Tetón - sergioviaggio.com

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CRÓNICAS ESCANDINAVIÓNICAS
CRÓNICAS CHRISTIANÓMICAS
Lunes 5 de julio de 2010
Lo primero digno de constatar es el tetón del correo. Un hombre de unos cincuenta y
tantos, totalmente andrógino, de porte viril, grandote, corpulento, y unas mamas
homéricas que apenas se dejaban sostener por un enorme sostén. Luego, lo de siempre:
desayuno en el lounge de Austrian y por fin el vuelo a la Oslo que no he visto en 39
años. Lástima que aterrizamos hacia el oeste y casi no se divisa el fiordo. Amarcord
septiembre de 1971, con mi entrañable Susy (lo más parecido a Alguienita que he
conocido y con la cual debí casarme con solo haber sido un poco menos pelotudo. En
fin, que todo, por suerte acostumbrada, terminó saliendo para mejor). Tras dos meses de
trabajar en una embotelladora de gaseosas y cerveza (Pripps, en Solna), hacinados con
el flaco Clota y el chileno Víctor de a cuatro en cuarto de estudiante para uno, y en
compañía del boliviano José Luis Flores (¿dónde andarás, hermano?), compramos una
Kombi Volkswagen verde en la que un buen día, y justo con la entrada triunfal de los
cornos del Don Juan de Strauss, alcanzada la cima de la montaña, se nos abrió el
magnífico tajo, que fuimos orillando varios kilómetros que fueron llenándose de islas
con casas moradas hasta llegar a la ciudad. De esta no recordaba más que el parque ¿? y
el museo de las naves vikingas. Pero por partes.
Ya el aeropuerto es inconfundiblemente escandinavo, con pisos de tablones de
pino y un decidido aire a IKEA. El ómnibus nos lleva 45 km por una autopista entre
coníferas boreales, campos de un verde septentrional y las sempiternas casas y establos
de madera bermeja. Así entramos en la ciudad que no recordaba, toda IKEA también. El
hotel Thon Terminus es modesto pero está bien. Los canales de TV son los locales, pero
como en Escandinavia no doblan nada, se dejan ver.
Hacia las cinco en punto de la tarde salgo a pasear hacia el centro. Es un verano
como el país, sin aspavientos ni entusiasmo. Lo primero que llama la atención es la
disolución de rubios: por cada melena de heno sutil, tres cráneos brunos con rizos como
cincelados, o cuatro musulmanas que parecen haberse levantado con la cobija puesta, o
dos filipinas que no conocen el silencio. Abundan los gitanos (¿venidos de dónde y para
qué tan al norte?). Lo segundo es la suciedad: colillas, vasos de plástico, latas de
gaseosa. Parece Londres. La ciudad se pondrá más Europea, pero incapaz de retroceder
mucho más de dos siglos. Es que Christiania es más joven que mi Buenos Aires
querido. Lo mismo que la propia Noruega, que solo se saca los grilletes suecos primero
y daneses después en 1905. Parece que hasta entonces todo el país era de madera y
queda poco que seguir mirando. En cambio es carísimo: más de tres euros el billete de
metro (eso sí, moderno y extendido casi en cien estaciones).
Por eso de mirar el mapa al revés, salgo para el otro lado. Unas chilenas
(remanentes, acaso, del nutrido exilio) me reencaminan y encaro una breve Florida de
barrio, bordeada de bares y negocios resueltamente étnicos. Hace calor, y los osloítas
han salido en tropel a empaparse de sol mientras dure. Es una ciudad sin gracia. Como
tanto de Escandinavia y como preanunciaba el aeropuerto, casi toda IKEA. El tránsito
es sereno, casi cansino. Por ley -seguramente innecesaria- los automóviles ceden el paso
a los peatones aunque tengan la luz a su favor. Ultra los rieles por los que discurren
modernosos tranvías albicelestes entre buses novísimos que no se deciden entre el rojo y
el lila, no demoro en encontrar la Florida dendeveras, la Karl Johannsgata, y por ella
asciendo ya entre edificios más venerables de neta prosapia paleocontinental. Me
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asombra la cantidad de mendigos, la mayoría jóvenes desahuciados, uno de los cuales,
al tropezar con mi incomprensión del noruego no tiene mayor dificultad en pedirme
ayuda en un inglés impecable. Entre el manso tropel un chino canta country, un gitano
arranca gemidos a un violín y un casi enano, de piernas ínfimas inutilizadas por la
poliomielitis, apoyado contra la pared, hace increíbles firuletes con la pelota en el
ceñido triángulo de sus muletas y la cabeza. Me asombro de una negrita curvosa y de
profusa melena que llena de italiano un teléfono celular. Amarcord aquel primer
asombro de oír el idioma del Dante de labios de un africano, allá por 1971 (a la postre,
casualmente, de aquel viaje con Susy, poco antes de Alger y Dakar y finalmente Buenos
Aires, tras cinco años de Moscú, que desembocarían en tres meses en Santiago de Chile,
mi primer matrimonio y el oportuno exilio en Nueva York). Todavía me asombran los
coloniales que hablan la lengua de metrópolis que no son las suyas, como me siguen
azarando los pobres blancos o los mendigos rubios. Sí, estoy definitivamente anclado en
la posguerra en que nací. Al cabo de unos trescientos metros, las veras de la peatonal se
abren para dar paso a la arboleda que, Teatro Nacional interpósito, con su infaltable
estatua de Ibsen, asciende camino del Palacio Real. Me sobreviene la súbita conciencia
de que este pueblo otrora feroz tiene un panteón notable pese a su civilización reciente,
en el que fulgen varios nombres para la gloria: Ibsen, Grieg y Munck, Nansen,
Amundsen, y Heyerdahl, uno para la gloria y el escarnio: Hamsun, el magnífico escritor
que fue a chuparle las medias al Führer (que lo sacó, no obstante, a patadas en el orto
cuando le escuchó su pavada “humanista”), y otro para el escarnio solo: Quisling, el
gran Judas del siglo XX. Al costado de una de las cervecerías esparcidas entre los
árboles toca admirablemente jazz un improbable cuarteto gitano de violín, clarinete,
cítara y contrabajo. En medio de la alameda, montada en su pedestal, la efigie de un
señor de civil sirve, a su vez, de pedestal a una gaviota inmóvil. Me hace gracia el tótem
inesperado. Frente al Palacio Real juegan los niños variopintos de varias familias
multicolores mientras los novios les sacan fotos a sus novias junto al guardia enhiesto,
de algo incongruo chambergo con penacho, pintoresco pero de este lado del ridículo, a
diferencia de la gallina muerta de los itálicos bersaglieri. Acabo de perderme el cambio
de guardia, y solo atino a filmar de espaldas el pelotón que se aleja solemne en fila india
para desaparecer en la modesta casita de madera amarilla donde permanecerá guardado
de repuesto. Caigo en la cuenta de que las palomas de esta ciudad son todas gaviotas. El
Palacio es, como los súbditos de su inquilino: macizo y sin pretensiones. Infaltable
monumento por medio, a sus pies se desparrama la ciudad, que no demora en
industrializarse camino de las casi inminentes montañas ¡Cuánto de parecido y
diferente a lejana o inmediata, según, Praga desenrollándose ella también desde la Plaza
de San Wenceslao!
