¡ESCAPA DEL MAL TRATO! Identifica y protégete de las personas tóxicas que te rodean LOURDES RELLOSO CAMPO ¡ESCAPA DEL MAL TRATO! Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual. Edición: www.triunfacontulibro.com © Lourdes Relloso Campo, 2019 INDICE AGRADECIMIENTOS PRÓLOGO. Llamemos a las cosas por su nombre PRIMERA PARTE: En estos capítulos vas a trabajar para adquirir necesarias antes de pasar a la acción como quien concienzudo entrenamiento antes de realizar importante de su vida: escapar de las personas maltratan. las condiciones lleva a cabo un la prueba más tóxicas que te NUESTRA GUERRA INTERIOR. El conflicto de querer y no poder alejarte de personas tóxicas EL CAMINO EMPIEZA POR EL FINAL Visualizar tu objetivo es la clave para alcanzarlo ¿POR QUÉ SIGO AQUÍ? Entenderte para no juzgarte DAVID contra GOLIAT. La educación nos atrapa en el maltrato DE GALATEA A PIGMALIÓN. Cuando esperamos que haya un cambio, pero no cambiamos LA JUSTICIA ES CIEGA. Cuando esperar justicia es la condena EMPODÉRATE. Si te relacionas como víctima, te convertirás en ella ¡MANDAS TÚ! Claves para identificar a la persona tóxica que te maltrata NO SALGAS DE TU CAMINO. Aprende a decir NO SEGUNDA PARTE: Ahora que has reunido las condiciones adecuadas, que te has fortalecido, ha llegado el momento de romper con quien te maltrata. Es el primer día del resto de tu vida. Aquí están los pasos para pasar a la acción y las pautas a seguir para no tener una recaída. VUELA CON «RITMO» El método para pasar a la ACCIÓN. Cambia la «O» de OSCILACIÓN por la de OSADÍA Cambia la «M» DE MIEDO por la de MODESTIA Cambia la «T» DE TENTACIÓN por la de TENACIDAD Cambia la «I» DE INSATISFACCIÓN por la de IMPLICACIÓN Cambia la «R» del RENCOR y la RABIA por la de RENUNCIA y RIESGO ¡A CELEBRARLO! Atrévete a alegrarte por ti TERCERA PARTE: Todas las condiciones necesarias para tu fortalecimiento, todos los pasos que te garantizarán tu evasión están detallados en esta hoja de ruta. Algunos ejercicios se repetirán, igual que para correr el día de la maratón debemos hacerlo previamente si queremos tener la suficiente resistencia el día de la prueba. Para que puedas acceder a todos los ejercicios que aparecen en este libro y puedas llevarlos siempre contigo te he preparado una PLANTILLA de ACCIÓN. Accede a través de esta URL: http://www.lourdesrelloso.es/plandeaccion AGRADECIMIENTOS Quisiera agradecer a todos mis lectores cero por haber tenido el coraje de leer este libro y darme su punto de vista más personal. Todos han sido personas que como tú han vivido, de una u otra manera, el sufrimiento que ahora padeces, y su lectura ha sido tan difícil para ellos como enriquecedora para mí. Los diferentes puntos de vista y sus observaciones han servido para que el libro que ahora tienes en tus manos sea como una terapia en la que se atiendan todas las necesidades de quien sufre el mal trato de personas tóxicas. Gracias también a la maravillosa portada de Álvaro Postigo y a la generosidad de la internacional Campeona del Mundo IAAF de Ultra Trail, Azara García de los Salmones, por prestar su imagen para la misma. Su cuerpo desnudo dentro de una caja de cartón nos envía un claro mensaje: «Dentro de ti, como en el interior de una gran atleta, hay también una enorme capacidad de llegar lejos, de correr rápido, de tener una resistencia que no puedes imaginar, pero todos necesitamos una misma cosa para lograrlo: un método claro, un entrenamiento previo y una gran tenacidad». Gracias en especial a Ane Marín Gurtubay, el único caso del que he hablado de modo explícito en el libro bajo su petición expresa. Una joven que fue mal tratada desde los seis años y que no ha querido esconderse ni ha querido ocultar su caso sino, al contrario, que ha colaborado en su relato para ayudar a cientos de personas que, como ella, puedan estar soportando situaciones de maltrato en las que, con las mejores intenciones, los propios profesionales y el sistema, lejos de ayudar a quienes están padeciendo, genera mayor angustia al pedirles lo que es imposible alcanzar: que se calmen, que se defiendan, que no lo piensen, que rindan en clase, que se comporten con normalidad... aumentando su impotencia y su frustración hasta que el dolor se vuelve insoportable. Sigue los pasos de este libro, trabaja en los ejercicios cada día y te estarás entrenando para la prueba más importante de tu vida: ¡alejarte de quien roba tu felicidad! PRÓLOGO Llamemos a las cosas por su nombre «La emoción te lleva a la acción y la razón, a las conclusiones». Donald Calve Estás en una situación compleja, angustiosa, que te aterra, que te ahoga. No hay ser humano capaz de aguantar que se le trate mal continuamente, sin lógica ni razón. Si estás leyendo este libro es porque estás sufriendo maltrato por parte de alguien. Puede ser un jefe tirano , una madre manipuladora , una hermana crítica , unos compañeros que te humillan , una amiga chantajista , una pareja que te juzga . Son personas tóxicas, insanas, que minan tu confianza y tu seguridad. Te habrás preguntado con insistencia: ¿POR QUÉ? ¿Qué he hecho yo para que me traten así? ¿Qué pasa conmigo? Con impotencia y frustración habrás buscado la lógica, habrás querido entender mil veces la razón. Habrás querido ser más fuerte, no sufrir tanto, poder soportar el trato recibido comprobando que te resulta imposible. La persona que te mal trata tiene dentro de sí todas las razones necesarias para hacerlo. Quien maltrata es una persona débil, insegura. La necesidad de usar la violencia es un reflejo de ambas. En una sociedad machista donde se teme la sensibilidad y se proclama la violencia como fuerza o poder, el inseguro debe encontrar siempre a alguien a quien machacar, especialmente si ve en esa persona la capacidad de ser sensible. «Es un error esencial considerar la violencia como una fuerza», afirmó Thomas Carlyle. La violencia, la mala relación, la no relación es MIEDO. Un miedo a la sensibilidad, a parecer débil, a necesitar a otro ser humano, a parecer inseguro. Esta es la razón por la que quien maltrata siempre se esconde tras la apariencia de fuerte, autosuficiente, capaz, seguro. Por eso necesita despreciar, humillar y supeditar a las personas con las que mantiene relaciones emocionales. Es la razón por la que trata mal a quienes tienen la fortaleza de manifestar sensibilidad. Esa sensibilidad que el maltratador teme, esa sensibilidad que le asusta. La sensibilidad que hace que un ser humano tenga la fortaleza y la valentía de confesar su miedo, sus dudas, su inseguridad y sus emociones con total honestidad. Esa fortaleza de expresar tristeza, miedo o amor sin censuras es vista como una amenaza para el maltratador que tiene miedo a hacerlo. Isaac Asimov dio en la clave al decir que «La violencia es el último recurso del incompetente», del débil emocional. Igual que el sabueso tiene un olfato tan fino que es capaz de percibir el olor de esa gota de sangre que al resto de las razas les pasa desapercibida, los sensibles somos los que podemos detectar una situación de maltrato con facilidad. Nos duele lo que es injusto. Nos afecta el dolor de los demás y lo expresamos con claridad. Nadie diría que el olfato del sabueso, altamente sensible, es una debilidad, sino al contrario. Nuestra sensibilidad es nuestra fortaleza. Yo soy uno de esos sabuesos que percibe y que ha sufrido el hedor del maltrato que las personas tóxicas pueden desprender. Desde los doce años, tras haber presenciado una situación reiterada de maltrato, me propuse intentar ayudar a todo aquel que padeciera esta situación. Hoy, tras más de 25 años como psicóloga clínica, ofrezco este libro: ¡Escapa del mal trato! , en el que ofrezco el método que yo misma he creado a lo largo de los años para que miles de personas puedan beneficiarse de él: El MÉTODO RITMO. Cada una de las letras del método te dirá qué debes hacer, cómo debes actuar y te recordará que ante los problemas de maltrato debemos actuar mirando hacia adelante, sin retroceder ni echar la vista atrás . El machismo se ha apoderado del lenguaje, por esa razón en este libro encontraras escrito «mal trato» y no maltrato, mobbing , bullying u otros términos parecidos. Las palabras tienen el poder de trasmitir diferentes emociones y las diferentes emociones generan distintas reacciones. En los últimos tiempos los anglicismos están apoderándose de nuestro lenguaje arrebatándonos nuestra capacidad de reacción. Bullying, mobbing, gaslighting o stalking son tecnicismos que nos privarán de la emoción necesaria para actuar ante el sufrimiento. ¿Por qué llamamos mobbing al desprecio? ¿Por qué bullying a la humillación, al insulto o amenaza? ¿Por qué maltrato en lugar de agresión, vejación, humillación, insulto, desprecio, amenaza, crítica, injuria, chantaje o todas ellas juntas? No sentimos lo mismo al decir que nuestro hijo sufre bullying que diciendo que sus compañeros o profesores le humillan convirtiéndolo en una diana. No sentimos lo mismo al decir que sufrimos stalking que al decir que alguien nos critica y nos difama colocándonos en su punto de mira. No es lo mismo decir que nos hacen gaslighting que decir que nos manipulan hasta hacernos dudar de nuestra salud mental. No es lo mismo decir que nuestra amiga nos humilla, nos juzga, nos ridiculiza, nos insulta que decir que nos maltrata. El poder de las palabras es absoluto. Pensamos con palabras, pero aún más importante es que sentimos gracias a ellas . La riqueza de nuestro lenguaje no solo depende de lo que decimos, también dependerá de lo que dejamos de decir o decimos de una forma tan manida que lo privemos de impacto emocional, como está ocurriendo con la palabra maltrato. No sentimos lo mismo al escuchar que tenemos *malosresultados que suspensos . No nos conformamos con decir que algo está *malejecutado cuando hemos sufrido una negligencia médica . En un libro no hay palabras malescritas cuando hay erratas. Todos sabemos que no suena igual. «Mal hecho», «mal escrito», «mal ejecutado» están deslavados de emoción. Si, para colmo, hacemos un «todo uno» sumando adjetivo y sustantivo para hacer una nueva palabra que no será ni lo uno ni lo otro, convirtiendo el suspenso en malresultad o , la negligencia en un *malejecutad o , la errata en *malescrito, el robo en malacompra, la violación en malsexo , ¿qué emoción generamos? La pregunta que deberíamos hacernos es por qué, al hacer esta comparación con otros pares de palabras, maltrato está tan arraigado. La explicación es sencilla: la cultura de cada sociedad crea un lenguaje y nuestra cultura machista crea uno muy concreto que, cuando se acepta y se normaliza, convierte a los más sensibles en presas sin que lleguemos a tomar conciencia de ello. Podemos encontrar ejemplos tan desgarradores como los siguientes: hasta hace bien poco en los diccionarios de nuestra lengua se ha definido la palabra violación como una “relación sexual a través de la violencia”. Imaginemos que la definición de robo siguiera la misma lógica y se afirmara que un robo es una relación comercial por medio de la violencia. Todo el mundo observa la falta total de lógica, resultando, más que absurdo, ofensivo. A pesar de que hoy violación ha cambiado su definición en los diccionarios, el machismo sigue presente, lo que nos ha llevado a que en las condenas se diga que hay “Abuso sexual” y no violación porque no se ha ejercido violencia. Si un grupo de desalmados entrara en una joyería, cerrara la puerta con el joyero dentro y, sin tocarle, le desvalijaran, nadie diría que es un “Abuso comercial”. El lenguaje utilizado, aceptado, consensuado y normalizado es el arma principal del machismo. Un lenguaje que ha ejercido un mal trato permanente y recurrente contra la mujer y contra todos los valores que ella representa: la sensibilidad, la emotividad, el vínculo, la ternura, el apego… A la mujer se le ha etiquetado como enferma a lo largo de la historia, una y otra vez, gracias al poder machista. Fue la histérica (cuya raíz etimológica viene del griego, útero) cuando sufría crisis nerviosas, supuestamente porque su útero estaba vacío cuando sus esposos iban de guerra en guerra. Fue la frígida y anorgásmica, por no sentir placer o no llegar al orgasmo cuando el hombre practicaba un coito limitado a meter y sacar en una penetración que a ella le “debía gustar” porque le gustaba a él. Sexualmente seguimos padeciendo diagnósticos machistas como: “Trastorno orgásmico femenino”, “Trastorno del interés/excitación sexual femenino”, “Trastorno del dolor génico-pélvico/penetración en la mujer”, pero nadie habla de si todos estos problemas son el resultado de intentar practicar un sexo totalmente alejado de sus características diferenciales: una sexualidad enfocada a la práctica machista que ve muchas veces a la mujer como un mero dildo humano, es decir, un juguete sexual. Hoy volvemos a ser tratadas como locas con el recurrente diagnóstico de “Dependencia emocional”, algo que en psicología era un valor en positivo que caracterizaba a las personas más asertivas, empáticas y con mayor capacidad de establecer buenas relaciones y que, difícilmente recurrían a la violencia. Lo terrible es, ojo al dato, que no sólo el término ha cambiado radicalmente su significado, sino que cuando son los hombres los que matan a una mujer porque ésta les abandona y luego se suicidan, o cuando no las dejan hablar con ningún hombre por miedo a perderlas y las aíslan, nadie dice que estos hombres sean dependientes emocionales. Así que, para ejemplo, mil botones. La sociedad usa un lenguaje y el lenguaje nos hace ver una realidad o, peor aún, no poder verla. Hace unos años tuve una experiencia en un restaurante un tanto violenta. Había demasiada gente. Como el comedor estaba repleto, tuve que colocarme en la única mesa que había libre. Jamás hubiera elegido sentarme frente a la televisión, pero allí estaba yo, colocada en primera fila. Para mi desgracia, lo que tenía frente a mí no eran videos musicales o un documental de National Geographic ni muchísimo menos. Ante mis ojos pude observar, contra todos mis deseos, la noticia de una matanza con imágenes espeluznantes. Mire a mi alrededor, quería encontrar a la camarera para pedirle que cambiaran el canal, pero comprobé que el resto de los comensales miraban la noticia plácidamente, como si nada estuviera ocurriendo. No había posibilidad de cambiar de mesa y, a pesar de que yo metía la cabeza encima del plato para no ver la pantalla, el relato se iba dibujando con toda precisión en mi imaginación. Hace tiempo que no veo telediarios, mis neuronas espejo hacen que sufra demasiado al ver los horrores que hay en el mundo, pero en aquel momento fui consciente de que las personas en general nos hemos inmunizado al peor veneno de nuestros tiempos: la violencia. Las noticias de los últimos años hacen alusión permanentemente a violaciones, asesinatos y malos tratos emitiéndolas sin ningún tipo de filtro. Nos han hecho contemplar cuerpos sin vida como si fueran bolsos dentro de un escaparate preparado con el único objetivo de captar nuestra atención. Las charlas, conferencias o tutorías en los colegios tratando el tema del acoso o el maltrato están en auge; sin embargo, los datos indican que la situación no mejora. Esta saturación de noticias aberrantes sin efectos de difuminado o pixelado están teniendo claras consecuencias. La filosofía de que hay que mostrar la cruda realidad para que el mundo conozca la verdad y se vuelva más reactivo ha creado un efecto contrario al deseado. La explicación nos la da la Psicología con la conocida técnica de desensibilización sistemática , utilizada para poder soportar un estímulo fóbico. Se trata de un proceso en el que a fuerza de exponernos a un estímulo inaguantable logramos inmunizarnos a él. Es lo que está ocurriendo con las noticias de malos tratos que percibimos como «una más», sin mayor trascendencia para nosotros. El 30 de julio de 2019 se computan en España 38 muertes por violencia machista. En 2017 hubo un registro de 166.620 denuncias de violencia machista. En los últimos diez años, más de medio millón de niños han sido víctimas de ello. Durante 2018 se registraron 25.312 casos de violencia contra un menor, de los que 3.605 requirieron una intervención urgente con fuerzas de seguridad del Estado y/o servicios de emergencias. El maltrato psicológico se ha multiplicado por 7; el de un adulto a un menor en la escuela lo ha hecho por 6; el ciberacoso y grooming, por 5; el maltrato físico, por 4. En uno de cada diez casos registrados han pensado en suicidarse o se han autolesionado. Muchos han terminado de modo dramático. Todas las muertes a consecuencia del maltrato han sido televisadas, radiadas y escritas bombardeando nuestros sentidos. Pero la permanente exposición a contenidos violentos, dramáticos e injustos a la que estamos siendo sometidos, lejos de hacernos más sensibles y reactivos, está creando el efecto paradójico de inmunizarnos. Hemos conseguido una especie de insensibilidad social y personal ante el sufrimiento. A pesar de saber que son conductas horribles e inaceptables, no damos una respuesta emocional suficientemente contundente. La información genera conclusiones, pero la emoción que podría empujarnos a actuar está «domesticada». Esta es la explicación que nos ayuda a entender por qué todo lo invertido para sensibilizarnos ante el maltrato no funciona. Hoy podemos mantenernos impasibles ante una situación injusta cuando la vivimos o cuando la presenciamos e incluso compartir, sin ningún pudor, contenidos que pueden destrozar a una persona. La tolerancia, como todas las conductas, se aprende. Los medios de comunicación de esta sociedad han conseguido que aprendamos a tolerar el maltrato y la violencia porque nos estamos acostumbrando a ellos. Inmunes al sufrimiento de las víctimas, tratamos de modo injusto y cruel a quien es humillado, despreciado, insultado, juzgado, ninguneado. Incluso, cuando somos quienes sufrimos, nos tratamos mal a nosotros mismos, juzgándonos y castigándonos sin piedad. Este es el espejo de una sociedad que, lejos de prestar apoyo a las víctimas, en muchas ocasiones les alecciona o juzga diciéndoles lo que deberían haber hecho y no hicieron frente a esas situaciones en lugar de dar una respuesta eficiente y eficaz para terminar con ellas. Nuestra sociedad machista no humilla al que maltrata, sino que le etiqueta como «fuerte» o «poderoso» sin entender que hasta el más mediocre, incapaz e inseguro puede agredir. Estos valores machistas en los que la violencia, la agresión o el empleo de la confrontación física son atribuidos a una «personalidad fuerte» no protegen al agredido, sino que le educan en quitar importancia a la agresión, no prestarle atención o cargar sobre sus espaldas la responsabilidad de hacerle frente. Según el machismo, quien es tan débil que solo puede utilizar la violencia es «fuerte». Por el contrario, quien tiene la fortaleza y la madurez de respetar a los demás rechazando la violencia es «débil». Estos valores son la razón por la que la humillación, el insulto y, en definitiva, el mal trato se considera «algo sin importancia» a pesar de que las víctimas que van quedando por el camino nos gritan todo lo contrario. El uso y el abuso de la palabra maltrato está haciendo que nuestra capacidad de percibir y actuar frente a él nos resulte cada vez más difícil, pues en las bellas palabras de Ortega y Gasset: «Mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse». Humanizarnos implica tratarnos a nosotros mismos de un modo cálido, afectivo, justo y respetuoso, percibiendo cuándo las personas con las que convivimos no lo hacen. Tratar a los demás como quisiéramos ser tratados y permitir, únicamente, que nos traten como les trataríamos nosotros. Humanizarnos es tratar al violento como el único débil e incompetente. Humanizar es tratar al respetuoso como el único que tiene verdadero coraje. Humanizarnos es dar importancia —y mucha— a las relaciones de mal trato. Humanizarnos es reaccionar. Humanizarnos es detener esta lacra. Humanizar es saber que somos poderosos cuando tratamos a los demás de forma justa. Humanizar, cuando una relación es amenazante y quien debería querernos es nuestro verdugo, es responder ante nuestro sufrimiento, darnos la mano con decisión y salir de nuestro infierno. ¡Ojalá hoy acabes de empezar! NUESTRA GUERRA INTERIOR El conflicto de querer y no poder alejarte de personas tóxicas «¡La inteligencia emocional, el perfecto oxímoron!». David Nicholls Hay personas buenas, con buen corazón, que siempre regalan una sonrisa, que valoran la paz por encima de todo, que no son complicadas ni complican la vida a los demás, que creen en la justicia y en que hay que tratar a los demás como quieren ser tratadas. Hay personas que quieren confiar y vincularse con apertura. Hay personas que, si pueden ayudar, ayudan, que muestran empatía, que comprenden a los demás, que tienen el sueño de que el mundo sea mejor. A mí esas personas me parecen «fáciles» de tratar y «difíciles» de encontrar, o sea, un tesoro. Tienen lo único que yo llamaría inteligencia emocional. Por el contrario, esa inteligencia que habla de gestión, de atino, de acierto, de control, la considero «racionalización», no inteligencia. Tras 25 años de experiencia he podido observar que era con estos pacientes —o clientes, como quieran ser llamados— con quienes me apetecía encontrarme en la consulta. Sin pudor, he llegado a afirmarles: «Me alegro de verte». Digo sin pudor, porque decir que te alegras de ver a alguien en consulta parece significar que no te importa que esté pasando un mal momento. Por supuesto, todos me entendían; no en vano, «a buen entendedor, pocas palabras bastan». Les quería decir que, de la mayoría de mis pacientes o clientes, ellos me resultaban especialmente estimulantes y «fáciles» de tratar. De hecho, muchos se han convertido en grandes amigos a los que admiro por encima de todo. Me he preguntado qué me aportaban. Al fin, he encontrado la respuesta: eran y son personas que, a pesar de su gran sufrimiento siempre me ofrecían un buen trato, seguían teniendo ilusión en la mirada, tenían el deseo de romper con lo que les dañaba, pero mantenían su calidez. Conscientes de sus dolores, deseaban con ansia y decisión un cambio en su vida, demostrando con ello un gran coraje. Igual que tú, estaban hartas, sentían que no aguantaban más las relaciones de mal trato que sufrían. Demasiadas veces, con impotencia, decían: «No merezco esto, no es justo, yo no lo haría, no entiendo que me traten así». Estamos rodeados de «individuos» que nos MAL tratan. La palabra maltrato está casi limitada a determinadas circunstancias de palizas físicas en relaciones de pareja, insultos o vejaciones. Quien lo sufre, sin embargo, sabe muy bien que hay muchas más formas y situaciones de mal trato. En mi opinión, el mal trato es la estrella de las ocho puntas. Las personas tóxicas que nos machacan y nos hunden son quienes nos pueden: pegar, insultar, criticar, ridiculizar, juzgar a través de reproches, aconsejar sin que les hayamos preguntado, exigir usando el chantaje emocional o ningunear. Son como algunos comentaristas de fútbol, juzgando y menospreciando cada una de nuestras jugadas como si fueran los expertos de nuestras propias vidas. Nos hacen sentir cada vez más pequeños, más desprotegidos, minando nuestra autoestima. Hacen que, poco a poco, perdamos nuestra confianza. Pueden ser parejas, familiares, amigos, clientes. Abusan de frases como: «Tú siempre», «tú eres», «tú nunca», «tú debes», «tú sabrás». Hablan de nosotros con desprecio, descalificándonos siempre que pueden. Son relaciones tóxicas, sabemos que debemos alejarnos de ellos, pero algo nos atrapa y no entendemos la razón. A pesar de tener la puerta abierta, no podemos salir. Con este libro entenderemos por qué nos quedamos ahí, qué nos detiene. «Quiero romper, pero no puedo». «No quiero quedarme, pero aquí sigo». «No tiene lógica que le quiera, pero le quiero». «Creo que no debería seguir complaciendo, pero me resulta inevitable». Contradicción tras contradicción, así es nuestra naturaleza y a veces necesitamos que alguien nos la explique para no sentirnos aún peor. En la mayoría de las ocasiones quien viene a consulta lo hace porque se encuentra en una situación que le supera, quiere deshacerse del miedo que le atenaza, que le obliga a seguir padeciendo sin poder reaccionar. El paso de empezar una terapia es la prueba de que ha comenzado a elaborar una estrategia para salir de su encierro. Igual que tú, al tomar la decisión de leer este libro, has comenzado a hacer algo, has emprendido el camino, quieres pasar a la ACCIÓN. Todas estas personas, de las que tanto he aprendido, tenían en común esa semilla del inconformismo, del deseo, de la motivación, de la expectativa, de la ilusión mezclada con un gran miedo a lo desconocido y un sufrimiento desolador. Ellos tenían un mismo motor de acción: deseaban salir del dolor, de la frustración, alcanzar el objetivo de vivir en paz, sentirse mejor consigo y con el mundo. Me gusta trabajar con quien tiene el problema de querer romper con aquel que le hace sufrir sin sucumbir cuando no encuentra el camino, buscando ayuda. Así eres tú. Si estás leyendo esto, es porque quieres hacer algo con tu sufrimiento, porque necesitas una hoja de ruta para conseguir salir de tu encierro. No te quedas en la queja, no te quedas pasivo, eres quien quiere ser protagonista de su propia vida y quieres avanzar. Hace más de veinticinco años, en la búsqueda del nombre de mi propia empresa, tras sufrir una de las decepciones más grandes de mi vida, con un jefe que me acosaba haciendo que me marchara de un trabajo que era el sueño de toda recién licenciada, mi hermana dio en la clave al sugerirme: «Bidane » (en euskera, camino). Yo tenía que emprender un camino duro: deshacerme de una ilusión, renunciar a ella y emprender otra diferente. Tenía que levantarme del suelo, ponerme otra vez de pie después de la derrota y volver a confiar. Sin duda, el camino es la empresa de salir para llegar, de romper con el inmovilismo, avanzar hacia un nuevo objetivo, nuevas ilusiones y expectativas distintas. Camino es el hecho en sí mismo de andar, algo que dijo, mejor que nadie, el poeta Machado: «No hay camino, se hace camino al andar». Cuando quiero salir del sufrimiento que me genera quien me maltrata y deseo emprender el camino de la liberación, el miedo a salir de lo conocido y las dudas de cómo será la vida más allá aparecerán en mi cabeza. No conozco ese otro lado de la realidad. No sé qué ocurrirá. No conozco el camino ni las dificultades que encontraré. No creo equivocarme si afirmo que todos los humanos, en alguna ocasión, nos hemos considerado culpables al sentir ira cuando nos sentíamos machacados mientras pensábamos, inútilmente, que no debíamos sentirla. Tampoco creo equivocarme al afirmar que, muchas veces, tenemos miedo a actuar y nos juzgamos por ello. Intentamos sacudirnos las emociones desagradables de encima como si fueran nuestro peor enemigo, sin ningún resultado. Algo ocurre en nuestro interior que hacemos lo que no queremos, que mantenemos relaciones que no tienen sentido, que sabemos muy bien la teoría de lo que debemos hacer, pero no sirve de nada. Algo, efectivamente, ocurre en nuestro interior que hace que entre en conflicto lo que hacemos con lo que pensamos, lo que sentimos con lo que hacemos, lo que pensamos con lo que sentimos, saliendo, irremediablemente, lesionados en cada una de las batallas. La sociedad nos educa en la gestión de nuestras emociones, en el control de nuestros sentimientos. Si nos sentimos machacados, tristes, acosados, hundidos, nos propone que intentemos no sentirnos así. Si tenemos dudas o miedos nos dice que no tenemos que tenerlos. La pelea entre la razón y la emoción parece ser la herencia desde los tiempos de Adán y Eva. La prohibición y el control siempre se han propuesto como solución frente a nuestros sufrimientos o emociones más profundas. Así que, si tenemos miedo o sentimos dolor, los remedios que tratamos de aplicar siempre son los mismos: intentar no pensarlo, intentar no sentirlo. Una de mis pacientes me contaba un recuerdo que quería eliminar de sus pensamientos desde el mismo día en que lo vivió: «No consigo quitarme de la cabeza aquel día en que mi hijo me vio entrar en casa por la ventana del baño, totalmente empapada. Yo estaba fregando el suelo y mi pareja no hacía más que levantarse y pisar lo que había fregado. Lo volví a pasar varias veces porque él no daba tiempo a que se secara. Al final me enfadé y le dije: Ya vale, ¿no? Entonces cogió el cubo de la fregona y lo tiró a la calle. Salí a coger el cubo y, al salir, él me cerró la puerta de casa. Al ver que era imposible que me abriera, desistí. Esa noche estaba cayendo una buena tormenta, así que estaba totalmente empapada. Al final entré por la ventana del baño que había dejado abierta. Cuando entré por la ventana, mi hijito me vio, yo le puse una excusa y me callé. Volví a llenar el cubo de la fregona y terminé lo que estaba haciendo, enfurecida y sin poder quitarme de la cabeza lo que mi hijo acababa de ver». Tratamos de combatir en una guerra en la que cuanto más insistimos en derrotar al que consideramos nuestro enemigo interno, la emoción y el pensamiento involuntario, más nos garantizamos fracasar. Es la «crónica de una muerte anunciada», pues, cuanto más persigo algo que no podré conseguir, más garantizo mi sensación de frustración e incapacidad. Preparamos las armas para un combate que no es sino un suicidio cotidiano. Intenta, ahora, en este preciso momento no pensar en una foca roja. Intenta no centrarte en la punta de tu lengua. ¿Qué ocurre? Intentar no sentir o tratar de no pensar nos condena a ello. La batalla está decidida antes de empezar. Perseguir librarnos del dolor en nuestras relaciones insanas es una garantía de fracaso. Ya es hora de entender, de una vez por todas, que sentirnos mal nos advierte de que algo que estamos viviendo está MAL. Nos pedimos lo que no podemos, pero el problema no está en nuestra naturaleza, sino en que hay una especie de vanidosa racionalidad que cree que todo lo que se quiere se puede. Decir «quiero dejar a esta persona que me maltrata» es como escuchar «puedes comer de todo excepto chocolate». Me ofrecen mil puertas, pero solo me permiten abrir novecientas noventa y nueve. La prohibida, no me digas por qué, es la que capta mi atención. La prohibición potencia el deseo. Así funciona nuestra naturaleza. Padecemos el síndrome de las puertas abiertas, no soportamos que se cierre ninguna; es más, la puerta cerrada será la que más nos interesará. No hay nada más apetecible, que aumente más nuestro placer, que lo prohibido. No hay nada que genere mayor descontrol que nuestro obstinado control. No hay nada que nos haga más cobardes que la pretensión de no tener miedo. Aquel que ha seguido mil dietas, que observa impotente que sus hábitos siguen siendo los mismos, no tiene falta de voluntad, sino que persigue un objetivo inalcanzable al ir contra todo lo que desea. No, no es que seamos personas estúpidas o que no tengamos las cosas claras. La ciencia ya nos perdona la vida. Según los estudios realizados por el neurocientífico norteamericano Paul MacLean, el cerebro humano ha evolucionado formando tres capas: paleoncéfalo, mesencéfalo y neocórtex. Las conexiones existentes entre estas nos explican tanta dualidad. La primera de ellas, la más interna, es la que conocemos como cerebro paleoncéfalo o cerebro reptiliano. Es el más primitivo y rápido, formado por los ganglios basales, el tallo cerebral y el sistema reticular. Este «lagarto» que llevamos dentro es el guardián de nuestras vidas, actúa desde el instinto , nos hace huir o pelear, pero no desde las emociones más elaboradas ni la conciencia o el análisis de qué es más conveniente o adecuado en cada momento. Está diseñado para manejar la supervivencia por medio de la reacción. No hay tiempo para analizar cuando el lagarto huye en décimas de segundo. Esa es la capacidad, la fortaleza, del cerebro más básico. Es la inteligencia que necesita ver las posibles salidas manteniendo las puertas abiertas y la que nos