo universo guiado por el propósito de elevar las
criaturas humanas desde el nivel material de la existencia
hasta el espiritual.
Afuera queda el olor a mar, la arena alborotada por el viento,
los troncos cargados desde el Atrato por las olas, el ardor
del sol, la sed. Al pasar el umbral de Urantia el mundo se
hace otro. Un jardín andino se levanta sobre la arena seca y
salobre. El sol no castiga y huele sanjuaquines, siete cueros,
besitos, jazmines, y plataneras. La magia no tiene artificios
aquí. Las plantas nacen, crecen, dejan sus semillas y mueren
frente a los ojos maravillados del hortelano.
El hombrecito singular no conoce la comodidad de una
hamaca ni la caricia de la quietud porque está concentrado
un su creación: un mundo donde la verdadera fraternidad sea
posible. Vida amorosa con la naturaleza, como aprendió de
sus abuelos; convivencia amistosa con los hombres, como
le enseñaron los curas del colegio San José de la Salle; y
Hace tres años el fuego destruyó esa morada: su suelo,
sus plantas, sus libros, sus películas, sus estampillas
-coleccionadas durante cuarenta años-, sus árboles, sus
flores, su planeta de tranquilidad. La mano enemiga intentó
marcar con hierro forjado al duende y éste sobrevivió con
hondas heridas morales. Se levantó y en esa geografía
tomada por capos de diversa índole continúa saludando al
sol, al mar, a las plantas, a sus mascotas libres antes de
comenzar cada jornada.
Para el no ha llegado el séptimo día. La imperfección de su
creación le impide soltar amarras y hacerse a alta mar. Estará
anclado a su puerto, construyendo, en plena sobriedad, un
mundo de paz y amor.
Fotografía: Patricia Nieto Nieto / Perfil: Patricia Nieto Nieto
101
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
José Miguel
Corpas Garcés
Su infancia transcurrió jugando con un palo de escoba y
unas checas, tapas de gaseosa que hacían las veces de
pelota. Fue una época en que el deporte en Cartagena
giraba en torno al béisbol y en la que José Miguel, de tanto
jugar en el campo, se encariñó con la naturaleza. Por eso
en 1962, llegó a estudiar Licenciatura en Biología y Química
en la Universidad de Antioquia, donde entregó su vida
como jugador y entrenador de béisbol, iniciando un periodo
histórico para los antioqueños, que se extendió hasta los
años noventa, en el cual Antioquia, siendo un equipo del
interior, triunfó ante los fuertes contendores de la costa.
Pero este moreno alto, de dientes alargados, nariz achatada,
de origen humilde, conversador y de rebosante amabilidad,
campeón seis veces con la Selección Antioquia de Béisbol
y más de diez con Cervecería Unión, tuvo un difícil inicio en
el equipo de la universidad, pues el entrenador de entonces,
Rafael Montoya, no lo recibía porque el grupo estaba
completo. En un tercer intento, José Miguel le pidió que
lo dejara lanzarle a su mejor bateador para que decidiera
si servía o no. El entrenador aceptó; “en esa época tiraba
duro, lancé, y Restrepo no fue capaz de sacar el bate, como
se dice”, cuenta, y cuando Montoya conoció su nombre
exclamó: “¡Hooombe! Usted por qué carajos no dijo que era
José Miguel Corpas”. Hasta las directivas de la universidad
supieron que allí estudiaba el lanzador que había sido figura
en los Octavos Juegos Atlánticos Nacionales de 1960, en
Cartagena, donde quedó campeón con el equipo de Bolívar.
En adelante, sus estudios universitarios transcurrieron entre
ausencias deportivas y exámenes solitarios presentados a
última hora, para luego ejercer apenas seis meses como
docente, en el Liceo Concejo de Medellín, porque se fue a
entrenar al equipo de Pilsen Cervunión, donde trabajó como
jefe de seguridad y luego de deportes hasta jubilarse.
“Fui candela pero ya no lo soy”, comenta extraviando la
mirada al recordar sus días de campeón, inmortalizados
en medallas, trofeos y retratos, como en el que aparece
junto a los futbolistas René Higuita y Francisco Maturana,
cuando Cervecería Unión los eligió como deportistas del año
en 1987. La foto cuelga en la pared de una sala de estar,
cerca al reconocimiento que le hicieron como “beisbolista
que marcó disciplina en Antioquia y Colombia”. Allí un alto
mueble exhibe —además de licores coleccionados en
sus viajes y compartidos sin reproches con sus amigos—
trofeos, un reloj de béisbol y juguetes de sus nietos, a quienes
seguro influenciará como a sus hijos (Sandra se destaca en
softbol y José Luis en béisbol), de la misma forma que lo
hizo su padre, José Corpas Córdoba, beisbolista profesional,
quien lo puso de lanzador a los catorce años en un partido
de adultos en Santa Rita, y debido a la lluvia se le resbaló
la pelota en el lanzamiento, golpeando a un jugador en la
cabeza. José Miguel salió llorando y ante la insistencia de
su papá para que continuara el partido, amenazó con decirle
a su mamá que lo estaba obligando a jugar.
Los lanzamientos de su mano prodigiosa tuvieron sus últimos
días profesionales en Barranquilla en 1980. Antes de eso,
jugó mucho tiempo en la Selección Antioquia, con la que
ganó en 1968 el Campeonato Nacional de Béisbol, y también
en el Pilsen Cervunión de Medellín, donde José Miguel fue
mánager de beisbolistas reconocidos como Gustavo Viera y
Juan Guillermo Calle. Allí, en ese mismo equipo cervecero
es aún entrenador del equipo de jubilados, Softbol Plus
Sesentas; y donde a sus 67 años siente que hizo parte de
una época en la que la gente necesitaba entretenimiento,
en la que el béisbol integraba a la sociedad y en la que él
y otros beisbolistas costeños e isleños se consideraron
completamente paisas en el triunfador equipo antioqueño.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
103
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Lucrecia
RAMÍREZ RESTREPO
Pasó su infancia entre médicos, enfermeras y monjas del
Hospital General de Medellín, donde muy pequeña asistió
partos y se volvió la mascota del centro hospitalario donde
trabajaba su madre Libia Restrepo, la primera ginecóloga
que tuvo esta capital. Para Lucrecia Ramírez Restrepo
el entorno médico siempre fue muy familiar. “Era mi otra
casa, hacía turnos con mi mamá y hasta dormía allá”, relata
esta mujer quien hoy es reconocida por su trabajo en pro
del desarrollo social y la salud mental de las mujeres, en
especial de las jóvenes.
Lucrecia es médica de la Universidad Javeriana de Bogotá
y psiquiatra de la Universidad de Antioquia. Siempre, desde
su primer caso clínico, su interés y su objeto de estudio ha
sido el tema de las mujeres. Actualmente, y desde 1990,
es investigadora del Departamento de Psiquiatría de la
universidad, donde coordina el grupo académico de “Salud
mental de las mujeres”, promovido y formado por ella en
el mismo año, cuando muy poco se hablaba de ese tema.
Lucrecia explica: “Sostuvimos que no era lo mismo estudiar
una droga en hombres que en mujeres, que era necesario
ligar la violencia familiar con la morbilidad, tener en cuenta
las condiciones económicas, sociales y culturales de las
personas como factores de riesgo ligados a su salud”.
Apasionada del tema, esta psiquiátra ha desarrollado
investigaciones en síndrome premenstrual, aborto inducido
y espontáneo, discriminación, acoso y abuso sexual
contra las mujeres y trastornos de la conducta alimentaria
(anorexibulimia). Trabajos que han sido reconocidos en
diversos espacios médicos, institucionales y culturales.
Durante la administración de Sergio Fajardo como alcalde
de Medellín en el período 2004-2007, Lucrecia diseñó las
redes de Mujeres públicas y de Mujeres talento, y ejecutó
proyectos para la prevención de la anorexibulimia y el
embarazo en adolescentes. En este proceso, la sorprendió la
gran apropiación del discurso de la delgadez entre las jóvenes
de Medellín: “Encontramos varios factores de riesgo para los
trastornos alimentarios: una tradición de sociedad moralista
donde las mujeres eran relegadas, enfrentadas a partir de
la década de los ochenta a la cultura del narcotráfico y a un
ideal de belleza femenina nuevo, y luego, a un gran impulso
de la industria de la moda, que exige una mujer sumamente
delgada y glamurosa”.
A pesar de que reconoce los avances y los logros alcanzados
por las mujeres a lo largo de las últimas décadas, Lucrecia
afirma que todavía falta mucho para llegar al punto ideal en el
que la mujer deje de estar reducida al entorno doméstico. “La
poca gente interesada en el tema aún tiene una mirada muy
tradicional, condicionada a lo reproductivo. Pero una visión
distinta: la mujer en el espacio público, la mujer en la política,
la mujer que puede dirigir empresas, esa mirada todavía no
es la que orienta el trabajo sobre mujeres, especialmente
en Colombia”, dice. Sin embargo, es optimista y anota
que espera vivir muchos años más para ver una situación
diferente, en la que la mentalidad del país cambie.
Este espíritu libre que es Lucrecia asegura que se siente
feliz de estar en la Universidad de Antioquia, porque “es
de los pocos espacios donde se puede trabajar este tema
desde una perspectiva social, académica y cultural, porque
es un espacio en el que se puede ejercer esta libertad. Por
ejemplo, la investigación de aborto inducido yo no la hubiera
podido hacer en otra facultad de medicina del país”.
Lucrecia es una mujer alegre, madre de dos jóvenes adultos
dedicados al arte. Una mujer comprometida con la labor de
llevar sus investigaciones más allá de la academia, poniendo
sus resultados al servicio de la gente y en conocimiento de
quienes toman las decisiones para que los impactos sean
visibles y no se queden en libros de estantería.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Gloria Estrada Soto
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Gustavo
OLARTE CATAÑO
Parece un niño de escuela vestido de pantalón deportivo
de color negro, camiseta azul ajustada al cuerpo, parado
rígidamente con su lánguida y alta figura, con los brazos
paralelos a las piernas y empuñando continuamente la
mano izquierda en una actitud nerviosa. Su rostro trigueño
de fisionomía alargada luce una mirada retraída, y una
tímida sonrisa deja al descubierto un colmillo calzado en
oro, al contar que por esforzarse tanto en las maratones de
atletismo sufre una tendinitis.
“Yo me exijo mucho pero voy a tener que mermar”, concluye
Gustavo, quien ha sido autoexigente en otras facetas de su
vida, como en sus días de interno en el Hospital Universitario
San Vicente de Paúl, donde trabajaba los viernes toda la
noche para llegar los sábados a las siete de la mañana a
dictar clases de laboratorio hasta la una de la tarde, lo cual
sorprendía al hoy profesor Jaime Calle, que en esa época era
alumno de Gustavo y monitor en el laboratorio de biología
general. Él describe a Gustavo como un profesor que siempre
está dispuesto a colaborarles a los estudiantes; porque “al
final pudo más la docencia”, dice Gustavo, pues aunque
cumplió su sueño de ser médico, fue incapaz de renunciar a
la enseñanza.
La vida se le fue en educar, practicar deporte y estudiar: hizo
tres carreras y una especialización. Se presentó a Medicina
a la Universidad de Antioquia pero no pasó, por lo que
estudió Licenciatura en Biología y Química y se vinculó como
profesor a la misma universidad. Posteriormente, becado por
la Organización de Estados Americanos, se especializó en
Genética en la Universidad de Chile en 1971, donde despertó
admiración por el médico Ricardo Cruz-Coke y donde la
influencia de las ideas allendistas cambiaron su pensamiento
político.
Regresó a Colombia en 1973 tras el golpe de estado contra
el gobierno de Salvador Allende, y retomó la docencia en la
universidad, ampliando sus clases hasta la Facultad de Medicina
donde enseñó genética. Se graduó como biólogo porque
muchas materias eran homologables con la licenciatura y se
matriculó en Medicina para graduarse en 1985, convirtiéndose
en un médico solidario, que chequea y ofrece su diagnóstico a
todo el que lo necesita, porque piensa que “la cooperación da
fuerza para luchar contra las adversidades”.
Del deporte lo atraía el ciclismo, pero sin dinero para una
bicicleta se conformó con un balón. Creó un equipo de fútbol
de estudiantes y fueron campeones en el torneo universitario.
Luego, como seis de contención, disfrutó la gloria en el
equipo de profesores que ganó dos campeonatos nacionales
y fue subcampeón en otro. La jubilación lo individualizó en
el atletismo, con el que ha corrido la media maratón de
Medellín, La Ceja, Rionegro y las carreras de Guarne, y
fue subcampeón en las III Olimpiadas del Cooperativismo
Antioqueño, representando a la Cooperativa de Profesores
de la Universidad de Antioquia.
Tangos, boleros, clásica, le gusta todo tipo de música, así
como leer de astronomía, aparte de literatura, y compartir
con estudiantes, profesores y amigos, a quienes encuentra
todas las mañanas luego de trotar en la Ciudad Universitaria,
de la cual se considera un hijo privilegiado porque le dio todo,
hasta una esposa cuando él ya tenía 47 años, pues por fortuna
a la Facultad de Medicina, llegó una joven alfabetizadora que
se enamoró de Gustavo, quien andaba tan enredado como
deportista, educador y estudiante, que no dejaba espacio ni
para el amor.
Ahora que Gustavo pasa sus días ejercitándose, leyendo y
brindando consultas médicas a personas de escasos recursos
que lo solicitan, piensa que aunque se siente realizado por las
metas alcanzadas en su vida, “hubiese querido estudiar más
y llegar más arriba, para ayudarle a más gente”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Rosita
TURIZO DE TRUJILLO
Es una feminista que todavía usa el apellido de su esposo,
Rosita Turizo de Trujillo, y dice que él no la abandona porque
le gustan las cosas antiguas; que eso la salva. El sentido
del humor complementa la personalidad de esta abogada
que, a sus ochenta años, es una abuela amable, servicial
y contadora de anécdotas, que encuentra divertidas las
propias historias de su vida, disfruta compartiendo con
sus nietos y vive orgullosa de su primera hija: la Unión de
Ciudadanas de Colombia. Más allá de borrar con la mano
lo que hace con el codo, como le dicen sus compañeras
feministas, la decisión de conservar el “de” en sus apellidos
es puramente libre. Bernardo ha sido un apoyo incondicional.
Primero, fue compañero de estudio, luego amigo, novio y
finalmente esposo. Cuando salió el decreto en 1972 para
que las mujeres se pudieran quitar el apellido del cónyuge,
Rosita lo pensó pero no encontró razón alguna para hacerlo.
“Si me hubiera hecho una ofensa me lo hubiera quitado
antes, incluso sin haber surgido la ley”, comenta Rosita,
que hace honor a la enseñanza de sus padres: “Ustedes [los
hijos] tienen que aprender oficios decentes que les permitan
ser libres”. Ella lo es y en el camino le ha enseñado a otras
mujeres a encontrar la libertad.
Desde el bachillerato le decía a sus compañeras que iba a
estudiar Derecho. “Algunas se quedaban calladas, a otras
les daba risa”, dice en forma pausada y termina riéndose,
tapándose la boca con las manos para contener la carcajada,
porque recuerda que en su época el papel de las mujeres
estaba en el hogar. El humor regresa a las palabras lentas de
Rosita cuando cuenta que su papá la llevó con orgullo hasta
la Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia para
matricularla. Ese día no se dio cuenta de que era la única
mujer, y ella, que había sido criada en colegios femeninos,
que solo tenía contacto con su papá y sus hermanos,
se vio estudiando en medio de 72 hombres. Lo que más
la asustaba eran las preguntas durante las clases y los
exámenes orales, de quince minutos para cada estudiante,
al final del semestre. Estos temores trasnochaban a Rosita
quien a veces no aguantaba y se ponía a llorar. “Una noche
mi mamá me sintió y se vino a ver. ‘¿A usted qué le pasa
hija?’. Qué susto el que me dio. Yo le dije: ‘Mamá, qué
pena quedarles mal a ustedes, tan ilusionados como están
porque yo la mayor que iba a dar ejemplo, pero no voy a
ser capaz. Yo me voy a quitar, mamá, yo no soy capaz’. Le
conté cuántos éramos y le expliqué qué pasaba. Ella empezó
a sobarme la cabeza tres o cuatro noches seguidas y me
decía: ‘Tranquila, mija, obsérvelos y me cuenta. Mi amor,
con seguridad que el más inteligente, cuando más, será
como usted’. Yo al fin me lo fui creyendo”, completa Rosita.
Gracias a la seguridad infundida por su madre, fue la novena
mujer graduada de Derecho en la Universidad de Antioquia,
y en ese momento comprendió que era abogada, pero no
ciudadana colombiana.
Con esa personalidad de reivindicatoria que la llevó a estudiar
Derecho, empezó a trabajar por las mujeres, y así surgieron
la Asociación Profesional Femenina de Antioquia (1955), la
Unión de Ciudadanas de Colombia (1957) y la Corporación
Mundial de la Mujer. Ella se siente como la madre de la
Unión de Ciudadanas de Colombia, porque su papel parte
de enseñarles a las mujeres a ser ciudadanas en ejercicio,
con derechos y deberes, y a interesarse por el país, por la
condición de los más desprotegidos de Colombia. Esa ha sido
su pasión, por eso procura que estas y otras instituciones
educativas que ayudó a crear, sí presten siempre el servicio
social con el que sus fundadores soñaron.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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Francisco Luis
JIMÉNEZ ARCILA
Cuando apenas amanecía el siglo XX, el dos de octubre de
1902, vio la luz del día en el municipio de Granada (Antioquia)
un pequeño que bautizarían con el nombre de Francisco
Luis Ángel. El hijo de Alejandro Jiménez y Pastora Arcila
(quienes constituyeron un hogar con profundos arraigos
campesinos y cristianos) se convertiría en un prominente
humanista y gran líder que defendió el cooperativismo como
modelo alternativo, interviniendo en múltiples procesos de
organización de los trabajadores del campo y la ciudad,
condensándolos en innumerables escritos sobre doctrina,
sociología, economía y derecho.
Durante sus estudios básicos (realizados en el Colegio
San José de Marinilla) y posteriormente en el mundo
universitario (Escuela de Derecho de la Universidad de
Antioquia), descubrió su proyecto de vida: el bienestar de
los menos favorecidos. Esa vocación de servicio y capacidad
de entrega a los demás se volcó hacia las letras, siendo su
primer libro la tesis titulada Cooperativas de consumo
(laureada y publicada en 1930). Desde entonces, ya fuese
como empleado de la rama jurisdiccional, como docente,
como profesional independiente, como gerente de múltiples
cooperativas o como dirigente, aportó con sus palabras, sus
ideas, sus escritos y sus obras a la formación de un mundo
de bienestar con base en la cooperación.
Dedicó su vida (intelectual, profesional, social y política) a
extender la semilla de la cooperación, primeramente en su
querida Antioquia; luego, como protagonista principal de
la formación de la integración cooperativa continental. Fue
miembro consultor de la Alianza Cooperativa Internacional,
así como de la Organización Internacional del Trabajo,
y presidente de la Organización de Cooperativas de
América. En Francisco Luis se resume la historia de nuestro
cooperativismo en el siglo XX.
En los años sesenta y setenta produjo extraordinarios
estudios. Enseñaba sobre economía, sociología y escribía
ensayos jurídicos para que el cooperativismo en evolución
contara con las fuentes teóricas principales que orientaran
su devenir. Y hacia el final del siglo increíblemente otorgó a
las generaciones futuras un maravilloso legado doctrinario;
al contrario de lo que pudiera pasar con un ser humano
centenario.
Su existencia estuvo marcada por innumerables homenajes
de agradecimiento de quienes fueron tocados por su
inagotable energía de cooperador: hacia el final de su vida le
fue dado el título de Padre del Cooperativismo Colombiano,
se le otorgó por la ACI el Premio Pioneros de Rochdale y fue
merecedor de la Orden de Boyacá.
Francisco Luis parecía fortalecido por el deseo de aportar a
la construcción de un nuevo país, esparciendo semillas de
doctrina por doquier, siempre atento a las problemáticas y
a las soluciones. A sus 106 años de edad, a pesar de que
la enfermedad agazapada anidaba en su pecho, revisaba
notas, releía textos y se aprontaba a responder consultas de
sus amigos y a continuar con sus epístolas no terminadas.
Sin duda, un ser humano sin igual: un roble en su juventud,
un roble en su senectud.
La obra de Jiménez, nacida de una clara conciencia de la
realidad que le correspondió vivir y de una lucha constante
por transformarla, es inmensamente valiosa para dotar
al movimiento cooperativo colombiano y al sistema de
economía solidaria del sustento teórico necesario para lograr
protagonismo en el mundo cambiante de los albores del
siglo XXI. Como sembrador realizó su labor en la esperanza
de que algún día se pudiera recoger el fruto de su sudor y se
sentía feliz cuando descubría que los demás disfrutaban de
su cosecha. Jiménez esparció el don de la esperanza entre
muchos colombianos, inyectando ánimo en los corazones de
quienes creían posible la promesa de la cooperación.
Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Hernando Zabala
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
que al terminar tenía en el bolsillo y por derecho uno de los
codiciados cupos para estudiar abogacía en el Alma Máter,
prescindiendo del examen de admisión. Era el año de 1974.
Enrique
GIL BOTERO
El magistrado Enrique Gil Botero es uno de esos hombres
que parece que sin vacilación alguna —sin incertidumbres
sobre su vocación— empezó a construir su carrera desde
la nada hacia un fin lejano y definido. Y alto. Gil, de 58 años,
desde muy joven se sabía un hombre de leyes. Basta decir
que este hombre que hoy ocupa un extenso despacho
en el ala occidental del Palacio de Justicia, en el corazón
de la república, a los 17 ya se movía entre expedientes,
desempeñándose como citador en un remoto juzgado penal
municipal.
Desde su natal Fredonia salió para estudiar el bachillerato en
el Colegio Nocturno de la Universidad de Antioquia. Cursó
la secundaria con las más altas calificaciones de tal forma
Desde que Gil ingresó a la Facultad de Derecho demostró
que ese era su terreno. En siete semestres de estudio, fue
todo lo que requirió para concluir sus estudios, obtuvo tres
veces la matrícula de honor. Y si antes, sin título, se las
había arreglado para ganarse la vida entre despachos, ahora
con el diploma su carrera se proyectó vertiginosamente.
Inmediatamente pasó de citador a auxiliar de fiscal y muy
pronto encontró un espacio en la academia, un ambiente al
que hoy sigue vinculado como catedrático. Gil empezó su
trasegar por las aulas en la Universidad de Medellín, donde
enseñó sobre la responsabilidad del Estado en el derecho
administrativo.
Paralelamente a la educación, continuó su trayectoria ya
como funcionario público o ya en la esfera privada. Fue
conjuez del Tribunal Administrativo de Antioquia por quince
años, abogado litigante ante la jurisdicción administrativa,
miembro de la asociación de derecho administrativo,
cofundador del Instituto Antioqueño de Responsabilidad Civil
y del Estado.
derecho público que aún hoy se sigue reeditando bajo su
celosa revisión y actualización. Sus miradas y reflexiones
sobre ese y otros temas también se han difundido en
decenas de artículos publicados en las más prestigiosas
revistas de facultades y entidades del país.
En el 2006 su vasta trayectoria fue reconocida a nivel
nacional con su nombramiento como Consejero de Estado.
En el 2008 Gil logró la más alta distinción a que puede aspirar
un jurista como él: fue presidente del Consejo de Estado,
y al concluir esa misión sus pares lo enaltecieron con la
Condecoración José Ignacio Márquez al Mérito Judicial.
“Desde una alta dignidad como la es el Consejo de Estado o
desde la humildad de un trabajo privado y anónimo, siempre
trataré de aportarle a la sociedad todo lo que ésta me dio a
mí cuando me brindó la oportunidad de ir y formarme en una
universidad pública”, dice el magistrado Gil.
También sacó tiempo y dedicación para formarse y enseñar
desde los textos: amén de una decena de diplomados,
estudió en Salamanca, España, un posgrado en Derecho
Constitucional. En 1996 escribió el libro Responsabilidad
extracontractual del Estado, un verdadero tratado de
Fotografía: Archivo revista Semana / Perfil: José Monsalve
113
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Sobre este último tema publicó el libro Historia de la nueva
Universidad de Antioquia 1963-1970.
Ignacio
vélez escobar
Ignacio Vélez Escobar nació en Medellín en 1918. Se
graduó en 1942 como Doctor en Medicina y Cirugía en
la Universidad de Antioquia. Luego se especializó en la
University Pennsylvania Graduate Shool Of Medicine en
1944. A su regreso se vinculó a la Facultad de Medicina de
su universidad. Fue profesor, varias veces decano y rector;
luego, Gobernador de Antioquia y Alcalde de Medellín.
Fue protagonista en el surgimiento de instituciones
esenciales en la región. “Cuando era gobernador, una de mis
gestiones importantes fue vender el Ferrocarril de Antioquia
a la Nación. Gracias a esa venta logré la creación del Idea,
las Empresas Departamentales de Antioquia (hoy Eade), y
la construcción de La Alpujarra y la Ciudad Universitaria”1.
Franco, directo, agudo y pertinaz, Vélez Escobar no es
partidario de transigir ni matizar lo que se piensa. De la
Universidad dice: “En cobertura sí se mejoró muchísimo, pero
cobertura sin calidad para qué (…) En Colombia sólo hay
tres ciclos educativos. Falta el cuatro, entre el bachillerato y
las carreras profesionales. La idea es conservar la primaria y
la secundaria tal como están concebidas y luego un período
intermedio de “colegio de ciencias” con una duración de dos
años, con formación básica y cultura general. Los alumnos
tienen la facultad de tomar unos cursos opcionales y otros
obligatorios, y ya cuando tengan una orientación adecuada
entonces escogen carrera que es un ciclo más corto que
el actual, Todos, sin importar la disciplina, tienen que saber
historia de Colombia, geografía, matemáticas” 2.
Ignacio Vélez Escobar es un antioqueño visionario de recia
práctica e ideología conservadora, defensor del orden, la
autoridad y la disciplina. Sin embargo, poco se le reconoce
su liderazgo en la implementación de una propuesta
curricular moderna y humanista que tuvo la Universidad de
Antioquia, un modelo educativo de educación superior que
operaba en diversos lugares del mundo y que hoy retoman
las grandes universidades del mundo. Consistía en un ciclo
intermedio. Entre nosotros se denominó Estudios Generales.
Incluía una formación generalizada en ciencias básicas con
cursos opcionales y obligatorios para todos los programas.
Paradójicamente, esa propuesta curricular se desmontó,
aduciendo motivos ideológicos y políticos coyunturalmente
progresistas sin mayor discusión ni razones académicas
y metodológicas consistentes. Ese espacio común de
intercambio, maduración, conocimiento y formación
humanista fue señalado como el lugar de origen de los
problemas de orden público de la Universidad. Al desmontar
ese modelo curricular se asumió uno anacrónico disperso
y conceptualmente incoherente que en buena medida aún
subsiste.
Es, desde ese liderazgo cotidiano, que Ignacio Vélez Escobar
incorpora las diversas orillas ideológicas, desde donde
se inscribe su nombre en la historia de la Universidad de
Antioquia como proyecto cultural académico y científico de
la región.
1
Suárez Restrepo, Catalina. “Ignacio Vélez: un dirigente de mil batallas al que la
vida le ha rendido”. El Colombiano. Medellín. Mayo.2004.
2
Idem.
Fotografía: Archivo Periódico Alma Máter / Perfil: Álvaro Cadavid M.
115
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
y desde ese momento se vinculó a esta entidad como
voluntario y posteriormente como gerente general, en donde
ya lleva 26 años de servicio. Para él, “los cooperativistas
somos propietarios, privilegiamos al ser humano y
administramos los recursos democráticamente […], por
eso soy un convencido de este movimiento como método
apropiado para buscar el desarrollo social”.
Dagoberto
LÓPEZ ARBELÁEZ
Recuerda que de la mano de su mamá asistió a una
capacitación que la cooperativa financiera del barrio ofrecía
para atraer nuevos asociados. Tenía ocho años, y hoy ese
instante en su vida se convirtió en más de cuarenta años de
trabajo en el sector cooperativista. Dagoberto López nació
en 1953 en Argelia, Valle del Cauca, y creció en el barrio
San Bernardo de Medellín, en donde aquella cooperativa se
convirtió para su familia en la única posibilidad de acceder a
un sistema de crédito y ahorro; y al mismo tiempo sembró
en él una inquietud y un interés que aún hoy continúan.
Siendo tesorero del grupo juvenil de la parroquia del barrio
decidió guardar los pocos recursos que tenían para sus
actividades en la cooperativa de ahorro y crédito de Belén,
Consciente de que su preocupación por lograr condiciones
sociales más justas no dejaría de inquietar su vida, decidió
estudiar Ingeniería Industrial en la Universidad de Antioquia
porque “identificaba a la universidad como una entidad en
la que no solo se daba la formación técnica, sino también
la formación humanística [...]. Escogí Ingeniería Industrial,
porque es una carrera que abarca muchos tópicos, ya que
nos preocupamos por la producción y por la gente”, explica
Dagoberto, quien en sus años de estudio combinó las clases
de cálculo con el trabajo voluntario.
Se graduó en 1982 y un año después accedió a una beca
en la Universidad Sherbrooke de Canadá, en donde fue
uno de los primeros colombianos en obtener un título de
maestría en cooperativismo. Comenzó su trasegar en la vida
política, sin abandonar la Cooperativa Belén, como concejal
de Medellín durante el periodo 2002-2003 y posteriormente
como asesor del Consejo Municipal de Políticas Sociales y
Equidad.
Desde su labor profesional y desde el movimiento
cooperativista a nivel nacional ha impulsado, según
explica, tres grandes ideas: “El trabajo de las cooperativas
con los jóvenes por medio de programas en donde ellos
puedan estudiar y al mismo tiempo contribuir con el relevo
generacional que necesita cualquier entidad; la participación
del cooperativismo en la vida política de una forma no
partidista, pero sí desde una visión diferente que favorezca
este sector, en la medida que nuestra filosofía contribuya
a que los consumidores y productores estén integrados en
asociaciones para mayor beneficio de la sociedad; y por
último, impulsar dentro de las agendas del cooperativismo
la preocupación por una mayor equidad social”.
Estos ideales aplicados a un estilo de vida han significado
para Dagoberto grandes triunfos. Recibió, por parte del
municipio de Medellín, la Medalla Cívica Ricardo Olano por
sus contribuciones al trabajo comunitario, y la Orden de
Caballero, otorgada por el Senado de la República por su
aporte al desarrollo cooperativo.
Siempre ha trabajado para y por el movimiento
cooperativista. Es un apasionado de viajar y conocer otras
culturas; ha visitado varios países de otros continentes
gracias a su trabajo. Sin embargo, para Dagoberto “el éxito
del hombre no se mide por los cargos que ha ocupado ni
por el coeficiente intelectual que uno tenga, sino por la
inteligencia emocional y la capacidad de relacionarnos con
los otros; al fin y al cabo la ciencia y la técnica deben estar
siempre al servicio del ser humano”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Laura Marcela Pedroza
117
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
de la oratoria, y la palabra es un don que, mezclado con sus
capacidades de dirigente deportivo, lo ha ayudado a ocupar
todos los cargos del deporte en Colombia, incluyendo el
actual como presidente del Comité Olímpico Colombiano,
máxima autoridad deportiva del país.
Baltasar
MEDINA
Un día, luego de inaugurar unos juegos en El Carmen de
Viboral, aprovechó su viaje a Medellín para entrar a Guarne
a saludar a su amigo Sixto Orozco, quien casualmente
inauguraba una cancha de tejo en el pueblo. Había banderas,
pólvora y una multitud agolpada en el evento, y cuando
Sixto lo vio venir, anunció que había llegado el delegado
de la Gobernación de Antioquia, Baltasar Medina, director
de Indeportes. Sonaron los aplausos, estalló más pólvora
y obviamente aunque sólo iba a saludar a su amigo, como
cuenta Benjamín Díaz, quien lo acompañaba en esa ocasión,
“Balta aprovechó para echarse un discurso e inaugurar
oficialmente la cancha de tejo. Porque él donde ve tres o
cuatro personas no necesita sino un ladrillo para pararse
y echar su discurso”. Es tan apasionado del deporte como
La importancia de los cargos no le resta humildad a Baltasar,
quien tiene una gracia especial para tratar a las personas,
pues “cree que todos tenemos la obligación de servir a los
demás y de reconocer a la gente como es”. Este hombre
carismático, de cabello y bigote canosos, cara rojiza y
movimientos refinados, nació en Sopetrán, Antioquia, y desde
el bachillerato en la Normal Nacional de Varones, donde fue
director del club deportivo, descubrió una fuerte vocación por
el deporte que en la universidad lo hizo cambiar sus estudios
de Biología y Química, iniciados en 1968, para trasladarse
al programa de Educación Física que apenas comenzaba en
1969. Allí se entregó a la disciplina deportiva, practicó el
baloncesto, la gimnasia, y se apasionó por el ciclismo, por el
que recibió el premio Cochise de Oro de la Liga de Ciclismo
de Antioquia. No obstante, pasó por todas las vivencias
deportivas para ser profesor de Educación Física, y en 1977,
con apenas un año de graduado, estaba vinculado a la
Universidad de Antioquia como docente, labor que alternó a
lo largo de su carrera, con la de dirigente deportivo voluntario
en ligas antioqueñas de gimnasia, judo y baloncesto.
los cuales hizo todo lo posible para mejorar el programa
de Licenciatura en Educación Física. De la misma forma
ascendió de lo municipal a lo departamental y a lo nacional;
fue gerente de Indeportes, secretario de la Oficina de la
Juventud de la Gobernación de Antioquia, e integró comités
de eventos nacionales e internacionales, como campeonatos
de baloncesto realizados en Medellín.
Su experiencia le ha permitido concebir el deporte no de
manera multidisciplinaria sino interdisciplinaria, ya que para
él se requiere que todos los involucrados en la actividad
física tengan comunicación permanente e identidad frente a
los objetivos, y precisamente bajo ese ideal pretende, desde
su puesto en el Comité Olímpico Colombiano, articular
procesos y mejorar la comunicación entre las instituciones
deportivas. También trata de contribuir a la creación de
una política para el deporte en Colombia, coordinando
actividades para apoyar el Plan Decenal del Deporte 20092019, organizado por Coldeportes, pues ahora quiere
complementar su inventario de acciones, actuando a favor
del desarrollo deportivo del país.
Desde la universidad, Baltasar se perfiló como un líder,
empezó haciendo parte del Comité Asesor de Educación
Física y fue jefe de departamento, entre otros cargos, desde
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Julio
GONZÁLEZ ZAPATA
Su vida pasa en una oficina del piso cuarto de la Facultad
de Derecho, sentado en su escritorio, preparando clases
o asesorando estudiantes, fumando un cigarrillo de sabor
fuerte que, dice, no le molesta la garganta ni le da tos;
fumar es algo que empezó como un vicio y se volvió una
compulsión, tal vez igual o mayor a la de ser docente, porque
para él, dar clases es una actividad placentera y liberadora,
es poder hablar con los estudiantes y es algo que por ahora
no piensa abandonar.
Con sus largos dedos sostiene el cigarrillo cuyo humo
envuelve la piel trigueña de su rostro. Por su estatura —
es de piernas largas y espalda ancha—, Julio se agacha
un poco para comentar que es abogado pero no le gusta
ejercer; lo tensionan los juicios y los tribunales. Le han
ofrecido grandes cargos en el gobierno y nunca ha querido
aceptar; lo más comprometedor fue ser decano en la
universidad, lo que considera como los tiempos más difíciles
de su vida, porque lo ponían en otro tipo de problemas
que poco le interesan. Lo suyo es enseñar, leer, defender
los planteamientos sobre la libertad y tratar de entender el
mundo, por eso estudió Derecho, pero en el camino se dio
cuenta de que su profesión sólo le permitía ver una parte del
mundo. No se sintió defraudado, asimiló el quehacer como
una visión parcial de los problemas de la sociedad y de la
gente, nunca pensó en cambiar de carrera ni en retirarse
y, luego de 30 años, le ha parecido un instrumento útil para
entender la sociedad.
En la Universidad Nacional de Colombia se especializó en
Instituciones Penales, y en la Universidad de West Virginia,
Estados Unidos, estudió Literatura; algo que no puede
explicar de manera racional. La respuesta más clara es
que era una curiosidad que tenía en la vida y de pronto la
pudo satisfacer. Realmente la literatura, especialmente
latinoamericana y francesa, ha sido un pasatiempo para él.
Hay dos libros que nunca dejaría en ninguna parte: Las mil
y una noches y El Quijote; los demás se podrían perder,
pero estos los ha leído y releído y no pierden la magia.
Como tampoco la pierde el autor que influyó en su enfoque
humanista, el que nunca deja de repasar y con el qué no deja
de tener dudas: Michael Focault, pues piensa que a través
de él ve a los grandes autores clásicos, a los cuales conoció
también a través de sus maestros, Carlos Gaviria, Ramiro
Rengifo, Fernando Mesa, Mario Restrepo y Jairo Duque,
quienes tenían una formación humanística universal de la
cual él, con resignación, dice poseer apenas una parte.
Lo cierto es que de las clases de Julio han salido grandes
abogados, penalistas, magistrados y defensores de la
libertad en el país. Saber que sus alumnos consideran que les
enseñó algo útil y ver que muchos de ellos lo han superado
en conocimiento, es muy gratificante para él, tanto como
ver ganar al Deportivo Independiente Medellín, equipo que
lo apasiona desde niño, cuando el “Caimán” Sánchez era
el arquero. “Cuando gana me siento como nuevo, aunque
realmente no celebro mucho. Ya, si es un campeonato, que
me han tocado poquitos, eso sí es de ‘bebeta’ y de salir
a la calle a gritar”, comenta Julio, aunque a juzgar por su
seria amabilidad, no lo imagino gritando en las calles por
un equipo de fútbol, pero, de ser necesario, sí lo haría por
la Universidad de Antioquia, el eje de su vida en los últimos
treinta años, pues si le quitaran el Alma Máter no quedaría
en nada; precisamente porque su vida transcurre en las
aulas, formando profesionales comprometidos con lo que
piensan, lo que es la justificación social por la que existe el
derecho: la reivindicación de la libertad humana.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
enunciados con pinza y guantes. Su filigrana enamoraba
a sirios y troyanos, por la forma y su fuerza “elocutoria”
encandilaba a la audiencia y conducía al auditorio con
clarividencia.
Alberto
CaDAVID MEJÍA
Alberto Cadavid es un ser sencillo y vital; pero a la vez
complejo y lleno de misterios. Él es como un círculo que
se cierra y se abre sobre sí mismo. Cada vez que se abre
desglosa alguna especificidad de ese ser inmensamente
desconocido por nosotros.
Supe de Alberto en la Universidad de Antioquia, cuando
ambos estudiábamos Lenguas Modernas. Luego, pude
conocerlo en profundidad cuando fuimos, muchos años
después, compañeros, colegas y estudiosos de varias
disciplinas de la lingüística pura y aplicada. Yo era en ese
entonces y sigo siendo un neófito principiante de maestro;
mientras mi amigo se distinguía como un erudito de la
palabra. Se podría afirmar que el hombre escogía los
Una vez, me acuerdo todavía, ilustraba el concepto del
entorno en sí y para sí. Según Alberto, “house no es casa”.
En realidad ni ha sido, ni será; casa podría ser house;
aunque su significado cultural difiere; pero nosotros, los
que estábamos trabajando con actos de habla superficiales,
perdíamos el contexto cultural, histórico, étnico, cognitivo
y lingüístico que hace tránsito desde los umbrales del seno
materno hasta situarse por encima del bien y del mal; sin
perder de vista ese continuo transcurrir del ser y la sociedad,
su identidad simple y la identidad múltiple que subyacen,
se complementan, se contrapuntean y/o se distancian
en el proceso de provocar el conocimiento y los saberes
cotidianos.
Como su padre zapatero, Alberto interpreta en las cuerdas
los aires colombianos, donde llega, diseña estrategias
culturales y estéticas para proteger el agua, la naturaleza y
el entorno natural, vivir, sentir el territorio para describirlo y
narrarlo, y así, vigorizar la cultura colectiva. Es este el núcleo
de sus laboratorios de lenguaje. Con su trabajo juicioso y
en silencio protege de terceros aquello que realiza. Articula
naturaleza, arte, lengua y lenguajes.
actividad como investigador etnográfico, maestro riguroso,
metódico con la lengua, sensible y creativo con los lenguajes.
Su actividad en los sectores cultural, social y cooperativo, la
realiza con la gente. Escribió la novela La montaña regresa
y un libro de relatos. Hizo pausas para especializarse en
Inglaterra y posgraduarse en la Universidad de Lovaina en
Bélgica. Alberto es un ser universal, estudioso, incansable.
Por encima de todo, Alberto es un gran amigo, un tesoro
que, afortunadamente, los que lo conocemos, sabemos del
valor de su presencia en nuestras vidas. Su exquisitez nada
tiene que ver con lo rebuscado. Especialmente, este hombre
honesto, como cosa rara en estos días, valora la amistad
por sobre todas las cosas. Como hijo menor, le ha tocado
mostrarles a su familia y a sus hermanos del alma que puede
y sabe defenderse aquí y en cualquier parte. A Concha, toda
su vida le mostró que puede medírsele al desafío que fuese,
y la colmó de cariño y afecto. En esa dinastía, donde muy
pocos han sido admitidos. Por lo sencillo, “descomplicado”
y a la vez complejo, Alberto es, ha sido y siempre será,
reconocido y recordado como un fuera de serie.
