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CUMBRES
BORRASCOSAS
Emily Brontë
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SINOPSIS DE CUMBRES BORRASCOSAS
Cumbres Borrascosas encierra una historia de amor que
apuntaba a ser solo apasionada, pero que, por cuestiones de
un cruel destino, termina convirtiéndose en una trágica historia
de venganza.
Cuando el señor Earnshaw lleva al pequeño Heathcliff como hijo
adoptivo a su familia tenía las mejores intenciones de formar a
un hombre de bien. Sin embargo, en el transcurso de su
estancia en este hogar, el pequeño gitano no termina de ser
bienvenido por su hermano.
La triste vida de Heathcliff empeora cuando el señor y la señora
Earnshaw mueren y es tratado como si no valiera nada, a pesar
del amor profundo que Catherine, su hermana adoptiva, siente
por él. Poco a poco se desatan los celos, la envidia, la venganza
y el odio que reflejan, junto con el paisaje nublado y frío, la
psicología atormentada de los protagonistas.
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CAPÍTULOI
Regreso en este momento de visitar al dueño de mi casa.
Sospecho que ese solitario vecino me dará más de un motivo
de preocupación. La comarca en que he venido a residir es un
verdadero paraíso, tal como un misántropo no hubiera logrado
hallarlo igual en toda Inglaterra. El señor Heathcliff y yo
podríamos haber sido una pareja ideal de camaradas en este
bello país. Mi casero me pareció un individuo extraordinario. No
dio muestra alguna de notar la espontánea simpatía que
experimenté hacia él al verle. Antes bien, sus negros ojos se
escondieron bajo sus párpados, y sus dedos se hundieron más
profundamente en los bolsillos de su chaleco, al anunciarle yo
mi nombre.
—¿El señor Heathcliff? —le había preguntado. Se limitó a
inclinar la cabeza afirmativamente.
—Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Me he apresurado a tener
el gusto de visitarle para decirle que confío en que mi
insistencia en alquilar la Granja de los Tordos no le habrá
molestado.
—La Granja de los Tordos es mía —contestó, separándose un
poco de mí,
—y ya comprenderá que a nadie le hubiera permitido que me
molestase acerca de ella, si yo creyese que me incomodaba.
Pase usted.
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Masculló aquel «pase usted» entre dientes, y más bien como si
quisiera darme a entender que me fuese al diablo. Ni siquiera
tocó la puerta para corroborar sus palabras. Pero ello mismo
me inclinó a aceptar la invitación, porque parecía interesante
aquel hombre, más reservado, al parecer, que yo mismo.
Al ver que mi caballo empujaba la barrera de la valla, sacó la
mano del chaleco, quitó la cadena de la puerta y me precedió
de mala gana. Cuando llegamos al patio gritó:
—¡José! Llévate el caballo del señor Lockwood y tráenos de
beber.
La doble orden dada a un mismo criado me hizo pensar que
toda la servidumbre se reducía a él, lo que explicaba que entre
las losas del suelo creciera la hierba y que los setos mostrasen
señales de no ser cortados sino por el ganado que
mordisqueaba sus hojas.
José era un hombre maduro, o, mejor dicho, un viejo. Pero, a
pesar de su avanzada edad, se conservaba sano y fuerte.
«¡Válgame el Señor!», Murmuró con tono de contrariedad,
mientras se hacía cargo del caballo, a la vez que me miraba con
tal acritud, que me fue precisa una gran dosis de benevolencia
para que impetraba el auxilio divino, a fin de poder digerir bien
la comida y no con motivo de mi inesperada llegada.
La casa en que habitaba el señor Heathcliff se llamaba
Cumbres Borrascosas en el dialecto de la región. Y por cierto
que tal nombre expresaba muy bien los rigores atmosféricos a
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que la propiedad se veía sometida cuando la tempestad
soplaba sobre ella. Sin duda se disfrutaba allí de buena
ventilación. El aire debía de soplar con mucha violencia, a
juzgar por lo inclinados que estaban algunos pinos situados
junto a la casa, y algunos arbustos cuyas hojas, como si
implorasen al sol, se dirigían todas en un mismo sentido. Pero el
edificio era de sólida construcción, con gruesos muros, según
podía apreciarse por lo profundo de las ventanas, y con recios
guardacantones protegiendo sus ángulos.
Me detuve un momento en la puerta para contemplar las
carátulas que ornaban la fachada. En la entrada principal leí
una inscripción, que decía:
«Hareton Earnshaw» Aves de presa de formas extravagantes y
figuras representando muchachitos en posturas lascivas,
rodeaban la inscripción. Me hubiese complacido hacer algunos
comentarios respecto a aquello y hasta pedir una breve historia
del lugar a su rudo propietario; pero él permanecía ante la
puerta de un modo que me indicaba su deseo de que yo
entrase de una vez o me fuese, y no quise aumentar su
impaciencia parándome a examinar los detalles del acceso al
edificio.
Un pasillo nos condujo directamente a un salón, que en la
región llaman la casa por antonomasia, y que no está
precedido de vestíbulo ni antecámaras. Generalmente, esta
pieza comprende, a la vez, comedor y cocina; pero en Cumbres
Borrascosas la cocina no estaba allí. Al menos, no percibí indicio
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alguno de que en el inmenso lugar se cocina—se nada, pese a
que en las profundidades de la casa me parecía sentir ruido de
utensilios culinarios. En las paredes no había cacerolas ni
cacharros de cocina. En cambio, se veía en un rincón de la
estancia un aparador de roble cubierto de platos apilados
hasta el techo, y entre los que se veían jarros y tazones de
plata. Había sobre él tortas de avena, piernas de buey y
carneros curados, y jamones. Pendían sobre la chimenea varias
viejas escopetas con los cañones enmohecidos y un par de
pistolas de arzón. En la repisa de la chimenea había tres tarros
pintados de vivos colores. El pavimento era de piedras lisas y
blancas. Las sillas, antiguas, de alto respaldo, estaban pintadas
de verde. Bajo el aparador vi una perra rodeada de sus
cachorros, y distinguí otros perros por los rincones.
Todo ello hubiera parecido natural en la casa de uno de los
campesinos del país; musculosos, de obtusa apariencia y
vestidos con calzón corto y polainas. Salas así, y en ellas
labriegos de tal contextura sentados a la mesa ante un jarro de
espumosa cerveza, podéis ver en la comarca cuanta queráis.
Mas el señor Heathcliff contrastaba con el ambiente de un
modo chocante. Era moreno, y por el color de su tez parecía un
gitano, si bien en sus ropas en sus modales parecía ser un
caballero. Aunque ataviado con algún descuido, y pese a su
ruda apariencia, su figura era erguida y arrogante.
Yo pensaba que muchos le calificarían de soberbio y hasta de
grosero, pero sentía en el fondo que no debía de haber nada de
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ello. Me parecía, instintivamente, que su reserva debía proceder
de que era enemigo de dejar traslucir sus emociones. Debía de
odiar y amar disimulándolo, y seguramente hubiera
considerado como un impertinente a quien le amase o le
odiase, a su vez.
Probablemente yo me precipitaba demasiado al suponer en mi
huésped la manera de ser que me es peculiar a mí mismo.
Quizá el señor Heathcliff rehusaba su mano al amigo que le
deparaba la ocasión por motivos muy diferentes a los míos.
Quizá mi carácter fuera único. Mi madre solía decirme que yo
nunca sabría crearme un agradable hogar, y el verano pasado
obré de un modo que acreditaba que la autora de mis días
tenía razón.
Con ocasión de estar pasando un mes a la orilla del mar conocí
a una verdadera beldad. Me pareció hechicera. No le dije jamás
de palabra que la quería; pero si es verdad que los ojos hablan,
por la expresión de los míos hubiera podido deducirse que yo
estaba loco por ella. Cuando al fin lo notó, me dirigió la mirada
más dulce que hubiera podido esperarse. ¿Qué hice yo
entonces? Con vergüenza declaro que retrocedí, que me
reconcentré en mí mismo como un caracol en su concha, que a
cada mirada de la joven me alejaba más, hasta que ella, sin
duda confusa ante tales demostraciones, y pensando haberse
equivocado respecto a mis sentimientos, persuadió a su madre
de que se debían marchar.
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Esos cambios bruscos me han granjeado fama de cruel. Sólo yo
sé lo erróneo que es semejante juicio.
Mi casero y yo nos sentamos frente a frente junto a la
chimenea. Ambos callábamos. La perra había abandonado a
sus crías, y se arrastraba entre mis piernas frunciendo el hocico
y enseñando sus blancos dientes. Traté de acariciarla y emitió
un largo gruñido gutural.
—Es mejor que deje usted a la perra —gruñó el señor Heathcliff,
haciendo dúo al animal, a la vez que reprimía sus
demostraciones feroces con un puntapié. —No está
acostumbrada a caricias ni la tenemos para eso.
Se puso en pie, se acercó a una puerta lateral y gritó:
—¡José!
Percibimos a José murmurar algo en las profundidades de la
bodega, pero sin dar señal alguna de acudir. En vista de ello, su
amo fue a buscarle, dejándome solo con la perra y con otros
dos perros mastines, que vigilaban atentamente cada uno de
mis movimientos. No sintiendo deseo alguno de trabar
conocimiento con sus colmillos, permanecí quieto; pero
creyendo que las injurias mudas no les ofenderían, comencé a
hacerles guiños y muecas. La ocurrencia fue infortunada.
Alguno de mis gestos debió molestar sin duda a la señora
perra, y bruscamente se lanzó sobre mis pantorrillas. La
rechacé y me apresuré a interponer la mesa entre los dos. Mi
acción revolucionó todo el ejército perruno. Media docena de
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diablos de cuatro patas, de todos los tamaños y edades,
salieron de los rincones y se precipitaron en el centro de la
habitación. Mis talones y los faldones de mi casaca
constituyeron desde luego el principal objetivo de sus
arremetidas. Empuñé el atizador de la lumbre para hacer frente
a los más voluminosos de mis asaltantes, pero, aun así, tuve
que pedir socorro a gritos.
El señor Heathcliff y su criado subieron con exasperante
lentitud las escaleras de la bodega. A pesar de que la sala era
un infierno de gritos y ladridos, me pareció que los dos hombres
no aceleraban su paso en lo más mínimo.
Por fortuna, una rozagante fregona acudió con más diligencia.
Llegó con las faldas recogidas, la faz arrebatada por la
proximidad de la lumbre y con los brazos desnudos. Enarboló
una sartén, y sus golpes, en combinación con sus ásperas
palabras, disiparon la tempestad como por arte de magia. Y
cuando Heathcliff entró, en medio de la estancia sólo estaba ya
conmigo la habitante de la cocina, como el mar después de una
tormenta.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó él con un acento tal, que me
pareció intolerable para proferirlo después de tan inhospitalaria
acogida.
—Verdaderamente, se trata de diablos –repuse. —¡Creo que los
cerdos endemoniados de que hablan los Evangelios no debían
albergar más espíritus malignos que estos animales de usted,
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señor! ¡Dejar entre ellos a un extraño es como dejarle en
compañía de una manada de tigres!
—No suelen meterse con quienes están quietos —advirtió
Heathcliff.
—Los perros hacen bien en vigilar. ¿Quiere usted un vaso de
vino?
—No; gracias.
—¿Le han mordido?
—Si me hubiesen mordido habría visto usted en el culpable las
señales de mi réplica.
Heathcliff hizo una mueca.
—Bueno, bueno... —dijo— Está usted algo excitado, señor
Lockwood. Beba un poco de vino. Se reciben tan pocos
invitados en esta casa que, lo confieso, ni mis perros ni yo
sabemos casi cómo recibirles. ¡A su salud!
Correspondí al brindis y me tranquilicé considerando que
resultaría estúpido enfurecerme por la agresión de unos perros
cerriles. Por lo demás, se me antojaba que aquel sujeto
empezaba a burlarse de mí, y no me pareció bien concederle
otro motivo de mofa. Él, por su parte —pensando
probablemente que constituiría una locura ofender a un buen
inquilino—, suavizó un tanto el laconismo de su conversación, y
comenzó a tratar de las ventajas y desventajas de mi nuevo
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domicilio, tema que sin duda supuso que sería interesante para
mí. Me pareció entendido en las cosas de que hablaba, y me
sentí animado a anunciarle una segunda visita para el día
siguiente. Era evidente, no obstante, que él no tenía en ello
interés alguno. Sin embargo, pienso volver. Resulta asombroso
lo muy sociable que soy comparado con mi casero.
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C A P Í T U L O II
La tarde de ayer fue fría y brumosa. Al principio dudé entre
pasarla en casa, junto al fuego, o dirigirme a través de los
páramos y sobre los barrizales a Cumbres Borrascosas.
Pero después de comer (advirtiendo que como de una a dos, ya
que el ama de llaves que adopté al alquilar la casa como si se
tratara de una de sus dependencias, no comprende, o no quiere
comprender, que deseo comer a las cinco), subiendo a mi
cuarto, hallé en él a una criada arrodillada ante la chimenea y
luchando para apagar las llamas con nubes de ceniza con las
que levantaba una polvareda infernal. Semejante espectáculo
me desanimó. Cogí el sombrero y, tras una caminata de seis
kilómetros, llegué a casa de Heathcliff en el preciso instante en
que comenzaban a caer los diminutos copos de un chubasco de
aguanieve.
El suelo de aquellas solitarias alturas estaba cubierto de una
capa de escarcha ennegrecida, y el viento estremecía de frío
todos mis miembros. Al ver que mis esfuerzos para levantar la
cadena que cerraba la puerta de la verja eran vanos salté por
encima, avancé por el camino que bordeaban matas de
grosellas y golpeé la puerta de la casa con los nudillos hasta
que me dolieron. Se oía ladrar a los muy perros.
«Tan necia inhospitalidad merecía ser castigada con el
aislamiento perpetuo de vuestros semejantes, ¡bellacos! —
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murmuré mentalmente. Lo menos que se puede hacer es tener
abiertas las puertas durante el día. Pero no me importa.
¡Entraré!» Con esta decisión sacudí el aldabón. El rostro
avinagrado de José apareció en una ventana del granero.
—¿Qué quiere usted? —me interpeló. —El amo está en el corral.
Dé la vuelta por la esquina del establo si quiere hablarle.
—¿No hay nadie que abra la puerta? —respondí.
—Nadie más que la señorita, y ella no le abriría aunque
estuviese usted llamando insistentemente hasta la noche. Sería
inútil.
—¿Por qué no? ¿No puede usted decirle que soy yo?
—¿Yo? ¡No! ¿Qué tengo yo que ver con eso? —replicó mientras
se retiraba.
Comenzaba a caer una espesa nevada. Yo empuñaba ya el
aldabón para volver a llamar, cuando un joven sin chaqueta y
llevando al hombro una horca de labranza apareció y me dijo
que le siguiera. Atravesamos un lavadero y un patio enlosado,
en el que había un pozo con bomba y un palomar, y llegamos a
la habitación donde el día anterior fui introducido. Un inmenso
fuego de carbón y leña la caldeaba, y, al lado de la mesa, en la
que estaba servida una abundante merienda, tuve la
satisfacción de ver a la señorita, persona de cuya existencia no
había tenido antes noticia alguna. La saludé y permanecí en
pie, esperando que me invitara a sentarme. Ella me miró y no se
movió de su silla ni pronunció una sola palabra.
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—¡Qué tiempo tan malo! —comenté. —Lamento, señora
Heathcliff, que la puerta haya sufrido las consecuencias de la
negligencia de sus criados. Me ha costado un trabajo tremendo
hacerme oír.
Ella no despegó los labios. La miré atentamente, y ella me
correspondió con una mirada tan fría, que resultaba molesta y
desagradable.
—Siéntese —gruñó la joven. —Heathcliff vendrá enseguida.
Obedecí, tosí y llamé a June, la perversa perra, que esta vez se
dignó mover la cola en señal de que me reconocía.
—¡Hermoso animal! —empecé. —¿Piensa usted desprenderse de
los cachorrillos, señora?
—No son míos —dijo la amable anfitriona con un tono aún más
repelente que el que hubiera empleado el propio Heathcliff.
—Entonces, ¿sus favoritos serán aquellos? —continué, volviendo
la mirada hacia lo que me pareció un cojín con gatos.
—Serían unos favoritos bastante extravagantes —contestó la
joven desdeñosamente.
Desgraciadamente, los supuestos gatillos eran, en realidad, un
montón de conejos muertos. Volví a toser, me aproximé al
fuego y repetí mis comentarios sobre lo desagradable de la
tarde.
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—No debía usted haber salido —dijo ella, mientras se
incorporaba y trataba de alcanzar dos de los tarros pintados
que decoraban la chimenea.
Ahora, a la claridad de las llamas, yo podía distinguir por
completo su figura. Era muy esbelta, y al parecer apenas había
salido de la adolescencia. Estaba admirablemente formada y
poseía la más linda carita que yo hubiese contemplado jamás.
Tenía las facciones menudas, la tez muy blanca, dorados bucles
que pendían sobre su delicada garganta, y unos ojos que
hubieran sido irresistibles de haber ofrecido una expresión
agradable. Por fortuna, para mi sensible corazón, aquella
mirada no manifestaba en aquel momento más que desdén y
algo como una especie de desesperación, que resultaba
increíble en unos ojos tan bellos.
Como los tarros estaban fuera de su alcance, intenté auxiliarla;
pero se volvió hacia mí con la airada expresión del avaro a
quien alguien quiere ayudarle a contar su oro.
—No hace falta que se moleste —dijo—. Puedo cogerlos yo sola.
—Perdone —me apresuré a contestar.
—¿Está usted invitado a tomar el té? —me preguntó,
poniéndose un delantal sobre el vestido y sentándose mientras
sostenía en la mano una cucharada de hojas de té que había
sacado del bote.
—Tomaré una taza con mucho gusto —respondí.
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—¿Está usted invitado? —insistió.
—No —dije, sonriendo—; pero nadie más indicado que usted
para invitarme.
Volvió a echar en el bote el té, con cuchara y todo, y de nuevo
se sentó frunciendo el entrecejo, e hizo un pucherito con los
labios como un niño que está a punto de llorar.
El joven, entretanto, se había puesto un andrajoso gabán, y en
aquel momento me miró como si entre nosotros existiese un
resentimiento mortal. Yo dudaba de si aquel personaje era un
criado o no. Hablaba y vestía toscamente, sin ninguno de los
detalles que Heathcliff presentaba de pertenecer a una clase
superior. Su cabellera castaña estaba desgreñadísima, su
bigote crecía descuidadamente y sus manos eran tan burdas
como las de un labrador. Pero, con todo, ni sus ademanes ni el
modo que tenía de tratar a la señora eran los de un criado. En
la duda, preferí no aventurar juicio sobre él. Cinco minutos
después, la llegada de Heathcliff alivió un tanto la molesta
situación en que me encontraba.
—Como ve, he cumplido mi promesa —dije con acento
falsamente jovial
— y temo que el mal tiempo me haga permanecer aquí media
hora, si quiere usted albergarme durante ese rato...
—¿Media hora? —repuso, mientras se sacudía los blancos copos
que le cubrían la ropa. —¡Me asombra que haya elegido usted
estar nevando para pasear! ¿No sabe que corre el peligro de
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perderse en los pantanos? Hasta quienes están familiarizados
con ellos se extravían a veces. Y le aseguro que no hay
probabilidad alguna de que el tiempo mejore.
—Quizá uno de sus criados pudiera servirme de guía. Se
quedaría en la granja hasta mañana. ¿Puede proporcionarme
uno?
—No; no me es posible.
—Bueno... pues entonces habré de confiar en mis propios
medios...
—Hum...
—¡Qué! ¿Haces el té o no? —preguntó el joven del abrigo
andrajoso, separando su mirada de mí para dirigirla a la mujer.
—¿Le sirvo también a ese señor? —preguntó ella.
—Vamos, termina, ¿no? —repuso él con tal brusquedad que me
hizo sobresaltarme. Había hablado de una forma que delataba
una naturaleza auténticamente perversa. No sentí desde aquel
momento inclinación alguna a considerar a aquel hombre como
un individuo extraordinario.
Cuando el té estuvo preparado y servido en la mesa, Heathcliff
dijo:
—Acerque su silla, señor.
Todos nos sentamos a la mesa, incluso el tosco joven. Un
silencio absoluto reinó mientras tomábamos el té.
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Pensé que, puesto que yo era el responsable de aquel nublado,
debía ser también quien lo disipase. Aquella taciturnidad que
mostraba no debía de ser su modo habitual de comportarse. Así
pues, lo intenté:
—Es curioso el considerar qué ideas tan equivocadas solemos
formar a veces sobre el prójimo. Mucha gente no podría
imaginar que fuese feliz una persona que llevaba una vida tan
apartada del mundo como la suya, señor Heathcliff. Y, sin
embargo, usted es dichoso rodeado de su familia, con su
amable esposa, que, como un ángel tutelar, reina en su casa y
en su corazón...
—¿Mi amable esposa? —interrumpió con diabólica sonrisa. —¿Y
dónde está mi amable esposa, si se puede saber?
—Me refiero a la señora Heathcliff.
—¡Ah, ya! Quiere usted decir que su espíritu, después de
desaparecido su cuerpo, se ha convertido en mi ángel de la
guarda y custodia Cumbres
Borrascosas. ¿No es eso?
Comprendí que había dicho una tontería y traté de rectificarla.
Debía haberme dado cuenta de la mucha edad que llevaba a la
mujer, antes de suponer como cosa segura que fuera su esposa.
Él contaba alrededor de cuarenta años, y en esa edad en que el
vigor mental se mantiene plenamente no se supone que las
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muchachas se casen con nosotros por amor. Semejante ilusión
está reservada a la ancianidad. En cuanto a ella, no
representaba arriba de diecisiete años.
Entonces, como un relámpago, surgió en mí esta idea: «El
grosero personaje que se sienta a mi lado, bebiendo el té en un
tazón y comiendo el pan con sus sucias manos, es tal vez su
marido. Estas son las consecuencias del vivir lejos del mundo:
ella ha debido casarse con este patán creyendo que no hay
otros que valgan más que él. Es lamentable. Y yo debo procurar
que, por culpa mía, no vaya a arrepentirse de su elección».
Semejante reflexión podrá parecer vanidosa, pero era sincera.
Mi vecino de mesa presentaba un aspecto repulsivo, mientras
que me constaba por experiencia que yo era pasablemente
agradable.
—La señora es mi nuera —dijo Heathcliff, en confirmación de
mis suposiciones; y, al decirlo, la miró con expresión de odio.
—Entonces, el feliz dueño de la hermosa hada es usted —
comenté, volviéndome hacía mi vecino.
Con esto acabé de poner las cosas mal. El joven apretó los
puños, con evidente intención de atacarme. Pero se contuvo y
desahogó su ira en una brutal maldición que me concernía, y de
la que no me di por aludido.
—Está usted muy desacertado —dijo Heathcliff. —Ninguno de
los dos tenemos la suerte de ser dueños de la buena hada a
quien usted se refiere. Su esposo ha muerto. Y, puesto que he
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dicho que era mi nuera, debe ser que estaba casada con mi
hijo.
—Entonces, este joven es...
—Mi hijo, desde luego, no.
Y Heathcliff
sonrió,
como
si
fuerauna
extravagancia atribuirle la paternidad de aquel oso.
—Mi nombre es Hareton Earnshaw —gruñó el otro— y le
aconsejo que lo pronuncie con el máximo respeto.
—Creo haberlo respetado —respondí mientras me reía para mis
adentros de la dignidad con que había hecho su presentación
aquel individuo.
Él me miró durante tanto tiempo y con fijeza tal, que me hizo
experimentar deseos de abofetearle o de echarme a reír en sus
propias barbas. Comenzaba a sentirme disgustado en aquel
agradable círculo familiar. Aquel ingrato ambiente neutralizaba
el confortable calor que físicamente me rodeaba, y resolví no
volver por tercera vez.
Concluida la colación, y en vista de que nadie pronunciaba una
palabra, me acerqué a la ventana para ver el tiempo que hacía.
El espectáculo era muy desagradable; la noche caía
prematuramente y la ventisca barría las colinas.
—Creo que sin alguien que me guíe, no voy a poder volver a
casa — exclamé, sin poder contenerme. —Los caminos deben
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de estar borrados por la nieve, y aunque no lo estuvieran, es
imposible ver a un pie de distancia.
—Hareton —dijo Heathcliff— lleva las ovejas a la entrada del
granero y pon un madero delante. Si pasan la noche en el corral
amanecerán cubiertas de nieve.
—¿Cómo me arreglaré? —continué, sintiendo que mi irritación
aumentaba.
Nadie contestó a esta pregunta. Paseé la mirada a mi
alrededor y no vi más que a José, que traía comida para los
perros, y a la señora Heathcliff, que, inclinada sobre el fuego, se
entretenía en quemar un paquete de fósforos que habían caído
de la repisa de la chimenea al volver a poner el bote de té en su
sitio. José, después de vaciar el recipiente en que traía la
comida de los animales, rezongó:
—Me asombra que se quede usted ahí como un pasmarote
cuando los demás se han ido... Pero con usted no valen
palabras. Nunca se corregirá de sus malas costumbres, y
acabará yéndose al diablo en derechura, como le ocurrió a su
madre.
Creí que aquel sermón iba dirigido a mí, y me adelanté hacia el
viejo bribón con el firme propósito de darle un puntapié y
obligarle a que se callara. Pero la señora Heathcliff se me
anticipó.
—¡Viejo hipócrita! ¿No temes que el diablo te lleve cuando
pronuncias su nombre? Te advierto que se lo pediré al demonio
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como especial favor, si no dejas de provocarme. ¡Y basta! Mira
—agregó, sacando un libro de un estante
—: cada vez progreso más en la magia negra. Muy pronto seré
maestra en la ciencia oculta. Y para que te enteres, la vaca roja
no murió por casualidad, y tu reumatismo no es una prueba de
la bondad de la Providencia...
—¡Cállese, malvada! —gritó el viejo. —¡Dios nos libre de todo
mal!
—¡Estás condenado, reprobó! Sal de aquí si no quieres que te
ocurra algo verdaderamente malo. Voy a modelar muñecos de
barro o de cera que os reproduzcan a todos, y al primero que se
extralimite, ya verás lo que le haré...
Se acordará de mí... Vete... ¡Qué te estoy mirando!
Y la pequeña bruja puso tal expresión de malignidad en sus
ojos, que José salió precipitadamente, rezando y temblando,
mientras murmuraba:
—¡Malvada, malvada!
Supuse que la joven había querido gastar al viejo una broma
lúgubre, y en cuanto nos quedamos solos, quise interesarla en
mi problema.
—Señora Heathcliff —dije con seriedad— perdone que la
moleste. Una mujer con una cara como la suya tiene
necesariamente que ser buena. Indíqueme alguna señal, algún
lindero que me oriente para conocer mi camino. Tengo la
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misma idea de por dónde se va a mi casa que la que usted
pueda tener para ir a Londres.
—Vaya usted por el mismo camino que vino —me contestó,
sentándose en una silla, y poniendo ante sí el libro y una bujía.
—El consejo es muy simple, pero no puedo darle otro.
—En este caso, si mañana le dicen que me han hallado muerto
en una ciénaga o en una zanja llena de nieve, ¿no le remorderá
la conciencia?
—¿Por qué habría de remorderme? No puedo acompañarle.
Ellos no me dejarían ni siquiera ir hasta la verja.
—¡Oh! Yo no le pediría por nada del mundo que saliese, para
ayudarme, en una noche como ésta. No le pido que me enseñe
el camino, sino que me le indique de palabra o que convenza al
señor Heathcliff de que me proporcione un guía.
—¿Qué guía? En la casa no estamos más que él, Hareton Zillah,
José y yo.
¿A quién elige usted?
—¿No hay mozos en la finca?
—No hay más gente que la que digo.
—Entonces, me veré obligado a quedarme.
—Eso es cosa de usted y su huésped, yo no tengo nada que ver
con eso.
24
—Confío en que esto le sirva de lección para hacerle desistir de
dar paseos
—gritó la voz de Heathcliff desde la cocina. —Yo no tengo
alcobas para los visitantes. Si se queda, tendrá que dormir con
Hareton o con José en la misma cama.
—Puedo dormir en una de las butacas de este cuarto —repuse.
—¡Oh, no! Un forastero, rico o pobre, es siempre un forastero.
No permitiré que nadie haga guardia en la plaza cuando yo no
estoy de servicio — dijo el miserable.
Mi paciencia había llegado al colmo. Me precipité hacia el patio,
lanzando un juramento, y al salir tropecé con Earnshaw. La
oscuridad era tan profunda, que yo no atinaba con la salida, y
mientras la buscaba, asistí a una muestra del modo que tenían
de tratarse entre sí los miembros de la familia. Parecía que el
joven al principio, se sentía inclinado a ayudarme, porque les
dijo:
—Le acompañaré hasta el parque.
—Le acompañarás al infierno —exclamó su pariente, señor o lo
que fuera.
—¿Quién va a cuidar entonces de los caballos?
—La vida de un hombre vale más que el cuidado de los
caballos... —dijo la señora Heathcliff con más amabilidad de la
que yo esperaba. —Es preciso que vaya alguien...
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—Pero no por orden tuya —se apresuró a responder Hareton. —
Mejor es que te calles.
—Bueno; pues, entonces, ¡así el espíritu de ese hombre te
persiga hasta tu muerte, y así el señor Heathcliff no encuentre
otro inquilino para su granja hasta que ésta se derrumbe! —dijo
ella con acritud.
—¡Está maldiciendo! —murmuró José, hacia quien yo me dirigía
en aquel momento.
El viejo, sentado, ordeñaba las vacas a la luz de una linterna. Se
la quité, y, diciéndole que se la devolvería al día siguiente, me
precipité hacia una de las puertas.
— ¡Señor, señor, me ha robado la linterna! —gritó el viejo,
corriendo detrás de mí. —¡Gruñón, Lobo! ¡Duro con él!
En el instante en que se abría la puertecilla a la que me dirigía,
dos peludos monstruos se arrojaron a mi garganta,
derribándome. La luz se apagó. Heathcliff y Hareton
prorrumpieron en carcajadas. Mi humillación y mi ira llegaron al
paroxismo. Afortunadamente, los animales se contentaban con
arañar el suelo, abrir las fauces y mover furiosamente el rabo.
Pero no me permitían levantarme, y hube de permanecer en el
suelo hasta que a sus villanos dueños se les antojó. Cuando
estuve en pie, conminé a aquellos miserables a que me dejasen
salir, haciéndoles responsables de lo que sucediera si no me
atendían, y lanzándoles apóstrofes que en su incoherente
violencia hacían recordar los del rey Lear.
26
Mi excitación me produjo una fuerte hemorragia nasal.
Heathcliff seguía riendo y yo gritando. No acierto a imaginarme
en qué hubiera terminado todo aquello a no haber intervenido
una persona más serena que yo y más bondadosa que
Heathcliff. Zillah, la robusta ama de llaves, apareció para ver lo
que sucedía. Y, suponiendo que alguien me había agredido, y
no osando increpar a su amo, dirigió los tiros de artillería contra
el más joven:
—No comprendo, señor Earnshaw —exclamó— qué
resentimientos tiene usted contra este semejante. ¿Va usted a
asesinar a las gentes en la propia puerta de su casa? ¡Nunca
podré estar a gusto aquí! ¡Pobre muchacho! Está a punto de
ahogarse. ¡Chis, chis! No puede usted irse en ese estado. Venga,
que voy a curarle. Estese quieto.
Y, hablando así, me vertió sobre la nuca un recipiente lleno de
agua helada, y luego me hizo pasar a la cocina. El señor
Heathcliff, vuelto a su habitual estado de mal humor después
de su explosión de regocijo, nos seguía.
El desmayo que yo sentía como secuela de todo lo sucedido me
obligó a aceptar alojamiento entre aquellos muros. Heathcliff
mandó a Zillah que me diese un vaso de brandy, y se retiró a
una habitación interior. Ella vino con lo ordenado, que me
reanimó bastante, y luego me acompañó hasta una alcoba.
27
C A P Í T U L O III
Mientras subía las escaleras delante de mí, la mujer me
aconsejó que ocultase la bujía y procurase no hacer ruido,
porque su amo tenía ideas extrañas acerca del aposento donde
ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese allí.
Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en
la casa dos años, y que había visto tantas cosas raras, que no
sentía deseo alguno de curiosear más.
Por mi parte, la estupefacción no me dejaba lugar a
averiguaciones. Cerré, pues, la puerta, y busqué el lecho. Los
muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja
de roble, con aperturas laterales. Me aproximé a tan extraño
mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de
lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una
habitación separada para cada miembro de la familia. El
tálamo formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar
de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado, servía de
mesa.
Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz,
cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la
vigilancia de Heathcliff o de cualquier otro de los habitantes de
la casa.
Puse la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un
ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta de
28
escritos que habían sido trazados raspando la pintura.
Aquellos escritos se reducían a un nombre:
«Catalina Earnshaw», repetido una y otra vez en letras de
toda clase de tamaños. Pero el apellido variaba a veces, y en
vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina
Heathcliff» o «Catalina Linton».
Estaba fatigado. Apoyé la cabeza contra la ventana, y empecé
a murmurar:
«Catalina Earnshaw, Heathcliff, Linton...». Los ojos se me
cerraron, y antes que transcurrieran cinco minutos, creí ver
alzarse en la oscuridad una multitud de letras blancas, como
lívidos espectros. El ámbito parecía lleno de
«Catalinas». Me incorporé, esperando alejar así aquel nombre
que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el
pabilo de la bujía había caído sobre uno de los viejos libros,
cuya cubierta empezaba a chamuscarse, saturando el ambiente
de un fuerte olor a pergamino quemado. Remedié el mal, y me
senté. Sentía frío y un ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado
por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que hedía a
apolillado, y sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí:
«Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de veinticinco
años atrás. Cerré aquel volumen, y cogí otro, y luego varios
más. La biblioteca de Catalina era escogida, y lo estropeados
que estaban los tomos demostraban que habían sido muy
usados, aunque no siempre para los fines propios de un libro.
29
Los márgenes de cada página estaban cubiertos de
comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían
sentencias aisladas. Otros eran, al parecer, retazos de un diario
garrapateado por una inexperta mano infantil. Encabezando
una página en blanco, descubrí, no sin regocijo, una magnífica
caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos
trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina,
y traté de descifrar los jeroglíficos de su escritura.
«¡Qué ingrato domingo! —decía uno de los párrafos. —¡Cuánto
daría porque papá estuviera aquí...! Hindley le sustituye muy
mal, y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a
tener que rebelarnos, esta tarde comenzaremos.
»Todo el día estuvo lloviendo. No pudimos ir a la iglesia, y José
nos reunió en el desván. Mientras Hindley y su mujer
permanecían abajo, sentados junto al fuego —estoy segura de
que, aunque hiciesen algo más, no por ello dejarían de leer sus
Biblias— a Heathcliff, y a mí y al desdichado mozo de mulas nos
ordenaron coger los devocionarios y que subiésemos. Nos
hicieron sentar en un saco de trigo, y José inició su sermón, que
yo esperaba que abreviase a causa del frío que se sentía allí.
Pero mi esperanza resultó fallida. El sermón duró tres horas
justas, y, sin embargo, mi hermano, al vernos bajar, aún tuvo la
desfachatez de decir: «¿Cómo habéis terminado tan pronto?»
Durante las tardes de los domingos, nos dejan jugar; pero
cualquier pequeñez, una simple risa, basta para que nos
manden a un rincón.
30
»—Os olvidáis de que aquí hay un jefe —suele decir el tirano. —
Al que me exaspere, le hundo. Exijo seriedad y silencio absoluto.
¡Chico! ¿Has sido tú? Querida Francisca, dale un tirón de pelo; le
he oído chasquear los dedos.
»Francisca le tiró del pelo con todas sus fuerzas. Luego se sentó
en las rodillas de su esposo, y los dos empezaron a hacer
niñadas, besándose y diciéndose estupideces. Entonces
nosotros nos acomodamos, como a la buena de Dios, en el
hueco que forma el aparador. Colgué ante nosotros nuestros
delantales, como si fueran una cortina; pero enseguida, cuando
llegó José, deshaciendo mi obra, me dio una bofetada y
rezongó:
»—Con el amo recién enterrado, domingo como es, y las
palabras del Evangelio resonando todavía en vuestros oídos, ¡y
ya os ponéis a jugar! ¿No os da vergüenza? Sentaos, niños
malos, y leed libros piadosos que os ayuden a pensar en la
salvación de vuestras almas.
»Y a la vez que nos hablaba, nos tiró sobre las rodillas unos
viejos libros y nos obligó a sentarnos de manera que el
resplandor del hogar nos alumbrase en nuestra lectura. Yo no
pude soportar aquella ocupación que nos quería dar. Cogí el
libro y lo arrojé al rincón de los perros, diciendo que tenía odio a
los libros piadosos. Heathcliff hizo lo mismo con el suyo, y
entonces empezó el jaleo.
31
»— ¡Señor Hindley, venga! —gritó José— La señorita Catalina ha
roto las tapas de La armadura de salvación y Heathcliff ha
golpeado con el pie la primera parte de El camino de perdición.
No es posible dejarles seguir siendo así. El difunto señor les
hubiera dado lo que se merecen. Pero ¡ya se fue!
»Hindley, abandonando su paraíso, se precipitó sobre nosotros,
nos cogió, a uno por el cuello y a otro por el brazo, y nos mandó
a la cocina. Allí José nos aseguró que el coco vendría a
buscarnos tan fijo como la luz, y nos obligó a sentarnos en
distintos lugares, donde hubimos de permanecer, separados,
esperando el advenimiento del prometido personaje. Yo cogí
este libro y un tintero que había en un estante y abrí un poco la
puerta para tener luz y poder escribir; pero mi compañero, al
cabo de veinte minutos, sintió tanta impaciencia, que me
propuso apoderarnos del mantón de la criada y, tapándonos
con él, ir a dar una vuelta por los pantanos. ¡Qué buena idea!
Así, si viene ese malvado viejo, creerá que su amenaza del coco
se ha realizado, y entre tanto, nosotros estaremos fuera, y creo
que no peor que aquí, a pesar de la lluvia y del viento.
»Catalina debió de realizar aquel plan sin duda. En todo caso, el
siguiente comentario variaba el tema y adquiría tono de
lamentación.
«¡Qué poco podía yo suponer que Hindley me hiciera llorar
tanto! Me duele la cabeza hasta el punto de que no puedo ni
siquiera reclinarla en la almohada. ¡Pobre Heathcliff! Hindley le
llama vagabundo, y ya no le permite comer con nosotros ni
32
tampoco sentarse a nuestro lado. Dice que no volveremos a
jugar juntos, y le amenaza con echarle de casa si le
desobedece. Hasta se ha atrevido a criticar a papá por haber
tratado a Heathcliff demasiado bien, y jura que volverá a
ponerle en el lugar que le corresponde.
»Yo estaba ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito
de Catalina al texto impreso. Percibí un título grabado en rojo
con muchas florituras, que decía: «Setenta veces siete y el
primero de los setenta y uno. Sermón predicado por el
reverendo padre Jabes Branderham en la iglesia de Gimmerden
Sough» Y me dormí meditando maquinalmente en lo que diría el
reverendo padre sobre aquel asunto.
Pero la mala calidad del té y la destemplanza que tenía me
hicieron pasar una noche horrible. Soñé que era ya por la
mañana y que regresaba a mi casa llevando a José como guía.
El camino estaba cubierto de nieve, y cada vez que yo daba un
tropezón, mi acompañante me amonestaba por no haber
tomado un báculo de peregrino, afirmándome que sin tal
adminículo nunca conseguiría regresar a mi casa, y
enseñándome a la vez jactanciosamente un grueso garrote que
él consideraba, al parecer, como báculo. Al principio, me
parecía absurdo suponer que me fuera necesario para entrar en
casa semejante cosa. Y de repente una idea me iluminó el
cerebro. No íbamos a casa, sino que nos dirigíamos a escuchar
el sermón del padre Branderham sobre las setenta veces siete,
33
en cuyo curso no sé si José, el predicador o yo, debíamos ser
públicamente acusados y excomulgados.
Llegamos a la iglesia, ante la que yo, en realidad, he pasado
dos o tres veces. Está situada en una hondonada, entre dos
colinas, junto a un pantano, cuyo fango, según voz popular,
tiene la propiedad de momificar los cadáveres. El tejado de la
iglesia se ha conservado intacto hasta ahora; mas hay pocos
clérigos que quieran encargarse de aquel curato, ya que el
sueldo es sólo de veinte libras anuales, y la rectoral consiste
únicamente en dos habitaciones, sin posibilidad alguna,
además, de que los fieles contribuyan a las necesidades de su
pastor ni con el suplemento de un penique. Pero, en mi sueño,
un numeroso auditorio escuchaba a Jabes, quien predicaba un
sermón dividido en cuatrocientas noventa partes, dedicada
cada una a un distinto pecado. Lo que no puedo decir es por
dónde había sacado tantos pecados el reverendo. Eran, por
supuesto, de los géneros más extravagantes, y tales como yo
no hubiera sido capaz de imaginármelos nunca.
¡Qué odiosa pesadilla! Yo me caía de sueño, bostezaba, daba
cabezadas y volvía a despejarme. Me pellizcaba, me frotaba los
párpados, me levantaba y me volvía a sentar, y a veces tocaba
a José para preguntarle cuándo iba a acabar aquel sermón.
Pero tuve que escucharlo hasta el fin. Cuando llegó al primero
de los setenta y uno, acudió a mi cerebro una súbita idea:
levantarme y acusar a Jabes Branderham como el cometedor
del pecado imperdonable.
34
«Padre —exclamé—, sentado entre estas cuatro paredes he
aguantado y perdonado las cuatrocientas noventa divisiones
de su sermón. Setenta veces siete cogí el sombrero para
marcharme y setenta veces siete me ha obligado a volverme a
sentar. Una vez más es excesivo. Hermanos de martirio, ¡duro
con él! Arrastradle y despedazadle en partículas tan pequeñas,
que no vuelvan a encontrarse ni sus rastros»
«Tú eres el Hombre —gritó Jabes, después de un silencio
solemne.
—Setenta veces siete te he visto hacer gestos y bostezar.
Setenta veces siete consulté mi conciencia y encontré que todo
ello merecía perdón. Pero el primer pecado de los setenta y uno
ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos,
ejecutad con él lo que está escrito. ¡Honor a todos los santos!»
Tras esta conclusión, los concurrentes enarbolaron sus báculos
de peregrino y se arrojaron sobre mí. Al verme desarmado,
entablé una lucha con José, que fue el primero en acometerme,
para quitarle su garrote. Se cruzaron muchos palos, y algunos
golpes destinados a mí cayeron sobre otras cabezas. Todos se
apaleaban entre sí, y la iglesia retumbaba al son de los golpes.
Branderham, por su parte, descargaba violentos manotazos en
las tablas del púlpito, y tan vehementes fueron, que acabaron
por despertarme.
Comprobé que lo que me había sugerido tal tumulto era la
rama de un abeto que batía contra los cristales de la ventana
35
agitada por el viento. Volví a dormirme y soñé cosas más
desagradables aún.
Ahora recordaba que descansaba en una caja de madera y que
el cierzo y las ramas de un árbol golpeaban la ventana. Tanto
me molestaba el ruido, que, en sueños, me levanté y traté de
abrir el postigo. No lo conseguí, porque la falleba estaba
agarrotada, y entonces rompí el cristal de un puñetazo y saqué
el brazo para separar la molesta rama. Mas en lugar de ella
sentí el contacto de una manecilla helada. Me poseyó un intenso
terror y quise retirar el brazo; pero la manecilla me sujetaba y
una voz repetía:
—¡Déjame entrar, déjame entrar!
—¿Quién eres? —pregunté, pugnando para poder soltarme.
—Catalina Linton —contestó, temblorosa. —Me había perdido en
los pantanos y vuelvo ahora a casa.
No sé por qué me acordaba del apellido Linton, ya que había
leído veinte veces más el apellido Earnshaw. Miré y divisé el
rostro de una niña a través de la ventana. El horror me hizo
obrar cruelmente, y al no lograr desasirme de la niña, apreté
sus puños contra el corte del cristal hasta que la sangre brotó y
empapó las sábanas. Pero ella seguía gimiendo:
—¡Déjame entrar!
Y me oprimía la mano, haciendo llegar mi terror al paroxismo.
36
—¿Cómo voy a dejarte entrar —dije, por fin—, si no me sueltas la
mano? El fantasma aflojó su presión. Metí precipitadamente la
mano por el hueco del vidrio roto, amontoné contra él una pila
de libros y me tapé los oídos para no escuchar la dolorosa
súplica. Estuve así alrededor de un cuarto de hora; pero en
cuanto volvía a escuchar, oía el mismo ruego lastimero.
—¡Márchate! —grité. —¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo
veinte años seguidos!
—Veinte años han pasado —musitó. —Veinte años han pasado
desde que me perdí.
Empezó a empujar levemente desde fuera. El montón de libros
vacilaba. Intenté moverme, pero mis músculos estaban como
paralizados, y, en el colmo del horror, grité.
El grito no había sido soñado. Con gran turbación sentí que
unos pasos se acercaban a la puerta de la alcoba. Alguien la
abrió, y por aperturas del lecho percibí luz. Me senté en la cama,
sudoroso, estremecido aún de miedo. El que había entrado
murmuró algunas palabras como si hablase solo, y luego dijo,
en el tono de quien no espera recibir respuesta alguna:
—¿Hay alguien ahí?
Reconocí la voz de Heathcliff, y comprendiendo que era
necesario revelarle mi presencia, ya que si no buscaría y
acabaría encontrándome, descorrí las tablas del lecho. Tardaré
en olvidar el efecto que le produjo.
37
Heathcliff se paró en la puerta. Vestía un camisón, sosteniendo
una vela en la mano, y su faz estaba lívida. El ruido de las tablas
al descorrerse le causó el efecto de una corriente eléctrica. La
vela se deslizó de entre sus dedos, y su excitación era tal, que le
costó mucho trabajo recuperarla.
—Soy su huésped, señor —dije, para evitar que continuase
demostrándome su miedo. —He gritado sin darme cuenta
mientras soñaba. Lamento haberle molestado.
—¡Dios le confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al...!! —replicó mi
casero.
—¿Quién le ha traído a esta habitación? —continuó, hundiendo
las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes en
su esfuerzo para dominar la excitación que le poseía. ¿Quién le
trajo? Dígamelo para echarle de casa inmediatamente.
—Su criada Zillah —repuse, saltando del lecho y recogiendo mis
ropas.
—Haga con ella lo que le parezca, porque se lo ha merecido.
Probablemente quiso probar a expensas de mí si este sitio está
verdaderamente embrujado. Y le aseguro que, en realidad, está
bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en tenerlo
cerrado. Nadie le agradecerá a usted el dormir aquí.
—¿Qué quiere usted decir y qué está haciendo? —replicó
Heathcliff.
38
—Acuéstese y pase la noche; pero, en nombre de Dios, no repita
el escándalo de antes. No tiene otra justificación, a no ser que
le estuvieran decapitando.
—Si aquella endemoniada brujita llega a entrar, a buen seguro
que me hubiese estrangulado —le respondí. —No me siento con
ganas de soportar más persecuciones de sus hospitalarios
antepasados. El reverendo Jabes Branderham, ¿no sería tal vez
pariente suyo por parte de madre? Y en cuanto a Catalina
Earnshaw, o Linton, o como se llamara, ¡menuda debía de ser!
Según me dijo, ha andado errando durante veinte años, lo que
sin duda es justo castigo a sus pecados.
En aquel momento recordé que el apellido de Heathcliff estaba
unido en el libro al de Catalina, lo que había olvidado hasta
entonces. Me avergoncé de mi descortesía; pero, como si no me
diese cuenta, me apresuré a añadir:
—El caso es que a primera hora de la noche estuve... —iba a
decir
«hojeando esos librotes», pero me corregí y continué —
repitiendo el nombre que hay escrito en esa ventana, como
ejercicio para atraer el sueño...
—¿Cómo se atreve a hablarme de este modo estando en mi
casa? —rugía entre tanto Heathcliff. Hace falta estar loco para
hablarme así.
Se golpeaba la frente con violencia. Yo no sabía si ofenderme o
seguir explicándome; pero me pareció tan conmovido, que sentí
39
compasión de él, y continué refiriéndole mi sueño y afirmando
que nunca había oído pronunciar hasta entonces el nombre de
Catalina Linton; pero que, a fuerza de verlo escrito allí, llegó a
plasmar en una forma concreta al dormirme.
Mientras hablaba, Heathcliff, poco a poco, había ido
retirándose de mi lado, hasta que acabó escondiéndose detrás
del lecho. A juzgar por su respiración anhelante, luchaba
consigo mismo para reprimir sus emociones. Fingí no darme
cuenta, continué vistiéndome y comenté:
—No son todavía las tres. Yo creía que serían las seis lo menos.
El tiempo aquí se hace interminable. Verdad es que sólo debían
de ser las ocho cuando nos acostamos.
—En invierno nos retiramos siempre a las nueve y nos
levantamos a las cuatro —replicó mi casero, reprimiendo un
gemido y limpiándose una lágrima, según conjeturé por un
ademán de su brazo. —Acuéstese —añadió—, ya que si baja tan
temprano no hará más que estorbar. Por mi parte, sus gritos
me han desvelado.
—También a mí —repuse. —Bajaré al patio y estaré paseando
por él hasta que amanezca y después me iré. No tema una
nueva intrusión. Lo sucedido, para siempre me ha quitado las
ganas de buscar amigos, ni en el campo ni en la ciudad. Un
hombre sensato debe tener bastante compañía consigo mismo.
—¡Magnifica compañía! —murmuró Heathcliff. — Coja la vela y
váyase a donde quiera. Me reuniré con usted enseguida. No
40
salga al patio, porque los perros están sueltos. Ni al salón,
porque June está allí de vigilancia. De modo que tiene que
limitarse a andar por los pasillos y las escaleras. No obstante,
váyase. Yo seré con usted dentro de dos minutos.
Obedecí y me alejé de la habitación cuanto pude, pero como no
sabía adónde iban a parar los estrechos pasillos, me detuve, y
entonces asistí a unas demostraciones supersticiosas que me
extrañaron, tratándose de un hombre tan práctico, al parecer,
como mi casero.
Había entrado en el lecho, y de un tirón abrió la ventana,
mientras estallaba en sollozos.
—¡Ven, Catalina! —decía—, ¡Ven! Te lo suplico una vez más. ¡Oh
amada de mi corazón, ven, ven al fin!
Pero el fantasma, con uno de los caprichos de todos los
espectros, no se dignó aparecer. En cambio, el viento y la nieve
entraron por la ventana y me apagaron la luz.
Tanto dolor y tanta angustia se transparentaban en la crisis
sufrida por aquel hombre, que me retiré, reprochándome el
haberle escuchado y el haberle relatado mi pesadilla, que le
había afectado de tal manera por razones a que no alcanzaba
mi comprensión. Descendí al piso bajo y llegué a la cocina,
donde pude encender la bujía en el rescoldo de la lumbre. No se
veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de entre las
cenizas y me saludó con un lastimero maullido.
41
Dos bancos semicirculares estaban arrimados al hogar. Me
tendí en uno de ellos y el gato se instaló en el otro. Ya
empezábamos ambos a dormirnos, cuando un intruso invadió
nuestro retiro. Era José, que bajaba por una escalera de
madera que debía de conducir a su camaranchón. Dirigió una
tétrica mirada a la llama que yo había encendido, ex—pulsó al
gato, ocupando su sitio, y se dedicó a cargar de tabaco una
pipa que medía ocho centímetros de longitud. Debía considerar
mi presencia en su santuario como una irreverencia tal que no
merecía ni comentarios siquiera.
Siempre silenciosamente se llevó la pipa a la boca, se cruzó de
brazos y empezó a fumar. Yo no interrumpí su placer, y él,
después de aspirar la última bocanada, se levantó exhalando
un hondo suspiro, y se fue tan gravemente como vino.
Sonaron cerca de mí otras pisadas más elásticas, y apenas yo
abrí la boca para saludar, la cerré de nuevo al oír que Hareton
Earnshaw se dedicaba a recitar en voz contenida una salmodia
compuesta de tantas maldiciones como objetos iba tocando,
mientras revolvía en un rincón en busca de una pala o de un
azadón con que quitar la nieve. Me miró, dilató las aletas de la
nariz, y tanto se le ocurrió saludarme a mí como al gato que me
hacía compañía. Comprendiendo por sus preparativos que se
disponía a salir, abandoné mi duro lecho y me dispuse a
seguirle. Él lo observó, y con el mango de la azada me señaló
una puerta.
42
Tal puerta comunicaba con el salón, en donde estaban ya las
mujeres. Zillah avivaba el fuego con un fuelle colosal, y la
señora Heathcliff, reclinada ante la lumbre, leía un libro al
resplandor de las llamas. Mantenía suspendida la mano entre el
fuego y sus ojos, y permanecía embebecida en la lectura, que
sólo interrumpía de cuando en cuando para reprender a la
cocinera si hacía saltar chispas sobre ella o para separar a
alguno de los perros que a veces la rozaban con el hocico. Me
sorprendió ver también allí a Heathcliff, en pie junto al hogar,
de espaldas a mí, y, al parecer, concluyendo entonces de
reprender a la pobre Zillah, la cual, de cuando en cuando,
suspendía su tarea, se recogía una punta del delantal y
suspiraba.
—En cuanto a ti, miserable... —y Heathcliff profirió una palabra
que no puede transcribirse, dirigiéndose a su nuera—, ya veo
que continúas con tus odiosas mañanas de siempre. Los demás
trabajan para ganarse el pan que comen, y únicamente tú vives
de mi caridad. ¡Fuera ese mamotreto y haz algo útil! ¡Deberías
pagarme por la desgracia de estar viéndote siempre! ¿Me oyes,
bestia?
—Dejaré mi libraco, porque si no me lo podría usted quitar —
respondió la joven, dejándolo sobre una silla. —Pero aunque se
le abrase a usted la boca injuriándome no haré más que lo que
se me antoje.
Heathcliff alzó la mano, pero su interlocutora, probando que
tenía costumbre de aquellas escenas, se puso de un salto fuera
43
de su alcance. Como tal contienda, a estilo de perro y gato, no
era agradable de presenciar, me aproximé a la lumbre
fingiendo no haber reparado en la disputa, y ellos tuvieron el
decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en la tentación de
golpear a su nuera, se metió las manos en los bolsillos. La mujer
se retiró a un rincón, y mientras estuve allí, permaneció callada
como una estatua. Pero yo no me retrasé más tiempo. Decliné
la invitación que me hicieron para que les acompañase a
desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de la aurora,
salí al aire libre, que estaba frío como el hielo.
Mi casero me llamó mientras yo cruzaba el jardín, brindándose
para acompañarme a través de los pantanos. Hizo bien, ya que
la colina estaba convertida en un ondulante mar de nieve que
ocultaba todas las desigualdades del terreno. La impresión que
yo guardaba de la topografía del terreno no respondía en nada
a lo que ahora veíamos, porque los hoyos estaban llenos de
nieve, y los montones de piedras —reliquias del trabajo de las
canteras— que bordeaban el camino, habían desaparecido bajo
la bóveda. Yo había distinguido el día anterior una sucesión de
hitos erguidos a lo largo del camino y blanqueados con cal,
para que sirviesen de referencia en la oscuridad y también
cuando las nevadas podían hacer confundir la tierra segura del
camino con las movedizas charcas de sus márgenes. Pero
ahora ni siquiera se percibían aquellos jalones. Mi acompañante
tuvo que advertirme varias veces para impedir que yo me
saliera del sendero.
44
Hablamos muy poco. A la entrada del parque de la granja,
Heathcliff se detuvo, me dijo que suponía que ya no me
extraviaría, y con una simple indicación de la cabeza nos
despedimos. En la portería no había nadie, y recorrer las dos
millas que distaban hasta la granja me costó dos horas, dadas
las muchas veces que equivoqué el camino, extraviándome en
la arboleda y hundiéndome, en ocasiones, en nieve hasta la
nuca. El reloj daba las doce cuando llegué a mi casa. Había
caminado a razón de un kilómetro y medio por hora desde que
salí de Cumbres Borrascosas.
Mi ama de llaves y sus satélites acudieron tumultuosamente a
recibirme, y me aseguraron que me daban por muerto y que
pensaban en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les aconsejé
que se calmaran, puesto que al fin había regresado. Subí
dificultosamente las escaleras y entré en mi habitación. Estaba
entumecido hasta los huesos. Me cambié de ropas y paseé por
la estancia treinta o cuarenta minutos para entrar en calor y
luego me instalé en el despacho, tal vez demasiado lejos del
alegre fuego y el humeante café que el ama de llaves había
preparado con objeto de hacerme reaccionar.
45
C A P Í T U L O IV
Verdaderamente somos veleidosos los seres humanos. Yo que
había resuelto mantenerme al margen de toda sociedad
humana y que agradecía a mi buena estrella el haber venido a
parar a un sitio donde mis propósitos podían realizarse
plenamente; yo, desdichado de mí, me vi obligado a arriar
bandera, después de aburrirme mortalmente durante toda la
tarde, y, pretextando interés por conocer detalles relativos a mi
alojamiento, pedí a la señora Dean, cuando me trajo la cena,
que se sentase un momento con el propósito de tirarle de la
lengua y mantener una conversación que o me levantase un
poco el ánimo o me fastidiase definitivamente.
—Usted vive aquí hace mucho tiempo —empecé. —Me dijo que
dieciséis años, ¿no?
—Dieciocho, señor. Vine al servicio de la señora cuando se casó.
Al faltar la señora, el señor me conservó como ama de llaves.
—Ya...
Hubo una pausa. Pensé que no era amiga de chismorrear o que
acaso lo sería sólo para sus propios asuntos. Y estos no me
interesaban.
Pero, al cabo de algunos momentos, exclamó, poniendo las
manos sobre las rodillas, mientras una expresión meditativa se
pintaba en su rostro:
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—Los tiempos han cambiado mucho desde entonces.
—Sí —comenté. —Habrá asistido usted a muchas
modificaciones...
—Y a muchos disgustos también.
«Haré que la conversación recaiga sobre la familia de mi casero
—pensé.
¡Debe de ser un tema entretenido! Me gustaría saber la historia
de aquella bonita viuda, averiguar si es del país o no, lo cual me
parece lo más probable, ya que aquel grosero indígena no la
reconoce como de su casta...» Y con esta intención pregunté a
la señora Dean si conocía los motivos por los cuales Heathcliff
alquilaba la Granja de los Tordos, reservándose una residencia
mucho peor.
—¿Acaso no es bastante rico? —interrogué.
—¡Bastante rico! Nadie sabe cuánto capital posee, y, además, lo
aumenta de año en año. Es lo suficientemente rico para vivir en
una casa aún mejor que esa que usted habita, pero es... muy
agarrado... En cuanto ha oído hablar de un buen inquilino para
la granja no ha querido desaprovechar la ocasión. No
comprendo que sea tan codicioso cuando se está solo en el
mundo.
—¿No tuvo un hijo?
—Sí; pero murió.
—Y la señora Heathcliff, aquella tan guapa, ¿es su viuda?
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—Sí.
—¿De dónde es?
—Pero, ¡señor, si es la hija de mi difunto amo...! De soltera se
llamaba Catalina Linton. Yo la crie. Me hubiera gustado que el
señor Heathcliff viniera a vivir aquí para estar juntas otra vez.
—¿Catalina Linton? —exclamé, asombrado. Luego, al
reflexionar, comprendí que no podía ser la Catalina Linton de la
habitación en que dormí.
—¿Así que el antiguo habitante de esta casa se llamaba Linton?
—Sí, señor.
—¿Y quién es aquel Hareton Earnshaw que vive con Heathcliff?
¿Son parientes?
—No. Es el sobrino de la difunta señora Linton.
—Primo de la joven, ¿entonces?
—Sí. El marido de ella era también primo suyo. Uno, por parte
de madre, otro, por parte de padre. Heathcliff se casó con la
hermana del señor Linton.
—En la puerta principal de Cumbres Borrascosas he visto una
inscripción que dice: «Earnshaw». Así que supongo que se trata
de una familia antigua...
—Muy antigua, señor. Hareton es un postrero descendiente y
Catalina la última de nosotros... quiero decir, de los Linton... ¿Ha
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estado usted en Cumbres Borrascosas? Dispense la curiosidad,
pero quisiera saber cómo ha encontrado a la señora.
—¿La señora Heathcliff? Me pareció muy bonita, pero creo que
no es muy feliz.
—¡Oh Dios mío, no es de extrañar! ¿Y qué opina usted del amo?
—Me parece un tipo bastante áspero, señora Dean. ¿Es siempre
así?
—Es áspero como el corte de una sierra y tan duro como el
pedernal; cuanto menos le trate, mejor.
—Debe de haber tenido una vida muy accidentada para
haberse vuelto de ese modo... ¿Sabe usted su historia?
—La sé toda, excepto quiénes fueron sus padres y dónde ganó
su primer dinero. A Hareton le han dejado sin nada...
El pobre chico es el único de la parroquia que ignora la estafa
que le han hecho.
—Vaya, señora Dean, pues haría usted una buena obra si me
contara algo sobre esos vecinos. Si me acuesto no podré
dormir. Así que siéntese usted y charlaremos un ratito...
—¡Oh, sí, señor! Precisamente tengo unas cosas que coser. Me
sentaré todo el tiempo que usted quiera. Pero está usted
tiritando de frío y es necesario que tome algo para reaccionar.
Y la digna señora salió presurosamente. Me senté junto al
fuego. Tenía la cabeza ardiendo y el resto del cuerpo helado.
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Estaba excitado y sentía los nervios en tensión. No dejaba de
inquietarme el pensar en las consecuencias que pudieran tener
para mi salud los incidentes de aquella visita a Cumbres
Borrascosas.
El ama de llaves, volvió enseguida, trayendo un tazón humeante
y una cesta de labor. Colocó la vasija en la repisa de la
chimenea y se sentó, con aire de satisfacción, motivada sin
duda por hallar un señor tan amigo de la familiaridad.
—Antes de venir a vivir aquí —comenzó, sin esperar que yo
volviese a invitarla a contarme la historia— residí casi siempre
en Cumbres Borrascosas. Mi madre había criado a Hindley
Earnshaw, el padre de Hareton, y yo solía jugar con los niños.
Andaba por toda la finca, ayudaba a las faenas y hacía los
recados que me ordenaban. Una hermosa mañana de verano
(recuerdo que era a punto de comenzar la siega) el señor
Earnshaw, el amo antiguo, bajó la escalera con su ropa de viaje,
dio instrucciones a José sobre las tareas del día, y dirigiéndose
a Hindley, a Catalina y a mí, que estábamos almorzando juntos,
preguntó a su hijo:
—¿Qué quieres que te traiga de Liverpool, pequeño? Elige lo
que quieras, con tal que no abulte mucho, porque tengo que ir y
volver a pie, y es una caminata de cien kilómetros.
Hindley le pidió un violín, y Catalina, que aunque no tenía
todavía seis años ya sabía montar todos los caballos de la
cuadra, pidió un látigo. A mí, el señor, me prometió traerme
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peras y manzanas. Era bueno, aunque algo severo. Luego besó
a los niños y se fue.
Durante los tres días de su ausencia, la pequeña Catalina no
hacía más que preguntar por su padre. La noche del tercer día,
la señora esperaba que llegase a tiempo para la cena, y fue
alargándola hora tras hora. Los niños acabaron cansándose de
ir a la verja para ver si su padre venía. Oscureció, la señora
quería acostar a los pequeños, y ellos le rogaban que les dejara
esperar. A las once, el señor apareció por fin. Se dejó caer en
una silla, diciendo, entre risas y quejas, que no volvería a hacer
una caminata así por todo cuanto había en los tres reinos de la
Gran Bretaña.
—Y, al fin, por poco reviento —añadió, abriendo su gabán. —
Mira lo que traigo aquí, mujer. No he llevado en mi vida peso
más grande; acógelo como un don que nos envía Dios; aunque,
por lo negro que es, parece más bien un enviado del diablo.
Le rodeamos y por encima de la cabeza de Catalina pude
distinguir un sucio y andrajoso niño de cabellos negros. Aunque
era lo bastante crecido para andar y hablar, ya que parecía
mayor que Catalina, cuando le pusimos en pie en medio de
todos, permaneció inmóvil mirándonos con turbación y
hablando en una jerga ininteligible. Nos asustó, y la señora
quería echarle de casa. Luego preguntó al amo que cómo se le
había ocurrido traer a aquel gitanito, cuando ellos ya tenían
hijos propios que cuidar. ¿Qué significaba aquello? ¿Se había
vuelto loco? El señor intentó explicar lo sucedido, pero como
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estaba tan fatigado y ella no dejaba de reprenderle, yo no
saqué en limpio sino que el amo había encontrado al chiquillo
hambriento y sin hogar ni familia en las calles de Liverpool, y
había resuelto recogerlo y traerle consigo. La señora acabó
calmándose y el señor Earnshaw me mandó lavarle, ponerle
ropa limpia y acostarle con los niños.
Hindley y Catalina callaron y escucharon hasta que la
tranquilidad se restableció. Y entonces empezaron a buscar en
los bolsillos de su padre los prometidos regalos. Hindley era ya
un rapaz de catorce años; pero cuando encontró en uno de los
bolsillos los restos de lo que había sido un violín, rompió a llorar;
y Catalina, al oír que el amo había perdido el látigo que le traía
por atender al intruso, demostró su disgusto escupiendo al
chiquillo y haciéndole despectivas muecas. Ello le valió un
bofetón de su padre. Los hermanos se negaron en absoluto a
admitirle en sus lechos, y a mí no se me ocurrió cosa mejor que
dejarle en el rellano de la escalera, esperando que se marchase
al llegar la mañana. Bien porque oyese sonar la voz del señor o
por lo que fuera, el chico se dirigió a la habitación del amo, y
éste, al averiguar cómo había llegado allí, y saber dónde yo le
había dejado, castigó mi despreocupación prescindiendo de
mis servicios.
Así se introdujo Heathcliff en la familia. Yo volví a la casa días
después, ya que mi expulsión no llegó a ser definitiva, y
encontré que habían dado al intruso el nombre de Heathcliff,
que era el de un niño de los amos que había muerto muy
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pequeño. Desde entonces, ese Heathcliff le sirvió de nombre y
de apellido. Catalina y él hicieron muy buenas migas, pero
Hindley le odiaba y yo también. Ambos le maltratábamos a
menudo, y la señora no intervino nunca para defenderle.
Se comportaba como un niño adusto y paciente. Quizá
estuviera acostumbrado a sufrir malos tratos. Aguantaba sin
parpadear los golpes de Hindley y no vertía ni una lágrima. Si
yo le pellizcaba, no hacía más que suspirar profundamente,
como si por casualidad se hubiese hecho daño él solo. Cuando
descubrió el señor Earnshaw que su hijo maltrataba al pobre
huérfano, como él le llamaba, se enfureció. Profesaba a
Heathcliff un sorprendente afecto (más incluso que a Catalina,
que era muy traviesa), y creía cuanto él le decía, aunque, desde
luego, en lo referente a las persecuciones de que era objeto, no
llegaba a contar todas las que en realidad padecía.
De manera que, desde el principio, Heathcliff sembró en la casa
la semilla de la discordia. Cuando, dos años más tarde, falleció
la señora, Hindley consideraba a su padre como un tirano y a
Heathcliff como a un intruso que le había robado el cariño
paterno y sus privilegios de hijo. Yo compartía sus opiniones;
pero cuando los niños enfermaron del sarampión cambié de
criterio. Tuve que cuidarlos, y Heathcliff, mientras estuvo grave,
quería tenerme siempre a su lado. Debía de parecerle que yo
era muy buena para él, sin comprender que no hacía sino
cumplir con mi obligación. Hay que reconocer que era el niño
más pacífico que haya atendido jamás una enfermera. Mientras
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Catalina y su hermano me importunaban de un modo horrible,
él era manso como un cordero, si bien ello se debía a la
costumbre de sufrir más que a una natural bondad.
Cuando se restableció y el médico aseguró que en parte su
alivio era consecuencia de mis cuidados, me sentí agradecida
hacia quien me había hecho merecer tales alabanzas. Así perdió
Hindley la aliada que tenía en mí. De todos modos, mi afecto
por Heathcliff no era ciego, y frecuentemente me preguntaba
para mis adentros qué era lo que el amo podría ver en aquel
niño, el cual, si mal no recuerdo, jamás recompensó a su
protector con expresión alguna de gratitud. No es que obrase
con insolencia hacia el amo, sino que demostraba indiferencia,
aunque le constase que bastaba una palabra suya para que
toda la casa hubiera de plegarse a sus deseos.
Recuerdo, por ejemplo, la ocasión en que el señor Earnshaw
compró dos potros en la feria del pueblo y regaló uno a cada
muchacho. Heathcliff eligió el más hermoso, pero habiendo
notado al poco tiempo que renqueaba, dijo a Hindley:
—Tienes que cambiar de caballo conmigo, porque el mío no me
agrada. Si no lo quieres hacer, le contaré a tu padre que me has
dado esta semana tres palizas, y le enseñaré mi brazo lleno de
cardenales.
Hindley le abofeteó.
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—Lo mejor es que hagas enseguida lo que te digo —continuó
Heathcliff, saliendo al portal desde la cuadra, donde estaban—.
¡Ya sabes que si hablo a tu padre te pegará!
—¡Largo de aquí, perro! —gritó Hindley amenazándole con un
pilón de hierro de una romana.
—Tíramelo —dijo Heathcliff parándose. —Yo diré que te has
vanagloriado de que me echarías a la calle en cuanto tu padre
muera, y veremos si entonces no eres tú el que sales de esta
casa.
Hindley le tiró la pesa, que alcanzó a Heathcliff en el pecho.
Cayó al suelo, pero se levantó enseguida, pálido y tambaleante.
A no habérselo yo impedido, hubiera ido inmediatamente a
presentarse al amo, sólo para que por su estado se diera
cuenta de la mala acción de Hindley.
—Coge mi caballo, gitano —rugió entonces el joven Earnshaw—,
y ¡ojalá te desnuques con él! ¡Tómalo y maldito seas, miserable
intruso! Anda y arranca a mi padre cuanto tiene, y demuéstrale
quién eres después, engendro de Satanás. ¡Tómalo, y así te
rompa a coces el cráneo!
Heathcliff se dirigió al animal y se puso a desatarlo para
cambiarlo de sitio. Hindley, al terminar de hablar, le derribó de
un golpe entre las pezuñas del caballo, y sin detenerse a ver si
sus maldiciones se cumplían, salió corriendo.
Me asombró la serenidad con que el niño se levantó y realizó
sus intenciones, cambiando, antes que nada, los arreos de las
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caballerías, después de lo cual se sentó en un haz de heno,
esperando le pasara el efecto del violento golpe sufrido, antes
de volver a entrar en la casa. No me fue difícil con—vencerle de
que atribuyese al caballo la culpa de sus contusiones. Había
conseguido lo que deseaba, y lo demás le importaba poco.
Viendo que casi nunca se lamentó de incidentes, como aquel,
yo no le creía vengativo; pero mi equivocación fue grande,
como va usted a comprobar.
56
CAPÍTULOV
Según transcurría el tiempo, el señor Earnshaw no iba siendo el
mismo. Tiempo atrás era un hombre enérgico y sano; pero
cuando sus fuerzas le abandonaron y se vio obligado a pasarse
la vida al lado de la chimenea, se convirtió en suspicaz e
irritable. Se ofendía por la menor cosa y se enfurecía ante
cualquier imaginaria falta de respeto. Especialmente podía
apreciarse cuando se pretendía hacer a su favorito objeto de
algún engaño o avasallarle. Velaba celosamente para que no le
molestasen de palabra, y parecía que tenía metida en la cabeza
la idea de que el cariño con que distinguía a Heathcliff hacía
que todos le odiasen y deseasen perjudicarle. Esto iba en
perjuicio del muchacho, porque como ninguno queríamos hacer
enfadar al amo, nos plegábamos a todos los caprichos de su
preferido, y con ello fomentábamos su soberbia y mal carácter.
En dos o tres ocasiones, los desprecios que Hindley hacía a
Heathcliff en presencia de su padre excitaron la cólera del
anciano, quien cogía su bastón para golpear a su hijo y se
estremecía de furor al no poder hacerlo por falta de vigor.
Finalmente, el cura (porque entonces había aquí un cura que se
ganaba la vida dando lecciones a los niños de las familias
Linton y Earnshaw y labrando él mismo su terreno) aconsejó
que se enviara a Hindley al colegio, y el señor Earnshaw
consintió en ello, aunque de mala gana, ya que decía que
Hindley era torpe y que no haría nunca nada de provecho.
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Yo abrigaba la esperanza de que la paz se restableciera
entonces, porque me dolía mucho que el amo estuviera
pagando las consecuencias de su buena acción. Suponía que
los disgustos familiares estaban amargando su vejez. Por lo
demás, hacía cuanto quería, y las cosas no hubieran ido del
todo mal a no ser por la señorita Catalina y por José el criado.
Supongo que usted le habrá visto... Era, y debe de seguir
siendo, el más odioso fariseo que se haya visto nunca, siempre
pronto a creerse objeto de las bendiciones divinas y a lanzar
maldiciones en nombre de Dios sobre su prójimo. Sus sermones
producían mucha impresión al señor Earnshaw, y a medida que
éste se iba debilitando, crecía su ascendiente sobre él. No
cesaba José un momento de mortificarle con consideraciones
sobre la salvación eterna y sobre la necesidad de educar bien y
rígidamente a sus hijos. Procuraba hacerle considerar a Hindley
como a un réprobo, y le contaba largos relatos de diabluras de
Heathcliff y Catalina, sin perjuicio de acumular las mayores
culpas sobre ésta, con lo que creía adular las inclinaciones del
padre.
Desde luego, era la niña más caprichosa y traviesa que se haya
visto jamás, y nos hacía perder la paciencia mil veces al día.
Desde que se levantaba hasta que se acostaba no nos dejaba
estar un minuto tranquilo. Tenía siempre el genio pronto a la
disputa y no daba nunca paz a la lengua. Cantaba, reía y se
burlaba de todo el que no hiciese lo mismo que ella. Sin
embargo, creo que no tenía malos sentimientos, porque cuando
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hacía sufrir a alguien de veras se apresuraba a acudir a su lado
para consolarle. Pero tenía hacia Heathcliff un excesivo afecto.
No podía aplicársele castigo mayor que separarla de él, a pesar
de que por su culpa siempre estaban riñéndola. Cuando jugaba,
le gustaba hacer de señora, y usaba las manos más de la
cuenta para imponer su voluntad. Quería hacer igual conmigo;
pero yo le hice saber que no estaba dispuesta a soportar sus
golpes ni sus mandatos.
El señor Earnshaw no sabía tolerar los juegos infantiles. Siempre
había sido severo con los niños, y Catalina no acertaba a
explicarse por qué en su ancianidad era todavía más gruñón.
Sentía verdadero y maligno placer en provocarle. Era más feliz
que nunca, replicándonos con mordacidad y burlándose de las
piadosas invocaciones de José, buscándonos las vueltas, y, en
suma, haciendo lo que más desagradaba a su padre. Además,
obraba como si estuviera interesada en demostrar que tenía
más imperio sobre Heathcliff, a despecho de su insolencia, que
su padre con todas las bondades que le prodigaba. Después de
hacer durante el día todo el mal que le era posible, al llegar la
noche acudía al señor Earnshaw mimosamente, queriendo
hacer las paces con él a fuerza de zalamerías.
—Vete, vete, Catalina —decía el anciano—; no me es posible
quererte. Eres todavía peor que tu hermano. Anda, vete a rezar
y pide a Dios que te perdone. Mucho temo que haya de
pesarnos el haberte traído al mundo.
