Subido por Alfonso Rene Gutierrez Nunez

El amor a la magia en Juan Ruiz de Alarcón

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El amor a la magia de Juan Ruiz de Alarcón: La cueva de Salamanca
Alfonso René Gutiérrez
Juan Ruiz de Alarcón no solo muestra en La cueva de Salamanca, como observa Menéndez
Pelayo, “un amor especial a la magia como recurso escénico y aun como nudo de la acción” (II
279), sino que también revela una respetuosa admiración por el ideal de saber que la magia
suponía. Esto último es algo que suele pasarse por alto,1 incompatible como resulta con la
declaración de ortodoxia que se hace allí mismo; mas no es improbable que esta declaración,
como se ha advertido ya, se haya insertado en prevención de reparos inquisitoriales, motivo por
el que Alarcón se habría esmerado en dejarla bien clara.
La inclinación de Alarcón por la magia debió fortalecerse a través de la vía erudita2 no
menos que de la popular, en lo cual quizá tendrían parte relatos escuchados en las tempranas
visitas que muy probablemente haría a las propiedades de su familia en Minas de Taxco,3 zona
caracterizada por un “ambiente rural de brujería, pactos, nahuales, adivinación, hierbas
Así, por ejemplo, en los escritos de Espantoso-Foley sobre el ocultismo en el teatro alarconiano, donde
de acuerdo con la idea citada, el recurso al mismo solamente se explica por “las posibilidades artísticas y
dramáticas” que la magia ofrece “para el desarrollo de una trama” (“Las ciencias” 321). Para una
excepcional interpretación del elemento mágico en esta obra, véase Concha 74-75.
2
Un indicio de este interés entre las clases letradas de la Colonia, contemporáneo de Alarcón, es el
proceso inquisitorial que provocó la traducción novohispana del Opus mathematicus, compilación de
conocimientos esotéricos debida al preceptor de los pajes de la corte de Carlos V, Johannes Taisnier,
personaje que ilustra adecuadamente el ideal renacentista del diálogo entre las ciencias y las artes ocultas.
Cf. Peña, “Quiromancia” 4; “De varios infortunios” 21-26.
3
Willard King observa que como en el caso del magnate Luis de Castilla “y tantos otros, es de presumir
que la familia Alarcón siguió poseyendo intereses en Taxco y haciendo frecuentes viajes para ocuparse de
ellos” una vez que pasó a residir en México. “Aunque Juan Ruiz de Alarcón haya nacido y se haya
educado en la ciudad de México, en sus recuerdos de infancia y de primera mocedad debe haber habido
un rinconcito para las vistas y sonidos, la gente y la atmósfera de las Minas de Taxco, donde su tío Gaspar
conservaba propiedades.” (King 28.)
1
alucinógenas”,4 donde su hermano Hernando administraba una parroquia. Cuando este escriba
años después su Tratado de las supersticiones de los indios de Nueva España, por orden del
arzobispo de México, se sorprenderá de que hubieran sobrevivido “tanto tiempo en estos
naturales sobre el baptismo las costumbres, y supersticiones gentílicas” (Tratado 127). En lo que
Margarita Peña ha llamado “el mapa ideológico” de esta familia, la clase de interés por la magia
que muestra nuestro dramaturgo se distingue de “las obsesiones” de Hernando, “ortodoxo
recalcitrante”,5 inflexible ante lo que el dogma condenaba como prácticas demoniacas de los
indios. Al contrario, quizá fue la simpatía ilustrada, por así decirlo, de Juan Ruiz por las formas
heterodoxas de conocimiento, lo que propiciaría —como se ha supuesto convincentemente— la
admiración del mismo por el sabio novohispano Enrico Martínez, que tenía entre sus varios
intereses el estudio de la astrología, disposición poco ortodoxa a la que apunta también el que su
hijo fuera procesado por el Santo Oficio. Alarcón dará el nombre de Enrico al maestro de magia
de La cueva de Salamanca (cf. King 76-77).
En vista de este inclinación, es probable que Alarcón haya conocido algunas de las obras
sobre magia que, con el incremento de las persecuciones luego de la bula del papa Inocencio
VIII contra la brujería tuvieron una creciente difusión, entre otras el célebre Malleus
Maleficarum de los dominicos Kramer y Sprenger, varias veces reeditado, como también lo fue
el Disquisitionum magicarum libri sex del jesuita Del Río, con su clasificación de la magia en
Peña, “Los hermanos” 50-51. Hernando “fue nombrado cura de San Juan Atenango del Río, en tierras
más bajas y calientes, hacia el sur, pero no lejos de Taxco, entre Iguala y las minas de Zumpango.” (King
27.)
