P De Profesor - Jorge Larrosa

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P de Profesor
P de Profesor
Jorge Larrosa
(con Karen Rechia)
Índice de contenido
Portadilla
Legales
Introducción
A
Alumnos
Amor
Ánimo
Aprendizaje
Artefactos
Asunto
Atención
Aula
Autoridad
B
Barrenderos
Basura
C
Calidad
Carga
Cascarrabias
Común
Comunicación
Cuaderno
Curso
D
Descuidado
Dietética
Disciplina
Dispositivo
Distrito
E
Educación
Ejercicio
Encargo
Espigadores
Estudiante
Estupidez
Experiencia
Exposición
F
Fracaso
G
Generosidad
Gilipollas
I
Idea
Igualdad
Información
Interés
Investigación
J
Jan
K
Karen
L
Limbo
Literalidad
M
Maneras
Materia
Metodología
N
Notas (cuaderno de)
O
Objetivos
Oficio
Ogro
P
Palabras
Pensamiento
Pobreza
Presencia
Profesionalismo
Protocolo
R
Refugio
Repetición
Reprimenda
Retrógrado
Ricos
Ruina
S
Salida
Sermón
Shopping
Subrayado
Suspensión
T
Tiempo
Transmisión
Tutorías
U
Universidad
Utilidad
V
Vejez
Violeta
Z
Zombi
Larrosa, Jorge P de profesor / Jorge Larrosa ; comentarios de Karen Rechia. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos
Coordinación editorial: Daniel Kaplan
Traducción de Karen Rechia: Carlos Maroto Guerola
Diseño de tapa: Déborah Glezer
Fotografía de tapa: Eduardo Malvacini
Diagramación del interior: Déborah Glezer
Los editores adhieren al enfoque que sostiene la necesidad de revisar y ajustar el lenguaje para evitar un uso sexista
que invisibiliza tanto a las mujeres como a otros géneros. No obstante, a los fines de hacer más amable la lectura de
los textos, dejan constancia de que, hasta encontrar una forma más satisfactoria, utilizarán los plurales en masculino.
1˚ edición impresa, junio de 2018
1˚ edición digital, diciembre de 2018
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establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
Inscripción ley 11.723 en trámite
ISBN edición digital (ePub): 978-987-538-593-1
DEDICAMOS ESTE LIBRO:
A mis compañeros y compañeras del Departamento de Teoría e Historia de la Educación de la
Universidad de Barcelona por el respeto, la cordialidad y el espíritu universitario con los que,
durante más de treinta años, me han permitido ser profesor a mi manera. Jorge
A todos los que han sido mis profesores.
A todos los que han sido mis compañeros profesores.
A todos los que han pasado por mis manos y se han convertido en profesores.
A todos los profesores que, desafortunadamente, nunca voy a conocer.
A todos ellos, representados en la figura de la profesora Valmíria Fontana Rechia.
Por cierto, mi madre. Karen
ACERCA DE LOS AUTORES
Jorge Larrosa es profesor titular de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona (España). Licenciado
en Pedagogía y en Filosofía, doctor en Pedagogía, ha realizado estudios postdoctorales en el Instituto de Educación
de la Universidad de Londres y en el Centro Michel Foucault de la Sorbona de París. Sus libros han sido publicados
en España, Argentina, Colombia, México, Venezuela, Francia y Brasil. Ha sido profesor invitado y ha dictado
cursos y conferencias en diversas universidades europeas y latinoamericanas.
Sus trabajos, de clara vocación ensayística, se sitúan en un terreno fronterizo entre la filosofía, la literatura, el cine
y la educación. Sus temas principales de trabajo son la relación entre experiencia, lenguaje, subjetividad y
educación, así como la materialidad de los dispositivos artísticos, culturales y educativos. Ha trabajado con
artistas, tanto de las artes escénicas como de las artes plásticas, y con todo tipo de mediadores culturales.
Entre sus libros, se destacan: La experiencia de la lectura (Barcelona, 1996 y México, 2004); Pedagogía profana
(Buenos Aires, 2000; Belo Horizonte, 2001; nuevas ediciones conmemorativas y ampliadas en 2017); La liberación
de la libertad (y otros textos) (Caracas, 2001); Estudiar/Estudar (Belo Horizonte, 2003); Entre las lenguas
(Barcelona, 2003; Belo Horizonte, 2004); Tremores. Escritos sobre experiencia (Belo Horizonte, 2014); Elogio de
la escuela (Belo Horizonte, 2017; Buenos Aires, 2018). Con Carlos Skliar es autor de Habitantes de Babel.
Políticas y poéticas de la diferencia (Barcelona, 2001; Belo Horizonte, 2002); Entre Pedagogía y literatura (Buenos
Aires, 2005) y Experiencia y alteridad en educación (Rosario, 2009). Con Inês Assumpçao de Castro y José de
Sousa escribió Niños atravesando el paisaje. Miradas cinematográficas sobre la infancia (Buenos Aires, 2009; Belo
Horizonte, 2008) y con Maarten Simons y Jan Masschelein, Jacques Rancière. La educación pública y la
domesticación de la democracia (Buenos Aires, 2011).
Karen Christine Rechia es licenciada en Historia por la Universidad Federal de Santa Catarina (Brasil), donde
obtuvo también su Maestría. Es doctora en educación por la Unicamp (Campinas) en el área de especialización en
educación, conocimiento, lenguaje y arte, con una tesis sobre imágenes y educación. Participa en el “Laboratorio de
Enseñanza de la Historia” del Colegio de Aplicación de la Universidad Federal de Santa Catarina donde trabaja en
la formación inicial y continua de profesores. Se ha dedicado a pensar la escuela, sus sujetos y sus materialidades y
es una de las coordinadoras del conjunto de actividades denominadas “Elogio de la escuela”. Ha trabajado en la
relación entre cine y educación, tanto en la producción como en el guion, en el grupo de investigación “Laboratorio
de Estudios Audiovisuales” de la Facultad de Educación de la Unicamp. Es miembro de la red internacional de
investigación “Imágenes, Geografías y Educación” y del grupo de investigación “Observatorio de Prácticas
Escolares”, de la Facultad de Educación de la Universidad del Estado de Santa Catarina. Es profesora del Colegio
de Aplicación y de la Maestría Profesional de Historia de la Universidad Federal de Santa Catarina.
I
INTRODUCCIÓN
Su trabajo era lo único que una y otra vez le hacía capaz de relacionarse
con los demás. Además, la práctica mesurada de su trabajo tenía lugar al
mismo tiempo como un ejercicio de confianza en el mundo.
Peter Handke
La idea de una vida entera lograda por medio de la actividad está,
naturalmente, todavía en vigor y seguirá siendo fructífera siempre. Solo
que ahora parece que apenas queda nada por decir sobre esto. ¿Estaba
vigente todavía la visión de la vida lograda? ¿O se había convertido otra
vez en fe?
Peter Handke
Karen.
Deberíamos presentarle al lector lo que tiene entre manos.
¿Empiezas tú?
Jorge.
Empiezo yo. Conocí a Karen en septiembre de 2014, en Rio de Janeiro, en el
Coloquio Internacional de Filosofía de la Educación que viene organizando
bianualmente el grupo de Walter Kohan, en la UERJ. Nos presentó Carlos
Skliar, se definió como profesora de enseñanza básica y media, y para mi
sorpresa mostró su interés no tanto por mis ideas o mis escritos sino por mi
trabajo de profesor, por mis procedimientos o mis modos de hacer como
profesor de universidad. Le dije que no era fácil hablar de estas cosas en
abstracto, que no se trataba exactamente de metodologías, pero que podía
venir a Barcelona, cuando ella quisiera, para verlo por sí misma, y la invité
a colaborar conmigo en las materias que iba a impartir a partir de febrero
del año siguiente. Al cabo de poco tiempo, y también para mi sorpresa, me
escribió diciéndome que iba a pedir un permiso de tres meses en la escuela
donde trabaja y que iba a venir a Barcelona, sin beca ni ayuda de ningún
tipo, con sus propios recursos, a trabajar conmigo.
Así lo hizo y, entre febrero y junio de 2015, comenzó a asistir a todas mis
clases. Puesto que trabajaba (y trabajo) en los primeros cursos del grado y
con grupos muy numerosos de estudiantes, inmediatamente le propuse
encargarse de las tutorías, es decir, de las reuniones periódicas con los
grupos que formaron los alumnos para hacer el trabajo de campo y para
elaborar el trabajo final de las materias. Karen venía a las clases,
observaba, tomaba notas, se reunía con los alumnos, seguía tomando notas,
los acompañaba en alguna de sus salidas, y también tomaba notas. Su
cuaderno se convirtió en una especie de archivo o de memoria de lo que
íbamos haciendo. Además, casi todos los viernes, después de la clase,
paseábamos un rato y comentábamos las incidencias de la semana. En esas
conversaciones Karen hacía preguntas y exigía justificaciones. Sus
comentarios, a veces aparentemente ingenuos, a veces tremendamente
incisivos, me obligaban a explicitar criterios, a dar razones y, en definitiva,
a pensar en cosas sobre las que nunca había pensado. Digamos que me hizo
consciente de mi forma de ser profesor, de mi manera de habitar el oficio,
como yo nunca antes lo había sido.
Poco a poco fue emergiendo un personaje, el Jorge Larrosa profesor, cuyos
rasgos eran cada vez más nítidos. Además, tal vez por la lectura de algunos
textos de Jan Masschelein y de Maarten Simons sobre la escuela y sobre el
profesor (siendo la universidad una especie de escuela y siendo el profesor
universitario apenas un tipo de profesor), la reflexión sobre qué significa eso
de ser profesor estaba comenzando a ocupar un lugar importante entre mis
propias preocupaciones, más aún cuando por mi propia edad y mi escasa
capacidad (y voluntad) de adaptación a los nuevos modos universitarios
tenía (y tengo) la sensación de que algunas de mis formas de hacer las cosas
comienzan a ser percibidas como excéntricas, cuando no como directamente
obsoletas o reaccionarias. Verme a mí mismo con los ojos de Karen o, a
través de Karen, con los ojos de mis alumnos, no dejaba de tener cierto
interés y, en cualquier caso, comencé a mirar a ese personaje con cierta
distancia irónica, con cierta compasión y, por qué no decirlo, con cierta
ternura. Karen no dejaba de tomar notas y, en algún momento, comenzó a
percibir (y a decir) que tal vez lo que estábamos haciendo pudiera tener
algún valor en tanto que mostraba, de una manera bien concreta, una manera
peculiar de entender el oficio en la que otras personas podrían interesarse.
Al año siguiente, en mayo de 2016, invité a Karen a la presentación de los
trabajos finales de los alumnos del curso siguiente al que ella había asistido
(en realidad, también quería que ella viera algunos cambios en mis propios
planteamientos), y fue entonces cuando pensamos en la posibilidad de hacer
algo con su cuaderno de notas y con la memoria de lo que había sido ese
semestre del 2015. Y nos pusimos a trabajar.
Karen.
Nos presentaron en 2014, pero conocí al Jorge Larrosa filósofo de la
educación y escritor en 2006, cuando una amiga profesora me pasó el texto
“Agamenon y su porquero”. A los profesores de historia generalmente no nos
simpatizan los escritos del área de educación. Tal vez haya algo de
arrogancia de nuestra parte, pero vamos, el hecho es que desconfiamos.
Como Joseane Zimermann es una excelente profesora de historia y una amiga
muy querida, lo acepté. Me capturó instantáneamente el epígrafe del texto:
“La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Agamenón:
‘Conforme’. El porquero: ‘No me convence’”. Sabiéndome capturada,
Joseane me remató regalándome Pedagogía profana. A partir de entonces,
hurgué en varios textos y mi interés en comprender otra educación o, mejor,
otra forma de estar en la educación, empezó a crecer.
La vida siguió y, a pesar de saber que eras una celebridad en tierras
brasileñas, nunca había asistido a una conferencia tuya. Como acabo de
decir, nosotros, profesores de historia, somos así, un poco desconfiados. A
Carlos Skliar lo conocíen el Congreso de Lectura COLE, en Campinas (São
Paulo), dos meses antes. En el coloquio de Río de Janeiro, percibió mis
ideas e inquietudes y gentilmente nos presentó. Yo no sabía exactamente qué
decir, pues no tenía ningún tema de investigación académica, ni tenía beca de
postdoctorado, ni relación con agencias de fomento, ni grupo de
investigación en educación… todo aquello con lo que las personas suelen
presentarse. Pero siempre tuve un interés casi obsesivo por los modos, por
las maneras de hacer las cosas. Ese interés me viene de mi abuelo,
carpintero-ingeniero-escritor, pero sin duda me lo aguzaron varios escritos
tuyos. En el coloquio, adquirí el libro Encontrar Escola, que incluye un texto
tuyo que instigó aún más mi curiosidad sobre esos “modos de hacer” en la
educación.
Ante tal interés genuino, aunque sin ninguna contrapartida, me dijiste “ven,
ve y haz”. Así que, a pesar de la situaciónen la que me encontraba, solo con
recursos propios, y tan solo porque conté conla ayuda generosa de los
compañeros de la asignatura de Historia del Colegio de Aplicación, pude
partir para Barcelona. La historia en Barcelona, que sirve de contexto a este
diccionario, prácticamente ya la has contado tú, pero algunas observaciones
puede que sean interesantes.
Fue muy difícil separar el Larrosa escritor-filósofo-conferencista del
profesor. Una de las partes más arduas fue darme cuenta de que tus centenas
de alumnos no sabían quién era Jorge Larrosa, más allá de ser su profesor,
uno más entre tantos. Otra cuestión era pensar aquello que yo misma estaba
haciendo: ¿cómo observar a alguien que tenía el mismo oficio que yo, cómo
“hacer relucir” algo tan ordinario? Así, mi cuaderno de notas pasó a ser ese
lugar que da sentido a las cosas vividas, a las clases asistidas, a las tutorías,
a la intermediación con los estudiantes, a las salidas de campo, a las lecturas
y... a los modos de hacer del profesor.
Las lecturas de Masschelein y Simons también resultaron fundamentales y
este personaje, como has dicho anteriormente, fue tomando forma y sentido
para mí como profesora y, pensé, tal vez también para otros profesores. No
que el escritor-filósofo-conferenciante Jorge Larrosa hubiese dejado de ser
interesante, pero estaba en otro lugar, mientras que el profesor y su oficio
revelaban algo que aún no se había mostrado, algo que podría ser “puesto
sobre la mesa” para reflexionar, experimentar y re-inventar, algo que me
parecía del ámbito de lo infinito en aquel momento, algo de lo que valdría la
pena hablar.
Jorge.
Me gustaría decir algo sobre esa distancia entre el Jorge Larrosa escritorconferenciante y el Jorge Larrosa profesor, que es el que a ti te interesaba. Y
tal vez luego tú puedas añadir algo sobre cómo este diccionario tiene algo de
conversación entre profesores, eso que dices de que nuestro trabajo tenía
sentido también para ti “como profesora”, y eso que dices de que estabas
mirando “a alguien que tiene el mismo oficio que tú”.
Estoy leyendo a algunos profesores universitarios que elaboran eso de qué
quiere decir ser profesor hoy en día y que experimentan, como yo, un cierto
malestar con los nuevos rumbos de la universidad. Y lo que he notado es que
casi nunca establecen una relación entre su trabajo de escritores y su trabajo
de profesores, cuando es claro que cada una de esas actividades es
condición de posibilidad de la otra. Lo que casi nunca se reconoce es que el
oficio de profesor les da el tiempo y el espacio para leer y escribir o, dicho
de otra manera, que es ahí, en el trabajo cotidiano en la universidad, en los
cursos que se repiten y renuevan cada año, en ese leer y releer en público
que se hace cada día en una sala de aula, en ese trabajo ordinario y sin
glamour, donde se van formando y destilando las ideas, las palabras, los
modos de escritura en definitiva, que luego se van a convertir en libros y en
conferencias. Y me parece que es como si esa cotidianeidad ordinaria en que
consiste “hacer de profesor” fuera algo de lo que nos da un poco de
vergüenza hablar cuando “hacemos de intelectuales”, escribiendo o dando
conferencias, es decir, colocando ideas y palabras en el espacio público,
como si esas ideas y esas palabras hubieran surgido solas,
independientemente de cualquier contexto material y, en definitiva,
profesional.
Marten Simons y Jan Masschelein hacen alguna consideración interesante
sobre las posibles razones de que los intelectuales no solo han olvidado que
ellos también han ido a la escuela, sino también suelen pasar por alto su
trabajo cotidiano como profesores. Y yo tengo la impresión de que eso
podría ser consecuencia del idealismo que atraviesa nuestras maneras de
entender el trabajo intelectual, pero también de la pretensión de construir un
relato de ese trabajo en el que el intelectual aparezca como un ser “que se
hace a sí mismo”, dialogando apenas con la biblioteca y con otros
académicos como él.
Lo que quiero decir es que ejercer de profesor y escribir libros o dar
conferencias son, para mí, aspectos separados y relacionados del mismo
oficio. Aunque es verdad, como tú señalas, que el “aspecto profesor” queda
muchas veces oscurecido e invisibilizado por el “aspecto escritor”, y al
revés. En la mayoría de los casos, los lectores del escritor no saben nada del
profesor, y los alumnos del profesor no saben nada del escritor. Pero lo que
es más extraño es que, muchas veces, el profesor que escribe, cuando se
presenta como escritor, como autor, como “intelectual”, como conferencista,
no reconoce que debe su escritura a las condiciones económicas, materiales
y sociales que la hacen posible, es decir, en mi caso, a la universidad en la
que trabajo y en la que tú me acompañaste durante ese semestre de 2015 que
está en la base de este diccionario que estamos presentando (mi dedicatoria
de este diccionario al que ha sido mi departamento durante más de treinta
años quiere agradecer las condiciones materiales y no solo materiales en que
he podido permitirme el lujo de ser profesor y también, desde luego, escritor
o conferenciante). Además, esa separación entre el escritor y el profesor se
da independientemente de que algunos profesores conviertan en materia de
enseñanza los asuntos sobre los que escriben. Ese no es, en general, mi caso
(como desarrollaremos en la palabra “experiencia” de este diccionario),
pero eso no significa que mi trabajo de profesor y mi trabajo de escritorconferencista no sean dos caras de la misma dedicación, del mismo
ejercicio, del mismo estudio.
Pero tal vez puedas decir algo tú sobre la manera en que ese semestre (y la
composición de este diccionario) puso en juego también tu oficio de
profesora. O, tal vez, que puedas decir algo sobre cómo ves tu propia
posición en todo este proceso que estamos contando.
Karen.
Continúo para hablar un poco del lugar que asumí, o que me vi obligada a
definir, en esta experiencia contigo. Para empezar, la claridad y la
objetividad con las que llegué a la Universidad de Barcelona se
derrumbaron durante las dos primeras semanas. Tú sentías que mis preguntas
te exigían cosas y tratabas de responder en las caminatas por la montaña en
las que conversábamos. No obstante, ellas me eran más útiles a mí que,
desesperada, estaba en busca de cualquier rama a la que agarrarme. Si te
llevé a pensar en tu forma de ser profesor, yo misma no sabía ya qué papel
asumir en este juego.
No era estudiante, puesto que no estaba en la misma posición que tus
alumnos. No tenía que hacer las evaluaciones, y, al mismo tiempo, no podía
exigirle explicaciones, a menudo, al maestro. Como investigadora, tendría
que desarrollar un tema, pero no era eso de lo que se trataba oficialmente.
No tenía ningún método de recolección de dados, ni tampoco de
observación, ni un recorte teórico, nada que se pareciese a una investigación
científica.
No era profesora visitante ni era tu colega pero, no obstante, ejercía la
tutoría de innúmeros grupos de estudiantes. Todo se hacía más difícil cuando
me preguntabas cuáles eran mis ideas sobre tus protocolos y cuáles eran mis
sugerencias. Me asustaba la ambigüedad que se instauraba en mi cabeza: ¿le
digo que no he entendidolos protocolos? (pero eso me ponía en la situación
de profesora); ¿le digo que no puedo darle ideas a alguien que se llama
Jorge Larrosa? (pero eso denotaría fanatismo); ¿le digo que estoy aquí
justamente para aprender sobre el asunto? (pero yo no tenía ningún tema de
investigación); ¿le digo que solo estoy aquí para ayudar? (pero yo no era
exactamente una colaboradora). Así que, después de dos semanas, la
pregunta era: ¿qué estoy haciendo aquí?
Una constatación pasó también a poblar mis pensamientos: solo sé que soy
profesora... Fui dándome cuenta de que solo sabía hacer “aquello”, o de que
“aquello” iba haciéndose más visible a medida que participaba en o, mejor,
a medida que “ad-miraba” tus clases.
En ellas te mostrabas profesor, sin nada extraordinario, pero era justamente
así que el oficio se revelaba de una manera extraordinaria. Tal vez porque,
como tú mismo dijiste, quien conoce al escritor no sabe nada del profesor y
viceversa. Sin embargo, la experiencia de estar allí, de insistir en estar allí,
me hizo ver que el escritor estaba hecho de la materia prima de ese profesor,
de las maneras, de los gestos de aquel que generosamente me dejó
acompañarle.
Y como tú ya has dicho, enunciar las ideas que uno tiene sobre el oficio de
profesor es mucho más fácil que mostrarlas en el propio ejercicio del
mismo. Por eso el profesor tiene ese algo de generosidad cuando le abre la
puerta de su clase al alumno en prácticas en su formación docente inicial, al
estudiante de psicología que apenas quiere hacer observaciones, al profesor
universitario que manda al alumno de grado a realizar alguna experiencia o
cuestionario, al grupo de tecnologías de la información que necesita grabar
una “clase tradicional”, al que es apenas investigador “participante”...
Solo para señalar una duplicidad más a lasque tú ya has expuesto arriba,
cuando un profesor entra en el posgrado, muchas veces se presenta como
estudiante de doctorado o de maestría en los eventos científicos. Sin
embargo, presentarse como profesor debería ser una distinción, un
pronombre de tratamiento, algo como profesor doctorando, profesor escritor,
profesor conferenciante, profesor artista.
Jorge.
Parece entonces que este diccionario tiene que ver con mostrar a Jorge
Larrosa en su manera de ejercer (y de pensar) el oficio de profesor, siempre
visto a partir de las notas de tu cuaderno (una especie de memoria exhaustiva
de las aulas y de todo lo que las rodeó), a través también del recuerdo de
nuestras conversaciones en relación a lo que iba pasando en ese semestre de
2015, y a través también de la inevitable construcción retórica que es todo
ejercicio de escritura.
Tal vez sea bueno decir aquí que dudamos mucho antes, durante y después de
la realización de este trabajo. Que yo sepa, y precisamente por la
especificidad de este diccionario en relación con otros existentes, y de la
que tal vez luego quieras decir alguna cosa, éste es un ejercicio que, en lo
que yo sé, no tiene antecedentes. Por un lado, creo que se trata de un texto
muy arriesgado, muy expuesto, en el sentido en que nos muestra en un
momento concreto y de alguna manera irrepetible, en unas condiciones de
trabajo muy concretas, tomando decisiones también muy concretas, a veces
con muchas dudas, con muchas inseguridades, y que no siempre son fáciles
de justificar. Y, desde luego, decisiones que muchas veces, en la práctica,
muestran que tal vez no fueron las más adecuadas. Es mucho más fácil, y
menos expuesto, enunciar las ideas que uno tiene sobre el oficio de profesor
que tratar de explicitarlas al mismo tiempo en que uno las muestra en
relación a la contingencia concreta y en acto de su propio ejercicio.
Por otro lado, éste es un texto que, por el modo como está organizado,
plantea algunas dificultades en el sentido de que permite muchas formas de
lectura. Es verdad que nunca se puede controlar al lector, lo que va a hacer
el lector, si va leer siguiendo la linealidad que le propone el texto o saltando
de aquí para allá, avanzando y retrocediendo a su antojo. Pero también es
verdad que en este caso el control es mucho menor puesto que lo que podría
ser un orden sistemático ha sido ya de antemano quebrado por el desorden
arbitrario del alfabeto.
Más adelante diremos algo sobre el modo cómo hemos organizado esto, pero
digamos ya que la organización alfabética que hemos decidido hace
inevitables algunas (quizá demasiadas) repeticiones, al mismo tiempo que
permite distintos itinerarios de lectura (en tanto que hay palabras que llevan
a otras palabras, que remiten a otras palabras, que están relacionadas con
otras palabras). Por otra parte, y justamente por esa cierta dificultad de
lectura, la forma diccionario que hemos elegido no está ahí solo “para hacer
bonito”, sino que tiene que ver sobre todo con que los hipotéticos lectores
ocupen un lugar parecido al que fue el nuestro durante ese semestre, es decir,
que tengan la sensación de ver sin ver del todo, de que las cosas en las que
se está y en las que se piensa no están separadas ni ordenadas ni
jerarquizadas, sino que se dan todas al mismo tiempo, que una idea (o una
palabra, o una frase, o un tema) lleva a otra sin que sea su causa o su
consecuencia o su derivación, que el mundo que se habita se da en una cierta
opacidad y en una cierta confusión, en un cierto desorden, en una cierta
mezcla, de modo que cualquier tentativa de ordenación es tan arbitraria
como cualquier otra.
Quiero decir también que no entendemos al personaje que aquí vamos a
construir como modelo de nada y que, desde luego, no nos mueve ningún
ánimo de ejemplarizar y, mucho menos, de polemizar. De hecho, ahora, tres
años más tarde de ese semestre que compartimos, no hago las mismas cosas
ni de la misma manera. Lo que vamos a contar aquí no es al Jorge Larrosa
profesor, así en general, sino a cómo hizo de profesor en un semestre
concreto, con unos alumnos concretos y con un repertorio concreto de límites
y de posibilidades que, además, se iban revelando a lo largo del curso. Por
eso, creo, lo importante no es que los presuntos lectores puedan a veces reconocerse y a veces no en ese personaje, sino que lo puedan tomar como
pretexto para pensar, a su modo, qué eso del oficio de profesor, cómo cada
uno lo vive, o lo ejerce, o lo encarna de un modo siempre singular y
contingente.
En ese sentido lo que hacemos aquí es un gesto de exposición, de hacer
pública, escribiéndola, dándola a leer, mostrándola, lo que fue nuestra
experiencia compartida durante ese semestre. No se trata de enunciar una
posición, ni una o-posición, ni mucho menos una im-posición. Se trata, creo,
de algo parecido a ese gesto con el que te invité a mirar por ti misma mis
“maneras de hacer las cosas” (ese gesto de abrirte la puerta de mis aulas). Y
también de ese gesto con el que decidimos tomar ese semestre compartido
como un asunto de conversación que nos permitiera, a los dos, pensar lo que
no habíamos pensado, lo que no hubiéramos sido capaces de pensar de no
ser por ese ejercicio hecho en común. Para nosotros, escribir esto ha sido un
ejercicio (de memoria, de conversación, de escritura, de pensamiento) que
ha servido por sí mismo. Y nos parece que el presunto lector puede tomarlo
también como punto de partida, si quiere, para su propio ejercicio, si cree
que le puede servir de algo.
Por último, y para volver a eso del “personaje” o de los “personajes” que
aquí se construyen, me gustaría decir que todo sujeto es una composición de
fuerzas, nada más y nada menos que la manera como compone una manera de
“hacer mundo” en el lugar y el tiempo concreto que le ha tocado vivir y
también, desde luego, en relación a todo lo que “hay allí” y con lo que, de
algún modo, se conecta, o se sintoniza, o se compone. Nuestro amigo
Antonio Rodríguez, después de haber leído una versión inacabada de este
texto y preguntado sobre cómo sonaban ahí las voces del profesor y de su
compañera en el ejercicio, lo dijo de un modo que yo sería incapaz de
mejorar:
“No me parece un ‘retrato personal’ del docente Jorge Larrosa, sino algo
que aparece porque precisamente él estaba allí, en aquél momento, en la
compañía curiosa y delicada de la profesora Karen Rechia. Le tocó a él
estar allí y hacer de médium, dar forma y cauce a una manera de leer el
mundo y de hacer mundo. Vuestra figura no es otra cosa que un catálogo de
gestos (casi una ‘fenomenología’ gestual), herramientas, dispositivos, que
podrían haberse encarnado en otros ‘sujetos’ pero que han recorrido a Jorge
y a Karen por un momento, para hacer un tiempo y acotar un espacio, para
dar a ver y a vivir un pedazo de realidad que en vosotros tomó cuerpo y
palabra”.
Pero quizá debamos aclarar algunos aspectos sobre la forma que le hemos
dado a este trabajo. ¿Empiezas esta vez tú?
Karen.
Bueno, entonces veamos. Después de algunas conversaciones, pensamos en
la forma de un diccionario, puesto que después de haber decidido que el
diálogo sería en torno de algunas palabras muy presentes en las anotaciones
del cuaderno, haría falta ordenarlas. Un diccionario conlleva un alfabeto,
que es la base de una forma muy escolar de enseñar a leer y a escribir. Como
contiene palabras y su definición, siempre en orden alfabético, pensamos que
un diccionario podría, más allá de un contenido, expresar una forma. Eso es
importante, porque produce una especie de doblete en relación a nuestros
propósitos.
Explicándolo mejor: aunque estén mezcladas por el orden alfabético, hay
tres tipos de palabras en este diccionario. El primer grupo está formado por
lo que llamamos no-palabras, es decir, por las palabras que el profesor no
usa o no debería usar para hablar de su oficio, puesto que son palabras que
son parte de una colonización del lenguaje pedagógico. Esas no-palabras son
“alumno”, “aprendizaje”, “calidad”, “comunicación”, “información”,
“investigación”, “metodología”, “objetivos”, “profesionalismo” y “utilidad”.
El segundo grupo de palabras se refiere a los modos de hacer, al oficio de
profesor.
El tercer grupo está formado por palabras referentes a las asignaturas
impartidas por el profesor Larrosa en aquel momento, en el primer semestre
de 2015.
En relación a las palabras, también es importante decirle algo al lector sobre
su selección y sistematización. De cada asignatura escogimos cinco
palabras. Y así:
De Arte y Cultura en la Educación Social tenemos “basura”, “barrenderos”,
“espigadores”, “distrito” y “común”.
De Sociología de la Educación encontramos “pobreza”, “encargo”, “zombi”,
“shopping” y “ricos”.
Y de Antropología Cultural escogimos “transmisión”, “estupidez”, “ogro”,
“ruina” y “refugio”.
Además, cada una de esas palabras se refiere a un aspecto de cada
asignatura, relacionándose con un asunto, un concepto, una película, un texto,
un ejercicio.
De esa forma, se contempla el tema de cada asignatura en las palabras
“basura”, “pobreza” y “transmisión”.
Entre los diversos textos de las tres asignaturas, destacamos uno para
comentarlo en “barrenderos”, “encargo” y “estupidez”, del mismo modo que
destacamos una película en “espigadores”, “zombi” y “ogro”.
Las salidas de campo se describen en“distrito”, “shopping” y“ruina” y,
finalmente, comentamos tres palabras-eje como son “común”, “ricos” y
“refugio”.
Sin embargo, esas palabras están presentes porque ponen algo “sobre la
mesa”, porque están al servicio de otras como “artefactos”, “atención”,
“cuaderno”, “curso”, “disciplina”, “experiencia”, “fracaso”, “literalidad”,
“asignatura”, “pensamiento”, “tiempo”, etc. Porque hacen hablar a esas otras
que nos remiten a las maneras de hacer del profesor, a sus tecnologías, al
ejercicio de la autoridad, al estudio, a la repetición, a la creación de
intereses, a sus gestos pedagógicos. Porque juntas se refieren a la
importancia del oficio y a la forma de la presencia del profesor en clase.
Jorge.
Deberíamos advertir que en las palabras que tienen que ver con las
asignaturas incluimos transcripciones de los programas de curso, de las
instrucciones para los ejercicios y de los protocolos para las salidas de
campo. Eso hace que sean a veces demasiado prolijas, pero creemos que la
honestidad de un trabajo como este exige mostrar los procedimientos en su
detalle. Algo que seguramente solo interesará a algunos lectores y que los
otros podrán saltarse haciendo uso, claro, de su soberanía de lectores.
Tal vez debamos decir también que decidimos no dar la referencia de los
textos o de las películas de las que hablamos, no dar la referencia de las
citas, no hacer una bibliografía final, no hacer notas a pie. Creemos que el
género de escritura que hemos practicado ni lo exige ni lo autoriza. Creemos
también (sobre todo en las palabras que tienen que ver con la bibliografía y
la filmografía concreta que se manejó en cada una de las disciplinas), que se
trata tan solo de que el lector se haga una idea de la forma de trabajar
(aunque para ello sea inevitable referirse al contenido). Y, además,
preferimos que el texto mantenga la textura de una conversación, que
conserve algo de ese estilo conversacional que atravesó, desde el principio,
la realización de este ejercicio y en el cual, desde luego, hablábamos de los
textos y de las películas, pero no citábamos ni el año de edición ni la página.
Casi para terminar, tal vez podrías decir alguna cosa sobre la diferencia
entre este diccionario y un abecedario que grabé en 2016, en la Ciudad de
las Artes de Rio de Janeiro (por iniciativa de Adriana Fresquet de la
Universidad Federal do Rio de Janeiro), ese que se titula “abecedario del
oficio de profesor” y que puede encontrarse en:
http://www.educacao.ufrj.br/portal/laboratorios/laboratorio.php?
lab=lecav&pgn=producao
Karen.
La grabación con Adriana se hizo durante las actividades de Elogio de la
Escuela, el evento que tomó forma en Florianópolis y cuyas discusiones se
centraron en la escuela, en sus formas y sus gestos, o los gestos de los
sujetos que la componen. Paralelamente, continuábamos trabajando en las
palabras de nuestro diccionario. Para el trabajo con Adriana, algunas
palabras escogidas fueron las mismas; no obstante, la forma en la que se
dispusieron temporal y espacialmente, en su forma audiovisual, así como en
su composición, sonarony suenan de una forma diferente a como lo hacen en
este diccionario. Y aquel trabajo quedó lindo, no cabe duda alguna.
Me arriesgo a decir que, aquí, hay algo que funciona más como un diálogo,
no tanto como explicación (como en el abecedario de Fresquet), ni tampoco
como entrevista. Tal vez, algo en este juego suene como el Abecedario de
Deleuze, en el que el papel de Claire Parnet es menos el de entrevistadora y
más el de quien posibilita este diálogo. Creo que se puede decir que
emprendemos, o conquistamos, cierta horizontalidad en este proceso. Como
en aquel texto, hay pequeñas diferencias entre los interlocutores, no
discordancias; lo que está en juego en él es la filosofía, mientras que aquí es
la educación, más específicamente lo que gira alrededor de un profesor y su
curso.
En cierto momento, me sugeriste que escribiese algo que le diese un poco de
sentido a esta experiencia, una especie de artículo, de ensayo, algo así. Pero
al intentar materializar esa idea, me di cuenta enseguida de que tendría que
pensar el tipo de registro que efectuaría. El cuaderno funcionaba como ese
laboratorio. Intentos de anotar y clasificar tanto el contenido de las clases
como su composición, las maneras del profesor y sus palabras. Digo esto
porque fue en ese ejercicio donde se fueron haciendo más complejos los
caminos a tomar, pero también donde, al mismo tiempo, el personaje del
profesor fue emergiendo. Y con él, la certeza de que las formas de hacer, la
relación con las materialidades, con las tecnologías de la clase, la noción de
continuidad dada por cada curso, podría interesarle a alguien aparte de a mí
misma y mi cuaderno.
La forma en la que fui construyendo mi cuaderno y entendiendo mi posición,
lentamente esfumó el posible papel de entrevistadora que pudiese venir a
asumir. Al mismo tiempo, este trabajo fue adquiriendo sentido para mí como
profesora que miraba y observaba a alguien que tenía el mismo oficio que
yo. Por lo tanto, este diccionario tiene algo de conversación entre
profesores, de alguien que invita al otro a un juego.
Y la lista de palabras, como en la Odisea, a veces seguía contra los dioses o
era protegida por ellos. Ellas se quedaron adormecidas en la isla de la ninfa
Calipso, Eolo las sopló para que fueran lejos y la bruja Circe las transformó
en cerdos. Aprisionadas por el cíclope, hubo que rescatarlas de la caverna
pero, de vuelta al mar, les tapamos los oídos para que no las atrajese el
canto de las sirenas. No me sorprende la tardanza en que llegaron a Ítaca, sin
saber si allí encontrarían su lugar. ¿Yel cuaderno? La propia nave de Ulises
y sus tripulantes.
Por todo ello, creo que vivimos una situación sin igual. Posiblemente única,
probablemente irrepetible y, quién sabe, de algún interés para los que se
dispongan a leer esto que hemos hecho y que aquí presentamos.
Jorge.
Me parece que ya solo nos queda agradecer los comentarios y sugerencias
de las personas a las que dimos a leer alguna de las versiones aún
incompletas de este diccionario y, sobre todo, agradecerles la manera que
tuvieron de darnos el ánimo y la confianza que necesitamos para terminarlo.
Ellos son Antonio Rodríguez, Daniel Gómez y Fernando Leocino da Silva.
LETRA
A
Alumnos
Amor
Ánimo
Aprendizaje
Artefactos
Asunto
Atención
Aula
Autoridad
Alumnos
Karen.
El orden alfabético que nos hemos dado como organizador (o
desorganizador) de este diccionario nos obliga a empezar por una nopalabra, por una palabra tachada, por una “palabra Bartleby” (una de esas
palabras que prefieres no usar) o, tomando un texto que sé que amas
especialmente, por una de esas “palabras Lord Chandos” (que se te
descomponen en la boca como hongos podridos).
Quisiera decir, primero, que cuando empecé a ir a tus clases me sorprendió
el elevado número de alumnos que había en cada una de las tres materias en
las que trabajamos juntos. Alrededor de 80 en cada una de ellas, 240
alumnos en total, sin contar los del post-grado. Un número impresionante
para un profesor, todavía más si es un profesor universitario.
Por fin, me parece que al borrar la palabra alumno quieres atacarla de
alguna forma. Pronunciaste varias veces la palabra estudiante e, incluso, en
una de las clases hablaste de la diferencia entre el estudiante, el aprendiz y
el discípulo. ¿Por qué ese no-uso de la palabra alumno?
Jorge.
240 alumnos son muchos alumnos, sí. Aunque para mí no es el número lo que
cuenta. Simplemente, hay cosas que no se pueden hacer con tanta gente, y hay
cosas que hay que hacerlas de otro modo: el profesor tiene que trabajar en
las condiciones que le son dadas. Creo que forma parte del oficio de
profesor, en una universidad pública, no elegir sus condiciones de trabajo,
aunque eso no quiere decir, desde luego, que no tenga que tratar de
mejorarlas e incluso, a veces, luchar por ello. Lo que quiero decir es que un
profesor no puede abdicar de su responsabilidad porque le parezca que sus
condiciones de trabajo son malas, incluso imposibles. La obligación de un
profesor es trabajar lo mejor que pueda con lo que hay, con lo que tiene.
Para mí, el número elevado de alumnos es una condición con la que tengo
que trabajar y que, obviamente, se nota en mis maneras, en mis opciones, en
mis decisiones cotidianas. Lo que importa, me parece, no es que sean
muchos alumnos sino es el hecho de que sean “alumnos”, es decir, de que
estén completamente alumnizados.
Diré, para empezar, que los jóvenes se convierten en alumnos en el momento
en que se inscriben en la universidad. La condición de alumnos es, digamos,
una condición puramente administrativa. Y se constituyen en alumnos,
también, en el momento en que atraviesan la puerta de la sala de aula y
ocupan su lugar. La condición de alumno es una condición administrativa y,
digamos, posicional (como también es administrativa y posicional, al menos
en primera instancia, la condición de profesor).
Pero la obligación del profesor es convertir a los alumnos en estudiantes, es
decir, hacerles pasar de la condición institucional y posicional de alumnos a
la condición existencial y pedagógica de estudiantes. El profesor
universitario trata con jóvenes, claro, trata con alumnos, desde luego, pero
su deber, me parece, es tratar a los jóvenes y a los alumnos como
estudiantes. Es posible que aún no lo sean, es posible que no lleguen a serlo,
pero hay algo importante que depende de ese “como si”, de ese tratar con
ellos “como si fueran” estudiantes.
Sobre los jóvenes, te diré que en el momento en que escribo esto acabo de
ver la película póstuma de Eduardo Coutinho, la que no llegó a terminar, esa
que se titula Últimas conversaciones y que recoge una serie de charlas con
adolescentes de Rio de Janeiro, de entre 16 y 19 años, casi todos al final de
la secundaria. La película empieza con una declaración de Coutinho, el
cuarto día de rodaje (tenía cinco días para filmar), mostrando su irritación
por cómo iba la filmación. En esa breve intervención Coutinho dice que los
jóvenes le caen mal, que no tienen ningún interés, que están completamente
moldeados por los medios y por los clichés de su época, que la película que
está haciendo con ellos no puede ser una buena película, que filmar con
niños es otra cosa, que los niños tienen otra espontaneidad, otro brillo, otro
ingenio, otro misterio, que están a otra distancia, pero que la conversación
con los jóvenes es completamente previsible, llena de lugares comunes.
Si Coutinho se hubiera acordado de Gombrowicz hubiera podido decir,
quizá, que los niños aún no están del todo infantilizados (aunque lo están
cada vez más), pero que los jóvenes ya han sido completamente
juvenilizados. Y por eso su película es un desastre. Uno de los temas del
gran Witold Gombrowicz es, precisamente, la juvenilización de los jóvenes,
la infantilización de los niños, la gamberrización de los gamberros, la
inocentización de los inocentes, la modernización de los modernos y,
podríamos seguir en la estela: la alumnización de los alumnos, la
profesorización de los profesores, etcétera, etcétera, etcétera. Es decir, esos
procesos por los que algo o alguien se convierten en un cliché, en una
máscara, en una imagen, en una especie de doble convencional de lo que es.
Ese proceso de juvenilización de los jóvenes, que nosotros organizamos y al
que ellos colaboran con entusiasmo, es un arrasamiento. Y eso que ni
Coutinho ni Gombrowicz habían leído ese libro estupendo sobre la
subjetividad contemporánea que se titula Materiales para una teoría de la
jovencita, ese retrato del horror. O ese breve tratado pedagógico de Pasolini,
incluido en las Cartas luteranas, en el que dice eso de “nuestros hijos son
unos monstruos” (ya ves cómo aparecen también aquí mis maneras de
profesor, eso de no poder hablar sin bibliografía).
En cualquier caso, a mí los jóvenes, en su mayoría, me parecen marcianos (y
no lo digo con desprecio), como yo, en tanto que viejo, debo parecerles
también a ellos bastante marciano, alguien que envía señales
incomprensibles desde un mundo remoto y desconocido. Lo que ocurre, feliz
o infelizmente, es que la Universidad no es, fundamentalmente, un lugar para
las relaciones entre viejos y jóvenes, sino un lugar para las relaciones entre
profesores y estudiantes. Por eso, en tanto que profesor, lo que yo piense de
los jóvenes no tiene demasiada importancia, como no tiene demasiada
importancia, tampoco, lo que ellos piensen de los viejos. Pero volvamos a
los alumnos.
Recordarás, primero, mi indiferencia por los alumnos, por lo que las chicas
y los chicos que abarrotan las aulas tienen de alumnos. Recordarás que el
primer día de clase presento el asunto de la materia. Leo en clase,
comentándolas, las dos o tres páginas del programa. Hablo también de la
forma de trabajo, de que las clases van a ser de leer, de ver pelis, de que
tienen que traer los textos de cada día impresos, leídos, subrayados,
anotados, de que la materia incluirá un trabajo de campo, de que tendrán que
hacer algunos ejercicios, en fin, esas cosas. Pero solo en la segunda o la
tercera semana hablo de la evaluación y de cómo tienen que ser los trabajos
finales, como subrayando que eso no tiene, en realidad, mucha importancia.
Y así es en general: lo que los alumnos tienen de alumnos y lo que les
preocupa en tanto que alumnos (esa condición administrativa y posicional)
no me importa demasiado. Desde luego, la función de profesor también tiene
un componente administrativo, y yo cumplo sin rechistar esas obligaciones
administrativas. Pero eso no es lo más importante, y trato de dejarlo claro
desde el principio. No quiero contribuir con el proceso de alumnización, y
eso se me nota, y a veces provoca algunas tensiones.
No solo me importa poco sino, como bien dices, combato con ello, a veces
con cierta agresividad. Recordarás también la incomodidad que me
producen esas preguntas del tipo: “¿cómo quieres que hagamos los
comentarios de texto?, ¿con qué criterios evalúas?, ¿cómo será el examen?”
A los alumnos (en tanto que alumnos) les importa la nota, el final, no el
curso sino el “haber cursado”. Los alumnos (repito: en tanto que alumnos) se
toman la materia como un trabajo en el que hay que cumplir obedientemente,
o como un trámite que hay que efectuar adecuadamente o, aún peor, como una
carga de la que hay que aliviarse, como un peso del que hay que descargarse,
eso sí, con los mínimos costos (de esfuerzo) y con el máximo beneficio (de
calificación). Hoy en día, además, los alumnos se comportan muchas veces
como clientes (en tanto que han sido convenientemente clientelizados) que
exigen por lo que han pagado y que, como en un shopping, entienden que
todo el personal está a su servicio, que está ahí para hacerles la vida más
fácil, para cumplir con sus expectativas.
Además, los alumnos están completamente perfilizados. Recordarás también
el modo casi violento en que me negué a contestar esa encuesta oficial sobre
la forma como influía en mis clases el hecho de que gran parte de los
alumnos vinieran de grados profesionales y no del bachillerato. No me gusta
nada cómo se construye institucionalmente eso del “perfil de los alumnos”.
Creo que mi obligación es ignorar esos “perfiles” y tratarlos a todos por
igual. Como profesor no puedo dirigirme a un interlocutor marcado por un
perfil, determine lo que determine.
Tal vez tenga que ver también con tu pregunta el hecho de que prefiero los
alumnos de primer curso. Todavía tienen una cierta disposición a aprender.
Todavía no han sido completamente alumnizados por la institución. Todavía
hay alguna posibilidad de que se conviertan (aunque sea por un tiempo) en
estudiantes. Por eso tampoco me gustan mucho los alumnos de post-grado.
Ya sabes que casi no doy clase en post-grado. Ahí las relaciones son más
interesadas, más clientelares, están más mercantilizadas, más marcadas por
los temas de investigación de cada uno (con los que muchas veces me cuesta
simpatizar) y con la carrera académica de cada uno.
Y quiero dejar claro, para terminar, que no estoy hablando contra los
jóvenes (no es fácil ser joven hoy en día) ni contra los alumnos (tampoco es
fácil ser alumno). Lo que trato de decir, simplemente, es que, como profesor,
mi relación es, o trata de ser, con estudiantes. Aunque siempre exista esa
tensión, que a veces es interesante, en este trabajo de profesor, tan extraño,
tan lleno de contradicciones, que consiste en tratar a la vez con jóvenes, con
alumnos, y con estudiantes. No siempre es fácil separar las cosas. Y, muchas
veces, no se puede.
Karen.
Ante esa respuesta, quiero transcribir un conocido fragmento del libro Mal
de escuela, de Daniel Pennac:
“Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre, de miedo,
de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas
renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente
amenazador, de futuro condenado. Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a
medio hacer y su familia a cuestas en la mochila. En realidad, la clase solo
puede empezar cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido
pelada”.
Pennac describe al alumno (en el texto, el “mal alumno”), como una cebolla,
que se debe “deshojar” para que la clase tenga lugar. Que debe, tal vez,
olvidarse de sí mismo, como decía Benjamin al hablar del narrador y del
oyente, para que las cosas se le queden grabadas. Sin embargo, la cita
continúa de la siguiente forma:
“Es difícil de explicar, pero a menudo solo basta una mirada, una palabra
amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos
pesares, aliviar esos espíritus, instalarlos en un presente rigurosamente
indicativo”.
¿No tendría el profesor un papel fundamental, el de ayudar a “pelar” la
cebolla? ¿O no debería importarle al profesor que el alumno deje de ser
alumno? O, como tú mismo dijiste en Tremores, ¿no hace falta inventar
formas de desalumnizar a los alumnos?
Jorge.
La cita de Pennac, muy hermosa, tiene que ver con el tiempo de la escuela e,
indirectamente, con la igualdad escolar. El pasado de los alumnos, dice
Pennac, es muchas veces, para el profesor, una marca de imposibilidad, casi
un estigma (no se puede hacer nada con estos chicos). Y su futuro se usa
como una amenaza, como un destino o como un chantaje, en tanto que se
anticipa (estos chicos solo pueden acabar mal). Por eso, cuando el aula
comienza, dice Pennac, tanto ese pasado como ese futuro deben ser
suspendidos, ignorados, como si no contaran. Lo único que cuenta es el
presente. Además, la igualdad escolar significa que, en la escuela, no
importa ni lo que cada uno haya sido ni lo que se proyecte sobre lo que cada
uno pueda ser. El profesor tiene que eliminar las capas de esa cebolla (hacer
que los alumnos dejen en la puerta esa mochila que cada uno carga y con la
que llega hasta el aula, y que los hace distintos y desiguales) para que lo
único que importe sea el asunto, la tarea, la materia, el ejercicio, el estudio.
Tal vez lo que los chicos y las chicas tienen de jóvenes juvenilizados,
clientes clientizados y de alumnos alumnizados y perfilizados forme también
parte de esa mochila que hay que dejar en la puerta del aula. Y tal vez sea
eso lo que podría significar que el profesor debe tratar de “desalumnizar a
los alumnos”.
Amor
Karen.
Amar el mundo es volverlo digno de entregárselo a los que vienen, preparar
a los que vienen con tiempo para renovar un mundo común.
Esa fue una de las frases que se repetía como un mantra en la asignatura de
Antropología Cultural, esa en la que trabajamos con varios dispositivos
educativos relacionados con ese amor al mundo. Parto, por lo tanto, de una
inspiración arendtiana para preguntarte si vas a abordar ese amor, que no es
en absoluto un amor sentimental, bajo la óptica del profesor.
Jorge.
El oficio de profesor tiene que ver con el amor. Con el amor al mundo y con
el amor a la infancia, entendiendo esta última como “novedad (en el mundo)”
y como “capacidad de comenzar”. Tiene que ver con el modo como nosotros,
que habitamos el mundo, recibimos a los nuevos, a los que vienen al mundo
por nacimiento, a los que (precisamente por su condición de natales) tienen
tanto la capacidad de empezar algo nuevo como la capacidad de renovar lo
viejo. Esa, al menos, es la posición de Hannah Arendt en el último párrafo
de “La crisis en la educación”, ese texto que usamos como hilo conductor en
Antropología Cultural, la materia cuyo asunto fue la transmisión, la escuela,
los refugios educativos. Si recuerdas, leí ese párrafo en la primera clase. Y
tuve la sensación, como muchas veces, de que ese párrafo, que los alumnos
escucharon con cierta indiferencia, solo podría ser significativo al final del
curso. Y eso, como suele decirse, en el mejor de los casos. Fue un texto al
que volví varias veces y al que tú también volviste en tus conversaciones
con ellos. Como si nos sirviera de “estribillo” del curso, como si fuera uno
de esos versos que se van repitiendo a lo largo de una canción, entre cada
una de sus estrofas. Pero aquí no vamos a hablar de esa materia, ni de ese
texto, sino del oficio, del amor al oficio. Y de cómo ese amor, o ese
desamor, se encarna en la manera de ejercerlo.
Karen.
Hay algo de innombrable aquí. O algo que solo existe en su materialización
o, como has dicho, en su “encarnación” en una manera, que es esa idea de
amor y especialmente el amor al/en el oficio. Solo percibí esta idea de amor
en la estancia en la Universidad de Barcelona, en el trabajo con tus clases.
Tal vez sea porque no es posible pensar en ello en el ajetreo cotidiano, tal
vez solamente en la suspensión de las actividades que le dan vida a esa idea
de amor al mundo y a las generaciones que vienen después de nosotros. Y, en
este tiempo suspenso, evoqué una entrevista que di unos años atrás a un
grupo de estudiantes de la Licenciatura de Historia. Lo que nos interesa aquí
es que, al intentar precisar lo que definiría la afinidad con la docencia, o
atribuir una importancia a la educación y a la enseñanza, las palabras decían
más de las maneras de hacer y de cómo esto requería involucrarse con cierto
grado de profundidad. En otras palabras, de cómo no se podía prescindir de
los sujetos involucrados, los estudiantes, y de una apuesta insistente en una
idea de responsabilidad con el mundo y con esos mismos sujetos. Una
responsabilidad que atribuye un sentido casi heroico y un fardo que a veces
casi no se puede cargaren el ejercicio del oficio y a la que atraviesa,
inevitablemente, una carga dramática en su evocación.
Así, del mismo modo que, como profesor, solo se puede hablar de él o
reconocer ese “amor” pasado un tiempo, y tal vez en un breve momento de
suspensión, parece que tus alumnos solo pueden comenzar a comprender eso
al final del curso. Pero seguro que puedes hablar un poco más sobre el
profesor y sobre ese amor al mundo y a las generaciones.
Jorge.
En la estela de Arendt, mi amigo y colega Jan Masschelein habla del
“profesor amateur”, o del “profesor amador”, en su libro Defensa de la
escuela. Si el primero de los dos amores arentianos es el amor al mundo, y si
el mundo, en la escuela, es presentado en forma de materia de estudio, el
profesor ama, en primer lugar, la materia que enseña. Pero la ama,
podríamos decir, en sí misma (no en su uso social o económico, o en su
aplicación práctica o utilitaria). Justamente por eso la estudia (es un
estudioso) y la enseña (es un profesor). Y justamente por eso encuentra su
felicidad y su alegría (y su dolor y su tormento) en ofrecérsela a los nuevos.
Podríamos decir que solo se da lo que se ama, y que solo se enseña lo que se
ama. Y podríamos decir que el profesor intenta trasmitir dos cosas, una
materia y el amor a esa materia. Lo demás es comercio, mercantilización,
economía, relaciones de compra y venta. Pero el profesor no solo ama la
materia que enseña, sino que ama la escuela, es decir, ese invento extraño y
prodigioso y lleno de contradicciones que le da su lugar de profesor y le
permite ser lo que es. Y ama, por tanto, estar en la escuela, hacer en la
escuela, hacer escuela, hacer (con su trabajo) que la escuela sea escuela. Sin
embargo, la escuela es cada vez menos escuela, y la universidad es cada vez
menos universidad. Y por eso el profesor no es solo el que trabaja en la
universidad sino el que hace (con su trabajo, y cada vez con mayores
dificultades) que la universidad siga siendo universidad. Pero Jan lo dice
mucho mejor que yo, y lo único que voy a añadir, por si eso aclara alguna
cosa, es un cierto desarrollo histórico de eso del amateurismo.
La palabra “amateur” tiene que ver, claro, con amor: el amateur es el que
ama lo que hace. En la misma línea, la palabra “diletante” tiene que ver con
deleite: el diletante es el que se deleita en lo que hace. La palabra
“diletante” apareció en la Italia del Renacimiento y se extendió a las demás
lenguas europeas. Su uso estaba relacionado con la reivindicación de la
autonomía del arte, de la emancipación del arte de su condición servil,
ligada a la realización de encargos venidos del exterior. Se decía, por
ejemplo, que alguien hacía su obra no por encargo sino “per dilettazione”,
para su propio deleite y su propia satisfacción, por gusto, como un juego o
como un pasatiempo. Solo más tarde, con la aparición de las Academias y de
las escuelas profesionales de arte (emancipadas ya de las bellas artes
artesanas), surgió la distinción entre “professori” y “dilettanti”, entre el
artista docto, el que se había formado en las escuelas, y el artista ignorante.
La palabra “amateur”, por su parte, surgió en Francia, más o menos en la
misma época, pero con un significado más amplio que el de las artes,
extendido a casi cualquier actividad realizada de un modo no servil y, por
tanto, sin afán de lucro, es decir, sin tener que someterse a los clientes, a la
voluntad y los criterios de los que pagan. Solo después, a partir de una cierta
profesionalización de las actividades artísticas y artesanas, estas palabras
comenzaron a ser usadas en sentido peyorativo para designar a las personas
que se interesaban por algo de forma superficial, sin los saberes expertos o
especializados de la profesión o del oficio, o de forma puramente lúdica,
como quien dice “para jugar”, “libremente”, sin las constricciones, las
normas, las obligaciones y los encargos de la profesión y del oficio. Y no es
por casualidad que ese desplazamiento hacia un significado peyorativo se
produzca en el momento del surgimiento y la proliferación de las profesiones
y de los profesionales, de las especialidades y de los especialistas, de los
saberes estandarizados y de los expertos, y en el contexto de sus necesidades
de legitimación institucional y estatutaria. Tal vez por eso el peor enemigo
del profesor amateur sea el profesor “profesional”.
En cualquier caso, usado positivamente, el calificativo de “amateur” le
añade al profesor dos cualidades que están por debajo, o por encima, o al
margen, de su profesionalidad y de su profesionalización: el amor y la
libertad. Dos cualidades cada vez más raras no solo por la ideología de la
profesionalización sino también, y sobre todo, porque la escuela (y la
universidad) está cada vez más capturada por la lógica de la producción y
del consumo, de la eficiencia y de la rentabilidad, de la burocratización y
del control. El amor y la libertad son considerados, cada vez más, como un
estorbo, como una anomalía, como una antigualla. En una escuela (y en una
universidad) casi completamente mercantilizada, el amor y la libertad son
casi imposibles. En esta época de control burocrático todo conspira contra
el amor y contra la libertad, el amor y la libertad son cada vez más difíciles
y por eso, en muchas ocasiones, tienen que ocultarse. Como si, para existir,
no tuvieran otra posibilidad que pasar a la clandestinidad. De hecho, de esas
cosas (de qué significa amor y libertad en nuestro oficio) ya solo podemos
hablar con los amigos, y en voz baja. Y eso que de eso, de amor y de
libertad, está (o estaba) hecha esa institución casi milenaria que seguimos
llamando universidad. Por ejemplo, eso de “soledad y libertad en el estudio”
que es el lema de la universidad humboldtiana, la que funda la universidad
moderna, esa que ahora está en trance de desaparición.
Cambiando un poco de asunto, pero siguiendo con el amor, recordarás el
sermón en que usé un texto de Marina Garcés para decirles a mis alumnos
del grado de educación social un par de cositas que me parecieron
importantes. Ya sabes que el profesor, a veces, disfraza de citas sus propios
pensamientos, y usa palabras de otros para decir lo que quiere decir. El
sermón partía de la precarización de las profesiones sociales, de su
descualificación, y venía a decir que lo que tenían en ese momento era una
universidad basura con profesores basura y materias basura que les ofrecía
una titulación basura para acceder (con suerte) a un trabajo basura. Y que, en
esas condiciones, si no éramos capaces, al menos, de ponerle algo de amor
(amor al estudio mientras estuvieran en la universidad, y amor al oficio
cuando estuvieran trabajando) nada tenía el menor sentido. Las citas de
Marina eran tres:
“Tengámoslo claro: el valor, en términos de cálculo, que obtendréis de esta
carrera es cero. Pero la riqueza que podéis sacar será, si se quiere,
inagotable. El rendimiento no depende de vosotros, la riqueza sí”.
“Busca lo que te importa y trátalo como un fin en sí mismo. Todo lo que
instrumentalices te acabará instrumentalizando”.
“Piensa cómo te ganarás la vida. Es una pregunta importante. El dinero se
cobra con vida”.
De alguna manera, también había algo en ese sermón que tenía que ver con el
amor y con el amateurismo, con lo que se hace por sí mismo, porque vale en
sí mismo (y no como un instrumento para otra cosa), es decir, por amor.
Karen.
Podíamos terminar esta palabra con una declaración de amor, que se
encuentra en Tremores, en un fragmento en el que dices que, a pesar de todo,
lo que aún conservas es el amor:
“El amor a los libros, el amor a la vida, y el amor, por qué no decirlo, a los
jóvenes, a los que empiezan, a los que llegan a las clases universitarias con
ganas de aprender, de leer, de escribir, de conversar, de pensar, con ganas de
vivir. Ya sé que parece vulgar, sin embargo algo como el amor, como la
amistad, está en la propia raíz de esa palabra, filosofía, en la cual aún me
reconozco. Aunque se trate, claro, de un amor cansado, triste y cada vez más
impotente. Habito la universidad, como dijo la poetisa, ‘desesperadamente /
con ciego amor / con ira / con tristísima ciencia / más allá de deseos / o
ilusiones / o esperas / y esperando no obstante’.”
Jorge.
¡Qué cosas que escribe uno! La poeta es Idea Vilariño. Y qué bien que
escribía sobre las contradicciones del amor. No en vano cultivó toda su
vida, quizá como muchos profesores, un amor imposible. Para que luego
vengan los que hacen cursos motivacionales a los profesores, y les hablen
del pensamiento positivo, y les digan que eso del estado de ánimo es una
cosa simple y que hay que aprender a gestionar las emociones.
Ánimo
Karen.
Tus alumnos dicen que eres pesimista. Tú mismo hablas de ti como de un
profesor cascarrabias. Cuando te conocí, sin embargo, me pareciste un
profesor entusiasta, al que le gustaba hablar de su trabajo. Y durante el
tiempo que te he acompañado he podido percibir momentos de felicidad y
también de cansancio, de desánimo, incluso de enfado.
Jorge.
Vamos a hablar entonces del estado de ánimo, o de los estados de ánimo, del
profesor. Ánimo sería algo así como el “tono vital”, el Stimmung
heideggeriano, ese modo de encontrarse, o de estar, o de existir, en relación
con el mundo, en el que se da una cierta tonalidad emocional o afectiva. El
ánimo sería algo así como el modo como estamos entonados, o sintonizados,
con el oficio y, a través del oficio, con el mundo. En mi caso no se trata tanto
de un tono como de una oscilación de tonos, de ánimos, que a veces luchan
entre sí. Hay veces que siento que estoy, o que puedo estar, en una buena
sintonía con mi oficio. Otras veces siento enormes chirridos. Y el ruido
ambiente, desde luego, es casi siempre estridente e insoportable.
Cuando mis alumnos hablan de mi pesimismo me pongo de mal humor. Oigo
ahí ese mandato de actitudes positivas tan propio de nuestra época, esa lucha
sistemática contra la tristeza, ese mercado infame de la esperanza al que los
discursos educativos contribuyen con demasiada frecuencia, esa mezcla
implacable de optimismo y agresividad que caracteriza al sujeto moderno.
Mi amigo Fernando Bárcena, una de las pocas personas con las que hablo de
las alegrías y las penas del oficio, me aconsejó hace tiempo un libro de Wolf
Lepenies (¿Qué es un intelectual europeo? Los intelectuales y la política del
espíritu en la historia europea), en el que desarrolla justamente ese motivo
del combate al pesimismo en lo que él llama “la política europea del
espíritu”: la represión de la melancolía, la obligación de la felicidad
(incluso como objetivo del Estado), el ataque contra el intelectual como “la
especie que se queja” a través de la obligación de la buena conciencia
siempre sonriente, la sustitución del moralista (necesariamente pesimista)
por el experto (constitutivamente optimista), el privilegio de los estados de
ánimo que apuntan a la acción inmediata y resuelta sobre los estados de
ánimo reflexivos, contemplativos y, por tanto, pasivos y “enfermizos”. Stalin
era optimista y muy activo y, como se sabe, Goebbels se propuso, como
objetivo de la propaganda del nazismo, la “organización del optimismo”. La
máxima que debía presidir el uso “saludable” del tiempo libre durante el
nazismo era “la alegría nos da fuerza”, y la aflicción, el pesimismo, el
derrotismo o la tristeza eran consideradas actitudes de sabotaje.
Yo, por mi parte, le recomendé a Fernando el libro de Antoine Compagnon
(Los antimodernos) sobre esos antimodernos que no son los adversarios de
lo moderno sino los pensadores de lo moderno, sus teóricos. Esos que son
“los modernos con encanto” o, en expresión aún más certera, “los modernos
en libertad”. Los modernos pesimistas, intempestivos, anacrónicos,
ambivalentes y un tanto dandis, los modernos que no pueden dejar de ser
modernos pero que no se creen eso de la modernidad, sobre todo en su
versión más ingenua, más optimista, más racionalista, más desmemoriada,
más ingenua, más crédula, más banal. Lo que quiero decir es que, para un
cierto sentido común dominante y enormemente agresivo, muy presente en
una Facultad de Educación, muy presente entre los jóvenes, eso de “ser
pesimista” simplemente significa que se cultiva un ánimo discordante
respecto a la doxa anímica obligatoria y que, por eso, es algo moralmente
condenado e incluso psicológicamente patologizado.
Cuando tú señalas el entusiasmo con el que hablo del oficio (y es posible
que, en parte, fuese ese entusiasmo el que te hizo venir a Barcelona) tiene
que ver con un cierto “estar poseído” por él o, dicho al revés, “estar
entregado a él”. Y eso no es en absoluto incompatible con la descreencia o
la desesperanza. No creo que eso de ser profesor tenga la menor
importancia, y tampoco espero conseguir nada haciendo de profesor. Pero
amo mi oficio y me siento feliz cuando me siento entonado o afinado con mi
trabajo. Me gustan, sobre todo, los momentos de preparación de los cursos,
esos en que uno estudia, selecciona textos, proyecta actividades, inventa
modos de hacer, imagina posibilidades. Lo que más me gusta, sin embargo,
es el aula, la posibilidad que el aula te da de salir de ti y de conectar con
otra cosa, de estar sumergido en otra cosa. Todavía hay una especie de
magia en lo que ocurre en una sala de aula, la magia de la presencia. Hay
veces que siento que ese no es un mal lugar para estar, para permanecer. A
pesar de todo.
Pero para comprender el estado de ánimo con el que trato de habitar el
oficio, con el que trato de ponerme a tono con el oficio, habría que sintonizar
el limbo (ver la palabra “limbo” en este mismo diccionario): esa mezcla de
desesperanza y de vitalidad, ese tono como de fin de mundo, como de
dimisión irrevocable de casi todo, y esas ganas enormes de vivir, esa
ausencia casi total de solemnidad. Ya sabes: “la mitad de nuestro rostro
sonríe y la otra mitad solloza”. O el texto más sombrío mientras suena una
rumba. O eso de que “dentro del dolor está el canto”. O esa sección que
titulábamos “esta civilización nuestra es pa’cagarse, chico” en la que
tratábamos de producir una sonrisa congelada al exponer, con una cierta
“mala leche” no exenta de ironía, algunos de los síntomas de la estupidez de
nuestra época. Ya sabes también, y no es una boutade, que el ánimo del
limbo es una forma de afinar sutilmente, con el mundo, a veces en tono
mayor y a veces en tono menor, el corazón, el saxofón y el sexofón. Por otra
parte, los cascarrabias del limbo (ver la palabra “cascarrabias”) tienen algo
de juguetón y de festivo, y los seres melancólicos que lo habitan no pueden
confundirse nunca con amargados.
Karen.
Esa especie de desasosiego –que los habitantes del limbo conocen tan bien–
y que nos acomete en los espacios que habitamos y en las relaciones que
establecemos en ellos, está vinculado a una pregunta fundamental, “¿qué
hago yo aquí?”. Tú desarrollas esa idea en uno de los nuevos capítulos de la
edición conmemorativa de Pedagogía profana, titulado “Insignificancias, o
¿qué hago yo aquí?”. En ese texto, cuentas tres historias ejemplares, como tú
mismo dices, en torno de esa misma pregunta, que dicen algo de lo que nos
pasa cuando se habita ese lugar llamado “investigación”, en ese lugar
llamado “universidad”: “en las tres historias hay un momento de
perturbación, un ¿qué hago yo aquí?, y a partir de ese momento todo se
vuelve confuso.” Tal vez se pudiesen configurar así nuestros estados de
ánimo, un tanto contradictorios, un tanto confusos.
Aprendizaje
Karen.
Hay ciertas palabras en educación que me producen el efecto que sentía
Alex, el protagonista de La naranja mecánica, que al ser sometido a un
tratamiento para dejar de ser violento, es obligado a una gentileza forzada,
pues su cuerpo producía un malestar casi lacerante a cada situación o
palabra mínimamente agresiva. “Aprendizaje” es una de ellas.
No sé exactamente cómo, ni por qué, pero de un día para otro, en una de las
universidades privadas en las que trabajé, nos obligaron a cambiar los
objetivos de enseñanza por objetivos de aprendizaje. Yo ni sabía que era
posible una distinción tan grande. Pero lo era. Allí estaban las listas
inacabables para memorizar, formaciones de profesores intensivas, jefes,
subjefes y coordinadores a los que enviábamos nuestros programas y...
suspiros de alivio cuando era a otro colega al que llamaba alguno de esos
jefecillos de la institución para dar explicaciones.
Pasé a repetir los mismos objetivos todos los años, hasta que un año el
nuevo coordinador dijo que lo que había, en el mismo programa repetido,
eran objetivos de enseñanza y no de aprendizaje. “Aprendí” la última
lección: cuando cambiaba el nombre de la casilla, yo simplemente cambiaba
los objetivos de lugar.
Este breve devaneo me lleva a tus clases. Más de una vez dijiste que la
escuela no es un lugar de aprendizaje, de desarrollar las habilidades, sino
que es el lugar de estudiar y ejercitarse. Por cierto, ni una sola vez utilizaste
la palabra “aprendizaje” sino para ir contra ella.
Jorge.
Quizá deberíamos decir algo sobre nuestras no-palabras. Y es que el
problema no son las palabras sino el hecho de que alrededor de algunas de
ellas se constituye toda una ideología. Como si hubiera palabras (y la
palabra “aprendizaje” es una de ellas”) que condensaran toda una manera de
entender la educación, las instituciones educativas y, con ellas, la naturaleza
del oficio de profesor. No es la palabra “comunicación” lo que rechazo, sino
la ideología comunicacional, el hecho de comprender el lenguaje humano y,
por tanto, la lectura y la escritura, al modo de la comunicación, o el hecho de
entender al profesor como un comunicador, o el hecho de entender la materia
de estudio como un contenido. No es que no me guste la palabra “profesión”
(una palabra antigua, y noble), sino el comprender la enseñanza universitaria
al modo exclusivo de la profesionalización, como si la función principal de
la universidad fuera formar profesionales y, por tanto, como si el profesor
tuviera que dirigirse a sus alumnos en tanto que futuros profesionales. Para
mí, lo he dicho en la palabra “alumno”, es esencial poder dirigirme a ellos
también como estudiantes y no solo como profesionales en formación, y eso
es muy difícil cuando se instala la ideología del profesionalismo. Pero
vamos con la palabra “aprendizaje”.
No es la palabra “aprendizaje” en sí la que me incomoda, sino el modo
como la ideología del aprendizaje, con toda su carga individualista,
psicológica y cognitiva, ha colonizado los discursos y las prácticas
educativas. Alguien me contaba que, en su universidad, una universidad del
norte de Europa, todos los departamentos, investigaciones y materias de
estudio que tenían que ver con “enseñanza” (teaching) o con educación
(education), se estaban convirtiendo en departamentos, investigaciones y
materias sobre “aprendizaje” (learning). En las escuelas, desde el parvulario
a la universidad, ya no se enseña, sino que se aprende. Cualquier
programación tiene que hacerse a partir de objetivos de aprendizaje y con
vistas a resultados de aprendizaje. Un aprendizaje que, desde luego, tiene
que ser autónomo y significativo. Y concordarás conmigo que no es lo
mismo una sala de aula que un entorno de aprendizaje. La sala de aula es el
lugar fundamental de trabajo del profesor y el lugar fundamental de la
escuela. Pero un entorno de aprendizaje puede estar instalado en cualquier
sitio y, desde luego, en él no hay nada que se parezca a un profesor. Hay toda
una “learnification” de la educación, y de la escuela, y de la universidad.
Y no digamos ya cuando ni siquiera se trata de aprender algo, sino del así
llamado aprender a aprender. No hay que ser muy perspicaz para percibir la
relación del aprender a aprender con la producción de un profesional (de un
sujeto) flexible, multiuso, multifuncional, adaptable, intercambiable y, por
tanto, completamente descaracterizado, vaciado, desubjetivizado, superfluo,
condenado a la obsolescencia y, por tanto, al aprendizaje sin fin, al reciclaje
permanente. Solo se puede ser cualquier cosa, y hacer cualquier cosa, y
convertirse en cualquier cosa, cuando no se es nada en particular, cuando no
se sabe nada en particular. Por eso, lo que oculta el aprender a aprender es
que hoy en día, en la así llamada “sociedad del aprendizaje”, en eso que
algunos preferimos llamar “capitalismo cognitivo”, aprender algo, saber
algo, es un estorbo. Y eso se puede ver también en lo que está pasando con
los profesores, y no solo con los universitarios, que tienen también que ser
flexibles, multifuncionales, intercambiables, permanentemente reciclables y
adaptables. Y si saben algo, si han dedicado su vida a estudiar algo, si se
han vinculado con algún área del saber concreta o específica, eso se
convierte en un problema porque, según dicen, han creado demasiadas
rutinas, demasiados hábitos.
En cualquier caso, no es que en la universidad no se aprenda, o que mis
alumnos no aprendan, o que no podamos seguir usando la palabra
“aprendizaje”. Lo que no podemos hacer o, al menos, lo que yo no quiero
hacer, lo que prefiero no hacer, es entender mi oficio como algo que tiene
que ver con el aprendizaje. Y eso me coloca en una posición extraña,
anacrónica, cada vez más insostenible. Hay un documento oficial de mi
universidad que dice que el perfil de los alumnos ha cambiado, que la
universidad misma ha cambiado, y que ahora la función del profesor ya no es
enseñar, trasmitir contenidos, sino propiciar, organizar y facilitar el
aprendizaje. Yo, personalmente, no sé si alguna vez he enseñado algo. Lo
que sí sé es que nunca he trasmitido contenidos. Mis materias no han sido
nunca pensadas y organizadas como si estuvieran hechas de paquetes de
conocimientos, de colecciones de saberes, de listas de contenidos. Y lo que
también sé es que mi oficio no consiste en producir aprendizajes. Yo trabajo
con textos. Mi oficio consiste en leer y en dar a leer y, quizá, con suerte, en
dar a pensar. Los textos (palabras e imágenes) en relación a los que trabajo
no son ni soporte de contenidos ni transporte de conocimientosni depósitos
de saberes ni herramientas para obtener resultados de aprendizaje.
En la palabra “alumno” me preguntaste por la distinción entre estudiante,
discípulo y aprendiz. La categoría de estudiante aparece en la universidad
medieval. De hecho, la universidad es heredera de los Studia Generalia de
las órdenes religiosas o de las escuelas catedralicias. Y es la universidad la
que distingue al estudiante del aprendiz (del que ejercía su aprendizaje
haciendo de aprendiz en los talleres de los artesanos, es decir, en el lugar de
trabajo). Y es la universidad también la que distingue al estudiante del
discípulo, que es una palabra con connotaciones más dogmáticas. Un
discípulo es un seguidor (de un maestro, de una doctrina, alguien que se
somete a una disciplina, de una orden religiosa por ejemplo). Y en la
universidad no hay aprendices ni seguidores, sino estudiantes.
Cuando las revueltas contra la reforma de las universidades europeas a
partir de lo que se llamó el Plan Bolonia, los chicos y las chicas sacaron una
pancarta que decía: “somos estudiantes y no mercancías en manos de
políticos y banqueros”, o “somos estudiantes y no capital humano”. Yo creo
que podría entenderse una pancarta que dijera “somos estudiantes y no
aprendices” (de hecho, la “learnification” de la universidad es lo que más se
parece a la producción de capital humano) o “somos estudiantes y no
discípulos”.
Yo, personalmente, no quiero tener aprendices en mis clases, y tampoco
quiero tener discípulos. Y no me dirijo a las personas que se sientan cada
día en las aulas ni como alumnos, ni como aprendices, ni como discípulos, ni
siquiera como capital humano o como futuros profesionales. Me dirijo a
ellos como estudiantes, porque sigo creyendo que a la universidad se va a
estudiar, y que aprender, en ese sentido estúpido del “learning”, es algo que
se puede hacer en cualquier lugar. De hecho, en el shopping también se
aprende mucho, y en el lugar de trabajo, pero la universidad no es un
shopping ni un lugar de trabajo aunque cada vez se parece más a ellos.
Si les preguntásemos a mis alumnos, al terminar el curso o al final de una
clase, qué es lo que han aprendido, su respuesta tendría que ser que no han
aprendido nada o, al menos, nada reconocible, objetivable, evaluable. Si me
preguntaran a mí qué es lo que enseño, tendría muchas dificultades para
responder. Y, desde luego, solo puedo mentir, o disimular, como hacías tú en
esa universidad en que trabajabas, cuando relleno las casillas de “objetivos
de aprendizaje” y de “resultados de aprendizaje” en el así llamado
“proyecto docente” de las asignaturas que imparto. Mis cursos no están
orientados a producir resultados sino a tener efectos, a producir alguna
afectación, algún afecto.
De hecho, si te has fijado, solo uso las palabras “enseñar” y “aprender” en
mis clases, y ahí las uso enfáticamente, para las reprimendas, o para lo que
yo llamo mis lecciones morales, mis sermones, mis prédicas. Esos breves
paréntesis de profesor gruñón y cascarrabias, esos que producen un silencio
especial y un desconcierto mayúsculo, esos en los que me dirijo a los
estudiantes de usted, como para darle una cierta solemnidad irónica a lo que
digo, esos en los que me pongo serio y, al mismo tiempo, en los que no
puedo disimular una cierta sonrisa, esos en los que imposto una cierta voz de
cura, de predicador, esos momentos que empiezan diciendo: “lo que ustedes
deberían aprender…” o “lo que de verdad me gustaría enseñarles…” o
“espero que en mis clases hayan aprendido ustedes…” o “la lección más
importante que me gustaría darles hoy…”.
Artefactos
Karen.
Al leer esta palabra me he acordado de mi abuelo. Un hombre de muchos
oficios y de muchas herramientas. Recuerdo varios lugares en los que las
veía: en la carpintería, en la fábrica, en la oficina, en el sótano. Porque cada
conjunto de herramientas tenía su lugar. Y era en aquel lugar específico que
ellas funcionaban, siempre através de las manos de mi abuelo, en cada uno
de los oficios a los que se dedicaba.
Esa evocación la hago con el propósito de afirmar que cada oficio tiene su
“caja de herramientas”, sus artefactos, que no pueden disociarse de sus
modos de hacer. Y que seguro que vas a definir esa palabra en relación a la
docencia.
Jorge.
En el mundo antiguo de la artesanía, cada oficio tenía sus herramientas. En la
película El hijo, de los hermanos Dardenne, que vimos en una de las
materias, Francis se convertía en aprendiz de carpintero en el momento en
que Olivier le entregaba su metro y su ropa de trabajo, y le ayudaba a hacer
su caja de herramientas. Quizá lo que define un oficio sea el conocimiento de
los materiales y el buen uso de las herramientas. Y todo eso hecho con
medida, con el sentido justo de la medida, de la proporcionalidad, de lo que
es adecuado.
Los artefactos del profesor son las herramientas, los instrumentos, las
tecnologías de su oficio. Lo que antes se llamaban “materiales escolares” y
ahora, en un empobrecimiento evidente, “recursos didácticos” o “tecnologías
para la enseñanza y el aprendizaje”. Ese cambio de palabras da cuenta de
cómo lo que podríamos llamar las artes de educar han sido colonizadas,
estandarizadas y homogeneizadas por las didácticas, en tanto que las han
formateado desde el punto de vista del rendimiento y de la evaluación, y
están siendo colonizadas por las Tecnologías de la Información y la
Comunicación, unos instrumentos que están transformando aceleradamente, y
de un modo generalmente acrítico, no solo los modos de hacer, sino la
estructura misma de los espacios y los tiempos educativos.
Personalmente, prefiero la palabra “artefacto” porque está menos cargada.
La palabra “instrumento” está contaminada por la así llamada razón
instrumental. “Tecnología” está muy contaminada de la ideología tecnológica
(todas las épocas y todas las culturas tuvieron tecnologías, pero solo la
nuestra está configurada por ideologías tecnológicas, solo la nuestra se
piensa a sí misma tecnológicamente). “Herramienta” está relacionada con
los procesos de producción y de fabricación (y tal vez el oficio de profesor
no sea un oficio productivo). Artefacto, sin embargo, es una palabra menos
familiar y tiene que ver, además, con las artes de hacer, con el artífice y con
el artificio, con lo artificial también, y con las artimañas, y con los
artilugios, y con la artesanía. Siempre me ha gustado la expresión “artes de
pesca” con la que los pescadores nombran al conjunto de las herramientas de
su oficio, a las cosas que usan para pescar. Y quizá los artefactos del oficio
del profesor también serían sus artes, las artes del profesor, las cosas que
usa para su oficio, sus artilugios, sus artimañas, sus modos de hacer, sus
ingenios (no en el sentido de que el profesor sea un ingeniero, pero sí en el
de que es alguien ingenioso, alguien que se las ingenia para hacer lo que
tiene que hacer).
