ESPAÑOL CERVANTES PRIMER TR DE 2023 ● Elabore una línea del tiempo de la vida y obra de Cervantes. Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) Poeta, novelista y dramaturgo español, nacido en Alcalá de Henares en 1547, y muerto en Madrid en 1616. Está considerado como el más grande novelista español y uno de los mejores escritores universales de todos los tiempos. Su magisterio ha sido reconocido por la inmensa mayoría de los prosistas posteriores: Balzac, Dostoievski, Galdós, García Márquez, Kundera, Torrente Ballester, Borges, etc. La difusión alcanzada por El Quijote no conoce fronteras lingüísticas y su transcendencia va más allá de culturas. Basta con referirse a «la lengua de Cervantes» para significar la grandeza del castellano. Vida Tanto su vida como su literatura han sido abordadas desde los enfoques críticos más dispares, ortodoxos y heterodoxos, para ser explicadas con intenciones hagiográficas o sensacionalistas, arrojando una cosecha bibliográfica inabarcable que todavía no ha logrado resolver multitud de interrogantes y enigmas. Nuestro primer autor sigue siendo todo un desconocido en numerosos aspectos: ni siquiera conocemos su verdadero rostro, por más que estemos habituados a ver su retrato supuestamente pintado por Jáuregui- estampado como auténtico en todos sitios; no sabemos, a ciencia cierta, su fecha de nacimiento, ni poseemos documentación alguna relativa a su vida personal; tampoco conservamos manuscritos autógrafos de ninguna de sus obras, sino impresiones de época un tanto descuidadas; ni siquiera contamos todavía con auténticas «ediciones críticas» de la mayoría de sus creaciones y, en fin, nunca acertaremos a deslindar las atribuciones. La única verdad absoluta en Cervantes es El Quijote: la mayor aportación de España a la cultura occidental. El retrato más fidedigno que conocemos de Miguel de Cervantes no se debe a los pinceles, sino a su propia pluma, con la que trazó su "rostro y talle" en el prólogo a las Novelas ejemplares: "Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria". Así habrá que aceptarlo, sin mistificaciones ni sensacionalismos: no muy agraciado físicamente, soldado lisiado en Lepanto, cautivo en Argel y, sencillamente, autor del Quijote. El "comúnmente" llamado Miguel de Cervantes Saavedra fue bautizado, el 9 de octubre de 1547, en la iglesia parroquial de Santa María la Mayor, de Alcalá de Henares, lo que aclara su «patria chica» y, unido a su nombre, permite aventurar el 29 de septiembre, día de San Miguel, como posible fecha de nacimiento. Era el cuarto hijo de los seis que tuvo el matrimonio Rodrigo de Cervantes y Leonor de Cortinas, sin más posibles que el oficio de «médico cirujano» -entiéndase practicante o barbero- del padre, a todas luces insuficiente para sustentar con holgura tan pesada carga, máxime cuando el abuelo paterno, el licenciado Juan de Cervantes, se había marchado a Córdoba, con amante y esclavo negro, dejando abandonada a su familia. Las estrecheces económicas, en las que sin duda se crió nuestro autor, forzaron a su padre a emprender un vagabundeo por Valladolid, Córdoba y Sevilla en busca de mejor suerte, nunca conseguida, sin que sepamos a ciencia cierta si su prole lo acompañó en sus viajes o no. Si lo hizo, Cervantes podría haber aprendido sus primeras letras en un colegio de la Compañía de Jesús de esas localidades, e incluso haberse aficionado al teatro -una vocación que no abandonaría jamás- bajo la tutela del padre Acevedo. El hecho cierto es que desde 1566 el cirujano estaba definitivamente establecido con su familia en Madrid y que por esos años debió de iniciar el joven autor su carrera literaria: primero, en 1567, con un soneto dedicado a la reina («Serenísima reina, en quien se halla»), con motivo del nacimiento de la infanta Catalina, la segunda hija de Felipe II, que bien pudo estamparse en un medallón gracias a Getino de Guzmán, el organizador de la celebración y compadre de Rodrigo; después, en 1569, con cuatro poemas de corte garcilacista dedicados a la muerte de Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II, que le pidió Juan López de Hoyos, rector del Estudio de la Villa -tratándolo de «caro y amado discípulo»-, para incluirlos en la Historia y relación de las exequias reales. Cabe suponer, entonces, que Cervantes se inició en la literatura bajo los auspicios del humanista y gramático, pero desconocemos las circunstancias y el alcance de tal magisterio. Tan sólo puede asegurarse que la primera vocación cervantina fue la poesía, nunca abandonada, aunque las musas no le fueran propicias: «Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo», reconocería muchos años después, en 1614, en el Viaje del Parnaso. Esos tempranos inicios poéticos se vieron truncados casi en sus comienzos. A finales de 1569, sin saber cómo ni por qué, hallamos al joven poeta instalado en Roma como camarero del cardenal Giulio Acquaviva, al que serviría durante un tiempo para iniciar pronto su carrera militar. A falta de mejor explicación, el traslado a Italia se ha supuesto provocado por un mandamiento judicial de ese año en el que se ordenaba la prisión y destierro, además de la pérdida de la mano derecha, de un estudiante llamado Miguel de Cervantes, acusado de haber herido al maestro de obras Antonio de Sigura. Mal que nos pese, la conjetura no es ni mucho menos descartable, a no ser que nos quedemos a la espera, como sugiere Canavaggio, de descubrir la existencia de «dos Miguel de Cervantes». Entre tanto, lo cierto es que nuestro autor tuvo ocasión de familiarizarse con la literatura italiana del momento, tan influyente en su propia obra. El ambiente pontificio no debió de agradarle demasiado, pues hacia 1570 lo abandona para abrazar, durante unos cinco años, la carrera militar, en la que tampoco le sonreiría la fortuna. Supuestamente, se alistó primero en Nápoles a las órdenes de Álvaro de Sande, para sentar plaza después, con toda seguridad, en la compañía de Diego de Urbina, del tercio de don Miguel de Moncada, bajo cuyas órdenes se embarcaría en la galera Marquesa, junto con su hermano Rodrigo, para combatir, el 7 de octubre de 1571, en la batalla naval de Lepanto. Sin duda, luchó más que valerosamente, pese a las fiebres que sufría a la sazón, desde el esquife de la nave, pues recibió dos arcabuzazos en el pecho y uno en la mano izquierda, que se la dejaría inutilizada para siempre. A cambio, quedaría inmortalizado como «El manco de Lepanto» y conservaría hasta su muerte el orgullo de haber participado en «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros» (prólogo al Quijote de 1615). Recuperado de sus heridas en Mesina, en 1572 se incorpora a la compañía de don Manuel Ponce de León, del tercio de don Lope de Figueroa, dispuesto a seguir como soldado, pese a tener una mano lisiada. Pero, sin duda alguna, su carrera militar ha tocado techo con el reciente nombramiento de «soldado aventajado» y, aunque participa, sin pena ni gloria, en varias campañas militares durante los años siguientes (Navarino, Túnez, Corfú y La Goleta), pasa gran parte del tiempo en los cuarteles de invierno de Mesina, Sicilia, Palermo y Nápoles. Consciente de ello y hastiado de tal modo de vida, unos tres años después, Cervantes decide regresar a España, no sin obtener antes cartas de recomendación del duque de Sessa y del mismo don Juan de Austria, reconociéndole sus méritos militares, con intención de utilizarlas en la Corte para obtener algún cargo oficial. Mal podía imaginar que, muy al contrario, sólo le acarrearían disgustos. Así, en 1575 embarca en Nápoles, junto con su hermano Rodrigo, en una flotilla de cuatro galeras que parten rumbo a Barcelona, con tan mala fortuna que una tempestad las dispersa y precisamente El Sol, en