mantiene donde «creemos» que estarán nuestros recursos. No hay lógica, pero así actúa y lo hace sin consultar. Sobre la primera capa nos encontramos con el mesocéfalo o cerebro límbico. Se encarga de realizar procesos de vital importancia para que el organismo siga funcionando, hasta el punto de que la actividad en esta estructura del sistema nervioso es la que señala de un modo más claro si hay muerte cerebral. Compuesto por seis estructuras (el tálamo, la amígdala, el hipotálamo, los bulbos olfatorios, la región septal o el hipocampo) su función está relacionada con la regulación de nuestro organismo y las emociones . Es responsable de nuestros miedos, alegrías, dolores y rabia. Interviene condicionando nuestras decisiones más básicas. Ahí están nuestros pálpitos, nuestros presentimientos y nuestras reacciones viscerales. Es la razón por la que, a pesar de que quieras reaccionar, el miedo te atenace debido a lo que se denomina «rapto emocional». El neocórtex es el área cerebral más evolucionada, responsable de nuestra capacidad de razonamiento, el pensamiento lógico y la consciencia. Permite todas las funciones mentales superiores, el análisis profundo de la información, la reflexión y la toma de decisiones racionales. Pero lo más importante es que también influye en la capacidad abstracta de imaginar, planificar y anticipar resultados, ayudándonos a establecer la estrategia más adecuada. Nuestras emociones no dependen, como tampoco lo hacen las respuestas instintivas de la última capa, el neocórtex. Ya es hora de entender que «saber la teoría» no sirve para nada. Saber que tengo que estudiar para un examen nada tiene que ver con que tenga la motivación, la fuerza de voluntad o la capacidad de sacrificio para hacerlo. Saber que debo alejarme de ciertas personas no me ofrece el coraje para emprender el viaje. Saber no es hacer. Pensar no es sentir. Querer no es poder. El hecho de que nuestras emociones no dependan de nuestras reflexiones es lo que explica que nos quedemos junto a quien nos machaca a pesar de que nuestro intelecto nos diga, gritando a voces, que esa conducta es destructiva. Sabemos perfectamente que necesitamos un cambio, pero no lo ejecutamos. Nos quedamos atrapados en la expectativa de que el otro cambiará. Nos quedamos junto a quienes nos atormentan porque no soportamos el dolor de enfrentarnos al miedo a lo desconocido, a los sentimientos de culpa, al fracaso, a la renuncia. Así de crudo, así de frustrante, esta es la realidad. Nos quedamos sobre las brasas por miedo, pero al sentir el dolor, luchamos contra él, tratando de sentirnos bien. Cuando estamos rabiosos, queremos dejar de estar rabiosos. Cuando estamos tristes, queremos dejar de estar tristes. Sentir descafeinadamente, sentir anestesiados, la solución que se propone es «positivizar» o el famoso «gestionar». Cuando la gestión es el intento de no sentir lo que siento, de pensar en positivo para cambiar mi emoción, tendremos la garantía de una derrota. El neocórtex piensa, sí, pero el cerebro límbico siente independientemente de lo que quiera el neocórtex. El cerebro reptiliano decide, independientemente también, de lo lógica o ilógica que sea esta decisión. En resumen, la reacción instintiva es ajena a las emociones, las emociones son ajenas a la lógica y estas deciden, en muchas ocasiones, nuestros actos. Ahí está la imagen escalofriante de una y otra persona saltando por las ventanas de las Torres Gemelas el 11-S, puro instinto de huida fuera de cualquier pensamiento racional que no sea la aplastante, lógica o ilógica, ley de la supervivencia. Queremos pensar que lo que decidimos es el resultado de nuestras reflexiones. Sin embargo, lo cierto es que nuestro inconsciente actúa como un piloto automático que, sin tener en cuenta nuestra opinión, decide por nosotros. La mente primitiva actúa sin consultarnos, nos guste o no. Queremos romper con quien nos machaca, sí, pero algo nos lo impide. Con tecnologías como la resonancia magnética o la tomografía por emisión de positrones (TEP) podemos comprobar y comprender por qué cuando una persona está deprimida parece pasiva ante cualquier amenaza. Por qué una persona hundida, cuando alguien la maltrata , no llega a reaccionar. La depresión hace que razonemos peor. La lógica no funciona, nada consigue que nos sintamos mejor. Las imágenes muestran cómo, en caso de depresión, el cerebro emocional aumenta su actividad colapsando a la persona, haciendo que solo sienta sus emociones negativas. La cognición disminuye al estar afectada por la saturación emocional. Esta influencia de las emociones en el funcionamiento de nuestro pensamiento obedece a que, de la amígdala —es decir, del mesencéfalo—, parten muchas más vías de comunicación hacia el cerebro cognitivo que al contrario. Con este libro vamos a ir aplicando ejercicios claros para terminar, de una vez por todas, con nuestra situación de sufrimiento para superar nuestras dudas, vencer nuestros miedos y poder avanzar. La pelea, sin embargo, no consiste en intentar no sentir lo que sentimos, sino en ir más allá con nuestra capacidad de imaginar. Solo aceptando nuestra naturaleza podremos alcanzar nuestras metas. Esta es la estrategia del método RITMO para poder superar nuestros límites: ¡Vencer sin combatir! Intentar no sentir que te estás quemando cuando coges un plato que abrasa no es una solución inteligente. Sería absurdo matar al mensajero que nos advierte de que alguien nos está arrebatando la felicidad. Sentirte mal es bueno porque te da una información de vital importancia. El dolor nos pide a gritos una reacción. El punto de partida de tu camino empieza por asumir que, igual que no puedes sostener en tus manos algo que quema, no puedes seguir junto a alguien que te hace sufrir, que cuando algo te está abrasando solo hay una cosa que puedes hacer: ¡soltarlo! Crea en tu imaginación un mundo mejor, un mundo sin dolor. EL CAMINO EMPIEZA POR EL FINAL Visualizar tu objetivo es la clave para alcanzarlo «Cuida tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras. Cuida tus palabras, porque se convertirán en tus actos. Cuida tus actos, porque se convertirán en tus hábitos. Cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu destino». Mahatma Gandhi. La mayoría de nuestros logros, de las grandes ideas, por increíbles que resulten, nacen de nuestro poder de imaginar. No en vano, la palabra griega idea significa «visión». Idear es imaginar. Por esa razón, la primera y más importante acción de cambio es atreverse a imaginar, a soñar despiertos, a volar más allá del lugar en el que nos encontramos. Imaginar un futuro mejor es distinto a ser una persona ilusa. Soy una persona ilusa si, a pesar de las evidencias, sigo creyendo que quien me trata mal dejará de hacerlo. Imaginarme más allá del dolor no es imaginar que el mundo va a cambiar, sino imaginar que seré capaz de decidir mi propio destino. ¿Cuántas veces te han pedido que te alejes de quien te trata mal? ¿Cuánto te repiten que no deberías aguantar que te traten así? ¿Cuántas veces has querido hacerlo y no has podido? Intentar algo que no está a nuestro alcance genera sufrimiento y dolor. Por esa razón debemos pedirnos aquello para lo que, en cada momento, estamos preparados. Esto debería ser fundamental en cualquier enseñanza, pero, generación tras generación, lo seguimos haciendo mal. Hagamos una comparación. Las fases del desarrollo en la infancia no siguen el mismo ritmo en todas las personas. Unos bebes aprenden a andar con nueve meses y otros lo hacen mucho más tarde, algo absolutamente normal. Sin embargo, los objetivos que les marcamos son iguales para todos. Nos cuesta entender que cuando tenemos prisa hay que ir despacio. Somos la ley del absurdo. Ponemos en el orinal al bebé sin importarnos que no pueda aún controlar sus esfínteres. Lo ponemos sobre sus dos piernas, da igual que esté o no preparado porque el resto sí lo está. Sin importarnos que no tenga una lateralidad clara, tendrá que leer y escribir como todos los demás. La pregunta es: ¿qué conseguiremos con ello? ¿Qué pasará con su autoestima, con su confianza, con su seguridad personal? ¿Qué ocurrirá con su estructura ósea? ¿Qué pensamientos le estaremos generando sobre la acción de andar y sobre su capacidad personal con nuestro obstinado empeño en hacerle «avanzar»? Esta es la razón por la que, lo primero que te voy a pedir, no va a ser que te pongas en pie y eches a andar. No te voy a pedir que des el paso de romper con quien te maltrata. «No importa lo lento que vayas mientras no pares», decía Confucio. Lo que seguro que sí haces con frecuencia es imaginar tu vida sin sufrimiento, sin dolor, sin lágrimas. Es lo que te voy a pedir: imaginar para cambiar . Imaginar para lograr. Imaginar para alcanzar, para ir más allá del sufrimiento en el que estás. «Hay que tener los pies en la tierra », «Tienes muchos pájaros en la cabeza», «Deja de soñar», «Aterriza». Demasiados mensajes van directos a la castración absoluta de nuestra capacidad de soñar, de ser creativos, de ir más allá de lo que se puede ver y tocar. Nos cuesta entender que la ilusión del ser humano es el fundamento de sus cambios. Antes de crear algo con nuestras manos lo creamos en nuestra imaginación. A lo largo de la historia han existido grandes visionarios que nos han mostrado un mundo «de fantasía». Una y otra vez hemos oído hablar sobre la capacidad anticipatoria de Julio Verne, intuyendo lo que con nuestra creatividad íbamos a hacer realidad. La imaginación es un ingrediente esencial del pensamiento y la inteligencia. Es la piedra angular de la evolución. Soñamos un mundo mejor, imaginamos una vida más plena y feliz en la que nos vemos con fuerza y seguridad para actuar. Podemos estar viviendo la mayor de las desgracias, pero con la creatividad nos subimos a nuestro dolor y echamos a volar encontrando la salida. La clave es atreverse, no quedarte embarrado en el sufrimiento. Imagina que das el paso, que dices lo que te gustaría decir, haces lo que te gustaría hacer, rompes las relaciones negativas que quieres romper. Imagínate siendo capaz. Ten cuidado con tus palabras, con tus sentencias, con afirmaciones como «no puedo», «no soy capaz», «no tengo salida». Como afirmó Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» y, como no podía ser menos, con estos pensamientos no podremos despegar los pies de la tierra, condenándonos a la vida que conocemos. Con frecuencia, caemos en nuestra compulsión racionalizadora y analítica. Pensamos que solo es cierto lo que se puede ver y tocar. Tratamos de clasificar, enumerar y etiquetar lo que hacemos. Tratamos de usar la lógica controlando nuestros sueños para no decepcionarnos. Pensamos y analizamos todo. Castramos nuestra capacidad de imaginar, error frecuente en este pequeño Descartes que asigna tanto poder a la razón, olvidando el poder de la ilusión. Las emociones son la llave para romper con lo que nos rodea. En palabras de Eduard Punset: «Sin emoción no hay proyecto». Pero nuestras emociones no responden a la realidad, sino a nuestra capacidad creadora y creativa. Se generan «imaginando». Por lo tanto, visualizar es el primer paso para la acción. Darwin aseguraba que nuestras emociones eran las que compartimos con los animales, poniendo el foco en los estímulos «observables». Según él, nuestras reacciones no respondían a las emociones que generaba nuestra creatividad, sino la respuesta al ambiente. En los años 90, con las primeras pruebas de análisis cerebral, Antonio Damasio formuló la teoría que rompió con el maniqueísmo mental que separaba en vasos estanco emoción y razón, ayudando a entender el poder de nuestra imaginación. «Quiero dejar estar relación, pero…»; «Quiero irme de este trabajo, pero…»; «Cada vez que voy a visitarle me machaca, pero...». Damasio «desveló» lo que todos padecemos en las relaciones de maltrato: la contaminación de lo emocional sobre lo racional a la hora de actuar . Si algo me genera una emoción positiva, aunque solo sea en mi imaginación, obliga a mi inteligencia a que le parezca razonable. Si creo que después de la tempestad llega la calma, me quedaré atrapado bajo la tormenta. Hay una brecha entre las diferentes partes de la persona. La creatividad y las emociones que esta genera tienen más poder sobre nosotros que los datos reales. La imaginación no se ve, pero existe. Nuestro anhelo y nuestro miedo no se pueden tocar, pero todo el que está atrapado en una situación de mal trato sabe que pueden dejarte paralizado. Nuestra fantasía puede hacernos sentir tanto la ilusión de que las cosas cambien como el terror por lo que nos puede ocurrir si las cambiamos. Al pensar en salir de una relación de maltrato podemos sentir, como si un tigre nos estuviera acechando, pánico. Un paseo por los cines, viendo la reacción de los adultos que acompañan al público infantil a cualquier película de Walt Disney, no deja margen de duda. Sabemos que es pura fantasía, pero lloramos o nos aguantamos para que nadie lo vea. Como dijo Hipócrates, «Somos un todo». Nuestro ser no tiene partes separadas. Si tengo algo en mi imaginación, me emociona, y si me emociona, reacciono. Mientras tenga la ilusión de que la otra persona cambie, estaré esperanzada, y si estoy esperanzada, aquí seguiré. Si tengo la fantasía de que sin esa persona seré incapaz de vivir, estaré atemorizada y, también, esa emoción me atrapará donde estoy. Por desgracia, convivimos con el reduccionismo de Darwin en cada ocasión en la que no tenemos en cuenta el poder de nuestra emoción. Lo que no se ve, no existe. Este reduccionismo volverá a repetirse en cada estudio, prueba, juicio o diagnóstico que no tenga en cuenta la emoción. El miedo o el dolor de la persona sesgará los resultados. ¿Cuántos niños son estudiados, analizados, diagnosticados por un test cuando en su casa viven un infierno? ¿Cuántas veces esperamos alcanzar un logro cuando estamos angustiados ante la posibilidad de una pérdida? ¿Cuántas veces nos juzgamos a nosotros mismos por quedarnos junto a quien nos trata mal? Nos ponemos a prueba sin considerar nuestra condición humana, la emoción. Eso es reduccionismo. La imaginación nos puede hacer sufrir, nos puede dejar atrapados a pesar de los estímulos que nos rodean, pero también nos puede dar la fuerza necesaria para reaccionar, para elaborar un plan de acción y coger el suficiente impulso. En la imaginación está nuestro enemigo y nuestro motor de motivación. Ya desde los tiempos de Aristóteles, sabemos que la visualización es una herramienta útil para cambiar el estado físico del cuerpo. Einstein hablaba de la importancia de la visualización y explicaba cómo había llegado a sus conclusiones científicas imaginando que viajaba entre los planetas. Todas las personas, ante una misma realidad, tenemos distintos enfoques visualizando diversas formas de solución. Encontrar una solución no es imaginar que no existe el problema. La solución ante un jefe que te acosa no es imaginar que él cambia y, de esa manera, el problema desaparece, ni ante una pareja que te machaca es imaginar que tú haces algo y consigues que sea encantador. La solución es imaginar un cambio en ti. La diferencia entre imaginar y crear es que la primera está en un plano abstracto y la segunda es concreta. Es la creatividad la que pone a trabajar la imaginación porque, si queremos llevar a la práctica cualquier plan, el primer acto es imaginar que lo estamos haciendo ¡ya! Por ejemplo, si queremos ir con una amiga al monte y quedamos con ella en la plaza del pueblo, apareciendo con nuestras mochilas, bocadillos y cantimploras, la primera pregunta que tenemos que hacernos antes de iniciar el camino es: ¿a dónde vamos? Sin esa respuesta no podremos iniciar el camino y nos quedaremos en la plaza del pueblo con la garantía de no llegar a ninguna cima. Del mismo modo, si no te atreves a imaginar los cambios que deseas, te quedarás atrapado donde estás. El primer acto para romper con quien te machaca es escribir una carta a los Reyes Magos o a Papá Noel o a tu Hada Madrina. Redacta la carta de tus deseos . Lo que pidas, se cumplirá, pero lo que en esa carta no hayas pedido no lo tendrás nunca. Si quieres coraje, lo tendrás. Si quieres tener capacidad de decidir, de romper, de volver a empezar, de soportar tus miedos a la soledad, lo tendrás. Redacta tu carta. Escribe a conciencia. Ahora imagínate en esa situación , como si estuvieras con una webcam en tu cabeza. Cada día, a la hora de acostarte, visualiza esa imagen. Observa tus manos cuando estás actuando como te gustaría, con valentía, con coraje, con osadía, con perseverancia. Visualízate en el momento de decir ¡basta! o dando un golpe en la mesa y diciendo ¡hasta aquí! Imagínalo con las emociones reales. Actuando con miedo, hablando con miedo, pero ¡reaccionando! Recuerda que ser valiente no es no tener miedo, sino actuar a pesar de sentirlo. Tener coraje no es igual que ser «temerario». Este ejercicio no es una pauta infantil, inmadura o poco realista. Hoy podemos gritar, todos liberados —sobre todo los psicólogos que llevamos décadas pidiendo estos ejercicios que la ciencia ya ha demostrado—, cómo lo que imaginamos altera nuestras conexiones neuronales y las respuestas de nuestro cuerpo. Somos conscientes de que lo que sentimos es independiente de lo que sabemos gracias a nuestra imaginación. Por esa razón, un aracnofóbico puede decir frustrado que, aun sabiendo que no tiene ninguna lógica sentir pánico ante una simple araña, no puede evitar su reacción. Parece que para aceptar lo que todos sabemos necesitamos que la ciencia nos lo explique. Este es el prejuicio de una sociedad racionalizadora que cae en la compulsión del «cientificoforofismo ». Tenemos la ilusión de que conociendo cómo se generan nuestras emociones las podemos tener bajo control. Pero, aunque controlarlas no resulte tan sencillo, la información de cómo funcionamos nos puede ayudar a ser más indulgentes a la hora de juzgarnos. Recientes estudios realizados en la Universidad de Washington han constatado que el efecto de la imaginación sobre nuestras reacciones puede ser mayor, incluso, que el efecto de la propia realidad. Si imaginamos que algo está a nuestro alcance, nuestra mente predispone a nuestro cuerpo hacia esa acción. En 2007, la neurociencia ya había demostrado que nuestra rapidez de respuesta dependía de la cercanía o lejanía de nuestras manos hacia los objetos. Es decir, cuando tenemos un objeto cerca, la reacción de nuestro cuerpo es más rápida que cuando está lejos. Esto puede ser el resultado de nuestra experiencia evolutiva. Atrapar una presa o huir de una amenaza determina la supervivencia. En la nueva investigación, las posturas de las manos únicamente estaban más lejos o más cerca en la imaginación de quienes realizaron el estudio. A pesar de que no había estímulos reales, los resultados fueron iguales a los de 2007. La mera imaginación cambió la velocidad de respuesta. Imaginar que algo está a mi alcance —como, por ejemplo, una capacidad— me hará tener una respuesta neurológica y adaptativa que me ayudará, por fin, a adquirirla. Se ha comprobado que las emociones negativas alteran el riego sanguíneo en el centro del optimismo del cerebro, la corteza prefrontal izquierda. Teniendo en cuenta que nuestra mente confunde realidad y ficción, cualquier fantasía que genere una emoción negativa se reflejará en el cuerpo de la misma manera que si fuera real. La imaginación puede producir estados de pánico, alerta y estrés permanentes, liberar la hormona cortisol y generar cambios en nuestro organismo a todos los niveles: muscular, gastrointestinal, neurológico, alteración en la tiroides, disminución del sistema inmunológico, muerte de neuronas en el hipocampo, cansancio, apatía y un largo etcétera. También lo creado por nuestra imaginación en positivo genera las «hormonas de la ilusión»: oxitocina, dopamina, endorfina y serotonina. Según estudios realizados en la Universidad de Harvard, del 60 al 80 % de las enfermedades que padecemos tienen relación con las emociones negativas. Por el contrario, la proyección de cualquier idea positiva genera una actividad más intensa en dos áreas del cerebro (la amígdala y la región rostral del cíngulo anterior). Estas zonas son las mismas que muestran irregularidades en casos de depresión. Lo increíble es que la mayor cantidad de hormonas de la felicidad no se produce tras alcanzar un objetivo, como respuesta a algo real, sino justo antes de alcanzarlo, cuando imaginamos que se hará realidad. Nos mantienen en la acción enfocada en el logro y es esto lo que nos hace más felices. Por eso, marcarnos ciertos objetivos, tener una misión en la vida, crear proyectos ilusionantes y emprender son las claves de la felicidad. Imaginarnos a nosotros mismos con capacidad de acción nos ayuda a ser más resolutivos. Pero ¡cuidado!: imaginar que resuelves tus problemas es distinto que imaginar que no existen. Imaginar en positivo no es pensar que hacemos milagros y las personas que nos maltratan empiezan a ser las más agradables del mundo, porque entonces estaríamos utilizando nuestra imaginación como una trampa hipnotizante en la que sucumbiremos. Imaginar en positivo tampoco es dejar de pensar en aquello que te hace sentir mal. No se trata de evitar o huir de la realidad con tu pensamiento para no sufrir, igual que si vemos fuego en nuestra casa, no tratamos de no verlo ni tratamos de convertirnos en bomberos para sofocarlo. Los sentimientos de miedo o de dolor que ahora tienes son las señales de humo que te indican que debes pasar a la acción y que toda acción entraña riesgos. Pero todos sabemos que ¡sin riesgo no hay gloria! El premio Nobel de economía Richard H. Thaler nos recuerda algo que todos los que padecemos maltrato conocemos bien: «Entre dos opciones, las personas escogemos a menudo la que nos resulta más fácil sobre la que es más adecuada». Aunque existan datos objetivos y hechos constatados, por ejemplo, sobre comida saludable, seguimos escogiendo la comida basura. Lo mismo ocurre con la relación «basura» que mantengo mientras me pregunto desesperado «¿por qué sigo aquí?». La explicación nos la da la psicología. ¿POR QUÉ SIGO AQUÍ? Entenderte para no juzgarte «Solo es posible avanzar cuando se mira lejos, solo cabe progresar cuando se piensa en grande». Ortega y Gasset LA INDEFENSIÓN APRENDIDA La gran pregunta que nos hacemos cuando nos hemos atrevido a soñar, pero no hemos podido salir de la situación de sufrimiento es: ¿cuál es la razón que me ha condenado al inmovilismo? Si yo quería moverme, me pregunto por qué no lo he hecho al igual que ante películas en las que vemos a una víctima sometida a vejaciones y torturas gritamos en nuestro interior, como si pudiera escucharnos: «Corre, huye, haz algo, salta sobre él». No se puede entender esa pasividad letal que nos deja paralizados, incluso eligiendo quedarnos junto a nuestros verdugos. Según nuestro razonamiento, lo lógico sería actuar, salir de la situación de sufrimiento cuando nos tratan de forma injusta. Pero, en ocasiones, parece que nada importa, que todo nos da igual como si hubiéramos tirado la toalla y estuviéramos resignados al maltrato. Ante semejante parálisis hay una dramática explicación; y no, no es la zona de confort, sino algo más profundo: la indefensión aprendida. La indefensión aprendida es un fenómeno psicológico estudiado por Martin Seligman para comprender por qué las personas somos incapaces de reaccionar ante situaciones de sufrimiento y dolor, quedando congelados ante ellas. Seligman experimentó con dos perros, les suministró descargas eléctricas mientras permanecían colgados en unos arneses. Al primero se le permitía parar las descargas pulsando una palanca, el segundo debía aguantar hasta que el primero lo hiciera. Tras una serie de ensayos para que el primero aprendiera a parar las descargas y el segundo se resignara a sufrirlas sin poder hacer nada, les cambió de lugar. En esta ocasión, ambos estaban en una plataforma dividida por una ridícula valla en dos mitades. Una de las mitades estaba electrificada; la otra, no. Para poder cruzar al otro lado, ambos perros podían pasar con total facilidad. El resultado escalofriante fue que el segundo perro, mucho más alto físicamente, no hacía nada para huir de la plataforma en la que recibía descargas. Con la experiencia anterior había comprobado que, hiciera lo que hiciera, no había ninguna posibilidad para terminar con las descargas que sufría sin ninguna lógica hasta que llegó a aceptarlas de forma pasiva. Había aprendido que no podía evitarlo, había aprendido a rendirse. Así funciona la indefensión aprendida. Cuando hemos intentado huir demasiadas veces, cuando hemos aplicado diferentes tentativas y todas han fallado, algo va ocurriendo en nuestro interior como si cada intento fuera una carcoma que va aniquilando nuestra capacidad de acción y nuestra esperanza de poder liberarnos. Dejamos de luchar, de creer en nuestras posibilidades, y empezamos a pensar que no somos capaces. Así se va minando nuestra confianza, nuestra autoestima y nuestra seguridad. Así caemos en la sumisión, en el conformismo. Así nos quedamos congelados en una cárcel de dolor. ¡Cuántas veces la persona que viene a consulta ha intentado antes romper con la persona tóxica que le mal trata! Pero habló con alguien, alguien le convenció. «Debes intentar llevarte bien». Como si quien toma una decisión así no hubiera intentado muchas cosas antes de tomarla. Como si fuese de gatillo fácil. Como si no hubiera ya demasiados frenos dentro de nosotros como para que nos pongan más. Casi siempre pensamos que quien toma la decisión de romper una relación es el malo. Cuando mantenemos el maltrato sobre nuestras espaldas somos el «pobrecito» al que todos compadecen, pero cuando decimos «¡hasta aquí!», pasamos de ser los pobrecitos a ser los malos. Y los que dan pena son aquellos que nos tenían machacados y la relación que debe morir. Somos conservadores por naturaleza. Todos los sistemas tienen una tendencia a mantenerse a consecuencia de la homeostasis. En Psicología, la homeostasis es la tendencia, a nivel familiar o grupal, de mantener un estado estacionario, es decir, al no cambio. Esa es la razón por la que, cuando hemos estado con un pie en el puerto incendiado y otro en la barca que nos puede sacar de ahí, las personas que nos quieren nos pueden animar a quedarnos donde estábamos a pesar de poder morir carbonizados. Para caer en la indefensión aprendida no es necesario, por el gran poder de nuestra capacidad de imaginación, que hayamos «intentado y fracasado» antes. El mero hecho de imaginar una y otra vez el resultado fatídico será suficiente. Esta es la explicación del sometimiento que una víctima puede tener ante situaciones de vejación o humillación. No se trata de algo objetivo —«no ha intentado salir de ahí y no ha podido»—, se trata de una parálisis generada por el miedo. Pero, curiosamente, lo que más nos paraliza no es el miedo, sino el intento de no sentirlo por nuestro «miedo al miedo». Querer no sentir una emoción crea un efecto paradójico. Querer no tener una fantasía sexual te empuja a tenerla, querer no comer galletas las hace más apetecibles. Igual que querer no pensar en una foca roja te hará pensar en ella. Huir del miedo te generará más miedo. Si me imagino que actúo sin sentir el miedo que realmente siento, tratando de pelear con todos los temores que me vienen a la cabeza e intentando que desaparezcan, cada vez me vendrán más. Como cuando NO queremos sentir la punta de nuestra lengua y, justo entonces, la sentimos más. Huir de mis emociones me convertirá en una pieza de Lego en manos de quienes me maltratan, pues solo de la mano del miedo me podré liberar. LA NECESIDAD DE COHERENCIA «No pasa nada. No es para tanto. Igual estoy exagerando. A lo mejor soy demasiado sensible. En el fondo es una buena persona. Es que ahora está pasando un mal momento». Frases que nos intentan convencer de que lo que duele no duele tanto, que lo que importa no es importante, que quien es dañino es bueno y que lo permanente es circunstancial. Este fenómeno es el que explica que las personas mantengamos relaciones en las que se nos maltrata de modo constante sin reaccionar ante ellas, quedando atrapados en la peor de las compañías: la disonancia cognitiva. El psicólogo Leon Festinger estudió esta reacción tan humana. Sugirió que las personas tenemos una fuerte necesidad interior que nos empuja a que nuestras creencias, actitudes y conductas sean coherentes entre sí; sobre todo, cuando lo que hacemos es totalmente voluntario. Podríamos pensar que, en principio, esto es lo ideal para un buen equilibrio. Sin embargo, puede llevarnos en dos direcciones contrarias. Por un lado, a un intento de cambiar nuestras vidas cuando nos disgusta lo que estamos experimentando. Por otro, a hacer caso omiso a los sufrimientos soportados, autoengañándonos. Cuando todos me dicen: «Sal de ahí, sepárate, te están explotando» y me cuesta dar el paso, recurriré a racionalizar quitando importancia al infierno que estoy viviendo. Me lo dicen mis amigos, mi familia, pero, aunque todos me animan, algo me detiene. Por el contrario, si me dicen: «Tienes que aguantar» es más fácil que me enfade y eso me ayude a romper con todo porque… ¡tendré la idea de que estar ahí no era «mi voluntad»! Según la disonancia cognitiva, cuando yo no tengo ninguna razón para justificar el hecho de quedarme en una relación tóxica, cuando estoy en una relación de mal trato sin que nada me obligue a quedarme, tendré una tendencia a cambiar mi percepción sobre lo que vivo. Pensaré que la situación no es tan mala ni es tan mala la persona que me maltrata, y así me parecerá razonable el hecho de mantenerme donde me mantengo: en el centro de la diana. Si siempre he pensado que jamás toleraría que nadie me humillara, que me insultaran o explotaran y estoy manteniendo este tipo de relaciones siendo incapaz de decir basta, a pesar de que nadie me retiene, estoy en el grupo de quienes sufren disonancia cognitiva. Quitando importancia a lo que me hacen o me dicen, cambiando mi interpretación de la realidad hasta que coincida con mi respuesta ante ella, pensaré que es circunstancial, aunque lleve años sufriendo. La teoría de Festinger plantea que, al producirse esa incongruencia interna entre lo que siempre hemos creído y lo que estamos viviendo, aparece automáticamente la motivación para generar ideas que puedan reducir la tensión de esa incoherencia, aparece la tentación de racionalizar: «Igual soy yo», «a lo mejor exagero». Esta es la explicación de que tantas personas, cuando reaccionan y rompen con quien les trata con desprecio, se pregunten: «¿Cómo he podido llegar hasta aquí?, ¿cómo he podido aguantar tanto?, ¿cómo no me he dado cuenta antes?, ¿cómo no lo veía?». No debemos sentirnos culpables por no haber actuado hasta ahora. El sentimiento de culpa es el peor enemigo para el sentido de la responsabilidad; donde nace una, muere la otra. Lo que hasta ahora hemos podido hacer o no hacer forma parte del pasado. Lo que podemos hacer es el hoy , el ahora que determinará dónde llegaremos mañana. Si te sientes mal por no haber reaccionado y estás atrapado en ese dolor, el único modo de salir de él es atravesándolo. Para dejar ese mal trato en el pasado y tu sentimiento de culpa con él debemos hacer el siguiente ejercicio: Decantar el dolor. Cada noche, vete una hora antes de acostarte a tu habitación con un cuaderno y un bolígrafo (es vital que sea manuscrito). Como si fueras un médico que debe curar de un modo meticuloso y exhaustivo una serie de heridas y estuvieras sacando la infección de su interior, escribe todo lo que tienes acumulado: los dolores que has vivido, lo que te han hecho, cómo te has sentido. No leas lo que escribes. No pienses qué tienes que escribir. Deja que aflore lo que está bajo tu piel, tu inconsciente. Permite que todo fluya sobre el papel sin juzgar u opinar sobre ello. Al final de la cura, coge tus hojas y, como si fueran unas vendas llenas de pus, rómpelas y deshazte de ellas. Repite el ejercicio hasta que veas que todo lo que debía salir ha salido. Noche tras noche, vuelve a limpiar tus heridas. Recuerda