El primero y fundamental de mis artefactos es la sala de aula. Para mí, la
sala de aula es fundamental porque constituye un espacio público, porque
permite separar tiempos y espacios, y porque es, o puede ser, una cápsula
atencional.
También son artefactos esenciales los objetos que hay en la pared frontal del
aula: la pizarra para escribir, la pantalla para proyectar. Lo único que
proyecto en la pantalla son imágenes: películas o fragmentos de películas,
fotografías, algún cuadro. Nunca proyecto palabras, nunca uso power-point.
Las palabras, en mi clase, tienen que ser dichas. Y dichas no significa, en
absoluto, dictadas. Como decía María Zambrano en una frase que usé de
pretexto para un artículo: “el aula es un lugar de la voz donde se va a
aprender de oído”. Y eso no tiene nada que ver con esa “única boca que
habla” y esas “muchas manos que escriben” con las que Nietzsche describió
la máquina universitaria. Las palabras, en mis clases, son dichas en voz alta
o escritas públicamente (en la pizarra, en los cuadernos: ver la palabra
“exposición” en este mismo diccionario).
En mi clase siempre se trata de leer. A veces un texto escrito, a veces
imágenes en movimiento. Los textos y las películas que uso en mis clases son
mis materiales de trabajo. Y son también la materialidad con la que trato de
hacer presente el asunto de cada una de las materias. Al dossier de textos y
de pelis de cada materia lo llamo, a veces, mi cuaderno de partituras. Porque
en mis clases nunca se trata de mí (de mis ideas, de mis posiciones, de lo
que yo sé o de lo que yo pienso), sino de mis materiales. Y son esos
materiales los que son interpretados en cada clase. Hay que hacer visibles
las imágenes, hay que hacer legibles los textos, hay que hacerlos sonar,
comentarlos, relacionarlos con otros textos y con otras imágenes, hacerlos
resonar con experiencias vitales, hacerlos presentes, darlos a leer. De alguna
manera, lo que hace el carácter o la singularidad de una materia es la
selección de los textos que la componen. Una materia es una composición. Y
mi oficio de profesor consiste en componer la materia, es decir, en
seleccionar los textos que la componen. Y en producir a lo largo del curso
una especie de “interpretación colectiva”, como si los textos fueran
partituras y el aula la sala de conciertos en que son interpretadas.
También podrían considerarse artefactos aquellos con los que hago trabajar
a los alumnos: los cuadernos de clase, los cuadernos de campo, los
comentarios de texto, los ejercicios, las listas de palabras, los protocolos y
los registros en las salidas de campo. Y las tutorías en las que tú trabajaste,
esos espacios permanentes de conversación que tu presencia permitió abrir.
Creo que para comprender a un profesor hay que preguntarse por cuáles son
los artefactos que usa y los que no, por qué es lo que hace y lo que moviliza
con esos artefactos. Qué es lo que dan a ver, o a escuchar, o a leer, o a
escribir, o a pensar, y qué es lo que invisibilizan o silencian. Sin embargo,
los artefactos del profesor muchas veces se vuelven invisibles, sobre todo a
partir de ciertas maneras de entender el oficio que lo comprenden como un
intercambio intelectual, pero desprovisto de materialidad. Y creo que una de
las cosas buenas del tiempo en que me acompañaste en mis cursos es,
precisamente, el haberme hecho sensible, con tus preguntas y tus
observaciones, al carácter material y gestual de mi trabajo, y al hecho de que
son precisamente esa materialidad y esa gestualidad los que lo hacen
singular (como pasa con cualquier artesano: que realiza su oficio como todos
los demás pero, al mismo tiempo, de una manera única y personal, con unas
herramientas que él maneja de un modo especial, con sus propias manos y
con sus propias maneras).
Asunto
Karen.
Un asunto es el tema de una materia de estudio, o mejor, un asunto se puede
tornar una materia, engendrándose, por lo tanto, en un dispositivo educativo.
Como la palabra “materia” aparece también en este diccionario, me parece
importante que empieces por la diferencia entre las dos.
Jorge.
El asunto es la cosa, el qué, el tema, la cuestión, aquello de lo que se trata,
eso sobre lo que se lee y se conversa. Para darle un cierto sentido, quizá sea
útil una breve consideración filológica. La palabra latina res está
relacionada con el verbo griego eiro que significa hablar de algo, tratar de
algo que concierne a los hablantes. En un sentido similar, la antigua
expresión alemana Ding, o Thing, alude a una reunión para tratar un tema
controvertido. Nada que ver con el objeto cosificado, con la cosa en tanto
que objetivada y separada, frente a nosotros. Res no es objectum. Res se
parece al término griego pragma, entendido como el asunto o la cuestión de
la que se trata. La res publica, por ejemplo, es lo que concierne a todos
desde el punto de vista colectivo. El asunto de un curso, por tanto, es lo que
interesa, lo que a todos concierne, eso en lo que todos los participantes están
implicados o complicados, eso que está en medio y sobre lo que se habla, lo
que se lee, lo que se piensa, lo que se discute. Está claro entonces que el
asunto de un curso no es su objeto, o su contenido, ni siquiera en el sentido
de un saber o de un conocimiento. Yo nunca me planteo un curso como una
serie de contenidos o de conocimientos a trasmitir, sino como un asunto a
plantear. Un asunto que presupongo que es de interés de todos (o por el que
trato de interesar a todos) y que es, desde luego, inagotable.
La materia, por su parte, materializa el asunto. Le da, como si dijéramos, una
materialidad textual. Lo muestra o lo señala a través de una serie ordenada
de imágenes y palabras. La materia señala o hace señas hacia el asunto.
Revela el asunto. Lo presenta o lo hace presente. En palabras de Jan, lo pone
o lo dispone encima de la mesa. Y lo despliega en una línea, en un recorrido,
en un curso, en un discurso. En ese sentido, podrían diseñarse muchos cursos
sobre un mismo asunto, en el sentido de que podrían proponerse diversas
materialidades textuales (diversas lecturas) sobre un mismo tema. Si un
asunto es infinito, una materia es finita, concreta, delimitada, “esa” y no otra.
En las tres materias del semestre tratamos tres asuntos: la pobreza (o, mejor,
las representaciones de la pobreza y los discursos y las prácticas que la
definen y la construyen), la transmisión (o, mejor, la educación en el sentido
específico de transmisión y renovación del mundo común), la basura (o,
mejor, la manera como una sociedad define la frontera entre lo útil y lo
inútil, lo valioso y lo que no vale nada, lo aprovechable y lo descartable,
etc.).
La pobreza, por ejemplo, fue el asunto de Sociología de la Educación, y el
hecho de montar un curso monográfico y temático siempre fuerza un poco los
límites disciplinarios. Dispongo apenas de un semestre y pensé que en una
titulación de educación social, es decir, orientada al trabajo con pobres, tal
vez no estaría de más desfamiliarizar un poco el sentido común sobre la
pobreza, manteniendo además ese sustantivo, “los pobres”, que está menos
marcado que esos otros de “los marginados”, “los excluidos”, etc., que
suelen utilizarse hoy en día. Además, podría explorar también otras
connotaciones como pobreza espiritual, o pobreza voluntaria, o pobreza
como modo de vida. Y, desde luego, podría hacer alguna consideración
histórica sobre otras formas simbólicas (y no solo económicas) de construir
la categoría. Eso fue una decisión respecto al asunto. Y luego, claro, se
trataba de elegir los textos, las películas, etc.. O sea: de seleccionar y
ordenar lo que podríamos llamar “el dossier” del curso, eso que sería “su
materia”. Pero como hemos dedicado una palabra al asunto de cada curso,
creo que todo eso puedo explicitarlo más adelante: en “basura”, en
“transmisión”, también en “pobreza”.
Karen.
Como me gusta el lenguaje del cine, creo que podríamos decirlo así: el
asunto es el argumento y la materia es el guion. Así, ¿cómo se transforma un
argumento en guion, o dicho en el campo educativo, cómo se transforma un
asunto en materia? ¿Todo asunto se puede tornar una materia? Y es más, ¿por
qué es importante elegir un asunto para desplegarlo, o desplegarse sobre él,
en una materia?
Jorge.
Yo diría que el guion es el programa de la asignatura (los textos y los
ejercicios que el profesor pro-grama y pro-pone), lo que está pre-scrito en el
pro-grama. Y diría también que ese programa construye un argumento, un
sentido o una serie de sentidos, que se van desplegando concretamente a lo
largo del curso. El asunto está siempre en el trasfondo y, de alguna manera,
es siempre inalcanzable e inagotable. El asunto, digamos, es lo que es
pensado (estudiado, conversado) y, al mismo tiempo, lo que da que pensar
(que estudiar, que hablar), y al mismo tiempo lo que queda por pensar (por
estudiar, por hablar). De hecho, la tarea del profesor consiste en dar a pensar
el asunto pero, al mismo tiempo, en mantenerlo como aún no pensado.
Muchas veces los alumnos creen que ya lo saben todo y hay que trabajar
para desvelar un cierto no-saber porque solo desde ahí puede surgir el
pensar. Y hay que trabajar también sugiriendo que eso que se piensa puede
pensarse de otros modos y, sobre todo, es algo que siempre queda por
pensar.
Además, cualquier asunto siempre es susceptible de ser conectado con otros
asuntos (como diría El maestro ignorante: “todo está en todo”). Al salir del
cine, la pregunta sobre el asunto es: “¿de qué trata la peli que acabamos de
ver?” Y eso “de lo que trata” está contenido en la peli, pero al mismo tiempo
es más y otra cosa que la peli. Por eso, en la conversación de después del
cine solemos recordar otras pelis que hemos visto sobre ese asunto, y
establecer diferencias y construir relaciones.
En el cine, un asunto se transforma en materia haciendo una película. En un
curso, un asunto se transforma en materia seleccionando los textos que se van
a leer y diseñando los ejercicios que se van a hacer. Y creo que si un curso
tiene que ver con el pensamiento (con dar a pensar alguna cosa) y no solo
con el saber, tiene que estar organizado en torno a un asunto y no a una lista
de “contenidos”.
Atención
Karen.
Esta es una palabra que, como profesora, la veo indisociable de otra:
“distracción”. Citando El maestro ignorante, de Rancière, dices que “estar
en lo que se hace” es estar atento y “estar en otra cosa” es estar distraído.
Jorge.
Un profesor trabaja sobre la atención. Ya sabes la famosa frase de Simone
Weil, esa de que la atención (la plenitud de la atención, dice ella) debería
ser el único objetivo de la educación. Y El maestro ignorante, es verdad,
tiene una sección muy hermosa que se titula “Un animal atento”, y está lleno
de formulaciones en las que se opone la atención a la distracción, el cuidado
al descuido, el estar presente al estar ausente. El maestro ignorante no
trasmite un saber (que no tiene), sino que actúa sobre la voluntad y el deseo,
produciendo atención o, mejor, formando personas atentas. Sus preguntas ¿y
tú, qué ves?, ¿y tú, qué piensas?, producen y a la vez comprueban la
atención. Pero eso de la atención está complicado hoy en día, porque la
escuela (y la universidad) trabajan sobre formas de atención (concentradas
durante mucho tiempo en un solo asunto, o en un solo texto, y con un tiempo
lento) que se oponen a las formas de atención (aunque deberíamos decir, de
distracción) producidas por las nuevas tecnologías y por los medios
masivos. La prueba podría ser, quizá, la baja tolerancia al aburrimiento que
tienen los jóvenes de ahora. Según mi experiencia de profesor y de acuerdo
con mi manera de entender la docencia universitaria, el problema no es tanto
la ignorancia como la falta de atención. Ya nada ni nadie enseña a estar
atento. Y estar atento, como tú decías, es estar en ello, estar en lo que se
hace, o en lo que se lee, o en lo que se dice, plenamente, de cuerpo y alma.
O, dicho de otro modo, suspender por un momento el yo (que en esta época
es lo único que interesa) y entregarse a la tarea, aunque uno no sepa muy
bien por qué o a cambio de qué. Un estudiante atento es lo contrario de un
alumno cliente o de un alumno alumnizado.
Algunas de mis reprimendas, como sabes, tienen que ver con la atención. No
soporto que los alumnos no recuerden los títulos de las películas que hemos
visto, o que no sepan escribir correctamente el nombre de los autores que
hemos leído. Y eso no porque me importe la memorización o la erudición,
sino porque es un síntoma de falta de respeto hacia la materia, de falta de
consideración, de cuidado, de atención en definitiva.
Karen.
En uno de los textos de Masschelein que leímos en clase, “Pongámonos en
marcha”, al hablar de “caminar-pensar-ver”, el autor vincula esta tríada a la
atención. Y afirma que atender se refiere a cuidar, esperar, estar alerta, y,
además, que atención es lo contrario de intención. A final de cuentas, ¿a qué
idea de atención debemos atender?
Jorge.
Lo que dice Jan es que la atención es inversamente proporcional a la
intención, que para estar atentos debemos suspender nuestras intenciones,
nuestras expectativas, nuestros objetivos. Como si la atención supusiera
entregarse a la materia, al ejercicio, incondicionalmente, sin preguntarse
constantemente para qué sirve, o qué voy a obtener con eso, o eso a dónde
me lleva, o si eso se ajusta o no a lo que me gusta, a lo que me interesa, a lo
que me motiva. Y quizá no estaría mal aquí, aunque fuera de pasada, decir
que el cultivo de la atención no tiene nada que ver con ese horror
pedagógico de la motivación. A los alumnos no hay que motivarles, hay que
interesarles y exigirles. Eso del caramelo o de la zanahoria o de “ya verás
cómo te va a gustar” tiene que ver con el adiestramiento de animales (y con
la lógica del shopping, esa en la que todo se ajusta a tus gustos y te ofrece
satisfacción inmediata) pero no con la educación humana.
También me gusta eso de relacionar la atención con el cuidado. La materia
de estudio no es una herramienta o un instrumento (para aprender, por
ejemplo) sino que es algo que debe cuidarse, que debe tratarse con respeto.
Estar atento es ser cuidadoso. Y ya sabes que alguna de mis reprimendas
tienen que ver, precisamente, con el descuido, con el hacer las cosas de
cualquier manera. La distracción, como también dice el maestro ignorante, es
pereza. Y los ejercicios escolares (y también universitarios, porque la
universidad es una especie de escuela) no son otra cosa que trabajos sobre
la voluntad y gimnasias de la atención, procedimientos para fortalecer la
voluntad (que es condición de la perseverancia, del ser capaz de seguir, de
continuar) y procedimientos para practicar, ejercitar, afinar, sostener y
mejorar la atención. De hecho, ya iremos viéndolo con más detalle, los
ejercicios que yo propongo están dirigidos fundamentalmente a la atención.
Por eso a mis alumnos, a veces, les parecen mecánicos, aburridos, poco
creativos, repetitivos. Porque se separan de las maneras narcisistas
(centradas en el yo) que son dominantes en esta época en la que les han
dicho que ellos son los protagonistas. Porque les exigen una manera (atenta y
cuidadosa y perseverante) de hacer las cosas a las que nadie les ha
acostumbrado.
Pero no puedo dejar de señalar que la atención es fundamental en el
estudiante, pero también en el profesor. La atención no es solo el objetivo
fundamental de la educación, sino también la cualidad principal del profesor.
De hecho, cuando tengo la sensación de fracaso, o de no haberlo hecho bien,
casi siempre tiene que ver con que no he estado lo suficientemente atento,
con que también yo me he dejado llevar por la distracción, por el descuido o
por la pereza.
Karen.
Creo que aún podrías hablarnos de la idea de atención como potencia en la
educación.
Jorge.
Tal vez sea suficiente con una cita de El maestro ignorante:
“La inteligencia es atención y búsqueda antes de ser combinación de ideas.
La voluntad es potencia de movimiento, potencia de actuar según su propio
movimiento, antes de ser instancia de elección”.
Aula
Karen.
En esta palabra no sé bien por dónde irás, por lo tanto voy a comentar
ciertos ritos que caracterizan tus clases. Podría describir, con cierta
literalidad, el ritual: anuncias cómo será la clase, escribes en la pizarra,
pides que alguien hable sobre la clase anterior, provocas más
intervenciones, después recuerdas todos los objetivos de la asignatura, las
evaluaciones; durante la clase das muchos ejemplos de otras asignaturas,
haces una introducción al texto y/o a la película y después preguntas sobre lo
que cada uno ha subrayado. A veces pareces implacable cuando un
estudiante interviene con algo que te parece que no viene a cuento, pero al
final siempre le ayudas a decir lo que quiere decir. Suena duro, pero hay
generosidad; al mismo tiempo, no debe ser fácil para ellos distinguir la
lección que el maestro les quiere dar en ese momento, la de que no se habla
de cualquier cosa, que hay que leer el texto para poder hablar, que hay que
describir la escena de la película para decir lo que se ha visto. En tus clases
siempre hay tareas para voluntarios y estas no son pasibles de evaluación,
pero funcionan como un ejercicio de atención permanente para la clase. Al
final de la clase retomas las ideas y conceptos de los textos y señalas su
materialidad, al relacionar los textos y los vídeos con las salidas de estudios
y las otras evaluaciones. ¿Es de la sala de clase, de esos rituales, que
quieres hablar?
Jorge.
El aula (en español se usa más la palabra “clase”) significa dos cosas: un
espacio y un tiempo. La sala de aula como espacio debería ser cuidada
especialmente. Es el lugar fundamental del oficio, como si dijéramos el
taller del profesor, el lugar esencial de su hacer. Yo creo en la sala de aula
como espacio, amo la sala de aula. Y la amo en su disposición tradicional.
Con los estudiantes sentados y mirando en la misma dirección. Con una
tarima que me hace visible y que me permite subir y bajar, aproximarme y
alejarme, producir un cierto ritmo entre los momentos en que subo a la
tarima para escribir algo en la pizarra y lo momentos en que bajo de la
tarima para buscar el contacto visual con los estudiantes, para proyectar una
palabra más dirigida. Me gusta sentirme respaldado por la pizarra, escribir
algunas cosas. Creo que la verticalidad de la pizarra (en relación con la
horizontalidad del cuaderno de notas) le da una cierta solemnidad, una cierta
autoridad a lo escrito en ella. Además, el hecho de ir escribiendo ayuda a
pensar, a ordenar las ideas, a relacionarlas entre sí, a seguir un hilo, a volver
atrás, a algo que ya estaba escrito. Escribir en la pizarra no tiene nada que
ver con proyectar un power-point. Yo amo la pizarra, aunque no me atrevo a
darle ese uso tradicional tan interesante: eso de hacer salir a un alumno a la
pizarra para que haga algo. Y no me atrevo porque hoy en día eso sería
percibido como una exposición traumática. Pero tiene algo de “dar la cara”,
de hacer las cosas en público, de exponerse a los compañeros, que yo creo
que tenía que ver con la responsabilidad y con la exigencia. También me
gusta hablar de pie, y leer de pie. Creo que ese gesto de ponerse de pie para
tomar y dirigir la palabra aún tiene algo de mágico. Y aún tiene algo de
hacerse responsable de lo que se dice, de ponerle el cuerpo, la presencia
entera del cuerpo, a lo que se hace y a lo que se dice.
El aula constituye al alumno en alumno (e idealmente en estudiante) y
constituye al profesor en profesor. Por eso su umbral (la puerta) es tan
importante. Es al entrar en el aula que el alumno se convierte en alumno y
que el profesor se convierte en profesor. Y el hecho de que el aula tenga algo
de solemne (como corresponde a un espacio público) es muy importante
para eso. Yo siento esa transformación, cómo el hecho de entrar en el aula
me da una cierta gravedad, me exige atención, hablar con cuidado. En el aula
no se puede hacer cualquier cosa ni se puede decir cualquier cosa. El aula es
también una cápsula atencional muy interesante, distinta a cualquier otra (una
sala de teatro, una sala de cine, una sala de un museo, un auditorio, una sala
de conferencias). En el aula hay que prestar atención. De hecho, todo debe
estar dispuesto para que la atención sea posible. Y me gusta mucho también
la mesa del profesor, preparar la mesa, disponer las cosas sobre la mesa.
Creo que hay algo de ritual constitutivo, ceremonial, en esos gestos de
preparar la mesa, de sacar los libros, los papeles, los materiales que van a
ser usados. Por eso no me gusta que el espacio de la sala de aula haya sido
ya completamente desacralizado o, para usar una palabra menos marcada,
descalificado (como pasa, en la actualidad, con casi todos los espacios). Yo
creo que en el aula no se puede estar “como en casa”, que tanto los alumnos
como el profesor tienen que sentirse un poco incómodos, un poco extraños,
un poco constreñidos. Creo que hay que sentir y hacer sentir que el aula es
un espacio separado, distinto, con sus propias normas y sus propios rituales,
un espacio exigente. Porque solo así el aula se convierte en un espacio
generoso, un espacio que, por su propia estructura, te pone por encima de lo
que eres, te hace ser mejor (más cuidadoso, más atento) de lo que eres.
Además, de la misma manera que las herramientas (y el taller) del carpintero
configuran el cuerpo del carpintero (sus manos, sus movimientos, sus
gestos), yo creo que la sala de aula configura el cuerpo del profesor, no solo
su mente. Tengo la sensación de que el cuerpo del profesor (mi propio
cuerpo como profesor) es un efecto de la sala de aula.
Tu observación cuidadosa de mis rituales de profesor me hace pensar más en
el aula como unidad de tiempo, con su comienzo y su fin, con su ritmo
propio. Y es verdad que, después de tantos años de profesor, he aprendido a
manejar esa unidad de tiempo. Siempre pienso mucho los comienzos y los
finales. Al comienzo, como tú bien dices, recordar cuál es el asunto. Porque
un aula es un pedazo de una unidad de tiempo más larga y más compleja que
es el curso. Y un curso no se hace sino que se sigue. Por tanto hay que saber
siempre dónde estamos, por dónde vamos. Me gusta también pedir los
subrayados y las notas de los alumnos. Hacerlos participar, pero no para
saber su opinión (que eso siempre distrae) sino para saber qué han leído, y
cómo lo han leído. En la palabra “literalidad” y en la palabra “subrayado”
hablaremos más de eso. Y me gusta terminar dando tareas o, al menos,
sugiriendo tareas. Sé que casi nadie las va a hacer, porque no son
obligatorias, pero me parece importante dejar constancia de que hay mucho
más para leer, para pensar, para buscar. Uno siempre tiene la esperanza de
tener algún estudiante en la clase, o alguien que se está convirtiendo en
estudiante, y que tal vez vaya a seguir alguna pista porque sí. Y uno siempre
intenta suponer (el profesor debe ser un poco ingenuo) que tiene cierta
credibilidad, que si el profesor dice que algo es interesante habrá alguien
que lo crea y que confíe en él. Por eso me gusta ritmar la clase con
sugerencias de estudio, de lectura, de trabajo, de tipo “a quien pueda
interesar” y que siempre son “por si acaso”.
Karen.
En un bonito texto tuyo denominado “Aprender de oído”, que compone el
libro Entre las lenguas: lenguaje y educación después de Babel, dialogas con
la obra Claros del Bosque de la filósofa María Zambrano. En un
determinado momento dices que “el aula se abre como un claro.” Siento
cierta inquietud, más adelante, cuando leo “Por eso el claro, el aula, no es un
lugar de transmisión, sino de iniciación, de iniciación al vacío” ¿Hay alguna
disonancia en relación a lo que escribes en este diccionario sobre el aula, o
es una impresión mía?
Jorge.
Los párrafos de Zambrano sobre el aula como lugar de la voz son muy
hermosos. Sobre todo en lo que tienen que ver con la presencia (a eso de la
“presencia” le hemos dedicado una palabra) y en cómo construyen la
diferencia entre oralidad y escritura, entre lo que se da por la voz y lo que se
da por la letra. Pero es verdad que Zambrano plantea el aula como un lugar
de iniciación (y la enseñanza como una relación maestro-discípulo) y yo la
entiendo cada vez más como un lugar de instrucción y de estudio (y desde la
relación entre profesor-estudioso y alumno-estudiante). Lo que pueda tener
de iniciación será siempre implícito y, desde luego, no puede ser tomado
como un efecto a conseguir. Y a lo único que el aula debe iniciar, me parece,
es al estudio.
Autoridad
Karen.
Al describir algunos de tus rituales al principio de la palabra “aula”, ofrezco
ya algunos indicios del tipo de autoridad que ejerces, o de dónde ella
realmente se ubica: “al mismo tiempo no les debe ser fácil distinguir la
lección que el profesor quiere dar en ese momento, la de que no se dice
cualquier cosa, que hay que leer el texto para poder hablar, que hay que
describir la escena de la película para decir lo que se ha visto.” Me parece
que la autoridad está en los textos, en las películas y en los subrayados.
Jorge.
Tal vez podamos transcribir la hermosa cita de Walter Benjamin que Jan usa
en “Pongámonos en marcha” y que leímos, creo, en todos los cursos, para
dar un poco el tono de la salida de campo. Es una cita a la que nos
referiremos en otras palabras de este diccionario, pero la usaremos aquí
habla de la autoridad, de dónde está la autoridad:
“La fuerza de un camino varía según se lo recorra a pie o se lo sobrevuele en
aeroplano. Del mismo modo, el poder de un texto es diferente cuando se lo
lee que cuando se lo copia. Quien vuela, solo ve cómo el camino va
deslizándose por el paisaje y se desdevana ante sus ojos siguiendo las leyes
del terreno. Tan solo quien recorre a pie un camino advierte su autoridad y
descubre cómo en ese mismo terreno, que para el aviador no es más que una
llanura desplegada, el camino, en cada una de sus curvas, va ordenando el
despliegue de lejanías, miradores, espacios abiertos y perspectivas como la
voz de mando de un oficial hace salir a los soldados de sus filas. Del mismo
modo, solo el texto copiado puede dar órdenes al alma de aquél que lo está
trabajando, mientras que el simple lector nunca conocerá los nuevos paisajes
que, en su ser interior, va convocando el texto, ese camino que atraviesa su
cada vez más densa selva interior: porque el lector sigue el movimiento de
su mente en el vuelo libre de la ensoñación, mientras que el copista deja que
el texto le dé órdenes. La práctica china de copiar libros constituía,
entonces, una garantía incomparable de cultura literaria, y la copia, una
clave para penetrar en los enigmas de China.”
Las palabras que Benjamin usa para hablar del texto (y del camino) son
fuerza, autoridad, voz de mando, órdenes. Y la idea es que al caminar la
autoridad es del camino (es el camino el que da órdenes), y al copiar la
autoridad es del texto. Al volar o al leer, sin embargo, quien manda es el
sujeto (que vuela o que lee). Y en mis cursos trato, como tú has visto muy
bien, de que sea el texto (escrito o cinematográfico) el que tenga la
autoridad. Y para eso trato de forzar un poco la literalidad (eso de atender al
texto, de responder a las preguntas ¿qué has leído? ¿qué has subrayado? ¿qué
has visto?), la atención al propio texto, aunque sea a costa de impedir que
surja inmediatamente el juego espontáneo de las opiniones. Y eso es cada
vez más difícil. Los alumnos van enseguida a sí mismos para hablar de sí
mismos.
¿Quién es aún capaz de copiar? ¿Quién se dispone hoy en día a dejar que el
texto le dé órdenes? Porque solo si reconocemos la autoridad del texto
podremos reconocer la autoridad del mundo, que es el mundo el que nos
habla, el que nos da a pensar, el que nos da a ver. Y que nuestras palabras y
nuestros pensamientos y nuestros proyectos no son tanto propuestas para el
mundo sino respuestas al mundo. Lo importante (lo que manda, lo que tiene
autoridad) es el texto, el camino, el mundo (y no nosotros mismos). Y es muy
difícil (casi imposible) crear una atmósfera en la clase en la que el
protagonista no sea el alumno ni el profesor, sino el texto (y a través del
texto, el mundo, el asunto: lo que da que hablar, lo que da a pensar, aquello
hacia lo que el texto señala). Mis alumnos ya se han formado (formateado)
en una escuela que les dice que ellos son los protagonistas, que lo más
interesante que hay en la clase son ellos mismos. Ya han crecido en un
mundo que no reconoce ninguna autoridad o en el que la única autoridad que
se reconoce es la del propio ombligo, eso que Ferlosio llamaba
“onfaloscopia”.
Por eso suelo seleccionar autores, digamos, con mucha personalidad, es
decir, vehementes, parciales, subjetivos, con una voz propia muy marcada.
De esos que no dan información (aunque también dan información), que no
proponen teorías (aunque también proponen teorías), sino de los que hacen
pensar, de los que dicen cosas de esas que, al principio, no te caben en la
cabeza. Autores en el sentido fuerte de la palabra autor, de esos que no te
dan conocimientos (aunque también dan conocimientos) sino que te dice
alguna cosa, gente que tiene una mirada propia sobre el mundo, bien alejados
de la neutralidad o de la frialdad de los expertos o de los especialistas, o del
didactismo de los profesores que lo dan todo masticado y explicado. Y por
eso me gusta hablar un poco de ellos, para dar la impresión de que no
estamos leyendo a cualquiera. Recordarás el momento en que João Moreira
Sales, en su película Santiago, recuerda haber sorprendido al mayordomo de
la familia tocando el piano, de noche, en una sala vacía, vestido de frac; y
que le preguntó por qué iba vestido de esa manera; y que Santiago le
respondió: “es que es Beethoven, hijo”; y que Moreira Salles dice que en
ese momento aprendió una cierta idea de respeto. Lo que yo trato es de hacer
ese mismo gesto: “es que es Buñuel, o Illich, o Arendt, o Foucault, o
Rancière, o Agee… hijos; y eso no es cualquier cosa”.
Trato, aunque sea de un modo tangencial, de construir una voz y de sugerir
que los alumnos lean como escuchando, sabiendo que debajo del texto hay
una voz humana, alguien que dice algo. Y sabiendo que ese alguien no es un
experto o un especialista, o un profesor de cuarta fila, o un opinador
cualquiera, sino que es un individuo singular, alguien de carne y hueso, que
ha pensado más que nosotros, que ha estado más atento que nosotros, que ha
vivido más que nosotros, y que se dirige a ellos, a los lectores, no como
futuros expertos o futuros especialistas o futuros profesionales, sino como
seres también de carne y hueso. No como terminales de información, o como
máquinas de aprender, o como ignorantes a los que hay que enseñar, o
incompetentes a los que hay que dotar con algunas competencias, o alumnos
que tienen que aprobar un examen, o estúpidos que solo aprenden lo que se
lesenseña, sino como personas que están dispuestas a dejarse decir algo, es
decir, a responder a lo que se les dice con lo mejor que tienen, con su
sensibilidad, con su inteligencia, con su pensamiento, con su capacidad de
atención, con su capacidad de respeto. Y hago eso, que quede claro, no por
la autoridad del autor, sino por la autoridad del texto. Una autoridad que no
tiene nada que ver con la aceptación dogmática sino que se relaciona con un
cierto agradecimiento, con una especie de reverencia cortés que se resuelve
en una actitud de prestar atención.
Karen.
Hannah Arendt, al hablar de autoridad, dice que parte de nuestro concepto de
autoridad es platónico, pues la autoridad sería una alternativa entre la
persuasión y la fuerza. ¿Cómo ves el ejercicio de la autoridad en clase?
Jorge.
En “La crisis en la educación” Arendt habla de la crisis de la autoridad en el
mundo contemporáneo. Y también en otros textos del mismo libro como “La
crisis en la cultura” o “¿Qué es la autoridad?”. Y lo que viene a decir,
respecto a la sala de aula, es que la autoridad del profesor descansa en otra
autoridad, en la de la tradición, en la de la disciplina que imparte, en la de
los textos que da a leer. Y que cuando esas cosas pierden su autoridad, la
pierde también el profesor, y solo le queda el autoritarismo, es decir, la
fuerza. O la persuasión si entendemos por ella su forma contemporánea: el
profesor carismático, atractivo, presuntamente interesante, gracioso, buen
comunicador, ese profesor que se luce a sí mismo, que concentra sobre sí el
brillo, la atención y, por tanto, la influencia, ese tipo de profesor al que
podríamos llamar, con Valeriano López, peda-gogó. Yo, desde luego, no soy
de esos profesores. Y tampoco uso (o, al menos, no de manera consciente) la
autoridad derivada de la posición institucional (el estúpido poder de
aprobar o suspender). Creo que ni soy fuerte (en ese sentido) ni soy
persuasivo (en ese sentido). Tal vez por eso mis clases transmiten a veces
una sensación de esfuerzo, de tensión, de pelea incluso. Solo espero, eso sí,
que sea una pelea limpia.
LETRA
B
Barrenderos
Basura
Barrenderos
Karen.
En la asignatura de Arte y Cultura en Educación Social, cuyo asunto
conductor fue la “basura”, leímos algunos capítulos del libro de Zigmunt
Bauman, Vidas desperdiciadas, sobre la producción de “residuos humanos”
en el mundo contemporáneo. Hay dos citas en estos textos sobre las que
podrías discurrir aquí: “los basureros son como ángeles” y “los basureros
son los héroes olvidados de la modernidad”.
Jorge.
Fue ese libro de Bauman el que sirvió como hilo conductor de la asignatura,
sí. Ese libro en el que se trabaja con la analogía entre las basuras materiales
y las basuras sociales. La comparación entre los basureros y los ángeles está
tomada de una de las ciudades invisibles de Ítalo Calvino, la ciudad de
Leonia, comentada por Bauman en el prólogo del libro, esa ciudad que se
rehace a sí misma todos los días y en la que, también todos los días, “los
restos de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero”. La opulencia de
Leonia, dice Calvino, “se mide por las cosas que cada día se tiran para
ceder su lugar a las nuevas”. Y quizás por eso “los basureros son acogidos
como ángeles, y su tarea de remover los restos de la existencia de ayer se
rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira devoción”. Además,
“dónde llevan su carga cada día los basureros nadie se lo pregunta: fuera de
la ciudad, claro”.
En español la palabra “basura” está relacionada con “barrer”. Por eso la
palabra que hemos escogido no es “basureros” (que serían los que cargan la
basura para llevársela al vertedero, fuera de la ciudad) sino “barrenderos”
(que serían los que barren y por lo tanto separan). De hecho, es el gesto de
barrer el que separa la basura de lo que no lo es o, mejor dicho, el que
produce la basura. Basura es todo aquello que es separado, que es barrido,
en un gesto que es material pero que también es social, cultural, simbólico.
Por eso Bauman sugiere que:
“Los barrenderos son los héroes olvidados de la modernidad. Un día sí y
otro también vuelven a refrescar y a recalcar la frontera entre normalidad y
patología, salud y enfermedad, lo deseable y lo repulsivo, lo aceptado y lo
rechazado, el adentro y el afuera del universo humano. Dicha frontera
precisa una vigilancia y una diligencia constantes ya que es cualquier cosa
menos una frontera natural: ninguna cordillera colosal, ningún mar
insondable, ningún cañón infranqueable separan el interior del exterior. Y no
es la diferencia entre productos útiles y residuos la que reclama la frontera y
se sirve de ella. Por el contrario, es la frontera la que predice, literalmente
hace aparecer, la diferencia entre ellos. Esa frontera se traza de nuevo con
cada ronda de recogida y eliminación de basura. Su único modo de
existencia es la incesante actividad de separación”.
Y lo que yo quería dar a pensar y repensar en ese curso es si el arte no nos
da una manera diferente de entender las cosas, sobre todo esas categorías
demasiado simples y dicotómicas que el gesto del barrendero produce. En
La exforma, por ejemplo, un texto del que leí en clase algunas citas, Nicolas
Bourriaud habla del arte en un mundo “acosado por el fantasma de lo
improductivo y de lo no rentable, en guerra contra las personas y las cosas
que no parecen consagradas al trabajo ni activas de cara al futuro”, un
mundo en el que crece la esfera de lo residual, lo no asimilable, lo
inutilizable, lo inútil. Y hace un recorrido por “el arte que se resiste a esta
operación de clasificación y selección”, por las obras “que levantan los
velos ideológicos que los aparatos de poder instalan sobre los mecanismos
de expulsión y sus vertederos”. Lo que le interesa no son las operaciones
banales de reciclado artístico. Tampoco la oposición, como una especie de
idealismo invertido, entre la inclusión (como tarea) y la exclusión (como
problema). De hecho dice Bourriaud:
“A partir del siglo XIX las vanguardias políticas y artísticas se fijaron como
objetivo hacer que lo excluido pasase al lado del poder, a modo de
contrabando o a plena luz del día. En otras palabras, capitalizar el rechazo al
capital, reciclar los supuestos desperdicios para hacer con ellos una fuente
de energía. De esta manera, el movimiento centrífugo debería invertirse para
llevar al proletariado hasta el centro, para llevar lo desclasado a la cultura y
lo devaluado a las obras de arte”.
Lo que interesa a Bourriaud, en cambio, son “las negociaciones fronterizas
entre lo excluido y lo admitido, entre el producto y el residuo”. Lo que el
arte muestra no es la sustitución del rechazo por la aceptación, de la
expulsión por la integración, sino la problematización de ambos por una
especie de “intercambio sin tregua entre lo significante y lo insignificante”,
por “un movimiento de descentralización general, con la locura de unas
brújulas por fin privadas de su Norte normativo”.
Karen.
El día 18 de mayo hubo un homenaje a la profesora Violeta, que compartía la
asignatura contigo. En tu texto para ese homenaje citabas a Walter Benjamin,
a Agnes Vardà y a Zigmunt Bauman y hablabas de dos gestos. Uno de ellos
era el del “trapero” y otro el del “ángel de la historia”. Hiciste una
distinción entre esos dos gestos como “poéticos” y el gesto del barrendero
como “cívico”. ¿Podrías decir algo sobre esos personajes?
Jorge.
Ese homenaje a Violeta fue muy lindo. De hecho era un homenaje a la
profesora que se jubila. Y fue muy hermoso ver cómo la clase estaba llena
con ex-alumnos de Violeta, de muchas promociones distintas, venidos a
veces de muy lejos, que querían estar presentes en su última clase. Hay
algunas facultades (en mi universidad existe esa tradición en la Facultad de
Filosofía) en las que la última clase de un profesor es una especie de acto
público relativamente solemne al que asisten, apenas para escuchar, exalumnos y otros profesores. Y nosotros organizamos eso para Violeta sin
contar con las autoridades de la facultad (a Violeta no le gustan los actos
formales y preferimos mantener nuestro pequeño homenaje solo para
nosotros). Además, mantuvimos todo en secreto y solo cuando Violeta entró
en el aula vio a todos sus ex-alumnos sentados en las filas del fondo, sin
ninguna otra pretensión que asistir a su última clase (nos referiremos a esa
aula en otros momentos de este diccionario).
Pero tú me preguntas por la intervención que yo preparé para la ocasión y
que tenía que ver, sí, con dos gestos, o con dos figuras, en tanto que ambas
contrastaban con el gesto y con la figura del barrendero de Bauman como
encarnación del educador social (como el que hace y rehace la frontera entre
lo que es basura y lo que no lo es, y trabaja sobre ella), y que yo había
llamado un gesto cívico en el sentido de que ahí el educador aparece como
una especie de policía del civismo, del buen comportamiento ciudadano, de
la limpieza y del orden, del cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa.
El primer gesto, el del trapero, lo construí con una cita de Walter Benjamin
en la que dice que muchas prácticas artísticas contemporáneas retoman el
gesto del trapero, del chiffonnier, del Lumpensammler, esa figura heroica que
construye Baudelaire y que el propio Benjamin retoma. La cita es la
siguiente:
“En las calles encuentran los poetas las basuras de la sociedad. Ahí calan
hondo los rasgos del trapero que tan constantemente ocupó a Baudelaire.
Esta es su descripción en prosa: ‘Aquí tenemos a un hombre que deberá
recoger las basuras del pasado día en la gran capital. Todo lo que la gran
ciudad arrojó, todo lo que perdió, todo lo que ha despreciado, todo lo que ha
pisoteado, él lo registra, lo recoge y lo colecciona. Compulsa los archivos
de la debacle, el cafarnaún de la escoria; aparta las cosas, lleva a cabo una
selección inteligente; palpa, como un avaro su tesoro, las basuras que,
condenadas y expulsadas por la divinidad de la Industria, se convertirán en
objetos útiles o gozosos’. Esta descripción es una única y prolongada
metáfora de la actividad del poeta según el sentir de Baudelaire. Trapero o
poeta, a ambos les concierne la basura; ambos la persiguen solitarios en las
horas en que los ciudadanos se abandonan al sueño; incluso el gesto es en
los dos el mismo: ese andar a sacudidas de Baudelaire es el paso del poeta
que vaga por la ciudad tras su botín de rimas. Y es también el paso del
trapero, que en todo momento se detiene en su camino para rebuscar en la
basura con la que tropieza”.
Y podríamos decir, creo, que ese personaje de las grandes ciudades
modernas que ahora es más visible que nunca (el que recoge los vidrios, los
metales, los restos, los cartones, los detritus, la encarnación moderna del
trapero, el que hurga en los contenedores de basura movido por la pobreza
pero también, quizá, por el amor, por el deseo de que nada se pierda, por la
pretensión de que todo sea redimido) tiene que ver con el poeta, con el
artista, pero también con el educador. El trapero no habita la ciudad como un
productor o como un consumidor, no se interesa por las mercancías
expuestas en los escaparates. Él va en busca de otra cosa, recorre la ciudad
de otro modo, frecuenta otros espacios. De algún modo se interesa por lo
insignificante, por lo que no importa, por lo que ha sido dejado de lado, por
lo que no vale nada y, por eso mismo, no es de nadie. Y tal vez se pueda
entender al educador social también desde este gesto poético, comparándolo
con un trapero o, según la película de Agnès Varda que también vimos en
clase, con un espigador, con un reciclador, con un recuperador (ver la
palabra “espigadores”).
El segundo gesto, o el segundo personaje, tiene que ver con problematizar
esa idea de que la basura es lo que pertenece al pasado, la ruina, lo
anticuado, lo viejo, lo que no tiene futuro, lo que no se ajusta a la idea de
futuro, lo que es un obstáculo para el futuro, eso que habíamos visto
claramente en los recorridos por el proyectado Distrito Cultural de
L’Hospitalet, concretamente en la manera como se oponían allí la vieja y la
nueva economía, las ruinas de la economía industrial declarada obsoleta y
las posibilidades de la nueva economía de la innovación, la información, las
industrias creativas, las industrias culturales, etc. que se definían como el
futuro (ver la palabra “distrito”). La cita, muy obvia, también de Walter
Benjamin, es su imagen del ángel de la historia:
“Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel al
parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada.
Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de
la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo
que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una
catástrofe única que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus
pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo
despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en
sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo
arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas,
mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo
que llamamos progreso”.
Lo que me interesaba de esa cita, de esa imagen, es su visión melancólica,
eso de ver el mundo en el instante de su desaparición y encontrar ahí, en esa
visión, el amor a los vencidos, a los derrotados, el amor a las ruinas en
definitiva. En clase habíamos trabajado también con las películas de Pedro
Costa (la trilogía de Fontaínhas) y con los textos de Rancière sobre las
películas de Pedro Costa. Aparecía ahí un barrio en demolición, unos
personajes en demolición, pero no se trataba de pasar las cosas de un lado a
otro (de incluir lo excluido) sino hacer problemática la idea de un lado y de
otro lado, dignificar lo que habitualmente se entiende como “el otro lado”
desde lo que Rancière, seguramente, llamaría “el punto de vista de la
igualdad”: mostrar su belleza, su grandeza, la manera como ese mundo es
también un mundo, como ese lenguaje es también un lenguaje, como esas
formas de vivir son también formas de vida; valorizarlo estéticamente,
éticamente, políticamente.
Tendríamos entonces dos gestos, o dos figuras, que yo llamé “poéticas”: el
gesto del trapero (que se contrapone al del barrendero), y el gesto del ángel
de la historia, o del contemplador de las ruinas (que se opone al gesto del
diseñador del futuro, del progresista). Y un gesto, o una figura, que yo llamé
“cívica”. Y lo que quería era dar a pensar cómo esas tres maneras de
relacionarse con la basura suponían, de algún modo, tres maneras de
entender la educación social en tanto que ésta tiene que ver, precisamente,
con lo excluido, lo rechazado, lo arruinado. Y puesto que ese homenaje tuvo
lugar al final del curso, creo que fue un buen colofón para lo que había sido
el argumento principal que yo había tratado de sostener con la ayuda, claro,
de los textos que leímos, de las pelis que vimos, y del trabajo de campo que
hicimos.
Basura
Karen.
Ese fue el gran asunto de la asignatura de Arte y Cultura en Educación Social
que compartías con la profesora Violeta Núñez. Entonces podíamos empezar
por la propia idea de “basura” que establecisteis en el programa del curso.
Jorge.
Transcribo entonces la manera como presenté la disciplina en la primera
clase en la que, si recuerdas, estaban tanto los alumnos del grupo de Violeta
como los de mi grupo. Siempre hacíamos juntos la primera clase, la de la
presentación de la disciplina, y la hacíamos en el Salón de Grados (una de
las salas nobles de la Facultad) para darle a esa primera lección una cierta
solemnidad. En esa presentación, que yo había preparado cuidadosamente
por escrito, traté de desarrollar los distintos sentidos de la palabra “basura”
tal como los íbamos a trabajar en la asignatura. El texto que leí en esa
primera clase empezaba así:
El asunto general sobre el que tratará esta materia será la basura (el
desperdicio, el desecho, el residuo) en varios sentidos particulares y
conectados entre sí.
El primer sentido es lo que podríamos llamar “la basura material”. Nuestra
sociedad produce mercancías y, al mismo tiempo, ingentes cantidades de
basura. Es el mismo sistema el que produce las mercancías y el que produce
las basuras. Por eso, nuestra sociedad puede ser analizada también desde el
punto de vista de la basura que produce y desde el punto de vista de cómo se
relaciona con ella (cómo la piensa, cómo la percibe, cómo la siente, cómo la
reparte, cómo la gestiona).
El segundo sentido es lo que podríamos llamar “la basura humana”. Nuestra
sociedad produce gente utilizable tanto desde el punto de vista de la
producción, como del consumo, produce productores y consumidores y, al
mismo tiempo, produce, gente descartable, desechable, gente basura, gente
residual, gente que no tiene un lugar en la relación con la mercancía, ni con
la producción de mercancías ni con el consumo de mercancías, gente que no
está en el mundo de la producción ni en el mundo del consumo, gente que hay
que reciclar, que hay que reinsertar, o incluir –entendiendo inclusión como
reubicación en el mundo de la producción y en el mundo del consumo, en el
mundo de la mercancía en suma-, o gente que hay que fijar y mantener en una
serie de vertederos sociales como cárceles, manicomios, asilos para
indigentes, etcétera.
La idea, aquí, es que es también el mismo sistema y la misma lógica
discursiva la que produce a la gente mercancía y a la gente basura, y que
nuestra sociedad puede analizarse, también, desde el punto de vista de la
basura humana que produce y desde el punto de vista de cómo se relaciona
con ella (cómo la piensa, la percibe, la siente, la reparte, la gestiona…).
De ahí el primero de los asuntos a trabajar en el curso: la educación social
(o, al menos, los discursos y las prácticas dominantes en educación social)
como uno de los dispositivos designados por la lógica hegemónica para la
ordenación, gestión, administración o tratamiento de residuos humanos. De
la misma manera que nuestra sociedad pone en marcha una serie de
procedimientos para la selección, la eliminación, el reciclado o la gestión de
sus basuras materiales, también pone en marcha una serie de procedimientos
para la selección, la eliminación, el reciclado o la gestión de sus basuras
humanas. Y en esos procedimientos, a veces, hay tareas que se designan
como educativas.
El tercer sentido de la palabra basura se refiere a lo que podríamos llamar
“la sociedad basura”. La idea es que vivimos en la época de la televisión
basura, de la comida basura, del conocimiento basura, de la mercancía
basura, de los viajes basura, del sexo basura, del trabajo basura, de la
cultura basura, de la educación basura, de la vivienda basura, de la política
basura, de la moral basura, del arte basura, y así indefinidamente. Desde este
punto de vista, la basura no es solo lo que está al margen de la mercancía, lo
que no es ni puede ser mercancía, lo que nunca ha llegado a ser mercancía,
lo ya ha dejado de ser mercancía, lo ha sido excluido del mundo de la
mercancía, sino que el mundo mismo de la mercancía puede ser considerado
como un mundo basura en tanto que es un mundo hecho de cosas de poco o
nulo valor, de usar y tirar, sometidas a la obsolescencia programada,
permanentemente reciclables, flexibles, adaptables, descartables, etc..
La idea es que la condición de basura no se refiere solo a lo que está afuera,
sino también a lo que está dentro o, dicho de otro modo, que nosotros
también somos definidos en términos de basura en tanto que productores y
consumidores de mercancías basura, en tanto que habitantes basura que
viven una vida basura en un mundo basura. Y ahí vendría el segundo asunto a
tratar en el curso: “la educación social planteada como una educación
basura”, es decir, como una educación inútil, efímera, que no sirve para
nada, hecha en condiciones basura por profesionales basura pagados con
salarios basura formados en universidades basura y equipados con
conocimientos basura y con herramientas prácticas y metodológicas basura.
El cuarto sentido de la palabra basura tiene que ver con el espacio de la
ciudad. La educación social es una práctica, o una serie de prácticas, que se
realizan en un espacio social concreto, que puede estar institucionalizado o
no, pero que siempre es un espacio singular. Un educador social no trabaja
en cualquier lugar sino que siempre trabaja en un lugar y ese lugar tiene
características que lo singularizan, que hacen que sea “ese lugar”.
La idea, entonces, será trabajar en espacios singulares, concretamente en
“espacios basura”. Porque en la ciudad, además de espacios funcionales, de
espacios cuya función y cuyo uso está determinado, hay también “espacios
basura”, por ejemplo descampados, ruinas, casas o fábricas o tierras
abandonadas, espacios intersticiales, espacios sucios, vacantes, feos, no
institucionalizados, no apropiados ni controlados por las instituciones,
espacios públicos, libres, marginales, no valorizados, inútiles, no
mercantilizados, sin valor económico ni social, que no son espacios de
producción, ni de circulación, ni de consumo, ni de habitación, pero que
están en las fronteras, o en los intersticios de esos espacios. Y serán esos
espacios concretos, esos espacios basura, los que buscaremos, analizaremos,
estudiaremos, investigaremos, y en los que situaremos nuestro trabajo.
La idea aquí, es tratar de ver otras posibilidades de trabajo (y de resistencia
a los discursos y a las prácticas dominantes en educación social) además de
las ya institucionalizadas, de las que siguen la lógica del orden y del control
social, de las que están al servicio de la gestión y la administración de los
individuos, los grupos y las poblaciones.
Pero todavía hay otro sentido de la palabra basura, el quinto, que tiene que
ver con otro de los asuntos a tratar en el curso. Y es que la basura se ha
convertido también, en nuestra época, en un asunto artístico. Tenemos el
“arte basura” y el “arte con la basura”, que serían, naturalmente, las formas
de arte que corresponderían a una sociedad basura. Si el arte tiene que ver
con cómo el mundo se representa a sí mismo, se hace sensible a sí mismo (se
hace audible, visible, tocable a sí mismo), entonces un mundo basura tendría
que poder hacerse sensible también por un “arte basura”.
En relación a esos cinco sentidos de la basura, la idea será poner a trabajar
el arte (o una determinada manera de entender el arte) como un principio de
interrupción o, al menos, de desestabilización, de ese orden mercantil,
pragmático y utilitario que produce y gestiona tanto las basuras materiales
como las basuras humanas. Es la mentalidad económica (la forma económica
de ver, de nombrar, de pensar, de construir y de gestionar lo social, la
mentalidad del valor, de la utilidad y de la mercancía) la que establece una
frontera fuerte entre lo útil y lo inútil, entre lo actual y lo obsoleto, entre lo
que está en uso y lo que está fuera de uso, entre la mercancía y el desecho,
entre lo que es y lo que no es basura.
Sin embargo, si entendemos el arte como lo que pone en cuestión esa
mentalidad, esa ideología, si ponemos el acento no en el trabajo sino en la
vida, no en la utilidad sino en el goce, no en la mercancía sino en lo que no
se puede comprar ni vender, no en el valor sino en lo que no vale para nada,
no en lo que se puede apropiar o capitalizar individualmente sino en lo que
es común y público, de todos y de nadie, entonces la frontera se hace difusa
o, quizá, se traza de otra manera.
La idea aquí es que tal vez el arte (o una determinada manera de entender el
arte) tenga que ver con eso, con ese volver a trazar las fronteras, con
modificar lo que se puede ver (y cómo lo vemos), lo que se puede nombrar
(y cómo lo nombramos), lo que se puede pensar (y cómo lo pensamos), lo
que se puede hacer (y cómo lo hacemos).
Tal vez el arte pueda operar de un modo interesante sobre lo que Rancière
llama “la división de lo sensible”, es decir, sobre las particiones que trazan
las fronteras, las clasificaciones o las divisiones que constituyen la forma de
lo social. El arte, cuando es arte político, trabaja esas distinciones,
interrumpiéndolas o desestabilizándolas, poniéndolas en cuestión, a través
de ciertas operaciones sobre lo sensible. Y tal vez el arte-basura pueda
operar sobre esa frontera que hace que la basura sea basura, para trazarla de
otro modo, para problematizarla, y no solo desde el punto de vista del
reciclaje, del aprovechamiento, de la inclusión (categorías todas ellas que
no ponen en cuestión la división fundamental), sino de un modo más radical:
modificando nuestra relación sensible con el mundo en el que vivimos, con
ese mundo organizado con base en esa partición fundamental entre lo útil y
lo inútil, entre lo incluido y lo excluido, en la que se insertan los discursos y
las prácticas dominantes en la educación social entendida como gestión de
residuos humanos.
Plantear la educación social como algo que tiene que ver esencialmente con
lo artístico no es, simplemente, entender el arte como una herramienta para
la educación social. El amplio universo del arte basura y del arte con la
basura está lleno, también, de aplicaciones instrumentales del arte a la
gestión de residuos. Por eso la pregunta que nosotros queremos abrir aquí es
un poco más radical: pensar si la educación social no tiene que ver también
con una cierta relación con el mundo, si no tiene que ver también con poner
en cuestión, y con volver a pensar, las clasificaciones fundamentales que
hacen que lo real sea lo que es y no de otra manera, si la educación social,
en definitiva, no tiene que ver también con tratar de mirar de otro modo, de
nombrar de otro modo, de pensar de otro modo. No tanto con hacer cosas
(mejores o peores) en un mundo ya dado, sino con abrir posibilidades de
mundo.
La idea es considerar si la educación, cuando se solapa con el arte y con la
política, no tiene que ver justamente con problematizar y, tal vez, modificar,
esas divisiones de lo sensible, de lo pensable, de lo decible y de lo factible
que hacen que el mundo sea lo que es, en este caso, un mundo que produce y
administra basuras.
Y copio a continuación, la manera como ese asunto estaba establecido en el
programa de la asignatura, ese que leí y comenté en la segunda clase, ya solo
con los alumnos de mi grupo (el planteamiento docente de Violeta, aunque
compartíamos los asuntos esenciales del curso, era levemente diferente al
mío):
A través de la analogía entre la educación social y la producción y la gestión
social de los residuos materiales (obsolescencia, resto, deterioro, selección,
reciclaje, vertedero, etc.) se tratará de problematizar una de las categorías
vertebradoras de la educación social (la categoría de exclusión-inclusión) y,
a partir de ella, las concepciones dominantes de la educación social en tanto
que terapia (como normalización de la subjetividad y, en esta época, de
mejora de la autoestima, regulación de las emociones, promoción de
actitudes positivas y optimización del bienestar personal), en tanto que prevención (de pre-delincuentes, pre-drogadictos, pre-desempleados, preembarazadas, pre-deprimidos, pre-violentos, pre-terroristas, pre-excluidos,
etc…. es decir, en tanto que sujetos o poblaciones “en riesgo social”), en
tanto que re-socialización (re-inserción, re-adaptación, reparación,
reciclaje, re-inclusión, etc.) y, en general, en tanto que discursos y prácticas
orientadas a la definición, la clasificación y la gestión de grupos específicos
de población (considerados como excluidos o en riesgo de exclusión).
Para esa problematización se trabajarán tres categorías fundamentales tanto
en el arte, como en la cultura y la educación:
1. La categoría de la igualdad (entendida como punto de partida y condición
de posibilidad de una educación “para todos”).
2. La categoría de lo público (los espacios públicos, las esferas públicas).
3. La categoría de lo común (los bienes comunes, los asuntos comunes).
Los bienes comunes son de todos, es decir, de nadie y de cualquiera, los que
no pueden ser apropiados ni privatizados ni poseídos ni partidos ni
repartidos sino solo compartidos.
Los espacios públicos son para todos, es decir, accesibles
incondicionalmente a todos en general y a nadie en particular. Por otra parte,
los espacios públicos son también espacios en los que algo se publica, se
hace público o se pone en público, se coloca en el interior de una esfera
pública. En ese último sentido, lo público sería aquí lo que está entre todos,
lo que todos y cada uno pueden sentir, aquello sobre lo que todos y cada uno
pueden hablar, eso que, al estar en medio, une y separa al mismo tiempo.
Además, está claro que los espacios públicos son también un bien común y
que los bienes comunes crean espacios públicos.
Por otra parte, nos proponemos también trabajar, teórica y prácticamente,
sobre ese “todos” que constituye tanto el “de todos” de lo común como el
“para todos” y el “entre todos” de lo público, principalmente en lo que tiene
que ver con la verificación de la igualdad.
Ante la privatización y la mercantilización de casi todo (no solo de los
bienes materiales, sino también del arte, de la cultura, de la educación, del
conocimiento y de la vida misma) y frente a la constitución del sujeto
(también en sus relaciones con los saberes, con la cultura y con las artes)
desde lo que se ha venido en llamar “individualismo posesivo”, la defensa
de lo público y de lo común no solo constituye el marco de gran parte de las
luchas políticas y sociales contemporáneas, sino también de muchas de las
intervenciones culturales, artísticas y educativas más interesantes de los
últimos tiempos.
Por otra parte, frente a la “perfilización” de los individuos y la segmentación
de las poblaciones, las cuestiones de la igualdad, del anonimato y de la indiferencia atraviesan también los ámbitos del arte, de la cultura y de la
educación.
Puesto que lo común no existe sino como resultado de prácticas concretas de
comunización (orientadas al hacer común o al poner en común), puesto que
lo público tampoco existe sino como resultado de prácticas de publicación
(orientadas al hacer público, al poner en público o a la creación de esferas
públicas), y puesto que la igualdad no existe sino como resultado de
prácticas de verificación de la igualdad (orientadas a la des-clasificación de
los sujetos) nuestro objetivo será trabajar sobre el poder (o la impotencia)
de las prácticas artísticas, culturales y educativas para proteger y/o crear
dispositivos de ese tipo en espacios residuales y/o vacíos urbanos.
En ese sentido, el curso se orientará al diseño de un proyecto educativo de
carácter artístico y/o cultural que tenga que ver con los espacios públicos,
con los bienes comunes y con la verificación de la igualdad en la ciudad
contemporánea.
Creo que el lugar central de la basura en esa disciplina queda con esto
suficientemente claro.
Karen.
En una de las clases utilizas dos películas brasileñas, Estamira y Lixo
extraordinário, que tienen como escenario principal un vertedero, el mismo
vertedero inclusive, el Jardim Gramacho, de la ciudad de Río de Janeiro.
Tal vez sea interesante que hables de la diferencia entre las dos películas,
dos documentales sobre el mismo tema en el mismo lugar, porque tratan no
solo de una concepción diferente de “basura”, sino también de “arte” y de
“educación”, y también, sin duda, de dos maneras en las que los artistas se
relacionan con las “basuras materiales” y las “basuras humanas”.
Jorge.
Las dos películas están filmadas en el mismo lugar, pero la relación que
muestran entre el arte y la basura es completamente distinta. Me alargaré un
poco en este punto porque el modo como trabajamos las películas en clase
muestra bien, creo, la idea de qué es entender un curso como un ejercicio de
pensamiento. Así que voy a comentar con cierto detenimiento la manera
como elaboré en clase el contraste entre las dos películas.
Estamira es un personaje trágico que se mantiene siempre como
desconocido. A veces, la cámara la aleja hasta convertirla en un perfil sobre
un paisaje esplendoroso. Cuando la aproxima, la distancia sigue siendo
infinita: sus palabras extraen de su locura la posibilidad y la imposibilidad
de contar su historia, de adueñarse de su vida aunque sea un instante.
Estamira no coincide nunca consigo misma y, desde luego, no se deja
identificar en un nombre común. Estamira repite una y otra vez su nombre,
“soy Estamira”, un nombre propio del que nadie, ni siquiera ella misma, se
puede apropiar. En Estamira todos los nombres están en suspenso.
Además, el Jardím Gramacho no es un lugar social, no es el paisaje
reconocido y reconocible de la exclusión, sino que tiene el tamaño del
mundo. Un mundo grandioso, trágico, violento, terrible y bello a la vez, en el
que se destaca la lucha de Estamira con su destino. En la primera imagen del
vertedero, la basura, como Estamira, es arrastrada por el viento. En la última
imagen, la vemos hablándole al mar mientras es golpeada por las olas. Por
los pocos detalles que cuenta de su vida sabemos cómo ha sido arrastrada y
golpeada por fuerzas tan gigantescas como incomprensibles. Pero Estamira
se mantiene en pie, con su voz de loca, expresando, con su cuerpo, con sus
palabras y, sobre todo, con su nombre, la verdad:
“Mi misión, además de ser Estamira, es revelar la verdad y solamente la
verdad. Sea mentira, sea capturando mentiras y frotándoselas en la cara, o
enseñándoles a mostrar lo que ellos no saben. Los inocentes. Ya no hay
inocentes, ya no hay. Existen los falsos vivos. Falsos vivos sí hay, pero
inocentes no. Ustedes son comunes, yo no, yo no soy común”.
Estamira, que no es común, que no puede reducirse a un nombre común,
revela la verdad. Además, Estamira no es amable, no acepta que se la
acaricie, que se la comprenda, que se la ayude. Entre ella y los otros, entre
ella y el espectador, entre ella y ella misma se ha instalado la guerra.
Estamira es una guerrera y está en guerra. Y en esa guerra hace estallar las
imágenes consensuales y confortables de lo social. A partir de Estamira no
puede enunciarse ningún discurso consolador, ningún proyecto edificante, ni
sobre ella ni sobre el vertedero.
El otro documental, Lixo Extraordinário, acompaña el trabajo que el artista
plástico brasileño Vik Muniz realizó con los recolectores de Jardim
Gramacho. Lo que se destaca es el proyecto artístico y social de VikMuniz (y
su deseo de transformar la vida de esas personas), presentando una forma de
hacer arte con la basura, en la basura y con los que viven de la basura. La
propuesta es clara: transformar la basura en arte, convertirla en materia
prima de una obra artística.
Lixo Extraordinário no se aparta de ese relato convencional en el que
alguien venido de afuera, un artista impresionado por las posibilidades
plásticas del vertedero, desembarca en el lugar para convertirlo durante
un tiempo en su lugar de trabajo. Naturalmente, el artista le pide a un
cineasta que filme su aventura: la aventura del arte pero, sobre todo, la
tarea épica de un artista convertido en héroe de la inclusión y del
reconocimiento. Se propone hacer algo con la basura (utilizarla como
material para construir unas imágenes que luego convertirá en
fotografías) y hacer algo con las personas que trabajan en la basura
(hacer de sus rostros el motivo de su obra). Para eso utiliza herramientas
formidables: andamios enormes, artilugios técnicos de altísima precisión
y seguramente muy caros.
Un grupo de recolectores seleccionados en una especie de casting se pliegan
sin resistencia a sus intenciones y parecen colaborar con entusiasmo. Se
convierten a la vez en objeto de la obra y en asistentes de su producción.
Durante la realización de la obra, el vertedero se convierte en una empresa.
Hay que seleccionar la materia prima, transformarla con la ayuda de las
máquinas y, sobre todo, hacer un producto que pueda venderse muy caro.
Entre los trabajadores no pueden faltar, claro está, los líderes del lugar. Y
fuera de campo se percibe el trabajo de los directores de marketing y los
publicistas.
Vik Muniz se comporta como un empresario modelo: tiene las ideas, dirige
el trabajo, hace que cada uno dé lo mejor de sí mismo, promete
recompensas. Los recolectores parecen fascinados por la eficacia de un
proceso que ven desplegarse ante sus ojos y cuya lógica nunca entienden del
todo. El final es previsible: el éxito de la empresa artística en su poder de
trasmutación de la materia y, sobre todo, de producir plusvalía. Los
recolectores admiran tanto el resultado estético como el resultado
económico y se sienten partícipes del triunfo. Tocada por la varita mágica
del artista, cenicienta se convierte en princesa por un día y la basura se
convierte en oro. Cuando, al final de la película, los habitantes del vertedero
asisten, vestidos de fiesta, a la exposición donde contemplan su propio
reflejo dorado solo sienten agradecimiento y ese orgullo espurio del que
piensa que el reconocimiento consiste en que te saquen por la tele.
Lixo Extraordinário es una película de lugares y traslados. Tenemos, para
comenzar, el traslado de Vik Muniz desde el lugar del arte al lugar de la
basura. A partir de ahí el relato se configura como un trabajo sobre la
materia del vertedero para que pueda convertirse en arte y así poder ser
trasladada desde el espacio de la basura al espacio del arte. El artista es
el operador de esa trasmutación y de ese traslado. Y en esa operación,
aunque aparentemente subvierte la separación, en realidad la confirma.
Como en esa fiesta anual en que los criados podían compartir la mesa con
los amos. O, incluso, como en esos relatos de ascenso social en que los
criados llegaban a ser amos. No hay confusión entre los dos lugares, ni
siquiera mediación. Y el traslado de cosas y personas entre uno y otro no
solo los legitima, sino que rehace el abismo que los separa.
El relato confirma una imagen de lo social en la que están, en un extremo, los
vertederos y en el otro las subastas y las galerías de arte. Son los dos
extremos de lo social pero, sobre todo, los dos extremos de lo económico: la
basura no tiene ningún valor de cambio, está fuera del reino de la mercancía,
y el arte es puro valor de cambio, nada más que mercancía. También son
extremos en la distribución de la visibilidad (la basura es lo que se quita de
la vista y el arte es lo que solo existe en tanto que visible) y en la
distribución del reconocimiento (la basura no tiene valor, y el arte es puro
valor, su valor no depende de ninguna cualidad intrínseca sino solo del
reconocimiento). Por eso el traslado que la película cuenta es un traslado
entre lugares sociales, económicos, pero también entre lugares de visibilidad
y de reconocimiento. Las cosas (y las personas) son llevadas allí donde son
más visibles pero, sobre todo, allí donde son más caras. Pero todo depende
del precio, de cómo hacer para que la basura no se venda en el lugar de la
basura, donde el valor añadido es escaso, sino en el lugar del arte, allí
donde el valor añadido es potencialmente infinito.
En definitiva, una estetización de la miseria en su forma más banal que se
corresponde, punto por punto, con la banalidad de una cierta pedagogización
de la miseria, esa que entiende la educación como reciclaje, como
reinserción de las personas en el reino de la mercancía.
El mensaje de la película parece contener una denuncia de las condiciones
de vida de las personas que habitan el vertedero. Y parece contener también
un mensaje de esperanza: la posibilidad de pasar de un lado a otro de la
frontera a condición, claro está, de que se produzca una transformación. En
la portada de la edición en Dvd de la película hay una frase de Vik Muniz
que podría pensarse desde la estetización y también desde la pedagogización
en tanto que ambas comparten la lógica del reciclaje: “el momento en que
una cosa se transforma en otra es el momento más bonito”.
Pero no solo es el relato el que es enormemente convencional sino que la
película misma, el modo como recorta los cuerpos, los espacios y los
movimientos, no se aparta un centímetro de lo previsible: ningún conflicto,
ningún disenso, ninguna brecha entre lo que se muestra y su significado, entre
lo que vemos y el modo como se nos da a leer, como si cada imagen
contuviera ya su interpretación, nada que se aparte de lo ya visto, de lo ya
leído, de lo ya pensado.
En Lixo Extraordinário no hay personajes sino clases, tipos. Las personas se
definen por el lugar que ocupan y tanto su voz como su cuerpo expresan ese
lugar: el artista hace de “artista” y los recolectores hacen de “recolectores”.
También las cosas están determinadas por su condición: la basura es
“basura” y, una vez transformada, se convierte en “objeto de arte”. Y lo
mismo sucede con los espacios: el vertedero es “un vertedero” y el museo es
“un museo”. Todo se representa a sí mismo, todo es un doble de sí mismo, y
todo lo que vemos se deja nombrar sin ninguna ambigüedad, como si tuviera
una etiqueta pegada. La película representa una imagen transparente de las
personas y de sus acciones que se ajusta sin problemas a una representación
transparente de lo social, a ese mapa de lugares y de trayectos que llamamos
“realidad”. El espectador siempre sabe quiénes son los personajes, dónde
están y qué hacen. Todo lo que se ve es exactamente lo que representa. En
Lixo Extraordinário no hay presencia sino apenas representación.
Estamira, sin embargo, es otra cosa: pura presencia, pura alteridad, pura
singularidad, pura diferencia, pura fuerza. Su cuerpo, su voz, sus palabras y
sus movimientos deshacen cualquier identidad.
El contraste entre las dos películas permite pensar sobre la naturaleza de la
representación, es decir, sobre las distintas maneras de representar, es decir
de ficcionar, lo real. En un texto que, como seguramente recordarás, también
usé en clase (cuando trabajábamos con las películas de Costa sobre
Fontaínhas), Rancière dice que:
“No hay algo así como un ‘mundo real’ que sería el afuera del arte (…). No
existe un real en sí, sino unas configuraciones de aquello que nos es dado
como nuestro real, como el objeto de nuestras percepciones, de nuestros
pensamientos y de nuestras intervenciones. Lo real es siempre el objeto de
una ficción, es decir, de una construcción en la que se anudan lo visible, lo
decible y lo factible”.
Desde ese punto de vista, las dos películas son dos ficciones construidas a
partir de un mismo “real”, el Jardín Gramacho entendido, en primera
instancia, como lugar de exclusión, como depósito de basuras materiales y
de basuras sociales. Pero cada una de ellas da a ver y da a pensar ese lugar
de manera distinta. Lixo Extraordinário es una ficción convencional,
“consensual” en términos de Rancière, esa que oculta su carácter de ficción
para mejor corresponder a la ficción dominante, a la imagen de lo social que
se adapta sin fisuras a los modos hegemónicos de ver, de pensar y de hacer
en educación social.
En esa película tanto los lugares como los trayectos están bien delimitados,
los personajes se ajustan sin problemas a lo que se espera de ellos según su
posición, y la lógica de las causas y los efectos, de las acciones y los
resultados, funciona sin problemas. La palabra de los habitantes del
vertedero funciona como síntoma de su condición y de los problemas y los
anhelos ligados a esa condición. No expresa otra cosa que lo que ya
sabemos y ya pensamos. Palabras como “necesidades”, “intervención”,
“empoderamiento”, “autoestima”, “visibilización”, “inclusión”, “desarrollo
comunitario”, “desarrollo humano”, “arte social” o “reconocimiento social”
vienen inmediatamente a la boca.
Además, el hecho de que el relato funcione como una narrativa de “éxito”
contribuye a una cierta épica del arte social y de la educación social en la
medida en que la entrada del arte en el lugar de la basura (junto a la
trasmutación de la basura en arte por la intervención de Vik Muniz) produce
efectos que podríamos llamar, sin ironía, “espectaculares”. De hecho, la
cobertura mediática del asunto remite inmediatamente a la sociedad del
espectáculo o, dicho de otro modo, a la espectacularización de cierto tipo de
operaciones sobre lo social.
Estamira, sin embargo, desafía ese sentido común. Su cuerpo, su rostro y su
voz (su presencia y su verdad) proyectados sobre ese paisaje de la miseria y
del desecho que es el Jardín Gramacho hace ver y pensar otras cosas y,
sobre todo, hace ver y pensar de otro modo. Estamira nunca está donde
nuestro sentido común nos lleva a situarla, nunca dice lo que podríamos
esperar desde el lugar que ocupa. Estamira no dice “soy una excluida”, o
“soy una mujer”, o “soy pobre”, o “soy una mujer maltratada”, o “soy una
enferma mental”. No se ajusta nunca a un nombre común (a ese que
expresaría su condición social), sino que expone su rostro y su cuerpo (su
presencia) y repite una y otra vez su nombre propio: “Yo soy Estamira aquí,
allí, allá, en el infierno, en el cielo, en el carajo, en todos lados (…). Yo soy
la orilla del mundo, yo soy Estamira”. La primera misión de Estamira es
“ser” Estamira. Y la película de Marcos Prado la deja ser.
Además, ni esa presencia ni ese nombre aceptan lo que podría ser “nuestra
verdad” sobre la gente como ella, esa que no sería otra cosa que una
proyección de lo que nosotros, cuando estamos constituidos por las ficciones
dominantes, tendemos automáticamente a ver, a pensar, a hacer, o a pensar
que podríamos hacer, en relación al “tipo” de personas que viven en ese
“tipo” de lugares. Estamira se resiste a ser una proyección de nuestro saber,
de nuestro poder o de nuestra voluntad desde el momento en que desborda
las imágenes convencionales de lo social. De Estamira no se puede deducir
un diagnóstico de sus necesidades ni un proyecto de intervención. Lo propio
de ella es, justamente, mostrar la impropiedad de la distribución consensual
de las personas y de los lugares, de las imágenes y de las palabras. Por eso
“dice la verdad”. Y Marcos Prado le deja que la diga, y que la diga en
nombre propio. Estamira está en guerra contra la realidad. Ante Estamira
enmudecen nuestras palabras, se disuelven nuestras buenas intenciones y,
sobre todo, se altera nuestro pensamiento.
O, dicho a la manera de Rancière, en Estamira se introduce un disenso en el
anudamiento consensual de lo que se puede ver, lo que se puede decir y lo
que se puede hacer en Jardín Gramacho, en ese lugar que ya no puede ser
visto, nombrado, pensado o intervenido como el lugar de una basura que
espera ser reciclada, de una exclusión que espera ser incluida.
Saliendo de su lugar propio y trasladándose al lugar del arte, las basuras de
Lixo Extraordinário confirman la ordenación social de los lugares. Sin salir
nunca de su lugar, Estamira reivindica la impropiedad de todos los lugares.
En otro de los textos que usamos en clase, Nicolas Bourriaud escribe lo
siguiente:
“Se advierte en muchas obras de arte y se presiente en el cine de
Hollywood: lo que solemos llamar ‘realidad’ no tiene otra consistencia que
la de un montaje. Tras esta constatación es posible considerar la práctica
artística como una especie de programa que permite actuar sobre la realidad
común y producir versiones alternativas. De este modo el arte ‘pos-produce’
la realidad social: recurriendo a medios formales pone de manifiesto los
mismos montajes formales que la constituyen. He aquí uno de los elementos
básicos del programa político del arte contemporáneo: llevar el mundo al
estado precario, es decir, subrayar sin pausa la naturaleza transitoria y
circunstancial de las instituciones que estructuran la vida social, de las
reglas que gobiernan los comportamientos individuales o colectivos (…). El
arte expone el carácter no-definitivo del mundo, subraya la fragilidad
intrínseca del orden existente”.
Y de eso se trataba con estas dos películas, de llevar los discursos y las
prácticas dominantes de la educación social a su estado precario, a mostrar
que no son sino un montaje. Es a eso a lo que llamo, quizá de un modo
demasiado pretencioso, “pensar”. Para mí, un curso universitario es un
ejercicio de pensamiento. De ahí también que la función de esas películas en
el curso no sea ilustrar o explicar, ni siquiera sugerir alternativas a las
ficciones dominantes, sino “dar a pensar”. Porque, de alguna manera, un
curso universitario también es un montaje, una propuesta artística.
Un curso universitario podría considerarse como un alineamiento de readymades. El profesor no hace otra cosa que tomar palabras e imágenes (textos
y películas) ya hechos y ponerlos en línea. Organizar un curso universitario
podría considerarse también como un ejercicio de curaduría, como una
selección y un ordenamiento de obras hecho con un criterio curatorial de
carácter pedagógico.
Y “pedagógico” significa aquí “orientado al pensamiento”. No al
aprendizaje, sino al pensamiento. Y no a un pensamiento sobre los textos
(sobre el cine, en el caso de las películas) sino sobre la educación.
En una facultad de educación siempre hay una pregunta en el trasfondo: ¿qué
es educación? Los discursos y las prácticas dominantes en educación social,
los montajes hegemónicos sobre lo social y sobre la educación social,
también dan una respuesta, aunque sea implícita, a esa pregunta. De hecho no
hacen otra cosa que anudar de una forma consensual (es decir, sin pensar)
qué es visible, pensable y factible en el interior del campo pedagógico. Por
eso, en mi curso, o en mi montaje, o en mi ready-made, o en mi ejercicio
curatorial, no pretendo otra cosa que reiterar, con la ayuda de las palabras y
de las imágenes, y siempre en relación a la pregunta por la educación, las
dos cuestiones reiteradas una y otra vez por El maestro ignorante: y tú, ¿qué
ves?... y tú ¿qué piensas?
LETRA
C
Calidad
Carga
Cascarrabias
Común
Comunicación
Cuaderno
Curso
Calidad
Karen.
En una de tus clases, al hablar sobre la importancia de cambiar algunas
palabras para comprender mejor las cosas, prohibiste el uso de la palabra
“calidad”.
Jorge.
En una facultad de educación, sea cual sea la materia, siempre se habla,
directa o indirectamente, de educación, siempre se está elaborando, de una u
otra manera, qué es educación (ver, más adelante, la palabra “educación”).
Por eso hay que cuidar el vocabulario o, como tú decías en algún momento,
hay que cuidar la lengua del oficio y la lengua de la cosa, de la materia de
estudio. Formar pedagogos, o educadores, o profesores, es dar la lengua del
oficio de pedagogo, o de educador, o de profesor. Dar clases en una facultad
de educación es ocuparse de la educación, sea lo que sea, se defina como se
defina, es ser un estudioso de la educación, e implica por tanto manejar un
cierto vocabulario, lo que podríamos llamar el vocabulario de la cosa, del
asunto, de la materia de estudio. Lo que ocurre es que la lengua con la que se
habla de educación (y, por tanto, la lengua en que se piensa la educación)
está hoy colonizada por el lenguaje de la psicología, sobre todo de la
psicología cognitiva (ver la palabra “aprendizaje”) y está colonizada
también por el lenguaje de la economía. Y ambos lenguajes son una
catástrofe. En este último sentido, cualquier institución educativa tiende a
nombrarse, y a pensarse, como una empresa. Y de la economía y de la
empresa vienen palabras como innovación, recursos, objetivos, resultados y,
desde luego, calidad.
La palabra “calidad” es una palabra de fabricantes y de vendedores. Una
palabra que lleva a pensar cualquier cosa como una mercancía. E insisto en
lo de cualquier cosa, porque “calidad” es un significante vacío. Cuando
hablamos de una universidad de calidad, o de una enseñanza de calidad, o de
un profesorado de calidad, o de una investigación de calidad, o de una
titulación de calidad, lo único que decimos es que eso a lo que nos referimos
ha sido definido, objetivado y evaluado con arreglo a estándares
mercantiles, que tiene más o menos valor en el mercado. Nadie sabe lo que
es la calidad (ni es necesario saberlo, porque no significa nada, o porque
significa cualquier cosa, lo que el vendedor quiera que signifique) pero
añadir esa palabreja le da a la cosa, a cualquier cosa, como un valor
añadido que es apenas pura imagen, pura apariencia. Ya sabes que ahora
vivimos en la época de los ránkings (que no son sino indicadores
mercantiles) y que para decidir el valor de compra de algo se necesita tener
algún criterio de comparación. Y para eso sirve la así llamada calidad, para
poder comparar, y valorar, y mercantilizar. Además, la así llamada calidad
mide el rendimiento (o, si quieres, se mide por la aplicación de ciertos
indicadores de rendimiento). Y para mí, ni la escuela ni la universidad
tienen que ver con el rendimiento, se defina como se defina. La palabra
“calidad” puede estar bien para la publicidad educativa (la educación ahora
es una mercancía y las instituciones educativas compiten entre sí por atraer
clientes y compradores), pero no para un curso universitario de educación
que cuida especialmente las palabras y los textos con las que decimos y
pensamos eso que nos interesa, eso cuyo cuidado nos ha sido encomendado.
Ese día que, como dices, prohibí la palabra “calidad” fue, seguramente, en
el contexto de algún sermón sobre la conveniencia, al menos en mis cursos,
de tratar de silenciar algunas de esas palabras que no dicen nada pero que
contribuyen al ruido ambiente, a las formas consensuales y por tanto vacías
de hablar y de pensar (si es que a eso se le puede llamar lenguaje, o se le
puede llamar pensamiento). Supongo que trataría de fomentar alguna
reflexión sobre la importancia de cuidar las palabras, de pensar en las que
usamos y en las que no usamos y, sobre todo, de tratar de reconocer quién las
ha puesto en nuestra boca.
