Subido por Joseph Mitchell Calixto

Escritos Politicos - Diderot Denis

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CLASICOS
POLITICOS
DIDEROT
ESCRITOS
POLITICOS
ESTUDIO PRELIMINAR, TRADUCCION Y NOTAS DE
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
CENTRO DE ESTUDIOS CONSTITUCIONALES
MADRID, 1989
Reservados todos los dererljos
© Centro de Estudios Constitucionales
ÑIPO: 005-89-015-4
ISBN: 84-259-0815-9
Depósito legal: M. 18.343-1989
Imprime: MARASAN, S. A.
ESTUDIO PRELIMINAR
Dedicatoria
A Práxedes Caballero,
de la Razón su rosa.
I.
1.
LA DOCTRINA POLITICA DE DIDEROT
Introducción
El " DlDEROT-político” aún hoy es, posiblemente, el
más incomprendido de todos. Hasta hace poco, ese
DlDEROT, más que incomprendido, era simplemente
ignorado. En los manuales de historia de las ideas
políticas, sus ideas no contaban entre las que hacían la
historia de la política: en las monografías, aquéllas
eran casi sistemáticamente ignoradas; y, en cualquier
caso, oscurecidas por la sombra de los nombres que en
las historias aludidas se escribían con mayúscula:
L oche, M ontesquieu , R ousseau , Vo lt aire mismo,
etcétera.
Desde hace unas décadas, el "DlDEROT-político" ha
ido siendo rescatado del olvido; ya no se discute la
importancia de las ideas antaño ignoradas: se discute
acerca de su coherencia, su profundidad y su sistema­
tización en una teoría. Y de hecho, la negación de este
último aspecto, aunque de por ¿i no implique la nega­
ción de los otros dos, lleva a la crítica por lo general a
dar el paso, sin cuidarse de acompasar su camino a la
lógica. Y quizá a ello se deba que gran parte de los
estudios actuales sobre la política de Diderot versen
sobre aspectos parciales de la misma, de los que nunca
sale bien parado aunque sólo sea por salir incomple­
X
ANTONIO HERMOSA ANDIIJAR
to (I). Nosotros no somos de la misma opinión: inten­
taremos demostrar en nuestro trabajo que ni las " suce­
sivas fases” de elaboración de las ideas políticas, ni su
" dispersión temática”, son obstáculos para su articu­
lación en una doctrina unitaria y coherente, en una
" teoría” (2).
Sólo que la teoría política de DlDEROT no surge
inmediata y explícitamente conformada como tal —Dl­
DEROT, obviamente, no es MONTESQUIEu, y menos
aún H o b b e s —: pero sí late en los principios metodoló­
gicos que unifican la variedad temática por la que se
esparce y la pluralidad de problemas que plantea. Por
lo demás, si la acusación de ausencia de teoría se reve­
lara veraz, y bastara para descalificar las pretensiones
de político (3) planteadas por el autor, el delito habría
que extenderlo a los demás campos del saber, pues
D i d e r o t nunca escribió ninguna teoría de la ciencia,
ni del conocimiento, ni estética, etc. Y de este modo, el
(1) En la bibliografía el lector encontrará un cierto número de
tales artículos; le remitimos a ellos si quiere completar el objeto de
nuestra investigación —el legado político dejado por Diderot a la
contemporaneidad— con estudios sobre algunos de los problemas
particulares que jalonan tal legado, y que nosotros no hemos anali­
zado en profundidad.
(2) Por lo demás —y sin llegar al extremo de N ietzsche. que
acusa de falta de honestidad a todo pensador con voluntad de siste­
ma—, aunque tales ideas no fueran de por sf unificables en una
teoría, tampoco ello seria suficiente para despachar como marginal
su contenido.
(3) "Imponedme silencio sobre la religión y sobre el gobierno y
no tendré nada que decir", llegó a decir Diderot en La promenade
du sceptique. Bermudo. de quien hemos tomado la cita, resalta jus­
tamente con ella la importancia que el propio Diderot daba a sus
reflexiones sobre la materia política (Diderot, Barcelona. 1981,
pág. 134).
ESTUDIO PRELIMINAR
XI
gran cofundador de la Enciclopedia habría de ser rele­
gado al desván de la mera cita a pie de página.
En realidad, la forma de pensamiento en que se ex­
presa DlDEROT se debe al hecho de ser éste uno de los
más preclaros exponentes de esa reorientación experi­
mentada por el pensamiento durante el siglo XVlll, en
relación con la centuria precedente; son profundas
convicciones epistemológicas —la crítica del monismo
metódico contenida en la afirmación del conocimiento
natural, de naturaleza matemática, como el ideal de
toda ciencia—, las que le impulsan a abandonar el
precedente esprit de sistéme en favor de un nuevo esprit
sistématique que, aun compartiendo con su antecesor
la doble operación metodológica de la resolución y la
composición, entraña una nueva visión de la expe­
riencia, convertida ahora en el punto de partida de la
investigación, y un nuevo concepto de razón, concebi­
da ahora más dinámicamente: como un proceso (4). Y,
como dice VERNIÉRE, DlDERO T no va a atacar el dog­
matismo anterior en “ las ciencias de la vida” para
restituirlo luego "en lo que más tarde se llamarán ‘cien­
cias humanas’ (5). L a política diderotiana participará
por tanto del mismo espíritu en que se expresan las
demás ramas del saber bajo la pluma de DlDEROT, que
es, además, el espíritu predominante entre los ilustra­
dos.
Con todo, si la similitud entre la política y los demás
(4) En definitiva: se ha sustituido el modelo de la ciencia natural
de G alileo por el de N ewton (al respecto, cf. Cassirer. Filosofía de
¡a Ilustración, México, 1981, cap. I, y Hazard. La crisis de la con­
ciencia europea, Madrid, 1975, pane II, cap. I).
(5) Introducción (en Diderot, Oeuvres politiquee, París, 1963),
pág. VI.
XII
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
saberes es total en lo referente a la forma de pensa­
miento en que se manifiestan, la divergencia es tam­
bién total relativamente a la epistemología que ponen
en juego la política por un lado y aquéllos por otro,
entre el racionalismo (6) de la primera y el empirismo
de los últimos, que es asimismo el aspecto determi­
nante de su propia teoría del conocimiento. El capítu­
lo que sintetiza como ningún otro el ideario político
diderotiano, el primero de las " Conversaciones con
Catalina II (CC) —donde se advierte tanto la significa­
ción subjetiva concedida por Diderot a la política
como la significación histórica de la misma—, es tam­
bién un importante botón de muestra de su condición
racionalista, pues es a través del racionalismo como
ella reinterpreta la experiencia histórica y formula su
propio programa interno: es desde una concepción del
Estado que se contempla como la única apropiada a la
naturaleza humana, y en la que la división de poderes
y la primacía normativa de la ley general aparecen
como dos de sus líneas de fuerza, como se pueden cri­
ticar hechos del pasado ajenos a la misma —la cesión
al rey por parte del pueblo de todo el poder público, la
conversión en un mismo reino de las costumbres particularese en leyes particulares, etc.
La división de poderes y el establecimiento de una
ley general, que detenta la primacía legal antaño enar­
bolada por el derecho consuetudinario o las leyes loca­
les, constituyen dos de los elementos esenciales del ra­
cionalismo político diderotiano, pero en modo alguno
(6) Racionalismo que, ciertamente, no prevalecerá sin discusión
a lo largo y ancho del territorio político, sino que se verá a veces
doblegado por una realidad que no se resigna sin más a ser reordena­
da por la razón.
ESTUDIO PRELIMINAR
XIII
son los únicos. El capítulo citado añade, entre otros, el
principio constitucional de la nación como garante de
la legislación, el de igualdad ante la ley, el de legali­
dad, el de representación; así como el deseo de felicidad
elevado a base moral de toda política que se precie de
legítima. M á s tarde volveremos sobre todo ello; por el
momento nos interesa entresacar el rasgo común de
todos esos héroes del Estado legítimo: la necesidad de
controlar el poder político, la convicción que la efica­
cia no es nada, salvo tiranía, donde no va acompañada
de la utilidad y la justicia: y que sólo el Leviatán des­
compuesto puede ser eficaz además de útil y justo (7).
La idea que el soberano debe someterse no sólo a las
leyes naturales o a las leyes fundamentales del reino
—es decir, la idea de B o d i n —, sino también a las leyes
positivas emitidas por él mismo: la idea que el derecho
no es una mera argucia de la Razón de Estado, un
arma en su poder con la que mantener una mera apa­
riencia de orden y cuyos preceptos puede impunemen­
te infringir cuando lo juzgue oportuno, pone tierra de
por medio entre D i d e r o t y las posiciones absolutistas
aún predominantes en la época, acercándole a las más
liberales de L o c k e o MONTESQUIEU, bien que la rela­
ción que establece entre los poderes estatales difiera
notablemente de la de aquéllos —que, por lo demás,
tampoco coinciden entre sí—. Con otras palabras: el
leil-motiv del control del poder, que recorre toda su
obra, le hace resolver de un plumazo la contradicción
radical característica del absolutismo —el rey debía
(7) Aunque no sea la utilidad la base de la justicia, como en
la filosofía utilitarista (cf. H arris , Legal Philosophies, London.
1980, cap. IV), la vinculación de ambas ideas acerca D iderot a
Bentham.
XIV
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
respetar las leyes, pero nadie podía obligarle a ello—
así como dotar a su teoría de un nivel de tecnicidad
jurídica desconocida por la mayor parte de las teorías
absolutistas, habituadas a oscilar en su configuración
entre lo trascendente y lo físico: entre la consagración
de Dios como fuente de toda legitimidad —o lo que es
igual: una concepción trascendente de la sociedad y de
la política— y la fijación en la base fisiológica de la
herencia del principio de la continuidad del Estado, o
la división técnica del poder de raíz meramente física,
es decir: privada de toda consideración normativa (8).
La de Diderot será, en cambio, una concepción es­
trictamente inmanente de la política, en la que ni si­
quiera la ambigüedad de las leyes naturales logra aña­
dir con su presencia un ribete metafísico que al menos
en parte la devuelva al territorio adversario; una con­
cepción en la que el poder deriva su legitimidad de la
nación soberana, y en la que las instituciones suplirán
sin más problemas la persona física del príncipe cuan­
do éste falte, evitando así la tradicional confusión entre
desórdenes políticos y períodos de regencia; y en la
que el principio de legalidad, determinando el modo
de actuación de aquél, convertirá a la doctrina que lo
incorpora en un precedente del Estado —liberal— de
Derecho.
La ausencia de elementos trascendentes pone de re­
lieve a la vez el carácter histórico del racionalismo
diderotiano —al igual que la sublimación de la expe­
riencia en razón marcan el límite y expresan la cuali­
dad ahistórica de dicha historicidad. Diderot , como
(8) Cf. P réI.OT. Histoire des idies politiques, París, 1970, caps. 1820.
ESTUDIO PRELIMINAR
XV
VOLTAIRE — quien también sacrificará en el mundo
de la razón práctica el empirismo metodológico al ra­
cionalismo ético—, rechaza todo concepto metafísico
de razón; ésta no era ningún depósito de verdades eter­
nas, no poseía ninguna idea innata, ni el correcto fun­
cionamiento de su mecanismo para apresar la verdad
se hallaba necesitado de una garantía originaria exte­
rior y trascendente; sino que la razón era una fuerza
que acumulaba energía mientras adquiría verdades a
lo largo del devenir histórico. Es en ese proceso donde
la razón termina adquiriendo sus certezas sobre la ge­
nuino naturaleza del hombre y sobre el sistema político
más adecuado a la misma; y una vez adquiridas las
absolutiza, las hace innatas, cerrando de este modo la
parábola de su propio ser histórico y desterrando al
pasado su anexo relativismo moral. Así, las ideas, hoy
tan comunes y razonables de soberanía popular, liber­
tad individual, derechos inalienables, etc., transforma­
das por la razón en dogma de todo orden político legí­
timo, no llegaron hasta ella sino tras una enorme se­
cuencia temporal definida por la adquisición inicial
de determinados valores y su posterior abandono, por
la oscilación y el eclecticismo, por la inseguridad y el
escepticismo (Observaciones... —OI—, kLXXIV) (9).
La razón histórica de DlDEROT. como la de VO LT AIRE,
se resuelve pues en la aludida paradoja: deja de ser
histórica cuando se eleva a Razón: y ya como Razón
modifica su manera de ser volviéndose metafísica.
Serán aquellas ideas, precedidas de su base preesta­
tal, configuradoras de la teoría política de DlDEROT,
las que a continuación pasaremos a exponer. Toda la
(9) C assirer. op. cil., cap. V, seccs. 3 y 4.
XVI
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
problemática estatal se inserta dentro de la ineluctable
pasión que posee a ese ser racional que es el hombre
por ser feliz; la política es una necesidad dentro de otra
necesidad, es la respuesta, necesaria y convencional, a
la incapacidad del hombre de satisfacer por sí mismo
su necesidad radical; pero esa respuesta, para ser cabal,
debe atenerse a las condiciones impuestas por sus pre­
determinados objetivos.
2.
La base social del orden político
El individuo, cuya impulsión a la felicidad el Estado
deberá contribuir a materializar, se convierte por ello
en el prius lógico de éste. ¿Pero cómo aparece caracte­
rizado ese individuo, al que un deseo insaciable de
felicidad persigue como una maldición? Ante todo es
un ser dotado de pasiones y de razón, y aun cuando las
primeras le conduzcan hasta las cimas de algunos “ ob­
jetos sublimes”, si la armonía preside su contemporá­
nea manifestación (Pensées Philosophiques, I/IV), y
contribuyan así a procurarle felicidad, en realidad es el
segundo componente el llamado a prevalecer: es su
condición de ser racional lo que le permite desarrollar
una conducta previsible, y el fundamento de las otras
cualidades configuradoras de su personalidad. La li­
bertad de que goza constitutivamente, y que en el ori­
gen marca un límite a la acción de los demás sobre él
—como también lo marcará más tarde, ya en el Estado,
a la acción de éste— que sólo la fuerza puede rebasar;
los derechos inalienables e imprescriptibles otorgados
por la naturaleza, y hasta su capacidad —igualmente
ESTUDIO PRELIMINAR
XVII
natural— de ser propietario: todo ello se debe a su
cualidad racional (10).
De otra parte, toda esa panoplia de propiedades,
reunidas en un solo ser, convierten a su titular en el
rey de la naturaleza —a la par que equipara a todos los
titulares entre sí—, y lo muestran admirablemente per­
trechado para saciar su instinto de felicidad. ¿Por qué
entonces no la consigue, por qué se rebela contra los
intentos de aquél por hacerla suya? Descifrar el enigma
conlleva dar un pequeño rodeo por el territorio de la
condición apolítica del hombre, pero es la vía más di­
recta para proseguir nuestro camino libre de rémoras.
La descripción antevista del individuo diderotiano
lo aísla de inmediato del estado de naturaleza origina­
rio, entendido como una fase histórica anterior y con­
trapuesta al Estado como tal. Los pequeños y solitarios
resortes que lo pueblan, simples mecanismos que se
accionan indistintamente, que raramente se encuen­
tran, y que chocan cuando lo hacen hasta incluso des­
truirse (CC, VI), poco o nada tienen que ver con ese
individuo psicológica y éticamente todopoderoso, ca­
paz en principio de ajustar su conducta a los cánones
de la razón, de desplegarla por mil actividades diferen­
ciadas y en nada semejables a las necesidades dictadas
por la fisiología —por mucho que éstas, obviamente,
sigan subsistiendo—, y de maximizar sus resultados.
Este último individuo presupone la existencia de rela­
ciones interpersonales plenamente consolidadas, es de­
cir, de relaciones sociales, mientras en aquél la soledad
(10)
Hemos tratado más ampliamente esta cuestión en E l proble­
ma del control del poder en el pensam iento político de Diderot ,
Madrid, Revista de Estudios Políticos (REP), núm. 41, secc. I.
XVIII
ANTONIO HERMOSA ANDL'JAR
constituye la regla y las relaciones la excepción; lo que
allí es ocasión es aquí estructura, y en la tranquila
foresta de antes vemos ahora desenvolverse el incesante
ajetreo de la sociedad. E incluso después que la natu­
raleza constriña e impulse a los hombres a juntarse y a
permanecer juntos, y los intercambios personales, sien­
do ya norma, aproximen los dos contextos apolíticos
entre sí —los individuos tendrán en ambos los mismos
enemigos: la naturaleza y el hombre (ibid.), enemigos
que condicionan su supervivencia y exigirán su res­
pectiva transformación cualitativa; incluso entonces,
decimos, esa similitud estructural no pasará de ser for­
mal, y los hombres de uno y otro estado permanecerán
tan alejados entre sí como las sociedades a que dan
lugar.
Con todo, la naturaleza de ambos ámbitos prepolíti­
cos es tan heterogénea que sus respectivas contribucio­
nes en el problema de la formación del Estado apenas
si dejan espacio a la contradicción. Mientras el estado
de naturaleza salvaje es histórico —aunque se tenga
que ir a buscarlo más allá de los confines de la historia,
primero, y apenas más acá después, y aunque la expe­
riencia no pueda dar testimonio del mismo, como no
sea el analógico de algunas culturas primitivas con­
temporáneas, tipo Tahití—, el estado de naturaleza
social, el único del que verdaderamente parte la refle­
xión política, es puramente lógico, extraído de la so­
ciedad actual un vez que el filósofo le aplica para su
explicación el método que tanto éxito le ha procurado
en el conocimiento de las ciencias naturales: el del
análisis (11) y la síntesis —método tan frecuentado por
(11) Diderot no afirma explícitamente que lo usa; empero, el
ESTUDIO PRELIMINAR
XIX
buena parte de la doctrina iusnaturalista desde el siglo
anterior—, habida cuenta de lo peligroso que resulta
hacer experimentos en vivo en el mecanismo de la
sociedad.
L a descomposición analítica del Estado contempo­
ráneo sitúa al hombre en una condición, sin duda so­
cial, integrada por los individuos anteriormente deli­
neados, en la que cada uno intenta lograr su cota de
felicidad sin reparar en los medios —desde la coopera­
ción con otros al enfrentamiento con ellos— emplea­
dos al respecto, pues una tal condición, careciendo de
un poder público que pueda con la fuerza reprimir las
transgresiones de la legalidad natural, autoriza de he­
cho todo tipo de acción [cf. arl. Soberanos (12)\. Con
esto podemos completar las diferencias que separan
ambos estados de naturaleza, al tiempo que dar res­
puesta a la interrogante más arriba planteada. En la
situación originaria, es el instinto el que impulsa a los
individuos a juntarse para hacer frente con mayores
garantías al peligro común de la naturaleza, y la trans­
formación cualitativa experimentada al consolidarse
las relaciones interpersonales antaño ocasionales es la
sociedad (13); en la situación actual el instinto ya no
punto de partida de su exposición, el esquema de la argumentación,
y sus mismos resultados, son en buena medida típicos de dicho mé­
todo.
(12) F.I lector podría creer que se está hablando de L ocke y no de
Diderot. Y si no lucra por la sistematicidad con que aquél emprende
el estudio del estado de naturaleza, esa impresión no se hallarla ca­
rente de cierta justificación. Con todo, cuando más tarde precisemos
el carácter de esa legalidad natural, tendrá ocasión de seguir am­
pliando las diferencias que casi inmediatamente comenzará a perci­
bir.
(13) Sociedad que, a su vez, se revelaría insuficiente para llevar a
XX
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
forxna nada porque el punto de partida social está
dado, y la transformación cualitativa experimentada
por las relaciones sociales —impulsada por la razón
para hacer frente al peligro conjunto de la naturaleza
y del hombre— es el Estado.
Es ese punto de partida social el que marca la infle­
xión del iusnaturalismo de DlDEROT, llevándole a
transitar por otros derroteros diversos de los rígida­
mente individualistas de un H obbes o un L ocke -, pero
al transitar sin salirse de la naturaleza, ensancha las
distancias respecto de los que, como R ousseau o
Kant , aun concibiendo también al hombre como un
ser social por naturaleza, niegan la existencia de toda
vida social organizada separada del Estado. Tránsito,
finalmente, que termina por adentrarle en los domi­
nios de SlEYÉS, si bien las fronteras de uno y otro no se
correspondan con exactitud.
En rigor, cada vez que los politólogos de los si­
glos XVll y xvni oteaban el horizonte del estado de
naturaleza vislumbraban una sociedad, en concreto la
suya propia privada del aparato político, lo cual resta­
ba a las normas jurídicas naturales subsistentes toda
su eficacia. Quedaban los individuos en su nuda sico­
logía, libres de disponer a conciencia de sus fuerzas
para conservarse, y vinculados entre sí por relaciones
de tipo económico generalmente, es decir, libres por
hallarse vinculados sólo en conciencia. La precariedad
de tal condición corría pareja con su incertidumbre,
siempre dispuesta a nutrirse con los incidentes habidos
entre los individuos: y las pasiones de éstos proveían al
cabo su objetivo; y que añadiría el peligro del hombre al eterno de la
naturaleza al chocar contra otras sociedades; lo que más larde la
obligarla a transformarse en Estado.
ESTUDIO PRELIMINAR
XXI
respecto de abundante e inagotable alimento. L a solu­
ción impuesta por doquier será siempre la misma: po­
ner freno al desenfreno: fundar el Estado.
DlDEROT, pues, no será una excepción: pero sólo
en estos dos últimos aspectos. Pues en lo concerniente
al primero, sus individuos s í se reunirán en una uni­
dad espiritual natural: la “ noción"; unidad que no es
la “ masa libre" de S pínoza porque es más, ya que no
limitará su existencia a su función y ésta a instaurar el
Estado; unidad espiritual: por lo tanto, no la heteroge­
neidad mecánica a que dan lugar los individuos natu­
rales de HOBBES y L ocke cuando se reúnen en sus
intercambios; unidad espiritual natural, es decir, que
a diferencia de la de GROCIO y PUFENDORF no necesi­
taba del primer pacto, el de asociación, para formarse
porque aparece ya conformada.
Ciertamente, la indefinición de DlDEROT se deja tam­
bién aquí sentir, pues la génesis y la estructura de la
nación aparecen sumidos en una densa niebla gnoseológica que extravía al lector interesado en descubrir
cuándo y cómo se forma y los valores que la funda­
mentan y cohesionan (14). En cambio, su naturaleza y
función políticas quedan firmemente establecidas; si
bien su existencia es de hecho insuficiente para pro­
porcionar por sí sola las garantías de seguridad reque­
ridas por la felicidad de sus miembros —de ahí preci­
samente la necesidad del Estado—, al menos su capa­
cidad de dar origen espontáneamente al movimiento
creador del Estado, y de mantenerse ella misma en
(14)
El modelo proporcionado por el surgimiento de las primeras
comunidades humanas sólo proporcionaría una explicación analó*
gica, por lo demás siempre insuficiente.
XXII
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
movimiento con el Estado ya creado, aparece fuera de
toda discusión. Así, es ella quien detenta el poder ori­
ginario de toda comunidad política, el poder constitu­
yente, que puesto en manos del titular del Estado me­
diante pacto —expreso o tácito— da lugar a la única
soberanía legítima posible —soberanía, por otro lado,
que volverá a sus manos si por las circunstancias que
fueren el Estado llegara a disolverse. Pero además, y
como veremos, la nación se mantiene políticamente
activa al encomendar el control de la legalidad a repre­
sentantes suyos que ella misma elige (CC, 1-4; OI,
ici)...
No vamos a continuar por este camino; nuestra in­
tención era hacer patente la importancia del concepto
de nación en la política diderotiana, y la consideramos
ya satisfecha suficientemente. Compendiando ahora
nuestro análisis anterior, indicaremos lo siguiente: por
un lado, el concepto de nación, al añadir una función
política estatal a su función política natural, funde
ambos mundos, el natural y el político —y dentro de
éste, al ser la fuente de toda legitimidad, se constituye
en el instrumento jurídico que corporeiza el proceso
unitario del poder, su origen con su ejercicio; y por el
otro, la incapacidad estructural de la nación para llevar
la felicidad naturalmente a sus miembros, que les obli­
ga a buscarla en otro lugar del edificio político, intro­
duce una serie de tensiones en el mismo que impide su
unívoca valoración. Así, en efecto, dicha carencia lleva
el intérprete a decantarse por el individualismo a la
hora de intentar apresar su significación histórica,
pues son los individuos el último reducto ontológico
en que se refugia la naturaleza para decidir autónoma­
mente; y sin embargo, no son esos individuos, sino la
ESTUDIO FREIJM1NAR
XXIII
nación compuesta por ellos mismos, el lugar donde
recae originariamente todo poder político, lo cual la
convierte en una unidad espiritual superior a la mera
asociación mecánica de los mismos característica de la
mayor parte de las doctrinas del pacto social.
Así pues, la explicación diderotiana de la génesis es
normativa en lugar de histórica; si hay ambigüedad en
la misma, y la hay, ésta afecta únicamente a la exposi­
ción, pero no al contenido; la explicación del naci­
miento de la sociedad queda englobada en la explica­
ción de la formación del Estado —justo—, razón por
la cual D i d e r o t puede pasar en ocasiones de uno a
otro territorio sin solución de continuidad, y como si
participaran de la misma secuencia temporal (cf. los
dos primeros fragmentos de OI, ScLXXHI). Sólo cabe
un origen para el Estado —lógico y normativo a la
vez—, y es el que pende de la voluntad de seres racio­
nales que, constituidos en nación, buscan su felicidad
y no pueden por sí solos encontrarla. ¿Por qué?
La respuesta ha quedado apuntada anteriormente;
en virtud de su constitución natural, los individuos no
reconocen más soberano que ellos mismos, y donde la
libertad de cada cual crea tantos soberanos como indi­
viduos (15), sólo la fuerza terminará decidiendo los
conflictos de competencias. En el intento de satisfacer
las necesidades con las que la naturaleza cerca la vida
humana, cada uno se vale de los medios que encuentra
disponibles para satisfacerlas, sin cuidarse de si son o
no perjudiciales para la seguridad de los demás; de este
(15)
Esa soberanía natural perderá pronto en Diderot la vincu­
lación con la trascendencia que aún mantenía en el articulo Autori­
dad Política.
XXIV
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
modo, el peligro del hombre se añade —y aun sobre­
pasa en intensidad— al de la naturaleza, y la perma­
nente amenaza de inseguridad hace correr despavorida
a la felicidad, individual y colectiva, hacia otros lares
en busca de auxilio. Este es el momento en el que el
método de la descomposición y la recomposición mi­
d a su camino dé vuelta; los seres racionales, queriendo
preservar a toda costa su vida, primero, y colmarla de
felicidad después, deciden fundar el Estado, el cual
encuentra así, en la necesidad de su establecimiento,
su primera justificación.
Ahora bien, ese Estado necesario, ¿se identifica con
todo tipo de Estadof Dicho de otro modo, los seres
racionales que quieren erradicar los peligros inheren­
tes a la ausencia de normas públicas vinculantes y
comunes, ¿pasarán por alto los peligros inherentes al
Estado mismo, peligros que ellos, desde su cómoda
atalaya lógica, constatan una y otra vez con sólo mirar
la experienciat Esa pregunta, de la que más tarde se
valorará la respuesta dada por D i d e r o t , nos hace ver
con toda claridad cómo el problema debatido por éste
no es tanto el de la génesis del Estado cuanto el de su
legitimidad, o lo que es igual: el ámbito en el que
desarrolla su reflexión no es el empírico del origen
histórico del poder cuanto el normativo de la justi­
cia (16). El problema es, pues, el de la transformación
de un Estado actual, marcado por la injusticia —como,
por ejemplo, el ruso—, en un Estado —ruso— justo,
(16)
En realidad, el problema de la transformación de un Estado
empírico —en el que la injusticia se haya instalado en el ordena­
miento jurídico y haya desde allí esparcido sus miasmas por toda la
sociedad— en Estado legitimo sintetiza ambos problemas, pues no se
trata sino de procurar a la legitimidad su soporte empírico.
ESTUDIO PRELIMINAR
XXV
transformación a llevar a cabo de acuerdo con las pau­
tas establecidas por la razón. El recurso al método ana­
lítico y sintético ha servido a DlDEROT para poner de
relieve ante todo la constitución del individuo y, con­
siguientemente, la estructura y finalidad del Esttulo; el
sujeto resultante es un sujeto racional y libre, que de
por sí encontraría la felicidad a la que irremisiblemen­
te tiende de no ser porque las necesidades a que se ve
sometido por la naturaleza le llevan, en parte por su
misma constitución y sobre todo por la falta de un
poder político vinculante, a poner en peligro su misma
existencia; ese sujeto, por tanto, no puede sacrificar su
entero patrimonio natural al Estado que instituye a
fin de adquirir la seguridad que le falta, sino que cede
parte de su poder a cambio de ser reconocido y tutelado
en su libertad y sus derechos, prerrogativas de su natu­
raleza racional y anteriores a la institución del Estado
además de condición de la misma. El resultado de toda
esta reflexión se plasma en una concepción monista
donde la materia política se reparte entre individuos
con derechos racionales sancionados por la Constitu­
ción y un Estado que verá sus funciones distribuidas
en varios órganos más o menos separados entre sí, y
sus poderes limitados y sometidos a la ley; una concep­
ción que unifica el ámbito de la razón práctica al de­
clarar la felicidad el fin del hombre, para acto seguido
fundamentar en dicha fe los deberes éticos y jurídicos
(CC, ¡V) estableciendo con ello en las necesidades hu­
manas la base de una moral universal; una concepción
que se vale de la historicidad de la razón para echar
mano de la idea de " pacto tácito" (OI, SeLXXIV), que
supone la de consentimiento, de la que se sirve para
tasar el grado de legitimidad de todo Estado, y ello a
XXVI
ANTONIO HERMOSA ANIHIJAR
pesar de haber reconocido anteriormente que la génesis
de la sociedad se debió al " instinto", y que "nunca
hubo originariamente ningún tipo de convención"
(OI, ScLXXII).
Pero una concepción asimismo marcada por la pa­
radoja de definir al individuo previamente a la institu­
ción del Estado, y de echar mano del Estado inmedia­
tamente después para poder definir al individuo: un
ser que sin él sería fácil presa de la inseguridad y de la
muerte. En el Estado, en efecto, se imprime la impron­
ta racional propia de los individuos, en tanto que libre
producto suyo emanado del pacto que establecen, con­
formados como nación, con el soberano (OI, Sel) (17)
al que delegan parte de su poder —y ese carácter racio­
nal es su segunda justificación; y pese a ello
—paradoja en la paradoja— nace como Estado míni­
mo: como mero instrumento de protección contra la
inseguridad general propia de la condición prepolíti­
ca... A continuación pasaremos a analizar detallada(17)
Como se ve, el soberano es pane constitutiva del pacto, y por
lo tanto tan natural como la nación con la que pacta. Aquí, y sin
( proponérselo, Diderot continúa la estela de G rocio y Pvfendorf.
correspondiéndose su pacto al segundo de aquéllos: al pacto de sujección. Decimos que la continúa sin proponérselo porque las cláusulas
del pacto atribuirán toda la soberanía a la nación, que podrá incluso,
según se ha visto, dar muerte al soberano si lo violara. Por lo demás,
el contenido de dicho pacto será lo que el filósofo ( Diderot» irá
desgranando en las sucesivas medidas que la emperatriz rusa Catali­
na II debería aplicar a fin de conferir legitimidad a su imperio: que
en lo posible deberá estructurarse como si la nación rusa lo hubiera
decidido por su cuenta (Diderot. y aunque no los nombre, juega con
conceptos que. como el de idea regulativa, encontrarán más tarde, en
la obra de Kant. su carta de ciudadanía teórica).
ESTUDIO PRELIMINAR
XXVII
mente la organización de ese instrumento moral que
es el Estado.
3.
La organización del Estado
La teoría del Estado de DlDERO T prosigue el ya por
entonces largo proceso histórico —teórico y práctico a
la vez— de descomposición de la comunidad cristiana
en Estados individuales constituidos por hombres in­
dividuales (18). El individualismo metodológico y epis­
temológico que ante todo la caracterizan —a pesar de
considerar, como ROUSSEAU o KANT, al hombre un ser
social por naturaleza (19)— tiene como enseña un ser
racional dotado, como el de LOCKE. con los atributos
de la libertad y la propiedad: y ese ser racional, libre y
propietario, resultará determinante a la hora de confi­
gurar el Estado que, protegiendo la libertad y la segu­
ridad de personas y propiedades, le permite ser feliz
(OI, ScXXX VI). El modo de formación del Estado se­
llará para siempre la finalidad del mismo, y el sujeto
racional pasará al Estado convirtiendo sus atributos,
(18) Una extraordinaria sintesis del mismo puede verse en
Dumont, Ensayos sobre el individualismo, Madrid. 1987. parte I,
cap. 2.
(19) Y que hace que el primer sujeto estrictamente político de la
teoría diderotiana sea la nación, en lugar del individuo particular.
La ley natural que prescribe anteponer el bien común al individual
—prueba de que en el estado de naturaleza, aunque no haya Estado,
hay sociedad— reírenda esa primacía política (la primacía del indi­
viduo, recuérdese, era oniológica, y se explicaba por la incapacidad
de la nación de dictar normas vinculantes que regulen la conducta de
sus miembros, lo cual trasladaba automáticamente a cada uno de
ellos el señorío sobre la esfera de acción de su mónada).
XXVIII
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
lógicamente unidos al de la igualdad, en otros tantos
principios del orden constitucional. Así, la libertad
natural del sujeto preestatal se transformará ahora en
un derecho específico que el Estado debe tutelar, y
unida a la propiedad se convertirá en el punto de refe­
rencia común de los tres códigos con los que el legis­
lador, siguiendo y desarrollando los dictados de la na­
turaleza, debe normativizar la vida social (ibid.,
IcLXX) (20).
Aunque las consideraciones de D i d e r o t acerca de
ambos derechos no se agotan ahí, no por ello profun­
diza mucho más en su interior; si bien su exposición
vincula la protección de la libertad al cuarto de los
principios constitucionales, el de legalidad, y en algún
momento se aluda a la conexión ética que mantiene
con la ley (ibid., ieXXIII), faltan en ella por completo,
o casi, las referencias a los límites legales de tales dere­
chos, así como a una posible función social de la pro­
piedad y a la especificación de sus contenidos
—circunscrita en el caso de la libertad, donde más se
pormenoriza, a la libertad de pensamiento y de expre­
sión, su directa consecuencia (21). Razones éstas que
aconsejan pasar de inmediato a la explicación del con­
cepto de igualdad.
En su dimensión natural, la igualdad individual no
(20) A decir verdad, si existe prioridad entre ambos principios,
ésta se decanta del lado de la propiedad, la cual es reconocida en
algunos fragmentos como limite de la libertad y de la autoridad (OI,
&XXI), o bien como la base para la existencia del Estado (CC, IV).
(21) El papel que el filósofo desempeña en la transformación del
Estado actual —Rusia— en Estado de Derecho adelantaba ya en
cierto modo la explicación de por qué Diderot únicamente especifica
la libertad de pensamiento entre todos los derechos de libertad.
ESTUDIO PRELIMINAR
XXIX
existía autónomamente, respaldada por un estatuto
propio y diferenciado de la libertad, sino como un
apéndice de ésta: los individuos eran iguales porque
todos eran libres; la inexistencia de un poder público
que estableciera legalmente diferencias entre ellos tra­
ducía la igualdad antropológica de todos; una igual­
dad sin embargo ficticia que escondía las desigualda­
des físicas y mentales —engendradas por la naturaleza
en su reparto fortuito de dones— en una aparente uni­
dad jurídica —todos eran soberanos— precisamente
en un ámbito definido por la ausencia del derecho —a
este respecto, la legislación natural era cualquier cosa
menos legislación. Desde el punto de vista natural,
por tanto, la igualdad tenía un carácter negativo y
derivado.
Será en el Estado donde adquiera la fisionomía que
le es propia, y su inclusión en la Constitución como
principio cardinal de la misma producirá efectos in­
mediatos: desde el punto de vista histórico, por ejem­
plo, el socavamiento de la sociedad de órdenes contem­
poránea, pues si jurídicamente choca súbita y frontalmente con la base antiigualitaria de ésta, su desarrollo
legislativo tendrá que dar necesariamente al traste con
la anterior jerarquía entre los grupos, fundada en una
dignidad adquirible mediante la herencia, el servicio
al rey o la compra de un cargo (22). Esa revolución
social se expresa jurídicamente en la asimilación de
todas las categorías sociales en su común condición de
ciudadanos, y la consiguiente reducción de todas las
diferencias de todo tipo que antaño les caracterizaran
(22)
Durand (L ’Europe du dibut duXÍV a la fin du X VIH siecle,
en Histoire générale de l’Europe, París, 1980), cap. S.
XXX
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
a la común igualdad ante las leyes (ibid., icXX) —del
necesario cambio operado en su naturaleza trataremos
después—. Por lo demás, la igualdad aspira a comple­
tar su revolución social llevando sus efectos morales
hasta los ámbitos administrativos y laboral, así como
haciéndose sentir en el tributario; en el primer caso, se
apela al mérito como metro mediante el cual distribuir
trabajos privados, herencias, y, sobre todo, los cargos
públicos (CC, IV). Si bien el mérito de hecho significa
diferencias en la sociedad, éstas no son arbitrarios, sino
debidas meramente a la naturaleza: son las " desigual­
dades naturales" (OI, ScXX) que destinan a cada uno a
ocupar su lugar en la sociedad. De ahí que el concurso
de méritos, que premia al ganador con la plaza pública
convocada, sea además la justa recompensa que " la
virtud y el talento" (ibid., ScLXXIII) deben recibir en
todo Estado digno de tal nombre. En cuanto al segun­
do caso, el de la política tributaria, el ideal de la igual­
dad —distributiva— se decanta por un modelo impo­
sitivo general, indirecto y múltiple (ibid., ¡cLXXXI s),
en el que los diversos tipos de tasas se establezcan de
acuerdo con las necesidades de la sociedad y en pro­
porción a la fortuna de cada cual... (ibid., ScLXXVIll).
El tránsito por los dominios de la igualdad, cuyos
efectos disgregadores respecto de la sociedad del Anden
Régime son tan deletéreos al menos como los de la
libertad, nos han llevado a tocar de pasada otros domi­
nios que también exploramos al hablar de ésta: los de
la ley; y por tanto, aunque indirectamente, los de los
poderes públicos que la crean, ejecutan y aplican. Vol­
vamos pues al terreno constitucional, luego del breve
excurso histórico efectuado al analizar el significado
jurídico de la igualdad —quizá debido al contexto ruso
ESTUDIO PRELIMINAR
XXXI
en el que DlDERO T desgrana las medidas después ge­
neralizadas en nuestra explicación, una vez depuradas
del particularismo que contienen—, e intentemos ha­
cer explícita la casuística de tales poderes (23).
En el pulso epistemológico continuamente mante­
nido en la doctrina política de Diderot entre el vigor
de su racionalismo y la presión de la experiencia, el
problema de la organización del Estado marca uno de
los momentos de mayor equilibrio en las fuerzas de
ambos contendientes; pues, en efecto, si la idea que el
poder debe ser dividido y controlado parece decantar
decididamente el fiel de la balanza del lado del primero
—prosigue, naturalmente, la lógica iniciada con el
axioma del individuo soberano y continuada con el
establecimiento del pueblo legislador (ibid., icl) (24)—,
convirtiendo de este modo a su autor en precursor teó­
rico del constitucionalismo (23), la idea de la acumu(23) Como hemos dicho, nuestro propósito consiste en recompo­
ner en una teoría unitaria las ideas que Diderot nos ha transmitido
esparcidas por una multiplicidad de obras. Lo cual, dicho sea de
paso, no choca con la constatación que el objetivo de Diderot no era
elaborar una teoría del Estado a la manera de la más tarde indicada
por Hecel en la Vorrede de su filosofía del Derecho. Diderot está
siempre pensando en un Estado particular, y por ello procura en
toda ocasión compaginar las posibilidades de la razón con el datum
de la experiencia. Montesquieu. ciertamente, no había pasado en
vano.
(24) Racionalismo que se fortifica además en la experiencia con
el ejemplo inglés (acerca de la influencia de Inglaterra en el pensa­
miento político de Diderot. cf. Gocct. L'ultimo Didehot e la prima
Rivoluzione Inglese. 8cftc4s).
(25) Vale quizá la pena recordar que el constitucionalismo, que
supone desde su nacimiento una limitación al poder, al que organiza
y da un fin, no siempre fija dicho limite en la libertad —bien que si
sea siempre así en el siglo xvut (cf. Aragón. Sobre las nociones de
XXXII
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
lación de sus funciones legislativa y ejecutiva en ma­
nos de un solo órgano (26), el nuevo soberano —que
es el soberano empírico de tumo: por ejemplo, Catali­
na 11—, devuelve bruscamente el fiel a su situación
inicial, rememorando espontáneamente la estructura
política absolutista característica del Ancien Régime,
desde la que DlDERO T actúa y que pretende reformar.
El reconocimiento del pueblo soberano, o de la nación
legisladora (ibid., ScI/LI) no sigue su curso regular
con la delegación de su facultad de legislar a un cierto
número de representantes suyos, libremente elegidos
por todos y periódicamente renovables. En su lugar, se
delinea una división bipartita del poder en la que la
acumulación antevista de poderes por el soberano se
completa con un tercero, el judicial, asignado a los
magistrados, el cual debe permanecer separado de los
otros dos (ibid., ScXXXIX). Tal es la estructura típica
del Estado democrático, en el que la autonomía del
poder judicial respecto del soberano constituye uno de
los requisitos positivos para evitar la degeneración ti­
ránica de la concentración de poderes en su persona
—el otro requisito es la sumisión de la actividad del
soberano a la legalidad—, para instituir un orden ju ­
rídico que responda a la base igualitaria que la razón
ha colocado entre los fundamentos de la legitimidad
estatal, y que dé rienda suelta institucional a la libertad
(CC, IV; Oí, ScXLIl).
Si las consideraciones sobre la división del poder
supremacía y supralegalidad constitucional, Madrid, REP, núm. 50,
secc. II-2).
(26)
Idea que pervive desde el articulo Autoridad Política hasta
esa suerte de pacto implícito en el juramento con que Pueblo y
Soberano deben inaugurar todo código (OI, Sel).
KSTl'DIO PRK1.IMINAR
XXXIII
impregnan la exposición diderotiana de una cierta am­
bigüedad, no ocurre lo mismo con las relativas a su
control, cuyo carácter diáfano se manifiesta por igual
en los escritos iniciales de la Enciclopedia —aunque
PRO VST y D u l a c opinen lo contrario— y en los fina­
les; el Estado democrático no sólo separa ciertos pode­
res, sino que también los controla. Al respecto, la Cons­
titución debe sancionar la institución de un órgano
permanente que vela por el cumplimiento de la lega­
lidad por parte de los poderes públicos. Este órgano, el
de los “poderes intermediarios" (ibid., ScX s), asimila­
ble a la “ comisión“ que DiDERO T propone crear a
Catalina con la citada finalidad (CC, IV), es de nuevo
el resultado natural de la pugna entre racionalismo y
empirismo, que arrastra hacia el primero su momento
de gloria representado en su función, y hacia el segun­
do su momento de ocaso, reconocible en dos aspectos:
el primero en su misma existencia, vale decir, en su
presencia constitucional como órgano distinto y sepa­
rado del “ órgano” legislativo —cuyo poder fuera asig­
nado al soberano por el pueblo con pleno consenti­
miento suyo y mediante pacto (tácito)—, cuando de­
biera ser una función de dicho órgano; el segundo, en
su composición: pues en él las figuras más honestas e
ilustradas del pueblo, que son las que en las Conversa­
ciones con Catalina II (ibid.) lo integran en cuanto
representantes suyos, se identifican en las Observacio­
nes con los “grandes propietarios“ (ieXXIII), introdu­
ciendo con ello una cuña censitaria en la Constitución,
al tiempo que una cesura en la lógica política del
individuo soberano, en el que la propiedad gozaba de
idénticos —si no superiores— títulos que la libertad,
así como con el principio de igualdad, que ni en abs­
XXXIV
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
tracto ni en la experiencia concreta admite la asimilación entre mérito y propiedad.
En cualquier caso, y pese a tales insuficiencias, y
pese, igualmente, a la estricta delimitación de sus com­
petencias, que lo excluyen de las decisiones concer­
nientes a la guerra, a la política y a las finanzas, a
dicho órgano lo dignifica su función, consistente en
" examinar, autorizar, publicar y ejecutar la voluntad
del soberano" (OI, ScXVII). Sus deciciones poseen ca­
rácter vinculante para éste, el cual, de negarse a cum­
plirlas, se pone automáticamente en estado de guerra
con sus súbditos, autorizándoles de este modo a la apli­
cación de una de las cláusulas incluidas en el juramen­
to reconocido en el artículo inicial de la Constitución;
es decir, hace saltar de inmediato el mecanismo del
derecho de resistencia, que puede en justicia culminar
incluso en la decapitación del réprobo, por muy coro­
nada que esté su cabeza (ibid., Sel). Es así, y aunque sea
por un camino tan irregular, como Diderot introduce
el principio de legalidad (27) entre los que gobiernan
la Constitución, y como ese requisito de la democrati­
zación del Estado convierte a su Estado democrático en
un antecedente intelectual del liberal Estado de Dere­
cho —cuyas instituciones, en parte modificadas y des­
arrolladas por la acción democrática, han llegado hasta
nuestros días (28).
(27) Tal principio constituye el máximo triunfo de la igualdad
ante la ley prescrita por Diderot, pues anula el peor de los peligros
que le pueden sobrevenir al individuo en la sociedad civil: el de estar
a merced del soberano. Diderot lleva a tal extremo la igualdad que,
en el derecho penal, aboga por la supresión de la gracia, pues ésta
muestra a un sujeto por encima de las leyes (OI, &XXXV).
(28) Cf. por ejemplo. G arcía P elayo, Derecho constitucional
ESTUDIO PRELIMINAR
XXXV
Las leyes, de las que la Comisión de representantes
no es más —ni menos— que su cuerpo depositario, no
tienen su origen en aquélla, sino en el soberano. Las
leyes son las declaraciones de la voluntad general rea­
lizadas por boca de su representante legal, el soberano;
el poder que el pueblo voluntariamente le ha conferido
se ejerce en forma de leyes, las cuales se despliegan en
una pluralidad de normas que ordenan la materia so­
cial sin por ello perder nunca de vista su objetivo co­
mún: la protección de la libertad y la propiedad de los
ciudadanos. Ahora bien, si las leyes, de un lado, en su
sentido instrumental, son el fundamento de la felicidad
del pueblo, de otro, en su significado normativo, pro­
longan su acción mucho más allá del recinto jurídico
en el que reinan: son la moralidad práctica que se
desparrama en forma de costumbres (29) por cada una
de las mónadas individuales constitutivas del Estado,
convirtiéndose así en vehículo primario de cohesión
social y en fundamento de la identidad de la comuni­
dad. Las leyes, insiste por doquier D i d e r o t , son siem­
pre la base de las costumbres: las buenas leyes, de las
buenas costumbres, y las malas leyes, de las malas cos­
tumbres. Por tanto, la moralidad de los individuos
dependerá mecánicamente de la bondad o maldad de
las leyes que rigen su conducta, es decir, que la mora­
lidad es ante todo un problema jurídico-político.
El Estado legítimo —el Estado democrático—, según
hemos visto, es la solución técnica del problema de la
comparado, Madrid, 1984, cap. VI, y L arenz, Derecho justo, Madrid,
1985, cap. VI.
(29)
La reminiscencia aristotélica es evidente (cf. F riedrich . Mé­
xico, 1978, p. 46).
XXXVI
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
moralidad, por ser el único cuya constitución responde
a los imperativos antropológicos que deberían funda­
mentar todo ordenamiento jurídico. Pero cuál es la
naturaleza de las leyes del Estado legítimo, y qué ga­
rantías ofrecen de constituir la solución técnica del
problema moral. Empecemos por la primera cuestión,
la de la naturaleza de las leyes; después nos ocupare­
mos de la segunda, lo que significa adentrarse en los
dominios del iusnaturalismo diderotiano.
En oposición al mundo medieval de la fragmenta­
ción legal y de la consiguiente pluralidad y heteroge­
neidad de ordenamientos —territoriales y personales—
propias del localismo jurídico, por un lado; y de la
costumbre concebida como fuente de producción nor­
mativa y como máxima expresión de la territorialidad
del derecho por otro, Diderot establece un concepto
de ley, de carácter "uniforme y general" (CC, I), que
destierra el universo fragmentario anterior al limbo de
la sinrazón histórica: y que debe además sintematizarse
en un código (30). La unificación de todas las condi­
ciones sociales en la categoría común de ciudadanos
libra el contenido de las leyes de toda consideración
relativa a las diferencias sociales, religiosas y jurídicas,
como había librado previamente sus fundamentos de
todo el conjunto de mitos —la raza, la jerarquía, la
cuna, el valor, la pureza— con los que el siglo xvtl
urde sus señas de identidad ideológicas. En lo sucesivo,
la condición de ciudadano será la sustancia política
(30)
Si sustituimos el término código por el de constitución nos
hallaremos mutatis mutandis ante uno de los ejemplos en los que se
manifiesta la concepción ilustrada de la misma (para su caracteriza­
ción, G arcía Pelayo. op. cit., cap. II).
ESTUDIO PRELIMINAR
XXXVII
común desde la que actúan los accidentes sociales del
cura, el noble, el militar, el magistrado, etc.; y las leyes,
en lugar de establecer diferencias entre ellos y repartir
privilegios, se dedicarán a proteger la libertad y la
propiedad de cada uno (31).
La legislación forma siempre el espíritu de la na­
ción, pero no siempre el espíritu así formado responde
al de la naturaleza humana. Dijimos antes que, en
cambio, una legislación como la apenas delineada pro­
duce espontáneamente tal adecuación, y nos preguntá­
bamos por las garantías que dicha afirmación podría
esgrimir para acreditar su certeza. Intentemos clarifi­
carlo. Según DlDEROT, el espíritu de una nación se
corresponde con las costumbres de la misma (OI,
ScXXVl), las cuales se generan con la observación de
las leyes, la causa que transmite mecánicamente su
bondad o su maldad a sus efectos. Por otra parte, la
conducta humana se despliega en los tres ámbitos co­
rrespondientes a su triple condición: la de hombre, la
de ciudadano y la de devoto. A cada ámbito pertenece
una serie de derechos y deberes propios, prescritos por
sus respectivos códigos —el natural, el civil y el reli­
gioso—, pero que tienen por divisa la continuidad
normativa conferida por su fondo común, continuidad
que fija su punto de partida en el código natural, pro­
sigue en el civil y concluye en el religioso. Su conse­
cuencia primera es la de la inseparabilidad de los tres
momentos constitutivos de la actividad humana, vale
decir: que el individuo no puede existir sólo como un
(31)
Que es además su manera do procurar seguridad al soberano
al tiempo que hacen posible la felicidad de los ciudadanos (OI.
&XLIV).
XXXVIII
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
hombre, o como un ciudadano, o como un devoto,
sino que es las tres cosas a la vez o no es nada (Páginas
contra un tirano —PT —).
Y aquí entramos de lleno en nuestro tema. Hasta el
momento hemos visto cómo sólo el Estado democráti­
co —o republicano, como también lo llama— se reve­
laba el único legítimo, el único cuya constitución trans­
cribía cabalmente en el mundo del derecho y de la
política los rasgos con que la naturaleza había diferen­
ciado a su criatura más excelsa: el hombre. Las leyes de
dicho Estado, esas leyes a las que nos hemos venido
refiriendo, son, obviamente, las leyes positivas, el " có­
digo civil", no las leyes naturales, ni las religiosas.
Tales leyes eran las únicas donde podía pacer el instin­
to del hombre, la felicidad; su perfección técnica deri­
vaba inmediatamente de su perfección interior: de su
carácter legítimo. Y tal perfección intrínseca, dada la
antevista continuidad normativa, ¿no significa de por
sí el ajuste con los otros dos códigos, el natural prece­
dente y el religioso subsecuente? La naturaleza, cierta­
mente, "ha hecho todas las buenas leyes” (ibid.,
icXXVlI), pero si las del Estado democrático se nos
han demostrado buenas también, qué puede ello sig­
nificar sino que provienen necesariamente del código
natural —al que desarrollan—, que las garantías de
que el hombre satisfaga su condición de devoto están
dadas; y también que el concepto de legitimidad se
constituye en el vínculo de unión entre la naturaleza y
la sociedad, y en el de separación entre toda forma de
absolutismo y la dignidad humana.
La doctrina política de Diderot entra por tanto a
formar parte de la vasta saga iusnaturalista, definida
ESTUDIO PRELIMINAR
XXXIX
por su alineamiento junto —y por encima, general­
mente— a las leyes positivas de una legislación natural
que las precede temporal y axiológicamente. No es
éste el lugar donde entrar en disquisiciones sobre uno
de los conceptos que más quebraderos de cabeza han
dado a muchos teóricos e historiadores del derecho —y
entre ellos a algunos de los que desconsideraban.su
existencia. Aquí únicamente nos interesa destacar la
filiación iusnaturalista de Diderot y precisar su al­
cance. Lo primero ya lo hemos hecho; de lo segundo
pasamos a trazar un breve esbozo. Siempre que
Diderot habla de las leyes naturales, y habla de ellas
cada vez que habla de política, añade un cierto toque
de ambigüedad a su discurso; ciertamente, en el carác­
ter vinculante que tienen sobre las leyes positivas indi­
vidua el tributo que éstas deben a su existencia; pero
su naturaleza y su preceptiva permanecen las más de
las veces parapetadas en la oscuridad. Al respecto, qui­
zá las consideraciones plasmadas en el Suplemento al
viaje de BOUGAINVILLE resulten las más acabadas. Y
en ellas, en ningún modo se desgrana la larga serie de
preceptos con que HOBBES nos obsequia cuando trata
de ellas, ni llegan a constituir ese sistema de legislación
que en L oche casi vuelven ociosas las leyes positivas,
ni son una realidad trascendente —la parle de la ley
divina con la que Dios gobierna el mundo estoico—;
ni su conocimiento brota de una intuición moral re­
frendada por la conciencia, o de una razón metafísica
que las posee de una manera innata, sino de una razón
histórica que ha ido haciendo acopio de la experiencia
y un día, después de trabajar durante milenios reelabo­
rando datos, consideró como suyos determinados pre­
ceptos y los declaró universalmente válidos, poniéndo­
XL
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
se inmediatamente a trabajar con la intención de im­
ponerlos.
La ley natural de Diderot es pues esa ley material
—en el sentido atribuido a dicho concepto por NEUMANN (32)— que determina la legislación positiva,
pero su origen hay que buscarlo en las necesidades
—físicas, psicológicas, morales e intelectuales: sociales
todas, pues el hombre, recuérdese, es un ser social por
naturaleza— humanas, y su contenido se limita a dos
fórmulas generales que permiten modos y grados di­
versos de concreción, y en las que traduce aquella socialidad: la preferencia del bien sobre el mal, y la pre­
ferencia del bien general sobre el bien particular
(pp. 138-9, y p. 178). De ahí que, a causa de la ambi­
güedad que rodea a la ley natural —determinada en su
función e indeterminada en sus prescripciones—, la
legislación positiva haya de ser obligadamente más
que el mero calco de la natural, como pretende
DlDEROT: debe ser su verdadero y propio desarrollo
legislativo, capaz de articular esas máximas orientado­
ras de su finalidad en un conjunto de preceptos sim­
ples y coherentes, y a la vez especificadores de ambos
bienes —el que debe prevalecer sobre el mal, y el gene­
ral que debe prevalecer sobre el bien particular—; pre­
ceptos que son el conducto a través del cual la ley
acerca la felicidad a los individuos (33).
(32) Die Herrschaft des Gesetzes, Frankfurl, 1980, Einleitung,
& 3.
(33) Preceptos, además, que deben sistematizarse en un código.
El lector nos permitirá aquí un breve excurso histórico sobre el sig­
nificado de la codificación en Europa: significado que coincide bási­
camente con el que Diderot le atribuye, aun cuando éste no desarro­
lle todos los aspectos que a continuación pasamos a delinear. La
ESTUDIO PRELIMINAR
XU
El tercer poder constitutivo del orden estatal era el
poder judicial. El consejo de la experiencia histórica
de hacerlo independiente de los otros dos había sido
asimilado plenamente por la razón: la incuria y los
abusos de poder cometidos por el magistrado cuando
codificación supuso el paso del sistema de derecho común, básica­
mente jurisprudencial, al sistema de derecho codificado (o legal)
—proceso en el que más tarde se inscribieron ideologías contrapues­
tas a la absolutista inicial, como la liberal, que aportó las garantías
individuales. De hedió, la codificación acabó aunando dos conceptos,
el de tales garantías y el de soberanía, que implicaban la centralización,
la nacionalización y la estatificadón del derecho. El sistema de códi­
gos introdujo en la materia jurfdica certeza, unidad y simplicidad, es
decir, el mundo opuesto al del interpretacionismo y opinionismo,
con su cohorte de conflictividad. manifestada tanto en la integración
de las diversas fuentes normativas como en la propia autointegración
de cada una de las fuentes en particular. La unificadón jurídica, la
existencia de un derecho igual para todos, alentaba contra el control
de la jurisprudencia práctica y forense, asi como contra la permanen­
cia de órdenes inmunitarios y privilegiados, de carácter corporativo.
Es decir, se oponía al particularismo jurídico subjetivo y territorial,
entre cuyas consecuencias cabía contar los conflictos inevitables entre
las normas más sus conflictos jurisdiccionales —a las diversas luentes
jurídicas se vinculaban, en efecto, diversas jurisdicciones y diversos
grados de jurisdicción; a todo lo cual venia a sumarse la incerteza del
derecho: la incerteza del singular destinatario de la norma, por un
lado, y la incerteza del juez, que se manifestaba en la coordinación de
las fuentes —es decir, en la verificación del derecho preeminente apli­
cable al caso—, en la elección de la norma en ese derecho, y en la
interpretación de la norma misma... (hemos tomado estos datos de
C avanna. Storia del Diritto moderno in Europa, Milano, 1979,
págs. 197-199).
Es evidente que en Diderot no encontraremos similar desarrollo
en su concepto de codificación; pero es igualmente evidente que
algunos de los aspectos capitales de la misma —la soberanía y las
garantías individuales, la unificación jurídica, la preeminencia del
derecho legal, etc.— sí que son igualmente capitales para él.
XUI
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
se ocupaba de ejecutar la ley en lugar de aplicarla la
habían convencido sin necesidad de más explicaciones.
La voz del Estado se expresa en normas generales y en
normas individuales: las sentencias judiciales, perte­
necientes a esta última clase, delimitan el territorio de
la magistratura.
Y en ese territorio, su dominio, prescribe Diderot ,
debe ser amplio. El hombre no es una máquina, y
cuando aplica la ley el hombre-juez no puede compor­
tarse como tal. Si en dicho proceso su función se limi­
tara a poner la boca por donde la ley se hace escuchar
en todo el rigor de su pureza —es decir, si fuera un juez
nombrado por MONTESQUIEU—.no sería sino un " ani­
mal feroz”; más le valdría entonces ser nombrado por
R ousseau .-su labor seria más creativa, y podría modi­
ficar las leyes sin identificar su razón con su capricho
y su capricho con su interés. Por lo demás, el juez no
sólo no debe circunscribirse al papel de ser norma en
carne y hueso: tampoco puede. Las leyes, obras huma­
nas, no son en sí mismas, siempre y necesariamente,
un cerrado sistema de normas en el que la coherencia
guía a la deducción desde el principio hasta el final,
desde las normas primarias hasta las normas secunda­
rias; y aunque lo fueran, la realidad siempre encuentra
alguna escapatoria por donde rehuir las pretensiones
globalizadoras de las normas por disciplinarla: sin
contar con la intervención de las circunstancias, las
cuales, por un lado, exigen restar de la responsabilidad
personal, en la acción delictiva, la responsabilidad del
contexto, y el resultado de la resta son los atenuantes;
y por otro, las sorprenden frecuentemente con mani­
festaciones imprevisibles que comportan su modifica­
ción o su desarrollo. Así pues, en la consideración de
ESTUDIO PRELIMINAR
XIJII
las atenuantes, en las lagunas jurídicas y en la adecua­
ción —que se hará por analogía o por directa crea­
ción— de las normas a la novedad introducida por las
circunstancias, la interpretación del juez acota una
parcela de intervención propia sustraída a la tiranía de
la ciega obediencia a la norma. Pero de este modo se
pone de relieve que el problema fundamental de la
administración de justicia radica en la inexistencia de
buenos jueces más que en la existencia de buenas leyes,
pues aun cuando fueran tóelas las que son, nunca son
todas las que están; y en cualquier caso, no sólo se
trata de completar las faltas y de integrar lo nuevo: se
trata fundamentalmente de evitar que lo que había
más lo que se añade deje caer impunemente la espada
de su rigor sobre la dignidad de los ciudadanos, por
muy culpables que sean... (34). No vamos a seguir por
este camino; nuestra intención era básicamente la de
resaltar la función activa del magistrado diderotiano y
su dual naturaleza, ¿tica y técnico-jurídica. Resumida,
nuestra tesis es la siguiente: el papel activo del juez al
aplicar la ley no se agota en el técnico de proceder a su
desarrollo cuando el caso lo requiera, sino que se ma­
nifiesta perennemente en la atenuación de su rigor y
aun en la corrección de su maldad. De ahí que las
medidas propuestas tendentes a dar solución al pro­
blema desde su raíz, se inicien prescribiendo al legisla­
dor la tarea "deformar personas honestas” , o lo que es
(S4) El imperativo ético subyace al imperativo técnico que esta­
blece la participación activa del juez en el proceso de aplicación y
desarrollo de las leyes; con ello se muestra, además, como a continua­
ción se tendrá ocasión de comprobar, que la idea de prevención,
básica en su concepción del derecho penal, se remonta hasta la fuente
misma de la administración de la justicia.
xuv
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
igual, de " empezar por la educación de la juven­
tud" (35).
Por activo que sea el papel atribuido al juez en el
desarrollo de sus funciones, la primacía del derecho
legal sobre el derecho judicial —expresión ésta que le
viene un poco ancha quizá a la doctrina de D i d e r o t —,
de la ley sobre la sentencia, permanece como un dogma
en la concepción política de aquél. Y la invectiva con­
tra la formación de todo derecho jurisprudencial —DiDEROT proscribe imprimir toda decisión de los tribu­
nales, y con ello el posible carácter vinculante de una
sentencia (36)— es la primera consecuencia de aquella
(35) La idea, como se sabe, es griega: de P latón, en su origen.
Pero también la modernidad hizo abundante uso de ella. Piénsese,
por ejemplo, en el papel central que ocupa en el programa constitu­
cional esbozado por Rousseau para Polonia.
(36) La larga cadena de conflictos entre el modelo de Estado pro­
pugnado por Diderot y la Inglaterra que en otros aspectos le sirviera
de modelo llega aqui a su máxima expresión. Ya el concepto racional
normativo de constitución por el que Diderot abogara, que implica
la creación de ésta en un acto único y total, contrasta desde sus
cimientos con la constitución inglesa, cuyas fuentes, ahora como
entonces, son el derecho estatutario, el derecho judicial y las conven­
ciones constitucionales; tampoco el Parlamento inglés tiene por mi­
sión controlar a un soberano independiente de él puesto que él es el
soberano: consiguientemente, los límites al ejercicio de su poder han
provenido prácticamente desde la época de los Tudor a hoy de una
autolimitación interna del propio Parlamento... Además, atacando
el valor de precedente atribuido a una sentencia, Diderot destruye el
corazón mismo del derecho judicial (case law) inglés, el derecho
derivado de tas decisiones judiciales, que por un lado vinculan a cada
jurisdicción a los tribunales subordinados, y por otro, en su interpre­
tación del derecho legal, contribuyendo a un desarrollo legislativo
verdadero y propio, sin parangón con la “actividad" que Diderot
consiente a sus jueces —bien que en la producción normativa la
ESTUDIO PRELIMINAR
XLV
supremacía; y el argumento empleado en la justifica­
ción de tan taxativa medida es el impedir, con la for­
mación de un tal derecho, la creación de una " contra­
autoridad legal” . Con todo, no es ésa la única razón.
Otras de naturaleza administrativa colaboran con ella
en la consecución del mencionado objetivo. La proli­
feración de tribunales inherente al aumento de la acti­
vidad administrativa arrastra consigo el riesgo de hacer
entrar en colisión la jurisprudencia de un tribunal con
la de otro, <uí como la posibilidad de dar inicio a una
serie de inconvenientes, entre los que cabe alinear los
conflictos de jurisdicción, la duplicación de los proce­
sos, la inversión en la relación entre las normas, con­
cediendo a las normas procesales la supremacía sobre
las sustanciales, etc. Síntomas todos ellos, añade DtDEROT, de que el legislador no tenía en vista la protec­
ción de la libertad y la propiedad de los individuos
cuando los instituyó (ibid., kicXLV-XLVIU). El fin
por el que se instituyó el Estado, por tanto, vuelve a
configurarse una vez más como la razón y el límite de
todos y cada uno de sus aspectos organizativos, mos­
trando así la coherencia y continuidad de todos ellos,
convergentes en el centro común de la felicidad.
Más arriba hemos individuado en el interés por ate­
nuar el rigor de la norma por parte del —buen— juez
el momento ético de su activa función. Ese humanita­
rismo del derecho penal, tan característico de la Ilus­
tración (37), adelantaba ya una concepción inmanente
primada corresponda siempre a la legislación (statute law) sobre la
jurisdicción.
(S7) Un apretado pero interesante contraste con el rigorismo de
la concepción kantiana, definida por el concepto de retribución, pue-
XLV1
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
del mismo, donde la norma penal se desvincula tanto
de la moral (ibid., kXXXHl) como de la religión (ibid.,
ScLX). El delito era delito, vale decir, infracción de una
norma, y no pecado; su sanción debía corresponder a
lo previsto por la norma penal, la cual era insertada en
un orden jurídico al que la comunidad había confiado
la obtención de la felicidad, y concebida por tanto en
función de la utilidad personal y general.
Pero además, aquel humanitarismo —resultante de
la aplicación al derecho penal de los principios descu­
biertos por la antropología: el individuo racional que
quiere ser feliz a través del Estado— se expresa en una
concepción cuyo núcleo lo ocupa un figura de pena
más centrada en la entidad del daño que en la inten­
ción criminal, y en la que, consiguientemente, el sig­
nificado atribuido a la responsabilidad de la voluntad
se retrae conforme aumenta el peso de las circunstan­
cias, que relativizarán el concepto mismo de pena y
servirán de atenuante en su determinación (ibid.,
kXXII y kXXXVI). En este marco se integran, en su
condición de consecuencia, el establecimiento de un
plazo temporal, pasado el cual prescribe el delito, la
abolición de los castigos rigurosos (38) que sean inne­
cesarios y el establecimiento del principio de propor­
cionalidad entre el delito y el castigo (ibid., ícXXXV y
ScLXl). Señalemos por último que la doctrina penal
diderotiana quiere contribuir a la salvaguardia de las
de verse en Solare Kant e la dottrina penale delta retribuiione (en La
Filosofía política, vol. 2, Barí, 1974), tete 2 y 3.
(38)
Entre los castigos D iderot mantiene la pena de muerte, aun­
que será rara; destierra la infamia y aboga sobre todo por las penas
pecuniarias (cf. V erniEre . Diderot et Beccaria, en Lumiires ou clairobscurt, París, 1987-, págs. 287-292).
ESTUDIO PRELIMINAR
XLVII
garantías individuales a través de la institución del
procedimiento (ibid., kXLVI); y que, en última ins­
tancia, invoca el concepto de prevención como uno de
sus principios basilares: pues la mejor defensa frente
al delito no es la sanción proporcional a la entidad del
daño producido, y ni siquiera que ésta llegue lo antes
posible (ibid., tcLXV). La mejor defensa frente al delito
es evitar que tenga lugar, y se crean las condiciones al
respecto sobre todo cuando se crean las condiciones
que hacen posible la felicidad de los individuos (ibid.,
kkXXXl, XXXIV y LXIX).
4.
Epílogo: Felicidad y Estado Liberal
La política nacía de la incapacidad mostrada por la
naturaleza para hacer realidad la pasión inherente a
todo hombre de ser feliz. La ausencia de normas con­
cretas que especificaran los dos preceptos básicos de la
legalidad natural, y especialmente la ausencia de un
poder que obligara a respetarla castigando las infrac­
ciones, sumía de hecho esa legalidad en la más perfecta
inoperancia. A la postre, la inseguridad minó las rela­
ciones entre los individuos por su lado más débil, la
pasión, hasta que el atenazamiento de la convivencia
llevó a aquéllos, constituidos en nación, a instaurar
con el Estado la garantía requerida por la razón para
adueñarse de la conducta.
En el sustrato de un tal programa latían unos su­
puestos que con mayor o menor intensidad se ramifi­
caban por buena parte de los meandros de la época. El
pesimismo antropológico, que las doctrinas de un
XLVIII
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
M a QJUIAVe l o o un HOBBES se propusieron corregir
sin llegar a reformar, había visto apagarse su llama; en
su lugar, una visión optimista del hombre y de su
historia (39) había tomado la antorcha del relevo, y les
hacía otear en las cimas del futuro un horizonte de
progreso continuo en perfecta correspondencia con la
infinita perfectibilidad del primero. Será la Razón el
artífice supremo de la reconstrucción del orden social;
ha tardado siglos en tomar plena conciencia de sí mis­
ma, pero ahora se descubre armada con un ejército de
ideas cuya sola fuerza, cree, bastará para suprimir el
abuso y la sinrazón de las relaciones humanas. En su
labor transformadora la Razón apelará sobre todo a un
instrumento de validez universal, el Derecho, por me­
dio del cual —como ya anunciara a su paso por las
teorías de L o c k e o P u f e n d o r f — acordará lo que la
naturaleza no supo acordar: las voluntades de los indi­
viduos racionales. La Razón guarda memoria, además,
de las máximas de B a c o n o DESCARTES, que estable­
cían el carácter utilitario de la ciencia, y prescribían
un uso práctico de la misma destinado a la satisfacción
de las necesidades humanas. De ahí que el Derecho se
sirva de ella en su objetivo de reordenación de la socie­
dad (40).
(39) Ciertamente, en Diderot, los tonos triunfalistas con los que
los vates del progreso idealizan la historia, no tienen tugar. Más bien
son ocres los tonos que llevan al lienzo su visión de la historia, tonos
que adquieren acentos particularmente dramáticos cuando hada el
final de su vida juzga la sociedad contemporánea (cf. las páginas
finales del Supplémenl..., o el Discurso a los insurgentes de Amíri­
ca).
(40) Al respecto, cf. G roethuysen. Philosophie de la Révolulion
Française, París, 1956, caps. 1 y 2.
ESTUDIO PRELIMINAR
XI.IX
En D i d e r o t , según se vio, el nuevo orden social
construido por la Razón era el Estado; pero no un
Estado cualquiera, a imagen y semejanza de los que el
presente ofrecía casi por doquier, sino el Estado racio­
nal. Es decir: el Estado cuya constitución se basara en
la libertad, la igualdad y la propiedad de los indivi­
duos, sancionara la división y el control del poder,
recompensara públicamente al mérito y reconociera a
la nación como detentador originario ele la soberanía,
y al cuerpo de sus representantes como el órgano en­
cargado de xñgilar el cumplimiento de la legalidad por
parte del soberano. En una palabra: el Estado que co­
ordina los tres códigos rectores del comportamiento
individual y colectivo.
Son las leyes de ese Estado las garantes de la felicidad
individual, y a la vez la felicidad social misma (41). De
este modo, el sujeto particular será feliz allá donde
otro sujeto particular pueda serlo también, y la felici­
dad del todo representada en el nuevo ordenamiento
jurídico acredita la realizabilidad de la condición. En
lo sucesivo, dependerá sólo de la voluntad de dicho
sujeto ser feliz: le bastará con obedecer la ley para ac­
tuar virtuosamente, con obedecerla de continuo para
trasladar a las costumbres que así se formarán la bon­
dad de su causa; e igualmente, podrá decorar su vida
con los oros del lujo, y regalar su cuerpo con ese placer
y esa sensualidad como sólo los sentidos saben procu­
rar, sin que por ello el estigma de la corrupción caiga
(41)
Diderot incluso llegará a sostener la existencia de dos tipos
de felicidad, en dependencia cada uno de ellos con el correspondiente
tipo de ley. El primero es el de la felicidad constante, vinculado a las
"leyes eternas" del Estado; el otro es la felicidad ocasional que deriva
de las leyes cuya validez es puntual (CC, VII).
L
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
sobre la sociedad y el del pecado sobre él mismo (42).
Con todo, hay también un margen para la acción
individual que es fuente de felicidad para al agente y
que empieza donde la legislación acaba. En efecto,
según D i d e r o t , la sociedad feliz no sólo se da cuando
el Estado se atiene a las condiciones antes explicitadas.
L a felicidad exige asimismo del Estado que “ no go­
bierne demasiado,,t lo cual significa dejar mano libre
a la razón de los sujetos para que gobiernen por si
solos todas las parcelas de la acción individual y social
que por su naturaleza no deben estar sometidas a la
acción reguladora de la ley —la actividad comercial
sobre todas (OI, tc&LXXIII, LXXVUl, XCll y
XCVIII); ésta pertenece a los comerciantes, y sólo a
ellos, sin ningún tipo de intervención estatal, toca or­
denarla, sentenciará D i d e r o t (43).
Con este último trazo, creemos haber ultimado el
cuadro del Estado diseñado por D i d e r o t ; s u contem­
plación, una vez acabado, nos reproduce —con los de­
fectos lógicos de toda anticipación, es verdad— la ima(42) La laicización de la moral, la recuperación ética de las pasio­
nes, la exaltación de la sensibilidad, la mediación de la felicidad
individual por la felicidad colectiva, y la identificación de ésta con el
Estado de Derecho, etc., forman parte del legado ilustrado que resiste
sin esfuerzo las erosiones del tiempo. Un excelente resumen del pro­
ceso de formación y desarrollo de tal legado puede leerse en R ougier,
Del paraíso a la utopía, México, 1984, parte III.
(43) Además del evidente acompasamiento en este punto a los
tiempos fisioaráticos, que estampan en el eslogan del laissez-fatre
entre otras razones su aversión al control por parte del Estado de toda
forma de vida social; además de eso, decimos, resultan igualmente
palpables en afirmaciones como ésa los ribetes tccnocráticos que
salpican aqui y allá el pensamiento de Diderot (véase una muestra
más en OI fcLXXXV).
ESTUDIO PRELIMINAR
U
gen que en la práctica adoptará el Estado liberal del
siglo siguiente, el Estado que, en opinión de su autor,
por reconocer los derechos individuales, recompensar
socialmente el mérito y dividir y controlar el poder es
el Estado de la felicidad.
Digamos por último unas palabras sobre nuestra
traducción. Hemos tomado como base la edición de
P. VERNIÉRE de las Oeuvres Politiques de DlDEROT
(Parts, Garnier, 1963), de la cual sólo hemos dejado de
traducir la Apología del abad Galiani y el artículo de
la Enciclopedia Representantes, cuya paternidad hoy
es sin discusión atribuida a D’H olbach .
De los artículos políticos de la Enciclopedia sólo
dos llevan el asterisco que distingue a DlDEROT; el
primero de ellos es Autoridad Política, aparecido en el
primer volumen, el 1 de julio de 1751; el segundo,
Derecho Natural, que se publicó en el quinto volu­
men, en septiembre de 1955. Los tres artículos restantes
son anónimos (Poder y Potencia vieron la luz en el
volumen XIII, mientras Soberanos lo hizo en el XV,
aparecidos todos en 1765), pero en ellos no es difícil
descubrir la determinante presencia del autor de Jacques le Fataliste. El hilo rojo de la preocupación por
poner límites al ejercicio del poder une a todos ellos,
límites que por lo general se asocian a una concepción
contractualista del Estado, la cual a través de nociones
como la de consenso y pacto establece la legitimidad
racional del mismo.
Las Páginas para un tirano —escrito en 1771, pero
inédito hasta 1937, cuando Venturi descubrió el ma­
nuscrito, editándolo el mismo año— constituyen un
alegato contra el Examen de I’Essai sur les préjugés,
Lll
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
obra con la cual FEDERICO II arremetía contra el Essai
sur les préjugés ou de l’influence des opinions sur les
moeurs et sur le bonheur des hommes” de D'HOLBACH,
y con la que entendía además poner coto al marchamo
antimonárquico mediante el cual la Ilustración sellaba
cada vez más sus reflexiones sobre política. La crítica
de Diderot será demoledora: la lógica consecuencia
de una firme defensa de sus principios; ante su piqueta
se desmorona sin remisión el edificio de los valores del
antiguo régimen representados y defendidos por el dés­
pota de Postdam: "L a preconización del error, la ofen­
sa a la naturaleza humana, la defensa de la arrogancia
de la genta blasonada, la apología de los curas y de la
superstición, el elogio de los guerreros” , etc.