que ninguna herida profunda sana con una sola cura, por esa razón puede ser necesario que escribas muchas veces los dolores que tienes acumulados hasta que veas que todo lo que había en tu interior ha sanado. Antes de empezar a andar en el camino de la acción debemos atender nuestro estado emocional. Hoy y ahora estás en una situación de sufrimiento, de dolor. Aún no puedes emplear el método RITMO, debes fortalecerte antes de echar a andar. Es como si hubieras sido un combatiente tratando de salir del campo de batalla, de volver a casa, a tu hogar, a la paz ansiada. En tu lucha no han faltado heridas profundas que no has podido atender porque estabas en pleno conflicto. Ninguna persona puede iniciar el combate de su vida sin atender sus heridas, ninguna persona puede avanzar sin sacar la infección de su cuerpo. Para lograr tu objetivo debes curar cada una de las señales, de los golpes, de las lesiones de tu cuerpo. Para avanzar con RITMO hay que mirar de frente el sufrimiento acumulado, jamás darle la espalda. LA EXPECTATIVA Recuerdo una ocasión, cuando era una estudiante de Psicología, en la que, contenta, sentí que me iba a ahorrar la caminata que me llevaba diecisiete minutos a máxima velocidad hasta la estación de tren de vuelta a casa. Mi queridísima hermana, que en aquel momento trabajaba repartiendo frutos secos con una gran furgoneta blanca, me dijo que ese día podía quedar conmigo a la salida de la universidad y llevarme. No solamente me ahorraría el esfuerzo, llegaría antes a casa y podríamos ir juntas charlando. El plan no podía ser mejor. Aquel día recogí más rápido que nunca las cosas de clase, atravesé más rápido que nunca el puente de Deusto, me detuve en la rotonda en la que había quedado con ella y, con expectativa, esperé. Sí, yo había ido «más rápido que nunca», pero después de diecisiete minutos mi hermana seguía sin aparecer. Cuando supuse que ya no vendría vi una furgoneta blanca que me hizo pensar: «Ahí viene». Cada vez que volvía a creer que se habría olvidado, que debía comenzar cuanto antes mi largo camino hasta la estación, aparecía una nueva furgoneta blanca. Aquel día me di cuenta: casi todas las furgonetas de reparto son… ¡blancas! La nueva expectativa de que algo ocurra nos deja atrapados en la pasividad y en la espera. Cuando espero que el otro cambie, que la situación sea distinta, que empiece a ser justo, que me trate como merezco, mi expectativa de justicia me aprisionará en el «no cambio». Lo malo de la historia es que, cuando tras más de media hora me di cuenta de que se había olvidado de mí y me volví, lo primero que me vino a la cabeza fue: «¿Y si, justo ahora, después de haber esperado tanto, ella apareciera?». Y ante ese pensamiento tuve la tentación de volver a la rotonda. No lo hice. Por supuesto, ella se olvidó de mí. El problema no es que el otro se olvide, el olvido no es voluntario. En otra ocasión también se le quemó la cocina de su casa porque olvidó apagar la sartén mientras mantenía una conversación telefónica conmigo. Lo malo de aquella situación es que para dejar de tener la expectativa que yo tenía necesité ¡más de media hora! Si para una expectativa tan ridícula necesitamos tanto tiempo en ceder a lo que nos dicen los datos, cuando la expectativa es mucho más alta —una pareja feliz, una madre normal, un jefe agradecido, unos buenos compañeros de clase y que todos ellos cambien— podemos esperar meses o incluso años en la rotonda del sufrimiento. Nos convertimos en unos ilusos desilusionados. Cada nueva espera nos condena a una decepción mayor. Si estás en la rotonda del sufrimiento y la expectativa soportando el mayor de los bloqueos, para salir de tu situación de espera hazte esta pregunta cada mañana y escribe la respuesta : ¿Qué puedo hacer o no hacer, consciente y voluntariamente, hoy para seguir siendo esa persona que es una ilusa desilusionada y, finalmente, desesperada? Es una pregunta que siempre resulta complicada. Cada vez que pido esto hay una respuesta inmediata: «¿No puedo formularla en positivo? ¿no puedo pensar en qué hacer para mejorar?». La respuesta, definitivamente, es NO. Todos sabemos lo que tenemos que hacer, pero eso no genera la motivación suficiente. El impulso para huir de un peligro siempre es mayor que la motivación para conseguir una meta. Como afirmó Michael Porter: «La esencia de la estrategia es elegir qué no hacer». La respuesta que des a esta pregunta será la brújula necesaria que te indicará el Norte. No olvides hacerte la pregunta, no dejes de escribir la respuesta, es la clave para comenzar el camino que te llevará de vuelta a casa, que te llevará a recuperar las riendas de tu vida, pues si sigues haciendo aquello que escribes cada mañana seguirás siendo esa persona que se convierte en una ilusa desilusionada. En mis tiempos de estudiante, uno de los experimentos que más me sorprendió fue el realizado con un mono. Para acceder a un sabroso premio debía meter su mano por un agujero. El problema era que, para poder comerlo, debía sacar la mano y, al tener el puño cerrado, no podía. El mono se quedó atrapado en la contradicción de no querer soltar la golosina y no poder sacar la mano que lo tenía atrapado. En ocasiones, los enemigos están en nuestro interior. Además de que haya quien nos mal trata, la puerta está abierta y lo que nos mantiene como rehenes es la expectativa, la esperanza, la ilusión a la que no sabemos renunciar. Somos el mono goloso que queda prisionero de su propia incapacidad de desistir. Nos aferramos al hierro candente, al discurso hiriente, al menosprecio sangrante, a la crítica punzante, porque no podemos «soltar» a quien los utiliza, porque quien lo hace es el mismo que queremos que nos quiera . Cuando intentamos que haya un cambio y no lo hay, poniendo nuestra atención en quienes nos maltratan y no en nuestro interior, nos quedamos a su merced. Hundidos y decepcionados vamos del trabajo a casa, de casa al trabajo. De modo desesperado lloramos porque el cambio anhelado no llega. Pondré un ejemplo que viví en consulta. La madre de un niño pequeño estaba en una situación de sufrimiento frente a sus compañeros de baloncesto. Su hijo salía de cada partido llorando porque no le pasaban el balón. Me preguntaba desesperada cómo ayudar a su hijo. Antes de que yo tuviera conocimiento del caso, el intento de hablar con el entrenador ya se había llevado a cabo, el intento de hablar con todo el equipo para que jugaran en grupo, también. Todos los adultos que estaban implicados en ayudar al pequeño deseaban que no sufriera más, anhelaban que sus compañeros fueran más generosos y que no les importase más ganar un partido que el dolor de su compañero. Por desgracia, estos objetivos únicamente estaban generando un resultado: que todo el grupo se resintiera cada vez más contra él porque la dificultad motriz del niño era un hándicap real y cuando le pasaban el balón el desenlace no beneficiaba al grupo. Mi consejo fue: «No le apuntes este año a baloncesto, es mejor que le frustres tú que seguir sufriendo cada partido». Ella protestó, llena de dolor y frustración: «¿Por qué mi hijo no va a jugar al baloncesto como todos los demás si él quiere hacerlo?». Si el caso fuese que nuestro hijo está sufriendo un mal trato por parte de su pareja y repitiera una y otra vez: «Quiero seguir a su lado», trataríamos de protegerle, de convencerle de que esa relación no le conviene, animándole a desistir. Nos decepcionamos porque lo que esperamos no llega. Nos deprimimos porque la situación injusta se agrava. Entramos en un encierro personal de insatisfacción y sufrimiento. Lo malo es que la puerta está cerrada por dentro y la única llave está en nuestra mano, la misma mano que «con obstinación» llama a la puerta del otro esperando que cambie, esperando que haga un esfuerzo, esperando que entienda, esperando que se dé cuenta, esperando que algo nos salve, esperando… Y, ahí, atrapada en la rotonda de la esperanza, nuestra vida y nuestra oportunidad… ¡pasará! DAVID contra GOLIAT La educación nos atrapa en el maltrato «Las cadenas solamente atan las manos: es la mente la que hace al hombre libre o esclavo». Franz Grillparzer Una vez que hemos entendido por qué nos hemos quedado tanto tiempo con quien nos maltrata, la gran pregunta es qué nos hizo dar el paso, en un principio, de quedarnos junto a esa persona cuando vimos que lo que prometía ser el cielo era un infierno. La explicación está en nuestro interior. Todos conocemos la historia de David y Goliat, aunque no la hayamos leído nunca. Sabemos su significado: la victoria del pequeño frente al grande, del desvalido contra el poderoso. Goliat es nuestro pasado y David nuestro futuro. Nuestras decisiones pasadas, los mensajes que recibimos para mantener lo iniciado, el miedo a ir más allá de lo que es correcto o incorrecto, el miedo a la soledad... Este poso social que queda grabado en nuestra mente como si fuera una verdad inamovible son el gran Goliat que nos condiciona. Pero, aunque nos condicione, no nos tiene por qué determinar. Ahí, frente a él, están nuestros deseos, nuestros anhelos, nuestro proyecto de vida. Frente a lo que se debe o no se debe, frente a lo correcto y lo incorrecto, estás tú: tu pequeño David. La educación que nos marca: «Tenéis que estar todos juntos», aunque no te gusten. «Tenéis que ser amigos», aunque no te traten bien. «Lo tienes que intentar», aunque ya lo hayas intentado. «Te vas a quedar solo», como si fuera la peor de las sentencias. «Hay que perdonarse», aunque no sea ni la primera ni la segunda vez. Es el gran Goliat que nos mete en la cueva del lobo. Seguir haciendo lo que hasta ahora hemos hecho, seguir repitiendo las mismas soluciones intentadas, seguir complaciendo como siempre, seguir atrapados en relaciones que nos dañan es alimentar a Goliat. «Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo», afirmó Einstein. Esta es la base de la innovación, la base del cambio. Dejar de hacer lo que hasta ahora has hecho es la oportunidad de avanzar hacia la felicidad, la oportunidad de victoria de David sobre Goliat. Si hay algo claro es que las personas tóxicas que mal tratan no lo hacen con todo el mundo ni en todos los contextos. Observamos que, en la relación de pareja sobre todo, es donde quien maltrata desbarra totalmente. En sus relaciones íntimas, antes o después, hay quien sale malparado. Si sufres este mal trato y tomas la decisión de alejarte, aparecen sus llantos, ruegos y súplicas. Nos dan tanta pena, lloran tanto, parece que sufren tanto que nos arrepentimos y les damos otra oportunidad. Cuando, a pesar del dolor y del maltrato, volvemos a perdonar, estamos haciendo algo muy peligroso pues, en palabras de Oscar Wilde: «Cualquier cosa puede convertirse en un placer si lo hacemos repetidas veces», incluso tirarnos al fangoso pantano del sufrimiento y el dolor. Emoción contra Educación, David contra Goliat, Nosotros contra Ellos, Miedo contra Oportunidad, esa es la pelea que hay en nuestro interior: el futuro y nuestras posibilidades contra los prejuicios y hábitos que arrastramos. Este Goliat que nos mantiene cerca de estas personas, a pesar de nuestro sufrimiento, lo forman las creencias limitantes que nos hacen tener pensamientos como: «Hay que volver a intentar…», «nos vamos a quedar solos», «desistir es un fracaso…» o «las buenas personas perdonan, comprenden y ayudan al prójimo». Esta educación de tendencia conservadora, complaciente y condescendiente, nos lleva a sobreproteger a quienes chillan cuando se sienten frustrados, nos pide quedarnos con quien nos trata mal porque llora cuando los dejamos. Nos convence para que seamos indulgentes y protejamos a quienes se muestran con nosotros como una bestia porque, según parece, dentro de ellos hay un ser encantador. Se trata de una ideología en la que vivir en pareja, aunque sea mala, es mejor que estar sin ella. Mensajes que nos garantizan seguir malcriando y tolerando a quienes nos maltratan y, por otro lado, nos hacen pensar que tener «éxito» en una relación o en un trabajo es que sea para siempre. Y «fracaso» es que, al decidir irnos, lo convirtamos en temporal. En consulta, cuando veo una resistencia muy grande a abandonar el proyecto que hemos iniciado con tanta alegría, cuando veo que la persona está atrapada en la ilusión de un cambio milagroso en la rotonda de la esperanza, cuando veo que Goliat tiene atrapado a David, hago esta adivinanza de cantinela irónica, cómica y graciosa: Manolo pone un negocio, la crisis lo hace quebrar. La crisis no ha terminado y, por los datos, seguirá. Manolo se empeña y se empeña porque le da pena cerrar. Si Manolo se sigue empeñando, ¿qué crees que pasará? Eres Manolo, iniciaste un negocio importantísimo en tu vida, el capital invertido es tu felicidad, tu salud. Los resultados del negocio, si observas atentamente, te indican de un modo claro que estás en números rojos. El dolor y el sufrimiento son tus números rojos. ¿Qué va a ocurrir si Manolo se empeña en mantener el negocio? Para luchar contra los prejuicios que te condenan a perdonar a quien te maltrata, hazte esta pregunta: ¿Qué me va a ocurrir si vuelvo a intentar lo mismo una vez más? Nos decimos a nosotros mismos lo que Goliat nos ha hecho pensar que es cierto: «Fracaso es que una relación no te salga». «Fracaso es sufrir una infidelidad». «Fracaso es que te divorcies». «Fracaso es no tener pareja». «Fracaso es que te vayas de tu trabajo». «Éxito es seguir». «Éxito es conseguir el objetivo, da igual que mueras en el intento». No importan tus números rojos, no importa tu padecimiento, no importa tu decepción, no importa tu sufrimiento, no importa tu dolor. Las creencias limitantes son las que se instauran en mi cerebro y hacen que yo crea, contra toda lógica qué es bueno y qué no, qué debo hacer y qué no, de qué soy capaz y de qué no. Si siempre me han dicho que me ayudarán porque yo no puedo sola, no me atreveré a quedarme sola. Si me han dicho que el fracaso es desistir cuando algo no me sale, estaré condenada a intentarlo de un modo obstinado. Si me han dicho que hay que perdonar, estaré condenada a perdonar o a sentirme culpable si no lo hago. Trata de identificar quién y qué discursos te dejan, hoy y ahora, en esta condena; de conocer los prejuicios de este gran Goliat que te hace repetir siempre las mismas soluciones intentadas; de saber qué has hecho hasta ahora ante tus relaciones tóxicas. Tener claro qué has intentado cuando te hacían sufrir y te maltrataban te ayudará a plantearte si intentando lo mismo cambiará el resultado. Si mil veces has besado al sapo y sigue siendo sapo, ¿qué te hace pensar que este cambiará? Haz este ejercicio: ¿Cuáles han sido tus soluciones intentadas? Cada vez que vuelvas a intentar lo mismo repite este mantra: Intentar lo mismo tiene una garantía: mantener el mismo sufrimiento, la misma insatisfacción, el mismo dolor. Hacer algo distinto es… ¡planear mi evasión! PARA LIBERARTE, PIENSA EN GRANDE Estudios recientes como el publicado en la revista Proceedings of National Academy of Sciences nos revela que existirían hasta 27 subtipos de emociones. Serían básicamente como un espectro emocional comprendido entre las seis básicas que detalló Paul Eckman: alegría, sorpresa, asco, miedo, rabia y tristeza. Ahora, en este momento, tú estás en la rabia, en el miedo, en la tristeza. Eso te lleva a hablarte de un modo concreto y a tener una idea de tu vida y de tus circunstancias. Describirás tu situación utilizando palabras negativas que generan tensión en tu cerebro como: «no», «pero», «peor», «infierno», «miedo», «triste». Y, peor aún, afirmaciones demoledoras como: «No puedo» o «No soy capaz. Tu diálogo interno puede ser más o menos así: «Estoy triste porque no merezco cómo me tratan, no estoy bien y cada día es peor . He intentado cambiar mi realidad, he pretendido que cambie la persona que me maltrata. Durante años he observado que lo que he intentado no ha funcionado . La situación de mal trato sigue igual o, incluso, va a peor . Debería irme de aquí, no aguanto más , pero tengo miedo. Miedo a la soledad. Miedo a arrepentirme. Miedo a dar el paso. Miedo a hundir a quien me maltrata. No soy capaz de salir de este calvario. Mi vida es un infierno, pero mi miedo a lo desconocido me condena; además, todo el mundo ve la solución fácil. Unos me aconsejan que hay que intentarlo; otros, que debo romper, pero no puedo . Como no puedo irme de esta situación de sufrimiento, tengo ira contra quien no cambia porque no me da la paz y el sosiego que necesito». Somos lo que creemos, lo que pensamos, lo que nos decimos y cómo nos mostramos al mundo. El gran Goliat se mantiene como un virus amenazante en nuestro diálogo interno, en la teoría de lo que soy o no soy, puedo o no puedo, debo o no debo. Un Goliat que se ha ido alimentando desde nuestros primeros años de vida, gracias a nuestros padres, a la educación recibida y a los mensajes que nos trasmiten: «No eres inteligente, pero eres trabajadora»; «Eres lista, pero vaga»; «No vas a poder, eso es difícil»; «No tienes que tener miedo, hay que ser fuerte»; «Tienes que ser valiente, eres muy sensible»; «Hay que perdonar»; «Tenéis que ser amigos». Pero una de las más peligrosas es: «Desahógate, que es bueno». Atrapado en el foso del sufrimiento es imposible ser feliz. Girar alrededor de mis emociones negativas me quitará la energía necesaria para salir de donde estoy. La queja me condena como la rueda al ratón que, mientras cree que está avanzando, sigue atascado. Cree que actúa con RITMO, cree que se está moviendo, pero todo es una terrible ilusión. Está demostrado que entrenar la alegría ayuda a tener más posibilidades de alcanzar una vida feliz porque ayuda a modificar nuestro sistema perceptivo-reactivo. Debemos vivir como si David hubiera ganado a Goliat, como si la nueva ilusión hubiera vencido nuestros prejuicios, como si hubiéramos roto, definitivamente, con las antiguas soluciones intentadas. Como aconsejó Pascal a quienes querían recuperar la fe perdida: «Arrodillaos y rezad como si tuvierais fe y la encontraréis», podríamos decir: «Haz como si tuvieras confianza en ti, como si tuvieras la valentía de romper con quien te maltrata y esto te ayudará a reaccionar». El gran Goliat, alimentado por cada afirmación de lo que somos en negativo y de lo que debemos ser en positivo, ocupa nuestro diálogo mental: «Soy incapaz»; «No puedo»; «Soy bueno, por eso le perdono». David solo podrá aparecer cuando pongamos en duda estas afirmaciones que son la música de fondo que, hasta ahora, no nos dejaba ir más allá. Debo poner en duda que, siendo constante, mi resultado estará garantizado y el otro «cambiará». Debo poner en duda que a quien le va mal es porque algo ha hecho mal y que si yo me porto bien el otro me tratará bien. Debo poner en duda que «quien la sigue la consigue». Sin cuestionar estas creencias, es probable que en una relación de maltrato sea la persona que obstinadamente intenta arreglar «el juguete que le da calambrazos» y, si sigue «estropeado», lo intente arreglar mil veces más. Igual que, si creo que las buenas personas son las que siempre perdonan, estaré condenada a perdonar. La teoría condiciona la observación. Cuando la teoría que yo tengo sobre mí al enfadarme es que soy débil, que soy una persona rencorosa, que soy demasiado sensible, que me ofendo por nada, los datos que se puedan contabilizar objetivamente o lo que llegue a comprender racionalmente, no valdrán para nada. De la misma manera, cuando la teoría, aparentemente positiva, es tramposa porque se basa en que todo me irá bien si hago las cosas bien, me sentiré fracasada o mala persona cuando mis relaciones vayan mal. Las creencias limitantes son esos pensamientos que nos asaltan sin pedir permiso y que suponen un obstáculo para avanzar en nuestro camino. Están en nuestro inconsciente. A los seis años pueden estar totalmente formadas a través de los mensajes que nos envían nuestros padres, nuestros profesores, nuestros educadores. Cuando somos pequeños confiamos en que el adulto sabe lo que dice, dice lo que cree y piensa lo que dice, pero sobre todo creemos que lo que nos dice es verdad. Bien sabemos, al llegar a la edad adulta y ser nosotros quienes hablamos a nuestros seres queridos, lo equivocados que están. Muchas veces hablamos desde nuestros prejuicios. Hablamos desde nuestros dolores, desde nuestra impotencia, desde nuestra ira. Por desgracia, lo que decimos ni es lo más correcto ni lo más cierto. Lo que decimos puede ser una cuchillada que deje irremediablemente lesionados a quienes queremos. En nuestra infancia, los adultos que nos cuidaron y educaron también han podido ser esos que hablaron sin pensar. Peor aún, la cuchillada no siempre es que me digan algo malo. Hoy más que nunca, lo que me dejará en la indefensión será la aprobación por ser quien siempre se porta bien. Mis creencias son como muros que me obstaculizan el camino, que me impiden pasar a la acción. Muros que se construyen con padres que nos hacen confundir bondad con complacencia y responsabilidad con permanencia. Padres también complacientes, inseguros, sumisos o rígidos que no nos dejan explorar en la vida ni discrepar. Por supuesto, sin la experiencia de discernir, jamás conseguiremos tener buena autoestima. Padres que cada vez que nos refuerzan nos envían dos mensajes: uno, maravilloso («te valoro porque eres bueno»); otro, demoledor («te valoro porque eres complaciente con los demás»). Para identificar tus creencias inconscientes debes hacerte esta pregunta : ¿Cuál es el mensaje que te han enviado? Escribe qué te han hecho pensar de ti, con qué adjetivos te has identificado o te han etiquetado. Cómo crees que tiendes a actuar respecto a las situaciones de mal trato. ¿Esas creencias te ayudan o te limitan en tu objetivo de romper con quien te machaca? Busca situaciones en las que tu forma de actuar no se corresponda con estas creencias limitantes. Busca excepciones. Haz un ejercicio de CAMBIO DE CREENCIAS. Redacta en positivo, en primera persona y en presente. Por ejemplo: Si la creencia que te limita es que eres demasiado suspicaz, que igual todos tus sufrimientos son cosas tuyas, debes aprender a confiar en ti . Si la creencia limitante es que eres una persona insegura, que no tienes iniciativa y que tienes mucho miedo a la soledad, pero en alguna ocasión te atreviste a romper una relación, demostrando con ello valentía (al actuar a pesar del miedo) deberías escribir en una tarjeta algo así: HOY PUEDO Y DEBO CONFIAR EN QUE MIS SENSACIONES SON REALES Y EN QUE DENTRO DE MÍ ESTÁ LA FUERZA NECESARIA PARA ROMPER CON… (Escribe el nombre de quien te mal trata), (AHORA RECORDANDO AQUELLA EXCEPCIÓN) PORQUE SOY QUIEN ACTUÓ INCLUSO CON MIEDO Y AL HACERLO MI MIEDO SE CONVERTIRÁ EN CORAJE. Para adquirir la nueva creencia se necesita constancia y una convicción absoluta al afirmarla. Lee tu tarjeta cinco veces por la mañana, al mediodía y por la noche. Esta lectura hará que en tu inconsciente haya dos creencias contrarias, la que has tenido hasta ahora y la que quieras conseguir. La repetición de tu nueva creencia generará un conflicto en tu inconsciente que se irá resolviendo poco a poco. Si pones un cuaderno en tu mesita de noche y escribes los sueños que tengas justo al despertar, podrás observar que tu vieja creencia va poniéndose en duda, hasta que la nueva se instaure dentro de ti. Esta te ayudará, como un resorte, para que puedas pasar a la acción. Al responder a estas preguntas serás consciente de tus creencias limitantes: ¿Qué capacidades tengo? ¿Cuáles son mis fortalezas y mis debilidades? ¿Quién es la persona responsable de mi sufrimiento? ¿A quién debo pedirle cuentas? En ocasiones, como en el título de la película, dormimos con nuestro enemigo. Lo que nos decimos cuando nos sentimos mal es como ese discurso demoledor de quien nos maltrata. Las creencias limitantes se instauran en la infancia, pero nosotros las vamos fortaleciendo cuando nos hablamos con menosprecio, obstinación o desdén. No voy a poder, no puede ser, soy incapaz, no me lo puedo creer, quizá soy demasiado susceptible, a lo mejor son cosas mías... El siguiente ejercicio consiste en que, pensando en esta situación de sufrimiento, de decepción, escribas QUÉ CREES ACERCA DE TI POR SER UNA PERSONA MALTRATADA, CÓMO TE JUZGAS POR HABER CAÍDO. Recuerdo una ocasión en la que mi hija, que había comenzado a ir a clase, con sus cuatro años me preguntó: «¿Yo cuando pinto hago chapuzas?». La pregunta me preocupó. Alguien le había dicho algo «poco constructivo». Podía ser, con mucha probabilidad, que su forma de pintar distara demasiado de la de otros compañeros de clase. Yo no la había hecho pintar, dentro de los límites . Un niño de su clase la tenía bajo vigilancia, a cada cosa que hacía, él la corregía. Cuando nuestros hijos o hijas nos hacen este tipo de preguntas, en nuestra cabeza hay una tormenta de preguntas a su vez. ¿Qué ha pasado?, ¿cómo se ha sentido?, ¿cómo le puede afectar?, ¿qué respuesta le damos para que pueda sentirse de otro modo? Los problemas son una inspiración para la creatividad y, sabiendo que no es bueno dar ciertas respuestas, sentí miedo a equivocarme, darle una respuesta que la pudiera perjudicar. Esto me ayudó a escribir un cuento sobre la importancia de nuestro propio diálogo interno ante las críticas que nos puedan dañar: El pequeño acróbata. «En cierta ocasión, un experimentado acróbata sorprendió a su hijo en la pista del circo ensayando uno de los números que él practicaba. El niño lo hacía a poca altura, pero la dificultad para él era tan alta que cayó varias veces al suelo. El número de caídas fue tan grande que el pequeño cada vez intentaba el ejercicio de un modo más torpe y ofuscado, pues el enfado y el temor que metían tanto ruido en su interior no le ayudaban. De ese modo, cada caída hacía que la siguiente estuviera prácticamente asegurada. El padre observó soportando un gran sufrimiento; sabía que, si no le dejaba experimentar y caer, su hijo jamás confiaría en sí mismo. Al fin, el pequeño quedó llorando en el suelo, derrotado y sin poder despegar su frente del mismo. El padre, al comprender que el dolor de su alma era mucho mayor que el del cuerpo, se acercó y pasó serenamente la mano por su cabeza diciéndole: "Hijo, recuerda que, ante las caídas de la vida tendrás la posibilidad de un doble sufrimiento: la caída misma y la creencia que tengas sobre ti por haberte caído. Solo de esta última es de la que todo buen acróbata deberá encargarse". El valiente niño, al oír aquellas palabras, recordó que su padre, el mejor acróbata que nadie hubiera conocido, también caía sobre esa misma pista cuando nadie lo veía. Quizás por esa razón, sonrió, secó sus lágrimas y, de nuevo, lo intentó». En el circo de la vida, las relaciones personales son el juego de acrobacia por excelencia. Pero cuando la cuerda por la que tenemos que pasar está roída y desgastada, empeñarnos en no caer o sentirnos incapaces por no llegar al otro lado nos convierte en nuestro peor enemigo. Si me quiero mucho cuando todo me va bien y me fustigo cuando me sale mal, hay algo que está fallando. Si soy inteligente cuando el resultado es bueno y cuando las cosas me salen mal soy idiota, algo está fallando. Si tengo éxito cuando lo que he comenzado me resulta bien y soy una fracasada cuando me sale mal, algo está fallando. Tomar conciencia de cómo nos hablamos cuando sufrimos una caída es una tarea pendiente. Haz el ejercicio Qué crees acerca de ti cada vez que estés soportando el dolor del mal trato. Ante las sentencias que te lanzas realiza el ejercicio de Cambio de creencias . Si crees que todo lo haces mal, que atraes lo negativo, busca una excepción para escribir tu nueva creencia. Creer que la vida tiene que ser justa es una de las creencias más frustrantes. Gracias a ella caemos en la trampa del grito interno que dice: «¡No es justo! ¡No hay derecho! ¡No lo entiendo! ¿Por qué me tratan así, si no lo merezco?». El error no es saber que algo es injusto, el error es quedarse ahí intentando que no lo sea. La sensación de que la persona que nos maltrata es injusta es algo positivo, lo negativo es nuestra obstinación en hacerle cambiar. Incluso los animales reaccionan ante la injusticia. Un experimento realizado con monos demuestra su aversión al trato injusto. En el estudio tenían que intercambiar una ficha por un premio en presencia de otro mono. A uno de los participantes se le hacía presenciar cómo el premio que él recibía era mucho menos «apetecible» que el de su compañero. Se podría suponer que los individuos, con un fuerte sentido de justicia, dejarán de participar en el experimento o rechazarán el premio que se les entrega. Efectivamente, en el experimento, cuando a uno de los monos se le daba un trozo de pepino a cambio de la ficha mientras observaba que el otro mono situado en la jaula contigua recibía una uva por la misma acción, comenzaba a protestar zarandeando la jaula. Al continuar el experimento y soportar varias veces la injusticia, comenzó a protestar de un modo más enérgico hasta que su respuesta fue un claro ¡hasta aquí! al tirarle el pepino al investigador y dejar de participar en el experimento. Esta es la diferencia que tenemos con los animales, nuestra creencia limitante nos deja atrapados en un juego perverso. Debemos aprender de ellos, debemos ser más instintivos. Pensar que la situación no es justa no es suficiente. Debemos tirar el «pepino» al que nos maltrata y dejar de jugar. Si tu diálogo interno es: «¿Por qué?»; «No es justo»; «No hay derecho»; «Yo no le trato así», te quedarás en la trampa de quien busca que la realidad se ajuste a sus creencias: que la vida sea justa, que quien es malo sea bueno, que quien te trata mal deje de hacerlo. El insistir en que cambie algo externo no deja que te centres en lo que depende de ti y solo de ti: tu pequeño gran David. Tu capacidad de cambio, de movimiento, de acción. En muchas ocasiones, la renuncia, que comienza por la primera letra del método RITMO, es la respuesta más inteligente del ser humano. Cerrar una puerta es la prueba de que sentimos que ya no compensa lo invertido con lo recibido, que no quedan ganas de seguir en el juego, que no encajan las piezas del puzle, que nuestro «premio» no es el que esperamos. Es, en ese momento, cuando cerramos una puerta para poder abrir otra: la de la oportunidad. Si tu diálogo interno es: «No es justo»; «No hay derecho»; «No lo merezco»; «Yo no me comporto así»; «¿Cómo no se da cuenta?», «¿Por qué no cambia?», piensa dónde estás poniendo la responsabilidad de tu felicidad, si la estás poniendo en tus manos o en las manos de aquella persona que te MAL trata. Plantéate si puedes tener alguna oportunidad mientras sigas dejando tu vida en sus manos, plantéate dónde llegarás si sigues esperando, plantéate si dejarías lo más preciado de tu vida en esas manos. Tu vida es tu mayor responsabilidad, tu felicidad es tu mayor tesoro y tus manos son las únicas manos en las que lo deberías dejar. Eres tu Galatea. Eres tu Pigmalión. DE GALATEA A PIGMALIÓN Cuando esperamos que haya un cambio, pero no cambiamos «La razón acabará por tener razón». Jean Le Rond D'Alambert Según cuenta la mitología griega, Pigmalión era un apasionado escultor que vivía por y para sus creaciones artísticas. La razón de su vida era esculpir personajes bellos en situaciones igualmente bellas. A pesar de su maestría, Pigmalión no estaba satisfecho. Algo le hacía sentir, en lo más hondo de sí mismo, la necesidad de encontrar a la mujer de sus sueños. Su exigencia le hacía pensar que ninguna era lo suficientemente perfecta. Tan fuerte era aquel deseo de encontrar a una mujer que superara a todas las que encontraba que decidió esculpirla con sus propias manos. Pigmalión cada día la miraba maravillado. Era la mujer perfecta, pero solo era una estatua. Una noche, Pigmalión soñó que tomaba vida. Su obra, Galatea, al fin no era una piedra fría. Su sueño se hizo realidad. Esta leyenda describe de forma magistral el fenómeno que la psicología científica ha corroborado durante décadas: la teoría autocumplida o el efecto Pigmalión. Somos la Galatea de los demás, pero nadie se plantea qué siente la obra esculpida. Diversos