Aunque parezca elemental, o pretencioso, pienso que la principal obligación
de un profesor es enseñar a hablar y a escribir. Y para eso una de las
primeras tareas (y de las más importantes) es elegir las palabras. El gesto de
prohibir algunas palabras en clase, desde luego, no es una verdadera
prohibición. De lo que se trata es de hacer menos automática (y, por tanto,
más consciente) la lengua que se usa. Y tal vez el profesor, algunas veces,
deba mostrar también sus opciones. Por ejemplo, que no se puede estar a la
vez en contra de la mercantilización de la universidad y a favor de una
universidad de calidad porque la palabra “calidad” pertenece, precisamente,
a los que han convertido la universidad en mercancía. Cuando veo a los
jóvenes profesores universitarios precarizados e hiperproductivos, locos por
publicar en revistas “de impacto”, por hacer estancias en universidades
extranjeras “de reconocida excelencia”, y llenándose la boca con eso de “la
calidad”, no puedo sino pensar que están actuando a favor de su propia
precarización y su propia mercantilización.
Karen.
Al mismo tiempo que estoy de acuerdo con tus afirmaciones, me doy cuenta
de que uno de nuestros eslóganes para defender la universidad, en la década
de 1990, era “pública, gratuita y de calidad”. Posiblemente no nos dábamos
cuenta aún de las implicaciones que esta palabra acarreaba, pero pensando
sobre lo que dices, entiendo la importancia de observar las palabras del
oficio y de la materia de estudio. Reflexionando sobre cómo somos
capturados por todo eso, recuerdo un texto de Masschelein y Simons, “La
domesticación del profesor”, presente en el libro Defensa de la escuela. Al
configurar una “cultura de calidad” (esa palabra con sentido vacío, como
acabas de decir) y aplicar esa orientación al trabajo del profesor, se crea
una cultura de rendir cuentas, en la cual “la incapacidad o el rechazo a rendir
cuentas del desempeño se ve con desconfianza o como una señal de falta de
calidad.” De esa forma,el profesor, en una lógica perversa, se doma a sí
mismo.
Carga
Karen.
No te agrada mucho la idea que los alumnos tienen sobre las disciplinas de
estudio: que toda disciplina, toda materia, toda evaluación es un peso. Tanto
es así que en los primeros días de clase, al manifestar tu desagrado en
relación a esta postura, usaste la expresión: “hay veces que es una más, hay
veces que es una menos”. ¿Podrías comentar cómo ves esa postura de los
estudiantes de terminar lo más rápido posible, de tratar la materia de estudio
solamente como una obligación, como una carga?
Jorge.
Esa expresión de “una más, o una menos” la suelo usar con un amigo con el
que voy al cine periódicamente y con el que, además, comparto algunas
lecturas. Al salir del cine, o al terminar un libro, nos preguntamos si es uno
más o uno menos. “Uno menos” significa algo así como que ya está hecho,
que ya hemos hecho la tarea, que ya hemos visto la película y hemos leído el
libro, como buenos alumnos aplicados que somos, que ya hemos cumplido
nuestra obligación, pero que no nos ha pasado nada. Como quien dice “un
día menos”, un día que por fin ha pasado, que se ha cumplido y con el que
hemos cumplido, obedientemente, pero sin que haya pasado o hayamos hecho
nada significativo, memorable. “Uno más”, por el contrario, es como decir
“un día más”, un día (o una película, o un libro) que podemos añadir a
aquellos que ha valido la pena vivir. Cultivar el “uno más” es cultivar el
carpe diem, ese imperativo de tratar de cosechar o de recoger de cada día lo
que valga la pena. De una persona anciana se dice que está “cargado de
años”, como si los años que ha vivido hubieran sido una carga o un peso que
le ha ido encorvando la espalda. Pero alguien me contó que en la Biblia, a
veces, se habla de un anciano “lleno de días”. Y no es exactamente lo mismo
envejecer cargado de años que envejecer lleno de días.
Y tengo la sensación de que, cada vez más, en la universidad, pero también
en la escuela, hacer las cosas se ha convertido en una obligación, en una
tarea, en una carga, en un trámite. Y no deja de ser curioso que la palabra
scholè, de donde viene escuela, significa “tiempo libre”, y que un escolar,
por definición, sea alguien que tiene tiempo libre, mientras que ahora todos
nos comportamos, también en la escuela, también en la universidad, como
esclavos, como viviendo un tiempo esclavo, un tiempo de servicio, un
tiempo del que lo único que uno quiere, y espera, es que acabe cuanto antes.
Cada curso, uno empieza con la esperanza de que sea “uno más”, pero
muchas veces es “uno menos”. Por eso al final comenzamos a hacer las
cosas con el único fin de que terminen, desde el punto de vista de su
terminación, de su término, como si dijéramos “en estado terminal”.
Ese hacer las cosas con el único fin de que terminen se puede ver, me
parece, en ese gesto que hacen los estudiantes de quemar los libros y los
apuntes de las disciplinas que ya han aprobado en la hoguera de San Juan.
Como si quisieran liberarse de ellas, como si quisieran liberarse o
purificarse del trabajo que les ha costado superarlas. Es un ritual que a mí
me desagrada enormemente. Y me pone enfermo solo pensar en que mis
alumnos puedan arrojar al fuego, con alegría de haberlo superado, los textos
y las notas que han formado la materia de uno de los cursos que han hecho
conmigo.
Cascarrabias
Karen.
Como ya señalé en “ánimo”, tú te defines muchas veces como un profesor
cascarrabias. ¿Afirmas este rasgo de tu carácter, digámoslo así, como
resistencia a un optimismo imperativo, a una alegría casi histérica que se
extiende por varios ámbitos de este mundo en el que vivimos, o es una faceta
con la cual compones tu perfil de profesor?
Jorge.
Dije algo sobre el optimismo obligatorio en la palabra “ánimo”. Pero como
es verdad que a veces les digo a mis alumnos que soy un profesor
cascarrabias quizá deba justificar un poco ese apelativo. Hace muchos años,
a principios de los 90, participé con un texto en una antología que se titulaba
Jóvenes pensadores catalanes y, como para jugar, solía decir que yo no era
ni joven, ni pensador, ni catalán, y que tal vez me convenía más lo que decía
de sí mismo el marqués de Bradomín, eso de “feo, católico y sentimental”.
Ahora quizá dijese que soy un profesor viejo, cascarrabias y sentimental o,
como dice el varón frágil en el limbo (ver la palabra “limbo”), un tipo que
cada vez tiene la lágrima más fácil, el mohín de disgusto más a flor de piel, y
la voz menos firme. Cuando se dice de alguien que es un cascarrabias
significa que es una persona que se la pasa refunfuñando, protestando de
todo, estando en contra de todo, mascando una y otra vez sus rencores y sus
disgustos con gesto torvo y como de pocos amigos; una persona, por decirlo
rápidamente, que está siempre enfadada y que extiende su enfado al mundo
entero, al mismo dios incluso, levantando su puño airado hacia el cielo
(como decía García Calvo: “maldiciendo al tirano”). El cascarrabias, sí, se
la pasa maldiciendo: no bendice al mundo, no se arrodilla ante él, no le
rinde pleitesía, no le ríe las gracias, sino que lo maldice, aunque sea hacia
adentro.
Hay una frase de Robert Walser, del Jacob von Gunten, muy hermosa, en la
que después de hacer algún comentario sobre “los tiempos que corren” o
sobre “el espíritu de la época”, Jacob dice algo así como “acepto mi época
tal como es, reservándome solo el derecho a hacer mis observaciones en
silencio”. El profesor cascarrabias que soy, digámoslo así, cuando considera
los tiempos que corren, no puede resistirse a hacer sus observaciones, y a
veces las hace en voz alta.
Ayer mismo, mientras repasaba el ¿Qué significa pensar?, de Heidegger,
para elaborar un artículo que tengo entre manos, me tropecé con un
fragmento en el que dice que no se educa a nadie con reprimendas pero que,
a veces, hay que hablar en voz alta. Claro que Heidegger también era un
cascarrabias, un viejo con aires de aldeano que se la pasaba protestando de
todo lo que se había perdido, lo que se había olvidado (en su caso, nada
menos que el ser). La cita es la siguiente: “… el aprender no se puede lograr
a fuerza de regaños. Y sin embargo, en ocasiones, uno tiene que alzar la voz
mientras está enseñando. Hasta tiene que gritar y gritar”. El profesor
cascarrabias, a veces, siente la necesidad de alzar la voz, aunque enseguida
se escucha a sí mismo y le da risa.
También Barthes elabora la figura del cascarrabias en la forma del
“policarpismo”. El motivo, que él identifica en Flaubert, tiene que ver con
sentirse excluido del presente, de los contemporáneos, de la tendencia de los
tiempos. Eso de “no me gusta ni comprendo nada de lo actual (…), vivo el
tiempo como una degradación (…), no soporto mi tiempo”. Y dice Barthes
que fue Flaubert el que, cuando se sentía irascible, asocial e intolerante,
quería tomar por patrono a San Policarpo, un obispo de Esmirna martirizado
en el año 167, que vivía siempre indignado y que repetía sin cesar “¿Dios
mío! ¡Dios mío! ¿En qué siglo me has hecho nacer?”.
Creo que el gesto torvo (y un tanto dramático) del cascarrabias policarpiano
se compensa en mi caso con un evidente escepticismo (si algo he ido
perdiendo con la edad son las certezas) y, desde luego, con una cierta ironía.
Pero es verdad que tengo una cierta inclinación a la reprimenda y al sermón
(a veces no me puedo aguantar), aunque estoy seguro de que se trata de una
inclinación bastante inofensiva y claramente anacrónica que nadie se toma
realmente en serio. Digamos que esas cosas ya no se estilan y que quizá por
ello pueden tener incluso un cierto encanto. Hubo una época en que la
escuela pública y en la universidad pública había de todo, también
profesores excéntricos, raros, un tanto fuera de lugar, de esos de los que uno
apenas recuerda lo que enseñaban pero que producían un anecdotario
abundante, sabroso y memorable. Hoy vivimos una época en que al profesor
no se le permite tener eso que antes se llamaba “carácter”. La máquina de la
homogeneización funciona a toda velocidad, y todos somos clónicos. Por eso
un cierto policarpismo puede tener su gracia. Yo, al menos, me divierto
bastante impostando el gesto solemne y un tanto grandilocuente del
cascarrabias, aunque a veces me arrepiento de mis excesos y entono algún
mea culpa. También decía Barthes que el policarpismo es una pasión
ambivalente y que el que la experimenta siente, al mismo tiempo, gozo y
culpabilidad. ¡Madre mía! ¡Un gozo que te hace sentir culpable, o una
culpabilidad gozosa! ¡Pero qué antiguo que suena todo esto!
Común
Karen.
Tres conceptos atravesaron la asignatura de Arte y Cultura en Educación
Social: lo público, lo común y la igualdad. Solías decir que lo común se
puede definir como “de todos” y, en el ámbito de la disciplina, había una
definición de bien común que aclara la expresión: “los bienes comunes son
de todos, es decir, de nadie y de cualquiera, los que no pueden ser
apropiados ni privatizados, ni poseídos, ni partidos, ni repartidos, sino solo
compartidos.” Lo común, por lo tanto, es aquello que no se puede comprar ni
vender, y, en ese sentido, abarca también lo que es inmaterial.
De esa forma, lo común, así como lo público, es de todos, y todos deben
hacerse responsables por ello. Por otro lado, la lógica del individualismo
excesivo hace que se desvanezca la idea de lo común. A este respecto,
tendrías que darnos algunos ejemplos. Como profesora de historia, sugiero
que empieces por lo que dijiste en aquella clase sobre la Carta del bosque
en relación al uso de los bosques comunes en la Edad Media.
Jorge.
La Constitución europea más antigua (y con Constitución me refiero a una
Carta de Derechos) es la Carta Magna inglesa de 1215, otorgada después de
una serie de revueltas contra el nuevo poder centralizador instaurado por los
conquistadores normandos. La Carta Magna se refiere a lo que nosotros
llamaríamos derechos políticos y jurídicos. Pero casi todo el mundo olvida
que la promulgación de la Carta Magna es simultánea a la llamada Carta del
bosque, que garantizaba los bienes comunes de la población que no gozaba
de propiedad, de los commons, del pueblo llano, de las personas que, por
ser pobres, eran “personas comunes” y solo disponían de bienes comunes.
La Carta del bosque garantizaba, por ejemplo, el acceso a los bosques. No la
propiedad, sino el acceso y el uso. La propiedad es del señor pero el uso es
de los comuneros. La tierra pertenecía al señor, y los animales a los
comuneros. Los árboles al señor, y la leña a los comuneros, aunque los
comuneros podían también talar árboles en ciertos periodos y solo para
ciertos usos (construcción de casas, de bancos, de ruedas, de carros). El
bosque ofrecía leña, frutos, setas, caza (lo que supone también pieles), miel
(el endulzante principal en Europa antes de la llegada del azúcar), madera
para el calzado (zuecos) o para los mangos de las herramientas de trabajo.
Ofrecía sustento para las personas sin propiedades, especialmente para las
viudas, los huérfanos y los inválidos. Pero con regulaciones para evitar tanto
la sobreexplotación como la mercantilización. Se podía criar un cerdo (dejar
que comiera bellotas) para tener carne seca, pero solo uno. Se podía
mantener una vaca (dejar que pastara) para tener leche y mantequilla, pero
solo una. Los ríos ofrecían agua, peces, un canal de transporte, hierbas
aromáticas, mimbres con los que hacer cestas. Los campos ya cosechados
ofrecían oportunidades para el espigueo. Y regulaciones parecidas (a veces
escritas, pero la mayoría de las veces establecidas por la costumbre) podían
encontrarse en prácticamente todas las regiones de Europa.
Pero los comunes no tienen solo que ver con la vida material y la
subsistencia material. Las ciudades ofrecían lugares comunes como las
plazas de los mercados, donde se intercambiaban productos, pero donde la
gente también hablaba, discutía, se enamoraba, celebraba las fiestas. Las
plazas y las calles eran lugares comunes antes de su privatización por el
automóvil, por el transporte, por las políticas de movilidad, por los
comercios, por el turismo. También estaban los saberes comunes, el sentido
común. El trabajo del campesino exige saber dejar reposar la tierra,
seleccionar las semillas, conocer las estaciones, resolver problemas de
erosión o de inundación. Saberes que tiene que ver con la experiencia
acumulada y trasmitida de generación en generación. Una especie de
inteligencia colectiva que también es arrasada. Y también, desde luego, todo
lo que hoy llamamos “cultura popular” y que tiene que ver con la fiesta, la
música, la tradición oral, las artes y las artesanías, los modos de hacer.
Para mostrar la sutileza y la complejidad de los bienes comunes, usé también
en clase una conferencia de Iván Illich, pronunciada en Tokio en 1982, sobre
lo que él llama “ámbitos de comunidad”. En esa conferencia Illich habla
primero del roble común que sirve para acoger al pastor, para celebrar las
fiestas, para dar leña y bellotas. Habla después de la calle como lugar para
la convivencia, para el ser-en-común. Pero al final del texto Illich cuenta una
historia muy hermosa y muy significativa que, si te parece, podemos
transcribir aquí:
“El hombre que se dirige a ustedes nació hace 55 años en Viena. A la edad
de un mes se le llevó primero por tren y luego por barco a la isla de Brac.
Allí, en un pueblo de la costa dálmata, su abuelo quería bendecirlo. Mi
abuelo vivía en la casa donde su familia había comenzado a habitar hacía
varias generaciones. Desde entonces, sobre la costa de Dalmacia se
sucedieron muchos poderes: los dogos de Venecia, los sultanes de Estambul,
los corsarios de Almisa, los emperadores de Austria y los reyes de
Yugoslavia. El uniforme y la lengua de los gobernadores cambiaron muchas
veces durante esos 500 años, pero sin alterar mucho la trama de la vida
cotidiana. Las mismas ramas de olivo sostenían siempre el techo de mi
abuelo, sobre el que las mismas tejas de piedra permitían, por escurrimiento,
recoger el agua de lluvia. Se prensaba la uva en las mismas cubas, se
pescaba en el mar sobre las mismas embarcaciones, y el aceite venía de los
olivos plantados mucho tiempo atrás. Mi abuelo recibía las noticias dos
veces al mes. Antes tardaban en llegar cinco días por la costa, ahora le
llegaban por vapor en tres. Cuando nací, para la gente que vivía apartada de
los grandes caminos, la historia fluía todavía con lentitud,
imperceptiblemente. La casi totalidad del entorno consistía en ámbitos de
comunidad. Los habitantes vivían en casas construidas con sus manos; se
desplazaban por calles apisonadas por los cascos de sus animales; se
procuraban de manera autónoma el agua de que disponían; hablaban alto y
claro cuando querían que se les escuchara. Todo esto cambió al mismo
tiempo que mi llegada a Brac.
Del barco que me llevó en 1926 alguien desembarcó en la isla un altavoz.
Entre sus habitantes, pocos conocían la existencia de ese instrumento.
Hasta entonces los hombres y las mujeres se habían expresado con una voz
más o menos fuerte. Esto iba a cambiar: desde entonces, el acceso al
micrófono determinaría qué voz se iba a amplificar: el silencio dejaba de
formar parte de los ámbitos de comunidad; se volvía un recurso que los
altavoces se disputaban. Por ese mismo hecho, el lenguaje se transformó:
antes había formado parte de los ámbitos de comunidad locales, ahora era
un recurso nacional para la comunicación. Así como el cercado por los
señores aumentó la productividad nacional e impidió que el campesino
criara algunos borregos, la invasión del altoparlante destruyó el silencio
que, antes de eso, había permitido que cualquier hombre y cualquier mujer
usaran su voz de manera apropiada e igualitaria. A menos de tener acceso
a un altavoz, usted quedaba reducido al silencio.
Espero que el paralelismo sea ahora claro. Así como los ámbitos de
comunidad son vulnerables y pueden ser destruidos por la motorización
del tráfico, los ámbitos de comunidad de la palabra son vulnerables y
pueden fácilmente ser destruidos por la invasión de los medios modernos
de comunicación”.
A partir de esta cita de Illich traté de mostrar que un bien común no es una
cosa, sino que es algo que solo existe en el interior de un tejido de
relaciones. Un bien común no es tal en función de ciertas características de
la cosa, del objeto, sino en función de los contextos y las prácticas en los
que adquiere relevancia específica. Po eso tiene que ver con el ser y no con
el tener, con el ser en común y no con el ser del individualismo posesivo
(ese que nos dice que somos lo que tenemos, y lo que tenemos
individualmente). No “tenemos” un bien común, sino que “somos” en
relación a él. Una plaza, por ejemplo, no es un bien común como mero
espacio físico, sino en tanto que es un lugar de acceso social y de
intercambio existencial. Por eso no se pueden separar los rasgos físicos de
la plaza de sus rasgos sociales, existenciales y comunitarios.
Por otra parte, un bien común exige un acceso universal, libre e igualitario.
Si una plaza, por ejemplo, es un bien común, no tiene sentido una ordenanza
que impida el uso de los bancos por los sin techo. Una plaza es un bien
común si su uso deriva de las interpretaciones de todos y cada uno de los
que se apropian de ella. Y eso supone, desde luego, el conflicto. Digamos
que las reglas que regulan el uso de un bien común emanan de sus conflictos,
y no están hechas con la finalidad de abolir los conflictos. No hay un orden
jurídico o una regulación objetiva, formal, del uso de los comunes puesto
que éstos no pueden entenderse sino desde las prácticas concretas de sus
intérpretes. Por eso las normas que regulan el uso de los bienes comunes no
son independientes de los sujetos que las producen y las modifican con sus
comportamientos.
Además, cuando algo se hace común, cuando pertenece a lo común, no es un
objeto, ni una mercancía, ni un recurso, ni una inversión. No tiene ningún
sentido desde una lógica económica. Lo común no es un instrumento para
otra cosa sino un fin en sí mismo. Por eso los bienes comunes son
inapropiables e inalienables. Por eso su importancia se deriva de su uso y no
de su propiedad.
Por eso lo común tampoco es un derecho de los individuos. Los comunes no
son derechos subjetivos que alguien tiene, sino condición para la realización
de algunas prácticas mediante las que una persona es. Por eso los bienes
comunes son una entidad colectiva, contextual, comunitaria, relacional,
condición del ser en común y del hacer en común.
Lo común de los bienes comunes es una categoría de la relación y de la
igualdad. No es una categoría económica sino ecológica, no es cuantitativa
sino cualitativa. Por eso lo común no se produce en ambientes competitivos,
individualistas, posesivos, excluyentes o desiguales. Y quizá podríamos
transcribir también un fragmento del otro texto que usamos para desarrollar
esa categoría de “lo común” que durante el curso tratábamos de usar también
pedagógicamente, la Carta de los Comunes para el Uso y Disfrute de lo que
de Todos Es. Ahí se dice, por ejemplo:
“Es común la vida de la ciudad, las formas de vida, las jergas y las palabras.
Son comunes la memoria, la belleza, el conocimiento y la sabiduría. Es
común la expresión, la música y el arte. Es común la diversidad y la
diferencia. Y siendo todas esas cosas comunes, son también comunes los
aprovechamientos, las imágenes y la creatividad que de ellas emana, no
pudiendo haber más riqueza que la colectiva. Y es derecho de toda persona
la participación y disfrute de tales riquezas”.
Karen.
Podríamos añadir, de esa misma Carta, uno de los artículos que definen la
educación como bien común: “Es lo común contrario a separaciones y
divisiones, terminando con toda segregación y separación entre escuelas, al
igual que dentro de ellas”. Una educación como bien común parece
indisociable de la idea de igualdad y de público. ¿Quieres continuar o
retomamos esta conversación en la palabra “igualdad”?
Jorge.
Lo común, por definición, no puede ser partido ni repartido sino solo compartido. Y también por definición es de todos y para todos (y ese “todos”
tampoco se puede dividir y mucho menos jerarquizar). Desde ese punto de
vista, el “común” de una educación común sería también, por definición, de
todos y para todos y, por tanto, indivisible. La idea de igualdad estaría en
que lo común es “de todos en general y de nadie en particular”, es decir, “de
cualquiera”. Y tal vez no hay categoría más igualitaria que la de
“cualquiera”.
En cualquier caso, lo que me gustaría dejar claro es que a mí no me
interesaba el asunto de los comunes, así en general, sino en el interior de un
ejercicio de pensamiento. Es decir, para que pensásemos qué pasa con la
educación cuando se la piensa desde la idea de lo común. No solo la
educación como bien común (y por tanto, pública e igualitaria), sino también
la educación como una relación de comunización (de desprivatización) del
arte, de la cultura y, en definitiva, del mundo. De hecho, la asignatura se
titulaba Arte y cultura en educación social y eso de “lo común” era una de
las categorías que los estudiantes tenían que elaborar en relación a los
proyectos educativos que tenían que elaborar a lo largo del curso, con tu
ayuda, y que tenían presentar como trabajo final.
Comunicación
Karen.
Hay un texto tuyo publicado en Brasil en 2002 que, sin duda, es tu texto más
famoso y citado en el país, “Notas sobre a experiência e o saber de
experiência”. Volveremos a él en la palabra “experiencia” y en la palabra
“información”. En ese texto no usas la palabra “comunicación”, pero tengo
la impresiónde que aun así está en él, estableciendo líneas entre información,
aprendizaje y conocimiento (este último entendido en un sentido utilitario y
mercantil). Determinar lo que es“comunicación”y el motivo por el que la
palabra está tachada es un buen comienzo.
Jorge.
Releo las “Notas sobre la experiencia” y veo que allí no hablo de
explícitamente de comunicación pero sí de información, de ese lenguaje
moderno de la sociedad de la información, del sujeto informante e
informado, de la obsesión por tener información, de entender la enseñanza
como dar información y el aprendizaje como procesar información. Tienes
razón, sin embargo, en que la palabra “información” y la palabra
“comunicación” pertenecen al mismo ámbito discursivo. La información es
una palabra que Benjamin criticó en relación al periodismo, pero que ahora
tiene connotaciones maquínicas y computacionales, esas que han sido
producidas por las ciencias de la información que, como sabes, no son ya las
del periodismo sino las de la cibernética (una ciencia que en mi época de
estudiante aprendí a definir como “ciencia de la información y del control”).
En ese mismo párrafo al que tú te refieres escribí también que las palabras
“información” (y sociedad de la información), “conocimiento” (y sociedad
del conocimiento), “aprendizaje” (y sociedad del aprendizaje) y
“comunicación” (y sociedad de la comunicación) son relativamente
intercambiables o, al menos, pertenecen al mismo lenguaje, al mismo
vocabulario, ese que está destruyendo la educación como formación y la está
convirtiendo en aprendizaje, eso que mis amigos llaman la learnification de
la educación, su reducción a learning en el sentido estrecho que le da a esa
palabra la psicología cognitiva, y cuya relación con las máquinas de
aprender, con los robots, es evidente.
Y como el texto que citas está ahora recogido en Tremores, un libro que
reúne otros escritos sobre experiencia, he visto que ahí está también un texto
titulado “Una lengua para la conversación” en el que se diferencia
claramente “comunicar” de “conversar”. Ya que has empezado refiriéndote a
un texto mío, voy a aprovecharlo maliciosamente para transcribir dos autocitas de ese último:
“La sección universitaria del así llamado ‘espacio educativo europeo’
(inseparable de un espacio universitario casi totalmente mundializado) se
está configurando como una enorme red de comunicación entre
investigadores, expertos, profesionales, especialistas, estudiantes y
profesores. Constantemente se constituyen grupos de trabajo, redes
temáticas, núcleos nacionales e internacionales de investigación y de
docencia. La información circula, las personas viajan, el dinero abunda, las
publicaciones se multiplican. Proliferan los encuentros de todo tipo y, con
ellos, las oportunidades para el intercambio, para la discusión, para el
debate, para el diálogo. Por todas partes se fomenta la comunicación. Las
actividades universitarias de producción y de transmisión de conocimiento
se planifican, se homologan y se coordinan masivamente. Y todos los días se
nos invita a hablar y a escuchar, a leer y a escribir, a participar activamente
en esa gigantesca maquinaria de fabricación y de circulación de informes, de
proyectos, de textos. La pregunta es: ¿en qué lengua? Y también: ¿puede ser
esa lengua nuestra lengua?”
Y un poco más adelante:
“Lo que quiero decirte es que cuando leo lo que circula por esas redes de
comunicación u oigo lo que se dice en esos encuentros de especialistas, la
mayoría de las veces tengo la impresión de que ahí funciona una especie de
lengua de nadie, una lengua neutra y neutralizada de la que se ha borrado
cualquier marca subjetiva. Entonces lo que me pasa es que me dan ganas de
levantar la mano y de preguntar ¿hay alguien ahí? Además, siento también
que esa lengua no se dirige a nadie, que construye un lector o un oyente
totalmente abstracto e impersonal. Una lengua sin sujeto solo puede ser la
lengua de unos sujetos sin lengua. Por eso tengo la sensación de que esa
lengua no tiene nada que ver con nadie, no solo contigo o conmigo sino con
nadie, que es una lengua que nadie habla y que nadie escucha, una lengua sin
nadie dentro. Por eso no puede ser nuestra, no solo porque no puede ser ni la
tuya ni la mía, sino también, y sobre todo, porque no puede estar entre tú y
yo, porque no puede estar entre nosotros”.
Eso, la diferencia entre comunicar y conversar, está también presente, de una
forma muy expresiva, en una hermosa cita de Iván Illich, de una conferencia
que impartió en San Francisco en 1986, y que tampoco me resisto a
transcribir. La conferencia a la que me refiero está dedicada a proponer una
perspectiva de análisis sobre un tipo de mentalidad, o de espacio mental,
ligado al libro, que no se refiere solo ni principalmente a la capacidad de
leer y de escribir, sino que incluye toda una manera de entender el sujeto, sus
actividades, sus relaciones consigo mismo y con el mundo. Esa mentalidad
aparece en el siglo VII antes de nuestra era, con la generalización de la
escritura, entre Sócrates, que no escribió una línea, y Platón, que ya fue un
escritor, se extiende, se consolida y se impone a partir del siglo XII, con la
constitución de las universidades europeas, se generaliza con la invención de
la imprenta, en el siglo XV, y ahora está desapareciendo. Esa desaparición,
dice Illich, tiene que ver con la sustitución de la imagen del libro por la
imagen de la computadora. No con la sustitución del libro por la
computadora, sino la sustitución de la imagen mental ligada al libro, de la
mentalidad alfabética, por la imagen mental ligada a la computadora, por la
mentalidad comunicativa. Las palabras se convierten en unidades de
información, el discurso se convierte en uso de la lengua, la conversación se
convierte en comunicación oral, el texto se convierte en contenido, las
capacidades humanas de hablar y escuchar, de leer y de escribir, se
convierten en competencias comunicativas, el libro se convierte en soporte
de información o en medio de comunicación, el viviente dotado de palabra,
el zoónlogón echón de la definición aristotélica se convierte en una máquina
comunicativa. En un momento de esa conferencia, Illich dijo lo siguiente:
“Siempre experimento un conflicto cuando rememoro un episodio que
sucedió en Chicago en 1964, durante un seminario. Estábamos sentados
alrededor de una mesa y un joven antropólogo se encontraba frente a mí.
Llegamos a un momento crítico de lo que yo pensaba que era una
conversación cuando me dijo: ‘Illich, usted no logra conectarme, no se
comunica conmigo’. Por primera vez en mi vida sentí que alguien se dirigía a
mí, no como a una persona, sino como a un emisor-receptor. Tras un
momento de desconcierto me sentí indignado. Un ser vivo, con quien creía
conversar, había vivido nuestro diálogo como algo más general: una ‘forma
de comunicación humana’ (…). Solo tras haber estudiado, a lo largo de los
años, la historia del espacio conceptual que surgió en la Grecia arcaica,
capté hasta qué punto la computadora en cuanto metáfora exilia a los que la
aceptan, los vuelve ajenos al espacio del espíritu alfabético. Comencé
entonces una reflexión sobre la emergencia de un nuevo espacio mental
cuyos axiomas generadores ya no son la codificación de la voz humana por
medio del alfabeto, sino el poder de almacenar y manipular bits de
información”.
Hay una entrevista en la que Illich cuenta otra vez esa misma historia con
algunas variaciones:
“Recuerdo cuando me topé por primera vez con el concepto de
comunicación. Fue en la Universidad de Chicago, quizá hace veinte años,
durante un encuentro con estudiosos de las ciencias sociales. Entonces un
joven se sentó y me dijo: ‘Illich, no se haga ilusiones, no consigo leerle.
Usted no comunica conmigo, no capto su mensaje’. Mi respuesta inmediata
fue: ‘señor, no tengo ninguna intención de ser un micrófono’. Creí que quería
ofenderme, identificándome con una emisora de radio. ¡Solo más tarde he
entendido que probablemente acababa de ver su Departamento de Inglés
rebautizado como Departamento de Comunicaciones! Conté esa historia en la
Universidad de Friburgo (…). Ninguno de los jóvenes entendió lo que estaba
diciendo. Daban por sentado que nos estábamos intercambiando
informaciones.”
Quisiera destacar tres cosas de esta historia. Primero, el modo como Illich
se sorprende y se indigna (se siente insultado) por algo que para nosotros ya
está completamente naturalizado: por la reducción del lenguaje humano a
medio de comunicación. Porque alguien le trate no como a una persona que
conversa, sino como a un sujeto que comunica. Segundo, la oposición entre
conversar y comunicar: los seres humanos conversan, las máquinas
comunican. Los seres humanos hablan y escuchan, son hablantes y
escuchantes, escritores y lectores, pero no codificadores-descodificadores o
emisores-receptores. Entender el lenguaje como la variante humana de un
intercambio comunicativo que tiene lugar también entre las abejas, los
delfines, las bacterias y las computadoras es degradarlo y, al mismo tiempo,
hacerlo susceptible de cálculo mercantil y de manipulación técnica. Es
también ahormarlo según los ideales comunicativos, es decir, la eficacia y la
transparencia. Por último, la oposición entre la “mentalidad alfabética”,
aquella según la cual la escritura es la transcripción de la voz humana,
aquella según la cual leer es, de algún modo, un escuchar… y la metáfora de
la computadora, esa según la cual la escritura es un medio de comunicación,
es decir, un mero soporte de unidades de información, de lo que hoy se
llamarían “contenidos”. Esa metáfora según la cual leer y escribir no son
otra cosa que prácticas de codificación y decodificación, prácticas o
instrumentos encaminados a procesar información. Las últimas frases de la
conferencia de San Francisco dicen así:
“Mi mundo es el de las letras. No me siento en casa más que en la isla del
alfabeto. Esta isla la comparto con mucha gente que no sabe leer ni escribir,
pero cuya mentalidad es fundamentalmente alfabética, como la mía. Y ellos
están tan amenazados como yo por la traición de aquellos que, entre los
clérigos, desintegran las palabras del libro en un simple código de
comunicación”.
El mundo de las letras es una isla, la isla del alfabeto, y los habitantes de esa
isla (que no está compuesta solo, dice Illich, por los que saben leer y
escribir) han sido traicionados por aquellos mismos que decían defenderla.
Y en la palabra “traición”, en el gesto de llamar traidores a los que
desintegran las palabras del libro en un simple código de comunicación, a
los que ya no leen o conversan sino que comunican, resuena el título del
libro de Julien Benda, ese otro antimoderno o reaccionario de izquierda, que
en 1927 escribió La traición de los clérigos, La trahison des clercs, a veces
traducido como La traición de los intelectuales, en el que denunciaba la
manera como la universidad se había puesto al servicio de las ideologías
que estaban fundamentando los nuevos estados totalitarios y los nuevos
estados coloniales, es decir, la sumisión de la universidad al estado. Pero
vamos a dejar, de momento, esa cuestión de la sumisión de la universidad a
los diversos poderes, a la iglesia, al estado, quizá en esta época al nuevo
capitalismo globalizado, ese que lo convierte todo, también el conocimiento,
también a los profesores y a los estudiantes, en servidores de la producción
y de la mercancía, y vamos a seguir con eso de la reducción del lenguaje a
medio de comunicación.
La misma transición entre dos mentalidades que cuenta Illich, la misma
reconversión de su departamento de inglés en departamento de
comunicación, la vive con una mezcla de pesimismo y resignación otro
clérigo de la época de la alfabetización, David Lurie, el protagonista de la
novela Desgracia de J. M. Coetzee. El protagonista de la novela:
“Se gana la vida en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo, antes
Colegio Universitario de Ciudad del Cabo. Antiguo profesor de Lenguas
Modernas, desde que se fusionaron los Departamentos de Lenguas Clásicas y
Modernas por la gran reforma llevada a cabo años antes, es profesor adjunto
de Comunicaciones. Como el resto del personal que ha pasado por la
reforma, se le permite impartir una asignatura especializada por cada curso,
sin tener en cuenta el número de alumnos matriculados, pues se considera
positivo para la moral del personal. Este año imparte un curso sobre los
poetas románticos. Durante el resto de su tiempo da clase de
Comunicaciones 101, ‘Fundamentos de comunicación’, y de Comunicaciones
102, ‘Conocimientos avanzados de comunicación’. Si bien diariamente
dedica horas y horas a su nueva disciplina, la premisa elemental de ésta, tal
como queda enunciada en el manual de Comunicaciones 101, se le antoja
absurda: ‘La sociedad humana ha creado el lenguaje con la finalidad de que
podamos comunicarnos unos a otros nuestros pensamientos, sentimientos e
intenciones’. Su opinión, por más que no la airee, es que el origen del habla
radica en la canción, en la necesidad de llenar por medio del sonido la
inmensidad y el vacío del alma humana. Nunca ha sido ni se ha sentido muy
profesor. En esta institución del saber tan cambiada y, a su juicio,
emasculada, está más fuera de lugar que nunca. Claro que, a esos mismos
efectos, también lo están otros colegas de los viejos tiempos, lastrados por
una educación de todo punto inapropiada para afrontar las tareas que hoy se
les exige que desempeñen. Son clérigos en una época posterior a la religión.
Como no tiene ningún respeto por las materias que imparte, no causa ninguna
impresión en sus alumnos. Cuando les habla, lo miran sin verlo. La
indiferencia de todos ellos le indigna más de lo que estaría dispuesto a
reconocer. No obstante, cumple al pie de la letra las obligaciones que tiene
para con ellos, con sus padres, con el estado”.
Lo que ha cambiado, parece decir Coetzee, es la idea del lenguaje. Y eso ha
convertido a los viejos profesores formados en la mentalidad alfabética en
clérigos de una época posterior a la religión. O, al menos, de una época que
está cambiando de dioses. Ahora son otros los dioses y son otros sus
representantes. Y eso hace que, si queremos seguir haciendo de profesores al
viejo estilo (de esos que dan a leer y que hacen escribir) tengamos que
combatir constantemente, seguramente sin esperanza, la idea de que el
lenguaje humano (y la educación como un uso particular del lenguaje
humano) es un medio de comunicación. Tenemos que combatir al nuevo dios
(ese que se llama comunicación) y a sus nuevos sacerdotes (ya sabes que en
muchos países del mundo hay una especialidad en pedagogía que se llama
“edu-comunicación”, y no hay nadie, o casi nadie, que se sonroje). El viejo
dios del libro era sin duda exigente y autoritario (no en vano fue adorado en
la época de las disciplinas), pero el nuevo dios de la comunicación parece
más liberal pero no por ello es menos poderoso e implacable (la época en la
que reina es la del control).
Y eso, atacar a los dioses imperantes, sobre todo cuando se hace en nombre
de dioses antiguos, no es nada fácil, está destinado a fracasar, puede que te
digan reaccionario, pero puede ser interesante. El modelo, ya sabes, Juliano
el Apóstata, ese joven emperador cuyo reinado duró apenas dos años (entre
el 361 y el 363, en que fue asesinado por lo que ahora se llama “fuego
amigo”), y que intentó acabar con el monopolio del cristianismo triunfante,
convertido ya en religión de Estado, y restaurar los viejos dioses y la
filosofía platónica. Puede que el modo como he construido la palabra
“comunicación”, usando a dos intelectuales reaccionarios, a Illich y a
Coetzee, podría recordar el libro más famoso de Juliano, el que se titula
Contra galileos (o Contra cristianos) y que, como dice uno de los estudiosos
de su obra, intentó “retrasar el reloj de la historia universal y propiciar el
paganismo agonizante”.
Y es que sigue habiendo gente en el mundo que se cree eso de la historia
universal (de que hay relojes adelantados y relojes retrasados, de que hay
cosas que nacen y cosas que agonizan) y, lo que es peor, que se sienten con
derecho a decir para dónde va la cosa. Y así nos va. Parece que cuando el
profesor pretende mantener (sí, mantener, en el sentido de conservar) algunas
viejas palabras relacionadas con lo que hace y no se rinde completamente a
las nuevas, se sitúa como un sujeto anacrónico, obsoleto y difícilmente
reciclable, de esos a los que el reloj de la historia ya sitúa en los tiempos
pasados, y al que solo le es permitido hablar con los muertos.
Cuaderno
Karen.
Para introducir esta palabra, transcribo dos fragmentos de tu programa del
curso Arte y Cultura en Educación Social:
Trabajo de clase (…): Los alumnos llevarán un “cuaderno de clase”
individual en el que anotarán citas, reflexiones, ideas, comentarios, notas,
etc.. El cuaderno de clase será público y deberá estar a disposición del
profesor cuando así lo requiera (…).
Trabajo de campo (…): Cada grupo tendrá también un “cuaderno de campo”
en el que cada uno de los investigadores podrá anotar, periódicamente, sus
reflexiones, sus sentimientos, sus ideas. El “cuaderno de campo” también
será público y podrá ser requerido por el profesor en cualquier momento.
No voy a comentar el carácter público de los cuadernos, pues estará
presente en el vocablo “exposición”. ¿Podrías hablar de la importancia que
le atribuyes a esos cuadernos, al ponerlos en el programa?
Por otro lado, se puede entender el significado de “cuaderno de campo”, que
es el de ser una especie de diario de campo, de cuaderno de anotaciones,
pero sería interesante que desvelases un poco más sobre el significado de
“cuaderno de clase”.
Jorge.
Entre los artefactos escolares fundamentales está sin duda el cuaderno. Si el
libro es el material de lectura (lo que se da a leer), el cuaderno es el
material de escritura (el soporte de lo que se invita a escribir). Mi Estudiar
empieza así:
“Estudiar: algo pasa. Entre leer y escribir, algo pasa”.
Y continúa:
“Estudiar: leer escribiendo. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano.
Un libro en el centro. Abierto. Un blanco en el margen. Abierto.Y también:
escribir leyendo. El hueco de la escritura, abierto, en medio de una mesa
llena de libros. Abiertos”.
El estudio es un leer con un lápiz en la mano y un escribir en una mesa llena
de libros. Estudiar es leer anotando o, de otra manera, la nota de lectura, la
notatio, es una de las modalidades de escritura propias del estudiante. El
estudiante necesita de un cuaderno de notas. En ese libro, como ves, el
cuaderno de estudio es fundamentalmente un cuaderno de notas de lectura.
Puesto que un curso es, para mí, una serie de lecturas, un dossier de lecturas
(que incluye textos y películas), el cuaderno de clase está destinado a anotar
(a copiar) citas. Ya sabes que yo creo en los subrayados (leer con un lápiz en
la mano es, en primer lugar, leer subrayando), en la importancia de los
subrayados, y creo también en ese tipo antiguo de cuaderno que era el
cuaderno de citas. Pienso que el subrayado debe completarse con la copia,
que copiar una frase, o un párrafo, no es lo mismo que subrayar una frase o
un párrafo. Al copiarlo, al escribirlo con la propia mano, con la propia letra,
en el propio cuaderno, el texto es, de alguna manera, apropiado, pero no en
el sentido de hacerlo propio sino en el de aislarlo con una cierta solemnidad
para una consideración posterior y más detenida. Copiar un párrafo en el
cuaderno es darle una importancia especial, concederle una cierta autoridad
(algo de eso diré en la palabra “literalidad”). Mi amigo y colega Fernando
Bárcena también experimenta en sus cursos con la lógica de las citas, con
eso de copiar citas, y llama a ese cuaderno con una expresión de
connotaciones eróticas: “casa de citas”. De hecho, podría explorarse la
relación entre citar, incitar o excitar (las citas incitan o excitan la escritura,
el pensamiento). En ese sentido, también en mi Estudiar:
“El estudiante aísla lo que ha leído, lo repite, lo rumia, lo copia, lo varía, lo
recompone, lo dice y lo contradice, lo roba, lo hace resonar con otras
palabras, con otras lecturas. Se va dejando habitar por ello. Le da un espacio
entre sus palabras, sus ideas, sus sentimientos. Lo hace parte de sí mismo. Se
vas dejando transformar por ello. Y escribe”.
El cuaderno de aula, tal como lo concibo, es también donde se anotan
algunas de las frases o de las ideas que se dan en clase, tanto en lo que dice
el profesor como en lo que dicen los estudiantes. Ahí la anotación
funcionaría como el clásico aide-memoire, pero también como una especie
de subrayado o de fijado de la oralidad que es efímera por naturaleza, eso de
que las palabras se las lleva el viento. Anotar algo sería fijar lo que cae
sobre nosotros en la escucha. Es un arte de lo contingente (contingere
significa lo que cae, lo que llega por casualidad, aquello con lo que uno se
encuentra) y de lo incidente (de lo incidental, de lo que incide). Pero el gesto
mismo de anotar sería hacer de lo contingente, de lo incidente, de lo
accidente (de lo que sucede o accede) algo tangible, repetible, algo escrito,
algo a lo que se puede volver, que se puede leer y releer, pensar y repensar.
El cuaderno está en medio de la oralidad y de la escritura. Y ese en medio es
muy interesante. En ese sentido, anotar sería como recolectar y, como todo
recolectar, implica una elección, una selección. Un cuaderno de clase es, en
ese sentido, una colección de notas: el efecto y el resultado de las acciones
de seleccionar, fijar y coleccionar lo notable, el notandum, lo que se nota y,
al mismo tiempo, lo que merece ser notado, de una clase, tanto de lo que se
lee, como de lo que se ve o lo que se escucha.
Pero quizá lo fundamental del cuaderno de clase es que funcione con una
lógica que no es solo la de la fijación, o incluso la de la interpretación, sino
la de la resonancia. Se trata de provocar efectos de resonancia, es decir, que
la nota sea el signo de una relación entre lo que se ha leído, o visto, o
escuchado, y alguna experiencia del estudiante, alguna otra lectura, alguna
otra película, alguna otra conversación, algún otro pensamiento. Es ahí
donde la nota empieza a ser productiva y no solo reproductiva. Es ahí donde
la nota empieza a ser, de alguna manera, un inicio de escritura. Lo que ocurre
es que los alumnos ya no están familiarizados con el cuaderno, solo son
capaces de anotar palabras sueltas (lo que se llamaban marcas, o notulas), y
es muy difícil pasar de la notula a la nota, es decir a lo que ya es una frase,
un párrafo, una escritura. Y la invitación a que lean en clase sus cuadernos
(o el advertir que los cuadernos son públicos y, por tanto, pueden ser
examinados por cualquiera) tiene que ver con una cierta exigencia de
escritura. El cuaderno es el lugar donde se encuentran el sujeto que lee, que
piensa, que escucha y que conversa con el sujeto que escribe o, al menos,
con el sujeto que quiere escribir, es decir, con el sujeto que empieza a
frasear y a parafrasear.
El otro cuaderno, el cuaderno de campo, es más bien un cuaderno de
ejercicios. De hecho, como sabes, el trabajo de campo, en mis asignaturas,
siempre está fuertemente regulado. De lo que se trata es de fijar y de
disciplinar la atención. Como ya he dicho en la palabra “atención”, los
ejercicios escolares tienen que ver con el estar atento, con el volverse
atento. Diré también algo sobre eso en la palabra “ejercicio”, y también en
la palabra “protocolo”. Pero cuando sugiero que el cuaderno de campo
incluya también sensaciones o reflexiones busco también esa lógica de la
resonancia de la que hablaba antes, una especie de personalización o de
subjetivación del ejercicio. Lo que quiero que haya no es solo el ejercicio
sino también la experiencia del ejercicio, lo que al estudiante le ha pasado
en el ejercicio, lo que ha sentido, lo que ha pensado, lo que le ha ocurrido o
lo que se le ha ocurrido. En ese sentido, tanto el cuaderno de clase como el
de campo son también cuadernos de ocurrencias.
Otra cosa que para mí es importante en ambos cuadernos es que se llevan
encima, que van y vienen en la mochila de los estudiantes. El cuaderno de
clase no está solo en clase y el cuaderno de campo no está solo en el tiempo
y en el espacio en los que trascurren los ejercicios. De alguna manera, los
cuadernos trascienden el tiempo y el espacio del aula, del ejercicio, y
acompañan al estudiante fuera de esos tiempos y esos espacios. La idea,
aquí, es que algo del aula o algo del ejercicio esté activo en el estudiante
cuando no está en el aula ni en el ejercicio, que lo que ha pasado en el aula y
en el ejercicio, lo que ha merecido ser anotado, lo que ha resonado, continúe
teniendo sus efectos o, dicho de otro modo, que esté permanentemente
dispuesto, disponible, a disposición. Podríamos decir que el cuaderno tiene
algo de captura instantánea, en un tiempo y un lugar, pero es también un
artefacto de rememoración, de repetición, de regreso, de retorno, de
reflexión. En el cuaderno se anota lo que insiste.
Convertir a los alumnos en estudiantes significa, para mí, entre otras cosas,
familiarizarlos con el cuaderno, hacer que normalicen eso de llevar libros y
de llevar cuadernos, eso de leer con un lápiz en la mano y de escribir en una
mesa llena de libros. No concibo a un estudiante sin libros y sin cuaderno,
sin lectura y sin escritura. Por eso trato de despertar en ellos una especie de
pulsión anotadora (o de hábito anotador) que no ocurra solo en el aula sino
también en el café, con los amigos, en cualquier momento y en cualquier
lugar.
Tal vez sea por eso que me gusta guardar los cuadernos de mis antiguos
alumnos (los mejores, los más bonitos, los más interesantes) y llegar un día a
clase y desplegarlos encima de una mesa en medio del aula y dejar que los
nuevos los cojan, los miren y, por qué no, los admiren. Se trata de utilizar los
cuadernos de cursos anteriores como modelos o, al menos, como estímulos
para los nuevos cuadernos. Y eso, claro, solo puede hacerse con los
cuadernos en papel.
Terminaré diciendo que los cuadernos, por su propia naturaleza, son
dispersos, no jerarquizados, inconexos, rapsódicos, un puro tejido de
contingencias, de todo aquello que es anotado como viene y en el momento y
en el orden que viene. Pero esa dispersión está ahí con vistas a una escritura,
al trabajo final de la asignatura, un trabajo que, de alguna manera, tiene que
estar relacionado con las notas, inspirado por ellas. En ese sentido, y creo
que es algo sobre lo que debo insistir, las clases, los textos, las películas o
los ejercicios no son nunca, en mis cursos, un contenido (qué palabra más
fea), sino un estímulo para el pensamiento, para la invención, para la
escritura.
Curso
Karen.
Cuando te refieres a curso hablas de la composición de tus asignaturas. Pero
tus clases también son composiciones, como intenté describir en el vocablo
“aula”. ¿Como ves esas pequeñas unidades en la relación a la idea de curso?
Jorge.
Para mí, un curso no es un contenido, ni un temario (que en el fondo es una
serie de contenidos), sino un texto seleccionado en relación a un asunto. Mis
cursos suelen ser monográficos, centrados en un solo asunto. Preparar un
curso es armar un texto. Y dar un curso es dar a leer un texto. Un curso es, en
ese sentido, un ejercicio de lectura pública y en público de un texto, una
lección, una lectio (en portugués se dice que el profesor lecciona). Cuando
hablo de “texto” me refiero, naturalmente, a una serie ordenada de textos, a
una colección de textos, a un dossier que da cuerpo, materia, al asunto.
Preparar un curso es montar el dossier de textos que van a ser recorridos a
lo largo de las clases. Un curso es un recorrido. Por eso cada uno de los
textos que lo componen tiene sentido en la serie que constituye, en el
recorrido que propone. Un curso es también, en ese sentido, una línea que
hay que seguir (leyendo) desde el principio hasta el final, literalmente, al pie
de la letra.
En ese sentido, un curso es un texto organizado en el tiempo. Por eso diseñar
un curso es montar un dispositivo temporal. Como una música, o una
película, o un libro. Por eso diseñar un curso tiene algo del arte
cinematográfico del montaje. Y tiene también algunas de las características
de las artes temporales como el ritmo. El ritmo, decía Aristóteles, es la
forma del movimiento. Por eso la preparación de un curso, el montaje de un
curso tiene que ver con construir una forma temporal, un movimiento
organizado, un artefacto rítmico. Es, como tú bien dices, una “composición”.
Por eso un curso se sigue. Lo que los alumnos (y el profesor) hacen es
“seguir el curso”. Y seguir implica una cierta linealidad, un cierto recorrido
o, como se dice en portugués, un percurso.
También en ese sentido, el profesor no es un autor sino un lector que da a
leer o, de otra manera, una especie de “curador”. De hecho, si el trabajo de
profesor tiene algo de autoría es en tanto que curaduría. Cuando digo que mis
cursos son cursos de autor me refiero a eso: mi autoría se refiere a la
selección que hago de piezas (textos y películas) que ya existen y al modo
como esas piezas son contextualizadas y ordenadas creando un espacio (de
lectura, de conversación, de ejercicio, de pensamiento) en el que los
estudiantes puedan tener un lugar, su lugar.
La tarea del profesor es dar a leer cada uno de los textos y, al mismo tiempo,
elaborar las transiciones, las resonancias y, desde luego, tratar de que los
textos ya leídos estén presentes en los que se van leyendo. Algo así como lo
que ocurre cuando se escucha una música, se ve una película o se lee una
novela: que todo lo que ya se ha oído, ya se ha visto o ya se ha leído resuena
en lo que se va escuchando, en lo que se va viendo, en lo que se va leyendo.
Igual que en el final de una novela resuena toda la novela, en el final de una
película resuena toda la película, en el final de una música resuena toda la
música o, incluso, en el final del camino está presente todo el camino. De
ese modo, el asunto sobre el que se trata (sobre el que se lee, sobre el que se
habla, sobre el que se piensa) se va adensando a lo largo del recorrido.
Y eso, como tú sabes, es muy difícil. Porque una de las cosas que has tenido
que hacer en tus conversaciones periódicas con los estudiantes es tratar de
que todos los textos leídos estén siempre encima de la mesa o, dicho de otro
modo, que haya un momento en que puedan sonar y resonar entre sí. En ese
sentido, podría decirse que un curso (la lógica de un curso) solo puede
entenderse al final, o desde el final. Un final que, desde luego, no es una
finalización, o una conclusión, o una meta. De hecho un curso empieza en
medio y termina en medio. No puede empezar de cero, puesto que siempre se
ha leído algo, se ha pensado algo (siempre hay presuposiciones en relación
al asunto). Y cuando termina (porque el tiempo del curso se acaba), es obvio
que se podría seguir leyendo, pensando, conversando. Podría decirse que un
curso no agota un asunto, no lo termina ni lo determina, sino que lo abre. El
tiempo del curso es finito, está contado, pero el tiempo de la lectura y del
pensamiento (que es el que el curso trata de abrir) es por definición
incontable. Y tiene algo de cíclico, de volver una y otra vez sobre algunas
cosas. Tal vez por eso (y porque los cursos son cada vez más cortos), es
cuando el curso termina que tengo la sensación de que es ahí, precisamente
ahí, donde se podría comenzar “en serio”.
Karen.
En algunos momentos quedaba muy claro que tus alumnos tenían dificultades
para entender tu idea de curso, porque están bastante acostumbrados a la
idea de unidad didáctica. Uno de los ejemplos sería en relación a “leer de
nuevo”. A ellos les parecía muy extraño tener que repetir una lectura ya
hecha, insistir en la relectura de un texto.
Jorge.
Para mí es claro que la lectura “de verdad” es relectura. Y en un curso,
aunque sea lineal, aunque consista en seguir una línea, se está siempre
“volviendo sobre el asunto” y, de alguna manera, volviendo sobre lo que ya
se ha leído, sobre la que ya se ha dicho, sobre lo que ya se ha pensado. Pero
tienes razón en que los estudiantes de esta época son refractarios a releer, a
repetir o, como se decía antes, con una palabra muy bella, a recapitular. Han
interiorizado que una clase, como un texto, se empieza, se acaba, se olvida y
se pasa a otra cosa (a otra clase, a otro texto, a otro tema). De alguna
manera, los cursos, incluso en la universidad, se están descomponiendo en
“unidades didácticas” cada vez más cortas, en “dinámicas” que empiezan y
acaban en una clase, en cosas que se hacen pero que no se siguen. Y un
curso, por definición, se sigue, se pro-sigue. Hemos dicho ya que la tarea del
profesor (y en esto tu contribución fue inestimable) es mantener los textos,
todos los textos, encima de la mesa. Y es también mostrar, o sugerir, que hay
textos que vale la pena releer. De hecho, solo los textos que vale la pena
releer merecen ser leídos. Y lo mismo pasa, desde luego, con las películas.
Como viste, yo casi siempre empiezo las clases recapitulando.
LETRA
D
Descuidado
Dietética
Disciplina
Dispositivo
Distrito
Descuidado
Karen.
Algunas de tus reprimendas eran referentes a la falta de cuidado de los
estudiantes con relación a la actitud en clase, a los trabajos, a la elección de
los temas, al tiempo que dedicaban a éstos y a las lecturas, a lo que a ti te
parecían “cosas mal hechas”. Para hablar de tu descontento, podrías partir
de esta frase, presente en una de tus regañinas: “hay que hacer las cosas a las
que uno se compromete ¡y hay que hacerlas bien!”
Jorge.
Los alumnos a veces preguntan “¿qué quieres que pongamos (en el trabajo,
en el ejercicio)?”. Y la respuesta del profesor es que pueden decir y escribir
lo que quieran, claro, pero no “cualquier cosa”. También preguntan “¿cómo
quieres que lo hagamos?” Y la respuesta es que pueden hacer las cosas a su
manera, claro, pero no “de cualquier manera”. Los estudiantes tienen
derecho a decir y a escribir lo que piensan, claro, pero tienen la obligación
de pensar lo que dicen o lo que escriben. Se crea cierta tensión, claro que sí,
en ese “no se puede decir cualquier cosa”, “no se pueden hacer las cosas de
cualquier manera”, “hay que pensar lo que se dice o lo que se escribe o lo
que se hace”, “no se pueden hacer las cosas sin pensar”, a veces esa tensión
produce un cierto rechazo, pero creo que es una tensión interesante (e
inevitable) desde el punto de vista pedagógico.
La obligación del profesor es rechazar la desidia, la falta de atención, la
falta de cuidado, la pereza, la inercia, lo que los antiguos nombraban con la
palabra stultitia o con la palabra negligentia. La estulticia es estar ausente,
distraído, no concentrado, tironeado por mil cosas, ser incapaz de detenerse
y de perseverar en lo que se hace. La negligencia es hacer cualquier cosa, de
cualquier manera, sin pensar. Por eso creo que es posible (aunque difícil)
mantener ese viejo gesto pedagógico, ese viejo gesto de profesor, de
rechazar algunos escritos o algunas intervenciones de los estudiantes y decir
eso de “tienes que leerlo otra vez”, o “tienes que escribirlo otra vez”, o
“tienes que pensarlo mejor”, más despacio, más atentamente, con más
cuidado. La escuela (y la universidad, insisto, es una especie de escuela) es
el lugar donde se pueden repetir las cosas, donde se puede empezar de
nuevo, donde se puede volver atrás. Y eso forma parte, creo, de su
generosidad. Lo que ocurre es que los alumnos no siempre lo ven así. Por
eso hay que cuidar el tono de esas reprimendas. Que sean dichas (y
escuchadas) como algo que tiene que ver con la exigencia y con la
autoexigencia, con la responsabilidad, y no con la arrogancia, o con la
exclusión. Pero es verdad lo que dices de que soy especialmente sensible al
descuido. Cuando mis alumnos dicen que soy un profesor exigente y, a veces,
un profesor que intimida, seguramente se refieren a una cierta intolerancia
con el descuido, con las formas descuidadas de hacer las cosas.
Para mí el descuido tiene que ver con la falta de atención, con no estar
presente en lo que se hace, en lo que se dice, en lo que se piensa. Además,
comparto con Simone Weil, por ejemplo, o con el Rancière de El maestro
ignorante, que la educación tiene que ver, esencialmente, con la formación y
el cultivo de la atención. También la formación universitaria. Y si lo
contrario de la atención es la distracción, tal vez podríamos decir que hacer
las cosas de manera descuidada es hacerlas de manera distraída o, dicho de
otra manera, sin estar en ello, sin comprometerse con ello, sin hacerse
responsable de ello.
Dietética
Karen.
No hay un dispositivo educativo que no implique una dietética y una ascesis,
pero a esta segunda palabra podemos volver en “ejercicio”. Aquí, ¿de qué
forma podrías explicar el funcionamiento de una dietética en la educación?
¿De qué manera eso tiene lugar en tus cursos?
Jorge.
La dietética, sobre todo en nuestra época, tiene que ver con el cuidado del
cuerpo. Hay alimentos que nos sientan bien y otros que nos sientan mal, que
fortalecen o que debilitan, que son saludables o nocivos. Pero en la
antigüedad la dietética tenía que ver con un cuidado de sí o con una
inquietud de sí que también estaban referidos al alma. Michel Foucault lo
explica muy bien tanto en El uso de los placeres como en La hermenéutica
del sujeto. La pedagogía antigua distingue, pero también relaciona, el
cuidado del cuerpo con el cuidado del alma. Ambos tienen que ver con el
arte de vivir, con el cultivo de una forma de vida. Nuestra época ya
comprende con dificultad esa idea de una dietética espiritual (como también
la idea de ejercicio espiritual de la que hablaremos, tal vez, en la palabra
“ejercicio”). Todo el mundo entiende (y hasta encuentra interesante) que
alguien diga que no come carne roja, o que no bebe alcohol, o que se haya
hecho vegetariano, o que es intolerante al gluten, pero si dices que no ves la
tele, o que no lees periódicos, o que no lees a ciertos autores, o que no
escuchas ciertas músicas, o que no ve ciertas películas, la gente ve eso como
soberbia, arrogancia o, incluso, con una cierta actitud elitista, aristocrática.
Pero podemos, al menos, explorar la analogía (o la relación) entre el
cuidado del cuerpo y el cuidado del alma, y decir que también hay palabras,
textos, sonidos, músicas, imágenes, películas, etc. que van bien para el alma
o que van mal. Yo tengo la sensación (quizá equivocada, a lo mejor me pasa
porque soy viejo, porque no comprendo) de que el mundo actual produce una
ingente cantidad de palabras (y de imágenes) que son, literalmente, tóxicas.
Y creo que esas no pueden entrar en la sala de aula. Es más, creo que la
escuela (y la universidad) tienen que trabajar proporcionando a los
estudiantes algunos antídotos, algunos mecanismos de defensa contra esa
atmósfera espiritual envenenada. Algo de eso hay cuando digo que toda
educación (entendida como formación, claro) implica una dietética.
En mis cursos, la dietética tiene que ver con la selección de los textos y de
las pelis (una selección que es, explícitamente, una selección de palabras y
de imágenes). Recordarás que en la primera clase de Sociología de la
educación, cuando anuncié que haríamos un monográfico sobre la pobreza y
las representaciones de la pobreza (en la literatura, en el cine, en las
ciencias sociales), hubo tres alumnos que vinieron al final de la clase a
preguntarme si podían sugerir ellos mismos los libros y las pelis que se
podían trabajar en clase. Mi respuesta fue que no, que desde luego que no.
La selección de los textos es responsabilidad del profesor, no el privilegio o
el poder del profesor, sino su responsabilidad. Otra cosa es que en la
conversación se puedan relacionar los textos del curso con otros textos. Y
otra cosa también es que esas aportaciones se planteen como ejercicios, por
ejemplo, “señale un texto o una película que le parezca que tiene que ver con
el asunto del curso y justifique o razone por qué le parece interesante”
(seguramente observaste que, alguna vez, cuando un alumno se refirió a
algún texto le pedí que preparase una breve presentación para el resto de la
clase). Y otra cosa aún es que en el curso del curso se incorporase alguna
lectura o alguna peli que había aparecido en la conversación. Pero en mis
cursos la fijación del dossier no es democrática, no está sometida a la
consulta o a la aprobación de los alumnos, y creo que no debe serlo.
Volviendo a la dietética, se podría decir que la responsabilidad del régimen
alimenticio (espiritual) que todo curso implica es, desde luego, del profesor.
Y que para mí la selección de los textos es, en ese sentido, crucial. Ya sé que
va a parecer que entiendo al profesor como una especie de “médico de
almas”, pero si un curso consiste en una selección de textos (una dietética) y
una serie de ejercicios (una gimnástica) creo que se puede decir que la
responsabilidad del profesor tiene que ver con prescribir dietas y con
ordenar ejercicios, esos que él considera que, al menos en su curso, “son
saludables”.
Y quiero decir, por último, que el criterio de la selección de textos y de
películas (el criterio dietético del profesor) no es en absoluto moral o
ideológico. Ya sé que eso es difícil de explicitar, pero diría que ese criterio
tiene que ver con su fuerza o con su potencia o con su capacidad para
generar pensamiento, para dar a pensar o, si se quiere, para introducir un
cierto disenso, una cierta tensión, una cierta disconformidad, una cierta
distancia, con las formas convencionales de hablar o de pensar en relación
al asunto. Y es posible que cuando los alumnos consideran los textos
difíciles (densos, complicados, demasiado teóricos) es porque no se ajustan
a lo que todo el mundo sabe, a lo que todo el mundo dice, a lo que todo el
mundo piensa. Porque están orientados (o eso me gustaría) al pensamiento y
no al reconocimiento. Porque implican una cierta salida de lo que ahora se
llama “zona de confort”, es decir, ese lugar en el que todos nos sentimos
seguros y asegurados en tanto que compartimos las mismas creencias, esas
que provocan automáticamente el asentimiento y la conformidad, esas que
aceptamos “sin pensar”.
Disciplina
Karen.
En Brasil llamamos “disciplina” a lo que en español se llama asignatura.
Supongo que como este diccionario parte de palabras escritas en español, no
debe ser ese significado de disciplina que quieres abordar. En mis
anotaciones he encontrado una tarea de Antropología Cultural que mandaste
para casa. Se titulaba “mis disciplinas”, o “qué parte de vuestras vidas
habéis disciplinado”.
Tú incluso comentaste en clase que la mayoría escribió sobre aprendizaje
musical. Quién sabe puedes empezar hablando de ese ejercicio y de tu
observación.
Jorge.
La palabra disciplina está muy connotada y en educación es muy difícil de
usar. Desde los trabajos de Foucault, la palabra disciplina está asociada a
normalización. Se ignora que en sus últimos trabajos, los que tienen que ver
con Grecia y con Roma, la palabra disciplina se asocia al cuidado de sí y a
las prácticas de enseñanza en las escuelas filosóficas de la Antigüedad. En
el último Foucault, que es el que aquí me interesa, disciplina es potencia.
Además, en educación hay un cierto uso ingenuo de la palabra
“espontaneidad”. Y yo necesitaba mostrar que hay formas de vida altamente
disciplinadas (como el deporte o la música, por ejemplo) que no tienen esa
connotación negativa de normalización y que sí tienen que ver con la
adopción de una forma de vida (ser deportista, o ser músico) que sería
imposible sin estar estrictamente regulada y altamente disciplinada. Por eso
sugerí como ejercicio contar en qué actividades se podría decir que uno es
disciplinado o que ha sido disciplinado. Y como pudimos constatar en los
ejercicios que se presentaron, eso de la disciplina ya solo se entiende en
cosas como el aprendizaje de algún instrumento musical o la práctica de
algún deporte que vaya más allá de divertirse un rato. Me llamó la atención,
y llamé la atención de la clase sobre eso, que nadie hablara del estudio o de
la lectura como actividades disciplinadas, como actividades que requieren
disciplina.
En educación se ha impuesto la idea de que el aprendizaje tiene que ser
motivador, divertido, que tiene que procurar satisfacción inmediata. Es
verdad que hay libros y películas que están fabricados para gustar, que te
dan inmediatamente lo que sea, sin requerir ningún esfuerzo de tu parte. Pero
hay libros (y pelis) a los que uno tiene que llegar, a los que uno tiene que
darles algo (tiempo, atención, paciencia, esfuerzo, trabajo) para que ellos te
devuelvan con creces lo que les has entregado. El shopping está abierto 24
horas, está siempre a tu disposición, te recibe ofreciéndote lo que supone
que tú quieres y te pregunta hasta qué punto estás satisfecho con lo que has
comprado. Pero la escuela (y la universidad) no es un shopping (aunque se le
parece cada vez más) y el alumno no es un cliente al que haya que satisfacer.
Un discípulo no es el que sigue una doctrina, una religión o unas ideas sino a
un maestro. El discípulo es el que se somete a la disciplina de un maestro, es
decir, a sus reglas, a las tareas que impone. Hoy en día, la vieja relación
maestro-discípulo ha sido sustituida por la relación profesor-alumno. Pero el
profesor sigue siendo el que dicta la disciplina, el que establece las tareas y
los procedimientos, las maneras de hacer las cosas.
Pero disciplina, como tú muy bien has dicho, también en español, es
sinónimo de materia de estudio. Desde ese punto de vista, la disciplina es la
que impone no tanto el maestro o el profesor como la materia de estudio o,
mejor dicho, la disciplina está puesta o impuesta por el profesor pero no por
la disciplina misma, sino por las exigencias de la materia de estudio. Igual
que la disciplina en la música y en el deporte está dictada por las exigencias
propias de la música y del deporte. Recordarás que en la primera clase dije
que ellos, los alumnos, lo eran de una asignatura, claro, pero también, para
bien o para mal, de un profesor. Y que yo era profesor de una materia, claro,
pero también, para bien o para mal, de unos alumnos, de ellos en concreto.
La disciplina en la escuela (también en la universidad) es disciplina de
estudio. Por eso tiene que ver con la atención. La disciplina escolar (también
en la universidad) consta de reglas, mandatos o imperativos de atención. La
única disciplina válida en educación, la única que es pedagógica, es la que
tiene que ver con la atención. La escuela (y la universidad) disciplina los
cuerpos y las mentes, claro que sí, pero para que estén atentos. La disciplina
escolar, y el profesor que la impone, tratan de producir mentes y cuerpos
atentos, cuerpos y mentes estudiosos, cuerpos y mentes que se someten a las
exigencias de la materia de estudio. Si el profesor es exigente es porque la
materia de estudio lo es. Por eso el profesor no exige en su propio nombre
sino “en nombre” de otra cosa, en nombre del estudio. La disciplina escolar
tiene que ver con crear estudiosos y estudiantes.
Karen.
Imagino que, en varias de las situaciones en las que usaste la palabra
“disciplina”, muchas personas se sintieron molestas. Todos los que hemos
leído Vigilar y castigar y, en su interior, los “cuerpos dóciles”, por ejemplo,
tenemos la idea de normalización muy presente. Por eso, me gustaría que
resaltases la idea de que, en los últimos trabajos de Foucault, la disciplina
se asocia a un cuidado de sí.
Jorge.
Habría que leer al último Foucault y al modo como considera las escuelas
filosóficas de la antigüedad, lo que podríamos llamar la filosofía
escolarizada. Pero quisiera aprovechar tu pregunta para insistir en la manera
como una lectura superficial de Vigilar y castigar se ha utilizado para extraer
algunas palabras con las que elaborar ese tópico de la “crítica a la escuela
tradicional” que está sirviendo de pretexto para el desmantelamiento
neoliberal de la escuela misma (diré algo más sobre eso en la palabra
“retrógado”) y, junto con ella, para el arrasamiento de las instituciones
públicas republicanas e ilustradas que pueden suponer un cierto freno
(también ideológico) a lo que ahora se llaman “los mercados”.
El programa educativo del capitalismo cognitivo y del capitalismo
emocional apuesta por concepciones flexibles, creativas, lúdicas,
antijerárquicas, motivadoras, individualistas, psicologistas y personalizadas
de la educación. Y para eso ha ido muy bien colocar todas esas nuevas
palabras de orden sobre el trasfondo de esa escuela que Foucault nos hizo
mirar como un aparato de disciplina, normalización y sumisión del mismo
orden que las prisiones, el ejército o los manicomios. En un libro reciente
que muestra de un modo muy convincente cómo un cierto lenguaje
pedagógico “izquierdista” y “anarco-naturista”, desde luego
“antitradicional” y “antiinstitucional”, se ajusta perfectamente a la
destrucción de la escuela (y de la universidad) que está llevando a cabo el
nuevo orden económico mundial (el libro es de Carlos Fernández Liria, de
Olga García Fernández y de Enrique Galindo Fernández, y se titula Escuela
o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda)
puede leerse lo siguiente:
“En lugar de admirar con asombro la dignidad y la belleza de esa institución
que se mantiene en pie gracias a décadas de luchas incansables de gente muy
pobre y gracias, también, a la dedicación y la generosidad de millares de
profesores y profesoras amantes de su profesión, en lugar de defenderla y
reivindicarla, se la consideró una ‘institución disciplinaria’, un ‘aparato
ideológico de Estado’, un ‘dispositivo de vigilancia y castigo’… Foucault,
Deleuze, Bourdieu e incluso Althusser se pusieron así al servicio de un
tsunami neoliberal que no los necesitaba en absoluto, pero que no tardó en
apropiarse en absoluto de su jerga”.
No quiero decir con eso, claro, que no hayamos aprendido muchas cosas
importantes de ese Foucault de Vigilar y castigar, pero sí que deberíamos ser
capaces de utilizarlas para criticar y mejorar muchos vicios de la escuela,
pero no en absoluto para su arrasamiento en nombre de no sé qué tópicos
antidisciplinares formulados además por personas a las que la escuela ha
enseñado, disciplinadamente, a leer a escribir. Tengo la impresión de que
tenemos muchos lenguajes y muchos saberes a nuestra disposición para
pensar la dimensión normalizadora de la escuela, pero que carecemos de
lenguajes y de saberes para pensar su dimensión emancipadora. Y me parece
que la idea de disciplina que construye el último Foucault (y que es una
disciplina propiamente escolar, bien separada de la disciplina del cuartel, de
la fábrica o del presidio) puede ser de cierta ayuda.
Karen.
En Florianópolis, en 2015, impartiste una charla llamada “Reglas para el
oficio de profesor” en la que enunciaste una serie de premisas para el oficio.
Algo que me pregunto constantemente es: ¿hay alguna relación entre regla y
disciplina?
Jorge.
Cuando preparé esa conferencia estaba interesado por las reglas monásticas
y, en general, por el papel de las reglas en la modulación de las formas de
vida. Una forma de vida (también lo que se llamaba vida teórica, o vida
contemplativa, o lo que yo estoy llamando, a veces, vida estudiosa) es,
desde luego, una vida examinada, disciplinada y regulada, de lo cual pueden
darnos una idea tanto los textos de Michel Foucault sobre el cuidado de sí en
la antigüedad como los de Pierre Hadot sobre los ejercicios espirituales.
Una regla puede también ser una máxima, lo que antes se llamaban “máximas
de conducta”. Y recuerdo bien la sorpresa con que se recibió en
Florianópolis un título semejante, como de otra época, tal vez por esa
cantinela de que hay que romper las reglas, que tan bien se articula con las
ambiciones desreguladoras del neoliberalismo contemporáneo. Pero te daré
un ejemplo.
Seguramente recuerdas la atención con que ojeamos y comentamos la regla
de San Benito en nuestra visita a los monasterios cistercienses de mi tierra, y
que hubo una que a mi me interesó: la que regula el comportamiento del
“lector de semana” del refectorio, ese cuyo “oficio” es leer mientras los
demás comen. Y lo que más me impresionó es que, antes de comenzar la
lectura, debe pedir a todos que oren por él “para que Dios aparte de él el
espíritu de vanagloria”. Me gustó, desde luego, la palabra “vanagloria”, que
no oía hace mucho tiempo, y pensé enseguida en esos profesores que leen no
para llamar la atención sobre el texto, sino para adornarse a sí mismos con
su lectura, para glorificarse o vanagloriarse a sí mismos como lectores: los
que leen más para oírse a sí mismos que para oir (o dar a oir) el texto. Me
pareció que la regla tiene que ver con una cierta actitud de lector que me
gustó. Además, un poco antes, en el oratorio, él ha tenido que cantar tres
veces un verso que dice: “Señor, ábreme los labios”. Y me pareció muy
hermoso que no eres tú el que abre los labios para leer, sino que es el texto
que te dispones a leer el que tiene que abrirte los labios. Toda la regulación
benedictina de la oración puede considerarse como una regulación de la
lectura que no es solo formal sino sobre todo ética (en el sentido
foucaultiano), porque tiene que ver con cómo la dicción y la repetición de la
plegaria forman o transforman al lector, con la manera como la lectura exige
del lector ciertas cosas. Se trata de una regla, claro. Pero de una regla que
compromete a la totalidad del sujeto. Y creo que la idea de disciplina, de
ascesis, del último Foucault, también tiene algo de eso, de referirse no solo a
un comportamiento sino a una disposición que es tanto corporal como
espiritual.
Dispositivo
Karen.
Esta es una palabra que usas mucho entus clases, principalmente en relación
a la escuela, pues, al fin y al cabo, la escuela es un dispositivo. Por otro
lado, los dispositivos educativos tienenque ver con los vínculos con el
mundo. Me parece, por lo tanto, que un dispositivo educativo abarca un
lugar, un tiempo, un asunto y ejercicios. ¿Es posible caracterizar de esta
forma todo tipo de dispositivo? ¿O quieres establecer alguna diferencia en
relación a los que son educativos? Así, podrías desvelar algunas
características como sus formas, su funcionamiento y su materialidad,
caracterizando también tu modo de entender este concepto y de trabajar con
él.
Jorge.
La noción de “dispositivo” está fuertemente marcada, sobre todo por el uso
sistemático que le han dado autores como Foucault, Deleuze o Agamben para
hablar, fundamentalmente, de relaciones de poder. Siguiendo a Hannah
Arendt, yo utilizo esa palabra (del latín dispositio) para señalar que la
educación (eso que tiene que ver con la transmisión, la renovación y la
comunización del mundo) se produce en el interior de determinadas formas
materiales de disponer (disponere) espacios, tiempos, cuerpos, relaciones,
objetos, tecnologías, disciplinas, lenguajes y maneras de hacer que hagan al
mundo disponible para la infancia y que hagan a la infancia disponible para
el mundo. Con la palabra dispositivo me interesa enfatizar la cuestión de la
disposición, del estar puesto o dispuesto, pero sobre todo la cuestión de la
disponibilidad. Recordarás que esa palabra apareció, sobre todo, en la
disciplina de Antropología Cultural que estaba dedicada a la transmisión. Y
que ahí era muy importante tratar de la escuela (y de otros espacios
educativos) como invenciones, como artificios o como artefactos que no
tienen nada de natural.
En ese sentido, un dispositivo educativo sería algo así como un artificio o un
artefacto en el que el mundo y la infancia se ponen, mutuamente, a
disposición. Permíteme que a partir de aquí no hable de la infancia sino de
los estudiantes. En la escuela (y en la universidad), podríamos decir, el
mundo se pone a disposición de los estudiantes, se hace disponible para los
estudiantes (convertido en materia de estudio), y los estudiantes se ponen a
disposición, o se hacen disponibles, para el mundo en la medida en que se
disponen a estudiarlo, en que se convierten en estudiantes. En ese sentido,
entender la escuela (o la universidad) como un dispositivo significa
desnaturalizarla y, al mismo tiempo, desnaturalizar también tanto a los
estudiantes como a las materias de estudio en tanto que solo pueden
considerarse desde el modo como el dispositivo los pone, o los dispone, o
los propone, o los compone, o los expone.
Sobre la cuestión de la forma, podemos remitirnos al modo como Rancière
caracteriza la escuela: como una separación de tiempos, de espacios, de
materialidades y de actividades. En ese sentido, la escuela (y la universidad)
crea un tiempo separado de los otros tiempos (el tiempo escolar), un espacio
separado de los otros espacios (el espacio escolar), unas materialidades
separadas de otras materialidades (las materias de estudio) y unas
actividades separadas de otras actividades (las actividades escolares).
Incluso, podríamos decir, unos sujetos separados de otros sujetos (los
profesores y los alumnos, que son los habitantes de la escuela, los escolares,
aquellos cuya posición está determinada por la escuela). Todo eso
compondría el dispositivo escuela como dispositivo educativo.
Y lo que el profesor hace es trabajar sobre ese tiempo, sobre ese espacio,
sobre esas materialidades y sobre esas actividades. Lo que el profesor hace
es crear dispositivos (cursos) en el interior de un dispositivo (la escuela, la
universidad). Es en ese sentido que el profesor es un inventor, pero no de
cualquier cosa. El profesor inventa dispositivos educativos (selecciona
textos, inventa ejercicios, propone tareas, construye disposiciones
espaciales y temporales, etc.) o, dicho de otro modo, inventa formas de
hacer escuela (o de hacer universidad) en el interior de la escuela (o de la
universidad). Y con eso quiero decir también que el profesor solo puede ser
profesor (seguir siendo profesor) si la escuela es escuela (si continúa siendo
escuela). Lo mismo podríamos decir, claro, de los estudiantes. Y, en los
términos que trabajamos en esa asignatura, lo mismo podríamos decir de la
educación, que solo puede ser educación (seguir siendo educación, y no otra
cosa) mientras la escuela siga siendo escuela o, en mi caso, mientras la
universidad siga siendo universidad.
Distrito
Karen.
En la asignatura de Arte y Cultura en Educación Social, había dos lugares
para hacer el trabajo de campo: el río Besós y un sector del municipio de
L’Hospitalet de Llobregat sobre el que se estaba empezando a elaborar un
proyecto para convertirlo en un Distrito Cultural. Me gustaría hablar aquí de
ese Distrito Cultural. Además de las tutorías, decidí sumarme a las salidas
de campo de algunos grupos. Cada uno de los seis grupos que trabajaron con
lo que llamaste Distrito Cultural de L’Hospitalet de Llobregat tenía que
recorrer un sector en dos horarios diferentes, por la tarde y por la noche.
Como en todos tus trabajos de campo, los protocolos son muy específicos
(se reforzará este aspecto en la palabra “protocolo”). En ellos había
orientaciones sobre los horarios diurnos y nocturnos. En los protocolos
diurnos se pedía, en primer lugar, hacer inventarios de locales y de sus usos:
Inventario de naves cerradas o abandonadas: preguntar a qué se dedicaban,
cuánto hace que están cerradas; fotografiar (frontalmente) la puerta, los
carteles de “se vende” o “se alquila”, vidrios rotos, agujeros o cualquier
otro signo de deterioro.