la que viajaban Cervantes y su hermano, es apresada, ya frente a las costas catalanas, por unos corsarios berberiscos al mando del renegado albanés Arnaut Mamí. Los cautivos son conducidos a Argel y Miguel de Cervantes cae en manos de Dalí Mamí, apodado "El Cojo", quien, a la vista de las cartas de recomendación del prisionero, fija su rescate en 500 escudos de oro, cantidad prácticamente inalcanzable para la familia del cirujano. Se inicia, así, el período más calamitoso de su vida: cinco años largos de cautiverio en las mazmorras o baños argelinos, que dejarían una huella indeleble en la mente del escritor -normalmente traducida en una continua exaltación de la libertad-, "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres" (Quijote, II, 58). a la vez que alimentarían numerosas páginas de sus obras, desde La Galatea al Persiles, pasando por El capitán cautivo del primer Quijote, y sin olvidar El trato de Argel ni Los baños de Argel. Sin embargo, Cervantes aprendió pronto a tener «paciencia en las adversidades», y el «soldado aventajado» no se dejaría doblegar ni abatir fácilmente, como nos consta por la información hecha sobre el cautiverio y por los testimonios recogidos en la Topografía e historia general de Argel, de Diego de Haedo. Muy al contrario, llevó a cabo hasta cuatro intentos de fuga, todos fallidos, pero que prueban sobradamente su temple valiente y su nobleza de ánimo: "Ya en 1576 huye con otros cristianos rumbo a Orán, pero el moro que los guiaba los abandonó y hubieron de regresar a Argel. Al año siguiente, se encierra con catorce cautivos en una gruta del jardín del alcaide Hasán, donde permanecen cinco meses en espera de que su hermano Rodrigo, rescatado poco antes, acuda a su liberación. Un renegado apodado "El Dorador" los traiciona y son sorprendidos en la gruta: Cervantes se declara el único responsable, lo que le vale ser cargado de grillos y conducido a las mazmorras del rey. En 1578 dirige unas cartas a don Martín de Córdoba, general de Orán, para que les envíe algún espía que los saque de Argel, pero el moro que las llevaba es detenido y empalado, en tanto que Cervantes, el responsable, es condenado a recibir 2000 palos, que, sin duda, nunca le dieron. Sin cejar en el empeño, dos años después procura armar una fragata en Argel para alcanzar España con unos sesenta pasajeros. De nuevo una delación, realizada por el renegado Blanco de Paz, hace fracasar la empresa y Cervantes, otra vez, se declara el máximo responsable y se entrega a Hasán, quien le perdona la vida y lo encarcela en sus propios baños". Desde luego, tan «ejemplar y heroica» conducta merece toda nuestra admiración y elogios, pero ello no es óbice para ocultar lo sorprendente que resulta el trato de favor dispensado por los turcos a nuestro preso, máxime cuando andaba de por medio Hasán Bajá, de cuya crueldad tenemos sobradas pruebas, dispuesto siempre a indultarlo y capaz de pagarle a Dalí Mamí los 500 escudos de oro que pedía por él. Razones hay evidentes para sospechar una relación personal muy especial entre el cautivo y el gobernador de Argel, sin que conozcamos exactamente de qué tipo, ni siquiera recurriendo a las maledicencias de Juan Blanco de Paz. En modo alguno podemos dar por sentada la hipótesis, tan aireada recientemente a la búsqueda del sensacionalismo, de que Cervantes mantuviese relaciones homosexuales con Hasán, basándonos en su oscura relación con las mujeres y en la condición sodomítica del segundo. De cualquier modo, «tanto monta, monta tanto...». Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que, pese a las calamidades, encontró tiempo para redactar algunos poemas laudatorios, dedicados a dos compañeros de esclavitud (Bartolomeo Ruffino y Antonio Veneziano) y, en caso de que fuese suya, la "Epístola a Mateo Vázquez". Por fin, el 19 de septiembre de 1580, cuando Cervantes estaba a punto de partir en la flota de Hasán Bajá hacia Costantinopla, los trinitarios fray Juan Gil y fray Antón de la Bella pagan el monto del rescate y nuestro autor queda en libertad. El 27 de octubre llega a las costas españolas y desembarca en Denia (Valencia): su cautiverio ha durado cinco años y un mes. Se encuentra en Madrid con una familia arruinada e intenta en seguida valerse de las «cartas de recomendación» para conseguir algún nombramiento oficial, pero no logra sino una oscura misión en Orán, llevada a cabo a mediados de 1581, desde donde se traslada a Lisboa para dar cuenta a Felipe II del resultado. No ceja en su aspiración a alguna vacante en Indias y, en 1582, dirige una solicitud a Antonio de Eraso, que le es denegada. Nunca le serían recompensados sus méritos militares. Pese a ello, estos son años relativamente felices y aun triunfales. Con la alegría del regreso y el orgullo imperialista, Cervantes se dedica de lleno a las letras. Se integra perfectamente en el ambiente literario de la Corte, mantiene relaciones amistosas con los poetas más destacados (Laýnez, Figueroa, Padilla, etc.) y se dedica a redactar La Galatea -donde figuran como personajes buena parte de estos autores-, que vería la luz en Alcalá de Henares, en 1585. Simultáneamente, sigue de cerca la evolución del teatro, acelerada por el nacimiento de los corrales de comedias, y se empapa en las obras de Argensola, Cueva, Virués, etc., llevando a cabo una actividad dramática muy fecunda no ajena al éxito: "compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas" (prólogo a Ocho comedias). De ellas sólo conservamos El trato de Argel, La Numancia y, si admitimos su paternidad, la recién atribuida Conquista de Jerusalén. También conocemos un contrato firmado en 1585 con Gaspar de Porres, referente a dos piezas perdidas: El trato de Constantinopla y La Confusa. Entre tanto, queda tiempo para el amor. A través del mundillo teatral, se relaciona con Ana de Villafranca, o Ana Franca de Rojas (casada con Alonso Rodríguez, que tenía taberna en la calle Tudescos), de quien nacería, en 1584, la única descendiente de nuestro autor: Isabel, con el tiempo apellidada de Saavedra. Pese a ello, Cervantes viaja en seguida a Esquivias para entrevistarse con Juana Gaitán, viuda de su amigo Pedro Laýnez, e intentar publicar sus obras. Allí conoce a Catalina de Palacios, con cuya hija de diecinueve años, Catalina de Salazar, contrae matrimonio, hacia sus treinta y ocho, el 12 de diciembre de ese mismo año. De momento, se instala con su esposa en Esquivias, pero los viajes continuos irán en aumento y, pasados tres años, el marido abandonará a su esposa para no reunirse con ella definitivamente hasta principios del XVII. En 1587 aparece instalado en Sevilla, donde, al fin, obtiene, por mediación de Diego de Valdivia, el cargo de comisario real de abastos para la Armada Invencible, al servicio de los sucesivos responsables de la provisión de las galeras reales: Antonio de Guevara, Miguel de Oviedo y Pedro de Isunza; años después sería encargado de recaudar las tasas atrasadas en Granada, habiéndole denegado una vez más el oficio en Indias («Busque por acá en qué se le haga merced») que volvió a solicitar en 1590. Tan miserables empleos lo arrastrarían a soportar, hasta finales de siglo, un continuo vagabundeo mercantilista por el sur (Écija, La Rambla, Castro del Río, Cabra, Úbeda, Estepa, etc.), sin lograr más que disgustos, excomuniones, denuncias y algún encarcelamiento (Castro del Río, en 1592, y Sevilla, en 1597), al parecer siempre injustos y nunca demasiado largos. Como contrapartida, el viajero entrará en contacto directo con las gentes de a pie, y aun con los bajos fondos, adquiriendo una experiencia humana magistralmente recreada en sus obras. Tan largo período administrativo, lleno de sinsabores, lo aparta del quehacer literario: «Tuve otras