experimentos han demostrado cómo ante un bebé vestido de azul utilizamos palabras como: grande o fuerte; pero si lo vestimos de rosa, utilizamos: bonita, preciosa o buena. Esa es la obra del machismo: los unos, condenados a ser fuertes como mayor logro; y las otras, a ser preciosas o buenas. A los hombres maltratados se les habla de cómo se les ha inducido a que se avergüencen, a que comprendan, a que sean pacientes. Nadie considera que puedan sufrir mal trato porque parece que el hombre es duro. Las mujeres maltratadas hablan, por otro lado, de cómo se las ha inducido a no generar celos, a ser comprensivas con quien las maltrata, a tener paciencia, a evitar la posibilidad de confrontación o a hablar mil veces con quien le maltrata para intentar que la situación cambie. Así es como las mujeres mal tratadas nos volvemos «obstinadas» o «sumisas» y los hombres mal tratados se vuelven «complacientes» y «condescendientes». Todos, en fin, nos decimos: «Pobre»; «Está sufriendo»; «Está pasando por un mal momento»; «En el fondo no es así»; «Es una persona desgraciada». Somos el resultado de lo que nos han dicho que tenemos que ser: buenos, comprensivos, protectores, indulgentes, tenaces, pacientes. Y de la misma manera que la mejor de las medicinas en exceso se convierte en veneno, ciertos valores positivos en demasía pueden tener un resultado letal, incluso la generosidad. Un estudio realizado de la Universidad de Zúrich ha demostrado hasta qué punto los estereotipos marcan nuestros comportamientos. El poder de la educación llega a ser tan poderoso que, mientras en las chicas, educadas para favorecer comportamientos altruistas, el comportamiento generoso desencadena una señal de recompensa más fuerte en la zona estriada de sus cerebros, los sistemas de recompensa masculina responden más ante el logro. Esta es la confirmación de que la educación influye de forma determinante en la creación de nuestras conexiones cerebrales. Somos la Galatea de nuestros padres, profesores, compañeros y, sobre todo, somos la Galatea de una sociedad puritana y conservadora que nos dice qué es bueno y qué es malo, cómo hay que ser y cómo no, qué es éxito y qué es fracaso. Las expectativas que los demás ponen sobre ti en la infancia acaban influyendo directamente en lo que vas a hacer y ser en un futuro. No hay nada mágico ni místico en ello. Robert Rosenthal realizó un estudio revelador en los años 60. Una directora de instituto, Lenore Jacobson, se dispuso a colaborar con él para confirmar cómo las expectativas de los profesores hacia sus alumnos podían llegar a influir en el resultado final de los mismos. Eligieron a más de 300 alumnos de seis cursos diferentes, les pasaron una prueba de inteligencia. Tras confirmar que no había grandes diferencias entre ellos, seleccionaron al azar 65. Escribieron informes falsos que dieron a los profesores. En ellos decían que esos alumnos «habían obtenido unos resultados extraordinarios, situados claramente por encima de la media, y que eran alumnos de los que podían esperar mucho». Al final del curso, repitieron la misma prueba de inteligencia. Observaron cómo los que falsamente habían sido etiquetados como más inteligentes que el resto aumentaron notablemente su cociente intelectual. La clave de estos resultados fue que el trato de los profesores hacia ellos había cambiado. Este experimento ha calado tanto en nuestra forma de educar que ahora ponemos un énfasis especial en nuestras posibilidades. La nueva creencia limitante es que debemos trasmitir mensajes de reafirmación: «Si quieres puedes»; «Eres inteligente»; «Eres capaz»; «Te va a ir bien»; «Seguro que te sale», aunque no hayas hecho nada para demostrar tus capacidades. La nueva limitación es que nada nos puede ir mal, que si deseamos algo con todas nuestras fuerzas lo conseguiremos, como si con solo desear, bastase. Desea, imagina y el mundo proveerá. Desea con todas tus fuerzas y lo alcanzarás. Desea y pelea, y seguro que triunfarás. Mensajes que, cuando nos tropecemos con los malos resultados, nos harán sentir pequeños, avergonzados y acomplejados, pero que nos condenarán a mantenernos en el empeño. Recuerdo cuando con 18 años recién cumplidos, ante la idea de sacarme el carnet de conducir, mi padre afirmó: «Seguro que tú lo sacas a la primera, lo saca hasta el más tonto, lo saqué hasta yo». Aquella frase jocosa tuvo una consecuencia paradójica, me dio tanto miedo ser la única que no lo sacara (o sea, la tonta rematada) que lo prorrogué tres años más. Los que nos quieren nos hablan en positivo, nos dicen que somos capaces, aunque no estemos demostrando nada. Nos dicen que las cosas son fáciles y consiguen que temamos ponernos en evidencia al intentarlas o que nos sintamos fracasados si no resultan bien. Incluso, en la actualidad, hay una corriente de la Psicología que aconseja no frustrar nunca en la educación, no poner normas, nunca decir «no». Esto dará unos resultados fatídicos, pues el papel lo soporta todo, pero la realidad no. Las teorías pueden ser muy lógicas, pero nuestra naturaleza no lo es. Ni nuestros hijos ni tú ni yo nos haremos más capaces diciéndonos que lo somos aunque no hagamos ningún esfuerzo, al contrario. Tampoco nos preparamos para la frustración si nos grabamos a fuego que con empeño todo se consigue. Todos sabemos que lo que no depende de nosotros, por mucho que nos esforcemos, NO cambiará. El universo, por mucha expectativa que tengamos, por muy fuerte que deseemos, no va a hacer por nosotros lo que nosotros no hagamos. Si no me muevo del sofá, mi cuerpo no será ese «tipazo» que he pegado en la puerta del frigorífico y que me han asegurado que si lo deseo con todas mis fuerzas vendrá, como por arte de magia. El «locus de control externo» —es decir, poner nuestra expectativa en manos del deseo— hace que no tengamos el control en nuestras manos: en la acción, en el hacer, en el insistir o en el desistir. No olvidemos este último punto, a veces es más difícil y sabio desistir que seguir insistiendo, sobre todo en las relaciones donde se nos mal trata. No basta con que yo quiera una vida mejor, debo hacer algo al respecto. La Galatea hoy está diseñada con martillo y cincel. Debemos ser capaces, tener éxito, conseguir lo que nos proponemos, ser perseverantes, confiar en nuestras posibilidades. Con semejante martilleo en nuestras cabezas, el gran reto será: aceptar el fracaso, tolerar la frustración y desistir en una relación de maltrato. Las creencias limitantes no responden a lo que es verdad o mentira, nada tienen que ver con hechos demostrables. Uno de los grandes problemas del ser humano es que, a pesar de que algo no coincida con nuestra teoría, rechazamos los datos y la teoría sigue en pie. Vemos lo que nuestro cerebro está preparado para ver, nuestra atención está focalizada en lo que el cerebro quiere percibir. Lo que pasa por delante de nuestro campo visual y no coincide con mis expectativas, simplemente, no existe. Cuando la creencia es: «seguro que lo conseguiré» pasamos de ser Galatea a ser Pigmalión. Un Pigmalión que, con martillo y cincel, espera que la persona que le mal trata cambie a base de martillazos. Insistimos una y mil veces, esperamos con ansia nuestra obra perfecta, nuestra Galatea. Lo intentamos rogando, explicando, llorando, con enfado, a gritos, con suplicas, pero Galatea sigue sin aparecer. Escribe en qué has intentado que cambiara quien te está maltratando Esto es lo que atenderás y, por tanto, esto será lo que te cegará. A pesar de lo que te digan los datos, la ceguera hace que nos quedemos en el intento de que se haga real aquello que deseamos. «Quiero que cambie, que me trate bien, ser fuerte, que no me afecte, que todo sea como al principio». A pesar de que tu voluntad era detener el sufrimiento, hay algo con lo que te has tropezado: la triste realidad de lo que debería ser, pero no está siendo. Una realidad que solo es triste si nos empeñamos en que «no puede ser», que solo es terrible si nos empeñamos en mantener la batalla de hacer cambiar a quien nos lastima. La clave, la gran estrategia, nos la da Sun Tzu en El arte de la guerra : «Vencer es no combatir». Vencer es dejar el campo de batalla. Sacar la bandera blanca e irnos a nuestro hogar de paz, de tranquilidad. Cualquiera que nos aprecie nos invita a salir de ahí; sin embargo, parecemos estar «enganchados» al sufrimiento y, efectivamente, es así. Ante situaciones de dolor, de impotencia, de rabia, vamos generando epinefrina y cortisol y, a medida que esta crece en nuestro organismo, la necesidad de mantener estos niveles en sangre marcará la siguiente decisión. Nos convertimos en una especie de adictos a la adrenalina, con necesidad de someternos a situaciones de riesgo. Como en toda adicción, tendremos la necesidad de continuar dentro de esa relación tóxica, a pesar de chocar contra un muro. Sentiremos que algo nos falta cuando estamos alejados del campo de batalla. Añoraremos. Sentiremos vacío. Nos hemos vuelto unos mercenarios que no entienden otro modo de vivir. Todos sabemos que el que quiere dejar cualquier sustancia adictiva puede, con gran fuerza de voluntad, alejarse de ella. Pero si el camello llama a su puerta es difícil resistir la tentación de abrir. Quien tiene una adicción busca cualquier disculpa para justificar su consumo. Nuestras excusas serán: «Es que no puedo vivir sin…»; «Es que igual no es justo que le abandone…»; «Creo que esta vez se ha dado cuenta…». Y, gracias a nuestras excusas, seguiremos dando martillazos una y otra vez, atrapados como Pigmalión en la más absoluta insatisfacción, en la peor de las condenas. Uno de mis pacientes llevaba años sufriendo un terrible maltrato. Según él, la enfermedad de su mujer se había apoderado de ella. «Antes no era así, me humilla incluso delante de mis hijos sin ningún control, pero no sería justo que dejará la relación ahora que está enferma», repetía. Quería olvidar las situaciones de mal trato que había sufrido durante años. Le pedí que escribiera todas las que recordara. Cuando lo hizo, se sorprendió. En fechas muy señaladas había sido ridiculizado en público por parte de su pareja a pesar de que no estaba enferma. «El día de la Primera Comunión de mi hija pequeña me dijo que, si no llevaba chaqueta y corbata, no celebraríamos una comunión, sino un divorcio. Lo peor fue que cuando estábamos en el restaurante delante de toda su familia, me fui a sacar una fotografía con mi hija y dijo con ironía: «Imaginad con lo gordo que está si viene sin traje y corbata. ¡Qué vergüenza para la niña con lo guapa que ella está!». Recordaba la vergüenza, el desconcierto, la confusión. Siempre le había tratado de forma injusta, pero él siempre había pensado que había una u otra razón. LA JUSTICIA ES CIEGA Cuando esperar justicia es la condena «De todas las virtudes, la más difícil y rara es la justicia. Por cada justo se encuentran diez generosos». Franz Grillparzer «Había una vez una rana sentada en la orilla de un río, cuando se le acercó un escorpión que le dijo: —Amiga rana, ¿puedes ayudarme a cruzar el río? Puedes llevarme en tu espalda, no peso nada. —¿Qué te lleve sobre mi espalda? —contestó la rana—. ¡Ni pensarlo! ¡Te conozco! Si te llevo, sacarás tu aguijón, me picarás y moriré. Lo siento, no lo haré. —No seas tonta —le respondió el escorpión—. ¿No ves que si te pico con mi aguijón te hundirías y yo moriría ahogado bajo el agua? La rana entonces pensó que el escorpión tenía razón y se dijo: —Si el escorpión me pica a mitad del río, nos ahogaríamos los dos. No creo que sea tan tonto como para hacerlo. Quizá en el fondo los escorpiones no sean tan malos. La rana se dirigió al escorpión: —Bueno, te voy a ayudar a cruzar el río —le dijo confiada. El escorpión subió sobre la espalda de la rana y empezaron a cruzar el río. Cuando habían llegado a la mitad del trayecto, en una zona donde había remolinos, el escorpión se revolvió y picó con su aguijón, sin piedad alguna, a la rana. La rana al sentir el fuerte picotazo y el ardiente veneno extenderse por su cuerpo, mientras se ahogaba y veía que el escorpión lo hacía con ella, pudo sacar las últimas fuerzas que le quedaban para reprocharle: —¡No entiendo nada, no es justo! Yo te he ayudado y tú me lo devuelves así. —Lo siento, ranita. No he podido evitarlo, es mi condición. No puedo dejar de ser como soy ni actuar contra mi naturaleza. Y, después de decir esto, desaparecieron los dos». La justicia, como en la parábola de la rana, es ciega. Quizá no nos merecemos ser mal tratados, pero es evidente que lo somos. Más de dos décadas como terapeuta dan para mucho, muchos casos de malos tratos, muchas personas sufriendo y, por supuesto, muchas emociones. Se podría pensar que recordar algún caso en especial sería complicado, pero no. Recuerdo uno en especial por la impotencia y rabia que sentí al tratarlo: el de una sonriente niña que me encontré tras haber estado ingresada en la UCI del Hospital de Cruces, operada de urgencia por segunda vez. Su tía, enfermera de profesión, fue la primera en hablarme de Ane. Me preguntó si llevaría aquel caso. La menor aún no había salido del hospital y el cirujano pediátrico había comunicado a los padres que no aguantaría una tercera intervención. Había que detener un trastorno que arrastraba durante años y que no mejoraba, poniendo en riesgo su vida: la tricofagia. Pero aquel trastorno llevaba tras de sí toda una historia. El periplo de médicos, psicólogos y psiquiatras comenzó cuando tenía 6 años. Los informes eran muchos, los diagnósticos, diversos, pero en todos ellos se hablaba de su elevada ansiedad, cuestionando su crianza, barajando todo tipo de patologías desde una deficiente atención, hiperactividad, bajo coeficiente intelectual hasta algún trastorno de mayor gravedad. Cuando el problema, en principio, era que estaba ansiosa con pensamientos que la atormentaban, se interviene con la pequeña para tratar de que deje de pensar en lo que le genera ansiedad. También, ante la falta de resultados académicos, se insiste en que estudie más y para poder estar más tranquila se aconseja el psicofármaco, a lo que sus padres se niegan. Mientras tanto, el foco del problema seguía esperándole cada día en el colegio. A pesar de que la niña había dicho desde el principio alto y claro que un grupo de niñas le estaban haciendo la vida imposible, el profesorado e incluso los profesionales sanitarios no hicieron otra cosa que hablar de su vulnerabilidad, de su carácter débil, de su pensamiento obsesivo y de la sobreprotección que los padres ejercían sobre ella. Así fue el caso de Ane, una niña maltratada mal tratada por la mayoría de los adultos y profesionales que debieron protegerla garantizándole un entorno seguro. Dicho de otro modo, una niña agredida, amenazada, humillada, insultada, despreciada por un grupo de compañeros de su clase e ignorada, cuestionada, juzgada, criticada y herida por los adultos que la debían proteger. Cuando los padres vieron que los síntomas de ansiedad de su hija empeoraban, le propusieron desesperados salir del centro, pero ella tenía miedo al cambio, ahí estaban sus amigos… y ¡no se quiso marchar! Los padres, angustiados, pidieron apoyo al centro, pero las soluciones que aplicaron empeoraron la situación. Sometiendo a Ane a reuniones que parecían interrogatorios, careos que parecían combates e intervenciones que parecían juicios. Tanto «intento de ayuda» consiguió que Ane y sus padres, se sintieran cada vez más desamparados. La ansiedad de la menor aumentaba y empeoraba considerablemente. El dolor y el sufrimiento que acumulaba era inaguantable, pero esto no afectaba a un profesorado que incidía en que la niña tenía que esforzarse para mejorar en clase. Ane en ningún momento fue escuchada, nunca fue tratada con empatía, nunca se le valoró teniendo en cuenta que estaba sufriendo, que estaba a punto de hundirse, solo importaba su rendimiento y no era el adecuado. Tras años de incomprensión, comenzó a manifestar los primeros síntomas alarmantes en el centro al arrancarse e ingerir su cabello, un trastorno como cualquier otro de autolesión con el único propósito de buscar un dolor físico que la liberase del padecimiento inaguantable que sufría en clase. Ane estaba atrapada por un «secuestro amigdalar». La amígdala, ese radar que detecta los peligros desencadenando emociones como la angustia, la ira, el miedo o el impulso, le advertía que estaba en peligro. Su instinto le decía que el aula era una amenaza y con razón, teniendo en cuenta que sus compañeros de clase llegaron a jugar delante de ella a que era el día de «su entierro». De ahí que, ante cualquier cosa que le recordase lo académico, no consiguiera pensar con claridad, concentrarse en lo que se le pedía o aprender con normalidad. En décimas de segundo todo estaba decidido, ella era un simple títere que se arrancaba el pelo, presa del rapto emocional. Condenada a llevar a cabo un ritual reparatorio que le aliviara, arrancarse el pelo de un modo compulsivo era lo único que le proporcionaba una mínima anestesia. A la pequeña, entonces, se le marca un nuevo reto. En ese momento tendrá tres objetivos o problemas que combatir: su trastorno de ansiedad (del que lleva años tratándose), sus bajas calificaciones (lleva años haciendo esfuerzos sobrehumanos) y el que acaba de aparecer, la tricofagia. Todos los profesionales que la acompañan tratan sus síntomas, pero ninguno la raíz del problema. El sufrimiento que padece desde hace años se sigue ignorando. Una vez más, es Ane quien «debe aprender a gestionar su ansiedad», «debe mejorar sus notas», «debe relacionarse mejor», «debe dejar de comerse el pelo». Ane debe, debe y debe. Sufre presión no solo por el maltrato de sus compañeros, sino por la incomprensión de sus profesores, por la falta de empatía del centro, de los terapeutas, de los médicos. Todos le piden resultados. Nadie es capaz de entender que no hay ser humano que pueda rendir en condiciones de mal trato. Pasa el tiempo hasta que ocurre lo inevitable. Tras tres años de infierno, ingresa urgentemente para ser operada. La vida de Ane pudo terminar ahí. Doce días después, vuelve a ser intervenida de otra peritonitis por bezoar y se encuentra en su interior una masa de dos kilos de incomprensión y frialdad en forma de pelo. El último informe de su ingreso en urgencias del Hospital de Cruces tiene un terrible comienzo: «Niña de 11 años derivada de clínica privada con un cuadro de nauseas de 48 horas de evolución y vómitos de 18 horas. Fiebre de hasta 39,9 ˚C. Historia de tricofagia de LARGA DURACION. Exploración: 29 kg, palidez facial, vientre en tabla muy doloroso a la palpación. Ingresa (por segunda vez) para intervención quirúrgica URGENTE». La falta de empatía del centro es tal que, hasta en el momento en que la menor está ingresada en la UCI en mayo de 2014, informa a los padres que deberá repetir curso por sus resultados académicos. Teniendo claro que el cambio de centro era fundamental para la salud psicológica y física de la menor, estos solicitan el cambio de colegio. Para poder matricular a su hija solo necesitan una cosa: saber si Ane será promocionada o no. Mientras la madre acompaña a su hija en la UCI, el padre habla en dos ocasiones con la tutora para saber si deben matricularla en sexto de primaria o en primero de la ESO. En la primera reunión, la respuesta fue que tenían que hablar con inspección y que si la menor dejaba de asistir a clase quizás tendría que repetir. En la segunda conversación la tutora notifica al padre que, después de hablar con inspección, hay que esperar a que se considere falta de asistencia para solicitar un profesor a domicilio. La carta que estos redactaron y que el padre tiene que entregar mientras su hija está en la UCI no tiene desperdicio: «Antes de llegar a hablar con inspección creo que hemos tenido mucha paciencia. Hemos seguido todas las pautas que el colegio nos ha indicado desde 1.º de primaria, pero las cosas no han cambiado. Consideramos que hay un grupo del alumnado que no se relaciona adecuadamente con Ane. Viendo todo el esfuerzo académico que ha hecho la menor, ahora no es justo que repita curso. Menos Lengua del segundo trimestre, tiene todo aprobado en primaria. Además, Ane no quiere relacionarse con ese grupo y pide un cambio de centro. Consideramos que siendo primaria ciclos de 2 años y la evaluación continua, la niña ha cumplimentado satisfactoriamente más del 75 % del ciclo. Desde el centro escolar no nos está dando la sensación de que la evaluación sea continua, parece que todo se juega en este último mes, ya que no saben darnos una respuesta directa de si la niña va a repetir o no, cuestión que a estas alturas del curso consideramos que ya debería estar decidida». Como si lo más importante fuera lo académico, como si no hubiera un riesgo de su vida, como si no existiera un sufrimiento devastador tras salir del hospital, llaman a los padres para insistirles en lo adecuado de que Ane recibiera las clases domiciliarias. Nadie le puso fácil la huida, la evasión, la posibilidad de alejarse de sus verdugos. Al contrario: la cuestionaron, la juzgaron. La MAL TRATARON. Hasta que Ane, en la cama del hospital, se negó a recibir a dos de las profesoras que fueron a visitarla y los dibujos que sus compañeros de clase le quisieron entregar. Atreverse a romper con quien te maltrata es complicado, pero es mucho más difícil cuando te hacen pensar que todo lo que ocurre es fruto de tu debilidad, cuando tras el maltrato hay otro mal trato, cuando esperamos que se haga justicia, que todo cambie. La solución es entender que quien es mal tratado debe salir de esa situación en primer lugar. Hay que dotar al mal tratado de recursos, hay que identificar sus fortalezas y sacarlo de sus inseguridades. Hay que reparar el daño y adquirir confianza para emprender el nuevo camino. Si hay algo que los padres de Ane aconsejan hoy es que no se confíe en que nadie haga justicia o genere un cambio cuando tu hijo está sufriendo. Como si se tratara de un incendio, solo hay algo que hacer: ¡sacarlo de ahí! Quizá no es justo lo que se nos hace, pero nuestro empeño en pensar que lo que no funciona llegará a funcionar o que quien parece malo, en el fondo no lo es, crea la ceguera de darle una y otra oportunidad a la injusticia. A veces es mejor la «decepción» por muy dura que sea que permanecer en la obstinación de esperar algo que jamás se hará realidad. El secreto es que tus objetivos únicamente dependan de ti. Este mensaje que me envió la madre de Ane el día de su graduación así lo confirma: «Gracias por hacernos llorar, enfrentarnos a nosotros mismos, por ser nuestro apoyo y, sobre todo, por confiar en Ane y hacer que ella confiara en ti. ¡¡La del miedo a la exposición delante de sus compañeros bailó en primera fila el día de su graduación!!». Debemos recordar cada vez que lo hemos vuelto a intentar cuál fue nuestra teoría : «Ha cambiado»; «Se ha arrepentido»; «Se ha dado cuenta»; «Lo ha entendido». Después debemos anotar cuánto tiempo tardamos en tropezarnos con que esa teoría volvía a no ser cierta. Trata de anotar las fechas. Qué ocurrió. Cómo fue. Qué te hizo. Cómo te lo dijo. Cómo respondiste. En el ejercicio anterior has escrito cómo crees que debería ser quien te maltrata, pero cómo crees que es y, sobre todo, cómo crees que es en el fondo cada vez que vuelves a intentarlo. Un discurso recurrente en las personas que están siendo maltratadas es el autoengaño de que «en el fondo es una buena persona». Sabemos que, en todo caso, a pesar de que podamos estar contemplando una superficie cristalina el fondo puede ser fangoso, jamás a la inversa. Pero lo que creemos es tan fuerte que no nos deja ver lo evidente. En una reciente ponencia, realicé aproximadamente a 150 personas un conocido experimento. A todos les pedí que observaran atentamente un vídeo donde debían contar los pases que los jugadores de camiseta blanca se hacían frente a unos ascensores. En la imagen de menos de un minuto y veinte segundos, los jugadores de camisetas blancas y otros con camisetas negras iban pasándose un balón de baloncesto. El público debía contar los pases de los primeros, obviando aquellos que se hacían los de camiseta negra. Me gustaría que, antes de seguir leyendo, busques en internet. Busca en test de ceguera intencional. Ahí lo encontrarás. Haz el experimento. No hay mejor modo de entender cómo funciona nuestra atención que poniéndola a prueba. ¿Qué vemos? ¿Lo que vemos tiene que ver con la realidad que se nos presenta delante o con lo que consideramos que tenemos que atender? Esta es la razón por la que, cuando quiero considerar que mi pareja me quiere mucho, aunque los datos evidencien lo contrario, mi atención solo percibirá aquello que me corrobore lo que quiero ver. Si has hecho este experimento creado en 1999 por los psicólogos Christopher Chabris y Daniel Simons, habrás podido comprobar cómo, en cuanto nos vuelven a mostrar la grabación, ¡somos capaces de ver lo que no habíamos percibido! Nuestros ojos ven únicamente aquello para lo que nuestro cerebro está preparado. Cuando esperamos ver algo más que los pases del equipo blanco vemos el dato, más que llamativo, de un gorila en mitad del juego. Todos lo ven, es evidente, te están machacando, pero la ceguera intencional te ha condenado a ver las pruebas de lo que deseas: «En el fondo es buena persona»; «En el fondo me quiere»; «En el fondo...». Goliat no solo son los que nos rodean, también son nuestras expectativas o las teorías que nos condenan a quedar cegados representando el obstinado papel de Pigmalión dando martillazos insistentemente a la piedra de mármol para conseguir nuestra anhelada Galatea: la justicia. Imaginar que el otro en el fondo es un ser maravilloso nos deja atrapados en la labor de esculpir. Si sigues afirmando que en esa persona hay bondad, no estás viendo más que lo que te empeñas en ver: que aún hay mucho que esculpir. ¿Qué crees que debería ocurrir, qué debería pasar, qué cambios buscas respecto a tu situación de mal trato? Observa las respuestas que has escrito . Si los cambios que esperas son externos a ti, estás siendo Pigmalión buscando encontrar una justicia que no existe. Si las respuestas que has dado ponen la atención en aquello que únicamente depende de ti, empezamos a ir por buen camino para poder pasar a la acción. Nuestro Pigmalión puede ser ese empeño que habita en nuestro interior y me ciega con creencias radicales de lo que las relaciones y las personas tienen que ser. Cuando creo que la vida tiene que ser justa, cuando creo que el otro tiene que tratarme como merezco, me quedo atrapado en la impotencia, en la tristeza, en la frustración; me quedo cegado por lo que debería ser y no es. El principio de salir de ahí es entender que, a pesar de que lo deseable sería que la vida fuera justa, no lo es. Nos tratan mal sin merecerlo, pero quienes lo hacen «son así», como en el caso del escorpión, sin ninguna lógica. A pesar del martillo, a pesar del cincel, a pesar de tu insistencia en hacer cambiar a quien te mal trata, hay algo que está ocurriendo, nos guste o no. Está sucediendo, una y otra vez, delante de nuestras narices: la obra no la esculpen nuestras manos. La obra no cambia. La diosa Afrodita no da vida a la obra esculpida. Claro que no es justo, claro que no es bueno, pero debemos comenzar por aceptar la realidad por mucho que nos disguste. El primer paso para ello es alejarnos de la obra porque corremos el riesgo de imaginar que, en el fondo, muy en el fondo, en un fondo que solo existe en nuestro autoengaño, quien nos machaca es una buena persona. Esa es una idea que nos condenará a la laboriosa búsqueda de una Galatea que solo existe en nuestra imaginación; una idea que nos condenará a ser el obcecado Pigmalión que queda atrapado junto a la estatua. Condenados a seguir tallando la piedra. Condenados al trato injusto. Condenados a sentirnos incapaces, insuficientes e incompetentes. Condenados a tener una expectativa que terminará por minar nuestra propia autoestima. EMPODÉRATE Si te relacionas como víctima, te convertirás en ella «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». L. Wittgenstein «Dos sacerdotes, viejos conocidos del seminario, uno dominico y el otro jesuita, se encuentran en el Vaticano, pues ambos van a ser recibidos por el Papa. Tras intercambiar saludos y unos minutos de charla, el primero dice: —La verdad es que estoy un poco preocupado. Ya sabes que soy un gran fumador. Cuando estoy rezando el rosario, tengo unas ganas tremendas de fumar y no sé si está bien. He considerado preguntar al Santo Padre cuál es su opinión. —Buena idea —respondió el jesuita—; yo he pensado hacer lo mismo, ya sabes que también soy un gran fumador. Poco después, el dominico entró al despacho del Papa y, al cabo de un rato, salió cabizbajo y afligido. —¿Qué te ha dicho el Santo Padre? —le preguntó el jesuita preocupado. —Le he ofendido. Me ha dicho que era una barbaridad, una blasfemia —respondió el dominico abatido—, que de ningún modo puedo fumar mientras estoy rezando. El jesuita reflexionó unos segundos. Después le dijo a su compañero: —Creo que, a pesar de todo, se lo voy a preguntar. –Y entró. Tras una breve entrevista con el Papa, el jesuita salió sonriente del despacho. —¿Qué te ha dicho? –preguntó el dominico con sorpresa. —Pues a mí me ha dicho que sí —comentó satisfecho el jesuita. –¡¿Qué puedes fumar y rezar a la vez?! —replicó aún más sorprendido. —Sí, ¡exacto! –¡No es justo! —replicó el dominico desolado—. ¿Por qué a ti te ha dicho que sí y a mí que no, si le hemos preguntado lo mismo? —No exactamente. Tú le has preguntado si podías fumar mientras rezas y yo, al contrario, le he preguntado si me permitiría rezar mientras fumo. Y eso, por supuesto, le ha parecido muy bien». Esta historia nos muestra el gran poder de la palabra. La palabra crea una emoción, un sentir. La palabra nos cura, nos enferma, nos hace sentir fuertes o débiles, la palabra nos motiva o nos amedrenta. Pensamos con palabras, con imágenes. Nuestra forma de pensar tiene el poder de aumentar nuestra fortaleza o de destruirnos emocionalmente. Nuestros pensamientos tienen el poder de sugestionarnos, de mantener la paz o de iniciar la guerra. En momentos de sufrimiento hablamos y, por desgracia, a veces hablamos mucho, y lo hacemos permanentemente en negativo: «No puedo más»; «No aguanto»; «No lo soporto»; «No entiendo nada»; «No es justo»; «No me parece lógico»; «No hay derecho»; «No cambia»; «No se da cuenta». El NO es una especie de carcoma que irá minando nuestro interior. Una extensa investigación realizada por Mark Waldman y Andrew Newberg contiene datos acerca de las palabras y cómo estas afectan a nuestro cerebro. Descubrieron que la palabra «no» activa la producción de cortisol haciendo que nos pongamos en un estado de alerta y que nuestras capacidades cognitivas se vean debilitadas. Cuando una persona está constantemente bajo los efectos de esta hormona, puede padecer estrés crónico. Al aumentar el cortisol, se puede llegar a consumir la glucosa y los aminoácidos que componen nuestros músculos. Por otro lado, altera el sistema inmunitario e inhibe la función del sistema digestivo, el aparato reproductor e, incluso, el crecimiento. Con afirmaciones permanentemente en negativo algo comienza a suceder con nuestra propia autoestima. Nos identificamos con aquello que decimos, como si no hubiera en nuestras vidas más que sufrimiento y dolor, como si no pudiéramos hacer nada al respecto. Debemos ir más allá de esta idea de incapacidad, salir de nuestra prisión, no solo con nuestra imaginación, sino con nuestra actitud en el mundo y con el mundo. Es vital que dejemos de comportarnos como quien puede ser maltratado por sus familiares, por su jefe, por sus clientes, por sus amigas, por su pareja. Seguir hablando de lo mal que estoy es como agitar una mancha de petróleo en el mar. El padre de la toxicología, Paracelso, ya lo decía: «La dosis hace al veneno». Hablar desahoga, pero no soluciona, al contrario. Hablar de mí como quien no puede hacer otra cosa que sufrir me dejará en ese estado eternamente. Esta es la razón por la que es necesario hacer un PACTO DE SILENCIO DEL MALESTAR. Hablar