Inventario de solares o descampados: preguntar qué había, cuánto hace que
se derribaron los edifícios; fotografiar (si se puede) el descampado
Inventario de naves cuya actividad tenga alguna relación con el reciclaje:
preguntar los horarios, cómo va el negocio, la gente que trabaja, la gente que
acude; hacer una foto del local (de lo que pueda verse desde la puerta).
Inventario de locales que tengan que ver con arte, cultura, actividades
sociales o comunitárias: hacer un listado indicando la actividad.
Inventario de otros locales: fijarse si son actividades de producción, de
reparación, de almacenamiento y distribución.
Aparte de los inventarios, cada grupo tenía que hacer una grabación
audiovisual:
Hacer un travelling lateral de una sola toma de aproximadamente un
kilómetro.
Y tenía también que anotar varias cosas en los cuadernos de campo:
Patrullas de policía; recolectores (informales) de basura; camiones y
brigadas de recogida de basura o de limpeza; gente esperando; grafittis que
os interesen; contenedores (formales) de basura, escombros, etc;
acumulaciones (informales) de basura, escombros, etc; coches que parezcan
abandonados; huellas de actividades no económicas (condones, restos de
hogueras, colchones, residuos de comida o bebida, etcétera).
Los protocolos para los horarios nocturnos eran más libres:
Las observaciones nocturnas serán más subjetivas, más en la lógica de la
deriva, del paseo estético, informal y azaroso. Se trata de caminar, de
pensar, de conversar entre vosotros, de detenerse a escribir o a dibujar en el
cuaderno de campo, de agudizar la sensibilidad al espacio (de dejarse decir
algo por el espacio). La única exigencia es que hagáis: un inventario de todo
lo que os llame la atención; una anotación en el cuaderno de campo cada
media hora; los registros visuales o sonoros que os parezcan adecuados.
Había también algunos procedimientos que había que evitar:
Se evitará cualquier tipo de “información” sobre los espacios de trabajo:
informes institucionales, de expertos, de especialistas o de informadores. No
se trata de explicar el espacio, sino de hacer que sea el espacio mismo el
que hable, el que nos diga alguna cosa.
Por ser esta la primera vez que comentas un lugar de trabajo de campo y tus
protocolos en este diccionario (más adelante tendremos “ruina” y
“shopping”) me parece que podrías responder a estas primeras cuestiones:
¿Cuál es la razón y de dónde parte la idea de hacer el trabajo de campo en un
proyecto de Distrito Cultural? ¿Por qué diferentes horarios de observación?
Y, finalmente, ¿por qué no usar informaciones?
Jorge.
La decisión de recorrer esa zona tuvo que ver con un proyecto del
Ayuntamiento de L’Hospitalet (un municipio industrial de la periferia de
Barcelona, que creció con la emigración de las décadas de los 50 y los 60)
para transformar una zona industrial deteriorada y muy afectada por la crisis
en un Distrito Cultural orientado a atraer lo que ahora se llama “nueva
economía”: industrias culturales, eso de la nueva economía de la
información y la comunicación, de la innovación, de la tecnología, de la
creación, de los jóvenes artistas, etc..
La retórica que se pone en juego es la de la segunda transformación de la
ciudad. Si la primera se definió como el paso de una ciudad agrícola a una
ciudad industrial (lo que pasó en los años 50 y 60), la segunda se está
definiendo como el paso de una ciudad industrial, obrera, a una ciudad postindustrial: del conocimiento, de la creación, de la cultura, de la nueva
economía.
Me pareció que ahí, en esa zona, teníamos un territorio suspendido entre lo
que ya no es y lo que aún no es. Un territorio cuyos usos han sido declarado
obsoletos pero cuyos nuevos usos no han comenzado todavía. De hecho la
zona está llena de naves industriales cerradas, en venta o en alquiler.
Teníamos pues una operación en marcha de reciclaje de un espacio que
disfraza, claro está, procesos de revalorización económica, de especulación
inmobiliaria y de gentrificación (de expulsión de los pobres y de atracción
de otros grupos sociales).
Además, como yo vivo en ese municipio y tenía acceso tanto a las retóricas
oficiales (las que parten del mismo ayuntamiento) como a las críticas (las
que parten de asociaciones que se oponen al proyecto), me pareció que era
una oportunidad estupenda para analizar también cómo se construyen los
discursos sobre lo viejo y lo nuevo, lo obsoleto y lo innovador, lo que ya no
tiene valor y lo que podría tenerlo, lo que es basura y lo que no lo es.
Por todo eso, creí que era un buen lugar para trabajar el asunto de la
disciplina, eso de la basura, de la analogía entre las basuras materiales y las
basuras sociales, viendo cómo se definen también espacios basura que tienen
que ser reciclados, revalorizados, transformados, etcétera. Me pareció que a
partir de ahí se podían problematizar muchas de las prácticas socioeducativas en las que mis alumnos trabajan (o van a trabajar) y que tienen
que ver con lo que llamo prácticas y discursos de tipo “re” (reinsertar,
reciclar, readaptar, reintegrar, resocializar, reparar, etc.). Por otra parte,
como la cosa se llama “Distrito Cultural” y la asignatura en que
trabajábamos se titulaba Arte y cultura en educación social, me pareció que
era un buen lugar para discutir de qué se habla cuando se habla de cultura, y
para darle a algunas vueltas a eso de la relación entre “lo cultural” y “lo
social”.
En relación a tu segunda pregunta, sobre el por qué de los horarios
nocturnos, te diré que en ese territorio deteriorado, abandonado, por el que
yo suelo pasear a veces, se dan actividades medio escondidas, que tienen
algo de ilegales. De noche es una zona oscura, apenas sin tránsito, en la que
hay movimientos medio clandestinos, y eso le da una atmósfera muy
particular. Como si su abandono y su tristeza (pero también su belleza) se
percibiera mejor y de otra manera. Por eso decidí que podría ser bueno
recorrerlo de noche, cuando el lugar está más desierto, más solo, más
desolado. Porque cuando hay gente haciendo cosas es eso lo que llama la
atención, pero cuando no hay gente lo que se percibe es apenas el espacio,
sin sus usos. Es como entrar en una sala de cine cuando no hay película, o en
un museo cuando no hay visitantes, o en una escuela en domingo, o en un
shopping el día que está cerrado al público. O como recorrer una ciudad
desierta, abandonada. Los espacios y las cosas te hablan de otra manera. Y
uno mismo los siente de otra manera.
La cuestión de la no-información y de la no-investigación, por último, tiene
que ver con la presencia y con la literalidad. Aunque de la “literalidad”
hablaremos en otra de las palabras de este diccionario, me gustaría apuntar
algo aquí. La cuestión es que de la misma manera que un libro hay que leerlo
palabra por palabra, atendiendo a lo que pone y a cómo lo pone, del mismo
modo un espacio hay que recorrerlo también exhaustivamente, metro a metro,
observando y anotando todo lo que contiene y cómo está puesto, o dispuesto.
El modelo podría ser Georges Perec, la Tentativa de agotamiento de un lugar
parisino, ese libro maravilloso donde Perec anota exhaustivamente todo lo
que pasa en una plaza.
La cuestión de la “presencia” (de la que también hablaremos en otra palabra
de este diccionario) tiene que ver con el texto de Jan Masschelein, otra vez
Jan, que leímos el primer día de clase, ese de “Pongámonos en marcha”. Ahí
Jan habla de que lo importante no son tanto las representaciones como la
presencia, el estar presente, el estar ahí. Él habla de atención, de estar
atento, y relaciona la atención con la presencia. Por eso creo que los
estudiantes tienen que evitar recoger informaciones sobre el lugar (de
internet, por ejemplo), porque esa es la única manera de estar en el lugar sin
que ese lugar haya sido ya previamente leído. Por eso creo que estos
ejercicios no son estrictamente de investigación (en el sentido de recoger
datos), sino que son ejercicios de atención, y de presencia. Lo importante es
estar ahí, y estar ahí de una manera atenta.
Pero creo que todo esto quedaría más claro si pudieras contar tu propia
experiencia en ese lugar, el día que hiciste la salida con los estudiantes.
Karen.
Nuestro trayecto empezó en la salida del metro a las cinco de la tarde, y
siguió por las calles previamente determinadas. Antes, el grupo de
estudiantes había dividido las tareas, porque les pareció un poco excesivo el
número de cosas que tenían que observar y registrar. Después de algún
tiempo caminando, les recordé que tenían que hacer un travelling y que sería
mejor hacerlo de día. La primera discusión que entablaron fue sobre cómo
contar unkilómetro y, después, sobre cómo hacer el travelling, pues este
movimiento requiere un desplazamiento de la cámara en una dirección.
Ágatha tenía una bicicleta pequeña, así que le colocaron una cámara pequeña
en el guardabarros y la llevaban a pie, para que el movimiento no fuese
acelerado (otra discusión interesante fue sobre el tiempo y el espacio de la
grabación).
Habíamos caminado casi dos horas y media, y ellas ya se mostraban un poco
impacientes con el trayecto: “vemos siempre las mismas cosas; no hay nada
más que ver; sería mejor que investigáramos en algún material de
L’Hospitalet; no hay nada que nos vaya a poder servir como idea para el
trabajo final, etc.”
Una vez más tuve que recordarles que había un protocolo muy claro para
realizar el trabajo, que determinaba evitar cualquier tipo de información.
Conseguir que el espacio hable no es fácil, por eso les dije con vehemencia:
“tenemos que persistir, insistir y cumplir la orientación del profesor.” En
realidad, yo misma no había entendido con claridad la necesidad de circular
por el mismo espacio cuatro horas de día y cuatro horas de noche, y en aquel
momento ni siquiera yo creía que aún iríamos a encontrar algo interesante.
Respiré hondo y pensé en aquella máxima que suelo usar con mis alumnos:
haga todo lo que su maestro le mande. Imagino que en aquel momento las
alumnas ya se habían arrepentido de haberme invitado para que las
acompañase, y ya habían percibido que no me disuadirían de respetar las
reglas, incluso después de pagarme una caña y un bocadillo.
Después de que cada una asumiera su papel, seguimos nuestro camino.
Andando ya a paso lento, nos dimos cuenta de que estábamos al lado de una
pared de láminas de metal. Con la curiosidad aguzada, Nuria intentaba
subirse a la bicicleta de Ágatha mientras Domney agarraba el manillar y
Yaiza le agarraba las piernas, hasta que yo abrí el portón, que solo estaba
entornado. Había un camino abierto en medio de restos de construcción,
carritos del supermercado abarrotados de cosas, plásticos, ropa, cristales
por elsuelo. Como el lector descubrirá en el vocablo “basura”, el tema de la
asignatura era ese y, por lo tanto, lo que a algunos les podría haber parecido
un lugar feo y despreciable, para nosotros fue una “visión del paraíso”. Una
mirada más atenta nos llevó a identificar que existía una clasificación de lo
que allí había, un cierto orden en lo que a primera vista parecía un simple
amontonamiento: un carrito con periódicos, otro con ropa y zapatos, un
montón de libros y revistas en el suelo. Identificamos también que, además
de esa clasificación, había una separación por sectores: cajas de plástico del
mercado cerca del muro, paquetes de comida y latas de bebida en el césped,
pantallas de ordenador y otros objetos electrónicos cerca de los arbustos.
Había un lindo álbum de fotografías, de esos de los años ochenta en los que
pegábamos las fotos con cinta adhesiva. En él había imágenes de un lugar de
playa tiradas desde lo alto de alguna montaña, y también imágenes que
parecían ser de una masía, con personas y animales. En una foto,
particularmente, aparecía un señor con boina, con ropa de quien trabaja en el
campo, al lado de un caballo negro y bajito, delante de una casa.
Tardamos en darnos cuenta de la existencia de una especie de tienda de
campaña montada con unas pancartas comerciales de lona. El terreno era
enorme y, andando hacia el fondo, vimos varias barracas como esa, unas al
lado de las otras, como si se tratase de un pequeño pueblo. El portón se
abrió y nos dio miedo. Entró un hombre, se presentó y nos preguntó si
todavía no había nadie allí. Dijo ser marroquí, y aprovechamos para hacerle
todas las preguntas posibles. Descubrimos que aquel lugar servía como una
especie de centro para almacenar la basura traída por recolectores. Allí la
clasificaban para darle varios destinos. La ropa y los zapatos se vendían en
aquelmismo lugar, por eso el marroquí se encontraba allí. A partir de cierta
hora, los recolectores volvían a sus barracas y era entonces cuando se
podían comercializar algunos de esos productos. El hombre nos informó de
los lugares y horarios de circulación de los recolectores, incluso del
desayuno en la parte de atrás de un supermercado local. Eso podía
ayudarnos a encontrarlos durante sus actividades.
Pusimos fin a nuestras actividades a las nueve y media, media hora después
de lo que pedía el protocolo. Nos quedó mucho más claro el porqué de los
horarios diferentes y, principalmente, de la insistencia en el número de horas
y también en el tipo de información. Tres días después, recorrimos el mismo
itinerario en el otro momento del día solicitado. Estábamos listas para
repetir todo otra vez.
Ese grupo creó un proyecto educativo con la basura al que llamaron Trash
Experience, una especie de parque temático en el que las personas
comprarían una entrada para tener una experiencia con la basura, en la que
los recolectores gestionarían su propia imagen, crearían productos y
explorarían sus actividades de forma interactiva con el espectador. Una
especie de Disneylandia de la basura. Creo que algunas personas no
entendieron el trabajo cuando se expuso. Sin embargo, el proyecto que
presentaron no solo estaba totalmente relacionado con las observaciones de
campo, sino también con algunas de las discusiones del semestre respecto a
la explotación de la pobreza y la transformación de las cosas y de las
personas en basura, sumada a la privatización de los espacios. Y claro,
como constaba también en la orientación, intentaba poner a prueba el
significado de las palabras “igualdad”, “público” y “común” en relación a lo
que se había observado durante el trabajo de campo.
Durante la presentación en clase, la foto del señor de boina con el caballo
negro, en frente de la casa, sin fecha ni lugar, estaba presente. Yo la quité del
álbum y me la llevé, no sé por qué. Pero sé que de alguna forma la foto hacía
a aquel día hablar.
LETRA
E
Educación
Ejercicio
Encargo
Espigadores
Estudiante
Estupidez
Experiencia
Exposición
Educación
Karen.
Para esta palabra quiero empezar por varias de tus negaciones a lo largo de
las clases. La educación: “no tiene nada que ver con enseñar el arte de
vivir”; “no es una preparación para la vida”; “no es terapia”; “no tiene nada
que ver con la transformación de los sujetos”; “no es socialización”; “no
tiene nada que ver con la transformación de la sociedad”. ¿Hay algo
afirmativo sobre la educación?
Jorge.
Como sin duda recuerdas, hubo una materia que tuvo como punto de partida
el famoso texto de Hannah Arendt sobre “La crisis en la educación”. Ya
hemos dicho algo de ese texto en la palabra “amor”, en la palabra
“autoridad” y en la palabra “dispositivo”, y seguramente volveremos sobre
él. Ahí se relaciona la educación con la transmisión / renovación /
comunización del mundo o, dicho de otra manera, con entregar el mundo a
los nuevos para que pueda ser renovado. La educación, desde esa
perspectiva, es la manera que tenemos los humanos de recibir a los nuevos
en su “venir al mundo” entregándoles ese nuestro mundo. La educación tiene
que ver con el don del mundo, no de la vida sino del mundo. Tiene que ver
con preparar a los nuevos “para la renovación de un mundo común”. Y eso,
dice Arendt, es muy difícil, casi imposible, en las actuales condiciones, y
por eso la educación está en crisis.
Está claro que la instrucción en modos de vida no está en crisis (proliferan
las prácticas educativas que tienen que ver con decirle a la gente cómo tiene
que vivir), ni tampoco la preparación para la vida, o para el trabajo (es un
tópico pensar la educación como preparación para algo que está fuera y
generalmente después de la educación), ni tampoco la terapia (nunca la
educación estuvo más relacionada con la felicidad, el bienestar, la gestión de
las emociones, la autoestima y otras categorías de psicología barata), ni la
transformación de los sujetos (hacer que la gente sea más… lo que sea –aquí
se puede poner cualquier palabra que se nos venga a la cabeza), ni la
socialización (la iniciación de las personas en los patrones de
comportamiento legítimos en la sociedad), ni siquiera la educación como una
serie de promesas de transformación social (hacer que la sociedad sea
más… lo que sea).
Lo que está en crisis y seguramente en estado terminal es la transmisión y la
renovación del mundo común. Más aún: lo que está en crisis es la existencia
misma de un mundo común que pueda ser transmitido y renovado. Hay un
libro muy hermoso que se titula Impedir que el mundo se deshaga que
comienza con una frase de Albert Camus, del discurso de recepción del
Nobel, que dice así: “cada generación se siente destinada a rehacer el
mundo. La mía sabe que no podrá hacerlo. Pero su tarea es tal vez mayor.
Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Una de las filósofas más
influyentes en Cataluña en la actualidad, Marina Garcés, en un libro que se
titula Un mundo común, dice que la frase que la ha acompañado durante su
redacción, sin agotar su sentido, es una frase de Merleau-Ponty que dice: “la
certeza injustificable en un mundo que nos sea común es para nosotros la
base de la verdad”.
Lo que ocurre es que para pensar la educación desde esta perspectiva hay
que pensar qué quiere decir transmisión, qué quiere decir renovación, qué
quiere decir mundo y qué quiere decir común. Y eso, pensar eso, era, de
alguna manera, el asunto de la asignatura. Pero para ello hay que limpiar el
terreno. De ahí, seguramente, mi insistencia en “la educación no es…”. Creo
que lo que “la educación no es” se deja decir con una frase que, más o
menos, todo el mundo entiende. Pero decir lo que “la educación es” exige
pensamiento y, desde luego, perspectivas plurales.
Y hay otra cosa que quiero decir, aunque tendré que empezar dando un
rodeo. Está claro que una facultad de arte, o una facultad de filosofía, se
ocupan del arte y de la filosofía, cuidan de ese pedazo del mundo común o
de esa dimensión del mundo común que llamamos arte o filosofía. Y está
claro también que cada vez que muestran algo como “arte” o como
“filosofía” están, al mismo tiempo, pensando sobre “qué es arte” o “qué es
filosofía”, definiendo o determinando, de algún modo (seguramente de
muchos modos), qué es eso que hacen, qué es eso que enseñan, qué es eso de
lo que se ocupan. No se puede ser estudioso o estudiante de arte sin darle
vueltas a qué es eso del arte, como no se puede ser estudioso o estudiante de
filosofía sin darle vueltas a qué es eso de la filosofía. Y yo creo que una
facultad de educación, una facultad que se ocupa y se preocupa por la
educación, que la estudia, que la enseña, no puede dejar de pensar, una y otra
vez, qué es (y qué no es) eso de la educación. Y eso no significa solo que
haya asignaturas especializadas en eso (como Teoría de la educación o
Filosofía de la educación), sino que debe ser una interrogación transversal a
todos los saberes que la componen.
En todos los cursos que preparo, sea cual sea el asunto, siempre está
presente una actitud reflexiva respecto a qué es (y qué no es) educación. Y
eso estaba muy claro en esa disciplina en la que estás pensando cuando me
lanzas de ese modo la palabra “educación”. El ejercicio fundamental de la
asignatura era elaborar una idea de “refugio educativo” en un edificio
abandonado, en una ruina. Pero la instrucción era que había que explicitar en
qué sentido era “refugio” y, sobre todo, en qué sentido era “educativo”, qué
quería decir, prácticamente, en ese diseño pedagógico, la palabra
“educación”. Por eso el significado de la palabra “educación”, en mis
cursos, no es nunca un punto de partida, o algo que se supone, sino que es
algo que se piensa, el asunto que hay que pensar, lo problemático mismo.
Karen.
La educación moderna siempre ha formulado promesas.
En tu texto “Dar la palabra”, afirmas que la educación está relacionada no
con el futuro, sino con el porvenir. Definiendo la educación como:
“Nuestra relación con aquello que no se puede anticipar, ni prever, ni
predecir, ni prescribir; con aquello sobre lo que no se pueden tener
expectativas; con aquello que no se fabrica, pero que nace (si entendemos,
con María Zambrano, que ‘lo que nace es lo que va de lo imposible a lo
verdadero’; o si entendemos, con Hannah Arendt, que el nacimiento tiene
forma de milagro); con aquello que escapa a la medida de nuestro saber, de
nuestro poder, de nuestra voluntad.”
Para aclarar esta parte, tal vez convenga exponer la diferencia entre
“transformación” y “renovación del mundo”.
Jorge.
La misma Hannah Arendt, en sus textos políticos, desarrolla la idea de que el
totalitarismo moderno es revolucionario, es decir, se propone la creación de
un mundo nuevo y, por tanto, de un hombre nuevo. Y lo hace, desde luego,
removiendo todos los obstáculos, sobre tierra quemada. De ahí su enorme
capacidad constructiva y, al mismo tiempo, su enorme potencia destructiva.
Todo totalitarismo es un proyecto de mundo. Y toma a los nuevos, a los
niños y a los jóvenes, como la materia prima para la realización de ese
proyecto, de esa idea de lo que el mundo debería ser. Y convendrás conmigo
en que el capitalismo contemporáneo, ese que algunos de mis amigos llaman
“turbocapitalismo”, se caracteriza por la increíble velocidad con la que
cambia (o quizá destruye) el mundo y cambia (o destruye) a los sujetos.
También el turbocapitalismo es un proyecto de mundo que implica una
producción masiva de sujetos, de forma de subjetividad.
En Arendt la educación se relaciona con el nacimiento, y el nacimiento tiene
la forma de la novedad, del acontecimiento, de lo que no se puede reducir a
efecto, a proyecto, de lo que interrumpe tanto las relaciones causa-efecto
como proyecto-resultado. Desde ese punto de vista, entregar el mundo a los
nuevos no es transformar el mundo sino entregarlo como abierto, abrirlo a su
renovación posible, a una renovación que nunca será nuestra. La transmisión
no está del lado de la transformación (en tanto que proyecto de
transformación, de los individuos o de la sociedad) sino de la renovación
(que, por definición, no puede ser proyectada). Por eso, para mí, es
perverso, en educación, hablar de proyectos y de resultados.
De todos modos, y como aquí estamos elaborando mis maneras de profesor,
tal vez tenga sentido señalar, en la palabra “educación”, la manera como mis
propios cursos no pueden anticipar lo que podría ser su resultado (ni en los
términos antiguos de conocimientos, ni en los términos actuales de
competencias). Y que eso también marca tanto la relación que se establece
con los textos (que nunca son tomados como “contenidos”) como la relación
que se establece con los ejercicios (que nunca son tomados como
“prácticas” o “actividades” que puedan resultar en un saber-hacer). De
hecho, siempre se trata de que algo pase (en la lectura, en el ejercicio, en la
conversación), pero teniendo muy claro que el profesor nunca es el dueño de
ese “algo”.
Es más, que lo que al profesor realmente le gustaría (para lo que trabaja en
definitiva) es que los efectos de sus cursos sean inesperados y sorprendentes
para él mismo. Y lo que me consuela es pensar que esos efectos inesperados,
sean los que sean, no son visibles para mí (o lo son de una manera mínima) y
que si se dan, si es que se dan, es siempre en una dimensión que me es ajena.
Es decir, que en educación uno hace las cosas “por si acaso” y sabiendo que
ni siquiera va a ver si lo que uno hace tiene o no algún efecto. En fin, que el
futuro se proyecta pero el por-venir es incalculable.
Ejercicio
Karen.
Pasé a tener contacto con la práctica de ejercicios en tus clases a partir del
segundo día de la asignatura de Sociología de la Educación. En la clase
anterior habíamos visto Tierra sin pan, de Luis Buñuel. En este documental
de 1932, el cineasta graba Las Hurdes, una región paupérrima de España, en
su precariedad cotidiana. Una de las propuestas era hacer una grabación en
un barrio rico, pero con la misma perspectiva del documental de Buñuel.
Otra propuesta era hacer comentarios “por encima de” la película, con una
voz en off, desde un punto de vista pretendidamente antropológico, al estilo
“formas de adaptación de los seres humanos a un entorno hostil”.
Vimos otra película de Buñuel, Los olvidados, grabada en 1949-1950 en los
suburbios de la Ciudad de México, y que muestra la vida de jóvenes
considerados delincuentes. Para el trabajo sobre ella, la orientación provino
de los espectadores: pensar un proyecto de “reinserción” para Jaibo y
Pedro; un proyecto de “prevención” para Ojitos y Meche; hacer un “perfil
psicológico” del padre de Pedro, del padre de Julián y del ciego Carmelo;
esbozar “un proyecto educativo” para los explotadores de la miseria infantil;
algunos alumnos podrían ver otras películas con temática semejante, como
Ciudad de Dios o La virgen de los sicarios, y hacer una comparación.
Confieso que me compadecí un poco de los alumnos (tal vez porque a mí
misma me dejaron aturdida tantas anotaciones), pero también me compadecí
del profesor: ¿cómo conseguirías anotar e incluso comentar tantos
ejercicios? Al fin y al cabo, no se me olvidaba que tenías entre 70 y 80
estudiantes en cada clase.
Fue también ese día cuando pronunciaste una de las frases más emblemáticas
del semestre, de autoría de tu amigo Fernando González: “la asistencia no es
obligatoria, pero la presencia sí.” Aunque la enunciaste con cierta crudeza
(como un duro llamamiento a la supuesta aridez con la que, aparentemente,
se conducirían las clases), la frase pasó a tener sentido completo en el
concepto y en el diseño de lo que es un “ejercicio”. Pero eso solo lo pude
empezar a entender en una clase tuya a la que asistí en el posgrado, y que
merece un comentario aquí.
Tuvo lugar durante un día de mucho cansancio, que empezó por la mañana
con Antropología Cultural y una discusión sobre los conceptos de
heterocronía y heterotopía, fundamentales para empezar a componer la idea
de “refugio”, categoría central en el trabajo de esa asignatura. Fue a través
de un lindo cortometraje titulado Alumbramiento que esas ideas empezaron a
ser elaboradas. Y, al final de la clase, de nuevo un ejercicio: tendríamos que
escribir sobre nuestros refugios, es decir, sobre nuestros lugares secretos de
la infancia. ¿Cuáles eran? ¿Cómo eran? De nuevo me pregunté en mi
cuaderno: “¿Por qué este énfasis en los ejercicios?”.
Los viernes, después de la clase de por la mañana, siempre nos reuníamos
para comentar la semana, los protocolos, los próximos pasos a los que las
clases nos llevaban. Por la tarde teníamos clase en el posgrado y, aquel día,
tu pregunta inicial fue: “¿De dónde procede nuestra idea de ejercicio?”.
Nos llevaste a los griegos – a la ascesis griega – hasta llegar a Foucault. Y,
así, es en la lógica del ejercicio del ejército, del saber que se ejercita de la
medicina y, finalmente, del estar en forma, del “estar preparado” de la
escuela, que parece ubicarse tu idea de ejercicio y de pensamiento: solo se
aprende a través del ejercicio y solo se aprende de alguien que tiene algo
que decir.
Con base en el contexto etimológico que nos presentaste, el ejercicio es una
entrega, pero tambiénes un lugar, por decirlo así, de preparación para la
práctica. Eso desmonta una educación meritocrática, por ejemplo. Es decir,
si la escuela es el lugar del ejercicio, es también entonces un lugar de
preparación, de repetición, no de merecimiento. Puedes elegir por dónde
empezar.
Jorge.
Un curso podría verse como una dietética (en mi caso, una selección de
textos y de películas, un dossier, ya le hemos dedicado una palabra a esa
idea) y como una gimnástica (en mi caso, una serie de tareas encomendadas).
El profesor pone algunos textos encima de la mesa (da a leer) y propone
algunos ejercicios en relación a los textos. Puesto que mis cursos suelen
incluir un trabajo de campo, podríamos decir también que el profesor
delimita un espacio y exige una serie de actividades, de ejercicios, en
relación a ese espacio que va a funcionar también, de algún modo, como un
texto. El profesor, por tanto, es fundamentalmente un seleccionador de textos
(una especie de curador) y un inventor de ejercicios. O, si se quiere, un
prescriptor a la vez dietético y gimnástico.
Tienes razón cuando dices que acostumbro a solicitar ejercicios desde el
primer momento, desde las primeras aulas, en relación a los primeros textos
o a las primeras películas. Eso hice, como consta en tu cuaderno, con las dos
películas de Luis Buñuel con las que inicié ese monográfico sobre “la
pobreza” en el que consistía la materia de una de las asignaturas.
Pero creo importante señalar que en la primera de las tareas (filmar un
barrio rico con el mismo enfoque con el que Buñuel filmó el atraso de Las
Hurdes, esa lógica, propia de la Geografía Humana, de “vida, trabajo y
costumbres de una población en relación a su entorno natural”, haciendo
como si fuera un habitante pobre de Las Hurdes el que visitase un barrio rico
de Barcelona) se trataba de comenzar a ejemplificar el ejercicio de
inversión en el que iba a consistir el trabajo final de la asignatura (algo de
eso se desarrolla en la palabra “ricos” de este diccionario).
La segunda de las tareas (proponer diversas actividades en relación con los
personajes de Los olvidados) estaba pensada para comenzar a desnaturalizar los discursos y las prácticas dominantes en educación social
(esas que tiene que ver con informes, diagnósticos, programas de
intervención sobre los individuos y las poblaciones).
La tercera tarea (comparar Los olvidados con otras películas de ese género
que podríamos llamar “niños de la calle en las periferias urbanas, a punto de
caer en la delincuencia” y que tan buenos –y malos– ejemplos ha dado en el
cine latinoamericano) estaba orientada a que los alumnos comenzasen a
problematizar las representaciones de la pobreza haciéndose conscientes de
ciertas regularidades discursivas.
Como ves, no son en absoluto tareas arbitrarias, sino que todas ellas tienen
una relación explícita con el asunto de la materia. Y lo mismo podríamos
decir del ejercicio de recordar y describir los refugios de su infancia, esos
escondites, esos lugares que tú llamas “secretos”, sustraídos a la mirada y al
control de los adultos, y que están presentes, creo, en la mayoría de las
experiencias infantiles. De hecho, como sabes, la propuesta de trabajo final
de ese curso fue algo así como diseñar un refugio educativo (algo de eso se
desarrolla en la palabra “refugio”).
Dicho esto sobre los ejercicios concretos que tan bien recuerdas, me gustaría
decir ahora tres cosas sobre la lógica general del ejercicio, de lo que los
griegos llamaban ascesis (y de lo que algo hemos dicho también en la
palabra “disciplina”). En la antigua Grecia, la que inventa la escuela, los
ejercicios se plantean, sobre todo, en relación a los atletas y los soldados.
Los atletas se ejercitan en el gimnasio para la competición, pero allí la
competición está suspendida, es decir, se hacen las mismas cosas que en la
competición pero sin competir. Es en ese sentido que el ejercicio es
preparación. Y lo mismo podríamos decir de los soldados, que se ejercitan
para el combate sin competir, en una serie de actividades en las que el
combate está suspendido, en el que se hace como si se combatiera, pero sin
combatir. En ambos casos se trata, sobre todo, de ejercicios corporales (que
tienen, desde luego, efectos en el alma, en el carácter, en la mente). Los
ejercicios escolares aparecen en este contexto, pero se plantean más bien
como ejercicios espirituales. Pierre Hadot (con quien Foucault trabajó en la
última parte de su obra, la que tiene que ver con las tecnologías del yo y las
prácticas ascéticas en la antigüedad) ha estudiado eso muy bien, y en sus
Ejercicios espirituales y filosofía antigua escribe, por ejemplo, que:
“Del mismo modo que por medio de la práctica repetida de ejercicios
corporales el atleta proporciona a su cuerpo una nueva apariencia y mayor
vigor, gracias a los ejercicios espirituales el filósofo proporciona más vigor
a su alma, modifica su paisaje interior, transforma su visión del mundo y,
finalmente, su ser por entero. La analogía podría resultar todavía más
evidente por cuanto que en el gymnasion, es decir, en el lugar donde se
practicaban los ejercicios físicos, eran impartidas también lecciones de
filosofía, lo que significaba que se llevaba a cabo allí un entrenamiento
específico en la gimnasia espiritual”.
Pero lo que es importante es que los estudiantes no son atletas ni soldados,
que los ejercicios escolares no tienen nada que ver ni con la competición ni
con el combate. En la universidad, al menos en mis clases, ni se compite ni
se lucha. Y las aulas no son en absoluto lugares de exhibición (ni del
profesor ni de los estudiantes). Los ejercicios escolares deben concebirse
como gimnasias de la atención. Así ha sido desde los orígenes de la escuela.
Podría hacerse, creo, una historia de la escuela como una historia de la
invención y la puesta en práctica de ejercicios de atención, tanto corporales
como espirituales. De lo que se trata es de llamar la atención, de sostener la
atención, de disciplinar la atención, de crear sujetos atentos. Y atentos, sobre
todo, al mundo. No a sí mismos, sino al mundo.
Y podría decirse también que si en la universidad, al menos en mis clases,
se trata de convertir a los alumnos en estudiantes (ver a ese respecto la
palabra “alumno”), los ejercicios son siempre ejercicios de estudio y para el
estudio. Se entenderá, entonces, la dificultad de la tarea, si tenemos en
cuenta el efecto arrasador de las tecnologías de la distracción. Y si tenemos
en cuenta también que la universidad ya no piensa a sus sujetos como
estudiosos y estudiantes, sino como investigadores, expertos y futuros
profesionales (o emprendedores). Todo el vocabulario del que me he ido
distanciando en las palabras tachadas de este diccionario, lo que hemos
llamado no-palabras (aprendizaje, calidad, comunicación, información,
investigación, metodología, objetivos, profesionalismo o utilidad), podría
tomarse como síntoma de una verdadera guerra contra el estudio.
La segunda cosa que quiero decir es que la lógica del ejercicio exige que se
entre en sus reglas sin preguntarse demasiado por qué. Hay que entregarse al
ejercicio sin necesidad de saber muy bien cuál es su finalidad o su sentido,
porque sí, porque el profesor lo manda. Algo que sería obvio si pensásemos
en los ejercicios corporales (en el deporte, por ejemplo), o en los
aprendizajes altamente disciplinados (como la música), pero que es
particularmente difícil en la universidad de la época del alumno cliente (y
del profesor vendedor), del alumno que se la pasa preguntando ¿y esto para
qué (me) sirve? (y del profesor que se la pasa tratando de convencer a sus
alumnos de lo útil y provechoso que les va a ser pasar por su asignatura).
Para terminar, la tercera cosa que quiero decir tiene relación con esa frase
que tú comentas, esa que le copié a mi amigo el profesor Fernando González
y que dice que la asistencia no es obligatoria pero la presencia sí.
Desarrollaremos eso en la palabra “presencia”, pero baste por ahora con
decir que si el ejercicio lo es de la atención hay que entregarse a él de
cuerpo y alma o, por decirlo de una forma que en esta época casi es
incomprensible, hay que estar en lo que se hace. Por eso los ejercicios no se
pueden hacer de cualquier manera. Y por eso la tarea del profesor no es solo
asignar ejercicios sino enmarcar también cómo deben hacerse.
Encargo
Karen.
El acuerdo es que dediquemos un par de palabras a los textos que se
trabajaron en cada una de las materias. Dedicaremos una palabra a una
película y otra a un texto escrito. Para la materia cuyo tema era la pobreza,
Sociología de la Educación, el texto escrito podría ser uno de los que a ti
más te gustaban (recuerdo la pasión con la que leíste algunos párrafos) y,
curiosamente, el que tus alumnos consideraron de lectura más difícil, el que
consideraron más ilegible. Me refiero a las primeras secciones del libro de
James Agee y Walter Evans Elogiemos ahora a hombres famosos. Además,
propusiste un ejercicio a partir de las primeras palabras del libro, esas de
“me parece curioso, por no decir obsceno y absolutamente aterrador…”. ¿Te
parece comentar ese texto?
Jorge.
Me parece que la posición de ese texto en el curso puede mostrar qué es eso
de un curso entendido al modo musical, y cómo funciona ahí eso de la
confluencia de varias líneas melódicas, eso de la producción de efectos
complejos de resonancia entre temas y motivos, pero también entre tonos.
La primera confluencia tiene que ver con la época, la Gran Depresión, y ahí
el texto de Agee resonaba con otros de los textos leídos en la asignatura,
concretamente los de John Steinbeck (Las uvas de la ira y Los vagabundos
de la cosecha), y con la novela de Woody Guthrie Una casa de tierra.
La segunda confluencia tiene que ver con el lugar, los Estados Unidos, y ahí
el texto de Agee resonaba con Steinbeck y con Guthrie, desde luego, pero
también con Los pobres, el libro de William T. Vollmann que trabajamos al
final del curso y en cuyo prólogo hay referencias explícitas tanto a Las uvas
de la ira como a Elogiemos ahora a hombres famosos.
La tercera confluencia tiene que ver con la relación entre las palabras y las
imágenes. La novela de Steinbeck la pegamos a la película del mismo título
de John Ford, pero también, si recuerdas, a las fotografías de Dorothea
Lange; y el libro de Agee está acompañado con las fotografías de Walker
Evans.
La cuarta confluencia tiene que ver con el tono. Y es que todos esos textos
están referidos a la pobreza de un mundo campesino en trance de extinción,
sometido a terribles presiones, y todos ellos están atravesados, por tanto,
por un cierto tono elegíaco, como si fueran una especie de elogio fúnebre a
unas formas de vida que desaparecen. Y todos ellos están atravesados
también por un cierto tono épico, de claras resonancias bíblicas, muy propio
de la cultura norteamericana.
Pero la línea melódica principal, la que tiene que ver directamente con el
tema, está referida a lo que en educación social y, en general, en el trabajo
social, se llama “el encargo”, las contradicciones del encargo y la
necesidad, a veces, de traicionar el encargo. El encargo tiene que ver con
quién te contrata y para qué te contrata, es decir, con la obediencia que debe
cualquier profesional a las instituciones para las que trabaja y al modo como
esas instituciones definen la naturaleza y la función de su trabajo. Pero esa
obediencia entra en conflicto con la responsabilidad que el trabajador social
tiene con las personas con las que trabaja. Y eso le lleva a reinterpretar el
encargo, a desviarlo y, algunas veces, a traicionarlo, es decir, como dicen
algunos de mis amigos, a convertirse en agente doble, en un agente que sirve
a los dos bandos pero que también traiciona a los dos bandos.
Es ahí donde el arranque del libro de Agee es extraordinario: ese largo y
hermoso párrafo que comienza con “me parece curioso, por no decir
obsceno y absolutamente aterrador” en el que Agee muestra su suspicacia, su
desprecio y su ira por la empresa periodística que les ha contratado para
fabricar un producto que puede venderse, no solo por dinero, sino también a
cambio de réditos morales y de imagen pública, es decir, en nombre de la
buena conciencia y del periodismo honesto. En ese párrafo Agee considera a
los que les contratan como “sus enemigos más peligrosos” y se declara a sí
mismo y a su compañero Evans de “espías” y de “estafadores” aunque,
aparentemente, trabaje el uno de periodista y el otro de fotógrafo. El párrafo
comienza diciendo que le parece:
“Curioso, obsceno y absolutamente aterrador que a una asociación de seres
humanos reunidos por la necesidad, el azar y el provecho en una compañía,
un órgano del periodismo, se le ocurriera hurgar íntimamente en las vidas de
un grupo de seres humanos indefensos y lastimosamente perjudicados, una
familia de campo, ignorante y desvalida con el propósito de exhibir la
desnudez, desventaja y humillación de estas vidas ante otro grupo de seres
humanos, en nombre de la ciencia, del ‘periodismo honesto’ (cualquiera que
pueda ser el significado de esta paradoja), de la humanidad, de la osadía
social, por dinero y por la fama de hacer cruzadas y ser imparciales”.
Además, Agee interpela también directamente al lector preguntándole por
qué causa y con qué fin y con qué derecho va a leer ese libro y va a
emocionarse y a edificarse y a halagar su buena conciencia con “la pobreza
vista a distancia”.
Digamos que ese primer párrafo es una excelente de-construcción tanto de
las condiciones de producción como de las condiciones de recepción de un
texto. Y eso, que un texto no es neutro, que tanto su escritura como su lectura
están marcadas, es, creo, una de las lecciones fundamentales del curso. Agee
tiene la lucidez y la osadía de declarar que el trabajo que se ha propuesto
hacer, que ha hecho, el libro que ha escrito, implica necesariamente
traicionar tanto a los que lo han encargado como a los que podrían tener
interés en comprarlo.
Y es ahí donde ese motivo, o ese tema, resuenan con otros textos del curso.
En primer lugar, resuena con el personaje de Daniel, el protagonista de la
película Hoy empieza todo, de Bertrand Tavernier: el director de un
parvulario de un barrio periférico que, por responsabilidad con los niños,
tiene que enfrentarse a las distintas burocracias institucionales y políticas de
las cuales depende.
En segundo lugar, el motivo de las contradicciones del encargo resuena con
los personajes de La miseria del mundo de Pierre Bourdieu, en particular los
que aparecen en la sección titulada “La dimisión del Estado”, esos
personajes, trabajadores sociales todos ellos, que enfrentan cotidianamente
la contradicción entre el estar al servicio de un Estado que les contrata y al
mismo tiempo los abandona y, en ocasiones, los desautoriza, y estar también
al servicio de unas personas ante las que tienen una responsabilidad
profesional, desde luego, pero también moral y política.
Entre esos personajes está Pascale, que trabaja en políticas de vivienda, que
tuvo el encargo de propiciar la participación de los implicados en un
programa de realojamiento, que se tomó demasiado en serio ese encargo al
trabajar en la reactivación de la vida asociativa y reivindicativa y
autogestionaria del barrio, y que eso significó su desautorización por parte
de quienes le habían contratado. Pascale choca por arriba y por abajo. Por
arriba con una burocracia inoperante e hipócrita. Y por abajo con una
población desmotivada y desmovilizada. Y lo que le pasa es que no decide
sobre los medios que se ponen a su disposición, que no puede dar lo que la
gente le pide y que lo único que puede dar es lo que la gente no pide.
También está Denis, un juez de aplicación de penas que, para hacer bien su
trabajo, tiene que pelearse tanto contra los tribunales cuyas decisiones
cuestiona como contra la burocracia de las instituciones penales que resisten
cualquier práctica que les pueda provocar problemas. Denis tiene que hacer
funcionar el sistema contra el sistema, y eso lo convierte en un personaje
incómodo no solo para las instituciones, sino también para los otros
profesionales con los que trabaja.
Y leímos, por último, el caso de Francis, un educador de calle que trabaja
con toxicómanos y cuya forma de trabajar va mucho más allá de su encargo
profesional. Para hacer bien su trabajo, Francis tiene que situarse al margen
de la institución y utilizar lazos personales de colaboración y complicidad
con amigos y conocidos, tiene que trasgredir las reglas y convertirse en una
especie de representante de los drogadictos en tanto que se compromete con
ellos más allá de lo que exige su profesión. Francis cree que el educador
tiene que estar con la gente independientemente de la institución que
representa. Él es un educador que arma contrapoderes, y por eso lo
despiden.
Pero hay aún otras resonancias, quizás menos evidentes. La cuestión del
encargo (y de las contradicciones del encargo y de la traición al encargo)
que aparece en el libro de Agee resuena también con la posición de total
desconfianza frente a las instituciones, frente a sus prácticas y sus lenguajes,
de la gente de Barrilete Cósmico, tal como la expresan en un párrafo de
Pedagogía Mutante que leímos en clase dos veces, en voz alta, y que no me
resisto a transcribir:
“Rechazamos desde un primer momento todos los términos técnicos que
hablan de los pibes: niños en situación de calle, en conflicto con la ley
penal, abordaje, intervención, adicto; también rechazamos la peregrinación
por los juzgados y los equipos técnicos con sus legajos. No buscamos crear
un centro de día, el intercambio interdisciplinario nunca se dio. No hay
casos. No discutimos casos. No queríamos armar una organización que
albergue pibes y les permita refugio subjetivo. No queremos a los pibes más
educables, los que seguro (mal que mal) siguen lo esperado; no hay
protocolo. No hay inclusión, no es posible y además le dijimos no de entrada
a la inclusión como excluidos. A decir verdad, parece que no tenemos
objetivo. No terciaríamos las políticas de otros. No somos técnicos ni
profesionales pero tampoco somos militantes, no hacemos política, no somos
educadores populares, no creemos en la igualdad futura, no nos importa. No
tenemos expectativas, no sabemos. Ya no aspiramos a resolver la compleja
problemática. No transformamos la realidad, es más no creemos que la
educación sea herramienta de cambio. No se trata de transmitir, ni de incluir,
ni de aconsejar, ni de salvar, ni de emancipar a los pibes y pibas. Carecemos
de ética militante, de moral. No juzgamos, no ofrecemos redención. No hay
talleres sobre sexualidad, HIV o sobre la dictadura, sentimos que no hay
nada para transmitir. No hay sujeto a emancipar. No planificamos (y cuando
lo hicimos no salió), no proyectamos, no hay proceso. No construimos un rol
adulto, no asignamos roles. No forzamos modos de vincularnos. No creemos
ser una organización. Tampoco un quiosquito. Ni gueto ni microempresa. No
tenemos sede, no necesitamos. No tenemos un deber, ni una misión, ni nada.
No nos quedamos quietos. Los pibes y las pibas no dependen de nosotros, no
lo aceptamos. No somos responsables, no nos hacemos cargo; no somos
recurso. No queremos el patronato, ninguno; ni el antiguo ni el nuevo progre,
médico psico social. No le hacemos mal a nadie, no manejamos el destino
final de las cosas, no es rock and roll… es pura suerte”.
Karen.
Recuerdo otra frase del texto de Agee que comentaste ampliamente, una frase
que implica ciertas consideraciones metodológicas y que tú hiciste resonar
con el trabajo de campo y, sobre todo, con la crítica a las metodologías de
investigación.
Jorge.
Seguramente te refieres a estas líneas del prefacio de Agee:
“El tema nominal es el de los arrendatarios del algodón en Norteamérica,
examinados a través de la vida cotidiana de tres familias (…). En realidad,
el esfuerzo estriba en reconocer la estatura de una porción de existencia
inimaginada y en aportar técnicas apropiadas para su informe, comunicación,
análisis y defensa (…). Los instrumentos inmediatos son dos: la cámara fija
y la palabra impresa. El instrumento predominante –que es así mismo uno de
los centros del tema- es la conciencia humana individual y antiautoritaria
(…). Si surgen complicaciones, es porque (los investigadores) intentan
abordar su tema no como periodistas, sociólogos, políticos, animadores,
filántropos, sacerdotes o artistas, sino seriamente”.
Una cosa es el tema nominal, el objeto de investigación, que se presenta sin
problemas, y otra cosa es lo que Agee pretende y, sobre todo, la manera
como se pone a trabajar, la naturaleza de su esfuerzo. Su objeto de
investigación es la vida cotidiana de tres familias de arrendatarios. Pero su
esfuerzo es comunicar y defender existencias inimaginadas e inimaginables.
Y para eso, para ese trabajo, lo único que tiene es la palabra y la cámara, es
decir, la puesta en juego de las preguntas del Maestro Ignorante, ¿y tú qué
ves?, ¿y tú, qué dices?, ¿y tú qué piensas?, los sentidos, el lenguaje y el
pensamiento, la capacidad de mirar, la capacidad de pensar y la capacidad
de hablar, eso que hay que utilizar en tanto que seres humanos, seriamente,
renunciando a cualquier posición enunciativa que, por segura y asegurada,
impida la experiencia.
Es fácil mirar y pensar y escribir “como” periodista, o “como” sociólogo, o
“como” filántropo, incluso “como” artista: solo hay que impostar las
convenciones de cada una de esas posiciones enunciativas, de cada uno de
esos “como”, y así se evita uno las complicaciones. Unas complicaciones
que aparecen también en la lectura porque cuando el lector reconoce esos
“como” de quién le está hablando, él sabrá también, inmediatamente, de qué
se trata, y eso también le evitará complicaciones, también le evitará leer
como un ser humano, es decir, seriamente. Y lo que yo les trataba de decir a
los chicos y a las chicas de la clase es que a lo mejor, alguna vez, el trabajo
hay que tomárselo seriamente, y que para eso hay que separarse de la
posición institucional y, quizás, traicionar el encargo. Hay veces en la vida
(también en el trabajo) en que hay arriesgar algo, comprometerse en algo y
tal vez contra algo, y ser, en definitiva, valiente.
Espigadores
Karen.
No me cabe duda de que aquí partiremos de la película de Agnès Varda, Los
espigadores y la espigadora, que vimos en Arte y Cultura en Educación
Social. La directora parte de un cuadro de Millet, Des glaneuses, y estudia a
lo largo de la película ese modo de hacer (“espigar”) que incluye el
movimiento del cuerpo y de las manos. Un gesto campesino que puede
encontrarse hoy también en el espacio urbano, pero que pertenece a un
tiempo que se repite, a un tiempo cíclico.
Por lo que me parece, el gesto del recolector de basura, así como el del
“espigador”, es el de agarrar, recoger, pero también el de separar. Tal vez,
de la misma forma, también lo es el gesto del trapero, delineado por
Benjamin al hablar de Baudelaire, aquel que a todo momento para para
rebuscar en la basura con la que se depara y también, sin duda, el de quien
barre las calles, el “barrendero” de nuestro diccionario.
En fin, esta película fue una de las fundamentales de la asignatura, pues
parece que querías hacer retumbar en el trabajo de campo esas fronteras,
algunas veces ambiguas y otras no, en el interior de los espacios.
Jorge.
En otra de las palabras relacionadas con la asignatura de Arte y Cultura, en
la palabra “barrenderos”, ya me he referido a esa relación, que tú señalas,
entre el gesto del barrendero de Bauman (el que cada día recorre las calles
de la ciudad para separar lo que la sociedad acepta y lo que rechaza y, sobre
todo, para establecer y mantener la frontera entre lo aceptado y lo
rechazado) y el del trapero-poeta de Benjamin (el que hace poesía con lo
que la ciudad desecha). Por otra parte, en la palabra “basura”, sobre todo en
relación a tu pregunta por el uso que hice en clase de las dos películas
rodadas en el Jardím Gramacho (el enorme vertedero de Rio de Janeiro), ya
he dicho algo de las ambigüedades de la relación entre el arte y la basura, y
entre el arte y las personas que trabajan con la basura, que hacen de la
basura su modo de vida. Lo que introduce el gesto de espigar tal como lo
elabora la película de Vardà es, entre otras muchas cosas, la cuestión de los
bienes comunes (sobre lo que algo he dicho en la palabra “común” de este
mismo diccionario).
Para mostrar eso podemos transcribir el modo como aparece en la película
la legislación tradicional sobre el derecho al espigueo. Hay una cita de un
libro sobre el derecho a la propiedad que dice que:
“La comunidad en su totalidad posee varios derechos sobre las tierras
privadas: el derecho a la recogida de espigas de trigo desechadas u
olvidadas por los cosechadores, un derecho derivado de las Sagradas
Escrituras y aplicado por San Luis. Este derecho estaba reservado a los
viejos, los jóvenes, los enfermos y las viudas que no podían alquilar sus
manos durante el periodo de la cosecha. Tenían el derecho a recoger los
racimos que olvidaban los cosechadores. Derecho a rastrillar la hierba seca.
Derecho a recoger los frutos silvestres de los arbustos. Y también el derecho
a llevar sus rebaños a pastar por las cañadas, día sí día no, para permitir la
trashumancia”.
Hay también la referencia a los textos sagrados, al Levítico:
“Cuando hagas la recolección de tu campo no lo segarás hasta la misma
orilla ni recogerás las espigas caídas; lo dejarás para el pobre y el
extranjero”.
Y al Deuteronomio:
“Cuando hagas la recolección de tu cosecha, si olvidas una gavilla, no
vuelvas a buscarla. Déjala para el extranjero, el huérfano y la viuda”.
En esa lógica, en la película aparece el señor Dessaud, abogado, vestido con
toga entre las coles, que repasa sus libros de leyes y encuentra un artículo
del Código Penal que dice que para que los espigadores puedan recolectar:
“La cosecha tiene que haberse dado por terminada y al espigador solo se le
permite espigar desde la salida hasta la puesta del sol”.
Y encuentra también un decreto de un viejo libro de leyes, de 1554, que
permite a los pobres y los necesitados rebuscar en los campos después de
las cosechas.
Por último, aparece también en la película la señora Espié, también
abogada, que habla de los bienes abandonados en la ciudad, en el espacio
público, que tienen la consideración de res derelictae, de cosas sin dueño:
“Estos objetos no pueden ser robados, ya que no tienen dueño. Las personas
que recuperen esos objetos se convierten en sus dueños legales. Adquieren
esa propiedad de manera un tanto original, ya que no los adquieren de nadie
en particular. Simplemente toman el objeto y ya les pertenece de manera
irrevocable”.
A partir del cuadro de Millet que habla aún de una práctica campesina casi
desaparecida, la película es un viaje por Francia al encuentro de toda clase
de recuperadores, de gente que busca en la basura, que recoge lo desechado
tanto en el campo como en la ciudad, a veces por necesidad, a veces por
razones éticas o ecológicas, a veces por razones estéticas, a veces por azar,
a veces como modo de vida, pero todos ellos hacen algo con las cosas sin
dueño, con las cosas que son de todos (y de nadie) porque no valen nada, y a
las que el gesto del recolector, del espigador, es capaz de dar una nueva
vida.
Hay cuatro motivos más concretos en la película que me interesa subrayar.
El primero es la aparición del retablo de Van der Weyden titulado El juicio
final, en el que el arcángel Miguel pesa y juzga los pecados de los muertos.
Aquellos cuyos pecados son livianos irán al cielo, y aquellos cuyos pecados
pesan mucho se les condena al infierno. Vemos aquí el carácter teológico de
toda selección, la manera como se separa inapelablemente lo salvado y lo
condenado. Y, como seguramente recordarás, aproveché ese pasaje para
hablar del limbo, del lamentablemente desaparecido limbo, que era el único
lugar que escapaba a la economía dual e implacable del plan divino. En el
limbo, como decíamos en el programa de radio al que me referiré en la
palabra que le hemos dedicado en este diccionario, no hay ni pena ni gloria,
nadie está condenado y nadie tiene salvación. El limbo es ese lugar ambiguo
en el que la gran selección no opera. Y mi invitación fue a pensar una
educación social limbeña, es decir, que actúe fuera de la lógica de la
separación entre lo aceptado y lo desechado, que considere a todas las
personas, no desde el lugar que ocupan en los dos lados de la frontera que
señala Bauman, sino desde un lugar indefinido, neutro, en el que esa frontera
esté suspendida.
El segundo motivo es la aparición de Alain, el último espigador de la
película, un hombre discreto y generoso que vive fuera de la lógica
económica de la producción y del consumo y que dedica parte de su tiempo,
sus actividades nocturnas, a alfabetizar en francés a emigrantes africanos.
Creo que Alain es un magnífico ejemplo de habitante del limbo y de
educador limbeño.
El tercer motivo es el de las patatas corazón que aparecen al principio de la
película, esas patatas que son desechadas por su forma irregular, porque no
cumplen los estándares del mercado, y a las que Varda convierte en un
símbolo de belleza y de generosidad. Y tienes razón cuando dices que la
idea era que la película resonara también en el trabajo de campo, en tanto
que permitiera ver los espacios desechados, los espacios suspendidos, los
espacios abandonados y vacíos de la ciudad como patatas corazón, es decir,
desde el punto de vista de sus posibilidades educativas justamente en su
calidad de espacios de nadie (y de todos), de espacios sin valor, pero
justamente por eso capaces de ayudarnos a pensar la educación y la cultura
de otra manera.
El cuarto motivo es el de la misma Varda como espigadora. Al principio de
la película aparece recolectando patatas (imágenes de patatas) con su
cámara. Pero el mismo hecho de filmar la película, sus procedimientos,
podrían ser vistos como un espigueo, como una recolección. El cineasta
como espigador y la cámara como sistema de recolección y archivo. Pero
también podríamos decir, estirando la analogía, el estudiante como
espigador y el cuaderno de notas como sistema de recolección y archivo de
citas, ideas, frases, pensamientos. Algo de eso he dicho en la palabra
“cuaderno”.
Estudiante
Karen.
En la palabra “alumnos” expusiste lo que consideras un proceso de
alumnización, y el combate que emprendes contra él. Al abrir la nueva
edición de Pedagogía profana, recuerdo que en la última parte (en verdad la
penúltima, pues en la edición conmemorativa de 20 años añadiste una cuarta
parte) hay una sección titulada “Imágenes del estudiar y dos
historias jasídicas sobre la transmisión y la renovación”, en la que discurres
sobre el estudio y el estudiante. Reproduzco algunas partes:
“Una atención tensada al máximo y un estar vuelto hacia sí mismo es el gesto
que conviene al estudiante”.
“El estudio es la única distracción del estudiante al que nada distrae”.
“Solo el estudio amenaza al estudiante”.
“Pensemos, por un momento, que el estudiante tiene tiempo”.
“Un humor melancólico es el que conviene al estudiante”.
“El silencio del estudiante es atención y pureza, escucha y recogimiento. El
estudiante, cuando estudia, calla”.
“El alba del estudiante es una espera a la que nada le está prometido”.
Sé que ya estableciste algunas distinciones entre estos dos personajes en la
palabra “alumno”, pero me gustaría insistir en este asunto: ¿diferencias
alumnos de estudiantes con base en algunas de esas características o
estados?
Jorge.
No estoy seguro de que firmaría ese texto que has citado, en su totalidad,
veinte años después, pero sí que reconozco en él algunas de las
características del estudio: el ser siempre en presente, sin estar orientado a
una finalidad exterior; el estar más del lado de la receptividad que de la
actividad; el carácter solitario; una cierta separación del mundo, de sus
afanes y utilidades; el estar hecho en una temporalidad sin fin ni finalidad, en
un tiempo que no cuenta y que no se cuenta; el estar hecho en un espacio
textual potencialmente infinito e indefinido, lleno de desvíos y
ramificaciones; las cualidades de atención y concentración; la relación con
la melancolía; la relación con el silencio y la escucha.
Más que construir la figura ideal del estudiante, lo que me interesa ahora es
separar una categoría administrativa (la de alumno), de una categoría más
existencial (la del estudiante) y, sobre todo, tratar de diferenciar “estudio”
de “aprendizaje” y tratar de pensar el oficio de profesor como ligado al
estudio y no, por ejemplo, a la investigación (a lo que hoy, en la universidad
mercantilizada y credencialista se llama “investigación”).
Las chicas y los chicos, en general, no vienen a la universidad porque
quieran ser estudiantes. Vienen porque quieren ser educadores, o pedagogos
o profesores. Y porque, para ser eso, necesitan una titulación que solo la
universidad puede dar. A veces pienso que la universidad solo se sostiene
porque sigue teniendo (por ahora) el monopolio de las titulaciones que
acreditan una capacidad o una competencia estatutariamente reconocida para
ejercer una profesión. En cualquier caso, eso, el inscribirse a unos cursos
que dan un título que a su vez da una habilitación profesional, convierte a las
chicas y los chicos en alumnos y en aprendices, los constituye como alumnos
y como aprendices. Además, puesto que la universidad actual está
configurada por el dispositivo “investigación”, no solo trata a los alumnos
como futuros profesionales sino también, en algunos casos, como futuros
investigadores. En ambos casos, la universidad está orientada a la
producción. Los chicos y las chicas, constituidos en alumnos y aprendices,
se convierten en una especie de materia prima para producir profesionales e
investigadores (de la máxima calidad, desde luego). Los alumnos, podríamos
decir, aprenden en la universidad a ser profesionales competentes (también,
en algunos casos, profesionales de la investigación). Ese sería, en resumen,
el dispositivo “profesionalización” al que hemos dedicado otra palabra de
este diccionario.
Sin embargo, la universidad piensa (o pensaba) que para ser educador, o
pedagogo, o profesor (o, incluso, para ser investigador) hay que ser, por un
tiempo, estudiante. Por eso la obligación de la universidad no es solo tratar a
los alumnos como futuros profesionales sino convertirlos, por un tiempo, en
estudiantes. En la universidad, por ejemplo, no solo se aprende a ser
médico, sino que se estudia medicina. No solo se aprende a ser filósofo, o
antropólogo, o ingeniero, sino que se estudia filosofía, o antropología, o
ingeniería. No solo se aprende a ser educador, o pedagogo, o profesor, sino
que se estudia educación. Y como estudiar tiene que ver con cuidar, con
estar concernido, con considerar, con dedicarse a algo, con mirar algo
repetida y atentamente, podríamos decir que una facultad de educación no es
solo una fábrica de profesionales sino también, y quizá sobre todo, un lugar
donde la educación, sea eso lo que sea, se defina como se defina, es objeto
de cuidado, de preocupación, de atención, de dedicación, de estudio.
Digamos que la universidad piensa (o pensaba, y por eso era universidad)
que para ser profesional de la educación es necesario, por un tiempo,
estudiar educación, es decir, preocuparse por la educación, cuidar la
educación, atender la educación, sentirse concernido o implicado por la
educación, dedicarse a la educación, considerar atentamente, una y otra vez,
qué es, qué significa y qué sentido tiene eso que llamamos educación. Podría
decirse que estudiar medicina no es solo aprender medicina, sino que es
también discutir qué es y qué sentido tiene la medicina, es decir, discutir las
reglas mismas de un campo del saber o de una materia de estudio. Del
mismo modo, estudiar filosofía es discutir y poner en cuestión qué es
filosofía, estudiar geografía es discutir y poner en cuestión qué es geografía,
así como estudiar educación es discutir y poner en cuestión qué es educación
o, dicho de otro modo, que en una facultad de educación lo que sea la
educación y cuál sea su sentido es precisamente lo que nunca puede darse
por supuesto.
Por eso en una facultad de educación hay profesores y no solo profesionales
experimentados, o investigadores acreditados, o expertos, o especialistas.
Por eso en una facultad de educación los alumnos encuentran no solo
maestros en el oficio (como en los antiguos aprendizajes en los que se
trataba de adquirir una maestría en el oficio que solo el maestro podía
transmitir) o profesionales de la profesión, sino también, y quizá sobre todo,
estudiosos de la educación. Solo a través de una relación con estudiosos los
alumnos pueden practicar el estudio y convertirse en estudiantes. Puesto que,
en la universidad, el estudio es público y, por tanto, el profesor es el que
publica o hace público su estudio (no solo lo que estudia, sino su ethos
mismo como estudioso), solo ahí, en ese lugar público, se puede aprender a
estudiar, y solo ahí, en relación con esa figura pública que es el profesor, los
alumnos pueden devenir estudiantes. Y pueden hacerlo no solo estudiando,
iniciándose en el estudio, sino también haciendo público su estudio, es decir,
responsabilizándose públicamente, ante el profesor y ante los otros
estudiantes, de su propio estudio.
Karen.
La educación pública y la domesticación de la democracia es un libro que
tú, Simons y Masschelein organizasteis acerca de las ideas políticas y
educativas de Jacques Rancière. En uno de los artículos, “Aprendiz,
estudiante, hablante. ¿Por qué importa cómo llamamos a aquellos a
quienes enseñamos?”, Gert Biesta trata de esos tres términos y de su
relación con los sujetos de la educación. Para él, usar una palabra u otra
implica escoger caminos, inclusive porque una palabra lleva a otras...
pero no a todas. Rancierianamente hablando, dice que los caminos son
como un “reparto de lo sensible”, y aquí traigo una afirmación que me
interesa: “(...) articulan una relación particular entre las maneras de
decir, las maneras de hacer, y las maneras de ser. Y por eso nuestras
palabras importan.”
No me gustaría positivar una palabra en detrimento de la otra (lo que no es
fácil) pero ¿sería posible decir que el uso de la palabra “estudiante” denota
un tipo de responsabilidad, una manera específica de ser y de hacer, conla
cual se puede estar de acuerdo o no?
Jorge.
Para eso trato de explorar con mis alumnos lo que aún nos ofrece el verbo
“estudiar”. Y decirles, por ejemplo, que no es lo mismo leer a Paulo Freire
que estudiar a Paulo Freire, que no es lo mismo ver una película que estudiar
una película, que no es lo mismo criticar a Piaget que estudiar a Piaget, que
no es lo mismo investigar en historia de la educación que estudiar historia de
la educación, que no es lo mismo aprender francés que estudiar francés, que
no es lo mismo aprender una profesión que estudiar una profesión, que no es
lo mismo que te pregunten qué has aprendido en esa materia a que te
pregunten qué has estudiado en esa materia, que un profesor no enseña sino
que hace estudiar, o trata de hacer estudiar, proponiendo textos y ejercicios.
A diferencia del aprendizaje, o de la investigación, el estudio no es
productivo. El estudio requiere, además, atención, humildad, repetición,
paciencia, una cierta obediencia incluso, un cierto ponerse a la escucha, un
cierto dejarse mandar por la misma materia de estudio. Uno de los verbos
que mejor corresponde al estudio es “entregarse”: el estudiante se entrega al
estudio. El aprendizaje termina (de hecho las jergas pedagógicas
contemporáneas hablan de “resultados de aprendizaje” o de “competencias
adquiridas”), pero el estudio nunca concluye. O, si se quiere, el estudio
suspende siempre cualquier conclusión o, al menos, la toma siempre por
provisional. Ser un estudioso (un profesor estudioso) no es ser un
investigador, ni ser un autor. Lo que legitima a un profesor en tanto que
profesor (lo que lo hace profesor) no es su productividad en la
investigación, ni su autoría, sino su estudio. El estudio no produce ningún
resultado, no produce ninguna obra. Ser un estudiante (un alumno estudioso)
no significa ser creativo, ni ser innovador, ni ser participativo, ni tener todo
el tiempo opiniones propias.
En una facultad de educación, las profesiones educativas no solo se
aprenden sino que se estudian, es decir, se ponen a distancia para considerar
su sentido, suspendiendo al mismo tiempo la posibilidad de fijar ese sentido.
No solo se aprende a ser educador, o pedagogo, o profesor, sino que se
estudia qué quiere decir eso de ser educador, o de ser pedagogo, o de ser
profesor, sin que ese estudio lleve nunca a ninguna conclusión definitiva.
Todo eso parece muy abstracto, pero está presente, de alguna manera, en eso
que está siempre en el planteamiento de las disciplinas que imparto, eso de
“problematizar los discursos y las prácticas dominantes en educación
social”. Y tal vez sea por eso que mis mejores estudiantes dicen que estudiar
conmigo les ha producido una cierta crisis en su manera de entender tanto la
educación social como su propia formación como educadores sociales. De
alguna manera, aprendieron en mis clases que lo que sea la educación y lo
que signifique ser un educador no es algo que pueda darse por supuesto sino
algo que puede problematizarse, algo que puede discutirse, sin que esa
discusión necesite llegar a un término o a una alternativa. Lo que mis
mejores estudiantes dicen no es que han aprendido otra forma de entender la
educación social u otra forma (alternativa) de entenderse a sí mismo como
educadores, sino que eso que es la educación y eso que significa ser un
educador social es algo que está abierto y que cada uno, de alguna manera,
tiene que definirlo, y siempre provisionalmente, por sí mismo.
Tengo un amigo, Pau Carratalá, al que tú conociste en casa de Fernando, que
podría ser un ejemplo de todo esto. Pau estudió sociología, se ineteresó por
eso de la “construcción imaginaria de lo social”, estudió después
antropología, pasó una larga temporada en el altiplano boliviano estudiando
los “conflictos culturales” entre los médicos ginecólogos y los saberes y las
prácticas tradicionales relacionados con el parto (algo que a ti te interesó
por tus trabajos sobre las parteras en Santa Catarina), comenzó a
especializarse en antropología médica (una de cuyas ramas sería la
etnomedicina) y, en un gesto que le honra, está ahora estudiando medicina.
Pero no porque quiera trabajar como médico (aunque tal vez lo acabe
haciendo) sino porque se toma en serio eso estudiar la medicina científica
“oficial” como un particular modo de saber y de hacer. Digamos que Pau no
estudia medicina porque quiere ser médico, porque quiere “practicar” la
medicina, sino porque le interesa la medicina en sí misma, porque por su
preparación antropológica tiene la capacidad de poner la medicina a
distancia y de probematizarla en sus reglas constitutivas. Nuestro amigo Pau
es un ejemplo perfecto de “estudiante” en tanto que su figura se corresponde
casi perfectamente con lo que debía tener en mente Walter Benjamin cuando
escribió, en El nuevo abogado, que el derecho nunca aplicado sino
solamente estudiado es la puerta de la justicia. Digamos que estudiar
educación se diferencia claramente de aprender a practicar la educación (en
tanto que ese aprendizaje está orientado a la aplicación práctica de los
conocimientos). Lo que no quiere decir, claro, que no se puedan estudiar las
prácticas educativas. Pero eso solo sería estudio, estrictamente, si se
consideran por sí mismas.
Por otra parte, y volviendo otra vez a mis maneras de hacer de profesor, todo
eso del estudio está presente también en muchas de mis instrucciones como
profesor: eso, por ejemplo, de que hay que leer los textos al menos dos
veces, de que hay que traerlos a clase impresos y subrayados, de que hay que
referirse siempre a la literalidad del texto o de la película (dónde está, cómo
lo dice, qué es exactamente lo que se podía ver), de que hay que copiar
algunos párrafos en el cuaderno, etc.. Procedimientos menores, casi
insignificantes, pero que podrían dar un cierto sentido a lo que antes se
llamaba “técnicas de estudio” y que yo preferiría llamar “procedimientos
para el estudio” o “artes de estudiar”.
Digamos que, como profesor, trato de dar una materia (problematizándola) y,
al mismo tiempo, trato de dar una serie de procedimientos para estudiar la
materia o, al menos, para que los alumnos se hagan una cierta idea de qué es
estudiar. Tal vez por eso algunos de mis mejores estudiantes dicen también
que estudiar conmigo les ha dado ganas de leer y de ver pelis, y sobre todo
de leer y de ver pelis de otra manera, más atenta y cuidadosamente.
Naturalmente, eso dura muy poco. Y cuando, en el último curso de carrera
(que es donde está situada la disciplina de Arte y Cultura en Educación
Social) hablo con los chicos y las chicas que fueron mis alumnos en primer
curso (que es donde está tanto la Sociología de la Educación como la
Antropología Cultural), ni siquiera los más atentos son capaces de recordar
el nombre correcto de los autores que leímos, ni el título de las películas que
vimos, ni el detalle de los asuntos que tratamos y a los que entregamos, o
intentamos entregar, lo mejor de nuestra atención, de nuestra inteligencia y de
nuestra sensibilidad.
Por eso a veces pienso que no se trata tanto de convertir a los alumnos en
estudiantes sino, más modestamente, o más acorde con estos tiempos en los
que el estudio parece estar a contracorriente de todo, se trata de colocar a
los alumnos a las puertas del estudio, de darles al menos una ligera idea, o
una cierta intuición, de qué quiere decir estudiar, de qué es, o qué podría ser,
eso de ser o de haber sido estudiante.
Y no deja de ser curioso, “por no decir obsceno y absolutamente aterrador”
que, casi al final de sus estudios, cuando cursan conmigo una de las últimas
disciplinas que conforman el plan de estudios del grado de educación social,
algunos de los que fueron mis alumnos en primero me dicen que durante la
carrera no han podido estudiar, que han hecho muchas cosas, eso sí, con más
o menos sentido, que incluso han sacado buenas calificaciones, pero que eso
de estudiar, de simplemente estudiar, no han podido apenas practicarlo, o
solo excepcionalmente, desde que dejaron mis clases. Como también es
curioso, por no decir obsceno y absolutamente aterrador que aquellos a los
que visitar las puertas del estudio les dio ganas de estudiar y decidieron
seguir en la universidad, haciendo una maestría o un doctorado, o
consiguiendo una beca, como decían ellos, para poder estudiar, para poder
seguir estudiando, cuando entraron en la lógica productivista, competitiva y
mercantilista de la universidad actual sintieron inmediatamente que todo lo
que tenían que hacer les impedía estudiar, les hacía imposible estudiar.
Por eso no creo que sea exagerado decir que en estos tiempos ya no hay
apenas estudiosos ni estudiantes, o que el estudio ha pasado a la
clandestinidad y, por eso, tanto los estudiosos como los estudiantes, si aún
los hay, andan como escondidos, como avergonzados, y no son visibles ya
por los pasillos universitarios. La pregunta ¿qué estás estudiando? es, hoy en
día, una pregunta casi imposible, tanto si está dirigida a los alumnos como si
está dirigida a los profesores. Y, desde luego, eso de pensar la universidad
como un lugar (y un tiempo) para lo que antes se llamaba “estudios
superiores” o “altos estudios” o “estudios avanzados” es ya algo
completamente anacrónico en el caso improbable de que aún haya alguien
que se lo tome en serio y no se limite a utilizar esas palabras como puros
significantes vacíos, reliquias tal vez de viejos tiempos, vestigios de una
solemnidad que hoy solo puede parecer anticuada o ridícula.
Estupidez
Karen.
Tampoco sé qué quieres desarrollar con este vocablo, por eso me despierta
tanto la curiosidad (como supongo que se la despierta al lector que ha
llegado a esta parte del diccionario). En mi cuaderno de notas hay solamente
una pista: “si la lengua construye un mundo, hay una lengua estúpida que
construye un mundo estúpido”. Paso los ojos por los apuntesy encuentro una
referencia: Carta a una princesa. Recuerdo el texto de Miguel Morey y el
capítulo que es una carta a su hija. Vuelvo al texto y allí está: al hablar del
reino del cual ella tomará posesión, avisa que son tiempos cada vez más
difíciles, que las personas mueren de hambre y que los ricos y poderosos no
tienen escrúpulos para aumentar el lucro. Pero eso ya está muy dicho y
repetido y no le sorprende. Lo que Morey realmente no entiende “es que
hayan convertido el lenguaje en un desierto de estupidez y brutalidad”.
Jorge.
La asignatura de Antropología Cultural tenía como asunto la transmisión.
Como sabes, y ya hemos dicho varias veces, tomamos como punto de partida
el célebre texto de Hannah Arendt “La crisis en la educación”, ese en el que
plantea la educación como transmisión / renovación del mundo en una
relación que se da entre los viejos (los que ya estamos en el mundo) y los
nuevos (los que nacen, los que vienen al mundo como nuevos). E incluí el
texto de Morey en el dossier del curso porque tiene que ver con una figura
clásica de las relaciones intergeneracionales, tanto entre padres e hijos como
entre profesores y alumnos: las palabras que un padre (o una madre) le dicen
al hijo que se va de casa.
Ese discurso suele incluir algunas advertencias, algunos consejos, pero es
sobre todo un gesto de bendición y de buenos deseos, como un mínimo
viático que se entrega a los hijos en su entrada al mundo. Las novelas de
formación contienen algunos ejemplos maravillosos de esos discursos de
despedida pronunciados en el instante mismo en el que los jóvenes empiezan
a vivir su propia vida. Y es interesante constatar que esos discursos se van
haciendo cada vez más dubitativos, más débiles, como si ya no supiéramos
muy bien qué decir y cómo decirlo. ¿Qué podríamos decirles acerca del
mundo, si el que ellos van a vivir no será el nuestro, y si ni siquiera al
nuestro lo entendemos? ¿Cómo dirigirnos a los que empiezan a vivir si
nuestra vida está constituida por rutinas, por pactos, por resignaciones, por
sumisiones, por derrotas?
En el texto de Morey, lo que se transmite no es el mundo. No podemos dar el
mundo porque no es nuestro, porque nos sentimos extraños en él, porque no
hemos sido capaces de convertirlo en nuestra casa, porque cada vez nos es
más ajeno y más incomprensible. Lo que se transmite es, más bien, una
relación con el mundo, algo que para Miguel Morey es asunto del corazón y
de la palabra y tiene que ver con algo así como sentir el peso de lo que pasa
y de lo que nos pasa: “no volverse ciego, sordo y mudo ante el peso del
mundo”. Esa relación con el mundo que se trata de transmitir es inseparable
de una relación con el lenguaje:
“Nadie puede ponerse a salvo del modo como el lenguaje nos dibuja los
contornos de todo aquello de lo que podemos tener experiencia. Vivimos
según el lenguaje que tenemos a nuestra disposición. Nuestra vida es solo
tiempo cabalgado por un lenguaje. Es el lenguaje el que nos abre la
experiencia de tener experiencia. Prostituir el oído es delegar por cuenta
ajena toda nuestra experiencia del mundo, firmar la más negra esclavitud, lo
más parecido a un suicidio (…). Por eso es tan terrible que las palabras se
nos mueran, que nos las maten, que pertenezcan cada vez más a un enemigo
ciego, sordo y mudo ante el peso del mundo –como si fueran un territorio
ocupado-. Porque cuando las palabras mueren, irremediablemente los
hombres enferman”.
Prostituir el oído es plegar la experiencia del mundo a lo que el lenguaje
tiene también de brutalidad y de estupidez, a ese lenguaje que nos da todo ya
nombrado, conocido, reducido a nuestra medida, a una proyección de
nosotros mismos. Y afinar el oído sería, por el contrario, experimentar el
mundo atendiendo a lo que en el lenguaje hay de poético, a lo que nos da el
mundo en su incomprensibilidad, es decir, en su alteridad y en su diferencia.
Por eso, todo es cuestión de corazón (para sentir y encarar el peso del
mundo) y de palabra (para verlo, para oírlo y para nombrarlo):
“Para los hombres, la dignidad del vivir siempre ha consistido en apostar
por una experiencia del mundo en la que se acompasen el corazón y la
palabra”.
Por otra parte, la propuesta de trabajo para los alumnos curso era diseñar un
refugio educativo. Y, en ese sentido, elaboré las figuras de Herodes y del
Ogro como emblemas de todo lo que amenaza la infancia. Para Hannah
Arendt, la vocación pedagógica supone un doble compromiso. En primer
lugar, un compromiso con las vidas que nacen, con unas vidas que muchas
veces están condenadas a malograrse. Y supone, en segundo lugar, un
compromiso con el mundo y con el lenguaje, con un mundo y con un lenguaje
que están deteriorándose a toda velocidad. Venir al mundo es inseparable de
venir al lenguaje. El lenguaje no solo es una parte del mundo, sino que es lo
que nos permite tener mundo y, sobre todo, tener un mundo común. El mundo
y el lenguaje constituyen lo único que los seres humanos tenemos en común
(aunque no nos gusten, aunque estén divididos y repartidos). Nosotros, los
viejos, somos los que ya estamos en el mundo y ya estamos en el lenguaje. Y,
por tanto, los que tenemos que entregar el mundo y el lenguaje a los nuevos,
a los que llegan. Y nos gustaría entregar un mundo y un lenguaje en los que la
vida sea posible, y en los que valga la pena vivir. Pero lo que pasa es que
Herodes y el Ogro siguen estando ahí. Y una de sus figuras es la de los que,
como dice Morey en la frase que anotaste en tu cuaderno, han convertido el
lenguaje en un desierto de estupidez y brutalidad:
“No hace mucho asomó en el periódico una noticia que hablaba de una niña
que había vivido enteros sus quince años encerrada ante el televisor.
Reconocía tan solo cuatro palabras: up, down, in, out. ¿Puede que se nos
avecine un mundo en el que cuatro palabras como éstas basten? En todo
caso, a menudo parece que ésa sea la intención: que nuestros modos de
enseñanza, las maniobras de los poderosos, la inteligencia de los creativos
publicitarios, casi toda nuestra palabra pública no tenga otro fin sino
promocionar el analfabetismo más desolador, la estupidez y la brutalidad”.
Supongo que lo que me hubiera gustado es que alguno de los estudiantes
hubiera tratado de desarrollar la idea de un refugio educativo para defender
la lengua y la relación con la lengua de todos los ogros que matan las
palabras y que hacen, por tanto, que los hombres enfermen. De todos modos,
aproveché el tono de la carta para uno de mis sermones, seguramente para
decir que la educación no tiene que ver solo con el saber sino
fundamentalmente con el pensar, que también hay saberes estúpidos, y que
solo el pensar (de otro modo) nos puede ayudar a reconocerlos y a tratar de
apartarnos de ellos.
Y creo recordar que usé para ese sermón lo que dice Gilles Deleuze
siguiendo a Nietzsche: que lo que se contrapone al pensamiento es la
estupidez, que la estupidez no es ausencia de pensamiento sino “una
estructura del pensamiento como tal”: algo que tal vez podríamos llamar un
pensamiento estúpido. Ese pensamiento estúpido, continúa Deleuze, es la
traducción al pensamiento “del reino de los valores mezquinos o del poder
de un orden establecido”. El pensamiento estúpido es nuestro propio
pensamiento cuando lo que piensa en nosotros es nuestro conformismo,
nuestro afán de seguridad, nuestra necesidad de orden, nuestro deseo de
obedecer. Además, hay que leer en nietzscheano esa expresión de “el reino
de los valores mezquinos”, es decir, entendiendo los valores desde el punto
de vista de la vida, como algo que tiene que ver con la intensidad de la vida,
con la riqueza de la vida: segregamos pensamiento estúpido cuando lo que
piensa en nosotros es nuestra vida empobrecida, nuestra vida cobarde o,
simplemente, nuestra renuncia a la vida.