cosas en que ocuparme, dejé la pluma y las comedias» (prólogo a Ocho comedias), pero sólo relativamente. El escritor se mantiene en activo: como poeta, sigue cantando algunos de los sucesos más sonados (odas al fracaso de la Invencible, soneto al saqueo de Cádiz o «Al túmulo de Felipe II» y numerosas composiciones sueltas aparecidas en obras de otros autores); como dramaturgo, se compromete en 1592 con Rodrigo Osorio a entregarle seis comedias, que no cobraría si no resultaban de las mejores, entre las cuales han de contarse varias de las incluidas en el tomo de 1615; como novelista, redacta varias novelas cortas (El cautivo, Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño, etc.) y, mucho más importante, esboza nada menos que la primera parte del Quijote y, quizá, el comienzo del Persiles. Ello explica su increíble fecundidad editorial en los últimos años de su vida. Con el comienzo de siglo, Cervantes se despide de Sevilla y sólo sabemos de él que anda dedicado de lleno al Quijote, seguramente espoleado por el éxito alcanzado por Mateo Alemán con la primera parte del Guzmán de Alfarache (1599). El hecho es que en 1603 el matrimonio Cervantes se instala en Valladolid, nueva sede de la Corte con Felipe III, en el suburbio del Rastro de los Carneros, junto al hospital de la Resurrección, rodeado de la parentela femenina: sus hermanas Andrea y Magdalena, su sobrina Constanza, hija de la primera, su propia hija Isabel y, por añadidura, una criada, María de Ceballos. Todas estaban bien experimentadas en los desengaños amorosos, aunque debidamente cobrados, con los hombres. Cabe pensar que el escritor, sin oficio ni beneficio, se refugiase al arrimo de sus parientas, pero eso no autoriza a hablar de gineceos ni de comercios carnales, como últimamente se viene postulando. A principios de 1605, de forma un tanto precipitada, ve la luz El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en la imprenta madrileña de Juan de la Cuesta, a costa de Francisco de Robles, con un éxito inmediato y varias ediciones piratas, por lo que Juan de la Cuesta inicia la segunda edición al poco tiempo. Pero la alegría del éxito se vería turbada en seguida por un nuevo y breve encarcelamiento, ahora ordenado sediciosamente por el alcalde Villarroel, motivado por el asesinato de Gaspar de Ezpeleta a las puertas de los Cervantes, en cuyo proceso la familia queda acusada de llevar vida licenciosa ("Las Cervantas"). De nuevo tras la Corte, Cervantes se traslada a Madrid en 1606, donde luego se instalará en el barrio de Atocha. Todavía queda mucha literatura por publicar, pero la edad empieza a no estar ya «para burlarse con la otra vida» (prólogo a las Novelas ejemplares). Se dedica exclusivamente a escribir y pronto ingresa en la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento del Olivar, mientras que la muerte se ceba en sus parientes: Andrea, Magdalena e Isabel Sanz, su nieta, mueren en torno a 1609. Tan sólo intenta, en 1610, acompañar al conde de Lemos a Nápoles, pero Lupercio Leonardo de Argensola, encargado de reclutar la comitiva, lo deja fuera, lo mismo que a Góngora. Tan sólo queda la recta final: un par de mudanzas, primero a la calle Huertas y luego a la de Francos, la asistencia a las academias de moda, como la del conde de Saldaña, en Atocha, y el ingreso en la Orden Tercera de San Francisco. Amparado en su prestigio como novelista, se centra pacientemente en su oficio de escritor y va redactando gran parte de su producción literaria, aprovechando títulos y proyectos viejos. Tras ocho años de silencio editorial desde la publicación de la novela que lo inmortalizaría, publica una verdadera avalancha literaria: Novelas ejemplares (1613), Viaje del Parnaso (1614), Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados (1615) y Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (el mismo año). La lista se cerraría, póstumamente, con la aparición, gestionada por Catalina, de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional (1617). Pero Cervantes estaba gravemente enfermo de hidropesía y, en 1616, sus días tocaban ya a su fin: el 18 de abril recibe los últimos sacramentos; el 19 redacta, «puesto ya el pie en el estribo», su último escrito: la sobrecogedora dedicatoria del Persiles; el 22, poco más de una semana después que Shakespeare, el autor del Quijotefallece y es enterrado al día siguiente, con el sayal franciscano, en el convento de las Trinitarias Descalzas de la actual calle de Lope de Vega. Sus restos mortales se perdieron, pero «dejónos harto consuelo su memoria» y su literatura. Obra. Sin afanes de polígrafo, Miguel de Cervantes cultivó los tres grandes géneros literarios -poesía, teatro y novela- con el mismo empeño, aunque con resultados bien distintos. La historia literaria ha respetado siempre la evaluación adelantada por sus contemporáneos: fue menospreciado como poeta, cuestionado como dramaturgo y admirado como novelista. Poesía La producción poética cervantina ocupa un espacio considerable en el conjunto de su obra, se halla diseminada a lo largo y ancho de sus escritos y recorre su biografía desde sus inicios literarios hasta el Persiles. Responde a una vocación profunda, cultivada ininterrumpidamente, aunque no siempre con la inspiración necesaria, según dejó sentado el propio poeta en el Viaje del Parnaso: "Yo, que siempre trabajo y me desvelo por parecer que tengo de poeta la gracia que no quiso darme el cielo”. Dejando de lado los poemas incluidos en las obras mayores, donde no escasean los logros ocasionales, está integrada por numerosas composiciones sueltas, normalmente de circunstancias (conmemorativas, fúnebres, laudatorias o satíricoburlescas), y por un largo poema menipeo con perfiles auto biográficos: el Viaje del Parnaso. Las poesías sueltas se inician con cinco piezas, de corte garcilasista, dedicadas a Isabel de Valois: un soneto (1567) laudatorio por el nacimiento de su hija Catalina («Serenísima reina, en quien se halla»), y los cuatro poemas conmemorativos de su muerte, publicados por López de Hoyos en 1569, entre los que destaca una larga elegía («¿A quién irá mi doloroso canto»). A los años del cautiverio corresponden dos sonetos laudatorios, no carentes de habilidad, dedicados a los italianos Bartolomeo Ruffino di Chiambery («¡Oh cuán claras señales habéis dado») y a Antonio Veneziano («Si, ansí como de nuestro mal se canta»), y la celebrada "Epístola a Mateo Vázquez" («Si el bajo son de la zampoña mía»), en tercetos encadenados logradísimos, aunque no está nada clara su atribución. Tras su regreso, el poeta no escatimaría nunca poemas laudatorios destinados a las obras de sus amigos (Juan Rufo, López Maldonado, Alonso de Barros, Pedro de Padilla... e incluso a Lope de Vega), que no ofrecen mayor interés. Mucho más logradas están las dos canciones dedicadas a la Invencible (1588), todavía impregnadas de imperialismo («Bate, Fama veloz, las prestas alas» y «Madre de los valientes de la guerra»), y el acabado romance pastoril de "Los celos" («Hacia donde el sol se pone»). Las joyas de este conjunto están representadas por dos sonetos de trasfondo histórico y de tono burlesco: uno («Vimos en julio otra Semana Santa») dedicado a ridiculizar la entrada de las tropas españolas en Cádiz, en 1596, al mando del duque de Medina-Sidonia, cuando ya se habían retirado los ingleses, tras haber saqueado a la ciudad durante veinticuatro días; otro («¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza»), reputado por Cervantes como «honra principal de mis escritos», no menos irreverente, destinado a poner en solfa la majestuosidad del túmulo levantado en Sevilla en 1598 con motivo de la muerte de Felipe II (un «valentón» allí presente reacciona así: «Esto oyó un valentón y dijo: -¡Es cierto / lo que dice voacé, seor soldado, / y quien dijere lo contrario miente! / Y luego encontinente / caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada»). El Viaje del Parnaso (1614) es el único poema narrativo extenso de Cervantes. Hecho a imagen y semejanza del Viaggio di Parnaso (c. 1578), de Cesare Caporali di Perugia, como declara el propio autor, se inscribe en la tradición satíricoalegórica menipea, de ascendiente clásico, medieval y erasmista. Narra autobiográficamente, en ocho capítulos, un viaje fantástico al monte Parnaso, a bordo de una galera capitaneada por Mercurio, emprendido por muchos poetas buenos con el fin de defenderlo contra los poetastros. Reunidos allí con Apolo, salen victoriosos de la batalla y el protagonista regresa mágicamente a su morada. La aventura se completa con la "Adjunta al Parnaso", donde Pancracio de Roncesvalles entrega a Miguel dos cartas de Apolo con las que se cierra la adenda. Realmente, el viaje alegórico se rellena con la enumeración y evaluación de unos ciento treinta poetas contemporáneos, tal y como se había hecho en el «Canto de Calíope» de La Galatea, mientras que la "Adjunta" incluye unas «ordenanzas», al modo quevedesco, contra los poetas. Lo importante es notar, por un lado, que la primera persona responde a un planteamiento claramente pseudoautobiográfico, imbuido de evocaciones relacionadas con la vida de su autor, gracias a las cuales el Viaje termina convertido en un verdadero testamento literario y espiritual; por otro, que el poema despliega, como obra de madurez, los mejores recursos literarios cervantinos: humor, ironía, perspectivismo, etc. Teatro —Comedias y tragedias— También el teatro fue cultivado por Miguel de Cervantes con asiduidad y empeño vocacional: «desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula» (Quijote, II, 11). Se dedica a él desde sus inicios literarios, tras volver del cautiverio, hasta sus últimos años, de modo que la cronología de sus piezas abarca desde comienzos de los 80 hasta 1615, dejando escasos períodos inactivos. No obstante, la mayoría de los estudiosos tiende a agrupar sus creaciones en dos o tres épocas, separadas por la etapa andaluza como recaudador y por los años dedicados a la publicación del primer Quijote. Realmente se trata de una ocupación permanente, siempre a vueltas con empresarios y libreros, sobre la que sólo puede asegurarse la diferente aceptación recibida: si en los comienzos se vio aplaudida y coronada por el éxito (La Numancia y El trato de Argel, al menos), al final sería rechazada y confinada a la imprenta (Ocho comedias y ocho entremeses). Al menos, así lo cuenta el propio dramaturgo: "Se vieron en los teatros de Madrid representar Los tratos de Argel, que yo compuse; La destruición de Numancia y La batalla naval [...]; compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas. Tuve otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica [...]. Algunos años ha que volví yo a mi antigua ociosidad, y, pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese [...]. En esta sazón me dijo un librero que él me las comprara si un autor de título no le hubiera dicho que de mi prosa se podía esperar mu cho, pero que, del verso, nada [...]. Aburríme y vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece (prólogo a Ocho comedias)". Desafortunadamente, de aquellos tiempos gloriosos sólo se nos han conservado los dos títulos ya mencionados y, si es suya, La conquista de Jerusalén, recientemente descubierta y atribuida a Cervantes. Hay que recurrir a los contratos con Porres y Osorio y a otros pasajes del autor para ampliar la lista de supuestos títulos, hoy perdidos: El trato de Costantinopla y muerte de Selim, La confusa, La gran turquesca, La batalla naval, La Jerusalén, La Amaranta o la del mayo, El bosque amoroso, La Única, La bizarra Arsinda y El engaño a los ojos. Claro que cabe la posibilidad de que algunos estén remozados en el volumen de 1615. Aunque no suman las veinte ni las treinta, unidas a las ocho impresas y a los entremeses, dan una idea clara de la atención prestada por Cervantes al género. Paralelamente, la crítica suele asociar esa periodización a una trayectoria preceptiva que evolucionaría desde el apego a las reglas clásicas, tal y como se postulan y defienden en el Quijote (I, 48), hasta la aceptación del Arte nuevo impuesto por Lope de Vega, como parece reconocerse al comienzo de la II jornada del Rufián dichoso. Muy al contrario, ni clásico ni novel, Cervantes abordó el teatro siempre con afanes de renovación artística, llegando a presumir de las innovaciones que él mismo introdujo, "Me atreví a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían; mostré, o, por mejor decir, fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con general y gustoso aplauso de los oyentes" (prólogo a Ocho comedias). y nunca claudicó ni ante la cerrazón de los preceptos propia de los años 80, ni ante las arbitrariedades estéticas de los nuevos tiempos. Las licencias aceptadas en el Rufián se explican por necesidades genéricas: «una [jornada] de su vida libre, / otra de su vida grave, / otra de su santa muerte / y de sus milagros grandes» (vv. 1293-96). El resultado sería un conjunto de buceos experimentales, siempre diferentes y singulares, atentos a dar con una fórmula capaz de competir con la comedia nueva. El gran novelista no acabaría de conseguirlo nunca, pero sí nos legó una serie de piezas, un tanto heterogéneas, donde figuran la tragedia, la tragicomedia y la comedia; y dentro de la última, de cautivos, de santos, caballerescas, de capa y espada, etc. Por orden de antigüedad, abren la serie las dos piezas sueltas representadas en la primera época. La más antigua, el Trato de Argel, es una tragicomedia de cautivos ambientada en un trasfondo histórico y costumbrista («trasunto / de la vida de Argel y trato feo», vv. 2534-35), de cuño autobiográfico, que se ve animado por la doble intriga amorosa de Aurelio-Silvia e Yzuf-Zahara. Mucho más relevante es la Tragedia de Numancia, acaso la mejor del género por aquellos años, donde las fuentes históricas (Apianno, Morales, Valera) sobre el cerco se adoban con motivos literarios (Farsalia, Laberinto de Fortuna, Araucana) y se enriquecen ya con vivencias individuales ficticias (madre e hijos, pareja de enamorados, dos amigos), ya con proyecciones alegóricas como el Duero o España. Así, el tema de la libertad defendida a ultranza sale al escenario en multitud de episodios que lo abordan a diferentes escalas: individual, comunitaria, nacional y universal, pero siempre heroicamente. Por eso ha sido tan recurrida en situaciones políticas equiparables. Cronologías inciertas al margen, el tomo de Ocho comedias viene presidido por El gallardo español, otra comedia de cautivos «cuyo principal intento / ha sido mezclar verdades / con fabulosos intentos» (vv. 3132-34); es decir: la resistencia de don Martín de Córdoba en Mazalquivir y Orán, contra el asedio moro, con los enredos amorosos protagonizados por Alimu zel-Arlaja y don FernandoMargarita. Don Fernando servirá como hilo conductor de la mezcla, un tanto novelesca, en la que destaca la comicidad de Buitrago. La casa de los celos y selvas de Ardenia -acaso refundición de El bosque amoroso-, no pasa de torpe incursión, sin mayor mérito que su complicada tramoya, en el mundo caballeresco y pastoril, cuyos motivos más tópicos se representan en escenarios alegórico-mitológicos, poblados por Reinaldos, Rústico, Merlín, Cupido o Castilla. Los baños de Argel se nos presentan extraídos de la cantera histórica: «No de la imaginación / este trato se sacó, / que la verdad lo fraguó / bien lejos de la ficción» (vv. 3082- 85), como ocurría en el Trato de Argel, del que dependen