Los Principios de política de los soberanos fueron
escritos por DIDEROT a su regreso de San Petersburgo,
en 1774. En carta dirigida a Catalina II da noticia de
este nuevo trabajo, titulado al principio Notes margi­
nales d’un souverain sur l’histoire des empereurs, y
después Notes écrites de la main d’un souverain á la
marge de Tacite, hasta que finalmente adoptó su defi­
nitivo título (NAIGEON luego mostró que el emperador
en cuestión era FEDERICO II, y que TÁCITO era en rea­
lidad SUETONIO). El lector se enfrenta aquí a una obra
confusa, compuesta con máximas del monarca que
DIDEROT a veces comenta críticamente y a veces deja
sin comentar (SekLXXXII-CXXII), y que cuando co­
menta no siempre señala con nitidez la transición entre
la máxima y su comentario...
Las Conversaciones con Catalina II, nacidas en la
Corte de la emperatriz rusa, deben su título al estudio­
so francés sobre cuya selección hemos hecho nuestra
traducción: Paul VERNIÉRE. Según este mismo autor,
ESTUDIO PRELIMINAR
LUI
cada uno de los textos presentados, más que el resumen
de la conversación mantenida con la emperatriz, cons­
tituye una especie de guión para la misma. En ellos se
resumen ideas sobre una infinidad de temas que van
desde la historia constitucional de Francia a la necesi­
dad de formación de un tercer estado en Rusia, pasan­
do por las consideraciones acerca del lujo, de las rela­
ciones internacionales, de la función de la capital en
un reino, etc., etc.
El texto sobre las Observaciones sobre la Instrucción
de la emperatriz de Rusia a los diputados para la con­
fección de las leyes, el gran texto político de DlDEROT,
fue redactado por éste en La Haya, a la vuelta de su
viaje a San Petersburgo. Diderot había conocido en
Rusia la Instrucción que Catalina redactara en 1768
y se publicara al inicio del año siguiente. La reforma
legislativa propugnada por Catalina II sería más tar­
de hibernada, y la difusión por Europa del texto que la
contenía, traducido en varios países, quedó al final
como un mero acto de propaganda. Frente a los para­
bienes recibidos por aduladores natos, como VOLTAI­
RE, el comentario crítico de Diderot tuvo por objeto
recordar a la autora que la mayoría de sus proposicio­
nes habían sido redactadas desde el trono en el que la
monarquía se confunde con la tiranía.
L a Refutación de Helvecio también fue compuesta
por DIDEROT en L a Haya, al retomo de la capital rusa,
aunque su redacción se remonta hasta pocas fechas
después de la aparición —postuma— del libro refuta­
do, De l'Homme, y su configuración definitiva pasa
por las modificaciones efectuadas en París en 1775.
N uestra traducción reproduce los fragmentos políticos
seleccionados por Verniére , y titulados por él mismo,
LIV
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
de una obra prevalentemente dedicada a temas filosó­
ficos, psicológicos y religiosos.
El Discurso de un filósofo a un rey fue compuesto
en 1774. E l discurso, cuya autoría por DtDEROT había
sido puesta en duda, perdió toda traza de anonimato
con el descubrimiento por parte de DlECKMANN del
fondo Vandeul. Para Ve r n i é r e no caben dudas sobre
la consideración de dicho fragmento como uno de los
muchos escritos por D i d e r o t para la Histoire des
deux Indes de R a y n a l .
El Discurso a los insurgentes de América data de
1778, y apareció ya en la primera edición del Essai sur
les régnes de Claude et de Néron (diciembre de 1778).
Se trata de una encendida manifestación de solidaridad
y de augurio hacia la Revolución del pueblo que, en
palabras de TURGOT escritas por la misma época, re­
presentaba “ la esperanza del género humano” .
II.
BIBLIOGRAFIA
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III. CRONOLOGIA
1713. Nace en Langres el 5 de octubre, Denis
DiDEROT, hijo del fabricante de cuchillos Didier y de
Angélique Vigneron.
1723. Inicia sus estudios en el colegio de los jesuí­
tas de Langres, donde permancerá cinco años.
1726. El 22 de agosto recibe la tonsura de manos
del obispo de Langres.
1728. DiDEROT se traslada a Parts, donde prosigue
sus estudios en un colegio superior de los jesuítas.
1732. El 2 de septiembre recibe el título de “Maítreés-arts", que daba derecho a enseñar Filosofía y Hu­
manidades.
1733-35. Hace prácticas en el estudio del procura­
dor Clément de Ris.
1736-40. Abandona el estudio y malvive realizando
trabajos ocasionales (enseña matemáticas, escribe ser­
mones, hace de preceptor tres meses en una familia,
etc.).
1741. Conoce a Antoinette Champion, con quien
contraerá matrimonio dos años después, a escondidas
de su familia, con la que había roto relaciones ante la
oposición a su boda.
1743. Conoce a ROUSSEAU. Acaba la traducción de
la Historia de Grecia del inglés Temple S tanyan, pu­
blicada al año siguiente.
LVIII
ANTONIO HERMOSA ANDUjAR
1744. El 23 de abril firma un contrato con los li­
breros BRIASSON, David y L aurent para traducir del
inglés el Diccionario universal de medicina y de ciru­
gía, de Robert JAMES. Muere al mes de nacer su prime- .
ra hija, Angélique.
1745. Se publica en Amsterdam su traducción del
libro de SHAFTESBURY, Ensayo sobre el mérito y la
virtud.
1746. El 21 de enero la "Société des libraires” ob­
tiene el privilegio para traducir la Enciclopedia de
CHAMBERS y H a r r i s . En abril, en sólo tres días,
DlDERO T redacta los Pensées philosophiques, que co­
mienzan a circular en junio, y que el 7 de julio el
Parlamento de París condenará a ser quemados.
1747. DlDEROT escribe la Promenade du sceptique.
El cura de San Médard lo denuncia varias veces por
ateo. El 16 de octubre D i d e r o t y D'A l e m b e r t aceptan
la dirección de la Enciclopedia. Escribe el Projet d’un
nouvel orgue, De la suffisance de la religión naturelle
y Les Bijoux indiscrets.
1748. Publica en Holanda la última obra indicada.
Cinco meses más tarde, en junio, publica las Mémoires
sur differents sujets de mathématiques.
1749. Publica en junio su famosa Lettre sur les
avéugles. Un mes más tarde es detenido y encarcelado
en Vincennes, de donde saldrá el 3 de noviembre. En la
cárcel traduce y comenta la Apología de Sócrates.
1750. Redacta el Prospectus de la Enciclopedia.
Muere a los cinco años de edad su hijo Jacques François Denis. En octubre nace Denis Laurent, quien fa­
llecerá dos meses después.
1751. Publica en febrero la Lettre sur les sourds et
muets. En junio aparece el primer tomo de la Encielo-
ESTUDIO PRELIMINAR
UX
pedia. DlDEROT, co m o D’A l e m b e r t , es nombrado
miembro de la Academia de Berlín.
1752. En enero aparece el segundo tomo de la En­
ciclopedia. El 7 de febrero el Consejo de Estado decreta
el secuestro de ambos tomos. En julio aparece la Apologie de l’abbé de Prades, de cuya tercera parte es autor
Diderot .
1753. El 2 de septiembre nace su hija MarieAngélique. En noviembre aparece el tercer tomo de la
Enciclopedia. Publica los Pensées sur rinterprétation
de la nature.
1754. Aparece en octubre el cuarto tomo de la En­
ciclopedia.
1755. Aparece en octubre el quinto tomo de la En­
ciclopedia. P alisot inaugura sus ataques contra los
“philosophes".
1756. Encuentro, el 12 de abril, con ROUSSEAU en
el Ermitage. En mayo aparece el sexto tomo de la En­
ciclopedia.
1757. Publica Le fils naturel y las Eniretiens sur le
íils naturel. Rompe con ROUSSEAU. En noviembre apa­
rece el séptimo tomo de la Enciclopedia. Comienza la
redacción de los Salons.
1758. Publica Le Pfere de famille y el Discours sur
la poésie dramatique. ROUSSEAU abandona la Enci­
clopedia.
1759. El 23 de enero el Parlamento condena la En­
ciclopedia, aunque autores y editores deciden conti­
nuar su trabajo clandestinamente. El 3 de septiembre,
Clemente XIII condena la Enciclopedia. Escribe el Sa­
lón 1759, el primero de la serie.
1760. Publica la primera versión de La Religieuse.
Escribe a su hermano, sacerdote, la Leure sur la tolé-
LX
ANTONIO HERMOSA ANDUjAR
ranee. PAUSSOT estrena su sátira contra los “ philosophes” con tal título.
1761. Redacta su Salón 1761.
1762. Catalina II propone a DlDEROT imprimir la
Enciclopedia en Rusia, pero éste declina la oferta. Pre­
para unas Additions aux Pensées philosophiques.
1763. Edición clandestina de los tomos restantes de
la Enciclopedia. Se publica el Salón 1763.
1765. Catalina II compra por 15.000 francos la bi­
blioteca de Diderot , aunque le permite conservarla
hasta el final de su vida; le concede además una pen­
sión anual de 1.000 francos. Escribe su cuarto Salón.
En diciembre están listos para la venta, lo que se pro­
ducirá un mes más tarde, los últimos diez volúmenes
de la Enciclopedia.
1766. Acaba sus Essais sur le peinture, publicados
en Correspondance Littéraire.
1767. Es elegido por unanimidad miembro de la
Academia de Ciencias de San Petersburgo.
1768. Acaba su quinto Salón.
1769. Se hace cargo, junto a Mme. D’EPINAY, de la
dirección de la Correspondance Littéraire en ausencia
de G rimm. Redacta el Reve de d’Alembert. Comienza
a escribir su sexto Salón.
1770. Redacta la Entretien d’un pere avec ses enfants. Publica Les deux amis de Bourbonne.
1771. Primera redacción de Jacques le Fataliste. Re­
dacción del séptimo Salón y de las Pages contre un
tyran.
1772. Boda de su hija con Caroillon de Vandeul.
Termina Ceci n’est pas un conte y Madame de la Carliére, aíi como su primera versión del Supplémem au
Voyage de Bougainville.
ESTUDIO PRELIMINAR
LXI
1773. Viaja a San Petersburgo, pasando por Ho­
landa y Alemania, atendiendo a una invitación de Ca­
talina II. Redacta la Réfutation de l'oeuvrage d’Helvétius intitulé, De l'Homme y acaba la Paradoxe sur le
Comédien.
1774. Tras varios meses de estancia en San Peters­
burgo vuelve a Holanda, donde se detiene desde abril
a septiembre. Redacta las Entretiens avec la maréchale
y su Politique des souverains. Empieza a escribir las
Observations sur le Nakaz.
1775. Catalina II le encarga un Plan para universi­
dades rusas. Diderot lo redacta, además de otras obras
sobre Rusia que enviará a Catalina. Redacta el Salón
1775.
1776. Trabaja en la preparación de una edición de
sus obras completas.
1777. Revisa alguna de sus obras. Trabaja para la
Histoire des deux Indes, de R aynal.
1778. Publica el Essai sur la vie de Sénéque, que
modificará sensiblemente dos años después.
1779. Trabaja en la Histoire des deux Indes.
1780. Se publican los índices de la Enciclopedia.
DtDEROT publica su Essai sur les régnes de Claude et
de Nerón.
1781. Escribe su noveno Salón, y continúa reto­
cando sus obras.
1782. Publica en la Correspondance Littéraire dos
artículos, uno sobre Les Jésuites chassés d’Espagne y
otro sobre Don Pablo Olavidés.
1783. Enferma gravemente.
1784. Muere el 31 de julio.
ESCRITOS
POLITICOS
EL PENSAMIENTO POLITICO DE DIDEROT
EN LA "ENCICLOPEDIA"
Autoridad política (1751)
Ningún hombre ha recibido de la naturaleza el dere­
cho a mandar sobre los demás. La libertad es un don
del cielo, y cada individuo de la misma especie tiene el
derecho a gozar de ella tan pronto como goza de razón.
Si hay alguna autoridad establecida por la naturaleza,
ésa es el poder paternal: pero el poder paternal tiene
sus límites, y en el estado de naturaleza cesaría apenas
los hijos estuvieran en disposición de conducirse.
Cualquier otra autoridad tiene un origen que no es
natural. Examínese con atención, y se la remontará
siempre a una de estas dos fuentes: o la fuerza y la
violencia de quien se ha adueñado de ella, o el consen­
timiento de quienes se le han sometido mediante un
contrato efectivo o supuesto entre ellos y aquél al que
han deferido la autoridad.
El poder que se adquiere a través de la violencia no
es más que usurpación, y sólo dura mientras la fuerza
del que manda prevalece sobre la de quienes obedecen;
de suerte que si estos últimos llegaran a su vez a con­
vertirse en los más fuertes y se sacudieran el yugo, lo
harían con idéntico derecho y justicia al impuesto por
aquél. La misma ley que ha creado la autoridad, la
destruye luego: la ley del más fuerte.
3
4
DIDEROT
A veces, la autoridad establecida por la violencia
modifica su naturaleza: cuando continúa y se mantiene
merced al consentimiento expreso de los que se han
sometido; pero por esto mismo, aquélla se reintroduce
en la segunda clase, de la que aquí hablaré: y quien se
la había arrogado, convirtiéndose en príncipe, deja de
ser tirano.
£1 poder que promana del consentimiento de los
pueblos presupone necesariamente condiciones que ha­
gan legítimo su uso, útil a la sociedad, ventajoso a la
república, y que lo fijen y lo canalicen entre límites;
pues ningún hombre puede ni debe entregarse por en­
tero y sin reservas a ningún otro hombre, dado que
tiene un dueño superior por encima de todo, el único
al que pertenece enteramente: Dios, cuyo poder es siem­
pre inmediato sobre la criatura, amo tan celoso cuanto
absoluto, y que nunca pierde sus derechos ni los trans­
fiere nunca. El permite, en favor del bien común y de
la conservación de la sociedad, que los hombres esta­
blezcan entre sí un orden de subordinación, que obe­
dezcan a uno de ellos; pero quiere que sea según razón
y mesuradamente —en lugar de a ciegas y sin reser­
va—, al objeto que la criatura no se arrogue los dere­
chos del creador. Cualquier otra sumisión es el verda­
dero delito de idolatría. Doblar la rodilla ante un hom­
bre o ante una imagen no es más que una ceremonia
exterior, de la cual el Dios verdadero, que exige cora­
zón y espíritu, apenas si se cuida, y que abandona a las
instituciones de los hombres para que hagan de ella, a
su mejor conveniencia, los signos de un culto civil y
político, o de un culto religioso. Así pues, no son tales
ceremonias por sí mismas, sino el espíritu que preside
su institución, lo que vuelve su práctica inocente o
ESCRITOS POLITICOS
5
delictiva. Un inglés no tiene el menor escrúpulo en
servir al rey rodilla en tierra; el ceremonial sólo signi­
fica lo que se ha convenido significarse; pero entregar
su corazón, su espíritu y su conducta sin ninguna re­
serva a la voluntad y al capricho de una mera criatura,
hacer de ella el único y último motivo de sus acciones,
es con toda certeza un delito de lesa majestad divina en
primer grado; de otro modo el poder de Dios, del que
tanto se habla, no sería más que un vano murmullo
del que la política humana se serviría a placer, y con
el que cualquier espíritu irreligioso podría a su vez
hacer su juego; de suerte que todas las ideas de poten­
cia y subordinación, llegando a confundirse, capacita­
rían al príncipe a mofarse de Dios, y al súbdito del
príncipe.
Por tanto, el poder verdadero y legítimo tiene nece­
sariamente límites. De ahí que las Escrituras nos di­
gan: "Que vuestra sumisión sea razonable", sit rationabile obsequium vestrum. “Todo poder que viene de
Dios es un poder sujeto a norma” , omnis potistas a
Deo otdinata est. Pues es ése el modo en que es preciso
entender ules palabras, de acuerdo con la recu razón
y con su sentido literal, y no de acuerdo con la interpreución dada por la bajeza y la adulación, según la
cual todo poder, cualquiera que fuere, viene de Dios.
Y bien, ¿no hay acaso poderes injustos?, ¿no hay auto­
ridades que, lejos de provenir de Dios, se establecen
contra sus órdenes y contra su volunud?, ¿los usurpa­
dores, tienen a Dios a su favor?, ¿es menester seguir en
todo a los perseguidores de la verdadera religión?, y
para cerrar la boca a la estupidez, ¿será legítimo el
poder del Anticristo? Empero, será un gran poder.
E n o c h y E l í a s . que se le opondrán, ¿serán unos rebel­
6
DIDEROT
des y unos sediciosos que habrán olvidado que todo
poder viene de Dios, o bien hombres razonables, firmes
y piadosos, que saben que todo poder deja de serlo
apenas desborda los límites prescritos por la razón, y
se aleja de las reglas establecidas por el soberano de
príncipes y súbditos; unos hombres, en fin, que pensa­
rán, al igual que san Pablo, que todo poder viene de
Dios sólo si es justo y sujeto a regla?
El príncipe recibe de sus mismos súbditos la autori­
dad que ejerce sobre ellos; y dicha autoridad se halla
limitada por las leyes de la naturaleza y del Estado.
Las leyes de la naturaleza y del Estado son las condi­
ciones bajo las cuales aquéllos se han sometido, o se
reputa que se han sometido, a su gobierno. Una de
tales condiciones es que no existiendo ni poder ni
autoridad sobre ellos salvo la que eligen y a la que
otorgan su consentimiento, aquél nunca podrá em­
plear su autoridad para anular el acto o el contrato
mediante el cual le ha sido deferida: desde ese momen­
to estaría actuando contra sí mismo, ya que su autori­
dad no puede subsistir más que por el título que la ha
establecido. Quien anula uno destruye la otra. Así
pues, el príncipe no puede disponer de su poder ni de
sus súbditos sin el consentimiento de la nación, y con
independencia de la elección establecida en el contrato
de sumisión. Si hiciere un uso diverso del mismo, todo
sería nulo, y las leyes lo desvincularían de las promesas
y de los juramentos que hubiera podido hacer, como a
un menor que hubiera actuado sin conocimiento de
causa, puesto que habría intentado disponer de lo que
sólo tenían en depósito y con cláusula de sustitución
de la misma manera que si la hubiese tenido en plena
propiedad y sin ninguna condición.
ESCRITOS POLITICOS
7
Por otra parte el gobierno, aun hereditario en una
familia y puesto en manos de uno solo, no es un bien
particular sino un bien público, por lo cual nunca
puede serle sustraído al pueblo, su solo detentador le­
gítimo y pleno. De ahí que sea él siempre quien lo
arrienda, quien siempre intervendrá en el contrato que
adjudica su ejercicio. No es el Estado quien pertenece
al príncipe, es el príncipe quien pertenece al Estado;
bien que corresponda al príncipe gobernar en el Esta­
do, dado que el Estado lo ha elegido para ello, que se
ha comprometido frente a los pueblos a administrar
sus asuntos, y que éstos, por su lado, se han compro­
metido a obedecerle en los términos fijados por las
leyes. El portador de la corona puede desembarazarse
completamente de ella si tal es su voluntad, pero no
puede colocarla en la cabeza de otro sin el consenti­
miento de la nación, que la ha colocado en la suya. En
una palabra; la corona, el gobierno, y la autoridad
pública son otros tantos bienes pertenecientes al cuer­
po de la nación, y de los que los príncipes no son más
que los usufructuarios, los ministros y los depositarios.
Aunque jefes del Estado, no por ello son menos miem­
bros del mismo —los primeros, a decir verdad—, los
más venerables y los más poderosos, aun cuando no
puedan hacer nada legítimo por cambiar el gobierno
establecido, ni por designar otro jefe en su lugar. El
cetro de Luis XV pasará necesariamente a las manos
de su primogénito, y no hay poder alguno que pueda
oponerse: ni el de la nación, pues es la condición del
contrato, ni el de su padre, por la misma razón.
El depósito de la autoridad tiene a veces un tiempo
limitado de duración, como en la república romana.
Otras se le limita a la vida de un hombre, como en
8
DIDEROI
Polonia; otras al tiempo que subsistirá una familia,
como en Inglaterra; en ocasiones al tiempo que subsis­
tirá una familia pero sólo en sus miembros varones,
como en Francia.
A veces, dicho depósito es confiado a un cierto orden
en la sociedad; otras, a varios elegidos de todos los
órdenes, y otras a uno solo.
Las condiciones del pacto son distintas en cada Es­
tado. Pero en todas partes la nación tiene el derecho a
mantener frente y contra todos el contrato que ha esti­
pulado; ningún poder puede cambiarlo; y cuando cesa
de existir, la nación recupera su derecho y la plena
libertad de estipular uno nuevo con quien y como le
place. Eso será lo que suceda en Francia si, por la
mayor de las desdichas, la entera familia reinante lle­
gara a extinguirse hasta en sus últimos vástagos; en tal
caso, el cetro y la corona retornarían a la nación.
Parece que sólo esclavos de espiritu tan limitado
como de corazón bajo podrían llegar a pensar de ma­
nera distinta. Esas clases de gentes no han nacido ni
para gloria del príncipe, ni para procurar ventajas a la
sociedad; carecen tanto de virtud como de grandeza de
ánimo. El temor y el interés son los resortes de su
conducta. La naturaleza los produce sólo para servir
de lustre a los hombres virtuosos; y la Providencia sólo
se sirve de ellos para formar los poderes tiránicos, con
los que de ordinario castiga a los pueblos y a los sobe­
ranos que ofenden a Dios; éstos mediante la usurpa­
ción, aquéllos transfiriendo en favor del hombre más
de lo que deben de ese poder supremo que el Creador
se ha reservado sobre la criatura.
La observación de las leyes, la conservación de la
libertad y el amor a la patria son las fuentes fecundas
ESCRITOS POLITICOS
9
de todas las cosas grandes y de todas las acciones bellas.
Allí demoran la felicidad de los pueblos y la verdadera
ilustración de los príncipes que las gobiernan. Allí, la
obediencia es honorable, augusto el mandato. Y al
contrario, la adulación, el interés particular y el espí­
ritu servil constituyen el origen de todos los males que
flagelan a un Estado, como de todas las bajezas que lo
deshonran. Aquí los súbditos son míseros y los prínci­
pes odiosos; aquí el monarca nunca se ha oído procla­
mar el bienamado; aquí la sumisión es vergonzante,
cruel la dominación. Si reúno en un mismo punto de
vista a Francia y a Turquía, de un lado advierto una
sociedad de hombres que la razón une, que la virtud
hace actuar, y que un jefe sabio y glorioso por igual
gobierna según las leyes de la justicia; y de otro, una
manada de animales a la que el hábito reúne, la ley del
bastonazo pone en marcha, y un señor absoluto con­
duce según su capricho.
Pero para otorgar a los principios diseminados en
este artículo toda la autoridad que pueden recibir,
apuntalémosles con el testimonio de uno de nuestros
más grandes reyes. El discurso con que abrió la asam­
blea de notables de 1596, ebrio de una sinceridad que
los soberanos apenas si conocen, era realmente digno
de los sentimientos que le subyacen. "Convencido
—dice el señor d e S u l l y — que los reyes tienen dos
soberanos, Dios y la ley; que la justicia debe prevalecer
sobre el trono, y que la clemencia debe sentarse a su
lado; que siendo Dios el verdadero propietario de todos
los reinos, y no siendo los reyes más que sus adminis­
tradores, éstos deben representar ante sus pueblos a
aquél al que sustituyen en su plaza: que sólo reinando
como padres reinarán como él; que en los Estados mo­
10
DIDEROT
nárquicos hereditarios se da un defecto que podría
asimismo considerarse hereditario, a saber: que el so­
berano es dueño de la vida y de los bienes de todos sus
súbditos, pudiendo con estas cuatro palabras, tal es
nuestro deseo, considerarse dispensado de explicar las
razones de su conducta —o incluso de tenerlas; y aun
cuando ello fuese cierto, no hay imprudencia mayor
que la de hacerse odiar por aquéllos en los que se
necesita confiar en cada momento de la vida, y sería
caer en esa desdicha conseguir todo mediante la pura
fuerza” . Ese gran hombre, convencido, digo, de princi­
pios como ésos, que toda la artificiosidad del cortesano
jamás conseguirá extirpar de corazones símiles al suyo,
declaro que a fin de evitar toda apariencia de violencia
y de coacción, no había querido que la asamblea se
constituyese mediante diputados nombrados por el so­
berano, sempiternamente sometidos de modo ciego a
sus dictados; sino que su intención era que se admitiese
en ella a toda clase de personas libremente, fuera cual
fuese su estado y condición, al objeto que las personas
de ciencia y de mérito encontrasen ocasión de hacer sin
temor las propuestas que retuvieran necesarias en favor
del bien público; que tampoco en ese momento era su
intención ponerle límites; que tan sólo les exhortaba a
no abusar de tal permiso en detrimento de la autoridad
regia, principal nervio del Estado; a restablecer la
unión entre sus miembros; a aliviar a los pueblos; a
aligerar el tesoro real de un buen número de deudas, a
las que se veía sujeto sin haberlas contraído; a moderar
con la misma justicia las pensiones excesivas, sin cau­
sar daño a las necesidades; en fin, a establecer para el
futuro un fondo suficiente y preciso para el manteni­
miento de la tropa. Añadió que no le costaría trabajo
ESCRITOS POLITICOS
II
alguno someterse a medidas no ideadas por él mismo
apenas advirtiera su condición de dictadas por un es­
píritu de equidad y de desinterés; que no se le ocurriría
aducir su edad, su experiencia o sus cualidades perso­
nales como pretexto, aun siendo mucho menos frívolo
del usualmente utilizado por los príncipes para violar
los reglamentos; que, antes al contrario, mostraría con
su ejemplo que aquéllos no atañen menos a los reyes,
para hacerlos observar, que a los súbditos, para some­
terse a ellos.
Si tuviese a gloria —continuó— pasar por excelente
orador, habría hecho más gala aquí de bellas palabras
que de buena voluntad; pero mi ambición tiende a
algo mucho más noble que el hablar bien. Aspiro al
glorioso título de libertador y restaurador de Francia.
No os he convocado aquí, como hicieran mis predece­
sores, para obligaros a aprobar ciegamente mis deseos;
os he hecho reunir para recibir vuestros consejos, para
creerlos, para seguirlos; en una palabra, para ponerme
bajo tutela en vuestras manos. Es un anhelo éste que
casi nunca prende en los reyes, en las barbas grises y en
los victoriosos, como es mi caso; pero el amor que
siento por mis súbditos, y el inconmensurable deseo
que siento de salvaguardar mi Estado, me permiten
ver todo fácil y todo honorable.
“ Acabado su discurso, Enrique se alzó y salió, de­
jando solo al señor DE S ü L L Y en la asamblea, para que
diera noticia de las situaciones, las memorias y los
documentos que pudieran resultar necesarios” .
No se osa proponer tal conducta por modelo porque
hay ocasiones en que los príncipes pueden tener menos
deferencia, aunque ello no menoscabe los sentimientos
que en una sociedad llevan al soberano a mirarse como
12
D1DEROT
el padre de familia, y a mirar a sus súbditos como hijos
suyos. El gran monarca que acabamos de mencionar
nos proporcionará una vez más el ejemplo de esta clase
de clemencia entreverada con firmeza, tan necesaria en
las ocasiones en que la razón se halla tan manifiesta­
mente de parte del soberano que éste tiene derecho a
privar a sus súbditos de la libertad de elección no de­
jándoles más partido que el de la obediencia. Habien­
do sido ratificado el edicto de Nantes, luego de grandes
dificultades por parte del parlamento, del clero y de la
universidad, Enrique IV dijo a los obispos: "Vosotros
me habéis exhortado a cumplir con mi deber: yo os
exhorto a cumplir con el vuestro. Compitamos los
unos con los otros en obrar bien. Mis antecesores os
han dado bellos discursos; yo, en cambio, con mi levi­
ta, os daré buenos resultados: leeré con detalle vuestras
quejas e intentaré poner remedio lo mejor que me sea
posible". Y respondió al Parlamento que había venido
a exponerle las amonestaciones: "Me contempláis en
mi propia cámara, a donde vengo a hablaros, no en
atuendo real, ni con la espada y la capa, como mis
predecesores, sino vestido como un padre de familia,
en jubón, para hablar familiarmente a sus hijos. Lo
que tengo que deciros es que os ruego que ratifiquéis
el edicto que otorgué a los hugonotes. Hice esto en
favor de la paz. La he establecido en el exterior, quiero
que también exista en el interior de mi reino". Tras
exponerles las razones que le impulsaron a la conce­
sión del edicto, añadió: "Quienes se oponen a la entra­
da en vigor de mi edicto, quieren la guerra; la declararé
mañana a los hugonotes, pero no la haré, sino que les
enviaré a ellos. He hecho el edicto: quiero que sea
observado. Mi voluntad debería bastar como motivo;
ESCRITOS POLITICOS
13
jamás se le exige al príncipe en un Estado obediente.
Yo soy rey. Quiero que se me obedezca” .
Así es como conviene a un monarca dirigirse a sus
súbditos, cada vez que la justicia esté, evidentemente,
de su parte: ¿y por qué no debería obtener todo lo que
está al alcance de un hombre cualquiera con la equi­
dad de su parte? Respecto de los súbditos, la primera
ley que la religión, la razón y la naturaleza les impo­
nen es la de cumplir ellos mismos las condiciones del
contrato que estipularon, y de no perder nunca de
vista la naturaleza de su gobierno; en Francia, de no
olvidar que mientras subsista la familia reinante en
sus varones, nada hay que pueda dispensarles de obe­
decer; de honrar y temer a su amo como a aquél con el
que han querido hacer presente y visible en la tierra la
imagen de Dios; de manifestar gratitud y alegría a
causa de la tranquilidad y de las propiedades de que
gozan gracias a la protección que les brinda el nombre
real; si les sucediera que llegaran a tener un rey injusto,
ambicioso y violento, de no oponer al infortunio más
remedio que el de apaciguarlo mediante su sumisión y
aplacar a Dios con sus plegarias; remedio ése que es el
solo legítimo en virtud del contrato de sumisión jura­
do al príncipe antaño reinante y a sus descendientes
varones; y de tener en cuenta que todos los motivos
que se creen tener para oponer resistencia no son, bien
examinados, sino otros tantos pretextos de infidelidad
hábilmente coloreados; que a una tal conducta nunca
siguió la mejora de los príncipes ni la abolición de los
impuestos, sino que sólo sirvió para añadir a los males
lamentados un nuevo grado de miseria. Tales son los
fundamentos sobre los que los pueblos y quienes les
gobiernan podrían establecer su recíproca felicidad.
14
DIDEROT
Derecho natural (1755)
El uso de esta palabra es tan familiar que práctica*
mente no hay casi nadie que para sí no esté convencido
que el tema es de su dominio. Dicha sensación interior
es por igual común al filósofo y al hombre que nunca
ha reflexionado; con esta sola diferencia en relación a
la cuestión sobre qué es el derecho; éste, careciendo
tanto de palabras como de ideas, os remite al tribunal
de la conciencia y calla, mientras el primero sólo se
reduce al silencio y a reflexiones más profundas luego
de haber caído en un círculo vicioso que le reconduce
al punto mismo desde el que había partido, cuando no
lo sumerge en cualquier otra cuestión no menos difícil
de resolver que aquella otra de la que con su definición
pensaba haber solucionado.
El filósofo interrogado dice: el derecho es el funda­
mento o la razón primera de la justicia. Pero, ¿qué es
la justicia? La obligación de dar a cada uno lo que le
pertenece. Pero, ¿qué pertenece a uno y no a otro en un
estado de cosas en el que todo sería de todos, y en el
que hasta es posible que la idea distinta de obligación
aún no existiera? ¿Y qué debería a los demás aquél que
les permitiera todo y no les exigiese nada? Es en este
punto donde el filósofo comienza a advertir que de
todas las nociones de la moral la de derecho natural es
de las más importantes y de las más difícilmente determinables. Por esto, nos parecería haber hecho tanto en
este artículo si sólo consiguiéramos establecer de un
modo preciso las dificultades de mayor consideración
que se suelen proponer en contra de la noción de dere­
cho natural. Lograr tal efecto requiere retomar las co­
sas desde lo alto y no afirmar nada que no sea evidente,
ESCRITOS POLITICOS
15
al menos con esa evidencia susceptible de aplicarse a
los asuntos morales y que de por sí satisfaría a todo
hombre sensato.
1. Es evidente que si el hombre no es libre, o que
sus determinaciones instantáneas, y hasta sus oscila­
ciones, nacen de algo material y exterior a su alma, su
elección no es el acto puro de una sustancia incorporal
y de una facultad simple de dicha sustancia; ya no
habrá ni bondad ni maldad razonadas, aun cuando
pueda haber bondad y maldad animales; no habrá ni
bien ni mal moral, ni justo ni injusto, ni obligación ni
derecho. De donde se advierte, por decirlo de pasada,
la importancia de establecer sólidamente la realidad,
no digo de lo voluntario, sino de la libertad (demasia­
do a menudo confundida con lo voluntario).
2. Llevamos una existencia mísera, controvertida,
inquieta. Tenemos pasiones y necesidades. Queremos
ser felices; y en todo momento el liombre injusto y
pasional se siente tentado a hacer a otro lo que en
modo alguno querría que se le hiciera a él. Se trata de
un juicio que pronuncia en el fondo de su alma, y del
que no puede desprenderse. Percibe su maldad, y es
necesario que se lo confiese a sí mismo, o que acuerde
a cada uno la misma autoridad que se arroga.
3. Ahora bien, ¿qué reproche podremos hacerle a
un hombre atormentado por pasiones tan violentas
que la vida misma se le vuelve un peso oneroso cuando
no las satisface, y que para adquirir el derecho a dispo­
ner de la existencia de los otros les abandona la suya?
¿Qué le responderemos si intrépidamente dice: “Soy
consciente que causo temor y turbación a la especie
humana, pero es menester o que sea infeliz o que haga
infelices a los demás; y nadie me es tan querido como
16
DIDEROT
yo mismo. No se me reproche tan abominable predi­
lección: no es libre. Es la voz de la naturaleza, que
nunca se expresa con mayor claridad en mí como cuan­
do me habla en mi favor. Pero, ¿no es en mi corazón
donde aquélla se hace oír con la misma violencia?
¡Oh, hombres!, es a vosotros a quienes apelo: ¿Cuál de
vosotros, en el umbral de la muerte, no readquiriría su
vida a expensas de la mayor parte del género humano
si se le garantizasen la impunidad y el secreto? Pero
—continuará— yo soy equitativo y sincero. Si mi feli­
cidad exige que me deshaga de todas las existencias
que me resulten inoportunas, es necesario también que
cualquier individuo, sea cual fuere, pueda deshacerse
de la mía, caso de verse importunado por ella. La razón
así lo quiere, y yo lo suscribo. No soy tan injusto como
para exigir de otro un sacrificio que yo no estoy dis­
puesto a hacerle” .
4. Advierto, en primer lugar, algo que me parece
admitido tanto por el bueno como por el malo: que es
menester razonar siempre, porque el hombre no es sólo
un animal, sino un animal que razona; que, en conse­
cuencia, en la cuestión en debate hay medios para des­
cubrir la verdad; que quien rehúsa buscarla renuncia a
la cualidad de hombre, y debe ser tratado como una
bestia feroz por el resto de la especie; y que el sujeto
que se niega a conformarse a la verdad, ana vez descu­
bierta ésta, o es un necio o un ser moralmente malo.
5. Así pues, ¿qué responderemos a nuestro razona­
dor violento antes de ahogarlo? Que todo su discurso
se reduce a saber si él adquiere un derecho sobre la
existencia de los demás por abandonarles la suya; pues
él no sólo quiere ser feliz: quiere también ser equitati­
vo, y en virtud de su equidad alejar de sí el epíteto de
ESCRITOS POLITICOS
17
malvado; sin lo cual habría que ahogarlo sin siquiera
responderle. Le haremos pues notar que, aun cuando
lo que abandona le perteneciese tan perfectamente que
pudiese disponer de ello a voluntad, y la condición
que propone a los demás les fuera también ventajosa,
no dispone de ninguna autoridad legítima para hacér­
sela aceptar; que quien dice: quiero vivir, tiene idéntica
razón que quien dice: quiero morir; que éste no tiene
más que una vida y que, abandonándola, se convierte
en dueño de una infinidad de vidas: que su intercam­
bio apenas si sería equitativo aun quedando sobre toda
la superficie de la tierra tan sólo él y otro malvado; que
es absurdo hacer querer a otros lo que se quiere, que es
falso que el peligro que hace correr a su semejante sea
igual al que a él le gustaría exponerse; que lo que él
permite al azar puede no ser de un precio despropor­
cionado respecto a lo que me fuerza a arriesgar; que la
cuestión del derecho natural es mucho más complicada
de cuanto no le pueda parecer; que se constituye en
juez y parte, y que su tribunal bien podría no ser com­
petente en este asunto.
6.
Ahora bien, si privamos al individuo del derecho
de decidir acerca de la naturaleza de lo justo y de lo
injusto, ¿dónde conduciremos esta gran cuestión? ¿Dón­
de? Ante el género humano; es a él a quien únicamente
pertenece decidir, puesto que el bien de todos es la sola
pasión que tiene. Las voluntades particulares son sos­
pechosas; pueden ser buenas o malas, pero la voluntad
general es siempre buena; nunca ha engañado, nunca
engañará. Si los animales fuesen de un orden más o
menos igual al nuestro, si hubiesen medios seguros de
comunicación entre ellos y nosotros, si pudiesen trans­
mitirnos con evidencia sus sentimientos y sus pensa-
18
niDEROT
míen tos, y conocer los nuestros con idéntica evidencia;
en una palabra, si pudiesen votar en una asamblea
general, sería menester convocarles; y la causa del de­
recho natural ya no se celebraría ante la humanidad,
sino ante la animalidad. Pero los animales están sepa­
rados de nosotros por barreras invariables y eternas; en
tanto aquí se trata de un orden de conocimientos y de
ideas particulares a la especie humana, que emanan de
su dignidad y que la constituyen.
7. Es a la voluntad general a la que debe dirigirse
el individuo para saber hasta dónde debe ser hombre,
ciudadano, súbdito, padre, hijo, y cuándo le conviene
vivir o morir. Es ella la que establece los límites de
todos los deberes. Poseéis el más sagrado derecho natu­
ral sobre todo lo que no os es contestado por la especie
entera. Es ella la que os ilustrará sobre la naturaleza de
vuestros pensamientos y de vuestros deseos. Todo lo
que concibáis, todo lo que meditéis será bueno, gran­
de, elevado, sublime, si es de interés general y común.
No hay otra cualidad esencial a vuestra especie sino la
que exigís en todos vuestros semejantes en favor de
vuestra felicidad y de la suya. Es esa conformidad vues­
tra a todos ellos, y de todos ellos a vosotros, lo que os
distinguirá cuando abandonéis de vuestra especie tanto
como cuando permanezcáis. Nunca la perdáis, pues,
de vista: sin ella veréis tambalearse en vuestro entendi­
miento las nociones de bondad, de justicia, de huma­
nidad, de virtud. Repetios con frecuencia: “ Soy hom­
bre, y no tengo más derechos naturales verdaderamente
inalienables que los de la humanidad”.
8. Pero, me diréis, dónde se halla el depósito de esa
voluntad general; dónde podría consultarla... En los
principios del derecho escrito de todas las naciones
ESCRITOS POLITICOS
19
civilizadas; en las acciones sociales de los pueblos sal­
vajes y bárbaros; en las convenciones tácitas del género
humano entre ellos, e incluso en la indignación y el
resentimiento, esas dos pasiones con las que la natura­
leza parece haber dotado incluso a los animales al ob­
jeto de suplir la falta de las leyes sociales y de la ven­
ganza pública.
9.
Por tanto, si meditáis con atención sobre todo lo
antedicho, os convenceréis: 1. Que el hombre que sólo
escucha su voluntad particular es enemigo del género
humano; 2 Que la voluntad general es en cada indivi­
duo un acto puro del entendimiento que razona en el
silencio de las pasiones acerca de lo que el hombre
puede exigir de su semejante, y de lo que su semejante
está en derecho de exigir de él; 3. Que tal consideración
de la voluntad general de la especie y del deseo común
es la regla de la conducta de un particular respecto de
otro particular en la misma sociedad, de un particular
respecto de la sociedad de la que es miembro, y de la
sociedad de la que es miembro respecto de las demás;
4. Que la sumisión a la voluntad general es el vínculo
común de todas las sociedades, sin exceptuar las cons­
tituidas delictivamente. ¡Ay, la virtud es tan bella que
hasta los ladrones respetan su imagen en el fondo mis­
mo de sus cavernas!; 5. Que las leyes deben estar hechas
para todos y no para uno; de otro modo, ese ser solita­
rio semejaría al razonador violento al que ahogamos
en el parágrafo 5; 6. Que, dado que de dos voluntades,
una general y la otra particular, la primera no yerra
jamás, no es difícil apreciar a cuál de las dos habría de
pertenecer, para felicidad del género humano, la po­
tencia legislativa, y qué veneración se debe a los augus­
tos mortales cuya voluntad particular reúna la autorí-
20
D1DEROT
dad y la infalibilidad de la voluntad general; 7. Que
aun cuando se supusiera la noción de especie en un
perpetuo fluir, la naturaleza del derecho natural no
cambiaría, puesto que permanecería siempre relativa a
la voluntad general y al deseo común de la especie en
su totalidad; 8. Que la equidad es a la justicia lo que
la causa es a su efecto, o que la justicia no puede ser
más que equidad declarada; 9. En fin, que todas estas
consecuencias son evidentes para quien razona, y que
quien no quiere razonar, renunciando a la cualidad de
hombre, debe ser tratado como un ser desnaturalizado.
Poder(1765)
El consenso de los hombres reunidos en sociedad es
el fundamento del poder. El que se ha valido sólo de la
fuerza para establecerse sólo mediante la fuerza se man­
tendrá; ésta jamás podrá conferir un título, y los pue­
blos conservan siempre el derecho de reclamar contra
ella. Al fundar las sociedades, los hombres han renun­
ciado a una parte de la independencia en la que la
naturaleza les hizo nacer sólo para asegurarse las ven­
tajas que derivan de su sumisión a una autoridad legi­
tima y razonable; su intención no fue nunca la de
entregarse sin reservas a dueños arbitrarios, ni tender
las manos a la tiranía y a la opresión, ni conferir a
otros el derecho de hacerlos infelices.
El objeto de todo gobierno es el bien de la sociedad
gobernada. Para prevenir la anarquía, para hacer apli­
car las leyes, para proteger a los pueblos, para proteger
a los débiles de las maniobras de los más fuertes, fue
necesario que toda sociedad instituyese soberanos re­
ESCRITOS POLITICOS
21
vestidos con poder suficiente para llevar a cabo tales
objetivos. La imposibilidad de prever todas las cir­
cunstancias por las que habría de pasar la sociedad ha
determinado a los pueblos a conferir más o menos
extensión al poder que concedían a quienes encomen­
daban la tarea de gobernarlos. Algunas naciones, celo­
sas de su libertatd y de sus derechos, han puesto límites
a dicho poder; empero, no han dejado de notar que a
menudo era necesario no ponerle límites demasiado
estrechos. A ello se debe que los romanos, en tiempos
de la república, nombraran un dictador cuyo poder era
tan extenso como el del monarca más absoluto. En
algunos Estados monárquicos el poder del soberano es
limitado por las leyes del Estado, que le fijan los lími­
tes que no le está permitido infringir; así, en Inglate­
rra, el poder legislativo reside en el rey y en las dos
cámaras del parlamento. En otros países los monarcas
ejercen, por consentimiento del pueblo, un poder ab­
soluto, aunque se halla siempre subordinado a las le­
yes fundamentales del Estado, que proporcionan la
recíproca seguridad del soberano y de los súbditos.
Por ilimitado que sea el poder del que gozan los
soberanos, nunca les permite violar las leyes, oprimir
a los pueblos, atropellar la razón y la equidad. Hace
un siglo que Dinamarca ha dado un ejemplo inaudito
de un pueblo que, mediante un acto auténtico, ha con­
ferido un poder sin límites a su soberano. Los daneses,
hartos de la tiranía de los nobles, tomaron la decisión
de ponerse por entero y, por así decir, atados de pies y
manos, a merced de Federico III. Un acto símil sólo
puede ser considerado una consecuencia de la desespe­
ración. Los reyes que han gobernado a ese pueblo no
han parecido hasta el momento haberse aprovechado;
22
DIDEROT
antes bien, han preferido reinar con las leyes a ejercer
el despotismo destructor que la resolución de sus súb­
ditos implícitamente autorizaba. Nunquam satis fida
potentia ubi nimia *.
El cardenal de Retz, hablando de Enrique IV, dijo
que aquél no desconfiaba de las leyes porque confiaba
en sí mismo. Los buenos príncipes saben que es la
felicidad del Estado el solo motivo por el que son de­
positarios del poder. Lejos de querer extenderlo, a me­
nudo han intentado ellos mismos ponerle límites por
temor al abuso que de él podrían hacer sucesores me­
nos virtuosos: ea demum tuta est potentia quae viribus
suis modum imponit **. Un Tito, un Trajano, un Antonino han usado del poder en pro de la felicidad de
los hombres; un Tiberio, un Nerón han abusado de ¿1
para desdicha del universo.
Potencia (1765)
Por potencia se entiende la suma de las fuerzas de un
Estado o de una sociedad política.
La potencia de un Estado es siempre relativa a la de
los Estados con los que mantiene relaciones. Una na­
ción es potente cuando puede preservar su indepen­
dencia y su bienestar frente a las demás naciones que
podrían perjudicarla.
• "El poder nunca está lo suficiente seguro cuando es excesivo"
(TAcrro, Historiae, II, 92).
• • "Sólo el poder que pone límites a su propia fuena está seguro"
(Valerio Máximo. Facía el dicta memorabilia, IV, I, 8c8, De moderatione).
ESCRITOS POLITICOS
23
La potencia del Estado es también relativa al núme­
ro de sus súbditos, a la extensión de sus límites, a la
naturaleza de sus productos, a la actividad de sus habi­
tantes, a la bondad de su gobierno; de ahí procede que
a menudo un Estado pequeño sea mucho más potente
que otro más extenso, más fértil, más rico, más pobla­
do, puesto que el primero sabrá sacar beneficio a las
ventajas recibidas de la naturaleza, o compensar con
su esfuerzo lo que le sea rehusado.
La fuente primera de la potencia de un Estado es su
población; necesita de brazos para revalorizar sus cam­
pos, hacer que sus manufacturas, su navegación, su
comercio, prosperen; necesita de ejercicios proporcio­
nados a los que sus vecinos puedan poner en pie: y sin
que ello afecte negativamente a la agricultura y demás
ramas de su potencia. Un suelo fértil, una situación
favorable, un país defendido por la naturaleza, contri­
buirán ampliamente a la potencia de un Estado. Por
último, es esencial que goce de tranquilidad interna:
nunca un pueblo desgarrado por facciones, presa de
cábalas, de intrigas, de la anarquía, de la opresión,
estará en grado de disponer de la potencia necesaria
para rechazar los embates de los enemigos.
Con todo, en vano gozará un imperio de símiles
ventajas si una mala administración le hace perder sus
frutos. El soberano es el alma que da el movimiento y
la vida al Estado; es el uso o el abuso que hace de sus
fuerzas lo que determina su potencia o su debilidad.
En vano mandará sobre pueblos numerosos; en vano
le habrá prodigado la naturaleza las riquezas del suelo;
en vano le proporcionará la operosidad de sus súbditos
los tesoros del mundo; todas estas ventajas se diluirán
si una buena administración no les saca partido. Los
24
DIDEROT
otomanos mandan sobre vastos Estados, que disfrutan
de los climas más favorables; desde el Danubio hasta el
Eufrates no hay nada que escape a sus leyes; empero,
su potencia ni siquiera se acerca a la de un gran núme­
ro de Estados europeos, encerrados en límites más res­
tringidos que la mayoría de los reinos sometidos a los
sultanes. Egipto, Grecia —las partes hoy más peque­
ñas del imperio—, disponían bajo sus primeros amos
de fuerzas incomparablemente mayores que las de la
totalidad de las de los déspotas modernos que han
sometido dichos países; éstos mandan sobre viles escla­
vos, abrumados por sus cadenas, que sólo trabajan
para satisfacer los caprichos de un tirano, de un visir,
de un eunuco; los primeros mandaban a ciudadanos
inflamados por el amor a la patria, a la libertad, a la
gloria. ¿En cuántas ocasiones no habrá trastocado Gre­
cia los tronos de esos monarcas asiáticos, sostenidos
por millones de brazos? Los innumerables ejércitos de
Jerjes, de Darío, vieron cómo se rompían sus fuerzas
contra la potencia ateniense. Todos los esfuerzos de la
monarquía española, sostenida por las riquezas de los
dos mundos, se han estrellado contra el vigor de los
generosos holandeses.
El espíritu que un soberano sabe infundir a sus pue­
blos es el artífice de su verdadera potencia. Si les inspi­
ra el amor a la virtud, a la gloria; si les hace querida la
patria a través de la felicidad que en ella gozan gracias
a él; si les estimula a realizar grandes acciones median­
te recompensas; si aterroriza a los malos ciudadanos
con castigos, el Estado será potente, suscitará el respeto
de sus vecinos, sus ejércitos serán invencibles. Pero si
soporta que el lujo y el vicio corrompan las costumbres
de sus súbditos; si permite que su ardor guerrero se
ESCRITOS POLITICOS
25
desinfle; si la subordinación, las leyes, la disciplina
resultan despreciadas; si se degrada las almas de los
pueblos a causa de la opresión; entonces, la avidez
ocupará el lugar del honor; el amor a las riquezas
sustituirá al de la patria, de la gloria; ya no habrán
ciudadanos; cada uno tan sólo se ocupará de sus inte­
reses personales; y el bien general, al que todas las
voluntades deben concurrir para hacer potente una
nación, será perdido de vista. En ese caso, ni el número
de los ejércitos, ni la inmensidad de los tesoros, ni la
fertilidad de los campos, podrán procurar al Estado
una potencia real.
Al igual que los hombres robustos, las naciones se
ven tentadas a menudo a abusar de sus fuerzas. Los
gobernantes hacen residir su potencia en la ampliación
de sus conquistas, en dictar la ley a sus vecinos; en
tomar parte en todas las querellas que convulsionan a
los demás pueblos; en llevar a cabo duraderas y san­
grientas guerras, en las que con frecuencia la cota de
pasiones injustas o frívolas es superior a la de los inte­
reses del Estado; de este modo, con tal de procurarse
una vana fachada de potencia, se llega hasta el agota­
miento de las fuerzas reales que deberían reservarse
para sostener a la nación.
Soberanos(1765)
Son aquéllos a quienes la voluntad de los pueblos
ha conferido el poder necesario para gobernar la socie­
dad.
En el estado de naturaleza, el hombre no conoce
ningún soberano; todo individuo es igual a otro, y
26
DIDEROT
goza de la más perfecta independencia; en tal estado
no hay más subordinación que la de los hijos a su
padre. Las necesidades naturales, y ante todo la nece­
sidad de reunir sus fuerzas para rechazar los ataques de
los enemigos, indujeron a algunos hombres o a algu­
nas familias a aproximarse, al objeto de formar una
sola familia llamada sociedad. Entonces no se tardó en
comprobar que si cada uno continuaba ejerciendo su
voluntad al hacer uso de sus fuerzas y de su indepen­
dencia, y dando libre curso a sus pasiones, la situación
de cada individuo terminaría por ser más desdichada
que si viviera aislado; se percibió la necesidad de que
cada hombre renunciase a una parte de su indepen­
dencia natural para someterse a una voluntad que re­
presentase la de toda la nación, y que fuese, por así
decir, el centro común y el punto de confluencia de
todas sus voluntades y de todas sus fuerzas. Ese es el
origen de los soberanos. Resulta claro que su poder y
sus derechos se fundan únicamente en el consenso de
los pueblos; los que se establecen mediante la violencia
no son sino usurpadores: y sólo se convierten en sobe­
ranos legítimos cuando el consenso de los pueblos re­
confirma a los soberanos los derechos de que se habían
adueñado.
Los hombres se han unido en sociedad sólo para ser
más felices; la sociedad ha elegido soberanos sólo para
velar más eficazmente por su felicidad y su conserva­
ción. El bienestar de una sociedad depende de su segu­
ridad, de su libertad y de su potencia. Procurarle tales
ventajas requirió que el soberano dispusiese de poder
suficiente para establecer el justo orden y la tranquili­
dad entre los ciudadanos, para garantizarles sus pose­
siones, para proteger a los débiles de los ataques de los
ESCRITOS POLITICOS
27
fuertes, para contener las pasiones con castigos y esti­
mular las virtudes a través de recompensas. El derecho
de hacer estas leyes en la sociedad se llama poder legis­
lativo.
Ahora bien, detentar el poder de hacer leyes será
vano para el soberano si no posee al mismo tiempo el
de hacerlas ejecutar: las pasiones y los intereses de los
hombres llevan a éstos a oponerse sin cesar al bien
general cada vez que contraviene su interés particular.
El primero únicamente lo ven de lejos, mientras el
segundo lo tienen sin descanso ante sus ojos. Es me­
nester pues que el soberano sea revestido con la fuerza
necesaria para hacer que cada particular obedezca las
leyes generales, que son las voluntades de todos; es lo
que se llama poder ejecutivo.
Los pueblos no siempre han acordado la misma can­
tidad de poder a los soberanos que han elegido. La
experiencia de todos los tiempos revela que cuanto
mayor es el poder de los hombres, más fácilmente sus
pasiones les inducen a abusar de él: consideración ésta
que ha determinado a algunas naciones a poner límites
a la potencia de aquéllos a quienes se encargaba de
gobernarles. Esas limitaciones de la soberanía han va­
riado de acuerdo con las circunstancias, con el mayor
o menor amor de los pueblos por la libertad, con la
gravedad de los inconvenientes a los que se hallaban
completamente expuestos bajo soberanos demasiado
arbitrarios: he ahí la raíz de las diversas divisiones que
se han hecho de la soberanía, y de las diferentes formas
de gobierno. En Inglaterra, el poder legislativo reside
en el rey en el parlamento: este último cuerpo repre­
senta a la nación, la cual, en la constitución británica,
se ha reservado de este modo una parte de la potencia
28
OIDEROT
soberana, cediendo al rey exclusivamente el poder de
hacer ejecutar las leyes. En el imperio alemán el empe­
rador no puede hacer leyes más que con el concurso de
los Estados del imperio. Con todo, es menester que la
limitación del poder posea sus propios límites. Para
que el soberano trabaje en bien del Estado, es necesario
que pueda actuar y tomar las medidas necesarias a tal
fin; constituiría por tanto un vicio en el sistema de
gobierno que el poder del soberano estuviese demasia­
do limitado: los gobiernos sueco y polaco suministran
dos claros ejemplos de dicho vicio.
Pero no todos los pueblos han estipulado mediante
actos expresos y auténticos los límites que fijaban a
sus soberanos; los ha habido que se han contentado
con imponerles la obligación de respetar las leyes fun­
damentales del Estado, asignándoles por lo demás tan­
to el poder legislativo como el ejecutivo. A eso se llama
soberanía absoluta. Sin embargo, la recta razón pone
de manifiesto que aquélla tiene siempre límites natu­
rales; un soberano, por absoluto que sea, no tiene de­
recho a modificar las leyes constitutivas de un Estado,
como tampoco su religión; no puede alterar la forma
de gobierno, ni cambiar el orden de la sucesión, sin
una autorización formal de su nación. Por lo demás,
está siempre sometido a las leyes de la justicia y a las
de la razón, de lo que ninguna forma humana puede
eximirle.
Cuando un soberano absoluto se arroga el derecho
de cambiar a voluntad las leyes fundamentales de su
país, cuando ambiciona un poder arbitrario sobre la
persona y las posesiones de su pueblo, se convierte en
déspota. Nunca un pueblo ha podido, ni querido, otor­
gar un poder símil a sus soberanos; si lo hubiese hecho,
ESCRITOS POLIT ICOS
29
la naturaleza y la razón le dan siempre derecho a recla­
mar contra la violencia. La tiranía no es más que el
ejercicio del despotismo.
La soberanía, cuando reside en un solo hombre, ya
sea absoluta o limitada, se llama monarquía. Cuando
reside en el pueblo mismo, se da en toda su extensión,
y no es susceptible de limitación alguna; es lo que se
llama democracia. Así, entre los atenienses la soberanía
residía por entero en el pueblo. En ocasiones, la sobe­
ranía es ejercida por un cuerpo o por una asamblea
que representa al pueblo, como en los Estados republi­
canos.
Sean cuales fueren las manos en las que se halla
depositado el poder soberano, no puede tener más ob­
jeto que el de hacer felices a los pueblos que le están
sometidos; lo que hace infelices a los hombres es una
usurpación manifiesta y un trastocamiento de los de­
rechos a los que el hombre nunca ha podido renunciar.
El soberano debe proporcionar seguridad a sus súbdi­
tos: no ha sido otro el objeto por el que se han some­
tido a su autoridad. Debe establecer un buen orden
mediante leyes propicias; es necesario que sea autori­
zado a cambiarlas según lo vayan requiriendo las cir­
cunstancias; debe reprimir a lodos los que quieran
perturbar a los demás el goce de sus posesiones, de su
libertad, de su persona; tiene derecho a establecer tri­
bunales y magistrados que hagan justicia y castiguen
a los culpables según normas seguras e invariables.
Tales leyes se llaman civiles, a fin de diferenciarlas de
las leyes naturales y de las leyes fundamentales, que el
soberano mismo no puede derogar. Dado que puede
cambiar las leyes civiles, ciertas personas creen que no
debe estar sometido a ellas; empero, es natural que el
BO
DIDEROT
soberano se conforme a sus propias leyes mientras éstas
permanezcan en vigor; así contribuiría a hacerlas más
respetables a sus súbditos.
Además de velar por la seguridad interna del Estado,
el soberano debe ocuparse de la seguridad externa del
mismo; ésta depende de sus riquezas, de su fuerza mi­
litar. Para cumplir dicho objetivo dedicará su atención
a la agricultura, a la población, al comercio; intentará
mantener la paz con sus vecinos, sin por ello menosca­
bar la disciplina militar, como tampoco las fuerzas
que llevarán a su nación a hacerse respetar por todos
los que quisieran perjudicarla o perturbar su tranqui­
lidad; de ahí proviene el derecho de los soberanos a
hacer la guerra, a firmar la paz, a establecer alianzas,
etc.
Esos son los principales derechos de la soberanía,
ésos son los derechos de los soberanos; la historia nos
suministra incontables ejemplos de príncipes opreso­
res, de leyes violadas, de súbditos que se rebelaron. Si
la razón gobernase a los soberanos, los pueblos no
tendrían por qué atarles las manos, ni que convivir
con ellos bajo una perpetua desconfianza; los jefes de
las naciones, contentos de trabajar por la felicidad de
sus súbditos, no aspirarían a invadir sus derechos. A
causa de una fatalidad adscrita a la naturaleza huma­
na, los hombres hacen continuos esfuerzos por ampliar
su poder; por muchos diques que la prudencia de los
pueblos les haya querido oponer, nunca la ambición o
la fuerza dejaron de encontrar el medio de romperlos o
eludirlos. Los soberanos tienen en relación con los
pueblos una ventaja inconmensurable: la depravación
de una sola voluntad basta en el soberano para poner
en peligro o para destruir la felicidad de sus súbditos;
ESCRITOS POLITICOS
31
en tanto que éstos apenas si pueden oponerle la una­
nimidad o el concurso de voluntades y de fuerzas nece­
sarias para reprimir sus actividades injustas.
Hay un error, nefasto para la felicidad de los pue­
blos, en el que los soberanos incurren demasiado fre­
cuentemente: el de considerar degradada la soberanía
tan pronto como sus derechos son contenidos entre
límites. Los jefes de las naciones que trabajen por la
felicidad de sus pueblos se asegurarán su amor, ten­
drán su obediencia pronta, y serán siempre temibles a
sus enemigos. El caballero Temple le decía a Carlos II
que un rey de Inglaterra, que es un hombre de su
pueblo, es el rey más grande del mundo; pero si quiere
ser más, ya no es nada. Quiero ser el hombre de mi
pueblo, respondió el monarca.
DIDEROT Y FEDERICO II
Páginas contra un tirano
El autor del Essai se ha representado el mundo tal
cual es: rebosante de enredadores, de perillanes, de opre­
sores de toda suerte y condición. Reyes déspotas y mal­
vados los hay en este mundo: ¿ha dicho acaso que no
los haya? Ministros prepotentes, disipadores, ávidos,
los hay en este mundo: ¿ha dicho acaso que no los
haya? Magistrados corruptos los hay en este mundo:
¿ha dicho acaso que no los haya? Curas trapaceros,
insensatos, fanáticos, los hay en este mundo: ¿ha dicho
acaso que no los haya? Personas cegadas por todas las
pasiones posibles, padres severos y negligentes, hijos
ingratos, esposos pérfidos, los hay en este mundo: ¿ha
dicho acaso que no los haya? Así pues, no ha construi­
do un mundo ideal. Y con todo, ha pretendido y aún
pretende que el hombre ame la verdad. En todos los
dominios el hombre ama la verdad porque la verdad es
una virtud; el hombre busca sin cesar la verdad; es la
meta de todos sus estudios, de todos sus desvelos, de
todos sus trabajos; detesta el error, porque tiene bien
claro que siempre que se equivoque se perjudicará a sí
mismo; su verdadera felicidad tiene por base la verdad.
Desde la condición social más elevada hasta la más
baja, se ocupa de la búsqueda de la verdad absoluta o
34
DIDEROT
hipotética. Los errores pasan: sólo lo verdadero per­
manece. El hombre, por tanto, está hecho para la ver­
dad; la verdad, por tanto, está hecha para el hombre,
dado que la persigue sin desmayo, que la abraza cuan­
do la encuentra, que ni quiere ni puede separarse de
ella cuando la encuentra. No es menester juzgar a los
hombres por sus actos. Todos pueden decir como Medea: video meliora proboque, deteriora sequor. Si el
mundo está lleno de errores se debe a que está lleno de
desalmados predicadores de la mentira; pero predican­
do la mentira hacen a sus victimas el elogio de la
verdad, pero sus víctimas no abrazan la mentira más
que cuando se predica como verdad. Son tantos los
enemigos de lo verdadero, de lo bueno y del bien; tan­
tas las leyes falsas; tantos los malos gobiernos; tantas
las malas costumbres; tantos los hombres que sacan
partido del mal.
Toda mentira atacada es destruida, y destruida sin
remedio: toda verdad probada lo es para siempre.
Si la tierra se halla cubierta de errores se debe menos
al hombre que a las cosas: se debe a que en todo la
verdad es una, en tanto que infinitos los errores; a que
hay diez mil modos de equivocarse por uno sólo de
estar en lo cierto.
Si la verdad no estuviera hecha para el hombre, para
qué esta crítica del “ Essai sur les préjugés” , por qué se
extraña su autor de encontrar al autor del Essai lleno
de errores, por qué le trata con semejante desprecio y
saña, por qué un hombre que tanto apego tiene a su
tiempo lo pierde emborronando unas cuartillas que de
nada servirán.
El más inconsecuente de los hombres es el que afir­
ma que la verdad no está hecha para el hombre y, sin
ESCRITOS POLITICOS
35
embargo, toma la pluma en favor de la verdad. £1 más
incoherente de los hombres es el que escribe diciendo
la verdad y, sin embargo, escribe que el hombre está
hecho para el error.
La verdad se sustrae sin descanso a las arduas inda­
gaciones del hombre. Pero si exceptuamos la longitud
y la cuadratura del círculo, qué verdad se resiste a ser
descubierta por dichas indagaciones.
La fuerza de la verdad arranca esta confesión al
autor; se halla pues bajo el imperio tiránico de la ver­
dad; es uno de sus esclavos.
Si considera la fatiga y el esfuerzo con que consegui­
mos las cosas como una prueba de que no están hechas
para nosotros, la virtud no está hecha para nosotros, la
felicidad no está hecha para nosotros, la probidad no
está hecha para nosotros; y es que la obra de la felici­
dad no se realiza sin esfuerzo; la virtud es casi siempre
un penoso sacrificio de por sí; la probidad requiere
fuerza, valor, una idea clara y lúcida de los propios
intereses bien comprendidos, la renuncia a lo transito­
rio, cuya incierta recompensa se da sólo en el futuro.
Cuando este hombre dice que la verdad no está he­
cha para el hombre, que el error le es congénito, va
más lejos de cuanto no crea. Es un niño que balbuce.
Se pierde en lugares comunes acerca de la multitud
de errores que arrastran el mundo: y no ve el cuadro de
verdades que se le podría contraponer.
Si un predicador subiera al pulpito y abriera su dis­
curso con estas palabras: “ Hombres, no estáis hechos
para la verdad; la verdad no está hecha para vosotros” ,
¿acaso no habría que volverle la espalda y dejarle pre­
dicar a solas? Si alguien de su auditorio se levantase y
le dijera: "¿Qué haces tú ahí, disoluto charlatán? Lo
36
DIDEROT
que vas a decir es verdadero o falso; si es falso, cállate:
hay ya falsedades bastantes aparte de las tuyas; si es
verdadero, no está hecho ni para ti ni para nosotros” .
Si la verdad no es antipática, inaccesible, inútil, ¿por
qué no somos tan bárbaros como nuestros antepasa­
dos?
¿Por qué los sucesivos esfuerzos del espíritu humano
han obtenido algún éxito? ¿Por qué se ha esforzado el
espíritu humano? ¿Qué verdad útil al hombre no será
algún día descubierta?
Si esa verdad no se encontrara nunca en la cabeza de
un rey sabio, qué no llegará a producir.
Y bien, sublime razonador, ¿puede acaso subsistir la
sociedad sin la virtud? Y la virtud, que no es sino lo
verdadero en las costumbres, ¿puede existir sin la ver­
dad? La sociedad, pues, no puede existir sin la verdad.
Son éstas verdades resabidas, sin duda. ¿Pero a qué
especie pertenece el hombre que las trata como tales y,
sin embargo, las ignora?
Cuando uno se sitúa en línea con los refutadores, en
primer lugar requiere tener buena fe. Desde luego el
autor ha considerado inútil decirle a un hombre que
su mujer, a la que cree fiel, se hallaba en brazos de su
amigo, al que cree honesto; ¿qué supone esta verdad
para la felicidad de la especie humana? Ahora bien,
resulta evidente que el autor habla sólo de estas últi­
mas, y está convencido que es propio de un filósofo, de
un hombre de bien, de un amigo de sus semejantes,
anunciarlas sin medios términos; y la razón que da, o
que puede dar, es que de la mentira sólo pueden deri­
var consecuencias nocivas, en cuanto corrompe el ju i­
cio y la conducta; que en la mentira yace la fuente de
todas nuestras calamidades; que el bien que ocasiona
ESCRITOS POLITICOS
37
es pasajero y débil, mientras sus efectos son duraderos
y siempre funestos; que no hay ningún ejemplo de que
la verdad haya resultado perjudicial al presente o al
futuro. Sus progresos son demasiado lentos, y el bien
está siempre en el extremo de sus consecuencias.
Un tal hombre no conoce aún lo suficiente nuestra
lengua, quizá componga versos mediocres, pero la fi­
losofía pide mayor precisión. La paradoja no es una
opinión contraría a una verdad de experiencia, puesto
que la paradoja entonces sería siempre falsa: y sucede
en cambio que con frecuencia se corresponde a una
verdad. La paradoja no es pues más que una proposi­
ción contraria a la opinión común; ahora bien, puesto
que la opinión común puede ser falsa, la paradoja
puede ser cierta. Cuando se es puntilloso es necesario
por lo menos hacer gala de exactitud. Es ése un consejo
que el autor nos permitirá dar a todo el que tiene la
humildad de rebajarse al oficio de crítico.
No sé si el autor ha dicho de una manera claramente
positiva que su proyecto era el de terminar con la su­
perstición dominante en su país; pero hay un hecho
positivo, y es que gracias a sus esfuerzos, y a los esfuer­
zos de quienes son como él, el imperio del fanatismo se
ha debilitado profundamente, y el fogoso Aubri hoy
apenas si amotinaría cuatro mujeres contra el sobera­
no. Y es que un rey de Francia puede ceder a su clero
la prrerogativa real de arengar al pueblo, concia ad
populum; y es que, sin temblar, el domingo por la
mañana, entre las diez y las once, puede decirse: “ A
esta hora cincuenta mil bribones están diciendo lo que
les viene en gana a dieciocho millones de imbéciles;
pero gracias a mi puñado de filósofos, la gran mayoría
38
DIDF.ROT
de esos imbéciles no creerán lo que se les diga, y caso
de creerlo será sin que yo corra ningún peligro” .
El intolerante es un individuo peligroso. De lo que
se trata es de llevar a los hombres a una manera unifor* me de pensar en materia de religión; de lo que se trata
es de separar la idea de probidad de la idea de la exis­
tencia de Dios; de lo que se trata es de persuadir que,
sea cual fuere el culto que se le rinda a Dios, es com­
patible con la virtud moral; que al igual que hay un
buen número de bribones que van a misa, hay otro
buen número de personas honestas que no van. Y que
los hombres piensen lo que quieran de Dios, con tal
que dejen en paz a quienes piensan diversamente.
De la aversión que el crítico muestra hacia quien se
toma la libertad de dar alguna lección al ministerio,
me da en la nariz que no se cuente entre quienes pade­
cen el abuso de autoridad. Si pusiese en ello un poco
de atención —condición ésta exigible a todo aquél que
aspire al oficio de pensador— se daría cuenta que se
ilustra inútilmente a los estratos subalternos si los diez
o doce individuos privilegiados que disponen de la
felicidad de la tierra tuvieran que permanecer con los
ojos vendados. Es a ésos principalmente a quienes se
precisa convertir. Mientras tales individuos sean cole­
gas o malvados no habrán virtudes firmes ni costum­
bres. Las costumbres buenas o malas consisten en la
observancia de las leyes; las buenas costumbres en la
observancia de buenas leyes; las malas costumbres en
la observancia de malas leyes. En todas partes se dan
tres clases de leyes: la ley natural, la ley civil y la ley
religiosa. Caso de existir contradicción entre ellas, el
hombre las irá atropellando a tenor de las circunstan­
cias; y no siendo de manera permanente ni hombre, ni
ESCRITOS POLITICOS
39
ciudadano, ni devoto, no será nada. Ahora bien, ¿a
quién, pues, habrá de dirigirse con insistencia el filó­
sofo, si no al soberano?
Sin duda hay cosas que el crítico conoce mejor que
el autor al que refuta; por ejemplo, sabe mejor que él...
pero preferimos detenemos aquí por miedo a embar­
carnos en una enumeración que pondría en embarazo
la modestia del critico, y ocasionaría algo susceptible
de asemejarse a la salida de un escolar atolondrado.
Pero podemos asegurarle, por elevada que sea la opi­
nión que nos merecen sus conocimientos, que podría
ir todavía durante bastante tiempo a la escuela del
autor del Essay, y que quizá lo necesite, especialmente
por si le diera un día por hacer el bien y merecer una
gloria que apuntale la fragua del avenir. ¿Pero cuál es
esa zona salvaje de la tierra en la que habita el crítico
para aconsejamos volver a machaconear sobre las in­
dulgencias, las absoluciones y los monjes? Rebosamos
ya de obras al respecto. La única conversión por hacer
es la del ministerio. La mayoría de nuestros eclesiásti­
cos ilustrados carecen de prejuicios. A nuestros monjes
les sonrojan sus hábitos; y estaríamos igualmente sin
bendiciones y sin jesuítas de haberse acogido la peti­
ción de los primeros, que decían de su hábito que
había sido mancillado, y demandaban con las manos
juntas perderlo de vista, y eso que semejantes cenobitas
pasan por ser los más estimados merced a sus luces y
sus costumbres. Mi querido crítico, vivís en Ulubris,
intentad vivir en Ulubris y no interferir en las tareas
que la filosofía tendría que llevar a cabo entre nos­
otros; o si no, daos una vuelta por la calle Saint-Honoré.
¿Qué entendéis por respetar la forma de gobierno en
40
DIDEROT
la que se vive? ¿Que es necesario someterse a las leyes
de la sociedad de la que se es miembro? De acuerdo; ¿o
acaso es vuestra intención que aun siendo malas tales
leyes se haya de guardar silencio? Esa será quizá vues­
tra opinión; ahora bien, ¿cómo podrá el legislador to­
mar conocimiento del vicio de su administración, de
las fallas de sus leyes, si nadie tiene el valor de alzar la
voz? Y si por azar una de las leyes execrables de esa
sociedad decretase la pena de muerte contra quien se
atreva a atacar las leyes, ¿será necesario doblarse bajo
el yugo de tal ley? |Eh!, dejadnos al menos emborronar
papel; emborronad también vosotros todo el que que­
ráis; y estad seguro que nuestras líneas cobran impor­
tancia únicamente cuando el amo interfiere. Si se nos
escapa alguna verdad, tanto mejor para nosotros y la
sociedad; si nuestra obra no es más que una sarta de
errores, el desprecio y el olvido caerán sobre ella; es ese
violento resentimiento, al que vos tenéis la humanidad
de invitar al soberano, lo único que lleva a un autor a
mantenerse por un poco en la cresta de la ola.
Acusáis al autor del Essai de tener animadversión a
su señor. ¿Conocéis, pues, a dicho autor? ¿Le creéis,
pues,^ francés? ¿Y si no hubiese ni una sola palabra
verdadera en vuestras conjeturas? Cuando se trata de
solicitar una recompensa para un hombre del que se
considera la haya merecido con creces de su país, no se
puede ir hilando tan fino. ¿Pero ha de continuar pro­
cediéndose así cuando se le ofrece a la vindicta pública?
Sinceramente, ¿creéis que el rey de Francia haría bien
desenterrando al autor del Essai, arrancándolo de su
agujero y estrangulándolo? ¿Y ello por qué? Pues por­
que, a vuestro entender, ha escrito un libro imperti­
nente que pronto dejará de ser noticia; porque ha pro­
ESCRITOS POUTICOS
41
palado, o errores que están hechos para los hombres, o
verdades que no están hechas para nadie. Hacéis muy
bien no siendo soberano, porque seriáis un mal sobe­
rano; emplearíais vuestra autoridad en dar importan­
cia a tonterías. Creedme, el rey de Prusia se manejaba
mejor que vos cuando decía de un autor de su país que
lo laceraba sin tantos miramientos; “ Ese hombre que­
rría que hiciese de él un mártir, mas no será así”.
El autor de la crítica es un gran señor, cuando menos
defiende la causa de los antepasados como si tuviese.
Sea lo que fuere, seguiremos creyendo que el inconve­
niente es menor en la fama que sube que en la que
baja; y personalmente no soportaría con mayor pa­
ciencia los insultos de un bribón titulado por la simple
razón que es el último de su raza, a mí, que soy quizá
el primero de la mía. Veo a tantos ilustrados holgaza­
nes deshonrarse sobre los laureles de sus ancestros, que
me vale más la pena interesarme por el burgués o el
plebeyo desconocido que no se jacta del mérito ajeno.
Me parece conocer al autor del Essai, y poder decir a
su critico que no ambiciona nada, que no tiene ningu­
na gracia que solicitar, que nunca se ha acercado a los
grandes si no por la consideración obtenida de ellos
sin mendigarla; que en ocasiones se le han ofrecido
honores que ha rechazado; que su fortuna llega más
allá que sus deseos; y que cuando ha hecho votos por
el mérito rechazado ha sido porque tenía varios ejem­
plos ante los ojos y sufría por ello. Tiene toda la feli­
cidad que ambiciona, la estima de las personas de bien
y a veces el odio de los malvados. Por lo demás, es
harto cómodo decir al crítico que tiene en más la indi­
gencia en su buhardilla, cuando va asociada a la virtud
42
DIDEROT
y a las luces, que la tiranía, la avaricia, la ambición, la
mentira en el trono.
Es la superstición del pueblo lo que encadena al
monarca al trono; es el cura quien alimenta la supers­
tición del pueblo; conclusión: hay que respetar, soste­
ner al cura. Un razonador tal, con toda seguridad no es
ni soberano, ni filósofo. En calidad de soberano no
habría predicado el respeto a sus cadenas; en calidad
de filósofo habría dicho: "L a superstición afila el cu­
chillo que golpea al soberano; el cura ha sido, y lo será
siempre, fautor de la superstición; así pues, es del ma­
yor interés para mi seguridad, para la de mis Estados,
para mí, para mis súbditos, que cura y supersitición
sean destruidos” .
¿Y quién os dice que el monarca deba emitir por la
mañana un edicto que ordene la demolición de las
iglesias ese mismo día? Debe abandonar tan peligrosos
argumentos y sus absurdos sistemas a la merced de los
filósofos, y poner mano a la obra cuando llegue el
momento. Haya la violencia que haya en el Essai sur
les préjugés, el soberano deberá alegrarse, si no abier­
tamente al menos si para sus adentros. Que los teólo­
gos arrojen sobre él fuego y llamas, es natural; que el
soberano finja unir su voz a la de aquéllos, también es
algo que está dentro de la norma; empero, sólo un
estúpido, digámoslo sin faltar el respeto a ninguno de
ellos, podría molestarse seriamente.