A foro derecha, hacia arriba y al costado se extienden los boreales equivalentes a
los bosques de Palermo, en cuyos intersticios se solean vastos lomos de vikingas.
Termino de entender por qué me resultaba tan imponente mi entrañable Ritva,
presidenta que la conocí de la Asociación de Traductores de Finlandia: las hiperboreales
tiene los hombros anchos y las espaldas triangulares, casi viriles. Amarcord aquella voz
casi inaudible, la sonrisa que apenas trasponía la impavidez de aquel rostro de porcelana
en que dos ojos celestes como el mar o el cielo miraban todo con asombro casi infantil.
Amarcord que la conocí en la Casa de los Escritores de Eslovaquia, a la que me habían
invitado algo inverosímilmente como Jefe de Intérpretes de la vecina Viena. Era un
otrora palacete feudal, de esos que el socialismo real tuvo el tino de expropiar para bien
de todos y el desatino de dejar venirse abajo casi como inevitable consecuencia.
Amarcord de que el último de aquellos tres días advertí que nos mirábamos, que el
encontronazo fue con premura y que luego la llevé en mi recordado Mazda Xedos al
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aeropuerto de Praga. De que primero el guardafrontera eslovaco y luego checo (apenas
desiamezados) no sabían muy bien qué hacer con el dueño de ese pasaporte
desconocido que no era de ningún país, y que me dejaron uno salir y el otro entrar casi a
regañadientes (medio siglo de socialismo real oblige). De que era abril y que invité a
Ritva a Viena la semana del Primero de Mayo. De que la fui a recoger al aeropuerto al
cabo de mi primera manifestación. De que el ramo de flores con que la esperé fue, me
confesó entre halagada y compungida, el primero que un hombre le ofrecía en sus
entonces treinta y cuatro años de vida. De que en julio vino a visitarme a Ginebra. De
que era de origen campesino y baquiana en encontrar y discernir hongos y frutas
silvestres. De que tras una semana de comer vegetariano dos veces por día ver una vaca
me producía una erección. De que en septiembre fui a visitarla a Helsinki. De que vivía
en el primer piso de un chalet de madera con un perro que se nos metía en el lecho en el
peor, o mejor, según, momento. Y de que entonces reapareció la turca y no la vi más.
Retornado de las ramas, prosigo. Remonto el bosque hasta que Oslo, tras hacerse
inesperadamente de madera, vuelve al siglo XX y regreso orillándolo. Llego al viejo
edificio de la estación, junto al cual se congrega, como en la estación de Zúrich o en
Karlsplatz, la pleamar de una juventud sin esperanzas, rehús de una sociedad que
debiera tenerlo todo pero a la que parece faltarle algo esencial.
Vuelvo a dar con mi Florida de barrio, me tomo una cerveza en un pub
pseudoinglés, en cuyo interior dos vikingos de la más pura cepa juegan a los dardos,
detrás de los cuales un tercero se bate a afanado duelo con una máquina tragamonedas.
Al mostrador me atiende como la contrapartida del tetón postal de esa mañana: una
equivalente andrógina de Telly Savalas de lo más simpática que luego me trae mi pint
afuera. En una mesa vecina, van a sumándose hasta cinco o seis blondos netamente
proletarios. Me despierta curiosidad que se rían casi como latinos. El humo bonachón de
la pipa me añubla cada tanto la humanidad multirracial que va o viene sin mayor apuro.