Puesto que el trabajo del curso (eso de diseñar un refugio para la
transmisión / renovación del mundo) era una invitación al pensamiento,
seguramente mi sermón quería decir, indirectamente, dos cosas: que cuidaran
el lenguaje (que no usaran como loritos las palabras del sentido común de la
tribu), y que lo que pudieran llegar a pensar no fuera solo una ocurrencia
más o menos eficaz o ingeniosa (para salir del paso, para descargarse de la
tarea), sino una expresión de su inconformismo respecto a los tópicos
dominantes de su disciplina y una expresión también de la fuerza de su
vitalidad. O, dicho de otro modo, que trataran de hacer algo que fuera un
poco desobediente y que estuviera un poco vivo.
Karen.
Tu papel también era el de dar sermones y reprimendas (tanto que esas dos
palabras están en este diccionario), sin embargo, sientes que esas “ganas de
vivir”, las que te gustaría que apareciesen en esa y en otras actividades, son
precisamente lo que se va enterrando en nuestra vida. Los saberes estúpidos
y la obediencia siempre han estado presentes en instituciones como la
familia, la escuela o el Estado, pero de lo que tal vez no te hayas dado
cuenta (o sí) es de que los chicos y chicas ni siquiera eran capaces de pensar
en una idea de refugio que no estuviese dentro de la propia distopía en la que
viven, y que es la más poderosa: la mercantilización de la propia vida. Lo
intentaron. ¿Y cuáles eran las propuestas? Crear un refugio para que los
mayores fuesen felices. ¿Y qué era ser feliz? ¿Poder morir en paz? No:
participar de recreos, concursos, cursos, porque la vejez no debe ser
melancólica, porque la felicidad es un imperativo, y todas esas tonterías del
mercado. O, entonces, crear un lugar para que las personas hagan sus viajes
sin desplazarse espacialmente. ¿Qué propusieron para la casona
abandonada? Crear ambientes temáticos... casi una versión de la “Isla de la
Fantasía” en miniatura. Lo que quiero decir es que la estupidez tulle el
lenguaje y el pensamiento, y lanza a los chicos y chicas, de los que estamos
hablando, a un laberinto-prisión en el “reino de los valores mezquinos”.
Jorge.
Lo más difícil es tomar distancia de nuestros propios pensamientos
estúpidos, de nuestras propias palabras estúpidas. Tal vez ese sea uno de los
significados posibles de la palabra pensar: pensar contra nuestro propio
pensamiento. Y tienes razón que a veces tengo la sensación de que muchos
de los alumnos están presos por los lugares comunes de su época y que, para
distanciarse un poco de ella, hay que leer, ver pelis, conversar, estudiar,
explorar otros puntos de vista y, por qué no decirlo, escuchar a los viejos, a
los que han visto otro mundo y han escuchado otras palabras. Y eso requiere
voluntad, esfuerzo y disciplina. De ahí tal vez la inevitable aparición, a lo
largo del curso, de mis sermones y mis reprimendas que, desde este punto de
vista, no son otra cosa que llamamientos (inútiles) a que hagamos el esfuerzo
de salir un poco de nosotros mismos. O, al menos, de intentarlo. De ahí
también, como tú dices, la inevitable decepción que supone, a veces, ver que
los trabajos finales de los alumnos continúan reproduciendo la estupidez
ambiente.
Karen.
Para no terminar con una idea de estupidez relacionada solamente a los
alumnos y sus trabajos, sería interesante recordar lo que tú mismo dices en
Tremores, al hablar sobre el atontamiento explicador y dominante que actúa
sobre nosotros. Allí te refieres a los profesores universitarios, entre los que
te cuentas tú, que producen un pensamiento estúpido al adherirse a una
lógica escolarizante, segura, ordenada, a un “deseo de obedecer”. Asumir
ese combate puede ser interesante, pues “desescolarizar las palabras y
desalumnizar a los alumnos es, de modo indisoluble, desprofesorizarnos
como profesores”. Al final, “la lucha contra la estupidez y el atontamiento
es, fundamentalmente, una lucha contra nosotros mismos.”
Jorge.
De la misma manera que uno se constituye como estudiante tomando una
cierta distancia de su propia alumnización, podríamos decir también que uno
se constituye como profesor distanciándose de la manera como esa escuela
que ya no es una escuela (o esa universidad que ya no es universidad) lo
profesoriza. Pero también podríamos decir que un alumno se puede convertir
en estudiante cuando se encuentra con un “profesor de verdad”, o que un
profesor profesorizado se puede desprofesorizar cuando se encuentra con un
“estudiante de verdad”.
Seguramente recuerdas ese día que llegamos temprano al aulario y unas
chicas que habían cursado conmigo el año anterior nos llamaron con cierta
vehemencia. Estaban en la calle, sentadas en el suelo, muy nerviosas,
tratando de elaborar lo que les había pasado y que era que se habían sentido
ofendidas por la tarea que su profesor les había encomendado y habían
abandonado la clase, muy enfadadas. Lo que nos contaron es que estaban
hartas de que las trataran “como a idiotas”, de que un profesor “que no sabía
nada ni enseñaba nada” resolviera el expediente proponiéndoles “dinámicas
estúpidas” que se repetían una y otra vez, de que la universidad “las
infantilizara” tratándolas “como si fueran niñas de once años” y haciéndoles
hacer cosas en las que no podían participar “sin que les diera vergüenza”. Y
lo que les había pasado es que ese día la cosa “se había pasado de la raya”,
y que “no habían podido aguantarse”, y que se habían levantado y habían
salido del aula diciendo que eso era una estafa, que ellas “creían que se
habían inscrito en una universidad”, y que lo que estaban encontrando eran
profesores que lo único que hacían era “hacerlas jugar a tonterías” y que
además pretendían “que se lo creyesen” y que “participaran con entusiasmo
y espíritu positivo”. En esas estábamos, tratando de ayudarles a calmarse y a
poner en palabras lo que sentían, cuando pasó por allí Dani, que también
había sido alumno mío, se sentó en el corro y dijo que a él ya le habían
hecho contar decenas de veces eso del “taller de gazpacho” como
instrumento de educación social, que trabajaba con indigentes del barrio del
Raval y que le parecía “ofensivo”, tanto para él como educador como para
la gente con la que trabajaba, los modos como en la facultad se trataba la
educación, y que estaba pensando dejar sus estudios porque los veía como
“un engaño”.
Cuento eso porque me pareció que ahí estábamos asistiendo a una
reprimenda al revés. No la que un profesor hace a los alumnos para
“desalumnizarlos” y decirles que sean estudiantes, sino la que los
estudiantes le estaban haciendo a un profesor para “desprofesorizarlo” y
decirle que sea “verdaderamente profesor”. Digamos que las chicas
pretendían que la universidad las tratara “como estudiantes”, es decir,
seriamente, pero que la estupidez ambiente estaba acabando con lo que aún
podían tener de “ganas de estudiar”.
Experiencia
Karen.
Aquí volvemos a tu texto “Notas sobre a experiência e o saber de
experiência”, ya mencionado en la palabra “comunicación”. Me arriesgo a
decir que la frase que más leí en trabajos académicos, principalmente del
área de Educación, durante una época fue: “La experiencia es lo que nos
pasa, lo que nos ocurre, lo que nos toca. No lo que pasa, no lo que ocurre, no
lo que toca.”
Me di cuenta de que no hiciste ninguna referencia al texto ni tampoco al
concepto de experiencia en tus clases, a pesar de haber lanzado un libro en
2014, titulado Tremores, en el que reúnes varios escritos sobre la
experiencia. La palabra “experiencia” podría empezar con esa
constatación...
Jorge.
Fíjate que el prólogo de Tremores tiene como lema una frase de Max Frisch
que dice “¿Cómo continuar? ¿Por qué continuar?”. En ese mismo prólogo
agradezco las lecturas muy generosas y en contextos muy diversos de mis
textos sobre experiencia. Y trato de explicar(me) esa diversidad de lecturas
en el hecho de haberla cantado como “una categoría libre, no sistemática, no
intencional, que no pueda ser apropiada por ninguna lógica operativa o
funcional (…), que no se pueda pedagogizar, ni didactizar, ni programar, ni
producir (…), que no pueda fundamentar ninguna técnica, ninguna práctica,
ninguna metodología”. En ese sentido creo que el trabajo ya está hecho y la
pregunta, claro, es cómo continuar y, fundamentalmente, por qué continuar,
sobre todo cuando su relativo éxito (a veces reducido, como tú bien dices, a
un par de frases) ha tenido a veces como efecto una cierta fijación de mí
mismo como “el Jorge Larrosa de la experiencia”. Hay por tanto un cierto
cansancio y también una cierta parálisis. Es verdad eso que dices de que no
hago cursos sobre la experiencia o que en mis clases apenas aparece la
palabra experiencia (y si aparece, nunca está tematizada explícitamente), y
eso es algo que sorprende a los lectores que, como tú, se han acercado a mi
universidad y han conocido mi trabajo como profesor de la Universidad de
Barcelona. Tal vez el gesto de recopilar casi todos mis escritos sobre
experiencia en un libro tenga algo de cerrar esa parte de mi trabajo.
Pero hay también un cierto desánimo (y una cierta perplejidad) por algunos
de los modos de apropiación de la idea de experiencia en esta época
extraña. En primer lugar, por su apropiación mercantil. Ya sabes que la
lógica del consumo se orienta cada vez más hacia el consumo de
experiencias, a hacer de la experiencia un objeto de consumo. Cuando el
mercado de cosas “reales” está saturado, hay que vender inmateriales:
sensaciones, emociones, recuerdos, acontecimientos, experiencias. En
segundo lugar, por su apropiación narcisista. Ya sabes también que vivimos
una época en que la gente está interesada, sobre todo, por su propio ombligo
y en que lo más interesante y lo más importante parece que seamos nosotros
mismos. En ese sentido, cada vez me encuentro más con lo que aquí
llamamos “tesis selfie”, esas en el que lo que se investiga no es otra cosa
que la experiencia (de lo que sea) del sujeto investigador, esas que tienen la
forma de “a propósito de cualquier cosa, hablaré de mí mismo”, esas que no
hablan de la escuela sino de “yo en la escuela”, que no hablan de la favela
sino de “yo en la favela”, que no hablan de arte sino de “yo como artista” o,
lo que es aún peor, de “el artista como yo”. En alguno de mis textos sobre la
experiencia de la lectura traté de elaborar la idea de experiencia en la onda
del viaje, del viaje de formación, y hace pocos meses estuvimos en Rennes,
en un Coloquio Internacional titulado “Viaje y formación de sí”, en el que,
como sin duda recuerdas, había aportaciones cuyo asunto no era otro que las
experiencias de viaje de sus propios autores (viajes además generalmente
como profesores o investigadores, es decir, muy bien financiados con dinero
público), lo que producía el curioso efecto de que el gesto de hacer pública
una investigación se convirtiera en una especie de espectáculo de autoexhibición. Y, en tercer lugar, un cierto desánimo también por la apropiación
new age de la idea de experiencia, es decir, por toda una serie variadísima
de gurús de terapias alternativas, experiencias espirituales, especialistas en
el well-being y en el encontrarse a uno mismo (como si no hubiera cosas más
interesantes que encontrar). A veces pienso que mi manera abierta y
existencial de cantar lo de la experiencia (y también, claro, la desidia de
algunos lectores) puede permitir sin demasiada violencia ese tipo de
apropiaciones. Y que la insistencia en no metodologizar, no didactizar, no
pedagogizar, no funcionalizar (en lo que sigo creyendo) puede justificar,
algunas veces, lo que no es otra cosa que pereza y negligencia. En cualquier
caso, lo que me parece es que hay ciertas maneras de entender la experiencia
que se ajustan demasiado bien a algunas cosas que no me gustan en absoluto
(que la palabra “experiencia” está de moda, vamos) y que tal vez sea el
momento de buscar palabras e ideas que molesten un poco más, que no vayan
tanto a favor de la corriente.
De todas maneras, y en el contexto de mi trabajo como profesor
universitario, sí que diré que los nuevos modos de entender y practicar ese
oficio (los que aquí vamos a intentar describir y problematizar en nuestras
no-palabras) contribuyen al arrasamiento de la experiencia y, sobre todo, de
la experiencia compartida, y a un evidente vaciamiento del sujeto (tanto de
los profesores como de los alumnos) y su reducción a maquinitas de
aprender, de comunicar, de impartir y procesar información, etcétera.
Mi amigo Fernando González diría que lo que hay es una expropiación de
nuestra propia “humanidad”entendida como algo político, algo
indeterminado e indeterminable, pero también como algo que tiene que ver
con la palabra, algo narrable y cantable, quizás anclado en nuestra
subjetividad y nuestra intersubjetividad, en nuestra necesidad y capacidad
para, colectivamente, dar sentido a lo que hay, a lo que nos une y separa, a lo
que nos identifica y diferencia, a lo que nos espera, a lo que cuenta y a lo
que nos pasa. Lo que hay y lo que nos pasa, también en la universidad del
aprendizaje y de las competencias, esa que se ha rendido a las formas de
vinculación y socialidad propiciadas por las nuevas tecnologías de la
comunicación y de la información articuladas en lo que suele nombrarse
como el espacio digital (o la sociedad del conocimiento, o del aprendizaje):
“Es que estamos siendo desalojados, desposeídos, privados y excluidos
colectivamente –quiero decir como ‘colectivo’- de los avatares, de los
juegos, de los ritos y rituales, en una palabra de ‘la experiencia’ que en
algunos momentos de la historia permitieron a los seres humanos forjar un
cierto sentido de lo propio, de lo común y un particular e histórico sentido a
su existencia (…). Y eso no se refiere solo a los evidentes y torturantes
efectos que generan los dispositivos y aparatos que hoy usamos tan
compulsivamente en las formas de socialidad más a pequeña escala (una
comida, una conversación, un traslado, una clase, un paseo, un funeral, etc.)
sino que trata de indagar en lo que podríamos denominar ‘atrofia de la
experiencia compartida’”.
Lo que el mercado, el narcisismo y la onda psicológica y new age estarían
propiciando (amparados a veces en la palabra “experiencia”) no es otra
cosa que su la colonización, la estandarización, la mercantilización, la
externalización y, en definitiva, la expropiación de la conciencia humana, de
eso que:
“Hasta hace poco solíamos entender como ‘vida interior’ y que nos invitaba
u obligaba a practicar la humana atención sobre lo que nos ocurre, sobre
cómo nos lo contamos y sobre cómo encararlo”.
Siguiendo esta línea, tal vez lo que habría que hacer no sea tanto afirmar la
experiencia frente a otras cosas (frente a la práctica o frente al experimento,
como yo hice en ese texto que citas), sino denunciar la falsificación y la
expropiación de la experiencia misma. Y no en general, en abstracto, sino a
través de problematizaciones concretas y específicas pensadas, practicadas
y “experienciadas” en los lugares que habitamos todos los días (en este caso,
en nuestras maneras de encarar la enseñanza universitaria), esos en los que
nos jugamos eso que Fernando llama “nuestra común humanidad”, que tiene
que ver:
“No con el conjunto de seres vivos que pertenecen a la especie animal
humana, como algo contabilizable, sino como ese atributo existencial que
nos colocaría a los bípedos hablantes en cierta y trágica discontinuidad con
otras especies. Muy en síntesis, como seres vivos capaces de instituir, de
crear nuestros dioses particulares –el mercado, los derechos humanos, los
estados nacionales con sus fronteras y constituciones, etc. etc. y con ellos (o
contra ellos) modalidades de existencia inconmensurables, inexplicables e
incomprensibles desde las leyes físico-químicas, desde regularidades
zoológicas y biológicas”.
E inexplicables e incomprensibles también, podríamos añadir, no solo desde
esas lógicas infames impuestas por las pedagogías cognitivas (esas que
reducen a los estudiantes a máquinas de aprender y que orientan la formación
universitaria a la obtención de resultados de aprendizaje), sino inexplicables
e incomprensibles también desde todas esas formas mercantilizadas,
narcisistas y estandarizadas de experiencia que se nos venden y se nos
imponen todos los días.
Tal vez por eso lo que puede verse en mi trabajo reciente (y en este
diccionario) es un cierto desplazamiento pedagógico de la idea de
experiencia (como transformación del sujeto) a la idea de ejercicio (como
atención al mundo). Porque lo que se está desvaneciendo en las instituciones
contemporáneas de educación no es el sujeto (ese nunca ha sido tan fuerte,
tan protagonista, tan halagado), ni la transformación del sujeto (el sujeto
flexible, adaptable, maleable, transformable y, desde luego, creativo e
innovador, está implícito en las lógicas del aprender a aprender y del
aprendizaje continuo y permanente), sino que es el mundo y, sobre todo, el
mundo común, el mundo compartido.
A mis alumnos les encanta una frase de Paulo Freire que dice algo así como
que para cambiar el mundo hay que cambiar primero a los sujetos que van a
cambiar el mundo (mis alumnos, desde luego, no leen a Paulo Freire –en la
universidad, en general, ya no se lee- pero se llenan la boca con algunas
frasecitas resultonas que algún que otro profesor les copia en la pizarra). Lo
que pasa es que hoy en día el mundo cambia que es una barbaridad, y no
digamos los sujetos que cambian el mundo (gracias, claro, a todas esas
maquinitas que son mucho más que maquinitas, que son modos de vida). Tal
vez por eso a veces suelo proponer como ejercicio contrastar esa frase con
otra de Camus, del discurso de recepción del Nobel (ya la he citado en la
palabra “educación”), que dice así:
“Cada generación se siente destinada a rehacer el mundo. La mía sabe que
no podrá hacerlo. Pero su tarea es tal vez mayor. Consiste en impedir que el
mundo se deshaga”.
O incluso con una de una amiga mía, que dice así:
“Los filósofos ya trataron de comprender el mundo (y no lo consiguieron) y
ya trataron de transformarlo (y tampoco lo consiguieron). A lo mejor se trata
ahora, simplemente, de describirlo (lo que tampoco es fácil)”.
Y eso es algo que hace el profesor: poner algo del mundo encima de la mesa,
hacerlo sensible, y tratar de convertirlo en algo público, en algo común, en
algo sobre lo que se pueda conversar, sobre lo que se pueda leer, sobre lo
que se pueda escribir, sobre lo que se pueda pensar, sobre lo que se puedan
poner en relación nuestras formas (singulares y colectivas) de vivir y de
estar juntos. No sé si eso tiene que ver con la experiencia. Pero para mí (y
también en eso de hacer de profesor) la pregunta atormentadora sigue siendo
¿cómo continuar? ¿por qué continuar? De hecho esa amiga que dijo aquello
de que lo de comprender el mundo es imposible, lo de transformarlo
también, y lo de describirlo está difícil, añadía que a lo mejor lo que hay que
hacer es “cambiar de conversación”.
Exposición
Karen.
Partiendo del final de la palabra “experiencia”, y de esa idea de convertir
algo en público y común, creo que uno de los significados de la palabra
“exposición” es exponer algo públicamente. Con ese significado quiero
tocar en el carácter público de tus evaluaciones. Incluyo algunos trechos de
tus programas que condensan esa idea: “Todos los textos mandados para
lectura en todas las asignaturas se debatirán en clase”. Y, sobre ello:
“Se sugiere que la preparación de ese debate consista en la selección de
alguna cita o de algún fragmento de los textos (un subrayado) y en la
justificación de su importancia ante el resto de la clase. El profesor podrá
pedir a los alumnos que lean y comenten públicamente su subrayado de los
textos.”
En Antropología Cultural y Sociología de la Educación aún se incluía la
siguiente adenda para la evaluación continua:
“Los alumnos deberán escoger uno de esos textos para el comentario de texto
correspondiente a la evaluación continua, y deberán entregar ese comentario
escrito el mismo día en que el texto se trabajará en clase. El profesor podrá
pedir la lectura pública de esos comentarios escritos.”
Se proponían muchas tareas también según cada clase, con el objetivo de
mantener la atención y la preparación de cada una de ellas:
“En función del trabajo de clase, el profesor asignará tareas puntuales a
algunos alumnos como, por ejemplo, la exposición pública de un resumen de
la clase anterior, la elaboración de alguna pregunta, el redactado de algún
mini-ensayo, la realización de alguna lectura complementaria, de algún
ejercicio, etc. El profesor podrá pedir que esas tareas sean leídas
públicamente en clase.”
En Antropología, por ejemplo, el trabajo final individual era la creación de
un diccionario de la asignatura con un ensayo sobre algunas palabras
elegidas, siendo que:
“El profesor podrá pedir a los alumnos que lean y comenten públicamente
esa lista”.
Como ya señalé en “cuaderno”, haces uso de un cuaderno de clase y de un
cuaderno de campo. Tanto uno como otro son públicos y tienen que estar a
disposición:
“El cuaderno de clase será público y deberá estar a disposición del profesor
cuando así lo requiera. (…) El “cuaderno de campo” también será público y
podrá ser requerido por el profesor en cualquier momento.”
Jorge.
Como muy bien dices, hago muchos esfuerzos e invento muchos
procedimientos para que la sala de aula se constituya en un espacio público,
y eso en varios sentidos. En primer lugar, porque en el aula las cosas se
hacen en presencia de otros.
Eso es evidente para el profesor, que se expone y que se hace presente ante
los alumnos continuamente, aunque su presencia no está ahí para llamar la
atención sobre sí mismo sino para orientarla hacia la materia de estudio y, a
través de ella, hacia los asuntos del curso. Digamos que la presencia del
profesor tiene que ver con que con que presenta y hace presente la materia,
al igual que la exposición del profesor tiene que ver con que expone (en el
sentido de que pone-fuera, pone-delante o pone-en-medio la materia). Como
sabes, el patrón de los profesores, al menos en España, es Santo Tomás de
Aquino (el gran escolástico), y la iconografía del santo lo presenta de pie y
con un libro abierto entre las manos, pero las páginas del libro están
orientadas hacia afuera y él las señala con el dedo. Digamos que el profesor
es el que muestra el libro, apunta hacia el libro, orienta la mirada hacia el
libro, y es solo en ese mostrar que se muestra a sí mismo. Esa manera de
“ponerse” es muy clara, creo, en mis maneras de hacer clase, puesto que
entiendo mi trabajo, esencialmente, como un dar a leer. Soy un profesor,
como has visto, que me oculto detrás de los textos que constituyen la materia
de estudio y que solo me expongo en la manera como los expongo. Y me
expongo también, claro, en la manera como trato, a veces con mucho
esfuerzo, de que mis alumnos mantengan una relación atenta y activa con
esos textos y con esa materia. Dar a leer no es solo elegir textos y ponerlos
encima de la mesa (no es solo dar bibliografía) sino también, y sobre todo,
poner en marcha procedimientos que aseguren y enmarquen esas lecturas.
Y ahí vendría, creo, lo de la sala de aula como espacio público. Para
desarrollar eso podríamos poner en juego dos nociones. La primera es la
lección, la lectio, que no es otra cosa que la lectura pública y en público de
un texto. Pero no al estilo de la lectura monástica, en que el texto se leía en
voz alta para que todos lo escuchasen en silencio, sino al estilo de la lectura
escolástica, es decir, del modo de lectura que se inventa en la universidad
medieval y que podríamos llamar ya lectura crítica. Iván Illich ha contado
maravillosamente la historia de la invención universitaria del texto en El
viñedo del texto. Etología de la lectura. Y yo mismo he hablado sobre la
lección en un capítulo de Pedagogía profana que se titula “Sobre la lección”
y que se plantea como la relación entre la lectura pública y el enseñar y el
aprender. Desde ese punto de vista, lo que se hace público en la sala de aula
no es otra cosa que la lectura o, mejor, las lecturas, del texto o, dicho de otro
modo, la relación que cada uno mantiene con la materia de estudio o, aún de
otro modo, el estudio de cada uno.
La segunda noción podría ser la de esfera pública, qué quiere decir entender
el aula como una esfera pública. Como sabes, y ya hemos hablado de eso
más de una vez, la escuela es, para Hannah Arendt, un dispositivo de
comunización / transmisión y renovación del mundo, un dispositivo en que
algo del mundo es puesto a disposición de todos para su transmisión y su
renovación. Pero en la escuela el mundo se da gramatizado, escrito,
textualizado o, dicho de otro modo, se da a leer, en una relación entre la
lectura de la palabra y la lectura del mundo que Paulo Freire desarrolló de
forma magistral. En la escuela el mundo es público porque está en medio (en
forma de texto) y porque es legible. Pero hay que subrayar aquí que, también
desde un punto de vista arendtiano, solo hay “mundo” si es público o, dicho
de otra manera, que la idea de mundo y la idea de público son
consustanciales. Para Arendt:
“El término ‘público’ significa el propio mundo, en cuanto es común a todos
nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él”.
Y eso porque:
“Un mundo está entre quienes lo tienen en común, al igual que la mesa está
localizada entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que
está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo”.
Por tanto, la sala de aula es una esfera pública porque hay algo en medio que
es común a todos y que une y separa al mismo tiempo. Y ese “algo” es el
asunto (lo que tenemos entre manos) y la materia (lo que leemos juntos).
Solo así podemos pensar que el aula es un lugar para descubrir, inventar,
imaginar y compartir mundos.
Cuando digo en clase (y no solo al principio del curso) que me gustaría que
los textos y las pelis sean interesantes, eso no quiere decir solo que sean de
interés para cada uno sino que creen algo “entre nosotros”. Hacer el texto (y
el mundo) interesante es ponerlo o disponerlo en medio, colocarlo en un
entre, inter-esse, ponerlo, o presentarlo, como dice Jan, encima de la mesa.
Y, para eso, hay que reclamar la atención de todos y de cada uno a ese
mundo (a ese texto) que el profesor pone en común. Por eso la escuela (la
universidad en mi caso) tiene que ver con desapropiar el mundo, con
comunizarlo, con hacerlo público. Y eso es especialmente importante, y cada
vez más difícil, en estos tiempos de privatización de la existencia (mediante
la configuración del “yo” como un sujeto propietario de sus bienes, su
identidad, sus derechos, sus necesidades, sus intereses, sus motivaciones,
sus gustos, sus ideas, sus opiniones, sus capacidades, como propietario de sí
mismo, en definitiva), de privatización del saber (mediante su constitución
en una mercancía o en una competencia que debe ser apropiada
individualmente) y de privatización de la escuela misma (a través de la
puesta en marcha de entornos individuales de aprendizaje, y a través de la
inserción en los dispositivos educativos de esa mentalidad emprendedora
que hace de cada individuo propietario y gestor de sí mismo, de sus
competencias y de sus aprendizajes). A mí me parece que la escuela (y la
universidad como una especie de escuela) es pública porque hace que el
mundo sea público, porque lo pone en común. Para Hannah Arendt solo hay
algo así como “un mundo” cuando existe un espacio común y público de
manifestaciones, de fenómenos, de cosas, de obras, de saberes.
Y Sánchez Ferlosio dice algo parecido (aunque no hable de “mundo” sino de
“conocimiento”, y aunque no hable de “interés” sino de “impersonalidad”)
cuando escribe:
“Por muchas y muy puestas en razón que puedan ser las circunstancias
externas, sean de carácter moral o sociológico, sean del mayor ‘bien común’
o del mejor ‘orden político’, etcétera, que puedan recomendar la preferencia
por la enseñanza pública, ninguna llegará a serlo de manera tan taxativa e
incontestable como una única circunstancia interna, que es la que atañe a la
condición del contenido; según ésta, en efecto, toda enseñanza es ‘pública’
por definición (…). Los contenidos de la enseñanza son conocimientos, y el
adjetivo ‘público’ es perfectamente adecuado para designar una nota
diferencial definitoria, un atributo analítico, del concepto mismo de
‘conocimiento’ (…). Los contenidos de la enseñanza en cuanto tales, los
conocimientos en sí mismos, no se prestan a venir o a ser llevados o tan
siquiera acercados al alumno, sino que, por su propia condición, exigen que
sea él el que salga a buscarlos fuera, en la pura intemperie impersonal,
mostrenca, en la tierra de nadie en la que, por definición, surgen y están. Con
esta insípida obviedad o perogrullada trato de disipar cualquier equívoco
sobre la circunstancia de que los contenidos de la enseñanza no pueden
nunca adaptarse, en cuanto tales, a las idiosincrasias o las condiciones
personales de los estudiantes, sino que necesariamente han de ser éstos los
que tengan que adaptarse a las impersonales condiciones de los
conocimientos (…). La noción misma de ‘conocimiento’, o al menos la
pretensión o aspiración humana que desde siempre ha estado detrás de ese
concepto, como una condición inapelable, es la de que los conocimientos no
conocen a nadie, ni llaman por su nombre de pila a cada quisque (…). A la
propia naturaleza de los conocimientos pertenece esa absoluta y radical
impersonalidad, que es, por tanto, la que se corresponde estrechamente con
los fines de la enseñanza misma”.
Y ya que estamos con Ferlosio, quizá podamos añadir que mantener el aula
como espacio público significa también aceptar que en ella nadie está “como
en casa”. La cita es la siguiente:
“El muchacho que empieza a ir al colegio tendría que compenetrarse
plenamente con la idea de que el ir desde su casa al colegio es
verdaderamente una salida al exterior; un camino que apareja cruzar una
frontera, para pasar a un territorio, no ciertamente enemigo, pero en el que
tiene que saber sentirse a solas en lo que se refiere a la vida familiar, lo que
a la vez implica comprender cabalmente que este nuevo conjunto de
personas al que se incorpora no es, de ningún modo, propio y personal, sino
indistintamente común y colectivo. Tan solo esta conciencia, que un
muchacho de 8 o de 10 años no sabría definir ni explicitar, pero sí, por lo
menos, si las cosas se hicieran de manera ritualmente correcta, intuir y
comprender, es lo adecuado. Sí, ‘ritualmente’ acabo de decir: los índices
externos, las señales sensibles, por sencillas y mínimas que sean, marcan los
tránsitos de la vida humana, la deslindan, ilustran y organizan, y en cada
lugar enseñan a uno a estar en su lugar. En este caso, una mirada atenta
advierte fácilmente el espontáneo cambio de actitud, manifiesto en algunos
casos, por ejemplo, en el asomo de una especie de timidez o de
circunspección, que no hay por qué tomar por inseguridad o desconfianza,
sino por la manera de pisar o de avanzar –para expresarlo de un modo
figurado- más cuidadosa y reflexiva del que percibe la extraterritorialidad
del nuevo medio en que se mueve. Solo con esta actitud diferenciada, que no
es sino la conciencia de lo público, puede un muchacho sentirse y hacerse
pleno protagonista de sus propios estudios”.
No es que hacer de la sala de aula un espacio público sea hacerla hostil y
desagradable, pero sí es hacer de ella un lugar exigente, donde lo que
importa no es el “yo privado” de cada uno sino el “yo público y en público”,
algo que supone una cierta circunspección, una cierta responsabilidad, una
cierta compostura, una cierta distancia, una cierta seriedad, un cierto sentido
del respeto, desde luego, pero también de la obligación. En ese sentido, creo
que la tarea del profesor y de los estudiantes (en tanto que aceptan ese pacto
de lo público y de lo “en público”) tiene que ver con mantener y sostener esa
esfera pública. El saber, como decía Kant, o es público o no es saber. Y su
“publicidad” requiere una serie de normas y de obligaciones que exigen, a
veces, dejar de lado las propias opiniones o los propios sentimientos para
ajustarse a una serie de reglas comunes y, sobre todo, de reglas de lo común,
que aseguren que ese espacio no es, en puridad, de nadie. Por eso lo que se
hace en la sala de aula no solo tiene valor como “libertad de expresión” de
los participantes o como “comprobación del trabajo realizado” (todos ellos
asuntos privados) sino que su importancia se deriva de que constituye otra
cosa: un espacio público en el que lo que se juega es algo así como “el
mundo” (que no es de nadie). Por tanto no se trata de quiénes o cuántos
hablan, sino de qué dicen y, sobre todo, de qué (se) dicen y de cómo (se) lo
dicen.
Me parece que es por aquí por donde debería leerse eso de la obligación de
leer y justificar públicamente los subrayados y los comentarios de los textos,
de exponer en público las tareas realizadas, de hacer incluso de los
cuadernos (de clase y de campo) un material público. Como sabes, la noción
arendtiana de “esfera pública” tiene que ver también con la visibilidad. Lo
público significa el ámbito de la aparición, el ámbito en que los seres
humanos aparecen los unos ante los otros, se hacen visibles los unos para los
otros, se exponen los unos a los otros, se responden los unos a los otros. En
ese sentido, la sala de aula se constituye como un espacio público cuando en
ella el mundo, y el saber, y los textos, y las materias de estudio, se presentan
en público y en su condición de públicos, es decir, de impersonales y de
impropios. Y también cuando cada uno de los que están ahí hace público lo
que sabe, lo que piensa, lo que lee. Digamos que encima de la mesa de la
sala de aula hay que exponer, en primera instancia, los textos que
materializan los asuntos a tratar (los que constituyen la materia de estudio),
pero que también hay que exponer, en segunda instancia, las relaciones que
cada uno establece con esos asuntos, con esos textos y con esas materias.
Sabiendo además que la mesa de un aula (la mesa escolar) no es exactamente
una “mesa de deliberaciones” (que buscaría el consenso y los acuerdos), una
“mesa de co-working” (que buscaría el trabajo colectivo) o una “mesa de
encuentro y de convivencia” (que buscaría compartir experiencias). Ya sabes
que cuando pido alguna intervención digo, a veces, eso de “anda, échanos
algo, danos algo, pon algo aquí en medio para que podamos conversar”.
Por eso podríamos decir que la mesa del aula es la mesa del estudio, el lugar
donde el estudio se hace público y en público. Lo que ocurre es que las
maneras de hacer que eso sea posible (y también de hacerlo imposible) son
enormemente sutiles y delicadas cuando se dan en la materialidad concreta
del aula, en los espacios, en los tiempos, en los cuerpos, en los gestos, en los
rituales, en las miradas, en las expresiones, en las actitudes, en todas esas
cosas mínimas a las que el profesor tiene que ser sensible (y tiene que hacer
sensibles a los alumnos).
Karen.
En todos los trabajos finales en grupo se preveía, inclusive, una presentación
en público ante un comité de evaluación compuesto por profesores del grado
de Educación Social, alumnos del posgrado y, a veces, alumnos de grado de
años anteriores o posteriores.
En todos los recortes que he incluido de programas de tus asignaturas, está
claro que la idea de público se repite, así como la expresión “el profesor
podrá requerir en cualquier momento..., el profesor podrá pedir que se lea
públicamente...”. Obviamente los comités de evaluación eran bastante
temidos, pero las mayores tensiones ocurrían en los momentos en los que tú
anunciabas – y hacías valer – que todos los ejercicios, cuadernos,
evaluaciones, subrayados eran públicos. Había cierta resistencia, como si
aquello fuera una intromisión, un trauma, como si el estudiante reivindicase
un derecho al sigilo y a la confidencialidad de lo que produce. Digo eso
también como profesora, conocedora de varios discursos en educación que
defienden la no exposición como un “cuidado” necesario en el proceso de
enseñanza-aprendizaje. Sé que tanto tú como los lectores sabéis lo que
quiero decir.
Jorge.
Lo de los comités de evaluación solo puede entenderse a la luz de lo que ya
he dicho sobre la sala de aula como espacio público. Digamos que de lo que
se trata es de ensayar un modo de evaluación que sea coherente con esa idea.
Con eso del “comité de evaluación” pretendo varias cosas. En primer lugar
no ser yo el que evalúa, y no por pereza o por quitarme de encima esa tarea
penosa, sino porque así evito que los alumnos se pasen el curso tratando de
adivinar qué es lo que quiero, qué es lo que me gusta, de qué voy, y traten de
ajustarse a eso en sus trabajos. Digamos que eso me permite no responder
cuando me preguntan “cómo quieres que hagamos el trabajo”. Además, si
recuerdas, cuando cada grupo de estudiantes presenta su trabajo final, tiene
que exponer también (poner encima de la mesa) sus cuadernos de clase y de
campo y todos los materiales que han ido elaborando durante el curso, y que
los miembros del “comité” pueden mirar todo ese material.
Por otra parte, me permite también rechazar explícitamente ese morbo del
aprobar y el suspender, ese ínfimo poder que a algunos profesores les gusta
tanto, y hacer que mis alumnos vean que eso me importa bien poco. Lo que
quiero es que, en el caso improbable de que me confieran alguna autoridad
(en tanto que profesor), eso no tiene nada que ver con que tenga el poder de
aprobarlos o de suspenderlos. Ya sabes que el poder de aprobar o suspender
“se tiene” (y lo que hace que lo tengas no es otra cosa que las condiciones
administrativas del oficio, el hecho de que seas tú el que firme las actas),
mientras que la autoridad es algo que los otros te dan.
Otra cosa que creo importante es que el así llamado “comité de evaluación”
no tenga mucha información sobre lo que hemos hecho durante el curso. Así
su tarea no es comprobar el éxito o el fracaso del trabajo realizado, o si los
alumnos han hecho o no lo que se les ha ido proponiendo a lo largo del
curso. Y también me parece importante el que no sean “especialistas” o
“expertos” en los asuntos que hemos tratado. Lo importante es que digan si
lo que se les presenta les interesa o no, y por qué. Y eso me permite decirles
a los chicos y a las chicas que tienen que hacer que su trabajo sea interesante
para cualquiera. No para mí, desde luego, ni siquiera para ellos, sino para
cualquiera.
En ese sentido, creo que es importante el que a veces invito a alumnos de
primer curso a evaluar a los alumnos de cuarto, y que casi siempre convoco
a alguien de fuera de la universidad que trato de que no sea un educador
social (puede ser un artista, o un estudiante de otra área, o un amigo) sino,
simplemente, alguien con una cierta sensibilidad para los temas pedagógicos
y los temas sociales y que le apetezca venir a ver los efectos visibles de lo
que hemos hecho durante el curso. Y ya sabes que los días de la evaluación
me gusta presentarlos con cierta solemnidad (también con cariño, claro, y
dejando bien claro la generosidad que implica el que se hayan interesado
por ver y escuchar lo que los estudiantes han hecho), pero que también me
gusta que se sienten entre los alumnos, como si fueran uno más de la clase.
Como los grupos son muy numerosos, necesitamos varios días para la
exposición pública de los trabajos. Y ya sabes que insisto en que vengan
todos los alumnos todos los días, que muestren, aunque sea mentira, que
ellos también se interesan por lo que han hecho sus compañeros. Además,
después de la exposición de cada grupo, doy la palabra (para que hagan
preguntas o comentarios) no solo a los miembros del comité, sino a toda la
clase. Todo eso es lo que quiere decir eso que ya está en el programa de la
disciplina, eso de que “la evaluación será pública”. Como sabes, porque has
participado en ello, después de las exposiciones, nos vamos a comer y
conversamos un rato sobre lo que les ha interesado más, lo que los distintos
miembros del comité han visto y han pensado. La conversación suele ser
animada, yo tomo notas, pido algunas precisiones, y luego, con todo eso,
pongo las calificaciones que a mí me parecen convenientes.
Y sobre lo que dices de que hay personas que defienden la no exposición
pública de los alumnos como un cuidado a los procesos de enseñanzaaprendizaje, quizá baste con decir que, para mí, un curso no es un lugar de
enseñanza-aprendizaje. Es verdad que en esta época en que lo público está
desapareciendo, en que casi la totalidad de los espacios públicos están
siendo arrasados, privatizados, mucha gente siente que exponerse es un
trauma y que lo que importa es mantener bien alta la autoestima. Pero
estudiar no tiene que ver con la estima de sí sino con la estima del mundo. Y
lo que menos importa en un curso universitario es que uno se sienta (o no)
comprendido, aceptado, valorado, reconocido, etc.. Bueno, corrijo: sí que es
importante, pero no lo más importante.
Karen.
En mayo de 2016 asistí a la presentación de los trabajos finales de Arte y
cultura en educación social en una plaza de Sant Boi, un municipio obrero de
la periferia de Barcelona. Recuerdo que el semestre que compartimos
también hiciste la propuesta de cerrar la asignatura en un espacio público,
pero que hubo varios alumnos que no estuvieron de acuerdo y al final lo
hicimos en la misma facultad, pero no en el aula habitual sino en el claustro
de uno de los edificios, un lugar de paso. Tal vez quieras decir algo sobre lo
que significa cerrar una asignatura en un espacio abierto, fuera del aula.
Jorge.
Lo de la plaza de Sant Boi fue muy hermoso. Los estudiantes llegaron un rato
antes para montar sus pequeñas instalaciones, y luego fuimos recorriéndolas
todas, parándonos un tiempo para conversar en cada una de ellas.
Recordarás que varias personas del barrio, o que pasaban por allí, se
acercaron a ver y escuchar lo que hacíamos. Incluso vinieron dos policías
municipales para preguntarnos si teníamos permiso. Pero
independientemente de hacer la presentación de los trabajos al sol de
primavera y en un ambiente relajado, se trata de reiterar ese gesto que
consiste en afirmar que la universidad pública debe hacer públicos los
resultados de lo que hace. Eso del “uso público de la razón” de Kant, que a
mí me interesa tanto, y que tiene tanto que ver, me parece, con la idea de
universidad como res pública, como cosa que a todos concierne, como un
lugar en que se discute públicamente y en público (y no solo entre colegas o
especialistas) de asuntos que son de interés de todos. Me parece que en esta
época en que el aprendizaje se entiende de forma individualista y
credencialista, de forma privada, es especialmente importante mostrar
prácticamente, también a los estudiantes, qué es eso del “sentido público” de
la universidad y, tal vez, abrir una conversación sobre ello. De hecho, van a
ser educadores, están estudiando educación, y el carácter público de la
educación es, me parece, uno de sus rasgos constitutivos y definitorios.
LETRA
F
Fracaso
Fracaso
Karen.
En el área de educación hay innumerables trabajos académicos sobre el
fracaso escolar. Como profesores, nos enfrentamos a discusiones constantes
sobre el tema, en los consejos escolares, en las evaluaciones a lo largo del
año, en los suspensos al final del curso lectivo, en las reuniones. El fracaso
de los estudiantes nos llega en números, como exigencia de los programas
gubernamentales, en casos individuales, como dificultades de aprendizaje,
evasión escolar, estructuras físicas precarias, modelos familiares, formación
docente... Son muchas las palabras y los discursos con los que convivimos y
que nos tocan cuando se habla de fracaso. Pero, en este momento, no le voy a
hacer los coros a esa cantinela. ¿Tú mismo ya has tenido la sensación de
fracasar como profesor? ¿O crees que el fracaso es una dimensión del oficio
de profesor? ¿O, por otra parte, puede uno, dentro de un uso libre de Hilda
Hilst/George Bataille, sentirse “libre para fracasar”?
Jorge.
Tienes razón en lo de la cantinela, en lo del fracaso como un término
comodín en el lenguaje pedagógico, aunque en la universidad está menos
presente y se habla más bien de “indicadores de baja calidad”, sobre todo en
lo que tiene que ver con los resultados de aprendizaje de los alumnos. Pero
como aquí hemos rechazado tanto el discurso de la calidad como el del
aprendizaje, dejaremos esa cantinela y hablaremos de otra cosa.
Digamos que el profesor fracasa cuando no consigue hacer de profesor, es
decir, cuando no consigue crear las condiciones para la atención, para la
lectura, para el estudio, para el interés compartido por el asunto o por la
materia, cuando no consigue hacer que los alumnos se conviertan en
estudiantes, que la sala de aula sea un espacio público, todas esas cosas de
las que vamos hablando aquí. Y entonces es un fracaso, sí, pero es sobre
todo una impotencia y una tristeza, como un desánimo.
Para mí, el más evidente síntoma de fracaso es la desgana (tanto en los
alumnos como en mí mismo). A lo que podríamos añadir la indiferencia, la
sensación de que las cosas se hacen “como sí”, la impostura, el juego sucio.
Ya sabes que mis ataques de mal humor, que no siempre duran mucho, tienen
que ver con esas cosas. Pero te diré también que tengo una relación tranquila
con el fracaso. No sé si es que me siento “libre para fracasar” (que también),
sino que me parece que el fracaso es constitutivo de este oficio y que, en
lugar de buscar “responsables” lo mejor es tomárselo con calma y seguir
fracasando. Lo que nunca haría sería traicionar las que creo que son mis
obligaciones y tratar de hacer cosas que “funcionen mejor”, que estén más
adaptadas a los tiempos, que les gusten más a los chicos y a las chicas. Un
profesor no es un vendedor de electrodomésticos y su éxito o su fracaso no
están en la satisfacción del cliente.
Te diría que la dificultad con la que me encuentro es que cada vez me es más
difícil ser profesor. Pero eso nos debe ocurrir a todos, y por eso algunos se
convierten en animadores, en mediadores, en facilitadores, en gestores del
aprendizaje, es decir, dimiten de su posición de profesores. Una posición
que hoy en día no está dada (como dicen que pasaba en otros tiempos), sino
que tiene que ser hecha y validada constantemente, tiene que ser peleada,
muchas veces contra todo y contra todos. Y lo mismo pasa con la posición
de estudiante, que es muy abierta, muy permeable, muy inestable, que no está
para nada garantizada y hay que ponerla en su lugar, una y otra vez, de una
manera que a veces puede parecer agresiva o violenta.
Cada vez siento más claramente que el hecho de que haya un profesor en el
aula es algo que incomoda, que molesta (y a la universidad como institución
no le importa un carajo). Como si el profesor fuera visto como alguien que te
hace la vida difícil, que no te deja que seas “tú mismo”, que te dice que
tienes que elevarte por encima de ti mismo, que te dice que tienes que
estudiar, que no puedes decir o escribir cualquier cosa, que te exige, que te
obliga, que te recuerda que las cosas que valen la pena requieren esfuerzo,
dedicación, trabajo. Y cuando percibes eso, que molestas, tienes la tentación
de retroceder, de replegarte, de abandonar, y entonces estás perdido:
renuncias a constituirte en profesor. Por eso creo que el nuestro es un oficio
como de todo o nada. Creo que la sala de aula es una especie de lugar de
excepción en el que a veces se producen cosas maravillosas y otras veces no
pasa nada. O sí o no, o has ganado o has perdido, raramente es una cosa de
más o menos.
Pero hay otra cosa que también es importante, y es que en nuestro trabajo
nada nos asegura cómo van a salir las cosas, qué es lo que va a pasar
mañana. Se pueden iniciar procesos, pero el curso de un curso es
imprevisible. Y eso también es constitutivo, y es fantástico, pero también
cansa y, a veces, angustia un poco: eso de llegar a la clase y tratar de
adivinar, a través de síntomas difíciles de palpar, cómo está yendo la cosa.
Porque eso no depende de uno, sino de los otros (o de ese “todos” tan
complejo y tan extraño que es una clase). Además ya sabes que soy un
profesor un tanto distante (eso de “Jorge Larrosa intimida”) y por eso, a
veces, mis alumnos tienden a cerrarse, a opacarse, y me es difícil percibir lo
que está pasando. Por eso me gusta llegar temprano al aula, cuando solo han
llegado las dos o tres personas más madrugadoras, e ir recibiendo poco a
poco a la gente, casi de uno en uno, e ir preguntándoles si el curso les está
interesando, cómo lo llevan, qué sensaciones tienen. Y me gusta también,
después de la clase, acercarme a los corrillos y buscar algún tipo de
complicidad. Para recibir algunas señales.
Lo que te consuela es saber que en definitiva nunca sabes cuáles son o cuáles
van a ser los efectos de lo que haces. Un amigo me regaló un episodio de una
serie televisiva norteamericana de los años cincuenta, La dimensión
desconocida, en la que se veía algo de esto. El episodio se titula “Cambio de
guardia” y comienza con un profesor al que obligan a jubilarse. En ese
momento de su vida siente que su trabajo no ha servido para nada, que no ha
hecho nada que haya mejorado un poco el mundo, que ha fracasado en su
oficio y, por tanto, en su vida, que su vida no ha tenido sentido. Cuando está
caminando desesperado por el jardín del colegio, de noche, a punto de
suicidarse, oye que suena la campana que anuncia el principio de la clase.
Entra entonces en el aula y ve que los bancos están ocupados por chicos que
han sido alumnos suyos en varias generaciones. Los va reconociendo, va
pronunciando sus nombres, y cada uno de ellos le dice a qué ha dedicado su
vida y cómo murió (generalmente en un acto heroico, sacrificando su vida
por los demás). Pero lo más impresionante es que todos le agradecen que en
sus clases de literatura inglesa aprendieron lo que era la lealtad, o la
generosidad, o el altruismo, o el sentido del deber, y que fue precisamente
eso lo que les guió en sus vidas y en su muerte.
El episodio es muy grandilocuente, está atravesado por un cierto sentido
épico del servicio a la humanidad, pero dice algo que es cierto, que nunca
sabremos cómo lo que hemos hecho (lo que hemos dado a leer y a pensar) ha
afectado a nuestros alumnos y en qué momentos eso ha podido fructificar en
algo. Y creo que esa inconsciencia es hermosa. Tampoco nosotros
recordamos a qué y a quiénes les debemos lo que somos. Ya sabes que los
seres humanos tendemos a enfatizar nuestros méritos (lo que nos parece que
hemos conseguido por nosotros mismos) y a olvidar los agradecimientos (lo
que debemos a otros). Además es conveniente ser un poco más modestos,
más humildes, y reconocer que tanto nuestros éxitos como nuestros fracasos
son menudos, casi insignificantes.
LETRA
G
Generosidad
Gilipollas
Generosidad
Karen.
Generosidad es una palabra que, en su uso corriente, se refiere a compartir,
generalmente de forma desinteresada. Según su definición de diccionario
significa “cualidad del que reparte con holgura”. Esa definición se aplica a
nuestro encuentro de 2014 en el que mi interés (expresado torpemente) sobre
tus “modos de hacer” se tradujo en tu invitación a “venir, ver y hacer”.
En mi estadía en Barcelona, fue duro pasar del Jorge Larrosa conferencista y
escritor, filósofo de la educación, al Jorge Larrosa profesor. Durante los días
en los que me pregunté qué estaba haciendo allí, fui poco a poco dándome
cuenta de que la generosidad no se encontraba en la invitación en sí, sino en
la forma en la que se obtiene del otro una contrapartida. No se trata, en
cualquier caso, de dar algo a cambio, sino de posicionarse respecto a
aquello que se nos da, aquello que se nos ofrece. Como conferencista,
ofreces lo que te conviene (en una falsa benevolencia) pero como profesor,
no. Como maestro, fuera de los focos, nos ofrecías (a tus alumnos y a mí), la
posibilidad de hacer, y hacer de nuevo. Lanzabas varias ideas,
reinterpretabas lo que queríamos decir, ofrecías tus libros, tus textos, tus
películas, tu tiempo. Bajo tu rostro serio de profesor sabíamos, tus alumnos y
yo, que tenías compasión al escuchar nuestras ideas mal formadas y
formuladas, lanzadas al grupo. Cada caminata de planificación, los viernes,
en la ladera de Collserola, me servía más a mí que a ti, a pesar de que nunca
dejases de hacer las preguntas rancierianas, “¿qué estás viendo? ¿en qué
estás pensando?”
Tus sermones no tenían como objetivo tu trabajo como profesor, sino la
materia, movilizar la atención y el pensamiento, como para mostrar que tus
propuestas eran dignas y, sobre todo, que era a la materia, y no a ti, a quien
debíamos hacer reverencias. Generosidad, para ti, definitivamente no
implica orgullo de uno mismo.
En Las pasiones del alma, de Descartes, la generosidad aparece como
aquello que en la acción humana se dirige al cuidado de los demás; cuidando
a los demás nos desviamos de nuestros propios intereses. Además, el radical
etimológico de la palabra, gen, se refiere a “generar, hacer nacer”. Tenemos
ahí dos verbos que, desde mi punto de vista, hablan sobre tu sentido de la
generosidad: cuidar y hacer nacer.
Jorge.
Muy hermoso eso de relacionar la generosidad con dar, con cuidar y con
generar. Y te agradezco, claro, tus palabras sobre el carácter generoso de
alguna de mis maneras de profesor. Pero déjame desplazar la palabra
“generosidad” a la escuela y, en especial, a la sala de aula. Digamos que el
profesor, en su simple hacer de profesor, da aula, cuida del aula y genera el
aula. Y es entonces cuando el aula misma puede ser generosa con todos los
que entran y permanecen en ella. En primer lugar, con el profesor: el aula, si
lo es de verdad, hace al profesor, lo genera, lo cuida, le da su tiempo y su
lugar. Tú misma has dicho algo parecido cuando has subrayado que no se
trata tanto de un intercambio como de un posicionamiento. La generosidad,
en el aula, no es tanto una relación entre personas (el profesor que es
generoso con sus alumnos, o los alumnos que son generosos entre sí y con el
profesor) como una manera de corresponder a lo que el aula misma da. Pero
para que el aula te dé algo, tú tienes que darle algo a ella también.
Lo que el aula da, lo hemos dicho ya varias veces, es tiempo, espacio,
materialidades y procedimientos. Un tipo especial de tiempo (el tiempo libre
y el tiempo demorado), un tipo especial de espacio (el espacio público), un
tipo especial de materialidades (las materias de estudio), y un tipo especial
de procedimientos (los ejercicios, lo que podríamos llamar las técnicas del
estudio o, quizá, las artes del estudio). Y es gracias a esas donaciones que el
profesor se convierte en profesor (se hace profesor) y los estudiantes se
convierten en estudiantes (se hacen estudiantes). Pero eso solo pasa si tanto
el profesor como los estudiantes realizan un cierto don de sí, es decir, si se
dan, o se entregan, ellos mismos, al aula, si dan algo de sí mismos al aula.
No al otro, sino al aula. El profesor no se da a sus alumnos ni los alumnos
deben darse o entregarse al profesor. Lo importante, como siempre, es la
tercera cosa, y creo que esa tercera cosa es el aula (el tiempo, el espacio, las
materialidades y los modos de hacer que conforman el aula).
Me parece que ese don de sí, o esa entrega de sí, tiene lugar en el mero
hecho de entrar en el aula. Seguramente recuerdas ese ejercicio de “entrar
en… es salir de…” (entrar en la escuela es salir del shopping, entrar en la
escuela es salir de casa, etc.). Y seguramente recordarás también cómo ese
ejercicio estaba enmarcado en una reflexión sobre las puertas, sobre los
umbrales (tuvimos que pensar, y muy en serio, en la puerta del aula). Georg
Simmel tiene un texto muy famoso que se titula “Puente y puerta”. Para
Simmel una de las actividades básicas de los seres humanos consiste en unir
y en separar. El puente sería el emblema de la unión y el muro lo sería de la
separación. Pero los muros tienen puertas, y las puertas, claro, separan y
comunican al mismo tiempo, es decir, a veces se abren y a veces se cierran.
Estarás de acuerdo conmigo en que nuestra época (y la pedagogía de nuestra
época) privilegia los puentes, las conexiones, los trayectos; es, en general,
enemiga de los muros; y solo gusta de las puertas abiertas. Pero si la
escuela, como hemos dicho varias veces, es separación, es esencial que el
aula tenga paredes, que en esas paredes haya una puerta, y que esa puerta
tenga algo de umbral, es decir, que atravesar la puerta tenga que ver con salir
de unas cosas y con entrar en otras. Y ese entrar puede pensarse como un
pasaje: a la vez una transición y una transmutación. Al entrar en el aula
salimos de lo que somos fuera del aula y nos convertimos en otra cosa (en
profesores o en estudiantes).
Podríamos decir, en esa lógica, que entrar en el aula es un cierto salir de sí
(de lo que uno ya es, de lo que uno ya quiere, de lo que a uno ya le gusta o le
interesa). Y si al empeño en permanecer en sí se le puede llamar egoísmo,
tal vez a ese salir de sí le pueda llamar generosidad. Los profesores y los
alumnos serían egoístas si entran al aula pensando en lo que el aula puede
darles a ellos, o pensando que son ellos el centro del aula. Y serían
generosos si lo que hacen es darse ellos mismos al aula y, por tanto, aceptar
que el aula los transforme. La generosidad entonces no estaría tanto en el
cuidado del otro, como en el cuidado del aula, en hacer que el aula sea aula,
en darle al aula una cierta prioridad existencial sobre nosotros mismos. Y no
estaría tampoco en hacer nacer al otro, sino en generar el aula misma. Es el
profesor el que hace el aula, el que da el aula, el que cuida el aula, el que
hace nacer el aula, pero es al mismo tiempo el aula la que lo hace profesor,
la que lo cuida, la que lo genera en tanto que profesor. Y lo mismo
podríamos decir de los estudiantes. Solo si somos generosos con el aula (si
nos desprendemos de nosotros mismos y entramos en ella y nos entregamos a
ella), el aula será generosa con nosotros, es decir, nos dará alguna cosa. En
ese gesto que te hice cuando nos conocimos en Rio, eso de “ven y mira”, no
te di nada, y lo único que hice fue abrirte la puerta del aula, es decir, lo
único que te di fue un lugar, y la invitación a entrar en ese lugar, y la
posibilidad de pensar juntos qué es ese lugar y qué hace con los que
entramos en él. Pero volvamos a lo del aula como espacio-tiempo generoso.
El aula es un espacio-tiempo generoso porque en ella no hay nada, porque se
nos da como un espacio-tiempo vacío que nosotros tenemos que llenar,
porque se pone a nuestra disposición para que nosotros pongamos (y
dispongamos) en ella las materias de estudio y para que nosotros nos
pongamos (y nos dispongamos) en ella como profesores y estudiantes. De
nuevo no es un asunto de intercambio sino de posiciones, disposiciones y
composiciones. Por eso, como tú bien dices, lo que ahí aparece no es un
reverenciarse los unos a los otros, o cada uno a sí mismo, sino una
reverencia al aula. A veces pienso que en la puerta del aula debería haber
algún ritual de entrada, algo parecido al agua bendita que hay en la puerta de
las iglesias y que uno tiene que tocar, santiguándose, cuando entra, pero no
para reverenciar a los dioses (en el aula no hay dioses) sino para ponerse en
una cierta disposición al estudio. O como cuando los futbolistas entran a la
cancha y besan el suelo, pero no para que nos sea propicio y nos dé el
triunfo (en el aula no se compite), sino como rindiéndole gratitud a ese
espacio generoso que siempre nos devuelve mucho más de lo que nosotros le
damos.
Gilipollas
Karen.
La categoría de “gilipollas” fue elaborada en Sociología de la Educación.
Seguramente apareció en alguno de tus sermones y, tratando de justificar el
uso en clase de algunas palabrotas (déjame decirte que a veces te pasas un
poco), intentaste precisar su uso, bastante sutil en español, y que no se
corresponde exactamente con el “boludo” de los argentinos, el “huevón” de
los chilenos o el “babaca” de Brasil. Lo que pasó es que, una vez
introducida en el vocabulario de la asignatura, nos la pasábamos buscando
gilipollas en todas las películas que nos ponías. Vimos, que yo recuerde, dos
caras de gilipollas, en dos películas: la del tipo que hace las fotos en el
campo de refugiados que aparece al principio de Enjoy poverty (volveré a
esta película en la palabra “pobreza”), y la de la asistente de uno de los
fiscales en De nens. Incluso, en la discusión de Enjoy poverty, dijiste que “la
mayoría de las veces, el mal no es resultado de la crueldad, de la maldad,
sino de la gilipollez”.
Para profundizar en esta palabra recuerdo que, en algunos de tus sermones en
clase, llamabas la atención para que los estudiantes no se volviesen
“gilipollas”, para que no tuviesen actitudes de “gilipollas”. Inclusive, en una
llamada de atención por e-mail, usaste enfáticamente esa palabra.
Yo, que no la conocía, me divertí mucho orientando a los alumnos en esa
asignatura, pues los proyectos educativos se dirigían a la prevención y a la
rehabilitación de los ricos y no de los pobres, como se esperaría en una
carrera de Educación Social. De esa forma, los alumnos tenían que hacer un
esfuerzo para identificar, componer y comprender tipos y lógicas
“gilipollas”. En la palabra “ricos” y “shopping”, el lector encontrará la
contextualización de este tipo de trabajo. Me gustaría que hablases de esta
palabra, tal vez incluso recordando algunos de estos episodios.
Jorge.
No sé si gilipollas es exactamente una categoría, pero la manera como esa
palabra apareció en Sociología de la Educación sí que dice algo, como tú
bien señalas, de mi manera (no siempre afortunada) de hacer de profesor.
Tal vez valga la pena contar la historia completa. Después de ver en clase
Enjoy Poverty (ese documental turbador y extraordinario sobre la
mercantilización de la pobreza) se me ocurrió que para centrar la discusión
en la clase siguiente sería bueno hacer algún tipo de ejercicio. Y pedí que
clasificasen a los distintos personajes que aparecen en la película en cinco
ítems (ladrones, sinvergüenzas, gilipollas, pobres e inocentes). De hecho,
esa misma tarde envié el mail que transcribo a continuación tratando de
aclarar un poco la naturaleza de la tarea:
Esta semana hemos visto Enjoy poverty, hemos hecho un primer comentario,
y hemos decidido continuar un poco más con la película y, en general, con el
asunto de la mercantilización de la pobreza. Dedicaremos a eso la próxima
clase. Para abrir la conversación de la próxima clase os he mandado una
tarea que consiste en que veáis otra vez la película y que clasifiquéis a los
personajes en (alguna de) las siguientes categorías:
Ladrones: según el DRAE, “que hurta o roba”. Robar: “quitar o tomar para
sí lo ajeno”. De todos modos, no es lo mismo robar un banco que robar a los
pobres. Digamos que los que roban a los pobres son ladrones y, además, otra
cosa. ¿Cómo los llamaríais? ¿Cómo llamaríais a los ladrones que salen en
esta peli? A mí me gustaba un insulto, incluso sugerí en clase, en un momento
de arrebato, llamarlos “cabrones”, pero, dado que ha habido alguna protesta
sobre el uso de esas expresiones, lo dejo a vuestro criterio. El asunto es que,
además de pensar sobre la peli, podamos pensar también sobre qué es, hoy
en día, ser un ladrón y, sobre todo, sobre qué tipo de ladrones salen en la
peli. Y también, por ejemplo, sobre las relaciones entre robo y legalidad y,
en general, entre robo y sociedad mercantilizada.
Sinvergüenzas: “que carecen de vergüenza”. Vergüenza: según el DRAE,
“turbación del ánimo que suele encender el color del rostro, ocasionada por
alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa o humillante, propia o
ajena”. Además de localizar sinvergüenzas, se trata también de pensar sobre
el estado de la vergüenza en estos tiempos que corren (una emoción
anacrónica y, a mi juicio, en riesgo de extinción). A los sinvergüenzas de la
peli se les podría llamar también “lacayos”, en el sentido de “serviles”,
aunque habría que pensar a qué o a quién sirven cuando “hacen lo que tienen
que hacer” y cómo es que lo hacen con toda naturalidad, sin el mínimo
remordimiento, como esos tipos de las películas americanas que dicen “it’s
my job”.
Gilipollas: según el DRAE, “tonto o lelo”, aunque yo creo que es una
categoría mucho más interesante y, desde luego, insustituible en la neolengua de lo políticamente correcto. El mundo está lleno de gilipollas
(nosotros los primeros) y no está mal disponer de una palabra que, aunque
sea malsonante, nos permita decirlo. Y tal vez no sería descabellado darle
también un uso pedagógico. Ya sabéis que el Gato Pérez les decía a sus hijas
que de mayores podían ser lo que quisieran menos gilipollas. Y eso, dicho
por un padre, o por un profesor, también es educación moral, y de la buena.
Pobres: según el DRAE, “necesitado, que no tiene lo necesario para vivir”.
Como los pobres de la peli no lo son por condición natural, yo hubiera
preferido la categoría de “jodidos” y así la he escrito en la pizarra. Pero tal
vez sus connotaciones sexuales hacen que esa palabra sea también
políticamente incorrecta y encuentre algunas resistencias en la clase. Un
buen ejercicio sería comparar a los pobres de Enjoy poverty con otras
imágenes de “pobres” que hemos visto en clase, los de Tierra sin pan, o los
de Los olvidados, o los de Niños de la calle, o los pobres con los que
trabajan los chicos del Barrilete tal como los señalan en Pedagogía Mutante.
Además, creo que la película también da pistas para problematizar esa
categoría tan de hoy, tan neutra, tan infeliz, tan idiota, de “personas en
situación de pobreza”.
Inocentes: según el DRAE, “cándido, sin malicia, fácil de engañar”.
Como veis, podemos aprovechar el ejercicio para ahondar un poquito en eso
del “etiquetaje”, de los “prejuicios”, de las “clasificaciones”. Y también,
quizá, en esa neutralización de la lengua que impone la tiranía de lo
políticamente correcto. En fin, que a ver si esta propuesta da para una
conversación que no caiga demasiado en los lugares comunes morales y
moralistas de costumbre. E insisto en que el tema, y su relación explícita con
el curso, no es el de las palabras que usamos o no usamos para clasificar a
la gente, sino que es la “mercantilización de la pobreza”. Os envío, para eso,
en attach, una copia del manifiesto sobre la porno-miseria del que os he
hablado en clase. Además y, en relación con el trabajo que estáis haciendo
en el shopping, se trata también de pensar sobre la “mercantilización de
todo”, es decir, sobre la conversión de todo, también de la universidad,
también de la vida, también de nosotros mismos, en mercancía.
La mayoría de los estudiantes reconoció como gilipollas a un joven rubio,
con cara de imbécil y una sonrisa absolutamente idiota que aparece en el
campo de refugiados haciendo fotos a las personas que reciben un saco de
ayuda humanitaria, y también a las personas que visitan esa exposición
donde se exhiben“fotos artísticas” (y en blanco negro) de los trabajadores de
una plantación de aceite de palma. Los gilipollas serían los que no se dan
cuenta de nada, los que no se enteran, los que parece que miran sin ver y que
oyen sin escuchar, los que nunca se hacen preguntas, los que están
perfectamente instalados en las certezas que les dicta el sentido común más
simple y más convencional, los que actúan sin pensar, automáticamente.
En otra clase, después de ver algunos fragmentos de la película Hoy empieza
todo, llamé gilipollas al inspector que evalúa la clase de Daniel (el
protagonista de la peli), y que después le suelta una retahíla de lugares
comunes sobre la importancia de la motivación y sobre las nuevas
tendencias pedagógicas; y llamé gilipollas también a ese profesor que
justifica su impotencia y seguramente su desidia hablando de la campana de
Gauss. Y ahí es donde seguramente me pasé y, para desarrollar la figura,
califiqué de gilipollas a algunos de los trabajos de final de grado que me
había tocado dirigir y a algunos de los que había tenido que leer cuando tuve
que actuar como miembro del tribunal. Como toqué ahí algunos de los
tópicos de la educación social y también, seguramente, algunos de los temas
con los que los alumnos simpatizaban, el escándalo fue mayúsculo y me
dijeron de todo. Y esa misma noche, a modo de disculpa, mandé por mail
ese sermón al que seguramente te refieres y que transcribo a continuación:
Tengo la sensación de que mis sermones de hoy sobre la gilipollez han
podido sonar un poco ofensivos. Y quiero explicarme.
El primero de esos sermones (el que ha tenido como motivo mi relación con
los alumnos que hacen el TFG y en el que he vuelto a repetir la frase que
decía Gato Pérez a sus hijas, esa de “sed lo que queráis, pero no gilipollas”)
tenía que ver con la lucha de cualquier profesor que se precie contra lo que
Rancière llama las “máquinas del atontamiento escolar”, es decir, esas que
producen estudiantes oportunistas (en el sentido de que piensan,
fundamentalmente, en sus puntos y puntitos, en su comodidad, en la
aritmética académica, en “quitarse de encima” las tareas, en obtener la
máxima “rentabilidad” con el mínimo esfuerzo) y esas que producen también
estudiantes con ninguna distancia crítica respecto a los discursos dominantes
(no solo los de la universidad, sino también y sobre todo “los de su
tiempo”).
El segundo sermón (ese que ha tenido como punto de partida el profesor que,
en la película, habla de la campana de Gauss, de los estudiantes “con los que
no se puede hacer nada”, ese profesor que, como alguien ha dicho “ha tirado
la toalla”) tenía que ver con la lucha de cualquier profesor que lo sea
realmente con el desinterés, la apatía, el aburrimiento, y la falta de atención
de esos estudiantes desmotivados, distraídos, abúlicos, “que no colaboran”,
y de los que es muy fácil “pasar”.
Ambos sermones querían llamar vuestra atención sobre la difícil tarea de
enseñar en esta época y la sensación, que a veces me invade, de que “no vale
la pena”, de que no importa, y de que es mucho más cómodo usar el “powerpoint”, hacer “dinámicas” y propiciar lo que vosotros llamáis “la
horizontalidad” y “el intercambio de conocimientos”. Naturalmente, esa
sensación solo dura un tiempo (aunque sea un tiempo largo y pesado) y uno
vuelve a la pelea. Y digo “pelea” porque creo que un profesor es también un
luchador contra todo aquello que, en sus estudiantes (y también, desde luego,
en sí mismo), contribuye a esa “gilipollez” que (nos) ataca por todas partes.
Aunque eso le haga, a veces, ser intransigente y un poco gruñón. Como lo es
también el Daniel de la película que hemos visto y comentado y que, como
recordaréis, no se corta cuando tiene que echar alguna bronca. Creo
sinceramente que lo que un profesor no debe ser es indiferente, aunque esa
indiferencia se disfrace algunas veces de ser “enrollado”, de “todo está
bien”, de “muy interesantes tus aportaciones” y de “hacerle la pelota a la
gente”. Para mí, que soy un profesor “a la antigua”, una universidad no es un
shopping (aunque cada vez se parece más a un shopping) cuyo objetivo
fundamental es hacer que el consumidor (o el cliente) esté satisfecho.
En cualquier caso, pedir disculpas a quien pudiera haberse sentido ofendido.
Y si hay alguien que esté interesado en estas cuestiones, le recomiendo el
libro de Estanislao Antelo y Ana Abramowski (ambos buenos amigos míos)
titulado. El renegar de la escuela. Desinterés, apatía, aburrimiento, violencia
e indisciplina.
Seguimos.
La cosa quedó así, volví a disculparme en clase por haber utilizado como
simplemente valorativa una palabra que en español suena claramente como
un insulto, me dio la impresión de que los alumnos aceptaban mis disculpas,
aunque con cierta sorna, y mi sorpresa fue que cuando vimos la película De
niños y apareció la ayudante de uno de los fiscales asintiendo con una
sonrisa completamente boba y sumisa al discurso de su jefe (una de esas
jóvenes abogadas cuyo único interés es “colocarse bien” sin hacerse
preguntas incómodas y sin dudar de su posición y de su trabajo) algunos de
los alumnos comenzaron a decir: “¡gilipollas! ¡gilipollas! ¡aquí está la
gilipollas!” Tuve la sensación de que todo lo que había pasado no había sido
en vano y que la palabra estaba empezando a sonar de un modo interesante.
Te diré sin embargo, ahora ya desde cierta distancia, que eso que en mi mail
había llamado la lucha del profesor contra el oportunismo, la obediencia y la
apatía de los alumnos no puede en ningún caso derivar en actitudes o
palabras despectivas, y no solo por razones de respeto, sino también porque
su posición de poder le suele garantizar cierta inmunidad y cierta impunidad.
Se puede ser exigente, a veces duro, pero no se deben perder las maneras. Y
yo a veces las pierdo. De todos modos, lo que no se puede hacer, me parece,
es mirar hacia otro lado y ocultar en una actitud supuestamente tolerante lo
que no es otra cosa, al menos para mí, que dejación de responsabilidad.
Karen.
Para no acabar esta palabra de un modo tan patético, voy a transcribir el
resultado de una pequeña investigación que hice por mi cuenta sobre la
palabra en cuestión y que, para neutralizar desde un punto de vista filológico
e histórico el litigio que habíamos tenido en clase, enviamos también, muy
amablemente, a nuestros alumnos:
Posiblemente gracias a su sonoridad, en los últimos años el adjetivo
«gilipollas» se ha convertido en un insulto de uso muy extendido entre los
españoles. Según el Diccionario de la Real Academia Española, esta
palabra es una vulgarización del adjetivo «gilí», término que designa a una
persona tonta o lela y que procede del vocablo caló «jilí», cuyo significado
es «inocente o cándido». Sin embargo, podría ser que el origen de esta
peculiar palabra fuera mucho más castizo e interesante.
De acuerdo con cierta teoría, tenemos que retroceder hasta finales del siglo
XVI, época en la que don Baltasar Gil Imón de la Motaocupaba el cargo de
fiscal del Consejo de Hacienda. Según narran las crónicas, Gil Imón
aprovechaba su posición para acudir acompañado de sus dos hijas a todos
los eventos y fiestas en los que se daba cita lo más granado de la sociedad
madrileña. Su intención era encontrar en alguno de esos actos algún joven en
edad casadera que pudiera emparejarse con sus dos hijas. El problema era
que Fabiana y Feliciana, las hijas de este personaje, eran muy poco
agraciadas tanto física como intelectualmente y, debido a las escasas dotes
de las muchachas, los pretendientes no abundaban. Por ello, cada vez que el
alto funcionario aparecía en una fiesta junto a sus hijas, las malas lenguas
comenzaban a comentar entre sí «Ahí va de nuevo don Gil con sus pollas»
(siendo “polla” una palabra que era empleada en la época para referirse a
las mujeres jóvenes). De acuerdo con esta teoría, la asociación de ideas fue
inevitable y, muy pronto, la sorna y el ingenio de la gente fundieron en un
solo concepto la estupidez y las hijas del fiscal. Así, cuando se quería
señalar que alguien parecía alelado o era corto de entendederas, se aludía a
las «pollas» de don Gil, y así habría nacido la palabra «gilipollas» que
conocemos hoy en día.
Jorge.
Y ahora sí para terminar de darle una sonoridad, en este diccionario, a esa
palabra tan compleja, voy a transcribir el que fue mi mensaje a los
graduados del año anterior en el momento en que dejaban la universidad
para dirigirse hacia eso que algunos llaman “la vida real”:
Ya tenéis el título, ya os vais de aquí, y tenéis ganas de iros, y me alegro.
Pero yo me quedo, y también me alegro. Porque ahí afuera es peor. Y algún
día tendréis nostalgia de esto. Pero no por lo que fue, sino por lo que hubiera
podido ser. Si no fuéramos tan gilipollas.
LETRA
I
Idea
Igualdad
Información
Interés
Investigación
Idea
Karen.
Esta palabra me parece muy genérica. Estaba buscando en mi cuaderno de
anotaciones en el intento de afinarla un poco. He encontrado una frase que
me dejó curiosa en su momento: “cuando aparece una idea, cosa que no pasa
todos los días, uno tiene que estar atento y cuidarla”. ¿Es posible establecer
una relación entre idea y atención? ¿Qué sería cuidar de una idea?
Jorge.
Seguramente te refieres a una frase que apareció en el texto que acompañaba
a la película Estación Zombi. Voy a transcribirla:
“Un amigo nos habla siempre de lo que significa una idea y con un enorme
esfuerzo nos intenta explicar que una idea es una fiesta. Que una idea no es
una consigna. Muy por el contrario: una idea es algo muy rico y necesita de
un cuidado enorme para crecer. Nosotros fuimos aprehendiendo que las
ideas son poderosas con uno y no uno poderoso con ellas”.
Una idea, dicen los chicos del Barrilete (el grupo del texto y de la película),
es algo que uno se encuentra, que quizá ya estaba ahí, pero que hay que
descubrirla. Y descubrirla es nutrirla, sacarla a pasear, ponerla a circular,
contrastarla con otras personas, con otras ideas, explorar cuáles son sus
efectos, hacerla crecer. Una idea, podríamos decir también, no es una cosa,
ni un instrumento, sino un camino. O, mejor, una idea abre caminos; siempre,
naturalmente, que uno mismo se ponga en camino por esos caminos abiertos.
Una idea no da poder, pero tiene poder. El poder de transportarnos más allá
de nosotros mismos, de llevarnos lejos.
Esa frase de tu cuaderno vendría a cuento, creo, de que los trabajos que les
pido a los chicos y a las chicas consiste en que formulen una idea
pedagógica, no un proyecto pedagógico, o una investigación pedagógica,
sino una idea pedagógica. Una idea que puede comenzar por parecer loca, o
absurda, pero que será más o menos interesante según lo que esa idea haga
con ellos, según a dónde les lleve. Y les llevará más o menos lejos según
cómo la cuiden. Y según lo que disfruten con ella, según cómo se entreguen a
la fiesta que esa idea les propone. Si una idea es buena, es fecunda, y si la
cuidamos, entonces pensar es un placer y una alegría.
Desde este punto de vista, un profesor no transmite ideas (ni siquiera es
necesario que “tenga ideas” o que “dé ideas”), sino que crea dispositivos
capaces de generar o de inspirar ideas, dispositivos para la producción o
para la invención de ideas. Es desde ahí que me gusta decir que mis cursos
son “ejercicios de pensamiento”. Ejercicios, además, de los que no puede
anticiparse el resultado o, dicho de otro modo, que incluyen tranquilamente
la posibilidad del fracaso. Ejercicios que requieren una cierta confianza, una
cierta gratuidad, una cierta generosidad, eso de entregarse al ejercicio sin
preguntarse qué es lo que se va a obtener a cambio. Y, en el semestre que
compartimos, ejercicios que combinan varias actividades: leer (y ver pelis),
caminar (y hacer mapas) y conversar (y escribir). Pero lo importante es que
esas actividades no tienen que ver con aprender “contenidos”, ni siquiera
con “investigar”, sino con “pensar”; y con un pensar que es “inventar”,
concretamente con formular una idea pedagógica que en cada una de las
disciplinas que compartimos tenía delimitaciones diferentes.
La posibilidad de que una idea aparezca está, me parece, en algunas
separaciones. Desde luego, en la separación entre leer y caminar, o entre
leer y conversar, o entre caminar y conversar. Pero hay otras que me gustaría
subrayar. Primero, la separación entre la materia y el asunto: la materia es lo
que hay que estudiar, pero el asunto es lo que hay que pensar; y si se produce
algo, es precisamente porque no coinciden. Segundo, la separación entre
lectura y escritura; ya sabes: “entre leer y escribir algo pasa”. Y seguramente
podríamos identificar y desarrollar otras de esas separaciones.
Nuestro trabajo consistía también en ayudar a los estudiantes en la forma de
presentación de sus ideas, en el trabajo de darles forma, y una forma que
fuera a la vez consistente e interesante para cualquiera. Y ese trabajo con la
forma era, en general, muy triste, pero algunas veces era apasionante. Sobre
todo cuando trabajar en cómo presentar o hacer pública una idea se
convertía también en un ejercicio de pensamiento y no solo en una estrategia
de comunicación.
Pero el trabajo del profesor no solo tiene que ver con la generación de ideas,
sino que tiene que ver también con tratar de hacer que los estudiantes
perseveren en sus ideas, que no desfallezcan, que no las abandonen
demasiado pronto, que no las dejen caer, que las desarrollen, las cuiden, las
sigan y las persigan; en definitiva, que las cuiden. Una de las cosas que
comentábamos después de tus tutorías era que los chicos, a veces, tenían una
buena idea en las manos, habían descubierto un pequeño tesoro, pero no se
daban cuenta, o se cansaban demasiado pronto y pasaban a otra cosa. Y que
tu trabajo en las tutorías consistía en impedir que la dejaran caer, en tratar de
que la sostuvieran un poco más, de que la miraran un poco más, de que la
conversaran un poco más, de que se demoraran en ella para que ella les
fuera entregando, poco a poco, sus posibilidades.
Igualdad
Karen.
Cuando leímos con los alumnos “El odio a la educación pública: La escuela
como marca de la democracia” de Masschelein y Simons, fueron surgiendo
varias máximas, como, por ejemplo: “la escuela es un refugio para la
igualdad”, “la escuela visibiliza la igualdad”. Es decir, la palabra
“igualdad” apareció constantemente. Me gustaría que abordases esta palabra
a partir de ese texto y de las ideas de Ranciere, principalmente aquella de
que la escuela es un lugar de verificación de la igualdad, de que la igualdad
es un punto de partida, algo que se presupone, no un objetivo. Y para que el
camino que te propongo no sea tan convergente, podrías comentar otra
afirmación, la de que la igualdad también es una ficción.
Jorge.
El trabajo en el aula con ese texto de Jan y Maarten fue difícil, ya sabes. Es
un texto denso, pero no por su contenido o por su forma, sino por la manera
como desplaza un cierto sentido común pedagógico. Aparece, desde luego,
la idea de la igualdad no como un hecho a comprobar o como un objetivo a
conseguir sino como una hipótesis a verificar. En el sentido común
pedagógico la escuela es (o debería ser) un pasaje entre un hecho (la
desigualdad) y un objetivo (la igualdad) o, dicho de otra manera, la escuela
transforma (o debería transformar) la desigualdad presente en igualdad
futura. Y una vez colocado así el asunto la escena ya está dispuesta y el
debate marcado: están, naturalmente, los que se lo creen y los que no se lo
creen, los que dicen que la escuela hace (o puede hacer) eso, y proponen
reformas pedagógicas para conseguirlo, y los que dicen que la escuela no lo
hace y no lo puede hacer, y explican las razones que justifican esa
imposibilidad. La pedagogía ha mantenido esa discusión durante décadas.