Y luego de haber blasfemado la verdad, preconizado
el error, calumniado la naturaleza humana, defendido
la arrogancia de la gente blasonada, hecho la apología
de los curas y de la superstición, hete aquí a nuestro
crítico todo ocupado en hacer el panegírico de los gue­
rreros. A toda su perorata sólo haremos una breve ob­
ESCRITOS POLITICOS
43
servación: que no se bate solo; que hay a veces dos,
tres, cuatro amos sanguinarios implicados en esas ma­
tanzas despiadadas que cuestan la vida a millones de
hombres; y que porque uno sea un hombre de bien los
demás no tienen por qué ser unos desalmados, y que
no tendríamos mayor dificultad en citarle casos de gue­
rras en los que la justicia no estaba de parte de ningún
bando; ¡ojalá y la desgracia caiga sobre los hombres de
genio que han tenido el infortunio de consagrar sus
sublimes talentos a las almas infernales y sanguinarias
que les confiaban la conducción del ejército! Si les
quedaba una centella de humanidad han gemido por
la obediencia que debían; han detestado la causa ini­
cua y frívola, y a los monstruos que los armaban; han
vertido lágrimas sobre sus trofeos; han sido muy vale­
rosos si creyendo en un juez de ultratumba murieron
sin vacilar. No quisiera haber sido la feroz bestia que
mandó causar estragos en el Palatinado, tampoco el
honorado esclavo que la ejecutó. Indigno mortal, ay,
el que se atreve a hacer la apología de quienes asolan
la tierra, de quienes olvidan que un guerrero justo
presupone al menos un adversario injusto, y encomia
las almas viles que se han prestado a expediciones
inicuas. Después de eso, ¿qué hace el crítico? La histo­
ria de la venalidad de los cargos públicos, que todos
conocemos tan bien como él; como si la desgracia que
pone precio al derecho de tener la urna que encierra la
vida, la fortuna, el honor y la libertad de los ciudada­
nos, excusase el inconveniente; como si después tan
terrible inconveniente hubiese carecido de remedio.
No le quedaba más que intentar la apología de los
financieros, y no faltó a la cita.
Pero lo más cómico es que, con el tono tan amargo,
44
DIDEROT
con la indecencia del tuteo, los más despreciativos após­
trofos, las injurias más graves, este hombre predica la
dulzura, la moderación, la modestia. Es simplemente
ridículo.
¿Qué es, pues, lo que he aprendido con este libreto?
Que no se requiere ningún talento para poner en evi­
dencia los errores de un autor; que el hombre no está
hecho para la verdad ni la verdad para el hombre; que
estamos condenados al error; que la superstición tiene
su lado bueno; que las guerras son algo bonito, etc.,
etc., y que Dios nos libre de un soberano que se parezca
a esta especie de filósofo.
Principios de política de los soberanos
I. Entre las cosas que encandilan a los hombres y
que excitan con violencia su avidez anotad la autori­
dad o el deseo de mando.
II. Considerad a todos los ambiciosos como ene­
migos-natos vuestros. De los hombres turbulentos,
unos están cansados o a disgusto respecto del actual
estado de cosas; los otros, descontentos con el papel
que juegan. Los más peligrosos son los de alta condi­
ción, pobres y abrumados por las deudas, con todo por
ganar y nada que perder en una revolución. Silla
inops, unde praecipua audacia: “ Sila no tenía nada, y
fue sobre todo su indigencia lo que le volvió audaz".
La injusticia aparente o real de los medios empleados
contra ellos queda compensada por motivos de seguri­
dad: semejante principio es un hecho constante en
todo tipo de Estado, y, sin embargo, no es menos atroz
llevar a la ruina a un particular simplemente porque
ESCRITOS POLITICOS
45
se teme que pueda alterar el orden público. Ninguna
perversidad está a salvo de una tal política.
III. No hay que dejar de actuar con justicia en las
cosas pequeñas, dado que se adquiere como recom­
pensa el derecho a infringirla impunemente en las
grandes: máxima detestable, puesto que es necesario
ser justo tanto en las cosas grandes como en las peque­
ñas; en estas últimas, porque la justicia se ejerce más
fácilmente que en las primeras.
IV. La práctica de la beneficencia, de la bondad, de
nada sirven ante sujetos ebrios de libertad y ávidos de
autoridad; con ello sólo se consigue aumentar su poder
y su audacia. Esto es posible.
V. Es a los soberanos y a los facciosos a quienes me
dirijo; cuando el odio ha estallado, cualquier reconci­
liación es falsa.
VI. Hacer una cosa y aparentar que se hace otra
puede ser peligroso o útil: depende de la circunstancia,
la cosa y el soberano.
VII. Prever exigencias y prevenirlas con una rup­
tura: máxima detestable.
VIII. Dar la sarna al propio perro: máxima de in­
grato. Lo mismo digo de la siguiente: ofrecer, y saber
hacerse rehusar.
IX. Hacer caer la elección del pueblo sobre Cami­
lo, o el enemigo del tribuno: máxima a veces útil, a
veces nociva; útil cuando el tribuno es un faccioso,
nociva si el tribuno es un hombre de bien.
X. Ignorar con frecuencia lo que se hace, o aparen­
tar saber lo que se ignora, es algo muy sutil; pero no
me gustan las sutilezas.
XI. Aprender la lengua de Burro con Nerón, moerens ac laudans; se afligía, pero alababa. Era necesario
46
DIDEROT
afligirse, pero no lo era alabar. Eso hubiera hecho
Burro, de haber amado más la verdad que la vida.
XII. Aprender la lengua de Tiberio con el pueblo,
Verba obscura, perplexa, suspensa, eluctantia, in speciem recusantis composita. "Palabras oscuras, perple­
jas, indecisas, siempre oscilando entre la gracia y el
rechazo". Si, asi es como hay que conducirse cuando se
tiene miedo y se reconoce ser odiado y merecerlo.
XIII. Ahogar abrazando: abominable perfidia.
XIV. Fruncir el ceño sin estar molesto; sonreír
cuando se está fastidiado: mísera astucia, inútil cuando
se es bueno, y desdeñada cuando se es grande.
XV. Hacer fracasar mediante la elección de los me­
dios lo que se es capaz de impedir. Doy ampliamente
mi aprobación a esta máxima, con tal que se emplee
para impedir el mal y no para impedir el bien; pues es
cierto que hay circunstancias en las que se está obliga­
do a suplir la uña del león, que nos falta, con la cola
de la zorra.
XVI. Permanecer amigo del papa, cuando ha sido
abandonado por todos los cardenales, es un modo de
servirles con mayor seguridad; es también un papel
pérfido y vil: no está permitido ser un traidor; ni simu­
lar afección al papa incluso cuando éste es un bandi­
do.
XVII. Poner un soplón junto al soberano cuando
se conspira contra él. Para comprender en detalle tanto
la maldad de los conspiradores como la bajeza del pa­
pel de soplón, basta con explicar qué sea un soplón. Se
conoce por soplón al siervo de la cárcel que es encerra­
do con un malhechor, al que hace confesión de una
serie de delitos que no ha cometido con el propósito de
obtener de este último la confesión de los que sí ha
ESCRITOS POLITICOS
47
cometido. Las cortes están llenas de soplones; es el
papel desempeñado por amigos, por conocidos, por
criados y, sobre todo, por las amantes. Las mujeres
nunca son tan disolutas como en los momentos de
desórdenes civiles; se prostituyen a todos los jefes y a
todos los que se les aproximan, sin otro deseo que el de
descubrir sus secretos y servirse de ellos en interés pro­
pio o en el de su familia. Y ello prescindiendo de ese
aire de importancia del que tan halagadas se sienten.
£1 cardenal de Retz estaba dotado de gran ingenio,
pero era feísimo; lo que en absoluto le impidió ser
provocado por las mujeres más hermosas de la corte
durante todo el tiempo de la Fronda.
XVIII. Saber crear culpables; he ahí el único re­
curso de un ministro atroz con tal de llevar a la ruina
a todo hombre de bien que le da problemas. Es de la
máxima importancia, por tanto, mantenerse alerta con­
tra esa especie de maldad.
XIX. Causar estragos entre los inocentes si fuese
preciso: ningún hombre honesto dejará de temblar
ante semejante máxima, por lo demás presentada siem­
pre teñida de bien público.
XX. Pensar una cosa y decir otra; pero tener más
sagacidad que Pompeyo. Pompeyo no hubiera necesi­
tado de sagacidad de haber sabido hacer lo más conve­
niente a su carácter —decir la verdad o callarse; tanto
más cuanto que se le notaba demasiado al mentir.
XXI. No exagerar el disimulo; entristecerse por la
muerte de Germánico, pero sin llorar. En un caso así
las lágrimas, claramente falsas, no hacen mella sobre
nadie, y sólo serían ridiculas.
XXII. Hablar elogiosamente del enemigo: si el
propósito es hacerle la justicia que merece, de acuerdo;
48
DIDEROT
si con ello se pretende mantenerlo en una falsa seguri­
dad y llevarlo más fácilmente a la ruina, constituye
una perfidia.
XXIII. Hacer pública por sí mismo una desgracia:
a menudo se trata de un acto de prudencia; porque
impide a otros sacaros los colores y exagerarla.
XXIV. Pedir la hija de Antígona para esposar a la
hermana de Alejandro; pero ser más sutil que Perdicas.
Perdicas no tuvo ni a una ni a otra.
XXV. Dar llamativas razones. Sería mucho mejor,
o no dar ninguna, o darlas buenas.
XXVI. Agradecer los comicios quinquenales; lo
que significa disimular un acontecimiento que nos
desagrada, pero que no pudimos impedir, tal y como
hiciera Tiberio. Las asambleas del pueblo no podían
producirle más que temor; habría deseado verdadera­
mente que fuesen raras o que hubieran dejado de cele­
brarse: se estableció celebrarlas cada cinco años, lo que
Tiberio agradeció al pueblo y al senado.
XXVII. £1 final del imperio y el final de la vida:
acontecimientos del mismo día.
XXVIII. Nunca levantar la mano sin golpear. Sólo
en contadas ocasiones hay que levantar la mano, quizá
nunca que golpear; pero no es menos cierto que se dan
momentos en los que el gesto es tan peligroso como el
golpe. De donde la verdad de la máxima que sigue.
XXIX. Golpear justo.
XXX. Proclamar a César, estando en Roma; fue lo
que hicieron Cicerón, Atico, y tantos otros. Pero es lo
que Catón no hizo.
XXXI. Ser el primero en prestar juramento, a me­
nos que no se esté en un asunto con Catalina de Rusia
y que no se sea el conde de Munick: caso raro. El conde
ESCRITOS POLITICOS
49
Munick permaneció fiel a Pedro III hasta su muerte;
tras la muerte de Pedro III, el conde se presentó ante la
emperatriz reinante y le dijo: "Me he quedado sin amo,
y he venido a prestaros juramento; serviré a Vuestra
Majestad con la misma fidelidad que serví a Pe­
dro i i r .
XXXII. No separar nunca al soberano de su perso­
na. Sea cual sea la familiaridad que los grandes nos
concedan, o el permiso que parecen darnos de hacer
caso omiso de su rango, nunca hay que tomarles la
palabra.
XXXIII. Llamar ciudadanos a sus esclavos; eso
está muy bien, pero más valdría no tener esclavos.
XXXIV. Solicitar siempre la aprobación de la que
no se puede prescindir: he ahí un modo segurísimo de
ocultar al pueblo su esclavitud.
XXXV. Anteponer siempre el nombre del senado
al propio. Ex senatus consulto, et ex auctoritate, Caesaris. Nunca suele dejar de hacerse cuando el senado
no es nada.
XXXVI. No esperar jamás el caso de necesidad;
preverlo y prevenirlo. Cuando la majestad deja de sur­
tir su efecto, es ya demasiado tarde. Tal máxima, exce­
lente sobre el trono, no lo es menos en la familia y en
la sociedad.
XXXVII. Cuando el pueblo grita: Demos pues el
imperio a César, pues si no el ejército se queda sin jefe,
el pueblo miente. Es un peligroso adulador víctima de
la necesidad. Dicho hombre, tan esencial hoy para su
salud, será el que le dé muerte mañana. Lo que de por
sí nos advierte sobre la importancia de la máxima que
sigue.
XXXVIII. Discernir con precisión cuándo el pue-
50
DIDEROT
blo quiere de cuándo finge querer; máxima ésta igual­
mente importante en el ejército. Discernir con preci­
sión cuándo el soldado quiere de cuándo finge querer.
XXXIX.
Discernir con precisión cuándo el pueblo
quiere por interés o por entusiasmo. Holanda ha que­
rido un stathouder hereditario sólo por entusiasmo.
XL. Hacerse solicitar lo que se está intencionado a
hacer: el secreto de Augusto.
XLI. Convenir que las leyes están hechas para to­
dos, para el soberano tanto como para el pueblo: pero
no creerlo en absoluto. Todos hablan como Servio Tulio, pero todos se conducen con la ley como Tarquino
con Lucrecia. De todos modos seria conveniente, cuan­
do se echa en olvido la justicia, acordarse de cuándo en
cuándo de la suerte de Tarquino.
XLII. Cuando Tiberio sopesaba lo que debía a las
leyes y lo que debía a sus hijos, se divertía.
XLIII. Me gusta el celo de este papa, que en nin­
gún modo permitió que sus hijos fueran ordenados
sacerdotes antes de tiempo; pero que les hizo obispos.
XLIV. Respetar siempre la ley que no nos obsta­
culiza y que obstaculiza a los demás. Sería mejor respe­
tarlas todas.
XLV. Un soberano sólo se acusa ante Dios; pero es
que sólo peca en relación con él: eso está claro.
XLVI. Emancipar a los esclavos cuando se necesita
de su testimonio contra un amo al que se pretende
llevar a la ruina. Dar el hábito viril al niño al que se
ha de conducir al suplicio. Hacer violar entre el lazo y
el verdugo a la joven doncella para hacerla mujer y
castigable con la muerte: es a eso a lo que se llama
respetar las leyes a la manera de los antiguos soberanos
ESCRITOS POLITICOS
51
—bien es verdad que ninguno de los actuales practica
dichas atrocidades.
XLVII. Al trazo histórico anterior cabría añadir,
por ejemplo, despojar a una mujer de la dignidad de
matrona mediante el exilio, ál objeto de decretar la
muerte no contra una matrona, lo que sería ilegal,
sino contra una exiliada, lo que es justo y permitido.
Toda esa horrible moral puede compendiarse en dos
palabras: infligir un primer castigo, justo o injusto,
para tener derecho a infligir un segundo.
XLVIII. Os recomiendo a fulano, para que obten­
ga con vuestro sufragio el puesto que ambiciona. Así
es cómo se persuade a un cuerpo que no es nada de ser
algo. Sólo el amo que se siente débil y no se considera
en grado de desplegar toda su autoridad sin conse­
cuencias molestas, recurre a semejante condescen­
dencia.
XLIX. Hacer que el cura hable cada vez que resul­
ta útil responsabilizar al cielo del acontecimiento; di­
cho medio, harto efectivo, presupone siempre un pue­
blo supersticioso; más valdría hacerlo sanar de su su­
perstición y no engañarlo.
L. La espada y el puñal, gladius el pugio, eran la
señal de la soberanía en Roma. La espiada para el ene­
migo, el puñal piara el tirano. El cetro moderno, en
manos del que lo lleva, no representa sino el derecho
de vida y de muerte sin formalidades.
LI. No ordenar ningún delito sin haber provisto a
la discreción, vale decir, a la muerte del que lo comete:
así es como una fechoría conlleva otra. Si los cómplices
de los grandes reflexionasen seriamente al respiecto
comprobarían que su muerte es una y otra vez la recompiensa a su bajeza.
52
DIDEROT
LII. Recabar tantos pequeños apoyos contra un
apoyo demasiado fuerte y peligroso; eso lo considero
prudente. v
LUI. Cuando se ha sido llevado hasta el trono por
una Agripina, el reconocimiento de Nerón. No hay
que vacilar. Queda por saber si un trono tiene un tan
alto valor como para que deba ser conservado con un
parricidio. Sólo se corona a otro a condición de reinar
uno mismo; y ésa es la razón de que se caiga tanto en
desgracia después de una revolución. Se llama ingrato
al soberano, cuando en realidad habría que llamar al
favorito caído en desgracia hombre déspota.
LIV. Cuando no se quiere ser débil, con frecuencia
es necesario ser ingrato; y el primer acto de la autori­
dad soberana es dejar de ser precaria.
LV. Llevar a cabo secretamente lo que podría ha­
cerse de modo impune con gran clamor, significa an­
teponer el papel insignificante de zorra al de león.
LVI. Rugir de cuando en cuando es fundamental;
sin tal precaución el soberano se verá expuesto a me­
nudo a una injuriosa familiaridad.
LVII. Acrecentar la esclavitud bajo el nombre de
privilegios o dispensas: equivale en uno y otro caso a
decir, de la manera menos ofensiva para el favorecido
y más injusta para toda la nación, que se es el amo.
Toda dispensa es una infracción de la ley, todo privi­
legio un ataque a la libertad general.
LVIII. Vincular la salvación del Estado a una per­
sona: prejuicio popular que entraña todos los demás.
Atacar dicho prejuicio: crimen de lesa-majestad en pri­
mer grado.
LIX. Todo lo que honra únicamente en las mo­
narquías es patente de esclavitud.
KSCRITOS POLITICOS
53
LX. Tolerar la división de la autoridad significa
haberla perdido: Aut nihil, aut Caesar. De ahí que el
pueblo sólo elija sus tribunos entre los patricios.
LXI. Apresurarse en ordenar lo que se llevaría a
cabo sin nuestro consenso; mediante esta política
cuando menos se enmascara la propia debilidad. Por
tanto, prorrogar el decemvirato antes que Apio Clau­
dio lo pida.
LXII. Un Estado se tambalea cuando se da pábulo
a los descontentos. Va a su ruina cuando se les eleva a
los más altos cargos.
LXIII. Desconfiad de un soberano que conoce de
memoria a Aristóteles, Tácito, Maquiavelo y Montesquieu.
LXIV. Recordar de vez en cuando sus deberes a los
grandes, no para que se enmienden, sino para que se
sepa que tienen un amo. Quizá se enmendaran si tu­
vieran la seguridad de ser castigados cada vez que fal­
lan a sus deberes.
LXV. Quien no manda en el ejército, nada manda.
LXVI. Quien manda en el ejército, manda en las
finanzas.
LXVII. Sea cual sea el tipo de gobierno, el único
medio de ser libre sería el de ser todos soldados; sería
menester que en cada condición el ciudadano tuviese
dos hábitos, el de su estado y el militar. Ningún sobe­
rano establecerá semejante educación.
LXVIII. Unicamente las amonestaciones que se hi­
cieran a bayoneta calada serían efectivas.
LXIX. Raro ejemplo de los celos de la soberanía.
Tiberio dio el mando de las legiones a sus dos hijos; y
se enfadó porque el cura dijo oraciones en su favor.
Quizá también hoy se haría otro tanto. Hay que rezar
54
OIDEROT
por el éxito de las armas de Luis XIV, pero no por el
éxito de las armas de Turena.
LXX. Me caen los ojos sobre un pasaje de Salustio
en el que parece trazar el plan de educación de la es­
cuela de cadetes rusos. De este modo hace hablar el
historiador a Mario: “ No he estudiado las letras; poco
me preocupa un estudio que no proporciona energía
al que lo emprende; aprendí en cambio cosas de muy
otro valor para la República. Golpear al enemigo, pro­
curarse ayudas, temer sólo la mala reputación, sopor­
tan- por igual el frío y el calor, reposar echado en
tierra, aguantar al mismo tiempo el hambre y la fatiga;
fue obrando así como nuestros ancestros hicieron ilus­
tre la República”. En aquélla sólo se destina al estado
civil, a la magistratura, a las ciencias, a los que su
propia inclinación les lleva a ello; a los demás, se les
educa como a Mario. Actualmente se está trabajando
para introducir en dicha escuela un plan de educación
moral, que contrapese el vigor de la educación física.
Cuanto más fuerte es el hombre, tanto más importante
es que sea justo.
LXXI. Cuadro del comportamiento del cónsul Rutilio en Capua, que los soldados amotinados habian
ideado en secreto saquear. A unos dijo que ya habían
servido bastante, que merecían que se les diera la li­
quidación; a otros, que desgastados por la edad y la
fatiga, no estaban ya en grado de prestar servicio; dis­
persa en pequeños grupos, o uno a uno, a los que le
inspiran temor; diversas funciones militares le sirven
de pretexto; los asigna a convoyes, a viajes, a comisio­
nes; despide a otros; a otros los manda a Roma, donde
su colega anda sobrado de razones para entretenerlos;
el pretor le secunda, y la conspiración se desvanece; lo
ESCRITOS POLITICOS
55
que prueba hasta qué punto la disciplina era débil, y
hasta qué punto la licencia del soldado era temible.
LXXI1. Dispersar a los soldados allá donde sean
indisciplinados, al igual que se dispersó a los ejércitos
bajo la República romana; Longis spatiis discreti exercitus, quod saluberrimum eral.
LXXIII. Es fácil desviar a los hombres nuevos de
sus proyectos, siempre y cuando se sepa prescindir a
tiempo de la propia majestad y sacar partido de las
circunstancias.
LXXIV. Hacer tambalearse a la nación para re­
afirmar el trono; saber provocar una guerra; ése fue el
consejo de Alcibíades a Pericles.
LXXV. “ Es un asunto de dioses, no nuestro. Co­
rresponde al cielo vengar las ofensas sufridas y velar
que no se profanen ni altares ni sacrificios. Nuestras
tareas se limitan en este momento a auspiciar que nin­
guna desgracia turbe la República". Discurso de hipó­
critas, que cogen al pueblo por su lado débil.
LXXVI. En la Política de Aristóteles (Libro V,
cap. 9) se lee que, en su tiempo, en algunas ciudades,
se juraba y se declaraba odio, odio total al pueblo.
Cosa que en todas partes se hace; aunque luego se jure
lo contrario.
LXXVII. Helvétius no ha visto más que la mitad
de la contradicción. En las sociedades más corruptas,
se educa a la juventud para que sea honesta; bajo los
gobiernos más tiránicos, se la educa para ser libre. Los
principios de la depravación son tan abominables, y
los de la esclavitud tan viles, que a los padres que los
practican ruboriza predicárselos a sus hijos. Es cierto
que, en uno y otro caso, el ejemplo pone remedio a
todo.
56
OIOEROT
LXXVIII. Casi ningún imperio con los verdaderos
principios que convienen a su constitución; se tiene
un amasijo incoherente de leyes, de hábitos, de cos­
tumbres. Por doquier tropezaréis con el partido de la
corte y el partido de la oposición.
LXXIX. Se quieren esclavos para si: se quieren
hombres libres para la nación.
LXXX. Se diría que en los amotinamientos popu­
lares cada uno es soberano, y se arroga el derecho de
vida y de muerte.
LXXXI. Los facciosos esperan los tiempos de cala­
midades, de escasez, de guerras desastrosas, de alterca­
dos religiosos; en esos casos siempre encuentran listo
al pueblo.
LXXXII. Mucho antes de la deposición y de la
muerte del último emperador de Rusia, la nación daba
por descontado que aquél se proponía abolir la reli­
gión cismática griega, y sustituirla por la luterana.
LXXXIII. Un soberano débil piensa lo que un so­
berano fuerte pone en acto. Como ejemplo valga lo
siguiente:
LXXXIV. Es necesario que el pueblo viva, pero es
necesario que su vida sea pobre y frugal: cuanto más
ocupado está, tanto menos faccioso es; y está más ocu­
pado cuanto más fatiga en proveer a sus necesidades.
LXXXV. Empobrecerlo requiere que se establez­
can personas que esquilmen, y esquilmar a éstos des­
pués; ése es el modo de tener el honor de vengar al
pueblo y los beneficios de la esquilmación.
LXXXVI. Es menester permitirle la sátira y la que­
ja; el odio contenido es más peligroso que el odio
manifiesto.
LXXXVII. Hay que ser alabados, lo que es fácil.
ESCRITOS POLITICOS
57
Se corrompe a los escritores con tan poco gasto; tanta
afabilidad y tantas cortesías, y algo de dinero.
LXXXVIII. Es menester establecer la proporción y
la jerarquía en todos los estamentos; vale decir: una
servidumbre y una miseria iguales. Sobre todo es me­
nester ejercer la justicia; nada incide más sobre el pue­
blo ni lo corrompe mejor.
XC. No permitir que los ricos viajen; y mucho
menos, que los extranjeros que se han enriquecido se
vayan sin esquilmarles.
XCI. Sacrificarlo todo al estamento militar; se pre­
cisa de pan para los súbditos, yo preciso de tropas y
dinero.
XCII. Todos los órdenes del Estado se reducen a
dos: los soldados y sus proveedores.
XCIII. No establecer alianzas si no para sembrar
odios.
XCIV. Encender y atizar la guerra entre mis ve­
cinos.
XCV. Prometer siempre ayuda, y no enviarla
nunca.
XCVI. Servirse de los desórdenes para llevar a cabo
tos propios designios; pagar al enemigo del aliado.
XCVII. Ningún ministro al exterior: espías sólo.
XCVIII. Ningún ministro junto a mí: empleados
sólo.
XCIX. En el imperio sólo hay una persona: yo.
C. Hacer estragos en la guerra; llevarse todo lo que
se pueda; destrozar todo lo que se tenga que dejar.
CI. Ser el primer soldado del propio ejército.
CII. Me preocupa realmente poco que haya luces,
poetas, oradores, pintores, filósofos, etc. Sólo quiero
58
OIDEROT
buenos generales; la ciencia de la guerra es la única
útil.
CIII. Menos todavía me preocupan las costumbres,
pero sí la disciplina militar.
CIV. En mi opinión tan sólo hubo un buen go­
bierno en la antigüedad: el de Lacedemonia; hubiera
terminado sojuzgando a toda Grecia.
CV. Mis súbditos no serán más que ilotas con un
nombre más honesto.
CVI. Mis ideas, seguidas por cinco o seis sucesores,
conducirán infaliblemente a la monarquía universal.
CVII. Tener constantemente por enemigo al que
no se pueda contar como amigo, y contar como amigo
sólo al que tiene interés en serlo.
CVIII. Permanecer neutral, o aprovechar el des­
concierto de los demás para arreglar los propios asun­
tos, son la misma cosa.
CIX. Exigir la neutralidad entre uno mismo y los
otros; pero no tolerarla entre los otros y uno mismo.
CX. Casar a los soldados, o mantenerles ocupados
durante la paz en hacer otros.
CXI. Hacer soldado a quien lo quiere.
CXII. Ninguna justicia del soldado a su proveedor,
el pueblo.
CXIII. Ninguna disciplina del soldado respecto
del enemigo: la presa.
CXIV. Prestar ayuda, o bien subsistir a expensas
de otro: así es como yo lo entiendo.
CXV. Impedir la emigración del ciudadano con el
soldado, e impedir la deserción del soldado con el ciu­
dadano.
CXVI. Castigar la desgracia en la guerra significa
predicar enérgicamente la máxima vencer o morir.
ESCRITOS POLITICOS
59
CXVII. La impunidad en tiempo de paz, la certeza
de la presa tras la victoria: tal es el auténtico honor del
soldado, el único que quiero que tenga. No quiero
ninguno para los otros órdenes del Estado.
CXVIII. El habitante indigente debe robar al via­
jero.
CXIX. Descuidar el estado del con-eo en un país
donde no se viaja más que por necesidad.
CXX. Satisfecha la necesidad, el resto pertenece al
fisco.
CXXI. La disciplina militar, de todas la más
perfecta, es buena en todas partes y posible en todas
partes.
CXXII. Entre una sociedad de hierro y otra de cris­
tal o de porcelana, no hay elección.
CXXIII. Cometer delitos. Junio Torcuato tuvo no­
bles quos ab epistolis, et libellis, et rationibus appellet,
nomina summae cuñae. Pomposiano se ha hecho des­
cender de la familia imperial; hay un mapamundo;
divulga las arengas puestas por Tito Livio en boca de
jefes y reyes; ha dado a unos esclavos los nombres de
Aníbal y Magón. La estatua de Marcelo es situada más
alto que la de César. A símiles métodos de causar la
ruina es a lo que se debe que nadie esté seguro.
CXXIV. Alejandro dirá que Antípater ha vencido;
pero a condición que Antípater no esté de acuerdo.
CXXV. Cuando se sirve a los grandes, hacer siem­
pre gala de menos ingenio que ellos. Valga de ejemplo
la caida en desgracia de Pimentel, secretario de Feli­
pe II, rey de España; después de un consejo de Estado,
dijo a su mujer: "Señora, preparad el equipaje; he
cometido la tontería de hacer que Felipe se diera cuen­
ta que sabía más que él".
60
DIDEROT
CXXVI. Desdichado aquél del que mucho se ha­
ble.
CXXVII. Desdichado aquél que se haga notar por
sus servicios.
CXXVIII. Desdichado aquél que me haya puesto
en la tesitura de olvidar, o la majestad o la seguridad.
CXXIX. Si venciesen, les he prestado mis dioses y
mi destino.
CXXX. Un rey no es ni padre, ni hijo, ni hermano,
ni pariente, ni esposo, ni amigo. ¿Qué es, pues? Rey:
incluso cuando duerme.
CXXXI. El cortesano no jura más que por el rey, y
por su eternidad.
CXXXII. El soldado es nuestro defensor durante
la guerra, nuestro enemigo en la paz; está siempre en
un campo de batalla: se limita sólo a cambiarlo.
CXXXIII. El terror es un centinela que falta un
día a su puesto.
CXXXIV. ¡Ojalá y Agripina no pueda ir nunca a
Tivoli sin su hijo, ojalá y su hijo no pueda volver
nunca de allí sin ella!
CXXXV. Licenciar la guardia pretoriana; tal fue
el solecismo de César: y el solecismo le costó la vida.
CXXXVI. Calígula se hizo proteger por unos Bátavos, y Antonino por unos Germanos.
CXXXVII. Nada a mitad. A Pompeyo se le había
cortado la cabeza; César era apuñalado; había que ase­
sinar a Antonio y Lépido. Octavio estaba demasiado
lejos y era demasiado poca cosa para atreverse a hacer
algo.
CXXXVIII. La posición de Tiberio después de la
revuelta de Iliria, harto semejante a la de todo soberano
ESCRITOS POLITICOS
61
después de una revolución; Periculosa severitas; flatigiosa largitio.
CXL. Bajo Augusto, el Imperio limitaba con el
Eufrates al este, con las cataratas del Nilo y los desier­
tos de Africa al sur; con el monte Atlas, al oeste, y con
el Danubio y el Rin al norte. Dicho emperador se pro­
puso restringir los límites. Cuanto más extenso es un
imperio, más difícil de gobernar es, y tanta mayor im­
portancia reviste que la capital esté en el centro. Se
puede limitar, dividiéndolo, el gobierno de aquél, mul­
tiplicar los gobernadores de las provincias y cambiar­
los con frecuencia.
CXLI. Aviso a los facciosos. Augusto hizo perecer
a los asesinos de César pasados tres años. Septimio
Severo hizo otro tanto con los asesinos de Pertinaz;
Domiciano, al liberto que prestó su mano a Nerón;
Vitelio, a quienes asesinaron a Galba. Se saca partido
al crimen; y luego honor al castigar al criminal.
CXLII. Después de la muerte del tirano Maximi­
no, Arcadio y Honorio publicaron una ley contra el
tiranicidio. El espíritu de esta ley es meridiano.
CXLIII. Se ha dicho que el príncipe moría, en tan­
to el senado era inmortal. Lo que se nos ha mostrado
con toda claridad ha sido exactamente lo contrario.
CXLIV. Las órdenes de la soberanía que se ejecu­
tan durante la noche llevan el marchamo de la injus­
ticia o de la debilidad: qué importa. Que los pueblos
sepan del hecho sólo una vez acaecido.
CXLV. “ Mientras ellos elevan el mar y rebajan las
montañas, nosotros carecemos de asilo” . ¿Quién habla
asi? Catilina. ¿A quién? A unos hombres arruinados y
perdidos como él.
CXLVI. Que el pueblo no vea nunca correr la san-
62
DIDEROT
gre regia, sea cual fuere el motivo. El suplicio público
de un rey cambia el espíritu de una nación para siem­
pre.
CXLVII. ¿Qué es un rey? Si el cura osase respon­
der, diría: es mi lictor.
CXLVII1. Una guerra interminable: la del pueblo
que quiere ser libre con el rey que quiere mandar. El
cura está, o a favor del rey contra el pueblo, o a favor
del pueblo contra el rey: todo depende de su interés.
Cuando se dedica a rogar a los dioses, la cosa no le
preocupa demasiado.
CXLIX. Crear un hacha a disposición del pueblo;
crear un hacha a disposición del senado: tal la entera
historia del tribunado y de la dictadura.
CL. Saber decir no, para un soberano; poder decir
no, para un particular.
CLI. Con la creación de un dictador el Estado, de
republicano, pasaba a ser monárquico; con la creación
de un tribuno, pasaba a ser democrático.
CLII. El cruce de sangres lleva a la ruina a la aris­
tocracia y fortifica la monarquía. El Estado al que tal
cruce resulta indiferente se halla próximo a la condi­
ción salvaje.
CLI1I. En ninguna parte se hallan las mujeres tan
degradadas como en la nación donde el soberano pue­
da hacer sentar en el trono, junto a si, a la mujer que
más le gusta; allí, aquéllas no son nada más que un
sexo del que se tiene necesidad.
CLIV. En los regímenes aristocráticos, mejor sacar
a flote a las grandes familias que están en la indigencia
a expensas del fisco, que tolerar su disminución o sus
uniones indecorosas.
CLV. César por la ley Cassia, Augusto por la ley
ESCRITOS POLITICOS
63
Senia, sacaron a flote un senado casi privado de fami­
lias patricias; Claudio introdujo en este cuerpo a todos
los viejos ciudadanos, a todos los hijos de padres céle­
bres. Apenas quedaban familias de las que Rómulo
llamara majorum gentium, y Lucio Bruto minorum.
CLVI. Se reconstruyó la barrera contra el pueblo;
porque los patricios de la ley Casta y los de la ley Senia
ya no estaban. Y son los tiranos los que vuelven a
erigirla.
CLVII. Nada realza tanto la grandeza de Roma
como la fuerza de estas palabras, incluso entre los bár­
baros de las más alejadas regiones: Yo soy ciudadano
romano. Hasta allí llegaba la ley Porcia: e incluso allí
era obedecida. No se osaba atentar contra la vida de un
Romano.
CLVIII. La ley que prohibía condenar muerte a
un ciudadano fue varías veces renovada. Cicerón fue
exiliado por haberla infringido contra los enemigos de
la patria; y bajo Galba, reclamándola un ciudadano,
toda la distinción que se le acordó fue una cruz más
alta y pintada de blanco.
CLIX. La institución de un dictador suspendía to­
das las funciones de la magistratura, a excepción de las
del tribuno. Para llegar a una tan crítica situación, se
requería que la cuestión fuese de la máxima importan­
cia: toda la autoridad se dividía entonces entre dos
poderes opuestos.
CLX. Veturio fue condenado a muerte por haberle
disputado el paso al tribuno.
CLXI. El emperador instituido decía: "O s doy las
gracias por el nombre de César, por el gran pontificado
y por el poder tribunicio” .
CLXI1. Se decidió que los ocho mil prisioneros
64
DIDEROT
hechos en la batalla de Cannes no serian rescatados. Si
queréis conocer un hermoso modelo de elocuencia no
tenéis más que leer una de las odas de Horacio, en la
que el poeta hace hablar a Régulo contra el intercam­
bio de prisioneros cartagineses por prisioneros roma­
nos.
CLXIII. No conozco ningún trazo de cobardía me­
jor caracterizado que la respuesta del soldado a Augus­
to, el cual le preguntaba por qué no le miraba directa­
mente: Porque no puedo sostener el fulgor de tus ojos.
El soldado incapaz de sostener el fulgor de los ojos de
su general difícilmente sostendrá el resplandor de las
armas del enemigo.
CLXIV. Decía Galba a Pisón: Piensa en lo que tú
exigirías de tu soberano si fueras súbdito. Ese consejo
era muy sabio; pero es harto raro que sea seguido.
CLXV. Cuando se trata de la salvación del sobera­
no no valen las leyes. La inquietud que se le causa,
aun la más inocente, es un delito digno de muerte.
Cuando se trata del bien público, relativamente al bien
particular, la justicia calla; cuando se trata de la ven­
taja del Imperio, la fuerza es la que habla. Es menester
que se duerma tranquilo en la propia casa. Todos los
autores han dicho: “ Esa escrupulosa sutilidad de la
que hacemos gala en los asuntos particulares no puede
tener lugar en los asuntos públicos" (Judicialis ista
subtilitas in negotia publica minime cadit).
CLXVI. El derecho natural está limitado por el
derecho civil; el derecho civil, por el derecho de gentes,
que cesa en el momento de la guerra, cuyo código se
resume en una palabra: Sé el más fuerte.
CLXVII. “ Otón no quiso conservar el imperio con
un tan gran peligro para los hombres y las cosas” .
ESCRITOS POLITICOS
65
(Magis púdote, ne tanto rerum hominumque periculo
dominationem sibi asserere perserveraret, quam desperatione ulla, aut diffidentia copiarum). La historia
clama: ¡Oh, cuánto heroísmo! Hubiera preferido más
bien que tal exclamación proviniese de un soberano.
CLXVIII. “ Es conveniente que uno solo muera
por el pueblo, y todos por el soberano” (Expedit unum
pro populo; omnes morí pro rege).
CLXIX. “ El discurso de Galba era ventajoso para
la República, peligroso para él” (Galba vox pro repú­
blica honesta, ipsi anceps; legi a se militem, non emi).
Mucho me temo que ese discurso de Galba no fuese
sino un mero piropo.
CLXX. ¡Catón el censor 1, resucitádmelo y haré de
él un excelente prior o guardián de convento. No es ése
un jefe de gran república; la severidad fuera de lugar es
peor que un vicio. Dividió el Estado en dos facciones,
y pensó subvertirlo. Hubiese sido el instrumento de un
sumo hipócrita. Hubiese encendido la guerra civil en
peligro suyo y en beneficio de su rival.
CLXXI. Una de las grandes desgracias del vicio,
cuando es general, es la de hacerse más útil que la
virtud. Galba, el honesto Galba, fue en su tiempo lo
que hombre probo es siempre a la corte; lo que un
soberano equitativo seria hoy en día en Europa. "El
resto no es adecuado a esta forma” (nec enim ad hanc
formam caetera erant). No sé si yo hubiera llegado a
ser San Luis; pero, hoy, él sería más o menos lo que
soy yo.
CLXXII. Dice Maquiavelo: El secreto del imperio.
Tácito, mucho más sabio, y llamando a las cosas por
su verdadero nombre, dice: L a fechoría del imperio.
CLXXIII. El verdadero ateísmo, el ateísmo prácti-
66
DIDEROT
co, sólo se halla en el trono; no hay ahi nada de sacro;
no existen ni leyes divinas ni leyes humanas para la
mayor parte de los soberanos; casi todos piensan que
quien temiese a Dios no sería por mucho tiempo temi­
do por sus súbditos, y que quien respetase la justicia
pronto sufriría el desprecio de sus vecinos. Ese es uno
de los casos en que el depravado Maquiavelo dice:
Dominalionis arcana, secretos de dominación, en tanto
el honesto Tácito dice: Dominationes flagitia, fecho­
rías de dominación.
CLXXIV. En todo Estado no hay más que un lu­
gar para los malhechores: el palacio de César.
CLXXV. Sólo los que obedecen tienen necesidad
de la moral y de la virtud. ¡Ayl, sé muy bien que no
podrían impunemente pasarse sin ellas; y que es el
malhadado privilegio de quienes mandan.
CLXXVI. [Cuán temible la nación en la que un
soberano depravado mandase a súbditos virtuososl
Pero he reflexionado tanto al respecto; ello es imposi­
ble. El Viejo de la Montaña no mandó más que sobre
fanáticos. El sultán sólo manda sobre fanáticos; y si su
imperio se civiliza, el fanatismo cesará. Si la barbarie
del imperio otomano pudiese cesar y el fanatismo per­
manecer, Europa ya no podría estar segura.
CLXXVII. Quien introdujera la ciencia de la gue­
rra en Asia sería el enemigo común de todos. Por suerte
le faltó un capítulo, quizá un versículo al Corán, éste:
“ Aprende del infiel a defenderte contra él, y no apren­
das más que eso; el resto es malo: déjalo para él” .
CLXXVI11. Hablar a los hombres, no en nombre
de la razón, sino en nombre del cielo, está bien: siem­
pre y cuando sean, o salvajes o niños.
ESCRITOS POLITICOS
67
CLXXIX. No entregar nunca al tránsfuga. No es
una ley republicana: es una ley de todos los Estados.
CLXXX. Bajo Tiberio se condenó a muerte a un
amo por haber castigado a uno de sus esclavos que
tenía en su mano un dracma de plata acuñado con la
efigie del emperador. De ser cierto este hecho, resulta
aún menos atroz que estúpido. (Había tantos otros
medios de llevar a la ruina a un hombre honesto! Estoy
seguro que Tiberio esbozó una sonrisa de conmisera­
ción.
CLXXXI. Rómulo demostró una gran habilidad
si el mismo día que subyugó a un enemigo supo hacer
de él un ciudadano, y sin conservarle privilegio algu­
no. De esté modo, no es nada.
CLXXXI1. Advertir toda la fuerza del vínculo que
adscribe al hombre a la gleba, sin lo cual se corre el
peligro de hacer más o menos de lo que se puede.
CLXXXIII. El más peligroso enemigo de un sobe­
rano es su mujer, a condición que sepa hacer otra cosa
además de parir.
CLXXXIV. Convencer a los propios súbditos que
el mal que se les hace es por su bien.
CLXXXV. Convencer a los ciudadanos que el mal
que se hace a los vecinos es por el bien de sus súbditos.
Raptar siempre a las Sabinas.
CLXXXVI. Todo el tiempo que los demás pierden
pensando qué será del imperio cuando ellos falten, lo
he empleado en hacerlo como quería que fuese estando
en vida.
CLXXXVfl. El único elogio digno de ser enviado
a un soberano es el terror de sus vecinos.
CLXXXVIII. No hacer nada que haga odioso a
uno si no han de obtenerse grandes beneficios. Por
5
68
DIDEROT
ejemplo, el incesto; pues mancilla a los hijos ante los
ojos de los pueblos. Es causa de una revolución inme­
diatamente, y un pretexto después de varios siglos.
CLXXXIX. La medicina preventiva, tan peligrosa
en los demás casos, resulta excelente en el de los sobe­
ranos. Ne noceri possit.
CXC. Otra razón, que había olvidado, de no san­
cionar las leyes con la religión la constituye el peligro
que se corre cada vez que se las transgrede; el principe
se pone entonces bajo la voluntad de Dios, al igual
que el último de sus súbditos.
CXCI. Tiberio supo reflexionar profundamente, y
decir con agudeza: “Sejano, ¿crees que Livia, mujer de
Cayo César, mujer de Druso, sería capaz de decidirse a
envejecer junto a un caballero romano?”
CXCII. "El Romano se hizo dueño del universo
yendo siempre en ayuda de sus aliados". Eso dijo Ci­
cerón: ¡qué ingenuol
CXCIII. "En teoría hemos luchado por los Sedicinos, pero en realidad lo hemos hecho por nosotros"
(Pugnavimus verbo pro Stdicinis, re pro nobis). Una
nueva ingenuidad de los enviados de la Campania al
senado. Por suerte, tales libros no se leen.
CXCIV. "Plauto, pensad en vos; poned fin a los
rumores; tenéis enemigos que se sirven de la aparición
del cometa para difamaros; obraréis como se debe sus­
trayéndoos a su calumnia: vuestros antepasados os han
dejado algunas tierras en Asia; de verdad, estoy con­
vencido que haríais bien retirándoos allí, donde po­
dréis gozar de una juventud feliz en tranquilidad y
seguridad". ¿Quién creería que tal discurso pertenece
a Nerón? Sin embargo, así es. Ese Rubelio Plauto tenía
ESCRITOS POLITICOS
69
que ser un gran amigo suyo. Ello casi haría la apología
de Linguei y de las demás perversidades de Nerón.
CXCV. Tito mandó asesinar a Cecina, a la que
habia invitado a comer; Alejandro, Parmenión; Enri­
que III, el Guisa. “ Cuando se trata de la corona, sólo
cabe fiarse de los que están muertos” . (De affectato
regno, nisi occisis, non creditur). Si eso vale para el
soberano, vale aún más para el faccioso.
CXCVI. No hay ningún inconveniente en ver el
peligro siempre apremiante.
CXCVII. César mandó cortar las manos a los que
se habían levantado en armas contra él, y les dejó vivir.
A su alrededor, cundía el terror.
CXCVIII. El maquiavélico, vale decir, el hombre
que mide todo por el rasero de su interés, pone a me­
nudo el amor a la justicia en el lugar del odio.
CXCIX. O consolar mediante grandes recompen­
sas, o proscribir a los hijos de los padres facciosos.
Uno es más seguro, el otro más humano. «¡Dónde está
el hijo al que una recompensa hace olvidar la muerte
de su padre?
CC. Un soberano que depositara alguna confianza
en los pactos que con tanta solemnidad juró, sería
exactamente igual de imbécil que quien, ajeno a nues­
tros hábitos, concediera algún valor a esas humildísi­
mas protestas en que concluyen nuestras cartas.
CCI. El que ningún soberano europeo ose mojar
sus manos con la sangre de un enemigo insidiosamente
atraído, ya sea a una conferencia o a una comida —y
de ejemplos al respecto las historias están llenas hasta
nuestros días—, se debe a que las costumbres han cam­
biado. Ciertamente, somos menos bárbaros; «¡somos
también menos pérfidos? Lo dudo.
70
DIDERO'I
CCII. Ninguna nación europea respeta el pacto
que ha jurado con tanta fidelidad como el Turco, ca­
paz no obstante de repetir hoy en día las antiguas atro­
cidades. Podría decirse de nosotros:
... Nil faciet sceleris pía dextera...
Sed mala tollet anum vitiato melle cicuta.
CC1II. “ No ignoro los bulos que corren; pero no
quiero que Silano sea juzgado en base a bulos. Os
conjuro a descuidar el interés que tengo en el asunto y
la pena que el mismo hie causa, y a no confundir las
imputaciones con los hechos” . Así es como actual­
mente se hablaría a una asamblea representativa; jus­
ticia y humanidad pérfidas; (medio cierto de hacer pe­
recer a un inocente como culpable, mientras que los
asesinos hacían perecer a los culpables como inocentes;
tanquam innocentes perierant). Cuanto mayor es la
piedad exhibida por el soberano, más cierta es la rui­
na.
CCIV. £1 mismo discurso tiene un sentido muy
diferente en boca de Tiberio y en boca de Tito. Cuando
Tito diga que no hay que abusar de la autoridad, cuan­
do se puede recurrir a las leyes, hablará como un hom­
bre de bien; Tiberio, por el contrario, hablará como
un hipócrita que se mofa de las leyes de que dispone;
no quiere que su enemigo se le escape, pero quiere
evitar el aspecto odioso de su condena haciéndola le­
gal. Envía al centurión a que castigue la notoria fe­
choría, y la inocencia al senado. Es un modelo a estu­
diar por toda la vida.
CCV. Tiridates decía: “ Lo más equitativo en caso
de gran riqueza es siempre lo más útil. Conservar los
bienes propios, adueñarse de los de otro; el primero
sirve de elogio a un padre; el segundo a un rey". De vez
ESCRITOS POLITICOS
71
en cuando surge algún malvado indiscreto, como este
Tiridates, que revela, muy a despropósito, la doctrina
de los reyes.
CCVI. Los Romanos se lanzan sobre Chipre. Tolomeo, aliado suyo, es proscrito. Por entonces, el fisco
se hallaba agotado. La proscripción de Tolomeo se
debió precisamente a ese hecho, y a la pobreza del fisco
romano. Tolomeo se envenena, Chipre deviene tribu­
taria. Se la expolia. £1 honesto Catón transporta a
Roma los ricos despojos como harapos; todo eso es
digno de nuestra época, a excepción del veneno. No se
envenena, ya no se envenena.
CCVII. Sembrar discordias entre los enemigos,
azuzar dos potencias una contra la otra, al objeto de
debilitar a las dos: eso hizo Druso en Germania, y
Tácito dio su aprobación. (Y se hablará mal de aquel
papa que fomentaba las discordias entre los Colonna y
los Ursino; unas veces favorable, otras contrario a una
y otra parte; proporcionándoles secretamente dinero y
armas hasta que, reducidos a la última necesidad a
causa de victorias y derrotas alternas, terminó aplas­
tándoles sin resistencia por parte de aquéllos ni esfuer­
zo por parte suya!
CCVIII. Quien prefiera una elogiosa línea en la
historia a la invasión de una provincia, bien podría
quedarse sin línea elogiosa ni provincia.
CCIX. La razón por la cual se clama contra los
recaudadores de impuestos en Francia es la misma por
la cual se les instituye en otras partes. No quiero más
que dos estamentos, soldados y proveedores. Quiero
que mis soldados estén bien, y no me preocupa que
mis proveedores sean ricos. Empleo recaudadores para
expoliarlos y yo expolio a los recaudadores. Renuevo
72
DIDEROT
tácitamente el gobierno de Esparta. Si mis súbditos
proveedores se consideran otra cosa que súbditos ilotas,
están en un error. Hago y proyecto en grande lo que
Licurgo hiciera en pequeño; pero a mi me sería nece­
sario dinero, digo a mí, no a mis súbditos. Privatus
Mis census erat brevis, commune tutum.
CCX. Privar del propio favor a los que se habrían
de conceder pensiones, es siempre fácil.
CCXI. Ver todo con los propios ojos, llevar con
orden los propios asuntos, y hacer lo más larga posible
la columna de las entradas y lo más breve posible la de
los gastos; no existe comercio ni imperio alguno que
no prosperen por tales medios.
CCXII. Cuanto más recomienda un soberano el
ejercicio de las leyes, más cabe presumir que son viles
los magistrados. Tiberio hablaba constantemente de
que era necesario ejecutar las leyes (exercendas leges
esse).
CCXIII. El crimen de lesa majestad es el comple­
mento de todas las acusaciones. Esa frase de Tácito
describe al emperador, al senado y al pueblo.
CCXIV. Las victorias confieren poder tanto en el
interior como en el exterior; uno se somete de buen
grado más fácilmente a un héroe que a un hombre
común; quizá en ello se mezcle un tanto de reconoci­
miento y de vanidad. Se está orgulloso de pertenecer a
una nación victoriosa; se está agradecido respecto del
príncipe al que se debe dicha gloria, compañera de la
seguridad.
CCXV. Me gustaría saber con certeza lo que pasaba
en el fondo del alma de Tiberio, mientras escuchaba
con gravedad y en silencio la disputa de los senadores
ESCRITOS POLITICOS
73
acerca de si el pretor tenía o no derecho de vara sobre
los histriones: todo eso le debía parecer harto cómico.
CCXVI. En otra ocasión guardó el mismo silencio,
en tanto se discutía sobre si el senado podía deliberar
sobre asuntos públicos en ausencia de César; y aunque
la cuestión tuviese mayor importancia, la duda no le
pareció menos cómica. En efecto, ¿de qué se discutía
entre tan graves personajes? De saber si eran algo o no
eran nada.
CCXVII. La libertad de escribir y de hablar impu­
nemente señala, o la extrema bondad del príncipe, o la
profunda esclavitud del pueblo; sólo se permite decir
algo al que no es nada.
CCXVIII. Un pueblo fiero como lo era el romano
es al degenerar peor que ningún otro; pues toda la
fuerza de que hacía gala en la virtud, la lleva ahora al
vicio: y entonces se convierte en una mixtura de bajeza,
de orgullo, de crueldad, de locura; no se sabe cómo
gobernarlo: la indulgencia lo vuelve insolente, la du­
reza rebelde.
CCXIX. Llamar camarada al soldado en un dia de
batalla significa aceptar la parte propia del peligro
común; rebajarse al rango de soldado; elevar al soldado
al rango de jefe. Esa palabra sólo puede haberla dicho
un hombre valiente. Un cobarde no se atrevería a de­
cirla, o la diría mal. Es la palabra de Catilina: Vel me
duce, vel milite, utimini.
CCXX. Después de la batalla de Farsalia, Labieno
hizo correr el bulo que César había sido herido grave­
mente. A las puertas de Mantés, Mayenne hizo otro
tanto. "Amigos, dijo, abridme, hemos perdido la bata­
lla, fiero el Bearnés ha muerto".
CCXXI. Salustio ha hecho la historia de todas las
74
DIDEROT
naciones en las pocas líneas siguientes: "Mucho he
leído, mucho oído, meditado mucho acerca de lo que
la república había llevado a cabo de grande en la paz
y en la guerra; me he preguntado a mí mismo por los
medios que habían llevado a un final feliz a tantas
empresas sorprendentes, y se me ha demostrado que
tan enorme faena ha sido la obra de un pequeño nú­
mero de grandes hombres tan sólo” .
CCXXII. En los grandes asuntos, dejarse aconsejar
únicamente por la cosa y el momento.
CCXXIII. Los peores políticos son por lo general
los jurisconsultos, porque se ven perennemente tenta­
dos a tratar los asuntos públicos con la misma rutina
que tratan los privados.
CCXXIV. Emplear a los hombres en lo que son
aptos; cosa importante que ninguna nación, ningún
gobierno, antiguo o moderno, ha sabido poner tan
eficazmente en práctica como la pequeña compañía de
Jesús: así, en un breve período de tiempo, ha llegado a
un grado tal de poder y de consideración que incluso
algunos de sus miembros han quedado asombrados.
CCXXV. Sólo en mi corte puede decirse: Pars miseriarum sit videri et aspici, que hayan personas que
vultum, gemitus, occultum etiam murmur excipiant.
Si se mirase en el fondo de mi corazón no se advertirían
esos laniatus et ictus de los tiranos. Pero no sé por qué
me molesta leer eso. Es preciso confesar que uno tie­
ne sus ratos malos. Traedme mi flauta..., Señor, me
podríais explicar este pasaje de Aristóteles: “ ’Aet frip
£>]ToOot tó loov xai xó Kixatov oí íjrcottt, oí íé xpatoSv-ctt
oGíiv (ppovxíCooot.". Eso, Señor, en latín quiere decir:
Semper imbecUliores aequum et justum quaerere, sed
qui plus possint taita parvi faciunt. ¿No podríais de­
ESCRITOS POLITICOS
75
círmelo en francés? El pueblo no es nada, el soberano
hace de él lo que quiere. Se queja al principio, no se le
escucha; se calla, se habitúa a tal punto a la infelicidad
misma que termina por no sentirla. Está en el imperio
como los hijos de los pobres que nacen en la miseria y
que juegan y ríen bajo el techo de una cabaña. Cuanto
menor sea su afección a su amo, mayor ha de ser la
fuerza de la milicia.
CCXXVI. Hacer soldados a los que son malos pro­
veedores; restituir a los proveedores a los que son ma­
los soldados. Esta última operación sólo puede darse
con el tiempo. La igualdad y la debilidad de los súbdi­
tos producen la seguridad del soberano; la fuerza del
soberano, o el dinero y los soldados, producen la segu­
ridad del imperio.
CCXXVII. No temo reproche alguno del presente
ni del avenir, y sólo hay un elogio que me afecte: y es,
aparentemente, el que menos merezco.
CCXXVII1. Y que no se quejen mis súbditos de la
falta de un bienestar que nada hace a su felicidad y que
empleo en su seguridad, ni de la privación de una
libertad de la que los demás pueblos no poseen más
que su vana sombra.
CCXXIX. En las cosas arriesgadas, el éxito es atri­
buido a un genio particular, protector del imperio y
del soberano. A las victorias del rey de Prusia se oponía
el milagro de la casa de Austria.
DIDEROT Y CATALINA II
Conversaciones con Catalina II
I.
Ensayo histórico sobre las leyes de Francia
desde su origen hasta su extinción actual
No se trata de máximas, sino de hechos.
1. La nación francesa se sacude el yugo de los ro­
manos. Un héroe llega a ser venerado. Se redacta la ley
sálica en tres asambleas. El príncipe y la ley son insti­
tuidos al mismo tiempo.
Sin la ley nada habría sido establecido. Sin la auto­
ridad, la ley habría quedado sin aplicación.
A fin de garantizar la aplicación de la ley los Fran­
ceses depositan en manos del rey todo el poder público:
he ahí el primer error, el pecado original. Depositar en
manos de un rey todo el poder público no sólo signi­
fica ponerle en grado de hacer aplicar las leyes o de
reconducirlas a su pureza, a su eficacia originaria, cuan­
do la han perdido: significa mucho más, y el tiempo se
ha encargado de demostrarlo una y otra vez.
2. Al comienzo, los reyes, convencidos que tal po­
der público era sólo un depósito, actuaron en conse­
cuencia. Consideraron que los asuntos relativos a la
legislación no eran competencia de la autoridad sobe­
rana, y de ahí esos consejos numerosos reunidos ya
78
DIDEROT
con los albores de la monarquía. Ninguna disposición
nueva añadida a la ley sálica sin el sufragio de los
ilustres de la nación.
3. La decadencia de la estirpe de Clodoveo marca
la destrucción de las leyes.
4. Carlomagno las renueva y rescata la ley sálica de
su olvido. Reúne los decretos de los reyes. Añade sus
capitulares. ¿Y qué son dichas capitulares? Las aspira­
ciones de un pueblo que delibera con su soberano acer­
ca de intereses comunes. Victorioso y temido Carlo­
magno, aun cuando omnipotente, hizo entonces lo que
Catalina hace hoy. Ese Carlomagno de Francia y ese
Alfredo de Inglaterra, contemporáneo suyo, no eran
pues hombres comunes. Si Su Majestad presta poca
atención al primero se debe al derecho que le asiste de
ser difícil en materia de grandes soberanos.
Pero adviene que al final de la segunda dinastía las
leyes pierden su validez.
Su Majestad Imperial advertirá sin duda cuán preca­
ria y poco duradera resulta la legislación puesta bajo
la salvaguardia de un solo hombre. Es la nación misma
la que en todo tiempo debe ser su garante, condición
ésta que presupone leyes simples, un código que los
súbditos puedan desde su más tierna infancia tener
entre las manos. Los curas han sido mucho más hábi­
les que el rey. Pero ocurre que quizá sea Catalina II la
primera soberana en desear sinceramente la instruc­
ción de sus súbditos.
5. Ciertos usos toman durante siglos el lugar de las
leyes olvidadas, o lo que es igual: se hace esto porque
se ha continuado a hacer esto. ¡Original base de orden
y de tranquilidad pública!
6. Aparece el derecho romano. No me explico qué
ESCRITOS POLITICOS
79
relación pudiera establecerse entre el derecho romano
y la constitución de un gobierno feudal en toda su
ferocidad.
El caso es que los usos se modifican insensiblemente
con la aparición de ese derecho, del mismo modo que
Su Majestad Imperial puede ver modificarse gracias a
la aparición de su código o su instrucción las ideas de
sus súbditos.
¿En qué modo se operó dicha modificación? ¿Se de­
bió a que la nación o el soberano tomaron conciencia
de un tal derecho? De ningún modo. ¿Lee acaso una
nación bárbara? ¿Una nación civilizada lee acaso un
libro de derecho? ¿Lee acaso un soberano? Sí, una vez,
cada cuatrocientos o quinientos años, bajo el polo.
Los usos fueron modificados por la fuerza de las
opiniones de los jurisconsultos.
Imagínese que tales jurisconsultos hayan sustituido
los usos por los principios más sólidos de la autoridad
soberana y de los privilegios inalienables de una na­
ción: ¿qué se desprendería de ello? Nada. Esos juris­
consultos no podían representar a la nación. No for­
maban cuerpo. No podía darse unanimidad en sus
decisiones. En sus manos la religión no podía conver­
tirse sino en lo que se convirtió la religión en manos
de los cismáticos durante los primeros tiempos de la
Reforma.
7.
Hasta Carlos Vil las leyes fueron puramente tra­
dicionales. Carlos VII fija su incerteza.
La historia nos ilustra de cómo reunió en cada parte
de su reino a aquéllos que vivían bajo las mismas
costumbres y les dijo: “ Poned vuestras leyes por escrito .
De verdad, ¿es ése el comportamiento digno de un
80
DIDRROT
hombre con cabeza? ¿Carlos no debía advertir que esta
diversidad de costumbres constituía un mal muy gran­
de? ¿No debía aprovechar este momento de olvido para
aniquilar todas esas costumbres y sustituirlas por una
ley uniforme y general? No lo hizo, y su error no tiene
remedio. Francia se halla condenada a quedarse para
siempre sin código. Nuestro derecho consuetudinario
es inmenso. Se halla vinculado con la condición social
y la fortuna de todos los particulares. Si alguien pro­
yectara trastocar tan monstruoso coloso quebrantaría
todas las propiedades. No llevaría a cabo su empresa
sin dar lugar a una infinidad de injusticias flagrantes.
Provocaría ineluctablemente el levantamiento de los
diferentes órdenes del Estado. A pesar de eso yo lo
haría, pues creo que es necesarrio hacer un gran mal
momentáneo para un gran bien duradero.
Lo mejor que encuentro en la conducta de Carlos, lo
único por lo demás en que coincide con la de Vuestra
Majestad, es que no se vale de su autoridad para con­
sumar su mala obra. Procede a la convocatoria de una
asamblea: he aquí todo el alcance que da a su poder.
Veo además que, buenas o malas, dichas leyes han sido
sustraídas, y desgraciadamente sustraídas a la movili­
dad de la tradición, movilidad que, a la larga, las ha­
bría hecho caer en el olvido y, tras su olvido, quizá
hecho sentir la necesidad de un código uniforme y
general. Se dan circunstancias en las que el mal extre­
mo es un bien, y en las que un paliativo que haga
arraigar el mal es más funesto que todos los remedios.
iCuán feliz el pueblo en cuyo seno nada hay de cons­
tituido! Las malas y, en especial, las viejas institucio­
nes suponen un obstáculo casi invencible a las buenas.
Tomemos el caso de un rey sabio, pero carente de in­
ESCRITOS POLITICOS
81
teligencia, o de fuerza, o de valor; que cree hacer el
bien, que persuade de ello a la nación y que da al traste
con todo sin siquiera dudarlo. Ojalá encuentre Vuestra
Majestad en sus súbditos un profundo olvido de toda
legislación antigua. Si hay algo de bueno sabrá sin
duda conservarlo.
8. Las investigaciones per turbas apenas si son hoy
practicadas. Amaño constituían casi el entero funda­
mento de nuestro derecho francés.
¿No constituye un hecho de lo más extraño que,
periódicamente, una nación se vea reducida a interro­
garse en masa para saber y estatuir acerca de lo que su
legislación le prohíbe o le prescribe?
9. Bajo la primera y segunda dinastía de nuestros
reyes las leyes variaron a tenor de los cantones y a
tenor de las personas.
N uestros príncipes se comprometieron a conservar a
cada una su ley.
Respecto de todos esos puntos nada ha cambiado en
Francia. Subsiste la misma diversidad de leyes. La cos­
tumbre de Borgoña no es la que gobierna en Normandía. El país de derecho escrito tiene reglas diferentes
del país de derecho consuetudinario. La ley de los ple­
beyos no es la de los nobles. El clero se rige por la
constitución propia de su estado; y lo mismo pasa con
el militar, el eclesiástico y el magistrado.
Y sin embargo, todos esos sujetos ¿son acaso algo
más que súbditos y ciudadanos? Que la nación les
recompense por sus servicios es justo: pero que no lo
haga nunca por medio de privilegios exclusivos, de
exenciones, que no se sirva de todos esos medios ini­
cuos que constituyen otras tantas infracciones a la ley
general y otras tantas sobrecargas para los hombres
82
DIDEROT
útiles y laboriosos que carecen de título. ¿Por qué trans­
mitir a descendientes degradados la recompensa de sus
ilustres antepasados? ¿Cómo puede temerse la bajeza y
el deshonor cuando la sangre transmite las prerrogati­
vas de la virtud? Que la fama ascienda, como en China,
y pase de los vivos a los muertos no me parece en
absoluto inconveniente: pero otra cosa bien distinta es
que pase de los muertos a los vivos.
Si fuese soberano de una región en la que la nobleza
gozara de franquicias, seria bien avaro de los títulos
nobiliarios. Dejaría pasar la vieja nobleza, la honraría,
la sostendría, pero no crearía una nueva, lo cual no
desagradaría a nadie.
10. Durante más de doce siglos la formación de
leyes locales se acompañó siempre de deliberaciones
solemnes. Que nunca dependieron exclusivamente de
la sola voluntad del soberano. Los monarcas desearon
siempre que fuesen concertadas por representantes. No
se atribuyeron siquiera la tarea de interpretarlas, y el
rey reinante ha convocado él mismo numerosas asam­
bleas territoriales con el propósito de perfeccionar las
costumbres y de redactarlas con mayor claridad.
Pero aun redactadas con mayor claridad, ¿son por
ello menos absurdas? No. ¿Se ha suprimido toda oscu­
ridad? Continúan llenas. Son una fuente de procesos
interminables.
11. Esas leyes, tales cuales, sólo a la autoridad so­
berana compete aplicarlas. Y sólo el rey tiene dicha
autoridad.
¿Lo hace? No. Ello es casi imposible, no daría abas­
to.
Se hace suplir, ¿y por quién? Por ciudadanos a los
que reviste con una parte de su autoridad.
ESCRITOS POLITICOS
83
Esa porción de autoridad no ha sido conferida sin
regla o límite, y, en el caso que un monarca quisiera
mañana sentarse bajo una encina, a la manera de san
Luis, y juzgar por sí mismo a su pueblo, ¿lo podría?
Sin duda; con todo, no creo que Luis XV lo hubiese
hecho sin suscitar protestas; se le habría dicho el equi­
valente de: “ ¿Majestad, por qué os metéis en lo que no
os importa?”
Juzgar bajo una encina, o avocar a sí, ¿acaso no es lo
mismo? Y sin embargo, ¿en cuántas ocasiones dichas
avocaciones no han causado tumultos? En efecto,
cuando se ha creado un tribunal soberano es necesario
prohibir toda avocación. La avocación es injuriosa, la
avocación debilita tanto la autoridad de la justicia
como el temor de la ley. La avocación es siempre una
señal de favor y de gracia.
Esas reglas, restricciones, condiciones, son conocidas
con el nombre de ordenanzas. El magistrado jura res­
petarlas, y hasta aquí todo va bien.
Pero el magistrado ha pretendido que estas condi­
ciones vinculasen al soberano mismo mientras no fue­
sen revocadas.
¿Y es dueño el soberano de revocarlas o abrogarlas?
Ciertamente. El magistrado no hubiese osado decir lo
contrario. No obstante, tales ordenanzas han pasado a
ser objeto de disensiones perpetuas entre el soberano y
el magistrado.
De lo que deriva que es de la mayor importancia
para un soberano no confiar a cualquier gran cuerpo
más que la parte de autoridad que nunca se verá ten­
tado de reivindicar.
Pero igualmente, una vez que su prudencia haya
fijado dicha parte, es de la mayor importancia tomar
84
DIDEROT
todas las precauciones inimaginables para que aquella
alienación sea eterna y permanente. Lo es asimismo
señalar con nitidez el límite que separa lo que se retie­
ne de lo que se abandona.
Por el contrario, considero que, si no es necesario,
nunca se ha de interpelar a un gran cuerpo del Estado,
nunca se le debe hacer intervenir en cuestiones ajenas
a su institución, puesto que los cuerpos tienden a con­
siderar como derecho propio cuanto les fue concedido
una vez. Cuanto mayor sea la solemnidad conferida
por su sanción, tanto más hay que desconfiar de ella.
Se asemeja a la voluntad de Dios, que no debe em­
plearse nunca. Es fácil hacer querer a Dios junto a los
pueblos: basta con corromper a un cura; pero es difici­
lísimo hacerle cesar de querer. Cuando Rómulo orde­
nó en una ocasión sacrificar el ganado en tiempos de
penuria, fue necesario continuar inmolándolo con la
penuria ya pasada.
Esa concesión hecha por el soberano de una parte de
su autoridad pasó a ser con el tiempo la más esencial
ley fundamental de un Estado.
Mientras dicha concesión permanece incólume, el
Estado prospera. El pueblo se cree libre. Atacarla es el
primer paso del despotismo; anularla el último, ade­
más de la época más próxima a la caída de un imperio,
sobre todo si tal innovación tiene lugar sin efusión de
sangre; en ese caso, en efecto, toda energía se ha perdi­
do, y todo es relajación y envilecimiento.
A Su Majestad Imperial puede que no desagrade oír
hablar al magistrado, al representante o al depositario
de una parte de la autoridad soberana. El nombre no
es importante.
“ La autoridad legal que os queda, Señor, será regu­
ESCRITOS POLITICOS
85
lada tanto por las leyes locales y personales como por
las ordenanzas. Sólo con esa condición hemos aceptado
nuestras funciones. Con un alto coste hemos adquirido
nuestros cargos, y si los hemos ejercitado con tanto
celo y sacrificio ha sido por la importancia que vos
mismo les habéis atribuido. Dejadnos tal y como so­
mos o abolidnos”.
Si hubieran osado decir en nuestros días: "O cortad­
nos la cabeza” , quizá aún subsistirían. Pero para ha­
blar así se requiere ser hombres, y ellos no lo eran.
Pero para hablar así se requiere contar con el apoyo de
la nación, y no lo tenían. Pero para contar con el
apoyo de la nación se requería haberse mostrado en
toda circunstancia como protectores de la nación, y
jamás lo habían hecho. Pero para osar mostrarse fir­
memente como protectores de la nación se requería
que, nombrados por la nación, sólo ella tuviera el de­
recho de revocarlos, y nada de esto acontecía; si eran
tal y como pretendían ser, era necesario tomar nota a
tiempo, y percibir que su existencia dependía de estos
actos reiterados y continuados sin interrupción.
¡Cuánta sabiduría la de Su Majestad al ceder a cada
provincia de sus Estados la elección de su representan­
te! Ahora bien, ¿será fuerte lo bastante como para ceder
a cada una de sus provincias la libertad de confirmar o
revocar a su representante? ¿Dejará de intervenir en
adelante en la formación del cuerpo, y le inspirará su
genio grande y fecundo el medio de impedir la posible
intervención de alguno de sus sucesores? Dudo que
exista un problema político de más difícil resolución,
pero ni por asomo lo considero más allá de sus fuerzas.
Ya ha hecho tantas cosas sorprendentes que se ignora
de qué sea incapaz.
86
DIDEROT
Si su propósito es eternizar sus leyes y levantar con­
tra todo despotismo futuro una autoridad insuperable,
ciertamente nada mejor puede hacer.
Resulta enormemente grande, valeroso y humano
en una soberana que ella misma haya puesto un dique
a la soberanía. Y sin duda será eso lo que habrá hecho
si, tras haber confiado a sus súbditos la redacción del
código, transfiere a las provincias el derecho de re­
confirmar o sustituir a sus representantes, y quita a
sus sucesores el poder de disponer del mismo o de anu­
larlo.
Sólo quedará una precaución por tomar: evitar que
esta función de magistrado, de representante o de co­
misario, siendo muy importante, se convierta en objeto
de ambición, y cuidar que quien aspire a semejante
dignidad no corrompa a sus vasallos, no compre sus
votos ni llegue a la comisión como en Inglaterra se
llega a ser diputado.
En Inglaterra no hay más vía que la de la corrup­
ción; quizá sea preciso añadir aquí la vía del terror.
Es decir, que si alguien, de la manera que fuere,
hubiera intrigado para obtener los sufragios, sea ex­
cluido a perpetuidad del tribunal. Las pequeñas intri­
gas secretas pueden ser ignoradas; las grandes intrigas,
y las que repercuten en toda una provincia, difícil­
mente lo son. Esas son, pues, las solas que pueden y
aun deben ser proscritas.
12.
La promulgación de tales ordenanzas de los
reyes no careció de formalidades; lo que no fue una
característica particular de la tercera dinastía: desde
los comienzos de la monarquía, los preceptos, vale
decir, las órdenes o las cartas dirigidas por el rey a los
jueces, sólo se ejecutaban tras minuciosa verificación.
ESCRITOS POLITICOS
87
13.
Si en sus orígenes la tercera dinastía no ofrece
nada parecido se debe a que por entonces ya no había
leyes, y a que el poder legal del soberano, concentra­
do en sus solos dominios, no se extendía al de sus va­
sallos.
Su Majestad Imperial (a menos que nuestra historia
antigua le sea bastante familiar, lo que no me sorpren­
dería) quedará un tanto estupefacta al leer alternativa­
mente: “ había leyes; ya no había leyes” .
Eso sucederá siempre (con independencia de las cir­
cunstancias particulares de Francia) que el orden social
y público se establezca por azar y sin planificación
alguna; que no sea el producto del concurso general de
las voluntades; que no sea sino el resultado de la buena
voluntad del soberano, dirigida por su corazón —bue­
no en alguna ocasión— y su cabeza —a menudo tan
estrecha. La cabeza y el alma de Vuestra Majestad son
grandes, anchas sus miras. Sabe querer y mantener lo
querido; tiene un plan elaborado, ha llamado en su
consejo a toda la nación, las luces de todas las naciones
circundantes acuden en su ayuda. Es para ella, y sólo
para ella, según creo, que ha escrito Montesquietf. Los
filósofos que sólo meditan para el tiempo en que un
gran príncipe nacerá es a ella a quien esperaban. Su
obra permanecerá si es acabada, y se acabará si la des­
gracia de una larga serie de victorias no absorbe una
parte de la duración de su reinado. Ya lo he dicho,-no
compadezco a los hombres, los hombres se rehacen; no
lamento el oro de sus arcas, las arcas se llenan; ¿pero
quién devolverá a estos pueblos los años que se van?
Es ésa la auténtica pérdida, la pérdida irreparable, la
pérdida que hace gemir a todas las personas honestas
de Europa que suspiran por la conclusión de sus prí-
88
DIDEROT
meras operaciones; sea cual fuere el resultado, aquéllas
lo inmortalizarán.
Pasaría con Rusia lo que con todas las demás nacio­
nes a las que el encadenamiento de los acontecimientos
ha conducido a una suerte de ordenamiento jurídico;
cualquiera que sea, ahorrará muchos siglos de desór­
denes a su país.
14. Después de alguna interrupción, el orden, el
uso, las antiguas formalidades reaparecieron con los
sucesores de Hugo Capeto, cuando aún todo estaba
sujeto al ordenamiento feudal y se decidía mediante
guerras o mediante duelo.
Montesquieu dice que es un espectáculo grande y
sublime el del gobierno feudal. No veo por qué. Lo
bueno podría exponerse en diez páginas, lo malo no
cabría en mil; pero yo me inclino cada vez que pro­
nuncio ese nombre, y no me permito discutir.
15. Luis el Grueso y sus sucesores dieron la libertad
a los siervos, y crearon de este modo una nueva clase de
súbditos con la creación de municipios.
16. Felipe Augusto amplía sus dominios e institu­
ye bailes.
17. Luis VIII y san Luis, que llegaron a ser aún
más poderosos, aumentaron el número de sus funcio­
narios, con el mismo nombre de bailes y con el de
senescales.
|Qué hombre hubiese sido este san Luisl Le perdo­
naría, creo, su espíritu intolerante si hubiese hecho
por política lo que hizo por pía estupidez. Los grandes
vasallos le siguen a tierra santa; allí mueren unos,
otros se arruinan, él mismo perece y su sucesor deviene
omnipotente.
Si los señores de una región molestan a un soberano,
ESCRITOS POLITICOS
89
yo pronto urdiría, creo, un medio para desembarazar­
me con el tiempo de esta especie de molestia sin come­
ter injusticia, sin esperar la ocasión sangrienta de san
Luis y sin recurrir al recurso hipócrita de Luis XI, ese
asesino abominable.
Pero por fortuna. Su Majestad Imperial, que todo lo
puede, por fortuna aún mayor sólo quiere el bien.
(Tanta es su noblezal ¡Cuánto se venera su nombre en
las restantes naciones! ¡Y cómo debe ser feliz!
Antes que haya transcurrido medio siglo sus institu­
ciones habrán cambiado toda la cara del imperio. Un
medio simple que terminaría por remover todo obstá­
culo sería la adquisición, incluso por encima de su
valor si fuera el caso, de todas las posesiones conside­
rables que la incompetencia de los propietarios, o cual­
quier otra causa, fuerza a vender.
Pero Su Majestad dirá que una medida tal provoca
recelos.
El recelo cesará si adquiere, a fin de gratificar a
buenos y honestos ciudadanos, servidores fieles y celo­
sos a los que tales adquisiciones se concederían de por
vida, evitando, sin embargo, extender su usufructo a
sus herederos.
T al medio produce incluso un doble efecto que unir
al de enriquecer y reforzar al soberano, y al de plegar
los grandes obstáculos a sus deseos, a saber: vincula
con fuerza algunas grandes familias al soberano rei­
nante y asegura la sucesión, y con la sucesión la paz y
la tranquilidad internas.