Sudanesas, como decía, con la frazada puesta, africanos de ébano, asiáticos diminutos,
latinos vocingleros, y, de tanto en tanto, la mole de un Odín tatuado que parece el
templo de Angkor o las intermitentes rubias, fulgurantes, enceguecedoras,
esplendorosas. Y yo
me percato en carne viva,
para mi alarma o solaz.
que mi mirada procaz
se ha vuelto contemplativa
Dato para la alarma demográfica y cultural: abundan los extranjeros con niños recientes,
pero casi no los hay autóctonos. Lo de alarma demográfica y cultural, claro, va con
sorna. Pero es un hecho que Europa, otrora ostensiblemente europea, francesa en
Francia, italiana en Italia y sueca en Suecia, o, en todo caso, impregnada de sí misma
(los metecos de entonces eran meridionales de los propios, si más menesterosos:
portugueses, españoles, italianos, yugoeslavos (solo Alemania tenía turcos visibles). No
ha de sorprender, entonces, el auge de los nacionalismos de derecha, que no pueden ser
sino racistas. Es que, la verdad sea dicha, como ha sucedido siempre, las identidades
más afianzadas terminan disolviéndose. Claro, los celtas ya no se asustan de los sajones,
ni los sajones de los vikingos, ni ambos de los normandos, ni los vándalos de los hunos,
ni los romanos de todos ellos. Ya no hay saqueos ni matanzas entre godos y galos y
alanos y francos y lombardos. Ahora ellos, tan diferentes que eran cuando todavía eran
ellos, se ven todos juntos como lo más parecido. Para mí son solo lo más parecido de lo
diferente: me reconozco más, es cierto, en este espejo a la vez próximo y remoto que va
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dejando de parecerse a mí. Más, pero no todo, porque el chamamé, la chacarera o la
milonga campera también me son espejo, si no del rostro, mucho del alma. Al pagar la
cerveza me percato de que el IVA es nada menos que del 25 por ciento. A unos diez
euros, debe ser la Guiness más cara que he bebido en mi vida. Se han hecho las ocho.
No tengo casi hambre, pero me obligo a comer, por las dudas, un poco memorable
sándwich.
Por esas cosas de mi Dios, cazo por la TV la memorable Zuku Dawn de Cy
Endfield (la “precuela” de su extraordinaria Zulu (debut que fue de un veinteañero
Michael Caine, atípico que resultaría como rancio oficial británico nieto de un general
de Waterloo). Es la historia de cuando las elegantes casacas rojas de su graciosa
Majestad resolvieron invadir tierras zulúes en enero de 1879. Un Peter O’Toole aceitoso
y deleznable es la imagen perfecta del engreimiento racial de Chelmsford, rodeado de
oficiales impecables, valerosos y crueles, al mando de una tropa armada hasta los
dientes por fuera y de agallas de acero por dentro, tan disciplinada como vistosa, que va
a ser masacrada hasta el último hombre cuerpo a cuerpo y a puro lanzazo (porque los
zulúes no conocían ni siquiera el arco y la flecha) en la peor derrota jamás infligida por
un milicias irregulares a un ejército regular: Isandlwana. Los zulúes, aguerridos y
valientes como el que más (y, de paso, en defensa de sus tierras, lo cual en estos lances
no es moco de pavo) vencen, pese a las tremendas pérdidas que les ocasionan la
artillería, los cohetes (primitivos, claro) y los avanzadísimos fusiles Martín Henry,
porque superan a los invasores veinte a uno. Y a medida que las cifras van cambiando,
van deteriorándose proporcionalmente las posibilidades de la ensalada de francos,
visigodos y romanos de mantener su terreno. Ya retumban, solo que silenciosamente,
las nuevas hordas chinas: carpe diem et culturalem ethnicam atque identitatem. El
mundo está cambiando como ha cambiado siempre, solo que uno creía que ya no
quedaban más que cuentas políticas por saldar.
Para cuando Morfeo me bate en la pulseada, el día sigue tan campante. Es que
no estamos tan detrás de las noches blancas.
Martes 6
El Centro de Convenciones queda a unos trescientos metros, sobre una plaza con feria
en la que vociferan mercachifles decididamente medioorientales. (Me decía un
diplomático costarricense en tiempos de Nueva York que su canciller era tan pero tan
despistado que lo iban a mandar de gira por Israel, Siria y el Líbano “para que se medio
oriente”).
La seguridad es estricta al inicio. Pero una vez sonsacados los gafetes, nos dejan
misericordiosamente en paz. La reunión, la Asamblea Parlamentaria de la OSCE, es la
que ya me había tocado en Astaná y Vilnius (vide correspondientes crónicas). La
preside, como antes, en mal francés y peor inglés. el imbécil pomposo de Joao SoaresLos colegas también somos los mismos, y la cosa marcha convivialmente sobre ruedas.
Por la noche, velada en la flamante Ópera, a la cual se llega atravesando los
puentes que llevan, avenida por medio, del inmenso shopping a la estación central y de
esta, autopista traviesa, a la ribera. Es un edificio albo, moderno y luminoso, que de
lejos remeda una especie de transatlántico, que da al puerto. Me extraña que a foro
izquierda persista una playa de estacionamiento industrial desangelada y descolorida
pero fácilmente verdecible. En el enorme vestíbulo nos sirven un buffet estupendo, con
vinos argentinos de los más mediocres, pero que se dejan beber (claro, ¿cómo habrían
podido impedirlo?). Me toca una platea junto y al embajador polaco, un tipo de lo más
ameno y cortés. Aparece en escena una especie de Thor de smoking, que tiene que
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encogerse para hablar por un micrófono que le queda como bastón para explicarnos que
cuando nos avise hemos de ponernos de pie para recibir a la reina, y otra vez al final
para despedirla, A la voz de ahura, exclama y todos p’arriba. Entonces entra el real
cortejo, dos o tres señores de traje y dos o tres señoras sin duda que elegantes, pero nada
que no se haya yo visto cuando mi abuela o mi madre se juntaban a jugar a la canasta
con sus coetáneas, una de ellas, la susodicha Majestad, que, si no nos avisan, ni nos
damos cuentan. Todo como en este país: sin pretensiones, ni aires, ni aspavientos.