Mi amigo se ha destacado como gestor, estratega y líder
cultural. La región del Suroeste antioqueño es testigo de su
Fotografía: Cortesía periódico Alma Máter / Perfil: Oakley Forbes / Álvaro Cadvid
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Rocío
PINEDA GARCÍA
En la sala de cirugía de un hospital del municipio de Don
Matías, Antioquia, una mujer de 34 años nunca despertó
después de que le aplicaran anestesia con una mascarilla de
éter. Rocío Pineda García tenía siete años cuando su madre
murió en el tratamiento por un aborto espontáneo. Muchos
años después, la vida le daría la oportunidad de dictar, en
ese mismo lugar, una conferencia sobre salud femenina,
riesgos durante el embarazo, abortos y maternidad, a las
mujeres obreras de la región. Para ella fue como cerrar un
ciclo.
Rocío Pineda García habla pausado y firme; su voz,
su presencia, sus movimientos emanan seguridad y
tranquilidad. Ha recorrido medio mundo en su interés por
conocer las diferencias culturales y aprender de ellas.
Disfruta de la literatura, la música y el arte. Es una mujer
librepensadora, demócrata y comprometida con las causas
sociales. Feminista radical, participó en la fundación de
Mujeres Colombianas por la Paz, la Red Nacional de Mujeres
y la Ruta Pacífica de las Mujeres.
político y social de los sesenta y los setenta, en el que
surgieron los movimientos hippies y de los negros en Estados
Unidos en la lucha por los derechos civiles, la revolución de
mayo del 68 en Francia, la oposición a la guerra de Vietnam
y el feminismo, fue determinante en su postura frente al
mundo.
Su espíritu libertario e independiente y la influencia directa
de su padre en su formación, la llevaron a cuestionar desde
niña los patrones sociales y los códigos de comportamiento
establecidos para las mujeres. “En el colegio veía cómo a
las demás niñas las preparaban para ser bellas, madres y
esposas. Me preguntaba por qué. No quería ser mamá ni
casarme, el matrimonio para mí era como una tragedia, una
trampa, una cárcel. Yo quería ir a la universidad”, dice.
Tras varios años de ejercer su profesión, entendió que
ésta era una mera “extensión del trabajo doméstico” y no
trascendía al análisis y al entendimiento del ser individual
y en su relación con la sociedad, por ello dejó de ejercerla
y se dedicó a la investigación social y a la esfera política.
Se desempeñó en importantes cargos públicos en defensa
de los derechos humanos, la promoción de la participación
política y económica de las mujeres, y la procura de mejores
condiciones laborales y de salud para ellas.
De manera paralela a sus estudios de Licenciatura en
Enfermería en la Universidad de Antioquia, se involucró al
movimiento estudiantil y a los campamentos universitarios,
con los que realizó tareas de desarrollo social en el campo,
como alfabetización y educación de la población. Esa
experiencia le mostró la realidad de pobreza y atraso. Fue
entonces cuando comenzó a tomar una posición política
frente a la injusticia y a las necesidades de sociedades más
democráticas, justas y equitativas.
Inquieta por el conocimiento, se adentró en las ciencias
sociales, la literatura y la filosofía. Conoció a la novelista
y filósofa Simone de Beauvoir, su puerta de entrada al
feminismo y su principal inspiradora. El contexto histórico,
Hoy en día, se mantiene firme en la búsqueda de su más
grande sueño: “que las mujeres sean autónomas y dueñas
de su vida, sin ningún tipo de tutelaje, que puedan disfrutar
el amor y la familia, pero ante todo que pueden vivir sus
decisiones con libertad”.
Mirándose a sí misma, en la amplitud y tranquilidad de
su sala, expresa con satisfacción: “Me siento una mujer
realizada porque fui capaz de romper las ataduras y los
moldes tradicionales. Fui la protagonista y única responsable
de lo que he hecho y me ha pasado. Me he sentido dueña de
mi vida. He logrado desarrollar mis capacidades. He logrado
lo que he querido. Soy un espíritu libre”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Diana Isabel RIvera
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
de desaparecidos que emprendió en el 2004 como único
funcionario del Programa de Atención a Víctimas de la
Alcaldía de Medellín.
Gabriel Jaime
BUSTAMANTE RAMÍREZ
Camina por un callejón del Nororiente. Va en línea recta,
por el centro, despacio. A través del teléfono recibe
instrucciones. No repara en los vecinos, no mira por las
ventanas, no hace señales ni otras llamadas. Le ordenan
que se detenga. El costal abandonado al pie del poste es
lo que busca. ¿Ese costal? Le dicen que se apure. Lo abre:
son huesos secos, quebrados, amarillos. Las piernas le
tiemblan, alguien lo auxilia antes del desmayo.
La historia se repite una y otra vez en sus recuerdos. Le llega
de día, de pronto, cuando ve a una mujer desorientada como
si buscara algo; se le aviva en el sueño, al alba, cuando
es más necesario un tránsito sereno. No podrá librarse
de ella, lo sabe, porque es la impronta de la búsqueda
Su tarea no era, precisamente, buscar cadáveres. Se
trataba de acercar el gobierno de la ciudad —sobre quien
recayó la obligación de reintegrar a ex paramilitares— con
las víctimas, de las que pocos se ocupaban. Las súplicas de
las mujeres marcaron el rumbo de su compromiso personal:
“Ayúdeme a encontrar a mi hijo”, le decían en los barrios,
en las concentraciones, en las oficinas públicas. “¡Lo que se
perdió acaso fue un perro!”, le dictó una mujer en medio de
la impotencia, y él copió obediente, casi abofeteado.
No eran eso sus amigos desaparecidos durante el gobierno
de Turbay Ayala y los años que le siguieron. En nombre de
ellos, salió a protestar cuando era apenas un adolescente
que participaba en grupos juveniles de izquierda y vivía en
el barrio Camilo Torres Restrepo de La Estrella. Allí, una vez
dejó la finca del abuelo y perdió su sombra protectora, el
mundo cambió. La vida le mostró las inequidades, conoció
las derrotas, y la ciudad se le antojó hostil, poco apta para la
vida: en 1985 un policía entró a la inspección de policía de
San Antonio de Prado, mató a dos personas y se suicidó. Uno
de los muertos era su padre, un investigador empeñado en
develar los vínculos de algunos agentes con el narcotráfico.
Después de hacer parte del contingente 153, formado por
universitarios remisos reclutados en todo el país, y de sufrir el
asesinato de uno de sus mejores amigos, decidió refugiarse
en la selva chocoana. Realizó programas de radio con los
indígenas del Medio Atrato bajo la tutela de misioneros
claretianos, y, dos años después —perseguido por quienes
confunden el trabajo comunitario con subversión—, regresó
al seno del hogar donde la mamá no se cansaba de decir que
esa aventura era una irresponsabilidad.
Una camioneta fue su tabla de salvación. A las dos de la
mañana llegaba a la plaza mayorista de mercado, hasta el
mediodía lidiaba con cajas, costales y guacales por toda la
ciudad. En la tarde se convertía en estudiante: Economía,
Idiomas, Zootecnia... Se detuvo en Historia y se plantó en
la violencia, tema que lo unió como investigador a Alonso
Salazar, su amigo de adolescencia, el periodista de los
noventa dedicado a las barriadas heridas, agrietadas, sin
futuro.
En lugar de patrones y comandantes, a Jaime lo sedujeron
los que fueron derrotados sin entrar siquiera en batallas. Por
eso, asumirse como líder del primer proyecto gubernamental
de atención a víctimas en Colombia fue, simplemente, un
mandato del corazón. A él le obedeció cuando se fue por
primera vez al Chocó en busca de amistad con los indígenas
de Beté y Tagachí; cuando caminó por aquel callejón en
busca de los restos de un muchacho que se hicieron viejos
en una fosa clandestina; cuando dejó la ciudad, hace unos
meses, y se fue de nuevo al Chocó en busca aquellos
indígenas convertidos hoy en víctimas.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Ana Piedad
JARAMILLO restrepo
De lejos se reconoce a Ana Piedad Jaramillo porque le saca
una cabeza al promedio —y hasta dos a quienes la miramos
como a la Virgen quiteña del Panecillo, allá en las alturas—;
pero también porque habla con sus manos, grandes y
voluptuosas, que habría querido pintar Guayasamín, y con
sus ojos, chispeantes y curiosos, que Buñuel habría pasado
por la navaja.
Porque Ana Piedad no es como las “famas” ni las
“esperanzas” entre las que Julio Cortázar clasificaba a
las especies humanas aburridas. Ella siempre ha sido un
“cronopio”: curiosa, insaciable, provocadora. Cuentan que
desde el colegio religioso comenzó a formarse en su perfil
de periodista-bohemia-contestataria, amiga de “micos”
y demás especímenes; con el de joven atildada de buena
sociedad, hábil para la diplomacia. Políticamente incorrecta
o correcta, según el estado del tiempo y del ánimo. Luego
comenzó su vida de aventurera con un inocente grupo
juvenil, Viva la Gente, sin drogas ni psicodelia, que la paseó
por varios países a punta de canciones. Desde entonces
hace las veces de cancionero andante en fiestas y saraos. En
otros ambientes recita poemas, recuerda al dedillo tramas
de novelas, recrea al personal con desternillantes anécdotas
o hace gala de sus dotes teatrales.
“Ana P.” se graduó en 1984 de Comunicación Social en la
Universidad de Antioquia antes de dejarse arrastrar por el
sueño parisino. En París se quedó los años suficientes para
estudiar cine y volverse guía experta en recorridos a pie o en
bicicleta por sus santuarios patrimoniales y marginales. Esa
experiencia le serviría años después, cuando regresó como
agregada cultural de la embajada colombiana para mantener
un pie en los arrabales parisinos, y el otro en los ambientes
refinados del arte y la intelectualidad. Sin dar un salto brusco
hizo lo propio en el consulado de Montreal, como entusiasta
promotora del talento colombiano. En el interregno fue
traductora del francés, editora de publicaciones, asesora
del Ministerio de Relaciones Exteriores y coautora del Plan
Distrital de Turismo de Bogotá.
pero una paisa cosmopolita (aunque últimamente salga en
el crucigrama de El Colombiano).
Por eso la cuadratura del círculo —como el marco deseado
para una obra perfecta— se da con su nombramiento como
directora del Museo de Antioquia, institución que conoció
como joven reportera del diario cultural El Mundo en los
años ochenta. En esa época, entrevistar a Débora Arango en
su vejez reposada, tras descubrir sus pinturas descarnadas
y brutales fue para “Ana P.” algo así como una epifanía.
Desde entonces no paró de devorar el arte en todas sus
presentaciones, mejor todavía, de conocer a los artistas
en la intimidad de sus talleres, comenzando en París donde
compartió con Luis Caballero, Víctor Laignelet, Lorenzo
Jaramillo, Saturnino Ramírez y Darío Morales, entre muchos
otros.
Su infinita curiosidad por los asuntos de la vida y del arte le
permite admirar ambos en tono mayor de tragedia o menor
de comedia, en grandes y pequeños formatos, en volúmenes
boterianos o en miniaturas que pudieran desaparecer entre
sus manos.
De vuelta a Colombia aceptó la dirección del Teatro Jorge
Eliécer Gaitán y durante un año mantuvo una variada e
ininterrumpida programación cultural. Una paisa —Jaramillo
Restrepo— manejando un emblemático teatro bogotano;
Fotografía: León Darío Peláez, revista Semana / Perfil: Maryluz Vallejo M.
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Cuando Muyuy arribó a Medellín en 1996 para vivir con su tía
Asunción, se maravilló, según dice, de “tantas cosas raras”:
semáforos y ascensores. La idea era terminar el bachillerato.
“Estaba cansado de la educación que me daban las hermanas
franciscanas; me pegaban y decían que yo era un bruto, me
lo dijeron tanto que me lo creí… Ya en Medellín me di cuenta
de que no era así”.
Iacharuna
Muyuy Jojoa
Iacharuna Muyuy Jojoa es alto, pulcro y altivo, hijo de una
milenaria cultura amerindia, un inga orgulloso. Cuando habla
en público —directo, crítico y franco— usa su elegante
kusma en conjunto con otros atuendos nativos. Al iniciar sus
discursos dice en lengua nativa: “Ñamby kuna kaina yuyai
sug purisunche”; en español: “Desde antiguas tradiciones
caminemos por nuevos senderos”.
Ingresó a la Universidad de Antioquia ejerciendo el derecho
a cupos para pueblos nativos. Llegó de Santiago, un
remoto municipio del Putumayo, territorio frío dedicado a la
producción de leche, maíz, fríjol, papa, hortalizas y frutales.
“Allá no se sabe de edificios, computadoras y menos de
escaleras eléctricas”, explica.
Quiere dar forma a un negocio, pero la burocracia de los
papeles y la falta de recursos se lo han impedido. Requiere
apoyos para incubar la idea de comercializar trajes con
diseños propios de la cultura Inga. Como líder busca organizar
a su pueblo que considera “atropellado, en un principio por los
conquistadores en busca de El Dorado; luego, por la teocracia
colonial, y ahora, por la guerrilla y los paramilitares”.
Muyuy creció percibiendo la invasión de los colonos, los
blancos, como algo pernicioso. Allá, según recuerda, todo se
conjugaba con ese propósito: monjas brabuconas, hermanos
maristas crueles, invasión de tierras, golpes y leyendas de
antiguas luchas. Sin embargo tuvo siempre el cobijo y la
protección de los adultos más arraigados de su pueblo; fue
criado por un grupo de taitas expertos en medicina tradicional
a quienes prometió fidelidad. “Cuando tengo la oportunidad
de viajar, llevo en la mochila mi kusma”, se refiere al traje
tradicional masculino que lució el día de su graduación como
sociólogo en el 2008.
“Uno como indígena se ve deslumbrado por la llamada
civilización. Al ingresar a la universidad, me dije: ‘así me toque
barrer aquí… Con tal de que no me saquen, barro’. Cuando
pienso en la universidad tengo un remolino de sensaciones:
me siento muy agradecido y orgulloso, aprendí mucho, pero
también sabía que tenía que incorporar parámetros ajenos,
imposiciones culturales que en ocasiones me eran difíciles
de entender. Al graduarme comprendí que mi lugar era en
Putumayo, con los míos, con mi cielo, con mis árboles,
portando el orgullo de mi apellido, de mi lengua natal, de mi
flauta, de mis plumas, de mis dioses y creencias, y aportar a
mi comunidad con el conocimiento adquirido en la ciudad”,
comenta Muyuy, que tiene como uno de sus retos preservar
en la tradición medicinal.
Atrás quedó el tiempo en que era el gobernador del cabildo
de niños. De pequeño fue aventurero y respetuoso, atento
y sumiso a las órdenes de sus mayores. Desde que tiene
memoria, ha participado en las celebraciones ingas, en los
grupos de baile, toca la flauta, dirige comparsas, está atento
a que nunca falte la chicha ni el yagé en los rituales de
sanación.
Cuando llega a Santiago, su pueblo, duerme donde le den
posada, todos son una gran familia. Su paso por la universidad
de Antioquia le ayudó a comprender su pasado, lo que
significa ser indígena en este país, “ahogado en los intereses
particulares”, como afirma. Ya no se cree la idea de ser inferior.
“Ahora sólo estoy para los míos, para hacernos conocer y
respetar. Somos 22 mil personas de paz, descendientes de
los Incas, y eso me hace sentir muy orgulloso”.
Fotografía: Cortesía Archivo Familiar / Perfil: Pompilio Peña Montoya
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
desde que se jubiló de la Universidad de Antioquia, a finales
de 1993. En los encuentros con amigos y cómplices, nacieron
los viajes para que los niños de las veredas conocieran el
mar, la donación de bicicletas para que los estudiantes
puedan desplazarse a las escuelas y más recientemente la
biblioteca y centro comunitario de la vereda Pantanillo, un
espacio que desde el 2009 acoge a los pobladores de la
zona rural.
Gloria
BERMÚDEZ BERMÚDEZ
Hace ya veinte años que Gloria Bermúdez llegó a vivir al
municipio de El Retiro, a la casa que le ayudaron a conseguir
y restaurar sus amigos Gonzalo Soto y Elkin Obregón. Una
construcción hermosa, con muros de tapia, techos altos y
un patio interior desde el que se puede apreciar el solar,
poblado de árboles, flores y personajes cotidianos.
En el “patio de los milagros”, como lo llama ella, convergen
todo tipo de visitantes, allí toman forma muchas de las ideas
que el tesón de Gloria vuelve realidad. Allí siempre está la
anfitriona, con una sonrisa acogedora para el que llega y un
relato emocionado y detallado de sus proyectos.
En este lugar de la casa se sueñan y crean muchos de los
proyectos en los que Gloria pone su liderazgo y vitalidad
Un propósito define el trabajo de Gloria: estimular en
los niños y jóvenes el deseo de leer, explorar y aprender.
Así como lo motivó en ella la hermana Purificación, en el
Colegio El Carmelo, con sus lecturas en voz alta mientras las
alumnas hacían trabajos manuales; o el profesor Hernando
Elejalde, docente del CEFA, quien la motivó a navegar
en el maravilloso mundo de la literatura cuando era una
adolescente.
El fin del bachillerato la encontró leyendo con gusto
insaciable y sin tener muy claro el futuro profesional. Fue
un hermano quien la animó a presentarse a la Escuela de
Bibliotecología, que estaba recién fundada y funcionaba en
el barrio Buenos Aires.
El día que fue a buscar información sobre esta novedosa
carrera terminó presentando la prueba de admisión junto a
muchos de sus futuros compañeros. Sus clases comenzaron
en enero de 1962.
Gloria recuerda que esta era la primera oferta de formación
en Bibliotecología en el país y en América Latina, un programa
académico que en ese momento estaba más orientado
al proceso técnico del documento que a la promoción del
libro y la lectura, algo que muchas veces la puso a dudar
del camino elegido. Entre sus compañeros estaban jóvenes
de diferentes países, especialmente centroamericanos; con
ellos se graduó a finales de 1964.
Recién egresada de la universidad se desempeñó como
bibliotecaria del Colegio San José. Luego hizo parte
del grupo de Estudios Generales en la Universidad de
Antioquia, bajo la dirección de Antonio Mesa Jaramillo, a
quien siempre tiene presente por su visión humanista. De
allí pasó a la Biblioteca Central recién creada; el final de
los años sesenta la encontró acompañada de un grupo de
estudiantes haciendo la clasificación y catalogación de los
libros que apenas comenzaban a llegar.
Gloria entiende su trabajo como algo cercano a la gente, sin
muchos formalismos y como un goce permanente. Así lo
vivió en la Universidad Nacional, donde dirigió las bibliotecas
de Arquitectura y Ciencias Humanas; en Revistas Técnicas,
la empresa que tuvo por años para distribuir publicaciones
periódicas especializadas; y en la Universidad de Antioquia,
donde trabajó como jefe de servicios al público de la
Biblioteca Central.
En el Laboratorio del Espíritu, la biblioteca rural que fundó en
la vereda Pantanillo con el apoyo de amigos y pobladores,
continúa con el propósito de cultivar en niños y jóvenes el
amor por la lectura, el arte y la naturaleza. Luego de años
de abandono, la escuela antigua es nuevamente sitio de
encuentro y creación para los habitantes de la zona rural.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Carlos Mario Guisao
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El pincel sirve para salvar las cosas del caos.
Shitao. Propos sur la peinture du moine Citrouilleamere.
P. Ryckmans (trad.). Hermann. 1997. (Palabras sobre la pintura del monje Calabaza Amarga).
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
En cuanto había sido estudiante de Derecho en esa misma
universidad que lo acogía al cabo de los años, repudió la
imagen de la justicia vendada. Porque, dijo, la justicia debía
llevar los ojos abiertos. Así era Gonzalo. Esa noche arremetió
contra un símbolo vetusto, según el mandato de los primeros
manifiestos del nadaísmo que prometieron no dejar una fe
intacta ni un ídolo en su sitio.
Gonzalo
ARANGO ARIAS
La apoteosis de Gonzalo Arango fue una noche en el
Paraninfo de la Universidad de Antioquia. Recuerdo los ojos
que abrió al ingresar en el lugar. Una multitud enorme lo
recibió en un silencio sagrado. Llenaba las puertas, colgaba
de lámparas y balcones. Gonzalo llevaba la conferencia
que iba a decir enrollada en una mochila arhuaca que
acrecentaba el aire de mamo que entonces tenía. Y como
siempre tenía un título de apariencia espantosa puesto para
causar estupor: “El Che Guevara se cagó en Bolivia”, gritó de
pronto ante el micrófono como en un rapto. Un buen aparte
de la conferencia estuvo dedicado a hacer del guerrillero
argentino un héroe homérico, famélico, buscando la muerte
en una cañada de Bolivia. Pero también habló de la justicia.
Me parece recordar que en algún momento en la charla,
transfigurado en la pequeñez del esqueleto que le tocó
llevar, exclamó que no llegaba como un hijo pródigo. Y pensó
con amor en sus veinte años cuando escribió esa novelita
vomitiva que llamó Después del hombre, con un título que
presagiaba la invención del nadaísmo. Y en su nadaísmo
que le fue inspirado en Cali en un insomnio plagado de
frustraciones, lleno de abismos hambrientos. Y esa noche
volvía reverenciado por una multitud pendiente de sus
labios, necesitada, para declarar en tono de profeta su asco
y su amor por el mundo y su compromiso con los hombres.
Advertí una chispa de orgullo en el conferencista de cuarenta
años entonces. Después de renunciar al conocimiento que
le había prometido la universidad, había emprendido una
larga, oscura, jubilosa también, navegación por la Nada. Y
esa noche volvía hecho un sabio, cargado de experiencias y
amarguras pero también de sueños. Los mismos sueños del
día de partir cobijas con el Alma Máter y el Derecho, “por una
invencible inclinación a torcerlo todo”, pero ahora ardiendo,
hechos suyos por un espinoso proceso de maduración.
Una vez me contó que cuando pasaban frente a la facultad
los entierros de los pobres rumbo al cementerio de San
Lorenzo, abandonaba la clase y se iba detrás, arrastrado por
la impresión de que todo lo que valía la pena aprender lo
aprendería en la calle en contacto con la vida concreta y en
el protocolo de la muerte concreta. Pero en el anarquista
había esa noche un respeto inocultable por la universidad
donde había intentado dar gusto a su padre, don Paco, el
telegrafista de Andes que perdió su trabajo por godo, según
dejó dicho en Memorias de un presidiario nadaísta.
Me pasé la vida escribiendo sobre este hermano mío
irremplazable. No lo hago sin embargo por el afecto surgido
en una rica camaradería. Sino porque entre las personas que
conocí fue la más maravillosamente perdida, y la más tierna
a pesar de todo, y la más generosa con esa generosidad que
viene de la igualdad en la compasión y no de la superioridad.
Me parece recordar que el público absorto no aplaudió. Al
terminar la conferencia permaneció inmóvil, conmovido.
Cuando salimos del Paraninfo le dije: “Qué vas a hacer. Esa
masa necesita tu guía”. Él no contestó. Estaba tan asustado
como yo.
Un poco más tarde renunció al nadaísmo como a un
remordimiento inútil. Y se decidió por el único fracaso que le
faltaba probar. El fracaso del amor. Y se convirtió en la imagen
del mártir moderno que en busca de Dios se encontró con un
camión en contravía.
Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Eduardo Escobar
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
del narrador omnisciente o en tercera persona que hace las
veces de Dios que todo lo sabe y todo lo ve. Es amigo en
cambio de niños y muchachos y en especial de los animales
a quienes considera su verdadero prójimo.
VALLEJo rendón
A pesar de esa vitalidad que lo habita, en Fernando Vallejo
existe un tono lúgubre y nostálgico que como un leit motiv
recorre toda su obra: la tristeza por la infancia perdida, el
paso ineluctable del tiempo que devora a los seres queridos
(la abuela Raquel y la perra Bruja), y esos personajes
antediluvianos que ya no están. La nostalgia inconmensurable
por la pérdida del paraíso (la finca de Santa Anita) y la fría
certeza de la muerte.
Gramático, literato, filósofo, estudioso de la física, biólogo,
músico, cineasta… irreverente, contumaz, apóstata,
misógino, blasfemo, deslenguado, relapso, herético,
insolente y genial. Las palabras son pobres para prefigurar
a Fernando Vallejo, el singular escritor que a través del Río
del Tiempo ha dejado la impronta de su vigorosa pluma.
Él parece haber seguido el famoso consejo de Nietzsche:
“Todo lo que escribas, escríbelo con sangre”. Sus libros son
un testimonio de quien ha dejado sus entrañas en el papel,
de quien ha vivido mucho y sin represión alguna de sus
pasiones humanas, demasiado humanas.
Vallejo no tiene pelos en la lengua para decirle la verdad,
así sea dolorosa, a quien sea. Unas veces se desata en
furibundas diatribas contra Colombia, “país asesino”, otras
veces contra presidentes y políticos que se comen la “res
pública”. Nadie se libra de su terrible cantaleta, a la manera
de un sermón de cura de pueblo, y así termina pareciéndose
a quienes tanto detesta. Y, a pesar del fuete que le da a
Medellín, ciudad de sicarios, y que descarga sobre Colombia,
la patria boba, país imbécil y criminal, su literatura se nutre
de su Medellín del alma y de su amada Colombia; por algo,
no obstante vivir desde su juventud en México, regresa con
frecuencia a su querida tierra. Su gran tema en el fondo:
Antioquia, Medellín, Colombia.
Vallejo detesta la religión, los políticos, las mujeres
embarazadas y la literatura escrita desde el punto de vista
Un escritor como Fernando Vallejo concita en torno a su
obra y a su persona las reacciones más encontradas: la
Fernando
admiración que a veces lleva al fanatismo y el odio que
a veces linda con la ceguera. Los que rechazan al Vallejo
persona y el autor y su vasta producción literaria, esgrimen
como caballo de batalla la acusación de la repetición de
unos mismos y pocos temas, tales como: su apatridismo,
la evocación para nada benévola de su progenitora, la
decadencia de los valores humanos en Colombia, el amor
por los animales, la influencia nefasta de las religiones
(especialmente la cristiana y la islámica) y el elogio de
la belleza de los muchachos que tanto le han atraído. A
esto hay que contra-argumentar, como lo hizo en alguna
ocasión Antonio Caballero, que los grandes escritores por
lo general giran obsesivos en torno a unos mismo motivos,
que resultan ser lo esencial de su concepción de la vida y el
arte. Es más frecuente encontrar escritores y artistas que
mariposean incansablemente alrededor de una infinidad
de temas, perdiéndose en ellos hasta el punto de restar
identidad trascendente a su obra.
El estilo de Fernando Vallejo se puede comparar con el flujo
candente de la lava de un volcán en constante erupción
que hipnotiza al lector, quien no se puede apartar de tal
espectáculo, así su sensibilidad parezca muchas veces
agredida por la intensidad calcinante de aquel.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Hernán Botero y Juan Mario Sánchez
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Antes lo conocía por sus columnas en el diario El Mundo
y por supuesto admiraba su mentalidad crítica contra todo
poder. Aunque admito que me hace poner colorado cuando
habla pestes de la raza antioqueña y dice que los señores
paisas somos, de alma corazón y tripa, unas señoras.
Alberto
AGUIRRE CEBALLOS
Alberto Aguirre fue profesor mío de periodismo de opinión
en la Universidad de Antioquia y un día me echó de su clase.
Él estaba hablando del exterminio de los judíos durante el
nazismo y yo, por crear polémica, le dije que ya dejáramos
de lamentarnos de los campos de concentración, que ya se
habían hecho suficientes películas sobre el tema (y eso que
faltaba por estrenar La lista de Schindler).
Aguirre se puso pálido y temblaba de la rabia y me dijo cínico
y me puso a escoger entre irse él o irme yo. Me fui y no volví
a su clase, de puro orgullo, cosa que lamento porque me
perdí su conversación encantadora y sabia. Después nos
hicimos un poco más amigos y he disfrutado de su compañía
y de sus ideas, aún dominadas por la rebeldía juvenil.
Después de que fue un jurista precoz (juez a los veinte años,
magistrado a los treinta), hizo votos de pobreza al escoger
su destino como periodista y librero. Me encantaba oír su
programa radial sobre cine, obviamente en una emisora
universitaria y trabajando gratis, donde alguna vez le escuché
su decálogo para ver buen cine: No ver películas mudas ni
musicales ni colombianas ni de Hollywood ni cine arte… Es,
intuyo, un anarquista apacible, capaz de salir de un cine club
rajando de alguna película “comprometida” y, sin embargo,
emocionarse enseguida viendo a un mimo pobre (perdonen
el pleonasmo, diría él) en el parque Bolívar y catalogarlo
como una puesta en escena magistral.
la cárcel por peludos y nadaístas o animándolos en su lucha,
como cuando apoyó a los habitantes de El Peñol enfrentados
a la desaparición de su pueblo anegado por una represa.
Para mí Alberto Aguirre es un modelo de decencia personal
y honradez intelectual, y uno de los espíritus libres más
entrañables de nuestra Alma Máter… Y me siento orgulloso
de haber sido su discípulo, aunque defenestrado del salón.
Con mis amigos hacíamos bromas sobre su manera un poco
añeja de escribir sus columnas periodísticas, con palabras
rebuscadas, aunque precisas, y yo inventé y le atribuí esta
definición: “La sustracción es una operación matemática en
la cual un inerme minuendo es despojado en forma proterva
por un aciago sustraendo. De esta inicua operación, trasunto
prístino del despojo, resulta la diferencia… En suma: una resta”.
Aguirre pertenece ya a la estirpe de los anti-paisas, como
su compadre Fernando González… Pero no porque reniegue
de su pueblo antioqueño (al que sin duda ama y del que
nunca ha querido apartarse salvo por sus viajes de placer,
o displacer, como la vez que soportó el exilio por simpatizar
con el respeto a la vida), si no porque detesta el alma de
cacharreros de los dirigentes de su tierra, que tumban un
teatro para montar una bodega.
Aunque nunca se metió a la política de bando, Aguirre
siempre ha estado en la orilla de los débiles: sacándolos de
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Carlos Mario Gallego
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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casa era adentro del palacio donde hoy son las oficinas. Ahí
no solamente tenía de opción a la música, sino la escultura,
la pintura, el teatro. Las visitas eran Débora Arango, Rafael
Sáenz, Lola Flores, Lucho Bermúdez. Fui muy privilegiada”,
suspira la señora una tarde de enero. Año 2011.
Teresita
GÓMEZ
Célebre pianista, maestra de la música, excepcional oído,
se lee sobre ella en revistas de hoy y periódicos amarillentos que desde su “descubrimiento” no paran de registrarla.
Niña negra, virtuosa intérprete de los clásicos. “Chopin era
amiguísimo mío desde pequeña. Podía sentirlo”, recuerda la
mujer. Era una rareza, y la misma Teresita lo vivió y sufrió.
No lo creían los editores de los cincuenta, cuando la pequeña hacía sus primeros conciertos en la cuna de su vida:
el Palacio de Bellas Artes, donde vivir, dice, era una fiesta.
Con sorpresa y fe sí advirtieron su talento Martha Agudelo,
su primera maestra, María Penella, otra gran profesora, y
sus padres adoptivos, celadores de Bellas Artes que la recibieron apenas siendo una bebita. “Tuve esa suerte. Me
crié en un ambiente absolutamente artístico y musical. Mi
Quién es, cómo empezó, cómo llegó a ser la más destacada
pianista antioqueña y quizá colombiana es la conversación
del momento. “Dije que quería estudiar piano cuando tenía
tres años y medio. Por supuesto no me pararon bolas. Yo
insistí. Todo ese año que no me dejaron me entraba donde
la profesora a mirar. Aprendí en silencio. Tenía cuatro años y
medio cuando ella me oyó dando mis primeros pinitos, solita, y se asustó mucho de verme que tocaba alguna cosita
de oído. Entonces, me dieron una beca en Bellas Artes que
duró hasta que me fui a Bogotá”, relata.
Con paciencia y ternura, repite las respuestas a las preguntas de siempre. A la Universidad de Antioquia le declara
su amor, pues es allí donde es una “docente feliz” desde
hace 16 años, donde conoció a su maestro Harold Martina,
y donde se graduó como concertista y profesora de Piano,
Summa Cum Laude. Antes, en la Universidad Nacional de
Bogotá, había estudiado con otros grandes: Tatiana Goncharova e Hilde Adler. A la lista se suman Jaime León, Bárbara
Hesse, Jacob Lateiner y Klauss Besslau. Ni hablar de los
conciertos que ha ofrecido como solista, las interpretaciones con grandes orquestas o la formación de alumnos que
hoy triunfan en el extranjero.
Esta tarde de enero su cocina huele a té; por el patio entra
una luz blanca que pega directo a sus fotos mejor conservadas: viste traje azul hasta la rodilla y está sentada frente al
piano. Tendría siete años. El pelo le abundaba y formaba un
bello afro que hace ya un tiempo extrañamos. Hoy la vemos
delgada, rapada la cabeza, usando trajes negros, grises y
vinotinto; el blanco también le queda. Le hace juego a unos
coloridos aderezos que, mientras hierve el agua en la cocina, se orean bajo el sol de este valle que la vio nacer. Aquí
regresó tras su paso como agregada cultural en Alemania
porque “quería aportar algo de todo lo que me han dado, y
me fui quedando y me quedé”. Teresita es una convencida,
además, de que “en los momentos críticos de una ciudad el
arte sale adelante. Creo en la transformación por el arte —
explica, alzando la voz—, y lo digo por mí. ¡A mí me hizo la
música! Cómo te va depurando, cómo te va sensibilizando,
es algo grandioso. La música es como un cincel”.
La imagino en concierto; cobra vida Liszt. Imagino sus dedos fuertes descargados sobre el piano, cerrados los ojos,
meneándose pelada la cabeza, su memoria navegando en
escenas del pasado, unas lágrimas que se gestan en lo hondo de su alma y ese aplauso atronador que ata su vida y sus
sueños de seguir trabajando lúcida y coherente.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Catalina Vásquez Guzmán
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Carlos Mario
GALLEGO ARANGO
“Mico”, “Mario Chorlito”, “Tola”. Caricaturista, dibujante,
retratista, comediante, humorista, empresario, trabajador
independiente, comunicador social - periodista. Son algunos
de los sobrenombres y todos los oficios de Carlos Mario
Gallego Arango, un artista que ha sabido vivir de su arte.
Dibujando bellos mamarrachos y disfrazándose de viejita
criticona, la que interpreta apenas con una pañoleta y una
cartera, Carlos Mario ha hablado durante más de veinte años
del acontecer colombiano. Lo ha hecho con originalidad y
crudeza, pero sin destilar odio; al contrario, con un tinte de
ternura en sus personajes.
Hijo de doña Libia, quien le inspiró a “Tola”, y de don Carlos
Enrique, quien le puso el sobrenombre de “Mico”, ingresó
como estudiante a la Universidad de Antioquia en 1978.
“Siempre me alegro de haber ido a la universidad y haberme
graduado. La universidad me cambió y puedo afirmar que
a ella le debo que mi sentido del humor sea diferente al de
otros humoristas”.
De Yolombó, la tierra natal, Carlos Mario saltó a Medellín, y
de ésta emigró a Bogotá. La radio y la televisión lo llevaron a
cambiar de ciudad para que el humor negro de Tola y Maruja
pudiera debutar en programas periodísticos de canales
nacionales.
En Tronquitos, tomando tinto y hablando bobadas, nacieron
sus personajes y su carrera. Hacía caricaturas de sus
compañeros y ellos lo animaron a mandar los dibujos al
periódico El Mundo. Éste, además de aceptarlos, le dio
trabajo como diseñador y lo convirtió en columnista al
publicar un artículo de opinión que Carlos Mario escribió
por ociosidad. Así Mico se abrió el camino para meter más
adelante sus monos en El Espectador y en las revistas
Cambio y Cromos, y obtener por ellos el Premio Nacional de
Periodismo Simón Bolívar.
Tan fiel como a ellas ha sido a su columna de El Espectador,
“No nos consta”, a su caricatura semanal y a la creación,
más dispendiosa, de obras de teatro con Frivolidad. Para
mantener la marca y el concepto, Carlos Mario sigue
ingeniándose cosas, como por ejemplo el café Tola y Maruja.
De hecho, la invención y sostenimiento de estos personajes
es la más admirable de sus realizaciones. En ello han sido
esenciales su paciencia, su actitud entre pragmática e
idealista, su laboriosidad, a pesar del deseo de haraganear,
y su peculiar sentido del humor, a través del cual une todo
lo que hace.
El dúo Tola y Maruja, quizá el más conocido de la caricatura
colombiana, también se gestó en la cafetería universitaria.
“Por mamar gallo, hablábamos como dos señoras para
hacer reír a nuestros compañeros que gozaban y nos daban
cuerda”. Las viejitas aparecieron en escena en 1990 dentro
del grupo teatral Frivolidad, creado por Carlos Mario y varios
amigos, y con el cual retomaron el nombre de una revista
de humor que tuvieron en los años ochenta pero murió en el
quinto ejemplar. Compartiendo un paraguas, Tola y Maruja
salían al final de la obra para cerrarla con una conversación
tan ingeniosa como desenfadada.
En el Alma Máter, Carlos Mario también pasó por la docencia,
experiencia que le enseñó “que no sirvo para eso”, por lo cual
tuvo que renunciar a “lo amañadora que es la universidad”.
Héroe anónimo no es, pues ha tocado la fama. Espíritu libre
sí, en cuanto ha podido burlarse de manera fulminante de la
sociedad colombiana y en la medida en que, como él lo dice,
“no me ato a ninguna religión, ideología ni empleo… pero
soy casado”.
La suya ha sido una vida luchada y exitosa, con amigos
que le han secundado sus ocurrencias, con una familia
estable, esposa e hijos, y con metas tan cumplidas que, a
los 51 años, a pesar de su timidez, “que es una manera del
orgullo”, puede decir “cuando niño quería ser payaso… y
lo he logrado”.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Lucía Victoria Torres
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
reportera en el periódico El Mundo y en La Hoja de Medellín,
eligió a los “otros” como protagonistas de sus historias.
Patricia
NIETO NIETO
Unas botas ‘machita’ y una libreta de apuntes —
parafraseando el libro de A. Chéjov donde narra su viaje
y su estancia en la Siberia de los desterrados políticos a
finales del siglo XIX— es lo único imprescindible para
Patricia a la hora de hacer trabajo de campo. Pueden ser
viajes cercanos a las comunas de Medellín donde malviven
los “destierrados”, o a lejanos municipios antioqueños y de
otras regiones olvidadas del país; esos “paraísos perdidos”
habitados por víctimas de la violencia que no han podido
huir.
En los talleres que ha venido realizando con apoyo de
la Alcaldía de Medellín durante los últimos años está la
mirada sensible de una periodista que desde sus épocas de
Y de vuelta a la academia, a su querida Alma Máter, donde
hizo el pregrado en Comunicación Social y Periodismo y la
maestría en Ciencias Políticas —de la que se graduó con
una tesis meritoria sobre el desplazamiento armado en
Colombia (1998)—, Patricia ingresó al Instituto de Estudios
Políticos y con la inspiradora guía de María Teresa Uribe siguió
ocupándose de las víctimas del conflicto armado como objeto
de estudio. Asimismo, ha guiado a sus estudiantes para
que desde géneros como la crónica y el reportaje exploren
esas historias dramáticas, sin añadirles drama, sin faltar a la
verdad, sin faltarles compasión.
Tal es su compromiso de narrar el conflicto que podría ser la
reencarnación de otra periodista sonsoneña, María Martínez de
Nisser (1812-1876), la primera mujer colombiana que publicó
un libro de memorias sobre la guerra civil en la provincia de
Antioquia. Como su marido, el ingeniero sueco Pedro Nisser,
cayó prisionero en la Revolución de los Supremos (1841), ella
decidió infiltrarse como soldado del Ejército constitucional
para rescatarlo.
Sin alinearse con ningún bando, solo con el de los
desarmados, Patricia comenzó a escribir sobre este conflicto
interminable, y en su libro Llanto en el paraíso. Crónicas de
la guerra en Colombia (2009), Premio Nacional de Cultura
de la Universidad de Antioquia, recoge las voces de esas
víctimas invisibles, principalmente mujeres, con la fuerza de
la denuncia. Y es que desde 1992, esta aguda observadora
y documentalista de la realidad colombiana no ha dejado de
recibir premios y nominaciones por su trabajo periodístico. Ese
año recibió el Premio Latinoamericano de Periodismo José
Martí, otorgado por la Agencia de Prensa Latina, y en 1996
fue Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar.
Tampoco ha cesado su prolífica producción. En 1998 publicó
El sudor de tu frente: Historias de trabajadores, un libro de
perfiles de trabajadores (donde alternaba a los “topos” que
construyeron los túneles del Metro y a la modelo Natalia París,
que también sudaba la gota), y los tres tomos de los talleres
realizados con víctimas, bajo el auspicio de la Alcaldía de
Medellín: Jamás olvidaré tu nombre (2006), El cielo no me
abandona (2007) y Donde pisé aún crece la hierba (2010),
entre otras antologías. Libros que, como dice ella, “duelen,
arden y molestan”.