Asi, yo compraría de aquéllos que venden por indi­
gencia o incompetencia; enriquecería a los que no tie­
nen y pediría préstamos a los ricos. Nada más respeta­
90
DIDF.ROT
ble que un deudor que paga bien, pues hay que pagar
bien.
Ningún soberano más seguro en su trono que el que
es deudor de todos sus súbditos, con tal que no sea
moroso en sus pagos.
Esos préstamos son otras tantas cadenas que desde el
pie del trono se extienden hasta los últimos rincones
del imperio.
18. Todos estos funcionarios, bailes y senescales,
daban cuenta de su administración al rey en persona,
asistido por quienes tenía a bien apelar a su consejo.
Su Majestad Imperial creerá sin duda que todo eso
empezó a adquirir forma; sin embargo, no pasó nada.
19. T al j urisdicción, puramente fiscal en su origen
y válida sólo en los dominios privados del rey, dio
lugar más tarde a la intervención de los casos reales y
a las apelaciones de las sentencias de tribunales poste*
riormente instituidos, extendió su competencia por to­
das partes y subvirtió el orden judicial del gobierno de
Carlomagno, del que apenas si queda un vestigio en
los pares de Francia.
Se ha creado un tribunal, se erige otro sin abolir el
primero, pero no se perciben los mil conflictos juris­
diccionales que dicha simultaneidad suscita.
Cuanto más se multiplican los distritos más se em­
brolla el orden judicial, pues al no establecerse con
nitidez los respectivos límites jurisdiccionales surgen
entre los tribunales polémicas ya existentes entre los
reyes, los curas y los magistrados, los particulares acer­
ca de sus respectivos dominios.
Tribunales numerosos, un número menor de tribu­
nales diferentes, si fuera posible.
Y me paro luego a considerar un momento la canti­
ESCRITOS POLITICOS
91
dad de vicisitudes que nos han conducido al punto en
el que estamos —o mejor, estábamos—, y las que nos
quedarían aún por pasar para dar con algo positivo, si
continuamos abandonándonos ciegamente a este mo­
vimiento oscuro y sordo que nos arrastra de acá para
allá, que nos atormenta y nos hace girar y girar, hasta
que consigamos encontrar una posición menos incó­
moda, movimiento que sacude un imperio mal orde­
nado como sacude a un enfermo. Pero hasta esa in­
quietud automática hemos perdido. Ya ni sentimos.
Al comienzo habia un rey, unos señores y unos sier­
vos. No queda hoy más que un amo y siervos con todo
tipo de nombres.
20. En una regeneración del gobierno francés, los
reyes se apercibieron que cuanto más crecía su autori­
dad, tanto más ayuda requerían en su ejercicio.
21. Los bailes daban cuenta al rey, o mejor, a su
consejo. Pero ninguna carta, ninguna orden les llega­
ba sin la aprobación de dicho consejo. Es ése el origen
de la verificación de las cortes durante la tercera dinas­
tía.
Término singular éste de verificación. Después lo
explico.
22. La formalidad del registro es posterior a la ve­
rificación.
¡Quién podría creer que esa formalidad del registro,
esa ley tan grande, tan bella, tan sagrada; que esa ley,
que en manos verdaderamente patrióticas habría bas­
tado para poner coto a todas las operaciones de un
ministerio perverso —y a veces lo ha hecho—, no tuvo
sino un origen frívolo, no ha producido bien alguno y
ha servido de razón o de pretexto a la reciente destruc­
ción de toda nuestra magistratura, y consecuentemente
92
DIDEROT
al trastocamiento de nuestro gobierno! ¡Una formali­
dad producida por el azar! ¡Una formalidad insignifi­
cante en su origen! ¡Una formalidad que llega a ser
con el tiempo la base de un imperio! ¡Cómo hubiera
sido bella la historia escrita y leída desde esa perspec­
tiva! Pero se opone la incertidumbre o la ignorancia
de los hechos.
El registro no tuvo más utilidad en su origen que
conservar la ley en un registro auténtico, ante la even­
tualidad de una pérdida del original.
Posteriormente pasó a ser una condición sin la cual
la voluntad del rey no podía ser ejecutada. El rey, por
ejemplo, habría fijado inútilmente un impuesto a sus
súbditos; quien hubiese osado exigirlo y percibirlo an­
tes del registro hubiera sido tratado como un concu­
sionario, perseguido, arrestado y quizá castigado con
la pena capital.
O el registro o las bayonetas: ningún término me­
dio.
He aquí, pues, lo que el registro supone: un sobera­
no que quiere.
Un soberano que notifica su voluntad a un cuerpo
de ciudadanos encargado de examinar si dicha volun­
tad no contraviene las leyes fundamentales del reino,
el bien de su estado y de su persona y el legítimo
interés de sus súbditos.
Un cuerpo de ciudadanos que aprueba y desaprueba
la voluntad del soberano.
Un cuerpo de ciudadanos que, en caso de desapro­
bación, puede o no puede detener la mala voluntad del
soberano.
Cuando dicho cuerpo está bien conformado, cuando
sus miembros son buenos, honestos y valerosos ciuda­
ESCRITOS POLITICOS
93
danos, celosos patriotas, hombres justos e ilustrados,
[cómo es bellol Una nación debe hacerse degollar toda
entera antes que soportar su abolición.
Pero este cuerpo, ¿no existe ya, y no debe su privile­
gio, su duración, a la voluntad del soberano? ¿Puede
dejar de existir en el momento mismo en que el sobe­
rano le dice: “ Existíais porque yo quería que existiérais: ya no existís, porque así lo quiero”?
¿Nada puede ese cuerpo por sí mismo?
Ese cuerpo, cuando cumple con su deber en el mejor
modo posible, ¿se reduce a pronunciar vanas amones­
taciones?
¿Se obliga a ese cuerpo, mediante cartas de yusión, a
dar la sanción legal y pública a la voluntad única del
señor?
Cuando ese cuerpo tiene el valor de desobedecer las
cartas de yusión, ¿sólo conduce su desobediencia a una
sesión de las cortes en la que el rey aferra la mano del
magistrado y le dice: “ Escribe lo que yo quiero que
escribas, y di a mis súbditos que eso es lo que quiero y
que tú lo apruebas”?
A ese cuerpo, ¿no le queda en ese caso más recurso
que obedecer, proseguir o abandonar sus (unciones de
amonestadores y magistrados?
Ese cuerpo no es nada o es bien poco para la nación.
Es sólo un hermoso fantasma que la seduce; la voz de
la sabiduría que grita inútilmente.
Si se le ha vendido, y a un alto precio además, el
derecho de pronunciar amonestaciones, dado que ese
cuerpo no es sino una asamblea de amonestadores,
caso de renunciar o de ser revocado es justo que se le
reembolse, y que se le reembolse inmediatamente y en
la cantidad recibida. Y si no hay dinero no se le revo­
94
D1DER0T
cará, pues aunque sea cierto nunca hay que decirle a
una nación —la cual no es enteramente imbécil—:
“ No poseéis nada, ¿lo habéis entendido? Nada de nada,
pues todo es mío".
Un tal cuerpo sólo de la estima pública, de la inco­
rruptibilidad de sus miembros y de una sólida unión
entre las clases que lo componen puede obtener cierta
solidez y cierto vigor; de la amplitud de sus funciones,
cuando al título de autor de las amonestaciones une el
de magistrado; del interés que toda una nación se toma
en su conservación, y de la dificultad de suplirlo si
todas las clases, abdicando de la vana cualidad de amonestador, simultáneamente abdican de la cualidad im­
portante de juez. Pues es evidente que su abdicación
general y repentina sume instantáneamente a la nación
en la anarquía, estado cuya duración resulta incompa­
tible con la seguridad del soberano.
Pasemos a examinar nuestro cuerpo amonestador a
la luz de estos diversos aspectos.
¿Gozaba de la estima pública? No. No gozaba por­
que no la merecía, y no la merecía porque toda su
oposición a los deseos del soberano eran pura farsa,
porque el interés de la nación era invariablemente sa­
crificado y sólo por el suyo combatía con ardor.
¿Había unidad entre aquellas clases? De ningún
modo. La del capital, ebria de burda altivez, desprecia­
ba a las demás, y desde tiempo inmemorial se había
casi privado a sí misma de su principal fuerza, alejan­
do de sus sesiones cotidianas a duques y pares, sus
miembros natos, cuyos puntos de vista eran acogidos
por su presidente con el bonete en la cabeza, mientras
que, por el contrario, se descubría para acoger los de
sus colegas; distinción injuriosa de la que tan burdos
ESCRITOS POLITICOS
95
y orgullosos amonestadores nunca quisieron dispen­
sarse, prefiriendo una ridicula señal de preeminencia a
su fuerza y a su seguridad.
Juzgúese de las molestias que hubieran acarreado
los pares, de haber formado cuerpo y causa común con
aquéllos, por las molestias que aún hoy acarrean, aprie­
to tal que el ministerio nunca hubiera podido salir de
él si el interés, la debilidad y el fastidio no los hubieran
sojuzgado. Todos se han vendido a mayor o menor
precio, y algunos hasta han doblado la rodilla y hecho
reverencia a los miserables que han reemplazado a
nuestros antiguos magistrados. Asi pues, resulta esen­
cial para la duración de un cuerpo de amonestadores
procurar que ninguna clase se arrogue en el futuro
prerrogativas sobre otra: al menos mientras esté com­
puesto de varias clases: y que ningún individuo, en
ninguna clase ni en el cuerpo entero, se halle en grado
de despreciar a otro. Otra precaución ulterior: que en
los casos de discusiones particulares no haya diputado,
amonestador o magistrado que goce de la más mínima
preponderancia sobre el último de los ciudadanos, y
que se haga justicia.
Ha de reconocerse que por la adquisición de sus
títulos de amonestadores y de magistrados habían pa­
gado sumas cuya renta en ningún modo era propor­
cional ni a sus esfuerzos, ni a su fortuna, ni a su dig­
nidad, y ésa es la base de su venalidad y de su esclavi­
tud. La corte les resarcía en la persona de sus hijos, a
lo que colocaba en el ejército y en la iglesia. No eran
ni lo bastante valerosos, ni lo bastante ricos como para
renunciar a esta seducción, que les arrastró desde el
primer instante, y a la que los más fogosos entusiasmos
terminarían cediendo a la larga, pues el entusiasmo
96
DIDEROT
sólo puede ser un resorte momentáneo, el resorte de un
individuo y no el de un imperio.
¿Mostraba la nación gran interés por este cuerpo?
Ninguno. Había permanecido bárbaro en sus usos,
opuesto a toda auténtica reforma, preso en exceso de
las formas, intolerante, mojigato, supersticioso, celoso
del cura y enemigo del filósofo, parcial, vendido a los
grandes, vecino incómodo y peligroso, y ello a tal pun­
to que las propiedades colindantes con la suya perdían
un cuarto, un quinto, un sexto de su valor, e incluso
nadie las quería; perpetuo creador de confusiones, de
trastornos, liante, mezquino, barriendo para adentro
en los asuntos tocantes a la política, a la guerra, a la
finanza, ignorante perfecto en todo lo que no concer­
niera a su esfera pero listo siempre para salir de ella,
viendo desorden en todo salvo en sus leyes, de las que
nunca trató de desenmarañar el caos, vengativo, orgu­
lloso, ingrato, etc.
¿Se levantaron juntas todas las clases de este cuerpo?
No. Se dejaron exterminar una tras otra, como rebaños
de corderos. No me cabe siquiera la menor duda que
las clases provinciales fueran lo bastante ciegas para
no ver en la suerte de la clase principal la que a ellas
les aguardaba, y necias lo bastante como para gozar
secretamente de ello.
Ahora bien, la destrucción de dicho cuerpo ¿es mo­
tivo de alegría? No. Fue una desdicha suma, porque
llevó la ruina a veinte mil familias, porque anunció a
toda la nación que ya no quedaba ninguna propiedad
sagrada, porque personas ilustres por su posición, su
nacimiento, sus relaciones, su fortuna, su influencia,
su saber estar en los diversos asuntos, cuando no por
su inteligencia, su antigüedad, su viejo godo que aún
ESCRITOS POLITICOS
97
conservaba un no sé qué de augusto, se han visto des­
plazadas por una pandilla de desgraciados, de malhe­
chores, de sicofantes, de pordioseros, de ignorantes,
una abyecta canalla que sostiene la urna fatal en la
que nuestras vidas, nuestra libertad, nuestras riquezas
y nuestro honor yacen encerrados; porque esa canalla,
vil por sí misma, y careciendo de más riqueza aparte de
su módico salario fijado por la corte, debe envilecerse
recurriendo a toda suerte de bajezas con tal de conser­
var su puesto, del que se la podría expulsar como se
expulsa a los criados, e intenta mejorar su situación
apelando a todo acto inicuo imaginable; porque los
padres ya no saben qué hacer con sus hijos, a quienes
se les cierra esa puerta honorable; porque esa corpora­
ción de hombres indignos y oscuros empeorará antes
que enmendarse, ya que, al menos durante bastante
tiempo, no podrá reclutarse entre súbditos mejores;
porque ¿qué padre empuja a su hijo hacia una condi­
ción en la que no hay ni honor, ni beneficio, ni segu­
ridad? Muchos han sido ya expulsados sin ningún tipo
de formalidad. Por lo demás, caso de corregirse algún
día, no será antes de cuatro siglos: y Francia, esperan­
do, se arruinará. O bien, si el Estado y las cortes sobe­
ranas aún subsistiesen por entonces, tales cortes sobe­
ranas serán una vez más exterminadas por el monarca:
o el monarca encadenado por ellas. Si fueran capaces
de mirar a lo lejos, antes de mediados del próximo
siglo nos reconducirían a los viejos tiempos de los
Estados Generales. Pero lo que no se prevé es que
aquéllas se enriquezcan con el paso del tiempo, y que
en ese caso, confundiéndose en parte su interés con el
interés general, es imposible que no se vuelvan aún
más temibles. El mariscal de Broglie me responde al
98
DIDEROT
respecto: “ ¿qué puede importarme? Por entonces ya
no viviré” . ¿Y vuestros hijos, mariscal, tampoco vivi­
rán? Ah, ya entiendo, os preocupáis muy poco por
vuestros hijos.
Vuestra Majestad Imperial dice: “ ¿Por qué los hijos
de vuestros padres no entran en el ejército?” Entre
nosotros el ejército sólo sirve para ganar golpes y per­
der fortunas. El militar culmina su vida con pensiones
concedidas por la corte, que paga mal. La corte acaba
de reducir a rentas vitalicias las pensiones retrasadas
—es decir: de condenar a los hijos de estos militares a
pedir limosna. Nada más común en nuestras calles
que una cruz sin vestido, porque hay que pagar en
condecoraciones cuando se carece de dinero; y la con­
decoración, multiplicándose, se deprecia.
Así pues, ¿se ha alegrado la nación de la extinción
de este cuerpo? Antes de conocer las manos infames en
las que iría a caer sentía desasosiego, y con razón:
había entre la cabeza del déspota y nuestros ojos una
gran tela de araña sobre la cual la multitud adoraba
una gran imagen de la libertad. Los clarividentes ha­
bían mirado desde hacía tiempo a través de los peque­
ños agujeros de la tela, y sabían bien qué había detrás;
se ha desgarrado la tela, y la tiranía se ha mostrado a
cara descubierta. Cuando un pueblo no es libre, la
convicción misma que tiene de su libertad es en sí algo
precioso; tenía ese convencimiento: había que dejárse­
lo. En el momento presente es esclavo, y lo siente y lo
ve; no esperéis de él, por tanto, nada de noble, ni en la
guerra, ni en las ciencias, ni en las letras, ni en las
artes. La filosofía se halla perseguida. Las letras sólo
se mantienen gracias a la consideración pública de un
pueblo que se aburre y que no puede rehusar su favor
ESCRITOS POLITICOS
99
a la gente que lo entretiene; en pensar y escribir con
audacia no hay más que peligros. La obra no produce
ningún lucro, ningún honor, porque no se la puede
reconocer como propia. El sentimiento patriótico vive
aún en los padres; sobrevive incluso en el fondo de los
corazones de todos los fautores actuales de la tiranía. Y
ésa es la razón por la que no se toman medidas drásti­
cas contra los padres que no se hallan dispuestos a
tolerarlo todo. Pero los sucesores de estos ministros de
la tiranía serán tigres que se considerarán nacidos apos­
ta para dilacerar, y nuestros hijos imbéciles corderos
que se considerarán nacidos aposta para ser dilace­
rados.
¡Ay, nación tan bella apenas hace algún tiempo!
¡Ay, nación desdichada, cómo impedirme llorarte!
Hay una montaña alta, escarpada por un lado y
cortada en el otro por un profundo precipicio; entre el
lado escarpado y el precipicio hay una llanura más o
menos extensa. La nación que nace trepa por el lado
escarpado. La nación conformada se pasea por la lla­
nura. La nación que decae sigue la pendiente del pre­
cipicio, y la sigue a gran velocidad. Esa es nuestra
situación.
Estoy presentando a vuestra majestad un gran espec­
táculo, pero consternados Ojalá y su alma, tierna y
humana, sea por él conmovida, pero no desalentada.
Con todo, siglos han sido necesarios para llevarnos
hasta este instante fatal; y este instante podría haberse
retardado mediante leyes e instituciones sabias, de ha­
berlas tenido. Pensad, Señora, que os estoy presentan­
do el desmoronamiento de un gran amasijo de granos
de arena que una serie de circunstancias fortuitas ha­
bían amontonado, mientras depende de Vuestra Ma-
100
DIDEROT
jestad colocar la base de vuestra pirámide sobre la roca,
y de ligar las diversas partes con lañas de hierro. La
roca cede, es cierto, las lañas de hierro se aflojan, las
piedras se desunen, y el edificio al final se derrumba;
pero ha durado cien siglos; cien siglos de continua
felicidad, procurados por los trabajos y el genio sor­
prendente de Vuestra Majestad a treinta millones de
hombres, ¿no serán suficientes a su profunda y noble
alma?
23. Continúo. Bajo el reino de san Luis, el Consejo
del Rey se subdivide en varios departamentos.
En primer lugar este príncipe, que viajaba con fre­
cuencia, consideró útil apartar de su séquito a una
serie de oficiales de su consejo para recibir los informes
de los bailes, y para constituirse en depositarios fijos y
permanentes de los títulos de la corona, de las cartas y
de las leyes.
24. Resulta increíble la importancia que ciertas fri­
volidades adquieren con el tiempo: aquí tenemos el
origen de ese sublime y magnífico nombre de conser­
vadores y defensores de las leyes fundamentales de la
nación.
Esta jurisdicción fue establecida en el Templo en
París.
25. El Tribunal de Cuentas es el primer cuerpo de
magistratura conocido en nuestra historia.
¿Y a qué debe su origen dicho Tribunal de Cuentas?
A los frecuentes viajes del rey.
Cuando las instituciones más trascendentes son la
consecuencia del caprichoso azar que las produce,
¿cómo evitar que se interfieran y mutuamente destru­
yan? No son ya los materiales de un proyectado edificio
en el que un hábil arquitecto precise el lugar de cada
ESCRITOS POLITICOS
101
piedra; son otras tantas piedras salidas fortuitamente
de la cantera y que por sí mismas se disponen, sin
concierto, orden, ni simetría, y que a la larga no pue­
den sino dar lugar a un edificio ridículo.
¿Y cuál será el límite de tales instituciones, una vez
que cualquier circunstancia tan frívola debe hacerlas
surgir? Con un rey en absoluto viajero, ¿volvió el Tri­
bunal de Cuentas al consejo del que originariamente
se había desmembrado? De ningún modo; en los impe­
rios, el mal hecho por azar dura en ocasiones más que
si hubiese sido deliberado. El mal deliberado se percibe
y espanta. El mal fortuito no se percibe.
Empuje Vuestra Majestad su edificio todo lo lejos
que pueda, y tenga para su nación la bondad de trazar
por sí misma con sus manos, a su sucesor, el método
más conveniente de continuar tal edificio; de otro
modo mucho me temo que si el cielo la devolviera a la
tierra al cabo de dos o tres siglos no encontrará sino
piezas insólita y caprichosamente añadidas unas a
otras. “ ¿Pero quién me garantiza que mi sucesor respe­
tará mis ideas?” Su buen corazón, su espíritu benévolo,
su educación, vuestros consejos y vuestro ejemplo, y
además Vuestra Majestad habrá hecho todo lo que esté
de su parte para que la felicidad de su nación prosiga
conforme a sus sabias directrices. Todo el resto se aban­
dona al destino.
26.
La administración de los bailes consistía en­
tonces casi por entero en los ingresos y los gastos.
En su primitiva institución no eran jueces de los
nobles; su tarea consistía únicamente en hacer emitir
las sentencias por quienes en sus bailías tenían asigna­
da tal función.
102
MDEROT
Por entonces se juzgaba de dos maneras: una, la de
los pares; la otra, la de ios prohombres o sabios.
Las apelaciones de los pares se llevaban a los tribu­
nales feudales, que eran convocados mediante notifi­
cación.
Las apelaciones de los prohombres o sabios eran
llevadas a los tribunales de los consejos del rey, o a los
de los grandes vasallos y de los señores privados.
En los tribunales feudales era el combate lo que
servía de prueba y lo que decidía.
En los consejos era la prueba testimonial, introduci­
da por el derecho romano y adoptada por san Luis.
27. Al haberse inclinado los príncipes y los grandes
feudatarios por esta última jurisprudencia, el tribunal
del consejo del rey y los tribunales del consejo de los
grandes vasallos se fueron convirtiendo en los encar­
gados de decidir sobre la casi totalidad de los asuntos.
En adelante, barones y pares fueron convocados sólo
muy raramente, puesto que ya no eran los pares quie­
nes juzgaban. De este modo, el tribunal del consejo del
rey, demanial y extraordinario en su origen, se convir­
tió en tribunal de justicia.
28. En su partida para tierra santa, Felipe Augusto
había recomendado a la reina, su madre, celebrar cada
cuatro meses una sesión o audiencia en París, para oír
los informes de los bailes y las eventuales quejas contra
ellos; del mismo modo san Luis, en cada uno de los
viajes que emprendió, dejó en París una parte de los
oficiales de su consejo para celebrar dicha audiencia.
Durante el tiempo de la audiencia tales oficiales juz­
gaban las causas asignadas, así como las de los comen­
sales de París, usanza ésta que pervivió largo tiempo.
Al principio, los dias en que tales audiencias debían
ESCRITOS POLITICOS
103
celebrarse no estaban prefijados. De ordinario tenían
lugar pasadas las grandes fiestas. Ese período era de­
nominado el tiempo del parlamento —nombre enton­
ces otorgado a cualquier asamblea donde se debatiese
o parlamentase.
29. Aproximadamente dos siglos más tarde dicha
comisión, compuesta cada año por las personas desig­
nadas oportunamente por el rey, adquirió una consis­
tencia similar a la del Tribunal de Cuentas; llegó a
constituir un cuerpo en el Estado; y el nombre de par­
lamento, que designaba una institución temporal,
pasó no obstante a aplicársele a esta sesión o audiencia
ahora perpetua.
30. Tal fue el origen del Parlamento, tribunal en
el que sin duda Vuestra Majestad no reconocerá nin­
guno de los caracteres propios de una barrera proyec­
tada para la defensa de los pueblos contra el poder
arbitrario de un soberano imbécil ornalvado.
Su institución fue tan fortuita como las demás; sus
prerrogativas tan inciertas, su existencia tan precaria.
Las investigaciones y las peticiones no formaban
por entonces parte del Parlamento. Si a continuación,
o simultáneamente, se las englobó bajo la misma de­
nominación ello se debe a que por lo común el rey
elegía entre los encargados de llevarlas a cabo a quie­
nes debían celebrar las audiencias.
31. Dividido pues el consejo del rey en diferentes
departamentos, la verificación de las cartas experimen­
tó idéntica división.
El Tribunal de Cuentas verificó todas las cartas par­
ticulares en materia de gestión de tierras demaniales,
de finanza, de contabilidad y en general de todas las
órdenes dirigidas a los bailes.
104
DIDEROT
Si éstos encontraban en ellas puntos oscuros, confu­
sos, daban piarte de ello a miembros de aquel tribunal,
que tras dirigirse al rey les daban la explicación o
declaración.
32. Más tarde el rey se reservó para sí el derecho de
proporcionar tales declaraciones; y ésa es la razón por
la cual aquellas cartas, antaño despachadas por los
miembros del Tribunal de Cuentas, se despachan hoy
en la cancillería real.
El Parlamento y los titulares de llevar a cabo peti­
ciones e investigaciones fueron encargados de la veri­
ficación de las cartas de justicia, cada uno en su mate­
ria correspondiente.
Esas palabras verificar, verificación, son modestas a
más no poder; parecería se tratase de una pura y simple
colación de la voluntad escrita del soberano con una
copia que se hubiera hecho de la misma, cuando en
realidad consiste en un cotejo de tal voluntad con la
ley del Estado o del sentido común.
Cuando el rey quiso emitir ordenanzas para la refor­
ma del reino, las hizo en principio con los barones y
mediante su consentimiento.
33. Habiendo cesado los barones de ser indepen­
dientes, y habiendo sido admitidos con frecuencia al
consejo del rey, cooperaron todavía en la redacción de
las ordenanzas regias.
Posteriormente, aquéllas fueron hechas p>or el con­
sejo del rey sobre la base de las denuncias y quejas de
los diversos estamentos, y verificadas per los parla­
mentos y tribunales de cuentas.
En lo concerniente a las cuestiones de las finanzas y
de las tierras demaniales, el Parlamento fue como aso­
ciado al Tribunal de Cuentas para la verificación.
ESCRITOS POLITICOS
105
Como éste, aquél entró tanto más fácilmente en co­
rrespondencia con bailes y senescales para hacerles lle­
gar las ordenanzas y los reglamentos, cuanto que los
funcionarios ya estaban sometidos a su jurisdicción,
debido a las apelaciones de las sentencias que dictaban
sobre las impugnaciones de los privados.
34.
Finalmente, el Tribunal de Subsidios, que en
su origen no provenía del consejo, fue no obstante
encargado de verificar las cartas relativas a los asuntos
de su departamento, exclusivamente financiero.
El Tribunal de Cuentas y el Parlamento, encargados
de las mismas funciones, aunque en materias diferen­
tes, fueron sometidos a los mismos deberes.
Ninguna carta debía dejarse pasar si previamente no
había sido expuesta y otorgada en presencia de todos
sobre el banco presidencial.
Cuando alguna carta sellada contra las ordenanzas
venía en conocimiento de los magistrados de cuentas,
éstos debían retenerlas antes de hacerlas pasar o devol­
verlas.
Se les había incluso ordenado, por todo el amor y la
lealtad que tenían al rey, no hacerlas pasar, verificarlas
o registrarlas, no obedecerlas ni tolerar que se las obe­
deciera.
Las obligaciones de los funcionarios del Parlamento
fueron las mismas; en efecto, les estaba ordenado no
hacer pasar las cartas que fuesen contrarias a las leyes,
más aún, anularlas por injustas y subrepticias; y les
estaba prohibido obedecer cualquier mandato oral o
escrito que se les diera al respecto.
La ordenanza de Luis X, del 15 de mayo de 1315,
como una infinidad de otras ordenanzas, les imponen
la misma obligación de fidelidad.
106
DIDEROT
35.
Estas fueron las sucesivas revoluciones por las
que pasó nuestra legalidad; y hada más de cuatrocien­
tos años que no experimentaba modificaciones dignas
de nota cuando de repente se vio trastocada con más
celeridad y menos resistenda de la que el bálago de
una vieja cabaña pueda oponer al furor de los vientos.
Pero antes de seguir adelante hay que hacer una
observación importante, a saber: que se ve sucesiva­
mente a numerosos reyes sabios tomar infinitas pre­
cauciones y recurrir a las órdenes más terminantes para
inducir a los amonestadores o magistrados a cumplir
con su deber, a verificar escrupulosamente sus edictos
o voluntades, a desobedecerlos formalmente y a expo­
nerse a toda su indignación antes que suscribir una
orden perjudicial. Y sin embargo, ¿qué fue lo que
pasó? Nada de cuanto debía pasar; cuando un rey or­
dena semejantes cosas nunca es obededdo, a menos
que sus acciones muestren con la mayor evidenda que
quiere serlo; ¿y cuándo sucede esto? Lo ignoro; y ade­
más su sucesor dice: "Mi antecesor lo quería así; en
cambio, yo no” . Estos eran, empero, o el privilegio, o
la pretensión, no contestada, de esos amonestadores:
que el rey no podía privar a ninguno de ellos de su
cargo sin hacerle proceso; sólo la muerte natural o
violenta podría acabar con su inamovibilidad.
¿Por qué ello no acarreó ningún bien? Pues porque
el entero tribunal era creación exclusiva del monarca;
porque la pretendida alienación de la parte de autori­
dad pública que le había sido hecha estaba mal am en­
tada; porque el cuerpo de la nación nunca había inter­
venido en ese pacto; porque el hombre de palacio no
fue nunca hombre del pueblo, sino que permaneció
por siempre hombre del rey; es inútil extenderme más
ESCRITOS POLITICOS
107
sobre este punto, ya suficientemente examinado con
ocasión del registro.
36.
Estábamos, o al menos eso creíamos, bajo un
gobierno verdaderamente monárquico. Un rey que tie­
ne todo tipo de poder sobre su pueblo; entre dicho rey
y su pueblo un cuerpo intermedio autorizado a sus­
pender la ejecución de la voluntad del rey; un rey que
quiere inútilmente y que no es obedecido si su volun­
tad no ha sido verificada, vale decir, declarada confor­
me al bien general por el cuerpo intermedio; declara­
ción siempre subsiguiente a una formalidad esencial,
el registro, la bestia negra de los ministros.
De pronto un don nadie entra en escena; no es gran­
de ni por sus riquezas, ni por su nacimiento, ni por su
genio: pero suple todas esas cualidades por las de la
bajeza, la duplicidad, el espíritu vengativo, la ambi­
ción y la audacia.
Ese hombre, que habia engañado a su padre y al
ministro —a su padre para llegar a ser primer presi­
dente, a su padre y al ministro para llegar a ser canci­
ller—, se proponía simplemente devolver al cuerpo de
amonesladores o magistrados, del que había sido jefe,
algunas de las humillaciones infligidas por éste —al
menos eso se presume; pero símil al negro desconside­
rado que ha metido el brazo entre los rodillos de la
máquina y sabe que es menester o romper la máquina
o ser triturado como la caña por ella, no vacila, y
apuesta por su salud, rompe la máquina, más que por
su propia fuerza por la debilidad y torpeza de sus ad­
versarios.
Le hace ver al monarca que los amonestadores lo
tienen a raya.
Le llega a convencer de lo indigno que es para él
108
DIDEROT
dejar controlar su sagrada voluntad por insignificantes
privados.
Le recuerda la multitud de ocasiones en que ese ri­
diculo registro ha puesto trabas y en ocasiones impedi­
do la ejecución de sus órdenes supremas y la acción de
su ministerio.
Le propone ser amo y rey.
Le dice que es hora de ser amo y rey.
Le convence de que todo le pertenece merced al de­
recho del primer rey que se adueñó del territorio, y de
que esos militares, esos curas, esos magistrados, y la
totalidad del pueblo, nada tienen que sea de su propie­
dad, puesto que lo que tienen se debe a una concesión
de un primer antepasado o predecesor, contra la cual
se puede siempre actuar apelando a su calidad de sobe­
rano absoluto y a la de menor, títulos ambos imposi­
bles de comparar entre sí. Pero jqué importal, un rey
al que se predica el despotismo por lo común no da
muestras de una lógica muy escrupulosa.
Traza el cuadro más abominable del cuerpo de amonestadores; y maneja con tacto este asunto. Los trazos
ciertos extienden el color de la verdad a los trazos ca­
lumniosos.
Le embota completamente la cabeza con el funesto
principio del poder ilimitado y absoluto; o lo que es lo
mismo; de la absoluta pobreza de sus súbditos, y por
tanto de la suya.
Ya no se trata más que de encontrar un medio que lo
libere de todo vínculo.
Hubo un pleito entre un comandante regio destina­
do en una de nuestras provincias y un célebre magis­
trado.
El comandante, descendiente de Richelieu, era un
ESCRITOS POLITICOS
109
déspota que quizá había abusado un tanto de la auto*
ridad que le había sido conferida: cuestión de carácter.
El magistrado era un hombre rígido, inflexible, se*
vero, quizá un tanto celoso de más de los privilegios de
su orden y de su provincia: otra cuestión de carácter.
El altercado entre ambos individuos se solventó no
jurídicamente, sino con una avocación al Consejo del
Rey.
El perverso insinúa al comandante que evadir las
consecuencias de una acusación infamante recurriendo
a una avocación equivalía a ser realmente deshonesto;
y tenía razón.
Insta al comandante a hacerse juzgar regularmente.
Los documentos del proceso son traídos de la pro­
vincia. El pleito se instruye. Bajo instigación del per­
verso se extrema el deshonor del comandante mediante
cartas de abolición.
Dichas cartas contravienen siempre los usuales pro­
cedimientos del orden judicial, así como los verdaderos
privilegios de la justicia y de los tribunales. Abolir el
delito es abolir la ley.
Era preciso registrar tales cartas de abolición. Al
perverso ni pasó por la mente que el tribunal no se
opusiese a registrarlas; era el momento que esperaba.
En respuesta a la reclamación del tribunal, le envía
un edicto. Pero como sus planes eran que el tribunal
persistiese en su oposición pone en la cabecera del
edicto un preámbulo insultante que sólo un infame
podía suscribir. Así, no lo suscribieron. Era lo que
deseaba; y en eso se basó para denunciarlos como re­
beldes, aniquilarlos, despojarlos de sus cargos y confi­
narlos en los extremos del reino, en lugares espantosos
110
DIDKROT
donde murieron algunos de ellos tras indecibles sufri­
mientos. Peligrosa y superflua crueldad.
Aquellas personas nada adivinaron de toda esa tene­
brosa maniobra.
El error que normalmente cometían, error que los
había vuelto invariablemente odiosos, lo cometieron,
a saber: olvidar su función de jueces, y castigar asi a
sus conciudadanos por un descontento en el que no
tenían en absoluto arte ni parte; y prender fuego a una
de las alas del edificio, porque a un dueño insensato le
había dado por prender fuego a la otra ala.
Del pasado no habían aprendido que el futuro todo
lo arregla, y que la cuestión principal era esperar tal
futuro.
No vieron otra cosa que el hecho presente. Olvida­
ron que podían sobrevenir cambios favorables en el
ministerio, un rey más dispuesto a favorecerles, regen­
cias, minorías de edad. Se mostraron inflexibles y fue­
ron destrozados.
37.
Para imponerla a los pueblos, a los cuales no
se impone, se dijo que la justicia sería gratuita; y llegó
a ser mucho más dispendiosa de cuanto no lo fuera
con anterioridad.
Se dijo que, al objeto de ahorrar largos desplaza­
mientos, prolongadas ausencias e inmensos gastos a
los pleiteantes, los tribunales suprimidos serían reem­
plazados por un gran número de tribunales soberanos
en los que se daría fin a los pleitos en última instancia,
y cuyos miembros serían remunerados por el Estado;
fue lo que se hizo, pero aceptando a todos los misera­
bles que tuvieron el descaro de presentarse, y pagándo­
seles míseramente. Esos honorables cargos de la ma­
gistratura, personalmente los he visto ir a vender de
ESCRITOS POLITICOS
111
casa en casa, sin que se hallara a ninguna persona
honesta que los quisiera.
38. Si el perverso hubiera tenido cabeza, aquél era
el momento idóneo para el llamamiento a los Jesuítas,
y a sus numerosos afiliados. Tan funesta idea le debe­
ría haber sonreído con mayor razón desde el momento
que no ignoraba la existencia, en el cuerpo mismo de
los amonestadores que destruía, de plazas pertenecien­
tes en propiedad a los Jesuítas que estaban ocupadas
por testaferros.
Por aquel tiempo me pasó por la cabeza enviarle
una pequeña carta con el nombre de un abogado muy
conocido y muy difamado y el título de Proyecto para
derribar con toda seguridad una monarquía. Al final
no lo hice por dos razones: una, que el perverso era
hombre capaz de servirse de mis recursos; la otra, que
es una locura que cualquier honesto ciudadano se ex­
ponga por nada.
39. Con el propósito de cimentar el poder absoluto
y nuestra esclavitud, todos esos intendentes de provin­
cia que se prestaban a tan baja complacencia para la
corte fueron situados al frente de los tribunales.
En la provincia, el intendente era siempre el hombre
del rey, y a menudo sus acciones se veían obstaculiza­
das por el magistrado. T al contrapeso ha cedido; y en
un santiamén hemos saltado del régimen monárquico
al régimen despótico más acabado. Así, se ha publica­
do en Francia un libelo con el que se pretende hacer
ver que la conducta de Vuestra Majestad es exactamen­
te el reverso de la nuestra, y que en el momento en que
ella se ocupa de crear ciudadanos nosotros nos ocupa­
mos de crear esclavos. [Ojalá y ella consiga realizar tan
rápida y fácilmente sus objetivos honestos y humanos,
112
D1DEROT
cuando el perverso ha conseguido realizar los suyos,
injustos, deshonestos y crueles!
40.
Habia tres o cuatro grandes cargos, y quienes
los desempeñaban, o titulares, no podían ser despoja­
dos de los mismos:
El cargo de canciller —ocupado por el perverso.
El cargo de procurador general; el de primer presi­
dente del Parlamento de París; y, según creo, el de
coronel de los Suizos y del cantón Grisones.
Para que no quedase piedra sobre piedra del edificio
quedaba aún que romper tan miserable e insignifican­
te dique.
¿Qué hace, pues? Dice al monarca: "Señor, no es
preciso despojar de tales cargos a quienes los poseen:
sería escandaloso; pero si no sois dueño de hacerlo, sí
lo sois de suprimir los cargos. Decid hoy que no nece­
sitáis ningún canciller, procurador general o primer
presidente. Mañana os echaréis atrás, reestableceréis
los cargos suprimidos y se los asignaréis a quien os
parezca oportuno". Hombre encantador, ese canciller;
encuentra salidas para todo. Ello pareció admirable, y
fue usado.
En consecuencia, el orden público, o nuestro go­
bierno, ha sido tan perfectamente destruido que no
creo que la omnipotencia y la infinita bondad del rey,
quien ciertamente no lo considera de este modo, pue­
dan restablecerlo. En los tiempos que corren toda con­
fianza se ha perdido: un magistrado, un detentador de
cargos, saben que no son nada.
Recapitulación
Veamos pues a qué está ligada la suerte de un impe­
rio cuando le llega la hora:
ESCRITOS POLITICOS
113
Un magistrado de provincia informa de la constitu­
ción de una sociedad de monjes.
Los monjes son expulsados.
£1 resentimiento de los monjes suscita o fomenta la
división entre el comandante de la provincia y el ma­
gistrado.
La querella se convierte en asunto jurídico.
El soberano echa tierra sobre el asunto.
Un ministro perverso lo exhuma.
Y el final de tal asunto exhumado es el tránsito de
un gobierno monárquico a otro despótico: la ruina de
una nación.
Quizá haya alguna leve inexactitud en mi manera
de exponer el modo en que el perverso se sirvió del
comandante de provincia para conseguir disolver la
magistratura: los hechos no los tengo lo suficiente­
mente presentes.
Sé sólo que en el edicto de abolición de la magistra­
tura y de los amonestadores el perverso se comportó
torpemente. En lugar de presentarlos ante el rey como
rebeldes yo hubiera hecho todo lo contrario. Los hu­
biera presentado como traidores a la nación. Y no se
hubiera quedado sin argumentos al respecto. Me gus­
taría saber qué habría objetado la nación a los mil
golpes, unos más incisivos que otros, asestados por el
perverso a los amonestadores, y mediante los cuales
nos habría demostrado toda su bajeza, su corrupción,
su inutilidad, el sacrificio de nuestros verdaderos inte­
reses en mil ocasiones, y la necesidad de erigir una
barrera más sólida.
En cuanto a la parte histórica, respondo de su ver­
dad. Yo mismo la he extraído de las actas particulares
114
DIDEROT
y secretas de la magistratura. Hasta podría suceder que
dichas actas fueran publicadas un día.
Y la he escrito inducido por el señor Narischkin.
Tuvo la idea de que este cuadro, que había suscitado
su interés, no desagradaría a su soberana, y de que
algunos acontecimientos, que no me inspiraban sino
las normales reflexiones, podrían llegar a ser la fuente
de alguna idea grande y profunda si examinados por
una mujer de genio: pues es una mujer de genio la
dotada de sano juicio, gran cerebro, inquebrantable
firmeza, alma honesta, amor a sus deberes y sentido de
la verdad.
¿Qué se le resistiría a esta mujer cuando a todas esas
cualidades une las que halagan a los hombres, las que
los seducen, las que los encadenan? Si sólo dijera:
“ Lanzaos al fuego por mí” , se lanzarían sin más. Un
hombre que no aprecia nada, viéndola en medio desús
pequeños, cuya felicidad prepara gracias a una exce­
lente educación, atraerlos hacía sí, tomarlos entre sus
brazos, acariciarlos, animarlos, no vería en esa mujer
más que una madre excelente. El hombre que razona
verá en ella la mujer que conoce el profundo mecanis­
mo de lo humano, y sé bien qué dirá para sí, pues yo
mismo me lo he dicho.
El cuadro presente muestra cuando menos la prodi­
giosa ventaja de la nación que tiende hacia su ordena­
ción jurídica basándose en un plan establecido, res­
pecto de la nación que por seguir secularmente el im­
pulso fortuito de las circunstancias, que dan lugar a
instituciones dementes, absurdas, contradictorias, nun­
ca logrará llevarla a cabo como se debe —instituciones
aquéllas, además, que con el tiempo echan raíces de
tales dimensiones que resulta imposible cortarlas.
ESCRITOS POLITICOS
115
De ahí que un pueblo parezca civilizado cuando en
realidad ha permanecido bárbaro e incapaz de trans­
formación.
Hay leyes, aunque incoherentes. A pesar de su inco­
herencia, al principio inadvertida, uno se atiene a ellas.
El tiempo saca luego de ellas inconvenientes y absur­
dos. Uno se aleja un poco. Después se aleja más. Se las
obedece o no. Sobre la misma materia, de un día a otro
un mismo tribunal dicta sentencias contradictorias.
Deja de pronunciarse según la ley. Se pronuncia según
las personas; es decir: que ya no hay leyes, aun cuando
se las cite más que nunca.
A Su Majestad Imperial
Me tomo la libertad de dirigir estas ensoñaciones a
Su Majestad Imperial, al objeto que ella perciba toda
la diferencia existente entre las ideas de un pobre dia­
blo al que se le ocurre andar politiqueando bajo su
lecho y lo que tiene lugar en la cabeza de una soberana.
He ahí, señora, la entera medida de la fuerza de eso
que se llama un filósofo. Sonreíros al respecto, y cuan­
do lo hayáis hecho yo habré obtenido toda la justicia
que por ello me había prometido. Puedo asegurar a
Vuestra Majestad que, sin sobreestimarme, entre todos
nosotros, tantos como somos, apenas si sabemos más
que eso. Nada más fácil que ordenar un imperio, te­
niendo la cabeza en la almohada. En tal circunstancia,
todo funciona como uno quiere. Cuando se está al pie
del cañón, y se trata de poner manos a la obra, me
parece que la cosa cambia. Su Majestad ha tenido la
bondad de decirme que a menudo ha tenido que leer
116
D1DEROT
varios tomos para encontrar una línea digna. No oso
esperar de ella más que la pérdida de otro cuarto de
hora. Y aún es mucho.
Le presento mi profundo respeto y mis muy humil­
des excusas.
Me consuelo un poco de la frivolidad de mis refle­
xiones por la verdad de los hechos históricos que se me
ha permitido extraer de los documentos originales.
¿Me atreveré a rogar a Su Majestad Imperial que
haga copiar este breve escrito, si vale la pena, y que
queme el original?
II.
Ensoñación de Denis el Filósofo sólo para sí
Página en la que me impondré especialmente la ley
de ser un hombre de verdad, porque es necesario ser
hombre de verdad antes de ser buen ciudadano, buen
patriota.
Actualmente, el espíritu del ministerio consiste en
destruir todo lo hecho por el ministerio anterior; quizá
hasta se lleve a cabo sin el menor discernimiento.
El señor de Choiseul se ha ido en olor de triunfo a su
exilio, y la corte ha hecho lo que hace incluso en las
cosas más fútiles: ir a contrapelo de la ciudad.
Una obra teatral que tiene éxito en la ciudad es
realmente buena si no cae en la corte, y a la inversa.
Contamos con un medio seguro para excluir de un
cargo importante a un individuo hábil y honesto, a
saber: ganar en velocidad a la corte mediante un nom­
bramiento anticipado. Y luego la eterna mezquindad
de los sucesores del ministro fallecido, del que no se
deja proyecto sin anular. No quieren que se halle la
ESCRITOS POLITICOS
117
más mínima traza de su administración. Necesaria­
mente ha tenido que ser o un loco o un necio, cuando
no las dos cosas a la vez.
El rey de Prusia nos merece nuestro más ilustre odio;
corte y filósofo se muestran concordes en ese punto,
aun cuando sus motivos son harto diferentes; los filó­
sofos lo odian porque lo consideran un político ambi­
cioso, sin fe, para el que nada hay de sagrado; un
príncipe que no repara en sacrificar todo, comprendi­
da la felicidad de sus súbditos, a su poder actual, el
eterno botafuego de Europa; la corte, porque es un
gran hombre que podría interferir sus actuales propó­
sitos. Si el sistema cambia la corte no tendrá el mismo
motivo para odiarlo, pero continuará odiándolo, o
cuando menos envidiando su posición anterior.
Si alguien trazara en Francia su panegírico, invaria­
blemente pasaría por mal francés.
No hay ningún hombre honesto, ningún hombre
con una brizna de alma y de inteligencia en París que
no admire a Vuestra Majestad. Tiene en su favor a
todas las academias, a todos los filósofos, a todos los
pensadores, a todos los hombres de letras: y ninguno
lo esconde. Se ha celebrado su grandeza, sus virtudes,
su genio, su bondad, los esfuerzos hechos por restable­
cer las ciencias y las artes en su país; sus acciones, en
la paz y en la guerra, han sido celebradas, digo, con
toda franqueza y en mil maneras diversas, y creo que a
la corte no haya molestado demasiado la prevalencia
que goza en nuestra estima y nuestros elogios la rival
del rey de Prusia.
Que la corte le perdone con toda sinceridad el ser
grande, no lo creo.
Que advierta en este momento todas las ventajas que
118
DIDEROT
podría sacar de un recto entendimiento con una po­
tencia ya demasiado temible, y que ve encaminarse a
grandes pasos hacia un grado de fuerza difícilmente
delimitable, sí que no me cabe la menor duda.
Que los avances que en estos tiempos haga hacia
Vuestra Majestad Imperial sean sinceros, y que conti­
núan siéndolo en tanto los intereses no cambien, es la
eterna ley de los imperios.
Que en todo tiempo Francia haya sido una de las
potencias europeas más fieles a sus compromisos, es lo
que se desearía ardientemente que Vuestra Majestad
creyese —aparte que sobre ello le es más fácil pronun­
ciarse que no a mí.
Francia se halla lejana de Rusia, mientras Prusia
está bien cerca. A despecho del tratado de Versalles,
nuestro enemigo natural es el Austríaco. Vuestro ene­
migo natural es el Prusiano. Tarde o temprano la san­
gre francesa se mezclará sobre el campo de batalla con
la austríaca, y la sangre rusa con la prusiana.
¿Quién se está beneficiando de vuestra presente gue­
rra con los turcos? No precisamente Francia. ¿Quién
querría eternizarla? Aquél que os teme y que decía al
marqués de Valory: "¿Los rusos? No les conocéis. ¿No
sabéis pues que pueden, saliendo por la mañana tem­
prano, venir a cenar a mi casa?"
Francia no debe poner ningún tipo de reparos a
contaros entre las primeras potencias de Europa. Son
más bien vuestros dos vecinos los que harán todo lo
que esté en su mano para que estéis entre las potencias
secundarias.
La creo infinitamente más dispuesta a aliarse con
Vuestra Majestad que con Prusia. Confía más en vos.
ESCRITOS POLITICOS
119
Si nuestra corte os envidia personalmente, odia perso­
nalmente al rey de Prusia, del que se fía menos.
Todos nosotros pensamos que vuestra potencia es
estable, que durará.
Todos nosotros consideramos la potencia prusiana
como momentánea y precaria, siendo éste nuestro per­
petuo lema: "¿Quién conducirá esa carroza cuando el
brioso cochero que lleva las riendas caiga del pescan­
te?"
A la primera batalla que pierda, no nos cabe la me­
nor duda que los soldados, casi todos enrolados a la
fuerza, desertarán en enteros pelotones, y yo mismo
tengo más de una razón para creerlo.
Consideramos con toda sinceridad el desmembra­
miento de Polonia como cosa hecha. No dudamos que
el reparto de este cordero se convertirá un día en fuente
de una larga querella entre los tres loJ)os —y, a decir
verdad, pienso que será ése un espectáculo que nos
procurará regocijo, más aún si es sobre todo Austria
quien sale peor parada: ¿y podría realmente ocurrir de
otro modo?
Mis tres lobos son el Ruso, el Austríaco y el Prusia­
no. El cuarto es Francia, y éste es su modo de razonar:
"En el caso que el lobo austríaco, mi vecino, me ense­
ñara un día los dientes, me pondría bien contento si,
mientras tiene las fauces abiertas vuelto hacia mi lado,
el lobo ruso o el prusiano amenazase con morderle el
trasero". Esta amenaza recíproca quizá nos mantenga
quietos a los cuatro.
La desolación cunde entre los pensadores a causa de
la duración de la actual guerra. Advierten claramente
que es propio de un alma generosa, valerosa y noble,
como la vuestra, y quizá de una sana política, querer
120
DIDEROT
acabarla a toda costa, pues un tal éxito implantaría
entre los otomanos el terror a sus armas, y en todos los
pueblos de Europa el respeto a su nombre, su nación,
su genio y su firmeza. Pero los años preciosos de Su
Majestad transcurren, y le resulta imposible llevar a
cabo sus grandes objetivos en pos de la felicidad de su
país. Pertenece a su Majestad, y sólo a ella, sopesar la
ventaja con el inconveniente, que es inmenso ante mis
ojos y ante los ojos de los otros tranquilos amantes de
la paz. Pero el ojo del filósofo y el ojo del soberano ven
de manera bien diversa.
Señora, una victoria cuesta demasiado si cuesta uno
de vuestros años.
Cuando vuestra paz con el Turco se lleve a efecto,
Francia no se sentirá ni contenta ni descontenta, pero
el lobo prusiano aullará.
En su manifiesto sobre Polonia, hace valer un moti­
vo que amenaza Riga. Cuando un soberano invade per
far corpo, ¿quién sabe la amplitud que ha prescrito a
su cuerpo?
Señora, nuestra monarquía está ya bastante caduca.
Frecuentemente, en el largo reinado de un gran rey los
últimos años han echado a perder los primeros; en el
largo reinado de un rey común, por no hablar peor,
los últimos años jamás han reparado los desastres de
los años precedentes. De ahí que quizá nos quede aún
un trecho por recorrer antes de la decadencia. ¿Pero
quién sabe lo que nos deparará la suerte en el próximo
reinado? Yo, personal mente, me temo algo malo. |Ojalá y me equivoque! ¡Ojalá y él no vaya siempre de caza
sin ver ni jota!
Me paro aquí para no hacer creer a Vuestra Majestad
que escribo como un niño al que se le ha leído la
ESCRITOS POLITICOS
121
cartilla. No me va ese papel. Soy plenamente conscien­
te que este escrito me perdería a mí y a toda mi descen­
dencia. Pero soy más consciente aún de a quién tengo
el honor de hablar, y de cuál es el verdadero santuario
sagrado en el que depongo mis pensamientos. Estos
más seguros están aquí que en el fondo de mi corazón,
en el fondo de ese corazón donde nunca habitó la men­
tira, y de donde la verdad siempre está lista para esca­
parse.
Creo que en el acuerdo franco-ruso tendrían cabida
asimismo disposiciones comerciales, lo que redundaría
en un mutuo beneficio. Insisto, por tanto.
Creo que se prestarían a enviaros a todos los súbditos
de cualquier género que Vuestra Majestad gustase so­
licitar. Hasta el mismo Gribeauval, quizá. Ignoro este
último punto.
Creo que, cualesquiera fuesen las opiniones de Vues­
tra Majestad acerca de la entera civilización de su im­
perio y de la ordenación definitiva de sus súbditos, las
secundarían.
Este punto, que tendrá siempre su importancia en
las consideraciones de Vuestra Majestad Imperial, me
parece probado por la facilidad con la que han conce­
dido pasaportes a todos aquéllos que los han solici­
tado.
De eso es, en general, de lo que nuestro hombre
público querría convencer a Vuestra Majestad Impe­
rial, y presumo que, con toda razón, haya considerado
mi boca menos sospechosa que la suya. Se ha definido
al embajador o al ministro como hombre astuto, ins­
truido y falso, enviado al extranjero para mentir en
favor de la cosa pública: y él es ministro. T al defini­
122
DIDKROT
ción del ministro en absoluto coincide con la del filó­
sofo.
Por lo demás, y en cuanto a M. Durand, esto es lo
que pienso. Lo encuentro un tanto burlón, pero en esa
medida precisa que delata un espíritu sano, un alma
honesta y que no ofende. En su país, donde raramente
se escapa a la censura, goza de la reputación de hombre
honesto. Esa reputación, apuntalada en todas las cortes
de Europa por las que ha pasado, no creo que haya
querido mancillarla aquí. El desearía ardientemente
la formación de una especie de equilibrio entre las
cuatro grandes masas de las que pende la suerte de
Europa, y está persuadido que ello no se hará jamás
sin la intervención de Vuestra Majestad Imperial. T a­
les son sus propias expresiones.
El será siempre el órgano de nuestro ministerio; pero
aun cumpliendo con su deber, creo que su alma sufri­
ría no poco si se le obligase a figurar en proyectos que
no retuviese lícitos. Por lo demás, y sea cual fuere la
opinión que pueda merecer a Vuestra Majestad mi
elucubración, espero que sepa reconocer en mi con­
ducta la de un hombre incapaz de esos míseros manejos
que sólo impresionan a los hombres sin cabeza.
Sólo quiero cosas honestas, y quiero poner en el
modo de decirlas la simplicidad y la rectitud de mi
carácter.
Es menester que, personalmente, esté tan atento a
recordarme que soy un hombre de letras, como lo está
Vuestra Majestad Imperial a olvidar que es soberana y
a recordarse que es un ser humano.
(Y creen conoceros, mis buenos compatriotas! Por
alta que sea la estima que tienen de vos, no os conocen.
Soy yo quien les enseñará el resto. Soy yo quien les
ESCRITOS POLÍTICOS
123
dirá de esas palabras de carácter que os pintan mejor
que todos sus elogios. Soy yo quien les dirá que reunís
el alma de una Romana y los encantos de Cleopatra; la
fuerza con la dulzura, el desprecio del peligro y de la
vida, la capacidad de penetración que siempre me aven­
tajaba en rapidez, con un sano juicio; la dignidad con
la afabilidad, aquella bondad característica de Beni­
to XIV cuando deponía la tiara y decía: Ecco il papa,
pero con esta diferencia: que cuando gustabais reto­
marla, era siempre en competencia con otro soberano;
el calor del alma, su ímpetu incluso, con la paciencia
y la moderación; el amor del bien con la constancia
que no se desanima y que sabe esperar el momento del
éxito; las amplias miras, con esa modestia singular
que deja el mérito a los otros y que no se reserva más
que el de la aprobación; y una vez haya acabado, aña­
dirán: "¿Se trata por tanto dé una mujer de gran genio?
—Gran genio, cierto, replicaré, y con ese raro genio
tiene el más delicado tacto con personas y cosas, pero
lo más sorprendente es que ella no da crédito a todo
esto, que no gusta que se le diga, que se necesita demostráselo; y aún discute vuestras pruebas como se las
discute en nuestros círculos cuando se trata de un par­
ticular que suscitaría nuestros celos, discusión que no
es un hábil medio para prolongar su elogio; lo hace en
buena fe, como alguien que se ignore a sí mismo".
¡Ay, amigos míos, imaginad a esta mujer en el trono
de Francia! iQué imperiol iQué imperio terrible haría
de ella, y en qué poco tiempo! Y vosotros, qué hombres
seríais, pues yo os declaro que ignoráis todo los que la
naturaleza os ha dado. Sois resortes que el peso de una
mala administración ha mantenido plegados, y eso
desde que nacisteis, y que mantendrá plegados míen-
124
DIDEROT
tras duréis. Venid a pasar tan sólo un mes a Petersburgo. Venid a aliviaros de una larga coacción que os
ha degradado: ¡sentiréis entonces qué tipo de hombres
soisl
IOjalá y pueda, a mi regreso, dejar en Riga el alma
que encontré junto a su palacio y retomar la que con­
viene a vuestro entorno! Será la fortuna mayor que me
pueda suceder, para mí, para mis hijos, para mis ami­
gos. Jamás me he visto tan libre como desde que habito
en la tierra que vos llamáis de los esclavos, jamás tan
esclavo como cuando habité la tierra que llamáis de
los hombres libres. ¿Habéis escuchado alguna vez a
una soberana decir a un tropel de niños: “ Venid hijos
míos” , etc.? Pero me reservo tan conmovedor espectá­
culo para cuando, os vuelva a ver.
¡Y cuántas otras cosas, que el hombre flemático que
tendré a mi lado atestará como yol
Y además, confieso que me sentiré radiante de ale­
gría al ver mi nación unida a Rusia, muchos Rusos en
París y muchos Franceses en Petersburgo. Ninguna
nación en Europa que se afrancese más rápidamente
que Rusia, tanto respecto de la lengua como de los
hábitos.
III. Sobre el espíritu de la nación rusa
Me parece que, en general, vuestros súbditos pequen
por uno u otro de estos dos excesos, el de considerar la
nación demasiado adelantada o el de considerarla de­
masiado retrasada.
Quienes la consideran demasiado avanzada son de­
tractores extremos del resto de Europa; quienes la con­
ESCRITOS POLITICOS
125
sideran demasiado retrasada admiran ésta hasta el fa­
natismo.
Los unos nunca han salido de su país; los otros, o
bien nunca han parado en él suficientemente, o bien
no se han tomado la menor molestia en estudiarlo.
Todos no han visto más que dos superficies, los unos
de lejos, los otros de cerca: la superficie de París y la
superficie de Petersburgo. Causaría estupefacción en
todos si les demostrase que hay entre las dos naciones
la misma diferencia que entre un hombre vigoroso y
salvaje que nace y un hombre delicado y sofisticado
que padece una enfermedad casi incurable.
Si por un momento me embargasen ardor e inspira­
ción, suscitaría al genio de Francia y le haría hablar a
Pedro 1 en el límite de la frontera.
Excepto en los Orlov, me parece haber notado bas­
tante extendida una circunspección, una desconfianza
que creo opuesta a esa bella y leal franqueza propia de
las almas nobles, libres y seguras, tal y como se da
entre nosotros, tal y como se da entre los ingleses; entre
nosotros con finura, entre los ingleses toscamente; no
sé qué es lo que les inspiro, pero el trato que mantie­
nen entre sí no es el mismo que conmigo. Me parece
que mi carácter les reconforte y les arrastre. Quisiera
que permaneciesen como son cuando les dejo, a menos
que su aparente franqueza no sea hipócrita, lo cual
ignoro.
Hay en los espíritus un matiz de terror pánico: apa­
rentemente es el efecto de una larga serie de revolucio­
nes y de un prolongado despotismo. Constantemente
dan la impresión de estar en la vigilia o al día siguiente
de un temblor de tierra, y tienen aire de ir buscando si
verdaderamente la tierra se ha endurecido bajo sus pies;
126
DIDEROl
son en lo moral lo que los habitantes de Lisboa o
Macao en lo físico.
No es que tal defecto me preocupe. La duración del
reinado de una soberana tierna, amada, adorada, lo
disipará sin falta. Pero aquélla no tiene que dar la
impresión de ocuparse de esto. La menor afectación
sería presentida y aumentaría el mal, por mucho que
la marquesa de Tencin haya dicho moribunda que los
hombres eran tan bestias que deploraba las tres cuartas
partes de la sutileza empleada en dominarles.
Estoy convencido que hemos experimentado la mis­
ma sensación que los rusos después de la Liga, después
de la muerte de Enrique III, de Enrique IV, después de
la Fronda. Y recuerdo al detalle que tras el suceso de la
vigilia de Epifanía, estábamos todos amedrentados,
como si nos hallásemos ante la inminente caída de un
cometa sobre nuestro globo.
He ahí por ejemplo una sensación desconocida al
ánimo firme y vigoroso de Vuestra Majestad Imperial,
que en el peligro encuentra su elemento; es un tipo de
sensación que desconocería de no haberla probado, y
que no se puede transmitir a otro mediante palabras,
como la idea de un dolor no experimentado.
Quizá no haya una sola palabra de cierto en lo que
precede; es un bosquejo tan superficial, tan fútil, y por
consiguiente tan arriesgado; pero sí que hay hesitación
en las cabezas, derivada quizá del interés personal des­
concertado por vuestra sabiduría y vuestra justicia, y
por el cambio del orden de las cosas.
ESCRITOS POLITICOS
IV.
127
De la comisión y de las ventajas
de su permanencia
No sé qué me falta para tratar dignamente este tema,
si la cabeza de Montesquieu o la vuestra. No me siento
con fuerza para formular un plan. Tendré que atener­
me a puntos de vista generales, yo, que sé que los
puntos de vista generales son propios de los hombres
comunes, y que sólo concedo importancia a los puntos
de vista particulares, los únicos que entran en materia
y lo hacen hasta el fondo.
Aquélla que ha hecho su breviario del Espíritu de
las Leyes —donde se compara al déspota con el salvaje
que tala el árbol para coger más cómodamente su fru­
to— escuchará con paciencia lo que osaré decirle: mi
audacia será sin duda la más fuerte señal de admira­
ción que yo pueda darle.
Hacer el bien y asegurar la duración del bien hecho:
a ello se limitará el objeto del presente escrito.
Todo gobierno arbitrario es malo; y ni siquiera cabe
exceptuar al gobierno arbitrario de un amo bueno,
firme, justo e ilustrado.
Dicho amo habitúa a respetar y a amar a un amo,
sea cual fuere.
Priva a la nación del derecho a deliberar, de querer
o no querer, de oponerse, de oponerse incluso al bien.
En una sociedad de hombres, considero el derecho a
oponerse un derecho natural, inalienable y sagrado.
Un déspota, aun si fuere el mejor de los hombres,
gobernando según su capricho comete un delito. Es
un buen pastor que reduce a sus súbditos a la condi­
ción de animales; al hacerles olvidar el sentimiento de
la libertad —sentimiento tan difícil de recobrar una
128
DIDEROT
vez perdido—, les procura una felicidad de diez años
que pagarán con veinte siglos de miseria.
Entre los mayores infortunios que pudiera suceder a
una nación libre se cuenta la sucesión de dos o tres
reinados consecutivos de despotismo justo e ilustrado.
Tres soberanos seguidos como la reina Isabel y los
ingleses se verían abocados a una esclavitud cuya du­
ración no puede determinarse.
|Ay de los súbditos cuyo monarca transmitiese a sus
hijos tan infalible y terrible política!
|Ay del pueblo en el que no queda ningún recelo,
quizá mal fundado, respecto de la libertad!
Esa nación cae en un sueño dulce, pero es un sueño
letal.
En la familia, en el imperio, el buen padre, el buen
soberano, es separado de un buen padre, de un buen
soberano, por una larga serie de imbéciles o de malva­
dos; es ésa la desventurada condición de todas las fami­
lias y de todos los Estados hereditarios.
Calculemos las posibilidades.
El soberano puede ser ilustrado y bueno, pero débil;
ilustrado y bueno, pero perezoso; bueno, pero no ilus­
trado; ilustrado, pero malo.
De cinco casos, el solo favorable es aquél en que es
ilustrado, bueno, laborioso y firme, y del cual puede
Su Majestad Imperial esperar la duración del bien que
haya hecho y la prosecución de sus grandes planes.
Si tomadas separadamente estas cualidades son ya
raras, [cuánto más no lo será su conjunción en un
mismo hombre!
Se reúne a la propia nación para dar las leyes —y
qué acto tan generoso el de una soberana que abdica
de la autoridad legislativa.
ESCRITOS POLITICOS
129
Se dictan tales leyes, se ponen por escrito, se hacen
públicas; son claras y breves.
Se propagan en los espíritus mediante la instrucción
pública.
El tiempo y la sucesión de generaciones las graban
en ellos.
Se provee a que la mano de los comentadores no las
altere.
Nada se omite para asegurarles una pureza perma­
nente y tradicional.
Es ya mucho, mas no lo es todo.
Aquél que, dejando a sus sucesores las manos libres
para hacer el bien, no ha encontrado medios más segu­
ros para impedirles hacer el mal —el secreto para evitar
la suerte fatal—, se ha esforzado tanto, pero con poco
resultado quizá.
Su Majestad Imperial, ¿sólo se ha propuesto inmor­
talizar su nombre? Lo es ya. Cuanto más felices sean
sus súbditos durante su reinado, tanto más añadirán a
su gloria los odiosos sucesores que no sigan sus trazas.
Pero una de las cualidades distintivas de Su Majestad
Imperial es la de preferir el bien, incluso ignorado, a
toda suerte de fulgor.
Así pues, que ella se digne considerar que las leyes
formales, escritas, públicas, conocidas, observadas, no
son, sin embargo, sino meras palabras que dejarían de
existir sin un ser físico, constante, inmutable, perma­
nente, eterno, si hay uno al que tales palabras se hallen
vinculadas; y que ese ser debe actuar y hablar, por lo
que no puede ser el mármol, materia poco resistente y
muda.
¿Cuál debe ser por tanto ese ser físico, duradero, que
habla y actúa?
130
DIDEROT
La comisión misma. Es ese cuerpo permanente el
que yo opondría contra la ruina futura de mis leyes y
mis instituciones.
Ella es la depositaría de mi sabiduría para el mo­
mento presente y para los reinados que seguirán.
Yo le daría toda la consistencia y la extensión com­
patibles con la tranquilidad general.
Representante de mi nación, ésta tendría el mayor
interés en no llevar hasta ella sino a los súbditos más
íntegros e ilustrados, cuyo nombramiento le atribuiría
sin reservas.
La intriga conocida seria causa legal de exclusión, y
las grandes intrigas siempre son conocidas.
Sólo la provincia tendría el poder de revocar a su
representante, sin necesidad de proceso alguno.
No ocurriría lo mismo con el ministerio, sin poder
tanto para introducir como para excluir miembros.
Determinaría con todo rigor la parte de mi poder
que me gustaría asignarle. Cosa esencial y difícil, aun­
que no imposible.
Determinada dicha porción, lo encerraría estrecha­
mente en tal cerco.
Exigiría el juramento público sobre el nombramien­
to libre e incorrupto del representante. El perjuicio es
raro, incluso en Francia. El caso del juramento quizá
sea el único en el que actúe con cierta fuerza el respeto
de Dios y de los hombres.
Cimentaría con todos los medios, para mí y para
mis sucesores, la alienación de mis derechos hecha a
este cuerpo.
No lo convocaría en ninguna circunstancia ajena a
sus competencias, por miedo a que se viera tentado de
usurpar otras.
ESCRITOS POLITICOS
131
La guerra, la política y las finanzas no estarían entre
aquéllas.
Su función, su exclusiva función, se limitaría a la
conservación de las leyes hechas y al examen de las
leyes por hacer o por abrogar, de las instituciones, etc.
Fijaría el marco temporal de sus asambleas, así como
su duración, sin que ésta pudiera abreviarse por auto­
ridad.
No obstante, haré notar a Su Majestad Imperial que
los excesos en el impuesto, su injusto reparto y su
percepción inicua constituyen en todas partes las cau­
sas de la ruina de los Estados.
Es a ese tribunal al que yo reenviaría o llevaría todas
las cuestiones espinosas de legislación que no me pre­
ocupase de resolver por mí mismo.
Ciertamente, le será adicto a Su Majestad Imperial
durante todo su reinado.
Yo emplearía todo ese tiempo en ponerlo en vigor
mediante un ejercicio continuado de sus funciones.
La multiplicidad de los asuntos y la constante ocu­
pación contribuyen a volver duraderos los cuerpos;
bajo mi sucesor ya sería muy importante y muy viejo.
La nación lo habría visto tanto como para olvidar
su nacimiento.
Es raro que el bien general no se vea obstaculizado
por el interés de algunos particulares: merced a la in­
tervención de este cuerpo el bien general se haría, sin
que de ello derívase ofensa alguna contra mi persona.
¡Qué maravilla de instrumento para allanar los obstá­
culos! ¡Cómo es seguro! Es el concurso y la oposición
de las voluntades generales a las voluntades particula­
res la ventaja especial de la democracia sobre todas las
demás especies de gobierno.
132
DIDFROT
Vuestra Majestad Imperial observará que dicho cuer­
po sólo con el tiempo puede adquirir fuerza, y que si
su destino es llegar a ser temible, ello no acaecerá antes
de tres siglos.
Que, compuesto de súbditos, estará en grado de en­
tender mejor que el soberano el interés público o el
suyo.
Que estando hecho el soberano para la nación y no
la nación para el soberano no existe inconveniente
alguno para que llegue a ser muy fuerte, sobre todo si
su acción ha sido claramente especificada.
Que los soberanos están más sujetos a la locura que
las naciones bien ordenadas.
Que los pueblos son más a menudo vejados por sus
amos que sus amos por ellos.
Que un soberano ilustrado y bueno, que tiene el
propósito de rebajarse a hablar con sus súbditos, acaba
siempre por hacerles entrar en razón, tanto si él la
tiene como si no.
Que, a decir verdad, un cuerpo de ciudadanos apenas
si es nada cuando el soberano manda en el ejército y
dispone de él.
Que el soberano solo, a la cabeza del cuerpo de los
representantes, puede mucho contra el ejército; y que
a la cabeza del ejército, el cuerpo de los representantes
puede muy poco contra él.
Que si el cuerpo de los representantes ingleses tiene
tanta fuerza política se debe a que no hay milicia na­
cional, ni siquiera gendarmería; tienen tanto miedo de
los reyes que éste es el único ladrón contra el que están
en guardia.
Que si en las contestaciones del Parlamento de In­
glaterra y del soberano se examinase con imparcialidad
ESCRITOS POLITICOS
133
el estado de la cuestión, se descubriría casi siempre que
el monarca no tiene razón, que el rey ataca la libertad
del pueblo y que el pueblo la defiende.
Que una calzada de cien pies de ancho alzada repen­
tinamente entre Calais y Dover, cambiaría la naturale­
za del gobierno local y trastocaría la Constitución bri­
tánica en un abrir y cerrar de ojos. En caso necesario,
ayudaríamos al rey de Inglaterra a convertirse en un
tirano. El pretendiente subiría al trono.
Que dada la posición de los Estados de Su Majestad
Imperial, su cuerpo de representantes nunca será peli­
groso.
Que si llegara a serlo, merced a combinaciones de
acontecimientos en sí imprevisibles, ello casi nunca
redundaría en detrimento del imperio.
Que los imperios desafortunados no son aquéllos
que ven acrecentarse la autoridad popular, sino por el
contrario aquéllos en los que la autoridad soberana
deviene ilimitada.
Que en el caso de tener que elegir entre un soberano
demasiado fuerte contra su nación y una nación orde­
nada demasiado fuerte contra su soberano, la última
opción presentaría menores inconvenientes. Las na­
ciones ordenadas no se rebelan: sufren.
Que donde no hay propiedad no hay súbditos; que
donde no hay súbditos el imperio es pobre; y que don­
de el poder soberano es ilimitado no hay propiedad.
Que si se propusiera a Su Majestad Imperial ver
repentinamente la constitución del imperio ruso trans­
formada en la constitución inglesa, dudo mucho que
ella lo rehusase. Libre para el bien que quiere, obliga­
da para el mal que no quiere, en efecto, ¿cuál sería la
pérdida? ¿Y qué razón tendría para augurar a sus suce­
134
DIDEROT
sores una autoridad de la que estarían tentados de abu­
sar?
Que este tribunal tan útil, que a Inglaterra ha costa­
do un mar de sangre, no le costará nada, y desgracia­
damente nunca tendrá la importancia de aquél; y, para
decirlo una vez más, aunque un día llegara a tener sus
inconvenientes y ventajas, eso sólo ocurrirá bajo leja­
nos sucesores, quizá hasta en otra dinastía.
Que remedia los intervalos borrascosos de las regen­
cias y las minorías de edad, intervalos en los que el
ministro es débil y destructor, y cada uno atiende a su
interés a expensas de la nación; en los que es impor­
tante que la soberanía se halle representada por al­
guien, no tanto para provocar cuanto pora impedir la
destrucción; en los que sabemos por experiencia que
en ausencia de un poder legislativo que haga frente a
los depositarios de la soberanía, el edificio de tantos
siglos se desmorona.
Que tales especies de cuerpos sólo tienen fuerza en
los momentos en que es necesario que la tengan: cuan­
do el amo se halla envuelto en pañales.
Que si en tales circunstancias se produjeran abusos,
los del cuerpo son más fácilmente reparados por el
soberano que los de la soberanía por los depositarios
de su poder, los cuales sólo farfullan por su boca.
Que si las leyes nunca son nada cuando, confiadas a
un solo hombre, sufren todos los embates de sus pasio­
nes y sus caprichos, las consecuencias de tal inconve­
niente son mucho más dañinas aquí que en otra parte.
Quién sabe en qué siglo volvería Rusia a resurgir de la
barbarie si le aconteciese recaer en ella.
Que Pedro I y Catalina II son dos fenómenos harto
insólitos, y que un imperio se revela insensato cuando
ESCRITOS POLITICOS
135
cuenta a menudo con este favor del cielo; que Su Ma­
jestad Imperial debe desear para sus sucesores todo el
bien que depende de ella; prevenir todo el mal que ella
prevé; pensar que un soberano mejor que ella se hará
esperar largo tiempo; que el gran duque, su hijo, le
diría lo que yo; que debe tener el coraje de poner los
primeros fundamentos de instituciones cuyo fruto no
será recogido más que por la más lejana posteridad, la
cual se preguntará admirada; "¿A quién debemos tan
sabias instituciones?” ; y a la que se responderá; "A Ca­
talina II” ; que su nombre sea repetido con admiración;
que sea bendecido; que, grande hoy, lo sea también
cuando ella ya no esté; que los Rusos se encuentren
por todas partes con las trazas de su reinado, y que la
sola precaución que ella tenga que tomar sea la de
evitar que se borren todas esas huellas preciosas.
Que las cosas que ella deje sin hacer serán tanto más
difíciles para sus sucesores; los obstáculos que el avenir
aportará vendrán a añadirse a los obstáculos que el
pasado ha interpuesto a ella misma, y aquéllos no
tendrán ni su genio, ni su agudeza, ni su valor, ni su
amor por los súbditos, ni quizá la misma confianza de
sus súbditos en ellos.
Que si el Parlamento francés hubiese sido todo lo
que pudo y debió ser, aún subsistiría.
Que él mismo ha conspirado —traicionando a la
nación y faltando a los deberes que los reyes le habían
impuesto— en favor de su propia ruina.
Que, con todo lo despreciable que era, sólo pudo ser
subvertido subvirtiendo el orden público.
Que la permanencia de su comisión no reproducirá
nunca más que un cuerpo de esta nación, muy útil
136
DIDEROT
cuando cumple con su deber, muy inocente cuando lo
incumple.
Que, bueno o malo, si no hace grandes bienes, impi­
de al menos grandes males.
Que en lugar de que nuestro Parlamento registrase
las voluntades del soberano, se requeriría por el con­
trario que fuese el soberano el que registrase las amo­
nestaciones de la comisión. Nuestros magistrados de­
cían: “También nosotros queremos lo que el rey quie­
re” ; será Vuestra Majestad y sus sucesores quienes
digan: “ También nosotros querremos-lo que por vía
de nuestra comisión nos demande nuestra nación”; lo
que es muy diferente.
Que, cuando la demanda de la comisión sea confor­
me a la utilidad pública, será reiterada y acabará siem­
pre por ser acordada.
Que el progreso de los hijos le dará siempre autori­
dad bastante, y aún demasiada, sobre los padres que
formaran la comisión.
Que un cuerpo de héroes es una cosa rara sobre la
que no hay que contar, pero que en cualquier caso,
cuando estipule en favor del interés general, seria de
desear que existiese y durase.
Que un cuerpo de intrigantes sólo da problemas
muy poco tiempo, se hace despreciar, y que si en Fran­
cia no se ha hecho acreedor a otro nombre se debe a
que era el dinero y no el nombramiento de los ciuda­
danos lo que determinaba el acceso al mismo.
Que al crear dicho cuerpo ella forma un estado, una
primera o segunda clase de ciudadanos distinguidos.