directamente. Pero ahora la distancia ha permitido centrarse en lo estético, acudiendo a modelos librescos, para trazar una acción dinámica y bastante entretenida. El rufián dichoso destaca por ser la única incursión cervantina en la comedia de santos y por el entreacto teórico (vv. 1208-1312) que abre la jornada II, destinado a justificar la alteración de las unidades impuesta por el asunto hagiográfico: la conversión de un joven rufián sevillano que termina como prior en un convento de Méjico y es enterrado en olor de santidad. Amparándose en las fuentes cronísticas, Cervantes logra evitar la inverosimilitud y escalonar perfectamente la evolución interior del personaje en las tres jornadas. La primera, en la Sevilla de Rinconete y Cortadillo y con las gentes del Rufián viudo, destacan sobre las otras dos por su frescura, por su verdad y por su riqueza lingüística. La gran sultana doña Catalina de Oviedo, acaso reelaboración de La gran Turquesca, nos devuelve al ambiente oriental del cautiverio para centrarse en el enamoramiento casi bufo que el Gran Turco tributa a Catalina de Oviedo: está dispuesto a contraer matrimonio dejándola seguir su fe. La parodia bufa se enriquece con motivos literarios, como los enredos entre Clara y Lamberto, y con la cuidada elaboración de Madrigal, casi un «gracioso» al modo de la comedia nueva. También el Laberinto de amor podría entenderse como adaptación de una obra temprana: La Confusa, reputada por Cervantes como «buena entre las mejores» dentro de las «comedias de capa y espada» ("Adjunta al Viaje del Parnaso"). Pese a ello, no pasa de escenificar «disparates» y «marañas» (vv. 3076-77) de amor caballeresco, ciertamente organizadas en confusión laberíntica: Dagoberto-Rosamira, Manfredo-Julia y Anastasio-Porcia, protagonizan tres intrigas, situadas en el mismo plano, sin que ninguna opere como acción principal organizadora del conjunto. Mucho más interesante es La entretenida, también de capa y espada, pensada como parodia de los tópicos propios del arte nuevo: «que acaba sin matrimonio / la comedia Entretenida» (vv. 3086-87). Con esa meta, toda la intriga depende del engaño como eje central, en torno al que se elaboran una serie de variantes: el equívoco de Marcela, que se cree amada por su propio hermano, y de don Ambrosio, que confunde al destinatario de su pasión; la impostura de Cardenio, que usurpa la personalidad de don Silvestre de Almendárez, con tal de ganarse a Marcela, y el doblez de Cristina, que incita simultáneamente a Ocaña, Torrente y Quiñones. En fin, Pedro de Urdemalas cierra el volumen porque, además de cuestionar la fórmula de Lope de Vega, supera sus convenciones: «Destas impertinencias y otras tales / ofreció la comedia libre y suelta» (3177-78). En efecto, aquí no hay parejas de amantes ni de criados al servicio de lances convencionales que suelen acabar en boda («y verán que no acaba en casamiento», v. 3169), sino un personaje folklórico central con las suficientes dotes de tracista como para armonizar un sin fin de episodios multiformes: consultas iniciales en retablo entremesil, vida de los gitanos, peripecia vital de Belica, festividad de San Juan, representación final, etc. Es el mejor Cervantes, aquí capaz incluso de adobar sus más diversas experiencias literarias, ofreciendo ecos de La Gitanilla, El coloquio de los perros, los juicios sanchopancescos en Barataria del Quijote, La guarda cuidadosa, La elección de los alcaldes de Daganzo, etc. Entremeses. Capítulo aparte merecen los ocho entremeses, aunque tampoco fueran representados. Las «reglas» al margen, Cervantes los aborda en absoluta libertad, tanto formal como ideológica, desplegando por entero su genialidad creativa para ofrecernos auténticas joyitas escénicas, cuya calidad artística nadie les ha regateado. Logra ocho «juguetes cómicos», protagonizados por los tipos ridículos de siempre (bobos, rufianes, vizcaínos, estudiantes, soldados, vejetes, etc.) y basados en las situaciones convencionales, pero enriquecidos y dignificados con lo más fino de su genio creativo (ironía, vida-literatura, apariencia-realidad...), de modo que salen potenciados hasta alcanzar cotas magistrales de trascendencia ilimitada. Entre burlas y veras, con la permisividad inherente al cuadro bufo, el manco de Lepanto no deja de poner en solfa los más sólidos fundamentos de la mentalidad áurea. Así, la relación matrimonial se aborda desde múltiples perspectivas siempre irrisorias, pero sin olvidar su lado más oscuro: cuatro parejas ridículas desfilan ante El juez de los divorcios, sin conseguir la separación, pese a que sus matrimonios son verdaderos infiernos, por aquello de que «más vale el peor concierto / que no el divorcio mejor»; Trampagos es objeto de lamentaciones bufonescas, debido a su viudez, en El rufián viudo, lo que se aprovecha para dar vida al personaje quevedesco de Escarramán («Ya salió de las gurapas / el valiente Escarramán»); un soldado andrajoso y un sota-sacristán bobo pretenden casarse con una doncellita, ofreciéndole presentes ridículos, en La guarda cuidadosa, que se nos ofrece como divertidísima parodia del viejo tópico de las armas y las letras; pero, curiosamente, Cristina elige al sacristán por razones económicas («Ya no se estima el valor, / porque se estima el dinero»), en tanto que el soldado queda: «sólo en los años viejo, / y se halla sin un cuarto / porque ha dejado su tercio»; La cueva de Salamanca se maneja como escenario folklórico singularmente idóneo para dar vida a las trapacerías de un estudiante tracista y un «sacridiablo» contra el pobre Pancracio, arquetipo del cornudo y contento tradicional; en fin, la malicia de una vecina posibilita la burla cruel que se le hace a Cañizares en El viejo celoso cuando, víctima de sus celos, como El celoso extremeño, atiende tras la puerta al adulterio de su esposa Lorenza («¡Si supieses qué galán me ha deparado la buena suerte! Mozo, bien dispuesto, pelinegro, y que le huele la boca a mil azahares»). Más inocuo desde este punto de vista, El vizcaíno fingido trasciende las gracias lingüísticas del tipo zafio para ofrecer un timo elaboradísimo desde el punto de vista escénico. En otro orden de cosas, tras la ridícula defensa que hacen de sus méritos, ninguno de los candidatos (Berrocal, Humillos, Jarrete y de la Rana) obtiene la vara en La elección de los alcaldes de Daganzo, pues ésta queda interrumpida por la aparición de un sotasacristán que acaba manteado; añádanse dos detalles al desenlace abierto: Pedro de la Rana sostiene un programa ejemplar, donde se denuncian las arbitrariedades de la justicia («mi vara no sería tan delgada / como las que se usan de ordinario»), y es el brazo eclesiástico el que interfiere en el gobierno de la «república» («¿Quién te mete / a ti en reprehender a la justicia? / ¿Has tú de gobernar a la república?»). Y todo por este camino, para llegar al final con el Retablo de las maravillas, que se alza como la pieza maestra indiscutible de la serie por su interés tanto estético como ideológico: el mayor de los puntales de la sociedad barroca, la pureza de sangre, o si se prefiere, la condición de cristiano viejo, se echa por tierra, y aun se reduce a la nada, cuando de ella depende la contemplación («que ninguno puede ver las cosas que en él [retablo] se muestran, que tenga alguna raza de confeso») de un fantástico retablo, fabricado por el sabio Tontonelo, donde no hay más espectáculo que el representado por los espectadores, víctimas estúpidas de sus prejuicios casticistas, aunque no por ello dejan de anular los límites entre realidad y ficción, sobre todo cuando confunden a un Furrier con una marioneta («dice el Alcalde que lo que manda Su Majestad lo manda el sabio Tontonelo»). Narrativa Si en materia poética