Pero la sencillez de la “profe” Patricia es a prueba de balas,
de premios y reconocimientos. Sigue siendo la maestra
querida por sus estudiantes, la colega solidaria y la amiga
leal. Además, la coleccionista de lápices y libretas de apuntes
de todos los tamaños y colores, y de la mejor literatura
periodística, multiplicada en los últimos años de doctorado
en Comunicación en la Universidad de La Plata, Argentina,
con una tesis sobre el relato autobiográfico y el poder de la
memoria.
Y es que así como su clóset está lleno de prendas blancas, a
Patricia Nieto la seducen las páginas y las pantallas en blanco
para llenarlas de testimonios y fijarlas con su escritura, arma
infalible de paz.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Maryluz Vallejo M.
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
muchos que luego se hicieron grandes poetas, y el premio
ha consagrado a no pocos autores de gran nivel.
Gustavo Adolfo
GARCÉS ESCOBAR
Habrá en este libro, sin duda, varios poetas. Varios
egresados que, a pesar de sus profesiones que nada tienen
que ver con la poesía, son poetas. Y Gustavo Adolfo Garcés,
abogado de la Universidad de Antioquia, es uno de ellos.
Particularmente, me cuesta asociarlo con su trabajo de
abogado, aunque sé que ejerce hace muchos años esa
profesión en la Procuraduría General de la Nación en Bogotá.
Para quienes lo conocemos de vieja data, su nombre está
ligado, “estampillado”, al Premio Nacional de Poesía de
la Universidad de Antioquia. Fue él quien lo comenzó, al
lado de Elena Correa, en 1979. Y lo hicieron por medio de
la revista Gaceta, que también habían fundado ese mismo
año. Los dos —premio y revista— son imprescindibles en la
historia de la poesía en Colombia. En la revista comenzaron
Pero Garcés es poeta, sobre todo. Después de su paso por la
universidad ha publicado Libro de poemas en 1987, Breves
días en 1992, Pequeño reino en 1998, Espacios en blanco
en el 2000 y Libreta de apuntes en el 2006. En 1992 ganó
el Premio Nacional de Poesía de Colcultura. Y en el 2009
la Procuraduría Delegada para la Prevención en Materia de
Derechos Humanos y Asuntos Étnicos publicó El taller de la
llama, un bello texto donde Gustavo Adolfo, asesor, muestra
su experiencia de tallerista de poesía en esa institución:
viajó por el país ofreciéndoles a sus compañeros de trabajo
la poesía (de Colombia y del mundo) como herramienta de
conocimiento y como vehículo sensibilizador y humanizante;
a ellos, que investigan masacres y crímenes atroces casi
diariamente.
Como este, que se llama Amanece:
¡Ah!
Esta certeza
feliz y solitaria
de que el primer
pensamiento
fue tu rostro.
Entonces Gustavo Adolfo Garcés es un poeta “extraviado”
en los afanes de oficinas, folios y trámites de abogado de
una gigantesca institución. Por suerte lo tienen a él. Su
poesía ríe, es fresca como un golpe de viento, es breve
como los primeros dientes de un niño. Y en casi todos sus
poemas caben sus amigos y los integrantes de su familia. Es
decir que su poesía es lo contrario de la aburrición y de los
poemas al Libertador o a la muerte.
Fotografía: Jairo Ruíz Sanabria / Perfil: Luis Germán Sierra J.
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Gilberto
MARTÍNEZ ARANGO
He aquí un corazón de hierro sostenido entre las manos de
su dueño, un cardiólogo que busca el mito del amor alojado
en el corazón.
Gilberto Martínez ama todo lo que hace y sólo hace lo que
ama, en su vida no existen yugos y su única ambición es el
conocimiento, palpitar incesante en el pecho de un hombre
que ha vivido tres vidas y no le han alcanzando para lograr
su mayor ideal: comprender la condición humana.
Su primera vida fue de nadador. Y, aunque parezca mentira,
batió un récord nacional amarrado a un palo de guayaba. En
los años cincuenta nadaba desde las cinco de la mañana en la
piscina del Club Junín, de donde los borrachos lo sacaban por
la bulla de sus brazadas. Su padre consiguió una finca con una
alberca de dos metros a la que echaba sombra un árbol de
guayaba. Gilberto amarraba al tronco un lazo, éste a una correa
ceñida a su cintura y empezaba a nadar, tratando de halar el
árbol, durante cuatro o cinco horas todos los días. Entrenado
así, fue campeón en 1951 de los III Juegos Bolivarianos
realizados en Venezuela. Se hizo a más de diez medallas de
oro en competiciones nacionales e internacionales y batió
cinco récords nacionales y uno suramericano.
Fueron diez años de deporte mientras estudiaba para su
segunda vida, la de cardiólogo dedicado exclusivamente
a enseñar. Cirujano, especializado en medicina interna de
la Universidad de Antioquia, viajó a México en 1962 para
estudiar teatro y cardiología, rama de la medicina en la
que también se especializó en California, Nueva Orleáns
y, finalmente, Brasil en 1972. Regresó a Colombia, siendo
cardiólogo experto y montó un consultorio que cerró a los
dos meses porque nunca fue capaz de cobrarle a nadie; por
eso, el primer cardiólogo especializado que hubo en Medellín
se dedicó a enseñar en la Universidad de Antioquia.
El privilegio, como él dice, fue haber sido durante cincuenta
años el mejor profesor de medicina interna en cardiología. Se
inventó una manera especial de enseñar, hacía los ruidos del
corazón con un micrófono y la característica de un soplo era
un lento: raa papa, raa papa, raa papa, así los estudiantes
aprendían más fácilmente.
desde los ocho años en la biblioteca de su abuelo donde
leía novelas, cuentos, la revista Vanidades y las truculentas
historias de Corín Tellado, pues de todo se aprende y toda
manifestación humana es digna de respeto, como él dice.
La lectura es una pasión y el teatro se le convirtió en una
necesidad. Se inició en 1956 con el grupo teatral El Duende,
fue fundador de la Escuela Municipal de Teatro y de la
Corporación Teatro Libre; ha sido profesor de teatro y ha
recibido varios reconocimientos, entre ellos el de la Escuela
Popular de Arte a Gilberto Martínez por sustentación social
de valores teatrales, en 1982.
La natación le sirvió para tener capacidad mental, el teatro
para expresar su opinión y, al final, la medicina le dio el
dinero necesario para hacer el teatro que quería. No cree
en la voluntad, para él sólo existe la necesidad de ser lo que
quiere ser. Su ideal es un teatro político, no uno comercial;
es así como La Casa del Teatro y Biblioteca Gilberto Martínez
es un espacio donde el ser humano se puede confrontar
consigo mismo, donde el arte es personal, se enfrentan
actor y espectador, y donde la calidez humana de este
profesional se transmite a través de la imaginación, capada,
como él dice, por el alienismo moderno donde todo es vacío
e impersonal, donde hay poco espacio para personas como
Gilberto, un espíritu libre que no cree en los héroes: “son de
barro, se derrumban y no existen, el ser humano se inventa
cosas y ahora, a los 76 años, soy un agnóstico tremendo”.
Su clase de medicina era teatro puro, la otra vida que nació
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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que nadie se percata de ellas, pero ahí es donde nace su arte,
en lo habitual y en lo pasivo de su propio ser.
Rubén Darío
LOTERO CONTRERAS
“A veces me canso de mi piel asoleada y del día y quisiera
adelantar la noche habitando mi sombra”,1 escribe el poeta,
como añorando un momento de interioridad entre la turba de
las calles. Hay instantes en que disfruta la soledad, entonces
se hace a un lado y junto a él pasan la vida, la gente, el
tiempo… Como imágenes serpenteando a ritmo lento,
incitándolo a jugar con las palabras para crear el verso. En
ese estado me parece percibirlo cuando lo encuentro en los
alrededores de la multitud, con su chaqueta colgada del brazo
izquierdo y con la mano derecha junto a la barbilla, fijando la
mirada en algún lugar entre la muchedumbre, aunque a veces
no descubro lo que mira. Quizá observa cosas tan simples
1 Lotero, Rubén Darío. Camino a casa. Colección Autores Antioqueños. Medellín. 2003.
Espíritu sereno, escribiendo a medida que surgen las ideas,
encapsuladas en instantes porque su poesía es más de
momentos que de muchas palabras. “En ese sentido es
algo muy cambiante. Hay periodos en los que el trabajo se
roba los versos, no los ve uno, no se le aparecen. Pero más
o menos así he escrito y he publicado libros de poesía”,
explica Rubén Darío, a quien la poesía lo acompaña desde
que empezó escribiendo frases, expresando sensaciones,
en una especie de diario de lo cotidiano.
Atraído por las letras y la lectura desde el colegio, estudió
Licenciatura en Español y Literatura en la Universidad de
Antioquia, donde también hizo una maestría en Docencia
e Investigación sobre la pedagogía en Colombia. Luego
recibió una beca en España para especializarse en lengua y
literatura española. En el paso por la universidad, hubo una
serie de educadores que le aportaron mucho, como Elkin
Restrepo, Hernán Botero, Óscar Castro e Iván Hernández,
que no sólo eran profesores, eran literatos. Él mismo llegó
a ser ambas cosas y hoy día anima a los estudiantes para
que escriban crónicas de sus vidas, del oficio de sus padres
o la vida de sus abuelos, pues siente gran atracción por ese
género periodístico y, a través de éste, promueve la escritura
en los jóvenes.
primeros versos. En 1990 ganó tres concursos de poesía y
en 1991 con el libro Poemas para leer en el bus, ganó el
Decimo Concurso Nacional de Poesía de la Universidad de
Antioquia. Luego escribió Historias de la calle (crónicas) y
Camino a casa; tal vez este último estuvo inspirado en el
regreso a la que fuera la casa de su infancia, la de su madre,
que compró cuando ella murió. De vuelta por ese sendero,
disfruta observando los lugares de la niñez, parado al lado de
la existencia como yo lo he visto, reafirmando que en la vida
ha querido observar el mundo, “ver qué es esto, entender
a las personas, saber si cada uno tiene su valor como lo
tiene uno y apreciar las cosas bonitas que tiene la vida;
ese sentido estético en un momento determinado. Es muy
sencillo, son imágenes, estar ahí para ver ese momento, que
puede ser un instante pero lo redime a uno de la vida, lo
vuelve humano. Es otra cosa completamente distinta a la
que está viviendo uno”. Y cuando me acerco a él, vuelve de
esa abstracción en la que parece vivir, con una sonrisa, con
palabras lentas y pausadas, como si su alma suspirara entre
cada frase.
De su juventud y sus poemas, recuerda una revista de
la universidad, llamada Gaceta, donde aparecieron sus
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Medellín. Su sacerdocio y apostolado: formar jóvenes en la
cultura de la apreciación, la crítica del lenguaje fílmico. Descolló
como refinado observador, referente cultural, maestro y guía.
Luis Alberto
ÁLVAREZ CÓRDOBA
La vida de Luis Alberto Álvarez (1945-1996) es simple: nació
para ser maestro y asumió con coherencia ese destino. Allí
reside su grandeza. Contaba con la pasión, el saber y la
generosidad que acompañan a todo maestro natural. Sí, esos
que si la profesión no existe, la inventan. Maestro conocedor
de los secretos narrativos del lenguaje fílmico.
Corpulento, grande, de lentes gruesos de tanto leer los
intertítulos de las películas mudas… indicios que nos
informan que ese ser humano creció lejos de la actividad física
o deportiva; lo suyo: los libros y el buen cine en cualquier
idioma. Vivió rodeado de ellos, de música clásica y jazz. Ejerció
su magisterio principal desde el Instituto Goethe, la cátedra,
los medios locales y la revista Kinetoscopio en su ciudad,
Al regresar de Alemania existían en su ciudad varios cineclubes,
algunas salas alternas que en horarios matutinos utilizaban
las salas tradicionales para ver ese cine sin espectadores en
horarios estelares. Asistían adultos y jóvenes interesados en
otro cine. Alberto Aguirre ejercía su magisterio como pionero
del periodismo de opinión, la crítica, la difusión literaria y la
cinematográfica junto a Orlando Mora. Otros apasionados
del cine, Álvaro Sanín y Álvaro Ramírez Ospina, organizaban
proyecciones o comentaban los filmes. Conocían la existencia
del nuevo cine latinoamericano y su correlato cultural, la crítica
cinematográfica de García Márquez en El Espectador y la del
cubano Guillermo Cabrera Infante.
Luis Alberto aporta y nutre su entorno de conceptos, estrategias
de observación y análisis. Impone rigor en la apreciación de
un filme, usa referentes. Lo hace con pasión y conocimientos,
así animó a la muchachada de dos generaciones. Les mostro
caminos para conocer y apropiarse de herramientas de otro
lenguaje. Su magisterio impactó y se amplió más allá de la
prensa regional y las fronteras locales.
Tutor diestro de dos generaciones de donde surgen nuevos
espectadores y quienes escriben del cine y/o hacen cine. Críticos
convencidos y directores reconocidos: Carlos César Arbeláez,
Santiago Andrés Gómez y Víctor Gaviria. Este último, en El cine
en busca de sentido, afirma que Luis Alberto Álvarez llenó de
sentido conceptos éticos y estéticos a dos generaciones de
realizadores y cinéfilos, espectadores de Medellín.
Su apostolado fue enseñar a apreciar, leer y mirar con otros
ojos el texto fílmico. Su lenguaje multisensorial y polisémico.
El primer momento de su magisterio fue en el Instituto Goethe
de Medellín, el segundo lo ejerció desde el Centro Colombo
Americano, entidad que canalizó la orfandad y nos permitió el
acceso a ver otro cine.
Ese magisterio de Álvarez lo hace merecedor del grado
Doctor Honoris Causa en Comunicación Social - Periodismo,
en 1996, de la Universidad de Antioquia, la misma institución
que publica Páginas de cine (vol. 1, 1988; vol. 2, 1992). Allí
están sus escritos cinematográficos. Su labor como jurado de
festivales y premios de crítica es amplia dentro y fuera del país.
En cualquier revista o biblioteca especializada, página web o
banco de datos, se encuentran referencias con su nombre.
Cuando Luis Alberto constata que el daño de su corazón es
irremediable dona sus pertenencias bibliográficas, películas y
posesiones culturales a la Universidad de Antioquia. Su legado
reposa en el centro audiovisual que lleva su nombre en la
Biblioteca Central. Su aporte consolidó el interés académico
por el estudio, la formación y la creación de productos
documentales y ficcionales en el lenguaje audiovisual. Su
donación ha servido de soporte bibliográfico y filmográfico
del programa académico de Comunicación Audiovisual y
Multimedial. A través de su legado, continúa ejerciendo su
destino ineludible: ser maestro.
Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Álvaro Cadavid M.
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
molestando, mira que estoy en la peluquería y ahorita me
caso, no me vayan a hacer eso”. Por suerte llegó a tiempo al
matrimonio y la música sonó.
Ramiro
TEJADA RENDÓN
Empezó usando una tejita bacana, una de esas que cubren
toda la cabeza pero no esconden la locura, porque la
intención era “mamar gallo” con la teatralidad. Por eso
acicalaba su sombrero y se paraba frente a la asamblea
estudiantil a hacer propuestas incoherentes, como dirigir
la asamblea hacia la capilla para orar por la salvación
del movimiento estudiantil. Facho, obsceno, nunca le ha
importado lo que digan. Sólo se preocupó el día de su
matrimonio, cuando contrató un quinteto de vientos sin
dar anticipo alguno, los músicos sin anticipo no tocan y él
insistía que tenían que ir. Eran las diez de la mañana cuando
llamó a suplicar, “¡Negro!, no me hagas esto, mira que soy
Ramiro, el teatrero, Negro, Ramiro Tejada, me voy a casar
y cómo que no van sin anticipo, anda que yo te pago, era
Un tanto retrasada fue su aparición en la conferencia de
la feminista Florence Thomas. Disfrazados él y el animal
tomaron asiento, y la cachorra hizo lo suyo deambulando
por el auditorio; entonces Ramiro hizo lo propio: “Za! ¡Perra!
¡Shhh! ¡Perra!”, interrumpiendo entre grito y grito las palabras
de Florence Thomas, injuriando al animal y exacerbando
el ánimo de las presentes que repudiaban su presencia.
Rechazado fue también un día por activista, cuando inició su
carrera de abogado en la Universidad de Medellín y en 1975
participó en la huelga que tuvo parada la institución por casi
un año. “Esa huelga la concilió Bernardo Trujillo, rector de
la de Antioquia, y Orión Álvarez, rector de la de Medellín,
en el directorio liberal. Dijeron: ‘reciban a esos peludos y se
los llevan de aquí para poder tranquilizar nuestra universidad
liberal’, que era la de Medellín, entonces nos enviaron a la de
Antioquia que tenía ese espíritu nuestro”, comenta.
Para su irreverente personalidad, el traslado fue
enriquecedor. Su vida entera se volvió una obra de teatro
y nutrió su conocimiento escapando de las materias de
Derecho hacia las de Comunicación Social. Finalmente se
convirtió en cinéfilo junto a Álvaro Sanín, en el Cine Club
Ukamau de la Universidad de Antioquia fundado en 1977.
Luego intentó entrar al preparatorio de teatro y como tenía
tantas obligaciones, no lo admitieron. Afortunadamente,
dice él, porque sino qué hubiera sido del abogado. José
Manuel Freidel se vengó de él escribiendo Tribulaciones
de un abogado que quiso ser actor o el oloroso caso de
la manzana verde, y los teatreros para burlarse, dicen, un
abogado que insiste en ser actor.
La suerte fue para los pobres de espíritu y los excluidos,
porque desde la militancia política él comprendió la función
social del Derecho y, en el consultorio jurídico, tuvo el primer
contacto con las personas sin dinero para pagar un abogado
y llevar un pleito. Luego el Derecho Penal en beneficio de
la sociedad prevaleció en su vida, tanto como el teatro,
que trasladó del escenario estudiantil a las campañas
para alcalde con el movimiento Medellín, ocio y cultura.
Obviamente su idea no era ganar, sino pintar de cultura las
páginas políticas para llamar la atención hacia ese fenómeno.
Las otras páginas las llenó él mismo en el palomar de las
cartas. Sí, él era el loco que en los días de amor y amistad y
en las ferias del libro, se subía disfrazado a un árbol a escribir
las cartas de amor que la gente le pedía, y al bajar volvía
a ser el deschavetado abogado que defiende los derechos
de los más necesitados y que merodea por la ciudad como
actuando siempre en una obra de teatro.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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de Santa Marta. Quería acercarse al mundo indígena y a
su espiritualidad. Le parecía un mundo más limpio, serio y
responsable que el nuestro. Además, creía que los mamos
de la Sierra le podrían ayudar a encontrar un sentido a
su vida. Después de casi un año, en el que trabajó como
ayudante de enfermería en el puesto de salud de Donachui,
en las cabeceras del río Guatapurí, se le apareció el Zen.
Juan Felipe
JARAMILLO TORO
¿Es un médico? ¿Es un monje? Si uno lo ha visto con la
bata blanca y el estetoscopio atendiendo a sus pacientes
en su consultorio de la Montaña de Silencio, en Medellín,
casi siempre con una sonrisa asomada en sus labios, piensa
que es un médico. Si uno lo ha visto con la cabeza rapada
y con sandalias recorriendo en silencio los pasillos del
monasterio zen de La Tierra, en las montañas de Zipacón,
en Cundinamarca, piensa que es un monje. En verdad, Juan
Felipe Jaramillo es las dos cosas a la vez. Algo común en la
tradición del Budismo Zen en todos los tiempos.
La medicina y el Zen se juntaron en su vida cuando estudiaba
Medicina en la Universidad de Antioquia. En 1976, decidió
abandonar su carrera y se fue a vivir a la Sierra Nevada
Entonces regresó a Medellín y retomó sus estudios de
Medicina sin abandonar la práctica del Zen. Se graduó de la
Universidad de Antioquia en 1987. Tres años más tarde fundó
en Medellín, el doyo zen Montaña de Silencio. Ese mismo
año, recibió la ordenación de monje de manos del maestro
Reitai Lemort, discípulo del maestro Taisen Deshimaru.
Junto al doyo también abrió su consultorio médico, al que
llamó Medicina del Jardín. Lo hizo porque hace muchísimos
años leyó en algún libro una frase que lo impresionó mucho;
él la recuerda así: “Este es el Paraíso del que nunca fuimos
expulsados. No lo destruyamos”.
Dirigió el doyo zen durante veinte años. En un comienzo,
por más de tres años, fue profesor de antropología médica
y director del Departamento de Humanidades en el CES.
También trabajó en algunas investigaciones sobre usos
médicos del ozono y formó parte del Programa Aéreo de
Salud de la Dirección Seccional de Salud de Antioquia que
se dedica atender enfermos en las zonas apartadas del
departamento y de otras zonas remotas del país. Luego, se
dedicó a ejercer la medicina en su consultorio. Jamás dejó
de ser un lector apasionado. Entre los libros que han marcado
su vida recuerda Viaje a pie, de Fernando González; Así
hablaba Zaratustra, de F. Nietzsche; La crucifixión rosada,
de Henry Miller; Mente zen, mente de principiante, de
Shunruy Suzuki; Este lugar de la noche, del poeta y amigo
José Manuel Arango.
En el 2010, a los 55 años, decidió abandonar la práctica
médica para convertirse en monje residente del templo La
Tierra, de la Fundación para Vivir el Zen.
Antes de dejar la bata blanca para cambiarla por su ropa de
monje, se despidió de sus pacientes con una carta. En ella
les dice: “Siempre he tratado de hacer de mi práctica médica
un espacio para el diálogo, para la escucha atenta y sincera.
También, para reafirmar mi confianza en que todo en esta
vida, empezando por lo más difícil —la enfermedad, la vejez
y la muerte—, pueden no ser objeciones u obstáculos para la
vida, sino eslabones y pilares para construir nuestra realidad
humana, para dar forma al devenir de este ser profundo que
encarnamos tanteando en la oscuridad... Hacia un futuro
próximo estoy seguro de poder realizar al fin el sueño que
concebí al iniciar mi práctica médica: trabajar como médico
en un jardín, que, como dice Rumi, el sabio y poeta sufí, si no
es el Paraíso, al menos nos ayuda a recordarlo. Ese lugar, a la
vez físico y metafórico, está aquí y en todas partes”.
Fotografía: Adriana Quiroz / Perfil: Juan José Hoyos
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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difundía en las pianolas de Manrique, pudiera ser algo tan
hondo y estructurado, y que un escritor concibiera un libro
sobre “ese pensamiento triste que se baila”?
Orlando
MORA PATIÑO
La música popular lo empezó a seducir desde cuando era
niño, en Manrique, su barrio natal. Su mamá, doña Cándida
Rosa Patiño, sintonizaba emisoras todo el día y el muchacho
escuchaba boleros, tangos, foxtrots y guarachas, y sin darse
cuenta, Orlando Mora se aficionaría a aquellas expresiones
que se repetían en los cafés esquineros. La clásica sólo
sonaba en Semana Santa.
En esa misma radio familiar escuchó después el programa
Radio Lente, de Hernán Restrepo Duque, uno de los
principales divulgadores de las músicas populares de
América Latina en Medellín. Un día se encontró con el libro
Discusión y clave, de Ernesto Sábato, del cual ya había leído
la novela El túnel, y el asombro lo asedió durante muchas
noches. ¿Cómo era posible que el tango, ese género que se
Así, empezó a comprar discos y libros, y a meterse en
las honduras tangueras, compuestas de poesía, música,
interpretación y danza. No sabe si fue al mismo tiempo
cuando se inició su afición por el cine. Cuando estudiaba
bachillerato, leía suplementos literarios y de pronto se topó
con Hugo Barti, Hernando Valencia Goelkel y Hernando
Salcedo Silva, connotados ensayistas que escribían sobre la
magia cinematográfica.
Entonces era un muchacho que iba no sólo a los cines de
Manrique sino a todos los teatros de la ciudad. Sus domingos
adolescentes transcurrieron en el Rialto, el Olimpia, el
Ayacucho, el Aranjuez, a veces viendo películas mexicanas
(recuerda en particular las de Pedro Infante y Antonio Aguilar).
Para aquellos días ya recortaba artículos sobre cine y tango.
Orlando Mora Patiño, egresado de la Facultad de Derecho
en 1967 y nacido en Medellín el 20 de agosto de 1944,
es hoy el principal crítico cinematográfico de la ciudad y
una autoridad en música popular. Ha publicado tres libros
sobre sus querencias: Que nunca llegue la hora del olvido
(1986), La música que es como la vida (1990) y Escrito en
el viento (1994). Fue decano de la Facultad de Derecho del
Alma Máter entre 1970 y 1972, y profesor de medio tiempo
desde 1975 hasta el 2002.
En 1966, cuando ya era miembro del Cine Club de Medellín,
que funcionaba en el Teatro Colombia y era dirigido por Iván
Amaya, ingresó en la Asociación Gardeliana. “El cine fue un
descubrimiento; la música, un refugio, una reconciliación
con la vida. Me dará mucha tristeza morir porque no volveré
a escuchar música”, dice.
En los sesenta, iba a la Alianza Francesa a leer los Cahiers
du Cinema. Recuerda la emoción que le causó su primer
artículo, publicado en El Colombiano en 1966, una crítica
sobre el filme Fiebre, de Jacques Demy. “Jamás la volví a
ver”, dice, mientras va desgranando recuerdos de películas,
de canciones, de libros. Mora es un asiduo visitante de los
principales festivales cinematográficos del mundo. Ya en
1965 había ido al de Cartagena, que era “como una especie
de Cannes”, y se deslumbró al ver actores de carne y hueso.
Desde entonces nunca ha faltado a ese festival, del cual es
ahora jefe de programación.
Mora, que quiso ser escritor de ficciones, ama a directores
como Roberto Rosellini y Michelangelo Antonioni, y siente
hervir su sangre cuando relee a Cesare Pavese y vuelve al
Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Para él, la
aventura más grande de la imaginación es Metrópolis, de
Fritz Lang. Sus emociones suben de temperatura oyendo a
Floreal Ruiz y Raúl Berón, o la orquesta de Francisco Canaro.
Orlando Mora, profesor de expresionismo alemán y
apreciación cinematográfica, a veces sueña con los viejos
cafés de Manrique y con el radio que su mamá dejaba
prendido todo el día. Ojalá para él jamás llegue la hora del
olvido.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Reinaldo Spitaletta
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Carlos
SÁNCHEZ OCAMPO
Carlos Sánchez Ocampo es un periodista de la calle. Tal vez
por eso ha pasado viajando tantos años de su vida. Tengo
cartas y postales firmadas por él, fechadas en Buenos Aires,
Santiago, Lima, Quito y otras ciudades de América Latina
por donde ha caminado sin más equipaje que un morral.
Carlos prefiere la calle porque sabe que ahí está la gente y
ahí están sus historias. Y está también el buen periodismo.
“El periodismo es un viaje a pie”, dice.
Cuando entregué a la Editorial Universidad de Antioquia
los manuscritos de su primer libro, El contrasueño, en
1993, los funcionarios encargados del proceso editorial me
citaron a una reunión. Una de las editoras me leyó en voz
alta varios fragmentos donde aparecían palabras que hasta
entonces sólo se oían en las calles de Medellín, en boca de
los llamados “desechables”. La mayoría eran insultos, jerga
de la vida cotidiana, que a ella le parecían impublicables.
Discutimos una por una. La editora pidió suprimirlas. Yo,
como director de la colección, las defendí. “Sus palabras
expresan su mundo”, le dije. Carlos hizo lo mismo. Se negó a
que fueran señaladas con bastardillas y a que apareciera un
glosario explicando su significado. Todavía recuerdo la cara
de menosprecio de la editora cuando nos preguntó: “¿Y eso
es lo que ustedes llaman periodismo?”.
A los lectores de ese libro quiero contestarles lo mismo que
le contesté a la editora: sí, ¡eso es periodismo!, y periodismo
del mejor. El contrasueño: Historias de la vida desechable
es una colección de crónicas y reportajes como los que no
vemos en los periódicos colombianos desde hace tiempos.
Hablo de estos dos géneros del periodismo narrativo y de la
sorpresa de muchos lectores frente a este libro, porque el
“nuevo” estilo implantado en la prensa colombiana en las
últimas décadas ha mandado a la trastienda lo mejor del
periodismo escrito. Y de paso ha emprendido una marcha
ciega hacia atrás, tratando de ganar una batalla, perdida
de antemano, contra la radio y la televisión, con armas
desuetas como la brevedad y la ligereza con las que nunca
alcanzará victoria alguna.
Carlos pertenece a una generación de periodistas que, por
fortuna, con pocas excepciones, no pisó las redacciones de
los periódicos, porque sabía que ahí no tenía nada qué hacer.
Él pertenece al “exilio de los libros” como lo ha llamado
Alberto Donadío. El lugar al que hemos ido a parar muchos
periodistas que perdimos las páginas que antes nos daban
los diarios para escribir historias.
Carlos Sánchez nació en Medellín en 1957. Abandonó sus
estudios de periodismo en la Universidad de Antioquia para
irse a caminar, con un morral al hombro, por Colombia y
Suramérica. Donde podía se quedaba un tiempo trabajando
como artesano. Donde no lo dejaban, escribía. Después
regresó a Medellín a terminar su carrera y se dedicó a
caminar por sus calles y a escribir.
Producto de ese viaje a pie por muchos rincones de nuestra
ciudad es su libro, que nos habla de un Medellín que casi
nadie conoce, que solamente ve. Un Medellín lleno de
gente a la que los periódicos bautizaron con el nombre de
“desechables”. En sus páginas, los lectores encontrarán
historias. Historias de nuestra ciudad, de nuestras calles,
de nuestra gente. Medellín visto, tocado, olido, sentido,
vivido, caminado, sufrido. Medellín recorrido acera a acera,
no mirado desde un jet, o desde el cubículo de vidrio, con
aire acondicionado, de la redacción de un periódico. Para
escribir El contrasueño, Carlos no sólo caminó. También
habló con los llamados “desechables”, compartió con ellos
sus historias, adivinó sus tragedias, durmió en sus mismas
pensiones, comió con ellos. No podía escribir un libro
como éste de otro modo. Lo repito: para él, el periodismo
es siempre un viaje a pie. Y en automóvil o en avión, dice
Carlos, uno puede ir más rápido, pero a pie siempre se llega
más lejos.
Fotografía: Jairo Ruíz Sanabria / Perfil: Juan José Hoyos
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Elkin
RESTREPO GALLEGO
Hubo un tiempo en que me parecía a todo el mundo,
quizás porque mis rasgos, de lo obvios, tienden a tomar
los de los otros. Recuerdo mi etapa Vásquez Montalbán
en la que, como sucedió en una feria del libro en Caracas,
algunos se acercaron a preguntarme, con una sonrisa
mayúscula, si yo era él, y la decepción cuando rápidamente
comprobaron su equivocación. Otra, esa sí más dramática,
en que yo era prácticamente Antonio Skármeta, hasta el
punto en que una distinguida dama de la televisión, ante un
corrillo de escritores que asistía a un congreso en Bogotá,
confundida, primero me saludó con enorme admiración y,
luego, cuando le dijeron quién era realmente, sin poder
disimular su desencanto, volteó la cara y huyó del lugar. El
caso es que más tarde, en el pasillo de entrada del Hotel
Tequendama, Skármeta y yo nos cruzamos fingiendo no
vernos, negándonos seguramente en el interior que el uno
fuera el otro. Él mide dos metros y pesa unos 120 kilos y
sonríe por profesión, yo ni en lo uno ni en lo otro le doy
medida. Pero acepto cierta semejanza con el chileno como
con Vásquez Montalbán, cuya cara de español mala leche
quizás era la mía en aquel entonces. El colmo sucedió hace
poco cuando un amigo me envió un artículo con una foto
de Juan Carlos Onetti, diciéndome, que ese pobre hombre
que había regalado la dentadura a Vargas Llosa, como lo
dijo alguna vez, era yo. Y ahí sigo adelante, viendo a quién
más me parezco, algo a lo que me he resignado al pensar
que todos tenemos muchas caras y que, salvo algunas
inquietudes respecto a lo que llaman identidad, esto no es
malo. Además está aquel poema de Borges sobre Proteo,
que ayuda:
Del egipcio Proteo no te asombres,
Tú que eres uno y muchos hombres.
Estudié Derecho sin mucha fe o esperanza, pero haberlo
hecho definió mi vida. Allí, en las augustas aulas de la vieja
facultad de la calle Ayacucho, donde la inquietud intelectual
y la rebeldía eran lo primero, encontré el mejor ambiente
para mi formación de escritor. Tuve profesores magníficos
como Carlos Gaviria, Jaime Sanín Greiffestein, Carlos
Betancur Jaramillo, Lucrecio Jaramillo y Horacio Gil, entre
otros. Y compañeros que amaban el conocimiento y hacían
de la acción libertaria un mandamiento radical. Fui profesor
de la Universidad de Antioquia durante 23 años y también
testigo de años muy difíciles, no solo para la institución,
sino para el país mismo.
Como cuando no se es un magnate o un político se suele
tener mucho tiempo, he podido dedicarme a la poesía, el
cuento, el dibujo y a tomar fotografías. También, como editor,
he fundado y codirigido algunas revistas: Acuarimántima,
Poesía, Deshora, y, en estos años, Odradek, El Cuento.
El doctor Jaime Restrepo Cuartas, cuando fue rector de la
universidad, me invitó a dirigir la Revista Universidad de
Antioquia, en la que recientemente cumplí once años, y en
la que continúo gracias también a la confianza del doctor
Alberto Uribe Correa y las actuales directivas.
Estoy casado con Estela Martínez, mi musa de todas horas,
y tengo dos hijos, Juan Sebastián y Carolina, y una nieta,
Hannah, que viven en Australia.
Con los años la vida se simplifica hasta el punto de que,
cualquiera que ella haya sido, puede decirse, que bien vale
la pena vivirla. Esta vida, por supuesto, y las otras vidas que
derivan de ser uno y otros a la vez.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Elkin Restrepo Gallego
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Juan Carlos
ORREGO ARISMENDI
Es un hipocondriaco, lo obsesiona no estar aliviado, siente
dolores y se imagina que todas las personas que leen son
así. Cualquier cosa lo angustia, por ejemplo, no ser un buen
padre con sus hijos o vivir pensando que se va a quedar
sin trabajo. Muchos creerían que otra de sus obsesiones es
el Deportivo Independiente Medellín, pero no. Cuando este
equipo queda campeón se siente muy contento y cuando
no, también, qué más puede hacer, tomar cerveza como
consuelo y esperar a que el tiempo sane las heridas. De lo
que vive completamente seguro, es que está en el lugar
donde quería estar y no se quiere ir. Ese espacio idílico
al que se refiere el antropólogo Juan Carlos Orrego es la
Universidad de Antioquia.
El lugar era mítico para él desde la infancia, cuando de
viaje a la casa de sus abuelos, en Bello, pasaba mirando
por la ventana del bus la universidad donde trabajaba su tío,
recordando las historias que le contaba, y pensando que
allí estaba la gente más inteligente de Colombia. Cuando
se graduó del colegio sólo se presentó a la Universidad de
Antioquia, decidido por la Antropología, porque, a pesar de
su pasión por la literatura, quería estudiar una gran ciencia
histórica. Luego hizo la maestría en Literatura Colombiana y
después el doctorado en Literatura, todo en la Universidad
de Antioquia. Por eso algunos compañeros lo ven como un
académico menor, porque no tiene conocimiento de lo otro,
y él se defiende diciendo que no es indispensable conocer
lo otro para hacer bien lo propio. Esa obsesión por el Alma
Máter se las transmite a sus hijos. “Yo pienso: si mis hijos
no pasan aquí, me voy a frustrar, y no por lo que paguen
mil pesos, si fueran tres millones los pagaba. ¡Ah! No, ¿si
ellos no quieren?, qué puedo hacer. La cosa es esa, yo ya les
estoy lavando el cerebro. Ellos son muy gomosos, los traigo,
les muestro la fuente, les gusta venir”, dice.
posibilidad de ir al cine, digo mejor me pongo a leer. Yo no
saco tiempo, soy muy amarrao”, concluye Juan Carlos, con
ese lenguaje coloquial, a veces divertido, con el que habla
del fútbol y de todo lo demás.
El Medellín le proporciona orgullo aunque nadie lo entienda.
Ese es el primer legado que le dejó su tío. La otra herencia
fue la pasión por la literatura. Cuando murió a los 27 años,
su tío dejó una gran colección de libros que había leído. Juan
Carlos pensaba que esa experiencia de lectura se perdería
y empezó a leerlos, escribiendo de vez en cuando, porque
dice que “cuando uno lee, siente necesidad de escribir”.
Eso lo llevó a producir su primer libro de cuentos y al ver
la posibilidad de publicar, escribió ensayos y valoraciones
antropológicas sobre lo que más le gusta: la literatura. En
la actualidad es profesor de Antropología y escribe ensayos
literarios para la Revista Universidad de Antioquia, que lo
ha motivado para ser escritor.
La suya es una vida monótona debido a la pasividad. Es un
cuadriculado, dice su esposa. Ella es su punto de equilibrio,
la que guía sus decisiones y lo rescata de la paranoia. “Me
gusta leer, me encanta estar con mis hijos… Pero… No,
no, no puedo ser tan frívolo de tratar a los hijos como un
pasatiempo, es que los hijos son los hijos. Leer pero es que
leer tampoco es un pasatiempo, es parte de la vida mía, y
el DIM es tan entrañado que tampoco lo sería. Por ejemplo
no me choca el cine, pero siempre que me veo ante la
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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Fernando
GONZÁLEZ OCHOA
Fernando González Ochoa1 es considerado el más original de
los filósofos colombianos y uno de los más vitales, polémicos y
controvertidos escritores de su época. Se enfrentó a la mentira
colombiana, y sus contemporáneos no le perdonaron la franqueza
con que habló. Por eso fue rechazado y olvidado. Sin embargo,
su verdad, que golpea y azota en sus libros, continúa cobrando
vigencia con los años.
Fue un espíritu rebelde y pugnaz, pero al mismo tiempo
hondamente amador de la vida y de la realidad colombiana que
fustigó. Logró forjar un pensamiento filosófico a partir de nuestra
1 Elaborado a partir de: Henao Hidrón, Javier. Fernando González, filósofo de la autenticidad.
Marín Vieco Ltda. Quinta edición (a) Medellín, 2008. Ocho a Moreno, Ernesto. “De la rebeldía
al éxtasis”. Periódico El Colombiano, Medellín, 21 abril 1995, p. 2D. Yepes, Luis Eduardo.
Fernando González. Biografía. Colección A.V., Colina. Medellín. 1996.
idiosincrasia, utilizando un lenguaje tan propio de nuestro pueblo
que le valió el hecho de ser calificado como mal hablado. Fue
un “maestro de escuela” que escandalizó y al mismo tiempo
abrió derroteros hacia la autenticidad. Lo condenaron por ateo
y, no obstante, fue un místico. Escribió en una prosa limpia e
innovadora, pero “para lectores lejanos”. Se proclamó maestro,
pero, según sus mismas palabras, no buscaba crear discípulos,
sino solitarios. Su obra es siempre nueva, fresca y conturbadora.
Y su vida fue un viaje de la rebeldía al éxtasis.
Nació el 24 de abril de 1895 en Envigado, Antioquia. Desde niño
su espíritu original y rebelde se manifestó con ímpetu y lo llevó a
“vivir a la enemiga”.
En 1917 se graduó como bachiller en Filosofía y Letras de la
Universidad de Antioquia, y en 1919 la misma institución le
otorgó el título de abogado. Su tesis de grado, El derecho a no
obedecer, fue censurada por las autoridades universitarias, que
lo obligaron a incluir algunos cambios, y en consecuencia la tituló
simplemente Una tesis.
En 1922 contrajo matrimonio con Margarita Restrepo Gaviria, hija
de Carlos E. Restrepo, ex presidente de la república. De esta unión
hubo cinco hijos: cuatro hombres y una mujer.
Se desempeñó como magistrado del Tribunal Superior de
Manizales, juez segundo del Circuito de Medellín, asesor jurídico
de la Junta de Valorización de Medellín, cónsul de Colombia en
las ciudades europeas de Génova, Marsella, Bilbao y Róterdam.
Comenzó a destacarse como escritor desde su participación en
el grupo Panidas y la aparición de su primer libro, Pensamientos
de un viejo, a los 21 años de edad. Entre 1929 y 1941 escribió
con gran intensidad, y publicó Viaje a pie (1929), Mi Simón
Bolívar (1930), Don Mirócletes (1932), El hermafrodita dormido
(1933), Mi compadre (1934), El remordimiento (1935), Cartas
a Estanislao (1935), Los negroides (1936), Revista Antioquia
(1936-1945), Santander (1940) y El maestro de escuela (1941).
Después de 18 años de silencio literario casi total publicó el Libro
de los viajes o de las presencias (1959) y La tragicomedia del
padre Elías y Martina la velera (1962).
Su obra es polémica, original, prolífera y multifacética. Recibió el
elogio y la admiración de importantes escritores como Gabriela
Mistral, Azorín, Miguel de Unamuno y José María Velasco Ibarra,
entre otros.