Que dicha clase terminará por fundirse con la no­
bleza y el orden militar.
Que dicha clase, celosa por preservar su ilustración
ESCRITOS POLITICOS
137
a sus descendientes, instruirá a sus hijos, les hará estu­
diar, viajar, y llegará a convertirse en un nuevo y fe­
cundísimo vivero de ciudadanos dotados de talento y
costumbres.
Que de ahí, sin darse cuenta, el imperio tendrá los
tres estados que Su Majestad tiene el deseo de crear, tal
y como ha sucedido entre nosotros.
Que los grandes progresos de la civilización tendrán
su origen en tal cuerpo.
Que tal cuerpo, dada su naturaleza, está hecho para
extender sus raíces en todos los sentidos, según ha acon­
tecido entre nosotros con ilustración, fortuna y tiem­
po.
Que sería apropiado, tanto a la hora de fijar su resi­
dencia como de ahorrar los honorarios y trabajar en su
instrucción, que la mayor parte de sus miembros fue­
ran distribuidos en los diferentes colegios del ministe­
rio.
Que, aislados en todos los distritos, sólo en comisión
formen cuerpo; cuando los representantes son todos
simultáneamente magistrados, el menor descontento
como representantes les lleva a deponer sus togas de
magistrados, cayendo así el reino en la anarquía.
Ocupados y distribuidos en distritos diferentes, no
serán nunca pobres; si se enriquecen se convertirán en
el vínculo común de las condiciones superiores y las
inferiores; una especie de amalgama que se unirá igual­
mente bien con la nobleza pobre y con la burguesía
rica. Vos aún no contáis con una separación nítida
entre estos estados, pero el imperio la tendrá: y por este
conducto la tendrá tanto más rápidamente.
Es imposible que los miembros del cuerpo de los
representantes asignados a las diferentes funciones mi-
138
OIDEROT
nisteriales no sean adictos al soberano; medio seguro
para el soberano de hacerse demandar por la nación
las cosas del bien público, de no tropezar en ningún
obstáculo, de hacerse grato y nunca odioso.
En una palabra: aunque este cuerpo no fuese con el
tiempo sino un gran fantasma de la libertad, su in­
fluencia no será menor sobre el espíritu nacional, pues
es necesario que un pueblo, o sea libre —lo que sería
lo mejor—, o crea serlo; pues tal opinión surte siempre
los más preciosos efectos.
Así pues, cree Vuestra Majestad Imperial esa gran
realidad o ese gran fantasma, hágala lo más bella, dis­
tinguida, engalanada, deslumbrante, bien compuesta
y honorable que pueda, y convénzase por entero que es
posible causar molestias, mas no sujetar entre pañales
al niño que nace con cuatro cientos mil brazos.
¡Oh Montesquieu, por qué no estás tú en mi lugar!
¡Cómo hablarías! ¡Cómo se te respondería! ¡Cómo es­
cucharías! ¡Cómo serías escuchado!
Corolario
Dos principios que considero igualmente ciertos.
El primero
Pocas ventajas para la educación particular sin una
base nacional. Ninguna base nacional para la educa­
ción particular, ninguna recompensa al talento y a la
virtud, ningún expediente para privar al oro de su
atractivo y su poder sin el concurso, también para los
cargos más importantes.
ESCRITOS POLÍTICOS
139
Su Majestad Imperial me objeta la incompatibilidad
de carácter, la diversidad de opiniones, las diferentes
maneras de ver y de actuar entre ella y un ministro
designado por su talento y sus buenas costumbres.
Dos respuestas a semejante objeción; la primera, que
dos almas honestas y dos espíritus ilustrados, de los
que uno se halla subordinado al otro, acabarán conci­
llándose necesariamente, y que el modo de tender hada
el bien que conviene a la soberana es siempre el prefe­
rido.
La segunda, que Su Majestad sólo ve el momento de
su duración y su tranquilidad particulares, mientras
que lo que se halla en cuestión es la duración y el bien
de un imperio, la recompensa general de los talentos y
la incitación a la virtud, y ello no sólo durante su
reinado, sino durante los reinados de todos sus suceso­
res, los cuales necesitarán de un hombre instruido y
firme que les oriente con mayor frecuenda de la que
podrán encontrarlo.
El segundo
Ninguna certeza sobre la duración de las leyes de un
imperio sin un cuerpo particular depositario y conser­
vador de las mismas.
Incluso con este cuerpo bien autorizado, bien com­
puesto, bien mantenido, bien perpetuado, gran difi­
cultad de mantener su eficacia, de reformarlas a tiem­
po, de añadir otras que no las contradigan, y de recondudrlas a su efectividad cuando se relajan.
Pero a lo imposible nadie está obligado.
Se ha hecho ya todo con haber buscado, hallado y
140
DiDEROT
puesto en obra los mejores medios que la prudencia
humana podía inspirar, prudencia que no llega ni a la
violencia ni a los eventos que son reales en el pecho
oscuro del destino y que están por encima de nosotros.
£1 cuerpo depositario y conservador es el mejor dé­
los medios, susceptibles de ser reforzados, tendentes a
la instrucción general del espíritu público, y de una
infinidad de otros que presuponen todos el primero,
sin el que las leyes apenas si son más que un ruido
pasajero, espectros aéreos, voces o abstracciones caren­
tes de un cuerpo sólido donde sostenerse.
V.
Del lujo
No entiendo por qué esta cuestión se ha complicado
de una manera tan extraña en la cabeza de los pensa­
dores y en los escritos de los políticos y los filósofos.
Melón ataca el lujo en general; la secta de los econo­
mistas amplifica las razones de Melón. Creo que se
equivocan, y que el lujo en general no es por si ni
bueno ni malo.
Llega Voltaire, que en versos traza la apología de
nuestro lujo; tales versos son encantadores, pero su
obra es la apología de la fiebre de un agonizante, fiebre
que nunca tomaré por una cosa buena, aun cuando
quizá con el cese de su fiebre el enfermo muera.
Helvétius anega los verdaderos principios acerca del
lujo en un tan prodigioso lujo de detalles, que no me
parece hayan sido sus ideas demasiado claras al respec­
to.
No obstante, la historia del lujo está escrita sobre
todas las puertas de las casas de la capital, y con tan
ESCRITOS POLITICOS
141
gruesos caracteres que no puedo concebir cómo, pese a
tan buenos ojos, tales escritores no la han leído a la
carrera.
Se establece, a través de mil funestos medios cuya
exposición Tesulta ociosa, una increíble desigualdad
de riquezas entre los ciudadanos.
Se forma un centro de opulencia real; en tomo a tal
centro de opulencia, existe una inmensa y vasta mi­
seria.
En una nación, gracias al concurso de mil circuns­
tancias, el mérito, la buena educación, las luces y la
virtud no conducen a nada.
El oro conduce a todo. El oro que conduce a todo
pasa a ser el Dios de la nación.
Sólo hay un vicio: la pobreza. Y sólo una virtud: la
riqueza. O se es rico o despreciado, necesariamente.
Si se es de verdad rico, se muestra la propia riqueza
por todos los medios inimaginables. Si no se es rico, se
ansia llegar a serlo por todos los conductos inimagina­
bles. Ninguno es deshonesto.
Si no se es rico, no hay nada que no se haga por
ocultar la propia indigencia.
He ahí pues una especie de lujo, señal de opulencia
real para un pequeño número de ciudadanos, y másca­
ra de la miseria que recrudece en la multitud.
Dicho centro de opulencia real dicta la ley a todas
las capas sociales.
Inspira una emulación inmensa a las superiores, y
el ejemplo de unos y otros arrastra al resto de la na­
ción.
Se podría representar perfectamente a esta nación
mediante tres animales simbólicos que, esforzándose
por mantener entre ellos una cierta proporción de vo­
142
DIDEROT
lumen, se hinchasen sucesivamente y a porfía los unos
con los otros y terminasen reventando los tres.
Me detengo aquí para interrogar a todos los filósofos
y a todos los políticos, y preguntarles si no es ése un
fiel retrato de su desgraciada situación. No creo que
haya uno sólo que se atreva a negarlo.
La consecuencia inmediata de esta breve exposición
es que todos ellos han visto el lujo donde no se da, en
el centro de la opulencia real.
“ Pero es aquí donde están las carrozas, los caballos,
las estatuas, los cuadros, los vinos de todas las regiones,
los parques, los castillos, las obras maestras de los Gobelins y de la Savonnerie".
Tanto mejor; ¿dónde queréis que estén? ¿Qué que­
réis que haga esa gente con su oro? Si no gastan por
encima de sus rentas son sabios; pero vosotros, sea cual
fuere vuestra situación, que, pobres o menos ricos, los
tomáis por vuestros modelos, estáis realmente locos.
]Ehl, permitid que todos estos insectos famélicos que
atosigan esos cuerpos panzudos se les echen encima,
les piquen, les chupen, y se repartan gota a gota una
pequeña porción de esa sangre de la que dejaron secas
las venas de sus conciudadanos.
La ebriedad del oro hace que su cabeza les dé vueltas,
y en ese vértigo su riqueza se consume aún más rápida­
mente de cuanto no tardara en ser adquirida; podrían
citarse muchos a los que, de veinte millones, no queda
más que un millón o dos de deudas. Mejor. Ese vértigo
salva la nación.
Ahora bien, ¿qué efecto produce tal lujo en las cos­
tumbres, en las bellas artes, en las ciencias y en las
artes mecánicas?
Las costumbres se han corrompido en todas las ca­
ESCRITOS POLITICOS
143
pas sociales, en el centro de la riqueza por la riqueza
misma, madre de los vicios; en la capa superior a dicho
centro, por la bajeza; en las capas inferiores, por la
prostitución y la mala fe; en todos, por la indiferencia
en la elección de los medios con que adquirir más de
lo que se tiene, o enmascarar la propia indigencia.
De ahí que se vea al gran señor hacer la corte a la
cortesana del soberano extranjero.
De ahí que se vea a la dependienta, que gana doce
sueldos al día, pasearse por las Tullerías con vestidos
de seda y un reloj de oro en la muñeca.
De ahí que todas las capas, o se confundan o se
precipiten en los gastos más espantosos y extravagantes
con tal de distinguirse.
De ahí que una cortesana pase en medio de colum­
nas para entrar en su palacio.
De ahí que un teniente de policía interviniese para
impedir que una bailarina o una cantante se exhibiera
en Longchamp con jaeces cubiertas de oropeles.
De ahí que el comerciante tenga una casa de campo
donde se olvida de sus asuntos en medio de la disipa­
ción, la juerga y los derroches. Que los hombres de
ciencia abandonen sus estudios para frecuentar las an­
ticámaras; que paseen de mesa en mesa sus buenas o
malas producciones; que se vuelvan gentes de mundo;
que pierdan su talento y su tiempo. Destinados a al­
canzar el último período de su arte, permanecen me­
diocres.
Las bellas artes sacan más ventaja de trabajar mucho
que de trabajar bien. Vien ya sólo hace dinteles de
puertas. Boucher pinta porquerías para el camarín de
un grande. Vemet se ocupa del comedor de una actriz.
La gentecilla corre en tropel al puente de Notre-Dame
144
DIDEROT
en búsqueda de copias o de estúpidas composiciones
hechas por los alumnos de la escuela o clandestina­
mente por algún maestro de la Academia. Hay pintura
desde Versailles hasta el último rincón del suburbio de
Saint-Marceau, pero ningún buen cuadro.
Las artes mecánicas degeneran. Una jovencita va a
la tienda del mercante de seda y le dice: “ Señor, una
tela bonita, de colores muy llamativos, muy ligera,
muy alegre y sobre todo que no me cueste casi nada".
En la relojería: “ Un reloj, señor. No me preocupa si
funciona o no, si la caja es o no de marca, como tam­
poco que provenga de París o de Ginebra. Pero la
cuerda tiene que ser lisa, para que parezca de repeti­
ción, y no tiene que ser demasiado grande” .
Y con las demás artes lo mismo.
De ahí que una gran dama tenga veinte vestidos y
seis camisas, tantos encajes y ninguna muda.
La entera sociedad se halla llena de avaros fastuosos.
Alquilan un primer palco en la Opera y se hacen pres­
tar el libreto. Mantienen dos o tres carrozas y descuidan
la educación de los hijos. Tienen un buen cochero, un
cocinero excelente y un mal preceptor. Quieren que la
mesa sea suntuosa y no casan a sus hijas. La sociedad
rebosa de solteros, de solteras y de mujeres disolutas. Si
el ministerio crea rentas vitalicias, invierten en ellas
todos sus fondos a fin de duplicar sus rentas; vale decir:
ya no hay ni padres, ni madres, ni parientes, ni amigos.
Fuerzan al hijo a hacerse eclesiástico, a la hija a entrar
en el convento. Los padres son extraños a su familia.
La familia espera la muerte de los padres. Detallar
semejante corrupción sería interminable.
Helvétius llegó a la conclusión que para todo ello
sólo había un remedio: la invasión de la nación por
ESCRITOS POLITICOS
145
una potencia extranjera. No soy de su opinión. El
reino de Francia es una máquina terrible, y se necesita
trabajar bastante para estropearla.
Heme aquí coronado por las manos de Vuestra Ma­
jestad Imperial, y el filósofo Denis proclamado por
Melchor Grimm. Veamos qué haría para devolver a su
pobre nación el esplendor, la moralidad y la vida, o
para hacer renacer otra especie de lujo que no sea la
máscara de la miseria, sino el signo del bienestar pú­
blico y de la felicidad general:
1. Vendo mis posesiones, ya que no entiendo qué
pueda ser la propiedad privada de quien es reputado
dueño de todo, y cuya bolsa está en los bolsillos de sus
súbditos. Las posesiones del soberano son siempre mal
administradas. Alienadas, súbito se revalorizan. Son
enormemente costosas. No rinden nada. Vendidas, se
percibe el precio, y se les aplica la ley general del im­
puesto.
2. Ya no tengo cinco mil caballos en mis escuderías, los cuales costaban una pistola al día a mi prede­
cesor. Tengo cien, ciento cincuenta, doscientos, y ya es
demasiado. No quiero que el gran escudero preste mis
caballos a sus amigos durante dos meses, tres meses,
seis meses, y que me los devuelvan arruinados a mis
escuderías —donde eran considerados presentes—, ni
que me atropelle con reformas cuyos beneficios van
directamente a su bolsillo. Digan lo que digan el viejo
Señor de Behringen y la bella Condesa de Brionne, eso
no me conviene; si ésta quiere dormiré con ella, pero
no tendré escudería, ni grande ni pequeña.
3. Reduciré mi casa y la de mis hijos a la pura y
simple decencia; ni ellos ni yo nos veremos atosigados
por un tropel de funcionarios de todos los colores, y si
146
DIDEROT
me viene gana de comerme una tortilla no me costará
cien escudos. No desdeñaré en este punto entrar en los
pormenores del guardarropa, de los suministros de to­
das las cosas, porque sé que son la fuente de una de­
predación inimaginable. Por lo demás, nada es bajo
cuando se es deudor, y después de todo se paga siempre
sólo con el dinero de los súbditos. Es su bolsa y no la
mía la que ahorro.
4. Me hago traer la enorme lista de aquellas pen­
siones y hago que se me dé cuenta de ellas. Cancelo
todas las injustificadas, es obvio, todas las de cincuenta
o sesenta mil libras anuales, concedidas por ministros
que no tienen ante mí más consideración que el haber­
me servido mal. Mantengo sólo las que son necesarias
para la subsistencia y adquiridas por servicios reales.
Las que son exorbitantes, las reduzco.
5. Destruyo las tres cuartas partes de mis fincas.
Despido de ellas a los administradores que se enrique­
cen, a no ser que los señores de mi corte o los particu­
lares ricos de mi reino se comprometan a habitarlas y
mantenerlas. Tan sólo realzo las que producen la ad­
miración del extranjero o del habitante del reino, y su
número es pequeño.
6. Renuncio a hacer más viajes, pues no veo posi­
ble desplazarme por menos de doscientos mil francos;
y si viajara, lo haría como Enrique IV, que era mi
equivalente.
7. No me gusta la caza, pero si me gustara sé que
con un exiguo equipamiento mi amigo, el señor Le
Roy, tiene y me procura un entretenimiento en mucho
superior al de su soberano.
8. ¿Y alguien cree que tendría embajadores en to­
das las cortes? ¡Oh!, cierto que no, porque es inútil o
ESCRITOS POLITICOS
147
pernicioso, porque no me gustaría injerirme en sus
asuntos, y porque, siendo soberano de un Estado temi­
ble alcanzado todo su vigor, mi más sentida aspiración
sería que aquéllas no intervinieran en los míos. Du­
rante mucho tiempo, y quizá para siempre, me daría
por satisfecho con hábiles encargados de asuntos, más
fáciles de encontrar que los hábiles embajadores.
9. Cuando los monjes me solicitasen para seculari­
zarse, ¿cometería la estupidez de rehusarme? Me que­
daría sin monjes, y sería el heredero de sus bienes a
medida que fuesen muriendo. Y todas esas monjías
son muy ricas.
10. El gasto de los asuntos extranjeros se vería fuer­
temente reducido. Los gastos de la marina y de la gue­
rra no son tan complicados como para no saber eva­
luarlos justamente si me ocupara muy en serio de ellos.
Es cierto que trabajaría, y que también tendría algunas
veces los dedos manchados de tinta; que no me levan­
taría tarde, que nunca me acostaría temprano, y que
quien me hubiera robado lo pasaría bastante mal. Des­
pués de todo, cuando se mira de cerca, un soberano no
es más que el administrador del bien ajeno, y creo que
éste podría ser economizado sin sonrojo.
11. ¿Y esos curas? En buena fe, ¿puede esperarse
que un monarca algo sensato deje a uno una renta de
quinientas cincuenta mil libras, de trescientas mil a
otro, de doscientos cincuenta mil a un tercero? No creo
engañarme apuntando que encontraría otros más ho­
nestos, más misericordiosos y más ilustrados, y más
baratos. No despojaría a nadie que estuviese vivo, pero
conforme fueran muriendo los obispos iría reduciendo
los obispados a su justa medida. En lo que respecta a
los prioratos, abadías y otros beneficios que sólo sirven
148
D1DEROT
para alimentar los vicios de un cierto número de jóve­
nes y de viejos holgazanes, los suprimiría sin más. Me
diréis que me matarían. Es posible, pero no está dicho.
En primer lugar, se mata únicamente a aquéllos que
tienen miedo de morir; en segundo lugar, no puede
hacerse ningún bien cuando se tiene miedo a morir; en
tercer lugar, y puesto que morir hay que morir, sea por
un cálculo introducido en la uretra, por un nuevo
ataque de gota, o en cualquier otro modo banal, más
vale morir por algo grande.
12. lOhl, al respecto, hace ya mucho y aun dema­
siado tiempo que seria el tributario de la corte de
Roma como para dejar de serlo. O Su Santidad me
concedía sus dispensas y otras sandeces por nada, o
prescindiría de ellas o me las procuraría en casa.
13. “ Cuando se es deudor es menester pagar las
deudas, ¿no es cierto?", diría a mi clero. Que no podría
menos de convenir. "Y bien —añadiría—, pagad pues
las vuestras. —Pero señor, es que no tenemos dinero.
—Vended. —Nosotros somos menores, no podemos
vender. —¡Cómo) ¡Sois mayores para tomar en présta­
mo y menores para vender! ¡Os estáis burlando!” Y
venderían.
14. Quizá aún no me hallara en condición de redu­
cir los impuestos a las justas necesidades del Estado;
continuaría siendo un bribón siguiendo las trazas de
mi antecesor: pero por nada del mundo dejaría de pro­
ceder a su reparto en razón de las riquezas. Asunto
complicadísimo éste, pero todo es posible si de verdad
hay voluntad; por lo demás, otro que no lo es, es el de
la percepción simplificada.
[Cuán voluntariamente me desprendería de todos
esos funcionarios por cuyas manos mis rentas pasan y
ESCRITOS POLITICOS
149
se licúan, reteniendo porciones tan extensas que cuan­
do el resto entra en mis arcas se reduce a tres o cuatro
quintos, e incluso a menos! Os juro que no me duraría
ocho días esa nube de exactores del veintésimo, de las
tallas, de la capitación, de exactores generales y de
otros cien mil exactores con todo tipo de nombres. Sé
que todos han adquirido por dinero el derecho de ro­
barme. Yo les pagaría el interés de su dinero, a la
espera de poder reembolsarles.
15.
Me convertiría en el más injusto e imbécil de
los soberanos si mantuviese vigentes las excepciones
para militares, nobles y magistrados. Pagaría bien los
servicios de esos útiles hombres, pero, ¡pardiez!, todos
entrarían en la clase general de los ciudadanos. (Cómo,
los que desde hace mil setecientos años más gozan de
las prerrogativas y de la protección de la sociedad con­
tinuarán siendo quienes menos provean a sus gastosl
¡Y tendría yo que seguir soportándolo! Y el campesino
que no tiene nada, y el ciudadano que apenas si tiene,
y el obrero que sólo tiene sus brazos, ¿permanecerán
todos oprimidos? [Oh!, no es posible. Todos mis pre­
decesores asi lo han entendido. Fue su capricho: pero
no será el mío.
17. Prescindiría de operarios en el séquito de la
corte, porque son todos bribones en el séquito de la
corte. Mi amigo Doucet, arquitecto real, me ha adoc­
trinado ampliamente al respecto. Pidió al Señor de
Buffon ochenta mil francos por trabajos que no valían
la mitad, y su razón era que no sería pagado inmedia­
tamente, y que aunque se le pagara al día siguiente no
habría rebajado el precio un ochavo, ya que no se
puede ser desleal con un colega; sería pues un bribón
a pesar suyo para no tener desavenencias con otros
150
DIDEROT
bribones, en grado de suplantar su condición. ¡Y nues­
tro Delfín que se hace construir por veinticinco luises,
y por un operario desconocido, un escritorio idéntico
a otro por el que la administración de los Menus plaisirs le había hecho pagar dos mil escudos! No, no,
prescindiría de ellos, y ya lo creo que sabría reempla­
zarlos. Pagaría en contante lo poco que ordenase, sería
servido muy bien y tres veces más barato. Cometería la
estupidez de hacer las cuentas conmigo mismo, o me­
jor: de estipular siempre en favor de mi pueblo.
18. ¿Y la contrata de recaudación de impuestos?
No digo nada porque tengo ahí toda mi pobre fortuna.
Empero, preferiría que se robase al rey antes que ser
arruinado. Pero no arruinaría a mis hijos, y creo que
mis contratistas apenas si me robarían, y ello sin pri­
varles de una muy honesta recompensa por su gestión.
Vuestra Majestad, ¿me permitirá suponer que con
tales medios no tardaría en cancelar mis deudas? Exis­
ten otros mil que ignoro, pero que aprendería reinan­
do. Veamos qué sucederá a la misma administración
tras la satisfacción de mis deudas, y volvamos al pro­
blema del lujo.
Pero me apercibo que he saltado del artículo deci­
moquinto al decimoséptimo, y que falta uno: llené­
mosle.
Ciertamente, pondría remedio, y muy pronto, al más
abominable lujo de cuantos quepa imaginar: me refie­
ro al de las carreteras principales. Ese lujo cuesta a
Francia aproximadamente cien o doscientos millones
en pérdidas de buenas tierras y en no sé cuánto mante­
nimiento superfluo. Se habla de semejante operación
como de la más bella del actual reinado, y quizá con
razón. iQué se juzguen las demás! (Caminos de sesenta
ESCRITOS POLITICOS
151
pies cuando no circulan ni diez vehículos semanales, y
ello por locura o por bajeza, para un ministro o un
intendente!
¿Qué no pasaría durante mi reinado, máxime si tras
haber levantado y enriquecido a mi nación tomo pre­
cauciones para que el oro no se convierta en el dios de
mi país, y a través del concurso a los cargos públicos
garantizo la recompensa del mérito y de la virtud? ¿Se­
ría demasiado jactarme, al igual que Enrique IV, de
que mis campesinos de la Brie tendrán el domingo un
pollo en sus ollas?
Y si el campesino de la Brie tiene un pollo en su
olla, cuál no es y cuál no será el bienestar de las demás
capas sociales. Me atrevo a preguntárselo a Vuestra
Majestad. Sobre todo si pusiese atención en no interve­
nir en nada más, y en creer que cada uno de mis súb­
ditos entiende mejor que yo sus intereses en su condi­
ción; si las opiniones religiosas no contasen nada en
mis preferencias; si mi intervención en el comercio se
limitase únicamente a ayudar y sostener las grandes
casas comerciales desfallecientes; si no quisiese dar
ningún reglamento a las manufacturas, si de vez en
cuando recompensase a los inventores, no con privile­
gios exclusivos, sino con dinero y honores, si impidiese
a la justicia ser ruinosa, si diese a la prensa toda su
libertad, etc.
Pero cuando el talento y la virtud sirvan para algo,
cuando la entera nación goce de todo el bienestar que
cada condición comporta, cuando no haya más des­
igualdad entre las fortunas que la introducida por la
operosidad y la suerte, cuando haya suprimido todas
las corporaciones en las que sólo el dinero facilita la
entrada, y que habrán de considerarse como otros tan-
152
DIOEROT
tos privilegios exclusivos que condenan a millares de
laboriosos ciudadanos a morir de hambre o a entrar en
prisión; cuando haya impulsado la agricultura, la ma­
dre nutricia de todo un imperio; entonces, aunque ten­
ga ciudadanos ricos, qué harán esos ciudadanos con su
oro. El oro no se come. Lo emplearán para multiplicar
sus placeres. ¿Y cuáles son esos placeres? Los de todos
los sentidos. Tendría, pues, poetas, filósofos, pintores,
escultores, monigotes chinos; en una palabra, el entero
producto de otra especie de lujo, la totalidad de esos
vicios encantadores que procuran la felicidad del hom­
bre en este mundo y su castigo eterno en el otro.
Pero este lujo ya no será el hijo de un apellido, será
el hijo de la prosperidad. ¿Cuál será su influencia en
las costumbres? No más delitos, sino tanto de eso que
la teología llama vicios o pecados mortales. Tanta vo­
luptuosidad, y de todo tipo, tanto orgullo, tanta envi­
dia, tanta lujuria, tantos perezosos. Diña para mi al
doctor de la Sorbona: "Predica, predica todo lo que
quieras. En cuanto a mi, te prometo hacer todo lo que
esté en mi mano para que todos ellos estén muy con­
tentos, muy alegres, sean muy libertinos, y para que
los vecinos y las vecinas se condenen dos veces al día
mejor que una".
—¿Tendréis pues cortesanas?
—Ciertamente.
—¿Y concubinas?
—¿Y por qué no?
—¿Y jóvenes seducidas?
—Eso espero.
—¿Maridos y mujeres infieles?
—Temo que si. Pero de todos esos vicios me ahorraré
al menos los que son producto de la miseria, del gusto
ESCRITOS POLITICOS
153
por la magnificencia y de la indigencia. Pasará lo que
tenga que pasar. Yo no intervendré sino para prolon­
gar el bienestar y la felicidad, independientemente de
cuáles puedan ser las consecuencias.
Tan sólo estaré atento a que no se obtengan con oro
y del oro las prerrogativas correspondientes al mérito
y a la virtud. El único contrapeso al del oro es el mérito
y la virtud; y cuando se es rico, teniendo todo, ¿qué
interés puede tenerse por el mérito y la virtud?
¿El porvenir de las bellas artes? Es imposible que,
cultivadas de buen grado y por un pueblo necesaria­
mente refinado, no progresen enormemente.
Llevemos a una mujer del pueblo a casa del pintor
Roslin; como quiere tener su retrato le dirá lo siguien­
te: “ Señor, yo no soy ninguna duquesa, pero me gus­
taría ser pintada como una duquesa, puesto que puedo
pagar como una duquesa". Y Roslin hará un buen
retrato.
Llevémosla al relojero, y si ponemos el oído oiremos
que le dice: "Señor, desearía un buen reloj, con la caja
bastante fuerte y el sello de París; de Ginebra no, por
favor, preferiría no tenerlo” . Ginebra se tendrá sus
relojes.
Y a la vendedora que extenderá sus telas ante ella,
¿qué le dirá?; "¡Vaya bodrio, señora, eso son puros
andrajos; o me muestra algo más elegante o me voy a
otra parte!” ; en una palabra, lo que hoy dice el redu­
cido número de nuestros burgueses acomodados; y la
manufactura de Lyon florecerá.
Y luego, cuando Denis pasa por las calles de la capi­
tal, es un tumulto, un clamor, continuos vítores, un
¡viva Denis! inacabable; y luego Denis, que tiene el
alma tierna, se abalanza fuera de su carroza, siendo
154
DIDEROT
abrazado; se le abraza en el Poni-Neuf como a Catalina
en su convento y algún día en la calle, y luego muere
dulcemente, llorado, lamentado, honorado; o bien se
le mata y muere violentamente. ¿Qué importa? No está
ni más ni menos muerto por eso.
Olvidaba decir a Vuestra Majestad que una vez lle­
vados a cabo la mayor parte de mis proyectos, y con mi
idiosincrasia bien comprendida, y una vez que la na­
ción, cuyo defecto es tomarse fácilmente confianza con
su soberano, me hubiese otorgado la buena opinión
que yo me esforzaré en merecer, habrá llegado el mo­
mento de presentar el balance a mi nación, y no me
cabe la menor duda que el resto de la deuda nacional
se repartirá entre las provincias, y que cada provincia
se encargará de pagar la parte proporcional a sus re­
cursos.
Allá donde el soberano sea honesto, después de una
guerra y de otros gastos públicos supererogatorios, este
informe producirá el mismo efecto en una nación que
presume de tal condescendencia, y con algún senti­
miento de justicia y de honor.
Mediante la bondad y la equidad se hace lo que se
quiere de un pueblo. Vuestra Majestad Imperial lo
sabe muy bien, y cuanto más dure su reinado más se
convencerá. Se envían intendentes a las provincias; si
dichos intendentes —valga el ejemplo de M. Dodart,
intendente de Bourges— aman y hacen el bien de la
provincia, son hombres de bien, y consiguientemente
poco favorables a las opiniones de la corte, nunca lle­
garán a nada. He ahí un modo que ni pintiparado de
gestar individuos perversos. Os garantizo que con el
rey Denis ello no tendrá lugar, y que la intendencia
será el seminario de mis ministros, la prueba por la
ESCRITOS POLITICOS
155
que discerniré a quién llamar a mis consejos. En rea­
lidad, es el rey el que, con su ejemplo, hace todo el
bien y todo el mal de un imperio.
En más de una ocasión he pensado que si los malva­
dos hubiesen llegado a probar la dulzura y la bondad
no querrían volver sobre sus pasos de antaño; e igual­
mente, que si un soberano hubiese experimentado
la felicidad de un buen soberano, nunca podría vol­
verse atrás. Un padre que se aísla de sus hijos, un rey
que se aísla de sus súbditos, son, para mí, dos seres
monstruosos.
Podría sucederle al rey Denis que le faltasen ideas, se
equivocase, se desorientara a causa de malos consejos,
se comprometiera en una operación desacertada, hicie­
se daño a un hombre honesto, perjudicara a su pueblo
sin advertirlo; pero estoy seguro que en el momento de
reconocer su error procedería a su reparación, y que si
éste fuera irreparable lloraría frecuentísimamente. De­
cía Mazarino, según creo, a un ministro extranjero:
“ El rey no debe nunca echarse atrás” . El embajador
respondió: “ ¿Y por qué no debería retroceder si ha
avanzado improcedentemente?”
El se examina a conciencia, y tras haberlo hecho,
cree que mandaría tirar al río desde el Pont-Neuf, y
públicamente, al ministro que le hubiera engañado
deliberadamente; un expediente que llevado a cabo
serviría para el resto de su reinado. Los castigos muy
severos hacen a veces que los delitos sean muy raros.
En Constantinopla sólo una vez cada cien años un
panadero defraudador es arrojado a su horno.
"Si no lo sabe, todo irá bien; si lo descubre, es bueno,
me perdonará, pero no lo sabrá” , es el lema de todos
los que engañan a los reyes.
156
DIDEROT
Aún una última palabra, pues lleva implícita una
idea que puede germinar en las manos de Vuestra Ma­
jestad.
Nosotros tenemos un seminario ya existente de gran­
des hombres públicos; son nuestros intendentes. Un
hombre con cabeza llega muy pronto a ser en la inten­
dencia un hombre hábil. Un hombre mediocre tarda
más. No será nunca un hombre de genio, pero se ins­
truye.
El intendente está obligado a enviar a la corte infor­
mes sobre la población, el comercio, las manufacturas,
la agricultura, los productos de todo tipo, los trabajos
públicos hechos y por hacer, los bosques, los ríos, los
canales, todas las ramas de la administración, el im­
puesto, la riqueza de los burgos, de los pueblos, de las
ciudades, de las aldeas, etc.
Lo malo es que el hombre honesto perece en su
puesto sin casi nunca llegar al ministerio.
El señor Turgot —se lo predigo a Vuestra Majes­
tad— es uno de los hombres más honestos del reino y,
ciertamente, quizá el más hábil en todo. Nunca saldrá
de Limoges, y si saliera daría un grito de alegría, ya
que es necesario cambiar completamente el espíritu de
nuestro ministerio, y corregir de una manera casi mi­
lagrosa el actual estado de cosas. Hay pequeños fenó­
menos que anuncian grandes acontecimientos; éste es
uno.
¿Pero conoce el rey a este hombre? Ciertamente, pero
como una cabeza impulsiva que pondría todo manga
por hombro: es lo que se dice a los reyes cuando se
trata de orillar a un hombre de mérito.
ESCRITOS POLITICOS
VI.
157
De la capital y de la verdadera sede de un imperio
(en opinión de un ciego que juzgaba los colores)
Al contrario de lo que hiciera de Berlín a Moscú un
francés —hombre de mérito y probo, pero que se creía,
un tanto ridiculamente, autorizado por sus luces y por
los cargos desempeñados a darse importancia—, yo no
me pondré a exclamar: “ Señora, detenéos; no se hace
nada bueno antes de haberme escuchado; |si alguien
sabe cómo se administra un imperio, soy yo!” Aun
cuando ello hubiera sido cierto, el tono era para echar­
se a reír.
Estableciéndome en casa del señor Narischkin, no
he dicho: "Aquí está mi antecámara, el lugar donde en
lo sucesivo los particulares se inclinarán ante mí y
donde recibiré las humildes peticiones que me serán
presentadas; es aquí donde recibiré a los ministros ex­
tranjeros; este sitio será muy cómodo para departir con
los ministros de Su Majestad Imperial. Aquí está mi
despacho, y el lugar desde el que dictaré las leyes a
todas las Rusias".
Yo me he dicho: "N o soy nada, pero que nada en
absoluto. Su Majestad Imperial me ha colmado de fa­
vores; le debo la comodidad, la tranquilidad y la segu­
ridad. Pondré a sus pies mi reconocimiento y el home­
naje de todas las personas de bien que se han visto
favorecidas por la felicidad que me ha dispensado.
Junto a ella gozo de la más fuerte de las recomendacio­
nes, sus excelsas cualidades. Me obsequiará, pues, con
una grata acogida". He obtenido mucho más de lo que
nunca hubiera tenido la vanidad de prometerme. Me
ha tratado como a uno de sus hijos; me ha permitido,
como hubiera permitido a cualquiera de sus hijos de-
158
DIDEROT
cir todas las inocentes locuras que le hubieran pasado
por la cabeza, iy Dios quiera que no haya abusado de
su indulgencia! Si ello hubiera ocurrido, me arrojo a
sus pies suplicándole mil veces perdón. Hecho esto, el
niño consentido va a seguir farfullando.
Aquellos primeros legisladores del género humano,
a los que se ha elevado a los altares, y cuya memoria ha
permanecido y permanecerá para siempre ^venerada
por los hombres, han hecho, sin embargo, una cosa
más bien rara.
En el llamado estado de simple naturaleza, los hom­
bres se hallaban diseminados sobre la superficie de la
tierra como una infinidad de pequeños resortes aisla­
dos. De vez en cuando sucedía a algunos de estos pe­
queños resortes que se encontraban, se presionaban
violentamente y se rompían. Los legisladores, testigos
de tales accidentes, quisieron poner remedio. ¿Y qué se
les ha ocurrido? Aproximar los pequeños resortes y
componer con ellos esa bella máquina que llamaron
sociedad; en la bella máquina sociedad, los pequeños
resortes, animados por una infinidad de intereses di­
versos y opuestos, han accionado y reaccionado los
unos contra los otros con todas sus fuerzas, y la ante­
rior guerra accidental se ha convertido en un auténtico
estado de guerra permanente en el que cada pequeño
resorte, debilitado y fatigado, no ha cesado de gritar, y
en el que se ha deteriorado más en un año de cuanto
no lo hubiera hecho en diez en el estado primitivo y
aislado, donde la sacudida de un choque era la única
ley.
Pero ha sucedido algo mucho peor. Esas bellas má­
quinas llamadas sociedades se han multiplicado y pre­
sionado entre sí, por lo que el choque ya no ha sido el
ESCRITOS POLITICOS
159
de un resorte contra otro resorte, sino el de una, de dos,
de tres bellas máquinas, unas contra otras, y en una
colisión tan espantosa se han roto más resortes en una
sola jornada de los que podrían haberse roto en mil
años de estado de naturaleza salvaje y aislado.
Pido perdón a los antiguos y primeros legisladores.
Pero si es esto lo que han hecho, bien poco reconoci­
miento merecen; no obstante, quizá no haya sido eso
lo que han hecho.
Se han imaginado tantos orígenes de la sociedad;
buen texto para esa especie de pájaros que engordan
en la niebla y se les llama metafísicos.
Unos han dicho que el hombre, al igual que todos
los animales débiles —el buey, la oveja, el ciervo—,
había nacido para vivir en rebaño; sin embargo, aquél
es veloz en la carrera, es vigoroso, es ágil, tiene siempre
una defensa contra el animal agresor, y la razón, que
con la ayuda de la rama de un árbol, suple toda la
variedad de los instintos.
Otros, teniendo en consideración la afección del ma­
rido por la mujer, de la madre por el hijo, necesario en
el momento del nacimiento, y la del hijo por la madre
a causa de la larga debilidad del niño, han formado la
familia o la primera sociedad.
Los hay que al respecto han tenido una idea harto
sutil. Han dicho: “ Había individuos fuertes, había in­
dividuos débiles. Los débiles se reúnen para contener a
los fuertes, y la sociedad debe su nacimiento a la debi­
lidad y a la vejación” .
Dado que cada uno sueña a su modo en este tema,
espero que también a mí se me permita soñar. Lo
principal es no causar fastidio a Vuestra Majestad, y si
160
DIOEROT
se lo causo eso será mientras ella quiera; ello me hace
sentirme cómodo.
Si al nacer el hombre encuentra un enemigo, y un
enemigo temible, si tal enemigo es infatigable, si es
perseguido por él sin cesar, si no puede prometerse
ninguna superioridad mientras no reúna sus fuerzas
con las de otros, muy pronto hubo de sentirse llevado
a hacerlo. Ese enemigo es la naturaleza, y la lucha del
hombre con la naturaleza es el primer principio de la
sociedad. La naturaleza lo asedia con las necesidades
que le ha procurado y con los peligros a los que lo ha
expuesto; el hombre ha de combatir la inclemencia de
las estaciones, las situaciones de penuria, las enferme­
dades y los animales.
Quizá haya llevado su victoria mucho más lejos de
lo que precisaba para su felicidad; porque hay un buen
trecho de la punta de la flecha al monigote de China.
Pero todo se ha encadenado tras el primer arranque
del espíritu humano, y es imposible adivinar dónde se
detendrá.
Sea lo que fuere, no es menos evidente que todo lo
que tienda a aislar al hombre del hombre tiende igual­
mente a debilitar su poder en la lucha contra la natu­
raleza, además de a reaproximarlo a la condición pri­
mitiva del hombre salvaje; en consecuencia, éste debe
ser mirado como un animal, especialmente en el actual
estado de cosas, en el que la recíproca enemistad de las
sociedades ha sucedido a la persecución de la naturale­
za. El hombre aislado sólo tenía un adversario: la na­
turaleza. El hombre asociado tiene dos: el hombre y la
naturaleza. El hombre asociado tiene, pues, un motivo
tanto más urgente para estrechar lazos.
Lo que digo de las grandes sociedades se prueba por
ESCRITOS POLITICOS
161
la situación de las pequeñas, una vez introducida la
discordia en ellas; el vínculo general se rompe, cada
uno trabaja para si y la condición salvaje renace.
Se prueba asimismo por la máxima suprema de la
tiranía; dividir para reinar; ésta quiere individuos,
pero no cuerpos; nobles, pero no nobleza; curas, pero
no clero; jueces, pero no magistratura; súbditos, pero
no nación; vale decir: por la más absurda de las conse­
cuencias, una sociedad de hombres aislados.
El enemigo de la tiranía forma cuerpos; el tirano los
disuelve. El primero forma cuerpos sirviéndose de pre­
rrogativas, el segundo las disuelve mediante la extin­
ción de dichas prerrogativas. Son tales prerrogativas lo
que diferencia la monarquía del despotismo. En Constantinopla todo es igual: la cabeza de un visir rueda
como la de un esclavo. En París, se precisa de algún
que otro preceptivo más para quitar la vida o la liber­
tad a un duque que a un ciudadano desconocido.
La monarquía es una alta pirámide en la que las
diferentes capas conforman los planos. El pueblo está
en la base, aplastado por la carga de los demás planos.
El monarca es la bola que remata la pirámide y que
hace presión sobre otras tres o cuatro bolas llamadas
ministerios.
En el Estado despótico todas las bolas se hallan a un
mismo nivel, pero aisladas; ¡ay del déspota cuando
ellas llegan a aproximarse o a tocarse!
En el Estado democrático todas las bolas se hallan a
un mismo nivel, pero tocándose entre sí; ¡ay de la
República si ellas terminaran aislándose!
En el Estado monárquico, ¡ay de la monarquía si las
bolas de la base acabaran agitándose! La pirámide se
162
DIDEROT
invierte, y el resultado no es más que un amasijo de
ruinas.
Escribo a Vuestra Majestad tal y como ella me per­
mite conversar con ella. Me entrego a todos los extra­
víos de mi cabeza. Con todo, no pierdo de vista mi
camino, y vuelvo a él.
En cualquier sociedad de hombres, cuanto más es­
parcidas se hallan las partes menor es su proximidad;
cuanto más alejada se halla esta sociedad de la verda­
dera noción de sociedad tanto menos se sostienen; cuan­
to menos se ayudan mutuamente, menos fuertes son;
cuanto menos luchan con ventaja, tanto contra el ene­
migo constante del hombre —la naturaleza—, como
contra los enemigos accidentales —las sociedades ad­
yacentes—, tanto más íntima es la vecindad del todo al
estado salvaje.
Es aquél un principio general de conducta que se
extiende desde la acción más importante hasta la pala­
bra dicha o repetida. Que esa palabra aúna a los hom­
bres, decídsela; que, por el contrario, les aísla, les re­
conduce al estado salvaje, no se la digáis —a menos
que resulte útil a vuestro amigo.
El problema se reduce a examinar cómo en un todo
podrían vincularse y aproximarse las partes des­
unidas.
Entre esas partes hay una principal que dicta la ley
a todas las demás: la capital.
¿Cuál es la naturaleza de dicha parte? La voracidad.
Si es demasiado lo que devora hace adelgazar a todas
las otras. Si no está suficientemente nutrida es débil, y
todas las demás languidecen.
La capital atrae todo hacia ella. Es ella la que absor­
be y recibe. Es la caja de caudales de la nación. No hay
ESCRITOS POLITICOS
163
nada que hacer. Su función es como el corazón en el
animal: la función del corazón es tomar y redistribuir
la sangre; la de la capital es recibir y redistribuir el oro,
a cambio de lo que el todo suministra a su voracidad.
Es el lugar del gran consumo.
¿Dónde debe ser situado ese lugar de consumo? En el
centro, creo, de las partes que trabajan para él y de las
cosas que consume.
Situado allí, ¿cuál es la consecuencia? Que natural­
mente se estatuye hacia ese centro, y de él parte un
sinfín de caminos que pueden compararse a las venas
y a las arterias; venas que llevan la sangre o la sustan­
cia nutritiva, arterias que redistribuyen la sangre o el
oro que paga. Así es como se establece una tendencia
recíproca del centro a la circunferencia y de la circun­
ferencia al centro.
Es así cómo de lugar en lugar los pueblos se multi­
plican, y cómo se abren atajos entre ellos o pequeños
depósitos de consumo, depósitos que se acrecientan
constantemente, pasan sucesivamente de la condición
de aldeas a la de pueblos, de la condición de pueblos a
la de burgos, y de la condición de burgos a la de ciu­
dades pequeñas, medianas y grandes.
El ministerio ya no tiene necesidad cuidarse de esta
formaciones. La necesidad hace por él.
Ni siquiera sé si, cuando por lo demás todo está bien
ordenado, debe poner límites a la capital.
El corazón sólo llega a ser demasiado grande cuando
el resto del animal está enfermo.
Es asi cómo se engendra lo que se llama circulación
interior, cuya obstaculización por una institución
cualquiera perjudica a la entera máquina.
Una capital situada en un extremo del imperio sería
164
DIDF.ROT
como un animal cuyo corazón estuviera en la punta
del dedo, o el estómago en la punta del pulgar del pie.
Es lo que dice el señor de Narischkin.
Pero como el imperio tiene mercancías que no po­
dría consumir por entero, mientras carece de otras que
su bienestar, su capricho o sus necesidades vuelven
imprescindibles, y que importa de regiones alejadas,
¿dónde se ubica el sitio natural de estos lugares de
intercambio? En la circunferencia, creo, sobre la fron­
tera, sobre la línea común a las partes contratantes.
Hallándose en perpetuo estado de guerra, las socie­
dades o se atacan o se amenazan: es, me parece, una
mala política encontrarse expuesto de continuo a ser
herido en el corazón, herida casi siempre tan mortal en
el cuerpo político como en el cuerpo animal. Cuando
la capital del imperio ha sido conquistada o incendia­
da, el imperio ha sido casi destruido, tanto por el de­
sastre como, y más aún, por la consternación general.
La frontera me parece destinada a dos clases de ciu­
dades: grandes ciudades de comercio o de intercambio
de nación a nación, y grandes plazas fuertes, murallas
de la gran casa.
Ignoro hasta qué punto tales leyes pueden serle apli­
cadas a Rusia. No es ésa mi tarea, sino la de Su Majes­
tad Imperial.
Pero lo que sí veo distintamente es que si la corte de
Francia trasladase la capital del reino de París a Mar­
sella, la entera ordenación física del reino se desmoro­
naría, y el reino sería menos poderoso, menos rico,
menos vivo, menos poblado y menos fuerte. Augusto
estuvo tentado de establecer la sede del imperio en Asia
Menor: de haber llegado a ejecutar símil proyecto, ins­
ESCRITOS POLITICOS
165
pirado por el terror, no habría dejado nada que hacer
a los bárbaros.
Vuestra Majestad Imperial me ha dicho que si Pe­
dro I prefirió Petersburgo a Moscú se debió a que no
amaba Moscú, porque no se creía amado allí. Tal ra­
zón no cuenta para Catalina II —ella quiere a todos
sus hijos, y todos sus hijos quieren a su madre.
Moscú se halla cinco grados más al sur que Peters­
burgo, según creo. Esa diferencia climática es de­
masiado considerable para no dejarse notar con el
tiempo.
Moscú, creo, queda todavía más cerca de Polonia, y
sin ninguna duda más lejos de Suecia, de Dinamarca,
del Imperio y de Prusia. Todo eso, hipotizado un poco
al azar, puede verificarse en un mapamundi. Siempre
tan cercana a sus enemigos, está más lejos de ellos.
Por otra parte me parece que la residencia en Peters­
burgo debe ser más dispendiosa, y por lo tanto ingrata,
para los grandes propietarios que aleja de sus posesio­
nes. Estos no pueden hallarse tan lejos y tanto tiempo
ausentes sin que ello no merme el valor de su propie­
dad. No creo que el traslado de la corte les desagrade.
Si fuera así, sería bien fácil predisponerlos al respecto.
Es de lo más sencillo que su Majestad Imperial tenga
un gran palacio en Moscú, que haga llevar a él la
mejor parte de sus cuadros, donde quizá fueran más
útiles a las artes que en su palacio, con el ingreso libre
para todos los jóvenes alumnos; que haga allí un viaje;
que resida en él dos meses el primer año, tres el segun­
do, seis el tercero, y que acabe fijando en él su residen­
cia tras esos ensayos.
Queda la objeción de la seguridad, para la cual no
hay respuesta. Pero intuyo que, salvaguardada en to-
168
DIDEROT
Por lo demás, cuando ella me ha ordenado alargarme
me ha hecho un muy dulce cumplido: pues ha supues­
to que ello no me impediría ser claro. Como conse­
cuencia de mi privilegio de niño y de rigurosísimo
servidor de Vuestra Majestad, voy a confiarle mi pe­
queño secreto.
Llegando a Petersburgo, ¿adivinaría Vuestra Majes­
tad, haciéndose pequeñita pequeñita, qué es lo que
tanto estupor me ha causado? El que, al informarme
sobre ciertos enormes edificios, alargados y con venta­
nucos, supiera que son cuarteles. ¿Cuarteles, me dije a
mí mismo? ¿Y quién ha dispuesto así? ¿Tropas acuar­
teladas en un imperio sujeto a revoluciones? ¿En el
que la sucesión al trono se halla sumida en la incertidumbre a causa de una ley formal del fundador más
justamente reverenciado por toda la nación? ¿En el
que dicha sucesión no está consolidada por un largo
intervalo de tiempo, y por una continuidad que la
convierta en ley fundamental en la opinión de todos
sus súbditos? ¿En el que un principe reinante puede
tener varios hijos, y entre ellos una cabeza ambiciosa,
popular e inquieta? ¿En el que la certeza de la corona
no impedirá que un padre trate a los demás hijos como
un sultán tenebroso trata a sus hermanos y a su suce­
sor, a quienes saca los ojos, a veces física y siempre
moralmente? ¿En el que los oficiales tienen una in­
fluencia tan prodigiosa sobre sus soldados? ¿En el que
pueden según su capricho disponer de ellos en masa y
reunidos? ¿En el que es todavia peor que con los curas
en mi país, los únicos que han conservado la prerroga­
tiva verdaderamente regia de dirigirse a los pueblos
reunidos, y donde cincuenta mil de estos fanáticos en­
redadores son escuchados, los mismos días, y a la mis­
ESCRITOS POLITICOS
169
ma hora, entre las diez y las once, por veinte millones
de personas, a las que dicen y hacen creer todo lo que
quieren? Los pulpitos de las iglesias en mi país y los
cuarteles en Petersburgo me hacen temblar.
Semejante posición quizá le resulta indiferente por
entero a Vuestra Majestad, generalmente amada, ado­
rada, y que no tiene más que un hijo sobre el que no
tiene más que una palabra. ¿Pero se esperaría ella una
serie ininterrumpida de sucesores símil a ella y a su
hijo? No lo creo.
No hace más de cincuenta años que hay cuarteles en
algunas de nuestras ciudades de provincia. Apenas si
hace treinta que los soldados del cuerpo de guardia
son acuartelados en la capital. Nuestros soberanos sólo
tomaron esta decisión cuando estaban tan firmes sobre
sus estribos y tenían tal mando sobre sus oficiales y
sobre sus soldados que de haberles dicho: “ Id y matad
a vuestro padre y a vuestra madre” lo habrían hecho,
al igual que lo harían hoy; cuando la familia real ha
sido lo bastante numerosa para proveer de gobernado­
res a todas las provincias y de oficiales generales a los
regimientos; luego de haber incorporado a su guardia
incluso una pequeña tropa extranjera; luego de haber
establecido en la capital una policía que envuelve a
lodos sus súbditos, como en una inmensa nasa que les
toca, que les constriñe sin que aquéllos se aperciban
—de suerte que, en este montón incomprensible de
átomos agitados y próximos, no se lleva a cabo ningún
movimiento que resulte ignorado, sea que se pongan
de acuerdo, o que se dividan, o que se amotinen, o que
se junten o que se alejen; todas nuestras vidas y cos­
tumbres están escritas en la policía. Allí está la lista de
las personas honestas y de los bribones, de los buenos
170
DIDEROT
y los malos ciudadanos; allí se* saben todas nuestras
acciones y todos nuestros propósitos. Si el filósofo Denis Diderot fuera una noche a un prostíbulo, el señor
De Sartine lo sabría antes de acostarse. Un extranjero
llega a la capital: en menos de veinticuatro horas se os
podrá decir —calle Neuve-Saint-Augustin— quién es,
cómo se llama, de dónde viene, por qué viene, dónde
se aloja, con quién se relaciona, con quién vive, y por
mucho cuidado que ponga en escapar se le encuentra:
y es que había viajado cien leguas bajo la nasa antes de
sospecharlo. Los malhechores, ignorantes, vienen a
París buscando seguridad: allí se les espera y allí se
pierden. Sus señas estaban en el puesto de guardia de
la ciudad tres años antes que su persona; si oscuridad
hay, la hay sólo bajo el vestido de campesino, en una
choza.
Señora, sólo cuando todas esas precauciones han
sido lomadas, cuando la menor perturbación era im­
posible, cuando la más pequeña asamblea clandestina
no podía ser ignorada, el menor acuerdo de ciudadanos
ocultado, fueron las tropas acuarteladas; y todavía, des­
de que, bajo la regencia, Luis XIV pudo escapar del
Palais-Royal, nuestros soberanos no han osado esta­
blecer su residencia en la capital.
Si la penuria o el secuestro de los niños han suscita­
do dos miserables y débiles efervescencias populares,
se debe a que hay cosas que fuerzan a ello, y otras tan
sagradas que no es posible tocarlas, porque entonces
ya no hay esclavos.
El traslado de Vuestra Majestad Imperial a Moscú
pondría fin a tal error. Los soldados serían distribuidos
en casa de los particulares, los cuales, sin proponérselo,
ESCRITOS POLITICOS
171
son siempre sus asiduos observadores, y así dejarían de
estar bajo ia mano y a disposición del primer faccioso.
Eso pasaría con los cuarteles de Petersburgo, como
también con los demás edificios que no fuesen in­
útiles.
Desconozco la historia circunstanciada de la feliz
revolución que ha llevado a Vuestra Majestad Imperial
al trono. Pero ésta quizá hubiera presentado mayores
dificultades, y hubiera sido demorada más tiempo, si
las tropas no hubiesen estado acuarteladas, y si, dis­
persadas entre los particulares, hubiese sido necesario
reunirlas. Y una revolución diferida de un día quizá
no se hace jamás.
Sea lo que fuere, he aquí la cháchara del niño o la
continuación de las fantasías del buen abate que tenía
un hijo el sábado por principio de conciencia. Si tal
hijo podía ser un golfo, podía también ser, por azar,
un hombre honesto. Su deber era tener el hijo. El mío
es éste, bien o mal hecho.
VII.
De la moral de los reyes
Desconfiad de aquel hombre. Casi que iba
a decir a Vuestra Majestad Imperial lo que su
padre decía a la emperatriz-reina que solicita­
ba su gracia: “ ...¿L o consideráis pues muy
malvado?” Para mí es la moral de los reyes en
toda su atrocidad.
No hay más que una sola virtud: la justicia; un solo
deber: hacerse feliz; un solo corolario: despreciar oca­
sionalmente la vida.
La justicia encierra todo lo que uno debe a sí mismo
172
DIDEROT
y todo lo que debe a los demás, a su patria, a su ciudad,
a su familia, a sus padres, a su amada, a sus amigos, al
hombre y quizá al animal. £1 cuento árabe que pone
en el paraíso uno de los pies del califa y en el infierno
el resto del califa no me disgusta. Ese pie predestinado
y salvado era aquél con el que había acercado el abrevatorio al camello, que tenía sed pero no podía llegar
hasta él.
Dudo que la justicia de los reyes, y en consecuencia
su moral, pueda ser la misma que la de los particula­
res, porque la moral de un particular depende de él
mismo, mientras la moral de un soberano a menudo
depende de otro.
¡Qué puede importarme, a mí, sujeto privado, que
mi vecino adquiera a derecha e izquierda toda la fila
de casas adyacentes a la míal Le parece bien llegar a ser
poderoso, pero ni él, ni sus hijos, ni sus nietos podrán
perturbar mi posesión.
Hay un tribunal que está por encima del hombre
débil y del hombre fuerte, y tal tribunal se interpone
entre el opresor y el oprimido. ¿Es ésta la condición de
los soberanos? De ningún modo. ¿Puede un soberano
razonar como yo? Tampoco.
Si no tiene nada que temer, de momento, de otro
soberano cuyo poder se halla en continuo aumento,
¿quién sabe cómo los descendientes de éste lo ejercerán
con los suyos? ¿Hay que exponer al propio hijo a que
duerma en la calle? Me parece que no. ¿Qué hacer
entonces? Imitar al perro que llevaba la cena de su
amo. Un particular que se entromete en los asuntos de
un particular es un enredador. Un soberano que se
entromete en los asuntos de otro soberano es frecuen­
temente un hombre sabio.
ESCRITOS POLITICOS
173
La moral —la nuestra— está fundada en la ley. Hay
dos leyes y dos grandes procuradores generales: la na­
turaleza y el hombre público. La naturaleza castiga
bastante generalmente todos los errores que escapan a
la ley de los hombres.
Ningún exceso se comete impunemente. ¿Os dáis
sin moderación al vino o a las mujeres? Tendréis gota,
padeceréis de tisis. Tristes y cortos serán vuestros dias.
¿Cometéis un robo, un asesinato? Hay calabozos.
Suprimid la ley civil en cualquier capital tan sólo por
un año: los indigentes se lanzarán contra los ricos;
éstos se armarán para defender sus propiedades; la san­
gre formará arroyos por las calles. L a ciudad os ofrece­
rá la imagen sobrecogedora de lo que sucede y debe
suceder en el mundo. Se verá escindida en pequeños
cantones enemigos, cada uno con su propio jefe. Ha­
brán guerras, treguas, paces; el temor, la ambición y el
interés se hallarán en la base de toda acción. Se trata de
una condición enojosa, pero necesaria entre seres que
carecen de un tribunal que pueda juzgarles. Como el
tigre y el lobo, se hallan en estado de naturaleza.
“ El hombre que vive en sociedad, instruido, civil,
religioso, hablando del vicio y de la virtud de la maña­
na a la noche, ¿asemejable al tigre y al lobo de las
forestas?” Es triste pero así es. Empero, no digáis hom­
bre, sino soberanos.
No podría censurar en un soberano lo que yo haría
si fuera soberano. Quien me acuse de ser un malvado
se equivocará. No lo soy.
Veo solamente que es imposible que la justicia, y
por consiguiente la moral, del hombre público y del
hombre privado sean la misma, y que ese derecho de
gentes del que tanto se habla nunca ha sido y nunca
174
DtDEROT
será más que una quimera; el grito del débil —grito
que éste arrancaría de su vecino de ser él el más fuer­
te—, uno de los más bellos lugares comunes de la filo­
sofía, mientras la divinidad no disponga celebrar sus
sesiones en lo alto de los cielos y constituir un tribunal
por encima de la cabeza de los soberanos, del mismo
modo que hay uno constituido por los soberanos por
encima de la cabeza de sus súbditos; pero al respecto
aún no parece haber pensado, aun cuando tal acto de
providencia no sea tan difícil.
“ Pero, ¿entonces desaprobáis la conducta de Dios?”
Mucho, y ello porque Vuestra Majestad no se dormiría
tan tranquilamente si tratase a sus súbditos con la
misma negligencia.
"Pero, ¿quién os ha dicho que Dios debería ser un
soberano tal y como lo imagináis?” El sentido común;
pues si hubieren dos nociones de soberanía y de bene­
ficencia, una para él y otra para mí,* habrían dos no­
ciones de vicio y de virtud, dos nociones de justicia,
dos morales, una moral celeste y una moral terrestre.
Su moral ya no sería la mía, y yo ya no sabría todo lo
que hay que hacer para conformar mis acciones a sus
principios y para serle grato.
A veces Júpiter me resulta muy divertido; oye ruido
en la tierra, se despierta, abre su trampilla, dice: "Gra­
nizo en Escitia, peste en Asia, guerra en Alemania,
penuria en Polonia, un volcán en Portugal, una re­
vuelta en España, miseria en Francia”. Dicho esto,
vuelve a cerrar su trampilla, a poner su cabeza en la
almohada, a dormirse; y a esto llama gobernar el mun­
do.
¿Querría Su Majestad Imperial gobernar del mismo
ESCRITOS POLITICOS
175
modo su imperio, y de ocurrírsele, recibiría por toda
Europa los homenajes que recibe?
"Pero, ¿entonces dáis vuestra aprobación a los reyes
sin fe, sin moral y sin humanidad, que lanzan las na­
ciones irritadas a unas contras otras y asesinan mutua­
mente a los hombres por manos de los hombres?” No,
pero el estudio del corazón humano y la experiencia de
todos los siglos me demuestran que aquéllos son lo
que deben ser, porque basta uno malo para forzar la
mano a todos los buenos. ¿Por qué Su Majestad Impe­
rial ha tenido la guerra en Polonia? ¿Por qué la tiene
con los turcos? Cuando ella entró en Polonia, ¿era
acaso su proyecto desmembrarla? ¿No hubiera sido
más ventajoso para ella imitar a los vecinos de Francia
cuando se revocó el Edicto de Nantes, y convocar a sus
Estados a todos los disidentes? Un rey justo no hace,
pues, nada de lo que quiere.
"Asi pues, ¿dáis (toca importancia a las lecciones que
la filosofía os dirige?” De momento, quizá menos que
a las plegarias de los devotos. El filósofo dice a los
reyes: "Sed justos” ; y el rey le responde: "Mi vecino no
quiere” . El devoto dice a Dios: “ ¡Señor, habla a los
corazones de los reyes!” El consejo es realmente bueno,
lástima que no sea seguido. Si tuviese algo que pedir
al cielo contra un soberano opresor de los pueblos, le
diría: “ Vuélvelo agradable; pero haz que, mientras nos
aplasta, siga burlándose de nosotros. El hombre puede
soportar el mal, pero no podría soportar el mal y el
desprecio. Tarde o temprano una ironía amarga en­
cuentra su réplica en una puñalada, una puñalada
que mata, pues se sabe que la que sólo hiere parte de
la mano de un idiota y no produce ningún efecto” .
176
DIDEROT
Ahora bien, si el filósofo por el momento habla en
vano, escribe y piensa útilmente para el futuro'.
Me detendré para hacer una reflexión. ¡Qué diferen­
cia entre el pensamiento de un hombre en su país y el
pensamiento de un hombre a novecientas leguas de su
cortel Nada de lo que ha escrito en Petersburgo me
habría venido en París. ¡Hasta qué punto el miedo
retiene el corazón y la cabeza! ¡Qué efecto tan singular
el de la libertad y la seguridad!
£1 filósofo espera el quincuagésimo buen rey que
sacará provecho de sus trabajos. Mientras espera ilustra
a los hombres acerca de sus derechos inalienables. Mo­
dera el fanatismo religioso. Dice a los pueblos que
ellos son los más fuertes, y que si van a la matanza es
porque se dejan llevar. Prepara a las revoluciones, que
sobrevienen siempre cuando la infelicidad es extrema,
y que son consecuencias que compensan la sangre de­
rramada.
Los hombres, hartos de estar mal, de vez en cuando
han dado muerte con sus cadenas al cruel amo que ha
abusado en exceso de su autoridad y de su paciencia,
pero sin que el resultado haya reportado ningún bien
ni a ellos ni a sus descendientes, puesto que ignoran lo
que el filósofo pretende enseñarles por adelantado, lo
que deben hacer para estar mejor.
No hay más que un deber: el de ser feliz. Dado que
mi inclinación natural, invencible, inalienable, es ser
feliz, tal es la fuente, y la fuente única, de mis deberes,
y la única base de toda buena legislación.
La ley que prescribe al hombre una cosa contraria a
su felicidad es una falsa ley, y es imposible que dure.
No obstante, mientras dure ha de ser obedecida.
El legislador define así la virtud: la conformidad
ESCRITOS POLITICOS
177
habitual de las acciones a la noción de utilidad públi­
ca; quizá la misma definición conviene al filósofo, que
es reputado posesor de inteligencia suficiente como
para conocer de manera precisa qué sea la utilidad
pública.
Para la masa general de los súbditos, la virtud es el
hábito de conformar sus acciones a la ley, buena o
mala.
Sócrates decía: “ Yo no obedeceré esta ley, ya que es
mala” . Arístipo respondía a Sócrates: “Sé tan bien
como tú que esta ley es mala; no obstante, actuaré
conforme a ella, porque si el sabio atropella una ley
mala, autoriza con su ejemplo a todos los locos a atro­
pellas las buenas". Uno hablaba en soberano, el otro
en ciudadano.
Pero de aquí deriva el que no haya código alguno
cuya sabiduría pueda ser eterna, así como que sea pre­
ciso proceder de vez en cuando al reexamen de las
leyes.
Es ése un punto importante, sobre el que quizá
Vuestra Majestad haga deliberar a la comisión. Será el
último.
Es menester reexaminar las leyes porque hay dos
tipos de felicidad.
Una felicidad constante vinculada con la libertad, la
seguridad de las propiedades, la naturaleza de los im­
puestos, su reparto, su percepción, y que es la divisa de
las leyes eternas.
Una felicidad ocasional, variable y momentánea,
que exige una ley momentánea; un estado de cosas
transitorio. Esa felicidad, ese estado de cosas pasa; la
permanencia de la ley llegaría a ser funesta: hay que
revocarla.
178
DIDF.ROT
Pero, ¿cuál es la utilidad de leyes que son ignoradas
por quienes han de observarlas? Vuestra Majestad se
ha propuesto dos cosas dignas de su gran sabiduría:
Una, la realización de un pequeño catecismo de mo­
ral; otra, la asociación de tal pequeño código al cate­
cismo sacerdotal.
El cura, instruyendo al niño en los principios reli­
giosos, lo instruirá simultáneamente en los deberes
civiles. Los deberes civiles, con el tiempo, llegarán a
ser para vuestros súbditos tan familiares, más evidentes
y tan sagrados como los deberes religiosos.
Se trata de una medida muy simple, muy profunda
y muy segura.
Pero ninguna idea nos afecta tan intensamente como
la de nuestra felicidad. Desearía pues que la noción de
felicidad fuese la base fundamental del catecismo civil.
¿Qué hace el cura en su elección? Refiere todo a la
felicidad por venir.
¿Qué debe hacer el soberano en la suya? Referir todo
a la felicidad presente.
Dicho principio de felicidad, considerado como fuen­
te de nuestros deberes, es tan fecundo que se extiende
incluso a nuestras acciones más insignificantes, com­
prendidas el lavarse las manos y el cortarse las uñas.
Y además, hay tres clases de leyes: la ley natural, la
ley civil y la ley religiosa.
La primera debe ser el prototipo de las otras dos, sin
lo cual ambas se contradicen, y se acabaron las cos­
tumbres.
Se las sacrifica alternativamente una a la otra, y se
aprende a despreciarlas todas. Es entonces cuando ya
no hay ni hombres, ni ciudadanos, ni religiosos.
Por lo demás, tal pequeño código de moral se halla
ESCRITOS POLITICOS
179
casi hecho. Se está imprimiendo actualmente en la
imprenta de Rey, en Amsterdam. El autor, que es uno
de mis amigos, haría de buena gana los retoques nece­
sarios para adaptarlo a las intenciones de Vuestra Ma­
jestad; una vez retocado, le añadiría mis observaciones;
algunas buenas personas no rechazarían poner algo de
su parte, y el todo le sería enviado a Su Majestad,
quien le daría el toque definitivo.
Ella no tiene más que ordenar. Unicamente advierto
a Vuestra Majestad Imperial que sólo un hombre pre­
parado puede hacer bien las obras elementales; y ése es
el motivo de la rareza de las buenas obras clásicas. Los
grandes hombres desdeñan ocuparse de ellas, ya que
prefieren su gloria particular a la utilidad general.
Prefieren con mucho hacer ruido a ser útiles. La “ hommerie", señora, la " hommerie”, sin ser más. Habéis
inventado una palabra muy indulgente y muy justa.
VIII.
De un tercer Estado
En la medida en que es posible a un hombre parti­
cular entrar en la mente de un soberano, a un hombre
común sondear las intenciones de un hombre de genio,
Vuestra Majestad Imperial tiende secretamente a la for­
mación de un tercer estado.
Consiguientemente, que aquéllos a quienes haga
educar provengan todos a la larga de las capas infe­
riores; en todas partes dicha clase aporta hombres ilus­
trados.
Que amplíe lo máximo posible el uso del concurso.
Que se guarde bien de hacer nuevos nobles.
Que adquiera cuantas posesiones pueda, y según el
D1DEROT
180
método de la tranquilidad, vale decir: enriqueciendo
de por vida únicamente a las grandes familias empo­
brecidas; nada ciega tanto como el interés y la benefi­
cencia.
Que se apremie en fundar escuelas elementales y
fuerce por ley que todos los padres lleven a ellas a sus
hijos, que allí encontrarán el pan.
Que cree becas en las escuelas superiores o colegios
públicos, y las conceda a los hijos del pueblo que pro­
metan.
Pero sobre todo, que a la comisión la vuelva perma­
nente. Ya he discutido en otra parte el apartado de la
comisión.
IX.
Conclusión
Y, finalmente, he aquí a Vuestra Majestad Imperial
liberada de toda la balbucía del niño aventajado que
habla de materias graves y que se llama filósofo. Si por
casualidad se halla entre todos los folios una línea
aprovechable, o si no se halla nada que valga la pena,
y si Vuestra Majestad Imperial tan sólo se ha reposado
de sus importantes ocupaciones con el espectáculo de
unos esfuerzos tan pueriles cuanto singulares —des­
plegados por un especulador que reputa su cabedla
susceptible de regir un gran imperio—, él será recom­
pensado en exceso de sus ensoñadones y desvelos por
la incomprensible indulgencia de Vuestra Majestad Im­
perial, lo que no le impide prosternarse a sus pies y
pedirle mil veces perdón por la indiscreción de su cháchara política. Aunque la importancia que le haya
atribuido sea nimia, si Su Majestad Imperial cenase
ESCRITOS POLITICOS
181
los ojos ante la sinceridad de su celo, nunca se sentiría
suficientemente excusado.
Sea lo que fuere, Su Majestad Imperial tendrá en
estos folios la justa medida de toda la capacidad y de
toda la ineptitud de un particular que escribe de cosas
públicas, y el tiempo que ella haya gustosamente dedi­
cado a su lectura le ahorrará todo aquél que su predi­
lección por las cosas útiles le habría hecho dedicar a
una infinidad de producciones futuras, que no serán
ni mejores ni p>eores que éstas. El primer escrito polí­
tico que le caiga en las manos, ella lo tirará lejos de sí
y dirá: “ Esto va realmente bien; es un fiel reflejo de la
cualidad de mi filósofo, cuya página final es excelen­
te” ; y esa página final, en la cual determino el justo
valor de mí mismo y de los demás, es ésta: que es
también la única a la que haga un mínimo de caso.
OBSERVACIONES SOBRE LA INSTRUCCION
DE LA EMPERATRIZ DE RUSIA
A LOS DIPUTADOS RESPECTO A LA
ELABORACION DE LAS LEYES
I.
No hay más soberano verdadero que la nación;
no puede haber más legislador verdadero que el pue­
blo; que un pueblo se someta de buen grado a leyes
que le son impuestas raramente ocurrirá; las amará,
las respetará, las obedecerá, las defenderá como cosa
propia sólo cuando él mismo sea su autor. De este
modo no son ya los deseos arbitrarios de uno solo: son
los de un cierto número de hombres que han consulta­
do entre sí acerca de su bondad y su seguridad; son
vanas si no obligan a todos por igual; son vanas si un
solo miembro de la sociedad puede impunemente in­
fringirlas. El primer punto de un código debe pues
instruirme sobre las precauciones tomadas a fin de
asegurar la autoridad de las leyes.
La primera línea de un código bien hecho debe vin­
cular al soberano; debe empezar así: "Nosotros, el pue­
blo, y nos, soberano de este pueblo, juramos conjunta­
mente estas leyes, por las que se nos juzgará a ambos
por igual; y si nos, soberano de este pueblo, juramos
conjuntamente estas leyes, por las que se nos juzgará a
ambos por igual; y si nos, soberano, llegáramos a cam­
biarlas o a modificarlas, convertido en enemigo de
184
DIDEROT
nuestro pueblo es justo que éste lo sea nuestro, que
proceda contra nos, que nos deponga y que, incluso,
nos condene a muerte si fuere el caso; y esa es la prime­
ra ley de nuestro código. Desdichado el soberano que
desprecie la ley, desdichado el pueblo que sea indul­
gente con el desprecio de la ley”.
Y puesto que la autoridad del soberano es la única
temible para la ley, a cada ley pueblo y soberano ha­
brán de prestar dicho juramento, y se levantará acta en
el escrito original y en las copias públicas de que así se
ha hecho. El soberano que rehúse jurar, de antemano
se declara déspota y tirano.
La segunda ley prescribe que los representantes ha­
brán de reunirse cada cinco años, al objeto de juzgar si
el soberano ha respetado escrupulosamente la ley que
había jurado; de determinar el castigo que merece si la
ha infringido; de reconfirmarlo o deponerlo y jurar de
nuevo tal ley, juramento del que se levantará acta.
Pueblos, si la autoridad sobre vuestros soberanos es
completa, haced un código; si vuestro soberano tiene
una autoridad completa sobre vosotros renunciad al
código; sólo forjaríais cadenas para vosotros.
II.
Una vez hecho esto, el segundo punto que el
código debe establecer es el de la forma de gobierno
que la nación ha decidido darse.
La emperatriz de Rusia es ciertamente déspota.
¿Cuál es su intención, preservar el despotismo y trans­
mitirlo a sus sucesores o renunciar a él? Si preserva
para sí y para sus sucesores el despotismo, haga el
código que le venga en gana: el consentimiento de su
nación no tendrá la menor importancia. Si renuncia a
él, que tal renuncia sea formal; si tal renuncia es sin­
cera, busque de consuno con su nación los medios más
ESCRITOS POLITICOS
185
idóneos para impedir el renacimiento del despotismo,
y que se lea en el primer capítulo la ruina insoslayable
de quien en el futuro ambicione la autoridad arbitraria
de la que ella se despoja. Esos serían los primeros
pasos de una instrucción propuesta a los pueblos por
una soberana de buena fe, grande como Catalina II y
tan enemiga de la tiranía como ella.
Si leyendo lo que acabo de escribir y escuchando su
conciencia, su corazón vibra de alegría, ya no quiere
más esclavos; si se estremece, si se congestiona, si pali­
dece, se habría creído mejor de cuanto no sea.
III.
Una cuestión a dirimir es si la religión ha de
sancionar las instituciones políticas. No me gusta ha­
cer entrar en los actos de soberanía a gentes que predi­
can un ser superior al soberano y que hacen decir a tal
ser todo lo que se Ies antoja. No me va convertir en un
asunto de fanatismo un asunto de razón. No me va
convertir en un asunto de fe un asunto de convicción.
No me va atribuir peso y consideración a todos ésos
que hablan en nombre del todopoderoso. La religión
es un soporte que termina siempre haciendo que se
desmorone la casa.
La distancia entre el altar y el trono no será nunca
excesiva. La experiencia de todo tiempo y todo lugar
ha demostrado una y otra vez el peligro que la vecin­
dad del altar supone para el trono.
Como conservadores de las leyes los curas causan
aún más sospecha que los magistrados; nunca, en nin­
gún lugar del mundo, se les ha podido reducir sin
violencia al estado de puro y simple ciudadano; a me­
nudo se han atrevido a decir que sólo ante Dios eran
responsables: nunca dejaron de pensarlo. En todas par­
tes han pretendido una jurisdicción particular, en to­
186
DIDEROT
das partes han pretendido el derecho de obligar y di­
solver el juramento; convertirles en sus depositarios es
ceder a sus pretensiones; nunca se relegará lo suficiente
a una ralea de hombres que santifica el crimen cada
vez que le viene en gana; nunca se desconfiará dema­
siado de una ralea de hombres que, sola, ha conservado
el privilegio real de hablar a los pueblos reunidos, en
nombre del dueño del universo.
Una política sabia e ilustrada les prescribiría rigu­
rosamente lo que podrían decir, y la infracción de lo
prescrito sería castigada con las más severas penas. Las
perturbaciones más terribles de la sociedad tienen lu­
gar cuando los perturbadores pueden servirse del pre­
texto de la religión y enmascarar con ella sus desig­
nios.
Los pueblos que demasiado a menudo han sido
oprimidos se han habituado a ver a los curas —inter­
cesores junto a Dios, vengador único de la opresión de
los reyes— como protectores suyos.
Tarde o temprano al trono termina por llegar un
supersticioso, o lo* que es lo mismo: el reino de los
curas llega tarde o temprano.' Y es entonces cuando los
pueblos son soberanamente desgraciados.