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Al principio, estos razonamientos le hacían llorar, pero luego se
habituó a ellos y se echaba a reír cuando su padre le mandaba
que pidiese perdón de sus faltas.
Al fin llegó el momento en que terminasen los dolores del señor
Earnshaw en este mundo. Murió una noche de octubre,
plácidamente, estando sentado en su sillón al lado del fuego.
Soplaba un fuerte viento en torno a la casa, resonando en el
cañón de la chimenea. Era un viento salvaje y tempestuoso,
pero no frío. Todos estábamos juntos: yo un poco apartada de
la lumbre haciendo calceta, y José leyendo la Biblia. Los
criados, entonces, una vez que terminaban sus faenas solían
reunirse con los amos en el salón. La señorita Catalina estaba
aplacada, porque se hallaba convaleciente y permanecía
apoyada en las rodillas de su padre. Heathcliff se había
tumbado en el suelo, con la cabeza encima de la falda de
Catalina. El señor, me acuerdo muy bien, antes de caer en el
letargo de que no debía salir, acariciaba la hermosa cabellera
de la muchacha, y, extrañado de verla tan juiciosa, decía:
—¿Por qué no has de ser siempre una niña buena? Ella le miró,
se echó a reír y repuso:
—¿Y usted, padre, por qué no había de ser bueno?
Pero viendo que se disgustaba, le besó la mano y le dijo que iba
a cantar para que se adormeciese. Empezó, en efecto, a cantar
en voz baja. Al cabo de un rato, los dedos del anciano se
desprendieron de los cabellos de la niña y reclinó la cabeza
60
sobre el pecho. Le dije que se callara y que no se moviera para
no despertar al amo. Durante más de media hora
permanecimos en silencio, y aún hubiéramos seguido más
tiempo así, a no haberse levantado José diciendo que era hora
de despertar al señor para rezar y acostarse. Se adelantó y le
tocó en el hombro; mas notando que no se movía, cogió la vela
para observarle mejor. Cuando retiró la luz comprendí que
pasaba algo anormal. Cogió a cada niño por un brazo y les dijo
en voz baja que subiesen a su cuarto y rezasen solos, porque él
tenía mucho que hacer aquella noche.
—Voy primero a dar las buenas noches a papá —dijo Catalina.
—¡Oh, ha muerto, Heathcliff! Ha muerto...
Y ambos empezaron a sollozar de un modo que desgarraba el
alma.
Yo también comencé a llorar; pero José nos interrumpió
diciéndonos que por qué nos lamentábamos por un santo que
se había ido al cielo. Después me mandó ponerme el abrigo y
correr a Gimmerton a buscar al médico y al sacerdote. Yo no
podía comprender de qué iban a servir ya uno ni otro; pero, no
obstante, salí presurosamente, a pesar del viento y la lluvia. El
médico vino inmediatamente. Dejé a José explicándose con el
doctor y subí al cuarto de los niños. Tenían la puerta abierta y
no habían pensado en acostarse, aunque era más de
medianoche; pero estaban más calmados y no necesitaban de
mis consuelos. En su inocente conversación, las ingenuas
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almitas se describían mutuamente las bellezas del cielo como
ningún sacerdote hubiera sabido hacerlo. Mientras les
escuchaba, llorando, no pude por menos de celebrar el que nos
halláramos allí los tres juntos, a cubierto de mal...
62
C A P Í T U L O VI
El señor Hindley vino para asistir al entierro, y, con gran
asombro de la vecindad, trajo una mujer con él. Nunca nos dijo
quién era ni dónde había nacido. Debía de carecer de fortuna y
de nombre distinguido, porque, en otro caso, no hubiera dejado
de anunciar al padre su matrimonio.
Ella no causó muchas molestias en casa. Se mostraba
encantada de cuanto veía, excepto lo relacionado con el
sepelio. Viéndola cómo obraba durante la ceremonia, juzgué
que era medio tonta. Me hizo acompañarla a su habitación, a
pesar de que yo tenía que vestir a los niños, y se sentó,
temblando y apretando los puños. No hacía más que
preguntarme:
—¿Se lo han llevado ya?
Enseguida empezó a explicar de una manera histérica el efecto
que le producía tanto luto. Viéndola estremecerse y llorar, le
pregunté lo que le pasaba, y me contestó que temía morir. Me
pareció que tan expuesta estaba a morir como yo. Era delgada,
pero tenía la piel fresca y juvenil, y sus ojos brillaban como
diamantes. Noté, sin embargo, que cualquier ruido inesperado
la sobresaltaba, y que tosía de cuando en cuando; pero yo
ignoraba lo que tales síntomas pronosticaban, y no sentía,
además, afecto hacia ella.
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Aquí, en general, señor Lockwood, no solemos simpatizar
mucho con los forasteros, a no ser que ellos empiecen por
simpatizar con nosotros.
El joven Earnshaw había cambiado mucho en aquellos tres
años. Estaba más delgado y más pálido, y vestía y hablaba de
un modo distinto. El mismo día que llegó, nos advirtió a José y
a mí que debíamos limitarnos a la cocina, dejándole el salón
para su uso exclusivo. Al principio pensó en acomodar para
saloncito una estancia interior, empapelándola y
acondicionándola; pero tanto le gustó a su mujer el salón, con
su suelo blanco, su enorme chimenea, su aparador y sus platos,
y tanto le satisfizo la amplitud y comodidad que se disfrutaba
allí, que prefirieron utilizar aquella habitación para cuarto de
estar.
Al principio, la mujer de Hindley se manifestó contenta de ver a
su cuñada. Andaba con ella por la casa, jugaban juntas, la
besaba y le hacía obsequios; pero pronto se cansó, y a medida
que disminuía en sus muestras de cariño, Hindley se volvía más
déspota. Cualquier palabra de su mujer que indicase desafecto
hacia Heathcliff despertaba en él sus antiguos odios infantiles.
Le hizo instalar con los criados, y le mandó que se aplicase a las
mismas tareas de labranza que los otros mozos de la finca.
Al principio, Heathcliff toleró bastante resignadamente su
nuevo estado. Catalina le enseñaba lo que ella aprendía,
trabajaba en el campo con él y jugaban juntos. Los dos iban
creciendo en un abandono completo, y el joven
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amo no se preocupaba para nada de lo que hacían, con tal que
no le molestaran. Ni siquiera se ocupaba de que fueran a la
iglesia los domingos. Cada vez que los chicos se escapaban y
José o el cura le censuraban su descuido, se limitaba a mandar
que apaleasen a Heathcliff, y que castigasen sin comer a
Catalina. No conocían mejor diversión que escaparse a los
pantanos, y cuando se les castigaba por ello, lo tomaban a risa.
Aunque el cura marcase a Catalina cuantos capítulos se le
antojaran para que los aprendiera de memoria, y aunque José
pegase a Heathcliff, hasta dolerle el brazo, los chiquillos lo
olvidaban todo en cuanto volvían a estar juntos. Yo lloré más de
una vez silenciosamente, viéndoles crecer más traviesos cada
día; pero no me atrevía a decirles nada, por temor a perder el
poco ascendiente que aún conservaba sobre las desamparadas
criaturas. Un domingo, por la tarde, les hicieron salir al salón en
virtud de alguna travesura que habían cometido, y cuando fui a
buscarlos, no los encontré por ningún sitio. Registramos la casa,
el patio y el establo, sin hallar huella de ellos. Finalmente,
Hindley, indignado, mandó cerrar la puerta con cerrojo y
prohibió que nadie les abriese si volvían durante la noche.
Todos se acostaron menos yo, que me quedé en la ventana, con
objeto de abrirles, si llegaban, a pesar de la prohibición del
amo. Al poco rato, oí pasos y vi brillar una luz al otro lado de la
verja. Me puse un pañuelo a la cabeza, y me apresuré a salir, a
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fin de que no llamasen, y despertaran al señor. El recién llegado
era Heathcliff, y el corazón me dio un vuelco al verle solo.
—¿Dónde está la señorita? —grité con impaciencia. —Espero
que no le haya pasado nada.
—Está en la Granja de los Tordos —repuso—, estaría yo también
si hubiesen tenido la atención de decirme que me quedase.
—Bueno —le dije—; pues ya pagarás las consecuencias. No
pararás hasta que te echen de casa. ¿Qué teníais que hacer en
la Granja de los Tordos?
—Déjame cambiar de ropa, y ya te lo contaré, Elena —contestó.
Le recomendé que procurara no despertar al amo, y mientras
yo esperaba a que se desnudase para apagar la vela, continuó:
—Pues Catalina y yo salimos del lavadero pensando dar una
vuelta. Luego vimos las luces de la Granja, y se nos ocurrió ir a
ver si los niños de los Linton se pasan los domingos escondidos
en los rincones y temblando, mientras sus padres comen,
beben, ríen, cantan y se queman las pestañas delante del fuego.
¿Tú crees que lo pasan así, o bien que el criado les pronuncia
sermones, les enseña el catecismo y les hace que se aprendan
de carretilla una lista de nombres de la Sagrada Escritura si no
contestan con acierto?
—No lo creo —respondí—, porque son niños buenos y no
merecen que se
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les trate como a vosotros por lo mal que os portáis.
—¡Tonterías! —replicó. —Fuimos corriendo desde las Cumbres
hasta el parque sin pararnos. Catalina llegó rendida, porque iba
descalza. Tendrás que buscar mañana sus zapatos en el barro.
Entramos por un hueco que encontramos en el seto, subimos a
tientas el sendero y nos instalamos en una maceta bajo la
ventana del salón. No habían cerrado las maderas; las cortinas
estaban a sólo medio echar, y una espléndida luz salía a través
de los cristales. Nos empinamos, y sujetándonos al antepecho
de la ventana, vimos una magnífica habitación con una
alfombra carmesí. El techo era blanco como la nieve, tenía una
orla dorada y pendía de él un torrente de gotas de cristal,
suspendidas de una cadena de plata, y brillando con la luz, de
muchas bujías. Los viejos Linton no estaban allí, y Eduardo y su
hermana disponían de todo aquel cuarto para ellos. ¿Cómo no
iban a ser felices? A nosotros nos hubiera parecido estar en el
cielo. Y ahora vamos a ver si adivinas lo que hacían esos niños
buenos que tú dices. Isabel (que me parece que tiene once
años, uno menos que Catalina) estaba en un rincón, gritando
como si las brujas le pinchasen con agujas ardientes. Eduardo
estaba junto a la chimenea, llorando en silencio, y encima de la
mesa vimos un perrito, al que casi habían partido en dos al
pelearse por él, según comprendimos por los reproches que se
dirigían uno a otro y por los gruñidos del animal. ¡Vaya unos
tontos! ¡Pelearse por un montón de pelos calientes! Y en aquel
momento lloraban porque, después de pegarle para cogerlo, ya
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no lo querían ninguno de los dos. Nosotros nos moríamos de
risa contemplando aquello. ¿Cuándo me has visto alguna vez,
cuando estamos solos, gritar, y llorar, y revolcarnos, cada uno
en un extremo del salón? ¡No cambiaría la vida que hace
Eduardo Linton en la Granja de los Tordos por la que hago yo
aquí ni aunque me diesen la satisfacción de poder tirar a José
desde lo alto del tejado y de pintar la fachada de la casa con la
sangre de Hindley!
—¡Cállate, cállate! —le interrumpí— Y, dime, Heathcliff: ¿cómo se
ha quedado allí Catalina?
—Como te he dicho, nos echamos a reír. Los Linton nos oyeron,
y se precipitaron a la puerta veloces como flechas. Hubo un
momento de silencio, y después les oímos chillar «¡Papá, mamá,
venid! ¡Ay!» Creo que era algo así lo que gritaban. Hicimos
entonces un ruido espantoso para asustarlos más aún, y luego
nos soltamos de la ventana y echamos a correr, porque oímos
que alguien intentaba abrirla. Yo llevaba a Catalina de la mano,
y le decía que se apresurase, cuando de pronto cayó al suelo.
«¡Corre, Heathcliff! —me dijo—. Han soltado al perro, y me ha
agarrado.» El animal la había cogido por el tobillo, Elena. Le oí
gruñir. Catalina no gritó. Le habría parecido despreciable gritar
aunque se hubiese visto entre los cuernos de un toro bravo.
Pero yo sí grité. Lancé tantas maldiciones, que habría bastante
con ellas para pulverizar a todos los diablos del infierno. Luego
cogí una piedra y la metí en la boca del animal, tratando
furiosamente de introducírsela en la garganta. Salió una bestia
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de criado con un farol y gritó: «¡Sujeta fuerte, Espía, sujeta
fuerte!» Pero en cuanto vio en qué situación se hallaba el perro,
cambió de tono. El animal tenía un palmo de lengua fuera de la
boca y chorreaba sangre por el hocico. El hombre cogió a
Catalina, que estaba medio desvanecida, no de miedo, sino de
disgusto, y se la llevó, seguido por mí, que profería toda clase
de insultos y amenazas de vengarme.
—¿A quién habéis capturado, Roberto? —preguntó Linton desde
la puerta.
—Espía ha agarrado a una muchachita, señor —repuso el
criado—, y aquí hay también un mozalbete que me parece que
es una buena pieza —añadió, sujetándome. — Seguramente los
ladrones se proponían hacerlos entrar por la ventana para que
abriesen la puerta cuando estuviéramos dormidos y poder así
asesinarnos impunemente. ¡Calla la lengua, maldito, ladrón! Esa
hazaña te costará la horca. No suelte la escopeta, señor Linton.
—No la suelto, Roberto —contestó el viejo imbécil. —Los
truhanes habrán logrado enterarse de que ayer fue día de
cobro, y les habrá parecido buena ocasión. ¡Entrad, entrad, que
os recibiremos bien! Juan, echa la cadena. Eugenia, dale agua
al perro. ¡Han venido a meterse en la ratonera! ¡Y en domingo
nada menos! ¡Qué insolencia! Mira, querida María: es un niño; no
tengas miedo. Pero tiene tan mala facha, que se haría un bien a
la sociedad ahorcándole antes que realice los crímenes que ha
de cometer, a juzgar por su catadura.
69
Me llevó bajo la araña del salón. La señora Linton se puso las
gafas para examinarme, y los cobardes chicos se acercaron
también, muy asustados. Isabel balbució:
—¡Qué horror! Enciérralo en el sótano, papá. Se parece mucho al
hijo de la gitana que me robó mi faisancito domesticado.
¿Verdad, Eduardo?
Mientras me miraba, apareció Catalina, y se echó a reír al oír a
Isabel. Eduardo Linton, después de contemplarla fijamente,
llegó un momento en que la reconoció. Algunas veces nos
hemos encontrado en la iglesia.
—¡Es Catalina Earnshaw! —exclamó. —Y mira cómo le sangra el
pie, mamá.
—No digas disparates. ¡Catalina Earnshaw en compañía de un
gitano! ¡Oh! Y, sin embargo, lleva luto. Pues es ella. ¡Y pensar
que podría haberse quedado coja!
—¡Qué descuido tan incomprensible en su hermano! ...—dijo el
señor Linton, volviéndose hacia Catalina— Verdad es que he
sabido por el padre Shielded que no se ocupan para nada de su
educación. ¿Y éste? ¿Quién es éste? ¡Ah, ya!, es aquel niño
vagabundo que nuestro difunto vecino trajo de Liverpool.
—De todos modos es un niño malo, que no debía vivir en una
casa respetable —observó la vieja señora. —¿Oíste cómo
hablaba, Linton? Me disgusta que mis hijos le hayan oído. Volví
a maldecirles cuanto pude — perdóname, Elena— y entonces
mandaron a Roberto que me echase fuera. No quise irme sin
70
Catalina; pero él me llevó a la fuerza al jardín, me entregó un
farol, me dijo que iba a hablar al señor Earnshaw de mi
comportamiento, y, después de ordenarme que me largara,
cerró la puerta. Como las cortinas seguían descorridas, volví a
donde antes habíamos estado, proponiéndome romper todos
los cristales de la ventana si Catalina quería irse y no se lo
permitían. Pero ella estaba sentada tranquilamente en el sofá, y
la señora Linton, que le había quitado el mantón de la criada,
que habíamos cogido para hacer nuestra excursión, le hablaba,
supongo que reprendiéndola. Como era una señorita la
trataban de otra forma que a mí. La criada trajo una palangana
de agua caliente y le lavaron el pie. Luego el señor Linton le
ofreció un vasito de vino dulce, mientras Isabel le ponía en el
regazo un plato de bollos y Eduardo permanecía silencioso a
poca distancia. Después le secaron los pies, la peinaron, le
pusieron unas zapatillas que le venían muy grandes y la
sentaron junto al fuego. Así la dejé, lo más alegre que te puedes
imaginar, repartiendo los dulces con Espía y con el perro
pequeño, y a veces haciéndole cosquillas en el hocico. Todos
estaban admirados de ella. Y no es extraño, porque vale mil
veces más que ellos y que cualquier otra persona. ¿Verdad que
sí, Elena?
—Esto traerá consecuencias, Heathcliff —le contesté,
abrigándole y apagando la luz. —Eres incorregible. El señor
Hindley tendrá que apelar a medidas rigurosas, ya lo verás.
71
Mis palabras fueron más ciertas de lo que yo deseara. Aquella
aventura enfureció a Earnshaw. Para colmo, al día siguiente el
señor Linton vino a hablar con el amo y le soltó tal sermón
sobre su modo de educar a los niños, que Hindley se consideró
obligado a tener a raya a Heathcliff. No ordenó que se le
pegara, pero le comunicó que a la primera palabra que
dirigiera a Catalina le echarían a la calle. La señora Earnshaw
se encargó de corregir a su cuñada cuando volviese a casa por
medio de la persuasión, ya que por la fuerza no lo hubiera
conseguido.
72
C A P Í T U L O VII
Catalina estuvo cinco semanas en la Granja de los Tordos, y
regresó en Navidad. La herida se le curó, y sus modales
mejoraron mucho. Mientras tanto, la señora la visitó
frecuentemente y puso en práctica su plan de educación,
procurando despertar en Catalina la propia estimación y
haciéndole valiosos regalos de vestidos y otras cosas. De modo
que cuando Catalina volvió, en vez de aquella pequeña salvaje
que saltaba por la casa toda despeinada, vimos apearse de
una bonita jaca negra a una digna personita, cuyos rizos
pendían bajo el velo de un sombrero con plumas, envuelta en un
manto largo, que tenía que sostener con las manos para que no
le arrastrase por el suelo.
—Te has puesto muy guapa, Catalina. No te hubiera conocido.
Ahora pareces una verdadera señorita. ¿Verdad, Francisca, que
Isabel Linton no puede compararse con ella?
—Isabel Linton no tiene la gracia natural que Catalina, pero es
preciso que esta se deje conducir y no vuelva a hacerse
intratable —repuso la esposa de Hindley. —Elena, ayuda a
desvestirse a la señorita Catalina. Espera, querida, no te
desarregles el peinado. Voy a quitarte el sombrero.
Cuando la despojó del manto apareció bajo él una bonita
chaqueta de seda a rayas, pantalones blancos y brillantes
polainas. Los perros acudieron a ella, y aunque sus ojos
73
resplandecían de júbilo, no se atrevió a tocar a los animales por
no descomponerse el atuendo. A mí me besó, pero con
precaución, pues yo estaba preparando el bollo de Navidad y
me encontraba toda enharinada. Después buscó con la mirada
a Heathcliff. Los señores esperaban con ansia el momento de
su encuentro con él, a fin de juzgar las probabilidades que
tenían de separarla definitivamente de su amigo.
Heathcliff apareció enseguida. Ya de por sí era muy Adán y
nadie por su parte se cuidaba de él antes de la ausencia de
Catalina; pero entonces estaba mucho más desaseado. Yo era
la única que me preocupaba de hacer que se lavase una vez
siquiera a la semana. Los muchachos de su edad no suelen ser
amigos del agua. Así que (prescindiendo de su traje, que estaba
como puede suponerse después de andar tres meses entre el
barro y el polvo) tenía el cabello desgreñado y la cara y las
manos cubiertas de una capa de mugre. Permanecía escondido,
mirando a la preciosa Catalina que acababa de entrar,
asombrado de verla tan bien ataviada y no hecha una facha
como él.
—¿Y Heathcliff? —Preguntó la joven, quitándose los guantes y
descubriendo unos dedos que, de no hacer nada ni salir de casa
nunca, aparecían blancos y delicados.
—Sal, Heathcliff —gritó Hindley, congratulándose por
anticipado del mal efecto que el muchacho, con su traza de
pilluelo, iba a producir a Catalina.
74
—Ven a saludar a la señorita como lo han hecho los demás
criados.
Catalina al ver a su amigo corrió hacia él, lo besó seis o siete
veces en cada mejilla, y después, separándose un poco, le dijo,
riendo:
—¡Huy, qué negro estás y qué cara de enfadado tienes! Claro,
es que me he acostumbrado a ver a Eduardo y a Isabel. ¿Me
has olvidado, Heathcliff?
—Dale la mano, Heathcliff —dijo Hindley, con aire de
condescendencia.
—Por una vez la cosa no tiene importancia.
—No lo haré —repuso el muchacho. —No estoy dispuesto a que
se rían de mí.
Y trató de alejarse, pero Catalina le sujetó.
—No quise burlarme de ti. No pude contenerme al ver tu
aspecto. Anda, dame la mano siquiera. Si te lavas la cara y te
peinas parecerás otro. Pero
¡ahora estás tan sucio!
Examinó los negros dedos que tenía entre los suyos y luego se
miró el vestido, temiendo que con aquel contacto hubiese
sufrido algo que no fuera precisamente embellecerse.
—Nadie te mandaba tocarme —dijo él, separando de un tirón su
mano.
75
—Soy tan sucio como me da la gana, y me agrada estar sucio, y
seguiré estándolo.
Y se lanzó fuera de la habitación, con gran contento de los
amos y enorme turbación de Catalina, que no acababa de
comprender por qué sus comentarios le habían producido tal
exasperación.
Después de haber ayudado a desvestirse a la recién llegada, de
poner los bollos al horno y de encender la lumbre, me senté
dispuesta a entretenerme cantando villancicos, sin hacer caso a
José, que me aseguraba que el tono que yo empleaba era
demasiado profano. Él se marchó a su cuarto a rezar, y los
señores Earnshaw distraían a la joven enseñándole varios
regalitos que habían comprado para los Linton en prueba de
agradecimiento por sus atenciones. Habían invitado a los
Linton a pasar el siguiente día en Cumbres Borrascosas, y había
sido aceptada la invitación, contando que los hijos de Linton no
tuvieran que tratar con aquel «travieso chico de lenguaje soez».
Me quedé sola. La cocina olía fuertemente a las especias de los
guisos. Yo miraba la brillante batería de cocina, el reluciente
reloj, los vasos de plata alineados en la bandeja y la impecable
limpieza de suelo, de cuyo barrido y fregado me había
preocupado con especial esmero. Todo me pareció a punto y
digno de alabanza, y recordé una ocasión en que el anciano
amo —que siempre solía dar un vistazo en casos como aquel—,
viendo lo bien que estaba todo, me había regalado un chelín,
76
llamándome, además «buena moza». Luego pensé en el cariño
que había sentido hacia Heathcliff y en el temor que tenía
de que fuera abandonado al faltarle él, y pensando en la
situación presente del muchacho, casi me dieron ganas de
llorar. Considerando después que mejor que lamentar sus
desdichas sería procurar remediarlas, me levanté y fui al patio a
buscarle. Le encontré enseguida: estaba en la cuadra cepillando
el lustroso pelo de la jaca negra y dando de comer a los demás
animales.
—Apresúrate —le dije. —La cocina está muy confortable y José
se ha ido a su cuarto. Procura acabar pronto para vestirte
decentemente antes de que salga la señorita Catalina. Así
podréis estar juntos y charlar al lado de la lumbre hasta la hora
de irse a dormir.
Él siguió haciendo su faena, procurando no mirarme.
—Anda, ven —proseguí. —Necesitarás media hora para vestirte.
Hay un pastel para cada uno de vosotros.
Esperé otros cinco minutos; pero en vista de que no me
contestaba, me fui. Catalina comió con sus hermanos. José y yo
celebramos una cena muy poco cordial, amenizada con sus
censuras y malas contestaciones mías. El pastel y el queso de
Heathcliff estuvieron toda la noche sobre la mesa para
alimento de duendes. Él estuvo trabajando hasta las nueve, y a
esa hora se fue a su habitación, siempre taciturno y obstinado.
Catalina estuvo hasta muy tarde preparándolo todo para
77
recibir a sus nuevos amigos, y una vez que entró en la cocina
para buscar a su antiguo camarada, viendo que no estaba se
contentó con preguntar por él y marcharse. A la mañana
siguiente, Heathcliff se levantó temprano, y como era día de
fiesta, se fue, malhumorado, a los pantanos, y no volvió a
aparecer hasta después de que la familia se fue a la iglesia.
Pero el ayuno y la soledad debieron hacerle reflexionar, y
cuando regresó, después de estar un rato conmigo, me dijo de
pronto:
—Elena, vísteme. Voy a ser bueno.
—Ya era hora, Heathcliff —comenté. —Has disgustado a
Catalina.
Cualquiera diría que la envidias porque la miman más que a ti.
La idea de sentir envidia hacia Catalina le resultó
incomprensible, pero lo de disgustarla lo comprendió muy bien.
Me preguntó, poniéndose muy serio:
—¿Se ha enojado?
—Se echó a llorar cuando le dije esta mañana que te habías ido.
—También yo he llorado esta noche —respondió—, y con más
motivos que ella.
—¿Sí? ¿Qué motivos tenías para irte a la cama con el corazón
lleno de soberbia y el estómago vacío? Los soberbios no hacen
más que dañarse a sí mismos. Pero si estás arrepentido, debes
pedirle perdón cuando vuelva. Vas arriba, le pides un beso y le
78
dices... Bueno; ya sabes tú lo que le tienes que decir. Pero hazlo
sinceramente, y no como si ella fuera una extraña por el hecho
de que la hayas visto mejor ataviada. Ahora voy a
arreglármelas para vestirte de un modo que Eduardo Linton
parezca un muñeco a tu lado. ¡Y claro que lo parece! Aunque
eres más joven que él, eres mucho más alto y doble de ancho.
Podrías turbarle de un soplo, ¿verdad?
—Sí, Elena; pero aunque yo le tumbara veinte veces, no dejaría
de ser él más guapo que yo. Quisiera tener el cabello rubio y la
piel blanca como él, vestir bien y tener modales como los suyos,
y ser tan rico como él llegará a serlo.
—¡Eso! Y llamar a mamá constantemente, y asustarte siempre
que un chico aldeano te amenace con el puño y quedarte en
casa cada vez que lloviera un poco. No seas pobre de espíritu,
Heathcliff. Mírate al espejo y oye lo que tienes que hacer. ¿Ves
esas arrugas que tienes entre los ojos, y esas espesas cejas que
se contraen en lugar de arquearse, y esos dos negros demonios
que jamás abren francamente sus ventanas, sino que centellean
bajo ellas corridas, como si fueran espías de Satanás? Proponte
y esfuérzate en suavizar esas arrugas, levantar esos párpados
sin temor y convertir esos demonios en dos ángeles que vean
siempre amigos en dondequiera que no haya enemigos
indudables. No adoptes ese aspecto de perro cerril, que parece
justificar la justicia de los puntapiés que recibe y que odia a
todos tanto como al que le maltratara.
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—Sí; debo proponerme adquirir los ojos y la frente de Eduardo
Linton. Ya lo deseo; pero ¿crees que haciendo lo que me dices
conseguiré alguna vez tenerlos así y ser como él?
—Si eres bueno de corazón serás agradable de cara, muchacho,
aunque fueras un negro. Ahora que estás lavado y peinado y
pareces más alegre, ¿no es verdad que te encuentras más
guapo? Te aseguro que sí. Puedes pasar por un príncipe de
incógnito. ¡Y a saber si tu padre no era emperador de la China y
tu madre reina de la India y si con sus rentas de una sola
semana no podrían comprar Cumbres Borrascosas y la Granja
de los Tordos reunidas! Quizá te robaran unos marineros y te
trajeron a Inglaterra. Yo, si estuviera en tu caso, me haría
figuraciones como ésas, y con ellas iría soportando las miserias
que tiene que aguantar un labrador...
Mientras yo hablaba así y conseguía que Heathcliff fuese poco
a poco desarrugando el ceño, oímos un estrépito que al
principio sonaba en la carretera y luego llegó al patio.
Heathcliff acudió a la ventana y yo a la puerta, en el mismo
momento en que los Linton se apeaban de su carruaje, todos
envueltos en abrigos de pieles, y los Earnshaw descendían de
sus caballos. Catalina cogió a los muchachos de la mano y se
los llevó a la chimenea, donde se sentaron, y cuyo fuego
enrojeció sus blancos semblantes.
Yo estimulé a Heathcliff para que acudiera y mostrara su buen
talante; pero tuvo la desgracia de que, al abrir la puerta de la
80
cocina, tropezara con Hindley, que la estaba abriendo por el
otro lado. El amo, ya porque le incomodara verle tan animado y
tan arreglado, o quizá por complacer a la señora Linton, le
empujó violentamente, y dijo a José:
—Hazle entrar en el desván hasta después de que hayamos
comido. De lo contrario, tocaría los dulces con los dedos y
robaría las frutas si se le permitiera estar un solo minuto aquí.
—No hará nada de eso, señor —me atreví a replicar. —Y espero
que participe de los dulces como nosotros.
—Participará de la paliza que le pegaré si le veo por aquí abajo
antes de la noche —gritó Hindley. —¡Largo, vagabundo! De
modo que quieres lucirte,
¿verdad? Como te agarre esos mechones ya verás si te los
pongo más largos todavía...
—Ya los tienes bastante largos —comentó el joven Linton, que
acababa de aparecer en la puerta. —Le caen sobre los ojos
como la crin de un caballo. No sé cómo no le dan dolor de
cabeza.
Aunque hizo aquella observación sin ánimo de molestarle,
Heathcliff, cuyo rudo carácter no toleraba impertinencias, y
más viniendo de alguien a quien ya consideraba como su rival,
cogió una fuente llena de jugo de manzana caliente y se lo tiró
a la cara. El muchacho lanzó un grito que hizo acudir enseguida
a Catalina y a Isabel. El señor Earnshaw cogió a Heathcliff y se
lo llevó a su habitación, donde sin duda le debió de aplicar un
81
enérgico correctivo, ya que cuando bajó estaba sofocado y rojo
como la grana. Yo cogí un trapo de cocina, limpié la cara a
Eduardo y, no sin despecho, le dije que se había merecido la
lección por su impertinencia. Su hermana se echó a llorar y
quería volver a su casa, y Catalina, a su vez, estaba muy
disgustada de lo que ocurría.
—No debiste dirigirle la palabra —dijo al joven Linton. —Estaba
de mal humor; ahora le pegarán, y has estropeado la fiesta... Yo
ya no tengo apetito.
¿Por qué le hablaste, Eduardo?
—Yo no le hablé —sollozó el muchacho, desprendiéndose de mis
manos y terminando de limpiarse con su fino pañuelo. —
Prometí a mamá no hablarle, y lo he cumplido.
—Bueno —dijo Catalina con desdén —; cállate, que viene mi
hermano. No te ha matado, después de todo. No compliques
más. Cállate tú también, Isabel. ¿Te ha hecho algo alguien?
—¡A sentarse, niños! —exclamó Hindley reapareciendo. —Ese
bruto de chico me ha hecho entrar en calor. La próxima vez,
Eduardo, tómate la venganza con tus propios puños, y eso te
abrirá el apetito.
La gente menuda recobró su alegría al servirse los suculentos
manjares. Todos sentían apetito después del paseo, y se
consolaron fácilmente, ya que ninguno había sufrido daño
grave. El señor Earnshaw trinchaba con jovialidad, y la señora
animaba la mesa con su conversación. Yo atendía al servicio, y
82
me entristecía al ver que Catalina, con ojos enjutos y aire
indiferente, partía en aquel momento un ala de ganso que tenía
en su plato a punto de comer.
«¡Qué niña tan insensible!», pensé. Nunca hubiera creído que la
suerte de su antiguo compañero de juego la tuviera tan sin
cuidado.
Ella estaba llevándose en aquel momento un bocado a la boca,
pero de pronto lo soltó; las mejillas se le enrojecieron ' y por su
rostro corrieron las lágrimas. Dejó caer el tenedor y aprovechó
la ocasión de inclinarse para disimular su emoción. Durante
todo el día anduvo como alma en pena procurando ver a
Heathcliff. Pero éste había sido encerrado por Hindley, lo que
averigüé al querer llevarle ocultamente algunas viandas.
Por la tarde se organizó un baile, y Catalina pidió que soltaran a
Heathcliff, ya que si no Isabel no tendría pareja, pero no se la
atendió y yo fui llamada a ocupar la vacante. El baile nos puso
de buen humor, y éste aumentó cuando llegó la banda de
música de Gimmerton, con sus quince músicos, entre los que
había un trompeta, un trombón, clarinetes, flautas, oboes y un
contrabajo, sin contar los cantantes. La banda suele recorrer en
Navidad las casas ricas pidiendo aguinaldos, y su llegada es
siempre acogida con alegría. Primero cantaron los villancicos
de costumbre; pero después, como a la señora Earnshaw le
gustaba extraordinariamente la música, les pedimos que
tocasen algo más, y lo hicieron durante el tiempo que quisimos.
83
Aunque a Catalina le agradaba también la música, dijo que se
oía mejor desde el rellano de la escalera, y con este pretexto se
escabulló. Yo la seguí. Cerraron la puerta de abajo. No parecían
haber reparado en nuestra ausencia. Catalina subió hasta el
desván donde estaba encerrado Heathcliff. Le llamó, y aunque
él al principio no quiso contestar, acabaron manteniendo una
conversación a través de la puerta. Los dejé que charlaran
tranquilamente, y cuando comprendí que el concierto iba a
terminar y que se iba a servir la cena a los músicos, volví al
desván con objeto de alejar a Catalina. Pero no la hallé. Por una
claraboya había subido al tejado y por otra entrado en la
buhardilla de Heathcliff. Me costó mucho convencerla de que
saliera. Lo hizo en compañía de Heathcliff, y se empeñó en que
le llevara a la cocina conmigo, ya que José se había ido a casa
de un vecino para librarse de la «diabólica salmodia», como
llamaba a la música. Yo les advertí que no contaran conmigo
para engañar al señor Hindley; pero por esta vez lo haría, ya
que el prisionero no había comido desde el día anterior.
Él bajó, se sentó junto a la lumbre y yo le ofrecí muchas
golosinas; pero se sentía mal y no comió apenas, sin que mis
intentos de entretenerle tuvieran éxito. Había apoyado los
codos en las rodillas y el mentón en las manos, y permanecía
silencioso. Le pregunté en qué pensaba y me respondió con
gravedad:
84
—En el modo de hacerle pagar esto a Hindley. No sé cuánto
habré de esperar, pero no me importa, si lo consigo al fin. ¡Ojalá
no se muera antes!
—¡Qué vergüenza, Heathcliff! —le dije. — Sólo corresponde a
Dios castigar a los malos. Nosotros tenemos que saber
perdonarlos.
—No será Dios quien tenga esa satisfacción, que yo me reservo
–repuso.
—Lo único que necesito es saber cómo y cuándo la alcanzaré.
Pero ya acertaré con el plan conveniente. Este pensamiento me
evitará sufrir más.
Me estoy dando cuenta, señor Lockwood, de que estas historias
no deben tener interés para usted. No sé cómo he hablado
tanto. Está usted durmiéndose. ¡Hubiera podido contarle en una
docena de palabras todo lo que le interesara a usted de la vida
de Heathcliff!
Después de esta interrupción, el ama de llaves se puso en pie y
guardó la labor. Yo no me retiré de la chimenea. Estaba sin
pizca de sueño.
—Siéntese, señora Dean —le dije—, y siga con su historia media
horita más. Ha hecho bien en contarla a su manera. Me han
interesado mucho sus descripciones.
—Pero, señor, ¡si están dando las once!
85
—Es igual; yo no suelo acostarme hasta muy tarde.
Levantándome a las diez, no importa acostarse a las dos.
—Es que no debía usted dormir hasta las diez. Pierde usted lo
mejor del día. Cuando a esa hora no se ha hecho ya la mitad de
la faena diaria, es muy probable que no se pueda hacer el resto.
—Es lo mismo, señora Dean... Vuelva a sentarse. Creo que
tendré mañana que estarme acostado hasta después de comer,
porque, o mucho me equivoco, o no me libro de un buen
constipado.
—Confío en que no suceda así, señor. Bien; pues daré un salto
de tres años, o sea hasta que la señora Earnshaw...
—No; nada de saltos. ¿No sabe usted lo que siente el que se
encuentra ocupado en mirar cómo una gata lame a sus gatillos
y se indigna cuando ve que deja de lamer una de las orejas de
uno de ellos?
—Creo que quien haga eso no es más que un perezoso.
—No lo crea... Bueno; yo me encuentro en ese caso ahora. De
modo que cuente usted la historia con todo detalle. En sitios
como éste, las gentes adquieren a los ojos del que las observa
un valor que puede compararse con el de una araña a los ojos
de quién la contempla en un calabozo. La araña en un calabozo
tiene una importancia que no tendría en la casa de un hombre
en libertad. Pero, de todos modos, el cambio no se debe sólo a
la distinta situación del observador. Las gentes aquí viven más
honradamente, más reconcentradas en sí mismas y menos
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atraídas por la parte superficial de las cosas. En un sitio así yo
sería capaz hasta de creer en un amor eterno, y eso que he
creído siempre imposible que una pasión dure más de un año.
—Los de aquí, cuando se nos conoce, somos como los de
cualquier otro sitio —contestó la señora Dean, algo
desconcertada por mi inesperado discurso.
—Perdone, amiga mía —repuse—; pero usted misma es una
negación viviente de lo que dice. Usted, aparte de algunos
modismos locales muy secundarios, no suele hablar ni obrar
como las personas de su clase. Tengo la evidencia de que ha
pensado mucho más de lo que suelen hacerlo la mayoría de las
personas de su profesión. Como no ha tenido usted que
ocuparse de frivolidades, ha necesitado meditar en cosas
serias.
La señora Dean se echó a reír.
—Naturalmente, me tengo por una persona sensata — replicó—;
pero no creo que sea por vivir recluida entre montañas y ver
sólo un aspecto de las cosas, sino por haberme sometido a una
severa disciplina que me hizo aprender a tener buen juicio.
Además, señor Lockwood, he leído más de lo que usted se
imagina. No hay un libro de la biblioteca que yo no haya ojeado
y del que no aprendiera algo, excepto los libros griegos y
latinos, o los franceses... Y aun éstos sé distinguirlos unos de
otros... ¿Qué más va usted a pedir a la hija de un pobre? De
todos modos, si se empeña en que le siga contando la historia
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como hasta ahora, lo mejor será que dé un salto; pero no de
tres años, sino hasta el verano siguiente, o sea el de mil
setecientos setenta y ocho, hace veintitrés años...
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C A P Í T U L O VIII
Un hermoso día de junio, por la mañana, nació el primer niño
que yo había de criar y el último de la antigua raza de los
Earnshaw. Estábamos recogiendo heno en un prado lejano
cuando vimos venir con una hora de anticipación a la
muchacha que nos traía habitualmente el almuerzo.
—¡Qué niño más hermoso! —dijo. —Nunca se ha visto otro más
guapo... Pero, según dice el médico, la señora vivirá muy poco.
Al parecer se ha ido consumiendo durante los últimos meses. He
oído como se lo decía al señor Hindley, y le ha asegurado que
morirá antes del invierno. Venga a casa enseguida, Elena. Tiene
que cuidar del niño, darle leche y azúcar. Me gustaría estar en
su lugar, porque cuando la señora muera va usted a quedar
completamente a cargo del niño.
—¿Tan enferma está? —pregunté, soltando el rastrillo y
anudándome las cintas del sombrero.
—Creo que sí —repuso la muchacha—, aunque está muy
animada y habla como si fuese a vivir hasta ver al pequeño
hecho un hombre. No cabe en sí de alegría. Verdaderamente, el
niño es una hermosura. Si yo estuviera en su caso, no me
moriría. Sólo con mirar al niño sanaría, diga Kennett lo que
quiera. Estoy loca por el pequeñín. La señora Archer llevó el
angelito al amo, y no había hecho más que presentárselo,
cuando se adelanta el viejo gruñón de Kennett, y le dice: «Señor
89
Earnshaw, es una fortuna que su mujer le haya dado un hijo.
Cuando la vi por primera vez tuve la seguridad de que no viviría
largo tiempo, y ahora puedo decirle que no pasará del invierno.
No se aflija, porque la cosa no tiene remedio; pero debió haber
buscado usted una esposa menos endeble.»
—¿Y qué contestó el amo? —pregunté a la muchacha.
—Creo que una blasfemia; pero no me fijé, porque estaba
pendiente de ver al niño.
Y la chica empezó a describirme al nene con entusiasmo. Yo me
apresuré a correr a casa, ya que tenía tantos deseos de verlo
como ella; pero me daba pena de Hindley. Sabía que en su
corazón sólo había lugar para dos afectos: el de su mujer y el de
sí mismo. A ella la adoraba, y me parecía imposible que pudiese
soportar su pérdida.
Cuando llegamos a Cumbres Borrascosas, él se hallaba en pie
ante la puerta. Le pregunté cómo estaba el niño.
—A punto de echar a correr, Elena —me replicó, sonriendo.
—¿Y la señora? —osé preguntarle. —Creo que el médico dice
que...
—¡Al demonio con el médico! –contestó. —Francisca está bien y
la semana próxima se habrá restablecido del todo. Si subes, dile
que ahora iré a verla, siempre que prometa no hablar. Me he
ido de la habitación porque no quería callarse, y es preciso que
90
guarde silencio. Dile que el señor Kennett exige que se esté
quieta.
Comuniqué aquella indicación a la señora, y ella, que parecía
muy animada, respondió:
—Sólo hablé una palabra, Elena, y a pesar de ello salió dos
veces llorando de la habitación. Le prometo callarme pero ello
no me impedirá reírme de él.
A la pobre no le faltó el humor hasta una semana antes de
morir. Su marido seguía obstinándose en que su salud mejoraba
constantemente. El día en que Kennett le advirtió que ya no
recetaba más medicinas, porque eran totalmente inútiles, dado
el grado a que había llegado la enfermedad, Hindley le replicó:
—Ya sé que no las necesita, ni tampoco los cuidados médicos.
Nunca ha estado enferma del pecho. Padeció una fiebre, sí;
pero ya ha desaparecido. Su pulso es ahora tan normal como el
mío y sus mejillas están frescas. A su mujer le decía lo mismo, y
ella parecía creerlo. Pero una noche, mientras Francisca
reclinaba la cabeza en el hombro de su esposo y le decía que
pensaba levantarse al día siguiente, le acometió un leve ataque
de tos. Se abrazaron y ella fue palideciendo cada vez más,
hasta que expiró. El niño, Hareton, fue entregado a mis
cuidados. El señor Earnshaw se conformaba, respecto al
pequeño, con saber que estaba bien y con oírle llorar. Pero, por
su parte, estaba desesperado. Su dolor era de los que no se
manifiestan con lamentaciones. No sollozaba ni rezaba, sino
91
maldecía de Dios y de los hombres, y se entregó a una vida de
loco libertinaje.
Ningún criado soportó mucho tiempo el tiránico
comportamiento que nos daba, y sólo nos quedamos a su lado
José y yo. Yo había sido su hermana de leche y me faltó valor
para abandonarle. En cuanto a José, se quedó porque así podía
mandar despóticamente a los jornaleros y arrendatarios, y
también porque siempre se sentía a gusto dondequiera que
hubiese maldades que reprochar.
Los pésimos hábitos y las malas compañías que había
contraído el amo constituían un lamentable ejemplo para
Catalina y Heathcliff. Éste era tratado de tal manera, que
aunque hubiera sido un santo tenía que acabar convirtiéndose
en un demonio. Y, en verdad, el muchacho parecía
endemoniado en aquella época. La degradación de Hindley le
colmaba de placer, y su aspereza y rusticidad eran cada día
mayores.
Vivíamos en un infierno. El cura dejó de acudir a la casa, y
terminaron imitándole todas las personas decentes. Nadie nos
trataba, excepto Eduardo Linton, que a veces venía a visitar a
Catalina. A los quince años, ella se transformó en la reina de la
comarca. Ninguna podía igualarla, y se convirtió en un ser terco
y caprichoso. Desde que había dejado de ser niña, yo no la
quería y procuraba humillar su altanería por todos los medios,
pero no me hacía caso. Conservó un afecto constante hacia
Heathcliff, a quien quiso como a nadie, incluso al joven Linton.
92
Este fue mi último señor; su retrato está ahí, sobre la chimenea.
Antes, al otro lado, estaba colgado el de su esposa, y es una
pena que lo hayan quitado, porque así podría usted haberse
hecho una idea de lo que fue. ¿Puede usted separar eso de ahí?
A la luz de la bujía que levantaba la señora Dean distinguí un
rostro de finas facciones, muy semejante al de la joven de las
Cumbres, pero más pensativo y menos adusto. Era un cuadro
agradable. El cabello era rubio y levemente rizado en las sienes,
los ojos grandes y reflexivos y en conjunto una figura que
resultaba incluso demasiado graciosa. No me maravilló que
Catalina le hubiese preferido a Heathcliff; pero pensando en
que su opinión debía corresponder a su aspecto, me asombro
que él se hubiese sentido atraído hacia Catalina.
—Es un bonito retrato —dijo. ¿Está parecido?
—Sí —repuso el ama de llaves. —En general, era así. Cuando
estaba animado parecía aún más guapo.
Desde que Catalina pasara aquellas cinco semanas con los
Linton, siguió manteniendo relaciones de amistad con ellos. Al
disimular en su presencia su aspereza acostumbrada logró
cautivarlos a todos, en especial a Isabel, que la admiraba, y a
su hermano, que terminó por prendarse de ella. Como esto la
complacía, tenía que desarrollar un doble modo de ser, aunque
no con intención aviesa. Cuando oía comentar que Heathcliff
era un joven truhan, pero que un bruto, se cuidaba mucho de no
parecerse a él; pero cuando estaba en casa mostraba muy
93
poca inclinación a los buenos modales, que, por otra parte, no
la hubieran hecho ser alabada por nadie.
El señorito Eduardo no se atrevía a ir mucho a Cumbres
Borrascosas, porque la mala fama que tenía Earnshaw le
asustaba y temía encontrarse con él. Le recibíamos con muchas
atenciones. El amo procuraba también no ofenderle, pues no
dejaba de comprender la razón de sus asiduidades, y, como no
le fuera posible mostrarse amable, a lo menos procuraba no
dejarse ver. Aquellas visitas me parece que no complacían
mucho a Catalina. Esta carecía de malicia y no sabía ser
coqueta, de modo que no le agradaba que sus dos amigos se
encontrasen, porque si Heathcliff mostraba desprecio hacia
Linton, ella no podía mostrarse de acuerdo, como lo hacía
cuando Eduardo no estaba presente; y si Linton, a su vez,
expresaba antipatía hacia Heathcliff, tampoco se atrevía a
contradecirle. Yo me burlé muchas veces de sus indecisiones y
de los disgustos que sufría por causa de ellas, y que trataba de
ocultar. Me dirá usted que mi actitud era censurable, pero
aquella joven era tan soberbia, que si quería hacerla más
humilde era forzoso no compadecerla nunca. Finalmente, como
no encontraba otro confidente mejor, tuvo que franquearse
conmigo.
Una tarde en que el señor Earnshaw había salido, Heathcliff
resolvió hacer fiesta aquel día. Creo que tenía entonces
dieciséis años, y aunque no era tonto ni feo, su aspecto general
resultaba repelente. La educación que en sus primeros tiempos
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recibiera se había disipado. Los trabajos a que le dedicaban
habían extinguido de él todo amor al estudio, y el sentimiento
de superioridad que en su niñez le infundieran las atenciones
del antiguo amo, ya no existía. Durante bastante tiempo se
esforzó en mantenerse al nivel cultural de Catalina, pero tuvo al
fin que rendirse a la evidencia. Al comprender que ya no le era
posible recuperar lo perdido, se abandonó del todo, y su
aspecto reflejaba su hundimiento moral. Tenía un aire innoble y
grosero, del que actualmente no conserva nada; se hizo
insociable en extremo, y parecía complacerse en inspirar
repulsión antes que simpatía en los pocos que le trataban.
Cuando estaba libre de ocupaciones seguía siendo el eterno
compañero de Catalina. Pero no le expresaba nunca su afecto
verbalmente, y recibía las afectuosas caricias de su amiga sin
corresponderlas.
El día a que me refiero, entró en la habitación donde yo estaba
ayudando a vestirse a la señorita Catalina, y anunció su
decisión de no trabajar aquella tarde. Ella, que no esperaba tal
resolución, había citado a Eduardo, y estaba preparándose
para recibirle.
—¿Tienes algo que hacer esta tarde, Catalina? —le preguntó. —
¿Piensas salir?
—No; está lloviendo.
—Entonces ¿por qué te has puesto este vestido de seda?
Supongo que no esperarás a nadie...
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—No espero a nadie, que yo sepa —repuso ella. —Pero ¿cómo
no estás ya en el campo, Heathcliff? Hace más de una hora que
hemos comido. Creía que te habrías ido.
—Hindley no nos libra a menudo de su odiosa presencia —
replicó el muchacho. —Hoy no pienso trabajar; me quedaré
contigo.
—Mejor harías en irte —dijo la joven—, no sea que José lo
cuente.
—José está cargando tierra en la peña de Penninston y no
volverá hasta la noche, así que no tiene por qué enterarse.
Y Heathcliff se sentó al lado del fuego. Catalina frunció el
entrecejo y reflexionó unos momentos. Al fin encontró una
disculpa para preparar la llegada de su amigo, y dijo, tras un
minuto de silencio:
—Isabel y Eduardo Linton hablaron de venir esta tarde. Claro
que, como llueve, no espero que lo hagan; pero si se decidieran
y te ven, corres peligro de que te regañen.
—Ordena a Elena que les diga que estás ocupada —insistió el
muchacho.
—No me hagas irme a causa de estos tontos amigos tuyos. A
veces me dan ganas de decirte que ellos... pero me callaré.
—¿Qué tienes que decir? —gritó Catalina, turbada. — ¡Ay, Elena!
— agregó, desasiéndose de mis manos. —Me has despeinado
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las ondas. ¡Basta, déjame! ¿Qué estaba a punto de decir,
Heathcliff?
—Mira ese calendario que hay en la pared —repuso él
señalando uno que estaba colgando junto a la ventana. —Las
cruces marcan las tardes que has pasado con Linton; los
puntos, las que hemos pasado juntos tú y yo. He marcado
pacientemente todos los días. ¿Los ves?
—¡Vaya una bobada! —repuso despectivamente Catalina. —¿A
qué viene eso?
—A que te des cuenta de que reparo en ello —contestó
Heathcliff.
—¿Y por qué he de estar siempre contigo? —replicó ella, cada
vez más irritada. —¿Para qué me sirve? ¿De qué me hablas tú?
Lo que haces para distraerme, un niño de pecho lo haría; y lo
que dices, lo diría un mudo.
—Antes no me decías eso, Catalina —repuso Heathcliff, muy
agitado.
—No me indicabas que te aburriera mi compañía.
—¡Vaya una compañía la de una persona que no sabe nada ni
dice nada! — argumentó la joven.
Él se levantó, pero antes de que tuviera tiempo de seguir
hablando, sentimos un rumor de cascos de caballos, y el
señorito Linton entró con la cara rebosando satisfacción. Sin
duda en aquel momento pudo Catalina comparar la diferencia
97
que había entre los dos muchachos, porque era como pasar de
una cuenca minera a un hermoso valle, y las voces y modos de
ambos confirmaban la primera impresión. Linton solía hablar
con dulzura y pronunciaba las palabras como usted, es decir, de
un modo más suave que el que se emplea en la comarca.
—¿No me habré anticipado a la hora? —preguntó el joven. Y me
dirigió una mirada.
Yo estaba secando los platos y arreglando los cajones del
aparador.
—No —repuso Catalina. —¿Qué estás haciendo ahí, Elena?
—Trabajar, señorita —repuse, sin irme, porque tenía orden del
señor Hindley de asistir a las entrevistas de Linton con Catalina.
Ella se me acercó y me dijo en voz baja:
—Sal de aquí y llévate tus trapos. Cuando hay gente de fuera,
los criados no están en las habitaciones de los señores.
—Ahora que el amo está fuera debo trabajar —le dije—, ya que
no le gusta verme hacerlo en su presencia. Estoy segura de que
él me dispensará.
—También a mí me disgusta verte trabajar en presencia mía —
replicó ella imperiosamente.
Estaba nerviosa a raíz de la disputa que había sostenido con
Heathcliff.
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—Lo lamento, señorita Catalina —respondí, continuando en mi
ocupación.
Creyendo que Eduardo no la veía, me arrancó el trapo de
limpieza de las manos y me aplicó un pellizco soberbio. Ya he
dicho que yo no le tenía afecto, y que me complacía en humillar
su orgullo siempre que me era posible. Así que me incorporé,
porque estaba de rodillas, y grité con todas mis fuerzas:
—¡Señorita, esto es un atropello, y no estoy dispuesta a
consentírselo!
—No te he tocado, embustera —me contestó, mientras sus
dedos se aprestaban a repetir la acción.
La rabia le había encendido las mejillas, porque no sabía ocultar
sus sentimientos, y siempre que se enfadaba, el rostro se le
ponía encarnado como una brasa.
—Entonces, ¿esto qué es? —le contesté señalando la señal
purpúrea que el brazo.
Golpeó el suelo con los pies, titubeó un momento, y después, sin
poderse contener, me dio una bofetada. Los ojos se me llenaron
de lágrimas.
—¡Oh, querida Catalina! —exclamó Eduardo disgustado por su
violencia e interponiéndose entre las dos.
—¡Márchate, Elena! —ordenó ella, temblando de rabia
El pequeño Hareton, que estaba siempre conmigo, comenzó
también a llorar y a quejarse de la «mala tía Catalina». Entonces
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ella se desbordó contra el niño, le cogió por los hombros y le
sacudió terriblemente hasta que Eduardo intervino y le sujetó
las manos. El niño quedó libre; pero en el mismo momento, el
asombrado joven recibió en sus propias mejillas una réplica
asaz contundente para ser tomada a juego. Se apartó de ella
consternado.
Cogí a Hareton en brazos y me fui a la cocina, dejando la
puerta abierta para ver cómo se desenlazaba aquel incidente.
El visitante, ofendido, pálido y con los labios temblorosos, se
dirigió a coger su sombrero.
«Haces bien —pensé para mí—. Aprende, da gracias a Dios de
que ella te haya mostrado su verdadero carácter, y vete»
—¿Adónde vas? —preguntó Catalina, avanzando hacia la
puerta. Él trató de pasar, pero ella dijo con energía:
— ¡No quiero que te vayas!
—Debo irme —replicó él.
—No —contestó Catalina, sujetando el picaporte. —No te vas
todavía, Eduardo. Siéntate; no me dejes en este estado de
ánimo. Pasaría una noche horrible y no quiero sufrir por causa
tuya.
—¿Crees que debo quedarme después de haber sido ofendido?
—preguntó Linton.
Catalina guardó silencio.
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—Me he avergonzado de ti —continuó diciendo el joven — No
volveré más.
Los ojos de Catalina brillaron y las lágrimas empezaron a brotar
de sus pestañas.
—Además, has mentido —dijo él.
—No es verdad —contestó la muchacha. —Lo hice todo sin
querer. Anda, márchate si quieres... Ahora me pondré a llorar, y
lloraré hasta que no pueda más...
Se dejó caer de bruces en una silla y rompió en sollozos.
Eduardo llegó hasta el patio y allí se paró. Resolví infundirle
valor.
—La señorita —le dije— es tan caprichosa como un niño
mimado. Vale más que se vaya usted a casa, porque si no es
capaz de aparentar que está enferma con tal de disgustarnos.
Pero él miró a la ventana. El pobrecillo era tan capaz de irse
como un gato lo es de dejar a medio matar un ratón o a medio
devorar un pájaro.
«Estás perdido —pensé. —Te precipitas tú mismo hacia tu
destino...» Y ocurrió lo que yo pensaba: se volvió bruscamente,
entró en la casa, cerró la puerta, y cuando al cabo de un rato
fui a advertirles de que el señor Earnshaw había vuelto beodo y
con ganas de armar escándalo, pude comprobar que lo
sucedido no había servido sino para aumentar su intimidad y
para romper los diques de su timidez juvenil, hasta el punto que
101
habían comprendido que no sólo eran amigos, sino que estaban
enamorados.
Al oír que Hindley había llegado, Linton se fue rápidamente a
buscar su caballo y Catalina a su alcoba. Yo me ocupé de
esconder al pequeño Hareton y de descargar la escopeta del
señor, ya que él tenía la costumbre, cuando se hallaba en aquel
estado, de andar con ella, con grave riesgo de la vida para
cualquiera que le provocara o simplemente le hiciera alguna
observación. De este modo me proponía evitar que causase
daños si en su delirio se le ocurría parar el arma.
102
C A P Í T U L O IX
Hindley entró, como me temía, muy exasperado y pronunciando
tremendas imprecaciones, sorprendiéndome en el momento en
que trataba de ocultar a su hijo en la alacena de la cocina. A
Hareton le espantaban tanto las muestras de afecto como ser
objeto de la ira de su padre, porque, o bien corría el riesgo de
que le ahogara con sus brutales abrazos, o se exponía a que le
estrellara contra un muro. Así es que el niño permanecía
siempre quieto en los sitios donde yo le escondía.
—¡Al fin le encuentro! —vociferó Hindley, atenazándome por el
cuello. —
¡Todos os habéis conjurado para matar al niño! Ahora
comprendo por qué le mantenéis siempre apartado de mí. Pero
con la ayuda de Satanás, Elena, te voy a hacer tragar este
cuchillo. No lo tomes a risa; acabo de echar a Kennett, cabeza
abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya tanto se me dan
dos como uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y no
pararé hasta que lo haga.
—Vaya, señor Hindley —repuse—, déjeme en paz. No me gusta
el sabor a arenques del cuchillo. Mejor es que me pegue un tiro,
si quiere.
—¡Quiero que te vayas al diablo! —contestó. —Ninguna ley
inglesa impide que un hombre tenga una casa decorosa, y la
mía es detestable. ¡Abre la boca!
103
—¡Ah! —dijo, soltándome de pronto. —Ahora me doy cuenta de
que aquel granuja no es Hareton. Perdona, Elena. Si lo fuera,
merecería que le desollaran vivo por no venir a saludarme y
estarse ahí chillando como si yo fuera un espectro. Ven aquí,
engendro desnaturalizado. Yo te enseñaré a engañar a un
padre crédulo y bondadoso. Dime Elena: ¿no es cierto que este
chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas vuelve más feroces
a los perros, a mí me gusta la ferocidad. Dame las tijeras.
Apreciar tanto las orejas es un sentimiento diabólico. No por
dejar de tenerlas cesaríamos de ser unos burros. Silencio, niño...
¡Anda, pero si es mi hijito! Sécate los ojos y bésame, pequeñín.
¡Cómo!
¿No quieres? ¡Bésame, Hareton, bésame, condenado! Señor,
¿cómo habré podido engendrar monstruo semejante? Le voy a
partir la cabeza...
Hareton se debatía entre los brazos de su padre, llorando y
pataleando, y redobló sus alaridos cuando Hindley se lo llevó a
lo alto de la escalera y le suspendió en el vacío. Le grité que iba
a asustar al niño y me apresuré a correr para salvarle.
Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla
escuchando un e sentía abajo, y casi se había olvidado lo que
tenía entre las manos.
—¿Quién es? —me preguntó, sintiendo que alguien se acercaba
al pie de la escalera.
104
Reconocí el paso de Heathcliff y me asomé para hacerle señas
de que se detuviese, pero en el momento en que dejé de mirar
al niño, éste hizo un movimiento y cayó.
Casi antes de que yo pudiera estremecerme de horror, ya había
reparado en que el pequeño estaba a salvo. Heathcliff llegaba
en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al
niño, lo puso en el suelo y miró al causante de lo ocurrido.
Cuando vio que se trataba del señor Earnshaw, el rostro de
Heathcliff manifestó una impresión análoga a la que sentiría un
avaro que vendiese un billete de lotería de cinco chelines y se
encontrase al día siguiente con que había perdido así un premio
de cinco mil libras. En la expresión del rostro de Heathcliff se
leía claramente cuánto le pesaba haberse convertido en
instrumento del fracaso de su venganza. Yo juraría que, de no
haber habido luz, hubiera remediado su error, permitiendo que
el niño se estrellase contra el pavimento... Pero, en fin, gracias a
Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo me hallaba
abajo, apretando contra mi corazón su preciosa carga. Hindley,
reponiéndose de su borrachera, bajó muy confuso.
—Tú has tenido la culpa —me dijo. —No has debido ponerme al
niño a mi alcance. ¿Se ha lastimado?
—¿Lastimado? —grité, indignada. —Tonto será si no se muere.
Me asombra que su madre no se alce del sepulcro para ver
cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de Dios.
¡Tratar así a su propia sangre!
105
Quiso tocar al niño, que al sentirse conmigo se había repuesto
de su susto; pero Hareton entonces comenzó de nuevo a gritar
y a agitarse.
—¡Déjele! —le increpé. —Le odia, como le odian todos, por
supuesto.
¡Qué familia tan feliz tiene usted y a qué bonita situación ha
venido a parar!
—¡Peor será en adelante, Elena! —replicó aquel desgraciado,
volviendo a recuperar su habitual aspecto de dureza. —
Márchate y llévate al niño de aquí. Tú, Heathcliff, haz lo mismo.
Por esta noche creo que no os mataré, a no ser que se me
ocurra pegar fuego a la casa... Ya veremos.
Mientras hablaba, se sirvió una copa de brandy.
—No beba más —le rogué. —Apiádese de este pobre niño, ya
que no se apiada de sí mismo.
—Con cualquiera le irá mejor que conmigo —me contestó.
—¡Tenga compasión de su propia alma! —dije, intentando
arrebatarle la copa de la mano.
—¡Quia! Me encantará enviarla al infierno para castigar a su
Creador — repuso. — ¡Brindo por su eterna condenación!
Bebió y nos hizo salir, no sin soltar una serie de juramentos que
más vale no repetir.
106
—¡Qué lástima que no se mate bebiendo! —comentó Heathcliff,
repitiendo a su vez otra sarta de imprecaciones cuando se cerró
la puerta. — Hace todo lo posible para ello, pero es de una
naturaleza muy robusta, y no lo conseguirá. El señor Kennett
asegura que va a vivir más que todos los de Gimmerton y que
encanecerá bebiendo, a no ser que le ocurra algo anormal.
Me senté en la cocina, y empecé a arrullar a mi corderito para
dormirlo. Heathcliff cruzó la estancia, y yo pensé que se
encaminaba al granero. Pero luego resultó que había preferido
tumbarse en un banco, junto a la pared, y allí permanecer
silencioso.
Yo mecía a Hareton sobre mis rodillas y había comenzado a
cantarle una canción que empieza:
Era de noche, y lloraban los niños, cuando en sus cuevas los
gnomos lo oyeron...
De pronto, la señorita Catalina asomó la cabeza por la puerta
de su habitación y dijo:
—¿Estás sola, Elena?
—Sí, señorita —contesté. Entonces entró y se acercó a la lumbre.
Comprendí que quería decirme algo. En su rostro leía la
ansiedad. Abrió los labios como si fuera a hablar, pero se limitó
a exhalar un suspiro. Continué cantando, sin hablarle, ya que no
había olvidado su comportamiento de antes.
—¿En dónde está Heathcliff? —preguntó.
107
—Trabajando en la cuadra —le dije.
Él no me desmintió. Quizá se hubiera dormido. Hubo un silencio.
Por las mejillas de Catalina se deslizaba una lágrima. Me
pregunté si estaría disgustada de su conducta, lo cual hubiera
constituido un hecho insólito en ella.
Pero no había tal cosa. No se preocupaba por nada, no siendo
por lo que le concernía.
—¡Ay, querida! —dijo, finalmente. —¡Qué desgraciada soy!
—Es una pena —repuse— que sea usted tan difícil de contentar.
Con tantos amigos y tan pocas preocupaciones, tiene motivos
de sobra para estar satisfecha.
—¿Quieres guardarme un secreto, Elena? —me preguntó
mirándome con aquella expresión suya que desarmaba al más
enfadado, por muchos resentimientos que tuviese con ella.
—¿Merece la pena? —interrogué, menos acremente.
—Sí. Y no tengo más remedio que contártelo. Necesito saber lo
que he de hacer. Eduardo Linton me ha pedido que me case
con él, y ya le he contestado. Pero antes de decirte lo que le he
respondido, dime tú qué hubiera debido contestarle.
—Verdaderamente, señorita, no sé qué responderle. Teniendo
en cuenta la escena que le ha hecho usted presenciar esta
tarde, lo mejor hubiera sido rechazarle, porque si después de
ella todavía le pide relaciones, es que es un tonto completo o
que está loco.
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—Si sigues hablando así, no te contaré nada más —repuso,
levantándose malhumorada. —Le he aceptado. Dime si he
hecho mal. ¡Pronto!
—Si le ha aceptado, no hay más que hablar. ¡No va usted a
retirar su palabra!
—Pero ¡quiero que me digas si he obrado con acierto! —insistió
con irritado tono, retorciéndose las manos y frunciendo las
cejas.
—Antes de contestar, habría que tener muchas cosas en cuenta
—dije sentenciosamente. —Ante todo, ¿ama usted al señorito
Eduardo?
—¿Cómo no? ¡Desde luego!
Entonces la sometí a una serie de preguntas. No era del todo
indiscreto el hacerlo, ya que se trataba de una muchacha muy
joven.
—¿Por qué le ama, señorita Catalina?
— ¡Qué pregunta! Le quiero, y basta.
—No es suficiente. Dígame por qué.
—Bien; porque es guapo y me gusta mucho estar con él.
—Malo... —comenté.
—Y porque es joven y de carácter alegre.
—Peor aún.
—Y porque él me ama.
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—Eso no tiene nada que ver.
—Y porque llegará a ser rico y me agradará ser la señora más
acomodada de la comarca, y porque estaré orgullosa de tener
un marido como él.
—¡Ese es el peor argumento de todos! Y dígame ¿cómo le ama
usted?
—Como todo el mundo, Elena. ¡Pareces tonta!
—No lo crea... Contésteme.
—Pues amo el suelo en que pone los pies, y el aire que le rodea,
y todo lo que toca, y todas las palabras que pronuncia, y todo
lo que mira, y todo lo que hace... ¡Le amo plenamente! Eso es
todo.
—Bueno... y ¿qué más?
—Está bien; lo tomas a juego. ¡Es demasiada maldad! Pero
¡para mí no se trata de una broma! —dijo la joven, disgustada y
contemplando distraídamente la lumbre.
—No lo tomo a juego, señorita Catalina. Usted ama al señorito
Eduardo porque es guapo, y joven, y alegre y rico, y porque él la
ama a usted. Lo último no significaría nada. Usted le amaría
igual aunque ello no fuera así, y sólo por ello no le querría si no
reuniese las demás circunstancias.
—Claro que no; le compadecería, y puede que hasta le
aborreciera si fuera feo o fuera un hombre ordinario.
110
—Pues en el mundo hay otros jóvenes guapos y ricos y más que
el señorito Eduardo.
—Hay otros, o no; el único que he visto que sea así es Eduardo.
—Pero puede usted llegar a ver algún otro, y él, además, no
será siempre joven y guapo. También podría dejar de ser rico.
—Yo no tengo por qué pensar en lo por venir. Debías hablar con
más sentido común.
—Pues entonces, nada... Si no piensa usted más que en el
presente, cásese con el señorito Eduardo.
—Para eso no necesito tu permiso. Claro que me casaré con él.
Pero no me has dicho aún si hago bien o no.
—Está muy bien si usted se casa pensando sólo en el presente.
Ahora, contésteme usted ¿qué es lo que la preocupa? Su
hermano se alegrará; los ancianos Linton no creo que pongan
reparo alguno; va usted a salir de una casa desordenada para
ir a otra muy agradable; ama usted a Eduardo, y él le ama a
usted. Todo está claro y sencillo. ¿Dónde ve usted el obstáculo?
—¡Aquí y aquí o dondequiera que esté el alma! —repuso
Catalina, golpeándose la frente y el pecho. —Tengo la impresión
de que hago mal.
— ¡Qué cosa tan rara! No me la explico.
—Ese es mi secreto, y te lo explicaré lo mejor que pueda, si me
prometes que no te vas a burlar de mí.
111
Se sentó a mi lado. Estaba triste, y noté que sus manos, que
mantenía enlazadas, temblaban.
—Elena
¿no sueñas
dijo, después
nunca
cosas
extrañas? —me
de reflexionar un instante.
—A veces —contesté.
—También yo. En ocasiones, he soñado cosas que no he
olvidado nunca y que han cambiado mi modo de pensar. Han
pasado por mi alma, modificando su tonalidad, como cuando al
agua se le agrega vino. Y he tenido un sueño de esa clase. Te lo
voy a contar; pero líbrate de sonreír.
—No lo cuente, señorita —le aconsejé. —Ya tenemos aquí
bastantes penas para invocar visiones que nos angustien más.
¡Ea!, alégrese. Mire al pequeño Hareton. ¡Ese sí que no sueña
nada triste! ¿Ve cómo sonríe dulcemente?
—Sí, ¡y también con cuánta dulzura reniega su padre! Supongo
que te acordarás de cuando era como este niño. De todos
modos, tienes que escucharme, Elena. No es muy largo.
Además, no me siento con ánimos para estar alegre esta noche.
—¡No quiero oírlo! —me apresuré a contestar.
Yo era, y soy aún, muy supersticiosa en cuestión de sueños, y el
semblante de Catalina se había puesto tan sombrío, que temí
escuchar el presagio de alguna horrorosa desgracia. Ella se
enfadó, al parecer, y no continuó. Pasó a otro tema, y me dijo:
—Yo sería muy desgraciada si estuviera en el cielo, Elena.
112
—Porque no es usted digna de ir a él —respondí. —Todos los
pecadores serían muy desgraciados en el cielo.
—No es por esa razón. Una vez soñé que estaba en el cielo.
—Ya le he dicho, señorita, que no quiero enterarme de sus
sueños. Me voy a acostar —interrumpí.
Se echó a reír, y me obligó a permanecer sentada.
—Pues soñé —dijo— que estaba en el cielo; notaba que aquello
no era mi casa, y que, al fin, los ángeles se enfadaron tanto,
que me echaron. Fui a caer en medio de la maleza, en lo más
alto de Cumbres Borrascosas, y me desperté entre lágrimas de
alegría. Ahora, con esa explicación, podrás comprender mi
secreto. El mismo interés tengo en casarme con Eduardo Linton
como de ir al cielo, y si mi malvado hermano no hubiera tratado
tan mal al pobre Heathcliff, yo no habría pensado en ello nunca.
Para mí sería una humillación casarme con Heathcliff, pero él
nunca llegará a saber cuánto le quiero, y no porque sea guapo,
sino porque hay más de mí en él que en mí misma. No sé de qué
estarán hechas nuestras almas; pero, sean de lo que sea, la
suya es igual a la mía, y, en cambio, la de Eduardo es tan
diferente como el relámpago lo es de la luz o de la luna, o el
hielo del fuego.
Antes de que ella hubiese terminado de hablar, noté la
presencia de Heathcliff, que en aquel momento se incorporaba
y salía. Sólo había escuchado hasta que oyó decir a Catalina
que la humillaría casarse con él. Inmediatamente se levantó y
113
se fue. Pero ella, que estaba de espaldas, no reparó en sus
movimientos ni en su marcha. Yo me había estremecido y le
hice una señal para que se callara.
—¿Por qué? —preguntó, mirando, inquieta, en torno suyo.
—Porque José llega ya —repuse, refiriéndome al ruido del carro,
que con toda oportunidad oí avanzar por el camino. —Y
Heathcliff vendrá con él. ¡A lo mejor estaba ahora mismo detrás
de la puerta!
—Desde la puerta no ha podido oírme —contestó. —Dame a
Hareton para que le tenga mientras haces la cena, y después
déjame cenar contigo. ¿Verdad que Heathcliff no se da cuenta
de estas cosas, y que no sabe lo que es el amor?
—No veo por qué no ha de conocer todos estos sentimientos —
repuse—, y si es de usted de quien está enamorado,
seguramente será muy desdichado, ya que en cuanto usted se
case, él se quedará sin amor, sin amistad y sin todo...
¿Ha pensado en las consecuencias que tendrá para él la
separación, cuando se dé cuenta de que queda enteramente
solo en el mundo, señorita Catalina?
—¡Qué separación ni qué quedarse solo en el mundo! —replicó,
indignada. —¿Quién había de separarnos? ¡Ay del que lo
intentara! Antes que abandonar a Heathcliff prescindiría de
todos los Linton del mundo. No me propongo tal cosa. No me
casaría si hubiera de suceder así. Heathcliff será para mí,
cuando me case, lo que ha sido siempre. Eduardo tendrá que
114
aminorar su aversión, o, por lo menos, soportarle. Y lo hará
cuando conozca mis verdaderos sentimientos. Ya lo veo, Elena,
que me consideras una egoísta, pero debes comprender que si
Heathcliff y yo nos casáramos tendríamos que vivir como unos
mendigos. En cambio, si me caso con Linton, puedo ayudar a
Heathcliff a que se libre de la opresión de mi hermano.
—¿Con el dinero de su esposo, señorita? No será eso tan fácil
como usted cree. No tengo autoridad para opinar, pero me
parece que ese motivo es el peor de cuantos ha dado para
explicar su matrimonio con el señorito Eduardo.
—No —repuso ella. —Es el mejor. Los otros se referían a
satisfacer mis caprichos y a complacer a Eduardo... Yo no
puedo hacerme comprender, pero creo que tú y todos tenéis la
idea de que después de esta vida hay otra. ¿Para qué había yo
de ser creada, si antes de serlo ya estaba enteramente
contenida aquí? Todos mis dolores en este mundo han
consistido en dolores que ha sufrido Heathcliff, y los he seguido
paso a paso desde que empezaron. El pensar en él llena toda mi
vida. Si el mundo desapareciera y él se salvara, yo seguiría
viviendo; pero si desapareciera él y lo demás continuara igual,
yo no podría vivir. Mi amor a Linton es como las hojas de los
árboles, y bien sé que cambiará con el tiempo; pero mi cariño a
Heathcliff es como son las rocas de debajo de la tierra, que
permanecen eternamente iguales sin cambiar jamás. Es un
afecto del que no puedo prescindir. ¡Elena, yo soy Heathcliff! Le
tengo constantemente en mi pensamiento, aunque no siempre
115
como una cosa agradable. Tampoco yo me agrado siempre a
mí misma. No hables más de separarnos, porque es imposible...
Calló y escondió la cabeza en mi regazo. Pero yo la aparté de
mí, porque me había hecho perder la paciencia con sus locuras.
—Lo único que saco en limpio de sus disparates, señorita —le
dije— es que ignora usted los deberes de una mujer casada, o
que es usted una mujer sin conciencia. Y no me importune con
más confidencias, porque no me las callaré.
—Pero de ésta no hablará...
—No se lo prometo.
Ella iba a insistir, mas la llegada de José cortó la conversación.
Catalina, con Hareton, se fue a un extremo de la cocina, y allí
esperó mientras yo preparaba la cena. Una vez que estuvo a
punto, José y yo empezamos a discutir acerca de quién debía
llevársela al señor Hindley, y sólo nos pusimos de acuerdo
cuando casi se había enfriado. El acuerdo consistió en esperar a
que el amo la pidiese, ya que le temíamos cuando llevaba algún
rato encerrado a solas.