Como punto final a esta breve biografía, vale mencionar su célebre
Otraparte, hoy convertida en casa museo y centro cultural. Según
cuenta Javier Henao Hidrón en el libro Fernando González,
filósofo de la autenticidad, “en los últimos años de la vida de
Fernando González, Otraparte se convirtió en un lugar casi mítico.
El nombre se hizo popular, y solía ser pronunciado con admiración
y respeto. Al maestro empezaron a llamarlo, unos, ‘El mago de
Otraparte’, y otros, ‘El brujo de Otraparte’. Con frecuencia era
visitado por jóvenes e intelectuales ansiosos de conocerlo”. Entre
estos personajes figuran autores como Alberto Aguirre, Carlos
Castro Saavedra, Gonzalo Arango, Luis López de Mesa y Manuel
Mejía Vallejo. Murió a causa de un infarto el 16 de febrero de
1964.
Fotografía: Archivo Corporación Otraparte / Perfil: Corporación Otraparte
169
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Siempre pensaba en servirle a la sociedad, pero en su mente
también discurría un dilema, vivía un periodo de negación de
la existencia de Dios, algo natural en la juventud, y, creyendo
que era la solución, al finalizar el bachillerato ingresó al
seminario de Yarumal, de donde se retiró fracasado en
su búsqueda del quehacer, tras haber creado un coro de
cámara en el municipio y otro en el seminario.
Luis Alberto
CORREA CADAVID
“El hombre se comunica con las palabras, con los colores,
con el movimiento, con el trabajo de sus manos y de su
mente. Pero el lenguaje de la música es pre-verbal, entonces
decimos todo sin una sola palabra y eso es supremamente
importante”, así define Alberto, el director de la Orquesta
Filarmónica de Medellín, el lenguaje del alma, del cual
conoció las tonadas matriarcales a los diez años, cuando
dio su primer concierto en un coro, guiado por el maestro
Rodolfo Pérez González. Con él descubrió la música, de la
que tiene como recuerdo un camino de solitario, porque a
principios de los años sesenta, el músico era catalogado de
borracho, mal esposo y mal hijo; entonces cómo iba él, un
artista innato, a decir que lo suyo era la música. Esa era la
gran dificultad de su adolescencia, decidir qué iba a hacer.
Alberto, que sin dejar la música vio en la medicina una
profesión profundamente social y al servicio del ser humano,
es un hombre incansable que dedicó su talento en el arte
musical a la conformación de grupos en pos de compartir el
conocimiento. Primero fue el Grupo de Música Antigua de
Medellín, luego la Coral Ciudad de Envigado y, en 1966, el
Estudio Polifónico de Medellín, el primer coro masculino que
se funcionó hasta 1968, cuando Alberto se graduó como
médico de la Universidad de Antioquia y fue necesario un alto
en el camino para cumplir con el año rural. Estuvo trabajando
en diferentes pueblos hasta 1970, cuando regresó a la
ciudad para retomar su pasión, reabriendo, ahora mixto, el
Estudio Polifónico de Medellín. En 1974 lo convirtió en coro
sinfónico, o sea de música coral sinfónica, oratorios, óperas,
operetas, zarzuelas y siempre acompañado de orquesta.
y satisfacción porque logró su cometido de atraer nuevos
públicos a la música sinfónica, especialmente a la juventud
universitaria.
Para Alberto han sido 41 años de medicina y 57 de música.
De la primera ya se retiró, pero la música estará en su
vida hasta el final, como lo estuvo desde la niñez cuando
lo encantaron los corridos mexicanos, los boleros, el piano
Player y el cántico de un coro, que le pareció un mundo
fantástico e ilimitado y por eso ha creado tantos.
En esta labor su esposa siempre lo ha acompañado,
asistiendo a todos sus conciertos. Ella es quien le dice al
maestro, mientras ensaya en el estudio de su casa, “hoy
no te suena bonito el chelo”, instrumento que toca para
él sólo, porque aún no lo domina. Esa actitud es parte su
espíritu perfeccionista, especialmente con el público, y por
eso él, que durante más de cincuenta años sólo descansó
dos días cada año y apenas ahora empieza a disfrutar el
tiempo en la finca acompañado de su esposa, reprocha
la falta de compromiso de la juventud actual, a la que,
aparte de cautivar con sus sinfonías, quiere compartirle los
conocimientos musicales de toda la vida.
En 1978 fundó la Orquesta de Cámara de Medellín para
acompañar al Estudio Polifónico en sus oratorios, pero
suspendieron los ensayos en 1981, para resurgir en 1983
como Orquesta Filarmónica de Medellín, donde Alberto
enfrentó una fuerte crítica, por interpretar canciones de rock
de Queen y Los Beatles, a la que respondió con seguridad
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Sergio
VALENCIA RINCÓN
Recostado en el quicio de la puerta de su habitación,
con su “sensual” barriga desnuda y haciendo un ademán
afeminado, le dice a su esposa en tono jocoso: “Soy una
mujer atrapada en este cuerpo”. Ella responde desde su
cama, alzando la mirada: “¡Ah! Pero está muy amplia mija”.
Ante la inesperada respuesta de ella, Sergio Valencia se
queda sin palabras, es una de las pocas ocasiones en las
que el ex intérprete de la chismosa Maruja, compañera de
Tola, no tiene cómo continuar la burla.
Aunque es licenciado en Español y Literatura, siempre se
ha desempeñado como comunicador. Su vida ha estado
relacionada con los medios y tiene una gran capacidad
para publicitar proyectos, e incluso se ha movido tras las
campañas de dos alcaldes. En cuanto a política, lo sacuden
los temas actuales de gobierno opinando sobre ellos desde
el humor. La fama que se ha ganado, según él, es de
“charro”, por lo cómico; y ha escrito incluso en revistas de
economía siempre con tono gracioso. Todavía se pregunta
de dónde surgió el cuento del humor, “tal vez porque soy
huérfano desde muy chiquito y mi hermano mayor fue el
que asumió la responsabilidad. Él cuenta que me ponía a
payasear por plata y es verdad, pero no estoy convencido de
que sea por eso”.
Sergio cree que el humor es una manera de tantas que hay
de pensar y él es tan libre al momento de pensar como
de preguntar, porque se considera sin pelos en la lengua.
Cualidad que ha sido bien aprovechada en los medios de
comunicación para indagar a diferentes personalidades
sobre temas que nadie se atreve. Su última experiencia
fue con la modelo Natalia París y aunque ella lo echó de
la casa, él iba contento. Fue al apartamento de ella e inició
la entrevista insistiendo en conocer facetas ocultas de la
diva. Él preguntaba si habían encontrado a su esposo y ella
insistía en que hablaran de lo positivo, de su empresa, hasta
que perdió la paciencia y terminó por sacarlo, diciéndole:
“por gente como usted es que este país está como está”.
Tal vez su felicidad al salir del edificio de Natalia, radicaba en
que no iba a callarse la actitud ni la indignación de ella ante
sus preguntas.
segunda edición de la revista Frivolidad, una idea surgida de
sus clases de teatro en la Escuela Popular de Arte. La revista
era una burla caricaturesca de la situación política y social
de la ciudad. Como en ese momento se habló por primera
vez de las escuelas de sicarios en Manrique, publicaron
un artículo llamado “Quiero ser universicario”, en el que
describían un ocurrente pénsum académico y al rector
de la ficticia institución. La burla les valió la amenaza del
movimiento Amor por Colombia y pararon las publicaciones
teniendo aún atragantado un texto de la tercera edición:
una parodia de un artículo de la revista Fortune, sobre los
diez hombres más ricos del mundo, donde aparecía Pablo
Escobar, en su caso la publicación sería Infortune, con los
diez más pobres del mundo. La alternativa para mostrar
esa parodia fue un café bar, donde hicieron varios shows y
estalló la fama de Tola y Maruja.
De Tola y Maruja se cansó porque “se vuelve a lo mismo,
pues la política en este país es repetitiva”. La realidad
es que el espíritu de Sergio hace a un lado las ataduras,
busca la libertad que comprendió un día en la Universidad
de Antioquia, ante ese universo de diversidad cultural que
cambió su forma de pensar, lo volvió libre para pregonar “que
sólo en la diversidad, se encuentra la libertad. A uno no lo
hacen libre, uno se libera y lo hace respetando a los demás”.
La única vez que ha Sergio se le paralizó la lengua,
literalmente, fue cuando publicó junto a sus amigos, la
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
diera los primeros pasos en lo que sería el pilar de su vida
académica.
Carlos Arturo
FERNÁNDEZ URIBE
Hijo de Salgar, criado en Medellín, con formación de filósofo
en la Universidad Javeriana y con algún rezago de vocación
jesuita, Carlos Arturo Fernández Uribe estuvo en Europa
durante cuatro años en los que se llenó de mundo, porque
aprendió, como lo cuenta hoy, que intentar pensar por uno
mismo es el mayor logro que debe asumirse. Y pensar, dar
vueltas sobre lo mismo, es acaso el primer paso para crear,
aunque él se dedique más bien a analizar la creación de otros,
a ser un crítico que conversa con la obra de arte durante
años, más allá de los eventos y las exposiciones, esperando
tal vez a que un cuadro le hable o a que un performance le
pinche el corazón.
El río de la vida lo llevó sin querer hasta una placa en la
Universidad de Bolonia donde decía que Dante Alighieri
había estudiado allí, en ese mismo lugar, la Facultad de
Letras y Filosofía, donde él emprendería su doctorado en
Historia del Arte. Ese recuerdo añejo lo emociona todavía
porque los pasillos y aulas que tantas veces recorrió habían
sido pisados por personajes que desbordan la memoria: el
autor de la Divina comedia, Petrarca y quién sabe cuántos
otros.
Regresó a Medellín en 1981, con mucho aprendizaje y
una tesis laureada: La poética sociológica en la obra
de Christo. Desde ahí se intuye que no es un historiador
anacrónico, pues le interesa lo contemporáneo y las nuevas
maneras de sorprender a la humanidad, como sucede en su
artista analizado, un búlgaro residente de Nueva York que
empaqueta edificios e interviene el espacio. Ese gusto puede
ser reflejo de la rebeldía de Carlos Arturo, que aún es o se
siente joven y ama estar en contacto con los estudiantes de
pregrado, más que con los de posgrado.
Se suponía que iba a parar a Florencia porque lo esperaba un
currículo de Literatura Italiana, pero tal programa no existía
y era necesario cambiar de rumbo. Bolonia, la universidad
más antigua de Occidente, lo recibió en 1976 para que
Desde 1983 es docente de la Facultad de Artes de la
Universidad de Antioquia, donde encuentra espacios para
pensar y ver nacer nuevas preguntas. Llegó a dictar unos
breves cursos de Historia del Arte y, con los años, logró,
junto a otros maestros, consolidar la maestría que lleva
ese mismo título, conformar el grupo de investigación en la
materia y crear el doctorado genérico en Artes.
Su camino en la Universidad de Antioquia ha sido largo e
incansable. Fue decano entre 1986 y 1990, los años más
convulsionados de la institución, y ni así la academia lo
perdió como docente y pensador, pues volvió a las aulas
para enseñar y aprender. En el 2001 se graduó del doctorado
en Filosofía, de donde surgió el libro Concepto de arte e
idea de progreso en la historia del arte, su tesis que la
editorial universitaria publicó en el 2007.
Hoy está cerca de la jubilación. Siente que todavía le queda
mucho por dar en la vida académica y que aún tiene mucho
por ver en el arte que se crea en todas partes. Pero no es
irremplazable, él mismo lo dice. Además, ya es tiempo de
terminar de leer todos los libros que ha dejado empezados y
que siguen acumulándose encima de su escritorio. El río de
la vida, ese que lo ha llevado por tantos paisajes, lo espera
ahora para acercarlo a sus otros amores: la literatura, la
escritura y, sobre todo, su esposa, María Gabriela, y sus
hijos, Sara y Carlos Esteban.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Margarita Isaza
175
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
En el 2002 se graduó como comunicador social - periodista de
la Universidad de Antioquia. Un año después, decidió que en
vez del ritmo frenético de los medios de comunicación o los
protocolos estrictos de las empresas se dedicaría al estudio
cuidadoso se las Escrituras Védicas y al fortalecimiento de
su espíritu para agradar a Krishna.
Alejandro
ARANGO MEDINA
La historia de este hombre se podría contar como la de
aquel que por sus convicciones religiosas renunció a las
comodidades de esta época. Se podría decir que Alejandro
Arango, un buen día, le anunció a su familia que no volvería
a comer carne, que jamás tomaría licor y que, como si fuera
poco, se internaría en un monasterio. Su historia provocaría
lástima en más de un lector.
Sin embargo, aunque todo eso es verdad, él tiene una
consigna para blindarse de falsas interpretaciones: “Los
sabios desechan lo que los tontos anhelan”. No se trata de
una frase extraída de un libro barato de superación personal.
No, se trata de una convicción que tiene mucho que ver con
esa búsqueda constante de la profesión que eligió: la verdad.
Su “iniciación” como devoto Hare Krishna fue en el 2003,
de la mano de un “maestro espiritual”. El primer encuentro
con ese personaje fue durante una conferencia a la que un
compañero de universidad lo invitó y que era promovida por
el movimiento Krishna en Medellín. “Uno no puede quejarse
de los males de otros —recuerda Arango que dijo el hombre
refiriéndose a los atentados del 11 de Septiembre—, cuando
uno mismo está patrocinando la muerte de otros seres”. Esa
noche Alejandro llegó a su casa afirmando que, de ahora en
adelante, sería vegetariano.
Y así lo ha cumplido. Pese a haber crecido en una familia
católica, apostólica, romana y paisa, y haber estudiado con
los Benedictinos, Alejandro es mahatma —o encargado—
del Govindas, un monasterio que de no ser por el olor a
incienso y los colores vistosos de las velas exhibidas en
la entrada, pasaría inadvertido por las multitudes que
diariamente se cruzan por ese costado de la iglesia La
Veracruz, en pleno centro de Medellín.
carrera de forma independiente, sino también hacerlo al
servicio de sus convicciones espirituales. “Si un periodista
no tiene presente diariamente que quiere ser un benefactor
de los demás, no hará bien su trabajo”, recalca.
Ubicado en el sector más estridente de Medellín, el silencio
del monasterio le da un ritmo propio. Arango se levanta a
las tres de la mañana, cuando el centro de la ciudad aún
está en calma. Se reúne con los otros devotos en el altar
para adorar a Krishna. Luego, cuando los primeros gritos
se escuchan en la calle, él se dedica a la meditación. Y a
las ocho, cuando las campanas de La Veracruz anuncian la
misa, él y los demás empiezan sus labores: definir el menú
del restaurante vegetariano, atender la tienda, asear el
templo y editar las publicaciones con las que cuenta el culto.
Esa rutina tiene cuatro mandatos que tapizan la senda por
la que Arango avanza hacia la vida espiritual: no sexo ilícito,
no comer carne, no practicar juegos de azar y no intoxicar
el cuerpo con drogas y alcohol. Esos “no” que afuera del
Govindas significarían una vida aburrida, paradójicamente
fijan una sonrisa permanente en el rostro del mahatma. De
alguna forma, sus “no” se oponen a los “sí” que justifican
las tragedias de la sociedad occidental. Él bien lo dice:
“Es más fácil robar que ir a trabajar. Pero trabajar es más
satisfactorio”.
Sin embargo, Arango, uno de los precursores del periódico
universitario De La Urbe, no se alejó del periodismo. Hacer
parte del movimiento Krishna no sólo le permite ejercer su
Fotografía: Archivo personal / Perfil: Pedro Correa
177
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Leonel
ESTRADA JARAMILLO
En los años sesenta en Medellín, las mujeres se dedicaban
a pintar florecitas y los hombres paisajitos de Antioquia, eso
opina el odontólogo Leonel Estrada del arte de su época. Por
eso en aquel tiempo le propuso a su cuñado, Rodrigo Uribe,
hacer una bienal en la ciudad para posibilitar el flujo del arte
moderno y sus nuevas ideas. La iniciativa fue apoyada por
Coltejer y se realizaron cuatro bienales en Medellín en 1968,
1970, 1972 y 1981, lo cual ya reflejaba esa capacidad para
impulsar el desarrollo del arte, que lo llevaría a convertirse
en el crítico y gestor colombiano que junto a la argentina
Marta Traba, el polaco Casimiro Eiger y el austríaco Walter
Engel han hecho parte de la Asociación Internacional de
Críticos de Arte y se destacan por promover la apertura del
arte colombiano hacia las vanguardias mundiales.
Motivar la creatividad era y será siempre la meta de Leonel,
quien a sus 88 años navega aún por océanos multicolores
remando con su pincel, encerrado en una habitación y
mirando a ratos con unos binoculares a través de la ventana,
tal vez para atraer inspiración o sólo para relajar la vista.
“Esto era una toalla donde él iba limpiando los pinceles y
vea, ya es un cuadro”, comenta irónicamente Alfonso, el
mayordomo, sin comprender que esas manchas hacen parte
de un nuevo estilo llamado abstraccionismo autogenerativo
que está creando Leonel, quien también implementó una
técnica donde se quema la pintura para obtener matices
y texturas diferentes. La pasión y la creatividad fueron el
legado de su padre, pintor e inventor, que le transmitió el
gusto por el arte y a quien le escribió un libro de poesía
titulado Retrato antiguo.
Poesías tiene más de setecientas y pasa sus días sentado en
el escritorio, junto a la ventana, clasificándolas para futuras
publicaciones, como lo describe su nieto Miguel Vélez,
en una breve reseña en la cual describe a Leonel como
“un ícono; la piedra donde se ramifica la historia del arte
antioqueño y un hombre cuyo legado habita en el corazón de
su familia y en la gratitud de los pintores y poetas”; y vale
incluir a sus colegas odontólogos, porque en los 52 años que
ejerció su carrera, fue fundador y presidente de la Sociedad
Odontológica Antioqueña e igualmente de la Sociedad
Colombiana de Ortodoncia, especialidad que estudió en
Nueva York, en 1946.
Jubilado de la odontología, este artista recuerda que entre
cada paciente sacaba tiempo para dibujar logo-grafismos,
que son la imagen de una palabra dibujada con las letras
que la componen, y creó tantos que alcanzaron para
dos publicaciones. Eso demuestra que la vida de Leonel
siempre tiene lugar para la creación. Lo mismo que su casa,
donde han sido varios los artistas que en un momento de
inspiración pidieron prestados los lienzos y el pincel para
crear su obra y dejarla de recuerdo, o incluso pintaron en las
paredes, como Omar Rayo y Alejandro Obregón, quienes lo
hicieron en la inmensa casa donde vivía Leonel, en el barrio
Oviedo. Entonces, cuando se mudó, arrancó el pedazo de
pared de doscientos kilos, y ocho hombres lo cargaron para
colgarlo frente a la sala de su nuevo hogar, un apartamento
a la medida de Leonel, con paredes que alcanzan los 4.30
metros de altura y sirven para colgar en ellas los cuadros de
artistas como Manuel Hernández, Lucy Tejada y Omar Rayo;
y los que han pintado él, su esposa, sus amigos, sus hijos o
todo aquel que se deja influenciar por su espíritu creativo.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
me sedujo. Había, además, profesores como los pintores
Saturnino Ramírez y Aníbal Gil”, dice. Pero también allí
estaba Jairo Aníbal Niño, que había llegado del Festival de
Nancy, en Francia, en 1968, para dirigir el grupo teatral de la
Universidad Nacional.
Rodrigo
SALDARRIAGA SANÍN
A Rodrigo Saldarriaga Sanín, con pinta de vikingo exiliado
en las calles de Medellín, lo expulsaron de la Universidad
de Antioquia, con resolución y todo, sin ser estudiante de la
misma, a principios de la década del setenta. Años después,
en el 2001, el Alma Máter le confirió el título Honoris Causa
de Maestro en Artes Escénicas, por sus aportes al teatro y
a la formación de actores.
Saldarriaga, nacido en Medellín el 14 de noviembre de
1950, es un tipo que rezuma teatro. De adolescente, quería
estudiar artes: escultura, pintura, literatura, pero, según
él, no había dónde. Entonces, cuando terminó bachillerato,
pasó a Arquitectura en la Universidad Nacional, regentada
por el maestro Pedro Nel Gómez. “Todo ese ambiente
Y en esa sociedad teatral comenzó a engendrarse su pasión
por las tablas. Veía ensayar, al principio, bajo el sol y en
canchas de baloncesto a la muchachada dirigida por Jairo
Aníbal. “Era una maravilla, fue mi alumbramiento”, dice.
Y entonces aquel muchacho que apenas había visto en el
colegio un entremés de Cervantes y que no tenía explicación
para decir por qué le gustaba el teatro, principió su carrera
teatral, que ahora alcanza los 42 años continuos. Su primera
participación fue en la obra La masacre de Santa Bárbara,
dirigida por Niño.
A los de Jairo Aníbal los echaron de la Nacional y pasaron
a la de Antioquia, en donde se fundó la Brigada de Teatro,
auspiciada por el Consejo Superior Estudiantil. En aquellos
“años locos”, Rodrigo comenzó a vivir en el Teatro Camilo
Torres, de donde también lo sacaron. Creían que era
estudiante de Economía. Luego de participar en el montaje
de La Madre, de Gorki, con la Brigada, se fue a Barranquilla a
hacer teatro, lo cual, según él, era un “imposible metafísico”.
Allí todo estaba dado para el carnaval, el ron y la rumba,
menos para el teatro. Con el actor Eduardo Cárdenas, que
también estaba en Barranquilla, regresó a Medellín.
Los dos, además de otros actores, fundaron en 1975 el
Pequeño Teatro, cuya primera sede fue en Guayaquil, en
el apartamento de Saldarriaga. Su primer montaje fue
una adaptación de tres cuentos de Juan Rulfo: Anacleto
Morones, Diles que no me maten y Nos han dado la tierra.
Desde entonces, Rodrigo Saldarriaga ha dirigido sesenta
montajes, en muchos de los cuales, además de la dirección,
es el diseñador de escenografías, vestuarios y afiches.
Y aunque no terminó Arquitectura, Saldarriaga ha participado
en el diseño de varias salas teatrales de la ciudad, entre
ellas, la del Pequeño Teatro y la del Águila Descalza, y dio
asesorías para el “Cubo” del edificio de Empresas Públicas.
Saldarriaga, pionero en Medellín de la entrada libre con
aporte voluntario, ha creado un público teatral y también
actores. El mejor espectáculo teatral que ha visto ha sido
Arlequín, servidor de dos señores, de Giorgio Strehler.
Hubiera querido tener al cantor de tango Roberto Goyeneche
para hacerlo representar el Rey Lear. Tiembla con Chejov,
pero no ha montado ninguna obra suya. Considera que el
mejor montaje de Saramago —un autor que “lo rayó”— es
El cuento de la isla desconocida, “un canto al teatro, un
cuento teatral. Y lo quise hacer así, al desnudo, como un
reto de actores, teatro puro”, dice.
El director del Pequeño Teatro y dramaturgo (autor, entre
otras, de Todo fue y Los chorros de Tapartó) dice que se le
ha ido la vida en aprender a dirigir y a actuar. Y en intentar
desentrañar los hondos misterios del arte.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Reinaldo Spitaletta
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
paternos—, en una mañana de domingo o en una fiesta
familiar, impostar su voz para entonar Percal o Al compás
del corazón, dos tangos predilectos por “el viejo”. Con su
mamá, Rosa Edilma, asistía a reuniones de amigos y aunque
tuviera diez años, la acompañaba con la guitarra y le hacía
la segunda voz mientras ella, poniendo a aletear sus manos,
hacía gala de sus cualidades interpretativas.
David
GUTIéRREZ RAMÍREZ
Cuando se escucha su voz, así sea en una conversación
cotidiana, parece como si el tiempo, acaso, se hubiera
detenido en la segunda mitad del siglo pasado. Como si
en el centro de Medellín aún se escuchara, reinante,
el sonido quejumbroso del bandoneón; y en El Tarky, El
Málaga, La Payanca, Adiós Muchachos —y otros bares
que hicieron que esta ciudad se convirtiera en Capital
Mundial del Tango—, sobresalieran las voces estilizadas de
Carlos Gardel, Agustín Magaldi, Francisco Canaro o Juan
D’Arienzo.
Esas mismas voces están ancladas en los recuerdos y
gustos musicales de David Gutiérrez Ramírez. Desde
chico, escuchó a su padre Jaime —y también a sus tíos
Sus padres, ambos odontólogos y ambos músicos
aficionados, le legaron el gusto por los boleros y el tango.
Pero, además, le endosaron una voz privilegiada. David
nació el 31 de enero de 1979, en el municipio de Itagüí.
Allí creció y empezó su formación musical: en la Escuela
de Arte Eladio Vélez estudió guitarra popular, cuando tenía
diez años.
Una vez terminó el bachillerato se enlistó en la Policía
Nacional, donde prestó el servicio militar obligatorio. Allí
participó en la orquesta institucional, dedicada a la música
tropical; esa fue su escuela en ese género, pues después
integró las orquestas Los Padrinos, Los Júnior, Sonora
Antioqueña y Veracruz.
A los 17 años ingresó a la Universidad de Antioquia, donde
estudió música y canto. De entrada, demostró que su
carrera sería particular: en vez de perfilarse hacia lo lírico,
en el examen de admisión presentó una ranchera: Échame
a mí la culpa. Dos años después se retiró de la universidad
para aceptar una beca en la Coral Tomás Luis de Victoria.
En 1998, un año después, regresó a la misma universidad.
Desde entonces, Gutiérrez ha alternado sus estudios
de barítono lírico, con casi un centenar de conciertos
y presentaciones. En ellos, ha cosechado importantes
logros: en el 2007 fue ganador del Festival Internacional
de Tango Ciudad de Medellín; su voz ha sido escuchada en
las principales ciudades colombianas y ha ganado prestigio
en los círculos tangueros; además, como integrante de la
compañía Vos Tango, recibió el Cóndor de Oro, la máxima
distinción del Primer Festival Internacional de Tango,
realizado en el 2005 en San Luis, Argentina.
Aunque muchos músicos de academia miran por encima del
hombro a la música popular, David, con 32 años de edad y
dos hijos, ha sabido aprovechar su formación y se ha negado
a hacer a un lado esos sonidos con los que creció. El tango,
paradójicamente, le ha dado más soltura interpretativa al
cantante lírico; “porque el tango no es solo cantar bonito, es
también interpretar”, dice.
Con el Amor desolado como canción favorita, la patilla
larga, los ademanes protocolarios y la elegancia propia de
sus antecesores, la suya es la fina estampa de la tradición
tanguera. Tal vez por ello, para él el tango es una nostalgia
sonora; “Un género con criterio universal” que en Colombia
tiene un aprecio mayor, “porque —dice él— cualquiera
pone en entredicho dónde nació Gardel, pero nadie refuta
que aquí, en Medellín, se apagó su vida. Creo que yo hago
algo para que esa tradición no desaparezca”.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Pedro Correa
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
historiador reconocido por sus crónicas y por enaltecer la
comida colombiana.
Julián
ESTRADA OCHOA
El aroma de la cocción del maíz, un claro de mazamorra,
una carne con arepa, marrano frito, Julián no sabría con
qué quedarse, por eso no jerarquiza la comida y lo exalta el
desconocimiento que tenemos los colombianos de nuestra
cocina. “Somos de un genérico aplicado para todo. ¿Hay
chorizo? Sí. ¿Hay arepa? Sí ¡Deme una! Pero no distinguimos
sabores, masas, tripas, guisos. Usted le pregunta a un
antioqueño si conoce la comida de Nariño y dice: ‘¿Ese
ratón que comen allá? ¡No, las güevas!’”. Este panorama
hizo que Julián, a quien lo sedujo la antropología cuando
leyó Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis, dedicara sus
investigaciones antropológicas a la cocina, para convertirse
en crítico gastronómico, en cocinero aficionado, porque
no se considera completamente un chef, y finalmente en
A él le gusta cocinar para sí mismo, lo hace desde los 17 años
cuando su espíritu aventurero y mundano lo subió a un barco
en Cartagena con rumbo a Europa. Iba a estudiar Hotelería y
Turismo con la idea de “embilletarse” y viajar por el mundo,
pero esa mentalidad capitalista se topó en la Universidad de
Lovaina con la reflexión social de finales de los sesentas. Era
la época de mayo del 68 y Julián, que no se atrevía a opinar,
escuchaba atento los debates y empezaba a pensar de otra
forma. Regresó a Colombia a recorrer el país y a desarrollar
actividades de hotelería y turismo, mientras por su mente
pasaban clases de cocina y comedor. Para ese momento
poseía una fuerte capacidad argumentativa porque “estaba
un poquito curtido y envenenado”, y por eso fue capaz de
defender su posición en el Departamento de Antropología de
la Universidad de Antioquia, donde planteó la cocina como
tema de investigación y, aunque fue señalado y contrariado,
sostuvo su tesis de que nuestra cocina es patrimonio cultural
colombiano y no la conocemos.
Julián creó un foro llamado La desconocida comida popular
colombiana y sólo él fue capaz de decir que la Escuela de
Salud Pública y la Escuela de Nutrición y Dietética son la
hipocondría y la vanidad, “que tienen en la olla la buena
cocina, porque el comensal moderno tiene dos ejes, vive en
función del cuerpo y el gimnasio, de cuántos aminoácidos,
preservativos bla, bla, bla, bla… —continúa exaltado— ¡No
se come una empanada ni por el putas!”, grita descargando
el puño sobre la mesa”. Julián en cambio ama todo lo que
hace daño, especialmente los fritos, y su barriga y cachetes
redondos son prueba de ello. Él es bajo de estatura, de
cabello y barba canosos, cejas negras y nariz alargada, es
desmemoriado y torpe con las manos, por lo que elogia
la habilidad de los chefs; es autor del libro gastronómico
Mantel de cuadros y vive para el placer sin ir en contravía
de nada.
La vida la disfruta sin inhibiciones, sin existencialismo,
porque descubrió que lo que vale la pena no tiene precio
económico y es lo que más le gusta hacer: leer, dormir,
mirar el paisaje… ¡Claro! Se preocupa por su salud, práctica
el hamaquismo, aunque a veces se cansa de la hamaca
y sale a caminar, recorriendo las ciudades que visita o el
campo, porque como su vida se aproxima a la tranquilidad,
decidió vivir en una casa finca en El Retiro, donde tiene un
restaurante, cuya larga historia define así “metí una galleta
al horno, se me creció y salió un mojicón”, pues la idea de
un sitio pequeño y elemental se convirtió en un concurrido
lugar venerado por su comida típica colombiana, cuya carta
fue construida con esmero por el antropólogo y gastrónomo
que es en esencia, un estudioso de las cocinas del mundo,
un “encarretado” de las americanas y un apasionado de la
cocina colombiana.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
las grandes publicaciones provenían de Buenos Aires; solo
por eso decidió que quería estudiar en Argentina, sin saber
que su padre tenía otros planes para él: la Universidad
Pontificia Bolivariana de Medellín.
Jorge
VALENCIA JARAMILLO
“Cuando uno nace, crece y sí todavía es inocente, vive
en el paraíso; pero cuando la mujer aparece es como un
huracán que arrasa a su paso”. Así describe Jorge Valencia
Jaramillo su próximo libro Huracán en el paraíso, en el
que seguirá acariciando aquellos temas que tanto lo han
inquietado en su vida: el amor, el olvido y la muerte.
Como estudiante del Liceo Antioqueño, Jorge Valencia
desarrolló un gusto obsesivo por los libros, especialmente
por aquellos que lo acercaban a temas como el
existencialismo, la teología y la literatura. Cada libro que
leía era un mundo nuevo por descubrir, se sumergía tanto
en aquel conocimiento que según él, “dejaba a un lado la
sociedad en la que vivía”. Eran comienzos de los sesenta y
Llegó a estudiar Economía en la Universidad de Antioquia
como un acto de rebeldía contra su familia. Se graduó
como el mejor estudiante de su promoción y en adelante
comenzó a desempeñarse como funcionario público. “A la
política llegué por accidente. Mi jefe participaba en ciertas
reuniones político-económicas con figuras como Carlos
Lleras Restrepo, y empezó a pedirme que lo acompañara.
Yo no quería ir pero al final tenía que hacerlo”, explica Jorge
Valencia. Como consecuencia de ese accidente, llegó a
desempeñarse como alcalde de Medellín, Senador de la
República, Ministro de Desarrollo y otros cargos públicos.
Siendo un hombre apasionado por las letras, supo encauzar
su espíritu en la política. Desde el Senado impulsó la Ley
de Democratización del Libro y el Fomento de la Lectura.
Según él, lo que se pretendía era “impulsar el libro por
medio de apoyos a los editores para que fueran lo más
económicos posibles y de fácil acceso. Era nuestro pensar
filosófico plasmado en una causa muy significativa:
democratizar la cultura”. Presidió la Cámara Colombiana
del Libro, de la cual hoy es miembro honorario, y hace 23
años le regaló a nuestro país uno de los más importantes
y reconocidos eventos culturales: la Feria Internacional del
Libro de Bogotá.
En la adolescencia leyó autores como Kierkegaard y JeanPaul Sartre, principales autores del existencialismo, cuyos
postulados giraban en torno al ser humano y su esencia
misma. Combinó su inquietud por el olvido y la muerte con
la poesía y las mujeres, a quienes odia y ama al mismo
tiempo, y a las cuales les escribe versos que reflejan su
rebelión contra ellas. “Las mujeres son seres insaciables,
de las cuales siempre terminamos como esclavos, y entre
más grande y bello sea el amor, más fuerte y terrible la
esclavitud”, explica Jorge Valencia, quien mantiene la
intimidad de sus musas bajo el eterno secreto de la poesía.
Este es un hombre ilustrado que llegó por accidente a la
política y pertenece a la logia masónica. La masonería nació
a finales del siglo XVII, en Europa, como una fraternidad
cuyo principio era buscar la verdad a través de la razón y
no de Dios. “En la actualidad la masonería es una escuela
de moral cuyo objetivo es crear conciencia y reflexión para
ser mejores seres humanos”, explica Jorge Valencia, quien
mide una a una el alcance de sus palabras cada vez que
habla. Es un hombre discreto y de contradicciones, no cree
en Dios, pero respeta la religión y le gusta la Teología; “odia”
a las mujeres, pero no concibe la vida sin amarlas; llegó a
ser político sin querer, y es hoy el Gran Maestro de la Logia
Masónica Colombiana, grado máximo de esta fraternidad.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Laura Marcela Pedroza
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Delcy Yanet
ESTRADA FIGUEROA
Nunca cantó. Ni siquiera cuando era niña y muchos
pequeños de la escuela de Santa Rita, en Ituango, cantaban
orgullosos el himno de Colombia. Tampoco cuando a los
diez años y medio dejó de estudiar y se fue para la finca a
ayudarle a Saúl, su papá, a coger café.
Delcy Yanet Estrada Figueroa empezó a cantar de verdad
a los catorce años, cuando su profesora de estética, Alba
Ligia Jaramillo, la obligó a entonar una canción con la
amenaza de que si no lo hacía tendría un uno en la materia.
La jovencita, segunda en la familia de cinco hermanos, se
armó de valor y con los cachetes colorados salió al frente
de un salón repleto de adolescentes. Tenía las manos atrás,
empapadas de sudor, y la cabeza abajo. Así empezó a corear
Alma, corazón y vida, melodía que se había aprendido de la
serie de televisión del mismo nombre y que veía en la casa
de una vecina porque en la suya no había televisor.
Participó cinco veces en el festival “Antioquia le canta a
Colombia”, en el Nacional del Bambuco y en el “Mono
Núñez”, y en todos ellos se llevó los honores y los aplausos.
Asombrada, la profesora corrió con la niña para la sala
de profesores. Cante, fue lo que le dijo y le repitió en los
corredores, en la rectoría, en la cafetería y en la coordinación
académica. “Hay que apoyarla”, le dijo a María Muriel, otra
docente del colegio que también vio en ella a una gran
artista.
Su vida ha sido un torbellino de emociones. Todavía está
fresco el día en que se presentó a la Universidad de Antioquia
a la carrera de Música, porque quería que le enseñaran
más. Teresita Gómez, integrante del jurado de admisión, le
preguntó: “¿Qué va a cantar?”. “Amo”, contestó. Después
de unos minutos de sonata, le dieron la bienvenida al Alma
Máter.
De eso ya han pasado veinte años, y por la vida de Delcy
Yanet han desfilado muchos ángeles protectores quienes al
escucharla quedaron tan hechizados y enamorados de su
voz que decidieron respaldar su carrera de cantante. Desde
Guillermo, el comandante guerrillero de las Farc que en
Santa Rita le regaló dos casetes con canciones de Mercedes
Sosa y Violeta Parra para que se las aprendiera, hasta los
profesores de la Universidad de Antioquia y de la Fundación
Prolírica de Antioquia, Detlef Scholz, Carlos Rendón, Gustavo
Yepes y Elisa Brex.
En este listado hay varios nombres, muchos, que se quedan
por fuera. De Ituango y de Medellín, de Bogotá y de La
Habana. De todos ellos Delcy aprendió y tomó lo mejor
para ser lo que es hoy: una cantante que adora la música
colombiana y la lírica, y que gracias a su recio carácter,
mezcla de ternura y templanza, se mantiene vigente.
La música la ha llevado a muchos auditorios del mundo: La
Habana —donde estudió seis meses—, Estados Unidos,
México, Argentina y Venezuela. Y no quiere parar. Por eso,
en la madurez de su carrera, sabe que puede dar más. A
las tres producciones musicales quiere añadirles otras.
A los conciertos de ópera y de música colombiana quiere
agregarles más.
Así es Delcy Yanet, una mujer que disfruta los fines de
semana en compañía de sus padres, Saúl y Leticia, o de
una mañana tranquila con Omar, el hombre que la volvió
a enamorar. Esa que se emociona cuando escucha las
canciones de Pasión Vega y de Anna Netrebko. No se queda
quieta y se sueña como una cantante que quiere aprender y
enseñar. Seguro que lo logrará porque sabe hacerlo.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Gustavo Gallo Machado
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
José Libardo
PORRAS VALLEJO
“¡Ah!... las cantinas… He estado tanto en cantinas que
no…”, entrecorta la frase, buscando una excusa para no
aparecer en ese escenario. Tal vez desea desmentir los
comentarios de que pertenece a la noche bohemia, o tenga
nostalgia por lo que ya no puede hacer, o quizá si está
cansado y de verdad lo que disfrutaba o era importante ya
no lo es tanto. Le gusta comer, dormir, tomar aguardiente,
leer, escribir y hacer el amor. El día que hace una sola es un
día pobre, si hace tres es un día llevadero y si las hace todas
es un día excelente, y, por supuesto, hay días de esos.
El escritor José Libardo nació en Támesis en 1959 y se
crió en el barrio Belén, de Medellín, donde abundan las
cantinas. De niño sintió atracción por los tangos y de adulto
se dejó cautivar por sus historias al ritmo lento de los tragos
de aguardiente. Le gustan los tangos, sobre todo los más
contemporáneos, porque sus letras dicen muchas cosas y le
suscitan ideas, porque son una mirada del mundo. También
le gusta la salsa desde su juventud, cuando visitaba bares
como El Suave o La Bahía, adonde acudían los estudiantes
de las universidades públicas. Y aunque disfruta escuchando
música y tomando aguardiente, no lo hace en casa, porque
lo formidable está en el contacto con la noche, sus lugares,
sus facetas, y porque la noche mejora a la gente, embellece
a las mujeres y desinhibe a las personas.
Esa forma particular de mirar las cosas la aplica al sentido de
su vida. Hace años dejó la televisión y la docencia de cátedra
en la Universidad de Antioquia y se dedicó a escribir. No
quiere hacer nada que intervenga con la escritura y, aunque
es difícil porque apartó muchos asuntos, lo mejor de su vida
lo ha recibido de la literatura; las personas conocidas, los
lugares visitados y los libros que ha leído. Para él no se trata
de dinero, sino de sentirse satisfecho. “Espíritu libre, para
bien o para mal, porque uno se fija la intención de libertad,
renunciando a lo que puede atarlo”, afirma José Libardo y
agrega que renunció al matrimonio porque no creía en esa
institución.
Sí creyó en las palabras de Manuel Mejía Vallejo cuando llegó
por casualidad a un taller de escritura y aquel le dijo que él era
escritor. “Yo era muy joven y creí que era verdad”, dice José
Libardo, quien desde niño sintió gusto por contar historias y
ahora habla de los deberes éticos de cualquier artista con
la sociedad donde vive, “porque el escritor se convierte
en una especie de historiador o antropólogo”. Por eso los
temas de sus novelas se relacionan con el desarrollo de la
ciudad, de los fenómenos sociales, políticos y económicos;
desplazamientos, barrios de invasión, narcotráfico. Aborda
la ciudad como personaje y espacio dónde ocurren las
historias, ya sea en los cuentos de Historias de la cárcel
Bellavista (1997), Premio Nacional de Literatura, o en su
primera novela, Hijos de la nieve (1999).