El cura, cuyo sistema es una red de absurdos, tiende
secretamente a mantener la ignorancia; la razón es el
enemigo de la fe, y la fe es la base del estado, de la
fortuna y de la consideración del cura.
El cura es un personaje sagrado a los ojos del pue­
blo; el interés y la seguridad del monarca, que se le
despoje de tal carácter. Cuanto más santo sea el cura
tanto más peligroso es. La política de Venecia favorece
la corrupción de los curas. Un cura corrupto nada
puede; está degradado. Nadie que se haya despreocu­
ESCRITOS POLITICOS
187
pado de aquello a lo que los pueblos conceden más
importancia que a su propia vida ha contribuido a la
tranquilidad de la sociedad.
Los malos reyes necesitan dioses crueles para encon­
trar en el cielo el ejemplo de la tiranía; necesitan sacer­
dotes para hacer adorar a los dioses tiranos; pero el
hombre justo y libre no requiere más que un Dios que
sea su padre, unos semejantes que lo quieran y unas
leyes que lo protejan.
Catalina y Montesquieu han iniciado sus obras tra­
tando de Dios: hubieran hecho mejor comenzando por
la necesidad de las leyes, fundamentos de la felicidad
de los hombres, contrato donde se estipula por nuestra
libertad y nuestras propiedades; era pura política, tan­
to por parte de la una como del otro. La necesidad de
dicha política tendría que haberles hecho advertir el
mal, y haberles infundido el temor de aumentarlo.
Lejos de conferir semejante signo de distinción a la
religión y a la condición de cura, la colocaría ostento­
samente entre las condiciones comunes de la sociedad;
lo convertiría ostentosamente en un súbdito igual a
los demás. Su sitio justo estaría por delante o por de­
trás del comediante. En una instrucción para un códi­
go dirigida a una nación, ¿habríais osado asignarle
dicho puesto? No, pero me habría guardado bien de
atribuirle el primero. En primer lugar, habría hablado
de mí; luego del militar, después del magistrado, y a
continuación de las varías clases de súbditos, entre las
cuales aparecería el cura, antes o después del comer­
ciante.
Qué hombre con un mínimo de sensatez no recono­
cería, en una primera ojeada imparcial sobre la totali­
dad de las religiones de la tierra, una red de extrava­
188
DIDEROT
gantes mentiras, un sistema cuyos rangos han sido
ordenados del siguiente modo: Dios, el sacerdocio, la
realeza, el pueblo. ¿Podría un soberano consentir un
tal orden? Sin olvidar que la religión puede producir
efectos molestos a un Estado democrático. Degradad
hasta donde podáis todo sistema embaucador que os
degrada. Es a todos vosotros, soberanos, a quienes me
dirijo.
Es un vicio común a todos los cuerpos el tender a la
preeminencia —vicio que está menos oculto, y es más
violento, más peligroso en el sacerdocio que en ningún
otro.
Pobre del pueblo en que el cura se ocupe de la ins*
trucción del futuro rey. Lo educa para Dios, vale decir,
para él mismo. ¿Cuáles son los dos principios que le
inculca con mayor ahínco? La abnegación de su razón,
la sumisión profunda a la religión; la intolerancia y su
perfecta independencia de toda especie de autoridad,
excepción hecha de la de Dios. Todo lo que aquél le
dice envuelto en mil formas distintas se reduce a estas
palabras: no sois nada ante Dios, sois el amo absoluto
de los pueblos; pero él se excluye.
El filósofo echa pestes del cura; el cura del filósofo;
pero el filósofo nunca ha dado muerte a ningún cura,
mientras el cura si ha dado muerte a tantos filósofos;
pero el filósofo nunca ha dado muerte a ningún rey,
mientras el cura sí ha dado muerte a tantos reyes. De
los jesuítas ha llegado a decirse que cada uno de ellos
era un puñal cuya empuñadura se hallaba en la mano
del General; con idéntica razón podría decirse que cada
cura es un puñal cuya empuñadora se halla en la mano
de Dios; o para ser más exactos; que Dios es un puñal
cuya empuñadura se halla en la mano de cada cura.
ESCRITOS POLITICOS
189
Pero seamos sinceros: ¿a qué se debe el que los filósofos
nunca hayan dado muerte ni a curas ni a reyes? A que
no poseen ni confesionarios ni cargos públicos; a que
ni seducen a hurtadillas, ni predican a los pueblos
reunidos. Es cierto que a veces son muy fanáticos, pero
no es menos cierto que su fanatismo no es de índole
sacra —no hablan en nombre de Dios, sino en nombre
de la Razón, la cual no habla siempre fríamente, pero
sí es siempre fríamente escuchada—, y que no prome­
ten el paraíso ni amenazan con el infierno.
IV.
Rusia es una potencia europea •. Importa poco
que sea asiática o europea. Lo importante es que sea
extensa, floreciente y duradera.
En todaç partes las costumbres son consecuencia de
la legislación y del gobierno; no son ni africanas, ni
asiáticas ni europeas: son o buenas o malas. Se es es­
clavo en el polo, donde hace mucho frío. Se es esclavo
en Constantinopla, donde hace mucho calor; es me­
nester que en todas partes un pueblo sea instruido,
libre y virtuoso. Las reformas que Pedro I introdujo
en Rusia, si eran buenas en Europa, lo eran también
fuera de ella.
Sin llegar a negar la influencia del clima sobre las
costumbres, la actual condición de Grecia e Italia, la
futura condición de Rusia pondrán suficientemente de
manifiesto que las buenas o malas costumbres tienen
otras causas. De existir actualmente, aquellos Escitas
tan celosos de su libertad ocuparían alguna provincia,
rusa o próxima a Rusia.
IV. • Titulo del arl. 6 de la Instruction (Observations sur í’instruction de S.M.¡. aux députés pour ¡a confection des lois, ed. Paul
Ledieu, París, 1921, pág. 13).
190
DIDKROT
El imperio ruso ocupa una extensión de 32 grados
en latitud y de 163 en longitud*. Civilizar al mismo
tiempo un área tan vasta me parece un proyecto que
sobrepasa las fuerzas humanas, sobre todo cuando re­
corro los confines y encuentro aquí desiertos, allá gla­
ciares, acullá toda suerte de bárbaros.
Una cosa que me parecería enormemente acertada
seria, en primer lugar, trasladar la capital al centro; es
un mal sitio para el corazón hallarse en la punta del
dedo. Con la capital ya en el centro, las grandes carre­
teras, las comunicaciones con todas las partes del im­
perio, la estancia de los grandes en sus tierras, los de­
pósitos de productos de consumo, los atajos, todo re­
mitiría a ella; la capital es un enorme y voraz animal
que engulle sin tregua y que nada restituye. Las ciuda­
des fronterizas son por su naturaleza baluartes o luga­
res de defensa y de intercambio.
£1 segundo paso consistiría en elegir un personaje
por su nacimiento y por su riqueza, asignarle un dis­
trito y llevar a cabo en él un plan de civilización sabia­
mente elaborado, el cual serviría de modelo a los demás
distritos. A tal fin, sería necesario que dicho goberna­
dor fuese un hombre firme, sabio e instruido, y que
eximido de todos los tribunales sólo ante la soberana
respondiese de su proceder. Tal distrito sería,-en rela­
ción al resto del imperio, algo como lo que es Francia
en relación a los países que la circundan; no lardaría
en dictar la ley. Con sólo civilizar este cantón a lo
largo de todo su reinado, la emperatriz ya habría hecho
tanto.
El tercero sería aceptar una colonia de Suizos; em­
* Título del axl. 8 de la Instruction (Ledieu. pág. 16).
ESCRITOS POLITICOS
191
plazarla en el sitio justo; garantizarle sus privilegios y
la libertad; acordarles idénticos privilegios e idéntica
libertad a todos los súbditos que entrasen en dicha
colonia. Los Suizos son agricultores y soldados; son
fieles. Me sé de memoria todas las objeciones que pue­
den oponerse a tales medios: son tan frívolas que ni
siquiera rae molesto en refutarlas.
Un plan administrativo sería una inspiración de la
sabiduría misma; el interés mejor entendido lo habría
dictado; pero aun demostrado geométricamente su éxi­
to quedaría igualmente sin ejecución. ¿Por qué ello?
Porque no ha surgido en la cabeza de un indígena, y
porque presupone el concurso de extranjeros. Se es
ciego y se refracta la luz exótica. En los Estados mo­
nárquicos, un medio para excluir a un hombre hábil
de una plaza importante —medio que el odio o la
envidia nunca descartan emplear— es el de anticipar
el nombramiento de la corte por la elección popular.
El medio en cuestión tendría idéntico éxito en las cor­
tes. Para desviar a un ministro de una buena opera­
ción, a otro ministro le bastaría con atribuirse la gloría
de haberla pensado él primero, y divulgándola impe­
diría que aquélla se llevase a cabo. Nada tan raro entre
los ministros de una misma corte como ver a uno lo
suficientemente grande, lo suficientemente honesto, lo
suficientemente buen ciudadano como para proseguir
un proyecto iniciado por su antecesor; es así como los
abusos se eternizan en la misma nación. Asi es como
todo se comienza y nada se acaba a causa de un desme­
dido orgullo, cuya fatal influencia se reparte por todas
las ramas de la administración, orgullo que bloquea
los progresos de la civilización, y que habría fijado a
los pueblos en un estado de barbarie si a sus jefes en
192
DIDEROT
todo tiempo y sin cesar se les hubiera subido a la cabeza
por igual. Pero Su Majestad Imperial no permite que
se critique a quien ella llama amigos suyos, por tanto
callémosnos.
V.
Es evidente que en una sociedad bien constitui­
da el malvado no puede causar daño a la sociedad sin
dañarse a si mismo.
El malvado lo sabe: pero sabe aún mejor que gana
más como malvado de cuanto no pierda como miem­
bro de la sociedad a la que perjudica.
¿Creéis que en Francia los recaudadores de impues­
tos no hayan sido siempre conscientes que se perjudi­
caban a si mismos al perjudicar a la sociedad? ¿Han
renunciado a su condición? No.
El gran problema por elucidar seria que el daño que
se causa a la sociedad fuese siempre menor del que se
causara a sí mismo. ¿Y cómo se elucida tal problema?
Se da y se dará siempre aquella circunstancia que el
malvado sabe explotar en beneficio propio, circuns­
tancia en la que no existe relación alguna entre el bien
que se hace como malvado y el mal que se hace como
ciudadano.
El principio en cuestión se aplica rigurosamente al
soberano, debido a que es dueño de todo, y a que es
imposible que su maldad no le empobrezca; pero no
ocurre así con los particulares.
Paso tras paso no hay ninguna ley que no aboque a
este último resultado: Asi pues, vuestra voluntad, sire,
es que quememos nuestras casas.
Con todo, surge una dificultad. Las leyes naturales
son eternas y comunes. Las leyes positivas son sólo
corolarios de las leyes naturales. Luego las leyes posi­
tivas son así mismo eternas y comunes. Empero, es
ESCRITOS POLITICOS
193
cierto que tal ley positiva es buena y útil en una cir­
cunstancia, perjudicial y mala en otra; es cierto que no
hay código que no haya de ser reformado con el tiem­
po. Esa dificultad quizá no sea insoluble; pero hay que
resolverla.
VI.
Es más ventajoso obedecer las leyes bajo un
solo amo que depender de varios *.
De acuerdo, pero a condición que el amo sea el pri­
mer esclavo de las leyes. Es contra ese amo, el más
potente y más peligroso de los malhechores, que las
leyes deben ser principalmente dirigidas. Los demás
malhechores pueden perturbar el orden de la sociedad:
pero sólo aquél puede subvertirlo. En un imperio sólo
hay un palacio, hay centenares de millones de casas
alrededor de dicho palacio. Para una vez que el sentido
común, la grandeza de ánimo, la equidad, la firmeza,
el genio caen del cielo sobre tal palacio, esas cualidades
que hacen grande a un rey deben cien millones de
veces caer en su entorno. Así pues, merced a una ley
natural que no podemos alterar, debemos esperar ser
gobernados por un necio, un malvado o un loco. Nada
se habrá hecho en tanto tal inconveniente permanezca
sin resolver.
Vil. El objetivo, la finalidad de todo gobierno debe
ser la felicidad de los ciudadanos, la fuerza y el esplen­
dor del Estado y la gloria del soberano. No es necesario
preguntar por el objetivo de un gobierno absoluto.
Poco importa cuál sea dicho objetivo, ¿pero cuál es su
efecto? Su efecto es poner toda libertad y toda propie­
dad bajo la absoluta dependencia de uno solo.
Si ese amo es un hombre justo, ilustrado y firme,
VI.
• « . Instrucción, an. 12 (Ledieu. pág. 17).
194
DIDEROT
todo será orientado, al menos mientras dure su reina­
do, hacia el mayor bien de todos; pero este bien supre­
mo presupone la conjunción de aquellas tres cualida­
des; si es justo sin ser ilustrado o firme, o no hará nada
o sólo hará tonterías; y otro tanto ocurrirá si carece de
justicia, o de firmeza, o de inteligencia. Pero si ya
resulta raro encontrar una sola de estas cualidades por
separado, y llevada hasta un cierto grado, en un hom­
bre, cuánto más no lo será hallarlas en ese mismo
grado y reunidas.
Así pues, si la extensión de Rusia exige un déspota,
Rusia está condenada a ser gobernada veinte veces mal
por cada vez que lo sea bien. Si por uno de esos prodi­
gios ajenos al orden común de la naturaleza tuviera
tres buenos déspotas seguidos, ello seguiría suponien­
do una gran desgracia, tanto para ella como para cual­
quier otra nación en la que la sumisión a la tiranía no
fuera la condición habitual.
Pues esos tres déspotas excelentes habituarían a la
nación a la obediencia ciega; bajo sus reinados los
pueblos olvidarían sus derechos inalienables; caerían
en una seguridad y una apatía funestas; dejarían de
experimentar esa alarma continua, necesaria conserva­
dora de la libertad. Ese poder absoluto que, en manos
de un amo bueno, procuraba tanto bien, el último de
estos amos buenos lo transmitiría a uno malvado, y se
lo transmitiría consolidado por el tiempo y el uso; y
lodo estaría perdido.
Le decía a la Emperatriz que si Inglaterra hubiera
tenido tres buenos soberanos seguidos, como Isabel,
Inglaterra estaría sojuzgada por siglos; a lo que ella
me respondió: seguro.
Así pues, donde sea posible, la autoridad soberana
ESCRITOS POLITICOS
195
debe ser limitada, y limitada de una manera duradera.
El problema de difícil resolución no es por tanto el de
dar leyes, y aun buenas leyes, a un pueblo: es el de
poner tales leyes al seguro fíente a todo ataque perpe­
trado por el soberano.
La acción heroica de un buen déspota es la de atar
un brazo a su sucesor; y era ésa la primera cuestión que
proponer a la comisión.
VIII. Dado que el orden natural es que se den vein­
te locos por cada sabio, el buen gobierno se dará allí
donde la libertad de los individuos será lo menos, y la
del soberano lo más restringida que sea posible.
¿A qué se debe que Rusia esté peor gobernada que
Francia? A que la libertad natural del individuo haya
sido allí reducida a la nada, y a que la autoridad del
soberano sea ilimitada. ¿A qué se debe que Francia esté
peor gobernada que Inglaterra? A que la autoridad
soberana es en ella aún demasiado grande, y a que la
libertad natural se ve en ella aún demasiado restringi­
da. La Emperatriz a la que yo hacía símiles observa­
ciones me decía: “ ¿Es pues vuestra opinión que yo
tenga un parlamento a la inglesa?" A lo que respondí:
“Si Vuestra Majestad Imperial pudiese crearlo con un
golpe de varita mágica, creo que existiría mañana".
Entre el despotismo y la monarquía pura sólo veo
diferencias formales. El déspota hace todo lo que quie­
re, sin mediación formal; el monarca está sometido a
formas que él se salta cuando quiere y que, cuando las
respeta, sólo suspenden sus deseos pero sin por ello
cambiarlos.
Es el espíritu de la monarquía pura quien ha dictado
la instrucción de Catalina II. La monarquía pura per­
manece tal como es o vuelve al despotismo, según el
196
DIDEROT
carácter del monarca. Se trata pues de una mala forma
de gobierno.
Al gobierno bajo el cual el soberano, libre para hacer
el bien, se halla ligado para hacer el mal, se le llama
monarquía atemperada. Pero, se dirá, ¿era necesario
pasar sucesivamente del despotismo a la monarquía
pura, y de la monarquía pura a la monarquía atempe­
rada? No lo creo. Un soberano justo, firme e ilustrado,
y que lo puede todo, nada debe dejar por hacer a suce­
sores seguramente más propensos a volver de la mo­
narquía atemperada a la monarquía pura: es la expe­
riencia de lodos los siglos y de todas las naciones. El
rey de Inglaterra hace todo lo que puede por instaurar
un gobierno a la francesa; y el rey de Francia todo lo
que puede por instaurar uno de corte asiático.
He osado decir a la Emperatriz que había una enfer­
medad a la que los soberanos estaban más sujetos que
los pueblos: la locura; y ella estuvo de acuerdo sin por
ello ofenderse. A ella sí que puede decirse la verdad; es
la verdadera mujer de Enrique IV.
IX. El soberano es la fuente de todo poder político
y civil *. Eso no lo entiendo. A mí me parece que es el
consentimiento de la nación, representada por diputa­
dos o reunida en cuerpo, la fuente de todo poder polí­
tico y civil.
Es a consecuencia de tal idea tiránica que un sobera­
no acaba todos los edictos con esta extraña fórmula:
Porque ésta es nuestra augusta voluntad
¿No hace
ya bastante tiempo que sabemos que la augusta volun­
tad de los soberanos es la de sojuzgar a sus pueblos?*•
IX. • Instruction, arl. 19 (Ledieu, pág. 21).
* • Car tel est nostre bon plaisir (los reyes de Francia concluían con
dicha fórmula todos los edictos).
ESCRITOS POLITICOS
197
La emperatriz de Rusia, renunciando a su prerroga­
tiva legislativa en favor de sus súbditos, a quienes cede
la tarea de hacer leyes para sí mismos, podrá terminar
los ukases con una fórmula más razonable: Porque
ésta es la augusta voluntad de nuestros pueblos.
X. La libertad pertenece a las democracias. El espí­
ritu de la libertad puede hallarse en las monarquías,
bien que los móviles de ambas diverjan profundamen­
te; no obstante, cuando éste falta resulta desde luego
necesario conservar aquélla. Es menester o que un pue­
blo sea libre, o que crea serlo. Quien destruya tal pre­
juicio nacional es un depravado; hay una gran tela de
araña sobre la que se ha pintado la imagen de la liber­
tad. Dicha imagen, que atrae todos los ojos del pueblo,
lo eleva, lo sostiene, lo alegra; algunos ojos agudos
ven a través de los agujeros la cabeza hórrida del dés­
pota. ¿Qué hace quien desgarra la tela? Nada para el
amo, del que es su vil esclavo, un mal inaudito a la
nación que desengaña, a la que entristece, abate, de­
grada al mostrarle repentinamente la hórrida cabeza.
El cuerpo depositario de las leyes fundamentales de un
Estado es tal tela de araña.
XI. Si el depositario se halla subordinado y en de­
pendencia del poder supremo, toda la legislación es
vana.
Ya no veo más que una voluntad que regula todo,
que dicta según su capricho lo justo y lo injusto. A esa
voluntad se le dará el nombre que se quiera: siempre se
tratará de un sultán.
XII. No niego el buen resultado de la evidencia,
que es consecuencia de la instrucción general, mas
expongo mis dudas acerca de semejante contrafuerza.
1. ¿De qué modo puede hacerse general dicha evi-
198
DIDEROT
dencia? En una nación, diecinueve partes de cada vein­
te están condenadas a la ignorancia a causa de su con­
dición y de su imbecilidad.
2. El otro veintésimo, en el momento actual, es
ciertamente muy ilustrado, pero no influye.
3. La evidencia no impide ni el juego del interés ni
el de las pasiones; un comerciante desordenado ve con
evidencia que se arruina, y no por ello se arruina me­
nos. Un soberano advertirá, por sí mismo o por sus
ministros, que es un tirano, y no por ello dejará de
serlo. ¿Ha sido la evidencia quizá lo que ha faltado en
Francia durante el último reinado?
4. La experiencia muestra que se escribe bien, que
se habla bien durante los reinados ilustrados, y que
sólo con buenos reyes las cosas funcionan.
5. Ciertamente, ahora sabemos más que en tiempos
de Sully o de Enrique IV: ¿por qué entonces somos
menos felices?
6. Lo que se objeta a las contrafuerzas físicas de un
cuerpo político, vigilante de la autoridad soberana,
me parece poco sólido: valga como ejemplo el Parla­
mento de Inglaterra, al que creo una terrible fuerza
contraria al poder del rey. Exclúyasele a un represen­
tante, no digo acusado sino culpable de soborno, y
déjese al pueblo por entero la libertad de elección:
podrá verse en qué se convierte dicha contrafuerza. El
pueblo, no engatusado con medidas de largueza, de­
signará ciertamente al individuo más honesto e ins­
truido; es algo natural prestar oído al interés propio
cuando uno no ha sido cegado ni engañado.
Empero, es necesario iluminar e instruir, sin por
ello prometerse demasiado de este medio.
ESCRITOS POLITICOS
199
Por lo demás, no creo que la evidencia, como nin­
gún otro medio, pueda hacer inmutables las leyes; no
todas, pero sí algunas de ellas las sé a merced de las
circunstancias. La posición actual de un Estado inspi­
ra una ley muy sabia; y tal ley, ligada a la circunstan­
cia, sería muy perjudicial si llegara a modificarse la
situación.
XIII. Resultaría conveniente ahora establecer los
derechos de los poderes intermedios, y establecerlos de
un modo irrevocable, tanto para el legislador mismo
como para sus sucesores; si son dependientes del poder
supremo, no son nada. Un pueblo libre no difiere de
un pueblo esclavo más que por la inamovibilidad de
ciertos privilegios pertenecientes al hombre como hom­
bre; a cada orden de ciudadanos, como miembro de
dicho orden, y a cada ciudadano como miembro de la
sociedad. No hay ni derechos, ni leyes, ni libertad don­
de el soberano dispone a placer de los derechos y de las
leyes; vano será el trabajo de un legislador equitativo
y benefactor si aquél a quien transmite el cetro puede
trastocarlo todo. Vincularse a sí mismo y vincular a su
sucesor; tal es el colmo del heroísmo, de la humanidad,
del amor a los súbditos, y una de las cosas más difícil­
mente obtenibles por la legislación. Sólo conozco al
respecto tres o cuatro medios: el conocimiento o la
instrucción pública, la brevedad del código y de las
leyes, la educación, el juramento nacional y la asam­
blea periódica de los Estados Generales; pero ante todo
la educación, y el goce del derecho confirmado por un
largo intervalo de tiempo.
XIV. ¿Puede acaso haber leyes fundamentales en
un Estado en el que los poderes intermedios son con­
siderados sólo como meros canales conductores del po-
200
DIDEROT
der soberano? • No es ésa la manera con que gusto ver
las cosas: despide un tufo a despotismo que repele.
Pero sí que hay realmente leyes fundamentales en
todo Estado donde existen canales que conducen el
interés y la voluntad general hasta el soberano, y donde
tales canales no pueden ser ni obstruidos por el oro ni
demolidos por el soberano.
Sin tales preliminares, sobre la superficie de la tierra
yo nunca vería otra cosa que esclavos bajo nombres
diferentes.
XV.
Leyes que permiten amonestaciones, que de­
terminan las órdenes que merecen sumisión; que fijan
su ejecución, etc. *, no vuelven inquebrantable la cons­
titución de un Estado: valga el ejemplo de Francia,
que disfrutaba de todas sus ventajas, y en un instante
vio quebrantada su constitución.
Nada se habrá hecho en tanto no se haya encontrado
el secreto de envolver en pañales al niño estúpido,
malvado o loco. Durante el reinado de un mal sobera­
no, la nación está en estado de guerra con quien la
gobierna; cuantos más reinados malos se den, tanto
más se habrá perpetuado dicho estado de guerra; poco
XIV. • Instrucción, art. 20 (Ledieu, pág. 22): "L as leyes funda­
mentales de un Estado implican necesariamente canales intermedios,
vale decir, tribunales, por cuyo interior discune el poder del sobera­
no".
XV. • Instruction, art. 21 (Ledieu, pág. 22): "Leyes que permiten
hacer amonestaciones, por medio de las cuales afirmar que tal edicto
contraviene el código de las leyes; que es perjudicial, oscuro, de
ejecución impracticable; que establecen por adelantado las órdenes
que deben ser obedecidas y el modo en que habrán de ser ejecutadas;
leyes como ésas vuelven firme e inalterable la constitución de un
Estado” .
ESCRITOS POLITICOS
201
a poco un pueblo se habitúa a mirar a su amo como a
su propio enemigo.
£1 lema inicial de todos los que suben al trono es:
Paz entre mi pueblo y yo; uno tras otro, todos lo han
pregonado en voz alta: aún está por ver quién manten­
drá su palabra; es el Mesías. Pueblos, no os apresuréis
en decir: “ Helo ahí; ha llegado” ; esperad los milagros
que deben revelarlo.
¡Hacer amonestaciones! ¿Para qué sirven las amo­
nestaciones? ¿Acaso nuestros magistrados no las ha­
cían? ¿Acaso no rehusaban registrar aquellos deseos
del soberano en su opinión contrarios a las leyes y al
bien de la nación? ¿Acaso no estaban autorizados a tal
rechazo por la más decidida conminación de varios de
nuestros reyes, a quienes se les había ocurrido con
acierto que podían no ser absolutamente infalibles?
¿Acaso no suspendían el curso de la justicia? ¿Acaso
no se exponían al exilio? ¿Y acaso no han sido exilia­
dos en más de una ocasión? ¿Acaso no fueron final­
mente destruidos? No es pues cierto que semejantes
precauciones basten de por si para hacer fija e inque­
brantable la constitución de un Estado. Cuando uno
se propone dar forma a un gobierno, es de la mayor
importancia que haga lo que puede hacer mientras
disponga de toda la autoridad, pues cuanto más duren
los vicios, tanto más difícil será ponerles remedio.
Veo por todas partes, en todas las naciones, monu­
mentos que dan fe de la autoridad del soberano. No
veo ninguno que dé fe de la libertad de la nación; y sin
embargo, si algún inconveniente cabe temer no es que
el monarca se olvide de su prerrogativa, sino que los
súbditos se olviden de sus derechos.
Se decía y aún se dice en Francia: “ Nosotros destruí-
202
OIDEROT
mos nuestro Parlamento y la emperatriz de Rusia se
ocupa de instituir uno en su pais” . ¿Pero la destruc­
ción de ese parlamento no le gritaba que ella tenía
algo mejor que hacer? La emperatriz ha advertido la
necesidad de un depositario de las leyes fundamentales
del Estado. Ella ha visto la violación y la destrucción
del depositario de nuestras leyes fundamentales; luego
ha debido concluir: “ Si las leyes fundamentales de Ru­
sia carecen de un depositario mejor que aquél, nada he
hecho por su duración". Por tanto, ha debido pregun­
tarse a sí misma: “ ¿Cuál debe ser el depositario de mis
leyes si no quiero que sea violado ni destruido?”
Es cierto que la emperatriz me dijo, a mí mismo,
que el momento de esa violación y esa destrucción le
había mostrado al pueblo francés en su aspecto más
despreciable y más vil. Imagino que de haber tenido
Francia más energía semejante fechoría no se podría
haber consumado sin una enorme efusión de sangre.
La emperatriz nos habría aplaudido, no me cabe la
menor duda, ¿pero qué le habría enseñado tal derra­
mamiento de sangre? Que la constitución de su impe­
rio debía ser tal que ninguno de sus sucesores pudiera
verse tentado a violar y destruir al depositario de sus
leyes, puesto que en un pueblo valeroso dicha viola­
ción no tiene lugar sin asesinatos ni homicidios. Con­
fieso que habría probado un gran placer de haber leído
algunas páginas de un comentario hecho por esta mu­
jer extraordinaria sobre tales articulos de su instruc­
ción.
En la naturaleza, la destrucción de un ser supone
siempre la generación de otro; pero éste es siempre
menos perfecto. Me gustaría ciertamente que ella hi­
ciese una excepción a este orden de cosas, y que de la
ESCRITOS POLITICOS
203
destrucción de nuestro parlamento y de la corrupción
del parlamento de Inglaterra brotara en Petersburgo
algo mejor que uno y otro. Si ella se ocupa al respecto,
ello acaecerá.
XVI. Es necesario un depósito de las leyes *; cierta­
mente, dicho depósito sólo puede estar en el cuerpo
político, etc. Sin duda, de eso se trata. De lo que se
trata es de saber cómo impedir la violación del depósi­
to. ¡Violado por el soberano, o por el magistrado! De
lo que se trata es, pues, de saber qué debe hacer el
depositario, una vez que el depósito haya sido violado
por el soberano.
XVII. ¿Qué es el depósito de las leyes? * Una insti­
tución en virtud de la cual la voluntad del soberano es
examinada, autorizada, publicada, ejecutada. ¿Pero
cuál es la garanda de la fuerza y de la duración de
dicha institución? En Francia, tal depositario era el
parlamento, pero el parlamento ya no existe. En Rusia
es el senado, pero el senado no es nada: Vox clamantis
in deserto. Un día Herodes hizo cortar esa cabeza que
clamaba en el desierto, ofreciéndosela en una bandeja
a Herodiada.
XVIII. Esta institución impide que el pueblo des­
precie impunemente las órdenes del soberano *. Sí, im­
punemente, eso es cierto.
XVI. * Instruction, ara. 22 y 23 (Ledieu, pág. 24).
XVII. * Instruction. art. 28 (Ledieu, pág. 24): “ Si se pregunta qué
es el depósito de las leyes, respondo: el depósito de las leyes es esa
institución por cuya virtud los cuerpos antes mencionados, institui­
dos para hacer observar la voluntad del soberano de conformidad con
las leyes fundamentales y con la constitución del Estado, están obli­
gados a orientarle en el ejercicio de sus funciones de acuerdo con las
formas que al respecto se les prescriben".
XVIII. * Instruction, arL 29 (Ledieu, pág. 24).
204
D1DEROT
Esta institución pone coto a los caprichos y a la
codicia del soberano. ¿Dónde? Eso no pasa ni siquiera
en Londres. El rico compra los sufragios de sus comi­
tentes para obtener el honor de representarlos; la corte
compra el sufragio de los representantes para gobernar
más despóticamente. Una nación sabia, ¿no habrá de
poner manos a la obra a fin de evitar una y otra co­
rrupción? ¿No resulta asombroso que ello no tuviera
lugar el día en que un representante tuvo la falta de
pudor de hacer esperar a sus comitentes en su anticá­
mara para a continuación decirles; “ No sé qué queréis,
pero sólo haré lo que me venga en gana; os he compra­
do a un alto precio, y he decidido venderos lo más caro
que me sea posible”? ¿O el mismo día en que el minis­
tro se jactó de llevar en su cartera la tarifa de todos los
hombres honestos de Inglaterra?
Si el derecho de representar se compra, el más rico
será siempre el representante. Si no se compra, el re­
presentante será más barato. En ocasiones me siento
tentado a creer que pasa en Inglaterra con la venalidad
del representante lo que en Francia con la venalidad
de los cargos públicos: que son dos males necesarios.
XIX.
Aquello es posible, pero una vez descubierto
ese orden, ¿quién lo introducirá? ¿Cuántos intereses se
opondrán a su establecimiento?
En Francia sería preciso cometer una montaña in­
creíble de injusticias, pues se abolirían privilegios, de­
rechos, distinciones, etc., de los que unos han sido
acordados como recompensa por servicios y los otros
adquiridos con dinero. Se requeriría que el monarca
atropellase el juramento que hizo en su consagración.
Se requeriría que ofendiese a todos los órdenes del
ESCRITOS POLITICOS
205
Estado. En Rusia, en Constantinopla, equivale a arries­
gar la corona y la cabeza.
Pero, se dirá, se trata de una reforma a introducir
poco a poco; o sea, que contáis con dos o tres soberanos
justos, buenos e ilustrados, y sobre todo mujeres. ¿Es
una ley natural? Y aquí está desgraciadamente la razón
por la que hay que contar el libro de la Riviére, en
buena medida al menos, entre las Utopías. Cuánta
diferencia entre un pueblo civilizado y un pueblo por
civilizar; la condición de aquél me parece peor que la
condición de éste; uno es sano: el otro, en cambio,
padece un viejo y casi incurable mal. Y además, ¿qué
pensar de un sistema donde no se tienen en cuenta la
locura y las pasiones, el interés y los prejuicios, etc.?
Considero todas las obras modernas como un reloj
salido de la mano de un geómetra que no hubiera
hecho entrar en su cálculo ni los rozamientos, ni los
choques ni el peso. Los unos han tenido un perfecto
conocimiento del mal y no han indicado el remedio,
los otros han supuesto la máquina sana y completa­
mente nueva; o si tenían conocimiento de su defecto,
no han advertido suficientemente la dificultad de po­
nerle remedio; por un lado, ningún remedio, por el
otro, ningún medio de aplicarlo.
XX.
La igualdad de los ciudadanos consiste en es­
tar todos sometidos a las mismas leyes seria preciso
añadir igualmente.
Tal parágrafo entraña la abolición de todos los pri­
vilegios adscritos a la nobleza, al estamento eclesiásti­
co, a la magistratura; pero, pregunto, ¿qué precaucio­
nes se lomarán para que ciudadanos desiguales en poXX.
• Instruction, art. 34 (Ledieu, pág. 26).
206
DIDEROT
der, en fuerza, en medios de toda especie, sean iguales
ante el tribunal de las leyes? Así debe ser, así se ha su­
puesto siempre, pero nunca ha sido así, y quizá nunca
ha podido ser así. El tema bien valdría una reflexión.
A veces, un azar feliz rompe la desigualdad entre dos
individuos naturalmente iguales. Existe entre dos in­
dividuos una desigualdad natural. Existen desigualda­
des convencionales o que dependen del rango que los
individuos ocupan en la sociedad. Si el rango se debe
al mérito, tal desigualdad se incluye en la clase de las
desigualdades naturales. Respeto todas esas desigual­
dades, forman parte de la propiedad; pero esos dere­
chos o privilegios artificiosos adscritos a las condicio­
nes, a consecuencia de las cuales el fardo de la sociedad
es tan desigualmente compartido y la autoridad de la
ley tan diversa, los considero intolerables; buscad al­
gún otro medio de otorgar dignidades a los hombres;
dad dinero, insignias, elevad estatuas, etc... Este punto
aún exigiría su buena discusión.
Algunas opiniones pueden ser excelentes sin que se
hayan percibido desde un principio sus ventajas, y no
hay que maravillarse por ello. Las cosas presentan a
veces dificultades tales que sólo la experiencia o el
genio consiguen sobrepasar. La experiencia, que mar­
cha a paso lento, pide tiempo; y el genio, que, símil a
los corceles de los dioses, franquea un inmenso inter­
valo de un salto, se hace esperar siglos. ¿Ha aparecido?
Se le rechaza o persigue. Si habla, no se le escucha. Si
por casualidad se le escucha, la envidia retraduce sus
proyectos como sueños sublimes, haciéndolos fraca­
sar.
El interés general de la multitud supliría quizá la
penetración, si se le dejara moverse en libertad: pero se
ESCRITOS POLITICOS
207
ve de continuo hostigado por la autoridad, cuyos de­
positarios no entienden de nada y pretenden arreglarlo
todo. ¿A quién honran con su confianza y su intimi­
dad? Al adulador impúdico, que sin creerlo en absolu­
to les repetirá una y otra vez que son seres maravillo­
sos; el mal se hace por su estupidez y se perpetúa a
causa de una malentendida vergüenza que les impide
volver sobre sus pasos; las falsas combinaciones se ago­
tan antes de encontrar las verdaderas, o de resolverse a
aprobarlas después de haberlas rechazado; la extrema
juventud de los soberanos, la incapacidad o el orgullo
de los ministros, así como la paciencia de las víctimas,
hacen pues que reine el desorden. Habría consuelo de
los males pasados y de los males presentes si el futuro
debiese cambiar este destino; pero se trata de una espe­
ranza en la que resulta imposible mecerse; y si se pre­
guntase al filósofo por la utilidad de los consejos que
él se obstina en dirigir a las naciones y a quienes las
gobiernan, y respondiese con sinceridad, respondería
que está dando satisfacción a una inclinación invenci­
ble a decir la verdad, aun a riesgo de suscitar la indig­
nación e incluso de beber en la copa de Sócrates.
XXI. Esta máxima debe aplicarse en igual modo a
la soberanía *. La soberanía y la libertad no consisten
en hacer todo lo que se quiere; la soberanía y la liber­
tad están limitadas la una y la otra por la misma barre­
ra: el respeto de la propiedad por parte del soberano y
su uso por parte del súbdito.
XXII. Es necesario formarse una idea clara y preciXXI.
• ¡nslruction, art. 36 (Ledieu, pág. 28): "L a libertad política
no consiste en hacer todo lo que se quiere".
208
DIDF.ROT
sa de la libertad. Sin duda. Si un ciudadano pudiese
hacer lo que prohíben las leyes ya no habría libertad *.
Sin duda; pero si no fuera un ciudadano quien tuviese
tal poder, si fuera el soberano, ¿habría acaso libertad?
Sin duda: la libertad de uno solo y la esclavitud de
todos; de lo que deriva, me parece, que la servidumbre
de uno solo constituye la premisa esencial para la li­
bertad de todos.
Un cacique hizo un viaje a Francia; lo primero que
se le preguntó en la corte fue si tenía esclavos. A lo que
respondió: "De entre todos mis súbditos, esclavos sólo
conozco uno: y ese esclavo soy yo”. Tan bella y sublime
contestación debió hacerle pasar por un sujeto despre­
ciable en la corte de un rey que decía de un sultán que
había hecho cortar una docena de las más importantes
cabezas del Diván: "Esto sí es reinar” . Un cortesano
tuvo el valor de responderle: "Sí, Sire, pero de sobera­
nos que saben reinar de ese modo he visto estrangular
seis durante mi embajada en la Puerta” ; y ese cortesano
sincero, ¿cayó en desgracia? Lo ignoro; todo lo que sé
es que su amo fingió no haberle oído y le volvió la
espalda. El déspota dice que quien teme decir una
verdad dura y útil a su amo es un cobarde, y tiene
razón; pero no dice que el déspota que castiga con su
desgracia al hombre valeroso que ha osado decirle una
verdad dura y útil, está sembrando cobardes a su alre­
dedor.
XXIII. Esta definición es incompleta; no es sufiXXII.
• Instruction, art. 38 (Ledieu, pág. 28): "L a libertad es el
derecho de hacer todo lo que las leyes permiten; si un ciudadano
pudiese hacer todo lo que las leyes prohíben, ya no habría libertad,
pues los demás tendrían igualmente tal poder".
ESCRITOS POLITICOS
209
cíente para la libertad política * que el ciudadano se
halle protegido contra la injuria del ciudadano; es me­
nester que el ciudadano se halle al abrigo de la injuria
del soberano, y que la sociedad no tenga nada que
temer de este último; lo que es imposible de no renun­
ciar aquél a una parte de su poder; lo cual, además,
sólo tendrá un valor transitorio si no toma todas las
precauciones imaginables para que tal renuncia no
sea revocada por un sucesor suyo insensato y tirano.
¿Y cuál es la parte de autoridad a la que debe renun­
ciar? ¿En qué consiste? ¿Quién debe ser su depositario?
Un cuerpo que represente la nación debe ser ese depo­
sitario. ¿Cuál debe ser la prerrogativa de dicho cuerpo?
La de revisar, aprobar o desaprobar las voluntades del
soberano y de notificarlas al pueblo. ¿Quién debe com­
poner dicho cuerpo? Los grandes propietarios. ¿Cómo
infundir alguna fuerza a dicho cuerpo? Eso es asunto
del tiempo, de la consideración pública, de su propia
constitución, de sus reglamentos, de la sanción dada a
tales reglamentos, del juramento de los miembros de
dicho cuerpo, de la inamovibilidad de sus miembros,
del privilegio de designarlos, de dedicarse exclusiva­
mente al soberano, etc...
Si el soberano quiere sinceramente vincularse a sí
mismo y vincular a sus sucesores, sabrá encontrar el
modo.
XXIV. Me cuesta bastante creer que el clima no
XXIII.
• Instruction. art. 40 (Ledieu, pág. 29): "L a libertad polí­
tica, en un ciudadano, es esa tranquilidad de espíritu que proviene de
la opinión que cada uno tiene de su seguridad; y para que tenga
dicha libertad, es menester que el gobierno sea tal que un ciudadano
no pueda temer a otro ciudadano, sino que todos juntos teman las
leyes” .
210
DIOEROT
influya considerablemente en el carácter de las nacio­
nes *, que el Americano agobiado por el calor pueda
tener un carácter idéntico al habitante del Norte, cur­
tido por el frío; que un pueblo que vive en medio de
los hielos pueda hacer gala de la misma alegría que un
pueblo que se pasea durante casi todo el año entre las
flores. ¿Creéis acaso que los campesinos de un país con
ocho meses de invierno puedan parecerse a los de otro
que sólo tiene dos o tres y muy suaves? Tal causa
permanente repercutirá en todo, sin exceptuar siquiera
la producción artística; en el comportamiento, en la
cocina, en los gustos, en las diversiones, etc...
XXV. Esa reconocida infidelidad*: es esa activi­
dad, creo, lo que habría que decir.
XXVI. Concierne a la legislación ir tras el espíritu
de la nación*. No estoy de acuerdo: concierne a la
legislación formar el espíritu de la nación. Sé perfecta­
mente que Solón seguía el espíritu de su nación; pero
Solón no era déspota, pero Solón no tenía que vérselas
con un pueblo siervo y bárbaro. Cuando se puede todo
y no hay aún nada hecho, no hay por qué prescribir
las mejores leyes que un pueblo pueda recibir: se re­
quiere darle las mejores leyes posibles.
XXVII. Las leyes son instituciones particulares y
precisas del legislador *. La naturaleza ha hecho todas
las buenas leyes, el legislador las vuelve públicas. Les
diría gustoso a los soberanos: "Si queréis que vuestras
XXIV. • Instruction, art. 47 (Ledieu, pág. SO): "L a naturaleza y
el clima dominan, casi por si solos, a los salvajes".
XXV. • Instruction, art. 55 (Ledieu, págs. 30-31): "Esa reconocida
infelicidad les ha conservado el comercio del Japón.
XXVI. * Instruction, art. 57 (Ledieu, pág. 31).
XXVII. * Instruction, art. 59 (Ledieu, pág. SI).
ESCRITOS POLITICOS
211
leyes sean observadas, que nunca contraríen la natura­
leza” ; les diría a los curas: “ Que no se oponga vuestra
moral a los placeres inocentes” . Tronad, amenazad a
unos y otros todo lo que os parezca, abrid calabozos a
nuestros ojos, infiernos a nuestro paso: nunca sofoca­
réis en mí el anhelo de ser feliz. Quiero ser feliz: artícu­
lo inicial de un código anterior a toda legislación, a
todo sistema religioso.
XXVIII. Cuanto más se comunican los pueblos en­
tre sí, tanto más modifican sus costumbres*. Razón
por la cual los Chinos no salen ni dejan entrar. ¿Hacen
bien? ¿Hacen mal? Con toda seguridad, aquellos Rusos
que han viajado han llevado a su patria la locura de
las naciones visitadas, nada de su sabiduría; todos sus
vicios, ninguna de sus virtudes; y creo que los viajes,
tal y como hoy los llevan a cabo nuestros jóvenes seño­
res, corrompan a más jóvenes de cuantos no instruyan.
XXIX. Parece que en este artículo se vuelva a las
costumbres independientes de las leyes *.
En mi opinión las costumbres son consecuencias de
las leyes; un pueblo salvaje tiene costumbres cuando
en él se observan las leyes naturales, la humanidad, la
dulzura, la beneficencia, la fidelidad, la buena fe, etc...
Un pueblo civilizado tiene costumbres cuando en él se
observan de manera generalizada las leyes naturales y
civiles.
Las costumbres son buenas cuando las leyes obser­
vadas son buenas, malas cuando las leyes observadas
XXVIII. * Instruction, an. 62 (Ledieu, pág. 32).
XXIX. • Instruction, art. 60 (Ledieu, pág. 32): "E s una política
malísima querer cambiar mediante las leyes lo que debe ser cambiado
mediante las costumbres".
212
D1DEROT
son malas. Si las leyes, buenas o malas, no son obser­
vadas no hay costumbres.
Si se mira de cerca, se verá que la distinción de las
costumbres de los grandes y del pueblo parte de la
misma fuente. Las costumbres del pueblo, cuando son
buenas, son las del salvaje cuando es bueno. Las cos­
tumbres de los grandes son las costumbres de un pue­
blo civilizado cuando es malo. Las demás diferencias
dependen de la grosería o la gentileza.
XXX. El procurador general dice: Tal observación
se refiere a las leyes civiles, políticas y penales, pero no
a las leyes naturales. Luego las primeras no son conse­
cuencias esenciales de éstas, luego son variables.
XXXI. Existen medios para impedir los delitos*.
Sin duda:
1. no creando imaginarios:
2. haciendo felices a los hombres;
3. ilustrándoles acerca de sus intereses;
4. impidiendo la pereza;
5. moderando las leyes penales;
6. condenando al criminal a reparar el mal que ha
hecho a la sociedad con su delito. El verdadero castigo
de un asesinato consiste en ser un semental.
XXXII. El resentimiento es la única ley natural.
La ley social la ha sustituido. El resentimiento variaba
según el carácter de la ofensa y del ofendido. La ley
civil olvida el resentimiento y sólo sopesa la naturaleza
de la ofensa; sometiéndose a la ley, el indulgente se ha
vuelto vengativo, y el vengativo indulgente.
XXXI. * Imtruction, an. 61 (Ledieu, pág. 32). que continúa: “son
los castigos; los hay para hacer cambiar las costumbres: son los ejem­
plos” .
ESCRITOS POLITICOS
213
XXXIII. Pertenece a los usos castigar la impiedad
con penas civiles *. Parece que la emperatriz tienda
a limitar el castigo a la excomunicación, y tiene razón.
XXXIV. Es menester prevenir las acciones contra­
rias a la continencia y a las buenas costumbres, pero
no hay por qué castigarlas. La pena de la infamia
especialmente sería de una ferocidad realmente atroz *.
La ley contra el adulterio, en vigor en todas partes, en
todas partes se halla en desuso. La mejor precaución es
la de disminuir el número de los célibes; y se disminu­
ye el número de los célibes por medio del bienestar
general.
XXXV. Me ha parecido que, en general, los hom­
bres arriesgaban más gustosamente su honor que su
vida, y su vida que su riqueza. El honor es el móvil de
un pequeño número de hombres solamente, y la vida
nada es si no se es feliz; consiguientemente, de todas las
penas aflictivas las penas pecuniarias deberían ser las
más frecuentes. Sólo raramente penas infamantes: el
infame está condenado a la perversidad; pocas penas
capitales: porque un hombre haya sido muerto no hay
que matar a un segundo; el asesino muerto ya no sirve
para nada, (y son tantos los trabajos públicos a los que
podría ser condenado! Tantas penas pecuniarias de las
que una parte iría a parar al ofendido.
El exilio lo considero una infracción al derecho de
gentes. Significa introducir un malhechor en casa del
XXXIII. • ¡nstruction, arl. 75 (Ledieu, pág. 34).
XXXIV. 'lb id ., arl. 77 (Ledieu. pág. 34). donde se establecen
como castigos contra los delitos de costumbres “ las multas, la ver­
güenza. la necesidad de esconderse, la infamia pública, la expulsión
fuera de la ciudad y de la sociedad".
214
DIDEROT
vecino, enviarle a que cómela el daño en otra parte en
vez de en su propia casa.
Creo que habría que establecer un término, pasado
el cual ciertos delitos —si no todos—, como el robo,
perseguidos al objeto de reparar la injusticia cometida,
dejarían de ser castigados.
Tema. Un hombre, a la edad de diecinueve o veinte
años es cómplice de un delito; se casa, tiene hijos,
ejerce un oficio o lleva un negocio. Es honesto en su
comercio; es buen padre, buen esposo, buen vecino,
buen ciudadano; su buena conducta es notoria; al cabo
de dieciocho o diecinueve años sus antiguos camaradas
en la fechoría son cogidos; lo denuncian; ¿irá la justi­
cia a detener a ese hombre a su casa, a arrancarlo de su
condición, de su mujer, de sus hijos, arrastrarlo a un
calabozo y del calabozo al suplicio? Un instante des­
venturado en su vida, ¿bastará para condenarlo? ¿Hay
algún ciudadano al que la ley no perdonaría una in­
fracción estando ella segura que aquél obrará en con­
secuencia con tal perdón? Pregunto si, en ese caso, que
no es raro dado que yo me he topado con él en dos
ocasiones, la ley —tras haber tomado exacto conoci­
miento de la vida y de las costumbres del acusado desde
el cometimiento del crimen— no deberá dejar en paz a
tal ciudadano en su casa, y no digo ya de condonarle el
castigo, sino incluso ahorrar su reputación.
Todo esto me lleva a otra cuestión: la de saber si la
ley civil no debería tener artículos secretos que atem­
perasen su severidad, que la sometieran a restricciones
aun dejando intacta toda su capacidad de atemorizar.
Mi predilección va por la inadvertencia secreta de la
ley antes que por la promulgación pública de la gracia.
La promulgación pública de la gracia es una contra­
ESCRITOS POLITICOS
215
dicción formal respecto de la finalidad del castigo. La
gracia muestra siempre un ser por encima de la ley, la
cual, sin embargo, debiera estar por encima de todos,
sin excluir a nadie; así, la cuestión de la gracia no se
plantea en la instrucción, es un primer articulo secreto.
La ley que arranca de la sociedad a un miembro
perverso que se ha enmendado a sí mismo semejaría al
cirujano que amputase un miembro a un enfermo por
la sencilla razón que dicho miembro antaño estuvo
malsano. Estoy siguiendo la comparación de la ins­
trucción, según la cual la pena de muerte es como el
remedio de la sociedad enferma.
La confiscación de bienes, sea cual fuere el delito
cometido, aparte el caso del ciudadano solo hasta el
punto que nadie tiene derecho a la sucesión, me parece
una injusticia: significa apoderarse de un bien ajeno,
castigar al hijo por la falta del padre, arruinar a una
familia inocente; ¿por qué condenar a la miseria a
quien no ha incurrido en falta?
No recuerdo haber leído en la instrucción un solo
artículo que tratara del juramento. Exigir de un cul­
pable el juramento de decir la verdad es un medio
seguro de añadir el perjurio al delito cometido. Pero si
no es el caso de exigirlo a los acusados quizá no ocurra
otro tanto con los acusadores. El de los ingleses es
bonito: Juráis decir la verdad, toda la verdad, y nada
más que la verdad.
XXXVI.
El amor a la patria es un móvil momen­
táneo que desaparece con el peligro de la sociedad *.
XXXVI. * Cf. Instruction, art 81 (Ledieu, pág. 37): “ El amor a la
patria, la vergüenza y el temor a la censura constituyen otros tantos
motivos represores que pueden llegar a evitar un buen número de
delitos” .
216
DIDEROT
La vergüenza y el temor a la reprobación —frenos de
un reducido número de almas honestas— jamás po­
drán formar el espíritu y las costumbres de una gran
nación. Es necesario sustituir tales medios por la liber­
tad y la seguridad de las personas y de las propiedades,
por la felicidad; que la pena de una mala acción no
consista en estar convencidos de ello, sino que la mala
acción raramente se vea libre de castigo, es decir: que
ella se castigue a sí misma, lo que siempre sucederá
cuando el bien y el mal de la sociedad se vinculen
indivisiblemente con el bien y el mal de los miembros
que la integran.
No hay más costumbres generales constantes que las
que tienen por base la legislación.
Ha de ser sobre todo la sección penal de un código
la que —sin dejar de ser una consecuencia de la ley na­
tural— experimente y deba experimentar frecuentes
correcciones.
Las circunstancias deben a menudo hacer variar la
relación entre delitos y penas, puesto que hacen variar
la naturaleza de los delitos.
Existen delitos epidémicos; un gran legislador en­
contrará su causa y su remedio, como un gran médico
encontrará la causa y el remedio de las enfermedades
del mismo género.
XXXVII. Es imposible amar una pam a que no
nos ama. Es imposible que el patriotismo que no se
funda en la felicidad no se extinga.
XXXVIII. Detesto las penas infamantes *: deshon­
rando al hombre lo condenan, lo consagran al delito.
XXXVIII. * El an. 93 de la Instruction (Ledieu, pág. 38) hace
referencia a los “castigos que comportan infamia**.
ESCRITOS POLITICOS
217
Una de dos: o se expulsa a la infamia de los Estados, o
se la priva para siempre de la libertad encadenándola
a los trabajos públicos.
XXXIX.
Pero si el poder legislativo y el poder eje­
cutivo no pueden ser separados sin causar confusión,
se sigue una de estas dos consecuencias: o hay que
someterse al despotismo, o no hay más gobierno bueno
que el democrático *.
Pienso que ambos poderes deben ser separados de la
magistratura, pues la experiencia ha demostrado dos
cosas: que cuando el magistrado se ocupa de asuntos
administrativos descuida los de los ciudadanos priva­
dos; y que cuando el legislador no se comporta como
quiere el magistrado éste se venga suspendiendo sus
funciones de magistrado.
XL. No deberían imprimirse nunca las decisiones
de los tribunales #. A la larga, terminan por conformar
una contra-autoridad legal. Los comentaristas de los
libros sacros han dado lugar a mil herejías. Los co­
mentaristas de las leyes las han sofocado; ninguna otra
autoridad o medio de defensa ante los tribunales que
la ley y la razón o justicia natural. Una vez formulada
o ejecutada la sentencia, la decisión del tribunal se
disuelve en la nada, hay que prohibir su cita. Si el
tribunal se ha equivocado, citar su sentencia equivale
a solicitarle a cometer de nuevo la misma injusticia;
prohibir toda cita de una sentencia.
XXXIX. * El art. 98 de la Instruction (Ledieu. pág. 39) establecía
que: “ El poder del juez debe limitarse a la sola ejecución de las leyes,
a fin que la libertad y la seguridad del ciudadano no se vean puestas
en duda” .
XL. • Instruction, art. 101 (Ledieu, pág. 39): "Estos tribunales
emiten decisiones, que deben ser conservadas, que deben ser aprendi­
das para que se juzgue hoy como se juzgó ayer”.
218
DIDEROT
XLI. Me parece que hay dos lipos de honor que
con demasiada frecuencia son separados. Se tiene el
honor de un militar y no se es un hombre de honor.
Hay el honor del hombre y el honor del oficio; todos
son celosos de este último.
XLII. En el gobierno monárquico, una vez anula­
dos todos los privilegios adscritos a la diferencia de las
condiciones —privilegios por igual nocivos a la igual
sumisión a la ley y a la justa repartición de los impues­
tos—, el código se verá enormemente simplificado*.
Si la máxima: divide para reinar es cierta, los privi­
legios atribuidos a ciertos estamentos presentan dos
inconvenientes: uno en razón de los títulos exclusivos,
el otro como apoyo del despotismo que los concede y
los quita.
El Estado democrático pudiera quizá representarse
mediante una multitud de bolas más o menos iguales
situadas sobre un mismo plano y apretadas unas sobre
otras; el nivel es el mismo, pero la presión varia a
tenor de la masa de las bolas. En el Estado monárqui­
co, las bolas se sitúan piramidalmente; la bola de la
cumbre ejerce su presión sobre las tres o cuatro del
plano inmediatamente inferior al suyo; dicho plano
ejerce presión sobre otro plano; bajo éste hay un terce­
ro, y así sucesivamente hasta llegar a la base o plano
último que se apoya en tierra, y que es aplastado por
el peso de todos los demás.
En las revoluciones, si el Estado es democrático, las
XLII. 9 Instruetion, art. 104 (Ledieu, pág. 40): "L a diferencia de
rango, de origen, de condición que x establece en el gobierno mo­
nárquico, comporta a menudo distinciones en la naturaleza de los
bienes; y las leyes relativas a la constitución de dicho Estado pueden
aumentar aún más el número de tales distinciones".
ESCRITOS POLITICOS
219
bolas se aíslan; si el Estado es monárquico, la pirámide
se desmorona con un estruendo espantoso. Allí, cada
uno tiende a quedarse firme sobre su plano, y la bola
de la cumbre permanece tranquila en su lugar.
Cuando las bolas están situadas horizontalmente,
las sacudidas son laterales. Cuando lo están en pirámi­
de, las sacudidas van de abajo arriba. Allí, cada uno
quiere tener campo libre. Aquí, cada uno quiere ganar
el estrato superior al suyo. Allí, la emulación consiste
en ganar sitio; aquí, la ambición es la de encumbrarse.
Allí hay un centro, aquí una cima.
XLIII. Semejante distinción de condiciones y de
bienes, resto de un antiguo gobierno vicioso, supone
en ciertos pueblos un obstáculo eterno a una buena
legislación. Cuando se tiene la autoridad soberana y se
parte de cero es menester limpiar el área de todos esos
escombros.
XLIV. Es evidente que cuanto más se multiplican
los campos de la actividad administrativa, el número
de tribunales aumenta *; (tero si llega a suceder que la
jurisprudencia de un tribunal entra en contradicción
con la jurisprudencia de otro, significa que el funda­
dor de tales tribunales carecía de regla fija con la que
orientarse. Si creando dichos tribunales hubiese tenido
siempre por objetivo la libertad y la propiedad, todas
las leyes convergentes hacia un mismo punto nunca se
habrían entrecruzado: hubieran constituido otras tan­
tas rutas que se habrían dirigido por trazados diferentes
hacia un centro común.
El principio secreto de todos los desórdenes es que
un soberano egoísta, aun sin notarlo pero ¡nvariableXLIV.
pág. 41).
* La referencia es el an. 107 de la Instruction (Ledieu,
220
OIDEROT
mente, se separa de su nación. El se cree en guerra con
ella. Qué momento feliz cuando los soberanos advier­
tan que la felicidad de sus súbditos y su seguridad son
una misma cosa. Dejarán de mantenernos en una con­
dición de debilidad cuando dejen de temer nuestra
fuerza. Nunca se rebeló nadie que no fuera infeliz o
estuviera oprimido.
El término de la infelicidad o de la opresión está
delimitado por la naturaleza. Está trazado en el surco
del campesino. La tierra pide la restitución de una
parte. Quien la cultiva debe reservar una segunda para
él. La tercera pertenece al propietario. Desafío al más
atroz de los déspotas a infringir tal reparto sin conde­
nar a una parte de su pueblo a morir de hambre: y he
ahí llegado el momento de la revuelta. He tomado la
agricultura por ejemplo dado que en última instancia
toda opresión revierte sobre la tierra.
XLV. Hay un gran inconveniente en la multitud
de tribunales *. Los conflictos de jurisdicción; los pro­
cesos duplicados por las discusiones sobre el regla­
mento de competencias de los jueces; la incertidumbre
y las contradicciones introducidas con el tiempo en la
jurisprudencia; nada es tan frecuente como oír decir: si
pleiteáis en tal tribunal, ganáis la causa; si pleiteáis en
tal otro, la perdéis. Sin contar con que poco a poco el
procedimiento se altera.
XLVI. Todos estos artículos me parecen dictados
por la máxima sabiduría *. Cuanto más se medita so­
bre el axioma Regina mundi forma, más cierto se le
encuentra; es verdad que cuanto más simple sea la
forma, cuando se condlia con los derechos de libertad
XLV. * Ibid., art. 110 (Ledieu, pág. 42).
XLVI. •Ibid., ans. 111-112 (Ledieu, págs. 42-45).
ESCRITOS POLITICOS
221
y propiedad, mejor es. Y no lo es menos que cal conci­
liación debe hacerla más compleja. Nuestra ley de en­
juiciamiento pasa por una obra maestra, y la razón de
semejante perfección es que ningún acto podría ser
suprimido sin causar inconvenientes. Queda por saber
si la duración del proceso no es el mayor de todos.
Vos permitís la larga duración de los procesos pena­
les; ¿pero acaso no es una gran crueldad que un ino­
cente permanezca en prisión durante años? ¿No habéis
pensado que a menudo la larga detención lo arruina
completamente? La ley que castiga al culpable no
acuerda indemnización alguna al inocente.
Existen dos clases de procesos. El proceso por audien­
cia y el proceso por relación.
Los procesos por audiencia son asuntos sumarios,
cuya decisión es inmediata.
En los procesos por relación la decisión será igual­
mente inmediata cuando el relator cumpla con su
deber.
Una causa, sea de audiencia sea de relación, es juz­
gada en el tribunal supremo, o en el tribunal sub­
alterno provincial. En este último caso se convierte en
recurso de apelación.
Todo recurso de apelación debe ser una causa de
relación con prohibición a las partes de desplazarse.
El primer juez envía al lugar la confirmación o la
anulación de la sentencia del juez subalterno, y el pro­
ceso ha concluido.
El soberano debe prohibirse toda avocación. La avo­
cación es un insulto hecho al magistrado. Todo cuanto
se refiere al ejercicio de la justicia se reduce a encontrar
magistrados íntegros e ilustrados.
¿Debe o no debe ser gratuita la justicia? Es casi una
222
DIDF-ROT
cuestión de palabras; que se reduce a lo siguiente: ¿El
salario del juez debe ir del bolsillo del pleiteante a
manos del soberano, y de la mano del soberano a la del
juez, o bien de la mano del pleiteante directamente a
manos del juez?
La mala fe del pleiteante es una de las principales
causas de la duración del proceso; incide tanto o más
que la rapacidad del hombre de leyes. Las otras causas
de la duración del proceso derivan del procedimiento
(ninguna solución a esta causa, porque algún tipo de
procedimiento se requiere); el interés del ujier, del pro­
curador y del abogado; la mala fe del litigante; la pe­
reza o la iniquidad del juez.
Ignoro si el procedimiento de los romanos es com­
patible con nuestras legislaciones modernas; esta ma­
teria es mucho más complicada de lo que en principio
parece. A quien sí veo es a los sempiternos bribones
que lo embrollan todo.
¿Qué es el procedimiento? Un encadenamiento de
actos prescritos por la ley para llegar a la sentencia
definitiva de una causa. ¿Para qué ha prescrito el legis­
lador simil encadenamiento de actos sucesivos? En be­
neficio de la seguridad y la libertad del ciudadano.
¿Por qué no podría suprimir uno cualquierra de estos
actos? Porque habría tantos procedimientos diversos
como procesos si no se hubiese provisto a someterlos
todos a la misma forma general.
XLVII. En este artículo * no se habla sino de una
sola forma, cuando hay dos.
La primera, de la que aquí se trata, concierne al
XLVII. • Instruction, ari. 115 (Ledieu, pág. 44): "L as formalida­
des aumentan en razón de la consideración en que se tiene el honor,
la vida y la libertad de los ciudadanos” .
ESCRITOS POLITICOS
223
procedimiento relativo a la institución de las leyes. La
segunda, de la que no se trata, consiste en el procedi­
miento relativo a su ejecución. Es de esta última de la
que a menudo se dice que la forma domina el fondo,
cosa que nunca debería suceder.
Pero como esta forma es tan digna de respeto como
la primera, considero que la mayor severidad que ca­
bría usar sería la de anular el procedimiento y ordenar
la continuación del proceso a expensas de quien haya
faltado a la forma; además, sería necesario que la for­
ma hubiese sido lesionada en un punto muy impor­
tante.
En nuestros tribunales la forma es de rigor; lo que a
veces da lugar a la continuación de un proceso que ha
durado largos años, y a la ruina del litigante que tiene
razón. Aquél que hace uso del rigor en la forma, casi
siempre está equivocado en el fondo.
XLVIII. La defensa de un acusado no debe dejarse
a merced de la juventud y la inexperiencia *. Induda­
blemente, es un medio de formar abogados, pero a
expensas de los ciudadanos. Es menester que los jóve­
nes escuchen durante mucho tiempo antes de hablar;
lo que es particularmente importante cuando de su
decisión pende la vida, el honor, la fortuna y la liber­
tad de un ciudadano.
XLIX. Es harto difícil fijar el número de testigos •;
XLVIII. • Instruction, art. 117 (Ledieu, pág. 44): "Hay personas
que piensan que el miembro más joven de un tribunal deberla ser
encargado de la defensa del acusado, al igual que el alférez, por
ejemplo, lo es en una compañía. De ahí derivaría una ventaja ulte­
rior: que los jueces se formarían en el ejercido de sus fundones".
XLIX. • Instruction, art. 120 (Ledieu, pág. 45): “ La razón exige
dos testigos, porque un testigo que afirma y un acusado que niega se
anulan entre si: se necesita un tercero que resuelva".
224
D1DEROT
hay un cierto tipo de hombre cuyo testimonio lo valo­
raría más que el de todo un pueblo. Me parece que es
necesario sopesar la naturaleza de la acción, el carácter
del acusado y el de los acusadores.
Los salvajes de la isla de Madagascar no son tan
salvajes en sus procedimientos penales. Se sientan en
corro, cada uno con un manojo de palillos ante sí; al
que dan el siguiente uso.
El acusador se presenta y se ponen unos palillos en
su contra o en su favor; lo mismo ocurre con el acusa­
do; comparecen los dos. El acusador aduce un motivo.
Se ponen palillos pro y contra dicho motivo. El acusa­
do responde, y se ponen palillos pro y contra su res­
puesta. La acusación y la defensa prosiguen así hasta
el final; a continuación, el más viejo de los jueces se
pone en pie y sale; y su opinión, que es desconocida,
sea cual sea, es valorada mediante palillos, y así se
continúa hasta el más joven. La misma ceremonia se
repite al revés: yendo desde el más joven hasta el más
viejo. Hecho esto, se cuentan los palillos a favor y en
contra; y el acusador es absuelto o condenado. Conozco
este hecho a través de un testigo ocular verídico, sabio
e ilustrado, el cual no me garantizaba que ese uso fuese
común en toda la isla.
L. Designar a un magistrado para perseguir judi­
cialmente sin acusación pública, a menos que la causa
sea criminal y capital, me parece de lo más peligroso *.
L. * Instruction, art. 139 (Ledicu, pág. 47): "En cienos reinos hay
una ley que quiere que el rey, instituido para hacer cumplir las leyes,
designe un oficial en cada tribunal para que persiga en su nombre
todos los delitos... Entre nosotros, Pedro el Grande ha prescrito a los
procuradores instruir todo sumario donde no estén presentes las par-
ESCRITOS POLITICOS
225
Dicho magistrado puede convertirse en tirano y flagelo
de sus conciudadanos. La amenaza de un proceso es
ciertamente espantosa.
LI. El legislador, en cuanto representa en su per­
sona a toda la sociedad, y reúne en sus manos todo su
poder *.
Catalina II aún no ha olvidado suficientemente en
su Instrucción que es soberana. En ella uno aún se
topa con frases en las que, sin apercibirse, retoma el
cetro al que inicialmente renunciara.
En ninguna parte ha hecho estatuir a la nación acer­
ca de la sucesión del imperio en el caso que su hijo
llegase a morir sin hijos. Haciendo estatuir sobre un
acontecimiento tan importante, haría decidir otro: la
sucesión legal y legítima de su hijo, de sus sobrinos y
de sus sobrinos segundos. Habría prevenido el mo­
mento en que la mitad de la nación podría ser degolla­
da por la otra. Restituiría el cetro a la nación y estable­
cería el modo en que habría de procederse a la elección
de un nuevo rey, so pena de elección ilegítima.
Nada ha dicho acerca de los impuestos.
Nada ha dicho acerca de la guerra y del manteni­
miento de los ejércitos. Todo pueblo que hace la gue­
rra tiene un objeto. Si la población es numerosísima y
el espacio insuficiente, será ganar espacio; si hay espates; si una tal magistratura se añadiese a la más arriba descrita, se
oírla hablar menos de delatores” .
LI. * Cf. Instruction, art. 148 (Ledieu, pág. 48): "L a primera con­
secuencia de tales principios es que sólo a las leyes concierne estable­
cer la pena para los castigos, y que el derecho de hacer las leyes
penales puede residir sólo en el legislador, en cuanto que en su
persona representa a toda la sociedad y reúne en sus manos todo su
poder” .
226
DIDEROT
ció sobrante y la población es escasa, será acaparar
pueblos.
En la guerra entre Rusia y Prusia, si los rusos hubie­
sen obrado como debian cuando entraron en Berlín,
habrían hecho trasladar la entera capital, hombres,
mujeres y niños, obreros, manufacturas, muebles; en
suma, habrían dejado sólo los muros. Lo que digo de
los Prusianos, lo digo también de los Cosacos. Puesto
que yo me habría propuesto operar dicho traslado,
habría vigilado porque se llevara a cabo de la manera
más ordenada posible, y hubiera repartido toda esa
riqueza por todo mi imperio. Ello hubiera resultado
más ventajoso a Rusia y más perjudicial a Prusia que
diez victorias.
Pero, se dirá, ese modo de hacer la guerra es el pro­
pio de los bárbaros. El sentimiento de humanidad se
extingue en el momento que la guerra prende. Y bien,
¿es barbarie sacar a los hombres y transplantarlos de
un país a otro, y no lo es degollarlos en el campo de
batalla? ¿Es barbarie enriquecerse, y no lo es arruinar
completamente al enemigo y a sí mismo a mitad?
Yo no habría hecho esclavos; al contrario, necesitaba
un tercer estado, y así lo hubiera obtenido. Necesitaba
obreros en todos los ramos, y así me hubiera provisto.
Necesitaba hombres libres que enseñasen a mis súbdi­
tos el precio de la libertad, y ellos lo habrían conocido.
Pero, se añadirá, muchos de estos cautivos habrían
perecido en el camino. No lo creo: una vez proyectada
la expedición, todo se limitaría a proveerse de víveres
y de tiendas.
Pero esos hombres hubieran sido solicitados llegada
la paz; cuando se inicia una guerra, uno no se propone
firmar una paz vergonzante.
ESCRITOS POLITICOS
227
La Emperatriz nada ha dicho de la liberación de los
siervos. No obstante, era una cuestión de la máxima
importancia. ¿Quiere que su nación perdure en la es­
clavitud? ¿Ignora quizá que no hay ni verdadero orden,
ni leyes, ni población, ni agricultura, ni comercio, ni
riqueza, ni ciencia, ni gusto, ni arte, donde no hay
libertad?
Nada ha dicho de la educación de su sucesor al im­
perio. ¿Por qué no ha hecho estatuir sobre esa cues­
tión? ¿Acaso no ha advertido que todo cuanto podía
hacer de bueno dependía de ello? El soberano que hace
educar a su sucesor por la nación asegura la corona a
su familia y un buen rey a sus pueblos.
Nada ha dicho de sus fundaciones, de sus institucio­
nes educativas, de los colegios femeninos, de la escuela
de cadetes, de los niños expósitos, de las cajas de aho­
rro; habría que hacer a la nación garante de su dura­
ción. Ni ha hecho mención alguna a escuelas prima­
rias para el pueblo, donde yo querría que los niños
encontrasen pan e instrucción. Nada ha dicho de los
colegios públicos. Nada ha dicho de los derechos de la
soberanía. Este sería el orden de materias de una verda­
dera institución: la elección de un gobierno; el sobera­
no; la sucesión; el sucesor al imperio y su educación;
la emancipación; las leyes civiles y criminales; la no­
bleza; la guerra; la marina; la finanza; la magistratura;
la condición sacerdotal; el comercio y la agricultura;
la población; la educación pública; las escuelas prima­
rias; los colegios; las fundaciones hechas y por hacer.
Y la obra, en lugar de ser un extracto, sería una obra
original, una instrucción de buena fe; y llevar a cabo
tal obra original exigiría tener junto a sí diez hombres
de primera fila.
i«
228
OIOEROT
LII. Nada más peligroso que el axioma común:
hay que atenerse al espíritu de la ley en lugar de a la
letra. La letra mata, el espíritu vivifica *. O lo que es
igual, pero en otras palabras, que nada es tan difícil
como contar con buenos magistrados. Así lo creo, pero
es por ello por lo que se ha de trabajar, y trabajar hasta
que el axioma común deje de ser peligroso.
L ili. Este parágrafo da lugar a una cuestión que
bien valdría la pena resolver.
No existe ninguna ley susceptible de englobar todos
los casos posibles; ninguna que, so pena de la más
escandalosa injusticia, pueda aplicarse por igual a to­
dos los culpables.
Hay circunstancias que la ley no ha previsto, y en
los casos que ha previsto hay circunstancias que ate­
núan o agravan el delito.
O se constriñe al magistrado a conformarse riguro­
samente a la ley, o se le permite atemperar, modificar
la ley. En el primer caso se le convierte en una bestia
feroz; en el segundo se abandonan las leyes al arbitrio.
Cuando la circunstancia no ha sido prevista por el
legislador, el culpable se libra, y el legislador se halla
constantemente ocupado en la reforma de su código.
Ejemplo: un salteador de caminos se acerca a un
pasante, y poniéndole la punta de su fusil en el pecho,
le dice: “ Mira qué arma excelente que me haréis el
placer de comprar. ¿Por cuánto? —Veinte guineas.
Aquí está mi fusil... —Aquí las veinte guineas”. El
comprador arma el fusil y se dispone a volar la cabeza
de su vendedor, quien le dice: “ Señor, lo que hacéis es
inútil, mi fusil está descargado” .
LII. ♦ Instruction. art. 153 (Ledieu, págs. 50-51): "L a leua mata,
el espíritu vivifica" es un añadido de Didcrot.
ESCRITOS POLITICOS
229
Si se coge al ladrón, ¿hay que absolverlo y hacer una
nueva ley que prohíba vender armas en el camino prin­
cipal? No decido nada, pregunto.
Veo solamente que es mucho más importante tener
buenos jueces que buenas leyes. Quid proficiunt leges,
sirte moribus? Las mejores leyes son vanas si el juez es
malo, mientras las peores leyes pueden ser corregidas
por buenos jueces. Por tanto, la primera tarea del le­
gislador es la de formar personas honestas; y para for­
mar personas honestas, hay que empezar la obra por el
principio, por la educación de la juventud: el único
modo de dar costumbres o de reformarlas.
LIV. ¿Qué es un comentador de libros sagrados?
Un intérprete de la ley divina. ¿Qué es un comentador
del código? Un intérprete de la ley civil. Nada de tales
intérpretes. Habría que quemar todas esas obras en las
naciones civilizadas; e impedir que surgieran en las
naciones por civilizar. Los curas han sido mucho más
hábiles que los soberanos; nos han hecho mamar los
dogmas de la religión con la leche.
Soberano, habría organizado el catecismo en modo
que los niños hubieran aprendido en él sus deberes
religiosos al tiempo que los deberes morales y civiles,
con la ley de Dios la ley del Hombre, del ciudadano y
del Estado.
LV. Así pues, será necesario prescribir que en todas
las escuelas se use para enseñar a leer a los niños ora el
catecismo, ora el código *.
Mejor sería que se tratase del mismo libro; las leyes
divinas consagrarían las leyes civiles, o éstas civilizaLV. * InslTuction, ari. 158 (Ledieu, pág. 53). El texto exacto dice:
"... tanto de los libros que tratan de religión, cuanto de los que con­
tienen las leyes” .
230
DIDEROT
rían las leyes sagradas; la una y la otra me son igual­
mente útiles. Eso traería como consecuencia que sólo
se admitieran en tal obra los principios religiosos que
se acuerdan con los principios de la sociedad, y ello so
pena de contradicción. No habría más que un código,
el de la naturaleza, sobre el cual se calcarían los otros
dos; el hombre ya no se vería obligado a pisotearlos
alternativamente en la imposibilidad de darles satis­
facción al unísono, como sucede entre nosotros; vicio
que, a la larga, hace que ya no haya ni hombre, ni
ciudadano, ni devoto. Y en ese caso ya no habría nin­
gún inconveniente porque un niño tomara la ley de la
sociedad por la ley de Dios, o la ley de Dios por la ley
de la sociedad. A no dudar, tales ideas se asociarían
hasta tal punto en su cabeza que temería pecar contra
una u otra por igual.
Cuando se establecen leyes no hay por qué otorgarles
sanción religiosa; otra cosa es que estén ya establecidas;
y otra distinta que se trate de instruir ciudadanos. El
sacerdote me parece muy propio para esta función,
con tal que se le prohíba todo comentario. Es bueno
que en los templos se predique igualmente la sumisión
a Dios y a la sociedad; y que la instrucción goce de
idéntica solemnidad.
He leído que en la isla de Ternate, la totalidad del
culto se reducía a lo siguiente: había un templo; en el
centro del mismo una pirámide. La puerta del templo
era abierta en determinados días; el pueblo acudía y se
postraba ante la pirámide, sobre la cual se leía: “ Adora
a Dios, ama a tu prójimo y obedece la ley” . El sacer­
dote, mudo, mostraba con una vara las palabras escri­
tas en la pirámide. Hecho esto, el pueblo se alzaba y se
iba; las puertas del templo se cerraban, y el entero
ESCRITOS POLITICOS
231
oficio divino había concluido. Si no os es posible ins­
tituir la sencilla religión de la isla de Temate, retened
de ella al sacerdote, cortadle la lengua.