para actuar es positivo. Hablar, hablar y hablar de nuestro malestar, por el contrario, muy negativo. Si no tenemos nada bueno que decir, mejor no decir nada. Es algo comprobado que quien habla mucho de lo negativo hace poco al respecto. Las personas somos más resolutivas, más activas y más eficaces cuando nuestra comunicación es positiva, en momentos de bienestar. Hablar continuamente de lo mal que estamos, de cuánto nos machacan y cómo nos menosprecian, nos autosugestiona en negativo y nos paraliza aún más. La gran resistencia que aparece en todas las personas cuando se pide el pacto de silencio es debida a la creencia popular de que es bueno desahogarse, de que necesitamos el apoyo de los demás, de que nos sentiremos mejor al ver que nuestro dolor importa a quien nos quiere. Cuando en consulta propongo este ejercicio de Pacto de Silencio, antes he hecho varias preguntas: ¿Hablas de tu situación de sufrimiento o no hablas de ello? ¿Hablas mucho o poco? ¿Lo haces con alguien en concreto o con varias personas? Cuando las respuestas son: «Sí hablo»; «Hablo mucho» y «Lo hablo con varias personas», mi interés en que se realice este ejercicio es absoluto. Si este es tu caso, es vital que lo hagas. El ejercicio de Pacto de Silencio es uno de los que más cuesta llevar a cabo en la circunstancia de sufrimiento. Muchas personas me preguntan para qué sirve dejar de hablar de lo negativo, y yo les devuelvo la pregunta: ¿Para qué sirve hablar de lo negativo? ¿Cuál es la intención positiva cuando lo hacemos? Con bastante frecuencia, me han llegado a confesar que hablar de su sufrimiento les desahoga. Que cuando los demás se preocupan y les apoyan, al menos sienten que importan a alguien. Esta es la respuesta más peligrosa que podemos dar. El alivio del dolor cuando consumimos opiáceos no significa que su uso nos beneficie. Hablar en negativo crea resultados negativos. El desahogo y el consuelo son esos opiáceos que, aliviando nuestro dolor, crean una peligrosa sensación de calma que nos dificultará reaccionar. Hablar en positivo, por el contrario, libera serotonina y dopamina. Estas son las hormonas que regulan nuestra sensación de bienestar y que mejoran nuestra capacidad de resolver problemas y de tener un pensamiento más lúcido. Un estudio realizado con 678 monjas de Notre Dame que donaron sus cerebros a la investigación de la demencia y el alzhéimer demostró algo insólito respecto al poder de nuestro lenguaje. De todas ellas, 180 habían cedido sus autobiografías. Se comprobó que una forma de expresión diferente generaba un cerebro diferente. Cuando el estudio comenzó, en 1986, tenían edades comprendidas entre 75 y 102 años, con una media de 83. El interés del estudio reside en que todas siguen una alimentación igual, un estilo de vida similar y ha sido así durante gran parte de sus vidas. Las autobiografías que habían sido escritas a la entrada al convento para recopilar su vida anterior, su compromiso y la ilusión con que afrontaban sus votos, mostraban la visión que tenían sobre sí mismas y sus vidas. Las que tenían un modo de escribir más positivo, que nada tenía que ver con que sus vidas hubiesen sido más fáciles o sencillas, habían vivido más tiempo. Y lo habían hecho con una mayor calidad mental y cerebral. En muchas ocasiones, quienes rodean a una persona que está siendo maltratada, hablan con ella para que reaccione y salga de ahí, pero nada funciona. Impotentes acuden a un terapeuta y preguntan: ¿Qué podemos hacer para que rompa con el maltrato? No saben cómo ayudar, no saben qué decir. Sienten que lo han dicho todo: «Te ayudaremos»; «Pide lo que necesites»; «Pon una denuncia»; «Vamos a un profesional»; «Consulta con un experto». Han hablado mil veces. En ocasiones han sido testigos de intentos de fuga del infierno del mal trato, pero a pesar de hablar mil veces ha resultado inútil. Debemos tener cuidado no solo de sentir que la expresión negativa nos desahoga y que la preocupación de otros nos reconforta, sino de crear relaciones tóxicas al hacerlo. Quejarme hace que tenga una autoimagen de incapacidad peligrosa, es la base de que me relacione en una posición de inferioridad frente al mundo. Es imposible que mis relaciones sean positivas si mi comunicación es negativa. No puedo mantener relaciones de igual a igual si me muestro ante los demás «incapaz». Creer que la preocupación de quienes me quieren me hace sentir querido es tan peligroso como creer que si el otro tiene celos me quiere más. La preocupación de los demás por algo que está en nuestras manos nos hace perder la idea clave: si mi sufrimiento es algo de lo que yo me debo ocupar, que los demás se preocupen no me hará actuar. Soy como la rana de la pócima dentro de la olla, girando y girando, sufriendo la tortura, pero dentro de mí hay algo que me dice que puedo saltar. Saber que cuento con el apoyo de los demás, que me ayudarán en la huida cuando salga de la olla, es todo lo que necesito. Los demás podrán ayudarme cuando yo comience a ocuparme, nunca antes. En nuestras vidas hemos podido ser el hermano sensible, la hija pequeña, la tímida, la insegura, el pobrecito, la sensible, la vergonzosa, el inseguro. Etiquetados desde pequeños hemos recibido un mensaje claro de lo que se esperaba de nosotros. Nuestras relaciones han estado condicionadas: éramos los que necesitábamos ayuda, apoyo y comprensión. Estas respuestas de los demás nos han ido moldeando, poco a poco, siendo los débiles, los tímidos, los inseguros, los frágiles, domesticados en la incapacidad. En ocasiones no hay nada más peligroso que la ayuda condescendiente de los demás, algo que nos puede dejar atrapados en dinámicas peligrosas, como el terrícola de este cuento. El pozo del miedo : «Del planeta de los cobardes llegó a la Tierra un ser errante, cabizbajo e inseguro, que escondía su debilidad tras una imagen de fuerza y poder. Su nombre era Maltra. Mientras Maltra avanzaba entre los humanos, observaba ansioso a su alrededor cualquier posibilidad de lucha o de enfrentamiento. En un intento desesperado por salir de la inseguridad que lo apresaba, necesitaba cualquier guerra que le aportara una mínima prueba de valía. Justo cuando alzaba la vista buscando uno de los objetivos, pasó frente a él un terrícola. Casualmente, en aquel momento, el terrícola iba caminando con Alegría. Como todos los humanos sabemos, la emoción de Alegría nos empuja a establecer contacto, a crear vínculos, a demostrar ternura, curiosidad y apertura, y así fue. Cuando el terrícola se acercó sonriendo, pleno y lleno de confianza ante Maltra, este se enamoró irremediablemente de él. Pero, al verse vulnerable y atrapado por aquella emoción desconocida, tuvo miedo y se preguntó cuál sería el secreto de aquella extraña fuerza del terrícola. Sin encontrar la respuesta, pero arrastrado por el enamoramiento que sintió hacia él, se acercó. Con su mejor cara y con el atuendo que utilizaba cuando debía conquistar otros mundos, afinó el tono para preguntar sin levantar sospecha: —¿Cuál es tu secreto? ¿Por qué brillas tanto? —Porque estoy Alegre, vivo como quiero y con aquellos que me quieren —contestó el terrícola—. Si no es así, pierdo mi brillo y mi energía, y me vuelvo Dolor al principio y Rabia al final. Todos los terrícolas somos así —añadió. —Y ¿qué te hace cambiar? —preguntó Maltra lleno de curiosidad. —Mi cuarta emoción, el Miedo. Satisfecho con la respuesta y conociendo la debilidad del terrícola, decidió conquistarlo. Maltra le ofreció momentos mágicos y experiencias idílicas. Pero lo que hacía con la intención de conquistar, le iba conquistando, viendo así en el terrícola su mayor pasión y su peor amenaza. A pesar del Miedo, Maltra mantuvo su cometido. Ofreció regalos, sonrisas, buenas palabras. Ya no necesitaba vencer en batallas externas porque la conquista le hacía sentirse poderoso. Pasaron algunos meses, los justos y suficientes para que la prueba de la conquista, que calmó a Maltra, perdiera su efecto. Volvió a sentirse asustado e inseguro como siempre lo había estado. Lleno de dudas y atormentado, necesitó buscar un nuevo campo de batalla que le diera la prueba de valía de la que tanto carecía y pensó: —Si voy al frente, podré conseguir una doble prueba, la de mi fortaleza y la de su amor si el terrícola me espera. Así se lo planteó. Pidió al terrícola una prueba de amor y, por supuesto, este no dudó: —¡Cómo no! ¡Pídeme lo que quieras y lo haré! —Debo ir a la guerra, necesito buscar una prueba de valía. Debo someter a alguien, hacerme con algún bien, conseguir alguna victoria. El terrícola se sorprendió: —No creo que eso te haga sentir valor; al contrario, cada vez necesitarás más batallas para creer en ti. –¡No me interrumpas! —gritó Maltra—. Si quieres darme una prueba de amor, necesito que durante mi ausencia esperes dentro de mi pozo. Brillas demasiado y creo que cualquiera podría querer alejarte de mí. Necesito que me demuestres que me quieres lo suficiente como para esperar en el pozo hasta mi regreso. —Así lo haré. No quiero que dudes de cuánto te quiero. Te esperaré, pero regresa pronto, porque sin estar con quienes quiero me volveré Dolor y luego Rabia. Y entonces, mi brillo se apagará para siempre. Una vez dentro del pozo, tapado completamente para que Maltra fuera tranquilo a librar sus batallas, el terrícola empezó a sentirse mal. Enseguida se dio cuenta: «No sé si estoy haciendo lo correcto —pensó el terrícola, y su conciencia comenzó a estar menos tranquila—. No vivo como quiero ni estoy con quien me quiere». Y, en presencia del Miedo, su luz comenzó a desaparecer, sintiendo en su interior el dolor más absoluto. Según aumentaban las dudas en aquel pozo, el nivel de agua iba creciendo y creciendo. La oscuridad hacía que el terrícola fuera perdiendo vida. Alarmado, vio que el agua le llegaba hasta el cuello. Al ver que corría peligro, decidió pedir socorro. Cerca del muro, tres ancianas —Caridad, Responsabilidad y Acción— que acostumbraban a tener largas charlas, oyeron los gritos. —¿Qué te ocurre? ¿Qué haces dentro de este pozo? —preguntó Caridad alarmada. Cuando el terrícola contó su historia desde el fondo del pozo, Responsabilidad dijo con vehemencia: —¿Cómo has accedido? Y Acción añadió: —¿Harías el esfuerzo por salir de aquí si yo te lanzo una cuerda? —¡No! —gritó el terrícola. No quiero que Maltra dude de mi amor, no quiero perderle, por eso debo esperarle aquí. Responsabilidad y Acción, al escuchar aquellas palabras, dieron un paso atrás. —¡Ah! Entonces debemos esperar si tú no estás dispuesto a actuar. —¡Cómo sois así de crueles! —gritó Caridad—. ¡Ayudadme a quitar la tapa para que penetre la luz en el pozo y pueda sobrevivir! ¡Yo sacaré el agua para que no se ahogue! Responsabilidad y Acción siempre tenían aquella pelea con Caridad. —Si le quitas la tapa y sacas el agua del pozo para que no se ahogue, nunca saldrá de ahí. —¡Da igual! —replicó Caridad. —¡No da igual! Deja que salga por sí mismo, que suba por la cuerda o que llegue hasta el fondo del pozo, donde se convertirá en Rabia y, justo ante las puertas de la muerte pueda elegir si se desprende de quien lo aprisiona o de su propia vida. —¡Siempre tan crueles! —gritó Caridad mientras abría la tapa del pozo y sacaba el agua necesaria para que el terrícola no se ahogara y pudiera brillar. La historia dentro del pozo fue tan larga que el terrícola iba perdiendo brillo y lo hacía irremediablemente. El esfuerzo de Caridad por abrir la tapa y desahogar al terrícola no resultaban suficientes. Pasados los meses, Maltra regresó al temer que el terrícola se hubiera alejado, pero al ver que le seguía esperando dentro del pozo, se calmó. Y, sin dudarlo, volvió a partir. Las idas y venidas de Maltra del campo de batalla fueron continuas. Pero cuando venía, su relación con el terrícola era otro campo de batalla más. Poco a poco, los tiempos en que Maltra se quedaba eran más breves aún, pero también mucho más violentos. El brillo del terrícola era inexistente, su Alegría había desaparecido totalmente. En él solo había Miedo, Dolor y, cada vez más porción de Rabia. Pero, gracias a la ayuda de Caridad, no llegaba a hundirse totalmente, no llegaba al fondo del pozo. Maltra había convertido su relación con el terrícola en el más sangriento campo de batallas, en el que buscaba encontrar las «victorias» que le dieran una prueba de valía. Responsabilidad y Acción, viendo que Caridad estaba siendo cómplice de aquella situación, decidieron tomar una dura decisión. Con el objetivo de que el terrícola pudiera reaccionar, elaboraron un plan para alejar a Caridad de allí. Funcionó. Decirle a Caridad que alguien estaba en peligro siempre le hacía correr en su auxilio. —Nosotras nos quedaremos aquí para ayudar al terrícola —le dijeron a Caridad para que se fuera tranquila. —¿Seguro? —preguntó. –¡No lo dudes! —contestaron las dos al unísono. El plan había funcionado. Caridad se alejó de allí buscando quien le necesitara. Responsabilidad y Acción esperaron el tiempo necesario. Lo inevitable llegó. El tiempo de oscuridad y el nivel de agua crecieron hasta que el terrícola no pudo aguantar más. Cuando Acción y Responsabilidad vieron que el terrícola se iba hundiendo y en él únicamente había Dolor y una porción de Rabia, comenzaron a tener esperanza. —Es cuestión de tiempo —dijo Responsabilidad. —Eso espero —añadió Acción. Efectivamente, así ocurrió. Cuando el terrícola comenzó a gritar pidiendo socorro, Responsabilidad y Acción volvieron a preguntarle: —¿Estás dispuesto a salir del pozo si te tendemos una cuerda? —Si lo hago, Maltra me dejará —dijo el terrícola llorando. —Entonces, esperaremos. El dolor del terrícola se fue convirtiendo en una Rabia absoluta. Se fue hundiendo cada vez más hasta llegar al fondo del pozo. Al observar ante sus ojos una muerte inminente, un instinto que jamás había sentido se apoderó de él y le hizo gritar algo distinto a ¡socorro! Y, cogiendo impulso, gritó: —¡Basta! Con la absoluta convicción de que quería vivir, con una emoción de Rabia en su corazón, salió usando la cuerda que Responsabilidad y Acción le lanzaron. Los tres hicieron fuerza para conseguirlo. Y el terrícola se liberó del pozo del miedo con la convicción de que jamás debió quedarse allí. Mientras huía, cogido de la mano de Responsabilidad y Acción, tuvo un extraño sentimiento hacia Caridad. Sabía que le había ayudado, pero también que le había mantenido en su cautiverio. Entendió que cada vez que Caridad le «desahogaba» mientras estaba en el interior del pozo, le mantenía en aquel estado de supervivencia que le impedía reaccionar. Cada desahogo tenía una doble consecuencia: el alivio del Dolor y, otra mucho más terrible, la garantía de que con aquel alivio se quedara en el pozo en el que se estaba ahogando. Aquel día, el terrícola aprendió cómo las tres ancianas que marcan el destino pueden tener caras distintas, y las caras más amables, en ocasiones, pueden ser las que nos hagan padecer». Podemos llegar a confiar en alguien y contarle nuestro sufrimiento, podemos desahogarnos. Pueden animarnos a salir de ahí, pero no damos el paso. Nuestro discurso, cuando nos relacionamos desde la queja con el mundo, nos deja atascados. Hablamos, pero no resolvemos. A partir de ese momento en el que decimos que sufrimos un mal trato, los temas de conversación giran alrededor de la situación padecida, de nuestras dudas, nuestros miedos y nuestro dolor. Sentimos desahogo, pero nos relacionamos en negativo. Sentimos que nos quieren porque nos preguntan qué tal, pero volvemos a quedar encadenados al discurso negativo. Un estudio realizado por la neurociencia, que debe hacernos reflexionar sobre esta idea tan extendida de que «hablar de nuestro malestar puede ayudarnos», ha sido publicado en la revista Brain and Cognition . Los resultados desvelaron que el impacto de las palabras negativas en nuestro cerebro, sobre todo cuando pertenecen a nuestra realidad personal, son lesivas. Si hablar en negativo es malo cuando lo negativo está en nuestra vida, hablar sobre ello es peor. La caridad de las personas nos hace sentir queridos cuando estamos mal, pero quien te quiere no solo lo hace cuando estás mal. Quien te quiere también estará ahí para celebrar tu felicidad. Cuando vemos a un pobre animal ahogándose en un río corremos para salvarlo. Lo hacemos porque nos da pena, no queremos que se ahogue; eso no quiere decir que ese perro para nosotros sea especial. Al ayudar nos sentimos bien por el efecto de la dopamina que generamos al hacerlo, aportándonos una sensación placentera a la que se denomina «efecto de brillo cálido». Las personas que ayudan, que se preocupan, que apoyan, se sienten útiles, capaces, bondadosos. Ayudar nos genera satisfacción. Pero el que es ayudado siempre queda en una situación de inferioridad, de indefensión, de necesidad. Al contar permanentemente nuestros problemas somos los que quedamos por debajo de los demás, creamos una jerarquía que favorece a otros, pero a nosotros nos deja en el desamparo. Esto lesionará nuestra autoestima. Poco a poco nos identificaremos con esa persona que no puede, que es incapaz, que necesita ser salvada, y esto nos dejará en el fondo del pozo. De ningún modo podrás pasar a la acción si estás ahí abajo. Atrapados en el dolor, nos volvemos más pasivos. Hablar de lo negativo y permanecer en ese discurso nos paraliza, nos inactiva. Nuestros pensamientos no nos resultan eficaces si estamos todo el día dando vueltas a nuestro sufrimiento. Por esa razón, en consulta, junto al pacto de silencio, pido que nos imaginemos más allá de nuestro problema. Como si ya estuvieras bien : Empodérate, imagina que has salido de tu mancha de petróleo, que estás en el mar azul, claro y cristalino; imagina que ha ocurrido un milagro y ya estás fuera de esta situación que te genera tanto sufrimiento. ¿Qué es lo más pequeño que podría ocurrir, que podrías hacer, en qué se notará que ya estás disfrutando de tu vida? Cada día haz algo como si ya hubiera llegado ese día. ACTÚA COMO SI… HAZ COMO SI… Para poder aplicar el método RITMO debes comenzar por entrenarte. Anda como si estuvieras feliz, habla como si estuvieras feliz, saluda como si estuvieras feliz. Es decir, haz lo más pequeño como si hubieras recuperado tu vida y estuvieras disfrutando de ella. Lo más pequeño puede ser, por ejemplo, bajar las escaleras de tu casa hoy como si ya estuvieras bien. No cojas el ascensor, baja las escaleras y hazlo como cuando estabas bien. La razón de que este ejercicio sea tan importante es que la actitud positiva debe entrenarse porque las neuronas de la corteza cingulada anterior, que se ponen en funcionamiento antes de tener las mejores ideas, se activan especialmente si estamos de buen humor, pero en un estado de no conciencia de nuestro pensamiento. No servirá de nada «tratar de atraerlas», debe ser algo espontáneo. Luego, vivir como si estuviéramos vivos y disfrutando de la vida es fundamental para poder generar ese estado inconsciente que favorezca la activación de esas neuronas «expertas» en elaborar planes de acción. Hay algo, en mi opinión, aún más importante. Seguro que puedes recordar alguna situación en que buscando algo en tu bolsillo, en tu bolso o en un cajón, has pensado: «¡Ay, que lo he perdido!». Y has sentido cómo aumentaba tu preocupación. Revuelves con más nerviosismo y no lo encuentras. Vuelves a mirar, una y otra vez y no lo ves. Piensas: «¡Seguro que sí, seguro que lo he perdido!». Te obstinas. Te ofuscas. Justo antes de tirar la toalla piensas: «¡Pero si tiene que estar aquí!». Y en ese preciso momento, ahí donde has mirado, sabes que has mirado, te consta que has mirado, está. Pero hasta que tú no has dicho: «¡Tiene que estar aquí!», has sido incapaz de encontrarlo. Este es un ejemplo claro de que la teoría condiciona la observación. Cuando mi teoría es que «todo me va mal y no puedo hacer nada para cambiarlo», mi observación está condenada. Cuando creo, por el contrario, que «solo yo puedo encontrar la salida», podré encontrarla. En 2010, un grupo de neurólogos del California Institute of Technology descubrieron la razón de semejante milagro. Se observó que el nivel de rendimiento cerebral de una persona ante una tarea depende de su acercamiento personal a la misma; es decir, si nos imaginamos con capacidad para resolver algo, actuamos con mayor acierto en la resolución del problema que si nos imaginamos incapaces de hacerlo. Si me imagino haciendo una acción que creo que me conducirá al éxito, mi organismo se prepara para esa respuesta; pero si me imagino tropezando, también me predispondré a tropezar. Los optimistas muestran más actividad en el córtex parietal posterior que los pesimistas. A más actividad en esta área, más probabilidad de resolver con éxito nuestros problemas vitales; y a más negatividad, menos actividad en esa zona. Resumiendo, más boletos para seguir sufriendo. Hay que tener clara la diferencia entre el optimismo y el autoengaño, entre el buen humor y la racionalización, entre pensar bien y no querer pensar lo que va mal en nuestra vida. El optimismo, el buen humor y pensar bien es algo que se da de forma natural en situaciones de bienestar, no son el fruto de un esfuerzo mental. Cuidado con esa resistencia que menosprecia este ejercicio de «Actúa como si… Haz como si…» al afirmar que esto le parece un «autoengaño» por ser algo forzado y no espontáneo. Ir a presenciar un monólogo cómico es algo que hacemos voluntariamente y no por ello dejamos de reír. Estudiar para sacar una carrera es algo a lo que nos obligamos y no dejamos de aprender. Ir al trabajo cada día también es una obligación y nos ayuda a vivir. Que yo me obligue a hacer lo que me dará mayor calidad de vida es pura inteligencia emocional. El haz como si tu problema estuviera solucionado es el primer acto inteligente de cada día. El haz como si estuvieras bien es el entrenamiento necesario que te ayudará a sentirte bien. El actúa como si fueses libre es el primer paso hacia la libertad. Hacer lo necesario para empoderarte e s el primer acto de compromiso personal que te dará autoestima. ¡MANDAS TÚ! Claves para identificar a la persona tóxica que te maltrata «Preocúpate por la aprobación de las personas y serás su prisionero». Sun Tzu En una sociedad en la que quien nos juzga no debe tener conocimientos para juzgar, tenemos el problema terrible de que toda lesión que no se ve no existe. Si quien te ha maltratado no te ha lesionado físicamente, será tu palabra contra la suya. Lo que nadie ve no existe, lo que no marca el cuerpo no es importante. Pero la estrella de las ocho puntas del maltrato nos hace ver que hasta un consejo que yo no pido puede ser un acto jerárquico con el que podemos condenar a una situación de inferioridad a otro ser humano. Se han hecho muchos estudios sobre el poder de la palabra en la química cerebral del ser humano. No hay lugar a dudas. Podemos generar una situación de estrés crónico utilizando tan solo una misma arma: la palabra. Pero hay algo aún más escalofriante: el uso de la palabra puede llegar a crear un desequilibrio tan grave como para generar esquizofrenia. Gregory Bateson elaboró esta inquietante teoría del doble vínculo o «comunicación esquizofrénica». Se trata de una de las teorías más importantes para entender el sufrimiento que provoca una comunicación perversa. Bateson explicó cómo influye el tipo de comunicación de un contexto familiar y ciertas relaciones, aparentemente normales, en patologías severas como la esquizofrenia. Sin necesidad de golpes o de insultos, la comunicación genera consecuencias fatídicas. Las condiciones para que se produzca esta comunicación de doble vínculo en una persona son las siguientes: - Una relación muy intensa, importante para la supervivencia física o psíquica de la persona . Por ejemplo: un niño con su familia, un trabajador en su empresa o una persona dentro de un grupo de pertenencia (pareja, colegio, amigos…). - Una relación en la que se produce con frecuencia una comunicación paradójica , en la que se emiten simultáneamente dos mensajes contradictorios. A veces entre lo que se dice y lo que se hace: «Te dejo de hablar, pero, cuando me preguntas, te digo con tono distante y frío que no me pasa nada». Entre una parte y otra de lo que se dice: Imagina que, sintiéndome muy contenta porque me han ofrecido un trabajo que considero maravilloso, me dan este consejo: «Yo no cogería ese trabajo, pero no me hagas caso». Si no cojo el trabajo, te hago caso porque me has dicho que tú no lo cogerías, si no te hago caso y lo cojo, también te hago caso porque me has dicho que no te haga caso. Lo único que no puedo después de esta frase es ¡no hacerte caso! Pero lo más demoledor es que, si resulta un mal trabajo, tú ya me habías advertido de ello y si, por el contrario, lo he dejado pasar y resulta ser bueno, me habías dicho que no te hiciera caso, de forma que el error siempre es mío. Entre lo que se dice y el tono con que se dice. Con el fatídico: «¡Haz lo que quieras!». Lo que se dice, en sí mismo, es paradójico. Por ejemplo: cuando se le pide a una persona que sea ella misma, que sea espontánea, que sea natural. Algo imposible de conseguir cuando le estamos diciendo cómo tiene que ser. - Por último, la relación existente entre quien trasmite el mensaje y quien lo recibe es de poder . Eso le impide defenderse. Todas estas condiciones hacen que la persona que está atrapada en este tipo de comunicación se sienta confundida, bloqueada, indefensa, con la sensación de que haga lo que haga siempre lo hace mal. Si hay una comunicación que domina perfectamente la persona que maltrata es la comunicación de doble vínculo: «Si me quisieras no te irías»; «Te quedas porque te lo he pedido»; «Si te lo he pedido, no ha salido de ti»; «Si me quisieras, me harías más caso»; «Si me quisieras, habrías estado más pendiente»; «Has estado pendiente porque yo te lo pedí, no porque haya salido de ti»; «Si te vas, me muero, aunque no te muestro afecto»; «Si me dejas, me mato, aunque siempre te maltrato». Haga lo que haga, quien recibe estos mensajes se sentirá culpable, se creerá responsable del dolor de su verdugo, tendrá que pedir indulgencia y demostrarle su amor. Como si tuviéramos que sacarle de su propio pantano: de su pasividad letal, su rabia, su frustración, su permanente enfado. Debemos quedarnos ahí para socorrerles. Vivimos atrapados como la familia del siguiente cuento. Pero lo peor es que así tampoco les ayudamos, al contrario, les haremos cada día más pasivos, inseguros y desconfiados como a La niña del pantano : «En cierta ocasión, una humilde familia tuvo en suerte ser contratada por un rico terrateniente, dueño de un gran manzanal, para recoger las exquisitas frutas de cientos de árboles. A la faena se unieron los hijos mayores del matrimonio y una pequeña niña que poco levantaba del suelo y que, en principio, fue llevada por su padre hasta la colina del manzanal dentro de un cesto. Tras dejarla sentadita sobre una manta que colocó con sumo cuidado, le advirtió que era necesario que estuviera quietecita, pues ellos debían trabajar para ganarse el sustento de la jornada. La niña, en principio, se quedó tranquila viendo cómo sus hermanos mayores y sus padres hacían la faena. Pero enseguida comenzó a inquietarse al ver que no le prestaban la atención y las muestras de afecto a las que estaba acostumbrada, así que comenzó a hacer ruiditos y piruetas para llamar la atención de su familia. Pero estaban tan preocupados en coger la mayor carga de manzanas posible que continuaron trabajando sin percatarse de los intentos frustrados de la pequeña. «¿Acaso mi familia no me querrá por ser incapaz de cargar con uno de estos cestos? —se preguntó la niña tratando de coger, sin ningún resultado, uno de ellos—». Al ver que, por mucho que intentara llamar la atención de sus padres y hermanos, esta estaba secuestrada por la necesidad y la obligación de terminar cuanto antes aquel trabajo, la niña desistió y fue alejándose poco a poco hasta la zona más baja del manzanal en la que se encontraba un profundo pantano. Al acercarse a la gran masa de agua, la niña se sorprendió y, con curiosidad y temor, se volvió prudentemente hasta la orilla. En aquel momento, su padre la divisó desde lo alto del manzanal y sobrecogido lanzó un grito que fue secundado por su madre y hermanos y, justo en aquel momento, la niña se convenció de lo mucho que su familia la quería y de que sus dudas y temores no eran en absoluto ciertos. Pero al subir nuevamente la ladera para encontrarse con los suyos y compartir sus juegos se encontró con la imposibilidad de hacerlo por la urgencia con la que todos trabajaban: —Mi amor, no me entretengas, que tengo que terminar —le decían una y otra vez. Tantas veces escuchó aquella respuesta que volvió a considerar que aquellos cestos de manzanas eran más importantes para su familia que ella misma. Y recordando la muestra de amor que había recibido junto al pantano decidió volver a él. Allí, junto a la orilla, esperando oír la voz de alerta de los suyos, se dedicó a dar vueltas, una y otra vez, mientras su familia, al ver la astuta estrategia de la pequeña, sonreía sin mediar palabra. Fueron tantas las veces en que esta trató de atrapar la atención de los suyos que, de nuevo, volvió a temer no ser lo querida que siempre había sido. Así que probó y, al descalzar uno de sus piececitos haciendo el amago de introducirlo en el pantano, sus hermanos, que en ese momento la vigilaban, gritaron al unísono seguidos por sus padres. —¡Cuidado con el pantano, que su fondo es muy peligroso! De nuevo la niña, al ver la gran preocupación y dedicación de toda su familia, se sintió querida y volvió a convencerse de que era, como lo fue siempre, aquella niña tan amada por toda su familia. Pero no hay nada tan preocupante como alguien que necesita sentir que los demás se preocupan para creer que se le ama. Se dilató tanto el tiempo de la recogida del fruto que la niña volvió a olvidar la última prueba de amor de su familia y regresó a la orilla del pantano. Pero, nuevamente, al quitarse su pequeño zapatito y ver que ningún miembro de la familia reaccionaba, volvió a dudar: —Si realmente me quisieran, no podrían soportar, como si nada ocurriera, que yo hiciera como que me voy a meter en el pantano. Así fue como la niña, necesitando encontrar una prueba que le demostrara el amor de los suyos, introdujo el pie en el pantano con tan mala fortuna que en segundos se hundió en él. Porque, tal como le advirtieron, era demasiado fangoso. La niña pereció al quedar atrapada por la peligrosa necesidad de una prueba que le demostrara el amor del que ella, por desgracia, tanto dudó». Así es como las demostraciones consiguen que la persona desconfiada se vuelva cada día más insegura. Necesitando cada vez más pruebas para calmarse, pero todos sabemos que así jamás aprenderá a confiar. El experto en comunicación esquizofrénica tiene la capacidad de confundirnos, de desconcertarnos, de «volvernos locos». Lo que dice entra en contradicción, continuamente, con lo que hace. Recuerdo en un colegio donde estaban hablando de la ASERTIVIDAD, bonita palabra donde las haya. Asertividad , esa capacidad para expresar cómo me siento, qué me hace daño, qué me parece justo. Casualmente, yo tenía en mi consulta a una alumna de ese colegio, una inteligentísima adolescente que se autolesionaba y que me preguntaba con impotencia, resentimiento y desesperanza: «¿Cómo puede ser que la misma tutora que nos habló de asertividad cuando me quejo por un castigo injusto me doble el castigo por quejarme?». Esto es un ejemplo claro de comunicación paradójica o comunicación esquizofrénica: lo que te digo por un lado te lo castigo por otro. Encontramos otra situación de doble vínculo cuando, en la infancia, somos animados a probar actividades nuevas, salir de nuestra zona de confort. Nos inducen a experimentar, a intentar, a aprender. Nos empujan hacia la acción. Nos dicen, una y otra vez, y con mucha razón que, si no probamos, nunca sabremos si nos va a gustar, pero cuando nos hemos apuntado a una actividad y, después de una semana de prueba, lo queremos dejar porque nos decepciona, estos mismos consejeros nos dicen: «Has empezado y tienes que