y teatral sus méritos resultan cuestionables, cuando de la novela se trata, Miguel de Cervantes está considerado, sencillamente, como el creador de la novela moderna. En este género, sin acotar por las poéticas, encontraría el espacio suficiente para plasmar su compleja visión de las cosas, acertando de lleno en la elaboración de una fórmula literaria magistral, ya reconocida por sus contemporáneos y admirada por los mejores novelistas universales de todos los tiempos. En ella cuajarían sus títulos más grandiosos: tras la concesión a la moda pastoril de La Galatea (1585), El ingenioso hidalgo (1605), las Novelas ejemplares (1613), la Segunda parte del ingenioso caballero (1615) y, póstumamente, la Historia de los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617). El genial escritor había hallado, por fin, su acomodo intelectual y, consciente de ello, renovó todos los géneros narrativos de su tiempo (caballeresca, pastoril, bizantina, picaresca, cortesana, etc.), atreviéndose, incluso, a «competir con Heliodoro», el novelista griego por antonomasia. Para llevar a cabo tan ambiciosa empresa no contaba con más guía que su genio creativo, pues la novela se entendía por entonces a la italiana, como relato breve, y no estaba contemplada teóricamente en las retóricas. La fórmula novelesca empleada hay que ir a buscarla a sus propias obras, y no pasa de unas cuantas claves que han sido inteligentemente sistematizadas por Riley: verismo poético de los hechos, admiración de los casos, verosimilitud de los planteamientos, ejemplaridad moral, decoro lingüístico, etc. Son los mismos principios, por otro lado, que rigen en el resto de sus creaciones, siempre situadas en esa franja mágica que queda a caballo entre la vida y la literatura, la verdad y la ficción, la moral y la libertad... Sin más recursos, Cervantes inventa un realismo fascinante, bautizado por Blanco Aguinaga como «prismático», donde sólo se salvaguarda el perspectivismo y la libertad de enfoque de quien habla, para mayor asombro y convencimiento de los que escuchamos. La Galatea. La Galatea responde ya a ese universo creativo, aunque, obra primeriza, lo ofrece sólo en esbozo. En buena medida, supone una concesión al género de moda, los «libros de pastores» que llama López Estrada, cuando el recién rescatado, que se codea con el mundillo literario de los años 80, se adentra en la literatura dispuesto a publicar su primer libro. En la línea de la bucólica clásica, con Teócrito y Virgilio a la cabeza, pasando por las églogas renacentistas, y a la zaga de La Arcadia de Sannazaro, el género había alcanzado gran éxito en castellano gracias a las novelas de Montemayor (La Diana, 1559), Gil Polo (La Diana enamorada, 1564) o Gálvez de Montalvo (El pastor de Fílida, 1582). Cervantes se adentra en él, con ganas y entusiasmo, para ofrecernos sólo la Primera parte de una historia que nunca continuaría, aunque no dejó de anunciar su segunda parte (así, en los prólogos de Ocho comedias y Quijote II), incluso desde el lecho de muerte (dedicatoria al Persiles). Lo que sí haría es retomar ocasionalmente el mundo pastoril en varios pasajes del Quijote (Grisóstomo y Marcela, I, 11-14, o la «Arcadia fingida», II, 58), cuyo protagonista moriría con las ganas de convertirse en el pastor Quijotiz, en la Casa de los Celos o en el Coloquio de los perros. La novela entera gira en torno a la pastora Galatea, de cuya hermosura y honestidad están enamorados dos amigos, Elicio y Erastro, sin que ninguno de ellos pase de manifestarle su admiración a lo largo de toda la obra, hasta que, al final, su padre decide casarla con un portugués y el más favorecido, Elicio, se muestra dispuesto a impedirlo por la fuerza. Ese argumento, estático y antinovelesco donde los haya, se rellena con multitud de peripecias incorporadas por los muchos personajes que van llegando al escenario bucólico, cada uno de los cuales relata su peripecia vital (Lisandro-Leonida, Artidoro-Teolinda, Timbrio-Nísida, etc.). Además, se completa con un largo debate filosófico sobre el amor, mantenido por Tirsi y Lenio (IV), donde se airea la filosofía del amor propia del humanismo renacentista imperante, y con el «Canto de Calíope» (VI), especie de censo actualizado de los poetas españoles distribuido por regiones (Castilla, Andalucía, Aragón, Valencia, etc.). Por supuesto, el conjunto se agranda y adorna con el «cancionero», de corte marcadamente garcilacista y petrarquista, que constituyen las cerca de noventa composiciones poéticas recitadas por los personajes, y con la égloga incluida en el libro III. Evidentemente, Cervantes se atiene en buena medida a los patrones ideológicos y compositivos más típicos del género: a) Recrea el locus idílico inherente a la pastoral, aquí ubicado a las orillas del Tajo, donde impera una concepción del amor neoplatónica (amor, belleza, Dios) y petrarquista (sentimiento, contrastes), dependiente de los tratados de León Hebreo (Diálogos de amor) y de Pietro Bembo (Los Asolanos). b) Practica su «clave» histórica, facilitando la identificación real de varios personajes, entre los que se encuentra el autor: Francisco de Figueroa (Tirsi), Pedro Laínez (Damón), Cervantes (Lauso), Diego Hurtado de Mendoza (Meliso), Luis Gálvez de Montalvo (Siralvo), Mateo Vázquez (Larsileo), don Juan de Austria (Astraliano) y Felipe II («rabadán mayor»). c) Focaliza el relato en un escenario central, siempre ocupado por los protagonistas (Galatea-Elicio), al que van entrando y saliendo los personajes secundarios con las respectivas historias. d) Concibe la novela desde un enfoque misceláneo, capaz de albergar disquisiciones filosóficas, églogas enteras, cancioneros poéticos y capítulos de historia literaria. e) Emplea un lenguaje marcadamente culto. Pero Cervantes llevaría para siempre las riendas de la novela, y ya desde los comienzos abordó el género con aires de novedad, sin atenerse al ciento por ciento a su configuración tradicional: ese mundo convencional e idílico se ve turbado, al comienzo mismo, por el acuchillamiento de Carino, llevado a cabo por Lisandro, inaugurando así una larga serie de traiciones, venganzas y asesinatos un tanto extraños en el escenario idílico; paralelamente, la decisión final del padre de Galatea de casarla con un portugués añade una proyección política de oposición al gobierno de Felipe II, impropia de la pastoril. Así, en su configuración miscelánea, La Galateaintenta plantear ya el problema vida/literatura, pero con resultado fallido; en palabras de Avalle-Arce: «Hay demasiada literatura para que esto pueda ser vida, y un exceso de vida que la aleja del idealismo del género». No extraña que el propio autor, cuando el escrutinio del Quijote (I, 6) la salvase del fuego sólo provisionalmente: "Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega". Muchos años después, Berganza casi la quemaría al parodiar su falta de realismo en el Coloquio de los perros. El Quijote. La obra maestra de Cervantes y una de las más admirables creaciones del espíritu humano. Es una caricatura perfecta de la literatura caballeresca, y sus dos personajes principales, Don Quijote y Sancho Panza, encarnan los dos tipos del alma española, el idealista y soñador, que olvida las necesidades de la vida material para correr en pos de inaccesibles quimeras, y el positivista y práctico, aunque bastante fatalista. Esta apreciada joya de la literatura castellana ha sabido conquistar al mundo entero, y es quizá, con la Biblia, la obra que se ha traducido a más idiomas, pasando a ser sus personajes, verdaderos arquetipos de categoría universal. Las Novelas ejemplares. Los «doce cuentos» incluidos en el tomo de las Novelas ejemplares de 1613 recogen una tarea narrativa que arranca muy de atrás; al menos