Pero lo que hacen Jan y Maarten, siguiendo a Rancière, es cambiar las reglas
de la conversación.
Eso no fue fácil de entender para los chicos y las chicas de la clase, y aún
menos lo que añaden Jan y Maarten: un cierto desarrollo de la naturaleza
específica de la igualdad escolar, eso de que la igualdad escolar es diferente
tanto de la igualdad social, como de la igualdad de oportunidades (la
igualdad escolar tiene que ver con que todos, independientemente de sus
cualidades o cualificaciones, “son capaces de”). Y eso de que la escuela no
está para transformar la sociedad, para conseguir una sociedad más
igualitaria, sino que es ella misma la que se constituye como un espaciotiempo igualitario precisamente porque se separa de la desigualdad social
(en ese sentido, la igualdad escolar es un lujo). Es ahí donde se puede
plantear eso de la escuela como refugio de la igualdad, como un espaciotiempo igualitario en un mundo desigual, como un enclave de igualdad.
Por otra parte, y precisamente porque la escuela se quiere igualitaria,
porque, como dice Rancière, es hija y heredera de la igualdad, la
desigualdad en la escuela es especialmente visible (mucho más, desde luego,
que en la economía) y puede ser debatida y discutida. Cualquier episodio de
discriminación o de exclusión en la escuela se convierte inmediatamente en
un escándalo. Por no hablar de la cantidad de investigadores cuyo tema de
trabajo es la visibilización y la denuncia de cualquier tipo de exclusión en el
interior de la escuela. Sin embargo, la novedad del planteamiento que
trabajamos en clase con ese texto al que tú te refieres tenía que ver con la
igualdad no como hecho (que se da o no en la escuela) ni como objetivo (que
habría que conseguir, o no, en la escuela), sino como hipótesis constitutiva
de la escuela misma. Y es ahí donde interviene, me parece, la idea de
ficción. La cita podría ser la siguiente:
“La igualdad no es enfocada como un ‘hecho dado’, no es un hecho que se
pueda concluir o probar o falsificar en el sentido habitual; y no es una meta o
un destino que se pueda tener como objetivo. El axioma de la igualdad
intelectual constituye un punto de partida: una hipótesis práctica desde la
cual se actúa o se habla. La igualdad tiene el estado del ‘como si’ (…). No
puede ser probada pero puede ser verificada una y otra vez en la escuela,
por los profesores (y por los alumnos)”.
En la escuela se actúa o se habla como si todos fueran iguales. Ese “como
si”, desde luego, va contra “el orden natural de las cosas” (en la sociedad y
en la economía), contra lo que Jacotot llama “la ley de la gravedad”, la
tendencia de todo a caer. Es un “como sí”, digamos, que va a
contracorriente. Por eso tiene que ser verificado una y otra vez. Y esa
verificación es práctica (y no empírica, o teórica). Si recuerdas, el ejemplo
que puse de ese “como si” fue el del derecho, en tanto que presupone una ley
igual para todos. La igualdad ante la ley no es un hecho (todos sabemos que
la aplicación de la ley no es la misma para ricos que para pobres, o para
blancos que para negros, que es el derecho es clasista y racista y, por tanto,
no es derecho), y tampoco tiene que ver con la igualdad social (con el
clasismo y el racismo como hechos sociales y económicos). Se trata de una
igualdad que tiene la forma del “como si”, y que tiene que ser verificada una
y otra vez, y también contra el orden natural de las cosas (de la sociedad y
de la economía), y también de una forma práctica (cada vez que, en el
derecho, se hace justicia). La igualdad ante la ley es una ficción, pero es una
ficción necesaria para que se pueda “pedir justicia”, para que se pueda
reclamar un derecho que sea “realmente” derecho (un derecho en el que la
ley que no sea igual para todos no es realmente derecho, no “merece el
nombre” de derecho). Es una ficción que tiene “efectos de verdad”, que se
convierte en verdadera, cada vez que se verifica. Ser juez (un juez que sea
“realmente” juez, que “merezca el nombre” de juez) significa verificar una y
otra vez, prácticamente, ese presupuesto, esa hipótesis práctica, esa ficción,
ese “como si” de una ley igual para todos.
Para entender eso hay que salir de la oposición verdad/mentira (la ficción no
es ni verdad ni mentira) y de la oposición real/ideal (la ficción no es ni real
ni ideal). Si no salimos de esas oposiciones solo podremos decir que la
igualdad en la escuela es mentira (que no se corresponde con los hechos) o
que es ideal (que no se corresponde con la realidad y, por tanto, solo puede
ser un “ideal” –un objetivo– que habría que “realizar”). Pero, como dice
Bruno Latour, los “seres de ficción” no están del lado de lo falso, de lo
ilusorio, de lo irreal, sino que poseen un “género de realidad particular” que
él coloca del lado de la “instauración” o de la “institución”. Digamos que la
igualdad es una ficción, un “como si” que exige que nos sintamos atrapados,
concernidos y, de alguna manera, engendrados por ella. Nos exige, en suma,
que seamos sensibles a la igualdad, que nos dejemos habitar por ella, que
tomemos partido por ella, que nos comprometamos con ella, pero no
teóricamente sino prácticamente, es decir, en nuestras palabras y en nuestras
acciones o, como dice Rancière, remitiéndola “a la iniciativa de los
individuos y de los grupos que, contra el curso ordinario de las cosas, toman
el riesgo de verificarla, de inventar las formas, individuales o colectivas, de
su verificación”.
La igualdad es una ficción, un “como si” que necesita de nosotros (de
nuestros modos de verificación prácticas, de nuestra iniciativa, de nuestras
invenciones) para encarnar y para sustentarse. Hace falta que nosotros
seamos sensibles, cuidemos y sostengamos a los seres de ficción (la
igualdad en este caso) porque si no desaparecen para siempre. Como dice
Latour, “su objetividad depende de nuestras subjetividades, que no existirían
si no nos las hubieran dado”. O, dicho de otra manera, solo porque creemos
en la ficción de la igualdad, solo porque esa ficción nos ha hecho seres
igualitarios, sensibles a la igualdad y a la desigualdad, podemos instaurarla
y verificarla. La igualdad escolar solo existe en tanto que es una ficción
instaurada o instituida por la escuela misma y verificada una y otra vez
(contra el orden natural de las cosas) por los escolares (por profesores y
alumnos), del mismo modo que la igualdad ante la ley solo existe en tanto
que una ficción instaurada por el derecho y verificada una y otra vez (contra
el orden natural de las cosas) por los jueces.
Solo entendiendo qué quiere decir eso de “ficción”, eso del “como si”,
podremos entender que el texto de Jan y de Maarten que nos dio tanto trabajo
esté estructurado mediante la contraposición de dos “historias”, de dos
“ficciones”, de dos “como si”. En la primera historia, la escuela se cuenta
desde la ficción de la desigualdad, y es la historia que habla de desarrollo
de talentos, de capacidades e incapacidades, de competencias, de
motivaciones, de igualdad de oportunidades, etc.. En la segunda, la escuela
se cuenta desde la ficción de la igualdad. Ambas son igualmente ficcionales,
aunque cada una de ellas instaura y verifica una escuela distinta. Y, desde la
perspectiva rancièriana y masscheleiniana, solo la que se estructura desde la
“ficción” de la igualdad es “realmente” una escuela, o “merece el nombre”
de escuela.
Karen.
En el texto que leímos, la igualdad tiene que ver con la forma de la escuela y
no con su función. ¿Puedes relacionar esto con tu propia manera de ser
profesor?
Jorge.
Mis formas de verificación de la igualdad no tienen que ver, desde luego,
con eso que mis alumnos llaman “horizontalidad”, eso del “intercambio de
experiencias y saberes”. Tampoco con eso de la “libertad de expresión”, con
eso de que hay que respetar “por igual” todas las ideas y todas las opiniones.
Y, obviamente, no tiene que ver con la falsa oposición entre igualdad y
diferencia (solo recordaré de paso que “igualdad” se opone a “desigualdad”,
y no a “diferencia”). La igualdad escolar no está ni en el respeto a la
“subjetividad” o a la “diferencia” de cada uno, ni en una “objetividad”
autoritaria y homogeneizadora, ni en el borrado de las “posiciones”
diferentes del profesor y de los alumnos. Tal vez la concepción del aula
como espacio público que ya ha salido en otras palabras pueda ser un buen
ejemplo. Pero voy a centrarme, si te parece, en la cuestión del estudio. En si
eso de tratar a los alumnos como estudiantes es o no una forma de verificar
una de las formas de la igualdad específicamente escolares.
Hemos hablado otras veces que el profesor tiene que tratar de que sus
alumnos se conviertan en estudiantes. Pero para eso tiene que tratarlos desde
el principio “como si” fueran estudiantes. Se trata de un “como si” que solo
puede verificarse en la medida en que lo presupongamos, en que lo tomemos
como punto de partida. Y en la medida en que rechacemos otras
presuposiciones posibles (considerarlos y tratarlos, por ejemplo, como
aprendices, como sujetos en los que hay que conseguir “desarrollo de
competencias” o “resultados de aprendizaje”). Digamos que es una ficción
que hay que hacer verdadera trabajando contra el curso natural de las cosas.
Y para eso hay que colocar a los alumnos, una y otra vez, en la posición de
estudiantes o, dicho de otro modo, hay que inventar y poner en práctica
procedimientos de estudio. Como siempre, es una cuestión de posiciones y
disposiciones, de artificios y artefactos. Uno solo se pone en la posición de
estudiante, solo puede disponerse a estudiar, cuando acepta las técnicas o las
artes del estudio y se deja llevar por ellas. O, dicho de otro modo, uno solo
se convierte en estudiante estudiando. O, aún de otro modo, somos el
producto de nuestras acciones. O, aún de otro modo, el estudiante no precede
al estudio sino que es el estudio el que le hace estudiante. Lo que ocurre, ya
sabes, es que para que esas ficciones se puedan verificar hay que
encarnarlas, hay que dejarse habitar por ellas, transportar por ellas. Digamos
que mis alumnos no pueden ser estudiantes si no entran en el estudio, y dejan
de ser estudiantes si lo abandonan. Esa y solo esa es la tarea del profesor:
hacer que entren en el estudio y que, una vez dentro, no lo abandonen.
Lo que ocurre es que qué significa estudiar es algo que hay que interpretar y
concretar constantemente. Lo que yo como profesor invento son formas de
estudiar que cada uno tiene que traducir y dar sentido a su modo. También
Latour dice que a los seres de ficción (el “como si” del estudio en este caso)
“se les llama así porque son terriblemente exigentes con nosotros y con
aquellos a quienes tenemos la obligación de hacérselos pasar para prolongar
su existencia”. Y eso porque el estudio solo puede prolongar su existencia a
través de esos estudiantes que él mismo crea.
Y convendrás conmigo en que la ficción “alumno” o la ficción “aprendiz”
están construidas desde la desigualdad, mientras que la ficción “estudiante”
presupone la igualdad y, como la igualdad, también va contra el curso natural
de las cosas.
Información
Karen.
En esta no-palabra me veo obligada a volver al texto “Notas sobre a
experiência e o saber de experiência”, al que ya he hecho referencia en las
palabras “experiencia” y “comunicación”. En él escribes que:
“La experiencia es cada vez más escasa por exceso de opinión. El sujeto
moderno es un sujeto informado que, además, opina. Es alguien que tiene una
opinión supuestamente personal y supuestamente propia y, a veces,
supuestamente crítica sobre todo lo que sucede, sobre todo aquello que de lo
que tiene información. [...] después de la información, viene la opinión.”
Dentro de esa perspectiva, el par imperativo información-opinión nos aleja
de la experiencia, hace que la experiencia escasee. Como ese texto lo
escribiste en 2002, y sigues siendo un profesor en activo, ¿en qué medida la
educación, o la clase, están contaminadas por esos imperativos? Recuerdo
que en el vocablo “distrito”, por ejemplo, una de tus orientaciones fue la de
no buscar información sobre el lugar del trabajo de campo.
Jorge.
El par información-opinión está completamente naturalizado en la sala de
aula. La primera parte del esquema (la que se refiere a la información) sería
el siguiente: el profesor, el libro, el texto, son fuentes de información, y un
curso sería un temario, un contenido, una colección de conocimientos a ser
transmitidos al modo de la información (por el profesor con ayuda del texto,
o por el texto con la explicación del profesor); lo que el profesor hace, por
tanto, es seleccionar, ordenar y transmitir un paquete de información
relevante; la ignorancia del alumno es percibida como falta de información,
y el acceso al saber, al conocimiento, sería percibido como acceso a la
información, a una información que el profesor, que es un experto, posee o,
al menos, sabe dónde está y cómo llegar a ella. Mi amigo Fernando González
Placer, el varón frágil del limbo, otro de los pocos profesores con los que
hablo frecuentemente del las dificultades del oficio, lo dice así:
“El conocimiento ya es casi para nosotros lo mismo que ‘la información’;
algo transmisible, algo que existe fuera de quien aprende (y dentro de quien
enseña o donde quien enseña dice), algo ‘objetivo’, fragmentable
(asignaturizable) que, como cualquier mercancía, se puede adquirir, algo a lo
que se puede acceder, algo acumulable, acreditable, renovable, actualizable,
y algo que debe, por encima de todo, ser útil y práctico”.
La segunda parte del esquema (la que se refiere a la opinión) tiene que ver
con cómo se comprende la cara subjetiva del conocimiento. El profesor da
información, y a veces opina. Y el estudiante, naturalmente, también tiene
opiniones que son, desde luego, propias, personales, libres (solo faltaría) y,
en algunos casos, críticas. Y de lo que se trataría es de hacer que las
opiniones estén bien informadas, y de hacer que las informaciones sean
opinables. Desde este punto de vista, un curso universitario consiste en
transmitir (y adquirir) informaciones (objetivas) y en enunciar y contrastar
opiniones (subjetivas). La transmisión de la información sería vertical, y el
contraste de opiniones, desde luego, horizontal e igualitario. De hecho, mis
alumnos, cuando hacen un trabajo de clase, tienen casi automatizada la idea
de que eso consiste en “buscar información” (en los lugares que el profesor
les indique) y en “dar su opinión” (en caso de que el profesor lo autorice).
Y, desde luego, nadie debe preguntarse qué diablos es eso de la información
y de la opinión y, mucho menos, qué es lo que esas palabrejas hacen con
nosotros, a qué reducen nuestra inteligencia, nuestra experiencia, nuestra
forma de relacionarnos con el mundo, con los otros y con nosotros mismos.
La sospecha, claro, es que esas palabras no son conceptos sino consignas,
órdenes, instrucciones sobre quién somos y sobre cómo debemos hacer las
cosas.
Lo que está en juego entonces es el vaciado del sujeto y su conversión en una
maquinita de buscar y procesar informaciones y de emitir opiniones, o dicho
de otro modo, el arrasamiento del pensamiento, la reflexión y la inteligencia
como entidades misteriosas que definen nuestra forma (colectiva) de estar en
el mundo. Citaré otra vez a Fernando González, que lo dice mucho mejor de
lo que yo podría hacerlo:
“Pensamiento, reflexión e inteligencia serían voces que (afortunadamente)
carecen de una definición precisa y unívoca, que no pueden (y quizás no
deban) encerrarse en una fórmula. Y sin embargo, si uno presta atención a la
infinita tarea que N. Elías formuló como ‘sociogénesis del conocimiento’, a
esa epopeya protagonizada por los seres humanos tratando de identificar y
diferenciar, de unir y separar las cosas, de darles nombres, para establecer
así criterios que les permitieran orientarse, comunicarse y gobernarse en el
mundo, parece claro que eso de la inteligencia, de la reflexión o del
pensamiento es algo distinto, algo que está más allá o más acá del
proporcionar y/o (como se dice) ‘asimilar información’ y del adiestramiento
y capacitación en no sé qué ‘especificas competencias’ (que, como suele
añadirse, son vitales en la ‘sociedad del conocimiento’) Algo que, exigiendo
coraje y tenacidad, tiene que ver con ese arte de las preguntas y las
respuestas, con el amor a la vida y el miedo a la muerte; algo que, como se
sabe desde Platón, implica una comunidad entre maestros y discípulos, una
relación entre el aprender y el enseñar que no existe fuera de esa vinculación
comunitaria, algo que acontece solo tras haber frotado trabajosamente unos
contra otros, nombres, definiciones, percepciones de la vista e impresiones
de los sentidos (…). Algo tan azaroso como imprevisible, imposible de
garantizar con ninguna programación; algo que, muchas veces, tiene más que
ver con la humildad y la valentía de ‘perder pie’ y acoger la turbación, que
con la marcialidad de ‘caminar con paso firme y la cabeza alta’; algo que
carece de un itinerario fijo (como sí puede hacerse en el diseño de
fabricación de cualquier objeto) y que no es de naturaleza acumulativa
(como la información) sino más bien del orden del paseo, del vaivén, del
frecuentar , del entrar y salir, del merodear entre aquellos nombres,
definiciones e impresiones (…). De ahí la relegación, en los nuevos planes
de estudio, de algunos saberes que ahora se califican como ‘excesivamente
teóricos’ (en el caso de la fabricación de educadores lo son: la sociología,
la filosofía y la antropología), de algunos lenguajes (la poesía, el arte, el
ensayo) de algunas formas políticas (la libertad, la democracia) de algunas
formas de pensamiento (el pensamiento crítico, el pensamiento que se
interesa por cómo pensamos, la simple y llana sabiduría). Erosión y
relegación de ‘la educación propiamente dicha’ en la medida en que a lo
mejor tiene que ver precisamente con ese tipo de saberes, de lenguajes de
formas y de actitudes (…). Menosprecio también a los particulares ritmos y
formas de adquisición, a la autonomía en el trabajo del estudiante que
contempla cómo las asignaturas y temarios son secuenciados y programados
casi exactamente igual que los viajes organizados por las agencias turísticas
(…). ‘Paquetes de conocimientos’ cuya adquisición proporcionará precisas
‘competencias’, al igual que particulares destinos turísticos anticipan y
garantizan no sé qué previsibles sensaciones y emociones. Y si viajar (como
el aprender y el conocer) en un pasado no muy lejano, tenía que ver con la
posibilidad de quedarse boquiabierto, de perderse, de encontrarse con lo
desconocido o con lo difícilmente reconocible, con el acontecimiento, la
sorpresa y lo inesperado, y con la posibilidad de formarse y transformarse…
hoy, cuando el viajero es un turista (y el estudiante un cliente) la
programación y el diseño de qué hay que ver, de cómo hay que verlo, en
cuánto tiempo e incluso cómo ‘captarlo’ es máxima; y para que no se eche de
menos la sorpresa, ésta también puede incluirse en la programación junto
con otras emociones (…).Y la vivencia de algunos de los que llevamos
buena parte de nuestra vida trabajando en la universidad es precisamente
esa: que no podemos ser compañeros de viaje, porque ya no hay ni viajes, ni
viajeros. Y que debemos disimular esa ausencia suplantándola por sesudos
‘Proyectos y Planes Docentes’ que se justifican como un instrumento de
‘transparencia informativa’ imprescindible, al parecer, para garantizar la
libertad de elección del alumnado, para que, como los buenos turistas, estén
informados de qué van a visitar, de cuál es el significado y el sentido de lo
visitado, de cómo van a ser conducidos y cómo deberán dar cuenta de su
periplo”.
Pero Fernando no solo habla de cómo esas órdenes, esas consignas, en tanto
que están interiorizadas configuran la subjetividad de los profesores y de los
estudiantes, sino que también se refiere a la manera como hacen casi
imposible cualquier trabajo honesto en la sala de aula:
“Y, tampoco las cosas mejoran cuando en el encuentro con los estudiantes,
tratando de sortear tanto Proyecto Docente y de permitir el juego de las
inteligencias, ofreces textos, conferencias, ponencias, o artículos porque
consideras (equivocadamente o no) que en ellos, lejos de pretender ‘dar
lecciones’, se dice o se sugiere alguna cosa que quizás sea interesante, que
quizás ayude a familiarizarse con lo extraño o a extrañarse de lo familiar,
que exige pensar, que viene como a propiciar el uso y la conjugación de
inteligencias particulares … y constatas, en muchos casos, que los
estudiantes se desentienden de todo eso; que no pueden ni saben atenderlo y
se interesan, fatal y fundamentalmente, por localizar y precisar dónde está
aquella lección y pará que les servirá. Y a mí me cuesta muchísimo, cada día
más, entrar en eso y salir de ahí; que no se haga de esos materiales una
lectura escolar, ‘atontadora’ y servil; que no se lean como si fueran material
‘informativo’, ‘explicador’, ‘opinador’ o ‘adoctrinador’. Y que, por el
contrario, se utilicen como ocasión para el despliegue de la propia
inteligencia, o dicho de otra manera, para atender a cómo leemos, a cómo
percibimos, a cómo nos exponemos a los nombres y las definiciones, a cómo
nombramos y frotamos esas cosas de las que antes hablábamos. Pero eso es
cada día más difícil, menos frecuente, más extraño. Y los estudiantes se
agobian y me exigen concreciones y precisiones; me interpelan diciendo que
a ellos se les ha enseñado a resumir y (solo en algunos casos y en algunas
materias) a opinar sobre lo leído, pero que esto del pensamiento y de la
reflexión es harina de otra costal, algo excesivamente abstracto y que, en
última instancia, lo que más les tranquilizaría es que yo precisase al máximo
‘cómo quiero que trabajen’. Y desde la impotencia, comprendes entonces
que los años de escolarización les han habituado ya a renunciar a sus deseos
de aprender, que han aprendido –eso sí- a dejar en segundo plano ese deseo
y a colocar en su lugar la obligación de aprobar”.
Creo que no se puede expresar mejor el efecto que tiene sobre el oficio de
profesor la influencia tóxica que tiene ese nuevo vocabulario pedagógico (o
anti-pedagógico) que se nos está imponiendo todos los días y en el que la
palabra “información” tiene un lugar estratégico. Casi para terminar, y para
seguir en la onda de lo que he tratado de desarrollar en la palabra
comunicación, citaré otra vez al viejo Illich, esta vez un fragmento
enormemente melancólico en el que habla de cómo el mundo de sus alumnos
es ya extraño al mundo alfabético y se ha rendido ya a lo computacional (¡y
téngase en cuenta el libro al que pertenece la cita fue publicado en 1993!).
Toda una declaración sobre el modo como se da, en la universidad, la
brecha generacional entre los que han nacido y se han formado con el libro y
los que han nacido y se han formado con la información:
“El texto libresco es mi hogar, y es a la comunidad de lectores librescos a
quien me refiero cuando digo ‘nosotros’. Este hogar está ahora tan pasado de
moda como la casa en la que nací, cuando las bombillas empezaban
lentamente a reemplazar a las velas. En cada computadora hay una
apisonadora acechando con la promesa de abrir nuevas autopistas para los
datos, las sustituciones, las inversiones y la impresión instantánea. Un nuevo
tipo de texto moldea la mentalidad de mis alumnos: el texto que sale de la
impresora no tiene ancla, no puede pretender ser una metáfora ni un original
de la mano del autor. Como las señales de una goleta fantasma, sus fibras
digitales forman moldes de imprenta arbitrarios en la pantalla, fantasmas que
aparecen para desvanecerse después. Cada vez menos gente se acerca al
libro como a un puerto de significado. Sin duda aún transmite a algunos
admiración y alegría, perplejidad y amargo pesar; pero me temo que, para la
mayoría, su legitimidad consiste en ser poco más que una metáfora
apuntando hacia la información.”
Y ahora sí, para terminar, otra de Peter Handke:
“Como si uno tuviera que recuperar de la información absoluta todos los
ámbitos de la vida. Cada detalle parece ya “esclarecido” para la opinión,
parece haberse convertido en una mancha blanca. Cada vez más ámbitos del
universo se han convertido, por pura información, opinión, noticia,
nuevamente en manchas blancas”.
Interés
Karen.
Cuando discutiste el corto de la cineasta iraní Samira Makhamalbaf que
integra la película colectiva 11’09’’00”, apareció la palabra “interés”.
Ese corto sucede en un campo de refugiados afganos en Irán en el que,
mientras los niños hacen ladrillos, la profesora les llama para que vayan a
clase, prometiéndoles libros: “¡Vengan a clase niños! ¡No van a parar las
bombas atómicas con ladrillos!”. La clase es un lugar improvisado, con
ladrillos como asientos. La profesora intenta explicarles los ataques al
World Trade Center, del 11 de septiembre de 2001, a través de diferentes
estrategias, sin éxito. Su primera frase es la siguiente: “Niños, noticias
importantes. Ha sucedido un hecho grave. ¿Quién sabe algo al respecto?” La
respuesta de losniños es sobre asuntos cotidianos, como que unas personas
se habían caído a un pozo, que habían apedreado a la tía de uno de ellos, o
que imaginaban que había habido un temporal y había muerto mucha gente.
La profesora, una vez más, reformula la cuestión: “Es un incidente global
mucho más importante. Algo muy grande”. Como nadie adivinaba tal
incidente, la profesora lo cuenta. Describe las torres, y después pregunta si
alguien imagina quién las ha podido destruir. Uno de los niños responde:
“Las ha destruido Dios”. Otro niño replica: “No, no las ha destruido Dios.
Dios no tiene aviones”. Se forma un tumulto y la maestra agarra una pizarra,
dibuja un reloj, y les pide a los niños que guarden un minuto de silencio por
las víctimas. Sin embargo ellos hacenlo contrario y continúan su diálogo
sobre los poderes de vida y destrucción de Dios. El corto sigue con la
profesora dándoles a los niños la orden de salir para que, de pie, delante de
una chimenea, en silencio, hagan una especie de homenaje.
Tú dijiste que tanto el asunto de las torres gemelas, que la profesora intenta
incesantemente introducir en clase, como la conversación paralela entre los
niños sobre el apedreamiento de la tía de una de ellos, se pueden convertir
en un asunto común, porque pueden volverse de interés común. Por eso en la
escuela no se debe partir “del interés de los alumnos”, a no ser que haya un
desplazamiento que convierta ese interés en un asunto común. Creo que la
palabra interés podría desarrollarse a partir de este corto.
Jorge.
La película cuenta un desplazamiento del asunto, y del interés por el asunto.
En el pozo, como tú bien dices, los niños hablan de las cosas del lugar, de
las historias cotidianas de ese mundo en el que viven. Pero en la escuela se
trata de algo que es de interés de todos, que concierne a todos. No se trata de
los asuntos de cada uno, sino de los asuntos comunes. Y no de lo que
interesa a cada uno, sino de lo que interesa a todos. Esa escena que cuentas
del apedreamiento de la tía es prodigiosa. Ante la pregunta de la profesora
por una cosa muy importante que ha pasado en el mundo, una niña le dice:
“te lo diré al oído”. La profesora dice que no, que al oído no, y entonces la
niña cuenta la historia de su tía enterrada hasta el cuello y apedreada hasta la
muerte. Está claro que la escuela no es el lugar de las confidencias, de las
cosas dichas al oído, sino que es un espacio público, un lugar donde lo que
se dice se dice a todos o en presencia de todos. Pero lo maravilloso es que,
a continuación, otra niña repite la historia, pero con una sonrisa en los
labios. Ahí la historia ya no es el trauma individual de una niña individual
sino que se convierte en una historia común. La maestra no sigue por ese
camino y sigue insistiendo en que se refiere a otra cosa, a una cosa “más
importante”. Pero, si recuerdas, en clase insistí en que ahí, cuando la historia
fue repetida, la profesora ya podía haberla aceptado y haberla convertido en
un asunto para hablar, para pensar. En un asunto colocado “entre todos”.
De hecho, la palabra interés tiene ese “entre”, lo que tiene interés es lo que
es o está entre, en medio, lo que ya es de todos en general y, por tanto, de
nadie en particular. Eso es lo que hace el profesor: pone un asunto en el
medio, entre todos, un asunto común, señala hacia él (literalmente “lo
enseña”, lo muestra), y trata de que todos tiendan o atiendan hacia él. Solo
en tanto que es común puede ser con-siderado atentamente por todos. Por eso
el profesor no tiene que partir de los intereses de los alumnos si eso
significa que tiene que tener en cuenta lo quele interesa a cada uno, el interés
individual o particular de cada uno (el inter-esse, por definición, no es
individual). Lo que el profesor hace es poner encima de la mesa un asunto
común y relacionar ese asunto con una serie de materialidades comunes (de
materias de estudio) para que pueda ser estudiado en común.
De hecho, para mí, como has visto en mis clases, preparar un curso es poner
un asunto para todos y disponer una serie de materialidades (de textos, de
pelis) para estudiarlo. Cada uno de mis cursos es un dispositivo montado
para que todos demos vueltas alrededor de un asunto común (en las
disciplinas que compartimos: la pobreza, la transmisión, la basura). Y mi
tarea es hacer ese asunto interesante a través de las materias que selecciono
para su estudio y para su consideración.
Además, el profesor parte, primero, de su propio interés (tiene que encontrar
él mismo interesante el asunto y la materia por los que pretende que sus
alumnos se interesen) y, segundo, de lo que cree que debería interesar a los
estudiantes. Solo así su interés no será solo un capricho o una manía
personal, sino algo que a él le parezca que vale la pena. Con un fraseo
arendtiano podría ser así: el profesor no transmite solo lo que él ama, sino
aquello que le parece amable, que le parece digno de ser amado. En la “P de
profesor” de su Abecedario, Deleuze lo dice así:
“Llegar a encontrar interesante lo que uno dice (…). Y eso no es vanidad, no
es… encontrarse interesante o apasionante, hay que encontrar la materia…
que uno trata, la materia que uno maneja, hay que encontrarla apasionante”.
Pero enseguida añade que eso no se hace por sí solo, que no es algo que ya
esté dado. Encontrar algo interesante es algo que requiere mucho trabajo, y
ese trabajo no está separado de tratar de hacerlo interesante para los demás.
Digamos que el profesor trabaja sobre su propio interés cuando trata de
interesar a otros, y al contrario. Pero un profesor no es un vendedor ni un
alumno es un cliente. Por eso es patético el profesor que intenta convencer a
sus alumnos de que su curso es interesante. Lo que tiene que hacer es hacerlo
interesante. Y para eso, el primer paso es que le interese a él. En el Elogio
de la transmisión, ese libro escrito con Cécile Ladjali, una profesora de
lengua y literatura francesa en un colegio de la periferia de Paris, George
Steiner lo dice así:
“Siempre digo a mis alumnos: ‘las cosas que voy a tratar de presentarles son
las que más me gustan. No veo necesidad de justificarlas’ (…). Lo peor de
todo es desplegar una dialéctica de la excusa, de la apologética, algo que
imputo a la enseñanza de nuestros días (…). Porque se trata de una
apologética que nace de la vergüenza de las propias pasiones. Si un
estudiante percibe que uno está un poco loco, poseído de alguna manera por
aquello que enseña, es un primer paso. Quizá no esté de acuerdo; quizá se
burle; pero escuchará: se trata del milagroso instante en que comienza a
establecerse el diálogo con una pasión. Nunca hay que buscar una
justificación”.
Pero creo que lo dice mejor Antonio Machado por boca de Juan de Mairena:
“Pláceme poneros un poco en guardia contra mí mismo. De buena fe os digo
cuanto me parece que puede ser más fecundo en vuestras almas, juzgando por
aquello que a mi parecer, fue fecundo en la mía. Pero ésta es una norma
expuesta a múltiples yerros. Si la empleo es por no haber encontrado otra
mejor. Yo os pido un poco de amistad y ese mínimo de respeto que hace
posible la convivencia entre personas durante algunas horas. Pero no me
toméis demasiado en serio. Pensad que no siempre estoy yo seguro de lo que
os digo y que, aunque pretenda educaros, no creo que mi educación esté
mucho más avanzada que la vuestra. No es fácil que pueda yo enseñaros a
hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la
incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de
vacilaciones y de arrepentimientos. Llevo conmigo un diablo -no el demonio
de Sócrates-, sino un diablejo que me tacha a veces lo que escribo, para
escribir encima lo contrario de lo tachado; que a veces habla por mí y otras
yo por él, cuando no hablamos los dos a la par, para decir en coro cosas
distintas. ¡Un verdadero lío!”.
Investigación
Karen.
Deduzco que esta palabra aparece tachada por varios motivos. En la
bibliografía de tus programas no hay libros que sean resultado de
investigaciones académicas con base en recolección de datos. En los
protocolos de los trabajos de campo dejabas claro que no se debería buscar
informaciones institucionales ni de especialistas sobre los lugares que iban a
ser recorridos. En algunas situaciones criticaste el tipo de investigación
emprendida en algunos trabajos de posgrado. En algunas tutorías, recordabas
a los estudiantes que no deberían realizar sus investigaciones sgún los
moldes de las investigaciones universitarias en boga. Pero personalmente no
creo que estés contra la investigación académica. Tal vez tu resitencia sea
contra un tipo específico de investigación.
Jorge.
Empezaré diciendo que yo nunca he hecho investigación, al menos
investigación al uso, y más bien desconfío del curso que está tomando la así
llamada “investigación educativa” en los últimos años, cuando el
conocimiento se ha mercantilizado casi completamente, constituye una
mercancía valiosa en eso que se ha venido en llamar el capitalismo
cognitivo, contribuye a dar puntos, puntitos y calificaciones comparables e
intercambiables (es decir, valor mercantil) a lo que producen los
departamentos universitarios, los investigadores, los grupos de trabajo, las
redes de investigación y las universidades de todo el mundo, se practica en
el marco de esas palabras mágicas de nuestra época como innovación o
competitividad o calidad y, desde luego, cuando el conocimiento producido
se ha puesto al servicio de las políticas educativas estatales y, cada vez más,
globalizadas.
De hecho, en la universidad credencialista en la que trabajo, mi curriculum
no tiene lo que llaman “perfil investigador” porque, aunque parezca
increíble, escribir libros no es para ella “investigar”. Y, puesto que no
investigo, mi universidad supone que no hago nada, y cada vez tengo más
cursos y más alumnos, lo que corresponde con mi “perfil docente” que mi
universidad no valora puesto que considera la docencia como una mera
gestión de lo que llaman “aprendizaje autónomo del alumno”. De hecho,
cada vez tengo más difícil participar en cursos de post-grado (oficialmente
orientados a lo que ellos llaman “investigación”) e incluso participar en
tribunales de doctorado. Pero eso son meras anécdotas que no tienen más
importancia aquí que subrayar el modo como un cierto “dispositivo
investigación” se ha convertido en un enemigo del profesor (al menos, de
una cierta manera de entender el oficio de profesor).
Por otra parte, el imperativo de los “dispositivos de investigación” y las
constricciones de la “carrera académica” obligan a escribir, y a publicar, de
una forma completamente absurda, inútil y enloquecida. Uno de los textos
incluidos en Tremores, el que se titula “Ferido de realidade e em busca de
realidade”, termina (más o menos) así:
“Escribir (y leer para escribir) se han convertido en prácticas espurias y
mercenarias encaminadas a la producción de textos orientados, sobre todo, a
los comités de evaluación y a los organismos financiadores de proyectos de
investigación (…). Tengo la sensación cada vez más clara de que lo que aquí
estoy llamando ‘dispositivo de investigación’ funciona como una maquinaria
gigantesca de estandarización de la lengua y de la escritura y de cancelación
del pensamiento. Las formas institucionalizadas de escribir expulsan a los
que tienen lengua, a los que piensan lo que dicen y a los que no se acomodan
a las formas colectivas y gregarias de trabajo que se nos imponen. En esta
época de indigencia debería bastar con leer. Y, si trabajamos en la
universidad, debería bastar con trasmitir lo que hemos leído. Debería bastar
con dar a leer. Y con tratar de propiciar, en relación a la lectura, la escritura,
la conversación y el pensamiento. Como en aquellos tiempos remotos en los
que aún se estudiaba”.
La investigación no es solo una práctica cognoscitiva sino que es, sobre
todo, un lugar particular de enunciación. Un lugar, además, que constituye un
sujeto de enunciación (el investigador, el que habla en tanto que
investigador), una serie de reglas de discurso (las que hacen que sus
enunciados sean clasificados como “conocimiento” legítimo), y una cierta
manera de construir “lo real” como el objeto o el tema de ese tipo particular
de enunciación. Y creo que el “dispositivo investigación”, tal como
funciona, cada vez más, y de manera imperativa, en la universidad,
contribuye a la fijación de ese lugar de enunciación y, por tanto, a la
estandarización tanto del sujeto como de su lenguaje y, desde luego, de la así
llamada “realidad” como referente a la vez supuesto y construido. Los así
llamados investigadores no solo deciden qué es y qué no es “conocimiento”
sino que se han adueñado de lo real mismo en tanto que nada es o puede ser
“real” si no está tematizado y objetivado a su manera.
Tal vez tenga que ver con todo eso el malestar que sentí el año que tuve que
dirigir trabajos de final de grado (y al que seguramente me referí en el aula
que tú recuerdas): la extraña sensación de no poder simpatizar con los temas
y con las maneras de trabajar de los alumnos que me fueron adjudicados, y la
extraña sensación, también, de que por mucho que lo intentaba, apenas era
capaz de ayudar puesto que los chicos recibían mis sugerencias más como
obstáculos que como aportaciones a su trabajo. Como si mis sugerencias de
lecturas y de caminos de pensamiento más bien incomodaran el itinerario
bien balizado de hipótesis, metodologías, fundamentación teórica, etc. en que
se habían metido. Y eso sin hablar de las reuniones del así llamado “equipo
docente” (con todos los profesores que se ocupaban de dirigir esos trabajos
de final de grado) en las que lo único que preocupaba eran las cuestiones
formales, la estandarización de los aspectos metodológicos y todo lo
relacionado con las formas de presentación de resultados. En algún momento
de esas reuniones intenté sacar el asunto de la lectura y de la escritura y todo
el mundo me miró como a un bicho raro, me dijeron que era una aportación
crítica muy interesante, y cambiaron inmediatamente de asunto.
Y tal vez sea también por ese malestar respecto al “dispositivo
investigación” por lo que insisto en mis clases en que a lo mejor el paso por
la universidad también tiene que ver con hacer cosas que no se pueden
mercantilizar, que no sirven para puntos ni puntitos ni rankings ni
calificaciones, que no sirven ni para la innovación ni para la competitividad,
que no son actuales ni de actualidad, que no están dirigidas a la creación de
castas de expertos o especialistas, que no son asimilables por las políticas
educativas gubernamentales ni extra gubernamentales… o, dicho de otro
modo, que a lo mejor el paso por la universidad tiene que ver, también, con
cosas que no sirven para nada, que no pueden ponerse al servicio de nada,
que no valen nada, que no tienen ningún valor, al menos desde lo que hoy, en
la investigación educativa, se llama “valor”. En una carta muy hermosa
dirigida a sus alumnos que utilicé en alguno de mis sermones, Marina Garcés
les dice que, tal como están las cosas, el valor de sus estudios tiende cada
vez más a cero, pero que la riqueza que pueden obtener de ellos puede ser
infinita. A condición, claro, de que no tengan con su paso por la universidad
una relación puramente instrumental. Y cada vez estoy más convencido de
que el “dispositivo investigación” (como el “dispositivo profesionalización”
del que hablaremos en la palabra “profesionalismo”) lo que hacen es
instrumentalizar la universidad y, como diría nuestro amigo Jan Masschelein,
domesticar al profesor.
Por otra parte, y en relación a lo que dices de prohibir la “búsqueda de
información” sobre los espacios en los que realizábamos nuestras salidas de
campo, te diré que entiendo que los protocolos del profesor tienen que ver
con hacer que el mundo diga alguna cosa, o con dejar que el mundo te diga
alguna cosa, y no con recoger esas informaciones que te dan el mundo ya
leído y, por tanto, como dice Peter Handke en la cita que he colocado al final
de la palabra “información”, que te lo den ya esclarecido, informado,
convertido en una “mancha blanca”.
LETRA
J
Jan
Jan
Karen.
Vi a Jan Masschelein en Río de Janeiro, en el VII Coloquio Internacional de
Filosofía de la Educación en 2014, sin embargo, mi contacto con las ideas
de este filósofo belga tiene lugar, en verdad, a partir de la primera clase tuya
a la que asistí en la Universidad de Barcelona. Masschelein era una
presencia constante en tus clases, no solo en la bibliografía sino también en
algunas de tus ideas y ejercicios. El primer texto que trabajamos formaba
parte del libro Defensa de la escuela: una cuestión pública, cuya
contundencia en la defensa de la institución escolar provocó, a veces, ciertas
molestias y acalorados debates. Otros textos siguieron, como “Pongámonos
en marcha”, que nos sirvió de inspiración para las salidas de campo y los
protocolos. Fueron muchos los ejemplos que usabas de tus trabajos y
conversaciones con Jan Masschelein y, de hecho, cierta manera de hacer en
tus asignaturas dejaba ver su presencia.
Jorge.
Este libro no hubiera sido posible sin Jan Masschelein. Primero, porque Jan,
el ejemplo de Jan, está muy presente en mis maneras de ser profesor. Pero
también porque, en sus escritos sobre la escuela, Jan me ha dado el marco
para pensar el oficio, para hacer presente o traer a la presencia algo de esa
figura escolar por excelencia. Conocí a Jan hace muchos años, quizá en el
1991 o el 1992, cuando los dos éramos jóvenes de poco más de 30 años que
nos estábamos iniciando, no solo en la filosofía de la educación como campo
de estudios, sino también en nuestra vida de profesores universitarios. Yo
sentí inmediatamente una complicidad difícil de definir (tal vez apenas
manifestada en algunas lecturas comunes y, sobre todo, en una cierta
insatisfacción compartida) pero, sobre todo, una generosidad en la que se
mezclaba, de una manera extraña, la amistad y el magisterio.
Peter Handke dice que al maestro se le mira desde lejos, y dice también que
escuchar a un profesor es atender a la conversación que éste lleva consigo
mismo. Así que fui mirando a Jan desde lejos, como de reojo, y comencé a
estar atento a su extraña manera de hacer de la lectura y de la escritura un
ejercicio de formación y de cuidado de sí. Fue él el que me inició en la
lectura de Rancière (después propicié la publicación de El Maestro
Ignorante en Brasil y en España, en las dos colecciones que yo dirigía, una
en Laertes y otra en Autêntica), fue él que me hizo leer a Foucault de otro
modo (no tanto al Foucault de Vigilar y castigar, sino al del cuidado de sí y
las escuelas filosóficas de la antigüedad), y fue él que me descubrió a
Fernand Deligny (ese pedagogo inapropiable pero tremendamente
inspirador). Fue él también el que en 2003 me invitó a un pequeño seminario
en su casa del Vercors, en La Bâtie, un seminario que se titulaba “Acerca de
la relación entre espacio público, educación y experiencia” y en el que un
grupo de jóvenes profesores incómodos respecto a los nuevos rumbos de la
universidad le dimos vueltas a otra idea de educación (como atención y
exposición al mundo) y a otra idea de investigación educativa (como
formación y transformación de uno mismo). Unos meses después, en mayo de
2004, acompañé a Jan y a Wim Cuyvers en un viaje a Tirana con estudiantes
de educación y de arquitectura. Poco después publiqué en castellano un libro
titulado Mensajes e-ducativos desde tierra de nadie que recogía algo del
espíritu de ese encuentro y de ese viaje. Y puesto que hay algo de ese
dispositivo del viaje masscheleniano en lo que aquí llamamos “salida de
campo” (y en cuya preparación, como bien recuerdas, leímos el
“Pongámonos en marcha” de ese mismo libro), transcribiré un párrafo de la
introducción:
“Estos viajes no pretendían comprender la situación de esos lugares, ni
concienciarse sobre ella. No se trataba de ser testigos del drama, ni de
conocer lo desconocido o aprender a reconocerlo. Tampoco pretendían
reemplazar una representación por otra (más precisa, correcta y rica). Se
trataba simplemente de saber qué hay que ver y oír allí… y qué hay que
hacer con ello y qué podemos pensar sobre ello. No se trataba de
enriquecerse en experiencias, sino de hacer que la experiencia fuera posible,
es decir, ponernos ‘a nosotros mismos’ en juego, poner a prueba los límites
de nuestro pensamiento y de nuestras acciones. Se trataba de abandonar el
confort y adoptar una actitud experimental, es decir, de ponerse en una
situación de ex-posición. Se trataba de ejercicios de lectura, pero no para
establecer marcas o límites, delimitar áreas y hacer descripciones como
propietarios (juzgando la construcción o la composición), sino para dar
lugar a ideas. Se trataba de ejercicios mentales, pero no entendidos como un
juego con el pensamiento, sino como una investigación en la que el
pensamiento nos hiciera arriesgarnos y pudiera transportarnos”.
Jan, siempre generoso, aceptó alumnos míos en otros de sus viajes (a
Shenzhen, a Atenas), yo participé en algún otro (Río de Janeiro), y algunas
veces trabajé en Leuven haciendo algún curso para sus estudiantes sobre
algún asunto que pudiera tener relación con el motivo de su viaje de ese año.
Lo que pude seguir (a veces de cerca, a veces de lejos) siempre fue
inspirador a la hora de inventar procedimientos para una enseñanza
universitaria que tuviera que ver con hacer posible una especie de atención
compartida al mundo. Y debo decir también que los viajes masschelenianos
no solo inspiran mi práctica profesoral en los cursos que tengo a mi cargo en
la universidad de Barcelona, sino también experimentos pedagógicos más
arriesgados como los que he hecho en São Paulo (sobre el diseño de una
escuela para todos) Bogotá o en Belo Horizonte (sobre el diseño de una
escuela pública de artes), ese en el que tú participaste en Florianópolis y
que está recogido en el Elogio de la escuela o también, con otras
características, los que venimos realizando con Marta Venceslao en la
disciplina que compartimos en el Máster de Estudios Avanzados sobre la
Exclusión Social (sobre la instalación de “dispositivos culturales para la
inclusión” en el espacio público).
Jan fue y es para mí uno de esos profesores que ejercen su oficio poniendo
permanentemente en cuestión qué quiere decir ser profesor. Y dando a eso
una respuesta práctica, concreta: en sus propias maneras de serlo, siempre
examinadas y, sobre todo, compartidas. Digamos que Jan es, para mí, uno de
esos profesores con los que es un privilegio y una alegría y un aprendizaje
darle vueltas a lo que somos, a lo que hacemos y a lo que nos pasa cuando
tratamos de habitar con cierta honestidad ese espacio tan interesante y ya tan
devastado que se llama universidad. Y dándole vueltas además, al mismo
tiempo, y siempre de forma práctica, a qué es eso de la educación. Una de
las cosas que aprendí con Jan es que en cada una de nuestras decisiones
pedagógicas está implícita una cierta manera de entender la educación, y eso
porque darle vueltas a lo que somos, a lo que hacemos y a lo que nos pasa
cuando hacemos de profesores significa también elaborar, siempre
provisionalmente, su sentido educativo.
Jan está presente, implícita o explícitamente, en la conversación que llevo
conmigo mismo sobre qué significa ser profesor. Pero está presente también
por sus textos sobre la escuela y, especialmente, por su libro con Maarten
Simons, la Defensa de la escuela, del que propicié la publicación en Brasil y
en Argentina, y que fue el centro del Elogio de la escuela. Digamos que al
darme una determinada manera, muy potente, de pensar la escuela, me ha
dado también la posibilidad de pensar, en ese marco, la figura “escolar” del
profesor. No el profesor como gurú, o como iniciador, o como mediador, o
como facilitador… sino como maestro de escuela, siendo la universidad,
desde luego, una especie de escuela. El profesor, en la perspectiva de Jan, es
el que hace la escuela, el que hace que la escuela sea escuela. Pero también
es la escuela la que hace al profesor (de la misma manera que la carpintería
hace al carpintero, o la cocina al cocinero). Para decirlo brevemente, lo que
me ha dado Jan es la posibilidad de pensar en el oficio no como una relación
entre el profesor y los estudiantes, o como una relación del profesor y de los
estudiantes con el conocimiento, o como una relación entre el enseñar y el
aprender, sino como un trabajo material muy concreto que consiste en una
composición particular de espacios, tiempos, materialidades y
procedimientos.
LETRA
K
Karen
Karen
Jorge.
Sobre la importancia de Karen en este dicionário ya he dicho algo en la
introducción a este diccionario. Solo para completar con palabras de otro, y
como un homenaje, transcribiré algunas líneas del texto que nos envió Daniel
Gómez después de su lectura de una versión incompleta y aún muy
provisional de este mismo diccionario:
“Me ha parecido una correspondencia entre dos amigos. Una
correspondencia entre dos personas interesadas por el mundo, por el
pensamiento, por la educación, ambos profesores, y que además disfrutan de
conversar. Karen sostiene la tierra sobre la que se va edificando un lenguaje
(el lenguaje del Jorge del 2015, una suerte de poética del oficio, quizás). No
juega a la pregunta que busca respuesta, sino que es testigo que lleva la
llama. Su palabra no pasa por el interrogatorio, sino que funciona como el
lazo que anuda al personaje con el escenario. La palabra de Karen me
acompaña para que yo pueda entender de dónde viene lo que Jorge dice. Me
ofrece un cierto sentido al enseñarme cuál es el origen de la palabra. Pero no
solo es testimonio: la palabra de Karen enciende el deseo. No solo indaga,
sino que orienta la dirección y la intensidad de la mirada. Porque la palabra
viene de una situación de aula, me ayuda a ubicarme físicamente en la forma
escolar-universitaria. Karen me pone los pies en el suelo, me da la seguridad
que necesito para dejarme llevar por la escritura de Jorge, esa que está ahí
para mostrarme su modo de dar clase, de disponer un curso, de seguirlo y
tropezarlo, de temblarlo. Es Karen la que me lleva para ponerme a pensar
junto a Jorge: ¿qué demonios es eso de ser profesor? ¿qué quiere decir
cuidar la transmisión del mundo? ¿qué es lo importante para Jorge? ¿y para
mí?”.
Diré algo ahora de la presencia de Karen como compañera de trabajo en las
disciplinas que compartimos en ese semestre del 2015, de las dos cosas que
más me hicieron pensar. Y lo diré más o menos como lo conté en Leuven,
cuando el semestre estaba acabando, en una reunión en la que nos juntamos
unos cuantos profesores, no para hablar de nuestras ideas o de nuestras
posiciones, sino de nuestro oficio. La reunión estaba convocada bajo el
título de “In(ter)venciones críticas. Pedagogías universitarias
contemporáneas”, y el texto de la convocatoria decía lo siguiente:
“Las formas pedagógicas en que la educación universitaria está modelada en
la actualidad responden a condiciones sociales, económicas y técnicas según
las cuales la educación es entendida como la producción efectiva y eficiente
de resultados de aprendizaje y de competencias que se refieren a
necesidades individuales. En ese sentido, lo que se enfatiza es la eficacia y
la eficiencia de procesos de aprendizaje que se focalizan sobre el individuo
(en un proceso centrado en el sujeto).
En este encuentro queremos presentar y discutir in(ter)venciones críticas que
experimentan con formas pedagógicas (incluyendo contenidos y
procedimientos) que operan con una comprensión de la educación como
apertura (‘dis-closure’) del mundo y como investigación orientada al
pensamiento. Desde este punto de vista el acento está puesto en prácticas
colectivas de suspensión (del tiempo usual) y de formación de la atención
que dan a las cosas (pensamientos, palabras, números, ríos…) el poder y la
capacidad de hacernos pensar juntos (de un modo centrado en el mundo)”.
En esa reunión presenté brevemente los dispositivos pedagógicos que había
diseñado para el curso que acababa de finalizar, pero hablé
fundamentalmente de Karen, del papel de Karen, resaltando dos asuntos. El
primero lo nombré como “la apertura de un tercer lugar de palabra”. Ya
antes había pensado en eso. Primero en una conversación con mi amigo
Wanderley Geraldi en la que me contó que cuando uno de sus “orientandos”
no tenía demasiado claro el asunto de su investigación y la manera de
abordarlo le pedía que se lo contara a algún amigo o a algún pariente, a una
tercera persona que no tuviera nada que ver con la universidad, y que cuando
esa persona lo hubiera entendido ya podía volver a hablar con su
“orientador”. Me pareció interesante, no solo porque obligaba al
investigador a elaborar sus ideas, sino sobre todo porque tenía que intentar
formular su trabajo de un modo que lo hiciera interesante para cualquiera (y
no solo para su orientador, o para la comunidad universitaria de
“especialistas”). Y pensé también en eso cuando otra amiga, Juliana Jardim,
me habló de la “casa de la palabra” de los dogones, en Mali, donde después
de una reunión en la que los hombres habían debatido un asunto de interés
común, cada uno tenía que ir a casa, contarle a las mujeres de qué se había
hablado y qué había dicho cada uno, y solo al día siguiente, después de ese
esfuerzo de contar lo más literalmente posible lo que había pasado y después
de haber escuchado lo que las mujeres tenían que decir al respecto, podía
volver a la casa de la palabra y exponer su posición.
La cuestión es que Karen consiguió no ser percibida por los alumnos como
una ayudante o una colaboradora del profesor, como alguien que estaba en el
lugar del profesor y actuaba “en su nombre”, como si fuera su portavoz o su
representante, sino como una tercera persona a la cual los chicos y las chicas
le tenían que ir contando lo que hacían y lo que pensaban en relación con el
trabajo final de la asignatura. De esa manera, ese trabajo final no estaba
orientado por mí sino por alguien otro que asistía a todas las clases, que leía
todas las lecturas, que acompañaba a veces a los alumnos en sus salidas de
campo, pero a quien tenían que interesar y ante quien estaban obligados a
elaborar sus ideas. Además, y dado que tengo fama de profesor distante, de
esos que intimida un poco, el carácter mucho más abierto y próximo de
Karen permitía que, sin reducir la exigencia, el tono de la conversación fuera
completamente distinto. Yo no intervine para nada en esas conversaciones
periódicas de Karen con mis alumnos, no quise ni que Karen ni que los
chicos y las chicas me contaran, afirmé desde el principio que quería que me
sorprendieran el día de la presentación pública de los trabajos, y con eso
evitamos eso tan feo de hacer el trabajo para el profesor. Y tuve la clara
sensación de la importancia de ese “tercer lugar de palabra”, de que haya
alguien ahí con otras referencias, con otras características personales, pero
también con otro sentido de las distancias, con otra disponibilidad, con otro
juego de cintura.
El segundo asunto lo llamé “la presentación del profesor”. También había
pensado en eso en diversas ocasiones. Una vez, por ejemplo, cuando
Fernando Bárcena me invitó a una de sus clases y tuve la sensación de que
sus alumnos no sabían quién era. Así que, al final de la clase, pedí la palabra
y les dije a los chicos que su profesor no era “uno más”, que era un tipo que
escribía (y que tenía muchos lectores), que daba cursos y conferencias por el
mundo (que había personas por ahí que se interesaban por lo que él tenía que
decir), que tal vez no estaría de más que buscaran alguno de sus libros en la
biblioteca de la universidad, o que pusieran su nombre en google o en
youtube para ver qué encontraban, que se interesaran un poco por la manera
como pensaba la educación, que no eran solo alumnos de una asignatura sino
alumnos de Fernando, que eso no es “cualquier cosa”, que su profesor es uno
de esos que sigue dándole vueltas a su manera de ser profesor, y seguí un
poco por ahí. Fernando no sabía qué cara poner de la vergüenza, y yo
terminé mi intervención proponiendo una conversación sobre qué es “tener
un profesor” (y subrayo lo de “un”).
Creo que lo que hice fueron dos cosas. Primero, dar una cierta autoridad al
profesor. Pero no una autoridad administrativa, sino una autoridad, digamos,
intelectual. Y eso, la autoridad, es algo que, en una situación de aula, solo te
puede dar un tercero. Segundo, insistir en que un profesor, cuando lo es de
verdad, no solo tiene algunas ideas, algunos saberes, algunas cosas que decir
(eso que podrían encontrar, si se interesasen, en sus libros y en sus
conferencias), sino también unas maneras propias de ser profesor, esas que
podían ver todos los días en clase, esas que no se reducen a una
metodología, y que a lo mejor no está mal dedicar un rato a hacerse cargo de
qué es lo que le da (o no) sentido y qué es lo que la hace (o no) singular. Y
también pensé en eso cuando en una conversación con Héctor Salinas
hablamos de que, cuando éramos estudiantes, había en la universidad
profesores con una marcada personalidad, con carácter, incluso excéntricos
a veces, profesores que podíamos recordar no tanto por lo que enseñaban
sino por sus maneras, por su forma especial de dar clases o de estar en las
clases. Pero que ahora todos parecían clónicos, sin aristas, como cortados
por un mismo patrón, profesionales correctos pero sin carisma, sin una
marca que los hicieran singulares. Ahora los profesores son “especialistas”
o “investigadores”, y como el dispositivo de la investigación está altamente
estandarizado, eso hace que esa pérdida del carácter sea aún más notoria.
Además, los profesores ya no están rodeados de una cierta aura, ni como
autores ni como profesores, homogeneizados y normalizados como están por
esa máquina universitaria que es la única que aparece, y que lo que antes se
llamaba “prestigio” no es ahora más que un elemento de la “carrera
académica” y una puntuación en un ránking de calidad cualquiera.
La cuestión es que un día que, por alguna razón, yo no pude hacerme cargo
de la clase y Karen debía encargarse de organizar la tarea, ella se dirigió a
mis alumnos, igual que yo había hecho con los de Fernando Bárcena, y les
“presentó” a su profesor. Los chicos y las chicas parecieron sorprendidos,
escucharon con mucha atención, y se produjo como por ensalmo eso que
todos los profesores necesitan para serlo: Karen me había dado una cierta
“presencia” y me había investido de una cierta “autoridad”.
La conversación en Leuven tuvo que ver con la manera como el profesor
necesita de esa “autoridad” no para sí mismo, para legitimar su propia
posición en el aula, sino para dos cosas que son fundamentales. Primero para
dar autoridad a los textos, a la materia, al mundo, para que su gesto de
señalar hacia algo para llamar la atención sobre ello y para tratar de hacerlo
interesante no sea percibido como un gesto mecánico o como un gesto de
vendedor de electrodomésticos, sino como un gesto de alguien. Y segundo,
para que pueda darse lo que podríamos llamar “confianza”, es decir, para
que los estudiantes se dispongan a entrar en el estudio, en la tarea, sin
necesidad de saber de antemano qué es lo que van a obtener de ello, sin
necesidad incluso de eso que ahora se llama “estar motivados”; simplemente
porque confían en su profesor, porque si su profesor dice que eso puede ser
interesante presuponen que lo será. Y Karen pudo hacer eso porque el
profesor sí que tenía para ella “autoridad” y sí que inspiraba “confianza”.
Podríamos decir, quizá, que lo que hizo fue que mis alumnos me vieran con
los ojos de ella. Y eso tuvo efectos clarísimos durante el resto del curso.
Pero Karen hizo algo aún más interesante. Y es que como era ella la que
conversaba con los chicos y con las chicas en las sesiones de orientación, en
las tutorías, como a veces les acompañaba en las salidas de campo, y como
alguna vez quedaba con “las chicas” para dar un paseo y tomar unas
cervezas, ella fue también la que me presentó a mis alumnos, la que los hizo
de alguna presentes para mí, la que les dio también una cierta autoridad, y la
que hizo que yo también confiara en ellos. Y no lo hizo construyendo eso que
ahora se llama un “perfil”, o transmitiéndome lo que podríamos llamar “sus
intereses” o “sus demandas”, o hablándome de lo que podrían ser sus
“capacidades” o sus “incapacidades”, sino contándome de sus inquietudes,
sus angustias, sus dificultades, su esfuerzo, sus tentativas, su generosidad, su
manera de relacionarse con los textos y con los ejercicios: sus maneras de
ser estudiantes. Tal vez lo que hizo Karen fue que yo viera a mis alumnos
con los ojos de ella, y eso también tuvo efectos muy claros durante el curso.
En cualquier caso, Karen me hizo pensar más atentamente qué significa que
un dispositivo pedagógico (hecho de tiempos, espacios, materialidades y
actividades) esté compuesto también de sujetos (del profesor y de los
alumnos). Me hizo pensar en cómo está de difícil, en estos tiempos, eso de la
“presencia”, eso de la “autoridad” y eso de la “confianza”. Y me hizo pensar
que ahí, en ese juego de posiciones, a veces hace falta la presencia de una
tercera persona. Todavía tengo que pensar más en ello, no creo que haya
sido capaz de elaborar aquí qué significó la presencia de Karen, pero
supongo que nadie habrá pensado que hizo funciones de mediación. Para que
Karen pudiese hacer lo que hizo, me parece que fue esencial su propia
manera de estar allí, eso de que no estaba como ayudante, de que no
trabajaba para la universidad, de que no era tampoco investigadora, de que
no tenía ninguna beca, de que había venido con sus propios recursos y por su
propio interés, porque sí, gratuitamente, utilizando sus vacaciones de verano,
sin ninguna pretensión de obtener nada a cambio, disponiéndose
generosamente a asistir a mis clases, a co-laborar conmigo, y a conversar
conmigo sobre los gestos y las maneras de un profesor concreto en un aquí y
un ahora concreto.
Creo que lo que pasó tuvo que ver con lo que podríamos llamar la
excepcionalidad de la generosidad y de la gratuidad. En un mundo en el que
nadie hace nada por nada, la manera como Karen “estaba allí” nos
sorprendió a todos y, sobre todo, nos obligó. No solo a agradecerla, que
también, sino sobre todo a merecerla, es decir, a devolverle alguna cosa, a
responderle con generosidad y gratuidad. La forma que tuvo Karen de estar
presente fue la de alguien que está ahí por su propia aventura personal e
intelectual, porque quiere hacer cosas con nosotros, pensar y hablar con
nosotros, porque está “realmente interesada” en lo que hacemos, en lo que
pensamos, en lo que decimos. Y esa presencia, muy rara en las condiciones
de la universidad actual, nos exigió a todos, de una forma misteriosa y real
al mismo tiempo, “responder” y “estar a la altura”.
LETRA
L
Limbo
Literalidad
Limbo
Karen.
En tus clases haces a veces referencias a “Palabras desde el limbo”, ese
programa de radio que hiciste durante un tiempo con tus amigos “el cuervo”
y “el varón frágil” (tu mote era a veces “el oso yogui” y a veces “George
Larousse”). Me contaste que hicisteis un limbo, en directo, en unas Jornadas
que organizaban los estudiantes de la Facultad de Pedagogía, unos días en
que se suspendían las clases ordinarias y eran los mismos estudiantes los
que montaban las actividades, y que esas Jornadas fueron especiales porque
se produjeron en medio de las movilizaciones contra el Plan Bolonia de
reforma de las universidades europeas. También me contaste que hace unos
años te invitaron a dar una conferencia para los estudiantes de máster y
doctorado que se iniciaban en la investigación, que la titulaste “palabras
desde el limbo”, y que con ella te aseguraste que nunca más te invitaran a ese
ciclo de actividades con los futuros investigadores. Vi que hiciste otra
conferencia con el mismo título en la UERJ, en Rio de Janeiro. Hay un texto
tuyo incluido en Tremores, el que se titula “Herido de realidad”, en el que
transcribes varios fragmentos del limbo. Uno de los nuevos capítulo de la
edición conmemorativa de Pedagogía profana, el que se titula
“Insignificancias”, comienza también con una referencia al limbo que
hicisteis en homenaje a Bruce Chatwin. Y yo misma tuve la oportunidad de
colaborar en un limbo especial que hicisteis para una revista virtual de
poesía, la revista Kokoro. ¿Puedes decir algo de la presencia del limbo en
tus maneras de profesor?
Jorge.
Algo he dicho del limbo en la palabra “ánimo” de este diccionario. En el
limbo que hicimos en las Jornadas de Pedagogía tratamos de contrariar
algunos tópicos de la Facultad y, aunque había varios profesores
escuchándolo, nadie hizo ningún comentario. Como aún guardo el guion, y
para que los lectores se diviertan un poco, voy a transcribir algunos cortes.
El primero está montado a partir de un texto de César Aira, y dice así:
En el plan de estudios del limbo, la universidad es lo primero. Asisten a sus
aulas párvulos de 3 a 5 años. El infantilismo universitario viene como anillo
al dedo a esa edad: el interés exclusivamente subjetivo, el saber de utilidad
inmediata, los lenguajes de las ciencias, a la vez estúpidos y sonoros, el
vivir como en un mundo aparte, las reivindicaciones estudiantiles, la mezcla
de la ignorancia y la soberbia, el amiguismo disfrazado de politiqueo.
El instituto se adapta inmejorablemente a ese despertar de la inteligencia que
se produce entre los 6 y los 12 años: el enciclopedismo como método de
lecto-escritura, la sucesión al azar de los profesores, el aburrimiento, el
desprecio por el pensamiento propio, la búsqueda deportiva de resultados y
buenas notas. Los que llegan hasta aquí ya están perfectamente preparados
para la estupidez y la burocratización profunda de la vida en sociedad. Para
las elites de la inteligencia y del esfuerzo, vienen las etapas siguientes.
Como cuerpo principal de estudios, la escuela primaria, para adolescentes
de 13 a 17 años. Los programas ya conllevan un saber elevado. En primer
lugar, una introducción al uso de los materiales: cuadernos, lápices de
colores, carpetas, sacapuntas, escuadra, compás, cartabones. En segundo
lugar, el aprendizaje de la lengua: los silabarios, los libros de lectura, los
textos libres para el fin de semana. En tercer lugar, los números: las tablas
de multiplicar, las ecuaciones, los porcentajes. En cuarto lugar, la disciplina
en el aula: la organización del espacio y del tiempo, el orden, el cuidado de
los materiales. En quinto lugar, la conversación: asambleas, comités,
trabajos en grupo. Por último, el arte superior de los recreos.
Por último, ya en el nivel más alto, y solo para quienes, entre los 18 y los 23
años, hayan mostrado capacidades para ello, el parvulario. Allí se cultivan
las más altas potencias del hombre: las artes (las canciones, la pintura, el
modelado, las fábulas y el teatro), el uso del cuerpo (el tren, la fila, los
juegos libres en el arenal), la socialización (paseos, cumpleaños, juegos de
equipo, fiestas de pijama). Los que sacan buenas calificaciones en el
parvulario ya están listos para venir a vivir en el limbo.
El segundo fragmento está construido con motivos de Roberto Juarroz y de
Roberto Bolaño:
En el limbo sabemos que ir hacia arriba no es más que un poco más largo, o
un poco más corto, que ir hacia abajo. Sabemos también que ir hacia
adelante no es más que un poco más lento, o un poco más rápido, que ir
hacia atrás. Que llegar a la meta no es más que un poco más recto o un poco
más curvo que no llegar a ninguna parte. Y hemos aprendido también que los
tres caminos del aprendizaje poético son leer, follar y viajar. Da igual si
hacia arriba o hacia abajo, hacia adelante o hacia atrás, llegando a la meta o
no llegando a ningún sitio.
Y el tercero es una variación de una necrológica que escribió Arturo PérezReverte in memoriam de un profesor de filología de la universidad de
Murcia:
Desde hace unos días, vive en el limbo con nosotros José Perona Sánchez, el
maestro de gramática. Sus únicas necesidades son cosas semi prohibidas o
casi imposibles como el café, el tabaco, el silencio, la cerveza bien fría, el
no hacer nada, los amigos y los libros. El maestro de gramática no se hace
ilusiones sobre el género humano, tiene fama de malhumorado, misántropo y
gruñón, y por eso se lleva muy bien con todos los viejos cascarrabias del
limbo, que son la mayoría, y se pasan las tardes y las noches refunfuñando.
José Perona, pesimista irredento y confeso, dijo una vez que el peor cáncer
de este tiempo es que las masas hayan aprendido a leer, porque eso ha hecho
que la inteligencia se ponga a su servicio y que lo poco que queda de
pensamiento libre se haya hecho radicalmente antisocial.
Hasta hace bien poco, cuando aún vivía en la tierra y trabajaba en la
universidad, el maestro de gramática era extremadamente crítico con los
planes de Bolonia y con todas las políticas educativas de todos los
gobiernos locales, autonómicos, estatales y supraestatales. Por eso aquí, en
el limbo, le hemos encargado ya de la educación de los niños. Por eso, y por
su extraordinaria cultura, por su nula presunción, y porque continúa siendo
un deslenguado que dice lo que piensa y que piensa lo que le da la real gana.
Los chavales del limbo le llaman ya Don José, y les ha propuesto leer el
Quijote en clase, sosegadamente, sin prisas, porque, según dice, “es un libro
que está lleno de lecciones de humanidad, pero no cabe en los itinerarios
curriculares, es contrario a los idearios de los centros, no sirve para el
conocimiento del entorno, le falta espíritu multicultural, no contribuye en
nada a la educación cívica ni a la educación moral ni a la educación en
valores, no sirve para el desarrollo sostenible ni para la cultura ecológica,
no sirve para luchar contra el patriarcado, no aporta ninguna de las
competencias necesarias en la sociedad de la información, no requiere de
nuevas tecnologías, y aunque comienza en un lugar de la Mancha, no tiene
nada que ver ni con la España singular ni con la España plural”.
Las dos conferencias a las que te refieres fueron muy locas. En la primera,
en mi facultad, ante jóvenes investigadores y profesores de esos altamente
productivos, no hubo comentarios, todo el mundo dijo que había sido muy
sugerente (aunque con una sonrisa congelada), y salimos del auditorio con
cara de circunstancias. En la de Rio, sin embargo, sentí gestos de
asentimiento (a veces entusiastas) y se produjo una conversación apasionada
sobre la mercantilización de la universidad, el credencialismo de las
carreras académicas y otros temas parecidos.
Y como también guardo el texto, te diré que lo que intenté con la apelación
al limbo fue algo así como construir un lugar de enunciación imposible. Un
lugar de enunciación libre, es decir, inútil. Un lugar de enunciación público,
es decir, de cualquiera. Un lugar de enunciación profano, es decir, sin
pretensiones salvíficas ni condenatorias, donde lo que se dice no tiene
destino ni finalidad, no pretende explicar, ni adoctrinar, ni moralizar, ni
salvar, ni condenar. Y un lugar de enunciación, por último, en el que no se
puede hablar en nombre de nada, ni desde ningún lugar, ni desde ninguna
posición. Y lo que quería era tratar de desmontar el dispositivo
“investigación” tal como funciona en una universidad puesta al servicio de
los poderes políticos y económicos y, sobre todo, al servicio de ese
diosecillo de nuestra época que se llama Futuro.
Si te parece, y para dar una idea del espíritu del limbo, terminaré con otro
fragmento del programa que hicimos en la facultad y que es una llamada a la
desmovilización, algo que, en los tiempos que corren, pienso que no está
fuera de lugar.
En esta época de movilización local, nacional, estatal, internacional y
planetaria en la que todos somos a la vez agentes y víctimas… en esta época
que hace de la acción y de la aceleración un imperativo… en esta época en
la que no se puede parar de hacer cosas… en esta época configurada según
una mezcla terrible y criminal de optimismo y agresividad… en esta época
donde todos estamos llamados a impulsar la marcha del mundo… en esta
época en que incluso el sufrimiento es utilizado como motor de la práctica…
en esta época de gran agitación y estúpido dinamismo… en esta época en la
que todo se nos convierte en trabajo y en la que, además, no podemos parar
de aprender…en esta época en la que los discursos de los periodistas, de los
expertos, de los profesores, de los políticos y de los funcionarios no son otra
cosa que propaganda dirigida a dar moral a las tropas… en esta época
marcada por el afán de cambiar las cosas… en esta época en la que la única
ética es una cinética… en esta época en que el progreso es un movimiento
que genera movimiento que genera movimiento que genera movimiento… en
esta época en la que todo avanza que es una barbaridad… en esta época en
la que todo lo que está en reposo es invitado o forzado a participar, es decir,
debe incorporarse al servicio… en esta época que inventa y sacraliza al así
llamado “potencial humano”… en esta época de la moción y la automoción
generalizada… en esta época de activistas y militantes… en esta época en la
que la necesidad de hacer algo, lo que sea, une a la izquierda, a la derecha, a
las almas nobles y a los burgueses pragmáticos… en esta época en que las
palabras sagradas son “iniciativa” y “proyecto”… solo en el limbo y sus
aledaños habitan ya, eso sí, sosegadamente, la impotencia, la inacción, la
apatía y la desmovilización.
Literalidad
Karen.
“En una clase de una escuela pública del sur de Brasil, la profesora proyecta
una imagen (La libertad guiando al pueblo, 1830, de Eugène Delacroix) en
un powerpoint y pregunta: ¿qué se ve en la imagen?
E. – Ah, una mujer que es la protagonista de la historia.
P. – Esperad, chicos, vamos a interpretarla después. Lo primero es qué
vemos, qué elementos componen la imagen.
E. – Una guerra absurda, debe ser la Primera Guerra Mundial porque las
mujeres ya podían participar, ¿no?, aunque solo hay una en el cuadro.
P. –Olvidemos la Primera Guerra Mundial e insistamos en eso: ¿solo hay una
mujer?
E. – Sí, profe, y varios hombres. Pero también hay un niño con un arma en la
mano. Seguro quees esa porque en aquella época los niños trabajaban y
podían participar en la guerra, al contrario de hoy en día que...
P. – ¿Pero a que época te refieres?
E. – No sé profe, a otra época.
P. – Por eso, ¿no es mejor que intentemos describir antes los elementos que
podemos ver en el cuadro (quién está, en qué posición, con qué ropa, qué
objetos…) en vez de intentar adivinar tantas otras cosas?
E. – Ok, profe, la mujer está con el pecho a la vista, entonces eso ya es
bastante avanzado, ¿no? Significa que las mujeres ya estaban conquistando
su espacio a costa de varios conflictos. Igual aquellos tipos estaban en su
contra.
E. – No, no, ¿no ves que está al frente de ellos?
P. – Calma, chicos, vamos despacio y sin prisa, creo que aún no ha quedado
claro. Lo que quiero es que describáis la imagen, por ejemplo: qué ropa
están usando; si hay hombres, mujeres, niños, animales; qué objetos se ven
en el cuadro, etc. Después podemos complicarlo un poco más: ¿hay algo al
fondo de la imagen?; y, si hay algo al fondo de la imagen, ¿qué hayen el
primer plano? ¿Hay luz en el cuadro? ¿Solo en parte? ¿Hay algo en el
centro?
E. – Caramba profe, lo que nos está pidiendo es algo mucho más sencillo y
nosotros yendo a lo difícil, ¿no? Entonces ¿no hace falta dar una opinión?”
Esta escena representa lo que me pasa con los estudiantes adolescentes del
Colegio de Aplicación cuando llevo imágenes o textos a clase. Es posible
que la primera pregunta que les hice no estuviese bien formulada, y que, por
otro lado, no estuviese considerando su (evidente) creatividad y
participación. Sin embargo, me interesa aquí llamar la atención sobre lo
difícil que es conducir un ejercicio simple de descripción.
Menciono esta escena porque me parece un síntoma de algo que se ha
agravado en las clases universitarias (esta afirmación viene de mi trabajo de
co-orientación en cursos de formación inicial de profesores), tal vez un
“mal” de estos tiempos de celebración de la opinión, de una avalancha de
informaciones superficiales y repetitivas que circulan por ahí.
En tus clases, muchas veces preguntabas a los estudiantes sobre lo que el
autor del texto en cuestión decía sobre un tema. Y era perceptible tu
frustración cuando veías que no eran capaces de permanecer en el texto o,
por lo menos, de empezar por el texto. En los trechos de las películas que
exhibías en clase, siempre había una guía de observación. Varias veces,
cuando los estudiantes empezaban a discutir usando expresiones como “en
mi opinión”, “por mi experiencia”, “yendo un poco más allá de la película”,
era previsible que se irían por las ramas. Tú te esforzabas para que se
centrasen en la película y en lo que tú estabas proponiendo, e insistías en
que, mirada atentamente, la película aún tenía muchas cosas que decir.
Jorge.
La escena que describes podría ser de cualquiera de mis clases: la dificultad
para ver lo que hay en un cuadro, lo que pone en un texto, lo que se ve en una
secuencia cinematográfica; y la tendencia casi automática a “pasar” del texto
e ir inmediatamente a otra cosa. Varias veces hemos hecho salir las dos
preguntas del Maestro ignorante: “y tú ¿qué ves?, y tú ¿qué piensas?” Y no
deja de ser curioso que hoy en día todo el mundo cree que piensa (que tiene
opiniones), pero casi nadie ve o, dicho en general, casi nadie lee
literalmente, palabra por palabra, línea a línea. Creo que leer literalmente no
tiene que ver, como habitualmente se dice, con el dogmatismo de la lectura,
sino con la atención al texto, con el respeto, con un cierto reconocimiento de
su autoridad.
En la palabra “autoridad” hemos transcrito esa cita maravillosa de Walter
Benjamin en la que desarrolla la analogía entre leer y copiar, por un lado, y
volar y caminar por otro. Y ahí está claro que caminando o copiando uno se
somete a la autoridad o a la fuerza del camino (o del texto). Leer es, de
alguna forma, someterse a una voz ajena. Y esta época, como sabes, ordena
siempre tener una voz propia, pero lo ordena presuponiendo que uno ya tiene
una voz propia y no tiene que trabajar para tenerla, y con eso lo que lo único
que se da, que se fomenta, es la banalidad de la opinión, un hablar que no
abandona nunca su “zona de confort” o, dicho de otro modo, las zonas de
consenso. Leer es también “dejarse decir algo”. Y para eso hay que atender
a lo que el texto dice y también, desde luego, a cómo lo dice. La literalidad
es “leer lo que pone” y leerlo “como lo pone”.
El dispositivo que pusimos en marcha durante el semestre que compartimos
suponía dos tipos de lectura: la lectura de los textos y de las pelis; y la
lectura de los espacios en los que se realizaba la salida de campo (ambas
lecturas eran mostradas y conversadas en la sala de aula). En relación a los
textos y a las pelis, lo que yo pedía en el aula era un subrayado, es decir, que
los estudiantes leyeran en voz alta algún párrafo que les había interesado
especialmente y que justificaran su elección. Se trataba, de alguna manera,
de que la conversación estuviera lo más pegada posible al texto. En relación
a los espacios, lo que pedía era, en general, mapas, inventarios y
anotaciones hechos con arreglo a ciertos protocolos muy estrictos y, desde
luego, obligatorios. Y de lo que se trataba era de que cuando los estudiantes
mostraran sus mapas y sus cuadernos lo que hicieran fuera hacer hablar al
espacio, de modo que la conversación se mantuviera también lo más pegada
posible a la materialidad de los lugares que habían recorrido, mapeado,
anotado, dibujado, inventariado, etc..
Tanto los subrayados como los protocolos estaban orientados a asegurar una
cierta literalidad: hay que leer “lo que pone” y hay que inventariar “lo que
hay”. Y estaban orientados también a una cierta suspensión de los caprichos
y las arbitrariedades de la subjetividad: es el texto, o el espacio, el que
manda, el que obliga, el que habla, el que tiene autoridad. Por eso los
pensábamos como ejercicios de atención. Son formas de leer que suponen,
en una primera instancia, una repetición, casi una copia. En lugar de subrayar
podía haber pedido que copiaran en el cuaderno el párrafo que les había
interesado, o incluso que los memorizaran. Y tanto los mapas como los
inventarios pueden considerarse como meros registros, aunque también
podrían verse como técnicas para la descripción. En la palabra “autoridad”
y en la palabra “atención” hemos dicho algo de esto. Y lo desarrollaremos
un poco más en las palabras “subrayado” y “protocolo”.
Pero la escena que me has mostrado (y lo que a mí me pasa en las aulas) es
un síntoma de que esta forma de trabajar va un poco a contracorriente de esta
época que abomina de la repetición y de la copia, que no reconoce autoridad
alguna, que rechaza cualquier disciplina, que enfatiza la vivencia subjetiva y
donde lo único que cuenta es la opinión y la experiencia de cada uno, la
manera como cada uno lee, como cada uno entiende o como cada uno mira.
Es verdad que el dispositivo en el que trabajábamos incluía tiempos y
espacios para la conversación e incluso para la invención (de hecho lo que
los estudiantes tenían que hacer era inventar alguna cosa, producir alguna
idea). Pero para nosotros era muy importante que tanto la conversación como
la ideación estuvieran referidas siempre a alguna cosa, que fueran entendidas
como respuesta a alguna cosa (del texto, del mundo).
La escena que describes no contiene lectores creativos sino lectores
desatentos, descuidados, de esos que, en definitiva, se niegan a leer. Las
artes visuales educan la mirada (la hacen más precisa, más atenta, más
cuidadosa) y las artes textuales educan la lengua. Por eso creo que en mis
clases solicito una lectura que podríamos llamar pensativa (orientada al
pensamiento, enmarcada por la pregunta“y tú ¿qué piensas?”) o, incluso,
filosófica, pero solicito también una lectura que podríamos llamar filológica,
es decir, orientada por el amor al texto y, por tanto, por el respeto y la
atención y la confianza en lo que el texto dice, en lo que el texto da a leer.