Tan radical como la decisión de dedicarse únicamente a
escribir, fue la enfermedad; un cáncer de páncreas del cual
lo operaron hace dos años. A raíz de eso quedó diabético y
debido a la diabetes, el alcohol y el tabaco, sufrió un derrame
cerebral y perdió parte de la visión en la mitad izquierda de
cada ojo. Se le complicó escribir y no puede leer. No le gusta
que le lean, lo compara con otra sensación que ya no puede
disfrutar: ascender al cerro de las Tres Cruces, cerca de
su casa. “Cuando a uno le leen es como si lo llevaran en
una camilla al morro”, comenta. Lo que él disfrutaba era la
actividad. Acabó por aprender que la vida tiene un lenguaje y
hay que entenderlo, parte de ese lenguaje es la enfermedad
que termina diciéndole muchas cosas, entonces reasume su
propia vida donde todo cambia de valor y lo más insignificante
se vuelve importante.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Lo poco que sé de la música me ha dado la posibilidad de
cantar al lado de buenos músicos en Valencia, España, en el
V Festival Internacional de Poesía de Medellín, en el Congreso
Indígena de Antioquia al lado de la voz y la palabra de mis
sabios y sabias gobernantes indígenas y en el Encuentro
Internacional de Prácticas Artísticas Contemporáneas junto a
Antonio Armedo y Puerto Candelaria .
Gladis
YAGARÍ GONZÁLEZ
Soy una semilla que germinó en una familia Êbêra Chamí
sencilla, sabia, noble y trabajadora del Resguardo Indígena de
Karmatarua (Cristianía), Suroeste antioqueño.
A mi padre José Ignacio le aprendí su fortaleza y su saber
musical; a mi madre María Ermilda, la sapiencia de su rol de
mujer. De estas dos personas diversas salí inquieta, soñadora,
impulsora; soy madre de Irati Dojura, Sirena del bosque. Vivo
con ella en Cristianía. Me gusta la música y compongo en mi
lengua materna. Hallo inspiración en tonalidades, cánticos y
rituales jaibanísticos de los médicos tradicionales. Mis letras
surgen de vivencias diarias, de sentimientos y del legado
ancestral. Cuando canto, lo hago desde el alma.
Animo a los adultos del grupo de la edad de la primavera y a
los jóvenes, hoy gaviotas que vuelan sin descanso, a recrear y
re-significar lo que nos queda. Los invito a revalorar la memoria
oral a través del arte. Esa búsqueda me llevó a graduarme
como Magíster en Educación, línea Diversidad Cultural en
la Universidad de Antioquia. Mi propuesta “Juguemos con
el pensamiento y el cuerpo para recrear a través de las
expresiones culturales la memoria oral de los Êbêra Chamí de
Cristianía”.
Aunque lo que hago no es la salvación ni la última palabra
sobre la realidad de mi resguardo, me propuse contribuir
al fortalecimiento cultural de mi pueblo y los invité a que
construyamos una alternativa de resistencia para que la
memoria oral Êbêra Chamí no termine en el olvido.
Participo en el proyecto Prevención y Control del VIH y otras
ITS liderado por el Carlos Rojas, apoyado por Colciencias y
las Universidades de Antioquia y de Manitoba (Canadá).
El objetivo: establecer modelos de prevención y control del
VIH y demás infecciones de transmisión sexual a través de
expresiones artísticas.
Emprendí, con Diverser y Extensión Cultural de la Universidad
de Antioquia, el proyecto Recreando la memoria oral desde
cantos tradicionales Êbêra Chamí. Es una propuesta con tres
momentos. El primero: cantos ancestrales de la comunidad,
origen e historias de cada canción; la música como manera
de reconstruir, resignificar y comprender lo ancestral. El
segundo: relación de nuestros cantos ancestrales con cantos,
melodías e instrumentos de otras culturas. Y el tercero: llevar
al escenario nuestros cantos, danzas, composiciones inéditas,
relatos orales, pensamiento e identidad cultural.
Los jauris (espíritus) de la madre tierra me han llamado a
colaborar en el proyecto Eco brigada y producción orgánica de
café apoyado por varias instituciones y el gobierno de Navarra,
España y coordinado por Ignacio Landa, Pedro Álvarez y
el Cabildo Indígena. El objetivo: elaborar un mandamiento
medio ambiental que nos permita equilibrar el inadecuado
comportamiento que tenemos.
Como Embera reconozco el medio ambiente como un todo
representado dentro de un triángulo: ser, territorio y cosmos.
El ser está relacionado con el pensamiento, el sentimiento,
el cuerpo y la sociedad; el territorio alimenta y es hogar de
seres humanos y no humanos sin discriminación ni distinción
alguna; y es en el cosmos donde nos movemos y nos vemos
en él. En el centro de ese triángulo habita el concepto de
conciencia, allí están nuestro ser y nuestro sentir, y es la
morada de nuestros derechos.
Fotografía: Nacho Landa / Perfil: Álvaro Cadavid
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Joaquín
BOTERO BERRÍO
A principios de los años cuarenta, un escritor llamado
Joseph Mitchell conoció en las calles de Nueva York a un
carismático vagabundo que iba siempre cargado de papeles
y decía que estaba escribiendo el libro más largo de la
historia. Mitchell se hizo amigo de este curioso personaje,
que había estudiado en Harvard, venía de una familia patricia
y había elegido voluntariamente vivir en los márgenes de la
sociedad. En 1964, publicó un largo perfil sobre él en The
New Yorker, llamado El secreto de Joe Gould.
A veces, exagerando un poco, pienso que Joaquín Botero
—periodista de la Universidad de Antioquia, portador de un
emblemático apellido paisa, habitante de los márgenes literarios,
geográficos y laborales de Nueva York— es mi Joe Gould.
Releyendo las decenas de emails que Joaquín me ha
enviado en todos estos años, me detengo en este, de abril
del 2007: “Trabajé en el mercado de comida hasta el 24
y desde entonces me he dedicado a lo que tanto soñaba:
estar acá leyendo y viendo películas. Duermo seis horas en
la noche y durante el día tomo tres siestas”. Creo que el
mensaje lo describe perfectamente: el escritor bohemio que
elige un trabajo poco calificado a cambio de tener tiempo
para escribir, leer libros y ver películas.
Sobre sus años como empleado de Garden of Eden, una
cadena de mercados delicatessen, Joaquín escribió El
jardín en Chelsea, un libro entrañable, duro y divertido, que
tiene su misma voz y su misma honestidad. Antes había
escrito (pero lo publicó después) Memorias de un delivery,
un conjunto de crónicas locas y arrebatadas sobre su
experiencia como repartidor en bicicleta en un restaurante
de comida kosher en Manhattan.
En estos años he contado la historia de Joaquín en decenas
de fiestas y reuniones, y a todo el mundo le parece
fascinante. Cuento que no pudo viajar a Bogotá, en el 2008,
para la presentación de su propio libro (porque no hubiera
podido entrar otra vez a Estados Unidos); o cómo dedica
muchos de sus días libres a pagar una entrada y ver en el cine
cuatro o cinco películas una detrás de otra; o los periódicos
encuentros y desencuentros, eufóricos y desgarradores, con
su novia de (casi) toda la vida; o su boda, finalmente, de la
cual fui único testigo, y su épica visita a Medellín, hace unos
meses, por primera vez después de trece años.
No conozco a nadie que, después de conocerlo, no sienta
cariño por Joaquín, o no se sienta intrigado por este tipo
inteligente, irónico y de buenos modales, que durante el día
corta quesos caros para señoras de barrios altos y por la
noche aprovecha sus contactos de prensa en Colombia para
ir gratis a todos los festivales de cine de la ciudad. “Es una
especie de genio incomprendido”, me dijo una vez un amigo.
Es posible que Joaquín sea un genio, pero también es
un tipo testarudo. Cuando me suena el teléfono y veo en
la pantalla un número desconocido que empieza con 212
(Manhattan) o 718 (Brooklyn), estoy casi seguro de que
es Joaquín, que se niega a tener celular y me llama desde
teléfonos públicos siempre distintos. Yo, como si fuera
Mitchell, le digo a Joaquín que, si quiere volver al mundo de
las personas normales, debería comprarse un celular. Pero
él, como si fuera Gould, responde: “Me gusta el silencio. No
me gusta la cosa tecnológica todo el tiempo: lo adictiva y
anodina que es a veces”.
Creo que algo, sin embargo, está cambiando, y que mi Joe
Gould está listo (o casi listo) para salir de su guarida: “Me
siento limpio, renovado, sin angustias ni rabias”, me escribió
hace poco, después de su viaje a Medellín. “Listo para
volver con los quesos y las cosas buenas y malas de NY.
Pero también a buscar nuevas oportunidades académicas
o laborales”.
Fotografía: Archivo personal / Perfil: Hernán Iglesias Illa
195
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
su cámara se fijó en las manifestaciones, en los policías, en
los políticos, en los estudiantes, en los tropeles, en la gente
del común. Luego siguieron los pueblos atrapados por el
miedo, las veredas más recónditas y la gente más usurpada.
Desde entonces el registro que hace Abad solo tiene un fin:
a través de su ejercicio periodístico, hallar la forma de que la
injusticia no quede en la impunidad.
Jesús
ABAD COLORADO
Gracias a la adquisición de un criterio que tiene por principio
la solidaridad, Jesús Abad Colorado perfiló su vocación de
fotógrafo en un escenario que remueve por su barbarie. A
este impulso se sumó una idea que ha guiado sus más de
veinte años de profesionalidad: perder la esperanza es vivir
en un infierno.
A finales de los años ochenta, siendo un estudiante, Abad
Colorado experimentó la violencia llevada a cabo por fuerzas
oscuras del Estado en conjunto con narcotraficantes.
Dirigentes políticos de la Unión Patriótica (U.P.), comunistas,
estudiantes, profesores y gente del común comenzaron a
aparecer muertos. “Fue la época en que decidí que lo mío
era mostrar la realidad a través de la fotografía”. El lente de
Una de las víctimas de aquellos años fue el médico
humanista Héctor Abad Gómez, al que Jesús Abad admiraba
profundamente y cuyo asesinato le causó un dolor profundo.
Jesús Abad recuerda haber guardado las columnas de
opinión de este maestro de la Universidad de Antioquia, junto
a las del abogado y crítico Alberto Aguirre, dos personajes
que, igual que su padre, le enseñaron “a mirar a los demás
con respeto, no importando su condición”. Hoy, firme en
sus pasos, Abad ha tenido la oportunidad de exponer sus
fotografías en Medellín, Bogotá, Armenia, Lima, La Habana,
Buenos Aires, Nueva York, entre otras ciudades.
Por estos mismos años de violencia, ocurriría otro hecho
que marcaría su vida de reportero gráfico. Con apenas
conocimientos básicos de cámara análoga, logra registrar
la visita a la Universidad de Antioquia de dos importantes
políticos del país: el ex guerrillero del M-19 Carlos Pizarro,
y el miembro de la U.P. Bernardo Jaramillo. Los retratos de
estos hombres fueron expuestos en una clase de fotografía
donde todos los alumnos tenían que mostrar sus logros en
el dominio del revelado. Mientras sus compañeros exhibían
sobre la pared fotografías de cualquier objeto, Jesús Abad
mostraba los retratos de dos ex candidatos a la presidencia
asesinados a sangre fría un par de meses atrás.
“Todos estos hechos definieron mi carácter. Luego trabajé
por nueve años en El Colombiano hasta que decidí trabajar
como independiente, y viajar por todo el país registrando
los pueblos acallados por la distancia, maltratados por las
fuerzas insurgentes y olvidados por el Estado”, afirma Abad
con una voz sin titubeos y llena de carácter, la misma que
utiliza hoy en día, a sus 43 años, en los conversatorios a
los que es invitado para hablar sobre su experiencia en el
cubrimiento del conflicto armado. Allí habla de que no sólo
la guerrilla, los paramilitares y el Ejército son el mal del país,
sino también cierta alta clase social que no da oportunidades
a los más necesitados. Y este hecho lo indigna, es por ello
que, simbólicamente, enfoca con el ojo izquierdo, porque
está más cerca del corazón, más cerca de la esperanza.
En la actualidad, Abad Colorado publica trabajos en las
revistas Semana y Número, en algún periódico, o es
llamado por Naciones Unidas o Médicos Sin Fronteras para
que trabaje en algún proyecto con ellos. Eso sí, siempre está
pendiente de sacar un tiempo para compartir con su amada
familia, y las flores de su jardín.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Pompilio Peña Montoya
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Carlos Mario
CORREA SOTO
El sol de la tarde entra por la ventana e ilumina las páginas de
un libro sobre crónica periodística que termina de corregir. La
estrecha oficina está llena de periódicos porque también anda
ocupado con un proyecto de publicaciones universitarias. A
su espalda, un pequeño estante contiene en desorden varios
libros, posiblemente unos ya leídos, algunos por leer y otros
para uso didáctico en sus clases de redacción periodística,
pues deleita a los estudiantes con una lectura al inicio de la
clase. Un texto mejor que el anterior en cada ocasión, así lo
refieren sus alumnos, cautivados por la lectura, motivados por
la escritura y formados para el buen ejercicio del periodismo
con las enseñanzas de Carlos Mario Correa, quien desde los
quince años ancló su vida a los textos periodísticos y fijó su
intención de ser periodista al salir del bachillerato.
Estudió Comunicación Social - Periodismo y es Especialista
en Periodismo Investigativo y Magíster en Literatura de la
Universidad de Antioquia. Allí disfrutó del debate público
originado en las asambleas que para él eran una delicia,
porque se reía, se aprendía, y porque la palabra daba a los
oradores un poder especial. Así fraguó la universidad pública
su formación intelectual y se convirtió en un componente de
su vida, hasta de su personalidad de hombre sencillo, libre
de pudores y cautivado por la historia.
Posiblemente la Universidad de Antioquia es el único
espacio en la ciudad donde se siente como en Caldas,
su pueblo natal del que se resiste a irse porque así es su
estilo de vida. Viviendo junto a su madre de 73 años y su
padre de 81, caminando por las calles tranquilas de un
pueblo, y construyendo, en el terreno familiar, un pequeño
apartamento para tener sus cosas. A ras de calle, nada
de construcciones elevadas, detesta los edificios y las
barreras de las urbanizaciones cerradas. Siempre piensa en
la costumbre de vivir sin complicaciones. Lo único que le
complica la vida es la idea de ponerse nuevos retos, es una
forma de no dormirse en los laureles, de sentirse tensionado
aunque termine volviéndose una carga, ojalá no tan pesada
como la que debió soportar en el periódico El Espectador.
de no dejarme quitar lo que yo había conseguido, era como
un reto. Por otro lado, era una actitud ante los demás de no
aparecer como vencido, era pena de salirme, porque estaba
envuelto en el gran compromiso de pasar la información
que nadie suministraba a Bogotá. Me sentía responsable de
eso”, explica Carlos Mario, quien en el libro Las llaves del
periódico, narra ese capítulo de su vida entre 1988 y 1994,
cuando fue objeto de múltiples amenazas del Cartel de
Medellín, por trabajar en El Espectador, por haber asumido
la corresponsalía y haberse quedado en el periódico pese a
las dificultades.
Esa experiencia la recuerda como una anécdota demasiado
peligrosa. Ahora siente que se enfrentó de manera absurda,
casi irresponsable, al Cartel de Medellín, “sin tener nada
que ver con el periódico más allá de ser colaborador,
porque no era ni accionista, ni el dueño, ni de la familia
Cano, solamente era un empleado y del último rango, de
los cargaladrillos, incluso con malos salarios a todo nivel.
Eso fue algo en lo que la vida me puso y me fui envolviendo,
casi sin racionalizarlo”, comenta Carlos Mario, que tal vez
decidió correr ese riesgo bajo la convicción del periodismo,
negándose a callar para comunicarle al país lo que sucedía,
en ese entonces, en Medellín.
“Esa situación la enfrenté por la juventud, tenía 22 o 23,
la mitad de lo que tengo hoy. Creo que era eso, si hoy se
repitiera la situación no la asumiría aunque estuviera sin
empleo. Porque en ese entonces esos eran mi primero,
segundo y tercer año como periodista, era tal vez el deseo
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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Víctor
GAVIRIA GONZÁLEZ
Su hermana Martha, que había emigrado a los Estados
Unidos, le regaló una pequeña cámara de video Súper 8
mm, que Víctor convirtió en una mirada de los poemas que
escribía en silencio y que quiso compartir con sus amigos
más cercanos. “Yo salí de bachillerato del Calasanz, un
colegio de varones de Medellín, como a los 17 o 18 años,
y entonces le pedí a mi papá de regalo de grado los dos
tomos de Aguilar con todos los cuentos de Hans Christian
Andersen”, entonces quiso ser escritor.
Esos poemas que ya tenían imágenes de la vida los envió
en 1974 al Concurso Nacional de Poesía organizado por la
Universidad de Antioquia, y obtuvo el primer premio. En ese
entonces, el muchacho ya no era tan muchacho y a sus 24
años se había convertido en uno de los jóvenes poetas más
admirados del momento. Pero su mirada no se agotaba en
las palabras hermosas que escribía, sino que iba más allá
en las pequeñas historias que comenzó a filmar y se fueron
convirtiendo en poemas visuales. Buscando tréboles, por
ejemplo, el relato de unos niños ciegos que buscan tréboles,
se convirtió en admiración y reconocimiento para Víctor
Gaviria, que ya “no era” poeta, sino realizador de cortos y
películas.
Para entonces el hombre estudiaba Psicología y frecuentaba
los grupos de estudio fundados por el gran pensador
Estanislao Zuleta. Era tal vez la génesis del cineasta que hoy
conocen en todo el mundo. Es el rumbo de la vida: “El destino
de las cosas es tan raro, que se impone y llega como por
coincidencia. Yo entré a estudiar psicología a la Universidad
de Antioquia, pero quería ser escritor, y de un omento a otro
se me apareció el cine sin quererlo ni nada”, dice.
A comienzos de los años ochenta, Víctor se estaba
convirtiendo en un prolífico director de cortometrajes y
mediometrajes, contaba pequeñas historias como el Vagón
rojo o esa crónica que había escrito sobre Los habitantes
de la noche y que después se convirtió en un hermoso
mediometraje. Un cine sobre atmósferas y personajes con
muchachos persiguiendo los sueños, transitando por lugares
extraños, y transparentes como sus sentimientos.
Universidad de Antioquia. Era claro que no renunciaba a
esa curiosidad que le habían inspirado, tal vez, los seres
humanos y su comportamiento. Había podido más la
mirada sobre la belleza que Víctor aún continúa viendo en
cada gesto o respiro de los seres que se ponen frente a su
cámara. Humanidad y gusto por la belleza, tal vez esas sean
las dos características que mejor pueden definir a un poeta
como Víctor Gaviria.
Esa humanidad fue la que transformó su cine, en un episodio
que tuvo su punto de encuentro a mediados de los ochenta,
cuando en la realización del largometraje Rodrigo D no
futuro, el cineasta pudo ver cara a cara la verdad de lo que
era la ciudad y sus muchachos de los barrios populares.
Descubrió la belleza donde nadie la había visto, abrió sus
ojos a los rincones más oscuros de una ciudad que creíamos
conocer y puso el dedo en la herida sin acusar a nadie, sin
hacer discursos ni interpretaciones, apenas mirando las
cosas tal como son. Esa manera de ver la cotidianidad lo
puso en la historia del cine colombiano como el primer y
hasta ahora único director que ha estado en dos ocasiones
en la selección oficial del festival de cine de Cannes, el más
importante del mundo.
Ese cine que salía del alma hizo que el poeta renunciara a
la academia y se retirara de la carrera de Psicología de la
Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Carlos Henao
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Carlos Mario
AGUIRRE RODRÍGUEZ
Al “Negro” Aguirre lo ha visto mucha gente, aunque ha vivido
escondiéndose. El tiempo que le dejan las permanentes
funciones lo exprime con deleite, recluido en su holgada
casa entre lecturas, escritos, música y pinceles. De allí casi
no sale; no le interesa. Se baja del escenario, camina media
cuadra, presiona un control, la puerta del garaje se levanta,
sube los cuarenta y pico peldaños de una extraña escalera
recta y llega directamente a su baticueva, donde los libros
lo abrazan y los queridos objetos que almacena le volean la
cola.
De muchacho prefería estar solo, esconderse para leer;
“por eso nunca pude con el estudio”, asegura, y eso parece
una contradicción. Pero es que se refiere con estudio a
matemáticas, cálculo, química y esas cosas, pues siempre
le fue bien con las palabras y hasta ganó un concurso
municipal de declamación. No es bueno para lo normal,
podría resumirse. Veamos: Dice que por una época vivió de
sacar oro de la quebrada Santa Elena. Por encargo de su
padre llevó al hermano menor a conocer el mar, fueron a Tolú,
se emborrachó y se devolvieron sin verlo casi en el mismo
bus en que llegaron. Constantemente halló la compañía de
atravesados; “yo era una mala compañía para mí mismo”,
admite. Hizo un hueco en la pared para volarse de la casa; la
calle le encantó desde un principio. Se escapaba de Rosales
para esconderse en el barrio Sevilla. Con todo, terminó
bachillerato a los 21. Fue a España a estudiar Medicina y a
las dos semanas estuvo de vuelta. Empezó Derecho, cambió
a Español y Literatura, y faltándole un semestre se retiró —
esa vez sí de verdad— para dedicarse totalmente al teatro,
forzado por su invaluable compañera Cristina Toro: “Ella me
salvó; yo quería actuar pero no actuaba”.
No se dejó agarrar de la onda revolucha de los setenta en
la Universidad de Antioquia. “Nunca fui de izquierda ni de
derecha ni de ningún lado”. Recuerda que la única vez que
participó en un mitin le reclamaron: ¿Usted no dizque está
en teatro? Entonces hable pues duro, grite, agite. Mientras
otros tiraban piedra, se encerraba en el Camilo Torres a
ensayar, y aprovechó que por esa época en la universidad
todavía quedaban lugares vacíos y silentes para esconderse
a leer y leer. Voló del Taller de Artes al sentir que no había
otra manera de enfrentar su destino teatral que hacerlo
solo y con obras a su estilo. Fue cuando escribió y montó
la primera, Mima-mame-mima, influenciada por la pintura
abstracta. Probó con músicas atonales, happenings y otras
especies por entonces raras; siguió probando con fuertes
dosis de barrio, conversaciones de tienda, tangos y boleros
de radio, fútbol, revistas, cine. Hoy persiste. Se sabe desde
hace mucho que Carlos Mario Aguirre es su propia corriente.
Y su contracorriente.
Hubo un momento, cuando ya tenía fama, en que en la
escondida se perdió. El arte le permitió encontrarse de
nuevo.
Es peculiar. Vistoso con ese pelo largo en mechas. Corre
a diario sus propios maratones. Hablar con el Negro es
ponerse suero intravenoso a chorro; hila historia con historia
a la carrera y cuando se atropella o se da cuenta de que
divaga, él mismo se regaña y encarrila. Ritmo de loco.
Treinta años lleva dándole pedal a su Águila Descalza, y
suma en total cincuenta o más obras de teatro actuadas,
contando como su primera representación la de Jonás
tragado por la ballena embalsamada del museo del colegio
San José, con la que hacía reír a sus papás. Ahora hace
reír a mucha gente y eso le gusta y le permite vivir bien.
Acumula miles de funciones aquí, allá y acullá, y siempre
continuando, va al lado de su vida con independencia.
Calcula vivir 101 años. Ténganse fino con el Negro porque
está demostrado que logra lo que se propone.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Sergio Valencia R.
203
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
policía, quien lo llevó a recorrer Guayaquil y lo engolosinó con
los periódicos que llevaba a la casa en el bolsillo; la muerte
por enfermedad de una hermana de 18 años y la muerte por
riña cantinera… el olor del jazmín…“Crecí jugando fútbol en
las canchas de Aranjuez y Santa Cruz. ¡Qué días tan felices!”.
Juan José
HOYOS NARANJO
Es muy probable, ahora que se jubiló y los veranos son
más largos, que el profesor Juan José Hoyos Naranjo esté
dedicado de tiempo completo a ver caer las flores de los
guayacanes amarillos, como cuando era un niño y “parecía
que alumbraban en la noche”, y vivía en Aranjuez. En
esta barriada de Medellín, donde nació en 1953, su alma
quedó tatuada por las cosas y los sucesos que definieron
su vocación de periodista y su sensibilidad para escribir
crónicas y novelas, ser docente universitario y padre de
familia: la escuela popular donde aprendió a leer y a escribir
a instancias de un maestro que había sido arriero, la belleza
sin maquillaje de las muchachas en flor, los parques, los
cafés, las heladerías, el cine, el bolero, el tango y la balada;
los avatares de su padre, músico de pueblo e inspector de
En 1959, cuando la señorita Inés le hizo el examen para que lo
recibieran en primero de primaria en la escuela San Agustín,
Juan José “recitaba con la misma propiedad el catecismo
del padre Astete y la alineación del DIM”, un equipo que fue
“de perdedores” en esos, y en otros tiempos. “Qué bueno ser
hincha de un equipo pequeño como el DIM. ¡No humillamos
a nadie y siempre vamos por la vida de derrota en derrota
hasta la victoria final!”. En sus años de adolescente, Juan
José, que para entonces ya vivía con su familia en Itagüí y
se educaba en el Colegio de El Rosario, aprendería a valorar
el humanismo de los curas que lo pusieron en contacto con
los libros clásicos de la literatura, pero al mismo tiempo se
rebelaría contra esa educación católica y se definiría por el
agnosticismo.
En 1970, a la hora de dar el paso a la universidad, pensó en
estudiar Arquitectura o Sicología, pero ya sabía lo que quería
ser en la vida: escritor. Por eso, al igual que muchos de los
autores que había leído con excitación, eligió el camino
correcto: el periodismo, el cual estudió en la Universidad de
Antioquia.
desastre cotidiano que debía redactar como noticia, en
ansiosas jornadas en sus martes de “descanso”, escribió
Tuyo es mi corazón, su primera novela, en 1984. Contrariado
por los patrones del periodismo informativo que se aferran al
discurso de la objetividad y de paso normalizan y envilecen
a los reporteros, Juan José buscó reencontrarse consigo
mismo exiliándose en el territorio feraz de los libros, y ahí
nació su segunda novela, El cielo que perdimos, en 1990.
Con el paso de los años los egresados de las universidades
recuerdan, si acaso, a uno o a dos de sus profesores. Juan
José evoca las clases de literatura y poesía del profesor Elkin
Restrepo que lo “marcaron profundamente”. Y ahora, los ex
alumnos de Comunicación Social y Periodismo del Alma
Máter evocan las clases de periodismo y literatura de Juan
José —enriquecidas de anécdotas, apuntes biográficos y
bibliográficos, las cuales se trasladaban de los salones a los
bares y cafés, a las calles y parques de la ciudad—, que tan
intensamente los provocaron para investigar y escribir como
reporteros, pues se trata del profesor que ellos tienen en sus
mentes a pesar del paso devastador del tiempo y de “sentir
que es un soplo la vida”.
Para 1978, Juan José era corresponsal en Medellín del
periódico El Tiempo y “sacándole tiempo al Tiempo” y al
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Carlos Mario Correa Soto
205
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Carlos César
ARBELÁEZ ÁLVAREZ
Cuando cierras los ojos en busca recuerdos remotos, ves
a un pez grande vomitando a un hombre; y, luego, a una
familia cruzando un puente sobre el río Magdalena. El sujeto
expulsado desobedeció a Dios. Los niños, sus madres y
tíos van de paseo. El tipo arrojado llora. La gente, con sus
fiambres y juguetes, ríe.
El individuo se llama Jonás. Las mujeres, los hombres y los
muchachitos son los Arbeláez, los Álvarez y los Alcaraz de
Puerto Berrío. Al bíblico lo sabes proyectado en una pared de
tu casa en Prado. De los otros, sospechas que se metieron
en tu memoria cuando viste una película que registra ese
momento: no de otra manera puedes explicar por qué que
te ves ahí, de dos años, vestido para el día de campo.
Solo ahora que atas historias piensas que esas imágenes
pudieron marcar el deseo que mueve tu existir. O tal vez no,
dudas. Tampoco tienes ganas de esculcar tu inconsciente
para saberlo. La historia de cada hombre está llena de
agujeros negros sobre los que no es necesario echar luz.
Para qué pensar ahora en el padre que te abandonó antes
de que aprendieras a caminar, o en por qué la naturaleza
te negó un oído musical si amabas el clarinete más que a
mujer alguna.
Se te vale inclinar el cuello a un lado, dejar caer un poco la
cabeza, reír sin despegar los dientes y cambiar el dial: te
sientes bien con una guayabera colorida y trespuntá, una
botellita de ron al pie de la hamaca, una noche sin nubes y
una pandilla que hable de mujeres y cuente historias como
de película.
Luis Alberto Álvarez te endulzó con las pruebitas de cine
que dejaba caer como pepitas de chocolate. Lo seguías a
donde él fuera, aún lo buscas en tus sueños y lo consultas
en tu vigilia. A quién más vas a traer si en los últimos veinte
años te quedaste solo. Tu obsesión por escribir un guión y
convertirlo en película hartó a casi todos los que te eran
gratos y a los otros los tiró al asiento de los impotentes.
Dices que dos mujeres salieron en tu rescate cuando la
tristeza te mandó a tu insípido cuarto de soltero. Todavía las
ves: Libia Alcaraz, tu abuela, lleva el teléfono hasta el refugio
que es tu cama; y Cecilia Álvarez, tu mamá, calcula lo que
queda de su mesada después de separar lo que gastará en
ti, el hijo sumido en la desgracia de completar tres años
arrastrando un cadáver.
Con un difunto debajo de la cama no querías trabajar. Tu
primer guión a punto de filmar, se envejecía después de la
muerte de su productor y la devolución del dinero. Y al lado,
el moho hacía de las suyas con las cincuenta aplicaciones
a becas que a veces te traían suerte con documentales de
niños mineros y cortos de mariachis. En esos meses no te
hacías llamar cineasta, ni director; te decías concursante,
con mayúscula.
Algunas de esas competencias te devolvieron a la vida.
Te perdiste durante meses en los paisajes de Jardín para
filmar Los colores de la montaña. En este tiempo, los
niños, actores al natural, aceitaron tu corazón, pulieron tu
paciencia, inmortalizaron tu persistencia y te prepararon
para darle al público un universo.
Un mundo de amistad infantil roto por las irracionalidad de
los mayores, como has dicho, te ha dado el premio al director
joven en San Sebastián y el honor (no exento de terror) de
que se te mire como una de las voces del cine del inmediato
futuro, y, al mismo tiempo, como un creador singular que ha
parido su ópera prima después de los cuarenta años, en una
época en que se es director de cine a los 26.
La ballena te ha expulsado, Carlos César, y sobrevivirás.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto
207
¡Qué bellas
son nuestras especulaciones
sobre lo extraño!
Dickinson Emily. En mi flor me he escondido.
Versión en español de José Manuel Arango.
Universidad de Antioquia. Medellín. 1994, p. 106.
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Alonso
CORTÉS CORTÉS
Personas del talante del doctor Alonso Cortés Cortés, ni en
la China, como diría uno de sus profesores de mandarín.
Tiene 78 años y sigue tan consagrado al estudio como en
su época de universitario cuando le decían “Diccionario
ambulante”.
Sencillo, cálido, respetado y lozano, después de medio siglo
sigue ejerciendo la dermatología con el mismo espíritu de
solidaridad que en 1950 lo llevó a estudiar Medicina en el
Alma Máter. En su consultorio de la Clínica Soma trabaja
de lunes a viernes por el bienestar ajeno, con entusiasmo,
generosidad y adornado con su característico corbatín.
La vocación se le incubó siendo niño con las fórmulas
médicas que curioseaba en la farmacia de su madre, viuda
de un modesto maquinista del Ferrocarril de Antioquia, y con
un médico chocoano que frecuentaba el lugar. Tomó forma
cuando una epidemia de fiebre tifoidea afectó a su familia y
él sintió un inmenso deseo de ayudar a los enfermos, entre
ellos varios de sus cinco hermanos. Se hizo verdad cuando
se presentó a la carrera de Medicina y ocupó el tercer
puesto entre quinientos aspirantes.
Al doctor Cortés lo que le falta en estatura —avara con él—
le ha sobrado en inteligencia y facilidad para aprender. En
los posgrados en Michigan, Múnich, Viena y París, donde
estudió becado, más de una vez resultó enseñando. Sus
alumnos de la Universidad de Antioquia quedaron marcados
por sus clases magistrales y siguen remitiéndole los casos
difíciles que no son capaces de resolver, pero que el doctor
despacha de manera simple, con medicaciones “no muy
caras” y una buena conversada en la cual ausculta los
orígenes del mal, “porque a veces la enfermedad está más
en la mente de las personas”. Mediante la charla cotidiana
va detectando las causas que explican los síntomas y da
facilito con el remedio que alivia a sus pacientes.
Profesor Emérito por decisión del Consejo Superior del Alma
Máter, “Maestro de Maestros” por la Asociación Colombiana
de Dermatología, socio vitalicio de la Academia Americana
de Dermatología, creador del postgrado en Dermatología…
El listado de pergaminos y realizaciones es extenso, un
legado de sabiduría fruto de la entrega a los libros, ante los
cuales el doctor Cortés vibrará siempre. Todavía, cuando
viaja, lo primero que busca al llegar a una ciudad es la mejor
librería. Por eso los libros ocupan espacio privilegiado en el
amplísimo apartamento donde vive con su hermana y una
sobrina. En la habitación del doctor, libros, folletos y revistas,
mezclados con cajitas y frasquitos de muestras médicas,
invaden el baño, el clóset, el balcón convertido en saloncito,
el suelo, los rincones, la mesa de noche y la de trabajo. En
el resto del apartamento, están llenos los estantes de la
biblioteca propiamente dicha y otros armarios más.
Todos esos libros resumen los intereses del doctor, los
cuales trascienden la lengua materna y los temas médicos.
En su cabeza caben la geografía, la historia, la literatura, la
gramática, las biografías y la sicología, “porque un médico
tiene que saber mucho de todo eso”. A sus habilidades se
suman los idiomas que domina: inglés, francés, alemán,
chino, italiano, portugués y ruso. Y en su rutina diaria
hay espacio para la familia, las amistades e incluso las
telenovelas.
El día que cumplió setenta años regresó a la universidad
como alumno de mandarín. Culminaron los estudios sólo
él y otro de los 48 inscritos. Batió el record con 850 horas
académicas en diez semestres. Es razonable entonces la
afirmación del profesor chino. Mantener así de intacta la
dedicación al conocimiento durante siete décadas, ni en la
China. Hay que ser como el doctor Cortés.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Lucía Victoria Torres
211
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Álvaro
COGOLLO PACHECO
A los 55 años, el profesor Cogollo1 habla pausado. 34
años de viajes por Colombia le han apaciguado el cuerpo
y renovado el espíritu. Las quince peleas oficiales que
ganó y las tres que perdió en su vida boxística son apenas
anécdotas. El trombón de vara que tocaba en la orquesta
de Montería se quedó en el Sinú. La agilidad para trepar
palmeras que sorprendía a sus profesores de botánica es
un dulce recuerdo. Las doscientas especies de plantas que
ha descubierto son su riqueza acumulada, y las 16 especies
que llevan su nombre, sus medallas.
Hacerse biólogo fue para Cogollo un asunto espontáneo,
1 Algunos párrafos de este perfil fueron publicados en el libro Inventario vegetal.
Argos. 2009.
obra de la naturaleza: nació para ser nieto de un sabio que
conocía la estrella de agua que alimentaba el río Sinú; la
partera lo dejó a la sombra de un Bongó para que recibiera,
por primera vez, la tibieza del sol; aprendió a contar con
motas de algodón que cosechaban los jornaleros; conoció
la intimidad de las plantas atesorando un cuaderno donde
pegaba raíces, tallos, hojas, flores y frutos; y descubrió los
misterios de nacer, crecer y reproducirse con su primer
sembrado de maíz.
Su vida también siguió un orden natural. Del Inem Lorenzo
María Lleras, de Montería, pasó a la Universidad de
Antioquia de donde lo transportaron, en tren, a Campo
Capote, formado entre los ríos Carare y Opón en Santander.
Allí, el bosque le mostró su potente faz: “los enigmas de
la vida en sus múltiples formas”, dice y quiere llorar. De
aquella salida de campo regresó amando a Enrique Rentería,
su maestro; dispuesto a conseguir medallas de boxeo
para la Universidad de Antioquia a cambio de alimentación
completa; embriagado por la felicidad de sentirse ya
botánico; y seguro de que, en adelante, sus compañeros lo
llamarían solo por el apellido que le tocó en suerte.
Al repasar las fechas de sus hallazgos, Cogollo confirma
que desde hace 17 años el trabajo de campo se hace
en las goteras de la ciudad. Dice que él y sus colegas
son sobrevivientes de una profesión casi extinguida por
los secuestradores y los fusiladores profesionales que
se tomaron hace décadas serranías, lagunas, nevados,
costas y selvas de Colombia. Cogollo, que conoce como
a la palma de su mano la Amazonia, los Llanos Orientales,
las selvas del Chocó, el desierto de La Guajira y todos los
valles interandinos, se lamenta de no poder recorrerlos
una vez más. Entonces, para calmarse, sueña con viajar a
Madagascar y desde ahí recorrer toda la franja tropical de la
Tierra, como lo hizo su amigo Alwyn Gentry.
Por ahora el planeta de Cogollo es el Jardín Botánico de
Medellín, a donde llegó el primero de julio de 1980 como
auxiliar del herbario, convertido con el paso de los años en el
corazón botánico de Colombia. Hoy, como director científico,
Cogollo es reconocido en toda América Latina y de él dicen
sus colegas que es el mejor botánico de Suramérica.
Mientras el profesor escucha los halagos baja la cabeza.
Contempla la hierba y dice que un saber es importante
si contribuye al bienestar del hombre. Levanta la mirada
y se pierde en los paisajes que recompone su memoria.
Entonces elogia los saberes ancestrales, agradece a todas
las comunidades que le han entregado su saber y confiesa
el dolor que le produce despedirse de grupos humanos
desnutridos o hambrientos que desconocen el uso de
plantas alimenticias que tienen en sus bosques.
La tristeza de Cogollo se curará cuando cada colombiano
tenga su Choibá, la leguminosa más completa en nutrientes,
la que él salvaría del diluvio universal. Tal vez, por ahora, lo
haga feliz saber que su hija Oriana ha dicho: “todavía admiro
a mi papá como cuando era niña y creía que era el hombre
más sabio del mundo”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Patricia Nieto Nieto
213
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
joven, estaba alrededor de los 34 años de edad, y empezaba
a tener problemas de insuficiencia coronaria. La única
solución era hacerle un trasplante. El equipo médico le
explicó a Antonio en qué consistía la cirugía y le reveló que
estaban preparados pero no tenían experiencia.
Alberto
VILLEGAS HERNÁNDEZ
Quitarle el corazón al paciente es el primer momento
crucial, el punto de no retorno, porque hay que ponerle
otro y no puede ser el mismo, pues está tan malo que no
sería capaz de arrancar. El otro momento crítico es cuando,
luego de terminada la parte quirúrgica y de sutura del
corazón, se reinicia la circulación sanguínea por el órgano
trasplantado y el nuevo corazón empieza a latir. En aquella
ocasión lo hizo de manera espontánea, lo cual le mereció
un aplauso en la sala de cirugías al doctor Alberto Villegas,
quien acababa de realizar, en 1985, el primer trasplante de
corazón en Colombia, que tuvo como sujeto de prueba a don
Antonio —como lo recuerda Alberto—, un trabajador de la
construcción con una historia familiar de muerte de algunos
hermanos por fallas del corazón. Era un tipo relativamente
Alberto siente regocijo porque la cirugía de don Antonio
fue exitosa. Por esta hazaña recibió medallas y distinciones
honoríficas, pero esto es algo secundario para él, pues el
mejor reconocimiento son sus pacientes, “cuando me
encuentro con ellos me saludan muy formales, me dan
las gracias; eso es lo que más me llena el alma”, explica
mientras continúa moviendo su pierna izquierda debajo de
la mesa y sonríe revelando unos dientes grandes, porque
en su rostro lo único pequeño son los ojos que permanecen
resguardados tras las gafas; entonces confiesa que en
realidad la cirugía de don Antonio no fue el momento
más difícil de su vida, lo verdaderamente complicado fue
consolidar la Clínica Cardiovascular de Medellín, mediante la
cual se iniciaron los trasplantes de corazón.
Ha sido un hombre cumplidor del deber, entregado a su
esposa, orgulloso de su familia, perfeccionista en lo que
hace y sobre todo un médico religioso. Pertenece a la
Congregación Mariana desde que estaba en el Colegio San
Ignacio. Cuando llegó del exterior, luego de especializarse
en Cirugía de Tórax y posteriormente cardiovascular, la
Congregación le encargó un proyecto, a modo de apostolado,
de una institución médica.
Luego de varias reuniones, de medir las dificultades para un
hospital general y pensando en la necesidad de una entidad
especializada en los problemas del corazón, se decidió
construir la Clínica Cardiovascular.
“Cuando empezamos prácticamente no teníamos prestigio.
Contamos sí con el apoyo del doctor Antonio Escobar, él fue
el primer cardiólogo que trajo los pacientes a la institución.
Arrancar cualquier cosa es difícil y personalmente me produjo
inquietudes, incomodidades que se fueron superando y
gracias a Dios tenemos hoy esta institución; me siento muy
orgulloso de haber podido ayudar a su formación”, cuenta
Alberto Villegas, quien se considera un católico practicante y
además tiene como pasatiempo leer sobre teología, aunque
no se atreve a considerarse un estudioso de ella.