5
En referencia a dos documentos sobre los hermanos Hernando y Gaspar Ruiz de Alarcón, este último
asignado al curato de Tetícpac en Minas de Taxco, Peña comenta que tales documentos contribuyen “a
configurar lo que podríamos llamar el mapa ideológico de una parte de la familia, en el que Hernando
ocupa el lugar del ortodoxo recalcitrante, y Gaspar, el del clérigo laxo con ribetes de heterodoxo” (“Los
hermanos” 48).
4
natural, artificial y demoniaca, semejante a la que se presenta en La cueva de Salamanca;6
también es probable que Alarcón conociera los libros del jurista cordobés Francisco Torreblanca
Villalpando, que trata el tema desde una perspectiva legal.
Alarcón se inspira en la leyenda, conocida al menos desde el siglo XIV de la llamada
cueva de San Cebrián (al pie la antigua iglesia de San Cipriano de Salamanca, demolida a fines
del XVI), en la que un sacristán o el mismo Diablo enseñaba las artes mágicas.7 Los estudiantes
don Diego y don García se divierten una noche, sin hacer caso de las advertencias de su amigo
don Juan, tirando un cordel a lo largo de la calle y fingiendo una riña, con la intención de que los
alguaciles acudan y tropiecen con la cuerda; pero el primero que cae en la trampa es el criado de
don Diego y también estudiante, Zamudio, el gracioso de la obra, que llega corriendo luego de
haber cometido un robo. Los alguaciles tratan de aprehenderlos pero otros estudiantes acuden en
su auxilio, espadas en mano, dando muerte al alguacil mayor y dejando al corregidor herido; don
García es arrestado y don Diego y Zamudio huyen, perseguidos por los oficiales. Hallan refugio
en una casa que resulta ser la cueva de la leyenda. Quien vive allí es Enrico, un mago que hace
desaparecer a los fugitivos, librándolos de sus perseguidores. Retirados estos, Enrico deshace el
sortilegio y habla a sus huéspedes de las artes que domina (quiromancia, astrología,
nigromancia), las que ha aprendido en Italia del legendario Merlín. Con Merlín ha estudiado
también otro personaje de la obra: Enrique de Villena, homónimo del famoso literato y ocultista
Tal como en el pasado habían sido muy fluctuantes en España las fronteras de lo lícito en relación con la
magia, esta división no era del todo uniforme en tiempos de Alarcón. Del Río, en su obra sucesivamente
ampliada desde la edición princeps de 1599 hasta la definitiva de 1612, divide por ejemplo la
magia artificial en adivinatoria y operatriz (matemática, ilusionista), mientras que en el libro del sacerdote
italiano Guazzo Compendium Maleficarum, también muy difundido, esta aparece dividida en
matemática (al menos desde el siglo III d. C., observa Montague Summers, la palabra mathematicus
designa ya a quienes cultivan la magia, la astrología o la quiromancia) e ilusionista o prestigial (voz
derivada de prestigio en su acepción de engaño, apariencia o fascinación causada por sortilegio),
tipificada esta como la propiamente diabólica. Cf. Del Río 119 y ss.; Guazzo 10, 23-24; Kramer y
Sprenger 34-35 en nota; Menéndez Pelayo, I 620, 627.
7
Cf. Menéndez Pelayo, I 596-597; García Blanco 71-109.
6
medieval, que por esos días llega en busca de la cueva a fin de proseguir el aprendizaje de las
ciencias prohibidas. Si con la figura del primer mago, como se suele indicar, Alarcón quiso hacer
un homenaje a Enrico Martínez, el nombre de este segundo mago es, desde luego, un homenaje
al Villena histórico. Este otro Enrique reivindica la memoria de su anterior maestro:
“Merlín, el hijo del diablo”
su apellido común era,
yo he pensado que por ser
más que humano a todas ciencias
palabras imbuidas de la visión que postulaba el conocimiento de la naturaleza como
indispensable para la realización humana, en la cima del cual, para toda una corriente de
pensamiento que en España va desde el Medievo hasta el Barroco, estaba la magia. Enrique de
Villena había declarado a este respecto: “E la cabeza y totalidad de las vedadas ciencias es la
magia”; siglos después, Francisco Torreblanca, el abogado mencionado arriba comentaría en su
Defensa de los libros católicos de magia: “la magia es ciencia divina”, “la ciencia de las
ciencias”, elogios donde se oye el eco de un cierto hermetismo.8 Ya Enrico había revelado a los
estudiantes que la suya no era un arte mística, sino científica: “con esta aquí oculté vuestras
figuras;/ no obró la santidad, obró la ciencia”; una visión que corresponde al tipo matemático de
la magia artificial, la cual Enrico rechazaría tener como el producto de “la ayuda sobrenatural del
diablo” (Espantoso-Foley, Occult 75) a menos de verse conminado a hacerlo, tal como
prácticamente ocurrirá. En la enumeración que hace Villena de las ciencias que ha estudiado con
Merlín, donde astrología judiciaria, fisiognomía y quiromancia se mezclan con las matemáticas y
la cosmografía, la magia se presenta como la suprema perla del intelecto:
y por remate de todo
Cf. Menéndez Pelayo, I 620; Cruz Casado 95. Para una relación de la tradición hermética y la
concepción de la magia en La cueva de Salamanca, véase Campbell 11-24.