—Y aquel idiota, ¿no ha vuelto del campo todavía? ¿Qué está
haciendo?
¡Hay que ver qué holgazán! —dijo el viejo, al notar que
Heathcliff no se hallaba allí.
—Voy a buscarle —contesté. —Debe de estar en el granero. Le
llamé, pero no obtuve contestación. Cuando volví, cuchicheé al
116
oído de Catalina que seguramente el muchacho había
escuchado parte de nuestro diálogo, y le expliqué que le había
visto salir de la cocina en el momento en que ella se refería al
comportamiento de su hermano con él.
Al oírme, dio un brinco, horrorizada, dejó a Hareton en un
asiento y se lanzó en busca de su compañero sin reflexionar
siquiera en la causa de la turbación que sentía. Tanto tiempo
estuvo ausente, que José propuso que no los esperásemos más,
suponiendo, con su habitual tendencia a pensar mal, que se
quedaban fuera para no tener que asistir a sus largas oraciones
de bendición de la mesa. Añadió, pues, en bien de las almas
jóvenes, una oración más a las acostumbradas, y aún hubiera
aumentado otra en acción de gracias de no haber reaparecido
la señorita ordenándole que saliese enseguida para buscar a
Heathcliff dondequiera que estuviese y hacerle venir.
—Necesito hablarle antes de subir —dijo. —La puerta está
abierta, y él debe de encontrarse lejos, porque le he llamado
desde el corral, y no contesta.
José, aunque hizo algunas objeciones, acabó por ponerse el
sombrero y salir refunfuñando al verla tan excitada que no
admitía contradicción. Catalina empezó a pasearse de un
extremo a otro de la habitación, exclamando:
—¿Dónde estará? ¿Adónde habrá ido? ¿Qué es lo que dije,
Elena? Ya no me acuerdo. ¿Estará mortificado por lo de esta
117
tarde? ¡Dios mío! ¿Qué habré dicho que le ofendiera? Necesito
que venga. Quiero que esté aquí.
—¡Qué alboroto para nada! —repuse, aunque me sentía también
bastante inquieta. — Se apura usted por poco. No creo que sea
motivo de alarma el que Heathcliff pasee por los pantanos a la
luz de la luna, o que esté tendido en el granero sin ganas de
hablar. A lo mejor está escuchándonos. Voy a ver si lo
encuentro.
Y salí de nuevo en su busca, pero sin resultado. A José le ocurrió
lo mismo.
Volvió diciendo:
—¡Cuánta guerra da ese muchacho! Ha dejado abierta la verja y
la jaca de la señorita se ha escapado a la pradera después de
estropear dos haces de trigo. Ya le castigará el amo mañana
por esos juegos endemoniados, y hará bien. Demasiada
paciencia tiene por tolerar tantos descuidos. Pero no sucederá
siempre igual. Lo hemos de ver. ¡Está haciendo todo lo posible
para sacar al amo de sus casillas!
—Bueno; ¿has encontrado o no a Heathcliff, so bestia? —le
interrumpió Catalina. — ¿Le has buscado como te mandé?
—Con más gusto hubiera buscado al caballo, y hubiera sido
más razonable
—respondió. Pero no puedo encontrar ni a uno ni a otro en una
noche tan negra como la de hoy. Y si silbo para llamarle, bien
118
cierto es que no vendrá. Puede que no estuviera tan sordo si le
silbara usted.
A pesar de que estábamos en verano, la noche, en efecto, era
oscurísima. Amenazaba tormenta, y yo les aconsejé que nos
sentáramos, porque seguramente la lluvia haría volver a
Heathcliff sin necesidad de que nos ocupásemos de
encontrarle. Pero Catalina no se tranquilizó. Iba y venía, en
continua agitación, de un sitio a otro. Al fin, se apoyó en el
muro junto al camino, y allí permaneció a pesar de mis
observaciones: unas veces llamando a Heathcliff; otras,
escuchando en espera de sentirle volver, y otras, llorando
desconsoladamente. Lloraba como Hareton u otro niño
cualquiera lo hubiese hecho.
A medianoche la tormenta descargó violentamente sobre
Cumbres Borrascosas. Fuera efecto de un rayo o del vendaval,
un árbol próximo a la casa se tronchó, y una de sus grandes
ramas cayó sobre el tejado, derribando parte del tubo de la
chimenea, lo que hizo que se desplomara sobre el fogón una
avalancha de piedras y hollín. Creímos que había caído un rayo
entre nosotros, y José se hincó de rodillas para pedir a Dios que
se acordara de Noé y Lot y, al enviar su castigo sobre el malo,
perdonara al justo. Yo intuí que entonces también nosotros
íbamos a ser alcanzados por la ira divina. En mi mente, el señor
Earnshaw se me aparecía como Jonás, y, temiendo que no
viniera ya, llamé a su puerta. Respondió de tal modo y con tales
frases, que José hubo de impetrar a Dios, con redoblada
119
vehemencia, que en la hora de su ira hiciera la oportuna
distinción entre justos como él y pecadores como su amo.
En fin: la tempestad cesó a los pocos minutos, sin habernos
causado ni a José ni a mí mal alguno, aunque sí a Catalina, que,
por haberse obstinado en continuar bajo la lluvia sin siquiera
ponerse el abrigo, ni nada a la cabeza, volvió empapada. Se
sentó, apoyó la cabeza en el respaldo del banco y acercó las
manos al fuego.
—Vaya, señorita —le dije, tocándole en un hombro—; usted se
ha empeñado en matarse... ¿Sabe qué hora es? Las doce y
media. Vamos a acostarnos. No es cosa de seguir esperando a
ese imbécil. Se habrá ido a Gimmerton y pernoctará allí. Ya
comprenderá que no esperaremos que vuelva a estas horas.
Además, temerá que el señor esté despierto y que sea él quien
le abra la puerta.
—No debe de estar en Gimmerton —repuso José— y no me
maravillaría que yaciese en el fondo de una ciénaga. Esto ha
sido un aviso divino, y tenga en cuenta, señorita, que la
próxima vez le tocaría a usted. Demos gracias al Cielo por todo.
Sus designios conducen siempre a lo mejor, aun las desgracias,
como dicen las Sagradas Escrituras.
Y comenzó a citar pasajes de la Biblia, mencionando los
capítulos y versículos correspondientes.
Harta de insistir a la terca joven para que se secara y se
cambiara de ropa, los dejé: a ella, con su tiritona, y a José, con
120
sus sermones, y me fui a acostar con el pequeño Hareton, que
estaba profundamente dormido. Oí a José leer, luego le sentí
subir la escalera, y en seguida me dormí
A la mañana siguiente me levanté algo más tarde que de
costumbre, y al bajar vi a la señorita Catalina, que seguía
sentada junto al hogar. El señor Hindley, soñoliento y con
profundas ojeras, estaba en la cocina también y le preguntaba:
—¿Qué te pasa, Catalina? ¡Estás más abatida que un cachorro
chapuzado!
¿Por qué estás tan mojada y tan pálida?
—No me pasa otra casa —contestó, malhumorada, Catalina —
sino que he cogido una mojadura y siento frío.
Noté que el señor estaba ya sereno, y exclamé:
— ¡Es muy traviesa! Se caló hasta los huesos cuando la lluvia de
ayer, y se ha obstinado en quedarse toda la noche al lado de la
lumbre.
—¿Toda la noche?... ——exclamó, sorprendido, el señor
Earnshaw —. ¿Y por qué? No habrá sido por miedo a la
tempestad...
Como ni ella ni yo deseábamos mencionar a Heathcliff mientras
pudiéramos evitarlo, contesté que se le había antojado
quedarse allí, y ella no dijo nada.
121
Hacía una mañana clara y fresca. Abrí las ventanas, y los
perfumes del jardín penetraron en la estancia. Pero Catalina me
dijo:
—Cierra, Elena. Estoy extenuada.
Y sus dientes rechinaban, mientras se acercaba a la lumbre,
casi fría.
—Está enferma —aseguró Hindley, tomándole el pulso. —Por
eso no se acostó. ¡Qué condenación! Está visto que no puedo
estar libre de enfermedades en esta casa. ¿Por qué te expusiste
a la lluvia?
—Por andar detrás de los muchachos, como de costumbre —se
apresuró a decir José, dando suelta a su maldita lengua. —Si yo
estuviera en el caso de usted, señor, les daría con la puerta en
las narices a todos ellos, señoritos y aldeanos. Todos los días
que usted sale, el Linton se cuela aquí como un gato. Mientras
tanto, la tal Elena, ¡qué es buena también!, vigila desde la
cocina, y cuando usted entra por la puerta, él sale por la
opuesta. Y entonces, nuestra señorona corre al lado del otro.
¡Hay que ver! ¡Andar a las doce de la noche a campo traviesa
con aquel endiablado gitano de Heathcliff! Se imaginan que
estoy ciego; pero se equivocan. Yo he visto al joven Linton ir y
venir, y te he visto a ti, ¡so bruja! —añadió mirándome—, estar
atenta y avisarlos en cuanto los cascos del señor sonaron en el
camino.
122
—¡Silencio, insolente! —gritó Catalina. —Linton vino ayer por
casualidad, Hindley, y le dije que se fuera cuando viniste,
porque supuse que no te agradaría verle dada la forma en que
venías.
—Mientes, Catalina; estoy seguro... Y eres una condenada idiota
—repuso su hermano. —No me hables de Linton por el
momento... Dime si has estado esta noche con Heathcliff. No
temas que le maltrate. Le odio; pero hace poco me hizo un
favor y ello detiene mis impulsos de partirle la cabeza. Lo que
haré será echarle a la calle hoy mismo, y a partir de entonces
tened cuidado, porque todo mi mal humor caerá sobre
vosotros.
—No he visto a Heathcliff esta noche —contestó Catalina,
sollozando. —Si le echas de casa, me iré con él. Pero quizá no
puedas hacerlo ya. Tal vez se haya ido...
Una angustia incontenible la dominó y empezó a proferir
sonidos inarticulados. Hindley le dirigió un chaparrón de
groserías y la hizo subir a su cuarto amenazándola con que de
lo contrario tendría verdaderos motivos para llorar. Yo hice que
le obedeciera, y jamás olvidaré la escena que me dio cuando
estuvo en su alcoba. Me aterrorizó hasta el punto de que pensé
que iba a volverse loca, y encargué a José que corriera a llamar
al médico. El señor Kennett pronosticó un comienzo de delirio;
dijo que estaba enferma de gravedad, le hizo una sangría para
disminuir la fiebre, y me encargó que le diese solamente leche y
agua de cebada, y que la vigilase mucho para impedir que se
123
arrojase por la ventana o por la escalera. Enseguida se marchó,
porque tenía excesivo trabajo, ya que entre las casas de sus
pacientes solía haber una distancia de cuatro o cinco
kilómetros.
Confieso que no me porté como una excelente enfermera, y
José y el amo tampoco lo hicieron mejor que yo; pero, pese a
ello y a sus propios caprichos, la enferma logró vencer la
gravedad de su estado. Entretanto, la señora Linton nos hizo
varias visitas, procuró ordenar las cosas de la casa; estaba
siempre dándonos órdenes y reprendiéndonos, y, por fin,
cuando Catalina estuvo mejor, se la llevó a convalecer a la
granja, lo que por cierto le agradecimos mucho.
Pero la pobre señora tuvo motivo para arrepentirse de su
gentileza, porque ella y su marido contrajeron la fiebre y
fallecieron con un intervalo de pocos días.
La joven volvió a casa más violenta y más intratable que nunca.
No habíamos vuelto a saber nada de Heathcliff. Un día en que
ella me había hecho perder la paciencia, cometí la ligereza de
achacarle la culpa de la desaparición del muchacho, lo que en
realidad era la verdad pura, como a ella le constaba, y mi
acusación hizo que rompiera conmigo todo trato, excepto el
inevitable para las cosas de la casa. Ello duró varios meses.
José cayó también en desgracia. No sabía callarse sus
pensamientos y se obstinaba en seguir sermoneándola como si
aún fuera una chiquilla, cuando en realidad era una mujer
hecha y derecha, y, además, nuestra ama. Para colmo, el
124
médico había recomendado que no se la contrariase, y ella
consideraba que cometíamos un crimen cuando la
contradecíamos en algo. No trataba tampoco a su hermano ni
a los amigos de su hermano. Hindley, a quien Kennett había
hablado sinceramente, procuraba dominar sus arrebatos y no
excitar el mal carácter de Catalina. Incluso se portaba con
demasiada indulgencia, aunque más que por afecto lo hacía
porque deseaba que ella honrase a la familia casándose con
Linton. Le importaba muy poco que Catalina nos tratara a
nosotros como esclavos, siempre que no le importunase a él.
Eduardo Linton se sintió tan entontecido como tantos otros lo
han estado antes que él y lo seguirán estando en lo sucesivo, el
día en que llevó al altar a Catalina, tres años después de la
muerte de sus padres.
Contra mi gusto, me obligaron a abandonar Cumbres
Borrascosas para acompañar a la joven señora. El pequeño
Hareton tenía entonces cinco años y yo había empezado a
enseñarle a leer. La despedida fue muy triste. Pero las lágrimas
de Catalina pesaban más que las nuestras. Al principio no quise
marcharme con ella, y viendo que sus ruegos no me conmovían
fue a quejarse a su novio y a su hermano. El primero me ofreció
un magnífico sueldo y el segundo me ordenó que me largase,
ya que no necesitaba mujeres en la casa, según dijo. De
Hareton se haría cargo el cura. Así que no tuve más remedio
que obedecer. Dije al amo que lo que se proponía era alejar de
su lado todas las personas decentes para precipitarse más
125
pronto en su propia ruina; besé a Hareton y me fui. Desde
entonces, el niño ha sido para mí un extraño. Aunque parezca
mentira, creo que ha olvidado por completo a Elena Dean, y
que no se acuerda de aquellos tiempos en que él lo era todo en
el mundo para ella y ella todo en el mundo para él.
Al llegar a esta altura de su relato mi ama de llaves miró el reloj
y se asombró de ver que las manillas marcaban la una y media.
Se negó a seguir sentada ni un segundo más, y, en verdad, yo
me sentía también bastante propicio a que su relato se
aplazase. Ahora que se ha ido, voy a decidirme a acostarme, a
pesar del entorpecimiento que invade mis músculos y mi
cabeza.
126
CAPÍTULOX
¡Me he lucido con el principio que ha tenido mi vida de eremita!
¡Cuatro semanas enfermo, tosiendo constantemente! ¡Oh, estos
implacables vientos y estos sombríos cielos del Norte! ¡Oh, los
intransitables caminos y los calmosos médicos rurales! Pero
peor que todo, incluso que la privación de todo semblante
humano en torno mío, es la conminación de Kennett de que
debo permanecer en casa, sin salir, hasta que apunte la
primavera…
El señor Heathcliff me ha hecho el honor de visitarme. Hace
siete días me envió un par de guacos, que, al parecer, son los
últimos de la estación. El muy villano no está exento de
responsabilidades en mi enfermedad, y no me faltaban deseos
de decírselo; pero ¿cómo ofender a un hombre que tuvo la
bondad de pasarse una hora a mi cabecera hablándome de
temas diferentes, de píldoras y medicaciones? Su visita
constituyó para mí un gran paréntesis en mi dolencia.
Aún estoy demasiado débil para leer. ¿Por qué, pues, no pedir a
la señora Dean que continúe relatándome la historia de mi
vecino? La dejamos en el momento en que el protagonista se
había fugado y en que la heroína se casaba. Voy a llamar a mi
ama de llaves; seguramente le agradará entablar una animada
conversación conmigo durante un buen rato.
La señora Dean acudió.
127
—Dentro de veinte minutos le corresponde tomar la medicina,
señor — empezó a decir.
— ¡Fuera medicinas! Lo que deseo es...
—El médico dice que debe usted suspender los polvos de...
—¡Con mucho gusto! Siéntese. No acerque los dedos a esa
odiosa hilera de frascos. Saque la labor del bolsillo y continúe
relatándome la historia del señor Heathcliff desde el punto en
que la suspendió el otro día. ¿Concluyó su educación en el
continente y volvió hecho un caballero? ¿O logró ingresar en un
colegio? ¿O bien emigró a América y alcanzó una posición
exprimiendo la sangre de los naturales de aquel país? ¿O es que
se enriqueció más deprisa actuando en los caminos reales de
Inglaterra?
—Quizá hiciera un poco de todo, señor Lockwood, pero no
puedo garantizárselo. Como antes le dije, no sé cómo ganó
dinero, ni cómo se las arregló para salir de la ignorancia en que
había llegado a caer. Si le parece, continuaré explicándome a
mi modo, si cree usted que no se fatigará y que encontrará en
ello alguna distracción. ¿Se siente usted mejor hoy?
—Mucho mejor.
—Esa es una agradable novedad.
La señorita Catalina y yo nos trasladamos a la Granja de los
Tordos, y ella comenzó portándose mejor de lo que yo
esperaba, lo que me sorprendió bastante. Parecía estar
128
enamoradísima del señor Linton y también demostraba mucho
afecto a su hermana. Verdad es que ellos eran muy buenos
para con Catalina. Aquí no se trataba del espino inclinándose
hacia la madreselva, sino de la madreselva abrazando al
espino. No es que los unos se hiciesen concesiones a los otros,
sino que ella se mantenía de pie y los otros se inclinaban.
¿Quién va a demostrar mal genio cuando no encuentra
oposición en nadie? Yo notaba que el señor Linton tenía un
miedo terrible a irritarla. Procuraba disimularlo ante ella; pero si
me oía contestarle destempladamente, o veía molestarse a
algún criado cuando recibía alguna orden imperiosa de su
mujer, expresaba su descontento con un fruncimiento de cejas
que no era corriente en él cuando se trataba de cosas que le
afectasen personalmente. A veces me reprendía mi acritud,
diciéndome que el ver disgustada a su esposa le producía peor
efecto que recibir una puñalada. Procuré dominarme, a fin de
no contrariar a un amo tan bondadoso. Durante medio año, la
pólvora, al no acercarse a ella ninguna chispa, permaneció tan
inofensiva como si fuese arena. Eduardo respetaba los accesos
de melancolía y taciturnidad que invadían de cuando en cuando
a su esposa, y los atribuía a un cambio producido en ella por la
enfermedad, ya que antes no los había padecido nunca. Y
cuando ella se restablecía, ambos eran perfectamente felices, y
para su marido parecía que hubiera salido el sol.
Pero aquello se acabó. Indudablemente, en el fondo, cada uno
debe mirar por sí mismo. Precisamente los buenos son más
129
egoístas que los dominantes. Y aquella dicha tuvo su fin cuando
una de las partes se apercibió de que no era el objeto de los
desvelos de la otra. En una tarde serena de septiembre yo
volvía del huerto llevando un cesto de manzanas que acababa
de recoger. Había oscurecido ya y la luna brillaba por encima
de la tapia del patio produciendo sombras en los salientes de la
fachada del edificio. Yo dejé el cesto en los peldaños de la
escalera de la cocina y me detuve un momento para aspirar el
aire tranquilo y suave. Mientras, oí detrás de mí una voz que me
decía:
—Elena, ¿eres tú?
El tono profundo de aquella voz no me era desconocido del
todo. Me volví para ver quién hablaba, algo desconcertada, ya
que la puerta estaba cerrada y no había visto aproximarse a
nadie a la escalera. En el portal distinguí una sombra, y al
avanzar hacia allí me encontré con un hombre alto y moreno,
vestido de negro. Estaba apoyado en la puerta y tenía puesta la
mano en el picaporte, como si tuviese la intención de abrir él
mismo.
«¿Quién será? —pensé. —No es la voz del señor Earnshaw.»
—Llevo una hora esperando —me dijo—, quieto como un
muerto. No me atreví a entrar. ¿Es que no me conoces? ¡No soy
un extraño para ti!
Un rayo de luna iluminó sus facciones. Tenía las mejillas lívidas y
negras patillas las adornaban. Sus cejas eran sombrías y sus
130
ojos profundos, inconfundibles. Yo recordaba íntegramente la
expresión de aquellos ojos.
—¡Oh! —exclamé, levantando las manos con asombro, y aun
dudando de si debía considerarle como a un visitante corriente.
—¿Es posible que sea usted?
—Sí; soy Heathcliff —respondió, dirigiendo la vista a las
ventanas, en las que se reflejaba la luna, pero de las que no
salía ninguna luz. —¿Están en casa?
¿Está Catalina? ¿No te alegras de verme, Elena? No te asustes.
Vamos, dime si ella está aquí. Necesito hablar a tu señora.
Anúnciale que una persona de Gimmerton desea verla.
—No sé lo que le parecerá —dije. —Estoy asombrada. Esto le va
a hacer perder la cabeza. Sí; usted es Heathcliff... Pero ¡qué
cambiado está! Me parece imposible. ¿Ha sido usted soldado?
—Haz lo que te he dicho —me interrumpió impaciente—mente.
¡No puedo esperar más!
Entré; pero al llegar al salón donde estaban los señores me
quedé parada sin saber qué decir. Al fin les pregunté, como
pretexto, si querían que encendiese la luz, y abrí la puerta.
Ellos estaban sentados junto a una ventana abierta desde la
que se veían los árboles del jardín, las incultas frondas del
parque, el valle de Gimmerton cubierto por una franja de
bruma... Cumbres Borrascosas se alzaba al fondo, sobre la
neblina. Pero la casa no se divisaba, ya que está construida en
131
la otra ladera del monte. El paisaje, habitación y los que había
en ella estaban sumidos en una maravillosa paz. Me era muy
violento dar el recado, y principiaba a iniciar la marcha sin
transmitirlo, cuando un impulso de locura me hizo volverme y
decir:
—Hay ahí una persona de Gimmerton que desea verla señora.
—¿Qué quiere? —preguntó la señora Linton.
—No se lo he preguntado —repuse.
—Bien. Echa las cortinas y trae el té. En seguida vengo. Salió de
la habitación el señor había venido.
—Una persona que la señora no esperaba –repuse— Heathcliff;
¿no se acuerda? Aquel que vivía en casa del señor Earnshaw.
—¡Ah, el gitano, el mozo de labranza! ¿Cómo no le has dicho a
Catalina quién era?
—No le llame por esos nombres, señor —le aconsejé—, porque
ella se ofendería si le oyera. Cuando se fue estuvo muy
disgustada. Seguramente se alegrará de verle volver.
El señor Linton se asomó a una ventana que daba al patio y
gritó a su mujer
—No estés ahí, querida. Haz entrar a ese visitante.
Oí rechinar el picaporte y Catalina subió corriendo, toda
sofocada y con una excitación tal, que hasta borraba de su
132
rostro toda señal de alegría. Viéndola, casi parecía, por su
exaltación, que había asistido a una terrible desgracia.
—¡Eduardo, Eduardo, —exclamó ella, jadeante— ¡Eduardo, amor
mío: Heathcliff ha vuelto!
Y le abrazaba hasta casi ahogarle.
—Bien, bien —repuso su esposo, un tanto mohíno. —No creo que
por eso hayas de estrangularme. No me parece que ese
Heathcliff sea un tesoro maravilloso. ¡No es como para volverse
locos porque haya vuelto!
—Ya sé que no te agrada mucho —replicó Catalina,
reprimiéndose un poco. —Pero tenéis que ser amigos ahora,
aunque sólo sea por mí. ¿Le digo que suba?
—¿Al salón?
—¿Dónde si no? —contestó ella.
Él, algo molesto, indicó que el sitio oportuno hubiera sido la
cocina. Ella le contempló entre risueña y contrariada.
—No —contestó. —No voy a estar yo en la cocina. Elena, trae
dos mesas... Una para el señor y la señorita Isabel que son
nobles, y otra para Heathcliff y para mí, que somos plebeyos.
¿Te parece bien, querido? ¿O prefieres que le reciba en otra
parte? Si es así, dilo. Voy a buscar a nuestro visitante. ¡Me
parece una felicidad demasiado grande para que sea
verdadera!
Iba a volver a salir, pero Eduardo la detuvo.
133
—Mándale subir —me ordenó—, y tú, Catalina, alégrate, si
quieres; pero no hagas cosas absurdas. No hay por qué dar el
espectáculo de recibir a un criado huido como a un hermano.
Bajé y encontré a Heathcliff esperando en el portal que le
hiciesen subir. Me siguió en silencio y le conduje a presencia de
los amos, cuyas encendidas mejillas delataban la reciente
discusión. La señora se ruborizó más aún, y corrió hacia
Heathcliff, le cogió las manos e hizo que Linton y él se las
estrechasen, aunque a regañadientes. A la luz del fuego y de las
bujías me asombró más aún la transformación de Heathcliff.
Se había convertido en un hombre alto, atlético y bien
constituido. Mi amo parecía un jovenzuelo a su lado. Viendo su
erguido continente se pensaba que debía de haber servido en el
Ejército. Su semblante mostraba una expresión más firme y
resuelta que el del señor Linton, dejaba transparentar
inteligencia y no conservaba huella alguna de su antigua
inferioridad. En sus cejas fruncidas y en el negro fulgor de ojos
persistía aún algo de su nativa ferocidad, pero dominada. Sus
modales eran dignos y sobrios, aunque no graciosos. Mi amo
quedó, al notar todo aquello, tan estupefacto como yo misma.
Estuvo un momento indeciso, sin saber cómo dirigirse a él.
Heathcliff dejó caer la mano y esperó hasta que Linton optó por
hablarle.
—Siéntese —dijo, al fin. —Mi mujer, recordando los viejos
tiempos, me ha pedido que le acoja con cordialidad. No hay
que decir que cuanto a ella la satisface, me complace a mí.
134
—Lo mismo digo —repuso Heathcliff. —Pasaré con mucho gusto
aquí una o dos horas.
Catalina no apartaba los ojos de él, como si temiese que se
desvaneciera cuando dejara de contemplarle. Heathcliff sólo la
miraba de cuando en cuando, y en sus ojos se pintaba el placer
que le producía el volver a ver a su amiga. Estaban tan
satisfechos, que ni siquiera les quedaba lugar para sentirse
turbados. El señor Linton, al contrario, palidecía cada vez más, y
su enojo llegó al extremo cuando su mujer se puso en pie, cruzó
la habitación, cogió las manos de Heathcliff y comenzó a reír.
—Mañana pensaré haber soñado —exclamó. —Me parecerá
imposible haberte visto, tocado y oído otra vez. No te merecías
esta acogida, Heathcliff.
¡En tres años de ausencia, en ninguna ocasión te has acordado
de mí!
—Más de lo que tú hayas pensado en mí, Catalina. Hace poco
me enteré de tu matrimonio, y entonces, mientras esperaba
abajo, sólo tenía un pensamiento: verte, contemplar tu mirada
de sorpresa y de acaso fingido placer, arreglar las cuentas que
tengo pendientes con Hindley y quitarme de en medio por mis
propias manos. El modo que has tenido de recibirme ha
disipado estas ideas en mí; pero procura no recibirme la
próxima vez de otro modo. Mas no... Creo que no me despedirás
otra vez. ¿Te disgustó mi ausencia realmente? Había motivos.
135
Desde que me separé de ti he vivido amargamente.
Perdóname... ¡Todo lo he hecho por ti!
—Haz el favor de sentarte, Catalina, porque de lo contrario
vamos a tomar el té frío —dijo el señor Linton, que se esforzaba
por dominarse. —Doquiera que el señor Heathcliff vaya a pasar
esta noche, tendrá seguramente que andar mucho, y yo, por mi
parte, siento sed.
Catalina se sentó, acudió Isabel y yo me retiré. La colación no
duró más de diez minutos. La señora apenas probó bocado y
Eduardo tampoco. El visitante no estuvo más de una hora.
Cuando salió le pregunté si se iba a Gimmerton.
—Voy a Cumbres Borrascosas —repuso. —El señor Earnshaw me
invitó cuando estuve esta tarde a visitarle.
¡De manera que había visto al señor Earnshaw y éste le había
invitado! Acaso Heathcliff había adquirido hábitos hipócritas y
regresaba con el propósito de actuar perversamente, de una
forma disimulada y pérfida. Tuve el presentimiento de que
hubiera sido preferible que permaneciera lejos de nosotros.
A medianoche la señora Linton vino a mi alcoba, se sentó junto
a mi lecho y me tiró del cabello.
—No consigo dormirme, Elena —me dijo como explicación. —
Siento la necesidad de que alguien comparta mi dicha. Eduardo
está disgustado porque me alegro de una cosa que no le
interesa, se niega a hablar y no dice más que tonterías y
recriminaciones, y me trata de cruel porque quiero hablarle de
136
esto cuando se encuentra, según él, cansado y muerto de
sueño. Dice que se siente mal; en cuanto algo le contraría
siempre sale con lo mismo. Le hice algunos elogios de
Heathcliff, y entonces, o por envidia o porque en realidad le
duela la cabeza, se ha puesto a llorar. Me he levantado y me he
ido.
—No debía usted elogiar a Heathcliff en presencia suya —
contesté. —Ya sabe que de muchachos se odiaban. Tampoco a
Heathcliff le hubiera agradado oír elogios de su esposo. Los
hombres son así. No hable usted a su esposo de Heathcliff, a no
ser que quiera usted provocar un choque entre ellos.
—Eso es señal de inferioridad —dijo Catalina. —Yo no envidio el
rubio cabello de Isabel, ni su piel blanca, ni el cariño que toda la
familia siente hacía ella. Cuando discuto por algo con Isabel, tú
te pones de parte suya, y yo cedo en todo, como una madre
débil y condescendiente. A su hermano le gusta que seamos
buenas amigas, y a mí también. Pero son dos niños mimados,
que se figuran que el mundo ha sido creado para complacerles.
Yo procuro complacerles, sí; pero no dejo de pensar que les
sentaría bien una lección.
—Está usted equivocada, señora Linton —dije—; son ellos los
que procuran complacerla a usted. Me consta lo que pasaría en
caso contrario. Ellos podrán tener algún capricho; pero, en
cambio, no hacen más que amoldarse a todos sus deseos. Y
desee usted, señora, que no se presente alguna ocasión de
probar su carácter, porque si llega ese caso, esos que usted
137
supone inferiores y débiles demostrarán tanta energía como
usted misma.
—En ese caso, lucharemos hasta la muerte, ¿no? —repuso
Catalina, echándose a reír. —Tengo tanta confianza en el amor
de Eduardo, que creo que podría hasta matarle sin que él se
defendiese.
Yo entonces le aconsejé que estimara aquel cariño en cuanto
valía.
—Ya lo estimo —contestó—, pero él no debería romper en
lágrimas por pequeñeces. Eso es una niñería. Cuando le he
dicho que Heathcliff merecía ahora el respeto de todos y que
cualquiera se honraría con su amistad, ha debido mostrarse de
acuerdo conmigo. Tiene que acostumbrarse a él y hasta podría
llegar a apreciarle. Heathcliff se portó bien con él, si tenemos en
cuenta los motivos que tiene para no sentir simpatía hacia su
persona.
—¿Qué opina de su visita a Cumbres Borrascosas? —dije. —Al
parecer, se ha corregido en todo y perdona a sus enemigos,
como buen cristiano.
—Estoy tan asombrada como tú —repuso ella. —Según él ha
explicado, fue allí para preguntar por mí, pensando que tú
seguirías viviendo en la casa. José se lo dijo a Hindley, y éste
salió y empezó a hacerle preguntas sobre su vida. Luego le
mandó pasar. Había varias personas jugando a las cartas, y
Heathcliff tomó parte en el juego. Mi hermano le ganó algún
138
dinero, y viendo que lo tenía en abundancia, le pidió que
volviese de nuevo. Hindley es tan dejado, que no comprenderá
la imprudencia que comete buscando la amistad de aquel a
quien tanto ha ofendido. Heathcliff dice que si ha accedido a
reanudar las relaciones con mi hermano es para poder verme
con más frecuencia de lo que le sería posible si viviese en
Gimmerton. Piensa pagar bien los gastos de su alojamiento en
Cumbres Borrascosas, y esto complacerá a mi hermano, que
siempre ha sido codicioso, a pesar de que cuanto coge con una
mano lo tira con la otra.
—Mal sitio es para vivir un joven —dije—. ¿No teme usted las
consecuencias, señora Linton?
—Para mi amigo, no. Es lo bastante precavido para librarse de
todo riesgo. Si algo temo, es por Hindley; pero tan bajo ha
caído moralmente, que dudo que pueda descender más.
Respecto a daño físico, yo medio entre ambos. El regreso de
Heathcliff me ha reconciliado con Dios y con los hombres. ¡He
sufrido mucho, Elena! Si él comprende cuánto, sentirá
vergüenza de ensombrecer mi alegría con sus rencores. Y todo
lo he aguantado por cariño hacia él. Pero ya pasó. En adelante,
estoy dispuesta a soportarlo todo. Si el más ínfimo de los seres
me diese un bofetón en una mejilla, no sólo le ofrecería la otra,
sino que le pediría, además, que me perdonase. Y, para
demostrarlo, voy ahora mismo a hacer las paces con Eduardo.
Buenas noches.
¡Soy tan buena como un ángel!
139
Se fue, pues, muy satisfecha de sí misma, y a la mañana
siguiente se hizo evidente el resultado de su decisión. Eduardo,
aunque algo violento aún por la excesiva animación de
Catalina, había cejado en su enfado, y hasta consintió en que
ella fuese aquella tarde con Isabel a Cumbres Borrascosas. Ella,
en cambio, le mostró tanto amor y le hizo tantas caricias, que la
casa durante varios días fue un paraíso.
Heathcliff —en realidad debo decir ya el señor Heathcliff— era
discreto al principio en las visitas que hacía a la Granja de los
Tordos, como si midiese hasta dónde podía llegar con su
presencia sin incomodar al señor. Catalina, a su vez, procuró
moderar sus transportes de alegría cuando llegaba él, y así
consiguió Heathcliff imponer su asiduidad. El carácter
reservado que le distinguía desde la infancia le permitía
reprimir la exteriorización de su afecto. Mi amo se sosegó
momentáneamente. Pero pronto había de encontrar motivos de
inquietud.
El nuevo manantial de sus desventuras fue el amor que de
repente sintió Isabel Linton hacia Heathcliff. Isabel era una
hermosa muchacha de dieciocho años, de apariencia muy
infantil, muy inteligente y también de genio muy violento si se la
irritaba. Su hermano, que la quería mucho, quedó consternado
cuando notó sus sentimientos.
Aparte de la bajeza que significaba un matrimonio con un
hombre ordinario y la posibilidad de que sus bienes, si no tenía
hijos, pasaran a manos de aquel personaje, el amo comprendía
140
bien que, en el fondo, el carácter de Heathcliff, pese a las
apariencias, no se había modificado. Y temblaba ante la idea
de entregarle a Isabel. Él atribuyó lo ocurrido a maniobras de
Heathcliff, aunque, en verdad, Isabel se había enamorado
espontáneamente, sin que Heathcliff le correspondiera.
Durante cierto tiempo, todos veníamos notando que un secreto
disgusto consumía a la señorita Isabel. Se hizo hosca y
susceptible, y con cualquier pretexto reñía con Catalina, a
riesgo de acabar con la poca paciencia de su cuñada. Al
principio, supusimos que no estaba bien de salud, ya que la
veíamos adelgazar y decaer ostensiblemente. Pero, al fin, un día
se manifestó impertinente hasta el colmo. Se negó a desayunar,
diciendo que los criados no la obedecían, que Eduardo no se
ocupaba de ella y que Catalina la tenía cohibida. Agregó que se
había enfriado porque habían dejado el fuego apagado y las
puertas abiertas expresamente para molestarla, y aún dijo
otras simplezas. En respuesta, la señora Linton le ordenó que se
acostara y la amenazó con llamar al médico. Al oír hablar de
Kennett, la joven respondió en el acto que disfrutaba de una
excelente salud y que era la dureza de Catalina lo que la hacía
sufrir.
—¿Que soy dura contigo, niña mimada? —dijo la señora—.
¿Cuándo he sido dura contigo?
—Ayer.
—¿Ayer? —exclamó su cuñada— ¿En qué momento?
141
—Cuando salimos a pasear con el señor Heathcliff me dijiste
que podía irme a donde quisiera para quedarte sola con él.
—¿Y a eso le llamas dureza? Era una indirecta para que nos
dejaras solos, porque nuestra conversación no era interesante
para ti —dijo Catalina, riendo
—No —replicó la joven. —Querías que me fuera porque sabías
que me agradaba estar allí.
—¿Se habrá vuelto loca? —me dijo la señora Linton. —Voy a
repetir nuestra conversación, palabra por palabra, Isabel, y
luego me dirás qué interés podía ofrecerte.
—No me importaba la conversación —repuso Isabel. Lo que me
interesaba era estar con...
—¿Con...? —interrogó Catalina.
—Con él, y por eso me hiciste marcharme —repuso Isabel. —Tú
obras como el perro del hortelano, Catalina, y no puedes
soportar que amen a nadie más que a ti misma.
—Eres una impertinente —dijo la señora Linton. No puedo creer
en tanta estupidez. ¿Es posible que desees que Heathcliff te
admire y que le consideres un hombre agradable? Supongo que
no...
—Le amo más de lo que tú puedas amar a Eduardo —contestó
la muchacha —, y estoy segura de que él me amaría si tú no te
mezclaras entre ambos.
142
—¡Ni aunque me dieran un reino quisiera estar en tu caso! —dijo
Catalina.
—Elena, ayúdame a hacerle comprender que está loca. Dile, dile
quién es Heathcliff: un ser indómito, sin cultura, sin
refinamiento; un campo árido cubierto de abrojos y pedernal.
Más capaz sería yo de poner a aquel canario en medio del
parque un día de invierno que aprobar que te enamores de
Heathcliff. Mira, niña, esa idea se te ha metido en la cabeza
porque no le conoces. Escucha: no te figures que oculta tesoros
de bondad y ternura bajo una apariencia hosca. No imagines
que es un diamante en bruto o la ostra que contiene una perla,
no. Es un hombre implacable y feroz como un lobo. Yo jamás le
digo que deje tranquilos a éste o a aquel de sus enemigos en
nombre del daño que podrá causarles, sino en nombre de mi
voluntad. Si te unieses a él, Isabel, y encontrara que le estorbas,
te aplastaría como si fueses un huevo de gorrión. Es
absolutamente incapaz de amar a una Linton, aunque muy
capaz de casarse contigo por tu fortuna y por lo que puedes
llegar a tener. El vicio que le domina ahora es el amor al dinero.
Te lo he retratado tal como es. Fíjate en que soy amiga suya, y
en que si él realmente hubiera pensado en casarse contigo,
puede que yo no hubiera dicho nada, para que cayeras en sus
redes.
Pero la señora Linton miró con indignación a su cuñada.
— ¡Qué vergüenza! —dijo. —¡Eres peor que veinte enemigos,
mala amiga!
143
—¿No me crees? ¿Te figuras que hablo así por egoísmo?
—Estoy segura —respondió Isabel—, y me horroriza verte.
—Está bien —contestó Catalina. —Yo te he hablado lo que
debía. Ahora, haz lo que te parezca bien.
—¡Cuánto egoísmo tengo que aguantar! —exclamó Isabel,
llorando, cuando su cuñada salió de la habitación. —Todos se
ponen contra mí. Ella ha mentido, ¿no es cierto, Elena? El señor
Heathcliff es un alma digna y sincera, y no un demonio. De lo
contrario, no hubiera vuelto a acordarse de Catalina.
—No piense más en él, señorita —le aconsejé. —El señor
Heathcliff es un pájaro de mal agüero: no le conviene a usted.
No puedo negar que es verdad cuanto ha dicho la señora
Linton. Ella lo conoce mejor que yo y que nadie, y nunca le
hubiera pintado más malo de lo que es. Las personas honradas
no ocultan sus actos. Y él, ¿cómo se ha enriquecido? ¿Qué hace
en Cumbres Borrascosas, en donde vive el hombre a quien
aborrece? Se asegura que el señor Earnshaw marcha cada vez
peor desde que vino Heathcliff. Ambos se pasan la noche en
vela. Hindley ha hipotecado todas sus tierras y no hace más
que jugar y beber. Me enteré de ello hace una semana; me lo
contó José, a quien encontré en Gimmerton. Me dijo: «Vamos a
acabar viendo al juzgado en casa, Elena. El uno, antes se
dejaría cortar un dedo que ayudar al otro a salir del pantano en
que se hunde más cada vez. Y éste es el amo, Elena. Y la cosa
144
avanza deprisa. No teme ni a la justicia, ni a San Juan, ni a San
Pedro, ni a San Mateo, ni a nadie. Al contrario: se ríe de ellos. Y
¿qué me dices del tal Heathcliff? ¡Ya puede reírse, ya, de ese
juego diabólico! ¿No os cuenta, cuando os visita, la buena vida
que se da entre nosotros? Pues se levantan al caer el sol,
cierran las ventanas, juegan y beben brandy hasta el mediodía
del día siguiente. Entonces, aquel loco se marcha a su cámara,
jurando, y el otro miserable se embolsa los dineros, duerme, se
harta de comer y después va a divertirse con la mujer de su
vecino. Por supuesto que cuenta a doña Catalina cómo se está
hinchando la bolsa con el dinero del amo, que en paz descanse.
Hindley se precipita por el camino de perdición, a lo que él le
estimula cuanto puede». José, señorita Isabel, es un viejo
bribón, pero no un embustero, y
¿verdad que, si su relato sobre Heathcliff es cierto, usted no se
casaría jamás
con un hombre así?
—No te quiero escuchar, Elena —me dijo Isabel. —Te has puesto
de acuerdo con los demás... ¡Con qué malevolencia procuráis
todos convencerme de que no hay dicha posible en el mundo!
No sé si hubiera llegado a dominar su capricho o no, porque
tuve poco tiempo para reflexionar sobre él. Al día siguiente
hubo un juicio en la villa cercana, y mi amo tuvo que asistir.
Heathcliff, enterado de ello, nos visitó más temprano que de
costumbre. Catalina e Isabel estaban en la biblioteca, y
145
permanecían silenciosas, mirándose con hostilidad. Isabel
estaba alarmada por la indiscreta revelación que había hecho,
y Catalina realmente ofendida contra su cuñada, de la que se
burlaba, pero a la que no quería permitir que se burlase de ella
a su vez. Cuando vio por la ventana que llegaba Heathcliff, se
alegró. Yo estaba limpiando la chimenea, y descubrí en sus
labios una maligna sonrisa. Isabel, absorta en sus reflexiones o
en la lectura, no percibió a Heathcliff hasta que éste entró, y
cuando ya era tarde para irse, lo que hubiera hecho, sin duda,
de buena gana.
—Llegas oportunamente —exclamó jovialmente la señora,
acercándole una silla. — Allí tienes a dos mujeres necesitadas de
un tercero que rompa el hielo que se ha establecido entre ellas.
Heathcliff, me enorgullezco de haber encontrado a alguien que
aún te quiere más que yo. Sin duda te sentirás halagado. No; no
es Elena; no la mires... Se trata de mi pobre cuñadita, a la que
se le parte el corazón sólo con verte. ¡En tus manos está llegar a
ser hermano de Eduardo! ¡No te vayas, Isabel! —exclamó
sujetando a la joven que, indignada, quería marcharse. —Nos
peleábamos por ti como gatas, Heathcliff, y me ha vencido en
nuestro torneo de alabanzas y admiraciones. Aún me ha dicho
más, y es que si yo me separara de vosotros por un momento,
te flecharía de tal modo, que tu alma quedaría eternamente
ligada a la suya, mientras que yo sería relegada al olvido.
—¡Catalina! —dijo Isabel, procurando apelar a toda su dignidad.
—Te agradeceré que te atengas a la verdad y que no te burles
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de mí ni aun en broma. Señor Heathcliff, tenga la bondad de
pedir a su amiga que me deje. Ella olvida que usted y yo no
somos amigos íntimos y que a mí me disgusta lo que la divierte
a ella.
Pero el visitante no contestó. Tomó asiento, indiferente a la
admiración que había despertado. Isabel se volvió a su cuñada
y le rogó que la dejase en paz.
—¡Quia! —respondió la señora Linton. —No quiero que me
llames otra vez el perro del hortelano. Tienes que quedarte.
Heathcliff, ¿no te congratulan mis agradables noticias? Isabel
dice que el amor que Eduardo siente hacia mí no es nada en
comparación al que siente hacia ti. Dijo algo parecido, ¿verdad,
Elena? Y no ha querido comer desde que ayer le hice separarse
de tu lado.
—Me parece —dijo Heathcliff, volviéndose hacia ella —que no
está de acuerdo contigo y que, al menos por ahora, no siente
deseo alguno de estar a mi lado.
Y contempló fijamente a Isabel con la expresión con que
pudiera mirar a uno de esos extraños y repulsivos animales que
se contemplan por su rareza a pesar de la repugnancia que
producen. La jovencita no podía más. Se ruborizó y palideció en
el espacio de pocos segundos y, al ver que no lograba desasirse
de Catalina, esgrimió sus uñas y trazó en la piel de su cuñada
varios sangrientos arañazos.
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—¡Caramba, qué tigresa! —exclamó la señora Linton soltándola
al sentir el dolor. — ¡Por amor de Dios, márchate y que no te vea
yo la cara! ¡Mira que mostrar tus garras a tu preferido...! ¡Eres
tonta! ¿No comprendes lo que él pensará? Fíjate, Heathcliff, qué
instrumentos de tortura. ¡Cuidado con los ojos!
—Le cortaría los dedos como osara amenazarme —dijo él
brutalmente cuando la joven hubo salido. —Pero ¿por qué has
atormentado a esa muchacha, Catalina? No hablabas en serio,
¿eh?
—He dicho la verdad —repuso ella. —Está sufriendo por ti hace
varias semanas. Esta mañana se puso furiosa porque le
mencioné todos tus defectos, a fin de aminorar la pasión que
siente hacia ti. No pienses más en ello. Sólo me he propuesto
castigarla por su insolencia. La quiero demasiado, Heathcliff,
para dejarte que la caces y la devores.
—Y yo la quiero lo suficientemente poco para no proponérmelo
—contestó él—, a no ser que lo hiciera para proceder con ella
como un vampiro. Oirías cosas extraordinarias si yo viviera con
esa asquerosa muñeca. Lo habitual sería pintarle en la cara
todos los colores del arco iris y ponerle a menudo negros esos
ojos azules tan odiosamente parecidos a los de su hermano.
—Pero ¡si son deliciosos! —dijo Catalina. —Son ojos de paloma,
ojos de ángel...
—Es la heredera de su hermano, ¿no? —preguntó él tras un
corto silencio.
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—Me disgustaría que lo fuese —contestó Catalina. —¡Quiera el
Cielo que antes de que eso suceda, media docena de sobrinos
lo hereden todo! No pienses en esto y recuerda que codiciar los
bienes de tu prójimo equivale, en este caso, a codiciar los míos.
—No serían menos tuyos si los tuviera yo —observó Heathcliff.
—Pero aunque Isabel sea tonta, no creo que sea tan loca como
todo eso. Lo mejor es dejarlo, como tú dices.
No hablaron más de ello, y Catalina debió incluso de olvidarlo.
Pero el otro debió de recordar aquello varias veces durante la
tarde. Le noté sonreír sin motivo aparente y caer en una
meditación de mal agüero cada vez que la señora Linton salía
de la habitación.
Resolví vigilarle. Yo me sentía más inclinada al amo que a
Catalina, ya que él era bueno y honrado. Es verdad que
respecto a ella no podía decirse que no lo fuese, pero yo
confiaba muy poco en sus principios y tenía escasísima
simpatía hacia sus sentimientos. Ansiaba algo que librase a la
Granja y a la vez a Cumbres Borrascosas de la mala in—fluencia
de Heathcliff. Sus visitas eran una obsesión para mí. Y creo que
también para el amo. Su residencia en Cumbres Borrascosas
nos preocupaba extraordinariamente. Yo tenía la impresión de
que Dios había abandonado allí, en plena locura, a la oveja
descarriada, y que el lobo esperaba, atento, el momento
oportuno para precipitarse sobre ella y destrozarla.
149
C A P Í T U L O XI
A veces, meditando sobre estas cosas a solas, me levantaba,
poseída de un súbito terror, me ponía el sombrero y se me
ocurría ir a ver lo que sucedía en Cumbres Borrascosas. Tenía la
convicción de que mi deber era hablar a Hindley de lo que la
gente decía de él. Pero cuando recordaba lo empecinado que
estaba en sus vicios, me faltaba valor para entrar en su casa,
comprendiendo que mis palabras sólo podrían surtir efectos
muy dudosos.
Una vez, yendo a Gimmerton me desvié un tanto de mi camino
y me paré ante la cerca de la propiedad. Era una tarde clara y
fría. La tierra estaba desolada por el invierno y el camino se
extendía ante mi vista endurecido y seco. Llegué a una
bifurcación del sendero. Hay allí un jalón de piedra arenisca que
tiene grabadas las letras C.B. en su cara que mira al norte; G.,
en la que mira al este, y G.T. en la que da al sudeste. Esta piedra
sirve para marcar las distintas direcciones: las cumbres, el
pueblo y la granja. El sol bañaba con sus dorados rayos la parte
alta del hito. Esto me hizo pensar en el verano, y un aluvión de
infantiles recuerdos acudió a mi mente. Aquel sitio era el
preferido por Hindley y por mí veinte años atrás. Durante largo
rato estuve contemplando el mojón. Inclinándome, vi junto a su
base un agujero donde solíamos almacenar guijarros, conchas
de caracol y otras menudencias, que todavía continuaban allí. Y
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tuve la alucinación de que veía a mi antiguo compañero de
juegos excavando la tierra con un pedazo de pizarra.
—¡Pobre Hindley! —murmuré sin querer.
Me pareció que el niño alzaba el rostro y me miraba a la cara.
La visión desapareció inmediatamente, pero en el acto
experimenté un vivo deseo de ir a Cumbres Borrascosas. Un
sentimiento supersticioso me impulsaba.
«¡Podría haber muerto o estar a punto de morir!», pensé,
relacionando aquella alucinación con un presagio fatídico.
Mi agitación aumentaba a medida que me iba acercando a la
casa, y al final temblaba todo mi cuerpo. Al ver un niño
desgreñado apoyando la cabeza contra los barrotes de la verja
tuve la impresión de que la aparición se había adelantado a mí.
Pero pensando más despacio comprendí que debía ser Hareton,
mi Hareton, al que no veía hacía tiempo.
—¡Dios te bendiga, querido! —exclamé. —Hareton, soy Elena, tu
ama.
Se separó de mí y cogió un pedrusco.
—He venido a ver a tu padre, Hareton —le dije, comprendiendo
que, si se acordaba de Elena, al menos no recordaba mi figura.
Esgrimió la piedra y, aunque intenté calmarle, me la arrojó,
alcanzándome en el sombrero. Al propio tiempo, el pequeño
soltó una retahíla de maldiciones que, conscientes o no, emitía
con la firmeza de quien sabe lo que dice. Sentí más dolor que
151
cólera y me faltó poco para llorar. Saqué una naranja del
bolsillo y se la ofrecí. Dudó un momento, y, de pronto, me la
quitó bruscamente de las manos, como si creyera que
intentaba engañarle. Le mostré otra, pero guardándome bien
de ponerla al alcance de su mano.
—¿Quién te ha enseñado esas bonitas palabras, hijo? —le
pregunté. —¿El cura?
—¡Malditos seáis el cura y tú! —contestó. —¡Dame eso!
—Si me dices quién te ha enseñado a hablar así, te lo daré.
—El diablo de papá —replicó.
—Y papá, ¿qué te enseña? —seguí preguntando.
Se lanzó sobre la fruta, pero yo la quité pronto de su alcance.
—Nada —me contestó. —No quiere que esté a su lado, porque
reniego de él y digo palabrotas.
—¿Y es acaso el diablo quien te enseña a maldecir a papá?
— ¡Ah!, no.
—¿Quién entonces?
—Heathcliff.
Le pregunté si quería al señor Heathcliff y me dijo que sí. Al
preguntarle los motivos, repuso:
—Porque él trata mal a papá, como papá me trata a mí, y
porque él reniega de papá, como papá reniega de mí, y porque
me deja hacer todo lo que quiero.
152
—Entonces, ¿el cura no te enseña a leer y escribir?
—No. Han dicho que le partirían la cabeza si entrara por la
puerta.
¡Heathcliff lo ha jurado!
Le di la naranja y encargué que dijera a su padre que una mujer
llamada Elena Dean quería verle. Se dirigió a la casa por el
sendero; pero en lugar de Hindley salió Heathcliff. Al verle, eché
a correr como si hubiera visto a un fantasma. Esto no tiene
relación con el asunto de la señorita Isabel más que porque
influyó para que yo redoblara mis precauciones y procurara
que el influjo pernicioso de aquel hombre no se extendiera a la
Granja, lo cual me costó, por cierto, una disputa con la señora
Linton.
El primer día que Heathcliff volvió a casa, la señorita Isabel
estaba en el corral dando de comer a las palomas. Hacía tres
días que no hablaba con su cuñada, pero había prescindido
también de sus protestas, con gran contento de todos.
Heathcliff, generalmente, no decía a Isabel ni una palabra
superflua; pero esta vez, después de lanzar una ojeada a la
casa —yo estaba en la ventana de la cocina, pero me retiré
para que no me viera, se acercó a ella y le habló. La joven
estaba turbada y parecía ansiosa de alejarse, pero él la retuvo
por el brazo. Isabel separó la cara. Él le hizo una pregunta a la
que la señorita no quería contestar, al parecer. Él volvió a mirar
153
a la casa, y, creyendo que nadie le veía, tuvo el descaro de
besar a Isabel.
—¡Oh, judas, traidor! —proferí. —¿Conque eres también un
villano, un hipócrita seductor?
—¿Qué pasa, Elena? —dijo Catalina, que entraba en aquel
momento, sin que yo, absorta en la escena que contemplaba, lo
hubiese notado.
—¡Su miserable amigo! —exclamé furiosa. —¡El villano Heathcliff!
Ya entra; nos ha visto... ¡A ver qué excusa le da a usted para
explicarle por qué hace el amor a la señorita después de haber
dicho que la despreciaba!
La señora Linton vio cómo Isabel se soltaba y echaba a correr.
Heathcliff entró inmediatamente. Yo di rienda suelta a mi
indignación, pero Catalina me mandó callar, amenazándome
con expulsarme de la cocina.
—¡Cualquiera diría que tú eres la señora! —exclamó. Procura no
meterte en lo que no te importa —y agregó, dirigiéndose a
Heathcliff—: ¿Qué te propones? Ya te he advertido que dejes en
paz a Isabel. Prescinde de hacerlo, a no ser que te hayas
cansado de venir aquí y quisieras que Linton te prohíba la
entrada.
—¡Dios lo quiera! —contestó el rufián. —¡Le odio cada día más!
Si Dios no le conserva paciente y pacífico, acabaré por no
resistir el deseo que siento de enviarle al otro mundo.
154
—¡Cállate y no me exasperes! —ordenó Catalina. —¿Por qué has
olvidado lo que te dije? ¿Fue Isabel la que te buscó?
—¿Qué te importa? —contestó. —Puedo besarla, si ella lo
consiente. No soy tu marido; no tienes derecho a estar celosa.
—No estoy celosa de ti, sino por ti —contestó la señora. —
Cálmate. Si te gusta Isabel, te casarás con ella. Pero dime si la
amas de verdad, Heathcliff.
¿Ves cómo no contestas? Estoy segura de que no te interesa.
—¿Aprobaría el señor Linton que su hermana se casase con ese
hombre?
—interrogué.
—Lo aprobaría —replicó Catalina con tono decisivo.
—También podría evitarse esa molestia —dijo Heathcliff—,
porque yo no necesito su consentimiento para nada. Y a ti,
Catalina, te diré dos palabras, ya que se presenta la
oportunidad. Entérate de que me has tratado horriblemente,
¿comprendes?, horriblemente. Si te figuras que no lo sé, eres
mema; y si te imaginas que me consuelas con palabras dulces,
eres una idiota; y si piensas que no me tomaré venganza de
ello, pronto te convencerás de lo contrario. Me alegro de que
me hayas dicho el secreto de tu cuñada, y te juro que sabré
sacarle partido. ¡No te interpongas en mi camino!
155
—Pero ¿qué es esto? —exclamó, asombrada, la señora Linton. —
¡Qué te he tratado mal y vas a vengarte! ¿Cómo vas a vengarte,
ingrato? ¿Cuándo te he tratado horriblemente yo?
—No me vengaré de ti —dijo Heathcliff con menos violencia. —
No es ése mi proyecto. El tirano oprime a sus esclavos, y estos,
en lugar de volverse contra él, se vengan en los que tienen
debajo. Atorméntame cuanto quieras, si ello te divierte, pero
déjame divertirme del mismo modo, y guárdate muy bien de
burlarte de mí. Ya que has derruido mi palacio, no te empeñes
en erigir en sus ruinas una choza y hacerme habitar en ella por
caridad. Si yo creyese que tenías interés en que me casase con
Isabel, me haría un tajo en la garganta antes de hacerlo.
—¿Así que lo que te ofende es que yo no esté celosa? —gritó
Catalina.
—Pues no me volveré a preocupar de buscarte esposa, no te
apures. Sería como ofrecer al diablo un alma condenada. Te
encanta provocar tragedias. Ahora que Eduardo ha dominado
el disgusto que le produjo tu llegada y que yo empiezo a estar
tranquila, tú te empeñas en buscar camorra. Peléate con
Eduardo, si quieres, y engaña a su hermana, y así te habrás
vengado de mí, y mucho más de lo que pudieras imaginarte.
La conversación cesó por el momento. La señora Linton se
sentó, ceñuda y silenciosa, al lado del fuego. El demonio, que
había estado sumiso a ella, se había convertido en indomable.
Heathcliff permaneció en pie ante la lumbre, cruzado de brazos,
156
maquinando, sin duda, perversos planes, y yo los abandoné y
me fui a buscar al amo. Éste estaba extrañado de no ver a su
mujer.
—¿Has visto a la señora? —me preguntó.
—Está en la cocina, señor —respondí. —Está enfadada por la
conducta que observa el señor Heathcliff, y, si me quiere usted
hacer caso, creo que convendría poner coto a sus visitas. A
veces es peligroso ser demasiado bueno…
Le relaté la escena del patio y la disputa que se había
producido a continuación, tan exactamente como me lo
permitió mi atrevimiento. Pensaba que no causaría mucho
perjuicio a la señora, a no ser que ella misma se empeñase en
causárselo tomando la defensa del intruso. El señor Linton tuvo
que contenerse mucho para oírme hasta el fin. Y sus frases
indicaban claramente que no dejaba por un momento de
achacar a su mujer toda la culpa de lo ocurrido.
—¡Esto es intolerable! —exclamó. —¡Es ignominioso que le tenga
por amigo y que me obligue a aceptar su trato! Llama a dos de
los criados. Catalina no continuará discutiendo con ese rufián.
¡Ya he sido demasiado condescendiente!
Mandó a los sirvientes que esperasen en el pasillo, y, seguido
por mí, se dirigió a la cocina. La señora, en aquel instante,
hablaba acaloradamente. Heathcliff estaba junto a la ventana,
algo acobardado, al parecer, por los reproches de Catalina. Fue
157
el primero en ver al señor, y le hizo un gesto para que callase.
Ella le obedeció inmediatamente.
—¿Qué es esto? —dijo Linton dirigiéndose a Catalina—. ¿Qué
noción tienes del decoro para permanecer aquí después de lo
que te ha dicho ese miserable? Tal vez no das importancia a sus
palabras porque estás acostumbrada a su clase de
conversación. Pero yo no lo estoy ni quiero estarlo.
—¿Has permanecido escuchando en la puerta, Eduardo? —
preguntó ella en tono calculadoramente frío, a fin de provocar a
su esposo, mostrándole a la vez su desprecio.
Heathcliff, al oír a Eduardo, había levantado la vista, y ahora, al
hablar Catalina, soltó la carcajada, con el propósito de que
Linton reparara en él. Y lo consiguió, pero no que Eduardo
perdiera al momento el dominio de sí mismo.
—Hasta hoy he sido tolerante con usted, señor —pronunció mi
amo secamente. —No porque desconociera su despreciable
carácter, sino porque creía que no toda la culpa de tenerla era
suya. Y también porque Catalina deseaba conservar su
amistad. Pero si accedía a ello, no pienso continuar obrando así.
Su sola presencia es un veneno mortal capaz de contagiar al
ser más virtuoso. Por tanto, y para evitar más graves
consecuencias, le prohíbo desde hoy que vuelva a poner los pies
en esta casa, y le exijo que salga de ella inmediatamente. Le
prevengo que si tarda en hacerlo más de tres minutos saldrá de
un modo ignominioso: a viva fuerza.
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Heathcliff examinó lenta y desdeñosamente a su adversario.
—Catalina, tu corderito me amenaza como un toro. Está
exponiéndose a tener un tropiezo con mis puños. ¡Por Dios,
señor Linton, siento de veras que no tenga usted ni un mal
puñetazo!
El amo miró hacia el pasillo y me hizo una señal para que fuese
a llamar a los criados. No quería, sin duda, exponerse a un
choque directo. Obedecí; pero la señora, dándose cuenta, me
siguió, y, al ir yo a llamarles, me apartó bruscamente y cerró la
puerta con llave.
—¡Estupendo procedimiento! —dijo como contestando a la
irritada y sorprendente mirada que le dirigió su marido. —Si no
tienes valor para pegarle, preséntale tus excusas o date por
vencido. Será tu justo castigo por afectar una valentía que no
posees. ¡Antes me tragaré la llave que entregártela! Así
recompensáis mis bondades los dos. Mi benevolencia hacia el
débil carácter de uno y el mal carácter del otro, la pagáis así.
Estaba defendiéndoos a ti y a tu hermana, Eduardo... ¡Ojalá te
zurre Heathcliff hasta hundirte, ya que has llegado a pensar tan
mal de mí!
Eduardo intentó arrancar la llave a Catalina; pero ella la arrojó
al fuego, y él, asaltado de un temblor nervioso, y después de
hacer esfuerzos sobrehumanos para dominarse, angustiado y
humillado, hubo de dejarse caer en una silla, cubriéndose la
cara con las manos.
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—¡Oh cielos! En los tiempos heroicos este suceso habría valido
para que te armaran caballero... —exclamó la señora. —
Estarnos vencidos... Tan capaz sería Heathcliff ahora de alzar
un dedo contra ti, como un rey de enviar su ejército contra una
madriguera de ratones. Levántate, hombre, que nadie te va a
lastimar... No; no eres un cordero, sino una liebre...
—¡Disfruta en paz de este cobarde que tiene la sangre de
horchata! — dijo su amigo. —Te felicito por la elección. ¿De
modo que me dejaste por un pobre diablo como éste? No le
daré de bofetadas, pero me complacerá asestarle un puntapié.
Y ¿qué hacer? ¿Está llorando o se ha desmayado?
Se acercó a Linton y empujó la silla en que éste estaba sentado.
Hubiese hecho mejor en mantenerse a distancia. Mi amo se
levantó y le asestó en plena garganta un golpe capaz de
derribar al hombre más vigoroso. Durante un minuto Heathcliff
quedó sin aliento. El señor Linton, entretanto, salió al patio por
la puerta de escape y se dirigió hacia la entrada principal.
—¿Ves? ¡Se acabaron tus visitas! —gritó Catalina. —¡Vete
inmediatamente! Eduardo volverá con dos pistolas y media
docena de criados. Si nos ha oído, no nos perdonará jamás.
¡Qué mala pasada me has jugado, Heathcliff! Vete, vete. No
quiero verte en la situación en que ha estado Eduardo antes.
—¿Crees que voy a tragarme el golpe que me ha dado? —rugió
él. —¡No, en nombre del diablo! Antes de salir le machacaré
como a un perro... ¡si no le aplasto ahora contra el suelo tendré
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que acabar matándole...! Así que si aprecias en algo su
existencia, déjame esperarle.
—Él no vendrá —dije, no dudando en arriesgar una inexactitud.
—Allí vienen el cochero y los dos jardineros con sendos garrotes.
¡Supongo que no le agradará a usted que le arrojen
violentamente de la casa! El amo, probablemente, se limitará a
ver desde las ventanas del salón cómo se cumplen sus órdenes.
El cochero y los jardineros estaban, en efecto, allí; pero Linton
los acompañaba. Ya habían entrado en el patio.
Heathcliff meditó un momento, y le pareció mejor evitar una
lucha contra tres criados. Cogió el atizador de la lumbre, saltó
la cerradura de la puerta y se escapó por un lado mientras los
demás entraban por otro.
La señora, presa de una gran excitación, me pidió que la
acompañara a su aposento. Desconocía mi intervención en lo
sucedido y procuré que se mantuviera en su ignorancia.
—Estoy fuera de mí, Elena —exclamó, dejándose caer en el sofá.
—Parece que están golpeándome la cabeza mil martillos de
herrería. Que Isabel no aparezca ante mi vista, porque ella es la
culpable de todo. Cuando veas a Eduardo dile que estoy a
punto de enfermar gravemente. ¡Así sea verdad! ¡No sabes lo
angustiada que me siento! Si viene, me insultará. Yo le
responderé, y no sé adónde iríamos a parar. Hazlo, Elena. Tú
sabes que no he obrado mal en todo este asunto. ¿Qué espíritu
pérfido incitó a Eduardo a escuchar en la puerta? Es verdad
161
que, después de que tú saliste, Heathcliff habló de un modo
injurioso; pero yo hubiera logrado quitarle de la cabeza la idea
de lo de Isabel, y no hubiera pasado nada. Todo se ha
estropeado por esa obsesión de oír hablar mal de sí mismas,
que constituye la manía de ciertas personas. Si Eduardo no
hubiese oído lo que hablábamos, ¿le hubiese sucedido algo
malo por ello? Después de que me soltó aquella rociada,
cuando yo acababa de reñir con Heathcliff por él, ya no me
importaba nada lo que pasase entre ellos, puesto que,
sucediera lo que sucediera, quedaríamos distanciados durante
mucho tiempo. Ya que no puedo seguir teniendo por amigo a
Heathcliff, y ya que Eduardo no deja de ser celoso, procuraré
desgarrarles el corazón a los dos desgarrando el mío propio.
¡Así acabaremos antes! Pero eso sólo lo haré en caso extremo, y
no quiero que a Linton le coja de sorpresa. Hasta ahora ha
procedido con discreción y ha procurado no provocarme. Hazle
comprender que sería peligroso abandonar esa línea de
conducta. Recuérdale la violencia de mi carácter. ¡Si
consiguieras que desapareciese esa expresión de frialdad que
tiene en el semblante y lograras que me tratase mejor!
Sin duda debió de ser exasperante para la señora la serena
indiferencia con que recibí instrucciones. Yo presumí que una
persona que podía especular de antemano sobre el giro que
daría a sus arrebatos de ira, podría, de proponérselo, dominar
también esos arrebatos. Y no me pareció ser yo la llamada a
multiplicar los disgustos de su marido mediante aquella especie
162
de coacción. Así que nada le dije cuando éste acudió; pero no
me atreví a escuchar, a fin de ver si disputaban.
Él habló primero.
—Quédate donde estás, Catalina —dijo, sin rencor, y muy
abatido. — No he venido a disputar ni a hacer las paces. Sólo
deseo que me digas si, después de lo ocurrido, tienes el
propósito de seguir siendo amiga de...
—¡Y yo te exijo que me dejes en paz! —respondió golpeando el
suelo con el pie. —No hablemos de ello ahora. Tú no perderás tu
sangre fría, porque por tus venas no corre más que agua
helada; pero mi sangre está hirviendo y tu frialdad me excita
hasta lo inconcebible.
—Contesta a mi pregunta —repuso el señor. Tus violencias no
me intimidan. —Ya he visto que, cuando te lo propones,
permaneces tan imperturbable como cualquiera. ¿Estás
dispuesta a prescindir de Heathcliff, o prefieres prescindir de
mí? No cabe ser amiga de los dos, y te exijo que te decidas por
uno de nosotros.
—Y yo te exijo que me dejes en paz —respondió ella
enfureciéndose. —
¡Te lo ruego! ¿No ves que casi no puedo sostenerme en pie?
¡Déjame, Eduardo!
Tiró violentamente de la campanilla, y yo acudí sin prisa alguna.
Aquellos insensatos arrebatos de cólera ponían a prueba la
163
paciencia de un santo. La vi golpearse la cabeza contra el brazo
del sofá y rechinar los dientes de tal modo que parecía que iba
a destrozárselos. El señor Linton la miraba compungido y casi
arrepentido de su energía anterior. Me mandó traer un vaso de
agua. Ella no podía casi ni hablar. No quiso beber, y entonces le
rocié el rostro con el agua. Un instante después se tendió en el
sofá, puso los ojos en blanco y sus mejillas palidecieron como
las de una muerta. Linton estaba atemorizado.
—No es nada —murmuré. —Quería que él cediera; pero en el
fondo me sentía acongojada.
—Está sangrando por la boca —me dijo el señor,
estremeciéndose.
—No haga caso —repuse.
Y le manifesté que ella se había propuesto, antes de entrar él,
darle el espectáculo de un ataque de locura. Cometí la
imprudencia de decirlo en voz alta. Catalina me oyó, y se puso
repentinamente de pie. Los cabellos despeinados le caían sobre
los hombros y los tendones del cuello y de los brazos se le
habían hinchado de un modo espantoso. Me preparé, como
mínimo, a que me rompiese los huesos. Pero no fue así; se limitó
a precipitarse fuera del cuarto. El amo me mandó que la
siguiera, y lo hice hasta la puerta de su alcoba, cuya puerta
cerró para librarse de mí.
A la mañana siguiente no bajó a desayunar. Subí a preguntarle
si le llevaba el desayuno, y me contestó categóricamente que
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no. Lo mismo sucedió a las horas de comer y de tomar el té. Al
día siguiente recibí la misma contestación. El señor Linton se
pasaba el tiempo en la biblioteca, sin preguntar por su esposa.
Había mantenido con Isabel una conversación de una hora, en
el curso de la cual pretendió obtener de ella una contestación
definitiva respecto a que rechazaría a Heathcliff, sin lograr más
que evasivas. Entonces él le juró solemnemente que si ella
persistía en la locura de dar esperanzas a aquel indigno sujeto
terminarían las relaciones entre los dos hermanos.
165
C A P Í T U L O XII
Mientras la señorita Isabel vagaba por el parque y por el jardín
y su hermano continuaba encerrado en la biblioteca,
probablemente esperando que Catalina se arrepintiese y
pidiese perdón, ella seguía obstinada en prolongar su ayuno.
Seguramente creía que Eduardo estaba medio muerto de
nostalgia y que sólo el orgullo le impedía arrojarse a sus pies.
Por mi parte, yo me limitaba a atender a mis obligaciones, bien
persuadida de que el único espíritu razonable que había entre
los muros de la Granja se alojaba en mi cuerpo. No empleé,
pues, palabras de compasión con la señora ni traté de consolar
al señor, que se sentía ansioso de oír pronunciar el nombre de
su esposa, ya que no pudiese oír su voz.
Resolví dejar que se las compusieran como pudiesen, y mi
decisión surtió efectos, como yo había pensado desde el primer
momento.
Al tercer día, la señora se asomó a la puerta de su habitación y
pidió que le renovase el agua, que se le había agotado, y que le
llevase un tazón de sopa de leche, porque se sentía morir.
Supuse que esta exclamación iba dirigida a los oídos de su
esposo. Pero como no creía en ella me guardé bien de
transmitirla, y me limité a llevar a Catalina té y unos bizcochos.
Comió y bebió ávidamente, y luego se recostó sobre la
almohada, apretó los puños y comenzó a gemir.
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—Quisiera morirme —decía. No le importo nada a nadie. No
debía haber tomado eso —y agregó—: No; no quiero morir. Él
no me ama y me olvidaría.
—¿Desea algo, la señora? —pregunté, sin hacer caso de sus
exageraciones.
—¿Qué hace mi flemático marido? —repuso ella, apartándose
del rostro, que se le había demacrado mucho en aquellos días,
sus enmarañados cabellos.
—¿Se ha muerto, o está aletargado?
—Ni lo uno ni lo otro, señora. Está bien, aunque al parecer algo
ocupado, ya que se pasa el día entre los libros desde que no
tiene otra compañía.
Si yo hubiese sabido el estado en que Catalina se encontraba
realmente, no le hubiese hablado en aquella forma; pero creí
que fingía su estado anormal.
—¡De modo que entre sus libros —gritó—, mientras yo estoy al
borde del sepulcro! Pero, ¡Dios mío!, ¿no sabe lo mal que me
encuentro? —y, mirándose a un espejo, añadió— ¿Es ésta
Catalina Linton? Quizá él crea que se trata de algún disgusto
sin importancia. Debes decirle que es algo muy grave. Mira: si
no es tarde para todo, una vez que yo sepa cuáles son sus
sentimientos hacia mí, he de adoptar una de estas dos
soluciones: o dejarme morir, o procurar restablecerme y
marcharme. ¿Me has dicho la verdad? ¿Es cierto que no se
preocupa de mí?
167
—¿Cómo va a figurarse el señor que esté usted tan loca como
para dejarse morir de hambre?
—¿Crees que no? ¡Persuádele, convéncele de que estoy
dispuesta a hacerlo!
—Se olvida usted, señora, de que hoy mismo ha tomado ya
algún alimento...
—¡Me mataría ahora mismo —me contestó— si estuviese segura
de que con ello le mataba a él también! Llevo tres noches sin
poder cerrar los párpados. ¡Cuánto he sufrido! Empiezo a
imaginarme que tú no me quieres tampoco. ¡Y yo que me
figuraba que, aunque todos se odiasen unos a otros, no podían
dejar de amarme a mí! Ahora, en poco tiempo, todos se han
convertido en enemigos míos. ¡Es horrible morir rodeada de
esos rostros impasibles! Isabel no se atreve a entrar en la
habitación por miedo a contemplar el espectáculo de Catalina
muerta. ¡Ya me parece distinguir a Eduardo, en pie a su lado,
dando gracias al Cielo porque la paz se ha restablecido en su
casa, y volviendo a los librotes! ¡Parece mentira que se ocupe
de sus libros mientras yo estoy muriéndome!
El pensamiento de que su marido permanecía filosóficamente
resignado, como yo le había dicho, le resultaba inaguantable.
A fuerza de dar vueltas a esta idea en su cerebro se puso
frenética, y en su desvarío rasgó el almohadón con los dientes.
Luego se irguió toda encendida y me mandó que abriese la
ventana. Le opuse objeciones, porque estábamos en pleno
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invierno y el viento nordeste soplaba entonces con mucha
fuerza.
Pero la expresión de su cara y sus bruscos cambios de tono me
alarmaron mucho. Recordé las indicaciones del doctor respecto
a que no debíamos contrariarla. Un minuto antes estaba
furiosa, y, en cambio, ahora, sin darse cuenta de que no le
había hecho caso, se había apoyado sobre mi brazo y se
entretenía en sacar las plumas de la almohada por los
desgarrones que había hecho con los dientes. Colocaba las
plumas sobre la sábana y las reunía con arreglo a sus diferentes
clases.
—Esta es de pavo —murmuraba para sí—, y esta de pato
salvaje, y esta de pichón. ¡Claro, cómo voy a morirme si me
ponen plumas de pichón en las almohadas! Pero cuando me
acueste, las tiraré. Esta es de cerceta, y esta de ave fría. La
reconocería entre mil; este pájaro solía revolotear sobre
nuestras cabezas cuando íbamos a través de los pantanos.
Buscaba su nido porque las nubes bajas le hacían presentir la
lluvia. Esta pluma ha sido cogida en los matorrales. En invierno
encontramos una vez su nido lleno de pequeños esqueletos.