entender que si has adquirido un compromiso tienes que seguir hasta el final». No les importan las razones: «He probado»; «No es lo que esperaba»; «No lo quiero»; «No me hace sentir bien». Esto parece inmaduro, carente de validez. Si te has apuntado, tienes que seguir porque te has comprometido, eso sí es válido. Mientras somos niños no tenemos otra posibilidad que quedarnos y continuar, como si de un castigo se tratara, «todo el curso» donde nos hemos atrevido a probar. Por suerte, no somos ya quienes necesitamos el permiso de los demás para abandonar un proyecto ilusionante. Cuando lo que vivimos nada tiene que ver con lo que esperábamos encontrar, no tenemos que quedarnos y aguantar dentro de una experiencia insana por haber adquirido previamente un compromiso. Ya no mandan los demás, mandas tú. Has emprendido un proyecto en tu vida, has probado, has intentado, pero si el resultado te hace sufrir, debes abandonar. Abandonar supone enfrentarte con lo que los demás puedan pensar, es decir, tocar el miedo a disgustar, a decepcionar, a no complacer. En mi vida mando yo, en mis decisiones personales mando yo, en tus decisiones personales mandas tú, en tu vida mandas tú. Querer a los demás y querer que nos quieran no puede ser confundido con necesitar que les parezca bien, que aprueben lo que hacemos. «Voy a explicarte por qué he hecho lo que he hecho»; «Te voy a tranquilizar»; «Me vas a entender», son soluciones intentadas que nos dejan atrapados en las manos del otro, en la necesidad de recibir su beneplácito. Cuando busco la bendición del otro, como quien se arrodilla en un confesionario, soy incapaz de actuar tranquilamente si no me da su «bendición»: «No consigo aceptar que no acepte lo que hago»; «No consigo entender que no entienda cómo actúo». Mientras mi objetivo dependa del otro, seguiré atrapado en la insistencia de algo que está en sus manos y no en las mías: su aprobación. El logro no será hacer que el otro cambie. Debo entender que no entienda, debo aceptar que no acepte. Debo liberarme de ese objetivo que está en sus manos. El modo de salir de las garras de quienes nos atrapan con sus críticas, con sus juicios, es no poner nuestras expectativas en ellos, sino en nosotros mismos. Es duro aceptar que los demás sean así, pero lo son. No podemos cambiar el mundo. No podemos hacer que sea justo quien me trata como un inquisidor, pero sí podemos dejar de sufrir si abandonamos el objetivo con el que tanto sufrimos: su indulgencia. En demasiadas ocasiones, cuando el otro nos juzga, rebatimos, tratamos de defendernos, damos explicaciones. Cada vez que nos justificamos debemos hacernos una pregunta: ¿Qué jerarquía creamos cuando reaccionamos así? ¿Nos colocamos a la misma altura que el otro o un peldaño más abajo? ¿Ante quién te justificas, a quién le das explicaciones? Imagínate que acabas de hacer una compra en un supermercado, llegas a la caja de pagos, el caballero que está en la caja registradora te mira con cara de sospecha, con tono suspicaz te dice: «Usted ha robado algo de las baldas». Tú, que eres una persona honrada, te sientes fatal. Te defiendes diciendo que eso no es cierto. Con apuro le enseñas el bolso. Sigue afirmando: «Sí has robado». Empiezas a vaciar tus bolsillos para demostrarle que eso no es cierto. Cada vez con más vergüenza y nerviosismo muestras todo lo que tienes en tus manos, en el bolso, en los bolsillos. Mantiene su acusación: «Has robado». Terminas quitándote la ropa. En cueros, totalmente al desnudo, solo hay algo que buscas desesperadamente: dejar de ser culpable y que te declaren inocente. En ese momento en que te quedas «en cueros» acabas de denigrarte, humillarte, abandonarte. Ante la acusación hay otro tipo de respuesta: «Que usted diga eso es una falta de respeto y no se lo voy a permitir». El conde Friedrich Spee von Langenfeld, jesuita renano, fue quien desmontó la máquina judicial perversa que transformaba a la mujer analfabeta en adepta satánica en los tiempos de la Santa Inquisición. Había presenciado muchos procesos de brujas y quiso llamar la atención de las autoridades sobre el hecho de que, en virtud del procedimiento judicial que se aplicaba sobre ellas, era imposible que las sospechosas fueran reconocidas como inocentes. Su terrible observación le llevó a escribir el libro Cautio criminalis . En él recogió los siguientes ejemplos para demostrar que aquellas mujeres no tenían ninguna posibilidad en los juicios que se les aplicaba: Un primer supuesto era que Dios defendería desde un principio a una persona inocente y la salvaría de esta situación. El hecho de que Dios no interceptara para salvar a la acusada ya era una prueba clara de su culpabilidad. Otra consideración era cómo había sido su vida pasada. En el caso de que hubiera sido impecable era un indicador a favor de la sospecha, pues una bruja puede parecer un ser excepcional y, por supuesto, si su vida no había sido ejemplar era evidente su condición de «bruja». Por último, si se amedrentaba ante las torturas tan solo fingía ser humana y si no se aterrorizaba, no cabía duda, era una bruja. Así que después de torturarte, de tratarte de modo injusto, de juzgarte, reprocharte, si te enfadas, pierdes los nervios, gritas o lloras podré decirte: «¡Ves cómo te pones!, ¡ves cómo me gritas! ¿Para qué lloras, para que me sienta mal?». Exactamente el mismo sistema de la Santa Inquisición. «Actuar a pesar de que el otro no nos acepte» es el primer paso para convertirnos en un hereje. Somos un hereje cuando nos negamos a justificar nuestros actos a la hora de ser juzgados por quienes nos maltratan, cuando no participamos del juego. No en vano, la palabra hereje viene del griego hairetikós que significa el que elige , el que es libre para decidir o tomar un camino distinto al que los demás esperan que elija, el camino de su aprobación. Una palabra que el cristianismo utilizó para condenar la libre elección de las creencias. Una palabra que se ajusta muy bien a nuestro sentimiento de culpa cada vez que no coincidimos con quienes «queremos que nos quieran». Con nuestras justificaciones y explicaciones buscamos indulgencia. «Perdóname, padre, porque he pecado». Nos cuesta entender que el otro no es superior a nosotros, que no tiene que indultarnos ni entendernos ni aprobarnos. El otro, simple y llanamente, tiene que respetarnos. La persona que maltrata es una persona insegura, de baja autoestima y sin demasiados recursos personales. «La violencia no es poder, sino la ausencia de poder», afirmó Ralph Waldo Emerson. La persona que mal trata es aquella que tiene la autoestima del enanito gruñón que tiene que pisar a quien está junto a él para verse más alto. El enanito que critica, juzga, descalifica, chantajea, humilla, parece que está por encima de aquella persona que es juzgada, criticada, descalificada y condenada. Un juego de poleas en el que cuando se hace bajar al otro sube él. Solo es necesario unirse a su juego para hacérselo aún más fácil. El otro me juzga y yo me defiendo. Me critica y le explico. Me descalifica y me justifico. Me chantajea y me quedo a su lado. El juego de poleas tiene dos pesos en mi contra: el del enanito gruñón y el mío cuando me sumo a su juego manipulador. Las personas tóxicas que maltratan siempre tienen una gran capacidad para iniciar juegos de jerarquía. Pueden ser un jefe, una madre, una pareja, pero los juegos que juegan son siempre los mismos: - Sospechas ambiguas: «No sé, hay algo en ti que no me gusta»; «Te pasa algo»; «Tú no estás bien». - Sentencias adivinatorias: «Tú sabrás»; «Si tú no te das cuenta…»; «Si te lo tengo que decir…»; «Si no te acuerdas…». - Críticas: «No me parece bien»; «Gastas demasiado»; «Das demasiadas confianzas»; «Yo nunca lo habría hecho». - Muros de intolerancia: «No entiendo nada»; «No me parece lógico»; «No estoy de acuerdo»; «A mí no me parece bien». - Consejos gratuitos: «Yo no lo haría así»; «No comas tanto…»; «Lo que tienes que hacer es…»; «Eso te queda mal». - Petición de pruebas: «Si me quisieras, te habrías acordado de que iba al médico»; «Si no te has acordado de esta fecha es porque no te importo»; «No has tenido el detalle de preguntarme por…»; «Te he llamado y no me has contestado». - Reproches: «Yo habría ido»; «Yo te habría preguntado»; «Tú siempre igual», «Tú nunca llamas». - Chantaje emocional: «Si me dejas, me mato»; «Sin ti me moriría»; «Si yo te importara, no te irías». - Bromas que nos ridiculizan y si nos defendemos aprovechan para evidenciarnos: «Qué suspicaz»; «No aguantas una broma»; «Cómo te pones»; «No se te puede decir nada». Pero el juego no se jugaría si nosotros no participamos. Cuando somos unos inexpertos nos ocurre como a mi hija cuando una niña le dice: «¡Ya no soy tu amiga!» y ella corre detrás. - Ante las sospechas ambiguas preguntamos inquietos: «¿Qué? ¿Por qué?». - Ante las sentencias adivinatorias decimos inquietos: «¡De verdad que no tengo ni idea de qué te he hecho!». - Ante las críticas nos disculpamos. - Ante los muros de intolerancia tratamos de saltarlos dando mil explicaciones. - Ante los consejos gratuitos nos justificamos. - Ante la petición de pruebas, las damos enumerando además las anteriores. - Ante los reproches, nos defendemos dando mil argumentos para que nos perdonen. - Ante el chantaje emocional, nos quedamos a su lado. - Ante las «falsas bromas» que nos molestan, nos disculpamos. En todos estos juegos el maltratador se disfrazará de distintos personajes que hay que reconocer para identificarlos en cuanto empieza «la partida», porque si caes en la tentación de jugar con él, te estarás lesionando. Es imposible avanzar si vas de tropiezo en tropiezo, es imposible fortalecerte sin reconocer su disfraz: - Experto o comentarista de nuestras vidas : Se cree con el derecho de hablar de «lo que opina sobre nuestra vida» sin ningún escrúpulo. Pueden dar su opinión acerca de nosotros en una comida familiar, delante de otros compañeros de trabajo. Nos convertimos en el tema de conversación que ponen, sin pudor, encima de la mesa. Si no rechazamos el juego, nos convertiremos en las cartas que van de mano en mano en una conversación que girará en torno a nuestras decisiones, nuestros hábitos y nuestras relaciones sin que nosotros hayamos preguntado su opinión. - Pasivo-agresivo o Pobrecito verdugo : es decir, me enfado contigo porque tú no has hecho algo que yo de forma explícita no te pido. No te pido que vengas, pero me enfado porque no sale de ti. No te pido que me llames ni te llamo, pero me enfado porque no me has llamado. No te digo lo que me ha dicho el médico, pero me enfado porque tú no me has preguntado. Son personas que no llaman para proponer nada, pero hay que ofrecérselo todo. - Boicoteador-prestidigitador : Cada vez que esperes con ilusión un acto importante, un acontecimiento especial, ocurrirá algo que le indigne. La persona que maltrata no soporta que brilles demasiado, verá tu alegría como una amenaza que hay que erradicar. Se mostrará molesto por cualquier razón que se sacará de la manga como el mejor prestidigitador y tu día especial pasará a ser una desilusión más en el calendario. Intentará anularte socialmente, ridiculizarte, humillarte, ningunearte permanentemente, su intención será restar valor a tus logros para apagar tu luz. - Víctima-secuestrador : Cuando quieras hacer algo que te aporte felicidad y te aparte de su lado, quien maltrata utilizará el chantaje emocional para secuestrarte, haciéndote sentir culpable. Te dirá que está mal, que se siente triste y solo, amenazará con «quitarse la vida» si te vas hasta que el miedo te paralice condenándote a vivir a su lado. Exigen sin exigir, secuestran sin secuestrar, una vez más utilizan una comunicación esquizofrénica que nos deja indefensos y desarmados utilizando el chantaje emocional. Quisiera poner uno de los ejemplos que me contó una de mis pacientes, un mal trato sufrido desde su infancia: «Cuando era pequeña recuerdo ver a mi madre escondiendo pastillas en mis cajones y decirme que no contara nada a nadie, que eran para tomárselas. Se lo dije a mi padre y mi madre se enfadó conmigo. Cuando se enfada deja de hablarme, incluso días. He pasado muchas tardes, bueno, días enteros sentada en el borde de su cama. Eran horas larguísimas en las que solo había oscuridad y silencio. Yo me quedaba allí porque no había nadie más y me daba miedo no encontrarla si me iba o que hubiera hecho alguna cosa. Si por fuerza mayor salía de casa, volvía lo antes posible para controlar que todo estuviera bien. Esto ha sido así toda mi vida. He vivido siempre con ese miedo». - Mejor amigo-Maquiavelo : «Divide y vencerás», afirmó Maquiavelo. Siguiendo su ejemplo, la persona que maltrata siempre se aliará contigo apartándote del mundo. Criticará y alejará a todos aquellos que te quieren. Todo el que te suma emocionalmente es un enemigo a combatir para quien maltrata. Su compañía te condenará a aislarte de tus compañeros, de tu familia, de tu entorno y a rechazar e, incluso ver con suspicacia, a todas las personas que te puedan querer de verdad. - Juez : Sentencia, dice lo que está bien o está mal. Afirma quién es bueno y quién malo. «Todos los hombres sois…»; «Todas las mujeres sois…»; «Todos los niños de este barrio sois…»; «Todos los catalanes sois…». Si nos quedamos en la «sala», comenzará el juicio donde seremos el presunto culpable al que se le cortará la cabeza sí o sí. Da igual lo que hagas o lo que digas, la sentencia está escrita antes de empezar. Si te defiendes, te dirá que «todo son excusas»; si callas, que «todo te da igual»; si lloras, que «eres chantajista»; si gritas, que «contigo no se puede hablar». - Bromista-sensible . Como si fuera el monologuista más cínico, hará chistes en los que nos humillará sin ningún escrúpulo, y si nos defendemos, nos reprochará que no tenemos ningún sentido del humor. Lo triste es que, ahí subido en su escenario, sentirá absoluta inmunidad mientras el público ría sus gracias, un público que es tan responsable de mantener la actuación como quien se atreve a hacer semejante monologo, un público que con su actitud cobarde y pasiva está también maltratando. El único modo de terminar con este secuestro es salir de la zona de juego. Tirar las cartas que ya están marcadas. Evitar caer en la tentación de excusarnos como alguien a quien se le pueda juzgar. Decidir que no somos la persona acusada ni el juicio es legal, levantarnos del banquillo y echar a andar, salir de la sala como si fuéramos libres porque, aunque se nos haya olvidado, al cerrarse la puerta tras nuestra espalda una idea asomará en nuestra cabeza: «¡En mi vida mando yo!». NO SALGAS DE TU CAMINO Aprende a decir NO «Fortaleza es la capacidad de decir no cuando el mundo querría oír un sí». Erich Fromm En cierta ocasión, planeé una salida por el monte a caballo, miré meticulosamente las coordenadas en el GPS, las anoté, metí la nota en mi hoja de ruta, preparamos los caballos, partimos. Nuestro destino era un pueblo abandonado y debíamos pasar por pinares y caminos de ganado. Hicimos una ruta preciosa. Casi al final del camino, atravesando un pinar, un gran árbol cruzaba la pista de izquierda a derecha. Era tan grande que saltarlo con los caballos era imposible. En el pinar había tanta maleza que meternos en su interior era aún peor. Tuvimos que dar la vuelta, acceder a caminos alternativos, llegamos tardísimo a casa, se nos hizo de noche, tuvimos que ir por tramos de carretera. Experiencia que, como sabe cualquiera que haya montado a caballo por las carreteras de hoy en día, aun siendo locales, es bastante desagradable. Al día siguiente, mi padre me preguntó por la excursión. Le conté lo que nos había ocurrido y él afirmó: «O sea, que te confundiste de camino». «¡No! —repliqué—. ¡Había un pino!». Éxito, fracaso, buen resultado, malo, te has equivocado, has acertado. Confundimos pino con camino. Escribe: ¿Qué crees que sería un fracaso para ti respecto a esta situación de maltrato? Durante la crisis, lo que se nos ha dicho a quienes la hemos sufrido es que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades como si fuéramos unos inconscientes que nos hubiéramos lanzado a la aventura sin comprobar las coordenadas. No nos hablan de los pinos que encontramos en el camino: del abuso sufrido por parte de bancos y políticos. Nos hacen creer que, si algo ha salido mal, lo hemos hecho mal. Que haya situaciones y circunstancias desfavorables nada tiene que ver con que «lo hayas hecho mal». Que te maltraten no tiene que ver con que tú no te defiendas. Si te roban la cartera, no es porque tú seas una persona despreocupada o ingenua. Si te roban es porque hay un único responsable, el ladrón. Si te tratan mal solo hay un responsable, el que maltrata. Pero quedarte a su lado, eso sí depende de ti. Dar el paso de romper con quien te maltrata es una labor complicada. Debemos tener claro el camino. Establecer las coordenadas. Pero, en muchas ocasiones, un pino puede obstaculizar nuestro camino y puede presentarse de formas diferentes. A modo de anécdota, así me describió un paciente cómo fue su «pino»: «Lo que a mí me mató fue cuando por fin di el paso de dejar la relación y se presentaron en mi casa sus padres, su hermana y mis hermanos. Todos querían arreglar lo que no tenían ni idea que pasaba. «Tenéis que intentarlo, hay que luchar por esto…» y toda esa clase de mentiras que me arruinaron los siguientes 7 años, porque me vi contra las cuerdas y, si me costó reaccionar ante una sola persona, imagina la situación cuando todos me estaban salvando la vida en una cocina de 4 m 2 ». No basta con tener claro lo que quiero y lo que no quiero. No basta con romper con el juego del sufrimiento si no soy capaz de mantenerme. Ser valiente es no abandonar mi destino a pesar de lo que encuentre en el camino. Quiero salir de la situación, pero hasta que no lo intento no puedo saber qué me depara el destino. La presión social podrá hacerme creer que tengo que luchar para que la relación siga «hasta el final». Por desgracia, demasiadas veces el final está escrito: una persona rota, que sufre, que no aguanta más, que está amedrentada, encogida, replegada y sin libertad hasta que, después de varias recaídas, grita ¡basta! Ninguna vuelta a la casilla de salida es un fallo. Nada es un error. No hay modo de evolucionar sin probar. No hay forma de aprender sin aceptar que las cosas puedan salir mal. Aprendemos si aceptamos nuestras derrotas. Aprendemos de nuestros errores. Edison dio una lección de inteligencia cuando, ante la insinuación de que se había equivocado mil veces antes de inventar la bombilla, afirmó: «No fracasé, solo descubrí 999 maneras de cómo no hacer una bombilla». Emprendedor por antonomasia, es un ejemplo de cómo valorar el fracaso puede llevarnos al éxito. Si has intentado salir de una relación y la presión social ha funcionado como pino; si has intentado acabar con el maltrato y, la culpa, la pena, te han cortado el camino, estás aprendiendo, como Edison, cada vez más formas de cómo no conseguirlo. El único fracaso es evitar la experiencia, no iniciar el viaje hacia aquello que deseamos porque nos resulta desconocido. El único fracaso es no emprender el vuelo, olvidar que lo que iniciamos un día lo hicimos con la expectativa de ser felices y conformarnos con lo contrario. En ocasiones no hay mayor tiranía que la de nuestro propio discurso mental que dice: «Si renuncio, he fracasado». La renuncia no es abandonar nuestros sueños, sino romper los grilletes que inmovilizan nuestros pies para volar más allá de nuestro sufrimiento. Cuando, a pesar del dolor que padezco en una relación no la rompo, mi mayor obstáculo son las famosas frases que comienzan por un amenazante «es que…» o un demoledor «pero…». - Es que (Pero) tengo miedo… - Es que (Pero) tengo dudas… - Es que (Pero) me falta confianza… - Es que (Pero) no tengo seguridad… - Es que (Pero) tengo poca autoestima… Aquí la pregunta sería: ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina? ¿Si cada vez que quiero evolucionar y lograr un objetivo complicado en mi vida lo evito por sentirme insegura, qué ocurrirá? La confianza, la seguridad o la autoestima no es aquello que debemos tener para asumir riesgos y tomar decisiones; al contrario, el único modo de aumentar nuestra confianza personal, nuestra seguridad y nuestra autoestima es actuar. Es decir, no es cierto que no haces determinadas cosas porque eres una persona insegura o porque tienes baja autoestima, sino que tienes baja autoestima y falta de seguridad porque no arriesgas, no intentas, no pruebas, no actúas. Los «esqueperos», en términos matemáticos, equivalen al signo negativo delante de cualquier acción que, si fuéramos capaces de hacer, nos sumaría autoestima, confianza y seguridad personal. Cuando las personas que nos quieren animar dicen que no debemos tener miedo, que estemos tranquilos, que no tengamos dudas, empiezan a educarnos en que nuestras emociones son ¡anormales! Pero la inseguridad, el miedo y las dudas son inherentes a la superación de nuestros límites. ¿Qué capacidad adquirimos en la vida sin asumir riesgos? Hasta el mero hecho de comenzar a andar nos puede hacer caer de bruces. No hay evolución sin superar el estado anterior y no se puede ir más allá de lo conocido sin asumir riesgos. Imaginemos que lo que quisiera hacer y no hago es sacar el carnet de conducir. Hagamos una analogía. No saco el carnet de conducir y digo: - Es que… tengo miedo… porque no sé si tendré un accidente. - Es que… tengo dudas… porque no sé conducir. - Es que… me falta confianza… porque no conduzco. - Es que… no tengo seguridad… porque nunca he conducido. Mi pregunta es: ¿cuántas veces has sentido exactamente lo mismo ante una nueva dificultad? No hay evolución sin dudas, sin incertidumbre, sin miedo. Las reacciones naturales e instintivas que nos advierten del peligro son parte de nuestro instinto de supervivencia. Avanzar no es negar lo que sentimos. Avanzar es decidir seguir, ir más allá de lo conocido. Las distancias cubiertas por los animales en sus migraciones les hacen enfrentar multitud de riesgos. La huida de una situación de mal trato nos empuja a asumir las dificultades que podamos encontrar en el camino y este camino lo haremos a pesar de nuestras dudas, a pesar de nuestros miedos, a pesar de nuestros «peros». Cada vez que decimos «es que», cada vez que decimos «pero» estamos cayendo en la trampa de las excusas. Dando explicaciones sobre algo que deberíamos hacer y no hacemos. Ponemos disculpas para librarnos de aquello que no queremos llevar a cabo por miedo o, dicho de otro modo, que queremos hacer, pero no nos atrevemos. Por definición, la excusa es un motivo o pretexto que se invoca para eludir una obligación o disculpar una omisión. Esta obligación que estamos obviando en ambos casos es la de responsabilizarnos de nuestra felicidad, de nuestro propio bienestar. La excusa es el recurso que utilizamos cuando no nos atrevemos a decir NO a esas relaciones tóxicas, que esperan ser atendidas y, si no lo son, nos castigarán. La excusa es una huida hacia adelante, pero como toda huida nos condena a vivir sintiéndonos amenazados y en permanente tensión, porque vivimos bajo la amenaza de que esperen algo de nosotros y tengamos que complacer para que no se enfaden. Recientemente, una de mis pacientes me decía: «No entiendo nada, el único momento en que me encuentro bien es cuando salgo de este lugar (se refería al lugar donde vive, un pueblo de 20.000 habitantes). Si el fin de semana me quedo aquí, estoy fatal. Sin embargo, cuando salgo con mi familia, aunque vayamos con la autocaravana que con las nenas pequeñas es, supuestamente, más incómodo que quedarme en casa, soy otra, estoy feliz». Al preguntarle por lo que hacía cuando se quedaba en casa, vio que lo que le atrapaba no era tener que cocinar, limpiar, sino tener que visitar a su madre. Al estar lejos, había una excusa perfecta. No voy porque no puedo, no puedo porque estoy fuera. Las excusas, los pretextos, las justificaciones son esas trampas que nos alejarán de la batalla necesaria de enfrentarnos con la incomodidad de decir «no quiero estar contigo», de hablar claro a pesar de la dificultad. Cada vez que utilizamos una excusa estamos debilitándonos. Nos cuesta expresar honestamente nuestros deseos. Defenderlos sin excusas. Pero decir que vamos a quedar con nuestro amigo porque nos apetece no es lo mismo que decir: «Es que está pasando un mal momento y "tengo que" estar con él», como si nuestro deseo no fuera razón suficiente. Puedo decir sí a todo aquello que se espera de mí, puedo decir «es que» para no tener que decir sí, pero ni lo uno ni lo otro me librará de la tensión ni me hará sentir que llevo las riendas de mi vida. En las bellas palabras de Anna Frank, «Una conciencia tranquila te hace fuerte ». Para adquirir un recurso hay que entrenarlo, de igual manera que para aprender a conducir bien uno tiene que obligarse a conducir, en principio, con dificultad y torpeza. Vamos a dejar de contar mentiras. Cada vez que dices «es que», estás evitando decir a ciertas personas «no quiero», porque te resulta difícil e incómodo. Escribe una lista de aquellas personas a quienes te gustaría decir NO pero no te atreves . Ahora imagina tus peores fantasías , lo peor que podría ocurrir si dices NO. Cada día, después de comer, métete en tu habitación, apaga las luces, cierra las persianas, pon la alarma de tu despertador media hora más tarde y, durante ese tiempo, sobre tu cama imagina tus peores fantasías. Si quieres llorar, llora. Si quieres gritar, grita. Y cuando termine la media hora, el infierno terminó. Sales de la habitación, te lavas la cara y sigues el día. Una vez que hayas hecho este ejercicio durante, al menos, una semana, te voy a pedir el siguiente ejercicio: Tienes que decir un NO de la lista que has escrito . No me vale que lo hagas con quienes lo haces siempre, esos no cuentan. Si le dices mil veces a tus hijos que NO, ellos no cuentan, si le dices mil veces a tu amiga que NO, ella no cuenta. Cuando te pidan cualquier cosa esas personas que te generan un sentimiento de culpa y de falta de libertad, quiero que pienses en este ejercicio y que digas: —Lo siento muchísimo, me gustaría poder decirte que SÍ para no disgustarte, pero tengo que decirte que NO. (Y esta afirmación es cierta: tienes que decir NO porque estás haciendo este ejercicio). Voy a transcribir literalmente lo que una de mis pacientes escribió al conseguir decir NO a una madre que siempre había mantenido con ella una relación de chantaje emocional, manipulación y maltrato: «Después de tantos años entendí que debía despedirme de mi "viejo yo", ese que permitía que me hiciesen daño y poco a poco iba dejando empequeñecer mi energía vital; tenía que poner freno a ser una víctima permanente, a dejar que solo se acercarán a mí si cumplía el injusto requisito de ser inferior manteniéndome así en una continua lucha por merecer la compañía de los demás. Así que, tomando ejemplo de la pequeña Heidi, quien volvió a la montaña dejando a su egoísta amiga Clara responsabilizarse de su vida, ya que cargando con esa labor Heidi comenzó a enfermar, mi "viejo yo" ya no podía seguir aquí más tiempo. Por esta razón comencé a despedirme en sueños de mis compañeros de vida, de todos y todas las Claras que formaban parte de mi experiencia en este mundo. Eso me dio fuerzas. Decidí hacerlo con mi madre enferma de alzhéimer, me acerqué a ella mientras estaba en su silla de ruedas y le dije: «Vengo a despedirme de ti… Yo me tengo que ir a la montaña, ¿me has oído? Te dejo aquí acompañada, me tengo que ir, tengo que subir a la montaña»; ella respondió: —Vale, pues… Pues vete. Al día siguiente, la persona que la cuidaba me llamó y me dijo que mi madre se había despertado y ese día había comenzado a andar otra vez. Después de tiempo sin poder dar un paso apareció en su habitación andando como si nada». Este ejemplo me sirve de perfecta analogía, ya que, en ocasiones, dejar de cumplir las expectativas de los demás es positivo incluso para ellos al hacer que sean más activos en el logro de su bienestar. Revela lo que realmente quieres, rebélate ante lo que los demás te exigen. Debes actuar como quieres, debes actuar a pesar de las críticas, de los reproches, de las expectativas. Ser buena persona no es ser complaciente con quienes se pueden enfadar, sino mantener la honestidad contigo y con el mundo. Este es el principio de tu fortaleza, decir NO cuando tu interior te grita a voces que el «es que» te condena a una prisión. Este recurso es necesario para comenzar el proceso de romper con el maltrato. Igual que para ir al combate debemos llevar una buena armadura, para comenzar a aplicar el método RITMO debes adquirir el recurso de decir NO. El NO es la llave, es tu cuidador, es el que te servirá de escudo protector. El NO te dará libertad, el NO te ayudará a… ¡volar lejos del maltrato! VUELA CON «RITMO» El método para pasar a la ACCIÓN «Donde no hay lucha, no hay fuerza». Oprah Winfrey En el prólogo hemos aprendido el verdadero significado de las palabras. Hemos visto que fuerte no es igual a violento , sensible no es igual a débil y, por supuesto, maltratador es lo contrario a fuerte . Al fin sabes que si eres sensible es que tienes una gran capacidad y que si tienes miedo es porque tienes la valentía de aceptarlo. Sabemos que así somos los que hemos sufrido mal trato. Nos entendemos dejando de juzgarnos, de etiquetarnos, de condenarnos y esto lo hemos conseguido a través de los distintos capítulos. Hemos entendido la importancia de abandonar nuestras expectativas y de cambiar nuestras creencias limitantes. Sabemos que el único modo de combatir es curar las heridas sufridas, empoderándonos y vivir sin participar en más juegos jerárquicos. Hemos adquirido el recurso de decir NO. Después de este proceso de fortalecimiento y de búsqueda de recursos estamos preparados para pasar a la acción, para dar el salto, pero debemos hacerlo con un plan bien trazado, paso a paso. El método RITMO te indicará cuál es el plan de evasión, el modo de llegar al otro lado, de cumplir tu objetivo. Aquí y ahora, tu oportunidad ha llegado. La acción es lo único que nos ayudará a superar nuestros miedos, a resolver nuestras dudas. Este es el momento de dar el primer paso hacia tu liberación. Como ejemplo, un botón: La entrenadora personal de la actual medalla de oro juvenil en Doma Clásica Nacional que los medios de comunicación describieron como: «El oro de la constancia», le mandó este mensaje del popular Risto a su joven pupila, Naiara Galíndez, antes de salir a la pista el último día de concurso, justo después de haber regresado del Campeonato Europeo con un error a sus espaldas. Quienes conocemos a su entrenadora sabemos bien que esta forma de motivar es la que más emplea antes de cualquier gran prueba, nada de tranquilizar. Este fue su mensaje: «No me digas que vendrán tiempos mejores. El mejor momento para hacer las cosas es ahora. No porque ahora sea mucho mejor que antes o después. Es porque es el único momento que realmente tienes. Lo demás es mentira. Lo demás vete tú a saber si volverá. Que no, que no te estoy diciendo que aproveches el tiempo, sino que dejes ya de esperar. Ni carpe diem ni leches. Que espabiles». Como no podía ser menos, la prueba de la amazona resultó ser excepcional. El pasado no existe, el futuro no está, lo único que tenemos en la vida, como en el caso de esta joven campeona, es el aquí y el ahora. Es nuestra única oportunidad. Intentar romper con una relación que se ha empezado con mucha ilusión es tremendamente difícil. Como si de una motocicleta sin batería se tratara, empujamos de nosotros, pero sin resultado. Nos cuesta arrancar. Es importante saber que debemos buscar una cuesta abajo para que nos resulte más fácil. El secreto para no caer, como cuando queremos andar en bicicleta, está en no detenernos, no esperar, seguir adelante sin mirar atrás, no dejar de pedalear a pesar de nuestro miedo y hacerlo con RITMO. Una sola palabra para que recuerdes cada cosa que tienes que hacer, qué tienes que cambiar, cómo tienes que actuar en cada momento y ante cada emoción: RITMO. Es la palabra que yo siempre tengo en