Un excelente dúo de chelo y piano tocan las tres piezas de Schumann. Luego
sale el Director, un histrión nato que, en un inglés exquisito, nos cuenta que hasta hace
cinco años Noruega no tenía teatro de ópera, a diferencia de Suecia o Dinamarca, que
los tenían Reales, Perdón Su Majestad (sic!, ¿se imaginan algo parecido entre el director
del Covent Garden e Isabel II?). Que cuando surgió la idea hubo un intenso debate
público acerca de si correspondía o no gastar tanto dinero en cosa al cabo suntuaria (y el
toletole, agrego yo, que se armó con la juventud que, en Zúrich, exigía un centro juvenil
en vez de la multimillonaria renovación del correspondiente teatro para ricos). Que al
final la idea se impuso. Pero que se decidió que el teatro fuera genuinamente para todos,
de modo que ahí puede tocar –y toca- todo el mundo, incluidos las decenas de artistas
de toda laya que se congregaron a fin de recaudar fondos para las víctimas del terremoto
en Haití. Que en esos cinco años habían visitado el teatro cinco millones de
espectadores, es decir, el equivalente a la población del país. En fin, que como todo por
estos lares: campechano, sencillo, sin pretensiones, sin aspavientos, sin aires, pero en
serio y para todos.
Tras el Director, acompañada al piano, una soprano joven y bellísima, en traje
típico (sin aires ni aspavientos) canta angelicalmente la canción de Sólveig del Peer
Gynt de Grieg (¡claro!) y el Canto a la luna de la Rusalka de Dvorak. Es todo. Como en
este país, sin aspavientos ni pretensiones. Nos ponemos de pie y la Reina y sus
elegantes cumpas se piantan.
Afuera, desde luego, el día ni sueña con piantarse.
Miércoles 7
Tras la sesión hay excursión al parque ¿? y luego recepción en la Municipalidad. Como
conozco el parque y no recuerdo que me haya gustado especialmente (y aunque no lo
conociera o sí recordase) yo me propongo otra cita: el Museo de la Resistencia.
Aprovecho para tomar (innecesariamente, salvo por mi ferroviaria obsesión) el metro,
como decía, perfecto.
El museo está dentro de la fortaleza (ni siquiera castillo), que queda, a su vez,
sobre la costa occidental del fiordo. Es una auténtica decepción, ínfimo y sin mayores
explicaciones (el Milcom –supongo que Comité o Comando Militar, pero no me lo
aclaran- no es inicialmente reconocido por el SAE –no me aclaran qué es- organizado
y/o armado por los ingleses (ni los EEUU ni la URSS han metido aún sus siglas en la
guerra, recordemos). Los nazis mantendrán en Noruega una cuerpo expedicionario tan
descomunal como en definitiva innecesario de 400.000 efectivos. Es que los ingleses
han logrado convencerlos de que Noruega es una de los posibles puntos del desembarco
que luego será en Normandía. Los nazis atacan, como siempre, por sorpresa. El país
(uno de los más pobres de Europa) se defiende como puede, es decir mal, pero aun así
sus vetustas baterías costeras logran hundir el Blücher (gemelo del Prinz Eugen que –
parece que él, y no el Bismark, como se creía- hundió el Hood) con casi mil de sus
tripulantes y lograr así la evacuación de la familia real a Inglaterra. La ocupación es
fulminante y total. El gobierno de Quisling se aplica a una aplicada colaboración, pero,
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por desdicha, el país no tiene para aportar al holocausto más que millar y medio de
judíos (que se le va a hacer, porque voluntad no falta). Lo más llamativo –para mí- es la
resistencia civil. Recordemos que, a diferencia de la familia real danesa, que se quedó y
comportó casi que heroicamente, y de la belga, que también se quedó y fue un oprobio,
la noruega y la holandesa se han marchado. Hay huelgas obreras y de maestros, y por
mucho que metan plata, hagan ruido, amenacen o intenten seducir los fascistas
invasores o vernáculos, la cosa no prende (como sí prendió, entre dentistas no nos
vamos a decir “no duele”, en Francia). Pero hay un soldado alemán por cada seis o siete
habitantes, de modo que tampoco es cuestión de hacerse demasiado los gallitos. De
todos modos, la resistencia (con una importante participación comunista, silenciada
salvo para señalar que uno de los atentados que organizó a un tren de municiones
suscitó represalias entre los civiles -¡qué novedad!- por lo que resultó muy
controvertida) logra impedir que el agua pesada que el Reich confeccionaban en
Noruega llegue a Alemania, con lo que frustra decisivamente las posibilidades atómicas
de Hitler (¡cómo sería el mundo, si no!).
Regreso al hotel, me cambio y salgo a zigzaguear en busca del Ayuntamiento,
que termina quedando frente a una marina de lo más mona. Es el sitio donde se entrega
el Premio Nóbel que resulta que es Nobel), un edificio casi Art Decó, en cuyo amplio
hall nos sirven un óptimo bufftet, pero con unos Argento argentinos de mala muerte.
De retorno, opto por no acompañar a César y Vera Quintana a ver el partido
entre Uruguay y Ghana en el Radisson. Veo, en cambio, un misterio de Agatha Christie
(apóstata que al cabo soy)
Jueves 8
Esta noche tenemos excursión en el Museo del Fran y del Kon.Tiki. Nos llevan en
ómnibus por lo que viene a ser el Acassusso de Oslo: villas señoriales rodeadas de
atildadísimos jardines. Hace un frío de defecarse. Por suerte me he traído, previsor, mi
anorak (que, al cabo, es de origen esquimal, ¿vero?). De entrada nos dan un buffet con
carne y salchichas de reno, a las que renuncio en favor al salmón ahumado y los
camarones. Los vinos argentinos esta vez están mejor.