algunos de ellos, Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño, estaban ya escritos hacia 1600. Pero el Cervantes que los agrupa, retoca y completa, cuatro años antes de su muerte, es ya el autor del Quijote. Seguro de su talla como prosista de creación, despliega en ellos un muestreo novelesco de lo más variopinto que nos ofrece -no sin alardes- con aires de primicia desde su prólogo: «yo soy el primero que he novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas estranjeras, y éstas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma». Además, parecen concebidas con un marcado afán de ejemplaridad: «y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso». Quizá se trate sólo de «doce cuentos ejemplares», lo mismo que el Quijote era una simple parodia de los libros de caballerías; pero, salidos de la pluma del Cervantes maduro, las complicaciones son muchas. El volumen comprende, en efecto, doce títulos (La Gitanilla, El amante liberal, Rinconete y Cortadillo, La española inglesa, El licenciado Vidriera, La fuerza de la sangre, El celoso estremeño, La ilustre fregona, Los dos doncellas, La señora Cornelia, El casamiento engañoso y La de los perros Cipión y Berganza), pero el último de ellos está engastado en el anterior de forma indisoluble: el Coloquio se inserta como lectura llevada a cabo por uno de los personajes del Casamiento, de modo que éste se cierra una vez terminado aquél. Realmente se trata de once novelitas, que se ofrecen como doce para cuadrar el número y, más posiblemente, para dotar de verosimilitud al juego de espejos perspectivístico logrado con en engaste: el licenciado Peralta lee, desde el Casamiento, la transcripción hecha por un alférez sifilítico de la conversación mantenida por dos perros, Cipión y Berganza, durante una noche (Coloquio) mientras él se hallaba convaleciente en un hospital. Da igual que los perros hablasen o no: milagrosamente, la ficción se ha hecho verdad literaria en la lectura. El título doce es la última novelita, pero el volumen se cierra con el once. Once o doce, el hecho es que los títulos incluidos están pensados como muestreo genérico dentro de la tradición italiana del relato breve. En sus páginas se recrea y se pasa revista a la práctica totalidad de las modalidades propias de esa corriente: bizantina, picaresca, gnómica, cortesana, lucianesca, etc. Aparentemente, son relatos independientes, escritos al margen de la colección, que suelen clasificarse por sus planteamientos idealistas o realistas, por sus temas (amor, matrimonio, picaresca) o por su lenguaje más o menos culto, cuando no se arbitran distribuciones matemáticas rayanas en la incoherencia. Sin embargo, las novelitas parecen estar presididas por un marco implícito que establece múltiples interrelaciones (simetrías, variaciones o contrastes) entre ellas, ya sean genéricas, temáticas, ambientales, lingüísticas, etc. Todas ellas se verán recapituladas en el Coloquio de los perros, al que llegan ecos de La Gitanilla, del Rinconete, de la Ilustre, etc., para hacernos volver a considerar la «mesa de trucos» que supone la colección y su compleja organización laberíntica. Así distribuidos, los doce relatos responden al patrón de la novella italiana, aquí recreada con afanes de verdadera renovación literaria. De resultas, el género breve sale enriquecido y dignificado, pues, sin esquivar las situaciones moralmente comprometidas que le eran propias, se plantean y resuelven siempre de manera «ejemplar». Es una ejemplaridad -y en ella radica la piedra de toque del volumenun tanto peculiar: atendemos a toda suerte de engaños, traiciones, violaciones y actos inmorales en general, los cuales atentan directamente contra la moral establecida en la época y, desde luego, contra la finalidad de la literatura fijada en Trento. Hay que denominarla, si queremos comprenderla, simplemente «cervantina»: ambigua, irónica y eutrapélica, desde un punto de vista moral; admirable y verosímil, desde un enfoque estético. Nada es lo que a primera vista parece, y todo puede terminar siendo lo que nos parece, pero siempre quedaremos admirados por lo extraordinario de los ejemplos y convencidos por la credibilidad de los planteamientos. Los doce cuentos ofrecen, ante todo, una ejemplaridad estética, literaria y novelesca, magistralmente elaborada desde la ética cervantina: La Gitanilla conjuga el mundo nobiliario con el de los gitanos a partir del caso inaudito ocurrido a su protagonista Preciosa: de origen noble, es raptada en su niñez y criada entre gitanos hasta que su gracia y belleza, «únicas y solas», provocan que se enamore de ella don Juan de Cárcamo, llegando a hacerse gitano (Andrés Caballero) como prueba de su amor. El amor sincero y puro de los jóvenes se va aquilatando, entre los hurtos y libertades de los gitanos, hasta que se descubre la verdad y los dos nobles se casan felizmente. El verdadero amor, ajeno a conveniencias y apetitos, queda por encima de códigos nobiliarios y de conductas gitanas: se alza como única verdad. El amante liberal sublima otro caso amoroso, protagonizado por Ricardo y Leonisa, ahora en un ambiente de cautiverio y con un entramado bizantino: tras las peripecias, apresamientos y parejas cruzadas que el género exigía, el amante muestra su generosidad ofreciendo toda su fortuna para rescatar a la amada, que luego ofrece liberalmente a Cornelio, el prometido oficial. La grandeza del comportamiento de Ricardo provoca que Leonisa se le entregue, más allá de convenciones, incondicionalmente como esposa. Rinconete y Cortadillo, aquí en versión retocada a partir del texto Porras de la Cámara, representa el primer atentado de la colección contra la poética del género picaresco, puesto de moda por el Lazarillo, el Guzmán o el Buscón: frente al determinismo derivado del origen vil y al dogmatismo impuesto por el punto de vista único, Cervantes opta por el diálogo festivo mantenido por dos picaruelos, Rincón y Cortado, en ventas y caminos hasta integrarse en el mundo del hampa sevillana. El pesimismo picaresco se ve suplantado por la camaradería de dos pilluelos que acaba en entremés cuando se integran en la cofradía de Monipodio: una congregación, delictiva y piadosa, de hampones que cautiva por sus ordenanzas, memoriales y registros lingüísticos de germanía. La española inglesa retoma el asunto amoroso, en términos no menos admirables que los anteriores, para desarrollarlo en un clima sentimental propio del relato bizantino: Recaredo demuestra la grandeza de su amor por Isabela combatiendo valientemente contra los turcos y aceptándola incluso después de la deformación física que le produce un envenenamiento provocado por la madre de Arnesto, un amante despechado. Gracias a ello, termina casándose con la joven, ya vuelta a su belleza inicial, cuando está a punto de hacerse monja. De nuevo, el amor sincero triunfa asombrosamente, entre diversas peripecias, contra la intriga y mezquindad. El licenciado Vidriera entraña uno de los «ejemplos» más sorprendentes y paradójicos: tras licenciarse en Salamanca, Tomás Rodaja es envenenado por una prostituta, lo que provoca que pierda la razón y llegue a creerse de vidrio («Vidriera»), dedicándose a decir verdades a quien se topa, hasta que la recupera y termina, ya convertido en Tomás Rueda, como soldado en Flandes. Por un lado, Cervantes explota el tema de la locura con la finura propia del Quijote, aprovechándola para endilgar multitud de dichos agudos, no carentes de mordacidad; por otro, enfrenta armas y letras, recurriendo a las primeras como única salida de quien fracasa, ya cuerdo, en las segundas, pese a haber sido aplaudido cuando loco. La fuerza de la sangre termina casando a un noble seductor, Rodolfo, con la joven hidalga Leocadia, a