Heathcliff había puesto junto a él una trampa, y los pájaros
padres no se atrevieron a entrar. Desde entonces le hice
prometer que no volvería a matar ninguna ave fría, y me
obedeció. ¡Hay más! ¿Habrá disparado sobre mis aves frías,
Elena? ¿No están manchadas de sangre algunas de estas
plumas? Déjame que lo vea...
169
—Vamos, no se dedique a esa tarea pueril —le dije, mientras
volvía el almohadón del otro lado, ya que por encima estaba
lleno de agujeros.
—Acuéstese y cierre los ojos. Está usted delirando. ¡Qué
torbellino ha armado usted! Las plumas vuelan como copos de
nieve.
Empecé a recogerlas.
—Me pareces una vieja, Elena —dijo ella, delirando. —Tienes el
cabello gris y estás encorvada. Esta cama es la cueva
encantada que hay al pie de la colina de Pennistons, y tú andas
cogiendo guijarros para arrojárselos a los novillos. Me aseguras
que son copos de nieve. Dentro de cincuenta años serás así,
aunque ahora no lo seas. Te engañas, no estoy delirando. Si
delirara me hubiera figurado que eras, en efecto, una bruja y
hubiera creído encontrarme realmente en la cueva de la colina
de Pennistons. Percibo muy bien que ahora es de noche y que
en la mesa hay dos velas que hacen brillar ese armario tan
negro como el azabache.
—¿Qué armario negro? —pregunté. — ¿Está usted soñando?
—El armario está apoyado en la pared, como siempre — replicó.
—¡Qué raro es! Distingo en él una cueva.
—En este cuarto no ha habido un armario nunca —respondí. Y
levanté las cortinas del lecho para poder vigilarla mejor.
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—Pero ¿no ves aquella cara? —me dijo, señalando a la suya
propia, que se reflejaba en el espejo.
En vista de que no me era posible hacerle comprender que el
rostro que veía era el suyo, me levanté y tapé el espejo con un
chal.
—La cara sigue estando detrás —dijo, anhelante—, y se ha
movido.
¿Quién será? Tengo miedo de que aparezca cuando te vayas.
¡Elena, este cuarto está embrujado! Me espanta quedarme sola.
Le cogí las manos y traté de calmarla. Se estremecía
convulsivamente y miraba al espejo con fijeza.
—No hay nadie en el cuarto, señora —repetí. —Era su propio
rostro, como sabe usted muy bien.
—¡Yo misma! —exclamó suspirando. —Y el reloj da las doce... ¡Es
horrible!
Y se tapó los ojos con las sábanas. Pretendí dirigirme a la
puerta para avisar a su marido, pero me detuvo un penetrante
grito de Catalina. El chal acababa de caer al suelo.
—¡Vamos! —exclamé. —¿Qué sucede? ¿Quién es el cobarde
ahora? ¿No ve usted, señora, que es su cara la que se refleja en
el espejo?
Se asió a mí, y unos momentos después su semblante se había
serenado, y a su lividez sucedía el rubor.
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—¡Oh, querida! —dijo. — Pensaba estar en mi casa, en mi cuarto
de Cumbres Borrascosas. Como estoy tan débil, se me turbó el
cerebro y he gritado sin darme cuenta. No lo digas a nadie y
siéntate a mi lado. Tengo miedo de volver a sufrir estas
horribles pesadillas.
—Le convendría dormir, señora —le aconsejé. —Estos
padecimientos le enseñarán a no probar otra vez a morirse de
hambre.
—¡Quién estuviera en mi lecho, en mi vieja casa! —suspiró
amargamente, retorciéndose las manos. —¡Oh aquel viento que
sopla entre los abetos, bajo las sábanas! Abre para que pueda
respirarlo; viene directo de los pantanos.
Para tranquilizarla abrí la ventana por unos minutos, y una
helada ráfaga de aire penetró en la habitación. Cerré la
ventana y me volví a mi sitio. La joven yacía inmóvil: el rostro
cubierto de lágrimas, con el espíritu abatido por la debilidad
que se apoderaba de su cuerpo. Nuestra orgullosa Catalina
estaba a la altura de un niño miedoso.
—¿Cuánto tiempo hace que me encerré aquí? —preguntó, de
repente.
—Se encerró el lunes por la tarde —repuse—, y ahora estamos
en la noche del jueves, o, más exactamente, en la madrugada
del viernes.
—¿De la misma semana? —comentó con extrañeza. —¿Es
posible que sólo haya pasado tan poco tiempo?
172
—Demasiado, sin embargo, para alimentarse durante él sólo de
agua y de mal humor —contesté.
—Me han parecido horas interminables —dijo ella, dubitativa. —
Debe de haber transcurrido más tiempo. Recuerdo que después
de que ellos riñeron yo me fui al salón, que Eduardo estuvo muy
cruel y muy provocativo y que vine a este cuarto desesperada.
En cuanto eché el cerrojo se me nubló la cabeza y caí al suelo.
No pude advertir a Eduardo que estaba segura de sufrir un
arrebato de locura, si seguía desesperándome, porque perdí el
uso de la palabra y del pensamiento. No sentía más impulso
que el de huir de él. Antes de que pudiese recobrarme, empezó
a oscurecer, y te diré lo que pensé y lo que he seguido
imaginándome, hasta el punto de hacerme temer perder la
razón. Mientras estaba tendida al pie de la mesa, distinguiendo
confusamente el marco gris de la ventana, me figuraba estar en
mi lecho de tablas de Cumbres Borrascosas, y mi corazón
sentía un dolor agudo. Traté de comprender lo que me sucedía,
pensé y me pareció como si los siete últimos años de mi vida no
hubieran existido. Yo era aún niña, papá acababa de morir y el
disgusto que sentía era por la orden de Hindley de que me
separase de Heathcliff. Me encontraba sola por primera vez, y
al despertar, tras una noche de llanto, alcé la mano para
separar las tablas del lecho. Tropecé con la mesa, pasé la mano
por la alfombra y entonces recuperé la memoria. Y aquella
angustia se anuló ante un frenesí de mayor desesperación... No
comprendo por qué me sentía tan desdichada...
173
Pero imagínate que a los doce años de edad me hubieran
sacado de Cumbres Borrascosas y me hubieran traído a la
Granja de los Tordos para ser la esposa de Eduardo Linton, y
tendrás una idea del profundo abismo en que me sentí
lanzada... Mueve cuanto quieras la cabeza, que no por ello
dejarás de tener parte de culpa. Si hubieras hablado a Eduardo
como debías, habrías conseguido que me dejara tranquila. ¡Me
estoy abrasando! Quisiera estar al aire libre, ser una niña fuerte
y salvaje, reírme de las injurias en lugar de enloquecer cuando
se me dirigen. En cuanto digo unas cuantas palabras me bulle
tumultuosamente toda la sangre. ¡Y yo volvería a ser la de
siempre si me hallase de nuevo entre los matorrales y los
pantanos! Abre otra vez la ventana de par en par y déjala
abierta. ¿Qué haces? ¿Por qué no me obedeces?
—Porque no quiero matarla de frío —contesté.
—Querrás decir que porque no quieres darme una probabilidad
de revivir
—dijo ella, con rencor. —Pero aún no estoy impedida, y yo
misma la abriré.
Saltó del lecho, y antes de que yo pudiera oponerme, atravesó
la habitación y abrió la ventana, sin cuidarse del aire glacial que
soplaba alrededor de sus hombros y que cortaba como un
cuchillo. Le pedí que se retirara; se negó y quise obligarla a la
fuerza. Pero el delirio le daba más fuerza que la que yo pudiera
desarrollar. No había luna, y una oscura sombra lo invadía todo.
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No brillaba una sola luz. En Cumbres Borrascosas no se veía
resplandor alguno, mas ella aseguraba que distinguía las luces
de la casa.
—¡Mira! —gritó. —Aquella luz es la de mi cuarto y aquella otra
del desván donde duerme José. Sin duda está esperando que
yo vuelva a casa para cerrar la verja. Aún tendrá que esperar
un buen rato. Es un mal camino, muy desagradable de recorrer.
Hay que pasar por la iglesia de Gimmerton. A menudo nos
hemos desafiado a permanecer entre las tumbas llamando a
los muertos. Heathcliff: si te desafío ahora, ¿te atreverás?
Podrán sepultarme si quieren, a cuatro metros de profundidad
y hasta ponerme la iglesia encima, pero yo no me quedaré allí
hasta que tú no decidas quedarte también conmigo.
¡Nunca!
Hizo una pausa, y dijo luego, con una extraña sonrisa:
—Estás pensando en que sería mejor que fuese yo a buscarte...
Bueno; pues encuéntrame un camino que no pase por el
cementerio. ¡Qué despacio vas! Cálmate: me seguirás siempre.
Comprendiendo que era inútil razonar con ella, ya que
evidentemente tenía la razón alterada, me ocupaba en buscar
algo con qué cubrirla, cuando sentí rechinar el picaporte, y
entró el señor Linton, con gran consternación por mi parte.
Pasaba por el corredor, y al oírnos hablar, la curiosidad o el
temor, le impulsaron a penetrar en la alcoba.
175
—¡Oh, señor! —exclamé, ahogando así la exclamación que le
asomaba a los labios ante el espectáculo que distinguía en la
habitación. —La señora está enferma y no puedo con ella. Haga
el favor de venir y convénzala de que se acueste. Olvide su
enfado; ya sabe que no se puede hacer con ella más que lo que
ella quiere.
—¿Estás enferma, Catalina? —dijo él, corriendo hacia nosotras.
—Cierra la ventana, Elena. ¿Qué te sucede, Catalina?
Se interrumpió. El aspecto de la señora le dejó terriblemente
sorprendido, y volvió hacia mí sus ojos asombrados.
—Lleva consumiéndose aquí varios días —dije—, negándose a
tomar alimentos y sin quejarse de nada. Hasta hoy no ha
permitido pasar a nadie, y no hemos hablado a usted del
estado en que se encuentra, porque nosotros mismos lo
ignorábamos. No creo que sea nada de gravedad...
Yo misma comprendí que mi explicación era pobre. Mi amo
frunció las cejas.
—¿Que no es nada de gravedad, Elena Dean? Ya me explicarás
mejor tu silencio sobre esto —dijo con severidad.
Cogió en brazos a su mujer y la miró angustiado. Al principio
ella no daba señales de reconocerle. Pero el delirio que la
embargaba no era permanente todavía. Sus ojos, un momento
velados por la contemplación de la oscuridad del exterior,
acabaron reparando en el hombre que la tenía entre sus brazos.
176
—¿A qué vienes ahora, Eduardo Linton? —dijo con colérica
vivacidad.
—Eres de esos que siempre llegan cuando no hacen falta, y
nunca cuando interesa que lleguen. Ya veo que vas a empezar
ahora con lamentaciones, pero no por ello conseguirás que deje
de irme a mi morada definitiva antes de que concluya la
primavera. Y no reposaré en el panteón de los Linton, sino en
una fosa al aire libre, con una simple losa encima. Tú por tu
parte haz lo que quieras: vete con los Linton o ven conmigo.
—¿Qué dices, Catalina? –preguntó. —¿Es que ya no soy nada
para ti?
¿Acaso estás enamorada de ese miserable Heath...?
—¡Silencio! —gritó la señora. —¡Cállate, o me tiro ahora mismo
por la ventana! Y tú podrías entonces tener mi cuerpo, pero mi
alma estará allí, en las Cumbres, antes de que puedas volver a
tocarme. No te necesito, Eduardo. Vuelve a ocuparte de tus
libros. Te vendría bien para consolarte, porque yo no he de
volver a servirte de consuelo.
—Señor —interrumpí—: está delirando. Ha estado desvariando
toda la tarde. Cuidémosla bien, procuremos que esté tranquila,
y pronto se restablecerá. En lo sucesivo debemos tener cuidado
de no disgustarla.
—No sigas dándome consejos —interrumpió el señor. —
Conocías el modo de ser de la señora, y, sin embargo, me has
incitado a contrariarla. ¡Parece mentira que no me hayas dicho
177
nada de su estado durante estos tres días! ¡Qué crueldad! ¡Oh,
Catalina está desfigurada, como si hubiese padecido una
enfermedad de muchos meses!
Me defendí de aquellas acusaciones. ¿Qué culpa tenía yo de la
aviesa inclinación de Catalina?
—Me constaba —dije— que la señora era terca y dominante,
pero ignoraba que usted desease fomentar su mal carácter. No
sabía que debiese tolerar los abusos del señor Heathcliff por no
contrariar a la señora. ¡Así me paga usted el haber cumplido
mis deberes de sirvienta leal! ¡Aprenderé para otra vez! En lo
sucesivo usted se informará de las cosas por sus propios ojos.
—Si vuelves a venirme con chismes, prescindiré de tus servicios
—repuso
él.
—Ya comprendo —repuse. —Por lo visto, el señor Heathcliff está
autorizado para hacer el amor a la señorita y para predisponer
a la señora contra el señor cuando usted está ausente.
Catalina, no por tener la mente algo perturbada, dejaba de
prestar oído atento a nuestra conversación.
—¡Oh, traidora Elena! —exclamó. —Ella es mi solapada enemiga.
¡Bruja!
¡Déjame, Eduardo, y verás cómo le hago arrepentirse!
178
Bajo sus párpados fulguró un relámpago de insanía, y trató de
soltarse de los brazos de Linton. Yo resolví ir a buscar al médico
de mi propia iniciativa, y salí de la estancia. Al atravesar por el
jardín distinguí, colgado de un garfio de la pared, un objeto
blanco que se movía extrañamente. No quise que me quedase
en la mente la duda de que pudiese ser un alma del otro
mundo, y, a pesar de mi prisa, me paré a averiguar de qué se
trataba. Quedé estupefacta al reconocer al galguito de la
señorita Isabel, colgado con un pañuelo al cuello y medio
ahogado. Solté el animal y lo dejé libre. Cuando Isabel se había
ido a acostar, yo vi subir al galgo detrás de ella, y no me podía
explicar quién fuera el malvado que le había hecho objeto de tal
barbarie. Mientras lo desataba, creí sentir el lejano galope de un
caballo, ruido asaz inusitado para oírlo a las dos de la
madrugada, pero yo tenía tanta prisa que casi no reparé en
ello.
Encontré al señor Kennett saliendo de su casa para visitar a un
enfermo, y lo que le relaté de la dolencia de Catalina le indujo a
acompañarme inmediatamente. Como Kennett es un hombre
sencillo y franco, me confesó que dudaba mucho de que
Catalina sobreviviera a aquel segundo ataque.
—Esto debe de tener alguna causa especial, Elena —me dijo. —
¿Qué ha sucedido? Una mujer tan fuerte como Catalina no
enferma por pequeñeces. Personas como ella pierden la salud
rara vez, pero cuando ello sucede es ardua empresa librarles de
sus males. ¿Cómo comenzó esto?
179
—El amo le informará —contesté. —Usted conoce el carácter
violento de los Earnshaw, y no ignora que la señorita Catalina
los deja a todos en mantillas. Lo único que puedo decirle es que
lo ocurrido se inició por una disputa, y que, después de una
explosión de furor, sufrió un ataque. Ella lo ha explicado así:
nosotros no lo vimos, porque se encerró en su alcoba. Luego se
negó a tomar alimento, y ahora delira unas veces y otras se
entrega a sueños fantásticos. Aún nos reconoce, pero su cabeza
está llena de ideas muy extrañas.
—El señor Linton estará muy disgustado...
—¡Tanto, que se rompería la cabeza si pasase algo! Procure no
alarmarle más de lo conveniente.
—Ya advertí que se anduviera con cuidado, y ahora hay que
atenerse a las consecuencias de no haberme atendido —repuso
el médico. —¿Ha intimado el señor Linton con Heathcliff
últimamente?
—Heathcliff iba a la Granja —reconocí—, pero no porque ello le
agradara al amo, sino aprovechando su amistad de la infancia
con la señora. Ahora se le ha invitado a no molestar con sus
visitas, como consecuencia de ciertas intolerables aspiraciones
que manifestó respecto a la señorita Isabel. No creo que vuelva
otra vez por casa.
—¿Le ha rechazado la señorita? —preguntó el médico.
—Ella no me hace confidencias —respondí.
180
—Sí: Isabel hace lo que le parece —dijo él—, pero obra como
una locuela. Me consta que anoche (¡qué hermosa noche hacía,
por cierto!) estuvo paseando con Heathcliff por el jardín, y que
él la quiso convencer de que huyeran juntos. Ella se negó, pero
accedió a hacerlo el próximo día que se vieran. Lo sé de buena
tinta. Lo que no sé es a qué día se referían.
Sobrecogida de nuevos temores al saber aquella noticia, me
adelanté a Kennett y eché a correr. En el jardín encontré al
perrito ladrando. Cuando abrí la verja, empezó a correr de un
lado a otro, olfateando la hierba, y hasta se hubiera marchado
al camino de no impedírselo yo. Subí al cuarto de Isabel: estaba
vacío. Acaso de haber sabido a tiempo la enfermedad de la
señora, ello hubiera evitado que realizara su loca
determinación. Pero ya no había nada que hacer. No era
posible alcanzar a los fugitivos. Yo no iba a perseguirlos, ni era
cosa de aumentar con una angustia más la zozobra que ya
padecía mi amo. No me quedaba más remedio que callar y
dejar correr las cosas. Me apresuré a anunciar al señor la
llegada del médico. Catalina se había dormido con un sueño
agitado. Su marido había logrado tranquilizarla un poco, e
inclinado sobre ella, examinaba las más leves contracciones de
su semblante.
El médico, después de reconocer a la enferma, nos dio
esperanzas sobre su estado, siempre que le procuráramos una
tranquilidad completa.
181
Yo creí que, más que un peligro mortal, temía la locura
incurable.
Ni el señor Linton ni yo pudimos dormir en toda la noche. No
nos acostamos siquiera. Los criados se levantaron más pronto
que de costumbre y se les veía dialogando en voz baja sobre lo
ocurrido. Al notar que la señorita Isabel no estaba levantada
aún, comentaron también el caso. Su hermano, a su vez,
pareció ofenderse del poco interés que Isabel demostraba a su
cuñada. Yo quería no ser la primera en avisar la fuga. Ello corrió
a cargo de una doncella que había ido a Gimmerton a hacer un
recado, y que al regresar se precipitó hacia nosotros llena de
excitación y diciendo a grandes voces:
—¡Oh, señor! ¡Amo, la señorita...!
—¡No alborotes tanto! —exclamé.
—Habla bajo, María —dijo el señor. —¿Qué pasa?
—¡La señorita ha huido con Heathcliff! —exclamó la muchacha.
—No es verdad —profirió Linton, agitadísimo. ¡No puede ser
verdad!
¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa? ¡Vete a buscarla, Elena! ¡Es
increíble!
Mientras hablaba se llevó a la criada hasta la puerta, y allí le
preguntó por qué hacía aquella afirmación.
—Encontré en el camino a un mozo que trae leche a la Granja, y
me preguntó si estábamos disgustados. Creyendo que se
182
refería a la enfermedad de la señora, le dije que sí. Entonces me
contestó. «¿Habrán enviado a alguien en su persecución?» Me
quedé asombrada. Él, notando que yo no sabía nada, me dijo
que una señora y un caballero se habían detenido a la puerta
de un herrador para clavar la herradura de un caballo, cerca de
Gimmerton. La hija del herrador se asomó a la puerta y vio que
el hombre era Heathcliff. Este entregó una moneda de oro para
pagar. La señora tenía el rostro cubierto con un manto, pero, al
beber un vaso de agua que había pedido, se descubrió y
entonces pudieron verla. Luego Heathcliff y la señorita huyeron.
La moza lo había contado ya en todo el pueblo.
Yo, por cubrir el expediente, me asomé al cuarto de Isabel, y al
volver confirmé el relato de la sirvienta. El señor estaba otra vez
a la cabecera de la cama, y cuando me vio entrar comprendió
por mi aspecto lo sucedido.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
—Isabel se ha ido voluntariamente —me respondió el señor. —
Era libre de hacerlo. No me menciones más su nombre. Ha
renegado de mí.
No habló más sobre el asunto. No realizó busca alguna,
limitándose a ordenarme que, cuando se supiese su nueva
morada, enviase a Isabel cuanto le pertenecía.
183
C A P Í T U L O XIII
Dos meses permanecieron ausentes los fugitivos. Durante aquel
intervalo la señora sufrió y dominó lo más agudo de una fiebre
cerebral, como diagnosticaron su dolencia. Ninguna madre
hubiera cuidado a su hijo con más devoción que Eduardo cuidó
a su esposa. Día y noche estuvo a su lado, soportando cuantas
molestias le producía. Kennett no ignoraba que aquello que él
salvaba de la tumba sólo serviría para aumentar los desvelos
de Linton con un nuevo manantial de preocupaciones. Eduardo
sacrificaba su salud y sus energías para conservar la vida de
una piltrafa humana. No obstante, su gratitud y su alegría
fueron inmensas cuando Catalina estuvo fuera de peligro.
Horas enteras permanecía sentado a su lado, vigilando los
progresos de su salud, y esperando en el fondo que su esposa
recobrase también el equilibrio mental y volviera a ser lo que
había sido antes.
La primera vez que ella salió de su habitación la contemplaron
ansiosamente.
—Son las primeras flores que brotan en las Cumbres — exclamó.
Me recuerdan los vientos templados que funden los hielos, el
cálido sol y las últimas nieves, Eduardo, ¿sopla el viento del Sur?
¿Se ha fundido la nieve ya?
—Aquí ya no hay nieve, querida —contestó su marido. —Sólo se
divisan dos manchas blancas en toda la extensión de los
184
pantanos. El cielo está azul, las alondras cantan y los riachuelos
llevan mucha corriente. La primavera del año pasado, Catalina,
yo temblaba de impaciencia de tenerte conmigo bajo este
techo. Ahora, en cambio, quisiera verte en aquellas colinas. El
aire de allí es tan puro que te curaría.
—Sólo iré a aquel sitio una vez más —dijo ella. —Me dejarás allí,
y allí me quedaré para siempre. Así, dentro de un año volverás a
suspirar por tenerme aquí contigo; recordarás este día y
pensarás que ahora eres feliz.
Linton la acarició y le prodigó las más dulces palabras; pero
Catalina, al contemplar las flores, rompió a llorar
involuntariamente. Como nos parecía que en realidad estaba
mejor, llegamos a la conclusión de que, al ser su larga reclusión
en aquel cuarto la causa de su abatimiento, éste podía
remediarse parcialmente cambiándola de lugar.
El amo me mandó que encendiera la chimenea del salón, hacía
tanto tiempo abandonado, y que colocara en él un sillón junto a
la ventana. Catalina pasó un largo rato en esta habitación y se
reanimó con el calor y con la vista de los objetos que la
rodeaban, los cuales, aunque le eran familiares, diferían de los
que veía a diario y que asociaba con sus delirios. No pudiendo
al oscurecer convencerla de volver a su cuarto, al que se negó a
ir de nuevo, le arreglé un lecho en el sofá, en tanto que
disponíamos otro aposento. Este cuarto donde está ahora
usted fue el que arreglamos.
185
Poco después, Catalina ya estaba lo suficientemente fuerte
para andar por la casa apoyándose en el brazo de Eduardo. Yo
estaba persuadida de que se curaría. De ello dependería
también que el señor encontrase de nuevo consuelo en sus
tribulaciones, ya que todos esperábamos el próximo nacimiento
de un heredero.
Isabel, seis semanas después de su fuga, envió a su hermano
una nota participándole su matrimonio con Heathcliff. Era una
carta muy seca, pero llevaba una posdata a lápiz que dejaba
entrever el remoto deseo de una reconciliación, añadiendo que
no había estado en su voluntad evitar lo sucedido, y que ahora
ya no tenía remedio. Linton no contestó, según se me figura, y
quince días después yo recibía una larga carta, increíble en una
recién casada que debía estar aún en plena luna de miel. Voy a
leerla, porque la conservo. Todo recuerdo de un difunto es
precioso, si se le sigue estimando como cuando estaba vivo.
«Querida Elena: Al llegar anoche a Cumbres Borrascosas, se me
informó por primera vez de que Catalina ha estado y está
todavía muy enferma. No creo oportuno escribirle. M e parece
que mi hermano está muy disgustado conmigo, puesto que no
me escribe. Como, no obstante, siento la necesidad de dirigirme
a alguien, te escribo a ti.
Dile a Eduardo que quisiera, con todo mi corazón, volverle a ver,
que mi alma volvió a la Granja de los Tordosa las veinticuatro
horas de haber salido de ella, y que en ella está en este
momento. Dile que experimento el mayor afecto hacia él y
186
hacia Catalina y que yo no puedo hacer lo que hace mi alma
(estas palabras están subrayadas en la carta), aunque creo que
tampoco nadie en esa casa tiene por qué esperarme. Pero que
Eduardo no piense que es por olvido o por falta de cariño. Que
se figure lo que le parezca más acertado.
El resto de esta carta va dirigido a ti. Contéstame, ante todo, a
dos preguntas:
La primera es ésta: ¿Cómo te las arreglabas para llevarte bien
con todos cuando vivías aquí? Porque yo no encuentro el modo
de entenderme con los que merodean.
La segunda pregunta me interesa mucho: Heathcliff, ¿es un ser
humano? Y si lo es, ¿está loco? ¿O es un demonio? No hace
falta que te explique los motivos de estas preguntas. Explícame
tú, si puedes, cuando vengas a verme, qué clase de ser es este
con el que me he casado. No me escribas, pero cuando vengas
procura que Eduardo te dé algún recado para mí.
Te voy a contar la acogida que me han hecho en las Cumbres,
mi nueva casa, al parecer. Te lo cuento por entretenerme, no
para quejarme de tales o cuales faltas de comodidad. ¡Si esto
fuera lo único que hubiera de malo y lo demás no existiera, creo
que me pondría a bailar de júbilo!
Cuando terminábamos de cruzar los pantanos, ya se ponía el
sol: debían ser sobre las seis. Heathcliff perdió media hora en
inspeccionar el parque y los jardines, con lo cual ya era de
noche cuando nos apeamos en el patio enlosado de la quinta.
187
Vuestro antiguo criado, José, salió a recibirnos de un modo que
habla muy alto de su cortesía. Lo primero que hizo fue levantar
hasta la altura de mi rostro la bujía que llevaba en la mano,
esbozar un guiño maligno, sacar hacia delante el labio inferior y
volverla espalda. Después se hizo cargo de los caballos, los llevó
a la cuadra y reapareció al fin para cerrar la puerta exterior,
como si moráramos en un castillo antiguo.
Heathcliff habló un rato con él, y yo entretanto entré en la
cocina, que es una especie de sucia cueva que probablemente
no conocerías si volvieras a verla, pues ha cambiado mucho.
Cerca del fuego estaba un niño robusto, con aspecto de pilluelo,
algo parecido a Catalina en los ojos y la boca.
«Debe de ser el sobrino de Eduardo —pensé—,y, por tanto, es
pariente mío hasta cierto punto. Así que debo darle la mano y
besarle. Procuremos establecer desde el principio relaciones
amistosas en esta casa» Me acerqué a él y, tratando de cogerte
la mano, le dije:
—¿Cómo estás, queridito? Él me replicó unas palabras
ininteligibles.
—¿Vamos a ser amigos, Hareton? —agregué.
Me contestó con un juramento, y añadió la amenaza de azuzar
a Tragón contra mí sino me marchaba.
—¡Arriba, Tragón—gritó el desventurado al perro, que estaba en
un rincón. Y añadió, mirándome:
188
—¿Qué? ¿Te marchas?
El instinto de conservación me hizo complacerle. Salí y esperé a
que llegaran los demás. Pero Heathcliff no aparecía por lado
alguno, y José, a quien le pedí que me acompañase a mi
cuarto, contestó:
—¡Cha,cha,cha...! ¿Ha oído nunca un cristiano hablar de esta
manera?
¡Qué cháchara! ¡Cualquiera la entiende!
—¡Digo que me acompañe a la casa! —grité, creyendo que sería
sordo, y bastante enojada de su grosería.
—¡Quia! Tengo cosas más importantes que hacer.
Y continuó ocupándose en sus menesteres, moviendo las
mandíbulas y mirando despreciativamente mi vestido y mi
rostro. Creo que tanto como el primero tenía de bonito debía
tener el segundo de apenado.
Di la vuelta al patio, y llegué a otra puerta, a la que llamé,
esperando que apareciese algún criado más servicial. Al poco
rato abrió un hombre alto y delgado. No llevaba corbata y tenía
un aspecto terrible de abandono. Una maraña de cabellos que
caían hasta sus hombros desfiguraba su semblante. Sus ojos
parecían una copia de los de Catalina.
—¿Qué quiere? –me preguntó. —¿Quién es usted?
—Mi nombre de soltera era Isabel Linton —repuse. —Ya me
conoce usted. Me he casado hace poco con el señor Heathcliff,
189
que es quien me ha traído aquí, supongo que con el
consentimiento de usted.
—¿De manera que él ha vuelto? —preguntó el solitario, con un
repentino fulgor en su mirada de lobo hambriento.
—Sí—dije—, pero me dejó a la puerta de la cocina, y cuando
quise entrar, su hijo me ahuyentó azuzando un perro contra mí.
—¡Veo que el maldito villano ha cumplido su palabra! —rezongó
el hombre, mirando tras de mí como si buscase a Heathcliff.
Ya me arrepentía de haber llamado a aquella puerta, y me
disponía a marcharme, cuando él me mandó pasar y cerró la
puerta con llave. En la habitación había un gran fuego, que
constituía la única iluminación de la estancia. El suelo era de un
sucio tono grisáceo, y los platos, que siendo yo niña me
llamaban tanto la atención por su brillo, estaban cubiertos de
polvo y de moho. Pregunté si podía llamar a la doncella para
que me llevase a mi habitación. Earnshaw no se dignó
contestarme. Se paseaba con las manos en los bolsillos,
completamente ajeno a mi presencia al parecer, y tal era su
profunda abstracción y tan misantrópico aspecto presentaba,
que no me atrevía a importunarle una vez más.
No te asombrarás, Elena, de que te diga que me sentí muy
triste en aquel hogar inhospitalario, mil veces peor que la
soledad, y, sin embargo, situado a sólo seis kilómetros de mi
antigua y agradable casa, donde habitan las únicas personas a
quienes quiero en el mundo. Pero era lo mismo que si en lugar
190
de seis kilómetros nos separara el Océano. Un abismo
infranqueable, en todo caso...
La pena que más me angustiaba era la de no tener a quien
recurrir para hallar un amigo o a un aliado contra Heathcliff.
Por un lado, me alegraba de haber ido a vivir a Cumbres
Borrascosas para no tener que estar sola con él, pero sabía ya
cómo era la gente de esta casa, y no temía que interviniese en
nuestros asuntos.
Durante un largo y angustioso rato permanecí entregada a mis
reflexiones. Sonaron las ocho, las nueve, y mi acompañante
continuaba entregado a su paseo, inclinando la cabeza sobre el
pecho y guardando absoluto silencio, excepto alguna amarga
exclamación que se le escapaba de cuando en cuando. Procuré
escuchar con la esperanza de oír en la casa la voz de alguna
mujer, y me sentí embargada de tan lúgubres angustias y tan
dolorosos pensamientos, que al fin no pude contener una crisis
de llanto. Ni yo misma me di cuenta de cuánta era mi aflicción
hasta que Earnshaw, sorprendido, se paró ante mí.
Aprovechando aquel momento, exclamé:
—Estoy fatigada y quisiera descansar. ¿Quiere decir me dónde
está la doncella para ir a buscarla, ya que ella no viene a
buscarme a mí?
—No tenemos doncella —repuso. —Tendrá usted que cuidarse a
sí misma.
—¿Y dónde voy a dormir? —dije, sollozando.
191
La fatiga y la pena me habían hecho perder ya hasta la
dignidad.
—José le enseñará el cuarto de Heathcliff—contestó. —Abra la
puerta y le hallará allí.
Cuando iba a obedecer, agregó con singular acento:
—Cierre la puerta con llave y cerrojo. No lo olvide.
—¿Por qué, señor Earnshaw? —inquirí, ya que la idea de
encerrarme con Heathcliff a solas no me seducía.
—¡Mire esto! —contestó, sacando del bolsillo una pistola con una
navaja de muelles de doble hoja unida alarma. —¿Verdad que
constituye una tentación para un hombre desesperado? Pues
no hay ni una sola noche que pueda dominar el deseo de ir a
probarla a la puerta de Heathcliff. El día que la encuentre
abierta, es hombre perdido. Todas las noches lo hago
inevitablemente, aunque antes no dejo de pensaren múltiples
razones que me aconsejan no efectuarlo.
Hay sin duda algún demonio que quiere que le mate para
desbaratar mis propios planes. Procure usted, si ama a
Heathcliff, luchar contra este demonio, porque, cuando le llegue
la hora, ni todos los ángeles del cielo reunidos podrían salvarle.
Examiné el arma con curiosidad, y un horrible pensamiento vino
a mi mente: lo fuerte que yo me sentiría si tuviese semejante
artefacto en mi poder. La expresión, no de asombro, sino de
codicia que mi cara adoptó durante un segundo, asombró a
192
aquel hombre. Me arrebató de las manos la pistola, que yo
había cogido para examinarla, cerró la navaja y escondió el
arma.
—No me importa que le hable de esto —dijo. —Puede ponerle en
guardia y velar por él. Ya veo que sabe usted las relaciones que
nos unen puesto que no se espanta del peligro que él corre.
—¿Qué le ha hecho Heathcliff para justificar ese odio terrible? —
pregunté. —¿No valdría más decirle que se fuera?
—¡No! —gritó Earnshaw —Si trata de abandonarme, le mato.
Intente usted persuadirle de hacerlo y será usted responsable
de su asesinato. ¿Cree usted que voy a perder todo lo mío sin
esperanza de recuperarlo? ¿Cree que voy a consentir que
Hareton sea un mendigo? ¡Maldición! Haré que Heathcliff me lo
devuelva todo, y luego le arrancaré su sangre, y después el
diablo se apoderará de su alma. ¡Cuándo vaya al infierno, éste
se volverá mil veces más horrible con su presencia!
Yo sabía por ti, Elena, que tu amo está al borde de la locura. Lo
estaba, por lo menos, la noche pasada. Tal miedo me producía
su proximidad, que hasta la aspereza de José me parecía
agradable en comparación.
Reanudó sus silenciosos paseos, y yo entonces así el picaporte
y corría la cocina. José atendía la lumbre, sobre la que había
colgada una olla, y tenía a su lado un cuenco de madera con
sopa de avena. El contenido de la olla comenzaba a hervir, y él
dio media vuelta con el fin de hundir las manos en el cazo.
193
Suponiendo que todo aquello estaría destinado a la cena,
resolví cocinar algo que resultara comestible, ya que me sentía
con apetito, y exclamé:
—Yo haré la sopa.
Le quité la vasija y comencé a despojarme de la ropa de
montar.
–El señor Earnshaw —agregué— me ha dicho que debo
cuidarme yo misma. No voy a andar aquí con remilgos, porque
temo que me moriría de hambre.
—¡Dios mío! —profirió. —¡Si ahora que he conseguido
acostumbrarme a los dos amos, voy a tener que empezar a
soportar otras órdenes y a tener que obedecer a una señora,
será cosa de marcharse! Creí que no tendría que salir nunca de
esta casa, pero no habrá más remedio que hacerlo.
Me puse a la tarea prescindiendo de sus lamentaciones, y no
pude por menos que suspirar al recordar las épocas en que tal
trabajo hubiera sido un entretenimiento para mí. El recuerdo de
las venturas perdidas me angustiaba, y a mayor angustia, más
vivamente agitaba el batidor y más deprisa caían en el agua los
puñados de harina. José contemplaba furioso mi modo de
cocinar.
—¡Qué barbaridad! —comentaba. —Te quedas sin sopa esta
noche Hareton. ¡Otra vez! En su lugar, yo echaría cazo y todo.
Vamos, eche usted de una vez toda esa porquería y así
194
concluirá antes. ¡sí, hombre, sí! ¡Plaf! Me asombra que no se
haya torcido el fondo del cacharro.
El preparado que vertía en los tazones era, en verdad lo
confieso, menos que mediano. Había en la mesa cuatro tazones
y un jarro de leche. Hareton lo cogió, se lo aplicó a los labios y
comenzó a beber, vertiéndosele parte por las comisuras de la
boca. Yo le reprendí y le dije que la leche se bebía en vasos, y
que yo no la tomaría después de llevarse él el jarro a la boca. El
viejo rufián se mostró muy enojado de mis escrúpulos, y me
aseguró con insistencia que el chico valía tanto como yo y que
estaba sano.
El chiquillo continuaba sorbiendo y babeando, y me miraba
ceñudo, como si me desafiara.
—Me voy a cenara otro sitio —dije. —¿No hay aquí algo
parecido a un salón.
—¿Salón? —se enojó José. —No; no hay salón. Si nuestra
compañía no le conviene, tiene la de los amos, y si la de ellos no
le gusta, la nuestra.
—Me voy arriba —repuse. —Enséñeme una habitación. Puse mi
tazón en una bandeja y me fui a buscar más leche yo misma.
El hombre se levantó a regañadientes y me acompañó al piso
superior.
Llegamos al desván y me fue mostrando sus distintas
divisiones.
195
—Aquí hay un cuarto que no está mal para comer en él una
sopa —dijo.
—En aquel rincón hay un montón de trigo limpio. De todos
modos, ponga encima el pañuelo si quiere preservar su
elegante vestido.
El tal cuarto era una buhardilla donde olía a cebada y a trigo, y
contra las paredes se apilaban los sacos.
—¡Vaya! —dije molesta. —No voy a dormir aquí. Muéstreme una
alcoba.
—¡Una alcoba! Ahora le enseñaré todas las que hay. Aquella es
la mía.
Y me señaló otro camaranchón sólo distinto del primero porque
había en él una cama baja y grande, sin cortinas y con una
colcha de color.
—Su alcoba no me interesa —dije. —Enséñeme la alcoba del
señor Heathcliff.
—Haberlo dicho antes—replicó, como si le hubiese hablado de
algo extraordinario. —Ya le hubiera contestado que no perdiera
el tiempo, puesto que es seguro que allí no le dejará entrar. Este
hombre no permite el paso a nadie.
—¡Linda casa y magníficos habitantes! —repuse. —Ya veo que la
quintaesencia de la locura humana invadió mi alma el día que
me casé con ese hombre. En fin: no importa; otras habitaciones
196
habrá. ¡Dese prisa y enséñeme algún sitio donde poder
instalarme!
Bajó sin contestar y me llevó a una habitación que, por las
trazas, debía de ser la mejor. Había una buena alfombra,
aunque cubierta de polvo, una chimenea con una orla de papel
pintado que se caía a pedazos, una excelente cama de roble
con cortinas carmesí modernas y costosas... Pero todo tenía un
aspecto descuidadísimo. Las cortinas colgaban de cualquier
manera, medio arrancadas de sus anillas, y la varilla metálica
que las sustentaba estaba torcida, de modo que los cortinajes
arrastraban por el suelo. Las sillas estaban estropeadas y
grandes desperfectos afeaban el empapelado de las paredes.
Me preparaba a posesionarme de la alcoba, cuando oí decir a
mi torpe guía:
—Esta es la habitación del amo.
Entretanto, la cena se había enfriado, el apetito disipado, y se
me había agotado la paciencia. Insistí violentamente en que se
me diese un sitio donde descansar.
—¿Dónde demonios?...—comenzó el bendito viejo. —¡Dios me
perdone!
¿Dónde demonios quiere instalarse usted? ¡Vaya una lata! Ya le
he enseñado todo, menos el tabuco de Hareton. No hay en toda
la casa otro sitio donde dormir.
197
Furiosa ya, tiré al suelo la bandeja y cuanto contenía. Después
me senté en el rellano de la escalera y rompía llorar.
—¡Muy bien, señorita, muy bien! —dijo José. — Ahora, cuando el
amo encuentre los restos de los cacharros, verá la que se arma.
¡Qué mujer tan necia! Merece usted no comer hasta Navidad, ya
que ha arrojado al suelo el pan nuestro de cada día. Pero me
parece que no le durarán mucho esos arrebatos. ¿Se figura que
Heathcliff le va a aguantar semejantes modales? No quisiera
otra cosa sino que la hubiera visto en este momento. Era
bastante.
Mientras me reprendía, cogió la vela, se dirigió a su cuchitril y
me dejó sumida en tinieblas.
Después de mi arranque de cólera, medité y comprendí que era
preciso dominar mi orgullo y procurar no excitarme. Encontré
un auxiliar imprevisto en tragón, al que no tardé en reconocer
como hijo de nuestro viejo Espía. De cachorrillo había estado en
la Granja, y mi padre se lo había regalado al señor Hindley.
Debió de conocerme, porque me frotó la nariz con su hocico
como saludo, y luego empezó a comerse la sopa derramada,
mientras yo andaba por los peldaños cogiendo los cacharros
que tirara y limpiando con el pañuelo las manchas de leche de
la barandilla.
Estábamos terminando la faena cuando sentimos los pasos de
Earnshaw en el corredor. El perro encogió el rabo y se acurrucó
contra la pared. Yo me deslicé por la puerta más cercana. El
198
ruido de una caída escaleras abajo y varios aullidos lastimeros
me hicieron comprender que el perro no había podido esquivar
el encuentro. Earnshaw no me vio; fui más afortunada. Pero un
momento después llegó José con Hareton, en cuyo cuarto yo
me había refugiado, y me dijo:
—Creo que ya está la casa vacía. Queda sitio para las dos:
usted y su soberbia. Ocúpelo y permanezca con el que todo lo
ve y todo lo sabe y no desprecie ni aun las malas compañías.
Me acomodé en una silla al lado del fuego, y a poco me dormí
profundamente. Pero mi sueño, aunque agradable, duró muy
poco. Heathcliff, al llegar, me despertó y me preguntó
amablemente qué hacía allí. Le dije que no me había acostado
todavía porque él tenía en el bolsillo la llave de nuestro cuarto.
La expresión de nuestro le ofendió inmensamente, juró que no
era ni sería jamás mío y dijo...
Pero te hago gracia de su lenguaje y de su comportamiento
habitual. Él procura excitar mi odio por todos los medios. Su
modo de obrar me produce a veces una estupefacción que me
hace olvidar el temor que siento. Y eso que un tigre o una
serpiente venenosa no me atemorizarían más que él. Me habló
de la enfermedad de Catalina y culpó a mi hermano de ser el
causante de ella, agregando que me consideraba como si yo
fuese el propio Eduardo a efectos de vengarse...
199
¡Le odio! ¡Qué desgraciada soy y qué necia he sido! Pero no
hables en casa de todo esto. Te espero con afán. No faltes.
Isabel»
200
C A P Í T U L O XIV
En cuanto leí aquella carta fui a ver al amo, y le dije que su
hermana estaba en Cumbres Borrascosas y que me había
escrito interesándose por Catalina, manifestándome que tenía
interés en verle a él y que deseaba recibir alguna indicación de
haber sido perdonada.
—Nada tengo que perdonarle —repuso Linton. —Vete a verla, si
quieres, y dile que no estoy enfadado, sino entristecido, porque
pienso, además, que es imposible que sea feliz. Pero que no
espere que voy a ir a verla. Nos hemos separado para siempre.
Sólo me haría rectificar si el villano con quien se ha casado se
marchara de aquí.
—¿Por qué no le escribe unas líneas? —insinué, suplicante.
—Porque no quiero tener nada de común con la familia de
Heathcliff — respondió.
Aquella frialdad me deprimió infinitamente. En todo el tiempo
que duró mi camino hacia las Cumbres no hice más que pensar
en la manera de repetir, suavizadas, a Isabel las palabras de su
hermano. Se diría que ella había estado esperando mi visita
desde primera hora. Al subir por la senda del jardín la distinguí
detrás de una persiana y le hice una señal con la cabeza; pero
ella desapareció, como si desease que no se la viera. Entré sin
llamar. Aquella casa, antes tan alegre, ofrecía un lúgubre
aspecto de desolación. Creo que yo, en el caso de mi señora,
201
hubiera procurado limpiar algo la cocina y quitar el polvo de los
muebles; pero el ambiente se había apoderado de ella. Su
hermoso rostro estaba des—cuidado y pálido, y tenía
despeinados los cabellos. Al parecer, no se había arreglado la
ropa desde el día anterior.
Hindley no estaba. Heathcliff se hallaba sentado ante una mesa
revolviendo unos papeles de su cartera. Al verme, me saludó
con amabilidad y me ofreció una silla. Era el único que tenía
buen aspecto en aquella casa; creo que mejor aspecto que
nunca. Tanto había cambiado la decoración, que cualquier
forastero le habría tomado a él por un auténtico caballero y a
su esposa por una vulgar pordiosera.
Isabel se adelantó impacientemente hacia mí, alargando la
mano como si esperase recibir la carta que aguardaba que le
escribiese su hermano. Volví la cabeza negativamente. A pesar
de todo, me siguió hasta el mueble donde fui a poner mi
sombrero, y me preguntó en voz baja si no traía algo para ella.
Heathcliff comprendió el objeto de sus evoluciones, y dijo:
—Si tienes algo que dar a Isabel, dáselo, Elena. Entre nosotros
no hay secretos.
—No traigo nada —repuse, suponiendo que lo mejor era decir la
verdad.
—Mi amo me ha encargado que diga a su hermana que, por el
momento, no debe contar con visitas ni cartas suyas. Le envía
la expresión de su afecto, le desea que sea muy feliz y le
202
perdona el dolor que le causó. Pero entiende que debe evitarse
toda relación que, según dice, no valdría la pena.
La señora Heathcliff volvió a sentarse junto a la ventana. Sus
labios temblaban ligeramente. Su esposo se sentó a mi lado y
comenzó a hacerme preguntas relativas a Catalina.
Traté de contarle solamente lo que me pareciera oportuno, pero
él logró averiguar casi todo lo relativo al origen de la
enfermedad. Censuré a Catalina como culpable de su propio
mal, y acabé manifestando mi opinión de que el propio
Heathcliff seguiría el ejemplo de Linton y evitaría todo contacto
con la familia.
—La señora Linton ha comenzado a convalecer —terminé —;
pero, aunque ha salvado la vida, no volverá nunca a ser la
Catalina de antes. Si tiene usted afecto hacia ella, no debe
interponerse más en su camino. Más le diré: creo que debería
usted marcharse de la comarca. La Catalina Linton de ahora no
se parece a la Catalina Earnshaw de antes. Tanto ha cambiado,
que el hombre que vive con ella sólo podrá hacerlo recordando
lo que fue anteriormente y en nombre del deber.
—Posible es —respondió Heathcliff— que tu amo no sienta otros
impulsos que los del deber hacia su esposa. Pero ¿crees que
dejaré a Catalina entregada a esos sentimientos? ¿Crees que mi
cariño a Catalina es comparable con el suyo? Antes de salir de
esta casa, has de prometerme que me proporcionarás una
entrevista con ella. De todos modos, la veré, quieras o no.
203
—Ni usted debe hacerlo —contesté— ni podrá nunca contar
conmigo para ello. La señora no resistirá otro choque entre
usted y el señor.
—Tú puedes evitarlo —repuso él—, y, en último caso, si fuera así,
me parece que habría motivos para apelar a un recurso
extremo. ¿Crees que Catalina sufriría mucho si perdiese a su
marido? Sólo me contiene el temor de la pena que ello pudiera
causarle. Ya ves lo diferentes que son nuestros sentimientos. De
haber estado él en mi lugar y yo en el suyo, jamás hubiera
osado alzar mi mano contra él. Mírame con toda la incredulidad
que quieras, pero es así. Jamás le hubiera arrojado de su
compañía mientras ella le recibiera con satisfacción. Ahora que,
apenas hubiera dejado de mostrarle afecto, ¡le habría
arrancado el corazón y bebido su sangre! Pero hasta ese
momento me hubiera dejado descuartizar antes que tocar un
cabello de su cabeza.
—Sí —le interrumpí—; pero da la impresión de que le tiene sin
cuidado a usted deshacer toda esperanza de curación
volviendo a producirle nuevos disgustos con su presencia.
—Bien sabes, Elena —contestó—, que no me ha olvidado. Te
consta que por cada pensamiento que dedica a Linton a mí me
dedica mil. Sólo dudé un momento, al volver este verano. Pero
únicamente hubiera confirmado tal idea si Catalina me
declarase que era verdad. Y en ese caso no existirían ya, ni
Linton, ni Hindley, ni nada... Mi existencia sin ella sería un
infierno. Pero fui un estúpido al suponer, aunque fuese por un
204
solo momento, que ella preferiría el afecto de Eduardo Linton al
mío. Si él la amase con toda la fuerza de su alma mezquina, no
la amaría en ochenta años tanto como yo en un día. Y Catalina
tiene un corazón como el mío. Antes se podría meter el mar en
un cubo que el amor de ella pudiera reducirse a él. Le quiere
poco más que a su perro o a su caballo. No le amará nunca
como a mí. ¿Cómo va a amar en él lo que no existe?
—Catalina y Eduardo se quieren tanto como cualquier otro
matrimonio — exclamó bruscamente Isabel. Nadie posee el
derecho de hablar de esta manera, y no te consentiré que
desprecies a mi hermano en presencia mía.
—También a ti tu hermano te quiere mucho, ¿no? —comentó
Heathcliff despreciativamente. Mira cómo se apresura a dejarte
abandonada a tu propia suerte.
—Él ignora cuánto sufro —dijo ella. No se lo he contado.
—Eso quiere decir que le has contado algo.
—Le escribí para anunciarle que me casaba. Tú mismo viste la
carta.
—¿No has vuelto a escribirle?
—No.
—Me duele ver lo desmejorada que está la señorita —intervine
yo. —Se ve que le falta el amor de alguien, aunque no esté yo
autorizada para decir de quién.
205
—Me parece —repuso Heathcliff— que el amor que le falta es el
amor propio. ¡Está convertida en una verdadera fregona! Se ha
cansado enseguida de complacerme. Aunque te parezca
mentira, el mismo día de nuestra boda ya estaba llorando por
volver a su casa. Pero precisamente por lo poco limpia que es,
se sentirá a sus anchas en esta casa, y ya me preocuparé yo de
que no me ridiculice escapándose de ella.
—Debía usted pensar, señor —repliqué—, que la señora
Heathcliff está acostumbrada a que la atiendan y cuiden, ya
que la educaron, como hija única que era, en medio de mimos y
regalos. Usted debe proporcionarle una doncella y la debe
tratar con benevolencia. Piense usted lo que piense sobre
Eduardo, no tiene derecho a dudar del amor de la señorita, ya
que, de otro modo, no hubiese abandonado, para seguirle, las
comodidades que la rodean ni hubiese dejado a los suyos para
acompañarle a este horrible desierto.
—Si abandonó su casa —argumentó él— fue porque creyó que
era un héroe de novela y esperaba toda clase de cosas de mi
caballeresca pleitesía hacia sus encantos. De tal modo se
comporta respecto a mi carácter y tales ideas se ha formado
sobre mí, que dudo en suponerla un ser dotado de razón. Pero
empieza a conocerme ya. Ha prescindido de las estúpidas
sonrisas y de las muecas extravagantes con que quería
fascinarme al principio, y noto que disminuye la incapacidad
que padecía de comprender que yo hablaba en serio cuando
expresaba mis opiniones sobre su estupidez. Para averiguar
206
que no la amaba tuvo que hacer un inmenso esfuerzo de
imaginación. Hasta temí que no hubiera modo humano de
hacérselo comprender. Pero, en fin, lo ha comprendido mal o
bien, puesto que esta mañana me dio la admirable prueba de
talento de manifestarme que he logrado conseguir que ella me
aborrezca.
¡Te garantizo que ha sido un trabajo digno de Hércules! Si
cumple lo que me ha dicho, se lo agradeceré en el alma. Vaya,
Isabel, ¿has dicho la verdad?
¿Estás segura de que me odias? Sospecho que ella hubiera
preferido que yo me comportara ante ti deshecho en dulzura,
porque la pura verdad ofende su soberbia. Me tiene sin
cuidado. Ella sabe que el amor no era mutuo. Jamás la engañé
a este respecto. No dirá que le haya dado ni una prueba de
amor. Lo primero que hice cuando salimos de la Granja juntos
fue ahorcar a su perro, y cuando quiso defenderle, me oyó
expresar claramente mi deseo de ahorcar a todo cuanto se
relacionara con los Linton, excepto un solo ser. Quizá creyera
que la excepción se refería a ella misma y le tuviera sin cuidado
que se hiciera mal a todos los demás, con tal que su valiosa
persona quedase exenta de daño. Y dime, ¿no constituye el
colmo de la mentecatez de esta despreciable mujer el suponer
que yo podría llegar a amarla? Puedes decir a tu amo, Elena,
que jamás he tropezado con nadie más abyecto que su
hermana. Deshonra hasta el propio nombre de los Linton.
Alguna vez he intentado suavizar mis experimentos para
207
probar hasta dónde llegaba su paciencia, y siempre he visto
que se apresuraba a arrastrarse vergonzosamente ante mí.
Agrega, para tranquilidad de su fraternal corazón, que me
mantengo estrictamente dentro de los límites que me permite la
ley. Hasta el presente he evitado todo pretexto que le valiera
para pedir la separación aunque, si quiere irse, no seré yo quien
me oponga a ello. La satisfacción de poderla atormentar no
compensa el disgusto de tener que soportar su presencia.
—Habla usted como hablaría un loco, señor Heathcliff —le dije.
—Su mujer está, sin duda, convencida de ello, y por esa causa le
ha aguantado tanto. Pero ya que usted dice que se puede
marchar, supongo que aprovechará la ocasión. Opino, señora,
que no estará usted tan loca como para quedarse
voluntariamente con él.
—Elena —replicó Isabel, con una expresión en sus ojos que
patentizaba que, en efecto, el éxito de su marido en hacerse
odiar había sido absoluto—, no creas ni una palabra de cuanto
dice. Es un diablo, un monstruo, y no un ser humano. Ya he
probado antes de irme y no me ha dejado deseos de repetir la
experiencia. Te ruego, Elena, que no menciones esta vil
conversación ni a mi hermano ni a Catalina. Que diga lo que
quiera, lo que en realidad se propone es desesperar a Eduardo.
Asegura que se ha casado conmigo para cobrar ascendiente
sobre mi hermano; pero antes de darle el placer de conseguirlo
preferiré que me mate. ¡Ojalá lo haga! No aspiro a otra felicidad
que a la de morirme o preferiblemente, verle muerto a él.
208
—Todo eso es magnífico —dijo Heathcliff. —Si alguna vez te
citan como testigo, ya sabes lo que piensa Isabel, Elena. Anota
lo que me dice: me conviene. No, Isabel, no... Como no estás en
condiciones de cuidar de ti misma, yo, tu protector según la ley,
debo ser el encargado de tenerte bajo mi guarda. Y ahora,
sube. Tengo que decir a Elena una cosa en secreto. Por allí no;
te he dicho que arriba. ¿No ves que ése es el camino de la
escalera?
La tomó de un brazo, la arrojó de la habitación, y al volver
exclamó:
—No puedo ser compasivo, no puedo... Cuanto más veo
retorcerse a los gusanos, más ansío aplastarlos, y cuanto más
los pisoteo, más aumento el dolor...
—Pero ¿sabe usted acaso lo que es ser compasivo? —respondí,
mientras cogía precipitadamente el sombrero. —¿Lo ha sido
alguna vez en el curso de su vida?
—No te vayas aún —dijo, al notar mis preparativos de marcha.
—Escucha un momento. O te persuado a que me procures una
entrevista con Catalina, o te obligo a ello. E inmediatamente.
No me propongo causar daño alguno. Ni siquiera molestar a
Linton. Sólo quiero que ella misma me diga cómo se encuentra,
y preguntarle si puedo hacer algo en su favor. Anoche pasé seis
horas rondando el jardín de la Granja, y hoy volveré, y siempre,
hasta que logre entrar. Si me encuentro con Eduardo, no
titubearé en golpearle hasta que no pueda impedirme la
209
entrada. Y si sus criados acuden, ya me desembarazaré de ellos
con estas pistolas. ¿Verdad que valdrá más que no me sea
necesario chocar con ellos o con tu amo? Y a ti te es tan fácil...
Yo te diría cuando me propongo ir; tú podrás facilitarme la
entrada, vigilar y después verme marchar sin que tu conciencia
tuviese nada de que reprocharse. Así se evitarían males
mayores.
Yo me negué a desempeñar tan bajo papel y le afeé su
intención de volver a destruir la tranquilidad de la señora
Linton.
—Cualquier cosa le causa un trastorno inmenso —le aseguré. —
Está hecha un verdadero manojo de nervios. No resistirá la
sorpresa: estoy segura de que no... ¡Y no insista, señor, porque
tendré que avisar de ello a mi amo, y él tomará disposiciones
para impedir lo que se propone usted!
—Y yo a mí vez tomaré disposiciones para asegurarme de ti —
repuso Heathcliff. No saldrás de Cumbres Borrascosas hasta
mañana por la mañana.
¿Qué es eso de que Catalina no podrá resistir la sorpresa de
volver a verme? Además, no me propongo sorprenderla. Tú la
puedes preparar y preguntarle si me permite ir. Me has dicho
que no le hablan de mí ni menciona nunca mi nombre... ¡Cómo
lo va a hacer si está prohibido pronunciarlo en vuestra casa! Se
imagina que todos vosotros sois espías de su marido. Tengo la
evidencia de que estáis haciéndole la vida imposible. Sólo en el
210
hecho de que calle percibo una prueba de lo que siente. ¡Vaya
una demostración de sosiego que es el que suela sentir
angustias y preocupaciones! ¿Cómo diablos dejaría de sentirse
trastornada, viviendo en ese horrible aislamiento? Y luego, ese
despreciable ser que la cuida «porque es su deber...» «¡Su
deber!» Antes germinaría en un tiesto la semilla de roble que él
logre restablecer a su esposa con ese género de cuidados.
Vaya, concluyamos. ¿Optas por quedarte aquí mientras yo me
abro paso a la fuerza, entre Linton y sus criados, hasta
Catalina? ¿O prefieres obrar amistosamente, como hasta
ahora? Resuelve pronto, porque si continúas encerrada en tu
obstinación, no tengo un minuto que perder.
Por más que argumenté y me negué, acabé teniendo que ceder.
Consentí en llevar a mi señora una carta de Heathcliff y en
avisarle si ella accedía a verle aprovechando la primera ocasión
en que Linton estuviera fuera de casa. Yo procuraría quedarme
aparte y me las ingeniaría para que la servidumbre no se diese
cuenta de aquella visita.
No sé si obré bien o mal. Acaso mal. Pero yo me proponía con
ello evitar otras violencias y hasta pensé que acaso el
encuentro produjese una reacción favorable en la dolencia de
Catalina. Después, al recordar los reproches que el señor Linton
me hiciera por contarle historias, como él decía, me tranquilicé
algo más y me prometí finalmente que aquella traición, si así
podía llamarse, sería la última. Pero, con todo, volví a casa más
211
triste de lo que había salido de ella, y antes de resolverme a
entregar la carta de Heathcliff a la señora Linton dudé mucho.
—Allí veo venir al médico. Voy a bajar y a decirle que se
encuentra usted mejor, señor Lockwood. Este relato es un poco
prolijo y todavía nos hará gastar una mañana más en contarlo
entero.
«Prolijo y lúgubre —pensé, mientras la buena señora bajaba a
recibir al médico. No es del estilo que yo hubiera, elegido para
entretenerme. En fin: ¡qué le vamos a hacer! Convertiré las
amargas hierbas que me propina la señora Dean en salutíferas
medicinas y procuraré no dejarme fascinar por los brillantes
ojos de Catalina Heathcliff. ¡Sería muy notable, ciertamente,
que se me ocurriera enamorarme de esa joven y la hija
resultase una segunda edición de su madre!»
212
C A P Í T U L O XV
Ha transcurrido una semana más. Heme aquí más cerca, pues,
de la salud y de la primavera. Ya he oído en todas sus partes la
historia de mi vecino, de boca de la señora Dean, cuyo relato
reproduciré, aunque procurando extractarlo un poco. Pero
conservaré su estilo, porque encuentro que narra muy bien y no
me siento lo bastante fuerte para mejorarlo.
La tarde que fui a Cumbres Borrascosas —siguió contándome—
estaba tan segura como si lo hubiera visto que Heathcliff
rondaba por los alrededores. Procuré no salir de casa en
consecuencia, ya que llevaba su carta en el bolsillo y no quería
exponerme a sus reproches y amenazas por no haberla
entregado. Pero yo había resuelto no dársela a Catalina hasta
que el amo no estuviera fuera, pues no sabía cómo reaccionaría
la señora. De modo que no se la entregué hasta tres días más
tarde. Al cuarto, que era domingo, se la llevé a su habitación,
cuando todos se marcharon para ir a la iglesia. En la casa sólo
habíamos quedado otro criado y yo. Era habitual dejar cerradas
las puertas; pero aquel día era tan agradable, que las dejamos
abiertas. Y con objeto de cumplir mi misión encargué al criado
que fuese a comprar naranjas al pueblo para la señora. El
criado se fue y yo subí.
La señora Linton estaba sentada junto a la ventana abierta.
Vestía de blanco y llevaba un chal sobre los hombros. Su espesó
213
y largo cabello, cortado al comienzo de su enfermedad, caía en
trenzas sobre sus hombros. Había cambiado mucho, como yo
dijera a Heathcliff; pero, no obstante, cuando estaba serena,
ostentaba una especie de belleza sobrenatural. En lugar de su
antiguo fulgor, sus ojos poseían ahora una melancólica dulzura.
No parecía que mirase lo que la rodeaba, sino que contemplase
cosas muy lejanas, algo que no fuera ya de este mundo. Su
rostro estaba aún pálido; pero no tan demacrado como antes, y
el aspecto que le daba su estado mental, aunque impresionaba
dolorosamente, despertaba más interés aún hacia ella en los
que la veían. Creo que aquel aspecto suyo indicaba de modo
claro que estaba condenada a morir...
Sobre el alféizar de la ventana había un libro, y el viento
agitaba sus páginas. Debió de ser Linton quien lo puso allí, ya
que ella no se preocupaba jamás de leer ni de hacer nada, a
pesar de que él intentaba distraerla por todos los medios.
Catalina se daba cuenta de ello, y lo soportaba tranquilamente
cuando estaba de buen humor, aunque a veces dejaba escapar
un reprimido suspiro, y otras, con besos y tristes sonrisas, le
impedía continuar haciendo aquello que él pensaba que la
distraía. En ocasiones parecía enojada, ocultaba la cara entre
las manos, y entonces hasta empujaba a su marido para que
saliese, lo que él se apresuraba a hacer, creyendo mejor en
tales casos que estuviese sola.
Sonaban a lo lejos las campanas de Gimmerton, y el melodioso
rumor del arroyo que regaba el valle acariciaba dulcemente los
214
oídos. Cuando los árboles estaban poblados de hojas, el rumor
de la fronda agitada por el viento apagaba el del fluir del
arroyo. En Cumbres Borrascosas se escuchaba con gran
intensidad durante los días que seguían a un gran deshielo o a
una temporada de lluvias. Evidentemente, oyendo el ruido del
arroyo, Catalina debía estar pensando en Cumbres
Borrascosas, en el supuesto de que pensara y oyera algo,
puesto que su mirada vaga y errática parecía mostrar que
estaba ausente de toda clase de cosas materiales.
—Me han dado una carta para usted, señora —le dije,
depositándosela en su mano, que tenía apoyada en la rodilla. —
¿La abro?
—Sí —repuso Catalina sin alterar la expresión de su mirada. La
abrí. Era brevísima.
—Léala usted —proseguí.
Ella dejó caer el pliego. Volví a colocarlo en su regazo y esperé;
pero viendo que no prestaba atención alguna dije:
—¿Quiere que la lea yo? Es del señor Heathcliff.
Se sobresaltó y cruzó por sus ojos un relámpago que indicaba
que luchaba para coordinar las ideas. Cogió la carta, la repasó
superficialmente y suspiró al leer la firma. Pero no se había
dado cuenta de su contenido, porque al
215
preguntarle qué contestación debía transmitir, me miró con una
expresión interrogativa y angustiada.
—Quiere verla —repuse, adivinando lo que quería significarme.
— Está esperando impaciente en el jardín.
Mientras yo hablaba, noté que el perro que estaba en el jardín,
se erguía, estiraba las orejas, y luego, desistiendo de ladrar y
moviendo la cola, daba a entender que quien se acercaba le era
conocido. La señora Linton se asomó a la ventana y escuchó
conteniendo la respiración. Un minuto después sentimos pasos
en el vestíbulo. La puerta abierta representaba una tentación
harto fuerte para Heathcliff. Sin duda pensó que yo no había
cumplido mi promesa y resolvió confiar en su propia audacia.
Catalina miraba ansiosamente hacia la entrada de la
habitación. Heathcliff, al principio, no encontraba el cuarto, y la
señora me hizo una señal para que fuera a recibirle; pero él
apareció antes de que llegase yo a la puerta y un momento
después ambos se estrechaban en un apretado abrazo.
Durante cinco minutos él no le habló, limitándose a abrazarla y
a besarla más veces que lo hubiese hecho en toda su vida. En
otra ocasión, mi señora habría sido la primera en besarle. Bien
eché de ver que él sentía, al verla, la misma impresión que yo, y
que estaba convencido de que Catalina no recobraría la salud.
—¡Oh, querida Catalina! ¡No podré resistirlo! —dijo, al fin, en
tono de desesperación. Y la miró con tal intensidad, que creí
216
que aquella mirada le haría deshacerse en lágrimas. Pero sus
ojos, aunque ardían de angustia, permanecían secos.
—Me habéis desgarrado el corazón entre tú y Eduardo,
Heathcliff —dijo Catalina, mirándole ceñuda. —Y ahora os
lamentáis como si fuerais vosotros los dignos de lástima. No te
compadezco. Has conseguido tu objeto, me has matado. Tú
eres muy fuerte. ¿Cuántos años piensas vivir después de que yo
muera?
Heathcliff había puesto una rodilla en tierra para abrazarla. Fue
a levantarse, pero ella le sujetó el cabello y le hizo permanecer
en aquella postura.
—Quisiera tenerte así —dijo— hasta que ambos muriéramos. No
me importa nada que sufras. ¿Por qué no has de sufrir?
También sufro yo. ¿Me olvidarás, Heathcliff? ¿Serás capaz de
ser feliz después de que yo haya sido enterrada? Dentro de
veinte años dirás quizás: «Aquí está la tumba de Catalina
Earnshaw. Mucho la he amado, pero la perdí, y ya ha pasado
todo. Luego he amado a otras muchachas. Quiero más a mis
hijos que lo que la quise a ella, y me apenará más morir y
dejarlos que me alegrará el ir a reunirme con la mujer que
quise.» ¿Verdad que dirás eso, Heathcliff?
—No me atormentes, Catalina, que me siento tan loco como tú
—gritó él. Había desprendido la cabeza de las manos de su
amiga y le rechinaban los dientes.
217
El cuadro que ambos presentaban era singular y terrible.
Catalina podía, en verdad, considerar que el cielo sería un
destierro para ella, a no ser que su mal carácter quedara
sepultado con su carne perecedera. En sus pálidas mejillas, sus
labios exangües y sus brillantes ojos, se pintaba una expresión
rencorosa. Apretaba entre sus crispados dedos un mechón del
cabello de Heathcliff, que había arrancado al aferrarle. Él, por
su parte, la había cogido ahora por el brazo, y de tal manera la
oprimía, que, cuando la soltó, distinguí cuatro amoratadas
huellas en los brazos de Catalina.
—Sin duda estás poseída del demonio —dijo él con ferocidad—
al hablarme de esa manera cuando te estás muriendo, ¿no
comprendes que tus palabras se grabarán en mi memoria
como un hierro ardiendo, y que seguiré acordándome de ellas
cuando tú ya no existas? Te consta que mientes al decir que yo
te he matado, y te consta también que tanto podré olvidarte
como olvidar mi propia existencia. ¿No basta a tu diabólico
egoísmo el pensar que, cuando tú descanses en paz, yo me
retorceré entre todas las torturas del infierno?
—Es que no descansaré en paz —dijo lastimeramente Catalina.
Y cayó otra vez en un estado de abatimiento. Se sentía latir su
corazón con tumultuosa irregularidad. Cuando pudo dominar el
frenesí que la embargaba, dijo más suavemente:
—No te deseo, Heathcliff, penas más grandes que las que he
padecido yo. Sólo quisiera que nunca nos separáramos. Si una
218
sola palabra mía te doliera, piensa que yo sentiré cuando esté
bajo tierra tu mismo dolor. ¡Perdóname, ven! Arrodíllate. Nunca
me has hecho daño alguno. Si estás ofendido, ello me dolerá a
mí más que a ti mis palabras duras. ¡Ven! ¿No quieres?
Heathcliff se recostó en el respaldo de la silla de Catalina y
volvió el rostro. Ella se ladeó para poder verle; pero él, para
impedirlo, se volvió de espaldas, se acercó a la chimenea y
permaneció silencioso.
La señora Linton le siguió con la mirada. Encontrados
sentimientos nacían en su alma. Al fin, tras una prolongada
pausa, exclamó, dirigiéndose a mí:
—¿Ves, Elena? No es capaz de ceder un solo instante, ni aun
tratándose de retardar el momento de mi muerte. ¡Qué modo
de amarme! Me da igual... Pero éste no es mi Heathcliff. Yo
seguiré amándole como si lo fuera, y será esa imagen la que
llevaré conmigo, ya que ella es la que habita en mi alma. Esta
prisión en que me hallo es lo que me fatiga —añadió. Estoy
harta de este encierro. Ansío volar al mundo esplendoroso que
hay más allá de él. Lo vislumbro entre lágrimas y sufrimientos,
y, sin embargo, Elena, me parece tan glorioso, que siento pena
de ti, que te consideras satisfecha de estar fuerte y sana...
Dentro de poco me habré remontado sobre todos vosotros. ¡Y
pienso que él no estará conmigo entonces! —continuó como si
hablase consigo misma. Yo creía que él quería estar también
conmigo en el más allá. Heathcliff, querido mío, no quiero que
te enfades... ¡Ven a mi lado, Heathcliff!
219
Se incorporó y se apoyó en uno de los brazos del sillón.
Heathcliff se volvió hacia ella con una expresión de inmensa
desesperanza en la mirada. Sus ojos, ahora húmedos,
centelleaban al contemplarla, y su pecho se agitaba
convulsivamente. Un instante estuvieron separados; luego
Catalina se precipitó hacia él, y él la abrazó de tal modo que
temí que mi señora no saliera con vida de sus brazos. Cuando
se separaron, ella cayó como exánime sobre la silla, y Heathcliff
se desplomó en otra inmediata. Me acerqué a ver si la señora se
había desmayado, y él, rechinando los dientes, echando
espuma por la boca, me separó con furor. Me pareció que no
me hallaba en compañía de seres humanos.
Traté de hablarle, pero no parecía entenderme, y acabé
apartándome llena de turbación.
A poco, Catalina hizo un movimiento, y esto me tranquilizó.
Levantó la mano, cogió la cabeza de Heathcliff y acercó su
mejilla a la suya. Heathcliff la cubrió de exasperadas caricias y
le dijo, con marcado acento feroz:
—Ahora me demuestras lo cruel y falsa que has sido conmigo.
¿Por qué me desdeñaste? ¿Por qué hiciste traición a tu propia
alma? No sé decirte ni una palabra de consuelo, no te la
mereces... Bésame y llora todo lo que quieras, arráncame besos
y lágrimas, que ellas te abrasarán y serán tu condenación. Tú
misma te has matado. Si me querías, ¿con qué derecho me
abandonaste? ¡Y por un mezquino capricho que sentiste hacia
Linton! Ni la miseria, ni la bajeza, ni aun la muerte nos hubiera
220
separado, y tú, sin embargo, nos separaste por tu propia
voluntad. No soy yo quien ha desgarrado tu corazón. Has sido
tú, y al desgarrártelo has destrozado el mío. Y si yo soy más
fuerte, ¡peor para mí!
¿Para qué quiero vivir cuando tú...? ¡Oh Dios, quisiera estar
contigo en la tumba!
—¡Déjame! —contestó Catalina sollozando. —Si he causado mal,
lo pago con mi muerte. Basta. También tú me abandonaste;
pero no te lo reprocho y te he perdonado. ¡Perdóname tú
también!
—¡Perdonarte cuando veo esos ojos y toco esas manos
enflaquecidas! Bésame, pero no me mires. Sí; te perdono. ¡Amo
a quien me mata! Pero ¿cómo puedo perdonar a quien acaba
con tu vida?
Callaron, juntaron sus rostros y mutuamente se bañaron en
lágrimas. No sé si me equivoqué al suponer que Heathcliff
lloraba también; pero, en verdad, el caso no era para menos.
Yo me sentía inquieta. Caía la tarde y se veía salir ya a la gente
de la iglesia de Gimmerton y esparcirse por el valle. El criado
que había enviado al pueblo estaba de regreso.
—El oficio religioso ha concluido —anuncié— y el señor volverá
antes de media hora.
Heathcliff profirió un juramento y abrazó más apretadamente
aún a Catalina, que permaneció inmóvil. A poco distinguí a los
221
criados que avanzaban en grupo por el camino. El señor Linton
los seguía a corta distancia. Abrió por sí mismo la verja. Parecía
extasiado en contemplar la belleza de la tarde estival y aspirar
sus suaves perfumes.
—Ya ha llegado —exclamé—, ¡Baje enseguida, por Dios! No
encontrará usted a nadie en la escalera principal. Ocúltese
entre los árboles hasta que el señor haya entrado.
—Debo irme, Catalina —dijo Heathcliff, separándose de sus
brazos.
—Pero, de no morirme, te volveré a ver antes de que te hayas
dormido... No me separaré ni cinco metros de tu ventana.
—No te irás —repuso ella, sujetándole con todas sus fuerzas. —
No tienes por qué irte.
—Vuelvo antes de una hora —aseguró él. —La señora insistió:
—No te vayas ni un instante.
—Me es forzoso marcharme —repitió, alarmado, Heathcliff. —
Linton estará aquí dentro de un momento.
Por su deseo, él se hubiera levantado y desprendido de ella a
viva fuerza; pero Catalina le sujetó firmemente, mientras
pronunciaba expresiones entrecortadas. En su rostro se
transparentaba una decidida resolución.
—¡No! —gritó. —¡No te vayas! Eduardo no nos hará nada. ¡Es la
última vez, Heathcliff, me muero!
222
—¡Maldito imbécil! Ya ha llegado —exclamó Heathcliff
dejándose caer otra vez en la silla. —¡Calla, Catalina! ¡Calla,
alma mía! Si me matase ahora, moriría bendiciéndole.
Y volvieron a unirse en un estrecho abrazo. Sentí subir a mi amo
por la escalera. Un sudor frío bañaba mi frente. Estaba
horrorizada.
—Pero ¿es que va usted a hacer caso de sus delirios? —dije a
Heathcliff fuera de mí. — No sabe lo que dice. ¿Es que se
propone usted perderla aprovechando que le falta la razón?
Levántese y márchese inmediatamente. Este crimen sería el
más odioso de cuantos haya cometido usted. Todos nos
perderemos por culpa suya; el señor, la señora y yo.
Grité y me retorcí las manos con desesperación. Al oírme gritar,
el señor Linton se apresuró más aún. No dejó de aliviar un tanto
mi turbación al ver que los brazos de Catalina, dejando de
oprimir a Heathcliff, caían lánguida— mente y su cabeza se
inclinaba con laxitud.
«Se ha desmayado o se ha muerto —pensé. Mejor. Vale más
que muera que no que siga siendo una causa de desgracia
para todos los que la rodean» Eduardo, pálido de estupor y de
ira al divisar al inesperado visitante, se lanzó hacia él. No sé lo
que se proponía. Pero Heathcliff le detuvo en seco poniéndole
entre los brazos el inmóvil cuerpo de su esposa.