Por consejo de Helène Álvarez de Miranda (hija de refugiados republicanos) me
meto en el grupo francés, que tiene un guía efectivamente genial. Primero el Fran
(“adelante” en noruego) en el que Nansen se pasó tres años tratando de llegar al polo
Norte y terminó demostrando que la masa de hielo gira en el sentido de las agujas del
reloj, ya que el barco quedó apresado al norte de Liberia y se soltó frente a las costas
noruegas. Eran a bordo trece, en 1893. Nansen y otro deciden partir solos a ver si
pueden alcanzar el polo, pero se quedan sin víveres y deciden regresar, solo que quedan
varados seis meses (!) hasta que da con ellos una expedición inglesa que los devuelve a
Noruega… una semana antes de que aparezca el propio Fran, que, como es lógico, los
ha dado por muertos.
Nansen se dedica entonces a explorar la Antártida, empujado por Amundsen.
Cuando al final tira la toalla, se dedica a velar por los refugiados de la Primera Guerra y
de la Revolución Rusa. Inventa así el “pasaporte Nansen”, que les permite desplazarse.
Entre una cosa y otra, le dan el Premio Nobel de la Paz, cuyo monto dedica a financiar
dos koljoses en la flamante URSS (uno en Rusia y otro en Ucrania), que están entre los
primeros en dotarse de tractores. Entretanto ha mediado eficazmente entre turcos y
griegos. La Parca se lo afana en 1930 cuando intentaba otro esfuerzo de mediación, esta
vez entre turcos y armenios. Pasamos al Kon-Tiki, a cuyo bordo don Thor Heyerdahl (a
quien, por cierto, pude conocer en Moscú, voluntario en las fuerzas de la resistencia que
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se entrenaban en el Canadá) logró probar que tanto los polinesios como los incas
podrían haber navegado hasta la Isla de Pascua, tras haber demostrado (en un segundo
intento, con el Ra II) que los egipcios podrían haber navegado hasta el Perú y (en otra
expedición) Ganges arriba y hasta Somalia. El guía habla no solo con una admiración (y
un entusiasmo muy poco boreal) de Heyerdahl, sino con profundísimos conocimientos
de detalle, Es que estuve con él dos años excavando en el Perú (¡claro, así cualquiera!).
Viernes 9
Arreglo una temprana partida con mi colega José Manuel (que también tiene ruso, el
quinto con, además, inglés y francés pasivos, en toda la cabina española de Europa y
sexto del mundo; uno de ellos mi entrañable Alberto Langone, ex compañero de la
Lumumba, que me alojó sucesivamente en Lima, París, Londres y Roma –me lo perdí
los años que estuvo en Viena- a cambio de un mísero marroco y catrera recíprocos en
Nueva York, y a quien debo el contrato en Toronto, que él rechazó, recomendándome a
mí). Vuelvo al hotel en busca de la maleta y la arrastro (pesa una tonelada, con las
botellas de vino, el diccionario ruso, el traje, el saco azul, el anorak y el impermeable
liviano, todo lo cual he tenido ocasión de usar en siete días) hasta la estación. El tren al
aeropuerto sale cada diez minutos (!), obscenamente moderno, limpio, veloz… y caro
(veinte euros, más que de Heathrow a Paddington). Una vez en la Terminal, todo se
hace en forma automática: se marca la clave de reserva en una pantalla, se elige el
asiento y se obtiene la constancia de equipaje (que toca colocarle), de modo que la
intervención humana se limita a colocar las maletas sobre la cinta. Hay un símil de
avión, con escaleras atrás y adelante a los costados para que se trepen, jueguen y se
descuelguen los críos que habría hecho las delicias de Xóchitl (Sóchil). El lounge de
SAS, siempre IKEA, es cómodo y está bien provisto. El avión (Norwegian Air) algo
incómodo, pero como el vuelo dura apenas cuarenta minutos, se aguanta.
CRÓNICAS UPPSALESTOCÓLMICAS
Es que voy camino de Uppsala, a visitar a mi gran gomía de aquellos moscovitas
tiempos, Eduardo Bachelet -tío, nomás, de la expresidencial Michele-, que debió
quedarse exiliado en Suecia, donde se casó con Kiki y dio origen a la Meche y al
Christian, la una sommelière y el otro militaire solo que sin la “e” muda, de ahora
respectivamente 29 y 24 años, sobrinos míos postizos que supieron ser de gurises,
cuando podía venir a visitarlos una vez por año, hasta hará unos ocho o nueve.
Aterrizo en otro aeropuerto de IKEA, en medio de un día ultraperonista, sobre el
que el sol desparrama sus 32 grados centígrados como plomo fundido.
Eduardo es, en rigor, Flash, mote que le prendí cuando perdió dos veces el
mismo avión. Amarcord que era de lejos el tipo más pintón –y desganado y pachorrode la Universidad, que en las veladas él se quedaba sentado con una expresión lánguida
que no era más que la pereza atávica de todos sus músculos, incluidos los faciales, hasta
que alguna rusita venía a llevárselo a la rastra, no sin antes haber conseguido la llave de
alguna de nuestras habitaciones y la promesa de que no volveríamos hasta e Eduardo
viene de una larga dinastía de aviadores y marinos da siguiente. De que un día nos narró
que de pollo quiso ser piloto, pero que lo rebotaron por daltónico, lo que arrancó al
mexicano Julio Solórzano (al que más tarde matarían padre, madre y dos hermanos, y
una de cuyas dos hermanas supérstites acaba de pasar quince días en casa, que el mundo
es un pañuelo) un jubiloso, ¡Ja; ya no es perfecto!
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Flash viene de una larga dinastía de marinos y aviadores chilenos…
democráticos. Su primo, el General del Aire Bachelet –padre de la Michele- murió en la
tortura. Un tío, también General, fue pasado por alto como comandante de la Fuerza
Aérea porque sabían que no sería cómplice de la asonada fascista. Su padre era marino.