En lo que sí es un hombre “versado” es en acompañar a
su esposa. Salen juntos para todas partes, caminan, hacen
ejercicio, escuchan música y cuidan el jardín; porque otra
de sus aficiones son las plantas, especialmente orquídeas,
de las que tiene su propio cultivo y le gustan, por lo mismo
que lo interesó la medicina cardiovascular, por su fisiología;
y tras más de cincuenta años de servicio, se siente
orgulloso de haber establecido, en la institución que fundó,
un equipo de trabajo, de haberle servido a la sociedad y de
haber dejado varios discípulos, porque era muy importante
para él transmitir los conocimientos adquiridos en toda su
vida, motivado por la convicción religiosa, su crecimiento
espiritual y el hecho de servirle a los demás.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Juan José
ECHEVERRI ESCOBAR
Una eminencia, así se refieren la mayoría de las personas a
don Juan. De quien dicen la cédula no llega al millón, hace
logaritmos en la cabeza, lleva un mapa mental del lugar
donde se sientan sus alumnos y es uno de los profesores
de ingeniería de la Universidad de Antioquia más duros para
calificar. Respetuoso, amable y jovial, este hombre que
se acerca a los ochenta años es recordado por ingenieros
en ejercicio que fueron sus estudiantes y no titubean en
decir: “Es de los profesores que más admiro y respeto de
la universidad”.
Pero a don Juan le gusta más que le digan profe, porque
para él lo importante en el trato es el respeto mutuo y,
al parecer, lo han mitificado. Es verdad que su número
de cédula empieza en quinientos un mil, pero logaritmos
se sabía varios de memoria y por no volver a usarlos se
le fueron olvidando. Y un mapa mental, no; tiene que ser
escrito. “Es para llevar un registro de los que están en el
examen, porque hay toda clase de aves en este paraíso y no
falta el que diga yo presenté el examen y usted lo botó, pero
teniéndolo registrado, hay garantía”. Juan José comenta
sonriente que, además, usa el mapa para identificar a los
alumnos que copian, porque sabe cuáles son los errores
comunes por mirar a los vecinos. También acepta que es
duro para calificar, pero recuerda que en su época era peor.
Se graduó como bachiller del Liceo Antioqueño en 1947
y cuando inició Ingeniería Química en 1948 lo recibieron
con cuatro libros en inglés pero en su época se estudiaba
francés. Casi lo echan mientras aprendía el inglés, porque se
pasaba el día tratando de leer “el maldito libro anglosajón”.
Por fortuna, aunque ingresó al pregrado por ver qué pasaba,
una de las fortalezas de este hombre bajito que camina con
la cabeza inclinada hacia el suelo, es que se apasiona con lo
que hace y por eso se dedicó a su carrera “con alma, vida
y sombrero”. Con ese mismo entusiasmo se entregó a la
docencia en la universidad y su mayor hazaña fue darle pie a
la Facultad de Ingeniería que existe en la actualidad.
Industrial, Eléctrica, Electrónica, Mecánica y Sanitaria. Esto
demuestra la pasión y la dedicación de Juan José en las
cosas que hace, aunque en ocasiones llega a extremos,
como con la mecánica automotriz. “Me gradué en el Sena y
ejercí con mi carro hasta que me ¡jaaarté! de estarle parando
bolas al carro. El problema de ser mecánico automotriz
es que usted se monta en el carro y empieza a sentirle el
ruidito allí y el problema aquí, entonces eso se le vuelve una
obsesión”, dice Juan José, quien terminó por regalarle el
carro a un hijo y siguió montando en bus.
“¿Un Don Juan con las mujeres? ¡Nooo! Recuerdo los
versos de Antonio Machado: Ni un seductor Mañara,
ni un Bradomín he sido —ya conocéis mi torpe aliño
indumentario—”, rima sonriente. “No, no. Yo soy muy
tímido, nunca me ha dado por conquistar mujeres. ¿Mi
esposa? Ah, yo creo que ella me conquistó a mí, porque
somos primos hermanos y nos conocemos en la familia”,
comenta Juan José, cuyos pasatiempos se mueven entre la
lectura, el trabajo con las manos y el estudio, porque con un
gesto alegre y enseñando sus pequeños dientes, revela que
es un nerd, como dicen los gringos.
En 1963 las ideas de Ignacio Vélez de transformar la
Universidad de Antioquia acogieron un proyecto de Juan
José para crear otros seis programas además de Ingeniería
Química, la única en ese entonces. Fue así como entre 1965
y 1968 nacieron los programas de Ingeniería Metalúrgica,
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Juan Carlos
ARANGO LASPRILLA
Una mirada enfocada en conocer los entramados pasajes
del cerebro y una sonrisa satisfecha por lo descubierto pero
discreta por lo que falta por comprender. Eso revela el rostro
de Juan Carlos Arango. Psicólogo egresado de la Universidad
de Antioquia, donde se opuso al argumento psicoanalítico
de que el comportamiento humano no se puede explicar a
través del cerebro, sino del proceso inconsciente. Para él es
lo contrario, por eso sus investigaciones en la universidad
analizaron la relación entre la mente y el cerebro. Pero fue
un accidente, sufrido por su hermano, el que desencadenó
su pasión por la neurociencia y su interés por contribuir a la
rehabilitación de personas con trauma cerebral.
Ingresó a la universidad como deportista destacado por
haber sido tres veces campeón nacional de judo como
integrante de la Liga Antioqueña. En el penúltimo semestre
de psicología, su padre, quien tenía un taller de zapatos,
murió de un infarto y la situación económica en su hogar
se complicó. No podía terminar la carrera porque carecía
de recursos para matricularse, entonces sus compañeros
recogieron dinero y le ayudaron a pagar la matrícula. Seis
meses después, su hermano sufrió un trauma de cráneo y
quedó con una serie de problemas físicos y emocionales.
Juan Carlos, entonces, empezó a trabajar dictando clases en
tres universidades y se dedicó el resto del tiempo a ayudar
en la recuperación de su hermano. Le enseñó a comer, a
caminar, a recobrar la memoria, y por ello hoy piensa que
la rehabilitación fue maravillosa, porque en Colombia
la mayoría de personas que sufren este tipo de trauma
queda incapacitada de por vida por falta de programas
de recuperación. La situación de su hermano y los casos
similares que veía como practicante en el Hospital San
Vicente de Paúl, despertaron su interés por la neurociencia, y
aunque había perdido varias posibilidades de especializarse
debido a las dificultades familiares, surgió otra oportunidad
en España. El problema era el mismo: ¿quién iba a sostener
a su familia? Esta vez fueron sus estudiantes quienes
propusieron un congreso y recogieron dinero para que le
dejara a su familia y él pudiera especializarse.
con Daño Cerebral. Trabajó como mesero y publicista
callejero, tratando de aprender inglés. Surgió una plaza en el
área de rehabilitación con uno de los mejores investigadores
de trauma de cráneo y rehabilitación en el mundo, el doctor
Mitch Rosenthal. Se presentó a esa plaza, quedó entre
los tres finalistas y para elegir al ganador cada uno debía
decir un discurso en inglés y pasar a audiencia con siete
expertos. Juan Carlos no hablaba bien inglés, por lo que
su esposa americana lo ayudó a aprenderse el discurso y
preguntas y respuestas de memoria para la entrevista. Al
mes recibió una llamada del doctor Rosenthal, escuchó
atento y respondió “thank you very much”. “Parece que no
fui elegido”, le dijo a su esposa. Ella notó que él no entendió
lo que dijeron por teléfono y llamó para descubrir que había
ganado y trabajaría con Rosenthal, quien supo entonces que
Juan Carlos no hablaba inglés, pero le dio una oportunidad.
Ahora Juan Carlos domina el inglés y dicta conferencias en
Europa, Latinoamérica y Estados Unidos, sobre rehabilitación
de trauma cerebral, problema en el que se centra el 98%
de sus investigaciones. Ha publicado cerca de noventa
artículos en revistas estadounidenses y ha ganado varios de
los premios más importantes en su área; entre ellos el de
la Asociación Americana de Psicología, el Alejandro Ángel
Escobar en Colombia y el de Mejor Investigador en Psicología
de Colombia. Unos treinta premios, tanto en Colombia como
en el exterior completan su legado.
Terminó su doctorado en España y se fue a Estados Unidos
para hacer un posdoctorado en Rehabilitación de Personas
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
219
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
a pacientes con abortos frecuentes. El grupo aprendió
nuevas técnicas de diagnóstico que posteriormente aplicó,
e implementó procedimientos terapéuticos para ofrecerles
alternativas a las parejas que no podían tener hijos. El equipo
se fortaleció y de ese modo Ángela ha hecho posibles más
de 350 nacimientos en madres con problemas abortivos.
Ángela Patricia
CADAVID JARAMILLO
El tiempo le queda corto por estos días. Suele pasar
la jornada entre llamadas de pacientes, asesorías con
estudiantes, resultados de experimentos y el papeleo
incesante que debe tramitar la coordinadora de un grupo
investigativo de la SIU. En el correo electrónico no faltan dos
o tres “chicharrones”, como ella dice, que ocupan buena
parte de la mañana y definitivamente prefiere no meterse
a internet, porque se le va el día comprendiendo todas las
formas de aplicar medicamentos a la reproducción; pues
desde que hizo su maestría en la Universidad de Antioquia,
trabaja en Inmunología de la Gestación, atraída por la forma
en que la madre tolera al feto. Enfocó sus investigaciones
en esa área. Con la ayuda del doctor Jorge Ossa y de
ginecólogos como Fabio Sánchez, empezó a asesorar
En su escritorio guarda una bolsa con fotos que le envían los
padres de niños que ayudó a nacer. Cada foto contiene una
historia, una esperanza que Ángela hizo realidad. Muchos de
esos niños, ahora muchachos, quieren conocer a la doctora
que les permitió vivir. Ella, por su parte, repasa las fotos y
revive recuerdos. Se siente muy alegre, aunque no se le
note porque su actitud es la de una mujer dura. Aunque deja
escapar una sonrisa cuando dice: “Tengo fama de malgeniada
pero en realidad no lo soy tanto”, aclara con su rostro serio,
y a veces inexpresivo, apoyando las manos juntas y firmes
sobre la mesa. Lo que más la ofusca son las mentiras y
esperar. Esa es su imagen externa, pero en el fondo es una
mujer comprensiva. Entiende muy bien la connotación que
debe tener el médico frente al paciente y asume las actitudes
correspondientes. Siempre enseña eso a sus estudiantes,
porque es consciente de estar trabajando con el dolor ajeno
y aclara que “a uno lo consulta una persona porque necesita
algo, ya sea que lo escuche, lo ayude a superar un conflicto
personal o una enfermedad. Por eso es importante, en el área
de la salud, que los doctores sean sensibles al dolor de la
persona que los está consultando. Que no sea simplemente
algo mecánico, que dediquen tiempo a escuchar a la gente, a
comprender en qué forma pueden ayudarla”, dice.
Ángela siempre trata de permanecer serena, de brindar
la mejor asesoría y definitivamente no se impresiona
fácilmente. De alguna manera todo se vuelve corriente para
ella. Intenta ser calmada para tomar las mejores decisiones,
pero acepta que errores se cometen a diario y aunque
hay días estresantes, otras veces está feliz, cantando,
celebrando con sus estudiantes los buenos resultados.
Como lo hizo el año pasado cuando fue galardonada con la
Medalla al Mérito Femenino que le entregó la Alcaldía de
Medellín por su labor en el campo de la reproducción.
Lo más importante para ella es la superación. Fue la primera
mujer en empezar una carrera profesional en su casa, tal
vez porque se trataba de Medicina, su madre, aunque sentía
temor de ver a sus hijas en la universidad, aceptó. Desde
ese entonces, Ángela, Doctora en Ciencias y Magister en
Inmunología, es una mujer a la que le gusta que todo salga
bien, especialmente en materia de investigación, porque
empezó haciendo consulta médica hasta que desató su influjo
por la investigación y por buscar nuevos conocimientos.
Por eso, aparte de dedicar el poco tiempo libre a sus dos
hijas, encuentra espacios para continuar estudiando y para
explorar nuevas técnicas medicinales como la sintergética,
su último interés, pretendiendo la manera de aplicarlas a las
madres con problemas abortivos, porque considera que falta
mucho por aprender.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
221
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Alberto
ECHEVERRI SÁNCHEZ
El sombrero era de su abuela. Era el sombrero de pensar y,
mientras lo explicaba, las sorprendidas miradas se posaban
sobre su cabeza. Luego, empezó a volar por el salón, batiendo
las manos como si fueran alas, revoloteando por los pupitres
y pasando cerca a los estudiantes, que no sabían si reír o sólo
mirar, porque estaba como loco y decía que, para comenzar,
debía aterrizar. Así recuerda Camila Betancur, estudiante de
maestría, una de las clases de Alberto Echeverri, quien, para
movilizar a los alumnos, puede llegar en pijama, disfrazado
o usando el sombrero de pensar. Sus clases suelen iniciar
con historias de vida de otros profesores, investigadas por
él, porque “no es tanto lo que yo les enseñe a los maestros,
sino lo que ellos me han enseñado en todo este tiempo. El
penetrar en sus vidas, sus relatos, sus palabras, fue algo que
me cambió la existencia”, dice.
Maestro de maestros, como muchos lo consideran, concibe
el oficio del educador como un drama pasional; drama en un
sentido de teatralidad, y pasional, en cuanto está movido
entre el miedo y el amor, entre amenazar al alumno para que
aprenda o entre la forma como el docente puede conocer
la vida del estudiante, como hace Alberto, quien revela que
también tuvo su época de pésimo maestro. Por fortuna, este
profesor trigueño, de nariz puntiaguda, chivera incipiente,
que recoge en una cola su cabellera crespa y grisácea, dejó
atrás sus días de rajador y autoritario para retomar la senda
de maestro amoroso, investigador de historias y docente en
las escuelas normales.
Fue gracias a Alberto que las escuelas normales
sobrevivieron al cierre mediante una reforma planteada por
él, la cual se extendió a las facultades de educación y se
convirtió en Ley de la República, orientando por diez años
la formación de educadores en el país. Durante ese tiempo
y con la misma dedicación que tiene para practicar yoga
a las dos de la mañana o para ayudarle a Sara, su hija de
once años, con las tareas, Alberto se dedicó a reformar
inicialmente las escuelas normales de Antioquia y luego las
de otros departamentos de Colombia.
Este espíritu transformador, que participó en el Movimiento
Pedagógico en los años ochenta, fue un rebelde en su
juventud, y por eso lo expulsaron de varios colegios.
En esa época descubrió personajes que impactaron su
pensamiento, como Estanislao Zuleta y Mario Arrubla.
Asimismo, encontró profesores que fueron grandes amigos,
como Orlando Rodríguez Villa, con quien conoció el yoga,
y Pedro Juan Uribe, “gran erudito, lector de Lenin, Marx y
Sartre”.
De la primaria en el Colegio El Sufragio, recuerda con
afecto a su profesor de cuarto, don Ernesto Muñoz, quien lo
introdujo con cariño en el mundo académico, porque el amor
y la excelencia de sus maestros fueron sus alicientes para
ser educador. Y también en la universidad, habla de Alberto
Restrepo, con la filosofía francesa, y Olga Lucía Zuluaga, que
lo formó como investigador en historia de la pedagogía.
Con Olga Lucía y con Vladimir Zapata fundó el Archivo
Pedagógico de Colombia; además, él creó y dirigió por 17
años la Revista Educación y Pedagogía de la Facultad de
Educación de la Universidad de Antioquia, donde aún es
docente y donde ha ayudado a enfrentar diferentes crisis
educativas. También creó el grupo Historia de las Prácticas
Pedagógicas, en el que ha sido investigador durante
treinta años y donde está formando a doce estudiantes,
desde que eran alumnos normalistas, para convertirlos en
maestros e investigadores, con cualidades para la escritura
y seguramente para la narración.
Alberto, el que trata de romper el tiempo, continuando su labor
pese a estar jubilado, es ante todo un contador de historias,
y explica, con su suave voz, que el poder de la narración “nos
iguala en un nivel, mientras la conceptualización hace creer
que el profesor tiene un saber especial”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
223
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Silvia
BLAIR TRUJILLO
Las investigaciones están compuestas de puntos –ella los
dibuja con el lapicero sobre su cuaderno–, son muchos,
son los resultados, los investigadores, los diagnósticos, las
comunidades, los proyectos, los parásitos, las medicinas,
muchos otros. Ella trata de consolidar, con todos esos
puntos, un resultado trascendental para la humanidad, como
si fueran pixeles conformando una imagen; tal vez la de ella
misma, sentada en su escritorio, con la cabeza agachada
y la mirada fija en un cuaderno que va rayando mientras
habla, porque esta mujer que ha realizado actividades
sociales y ha desarrollado alrededor de ochenta proyectos
de investigación en malaria, es tímida y muy modesta. Ha
recibido más de veinte reconocimientos, pero no suele
hablar de esto. Para ella esos premios deberían ser grupales
y asume que les pertenecen a todos los investigadores
del equipo. Tampoco se aplaude a ella misma, aplaude el
recuerdo del trabajo de personas que respeta y admira
porque han influido en su formación como investigadora.
Entre ellos están Ángela García, Ángela Restrepo, Saúl
Sánchez y Héctor Abad Gómez, quien fue su mejor maestro
en el aspecto social. Esto fue importante para Silvia porque
desde niña, además de sentir atracción por la Medicina en
los libros, se sintió seducida por servirle a la sociedad.
el juego de esa interrelación y eso lo miramos desde los
aspectos sociales, económicos, biológicos y médicos. Así
podemos tener un panorama general de la malaria”. Esta
forma de analizar la enfermedad desde el componente social
y la relevancia de los resultados obtenidos por el grupo, los
ha elevado a la primera categoría de Colciencias, algo de lo
que Silvia vive orgullosa, aunque no lo demuestra. Lo cierto
es que el fortalecimiento surge del trabajo riguroso de sus
integrantes y del liderazgo de su directora.
Siempre ha tenido claro que ser médica es su pasión, por
eso dice que ha sido, es, será y volvería a serlo, si tuviera la
oportunidad de volver a nacer. “Aunque es difícil decir que
ejerzo la Medicina, porque quería adquirir un compromiso
de vida con el conocimiento y con un problema del
conocimiento que tocara también una problemática social,
por eso elegí estar en malaria, fundé un laboratorio en la
facultad y a través de muchas preguntas mías, y de otras
personas, construimos un grupo para investigar la malaria,
no desde un punto de vista biológico solamente, ni básico,
sino integral”, aclara Silvia, que desde entonces coordina el
grupo de Malaria de la SIU. La intención es investigar no solo
la enfermedad, o el parásito como tal, sino también el entorno
social donde se desarrolla. Surgen entonces tres líneas de
trabajo. Una es el reconocimiento del saber de los médicos
tradicionales, curanderos, afrodescendientes e indígenas.
Otra consiste en analizar la resistencia del parásito a los
medicamentos. Y la tercera son los hospederos parásitos,
“donde se conjugan los hospederos, que son el hombre y
el vector, con las poblaciones de parásitos, y podemos leer
Silvia se define como “una persona silenciosa, que vive
doce horas diarias en este laboratorio, que ha trabajado y ha
tomado decisiones concretas cuando corresponde”. Más allá
de ser una líder científica, es un ser humano comprometido
con la comunidad. Ha realizado una importante labor
social en el sector de Lovaina. Empezó con un compañero
trabajando con jóvenes prostitutas; crearon un restaurante
comunitario, y ella les leía cuentos a los niños y los llevaba
a museos. Educar e investigar son parte de la esencia
de Silvia, por eso es muy importante el grupo para ella,
porque está formando a los jóvenes para la investigación,
consciente de que el tránsito por este lugar es pasajero y
es necesario, “que muchas personas sigan con el camino
enmarcado, comprometidas con rectitud y honestidad por el
conocimiento, la vida y la sociedad”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
225
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
encuentran trabajando. Del laboratorio sólo se ausenta para
dictar clases en el Instituto de Química en la Universidad de
Antioquia, y regresa rápidamente para retomar su labor, ya
sea tratando de almacenar hidrógeno en un carbón activo,
intentando generar energía a partir de biomasa, o analizando
los resultados que arroja el clúster de computadoras, las
cuales pasan día y noche resolviendo cálculos.
Fanor
MONDRAGÓN pérez
“Es muy, muy inquieto, no para; es muy curioso y no se
despega de la química, la tiene en los poros”, dice el
profesor Andrés Moreno, mientras Fanor ríe continuamente,
apretando la boca, tratando de contener una carcajada
estruendosa. “¿Como compañero en el equipo de trabajo?
—ríe con más fuerza Fanor—, es casi un militar. No, no, no,
es un militar”, asevera sonriendo, Andrés Moreno.
Fanor es robusto, de facciones redondas, tez clara, nariz
achatada, usa anteojos y al hablar mueve constantemente
sus manos. Su aparente seriedad esconde a un hombre
risueño que lleva buenas relaciones con sus compañeros de
laboratorio, e incluso los estudiantes bromean con el mito
de que tiene un clon, porque llegan a cualquier hora y lo
Es perfeccionista, un enemigo del incumplimiento que
siempre trata de hacer las cosas bien, porque lo más
importante es el compromiso con su labor. Se ve a sí
mismo como un hombre disciplinado, aunque por la
forma de planificar su vida, es todo un estratega militar.
Desarrolló una estrategia con el objetivo de hacerse a una
beca, porque tras buscar infructuosamente una maestría
en Estados Unidos, regresó a Colombia y comprendió que
sólo becado podía hacer un posgrado. Para eso empezó a
recopilar información de becas y universidades en el mundo.
Luego se vinculó al Alma Máter como docente para facilitar
los trámites, y basado en su interés por estudiar el carbón,
seleccionó una universidad en Alemania y otra en Japón.
Eligió la Universidad de Hokkaido, por las facilidades que
ofrecía la maestría para aprender el idioma japonés, e inició
el contacto con el profesor Koji Ouchi, quien luego lo invitó
a quedarse para hacer el doctorado en Ciencias Químicas.
Con esa labor adelantada se aseguró la beca en la Embajada
de Japón, y recibió una licencia remunerada como apoyo de
la universidad.
Su estrategia era llevar una vida en torno al conocimiento,
estudiando y asistiendo a conferencias tanto en Japón como
en otros países, algo gratificante para quien disfruta de
viajar, leer y estudiar. El matrimonio siempre estuvo al final
en su proyecto de vida y esperó hasta terminar el doctorado
para casarse con Lai Yin, una joven de Malasia, en una
ceremonia oriental celebrada frente a un altar en memoria
de los ancestros de ella. Victorioso en su campaña regresó
a Colombia y recibió, del profesor Gustavo Quintero, el grupo
que ahora se llama Química de Recursos Energéticos y Medio
Ambiente, fundado por Gustavo en 1982, como parte de un
pacto donde ambos se especializaban para luego trabajar
en el grupo. La meta inicial fue conseguir la infraestructura
necesaria para ser autosuficientes, lo cual ahora despierta la
vanidad de Fanor, porque este laboratorio es uno de los más
completos del país en su especialidad.
Fanor, que este año fue nombrado miembro de la Academia
Colombiana de Ciencias, aclara que su labor y los resultados
en la utilización de recursos energéticos, que ya se
aplican en la industria, son logros colectivos del grupo de
investigación formado por seis profesores, doce estudiantes
de doctorado, tres estudiantes de maestría y quince
estudiantes de pregrado en Química. Estos logros también
han sido posibles gracias al apoyo de su esposa y sus hijos
Ian y Karina, que comprenden sus ausencias durante varios
días o los domingos en el laboratorio, porque la esencia de
Fanor es la de un científico consagrado a la investigación y
a la formación de estudiantes con actitud en el laboratorio y
dedicación en la labor científica.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
227
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Óscar Alejandro
VANEGAS MONTERROSA
De niño, Alejandro era inquieto, muy curioso y siempre trataba
de desarmar todo lo que llegaba a sus manos. Seguramente
era el impulso innovador que lo caracteriza tratando de
entender, en aquel entonces, cómo funcionaban las cosas
para luego reinventarlas; lo que dejó de ser un juego para
convertirse en el mejor de los trabajos, porque vive lleno de
proyectos, deseoso de continuar aprendiendo, orgulloso de
sus logros, y ahora más que nunca sigue, en cierto sentido,
desintegrándolo todo, pues su especialidad como ingeniero
químico de la Universidad Nacional e ingeniero de alimentos
de la Universidad de Antioquia es convertir los alimentos en
polvo, siempre pensando en las necesidades del mercado
y en la expansión empresarial, porque es ante todo un
emprendedor.
Alejandro es un joven alto, de cabello negro, tez clara y
ojos oscuros que siempre miran fijamente a su interlocutor,
cuando expone sus ideas moviendo las manos con seguridad
y finura. Es amable, educado y siempre tuvo el ideal de no
ser empleado, sino un empresario independiente. Junto a un
grupo de compañeros, encontró la determinación necesaria
para sacar adelante una empresa dedicada a la producción
de alimentos secos. “El huevo en polvo fue una locura desde
la parte de mercadeo y publicidad”, comenta Alejandro, quien
habla de la empresa con un entusiasmo casi infantil. Con el
huevo en polvo ALSEC S.A. participó en el Premio Innova
2006, ganando el tercer lugar en la categoría de pequeñas
empresas.
El hecho de que Alejandro sea ingeniero de investigación
y desarrollo de productos secos en ALSEC no es fortuito,
se debe a su amplia experiencia en el laboratorio, porque
desde que empezó a estudiar Ingeniería Química en la
Universidad Nacional, buscó un campo de acción donde
sus conocimientos pudieran tener una doble función. Por
eso se orientó luego hacia la Ingeniería de Alimentos en la
Universidad de Antioquia y profundizó sus estudios en las
áreas de lácteos, agroindustria y microbiología. “Entonces
aproveché el laboratorio y la experiencia de los profesores de
la de Antioquia y me integré a un grupo de trabajo que ha sido
un buen equipo”, comenta Alejandro.
Al premio inicial que ganó la compañía en el 2006 se sumaron
cuatro galardones en diferentes ferias, lo que para Alejandro
es el resultado del trabajo en equipo, una de sus mayores
cualidades que, unida a la creatividad y a la dedicación que
pone en sus proyectos, le ha permitido salir adelante en el
mercado, algo que le recalca con insistencia a sus estudiantes
de la Universidad de Antioquia, a quienes les enseña la
importancia de ser independientes, explicándoles que lo
fundamental es tener entusiasmo y compromiso, porque “ser
emprendedor no es tarea fácil, es todo un reto”.
Las dificultades en la empresa fueron surgiendo a medida
que la idea inicial evolucionaba. La iniciativa de producir y
comercializar alimentos en polvo surgió cuando Alejandro
trabajaba en una empresa que vendía maquinaria de secado
en aerosol, en la cual se formó un laboratorio piloto, del que
Alejandro hacía parte, para ensayar los equipos. Con el grupo
de trabajo inició la primera etapa del proyecto, maquilando
productos en el servicio de secado por atomización. Entonces,
la empresa tuvo que buscar un local que cumpliera las
condiciones higiénicas necesarias, luego debió reorganizar
el personal enfocando las labores en el campo de estudio
específico de cada integrante y al final se definió el desarrollo
de productos particulares para sectores específicos como
aceites esenciales, colorantes, refrescos, miel, yogurt, fríjoles
y vinagre, todo en polvo.
“Los sacrificios empiezan cuando el trabajo se hace excesivo”,
dice Alejandro, que no deja de lado la lectura de artículos
científicos, pero que sí tuvo que abandonar la práctica de
artes marciales, como la Capoeira y el Taekwondo, para
pasar más tiempo en la empresa, porque la visión de su vida
ha empezado a cambiar; de momento piensa en formar un
hogar, tener una casa propia y en invertir toda su energía en
el desarrollo de nuevos productos, porque su creatividad no
para de innovar.
Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Saúl
FRANCO AGUDELO
“¡Ahí viene el de las mulas!”. Era el comentario que se
escuchaba en los pasillos de la Facultad de Medicina cuando
Saúl empezaba una investigación sobre malaria en Urabá
y, por las condiciones del terreno, incluyó en el proyecto
la compra de unas mulas para el desplazamiento. Los
trámites fueron un caos: la universidad pedía cotizaciones
de animales que se negocian de palabra en los mercados
campesinos o en las veredas, había que inventariar hasta
los aperos y, para rematar, al momento de marcar las
mulas ya se habían robado una. Por anécdotas como esta,
Saúl sostiene que “investigar siempre ha sido: casi una
quijotada”. Sin embargo este “caballero hidalgo”, que lleva
la salud pública en la sangre, renunció a la consulta médica
para entregarse a la investigación.
Es un médico de facciones gruesas, cuyos ojos parecen
una línea paralela a sus anchas cejas. Usa anteojos, peina
su níveo cabello de lado y habla con rebosante seguridad,
algo propio de alguien para quien la palabra, oral o escrita,
ha sido su instrumento de trabajo. Ha dado conferencias
en eventos nacionales e internacionales y ha escrito sobre
malaria, temas sociales, violencia y, obviamente, salud
pública, cuyo interés proviene de su formación humanista
como filósofo y de su deseo por vincularse a asociaciones y
procesos comunitarios.
Precisamente, interesado en la medicina social, viajó en
1978 a México, donde surgía un pensamiento progresista
en salud. Estudió una maestría en Salud Pública cuya tesis
sobre malaria tuvo gran acogida por el tratamiento social
del tema, en el que intentó hacer una historia política,
social y económica del paludismo en América Latina. De
ahí surgió la investigación que hizo en Urabá, cuando el
doctor Luis Fernando García lo invitó a ingresar al Centro de
Investigaciones Médicas de Antioquia.
La experiencia del exilio fue la que dirigió su mirada hacia
el tema que lo ocupa desde 1989: la violencia. En México
se sintió marcado por los exiliados de las dictaduras
suramericanas y, años más tarde, él mismo tuvo que salir de
Colombia por intimidaciones contra su vida. De varios países
que le ofrecieron solidaridad, eligió Brasil, motivado por la
importante investigación en malaria que allí se desarrolla.
Hizo un doctorado en Salud Pública en la Fundación Oswaldo
Cruz, en Río de Janeiro, donde coordinó la creación del
Centro Latinoamericano de Violencia y Salud (Claves).
“Estando allí entendí que debía cambiar de eje de trabajo,
o sea, la violencia era tan grande en el país, y en cierta
forma fui víctima de eso, que decidí cambiar”. Él plantea
la violencia como un problema de salud pública, no sólo
por las personas que asesinan, sino porque al degradar la
calidad de vida, la tranquilidad y el disfrute de la existencia,
se afecta el bienestar personal y colectivo. Así, se fundó el
Claves y obtuvo el apoyo de la Organización Panamericana
de la Salud para recorrer América, haciéndose una imagen
continental de la violencia y de los temas internos de salud
en los países latinoamericanos.
Quienes lo conocen, lo describen como una persona de
conocimientos muy amplios y destacan sus investigaciones
en las que intervienen profesionales de diferentes áreas,
como sucede en el Grupo de Investigación en Violencia
de la Universidad Nacional, institución en la que trabajó
los últimos diez años como docente y donde promovió un
doctorado interdisciplinario en Salud Pública.
El amor por la educación lo heredó de su madre, Tulia
Agudelo, maestra de primaria en El Retiro, Antioquia, donde
él nació; y explica que más allá de ser médico o investigador,
se considera, como su madre, maestro de escuela, en el
sentido de educar a sus alumnos en lo más básico para la
vida.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Patricia Eugenia
DÍAZ MONTOYA
De niña salía a abrazar a su padre Darío Díaz, químico
forense de Medicina Legal, que siempre olía a formol con
perfume cuando llegaba a la casa. Ahora es ella quien, ante
los abrazos de Ana María, dice: “¡Hija, no me toques que
huelo a podrido!”, a lo que la niña responde: “¡Ay mami!,
olés tan rico. ¿Entraste hoy a sala?”. Con una afirmación le
contesta Patricia, que también asimiló la Antropología y la
Ciencia Forense desde niña y que trabaja analizando lesiones
óseas en cadáveres, la mayoría por muertes violentas, para
Medicina Legal en Medellín, una labor que la hace feliz y que
forma parte de su modo diferente de ver la vida, en esencia,
prefiriendo a los muertos que a los vivos.
Le gustan los muertos porque no pueden decir nada y es
necesario aplicar conocimientos para descubrir su edad,
causa de muerte, identidad y otros interrogantes. Para ella
un esqueleto es alguien que ocupó un lugar en el mundo y
sabe que “para una mamá, un cráneo, es un hijo que la hizo
llorar o la hizo feliz”. Patricia le habla a los muertos porque
piensa que “en sus restos está la energía del individuo
fallecido y de la familia que lo está buscando”, y se compara
con una profesora de guardería porque los cuida mientras
los reclaman.
Pero su labor es más delicada aun; como especialista en
Antropología Forense de la Universidad Nacional de Bogotá,
determina el tipo de lesiones ante mortem y post mortem
en restos óseos, para realizar un mapa detallado que
contribuirá a esclarecer los homicidios y a dictar sentencias.
Para ella lo más complicado de trabajar con la justicia, aparte
de la presión por la cantidad de crímenes y la urgencia de
las investigaciones, es sostenerse en el tiempo, y lo ha
logrado gracias a su ética profesional y a la responsabilidad
minuciosa con que analiza cada caso.
Su relación con la muerte la exhiben unos aretes de
esqueleto que adornan su estilo desaliñado de jeans,
camiseta y tenis. Ella es una chaparrita conversadora, de
movimientos bruscos, cabello negro y despeinado, piel
blanca y facciones pulidas, que disfruta el estudio y la
lectura, que vive en Copacabana, se pierde en Medellín y
ama a Bogotá y a la Universidad Nacional, porque le dieron
todo: amigos, un novio y la especialización como forense. En
su pierna izquierda lleva tatuado un cráneo femenino con dos
rosas y un velo. Aparte de este, tiene otros cinco tatuajes,
entre ellos el nombre de su hija, Ana María, escrito con las
letras de Aerosmith, su banda de rock favorita. Le gusta
tatuarse porque le recuerda que está viva y siente, además
tolera el dolor con facilidad porque desde niña padece
fuertes jaquecas que aún la agobian cuando sale a realizar
arqueología forense en fosas porque la afectan el calor y
el polvo, lo que aumenta su preferencia por el laboratorio,
con el que está familiarizada desde los diez años, cuando
acompañaba a su papá a Medicina Legal y el doctor César
Giraldo le enseñaba cómo abrir un cadáver.
Patricia adora a su papá y él la adora a ella. Con él se acercó al
mundo forense y aprendió a respetar a los muertos y ahora,
“la niña de Darío”, como le dicen en Medicina Legal, quiere
ganarse su propio espacio en la institución, demostrando
sus conocimientos y colaborando en otros frentes de trabajo
como en ADN y en NN. Su labor ya ha sido admirada en otros
países porque ha participado en congresos internacionales
y causa asombro, pues mientras en algunas ciudades del
mundo apenas tratan quince casos de lesiones óseas en
cadáveres al año, Patricia ha tenido hasta veinte en un mes.
De sus 32 años de existencia, solo lleva tres de vida laboral
y goza de una fuerte y necesaria determinación para realizar
su trabajo, que ama hasta el punto de extrañar el olor de los
muertos y de ilusionarse con lo atractivo que resulta para
Ana María, quien probablemente heredará de Patricia su
irreverente personalidad influenciada.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Luis Fernando
TINTINAGO LONDOÑO
El doctor Luis Fernando Tintinago es el señor de la vía aérea.
El de los trasplantes de tráquea y laringe, y la cirugía de
todas las partes del cuerpo con las que uno respira. El que
se inventó la especialidad de la medicina a la que quería
dedicarse.
No hay que preguntarle demasiado para que responda, las
palabras escogidas con precisión casi quirúrgica, lo que el
periodista indaga. Que le gustan las artes, la música y la
literatura, que es un deportista consumado. Que a pesar
de los mayúsculos logros de su carrera como cirujano, le
alcanza para tener “una familia bonita, que me sigue la
corriente, que nos queremos mucho, que jugamos mucho”.
Se crió en el barrio Buenos Aires de Medellín, y con doce
años inició su larga y prolífica relación con la Universidad
de Antioquia, cuando ingresó al Liceo Antioqueño a cursar
la secundaria. Para entrar a Medicina no tuvo que presentar
examen de admisión. Sacó las mejores calificaciones de su
curso, fue elegido como el compañero más querido y obtuvo
uno de los mejores puntajes en un simulacro organizado por
varias universidades. En la carrera su promedio nunca fue el
mejor, aunque todos le auguraran un futuro brillante.
Rondaba los quince años cuando se le reveló su vocación
de servicio, y lo primero que se le ocurrió fue hacerse cura.
Su madre le explicó que si quería servir no era ese el mejor
camino, y gracias a eso pronto supo que iba a ser médico.
Cuando entró a la universidad, a principios de los ochenta, la
institución vivía una época convulsa. “Y gracias a Dios me tocó
entrar en ese momento, o si no hubiera podido entrar en un
terreno, entre comillas, más de imbecilidad, porque cuando
uno no tiene convulsiones se estanca”, dice. Luego se dedicó a
estudiar, y por la mitad de la carrera empezó también a trabajar.
Luego lo mandaron al Chocó a hacer su año rural. En Acandí
tuvo su mayor epifanía. Un día en que fue a nadar, se ahogó
en aguas del mar Atlántico. Estuvo en cuidados intensivos
y durante varios días conectado a un respirador artificial.
“Después de eso decidí ponerle un único sentido a la vida: voy
a estudiar algo en lo que yo le devuelva el aire a la gente”.
Pero eso que quería estudiar no existía. Entonces hizo
cirugía general, y luego cirugía de cabeza y cuello, y se
fue de intercambio a Alemania y a Londres, y tampoco allá
encontró lo que buscaba. “Se estudiaban eran patologías,
trauma, o cáncer, pero no enfermedades que tuvieran que
ver con la fisiología y el desarrollo de cómo vos respirás”,
explica. Regresó a Colombia para inventarse lo que le ha
valido hasta ahora todos sus logros médicos: la cirugía de
la vía aérea.
Con la naciente disciplina llegaron también los trasplantes,
que “son como lo máximo que existe en la cirugía de la vía
área”, según dice. A principios de esta década, y luego de
concebirlo durante seis años, el doctor Tintinago lideró el
equipo que hizo, en el Hospital Universitario San Vicente
de Paúl, el segundo trasplante de laringe del mundo. Al año
siguiente hicieron el primero de tráquea.
Ahora trabaja en un proyecto financiado por el Alma Máter,
la Universidad de Miami y la Fundación Valle de Lili en Cali.
Se llama Grupo de Tolerancia en Transplantes de vía aérea,
y consiste en la manipulación de células madre para que los
donantes no rechacen los órganos.
Y está su familia, y la pregunta de cómo se ha repartido entre
su vocación médica, su matrimonio de veinte años y sus dos
hijos adolescentes. La respuesta es una vida que gira en
torno a ellos, a su trabajo, a sus horas de estudio. “Creo
que no he sacrificado más que lo que sacrificaría cualquier
profesional que quiera ayudar a avanzar a su país”, concluye.
Fotografía: Cortesía Departamento de Comunicaciones Fundación Valle del Lili / Perfil: Paula Camila Osorio Lema
235
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Jorge Emilio
OSORIO BENÍTEZ
No se le ve cansado. Por el contrario, a sus cincuenta
años, Jorge Emilio Osorio, médico veterinario egresado de
la Universidad de Antioquia y Ph.D. de la Universidad de
Wisconsin, tiene una apariencia tan fresca y una energía
tan juvenil que sorprenden. Sobre todo, teniendo en cuenta
su ritmo de vida: un día está acá, en Colombia, coordinando
algún trabajo de la Unidad de Virosis Tropicales, o visitando a
sus padres y hermanos, o en alguna clase magistral, y al otro
está de vuelta en Madison, Estados Unidos, donde viven su
esposa y sus hijas; de vuelta a la Universidad de Wisconsin,
en la que es profesor; de vuelta a otras investigaciones que
coordina. Y a los días, sin muchos respiros, puede estar en el
Congo, revisando el avance de otros estudios, o en Francia o
en Singapur. Casi nunca quieto, casi siempre investigando.
Para Jorge Emilio el tiempo es un material valiosísimo
que hay que saber administrar, de lo contrario tanto
esfuerzo se convertiría en humo. Y administrar significa no
necesariamente andar con afanes, sino pensar bien cada
cosa. Por eso es que le queda tiempo para sus hijas, Maricel
y Analí; por eso es que se permite andar viajando; por eso
puede enseñar aquí y allá; y por eso es que se ha convertido
en uno de los científicos más destacados en virología
molecular.
Pero ¿cómo es que un médico veterinario llega a todo
esto? Siendo aún estudiante universitario, Jorge Emilio se
dio cuenta de que lo suyo no estaba tanto en el ejercicio
convencional de la veterinaria, como en el estudio de las
enfermedades animales que pueden afectar al hombre: ese
otro animal, al fin y al cabo. Entonces, recién graduado y
motivado por un profesor de su facultad, se postuló para una
beca de maestría en la Universidad de Wisconsin. Era 1985.
Consiguió la beca y, sin saber mucho inglés pero con muchas
ganas de aprender e investigar, comenzó sus estudios sobre
bioquímica y estadística, enfatizados en el análisis de las
enfermedades virales transmitidas por insectos.