—Si no es usted un demonio —dijo Linton—, ayúdeme primero a
atenderla y ya hablaremos después.
223
Heathcliff se marchó al salón y permaneció sentado. El señor
Linton recurrió a mí, y entre los dos, con grandes esfuerzos,
logramos reanimar a Catalina. Pero había perdido la razón
completamente: suspiraba, emitía quejidos inarticulados y no
reconocía a nadie. Eduardo, en su ansiedad por su esposa, se
olvidó de su odiado rival. Aproveché la primera oportunidad
que tuve para ir a rogarle que se fuese, afirmándole que
Catalina estaba un poco repuesta y que a la mañana siguiente
le llevaría noticias suyas.
—Saldré de la casa —dijo él—, pero permaneceré en el jardín. No
te olvides de cumplir tu palabra mañana, Elena. Estaré bajo
aquellos pinos; tenlo en cuenta. De lo contrario, volveré, esté
Linton o no.
Echó una rápida mirada por la puerta entreabierta de la alcoba,
y al comprobar que, al parecer, yo no había faltado a la verdad,
se fue, librando a la casa de su perniciosa presencia.
224
C A P Í T U L O XVI
A las doce de aquella noche nació la Catalina que usted ha
conocido en Cumbres Borrascosas: una niña de siete meses.
Dos horas después moría su madre, sin haber llegado a
recobrar el sentido suficiente para reconocer a Eduardo o echar
de menos a Heathcliff. El señor Linton se sintió traspasado de
dolor por la pérdida de su esposa. No quiero hablar de ello; es
demasiado penoso. Alimentaba su disgusto, a lo que se me
alcanza, la pena de no tener un heredero varón. También yo
sentía lo mismo mientras contemplaba a la huerfanita y
maldecía mentalmente al viejo Linton, por haber decidido que
en aquel caso fuese heredera su hija y no su hijo, que hubiera, a
mi juicio, resultado lo más natural.
Aquella niña llegó con verdadera inoportunidad. Si la pobrecita
se hubiese muerto llorando en las primeras horas de su
existencia, a todos en aquel momento nos hubiera tenido sin
cuidado. Más tarde rectificamos; pero el principio de su vida fue
tan lamentable como probablemente será su fin.
La mañana siguiente amaneció alegre y clara. La luz del sol se
filtraba, tamizándose, a través de las persianas, y con un dulce
resplandor iluminaba el lecho y a la que en él yacía. Eduardo
tenía los ojos cerrados y reclinaba la cabeza en la almohada.
Sus hermosas facciones estaban tan pálidas como las del
cuerpo que yacía a su lado. Su rostro transparentaba una
225
angustia infinita, y, en cambio, el rostro de la muerta reflejaba
una infinita paz. Tenía los párpados cerrados y los labios
ligeramente sonrientes. Creo que un ángel no hubiera estado
más bello que ella. Me comunicó su serenidad. Jamás sentí más
serena mi alma que mientras estuve contemplando aquella
inmóvil imagen del reposo eterno. Me acordé, y hasta repetí las
palabras que Catalina pronunciara poco antes: se había
remontado sobre todos nosotros. Fuese que se encontrara en la
tierra todavía, o ya en el cielo su espíritu, indudablemente
estaba con Dios...
Tal vez sea una cosa peculiar mía; pero el caso es que muy
pocas veces dejo de sentir una impresión interna de beatitud
cuando velo un muerto, salvo si algún afligido allegado suyo me
acompaña. Me parece apreciar en la muerte un reposo que ni el
infierno ni la tierra son capaces de quebrantar, y me invade la
sensación de un futuro eterno y sin sombras. Sí; la eternidad. Allí
donde la vida no tiene límites en su duración, ni el amor en sus
transportes, ni la felicidad en su plenitud. Y entonces comprendí
el egoísmo que encerraba un amor como el de Linton, que de
tan amarga manera lamentaba la liberación de Catalina.
Claro está que, en rigor, teniendo en cuenta la agitada y
rebelde vida que había llevado, cabía dudar de si entraría o no
en el reino de los cielos; pero la contemplación de aquel
cadáver con su aspecto sereno eliminaba toda duda de que el
alma que la alentó gozaba ahora de la misma paz inefable que
aquel exánime cuerpo.
226
—¿Usted cree —preguntó la señora Dean— que personas así
pueden ser felices en el otro mundo? Daría algo bueno por
saberlo.
No contesté a la interrogación de mi ama de llaves, pregunta
que me pareció un tanto poco ortodoxa. Y ella continuó
diciendo:
—Temo al pensar en la vida de Catalina Linton, que no es muy
dichosa en el otro mundo. Pero, en fin, dejémosla tranquila, que
ya está en presencia de su Creador...
Como el amo parecía dormir, me aventuré a escaparme al
exterior poco después de salir el sol. Los criados se imaginaron
que yo salía para desentumecer mis sentidos, fatigados del
prolongado velatorio; pero, en realidad, lo que me proponía era
hablar al señor Heathcliff, quien había pasado la noche entre
los pinos y no debía de haber sentido el movimiento de la
granja, a no ser que hubiese oído el galope del caballo del
criado que enviáramos a Gimmerton. De estar más próximo, el
movimiento de puertas y luces le habría hecho comprender,
probablemente, que pasaba algo grave. Yo sentía a la vez
deseo y temor de encontrarle. Por un lado, me urgía
comunicarle la terrible noticia, y por otro, no sabía cómo
hacerlo para no irritarle.
Le vi en el parque, apoyado contra un añoso fresno, destocado
y con el cabello impregnado del rocío, que goteaba desde las
ramas lentamente. Debía de llevar mucho tiempo en aquella
227
actitud, porque reparé en una pareja de mirlos que iban y
venían a menos de un metro de distancia de él, ocupándose en
construir su nido y tan ajenos a la presencia de Heathcliff como
si fuera un tronco de árbol. Al acercarme, echaron a volar, y él,
levantando los ojos, me dijo:
—¡Ha muerto! ¡Tanto esperar para acabar recibiendo esa
noticia! Vamos; fuera ese pañuelo. No me vengas con llantos...
¡Idos todos al diablo! ¿De qué le servirán vuestras lágrimas?
Yo lloraba tanto por él como por ella. Es frecuente compadecer
a personas que son incapaces de experimentar tal sentimiento
hacia el prójimo y hasta hacia sí mismos. Al verle se me ocurrió
que quizá sabía ya lo sucedido y que se había resignado y
rezaba, porque movía los labios y bajaba la vista.
—Ha muerto —contesté, enjugando mi llanto— y está en el cielo,
adonde todos iríamos a reunirnos con ella si aprovecháramos la
lección y dejáramos el mal camino para seguir el bueno.
—¿Acaso ha muerto como una santa? —preguntó
sarcásticamente Heathcliff. —Vaya... Cuéntame... ¿Cómo ha
muerto...?
Quiso pronunciar el nombre de la señora; pero la voz expiró en
sus labios y se los mordió. Se notaba en él una silenciosa lucha
interna.
— ¿Cómo ha muerto? —volvió a preguntar.
228
Noté que pese a toda su audacia insolente se sentía más
tranquilo teniendo a alguien a su lado. Un profundo temblor
recorría todo su cuerpo.
«¡Desdichado! —pensé—. Tienes corazón y nervios como
cualquier otro.
¿Por qué ese empeño en ocultarlos? ¡Tu soberbia no engañará a
Dios! Le estás provocando a que te atormente y humille hasta
hacerte estallar» —Murió mansa como un cordero —repuse—.
Suspiró, hizo un movimiento como un niño al despertar y cayó
en un letargo. A los cinco minutos sentí que su corazón
palpitaba fuerte... Y luego, nada...
—¿Habló de mí? —preguntó él, vacilante, como si temiera oír los
detalles que me pedía.
—Desde que usted se separó de ella no volvió en sí ni reconoció
a nadie. Sus ideas eran confusas, y había retrocedido en sus
pensamientos a los años de su infancia. Su vida ha concluido en
un dulce sueño. ¡Ojalá despierte de la misma manera en el otro
mundo!
—¡Ojalá despierte entre mil tormentos! —gritó él con espantosa
vehemencia, pateando y vociferando en un brusco acceso de
furor. —Ha sido falsa hasta el fin. ¿Dónde estás? En la vida
imperecedera del cielo, no. ¿Dónde estás? Me has dicho que no
te importan mis sufrimientos. Pero yo no repetiré más que una
plegaria: «¡Catalina! ¡Haga Dios que no reposes mientras yo
viva!» Si es cierto que yo te maté, persígueme. Se asegura que
229
la víctima persigue a su asesino. Hazlo, pues; sígueme hasta
que me enloquezcas. Pero no me dejes solo en este abismo. ¡Oh!
¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!
Apoyó la cabeza contra el árbol y cerró los ojos. No parecía un
hombre que sufre, sino una fiera acosada cuyas carnes
desgarran las armas de los cazadores. En el tronco del árbol
distinguí varias manchas de sangre, y sus manos y frente
estaban manchadas también. Escenas idénticas a aquella
debían de haber sucedido durante la noche. Más que
compasión, sentí miedo; pero me era penoso dejarle en aquel
estado. Él fue quien, al darse cuenta de que yo seguía allí, me
gritó que me fuera, lo que hice enseguida, puesto que no podía
consolarle ni devolverle la tranquilidad. Hasta el viernes
siguiente —día en que había de celebrarse el funeral— Catalina
permaneció en su ataúd, en el salón, que estaba cubierto de
plantas y flores. Todos menos yo ignoraron que Linton pasó allí
todo aquel tiempo sin descansar apenas un momento. A su vez,
Heathcliff también pasaba fuera las noches, por lo menos, sin
reposar tampoco ni un minuto. El martes, aprovechando un
instante en que el amo, rendido de fatiga, se había retirado
para dormir un par de horas, abrí una de las ventanas, a fin de
que Heathcliff pudiera dar a su adorada un último adiós.
Aprovechó la oportunidad y entró sin hacer el más ligero ruido.
Sólo pude darme cuenta de que había penetrado al apreciar lo
desordenadas que estaban las ropas en torno del rostro del
cadáver y hallar en el suelo un rizo rubio. Examinado con
230
cuidado, comprobé que había sido arrancado de un dije que
Catalina llevaba al cuello, y sustituido por un negro rizo de los
cabellos de Heathcliff. Yo uní ambos cabellos en el medallón y
los guardé en él.
Se invitó al señor Earnshaw a que acudiese al entierro de su
hermana, pero no apareció ni se excusó siquiera. A Isabel no se
le avisó. De modo que el duelo estuvo compuesto, aparte de mi
amo, solamente de criados y colonos.
Con gran extrañeza de los aldeanos, Catalina no fue enterrada
en el panteón de la familia Linton ni entre las tumbas de los
Earnshaw. Se abrió una fosa en un verde rincón del cementerio.
El muro es tan bajo por aquel lado, que los brezos y los
arándanos trepan sobre él y se inclinan sobre la tumba. Su
esposo yace ahora en el mismo sitio, y una sencilla lápida con
una piedra gris al pie cubre la sepultura de cada uno.
231
C A P Í T U L O XVII
El día del entierro fue el único que hizo bueno aquel mes, hasta
el anochecer. El viento cambió de dirección y empezó a llover y
luego a nevar. Al otro día resultaba increíble que hubiéramos
disfrutado ya tres semanas de buena temperatura. Las flores
quedaron ocultas bajo la nieve, las alondras enmudecieron y las
hojas tempranas de los árboles se ennegrecieron, como si
hubieran sido heridas de muerte. ¡Aquella mañana transcurrió
más lúgubre y triste! El señor no salió de su habitación. Yo me
instalé en la solitaria sala, con la niña en brazos, y mientras le
mecía miraba caer la nieve a través de la ventana. De pronto, la
puerta se abrió y entró una mujer jadeando y riéndose. Me
enfurecí y me asombré. Imaginando al principio que era una de
las criadas grité:
—¡Silencio! ¿Qué diría el señor Linton si te oyese reír ahora?
—Perdona —contestó una voz que me era conocida—; pero sé
que Eduardo está acostado y no he podido contenerme.
Mientras hablaba, se acercó a la lumbre, apretándose los
costados con las manos.
—He volado más que corrido desde las Cumbres aquí —
continuó—, y me he caído no sé cuántas veces. Ya te lo
explicaré todo. Únicamente quiero que ordenes que enganchen
el coche para irme a Gimmerton y que me busquen algunos
vestidos en el armario.
232
La recién llegada era la esposa de Heathcliff. El cabello le caía
sobre los hombros y estaba empapada en agua y la cubrían
aún algunos copos de nieve. Llevaba el vestido que solía usar
de soltera: un vestido escotado, con manga corta, y no tenía
cubierta la cabeza ni abrigado el cuello. En los pies calzaba
unas leves chinelas. Para colmo, tenía una herida en el cuello
junto a la oreja, aunque no sangraba, porque el frío coagulaba
la sangre, y su rostro estaba blanco como el papel y lleno de
arañazos y de contusiones.
—¡Oh, señorita! —exclamé. —No ordenaré nada ni la escucharé
hasta que no se haya cambiado esa ropa mojada. Además,
esta noche no irá usted a Gimmerton. De modo que no hace
falta enganchar el coche.
—Me iré aunque sea a pie —repuso. —Respecto a mudarme,
está bien.
Mira cómo sangro ahora por el cuello. Con el calor, me duele.
Hasta que no mandé disponer el carruaje y encargué a una
criada que preparase ropas se negó a que la atendiese y le
curase la herida. Cuando todo estuvo hecho, se sentó al fuego
ante una taza de té y dijo:
—Siéntate, Elena. Quítame de delante la niña de Catalina. No
quiero verla. No creas que no me ha afectado la muerte de mi
cuñada. He llorado por ella como el que más. Nos separamos
enfadadas y no me lo perdono. Esto bastaría para que no
233
pudiese querer a ese ser dichoso. Mira lo que hago con lo único
que llevo de él.
Arrancó de sus dedos una alianza de oro y la tiró.
—Quiero pisotearla y quemarla luego —dijo con rabia pueril. Y
arrojó el anillo a la lumbre.
—¡Así! Ya me comprará otro si logra encontrarme. Es capaz de
venir con tal de perturbar a Eduardo. No me atrevo a quedarme
por temor a que acuda esa idea a su malvada cabeza. Además,
Eduardo no se ha portado bien, ¿no es cierto? Sólo por absoluta
necesidad me he refugiado aquí. Si me hubieran dicho que
estaba levantado, me habría quedado en la cocina para
calentarme y pedirte que me llevases lo más necesario, a fin de
huir de mi..., ¡de ese maldito demonio hecho hombre! ¡Estaba
furioso! ¡Si llega a cogerme! ...
Siento que Earnshaw no sea más fuerte que él, porque, en ese
caso, no me hubiera marchado hasta ver cómo le acogotaba.
—Hable más despacio, señorita —interrumpí. —De lo contrario,
se le va a caer el pañuelo que le he puesto y va a volver a
sangrarle ese corte. Beba el té, respire y no se ría tanto. No va
bien ni con su estado ni con lo ocurrido en esta casa.
—Tienes razón —repuso. —Pero oye cómo llora esa niña. Haz
que se la lleven por una hora, que es lo que pienso estar aquí.
Llamé a una criada, le entregué la pequeña y pregunté a Isabel
qué era lo que le había decidido a abandonar Cumbres
234
Borrascosas en una noche como aquella y por qué no quería
quedarse.
—Debiera y quisiera hacerlo para atender y consolar a Eduardo
y cuidar de la niña, ya que ésta es mi verdadera casa. Pero
Heathcliff no me dejaría.
¿Crees que soportaría el saber que yo estaba tranquila y que
aquí reinaba la paz? ¡Se apresuraría a venir a perturbarnos!
Estoy segura de que me odia tanto, que no puede tolerar mi
presencia. Cada vez que me ve, los músculos de su cara se
contraen en una expresión de odio. Ahora bien: como no puede
soportarme, estoy segura de que no va a perseguirme a través
de toda Inglaterra. Así, pues, debo irme muy lejos. Ya no deseo
que me mate, prefiero que se mate él. Ha conseguido extinguir
mi amor. Ahora me siento libre. Sólo puedo recordar cómo le
amaba, pero de un modo vago, y aún imaginar cómo le amaría
si... Pero no; aunque me hubiese adorado, no habría dejado de
mostrar su infernal carácter. Sólo un gusto tan pervertido como
el de Catalina podía llegar a tener afecto hacia este hombre.
¡Qué monstruo! Quisiera verle completamente borrado del
mundo y de mi recuerdo.
—Vamos, calle —le dije. —Sea más compasiva. Es un ser
humano, al fin.
Hay otros peores que él.
—No es un ser humano —repuso— y no tiene derecho a que le
compadezca. Le entregué mi corazón, y después de
235
desgarrármelo me lo ha tirado a la cara. Los humanos sentimos
con el corazón, Elena; y desde que desgarró el mío no me es
posible sentir nada hacia él, ni sentiría nada, mientras él no
muera, aunque llorase lágrimas de sangre. ¡No, ya no soy capaz
de sentir!
Isabel rompió a llorar; pero se secó las lágrimas
inmediatamente y continuó:
—Te diré por qué tuve que huir. Llegué a excitar su ira hasta un
extremo que sobrepasó su infernal prudencia y se entregó a
violencias contra mí. Al ver que había logrado exasperarle sentí
cierta satisfacción; luego despertó en mí el instinto de
conservación y hui. ¡Ojalá no vuelva a caer en sus manos de
nuevo!
»Como supondrás —continuó—, el señor Earnshaw se proponía
ir al entierro. No bebió, quiero decir que sólo se emborrachó a
medias, así estuvo hasta las seis, en que se acostó. A las doce
se levantó con lo que se llama la resaca de la embriaguez; de un
humor de perros, por tanto, y con tanta gana de ir a la iglesia
como al baile. De modo que se sentó al fuego y empezó a
beber. Heathcliff, ¡me escalofría pronunciar su nombre!, casi no
apareció por casa desde el domingo. No sé si le daban de
comer los ángeles o quién. Pero con nosotros no come hace una
semana. Al apuntar el alba se encerraba en su habitación,
¡como si temiese que alguien buscara su agradable compañía!,
y allí se entregaba a fervientes plegarias.
236
»Pero te advierto que el dios que invocaba es sólo polvo y
ceniza, y al invocarle lo confundía de extraña manera con el
propio demonio que le engendró a él. Terminadas estas
magníficas oraciones, que duraban hasta enronquecer y
ahogársele la voz en la garganta, se iba inmediatamente
camino de la Granja. ¡Cómo que me extraña que Eduardo no le
haya hecho vigilar por un alguacil! Por mi parte, aunque lo de
Catalina me entristecía mucho, me sentía como si tuviese una
fiesta al disfrutar de tal libertad. Así que recuperé mis energías
hasta el punto de poder escuchar los sermones de José sin
echarme a llorar y de poder andar por la casa con más
seguridad de la acostumbrada. José y Hareton son detestables
hasta el punto de que la horrible charla de Hindley me resultaba
mejor que estar con ellos.
»Cuando Heathcliff está en casa —siguió diciendo Isabel—,
muchas veces tengo que reunirme con los dos en la cocina,
para no morirme de hambre y para no tener que vagar a solas
por las lóbregas y solitarias habitaciones. En cambio, ahora que
no estaba, pude permanecer tranquilamente sentada ante una
mesa al lado del hogar, sin ocuparme del señor Earnshaw, que
a su vez no se preocupa de mí. Ahora está más tranquilo que
antes, aunque más huraño aún, y no se enfurece si no se le
provoca. José asegura que Dios le ha tocado el corazón y que
se ha salvado por la prueba del fuego. Pero, en fin, eso no me
importa. Anoche estuve en mi rincón leyendo hasta cerca de las
doce. Me asustaba el irme arriba. Afuera se sentía la ventisca.
237
Yo pensaba en el cementerio y en la fosa recién abierta. Tan
pronto como separaba los ojos del libro, la escena acudía a mi
imaginación. En cuanto a Hindley, estaba sentado delante de
mí, y acaso pensara en lo mismo. Cuando estuvo
suficientemente embriagado, dejó de beber y permaneció dos o
tres horas sin despegar los labios. En la casa no se oía otro
rumor que el del viento batiendo en las ventanas, el chirrido de
la lumbre y el chasquido que yo hacía a veces al despabilar la
vela. Hareton y José se debían de estar durmiendo. Me sentía
muy triste, y de cuando en cuando suspiraba profundamente.
De pronto, en medio del silencio, se sintió el ruido del picaporte
de la cocina. Sin duda, la tempestad había hecho regresar a
Heathcliff más pronto de lo habitual. Pero como aquella puerta
estaba cerrada con llave, hubo de desistir, y le sentimos dar la
vuelta para entrar por la otra. Me levanté, casi sin poder
sofocar la exclamación que acudía a mis labios, lo que hizo que
mi compañero se volviera y me mirara.
»—Si no tiene usted nada que objetar —me dijo—, haré
aguardar a Heathcliff cinco minutos.
»—Por mí puede usted hacerle esperar toda la noche — repuse.
—¡Ea, eche la llave y corta el cerrojo!
»Earnshaw lo efectuó así antes de que el otro llegase a la
puerta principal. Luego acercó su silla a la mesa, y me miró
como si quisiese hallar en mis ojos un reflejo del ardiente odio
que llameaba en los suyos. Claro está que como él en aquel
momento tenía la expresión y los sentimientos de un asesino, no
238
pudo hallar completa correspondencia en mi mirada; pero, aun
así, encontró en ella lo suficiente para animarle.
»—Usted y yo —expuso— tenemos cuentas que arreglar con el
hombre que está ahí fuera. Si no fuésemos cobardes,
podríamos ponernos de acuerdo para la venganza. ¿Es usted
tan mansa como su hermano y está dispuesta a sufrir
eternamente sin intentar desquitarse?
»—Estoy harta de aguantarle —repliqué—; pero emplear la
traición y la violencia es exponerse a emplear un arma de dos
filos con la que puede herirse el mismo que la maneja.
»—¡La traición y la violencia son los medios que han de utilizarse
con quien los emplea! —gritó Hindley. Señora Heathcliff, no
necesito de usted, sino que no intervenga ni grite. ¿Se siente
capaz de hacerlo? Creo que debiera usted experimentar tanto
placer como yo en asistir a la muerte de ese demonio. Él
acarreará, de lo contrario, la muerte de usted y la ruina mía.
¡Maldito sea!
¡Está llamando a la puerta como si fuera el amo! Prométame
estar callada, y antes de que dé la una aquel reloj, y sólo faltan
tres minutos, habrá quedado usted libre de ese hombre.
»Hablando así sacó el arma que te he descrito en otra ocasión,
Elena, y se dispuso a apagar la vela, pero yo se lo impedí.
»—No callaré —le dije. —No lo toque. ¡Deje la puerta cerrada,
pero no le haga nada!
239
» ¡Estoy resuelto, y cumpliré lo que me propongo! —exclamó
Hindley.
—Haré justicia a Hareton y un favor a usted misma, aunque no
quiera. Y ni siquiera tiene usted que preocuparse de salvarme.
Catalina ya no vive, y nadie tiene por qué avergonzarse de mí.
Ha llegado el momento de acabar.
»Tan fácil como con él me hubiera sido luchar con un oso o
razonar con un perturbado. Sólo me quedaba una solución:
correr a la ventana y avisar a la presunta víctima.
»—Mejor será que no insistas en entrar —le dije desde la
ventana. — Si lo haces, el señor Earnshaw está dispuesto a
pegarte un tiro.
»—Más te valdría abrirme la puerta —replicó Heathcliff,
añadiendo algunas galantes expresiones que más vale no
repetir.
»—Bien; pues allá tú —repliqué. —Yo he hecho lo que debía.
Ahora, entra, y que te mate si quiere.
»Cerré la ventana y me volví junto al fuego, sin afectar por su
suerte una hipócrita ansiedad que estaba muy lejos de sentir.
Earnshaw, furioso, me increpó con violencia, acusándome de
cobarde y diciéndome que aún amaba al villano. Pero en lo que
yo pensaba en el fondo, sin sentir remordimiento alguno de
conciencia, era en lo muy conveniente que sería para Earnshaw
que Heathcliff le librara del peso de la vida y en lo muy
conveniente que sería para mí que Hindley me librase de
240
Heathcliff. Mientras yo reflexionaba sobre estos temas, el cristal
de la ventana saltó en pedazos, y a través del agujero apareció
el negro rostro de aquel hombre. Pero como el marco era
demasiado estrecho para que pasase, sonreí, pensando que me
hallaba a salvo de él. Heathcliff tenía el cabello y la ropa
cubiertos de nieve, y sus dientes, agudos como los de un
caníbal, brillaban en la oscuridad.
»—Ábreme, Isabel, o te arrepentirás —rugió él, bufando, como
decía José.
»—No quiero cometer un crimen —repuse. —El señor Hindley te
espera con un cuchillo y una pistola.
»—Ábreme la puerta de la cocina —respondió.
»—Hindley llegará antes que yo —alegué. —¡Poco vale ese amor
que tienes hacia Catalina, cuando no arrostras por él un poco
de nieve! En tu lugar, Heathcliff, yo iría a tenderme sobre su
tumba como un perro fiel. ¿No es verdad que ahora te parece
que no vale la pena vivir? Me has hecho comprender que
Catalina era la única alegría de tu vida. No sé cómo vas a poder
existir sin ella.
»—¡Ah! —exclamó Hindley, dirigiéndose hacia mí. —¿Está ahí
Heathcliff?
Si logro sacar el brazo, podré...
»Temo que me consideres como una malvada, Elena. El caso es
que yo no hubiera contribuido a que atentaran a la vida de
241
aquel hombre por nada del mundo. Pero confieso que
experimenté una desilusión cuando alargó el brazo hacia
Earnshaw a través de la ventana y le arrancó el arma.
»Al hacerlo, la pistola se disparó y el cuchillo se cerró,
clavándose en la mano de su propio dueño. Heathcliff se lo
quitó a viva fuerza, sin cuidarse de que, al hacerlo, el filo
desgarraba la carne de Hindley. Después, con una piedra
rompió las maderas de la ventana y pudo pasar. Su adversario,
agotado por el dolor y por la pérdida de sangre, había caído
desvanecido. El miserable le pateó y pisoteó y le golpeó
fuertemente la cabeza contra el suelo, mientras me sujetaba
con la otra mano para impedirme que llamara a José. Le costó
un verdadero esfuerzo no rematar a su enemigo. Al fin, ya sin
aliento, lo arrastró y comenzó a vendarle la herida con
movimientos brutales, maldiciéndole y escupiéndole a la vez
con tanta violencia como antes lo había pateado. Entonces, al
soltarme, corrí a buscar al viejo, quien me comprendió
enseguida y bajó las escaleras de dos en dos.
»— ¿Qué pasa? —preguntó.
»Pasa que tu amo está loco —respondió Heathcliff—, y que,
como siga así, le haré encerrar en un manicomio. Y tú, perro,
¿cómo es que me has cerrado la puerta? ¿Qué rezongas ahí?
¡Ea!, no voy a ser yo quien le cure. Lávale eso, y ten cuidado con
las chispas de la bujía. Ten en cuenta que la mitad de sangre de
este hombre está convertida en aguardiente.
242
»Heathcliff le dio un empellón hacia el herido y le arrojó una
toalla; pero José, en vez de ocuparse de la cura, empezó a
recitar una oración tan extravagante, que no pude contener la
risa. Yo me hallaba en tal estado de insensibilidad, que nada
me conmovía. Me pasaba lo que a algunos condenados al pie
del cadalso.
»—¿Con qué le ha asesinado usted? —exclamó José. —¡Y que yo
tenga que asistir a semejante cosa! ¡Dios quiera que...!
» ¡Me había olvidado de ti! —dijo el tirano. —Vaya, encárgate de
eso. ¡Al suelo! Conque ¿también tú conspiras con él contra mí,
víbora? ¡Cúrale!
»Me sacudió hasta hacerme rechinar los dientes, y me arrojó
junto a José. Éste, sin perder la serenidad, terminó de rezar y
después se levantó, anunciando su decisión de dirigirse a la
Granja. Decía que el señor Linton, como magistrado que era, no
dejaría de intervenir en el asunto, aunque se le hubiesen muerto
cincuenta mujeres. Tan empeñado se manifestó en su
resolución, que a Heathcliff le pareció que era oportuno que yo
relatase lo sucedido, y a fuerza de insidiosas preguntas, me hizo
explicar cómo se habían desarrollado las cosas. No obstante,
costó mucho convencer al viejo de que el agresor no había sido
Heathcliff. Al fin, cuando apreció que el señor Earnshaw no
había muerto, le dio un trago de aguardiente, y entonces
recobró Hindley el conocimiento. Heathcliff, comprendiendo
que su adversario ignoraba los malos tratos de que había sido
objeto mientras se hallaba desmayado, le increpó, llamándolo
243
alcoholizado y delirante; le dijo que olvidaría la atroz agresión
que había perpetrado contra él y le recomendó que fuese a
dormir. Después nos dejó solos, y yo me fui a mi habitación,
encantada de haber salido tan bien librada de aquellos sucesos.
»Cuando bajé esta mañana, a eso de las once, el señor
Earnshaw estaba sentado junto al fuego, muy enfermo en
apariencia. Su ángel malo estaba a su lado, y parecía tan
decaído como el mismo Hindley. Comí con apetito a pesar de
todo, y no dejaba de experimentar cierta sensación de
superioridad al sentir la conciencia tranquila, cada vez que
miraba a uno de los dos. Al acabar, me aproximé al fuego —
libertad inusitada en mí—, dando vuelta por detrás del señor
Earnshaw, y me acurruqué en un rincón detrás de su silla.
»Heathcliff no me miraba, y yo pude entonces examinarle a mi
sabor. Tenía contraída la frente, esa frente que antes me
pareciera tan varonil y ahora me parecía tan diabólica. Sus ojos
habían perdido su brillo como consecuencia del insomnio y
acaso el llanto. Sus labios cerrados, carentes de su habitual
expresión sarcástica, delataban una profunda tristeza. Aquel
dolor, en otro, me hubiera impresionado.
Pero se trataba de él, y no pude resistir el deseo de arrojar un
dardo al enemigo caído. Sólo en aquel momento de debilidad
podía permitirme la satisfacción de devolverle parte del mal
que me había hecho.
244
—¡Oh, qué vergüenza, señorita! —interrumpí. —Cualquiera
pensaría que no ha abierto usted una Biblia en su vida. Le debía
bastar con ver cómo Dios humilla a sus enemigos. No está bien
añadir el castigo propio al enviado por Dios.
—En principio estoy de acuerdo, Elena —me contestó—; pero en
aquel caso, el mal de Heathcliff no me satisfacía si yo no
intervenía en él. Hubiera preferido que sufriera menos, pero que
sus sufrimientos se debieran a mí. Sólo llegaría a perdonarle si
lograra devolverle, uno a uno, todos los sufrimientos que me ha
producido. Ya que fue él el primero en afrentarme, que fuera él
el primero en pedirme perdón. Y entonces puede que me fuera
también dable mostrarme generosa. Pero como no me puedo
vengar por mí misma, tampoco me será posible concederle el
perdón.
»Hindley pidió agua, y al dársela le pregunté cómo se
encontraba.
»—No tan mal como yo quisiera —repuso. —Pero, aparte del
brazo, me duele todo el cuerpo como si hubiese luchado con
una legión de demonios.
»—No, me asombra —contesté. —Catalina solía decir que ella
mediaba entre usted y Heathcliff para impedir cualquier daño
físico. Afortunadamente, los muertos no se levantan de sus
tumbas; pues, si no, ella hubiese asistido ayer a una escena que
le hubiese repugnado bastante. ¿No se siente usted molido
como si le hubieran magullado las carnes?
245
—¿Qué me quiere usted decir? —inquirió Hindley. —¿Es posible
que ese hombre me golpeara cuando yo yacía sin sentido?
»—Le pateó, le pisoteó y le golpeó contra el suelo — respondí. —
Por su gusto le hubiera desgarrado con sus propios dientes.
Sólo es hombre en apariencia. En lo demás, es un demonio.
»Los dos miramos el rostro de nuestro enemigo. Pero él,
abstraído en su dolor, no reparaba en nada. En su cara se
pintaba el siniestro sesgo de sus pensamientos.
»—¡Iría con gusto al infierno con tal que Dios me diese fuerzas
para estrangularle antes de morir! —gimió Earnshaw,
intentando levantarse y volviendo a desplomarse enseguida,
desesperado al comprender su impotencia para atacarle.
»—Basta con que haya matado a uno de ustedes —comenté yo
en voz alta.
—Todos en la Granja saben que su hermana viviría aún a no ser
por Heathcliff. A fin de cuentas, su odio vale más que su amor.
Cuando me acuerdo de lo felices que éramos Catalina y todos
antes de que él apareciera, siento deseos de maldecir aquel día.
»Seguramente Heathcliff reconoció cuan verdadero era lo que
yo decía, sin reparar en el hecho de que fuera yo quien lo
aseverara. Un raudal de lágrimas cayó de sus ojos, y después
suspiró ruidosamente. Yo le miré y me eché a reír
desdeñosamente. Sus ojos, esos ojos que parecen ventanas del
infierno, se dirigieron un momento hacia mí, pero estaba tan
abatido, que no temí en absoluto volver a reírme.
246
»—Quítate de delante —me dijo, o más bien creí entenderle,
puesto que sólo hablaba de modo inarticulado.
»—Perdona —repliqué—; pero yo quería a Catalina, y ahora que
ya no vive, debo ocuparme de su hermano... Hindley tiene sus
mismos ojos, que tú has amoratado a golpes, y...
»—¡Levántate, imbécil, si no quieres que te mate de un puntapié!
—gritó él, iniciando un movimiento. Yo inicié otro,
preparándome a huir.
»—Si la pobre Catalina —seguí diciendo, sin dejar de
mantenerme alerta
— se hubiese casado contigo y adoptado el grotesco y
degradante nombre de señora de Heathcliff, pronto la hubieras
puesto como a su hermano. Sólo que ella no lo hubiera
soportado y te habría dado pruebas palpables de ello...
»Como Earnshaw estaba entre él y yo, no pretendió cogerme.
Pero asió un cuchillo que había en la mesa y me lo tiró a la cara.
Me dio junto a la oreja. Le contesté con una injuria que debió de
llegarle más adentro que a mí el cuchillo, y gané la puerta. Lo
último que vi fue a Earnshaw intentando detenerle y a ambos
cayendo enlazados ante el hogar. Al pasar por la cocina dije a
José que se apresurara a auxiliar a su amo. Tropecé con
Hareton, que jugaba en una silla con unos cachorrillos, y me
lancé, feliz como un alma que huye del purgatorio, cuesta abajo
por el áspero camino. Después corrí a campo traviesa hacia la
247
luz que brillaba en la Granja. Preferiría ir al infierno para toda la
eternidad antes que volver a Cumbres Borrascosas.
Isabel calló, tomó té, se levantó, se puso un chal y un sombrero
que le trajimos, se subió a una silla para besar los retratos de
Catalina y Eduardo, y sin atender mis súplicas de que se
quedase siquiera una hora más, se fue en el coche,
acompañada de Fanny, gozosa de haber vuelto a reunirse con
su dueña. No volvió más; pero desde entonces se escribió
periódicamente con el señor. Creo que se instaló en el Sur, cerca
de Londres. A los pocos meses dio a luz a un niño, al que puso el
nombre de Linton, y que, según nos comunicó, era una criatura
caprichosa y enfermiza.
El señor Heathcliff me encontró un día en el pueblo y quiso
saber dónde vivía Isabel. Yo me negué a decírselo y él no se
preocupó mucho de insistirme, aunque me advirtió que se
guardase bien de volver con su hermano, porque no la dejaría
vivir con él. No obstante, probablemente por algún otro criado,
logró descubrir el domicilio de su esposa, si bien no la molestó,
lo que ella achacaría probablemente al odio que le inspiraba.
Solía preguntarme por el niño cuando me veía, y al saber el
nombre que le habían dado, exclamó:
—Por lo visto se proponen que yo odie al chico también...
—Creo que lo único que desean es que usted no se ocupe de él
para nada
—respondí.
248
—Pues que no se olviden de que, cuando yo quiera, le traeré
conmigo.
Afortunadamente, Isabel murió cuando el muchacho contaba
unos doce años de edad.
El día que siguió a la inesperada visita de Isabel no tuve
ocasión de hablar con el amo. Él eludía toda conversación y yo
no me sentía con humor de hablar. Cuando al fin le conté la
fuga de su hermana, manifestó alegría, porque odiaba a
Heathcliff tanto como se lo permitía la dulzura de su carácter.
Tanta aversión sentía hacia su enemigo, que dejaba de acudir a
los sitios donde existía la posibilidad de verle o de oír hablar de
él. Dimitió su cargo de magistrado, no iba a la iglesia, no
pasaba por el pueblo y vivía recluido en casa, sin salir más que
para pasear por el parque, llegarse hasta los pantanos o visitar
la tumba de su esposa. Y aun esto lo hacía a horas en que no
fuera fácil encontrar a nadie. Pero era tan bueno, que no podía
ser siempre desgraciado. Con el tiempo se resignó y hasta le
invadió una melancolía suave. Conservaba celosamente el
recuerdo de Catalina y esperaba reunirse con ella en el mundo
mejor al que no dudaba que había ido.
No dejó de encontrar consuelo en su hija. Aunque los primeros
días pareció indiferente a ella, esa frialdad acabó fundiéndose
como la nieve en abril, y aun antes de que la niña supiese andar
ni hablar reinaba en su corazón despóticamente. Se la bautizó
con el nombre de Catalina; pero él nunca la llamó así, sino Cati.
249
En cambio, a su esposa nunca le había dado tal nombre, tal vez
porque Heathcliff lo hacía.
Creo que quería más a su hija porque le recordaba a su esposa
que por ser hija suya.
Al comparar su caso con el de Hindley, yo no lograba
comprender bien cómo ambos en un mismo caso habían
seguido tan opuestos caminos. Hindley, que parecía más fuerte,
había manifestado ser más débil. Al hundirse el barco que
capitaneaba, abandonó su puesto, dejándolo entregado a la
confusión, mientras Linton, al contrario, había confiado en Dios
y demostrado el valor de un corazón leal y fiel. Este esperó y el
otro había desesperado. Cada cual eligió su propia suerte y
recibió la justa recompensa de sus respectivas actitudes. En fin,
señor Lockwood: no creo que usted necesite para nada mis
deducciones morales, que sabrá sacar por cuenta propia.
Earnshaw acabó como era de suponer. A los seis meses de
morir su hermana, falleció él. En la Granja supimos muy poco de
su estado. Fue el señor Kennett quien nos lo comunicó.
—Elena —dijo una mañana temprano, entrando en el patio a
caballo—,
¿quién crees que ha muerto?
—¿Quién? —exclamé, temblando.
—Adivina —contestó—, y coge la punta de tu delantal; te va a
ser necesario.
250
—Seguramente no se trata del señor Heathcliff —repuse. —
¿Ibas a llorar por él? No, Heathcliff está robusto y fuerte, en
apariencia al menos. Le he visto ahora mismo. Por cierto que ha
engordado mucho desde que perdió a su amiga.
—¿Quién ha muerto, pues, señor Kennett? —dije, impaciente.
—¡Hindley Earnshaw! Tu viejo amigo y malvado compañero mío.
No se ha portado bien conmigo últimamente, pero... Ya te dije
que llorarías. ¡Pobre muchacho! Murió, según era de esperar,
borracho como una cuba. Lo he sentido. Siempre se lamenta la
falta de un camarada... ¡Aunque me haya hecho muchas más
perrerías de las que puedas imaginarte! Y el caso es que sólo
tenía tu edad: veintisiete años. ¡Cualquiera lo diría!
Ese golpe me impresionó más que la muerte de Catalina.
Antiguos recuerdos se agolpaban en mi corazón. Me senté en el
umbral de la puerta, dije al señor Kennett que buscase otro
criado que le anunciase, y rompí a llorar. Me preocupaba mucho
pensar si Hindley habría fallecido de muerte natural o no, y a
tanto llegó mi inquietud sobre ello, que pedí permiso al amo
para ir a Cumbres Borrascosas. El señor Linton no quería; pero
yo le hice comprender que mi hermano de leche tenía tanto
derecho como el propio señor a mis atenciones póstumas, y
que Hareton era sobrino de su esposa, por lo que él debía
instituirse en tutor suyo a falta de más cercanos parientes,
examinar la herencia y ver cómo andaban los asuntos de su
difunto cuñado. Al fin me encargó que viese a su abogado y me
dio permiso para ir a las Cumbres. El abogado lo había sido
251
también de Earnshaw. Cuando le hablé de aquello y le pedí que
me acompañase, me contestó que valdría más dejar en paz a
Heathcliff, y que la situación de Hareton era poco más o menos
la de un mendigo.
—El padre ha muerto cargado de deudas —me explicó—. Toda
la herencia está hipotecada, y lo mejor para Hareton será que
procure ganarse el cariño del acreedor de su padre.
Al llegar a las Cumbres encontré a José muy afectado, y me
expresó su satisfacción por mi llegada. El señor Heathcliff dijo
que mi presencia no era precisa; pero que me quedase, si me
parecía bien, y que ordenase lo necesario para el sepelio.
—En realidad, ese loco debía ser enterrado sin ceremonia
alguna al borde de un camino —dijo. Ayer le dejé sólo diez
minutos por casualidad, y en el intervalo me cerró la puerta y se
pasó la noche bebiendo hasta que se mató. Esta mañana, al oír
que resoplaba como un caballo, tuvimos que saltar la
cerradura. Estaba tendido sobre el banco, y no hubiera
despertado aunque le desollásemos. Envié a buscar a Kennett;
pero antes de que viniera, ya la bestia se había convertido en
carroña. Estaba muerto, rígido y helado, y no se podía hacer
nada por él.
El viejo criado confirmó el relato, pero agregó:
—Habría valido más que hubiera ido él a buscar al médico. Yo
habría atendido al amo mejor. Cuando me fui no había muerto
aún.
252
Insistí en que el entierro debía ser solemne. Heathcliff me
autorizó a organizarlo como quisiera, aunque recordándome
que tuviera en cuenta que el dinero que se gastara había de
salir de su bolsillo. Se mostraba indiferente y duro. Podía
apreciarse en él algo como la satisfacción de quien ha
terminado un trabajo con éxito. Hasta en un momento dado,
creí notar en él un principio de exaltación. Fue cuando sacaban
el ataúd de la casa. Acompañó al duelo.
¡Hasta ese punto extremó su hipocresía!
Le vi sentar a Hareton a la mesa y murmurar como complacido:
—¡Vaya, chiquito, ya eres mío! Si la rama crece tan torcida
como el tronco, con el mismo viento la derribaremos.
El pequeño pareció alegrarse de aquellas palabras, agarró las
patillas de Heathcliff y le dio palmaditas en la cara.
Pero yo comprendí bien lo que Heathcliff quería decir, y advertí:
—Este niño debe venir conmigo a la Granja de los Tordos. No
hay cosa en el mundo sobre la que tenga usted menos derecho
que sobre este pequeño.
—¿Lo ha dicho Linton? —me preguntó.
—Sí; me ha ordenado que me lo lleve —repuse.
—Bueno —respondió el villano. —No quiero discusiones sobre el
asunto. Pero me siento inclinado a ver qué maña me doy para
educar a un niño. Así que si os lleváis a ese haré venir conmigo
al mío. Díselo a tu amo.
253
Con esto nos dejó imposibilitados de obrar. Repetí sus palabras
a Eduardo Linton, y éste, que por su parte no sentía gran interés
en ello, no volvió a hablar del tema para nada.
Ahora, el antiguo huésped de Cumbres Borrascosas se había
convertido en su dueño. Tomó posesión definitiva, probando
legalmente que la finca estaba hipotecada, ya que Hindley
había ido estableciendo hipotecas sucesivas sobre toda la
propiedad. El acreedor era el propio Heathcliff. Y por eso
Hareton, que debía ser el hombre más acomodado de la región,
está sometido ahora al enemigo de su padre, y vive como un
criado en su propia casa, aunque sin recibir salario alguno, e
incapaz de volver por sus fueros, ya que ignora el atropello de
que ha sido víctima.
254
C A P Í T U L O XVIII
Los doce años que siguieron a aquella triste época —prosiguió
diciendo la señora Dean— fueron los más dichosos de toda mi
vida. Mis únicas preocupaciones consistían en las pequeñas
enfermedades que sufría la niña, como todo niño padece, sea
rico o pobre. A los seis meses empezó a crecer como un pino y
andaba y hasta hablaba a su manera antes que las plantas
floreciesen dos veces sobre la tumba de la señora Linton. Era el
más hechicero ser que haya alegrado jamás una casa desolada.
Tenía los negros ojos de los Earnshaw, y la blanca piel y los
rubios cabellos de los Linton. Su carácter era altivo, pero no
brusco, y su corazón sensible y afectuoso en extremo. No se
parecía a su madre. Era dulce y mansa como una paloma. Tenía
la voz suave y la expresión pensativa. Jamás se enfurecía por
nada. Empero es preciso confesar que contaba entre sus
cualidades algunos defectos. Ante todo, su tendencia a
mostrarse insolente y la torcida manera de ser que todo niño
mimado, sea bueno o malo, demuestra. Si alguno la
contrariaba, salía siempre con lo mismo: «Se lo diré a papá»
Cuando él la reprendía, aunque sólo fuese con un gesto, ella
consideraba el suceso como una terrible desgracia. Pero me
parece que el señor no le dirigió jamás una palabra áspera. El
mismo se preocupó de instruirla. Afortunadamente, era
inteligente y curiosa, y aprendió muy deprisa.
255
A los trece años de edad aún no había cruzado ni una sola vez
el recinto del parque sin ir acompañada. En alguna ocasión el
señor Linton se la llevaba a pasear a dos o tres kilómetros de
distancia, pero no la confiaba a nadie más. Para la niña, la
palabra Gimmerton no quería decir nada. No había entrado en
otra casa que en la suya, no siendo en la iglesia. Para ella no
existían ni Cumbres Borrascosas ni el señor Heathcliff. Vivía en
perfecta reclusión y parecía contenta de su estado. A veces,
mientras miraba el paisaje desde la ventana, me preguntaba:
—Elena, ¿cuánto se tardaría en llegar a lo alto de aquellos
montes? ¿Y sabes tú que hay al otro lado? ¿Allí está el mar?
—No, señorita —contestaba yo. Hay otros montes iguales.
—¿Qué aspecto tienen esas rocas doradas cuando se está junto
a ellas? — me preguntó un día.
El despeñadero del risco de Penniston atraía mucho su
atención, sobre todo cuando el sol poniente bañaba su cima
dejando en penumbra el resto del panorama. Yo le dije que eran
áridas masas de piedra, entre cuyas grietas crecía algún que
otro árbol raquítico.
—¿Y cómo brillan tanto después de oscurecer? —siguió
preguntando.
—Porque están mucho más altas que nosotros –repuse. —Usted
no podría subir a esas rocas, son demasiado abruptas y altas.
En invierno nieva allí antes que en sitio alguno. Hasta en pleno
verano he hallado nieve yo en una grieta que hay al nordeste.
256
—Si tú has estado —dijo, regocijada—, también yo podré ir
cuando sea mayor. ¿Papá ha estado allí, Elena?
—Su papá le diría —me apresuré a contestar— que ese sitio no
merece la pena de visitarlo. El campo por donde pasea usted
con él es mucho más hermoso, y el parque de esta casa es el
sitio más bonito del mundo.
—Pero yo conozco el parque, y ese sitio no —murmuró ella
como para sí.
—¡Cuánto me gustaría mirar desde lo alto de aquella cumbre!
Tengo que ir alguna vez en mi jaquita Minny.
Una de las criadas le habló un día de la Cueva Encantada. Esto
le interesó tanto, que no hizo más que marear al señor Linton
con su insistencia en ir a visitarla. Él le prometió que la
complacería cuando fuera mayor. Pero la niña contaba su edad
de mes en mes, y frecuentemente preguntaba:
— ¿Soy ya bastante grande?
Mas Eduardo no tenía deseo alguno de ir, porque el camino
pasaba cerca de Cumbres Borrascosas, y esto no le placía.
Solía, pues, contestar:
—Aún no, querida, aún no.
Como dije, la señora Heathcliff no vivió más que doce años
después de haber abandonado a su esposo. Su débil
constitución era un mal congénito en la familia. Ni ella ni su
hermano disfrutaban de la robustez que es común en la
257
comarca. No sé de qué murió, pero creo que los dos de lo
mismo: una especie de fiebre lenta, que en un momento dado
consumía las energías rápidamente. Así que llegó un momento
en que escribió a su hermano para advertirle del probable
desenlace funesto a que la abocaba una enferme—dad que
venía padeciendo desde cuatro meses atrás, y le rogaba que
fuese a verla, ya que tenían que arreglar muchas cosas y
deseaba entregarle a Linton antes de morir. Esperaba que
Heathcliff dejase a Linton a cargo de su hermano como le
habían dejado a cargo de ella, y le alegraba la convicción que
albergaba de que su padre no deseaba ocuparse del niño. El
amo se apresuró a cumplir su deseo. Al irse dejó a Cati a mi
custodia, recomendándome mucho que no la dejase salir del
parque ni siquiera conmigo. No pasaba por su cerebro la idea
de que sola pudiese andar por parte alguna.
Tres semanas estuvo fuera. La niña, al principio, pasaba su
tiempo en un rincón de la biblioteca, y tan triste que no jugaba
ni leía. Pero a esta tranquilidad sucedió una etapa de inquietud.
Y como yo estaba ya algo madura y muy ocupada en mis
quehaceres, encontré un medio de que se divirtiese, sin que me
molestase. Le enviaba a pasear por la finca, a caballo o a pie, y
cuando volvía escuchaba pacientemente el relato de sus reales
o imaginarias aventuras.
Empezó el verano, y tanto se aficionó Cati a aquellas solitarias
excursiones, que muchas veces salía después de desayunar y
no volvía hasta la hora de la cena. Luego entretenía la velada
258
contándome fantásticas historias. Yo no temía que saliera del
parque, porque la verja estaba cerrada, y aunque se hubiese
hallado abierta, pensaba yo que ella no se arriesgaría a salir
sola. Pero desgraciadamente me equivoqué. Una mañana, a las
ocho, Cati vino a buscarme y me dijo que aquel día ella era un
mercader árabe que iba a atravesar el desierto, y que
necesitaba muchas provisiones para sí y para su caravana,
consistente en el caballo y en tres camellos. Los camellos eran
un gran sabueso y dos perros pachones. Preparé un paquete de
golosinas y lo metí en una cesta que colgué del arzón. Saltó
ligera como una sílfide sobre la jaca y partió alegremente al
trote, con su sombrero de alas anchas que la defendía contra el
sol de julio, riendo y mofándose de mis exhortaciones de que
volviera pronto y no galopara. Pero a la hora del té no volvió. El
sabueso, que era un perro viejo, poco amigo ya de tales
andanzas, regresó, mas no ella ni los dos pachones. Envié a
buscarla, y al final, viendo que nadie la encontraba, partí yo
misma, junto a los límites de la finca hallé a un campesino y le
pregunté si había visto a la señorita.
—La vi por la mañana —respondió. —Me pidió que le cortara
una vara de avellano y luego hizo saltar a su jaca por encima
del seto.
Imagínese cómo me puse al oír tal cosa. Inmediatamente
pensé que se había dirigido al risco de Penniston. Me precipité a
través de un agujero del seto que el hombre estaba arreglando,
y corrí hacia la carretera. Anduve kilómetros y kilómetros hasta
259
que avisté Cumbres Borrascosas. Y como Penniston dista dos
kilómetros de la casa de Heathcliff, y seis de la Granja, empecé
a temer que la noche caería antes de que yo llegase al risco.
«A lo mejor ha resbalado trepando por las rocas — imaginé— y
se ha matado o se ha roto un hueso»
Mi ansiedad disminuyó algo cuando, al pasar junto a las
Cumbres, distinguí a Carlitos, el más fiero de los perros que
acompañaban a Cati, tendido bajo la ventana, con la cabeza
tumefacta y sangrando por una oreja. Me dirigí a la puerta y
llamé fuertemente. Una mujer que yo conocía de Gimmerton y
que había ido a las Cumbres como sirvienta al morir Earnshaw,
me abrió:
—¿Viene usted a buscar a la señorita? —dijo. —Está aquí y no le
ha pasado nada. Pero me alegro de que el amo no haya venido.
—¿Así que no está en casa? —dije, casi sin poder respirar por la
fatiga de la carrera y por la inquietud que sentía un momento
antes.
—Él y José están fuera —repuso— y volverán dentro de una
hora poco más o menos. Pase y descansará usted.
Entré y vi a mi oveja descarriada sentada junto al hogar en una
sillita que había pertenecido a su madre cuando era niña. Había
colgado su sombrero en la pared, y al parecer estaba a sus
anchas. Reía y hablaba animadamente con Hareton —que era
entonces un arrogante mozo de dieciocho años—, y él la miraba
260
sin comprender casi nada de aquel chorro de palabras con que
le abrumaba.
—Está bien, señorita —exclamé, disimulando mi satisfacción
bajo una máscara de enfado. —Éste habrá sido el último paseo
que dé hasta que vuelva su papá. No volveré a dejarla salir de
casa sola. Es usted una niña traviesa.
—¡Ay, Elena! —gritó ella alegremente, corriendo hacia mí—. ¡Qué
bonita historia tengo para contar esta noche! ¿Cómo me has
encontrado? ¿Has estado aquí alguna vez antes de ahora?
—Póngase el sombrero y vámonos enseguida —dije. —Estoy
muy enfadada con usted, señorita Cati. No, no haga pucheritos,
que con eso no me quita usted el susto que me ha dado.
¡Cuándo pienso en cuánto me encargó el señor Linton que no
saliera usted de casa, y cómo se me ha escapado usted! No nos
fiaremos de usted nunca más.
—Pues ¿qué he hecho? —repuso ella, reprimiendo un sollozo. —
Papá no te encargó nada de lo que dices. Él no se enfada nunca
como tú.
—¡Venga, venga! —exclamé. —¡Qué vergüenza! ¡Con trece años
que tiene ya y hacer estas chiquilladas!
Le dije esto porque ella se había vuelto a quitar el sombrero y
se había escapado de mi alcance.
—No riña a la nena, señora Dean —dijo la criada. —Fuimos
nosotros los que la entretuvimos. Ella quería haber seguido su
261
camino por no causarle preocupación. Hareton se ofreció a
acompañarla, y a mí me pareció bien, porque el camino es muy
malo y muy difícil.
Entretanto, Hareton estaba en pie, con las manos en los
bolsillos, y no parecía muy satisfecho de mi aparición.
—Vamos —dije—, no me haga esperar más. Dentro de diez
minutos será ya de noche. ¿Y la jaca? ¿Y Fénix? Le advierto que
si no se apresura me marcho y la dejo a usted aquí. ¡Vamos!
—La jaca está en el patio —respondió— y Fénix encerrado. Le
han mordido a él y a Carlitos. Me proponía decírtelo, pero no te
contaré nada por haberte enfadado.
Me preparé a ponerle el sombrero; pero ella, viendo que los
demás adoptaban su partida, empezó a correr de un sitio a
otro, escondiéndose detrás de los muebles. Todos se reían de
mí, hasta que me hicieron gritar, ya enfurecida:
—¡Si usted supiera a quién pertenece esta casa, señorita Cati,
no volvería a poner los pies en ella!
—Es de su padre, ¿verdad? —preguntó ella a Hareton.
—No —replicó él, ruborizándose y apartando la vista.
No se atrevía a mirarla frente a frente. Y por cierto que ambos
tenían idénticos los ojos.
—¿Entonces, de su amo? —insistió ella.
262
Él se ruborizó más aún, profirió un juramento en voz baja y se
retiró.
—¿Quién es el amo de la casa? —preguntó la muchacha
dirigiéndose a mí.
—Este joven me ha hablado de un modo que me hizo creer que
era el hijo del propietario. No me ha llamado señorita, si es un
criado, debiera haberlo hecho.
Hareton se puso sombrío al oír aquella pueril observación. Yo
logré que ella se resolviese al fin a acompañarme.
—Tráigame el caballo —dijo la joven, hablando a su primo como
lo hubiera hecho a un mozo de cuadra. —Puede usted
acompañarme. Quiero ver aparecer al cazador fantasma del
pantano, y las hadas de que me ha hablado usted, pero
apresúrese. ¡Vamos, tráigame el caballo!
—Primero te veré condenada que ser tu criado –dijo.
—¡Cómo! —exclamó Cati sorprendida.
—Condenada he dicho, bruja insolente.
—Vea con qué buena compañía ha venido usted a encontrarse,
señorita Cati —interrumpí yo. ¡Ea!, no dispute con él. Cojamos a
Minny nosotras mismas y vayámonos.
—¿Cómo se atreve a hablarme así, Elena? —preguntó ella,
saltándosele las lágrimas. Y agregó: ¿Cómo no hace lo que le
digo? ¡Malvado! Contaré a papá lo que me ha dicho.
263
Hareton se preocupó muy poco de la amenaza. Cati se volvió a
la mujer.
—Tráigame la jaca —dijo— y suelte a mi perro inmediatamente.
—No hay que tener tantos humos, señorita —repuso la criada. —
No perdería usted nada con ser más atenta.
Yo no soy sirvienta suya, y el señor Hareton, aunque no sea hijo
del amo, es primo de usted.
—¡Mi primo! —exclamó desdeñosamente Cati.
—Sí, su primo.
—¿Cómo les permites decir esas cosas, Elena? —me interpeló
Cati. —A mi primo ha ido a buscarle a Londres papá. ¡Vaya!
¡Este mi primo! —exclamó, disgustada ante la idea de que
pudiese ser primo suyo semejante patán.
—Uno puede tener muchos primos de todas clases, señorita —
contesté yo
—, y no valer menos por ello. Con no buscar su compañía, si no
le agrada, está resuelto todo.
—No, Elena; no puede ser mi primo —insistió la joven. Y, como si
tal idea la asustase, se refugió en mis brazos.
Yo estaba muy disgustada contra ella y contra la criada por lo
que mutuamente se habían descubierto. Comprendía que
Heathcliff sería enseguida informado del regreso de Linton con
el hijo de Isabel y comprendía también que la joven no dejaría
264
de preguntar a su padre acerca de aquel primo tan hosco. En
cuanto a Hareton, que ya había reaccionado del disgusto que le
produjera ser tomado por un criado, pareció lamentar la pena
de su prima, se dirigió a ella, después de haber sacado la jaca a
la puerta, y le quiso regalar un cachorrillo de los que había en la
perrera. Ella le contempló con horror, interrumpiendo sus
lamentos para mirarle.
Semejante antipatía hacia el joven me hizo sonreír. Él, en
realidad, era un mozo bien formado, bien parecido y robusto,
aunque vistiera la ropa propia de los trabajos que hacía en la
finca. Yo creía notar en su rostro mejores cualidades que las
que su padre tuviera, cualidades que sin duda hubieran
florecido copiosamente al desarrollarse en un ambiente más
apropiado. Me parece que Heathcliff no lo había maltratado
físicamente, a lo cual era opuesto por regla general. Parecía
haber aplicado su malignidad a hacer de Hareton un bruto. No
le había enseñado a leer ni a escribir, ni le reprendía ninguna de
sus costumbres censurables, salvo las que molestaban al propio
Heathcliff. Nunca le ayudó a dar un paso hacia el bien ni a
separarse un paso del mal. José, con las adulaciones que le
dedicaba en concepto de jefe de la familia, acabó de
estropearle. Y, así como cuando Heathcliff y Catalina Earnshaw
eran niños, cargaba sobre ellos todas las culpas, hasta agotar
la paciencia del señor, ahora acusaba de todos los defectos de
Hareton al usurpador de su herencia.
265
Cuando Hareton juraba, José no le respondía. Se diría que le
complacía verle seguir el mal camino. Creía que su alma estaba
condenada; pero el pensar que Heathcliff ten—dría que
responder de ello ante el tribunal divino, le consolaba. Había
infundido al joven el orgullo de su nombre y de su alcurnia. Y le
hubiera gustado despertar en él un vivo odio hacia Heathcliff;
pero se lo impedía el temor que sentía hacia éste, por lo cual se
limitaba a dirigirle vagas amenazas proferidas entre gruñidos.
No es que yo crea estar bien informada de cómo se vivía
entonces en Cumbres Borrascosas, ya que hablo de oídas. Los
colonos aseguraban que el señor Heathcliff era más cruel y
duro para sus arrendatarios que todos los amos anteriores;
pero la casa ahora, administrada por una mujer, tenía cierto
aspecto, y las orgías de los tiempos de Hindley habían dejado
de celebrarse. El nuevo amo era harto lúgubre para gustar de
compañía alguna, ni buena ni mala, y ha seguido siendo igual
hasta ahora.
En fin: con todo esto no adelanto nada en mi historia. La
señorita Cati rechazó el regalo del cachorro y pidió sus perros.
Ambos aparecieron renqueando, y las dos, muy mohínas, nos
volvimos a casa. No pude obtener de la joven otra explicación
de sus andanzas sino que se había dirigido a la peña de
Penniston, como yo supuse, y que al pasar junto a Cumbres
Borrascosas había sido atacado su perruno cortejo por los
canes de Hareton. El combate duró bastante, hasta que sus
amos respectivos lograron imponerse.
266
Así trabaron los primos conocimiento. Cati dijo a Hareton
adónde iba, y él le sirvió de guía, mostrándole todos los
secretos de la Cueva Encantada. Mas como yo había caído en
desgracia, no tuve la fortuna de saber lo que Cati hubiera visto
en aquellos prodigiosos lugares. Pero sí noté que su
improvisado guía había sido su favorito hasta el instante en que
ella le ofendió llamándole criado, cuando la sirvienta de
Heathcliff le comunicó que era primo suyo. El lenguaje que
Earnshaw había usado para con ella la tenía hondamente
disgustada. Ella, que en la Granja era siempre «querida», «amor
mío», «ángel» y «reina», había sido injuriada por un extraño... No
podía comprender, y me costó mucho arrancarle la promesa de
que no se lo contaría a su padre. Le dije que éste tenía mucha
aversión hacia los habitantes de Cumbres Borrascosas y que se
disgustaría si supiese que ella había estado allí. Insistí, sobre
todo, en que si su papá se enteraba de mi negligencia,
causante de su escapatoria, me despediría. A Cati la asustó
esta perspectiva, y no dijo nada. Era, en el fondo, una
muchachita muy buena.
267
C A P Í T U L O XVIX
Una carta orlada de negro nos anunció el retorno del amo. En
ella se contenían instrucciones para preparar el luto de su
hermana y la instalación de su sobrino. Cati estaba encantada
con la idea de volver a ver a su padre, y no hacía más que
hablar de su verdadero primo, como ella decía. Por fin, llegó la
tarde en que el amo debía regresar. Desde por la mañana, la
joven se había ocupado en sus pequeños quehaceres y en
vestirse de negro (aunque la pobre no sentía dolor alguno por la
muerte de su desconocida tía). Finalmente, me obligó a que
fuera con ella hasta la entrada de la finca para recibir a los
viajeros.
—Linton tiene seis meses justos menos que yo —me decía
mientras pisábamos el verde césped de las praderas, bajo la
sombra de los árboles. —
¡Cuánto me gustará tener un compañero para jugar! La tía
Isabel envió una vez a papá un rizo del cabello de Linton: era
tan fino como el mío, pero más rubio. Lo he guardado en una
cajita de cristal, y siempre he pensado que me gustaría mucho
ver a su dueño. ¡Y papá viene también! ¡Querido papá!
¡Vamos de prisa, Elena!
Se adelantó corriendo y se volvió atrás muchas veces antes de
que yo llegara lentamente a la verja. Nos sentamos en un ribazo
268
del camino cubierto de hierba, pero Cati no estaba tranquila un
solo momento.
—¡Cuánto tardan! ¡Ay, mira, una nube de polvo en la carretera!
¡Ya llegan!
¡Ah, no! ¿Por qué no nos adelantamos un kilómetro, Elena? Sólo
hasta aquel grupo de árboles, ¿ves? Allí...
Pero yo me negué. Al fin apareció el carruaje. Cati empezó a
gritar en cuanto divisó la faz de su padre en la ventanilla. Él se
apeó tan anheloso como ella misma, y ambos se abrazaron, sin
ocuparse de nadie más. Entre tanto, yo miré dentro del coche.
Linton venía dormido en un rincón, envuelto en un abrigo de piel
como si estuviéramos en invierno. Era un muchacho pálido y
delicado, parecidísimo al señor, pero con un aspecto enfermizo
que éste no tenía. Eduardo, al ver que yo miraba a su sobrino,
me mandó cerrar la portezuela para que el niño no se enfriase.
Cati quería verle; pero su padre se obstinó en que le
acompañara, y los dos subieron a pie por el parque, mientras
yo me adelantaba para prevenir a los criados.
—Querida —dijo el señor—, tu primo no está tan fuerte como tú,
y hace poco que ha perdido a su madre. Así que por ahora no
podrá jugar contigo. Tampoco le hables demasiado. Déjale que
duerma esta noche, ¿quieres?
—Sí, sí, papá —respondió Catalina—; pero quiero verle, y él no
ha sacado la cabeza siquiera.
269
El coche se paró, despertó el muchacho y su tío le cogió y le
bajó a tierra.
—Mira a tu prima Cati, Linton —le dijo, haciéndoles darse la
mano. —Te quiere mucho, así que procura no disgustarla
llorando, ¿eh? Ponte alegre; el viaje se ha acabado y no tienes
que hacer más que pasarlo bien y divertirte.
—Entonces, déjame ir a acostar —contestó el niño, soltando la
mano de Cati y llevándosela a los ojos, donde asomaban
algunas lágrimas.
—Vaya, hay que ser un niño bueno —murmuré yo, mientras le
conducía adentro. —Va usted a hacer que llore su primita. Mire
qué triste se ha puesto viéndole llorar.
Sería por él o no, pero su prima había puesto efectivamente una
expresión muy triste también. Subieron los tres a la biblioteca y
se sirvió el té. Yo quité a Linton el abrigo y la gorra. Le senté en
una silla, pero en cuanto estuvo sentado empezó a llorar otra
vez. El señor le preguntó qué le pasaba.
—Estoy mal en esta silla —repuso el muchacho.
—Pues siéntate en el sofá y Elena te llevará allí el té —repuso
pacientemente el señor.
Yo comprendí que su buen carácter había sido puesto a prueba
durante el viaje. Linton se dirigió al sofá. Cati se sentó a su lado
en un taburete, sosteniendo la taza en la mano. Al principio
guardó silencio, pero luego empezó a hacer caricias a su
270
primito, a besarle en las mejillas y a ofrecerle té en un plato
como si fuera un bebé. A él le agradó aquello, y en su rostro se
dibujó una sonrisa.
—Esto le convendrá —dijo el amo. —Si podemos tenerle con
nosotros, la presencia de una niña de su misma edad le
infundirá ánimos, y si desea adquirir fuerzas lo conseguirá.
«Eso será, en efecto, si podemos tenerle con nosotros», pensé
bastante preocupada. Yo me imaginé lo que sería de aquel
muchacho entre su padre y Hareton. Pero nuestras dudas se
resolvieron pronto. Había yo llevado a los niños a sus
habitaciones y dejado dormido ya a Linton, y estaba en el
vestíbulo encendiendo una vela para la alcoba del señor,
cuando apareció una criada y me manifestó que José, el criado
de Heathcliff, deseaba hablar con el amo.
—¡Qué hora tan intempestiva, y más sabiendo que el señor
regresa de un largo viaje! —dije. —Voy a hablar yo primero con
él.
José, entretanto, había cruzado ya la cocina y entraba en el
vestíbulo. Iba vestido con el traje de los días de fiesta, tenía en
su rostro la más agria de sus expresiones, y mientras sostenía
en una mano el sombrero y en la otra el bastón, se limpiaba las
botas en la alfombrilla.
—Buenas noches, José —le dije. — ¿Qué te trae por aquí?
—Con quien tengo que hablar es con el señor Linton —repuso.
271
—El señor Linton se está acostando ya, y a no ser que tengas
que decirle algo muy urgente, no podrá recibirte...
Vale más que te sientes y me digas lo que sea.
—¿Cuál es el cuarto del señor? —contestó él, mirando todas las
puertas cerradas.
En vista de su insistencia, subí a la habitación de mala gana y
anuncié al señor la presencia del importuno visitante,
aconsejándole que le mandara volver otro día. Pero José me
había seguido, entró, se plantó apoyado en su bastón y empezó
a hablar en voz fuerte, como quien se prepara a discutir.
—Heathcliff me envía a buscar a su hijo, y no me iré sin él.
Eduardo Linton permaneció silencioso un momento. Una
expresión de pena se pintó en su rostro. Se compadecía del niño
y recordaba las angustiosas recomendaciones de Isabel para
que le tomase a su cargo. Pero por más que buscó, no encontró
pretexto alguno para una negativa. Cualquier intento de su
parte hubiera dado más derechos al reclamante. Tenía, pues,
que ceder. No obstante, no quiso despertar al muchacho.
—Diga al señor Heathcliff —respondió con serenidad— que su
hijo irá mañana a Cumbres Borrascosas. Pero ahora no, porque
está acostado ya. Dígale también que su madre le confió a mis
cuidados.
—No —insistió José golpeando el suelo con el bastón. —Todo
eso no conduce a nada. A Heathcliff no le importan nada la
272
madre del niño ni usted. Lo que quiere es al chico, y ahora
mismo.
—Esta noche, no —repitió mi amo. —Váyase y transmita a su
amo lo que le he dicho. Acompáñele, Elena. ¡Váyase...!
Y como el viejo persistiera en no irse, le cogió de un brazo y le
sacó a la fuerza, cerrando la puerta tras él.
—¡Está bien! —gritó José mientras se iba. — Mañana vendrá mi
amo y veremos si se atreve a echarle también.
273
C A P Í T U L O XX
Para evitar la posibilidad de que se cumpliese aquella amenaza,
el señor Linton, al día siguiente, temprano de mañana, me
encargó que llevase al niño a casa de su padre en la jaca de
Cati, y me advirtió:
—Como ahora no vamos a poder intervenir en el destino que le
espera, sea bueno o malo, di únicamente a mi hija que el padre
de Linton ha enviado a buscarle, pero no le digas dónde está,
para impedir que sienta deseos de visitar Cumbres Borrascosas.
Linton no quería levantarse a las cinco de la mañana, y menos
al saber que se trataba de continuar el viaje. Pero yo le dije que
era sólo cuestión de ir a pasar una temporada con su padre, el
señor Heathcliff, que tenía muchos deseos de conocerle.
—¿Mi padre? —contestó. —Mamá nunca me habló de mi padre.
Prefiero quedarme con el tío. ¿Dónde vive mi padre?
—Vive cerca de aquí —contesté. —Cuando esté usted fuerte
puede venir andando. Debe usted alegrarse de verle y de estar
con él, y debe procurar quererle como ha querido usted a su
mamá.
—¿Cómo no me hablaba mamá de él y por qué no vivían juntos?
— preguntó Linton.
—Porque él tenía que estar aquí por sus asuntos —alegué—, y a
su mamá su mala salud le obligaba a vivir en el Sur.
274
—¿Y por qué no me habló de mi padre? Del tío me hablaba
mucho, y me acostumbró a que le quisiera. Pero quisiera que
comprendiese que ¿cómo voy a querer a papá si no le conozco?
—Todos los niños quieren a sus padres —contesté. —Su madre
no le hablaría para evitar que usted quisiese irse con él. Vamos.
Un paseíto a caballo en una mañana tan hermosa es preferible
a dormir una hora más.
—¿Vendrá con nosotros la niña de ayer? —me preguntó Linton.
—Ahora no —repuse.
—¿Y el tío?
—No. Yo le acompañaré.
Linton, asombrado y sombrío, se hundió en la almohada.
—No me iré sin el tío —acabó diciendo. —No comprendo por
qué se empeña usted en que me vaya.
Yo quise convencerle, pero se resistió de tal modo que tuve que
apelar al auxilio del señor. Al fin, el pobre niño salió, después de
recibir muchas falsas promesas de que su ausencia sería breve
y de que Eduardo y Cati le visitarían con frecuencia.
El aire, el sol y la marcha reposada de Minny contribuyeron a
alegrarle un poco. Comenzó a hacerme preguntas sobre la
nueva casa:
—Cumbres Borrascosas, ¿es un sitio tan hermoso como la
Granja de los Tordos? —me interrogó, mientras se volvía para
275
lanzar una última mirada al valle, del cual se levantaba
entonces una leve neblina hacia el azul.
—No tiene tantos árboles —contesté— y no es tan grande, pero
desde allí se ve un hermoso panorama, y el aire es más puro y
más fresco. Puede que le parezca una casa algo antigua y
lóbrega, pero es la segunda de la comarca. Y podrá usted dar
paseos por los campos de las inmediaciones. Hareton
Earnshaw, que es primo de la señorita Cati, y hasta cierto punto
de usted, le enseñará todo lo que hay de bonito en los
alrededores. Cuando haga buen tiempo puede usted coger un
libro y marcharse a leer al campo. Se encontrará a veces con su
tío, que suele pasearse por las colinas.
—¿Cómo es mi padre? ¿Es tan joven y tan guapo como el tío?
—Es tan joven como el tío —respondí—, pero tiene negro el
cabello y los ojos. Es más alto y más grueso también, y a
primera vista aparenta ser severo. Quizá no le parezca a usted
cariñoso ni afable; pero trátele, no obstante, con cariño y él le
querrá a usted más que su tío, porque al fin, naturalmente, es
usted su hijo.
—¿De modo que no me parezco a él? —siguió preguntando
Linton.
Porque, si tiene negro el cabello y los ojos...
—No se le parece mucho —repuse. Yo pensé que nada.
276
—¡Cuánto me asombra que él no fuera nunca a ver a mamá,
¿me ha visto alguna vez siendo pequeño? Yo no me acuerdo.
—Cuatrocientos ochenta kilómetros son mucha distancia —le
dije— y diez años no son para una persona mayor lo mismo que
para usted. El señor Heathcliff se propondría seguramente ir de
un momento a otro, y nunca llegaba la ocasión. Vale más que
no le haga usted preguntas sobre ello.
El muchacho calló durante el resto del camino, hasta que nos
detuvimos a la puerta de la casa. Allí miró atentamente la
fachada de sillería, las ventanas, los árboles torcidos y los
groselleros. Hizo un movimiento con la cabeza, significando su
disgusto, pero no dijo nada. Yo me dirigí a abrir la puerta antes
de que él se apease. Eran las seis y media y en la casa
acababan de tomar el desayuno. La criada estaba limpiando la
mesa. José explicaba a su amo algo que se refería a su caballo,
y Hareton se disponía a salir.
—¡Hola, Elena! —me dijo Heathcliff al verme. —Me temía tener
que ir en persona a buscar lo que es mío. Me lo has traído, ¿no?
Vamos a ver qué tal es.
Se levantó y se dirigió a la puerta, seguido por José y por
Hareton. El pobre Linton los miró a los tres.
—¡Qué aspecto tiene! —dijo José, después de una detenida
inspección.
—Me parece, señor, que le han echado a perder su hijo.
277
Heathcliff, que miraba al niño fijamente, soltó una carcajada de
desprecio.
—¡Dios mío, qué encanto de niño! Parece que le han criado con
caracoles y con leche agria. El diablo me lleve si no es aún peor
de lo que yo esperaba, y eso que no me hacía muchas ilusiones.
Mandé al niño que se apeara y entrase. Él no había
comprendido bien las palabras de su padre, ni aún tenía
seguridad de que fuera su padre aquel extraño. Me miraba con
creciente temor, y cuando Heathcliff se sentó y le mandó
acercarse, él se agarró a mi falda y empezó a llorar.