mente cada vez que quiero ayudar a alguien a alcanzar los objetivos de su vida. Es la palabra que yo me digo a mí misma cuando quiero superar mis límites. Este método te ayudará a ir de la mano de todas aquellas personas que están en una situación como la tuya hasta alcanzar tu meta. La R del RENCOR y la RABIA que deberás sustituir por la R ENUNCIA y el R IESGO . La I de la INSATISFACCIÓN que deberás cambiar por I MPLICACIÓN . La T de las TENTACIONES que deberás erradicar con T ENACIDAD , la M del miedo que deberás superar con M ODESTIA y la O de la OSCILACIÓN que deberás romper con O SADÍA . EL CAMINO EMPIEZA POR EL FINAL. Cuando tenemos que tomar una decisión vital en nuestra vida, lo primero que nos asalta en nuestro interior gracias a nuestra capacidad de imaginar son cientos de dudas. Para alcanzar cualquier logro lo primero es visualizar cómo lo llevaríamos a cabo, identificando los posibles riesgos. Por esa razón si queremos salir de nuestro encierro debemos elaborar un plan de acción que considere todas las amenazas que podemos encontrar y las más limitantes son las que habitan en nuestro interior. De todas y de cada una de ellas se encargará el método RITMO, que deberá aplicarse de atrás hacia delante. Te ayudará a encargarte de tus dudas, de tus miedos, de las tentaciones que te pueden hacer desistir, de la insatisfacción que te carcome y de la rabia que habita en ti. Empezamos el camino con RITMO y lo hacemos por la última de sus letras: la O de… ¡OSADÍA! Cambia la «O» de OSCILACIÓN por la de OSADÍA «Para encontrarte a ti mismo, piensa por ti mismo» Sócrates Sí, no, sí, no… Cuando queremos salir del maltrato nos movemos con la oscilación de un péndulo. Al igual que con los pétalos de la margarita, deshojamos el siguiente pétalo con el corazón en un puño deseando que todo termine en un «sí». Lo que nos hace dudar de si permanecer o salir del infierno del maltrato es esa ilusión de que la situación cambie. A veces tenemos un pie ya en la barca, estamos a punto de salir, pero el otro viene con nuevas promesas. Al igual que a mí me ocurrió en aquella rotonda, cada nueva furgoneta blanca me dejaba paralizada a la espera de que esta fuera la definitiva y me condenaba a seguir esperando «desesperada» a mi hermana. Cada vez que nos pasa por la cabeza abandonar la rotonda nos vienen a la cabeza dudas demoledoras: «¿Y si justo yo dejo esta situación y la otra persona cambia?»; «¿Y si luego me arrepiento?». El mero hecho de pensar en romper con nuestras malas relaciones nos genera multitud de dudas, como el reo que quiere huir de prisión piensa en qué encontrará más allá de los muros: «¿Y si hay vigilantes?»; «¿Y si no soy capaz de correr lo suficientemente rápido?»; «¿Y si me atrapan?». Cada una de esas preguntas le hará planificar mejor la huida. Igual que al plantearnos salir de una relación de mal trato nos asaltan las dudas: «¿Y si me quedo solo?»; «¿Y si me arrepiento?»; «¿Y si no aguanto el sufrimiento?». Pregúntate cómo actúas cuando tienes estas dudas. Cuando piensas en que, definitivamente, tienes que hacer algo, pero te asedian terribles incertidumbres, ¿preguntas o no preguntas? ¿A quién le preguntas? ¿Qué estás buscando cuando lo haces? ¿Por qué preguntas a ciertas personas y no a otras? Al tener tantas dudas, busco una respuesta que me quite la sensación de desasosiego y de inquietud. Pero no busco cualquier tipo de respuesta, busco una respuesta que me aporte algo muy concreto: tranquilidad. Eso es lo que buscamos cuando preguntamos, una respuesta tranquilizadora. Me dirijo a personas en las que confío, en las que creo, que pienso que estarán en lo cierto, que considero que acertarán y gracias a sus respuestas obtendré la tranquilidad que necesito. Cada vez que yo hago esto pongo mi confianza en el exterior, no en mi interior. Si la confianza personal fuera un músculo, la pregunta que tengo que hacerme es si al consultar a otras personas buscando respuestas tranquilizadoras estaré fortaleciendo este músculo o, todo lo contrario. Por si te sirve esta analogía, imaginemos una persona que tiene dudas, incertidumbre y una falta terrible de confianza personal. Podría ser un celotípico, es decir, un celoso patológico. Imaginemos que no tiene ninguna razón objetiva para dudar. Jamás la persona que ahora es su pareja lo ha engañado, nunca lo ha traicionado, nunca le ha sido infiel. Las dudas de esta persona son suyas, lo sabe, pero no puede evitarlo. Al igual que un fóbico puede saber que su fobia no es lógica, pero esto no hace que no la sufra. En el intento de ayudar a nuestro celotípico, buscamos a un detective que le lleve, cada día, la grabación de todo aquello que hace su pareja, desde que se va de casa hasta que regresa. Al ver las grabaciones el celotípico puede comprobar que, efectivamente, su pareja le es absolutamente fiel. Con cada grabación consigue una respuesta tranquilizadora. La pregunta sería si, con cada grabación que visualiza nuestro celotípico, su músculo de la confianza se fortalecerá o, por el contrario, cada día estará más debilitado. Al igual que le ocurriría a la persona que, en lugar de hacer el esfuerzo de soportar el peso de su cuerpo sobre las piernas lo apoyara sobre unas muletas. La confianza no se entrena si no es de la mano de la duda, no se aprende a ser seguro si no se asumen riesgos. Esta es la paradoja que se genera al preguntar. Cuando buscas un experto que te ofrezca una respuesta que te aporte tranquilidad, no te harás más seguro, sino más dependiente de un tercero que tendrá que responder para calmar tus dudas, como el heroinómano que necesita la dosis que lo calma pero que, paradójicamente, lo vuelve cada vez más enfermo y débil. La osadía es ese salto de fe, es ir más allá soportando mis dudas. Es avanzar superando el límite de lo que hasta ahora era conocido, superándonos a nosotros mismos. La realidad del salto de fe no es hacer «a la brava» aquello que nos da miedo, no es hacer una «quijotada» como el Quijote cuando iba contra los molinos de viento saliendo mal parado, sino hacerlo con audacia. Osadía es dejar de hacer aquello que siempre hacemos y que nos está llevando al mayor de los sufrimientos. El objetivo es ir más allá, ir contra tus hábitos enfermizos y demoledores, más allá de las cosas que te han enseñado y de los prejuicios que te han encadenado a esta situación de dolor, ira e impotencia. Necesitarás fe, dejarte llevar por tu ilusión y hacerlo a pesar de las dudas e incertidumbres que habitan en tu interior, sin consultar a terceros, soportando las dudas, ¡arriesgando! El que no quiere dudar no asume que la duda, en sí misma, es positiva. Somos aquellos que dudamos porque pensamos, porque somos inteligentes, porque sabemos que asumimos riesgos, porque evolucionamos. La duda no es un problema, el problema es pensar que la duda es un problema. Solo podemos empeorar la situación si, además de sufrir la duda, cosa que es inevitable mientras tengamos instinto de supervivencia, nos empeñamos en preguntar para buscar certezas que nos tranquilicen o respuestas que nos calmen. Si hacemos esto, conseguiremos un fatídico resultado. Seguiremos teniendo la duda, pero cada respuesta tranquilizadora será como un perro escarbando un hoyo y el hoyo será nuestra propia incapacidad para confiar. En el mismo momento en que comenzamos a planear nuestra evasión comienzan las dudas y los miedos de todo aquello que podría pasar. Tu estrategia de acción ante las dudas de ir más allá debe ser la siguiente: Registra en una libreta tus dudas y, en lugar de buscar respuestas tranquilizadoras, oblígate a darte una única respuesta para fortalecer tu confianza personal. La única respuesta a la duda es la duda hasta que crees una estrategia. Mientras, por un lado, vas haciendo este registro que será el túnel que te acercará a la libertad, comienza a alimentar tu alma «a conciencia». Debes tener la energía necesaria para garantizar tu huida. Trabaja en la estrategia de hacer cosas que te gusten, hazlo con el siguiente ejercicio: Vive como si te atrevieras a probar nuevas experiencias, como si fueras capaz de disfrutar de emociones positivas para coger fuerza vital y para crear una red social que te ayudará en tu estrategia . Vivir no es sobrevivir. Vivir como si estuvieras vivo y disfrutando de la vida es el modo de coger fuerzas para romper con la relación de maltrato. Vivir alimenta el alma. Algo necesario para poder correr cuando salgamos de nuestro encierro. Como aquel que, cuando quiere escapar no puede limitarse a cavar un túnel, sino que debe alimentarse lo mejor que pueda para estar fuerte el día de la evasión. Para alimentar tu alma debes regar la semilla de tu ilusión haciendo cada día algo nuevo, distinto, diferente. Debes osar, acometer, arriesgarte a una pequeña aventura vital. Osa cada día hacer algo nuevo, a pesar de tu inseguridad. Osa hacer algo que creas que podría ser divertido, a pesar de no saber si seguirás o no en ello. Osa hacer algo que los demás hacen y tú admiras, pero que nunca has probado. Osa vivir pequeñas experiencias en soledad como si fueras tan capaz como cualquiera. Osa, atrévete, salta, actúa, JUEGA y te fortalecerás. La semilla de la ilusión está ahí queriendo que la dejes salir, el fuego interno de tu alegría, eso que nos impulsa a evolucionar está dentro de ti, pero tú decides si la riegas o no. Si te limitas a hacer siempre lo mismo, a pensar en tu sufrimiento, tu impotencia y tu dolor, el camino de la evolución, de la alegría y de la plenitud estarán cubriéndose de maleza, cerrándote el paso cada vez más. Cambia la «M» DE MIEDO por la de MODESTIA «El miedo no es más que un deseo al revés». Amado Nervo Cuando de pequeños hemos tenido miedos, algo que nos ocurre a casi todos a los seis años, nos decían: «No tengas miedo»; «Tienes que ser valiente»; «No pienses en esas cosas». Se nos hace pensar que tener miedo es ser cobarde, que el miedo es una amenaza, un enemigo a combatir, que ser valiente es no tener esa emoción que llevamos impregnada en el ADN. Se nos sugestiona para intentar quitar nuestros fantasmas y nuestros temores de la cabeza. Esto nos dejará atrapados en una trampa, creada por nosotros mismos, en la que cada vez nos sentiremos más desesperados por no conseguir quitarnos esas ideas que tanto nos asustan. Recuerdo una ocasión en la que un médico me derivó a una de sus pacientes a un curso de relajación que impartía. Cada vez que una persona quería apuntarse yo le hacía la misma pregunta: ¿Para qué quieres hacer relajación? La respuesta fue: —Para quitarme de la cabeza las ideas que no me dejan vivir tranquila. En aquel momento le expliqué que, ante los pensamientos obsesivos, no era conveniente hacer relajación, sino todo lo contrario. Intentar huir de los pensamientos que nos persiguen es como intentar huir de nuestra sombra cuando nos asusta. Le aconsejé que hiciera una terapia, no relajación. Lo bueno no siempre, no en todos los momentos, es bueno. No me hizo caso. Por lo que ella misma me contó, fue a hacer yoga. Su único objetivo, lejos de relajarse, era quitarse de la cabeza sus miedos. A pesar de que el medio puede ser inocuo, si el fin es equivocado los resultados serán negativos, como cuando comemos para tranquilizarnos. Al cabo de unos cuatro años apareció en mi consulta, sus problemas habían empeorado hasta el punto de que sus ideas obsesivas no le permitían hacer una vida normal. Las ideas funcionan como un boomerang , si intento no pensar estaré condenado a que esa misma idea me vuelva a la cabeza con la misma fuerza que yo invierto en alejarla de mí. Cuando hago el esfuerzo de no pensar soy el avestruz que, según la leyenda, ante la amenaza, mete la cabeza en la arena para simular que es un arbusto. Tratando de no ver el peligro que nos acecha ignoramos que es así como empeoramos la situación. Las emociones, como por ejemplo el miedo, en muchas ocasiones son un cúmulo de predicciones que varía según las experiencias de cada uno, incluso sin que haya tenido ninguna traumática. En cualquier momento comenzamos a predecir las posibilidades de aquello que podremos encontrar y, solo con una predicción, aun resultando absurda e ilógica, tendremos una respuesta emocional. No podemos decidir lo que imaginamos, pero sí podemos intentar dejar de intentar alejarlo de nuestra cabeza, pues como en el lanzamiento del boomerang , nos aseguraremos un nuevo impacto en la cabeza. Cada vez que pido en consulta: «Tienes que pensar en todos los miedos posibles que puedas encontrarte al romper con la situación que te machaca», la respuesta es: «Ya los pienso». Entonces, vuelvo a preguntar: ¿Piensas en tus miedos porque quieres pensar en ellos o, al contrario, piensas en ellos a pesar de que quieres dejar de pensarlos? Adivina la respuesta. Intentar no pensar me hace pensar en lo que quiero quitar de mi cabeza. Intento no pensar, trato de centrarme en otras cosas, ocupar mi tiempo. De esa manera, todas mis ideas obsesivas van aumentando, ocupando más mi inconsciente. No las tengo en mi consciente, pero mi inconsciente está repleto de ellas. Como cuando barres y metes la porquería bajo la alfombra, comenzarás a observar que tu sueño se altera. El trastorno de sueño es una consecuencia natural de no querer pensar en aquello que me preocupa. Cada vez que te empeñas en quitar tus miedos de la cabeza hay dos posibles resultados: el pensamiento obsesivo y el trastorno de sueño. Ante los miedos hay otro modo de actuar. El camino hacia lo desconocido nos genera distintos miedos. Saber qué tememos y hacer el esfuerzo de mantenerlo en nuestra mente es un ejercicio que debemos hacer cada día. Debemos subirnos a nuestros miedos para poder volar lejos de los muros que nos atrapan. Cada decisión en la vida nos puede generar una serie de consecuencias negativas. Nuestro instinto nos hace visualizar distintos miedos para poder enfrentarnos a todos y cada uno de ellos. Por esa razón, imaginar tus peores fantasías te ayudará a fortalecerte y evolucionar. Recuerda que el ejercicio de tus peores fantasías debes hacerlo después de comer, tumbado sobre la cama, a oscuras y en silencio, imaginando lo que más miedo te da, al menos durante media hora. Ocurra lo que ocurra durante este ejercicio no dejes de hacerlo. Su efecto irá calando en tu inconsciente. Es ahí donde deben producirse los cambios. Confía y verás que hay algo que cambia sin que tú lo tengas que forzar. Un estudio elaborado por la Universidad de Toronto (2013) llegó a la conclusión de que las personas que son emocionalmente inteligentes no eliminan las emociones de miedo cuando deciden, sino que las legitiman y les dan voz. Así que decir que tenemos miedo es el principio de la inteligencia, no cobardía. Es valiente el que dice con modestia que tiene miedo, no el que dice, una y otra vez, que jamás lo ha tenido. La modestia se refiere a una virtud o una capacidad que templa, modera, calma y mitiga nuestros actos, conteniendo a cada persona dentro de sus propios límites. Si tienes este libro en tus manos, si estás leyendo su contenido, hay algo que está claro: has aceptado esta emoción, has hecho un acto de honestidad y de valentía, has reconocido la emoción de miedo en ti. Ahora vamos a aceptar esta emoción, no pelear contra ella, no vamos a huir de nuestros pensamientos ni de nuestras sensaciones ante ellos. Como si estuviéramos en un gimnasio y tuviéramos que fortalecernos, no vamos a tirar las pesas que nos cuesta soportar, vamos a mantener estas ideas y esta emoción de miedo todo lo que podamos. Esto es lo que hemos hecho con nuestro ejercicio de pensar en nuestras peores fantasías, no huir del miedo, sino que hemos caminado junto a él gracias a la modestia. Si nuestro miedo fuera un perro que nos asusta, podemos actuar de dos modos frente a él: evitar el miedo o tocarlo. Cada vez que yo evito tocar el perro debo preguntarme qué ocurrirá con mi miedo, si se hará más grande o más pequeño. Debo preguntarme también si con cada evitación mi capacidad de tocar mis miedos aumentará o disminuirá. Hay algo claro, no hay modo de conseguir que aumente nuestra capacidad de superar un miedo que «tocarlo», ni otro modo de conseguir que vaya disminuyendo que «ir de la mano con él». La experiencia, la acción, es lo que lleva a la persona a sentirse capaz. Quedarnos detrás, evitar lo que tememos o pedir ayuda nos hará cada vez más inseguros y desvalidos. Solo actuando a pesar de nuestros miedos podemos adquirir la confianza y la seguridad personal que construya una verdadera autoestima. Para ganar autoestima tienes que «EMPEZAR LA PARTIDA». Como dijo Nelson Mandela, «El coraje no es la ausencia del miedo, sino el triunfo sobre él». Si tomaras la decisión de romper con quienes te maltratan, ¿qué es lo peor que podría pasar? Una de mis pacientes, antes de romper con una persona totalmente autodestructiva que le hacía el más terrible de los chantajes emocionales, describía así sus miedos: «Quería romper, pero no era capaz, me sentía frustrada, anulada, ahogada, incomprendida. Jamás pensé que mi vida iba a ser tan mala. Lo que me atenazaba y más me impedía actuar era mi preocupación de lo que la gente pensara de mí. El imaginar que podía quedarme sola o sin amigos era lo que más me paralizaba. Lo más curioso es que todos me decían que no podía permitir que él me hablara o actuara así conmigo, pero yo me sentía incapaz de romper o de defenderme ante su mal trato por el miedo a cómo pudiera reaccionar. Todo me hacía sentir culpable, todo me daba miedo, todo me asustaba». Al igual que para levantar una pesa de 50 kilos debemos entrenar levantando, poco a poco y progresivamente pesas, o para poder correr una maratón debemos ir a correr con la máxima frecuencia, la mejor forma para enfrentarnos con un cambio que nos da miedo y que nos paraliza es imaginar lo que tanto nos asusta y no somos capaces de enfrentar. Querer lo mejor para ti no es lo mismo que intentar no sentir miedo, al contrario. Querer no abandonar el día de la maratón no es evitar el cansancio de los entrenamientos. Aunque pensar en aquello que queremos y deseamos —la maratón— es el comienzo, no es suficiente. El deseo es el motor de motivación, pero no basta con tener un deseo claro y preciso. A veces uno sabe muy bien lo que quiere y lo que no, pero algo le impide dar el paso y salir de esa zona, ridículamente llamada de confort, en la que sufre un verdadero infierno. Es imposible aprender a conducir sin soportar los nervios de las primeras veces en las que vamos temiendo atropellar a cualquiera. La única posibilidad para actuar cuando se nos machaca y superar nuestras limitaciones es emprender el camino soportando los miedos que nos vienen a la cabeza, pero sin evitar el viaje. Por esa razón, en consulta, el primer ejercicio que requiere un acto de fe y que propongo hacer es el de la peor fantasía. Imaginar es el primer acto de valentía que podrás usar de forma constructiva para moldear tu cerebro. Imaginar lo que te asusta, además de ser un acto heroico, es eficaz. Me viene a la memoria una crítica que, en cierta ocasión, un psiquiatra le hizo a uno de mis pacientes: «¿Es que esa psicóloga piensa que tú estás en la escuela para mandarte hacer deberes?». Sí, esa psicóloga era yo. Es cierto, yo mando deberes y los llamo así: deberes. Igual que para aprobar uno estudia, aunque no le resulte divertido, igual que para hacer una maratón entrena, aunque sea costoso, para crecer debemos hacer un trabajo. Hacer deberes es marcarnos un reto, establecer un compromiso entre nuestro objetivo de vida y nuestra acción en el presente. Este acto de comprometernos con nosotros mismos y con nuestra felicidad haciendo unos «deberes» es una de las cosas que más valoran las personas con las que trabajo. Siempre salen con algo en las manos que les sirve como herramienta necesaria para intervenir de forma adecuada frente a los problemas que padecen. No se deja nada para mañana, nuestro futuro no está en las manos de nadie, somos nosotros quienes mandamos en nuestro destino y nuestro destino lo creamos cada día: esta es la filosofía. Digo que este ejercicio de la peor fantasía supone un acto de fe porque nuestra cultura nos dice, una y mil veces, que pensar en negativo es algo que nos puede enfermar, pero cuando el ejercicio es voluntario los resultados son excepcionales. En la investigación mencionada de Colorado se sometió a 68 personas totalmente sanas a una serie de pruebas. En un primer momento, se les hizo vivir a todos una experiencia negativa asociando un sonido neutro con una leve descarga eléctrica. Una vez que se había establecido en sus cerebros la relación entre el sonido y la descarga se dividió a los participantes en tres grupos: - A un primer grupo se les hizo escuchar el sonido que había sido relacionado con la descarga sin sufrir nuevos impactos. - El segundo grupo no escuchó el sonido asociado a la descarga, sino que tenía que imaginarlo sin recibir descarga alguna. - El tercero escuchó algo diferente: sonidos agradables de la naturaleza, como el canto de los pájaros o el sonido de la lluvia, y estos tampoco recibieron la descarga durante esos sonidos. Mediante imágenes de resonancia magnética funcional se descubrió que los participantes que oyeron el ruido amenazante tenían una respuesta cerebral semejante a los que la imaginaban. Además, los que oyeron o imaginaron el ruido amenazante sin recibir descarga eléctrica mostraron que la actividad cerebral que antes había encendido las neuronas del miedo y del peligro no se producía. Había ocurrido algo mágico, habían dejado de reaccionar con temor. Esto, sin embargo, no ocurrió con el grupo de personas que escucharon el sonido de los pájaros o de la lluvia porque el sonido asociado a la descarga persiste en nuestra imaginación, como una amenaza real, mientras no se desaprenda. El cerebro aprende a tener miedo, aprende la indefensión, pero también aprende a superarlo. La investigación confirma que la imaginación es una realidad neurológica que puede afectar a nuestros cerebros y cuerpos de forma determinante para salir del miedo. Es el primer estudio de neurociencia que muestra que imaginar una amenaza puede alterar la forma en que está representada en el cerebro, pero no en negativo, sino, ¡en positivo! Hay quien cree que la solución es no pensar, no imaginar lo que genera sufrimiento. Huir siempre hacia adelante no aumentará nuestra fortaleza y confianza, sino todo lo contrario. Si lo que buscas es no pensar algo, el pensamiento te jugará una mala pasada. Si te dicen que no pienses en un tractor amarillo, el pensamiento hará un esfuerzo para no pensarlo y esto le obligará a traerlo a su imaginación para después tratar de erradicarlo. Es como huir del pensamiento negativo, justo lo contrario de lo que deberíamos hacer para fortalecernos ante él. Pero, entonces, ¿cómo funciona nuestro cerebro? Cuando estamos atrapados por nuestros miedos debemos evitar aquellas terapias basadas en el «pensamiento positivo». Cuando atraemos pensamientos con la única pretensión de quitarnos de encima el dolor y el miedo seríamos tan necios como quien borra la señal de fallo técnico del salpicadero del coche esperando que así desaparezca la avería que nos llevará a un problema mayor. No hay, una y otra vez, nada nuevo bajo el sol salvo lo olvidado. Marco Aurelio, apodado el Sabio por ser considerado uno de los emperadores más inteligentes de la Antigua Roma, aconsejaba: «Empieza cada día diciéndote: Hoy me encontraré con interferencias, ingratitud, insolencia, deslealtad, mala voluntad y egoísmo, todo ello debido a la ignorancia de los ofensores…». Que el miedo se aprende lo sabe la psicología desde hace muchas décadas, que se puede desaprender, también, y que no se puede no tener , también. Necesitamos que la ciencia nos demuestre que imaginar lo positivo tiene una función positiva, pero imaginar lo negativo, como ya sabían los filósofos estoicos, tiene otra igual de necesaria: nuestro fortalecimiento. Cambia la «T» DE TENTACIÓN por la de TENACIDAD «La razón obra con lentitud, y con tantas miras, sobre tantos prejuicios, que a cada momento se adormece o extravía. La pasión obra en un instante». Pascal La vida que tenemos no es el resultado de lo que un día decidimos iniciar, sino de la capacidad para mantenernos en el camino que iniciamos. Demasiadas veces las personas que sufren maltrato han intentado, sin resultado, salir del infierno en el que se encuentran. Han dado el paso al decir ¡se acabó!, pero no han podido mantenerse y han vuelto a la casilla de salida. Algo falló y todos saben perfectamente qué: algo o alguien les hizo abandonar el camino. No tuvieron la suerte de ser advertidos de los peligros de la gran evasión. La fuga no es lo más complicado, sino tener preparada la logística necesaria para estar, definitivamente, «fuera de peligro». El consejo de familiares, amigos, conocidos de volver a intentar la relación son la amenaza y la tentación que nos podrá alejar de nuestro objetivo. El comentario de que la persona «abandonada» está fatal, que llora, que está demacrada es otra tentación que aparece y que nos hará dudar. Y, por último, jamás debemos olvidar que el maltratador siempre llama multitud de veces , llama por teléfono, llama a los amigos, a la familia, al trabajo, a la puerta, llama con lágrimas, con flores, con promesas, con amenazas, con arrepentimiento. Y, con cada una, como si fuera la llama que va consumiendo una cerilla, se va consumiendo nuestra decisión, nuestro empuje, nuestra claridad mental, nuestra seguridad, nuestro convencimiento, cayendo en una oscuridad letal: el arrepentimiento. Cuando dejamos esas relaciones hay algo que debemos tener claro, las tentaciones aparecerán y serán tan dulces como demoledoras, como el canto de las sirenas que nos harán tirarnos por la borda y ahogarnos en el mar. En la mitología griega las sirenas eran genios híbridos; no tenían aletas, sino alas para volar. Todos los barcos las temían. No tenían garras, no los agredían, pero el riesgo era aún mayor. Su principal amenaza era su voz, una voz que poseía tanta dulzura que conseguían embelesar a cualquier marinero que se atreviera a navegar cerca de su isla. Gracias a ese don, los marineros saltaban del barco para escucharlas mejor, pereciendo en las aguas. Ante aquella terrible amenaza, Ulises, apodado el Astuto, encontró la forma para no sucumbir ante la tentación de aquellas dulces voces. Para evitar el influjo de las sirenas, Ulises siguió el consejo de la diosa Circe que le advirtió así: «Tendréis que pasar cerca de las sirenas que encantan a cuantos hombres se les acercan. ¡Loco será quién se detenga a escuchar sus cánticos, pues nunca festejarán su mujer y sus hijos su regreso al hogar! Las sirenas les encantarán con sus frescas voces. Pasa sin detenerte después de taponar las orejas de tus compañeros. ¡Que ni uno solo las oiga! Tú solo podrás oírlas si quieres, pero con los pies y las manos atados y en pie sobre la carlinga, hazte amarrar al mástil si vas a oír su canción». Llegado el momento, Ulises hizo todo lo que Circe le aconsejó y además ordenó a la tripulación que, vieran lo que vieran, de ninguna manera le desataran del mástil por mucho que él lo llegara a suplicar. Esta es la única salida a la tentación, la tenacidad. La tenacidad es esa fuerza que impulsa a continuar con empeño y sin desistir en algo que se quiere hacer o conseguir. Antes de dar el primer paso, debes asegurar que tu tripulación está preparada y el mástil también. Debes pedir a amigos, familiares que de ninguna manera te hablen de quien te ha estado maltratando, que no le sirvan de eco a su voz. Si ha hablado con ellos, ha dicho que se arrepiente, ha preguntado por ti, tú no debes saberlo, pues te irá minando poco a poco, como el canto de las sirenas. En demasiadas ocasiones, cuando hemos decidido dar el paso y nos hemos alejado de la persona que nos maltrataba, nos quedamos agazapados en casa mirando permanentemente, por si aparece, a través de la ventana. Hay una pelea en nuestro interior, como si tuviéramos una adicción y estuviéramos queriendo desintoxicarnos, pero al mismo tiempo necesitásemos esa dosis que nos calma «en principio», aunque nos mate al final. Si ya has intentado alejarte de la persona que te maltrata, quizá estás todo el rato mirando por «la ventana» de tu teléfono móvil: «a ver si me llama, a ver si escribe, a ver la foto de perfil, a ver qué pone en las redes...». Esto sería como buscar las sirenas, acercarte a ellas, ponerte en una situación de total vulnerabilidad. Si no te alejas de esa ventana, te estás poniendo en peligro. «La curiosidad mató al gato» y cuanto más te acerques a sus cánticos más te atraparán. Debes blindarte ante los mensajeros y alejarte de los medios a través de los que puedas ver imágenes, recibir mensajes o escuchar su voz. Dile a esa persona que sin ningún tipo de acritud necesitas alejarte, que vas a bloquearle las llamadas y los mensajes porque es mejor para ti y para tu salud. Con el tiempo, cuando te hayas restablecido emocionalmente quizá puedas volver a comunicarte, pero es vital que te protejas hasta que hayas llegado a puerto. Sin ninguna duda, llegar a puerto en el caso de que el maltrato haya sido en la relación de pareja es estar emocionalmente estable, es decir, estar felizmente contigo mismo o en pareja. Una terapia te ayudará a entender qué lesiones hay dentro de ti, qué heridas hay que curar, qué creencias te han dejado atrapado en una relación así. Te ayudará a tener la garantía de que sabes poner límites, decir que no, identificar los juegos jerárquicos en los que buscas aprobación. El momento en que tus necesidades emocionales están cubiertas e identifiques perfectamente los juegos de quien maltrata, no verás del mismo modo a esa persona, pero hasta que no llegues a puerto te estás poniendo en peligro si escuchas sus cánticos. La tenacidad es esa cualidad de ser firme, de persistir, de mantenernos en el camino, de mantenernos fuertes ante las tentaciones, de caminar con determinación hacia nuestro objetivo. Debemos aprender de aquellas personas que, tras pelear contra su adicción al alcohol, siguen afirmando que son alcohólicos para recordarse en todo momento el riesgo que corren si se confían. Contra todo pronóstico, cuanto más tiempo pasamos lejos de la persona tóxica que nos maltrataba más fácil es la recaída, pues el dolor se olvida, pero la ilusión, como si de un incendio que hemos conseguido apagar se tratara, se renueva con un soplo. Estás en la barca, llevas los remos, quieres alcanzar la isla de la paz, de la felicidad, de la plenitud. En la travesía aparecerán los cánticos de las sirenas y, junto a ellos, la tentación de volver al infierno vivido con la ilusión de que esta vez será distinto. Las sirenas, perfectas embaucadoras, son expertas en usar dulces palabras, con nuevas promesas y tono de arrepentimiento. Cada cual es el único responsable de su propio bienestar, tú lo eres del tuyo, y esperar que te lo den los demás es asegurarte no encontrarlo jamás. Puedes seguir remando, sin parar, sin mirar atrás. Puedes detenerte y desistir, pero piensa: ¿cómo te sentirás si desistes? ¿Qué idea tendrás de ti si sucumbes? PARA MANTENER EL NORTE debes hacerte esta pregunta: ¿Qué debo hacer o no hacer, conscientemente o voluntariamente hoy para naufragar? No es cierto que el que tiene gran autoestima o fuerza de carácter se mantiene porque le resulta más fácil. Todos podemos ser como Ulises; si conocemos nuestras debilidades y nos atamos al mástil, no caeremos en la trampa de la tentación, resistiremos si somos astutos. El hecho de haber resistido nos dará autoestima y fortalecerá nuestro carácter. Somos lo que hacemos, estamos hechos de barro o de acero, de decisiones pusilánimes o tenaces. Cada rendición mellará nuestra autoestima, sin embargo, mantenernos a pesar de las tentaciones nos dará una absoluta sensación de victoria. Ahora inicia tu camino, no tienes que ser fuerte, sino conocer tus debilidades para buscar un mástil. Aléjate de la ventana, de las voces de las sirenas, del eco de las mismas y recuerda: serás lo que hagas. Eres tú quien podrá empoderarte o hundirte en el mar. Cambia la «I» DE INSATISFACCIÓN por la