En una sociedad, considero a los filósofos, cuando
cumplen con sus deberes, como los mejores defensores
del soberano, cuando es buen soberano. Están en su
estudio como esos cubos suspendidos en los vestíbulos
de nuestras comisarías, listos en todo instante a verter
su agua sobre los incendios del fanatismo.
LVI. Aquí se toman todas las precauciones necesa­
rias contra el despotismo del magistrado, pero no se
toma ninguna contra el despotismo del soberano *.
LVII. Hay sin duda diferencia entre detener y en­
carcelar *. Pero la detención y el encarcelamiento que
alejan a un ciudadano de sus asuntos le son igualmen­
te perjudiciales. La sociedad debe indemnizar a un
inocente detenido, pagar una aún más cuantiosa in­
demnización al inocente encarcelado, una reparación
pública a uno y otro. Es una suerte de calumnia cuya
cicatriz permanecerá si la ley descuida cancelarla.
El prejuicio público apuesta por la ley y por la auto­
ridad frente al ciudadano detenido o encarcelado: es
importante y justo destruirlo.
Es cierto que al considerar el asunto sólo desde el
ángulo del interés de la sociedad, hay por lo común
LVI. • Inslruction, art. 160 (Ledieu, pág. 54): “ Significa pecar
contra la seguridad personal dejar al magistrado, ejecutor de las
leyes, dueño de enviar a prisión a un ciudadano, privar de la libertad
a uno mediante frívolos pretextos mientras deja libre a otro a pesar
de los manifiestos indicios” .
LVII. • Inslruction, art. 167 (Ledieu, pág. 54): "Hay diferencia
entre detener a un hombre y meterlo en prisión” .
2S2
DIOEROT
más que temer de un malo que esperar de un hombre
honesto; pero la humanidad quiere que se exponga a
dejar sin castigo el delito antes que a hacer perecer la
inocencia.
Un hombre que ha sido detenido y luego absuelto
no debe ser marcado por ninguna infamia • * . Ello no
basta cuando su detención ha dañado su patrimonio;
debe ser resarcido; es una deuda de la sociedad; es la
sociedad pública la que ha exigido su detención; será
la equidad pública lo que repare la injusticia que se le
ha hecho.
Se proclama la confiscación de los bienes del culpa­
ble; no se proclama ninguna indemnización para el
inocente. Qué uso más razonable de los bienes confis­
cados que repartir una parte entre las víctimas de los
errores de la ley.
El reconocimiento de la inocencia no impide la pro­
moción a los cargos importantes. En Francia somos
más severos, y esa severidad no me parece fuera de
lugar; no queremos sólo que la probidad de nuetros
magistrados haya estado siempre fuera de toda sospe­
cha. El encarcelamiento basta para excluir, entre nos­
otros, de diversos cargos públicos. El soberano puede
tomar a su ministro de las galeras; pero quien haya
pasado bajo el postigo del "petit Chatelet” no podrá
acceder ni a la justicia consular ni a la dignidad de
escabino. La sentencia sobre la persona individual
emitida por la policía tiene el mismo efecto.
LVIII. ¿No es ése uno de los casos en los que la ley
se abandona necesariamente a la discrecionalidad del*
* * Ibid., arl. 169 (Ledieu, págs. 54-55).
ESCRITOS POLITICOS
233
juez? * Un código excluye la inmensidad de los detalles
que fijarían los grados de la probabilidad.
LIX. Nuestras normas procesales penales consti­
tuyen una especie de inquisición *. Parece que el juez
se haya esforzado por encontrar un culpable. Al prisio­
nero no se dice la causa de su detención. Se comienza
planteándole cuestiones capciosas. Se le esconden es­
crupulosamente los cargos y las informaciones. No se
le carea con los testigos sino en último extremo. Lla­
maría gustosamente a todo ello el arte de hacer —no
de descubrir— culpables.
LX. ¿Por qué se ha hecho mención de delitos ima­
ginarios, el sortilegio y la m agia?* Ello vale única­
mente para persuadir a los pueblos que hay hechiceros,
cuando no hay más que malhechores. Dios quizá pue­
da ser objeto de un artículo de legislación, pero el
diablo no.
He aquí un caso apenas sucedido en Holanda, donde
una mala ley ha desencadenado otra aún peor; se pasa
a torturar, ya que está establecido que ningún delin­
cuente será condenado a muerte sin haber confesado
LVIII. * Inslruction, are 177 (Ledieu. pág. 56): “En cuanto a las
pruebas imperfectas, hace falta un gran número de ellas para formar
una perfecta, es decir, que es necesario que la reunión de todas estas
pruebas excluya la posibilidad de inocencia del acusado, aun cuando
ninguna de estas pruebas por separado la excluya” .
LIX. • Instruction, art. 187 (Ledieu, pág. 57): “ Las formas son
necesarias en la administración de la justicia, pero nunca deberán ser
fijadas por las leyes de modo que puedan resultar perjudiciales a la
inocencia, a fin de no comportar graves inconvenientes” .
LX. • ¡nslTuction, art. 190 (Ledieu, pág. 58): "L a credibilidad de
un testigo es tanto menor cuanto más atroz es el delito o menos
verosímiles las circunstancias. Esta máxima resulta igualmente apli­
cable en las acusaciones de magia o de acciones inútilmente crueles” .
234
DIDEROT
su delito. Un desgraciado dice a sus jueces: “ No podría
confesar el delito que se me imputa; pero cuando exa­
mino las pruebas que me aducís, las encuentro tan
palmarias, tan concluyentes, que acabo persuadiéndo­
me a mí mismo que soy culpable... Señores, es verdad;
necesariamente tengo que haber cometido el delito que
se me imputa” . Y ese discurso fue pronunciado con la
tranquilidad, el tono y las maneras de un hombre im­
parcial que juzga la causa de otro. Escapa al suplicio.
Tal confesión no pareció lo bastante positiva.
Sea cual sea la multiplicidad de las leyes, de los
reglamentos, de las ordenanzas, es imposiblee que se
contradigan si todos son referidos a un punto fijo; y
tal punto fijo está dado: es la libertad y la propiedad.
LXI. ¿Cómo establecer la proporción entre las pe­
nas y los delitos? * Hay delitos que van contra la socie­
dad, y delitos que van contra los particulares. Entre los
delitos que van contra la sociedad se cuentan los que
van contra la tranquilidad y la seguridad de la socie­
dad, contra su honor y su interés; la misma división
vale para los particulares; los hay que van contra la
vida, el honor, la libertad y el patrimonio, y luego en
ambos casos las circunstancias y los móviles, y la cua­
lidad de la persona.
Hay un primer castigo que es arbitrario; fijada tal
pena, determina todas las demás; y si el código penal
está bien hecho, ya realizados pena y delito, podrá
juzgarse si el código es clemente o severo. Hay casos
LXI. * Instruciion, arl. 198 (Ledieu, pág. 60): “ El castigo debe ser
proporcional al delito, pero, ¿cómo establecer tal proporción?” La
¡nstruction responderá a esta cuestión —artículos 200 a 206— opo­
niéndose. según estableciera Beccaria, a los castigos rigurosos y a la
tortura.
ESCRITOS POLITICOS
235
que las circunstancias agravan; desertar en paz o en
guerra, de centinela o al salir de la tienda, a sangre fría
o después de un castigo; un castigo justo o injusto,
duro o ligero.
LXII. La misma falta comporta castigos diferentes
según los lugares, los términos, las circunstancias, las
costumbres, los gobiernos; sería absurdo decretar la
misma pena para las asambleas clandestinas en un
Estado republicano que en un Estado despótico. Vein­
te años de asambleas clandestinas en Londres no han
podido alejar de su cargo al ministro Walpoie. Una
asamblea de veinte jenízaros en Constantinopla sería
suficiente para ensangrentar el empedrado del Diván
por el asesinato del sultán y del visir.
No es mi intención quitar al Tratado de los delitos
y de las penas el carácter humanitario que tan gran
éxito le ha reportado. Doy tanta importancia como el
que más a la vida de un inocente, y mis opiniones
personales no pueden sino inspirarme la mayor con­
miseración por los culpables. Empero, no puedo me­
nos que echar cuentas.
En nuestra capital, ni siquiera llegan a 150 las per­
sonas condenadas a muerte en un año. Al suplicio, en
todos los tribunales de Francia, apenas si se condena a
otras tantas. Son 300 personas entre 25.000.000; una de
cada 83.000. ¿Dónde está el vicio, la fatiga, el baile, las
fiestas, el peligro, la cortesana consentida, el cabriolet,
la teja, el resfriado, el mal médico que no cause más
daños? Salvar la vida de un hombre es siempre una
acción excelente, aun cuando contra este hombre haya
una presunción que no la hay contra la víctima del
médico malvado. De aquí saco simplemente consecuen­
cias acerca de la multitud de inconvenientes, que son
236
DIDEROT
igual de graves y a los que nunca se presta la menor
atención.
LXIII. Ni proponiéndoselo, se conseguirá volver
al aparato de los suplicios lo suficientemente espanto­
so. Un cadáver que es descuartizado causa más impre­
sión que un hombre vivo al que se corta la cabeza.
LXIV. La infamia y el ridículo, las solas penas
contra los fanáticos *. Nada de infamia. Los infames
son condenados por la ley misma a la condición de
malhechores. Las penas infamantes deben ser raras.
Cuando un individuo es infame hay que expulsarle de
la sociedad. El ridiculo basta de por sí contra los faná­
ticos; Arlequín y Polichinela.
LXV. La inmediatez de la pena acrecenta la idea
de su certeza #. Su concomitancia necesaria se establece
así en los espíritus. Quien ve el delito y simultánea­
mente el suplicio, se estremece. Si la ley fuera una
espada que anduviese por los aires y golpease al crimi­
nal en el momento en que el delito se comete, no ha­
bría más delitos que los impulsados por la cólera o la
venganza, y quizá por el amor y la desesperación.
LXVI. Si los reglamentos comerciales estuvieran
bien hechos, o por decir lo mismo más claramente,
estuvieran hechos por comerciantes, cuando las nacio­
nes cesasen de estar locas, desaparecerían los contra­
bandistas #.
LXIV. • Inslruction, art. 218 (Ledieu, pág. 64): "L a infamia y el
ridiculo constituyen los únicos castigos que habrán de usarse contra
los fanáticos, puesto que aquéllos reprimen su orgullo” .
LXV. * ¡nstruction, art. 221 (Ledieu, pág. 64): “Cuanto más rá­
pido y sucesivo al delito sea el castigo, más justo y útil será".
LXVI. * Inslruction, are 235 (Ledieu. pág. 66): “Este delito debe
su existencia a la ley misma, porque cuanto más considerables sean
ESCRITOS POLITICOS
237
LXVII. Tal es en cada momento la posición rela­
tiva del indigente que pide ayudas, y la del ciudadano
opulento que sólo las concede en condiciones muy
duras, al punto que terminan en poco tiempo siendo
fatales tanto para el deudor como para el acreedor; al
deudor, porque el uso del préstamo no le produce tan­
to como le ha costado; a) acreedor, porque acaba no
cobrándolo en su totalidad de un deudor al que su
usura apenas si tarda en hacerlo insolvente. Es difícil
encontrar una solución para este inconveniente, pues
al fin y al cabo es necesario que quien presta tenga
garantías, y que el interés de la suma prestada se eleve
a medida que las garantías disminuyen.
De una y otra parte se da un vicio de cálculo que un
poco de justicia y de beneficencia por parte del presta­
mista podrían reparar; haría falta que éste se dijese a sí
mismo: este desventurado que se dirige a mí es inteli­
gente, laborioso, ahorrador; deseo echarle una mano
para sacarlo de la miseria. Veamos cuánto puede obte­
ner de sus capacidades en las condiciones más ventajo­
sas, y no le prestemos; o si decidimos prestarle, exijá­
mosle por la suma prestada un interés inferior al pro­
ducto de su trabajo. En caso de paridad entre el interés
y el producto, mi deudor permanecerá constantemente
en la miseria, y el más pequeño e inesperado accidente
comportaría su quiebra y la pérdida de mi capital. Por
el contrario, si el producto excede el interés, la fortuna
de mi deudor se acrecenta cada año: y con ella la segu­
ridad del fondo que le haya confiado. Pero desgracia­
damente la avidez no razona como la prudencia y la
los derechos de aduana, tanto mayor serán las ventajas ofrecidas por
el contrabando y tanto más fuerte la tentación..."
238
DIDEROT
humanidad. No hay prácticamente pacto o arrenda­
miento entre un rico y un pobre al que tales principios
no le sean aplicables. ¿Queréis que vuestro arrendata­
rio os pague en los años buenos y en los malos? No le
exijáis rigurosamente todo lo que vuestra tierra puede
rendir; pues de ese modo, si vuestros graneros ardieran,
es a vuestra costa que se habrán incendiado. Si queréis
prosperar a solas, la prosperidad os rehuirá con fre­
cuencia. Raramente vuestro bien podrá separarse com­
pletamente del bien de otro. Seréis la víctima de quien
se empeñe más de lo que puede, si él lo sabe; él será
la vuestra, si lo ignora; y el hombre que reúne la pru­
dencia y la honestidad no quiere ni engañar ni ser en­
gañado.
Algunos pretendidos calculadores políticos han ex­
puesto que al Estado importa poco si las riquezas se
hallan en las manos del deudor o del acreedor, con tal
que se aumente la prosperidad pública. Ahora bien,
¿puede aumentar la prosperidad pública cuando se
atropella la justicia; cuando el ministerio estimula la
mala fe ofreciéndole cobijo bajo la protección de la ley
—ya que la ley, si no persigue, protege; cuando se
fomenta entre los ciudadanos el germen de una des­
confianza que, desarrollándose, debe convertirlos en
otros tantos bribones enemigos unos de otros; cuando
los préstamos, sin garantías de ningún tipo, hayan
pasado a ser o imposibles o ruinosos; cuando no haya
ya crédito, ni dentro ni fuera del Estado, y la entera
nación pase por un amontonamiento de individuos
carente de costumbres y de principios? No, la felicidad
general no puede tener una base sólida si los compro­
misos, que son su fuente, pierden su validez. El fisco
mismo debe pagar sus deudas siguiendo las vías y las
ESCRITOS POLITICOS
239
reglas de la justicia. La bancarrota del gobierno es un
escándalo, un atentado aún más funesto con tía la mo­
ral de la sociedad que contra el patrimonio de los ciu­
dadanos. Llegará el día en que todas las iniquidades
serán llevadas ante el tribunal de las naciones, y en
que el propio poder que las comete será juzgado por
sus víctimas.
LXVIII. Quien hace encarcelar al insolvente pare­
ce dañar a la sociedad y dañarse a sí mismo*; a la
sociedad, a la que priva de un ciudadano; a sí mismo,
reduciendo a su deudor a la imposibilidad de satisfacer
su deuda, y acrecentado ésta con los gastos de la deten­
ción. Queda por saber si la ley debe prestarse a sus
miras.
El deudor debe mantener la libertad; y aquél a quien
debe, el derecho a todo lo que el primero pueda adqui­
rir tras su quiebra. Si el deudor infiel sustrae su fortuna
al conocimiento de su acreedor, o cometerá por sí solo
tal infidelidad sin obtener beneficio alguno, o se con­
denará durante el resto de su vida a una indigencia
aparente, o tendrá cómplices que le favorezcan. Se pue­
de castigar sin consideración a tales fideicomisos.
A más de uno el honor le ha parecido un recurso
más eficaz que cualquier otro. Sellad, han dicho, sellad
con la infamia al deudor que falta a sus compromisos;
declaradle para siempre incapaz de ejercer cualquier
función pública, y no temáis que se tome a chacota el
prejuicio. Los hombres más ávidos no sacrifican una
parte de su vida en trabajos fatigosos si no es con la
LXVIII. • ¡nslTuclion, art. 236 (Ledieu, pág. 66): “ Nunca se po­
drá justificar con ninguna razón sólida la ley que príve (al quebrado)
de su libertad cuando ello no reporte ventaja alguna a sus acreedo­
res".
240
DIDEROT
esperanza de gozar de su fortuna; ahora bien, no hay
goce posible en el oprobio; mirad si no el escrúpulo
con el que se pagan las deudas de juego. No es ningún
exceso de delicadeza, no es el amor a la justicia lo que
pone en veinticuatro horas a un jugador arruinado a
los pies de un acreedor a veces sospechoso; es el honor,
es el temor a ser excluido de la sociedad. ¿Pero en qué
siglo, en qué tiempo se invoca aquí el nombre sagrado
del honor? ¿No pertenece al gobierno el dar ejemplo
de la justicia que quiere que se practique? ¿Acaso sería
posible que la opinión pública tildase la reputación
de quienes no hubiesen hecho sino lo que el Estado se
permite hacer abiertamente? Cuando el oprobio se in­
troduce en casa de los grandes, en los cargos públicos,
en el campo de batalla y en el santuario, ¿puede uno
aún ruborizarse? ¿Quién podrá temer el deshonor si
aquéllos a quienes se llama gentes de honor no cono­
cen otro que el de ser ricos para tener cargos, o el de
tener cargos para ser ricos; si, para subir, es preciso
reptar; para servir al Estado, agradar a los grandes y a
las mujeres; y si todas las cualidades para agradar pre­
suponen cuando menos indiferencia por todas las vir­
tudes? Aprobaría decididamente que todo ciudadano
revestido de (unciones honoríficas, en la corte, en el
ejército, en la Iglesia, en la magistratura, fuese suspen­
dido de las mismas en el momento que fuese legítima­
mente perseguido por un acreedor, y que fuese despo­
jado irremisiblemente de ellas en el momento en que
los tribunales lo hubieran declarado insolvente. Me
parece que se prestaría con más confianza y que se
pedirían préstamos con mayor circunspección. Una
ventaja más de símil reglamento es que pronto los
estratos subalternos, que imitan los usos y los prejui­
ESCRITOS POLITICOS
241
cios de las clases altas, temerían la misma reprobación,
y que la fidelidad en los compromisos se convertiría en
uno de los caracteres de las costumbres nacionales.
LXIX. ¿Se quiere prevenir los delitosf Hágase que
las luces se expandan *. Ello es cierto. ¿Queréis preve­
nir los delitos? Haced felices a los súbditos, lo que es
mucho más.
¿Es por falta de luces por lo que se cometen delitos
hoy en día? Me atrevería a decir que se cometen más
delitos en una sola jornada en París que en todas las
forestas de los salvajes en un año. De lo que derivaría
que una sociedad mal ordenada es peor que el estado
salvaje. ¿Por qué no?
La palabra sociedad trae a la mente un estado de
asociación, de paz, de concurso de voluntades de todos
los ciudadanos hacia un objeto común, la felicidad
general. La realidad es exactamente la contraria. Es
una condición de guerra: guerra del soberano contra
los súbditos, guerra de los súbditos entre sí.
Hay una gran diferencia entre la condición de un
pueblo bajo la barbarie, y la condición de un pueblo
bajo la tiranía. Bajo la barbarie, las almas son feroces;
bajo la tiranía son viles.
La emperatriz de Rusia Catalina II se lamentaba de
los primeros rusos, y yo creo que con razón.
Atemperad la ferocidad y tendréis almas grandes,
nobles, fuertes y generosas. Pero quién sabría regeLXIX. • lnstruction, arl. 245 (Ledieu, pág. 70). El ari. 247 (ibid.)
añade: “También pueden prevenirse los delitos recompensando la
virtud”. Y el 248 (ibid.): “ Finalmente, el medio más seguro, pero
también el más difícil, para hacer mejores a los hombres es el de
perfeccionar la educación".
242
DIDEROT
nerar, engrandecer, fortificar las almas una vez envile­
cidas.
En lo moral, como en lo físico, es más fácil descender
que ascender. El cuerpo que desciende sigue su incli­
nación natural, y es contra su naturaleza, y por efecto
de un choque accidental y violento, que asciende pro­
visionalmente.
LXX. El número de esclavos era irrelevante en Lacedemonia *. Lo creo, se les mataba durante la noche,
a fin que su número no aumentase.
LXXI. Tengo otra idea acerca del origen de la so­
ciedad. Lo que no impide reconocer la sabiduría de
esta anotación *.
Si la tierra hubiese satisfecho por sí misma todas las
necesidades de los hombres no habría habido sociedad;
de lo que deriva, creo, que es la necesidad de luchar
contra el enemigo común, siempre existente, la natu­
raleza, lo que ha juntado a los hombres. Estos advirtie­
ron que luchaban más ventajosamente unidas sus fuer­
zas que con éstas separadas. Lo malo es que sobrepasa­
ron su objetivo. No se contentaron con vencer,
quisieron triunfar; no se contentaron con abatir al eneLXX. • Instruetion, art. 257 (Ledieu, pág. 73): "En Lacedemonia
los esclavos no podían recibir ningún tipo de justicia. El colmo de su
desgracia se manifestaba en el hecho que aquéllos no sólo eran escla­
vos de un ciudadano, sino que también lo eran del público”. Como
puede apreciarse, la lectura de Diderol es inconecta.
LXXI. * La referencia es a los arts. 250 y 251 de la instruetion
(Ledieu, pág. 70): "En la sociedad civil, como en las demás cosas, se
requiere un cierto orden: es menester que unos gobiernen y manden,
y que los otros obedezcan. Ese es el origen de toda suerte de depen­
dencia, la cual es mayor o menor a tenor de la condición de los que
obedecen".
ESCRITOS POLITICOS
243
migo, quisieron pisotearlo; de ahí la multitud de nece­
sidades artificiales.
Haced que la naturaleza sea mejor madre y que la
tierra satisfaga todas las necesidades del hombre sin
que éste tenga que trabajar: al instante habréis disuelto
la sociedad. No quedará ni vicio, ni virtud, ni ataque,
ni defensa, ni leyes.
Por lo demás, si esta causa no es la primera, ni la
sola, de la formación de la sociedad, sí que es una que
no tuvo inicio y que no tendrá fin.
LXXII. Los hombres se han reunido en sociedad
por instinto, como los animales débiles se agrupan en
rebaños. Sin duda, nunca hubo originariamente nin­
gún tipo de convención.
LXXIII. Los perros salvajes se asocian y cazan jun­
tos; los zorros se asocian y cazan juntos. El hombre
aislado no habría podido montar guardia en la cabaña,
cocinar los alimentos, cazar, hacer frente a las bestias,
cuidar sus rebaños, etc... Cinco hombres hacen y hacen
bien todas estas cosas. El perro rastreador tiene buen
olfato, el lebrei es veloz: aquél descubrirá la liebre, éste
la atrapará.
Ante todo es necesario que la sociedad sea feliz; y lo
será donde la libertad y la propiedad estén garantiza­
das; donde al comercio no se pongan trabas; donde
todos los órdenes de ciudadanos se hallen igualmente
sometidos a las leyes; donde el impuesto se pague en
razón de las capacidades o se halle equitativamente
distribuido; donde no excedan las necesidades del Es­
tado; y donde la virtud y el talento obtengan una segu­
ra recompensa.
¿Pero es suficiente con que una nación sea rica o
feliz? Entonces puede habitar en chozas; tales chozas
244
DIDEROT
deben estar llenas de agricultores; ya no habrá más que
cuatro estados: curas, magistrados, soldados, agricul­
tores.
¿Pero una sociedad, no podría ser feliz y resplande­
ciente? Si la libertad y la propiedad están garantizadas,
¿no se permitirá a un ciudadano hacer uso de su rique­
za según su capricho? ¿Para qué uno se convierte en
rico? No, ciertamente, para ser rico, sino para ser feliz.
¿Cómo se es feliz? ¿No se debe a los goces? ¿Cuáles son
los goces? Los hay que se refieren al alma, y los hay
que se refieren a los sentidos. ¿Por qué pues no se me
permitiría que hiciera uso de mi riqueza en todos esos
tipos de necesidades? De este modo habrían templos,
plazas, estatuas, cuadros, telas de oro y de plata, de
seda, e incluso verdaderos bodrios: dependerá de si el
rico tiene o no gusto. De este modo habrá vicios; ¿pero
qué clase de vicios? Todas las clases de vicios que la
naturaleza inspira y que el fanatismo proscribe. De
este modo también habrá desdichados; los estúpidos
privados de toda habilidad; los perezosos que no quie­
ren emplear la suya; los disipadores y los locos de toda
especie, porque en una sociedad numerosa no pueden
faltar los viciosos.
Pero veamos lo que hace ese hombre rico que no
reinvierte directamente en la tierra su superfluo. Vuel­
ve recomendable su nación a los otros que la visitan;
da de qué vivir a un gran número de ciudadanos, que
son otros tantos consumidores que dan valor a los
frutos de la tierra; y satisfaciendo sus deseos, acrece el
número de mis goces.
Si el hombre está hecho sólo para arar, recoger, co­
mer y vender, nada que objetar; pero a mí me parece
que un ser sensible está hecho para ser feliz con todos
ESCRITOS POLITICOS
245
sus pensamientos. ¿Hay alguna razón para poner un
límite al espíritu y a los sentidos y para decir al hom­
bre: hasta aquí podrás pensar, hasta aquí podrás sen­
tir? Declaro que esta especie de filosofía tiende a man­
tener ai hombre en una suerte de embrutecimiento, y
en una mediocridad de goces y de felicidad totalmente
opuesta a su naturaleza; y toda filosofía opuesta a la
naturaleza del hombre es absurda, como lo es toda
legislación la que el ciudadano se halle de continuo
obligado a sacrificar su deseo y su felicidad al bien de
la sociedad. Yo quiero que la sociedad sea feliz; pero
también yo lo quiero ser; y hay tantas maneras de ser
feliz como individuos. Nuestra propia felicidad es la
base de todos nuestros verdaderos deberes.
£1 principio de los economistas * llevado al extremo
condenaría a una nación a no estar compuesta más
que de campesinos.
LXXIV. Me siento totalmente llevado a creer que
fue el mérito lo que condujo a la soberanía. Por enton­
ces tenía su importancia una gran cualidad: la fuerza
corporal; y un gran vido: la pereza.
Todas esas ideas tan justas, tan razonables, que los
miembros no fueron hechos para el jefe, sino el jefe
para los miembros, que hay un pacto tácito, derechos
inalienables, una libertad, una propiedad, son relati­
vamente recientes si referidas a la institución origina­
ria de la sociedad. Son el grito del hombre oprimido,
el producto de una larga serie de infortunios provoca­
dos por el abuso de autoridad. Ya se hallaba bien des­
arrollada la razón cuando el hombre se preguntó qué
era el hombre, el individuo qué era la sociedad, el
LXXIII.
* Diderot se refiere a la doctrina fisiocrálica.
246
DtDEROT
súbdito qué era un soberano. Las luces sobre todas
esas cuestiones han sido proyectadas hasta donde era
posible. ¿Qué han producido? Nada; en medio de la
protesta de todos los pueblos civilizados en la voz de
magistrados y filósofos, el despotismo se extiende en
todas direcciones. Estamos aún muy lejos del momento
en que se leerá en la cabeza de un edicto: "Luis, Fede­
rico, Catalina, por la gracia de sus súbditos” , en lugar
de "por la gracia de Dios” ; semejante innovación in­
mortalizará al soberano que primero la haga.
Por la gracia de Dios, frase teocrática. Ungido del
Señor, otra frase teocrática: frases de un tiempo anti­
quísimo, en que los pueblos vivían bajo la dominación
sacerdotal; entonces había un sacerdote-rey. Cuando
las dos cabezas se separaron, el sacerdote aún retuvo el
privilegio de consagrar al rey. Se le sometió a llevar su
librea. ¿Cuál es el significado de esa ceremonia, bien
interpretada? Helo aquí: Tú sólo dependes de Dios; sé
tirano si así lo quieres. Leed en la Biblia el discurso de
Samuel al pueblo.
LXXV. Para obviar los abusos de la servidumbre,
prevenir sus peligros, no hay más que un medio*:
abolir la servidumbre, y mandar sólo sobre hombres
libres; cosa difícil en un país donde no se puede hacer
sentir a los amos los abusos de la servidumbre, ni a los
esclavos la ventaja de la libertad: hasta tal punto son
déspotas unos y están embrutecidos los otros.
LXXV. * ¡nstruction, art. 254 (Ledieu, pág. 75): “ Sea cual sea la
naturaleza de la sujección, es necesario que las leyes civiles remedien
de un lado los abusos de la servidumbre, y prevengan de otro los
peligros que puedan derivar de ella".
ESCRITOS POLITICOS
247
LXXVI. ¡Poseer algo en propiedad! * ¿Y por qué
no la cantidad de dinero, muebles, inmuebles, que los
señores quieran vender y que los siervos puedan ad­
quirir? ]Ay!, pasará aún tanto tiempo antes que estos
desventurados puedan salir de su miseria. Hace ya mu­
cho que nuestros campesinos pueden hacer adquisi­
ciones y de hecho apenas si están mejor. Estoy conven­
cido que si se impulsase la agricultura tanto como
merece, la cosa iría mucho más deprisa; y tanto mejor,
porque cuanto más vale el hombre, más vale la tierra.
La primera propiedad es la personal. Es de ella por
tanto de la que es menester prometer, estimular la ad­
quisición, si no se quiere concederla gratuitamente.
LXXVII. Hay un modo excelente de prevenir la
revuelta de los siervos contra los maestros: que no haya
siervos *.
LXXVIII. Sólo hay una manera de favorecer la po­
blación: hacer a los pueblos felices *. Se da una gran
multiplicación, y se permanece donde se está bien; y se
está bien allí donde la libertad y la propiedad son
sagradas. La libertad y la propiedad son sagradas don­
de todos se hallan por igual sometidos a la ley y a los
impuestos, y donde los impuestos son proporcionales
a las necesidades de la sociedad y su percepción a las
fortunas; en todo lo demás, para nada hay que interveLXXVI. * Instruction, art. 261 (Ledieu, pág. 73): “Las leyes harán
un gran bien permitiendo que los siervos posean algo en propiedad".
LXXVII. • instruction, art. 263 (Ledieu. pág. 74): “Al mismo
tiempo resulta muy necesario intentar prevenir las causas que con
tanta frecuencia han dado origen a las revueltas de los siervos contra
sus amos” .
LXXVIII. • Instruction, art. 265 (Ledieu, pág. 75): “ Por mucho
que se intente estimular la población del imperio, nunca será sufi­
ciente".
248
DIDEROT
nir, todo se ordenará por sí mismo y permanece sufi­
cientemente protegido.
Un medio de volver insoluble un problema es el de
aumentar sus condiciones: no gobernar demasiado.
LXXIX. Es un hecho constatado que cuanto más
pobres son nuestros campesinos, más hijos tienen *;
pero sobreviven menos.
LXXX. Todo eso está muy bien pero si la escla­
vitud perdura; si se ponen constantemente trabas a la
circulación interior; si las vejaciones de los señores se
perpetúan; si la capital permanece en el extremo del
imperio; si los señores, alejados de sus posesiones por
sus tareas, que los ligan a la corte, no hacen nada por
evitar la ruina de sus casas y la depreciación de sus
bienes, ¿cómo podrá cesar aquélla calamidad general?
Serta necesario distribuir tierras a todas las familias
que no tienen nada, procurarles los medios para rotu­
larlas y cultivarlas *. Nada más sabio. Pero toda esta
sabiduría no servirá a nada si ese don se produce sin la
emancipación de la persona y sin la propiedad del
suelo concedido. Es menester que aquellas familias
estén seguras de trabajar para sí y no para otros; sin
ello equivale a imponer un trabajo supererogatorio a
la miseria.
LXXXI. No concedáis recompensa a aquéllos que
tengan muchos h ijos*; no proscribáis el celibato meLXXIX. * ¡nslTuction, art. 277 (Lcdieu, pág. 76): "L a facilidad
de hablar y la impotencia de examinar han hecho decir que cuanto
más pobres fuesen los súbditos, más numerosas serian las familias..."
LXXX. * /nstruction, art. 280 (Ledieu, pág. 76).
LXXXI. * ¡nstruction, art. 281 (Ledieu, pág. 77): "Julio César
otorgó recompensas a los que tenían muchos hijos: las leyes de Augus­
to fueron más apremiantes: conminó penas a quien no se casase...”
ESCRITOS POLITICOS
249
diante leyes. Si la sociedad está bien ordenada, ambos
asuntos se arreglarán sin necesidad de intervención.
LXXXII. Hay un medio, sólo uno, de estimular la
agricultura: hacer que la condición de agricultor, la
más necesaria de todas, sea también la más feliz #.
He oído, sí, yo mismo, he oído de boca de un inten­
dente de provincia —del que podría decir su nombre—
esta atroz majadería: que la condición de campesino
era tan penosa que sólo la extrema indigencia o la
amenaza de morir de hambre lo mantenía en ella. Por
muy ministro que fuese aún no sabía que ningún pe­
ligro, ningún trabajo asusta a un hombre en tanto el
producto le recompense; aún no sabía que la mejor de
las condiciones es aquélla en la que se tiene prisa por
entrar, y que uno tiene siempre prisa por entrar donde
está seguro de encontrar bienestar y fortuna, y que por
dura que sea la jornada del agricultor, la agricultura
encontrará tanto más brazos cuanto más segura y
abundante sea la recompensa a sus fatigas. No sabía
aún que todos cuantos trabajan en las minas no están
por eso condenados; ni que los hijos suceden a los
padres en la azada por muy mediocre que sea su sala­
rio, y que es raro que vivan más allá de los treinta
años. Pero las minas son casi la sola riqueza de su país;
hay que hacerse minero o expatriarse, y se hacen mine­
ros. Nunca le había pasado por la cabeza que en todos
los oficios el bienestar que permite valerse de asistentes
alivia su fatiga; y que excluir inhumanamente al camL.XXII. * Instruction, an. 297 (Ledieu, pág. 78): "El cultivo de la
tierra es el más importante trabajo de los hombres. Cuanto más les
impulse el clima a huir de tal trabajo, tanto más deberán la leyes
estimularlo a permanecer en ¿1” .
250
DIDEROT
pesino de la clase de los propietarios equivalía a frenar
el desarrollo de la primera de las artes, incapaz de
florecer en tanto aquél que ara la tierra se vea obligado
a ararla para otro; aquel bruto intendente ordenaba
engordar el buey y recortaba el alimento del campesi­
no. Gobernaba una provincia y no sabía qué era un
hombre.
LXXXIII. |Eh! No hagáis nada de eso •; haced que
su trabajo comporte su recompensa y todo estará he­
cho.
LXXXIV. [Ehl No hagáis nada de eso #. No obsta­
culicéis su industriosidad y ésta irá adelante por sí
misma. ¿Que carece de fondos un hombre industrioso?
Dadle, prestadle esos fondos.
LXXXV. Los libros sobre agricultura # son buenos
si están hechos por un agricultor. Haced que el agri­
cultor se enriquezca; rico, hará algunos intentos; más
rico, quizá escribirá.
LXXXVI. Quien no trabaja se ve como soberano
del que trabaja, y con razón; pues no hace nada y vive
a sus expensas.
El orgullo, la vanidad, miseros medios, aguijones de
LXXXIII. • Instruction, art. 299 (Ledieu, pág. 79): “ Seria bueno
dar premios a los campesinos que mejor hubieran cultivado suscampos .
LXXXIV. • Instruction, art. 500 (Ledieu, pág. 79): "Como tam­
bién a los obreros que hubieran hecho mejorar su industria".
LXXXV. • Instruction, art. 302 (Ledieu, pág. 79): "Hay países en
los que, en cada parroquia, se tienen libros públicos por orden del
gobierno, libros que tratan de agricultura, y en los que todo el que
quiera puede ir a obtener información acerca de los temas que igno__l»
ra .
ESCRITOS POLITICOS
251
individuo a individuo, nunca resortes nacionales *. El
resorte nacional depende del hombre en general. To­
dos los hombres quieren ser felices; algunos quieren
ser alabados.
LXXXVII. No puedo contentarme con tales ideas
sobre el lujo; quiero decir las mías y dejar la libertad
de elegir entre los fisiócratas y yo. Tendré que alejarme
un poco al inicio, pero prometo ir rápido.
En todo país donde los talentos y las virtudes no
conduzcan a nada, el oro será el dios del país. Será
necesario tener oro o fingir que se tiene. La riqueza
será la primera de las virtudes, la pobreza el mayor de
los vicios. Los que tengan oro lo mostrarán por todos
los medios imaginables. Si su lujo no sobrepasa su
fortuna, todo irá bien. Si su lujo sobrepasa su fortuna,
se arruinarán. En tal situación, los mayores patrimo­
nios serán dilapidados en un abrir y cerrar de ojos; los
que carezcan de oro se arruinarán también en sus vanos
esfuerzos por esconder su indigencia; y así tenemos
una especie de lujo, signo de riqueza de un pequeño
número, máscara de la pobreza de la gran mayoría y
fuente de corrupción de todos.
Ahora bien, suponed una administración excelente,
una gran libertad de comercio, la agricultura protegi­
da, el impuesto regulado sobre las verdaderas necesi­
dades del Estado, su reparto equitativo, una nación
opulenta y feliz; derivaría de ahí un segundo tipo de
LXXXVI. * Instruction, an. 804 (Ledieu, pág. 80): "Toda nación
perezosa es orgullosa; los que no trabajan, en efecto, se consideran de
alguna manera los soberanos de los que trabajan"; art. 305 (Ledieu,
id.): "Asi pues, se podría volver el efecto contra la causa y destruir la
pereza con el orgullo” .
252
DIDEROT
lujo, señal de la riqueza y del bienestar de todas las
condiciones. El oro no se despilfarra, sino que se em­
plea en placeres de toda especie, y de ahí los dorados,
las estatuas y hasta los bodrios; de ahí ningún delito,
sino todos esos vicios que procuran la felicidad en este
mundo y la condena eterna en el infierno.
El otro lujo, por el contrario, aúna los vicios y los
delitos; los vicios de la opulencia, los delitos de la
miseria.
Donde prevalece el lujo socialmente negativo, se tra­
baja mucho; pero la faena es siempre mala. De ahí la
decadencia de las ciencias, de las artes liberales y de las
artes mecánicas. Donde prevalece el lujo socialmente
positivo, se trabaja lo mismo; pero la faena rinde siem­
pre, puesto que todo el mundo se halla en grado de
pagarla. De ahí, esplendor de las ciencias, de las artes
liberales y de las artes mecánicas.
¿Qué debe hacer pues el soberano? Todo lo que esté
en su mano para que sus súbditos puedan ganarse
merecidamente la condena eterna; ¿y qué además? Re­
ducir el oro a su justo valor, asegurando a los talentos
y a la virtud la verdadera recompensa; ¿y cómo? Selec­
cionando mediante concurso a quienes hayan de de­
sempeñar los más importantes cargos del Estado. Hay
algunas clases de ciudadanos en las que el concurso
establece grados; en tales clases, todas las plazas son
ocupadas gracias a los méritos. De lo que concluyo
que quienes declamen contra el lujo tienen razón; y
que quienes hagan su apología no andan descamina­
dos; pero no hablan del mismo lujo.
LXXXVIII. Aquél que carece de todo bien y traba­
ja está tan bien como el que tiene cien rublos de renta
ESCRITOS POLITICOS
253
sin trabajar... Sí, con tal que no sea propenso a caer
enfermo *.
LXXXIX. No todos pueden ser agricultores, ni to­
dos pueden dedicarse a la manufactura. Hay pues una
proporción dada entre el número de los que cultivan y
el de los que fabrican
Supongamos un estado de cosas en el que se esta­
blezca esa justa proporción. Nace un hombre. Si lo
hacéis trabajar en la manufactura, habrá un artesano
de más; si lo hacéis trabajar en la agricultura, habrá
un agricultor de más. Si se convierte en carretero o
comerciante, ¿qué sucede? Que es alojado, calentado,
alimentado a cuenta de aquél a quien ha servido. Si
éste fuese extranjero, os encontraríais pues con un súb­
dito mantenido e incluso enriquecido a costa de un
extranjero, y tal súbdito paga sus impuestos, y por
todo tipo de consumo.
Hay dos tipos de riquezas: riquezas positivas, que
sólo la tierra promete, y riquezas negativas o deudas
necesarias, como aquéllas de las que depende la vida
de un hombre, pagadas por otro.
Si, depositario de la potencia divina, fuese capaz de
mantener un ejército sin costo alguno para la nación,
yo no produciría nada, pero enriquecería a la nación
con una suma igual a la que hubiera tenido que pagar
por aquel gasto. Y es así como enriquecen la nación,
LXXXVIII. * Instruction, ari. 311 (Ledieu, pág. 81): "Un hombre
es pobre no porque no tenga nada, sino porque no trabaja".
LXXXIX. • Instruction, art. 313 (Ledieu, pág. 82): "L a agricul­
tura es el primero y el más importante de los trabajos a los que deben
ser estimulados los hombres. Las manufacturas de los productos del
pais ocupan el segundo lugar".
254
DIDEROT
sin producir nada, todos los que pertenecen a una na­
ción y pagan los impuestos; en tanto que su actividad
les hace subsistir o les enriquece a expensas de las
naciones que les rodean.
Es el número de los que no trabajan la tierra y que
necesitan vivir el que hace duplicar y aun triplicar el
trabajo del agricultor; es pues el artesano el que hace
florecer la agricultura y no la agricultura la que hace
florecer la manufactura.
Si la agricultura no proporciona la materia bruta, el
artesano no trabaja. Pero sin el artesano, a la agricul­
tura faltará interés por producir la materia bruta; sólo
se trabaja cuando se está seguro de encontrar compra­
dores; muchos trabajadores, pocos compradores, nada
de trabajo. ¿Qué es un agricultor en relación con un
artesano, y un artesano en relación con un agricultor?
Uno un comprador y el otro un vendedor de materia
bruta.
XC. Lo que ha hecho decir eso* es el no haber
pensado que la mano de obra, o los salarios de un pais,
sea cual sea su población, no pueden bajar sin que el
precio del pan no baje. Que el precio del pan regula el
precio de todos los artículos de primera necesidad, de­
termina el precio de los salarios; consiguientemente,
se ha temido que alguien muriese de hambre; y no hay
oficio, por insignificante que sea, que no dé para ali­
mentar al que lo ejerce.
X C • Insiruction, an. 314 (Ledieu, pág. 83): “ Las máquinas,
cuyo objetivo es el de ahorrar mano de obra, no siempre son útiles.
Si un producto tiene un precio medio, que interesa por igual al que
lo compra y al obrero que lo ha hecho, las máquinas que simplifican
la manufactura —vale decir: que disminuirán el número de obre­
ros— serian perniciosas en un pais fuertemente poblado” .
ESCRITOS POLITICOS
255
Es necesario poner alención cuando se lasa una mer­
cancía. El aumento del precio sobrepasa siempre la
cantidad de la tasa. Suprimid la tasa y la mercancía no
volverá a su precio inicial. Una mezquina operación
financiera produce un efecto que los veinte años si­
guientes apenas si podrán reparar. El vendedor está
hecho a pedir, y el comprador a pagar un tanto. Para
acabar con el mal se requeriría un edicto; para hacer
ejecutar el edicto se necesitarían encargados, vale decir,
otro mal mayor que el primero.
XCI. Aduanas. Si las tarifas aduaneras son exce­
sivas sin duda habrá necesariamente mucho contra­
bando; todo riesgo tiene su precio; la aduana debe,
permaneciendo todo lo demás invariado, ser fijada de
manera que el precio del riesgo sea más o menos igual
a las tarifas aduaneras.
Un punto importante a tratar es el de la contrata de
recaudación de impuestos y el de la gestión directa. La
contrata arruina al rey a causa de los enormes benefi­
cios, y veja a todos los súbditos. La gestión directa no
veja a los súbditos, pero arruina igualmente al sobera­
no a causa de la negligencia del administrador, que
conoce su condición y que sabe que no la mejorará
aun poniendo el máximo celo en su trabajo, y que, por
lo demás, tiene la propensión a favorecer a sus conciu­
dadanos a expensas del rey *.
¿Pero no sería posible establecer un tipo de gestión
directa en la que la suerte del administrador no estu­
viese determinada hasta el punto de no poder mejorar
XCI. * Cour des aides, literalmente Tribunal de Ayudas o Tribu­
nal de Subsidios, era en la Francia del Anden Rigime el tribunal
supremo en materia tributaria.
256
DIDEROT
actuando diligentemente? Pero si su deligencia, pre­
servando los derechos del soberano, tuviese su renta,
¿no cabria temer que tal diligencia no trasmutase en
vejación? Con todo, es en esta última manera de perci­
bir los bienes del Estado en la que me detendré.
El administrador nunca será ni tan vigilante ni tan
duro como el recaudador; pero la vigilancia de éste
repercute en su beneficio, mientras la de aquél lo hace
en su beneficio y en el del fisco.
Cuando se mira atentamente y se ve que la parte
alícuota del impuesto se determina con arreglo a las
necesidades del Estado, y, consiguientemente, la nece­
sidad de recuperar por un lado lo que se pierde por el
otro, se disipa toda duda acerca de si preferir o no la
gestión directa sobre la contrata, y la gestión mixta
sobre la pura y simple. Por lo demás, si se analiza toda
operación según el principio de la libertad y de la
propiedad, de nuevo la evidencia confirmará la opción
del administrador frente a la del recaudador, puesto
que cuanto más módica sea la condición del recauda­
dor, tanto más ávido y molesto será, y tanto menos
libre el ciudadano; cosa que no ocurre con el adminis­
trador puro y simple; en lo que respecta a la gestión
mixta, no puedo disimular que, bajo este punto de
vista, no deja de presentar los inconvenientes de la
contrata.
Por lo demás, la severidad de la ley contra el recau­
dador concusionario, que en mi país suponía un re­
medio parcial a los inconvenientes de la contrata, re­
duciría un poco los inconvenientes de la gestión mixta.
Sería necesario que el recaudador tuviese evidentemen­
te razón para ganar el proceso en la Cour des aides.
Ante este tribunal, el administrador se hallaría en una
ESCRITOS POLITICOS
257
posición más desventajosa que la del recaudador, por
la simple razón que éste pude perder, mientras aquél
sólo puede salir beneficiado; la cuestión esté en deter­
minar si su beneficio es más o menos considerable, y
en el peor de los casos se reduce a sus emolumentos.
XCII. Lo que obstaculiza al comerciante no por
ello obstaculiza el comercio *. Asunto y artículo de la
Instrucción cuyo examen compete a los economistas.
Yo no estoy suficientemente capacitado para ello.
Confieso, sin embargo, que comparto el prejuicio
de los que en ningún modo quieren ver al Estado in­
terviniendo en el comercio, sea mediante reglamentos
o mediante prohibiciones, y de los que consideran que
obstaculizar al comerciante o el comercio es de hecho
lo mismo; pero prefiero que sean los más preparados
quienes discutan sobre tan importante asunto, a embarcarame en una larguísima serie de razonamientos
que probablemente no fueran otra cosa que paralogis­
mos. Digo sólo que la noción de comercio no encierra
más que dos ideas —importación de mercancías ex­
tranjeras, exportación de mercancías del país—, y que
no entiendo cómo al obstaculizar estas dos operacio­
nes, tan simples, no se ponga trabas al comerciante; y
cómo poniendo trabas al comerciante pueda favorecer­
se el comercio o las dos operaciones fundamentales.
XCIII. La tarifa de las aduanas de San Petersburgo
es absurda en muchos aspectos, cosa fácilmente de­
mostrable por ejemplos particulares *.
XCII. * Instruction, an. 321 (Ledieu, pág. 85). La cita está toma­
da de Montesquieu, Esprit des lois, XX, cap. 12.
XCIII. * La Instruction trata de las aduanas en los arts. 320-324
(Ledieu, pág. 85).
258
DIDEROT
Los errores son consecuencia de la ignorancia del
valor de las cosas en sí mismas y del valor de las cosas
una vez manufacturadas.
XCIV. Analizar aún si las leyes promulgadas para
rebajar la condición de los que ejercen el comercio de
la economía —se les permite sólo proveerse de las mer­
cancías de su propio país— no resultan tan nocivas a
una nación como a la otra *.
XCV. Hay sólo un caso que parece requerir la con­
centración del comercio en una clase particular de co­
merciantes: el que una nación efectúa de un país a otro
muy alejado, en el que no existen leyes, y en el que el
comerciante casi que se halla sin cesar en estado de
guerra con los moradores del país; en el que se corre el
riesgo de perder los anticipos hechos a los habitantes
del país, y en el que se está cierto de no recibir ningún
producto suyo si no se les hace anticipos; en el que tan
arriesgados anticipos son harto considerables; en el
que cuanto más arriesgados y considerables son más
sube el precio de la mercancía; en el que se hace nece­
sario un representante muy importante e incluso muy
fuerte para hacer los anticipos en completa seguridad,
y exigir el producto ya medio pagado; en el que su
presencia, su riqueza, sus tierras, sus depósitos de mer­
cancías garantizan que el trabajo ordenado no se le
quedará al obrero, y que cuando éste presente su obra
ya hecha el resto del salario se le abonará en el acto; en
XCIV. * Instruction, art. S25 (Ledieu, pág. 86): “ En algunas mo­
narquías se han hecho leyes muy aptas para deprimir a los Estados
que desarrollan un comercio de puro intercambio. Se les ha prohibi­
do llevar mercancías que no hayan sido producidas en el suelo de su
pais; no se les ha consentido llevar a cabo sus tráficos más que en las
naves fabricadas en el pais del que provienen los comerciantes".
ESCRITOS POLITICOS
259
el que el trabajador necesita de la protección y de la
defensa de quien le proporciona trabajo para trabajar
en paz; es decir, en el que la situación es análoga a la
del comercio con la India; en un caso así parece difícil
prescindir de una compañía apoyada por el ministro.
Si los beneficios de la Compañía son muy cuantiosos
y bastan para enriquecerla, hay que dejarla subsistir,
pero quitándole el privilegio exclusivo. Si la consis­
tencia ventajosa exige la exclusiva, hay que acordárse­
la. Se ha creído, anulando la exclusiva de la Compañía
de las Indidas francesas, que el mar sería cubierto de
naves privadas. Lo que se ha probado falso.
Una razón a tener en gran consideración es la dife­
rencia entre el trabajador europeo y el trabajador hin­
dú. Este es esclavo, perezoso y constantemente expuesto
a verse expoliado. Trabaja sólo de mala gana, y sólo si
está completamente seguro de recibir el salario de su
trabajo.
XCVI. Rusia no tiene ninguna casa de comercio
en las grandes ciudades europeas, ningún depósito
para sus propias mercancías, ningún agente para las
mercancías locales, ningún agente de cambio; y los
agentes de cambio que hay en ella son extranjeros.
En los Carmelitas descalzos de Luxemburgo había
un fraile que había hecho una excelente especulación.
Un día, en su celda, en lugar de meditar sobre la vani­
dad de los bienes mundanos, imaginó cómo podría
enriquecerse a despecho del Evangelio, que ensalza la
pobreza, y del voto solemne que había hecho.
Le vino la idea de convertir el convento de París y
todos los de la orden, repartidos por el reino y por los
reinos católicos, en otras tantas casas de comercio.
Tuvo éxito; hizo una fortuna inmensa; fortuna que no
260
DIDEROT
habría conocido límites de no intervenir los escrúpu­
los. Los superiores le ordenaron terminar con el co­
mercio. He referido tan nimio suceso sólo para mostrar
la importancia de las casas de comercio.
XCVII. Se da en las observaciones acerca del co­
mercio una propensión a devaluarlo que me parece
llevada demasiado lejos *.
1. Es menester que en una nación agrícola haya
una parte más o menos grande de individuos que no
deben tener más rentas que los salarios que la nación,
que les da empleo, les paga; o, en última instancia, los
salarios de la nación para la que se les emplea; pues
tales salarios, en efecto, ¿para quién aumentan el pre­
cio de la mercancía? Para el comprador.
2. El comerciante carece de todo vínculo con el
Estado. No estoy de acuerdo. En todas partes vínculos
físicos y vínculos morales ligan al comerciante con el
Estado: todos los vínculos morales que ligan a un pro­
pietario de bienes raíces a su país; no se advierte que
los negociantes se expatrian más frecuentemente que
los demás ciudadanos; vínculos físicos; un comerciante
razonable compra sólo para realizar: la parte de su
fortuna que realiza es la sola que pone al seguro; no
hay un solo comerciante que no lo sepa; en consecuen­
cia, tiene casas, muebles, tierras.
Se halla ligado al suelo mediante la rama del comer­
cio que ejerce; y para un comerciante no es lo mismo
pasar de una rama comercial a otra o seguir en la
XCVII. *" T a l y como lo ha remarcado Y. Bcnot..., esta larga
nota sobre el comercio no se refiere a la Instruction de Catalina (...)"
(Vemifcre, op. cit„ núm. 2, pág. 419).
ESCRITOS POLÍTICOS
261
misma, la del aceite, por ejemplo, de Marsella a Lon­
dres o de Londres a Marsella.
Un comerciante, si considerado como otro ciudada­
no cualquiera, no se desplaza sin pérdidas reales, pues­
to que todo desplazamiento las entraña; sin arriesgar
el crédito de que goza donde está, y que ha de rehacerse
en el sitio donde va; se trata de una cadena terrible:
para mí casi tan fuerte como la del propietario de
bienes raíces.
3.
Es cierto que un pueblo de comerciantes sólo
existe gracias al comercio de productos externos; pero
no ocurre así con el comerciante de un pueblo agricul­
tor. Este existe merced al comercio de productos inter­
nos y productos externos. Es el depositario del agricul­
tor, quien no podría hacer todo a un tiempo, so pena
de hacer todo mal, o nada.
Cuando se mira de cerca, esto es lo que se encuentra.
La tierra requiere un propietario, un arrendatario, sier­
vos, animales, artesanos, comerciantes, transportistas,
sin todo lo cual la cantidad de mercancías disponibles
pierde su valor, y todos esos agentes son necesarios, y
a todos se debe favorecer; tanto más cuanto que es
imposible que de ninguna de estas categorías de indi­
viduos, estrechamente enlazadas entre sí, pueda haber
de más.
El Estado es un cuerpo político compuesto de dife­
rentes partes unidas entre sí por un interés común que
no les permite separarse sin dañarse a sí mismas; el
Estado me parece residir en el soberano, los propieta­
rios, los aparceros, y lodos los dedicados al cultivo,
cada uno según el rango que ocupa. A fin de ir contra
el comerciante, se ha hecho de él un ser abstracto que
no se da en piarte alguna. A consecuencia de dicha
262
D1DEROT
abstracción se le ha convertido necesariamente en cos­
mopolita; desacreditar al comerciante como agente de
varias naciones a la vez equivale a desacreditar el aire
y el agua por su utilidad general, a perder de vista el
bien común del universo.
Me parece que no seria difícil trazar el elogio del
comerciante a partir mismo de las objeciones que se le
hacen. Pertenece a todas las naciones; tanto mejor;
todas las naciones tienen así igual interés en proteger­
le; no hace distinciones con nadie, sea comprador o
vendedor; tanto mejor, la parcialidad comprometería
su situación. Todas las tierras se pronuncian en favor
del comerciante; sólo la que él cultiva lo hace en favor
del agricultor.
Y al final tal comerciante se establece en alguna
parte; muriendo, deja su cajafuerte en algún lugar de
la tierra; y la experiencia nos muestra que tal lugar es
su patria, la residencia de toda su familia, que reivin­
dica y recupera su fortuna, con independencia del lu­
gar del mundo en el que se halle depositada. No es
pues exacto decir que todo país le dé lo mismo, y que
él vaya bien a cualquier país.
Si la perentoria situación de un Estado exigiera un
préstamo, el dinero de un comerciante del reino le
sería prestado con la misma tasa de interés que el dine­
ro de un comerciante extranjero. Como si el terrate­
niente fuese más desinteresado; decid que se fuerza más
fácilmente a éste, lo que es una ventaja sólo para el
tirano. Pero los efectos del espíritu de comercio son
tales que reduce al silencio todos los prejuicios nacio­
nales o religiosos ante el interés general que debe vin­
cular a todos los hombres.
El producto neto constituye la sola riqueza disponi­
ESCRITOS POLITICOS
263
ble; pero cada uno lucha a su manera contra tal pro­
ducto neto; el buey al comer todo lo que puede; el
criado al hacerse aumentar el salario; el trabajador al
exigir el mejor precio posible para la mano de obra; el
mercader al sacar el máximo beneficio que puede a su
actividad de intermediario; y el carretero no hace su
juego peor que los demás. El buey y el comerciante
entran por igual en la cualidad de los gastos.
Supongamos dos individuos en situación de inter­
cambio, uno del reino, el otro extranjero, que tienen
necesidad de un agente intermediario; éste se queda
con el diez por ciento de ambos; hecho esto, ¿qué suce­
de? El diez por ciento que recibe de su compatriota se
queda en su país: sólo han cambiado de bolsillo; el
diez por ciento tomado del extranjero, ya sea en dinero
o en mercancías, representa un acrecentamiento de la
riqueza nacional, que no es sino la suma de los bienes
de quienes integran la nación. De donde deriva que no
es indiferente que el agente intermediario de los dos
comerciantes sea extranjero o del reino. Sé bien que si
admitís al agente intermediario extranjero en compe­
tencia con el agente intermediario del reino, el servicio
de éste bajará de precio, pero esta operación no sería
mejor; me parece que, después de todo, sea mejor que
el agente intermediario sea pagado más caro por los
dos comerciantes y que sea súbdito vuestro.
XCVIII. El soberano debe circunscribirse a su ofi­
cio de administrador de la casa. No debe ser ni traba­
jador ni empresario de ningún tipo; es el monopolista
más funesto, por mil razones que sería inútil deta­
llar*.
XCVIII. • Instruction, art. 332 (Ledieu, págs. 90-91); Catalina
tomó su cita literalmente de Montesquieu, cit., XX, 19.
264
OIDEROT
XCIX. Un tribunal de comercio debe estar com­
puesto de comerciantes; del mismo modo que cual­
quier otro tribunal debe estar compuesto de grandes
propietarios; puede esperarse la equidad cuando el juez
mismo fuese víctima de su propia sentencia *.
C. Hay un punto de vista importante en el proce­
dimiento comercial; el de obviar la caducidad del efecto
posponiéndolo.
Cl. No hay que pasar por alto el efecto terrible de
las incautaciones de bienes, de las quiebras, etc. * Un
deudor mantendrá el goce de sus bienes hasta que no
se determine el estado de sus deudas. Los acreedores
dispondrán de un período de tiempo fijado para pre­
sentarse, pasado el cual verán su derecho prescrito.
Dicho estado será establecido no por miembros del
orden judicial, sino por síndicos de los acreedores mis­
mos. La incautación de bienes y la suspensión en el
goce de los mismos no tendrá lugar hasta que no se
haya procedido al establecimiento de tal estado; la po­
sesión de la tierra se pondrá a subasta. El precio de la
subasta fijará la duración de la incautación, etc.
CII. Esa incertidumbre sólo dura un momento*.
¿Por qué son alteradas las monedas? Porque el EstaXCIX. * Instruction, art. 338 (Ledieu, pág. 93): "Los asuntos co­
merciales son muy poco susceptibles de formalidades. Son acciones
de cada día a las que deberán seguir cada día otras de la misma
naturaleza. Tienen por tanto que ser decididas cada día” .
CI. * Instruction, art. 341 (Ledieu, pág. 94): “ La Carta Magna de
Inglaterra prohíbe confiscar las ticnas o las rentas de un deudor
siempre que sus bienes móbiles o personales basten para el pago y
éste los ponga a disposición" (Texto de Montesquieu, op. cit., XX,
2).
CU. • Instruction, art. 342 (Ledieu, pág. 94): "El negocio es de
ESCRITOS POLITICOS
265
do está abrumado por las deudas. Para pagar una libra
de oro con media libra de oro. Es un robo; ahora bien,
todo robo arruina al robado. Se hace, por tanto, para
arruinar a la nación.
¿A qué conduce dicha alteración?
1. A retirar la vieja moneda en circulación; se la
oculta, no vuelve a aparecer. 2. A que se la lleve el
extranjero; éste, convirtiéndose en falso monedero,
paga a vuestros súbditos la libra de oro que les debía
con media libra de oro.
El papel moneda debe ser considerado en relación
con el particular y con la nación. La nación que no
sabe establecer la proporción entre la cantidad de papel
que emite y la cantidad de que dispone en oro, peligra
de arruinarse ella y de arruinar a la mitad de sus con­
ciudadanos.
El particular que comercia se halla en el mismo
caso, si lo convierte todo en mercancías.
CIII. Todo lo que decís al respecto es muy justo;
¿por qué entonces habéis hecho lo contrario? #
Añadamos una palabra acerca de las bellas monedas:
los edificios se derrumban; el mármol se rompe; el
bronce se deteriora; millares de años después de la des­
aparición de una nación, se escarba en la tierra y se
sacan monedas. Tendrán pues que ser bonitas, porque
en ellas se plasma el buen o mal gusto de una nación.
Después de las monedas son los edificios lo que más
dura. Seria pues deseable que quienes cuidan de los
por si muy inderio; y añadir más incertidumbre a la que se funda en
la naturaleza de la cosa equivaldría a acrecer el mal".
CIII- 'Instrucción, ari. 543 (Ledieu, pág. 95). Cita literal de Mon(esquieu, op. cit., XXII, 15).
266
D1DEROT
edificios públicos estuviesen versados en los principios
de la arquitectura, y que conocieran los hermosos res­
tos de los monumentos antiguos. Un gran y hermoso
edificio no rinde sólo honor a un pueblo, también le
rinde beneficios.
CIV. Rusia, que tiene metales, carece sin embargo
de fundiciones, de trefilerías y de fábricas de clavos.
Vende sus metales y los reimporta elaborados. Posee
fábricas de chapas. Vende sus chapas y las reimporta
como hojalata.
Es menester, o proscribir los encajes, las porcelanas
y los espejos, o agobiarlos de impuestos o, mejor aún,
fabricarlos en casa.
Rusia posee fábricas de espejos, creadas con grandes
gastos, pero mal dirigidas, no apoyadas. Tiene manu­
facturas de porcelana, de las que podría decirse lo mis­
mo. Estas empresas se confían a auténticos incompe­
tentes y bribones que gozan de alguna protección. Se
quiere la libertad del comercio exterior y el comercio
exterior es vendido exclusivamente a ingleses y holan­
deses: razón por la cual todo aumenta de precio. Lo
que digo de las mercancías de importación es extensible a las de exportación.
En otro lugar he enumerado las causas de la subida
en el precio de las mercancías indígenas o exóticas,
cuya venta y consumo tiene lugar en el interior del
país.
Se toma a crédito y no se paga; no se conseguiría
hacerse pagar ni por medio de registros, ni en efectivo,
ni mediante letras de cambio. Comprometí a la sobera­
na a hacerse mostrar el estado de las letras de cambio
protestadas. T al operación hizo pagar sumas conside­
rables. Quería que entre esas letras de cambio se encar-
ESCRITOS POLITICOS
267
gase del resguardo de las que eran buenas, salvo recu­
rrir contra los deudores solventes y en mala fe.
Es necesario que quien paga en contante pague por
los demás, que encarecen expresamente la mercancía
porque están seguros de no verse forzados a pagar.
Quien vendiese a buen precio al comprador que
paga en contante se arruinaría, ya que los rusos prefie­
ren comprar cuatro o cinco veces por encima de su
valor y no pagar.
Todavía hay que reseñar otro defecto: el de las con­
cusiones de los subalternos que sustraen provisiones
de todo tipo a los proveedores, que han de sufragar
tales gastos a expensas de los demás ciudadanos.
Y no sé lo que podría decir al respecto.
CV. En Rusia, los hospitales militares son espan­
tosos. El soldado muere en ellos casi sin asistencia y
sobre una tabla de madera. No hay inválidos, por lo
que sé. No hay hospitales públicos. Un pobre muere
sobre un banco, en una choza, envuelto en su raída
manta de pelo, falto de medicinas y hasta de alimentos.
Concierne al médico hablar de la práctica de la medi­
cina.
CVI. Es imposible dar una educación general a un
pueblo numeroso *. No tengo noticia de ningún pue­
blo que, por numeroso que sea, no pueda tener escue­
las elementales en las que los hijos de los pobres pue­
dan encontrar pan y lecciones de lectura, de escritura,
de aritmética, de catecismo moral y religioso. No tengo
noticia de ningún pueblo que no pueda tener escuelas
públicas de dibujo, y colegios con internos y externos,
internos y becarios.
CVI. * Instruction, art. 350 (Ledieu, pág. 97).
268
D1DEROT
¿El objetivo es muchos escolares y malos maestros?
El Estado habrá de pagar a los maestros. ¿El objetivo
es menos discípulos y excelentes maestros? Los maes­
tros tendrán que ser pagados por los alumnos.
Quisiera que los colegios fuesen inspeccionados:
también los nuestros. Que el magistrado se llegase a
ellos; que hiciese jurar al maestro decir la verdad, y
que los ineptos fuesen devueltos a sus padres y envia­
dos a aprender un oficio. Quizá se malograra un hom­
bre de genio en veinte años, pero se prevendría la pér­
dida de un gran número de jóvenes que salen de los
colegios viciados, ignorantes, perezosos, y que sólo ser­
virán como actores, soldados o rateros.
Cierto que todas esas observaciones serán útiles sólo
en un país libre en el que haya un tercer estado.
Por lo demás, el capítulo más importante de la edu­
cación es el dedicado a los sucesores del imperio; éste
no es tema del padre y de la madre, sino de toda la
nación. La mala educación de un niño normal lo hace
infeliz. La mala educación de los hijos de los reyes
hace infeliz a toda la nación.
La corrupción transpira en todo lo que les rodea.
Penetra su corazón y su espíritu a través de todos los
sentidos al unísono. ¿Cómo podrían ser sensibles a la
miseria, que ni conocen ni padecen? ¿Cómo amigos de
la verdad, cuando a sus oídos nunca han llegado más
acentos que los de la adulación? ¿Cómo admiradores
de la virtud, si crecidos en medio de indignos esclavos,
sin más ocupación que la de airear sus gustos y sus
inclinaciones? ¿Cómo pacientes en la adversidad, que
no siempre les ignora? ¿Cómo firmes en los peligros, a
los que a veces se han expuesto, si la molicie les ha
enervado y sin tregua se les ha mecido en la importan­
ESCRITOS POLITICOS
269
cia de su existencia? ¿Cómo podrían apreciar los servi­
cios que se les rinde, conocer el valor de la sangre que
se derrama por la salud de su imperio o por el esplen­
dor de su reino, imbuidos como están del funesto pre­
juicio que todo les es debido y que es un honor máxi­
mo morir por ellos? Extraños a toda idea de justicia,
¿cómo dejarán de convertirse en la plaga que azota a la
parte de la especie humana cuya felicidad se les confia?
Y menos mal que sus perversos preceptores acaban
siendo más tarde o más temprano castigados por la
ingratitud o por el desprecio de sus alumnos. Y menos
mal que estos alumnos, miserables pese a tanta gran­
deza, son atormentados durante toda su vida por un
profundo pesar que no pueden erradicar de su palacio.
Y menos mal que el hosco silencio de sus súbditos les
enseña de vez en cuando el odio que se les tiene. Y
menos mal que son demasiado viles para desdeñarlo.
Y menos mal que los prejuicios religiosos sembrados
en sus almas se revuelven contra ellos y los tiranizan.
Y menos mal que, después de una vida que ningún
mortal, ni siquiera el último de sus súbditos, querría
para si de conocerla en toda su miseria, descubren los
negros presagios, el terror y la desesperación sentados
en el cabezal de su lecho de muerte.
CVII. Inspirar el amor a la patria •. ¿Cómo puede
esperarse que un padre inculque a su hijo al amor a la
patria que no ama? Yo diria a los soberanos: “Si que­
réis que los padres enseñen el amor a la patria a sus
hijos, haced amar la patria a los padres” ; es un senti­
miento fácil de hacer nacer, dado que hay en el corazón
de lodos los hombres una inclinación a amar a su
CVII. * Instruction, art. 352 (Ledieu, pág. 97).
270
DIDEROT
patria, que tiene más que ver con lo moral que con lo
físico. La atracción natural por la sociedad; los lazos
de sangre y de amistad; la habituación al clima y al
lenguaje; esa prevención tan fácilmente contraída en
favor del lugar, las costumbres, el modo de vida a los
que se está habituado: vínculos todos ellos que unen a
un ser razonable a los lugares donde vio la luz y recibió
su educación. Hacen falta poderosos motivos para rom­
per tantos nudos simultáneamente y hacerle preferir
otra tierra en la que todo será extraño y nuevo (ara él.
CVIII. Que una ley, que un principio contra las
emigraciones de hombres y de bienes •. Hay, o puede
haber, una emigración de hombres sin emigración de
bienes. La emigración de bienes, un síntoma de la
desconfianza y del descrédito del Estado y de los parti­
culares.
CIX. Que se adscriban altos honorarios a las fun­
ciones de la nobleza; que se le asigne puestos de
preeminencia, distintivos honoríficos, estatuas, etc. *,
pero ninguno de los privilegios que distinguen a los
nobles ante los tribunales, o que les liberan de los
impuestos. La ley y el fisco no deben hacer excepciones
con nadie, ni siquiera con el príncipe hereditario. Ese
es el solo modo de poner remedio a la nobleza heredi­
taria.
Mantened el valor de los distintivos honoríficos no
prodigándolos, y sobre todo no confiriéndolos nunca
CVIII. • Inslruction, art. 343, antes citado.
CIX. • Inslruction, art. 36! (Ledieu, pág. 99): "Es un hábito man­
tenido desde siempre distinguir con este titulo de honor a los perso­
najes más virtuosos y a los que han rendido mayores servicios, acor­
dándoles diversas prerrogativas fundadas sobre los principios antes
mencionados".
ESCRITOS POLITICOS
271
por gracia. Un soberano equitativo no tiene por qué
conceder la gracia. Si se mira con atención, toda gracia
es una injusticia enmascarada. Hasta presupone, en
los casos de favores de mínima importancia, que no
hay en todo el imperio un solo hombre de confianza.
CX. Si el ministerio se deshonrara, pronto se des­
honrará la nación *. A menudo, aquél fuerza la con­
ducta de los particulares.
Si el ministerio crea rentas vitalicias, destruye todo
lazo de sangre entre los súbditos. Lleva al extremo la
abominación del mal lujo, de ese lujo que es expresión
de la riqueza de unos pocos y de la indigencia de la
multitud; o bien las rentas vitalicias a individuos se­
leccionados y diversos de los rentistas se convierten en
una especulación de banqueros muy onerosa al Esta­
do.
Nunca ha de añadirse el interés a los distintivos ho­
noríficos. El oro daña todo lo que toca. Si hay una
bolsa de oro colgada al extremo de una cruz, no se
tardará en ambicionar la cruz a causa de la bolsa. La
misma razón que lleva a separar el interés del honor
explica que los distintivos honoríficos sean de difícil
obtención; aquéllas se reducen a nada tan pronto como
abundan.
CXI. Del estado intermedio *. Estoy afligido de ver
que aquí se prefiere a artesanos y trabajadores a los
campesinos, sin los que todos aquellos morirían de
hambre, fallos de pan, y sus hijos, faltos de leche.
CX. • Instruction, art. 363 (Ledieu, pág. 99): "L a virtud y el mé­
rito elevan al hombre a ese grado de honor que constituye la noble­
za".
CXI.
* In stru ctio n , arts. 376-383 (L edieu, págs. 100-101).
272
DIDEROT
CXII. La violación de los deberes. El solo deber a
prescribirles es la sumisión a las leyes.
Será excluido en este orden... No entiendo: ¿se le
convertirá en siervo?
CXIII. Presupongo dos naciones limitrofes, A y B.
Si los habitantes del confín del imperio A están hasta
tal punto alejados de la capital o del centro del consu­
mo que no pueden llevar hasta él sus mercancías, y
hasta tal punto próximos a la capital o al lugar prin­
cipal del imperio B que dirijan hacia él todo su comer­
cio, los veo ir sin cesar de su comarca hacia B, y nunca
de su comarca hacia A. Se les llamará con el nombre
de A, pero de hecho serán súbditos de B; puede pues
haber imperios inmensos; pero sea cual sea su exten­
sión, el centro es realmente el verdadero lugar de la
intercomunicación. El confín es el verdadero lugar de
la defensa y de los intercambios; cuanto más extenso
sea un imperio, más se habrá de facilitar la circulación
interna; más se multiplicará el número de ciudades, y
mayor deberá ser el número de grandes ciudades. Las
grandes ciudades crean los burgos; los burgos crean
los pueblos; los pueblos crean las aldeas. Y es esa dis­
tribución la que da forma y homogeneidad a un impe­
rio*.
CXIV. Los lugares adecuados para colocar los de­
pósitos son las fronteras, ya se trate de los depósitos de
CXII. * Instruction, art. 383 (Ledieu. pág. 101): "Como la insti­
tución de dicho estado intermedio tendrá por objeto las buenas cos­
tumbres y el amor al trabajo, la consecuencia será que la violación de
los deberes que de acuerdo con esto le sean prescritos comportará la
necesaria exclusión de dicho orden” .
CXIII. • Instruction, art. 385 (Ledieu, pág. 101): "Hay ciudades
de diferentes tipos, más o menos considerables, a tenor de su situa­
ción".
ESCRITOS POLITICOS
278
mercancías del país que exporte, que de los depósitos
de mercancías del país que importe *.
CXV. La elaboración de las materias primas del
país debe hacerse en los lugares próximos a tales depó­
sitos *.
CXVI. Me ha sorprendido notablemente encon­
trarme con dudas acerca del vicio de las corporaciones.
Diré sólo una palabra al respecto.
Se trata de un privilegio exclusivo que condena a
quien sabe trabajar o no hacer nada, a ser un ladrón o
a morir de hambre. Si tal trabajador es hábil, se enri­
quecerá; si es un mal trabajador, será pobre. El público
es el solo verdadero juez de su capacidad *.
CXVII: Confieso que, en rigor, el orden de las su­
cesiones no deriva del derecho natural *. Sin embargo,
un hombre que tiene un hijo me parece esté obligado
a hacerle todo lo feliz que pueda; y a este título, ese
hijo tiene derecho a una parte de su fortuna mientras
aquél vive, y más derechos que cualquier otro a su
herencia cuando aquél muere; con todo, el abuelo.
CXIV. m¡nstruction, an. S87 (Ledieu. pág. 102): "Hay (ciudades)
donde la mayor pane de las mercancías se hallan sólo en depósito
para ser enviadas más lejos” .
CXV. • ¡nstruction, an. 389 (Ledicu, pág. 102): "T al o cual ciu­
dad llega a ser floreciente merced a sus manufacturas” .
CXVI. * ¡nstruction, an. 400 (Lcdieu, pág. 103): “ No se está de
acuerdo sobre lo concerniente a los cuerpos de oficios o corporaciones
y su establecimiento en las ciudades. La cuestión se reduce a saber si
se precisa erigir tales cuerpos en las ciudades o si hay que prescindir
de ellos, y cuál de las dos decisiones resultará más determinante en la
obtención de unas manufacturas y unos oficios florecientes” .
CXVI!. • ¡nstruction, an. 405 (Ledieu, pág. 104): ” EI orden de
las sucesiones deriva de los principios del derecho político o civil, y
no de los del derecho natural”.
274
OIDEROT
habiendo legado a su hijo lo que recibiera de su padre
más lo adquirido por él mismo, parece que el padre
debe dar cuenta al hijo de esta porción de fortuna que
ha heredado y de la que no es más que su depositario.
Es casi una deuda, y esta deuda la considero tan sagra­
da que, aun cuando mi hijo hubiera atentado contra
mi vida, no por ello me creería dispensado de satisfa­
cerla. El amo que se adueña de la sucesión de su siervo,
el soberano que expolia al heredero de uno de sus
súbditos, cometen tanto el uno como el otro un acto
tiránico.
Un padre, en cuanto padre, debe alimentar y educar
a su hijo; como hijo y heredero de su abuelo, le debe al
menos la restitución de una parte de su fortuna.
La ley podría estatuir sobre el momento de tal resti­
tución; y ello constituiría uno de los más poderosos
remedios a la inutilidad y a la ociosidad de los padres.
La ley podría hacer tal parte inalienable, declarán­
dola patrimonio del menor. La ley prevendría así una
suerte de crueldad innatural en los hijos, que no go­
zando de nada durante la vida de sus padres desean
secretamente su muerte. La ley estimularía así los ma­
trimonios y la población; sobre todo en los tiempos de
lujo, cuando los padres son más propensos a preferir
el fasto en su casa que el bienestar de sus hijos.
Los padres y las madres no podrían disponer por
testamento más que de los bienes adquiridos.
Hay una ley en Holanda que permite a los dos espo­
sos testar después de su matrimonio; uno y otro pueden
disponer de sus respectivos bienes a su antojo. De esa
ley podrían fácilmente derivar estos dos efectos: frenar
con el interés la tendencia a la infidelidad, y mantener
a los hijos en el respeto que deben a sus padres. Si hay
ESCRITOS POLITICOS
275
algún freno al espíritu de galantería, es ése. Los cón­
yuges, incluso libertinos, son así más circunspectos y
decentes; cuando la virtud ya se ha esfumado, hay que
contentarse con la hipocresía que le rinde homenaje.