Podríamos decir que, en relación a los textos, el profesor realiza una doble
operación: dar a leer, y dar a pensar. Y la una no puede ir sin la otra. Para
mí, estudiar es leer y pensar, leer pensando, pensar leyendo. Por eso
convertir a los alumnos en estudiantes es convertirlos en un poco filósofos,
pero también en un poco filólogos, es decir, en personas que atiendan a la
lengua de un texto, a su vocabulario, a su gramática, a su organización, a sus
articulaciones internas.
Como escritor me da mucha rabia que todo el esfuerzo que has hecho en
elegir las palabras y en organizar el argumento se pierda porque nadie
atiende ni a las palabras ni al argumento. Este diccionario es sobre “el oficio
de profesor” y no sobre “la práctica docente”, y decir una cosa u otra no es
lo mismo. Y como profesor me da mucha tristeza ver que nadie atiende a la
materialidad concreta de unos textos que han sido escogidos con mucha
delicadeza, con mucho cuidado y, por qué no decirlo, con mucho cariño.
Pero en fin, es verdad que es una característica de los tiempos, de esta época
post-alfabética que ya no sabe qué es eso de leer, pero también es el
resultado de que ni la enseñanza primaria ni la secundaria ni la universitaria
están concebidas ya como un “enseñar a leer”. De hecho, hay dos
dispositivos tradicionales, el comentario de texto y la composición escrita
que ya apenas se practican. Y cuando se practican se privilegia la voz propia
(sea eso lo que sea) y no tanto la fidelidad al texto comentado o el rigor en la
construcción del texto compuesto.
Me leo a mí mismo y casi me da vergüenza, pero es verdad que la mayoría
de mis alumnos, después de leer un texto, son incapaces de decir cómo
empieza o cuántas partes tiene o cuáles son las palabras esenciales al
argumento. Y no te digo si, después de ver un fragmento de una película,
pregunto cuál es el primer plano que aparece, o cuáles son las frases
textuales que aparecen en un diálogo. Pero lo más grave es lo mal que te
miran los estudiantes cuando les haces preguntas de ese tipo.
Otra cosa que pasa cada vez más (seguramente también te pasa a ti) es que
cuando comentas lo que ha dicho o escrito un alumno él te dice
inmediatamente “pero lo que yo quería decir era…”. A lo que mi respuesta
es: “sí, ya, pero lo que has dicho es…”. Y lo mismo en la lectura. Los chicos
van enseguida a lo que les parece que el texto “quiere decir”, pero sin
atender a “lo que dice” y mucho menos a “cómo lo dice”. Me parece que eso
tiene que ver con que hoy en día el texto (la lectura) es un simple pre-texto
para la oralidad. Y lo que tiene la escritura es que compromete de un modo
especial (mucho más que la oralidad) y ese compromiso ya se ha hecho
incómodo para muchos de los jóvenes alumnos que pueblan las aulas
universitarias.
Pero en fin, no hay otra que inventar ejercicios que fomenten eso que aquí
estamos llamado “literalidad” y que yo, en algún momento, he llamado “un
cierto espíritu filológico”. Tú me has visto muchas veces dando tarea antes
de ver una película (dando protocolos de atención, en definitiva), me has
visto también preguntando una y otra vez “y eso que dices ¿dónde lo pone?”,
y también: “eso que has dicho, por qué lo has dicho precisamente así”.
Karen.
¿Podríamos decir que los problemas que señalas con la literalidad tienen
que ver con unos dispositivos pedagógicos que privilegian al sujeto, donde
los alumnos son los protagonistas?
Jorge.
Eso que estamos llamando literalidad tiene que ver, de alguna manera, con
someterse a un lenguaje y a una voz que no es la tuya. Con describir
exhaustivamente un mundo que tú no has hecho. Tiene que ver también con
una cierta renuncia a sí, una cierta salida de sí, una cierta desposesión de sí.
Con la idea de que ni el texto ni el mundo son proyecciones de ti mismo,
espejos que te devuelven tu propia imagen. Además, leer literalmente, letra a
letra, palabra a palabra, línea a línea, implica seguir un trazo que tú no has
trazado, marchar sobre las huellas o las inscripciones de otro. Tiene que ver
con reconocer una cierta anterioridad (no soy el primero, ni el texto ni el
mundo comienzan conmigo) y una cierta autoridad (quizás haya otros que han
pensado mejor, que lo han dicho mejor, que lo han mirado más atentamente, a
los que quizá valga la pena escuchar).
La lectura auditiva de los monasterios supone obediencia (ob-audire) a la
voz. Pero la lectura crítica que inventan las universidades (junto con el texto
entendido ya como una especie de soporte del pensamiento) hace visible el
lenguaje y supone atender a la letra y seguir la línea. En mis clases trato de
que haya un momento en que la lectura se haga “al pie de la letra”. Y en los
trabajos de campo trato de que se copie el espacio “tal como está”. Se trata
de inventar ejercicios para evitar leer distraídamente, caminar
distraídamente, mirar distraídamente (hemos dicho algo de eso en la palabra
“descuidado”). O de inventar procedimientos para traer el texto a la
presencia, para traer el mundo a la presencia, para hacerlos presentes y
hacernos presentes nosotros en relación a ellos (diremos algo sobre eso en
la palabra “presencia”). Se trata de privilegiar la exterioridad sobre la
interioridad. Se trata de buscar inspiración en el texto y en el mundo y no en
uno mismo. Se trata de dejar que el texto o el mundo te digan algo. Se trata
de privilegiar lo que el mundo pueda decirte sobre lo que tú puedas decir
del mundo. Se trata de abandonar la posición de protagonistas, la creencia
de que uno es el centro del mundo. Se trata, en definitiva, de entender el
estudio como algo que no está orientado al sujeto o al individuo sino que
está orientado a la atención y al cuidado del mundo.
Desde luego hay resistencias (vivimos en una época de predominio del
sujeto) y hay, sobre todo, pereza. Ya sabes de las dificultades de cualquier
tarea que exija una cierta disciplina y una cierta demora, que te impida hacer
las cosas “como tú quieres” y hacerlas “rápidamente”. Y de la tendencia
casi automática a poner el yo en primer plano: lo que yo pienso, lo que yo
siento, lo que yo opino.
Karen.
Todavía tengo una última pregunta. ¿Qué podemos decir delos textos
académicos repletos de citas? ¿Acaso ese tipo de texto no presenta una
cierta literalidad? ¿No estarían los autores de esos textos sometidos a la
autoridad de otros? Al mismo tiempo, ¿esos textos no estarían desprovistos
de cualquier autoría? Tal vez no estés hablando de ese tipo de literalidad,
pero no me resisto a preguntarte.
Jorge.
A tu pregunta no se le puede dar uma respuesta simple porque el asunto de
cómo se escribe lo leído (o, si quieres, de cuál es la relación, en el estudio,
entre lectura y escritura) es muy complejo y cada uno le da, digamos, una
respuesta singular en el modo como lo hace. Además, hay muchos modos de
citar (no solo desde el punto de vista formal, sino sobre todo desde el punto
de vista moral). Se puede citar amorosamente, o defensivamente, o
irónicamente, o respetuosamente, o reverencialmente, o para colocarse bajo
el paraguas de alguna autoridad. El problema no es tanto el número de citas
sino la manera de citar. Y eso de la “autoría” de los textos académicos,
desde luego, daría para mucho. Como siempre, no hay criterios, y uno solo
puede orientarse por su olfato de lector, por su capacidad de reconocer
cuando le están haciendo trampas.
Pero aquí no estamos hablando de “autores”, sea eso lo que sea, sino de
profesores. Un profesor, para mí, es un lector que da a leer. Y estamos
hablando también de estudiantes, de las maneras de leer propias de una
relación estudiosa (y no negligente, o de apropiación) con el texto.
LETRA
M
Maneras
Materia
Metodología
Maneras
Karen.
Hay un documental norteamericano que exhibiste en una de las clases de
posgrado que se llama Being in the World. La película muestra personas
hablando de sus oficios, de su relación con ellos. Hay un cantaor español de
flamenco, un carpintero japonés, una cocinera negra del sur de los Estados
Unidos, entre otros. Entre sus declaraciones se intercalan opiniones de
especialistas, que las discuten a partir de conceptos filosóficos.
Lo que me encantó fue identificar aquello que los diferentes oficios tenían en
común interiormente, algo así como un modus operandi. En la descripción y
en las acciones del carpintero que enseñaba las maderas, que decía cómo se
“comportaban”, qué herramientas eran las más adecuadas para trabajarlas, vi
a mi abuelo Germano trabajando en su carpintería. Al mismo tiempo, cada
uno hablaba de su hacer de un modo singular, cada uno escogía
singularmente las palabras y los gestos que dan forma a la “materia” de la
que estaba hablando.
Si de la palabra “oficio” infieres, citando a Agamben, que el oficio es la
operación a través de la cual éste se realiza, independientemente del sujeto
que la practica, parece que es la expresión de ese sujeto lo que está en
cuestión, que la singularidad “juega” con la generalización, juega quién sabe
a revelarnos algo “falso” o algo “verdadero”. Porque hacer las cosas como
nos mandan no significa necesariamente hacerlas bien.
Jorge.
La película a la que te refieres es de Tao Ruspoli y es una discusión sobre la
categoría heideggeriana de ser-en-el-mundo. Una de las formas de leer la
peli es la que tú indicas: la manera singular en que cada uno de los
“maestros” en una actividad encarna una relación con el mundo a través del
oficio, y cómo esa manera singular se inscribe en una tradición, en una
comunidad y en unas reglas heredadas. En ese sentido, las reglas se heredan
y se aprenden (son comunes), pero la manera como cada uno les da vida es
en cada caso singular. Como si hubiera algo así como una individuación que
solo se puede producir aprendiendo “de nuevo” formas de hacer que ya están
determinadas y encarnadas en la configuración propia de cada actividad (en
el “mundo” del flamenco, o en el de la cocina afroamericana, o en el de la
carpintería japonesa). Viendo esa película está claro que en el oficio no hay
método sino maneras. Y que la práctica de cualquier actividad tiene que ver
con reglas, pero también con modulaciones singulares de esas reglas (hay
algunos músicos de jazz que hablan de la relación entre disciplina e
improvisación).
Lo de la verdad y la falsedad lo podemos desarrollar en relación con los
profesores y los estudiantes. Podríamos decir que hay muchas maneras de
ser profesor, pero también hay profesores que son “de verdad”, que son
“verdaderamente” profesores, y otros que no, que son “falsos” profesores o
profesores de “mentira”, del mismo modo que hay estudiantes “de verdad” y
estudiantes “de mentira”. Me parece que puede ser interesante, como tú
apuntas, explorar la sonoridad, en relación al oficio, de las palabras
“verdadero” y “falso”, que no es exactamente lo mismo que “bueno” o
“malo”, porque no tiene que ver solo con “hacer las cosas bien” sino con
hacer las cosas “de verdad”. No es exactamente lo mismo ser “un buen
profesor” que “un verdadero profesor”. Y lo que nos está pasando no es
tanto que no haya buenos profesores sino que cada vez es más difícil ser
profesor de verdad.
Algo de eso puede verse, quizá, en la manera como me presenté en una de
las disciplinas a las que tú asististe. Mostré a mis alumnos los resultados de
la evaluación institucional de mi práctica docente del año anterior y les dije
que, según esos resultados, yo era uno de los peores profesores de la
facultad, que estaba por debajo de la media en casi todos los ítems que eran
evaluados. Después leí esos ítems uno a uno y los fui comentando. La
primera pregunta de la encuesta era si el profesor deja claros desde el
principio cuáles son los objetivos de la asignatura. Y la respuesta de mis
alumnos, obviamente, fue que no. Otra de las preguntas tenía que ver con el
fomento de metodologías participativas, y la respuesta también tenía que ser
que no. Así que les dije a los chicos que les había tocado un profesor malo,
al menos según los criterios con los que mi universidad determinaba qué es
ser un buen profesor, y que aún estaban a tiempo de cambiar de grupo. Pero
que si decidían seguir conmigo ya sabían que la cosa no iba a ir ni de
objetivos claros ni de metodologías participativas. Y, como viste, hubo un
silencio muy atento y nadie (o casi nadie) se cambió de grupo.
Ya que estamos hablando de evaluaciones del profesorado y de maneras de
ser profesor, y ya que el asunto de este diccionario es mostrar mis maneras,
tal vez una buena forma sea transcribir algunos párrafos del autoinforme que
tengo que hacer periódicamente sobre los “puntos fuertes” y los “puntos
débiles” de mi “práctica docente” y sobre mis “proyectos de mejora” en
relación con los resultados de mi “evaluación”.
En el informe sobre mis “puntos fuertes” escribí lo siguiente:
Tras más de 30 años como profesor universitario he consolidado lo que
podríamos llamar un “estilo propio” como profesor que no siempre es todo
lo flexible que se requiere y, desde luego, no siempre se ajusta a las
expectativas con las que vienen los estudiantes. De ahí que algunos de mis
procedimientos no siempre sean evidentes y que haga falta un poco de
tiempo para que los alumnos entren en esas maneras de entender (y de
practicar) lo que es un curso universitario. Sin embargo, a lo largo de estos
años he desarrollado algunos modos de hacer que creo que pueden
destacarse como mis “puntos fuertes” o, al menos, con eso que hace que mis
alumnos no sean “indiferentes” a esos procedimientos. El primero tendría
que ver con una cierta exigencia intelectual con la que los alumnos no
siempre simpatizan pero que, a la postre, agradecen, y eso puede percibirse
en la manera como se implican, muestran su curiosidad, solicitan
bibliografía complementaria, etcétera. Podría decirse que la percepción del
rigor y de la preparación del profesor, además de producir un cierto respeto,
fomenta también una cierta auto-exigencia por parte de los alumnos. El
segundo se refiere a la manera de tratar la lectura y la escritura (sobre todo
la escritura) como un verdadero ejercicio de pensamiento que obliga a
ordenar, a estructurar, a argumentar y, por qué no decirlo, a expresarse bella
y eficazmente. Sigo creyendo que en asignaturas que tienen que ver con el
ejercicio propio de la inteligencia y del pensamiento crítico, la atención a la
escritura sigue siendo fundamental. Podría decirse que los alumnos perciben
que no pueden escribir “cualquier cosa” y que no pueden escribirla “de
cualquier manera”. El tercero está relacionado con la puesta en marcha de un
dispositivo pedagógico que considero muy potente y que consiste en
combinar cuatro elementos: A) un trabajo de campo consistente en una serie
de ejercicios en el espacio público, B) un trabajo de clase consistente en la
lectura y el comentario de una serie de textos (también cinematográficos)
organizados en torno a un problema a la vez teórico y práctico (y que no
pueden considerarse en ningún caso como el contenido de la asignatura), C)
una acción tutorial continuada, D) una propuesta de trabajo que consiste en
el diseño de un dispositivo pedagógico concreto, ligado a un espaciocontexto concreto, elaborado con arreglo a una serie de categorías que se
han ido trabajando en clase y que tienen que actualizarse de una forma
“original”, y finalmente E) una presentación pública de ese dispositivo en la
que cualquiera puede sugerir, comentar, hacer preguntas, plantear
objeciones, etc.. De este modo, los alumnos no pueden limitarse a resumir, a
cortar y pegar, a clonar otros trabajos, a repetir lo que ha dicho el
profesor… sino que están obligados a inventar, poniendo en juego, eso sí,
las categorías que se han ido elaborando a lo largo del curso.
El informe sobre “puntos débiles” decía así:
Los puntos débiles tienen que ver con que tanto los textos (lo que podríamos
llamar la materialidad del curso) como las metodologías (los ejercicios y
procedimientos utilizados) implican ritmos e itinerarios de aprendizaje muy
poco previsibles, apenas estandarizables (diferentes en cada curso y para
cada asignatura) y, en consecuencia, en poca consonancia con las exigencias
normalizadoras de Bolonia. Además, chocan frontalmente con los hábitos de
estudio de los alumnos, más acostumbrados a repetir, resumir, cortar y pegar,
o elaborar gigantescos trabajos sin apenas exigencia de pensamiento propio,
que a elaborar una narrativa propia a propósito de lo aprendido. Algo que
sucede cuando los textos no son utilizados como “contenido” o como
“información” (como algo que debe ser acumulado y verificado) sino como
una materialidad que propicie el pensamiento, la invención, la imaginación o
la reflexividad. En ocasiones tengo dificultades para percibir el horizonte de
razonamiento y de problematización en el que se inscriben los estudiantes y,
debido al gran número de alumnos, no siempre tengo el tiempo ni las
condiciones para realizar el trabajo de tutoría que sería necesario. Además,
no es fácil hacer que los estudiantes asuman la responsabilidad de su propia
formación y que sean ellos mismos la fuente de su propia exigencia. Por otra
parte, cuando se trata de despertar inquietudes e intereses novedosos y
plurales y de que los alumnos asuman el protagonismo de su formación, no
se puede erosionar eso con procedimientos de evaluación que no permitan a
los estudiantes construir por sí mismos sus propios trabajos y, por tanto, es
necesario elaborar y explorar constantemente propuestas de evaluación que,
a la vez que son claras y rigurosas, no traicionen los principios que inspiran
lo que entiendo (y trato de hacer entender) que es el estudio universitario. De
ahí que mis “puntos débiles” estén estrechamente relacionados con lo que
anteriormente he considerado mis “puntos fuertes” y sean, de alguna manera,
su espejo invertido, es decir, el síntoma de que algo “ha fallado” en el
planteamiento o en el proceso, el signo (siempre doloroso) de que no he
podido o no he sabido “estar a la altura” de mis propias exigencias.
La manera como referí a la “satisfacción de los estudiantes” fue la siguiente:
El resultado de las encuestas refleja una enorme variabilidad que tiene que
ver, a mi juicio, con que los alumnos se dividen enseguida entre los que
“entran” en la lógica de la asignatura y los que tienen una actitud pasiva y
exclusivamente pendiente de la calificación. En cuanto a la valoración
cualitativa hay frases como “nos hace reflexionar constantemente”, “ofrece
una visión del mundo diferente”, “hace pensar”, “un profesor como los de
antes”, “ha sido un maestro”, “se nota que ha vivido, que ha leído, que ha
pensado, que es un hombre cultivado”, “capacidad crítica”, “unos
aprendizajes que me llevo de por vida”… que reflejan, no solo la
satisfacción de los alumnos, sino también mi propio “estilo” docente, desde
luego con sus límites y sus posibilidades, sus ventajas y sus inconvenientes.
Creo que también reflejan ese “estilo” frases que tienen que ver con una
sensación de que el profesor, en ocasiones, “descalifica las opiniones de los
alumnos”. Algo que se explica, creo, por el clima de excesiva tolerancia, en
el que todo se aplaude, que domina en el grado, así como con una manera de
“obligar a ejercitar la inteligencia” que a veces se sitúa claramente a la
contra de un imaginario constituido esencialmente por referencias mediáticas
y por esquemas de pensamiento de sentido común, a veces claramente
desvinculados de los modos universitarios de pensamiento.
Por último, esto es lo que escribí en la parte de mi auto-informe que se
titulaba “propuestas de mejora”:
La gran diversidad de asignaturas en las que he desempeñado mi actividad
docente (varias de ellas nunca antes impartidas) me han exigido un enorme
esfuerzo de preparación tanto de los materiales como de las formas de
trabajo y de los procedimientos de evaluación.
La innovación docente más importante (la más importante, seguramente, de
mi ya larga carrera universitaria) es el dispositivo pedagógico que describo
muy brevemente en el epígrafe de los “puntos fuertes”. Y es importante
porque no es solo una cuestión de contenidos o de metodología, sino que
afecta a toda una concepción del trabajo en la universidad que, muy
resumidamente, caracterizaré diciendo que está centrada en los ejercicios de
atención (al mundo), en los ejercicios de invención, y en los ejercicios de
pensamiento. Ese dispositivo lo comencé a explorar cuando tuve que
“inventar” (junto con la profesora Violeta Núñez) la asignatura de Arte y
Cultura en la Educación Social y, posteriormente, lo he aplicado también en
las otras asignaturas que he impartido a nivel de grado.
En lo que respecta a aspectos puntuales diré que he trabajado ampliamente
en la introducción del cine como “materia de pensamiento” (y no solo de
ilustración de la teoría, o de pretexto para la discusión). Diré también que he
modificado sensiblemente la manera de entender la acción tutorial (no tanto
orientada a resolver dificultades de aprendizaje o a orientar pequeños
trabajos de investigación, sino tratando de convertirla en una verdadera
conversación en la que el alumno se vea obligado a explicitar y exponer sus
ideas y el profesor a ponerlas en diálogo con posibilidades de
profundización y estudio). Y que he cambiado los procedimientos de
evaluación en el sentido de no centrarlos sobre los supuestos “contenidos
aprendidos” o las supuestas “competencias desarrolladas”, sino hacer de la
evaluación un ejercicio de exposición pública del propio estudio en la que
sea imprescindible hacerse responsable ante los otros y ante uno mismo de
la propia formación.
Como propuestas de mejora señalaré A) seguir trabajando en el diseño y la
realización de la acción tutorial (que es uno de mis “puntos débiles”), B)
seguir trabajando en ajustar los textos a los problemas y las categorías que
se trabajan, C) seguir trabajando en la invención de procedimientos para
desarrollar la atención profunda y sostenida (nada fácil en esta época de
zapping permanente, incluso en la formación universitaria), D) seguir
trabajando en inventar procedimientos que mejoren las prácticas de lectura y
de escritura de los alumnos (algo que plantea serias dificultades en esta
época post-alfabética, pero que creo que la universidad debe mantener).
Materia
Karen.
En la palabra “asunto”, lo principal fue que la diferenciases de materia, y
que dijeses algo de cómo un asunto se despliega en una materia. Aquí
podríamos empezar por la diferencia o la similitud entre las dos palabras.
En portugués, “materia” es sinónimo de “disciplina” y, por lo que me consta,
en español también. Sin embargo, “disciplina”, por otro lado, se refiere a
normas, reglas y comportamientos, y ya hay una entrada para ella en este
diccionario. ¿Tú prefieres usar la palabra “materia”?
Jorge.
La palabra “materia” es sinónimo de “disciplina” y también, en español,
como ya hemos comentado, de “asignatura”. De asignatura tiene el hecho de
ser asignada (y no elegida): los estudiantes pueden elegir una asignatura, en
caso de ser optativa, pero es el profesor el que asigna tanto lo que podrían
ser los textos que la desarrollan como las tareas a ser realizadas (los textos
que hay que leer y los ejercicios que hay que hacer). En la asignatura en la
que el asunto era la pobreza, cuando anuncié que íbamos a tratarlo a través
de una serie de textos y de películas, hubo algunos estudiantes que se
dirigieron a mí preguntándome si podían sugerir películas para ver en clase.
Mi respuesta, naturalmente, fue que no, que el texto lo decide y lo asigna el
profesor, que esa es su prerrogativa pero también, sobre todo, su
responsabilidad.
De asignatura tiene también el hecho de ser signada o firmada: una
asignatura lleva la firma del que la ha diseñado, montado, preparado,
inventado, de ahí su carácter artesanal, de ahí que sea inseparable del
profesor que la imparte. En la primera clase dije claramente que las
personas que estaban allí eran alumnos de esa asignatura pero también,
indisociablemente, alumnos de ese profesor. Porque es el profesor el que
asigna y el que signa la asignatura.Y de asignatura tiene también, quizá, el
hecho de que señala hacia algo, hace signos hacia algo, llama la atención o
dirige la atención o hace señas hacia algo, hacia lo que es su asunto (como
ya he dicho en la palabra correspondiente).
De disciplina tiene el que los alumnos se someten a la disciplina que
implica. De hecho, seguir una materia, o cursar una materia, supone
someterse a una serie de reglas (a la vez corporales y mentales) y, sobre
todo, realizar una serie de tareas, de ejercicios. A los estudiantes se les
llamaba discípulos no porque fueran seguidores de un maestro sino porque
se sometían a su disciplina. Y la disciplina, aunque la impone el profesor, se
deriva de las características específicas de la materia.
Pero yo prefiero la palabra “materia” porque subraya el hecho de estar
constituida por una materialidad, generalmente de carácter textual. Una
materia es una materia de estudio y de ejercitación. Es decir, una
materialidad sobre la cual o en relación a la cual se realiza el estudio y
sobre la cual y en relación a la cual se hacen los ejercicios.
Y el profesor es el que da la materia (por eso su hacer es una donación, o un
ofrecimiento, o una entrega), o el que imparte la materia (no la reparte o la
comparte, sino que la imparte), o el que la impone o la expone (en el sentido
en el que su hacer la pone o la expone encima de la mesa), o el que la
lecciona (en tanto que la convierte en lectio, en materia de lectura pública…
en tanto que la lee y la da a leer).
Karen.
Transcribo un trecho del libro Defensa de la escuela:
“La escuela no es un campo de entrenamiento para aprendices, sino el lugar
donde ‘algo’ (como un texto, un motor, un método específico de carpintería)
se separa de su uso propio y por lo tanto también de la función y del sentido
que vinculan ese ‘algo’ al hogar o a la sociedad. A fin de sumergirse en algo
como objeto de práctica y de estudio es necesaria esa transformación en
juego, esa conversión de algo en materia escolar”.
La escuela es, como vemos, un lugar en el que separamos “algo” de su
función social o familiar, en una especie de profanación, según los autores y,
por lo tanto, le conferimos una distinción en relación a otras “cosas”. Ese
“algo” que se separa en ella deberá tornarse materia, es decir, se separa de
su uso común y se transforma en otra cosa. ¿Podrías ejemplificar esa,
digamos, “operación” de transformar “algo” en objeto de estudio en tus
“materias”?
Jorge.
La cita diferencia entre aprendizaje y estudio. En la escuela (y en la
universidad como un tipo de escuela) no hay aprendices sino estudiantes. La
escuela no es el lugar del entrenamiento en capacidades sino del estudio de
materias. En un curso, por tanto, no hay competencias a ser entrenadas, no
hay contenidos a ser aprendidos, sino que hay materias a ser estudiadas. En
el grado en el que trabajo, hay muchas asignaturas que tienen que ver con la
profesionalización. Ahí se trata de entrenar profesionales, de desarrollar
competencias profesionales. Ahí hay aprendices de educadores que realizan
su aprendizaje con educadores experimentados. Pero incluso ahí ese
“aprendizaje” se realiza en una cierta separación del campo profesional. Se
hace en la universidad, en una sala de aula, y no en el lugar de trabajo. De
alguna manera, lo que se hace es “jugar a ser educador”.
Pero las asignaturas que yo imparto no tienen que ver directamente con la
formación profesional sino con la formación básica. No se trata tanto del
saber-hacer como del saber-saber. No se desarrollan competencias sino que
se trasmiten saberes. Lo que ocurre es que mi manera de hacer las cosas no
tiene que ver solo, ni principalmente, con el saber, sino con el pensar
(desarrollaré eso en la palabra “pensamiento”). Y eso es como dar otra
vuelta de tuerca. Ahí el estudio no está orientado a la apropiación del saber.
Mis alumnos no podrían decir “ya sé lo que el profesor pretende que sepa”.
Además, los textos y las pelis que selecciono no funcionan como
trasmitiendo un saber. Se dan a leer de otro modo.
En mis cursos estudiar es leer, leer dos veces, leer atentamente, dar cuenta y
darse cuenta de lo que se ha leído, subrayar textos, justificar los subrayados,
entrar en conversación con otros lectores, ese tipo de cosas. Lo que mis
alumnos podrían decir es “ya he hecho lo que el profesor me ha pedido que
haga”. Estudiar es hacer cosas con el texto. Y todas ellas tienen que ver, me
parece, con practicar el pensamiento, con ejercitarse en el pensamiento. Pero
eso, en mis clases, solo puede hacerse en relación a un texto, a una
materialidad textual. De ahí lo de “materia de estudio”.
Metodología
Jorge.
Como sabes, los programas de mis asignaturas tienen un epígrafe que se
llama “actividades” en el que trato de explicitar lo que será el trabajo en
clase (mi manera de trabajar con los textos y las pelis), el trabajo de campo
(mi manera de entender las salidas y los protocolos que las enmarcan), y el
trabajo final (mi manera de entender la tarea de los estudiantes como una
especie de ejercicio de pensamiento). Algo de todo eso aparece aquí en las
palabras que tienen un aire más metodológico como “cuaderno”, “ejercicio”,
“exposición”, “protocolo”, “salida” o “subrayado”. Y tal vez todo este
diccionario podría entenderse como una elaboración de mi metodología si
por ello entendemos mis procedimientos o mis maneras de hacer. De hecho,
y como hemos contado en la presentación, tú te dirigiste a mí interesándote
por mis procedimientos como profesor, y nuestras frecuentes conversaciones
durante el semestre que compartimos no fueron otra cosa que una cierta
reflexión sobre esos modos y esas maneras de hacer las cosas. De hecho, el
sentido que tiene para mí el apartado “actividades” del programa de las
disciplinas no es otro que tratar de que los alumnos se hagan una primera
idea de qué vamos a hacer y de cómo vamos a hacerlo, aunque soy muy
consciente de que hasta que acaba el curso no han entrado verdaderamente
en el juego. En ese sentido, podríamos decir que para mí la metodología no
es otra cosa que la explicitación de lo que podríamos llamar las reglas de
juego, unas reglas que, como en todos los juegos, no basta con saber sino que
hay que incorporar, y eso no puede hacerse sino jugando. Y unas reglas,
además, que hay que ir adivinando e interpretando a lo largo del juego y que,
desde luego, pueden ir variando en función del desarrollo mismo del juego
(las reglas tienen que “dar juego” y no impedirlo o encorsetarlo).
Sin embargo, como tú bien dices, no utilizo la palabra “metodología”, y por
eso la hemos colocado entre nuestras no-palabras. Y eso tiene que ver con
un cierto rechazo de lo que podríamos llamar la tiranía metodológica de la
universidad actual, el hecho de que se haya convertido el método en un modo
de estandarizar y, en el límite, de anular, las maneras del profesor, en un
modo, podríamos decir, de descualificar su trabajo. Un profesor, creo, no
aplica una metodología (o una serie de metodologías), sino que a lo largo
del ejercicio de su oficio va configurando unas maneras propias de hacer las
cosas. Y eso no tiene nada que ver con esos repertorios metodológicos que
circulan por ahí y que funcionan como una especie de menú (o de oferta de
supermercado) en el que el profesor tiene que escoger lo que considera más
útil y más eficaz para sus asignaturas. Por otra parte, me cuentan horrores de
los cursos de metodologías didácticas en educación superior a los que tienen
que someterse los profesores noveles (yo, gracias a dios, me libré de todo
eso: privilegios de viejo), en tanto que están construidos en la lógica de todo
lo que hemos ido rechazando en las no-palabras de este diccionario. Y no
digamos nada de esas metodologías que se definen como “innovadoras”.
Por decirlo de algún modo, creo que mis maneras podrían caer del lado de
la paideia (a mi manera, claro) y no del método, tal como esa diferencia es
planteada por Roland Barthes en la presentación de su curso del 1976-77,
ese que está publicado con el título Cómo vivir juntos, concretamente en la
sesión del 12 de enero de 1977, y remitiendo esa diferencia a la forma como
Gilles Deleuze la actualizó en su libro Nietzsche y la filosofía,
concretamente en el último párrafo del capítulo tercero. Frente al método
como proceso para llegar a un objetivo, como regla para obtener un
resultado, como arte del camino recto (tal como se lo interpreta en la ciencia
y en la disertación sistemática, pero también, aunque él no lo dice, en la
razón instrumental y en toda la lógica empresarial que se está adueñando de
las universidades), Barthes prefiere la cultura o la paideia como un caminar
disgresivo, excéntrico, titubeante, guiado por el deseo, más propio del
ensayo que de los modos positivistas, algo que Barthes coloca del lado de
“lo novelesco” y que remite a la idea nietzscheana de “fuerza”: “No esperar
nada del método (…). Frente a eso, ejercicio de cultura: escucha de las
fuerzas”.
Aunque debo precisar que, como profesor, no soy nada nietzscheano ni
deleuziano ni barthesiano (mis maneras son completamente distintas), pero sí
que creo que lo que trato de hacer es poner en marcha una serie de
procedimientos orientados al pensamiento (sea eso lo que sea). No a la
asimilación de contenidos, a la obtención de resultados de aprendizaje o a la
adquisición de competencias, sino a poner en juego lo mejor de la
sensibilidad y la inteligencia de cada uno de los participantes en un juego de
lectura, escritura y conversación que no puede (ni quiere) anticipar sus
resultados. No sé si eso es “escucha de fuerzas”, seguramente yo no usaría
esa expresión, pero sí que tiene algo de considerar lo que en mi programa
llamo “actividades” desde el punto de vista de su potencia para generar
pensamiento. Al menos, eso es lo que me gustaría. Y, a diferencia de lo que
seguramente piensan los nietzscheanos o deleuzianos que puedan leer estas
líneas, yo creo que mi manera de hacerme cargo de mi responsabilidad como
profesor pasa por ofrecer cosas como reglas, procedimientos, maneras de
hacer, ejercicios, disciplinas, protocolos. En cualquier caso, y por volver a
eso de paideia (o cultura, o bildung) y método, yo quiero pensar que la
universidad aún es una institución de cultura y no una fábrica de resultados.
Karen.
Creo que queda claro, por tu exposición, que el no usar la palabra
“metodología”, o el hecho de tacharla aquí, dice menos de la palabra en sí
que de su uso, de la forma como se ha utilizado y puesto en operación.
También me parece nítido que, aunque no la nombres, su sentido está claro
en tu trabajo: reglas que han de posibilitar el juego, maneras propias de
hacer las cosas, procedimientos orientados al pensamiento. Como sabes, he
sido profesora en varios niveles de enseñanza, lo que me hace conocedora
de casos ejemplares tanto de víctimas como de verdugos de varias
tendencias, de cursos ofertados (y obligatorios) para profesores sobre
metodología. En una de las universidades privadas en las que trabajé
teníamos, inclusive, cuadernos metodológicos para consultar al hacer los
programas, revisados cada cierto tiempo (imagino que los objetivos de
enseñanza y los de aprendizaje cambiaron de lugar, como relaté en el
vocablo “aprendizaje”). El problema no eran los cuadernos en sí (elogiados
por el Ministerio de Educación, fíjate), sino el hecho de que nuestras
evaluaciones institucionales estaban a merced de su cumplimiento.
Con estos recuerdos en la cabeza estaba yo separando libros para donar, y
justo me encuentro con una obra sobre el tema. No eran los famosos
cuadernos, pues los quemé en una hoguera en cuanto salí de la institución,
sino una adquisición como parte de las obligaciones de aquellos tiempos. Y
allí estaba, con una nota del momento en que la compré: “Semana de
pedagogía, 2005”. Enla presentación, una frase que me llama la atención:
“Es importante enfatizar el esfuerzo por superar la tendencia tecnicista y
desarrollar un proceso dialéctico de trabajo, que rompa con la vieja idea de
‘dar clase’ –ahora se trata de ‘hacerla’ junto a los alumnos, de manera
dinámica y creativa (...).”
No sé si quieres comentarlo, pero cuando hablas de procedimientos y reglas
a veces suena a formatear, pero, en tu trabajo, eso es lo que provoca
justamente un ejercicio para pensar. Al leer esa frase, pienso que la
necesidad de diferenciarse de la “vieja idea de dar clase” acaba
produciendo un efecto contrario. A lo mejor podrías comentar la segunda
parte de la frase, ese “hacerla juntos”, y explicar por qué tus “maneras de
hacer” no van por ese camino.
Jorge.
Esa historia que cuentas sobre los cuadernos metodológicos y la
planificación de la enseñanza es muy expresiva de ese juego ridículo en el
que casi nadie cree (aunque todo el mundo aparenta creer). Juegos de hiperplanificación y de hiper-programación orientados a la hiper-evaluación y,
por tanto, al hiper-control. Mientras escribo esto he recibido una tesis
doctoral escrita por Fernando Fuentes y dirigida por Fernando Bárcena cuyo
último capítulo es un recorrido por las reformas educativas recientes en
España. Y me ha sorprendido la cita de un párrafo de la Ley General de
Educación de 1970, promulgada bajo la dictadura, que dice lo siguiente:
“La personalidad del Maestro, su relación con los alumnos, la auténtica vida
corporativa de los centros docentes y el imprescindible ambiente
favorecedor de la enseñanza no son susceptibles de una regulación uniforme,
imperativa y pormenorizada por el Estado, al modo con que se efectúa la
ordenación de otro tipo de conductas”.
Independientemente de la retórica populista de esas palabras, no deja de ser
sorprendente que el Estado dice que hay cosas que no se deben regular, y que
existe algo así como “la personalidad del maestro”. Desde luego, un párrafo
como ese sería imposible en la época actual. La ley de 1990, por ejemplo,
insiste en que es necesario:
“Orientar más abiertamente el sistema educativo hacia los resultados, pues
la consolidación de la cultura del esfuerzo y la mejora de la calidad están
vinculadas a la intensificación de los procesos de evaluación de los
alumnos, de los profesores, de los centros y del sistema en su conjunto, de
modo que unos y otros puedan orientar convenientemente los procesos de
mejora. Esta acentuación de la importancia de los resultados no supone, en
modo alguno, ignorar el papel de los procesos que conducen a aquéllos, ni
de los recursos en los que unos y otros se apoyan”.
En este segundo párrafo ya no está claro que la enseñanza sea distinta de
otro tipo de actividades. Y, modificando algunas palabras, todo eso de la
orientación a los resultados, la intensificación de los procesos de
evaluación, los procesos de mejora y los recursos de apoyo, podría
aplicarse a cualquier ámbito productivo. La única expresión mentirosa es
esa de sistema “educativo” porque ahí ya no hay educación (sea eso lo que
sea) sino procesos y metodologías de enseñanza-aprendizaje.
La frase de la semana de pedagogía es más ideológica y tiene que ver con
una concepción más horizontal, más dinámica, más dialógica, más
participativa y más creativa de la enseñanza que podríamos relacionar, tal
vez, con una crítica ya completamente convencional a la así llamada
“enseñanza tradicional”, esa en la que, supuestamente, el profesor se
dedicaba a “dar aulas”. Todas esas dicotomías-clichés como que hay que
pasar de una práctica basada en la enseñanza, o en el profesor, o en los
contenidos, a una práctica basada en el aprendizaje, o en el alumno, o en las
habilidades y competencias. La doxa pedagógica de los últimos años que,
además, en el párrafo que citas, incluye elementos que parecen políticamente
progresistas como la insistencia en la horizontalidad, en el diálogo y en un
cierto borrado de la posición del profesor, que ahora ya no está frente a los
alumnos sino junto a ellos. Tópicos de la Escuela Nueva, de lo mejor de la
pedagogía de principios del siglo XX, pero que todo buen profesor ha
practicado desde que la escuela es escuela. Y que todo mal profesor
convertirá en un desastre si no las encarna de una forma singular y personal y
se limita a poner cruces en los casilleros de los cuadernos de metodología.
Se me ocurre que esas dicotomías son abstractas y completamente idiotas,
porque en eso de las maneras siempre es “depende”. Es decir, que puede
haber profesores que “dan aula” muy bien y otros que no, y puede haber
profesores que son muy buenos en el diálogo y en la participación y otros
que no, y que lo que habría que hacer sería dejar que cada uno encuentre sus
maneras, mirando de reojo, claro, a cómo lo hacen los demás, y aprendiendo
de los unos y de los otros. Tú y yo hemos trabajado con profesores con
películas como Ser y tener, o Cien niños esperando un tren, o las tres
películas de la muestra de cine que formó parte del Elogio de la escuela
(Escolta, Teoria da escola y Elogi de l’escola) y lo que pasa ahí no se
reduce a dicotomías tan bobas y tan vacías como esas de la crítica a la
escuela tradicional. Lo que hay son distintas maneras de desarrollar
procesos dialécticos, dinámicos y creativos junto a los alumnos. Y cuando
hemos hablado de la manera de trabajar de los profesores que salen en las
pelis hemos ido mucho más allá de esas dicotomías y, sobre todo, no hemos
usado esas palabras.
Y creo también, yendo ya al final de tu pregunta, que mis procedimientos
tampoco se dejan capturar por esas dicotomías. No uso la clase magistral (y
no porque esté en contra), pero tampoco soy nada dialógico y, desde luego,
les dejo a mis alumnos poco espacio para eso que se llama “creatividad” y
que no sé muy bien lo que es. Para mí lo importante no es el contenido (de
hecho, en mis cursos no hay tal cosa), pero tampoco practico la
horizontalidad (lo que mis alumnos llaman “intercambio de saberes y
experiencias”). Como bien dices, las reglas de juego, en mis cursos, son muy
estrictas. Trato de practicar la vieja lógica de los ejercicios. Y los
ejercicios, para serlo, tienen que estar bien regulados. Mis alumnos no hacen
lo que quieren, sino lo que les pido que hagan, y lo que les pido es muy
estricto. Además, ya sabes que tengo fama de profesor exigente y no creo que
mis alumnos crean que hago las cosas con ellos o junto a ellos. Ellos tienen
unas tareas y yo tengo otras, y cada uno tiene que hacer las cosas lo mejor
que pueda y sepa. Pero, en cualquier caso, ni ellos ni yo somos los
protagonistas. Y todas las tareas que impongo (sí, impongo) tienen que ver
con formar la atención (al texto, al mundo) y con provocar el pensamiento.
Algo que, desde luego, requiere disciplina, esfuerzo, trabajo y una cierta
ascesis. Una cierta suspensión, incluso, del yo y de sus caprichos.
Karen.
¿Qué significaría entonces decir que un profesor no aplica métodos sino que
elabora maneras? ¿Tendría sentido esa distinción?
Jorge.
En el libro Escuela o barbarie (al que me he referido en la palabra
“disciplina” y que seguramente volveré a citar) hay una propuesta que podría
servir aquí. Tras una crítica a los cursos de metodología docente, esos que
suponen que los profesores quizá conocen sus materias pero no saben
enseñar (sobre todo si son viejos, están anclados en rutinas y no se interesan
por las “innovaciones pedagógicas”), y tras una apelación de que no hay
métodos mejores o peores sino distintas formas de hacer las cosas que,
desde luego, se corresponden con distintas maneras de encarnar el oficio de
profesor (eso de que la opción no es entre la clase magistral o el debate,
sino entre las buenas -o malas- clases magistrales y los buenos –o malosdebates, y que eso depende de cada uno), los autores se atreven a proponer
algo que, por obvio, no deja de ser extraordinario. Y es que tras la
constatación (también obvia) de que en la universidad hay muchos buenos
profesores, los autores dicen que lo que habría que hacer (y lo que a ellos
les gustaría hacer) es ir a sus clases:
“Una práctica, por cierto, que podría institucionalizarse, en sustitución de
toda esa cultura ‘profesional’ de la formación continua del profesorado con
la que los pedagogos suelen mostrarse tan entusiastas. Es una idea tan simple
como un cubo y que podría extenderse a todos los niveles de la enseñanza.
En las facultades bastaría con implantar la norma de que los profesores
tuveran cada año que cursar una signatura de algún otro profesor. No es
concebible que ningún cursillo de expertos en educación pudiera ‘enseñar a
enseñar’ mejor que la experiencia de escuchar y aprender de los propios
compañeros”.
Yo creo que lo que tú y yo estamos mostrando en este diccionario es un
desarrollo de esa idea. No hay mejor modo de elaborar las maneras propias
de ser profesor que acompañar las maneras de otro, pero no para copiarlas
sino para pensarlas y conversarlas. No hay nada más útil para un profesor
que ama enseñar que otro profesor que también ama enseñar con el que
poder hablar de sus respectivos modos de ejercer el oficio. Y no solo
“aunque sean distintos”, sino precisamente “porque son distintos”. Yo mismo
siempre he soñado con el privilegio que podría ser para mí poder asistir a
las clases de los profesores que admiro y poder charlar con ellos (o con
ellas) entre clase y clase. Mis clases, desde luego, siempre estarían abiertas
(como lo estuvieron para ti), pero si viniera alguien a decirme que quiere
investigar mis metodologías o pasarme un cuestionario sobre mis “prácticas
docentes” no le dejaría pasar de la puerta.
LETRA
N
Notas (cuaderno de)
Notas (cuaderno de)
Jorge.
Para elaborar este diccionario has manejado tu cuaderno de notas. Sin
embargo decidimos componerlo cuando el semestre casi había acabado, y lo
hemos terminado de redactar más de dos años después. Tu cuaderno, por
tanto, no estaba hecho con vistas a este trabajo y nunca fue un instrumento de
registro sistemático. Tú venías a todas las clases, veías todas las pelis y
leías los mismos textos que los alumnos. Desde muy pronto, comenzamos las
conversaciones de los viernes. Además, acompañaste a las chicas y a los
chicos en alguna de las salidas y, a partir de cierto momento, te encargabas
de las tutorías. ¿Cómo es tu cuaderno? ¿Qué tipo de cosas anotabas?
¿Cuándo lo escribías?
De hecho, algunas personas nos han dicho que esto que estamos haciendo
puede llamarse “investigación”. ¿Sería entonces tu cuaderno un instrumento
de investigación? ¿Cómo lo definirías? ¿Qué es para ti “tomar notas”?
Karen.
Haces preguntas cuyas respuestas no son fáciles ni cortas. Hay ciertas cosas
que ya tenemos naturalizadas. Hace un tiempo, una amiga, Geovana Lunardi
Mendes, me trajo de Hong Kong un cuaderno. Le pregunté el porqué de su
elección, especialmente por haberlo traído de tan lejos, y ella me respondió:
“Siempre te veo anotando cosas, ¡así que no encontré un regalo mejor!” Creo
que la mirada del otro hacia nosotros nos permite fijarnos en esos hábitos,
esos haceres repetitivos, que marcan quiénes somos y qué nos constituye.
Simultáneamente, Jorge, eso no nos es extraño. Somos de una generación que
siempre ha escrito a mano. Hace un tiempo estaba dando una clase sobre la
Revolución Industrial para adolescentes y me detuve en la palabra
“manufactura”. Para que adivinasen la composición de la palabra, usé como
ejemplo otra palabra, “manuscrito”. Alguien gritó de fondo: “pero también
lo podían escribir a ordenador, ¿no, profe?” “Sí, pero no es lo mismo.”
Escribir a mano no es lo mismo que escribir en un teclado; escribir a mano
es lo mismo que hacer a mano. No se trata apenas de los soportes, sino de un
modo de hacer, de relacionarse con las cosas e incluso de pensar, otro
camino para pensar, tal vez. Mi abuelo manufacturaba y yo manuscribía, y
eso aproximaba nuestros oficios, de cierta forma. Quizá también por eso, ser
profesor puede ser más un oficio que una profesión. Cuando decimos
“déjame que lo haga yo para que aprenda”, es porque el hacer compone una
memoria, tanto como el escribir a mano. “No hay memoria de la escritura sin
la escritura a mano”, me dijo una vez mi amiga Ana Godoy.
Una vez, en el doctorado, mi orientador me pidió que diese una clase sobre
“registros”. La asignatura era de prácticas, con cuarenta y pocos alumnos de
varias carreras, tanto del área de salud, como del área de humanidades. En
una investigación frenética, descubrí que no hay exactamente una teoría
sobre registros en cuadernos. Claro que hay todo un antecedente en la
investigación etnográfica de la antropología y de la arqueología, diarios de
campo, registros sobre cuadernos de artistas, ficheros, etc.. Pero sobre
cuadernos de profesores, la única referencia que conozco viene de la
metodología de registros en la educación infantil, bastante enfocada en
elniño, sus tiempos y sus espacios. Sobre cuadernos de alumnos no encontré
nada. Pues bien, en medio de ese conjunto de tipos de registros que encontré,
hubo un pequeño reportaje, un poco fuera de contexto, que me llamó la
atención. Era un comentario en un documental sobre Paulo Vanzolini, un
compositor de sambas brasileños de éxito (¿quién no conoce en Brasil
“levanta, sacode a poeira e dá volta por cima” o “de noite, eu rondo a
cidade, a te procurar, sem encontrar...”?) y, para misorpresa, también
zoólogo-herpetólogo y profesor de la Universidad de São Paulo. El autor del
texto decía que Paulo siempre tenía el hábito de escribir diarios de viaje, lo
que no es nada extraño para un biólogo que hacía expediciones observando
animales en su hábitat. Lo importante es que incluso en esos inventarios se
puede ver al Vanzolini artista y científico, atento a los detalles banales de lo
cotidiano, que anotaba escenas presenciadas, poniendo una dosis de humor y
dramaticidad a los hechos, copiando versiones y canciones encontradas en el
camino: “No se trata solo de esa luz, esas plantas, esos animales, esas voces,
sino de ese todo que nos penetra.” Y así, como en sus sambas, hay siempre
algo que ayuda “a formar una escena, una imagen, un sentimiento.”
Creo que mi “tomar notas” se inspira en Vanzolini, por eso no sé si se trata
de un instrumento de investigación, pero ayuda a escribir y a pensar sobre
las cosas.
En tus clases mi cuaderno, como bien dices, no era un registro para este
trabajo del diccionario. En verdad, yo lo anotaba todo, en el afán de
aprovechar al máximo la oportunidad que tenía de estar allí y observar tu
trabajo. Después de más o menos dos meses, viniste con la propuesta de que
transformase mis registros en un ensayo o en un artículo sobre las (tus)
maneras de profesor. Empezó en ese momento un rompecabezas pues, o
intentaba encuadrarme en algún tipo de investigación para hacer ese registro,
o me inventaba una forma de registrar que me posibilitase escribir sobre
ello. La primera hipótesis la descarté desde el primer momento. No estaba
allí para hacer una investigación, tampoco para encasillar a un profesor en
categorías académicas.
En el intento de crear al menos una forma de organización, dividí el
cuaderno en dos columnas. Por un lado, anotaciones referentes al contenido
de las clases y los materiales y, por otro, tus maneras de hacer, el uso de
esos materiales, tus gestos, etc.. Eso a veces se confundía: ¿cómo separar lo
que un profesor hace de lo que dice? ¿Cómo definir lo que son cuestiones de
contenido y de metodología? ¿Cómo trazar los movimientos de los
estudiantes que provenían de las actividades propias de las asignaturas y que
también producían otros movimientos en la relación del profesor con esos
mismos estudiantes?
El cuaderno, entonces, comenzó a llenarse de pies de página para aquello
que tenía que pensar después; apuntes verticales para referencias que citabas
a partir de las de la clase; espacios en blanco para lo que no conseguía
comprender cuando pasabas de un asunto a otro; colores diferentes para las
asignaturas y para los momentos dentro y fuera declase; subrayados para los
conceptos. Cada clase y cada día las hojas albergaban más elementos y más
cuestiones.
De hecho, el cuaderno se ramificó en otros. Las orientaciones dadas a los 32
grupos de las tres asignaturas, que tenían lugar en distintos horarios,
obtuvieron también su cuaderno, donde constan las inquietudes de los
alumnos y mi esfuerzo por traducir o presentar de otra forma sus ideas y sus
maneras. En otro cuaderno empecé también a registrar las salidas de campo
y en él constan, además de las anotaciones de los lugares, las observaciones
de los grupos y sus movimientos espaciales y de pensamiento. En él hay
esbozos, dibujos, situaciones inusitadas registradas y todo tipo de pequeños
suvenires del trayecto. Y en todos ellos anotaba algo de los encuentros de
los viernes en el camino de montaña. Sin embargo, de esos momentos,
además de los cuadernos, había registros andantes, otro tipo de anotación no
escrita, que sufría la interferencia de los vientos, del clima, de la estación y
del humor, pero que tenía un inmenso poder sobre la composición de las
otras.
Jorge.
Me gustaría que contaras también cómo lo has usado en el proceso de
composición del diccionario. ¿Qué relación tienes con ese cuaderno? Tengo
la impresión de que además de funcionar como ayuda para la memoria se ha
convertido casi en un objeto fetiche. ¿Qué papel han tenido tus anotaciones
en este trabajo?
Karen.
Quiero responderte por qué no se trata de una investigación en ese segundo
bloque, pues está concatenado al proceso de composición del cuaderno. El
cuaderno está hecho de anotaciones que van a reagruparse según palabras.
Pero las palabras no reagrupan solamente mis anotaciones, sino también mis
recuerdos. Fundamentalmente, mis recuerdos de profesora, de estudiante, e
incluso de mi vida en el pueblo. En el cuaderno evoco películas, libros,
frases dichas por alguien.
Por eso el cuaderno no es un instrumento de investigación. Podría serlo si
los registros se produjesen como recolección sistemática de datos. Pero
podríamos suponer que, incluso sin ese perfil de registro, aún se pudiese
considerar algunos elementos como registro de campo, sin embargo, aun así
no sería un instrumento formal de investigación, pues fue considerado en
todas sus dimensiones: sus pies de página, sus lagunas, los pensamientos
representados por símbolos, los apuntes casi indescifrables en los márgenes,
los intentos de poner referencias de libros en vertical a la derecha,
referencias de películas en vertical a la izquierda, etc.. También anotaba lo
que me inspiraban tus clases sobre cosas que me gustaría hacera a mi
regreso, o aquella idea guardada en el cajón que resurgía con fuerza a partir
de una frase tuya, de la escena de una película, de una música tarareada.
Pero todo lo registraba in loco, casi nada después. Tal vez por eso, aunque
el trabajo del diccionario se haya transformado con el tiempo, siempre contó
para mí con un suelo firme y un horizonte posible, pues lo alimentaba el
frescor que emanaba del cuaderno.
Ana Godoy, en un texto muy bonito, escrito a partir de cuadernos antiguos,
titulado “Un modo de habitar [sobre restos]”, dice así:
“Un texto, un dibujo, una canción, un territorio están siempre en relación con
lo demás, con un gesto o conjunto de gestos que los exceden, no porque
posean muchos significados, sino porque no significan nada. Son, quién sabe,
elementos cuyo sentido solo se producirá en el orden en el cual se
compondrán.”
Entonces es eso, ¿entiendes? Todo eso (el cuaderno, la memoria, las
películas) solo produce un sentido dentro de una composición. Y en esta
composición no entra todo, ¿sabes? Se selecciona lo que entra, pero no se
predetermina. Tal vez por eso también este trabajo nos haya llevado dos
años.
Como he dicho anteriormente, en un principio me sugeriste que produjese un
ensayo o un artículo. Las imposibilidades fueron varias. Con el tiempo me di
cuenta, y creo que tú también, que algunas cosas saltaban fuera del cuaderno
y se ponían en movimiento. Y después, al ser lanzadas a ese inmenso océano
que une y separa Barcelona y Florianópolis, se enfrentaron a varios desafíos,
como el viaje de Ulises, el que hablo en la presentación.
Dices que además de ayudarme a recordar, mi cuaderno también se
transformó en un fetiche. Voy a usar una expresióntomada de Agamben, una
expresión para que se pueda entender la dimensión de ese objeto: mi
cuaderno pasó a ser un “ayudante”. Agamben cita algunos de ellos, los
gehilfen de las novelas de Kafka; los gandharva de las sagas hindúes; los
gnomos, larvas, gigantes buenos, genios, hadas, grillos hablantes de las
historias infantiles; Ariel de Próspero; el Pinocho de Gepeto; los wuzara del
Mahdi (el Mesías de las “Iluminaciones de la Meca”); el enano jorobado de
Benjamin. Y entre las cosas también tenemos ayudantes, las películas, los
libros, los haceres de profesora y... el cuaderno de anotaciones. El ayudante
configura la relación con lo perdido, con aquello que no exige “ser
recordado o cumplido, sino continuar presente en nosotros como olvidado,
como perdido, y, únicamente por eso, como inolvidable.”
Lo perdido es algo que tiene esa fuerza, la fuerza de arrastrar a los restos,
aquello que parece no servir de nada, que no compondría un artículo o una
tesis, por ejemplo. Pero, como afirma Ana Godoy, “el resto es lo que
excede, y sin resto no se inventa nada”.
En mi tesis hay un capítulo titulado “Fragmentos arruinados de ideas
edificantes”. ¿Qué hay en él? Todo lo que fui registrando y dejando por el
camino, pero que de cierta forma me hacía estar presente. Mi cuaderno de
notas podría tener ese título.
LETRA
O
Objetivos
Oficio
Ogro
Objetivos
Karen.
Podíamos empezar esta no-palabra con una constatación sencilla: la
preocupación de los alumnos con lo que pretende el profesor. Entre las
pistas dadas en el programa y las exigencias en clase, había una distancia
ocupada por la pregunta: “¿pero qué es lo que quiere realmente el profesor?”
Y yo permanecía en ese lugar intermedio, como intentando traducir un poco
esas expectativas, los “objetivos” del profesor con el curso (que yo misma, a
veces, tenía dificultad de entender). Tampoco en tus programas constaba la
palabra “objetivo”, lo que, en cierta forma, nos obligaba a trazar caminos
por otras palabras. Creo que hay otras cuestiones acerca de este vocablo,
pero tal vez pudiésemos seguir la pista de tu propio programa.
Jorge.
Hubo una época, no tan lejana, en que el profesor podía rellenar como quería
la casilla de los objetivos de su materia. Durante algunos años, en los
programas de todas mis materias podía leerse: “Esta es una asignatura de
leer, de escribir, y (tal vez) de pensar. Sus objetivos por tanto son aprender a
leer y aprender a escribir (lo de aprender a pensar no puede ser un
objetivo)”. Un amigo, profesor de filosofía, resumía así sus objetivos:
“Aprender a afinar el oído”. Y otro, aún más certero: “Aprender a no tener
razón”. Ahí la palabra objetivo aún tenía sentido, aún podía ser el pretexto
para una reflexión más o menos interesante sobre las finalidades de la
educación (y de la educación universitaria). Y eso que, tan obedientes, ya
jugábamos a formular lo que hacíamos en los términos del enemigo (solo que
aún no nos dábamos cuenta de para dónde iba el enemigo ni de su terrible
poder de destrucción). Lo que no nos imaginábamos era que la universidad
incorporaría las estrategias empresariales de trabajar por objetivos, es
decir, por rentabilidad. Y que incorporaría también las estrategias
empresariales de relacionar los objetivos con los incentivos, es decir, con el
dinero, con lo que ahora se llama “carrera docente”. Además, ese tipo de
objetivos ya sería imposible porque la universidad nos obligaría a
formularlos en términos más concretos y, desde luego, evaluables. Pero hay
una cosa aún peor (siempre puede ser peor) y es que ahora ya no hay que
especificar objetivos, así en general, sino objetivos “de aprendizaje” que
luego se puedan traducir a “evidencias” sobre los resultados (de
aprendizaje, claro). Una catástrofe. Por eso no nos queda más remedio que
considerar la palabra “objetivo” (igual que la palabra “resultado”) como una
de las palabras que preferiríamos no pronunciar.
Sobre lo que dices de la incomodidad de mis alumnos porque no hay
criterios explícitos sobre “lo que quiere el profesor”, te diré que tampoco el
profesor sabe lo que quiere. Digamos que se toma en serio la idea de que no
se puede saber por anticipado lo que un curso va a dar de sí y que tampoco
se puede anticipar lo que los estudiantes van a hacer y cómo lo van a hacer.
Lo que el profesor quiere es que hagan la tarea (es decir, que lean, que
subrayen que comenten sus subrayados, que hagan mapas, que trabajen con
sus inventarios…) y que la hagan bien, es decir, seriamente, honestamente,
con atención, estando presentes en lo que hacen, lo mejor que puedan y que
sepan. Lo demás, como decía aquél, se dará por añadidura.
Karen.
Por coincidencia o no, en dos de las palabras tachadas en este diccionario
(“aprendizaje” y “metodología”) conté la historia de la confusión entre
objetivos de enseñanza y de aprendizaje y de los famosos cuadernitos
metodológicos editados por una de las instituciones universitarias privadas
en las que di clase. Vuelvo a esas historias para discutir otra cuestión acerca
de la palabra “objetivos”.
En Brasil, durante la dictadura civil-militar de las décadas de 1960 y 1970,
nos alcanzó una vertiente pedagógica asumida por el Estado denominada
pedagogía tecnicista, basada en una idea de eficiencia y productividad.
Además de la adecuación del estudiante al mercado de trabajo, entendía al
profesor como un ejecutor, a merced de especialistas que planificaban,
controlaban y supuestamente medían la eficiencia del proceso.
La impresión que yo tengo, en mi paso principalmente por las instituciones
universitarias (tanto públicas como privadas), es que ciertas palabras
asumen, si no el mismo lugar, puesto que poseen su historicidad, una cierta
capacidad de evocación. Pero creo que están ahí, engañando a los
educadores, con otro atavío, con otros “dueños”. No sé si has entendido lo
que quiero decir, pero me parece que, de alguna forma, nuestras no-palabras
dejan a la educación desprovista de su potencia, como si la rebajasen, la
debilitasen.
Jorge.
No soy historiador de la educación (ni de la escuela), pero creo que ese
proceso de lo que llamas “pedagogía tecnicista”, que empezó en Brasil
durante la dictadura, y que tiene que ver con pensar la escuela (y la
educación) desde el punto de vista de la eficiencia y de la adecuación al
mercado de trabajo, tiene que ver más con los tiempos (con las
transformaciones del capitalismo) que con el régimen político. Tal vez,
como tú dices, haya un vocabulario pedagógico que “suene” a la dictadura,
pero el espíritu de ese vocabulario, la idea de escuela y de educación que
contiene, es, me parece, independiente del régimen político. Tengo la
sensación de que la marca de un régimen político se percibe en aspectos más
ideológicos, más relacionados con el contenido y el enfoque de algunas
disciplinas (y, por tanto, más superficiales). Digamos que las tendencias
profundas de las reformas educativas, esas que tienen que ver con la
acomodación de la escuela (y de la universidad) a lo que se llama,
eufemísticamente, “demandas sociales”, son más tendencias de época que de
régimen y, por eso, sus elementos fundamentales son parecidos en todas
partes. De hecho, como bien sabes, la genealogía de esa transformación de
los sistemas educativos que está arrasando la escuela pública, y que es la
misma (aunque con distintos ritmos) en todos los países, podría trazarse a
partir de los documentos de las organizaciones internacionales que la
promueven y la inspiran, entre las que está el Banco Mundial, la
Organización Mundial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional, la
OCDE, la OEA, desde luego, la cobertura ideológica y moral de la
UNESCO, y hoy en día directamente los grandes grupos empresariales.
Cosas que se van difundiendo por los ministerios de cada país, pero que se
gestan y se cuecen en otras partes que son, en general, indiferentes a los
regímenes políticos.
Parece que nos estamos apartando del tema (que ya no estamos hablando de
los “objetivos”), pero a lo mejor no. Hay una frase visionaria de Nicanor
Parra, creo que de los años 70, que dice “la izquierda y la derecha unidas
jamás serán vencidas”. Al menos en España, el proyecto empresarial de
adaptación de la universidad pública al mercado no ha sido en absoluto “de
derechas” y los profesores progresistas han colaborado con verdadero
entusiasmo siempre que les hayan dejado un espacio para que formulen sus
proposiciones “críticas” (convenientemente convertidas en objetivos
operacionables y evaluables, claro, y en líneas de investigación). Me parece
que para ver las tendencias básicas de una época (lo que antes se llamaba
“el espíritu de los tiempos”) hay que fijarse en lo que la derecha y la
izquierda comparten. Por eso, a veces, hay que tratar de ser “in-actual”. Y yo
creo que lo que estamos problematizando en nuestras no-palabras pertenece,
sí, a la “actualidad”, al espíritu de los tiempos. De hecho, si echamos una
ojeada a los programas educativos de los partidos políticos de izquierda
(incluso de lo que se llama “nueva izquierda”) el panorama es desolador.
Oficio
Karen.
El profesor es quien guía la atención, la mantiene, la comprueba. Eso parece
remitirnos a una artesanía, a un modo de hacer (tú rechazas la idea de
metodología). Ese modo, a su vez, también nos remite a las condiciones que
caracterizan un oficio. ¿Cuál es la relación entre docencia y oficio?
Jorge.
Para desarrollar un poco eso de la profesión y del oficio he puesto algunos
libros sobre la mesa. Soy profesor y no puedo argumentar sin bibliografía, o
sin referirme a la bibliografía. El primero de esos libros es de Agamben, se
titula Opus Dei. Arqueología del oficio, y aunque su tema nominal es el
oficio como designación de la praxis litúrgica de la Iglesia (esa que nos
permite decir que el sacerdote oficia la misa, o que nos permite hablar de
los oficios del Viernes Santo), plantea también otros elementos interesantes.
En primer lugar, la doble etimología de la palabra: de opificium (el trabajo
ejecutado por un artesano –opifex– en su oficina) y de efficere (la acción
eficaz realizada por alguien en función de su condición). Y algo de esa doble
naturaleza hay en mi manera de entender eso del oficio de profesor: algo que
tiene que ver con la artesanía y con la realización de una obra, y algo que
tiene que ver con una condición y con la realización justa y adecuada de esa
condición. En este último sentido, el oficio es lo que hace que alguien se
comporte de un modo consecuente con lo que es. El oficio del profesor, por
tanto, consiste en ser un verdadero profesor, un profesor “de verdad”,
alguien que merece el nombre de profesor, eso que lo instituye o lo
constituye como profesor, eso que hace un profesor en el ejercicio mismo de
su función de profesor. Desde ese punto de vista, el oficio supone una
indistinción entre lo que se hace y lo que se es. Y por eso, dice Agamben, el
oficio “no puede transgredirse sino solo falsificarse”. Es decir, que lo que
hay, lo que abunda, son falsos profesores, profesores de mentira, profesores
que se dicen profesores y que parecen profesores pero que no lo son. Y que,
a veces, para ser un verdadero profesor no queda otro remedio que
incumplir las normas que se sobre-imponen al oficio y que, en esta época
que nos ha tocado vivir, lo falsifican. Lo que pasa es que cada vez hay menos
gente que sea capaz de percibir la diferencia, de distinguir entre un
verdadero profesor y un profesor de mentira. Y mucho menos los alumnos.
Segundo, la concepción del oficio como la potencia, o la capacidad, o la
facultad, de obrar. Y la puesta en obra de esa potencia, su paso al acto, no
depende de otra cosa que del hábito, la héxis, de la costumbre, el éthos, de
lo que podríamos llamar un saber y un saber hacer incorporado, encarnado.
En ese sentido, el oficio es el paso del ser al obrar y del obrar al ser. El
profesor deviene aquello que es, se convierte en profesor, al obrar o al
ejercer o al oficiar como profesor, y solo puede obrar o ejercer u oficiar
como profesor en tanto que es profesor. Por eso, como también dice
Agamben, el oficio “solo consiste en la operación a través de la cual se
realiza y es independiente de la cualidad del sujeto que lo celebra”. Es
decir, que más vale un mal profesor que sea realmente un profesor que un
falso profesor, que un profesor que, aún haciendo bien lo que se le pide, no
obre o no actúe o no ejerza o no oficie como profesor.
Tercero, la relación del oficio con la devoción, con el respeto y con el
deber. Según el uso antiguo (tanto pagano como cristiano) de la devotio,
ejercer un oficio es entregarse y someterse a él. Pero también es respetarlo
en lo que es, en su cualidad o en su naturaleza propia. Y eso es
particularmente interesante porque el respeto es una virtud que concierne a
la persona y no es lo mismo que la obediencia a una norma. El respeto al
oficio, por tanto, no tiene una definición normativa sino existencial. Por
último, ejercer un oficio es cumplir con los deberes que lleva consigo. Y
esos deberes son internos al oficio, constitutivos del oficio, y no exteriores a
él. Son deberes, podríamos decir, existenciales y, por tanto, no coactivos.
Para desarrollar lo de la devoción citaré una de las confesiones del varón
frágil en el limbo (ver la palabra “limbo”), esa que decía más o menos así:
“que este verano ha hecho un curso intensivo de saxo, y que en ese curso ha
aprendido dos cosas. La primera, que después de 30 años de tocar el saxo no
sabe tocar el saxo. La segunda, que seguirá tocando el saxo como cuando
rezaba de pequeño, con devoción”.
Para lo del respeto diré algo que leí en alguna parte, no recuerdo dónde
(algo que seguramente ya he dicho en otro lugar pero, como buen aragonés,
no tengo más que un par de ideas y suelo repetir siempre los mismos
chascarrillos), que tenía que ver con eso tan anticuado de reivindicar un
trabajo digno y no aspirar, como se dice ahora, a una ocupación de calidad:
“aspiro a un trabajo que me respete, y al que yo pueda respetar”.
Y para lo del deber, citaré las últimas líneas de un texto en el que un
profesor llamado Miguel Morey, otro de los pocos amigos con los que puedo
hablar del oficio, justificaba así su decisión de abandonar la Universidad:
“Conozco pocas alegrías más intensas que las de aprender y alcanzar a
descubrir el modo para que lo que uno ha aprendido sea accesible a los
demás, incluso ahora (…). En el momento de firmar mi solicitud de
jubilación, mi vocación permanecía intacta. No dejé mi plaza vacante en la
universidad porque creyera que ésta había muerto o porque viera llegar
tiempos de una pos-universidad en la que no podía ni quería seguir
participando, no: firmé mi jubilación porque en el espacio que diseñaba la
barbarie que viene ya no parecía haber ocasión para cumplir debidamente
con lo que siempre he entendido que era mi deber: enseñar”.
El segundo libro que tengo sobre la mesa es de Derrida, se titula
Universidad sin condición, y su tema nominal es el significado de una
universidad soberana, independiente de cualquier poder, que apela
incondicionalmente y sin límite alguno a la libertad de cuestionamiento y al
derecho de decir públicamente todo lo que concierne al saber y a la verdad.
En ese texto, Derrida abre la cuestión de las diferencias y las relaciones
entre el trabajo, el oficio y la profesión. El trabajo está ligado a la dignidad,
a la producción, a la libertad aunque, quizá por sus connotaciones cristianas,
está ligado también al sufrimiento, a la obligación, al pesar, al castigo, a la
servidumbre. El oficio, a diferencia de Agamben, se remite a la
competencia, al saber, al saber-hacer, en tanto que están estatutariamente
reconocidos. Su vinculación a los gremios artesanos y a la techné que es
propia de cada uno es aquí evidente. Pero enseguida afirma que no todo
oficio es una profesión.
Derrida comienza a hablar de la profesión en sentido religioso, como el acto
de tomar los votos de una determinada orden. Y termina considerando la
profesión como una profesión de fe, como una responsabilidad libremente
declarada, como un compromiso:
“Profesar es dar una prueba comprometiendo nuestra responsabilidad.
‘Hacer profesión de’ es declarar en voz alta lo que se es, lo que se cree, lo
que se quiere ser (…). Profesar es comprometerse declarándose,
brindándose como, prometiendo ser esto o aquello. No es necesario ni
solamente ser esto o aquello, ni siquiera ser un experto competente, sino
prometer serlo, comprometerse a ello bajo palabra. ‘Philosophiam profiteri’
es profesar la filosofía: no simplemente ser filósofo, practicar o enseñar la
filosofía de forma pertinente, sino comprometerse, mediante una promesa
pública, a consagrarse públicamente, a entregarse a la filosofía, a dar
testimonio, incluso a pelearse por ella”.
El profesor sería el que se compromete con, o se entrega a, o se hace
responsable de, la universidad. Y el que, en tanto que universitario, declara
su profesión de fe en el saber y en la verdad (y en el cuestionamiento
público del saber y de la verdad) sin condiciones.
Está claro que tanto lo del oficio, tal como lo define Agamben, como lo de la
profesión, tal como la define Derrida, está complicado en estos tiempos de
mercantilización de casi todo y en los que la universidad está constituida y
administrada como una empresa, es decir, orientada a la productividad.
Si prefiero hablar de oficio y no de profesión es porque la palabra
“profesión” está contaminada por la ideología del profesionalismo y de la
profesionalización. Es ahí, a las profesiones profesionalizadas, donde se ha
desplazado eso de las competencias, de las capacidades, de los saberes
técnicos y de los modos de hacer expertos.
Por otra parte, el oficio aún remite a la artesanía: a la materialidad del
trabajo, a la tradición en que se inscribe, a la huella subjetiva del artesano
que lo realiza, a su presencia corporal. Remite también a eso tan viejo de
hacer las cosas bien. Como escribió Richard Sennet en El artesano: “La
artesanía designa un impulso humano duradero y básico, el deseo de realizar
bien una tarea, sin más”. Y remite a la maestría, a las maneras de hacer
encarnadas en el conocimiento sensible de los materiales, en el uso
conveniente de los artefactos, en la precisión de los gestos, en la adecuación
del vocabulario que nombra todo eso. La obra del artesano, su oficio,
muestra su maestría, es decir, el saber incorporado, encarnado en su mismo
cuerpo. Y eso de la artesanía, del modo artesano de encarnar el oficio, se ha
convertido ya en anacrónico y en obsoleto en una época en que la
universidad concibe su propio funcionamiento al modo industrial o, incluso,
postindustrial.
Además, la palabra “oficio” remite a la humildad de los quehaceres de cada
día. Algo de lo que los profesores no gustan de hablar o quizás, hoy en día,
ni siquiera saben hablar. En su último curso en el Collège de France, el de
1979-1980, ese que se titula Preparación de una novela, Roland Barthes
decía no aburrirse jamás “cuando las personas hablan de su oficio,
cualquiera que sea” y habla del oficio como del ejercicio de un “ínfimo
cotidiano” que constituye, a la vez, un técnica, una estética y una ética.
Volviendo a la bibliografía, digamos que me reconozco en eso de la
indistinción entre lo que se hace y lo que es; en eso de que el oficio de
profesor no tiene que ver con competencias, con técnicas didácticas o con
resultados sino con serlo “de verdad” (sea eso lo que sea); en eso de que
incorpora una serie de hábitos que constituyen un éthos, una costumbre, un
modo de ser y de actuar, un modo de vivir; en eso de que el oficio debe ser
ejercido con devoción, es decir, entregándose a él, respetándolo, y con un
sentimiento no coactivo de la naturaleza de nuestro deber; en eso de que
implica compromiso y, a veces, pelea; en eso de que el oficio de profesor
implica cuestionarlo todo; y, sobre todo, huyendo de toda solemnidad y de
toda grandilocuencia, me reconozco también en lo que el oficio tiene de
ínfimo y de cotidiano, de algo que se hace cada día (y no en momentos
excepcionales) y de un modo siempre menor, con gestos mínimos, modestos,
casi desapercibidos, sin espectáculos ni artificios.
Ogro
Karen.
Otro momento especial de la asignatura Antropología Cultural fue cuando
trabajaste con tu texto “Herodes, el ogro… y la carabina de Miss Cooper”,
que trata sobre de qué debemos proteger a los niños. Exhibiste un fragmento
de la película La noche del cazador, en el que Miss Cooper “protege” a los
niños de Powell, el “Ogro”. Ambientada en la década de 1930 y con guion
de James Agee (el mismo autor del texto-base utilizado en Sociología de la
Educación, comentado en la palabra “encargo”), la película muestra al
personaje Powell, en una penitenciaría, con otro preso, Harper, que confiesa
tener diez mil dólares guardados. Condenado a muerte, Harper deja una
esposa y dos hijos. Sabiendo de esa historia, Powell, al salir de la cárcel,
busca a la viuda y se casa con ella. Sin embargo, el obstáculo son los dos
niños, que guardan en secreto el lugar del dinero. Al huir de Powell,
descienden por el río en un barquito y los encuentra Rachel Cooper, quien
asume su protección.
Tenemos ahí la creación de un tipo de refugio para los niños, que los
salvaguarda de la avaricia y vileza de Powell. Pero, a pesar de sus buenas
intenciones, Miss Cooper no es nada amable. Esa idea del refugio como un
lugar en el que se protege a alguien de algo, pero que no es necesariamente
un lugar amable, tal vez merezca algún desarrollo por tu parte.
Jorge.
Con la figura del Ogro (y de Herodes) quería referirme a todo lo que
amenaza la infancia (y, por tanto, la educación, si es que la educación es la
posibilidad de poner en relación la infancia -entendida como lo que nace- y
el mundo). El Ogro sería, entonces, todo lo que impide el nacimiento. Para
los que nacen el mundo que los recibe presenta una doble cara. Una cara
hospitalaria, en la que el mundo acoge el nacimiento y la capacidad de
comenzar que trae consigo. Y una cara hostil, en la que el mundo rechaza esa
capacidad de comenzar encarnada por la infancia y niega, así, la posibilidad
de su propia renovación. Lo que el Ogro representa, entonces, es la
hostilidad a lo que nace, la enemistad con el comienzo, la amenaza de muerte
(y no solo de muerte física) que acompaña siempre a la infancia.
En ese sentido, la aparición del Ogro en la disciplina tiene que ver con uno
de sus enfoques principales, lo que centró el trabajo de final de curso, lo que
atravesó muchas de las cosas que leímos y que vimos, concretamente la idea
de la educación como refugio, como dispositivo de hospitalidad, como la
construcción de un tiempo y de un espacio protegidos en los que tanto la
infancia como el mundo estén a resguardo de la destrucción los amenaza. La
idea era introducir una reflexión permanente sobre qué es educación, y para
eso hay que atender a las distintas maneras como el Ogro aparece en nuestra
sociedad.
La película a la que te refieres, La noche del cazador, vino después de otras
películas con las que intenté producir ciertas resonancias. Si recuerdas
comenzamos con Alumbramiento, ese corto de Víctor Erice que está
atravesado por una amenaza de muerte que pende sobre un recién nacido y
que comento también en la palabra “tiempo”. A lo largo de toda la película,
una mancha de sangre se extiende sobre el camisón blanco de un niño que
duerme en su cuna. Pero la película también está atravesada por la imagen de
un niño solo que, al principio del corto, en un granero, abre una ventana para
que entre la luz y, con un lápiz mojado en saliva, se pinta un reloj en la
muñeca y se lo acerca al oído. Ese niño, creo, puede representar la idea de
refugio en tanto que aparece en un tiempo y en un espacio separados de lo
que podríamos llamar las amenazas del lugar, todo a lo que la película
apunta como posible enemigo del crecimiento y del desarrollo de Luisín.
Vimos también 11 de septiembre, de Samira Makhmalbaf (ya la hemos
comentado en la palabra “interés”), esa película que comienza con unos
niños que están pisando barro para hacer ladrillos. Enseguida sabemos que
los ladrillos están destinados a construir un refugio contra las bombas. A
continuación, la maestra atraviesa el pueblo convocando a los niños a ir a la
escuela, diciéndoles que el refugio no los salvará del bombardeo, que su
destino forma parte de un destino común ligado a la suerte de los refugiados
afganos en Irán, y que tienen que ir a la escuela. En esa secuencia podemos
ver que la educación comienza por un traslado. Hay que arrancar a los niños
de las urgencias de la supervivencia para llevarlos a otro sitio que tiene que
ver con el mundo. Y ese otro sitio también puede ser pensado como un
refugio, pero no para las bombas sino para otras cosas. Son otras cosas las
que protege y otras cosas de las que protege, cosas que, desde luego, no
tienen que ver con la salvación.
Y vimos también La lección de lectura, de Johan van der Keuken, ese corto
que transcurre en una escuela de Amsterdam, en 1973, durante el golpe de
Estado de Chile. Los niños de Amsterdam aprenden a leer y a escribir en
relación con lo que está ocurriendo en Chile, en relación con un bombardeo
(el del Palacio de la Moneda) que la escuela pone a distancia y lo convierte
en materia para la conversación, el ejercicio, el pensamiento. En las paredes
de los pasillos de la escuela hay recortes de prensa que tienen que ver con
los acontecimientos de Chile, y parece que los niños hacen dibujos sobre la
tortura para una revista de Amnistía Internacional. Los niños, en la escuela,
ven la muerte en el Chile martirizado. Pero la muerte que ven es de mentira,
como si fuera una muerte escolarizada, una muerte de juguete, de ficción.
Está ahí, podríamos decir, para que los niños puedan jugar con ella, es decir,
para que puedan elaborar, en relación a ella, sus propios pensamientos, sus
propias emociones, sus propias palabras. Aquí la escuela también es el lugar
de una amenaza, pero esa amenaza se pone a distancia y se hace inofensiva.
Por eso esta escuela también es un refugio.
En cuanto a La noche del cazador, la figura amenazadora del Ogro de los
cuentos infantiles aparece claramente en la novela de Davis Grubb en que se
inspira la película. Casi al final de la novela la amenaza del Ogro se
convierte en un rasgo esencial de la condición de la infancia:
“… a todo niño nacido de mujer le llega el momento de correr por un lugar
sombrío, un callejón sin puertas, perseguido por un cazador cuyas pisadas
resuenan intensamente en los adoquines. Porque a todo niño, rico o pobre,
por más que lo haya favorecido la fortuna, por muy acogedor y seguro que
sea su cuarto, le llega el momento en que oye el eco de las pisadas y se
siente solo, y nadie le escucha, y las hojas secas que pasan arremolinadas
por la calle se convierten en un susurro pavoroso, y el tictac de la vieja casa
es el amartillamiento del rifle del cazador (…). Y si en la sombra de una
rama bajo la luna un niño ve a un tigre, los mayores le dicen: ¡no hay ningún
tigre! ¡vete a acostar! Sin embargo, su sueño es un sueño de tigres, y la noche
es una noche de tigres, y el tigre echa su aliento en el cristal de la
medianoche (…). Pues todos ellos tienen su Predicador que los persigue por
el sombrío río del miedo y la imposibilidad de expresar lo que sienten y las
puertas cerradas. Todos son mudos y están solos, porque no hay palabras
para expresar el miedo de un niño, ni oídos que le presten atención, y, si las
hubiera, nadie las entendería aunque las oyera”.