La hermana de Eduardo está casada con Hugo Miranda, que supo ser senador por el
Partido Radical durante el gobierno de Allende (cuya Unidad Popular integraba), fue
internado en un campo de trabajos forzados y finalmente exiliado en México, Amarcord
que lo conocí junto con su colega, el senador comunista Lucho Godoy, que habían
venido a Nueva York a denunciar los desmanes de la dictadura pinochetista y que,
casualmente, estaba de visita también Eduardo. Que con Eduardo, Hugo, Lucho, mi
noviecita de entonces, la colombiana y periodista Patricia Gómez Medina, su amigo
igualmente periodista y colombiano Daniel Samper, que acababa de recibir el primo
Moors-Cabot, y su hermano, Héctor, que terminaría de Presidente de Colombia, diz
que con ayuda de platita del narcotráfico, fuimos al fenomenal restorán “La fusta”, de
Queens, a bordo de mi portaaviones Victoria, un Jaguar Mark X modelo 1960 (¡el auto
más ancho jamás fabricado en Inglaterra!, al menos hasta entonces), que tenía tapizado
de cuero y tablero y mesas de caoba, pero se paraba a cada rato, incluida aquella noche,
en medio de la autopista, solo que aquella noche, por suerte, arrancó solo y no merced a
la humillante intercesión del AAA (la Automobile Association of America, no la Triple
A de Lopecito, que años atrás había hecho saltar por los aires la casa donde crecí, en
San Fernando). Por cierto, la Cecilia tiene un libro “La cocina chilena en el exilio”. En
él relata una cena, de las últimas, con el General Prats y su esposa, la Sofía Cuthbert, y
el Ministro del Interior, José Tohá, los tres asesinados luego por Pinochet. Es que el
fascismo lo ha marcado a uno más de lo que uno mismo cree, y lo curioso es que las
marcas aparecen así, de sopetón, al calor de estas crónicas que no tendrían que tener na’
que ver.
Flash y Kiki me esperaban en el aeropuerto, adonde llegué a eso de las dos de la
tarde. De camino a Uppsala pasamos a comprar viandas en un supermercado
automatizado a la escandinava: al entrar se coge (con perdón) una especie de pistola que
va leyendo todo lo que se tira en el carrito, de modo que al llegar a la caja simplemente
se paga. Claro que el sistema se presta a abusos, porque, después de todo, ¿quién puede
garantizar que nadie meta en el carrito cosas que olvidó marcar? Por eso, de vez en
cuando, se efectúan controles. A almorzar se nos juntó Christian, con su noviecita Osa
(pronunciado, parce, Ùuuuusa). Flash cocina espléndidamente y así comemos. Su dpto,
que no llega a los 80 o 100 metros cuadrados, en un suburbio de una ciudad que es, ella
misma, un suburbio, está lleno de cosas bellas, algunas de la prosapiosa familia, otras
compradas a pulmón en mercados de pulgas. Me mostrará las fotos de su último viaje a
Chile: todos sus parientes tienen fundos, casas de campo celestiales, plata a rabiar. Solo
él quedo seco, viviendo exclusivamente de su trabajo en la Oficina de Inmigraciones,
pseudopodio, más pseudo que podio, de esa aristocracia criolla tan parecida a la nuestra
y próxima de las centroamericanas, en las cuales todo el mundo es primo de todo el
mundo.
Flash es una pausada enciclopedia ambulante. No hay tema sobre el cual no
tenga algún dato original que aportar, algo inteligente que decir. Kiki lo trata como a mí
Alguienita, sonriente y conmiserada, mitad maternal mitad conyugal o, mejor pensado,
dos tercios contra uno. Christian recuerda cuando, a la mesa del desayuno y él de seis o
siete años, yo le decía, Christian, dile al boludo de tu padre que me sirva más café. Y
Flash terciaba, Dile al güevón de mi amigo que si quiere más café que se lo sirva él
mismo. Y así nos seguimos tratando. Y Kiki se caga de risa, a la sueca, o sea, que
apenas si se le nota.
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Por la noche, cocino yo y toma el pelo Flash.
Sábado 10
Tras el desayuno, nos vamos para Estocolmo, a almorzar con la Meche en el
mercado, La Meche acaba de aparecer en la tapa de una revista gourmet, como
sommelière de un restorán de lujo, el Fredsgatan. Llegamos a Estocolmo por la
carretera. Estocolmo empieza (y sigue por un largo rato) pura IKEA. El almuerzo no es
de primera: la boullabaise está aguada, pero lo que vale es el encuentro con la Meche.
Por cierto, la última vez que los vi a todos ellos fue en Berna, en casa de Hugo, que
ahora era embajador (¡pañuelo de mundo, carajo!). Después del almuerzo, le
compramos vacío y entraña al carnicero uruguayo. La Meche nos lleva a visitar el
restorán, que todavía está cerrado. Somos testigos de los preparativos para la cena. El
menú fijo de ocho platos sale 200 euros sin y 400 con bebida… por persona. Mangos de
Pakistán (que nos dan a probar), ostras de Portugal, vinos de todo el mundo. Porque
también bajamos a la cava de los Petrus y Romanée-Conti y Chateau Lafitte y Vega
Sicilia y Sassicaia.
El Fredsgatan queda frente a Gamla Stan, la insular ciudad vieja, que flota
majestuosa en medio de esta especie de Ámsterdam a lo bestia. Allí nos tomamos una
cerveza, entre callejas medievales y edificios de aquellos, antes de volver a Uppsala.
No he pasado en esta ciudad en la que laburé dos meses apenas graduado y que
tan importante resultó en mi vida ni tres horas. La he visto así no más, ni siquiera a
vuelo de pájaro. Por alguna razón no he querido. Estoy francamente de mal humor.