Los hijos de los padres hipócritas son piadosos.
Las mujeres más moderadas hacen la juventud me­
nos frívola.
CXVII1. Nada más propio para subdividir las gran­
des fortunas y mantener la igualdad política entre los
ciudadanos que el reparto de los bienes entre los hijos,
o, a falta de hijos, entre los colaterales *.
Estas sucesiones colaterales sacan a más familias de
la indigencia de cuantas no enriquezcan en exceso.
Todos los hombres razonables, a los que ni el orgu­
llo ni el prejuicio han corrompido todavía, aborrecen
el absurdo derecho de primogenitura, que transfiere la
totalidad del patrimonio de una casa al hijo mayor, a
quien corrompe, y precipita en la indigencia a herma­
nos y hermanas, castigados por el delito cometido por
el azar al hacerles nacer con algunos años de fatal
retraso. Un cabeza de familia no es más que deposita­
rio, y a un depositario nunca se permitió subdividir
desigualmente el depósito entre interesados con los
mismos derechos. Si un salvaje dejase al morir dos
CXVIIl. • Irutruction, art. 416 (Ledieu, págs. 105-106): "El per­
miso ilimitado de testar acordado entre los Romanos fue lentamente
arruinando la disposición pública acerca de la división de las tierras;
dio lugar más que ninguna otra cosa a la funesta y demasiado grande
diferencia entre los ricos y los pobres; diversas sucesiones se concen­
traron en una sola cabeza; algunos ciudadanos tuvieron demasiado,
una infinidad de ellos nada, y terminaron conviniéndose en un peso
insoportable para la República" (cita literal de Montesquieu, op.
cit., XXVII).
276
D1DEROT
arcos y dos hijos, y se le preguntase qué se debía hacer
con los dos arcos, «¡no respondería acaso que habría
que dar uno a cada uno? Y si legase los dos al mismo,
¿no dejaría entender que el proscrito es fruto de las
malas costumbres de su mujer? En los países donde
tan monstruosa desheredación está autorizada, el padre
es menos respetado que ningún otro: por el mayor, al
que no puede quitar nada, por los pequeños, a los que
no puede dar nada. A la ternura filial que se extingue
sucede un sentimiento de bajeza que habitúa, casi des­
de la cuna, a tres o cuatro niños a arrastrarse a los pies
de uno solo; y éste se atribuye una importancia perso­
nal que apenas si tarda en volverle insolvente. Padres
y madres tienen miedo a multiplicar en torno a ellos
indigentes condenados al celibato. Toda la herencia es
puesta en manos de un insensato, a cuyas disipaciones
sólo se puede poner coto mediante la sustitución fidei­
comisaria, vale decir: mediante otro daño. Tan grandes
calamidades deben hacer presumir que el derecho de
primogenitura —no consagrado en su origen por la
superstición y que la tiranía no muestra interés en
perpetuar— tiene sus días contados. Es un residuo de
barbarie feudal que un día causará sonrojo a nuestros
descendientes.
CXIX. Regular las tutelas es algo muy difícil, y la
sola objeción sólida a los divorcios *.
Extraño a la familia, mal tutor. Pariente, mal tutor.
Magistrado, el peor tutor... solidarias las dos familias,
¿a quién pues elegir, a los curas?
En la Instrucción de Su Majestad Imperial nada se
CXIX. * Dideroi se reliere a los arts. 428 a 438 de la Instruction,
que tratan de la tutela (Ledieu, págs. 108-109).
ESCRITOS POLITICOS
277
dice acerca del divorcio. Y, sin embargo, a mí no me
costaría ningún trabajo trazar su apología basándome
en la ley natural, en las fastidiosas consecuencias liga­
das a la indisolubilidad del matrimonio; pero quiero
que se permita a los dos esposos volverse a casar, sin lo
cual el divorcio consagra a dos seres al libertinaje.
Pero a los hijos, ¿qué tutor daremos? No lo sé. ¿Los
hospicios de Moscú? ¿Por qué no?
El divorcio estuvo permitido entre los romanos, y
no ha sido frecuente. El divorcio contiene a los esposos
en los deberes que se deben; los divorcios favorecen las
buenas costumbres y el aumento de población; el di­
vorcio tiene un término inmediato a partir del reparto
de bienes entre los hijos.
¿Pero es necesario que el divorcio sea solicitado si­
multáneamente por los dos esposos? Si se responde
afirmativamente todavía será más raro. El consenti­
miento de los esposos produce el matrimonio, unión
que la ley aprueba y registra, y que el cura bendice. En
Suiza hay leyes bastante sabias sobre el divorcio. Todas
ellas tienden a la conservación de las costumbres.
CXX. La materia jurídica* se subdividiría mejor
en leyes naturales, leyes civiles, consecuencias de las
leyes naturales, procedimiento.
El número de las leyes naturales y de sus consecuen­
cias, las leyes civiles, es muy extenso; pues es preciso
tener presente que si una ley civil no deriva de una ley
natural, es una ley arbitraria y, por consiguiente, inútil
y dañosa.
CXX. *C f. arts. 439 a 443 de la Instruction, donde la materia
jurídica se subdivide en leyes, reglamentos y ordenanzas (Ledieu,
pág. 109).
278
OIDEROT
Si el pueblo es el verdadero legislador, es el verdade­
ro reformador de las leyes.
CXXI. Pero cuando una ley comportase excepcio­
nes, limitaciones o modificaciones, ¿qué debe hacer el
juez en un caso que está comprendido en dichas excep­
ciones, limitaciones, modificaciones no especifica­
das?*
CXXII. No sé si, en la infinidad de intereses diver­
sos que vinculan o separan las naciones, que en una
misma nación vinculan o separan los individuos, el
código pueda nunca llegar a ser tan breve, tan simple
y tan claro como se le supone *. Apelo a la Instrucción
misma de Su Majestad para la elaboración de las leyes.
No pregunto si hay alguien en grado de ahondar en su
significado, pregunto si hay alguien del pueblo en
cualquiera de las naciones civilizadas capaz de enten­
der todos los artículos. Y sin embargo, dicha instruc­
ción se ha concebido en los términos más simples y
claros posibles.
Añadiré aquí una pequeña observación: apenas si
existe algún problema de cálculo integral y diferencial
que no sea más fácilmente resoluble que un problema
de economía política, caso que uno se proponga dar
CXXI. * Inslruction, arL 450 (Ledieu, pág. 110): "Cuando en una
ley las excepciones, limitaciones, modificaciones no son necesarias,
es mucho mejor no hacerlas; semejantes detalles llevan consigo nue­
vos detalles".
CXXII. • inslruction, art. 452 (Ledieu, pág. 110): "L as leyes no
deben estar llenas de las sutilezas propias de la agudeza de espíritu.
Están hechas tanto para las personas de inteligencia media como
para los más capacitados...” Y el art. 484 (ibid.) añadía: "el estilo de
las leyes debe ser conciso y llano; la expresión directa es siempre
mejor comprendida que la expresión puntillosa”.
ESCRITOS POLITICOS
279
una solución rigurosa. No hay nada de posible en ma­
temáticas que el genio de Newton o de alguno de sus
sucesores haya considerado imposible llegar a domi­
nar. No podría decir lo mismo de ellos en los proble­
mas que nos ocupan; a primera vista, uno cree hallarse
ante una sola dificultad que resolver; fiero pronto esta
dificultad arrastra otra consigo, ésta una tercera, y asi
sucesivamente hasta el infinito; y uno se apercibe que
es menester o renunciar al trabajo, o abrazar en su
conjunto el sistema inmenso del orden social, so pena
de no obtener más que un resultado incompleto y de­
fectuoso. Los datos y el cálculo varían según la natu­
raleza de los lugareños, de sus productos, su dinero,
sus recursos, sus relaciones, sus leyes, sus hábitos, su
gusto, su comercio y sus costumbres. ¿Dónde hay un
hombre lo suficientemente instruido como para domi­
nar todos esos elementos? ¿Dónde un espíritu tan ecuá­
nime que los sepa tasar según su valor? Todos los
conocimientos de las diferentes ramas de la sociedad
no son sino ramas del árbol que constituye la ciencia
del hombre público. Este es eclesiástico; es militar; es
magistrado; es financiero; es comerciante; es agricul­
tor; ha sopesado las ventajas y los inconvenientes a los
que debe hacer frente, pasiones, rivalidades, intereses
particulares. Con todas las luces que puede adquirir
sin genio; con todo el genio que puede haber recibido
sin luces, lo único que hace es cometer errores; después
de eso, ¿puede causar estupor que tantos errores tengan
crédito en el pueblo, que no hace más que repetir lo
que ha oído; entre las mentes especulativas, que se
dejan arrastrar por el espíritu sistemático y que no
vacilan en afirmar una verdad general a partir de algu­
nos acontecimientos particulares; entre los hombres de
280
DIDF.ROT
negocios, todos más o menos sometidos a la rutina de
sus predecesores, y más o menos frenados por las con­
secuencias ruinosas de una tentación fuera de uso; en­
tre los hombres de Estado, prefijados por el nacimiento
o la recomendación para los más altos cargos, en los
que su completa ignorancia les pondrá a merced de
subalternos corrompidos que les engañan o extravían?
En toda sociedad bien ordenada, no puede haber
ningún asunto que no pueda discutirse libremente; y
cuanto más grave y complejo sea, tanto más importan­
te es que tal discusión se lleve a cabo; ahora bien, ¿los
hay acaso más importantes o más complejos que los
referentes al gobierno? Una corte amante de la libertad,
¿qué podría hacer mejor que animar a todos los espí­
ritus a ocuparse de aquéllos? ¿Y qué más juicio se
podría dar de la que prohibe el estudio, aparte del de
la desconfianza de sus actividades o de la certeza que
son malas? El auténtico prontuario de un espíritu
prohibitivo sobre este tipo de tema sería; El soberano
prohibe que se le demuestre que su ministro es un
imbécil o un bribón. Pues su voluntad es que sea lo
uno o lo otro sin que por ello se le preste la menor
atención.
Los problemas de economía política requieren un
largo tratamiento antes de llegar a ser esclarecidos; y a
pesar de la dificultad de una solución rigurosa, es
siempre el fin al que hay que tender; es necesario apro­
ximarse a ellos el máximo posible; esperar algo bueno
del tiempo y de una educación continua, y rogar a
Dios que interrumpa en nuestro favor una ley natural;
la de no someternos a una larga serie de locos, de
ignorantes, de perezosos, de depravados, de bribones,
rodeados de un seto impenetrable de más bribones,
ESCRITOS POLITICOS
281
mientras se espera el nacimiento sobre el trono de un
ser que sea digno de ocuparlo.
CXXIII. No es suficiente que todos puedan com­
prenderlas; es necesario que todos puedan conocerlas.
Hay que enseñar las leyes comunes a todas las capas
sociales, desde la infancia. Ay de aquél que en edad
más avanzada no se instruya en las leyes propias de su
condición *.
CXXIV. Si ese hombre sólo hubiese dado una bo­
fetada, no habría sido demasiado impertinente; pues
no hubiese sido más que la crítica de una mala ley *.
CXXV. A medida que un pueblo pierde el senti­
miento de la libertad y de la propiedad * se corrompe,
se degrada, se inclina hacia la esclavitud. Cuando es
esclavo, está perdido; ya no se cree ni propietario de su
vida. Pierde toda noción precisa de justicia y de injus­
ticia. Sin el fanatismo que le inspira el odio hacia
otros países, tampoco tendría patria. Allá donde tal
fanatismo se ha extinguido, los grandes piensan en
expatriarse; y a los pequeños sólo retiene la estupidez
que les embrutece; se parecen a esos perros malhadados
que van buscando la casa en las que se les maltrata y
malalimenta.
CXXIII. * Instruction, art. 458 (Ledieu, pág. 112): “ Las leyes es­
tán hechas pata todos los hombres en general. Todos están obligados
a seguirlas; por tamo, es menester que todos están en grado de com­
prenderlas*’.
CXXIV. * Instruction, art. 462 (Ledieu. pág. 112): “Se conoce la
historia de aquel impertinente de Roma que daba bofetadas a todo el
que encontraba y le hada entregar los veinticinco sueldos prescritos
por la ley”.
CXXV. * Cl. Instruction, arts. 502 y 505 (Ledieu, pág. 116). en los
que se cita textualmente a Montesquieu, op. cit., VIII, 2.
282
DIDEROT
CXXVI. Propendo a creer a que no hay ningún
caso en que el poder sobrepase impunemente los lími­
tes que se ha autoimpuesto*.
Sería una injuria hecha a los poderes intermedios.
Sería un primer germen de desconfianza sembrado por
el soberano. Sería un mal ejemplo dado a su sucesor.
Cuanto más grave sea el caso, tanto mayor será la con­
fianza inspirada por el monarca en su palabra y en su
moderación; tanto mayor será el respeto hacia los po­
deres intermedios, si les deja la decisión.
CXXVII. Uno de nuestros embajadores en la Puer­
ta había invitado a comer a un cadí; en plena comida,
un emisario se le acerca y le dice una palabra al oído;
se levanta, sale, y sólo un cuarto de hora después re­
aparece; el embajador le preguntó por el asunto que
había requerido su atención. El cadí le respondió: "Se
me había dicho que un panadero vendía el pan corto
de peso; fui a la panadería; se pesó el pan; se vio que
era corto de peso; el horno estaba al rojo vivo, lo hice
coger y meter dentro; asunto concluido” . Acabada la
narración, todo el mundo se estremeció. El cadí aña­
dió: "Hacía más de cien años que una cosa asi no se
hacía, y no se repetirá hasta pasados otros cien años.
Su hurto era un hurto público, que recaía sobre la
parte del pueblo en peor condición, la que compra su
pan al peso. En vuestro país se castiga en la rueda a
quien descerraja la cajafuerte de un financiero, y os
asombra ahora que mande quemar a quien roba el
CXXVI. * Instruction, an. 512 (Ledieu, pág. 117): “ Hay casos en
que el poder debe y puede actuar en toda su plenitud sin ningún
peligro para el Estado, pero hay otros en que debe actuar en los
limites que se ha puesto a si mismo” .
ESCRITOS POLITICOS
283
pan del pobre. Semejante fechoría es más importante
de cuanto no creáis; es demasiado fácil cometerla con
impunidad como para no hacer uso de todo el terror
del castigo” •.
Quien crea leer la historia de la sabiduría de un
pueblo en la historia o en la colección de sus leyes, se
equivoca de todas todas. Todo se ha previsto, dispues­
to, ordenado, y nada se ha realizado. En los tiempos en
que Roma no tenía más que las doce tablas, Roma
tenía costumbres. En los tiempos en que fue compila­
do ese enorme y admirable cuerpo de derecho dvil,
Roma ya había perdido sus costumbres.
CXXVIII. Eso es j usto *, ¿pero qué cabe deducir de
ello? I. Que un buen soberano no es más que un fiel
administrador. 2. Que un administrador que pide a su
dueño más de cuanto no exijan las necesidades de la
casa roba a su dueño. 3. Y que en una casa bien orde­
nada no hay ladrones a los que no se pueda y no se
deba hacer justicia. Los principios son los justos, ¿pero
se tiene el valor de extraer sus consecuencias?
CXXIX. No sé cómo están las cosas; son esos hom­
bres disponibles los que matan a los tiranos en los
Estados despóticos, y los que encadenan a los pueblos
en los Estados libres*. Imaginad que la naturaleza
CXXVI1. * Instruction, are 541 (Ledieu, pág. 120): "L a acción de
un cieno sultán que ordenó emplear a un panadero, sorprendido en
el momento del fraude, era la acción de un tirano que sólo sabia ser
justo ofendiendo a la justicia misma” .
CXXVIII. • instruction, art. 574 (Ledieu, pág. 123): "Cuántas
más necesidades (que un hombre aislado) no tendrá una multitud de
hombres reunidos en sociedad dentro de un Estado” .
CXXIX. * Instruction, art. 576 (Ledieu, pág. 124): "L a conserva­
ción del Estado en su integridad exige: I. el mantenimiento de la
284
DIDEROT
junte con una lengua de tierra dos continentes separa*
dos por las aguas, Francia e Inglaterra; en ese mismo
instante Inglaterra tendrá necesidad de una milicia na­
cional, el soberano será o se convertirá en jefe de dicha
milicia; será él quien designe todos los grados, y todos
los soldados terminarán siendo otros tantos individuos
dispuestos a encadenar, e incluso matar, a sus padres,
sus madres, sus conciudadanos, a la primera señal del
soberano. Puedo por tanto dirigirme por igual a dés­
potas y pueblos libres, y decirles: “ Vosotros os tamba­
learéis de continuo sobre el trono, vosotros siempre
llevaréis cadenas, estaréis continuamente a la merced
de un niño insensato o de una bestia feroz, en tanto no
sepáis tomar alguna medida razonable contra ese cuer­
po, que se saca de vuestros hogares para armarlo contra
vosotros y para someteros". Esto que os digo quizá sea
una sugerencia política, pero qué importa. Sé al menos
que de haber sido el legislador de América septentrio­
nal, no habría actuado diversamente.
Una serie de revoluciones implica siempre un perío­
do en el que sería deseable que todos los súbditos de
un imperio hubiesen sido educados como si debieran
ser soldados. Después de dos o tres grandes batallas
perdidas, un Estado queda desguarnecido en sus de­
fensas. No ocurriría así de convertir el arte de la guerra
en una parte de la educación nacional. ¿Qué potencia
osaría atacar una sociedad cuyos defensores se regene­
ran constantemente? Ahora bien, en un país en el que
todos los hombres son soldados, el estado militar, com­
prendiendo a toda la nación, pertenece necesariamente
defensa, es decir, de las tropas de tierra y mar, de las fortalezas, de la
artillería y de todo lo necesario al respecto".
ESCRITOS POLITICOS
285
a la nación. De ese modo, ni la nación puede usarlo
contra su jefe ni el soberano puede usarlo contra la
nación. La nación es libre, y lo es para siempre. Se
acabó el problema de la milicia nacional permanente.
Ni el mantenimiento de tal milicia nacional perma­
nente supondrá ya el agotamiento de las demás capas
sociales. Ni habrá que tomar más precauciones para
crear una reserva con un número suficiente de hombres
disponibles.
Serán por condición como deben ser: todos disponi­
bles, cuando el bien de todos esté en peligro; esta dis­
ponibilidad obstaculizará de vez en cuando sus funcio­
nes civiles, pero nada es más justo. Si a pesar de ello se
advierte la necesidad de un cuerpo de milicia perma­
nente, este cuerpo será mucho menos numeroso; se
renovará de continuo, ya que a todos los súbditos del
Estado, oficiales y soldados, llegará su turno de ser­
vicio.
No me extenderé en la diferencia que separa a esta
nación de todas las demás, tal y como hoy son; en la
diferencia entre esta milicia y la familia que por do­
quier existe, sino que sólo la consideraré en relación a
la libertad pública. Hecho esto, elegid la especie de
gobierno que consideréis conveniente, y seréis libres si
tenéis dos hábitos, el hábito de magistrado, el hábito
de médico, el hábito de comerciante y el hábito de
soldado. Es éste el que llevaréis puesto cuando hagáis
vuestras amonestaciones, en buen orden, el sable en el
flanco, el fusil con la bayoneta calada sobre el hombro.
Serán escuchadas, porque serán hechas a boca de jarro.
Tomad por modelo a los suizos, y seréis tan libres
como ellos.
CXXX. Quien se contenta con no hacer el mal,
286
DIDEROT
prefiriendo al placer de hacer el bien público el de
satisfacer su inclinación o su capricho *. Eso no es así;
no hay que decir: quien se contenta con no hacer el
mal; sino que se habría de decir: quien se contenta con
no hacer el mayor bien, prefiriendo conciliar el bien
público con su satisfacción particular. Quien manda
construir un suntuoso y armónico edificio, emplea los
materiales y a los hombres del país; embellece la na­
ción; esos embellecimientos atraen y hacen quedarse a
los extranjeros, que se dejan sumas inmensas en la
ciudad, puesto que quienes viajan son normalmente
hombres poderosos con amplios cortejos a su séquito.
Quitad a la Italia actual sus palacios, sus ruinas y sus
cuadros, y la hundiréis en la más absoluta miseria. Es
el fasto de la antigua Roma lo que sostiene, a expensas
de todas las naciones, la Roma moderna. Colbert gastó
millones en un carrusel, que rindió el doble o el triple
del gasto. Se podrían haber hecho en oro cien veces la
Venus de Médicis y el Apolo del Belvedere, si se hubie­
sen empleado así todo lo que han costado a los curio­
sos. Habría una capa de medio pie de oro sobre los
cuadros de Rafael, si se les hubiese cubierto con el que
ingleses, franceses y alemanes dejaron en torno a esas
obras maestras. Elévese a la naturaleza, en lugar de esa
casucha que encierra la historia natural al final de la
calle Saint-Marceau *, un asilo o un sepulcro digno de
ella, y después de eso estaréis en grado de relacionar
gasto y producto: con ese principio de los economistas,
nuestras casas estarían cubiertas de esteras, y las dudaCXXX. * Según Vemifcre, la frase en cursiva no se corresponde
con ningún articulo de la Instiuction, aunque habría que relacionar­
la con los arts. S78 y 579 de la misma.
ESCRITOS POLITICOS
287
des llenas de cabañas rodeadas de sólidas fortificacio­
nes. Empero, la manufactura de los Gobelin cuesta
más a nuestros vecinos que a nosotros. Si los músicos
italianos resultan ruinosos, no es así para Italia, y na­
die aconsejará cerrar la puerta del Conservatorio en
Nápoles. No es al construir una ópera como se comete
una tontería, sino al levantar un edificio pobre y es­
cuálido que no atrae ninguna mirada. Doy mi total
aprobación a que se construya un teatro, pero si tal
teatro no fuera comparable al antiguo Coliseo, no ren­
dirá nada. Sería dinero sin ningún interés. Cuando las
bellas artes, la elocuencia, la historia, la poesía, la
pintura, la escultura, la arquitectura se vean estimula­
das por la riqueza nacional, producirán grandes obras;
cuando todas concurran a celebrar las virtudes y los
talentos, harán que la nación mejore. Un buen ciuda­
dano es aquél que hace el bien; un excelente ciudadano
es aquél que hace el mayor bien; y si el mayor bien
consiste en invertir todo lo superfluo en la reproduc­
ción, confieso que no me gustaría vivir en una tal
sociedad, y que si habitara lejos de ella no me vendría
ninguna tentación de visitarla. Con el bienestar, el
interés por las comodidades aumenta; poco a poco ese
interés se convierte en atenta búsqueda; en el camino
produce obras bellas y no exentas de utilidad. Pues lo
bello no se escinde de lo útil. No quiero yo interrumpir
ese proceso. Si la reproducción es el limite de lo útil, y
si no se puede sobrepasar tal límite sin que deje de
serlo, todas las matemáticas se reducen a cuatro pági­
nas, toda la mecánica a seis proposiciones, toda la
hidraúlica a dos experiencias, toda la astronomía a
nada, toda la física al estudio de los abonos, toda cien­
cia a la economía política y doméstica; todas las bellas
288
DIDEROT
artes, o son suprimidas o reducidas a la grosería china,
todas las manufacturas limitadas a la elaboración de
materias de primera necesidad. Estas visiones, seguidas
con buena lógica hasta sus últimas consecuencias, han
puesto al nombre de Rousseau a cuatro patas y al de
los economistas al extremo del arado. Y ello porque
esa buena gente lo más que ha visto ha sido el remate
de su campanario. Estos últimos se han olvidado de
uno de sus grandes principios, a saber, que cuando
por lo demás todo está bien ordenado, las cosas se
equilibran por si mismas. Regulad adecuadamente tres
o cuatro puntos importantes, y confiad el resto al inte­
rés y al gusto de los particulares, y sobre todo poned
cuidado en no tomar la causa por el efecto o el efecto
por la causa. No son las bellas artes lo que han co­
rrompido las costumbres; no son las ciencias lo que
han depravado a los hombres. Estudiad con atención
la historia y comprobaréis lo contrario: la corrupción
de las costumbres, debida a causas siempre diferentes,
ha traído consigo la corrupción del gusto, la degrada­
ción de las bellas artes, el desprecio de las ciencias, la
ignorancia, la imbecilidad y la barbarie; no aquélla de
la que la nación había salido, sino una barbarie de la
que nunca saldrá. La primera es la de un pueblo que
aún no ha abierto los ojos; la segunda, la de un pueblo
al que le han sacado los ojos.
CXXXI. Las observaciones sobre este artículo tien­
den a reducir lodos los impuestos a uno solo: el im­
puesto territorial. Debo confesar que aún no tengo
ideas claras sobre tan importante punto *.
CXXXI. *E I art. 582 de la Instmction dice solamente: "{Para
qué objetos hay que establecer los impuestos?" (Ledieu, pág. 127).
ESCRITOS POLITICOS
289
Sólo digo, 1. Que esta especulación, si el impuesto
no se percibe en especie, exige operaciones largas y
difíciles, y sin embargo preliminares, un catastro ge­
neral; ¿cómo se hace un catastro general? Por ejemplo,
de Francia. ¿Cómo hacerlo lo bastante aproximado
para que pueda servir de base al impuesto? Y aun así,
se hallaría sometido a perpetuas vicisitudes. 2. El im­
puesto único y territorial concede al soberano un titulo
de copropietario general; lo que me espanta para los
tiempos venideros. 3 Dicho medio entraña un perfecto
conocimiento de todos los recursos de los súbditos; y
no me molestaría que hubiesen muchas riquezas su­
mergidas. Quien no calcule veinte soberanos malos
por uno bueno, hace mal sus cálculos. Toda especula­
ción política debe subordinarse a las leyes de la natu­
raleza; sin lo que podrá parecer ventajosa inicialmente,
pero resultaría funesta durante una serie de siglos.
CXXXII. Todo eso está muy bien*. Es evidente
que ni la modalidad del impuesto ni su distribución
deben ser arbitrarias, ni por parte del fisco ni por parte
del contribuyente.
Pero cómo asegurarse contra el arbitrio de un fisco,
avaro o ávido, y provisto con cuatrocientas mil manos
para acaparar y otros tantos brazos para matar. Al fi­
nal, el problema es siempre el mismo: cómo limitar la
autoridad soberana.
El impuesto único es el más funesto de todos si no se
aplica a todos por igual. Reducid a esta condición, si
podéis, a los grandes, los nobles, los militares, los ma­
gistrados y los eclesiásticos. Le estoy hablando a un
CXXXII. •Instruction, an. 583 (Ledieu, pág. 128): "¿Cómo vol­
ver los (impuestos) menos onerosos para el pueblo?"
290
DIDEROT
francés, probad a reducir todas las condiciones a una
sola.
Una de las ventajas de la multiplicidad de los im­
puestos, tal y como se da entre nosotros, es que aunque
agobiado por un lado, estoy aliviado por el otro. Y es
que de vez en cuando algunos de estos impuestos es
suprimido, y a veces es el que más me dañaba el que se
extingue de golpe.
Por lo demás, no es posible intervenir sobre el im­
puesto único sin llevar momentáneamente la desespe­
ración a la nación. ¿Hay que exponer a un loco a
semejante locura? Con un trazo de pluma se ve hasta
dónde puede llevarse el impuesto único. ¿Se debe, se
puede autorizar a un tirano a llevarnos hasta esa línea
de demarcación sin que ello nos afecte? Dadme garan­
tías sobre una larga generación de reyes sabios y daré
mi consentimiento a un impuesto único. Si no podéis,
permitidme que reflexione al respecto y que desconfíe
de tan atractiva especulación.
Hay lo mejor en relación con la cosa, y lo mejor en
relación con las personas y los lugares. El impuesto
territorial o directo es ciertamente el mejor referido a
la cosa. ¿Pero es el mejor relativo a las personas, bajo
un gobierno hereditario en el que el trono puede pasar
a un niño déspota y malvado?
El impuesto único y directo se lleva de maravilla
con la pura democracia. ¿Pasa igual con la monar­
quía? ¿Y con las otras formas de gobierno?
CXXXIII. Evitar siempre el monopolio*. Creo
que no debe hacerse ninguna ley que prohíba el mo­
nopolio. Un particular tiene derecho a comprar todo
CXXXIII.
* Instruction, an. 590 (Ledieu. pág. 129).
ESCRITOS POLITICOS
291
el grano de una provincia de poder hacerlo. El mono­
polio sólo en dos circunstancias es peligroso. La pri­
mera, cuando es el soberano el monopolista. La se­
gunda, cuando deviene privilegio exclusivo de algún
particular que goza de protección. Toda esa retahila
de privilegios exclusivos y de monopolios es cierta;
supone una gran plaga. El caso más favorable para el
privilegio exclusivo es el del inventor que ha gastado
por entero su fortuna y su vida en la búsqueda de su
invento; en ese caso es completamente obligatorio que
la sociedad compre el invento.
Problema: ¿debe una nación hacer público un in­
vento útil descubierto por ella?
CXXXIV. Ha quedado claramente demostrado lo
arbitrario de un impuesto sobre las personas y sobre
las cosas comerciables. Pero me parece que apenas si se
ha rozado el tema de la imposición sobre el consumo.
El consumo es un impuesto: 1. Libre. 2. Bastante
equitativo, pues se consume en proporción a la fortuna
que se posee. 3. Muy general, porque se extiende a
todo tipo de riquezas; el hombre de negocios está so­
metido a él. No pretendo defender el impuesto sobre el
consumo, pero hubiera deseado que se me hubiese ex­
plicado mejor la injusticia, y sobre todo la influencia
que ejerce sobre la condición del campesino.
CXXXV. Suprimir todo obstáculo a la circulación
interior y a los intercambios exteriores*. Proteger el
comercio, favorecerlo sin intervenir en él; nunca un
soberano entenderá tan bien los intereses del comercio
como el comerciante. El precio de los productos se
CXXXV. * La ¡nstruction trata del comercio interno en los
arts. 607 y 608 (Ledieu, pág. 131).
12
292
D1DF.ROT
establece por si mismo. La agricultura, la población y
el comercio se reequilibran entre sí; su decadencia y su
prosperidad son consecuencia de una sola y misma
causa. No dar puntapiés a la colmena, dejar trabajar
en paz a las abejas.
CXXXVI. No sé si la distinción entre comerciante
nacional y nación está bien fundada. Con el actual
sistema impositivo es evidente, me parece, que o gana
el fisco o ganan los contribuyentes. En todo sistema
impositivo me parece que el comerciante rico beba,
coma, venda, compre, haga construir, pueble, etc., y
que bajo todos esos aspectos su riqueza se confunda
con la riqueza nacional.
CXXXVII. En mi opinión, una nación podría en­
riquecerse con el comercio sólo si: 1. No le falta nada;
2. Posee en exclusiva frente a las demás naciones un
producto que ella sola comercia; 3. Lo posee en una
cantidad superior a la que consume *.
Corolario obligado de esta ventaja será que toda la
industria se concentrará en esa mercancía única, y li­
mitará su trabajo y sus esfuerzos en las demás activida­
des al mínimo necesario. Un caso que no es fruto de la
imaginación es que llegue a descuidar completamente
un ramo de la producción si los esfuerzos concentrados
en la producción única le resultaran más rentables que
los esfuerzos repartidos.
Una cabeza capaz de abarcar la totalidad de las rela­
ciones de intercambio de unas naciones con otras sa­
bría en cada momento el precio real de cualquier cosa.
CXXXVII. • Instruclion, ari. 613 (Ledieu, pág. ISI): "Un comer­
cio bien regulado y cuidadosamente administrado lo vivifica todo, lo
sostiene todo...”
ESCRITOS POLITICOS
293
Esta parte del globo no es más que un grande y vasto
mercado donde tiene lugar a la grande lo mismo que
en pequeño sucede en la feria de una fiesta religiosa.
Se trata de combinar estos únicos tres elementos: la
cantidad de mercancías, mayor o menor; el número,
mayor o menor, de vendedores; y el número, mayor o
menor, de compradores, dos tipos de competencias
opuestas.
Igual que hay una posesión nacional de mercancías
exclusivas, también hay una posición de industria ex­
clusiva.
O carecéis de ciertos productos y los necesitáis, o los
tenéis y no sabéis elaborarlos, y es como si los necesitárais. O los elaboráis peor que la nación vecina, lo
que es también una desventaja; casi que sería como si
vuestro suelo la produjera de peor calidad.
CXXXVIII. Todo representa al dinero, como el di­
nero representa todo •. La idea de considerar el dinero
como una señal intermediaria que circula entre dos
consumidores es muy justa: tanto que hay sacas de
dinero que han pasado por mil manos en tres o cuatro
años, y que aún pasarán en el mismo tiempo por otras
tantas manos sin que nadie las abra.
Os doy lo que os falta; vos me dáis una señal o una
garantía de que otro me dará lo que me falta.
CXXXIX. La hierba crece en el prado mientras
que el escudo permanece siempre igual en mi bolsa. Si
empleo mi escudo, ¿lo emplearé en comprar hierba?
CXXVIII. * Instruction, art. 633 (Ledieu, pág. 136): "Obsérvame»
aquí que el oro y la plata, que a veces son mercancías y a veces signe»
representativos de todo lo que puede ser intercambiado, provienen o
de las minas o del comercio".
294
DIDF.ROT
La hierba comprada perece; y la hierba sigue creciendo
en el prado. A la larga, la mata de hierba que no deja
nunca de crecer en el prado vale más que el escudo.
Pero la hierba no crece sin trabajo, sin gasto, en el
prado, y el hombre inteligente se trabaja su escudo.
Cada uno tiene sus gastos de cultivo y su producto
neto. La sola diferencia entre ambos es que la hierba
alimenta, y en cambio no podría comerse su escudo.
La hierba va a buscar al escudo; el escudo viene a la
búsqueda de la hierba. La lluvia, la sequía, el granizo
han puesto casi todas estas formas de riqueza al mismo
nivel; raramente la penuria será general en todas las
provincias de Francia. Más raro aún será que haya en
toda Europa un sólo país a donde el escudo holandés
no pueda dirigirse en búsqueda de la abundancia.
El escudo, bien oculto en el surco, es invertido en un
juego de azar en el que se está casi seguro de obtener
pingües ganancias. El escudo, invertido en el comer­
cio, presenta riesgos e ingresos más o menos conside­
rables. De todas las mercancías el escudo es la que se
conserva por más tiempo sin deteriorarse. El escudo
que reposa no produce nada, ni la tierra tampoco. El
escudo puede dar beneficios todo el año sin gastos. La
tierra sólo rinde durante un período, y cuesta siempre.
Con el actual estado de cosas un particular puede
decir con plena cordura: "Dadme tierra o escudos, para
mí es lo mismo’’. Pero lo que es verdadero para su
bolsa sería falso para un país. El país agrícola tiene la
cosa; el país pecuniario tiene sólo el signo. El país
agrícola puede prescindir del signo, pero el pecuniario
no puede prescindir de la cosa. Con el tiempo, el país
agrícola tendrá el signo y la cosa; y el país pecuniario
no tendrá ya nada. Pero cuando el país agrícola tenga
ESCRITOS POLITICOS
295
la cosa y el signo, y al pecuniario no quede nada, ¿a
qué servirá el signo para el país agrícola? A bien poco.
Hasta podría tirar la mitad al mar sin que ello la
empobreciera o la dañara.
¿Qué hacen pues quienes explotan las minas de
Perú? Aumentan sin descanso la cantidad del signo;
sus trabajos son siempre los mismos; y el signo que
multiplican pierde su valor a medida que se multipli­
ca. Si fueran dueños de multiplicarlo a discreción, aca­
barían con su uso. Ya no tendrían nada; y hubieran
reconducido los intercambios a su primitiva confu­
sión. Insensatos, tenemos ya oro y plata o signos de
sobra; cerrad vuestras minas y trabajad.
CXL. Hago una compra, y por la cosa comprada,
pago veinticinco luises. No tengo dinero, y en lugar de
veinticinco luises doy un efecto cualquiera del mismo
valor. Es lo mismo; y mis veinticinco luises y mi efecto
son igualmente una garantía para el vendedor de poder
adquirir lo que le falta; y es en este sentido, mucho
más amplio que el del artículo 634 *, que el oro o la
plata son o materias en bruto o mercancías elaboradas.
CXLI. Me resultaría intolerable que un soberano
tuviese bienes demaniales propios*. 1. Esos bienes demaniales son siempre mal administrados; entrañan
más gastos y reportan menos beneficios. 2. Exentos de
CXL. * Instruction, art. 6S4 (Ledieu, pág. 138): "El oro y la plata
pueden ser considerados bien como materias primas, bien como productos fabricados".
CXLI. * Instruction, an. 625 (Ledieu, págs. 134-135): "L as rique­
zas del soberano son, o simplemente señoriales, en tamo que ciertas
tierras o efectos le pertenecen a titulo de señor particular, o riquezas
del soberano que posee, a causa de ese título recibido de Dios, todo lo
que conforma el tesoro público” .
296
DIDERO'I
impuestos, se sobrecarga al pueblo con el fardo que
aquéllos no soportan. 3. Están todos dados en conce­
sión, y un concesionario es un hombre que se guarda
bien de mejorar un fundo que no es suyo, y que hace
todo lo que puede por sacarle el máximo beneficio
mientras está bajo su posesión, haciendo estragos en
él. ¿Por qué no alienarlo? El fundo se destinaría a
proveer a las necesidades del Estado; si el Estado no
tuviera deudas que pagar, gastaría menos. Tales bienes
demaniales rendirían más; serían constantemente me­
jorados, y contribuirían al fisco en razón de su valor.
En cuanto a los bienes que designaré con el nombre de
patrimonio de la soberanía, cuanto menos considera­
bles sean mejor será. Un buen rey no tiene nada. A
medida que su riqueza aumenta, aumenta la pobreza
de sus súbditos; y cuanto más pobre sea él, más ricos
serán los súbditos. Es un mal rey aquél que tiene un
interés separado del interés de su pueblo.
CXLII. En este parágrafo no hay de lo que busco;
en él se habla de las rentas del rey *. El rey carece de
rentas. Pero está a la cabeza de una numerosa familia
que tiene sus necesidades, y es el administrador de
fondos destinados a satisfacerlas. Empleados esos fon­
dos y las necesidades satisfechas, el resultado es cero.
Entre estas necesidades incluyo los gastos de su casa.
Los gastos de su casa serán muy módicos, si llega a
tener en cuenta que se hacen a expensas de otro. No
conozco nada tan razonable como la respuesta de un
cortesano a su soberano, el cual le hacía notar que
CXLII. • Instruction, art. 628 (Ledieu, pág. 135): “ Las rentas que
pertenecen al soberano son asimismo de dos tipos: o son suyas a
titulo de señor público o bien a causa de la corona” .
ESCRITOS POLITICOS
297
vestía mejor que él. "N i más ni menos que como debe
ser, repuso el cortesano. —¿Y ello por qué? —Porque
soy yo quien paga mis hábitos y los vuestros” .
La tiranía nace del prejuicio según el cual el pueblo
está hecho para el soberano; la disipación y al fasto
son consecuencia del prejuicio que es el dueño de la
casa, de la que no es más que el ecónomo y el adminis­
trador.
CXLIII. Le llega el turno a la usura.
Si una nación no tuviese ningún comercio con las
naciones circundantes, le sería casi indiferente tener
mucho o poco dinero. £1 mundo no es pues más rico
que antes de la apertura de las minas de Perú. Hay más
plata en el mercado internacional, pero qué importa.
Pero en este gran mercado internacional en el que
todo se vende, y en el que vendedores y compradores
son de diversas naciones, entre las que la garantía o la
señal de los intercambios está desigulamente repartida,
hay compradores que pueden más o menos fácilmente
adquirir, permaneciendo todo lo demás igual.
Lo que acabo de decir sobre la feria internacional o
mercado común de todas las naciones, puedo decirlo
de la feria o del mercado particular de una sola. En
este mercado, la señal de los intercambios es más o
menos común. La señal de los intercambios está más o
menos repartida. ¿Cómo es posible entonces asignar
un precio constante y fijo a esa señal de los intercam­
bios? Sobre todo cuando se tiene en cuenta el partido
que cada uno puede sacar de su condición.
Así pues, el fijar un precio al dinero es una opera­
ción tan ridicula como la de fijárselo a los pepinos. El
dinero es una mercancía que, al igual que las demás,
hay que abandonar a sí misma; mil accidentes diversos
298
DIDEROT
le harán subir o bajar de precio; y todo intento por
legislar al respecto es absurdo y nocivo.
La competencia general que nacería de una libertad
ilimitada de comerciar produciría inevitablemente una
reducción en el interés del dinero. Los préstamos rui­
nosos a los que se quiere remediar serían menos fre­
cuentes, no teniendo el prestatario que pagar más que
el dinero recibido en préstamo; mientras que, actual­
mente, hay que añadir el precio que el usurero pone a
su conciencia, a su honor, y al peligro de una acción
ilícita, precio tanto más alto cuanto menor es el núme­
ro de usureros y más rigurosamente observada la ley
prohibitiva.
La ley del interés es injusta —y toda ley injusta sólo
puede ser mala—, pues disminuyendo la competencia
entre los vendedores, encarece el objeto en venta.
La ley contra la usura es apta para crear usureros,
para los que llega a convertirse en un privilegio exclu­
sivo del comercio de dinero, si quieren arriesgar la
infamia. La ley contra la usura acelera la ruina de los
locos al disminuir el número de individuos a los que
pueden dirigirse; es necesario que paguen la cosa y el
peligro.
Puesto que todo representa al dinero, y no hay nin­
guna ley sobre el precio de las demás mercancías, a
despecho del legislador o de su consenso, la usura se
practica en otros cien modos diferentes y con frecuen­
cia mucho más peligrosos. No se compra dinero, pero
se compra terciopelo, con el que se hace dinero. La ley
contra la usura es vana, porque no hay usurero, por
torpe que sea, que no pueda eludirla.
El precio del dinero en cuanto metal es variable, el
precio del dinero como señal y garantía de los ínter-
ESCRITOS POLITICOS
299
cambios también lo es, tanto en relación al vendedor
como en relación al comprador.
Si para una nación autárquica resulta indiferente
poseer mucho o ningún dinero, no es asi para una
nación que comercia con las que la rodean.
No se si la superabundancia de dinero, que pone la
mano de obra a un precio exorbitante, termina o no
por destruir las propias manufacturas; pues las manu­
facturas se sostienen por el trabajo. Ahora bien, ¿cómo
se logrará que las manufacturas de un país trabajen
igualmente, si yo puedo obtener a un precio mucho
más bajo las cosas fabricadas por mi vecino, tanto si la
ley permite su importación como si no?
¿Pues cuál es la consecuencia de tal prohibición? El
contrabando, que dura mientras el peligro que corre el
contrabandista no iguala el precio de la mercancía
importada con el de la mercancía del país. Hasta el
presente no es que haya visto precisamente mucha uti­
lidad a las leyes que prohíben el comercio, incluido el
de materias no elaboradas. En cambio, desventajas si
que hay dos evidentes. El contrabandista nacional es
un hombre improductivo. Los hombres utilizados en
impedir el contrabando son otros tantos hombres im­
productivos.
CXLIV. Que el total de la renta no supere el gasto,
y a la inversa: una y otra cosa son igualmente esencia­
les*.
CXLV. Conclusión.
Veo en la Instrucción de Su Majestad Imperial el
proyecto de un código excelente; pero ni una sola paCXLIV. • tnstruction, ari. 653 (Ledieu, pág. 139): “ Que el loul
del gasto, si es posible, no sobrepase la renta".
soo
DIDEROT
labra sobre el modo de asegurar la estabilidad de dicho
código. Veo allí abdicado el nombre de déspota; pero
conservada la cosa, pero el despotismo llamado mo­
narquía.
No veo que se proyecte ninguna disposición para la
liberación del cuerpo de la nación; y sin embargo, sin
liberación o sin libertad, ninguna propiedad; sin pro­
piedad, ninguna agricultura; sin agricultura, ninguna
fuerza, ninguna grandeza, ninguna riqueza, ninguna
prosperidad.
Pero la Emperatriz tiene una gran alma, penetra­
ción, inteligencia, y vasto genio; y las cualidades de la
justicia, la bondad, la paciencia y la firmeza. Y, por
servirme de sus propias palabras, al árbol que no pue­
de derribar cogiéndolo por el pecho, lo hacer caer ta­
lándole poco a poco las raíces; es magnífica sin ser
pródiga; goza de una salud excelente; tiene cuarenta y
cuatro años, y me ha dicho, prometido, que vivirá
hasta los ochenta. No hay nada que no se consiga con
el tiempo y con ese maridaje tan infrecuente de exce­
lentes cualidades.
Es imposible que las instituciones educativas, y las
otras, si perduran, no cambien la faz de su imperio. Se
iba hasta Lacedemonia para ver el modo en que allí se
educaba la juventud; no desespero que un día se viaje
hasta Rusia por idéntico motivo. Y quiera Dios que
acabe lo antes posible y con gloria su guerrra contra
los turcos. La muerte de cien turcos no compensa la
sangre de un solo ruso; y todos los laureles de la guerra
no resarcirán nunca a su imperio de la pérdida de un
año de su reinado.
FRAGM ENTOS PO LITICO S
Refutación de Helvétius
I.
Reformismo o Revolución
L a nación (francesa) es hoy el hazmerreír de Europa.
Ninguna crisis saludable le devolverá la libertad; será
por consunción por lo que perezca. L a conquista es el
único remedio para sus desgracias; y es el azar y las
circunstancias lo que deciden sobre la eficacia de un
tal remedio.
La experiencia actual prueba lo contrario. Basta con
que las personas honestas que actualmente ocupan los
cargos más importantes del Estado permanezcan en
ellos por sólo diez años para que todas nuestras des*
gracias encuentren reparación.
El restablecimiento de la antigua magistratura nos
ha devuelto el tiempo de la libertad.
Hemos visto durante mucho tiempo el brazo del
hombre luchar contra el brazo de la naturaleza; pero
los brazos del hombre se cansan, los de la naturaleza
no.
Un reino como éste es perfectamente paragonable a
una gran campana que repica. Una larga fila de niños
estúpidos tiran de la cuerda intentando con todas sus
fuerzas detener la campana, de la que paulatinamente
302
D1DEROT
hacen disminuir sus oscilaciones; pero más tarde o
más temprano surge un brazo vigoroso que le restituye
todo su movimiento.
La naturaleza ha puesto límites al sufrimiento de
los pueblos, sin importar el gobierno bajo el que se
hallen. Más allá de tales límites se encuentra o la muer­
te, o la fuga, o la revuelta. Es necesario devolver a la
tierra una parte de la riqueza que se obtiene de ella; el
agricultor y el propietario tienen que vivir. Este orden
de cosas es eterno: el déspota más inepto, o el más
feroz, no podrían infringirlo.
Escribía antes de la muerte de Luis XV: "Este prefa­
cio es audaz: el autor declara en él sin ambages que
nuestros males son incurables. Y quizá yo hubiera com­
partido su opinión si el monarca reinante fuera jo ­
ven” .
En alguna ocasión se me preguntó acerca del modo
en que en un pueblo corrompido podrían restablecerse
las costumbres. Respondí: De la misma manera que
Medea devolvió la juventud a su padre: cortándolo en
pedazos y haciéndolo hervir... En aquel entonces, esta
respuesta no estaba muy fuera de lugar.
II.
Cuestión social
He leído este capítulo con el máximo placer; no
tengo fuerzas para contradecirlo en su forma, pero me
temo que contenga algo más de poesía que de verdad.
Tendría más confianza en las delicias de la jomada de
un carpintero, si fuera un carpintero quien me habla­
ra, y no un recaudador de impuestos, cuyos brazos
nunca han conocido la dureza de la madera ni la pe­
ESCRITOS POLITICOS
303
santez del hacha. Ese feliz carpintero, lo veo enjugar el
sudor de su frente, poner sus manos en la cintura y
aliviar mediante el reposo la fatiga de sus riñones,
jadear a cada instante, medir con su compás el espesor
de la viga. Quizá sea muy dulce ser carpintero o cante­
ro, pero francamente esa felicidad yo no la quiero, ni
siquiera con la agradable idea, a cada golpe de hacha
o de sierra, de la paga que me esperaría al final de la
jomada.
Todos los trabajos alivian igualmente del aburri­
miento, pero no todos son iguales. No me gustan aqué­
llos que conducen rápidamente a la vejez, aun cuando
no son ni los menos útiles, ni los menos comunes, ni
los mejor recompensados.
El cansancio es tal que el trabajador es mucho más
sensible al cese de su trabajo que a la ventaja de su
salario: no es su recompensa sino la duración y la
amplitud de su faena el objeto de sus pensamientos
durante la entera jornada. La palabra que se le escapa
cuando el caer de la tarde le arrebata la laya de las
manos no es: “ Me voy ya a por mi dinero...” , sino: "Se
acabó por hoy” .
¿ Y creéis que cuando vuelve a casa tiene prisa por
arrojarse en brazos de su mujer? ¿Creéis que pueda ser
tan ardiente como tin ocioso entre los brazos de su
amante? Casi todos los hijos de tales personas se con­
ciben durante la mañana de un domingo o de una
fiesta.
He tenido, sin embargo, una experiencia que paso a
contar: que cada uno saque las consecuencias que
quiera. Volvía por el bosque de Bolonia con un amigo.
El cual me dijo: “ Nos toparemos con las carrozas que
van a Versalles; apuesto a que no veremos ningún
304
DIDEROT
rostro sereno en ninguna...” Y en efecto, todos tenían
o la cabeza inclinada sobre el pecho, o el cuerpo tirado
en un ángulo de su carruaje, con un aire más ido y
cariacontecido de lo que sabría reflejar. Pero eso no es
todo: porque algunos de estos infelices que se dedican
a labrar la piedra a lo largo de las orillas de los ríos
cantaban, en tanto hincaban el diente con apetito a un
mendrugo de pan moreno. Y bien, me diréis, ¿estaba
este último más contento que el primero? Si, en ese
momento en concreto, en aquel día concreto, puede
ser. Pero aquí no se habla ni de un momento ni de un
día. El cantero labraba la piedra todos los días sin
cantar todos los días. El cortesano no se pasaba todo el
día en el camino de Versalles, no iba allí todos los días,
y no estaba siempre triste, sea que fuese o que volviese.
Si el cantero ha sentido menos dolor por una vena
de piedra durísima que el cortesano ante la distracción
del monarca o el ceño fruncido de su ministro, una
mirada del monarca, una palabra favorable de su mi­
nistro ha hecho al cortesano más feliz de cuanto haya
podido serlo el cantero ante una vena blanda de la
piedra, que disminuía su fatiga y abreviaba su trabajo.
Por otro lado, no creo que ese señor al que se priva
del soberano placer de cenar en los pequeños aparta­
mentos se halle igualmente satisfecho en su mesa o en
la de sus amigos a pesar de la delicadeza de los manja­
res y la variedad de los más exquisitos vinos, que el
cantero, de vuelta del trabajo a su choza, con su cántaro
de agua o su jarra de pésima cerveza, al lado de su
mujer y sus hijos.
Pero si el primero es infeliz, ello se debe a su mala
cabeza; en tanto que la religión, el hábito de la miseria
ESCRITOS POLITICOS
305
y del trabajo, con el mejor discernimiento, apenas si
bastan al otro a reconciliarlo con su estado.
En (in, Helvétius, cuál de los dos preferiríais ser, el
cortesano o el cantero. Cantero, me diréis. Empero,
antes de acabar el día ya estaríais harto de la sierra, que
deberíais retomar al día siguiente; mientras que pronto
hubierais mandado a hacer gárgaras al monarca, a su
ministro y a toda la corte, caso de no estar contento
con vuestro papel de cortesano.
Creedme, ocho o diez horas de sierra pronto os ha­
rían echar de menos los fastidios de l'Oeil-de-Boeuf.
Sé perfectamente que cada condición tiene sus des­
ventajas. Leía a los quince años, los releía a los treinta,
en Horacio, que sólo sentimos de verdad las de la nues­
tra, y me reía del abogado que envidia la suerte del
agricultor, y del agricultor que envidia la suerte del
comerciante, y del comerciante que envidia la suerte
del soldado, y del soldado que maldice y truena contra
los peligros de su oficio, la pequeñez de su paga y la
dureza de su caporal o de su capitán; ante todo eso, yo
me prefiero cómodamente recostado en mi sillón, las
cortinas echadas, mi gorro calado hasta los ojos, ocu­
pado en descomponer ideas, que calentando el cemen­
to, aunque no pueda comparar la reprimenda del en­
cargado con la sátira del critico roído por la envidia y
lleno de mala fe. Ciertamente, un silbido en el teatro
causa más daño a un autor que diez bastonazos a un
obrero manual perezoso o torpe; pero al cabo de ocho
días, el autor pitado ya ni se acuerda, mientras el yeso
pesa todos los días lo mismo sobre los corvos hombros
del que lleva la artesa.
306
DIDEROT
El aburrimiento es un mal casi tan temible como la
indigencia.
Hete aquí el discurso de un hombre rico que nunca
ha visto peligrar su cena.
Por la preferencia que Helvétius da a la condición
del esclavo sobre la del amo, veo que él ha sido un amo
bueno, y que ignora la brutalidad, la dureza, las ma­
nías, la extravagancia, el despotismo de la mayoría de
los demás.
Servir es la última de las condiciones, y sólo la pereza
o cualquier otro vicio lleva a dudar entre la librea y las
banastas. Puesto que si teniendo hombros fuertes y
piernas vigorosas han preferido vaciar una silla aguje­
reada a cargar con un fardo, ello se debe a la vileza de
su alma.
No es pues el alto número de criados, sino los po­
quísimos buenos que hay, lo que debe causar asom­
bro.
Ibid.—Todas las reflexiones que se presentan en esta
página y la siguiente, las reduciré a una, a saber: que
hay demasiadas actividades en la sociedad que matan
de cansancio, que agotan rápidamente las fuerzas y
que acortan la vida: y que sea cual fuere el salario que
paguéis por el trabajo, no podréis impedir ni la fre­
cuencia, ni la justicia del trabajador.
¿Os ha pasado alguna vez por la mente la cantidad
de personas desgraciadas a las que la explotación de
las minas, la preparación de la cal de cerusa, el trans­
porte de la madera por los ríos, el cavado de zanjas,
causan enfermedades espantosas y dan muerte?
Son sólo los horrores de la miseria y el embruteci­
miento lo que pueden reducir al hombre a semejantes
ESCRITOS POLITICOS
307
trabajos. |Ah, Jean-Jacques, qué defensa u n mala la
vuestra del esudo salvaje frente al esudo social!
Sí, el apetito del rico no difiere del apetito del pobre;
incluso considero el apetito de éste mucho más vivo y
auténtico; pero en favor de la salud y de la felicidad de
uno y otro, quizá seria menester que el pobre siguiera
el régimen del rico y el rico el régimen del pobre. Es el
ocioso quien se ceba con suculentos platos, es el hom­
bre que fatiga el que bebe agua y come pan, y los dos
perecen con anterioridad a los términos fijados por la
naturaleza, el uno de indigestión y el otro de inanición.
Quien no hace nada es el que se sacia con largos tragos
del vino generoso que repararía las fuerzas del que
trabaja.
Si el pobre y el rico fueran igualmente laboriosos y
frugales, no todo estaría compensado entre ellos. La
diferencia en los alimentos y en los trabajos, entre ali­
mentos pobres y suculentos, entre trabajos moderados
y continuos, bastaría para introducir una gran dife­
rencia en la duración media de sus vidas.
Renunciad a los metales, o bien consentid que las
minas sean nefastas.
Las minas de Hartz guardan en sus inmensas pro­
fundidades a millares de hombres que apenas si cono­
cen la luz del sol y raramente alcanzan los treinta años
de edad. Es allí donde pueden verse mujeres que han
tenido doce maridos.
Si cerráis tan vastas tumbas, arruinaréis al Estado y
condenaréis a todos los súbditos de Sajonia a morir de
hambre o a expatriarse.
]Y cuántas fábricas en la misma Francia, menos nu­
merosas, pero casi igualmente funestas!
Cuando paso revista a la multitud y variedad de las
308
D1DEROT
causas de la despoblación, me maravilla siempre que
el número de nacimientos sobrepase en un diecinue­
veavo el de defunciones.
Si en vez de predicarnos la vuelta a la foresta, Rous­
seau se hubiera ocupado de imaginar una suerte de
sociedad mitad y mitad civilizada y salvaje, me parece
que hubiera sido harto difícil contradecirle.
El hombre se ha reunido para luchar con la máxima
ventaja contra su enemigo permanente, la naturaleza;
pero no se ha contentado con vencerla: ha querido
triunfar. Ha encontrado la cabaña más cómoda que el
antro, y se ha alojado en una cabaña; muy bien, |pero
qué distancia enorme la existente entre la cabaña y el
palacio! ¿Está mejor en el palacio que en la cabaña?
Lo dudo. [Qué sinfin de fatigas se ha dado para no
añadir a su suerte más que cosas superfluas, y compli­
car hasta el infinito la obra de su felicidad!
Helvétius ha dicho, con razón, que la felicidad de
un opulento era una máquina constantemente necesi­
tada de arreglo. Eso me parece mucho más certero si se
aplica a nuestras sociedades. No pienso, como Rous­
seau, que habría que destruirlas siempre que se pudie­
se, pero sí que tengo claro que la operosidad del hom­
bre ha sido llevada demasiado lejos, y que si se hubiese
detenido mucho antes y fuese posible simplificar su
obra, no por ello estaríamos peor. El caballero de
Chastellux ha sabido ver la nítida diferencia que sepa­
ra un reino rutilante de un reino feliz; sería igualmente
fácil indicar la diferencia entre una sociedad rutilante
y una sociedad feliz. Helvétius ha situado la felicidad
del hombre social en la mediocridad; del mismo modo
considero que hay un límite en la civilización, un lí­
mite más conforme a la felicidad del hombre en gene­
ESCRITOS POLITICOS
309
ral y más cercano a la condición salvaje de cuanto no
se piense; ¿pero cómo volver ahí una vez alejados,
cómo permanecer una vez en él? Lo ignoro. |Ay! El
estado social se encamina quizá hacia esa perfección
funesta de la que gozamos de un modo casi tan nece­
sario a como las canas coronan nuestra vejez. Los an­
tiguos legisladores sólo conocieron el estado salvaje.
Un legislador moderno más ilustrado que aquéllos,
que fundara una colonia en algún lugar recóndito de
la tierra, quizá hallara entre el estado salvaje y nuestro
maravilloso estado civil un medio que retardase el pro­
greso del hijo de Prometeo, que lo garantizase del bui­
tre, y que fijase al hombre civil entre la infancia del
salvaje y nuestra decrepitud.
*
*
*
La condición del obrero que, mediante un trabajo
moderado, provee a sus necesidades y a las de su fami­
lia, es de todas las condiciones quizá la más felizToda condición que no permite al hombre caer en­
fermo sin caer en la miseria, es mala.
Toda condición que no garantiza al hombre un re­
curso durante el periodo de su vejez, es mala.
Si la gente humilde pierde la espantosa perspectiva
del hospital, o si la ve sin por ello turbarse, está ya
embrutecido.
Todo lo que el autor dice en elogio de la mediocri­
dad será desmentido por todos los que padezcan sus
inconveniencias.
310
III.
DIDF.ROT
A cada uno según su mérito
Ahora bien, hay otra fuente de la desigualdad de las
riquezas: la que emana de la desigualdad de las activi­
dades y de la parsimonia de los padres que deben trans­
mitir a sus hijos de vez en cuando riquezas inmensas.
Tales fortunas son legítimas, y no veo cómo, con jus­
ticia y en el respecto de la sagrada ley de la propiedad,
pueda obviarse esta causa del lujo. Respuesta: que no
hay por qué obviar; que las fortunas serán legitima*
mente distribuidas cuando la distribución sea propor­
cional a la industria y al trabajo de cada uno; que
semejante desigualdad no tendrá efectos molestos —al
contrario: hasta será la base de la felicidad pública si se
encuentra un medio no digo de degradar, sino de dis­
minuir la importancia del oro; y dicho medio, el único
que conozca, es asignar todas las dignidades, todos los
cargos del Estado, mediante concurso.
En ese caso, un padre opulento dirá a su hijo: “ Hijo
mió, si te contentas sólo con castillos, lebreles, mujeres,
caballos, con viandas delicadas, vinos exquisitos, los
tendrás; pero si ambicionas ser alguien en la sociedad,
es ya asunto tuyo, no mió; trabaja por el día, trabaja
por la noche, instrúyete, pues toda mi fortuna no bas­
taría para hacer de ti un ujier” .
En esa circunstancia, la educación asumirá un gran
relieve, y el muchacho advertirá toda su importancia;
pues si pregunta por el canciller de Francia ocurrirá
que se le mencione a menudo al hijo del carpintero o
del sastre de su padre, cuando no al de su zapatero.
Si se juzga a los concurrentes en virtud de sus cos­
tumbres y de su inteligencia, si el vicio supone la ex­
e s c r it o s p o l ít ic o s
Sil
clusión de modo tan cierto como la ignorancia, serán
las personas honestas y las hábiles las elegidas.
No entiendo decir que este método no presente nin­
gún inconveniente, ni que, cualesquiera que sean los
jueces del mérito, dejará de haber predilección, espíritu
de partido, o cualquier otro tipo de parcialidad; pero
sí que hay un pudor que incluso en nuestros días se ha
hecho valer ocasionalmente entre los mismos minis­
tros, y no creo que alguien se atreva a preferir un
bribón o un necio a un candidato honesto e ilustrado.
Lo peor que podría suceder es que, quizá, no siempre
ocupara la plaza vacante el candidato más digno.
Tan sólo el concurso de méritos a los altos cargos
está en condiciones de reducir el oro a su justo valor.
En esta hipótesis, me pregunto por el extraño moti­
vo que podría inducir a un padre a atormentarse toda
la vida por no acumular más que bienes y no transmi­
tir a su hijo más que los medios de ser un avaro, un
disipador o un voluptuoso.
Al mismo tiempo que al mérito se rinda mayor ho­
nor, disminuya la avidez y se advierta más intensa­
mente el valor de la educación, las fortunas serán me­
nos desiguales. Esos efectos deseados se encadenan ne­
cesariamente los unos a los otros.
La única riqueza verdaderamente deseable es la que
satisface todas las necesidades de la vida, y pone a los
padres en grado de dar educadores excelentes a sus
hijos.
Todas las consecuencias de los principios expuestos
son fáciles de sacar.
Sin buenas costumbres públicas, ningún gusto que
pueda considerarse tal; sin instrucción y sin probidad,
ningún honor que perseguir. Un soberano puede col­
312
DIDEROT
mar a su favorito de riquezas, pero no puede infundirle
ni conocimientos ni virtud.
IV. Júpiter y Luis XV
Me topo aquí con un pasaje citado de Luciano, del
cual ni siquiera la primera palabra se encuentra en
este autor; pero de Luciano, o de otro, o incluso de mí
mismo, no por ello deja de gustarme menos.
Júpiter se sienta a la mesa; le toma el pelo a su
mujer; dirige palabras equívocas a Venus; mira con
ternura a Hebe; da un azotazo a Ganimedes; se hace
llenar la copa. Mientras bebe, oye elevarse gritos desde
diversas regiones de la tierra: redoblan los gritos, lo
que le causa fastidio. Se alza impacientado; abre la
trampa de la bóveda celeste y dice: "Peste en Asia,
guerra en Europa, hambre en Africa, granizo aquí,
una tempestad allá, un volcán...” Acto seguido cierra
otra vez la trampa, se sienta de nuevo a la mesa, se
embriaga, se acuesta, se duerme: y él llama a eso gober­
nar el mundo.
Uno de los representantes de Júpiter en la tierra se
levanta, se prepara él mismo el chocolate y el café,
firma órdenes sin haberlas leído, ordena una caza,
vuelve de la foresta, se desnuda, se sienta a la mesa, se
embriaga como Júpiter, o como un mozo de equipajes,
se duerme en la misma almohada que su amante: y él
llama a eso gobernar su imperio!
V.
Democracia
Considero lo que precede sobre el gobierno republi­
cano completamente cierto; pero el gobierno democrá­
ESCRITOS POLITICOS
SIS
tico, presuponiendo el acuerdo de voluntades, y el
acuerdo de voluntades, presuponiendo a los hombres
reunidos en un espacio bastante limitado, me parece
que sólo podría tener lugar en pequeñas repúblicas, y
que será siempre precaria la seguridad de la única es­
pecie de sociedad susceptible de ser feliz.
No es que deseche las leyes de Licurgo: únicamente
las considero incompatibles con un gran Estado o con
un Estado donde prevalezca el comercio.
DISCURSO DE UN FILOSOFO A UN REY
Sire, si queréis curas no queréis filósofos, y si queréis
filósofos no queréis curas; pues siendo la condición de
unos la de amigos de la razón y promotores de la cien­
cia, y la de los otros la de enemigos de la razón y
fautores de la ignorancia, si los primeros hacen el bien,
los segundos hacen el mal; y vos no queréis contempo­
ráneamente el bien y el mal. Tenéis, me decís, filósofos
y curas: filósofos que son pobres y poco temibles, curas
muy ricos y muy peligrosos. No os cuidáis demasiado
de enriquecer a vuestros filósofos, porque la riqueza
daña a la filosofía, pero vuestra intención sería la de
tenéroslos; y mostráis una clara intención de empobre­
cer a vuestros curas y de desembarazaros de ellos. Os
desembarazaréis de ellos, sin duda, y con ellos de todas
las mentiras con las que infectan vuestra nación, al
empobrecerlos; pues una vez empobrecidos pronto de­
caerán: ¿y quién deseará entrar en un estado sabiendo
que le está vedado tanto el adquirir honor como el
hacer fortuna? Ahora bien, ¿cómo haréis para que se
empobrezcan? Voy a decíroslo. Os guardaréis bien de
atentar contra sus privilegios y de intentar ante todo
reducirlos a la condición general de vuestros ciudada­
nos. Ello sería injusto y torpe; injusto, porque sus
privilegios les pertenecen a ellos como la corona os
pertenece a vos; porque los poseen, y si removéis los
316
DIDEROT
títulos de su posesión, se removerán los títulos de la
vuestra; porque no tenéis nada mejor que haurj que
respetar la ley de prescripción, que os es como mínimo
tan favorable como a ellos; porque se trata de dones de
vuestros ancestros y de los ancestros de vuestros súbdi­
tos: y nada más puro que el don; porque habéis sido
admitido al trono sólo con la condición de dejar a cada
estado su prerrogativa; porque si faltáis a vuestro jura­
mento respecto a uno de los cuerpos de vuestro reino,
¿qué os impedirá hacer daño a los demás?; porque en
ese caso alarmaríais a todos; nada permanecería estable
alrededor de vos; quebrantaríais los fundamentos de la
propiedad, sin la cual ya no hay ni rey ni súbditos,
sino sólo un tirano y sus esclavos. Razón por la cual
seríais también torpe.
Así pues, ¿qué haréis? Dejar las cosas como están.
Vuestro orgulloso clero prefiere mejor acordaros dones
gratuitos que pagaros impuestos; pedidle dones gra­
tuitos. Vuestro clero célibe, que apenas si muestra al­
guna preocupación por sus sucesores, no querrá pagar
de su bolsillo, sino que pedirá préstamos a vuestros
súbditos; tanto mejor, dejad que los pidan; ayudadle a
contraer una deuda enorme con el resto de la nación;
llegados a ese punto haced algo justo: forzadle a pagar.
Sólo podrá pagar enajenando una parte de sus fondos;
dichos fondos podrán ser todo lo sacro que quieran,
estad seguros que vuestros súbditos no tendrán ningún
escrúpulo en echar mano de ellos cuando se vean en la
necesidad, o de aceptarlos como pago, o de arruinarse
perdiendo su crédito. De este modo, de don gratuito en
don gratuito, les haréis contraer una segunda deuda,
una tercera, una cuarta, a cuya satisfacción les forzaréis
hasta que se vean reducidos a un estado de mediocridad
ESCRITOS POLITICOS
317
o de indigencia que les haga tan despreciables cuanto
inútiles son. Sólo de vos y de vuestros sucesores depen­
derá que un día se les vea vestidos de harapos bajo los
pórticos de sus suntuosos edificios, ofreciendo rebaja­
dos sus plegarias y sus sacrificios a los pueblos. Pero,
me diréis, me quedaré sin religión. Os equivocáis, sire,
tendréis siempre una; pues la religión es una planta
rampante y vivaz que no perece jamás; no hace más
que cambiar de forma. La que resulte de la pobreza y
de la degradación de sus miembros será la menos incó­
moda, la menos triste, la más tranquila y la más ino­
cente. Haced contra la superstición reinante lo que
hizo Constantino contra el paganismo: arruinó a los
curas paganos, y muy pronto en el fondo de sus mag­
níficos templos no se vio más que a una vieja con un
pato fatídico echando la buenaventura al más bajo
populacho; ante la puerta, más que a. unos miserables,
entregados al vicio y a las intrigas amorosas. Un padre
habría muerto de vergüenza si hubiese tolerado que un
hijo suyo se hubiera hecho cura.
Y si os dignáis escucharme, yo seré de todos los filó­
sofos el más peligroso para los curas, pues el más pe­
ligroso de los filósofos es aquél que pone ante los ojos
del monarca el elenco de sumas inmensas que esos
orgullosos e inútiles holgazanes cuestan a sus Estados;
el que le dice, como yo os digo, que tenéis ciento cin­
cuenta mil hombres a los que, vos y vuestros súbditos,
pagáis aproximadamente ciento cincuenta mil escudos
al día para que hagan los gallitos en un edificio y nos
dejen sordos con sus campanas; el que le dice que cien
veces al año, a una cierta hora señalada, tales sujetos se
dirigen a dieciocho millones de súbditos vuestros, reu­
nidos y dispuestos a creer y a hacer todo lo que se les
318
DIDEROT
ordene de parte de Dios; el que le dice que un rey no es
nada, pero nada en absoluto, donde alguien puede dar
órdenes en sus dominios en nombre de un ser superior
al rey; el que le dice que esos organizadores de fiestas
cierran las tiendas de su nación cada vez que abren la
suya, vale decir, la tercera parte del año; el que le dice
que son cuchillos con hoja de doble filo, que se ponen
alternativamente, según su interés, o en manos del rey
para cortar al pueblo, o en manos del pueblo para
cortar al rey; el que le dice que, sabiéndose manejar, le
resultaría más barato desacreditar a todo su clero que
desmontar una fábrica de paño, ya que el paño es útil,
y resulta más fácil prescindir de misas y de sermones
que de zapatos; el que a semejantes personajes sacros
priva de su carácter pretendidamente sacro, como hago
yo ahora, y os enseña a devorarlos sin contemplaciones
si el hambre llegara a acuciaros; el que os aconseja,
esperando los golpes decisivos, arrojaros sobre esa mul­
titud de ricos beneficios conforme van quedando va­
cantes, y de nombrar sólo a quienes estén realmente
dispuestos a aceptarlos por un tercio de la renta, reser­
vándoos, para vos y para las necesidades urgentes de
vuestro Estado, los otros dos tercios por cinco años,
por diez, para siempre, según sea vuestra costumbre; el
que os recuerda que si habéis podido, sin consecuen­
cias nocivas, hacer amovibles a vuestros magistrados,
mucho menor será la dificultad en hacer amovibles a
vuestros curas; que en tanto consideréis que los nece­
sitáis tendréis que pagarles un salario, pues un cura
asalariado no es más que un hombre pusilánime que
teme ser expulsado y arruinado; el que os muestra que
el hombre que debe su sustento a vuestra beneficencia
ha perdido ya el valor, y no osa nada de grande ni de
ESCRITOS POLITICOS
319
audaz —testigos, los componentes de vuestras acade­
mias, a quienes el miedo a perder su plaza y su porción
les subyuga hasta tal punto que de no ser por las obras
que antaño los hicieron famosos acabarían ignorados.
Ya que conocéis el secreto de hacer callar al filósofo,
¿por qué no hacéis uso de él con el propósito de impo­
ner silencio al cura? La importancia de uno es muy
superior a la del otro.
A LOS INSURGENTES DE AMERICA
Después de siglos de opresión general, ¡ojalá y la
revolución que acaba de tener lugar más allá de los
mares, ofreciendo a todos los habitantes de Europa un
asilo contra el fanatismo y la tiranía, llegue a instruir
a quienes gobiernan a los hombres respecto del uso
legitimo de su autoridadl ¡Ojalá y esos bravos ameri­
canos, que prefirieron ver ultrajadas a sus mujeres,
degollados a sus hijos, destruidas sus moradas, asola­
dos sus campos, incendiadas sus ciudades, derramar su
sangre y morir, antes que perder la más pequeña por­
ción de su libertad, lleguen a prevenir el enorme creci­
miento y el desigual reparto de la riqueza, el lujo, la
molicie, la corrupción de las costumbres, y a proveer a
la conservación de su libertad y a la perdurabilidad de
su gobiernol ¡Ojalá y lleguen a demorar, durante al­
gunos siglos por lo menos, el decreto pronunciado
contra todas las cosas de este mundo; decreto que las
ha condenado a tener su nacimiento, su período de
vigor, su decrepitud y su fin! ¡Ojalá y llegue la tierra
a engullir a aquélla de entre sus provincias lo bastante
poderosa un día y lo bastante insensata como para
buscar los medios de sojuzgar a las demás! ¡Ojalá y en
cada una de ellas, o no nazca nunca, o muera inmedia­
tamente bajo la espada del verdugo o mediante el pu­
ñal de Bruto, el ciudadano lo bastante poderoso un
día, y lo bastante enemigo de su propia felicidad, como
para maquinar el proyecto de llegar a ser su dueño!
322
DIDEROT
Ojalá y piensen que el bien general no se hace nunca
si no es por necesidad, y que el momento fatal para los
gobiernos es el de la prosperidad, y no el de la adver­
sidad.
Ojalá y se lea en el primer parágrafo de sus Anales:
“ Pueblos de América septentrional, acordaos por siem­
pre que la potencia de la que vuestros padres os han
liberado, dueña de mares y tierras hasta hace poco, fue
llevada hasta la pendiente de su ruina a causa del abu­
so de la prosperidad”.
La adversidad mantiene en tensión a los grandes
talentos, la prosperidad los vuelve inútiles, y lleva has­
ta los más altos cargos a los ineptos, a los ricos corrup­
tos y a los malvados.
Ojalá y piensen que la virtud encuba a menudo el
germen de la tiranía.
Si un gran hombre pasa largo tiempo dirigiendo los
asuntos, terminará siendo un déspota. Si pasa poco, la
administración se relaja y languidece bajo una serie de
administradores vulgares.
Ojalá y piensen que no es el oro, y ni siquiera la
multitud de brazos, lo que sostiene un Estado, sino las
costumbres.
Mil hombres que no temen por su vida son más
temibles que diez mil que temen por su riqueza.
Ojalá y cada uno de ellos tenga en su casa al extremo
de su parcela, junto a su lugar de trabajo, al lado del
arado, su fusil, su espada y su bayoneta.
Ojalá y sean todos soldados.
Ojalá y piensen que, si en las circunstancias que
permiten la deliberación, el consejo de los viejos es el
mejor, en los instantes de crisis la juventud es por lo
común más sagaz que la vejez.
INDICE
Págs.
ESTUDIO PRELIM INAR..............................
I.
LA DOCTRINA POLITICA DE DIDER O T .........................................................
1.
2.
3.
4.
II.
Introducción.....................................
La base social del orden político ....
La organización del Estado.............
Epílogo: Felicidad y Estado Liberal.
vil
IX
IX
XVI
xxvn
XLVII
BIBLIOGRAFIA.....................................
LV
III. CRONOLOGIA......................................
l v ii
ESCRITOS POLITICOS:
EL PENSAMIENTO POLITICO DE DIDERO T EN LA “ ENCICLOPEDIA” ..............
3
Autoridad política............................................
Derecho natural................................................
. Poder...................................................................
Potencia..............................................................
Soberanos...........................................................
3
14
20
22
25
DIDEROT Y FEDERICO II ..........................
33
Páginas contra un tirano.................................
Principios de política de los soberanos.........
33
44
D1DEROT
524
Págs.
DIDEROT Y CATALINA I I ..........................
77
Conversaciones con Catalina II.......................
77
I.
II.
III.
IV.
V.
VI.
VII.
VIII.
IX.
Ensayo histórico sobre las leyes de
Francia desde su origen hasta su extin­
ción actual.............................................
Ensoñación de Denis el Filósofo sólo
para s í .........................................................
Sobre el espíritu de la nación rusa.....
De la comisión y de las ventajas de su
permanencia...............................................
Del lujo........................................................
De la capital y de la verdadera sede de
un imperio (en opinión de un ciego
que juzgaba los colores)............................
De la moral de los reyes...........................
De un tercer Estado..................................
Conclusión.................................................
OBSERVACIONES SOBRE LA INSTRUC­
CION DE LA EMPERATRIZ DE RUSIA
A LOS DIPUTADOS RESPECTO A LA
ELABORACION DE LAS LE Y E S.............
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FRAGMENTOS P O LIT IC O S............................
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Refutación de Helvétius.......................................
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DISCURSO DE UN FILOSOFO A UN RE Y .
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A LOS INSURGENTES DE AMERICA......
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