—¡Ta, ta, ta! —dijo Heathcliff. Le cogió, le atrajo hacia él, y
tomándole por la barbilla, añadió: Nada de tonterías. No vamos
a hacerte nada, Linton.
¿No te llamas así? Verdaderamente, eres el retrato de tu madre.
¿Qué hay mío en ti, pollito?
Le quitó el sombrero y le echó hacia atrás los rizos. Le palpó los
brazos y manos. Linton dejó de llorar y contempló a su vez al
hombre con sus grandes ojos azules.
—¿Me conoces? —preguntó Heathcliff, después de cerciorarse
de la fragilidad de los miembros de su hijo.
—No —dijo Linton, mirándole con temor. —¿Ni te han hablado
de mí?
—No.
278
—No, ¿eh? Tu madre debía haberse avergonzado de no
despertar tu cariño hacia mí. Bueno, pues entérate: eres mi hijo,
y tu madre fue una malvada bribona al no explicarte qué clase
de padre tienes. ¡Vamos, te ruborizas! Algo es convencerse de
que no tienes blanca la sangre también. Ahora a ser buen chico.
Elena, siéntate, si estás cansada, y vuélvete a tu casa, si no. Ya
supongo que contarás en la Granja todo lo que estás viendo y
oyendo. Y el chico no se hará al ambiente mientras no se quede
con nosotros solo.
—Espero, señor Heathcliff —contesté—, que se portará bien con
el niño, porque de lo contrario no le tendrá mucho tiempo a su
lado. Piense que es el único familiar que le queda.
—Seré buenísimo con él, no tengas miedo —repuso. Ahora que
nadie más lo será. Procuraré monopolizar su afecto. Y para
empezar mis bondades, ¡José, trae algo de desayunar al niño!
Hareton, cachorro del diablo, vete a trabajar — y cuando
ambos se fueron, agregó—: Sí, Elena, mi hijo es el futuro
propietario de tu casa y no quiero que muera hasta estar
seguro de que yo seré su heredero. Además, es hijo mío, y
quiero ver a mi descendiente dueño exclusivo de los bienes de
los Linton y a estos o a sus descendientes cultivando las tierras
de sus padres a las órdenes de mi hijo. Es lo único que me
interesa de este chico. Le odio por lo que me evoca, y le
desprecio por lo que es. Pero lo que te he dicho basta para que
le cuide y le atienda tanto como tu amo pueda atender y cuidar
a su hija. He preparado para él una habitación lindamente
279
amueblada y he encargado a un maestro que venga, desde una
distancia de treinta kilómetros, a darle lección tres veces a la
semana. A Hareton le he mandado que le obedezca, y, en fin, he
hecho todo lo necesario para que Linton se sienta superior a los
demás de la casa. Pero me disgusta que valga tan poco. Lo
único que me hubiera consolado es que fuese digno de mí, y he
experimentado una desilusión viendo que es un pobre infeliz
que no sabe hacer otra cosa que llorar.
José llegó trayendo un tazón de sopa de leche. Linton, después
de dar muchas vueltas al cacharro, dijo que no lo quería. El viejo
criado, según noté, sentía hacia el niño el mismo desprecio que
su padre, pero procuraba disimularlo, teniendo en cuenta el
deseo de Heathcliff de que le respetaran.
—¿Conque no quiere comerlo? —dijo José en voz muy baja. —
Pues el señorito Hareton no comía otra cosa cuando era niño, y
era tan bueno como usted.
—Llévatelo —repuso Linton. No lo quiero.
José, indignado, cogió el tazón y se lo presentó a Heathcliff.
—¿Qué hay en esto de malo? —preguntó.
—No creo que haya nada malo —dijo Heathcliff.
—Pues su hijo no quiere comerlo —respondió José. —Pero ¡se
saldrá con la suya! Su madre era lo mismo. Pensaba que todos
éramos unos asquerosos y que nuestro contacto ensuciaba el
trigo con el que había de cocer su pan.
280
—Guárdate de mencionar a su madre —gruñó Heathcliff,
enojado. —Trae algo que le guste, y basta. ¿Qué suele comer,
Elena?
Indiqué que le convendría té o leche hervida, y la criada recibió
orden de prepararlo. Yo reflexioné que el egoísmo de su padre
contribuiría a su bienestar. Heathcliff veía que su delicada salud
exigía tratarle con cuidado. Y pensé que el señor se consolaría
cuando se lo dijese. Entretanto, como ya no tenía pretexto para
quedarme, salí al patio, aprovechando un momento en que
Linton estaba ocupado en rechazar tímidamente las muestras
de amistad que le quería prodigar un mastín. Pero él se dio
cuenta de mi marcha.
Al cerrar la puerta le oí gritar repetidamente: ¡No se vaya! ¡No
quiero quedarme aquí! Se cerró la puerta y le impidieron salir.
Monté en Minny y así concluyó mi breve custodia del muchacho.
281
C A P Í T U L O XXI
Pasamos el día ocupados en consolar a la pequeña Cati. Se
levantó muy temprano, impaciente por ver a su primo, y tanto
lloró y se lamentó al saber que se había marchado, que
Eduardo tuvo que consolarla, prometiéndole que el niño volvería
en breve, si bien añadió: «Si lo consigo» Algo la calmó con esta
promesa, y, sin embargo, tanto puede el tiempo, que cuando
volvió a ver a Linton le había olvidado, hasta el punto de no
reconocerle.
Siempre que yo encontraba a la criada de Cumbres
Borrascosas le preguntaba por el niño, y ella me solía contestar
que vivía casi tan encerrado como Cati, y que rara vez se le
veía. Su salud seguía siendo delicada, y resultaba un huésped
bastante molesto. El señor Heathcliff le quería cada vez menos,
a pesar de que trataba de disimularlo. Le molestaba su voz y no
podía aguantar largo tiempo su presencia. Hablaba poco con
él. Linton estudiaba y pasaba las tardes en una salita, cuando
no se quedaba en cama, ya que era muy frecuente que sufriese
catarros, accesos de tos y todo género de dolencias.
—No he visto otro ser más melindroso ni más apocado —decía
la criada.
—Si dejo la ventana un poco abierta por la tarde, se pone fuera
de sí, como si fuese a entrar la muerte por ella. En pleno verano
necesita estar junto al fuego, le incomoda el humo de la pipa de
282
José y hay que tenerle siempre preparados bombones y
golosinas, y leche y más leche. Se pasa el tiempo al lado de la
lumbre, envuelto en un abrigo de pieles, teniendo al alcance de
su mano tostadas y algo que beber. Y si alguna vez Hareton,
que no es malo, a pesar de su tosquedad, va a distraerle,
siempre salen uno renegando y otro llorando. Se me figura que
al amo le agradaría que Earnshaw moliese al niño a palos, si no
se tratara de su hijo, y creo que sería capaz de echarle de casa
si supiera lo mucho que el chico se cuida. Pero el señor no entra
nunca en la salita, y si Linton empieza a hacer tonterías de esas
en el salón, le manda enseguida irse a su cuarto.
Estas explicaciones me hicieron comprender que el joven en
medio de un ambiente donde no encontraba simpatía alguna,
se había hecho egoísta e ingrato, si es que no lo era ya de
nacimiento, y cesé de interesarme por él, por más que no dejara
de lamentar que no le hubieran permitido estar con nosotros.
Pero el señor Linton me estimulaba a que me informase de él, y
creo que le hubiera agradado verle, porque una vez incluso me
mandó preguntar a la criada si el muchacho no solía ir al
pueblo.
Ella me contestó que había ido con su padre a caballo dos o
tres veces, y que siempre había vuelto rendido para varios días.
La criada a que me refiero se marchó dos años después de
llegar el niño.
En la Granja el tiempo transcurría plácidamente. Llegó el
momento en que la señorita Cati cumplió los dieciséis años. No
283
celebrábamos nunca el día de su cumpleaños, porque era
también el aniversario de la muerte de su madre. Su padre
pasaba aquellos días en la biblioteca, y al oscurecer se iba al
cementerio de Gimmerton, donde se quedaba a veces hasta
medianoche. Catalina tenía que divertirse sola. Aquel año, el
veinte de marzo hizo un tiempo excelente, y después de que su
padre hubo salido, la señora bajó vestida y me dijo que había
pedido permiso al señor para que paseáramos juntas por el
borde de los pantanos, con tal que no tardáramos en volver
más de una hora.
—¡Anda, Elena! —me dijo entusiasmada. —Quiero ir allí, ¿ves?
Por donde suelen ir las cercetas. Quiero ver si tienen nidos.
—Eso debe de estar lejos —respondí—, porque no suelen anidar
junto a los pantanos.
—No, no está lejos —me aseguró. —He ido con papá hasta las
cercanías.
Me puse el sombrero y salimos. Cati corría ante mí, yendo y
viniendo como un perrillo juguetón. Al principio lo pasé bien.
Cantaban las alondras, y mi niña mimada estaba encantadora,
con sus dorados bucles colgando hada atrás, y sus mejillas, tan
puras y encendidas como una rosa silvestre. Era un ángel
entonces. Verdaderamente, era imposible no desear
proporcionarle todas las alegrías que se pudiese.
—Pero, señorita —dije, después de un buen rato—, ¿dónde están
las cercetas? Estamos lejos ya de casa.
284
—Es un poco más allá, solo un poco —repetía invariablemente.
— Ahora sube esa colina, bordea esa orilla y verás qué pronto
hago que los pájaros echen a volar.
Pero tantas colinas había que subir y tantas orillas que bordear,
que al fin, me cansé y le grité que era necesario volverse ya.
Pero no me oyó, porque se había adelantado mucho, y la tuve
que seguir contra mi deseo. Empezó a descender una
hondonada. En aquel momento estábamos más cerca de
Cumbres Borrascosas que de su casa. De pronto vi que la
habían abordado dos personas y en una de ellas reconocí al
propio Heathcliff.
Habían sorprendido a Cati en el acto de coger, o al menos
dispersar, unos nidos de aves. Aquellas extensiones pertenecían
a Heathcliff y él estaba amonestando a la cazadora furtiva.
—No he cogido pájaro alguno —dijo ella, enseñando sus manos
para demostrarlo. — Papá me dijo que anidaban aquí y quería
ver cómo son sus huevos.
Yo llegaba en aquel momento. Heathcliff me miró
maliciosamente y le preguntó:
—¿Quién es su papá?
—El señor Linton, de la Granja de los Tordos —repuso ella. —Ya
he supuesto que usted no me conocía, pues de lo contrario no
me hubiera hablado de esa forma.
285
—¿Así que usted supone que su papá es digno de mucha
estimación y respeto? —le preguntó él irónicamente.
—¿Quién es usted? —repuso ella mirando a Heathcliff con
curiosidad. —A ese hombre ya le he visto otra vez. ¿Es hijo
suyo?
Y señalaba a Hareton, a quien los dos años transcurridos le
habían hecho ganar en fuerza y estatura; pero que continuaba
por lo demás tan torpe como antes.
—Señorita Cati —intervine—, tenemos que volver. Hace tres
horas que salimos de casa.
—No, no es mi hijo —contestó Heathcliff. —Pero tengo uno, y
también le conoce usted. Aunque su aya tenga prisa, creo que
sería mejor que vinieran a descansar un poco a casa. Sólo con
dar la vuelta a esta colina ya estamos allí. Será usted bien
recibida, descansará un poco y volverá a la Granja en cuanto
quiera.
Yo insistí a Cati para que no aceptáramos la invitación, pero
ella respondió:
—¿Por qué no? Estoy cansada y no vamos a sentarnos aquí. El
suelo está húmedo. ¡Anda, Elena! Dice, además, que conozco a
su hijo. Yo creo que se equivoca. Vive en aquella casa donde
estuve cuando volví de la peña de Penniston, ¿no?
286
—Exactamente —dijo Heathcliff. —Cállate, Elena. Le gustará ver
nuestra casa. Hareton, vete delante con la muchacha. Tú ven
conmigo, Elena.
—No irá a semejante sitio —grité. Y traté de soltarme de
Heathcliff, que me había cogido por un brazo. Pero Hareton
había desaparecido por un lado del camino.
—Esto es un atropello, señor Heathcliff —le reproché—. Ella verá
a Linton; cuando volvamos le contará a su padre y todas las
culpas me las cargaré yo.
—Deseo que vea a Linton —repuso. —Está estos días de mejor
aspecto. No será difícil conseguir que la muchacha no hable de
la visita... ¿Qué mal hay en ello?
—Hay el mal de que su padre me odiaría si supiese que la he
dejado entrar en casa de usted. Además, estoy segura de que
usted lleva algún mal fin — repliqué.
—Mi fin es honradísimo —dijo—, y te lo voy a declarar. Quiero
que los dos primos se enamoren y se casen. Ya ves que soy
generoso con tu amo. La chica no tiene otras perspectivas. Si
ella se casara con Linton, la designaría como coheredera.
—Lo sería de todos modos si Linton muriese —repuse—, y ya
sabe usted que la salud de éste es muy precaria.
—No lo sería —replicó—, porque ninguna cláusula del
testamento lo menciona, y yo sería el heredero. Pero para evitar
pleitos, quiero que se casen.
287
—Y yo no quiero que ella entre en esa casa conmigo —respondí.
Catalina había llegado ya a la verja. Heathcliff aconsejó que me
tranquilizase y nos precedió por el sendero. La señorita le
miraba como pretendiendo darse cuenta de qué clase de
hombre era; pero él le correspondía con sonrisas, y al hablarle
suavizaba su voz. Llegué a imaginar que la memoria de la
madre le hacía simpatizar con la joven. Encontramos a Linton
junto al fuego. Venía de pasear por el campo, tenía aún puesta
la gorra y en aquel momento estaba pidiendo a José calzado
seco. Le faltaban pocos meses para cumplir los dieciséis años, y
estaba muy crecido para su edad. Seguía teniendo bellas
facciones, y en sus ojos y en su piel se notaban los saludables
efectos del aire y el sol que acababa de tomar durante su
paseo.
—¿Le conoce? —preguntó Heathcliff a Cati.
—¿Es su hijo? —dijo ella mirando, dudosa, a los dos.
—Sí; pero ¿cree que es la primera vez que le ve? Haga memoria.
Linton,
¿no te acuerdas de tu prima?
—¿Linton? —exclamó Catalina, agradablemente sorprendida.
¿Es éste el pequeño Linton de antes? Pero ¡si está más alto que
yo!
Él se adelantó hacia ella, se besaron y ambos se miraron
asombrados del cambio que habían experimentado los dos.
288
Cati estaba ya completamente desarrollada. Era a la vez llena y
esbelta, flexible como el acero y rebosante de animación y
salud. En cuanto a Linton, tenía lánguidos los ademanes y las
miradas, y era muy endeble de complexión; pero la gracia de
sus maneras compensaba aquellos defectos. Luego de haber
cambiado muchas caricias con él, su prima se dirigió al señor
Heathcliff, que estaba junto a la puerta fingiendo mirar afuera;
pero, en realidad, mirando exclusivamente lo que pasaba
dentro.
—¿Así que es usted tío mío? —dijo la joven, abrazándole—. ¿Y
por qué no va a vernos a la Granja de los Tordos? Es raro vivir
tan próximos y no visitarnos nunca. ¿Por qué su—cede así?
—Antes de que tú nacieras yo iba alguna vez. Anda, déjate de
besos...
Dáselos a Linton. Dármelos a mí es perder el tiempo.
— ¡Qué mala eres, Elena! —exclamó Cati, viniendo hacia mí para
prodigarme también sus zalamerías. —¡Mira que no dejarme
entrar! En adelante, vendré todas las mañanas. ¿Puedo hacerlo,
tío? ¿Y puede venir conmigo papá? ¿No le gustará veros?
—Claro que sí —repuso él, disimulando la mueca de aversión
que le inspiraban los dos presuntos visitantes. Mejor será que te
diga que tu padre y yo reñimos terriblemente una vez, y si le
cuentas que me visitas, es muy fácil que te lo prohíba. Así que si
quieres seguir viendo a tu primo, vale más que no se lo digas a
tu padre.
289
—¿Por qué riñeron? —preguntó entonces Catalina, disgustada.
—Porque él creyó que yo era demasiado pobre para casarme
con su hermana —exclamó Heathcliff. —Se disgustó conmigo
cuando lo hicimos, y no me perdonó jamás.
—Eso no está bien —dijo la muchacha. Pero Linton y yo no
tenemos la culpa. En vez de venir yo, es mejor que él vaya a la
Granja.
—Está demasiado lejos para mí, Cati —respondió su primo—.
Andar seis kilómetros me mataría. Ven tú cuando puedas; por lo
menos, una vez a la semana.
Heathcliff miró con desprecio a su hijo.
—Me temo que voy a perder el tiempo, Elena –rezongó—.
Catalina verá que su primo es tonto, y le mandará al diablo. ¡Si
hubiera sido Hareton! Te aseguro que me lamento
continuamente de que no sea como él, a pesar de lo degradado
que Hareton está. Si el chico fuera otro, yo le querría. No, no
hay miedo de que ella se enamore. No creo que pase de
los dieciocho años.
¡Maldito tonto! No se ocupa más que de secarse los pies, y ni
mira a su prima.
¡Linton!
— ¿Qué, papá?
290
—¿No hay nada que puedas enseñar a tu prima? ¿Ni un mal
conejo o un nido de comadrejas? Anda, hombre; deja de
cambiarte el calzado, llévala al jardín y enséñale tu caballo.
—¿No prefieres sentarte aquí? —preguntó él a Cati, indicando
en su tono la poca gana que tenía de moverse.
—No sé... —contestó ella, dirigiendo a la puerta una mirada que
indicaba que prefería hacer algo a sentarse.
Pero él se acomodó en su silla y se aproximó más al fuego.
Heathcliff se fue a buscar a Hareton. Se notaba que el joven
acababa de lavarse en sus mejillas brillantes y su cabello
mojado.
—Quiero hacerle una pregunta, tío —dijo Catalina. —Este no es
primo mío, ¿verdad?
—Sí —contestó él. —Es sobrino de tu madre. ¿No te agrada?
Catalina le miró con extrañeza.
—¿No es un buen mozo? —siguió Heathcliff.
La joven se alzó sobre las puntas de los pies y habló a
Heathcliff al oído. Él se echó a reír. Hareton se puso sombrío, y
yo reparé en que era muy suspicaz para algunas cosas.
Pero Heathcliff le tranquilizó al decirle:
—¡Ea, Hareton, te preferimos a ti! Me ha dicho que eres un... ¿un
qué? Bueno, no me acuerdo... Una cosa agradable. Acompáñala
a dar una vuelta y pórtate como un gentil hombre. No digas
palabrotas, no la mires cuando ella no te mire a ti, ruborízate
291
cuando se ruborice ella, háblale con dulzura y no lleves las
manos en los bolsillos. Anda, trátala todo lo mejor que puedas.
Y miró a la pareja cuando pasaron ante la ventana. Hareton no
miraba a su compañera, y parecía tan atento al paisaje como
un pintor o un turista. Cati le miró a su vez de un modo muy
poco lisonjero. Después se dedicó a encontrar objetos que
atrajesen su interés, y, a falta de conversación, canturreaba.
—Con lo que le he dicho —indicó Heathcliff—, verás cómo no
pronuncia ni una palabra. Elena, cuando yo tenía su edad o
poco menos, ¿era tan estúpido como él?
—Era usted peor —precisé—, porque era usted aún más huraño.
—¡Cuánto me satisface verle así! —siguió Heathcliff, expresando
sus pensamientos en voz alta. —Ha colmado mis esperanzas. Si
hubiese sido un tonto de nacimiento, no estaría tan contento.
Pero no es tonto, no, y comprendo todos sus sentimientos, ya
que yo mismo antes que él los he experimentado. Ahora me
hago cargo de cuánto padece, aunque no es, por supuesto,
más que un principio de lo que padecerá después. Y no logrará
desprenderse jamás de su zafiedad y su ignorancia. Lo he
hecho todavía más vil de lo que su miserable padre quiso
hacerme a mí. Le he acostumbrado a despreciar cuanto no es
brutal, y llega al extremo de vanagloriarse de su rudeza. ¿Qué
pensaría Hindley de su hijo si pudiera verle? ¡Estaría tan
orgulloso de él como yo del mío! Con la diferencia de que
292
Hareton es oro en bruto que hace el papel de ladrillo y este otro
es latón que hace menesteres de vajilla de plata. El mío no vale
nada, y, sin embargo, le haré que prospere todo cuanto se lo
permitan sus cualidades. El otro tiene excelentes cualidades,
que le he hecho desperdiciar. ¡Y lo grande es que Hareton me
quiere como un condenado! En esto he vencido a Hindley. ¡Si el
granuja pudiera levantarse de su sepultura para venir a
echarme en cara el mal que he hecho a su hijo, éste sería el
primero en venir a defenderme, ya que me considera como el
mejor amigo que pudiera tener en el mundo!
Esta idea hizo soltar a Heathcliff una carcajada diabólica. No le
repliqué, ni él lo esperaba. Mientras tanto, Linton, que estaba
sentado harto lejos de nosotros para poder oír nuestra
conversación, empezó a agitarse y a dar muestras de que
lamentaba no haber salido con Cati. Su padre distinguió cómo
miraba hacia la ventana. La mano del muchacho se dirigía,
irresoluta, hacia su gorra.
—¡Vamos, perezoso, levántate! —dijo con fingida bonachonería.
—Vete con ellos. Están junto a las colmenas.
Linton reunió sus energías y abandonó el hogar. Cuando salía,
oí por la ventana, que estaba abierta, cómo Cati preguntaba a
Hareton el significado de la inscripción que había sobre la
puerta. Pero Hareton levantó los ojos y se rascó la cabeza como
hubiera hecho un verdadero rústico.
—No sé leer ese condenado escrito —contestó.
293
—¿Que no puedes leerlo? —respondió Cati. —Yo sí que lo leo;
pero lo que quiero es saber por qué está ahí.
Linton soltó una risotada, primera manifestación de alegría que
daba.
—No sabe leer —comunicó a su prima. —Supongo que te
asombrará saber que es un burro tan grande.
—¿Está bien de la cabeza? —preguntó Catalina seriamente. —
Sólo le he hecho dos preguntas; pero creo que no me entiende,
y, además, me habla de un modo tal, que tampoco yo le
comprendo.
Linton se volvió a reír, y miró despreciativamente a Hareton,
que no pareció ofenderse por ello.
—¿Verdad que todo es cuestión de pereza, Hareton? — dijo—.
Mi prima se imagina que eres un idiota. Entérate de a lo que
conduce despreciar los libracos, como tú dices. ¿Has oído cómo
pronuncia, Cati?
—¿Pa qué diablos necesito tener buena pronuncia? —respondió
Hareton.
Y siguió hablando a su manera, con gran regocijo de mi
señorita.
—¿Y pa qué diablos necesitas mencionar al diablo en esa frase?
—dijo Linton, haciéndole burla. — Papá te ha ordenado hablar
correctamente, y no dices dos palabras sin cometer una
incorrección. Procura portarte como un caballero.
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—Si no tuvieras más de chica que de chico, te tumbaba de un
puñetazo — contestó el otro, marchándose con el rostro
encendido, ya que comprendía que le había afrentado y no
acertaba a reaccionar de otra manera.
Heathcliff, que lo había oído todo tan bien como yo, sonrió;
pero enseguida miró con animosidad a la pareja, que se había
quedado hablando en el portal. El muchacho se animaba al
referir anécdotas relativas a Hareton. En cuanto a ella,
celebraba sus comentarios, sin reparar en que denotaban un
espíritu perverso. Con todo ello, yo empecé a aborrecer a
Linton, y me sentí inclinada a justificar el desprecio que sentía
hacia él su padre.
Estuvimos hasta la tarde. El señor no salió de su habitación, y
esta feliz circunstancia impidió que notara nuestra larga
ausencia. Mientras volvíamos, intenté explicar a la joven
quiénes eran aquellos con los que habíamos estado; pero a ella
se le antojaba que mi prevención era injusta.
—Yo veo que le das la razón a papá —me dijo. —No eres
imparcial. La prueba es que me has tenido engañada todos
estos años asegurándome que Linton vivía lejos de aquí. Estoy
incomodada; mas como, por otro lado, me siento muy
satisfecha, no te digo nada. Pero no hables mal de mi tío. Ten
en cuenta que es mi pariente. Voy a reñir a papá por no
tratarse con él.
295
Tuve que renunciar a mi intento de disuadirla de su
equivocación. No habló de la visita aquella noche, porque no
vio al señor Linton. Pero al día siguiente le soltó todo, y aunque,
por un lado, esto me disgustaba, me complacía, por otro,
pensar que el señor acertaría a aconsejarla mejor que yo.
—Papá —dijo Cati, después de saludarle—, ¿a quién crees que vi
ayer cuando salí de paseo? Noto que te estremeces. Claro;
como no obré bien... Escúchame y sabrás cómo he descubierto
que tú y Elena me estabais engañando diciéndome que Linton
vivía muy lejos, a la vez que afectaban compadecerme cuando
yo seguía hablando de él.
Contó todo lo sucedido. El señor no dijo nada hasta que ella
terminó, y sólo de cuando en cuando me miraba con expresión
de reproche. Al final le preguntó si conocía las razones por las
que le había ocultado la proximidad de Linton.
—Porque tú no quieres al señor Heathcliff —contestó ella. —¿De
modo que piensas, Cati, que me preocupan más mis
sentimientos que los tuyos? No es que yo no quiera al señor
Heathcliff, sino que él no me quiere a mí. Además, es el hombre
más diabólico que ha existido, y se goza en dañar y arruinar a
los que odia, aunque no le den motivo para ello. Yo sabía que
no podías tratar a tu primo sin tratarle a él, y me constaba que
él te odiaría por ser hija mía. Por eso y por tu propio bien
procuré impedir que le vieses. Me proponía explicártelo cuando
fueras mayor, y lamento no habértelo dicho antes.
296
—El señor Heathcliff se portó muy atentamente conmigo —
contestó Cati, recalcitrante. —Me dijo que puedo ver a mi primo
cuando quiera, y que eres tú quien no le ha perdonado que él se
casara con la tía Isabel. El tío está dispuesto a permitir que me
trate con Linton, y tú, no.
Entonces el amo le explicó sucintamente lo sucedido con Isabel
y el procedimiento por el que las Cumbres habían pasado a
manos de Heathcliff. No se extendió en muchos detalles; pero,
por pocos que fueran, bastaban para ilustrar a Cati, dada la
animosidad con que los expresó su padre, que seguía odiando
a su enemigo, a quien consideraba como el causante de la
muerte de la señora, sentimiento que no le abandonaba jamás.
La señorita Cati, que era incapaz de hacer mal a nadie, salvo
pequeñas faltas de desobediencia, quedó asombrada al oír
explicar el carácter de aquel hombre, capaz de prolongar
durante años enteros sus planes de venganza sin sentir
remordimiento alguno. Tan afectada nos pareció, que el señor
creyó superfluo seguir hablando más. Y sólo agregó:
—Ya te diré más adelante, hija mía, por qué deseo que no vayas
a su casa.
Ahora ocúpate de tus cosas, y no pienses más en eso.
Cati dio un beso a su padre, y luego dedicó, como siempre, dos
horas a sus lecciones. Dimos una vuelta por el parque, y no
hubo otra novedad. Pero a la noche, mientras yo la ayudaba a
desnudarse, se echó a llorar.
297
—¿No le da vergüenza, niña? —la increpé. —Si tuviera usted
aflicciones de veras, no lloraría por una contrariedad tan
insignificante. Figúrese que su padre y yo faltáramos y que
usted se quedara sola en el mundo. ¿Qué sentiría usted
entonces? Compare lo que sufriría, en un caso así, con esta
pequeña contrariedad, y dará usted gracias a Dios, que le
concede suficientes amigos lo bastante buenos para no tener
que suspirar por otros.
—No lloro por mí, Elena —respondió. — Lloro por Linton, que me
espera, y que tendrá mañana el desengaño de no verme ir.
—No se figure —repuse— que él piensa en usted tanto como
usted en él. Ya tiene a Hareton para hacerle compañía. Nadie
en el mundo lloraría por dejar de tratar a un pariente al que ha
visto dos veces en toda su vida. Linton comprenderá lo que ha
pasado y no se acordará más de usted.
—Podía escribirle una nota explicándole por qué no voy y
mandarle unos libros que le he prometido prestarle. ¿Por qué no
hacerlo, Elena?
—No —respondí resueltamente—, porque él, entonces, le
contestaría a usted, y sería el cuento de nunca acabar. Hay que
cortar las cosas de raíz, como lo ha mandado su papá.
—Pero una notita... —dijo suplicante.
—Nada de notitas —dije. —Acuéstese.
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Me dirigió una mirada tal, que me abstuve de besarla después
de desearle buenas noches. La tapé y salí muy disgustada.
Pero, arrepintiéndome de mi dureza, volví para rectificar, y la
encontré sentada a la mesa escribiendo con un lápiz una nota,
que escondió al verme entrar.
—Voy a apagar la vela —dije. —Y si le escribe usted, no
encontrará quien le lleve la carta.
Y apagué, recibiendo, al hacerlo, un golpe en la mano y varias
violentas recriminaciones, tras las cuales Cati se encerró en su
cuarto. La carta, con todo, fue terminada, y enviada por un
lechero que iba al pueblo. Pero yo no me enteré hasta más
adelante. Transcurrieron varias semanas, y Catalina abandonó
su actitud violenta. Tomó entonces la costumbre de ocultarse
por los rincones. Si cuando estaba leyendo me acercaba a ella,
se sobresaltaba y procuraba esconder el libro, pero no lo
suficiente para que yo dejase de ver que tenía papeles sucios
entre las hojas. Solía bajar temprano de mañana a la cocina, y
andaba por allí como en espera de algo. Dio en la costumbre de
echar la llave a un cajoncito que tenía en la biblioteca para su
uso.
Un día observé que en el cajoncito, que en aquel momento
estaba ella ordenando, en lugar de las chucherías y los juguetes
que eran su contenido habitual, había numerosos pliegos de
papel. La curiosidad y la sospecha me decidieron a echar una
ojeada a sus misteriosos tesoros. Aprovechando una noche en
que ella y el señor se habían acostado pronto, busqué entre mis
299
llaves hasta hallar una que valía para abrir aquel cajón, saqué
cuanto había en él y me lo llevé a mi cuarto. Como había
supuesto, era una correspondencia procedente de Linton
Heathcliff. Las cartas de fecha más antigua eran tímidas y
breves; pero las sucesivas contenían encendidas frases de
amor, que por su exaltada insensatez parecían propias de un
colegial, pero que mostraban acá y acullá, ciertos rasgos que
me parecieron de mano más experta. Algunas principiaban
expresando enérgicos sentimientos, y luego concluían de un
modo afectado, tal como el que emplearía un estudiante para
dirigirse a una figura amorosa inexistente. No sé lo que aquello
parecería a Cati, pero a mí me dio la impresión de una cosa
ridícula. Finalmente, las até juntas y volví a cerrar el cajón.
Como tenía por costumbre, la señorita bajó a la cocina muy
temprano. Al llegar el muchacho que traía la leche, mientras la
criada la vertía en el jarro, la señorita salió y deslizó un papel en
el bolsillo del jubón del rapaz, a la vez que recogía algo de él.
Dando un rodeo, atajé al chico, quien defendió esforzadamente
la integridad de su misiva. Pero al fin logré arrebatársela y le
hice irse amenazándole con fieros males en caso contrario. Leí
la carta de amor de Cati. Era mucho más sencilla y más
expresiva que la de su primo. Moví la cabeza y me volví
pensativa a casa. Como llovía, Catalina no bajó aquel día al
parque. Al terminar de estudiar acudió a su cajón. Su padre
estaba sentado a la mesa, leyendo. Yo, adrede, estaba
arreglando unos flecos descosidos de la cortina de la ventana.
300
Un pájaro que hubiese hallado su nido vacío no hubiera, con sus
trinos y agitación, manifestado más angustia que la de Cati al
exclamar:
—¡Oh!
Y su rostro, que un momento antes expresaba una perfecta
felicidad, se alteró completamente. El señor Linton levantó los
ojos.
—¿Qué te pasa, hijita? ¿Te has lastimado?
Ella comprendió que su padre no era el descubridor del tesoro
escondido.
—No —repuso. —Elena, ven arriba conmigo. Me encuentro
indispuesta. La acompañé.
—Tú las has cogido, Elena —me dijo, cayendo arrodillada
delante de mí.
— Devuélvemelas y no le digas nada a papá, y no volveré a
hacerlo. ¿Se lo has dicho a papá, Elena?
—Ha ido usted muy lejos, señorita Cati —dije severamente.
¡Debía darle vergüenza! ¡Y vaya una hojarasca que lee usted en
sus ratos de ocio! ¡Si parecen cuartillas destinadas a publicarse!
¿Qué dirá el señor cuando se lo enseñe? No lo he hecho aún,
pero no se figure que guardaré el secreto. Y el colmo es que ha
debido usted ser la que empezó, porque a él creo que no se le
hubiera ocurrido nunca.
301
—No es verdad —respondió Cati, sollozando con desconsuelo. —
No había pensado en amarle hasta que...
—¡Amarle! —exclamé, subrayando la palabra con tanto desdén
como me fue posible. —Es como si yo amase al molinero que
una vez al año viene a comprar el trigo. ¡Si no ha visto usted
cuatro horas a Linton, sumando las dos veces! ¡Ea!, voy a llevar
a su padre estas chiquilladas, y ya veremos lo que él opina de
ese amor.
Ella dio un salto para coger su correspondencia, pero yo la
mantuve levantada sobre mi cabeza. Me suplicó frenéticamente
que la quemase o hiciera con ella lo que quisiera menos
enseñarla a su padre. Como a mí todo aquello me parecía una
puerilidad y estaba más cerca de reírme que de reprochárselo,
cedí, no sin preguntarle previamente:
—Si las quemo, ¿me promete usted no volver a mandar ni a
recibir cartas, ni libros, ni rizos de cabellos, ni sortijas, ni
juguetes?
—No nos enviamos juguetes —exclamó Cati.
—Ni nada, señorita. Si no me lo promete, voy a su papá.
—Te lo prometo, Elena —me dijo. —Échalas al fuego...
Pero, al hacerlo, ello le resultó tan doloroso que me rogó que
guardase una o dos siquiera. Yo comencé a echarlas a la
lumbre.
302
—¡Oh cruel! Quiero siquiera una —dijo, metiendo la mano entre
las llamas y sacando un pliego medio chamuscado, no sin
menoscabo de sus dedos.
—Entonces también yo quiero algunas para enseñárselas a su
papá — repliqué, envolviendo las demás en el pañuelo y
dirigiéndome a la puerta.
Lanzó al fuego los trozos medio quemados y me excitó a
consumar el holocausto. Cuando estuvo terminado, removí las
cenizas y las sepulté bajo una paletada de carbón. Se fue
ofendidísima a su cuarto sin decir palabra. Bajé y dije al amo
que la señorita estaba mejor, pero que era preferible que
reposase un poco. Cati no bajó a comer ni reapareció hasta la
hora del té. Estaba pálida y tenía los ojos enrojecidos, pero se
mantenía serena. Cuando a la mañana siguiente llegó la carta
acostumbrada, la contesté con un trozo de papel, en el que
escribí: «Se ruega al señor Linton que no envíe más cartas a la
señorita Cati, porque ella no las recibirá» Y desde aquel
momento el muchachito venía siempre con los bolsillos vacíos.
303
C A P Í T U L O XXII
Transcurrió el verano y comenzó el otoño. Pasó el día de San
Miguel y aún algunos de nuestros prados no estaban segados.
El señor Linton solía ir a presenciar la siega con su hija. Un día
permaneció en el campo hasta muy tarde, y como hacía frío y
humedad, atrapó un catarro que le tuvo recluido en casa casi
todo el invierno.
La pobre Cati estaba entristecida y sombría desde que su
novela de amor tuviera aquel desenlace. Su padre dijo que le
convenía leer menos y moverse más. Ya que él no podía
acompañarla, determiné sustituirle yo en lo posible. Pero sólo
podía destinar a ello dos horas o tres al día, y, además, mi
compañía no le agradaba tanto como la de su padre.
Una tarde —era a principios de noviembre o fines de octubre y
las hojas caídas alfombraban los caminos, mientras el frío cielo
azul se cubría de nubes que auguraban una fuerte lluvia— rogué
a mi señorita que renunciásemos por aquel día al paseo. Pero
no quiso, y tuve que acompañarla hasta el fondo del parque,
paseo casi maquinal que solía dar cuando se sentía de mal
humor. Y esto sucedía siempre que su padre se encontraba
peor que lo corriente aunque nunca nos lo confesaba. Pero
nosotras lo notábamos en su aspecto. Ella andaba sin alegría y
no retozaba como antiguamente. A veces se pasaba la mano
por la mejilla, como si se limpiase algo. Yo buscaba a mi
304
alrededor alguna cosa que la distrajera. A un lado del camino se
erguía una pendiente donde crecían varios avellanos y robles,
cuyas raíces salían al exterior. Como el suelo no podía resistir su
peso más que a duras penas, algunos se habían inclinado de tal
modo por efecto del viento, que estaban en posición casi
horizontal. Cuando Cati era más niña solía subirse a aquellos
troncos, se sentaba en las ramas y se columpiaba en ellas a
más de seis metros por encima del suelo. Yo la reprendía
siempre que la veía así, pero sin resolverme a hacerla bajar. Y
allí permanecía largas horas, mecida por la brisa, cantando
antiguas canciones que yo le había enseñado y distrayéndose
en ver cómo los pájaros anidados en las mismas ramas
alimentaban a sus polluelos y les incitaban a volar. Y así, la
muchacha se sentía feliz.
—Mire, señorita —dije—: debajo de las raíces de ese árbol hay
aún una campánula azul. Es la última que queda de tantas
como había en julio, cuando las praderas estaban cubiertas de
ellas como de una nube de color violáceo.
¿Quiere usted cogerla para mostrársela a su papá?
Cati miró mucho rato la solitaria flor y después repuso:
—No, no quiero arrancarla. Parece que está triste, ¿verdad,
Elena?
—Sí —convine. —Tan triste como usted. Tiene usted pálidas las
mejillas.
305
Deme la mano y echemos a correr. Pero ¡qué despacio anda,
señorita! Casi rcho más deprisa yo.
Ella continuó andando lentamente. A veces se paraba a
contemplar el césped o alguna seta que se destacaba,
amarillenta, entre la hierba. Y en ocasiones se pasaba la mano
por el rostro.
—¡Oh, querida Catalina! ¿Está usted llorando? —dije,
acercándome a ella y poniéndole la mano en un hombro. — No
se disguste usted. Su papá está ya mejor de su resfriado. Debe
agradecer a Dios que no sea algo peor.
—Ya verás cómo será algo peor —contestó. —¿Qué haré cuando
papá y tú me abandonéis y me encuentre sola? No he olvidado
aquellas palabras que me dijiste una vez, Elena. ¡Qué triste me
parecerá el mundo cuando papá y tú hayáis muerto!
—No se puede asegurar que eso no le suceda antes a usted —
aduje. No se debe predecir la desgracia. Supongo que pasarán
muchos años antes de que faltemos los dos. Su papá es joven y
yo no tengo más que cuarenta y cinco años. Mi madre vivió
hasta los ochenta. Suponga que el señor viva hasta los sesenta
años tan sólo, y ya ve si quedan años, señorita. Es una tontería
lamentarse de una desgracia con veinte años de anticipación.
—Pues la tía Isabel era más joven que papá —respondió, con la
esperanza de que yo la consolase otra vez.
—A la tía Isabel no pudimos asistirla nosotros –repliqué. —
Además, no fue tan feliz como el señor y no tenía tantos
306
motivos para vivir. Lo que usted debe hacer es cuidar a su
padre y evitarle todo motivo de disgusto. No le voy a ocultar
que conseguiría usted matarle si obrase como una insensata y
siguiera enamorada del hijo de un hombre que desea ver al
amo en la tumba y se manifestase contrariada por una
separación que él le impuso con mucha razón.
—Lo único que en el momento me preocupa es la enfermedad
de papá — dijo Cati. —Sólo me interesa que se restablezca
pronto. Mientras yo tenga uso de razón no haré ni diré nunca
nada que pueda disgustarle. Le quiero más que a mí misma,
Elena, y todas las noches rezo para no morir antes que él, por
no apenarle. Ya ves si le quiero.
—Habla usted muy bien —le dije. —Pero procure demostrarlo
con hechos, y cuando él se haya restablecido no olvide la
resolución que ha adoptado usted en este momento en que
está preocupada por su salud.
Según íbamos hablando nos acercábamos a una puerta que
comunicaba con el exterior de la finca. Mi señorita trepó
alegremente a lo alto del muro para coger algunos rojos
escaramujos que adornaban los rosales silvestres que daban
sombra al camino. Al inclinarse para alcanzarlos se le cayó el
sombrero. Como la puerta estaba cerrada, saltó ágilmente.
Pero el volver a encaramarse no fue tan sencillo. Las piedras
eran lisas y no había hendidura entre ellas, y las zarzas
dificultaban la subida. Yo no me acordé de ello hasta que le oí
decir, entre risas:
307
—Elena, no puedo subir. Vete a buscar la llave o tendré que dar
la vuelta a toda la tapia.
—Espere un momento —dije—, que voy a probar las llaves de un
manojo que llevo en el bolsillo. Si no, iré a casa a buscarla.
Mientras probaba todas las llaves sin resultado, Catalina
bailaba y saltaba delante de la puerta. Ya me preparaba yo a ir
a buscar la llave, cuando sentí el trote de un caballo. Cati cesó
de saltar y yo sentí que el trote de un caballo se detenía.
—¿Quién es? —pregunté.
—Te ruego que abras la puerta, Elena —murmuró Cati con
ansiedad. Una voz grave, que supuse que era la del jinete, dijo:
—Me alegro de encontrarla, señorita Linton. Tengo que hablar
con usted.
Hemos de tener una explicación.
—No quiero hablar con usted, señor Heathcliff —contestó Cati.
—Papá dice que es usted un hombre malo y que nos aborrece,
Elena opina lo mismo.
—Eso no tiene nada que ver —oí decir a Heathcliff. — Sea como
sea, yo no aborrezco a mi hijo, y a él me refiero. ¿No solía usted
escribirse con él hace unos meses? ¿De modo que jugaban a
hacerse el amor? Merecen ustedes dos una buena zurra, y en
especial, usted, que es la de más edad y la menos sensible de
ambos. Yo he cogido sus cartas, y si no se pone usted en razón
se las mandaré a su padre. Usted se cansó del juego y
308
abandonó a Linton, ¿eh? Pues entérese de que le abandonó en
plena desesperación. Él tomó aquello en serio, está enamorado
de usted, y, por mi vida, que le aseguro que se muere, y no
metafóricamente, sino muy en realidad. ¡Ni Hareton tomándole
el pelo seis semanas seguidas ni yo con las medidas más
enérgicas que pueda usted imaginarse, hemos logrado nada!
Como usted no le cure, antes del verano habrá muerto.
—No engañe tan descaradamente a la pobrecita —grité yo
desde dentro.
—Haga el favor de seguir su camino. ¿Cómo puede mentir así?
Espere, señorita Cati, que voy a saltar la cerradura con una
piedra. No crea todos esos disparates. Comprenda que es
imposible que haya quien se muera de amor por una
desconocida.
—No sabía que hubiera escuchas —murmuró el villano al
sentirse descubierto. —Mi querida Elena, ya sabes que te
estimo, pero no puedo con tus chismorreos. ¿Cómo te atreves a
engañar a esta pobre niña diciendo que la aborrezco e
inventando cuentos de miedo para que tome horror a mi casa?
Vaya, Catalina Linton, preciosa, aproveche el que toda esta
semana estaré fuera de casa, y vaya a ver si he mentido o no.
Póngase en su lugar y piense lo que sentiría si su indiferente
enamorado rehusara consolarle por no darse un pequeño
paseo. No cometa ese error. ¡Le juro que va derecho a la tumba,
y que sólo puede usted salvarle! ¡Se lo juro por mi salvación
eterna!
309
La cerradura saltó y yo salí.
—Te juro que Linton está muriéndose —dijo Heathcliff
mirándome con dureza. —Y el dolor y la decepción están
apresurando su muerte, Elena. Si no quieres dejar ir a la
muchacha, ve tú y lo verás. Yo no vuelvo hasta la semana que
viene. Ni siquiera tu amo se opondrá.
—¡Entre! —dije a Cati, cogiéndola por un brazo. Ella le miraba
conturbadísima, incapaz de percatarse de la falsedad de su
interlocutor a través de la severidad de sus facciones.
Él se acercó a ella y dijo:
—Si he de ser sincero, señorita Catalina, yo cuido muy mal a
Linton, y José y Hareton peor aún. No tenemos paciencia... Él
está ansioso de ternura y cariño, y las dulces palabras de usted
serían su mejor medicina. No haga caso de los crueles consejos
de la señora Dean. Sea generosa y procure verle. Él se pasa el
día y la noche soñando con usted y creyendo que le odia,
puesto que se niega a visitarle.
Yo cerré la puerta, apoyé una gruesa piedra contra ella, abrí mi
paraguas, porque la lluvia arreciaba, y cubrí con él a la señorita.
Volvimos tan deprisa a casa que no tuvimos ni tiempo de
hablar de Heathcliff. Pero adiviné que el alma de Cati quedaba
ensombrecida. En su triste semblante se notaba que había
creído cuanto él había dicho.
Antes de que llegáramos, el señor se había retirado a
descansar. Cati entró en su habitación y vio que dormía
310
profundamente. Entonces volvió y me pidió que la acompañara
a la biblioteca. Tomamos juntas el té; luego ella se sentó en la
alfombra y me rogó que no le hablase, porque se sentía
extenuada. Cogí un libro y fingí leerlo. En cuanto ella creyó que
yo estaba entregada a la lectura, empezó a llorar. La dejé que
se desahogara un poco y luego le reproché el que creyese en
las afirmaciones de Heathcliff. Pero tuve la desventura de no
lograr convencerla ni contrarrestar en nada las palabras de
aquel hombre.
—Puede que tengas razón, Elena —dijo la joven—, pero no me
sentiré tranquila hasta cerciorarme de ello. Es necesario que
haga saber a Linton que si no le escribo no es por culpa mía, y
que no han cambiado mis sentimientos hacia él.
Hubiera sido inútil insistir. Aquella noche nos separamos
incomodadas, pero al otro día ambas caminábamos hacia las
Cumbres. Yo me había determinado a ceder, con la remota
esperanza de que el propio Linton nos manifestaría que aquella
estúpida historia carecía de realidad.
311
C A P Í T U L O XXIII
A la lluvia de la noche siguió una mañana brumosa, con
escarcha y ligera llovizna. Arroyos improvisados descendían,
rumorosos, de las colinas, dificultando nuestro camino. Yo,
mojada y furiosa, estaba muy a punto de sacar partido de
cualquier circunstancia que favoreciese mi opinión. Entramos
por la cocina, a fin de asegurarnos que era verdad que el señor
Heathcliff estaba ausente, pues yo no creía nada de cuanto
decía.
José se hallaba sentado. En torno suyo había organizado un
paraíso para su personal placer; a su lado crepitaba el fuego;
sobre la mesa a que estaba instalado había un enorme vaso de
cerveza rodeado de gruesas rebanadas de tarta de avena, y en
la boca tenía su negra pipa. Cati se acercó a la lumbre para
calentarse. Cuando pregunté al viejo si estaba el amo, tardó
tanto en responderme que tuve que repetírselo, temiendo que
se hubiera quedado sordo.
—¡No está! —masculló. Así que te puedes volver por donde has
venido.
—¡José! —gritó una voz desde dentro. —Llevo un siglo
llamándote.
Vamos, ven, no queda fuego.
312
José se limitó a aspirar más vigorosamente el humo de su pipa
y contemplar insistentemente la lumbre. La criada y Hareton no
aparecían por parte alguna. Reconociendo la voz de Linton,
entramos en su habitación.
—¡Ojalá te mueras abandonado en un desván! —prorrumpió el
muchacho, creyendo, al sentir que nos acercábamos, que
nuestros pasos eran los de José.
Y al ver que se había confundido, se turbó. Cati corrió hacia él.
—¿Eres tú, Cati? —dijo, levantando la cabeza del respaldo del
sillón en que estaba sentado. — No me abraces tan fuerte,
porque me ahogas. Papá me dijo que vendrías a verme. Cierra
la puerta, haz el favor. Esas odiosas gentes no quieren traer
carbón para el fuego. ¡Y hace tanto frío...!
Yo misma llevé el carbón y revolví el fuego. Él se quejó de que le
cubría de ceniza, pero tosía de tal modo y parecía tan enfermo
que no me atreví a reprenderle por su desagradecimiento.
—¿Te alegras de verme, Linton? ¿Puedo serte útil en algo? —
preguntó Cati.
—¿Por qué no viniste antes? —repuso él. —Debiste venir en vez
de escribirme. No sabes cuánto me cansaba escribiendo
aquellas largas cartas. Hubiera preferido hablar contigo. Ahora
ya no estoy ni para hablar ni para nada. ¿Y Zillah? ¿Quiere
usted, Elena, ver si está en la cocina?
313
Yo no me sentía muy dispuesta a obedecerle, tanto más cuanto
no siquiera me había agradecido el arreglarle el fuego, y
respondí:
—Allí está José únicamente.
—Tengo sed —dijo Linton. —Zillah no hace más que escaparse a
Gimmerton desde que mi padre se fue. ¡Es una miserable! Y
tengo que bajar aquí, porque si estoy arriba no me hacen caso
cuando les llamo.
—¿Su padre se cuida de usted, señorito? —le pregunté.
—Por lo menos hace que los demás me atiendan —contestó. —
¿Sabes, Cati? Aquel animal de Hareton se burla de mí. Le odio a
él y a todos éstos. Son odiosos.
Cati cogió un jarro de agua que halló en el aparador y llenó un
vaso. Él le rogó que añadiese una cucharada de vino de una
botella que había encima de la mesa, y después de beber se
mostró más amable.
—¿Estás contento de verme? —volvió a preguntar la joven,
animándose al ver en el rostro de su primo un esbozo de
sonrisa.
—Sí. Es muy agradable oír una voz como la tuya. Pero papá me
aseguraba que no venías porque no querías, y esto me
disgustaba. Me acusaba de ser un hombre despreciable, y
afirmaba que de haberse hallado él en mi lugar sería a estas
314
horas el amo de la Granja. Pero ¿verdad que no me desprecias,
Cati?
—¿Yo? —repuso ella. —Después de a papá y a Elena, te quiero
más que a nada en el mundo. Pero no tengo simpatías al señor
Heathcliff y cuando él esté aquí no vendré. ¿Pasará fuera
muchos días?
—Muchos, no... Pero suele irse a los pantanos desde que
empezó la temporada de caza, y tú podrías estar conmigo una
hora o dos cuando está ausente. Anda, prométemelo. Procuraré
no ser molesto contigo. Tú no me ofenderás, y no te disgustará
atenderme, ¿verdad, Cati?
—No —afirmó la joven, acariciándole el cabello. —Si papá me lo
permitiera, pasaría la mitad del tiempo contigo. ¡Qué guapo
eres! Me gustaría que fueras mi hermano.
—¿Me querrías entonces tanto como a tu padre? —dijo más
animado. — El mío dice que si fueras mi esposa me amarías
más que a nadie en el mundo, y por eso quisiera que
estuviésemos casados.
—Más que a mi padre, no es posible —aseguró ella gravemente.
—A veces los hombres odian a sus mujeres, pero nunca a sus
padres y hermanos. Así que
si fueras mi hermano vivirías siempre con nosotros, y papá te
querría tanto como a mí.
315
Linton negó que los esposos odien a sus mujeres; pero ella
insistió en que sí, y como prueba citó la antipatía que el padre
de Linton había mostrado hacia la tía Isabel. Yo intenté
cambiar la conversación; pero antes de conseguirlo, ya Catalina
había soltado todo lo que sabía al respecto. Linton, enfadado,
aseguró que aquello no era cierto.
—Mi padre me lo contó, y él no miente —contestó ella.
—El mío desprecia al tuyo y asegura que es un imbécil —replicó
Linton.
—Tu padre es un malvado —aseveró Cati a su vez. —No sé
cómo eres capaz de repetir sus palabras. ¡Muy malo debe haber
sido cuando obligó a la tía Isabel a abandonarle!
—No me contradigas. Ella no le abandonó.
— ¡Sí le abandonó! —insistió la joven.
—Pues mira —dijo Linton. —Tu madre no amaba a tu padre,
para que te enteres.
—¡Oh! —exclamó Cati, furiosa. —¡Y amaba a mi padre!
—¡Embustero! ¡Te odio! —gritó ella encolerizada.
—¡Le amaba! —repitió Linton, arrellanándose en su sillón y
malignamente complacido de la agitación que embargaba a su
prima.
—Cállese, señorito —intervine. —¡Eso es una falsedad inventada
por su padre!
316
—No es cuento —replicó él. —Sí, Cati, le amaba, le amaba, le
amaba...
Cati, fuera de sí, dio un violento empellón a la silla, y él cayó
sobre su propio brazo. Le acometió un acceso de tos, que duró
tanto que a mí misma me asustó. Cati rompió a llorar
amargamente, pero no dijo nada. Linton, cuando dejó de toser,
quedó en silencio mirando a la lumbre. Cati, a su vez, cesó de
llorar, y se sentó al lado de su primo.
—¿Cómo se siente ahora, señorito? —le pregunté pasado un
rato.
—¡Ojalá se encontrara ella como yo! ¡Qué cruel es y qué
implacable! Hareton no me pega nunca. Y hoy, que yo me
encontraba mejor... —replicó él, terminando por prorrumpir en
llanto.
—No te he pegado —contestó Catalina, mordiéndose los labios
para no volver a exaltarse.
Gimió y suspiró, notándose que lo hacía a propósito para
aumentar la aflicción de su prima.
—Lamento haberte hecho daño, Linton —dijo ella, al fin,
traspasada de pena—; pero a mí un empellón como aquel no
me hubiera lastimado, y creí que a ti tampoco. ¿Te duele? No
quiero volver a casa con el pensamiento de haberte hecho
daño. ¡Contéstame!
317
—No puedo —respondió el joven. —Tú, como no la padeces, no
sabes lo que es esta tos. No me dejará dormir en toda la noche.
Mientras tú descansas tranquilamente yo me ahogaré, aquí
solo. No puedes figurarte las noches que paso.
Y el muchacho empezó a gemir, tanta era la pena que le
inspiraban sus propios sufrimientos.
—No será la señorita quien vuelva a molestarle —dije yo. —Si no
hubiese venido no habría perdido usted nada. Pero no se
preocupe, que no volverá a importunarle, estese tranquilo...
—¿Quieres que me vaya, Linton? —preguntó Catalina.
—No puedes rectificar el mal que me has hecho —replicó él. —¡A
no ser que quieras seguir molestándome hasta producirme
fiebre!
—Entonces, ¿me voy?
—Por lo menos, déjame solo. Me es imposible ahora seguir
hablando contigo.
Ella se resistía a marcharse; pero al fin como él no le
contestaba, cedió a mis instancias y se dirigió hacia la puerta
seguida por mí. Pero antes de que llegáramos oímos un grito
que nos hizo volver. Linton se había dejado caer de su silla y se
retorcía en el suelo. Era una chiquillada de niño mal educado
que quiere molestar todo lo posible.
Comprendí por este detalle cuál era su verdadero carácter y la
locura que sería tratar de complacerle. En cambio, la señorita se
318
aterrorizó, y, deshecha en llanto, trató de con—solarle. Pero él
no dejó de gritar hasta que le faltó el aliento.
—Mire —le dije—: voy a levantarle y a sentarle, y allí retuérzase
cuanto quiera. No podemos hacer otra cosa. Ya se habrá usted
convencido, señorita, de que no se convienen ustedes
mutuamente, y que la falta de usted no es lo que tiene enfermo
a su primo. ¡Ea!, ya está... Ahora, cuando él sepa que no hay
nadie para hacer caso de sus caprichos, se tranquilizará solo.
Cati le puso una almohada bajo la cabeza y le ofreció agua. Él
la rechazó y empezó a hacer dengues sobre la almohada, cual
si fuese incómoda como una piedra. Cati quiso arreglársela
bien.
—Esta es demasiado baja —dijo el muchacho. —No me sirve.
Cati puso otra sobre la primera.
—¡Ahora queda alta en exceso! —murmuró el joven.
—Entonces, ¿qué hago? —dijo ella, desesperada.
Linton se inclinó hacia Cati, que se había arrodillado a su lado, y
descansó la cabeza sobre el hombro de la joven.
—No, eso no es posible —intervine yo. —Conténtese con la
almohada, señorito Heathcliff. No podemos entretenernos más
con usted.
—Sí podemos —repuso la joven. Ahora va a ser bueno ya. Estoy
pensando en que me sentiré más desdichada que él esta noche
319
si me voy con la idea de haberle perjudicado. Dime la verdad,
Linton. Si mi visita te ha perjudicado, no debo volver.
—Ahora debes venir para curarme —alegó él—, ya que me has
puesto peor de lo que estaba con tu presencia.
—Yo no he sido la única culpable —contestó la muchacha. —Has
sido tú con tus arrebatos y tus llantos. Vaya, seamos amigos.
¿Quieres de verdad volver a verme?
—¡Ya te he dicho que sí! —replicó el muchacho con impaciencia.
—Siéntate y déjame que me recueste en tu regazo. Mamá lo
hacía así cuando estábamos juntos. Estate quieta y no hables,
pero canta o recítame alguna balada, o cuéntame un cuento.
Anda.
Cati recitó la balada más larga que recordaba. Aquello le
agradó mucho. Linton le pidió luego que recitara otra, y otra
después, y así siguió la cosa hasta que el reloj dio las doce, y
sentimos regresar a Hareton, que venía a comer.
—¿Vendrás mañana, Cati? —preguntó él cuando la joven, contra
su voluntad, empezaba a levantarse para irse.
—No —repuse yo—, ni mañana ni pasado.
Pero ella opinaba lo contrario, sin duda, a juzgar por la
expresión que puso Linton cuando ella se inclinó para hablarle
al oído.
—No volverá usted, señorita —le dije. —No se le ocurrirá
semejante cosa.
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Mandaré arreglar la cerradura para que no pueda usted
escaparse.
—Puedo saltar por el muro —repuso ella en broma. —Elena, la
Granja no es una prisión ni tú un carcelero. Tengo ya casi
diecisiete años y soy una mujer. Y Linton se repondría
seguramente si yo le cuidara. Tengo más edad y más juicio que
él; no soy tan niña. Él hará lo que yo le diga si le mimo un poco.
Cuando se porta bien, es adorable. ¡Cuánto me gustaría que
viviera en casa! Una vez acostumbrados el uno al otro, no
reñiríamos nunca. ¿No te agrada Linton, Elena?
—¿Agradarme? ¡Es el chico más insoportable que he visto en mi
vida! Menos mal que no llegará a cumplir veinte años, según
dijo el mismo señor Heathcliff. Mucho dudo que pueda vivir
hasta la primavera. Y no creo que su familia pierda nada
porque se muera. Hemos tenido suerte con que no se quedara
en casa. Cuanto mejor le hubiéramos tratado, más pesado y
más egoísta se hubiera vuelto. Celebro mucho, señorita, que no
haya ninguna posibilidad de que él llegue a ser su esposo.
Mi compañera se puso seria al oírme, ofendida de que hablase
con tanta frialdad de la muerte de su primo.
—Es más joven que yo —repuso—, y lógicamente debiera vivir
más, o, por lo menos, tanto como yo. Está ahora tan fuerte
como cuando vino. No tiene más que un constipado, igual que
papá. Y si dices que papá se pondrá bueno, ¿por qué no va a
ponerse bueno él?
321
—No hablemos más —dije. —Si usted se propone volver a
Cumbres Borrascosas, se lo diré al señor, y si él lo autoriza,
conformes. Si no, no se renovará la amistad con su primo.
—Ya se ha renovado —argumentó Cati ásperamente.
—Pero no continuará —aseguré.
—Ya veremos —replicó. Y espoleando la jaca partió al galope,
obligándome a apresurarme para alcanzarla.
Llegamos un poco antes de comer. El señor, creyendo que
veníamos de pasear por el parque, no nos pidió explicaciones.
En cuanto entré me cambié de zapatos y medias, ya que tenía
empapados unos y otras; pero la mojadura había producido su
efecto, y a la mañana siguiente tuve que guardar cama en la
que permanecí tres semanas seguidas, lo que no me había
ocurrido antes, ni, gracias a Dios, me ha vuelto a suceder.
Mi señorita me cuidó tan solícita y cariñosamente como un
ángel. Quedé muy abatida por el prolongado encierro, que es lo
peor que puede sucederle a un temperamento activo. Cati
dividía su tiempo entre el cuarto del señor y el mío. No tenía
diversión alguna, no estudiaba ni apenas comía, consagrada a
cuidarnos como la más abnegada enfermera.
¡Muy buen corazón debía tener cuando tanto se ocupaba de mí
y tanto quería a su padre! Ahora bien: el señor se acostaba
temprano, y yo después de las seis no tenía necesidad de nada,
de modo que a Cati le sobraban las horas siguientes al té. Yo no
adiviné lo que la pobrecita hacía después de esa hora. Y
322
cuando venía a darme las buenas noches, y notaba el vivo color
de sus mejillas, nunca se me ocurrió que la causa de ello fuera,
no el fuego de la biblioteca, como suponía, sino una larga
carrera a través de los campos.
323
C A P Í T U L O XXIV
Pasadas las tres semanas de enfermedad, empecé a salir de mi
cuarto y a andar por la casa. La primera noche pedí a Cati que
me leyese alguna cosa, porque yo me sentía con la vista
fatigada después de la dolencia. Estábamos en la biblioteca, y
el señor se había acostado ya. Notando que Cati cogía mis
libros, como a disgusto, le dije que eligiese ella misma entre los
suyos el que quisiese. Lo hizo así y leyó durante una hora, pero
después empezó a interrumpir la lectura con frecuentes
preguntas:
—¿No estás cansada, Elena? ¿No valdría más que te acostaras?
Vas a recaer si estás tanto tiempo levantada.
—No estoy cansada, querida —respondía yo.
Al notarme imperturbable, recurrió a otro método para
hacerme comprender que no tenía ganas de leerme nada.
Bostezó y me dijo:
—Estoy fatigada, Elena.
—No leas más. Podemos hablar un rato —respondí.
Pero el remedio fue peor. La joven estaba impaciente y no
hacía más que mirar el reloj. Al fin, a las ocho, se fue a su
alcoba, rendida de sueño, según me dijo. A la noche siguiente la
escena se repitió, aumentada, y al tercer día me dejó
pretextando dolor de cabeza. Empezó a extrañarme aquello y
324
resolví ir a buscarla a su aposento y aconsejarla que se
estuviese conmigo, ya que si se sentía fatigada podía tenderse
en el sofá. Pero en su habitación no encontré rastro alguno de
ella. Los criados me dijeron que no la habían visto. Escuché a la
puerta del señor. El silencio era absoluto. Volví a su habitación,
apagué la luz y me senté junto a la ventana.
Hacía una luna espléndida. Una ligera capa de nieve cubría el
suelo. Pensé que acaso la joven habría resuelto bajar al jardín a
tomar el aire. Al ver una figura que se deslizaba junto a la tapia
creí que era la señorita, pero cuando salió de la sombra
reconocí a uno de los criados. Durante un trecho oteó la
carretera, después salió de la finca y volvió a aparecer llevando
de la brida a Minny. La señorita iba a su lado. El criado condujo
cautelosamente la jaca a la cuadra. Cati entró por la ventana
del salón y subió sigilosamente a la alcoba. Cerró la puerta y se
quitó el sombrero. Cuando estaba despojándose del abrigo yo
me levanté de pronto. Al verme, la sorpresa la dejó inmóvil.
—Mi querida señorita Catalina —le dije, aunque me sentía tan
agradecida por lo bien que me había cuidado que me faltaban
las fuerzas para reprenderla.
—¿Adónde ha ido usted a estas horas? ¿Por qué se empeñó en
engañarme? Dígame dónde ha estado.
—No he ido más que hasta el final del parque —dijo. —¿No ha
ido a otro sitio?
—No.
325
—¡Oh, Catalina! —exclamé disgustada. —Bien sabe usted que ha
obrado mal, porque de lo contrario no me diría esa mentira. No
sabe cuánto me afecta. Preferiría estar tres meses enferma,
que oír decir una cosa falsa.
Se acercó a mí y me abrazó.
—No te enfades, Elena —me dijo. —Te lo contaré todo.
Le prometí que no la reñiría, y nos sentamos junto a la ventana.
Ella empezó su relato.
—Desde que enfermaste, Elena, he ido diariamente a Cumbres
Borrascosas, excepto tres días antes y dos después de haber
salido tú de tu cuarto. A Miguel le soborné para que me sacase
a Minny de la cuadra todas las noches, dándole estampas y
libros. No le reñirás a él tampoco, ¿verdad? Solía llegar a las
Cumbres a las seis y media y me estaba dos horas. Luego
volvía a casa galopando. No creas que era una diversión, más
bien me he sentido desgraciada allí en muchas ocasiones. Si
acaso, me he sentido feliz a lo sumo una vez por semana. Como
el primer día que te quedaste en cama yo había convenido con
Linton en volver a verle, aproveché la oportunidad. Pedí a
Miguel la llave del parque, asegurándole que tenía que visitar a
mi primo, ya que él no podía venir porque su presencia no le
agradaba a papá. Después hablamos de lo de la jaca, y le
ofrecí libros, sabiendo que es aficionado a leer. No puso
muchas dificulta—des en complacerme, porque, además,
piensa despedirse pronto para casarse.
326
»Cuando llegué a Cumbres Borrascosas, Linton se puso muy
contento. Zillah, la criada, arregló la habitación y encendió un
buen fuego. Nos dijo que José estaba en la iglesia y que
Hareton se dedicaba a andar con los perros por los bosques (y,
según me enteré después, a apoderarse de nuestros faisanes),
de modo que nos encontrábamos libres de estorbos. Zillah me
trajo vino y tortas. Linton y yo nos sentamos al fuego y
pasamos el tiempo riendo y charlando. Estuvimos planeando
los sitios a que iríamos en verano, y...
Bueno, no te hablo de eso, porque dirás que son tonterías. »Por
poco reñimos a propósito de nuestras distintas opiniones. Él me
aseguró que lo mejor para pasar un día de julio era estar
tumbado de la mañana a la noche entre los matorrales del
campo, mientras las abejas zumban alrededor, las alondras
cantan y el sol brilla en un cielo claro. Eso constituye para él el
ideal de la dicha. El mío consistía en columpiarse en un árbol
florido mientras sopla el viento de poniente, y por el cielo corren
nubes blancas, y cantan, además de las alondras, los mirlos, los
jilgueros y los cuclillos. A lo lejos se ven los pantanos, entre los
que se destacan umbrías arboledas y la hierba ondula bajo el
soplo de la brisa, y los árboles y las aguas murmuran, reinando
la alegría por doquier. Él aspiraba a verlo todo sumido en la
paz, yo en una explosión de júbilo. Le argumenté que su cielo
parecía medio dormido, y él respondió que el mío medio
borracho. Le dije que yo me dormiría en su paraíso, y él
respondió que se marcaría en el mío. Al fin resolvimos que
327
probaríamos ambos sistemas, y nos besamos y quedamos
amigos.
»Estuvimos sentados cosa de una hora, y luego, pensando yo
que podríamos jugar en aquel salón tan amplio si quitábamos
la mesa, se lo dije a Linton, proponiéndole jugar a la gallina
ciega (como he hecho contigo a veces,
¿te acuerdas, Elena?) y llamar a Zillah para que se divirtiese con
nosotros. Él no quiso, pero accedió a que jugásemos a la pelota.
En un armario lleno de juguetes viejos encontramos dos. Una
tenía marcada una C y otra una H, yo quería la C, porque
significaba Catalina, pero él no quiso la otra porque estaba
medio rota. Le gané siempre, se puso de mal humor y volvió a
sentarse. Le canté dos o tres canciones de las que tú me has
enseñado y recobró el buen humor. Al irme me rogó que
volviese al día siguiente, y se lo prometí. Monté en Minny y
regresamos veloces como el viento. Pasé la noche soñando en
Cumbres Borrascosas y en mi querido primo.
»Al día siguiente me encontré algo triste, tanto porque estabas
enferma como porque me hubiese agradado que papá tuviera
noticias de mis paseos y consintiera en ellos. Pero la tristeza se
disipó en cuanto estuve a caballo.
»Esta noche me sentiré feliz también —pensaba yo—, y Linton,
mi hermoso Linton, también.
»Cuando subía trotando por el jardín de las Cumbres salió a mi
encuentro aquel Earnshaw, cogió las bridas y acarició el cuello
328
de Minny, diciéndome que era un bonito animal. Parecía como
si esperara que le hablase. Yo le dije que tuviera cuidado para
que la jaca no le diese una coz. Él contestó, con su tosco acento
habitual, que no le haría mucho daño, aunque le cocease, y
echó una ojeada a sus patas, sonriendo. Fue a abrir la puerta, y
mientras lo hacía me dijo, señalando a la inscripción, y con una
estúpida muestra de contento:
»—Señorita Catalina, ya sé leer aquello.
»—¡Qué extraordinario! —dije. —Ya veo que se va cultivando
usted.
»Él deletreó las sílabas de la inscripción: «Hareton Earnshaw."
»—¿Y las cifras? —le pregunté, al ver que se paraba.
»—Eso no lo he aprendido aún —respondió.
» ¡Qué torpe! —dije riendo.
»El muy zafio me miró con asombro, como si no supiera reírse
también. No sabía distinguir si se trataba de una muestra de
amistad o de una burla, pero yo le saqué de dudas
aconsejándole que se fuera, ya que iba a buscar a Linton y no a
él. A la luz de la luna pude verle ruborizarse. Se separó de la
puerta y desapareció. Era una verdadera imagen del orgullo
ofendido. Sin duda se figuraba que se había elevado a la altura
de Linton por aprender a deletrear su nombre, y quedó
estupefacto al ver que yo no lo apreciaba así.
329
—Un momento, señorita —interrumpí. —No seré yo quien la riña,
pero no me complace su proceder. Si hubiera pensado que
Hareton es tan primo de usted como Linton, habría
comprendido que obraba usted injustamente. Por lo menos, la
intención de Hareton, al procurar ponerse al nivel de Linton, ya
habla mucho en su favor. Y crea que no aprendió para lucirse
de ello, sino porque antes le había humillado usted por su
ignorancia, y él, rectificándola, quiso hacerse grato a sus ojos.
No obró usted bien burlándose de él. Si a usted la hubieran
criado en las mismas condiciones que él no sería menos torpe.
Era un niño inteligente y despierto, y me duele que se le
desprecie sólo porque el villano de Heathcliff le haya rebajado
de tal manera.
—Supongo, Elena, que no vas a ponerte a llorar por esto —
exclamó la joven, sorprendida. —Espera y verás...
»—Cuando entré, Linton estaba medio tumbado. Se levantó un
poco y me saludó.
»—Esta noche no me encuentro bien, querida Catalina — dijo. —
Habla y yo te escucharé. Antes de irte tienes que prometerme
volver de nuevo.
»Al saber que estaba enfermo, le hablé tan dulcemente como
pude, procurando no incomodarle ni preguntarle nada. Yo había
llevado un libro, me pidió que le leyera algo, e iba a complacerle
cuando Earnshaw entró de repente cerrando la puerta con
330
violencia. Cogió a Linton por un brazo y le arrojó al suelo
bruscamente.
»—¡Lárgate a tu habitación! —profirió, con la voz airada y el
rostro contraído de rabia. —Llévatela contigo, y si viene a verte,
libraos bien de aparecer por aquí. ¡Fuera los dos!
»Y obligó a Linton a irse a la cocina. A mí me amenazó con el
puño. Muy asustada, dejé caer el libro, y él de una patada lo
lanzó fuera de la puerta, que cerró furioso detrás de nosotros.
Oí una maligna risa, y al volverme distinguí junto al fuego a ese
odioso José, que se frotaba las manos y decía:
» ¡Ya sabía yo que acabaría echándoles fuera! Es todo un
hombre, ¡sí! Y se va espabilando... Él sabe muy bien quién debía
ser el verdadero amo aquí. ¡Ja, ja, ja! Bien les ha chasqueado,
¿eh?
»—¿Adónde vamos? —pregunté a mi primo sin atender al viejo.
»Linton temblaba y se había puesto pálido. Te aseguro, Elena,
que no estaba nada guapo en aquel momento. Daba miedo
mirarle. Su delgado rostro y sus grandes ojos ardían de
impotente furor. Pulsó el picaporte de la puerta, pero no pudo
abrirla, porque estaba cerrada por dentro.
»José se echó a reír de nuevo burlonamente.
»—¡Ábreme o te mato! —rugió Linton. —¡Te mato, demonio!
»—¡Mira, mira! —dijo el criado. —Ahora es el genio del padre el
que habla por su boca. ¡Claro, todos tenemos parte del padre y
331
parte de la madre! Pero no temas, Hareton, muchacho, no te
haré nada...
»Cogí las manos de Linton y quise separarle de la puerta, pero
gritó de tal modo que no me atreví a insistir. De pronto, un
terrible ataque de tos apagó sus gritos, echó una bocanada de
sangre por la boca y cayó al suelo. Me precipité al patio,
asustadísima, y llamé a Zillah. Ella dejó las vacas que estaba
ordeñando y corrió hacia mí. Mientras le explicaba lo sucedido
procuré atraerla junto a Linton Earnshaw, que había salido, se
llevó a su cuarto al pobre enfermo. Zillah y yo le seguimos, pero
Hareton me ordenó que me fuese a casa. Le contesté que él
había matado a Linton, y quise entrar. Pero José cerró la puerta
con llave y me preguntó si me había vuelto tan loca como mi
primo. En fin: yo me quedé allí llorando, hasta que volvió la
criada diciéndome que dentro de poco estaría mejor y que no
había por qué llorar de aquel modo. Luego me hizo ir al salón a
pesar mío.
»Yo me mesaba los cabellos, Elena. Lloré hasta abrasarme los
ojos. Y ese rufián que te inspira tantas simpatías se atrevió a
encararse conmigo varias veces, y hasta me ordenó callar. Le
dije que iba a contárselo todo a papá, y que a él le llevarían a la
cárcel y le ahorcarían, lo que le asustó mucho. Se marchó para
ocultar su miedo. Me convencieron por fin de que me fuera.
Cuando yo estaba a unos cien metros de la casa, él apareció de
pronto y detuvo a Minny.
332
»Estoy muy disgustado, señorita Catalina —empezó a decir—,
pero es que...
»Yo, temiendo que quisiera asesinarme, le di un latigazo. Me
soltó y profirió horribles maldiciones. Volví a casa al galope,
medio enajenada.
»Aquella noche no te vine a ver ni al día siguiente volví a
Cumbres Borrascosas, aunque lo deseaba mucho. Temía oír
decir que Linton había muerto, y me espantaba la idea de
encontrarme con Hareton. En fin: al tercer día reuní mis fuerzas
y me atreví otra vez a escaparme. Fui a pie, creyendo que
podría deslizarme sin que me vieran hasta el cuarto de Linton.
Pero los perros delataron mi presencia con sus ladridos. Zillah
me recibió diciéndome que el muchacho estaba mucho mejor, y
me llevó a su cuartito, limpio y bien alfombrado, donde
encontré a Linton leyendo el libro que le llevé. Pero tenía tan
mal humor que se pasó una hora sin abrir la boca, y cuando al
fin lo hizo fue para decirme que yo era la culpable de todo y no
Hareton. Entonces me levanté, y, sin contestarle salí. Me llamó,
pero no hice caso y me fui resuelta a no visitarle más. Pero al
otro día me resultaba tan penoso irme a acostar sin saber de él,
que mi decisión se esfumó antes de que llegase a madurar.