Trato de que no se me note. No me gusta ni me gusto cuando me pongo así. De pronto,
¡zas!, epifanía exegética: Claro, en Oslo, por algún motivo seguramente de diván, he
venido durmiendo poco e intermitentemente (me he despertado cada dos o tres horas), y
me ha pasado lo mismo ayer. Yo, con sueño por saldar, soy como los chicos, me pongo
insoportable (salvo que, ahora que estoy más grandecito, solo conmigo mismo). En
llegando a Uppsala, lo primero que hago es tirarme a dormir una siestita de las mías, de
apenas cinco minutos, que se dilata casi una hora… ¡Con razón!
Para cuando empieza el partido entre Uruguay y Alemania ya soy el de siempre.
Domingo 11
Nos toca asado en el campo. O sea, en la casita que Flash lleva alzando con sus propias
manos desde hace añares. Para eso es la carne que compramos ayer. Pasamos por el
supermercado a completar las provisiones y pasamos a invitar a una pareja de
anticuarios, noruego él, de apelativo Gunnar, y ella danesa, respondiente al nombre de
María, que viven justo en frente. Allí compré, me viene de pronto a las neuronas, un
hermoso florero que aún conservo. Fue hace cuando menos diez años, seguramente más,
y ni recuerdo cómo había logrado enganchar el viaje. Ella se también me recordaba. Él
es un vikingo de bigotes manubrio, estirado y flaco como un fideo, corredor de
vocación, que se ha ido a trotar por el Sáhara y Mongolia y acaba de participar en un
Maratón local.
Hacemos unos kilómetros entre campos de avena y de trigo, bordeando a veces
un lago, entre casas distantes y alguna que otra iglesita de campaña, hasta que nos
adentramos por uno de los dos o tres caminos de tierra que han de quedar en el Primer
Mundo y llegamos a un chalet de madera debidamente color granada, que, como
adelantaba, es, aparte de la estructura fundamental, paciente obra de las manos de Flash,
Esta viga la tuve que cambiar, Aquí casi se me cae el techo, Esta pared la tuve que hacer
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nueva, Estos muebles los fui consiguiendo por partes separadas, Esta mesa la tuve que
restaurar, Ahora tengo que instalar el baño y el agua corriente… Porque ni el uno ni la
otra. El agua viene de un pozo, casi gélida, y el escusáu está en el cobertizo del fondo,
de esos portátiles, Aquí voy a instalar una sauna.
Como único argentino del convivio, asumo la responsabilidad de asador. Esta
vez las cosas salen comme il faut, aunque no sin cierto sacrificio, ya la temperatura
ambiente es de 38 grados Celsio, que yo palio, cierto es, inmóvil al sol y junto al fuego.
Queda una botella de Terrazas malbec que, como Flash y el anticuario de carrera tienen
que manejar y sus naifas no son beodas, alcanza holgadamente para el ágape. Excepto
que nadie, o sea ni Flash ni Kiki, se acordó del postre. Menos mal que Kiki encuentra
dos paquetes de obleas. Tras la comida argentina, digo, postre chileno.
Esa noche cenamos livianito, porque nadie quiere apartarse del televisor.
Lunes 12
Viene a almorzar Ariel con su señora, y la Meche. Ariel es un chileno algo
mayor que yo (¡van quedando pocos!), médico, también rezagado del exilio. Flash
prepara unas tostaditas con anchoas exquisitas y yo unos rigattoni con cebolla, puerro,
cebollín, ajo y zucchini que no me termina de enorgullecer, pero que, entre el queso y el
Terrazas malbec seguido de un Trapiche Iscay (que he traído como ofrenda a la
amistad), se dejan deglutir sin escarnio. Kiki ha preparado, para terminar en tono mayor,
una exquisita ensalada de frutas.
Pasamos el resto del día charlando. Recordando viejos tiempos (“calles
queridas, cómo estarán / viejos amigos que hoy ni recuerdo, / ¿qué se habrán hecho,
cómo andarán?” llora el tango, pero nosotros no paramos de cagarnos de risa). Flash
tiene historias increíbles, de las cuales voy a escoger, como quien elige sendos
bombones, solo estas dos:
Resulta, güevón, que salgo de Moscú para Ámsterdam y estoy solo en el avión,
¿te fijas? Resulta que lo mandan para buscar un grupo de turistas americanos. Así que
me hago amigo de las azafatas y termino aterrizando en la cabina con los pilotos,
güevón. Y los pilotos rechoros, güevón, me dicen, Vamos a hacerles una broma a los de
Aeroflot en Bruselas. Porque resulta que el aeropuerto de Ámsterdam está cerrado por
niebla y nos desvían. Y el piloto se pone en contacto con uno de los gallos de Aeroflot y
les dice, Miren, venimos con un pasajero solo… Y es extranjero… No sé, pero debe ser
alguien importante, porque es el único. Y cuando aterrizamos, güevón, abren la puerta,
y al pie de la escalerilla hay una limusina negra, güevón, ¡y hasta han puesto una
alfombra roja! Y yo me bajo poniendo cara ’e malo y los güevones me bajan la maleta
del avión y me la traen. Y ahí es donde meto las patas porque me preguntan que adónde
quiero ir y digo que a Bruselas, ¡y los güevones se dan cuenta de que no soy una mierda
y me tiran la maleta en el suelo, enrollan la alfombra, se mandan mudar en la limusina y
me dejan solo en medio ’e la pista, güevón!
Otro día, tenía que viajar a Londres porque mi familia me había mandado una
plata. Y yo tenía un billete de cien dólares que me lo puse en el bolsillo de la camisa y
cuando voy a bajar me doy cuenta ’e que no lo tengo, güevón. Y es sábado, güevón. Y
yo sin una mierda ’e plata ni para un café, güevón. Y hablo ahí con una inglesita y le
cuento, po güevón. Y ella me llevó a su casa, me dio de comer y hasta me prestó plata
hasta el lunes. Y entonces yo el lunes fui a retirar mi platita y me compré harta ropa de
la buena, güevón, y a ella le hice un regalito… ¿Y qué fue de su vida? ¡Yo que sé,
güevón!