Estando allí encontró veterinarios de todos los continentes
haciendo investigación, trabajando en salud pública.
También se dio cuenta de que las soluciones a los problemas
de salud, ahora, están en los multiequipos, “profesionales de
diversas áreas trabajando por un mismo fin. Por eso, la clave
de la investigación está en saber crear equipos”, dice.
Alejado de su familia, en medio de sus estudios y el difícil
clima de Madison, Jorge Emilio perteneció a diversos grupos
de investigación que pronto comenzó a coordinar. Empezaron
sus viajes, que se le iban en el estudio de virus animales
que afectan al hombre. Una vez culminada su maestría,
siguió con el doctorado, enfatizado en virología molecular.
Creó una nueva familia con su esposa Tonie. Trabajó en
la empresa privada, en laboratorios de Estados Unidos y
Francia de los cuales salieron varias patentes relacionadas
con medicamentos contra virus. Aprendió cómo gestionar
recursos para investigaciones (con empresas privadas
y fundaciones). Volvió a la Universidad de Antioquia, ya
como docente. Se encarretó con el estudio del dengue. Y,
definitivamente ducho en su área de investigación y en la
coordinación de equipos de investigación, sintió que era el
momento de retribuirle a su Alma Máter el saber adquirido.
En el 2006 se convirtió en docente ad honoren de la Escuela
de Medicina Veterinaria y, poco después, creó la Unidad de
Virosis Tropicales, enfocada en el diagnóstico e investigación
del dengue.
A vuelo de pájaro son más de 25 años de trabajo constante,
incansable, por ayudar en la salud del mundo. De aquí para
allá, con estudiosos de aquí y allá. Integrados a través de la
red o los aviones. Por un mismo fin. Con muchas ganas de
aprender y de enseñar. Con el tiempo preciso. Muy cerca de
una vacuna contra el dengue.
Fotografía: Jorge Caraballo / Perfil: Camilo Jaramillo
237
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Universidad Tecnológica del Chocó, donde reformó el
programa de Biología y creó el de Biología Pura con énfasis en
Recursos Naturales, sirvieron de mérito para que Codechocó
pusiera en sus manos el proyecto del jardín de Jotaudó.
Enrique
RENTERÍA ARRIAGA
Cuando más se consideraba un hombre curtido del monte y
sus peligros, acostumbrado a pasar días y hasta meses en
los bosques, recorriendo caminos pantanosos, recolectando
hojas y seleccionando plantas, se enfermó de paludismo.
Enrique se creía inmune a la enfermedad, porque ya entraba
a sus sesenta años y estaba enseñado al rigor de la selva
tropical, pues nació y vivió en el Chocó. Ahora no duda en
concluir que la selva es jodida, aunque le fascina la jungla
chocoana por su diversidad y por eso trabaja en la creación
del jardín botánico de Jotaudó, en Quibdó, que recreará e
inmortalizará una parte de ese espacio natural.
La experiencia de Enrique como director del Jardín Botánico
de Medellín, durante diez años, sumada a su labor en la
Ese espacio va a ser especial; “estará cerca de Tutunendo,
uno de los sitios donde más llueve en el mundo, y va a
enseñar cómo preservar, conservar y estudiar la flora. 42
hectáreas de zona húmeda estarán en la laguna de Jotaudó,
y otras 42, denominadas arboretum, en una zona seca, en la
Troje”, dice. Aunque sus gestos exteriores no lo demuestren,
en sus palabras se siente emoción cuando describe cómo
será ese jardín botánico, porque Enrique, a sus 62, es un
moreno alto, de aspecto saludable y de facciones gruesas,
que permanece erguido cuando habla y que generalmente
da respuestas concretas e incluso tajantes, pero que no
escatima en detalles para hablar sobre botánica.
Lo curioso es que quería estudiar Medicina, sin embargo
por lo costoso de esa carrera terminó eligiendo la Biología.
Dice con orgullo que es el primer biólogo chocoano.
Enrique se dejó atrapar por los misterios de la selva y por
los conocimientos de su maestro Djaja Djendoel Soejarto,
proveniente de Indonesia, que domina ampliamente la
botánica y que dictó clases en la Universidad de Antioquia
en los años setenta. Soejarto le enseñó a Enrique a conocer
las plantas y asesoró algunas de sus investigaciones, lo
demás fue producto de su dedicación y talento, que lo han
llevado a merecer reconocimientos como el de Profesional
Distinguido de la Comisión Interprofesional de Antioquia en
1986 y el Premio Nacional de Investigación de la Fundación
Alejandro Ángel Escobar en 1991.
Lo más destacable de su labor ha sido la dedicación
a la selección, clasificación y descubrimiento de flora
colombiana. Enrique terminó una maestría en Sistemática
Botánica en la Universidad Nacional de Bogotá en 1989, y
recuerda que la Talauma santanderense fue la primera planta
que descubrió en Santander; la impresión fue de alegría pero
a la vez de incertidumbre, porque serían los especialistas
los encargados de confirmar el hallazgo. La experiencia se
replicó y hasta la fecha, junto a su grupo de trabajo, ha
descubierto veinte especies, entre las que se encuentran
Conaro renteriae y Macropharynx renteriae.
La experiencia de Enrique en los métodos de clasificación
morfológica y taxonómica de las plantas lo ha llevado a
trabajar junto a reconocidos botánicos como Víctor Crisci,
especialista argentino en taxonomía numérica. También
asesoró al colombiano Enrique Forero y al estadounidense
Alwyn Howard Gentry, quienes en los setenta realizaron
una investigación botánica en el Chocó, colectando más
de 14 mil ejemplares. De igual forma, profesionales como
Álvaro Cogollo Pacheco y Cruz Cecilia Estrada fueron sus
alumnos y aún continúa su tarea formando investigadores
chocoanos, porque Enrique es alguien que conoce de cerca
el ciclo natural de nacer, crecer, reproducirse y morir; y es
consciente de que es importante dejarle su conocimiento a
la humanidad… Qué mejor manera de hacerlo que plantando
la semilla en sus estudiantes.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
239
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
ni evitaron discusión alguna. Entre sus maestros recuerda a
Hernando Elejalde Toro, profesor de filosofía y literatura, que
les enseñaba hasta a cultivar la tierra en un descampado del
Liceo, porque los educaban para la vida y se ofende cuando
ve a un liceísta convertido en un individuo sumiso y servil.
Álvaro
POSADA DÍAZ
“Escribir es un oficio solitario”, dice Posada, quien reitera
que los juegos solitarios son muy agradables. Por eso
mantiene ocultos los cuentos y poesías que ha escrito como
parte de su afición por la lingüística. Ni siquiera sus hijos
han podido leerlos y dice que sólo podrán hacerlo cuando
él esté muerto. Este hombre delgado, de piel blanca,
nariz puntiaguda y que suele ir calzado de chanclas, vive
orgulloso de haber estudiado en el Liceo Antioqueño, donde
se convirtió en un ser contestatario y de pensamiento libre.
Empieza la charla aclarando que el primer lunes de febrero
de 1957 fue un día histórico en su vida, porque empezó una
carrera en la Universidad de Antioquia que aún no termina.
Ese día inició el bachillerato en el Liceo Antioqueño, donde
sus profesores nunca le negaron una página de ningún libro
Al parecer lo que nunca le enseñaron a Álvaro fue
modestia, porque todavía presume cuando habla del Liceo
como lo hacía en su época de colegial, cuando había
gran competencia con los demás colegios, “la cual se
materializaba en las procesiones del Corazón de Jesús que
recorrían todo el centro de Medellín. Llevábamos el uniforme
del colegio, bandas de guerra, y al final terminábamos en
una batalla campal, a puños y con las correas, para ver cuál
era el colegio más poderoso, pero no pasaba de ahí, nada de
vandalismo, era simplemente una expresión juvenil”, cuenta
Álvaro y agrega que “a los 16 años sacaba nuca cuando
decía ‘soy estudiante de Medicina de la Universidad de
Antioquia’”. El orgullo ha sido familiar, porque varios tíos,
primos y hermanos pasaron por el liceo y por la universidad.
Además toda la familia convivió en la misma casa en
Medellín, porque llegaron desplazados de Ciudad Bolívar
debido a la violencia de los partidos políticos.
En el liceo afianzó el valor de la solidaridad, para luego
implementarlo en su ejercicio profesional, entregándose
como ser humano a la búsqueda del bienestar común.
Empezó medicina en la universidad en 1964 y en el
transcurso de la carrera se interesó por la hematología, por
lo que terminó especializándose en esa área. En 1975 Álvaro
se vinculó como profesor en el Departamento de Pediatría y
Puericultura en la sección de Hemato-oncología y se convirtió
en Vicedecano de la Comisión de Asuntos Estudiantiles de
la Facultad, donde debió sortear una difícil situación con los
estudiantes que tenían como consigna: “por más y mejores
cadáveres”, porque a la Facultad de Medicina no estaban
llegando suficientes cuerpos para las labores de estudio.
Álvaro se reunió a los profesores de morfología y junto a ellos
decidió que no se debía continuar trabajando con cadáveres
enteros, como se hacía desde 1871, sino con partes de esos
cuerpos, denominados modelos preparados, lo cual facilitó
posteriormente el salto hacia los modelos de asimilación de
la actualidad.
Álvaro fue dirigente de la Asociación Nacional de Internos
y Residentes, gremialista de la Asociación Médica de
Antioquia, y siempre estuvo convencido de que desde el
Departamento de Pediatría y Puericultura de la universidad,
de donde se jubiló en el 2003, tenía la oportunidad de
acompañar a la población infantil para desarrollar ciudadanía.
Ahora orgulloso como ciudadano, médico, pediatra,
profesor y universitario, dice que extendió, junto al grupo
de puericultura, “un modelo para la formación de una nueva
cohorte de ciudadanos por la paz, mediante la elaboración
y difusión de un discurso de crianza humanizada”, tal vez la
misma crianza que recibió Álvaro en su hogar y en el Liceo
Antioqueño.
Fotografía: Jorge Caraballo / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
241
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
de su vida se acercaba a los 180 grados. Encontró un ambiente
“que no había encontrado antes en Colombia”.
Los 63 años que hay entre 1947 y 2010 no han transcurrido
para Jorge Ossa Londoño como una línea recta sino como un
círculo dibujado sobre distintas superficies que van desde las
inmediaciones bucólicas de Fredonia hasta los sofisticados
laboratorios de universidades tan distinguidas como la de
Wisconsin, la de Virginia y por supuesto la de Antioquia.
En un plano individual, el curriculum vitae describiría la
trayectoria lógica de cualquier académico: egresado de
Medicina Veterinaria en 1973, becado por la Universidad de
Wisconsin donde cursó una maestría en Virología hasta 1975,
profesor adscrito a la Facultad de Medicina Veterinaria hasta
1979 cuando, insatisfecho por la ausencia de un entorno que
le diera vía libre a su rigor investigativo, consiguió trabajo como
instructor en la Universidad de Virginia donde además hizo un
doctorado en Microbiología. Sin embargo, en un plano que
involucra el sentido comunitario del mundo académico, esa
trayectoria es mucho más loable, porque entre cada etapa se
destacan los logros de alguien estrechamente vinculado a la
palabra cultivar. Por ejemplo, dice que su beca en Wisconsin
la atribuye a haber cultivado el inglés y durante su primera
temporada como docente no dejó de cultivar en los estudiantes
inquietudes orientadas a la investigación. Al hablar de su vida, se
intuye el entusiasmo natural que dejan las tareas bien hechas.
Así es como cuenta su rol en la fundación del Hogar Juvenil
Campesino en su pueblo, su participación en las protestas que
convirtieron al Instituto de Medicina Veterinaria en facultad
en los años setenta o su protagonismo como fundador de la
Revista Colombiana de Ciencias Pecuarias, en 1977.
Ese muchacho que en 1966 se presentó a Medicina Veterinaria
no pretendía hacer historia con su nombre y tampoco buscaba
falsas ilusiones de fama o enriquecimiento, simplemente
ansiaba conocimiento, y ese deseo sumado a una disciplina
inquebrantable bastaron para que no solo al nombre sino al
hombre en sí mismo se le reservara un espacio privilegiado en
la memoria del Alma Máter.
De igual modo describe con un sentido crítico las adversidades.
Especialmente momentos de su vida profesional en los que
todo le era desfavorable y las opciones para hacer lo que quería
hacer —investigar, escribir y convertir el laboratorio en su
segunda casa— se hacían estrechas. Sin embargo, su ingreso
como profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Antioquia puede marcarse como el punto en el que el círculo
Hoy, Jorge Ossa está retirado de la actividad académica. El
círculo de su vida lo llevó nuevamente al campo, donde atiende
a sus animales, “más como mayordomo que como veterinario”,
y usa la misma satisfacción con la que cuenta su ponderada
trayectoria para hablar de las canciones que entona al lado
de los campesinos y presumir de los duros callos producto de
cultivar juiciosamente la tierra todos los días.
Jorge
OSSA LONDOÑO
Su gran propuesta, como la describe, fue la creación del
Posgrado en Ciencias Básicas Biomédicas, punto de partida
para la creación de numerosos grupos de investigación y para
que la atención de Colciencias se fijara en proyectos que no
tardaban en alcanzar la más alta clasificación y generosos
topes de financiación. Así como la prosperidad de una familia
puede hacerse visible cuando ingresan muebles nuevos a la
casa, la que alcanzó la Universidad de Antioquia en aquellos
años (en 1993 arrancó el posgrado) fue evidente el día en que
la pared de un laboratorio tuvo que echarse abajo porque la
máquina que el doctor Ossa había importado (una máquina de
flujo laminar) no cabía por la puerta.
Jorge Ossa contribuyó con la creación del Fondo Editorial
Biogénesis y fue la cabeza visible de grupos de investigación
en Inmunovirología, Reproducción, Neurociencias, Biología
Molecular y uno del cual asume con la frente en alto la
paternidad, el grupo CHHES (Cómo Hacemos lo que Hacemos
en Educación Superior).
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Diego Agudelo Gómez
243
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Martha Cecilia
LONDOÑO BÁEZ
De niña vestía de blanco, con una capa roja y un gorrito
sobre su cabeza. En la Escuela Estanislao Gómez siempre
había un estudiante que era responsable de cuidar a sus
compañeritos. A los siete años, Martha Londoño ya era
una enfermerita que pertenecía a los semilleros de la Cruz
Roja; no sabe cómo llegó allí, mira perdidamente tratando
de descifrar recuerdos de su pasado, pero mantiene viva
una imagen en el teatro Junín, en donde alguien señaló a un
hombre vestido de blanco y dijo que era el presidente de la
Cruz Roja Internacional. Esa imagen fue suficiente para que
decidiera ser una enfermera de verdad.
Volvió a vestir de blanco cuando su cuerpo ya había
adquirido forma de mujer, esta vez como estudiante de la
Universidad de Antioquia. Martha recuerda que el primer día
que usó el uniforme le tocó hacerlo en la ladera de Santo
Domingo Savio: “Tenía que supervisar cómo se manejaba un
acueducto veredal. Fue el contacto con la realidad, con un
mundo que nos era indiferente; visitaba las viviendas y con
aquella dulzura la gente nos ofrecía algo de tomar en medio
de condiciones muy difíciles. Fue mi despertar para querer
trabajar en el área de la salud pública”.
Comenzó su experiencia profesional en Medellín y en la
Sección de Atención Médica de la Unidad Regional Ancón
Sur. Regresó a la universidad a estudiar la maestría en
Salud Pública. Consciente de la necesidad de profundizar
en un elemento científico de investigación, realizó en 1986
la especialización en Epidemiología, y como una prueba a
su formación fue nombrada jefa del programa Médicos
Especiales de Metrosalud, para desarrollar estrategias de
prevención y atención en una enfermedad que apenas se
estaba dando a conocer: el VIH sida.
Trabajó durante siete años manejando el programa de sida
y control de drogas. Obtuvo una beca Fulbright para cursar
una pasantía en Santa Cruz, California, donde compartió
experiencias y tuvo la oportunidad de conocer más sobre el
tema. Regresó a Medellín para aplicar sus conocimientos,
pero manejar el control de drogas, a principios de los
noventas, implicaba un gran riesgo, debido a la violencia del
narcotráfico que asolaba la ciudad. Entonces, fue invitada a
trabajar en Estados Unidos por la Organización Panamericana
de la Salud, un cambio radical de vida en el que tuvo que
demostrar que a pesar de ser formada en Colombia tenía
los elementos suficientes para desarrollar su capacidad
profesional.
Siendo estudiante, consideró necesario transformar
el sistema educativo y se preguntó en cómo llevar un
conocimiento científico a la comunidad para evitar las
enfermedades. Su vocación de enfermera no era curar a un
paciente, sino evitar la enfermedad. En Estados Unidos tuvo
la oportunidad de desarrollar su gusto por la pedagogía, e
implementó tres currículos educativos en diabetes, epilepsia
y genética. Se las ingenió para crear un cromosoma con un
calcetín de su hija y tratar de explicar los riesgos de las
enfermedades hereditarias; construyó una neurona con un
cable para demostrar que cuando hay un corte de energía
en el cerebro, se provoca una convulsión conocida como
epilepsia, y logró llevar a la comunidad el conocimiento de
que la diabetes es prevenible si la persona es consciente del
cuidado que debe tener.
Ha logrado reconocimientos y experiencias inolvidables en
un país ajeno que terminó de formar su espíritu de servir a la
comunidad. Treinta años después volvió a su Universidad de
Antioquia, esta vez como una de las postuladas a “egresado
sobresaliente” del 2010. Se despide nuevamente de la
ciudad que la moldeó, sin olvidar, como dice ella, el objetivo
de regresar; “quiero ser docente en el área de enfermería en
Salud Pública y compartir mi experiencia y la visión que he
alcanzado con colegas, profesionales y con la comunidad”.
Fotografía: Archivo personal / Perfil: Laura Marcela Pedroza
245
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
en el hospital universitario. “En ese momento en Colombia
se seguía enseñando la neurología clínica junto con la
neurocirugía, y la creación de este centro fue el determinante
de esa separación”, explica el doctor Carlos Santiago,
graduado con honores de la Facultad de Medicina en 1961 y
especializado en neurología en Boston, Estados Unidos.
Carlos Santiago
URIBE URIBE
Cuando el médico cirujano Carlos Santiago Uribe Uribe llegó
esa mañana de julio del 2005 a la sala de neurología del
Hospital San Vicente de Paul, le sorprendió ver la fachada
adornada con globos de colores y “una cosa tapada”,
como él mismo dice. Horas más tarde supo de qué se
trataba, cuando una placa con su nombre fue descubierta
en la entrada del edificio con motivo del XXV aniversario del
servicio de neurología.
Hoy, al recordar la anécdota, afirma: “Ahí mismo me toqué
el cuerpo y me pregunté si tendría cáncer, porque cuando la
gente se va a morir es que le ponen su nombre a las cosas”.
Pero no, es sólo que este médico es el directo responsable
de que en 1980 se haya fundado el servicio de neurología
En una de las paredes de su consultorio, en la Clínica Medellín
de El Poblado, el doctor Uribe tiene exhibidos quince diplomas
y certificados de su formación profesional y de sus aportes
a investigaciones como el Alzheimer familiar y al primer
trasplante de corazón realizado en Colombia, en 1985.
Después de haber fundado el servicio de neurología, se
convirtió en el primer jefe de esa unidad, cargo que ocupó
hasta 1992, cuando se jubiló como profesor de la Universidad
de Antioquia. A partir de ese año, siguió como docente de
cátedra en el posgrado de Neurología Clínica, actividad que
todavía ejerce. Como docente, el doctor Carlos Santiago
ha formado a una importante cantidad de neurólogos del
país. De la docencia resalta que los estudiantes tienen
mucho que enseñar, “hay un intercambio permanente de
información, el docente ya no es el que lo sabe todo”. Su
ejercicio como profesor lo alterna con la consulta médica.
“De seis a diez doy clase, de diez a doce estoy en el Instituto
de Neurología de Antioquia, y de dos a seis de la tarde estoy
en el consultorio”, explica su rutina.
Con base en la experiencia, destaca que lo más
satisfactorio de su profesión son los diagnósticos oportunos
y rápidos. “Infortunadamente para las enfermedades
neurodegenerativas todavía no hay una solución definitiva,
pero sí hay otras como las enfermedades cerebrovasculares
que con un diagnóstico a tiempo se puede evitar que la
persona quede paralizada completamente”, relata.
Por eso celebra cuando un paciente consulta rápido y confía
en que la remisión oportuna ayuda a preservar su vida y su
salud: “Si bien hay enfermedades neurológicas difíciles, a
uno le da satisfacción al menos diagnosticarla a tiempo y
poder consolar a la persona hasta donde uno pueda”.
Este neurólogo lidera investigaciones relacionadas con
enfermedades cerebrovasculares y movimientos anormales,
como Parkinson y epilepsia. Siempre con la intención de
ayudar, pues su deseo desde niño siempre fue el de servirle
a la gente. “Ser útil a la humanidad y poder salvar vidas,
que es para lo que estamos, no siempre se logra pero lo
intentamos”, afirma.
Carlos Santiago Uribe está casado con María Cecilia Londoño
y es padre de Juan Santiago, neurólogo; María Cristina,
comunicadora; y Carlos Esteban, cardiólogo. Una familia a
la que le ha dado todo el cariño y de la que ha recibido en
igual proporción. El mismo afecto y respeto con los que se
ha dedicado a la medicina, la investigación y la docencia,
con aportes concretos al conocimiento de la neurología en
el país y dejando en alto el nombre de la universidad en
Colombia y en el exterior.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Gloria Estrada Soto
247
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
rebeldía, ella fue parte de esa generación comprometida y
preocupada por la inequidad social del país. Y a la par con
el estudio, encontró en el teatro una forma de expresar esa
inconformidad.
Zayda
SIERRA RESTREPO
Desde pequeña fue libre. Ella dice que tuvo una mamá
inteligente, maravillosa, que la dejaba jugar, que tenía una
casa para el disfrute de sus hijos, no para mostrárselas a los
vecinos. Y ese cuerpo, ese espíritu lúdico que pudo ser, crecer,
sin censuras desde que era niña, no ha dejado de acompañar
a Zayda Sierra, ni siquiera ahora que se la pasa ocupada de
reunión en reunión en la sede del grupo de investigación
Diverser de la Facultad de Educación de la Universidad de
Antioquia.
La vida de Zayda, sus ciclos de transformación van por
décadas. En la de los setentas fue la etapa del pregrado,
cuando llegó a la universidad como una estudiante más
de la Licenciatura en Historia y Filosofía. Eran tiempos de
La lucha de clases era el tema recurrente. No le gustaba
que no se reconocieran los derechos de las mujeres y los
indígenas, ni esa mirada adulto-centrista en la que ser
maestro de primaria era subvalorado. Por eso decidió fundar
Bambalinas, un grupo de teatro pionero en Colombia en el
tema de crear obras originales para “niñas, niños y jóvenes, y
actuadas por ellas y ellos mismos”.
A lo largo de cualquier conversación se le escucha decir
fluidamente “hombres y mujeres, chicas y chicos, maestros y
maestras”. Le sale con naturalidad, como si siempre hubiera
hablado así. Es en los ochenta, en la época dorada del grupo
Bambalinas, con su obra El país pequeñito de los sueños
perdidos, cuando ella comienza a trabajar más fuerte en el
tema de la diversidad cultural. Esta inquietud, comenzó por la
pregunta por la niñez.
En los noventas ganó la Beca FES-AID y se fue a Estados
Unidos a hacer una maestría en Educación Infantil. Luego,
cuando obtuvo la Beca Fulbright para hacer el doctorado
en Psicología Educativa con énfasis en estudios de la
excepcionalidad y la creatividad, se dio cuenta que había
muchos programas en ese país para estimular las mentes
brillantes, pero los beneficiados eran niños blancos y ricos,
y muy pocas niñas. Decidida a trabajar para cambiar en algo
esa mentalidad clasista y sexista, volvió a Colombia y fundó
Diverser.
“Diversidad cultural es también pensar en los niños y niñas, en
las mujeres, en los grupos que históricamente hemos tenido
una voz que ha sido negada”. Y eso es Diverser, un grupo de
investigación en temas de pedagogía y diversidad cultural,
en procesos de reconocimiento a la diversidad cultural de los
pueblos indígenas, los afrodescendientes, las mujeres, la niñez y
las personas que tienen una orientación sexual diferente. Creado
en 1999, a los cinco años obtuvo la categoría A de Colciencias,
y a sus diez ha logrado lo impensable: contribuir en la creación
del programa en Educación Indígena, la maestría Pedagogía
y Diversidad Cultural, el doctorado en Educación de Estudios
Interculturales y la Licenciatura en Pedagogía de la Madre Tierra
en convenio con la Organización Indígena de Antioquia.
Diverser es un referente para otras universidades de América.
En Canadá, Costa Rica, Bolivia, Brasil y Estados Unidos, se están
aplicando modelos que nacen de las propuestas de este grupo.
Zayda es un nombre que viene del árabe y significa “la que
crece”. Y sí que ha crecido, pero sin dejar de pensar en los
niños; por algo fue ella una de las fundadoras de la Licenciatura
en Pedagogía Infantil de la Universidad de Antioquia, y se ganó
un premio a mejor tesis doctoral con una investigación sobre
la comprensión del aprender jugando en los estudiantes de
secundaria. Renovar el currículo, dejar de repetir esquemas
pedagógicos traídos de otros países, y desde la educación y la
vida, reconocernos en los rostros de la diversidad es su apuesta.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Ramón Pineda
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Roberto
GIRALDO MOLINA
Roberto no disimula en mirar el reloj, pero como conversa con
cierto gusto, parece no tener apuro. Piensa en la maleta que
aún está abierta y en todo lo que falta por poner en su sitio
antes de abordar el avión que cinco horas después lo llevará
a Brasil.
En Sao Pablo la gente le resulta amable, encuentra más
oportunidad para bailar y lo esperan sus pacientes y amigos
de la Sociedad Internacional de Trilogía Analítica, donde
trabaja hace tres años. Roberto sabe que el sol de Brasil es
el mismo que vemos en Colombia, pero le gustaría estar en
casa y ver cómo muere otro día en su patria.
Su éxodo comenzó en los ochenta cuando dijo que el sida no
era una enfermedad infecciosa ni era trasmitida sexualmente.
Tanto insistió en su conjetura que los de bata blanca lo
tomaron por demente.
Y luego, en la Universidad de Londres obtuvo el Magíster de
Ciencia en Medicina Clínica Tropical.
El rumor de su locura circuló rápido entre médicos y científicos.
Hasta Jaime Restrepo Cuartas, su amigo de entrañas, llamó
para persuadirlo de que se realizara exámenes psiquiátricos.
Roberto, en vez de acudir al psiquiátra, emigró al Norte con
ayuda de su familia, porque el propósito de muchos fue
resguardarlo en un manicomio.
Si algo loco en su vida hizo Roberto, fue ir a Magangué en
1979, cuando perteneció al Moir y quiso estar con indígenas y
campesinos. Ocho años como revolucionario en los que quería
cambiar el mundo, lo que no pudo lograr, entre otras cosas
porque grupos armados lo amenazaron con la muerte.
En Estados Unidos, Roberto se alojó en la desdicha, tuvo poco
dinero en los bolsillos y se extasió en incertidumbre. Tanto
pesó la desazón en su corazón que dudó de su cordura. “Tal
vez sí estoy loco”, dijo.
Pero sí lo de Roberto fue chifladura, entonces fue congénita, y
los culpables: Lucía, una barranquillera, y Sergio, un pueblerino
de Antioquia. Ella, su madre, le estimuló el sentido crítico y él,
su padre, lo instó a ser líder. Y ya más grande, decidió estudiar
medicina.
En 1965 comenzó su fervor por la microbiología; consideró
que las bacterias eran inofensivas y no guardó ocasión para
confesar su amor por los microbios y defenderlos de los
colegas que siempre procuraron su exterminio.
De manera intuitiva y poco planeada, Roberto se dedicó por
más de cuarenta años al estudio del sistema inmunológico y
de las enfermedades infecciosas. Primero fue su intercambio
en la Universidad de Kansas donde fue pupilo de Jacob Frenkel
y Donald Creer. Después, en la Universidad de Antioquia, de
donde también se graduó como médico, se especializó en
Medicina Interna con énfasis en enfermedades infecciosas.
Entonces recorrió medio mundo, y se detuvo por
a estudiar poblaciones como las mujeres africanas
hombres gays de Norteamérica. Poco después, en
apareció el sida y fue cuando no hubo freno para las
locas que lo llevaron al exilio.
años
y los
1981
ideas
En los seis meses que duró su tribulación, Roberto se preguntó
por la existencia de otros que pensaran igual a él. Pero quien
encontró la respuesta fue un amigo. El portador de buenas
noticias halló en una revista científica un artículo sobre Peter
Duesberg en California y Elena Papadopulos en Australia,
quienes, junto a Roberto, fueron los primeros académicos que
refutaron lo que el mundo conoce como sida.
Entonces recobró la esperanza, supo que no era el único
loco y eligió quedarse para encontrar suficientes indicios que
comprobaran su premisa. Escribió dos libros sobre el sida y
se convirtió en asesor científico para varios países en asuntos
relacionados con esta enfermedad.
En el 2007 llegó al Brasil, detrás de la propuesta de trabajo de
los doctores Nolberto Keppe y Claudia Pacheco, y hoy hace
parte de los cerca de tres mil científicos disidentes del sida
que existen en 75 países del mundo.
Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Juan Camilo Rengifo
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Jorge
RESTREPO PANIAGUA
Jorge Restrepo es preciso con el lenguaje: de entrada
corrige que el nombre de su profesión no es farmaceuta
sino farmacéutico. También se permite un poco de jerga.
Dice que desde sus épocas de estudiante universitario era
“gomoso” con el inglés: reseñaba libros que leía en inglés
y ayudaba a sus compañeros a preparar los exámenes. Tal
habilidad con el lenguaje extranjero, sumada a la ambición
de emigrar y ser más próspero, lo empujaron a Estados
Unidos en 1969.
Restrepo está pegado de los colombianos en Nueva York,
en el multicultural vecindario de Elmhurst, adyacente a
Jackson Heights, condado de Queens. Allí escasea el
boticario de siglos pasados a quien primero acuden los
dolientes o los hipocondríacos antes de ir al médico. La
persona de confianza que aún se ve en los pueblos, y cada
vez menos en las ciudades, en este mundo globalizado,
encadenado, y con menos interacción entre las personas.
Allí se encuentra Restrepo para ayudar a inmigrantes chinos,
polacos, hindúes, y sobre todo a los hispanohablantes, entre
los que se cuentan muchos colombianos. Restrepo fue un
pionero en Queens: el señor de la droguería al que muchos
de sus paisanos acudían.
Restrepo a veces evita que las personas vayan al médico.
Nada más conveniente con la debilidad del sistema de salud
en Estados Unidos, los altos costos y la barrera del idioma
para muchos. A él acuden inmigrantes con dudas, con
temores, con dolorcitos o con cosas serias, y si les puede
ayudar, y si las leyes le permiten vender sin receta, pues
todos felices. “Su éxito es que muchas veces acierta en los
síntomas”, dice su esposa, Ana Clara.
Don Jorge, como lo llama la mayoría, si está de buen
humor remeda el acento mexicano cuando llega gente de
tal nacionalidad. Pero otras veces, por la prisa y el gentío,
se irrita con la desconsiderada que llega de última y espera
ser atendida de primera. “Si puedes esperar una hora en un
salón de belleza, ¡por qué no diez minutos para algo que te
puede aliviar!”. Algunos clientes habituales e insufribles le
aguantan la cantaleta porque dicen que sabe mucho. Otros
clientes usuales y quebrados, le pueden pedir fiado porque
confía en ellos. Pasada su edad de retiro, don Jorge rehúsa
quedarse en casa. Trabaja tres turnos largos a la semana y
para calmarse fuma medio cigarrillo y “pego madrazos sin
que me oigan”.
No es de extrañar que sus cuatro hijos también sean
farmacéuticos. Crecieron entre medicinas, ayudaron a su
padre en las labores y fueron siempre retribuidos. Ninguno
buscó un camino distinto, todos terminaron amando las
medicinas y la gratitud del curado. “Nosotros somos
mejores que él sólo en el manejo de la tecnología. Pero
quisiéramos tener su memoria. Además él puede dibujar
células y moléculas, algo que nosotros no sabemos”, dice
su hija Clara María. El clan Restrepo posee nueve farmacias
independientes, en las que al cliente se le llama por su
nombre y el boticario lo atiende.
Con seis nietos correteando en las farmacias, Restrepo no
va a regresar a Colombia a vivir sus años de retiro. Colombia
es un recuerdo bonito, y un lugar que visita de vez en
cuando, pero no se ve ahí en el futuro. Más conmovido se
nota cuando habla de la universidad a la que ha ayudado en
el fondo de becas y ha estado pendiente de sus programas.
“¿Cuántos de los que estudiaron conmigo se acuerdan de la
Universidad de Antioquia?”, se pregunta. Su hija dice que
todavía le salen lágrimas cuando habla de su Alma Máter.
Y los hijos, ciudadanos de una tierra lejana, también se
conmueven.
Fotografía: Jorge Alejandro Quintero / Perfil: Joaquín Botero
253
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
muere un paciente o cuando se despide diciendo: “Doctor,
yo creo que esta es la última consulta”. Porque además de
Chaplin, de su papá y de autores como Alberto Manguel, los
pacientes también influyen en su existencia.
Tiberio
ÁLVAREZ ECHEVERRI
Tiene un consultorio “chaplinesco” con fotografías del actor
y una particular estatua sobre el escritorio: mirando hacia
él es Chaplin y mirando hacia el visitante es José Gregorio
Hernández, el médico venezolano que, según dicen, hace
milagros. De manera que los pacientes tocan a José Gregorio
y se echan la bendición, mientras él, de similar devoción,
hace lo mismo con Chaplin. Su consulta también es peculiar.
Tiberio es mago y usa ingeniosamente la magia con sus
pacientes. Es un especialista en dolor y en enfermedades
terminales, fue el primero en investigar y escribir sobre el
tema en Colombia y debe ser el único médico que, mientras
hace trucos con la baraja, les transmite a sus pacientes,
enfermos de cáncer, mensajes positivos y alentadores. Él se
convierte en un amigo, en un confidente que sufre cuando se
Su vida fue forjada por una serie de sucesos y personajes
que definieron su esencia, empezando por la infancia en su
pueblo, San Andrés de Cuerquia, donde veía que los heridos
que llevaban al hospital terminaban recuperándose; gracias
a ello soñó con ser médico. También fue trascendental el
ingreso al bachillerato en el Juniorato San Juan Eudes en San
Pedro, donde descubrió el cine, la literatura y la cultura de
Francia; y desde entonces, aparte de la magia que lo atraía
desde la niñez, el cine embelesó su mirada hasta convertirlo
en cineclubista y frustrarlo como cineasta. También cuando
estaba en el colegio, sintió su vena de historiador al ver erigir
un busto de Manuel Uribe Ángel y escuchar su historia de
boca de Emilio Robledo —ambos médicos e historiadores—.
Luego en la Universidad de Antioquia cumplió su sueño de
ser médico y se desempeñó cuatro años en el cargo rural.
Por último, el viaje a Francia enmarcó sus vivencias. Era una
ilusión urdida por el cine, la historia y la medicina. Siendo
especialista en cine mexicano y francés, su sueño era
Francia. “Además, cuando leía la historia, veía que muchos
de los médicos de aquí eran internos en hospitales de París
y para mí eso era como una frase poética”, dice.
Pasatiempos que alternó con su trabajo como interno en el
Hospital Necker, donde luego de varias cartas, a diferentes
médicos, fue recibido por Maurice Morri Cara para estudiar
Cuidados Intensivos y Atención de Desastres, temas sobre los
que empieza a hablar y a escribir cuando regresa a Colombia.
Publicó los primeros folletos de socorrismo, de anestesia y
del uso de respiradores en cuidados intensivos, entre otros.
Además ayudó a mejorar el servicio de anestesia y comenzó
a investigar el dolor, el cual no había sido estudiado en el
país; eso lo remitió a pacientes terminales y, a su vez, la
investigación lo llevó a tratar personas con cáncer y surgieron
publicaciones como Dolor en cáncer, dolor problemático y
tratamiento y Cuando los niños se van.
En el doctor Tiberio convergen varias facetas y no sabe si
sus aficiones son una disciplina o una enfermedad, como
el hábito de coleccionar pines, fotografías médicas de
Antioquia, proyectores, equipos de laboratorio y objetos
sobre Chaplin, pasar veinte años rescatando la historia de
la medicina, o escribir todo lo relacionado con el dolor y el
miedo hacia la muerte en más de sesenta libretas, porque
como médico trata de comprender el sufrimiento de los
pacientes para acompañarlos dignamente hasta el final.
Esa idea romántica tenía una ilusión de fondo, “conocer más
de cine, a los directores franceses, a los artistas de la Nueva
Ola, estar en la cinemateca francesa e ir al museo del cine”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
255
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
María Eugenia
LONDOÑO FERNÁNDEZ
Una tarde de julio de 1964, a orillas del Danubio, en la
casa de campo de su profesor de piano Richard Hüber,
María Eugenia enfrentó una pregunta del destino hecha por
el maestro: “Yo sé que en su país hubo indígenas y que
llevaron esclavos africanos. ¿Cómo es la música de esa
gente?”. La respuesta no existía, ella ni siquiera conocía la
música de aquellas razas y, avergonzada, decidió apropiarse
de las herramientas necesarias para estudiar las músicas
populares y tradicionales, para regresar al país a rescatar
del olvido y el desprecio de algunos, músicas como pasillos,
porros y cumbias; tarea, al inicio solitaria, que hoy es la base
del Grupo de Investigación Valores Musicales Regionales de
la Universidad de Antioquia, donde su lucha por investigar y
enseñar estos ritmos ha sido poco melodiosa.
“Mariú”, como le dicen por cariño, comprendió que los
inconvenientes se vuelven fortalezas, e incluso agradece el
haber nacido invidente, en 1943, porque la luz que alumbró
sus ojos, tras siete operaciones el primer año de vida
despertó en su ser una sensibilidad especial y una paciencia
extraordinaria consigo misma y con los demás, reflejada en
su personalidad afable, de voz tierna y acogedora. La misma
voz que le sirvió para ganar un concurso de rancheras en el
Club Campestre de Medellín, en 1970, con dos canciones de
María Dolores Pradera: Las ciudades y Fallaste, corazón.
“Mariú”, quien no se casó porque la música, la investigación
y la docencia le robaron espacio al amor, es de estatura baja,
contextura gruesa, tez trigueña y crespos claros que le caen
sobre sus lentes bifocales, prueba de una limitación visual
que le sirvió para comprender “que ningún ser humano se
hace solo. Lo que uno recibe se lo dan otras personas, uno
pone es el deseo, el entusiasmo y el trabajo”.
Sus familiares le ayudaron a sortear el bachillerato hasta
séptimo grado, leyéndole lecciones para memorizarlas, pues
sus ojos no resistían el ritmo de la educación convencional
y tuvo que volverse autodidacta, razón por la cual no pudo
estudiar Medicina. Su destino era la música, que cautivó su
sensitivo oído desde niña en casa de la tía Emma, donde la
radio eclipsaba con sus melodías a “Mariú”. Ya en la adultez,
en medio de una crisis existencial, ella redimensionaría su
afecto por la música al escuchar un recital con Dietrich
Fischer Dieskau, El viaje de invierno, y un concierto de
Herbert von Karajan dirigiendo la Filarmónica de Viena.
El encanto de “Mariú” por la música fue estimulado por
Germán, su tío jesuita que compartió con ella autores como
Mozart, Verdi y Wagner, y por sus padres, Jorge Londoño
y Eugenia Fernández, quienes la matricularon en clases de
piano desde los seis años.
Las músicas populares y tradicionales, que escuchaba de
niña junto a Rosario Ordoñez, empleada doméstica, ocuparon
sus primeras investigaciones en 1975, tras especializarse en
Etnomusicología y folclor en Venezuela, con las que buscaba
recuperar el patrimonio musical de indígenas paeces y
guambianos. Ese mismo año, en un contexto donde las
músicas nacionales eran consideradas de segunda categoría,
creó en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia
la cátedra de Etnomúsica y, también a contracorriente,
fundó en 1991, junto a Jorge Franco, Alejandro Tobón y
Jesús Zapata, el grupo de investigación, con el segundo
centro más importante de memoria musical del país, donde
hoy recoge las expresiones musicales de Colombia, y donde
“Mariú”, con su constante vocación de servicio, considera
que formar recurso humano es el principal legado para la
sociedad.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
257
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Ricardo
RESTREPO GÓMEZ
Ricardo es andino. Se crió en las montañas del Suroeste
antioqueño y a los 17 años, cuando en su mente inquieta se
prendió la idea de un mundo enorme más allá de su pueblo
natal, llegó a la ciudad de Medellín. Primero, la música;
luego, la química; después, la física, la programación de
computadores, la visita a Italia, el viaje sudaca, y ahora la
universidad y la NASA. Su amor, el universo. Es máster en
Ingeniería Aeroespacial y aspira a un doctorado en la misma
rama y la misma institución: Universidad de Texas. En esas
tierras de Austin, temperatura bajo cero, a pocos días de
regresar de Colombia, Ricardo extraña la calidez de Medellín
y su familia. Su vida de hoy, sin embargo, no la cambia por
otra.