8
la arte mágica me enseña,
de cuyo efecto las causas
no alcanza la humana ciencia
alabanza que suena casi como un himno en la pluma de Alarcón.
El hombre tendrá, de este modo, el conocimiento de la naturaleza por medio de la magia.
Aunque esta idea de dominio pueda sugerir una ambición luciferina, la verdad es que la figura
del mago, contrariamente a lo que se ha llegado a afirmar (Claydon 48) no tiene aquí un carácter
demoniaco. El de Enrico es el ideal estoico de la dorada medianía del sabio que estudia en
soledad, aunque no en la retirada vida de la aldea; no es el de la docta soledad de los desiertos
quevedianos sino el de un recogimiento que no anula la urbanitas:
en este, pues, que veis, albergue chico,
donde vine a parar por la noticia
desta Universidad, paso tan rico
cuan libre de ambición y de codicia.
Un ideal de sapiencia en medio del tráfago del mundo, urbano mas no mundanal; que no se
sustrae del trato de la sociedad mas que de esta toma solo las ventajas del conocimiento: “Enrico
está en escuelas, que no cesan/ en casi edad caduca sus intentos”, comenta don Diego; “en ellas
oye humildes rudimentos/ de las ciencias que ignora…”
Alarcón presentará mediante la figura del gracioso, al lado de la imagen grave de la
magia su aspecto popular, lo que esta tenía de ilusionismo y entretenimiento. Con sus irrisorios
juegos de palabras y desenfadadas posturas, el gracioso introduce una nota de realismo en medio
de la seriedad aforística de los magos y el escolástico discurso del debate sobre la licitud de la
magia, que se dará al final. Zamudio encarna la mentalidad descreída que empezaba a
prevalecer,9 cuyo mejor ejemplo son las burlas que se enderezan a la magia en el Quijote; mas la
mofa que Zamudio hace de los magos y las consiguientes escenas de ilusionismo con que
castigan estos su insolencia, dan la sensación junto con su eficaz de su función dramática de ser
una concesión a la galería y a la tranquilidad de los censores.
En el debate con que cierra la obra (“la más sucinta y bien organizada” formulación del
tema ya indicado que se halla en la dramaturgia de los Siglos de Oro: Darst 31) Enrico defiende
la trinchera de la Filosofía, mientras que un doctor dominico hace lo propio parapetado tras la
Teología, batalla intelectual cuyo resultado lo decidirá nada menos que un juez pesquisidor.
Anunciado con trompetas y atabales, el acto se realiza en el solemne marco de la catedral, a la
que acuden los maestros de teología salmantinos, el cuerpo universitario todo —que ha recibido
orden judicial de interrumpir las clases— y el pueblo llano. Alarcón recordaría aquí los actos
similares que debió presenciar en su vida estudiantil.
La visón filosófica de Enrico reconoce una sola magia, que por obrar “conforme a
naturaleza” (“en virtud/ de palabras y de yerbas/ de caracteres, figuras/ números, nombres y
piedras”) es lícita y buena.10 Por su parte, el teólogo introduce la división entre magia natural y
“artificiosa”, y aunque acepta ambas como lícitas, advierte:
mas con capa de las dos
disimulada y cubierta
el demonio entre los hombres
introdujo la tercera.
Condena así, como ya San Agustín lo hizo (La ciudad 219) el empleo de palabras y caracteres
mágicos, puesto que al no tener estos poder en sí mismos, solo puede ser la inteligencia y fuerza
9
Cf. Caro Baroja 250.
Se ha indicado la probabilidad de que Alarcón haya seguido en este punto, el encomio que Cornelio
Agrippa hace de la magia en su De occulta philosophia; cf. Robalino 174.
10
del demonio lo que obra a través de ellos. Enrico aduce entre otras cosas, las palabras de la
Iglesia (“que tantos milagros hace/ y sacramentos con ellas”) y la “natural correspondencia” de
las cosas y “los nombres que puso Adán”, a lo que el teólogo responde que es el poder de Dios el
que está detrás de tales casos sobrenaturales encontrados en las Escrituras, decreto este
concluyente, por el que ipso facto el representante del Derecho le concede la victoria, con
aplauso general.
No es solo, pues, como se ha visto, el que el elemento mágico sea fuente de recursos
escénicos y construcción dramática lo que confiere al propio asunto de la magia su especial
significado en esta obra, sino asimismo, el hecho no menos importante de que este tema es
también materia para la formulación, en ese momento de profunda transición cultural de
Occidente, de un ideal de síntesis que descansaba en una novedosa unidad de eticidad y
conocimiento.
Referencias
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