Kiki lo mira sonriendo todo lo que sus ancestros le permiten.
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Martes 13, ni te cases ni te embarque, pero…
Pero mi vuelo es a las diez. Flash me lleva a Arlanda y nos despedimos preguntándonos
cuándo, dónde y cómo nos vamos a volver a encontrar, ahora que Suecia me queda tan
lejos. Ya se verá, porque siempre termina por verse.
****
Paso en Oslo tres horas y sigo para Viena, donde me encuentro con que me ha venido
siguiendo la canícula escandinava. Por suerte ya es de tardecita, y el sol, en vez de
clavarse, pasa a cercén. Compro una botellita de vino para los camarones que me voy a
comer. Hago la valija (como siempre desde hace cuatro años, con más trenes que ropa).
Ceno, mitad del vino para los camarones, mitad para mí. Y, ¡oh casualidad que no
existes y Dios aparte que en cambio sí!, por Arte pasan “Lumumba”, una estupenda
película sobre la vida y trágica muerte del santo patrono de mi Alma Máter, la
Universidad de la Amistad de los Pueblos “Patrice Lumumba”, hoy Universidad
Internacional “Sájarov” (“nostalgia de los tiempos que han pasado, / arena que la vida
se llevó, / pesadumbre del barrio que ha cambiado / y amargura del sueño que murió”,
plañía, premonitorio sin saber, Homero Manzi). La película ilustra magistralmente la
trágica imposibilidad de La Revolución, al menos entonces y por aquellos pagos: Etapa
superior del capitalismo en Angola o Ghana o Mozambique. Hombre nuevo en Etiopía
o Laos… Fin de la explotación del hombre por el hombre. Aurora de paz. Cariñosa
fraternidad entre los pueblos trabajadores… Eppur… ¡Algún día!
Miércoles 14, volver es nacer de nuevo
La rutina es la de siempre. Ni intento dormitar. Miro la tele casi sin ver, o acaso al
revés. A las cuatro saco la basura. A las cuatro y media emprendo el arrastre de valijón,
valijita y maletín y el agobio de la mochila hasta Scwhedenplatz, donde mi pipa y yo
llegamos con veinte minutos para esperar el primer ómnibus a Schwechat. Como
siempre, camino del final los minutos se van estirando. En el mostrador de embarque
me cuentan que el vuelo de Fráncfort a Baires está lleno, ¿Me darán seiscientos euros de
desagravio por obligarme a pasear por Fráncfort al calor del estío? ¿Me catapultarán, en
todo caso, a business? Desayuno en el lounge de Austrian Airlines. Me dirijo
morosamente a la puerta de embarque. Trato de dormir un poco en el avión pero no
puedo. Los párpados, pesados pero rebeldes sobre el comezón de los ojos no me hacen
caso del todo. Los llego a cerrar, es cierto, pero apenas si logro un conato de
duermevela.
Aterrizo en Francoforte sul Meno camino de las ocho de la mattina, con dos
horas y la yapa de amansadora. Dejo la valijita en el lounge y pongo rumbo a la puerta
de embarque a ver. Todavía no hay nadie. Media hora después me dicen que la clase
turística está colmada (¡bien!), pero que hay lugar en ejecutiva (¡y bue!). Una hora antes
de la señalada, a las nueve y centavos, me pongo a escrutar, rapaz, la circunstancia.
Vaca llendo gente al baile. Un par de argentinos con pinta ejecutiva se apgraidean
(malo, porque caen en picado mis posibilidades de merecida promoción). Como no he
podido escribir estas crónicas pese a mi denuedo (algo raro anduvo pasando estos días),
me tienta sacrificar algunas de las millas que estoy coleccionando celosamente para
pagarles (mejor dicho, no pagarles) una gira a Alguienita y prole. Me contengo. A la
voz de ahura, a embarcar se ha dicho. Me digo que me convendría ser el último, pero ya
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tengo el huevo más corto en Praga, de modo que ¡qué mierda! no bien desaparecidos los
pasajeros con críos o en silla de ruedas (hay unos cuantos de ambas categorías),
aprovecho mi condición de primero de la cola y entrego la tarjeta (total, como siempre,
me he agenciado la fila 32, junto a la puerta de emergencia, donde se pueden estirar las
patas, depositar la bandejita sobre la panza que protege la rampa de emergencia e ir al
baño sin triturar vecinos. La rubia me coge (bueno, es un decir, qué le vamos a hacer) la
tarjeta de embarque, la pone sobre el lector de barras y suena la alarma general. Parece
que mi tarjeta no sirve, porque la rasga en dos, la tira a la mierda, y saca un papelito de
mierda que parece un recibo de tarjeta de crédito y, compungida, me da la mala nueva,
Señor Viaggio, lo hemos pasado a business ¡Vamos todavía!
Almuerzo como un señor, ¡qué carajo! Duermo un par de horas, estiráu como en
cama camera, ¡qué carajo! Y ahora sí, saco la compu, la enchufo (¡qué carajo!) y me
pongo a escribir.
***
Ahora, silencio en la noche, ya todo está en calma; / el músculo duerme, la ambición
descansa. Alguienita se ha desaferrado y ronca diminuta. Valeria se ha ido a dormir sin
protestar. Xóchitl ha querido “quedá un datito máz con papi”, pero ha terminado
cediendo.
Y yo, dentro de un cuerpo que cree que ya son las siete de la mañana, me siento
a escribir estas pamplinas.
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