Cuando Miguel me preguntó si ensillaba a Minny contesté
afirmativamente, y a poco galopaba hacia las colinas. Como
para entrar en el patio tenía que pasar ante la fachada, no era
oportuno ocultar mi presencia.
»—El señorito está en el salón —me dijo Zillah.
333
»Earnshaw estaba también allí, pero se fue al entrar yo.
Linton estaba medio dormido en un sillón. Le hablé gravemente
y con toda sinceridad.
»—Mira, Linton: como no me aprecias y te figuras que vengo a
propósito para perjudicarte, no pienso volver más. Esta es la
última vez. Despidámonos, y di al señor Heathcliff que eres tú
quien no me quieres ver, para que él no invente más
inexactitudes...
»Siéntate y quítate el sombrero, Cati —repuso. Debías ser más
buena que yo, porque eres más dichosa. Papá habla tanto de
mis defectos, que no te debe extrañar que yo haya perdido la
fe en mí mismo. Cuando pienso en ello siento tanto dolor y
tanta decepción, que aborrezco a todos. Verdaderamente, soy
despreciable y de tan pésimo carácter, que creo que harás bien
en no volver, Cati. Sin embargo, no quisiera otra cosa que ser
bueno y amable como tú. Seguramente lo sería si tuviera buena
salud. Te has portado tan bien, que te amo tanto como si fuera
digno de tu amor. No puedo impedir el mostrarte como soy;
pero lo siento de verdad, me arrepiento de ello y me arrepentiré
mientras viva.
»Yo comprendí que hablaba sinceramente y que debía
perdonarle, aunque fuera para pelearnos un instante después. A
pesar de la reconciliación, los dos nos pasamos el tiempo
llorando.
334
Me dolía pensar en el mal carácter de Linton, que incomodaría
siempre a sus amigos y le haría padecer a sí mismo.
»Desde aquella noche le visité siempre en su habitación. Su
padre había regresado al día siguiente. Que yo recuerde sólo
tres días hemos estado en buena relación y fuimos felices, el
resto de nuestras entrevistas han transcurrido
angustiosamente, ora por el egoísmo que Linton demuestra, o
bien por lo que dice que sufre. Pero me he acostumbrado ya, y
no me disgusto. En cuanto al señor Heathcliff, procura
deliberadamente no encontrarse conmigo. El domingo, al llegar,
le oí injuriar a Linton por el modo que había tenido de
comportarse conmigo el día anterior. No sé cómo lo sabría, a no
ser que estuviera escuchando. Linton, en efecto, me había
molestado. Yo entré y le dije a Heathcliff que eso era cosa mía
exclusivamente. Él se echó a reír y me contestó que se alegraba
de que yo tomase la cosa de este modo. Recomendé a Linton
que en lo sucesivo me dijera en voz baja las cosas que pudieran
hacer creer a los demás que reñíamos.
»Ya lo has oído bien, Elena. Si dejo de ir a las Cumbres habrá
dos personas que sufran. Si no se lo dices a papá y sigo yendo,
nadie sufrirá nada. ¿Verdad que no se lo dirás? Sería una
crueldad muy grande.
—Ya lo pensaré, señorita —repuse. —No quiero contestarle sin
pensarlo.
335
Y lo pensé en presencia de mi amo, a quien relaté todo lo
sucedido, menos el detalle de las charlas de Linton con Cati, y
sin aludir a Hareton. El señor se disgustó mucho más de lo que
aparentó. A la mañana siguiente supo Cati que yo había
traicionado su secreto y también que las visitas se habían
terminado. Lloró y rogó a su padre que se compadeciese de
Linton. Lo más que pudo conseguir fue que su padre escribiera
al muchacho diciéndole que podía venir a la Granja si gustaba,
pero que Cati no volvería a Cumbres Borrascosas. Y creo que si
hubiese sabido cuál era el carácter y el verdadero estado de
salud de su sobrino, ni siquiera hubiera accedido a darle aquel
pequeño consuelo.
336
C A P Í T U L O XXV
—Todo esto, señor —dijo la señora Dean—, sucedió el invierno
pasado. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que un año más
tarde, habría yo de distraer con el relato de ello a un forastero
ajeno a la familia. Ahora que,
¿quién sabe si seguirá usted siendo un extraño siempre? Dudo
mucho que sea posible ver a Cati Linton sin enamorarse de ella.
Sí, sonríase, pero lo cierto es que se le nota animado cada vez
que la menciono. Además, ¿por qué me ha pedido usted que
cuelgue su retrato sobre la chimenea y...?
—¡Bueno, bueno, amiga mía! —repuse. —Suponga que yo me
enamorase de ella. ¿Cree usted que ella se enamoraría de mí?
Lo dudo, y no quiero arriesgarme. Además, yo pertenezco al
mundo activo y debo volver a él.
mos, siga contándome
—Catalina —continuó la señora Dean— obedeció a su padre, ya
que le quería a él más que a nadie. El amo le habló sin enojo,
pero con la natural inquietud de quien se siente próximo a dejar
lo que más quiere entre riesgos y enemigos, y en tales
circunstancias, que sólo podría el objeto de su afecto tener
como guía el recuerdo de sus palabras.
A mí me dijo pocos días después:
337
—Me hubiera agradado que mi sobrino escribiera o viniese.
Dime sinceramente tu opinión sobre él, Elena. ¿Ha mejorado?
¿Puede esperarse que mejore cuando se desarrolle?
—Está muy enfermo, señor, y no es fácil que viva. Sí le puedo
asegurar que no se parece a su padre. Si la señorita Cati se
casase con él se dejaría llevar por ella, siempre que la señorita
no extremase su indulgencia hasta la tontería. Pero ya tendrá
usted tiempo de conocerle y de pensar si conviene o no... Le
faltan cuatro años para ser mayor de edad.
Eduardo suspiró, y a través de la ventana miró hacia la iglesia
de Gimmerton.
El sol de febrero iluminaba débilmente la tarde neblinosa, y a su
luz distinguíamos confusamente los abetos y las lápidas del
cementerio.
—A pesar de lo mucho que he rogado a Dios para que ello
sucediera, ahora me asusto —murmuró como para sí. Creía que
el recuerdo de la hora en que bajé a aquella iglesia para
casarme no sería tan feliz como el pensamiento del momento
en que había de yacer en la fosa. Cati me ha hecho muy feliz,
Elena. He pasado dichosamente al lado suyo las veladas de
invierno y los días de verano. Pero no he sido menos feliz
cuando erraba entre aquellas lápidas, al lado de la vieja iglesia,
en las tardes de junio, en que me sentaba junto a la tumba de
su madre y pensaba en la hora en que había de ir a reunirme
con ella... y ahora, ¿qué me cabe hacer en bien de Cati? Que
338
Linton sea hijo de Heathcliff y se la lleve, no me importaría
nada, si ello pudiera consolarla de mi falta. ¡Ni siquiera me
importa que Heathcliff se considere triunfante! Pero si Linton es
un instrumento de su padre, no puedo abandonarla en sus
manos, mucho me duele hacer sufrir a Catalina, pero es
preferible. ¡Hija mía!
¡Preferiría llevarla yo mismo a la tumba!
—Si usted faltase, lo que Dios no permita —contesté—, yo
seguiré siendo la amiga y la consejera de Cati. Pero ella es una
buena muchacha y no se empeñará en seguir el mal camino.
Avanzaba la primavera, mas mi amo no se reponía. A veces
paseaba por el parque con su hija, quien lo consideraba como
una señal de que su padre estaba mejor. Y pensaba que curaría
al ver encendidas sus mejillas y brillantes sus ojos.
El día en que la señorita cumplía los diecisiete años, el señor no
fue al cementerio. Llovía. Yo le dije:
—No irá usted esta tarde, ¿verdad?
—Este año no iré más adelante —respondió.
Escribió de nuevo a Linton indicándole que deseaba verle, y
segura estoy de que si el aspecto del chico no hubiera sido
calamitoso, hubiera ido. Contestó, sin duda aconsejado por
Heathcliff, diciendo que éste no estaba de acuerdo con que
visitase la Granja; pero que podía encontrar a su tío alguna vez
que éste saliese de paseo, ya que deseaba verle. Añadía que le
339
rogaba que no se obstinase en separarle por más tiempo de
Catalina.
«No pretendo —decía con sencilla elocuencia— que Cati me
visite aquí, pero le suplico que la acompañe usted alguna vez
paseando hacia Cumbres Borrascosas y que nos permita hablar
un poco en su presencia. No hemos hecho nada que justifique
esta separación, y usted mismo lo reconoce. Querido tío,
mándeme una nota mañana diciéndome en qué sitio que no
sea la Granja de los Tordos quiere que nos encontremos. Espero
que usted se convenza de que no tengo el carácter de mi padre.
Él afirma que tengo más de sobrino de usted que de hijo suyo.
Aunque mis defectos me hagan indigno de Cati, ya que ella me
los perdona, usted debía seguir su ejemplo. Mi salud va
mejorando; pero ¿cómo voy a curarme mientras esté rodeado
de seres que no me han querido ni querrán nunca?»
A Eduardo le hubiera complacido acceder, pero no se sentía con
fuerzas para acompañar a su hija. Escribió a su sobrino
diciéndole que aplazasen las entrevistas para el verano, y que,
entretanto, no dejase de escribirle, y que él le aconsejaría y
haría en su obsequio cuanto pudiese.
Linton, de por sí, tal vez lo hubiera echado todo a perder con
sus quejas; pero sin duda le vigilaba su padre, ya que el
muchacho se amoldó a todo, y en sus cartas se limitaba a decir
que le angustiaba mucho la separación de su prima, y que
deseaba que su padre les procurase una entrevista lo antes
340
posible, ya que, si no, pensaría que pretendía entretenerle con
vanas esperanzas.
Tenía en nuestra casa una poderosa aliada en la persona de
Cati, así que entre los dos acabaron convenciendo al señor de
que una vez a la semana les dejase dar un paseo a caballo por
los pantanos bajo mi vigilancia. Cuando llegó junio, el señor se
encontraba peor aún. Cada año guardaba una parte de sus
rentas para aumentar los bienes de su hija; pero sentía el
natural deseo de que ella, cuando él faltase, no tuviese que
abandonar la casa paterna. El mejor medio de conseguirlo era
que se casase con el heredero legal. No podía suponer que el
joven Linton se consumía casi tan rápidamente como él, porque
como ningún médico iba a las Cumbres, no había posibilidad de
saber noticia alguna del verdadero estado del muchacho. Yo
misma, viendo que él hablaba de pasear a caballo por los
pantanos con tanta seguridad, creí que acaso se engañasen
mis suposiciones, por—que no me cabía en la cabeza que un
padre tratase con tal crueldad a un hijo moribundo, como luego
averigüé que Heathcliff le había tratado, empeñándose en que
sus planes se realizaran antes de que la muerte del muchacho
los impidiera.
341
C A P Í T U L O XXVI
A principios de verano, Eduardo, aunque de mala gana, accedió
a que los primos se entrevistasen. Salimos Cati y yo. El día era
bochornoso y sin sol, mas no amenazaba lluvia. Nos habíamos
citado en el hito de piedra de la encrucijada. Pero no
encontramos a nadie allí. Llegó a corto rato un muchachito y
nos dijo que el señorito Linton estaba un poco más allá y que
nos agradecería muchísimo que nos acercásemos algo.
—El señorito Linton —repuse— ha olvidado que su tío puso
como condición que las entrevistas fueran en terrenos de la
Granja.
—Podemos hacerlo —dijo Cati— viniendo hacia aquí cuando nos
encontremos.
Le avistamos a medio kilómetro de su casa, tumbado sobre los
matorrales. No se levantó hasta que estuvimos muy cerca de él.
Nos apeamos, y él dio unos pasos hacia nosotras. Estaba tan
pálido y parecía tan débil, que no pude por menos de exclamar:
—Pero, ¡señorito Linton, hoy no está usted para pasear! Me
parece que se encuentra usted muy enfermo.
Cati le miró, asombrada y entristecida, y la bienvenida que le
preparaba se convirtió en una pregunta de si se hallaba peor
que otras veces.
342
—Estoy mejor —respondió él, ahogándose, temblando, mientras
le cogía la mano, como en busca de apoyo, y fijaba en ella sus
ojos azules.
—Entonces es que has empeorado desde la última vez que te vi
—insistió su prima. —Estás más delgado, y...
—Es que estoy cansado —repuso el joven. Sentémonos: hace
demasiado calor para pasear. Suelo encontrarme mal por las
mañanas. Papá dice que es que estoy creciendo muy deprisa.
Cati, disgustada, se sentó, y él se acomodó a su lado.
—Esto se parece al paraíso que tú anhelabas —dijo la joven,
esforzándose en bromear. —¿No te acuerdas que convinimos en
pasar dos días, uno como a ti te agradara y otro a mi gusto? Lo
de hoy es tu ideal, aparte de que hay nubes; pero eso resulta
más bonito que el sol... Si la semana que viene te encuentras
bien, iremos a caballo al parque de la Granja y pondremos en
práctica mi concepto del paraíso.
Se notaba que Linton no recordaba nada de lo que ella le decía,
y que le costaba mucho trabajo mantener una conversación.
Demostraba tal falta de interés, que Cati no podía ocultar su
desilusión. La volubilidad del joven, que, con mimos y caricias,
solía hacerse acreedor al cariño, se había convertido ahora en
una apática dejadez. En lugar de su desgana infantil de antes,
se apreciaba en él el pesimismo amargo del enfermo incurable
que no quiere ser consolado y que considera insultante la
alegría de los demás. Catalina reparó que él consideraba
343
nuestra compañía más como una carga que como un placer, y
no vaciló en proponer que nos marcháramos. Linton, al oírlo,
cayó en una extraña agitación. Miró horrorizado en dirección de
las Cumbres, y nos rogó que permaneciéramos con él media
hora más.
—Yo creo —dijo Cati— que en tu casa te encontrarás mejor que
aquí. Hoy no te entretienen mi conversación, ni mis canciones,
ni nada... En estos seis meses te has hecho más formal que yo.
Ahora, que si creyese que ello te divertía, me quedaría contigo
con mucho gusto.
—Quédate un poco más, Cati —dijo el joven. —No digas que
estoy mal, ni lo pienses. Es el calor y el bochorno que me
abruman. Antes de llegar tú, he andado mucho. No digas al tío
que me encuentro tan mal. Dile que estoy bastante bien. ¿Lo
harás?
—Le diré que me lo has dicho así, Linton. Pero no puedo
asegurarle que estés bien —dijo, extrañada, la señorita.
—Vuelve a verme el jueves, Cati —murmuró él, esquivando su
mirada.
—Y dale muchas gracias al tío por haberte dejado venir. Y,
mira...: si te encuentras a mi padre, no le digas que he estado
taciturno, porque se enfadaría si...
—No me importa que se enfade —repuso Cati, creyendo que el
enfado sería hada ella.
344
—Pero a mí, sí —contestó, estremeciéndose, su primo. —No le
hagas que se disguste conmigo, Cati, porque le temo.
—¿Así que es severo con usted, señorito? —intervine yo. —¿De
modo que se ha cansado de ser tolerante?
Linton me miró y guardó silencio. Inclinó la cabeza sobre el
pecho, y durante diez minutos le oímos suspirar. Cati se
entretenía en coger arándanos, y los repartía conmigo, sin
ofrecerle a él por no incomodarle.
—¿Ha transcurrido ya la media hora, Elena? —me preguntó Cati
al oído.
—Yo creo que no debemos quedarnos más. Linton se ha
dormido, y papá nos espera.
—Tenga usted paciencia hasta que se despierte — respondí—.
¡Qué prisa tiene en irse! Tanta como impaciencia tenía por
reunirse con él.
—¿Para qué quería verme? —contestó Catalina. —Yo preferiría
que estuviese como antes, a pesar de su mal humor de
entonces. Da la impresión de que me quiere ver únicamente por
complacer a su padre. Y no me agrada venir sólo por ese
motivo. Me alegro de que Linton esté mejor, pero siento que se
haya vuelto menos cariñoso conmigo.
—¿Usted cree que está mejor? —pregunté.
345
—Creo que sí —repuso—, porque ya sabes cuánto le gustaba
exhibir sus propios sufrimientos. No es que esté tan bien como
me ha rogado que diga a papá, pero debe de estar mejor.
—A mí me parece, señorita —contesté —, que está mucho peor.
Linton despertó en aquel momento, sobresaltado, y preguntó si
alguien le había llamado por su nombre.
—No —dijo Cati. Debes de haberlo soñado. No comprendo
cómo puedes dormirte en el campo sobre todo por la mañana.
—Me pareció oír a mi padre —dijo él. —¿Estás segura de que no
me ha llamado nadie?
—Segurísima —dijo su prima. —Únicamente hablamos Elena y
yo acerca de ti. Dime, Linton: ¿estás en realidad más fuerte que
en el invierno? Porque si lo estás, es bien seguro que me quieres
menos... Anda, dime: ¿estás mejor?
Linton rompió en lágrimas al contestar:
—Sí...
Y seguía mirando a un lado y a otro, bajo la obsesión de la voz
de su padre. Cati se puso en pie.
—Tenemos que marcharnos —le afirmó—, y me voy muy
decepcionada.
Pero a nadie se lo diré. No te figures que por miedo al señor
Heathcliff.
—¡Cállate! —murmuró Linton. Mira: Allí está.
346
Cogió el brazo de Cati y quiso retenerla, pero ella se soltó
presurosamente y llamó a Minny, que acudió enseguida.
—¡El jueves volveré, Linton! —gritó. —¡Adiós! ¡Vamos, Elena!
Y nos fuimos. Él casi no reparó en nuestra marcha. Tanta era la
preocupación que le producía la llegada de su padre.
En el camino, Cati sintió, en lugar del disgusto que la había
invadido, una especie de compasión y sentimiento, combinado
con dudas sobre las verdaderas circunstancias mentales y
físicas en que se hallaba Linton. Yo participaba de ellas, pero le
aconsejé que reservásemos nuestro juicio hasta la siguiente
entrevista. El señor nos pidió que le contáramos lo sucedido.
Cati se limitó a transmitirle la expresión de la gratitud de su
sobrino, refiriéndose muy someramente a lo demás. Yo la imité,
porque, en realidad, no sabía qué decir.
347
C A P Í T U L O XXVII
Pasaron otros siete días, y en el curso de ellos el estado de
salud de Eduardo Linton fue empeorando de día en día. De hora
en hora se agravaba tanto como antes en un mes.
Procurábamos, sin resultado, engañar a Cati. Ella adivinaba la
terrible probabilidad, que de minuto en minuto se convertía en
certidumbre. El jueves siguiente no se atrevió a hablar a su
padre de la cita, y lo hice yo. El mundo de Cati estaba reducido
a la biblioteca y a la alcoba de su padre. Su rostro, con tantas
vigilias y disgustos, había palidecido. Así pues que el señor nos
autorizó, gustoso, a hacer aquella excursión, que, según él
pensaba, ofrecería un cambio en la vida habitual de su hija. El
señor se consolaba esperando que, después que él faltase, ella
no quedaría sola del todo.
Según entendí, el señor Linton creía que su sobrino se le parecía
en lo moral tanto como en lo físico. Naturalmente, las cartas de
Linton no hacían referencia alguna a sus propios defectos.
Claro está que yo tenía la debilidad, disculpable, de no sacarle
de su error, pues de nada hubiera servido amargarle sus
últimos momentos con cosas que no podían remediarse.
Salimos por la tarde, una dorada tarde de agosto. La brisa de
las colinas era tan saludable, que se diría que tenía el poder de
hacer revivir a un moribundo. En el rostro de Cati se reflejaba el
paisaje: sombra y luz brillaban a intervalos en él, pero el sol se
348
disipaba pronto, y se notaba que su pobre corazoncito se
reprochaba el haber abandonado, siquiera fuese por poco
tiempo, el cuidado de su querido padre.
Vimos a Linton esperando donde la otra vez. Cati echó pie a
tierra y me dijo que, como se proponía estar allí poco tiempo,
valía más que yo no me apease siquiera y que me quedase allí
mismo al cuidado de la jaca. Pero yo la acompañé, porque no
quería alejarme ni un momento del tesoro que estaba confiado
a mi custodia. Linton nos recibió con más animación que la otra
vez, aunque no revelaba ni energía ni satisfacción, sino más
bien temor.
—¡Cuánto has tardado! —dijo—: Creí que no ibas a venir... ¿Está
mejor tu padre?
—Debías serme sincero —indicó Catalina— y decirme
francamente que no te hago falta. ¿Por qué me haces venir si
sabes que esto no vale más que para disgustarnos?
Linton tembló de pies a cabeza, y la miró suplicante y
avergonzado; pero ella no estaba en humor de soportar su
extraña conducta.
—Mi padre está muy enfermo —siguió Cati. —Si no tenías ganas
de que te viniese a ver, debiste haberme avisado, y así, no
habría tenido que separarme de papá. Explícate claramente: no
andemos con tonterías. No voy a estar andando de la ceca a la
meca por esas afectaciones tuyas.
349
—¡Mis afectaciones! —murmuró el muchacho. —¿A qué
afectaciones te refieres, Cati? No te enfades, ¡por Dios! ...
Despréciame si quieres, porque verdaderamente soy
despreciable; pero no me odies. Reserva el odio para mi padre.
Respecto a mí, debe bastarte con el desdén.
—¡Chico!, ¿Qué absurdo estás diciendo? —exclamó Cati,
excitada. —
¿Pues no estás temblando? ¡Cualquiera diría que teme que le
pegue! Anda, vete... Es una barbaridad hacerte salir de casa con
el propósito de que... ¿De qué? ¿Qué nos proponemos?
¡Suéltame la ropa! Nunca debiste haberte manifestado
complacido de la compasión que yo sentía hacia ti cuando te
veía llorando. Elena, dile tú que ese proceder suyo es
vergonzoso. Levántate. ¡No te arrastres como un reptil!
Linton, sollozante, se había dejado caer en el suelo, y parecía
sentir un terror convulsivo.
—¡Oh, Cati! —exclamó, llorando. —Estoy procediendo como un
traidor, si, pero si tú me dejas, ellos me matarán. Querida Cati:
mi vida depende de ti.
¡Y tú has dicho que me amabas! ¡No te vayas, mi buena, mi
dulce y amada Cati! Si tú quisieras... él me dejaría morir a tu
lado.
Viéndole tan acongojado, la señorita se compadeció. —¿Si yo
quisiera el qué? —preguntó. ¿Quedarme? Explícate y te
350
complaceré. Me vuelves loca con todo lo que dices. Ábreme tu
corazón, Linton. ¿Verdad que no te propones ofenderme? ¿No
es cierto que evitarías que me hiciesen daño alguno si estuviera
en tu mano? Yo creo que para ti mismo eres, en efecto,
cobarde; pero que no serías capaz de traicionar a tu mejor
amiga.
—Mi padre me ha amenazado —declaró el muchacho, —y le
tengo miedo... ¡No, no me atrevo a decírtelo!
—Pues guárdatelo —contestó Cati desdeñosamente. —Yo no
soy cobarde.
Ocúpate de ti. Yo por mí no tengo miedo.
Él se echó a llorar y comenzó a besar las manos de la joven,
pero no se resolvió a hablar. Yo, por mi parte, meditaba en
aquel misterio, y había resuelto en mi interior que ella no
padeciese ni por Linton ni por nadie. Entretanto, oí un ruido
entre los matorrales y vi al señor Heathcliff, que se dirigía hacia
nosotros. Aunque oía, sin duda, los sollozos de Linton, no miró a
la pareja, sino que me habló a mí, empleando el tono casi
amistoso con que siempre me trataba, creo que sinceramente,
y me dijo:
—Me alegro de verte, Elena. ¿Cómo os va? —y agregó en voz
baja—: Me han dicho que Eduardo Linton se está muriendo. ¿Es
tal vez una exageración?
—Es absolutamente cierto —repuse—, y si para nosotros es muy
triste, creo que para él constituye una dicha.
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—¿Cuánto tiempo crees que vivirá? —me preguntó.
–No sé. Es que —prosiguió, mirando a Linton, que no se atrevía
ni a levantar la cabeza (y la propia Cati parecía estar en el
mismo caso bajo el poder de su mirada)— se me figura que
este muchacho va a darme mucho que hacer aún, y sería de
desear que su tío se largase de este mundo antes que él.
¿Cuánto hace que este cachorro se dedica a esos lloros? Ya le
he dado algunas leccioncitas de llanto. ¿Suele encontrarse a
gusto con la muchacha?
—¿A gusto? Lo que se muestra es angustiadísimo. Creo que, en
vez de pasear por el campo con su novia, debía estar en la
cama cuidadosamente atendido por un médico.
—Así sucederá dentro de dos días —respondió Heathcliff. —
¡Linton, levántate! ¡No te arrastres por el suelo!
Linton había vuelto a dejarse caer, sin duda asustado por la
mirada de su padre. Trató de obedecerle, pero sus escasas
fuerzas se habían agotado, y volvió a caer lanzando un gemido.
Su padre le incorporó y le hizo recostarse sobre un pequeño
talud recubierto de césped.
—Levántate, maldito —dijo brutalmente, aunque procuraba
reprimirse.
—Lo intentaré, padre —respondió, jadeando—; pero déjame
solo. Cati, dame la mano. Ella te podrá decir que... estuve
alegre, como tú querías.
352
—Cógete a mi mano —respondió Heathcliff. —Cati ahora te
dará el brazo.
¡Así! Sin duda, pensará usted, joven, que soy el diablo cuando
tanto me teme.
¿Quiere usted acompañarle hasta casa? En cuanto le toco, se
echa a temblar...
—Querido Linton —manifestó Catalina—, no puedo
acompañarte hasta Cumbres Borrascosas, porque papá no me
lo permite. Pero tu padre no te hará nada. ¿Por qué le temes?
—No entraré más en esa casa —aseguró él— si no me
acompañas tú.
—¡Silencio! —gritó su padre. Es preciso respetar los escrúpulos
de Catalina. Elena, acompáñale tú. Será preciso que siga tus
consejos: llamaremos al médico.
—Acertará usted —contesté— pero el acompañar a su hijo no
me es posible. Tengo que quedarme con mi señorita.
—Sigues tan altanera como de costumbre —comentó Heathcliff.
— Y, ya que no te compadeces del chiquito, vas a hacerme que
le pinche sin quererlo.
¡Ea!, valiente, ven acá. ¿Quieres volver conmigo a casa?
E hizo ademán de sujetar al joven; pero él se apartó, se cogió a
su prima y le suplicó, frenético, que le acompañase.
Verdaderamente resultaba difícil negarse a lo que se pedía de
tal modo. Las causas de su terror permanecían ocultas; pero lo
353
cierto es que el muchacho estaba espantado y con todas las
apariencias de volverse loco si el acceso nervioso aumentaba.
Llegamos, pues, a la casa. Cati entró y yo permanecí fuera
esperándola, pero el señor Heathcliff me empujó y me forzó a
entrar, diciéndome:
—Mi casa no está apestada, Elena. Me siento hospitalario. Pasa.
Con tu permiso, voy a cerrar la puerta.
Y echó la llave. Yo sentí un vuelco en el corazón.
—Tomaréis el té antes de volveros —siguió diciendo. —Hoy
estoy solo. Hareton ha salido con el ganado, y Zillah. y José se
han ido a divertirse. Yo estoy acostumbrado a la soledad; pero
cuando encuentro buena compañía, lo prefiero. Siéntese junto
al muchacho, señorita Linton. Ya ve que le ofrezco lo que tengo,
me refiero a Linton, y si no es gran cosa, lo lamento mucho.
¡Cómo me mira usted! Es curioso que siempre me siento atraído
hacia los que parecen temerme. De vivir en un país menos
escrupuloso y donde la ley fuera menos rígida, creo que me
dedicaría a hacer la vivisección de esos dos como
entretenimiento vespertino.
Dio un puñetazo en la mesa y exclamó:
—¡Voto a... !¡Les odio!
—No tengo miedo de usted —dijo Cati, que no había percibido
la última parte de la charla de Heathcliff.
Y se acercó a él. Brillaban sus ojos.
354
—¡Venga la llave! —exigió. —No comeré aquí aunque me muera
de hambre.
Heathcliff cogió la llave y se quedó mirando a Cati, sorprendido.
La joven se precipitó sobre él y casi logró arrancársela.
Heathcliff reaccionando, aferró la llave.
—Sepárese de mí, Catalina Linton —ordenó—, o la tiro al suelo
de un puñetazo, por mucho que ello conturbe a la señora Dean.
Pero ella, sin atenderle, volvió a agarrarse a la llave.
—¡Nos iremos! —exclamó. Y viendo que con las manos y las
uñas no lograba hacer abrir la mano cerrada de Heathcliff, le
clavó los dientes. Heathcliff me lanzó una mirada que me
paralizó momentáneamente. Cati, atenta a sus dedos, no le veía
la cara. Entonces él abrió la mano y soltó la llave, pero a la vez
cogió a Cati por los cabellos, la derribó de rodillas y le golpeó
violentamente la cabeza. Aquella diabólica brutalidad me puso
fuera de mí. Me lancé hacia él gritando:
— ¡Villano, villano!
Pero un golpe en pleno pecho me hizo enmudecer. Como soy
gruesa, me fatigo en seguida, y entre la rabia que me
dominaba y una cosa y otra sentí que el vértigo me ahogaba
como si se me hubiera roto una vena. Todo concluyó en dos
minutos. Cati, al quedar suelta, se llevó las manos a las sienes,
cual si creyese que ya no tenía la cabeza en su sitio. Temblando
como un junco, la pobrecita fue a apoyarse en la mesa.
355
—Ya ves —dijo el malvado, agachándose para coger la llave
que había caído al suelo— que sé castigar a los niños traviesos.
Ahora vete con Linton y llora cuanto se te antoje. Dentro de
poco seré tu padre, y tu único padre, además, y cosas como las
de hoy te las encontrarás con frecuencia, puesto que no eres
débil y estás en condiciones de aguantar lo que sea... ¡Cómo
vuelva ese mal genio a subírsete a la cabeza, tendrás todos los
días una ración como la de ahora!
Cati corrió hacia mí, inclinó su cabeza sobre mi regazo y rompió
a llorar. Su primo permanecía silencioso en un rincón, contento,
al parecer, de que la tormenta hubiera des—cargado sobre
cabeza distinta a la suya. Heathcliff se levantó, y él mismo
preparó el té. El servicio ya estaba dispuesto. Vertió la bebida
en las tazas.
—Fuera tristeza —me dijo, ofreciéndome una taza—, y sirve a
esos niños traviesos. No tengas miedo; no está envenenada. Me
voy a buscar vuestros caballos.
En cuanto se fue, comenzamos a buscar una salida. Pero la
puerta de la cocina estaba cerrada, y las ventanas eran
excesivamente angostas, incluso para la esbeltez de Cati.
—Señorito Linton —dije yo—, ahora va usted a decirnos qué es
lo que su padre se propone, y de lo contrario cuente que yo le
vapulearé a usted como él ha hecho con su prima.
—Sí, Linton, dínoslo —agregó Catalina. — Todo ha sucedido por
venir a verte, y si te niegas a hablar serás un ingrato.
356
—Dame el té y luego te lo diré —repuso el joven. —Señora Dean,
márchese un momento. Me molesta tenerla siempre delante.
Cati, te están cayendo las lágrimas en mi taza. No quiero ésa.
Dame otra.
Cati le entregó otra y se limpió las lágrimas. Me molestó la
serenidad del muchacho. Comprendí que había sido amenazado
por su padre con un castigo si no lograba atraernos a aquella
encerrona, y que, una vez conseguido, no temía ya que cayese
sobre él mal alguno.
—Papá quiere que nos casemos —dijo, después de beber un
sorbo de té.
—Y como sabe que tu padre no lo permitirá ahora, y, además el
mío tiene miedo de que yo me muera antes, es preciso que nos
casemos mañana por la mañana. Así que tienes que quedarte
toda la noche aquí y luego de hacer lo que quiere mi padre
venir a buscarme al día siguiente y llevarme contigo.
—¿Llevarle con ella? —exclamé. —¿Ese hombre está loco o cree
que los demás somos idiotas? Pero ¿es posible que usted se
imagine que esta robusta y hermosa joven se va a casar con un
miserable desdichado como usted? ¿Se figura que nadie en el
mundo le aceptaría a usted por marido? Se merece usted una
buena zurra por habernos hecho venir con sus cobardes mañas
y... ¡No me mire así, porque tengo ganas de castigar su maldad
y su estupidez con una paliza!
357
Le di un empujón y sufrió un ataque de tos. Enseguida empezó
a llorar.
Cati me impidió hacerle nada.
—¡Quedarme aquí toda la noche! —dijo. —¡Si es preciso,
quemaré la puerta para salir!
E iba a poner en práctica su amenaza. Pero Linton, asustado
por las consecuencias que ello acarrearía para él, se incorporó,
la sujetó entre sus débiles brazos y dijo entre lágrimas:
—¿No quieres salvarme, Cati? ¿No quieres llevarme contigo a la
Granja?
No me abandones, Catalina. Debes obedecer a mi padre.
—Debo obedecer al mío —replicó ella. —¿Qué ocurriría si yo
pasase toda la noche fuera de casa? Ya debe de estar
angustiado viendo que no vuelvo. He de salir de aquí a toda
costa. Tranquilízate, no te pasará nada. Pero no te opongas,
Linton. A mi padre le quiero más que a ti.
El muchacho sentía tanto miedo a Heathcliff, que se sintió
hasta elocuente. Cati, a punto de enloquecer, rogó a Linton que
dominase su vergonzoso miedo. Y, entretanto, nuestro carcelero
volvió a entrar.
—Vuestros caballos se han escapado —anunció. —Pero, ¡Linton!
¿Estás llorando otra vez? ¿Qué te ha hecho tu prima? Anda,
vete a acostar. Dentro de poco podrás devolver a tu prima sus
violencias. Suspiras de amor, ¿eh? ¡Claro, no hay nada mejor en
358
el mundo! Bueno, acuéstate. Zillah no está hoy aquí, así que
tendrás que arreglártelas solo. ¡Silencio! Cuando estés acostado
no temas que yo vaya. Has tenido la fortuna de hacer bastante
bien las cosas. Yo me ocuparé del resto.
Mientras hablaba, había abierto la puerta de la habitación de
su hijo, y éste penetró por ella con el aspecto de un perro
temeroso de un castigo. Cuando la puerta se hubo cerrado tras
él, Heathcliff se acercó al fuego, junto al cual nosotras
permanecíamos silenciosas. Cati levantó la mirada, y de un
modo instintivo se llevó la mano a la mejilla al ver acercarse a
Heathcliff. Él la miró y dijo:
—Conque no me temías, ¿eh? Pues ahora tu valentía está bien
escondida.
Pareces terriblemente asustada.
—Claro que lo estoy —respondió la joven—, porque si me quedo
aquí, papá se llevará un disgusto horrible. ¡Oh, no quiero
causárselo cuando él se encuentra como está! ... Señor
Heathcliff, déjeme marchar. Me casaré con Linton. Papá está
conforme. ¿Para qué obligarme a lo que estoy dispuesta a
hacer?
—¡Que la obligue, si se atreve! —grité. —Hay leyes, gracias a
Dios. ¡Las hay, hasta en este rincón del mundo! ¡Yo misma lo
denunciaría! ¡Lo haría aunque fuese mi propio hijo! ¡Qué
canallada!
359
—¡Silencio! —ordenó el malvado. —¡Demonio con el alboroto! No
me interesa oíros. Catalina, me alegraría extraordinariamente
saber que tu padre está desconsolado. La satisfacción no me
dejaría dormir. No podías haber encontrado mejor medio para
persuadirme a que te retenga veinticuatro horas en mi casa. Y
respecto a casarte con Linton, es bien cierto que sucederá,
puesto que no saldrás de aquí hasta haberlo hecho.
—Entonces envíe a Elena a decir que no me pasa nada, y
cáseme ahora mismo —dijo Catalina, llorando con desconsuelo.
¡Pobre papá! Va a pensar que nos hemos perdido. ¿Qué
haremos, Elena?
—Tu padre se figurará que te has cansado de cuidarle y que te
has ido a expansionarte un poco —contestó Heathcliff. —No
negarás que has entrado en mi casa voluntariamente, aunque
él te lo tenía prohibido. Y es muy natural que te aburras de
cuidar a un enfermo que, al fin y al cabo, no es más que tu
padre. Mira, Catalina: cuando naciste, tu padre había dejado ya
de ser feliz. Probablemente te maldijo por venir al mundo (y yo
lo hice también, desde luego) justo es, pues, que te maldiga al
salir de él. Yo le imitaré. Puedes estar segura de que disto
mucho de quererte. Llora, llora, ésta será en adelante tu
principal distracción. ¡A no ser que Linton te consuele, como
parecía esperar tu previsor padre! Me divertí de verdad leyendo
sus cartas a Linton, con sus consejos y los ánimos que le daba.
En su última carta encarecía a mi joya que cuidase de la suya
cuando la tuviera en su poder. ¡Qué cariñoso y qué paternal!
360
Pero Linton tiene necesidad de su capacidad de afecto para sí
mismo. Y sabrá muy bien hacer el papel de tiranuelo doméstico.
Es muy capaz de atormentar a todos los gatos que se le
presenten, siempre y cuando se les limen los dientes y se les
corten las uñas. ¡Cuándo vuelvas a tu casa podrás contar a su
tío mucho sobre sus gentilezas!
—Tiene usted razón —dije. —Explíquele a Cati que el carácter de
su hijo se parece al de usted, y supongo que la señorita Catalina
lo pensará otra vez antes de consentir en contraer matrimonio
con semejante reptil...
—Por ahora no tengo ganas de hablar de sus buenas
cualidades —repuso él. —O le acepta, o se queda encerrada
aquí, y tú con ella, hasta que se muera tu amo. Puedo teneros
aquí tan ocultas como haga falta. ¡Y si lo dudas, anímala a que
rectifique, y verás!
—No rectificaré —intervino Cati. —Si es preciso, me casaré
ahora mismo, con tal de poder ir enseguida a la Granja. Señor
Heathcliff, es usted un hombre cruel, pero no un demonio, y
creo que no se propondrá por maldad destrozar mi felicidad de
un modo irreparable. Si papá cree que he huido de su lado y
muere antes de mi regreso, no podré soportar la vida. Mire: no
lloro ya, pero me arrodillo ante usted y no me levantaré ni
apartaré mi vista de su rostro hasta que usted me mire.
¡Míreme, no vuelva la cara! No estoy ofendida porque me haya
usted pegado. ¿No ha amado nunca a nadie, tío? ¿Nunca?
361
Míreme, y si me ve tan desdichada, no podrá por menos de
compadecerme.
—¡Suéltame y apártate, o te pateo! —gritó Heathcliff. —¡No
sueñes con halagarme! ¡Te odio!
Y una sacudida recorrió su cuerpo, como si, en efecto, el
contacto de Catalina le repugnase. Me puse en pie y me
preparé a lanzarle un torrente de insultos; pero al primero que
proferí me amenazó con encerrarme en una habitación a mí
sola, y hube de callar. Mientras tanto, empezaba a oscurecer. A
la puerta sentimos ruido de voces. Heathcliff se precipitó fuera.
Conservaba su perspicacia, bien al contrario que nosotras. Le
oímos hablar con alguien dos o tres minutos. Volvió solo al cabo
de un rato.
—Creí —dije a Cati— que sería su primo Hareton. ¡Si llegara, tal
vez se pusiese de nuestra parte!
—Eran tres criados de la Granja —replicó Heathcliff, que me
oyó.
—Podías haber abierto la ventana y chillar. Pero estoy seguro
que esa muchacha se alegra de que no lo hayas hecho. En el
fondo celebra tener que quedarse.
Ambas comenzamos a lamentarnos de la ocasión que
habíamos perdido. A las nueve nos mandó que subiésemos al
cuarto de Zillah. Yo aconsejé a mi compañera que
362
obedeciésemos, pues tal vez desde allí podríamos salir por la
ventana o una claraboya. Pero la ventana era muy estrecha, y
una trampilla que daba al desván estaba bien cerrada, de
modo que nuestros intentos fueron inútiles. Ninguna de las dos
nos acostamos. Cati se sentó junto a la ventana esperando que
llegase la aurora, y sólo respondía con suspiros a mis ruegos de
que descansase un poco. Por mi parte, me senté en una silla y
comencé a hacer un severo examen de conciencia sobre mis
faltas, de las que me imaginaba que provenían todas las
desventuras de mis amos.
Heathcliff vino a las siete y preguntó si la señorita estaba
levantada. Ella misma corrió a la puerta y contestó
afirmativamente.
—Vamos, pues —dijo Heathcliff, llevándosela fuera. Quise
seguirla, pero cerró la puerta con llave. Le rogué me soltase.
—Ten un poco de paciencia —contestó. Dentro de un rato te
traerán el desayuno.
Golpeé la puerta furiosamente y sacudí con fuerza el picaporte.
Cati inquirió los motivos de prolongar mi encierro. Él repuso que
duraría una hora más. Y los dos se fueron. Al cabo de dos o tres
horas oí pasos, y una voz que no era la de Heathcliff me dijo:
—Te traigo comida. Abre.
Obedecí, y vi a Hareton, que traía provisiones para todo el día.
—Toma —dijo, entregándomelas.
363
—Atiéndeme un minuto —comencé a decir.
—No —respondió, marchándose sin hacer caso de mis súplicas.
Todo el día y la noche siguientes seguí encerrada. Pero mi
prisión se prolongó más aún: cinco noches y cuatro días en
total. A nadie vi sino a Hareton, que venía todas las mañanas.
Cumplía bien su papel de carcelero, ya que era insensible, sordo
y mudo a todo intento de excitar sus instintos de justicia o su
compasión.
364
C A P Í T U L O XXVIII
La mañana —mejor dicho, la tarde— del quinto día sentí
aproximarse a la habitación un paso breve y ligero, y Zillah
penetró en el aposento, ataviada con su chal encarnado y con
su sombrero de seda negra y llevando una cestilla colgada al
brazo.
—¡Oh, querida señora Dean! —exclamó al verme. —¿No sabe
usted que en Gimmerton se asegura que se había usted
ahogado en el pantano del Caballo Negro, con la señorita? Lo
creí hasta que el amo me dijo que las había encontrado y las
había hospedado aquí. ¿Cómo está usted? ¿Qué les pasó?
Encontrarían ustedes alguna isla en el fango, ¿no es eso? ¿Las
salvó el amo, señora Dean? En fin: lo importante es que no ha
padecido usted mucho, por lo que veo.
—Su amo es un canalla —contesté—, y esto le costará caro. El
haber inventado esa historia no le servirá de nada. ¡Ya se sabrá
todo!
—¿Qué quiere usted decir? —exclamó Zillah. —En todo el pueblo
no se hablaba de otra cosa. Como que al entrar dije a Hareton:
«¡Qué lástima de aquella mocita y de la señora Dean, señorito!
¡Qué cosas pasan!» Hareton me miró asombrado, y entonces le
conté lo que se rumoreaba en el pueblo. El amo estaba
oyéndonos, y me dijo:
365
»“Sí, Zillah, cayeron en el pantano, pero se salvaron. Elena Dean
está instalada en tu cuarto. Cuando vayas dile que ya se puede
ir; toma la llave. El agua del pantano se le subió a la cabeza, y
hubiera vuelto a su casa delirando. En fin: la hice venir, y ya
está bien. Dile que si quiere que se vaya corriendo a la Granja y
avise de mi parte que la señorita llegará a tiempo para asistir al
funeral del señor.”
—¡Oh, Zillah! —exclamé. — ¿Acaso ha muerto el señor Linton?
—Cálmese, amiga mía; todavía, no. Siéntese, aún no está usted
bien. He encontrado al doctor Kennett en el camino y me ha
dicho que el enfermo quizá resista un día más.
Pero en vez de sentarme me precipité fuera. En el salón busqué
a alguien que pudiese hablarme de Cati. La habitación tenía las
ventanas abiertas y estaba llena de sol, pero no se veía a nadie.
No sabía adónde dirigirme, y vacilaba sobre lo que debía hacer,
cuando una tos que venía del lado del fuego llamó mi atención.
Y entonces vi a Linton junto a la chimenea, chupando un terrón
de azúcar y mirándome con indolencia.
—¿Y la señorita Catalina? —pregunté, creyendo que, al
encontrarlo solo, le haría confesar por temor.
Pero él siguió chupando como un tonto.
—¿Se ha marchado? —pregunté.
—No —me contestó. —Está arriba. No se irá; no la dejaríamos.
366
—¿Que no la dejarían? ¡Mentecato! Dígame dónde está o verá
usted lo que es bueno.
—Papá sí que te hará ver lo que es bueno a ti como intentes
subir — contestó Linton. —Él me ha dicho que no tengo por qué
andarme con contemplaciones con Cati. Es mi mujer, y es
vergonzoso que quiera marcharse de mi lado. Papá asegura
que ella desea que yo muera para quedarse con mi dinero, pero
no lo tendrá ni se irá a su casa, por mucho que llore y patalee.
Siguió en su ocupación, entornando los ojos.
—Señorito —le dije, —¿ha olvidado lo bien que ella se portó con
usted el invierno pasado, cuando usted le aseguraba que la
quería y ella venía diariamente, lloviese o nevase, para traerle
libros y cantarle canciones? ¡Pobre Cati! Cada vez que dejaba
de venir lloraba pensando en que se entristecería usted, y que
entonces afirmaba que ella era demasiado buena para usted.
Ahora, en cambio, finge creer en las mentiras que le dice su
padre y se pone con él de acuerdo, a pesar de saber que les
engaña a los dos... ¡Bonito modo de demostrar gratitud!
Linton torció los labios y se quitó de ellos el terrón de azúcar.
—¿Es que venía a Cumbres Borrascosas precisamente porque le
odiaba a usted? —proseguí. —¡Usted mismo lo diría! ¡Y de su
dinero, ella no sabe siquiera si tiene usted un poco o mucho! ¡Y
la abandona, sola, ahí arriba, en una casa extraña! ¡Usted, que
tanto se lamentaba de su ausencia! Cuando se quejaba de sus
penas, ella se compadecía, y ahora usted no se apiada de ella.
367
Yo, que no soy más que una antigua criada suya, he llorado por
Cati, como puede ver, y usted, que ha asegurado quererla y que
tiene motivos para adorarla, se reserva sus lágrimas para sí
mismo y se está ahí sentado tranquilamente... ¡Es usted un
egoísta cruel!
—No puedo con ella —dijo él. —No quiero estar a su lado. Llora
de un modo inaguantable. Y no cesa de llorar aunque la
amenace con llamar a mi padre. Ya le llamé una vez y él la
amenazó con ahogarla si no se callaba; pero en cuanto salió,
ella empezó otra vez con sus gemidos, a pesar de las muchas
veces que le grité que me estaba importunando y no me dejaba
dormir.
—¿Está ausente el señor Heathcliff? —me limité a preguntar,
viendo que aquel cretino era incapaz de comprender el dolor de
su prima.
—Está hablando en el patio con el doctor Kennett — contestó. —
Creo que el tío, al fin, se está muriendo. Y lo celebro, porque de
ese modo yo seré el dueño de su casa. Cati dice siempre «mi
casa», pero en realidad es mía. Míos son sus lindos libros, y sus
pájaros, y su jaca Minny. Así se lo dije cuando ella me prometió
regalármelo todo si le daba la llave y la dejaba salir. Entonces
se echó a llorar, se quitó un dije que llevaba al cuello con un
retrato de su madre y otro del tío cuando eran jóvenes y me lo
ofreció si le permitía escaparse. Esto sucedió ayer. Le dije que
también me pertenecían y fui a quitárselos.
368
»Entonces, esa vengativa mujer me dio un empellón y me
lastimó. Yo lancé un chillido —lo cual la espanta siempre— y
acudió papá. Al sentir que venía rompió en dos el medallón, y
me dio el retrato de su madre mientras intentaba esconder el
otro, pero cuando papá llegó y yo le expliqué lo que sucedía,
me quitó el que ella me había dado y le mandó que me
entregase el otro. Ella no quiso y él la tiró al suelo, le arrancó el
retrato y lo pisoteó.
—¿Y qué le pareció a usted el espectáculo? —interrogué, para
llevar la conversación adonde me convenía.
—Yo hice un guiño —respondió. —Siempre guiño los ojos cuando
mi padre pega a un perro o a un caballo, porque lo hace muy
reciamente. Al principio me alegré de que la castigara. También
ella me había hecho daño al empujarme. Cuando papá se fue,
ella me hizo ver cómo le sangraba la boca, porque se había
cortado con los dientes cuando papá le pegó. Después recogió
los restos del retrato, se sentó con la cara a la pared y no ha
vuelto a dirigirme la palabra. Creo a veces que la pena no la
deja hablar. Pero es un ser avieso; no hace más que llorar, y
está tan pálida y tan huraña que me asusta.
—¿Puede usted coger la llave cuando le parece bien? —
pregunté.
—Cuando estoy arriba, sí —contestó— pero ahora no puedo
subir.
—¿En qué sitio está? —volví a preguntar.
369
—Es un secreto, y no te lo diré –respondió. —No lo saben ni
siquiera Hareton ni Zillah. ¡Ea! Estoy cansado de hablar contigo.
Márchate.
Apoyó la cara en un brazo y cerró los ojos.
Yo pensé que lo mejor era ir a la Granja sin ver a Heathcliff y en
ella buscar auxilio para la señorita. El asombro de la
servidumbre al verme llegar fue tan grande como su alegría. Al
advertirles que la señorita estaba a salvo también, varios se
precipitaron a anunciárselo al señor, pero yo me anticipé a
todos. Había cambiado mucho en tan pocos días. Esperaba,
resignado, la muerte. Estaba muy joven. Aún no tenía más que
treinta y nueve años, pero representaba diez menos. Al verme
entrar pronunció el nombre de Cati. Me incliné hacia él y le dije:
—Luego vendrá Catalina, señor. Está bien, y creo que vendrá
esta noche.
Al principio temí que la alegría le perjudicase, y, en efecto, se
incorporó en el lecho, miró en torno suyo y se desmayó. Pero se
recobró enseguida, y entonces le conté lo ocurrido, asegurando
que Heathcliff me había obligado a entrar, lo que, en rigor, no
era totalmente cierto. De Linton hablé lo menos que pude y no
detallé las brutalidades de su padre para no causar al señor
mayor amargura. Él comprendió que uno de los objetivos que
se proponía su enemigo era apoderarse de su fortuna y de sus
propiedades para su hijo, pero no alcanzaba a adivinar el
porqué no había querido esperar hasta su muerte, ya que el
370
señor Linton ignoraba que él y su sobrino se llevarían poco
tiempo el uno al otro en abandonar este mundo. En todo caso,
resolvió modificar su testamento, dejando la herencia de Cati
no en sus manos, sino en las de otros herederos, personas de
confianza, concediéndole sólo el usufructo y luego la plena
posesión a sus hijos, caso de que los tuviera. Así, los bienes de
Catalina no irían a Heathcliff aunque muriese su hijo.
De acuerdo con sus instrucciones, envié a un hombre en busca
del procurador, y a otros cuatro, estos armados, a buscar a la
señorita. El primero de ellos volvió anunciando que había tenido
que estar dos horas esperando al señor Green, y que éste
vendría al siguiente día, ya que tenía que hacer en el pueblo. En
cuanto a los otros, regresaron sin cumplir su misión, y dijeron
que Cati estaba tan enferma que no podía salir de su cuarto, y
que Heathcliff no había permitido que la vieran. Les reproché
como se merecían, y resolví no decir nada a mi amo, porque
estaba resuelta a presentarme en Cumbres Borrascosas en
cuanto amaneciera, llevando una tropa entera, si era menester,
para tomar al asalto las Cumbres si no me entregaban a la
cautiva. Me juré repetidas veces que su padre había de verla,
aunque aquel endemoniado villano encontrara la muerte en su
casa intentando impedirlo.
Afortunadamente, no hubo necesidad de emplear tales
recursos. A eso de las tres, bajaba yo a buscar un jarro de agua,
cuando, atravesando el vestíbulo, sentí un golpe en la puerta.
Me sobresalté.
371
«Debe de ser Green», pensé, sosegándome.
Y seguí con la intención de mandar que abrieran. Pero el golpe
se repitió, y entonces, dejando el jarro, fui a abrir yo misma.
Fuera, brillaba la luna. El que venía no era el procurador. La
señorita me saltó al cuello, exclamando:
—¿Vive papá todavía?
—Sí, ángel mío —respondí. —¡Gracias a Dios que ha vuelto usted
con nosotros!
Ella quería ir sin descanso al cuarto del señor, pero yo la hice
sentarse un momento para que descansara, le di agua y le froté
el rostro con el delantal para que le salieran los colores. Luego
añadí que convenía que entrara yo primero para anunciar su
llegada y le rogué que dijese que era feliz con el joven
Heathcliff. Al principio me miró con asombro, pero luego
comprendió.
No pude asistir a la entrevista de ella y su padre, así que me
quedé fuera y esperé un cuarto de hora, al cabo del cual me
atreví a entrar y acercarme al enfermo. Todo estaba tranquilo.
La desesperación de Cati era tan silenciosa como el placer que
su padre experimentaba. Con los ojos extasiados contemplaba
el rostro de su hija.
Murió sintiéndose feliz, señor Lockwood... Besó a Cati en las
mejillas y dijo:
372
—Me voy a su lado, y tú, querida hija, vendrás después con
nosotros...
Y no hizo ni un movimiento ni dijo una palabra más. Su mirada
continuaba estática y fija. El pulso le fue faltando
gradualmente, hasta que su alma le abandonó. Murió tan
apaciblemente, que ninguno nos percatamos del momento
exacto en que había sucedido.
Catalina estuvo sentada allí hasta que salió el sol. Sus ojos
estaban secos, quizá porque ya no le quedaran lágrimas en
ellos o quizá por la intensidad de su dolor. A mediodía
continuaba lo mismo, y me costó trabajo lograr que fuese a
reposar un rato. A esa hora apareció el procurador, que ya
había pasado primero por Cumbres Borrascosas para recibir
instrucciones. El señor Heathcliff le había comprado, y por ello
se retrasó en venir a casa de mi amo. Felizmente éste no se
había vuelto a preocupar de nada desde que llegara su hija.
El señor Green se apresuró a dictar órdenes inmediatas.
Despidió a todos los criados, excepto a mí, y hasta hubiese
dispuesto que a Eduardo Linton se le enterrara en el panteón
familiar, a no haberme opuesto yo ateniéndome al testamento.
Éste, por fortuna, estaba allí y hubo que cumplir estrictamente
sus disposiciones.
El sepelio se apresuró todo lo posible. A Catalina, que era ya la
señora Heathcliff, le consintieron estar en la Granja hasta que
sacaron el cuerpo de su padre. Según ella me contó, su dolor
373
había, por fin, inducido a Linton a ponerla en libertad. Oyó a
Heathcliff discutir en la puerta con los hombres que yo había
enviado, y entendió lo que él les decía. Entonces se desesperó
de tal modo, que Linton, que estaba en la salita en aquel
momento, se aterrorizó, cogió la llave antes de que su padre
volviera, abrió, dejó la puerta sin cerrar, bajó y pidió que le
dejaran dormir con Hareton. Catalina partió antes de romper el
alba. No atreviéndose a marchar por la puerta por temor a que
los perros ladrasen, buscó otra salida, y habiendo hallado la
habitación de su madre, se descolgó por el abeto que rozaba la
ventana. Estas precauciones no evitaron que su cómplice
sufriera el correspondiente castigo.
374
C A P Í T U L O XXIX
La tarde después del entierro, la señorita y yo nos sentamos en
la biblioteca, meditando y hablando del sombrío porvenir que
se nos presentaba.
Pensábamos que lo mejor sería conseguir que Catalina fuese
autorizada a seguir habitando la Granja de los Tordos, al menos
mientras viviera Linton. Yo sería su ama de llaves, y ello nos
parecía tan relativamente bueno, que dudábamos de
conseguirlo. No obstante, yo tenía esperanzas. De pronto, un
criado —ya que, aunque estaban despedidos, éste no se había
marchado aún— vino a advertirnos de que «aquel diablo de
Heathcliff» había entrado en el patio y quería saber si le daba
con la puerta en las narices.
No estábamos tan locas como para mandar que lo hiciese, ni él
nos dio tiempo a nada. Entró sin llamar ni pedir permiso; era el
amo ya y usaba de sus derechos. Llegó a la biblioteca, mandó
salir al criado y cerró la puerta.
Estaba en la misma habitación donde dieciocho años atrás
entrara como visitante. A través de la ventana brillaba la misma
luna y se divisaba el mismo paisaje otoñal. No habíamos
encendido la luz, pero había bastante claridad en la cámara y
se distinguían bien los retratos de la señora Linton y de su
esposo. Heathcliff se acercó a la chimenea. Desde aquella
época no había cambiado mucho. El mismo semblante, algo
375
más pálido y más sereno tal vez, y el cuerpo un tanto más
pesado. No había más diferencia que ésta.
—¡Basta! —dijo sujetando a Catalina, que se había levantado y
se disponía a escaparse. — ¿Adónde vas? He venido para
llevarte a casa. Espero que procederás como una hija sumisa y
que no inducirás a mi hijo a desobedecerme. No supe de qué
modo castigarle cuando descubrí lo que había hecho. ¡Cómo es
un alfeñique! Pero ya notarás en su aspecto que ha recibido su
merecido. Mandé que le bajasen, le hice sentarse en una silla,
ordené que saliesen José y Hareton, y durante dos horas
estuvimos los dos solos en el cuarto. A las dos horas ordené a
José que volviese a llevárselo, y desde entonces cada vez que
ve mi presencia le asusta más que la de un fantasma. Según
Hareton, se despierta por la noche chillando o implorándote
que le defiendas. De modo, que quieras o no, tienes que venir a
ver a tu marido. Te lo cedo para ti sola, preocúpate tú de él.
—Podía usted dejar que Cati viviera aquí con Linton —intercedí
yo. —Ya que los detesta usted, no les echará de menos. No
harán más que atormentarle en su presencia.
—Pienso alquilar la Granja —respondió—, y además deseo que
mis hijos estén a mi lado, y que esta muchacha trabaje para
ganarse su pan. No voy a sostenerla como una holgazana,
ahora que Linton ha muerto. Vamos, date prisa y no me
obligues a apelar a la fuerza.
376
—Iré —dijo Cati. —Aunque usted ha hecho todo lo posible para
que nos aborrezcamos el uno al otro, Linton es el único cariño
que me queda en el mundo y le desafío a usted a que le haga
padecer cuando yo esté presente.
—Aunque te erijas en su defensor —respondió Heathcliff—, no te
quiero tan bien que vaya a quitarte el tormento de atenderle
mientras viva. No soy yo quien te hará aborrecerle. Su dulce
carácter se encargará de ello. Como consecuencia de tu fuga y
de las consecuencias que tuvo para él, le vas a hallar tan agrio
como el vinagre. Ya le oí explicar a Zillah lo que haría si fuese
tan fuerte como yo: el cuadro era admirable. Mala inclinación
no le falta, y su misma debilidad le hará encontrar algún medio
con que sustituir la fuerza de que carece.
—Al fin y al cabo es su hijo —dijo Cati. —Sería milagroso que no
tuviera mal carácter. Gracias que el mío es mejor y me
permitirá perdonarle. Sé que me ama, y por eso le amo yo
también. En cambio, señor Heathcliff, a usted no le ama nadie,
y por muy desgraciados que nos haga ser, nos desquitaremos
pensando que su crueldad procede de su desgracia. ¿Verdad
que es usted desgraciado? Está usted tan solitario como el
demonio y es tan envidioso como él. Nadie le ama y nadie le
llorará cuando muera. ¡Le compadezco a usted!
Catalina habló en lúgubre tono de triunfo. Parecía dispuesta a
amoldarse al ambiente de su futura familia y a gozarse, como
ellos, en el mal de sus enemigos.
377
—Tendrás que compadecerte de ti misma —replicó su suegro—
si sigues aquí un minuto más. Coge tus cosas, bruja, y vente.
Ella se fue. Yo comencé a rogarle que me permitiera ir a
Cumbres Borrascosas para hacer los menesteres de Zillah,
mientras ésta se encargaba de mi puesto en la Granja, pero él
se negó rotundamente. Después de hacerme callar, examinó el
cuarto. Al ver los retratos, dijo:
—Voy a llevarme a casa el de Catalina. No me hace falta para
nada, pero...
Se acercó al fuego, y con una que llamaré sonrisa, ya que no
habría palabras con que definirlo, si no, dijo:
—Te voy a contar lo que hice ayer. Ordené al sepulturero que
cavaba la fosa de Linton que quitase la tierra que cubría el
ataúd de Catalina, y lo hice abrir. Creí que no sabría separarme
de allí cuando vi su cara. ¡Sigue siendo la misma! El enterrador
me dijo que se alteraría si seguía expuesta al aire. Arranqué
entonces una de las tablas laterales del ataúd, cubrí el hueco
con tierra (no el lado del maldito Linton, que ojalá estuviera
soldado con plomo, sino el otro), y he sobornado al sepulturero
para que cuando me entierren a mí quite también el lado
correspondiente de mi féretro. Así nos confundiremos en una
sola tumba, y si Linton nos busca no sabrá distinguirnos.
—Es usted un malvado —le dije. —¿No le da vergüenza turbar el
reposo de los muertos?
378
—A nadie le he turbado en su reposo, Elena, y, en cambio, me
he desahogado un poco. Me siento mucho más tranquilo, y así
es más fácil que podáis contar con que no saldré de mi tumba
cuando me llegue la hora.
¡Turbarla! Dieciocho años lleva turbándome ella a mí, dieciocho
años, hasta anoche mismo... Pero desde ayer me he
tranquilizado.
He soñado que dormía al lado de ella mi último sueño, con la
mejilla apoyada en la suya.
—¿Y qué hubiera usted soñado si ella se hubiera disuelto bajo
tierra, o cosa peor?
—¡Que me disolvía con ella, y entonces me hubiera sentido aún
más feliz!
¿Te figuras que me asustan esas transformaciones? Esperaba
que se hubiera descompuesto cuando mandé abrir la caja; pero
me alegro de que no comience su descomposición hasta que la
comparta conmigo. Luego tú no sabes lo que me sucede... Pero
empezó así: yo creo en los espíritus y estoy convencido de que
existen y viven entre nosotros. Y desde que murió no hice más
que invocar al suyo para que me visitase. El día que la
enterraron nevó. Cuando oscureció me fui al cementerio.
Soplaba un viento helado y reinaba la soledad. Yo no temí que
el simple de su marido fuese tan tarde, y no era probable que
nadie merodease por allí. Al pensar que sólo me separaban de
ella dos metros de tierra blanda, me dije: «Quiero volver a
379
tenerla entre mis brazos. Si está fría, lo atribuiré a que el viento
del norte me hiela; si está inmóvil, pensaré que duerme.»
»Cogí una azada y cavé con ella hasta que tropecé con el
ataúd. Entonces me puse a trabajar con las manos, y ya crujía
la madera cuando me pareció percibir un suspiro que sonaba al
mismo borde de la tumba. «¡Si pudiese quitar la tapa —
pensaba— y luego nos enterraran a los dos!» Y me esforzaba en
hacerlo. Pero sentí otro suspiro. Y me pareció notar un tibio
aliento que caldeaba la frialdad del aire helado. Bien sabía que
allí no había nadie vivo; pero tan cierto como se siente un
cuerpo en la oscuridad, aunque no se le vea, tuve la sensación
de que Catalina estaba allí y no en el ataúd, sino a mi lado.
Experimenté un inmediato alivio. Suspendí mi trabajo y me sentí
consolado. Ríete, si quieres, pero después de que cubrí la fosa
otra vez tuve la impresión de que me acompañaba hasta casa.
Estaba seguro de que se hallaba conmigo y hasta le hablé.
Cuando llegué a las Cumbres recuerdo que aquel condenado de
Earnshaw y mi mujer me cerraron la puerta. Me contuve para no
romperle el alma a golpes, y después subí precipitadamente a
nuestro cuarto. Miré en torno mío con impaciencia. ¡La sentía a
mi lado, casi la veía, y, sin embargo, no lograba divisarla! Creo
que sudé sangre de tanto como rogué que se me apareciese, al
menos un instante. Pero no lo conseguí. Fue tan diabólica para
mí como lo había sido siempre durante mi vida. Desde
entonces, unas veces más y otras menos, he sido víctima de esa
misma tortura. Ello me ha sometido a una tensión nerviosa tan
380
grande, que si mis nervios no estuviesen tan templados como
cuerdas de violín, no hubiera resistido sin hacerme un
desgraciado, como Linton.
»Si me hallaba en el salón con Hareton, se me figuraba que la
vería cuando saliese. Cuando paseaba por los pantanos creía
que la encontraría al volver. En cuanto salía de casa regresaba
creyendo que ella debía de andar por allá. Y si se me ocurría
pasar la noche en su alcoba me parecía que me golpeaban.
Dormir allí resultaba imposible. En cuanto cerraba los ojos, la
sentía al otro lado de la ventana, o entrar en el cuarto, correr las
tablas y hasta descansar su adorada cabeza en la misma
almohada donde la ponía cuando era niña. Entonces abría los
ojos para verla, y cien veces los cerraba y los volvía a abrir, y
cada vez sufría una desilusión más. Esto me aniquilaba hasta el
punto de que a veces lanzaba gritos, y el viejo tuno de José me
creía poseído del demonio. Pero ahora que la he visto estoy
más sosegado. ¡Bien me ha atormentado durante dieciocho
años, no centímetro a centímetro, sino por fracciones del
espesor de un cabello, engañándome año tras año con una
esperanza que no se había realizado nunca!
Heathcliff salió y se secó la frente, húmeda de sudor. Sus ojos
contemplaban las rojas brasas del fuego. Tenía las cejas
levantadas hacia las sienes, y una apariencia de dolorosa
tensión cerebral le daba un aspecto conturbado. Al hablar se
dirigía a mí vagamente. Yo callaba. No me agradaba aquel
modo de expresarse.
381
Después de una breve pausa, descolgó el retrato de la señora
Linton, lo puso sobre el sofá y lo contempló fijamente. Cati
entró en aquel momento y dijo que estaba pronta a marchar en
cuanto ensillasen el caballo.
—Envíame eso mañana —me dijo Heathcliff. Y agregó,
dirigiéndose a ella: —Hace una buena tarde y no necesitas
caballo. Cuando estés en Cumbres Borrascosas tendrás de
sobra con los pies.
—¡Adiós, Elena! —dijo mi señorita, besándome con sus helados
labios. —
No dejes de ir a verme.
—Te librarás muy bien —advirtió él. —Cuando te necesite para
algo ya vendré a visitarte. No quiero que fisgues en mi casa.
Hizo señal a Cati de que le siguiera, y ella le obedeció, lanzando
una mirada hacia atrás que me desgarró el corazón.
Los vi desde la ventana descender por el jardín. Heathcliff cogió
el brazo de Catalina, a pesar de que ella se negaba, y con
rápido paso desaparecieron bajo los árboles del camino.
382
C A P Í T U L O XXX
Una vez fui a las Cumbres, pero no pude verla más desde que
se marchó. José no me dejó pasar. Me dijo que la señora
estaba bien y que el amo se hallaba fuera. Gracias a Zillah, que
me ha contado algo, puedo saber si viven o no. Zillah considera
a Cati muy orgullosa y no la quiere. Al principio, la señorita le
pidió que le hiciera algunos servicios, pero el amo lo prohibió y
Zillah se congratuló, por holgazanería y por falta de juicio. Esto
causó a Cati una indignación pueril, y ha incluido a Zillah en el
número de sus enemigos. Hace seis semanas, poco antes de
llegar usted, mantuve una larga conversación con Zillah, y me
contó lo siguiente:
Al llegar a las Cumbres, la señora, sin saludarnos siquiera, corrió
al cuarto de Linton y se encerró en él. Por la mañana, mientras
Hareton y el amo estaban desayunándose entró en el salón
temblando de pies a cabeza y preguntó si se podía ir a buscar
al médico, ya que su marido estaba muy malo.
—Ya lo sé —respondió Heathcliff— pero su vida no vale ni un
cuarto de penique, y ni eso me gastaré en él.
—Pues si no le auxilia, se morirá, porque yo no sé qué hacer —
dijo la joven.
—¡Sal de aquí —gritó el amo— y no me hables más de él! No nos
importa nada de lo que le ocurra. Si quieres, cuídate tú, y si no,
enciérrale y déjale.
383
Ella entonces pidió mi ayuda, pero yo le contesté que el
muchacho ya me había dado bastante que hacer, y que ahora
era ella quien debía cuidarle, según había ordenado el amo.
No puedo decir cómo se las entendieron. Me figuro que él debía
pasarse gimiendo día y noche, sin dejarla descansar, como se
deducía por sus ojeras. Algunas veces venía a la cocina como si
quisiera pedir socorro, pero yo no estaba dispuesta a
desobedecer al señor. No me atrevía a contrariarle en nada,
señora Dean, y aunque bien veía que debía haberse llamado al
médico, no era yo quién para tomar la iniciativa, y por eso no
intervine para nada. Una o dos veces, después que nos
habíamos acostado, se me ocurría ir a la escalera y veía a la
señora llorando, sentada en los escalones, de modo que
enseguida me volvía, temiendo que me pidiese ayuda. Aunque
la compadecía, ya supondrá usted que no era cosa de
arriesgarme a perder mi empleo. Por fin, una noche, entró
resueltamente en mi cuarto y me dijo:
—Avisa al señor Heathcliff de que su hijo se muere. Estoy
segura de ello.
Y se fue. Un cuarto de hora permanecí en la cama, escuchando
y temblando. Pero no sentí nada.
«Debe de haberse equivocado —pensé. Linton se habrá
repuesto; no hay por qué molestar a nadie» Y volví a dormirme.
Pero el sonido de la campanilla que tenía Linton para su
384
servicio me despertó y el amo me ordenó que fuera a decirles
que no quería volver a oír aquel ruido.
Entonces le comuniqué el recado de la señorita. Empezó a
maldecir, y luego encendió una vela y subió al cuarto de su hijo.
Le seguía y vi a la señora sentada junto a la cama, con las
manos cruzadas sobre las rodillas. Su suegro acercó la vela al
rostro de Linton, le miró y le tocó, y dijo a la señora:
—¿Qué te parece de esto, Catalina?
—Digo que qué te parece, Catalina —repitió él.
—Me parece —contestó ella que él se ha salvado y que yo he
recuperado la libertad... Debía parecerme muy bien, pero —
prosiguió con amargura— me ha dejado usted luchando sola
durante tanto tiempo contra la muerte, que sólo veo muerte a
mi alrededor, y hasta me parece estar muerta yo misma.
Y lo parecía en realidad. Yo le hice beber un poco de vino.
Hareton y José, a quienes nuestro ir y venir había despertado,
entraron entonces. José me parece que se alegró de la muerte
del muchacho. En cuanto a Hareton, estaba con—fuso, y más
que de pensar en Linton se preocupaba de mirar a Catalina. El
señor le hizo volverse a acostar. Mandó a José que llevara el
cadáver a su habitación, y a mí me hizo volverme a la mía. La
señora se quedó sola.
Por la mañana me hizo llamarla para desayunar. Catalina se
había desnudado y estaba a punto de acostarse. Me anunció
385
que se sentía mal, lo que no me extrañó, y se lo indiqué al señor
Heathcliff. Este me dijo:
—Bueno, déjala que descanse. Sube de cuando en cuando a
llevarle lo que necesite, y después del entierro, cuando creas
que esté mejor, avísamelo.
Zillah siguió diciéndome qué Catalina había continuado metida
en su cuarto durante quince días. Ella le visitaba dos veces
diarias y procuraba mostrarse amable con la señorita, pero
ésta la rechazaba violentamente. Heathcliff subió a verla una
vez para mostrarle el testamento de Linton. Ce— día a su padre
todos sus bienes y cuantos habían pertenecido a su esposa. Le
habían obligado a firmar aquello mientras Cati estaba con su
padre el día que éste falleció. La herencia se refería a los bienes
muebles, ya que las tierras, por ser menor de edad, no tenía
Linton derecho a le—garlas. Pero Heathcliff ha hecho valer
también sus derechos a ellas en nombre de su difunta mujer y
en el suyo propio. Creo que legalmente tiene razón; pero, en
todo caso, como Catalina carece de dinero y de amigos, no ha
podido disputárselas.
—Sólo yo —siguió diciéndome Zillah—, excepto esa vez que
subió el amo, iba a su cuarto. Nadie se ocupaba de ella. El
primer día que bajó al salón fue domingo por la tarde. Al llevarle
la comida me había dicho que no podía soportar el frío que
hacía arriba. Le contesté que el amo iba a ir a la Granja de los
Tordos y que Hareton y yo no la incomodaríamos. Así que en
cuanto sintió el trote del caballo de Heathcliff, bajó, vestida de
386
negro, con sus rubios cabellos peinados lisos por detrás de las
orejas.
José y yo solemos ir los domingos a la iglesia (se refieren a la
capilla de los metodistas o baptistas, ya que la iglesia ahora no
tiene pastor), pero yo creí que debía quedarme en casa —
continuó Zillah— porque no sobra que una persona de edad
vigile a los jóvenes, y Hareton, a pesar de su timidez, no es
precisamente un chico modelo. Yo le había ad—vertido de que
su prima bajaría seguramente a hacernos compañía, y que
como ella solía guardar la fiesta dominical, valía más que él no
trabajase ni estuviese repasando las es— copetas mientras ella
permanecía abajo. Se ruborizó al oírme, se miró la ropa y las
manos e hizo desaparecer el aceite y la pólvora. Comprendí que
quería ofrecerle su compañía y que deseaba presentarse a ella
con mejor aspecto, y para ayudarle a ello, le ofrecí mis servicios.
Se puso muy turbado y empezó a jurar.
—Señora Dean —dijo Zillah, comprendiendo que su conducta
me desagradaba—, usted podrá pensar que la señorita es
demasiado fina para Hareton, y puede que esté usted en lo
cierto; pero le aseguro que me gustaría rebajar un poco su
orgullo. Además, ahora es tan pobre como usted y como yo. Es
decir, más, porque seguramente usted tiene sus ahorros y yo
hago lo posible para reunirlos. Así que no está la señorita como
para andar con tonterías.
387
Hareton aceptó la ayuda de Zillah, y hasta se puso de buen
humor, y cuando Catalina llegó trató de hacerse agradable a
ella.
—La señorita —siguió contándome Zillah— entró tan fría como
el hielo y tan altanera como una princesa. Yo le ofrecí mi
asiento y Hareton también, diciéndole que debía estar transida
de frío.
—Hace un mes que lo estoy —contestó ella tan
despectivamente como le fue posible.
Cogió una silla y se sentó separada de nosotros. Cuando hubo
entrado en calor miró en torno suyo, y al divisar unos libros en
el aparador intentó cogerlos. Pero estaban demasiado altos, y
viendo sus inútiles esfuerzos, su primo se decidió a ayudarla.
Comenzó a echarle los libros según los iba alcanzando y ella los
recogía en su falda extendida.
El muchacho se sintió satisfecho con esto. Es verdad que la
señora no le dio las gracias, pero a él le bastaba con haberle
sido útil, y hasta se aventuró a mirar los libros mientras lo hacía
ella, señalando algunas páginas ilustradas que le llamaban la
atención. No se desanimó por el desprecio con que Catalina le
quitaba las láminas de los dedos, pero se separó un poco, y en
vez de mirar los libros la miró a ella.