la que había violado, todo gracias a que el abuelo paterno reconoce al nieto nacido de la unión cuando es herido fortuitamente. El planteamiento resulta convencional donde los haya, pues el matrimonio final restaura la afrenta sufrida por la joven, pero no deja de ser nítidamente cervantino: Rodolfo no acepta el matrimonio por razones morales, sino incitado por la lujuria que en él despierta la belleza de la joven. El celoso extremeño, en la línea temática del Curioso impertinente y del Viejo celoso, hace pagar al viejo indiano Carrizales las graves consecuencias de su mezquindad: amparado en su riqueza y atenazado por los celos, somete a su jovencísima esposa a un verdadero encarcelamiento en su casa-fortaleza, lo que no evita que el joven Loaysa logre acceder a su lecho causando un disgusto de muerte al vejestorio. Lo curioso es que, al menos en la redacción definitiva, el adulterio ni siquiera se consuma, pues Leonora logra oponerse al ofensor hasta el agotamiento: ambos quedan dormidos. Por otro lado, Cervantes enriquece el tema de la relación viejo-niña con múltiples referencias simbólicas de ascendencia bíblica, musulmana y mitológica, que lo proyectan a una dimensión universal. La ilustre fregona, a imagen y semejanza de La Gitanilla, se centra en el caso inaudito ocurrido a una muchacha de origen noble, criada en los bajos fondos de un mesón: admirado por su belleza y buena fama, un joven noble, Avendaño, se instala como sirviente, junto con su amigo Carriazo, en el mesón con tal de poder manifestarle su amor verdadero aun considerándola fregona; tras la anagnórisis de rigor, todo acaba felizmente en boda. De nuevo, Cervantes logra desarrollar verosímilmente una historia de amor puro y grandioso en un ambiente marcadamente picaresco que aporta, de la mano de Lope Asturiano, buen número de anécdotas adyacentes. Las dos doncellas y La señora Cornelia participan del mismo planteamiento comediesco y cortesano «de capa y espada»: la primera, con ribetes bizantinos, refiere las peripecias de dos mujeres, Teodosia y Leocadia, engañadas por el mismo hombre, Marco Antonio; aunque el desenlace pasará por el consabido matrimonio, la novelita está concebida como una verdadera «cuestión de amor». La segunda viene definida en el texto como «trágica comedia»: gracias a la generosa ayuda de dos estudiantes españoles, una joven madre soltera, Cornelia, logra casarse con el padre de su hijo, que resulta ser el duque de Ferrara. El casamiento engañoso, como ya adelantamos, cierra magistralmente el volumen, gracias al Coloquio de los perros, que queda enmarcado en su seno: el alférez Campuzano cuenta al licenciado Peralta cómo, metido a burlador de una dama supuestamente rica, da con una harpía que lo deja trasquilado y contagiado de sífilis, lo que le permite escuchar, mientras convalece, el Coloquio mantenido por dos perros. Se nos permite atender a la lectura que del mismo hace el licenciado: Cipión y Berganza, posibles hombres convertidos en perros al nacer por una bruja, se ven dotados del don del habla durante una noche que aprovechan para que Berganza de cuenta de su vida, al hilo de las intervenciones y aun reconvenciones de Cipión. El conjunto entraña uno de los mayores empeños experimentales del Cervantes novelista, a la vez que supone uno de sus más acabados logros, pues termina siendo una verdadera metanovela ejemplarmente construida: lo que realmente nos llega es la lectura que un licenciado hace de un cartapacio copiado por un alférez convaleciente, en el que se recoge la conversación mantenida por dos perros nacidos de una bruja; no cabe juego de espejos más complejo ni más brillante: bajo esas coordenadas, absolutamente todo es posible, hasta el punto de que historia y disparate se funden en cabal armonía. Pero, más deslumbrante todavía, la vida de Berganza sigue de cerca los cánones de la «novela picaresca», aquí invalidados y trascendidos en el desarrollo dialogístico de dos voces, una de las cuales se aprovecha para recortar las desviaciones digresivas propias de aquélla. Gracias a ello, el Coloquio puede adentrarse en ambientes pastoriles, delictivos, marginales... para alzarse como verdadera «comedia humana»: la más realista y, simultáneamente, la más disparatada. El Persiles Aunque publicados póstumamente (1617), Los trabajos de Persiles y Sigismunda bien pudieran ser empresa novelesca iniciada por Cervantes en la última década del XVI. En todo caso, la novela se cierra en el lecho de muerte, «puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte» (Dedicatoria), lo que significa que está acabada por quien se sabe y autoestima como el primer novelista de su tiempo; tanto, que no vacila en medirse con Heliodoro, el autor de Las Etiópicas o la «novela» por excelencia: «Los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza» (Prólogo a Novelas ejemplares). Sin duda, Cervantes pretendía desquitarse de la fama de novelista «cómico» que le había deparado el carácter risible del Quijote y se adentra en el «género bizantino» dispuesto a colmarlo de gravedad y trascendencia. A la zaga, pues, del «modelo griego», ya cultivado en castellano por Núñez de Reinoso (Clareo y Florisea), Jerónimo de Contreras (Selva de aventuras) o Lope de Vega (El peregrino en su patria), Cervantes se atiene aquí a los cánones neoaristotélicos y contrarreformistas propios del género bizantino: un «romance» nítidamente cristiano, tridentino, basado en la figura central del peregrino que se purifica moralmente en su continuo deambular viajero; precisamente el modelo más próximo a la «novela ideal», tal y como se perfila en la primera parte (cap. 47) del Quijote: "Daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas, rencuentros y batallas; pintando un capitán valeroso con todas las partes que para ser tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las astucias de sus enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere. Puede mostrar las astucias de Ulixes, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor, las traiciones de Sinón, la amistad de Eurialio, la liberalidad de Alejandro, el valor de César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad de Zopiro, la prudencia de Catón; y, finalmente, todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos". El resultado es la azarosa peregrinación llevada a cabo por Persiles y Sigismunda: dos príncipes nórdicos enamorados que, haciéndose pasar por hermanos bajo los nombres de Periandro y Auristela, emprenden un viaje desde el Septentrión hasta Roma con el fin de perfeccionar su fe cristiana antes de contraer matrimonio. Como era de esperar, el viaje está entretejido de multitud de «trabajos» (raptos, cautiverios, traiciones, accidentes, reencuentros, etc.), enriquecidos y complicados hasta el delirio por las historias de los personajes secundarios que van apareciendo en el trayecto (Policarpo, Sinforosa, Arnaldo, Clodio, Rosamunda, Antonio, Ricla, Mauricio, Soldino, etc.) y por las jugosas descripciones de los escenarios particularmente de los nórdicos- geográficos. No obstante, la novela está perfectamente unificada tanto estructural como semánticamente. Por una parte, el viaje responde a un itinerario bien preciso que arranca de la Isla Bárbara y termina en Roma, pasando por Irlanda, Portugal y España; se nos ofrece distribuido en cuatro libros, claramente agrupables en dos grandes bloques, con la llegada a Lisboa como eje central: primero, las andanzas por los países nórdicCervantes Saavedra, Miguel de (1547-1616) Bibliografía. Textos. 1. 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SEVILLA ARROYO Enciclopedia Universal Multimedia ©Micronet S.A. 1998 Recuperado de: http://www.lllf.uam.es/~fmarcos/informes/BNArgentina/catalogo/cervante.htm