De mañana a noche, el físico se la pasa en la universidad;
asiste a sus cursos, dicta otros, califica exámenes, juega
con las matemáticas y, más que todo, investiga cómo
mandar naves al espacio o, dirá lentamente más tarde,
mecánica orbital. Es amable y tranquilo. “No es solo mandar
la nave en línea recta como uno creería. Hay que buscar
los caminos realistas y económicos”, cuenta el hombre que
cursó el pregrado en Física del 2002 al 2008, pasando por
los más reconocidos grupos de investigación y todas las
actividades extra clase que pudo. Divulgación de la ciencia
era su especialidad.
En esas conoció al profesor Jorge Zuluaga, hoy director del
programa de Astronomía en la Universidad de Antioquia, su
mentor, amigo y quien le presentó a su maestro en Estados
Unidos, César Ocampo. Al describirlos, Ricardo habla con
la gratitud del alumno que sacia su curiosidad. Ocampo
diseñó el software Copernicus que hoy la NASA utiliza
para optimizar sus viajes al espacio. Algo parecido, Arcos,
fue el trabajo de grado de Ricardo León en la Universidad
de Antioquia, donde también fue profesor de cátedra. Por
eso, desde la Universidad de Texas, ahora investiga mejoras
al software de la NASA, gracias a lo aprendido en años
de salón de clase, lecturas y experimentación científica,
pero también en horas y horas de aventura. Como esas
de su adolescencia, cuando con una mochila al hombro
y vendiendo artesanías, el muchacho oriundo de Andes
recorrió los países suramericanos en busca de sí mismo y
de nuevos cielos estrellados.
“El universo me descresta. Es un pedazo de magia. Al
conocerlo he sentido cosas grandes, fascinantes; toda esa
gran energía que tiene formas, vos, yo, la música, sin meterle
Dios, ahí está toda la magia”, dice despacio, extraviando la
mirada. Por sus inspiraciones, sus arranques, su inteligencia
y su humildad, Ricardo parece un tipo extraño. Que el
trompetista de una reconocida banda ahora se dedique a
desarrollar algoritmos y niegue a Dios, suena raro en una
provincia que hoy le luce rara a Ricardo León.
En unos años, con un Ph.D., experiencia docente, quizá una
vinculación laboral directa con la NASA, un viaje al espacio
(quién quita) y otras miles de historias a cuestas, Ricardo
piensa volver a Medellín. “Me gustaría investigar y ser
profesor”, afirma con la modestia que le sobró al insistir
en no ser incluido en esta publicación. “Yo apenas estoy
cultivando”, se explicó en una breve nota que copió a sus
familiares, todos formados en el Alma Máter. Padre abogado,
hermana ingeniera agropecuaria y madre trabajadora
social que no duda en que el destino de su hijo está en las
estrellas, las artes, el amor o el techo de su casa en Andes.
Ese mismo hogar donde, contemplando el infinito, Ricardo
escribió sus preguntas más profundas sobre el universo y
añadió que no cambiará nada en esa inmensidad cuando se
agote su propia y diminuta existencia para tantos grandiosa.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Catalina Vásquez Guzmán
259
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Sabinee
Sinigüí Ramírez
Simpatía y propiedad son las impresiones que inspira esta
embera cuando se le escucha hablar. Su rico historial de
experiencia universitaria la ha llevado a ser parte, desde hace
más de nueve años, del grupo de investigación Diverser,
perteneciente a la Facultad de Educación, que busca el
reconocimiento de la diversidad cultural, en especial de los
pueblos indígenas.
Sabinee Yuliet Sinigüí es procedente de Frontino, Occidente de
Antioquia, de donde es originaria su etnia Embera Eyabida, una
población que tiene un contacto entrañable con la naturaleza,
dedicada a la caza, a la pesca, a los tejidos, a la pintura
corporal, a los rituales y a las ceremonias. Esta etnia tiene su
propia lengua y solo algunos pobladores saben español.
“Pertenezco a los Embera por parte de mi papá, mi mamá no
es indígena, y esto me ha dado la posibilidad de entender dos
mundos completamente distintos. En la universidad siempre
me he inclinado a participar en procesos de formalización
de conocimientos para pensar la sociedad, en especial la
de nuestros pueblos indígenas y la experiencia que significa
para nosotros llegar y adaptarnos al ambiente de una ciudad”,
comenta Sabinee, quien se graduó de Comunicación Social Periodismo en el 2005.
Hoy, siendo magíster en Pedagogía y Diversidad Cultural,
recuerda que uno de sus primeros trabajos con Diverser,
categoría A de Colciencias, fue apoyar un proyecto con niños
y niñas indígenas que vivían en la ciudad, esto con el propósito
de motivar en grupo a reflexionar sobre lo que significaba vivir
en un lugar que en ocasiones se mostraba hostil y racista.
Este proceso, que se llevó a cabo entre el 2003 y el 2007,
llevó a Sabinee, tras un arduo trabajo de campo con su propia
comunidad, a escribir su tesis de maestría.
“Una de las cosas que más recuerdo es que los niños se
sentían confundidos y algunos hasta negaban su identidad
indígena, simplemente porque se habían separado mucho de
ella. Por supuesto, esto se debía a que sus familias tenían su
vida productiva en Medellín. Hacerles entender quiénes eran
fue uno de los lineamientos que me propuse en este proyecto.
Muchos de estos niños, que ya son jóvenes, conviven y sirven
a sus comunidades incondicionalmente”, afirma Sabinee
Sinigüí.
Este mismo ejercicio de integración lo experimentó ella
cuando hizo parte del cabildo indígena Chibcariwak del Valle
de Aburrá, un grupo que reúne indígenas universitarios de
todo el país: zenúes, nasas, ingas, paeces, sionas, cubeos,
kamentsa, emberas, entre otros. “Con ellos no sólo compartí
experiencias y conocimientos culturales, también hice deporte
y presentaciones, actividades que ayudaron a unirnos”, dice.
La importancia del trabajo de Sabinee y sus compañeros es
adelantar iniciativas de investigación y acompañamiento
pedagógico a grupos étnicos con el propósito de profundizar
sobre diálogos de saberes entre culturas que propendan
por el respeto a la diversidad. Según Sabinee, este tipo de
experiencias son importantes para pensar en una universidad
intercultural, que a su vez cree vínculos de amistad y solidaridad.
“Todo este trabajo me ha aportado mucho. La comunicación
me dio el amor por la radio y la escritura de crónicas y
reportajes, mientras Diverser me dio elementos de formación
en investigación desde perspectivas interculturales,
conocimiento que he trasmitido a partir de la formación de 87
indígenas de las etnias Embera, Tule y Zenú, en el programa
académico Licenciatura en Pedagogía de la Madre Tierra,
carrera que ha tenido una gran acogida en la Universidad de
Antioquia”, explica Sabinee.
Cuando el arduo trabajo en el Alma Máter le deja tiempo, se
dedica a una de sus grandes pasiones: ver y aprender de cine
y video indígena, artes que quiere estudiar y en los que algún
día quisiera ser diestra.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Pompilio Peña Montoya
261
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Gustavo
ZAPATA RESTREPO
Es domingo de cosecha en Andes. El parque Simón Bolívar
parece un cultivo de sombreros. Cientos de campesinos
conversan en corrillos y juegan a pelear. Los bultos ahítos
de víveres yacen en las aceras a la espera del dueño que se
toma unos tragos.
En los bares, danzan los billetes. Los pagadores dominan las
mesas a donde llegan los hombres por su jornal. Voces de
jolgorio ahogan la música y el humo casi opaca esta mañana
luminosa. Al fondo, lejos del dinero y de las manos callosas,
el maestro toma café.
Gustavo Zapata prefiere la mesa al pie de la ventana para ver
pasar a su pueblo. Levanta el pocillo de porcelana y sorbe,
lento, sin perder la vista del paisaje. Conoce los nombres de
las montañas que cortan el horizonte, de los arroyos por los
que se embarcó capitaneando un neumático y de los árboles
al límite de los predios.
difícil e ingobernable”. Lo sabe por las coplas, los discursos,
las canciones, los poemas y los cuentos que ha dado esa
tierra y lo certifica él en sus veinte años como profesor de
literatura en el colegio más viejo de Andes.
Golpea el pocillo con el limbo de la cucharita, y el mesero,
presto al llamado, cambia la taza por otra humeante. El maestro
repara en las personas agitadas porque es día de mercado.
A casi todas les conoce la procedencia geográfica, la rama
familiar. Mientras el pueblo hierve, el maestro, sereno, observa.
Para cuando ya eran dos sus obras, Gustavo no solo dependía
de los relatos para soñar sino de los archivos para vivir. Las
tardes, las noches, los festivos, los pasaba entre papeles
viejos. Coincidía la obsesión por el hallazgo de un dado con
la euforia desmedida. Trabajaba sin parar, dicen sus amigos,
sostenido por una energía anormal y por una efusividad
sorprendente.
Hace años, Gustavo también hizo parte de la ebullición. Cada
cuarenta días, cuando su padre salía de las minas del Alto
Andágueda, él lo acompañaba al mercado: compras de oro,
prenderías, carnicerías, tiendas de abarrotes. En el recorrido
paraban en algún café donde su padre contaba las aventuras de
la vida en esa montaña a tres días de camino a lomo de mula.
Las brujas y los mohanes de su padre se sumaron a Daniel
en el foso de los leones, al Caín en contra de Abel que el
profesor Francisco Torres leía, no como textos sagrados,
sino como literatura. En la cabeza de Gustavo las historias se
trenzaban y la adicción por ellas lo atrapó. Buscaba relatos en
los periódicos, en los libros, en la radio, en las voces de los
más viejos.
Lo primero que Gustavo investigó fue la historia del Colegio
Juan de Dios Uribe donde ha pasado más de la mitad de su
vida. Después se fue detrás de los escritores de su pueblo y
con ellos descubrió que “el ser humano de Andes es rebelde,
En ese estado escribió una biografía del Indio Uribe, se
preguntó por la identidad y la memoria de Andes, estableció
relaciones entre la educación y la sociedad andina, exploró
el devenir de la institucionalidad en su pueblo y reconstruyó
la historia del hospital. Así, sin pensarlo, se convirtió en el
historiador de Andes.
Con el punto final de cada obra, llegaba para Gustavo la
melancolía. Como una perla en la profundidad de la concha,
se adormilaba. Entonces, sus amigos lo mecían, lo esperaban
al regreso de sus exilios, de sus inviernos: con él aprendieron
que después de cada obra, un creador necesita pasear por el
huerto de su propio corazón.
Por la ventana del bar, alguien que sale del barullo del mercado
le dice maestro. Él suelta el pocillo, estira la mano y sonríe.
Agradece que hoy es primavera y no llueve.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto
263
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
fortaleza y definitivamente son sus hijas y sus estudiantes la
inspiración de todo lo que hace.
María Teresa
RuGELES LÓPEZ
Mientras abraza a una de sus alumnas que analiza unas
muestras en el laboratorio, sonríe y no duda en decir que ella,
Naty, es como una hija. “Todos los alumnos son especiales,
pero ella lleva mucho tiempo conmigo. Pertenece al grupo
de investigación desde que era alumna del pregrado, ahora
está haciendo maestría y ya estamos planeando cuál va a
ser su doctorado”, dice. Hay quienes la definen como una
profesional exitosa; ella, en una actitud humilde, prefiere
considerarse una madre. La pasión de María Teresa Rugeles
son sus dos hijas, María Andrea, que está en la universidad,
y Danielita, como llama cariñosamente a su hija menor que
tiene un problema mental. Afrontar esta situación no ha sido
fácil, por el tiempo y el acompañamiento que debe dedicarle
a Danielita, pero en cierto modo su profesión le ha dado
Naty es parte de esa inspiración y, a la vez, es producto de
su forma cuadriculada de hacer todo, de esa manía de tener
todo planificado, porque no le gustan las sorpresas, y cuando
algo la toma de improviso siente que se descuadra. Esa
actitud rígida se desequilibró cuando se presentó a estudiar
Medicina en la Universidad Javeriana. Pasó el examen de
admisión y en la entrevista el profesor que la evaluaba no la
admitió porque apenas tenía 16 años y pensaba que a esa
edad nadie estaba seguro de querer ser médico. Estudió,
entonces, bacteriología en el Colegio Mayor de Antioquia, y
luego hizo una maestría en Ciencias Básicas con énfasis en
Inmunología en la Universidad Médica de Carolina del Sur.
Regresó a Colombia a trabajar en la Universidad del Valle y se
mudó a Medellín para hacer el doctorado en la Universidad
de Antioquia, buscando la realización de su mayor sueño:
hacer investigación en esta Alma Máter.
María Teresa se especializó en Inmunología. Ingresó a la SIU,
haciendo parte del grupo de investigación del doctor Jorge
Osa; posteriormente él viajó a Estados Unidos, interesado en
dedicarse a la investigación en el tema de educación social.
María Teresa, entonces, heredó el grupo de investigación,
se convirtió en su coordinadora y ha procurado aumentar
el número de estudiantes investigadores, preocupada por
educar a las futuras generaciones. Aunque la coordinación
le deja poco tiempo, sigue siendo profesora en la Facultad
de Medicina, porque le encanta enseñar, pues es el mejor
espacio para detectar a los buenos estudiantes y formarlos
mejor. Se jacta de tener una buena visión, “porque cojo a
los alumnos desde que están en pregrado. Mantenemos
contacto con ellos y los invitamos a participar en las
actividades investigativas”, dice. Este proceso pedagógico
es también parte de su ideal de enseñar en una universidad
pública, porque para ella era la oportunidad de conocer
personas de todas las clases de pensamiento, estratos y
formas de expresión.
Una experiencia similar a lo público es la que vive en la
Fundación Sí Futuro, para niños con VIH, que ella ayudó
a fundar en el 2003, junto a un grupo de profesionales
preocupado por las dificultades de las familias de niños
infectados con el virus. “La idea es promover la mejor calidad
de vida de los niños y sus familias, y por eso, parte de lo que
hacemos en la fundación es que vamos a dar charlas en
los colegios”, comenta María Teresa, que en el 2007 fue
ganadora del Premio de la Academia Nacional de Medicina,
con una investigación sobre el VIH en niños.
De alguna manera, ese espíritu maternal de María Teresa
beneficia de diferentes formas a la sociedad. Ella, por su
parte, agradece el apoyo incondicional de su mamá y sus
nueve hermanas, gracias al cual pudo ser una investigadora
al servicio de la comunidad y pudo sentir la satisfacción de
compartir los triunfos de sus estudiantes.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Jaime Alberto
PALACIO BAENA
Jaime Alberto Palacio pudo ser alcalde pero no quiso.
Renunció al derecho divino de gobernar su natal Abejorral,
cargo que merecía cualquier parraquiano que estudiara en una
universidad, allá en la década del setenta.
Aunque su fuerte siempre fueron las matemáticas, ingresó a la
Universidad de Antioquia a aprender de biología. Y allí le tocó
vivir lo que considera “una de las épocas más interesantes”:
protestas estudiantiles, paros prolongados, allanamientos
policiales; años de agitación política y cultural. Mientras él
estudiaba y leía a Gonzalo Arango en la recién inaugurada
Ciudadela Universitaria, afuera, en el mundo, la liberación
femenina tenía su apogeo y los Rolling Stones alcanzaban la
fama con sus melodías.
Su tesis de grado la hizo en Santa Marta en el Instituto de
Investigaciones Marinas y Costeras, por casualidad y por ser
buen estudiante, gracias a un convenio que en aquel entonces
la universidad firmó con profesores alemanes que terminaron
becando a los tres mejores alumnos de una clase. Fue así como
se enroló en las investigaciones marinas y ganó, incluso, una
beca para continuar sus estudios en el país teutón después de
egresar del Alma Máter en 1977.
y desde el que Jaime Alberto lideró investigaciones en
ecosistemas acuáticos naturales en mares, ríos y ciénagas.
Hoy se ubica en la Categoría A de Colciencias.
Luego de doctorarse no quiso volver a Santa Marta a trabajar
con los alemanes, porque en ese momento, con Judith
Betancur, su esposa, ya tenía tres hijas: Isabel, Hilda y Juliana.
Así, regresó a Medellín y se vinculó al Centro de Investigaciones
ambientales de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de
Antioquia, desde donde empezó a impulsar la creación del
programa “Ecología de zonas costeras”, una idea que tuvo más
opositores que apoyo, pues hasta el pregrado de Biología, que
debía ser el principal interesado, rechazó la propuesta.
Lo suyo nunca ha sido figurar. Por eso pocos saben las batallas
que libró junto a su esposa para cumplir otro de sus sueños:
que se creara una sede de Ciencias del Mar en Urabá, una
visión que la Universidad de Antioquia y la Gobernación
hicieron realidad a comienzos del 2010, cuando en Turbo fue
inaugurado un espacio de 23 mil metros cuadrados dedicado a
la investigación y el conocimiento del océano.
Pero Jaime Alberto con convicción y dedicación, y luego de
exponer el proyecto en distintos escenarios de la universidad,
logró en 1995, apoyado por su esposa y por el profesor
Alberto Urán, ambos biólogos, sacar adelante el programa,
ligándolo a la Corporación Académica Ambiental, “una
entidad universitaria encargada de desarrollar programas de
investigación, extensión y docencia en el área ambiental”.
Después de la creación del programa, hacia 1997 fundaron el
grupo de investigación en Gestión y Modelación Ambiental,
GAIA, un proyecto en el que venía trabajando desde 1993
Y en esos procesos siempre vinculó a estudiantes de pregrado,
maestría y doctorado que veían en él, más que un profesor, un
maestro y un amigo de verdad; al punto que muchos se volvían
de la familia, como cuenta Juliana Palacio, una de sus hijas.
Y fue por la perseverancia que mostró Jaime Alberto para que
la Universidad de Antioquia tuviera su casa en Urabá, que él,
su esposa y el profesor Urán fueron los encargados de romper
la cinta con la que se dio apertura a la sede.
Esa es la grandeza que le reconocen sus alumnos: que con
todo el mérito que tiene, sigue sin creerse más preparado que
nadie, y se conforma con ocupar una estrecha oficina llena de
libros en el piso dos de la Sede de Investigación Universitaria.
Jaime Alberto Palacio, un hombre sencillo que nació la última
noche de 1951, y que disfruta leyendo biografías e historias
mitológicas, pudo ser alcalde pero no quiso. Él prefirió la academia.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Víctor Casas
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Rito
LLERENA VILLALOBOS
Hace muchos años, en una isla del río Magdalena, vivía un
niño al que le gustaba jugar con las palabras. Mientras su
mamá cosía en una máquina bulliciosa y su padre araba
la tierra o el agua, él garabateaba. A veces, dejaba una R
a medio dibujar porque su abuela lo mandaba a prenderle
un tabaco en las brasas del fogón. El niño ejecutaba la
operación con la ilusión de ver cómo la vieja se metía la
punta encendida del tabaco en la boca, la cerraba, aspiraba
y luego desprendía una humareda prodigiosa.
Una mañana, su padre lo subió en la canoa y lo llevó por
entre caños mansos de vegetación enmarañada a la ciudad
de los héroes, de los piratas. Lo inscribió en un colegio
privado sin sospechar que su hijo ya conocía los recodos
del español hablado e intuía cómo combinar las palabras
en el papel. No pasaron muchas noches antes de que el
niño descubriera las impactantes escenas de Quo Vadis
y conociera la frustración. “Tengo que aprender inglés”,
sentenció. Con apenas un diccionario, 36 lecciones y una
radio de onda corta que le sonsacó a la abuela, se hizo buen
lector y excelente escucha. Entonces se fue al muelle de
Cartagena en busca de americanos que le enseñaran a
hablar como se debe.
Ya era adolescente, bilingüe —de la calle— cuando dejó
el colegio y tomó continente adentro. Tres días tardó en
llegar a Medellín, donde las monjas rogaban por maestros
de inglés y la Universidad de Antioquia prometía convertirlo
en maestro. Mientras estudiaba todo aquello que esconden
las palabras, experimentaba la pedagogía de la canción. Las
clases de “Míster Ritico”, como le decían las monjitas, eran
una celebración: tocadiscos, vinilos, rock and roll, paz y
amor.
Cuando la vida era una fiesta, sintió el llamado de Caño
Salao, el pueblo donde sus abuelas se morían. Entonces,
el niño ya convertido en el profesor Rito Llerena Villalobos
—autor de dos manuales de retórica que se han estudiado
en la universidad desde 1970—, se preguntó dónde estaban
las palabras de sus ancestros. Las encontró, después de
mucho preguntar, en la cultura del acordeón. De las voces
del Caribe colombiano rescató cuentos, salmos y dichos
africanos. Los escuchó, los historió y los escribió como
Memoria cultural del Vallenato.
Después, dice que por librepensador, bohemio y liberal, se fue
en busca de las lenguas indígenas. Pasó largas temporadas
en Panamá. La familia Kuna le regaló, frase a frase, su
gramática, y de ella él escribió Relación y determinación
en el predicado de la lengua Kuna, tesis reconocida por
el Centro Colombiano de Estudios de Lenguas Aborígenes
de la Universidad de Los Andes y el Centro Nacional de
Investigación Científica de Francia.
Ya para entonces, Rito no jugaba simplemente con
las palabras: las manoseaba, les buscaba el revés; las
besuqueaba, les indagaba el sabor; las escuchaba y ellas
le susurraban. Para relacionarse íntimamente con las
lenguas indígenas, Rito no conocía otro método que vivir en
comunidad, a la manera de los viejos etnógrafos. Pasó años
en los tambos, cerca de los ríos, cobijado por los árboles
solo para escuchar hablar a los indígenas.
Los emberá del Alto Sinú le permitieron conocer cómo
representan su vida con las palabras. Pronunciaron cada
fonema, una y otra vez, para que Rito encontrara una similitud
con el alfabeto del español. Así, él identificó 32 letras y un
conjunto de normas para combinarlas. Pudo entonces darle
escritura a una lengua oral y esa es su gran obra. Levanta
el Diccionario etnoligüístico de la lengua emberá del Alto
Sinú, construido con su hijo Ernesto, y sonríe. Y cuando Rito
ríe, ya al filo de los 70 años, las palabras se le contonean
como las mujeres ajenas.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Emilio José
YUNIS TURBAY
Lo primero que aclara el señor Yunis antes de comenzar
la entrevista es que su nombre es Emilio José, y no José
Emilio, como algunos han insistido en llamarlo. Advierte que
tiene poco tiempo, que es un hombre ocupado. Emilio José
Yunis, considerado el padre de la genética en Colombia y
en América Latina, es un hombre de carácter fuerte,
rígido, “odioso”, como atina a decir con tono burlesco. Sin
embargo, con los minutos, cuando la conversación empieza
a girar en torno a sus pasiones —la ciencia, la literatura, la
cultura— se desinhibe y se convierte en un hombre cordial,
espontáneo, y sonriente también.
Es de Manizales. Hijo de José Yunis y Victoria Turbay, dos
habitantes “de la montaña libanesa” que migraron a Colombia
en busca de mejores vientos, de fortuna. Así lo narró él
alguna vez en una entrevista: “Mis padres abandonaron su
terruño por física hambre. Por efecto de la Gran Guerra, el
Monte Líbano empezó a sentir, en 1915, las carencias, la
hambruna, las enfermedades. Miles de libaneses murieron,
pero inexplicablemente mi padre y mi mamá se salvaron”. La
familia Yunis Turbay hizo de las telas su negocio, su sustento
para la crianza de los cinco hijos: todos varones, futuros
médicos e investigadores. El relato de amor de sus padres
está escrito fiel, detallado, en la novela Desde el púlpito nos
acechan, nos oyen y nos hablan, uno de los quince libros
que componen su obra.
Los cinco hijos salieron de Manizales a estudiar. Los cuatro
mayores a Bogotá y Emilio José, el menor, a Medellín. No
fue fortuito que él fuera el único en ingresar a la Facultad de
Medicina de la Universidad de Antioquia. Así lo relata: “Mis
hermanos, por hacerme una broma, no me inscribieron aquí
en Bogotá, donde todos habían estudiado. Me imagino que
pensarían ‘que se joda Emilio José con los paisas, que tenga
que lidiar con ellos que son regionalistas a morir’”, dice y se
ríe. De la de Antioquia se graduó en 1959, y mientras todos
creían que iba a ser internista, recibió una propuesta de la
Universidad Nacional de Bogotá que marcó su destino como
genetista.
alcalde estaba enfrentado con el Concejo Municipal y ese
era el que nos había nombrado”. Reniega de los politiqueros,
de la mala educación que se brinda en el país.
Es en ese momento, 1960, cuando la Nacional le propone
trabajar en el departamento de Biología que están
empezando a crear. Dice Yunis que fue allí donde forjó toda
su carrera. “Fui el precursor del departamento de Genética,
cuando no existía ni en Colombia ni en América Latina”. Los
cultivos de tejidos, de células, se convierten en su obsesión,
en su vida misma. Es el pionero en estudios de maternidad.
Empieza a compilar sus estudios, su obra, en libros como
Ciencia y política, Evolución y creación. Genomas y
clonación y El ADN en la identificación humana. Además,
ha sido merecedor de innumerables reconocimientos, de
parte de diversas organizaciones públicas y privadas.
La propuesta llegó unos meses después de haberse
graduado y coincidió con un despido masivo en el hospital
de Bello, Antioquia, en el que trabajaba. “En Bello no alcancé
a estar sino dos meses. Me echaron por política, porque el
Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Carolina Gutiérrez Torres
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Ramiro
FONNEGRA GÓMEZ
Sobre las plantas para el amor y el desamor, para atraer
la suerte, para conseguir empleo y para alejar el infortunio,
sabe bastante el biólogo Ramiro Fonnegra Gómez, no por
ser hechicero, sino porque investiga las propiedades de las
plantas usadas en nuestra cultura en el campo espiritual.
Plantas mágico-religiosas es el nombre del libro sobre esta
investigación, y Plantas medicinales es otra publicación
sobre los beneficios curativos de la naturaleza. En Ramiro
ese interés por conocer las bondades de las hierbas tiene
un componente social, porque viene rescatando el legado
oral de la medicina tradicional, en sociedades como las
comunidades indígenas, donde empieza a desaparecer
el conocimiento por falta de la transmisión oral hacia los
jóvenes, producto de la pérdida de identidad.
La pasión por la botánica empezó en el colegio, porque el
profesor de ciencias naturales asignaba muchas tareas
sobre las plantas. Luego Ramiro pasó a la Universidad de
Antioquia y, para su fortuna, en ese momento se inauguraba
el pregrado de Biología, pero como no tenía un programa
académico definido, debía asistir a materias de Medicina
y Veterinaria. En ese entonces, la universidad era “muy
parroquial”, como él la define. Había una Oficina de Asuntos
de la Mujer, donde vendían medias veladas y regalaban
toallas higiénicas, entre otras cosas, para las universitarias.
La Facultad de Medicina la manejaba un señor de apellido
Adams, quien, en un cuaderno pequeño, apuntaba desde las
reuniones hasta los cambios de programa de los estudiantes.
En ese entorno, Ramiro era monitor de Microbiología, y en
1969 llegó un profesor llamado Djadja Djendoel Soejarto que
le transmitió el don de la enseñanza.
Djendoel era de Indonesia, había terminado un doctorado
en la Universidad de Harvard y casi no hablaba español. Le
tomo aprecio a Ramiro como estudiante y le pidió que fuera
monitor en Botánica para ayudarle con el idioma. El profesor
Djendoel fue quien introdujo a Ramiro en esta área, y como
en esa época no había suficientes profesores, Ramiro fue
elegido aún sin terminar la carrera. Empezó enseñando
Botánica General y Djendoel asistía a sus clases para
corregirlo. Luego enseñó Taxonomía Vegetal y más adelante
lo nombraron Jefe de la Sección de Botánica, de modo que
se convirtió en el jefe de sus profesores.
Ramiro recuerda que se graduó en el último piso de la
Biblioteca Central que estaba recién construida. De ahí
en adelante dedicó su vida a la docencia. Explica que el
componente principal de la Biología es la investigación, pero
en nuestro país no hay suficiente inversión y el enfoque de
la carrera termina siendo la docencia. De alguna forma, en
su época eran pocos los educadores de biología y era muy
importante transmitir ese conocimiento que había obtenido,
por eso se enorgullece de decir que “parte de la retribución
de la enseñanza es saber que estudiantes de uno han
realizado investigaciones importantes, han triunfado en el
ámbito nacional y han hecho cosas por la ciencia en este
país”.
Actualmente Ramiro trabaja con comunidades del Oriente
antioqueño, investigando las plantas medicinales de cada
zona y promoviendo su comercialización. Continúa dictando
clases en la Universidad de Antioquia y dice que con la
enseñanza aprende diariamente, porque para dictar clases
es necesario estar actualizado, y la mejor manera de hacerlo
es leyendo y trabajando en revistas científicas.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Olga Lucía
Lo anterior explica por qué Olga Lucía se convertiría en los
años setenta, geográficamente hablando, en un oasis al que
nos arrimamos toda una generación de investigadores en
pedagogía, escapando del desierto al que nos condenaba la
tecnología educativa, a preguntar por un camino. Nadie volvió
a escapar de ese oasis con sed, porque el corazón de esta
mujer, su amistad y su talento, hicieron de faro en la soledad
espiritual que condenaba a los maestros e investigadores a
la repetición de esquemas y recetas apropiadas del arsenal
que el imperio desparramaba por América Latina.
ZULUAGA GARCÉS
Su accionar confirma la predestinación que recibió en la
cuna, un proyecto de investigación cada dos años desde
1975 hasta el 2006 es un récord que nos da una clara idea
de la trayectoria de esta investigadora y pedagoga.
Es un símbolo magníficamente dramático el que la filiación
con la pedagogía comience junto a la cuna de Olga Lucía
Zuluaga. La niña de pecho aún no puede hablar, ni pensar, ni
sentir, apenas puede mover sus diminutas manos sobre la
almohada cuando ya la pedagogía se apodera de su cuerpo
sin desarrollo y de su alma inocente, pues el destino de Olga
Lucía Zuluaga es estar eternamente cautiva del juego de la
tiza y el tablero. Así queda signado por su entorno familiar:
Arturo, su padre, maestro; Alfredo, su tío, secretario de
Educación y autor de obras pedagógicas; e Inesita y Emilia
que junto a los anteriores constituyeron la sociedad que
mantuvo durante once años la publicación de un periódico
dirigido a la infancia, denominado Mi Amiguito.
Nota del editor:
La vocación investigadora de Olga Lucía Zuluaga Garcés se
consolida con la exploración realizada en los archivos de
la Biblioteca Nacional y la Biblioteca Luis Ángel Arango de
Bogotá. Allí encontró las fuentes para proyectar la historia
de las prácticas pedagógicas en Colombia, desde la época
de la Colonia hasta el siglo XX.
como: “Saber pedagógico y campos conceptuales” (2005),
“El saber pedagógico y los campos de la educación”
(2002-2004), “Nociones de la Pedagogía” (1997-1999),
“Proyecto interuniversitario hacía una práctica pedagógica
en Colombia” (1980-1984).
Allí se exploran los caminos de formación del maestro
como “sujeto del saber pedagógico”, analiza las corrientes
pedagógicas adoptadas en el país y establece relaciones
de la práctica docente con la política y las tradiciones
pedagógicas tanto nacional como internacional.
Se identifica al pedagogo como el sujeto del saber
pedagógico no solo como el que enseña, sino también como
el que ejerce un saber. Las líneas son: recuperación de la
memoria educativa y pedagógica, Formación de maestros,
Historia de conceptos y relaciones con otros campos
del saber, Pedagogía y cultura y Políticas educativas. Su
producción incluye artículos, capítulos y publicación de
libros; experiencias y prácticas que ilustran la dimensión y
el aporte de Olga Lucía Zuluaga Garcés a la pedagogía en
Colombia.
Es la líder del Grupo Historia de las Prácticas Pedagógicas
en Colombia. Tiene un doctorado en Filosofía y Ciencias
de la Educación de la UNED en España, un Magíster en
investigación psicopedagógica y Licenciada en Educación
de la Universidad de Antioquia. Ha participado en proyectos
Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Jesús Alberto Echeverri
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Francisco
LOPERA RESTREPO
Su interés por comprender la relación mente-cerebro surgió
al desvanecerse el deseo de ser físico o astrónomo, cuando
siendo bachiller leyó en El Espectador, periódico que
incentivaba su fascinación por los astros y los extraterrestres,
que los ovnis solo existían en la mente de las personas.
Desde ese momento, el que se convertiría en médico y
neurólogo de la Universidad de Antioquia, Francisco Lopera,
decidió estudiar la mente humana, aspiración con la que
creó, años después, el Grupo de Neurociencias de Antioquia,
donde actualmente dirige las áreas de neurociencias
cognitivas y clínicas aplicadas, e investiga enfermedades del
cerebro en la comunidad, como problemas hereditarios de
cognición, memoria y lenguaje, porque para él, su profesión
es importante en la medida que se aplique a la sociedad.
El investigador de enfermedades como Alzhéimer, Demencia
o Párkinson es un poco desmemoriado, se mueve con
suavidad y tiene una actitud serena. Es alto, de manos
gruesas, facciones alargadas, cara rojiza, cejas canosas y
cabello abundante de puntas blancas y raíz oscura; un aire
cómico se refleja en sus comentarios e historias como las
de su infancia, cuando se desvivía por entrar a la escuela
y aprender a leer, pues veía un mundo vedado al que su
hermana sí tenía acceso. Precisamente el primer libro en su
hogar, una familia de origen campesino con catorce hijos,
fue el regalo de quinceañera para su hermana Clotilde. Su
padre, Luis Emilio, lo puso en la mesa del comedor y frente a
toda la familia exclamó: “Aquí está todo”. Era el diccionario
Larousse. El sorprendido y curioso Francisco lo primero
que buscó fue hijueputa y no estaba, tuvo una pequeña
decepción, pero encontrar puta lo animó a buscar su nombre
en la lista de personajes históricos y, ante otro desaire,
pensó: “Este diccionario no es ni tan…”, ¿omnisapiente
acaso?, se pregunta hoy.
Francisco, que ahora tiene una biblioteca de temas
neurológicos y está interesado en leer sobre evolución para
entender mejor la mente, vivió el día más feliz de su vida
cuando pasó a la carrera de Medicina, porque él, un joven
nacido en el corregimiento de Aragón, residente en Yarumal,
daba el primer paso hacia el estudio del cerebro humano. En
ese camino asistió a cursos voluntarios en el Departamento
de Psicología, donde fue profesor de psicoanálisis, desde el
cuarto semestre de su carrera y donde creó el Programa de
Neuropsicología. En los ochentas se vinculó a la Facultad
de Medicina como profesor de Neurología y Rehabilitación.
Luego se especializó en Neuropediatría y Neuropsicología,
en la Universidad de Lovaina y, a su regreso, desarrolló el
área de neurología del comportamiento y creó el Grupo de
Neurociencias de Antioquia, categoría A en Colciencias.
El grupo conformado por profesores, investigadores y
estudiantes indaga las relaciones mente-cerebro desde
el nacimiento hasta la muerte y durante el sueño, con el
objetivo de curar enfermedades neurodegenerativas,
procesos que degeneran las capacidades cognitivas y
motoras, y de neurodesarrollo, dificultades de habilidad,
aprendizaje y comportamiento. Ante este reto, Francisco
revela una oscura frase del gremio: “El neurólogo, lo que hace
es echarle agüita a los vegetales”, y recuerda a un paciente
al que ningún médico le curaba una parálisis cerebral que le
afectaba la movilidad y el lenguaje. Analizando la consulta,
Francisco descubrió una enfermedad que había leído en
libros, Distonía Sensible a Levodopa, y lo curó con un cuarto
de pastilla de Levodopa, sintiendo, aquel día, que cambiar
esa vida era suficiente en su carrera. La misma que alterna
con el consultorio privado, la familia, la natación, la jardinería
y el grupo de investigación, porque, aun estando jubilado,
sigue en la universidad por amor a su trabajo con la mente
humana.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Jaime
BORRERO RAMÍREZ
Desde niño le gustó la medicina porque le tenía mucho miedo
a la muerte. Cuando sentía un poquito de fiebre, buscaba a su
mamá y le decía que corriera a llamar al médico porque estaba
enfermo. Mientras cuenta esta historia, sus labios gruesos y
oscuros enseñan una sonrisa que es cortada por la tos, porque
a sus 82 años la salud lo empieza a abandonar. Está perdiendo
la memoria y le es difícil recordar las historias. Por eso hace
unos largos silencios en los que frunce el ceño tratando de
recordar. De pronto el rostro pálido se ilumina con la pasividad
de siempre, porque ha logrado acordarse del nombre, la fecha
o el lugar que le impedían continuar la narración.
Así, de manera lenta, cuenta que una mañana de 1951
cuando era interno en el Hospital San Vicente de Paúl y
hacía rondas con un profesor, llegó a la cama de un joven,
de entre veinte y 25 años, y al verlo el profesor le preguntó:
“Borrero, ¿qué le pasa a este paciente?”, y él respondió: “Es
un urémico”, o sea un paciente con enfermedades renales.
Esta situación marcó la vida de Jaime Borrero, porque debió
revisar a diario al urémico, como el profesor se lo indicó,
hasta que tuviera un frote pericárdico, que sucede cuando la
urea se esparce por todo el cuerpo debido a la enfermedad.
Cuando eso sucedió llamó al profesor, quien dio una
conferencia a los estudiantes sobre la uremia y sobre cómo
morían los pacientes sin poder hacer algo por ellos, pues
tras el frote pericárdico tenían, por mucho, tres días de vida.
de San Vicente de Paúl en 1967 y en 1968. Interesado en
realizar trasplantes renales, propuso la creación de un grupo
de investigación sobre el trasplante de órganos, tras lo cual
se creó el Grupo de Trasplantes del mismo hospital. Pero
en 1987, por ser integrante de la Unión Patriótica, Jaime
Borrero tuvo que salir exiliado hacia Estados Unidos, pues
aunque había soportado las amenazas y se había refugiado
en Neiva y en Bogotá, su resistencia fue quebrantada cuando
mataron a su gran amigo Héctor Abad Gómez. Entonces,
aceptó los consejos de su gente cercana y se marchó del
país. Al regresar en 1997 se instaló en Neiva, donde creó la
Unidad Renal del Hospital de Neiva antes de jubilarse.
Viendo la agonía de aquel joven, Jaime Borrero decidió ser
nefrólogo. Estudió primero Medicina Interna en Estados
Unidos y regresó a Medellín para preparar el terreno en torno
a la nefrología junto a Álvaro Toro y otros médicos que en
ese entonces se denominaban “nefrófilos”, porque aunque
no eran especializados, analizaban pacientes urémicos o con
presión arterial alta. Para ese entonces, Jaime Borrero era
uno de los médicos más cotizados en la ciudad y decidió
viajar de nuevo a Estados Unidos para especializarse por
fin en Nefrología. Para él lo importante no era la fortuna,
sino cumplir su sueño de implementar tratamientos eficaces
para los urémicos.
Ahora Jaime se la pasa dormido, como él mismo dice
porque no tiene más que hacer. Acaso cansado de lograr
lo que se propuso con la mayor perfección posible, nada de
cosas a medias y siempre todo con rectitud. “Fue lanzado,
fue horrible, vivió la vida intensamente, fue serenatero,
aguardientero y sin nervios de nada”, afirma su fiel
compañera Dora, cómplice de hazañas y de la vida. Jaime
se le entregó un día diciéndole que el amor de su vida era la
medicina, y si le respetaba eso él le daría todo lo que tenía.
Así, se convirtió en nefrólogo y en 1967, con la colaboración
del ingeniero José Hilario Trujillo, fabricó un riñón artificial
para sortear la dificultad de acceder a equipos de diálisis en
Medellín. Fue el fundador de la Unidad Renal del Hospital
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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Agradecimientos
Esta obra fue posible por el trabajo voluntario de escritores
y fotógrafos, egresados y amigos de la Universidad de
Antioquia.
El Colombiano, Semana, El Malpensante, Alma
Máter, la Asociación Médica de Antioquia (Asmedas),
las corporaciones Otraparte y Héctor Abad Gómez, la
Red Colombiana de Mujeres por los Derechos Sexuales
y Reproductivos (Redesex), Parque E. y el Centro de
Administración Documental de la U. de A. dispusieron sus
archivos para la investigación y facilitaron gratuitamente
algunas fotografías.
La Vicerrectoría de Extensión, el Banco Universitario de
Programas y Proyectos de Extensión (BUPPE), Bienestar
Universitario y el Programa de Egresados financiaron la
impresión de este libro.
El libro Espíritus Libres, editado en los 15 años del Programa de Egresados de
la Universidad de Antioquia, se imprimió en marzo del año 2011 en los talleres
litográficos de Masterpress S.A. Se utilizó papel Propalmate 150 gms. C2S en interiores y Propalcote 300 gms. C2S en portadas.Se emplearon los tipos de letra: Blue
Highway, Blue Highway D Type, Zurich LtCn BT Light, Zurich Cn BT, Birth of a Hero.
Los 1.500 ejemplares de esta primera edición serán distribuidos gratuitamente.
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UNIVERSIDADDE ANTIOQUIA
1 1 OJ
15 AÑOS PROGRAMA DE EGRESADOS
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