Subido por Juliana González

Crónica Paz

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Victimarios que son víctimas: en el camino del auto perdón
Jhon Jairo se distingue entre las personas que se arrodillan para orar en una pequeña
iglesia adventista al sur de Montería.
Sus brazos se encuentran llenos de tatuajes entre los que se distinguen muchos nombres,
fechas, frases y murciélagos que, al preguntar por ellos, lo llevarán a revelar con emoción
que están acompañados de su respectivo batimóvil.
A sus 38 años, parece tener la energía de un adolescente, que a su vez contagia a otros
con cada sonrisa.
Si hubiera que describir a Jhon Jairo sería así: alegre, lleno de energía, bondadoso,
divertido, con un corazón sensible, dadivoso y siempre servicial.
Nadie en aquella pequeña iglesia, donde ocasionalmente se arrodilla Jhon uno que otro
sábado, se imagina que detrás de todo aquello que transmite a quien se cruce en su camino,
hay una historia dolorosa que intenta compensar para encontrar una paz que aún se
encuentra construyendo.
Nació en 1985 en Majagual, Sucre, en el seno de una familia que sobrevivía gracias al
cultivo de arroz, maíz y melón.
Jhon nunca tuvo su propia casa, vivía con los abuelos, donde, así como sus otras tías, se
refugiaba con su mamá.
Por una parte, cree que era mejor así, de haber tenido su propio techo, tanto él como su
madre se hubieran vuelto locos en la soledad, sin hermanos, sin padre y sin esposo.
Pero no fue así, vivió rodeado de sus primas, vecinos de fútbol y de su primo Walter, su
mejor amigo, su hermano.
Sin embargo, las necesidades se sentían, la austeridad era cada vez mayor y por el pueblo el
terror de las vacunas hacía más difícil ser campesino.
Pero Jhon tenía 16 años y aunque sentía el peso de la pobreza y la intimidación, no
comprendía la dimensión de lo que eso implicaba y en plenos 2000’s, para el quinceañero
de una de sus vecinas, conoció a alguien que cambiaría su vida.
Un hombre joven de unos 30 años compartía botellas de Whisky con jóvenes que
maravillados por el lujo de las botellas se acercaban a charlar con el hombre.
Alias “Goyo” era un hombre imponente, pero a la vez divertido y desprendido, era una
persona a la que claramente le sobraba el dinero y eso llamó la atención de Jhon, pues no
parecía reconocerlo como alguno de los tantos políticos que los visitaban en épocas de
elecciones o sonreían falsamente en pancartas, entonces el joven hizo unas preguntas que su
yo de 38 años lamenta profundamente: ¿Cómo puede tener tanto dinero? ¿Me puede
enseñar?
Goyo no era cualquier hombre adinerado, era un paramilitar de los Montes de María que
había participado ese mismo año en las masacres de El Salado, Ovejas y Coloso, pero por
supuesto eso no fue lo que le contó al joven Jhon.
Este hombre empezó a relatar las abundancias del paramilitarismo como una hermandad
donde hacían justicia y aún mejor, donde Jhon podría hacerse rico, comprar una casa propia
para su mamá y comprar el arroz en vez de cultivarlo.
Y aunque el muchacho se hubiera podido conformar con la oferta de no tener que pagar
más vacunas, la idea de poder cambiar su vida, sin saber todo lo que conllevaba, se le
antojó fantasiosa e impresionante.
Siguió frecuentando al hombre que se encontraba casualmente a las afueras de su colegio
diariamente, hasta el día que lo acompañó a una finca donde conoció lo que había detrás de
ese hombre: Fusiles, granadas, oro y muchos otros jóvenes como él.
Pronto, Jhon empezó a trabajar con ellos reclutando a otros jóvenes: sus amigos, sus
vecinos y su primo adorado Walter, ese que era como un hermano, un mejor amigo.
Todos murieron en combate, solo Jhon quedó.
Si algo es cierto, es que la guerra se aprovecha de las víctimas, de los más débiles y los
convierte en un victimario más. Con el tiempo tuvo que dejar de reclutar para sostener un
fusil y vio los horrores que manchaban el dinero con el que algún día soñó y la casa que
nunca pudo comprarle mientras estuvo allí. Eso no era lo que Jhon Jairo había deseado,
pero sabía era casi imposible salirse o negarse sin ser asesinado.
En 2008, tras el proceso de paz con los grupos paramilitares, entregó las armas y se
desmovilizó, cansado de hacer algo que odiaba, que le pesaba y que se había apoderado de
su vida como una pesadilla que en su inocencia le pintaron como un sueño para salir de la
pobreza.
Con algo de dinero se fue en febrero de 2010 a Montería, huyendo de las familias del
pueblo, que buscaban su muerte en venganza por haber reclutado a sus jóvenes.
Allí logró poseer 2 taxis y obtener algo de presupuesto para iniciar una nueva vida para él,
su mamá y un hijo que inesperadamente tuvo con una mujer que conoció dentro de los
negocios oscuros de su pasado.
Sin embargo, la culpa y el arrepentimiento lo llenaban tanto, que la depresión lo consumió
y en un intento fallido de obtener perdón, intentó volverá Majagual para buscar a las
familias de las víctimas, pero ellos, llenos de ira y dolor lo echaron.
Perdonar a quien llevó a tu hijo a la muerte es doloroso, pero perdonarse a sí mismo
también lo es. Jhon Jairo lo describe como una lucha mental con su propia mente, sus
recuerdos y la culpa que nunca se va.
Con 38 años hoy sigue trabajando en ello, es difícil, pero no imposible, porque la paz
consigo mismo es algo que se construye entendiendo que él aún como victimario, también
fue una victima de la violencia en Colombia, un adolescente que buscaba salir de la
vulnerabilidad que siempre conoció.
Y aunque la depresión, los recuerdos y la culpa aún lo atacan, en la actualidad, se dedica a
manejar Minivans, tiene 3 hijos que adora y una esposa que se ha convertido en su soporte
de vida, quien le ha ayudado a encontrar en Dios una parte de la paz que siempre quiso en
su vida.
Jhon va los sábados a la iglesia, ora y a veces se asoma una que otra lagrima en sus ojos
mientras se encuentra en silencio, luego se levanta y vuelve a convertirse en el hombre
carismático y de sonrisa deslumbrante que abraza con fuerza a quien se cruce por delante.
Por último, acompaña a casa a Susana, de 64 años, una ‘hermanita’ de la iglesia, quien en
algún momento también vivió los estragos de la guerra al haber sido desplazada por los
grupos paramilitares en Turbo, Antioquia, quienes además acabaron con la vida de su
esposo en 1988.
La mujer, es una de las pocas personas que conoce su historia y curiosamente, son tan
unidos como una madre y un hijo que se consuelan mutuamente, pues Jhon encuentra en
ella un perdón que nunca ha podido obtener y a su vez, Susana entiende su culpa, pues sabe
que él también fue una victima y aunque no es fácil perdonarse, a veces el perdón sana el
alma, abraza y trae paz.
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