Catalina siguió leyendo o intentando leer. Hareton, entretanto,
ya que no podía distinguir su cara, se contentaba con
contemplar su cabello. De pronto, casi inconsciente de lo que
388
hacía, y más bien como un niño que se resuelve a tocar lo que
está mirando, se le ocurrió alargar la mano y acariciarle uno de
sus rizos, más suavemente que lo hubiera hecho un pájaro. Ella
dio un salto como si le hubieran clavado un cuchillo en la
garganta.
—¡Vete! ¿Cómo te atreves a tocarme? —gritó, disgustadísima. —
¿Qué haces ahí plantado? ¡No puedo soportarte! Si te acercas,
me voy.
El señor Hareton retrocedió, se sentó y permaneció inmóvil. Ella
siguió absorta en los libros. Al cabo de media hora Hareton me
dijo por lo bajo:
—Ruégale que nos lea alto, Zillah... Estoy aburrido de no hacer
nada, y me gustaría oírla. No digas que soy yo quien se lo pide.
Hazlo como cosa tuya.
—El señor Hareton quisiera que usted nos leyese algo, señorita
—me apresuré a decir. Se lo agradecería mucho.
Ella frunció las cejas y contestó:
—Pues di al señor Hareton que no acepto ninguna de las
amabilidades hipócritas que me hagáis. ¡Os desprecio y no
quiero saber nada de vosotros! Cuando yo hubiera dado hasta
la vida por una palabra afectuosa, os mantuvisteis apartados
de mí. No me quejo. He bajado porque arriba hacía mucho frío,
pero no para entreteneros ni para disfrutar de vuestra
compañía.
389
—Yo no te he hecho nada —comenzó a decir Earnshaw. —No
tengo culpa de nada...
—Tú eres una cosa aparte —respondió la señora—, y no se me
ha ocurrido pensar en ti...
—Pues yo —contestó él— más de una vez he rogado al señor
Heathcliff que me permitiera atenderte.
—Cállate —ordenó ella. Me iré por esa puerta, no sé adónde,
antes de seguir oyendo tu desagradable voz.
Hareton musitó que por su parte podía irse, aunque fuese al
infierno; descolgó su escopeta y se marchó a cazar. Y ahora él
ya habla con todo desembarazo delante de ella, y ella se ha
retirado otra vez a su soledad. Pero a veces el frío de las
heladas la hace bajar y buscar nuestra compañía. Por mi parte
yo me mantengo tan altiva como ella. Ninguno de nosotros la
quiere, ni ella se lo merece. En cuanto se le dice la menor cosa,
ya salta y replica sin respetar nada. Se atreve a insultar hasta al
amo, y cuanto más la castiga él, más maligna se vuelve ella.
—Al principio de oír contar esto a Zillah —siguió la señora
Dean— decidí dejar este empleo, alquilar una casa y llevarme a
Cati. Pero el señor Heathcliff hubiera permitido esto tanto como
a Hareton montar una casa por su cuenta propia. Así que no
veo solución al asunto, a no ser que la señorita se case, y ésa es
una cosa que no está en mi mano conseguir.
De esta manera concluyó su historia la señora Dean. Por mi
parte, a pesar de los vaticinios del doctor, me voy reponiendo
390
muy rápidamente. Sólo estamos a mediados del mes de enero,
pero dentro de un par de días me propongo montar a caballo, ir
a Cumbres Borrascosas y notificar a mi casero que pasaré en
Londres los venideros seis meses, y que se busque otro inquilino
para la Granja cuando llegue octubre. No quiero en modo
alguno pasar otro invierno aquí.
391
C A P Í T U L O XXXI
El día de ayer fue claro, frío y sereno. Como me había
propuesto, fui a las Cumbres. La señora Dean me rogó que
llevase una nota suya a su señorita, a lo que accedí, ya que no
creo que haya en ello segunda intención. La puerta principal
estaba abierta, pero la verja, no. Llamé a Earnshaw, que estaba
en el jardín, y me abrió. El muchacho es tan bello que no se
hallaría en la comarca otro parecido. Le miré atentamente.
Cualquiera diría que él se empeñaba en deslucir sus cualidades
con su zafiedad.
Pregunté si estaba en casa el señor Heathcliff, y me dijo que no;
pero que volvería a la hora de comer. Eran las once, y manifesté
que le esperaría. Él entonces soltó los utensilios de trabajo y me
acompañó, pero en calidad de perro guardián y no para
sustituir al dueño de la casa.
Entramos. Vi a Cati cocinando unas legumbres. Me pareció aún
más hosca y menos animada que la vez anterior. Casi no
levantó la vista para mirarme y continuó su faena sin
saludarme ni con un ademán.
«No veo que sea tan afable —reflexioné yo— como se empeña
en hacérmelo creer la señora Dean. Una beldad, sí lo es, pero un
ángel, no» Hareton le dijo con aspereza que se llevase sus cosas
a la cocina.
—Llévalas tú —contestó la joven.
392
Y se sentó en un taburete al lado de la ventana,
entreteniéndose en recortar figuras de pájaros y animales en
las mondaduras de nabos que tenía a un lado. Yo me aproximé,
con el pretexto de contemplar el jardín, y dejé caer en su falda
la nota de la señora Dean.
—¿Qué es eso? —preguntó Cati en voz alta, tirándola al suelo.
—Una carta de su amiga, el ama de llaves de la Granja —
contesté, incomodado por la publicidad que daba a mi discreta
acción y temiendo que creyera que el papel procedía de mí.
Entonces quiso cogerla, pero ya Hareton se había adelantado,
guardándosela en el bolsillo del chaleco, y diciendo que primero
había de examinarla el señor Heathcliff.
Cati volvió la cara silenciosamente, sacó un pañuelo y se lo llevó
a los ojos. Su primo luchó un momento contra sus buenos
instintos, y al fin sacó la carta y se la tiró con un ademán lo más
despreciativo que pudo. Cati la recogió, la leyó, me hizo algunas
preguntas sobre los habitantes, tanto personas como animales
de la Granja, y al fin murmuró, como para sí misma:
—¡Cuánto me gustaría ir montada en Minny!¡Cuánto me gustaría
subir allá! Estoy fatigada y hastiada, Hareton.
Apoyó su linda cabeza en el alféizar de la ventana, y dejó
escapar no sé si un bostezo o un suspiro, sin preocuparse de si
la mirábamos o no.
393
—Señora Heathcliff —dije al cabo de un rato—, usted cree que
yo no la conozco, y, sin embargo, creo conocerla
profundamente. Así que me extraña que no me hable usted. La
señora Dean no se cansa de alabarla, y sufrirá una desilusión si
me vuelvo sin llevarle más noticias suyas que las de que no ha
dicho nada sobre su carta.
Me preguntó, extrañada:
—¿Elena le estima mucho a usted?
—Mucho —balbucí.
—Pues entonces dígale que le contestaría gustosamente, pero
que no tengo con qué. Ni siquiera poseo un libro del que poder
arrancar una hoja.
—¿Y cómo puede usted vivir aquí sin libros? —dije. Yo, que
tengo una gran biblioteca, me aburro en la Granja, así que sin
ellos debe de ser desesperante la existencia aquí.
—Antes yo tenía libros y me pasaba el día leyendo —me
contestó—, pero como el señor Heathcliff no lee nunca, se le
antojó destruirlos. Hace varias semanas que no veo ni sombra
de ellos. Una vez revolví los libros teológicos de José, con gran
indignación de éste, y otra vez, Hareton, encontré un almacén
de ellos en tu cuarto: tomos latinos y griegos, cuentos y
poesías... Todos, antiguos conocidos míos... Me los traje aquí, y
tú me los has robado, como las urracas, por el gusto de robar,
ya que no puedes sacar partido de ellos. ¡Hasta puede que
aconsejaras al señor Heathcliff, por envidia, que me arrebatase
394
mis tesoros! Pero la mayor parte de ellos los retengo en la
memoria, y de eso sí que no podéis privarme.
Hareton se ruborizó cuando su prima reveló el robo de sus
riquezas literarias y desmintió enérgicamente sus acusaciones.
—Quizás el señor Hareton siente deseos de emular su saber,
señora —dije yo, acudiendo en socorro del joven, y se prepara a
ser un sabio dentro de algunos años mediante la lectura.
—¡Sí, y que entretanto me embrutezca yo! —alegó Cati. —Es
verdad: a veces le oigo cuando intenta deletrear, ¡y dice cada
tontería! ¿Por qué no repites aquel disparate que dijiste ayer?
Me di cuenta cuando apelabas al diccionario para comprender
lo que significaba aquella palabra, y te oí jurar y maldecir
cuando no comprendiste nada.
Noté que el joven pensaba que era injusto burlarse de su
ignorancia y a la vez de sus esfuerzos para corregirla. Yo
compartí su sentimiento, y recordando lo que me contara la
señora Dean sobre el primer intento de Hareton para disipar las
tinieblas en que le habían educado, comenté:
—Todos hemos tenido que empezar alguna vez, señora, y raro
es el que no haya tropezado en el umbral del conocimiento. Si
entonces nuestros maestros se hubiesen burlado de nosotros,
aún seguiríamos dando tropezones.
—Yo no me propongo limitar su derecho a instruirse —repuso
ella—, pero él no tiene derecho a apoderarse de lo que me
pertenece, y profanarlo con sus errores y faltas de
395
pronunciación. Mis libros de versos y en prosa eran sagrados
para mí, por los recuerdos que me despertaban, y me es odioso
verlos mancillados cuando los repite su boca. Además, ha
elegido para aprender mis obras favoritas, como si lo hiciera a
propósito para molestarme...
Durante unos instantes, el pecho de Hareton se agitó en
silencio. Estaba colérico y mortificado, y le costó mucho
dominarse. Yo me puse en pie y me asomé a la puerta. Él salió
de la habitación, y a los pocos minutos volvió cargado con
media docena de libros. Se los echó a Cati en el regazo y dijo:
—Ahí los tienes. No quiero volver a verlos más, ni a leerlos, ni a
ocuparme para nada de lo que dicen.
—Yo no los quiero —contestó ella. Me harían recordarte, y los
odiaría.
Sin embargo, abrió uno, que mostraba haber sido manoseado
muchas veces, y comenzó a leer un pasaje con la pronunciación
lenta y dificultosa de alguien que estuviera aprendiendo a leer.
Después se echó a reír y lo tiró.
—¡Escuchad! —dijo después. Y comenzó a recitar de la misma
manera los versos de una antigua balada.
Él no pudo aguantar más. Oí —sin sentirme inclinado a
censurarle del todo
— un bofetón que hizo callar la provocativa lengua de la
muchacha. Ella había hecho todo lo posible para exasperar los
396
incultos, pero susceptibles, sentimientos de amor propio de su
primo, y a éste no se le ocurría otro argumento que aquel tan
contundente para saldar la cuenta. Después él cogió los libros y
los arrojó al fuego. Me di cuenta de que este holocausto que
hacía en aras de su rencor le era muy penoso. Supuse que
mientras los veía arder recordaba el placer que su lectura le
había producido, y también pensé en el entusiasmo con que
había empezado secretamente a estudiar. Él se había limitado a
trabajar y a hacer una vida vegetativa hasta que Cati se cruzó
en su camino. El desprecio que ella le demostraba y la
esperanza de que algún día le felicitase habían sido los motivos
de su afán de aprender, y he aquí que, por el contrario, ella
premiaba sus esfuerzos con burlas.
—¡Mira para lo que le valen a un bruto como tú! —gimió
Catalina, chupándose el labio lastimado y asistiendo al incendio
con indignados ojos.
—Más te valdría callar —repuso furioso.
Y se dirigió muy agitado hacia la puerta. Me aparté para dejarle
pasar; pero en el mismo umbral se tropezó con el señor
Heathcliff, que llegaba en aquel momento y que le preguntó,
poniéndole una mano en el hombro:
— ¿Qué te pasa, muchacho?
—Nada —contestó el joven. Y se alejó para devorar a solas su
pena. Heathcliff le miró y murmuró, ignorando que yo estaba
allí al lado:
397
—Sería extraordinario que yo me rectificase. Pero cada vez que
me propongo ver en su cara el rostro de su padre veo el de ella.
Me es insoportable mirarle.
Bajó la vista y entró. Estaba pensativo. Noté en su rostro una
expresión de inquietud que las otras veces no observara, y me
pareció más delgado. Su nuera, al verle entrar, había huido a la
cocina.
—Me alegro de que ya pueda salir de casa, señor Lockwood —
dijo Heathcliff respondiendo a mi saludo—, aunque hasta cierto
punto sea por egoísmo, ya que no me sería fácil encontrar otro
inquilino como usted en esta soledad. No crea que no me he
preguntado algunas veces cómo se le ha ocurrido venir aquí.
—Sospecho que por un capricho tonto, como es un necio
capricho el que ahora me aconseja marcharme —contesté. Me
vuelvo a Londres la semana próxima, y creo oportuno advertirle
que no me propongo renovar el contrato de la Granja de los
Tordos cuando venza. No pienso volver a vivir allí más.
—¿Se ha cansado usted de aislarse del mundo? Bueno, pero si
espera usted que le condone los alquileres de los meses que le
faltan, pierde usted el tiempo. No renuncio a mis derechos
jamás.
—No he venido a pedirle que renuncie a nada —respondí
incomodado. Y, sacando la cartera del bolsillo, agregué: Si
quiere, liquidaremos ahora mimo.
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—No es necesario —respondió con frialdad, —Seguramente
usted dejará objetos suficientes para cubrir su débito, en el
supuesto de que no vuelva usted. No me corre prisa. Tome
asiento y quédese a comer con nosotros. ¡Cati! Sirve la mesa.
Cati compareció trayendo los cubiertos.
—Tú puedes comer con José en la cocina —le dijo Heathcliff,
aparte—, y estarte allí hasta que éste se vaya.
Ella le obedeció y acaso no se le ocurrió siquiera lo contrario.
Viviendo como vivía entre palurdos y misántropos es muy fácil
que no supiese apreciar otra clase mejor de gente cuando por
casualidad la encontraba.
Heathcliff, melancólico y huraño, a un lado y Hareton, mudo, a
otro— transcurrió muy poco alegremente. Me despedí en cuanto
pude. Me hubiese gustado salir por la puerta de atrás para ver
otra vez a Cati y para molestar al viejo José, pero no pude
hacer lo que me proponía porque mi huésped mandó a Hareton
que me trajese el caballo, y él mismo me acompañó hasta la
salida.
« ¡Qué tristemente viven en esta casa! —medité mientras bajaba
por el camino. —¡Y qué hermoso y romántico cuento de hadas
hubiese sido para la señora Linton Heathcliff el que nos
hubiésemos enamorado, como su bondadosa aya quería, y
hubiésemos marchado juntos a la bulliciosa ciudad»
399
C A P Í T U L O XXXII
En septiembre del año pasado un amigo me invitó a hacer
estragos con él en los cotos de caza que poseía en el Norte, y,
de camino, pasé, sin esperarlo, a poca distancia de Gimmerton.
El mozo de cuadra de la posada en que me había parado para
que mis caballos bebiesen, dijo al ver un carro cargado de
avena recién segada:
—Ese viene de Gimmerton. Siempre siegan tres semanas
después que en los demás sitios.
—¿Gimmerton? —dije.
El recuerdo de mi residencia en aquel lugar casi se había
esfumado en mi memoria.
— ¡Ah, ya! —agregué. ¿Está lejos de aquí?
—Unos veinte kilómetros de mal camino —me contestó el mozo.
Sentí un repentino deseo de visitar la Granja de los Tordos. No
era mediodía aún, y pensé que pasaría la noche bajo el techo
de la que todavía era mi casa, tan bien por lo menos como en
una posada. Y, de paso, podía arreglar mis cuentas con el
dueño, lo que me evitaría más adelante hacer un viaje con
aquel objeto. Así que, después de descansar un rato, encargué
a mi criado que averiguase el camino de la aldea, y no sin
fatigar a nuestras cabalgaduras, llegamos a Gimmerton al cabo
de tres horas.
400
Dejé al criado en el pueblo y me dirigí a través del valle. La
parda iglesia me pareció aún más parda y el desolado
cementerio más desolado aún. Una oveja pacía el exiguo
césped que cubría las tumbas. El aire, demasiado caluroso, no
me impidió gozar del bello panorama. Si no hubiera estado la
estación tan adelantada creo que me hubiese sentido tentado a
quedarme una temporada allí.
En invierno no había nada más sombrío, pero en verano nada
más agradable que aquellos bosquecillos escondidos entre los
montes y aquellas extensiones cubiertas de matorrales.
Alcancé la Granja antes de ponerse el sol y llamé a la puerta.
Pero sus habitantes estaban en la parte trasera, a juzgar por la
ligera humareda que salía de la chimenea de la cocina, y no me
sintieron. Entonces entré en el patio. En la puerta, una niña de
nueve a diez años se entretenía haciendo calceta y una vieja
fumaba una pipa.
—¿Está la señora Dean? —pregunté a la anciana.
— ¿La señora Dean? No. Vive en las Cumbres.
—¿Es usted la guardiana de la casa?
—Sí —contestó.
—Pues yo soy Lockwood, el inquilino de la casa. Quiero pasar
aquí la noche. ¿Hay alguna habitación preparada?
401
—¡El inquilino! —exclamó estupefacta. —¿Cómo no nos avisó de
su llegada? En toda la casa, señor, no hay siquiera un cuarto en
condiciones.
Se quitó la pipa de la boca y se lanzó dentro de la casa. La niña
la siguió, y yo la imité. Pude comprobar que la anciana no había
faltado a la verdad, y, además, que mi presencia la había
trastornado. Procuré calmarla diciéndole que iría a dar un
paseo, y que entretanto me arreglase una alcoba para dormir y
un rincón en la sala para cenar. No era preciso andar con
limpieza ni barridos. Me bastaban un fuego y unas sábanas
limpias. Ella mostró deseo de hacer cuanto pudiera, y si bien en
el curso de sus trabajos metió la escoba en la lumbre
confundiéndola con el atizador y cometió otras varias
equivocaciones, no obstante me marché con la confianza de
que al volver encontraría donde instalarme. El objetivo de mi
paseo era Cumbres Borrascosas; pero antes de salir del patio
se me ocurrió una idea que me hizo volverme.
—¿Están todos bien en las Cumbres? —pregunté a la anciana.
—Que yo sepa, sí —me contestó mientras salía llevando en la
mano un cacharro lleno de ceniza.
Me hubiese gustado preguntarle la causa de que la señora
Dean no estuviera ya en la Granja, pero, comprendiendo que no
era oportuno interrumpirla en sus faenas, le volví la espalda y
me fui lentamente. A mi espalda brillaba aún el sol, y ante mí se
levantaba la luna. Salía del parque y escalé el pedregoso
402
sendero que conducía a la casa de Heathcliff. Cuando llegué a
ella, del día sólo quedaba, en poniente, una leve luz ambarina.
Pero una espléndida luna permitía divisar cada piedra del
camino y cada brizna de hierba. No tuve que llamar a la verja:
cedió al empujarla, Pensé que esto siempre era una mejora. Y
aún aprecié otra: una fragancia de enredaderas que inundaba
el aire.
Puertas y ventanas estaban abiertas. Como es frecuente ver en
aquellas regiones, un gran fuego brillaba en la chimenea, a
pesar del calor. El salón de Cumbres Borrascosas es tan grande,
que queda sitio de sobra para poder separarse del hogar. Las
personas que había allí estaban sentadas junto a las ventanas.
Antes de penetrar, las vi y las oí hablar, y me fijé en ellas con un
sentimiento de curiosidad que, a medida que fui avanzando, se
convirtió en envidia.
—Contrario —dijo una voz que sonaba tan dulcemente como
una campanilla de plata. —¡Van tres veces, torpón! No te lo
volveré a repetir.
¡Acuérdate, o te tiro de los pelos!
—Contrario —pronunció otra voz que procuraba suavizar su
robusto tono.
—Ahora dame un beso en recompensa de haberlo dicho bien.
—No, no te lo daré hasta que lo pronuncies correctamente.
403
El locutor masculino volvió a reanudar su lectura. Era un hombre
joven, correctamente vestido, que estaba sentado a la mesa y
tenía un libro delante. Sus hermosas facciones brillaban de
satisfacción, y sus ojos abandonaban con frecuencia la página
para fijarse en una blanca y pequeña mano que se apoyaba en
su hombro y le asestaba un cariño—so golpecito cada vez que
su poseedora descubría semejantes faltas de atención. La
dueña de la mano estaba en pie detrás del joven, y a veces sus
cabellos rubios se mezclaban con los castaños de su
compañero. Y su cara... Pero era una suerte que él no pudiese
verle la cara, porque no hubiera podido conservar la serenidad.
En cambio, yo sí la veía, y me mordí los labios de despecho
pensando en la ocasión que había desperdiciado de hacer algo
más que limitarme a mirar aquella sorprendente belleza.
Terminada la lección, en la que no faltaron algunos tropezones
más, el alumno reclamó el premio ofrecido y lo recibió en forma
de cinco besos, que tuvo la generosidad de devolver. A
continuación se acercaron a la puerta, y por todo lo que
hablaban, saqué en limpio que iban a pasear por los pantanos.
Pensé que el corazón de Hareton Earnshaw, por muy silenciosa
que permaneciera su boca, me desearía los más crueles
tormentos de las profundidades infernales si en aquel instante
me presentaba yo ante ellos, y me apresuré a refugiarme en la
cocina.
Allí, sentada a la puerta, distinguí a mi antigua amiga Elena
Dean, cosiendo y cantando una canción, frecuentemente
404
interrumpida por agrias palabras que salían del interior y cuyo
tono destemplado distaba mucho de sonar musicalmente.
—Aunque fuera así, valía más oírlos jurar de la mañana a la
noche que escucharte a ti —dijo aquella voz en respuesta a
algún comentario de Elena ignorado por mí. —¡Clama al Cielo
que no pueda uno abrir la Santa Biblia sin que inmediatamente
comiences tú a cantar las alabanzas del demonio y las
vergonzosas maldades mundanas! ¡Oh!, las dos estáis
pervertidas y haréis que ese pobre muchacho pierda su alma!
¡Está embrujado! —añadía gruñendo.
¡Oh, Señor! ¡júzgalas Tú, ya que no hay ley ni justicia en este
país!
—Sí, no debe de haberlas cuando no estamos retorciéndonos
entre las llamas del suplicio, ¿verdad? Cállate, vejete, y lee tu
Biblia sin ocuparte de mí. Voy a cantar ahora Las bodas del
hada Anita, que, por cierto, es bailable.
Y la señora Dean iba a empezar, cuando yo me adelanté. Me
reconoció al punto, y se levantó, gritando:
—¡Oh, señor Lockwood, bien venido sea! ¿Cómo es que ha
venido usted sin avisar? La Granja de los Tordos está cerrada.
Debió usted advertirnos que venía.
—Ya he dado órdenes allí, y podré arreglarme durante el poco
tiempo que pienso estar —contesté. —Me marcho mañana.
¿Cómo la encuentro aquí ahora, señora Dean? Explíquemelo.
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—Zillah se despidió, y el señor Heathcliff me hizo venir cuando
usted se fue a Londres. Entre, entre... ¿Ha venido usted a pie
desde Gimmerton?
—Vengo de la granja —repuse—, y quisiera aprovechar la
oportunidad para liquidar con su amo, ya que no es fácil que se
presente ocasión más propicia para los dos.
—¿Liquidar? —preguntó Elena, mientras me acompañaba al
salón. —¿Qué hay que liquidar, señor?
—¡El alquiler!
—Entonces tendrá usted que entenderse con la señora, o, mejor
dicho, conmigo, porque ella todavía no sabe llevar bien sus
cosas, y soy yo quien me ocupo de todo.
La miré asombrado.
—Veo que usted todavía no sabe que Heathcliff ha muerto —
añadió.
—¿Que ha muerto? ¿Cuándo?
—Hace tres meses. Siéntese, deme el sombrero, y se lo contaré
todo. No ha comido usted aún, ¿verdad?
—Ya he mandado en casa que preparen cena. Siéntese usted
también. No se me había ocurrido que aquel hombre hubiera
muerto. ¿Cómo fue? Los jóvenes no volverán pronto...
—Sí, tardarán. Siempre les estoy reprendiendo, pero tardan más
cada vez.
406
Bien, por lo menos, tome usted un vaso de cerveza. Está usted
fatigado.
Y se fue por ella antes de que yo pudiera impedírselo. Oí como
José le reprochaba el tener amigos a su edad y el hacerlos
beber a costa de las bodegas del amo, lo que le parecía tan
escandaloso que se sentía avergonzado de no haber muerto
antes de asistir a ello.
—A los quince días de irse usted —empezó—, me llamaron para
que fuese a Cumbres Borrascosas, lo que hice con el mayor
placer, pensando en Cati. Al verla, quedé asustada y
disgustadísima: tal era el cambio que aprecié en ella desde que
la viera por última vez. El señor Heathcliff no detalló los motivos
por los que me hiciera venir. Se limitó a decirme que me
reservase la salita para su nuera y para mí, ya que de sobra
tenía con verla una o dos veces diarias. A ella esto le gustó. Yo
comencé a pasarle ocultamente libros y cosas que tenía en la
Granja y le agradaban, y esperábamos pasarlo bastante bien.
Pero no tardamos en desengañarnos. Cati se volvió muy pronto
melancólica y se irritaba por cualquier niñería. No le permitían
salir del jardín, y esto aumentaba su disgusto, sobre todo a
medida que iba entrando la primavera. Además, yo tenía que
atender a las cosas de la casa, y ella tenía que quedarse sola, lo
que la contrariaba hasta el extremo de que prefería bajar a la
cocina para pelearse con José, que permanecer sola en su
cuarto. Yo no hacía caso de todo eso; pero como Hareton tenía
muchas veces que irse a la cocina cuando el amo quería estar
407
solo en el salón, ella principió a cambiar de modo de ser
respecto a él. Siempre estaba hablándole, zahiriéndole,
criticando la vida que llevaba.
—¿Verdad, Elena —dijo una vez—, que hace la misma vida de un
perro o de una caballería? Trabaja, come y duerme sin
preocuparse de más. ¡Qué vacía debe tener la cabeza y qué
oscuro el espíritu! ¿Sueñas alguna vez, Hareton? ¿Qué sueñas?
¿Por qué no hablas?
Y miró a Hareton; pero él no se dignó contestarle, ni mirarla
siquiera.
—Puede que ahora esté soñando —continuó Cati. —Ha hecho un
movimiento como los que hace Juno.
—El señorito Hareton acabará pidiendo al amo que la envié a
usted arriba si no se porta usted bien con él —le dije.
Hareton no sólo había hecho un movimiento, sino que hasta
había llegado a cerrar amenazadoramente los puños.
—Ya sé por qué Hareton no habla nunca cuando yo estoy en la
cocina — siguió ella. Tiene miedo de que me burle. Una vez
empezó él solo a aprender a leer, y porque me reía de él, echó
los libros al fuego. ¿Qué te parece, Elena?
— ¿Cree usted que hizo bien, señorita? —repuse.
—Puede que no me portase bien —contestó— pero yo no creía
que él fuera tan tonto. Hareton, ¿quieres un libro?
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Y le entregó uno que ella había estado leyendo, pero él lo tiró al
suelo, amenazándola con partirle la cabeza si no le dejaba en
paz.
—Bueno, me voy a acostar —dijo ella. Lo dejo en el cajón de la
mesa.
Y se fue, después de advertirme por lo bajo que estuviese
atenta para ver si Hareton cogía el libro. Pero, con gran
sentimiento de Cati, no lo cogió. Ella estaba disgustada de la
pereza de Hareton, y también de haber sido culpable de
paralizar su deseo de aprender. Se aplicaba, pues, a remediar el
mal. Mientras yo planchaba o hacía cualquier cosa, Cati solía
leer en voz alta algún libro interesante. Si Hareton estaba
presente, acostumbraba a interrumpir la lectura en los pasajes
de más emoción. Luego dejaba el libro allí mismo, pero él se
mantenía terco como un mulo, y no picaba el anzuelo. Los días
lluviosos se sentaba al lado de José, y los dos permanecían
quietos como estatuas al calor de la lumbre. Si la tarde era
buena, Hareton salía a cazar, y Cati bostezaba, suspiraba y se
empeñaba en hacerme hablar. Y luego, cuando lo conseguía, se
marchaba al patio o al jardín, y acababa echándose a llorar.
El señor Heathcliff se hundía cada vez más en su misantropía y
casi no permitía a Hareton que apareciese por la sala. El
muchacho sufrió a primeros de marzo un percance que le
relegó a vivir casi de continuo en la cocina. Merodeando por el
monte, se le disparó la escopeta, y la carga le hirió en un brazo.
Cuando llegó a casa, había perdido mucha sangre.
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Hasta que estuvo curado, tuvo que permanecer en la cocina
casi continuamente. A Cati le agradó que estuviera allí. Me
incitaba constantemente a hacer algo abajo para tener motivos
de bajar ella.
El lunes de Pascua, José fue a llevar ganado a la feria de
Gimmerton. Pasé la tarde en la cocina repasando ropa.
Earnshaw estaba sentado junto al fuego, tan sombrío como de
costumbre, y la señorita se divertía en echar el aliento a los
cristales de la ventana y trazar figuras con el dedo. De cuando
en cuando canturreaba o hacía alguna exclamación, o bien
miraba a su primo, que seguía inmóvil, fumando, mirando al
fuego. Dije a Cati que me tapaba la luz, y entonces ella se
acercó a la chimenea. Al principio no me fijé en nada, pero
luego oí que decía.
—¿Sabes, Hareton, que... ahora... me gustaría que fueras mi
primo si no te mostraras tan rudo y enfadado?
Hareton guardó silencio:
—¿Me oyes, Hareton? ¡Hareton, Hareton! —siguió ella.
—¡Quítate de en medio! —dijo él hoscamente.
—Venga esa pipa —respondió la joven.
Y antes de que él pudiera reparar en nada, se la arrancó de la
boca y la echó al fuego. Él la insultó groseramente y cogió la
pipa.
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—Espera —exclamó Cati. —Quiero hablarte y no puedo hacerlo
teniendo esas nubes ante la cara.
Él repuso:
—¡Déjame y vete al diablo!
—No quiero —insistió ella. —No sé qué hacer para que me
hables. Cuando te llamo tonto no pretendo insultarte ni quiero
dar a entender que te desprecie. Anda, Hareton, atiéndeme,
eres mi primo.
—No tengo nada que ver contigo, ni con tu soberbia, ni con tus
condenadas burlas —replicó el joven. —¡Antes me iré al infierno
que volver a mirarte! ¡Quítate de ahí!
Catalina frunció el entrecejo y se sentó junto a la ven—tana
mordiéndose los labios y tarareando para dominar sus deseos
de echarse a llorar.
—Debía usted hacer las paces con su prima, señorito Hareton —
le aconsejé—, puesto que ella está arrepentida de haberle
provocado. Si fuesen ustedes amigos, ella le convertiría en otro
hombre.
—¡Sí, sí! —contestó. —Me odia y no me considera digno ni de
limpiarle los zapatos. Aunque me dieran una corona, no me
expondría más a ser motivo de burla para ella por intentar
agradarle.
—Yo no te odio —dijo Cati llorando. —Eres tú el que me odia a
mí. ¡Me odias tanto o más que al señor Heathcliff!
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—Eres una embustera —aseguró Earnshaw. —¡Después de
haberle incomodado tantas veces por defenderte! Y eso a pesar
de que me hacías enfadar y te burlabas de mí... Si sigues
molestándome, iré a decirle que he tenido que marcharme de
aquí por culpa tuya.
—Yo no sabía que me defendieras —contestó ella, secándose
los ojos—, me sentía desgraciada y os odiaba a todos. Pero
ahora te lo agradezco y te pido perdón. ¿Qué más quieres que
haga?
Se acercó al hogar y le alargó la mano. Hareton se puso
sombrío como una nube de tormenta, apretó los puños y miró al
suelo. Pero ella comprendió que aquello no era odio, sino
testarudez, y, después de un instante de indecisión, se inclinó
hacia él y le besó en la mejilla. Enseguida, creyendo que yo no
la había visto, se volvió a la ventana. Yo moví la cabeza en
señal de censura, y ella murmuró:
—¿Qué iba a hacer, Elena? No quería mirarme ni darme la
mano, y no he sabido probarle de otro modo que le quiero y
que deseo que seamos buenos amigos.
Hareton tuvo la cara baja varios minutos, y cuando la volvió a
alzar no sabía dónde poner los ojos.
Catalina empaquetó en papel blanco un bonito libro, lo ató con
una cinta, escribió en el envoltorio estas palabras: «Al señor
Hareton Earnshaw», y me encargó que yo entregase el regalo al
destinatario.
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—Si lo acepta —me dijo—, indícale que iré yo a enseñarle a
leerlo bien, y si lo rechaza, adviértele que me iré a mi
habitación.
Yo hice todo lo que me decía. Hareton no abrió los dedos para
coger el libro, pero no lo rechazó tampoco, así que se lo puse
sobre las rodillas y me volví a mis ocupaciones. Cati se apoyó
de codos sobre la mesa. Sonó de pronto el crujido del papel,
que Hareton quitaba del libro, y ella entonces se levantó y fue a
sentarse junto a su primo. Él se estremeció y se le encendió el
rostro. La acritud y la aspereza huyeron de él. Al principio no
supo pronunciar ni una palabra mientras ella le hablaba:
—Me harás muy dichosa si lo dices. Él murmuró algo que yo no
pude oír.
—¿Entonces seremos amigos? —agregó Cati.
—No —dijo él—, porque cuanto más me conozcas más te
avergonzarás de
mí.
—¿Así que te niegas a ser amigo mío? —continuó ella sonriendo
dulcemente y aproximándose más al muchacho.
Ya no oí lo demás que se decían, pero al mirarles distinguí dos
rostros tan alegres inclinados sobre el mismo libro, que
comprendí que, a partir de aquel momento, se había hecho la
paz entre los dos enemigos. El libro que miraban tuvo la virtud
de hacerles permanecer embelesados hasta que llegó José. El
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pobre hombre se escandalizó al ver a Cati y a Hareton sentados
juntos, y a ella apoyando su mano en el hombro de su primo.
Tan asombrado quedó, que ni siquiera supo exteriorizar su
sorpresa, sino con profundos suspiros que lanzaba mientras
abría su Biblia sobre la mesa y apilaba sobre ella los sucios
billetes de Banco, que eran el producto de sus transacciones en
la feria. Finalmente, llamó a Hareton.
—Toma ese dinero, muchacho, y llévaselo al amo —dijo. —Ya no
podremos seguir aquí. Tenemos que buscarnos otro sitio donde
estar.
—Vámonos, Catalina —dije yo a mi vez—, ya he acabado de
planchar.
—Todavía no son las ocho —respondió la joven, levantándose a
su pesar.
—Voy a dejar ese libro en la chimenea, Hareton, y mañana
traeré más.
—Cuantos libros traiga usted, los llevaré al salón —intervino
José—, y milagro será que vuelva usted a verlos. Así que haga
lo que le parezca.
Catalina le amenazó con que los libros de José responderían de
los daños que pudieran sufrir los suyos, se rio al pasar al lado
de Hareton y subió a su cuarto con el corazón menos oprimido
que hasta entonces. La intimidad entre los muchachos se
desarrolló rápidamente aunque tuvo algunos eclipses. El buen
deseo no era suficiente para civilizar a Hareton y tampoco la
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señorita era un modelo de paciencia, pero como los dos tendían
a lo mismo, ya que uno amaba y deseaba apreciar, y el otro se
sentía amado y deseaba que le apreciasen, los resultados no se
hicieron esperar.
Como usted ve, señor Lockwood, no era tan difícil conquistar el
corazón de Cati. Pero ahora celebro que no lo intentara usted.
La unión de los dos muchachos coronará todos mis anhelos. El
día de su boda no envidiaré a nadie. Me sentiré la mujer más
feliz de toda Inglaterra.
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C A P Í T U L O XXXIII
El martes siguiente, Earnshaw estaba aún imposibilitado de
trabajar. Meice cargo enseguida de que en lo sucesivo no me
sería fácil retener a la señorita a mi lado como hasta entonces.
Ella bajó antes que yo y salió al jardín, donde había visitado a
su primo. Al ir a llamarlos para desayunar, vi que le había
persuadido a arrancar varias matas de grosellas, y que estaban
trabajando en plantar en el espacio resultante varias semillas
de flores traídas de la Granja. Quedé espantada de la
devastación que en menos de media hora habían operado. A
Cati se le había ocurrido plantar flores precisamente en el sitio
que ocupaban los groselleros negros, a los que José quería más
que a las niñas de sus ojos.
—¡Oh! —exclamé. —En cuanto José vea esto se lo dirá al señor.
¡Y no sé cómo va usted a disculparse! Vamos a tener una buena
rociada, se lo aseguro. No creía que tuviera usted tan poco
caletre, señor Hareton, como para hacer ese desastre porque la
señorita se lo haya dicho.
—Me había olvidado que eran de José —repuso Earnshaw
desconcertado.
—Le diré que fue cosa mía.
Comíamos siempre con el señor Heathcliff, y yo ocupaba el
lugar del ama de casa, repartiendo la comida y preparando el
té. Cati acostumbraba a sentarse a mi lado, pero aquel día se
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sentó junto a Hareton. No era más discreta en sus
demostraciones de afecto que antes lo fuera en las de
enemistad.
—Procure no mirar ni hablar mucho a su primo —le aconsejé al
entrar.
—Es seguro que ello ofendería al señor Heathcliff y le indignaría
contra los dos.
—Haré lo que me dices —repuso.
Pero al cabo de un momento empezó a darle con el codo y a
echarle florcitas en el plato de la sopa.
Él no osaba hablarle ni casi mirarla, pero ella le provocaba
hasta el punto de que el muchacho estuvo dos veces a punto de
soltar la risa. Yo fruncí el entrecejo. Ella miró al amo, que al
parecer estaba absorto en sus propios pensamientos, como de
costumbre. Se puso seria, pero al cabo de un momento empezó
otra vez a hacer niñerías, y esta vez Hareton no pudo contener
una ahogada carcajada. El señor Heathcliff dio un respingo y
nos miró. Cati le miró a su vez con el aire rencoroso y
provocativo que él odiaba tanto.
—Felicítate de que estás lejos de mi alcance —dijo él. —¿Qué
demonio te aconseja mirarme con esos infernales ojos? Bájalos
y procura no recordarme que existes. Creí que te había quitado
ya las ganas de reírte.
—He sido yo —murmuró Hareton.
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—¿Qué? —preguntó el amo.
Hareton bajó los ojos y guardó silencio. Heathcliff, después de
contemplarle un instante, volvió a quedar taciturno y se sumió
en su comida y en sus meditaciones. Ter—minábamos ya y los
jóvenes se habían levantado discretamente, lo que disipó mi
temor a nuevas complicaciones, cuando José se presentó en la
puerta. Le temblaban los labios y le fulguraban los ojos.
Comprendí que había descubierto el atentado cometido contra
sus preciados arbustos. Empezó a hablar moviendo las
mandíbulas como una vaca al rumiar, lo que hacía difícil de
entender sus palabras:
—Quiero cobrar mi sueldo e irme. Había soñado morir en la
casa en que he servido sesenta años, y me proponía, para estar
tranquilo, subir todas mis cosas al desván y cederles la cocina a
ellos. Mucho me costaba abandonarles mi puesto a la lumbre,
pero lo podía soportar. Mas ahora también me arrebatan el
jardín, y eso, amo, es superior a mis fuerzas. Hinque usted la
cabeza bajo el yugo si le parece bien, pero yo no tengo esa
costumbre, y un viejo no se habitúa con facilidad a nuevas
cargas. Prefiero ganarme el pan picando piedra en los caminos.
—¡Silencio, idiota! —interrumpió Heathcliff. —¿Qué te ha hecho?
Yo no quiero saber nada de tus peleas con Elena. Por mí, que te
tire a la carbonera, si se le antoja.
—No se trata de Elena —dijo José. — No me iría por Elena, a
pesar de que es una malvada. Gracias a Dios, no puede
418
contaminar el alma de los demás. No es tan linda como para
hacer caer a nadie en tentación. Se trata de esa desgraciada
mozuela, que ha embrujado a nuestro muchacho hasta el
extremo de que —¡se me parte el corazón!—, no sólo ha
olvidado cuanto he hecho por él, sino que ha llevado su
ingratitud hasta arrancar una fila entera de las mejores plantas
de grosella que yo había plantado en el jardín.
Y comenzó a lamentarse de Earnshaw y de su ingrata
condición.
—Este imbécil debe de estar borracho —dijo Heathcliff. —¿De
qué te acusa Hareton?
—He quitado dos o tres groselleros —repuso el joven, —pero
volveré a colocarlos.
Cati puso su lengua a contribución:
—Queríamos plantar flores allí —afirmó—, y yo tuve la culpa,
porque fui quien se lo dijo a Hareton.
—¿Y quién demonios te dio permiso para semejante cosa? Y a
ti, Hareton,
¿quién te mandó obedecerla?
Él callaba, pero ella continuó:
—Bien puede usted cederme unos metros del jardín para
plantar flores después que me ha quitado todas mis tierras...
—¿Tus tierras, insolente bribona? ¿Cuándo has tenido tierras tú?
419
—Y mi dinero —remachó ella, pagando la mirada de odio de
Heathcliff con otra igual, mientras mordisqueaba un trozo de
pan que le había sobrado de la comida.
El amo quedó un momento confuso, pero enseguida se levantó
y la miró rencorosamente.
—Vale más que se siente usted —dijo ella. —Hareton me
defenderá si intenta pegarme.
—Si Hareton no te echa fuera del salón ahora mismo le
apalearé hasta enviarle al infierno —barbotó Heathcliff. —
¡Condenada bruja! ¿Conque quieres rebelarte contra mí? Échala,
Hareton. ¿No me oyes? ¡Elena, como aparezca ante mi vista
otra vez, la mato!
Hareton, en voz baja, trataba de persuadirla a que se fuera.
—Llévala a rastras —ordenó ferozmente Heathcliff. —Nada de
charla. Y se acercó, dispuesto a hacerlo él en persona.
—No le obedeceré nunca más, canalla —dijo Catalina. —Y
Hareton no tardará en odiarle tanto como yo.
—Cállate — dijo el joven. —No le hables así.
—¿Vas a dejar que me pegue? —preguntó ella.
—¡Vámonos! —respondió el joven. Pero Heathcliff la había
alcanzado ya.
—Ahora lárgate tú —intimó a Earnshaw. —¡Maldita bruja! Esto es
demasiado, haré que se arrepienta de una vez.
420
La había agarrado por el cabello. Hareton trató de separarle de
ella y le rogó que no la maltratase. Los ojos de Heathcliff
despedían centellas. Ya iba yo a auxiliar a Catalina, cuando de
pronto él le soltó el cabello, la cogió por el brazo y la miró
fijamente. Luego le tapó los ojos con la mano, procuró
dominarse y dijo a Catalina:
—Ten mucho cuidado en no enfurecerme, porque si no, te
aseguro que un día te mato. Vete con la señora Dean, estate
con ella y dile a ella todas las desvergüenzas que se te antojen.
¡Y si Hareton Earnshaw te presta oído, ya le haré que se vaya a
ganarse el pan donde le parezca bien! ¡Tú harás de él un
perdido y un pordiosero! ¡Llévatela de aquí, Elena! ¡Idos todos!
Me llevé a la señorita que, contenta de haberse librado de la
tormenta, no se resistió. Hareton se fue detrás de nosotras y el
señor Heathcliff se quedó solo. Yo había aconsejado a Cati que
comiera en su cuarto, pero cuando Heathcliff vio que el sitio de
la joven estaba vacío, me mandó llamarla. Él no habló con
nadie, comió poco y se fue enseguida diciendo que no volvería
hasta el anochecer. Los dos primos se instalaron, en ausencia
del amo, en el salón, y oí a Hareton reprochar a su prima la
actitud que había adoptado con Heathcliff. Le dijo que no
quería oírla tratarle así, que él le defendería aunque fuese el
diablo en persona, y que si ella quería injuriar a alguien, prefería
que le injuriase a él mismo, como antiguamente. Cati comenzó
a molestarse, pero él le tapó la boca preguntándole si a ella le
gustaría oír hablar mal de su padre. Ella comprendió entonces
421
que Hareton estaba unido a Heathcliff por las cadenas de la
costumbre y que sería cruel intentar romperlas. Así que en lo
sucesivo se mostró bondadosa, y no creo desde entonces
haberle oído murmurar ni una sílaba contra Heathcliff en
presencia de su primo.
Después de este incidente, la intimidad de los jóvenes aumentó,
y continuaron sus tareas de maestra y alumno. Cuando yo
acababa de trabajar, entraba para verlos y el tiempo se me iba
mirándolos embobada. De Cati estaba orgullosa hacía mucho
tiempo, y ahora empezaba a esperar que también él me
procuraría muchas satisfacciones, ya que los quería a ambos
casi como si fuesen hijos míos. El buen natural de Hareton se
libraba rápidamente de las sombras que la ignorancia y el
rebajamiento en que le criaran habían acumulado sobre él, y los
sinceros elogios que le dirigía Cati estimulaban más aún su
aplicación. A medida que interiormente se animaba, se
animaba también su rostro y sus facciones se dignificaban. Ya
no se parecía al tosco muchacho a quien encontré el día que fui
a buscar a la señorita al risco de Penniston.
Mientras yo reflexionaba sobre estas cosas y ellos seguían
entregados a su ocupación, volvió Heathcliff. Entró de
improviso y tuvo tiempo para examinarnos a su sabor antes de
que nosotros nos diéramos cuenta de que había llegado. Yo
pensé que era imposible contemplar un cuadro más apacible, y
que hubiera sido una diabólica indignidad reprenderlos. Los
rojos destellos de la lumbre iluminaban sus cabezas inclinadas
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con pueril avidez, pues aunque ella contaba ya dieciocho años y
él veintitrés, ambos tenían aún mucho que aprender.
Ambos levantaron simultáneamente la vista y se encontraron
con la del señor Heathcliff. No sé si ha notado usted lo
semejantes que ambos tienen los ojos: son idénticos a los de
Catalina Earnshaw. Cati no se parece a su madre más que en
esto, y si acaso en la anchura de la frente y en ciertos detalles
de la nariz que, sin que ella se lo proponga, le hacen parecer
altanera. Hareton se parece aún más a Catalina Earnshaw.
Siempre lo habíamos notado, pero en aquella época, en que sus
sentidos y sus facultades mentales se habían despertado, la
semejanza se acentuaba aún más. Acaso ese parecido
desarmara a Heathcliff. Se acercó a la lumbre y, al mirar al
joven, su agitación cambió de sentido. Le cogió el libro que
tenía en la mano, y después de examinarlo se lo devolvió. Hizo
señal a Cati de que se fuese, y Hareton salió con ella. Yo iba a
seguirles, pero Heathcliff me retuvo.
—¡Qué desenlace más pobre! ¿No es cierto? —me dijo después
de reflexionar un poco sobre la escena que había presenciado.
—Es una consecuencia bastante absurda de mis violentos
esfuerzos. Después de que me proveo de herramientas
suficientes para echar abajo las dos casas y me entrego a unos
trabajos casi hercúleos, resulta que me falta la voluntad para
consumar mi obra. He vencido a mis antiguos enemigos y
ahora puedo, si quiero, completar mi venganza en sus
descendientes. Pero ¿para qué? No me interesa ya ni quiero
423
molestarme en levantar siquiera la mano contra ellos. Pero no
te figures que me propongo deslumbraros ahora con un gesto
magnánimo. ¡Nada de eso! Lo que pasa es que he perdido el
gusto de destruirles, y me siento con muy pocas ganas de
destruir nada. Estoy a punto de sufrir un extraño cambio, Elena,
y la sombra de esa transformación me envuelve ya. La vida
corriente no me interesa, y casi no me ocupo de comer ni beber.
Esos muchachos son las únicas cosas que presentan una
apariencia material ante mis ojos, y una apariencia que me
causa un dolor de agonía. En ella no quisiera ni pensar, sólo el
verla me vuelve loco. Él me produce otra sensación, y, no
obstante, no quisiera volverle a ver. Si pretendo explicarte los
recuerdos que él me produce, puede que me creyeras demente.
Pero mi pensamiento está siempre tan oculto dentro de mí
mismo, que siento la tentación de transmitirlo a alguien. No
digas a nadie nada de lo que estoy hablando. Ha—ce cinco
minutos, Hareton me parecía, más que un ser humano, un
símbolo de mi juventud. Si llego a hablarle, hubiera parecido
que mis palabras eran insensatas. Su parecido con Catalina me
la recordaba de un modo terrible. Ahora que no es eso lo que
más me impresiona en él, porque todo me recuerda a Catalina
sin necesidad de Hareton. Si miro al suelo creo ver las facciones
de ella grabadas en las baldosas. En los árboles y en las nubes,
en todas las cosas durante el día y llenando el aire durante la
noche, veo su imagen. ¡Creo verla en las más vulgares facciones
de cada hombre y cada mujer, y hasta en mi rostro! El mundo
es para mí una espantosa colección de recuerdos diciéndome
424
que ella vivió y que la he perdido. Y es más: Hareton me parecía
el fantasma de mi amor, la encarnación de mis salvajes
esfuerzos para conservar mi derecho a él.
¡Y mi degradación, y mi orgullo, y mi felicidad, y mis
sufrimientos! En fin: es una locura hablarte de estas cosas. Pero
así comprenderás por qué no quiero estar con ellos. A pesar de
mi repugnancia hacia la soledad, su compañía no me conviene.
Al contrario, contribuye a agravar las torturas constantes que
me persiguen. Por otra parte, todo se combina para que vea
con indiferencia la intimidad de los dos. Ya no puedo ocuparme
de ellos.
—¿A qué cambio se refería usted, señor Heathcliff? —le dije,
alarmada.
En realidad no me parecía que corriese riesgo alguno.
Rebosaba salud y vigor, y su razón no me preocupaba, ya que
desde muy niño había sido aficionado a lo misterioso y se
complacía en hablar de cosas fantásticas. Podía estar más o
menos monomaníaco, a propósito de su amor perdido, pero en
todo lo demás razonaba tan bien como yo.
—No sabré precisamente de qué se trata hasta que llegue —me
contestó.
—Por ahora sólo lo intuyo.
—¿Presiente usted una enfermedad? —pregunté.
—No, Elena.
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—¿Tiene usted miedo a morirse?
—No tengo miedo de morir, ni presiento la muerte, ni espero
morirme. ¿A santo de qué me moriría? Tengo buena salud, y mis
costumbres son muy ordenadas. Lógicamente debo
permanecer en este mundo, y permaneceré hasta que no quede
ni un pelo en mi cabeza. ¡Mas, con todo, no puedo seguir en
esta situación! ¡A cada momento necesito recordarme a mí
mismo que he de respirar, que ha de latirme el corazón...! Me
pasa una cosa así como si tuviese que forzar a un muelle muy
duro a que se mantuviese en la posición en que debe estar. He
de violentarme para hacer el más pequeño acto que no se
relacione con el pensamiento continuo que me devora y he de
violentarme para fijarme en cualquier cosa, animada o
inanimada, que no se refiera a la única cosa que llena el mundo
para mí. Sólo experimento un deseo, y todo mi ser y todas mis
facultades se concentran en él. Durante tanto tiempo y de tal
modo lo he deseado, que estoy seguro de conseguirlo pronto,
ya que ha devorado toda mi existencia. Y el deseo de que su
realización se anticipe me sofoca. ¡Vaya! Lo que te he dicho no
me ha aliviado, pero te explicará muchas cosas de mi modo de
ser. ¡Dios mío, qué horrible lucha y qué ganas de que se acabe!
Comenzó a pasear por la habitación, murmurando para sí cosas
horrorosas.
Llegué a sospechar que, como José aseguraba, la conciencia
había convertido en un infierno su vida terrena. Y estaba
preocupada por el fin que todo aquello podría tener. Él no solía
426
mostrar una actitud semejante, pero era indudable que no
mentía cuando aseveraba que aquel era su estado de ánimo
habitual. Viéndole ordinariamente, nadie se lo hubiera figurado.
Usted, señor Loockwood, no se lo figuró cuando trabó
conocimiento con él. Y en la época a la que ahora me refiero
era igual, aunque más amigo aún de la soledad y quizá más
taciturno cuando estaba con alguien.
427
C A P Í T U L O XXXIV
A los pocos días, el señor Heathcliff comenzó a prescindir de
comer con nosotros, aunque no llegó a excluir del todo a
Hareton y a Cati de su compañía. Optaba generalmente por
ausentarse él y, al parecer, le bastaba con comer una vez cada
veinticuatro horas.
Una noche, cuando toda la familia estaba acostada, le sentí
bajar la escalera y salir. A la mañana siguiente no había
regresado aún. Estábamos en abril. El tiempo era tibio y
hermoso. La lluvia y el sol habían dado verdor a la hierba, y los
manzanos que hay junto a la tapia del lado del sur estaban en
flor. Cati, después de desayunarse, se empeñó en que yo
cogiese una silla y fuese a hacer labor bajo los abetos. Después
persuadió a Hareton, que ya estaba curado, para que cavase y
arreglase un poco las flores, que al fin habían trasladado a
aquel sitio para calmar a José. Yo miraba plácidamente el cielo
azul y aspiraba el aroma del aire primaveral. De pronto, la
señorita, que había ido hasta la entrada del parque a recoger
raíces de primorosa para su plantación, volvió diciendo que
había visto llegar al señor Heathcliff.
—Y, además, me ha hablado —agregó, asombrada.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Hareton.
428
—Que me fuera corriendo. Pero me lo dijo de un modo tan raro
y tenía un aspecto tan poco corriente, que no pude por menos
de pararme un momento para mirarle.
—Pues ¿qué le pasaba?
—Estaba muy excitado, alegre, hasta casi risueño... ¡Bueno, esto
muy poco!
—Sin duda le sientan bien los paseos nocturnos —dije yo, tan
extrañada como ella. — Y como ver al amo alegre no era un
espectáculo ordinario, me las imaginé para buscar un pretexto
y entrar. Heathcliff estaba ante la puerta, en pie, pálido y
temblando. Pero sus ojos irradiaban un extraño placer que
cambiaba completamente su semblante.
—¿Le sirvo el desayuno? —pregunté. —Después de andar por
ahí fuera toda la noche, debe usted de estar hambriento.
Me hubiese agradado preguntarle adónde había ido, pero no
me atrevía a hacerlo directamente.
—No tengo hambre —contestó, volviendo la cabeza. Hablaba
con displicencia, como si adivinase que yo deseaba conocer el
motivo de su buen humor. Yo pensé que tal vez aquel momento
fuera oportuno para hacerle algunas reflexiones.
—No creo que haga usted bien en salir —le amonesté— a la
hora de estar en la cama, sobre todo ahora que el aire es muy
húmedo. Va a coger usted un enfriamiento o unas fiebres. ¡A lo
mejor lo ha cogido ya!
429
—Puedo soportar lo que sea —me contestó—, y me alegrará
mucho si así consigo estar solo. Anda, entra y no me fastidies.
Pasé y pude apreciar entonces que respiraba muy
dificultosamente.
«Sí —pensé— se ha puesto enfermo. ¡Cualquiera sabe lo que
habrá estado haciendo!» Al mediodía comió con nosotros. Le di
un plato rebosante y pareció dispuesto a hacerle los honores
después de su largo ayuno.
—No tengo catarro ni fiebre, Elena —dijo, refiriéndose a mis
palabras de por la mañana—, y verás qué bien como.
Cogió el tenedor y el cuchillo, y cuando iba a probar el plato
cambió de actitud, como si hubiera perdido el apetito
súbitamente. Soltó los cubiertos, miró por la ventana
ansiosamente y se fue. Mientras comíamos estuvo dando
vueltas por el jardín. Hareton propuso irse a preguntarle por qué
se había marchado, temeroso de que le hubiésemos disgustado
con alguna cosa.
—¿Viene? —preguntó Cati a su primo, cuando éste regresaba.
—No —repuso Hareton—, pero no está enfadado. Al contrario,
está muy contento. Se incomodó porque le llamé dos veces y
me mandó que me volviese contigo. Parecía muy sorprendido
de que a mí no me bastase con tu compañía.
Yo coloqué su plato al lado de la lumbre para que no se
enfriase. Heathcliff volvió dos horas después. No se había
430
calmado. Bajo sus negras cejas se notaba la misma anormal
expresión de alegría, la misma cara pálida y la misma sonrisa
en sus dientes entreabiertos. El cuerpo le temblaba, pero no
como cuando se tiembla de frío o de decaimiento, sino como
cuando uno está excitado. Parecía una cuerda demasiado
tensa.
—¿Ha tenido usted alguna buena noticia, señor Heathcliff? —le
pregunté.
—Me parece encontrarle muy animado.
—No sé de dónde me van a dar buenas noticias — respondió. —
A lo único que me siento animado es a comer. Y, al parecer, hoy
no se come aquí.
—Tome, tome la comida —repuse. —¿Por qué no come?
—No la quiero todavía —dijo inmediatamente. Elena, haz el
favor de decir a Hareton y a la muchacha que no vengan por
acá. Quiero estar solo.
—¿Le han dado algún motivo para que los destierre? —
pregunté.
—Vamos, señor Heathcliff; dígame qué le pasa. ¿Dónde estuvo
usted anoche? No se lo pregunto por curiosidad. Es que...
—Me lo preguntas por una curiosidad tonta –respondió—, pero,
no obstante, te contestaré. Esta noche he estado a las puertas
del infierno. Hoy, en cambio, estoy a las puertas de mi paraíso.
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Sólo un metro me separa de él. Y ahora, márchate. No verás
nada que te asuste si dejas de espiarme.
Barrí el salón y limpié la mesa y me marché completamente
perpleja.
Heathcliff no salió del salón en toda la tarde y nadie
interrumpió su soledad. A las ocho, aunque no me había
llamado, creí conveniente llevarle luz y la comida. Le vi apoyado
en el antepecho de una ventana, pero no miraba hacia fuera,
sino hacia el interior. Del fuego sólo restaban cenizas. El aire
suave y húmedo de la tarde serena había invadido la
habitación, y en la calma del crepúsculo podía escucharse
incluso el choque de la corriente contra las piedras. Yo dejé
escapar una exclamación de disgusto al ver el fuego apagado y
comencé a cerrar las ventanas, hasta que llegué a aquella en
que él estaba recostado.
—¿La cierro? —pregunté, notando que no se movía. Mientras le
hablaba, la luz de la bujía iluminó su rostro.
Y su expresión me causó, señor Lockwood, un terror
indescriptible. Con sus negros ojos, su palidez de fantasma y su
terrible sonrisa, me pareció un espíritu del otro mundo.
Asustada, solté la vela y quedamos en tinieblas.
—Ciérrala —dijo él con su voz acostumbrada. —¡Qué torpe eres!
¿Por qué sostenías la vela horizontalmente? Trae otra.
Salí, loca de horror, y dije a José:
432
—El amo dice que le lleves una luz y le enciendas el fuego.
Yo no me atrevía a volver a entrar. José entró en el salón
llevando una palada de brasas y una bujía, pero salió
enseguida, trayendo de paso la comida del amo, y nos dijo que
éste se iba a acostar y que hasta el día siguiente no comería
nada.
Sentimos a Heathcliff subir la escalera, mas no se fue a su
habitación, sino a aquella donde está la cama con tabiques de
madera. Como la ventana de ese cuarto es bastante ancha, se
me figuró que acaso quería salir por ella sin que lo
averiguáramos.
«¿Será un duende o un vampiro?», me pregunté.
Yo había leído cosas acerca de esos horribles demonios
encarnados. Pero al recordar que yo misma le había cuidado
cuando era niño, cómo había asistido a su desarrollo hasta que
llegó a la juventud y cómo había seguido paso a paso casi toda
su vida, reconocí que era absurdo dejarme llevar de tales
errores.
«Sí; pero ¿de dónde procedía aquella negra criatura que un
buen hombre recogió para su propio mal? », repetía dentro de
mí la superstición. Y yo me debatía en un laberinto de
suposiciones, medio dormida ya, buscando alguna definición
que concretase lo que era Heathcliff. En sueños evoqué toda su
vida, y al final me figuré que asistía a su muerte y a su sepelio,
de todo lo cual no recuerdo otra cosa sino que me veía muy
433
preocupada para saber qué inscripción habíamos de poner en
su tumba, y hasta hablé sobre ello con el sepulturero,
concluyendo todo con poner únicamente: «Heathcliff», ya que
no tenía apellido conocido. Y, en verdad, esto sucedió así, como
verá usted, señor Lockwood, si entra en el cementerio.
Con la aurora recuperé el sentido común. Me levanté y fui a ver
si en el jardín había huellas, pero no vi nada.
«Se habrá quedado en casa», pensé.
Preparé el desayuno y aconsejé a Hareton y a Cati que ellos lo
tomaran primero. Optaron por desayunar en el jardín, bajo los
árboles, y les llevé allí una mesa.
Cuando entré otra vez en la casa, encontré el amo hablando
con José sobre asuntos de la finca. Le dio claras y precisas
instrucciones sobre lo que trataban, pero noté que hablaba muy
deprisa y daba otras exageradas muestras de excitación. José
salió y Heathcliff se sentó en su sitio habitual. Le llevé un tazón
de café. Lo aproximó hacia sí, apoyó mirar a la pared de
enfrente, examinándola de arriba abajo con tal concentración,
que hasta suspendió la respiración durante medio minuto.
—Coma —exclamé, poniéndole en la mano un pedazo de pan—
coma y tome el café antes de que se enfríe. Lo tiene usted
delante hace una hora...
No pareció fijarse en mí. Sonrió de un modo tan horrible, que
hubiera preferido verle rechinar los dientes antes de sonreír de
aquella manera.
434
—¡Señor Heathcliff! —grité. —Me mira usted como si estuviese
contemplando una visión del otro mundo. ¡Por amor de Dios!
—Y tú habla más bajo, por amor de Dios también — contestó. —
Mira alrededor y dime si estamos solos.
—Desde luego —contesté— desde luego que sí.
Pero, no obstante, miré como si lo dudara. Él separó el tazón y
lo demás y apoyó los codos sobre la mesa.
Reparé entonces en que no concentraba la vista en la pared,
sino como a unos dos metros de distancia. Viese lo que viese,
ello le hacía a la vez estremecerse de placer y de dolor, o por lo
menos, lo parecía, a juzgar por la expresión de su rostro. Lo que
creía ver no permanecía inmóvil, ya que los ojos de Heathcliff
cambiaban constantemente de dirección. Yo traté de
convencerle de que comiese, pero estérilmente. Cuando a
veces, atendiendo a mis ruegos, tendí la mano hacia un trozo
de pan, sus dedos se crispaban antes de alcanzarlo, y
enseguida se olvidaba de ello.
Me senté pacientemente y procuré distraerle de su obsesión. Al
fin se levantó disgustado y me dijo que yo le impedía comer en
paz. Agregó que en lo sucesivo le dejara el servicio en la mesa y
me fuera. Y después de pronunciar estas palabras salió al
jardín, bajó lentamente por el sendero y desapareció a través
de la verja.
Transcurrieron las horas muy angustiosamente para mí y otra
vez llegó la noche. Me acosté muy tarde y no pude conciliar el
435
sueño. Él volvió después de las doce, pero se encerró en su
habitación de abajo en lugar de irse a su alcoba. Escuché un
rato y, al cabo, me vestí y bajé.
Percibí los pasos del señor Heathcliff, que paseaba lentamente.
De cuando en cuando respiraba hondamente, de un modo tan
angustioso, que parecía gemir. También le oí murmurar algunas
palabras, entre las cuales distinguí claramente el nombre de
Catalina, acompañado de alguna otra expresión de amor o de
dolor. Parecía que hablaba con alguien con palabras que
saliesen del fondo de su alma. No me atreví a entrar en la
habitación; pero para distraer su atención empecé a revolver el
fuego de la cocina. Él me sintió antes de lo que yo esperaba.
Salió y dijo:
—¿Es ya de día, Elena? Trae la luz.
—Están dando las cuatro —contesté. —Si necesita vela para
subir, puede encenderla aquí, en la lumbre.
—No subo —respondió. Prepara este aposento.
—Tengo que encender bien las ascuas antes de traerlas —dije,
mientras tomaba una silla y empuñaba el fuelle.
Heathcliff paseaba de un lado a otro y parecía casi
completamente absorto en sí mismo. Los suspiros
entrecortaban su respiración.
—Cuando amanezca tengo que mandar a buscar a Green —me
dijo.
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—Quiero hacerle unas consultas sobre cosas legales ahora que
todavía estoy en pleno juicio. Aún no tengo redactado mi
testamento y no sé qué haré con mis bienes. Siento mucho no
poder hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra.
—No diga eso, señor Heathcliff —respondí—, y déjese de
testamentos. Aún le quedará tiempo de arrepentirse de las
muchas injusticias que ha cometido usted. Nunca creí posible
que sus nervios se alterasen tanto como lo están ahora. Y es
que lleva usted tres días haciendo una vida que no la hubiera
resistido ni un coloso. Coma algo y descanse. Mírese al espejo y
verá que le urgen una y otra cosa. Tiene usted chupadas las
mejillas y los ojos inyectados en sangre. ¡Claro! Está muerto de
hambre y de sueño...
—No creas que no como ni duermo porque dependa de mí. No
lo hago deliberadamente. En cuanto pueda, comeré y dormiré.
Pero pedírmelo ahora es como pedir a un náufrago que nade
cuando está a una braza de la orilla. Primero llegaré a ella y ya
descansaré luego. Bueno, no pensemos en el señor Green. Y
respecto a mis injusticias, como no he cometido ninguna, de
ninguna tengo que arrepentirme. Soy demasiado feliz, y, sin
embargo, aún no lo soy tanto como quisiera serlo. La felicidad
de mi alma aniquila mi cuerpo, y, no obstante, no le basta con
lo que tiene...
—¡Extraña felicidad es la suya, señor! —comenté. —Si usted
quisiera oírme sin enfadarse, le daría un consejo que le
permitiría sentirse más dichoso.
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—¿Qué consejo? Dámelo.
—Ya sabe usted, señor Heathcliff, que desde los trece años ha
vivido usted una vida egoísta e impía. Seguramente que desde
entonces no ha cogido usted una Biblia. Debe usted de haber
olvidado las enseñanzas cristianas y quizá no le sobrará
volverlas a repasar. ¿Qué habría de malo en llamar a un
sacerdote para que le recordase las enseñanzas de Cristo y le
hiciese comprender cuánto se ha separado usted de ellas y lo
mal dispuesto que está su espíritu para salvarse, a menos que
no se arrepienta antes de morir?
—Más que enfadarme, te agradezco que me hables de eso,
Elena, porque así me recuerdas que tengo que darte
instrucciones sobre mi entierro. Mandarás que me sepulten al
atardecer. Tú y Hareton podéis acompañarme, si os parece
bien, y no te olvides de hacer que el sepulturero obedezca las
instrucciones que le di. No hace falta que acuda cura alguno ni
que se recen responsos. ¡Te aseguro que yo he alcanzado ya mi
cielo, y si algún otro hay, no me interesa nada!
—¿Y si por empeñarse en no comer se muriese y por esa causa
no le quisieran enterrar en tierra sagrada? —observé,
disgustada de su indiferencia.
—¿Qué le parecería?
—No se dará ese caso —contestó—, pero, si ocurre, ocúpate de
que me entierren allí en secreto. Y si no lo haces así, ya te
438
demostraré de un modo tangible que los muertos no se
disuelven en la nada.
Cuando oyó que se levantaban los demás de la casa, se fue a
su cuarto, y yo respiré, aliviada. Pero, por la tarde, después que
salieron Hareton y José, me fue a buscar a la cocina y me pidió
que me sentase a su lado en el salón. Necesitaba compañía, al
parecer. Yo le contesté que su aspecto y su conversación me
intimidaban, y que ni mi voluntad ni mi estado de nervios me
permitían acompañarle.
—Ya veo que me tienes por un demonio —dijo, riendo
lúgubremente. Me consideras demasiado horrible para vivir en
una casa normal —y volviéndose a Cati, que se escondía detrás
de mí al acercarse él, añadió, medio en broma: Y tú, ¿no quieres
venir conmigo? No, claro. Para ti debo de ser peor que el diablo
todavía. Pero allí dentro hay alguien que no me rehusará su
compañía.
No pidió a nadie más que le acompañase. Al oscurecer se fue a
su cuarto. Toda la noche le oímos quejarse y hablar solo.
Hareton quería entrar, pero yo le mandé a buscar al señor
Kennett. Cuando éste vino, encontramos que la puerta del amo
estaba cerrada por dentro. Heathcliff nos mandó al diablo,
aseguró que se encontraba mejor y ordenó que le dejásemos en
paz. Así que el médico se marchó.
La noche siguiente fue muy lluviosa. Estuvo diluviando hasta el
amanecer. Cuando salí al jardín por la mañana, vi que la
439
ventana del cuarto de la cama de tablas, donde estaba
Heathcliff, se hallaba abierta y la lluvia entraba por ella a
raudales.
«Si estuviese en la cama —dije para mí—, se hubiera calado.
Debe de haberse levantado o salido. ¡Vaya, voy a verle sin más
miramientos!» Encontré otra llave que servía para abrir la
puerta de la habitación, y entré. No viendo a nadie en el cuarto
separé los paneles corredizos del lecho de tablas. El señor
Heathcliff estaba en él, tendido de espaldas. Tenía en los labios
una especie de sonrisa, y sus ojos miraban fijamente de un
modo agudo y feroz. El corazón se me heló.
Pero no podía creer que estuviese muerto. Mas su cabeza y su
cuerpo, así como las sábanas, estaban chorreando, y él no se
movía. Los postigos de la ventana, movidos por el viento, se
agitaban de un lado a otro y le habían lastimado una mano que
tenía apoyada en el alféizar. No obstante, no sangraba. Cuando
le toqué, no dudé más. Estaba muerto y rígido. Cerré la ventana,
separé de la frente de Heathcliff su largo cabello y traté de
cerrarle los párpados para ocultar aquella terrible mirada, pero
no lo conseguí. Sus ojos parecían burlarse de mí, y sus dientes,
brillando entre los labios entreabiertos, también. Asustada,
llamé a José. El viejo alborotó y rezongó y se negó en redondo
a hacer nada con el cadáver.
¡El diablo se ha llevado su alma! —gritó. — ¡Y por lo que
dependa de mí, también cargará con sus restos! ¡Mira qué
malvado! Está enseñando los dientes a la Muerte...
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Y el viejo trató de imitar su mueca para mofarse de él. Por su
aspecto, creí que hasta iba a bailar de alegría alrededor del
lecho. Sin embargo, recobró su compostura, e hincándose de
rodillas y levantando las manos al cielo, dio gracias a Dios de
que el amo legítimo y la antigua estirpe recuperasen al fin los
derechos que les correspondían.
El suceso me dejó anonadada, y sin querer recordé con tristeza
los antiguos tiempos. El pobre Hareton fue el que más se
disgustó de todos nosotros. Toda la noche veló junto al cadáver,
llorando amargamente. Apretaba la mano del muerto, besaba
su áspero y sarcástico rostro, que sólo él se atrevía a mirar, y
mostraba el dolor sincero que brota siempre de los pechos
nobles, aunque sean duros como el acero bien templado.
El señor Kennett se vio bastante perplejo para diagnosticar las
causas de la muerte. No le hablé de que el amo había pasado
sin comer los cuatro últimos días para evitar que esto acarreara
complicaciones. Por mi parte, estoy segura de que aquello fue
efecto y no causa de su singular enfermedad.
Le dimos sepultura como había ordenado, no sin que el
vecindario se escandalizase. Hareton, yo, el sepulturero y los
seis hombres que transportaban el ataúd compusimos todo el
cortejo fúnebre. Los seis hombres se marcharon después que se
bajó el ataúd a la fosa, pero nosotros nos quedamos aún.
Hareton, con la cara arrasada en lágrimas, cubrió la tumba de
verde hierba. Ahora creo que su sepulcro está tan florido como
los otros dos que se hallan junto a él, y espero que también su
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ocupante descanse en paz. Pero si preguntara usted a los
lugareños, le dirían que el fantasma de Heathcliff se pasea por
los contornos. Hay quien asegura haberle visto junto a la iglesia
y en los pantanos, y hasta dentro de esta casa. «Eso son
habladurías», diría usted, y yo opino lo mismo. Y no obstante,
ese viejo que está junto al fuego, en la cocina, jura, que, desde
que murió Heathcliff, lo ve a él, y a Catalina Earnshaw, todas las
noches de lluvia, siempre que mira por las ventanas de su
cuarto. Y a mí me sucedió una cosa muy rara hace alrededor de
un mes. Había ido yo a la Granja una oscura noche que
amenazaba tempestad, y al volver a las Cumbres encontré a un
muchacho que conducía una oveja y dos corderos. Lloraba
desconsoladamente, y me figuré que los corderos eran díscolos
y no se dejaban conducir.
—¿Qué te pasa, chiquillo? —le pregunté.
—Ahí abajo están Heathcliff y una mujer –balbució— y no me
atrevo a
pasar, porque quieren cogerme.
Yo no vi nada, pero ni él ni las ovejas quisieron seguir su camino
y le aconsejé que siguiera por otro. Seguramente iba pensando,
mientras andaba a campo traviesa, en las tonterías que habría
oído contar y se figuraría ver el fantasma. Pero, con todo, y con
eso, ahora no me gusta salir de noche, ni me agrada quedarme
sola en esta casa tan tétrica. No lo puedo remediar. Así que
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tendré una gran alegría el día en que los primos se vayan a vivir
a la Granja.
—¿Así que se instalan en la Granja?
—En cuanto se casen —repuso la señora Dean —, y piensan
casarse el día de Año Nuevo.
—¿Quién se queda a vivir aquí?
—Pues José, y acaso un mozo para acompañarle. Se arreglarán
en la cocina, y cerraremos el resto de la casa.
Yo comenté:
—A disposición de los fantasmas que quieran habitar en ella,
¿no?
—No, señor Lockwood —contestó Elena, moviendo la cabeza. —
Yo creo que los muertos reposan en sus tumbas; pero, sin
embargo, no se debe hablar de ellos con ligereza.
En aquel momento crujió la verja del jardín. Los paseantes
volvían a casa.
Cuando se detuvieron en la puerta para mirar una vez la luna —
o, más exactamente, para mirarse el uno mas al otro, a la luz
luna —, sentí otra vez un irresistible impulso de marcharme. Así
que, deslizando un pequeño recuerdo en la mano de la señora
Dean, y desoyendo sus protestas por la brusquedad con que
marchaba, salí por la cocina mientras los novios abrían la
puerta del salón.
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Esta manera de partir hubiera confirmado las opiniones de
José sobre los que suponía galantes devaneos de su
compañera de servicio, a no haberle dado una garantía de mi
respetabilidad el dulce sonido de un soberano de oro que arrojé
a sus pies.
De regreso, di un rodeo para pasar al lado de la iglesia.
Observé cuánto había avanzado en seis meses la paulatina
ruina del edificio. Más de una ventana ostentaba negros
agujeros en lugar de cristales, y aquí y allá sobresalían pizarras
sobre el alero, lentamente desgastado por las lluvias del otoño.
No tardé en descubrir las tres lápidas sepulcrales, colocadas en
un talud, cerca del páramo. La de en medio estaba amarillenta
y cubierta de matorrales, la de Linton sólo adornada por el
musgo y la hierba que crecía a su pie, y la de Heathcliff, todavía
completamente desnuda.
Yo no me detuve a su lado, bajo el cielo sereno. Y siguiendo con
los ojos el vuelo de las libélulas entre las plantas silvestres y las
campánulas y escuchando el rumor de la suave brisa entre el
césped, me admiró que alguien pudiera atribuir inquietos
sueños a los que dormían en tumbas tan apacibles.
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