de IMPLICACIÓN «Los hombres olvidan siempre que la felicidad humana es una disposición de la mente y no una condición de las circunstancias». John Locke Estoy mal y me quejo. Estoy mal y lo expreso. Estoy mal y protesto. Estoy mal y te pido que cambies porque la razón de mi malestar es algo que haces tú: maltratarme. Con desprecios, con descalificaciones, con juicios de valor, con críticas, con consejos aleccionadores. Siempre encargándote de que las posturas estén muy diferenciadas: tú arriba y yo abajo. Hasta cuando te enfadas y lo haces sin razón alguna, soy yo quien debo pedir indulgencia como si yo hubiese pecado. Incluso cuando quieres que nos veamos me preguntas a ver si quiero verte, como si fuera mi necesidad, nunca la tuya. No pides estar conmigo, solo me invitas a estar contigo. Tú arriba, yo abajo. Tú dando y yo, pobre de mí, recibiendo. Estamos los dos, pero siempre parece que quien tiene la necesidad de estar soy yo. Y después juzgas mis respuestas como debilidad, dependencia e incapacidad. Maltrato, maltrato y maltrato. Cuando ruegas a alguien que cambie y no lo hace, pero vuelves a intentarlo; cuando pretendes entender su maldad, aunque no le encuentres la lógica, pero tampoco dejas de hacerlo, te quedas atrapado en la insatisfacción de quien pregunta ¿¡por qué!? desconsoladamente. Hay cosas que la razón no entiende. Cómo entender las violaciones, cómo entender la tortura, cómo entender el trato inhumano. Debemos entender que la clave no está en entender sino en identificar, en reconocer para poder reaccionar. Si fuera una amenaza física, un daño físico, ¿qué sentido tendría intentar encontrar la causa? Si la pregunta es incorrecta, es imposible acertar con la respuesta. Si sustituimos el por qué por un para qué, encontramos otras respuestas. ¿Para qué me humilla? ¿para qué se enfada? ¿para qué? Para que te sometas, para que te hundas, para que busques desconsoladamente su aprobación, para sentir una falsa sensación de seguridad sobre ti. Luego, ahí está el único porqué real: ¡porque le funciona! Viene un extraño. No lo conocemos. Coge un martillo. Nos empieza a golpear. No lo podemos entender, pero eso da igual porque ¡nos hace daño! Eso es lo único que importa. Cuando nos maltratan podemos seguir analizando, protestando, quejándonos, gritando o, por el contrario, podemos alejarnos del martillo sin preguntar. En el caso de que el martilleo sea una comunicación lesiva, la analogía sería la siguiente: Somos quienes estamos en una barquita, queriendo llegar a una isla de la paz y tranquilidad. En el trayecto encontramos a alguien que nos dijo que le gustaría navegar con nosotros. Ahora somos dos en la barca, pero nuestro acompañante comienza a hablar. Nos dice que remamos mal, que no tenemos ni idea, que deberíamos coger los remos de otra manera, que no hacemos nada a derechas, que parece que todo nos da igual, que si él llevara los remos habríamos llegado ya. Ante cada comentario nos quejamos, protestamos, argumentamos, pero la jerarquía sigue igual. El que busca la aprobación ya está sentenciado. Así que grito más, lloro más, me quejo más y, como si de una vomitada tras otra se tratara, ahora no solo llevo en la barca una compañía demoledora, sino también el pestilente olor de mi propio vómito. La queja es una especie de toxicidad que cada vez que la sacamos hacia el exterior nos condenamos a respirar. Y para salir de la insatisfacción a la que nos estamos condenando, el primer paso es implicarnos en el proceso de cambio. En primer lugar, haremos un PACTO DE SILENCIO DE NUESTRO MALESTAR . Es probable que convivamos con una persona que cada vez que estamos en un estado de paz tiene la compulsión de hacer justo aquello que la rompe y «nos da el viaje». A estas personas yo las llamo «el necio de la bomba». Lo llamo necio para dejar claro que no hay inteligencia alguna en quien maltrata. «La violencia no es fuerza sino debilidad, nunca podrá crear cosa alguna, solamente la destruirá», dijo Benedetto Croce. Hay paz, hay calma, todo está bien, es importante que nadie pulse el botón rojo, pero es justo el botón que tiene que pulsar. Esa persona puede gritar cuando todo va bien. Puede ser cínica sin venir a cuento. Puede hacer una observación sobre nosotros sin que se lo preguntemos. Pero en toda relación con un «torpe» que rompe el estado de paz es más que suficiente. La paz no es solo lo que se observa en el exterior. Nuestro silencio NO garantiza la paz. No es cierto que «si uno no quiere, dos no pelean», pues la pelea puede estar en las entrañas de quien aguanta, algo que describió con acierto Machado: «No extrañéis… que esté mi frente arrugada, yo vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas». Si tú quieres seguir adelante, si quieres llegar a tu isla de paz, prohíbete seguir el juego de quien no es capaz de hacer otra cosa que pulsar el botón de la detonación. Dejar de estar en estado de guerra no es no hacer nada al respecto. No hacemos nada intentando que la situación deje de existir. No hacemos nada aguantando en silencio. No hacemos nada quejándonos. No hacemos nada gritando. No hacemos nada peleando. Es imposible estar satisfecho si vivimos en un permanente estado de guerra. Debemos implicarnos en nuestro bienestar. La palabra implicación viene del latín y significa «ACCIÓN y efecto de COMPROMETERNOS en un asunto». Debemos implicarnos y salir de la zona de detonación, debemos implicarnos y sacar de nuestra barca a quien nos está «dando el viaje» y, hasta ese momento debemos mantener la barquita limpia y sin vómitos para que nos resulte más fácil actuar. El voto de silencio es comprar un billete, un billete muy especial, el billete para romper el juego del doble vínculo y volver a recuperar el control. A partir de ese estado de calma, de cambio, podemos pasar al siguiente ejercicio: El viaje de tu vida . Te ves obligado a irte sin ningún tipo de compañía al extranjero y tendrás que quedarte allí durante dos años, sales dentro de quince días. El trabajo o lugar de estudios ya está garantizado y el sitio donde vas a vivir, también. ¿Cómo harías para que la experiencia no sea negativa? ¿Qué harías en cuanto llegues allí? Todo lo que escribas será lo que harás y lo que no hayas escrito no llegarás a hacerlo. Casi todo el mundo en este ejercicio tiene una gran inteligencia emocional y dice: «Me apuntaría a…». ¿Qué quiere decir esto? Todos sabemos que necesitamos una red social, que las relaciones son grandes antidepresivos, que el ejercicio físico también lo es, igual que realizar hobbies y aficiones que nos den bienestar. Además, sabemos que somos mucho más activos con nuestro bienestar si nos comprometemos. Un curso me obliga, una actividad en grupo me lo pone más fácil. Así que, pensando que tenemos que estar fuera de nuestra burbuja, tenemos la inteligencia de «buscarnos la vida» y de hacerlo del modo más viable y realista. Ahora debes imaginar que estás en el extranjero. Debes hacer aquello que hubieras hecho. De la misma manera, debes buscarte la vida como has escrito en tu ejercicio, pero recuerda: escribir en un papel no es implicarte. Tampoco es implicarte haberlo realizado un día por casualidad, sino como norma. Ponte un tiempo límite, en quince días debes materializar lo que has escrito y debes mantenerlo si quieres salir de la insatisfacción. Debes vivir como si fueras una persona que está viva y como si estuvieras disfrutando de la vida. La implicación es la capacidad de responsabilizarse de un objetivo y tu bienestar debe ser el primero. Cada persona está hecha de lo que hace día a día. Comenzar a hacer aquello que te aporte felicidad es el principio para fortalecerte. La actividad física, las relaciones sociales, la luz natural y tener objetivos en la vida aumentarán la producción de las hormonas de la felicidad: endorfinas, serotonina, dopamina y oxitocina. No esperes a contar con nadie; estás fuera, en el extranjero, dependes de ti, y el grado en que te impliques en tu propia satisfacción personal será lo que determine tu destino. Este ejercicio, además, será tu oportunidad para tocar el miedo a la soledad. Al ponerlo en práctica, el miedo paralizante que nos impide avanzar irá bajando y, al mismo tiempo, tu capacidad para enfrentarte a él se fortalecerá. Para tocar el miedo a la soledad debes dejar de esperar a los demás. Demuéstrate que eres capaz de moverte sin necesidad de que te lleven de la mano. Eres capaz de salir a correr, ir al cine, apuntarte a diversas actividades de ocio. Pero recuerda, solo si lo haces con frecuencia… llegarás a adquirir capacidad. Cambia la «R» del RENCOR y la RABIA por la de RENUNCIA y RIESGO «El secreto del cambio es enfocar toda tu energía, no en la lucha contra lo viejo, sino en la construcción de lo nuevo ». Sócrates Si quieres que cambie la realidad de sufrimiento que estás soportando piensa en qué has intentado hacer hasta ahora. Tu último ejercicio es: Intentar cualquier cosa diferente a lo anterior. Si llevo mucho tiempo en una situación de sufrimiento, si estoy resistiendo y aguantando a pesar de todo, es muy probable que desee un cambio, pero no encuentre el valor suficiente. Esperar que algo cambie en el exterior y no conseguirlo me llenará de impotencia y frustración, esto generará en mi interior sentimientos de rencor y de rabia. Cuanto más intento que quien me maltrata deje de hacerlo, cuanto más hablo con esa persona para conseguir que no se comporte como lo hace conmigo, cuanto más persigo una relación normal, mayor será el número de golpes contra la pared. Sigo aguantando, sigo resistiendo porque me cuesta renunciar. Vivo la renuncia como un fracaso, como una decepción, así que sigo en la pelea. Cuanto más intento, más sufro, pero para mí la renuncia «no entra en la ecuación». La clave para salir de nuestro dolor está en esa capacidad que nos ayuda a desatar el nudo: la capacidad de renuncia . La renuncia implica desprenderse de manera voluntaria con un sentido de sacrificio de algo que se tiene. Es ver la situación desde otro prisma. La solución no está en que el problema no sea el que es, sino en dejar de intentar lo que, hasta ese momento, hemos intentado. Gracias a ella podemos cambiar de camino, hacer que el problema tenga otro enfoque, ampliar nuestro punto de vista, y justo ese acto nos permite encontrar una solución. La renuncia nos da la oportunidad de cambiar. Algo que es necesario hacer cuando los datos nos demuestran que nuestra lógica no funciona. Cuando hemos intentado resolver el mismo problema multitud de veces y lo hemos hecho de todas las formas posibles, cuando consideramos que estamos atrapados y sin solución, debemos cambiar de dirección. Lo que convierte un problema en problema es que tenemos un posicionamiento previo ante él y en cómo debe resolverse, y somos incapaces de desistir. A pesar de que nuestro modo de actuar y de intentar solucionarlo es fallido, la estrategia para acometerlo vuelve a ser la misma. No hay un cambio de teoría. Da igual que comprobemos desesperadamente que nada se soluciona, seguimos empeñados en intentar otra vez lo que creemos que debería funcionar y no está funcionando. Muchas veces la labor del terapeuta es esta: ampliar nuestro punto de vista, cambiar la lógica en la que estamos atrapados, ayudar a cambiar nuestras soluciones intentadas. Yo no puedo ser quien me ayude a mí, estaré atrapada en mi punto de vista. Cualquiera que vea desde lejos el problema podrá tener una perspectiva que yo no consigo percibir. En ocasiones necesitamos una ayuda externa, una persona que se presente en nuestro camino y nos ofrezca un enfoque diferente. Todos necesitamos un «Beremiz Samir»: Cuenta una historia, narrada por el compañero de viaje de Beremiz Samir, cómo este ayudó en cierta ocasión a tres hombres que discutían acaloradamente sin encontrar solución a su problema: «Cerca de un viejo albergue de caravanas medio abandonado, había tres hombres discutiendo junto a un grupo de camellos. Entre gritos e insultos, se oía: —¡No hay manera, no puede ser! ¡Eres un ladrón! —¡Ladrón tú! ¡Es mío, me pertenece! Beremiz preguntó a los hombres por qué discutían y ellos compartieron su situación: —Somos hermanos —explicó el mayor—, nuestro padre ha muerto y hemos recibido en herencia estos 35 camellos. Según su voluntad, me corresponde la mitad, a mi hermano mediano una tercera parte y al menor solo una novena parte. No sabemos, por más que discutimos, cómo cumplir su voluntad, y a cada reparto que proponemos, los otros dos no están de acuerdo. No hay modo de resolverlo. Nuestro padre nos ha llevado a una disputa imposible de solucionar. Si la mitad de 35 es 17 y medio, y ni la tercera parte ni la novena son exactas, ¿cómo ponernos de acuerdo? —Yo me comprometo a buscar una solución —afirmó Beremiz—. Pero, antes, permitidme que añada el camello de mi compañero a vuestra herencia y que, tras resolver vuestro problema, se lo devuelva y me cobre con un camello mi humilde intervención. Ahora, amigos míos —dijo—, voy a hacer la división justa y exacta de los camellos que aquí tenéis, que ahora, gracias al préstamo de mi compañero, suman 36. Y volviéndose hacia el mayor de los hermanos, dijo: —Tendrías que recibir, amigo mío, la mitad de 35, esto es: 17 y medio. Pues bien, recibirás la mitad de 36 y, por tanto, serán 18 para ti. Nada puedes reclamar pues sales ganando con la operación. Y dirigiéndose al segundo hermano, continuó: —Y tú, Hamed, tendrías que recibir un tercio de 35, es decir 11 y poco más. Recibirás un tercio de 36, o sea, 12. No tendrás ninguna queja, pues también tú sales ganando. Y, por fin, dijo al más joven: —Y tú, joven Harim Namir, según la voluntad de tu difunto padre, tendrías que recibir la novena parte de 35, es decir 3 camellos y parte de otro. Ahora conseguirás la novena parte de 36 que serían 4. Tu ganancia también es mayor y estarás contento con el resultado. Después, añadió: —Por la ventajosa división que ha beneficiado a todos, uno tendrá 18, el otro 12 y el otro 4. El total, como comprobaréis suman 34. Un camello de los que sobra es de mi querido compañero de viaje y el otro, como entenderéis bien, me lo he ganado por solucionar vuestro problema ofreciendo una ventaja, a todos por igual». Esta es la capacidad de la renuncia, llevarnos más allá de nuestra lógica. De esa lógica que nos deja condenados a un campo de batalla, limitados a un único intento de solución: conseguir que quien nos maltrata deje de hacerlo, que entienda, que comprenda, que evolucione. La renuncia es darnos un enfoque nuevo, refrescante y sacarnos de la rueda en la que estamos atrapados, como el ratoncito que gira, una y mil veces, sin avanzar. La renuncia no es, como la obsesión de esta sociedad por el éxito nos hace pensar, una puerta que se cierra, sino un peso del que nos tenemos que desprender para seguir caminando hacia nuestro destino. La renuncia no es una limitación, sino una posibilidad de abrirnos camino en la vida. El camino hacia la solución de nuestro problema, hacia la verdadera libertad, hacia la satisfacción personal. Una de mis pacientes describía así el día que logró renunciar: «De repente, después de años sufriendo sus desprecios, me dolió todo el cuerpo como si me rompiera por dentro y pensé: "NO LO SOPORTO MÁS, NO MEREZCO ESTO". Esa voz interior, de aparente debilidad, descubro ahora que fue mi yo más inteligente y valiente, priorizando por una vez mi bienestar al de quien me machacaba que esa noche dormiría un rato menos. Sucedió que hasta las que más podemos, llega un momento en el que dejamos de poder. Y ahora entiendo que darme cuenta de que no podía más y saber retirarme, también es una manera de PODER». Es difícil asumir la pérdida. Por esa razón, el ejercicio de Decantar el dolor será nuevamente el primer paso para renunciar. La vida es esa batalla en la que no podemos seguir combatiendo si no curamos nuestras heridas. Escribe con tu puño y letra cada noche. Saca todo el dolor, la tristeza y los sufrimientos que llevas acumulados. Recuerda que después debes tirarlo, no lo leas ni lo juzgues. Simplemente, escribe y rompe lo que hayas escrito cada noche. Sigue haciéndolo hasta que veas que no hay más que sacar. Ahora que has renunciado, que te has quitado un peso de la espalda, piensa hacia dónde quieres ir, qué quieres alcanzar y avanza, pero antes no olvides que hay que asumir un RIESGO. Cuando hemos sufrido un mal trato podemos quedar resentidos cayendo con frecuencia en la radicalidad de quien está a la defensiva. Con afirmaciones tan tóxicas como: «Todos son…»; «Todas son…». «El gran error de nuestra sociedad ha sido educar al hombre contra la mujer y a la mujer contra el hombre», afirmó con magnifica lucidez Gregorio Marañón. Cuando hemos sufrido, es más difícil aceptar que nos equivocamos al elegir una compañía que caer en la radicalidad de pensar que todas las personas son malas, convirtiéndonos así en quienes habrán aprendido el terrible juego del «juez» que mal trata a otro ser humano convencido, eso sí, de que el malo es el otro y la víctima es él. Somos animales sociales, pero sobre todo tenemos necesidades afectivas y emocionales. Negar estas necesidades nos hará caer en una peligrosa situación. Jamás deberíamos olvidar que la oxitocina, una de las hormonas de la felicidad, se genera con los vínculos emocionales, con el contacto con los demás, con los abrazos cálidos. El abrazo es una herramienta poderosa para aportarnos confianza y sentir felicidad. El error de quien no quiere saber nada de otro ser humano, de quien se queda atrincherado en ese posicionamiento de rechazo es que, paradójicamente, la persona más cercana a nivel íntimo y emocional seguirá siendo aquella con la que tuvo esa relación de sufrimiento y mal trato, pasando de la afirmación: «No quiero saber nada de nadie» a volver con quien le maltrataba. No es suficiente con saber decir NO a las malas relaciones, además debemos mantener el coraje suficiente para poder decir SÍ a las que son positivas. De lo contrario, nos ocurrirá como a la persona que se niega a comer hasta que, no aguantando más su situación de privación, cae en la compulsión de comer del modo más voraz e insano. Cuando salimos de una relación de mal trato y vemos a nuestro verdugo con nuevas relaciones nos surge un miedo a la pérdida, una especie de ilusión de aquellos tiempos pasados en lo que «todo era mejor». La tentación de recuperar «lo que consideramos nuestro» puede hacernos reaccionar como el rehén bajo los efectos del síndrome de Estocolmo, volviendo a meternos voluntariamente en la caja en la que estábamos atrapados. Los exploradores españoles y portugueses fueron los primeros en utilizar el término riesgo, con el cual designaban la navegación en aguas desconocidas, donde pudieran chocar con cualquier roca que les hiciera naufragar, como único modo de poder alcanzar nuevas tierras y mejores oportunidades. El término en sí involucra tanto el temor como la ilusión que produce la exploración de lo ignorado: el resultado de un nuevo viaje, la llegada a otro puerto. Asumir el riesgo lleva al ser humano nuevamente a imaginar, ir más allá de la realidad, volar con su ideal. Pero en ese vuelo inevitablemente aparecerán las nuevas dudas, los miedos, reflejo de la incertidumbre que supone salir de lo conocido y poder perder lo que consideramos nuestro. La tentación de volver donde estábamos volverá a ponerse frente a nosotros. Únicamente el que sea capaz de no sucumbir a esa tentación de la posesión, soportar las dudas y volar sobre sus miedos asumiendo el riesgo de avanzar hacia lo desconocido, podrá llegar al otro lado. El lado de la liberación, de la confianza, la autoestima, de la satisfacción personal, del empoderamiento. Un instrumento que te puede ayudar a mantener la renuncia es Escribir todo lo que te hizo sufrir quien parecía una persona maravillosa . Cada vez que te venga la idea de que estás perdiendo algo valioso, lee atentamente lo que has escrito. Ante el dolor de la pérdida busca anestesias naturales para no recaer. Un remedio que te puede fortalecer, reafirmar y que en la actualidad se está utilizando con fines sanitarios es la música . La Academia de Ciencias de Nueva York ha publicado un monográfico sobre la importancia que tiene la música en el tratamiento de diversas enfermedades y patologías e, incluso, para evocar e incluso reforzar emociones. Patrik Vuilleumier y Wiebke Trost sugieren en su trabajo que esta activa dos regiones cerebrales, la emocional y la motivacional, consiguiendo mejorar nuestra aptitud y actitud ante situaciones problemáticas. Otros estudios han comprobado los resultados analgésicos que la música genera en nuestro cerebro ante situaciones físicas de dolor. La Asociación Música en Vena y el Hospital 12 de Octubre de Madrid han llevado a cabo una investigación para demostrar los beneficios que la música puede aportar en ciertos pacientes hospitalarios. Los resultados son claros: constantes más estables, reducción del dolor y mejor estado de ánimo. Durante años he pedido a mis pacientes que fueran eligiendo la canción que tuviera en ellos un efecto motivador. Les he pedido que me dijeran cuál era la canción que les servía como motor, que les ayudaba a seguir adelante sin sucumbir. La lista es extensa. Por ejemplo, una canción que a mí me ayudó a seguir en un momento de renuncia como el mejor de los analgésicos mientras iba al monte, corría o andaba en bicicleta es Pa' ti no estoy de Rosana. Mi hija, cuando empezó a ir al colegio, con cuatro años pedía que le pusiéramos cada mañana de camino a clase Thunderstruck . Decía que la necesitaba porque ¡le daba alegría! No quería otra canción, solo esa, una y otra vez durante todo el camino. En esta lista hay canciones y estilos muy diversos, pero todas comparten algo: la ruptura con el pasado y el principio de un futuro mejor. LAS PODRÁS ENCONTRAR AQUÍ: URL : www.lourdesrelloso.es/himnosdelibertad Quisiera añadir tu canción, la que a ti te de fuerza y te acompañe en el camino, tu himno. El himno que te llevará a la VICTORIA, a la superación, a la libertad. No olvides nunca que cuando renuncies tendrás que seguir haciendo el ejercicio de Vivir como si estuvieras vivo, como si estuvieras disfrutando de la vida. No olvides el pacto de silencio del malestar. Ahora es el momento de vivir de forma activa, recurriendo a cuatro grandes antidepresivos naturales: el ejercicio físico, la luz natural, las metas personales y las relaciones sociales. Apunta cada día qué antidepresivo natural has utilizado. La capacidad de generar serotonina gracias a estos recursos te ayudará a mejorar tu estado de ánimo en la situación de duelo. La serotonina es el neurotransmisor clave para sentirnos con energía y buen ánimo. Podemos modularla con nuestra exposición a la luz natural y con nuestro estilo de vida. La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda que en invierno expongamos la piel de manos, brazos y rostro al sol, sin protección solar, durante al menos 15 minutos al día. Vivir encerrados, sin actividad, sin relaciones será algo que nos prive de la energía necesaria para seguir avanzando. Una revisión sistemática de ensayos clínicos ha demostrado, en una muestra de 455 pacientes con depresión grave, con edades entre los 18 y 65 años que, realizando ejercicio aeróbico con intensidad moderada durante 45 minutos, tres veces a la semana, generaba resultados antidepresivos. La aportación de dopamina también mejorará nuestro estado emocional. La conseguiremos al establecer objetivos a corto plazo que nos ilusionen, persiguiendo pequeñas metas que nos aporten satisfacción personal. Esta es la clave: Vivir como si estuviéramos felices… a pesar del sufrimiento que podamos llevar en nuestro interior . El reto no está en extirpar nuestro dolor, sino en vivir apasionadamente a pesar de él. Cuando hayas conseguido recorrer el camino de la renuncia y hacerlo como si estuvieras disfrutando de la vida, hay algo que no puedes olvidar. Hay algo que te mereces: Para valorar tu capacidad de renuncia debes… ¡CELEBRARLO! ¡A CELEBRARLO! Atrévete a alegrarte por ti «La felicidad está en la libertad, y la libertad en el coraje». Pericles Estás bien, te sientes alegre, has recuperado tu orgullo personal, tu satisfacción es absoluta y ¡no es casualidad! Has entendido por qué hasta ahora no podías moverte, has soportado tus dudas, has tocado tus miedos, te has enfrentado a tus peores fantasías, has dejado de dar a tu Galatea con martillo y cincel, has superado a Goliat, has fortalecido a David, has hecho un pacto de silencio para empoderarte, has aprendido a diferenciar los juegos del enanito gruñón, te has atado al palo del mástil, has cerrado la ventana indiscreta que te hacía consumir, has aprendido a decir NO… ¡No, no es casualidad que estés donde estás! Hoy es un gran día, has salido de tu encierro, has salvado las tentaciones, te has enfrentado con tus miedos, has asumido los riesgos y, al final, estás al otro lado: en el de la libertad porque has tenido la valentía de renunciar. Estás en un terreno seguro, en un remanso de paz y es vital que sepas celebrarlo. La celebración nos hace tomar conciencia de nuestras victorias. Nos enseña a valorar lo que hemos hecho a pesar de nuestras dificultades. Es importante saber para qué celebrar, por qué celebrar y con quién celebrar nuestra gran evasión. Lo celebramos para algo importante . El día de la celebración quedará para siempre grabado en tu mente. Será el recuerdo que te aporte un anclaje futuro que te recordará que, a pesar de los miedos y de las dudas, sí puedes. Dentro de ti hay capacidad de acción, de lucha, de ir más allá de lo que en ese momento te resulta conocido. La resiliencia es la capacidad que tenemos de hacer frente a la adversidad transformando nuestro sufrimiento en un motor de acción que nos llevará lejos de nuestro encierro. Hoy celebrarás tu resiliencia, la capacidad de convertirte en el arquitecto de tu libertad, de tu tranquilidad, de tu satisfacción personal. Esta celebración te servirá para no olvidar jamás lo que sí has logrado cuando tenías miedo, cuando te atenazaban las dudas, la incertidumbre y te perseguía de modo implacable la tentación. Multitud de artistas, cantantes, compositores, pintores han encontrado su inspiración en su dolor. Creando obras conmovedoras que a todos nos hacen vibrar. Busca la canción que te aporte fortaleza, decisión. Busca la canción que te reafirme y te inspire, convirtiéndola en tu himno. Lo celebramos con personas importantes . Celebrarlo te servirá nuevamente para empoderarte, y para crear buenas relaciones con los demás. Trata de buscar a esas personas especiales que te han ayudado para que sean tu red, esas personas que pueden estar a tu altura, a las que tú mañana también podrás ayudar igual que ellas te han ayudado a ti. Las relaciones personales son un motor de motivación, nos dan fuerza y alegría, pero en ocasiones la pereza va apoderándose de ellas. La celebración es un esfuerzo para que jamás dejes que la pereza te arrebate uno de los mayores tesoros de la vida: las amistades. Tienes una nueva fecha de celebración en tu calendario, házselo saber a todos tus grandes amigos, es una fecha en la que celebráis que tú has salido de tu encierro, festejáis tu liberación. Lo celebramos por algo importante . Después de tanto sufrimiento, de tanto esfuerzo, de tanta pelea, de tanto sacrificio, mereces un regalo. Esto es mucho más que sacar unas oposiciones en el Ministerio de Justicia. Mucho más que una lotería. Esto lo has hecho tú superando tus propios límites. Esta pelea es la más difícil de ganar, la que se libra dentro de nosotros mismos. Quien ha conseguido algo tan costoso merece un refuerzo, merece un regalo. Esta es la razón, el porqué de tu celebración. Debemos saber reconocer nuestro trabajo, debemos aprender a valorarnos, debemos tener la valentía de darnos un cálido abrazo a nosotros mismos cuando la pelea ha sido terrible y aprender a reconocer nuestros méritos. Sin esperar a que nadie nos diga cuanto VALOR hemos tenido, sin necesitar la aprobación del exterior. Nosotros nos montaremos «nuestra fiesta» porque LA MERECEMOS. Porque no estamos en el otro lado del maltrato por casualidad, la evasión requiere coraje y al mirar nuestros miedos a la cara, eso es lo que hemos conseguido: CORAJE. Como el camino empieza por el final y al imaginar estamos ya abriendo el camino, imaginar cómo va a ser tu celebración, dónde y con quién es el principio para que se haga realidad. Y ahora dime qué querrías hacer para recuperar tu «satisfacción personal». ¿Qué podrías hacer para dar un sentido a tu vida? Dame todos los detalles , estoy deseando conocerlos. Este es tu último ejercicio y el principio de todo lo que está por llegar. A partir de este momento tendrás que seguir un camino, aprender a confiar en ti, saber qué necesitas para sentirte más fuerte y más feliz. Si no hacemos nada con nuestra vida, es imposible que nos sintamos satisfechos. El principio de la satisfacción personal es la acción. A tu alcance tienes grandes antidepresivos: el ejercicio aeróbico, la luz natural, las relaciones sociales, la música… Pero encontrar una misión en la vida puede ser lo que más te empodere. Compra una agenda y en ella escribe qué vas a hacer cada día que tenga que ver con TU MISIÓN . No esperes a nadie para empezar, hazlo tú. Hoy te puedo decir con mi mayor admiración y respeto, con alegría y afecto: ¡Bienvenido al otro lado del muro!, donde estamos los que, como tú, hemos realizado «la gran evasión». Reconozco en ti sufrimiento y dolor, pero también la satisfacción de haber trazado un plan de acción y haberlo logrado. Recuerdo de pequeña vivir aterrada antes de ir al colegio, recuerdo no poder dormir de la angustia, recuerdo estar llena de ira, deseando salir de ahí como si estuviera atrapada en una jaula con fieras. Recuerdo querer aprender Psicología para entender la maldad del ser humano con tan solo doce años con la única intención de poder ayudar a quien sufría este tipo de relaciones a salir de ahí. Recuerdo haber sido testigo de un maltrato brutal en la preadolescencia, recuerdo mi impotencia y frustración por no entender aquella situación. Hoy, que soy el resultado de todo lo que he vivido y todo lo que estoy comprometida a recordar, sé que aquí radica mi fortaleza. Soy tan fuerte por mi sensibilidad, por mi experiencia, por mi lucha. Todo lo que he aprendido, todo lo que he padecido, me ha dado las herramientas necesarias para conseguir alcanzar mi propósito: ayudar a cualquier persona a salir de estas relaciones. Pero, hoy y ahora, me planteo una nueva meta, un nuevo reto. Para poder terminar con algo debemos saber cómo funciona y mi próximo compromiso será enseñar las claves de una nueva educación, de nuevas creencias, de nuevos modelos, de nuevos conceptos. Porque hasta que no hagamos una visión crítica de la «evolución» que se nos está proponiendo, no veremos que bajo este disfraz vuelve a esconderse el mismo lobo. Para erradicar esta lacra que hoy se extiende como el plástico en el mar, tendremos que unirnos todos los que hemos realizado la evasión. Desde nuestra experiencia, podemos compartir un mismo objetivo: poner un interrogante a los valores, a los miedos que se divulgan y que se están cobrando tantas víctimas. Pero para eso tendremos que coger fuerzas y yo, en concreto, trazar un nuevo plan de acción, un libro nuevo, un nuevo reto. Me gustaría contar contigo en este camino. Compartimos una MISIÓN: hacer lo posible por conseguir que las personas se relacionen mejor. ¿Empezamos? ¡GRACIAS! Gracias por el tiempo que le has dedicado a leer «¡ESCAPA DEL MAL TRATO!». Si te gustó este libro y lo has encontrado útil te estaría muy agradecida si dejas tu opinión en Amazon. Me ayudará a seguir escribiendo libros relacionados con este tema. Tu apoyo es muy importante. Leo todas las opiniones e intento dar un feedback para hacer este libro mejor. Si quieres contactar conmigo aquí tienes mi email: [email protected] Para que puedas acceder a todos los ejercicios que aparecen en este libro y puedas llevarlos siempre contigo te he preparado una PLANTILLA de ACCIÓN. Accede a través de esta URL: http://www.lourdesrelloso.es/plandeaccion