Y tienes razón en que una de las cosas maravillosas de la película (y de la
novela), lo que la aleja de los tópicos edulcorados al uso, es el personaje
seco, enjuto, gruñón y nada amable de Miss Cooper, que sabe que la vida es
dura, que las amenazas son terribles, y que las cosas no se arreglan, si es que
se arreglan, con buenos sentimientos. Tampoco en educación.
LETRA
P
Palabras
Pensamiento
Pobreza
Presencia
Profesionalismo
Protocolo
Palabras
Karen.
Abriste una de tus clases de Sociología de la Educación con la siguiente
frase “a veces basta cambiar las palabras para comprender mejor las cosas,
para que el mundo aparezca de otra manera.”
Me gustaría hablar de esa importancia que le das a las palabras. En una
asignatura del posgrado (en la cual participé, pero sin la misma intensidad
que en las asignaturas de grado), llevaste la Carta de Lord Chandos, de Hugo
Von Hofmmansthal, publicada en 1902. Estamos en el siglo XVII y el
personaje Lord Chandos le cuenta a Francis Bacon que tiene una rara
enfermedad por la que: “las palabras abstractas que usa la lengua de modo
natural para sacar a la luz cualquier tipo de juicio se me deshacían en la
boca como hongos podridos.”
Lord Chandos desarrolló un malestar con el lenguaje que le fue dado, con el
lenguaje conocido. Y en tu libro Tremores, al enumerar algunos testimonios
de otros escritores, le atribuyes a esa enfermedad del lenguaje algunos
motivos:
“El lenguaje recibido es impronunciable y el mundo que nos presenta es
inhabitable, y una cosa no anda sin la otra, y solo una conciencia
despreciable y sumisa puede hablar este lenguaje y habitar este mundo sin
problemas. Un lenguaje podrido es el síntoma de un mundo podrido y de una
forma de vida podrida.”
Sin embargo, entre los síntomas de la enfermedad hay dos que me parece
importante destacar aquí, en su relación con algunos ejercicios que
proponías enclase. Uno de ellos es que Lord Chandos no admitía las grandes
palabras, pues las consideraba huecas, vanidosas, grandilocuentes y, por lo
tanto, mentirosas. Y el otro es que para él dejaron de ser admisibles las
conversaciones sobre los asuntos de la Corte, la actualidad, donde
transitaban juicios y opiniones superficiales y convencionales de
especialistas, o como tú dices “de los que fabrican el presente, de los
‘actuales’, de los dueños de la ‘actualidad’.”
Me parece que eso resuena en los instigantes y diferentes juegos de palabras
que proponías en tus asignaturas. En Sociología, por ejemplo, nos pusiste el
desafío de completar “Pobreza y...” estableciendo una relación entre la
palabra “pobreza” y otras que se suelen asociar a ella; en Antropología
Cultural, el trabajo final individual consistía en elegir cinco palabras de una
especie de diccionario de la asignatura, haciendo un pequeño ensayo sobre
cada una. ¿Podemos seguir por ahí?
Jorge.
El título de esa disciplina de post-grado de la que hablas era Palabra muda,
sobre experiencia, lenguaje y educación. La página que pasé a los
participantes el primer día de clase jugaba con los distintos significados de
“muda”:
• Muda (sustantivo).
Conjunto de ropa que se muda de una vez, se refiere normalmente a la ropa
interior. Cierto afeite para el rostro. Tiempo de mudar las aves sus plumas.
Acto de mudar la pluma o la piel ciertos animales. Cámara o cuarto en que
se ponen las aves de caza para que muden sus plumas. Nido para las aves de
caza. Tránsito o paso de un timbre de voz a otro que experimentan los
muchachos regularmente cuando entran en la pubertad. Pimpollo o renuevo
de una planta que empieza a desarrollarse y que está listo para ser
trasplantado. Estar en muda: callar demasiado en una conversación.
• Mudar (verbo).
Dar o tomar otro ser o naturaleza, otro estado, figura, lugar, etc. Dejar una
cosa que antes se tenía, y tomar en su lugar otra. Remover o apartar de un
sitio o empleo. Efectuar un ave la muda de la pluma. Soltar periódicamente
la epidermis y producir otra nueva, como lo hacen los gusanos de seda, las
culebras y algunos otros animales. Efectuar un muchacho la muda de la voz.
Variar, cambiar, mudar (de dictamen, de parecer, etc.). Dejar el modo de
vida o el afecto que antes se tenía, trocándolo por otro. Ponerse otra ropa o
vestido, dejando el que antes se llevaba puesto. Dejar la casa que se habita y
pasar a vivir en otra. Irse del lugar, sitio o concurrencia en que se estaba.
Exonerar el vientre, defecar.
• Mudo, muda (adjetivo).
Privado físicamente de la facultad de hablar. Muy silencioso o callado.
• Palabra muda.
Palabra que enmudece, o que calla. ¿La experiencia tendría que ver,
entonces, con un enmudecimiento o un silenciamiento o un acallamiento de la
palabra?
Palabra que tiene la capacidad de cambiar o de modificar alguna cosa.
¿Tendría que ver, entonces, la experiencia, con cambiar alguna cosa a través
de la palabra?
Palabra que es ella misma la que cambia. Palabra que se muda, o se
modifica, o se renueva, o se transforma. Como dejando la palabra algo que
antes tenía y tomando, en su lugar, otra naturaleza, otro estado, otra figura,
otro ropaje, otra piel, otro timbre, otras cualidades. Palabra que cambia de
lugar, o de casa, o de sitio, o de empleo, o de uso, o de modo de vida, o de
afecto. Palabra mutante, en tránsito, en mudanza, en renovación, en
transformación, en mutación. ¿Sería, entonces, la experiencia, un proceso de
modificación, o de transformación, o de renovación, o de traslado de la
palabra?
La cámara, o el cuarto, o el nido, o el lugar en que la palabra cambia.
¿Tendría que ver la educación con la constitución de un espacio para la
experiencia y, por tanto, para el cambio de la palabra?
A partir de ahí, el curso consistió, primero, en una lectura detenida de la
Carta de Lord Chandos, y después en un ejercicio de problematización y
borrado de algunas de las palabras que los mismos estudiantes estaban
usando en la redacción de sus trabajos finales de máster. Un ejercicio que
presenté mostrándoles algunos ejemplos de black-out poetry, esa forma de
creación poética que funciona tachando palabras de un texto dado y
construyendo otro texto con lo que queda, con los restos. Si recuerdas, una
de las chicas tomó un texto suyo, cortó cuidadosamente con una cuchilla
todas las palabras que no le gustaban (las que se le pudrían en la boca), y
presentó como trabajo final unas páginas agujereadas, muy hermosas, en las
que apenas quedaban artículos, preposiciones, adverbios y conectores. Lo
que hizo fue renunciar a la lengua que antes hablaba y ponerse a la búsqueda
de otra lengua, aunque para ello tuviera que atravesar, como Lord Chandos,
un periodo de silencio. Todo eso tiene sentido desde la idea de que las
palabras que usamos determinan el mundo que percibimos, que nuestras
formas de decir son inseparables de nuestras formas de pensar y de nuestras
formas de hacer.
Transcribo ahora la propuesta de ejercicio en las dos disciplinas de grado
que comentas, aquella cuyo asunto era la pobreza y aquella cuyo asunto era
la transmisión. El programa de Sociología de la Educación decía lo
siguiente:
El trabajo final individual consistirá en escoger cinco palabras que tengan
que ver con la pobreza (por ejemplo: exclusión, estigma, marginalidad,
invisibilidad, asistencia, peligro, control, castigo, vigilancia, emigración,
desempleo, criminalización, compasión, estetización, mercantilización,
representación, feminización, infancia, etc…) y en hacer un ensayo de
alrededor de dos páginas sobre cada una de ellas.
Y el de Antropología Cultural decía así:
El trabajo final consistirá en la creación de un “diccionario de la asignatura”
que funcionará como una especie de “vocabulario teórico para pensar la
trasmisión”. Los alumnos deberán realizar, en cada clase, una lista de las
palabras clave que se han utilizado. Al final de curso, cada uno de los
estudiantes escogerá cinco palabras de su “diccionario” (por ejemplo:
infancia, natalidad, cultura, filiación, hospitalidad, hostilidad, herencia,
heterocronía, heterotopía, desmovilización, pluralidad, comunización,
tradición, traducción, agenciamiento, ascesis, amor, libertad, don, asilo,
atención, tiempo libre, espacio público…) y redactará un ensayo de
alrededor de dos páginas sobre cada una de ellas.
El fundamento de este tipo de ejercicios en los que hay un trabajo explícito
con la lengua está elaborado en todo mi trabajo sobre lenguaje y experiencia,
pero creo que una buena contextualización está en el texto que has citado de
Tremores, ese que se titula “Ferido de realidade e em busca de realidade.
Notas sobre as linguagens da experiência” y que es, en gran parte, un
comentario a la Carta de Lord Chandos.
En cualquier caso, creo que la educación (también la formación
universitaria) consiste en enseñar a leer y a escribir, a hablar y a escuchar, y
eso no puede estar separado de un trabajo de sensibilización respecto a la
lengua que usamos y que nos constituye. De hecho, lo que trato de hacer en
este tipo de ejercicios es algo así como hacer consciente la lengua,
distanciarla, problematizarla y, por qué no decirlo, pensarla. Además, sabes
que en eso de las palabras puedo ser obsesivo y que a veces mis alumnos no
entienden que les pida que justifiquen las palabras que usan. Pero leí de muy
joven a Karl Kraus y a sus discípulos (Elías Canetti entre los más grandes,
pero también Peter Handke y toda la tradición de la Sprachkritik que
podríamos remontar a Nietzsche) y soy especialmente sensible a la manera
como el discurso pedagógico actual está siendo constituido por la verborrea
de los expertos y los periodistas (y eso en el mejor de los casos). Pero tal
vez todo eso lo pueda desarrollar más, si te parece, en la palabra
“pensamiento”.
Karen.
Sin duda. Incluso porque, al contrario de la mayoría de las personas, a Lord
Chandos solo le es posible enfermar porque aún tiene lengua para sentir la
putrefacción del lenguaje.
Pensamiento
Karen.
Una de las actividades omnipresentes en tus clases era el subrayado de los
textos. Insistías en los comentarios de los subrayados con la siguiente frase:
“Lo más importante es si algo te da qué pensar, no si te ha gustado o no”.
George Perec, en una pequeña sección de su libro Pensar/clasificar titulada
“¿Cómo pienso?”, al hablar de las cosas en las que pensó al escribirlo dice
lo siguiente:
“No pienso sino que busco palabras, en el montón debe haber una que
precisará esta vaguedad, esta vacilación, esta agitación, que más tarde
‘querrá decir algo’”.
Tal vez se puede añadir
“Se trata también, y sobre todo, de una cuestión de compaginación, de
distorsión, de contorsión, de desvío, de espejo, por ende, de fórmula, como
el párrafo siguiente querría demostrar.”
¿Subrayar era una forma de hacer que los estudiantes se encontrasen con esas
palabras? ¿De que, entre ellas, surgiesen algunas propicias al pensamiento?
Jorge.
Como bien dices, en el subrayado se trata de algo más que de estar o no de
acuerdo, de ese “me gusta / no me gusta” que es la fase más primitiva,
elemental, impulsiva e idiota de la lectura. Lo importante de un texto es que
te abra posibilidades para pensar de otro modo, que te abra caminos de
pensamiento. Y eso tiene que ver, claro, con que el texto, las palabras del
texto, desafíen la manera como uno ya piensa, las palabras que uno ya tiene,
las que uno usa automáticamente, “sin pensar”.
Resonando con lo que dice Perec de que no piensa sino que busca palabras,
hay una cita de Pierre Alféri (un discípulo de Agamben) que dice así:
“pensar es buscar una frase”. Y si se busca una frase, o una palabra, es
porque no se tiene, porque la lengua ha dejado de ser automática. Cuando
digo que mis cursos están orientados al pensamiento se trata de algo así, de
desautomatizar la lengua o, dicho de otro modo, de producir una cierta afasia
o una cierta infancia en los estudiantes.
Se sabe que “in-fancia” significa, literalmente, ausencia de habla. Y los
afásicos son los que la han perdido. El niño sería, entonces, un afásico
provisional y el afásico sería algo así como un niño crónico. Lo que la
experiencia de la afasia nos indica es que el lenguaje no es una posesión
garantizada de una vez por todas, que no puede darse por supuesto, que es
siempre una posibilidad, algo a lo que uno tiene que acceder cada vez de
nuevo o de lo que puede ser expulsado, algo que está permanentemente del
lado de la virtualidad, de la potencia. Lo que descubrimos en cada momento
en que nos disponemos a hablar no es la posesión de la lengua, sino su
desposesión, la posibilidad siempre abierta de su falta. Hablar significa que
no tenemos palabras, que tenemos que buscarlas cada vez, y que no hay
ninguna garantía de que las encontremos. En el “Pequeño tratado sobre
Medusa” que sigue ese cuento prodigioso que se titula El nombre en la punta
de la lengua, Pascal Quignard cuenta uno de sus primeros recuerdos:
“Mi madre se sentaba siempre en la punta de la mesa del comedor, de
espaldas a la puerta de la cocina. Bruscamente nos mandaba callar. Su rostro
se alzaba. Su mirada se alejaba de nosotros, se perdía en el vacío. Su mano
se extendía por encima de nosotros en medio del silencio. Mamá buscaba
una palabra. De repente, todo se detenía. De repente nada más existía.
Extraviada, lejana, intentaba, fijo el ojo en nada, centelleante, hacer que le
viniera en el silencio la palabra que tenía en la punta de la lengua. Nosotros
mismos estábamos en el borde de sus labios. Estábamos al acecho, como
ella. La ayudábamos con nuestro silencio –con toda la fuerza de nuestro
silencio. Sabíamos que iba a hacer que regresara la palabra perdida, la
palabra que la desesperaba”.
Comentando, o desarrollando, esa escena primigenia, Quignard continúa:
“La palabra en la punta de la lengua nos recuerda que el lenguaje no es en
nosotros un acto reflejo”.
Y un poco más adelante:
“Que una palabra puede perderse quiere decir: la lengua no es nosotros
mismos. Que en nosotros la lengua es adquirida quiere decir: podemos
conocer su abandono”.
Y también:
“Curiosamente, una vez nacidos, cuando los seres-de-lenguaje (los hombres)
han pasado a la lengua, el lenguaje es la única neogénesis para la vida con la
condición de que desfallezca”.
A los afásicos se les escapa el lenguaje en el momento en que van a hacer
uso de él. El pensamiento, o uno de los sentidos del pensamiento, podría
estar en esa falla. Si el lenguaje fuera un acto reflejo, si los seres-delenguaje coincidieran plenamente con su lenguaje, si el lenguaje fuera
nosotros mismos, si la apropiación del lenguaje se hiciera de una vez para
siempre, si el lenguaje no desfalleciera, si las palabras no nos faltaran, si no
tuviéramos que buscar las palabras, entonces no habría pensamiento.
Karen.
Una afirmación permanente en tus clases era que “los estudiantes deben tener
el derecho a decir lo que piensan, pero tienen la obligación de pensar lo que
dicen”.
Creo que te parafraseabas a ti mismo cuando, en Tremores, señalas que el
problema de Lord Chandos “no es decir lo que piensa (ese es el problema
banal de la libertad de expresión, de la ‘opinionitis’ generalizada, de la
conversación y del tumulto universales, el problema, definitivamente, de los
deslenguados), sino algo mucho más complicado: pensar lo que dice. O, en
otras palabras, sentir que puede estar presente en lo que dice”.
Aunque tengamos la palabra “presencia” en nuestra lista, hay algo del
vínculo entre pensamiento y presencia que me parece que vale la pena
comentar.
Jorge.
“Pensar lo que se dice” es desautomatizar el lenguaje. Por tanto, como
hemos aprendido de Lord Chandos, pensar tiene que ver con el silencio. O
con el habla traspasada por el silencio. Pensar es dudar antes de hablar,
interrumpir el habla automática en un “pararse a pensar”. Pensar es siempre
una interrupción del flujo, un intervalo, una vacilación, una parada. Pensar es
saber que no se puede decir “cualquier cosa”. Yo trato de mantener en mis
clases esa tensión de que se puede decir lo que se quiera, claro, pero no se
puede decir cualquier cosa. Y trato de mantenerla sobre todo en la escritura.
Trato de que la escritura sea exigente en ese sentido. Eso, ya sabes, a veces
crea también cierta tensión, aparece eso de que “el profesor intimida” o de
que “no respeta las opiniones de los alumnos” y a mí no me queda más
remedio que hacer uno de mis sermones.
Lo que dices del pensamiento y la presencia podría tomarse de dos maneras.
La primera tendría que ver con que cuando se dice “cualquier cosa” uno no
está presente en lo que dice, no hay nadie detrás de los enunciados, es como
si se pusiera en marcha una maquinita de hablar o, como decía Nietzsche,
una cajita de música. En ese sentido, pararse a pensar tendría que ver con
experimentar, o con probar, si hay o no presencia. Peter Handke trata muy
bien eso. En un artículo de 1973 titulado “¿Qué puedo responder a eso?”
muestra su malestar frente a esas convenciones de la opinión que nos dan la
realidad ya dicha y ya interpretada de antemano:
“Hace unos cuantos días alguien me llamó por teléfono y me preguntó: ¿qué
opinas sobre el alto el fuego en Vietnam? Yo no contesté, me limité solo a
decir algunas palabrotas y hablé de otra cosa. Lo que había que decir no
habría sido mío, y yo me siento especialmente extraño a mí mismo siempre
que se me hace decir algo que una máquina hubiera podido escupir
exactamente igual que yo”.
Esa misma máquina de hablar aparece cuatro años más tarde en una de las
anotaciones de El peso del mundo:
“Inventar una máquina para que uno no tenga que hablar (una máquina que
uno acciona cuando le hablan y que contesta por uno)”.
Y aparece también en una pregunta quizá demasiado severa que aparece en
La historia del lápiz:
“A cada frase que pase por tu cabeza pregúntate: ¿realmente ésta es mi
lengua?”.
La segunda manera de abordar eso de la presencia podría ser tomando la
cuestión de la parresía tal como la trata Foucault (y a la que me he referido
en la palabra “presencia” de este diccionario). Ahí la verdad no está en la
relación entre el enunciado y la realidad, sino en la relación entre el
enunciado y el sujeto enunciador. No se trata tanto de decir la verdad, sino
de hablar “de verdad”, es decir, sosteniendo uno mismo lo que dice,
poniéndose a uno mismo en eso que se dice. Por eso la palabra “verdad” no
es solo epistemológica (no tiene que ver solo con el conocimiento) sino que
es también ética, tiene que ver con la manera como el que habla se
compromete en lo que dice. Por eso, el extraño imperativo de que no se
puede decir cualquier cosa, o de que hay que pensar lo que se dice, es
también un imperativo moral, un imperativo que tiene que ver con hablar
honestamente. Y es ahí cuando el profesor actúa como un moralista y eso, ya
sabes, no está bien visto hoy en día a no ser que te llenes la boca con la
palabra “valores”, una palabra que si estuviera en este diccionario estaría,
obviamente, entre las no-palabras.
Pobreza
Karen.
La palabra “pobreza” aparece como asunto en la asignatura de Sociología de
la Educación. El programa empieza señalando este como uno de los dos
temas que se desarrollarán a lo largo del semestre. Observé que uno de los
primeros momentos en los que empezaste a pincelar el concepto de pobreza
fue en una especie de ejercicio de guion con la películaTierra sin pan
(1933), de Luis Buñuel, una especie de falso documental sobre una región
extremamente miserable de España, al que me referí en la palabra
“ejercicio”. A lo largo del semestre hiciste uso de diversos géneros de
textos y películas para presentar una (o varias) ideas de pobreza. Algunos de
los textos que más me marcaron fueron del libro Los pobres de Vollmann, y
de Elogiemos ahora a los hombres famosos de James Agee y Walker Evans.
Podías hablar un poco de la elección de esas referencias, de cómo
construyen una idea de pobreza muy contraria a la que habría en una cierta
monumentalización de la pobreza.
Jorge.
Vamos a transcribir, si te parece, la manera como aparecía el asunto de la
disciplina en el programa:
Durante este curso, se tratarán dos temas conectados entre sí. El primero
será un monográfico sobre la pobreza, utilizando textos antropológicos,
sociológicos, históricos, literarios y cinematográficos. Naturalmente, en ese
trabajo será imposible separar la pobreza de sus representaciones (dicho de
otro modo, se tratará de conjurar la superstición del realismo o la creencia
en la objetividad). Por tanto, el primer tema del curso versará sobre las
representaciones de la pobreza en el cine, la literatura y las ciencias
sociales.
El segundo tema será una cierta cartografía de la sociedad actual en tanto
que susceptible de diversas intervenciones socio-educativas. O, dicho de
otro modo, qué tipo de sociedad produce algo así como los “servicios
sociales”, los “trabajos sociales”, las “profesiones sociales”, la “educación
social” y los “educadores sociales”. O, también, qué tipo de sociedad define
una parte de sí misma (en general, la parte “pobre” de sí misma) desde la
necesidad de intervenciones socio-educativas.
Se tratará, en los dos temas, de reflexionar sobre las maneras de pensar, de
decir, de mostrar y de hacer “lo social” que constituyen los discursos y las
prácticas contemporáneas de la “educación social”, sobre todo aquellos
discursos y aquellas prácticas dirigidas a combatir la pobreza (la
marginalidad, la vulnerabilidad, la exclusión, la inadaptación, etc.), y
concretamente las que se presentan como intervenciones de tipo “re”
(reciclado, recuperación, resocialización, readaptación, recuperación,
reciclaje, restauración, reinserción, reincorporación, etc.), de tipo “pre”
(todo lo que tiene que ver con la prevención –y por tanto con la
normalización- de cualquier tipo de comportamiento considerado anormal o
patológico… pre-delincuente, pre-maltratador, pre-adolescente-embarazada,
pre-desempleado, pre-drogadicto, pre-terrorista, etc…. es decir, las que
tienen que ver con lo que se viene en llamar sujetos o poblaciones en “riesgo
social”) o de tipo “psi” (en tanto que terapia, es decir, como cura y
normalización de la subjetividad y, básicamente en esta época, de mejora de
la autoestima, de regulación de las emociones y de optimización del
bienestar personal).
Y voy ahora con tu cuestión sobre las elecciones de textos y películas.
Quiero decir, primero, que me gusta la palabra “pobreza” porque aún tiene
una sonoridad antigua, porque está poco marcada, a pesar de todos los
discursos y las prácticas que tienden a cosificarla. Además, y en relación ya
con tus observaciones, la selección de los textos que utilizo en ese
monográfico tienden a darle un significado abierto, relativamente denso y
siempre problemático.
En primer lugar, oscilando entre los textos que la encuadran más en la lógica
de las ciencias sociales (el ya clásico documental de Luis Buñuel, Tierra sin
pan, con el que empecé el curso, muy en la línea de lo que en la época se
llamaba Geografía Humana, o el libro, también clásico, de Oscar Lewis, Los
hijos de Sánchez, que inaugura lo que en Antropología se vino en llamar
Cultura de la Pobreza) y los que la tratan de un modo, digamos, más
subjetivo, más literario (por ejemplo, Las uvas de la ira, tanto la novela de
John Steinbeck, de quien leímos también algunos de los textos periodísticos
recogidos en Los vagabundos de la cosecha, como la película de John Ford,
o algunas de los ecos de la figura de su protagonista, Tom Joad, en canciones
de Woody Guthrie o de Bruce Springsteen).
En segundo lugar, oscilando entre los textos que la tratan como un problema
o un desafío social (los que están planteados desde la idea de la lucha contra
la pobreza) y los que la tratan como un negocio (el modo como trabajamos la
cuestión de la mercantilización de la pobreza en Enjoy poverty, la película
de Renzo Martens, o todo el asunto de la porno-miseria que tratamos en
torno a Agarrando pueblo, la película de Luis Ospina y Carlos Mayolo).
O introduciendo, en tercer lugar, la perspectiva de los que trabajan con la
pobreza, o en relación a la pobreza, en distintos ámbitos (algunos de los
trabajadores sociales cuyas historias se incluyen en La miseria del mundo,
de Pierre Bourdieu, o el personaje del director de parvulario de la película
Hoy empieza todo, de Bertrand Tavernier, o también, de modo más indirecto,
el capítulo sobre el tutelar de menores del libro La policía de las familias,
de Jacques Donzelot –ver la palabra “encargo” en este mismo diccionario).
O, en cuarto lugar, tratando las distintas formas de criminalización de la
pobreza (el texto de Donzelot antes citado al que, si recuerdas, le pegamos la
película De niños, de Joaquín Jordá, sobre el juicio en un caso de abusos a
niños que sacudió Barcelona en el 2001 y que fue utilizado de forma muy
sucia para justificar los procesos de gentrificación en el barrio del Raval)
que contrastan, sin duda, con otros textos que convierten a los pobres en una
especie de héroes (como el ya citado Las uvas de la ira) o con otros en que
la perspectiva es más neutra desde el punto de vista moral, aunque no menos
intensa (los capítulos de Los pobres, de William T. Vollmann).
Digamos que el asunto de la pobreza no lo traté sumando o acumulando
perspectivas, sino produciendo contrastes, tensiones, fricciones, y que fue
justamente de esas fricciones de donde emergió el asunto como algo
problemático que hay que pensar. No se trata tanto de producir continuidades
entre los textos, sino de crear choques significativos, diferencias,
resonancias, tanto consonantes como disonantes. De lo que se trata es de
tratar la pobreza no como una “realidad” que se puede definir, objetivar,
analizar, sino como un problema, es decir, como algo que da que pensar. Y
dado que esta asignatura está en el primer curso del grado de Educación
social, y dado también que la mayoría de los enfoques así llamados
profesionalizadores del grado tienen que ver con el trabajo con pobres, de lo
que se trata es de pensar eso de la pobreza también como objeto de
intervención. La pobreza, sea eso lo que sea, solo aparece en el curso, por
decirlo a lo foucaultiano, como el resultado de una red de saber/poder, es
decir, de los discursos que la dicen y las prácticas que la capturan. Ese es
uno de los asuntos del curso: ver la pobreza en las representaciones que la
nombran (o la muestran) y en las intervenciones o prácticas que se diseñan
sobre ella.
De hecho, como viste, una de las principales dificultades del curso estuvo en
evitar algo así como una sociología de la pobreza (que nos la diera ya
tematizada), en evitar algo así como una pedagogía de la pobreza (que nos la
diera como objeto de intervención educativa), y en evitar también quedarse
en lo que podríamos llamar una reacción puramente moral o emocional a la
pobreza. De hecho, nosotros hablamos mucho sobre cómo la selección de
textos (lo que llamo el dossier del curso) fue muy buena y funcionó muy bien
en el sentido de que fue capaz de interesar a los alumnos, de mantenerlos
atentos y de producir algunos momentos de conversación muy vivos, pero al
mismo tiempo los chicos y las chicas estuvieron bastante despistados en
relación a lo que pretendíamos con eso (si es que pretendíamos alguna cosa).
No lo podían tomar como información, o como conocimiento, y tuvieron
bastantes dificultades para integrar de alguna manera algunos de esos textos
en sus propuestas para el trabajo final. Pero de eso podemos hablar en la
palabra “shopping” o, quizá, en la palabra “ricos”.
Karen.
Vuelvo a insistir en tus elecciones pues creo que la película Enjoy poverty
dice mucho de tu punto de vista sobre este tema. El documental no solo es lo
contrario de la monumentalización de la pobreza, como ya afirmé
anteriormente, sino que al mismo tiempo muestra una mercantilización de la
pobreza en todos los niveles: y ahí podemosmencionar al Estado, a los
banqueros, a los médicos sin fronteras, a la ONU, a los periodistas
“independientes” e, inclusive, al punto de vista del cine. ¿En qué medida
crear esas tensiones, mostrando que incluso los discursos considerados
legítimos sobre la pobreza la producen y dependen de ella para que sus
instituciones sigan existiendo? ¿En qué medida eso enriquece en algo al
estudiante de Educación Social? Yo tenía la impresión, muchas veces, de que
los textos y las películas que utilizaste en la asignatura desconstruían algunos
presupuestos del propio grado en Educación Social.
Jorge.
Tanto Enjoy Poverty como Agarrando Pueblo tenían que ver con la
mercantilización de la pobreza, con la manera como se convierte en una
serie de necesidades que se pueden objetivar y diagnosticar, lo que permite
proyectar sobre ella una serie de profesiones y profesionales especializados
en atender técnicamente a esas necesidades. Y ahí, tienes toda la razón,
había una cierta deconstrucción implícita de los presupuestos del grado en
educación social.
Pero a mí me interesaba también tomar cierta distancia de una visión,
digamos, puramente emocional o emotiva de la pobreza, puramente
sentimental, muy relacionada con esas imágenes de la pobreza que están
destinadas a lo que podríamos llamar el mercado de las emociones.
Y, en cualquier caso, cuando en las películas o en los textos aparecían
elementos que tenían que ver con la educación social o con el trabajo social,
traté de que fueran siempre lo suficientemente radicales y poco
convencionales como para que mis alumnos pudieran al menos intuir que hay
formas de colocarse en relación a eso de lo social, sea lo que sea, que no
pasen necesariamente por las convenciones emocionales, ideológicas y
prácticas que son dominantes en el grado. Algo de eso puede verse en la
palabra “encargo” y en la palabra “zombi” de este mismo diccionario.
Presencia
Karen.
En las primeras clases siempre enuncias la frase de tu amigo Fernando
González: “En mis clases la asistencia no es obligatoria, pero la presencia
sí”, la cual, como ya dije en “ejercicio”, fue una de las frases más
emblemáticas del semestre, o tal vez, la más recurrente. Te pasabas un
tiempo explicando la diferencia entre presencia y asistencia. Y volvías a ese
asunto en forma de reprimenda cuando, por pasar algo (o por no pasar), te
parecía necesario.
Ante esta palabra, en este instante, me viene a la mente una escena de la obra
teatral del polaco Tadeusz Kantor, La clase muerta. El objetivo aquí no es
aproximar sentidos, sea los que le atribuye Kantor o sus críticos, sino que es
mucho más sencillo: la imagenme ha venido como reminiscencia, un vago
recuerdo, aquel pedazo de hoja rajada con la que no se puede reconstituir el
texto, por lo menos aquel texto. Esa reminiscencia es más o menos así:
algunas personas entran a un espacio con objetos que se parecen a los de una
clase, se sientan en los pupitres, repiten los gestos unos de los otros, se
levantan y salen. Vuelven con muñecos en las manos, tal vez de sí mismos,
solo que más jóvenes. Son como autómatas, repiten gestos, los interrumpen,
los repiten de nuevo, en un continuo.
No tengo seguridad de porqué son esas imágenes las que evoco y no otras.
Imagino que es porque estoy concibiendo la presencia de los estudiantes
como algo vivo, como aquello que, incluso en la repetición, puede ofrecer
algo que rompa con ese continuo. ¿Es posible ver ese significado en la
presencia? ¿Se puede también pensar que la presencia la instigan el profesor
y sus materiales, que la asistencia se puede transformar en presencia?
Jorge.
En el librito de Pennac que trabajamos en la maestría, Mal de escuela, hay
diversas consideraciones sobre la presencia. Por ejemplo:
“¡Oh, el penoso recuerdo de las clases en las que yo no estaba presente!
Cómo sentía que mis alumnos flotaban, aquellos días, tranquilamente a la
deriva mientras yo intentaba reavivar mis fuerzas. Aquella sensación de
perder la clase… No estoy, ellos no están, nos hemos largado. Sin embargo
la hora transcurre. Desempeño el papel de quien está dando una clase, ellos
fingen que escuchan. Qué seria está nuestra jeta común, bla bla bla por un
lado, garabatos por el otro, tal vez un inspector se sentiría satisfecho;
siempre que la tienda permanezca abierta… Pero yo no estoy allí, diantre,
hoy no estoy allí, estoy en otra parte. Lo que digo no se encarna, les importa
un pimiento lo que están oyendo (…). Estoy tan lejos de mi materia como de
mi clase. No soy el profesor, soy el guarda del museo, guío mecánicamente
una visita obligatoria”.
O, un poco más adelante:
“La presencia del profesor que habita plenamente su clase es perceptible de
inmediato. Los alumnos la sienten desde el primer minuto del año, todos lo
hemos experimentado: el profesor acaba de entrar, está absolutamente allí,
se advierte por su modo de mirar, de saludar a los alumnos, de sentarse, de
tomar posesión de la mesa”.
La presencia es triple: del profesor, de la materia de estudio, de los
estudiantes. Cuando no hay ese juego de presencias que se convocan
mutuamente, todo es mecánico, ficticio, un mero trámite, la clase muerta que
tú mencionabas. Cuando los alumnos están allí sentados, pero sin estar
presentes, en español se dice que “están calentando la silla”. Antes era así:
inmovilidad forzada y océanos de aburrimiento. Pero al menos uno se
ejercitaba en el aburrimiento (hay innumerables declaraciones sobre los
dones del aburrimiento). Pero hoy son las máquinas de la distracción las que
les hacen estar siempre en otra parte. Sabes mi pelea de todos los años con
los teléfonos móviles, con los ordenadores portátiles. Sabes que les digo que
no hace falta que estén en el aula, que afuera al sol se está mucho mejor. A
veces, en alguna reprimenda, he repetido el párrafo de Ferlosio, ese de:
“El más inteligente de los españoles –cuyo nombre, por desventura, no he
sabido nunca–, autor de un ‘Arte de tocar las castañuelas’, empezaba el
prólogo de su tratado con esta declaración absolutamente ejemplar y
memorable: ‘No hace ninguna falta tocar las castañuelas, pero en caso de
tocarlas, más vale tocarlas bien que tocarlas mal’. Si esto dijo aquel hombre,
acertando a iluminar a la vez la ética y la estética con un mismo y único
resplandor de luz, refiriéndose a la declaradamente inútil dedicación de
tocar las castañuelas, bien cabe aplicar lo mismo a otras dedicaciones que,
en cambio, tienden a ser consideradas, en principio, necesarias”.
No hay ninguna necesidad de ir a clase, de estar atento a la película que se
está pasando, de hacer lo que el profesor dice que hay que hacer, pero si se
hace, hay que hacerlo bien; si se está, hay que estar allí y no en otra parte.
Tienes razón en que la presencia no puede darse por supuesta y tiene que ser,
de algún modo, convocada. Primero por el profesor. Como dice Pennac, si el
profesor no está allí, los alumnos tampoco están. Segundo, por la materia de
estudio. El profesor tiene que hacer presente la materia de estudio o, como
dirían los griegos, tiene que traer algo a la presencia, tiene que hacer que lo
que pone encima de la mesa esté vivo, diga alguna cosa, sea capaz de
convocar el interés de los estudiantes. E interesar no tiene nada que ver con
motivar. Cuando el profesor pone algo encima de la mesa invoca presencias,
hace que algo encarne y se encarne. Y eso solo puede hacerlo si él mismo
está presente. Ese es el arte del profesor, un arte cada vez más difícil.
En relación a la lectura, hay un texto muy hermoso de George Steiner en el
que comenta un cuadro de Chardin, El filósofo leyendo, de 1734. Steiner
comenta el carácter formal e incluso ceremonioso del traje del lector, el
hecho de que no está vestido de cualquier manera, y relaciona eso con la
cortesía, con el acto de leer como un encuentro cortés entre una persona y su
invitado, con una actitud atenta y acogedora en relación a lo que el lector
recibe (algo de eso hemos dicho en la palabra “autoridad”). Y Pennac dice
algo parecido:
“Cuando Montesquieu nos honra con su presencia en nuestra clase, debemos
estar presentes para Montesquieu”.
La batalla por la presencia es una batalla contra la indiferencia. Poder estar
en clase no es cualquier cosa. Poder leer a Iván Illich, ver una película de
Buñuel, escribir sobre algo que te interesa, tener el privilegio de comentar lo
que has escrito con otras personas, tener un profesor que ha elegido textos y
pelis para ti, poniendo en ello lo mejor que sabe y lo mejor que tiene, todo
eso no es cualquier cosa. Convocar la presencia es convocar una cierta
reciprocidad, una cierta responsabilidad, una cierta respuesta. Solo la
presencia es capaz de convocar la presencia.
Karen.
Como señalamos anteriormente, el profesor es un elemento fundamental para
la construcción de esa presencia, él también tiene que estar presente.
Podíamos evocar en este momento algo de “La mediación del maestro”, de
María Zambrano. Trabajaste con ese texto en una clase de la profesora Ana
María Preve, en Florianópolis, para hablar del oficio del profesor. El
fragmento inicial es famoso y emblemático: “la mediación del maestro se
muestra ya en el simple estar en el aula”. Y continúa:
“Ha de subir a la cátedra para mirar desde ella, hacia abajo, y ver las frentes
de sus alumnos todas levantadas hacía el, para recibir sus miradas desde sus
rostros que son una interrogación, una pausa que acusa el silencio de sus
palabras, en espera y exigencia de que suene la palabra del maestro, ahora,
ya que te damos nuestra presencia -y para un joven su presencia vale tododanos tu palabra. Y aún, tu palabra con tu presencia, la palabra de tu
presencia o tu presencia hecha palabra a ver si corresponde a nuestro
silencio -y el silencio es algo absoluto- y que tu gesto corresponda
igualmente a nuestra quietud -la quietud esforzada como la de un pájaro que
se detiene al borde de una ventana. Pues que todo ello siente el maestro al
recibir la mirada y al sentir la presencia del alumno -en todo ello va su
sacrificio, el sacrificio de nuestra juventud”.
Es un hecho que la presencia del estudiante frente al maestro invita a la
palabra. Pero es una presencia hecha de gestos, de palabras, de silencios. Y
es de cómo se compone, o se percibe, esta presencia de/en el profesor que
me gustaría que hablásemos también.
Jorge.
En ese texto que has citado, María Zambrano se refiere al instante anterior al
empezar a hablar en una clase. Antes de que suene la primera palabra hay un
silencio en el aula. Y se da ahí un cruce de miradas que es como la prueba o
la confirmación de la presencia. Como si tanto el que se dispone a hablar
como el que se dispone a escuchar preguntaran y se preguntaran si hay
alguien ahí, si el otro está presente. La escena que describe Zambrano es esa
en la que el profesor ocupa su lugar y justamente ahí, en la cátedra, antes de
pronunciar palabra, percibe el silencio y la quietud de los estudiantes, lo que
ese silencio y esa quietud tienen de interrogación, de espera y de exigencia.
Ese es el momento en que el maestro com-parece: ofrece su presencia antes
aún de pronunciar palabra. Y un poco más delante del trecho que has citado,
María Zambrano dice lo siguiente:
“Podría medirse quizás la autenticidad de un maestro por ese instante de
silencio que precede a su palabra, por ese tenerse presente, por esa
presentación de su persona antes de comenzar a darla en modo activo. Y aún
por el imperceptible temblor que le sacude. Sin ellos, el maestro no llega a
serlo por grande que sea su ciencia”.
Antes de empezar a hablar, el maestro tiembla. Y ese temblor imperceptible
se deriva de su presencia, de su presentación, de ese “tenerse presente” que
de algún modo es reclamado como una respuesta a la presencia silenciosa de
los estudiantes. El aula es en este texto un lugar en el que los alumnos y los
profesores son llamados a com-parecer, a a-parecer en la presencia de los
otros, a estar presentes.
Siempre he tenido la impresión de que en ese texto Zambrano está
reviviendo sus clases con Ortega, en la Universidad Complutense de
Madrid. Tal vez por eso habla de maestro y no de profesor. Tal vez por eso
el dramatismo de esa com-parecencia que tiene algo de iniciático. Un
profesor, sin embargo, no da su palabra, sino que da un texto, una materia de
estudio, no se pone a sí mismo sino que pone algo encima de la mesa. Su
presencia tiene que ver con hacer presente algo que no es él. Además, el
texto de Zambrano está ya marcado por lo que ella llama “la crisis de la
mediación”. Ese juego de presencias que se convocan mutuamente ya no está
garantizado. Y eso, dice Zambrano, porque los estudiantes pertenecen a una
generación que no necesita de la mediación del tiempo, que tiene la
sensación de que el mundo comienza con ellos, que no pide ni necesita la
palabra del maestro.
Karen.
Es el profesor el que con su presencia hace presente la materia de estudio.
Lo que convoca entonces la presencia de los alumnos es la materia de
estudio.
Jorge.
Hay una frase en Stoner, esa maravillosa novela de John Williams, que dice
que el profesor es aquél a quien “el libro le dice la verdad”. Por tanto, el
profesor muestra, en su lectura, la verdad del libro, y hace presente esa
verdad para los alumnos. Y yo creo que algo de la presencia tiene que ver
con la verdad. No solo con la verdad del libro, sino con ser profesor “de
verdad” y con ser estudiante “de verdad”, con hacer las cosas “de verdad”.
Para desarrollar eso voy a dar un rodeo.
Como sabes, Foucault dedicó algunas de sus clases del curso sobre la
hermenéutica del sujeto, a los complejos rituales que regulaban el habla y la
escucha en las escuelas de la antigüedad. Lo que Foucault muestra ahí es que
había una rigurosa problematización teórica y práctica del oído, toda una
ascesis de la escucha, toda una ética del escuchar, que se corresponde con
una cierta manera de entender la modulación de la voz del maestro. Foucault
llama la atención sobre la importancia de la forma de la transmisión (no
tanto del contenido, sino de la forma), e insiste en que esa forma debe
buscarse en un lugar que no sea el de la retórica. Y ahí la palabra
fundamental es parresía, una extraña palabra que se traduce por “decir la
verdad” (de la parresía he dicho algo en la palabra pensamiento).
“La parresía es la forma necesaria para el discurso filosófico, porque es
preciso, desde el momento en que se utiliza el logos, que haya una lexis (una
manera de decir las cosas). Por lo tanto, no puede haber logos filosófico sin
esa especie de cuerpo de lenguaje que tiene sus cualidades propias, su
plástica propia, y también sus efectos. Pero la manera de ordenar estos
elementos (elementos verbales cuya función es actuar directamente sobre el
alma) no debe ser, cuando uno es filósofo, el arte de la retórica. Debe ser
otra cosa, que es a la vez una técnica y una ética, un arte y una moral, y que
llamamos parresía (…). Es necesario que, por el lado del maestro, haya una
serie de reglas que no se refieren a la verdad del discurso, sino a la manera
misma como ese discurso de verdad va a formularse”.
La verdad del discurso, dice Foucault, es inseparable de la forma de su
formulación. Y esa forma tiene, a la vez, un componente artístico, técnico, y
un componente moral:
“El término ‘parresía’ se refiere a la vez, según creo, a la calidad moral, a la
actitud moral, al ‘ethos’, si lo prefieren, y por otra parte al procedimiento
técnico, a la ‘tekhné’, que son necesarios para transmitir el discurso de
verdad (…). En consecuencia, a fin de que el discípulo pueda efectivamente
recibir como corresponde el discurso de verdad, es preciso que ese discurso
sea pronunciado por el maestro en la forma general de la ‘parresía’”.
Entre los componentes de la parresía que señala Foucault me interesa
destacar dos (que son, al mismo tiempo, dos modos de distinguirla de la
retórica). El primero se refiere a la forma que adquiere la tensión hacia el
oyente. En la retórica, el discurso también está orientado a actuar sobre los
otros, pero siempre a beneficio del que habla. En la parresía, sin embargo, el
que habla no tiene ningún interés en el asunto, no pretende nada para sí
mismo, y a eso Foucault lo llama generosidad. Una generosidad, podríamos
decir, que debe estar presente en la forma del discurso, que debe percibirse
sensiblemente en el modo de hablar.
El segundo elemento es el de la presencia del que habla en lo que dice o, si
se quiere, el del compromiso, del lazo, del vínculo del que habla con lo que
dice. Foucault lo dice así:
“Es preciso manifestar que esos pensamientos que se transmiten son
precisamente los pensamientos de quien los trasmite (…) y lo que hay que
mostrar no es solo que esa es la verdad sino que yo, que hablo, soy aquél
para quien son verdaderos (…). Es necesario que la presencia de quien
habla sea efectivamente sensible en lo que dice (…). Estar presente, no
como la referencia del enunciado (no tiene que hablar de sí mismo), no como
el que dice ‘esto es lo que soy’, sino en la coincidencia entre el sujeto de la
enunciación y la verdad de sus enunciados”.
En esta última cita tenemos tres elementos: el sujeto de la enunciación, el
enunciado, y algo que podríamos llamar “verdad”. Y eso que aquí se llama
verdad está justamente en la relación entre el sujeto de la enunciación y sus
enunciados. Una relación que tiene que ser de presencia. Y una relación que
se percibe de un modo sensible, es decir, una relación que está del lado de
lo sensible y no solo de lo inteligible, o dicho de otro modo, una relación
que se percibe, que se siente, que se oye, de otro modo que el de la
comprensión. “Es necesario, dice Foucault, que la presencia de quien habla
sea efectivamente sensible en lo que dice”.
Profesionalismo
Karen.
Es difícil saber exactamente de qué quieres tratar aquí, pero en un momento
dado dijiste que el propio discurso de la profesionalización en el grado es
incoherente con la idea de universidad (y de escuela). Esa afirmación es
bastante contundente, pues se dice que la universidad es uno de los lugares
donde se aprende una profesión. Podrías, para empezar, abordar esta palabra
a partir de esa afirmación.
Jorge.
La definición de los estudios de educación social como “grado
profesionalizante” supone que toda la formación de los educadores esté
basada en la así llamada “empleabilidad”. Y eso, en los tiempos que corren,
supone el arrasamiento de todas las disciplinas que tengan que ver con el
estudio, con la reflexión y con eso que aquí estamos llamando
“pensamiento”. Como ha pasado con otras no-palabras, no tengo nada contra
la profesión, contra la universidad como un lugar en el que se aprende una
profesión, sino contra la ideología del profesionalismo. Y esa ideología, en
esta época, es la de la empleabilidad y la auto-empleabilidad, eso que hoy
se llama emprendeduría. De ahí que haya que formar empleados flexibles (el
entorno profesional, se dice, cambia constantemente y por eso es un atraso
eso de adquirir habilidades para una actividad particular) y, sobre todo,
inventivos e innovadores (una de las cosas que se les repite a mis alumnos
es que ellos ya no se integrarán en un trabajo sino que tendrán que crearlo e
inventarlo). Así que ya no hay que aprender nada sino aprender a aprender,
es decir, adaptarse a circunstancias cambiantes y maneras de hacer
novedosas. Hay que convertirse en un competidor eficaz en el juego siempre
móvil de lo que llaman “entornos laborales” y para eso no hay que saber
demasiado ni tener mucha disciplina. La paradoja es que los fines del grado
son solo profesionales y, al mismo tiempo, ya no existe tal cosa como una
profesión más o menos definida y articulada (con lo cual los chicos y las
chicas tienen que convertirse en profesionales de nada y de cualquier cosa,
es decir, en rehenes permanentes de una formación profesional que nunca
acaba porque, en realidad, no tiene entidad, no se fundamenta ni en
tradiciones ni en convenciones ni en nada que pueda ser estable y más o
menos determinado, de ahí lo de la “educación para toda la vida”).
En ese contexto, las disciplinas (como las que yo imparto) que aún se llaman
“teóricas” y que suelen estar en los primeros años del grado no tienen otra
función que vestir esa “formación en nada” en cosas que se llaman
“capacidad reflexiva”, “competencia crítica” y cosas de este estilo y que no
son otra cosa que un cierto adiestramiento en nociones básicas y
superficiales de sociología, psicología social, antropología cultural, etc..
Los viejos profesores dicen que, además de los aspectos más profesionales,
la universidad también tiene que ver con la “formación de la persona”. Pero
ese lenguaje ya es obsoleto porque eso de la formación de la persona (sea lo
que sea) no se puede formular en términos de competencias. De lo que se
trata ahora es de un cierto adiestramiento lingüístico en lo que a veces he
llamado el “blablabla” de los expertos, es decir, algo que les permita, en
definitiva, “hablar sobre nada” o sobre cualquier cosa, es decir, impostar un
discurso mínimamente coherente y nunca más allá de lo periodístico sobre
cualquier tema de los que van configurando la actualidad (el maltrato, el
multiculturalismo, la exclusión, las nuevas tecnologías, las emociones, los
valores… esas cosas que, naturalmente, también cambian constantemente).
Y no es que yo piense que una facultad de educación tenga que formar
filósofos de la educación o que tenga que entretener a los chicos y a las
chicas en disciplinas puramente “teóricas” (y diré de paso que a ver si de
somos capaces, de una vez, de problematizar un poco eso de la teoría y la
práctica). Lo que digo es que la universidad no solo enseña una profesión
sino que también la pone a distancia. Y eso es el estudio. No es lo mismo
aprender cómo ganar más dinero y pagar menos impuestos que estudiar
economía, no es lo mismo aprender a hacer casas que estudiar arquitectura,
no es lo mismo aprender los síntomas de la gripe que estudiar medicina, no
es lo mismo aprender a redactar un atestado que estudiar derecho, no es lo
mismo aprender a elaborar una programación docente que estudiar
educación, no es lo mismo aprender a bailar que estudiar danza. Es desde
ese punto de vista que sostengo que mi responsabilidad no es con los
alumnos como futuros profesionales sino, sobre todo, como estudiantes o,
dicho de otro modo, que mi obligación es convertirlos en estudiantes. Una
obligación, desde luego, imposible y volcada al fracaso. Por eso digo a
veces que mi trabajo consiste en tratar de hacer estudiantes y fracasar en
ello.
Karen.
Por otro lado, el discurso de la profesionalización parece siempre haber
formado parte de la discusión sobre la función de la escuela. Tanto por parte
de sus críticos, cuando afirman que “hay una escuela para los trabajadores y
otra para la élite!” como por parte de los dueños del capital, de los que le
agencian mano de obra al mercado de trabajo. Resulta interesante también
percibir que hay opiniones que convergen de forma bastante compleja como,
por ejemplo, aquella según la cual se debe preparar a los alumnos para los
exámenes de acceso a la universidad o para el mercado de trabajo, que
supone tanto un agenciamiento (del capital) como una forma de
emancipación (críticos del capital).
En Brasil, se aprobó a finales de 2017 una reforma de la enseñanza
secundaria (una más). Los defensores de la reforma dicen que el estudiante
finalmente “escogerá” su itinerario formativo (hay uno profesionalizante y
otros preparatorios por áreas de conocimiento), y sus detractores dicen que
volvemos a la vieja división entre la formación de una clase trabajadora
alienada de los estudios humanistas o generalistas. Tenemos una división
eficiente de clases sociales consolidada en la escuela.
Simultáneamente, esos movimientos parecen ser más cíclicos que
apocalípticos. En una de las entrevistas sobre la reforma de la enseñanza
media brasileña con especialistas en educación, grabadas en un evento en
Portugal en 2016, dices que tal reforma, por su carácter profesionalizante y
sectorizado, lleva la escuela a su fin. ¿Hablar de profesionalización en la
escuela es decretar su fin?
Jorge.
Lo que quiero decir es que hay que tratar la escuela como forma (desde la
scholè y el estudio o, como dice Rancière, como una forma de separación de
tiempos, espacios y actividades) y no como función (sea esa definida como
relación con el mundo laboral o de cualquier otro modo: función política,
función cultural, función social, etc.). Habría que repetirse, como un mantra,
el “manifiesto” que centraba esa exposición que titulamos “diseñar la
escuela” y que presentamos en el Elogio de la escuela: la escuela no es una
función, la escuela no es una función, la escuela no es una función, la escuela
no es una función, la escuela no es una función, la escuela no es una función,
la escuela no es una función, la escuela no es una función, la escuela es una
forma, la escuela no es una función, la escuela no es una función, la escuela
no es una función. La escuela no es una función… al profesor no se valora
por su funcionamiento, por si funciona o no.
Protocolo
Karen.
En tus clases, me deparé con esta palabra utilizada exhaustivamente. Creo
que en Brasil no la empleamos usualmente para actividades escolares, tal
vez utilicemos más la expresión “orientaciones” o “procedimientos”. Lo que
me llamó la atención, principalmente en tus trabajos de campo, fue el énfasis
que le das a los procedimientos, a los protocolos, un énfasis exhaustivo,
como acabo de decir (el lector podrá ver algunos de los protocolos en las
palabras “distrito”, “ruina” y “shopping”).
Veamos un ejemplo de una de tus asignaturas. En Arte y Cultura, en la salida
en la que se hacía un recorrido por el río Besós, teníamos un plan que incluía
la lista de todas las actividades de evaluación, la descripción de cada una de
ellas y la lista de todos los materiales que compondrían la presentación en
público del trabajo. Me pareció perfectamente comprensible que definieses
los límites geográficos del trabajo. Y que también definieses los recortes
para cada grupo dentro de esos límites. Y que, además, establecieses líneas
de observación en cada recorte. Pero, a partir de determinados elementos
listados, parecía haber cierta exageración, cierto exceso de pormenores en
tus protocolos, por ejemplo, al establecer qué tipo de espacios observar:
Se trata de buscar y observar espacios vacíos: descampados, ruinas, casas o
fábricas abandonadas, espacios sucios, vacantes, no institucionalizados, no
regulados, no apropiados ni controlados por las instituciones, espacios
públicos según la definición de Wim Cuyvers, libres, marginales, no
valorizados, no mercantilizados, inútiles, sin valor económico, ni social, ni
cultural, que no son espacios de producción, ni de circulación, ni de
consumo, ni de habitación, pero que están en las fronteras o en los
intersticios de esos espacios.
O cómo recorrerlos:
Esos espacios deberán ser habitados, recorridos, observados, sentidos,
fotografiados, dibujados, filmados, inventariados, registrados y pensados
intensivamente.
O qué tipo de registros y materiales utilizar:
Se podrán hacer todo tipo de registros visuales o sonoros: dibujos, mapas,
fotos, grabaciones de sonidos “naturales”, grabaciones de conversaciones
informales, etc. Cada grupo llevará un cuaderno de campo en el que los
investigadores podrán anotar sus reflexiones, sentimientos, ideas y todo tipo
de anotaciones.
E incluso lo que se debía evitar:
Cualquier tipo de “información” sobre los espacios de trabajo: informes
institucionales, de expertos, de especialistas o de informadores.
Como si no fuese suficiente, había protocolos de observación de las
márgenes del río, que incluían tres tipos de inventarios: de personas, de
vestigios de actividad y de basura. Y, para finalizar, “algunas” sugerencias:
Poner a prueba el significado de las palabras “igualdad”, “público” y
“común” en relación a lo que se observe durante el trabajo de campo.
Prestar atención a las atmósferas sonoras.
Prestar atención a las sensaciones de temporalidad que tenéis cuando estáis
cerca del río. Y a las sensaciones corporales (calma, miedo, placer,
disgusto, aburrimiento).
Sería bueno que pensarais también en los ríos de vuestra vida, de vuestra
infancia, de vuestros veranos, de los sitios en que habéis estado o en que
habéis vivido. Pensar un poco en vuestra relación personal con los ríos, en
qué habéis hecho o qué os ha pasado a orillas de un río. Pensar también en la
literatura y en el cine, en los ríos de los que tengáis una imagen literaria o
una imagen cinematográfica.
Al escribir y recordar todos esos procedimientos, la imagen que me suele
venir a la mente es la de la película Toda la memoria del mundo, de Alain
Resnais, y aquella exploración en el “territorio” de la Biblioteca Nacional
de Francia. El pequeño documental de Resnais, grabado en 1956, tiene como
ubicación esa biblioteca, situada en París. Poco se ve de los lectores y de
los lugares de lectura. Lo sorprendente es observar el trabajo detallado de
las personas involucradas en guardar, catalogar y disponer los libros a los
lectores e investigadores. Del mismo modo que los lectores de la Biblioteca
Nacional solo tienen acceso a un fragmento de esa “ciudadela silenciosa”,
los evaluadores de los trabajos finales de tus estudiantes solo tienen acceso
a una ínfima parte resultante de los innúmeros protocolos que tuvieron que
tomar en consideración y, lo que es más increíble, registrar.
Hay una frase tuya que me viene con el recuerdo de la película: “No se trata
de explicar el espacio, sino de hacer que sea el espacio mismo el que
hable”. Tal vez sea esta una llave para que nos adentremos en el territorio de
tus protocolos.
Jorge.
Los protocolos establecen los espacios a recorrer en la salida y las tareas a
realizar. Y son, sí, muy estrictos. De lo que se trata, por usar palabras de Jan
Masschelein, es de “hacer visible lo visible”, de “transformar el mundo en
algo real”, de “hacer el mundo presente”. Y para eso es preciso desarrollar
la atención. Los protocolos, por tanto, son procedimientos y disciplinas de la
atención. No están pensados para liberar la mirada (haciéndola más
personal, más creativa), ni siquiera para lograr una mirada crítica (según
criterios de valor morales, políticos, etc.), sino una mirada más atenta y,
podríamos decir, más fiel a lo que hay. No tanto a lo que nosotros sentimos o
pensamos, sino a lo que hay. He desarrollado algo de eso en la palabra
“literalidad” y los protocolos, sí, tratan de conseguir que el recorrido sea
“literal”, que se haga “palabra por palabra” y, desde luego, “siguiendo la
línea”. En un texto en el que Jan explica sus viajes e-ducativos, ese que está
al final de Encontrar escola, escribe lo siguiente:
“Lo que está en juego en estos viajes no es descubrir países lejanos o
costumbres exóticas, sino hacer el (delicado) movimiento que moldea el
mapeamiento de un ‘allá’ para un ‘aquí’. La línea como un corte y el andar
como copiar la línea a pie, junto con el mapeamiento de la línea, son
dispositivos para entrar en un espacio, para entrar en el mundo. Son
dispositivos para penetrar, antes de serlo de contemplación o de reflexión.
Esos dispositivos no funcionan para abrir la mirada (ampliando, estirando o
multiplicando los puntos de vista), sino para movilizarla y para hacerla más
atenta”.
La mayoría de los protocolos que has señalado derivan en mapas (serían,
desde ese punto de vista, ejercicios cartográficos). Y los mapas tienen que
ver, dice Jan, con llevar algo de un sitio a otro (de un allá a un aquí). Y lo
que los estudiantes tienen que hacer es llevar algo del espacio que
recorrieron a la sala de aula. Y ese algo es el mapa, y sus modos de “hacer
hablar el mapa”.
Pero mi manera de trabajar con los protocolos también está tomada de una
de las ideas fundamentales del Oulipo, de ese “taller de literatura potencial”
al que pertenecieron escritores como Raymond Queneau, Ítalo Calvino o
Georges Perec. Como sabes, una de las invenciones o reinvenciones más
importante de Oulipo es la restricción, la contrainte, el trabajo según reglas
o procedimientos formales altamente restrictivos. Con esas reglas
enormemente estrictas, querían protegerse de las trampas del azar y de la
libertad creadora, esos principios creativos tan alabados por los
surrealistas. Uno de los libros más hermosos y para mí mas inspiradores de
Perec, ese que se titula Tentativa de agotamiento de un lugar parisino,
consiste en una serie de descripciones exhaustivas, muchas veces en forma
de inventarios, altamente reguladas, de la Plaza de Saint-Sulpice de Paris. Y
el objetivo del libro, en palabras de Perec, es:
“Describir todo aquello que por lo general no se percibe, aquello de lo que
no solemos darnos cuenta, lo que carece de importancia: lo que ocurre
cuando no ocurre nada”.
Por eso los protocolos tienen que ver con captar lo ordinario y no lo
extraordinario, lo que está ahí y pasa desapercibido (como si no pasara
nada) y no eso que estaría en el orden de la sorpresa y del acontecimiento.
Hay una cita muy interesante de Raymond Queneau, una cita que pertenece a
un texto de 1938 (anterior a la fundación del grupo), y que fue usada y recontextualizada por Oulipo, concretamente en un texto de Jacques Roubaud,
de 1981, que se titula “La matemática en el método de Raymond Queneau”.
La cita dice lo siguiente:
“Otra idea bien falsa que circula actualmente es la de la equivalencia que se
ha establecido entre la inspiración, la exploración del subconsciente y la
liberación, entre azar, automatismo y libertad. Ahora bien, esa inspiración
que consiste en obedecer ciegamente a todo impulso es en realidad una
esclavitud. El clásico que escribe su tragedia observando un cierto número
de reglas que conoce es más libre que el poeta que escribe lo que se le pasa
por la cabeza y es esclavo de otras reglas que ignora”.
Cuando caminamos libremente y anotamos lo que se nos pasa por la cabeza
somos esclavos de reglas que ignoramos. Por eso necesitamos imponernos
reglas, para que no sean esas que ignoramos (y que nos constituyen) las que
guíen la mirada.
Así que nuestras salidas de campo tenía reglas relativamente estrictas, y eso,
como decía Queneau, por mor de una atención que libere a los estudiantes de
esa libertad del impulso, la espontaneidad, la inspiración, el capricho, la
emoción o la facilidad, esa que simplemente nos hace obedecer a reglas que
alguien ha introducido en nosotros y que en realidad ignoramos.
Pero además, el rigor de los protocolos es también una apuesta por la
igualdad escolar. Cuando los protocolos son estrictos, todos los estudiantes
son iguales por una razón muy sencilla: porque todos se someten a la misma
tarea. De hecho, como se dice ahora, en mis clases hay alumnos de perfiles
muy distintos. Pero los protocolos suspenden esos perfiles distintos, los
ponen entre paréntesis, al menos por un tiempo, y hacen que todos se
entreguen a las mismas tareas. De ahí que el aula funcionase, en el mejor de
los casos, como una especie de colectividad de pensamiento en que no
contaba lo que era o lo que sabía cada uno sino lo que entre todos éramos
capaces de hacer juntos cuando nos poníamos, en plano de igualdad, a leer
los mismos textos, a caminar a la orilla del mismo río, a hacer mapas con las
mismas reglas, a conversar sobre las mismas lecturas y las mismas
caminatas, y a pensar sobre los mismos asuntos.
Karen.
En una de las primeras clases de la misma asignatura, vimos un vídeo que tú
realizaste, denominado Ensuciarse la lengua, con base en un viaje con Jan
Masschelein (y sus alumnos de Educación) y con Wim Cuyvers (y sus
alumnos de Arquitectura), a la ciudad de Tirana, en Albania. El vídeo me
interesó por varios motivos, entre ellos el hecho de que el mismo se
mostraba disonante en relación a tu propuesta en las asignaturas en cuyos
trabajos de campo yo estaba participando.
Al comentar el vídeo, de una manera modesta y generosa para un intelectual,
lo describiste como un intento de hablar de una metodología, identificaste un
tono que tiene que ver con el propio cansancio, con la propia incapacidad, y
señalaste cierto narcisismo expresado en la idea de mirar desde fuera.
Señalaste, igualmente, la ausencia de objetividad y de materialidad. Esta
constatación parece haberle dado forma a los protocolos, claros y
obligatorios, en todos tus trabajos de campo. ¿Podrías hablar un poco sobre
ese cambio de “tono” en la manera como planteas las salidas de campo de
tus asignaturas?
Jorge.
Jan me invitó a Tirana para que le ayudase a pensar qué es eso de “leer una
ciudad”, aunque ya sabes que ahora ya no habla de “leer” sino de “copiar la
ciudad”. Para contextualizar mi respuesta a tus preguntas, y aunque me dé un
poco de vergüenza, transcribiré algunos fragmentos del texto en off que en el
video se superpone a una serie de imágenes tomadas a lo largo de mis
caminatas. El primer fragmento tiene se refiere al ejercicio como una
composición entre caminar, mirar y escribir:
“Caminar, mirar y escribir. Hay que caminar. Hay que escribir. Construir
imágenes con palabras, poner en negro sobre blanco lo que sale al paso, que
salta a los ojos. ‘Leer Tirana’ es establecer una cierta relación entre
caminar, mirar y escribir. Y pensar en ella”.
El segundo fragmento cuenta la manera como los estudiantes establecieron
sus protocolos (cada uno de los participantes tenía que fijar lo que iba a
mapear y cómo):
“Alguien va a leer la ciudad por los perros abandonados. Quiere buscarlos,
seguirlos, ver dónde están, qué es lo que hacen y por dónde se mueven, pasar
la semana en su compañía. Trae en la mochila, una cita muy hermosa de
Koltès y un libro sobre los cínicos, esos pensadores que se identificaron con
los perros. Lo que quiere es que sean los perros abandonados los que le
digan algo sobre la ciudad.
Alguien va a fotografiar los agujeros del suelo, llenos de basura. Tirana está
llena de agujeros del tamaño de una boca de alcantarilla. El colorido de la
basura en el fondo, enmarcada por la forma regular del agujero, les da un
aspecto de cuadros en una exposición. Quiere mirar esos agujeros, hacer el
mapa de donde están, fotografiarlos.
Alguien va a recorrer la ciudad describiendo sus estados de ánimo en forma
de colores. Quiere colorear emocionalmente el mapa de Tirana. El primer
día ha sentido, sobre todo, dolor de cabeza.
Alguien que va a buscar el lugar cualquiera, allí donde nada se destaca,
donde nada se singulariza, donde no hay nada que leer, nada que mirar, nada
que sentir, nada que escribir. Donde cualquier condición turística se
encuentra con su imposibilidad, con su límite”.
A continuación, la manera como cada uno de esos personajes mostró al final
lo que había hecho (excepto el buscador de perros, al que yo llamé el cínico
distraído, y que abandonó la tarea que él mismo se había propuesto y se
dedicó a hablar con la gente):
“El pintor de agujeros extiende una alfombra hecha con sus fotos y, al lado,
construye un agujero con algunas basuras que ha recogido durante sus
caminatas.
La chica sensible expone sus diversas tentativas para conectar su repertorio
emocional con la materialidad de Tirana.
El no turista presenta una cinta de audio en la que ha grabado periódicamente
el material que se encuentra a su alrededor. Cada diez horas de caminata por
los lugares cualquiera de Tirana se han convertido en cinco minutos de un
ritmo extrañamente neutro y obsesivo: hormigón, hormigón, hormigón,
ladrillo, hormigón, hormigón”.
Transcribo ahora, para terminar, la manera como yo mismo, en el video,
contaba lo que había pasado en el ejercicio:
“Los lectores de Tirana han hecho que la ciudad les diga algo. Y lo han
escrito. Sus representaciones son torpes, improvisadas, inacabadas,
seguramente banales. Pero durante una semana han recorrido la ciudad y, en
ese recorrido, han puesto en juego su lengua, su mirada y su pensamiento.
Distintas ficciones de Tirana, distintas lecturas. A la vez objetivas y
subjetivas, sistemáticas y aleatorias. Todas ellas singulares. La ciudad
cualquiera se ha convertido en esta ciudad: la que nuestros pasos han
recorrido, la que nuestros ojos han visto, la que nuestras palabras han
escrito. En estas lecturas está la ciudad, la materialidad de la ciudad, pero
está también el cuerpo de sus lectores. Y su lengua. Y su atención. Por eso
estas ficciones son verdaderas”.
Lo que me pasó es que yo no fijé ni un tema ni unos protocolos. Me dediqué
a caminar sin reglas. O con reglas que iba inventando sobre la marcha. Y eso
hizo que no pudiera salir de mis propios automatismos, de mis maneras
constituidas de caminar, de mirar y de escribir. Por eso digo a veces que no
fui capaz de escribir otra cosa que lo que ya sabía escribir, o que no fui
capaz de mirar otra cosa que lo que ya sabía mirar. No fui capaz ni de ir más
allá de mis modelos literarios (en el caso de la escritura), ni de mis
estereotipos visuales (en el caso de la filmación). De ahí el tono de
cansancio y de sinsentido que atraviesa el video. Y ese motivo recurrente de
que todo lo que soy capaz de escribir y de filmar es “falso”. Por ejemplo:
“Otra vez una serie de tarjetas postales. Mi mirada es demasiado casual,
demasiado arbitraria. Mis palabras se agotan en la descripción de escenas
dispersas e insignificantes. Juego a escritor en una ciudad que me dice: nada.
Juego con mi cámara en una ciudad que me muestra: nada. A la pregunta: y tú
¿qué piensas? no sabría qué responder. Estoy fascinado por mis lectores, por
lo que les pasa, por lo que dicen, por lo que ven, por lo que piensan, pero yo
mismo no sé leer otra cosa que mi propia incapacidad de leer”.
Hace mucho tiempo que no reviso ese video, pero las últimas veces que lo
vi ya me pareció demasiado solemne, demasiado grandilocuente, demasiado
“personal” en el mal sentido de la palabra. Creo que al ejercicio le hubiera
convenido una voz más humilde, más precisa, más sobria, menos autocentrada. Tienes razón en que hay como un narcisismo en toda la filmación,
como un mirarse constantemente el ombligo, como una voz demasiado
“subjetiva” también el mal sentido de la palabra. Digamos que quise hacer
de “artista”, de escritor y de cineasta, y no me salió, y me dediqué entonces a
impostar ese tono tan convencional y tan falso del “artista que siente la
imposibilidad de ser artista”. Y lo que aprendí es que tenía que haber
trabajado no como artista sino como mapeador, es decir, no dándome tanta
importancia a mí mismo y tratando, simplemente, de estar atento y de hacer
el trabajo honestamente. Pero yo quería hacer una peli, y ya sabes cómo esa
pretensión es traicionera…
LETRA
R
Refugio
Repetición
Reprimenda
Retrógrado
Ricos
Ruina
Refugio
Karen.
Me gustaría abrir esta palabra, fundamental en la asignatura Antropología
Cultural, con un fragmento de “La muralla”, del poeta cubano Nicolás
Guillén, al que hiciste referencia en clase:
¡Tun, tun! -¿Quién es? -Una rosa y un clavel... / ¡Abre la muralla! / ¡Tun, tun!
-¿Quién es? -El sable del coronel... / ¡Cierra la muralla! / ¡Tun, tun! -¿Quién
es? -La paloma y el laurel... / ¡Abre la muralla! / ¡Tun, tun! -¿Quién es? -El
alacrán y el ciempiés... / ¡Cierra la muralla! / Al corazón del amigo, abre la
muralla; / al veneno y al puñal, cierra la muralla; / al mirto y la yerbabuena,
abre la muralla; / al diente de la serpiente, cierra la muralla; / al ruiseñor en
la flor, abre la muralla...
Al anunciar “refugio” como una categoría central en Antropología Cultural,
las preguntas fueron: ¿de qué protege, para qué protege e por qué es
educativo? Concretamente, en la parte del programa dedicada a la
evaluación se dice:
El trabajo final en grupo consistirá en la exposición pública de las
observaciones y registros realizados durante el trabajo de campo y en la
formulación de una “idea para un refugio educativo” que deberá ser
desarrollada y justificada ante el resto de la clase. En esa idea deberá estar
claro “de qué” protege ese refugio y “para qué” se instituye. Deberá estar
clara también la idea de educación que lo fundamenta, es decir, el por qué
ese refugio es educativo (o está diseñado para acoger la educación).
Así, voy a empezar por el poema, que trata sobre lo que se quiere y no se
quiere que pase la muralla, a qué se abre y a qué se cierra la muralla. Y mi
primera pregunta es si podrías esbozar el sentido de las tres preguntas que
movilizaron ese concepto.
Jorge.
Para responder a la primera pregunta, de qué protege, tal vez sea suficiente
remitir a la palabra “ogro” de este mismo diccionario. De ahí lo de abrir la
puerta y cerrar la puerta. Los muros no solo encierran sino también protegen.
Esa idea va contra una de las metáforas preferidas de mi generación que
ahora se ha convertido en un lugar común, eso de derribar muros y de abrir
ventanas. Ahí donde había un muro teníamos que correr enseguida a
derribarlo, y ahí donde había una puerta cerrada teníamos que acudir a
abrirla. Pero los muros encierran, pero también protegen, a veces también
son barricadas, muros de protección, paredes que crean refugios, y tal como
está la cosa tal vez no sea del todo idiota pensar un los dispositivos
educativos como refugios, como lugares que protegen, o custodian, o
albergan, algunas cosas que están amenazadas y en peligro de extinción.
La segunda pregunta podría desdoblarse: qué protege un refugio educativo y
para qué protege. Puesto que el asunto del curso era la transmisión
(educativa) del mundo, podríamos decir que un refugio educativo protege “el
mundo”, es decir, las materias de estudio o los objetos culturales, las cosas
lindas e interesantes que se disponen para la contemplación, el estudio, el
ejercicio.
Karen.
La idea de refugio también se relaciona con la creación o la preservación
del tiempo libre, que se opone a una idea de movilización y de movimiento.
Dijiste, en cierto momento, que nuestro mundo es hiperactivo, que combate
todo el tiempo la melancolía y la tristeza, y también todo tipo de pausa, de
espera. En el medio de tanta “dinamización” y de tanto “carácter positivo”
atribuido al movimiento constante de personas y de cosas, ¿podrías
aclararnos cuál es la importancia de ese combate?
Jorge.
En un mail que envié para aclarar el asunto de la disciplina en lo que tenía
que ver con los dispositivos educativos en los que se produce la transmisión
del mundo (y aquí puede verse la palabra “transmisión” de este diccionario),
dije lo siguiente:
Lo que haremos, entonces, será estudiar las características de los
dispositivos educativos, fundamentalmente en lo que tiene que ver con la
separación de tiempos y espacios, y con la vinculación a un objeto de tipo
cultural. Estudiaremos también algunas de las características de la sociedad
contemporánea que dificultan (y, a veces, se oponen) a la constitución de ese
tipo de dispositivos. Y analizaremos esos dispositivos, en especial, en su
cualidad de refugios, de asilos, de abrigos, de espacios de acogida o de
amparo, de lugares relativamente separados y protegidos.
Se tratará de pensar la educación social como la constitución de refugios
educativos, es decir, en cierto modo, como educación a-social. De hecho,
una de las tesis del curso será que la educación, para ser educación y no otra
cosa, tiene que ser, necesariamente, a-social. Con ello trataremos de
problematizar lo que podríamos llamar el sentido común, o la doxa, o los
discursos y las prácticas dominantes de la educación social.
La idea que yo quería colocar encima de la mesa es que la educación como
transmisión del mundo exige que haya una vinculación a un cierto objeto
cultural. Y es esa vinculación lo que protege. Pero para que pueda haber esa
vinculación hacen falta ciertas condiciones. Por eso hay que luchar contra la
movilización, contra la aceleración, contra el ansia de resultados, contra el
imperativo de la utilidad (social). Y tal vez las condiciones primeras sean el
tiempo libre, no productivo, y el espacio público, no privatizado ni
destinado a relaciones privatizadas con el mundo.
Siempre me ha gustado eso de los refugios, de los lugares que albergan y
protegen a los fugitivos, a los que huyen. De hecho siempre he tenido cierta
simpatía por los fugitivos y por todas las modalidades de fuga mundi que
están en la base de muchos intentos de crear, en la separación y en el
apartamiento, formas de vida diferentes.
Hace algunos años, atravesando la Plaza Bolívar de la ciudad de Bogotá,
pensé en que a lo mejor podrían aplicarse a la educación algunas de las
palabras que más había oído durante mi estancia en Colombia. La primera
palabra era “desmovilización”. Como se sabe, el país está lleno de
“desmovilizados” tanto de la guerrilla como de los grupos paramilitares.
Esas personas habían sido, algún día, movilizadas, es decir, habían sido
arrancadas de su vida habitual para ser incorporados a alguno de los grupos
armados en lucha. Esas personas, podríamos decir, habían sido sacrificadas
a la lucha en tanto que habían sido convertidas en “fuerzas armadas”. Y
ahora habían abandonado las armas, habían dejado de luchar, se habían
“desmovilizado”, ya no tenían que sacrificarse por ninguna causa, ya no
formaban parte de ninguna fuerza ni tenían ninguna fuerza. Y tal vez la
educación tenga que ver con la desmovilización, con el desarme, con el
abandono de la lucha. La educación desmoviliza a la infancia (o, tal vez,
produce la infancia en tanto que desmovilizada), desmoviliza el mundo
(produce el mundo, el saber sobre el mundo, la atención y el cuidado del
mundo en tanto que desmovilizado o, dicho de otro modo, ofrece una
relación desarmada con el mundo), y se convierte en un refugio, en un lugar
en el que no hay que luchar, en un lugar para los desmovilizados.
La segunda palabra que escuché continuamente era “desplazamiento”. Como
se sabe, las periferias de las ciudades colombianas están llenas de
desplazados. Los desplazados son aquellos a los que la violencia (muchas
veces depredadora, en tanto que se centra en la ocupación de la tierra) ha
expulsado de su tierra y de su casa. Los desplazados abandonaron su tierra
porque allí no podían vivir en paz y se arriesgaban a ser violentados,
asesinados o movilizados. Se fueron buscando un lugar a salvo. Por eso
ahora no tienen lugar o, simplemente, están fuera de lugar. Lo único que los
caracteriza es, simplemente, el estar desplazados. Y me pareció que la
escuela tiene que ver, también, con esto: con ser un refugio para los
desplazados, para los fugitivos de las guerras y de los territorios de lucha. Y
ahora que vivimos la época de la movilización total y en la que todos los
territorios son escenarios de guerra, quizá no sea del todo impertinente
reclamar un lugar fuera-de-lugar en la que el estar desplazado fuera una
oportunidad para una relación no violenta (y de no propiedad) con el mundo
y con uno mismo.
La tercera palabra era “paz”. Pero en el sentido de “que nos dejen en paz”,
de no querer participar en guerras en las que nosotros ponemos los muertos
(los movilizados) y otros hacen los beneficios. Y eso me hizo pensar en los
“refugios de paz” o “treguas de paz” de la Edad Media. Creo que hoy es
urgente reclamar un lugar para los que no quieren luchar, para los que no
están ni a favor ni en contra, para los que no viven la vida como una guerra,
como un combate, como una competición, como un sacrificio. Yo creo que la
educación como transmisión del mundo no es lucha o, mejor aún, que solo
hay educación si hay suspensión de la lucha, de cualquier tipo de lucha.
Pero ya sabes que esta idea de refugio educativo fue nuestro mayor fracaso
en el semestre que compartimos. A veces, el profesor también fracasa. Y
creo que tiene que ver con que no es fácil intentar pensar la educación como
la creación de un espacio-tiempo separado para formas de transmisión
separadas de los imperativos de la economía, de la política o de la
sociedad. De hecho, los discursos que dominan en la educación social tienen
que ver con la vinculación a la sociedad, con la integración, con la
inserción, con la inclusión. Y lo que nosotros hicimos fue proponer la
construcción de un refugio no para integrarse en la sociedad sino para salir,
por un tiempo, de los imperativos sociales y, a partir de ahí, poder pensar en
otras formas de pensar “lo social” o de estar en “lo social”, sea eso lo que
sea. La hipótesis de una educación a-social quizá era demasiado radical, o
quizá yo mismo no la tenía lo suficientemente clara como para sugerirla a los
estudiantes y convertirla, de alguna manera, en un ejercicio de pensamiento,
en algo que diera a pensar.
Repetición
Karen.
Vimos un documental del cineasta Johan van der Keuken, titulado El ojo
sobre el pozo (al que volveremos en la palabra “transmisión”). Van der
Keuken sigue a una especie de usurero por el interior de la India y, en ese
trayecto, graba varios tipos de “escuelas”. Una escuela de baile, otra de
artes marciales, una escuela de niños: situaciones de enseñanza y
aprendizaje en espacios diferentes. Hay varias entradas posibles para esa
película. Podría utilizarse, a título de ejemplo, para discutir la palabra
“dietética” en este diccionario, pensando en los regímenes corporales
implicados en esas actividades, o incluso en aquello que entra o no “por la
puerta”. Igualmente, tendríamos otra entrada posible en la palabra
“disciplina”, al observar las reglas de funcionamiento y transmisión en esos
ámbitos.
Volviendo a mi cuaderno de notas (ese volver a las clases, al cuaderno, a
nuestras conversaciones, tienealgo de repetición, ¿no?) veo que en la clase
de Antropología Cultural en la que exhibiste la película, tu argumentación
giró en torno de las prácticas, los modos de hacer, de cómo las cosasse
deben aprender de cierta manera y no de cualquier manera, etc.. Enfatizaste
una idea de “transmisión”, otro vocablo presente en este diccionario.
Tras este preámbulo, me gustaría que hiciéramos bifurcarse esta palabra en
dos veredas (inspirada en el jardín de Borges, en el que los futuros
dependían de los pasados escogidos). Una de ellas es pensar contigo en
cómo repetir parece algo bastante escolar. Veamos algunas palabras de ese
ámbito: relectura, reescritura, reflexión, reinicio, y también acciones, como
copiar, memorizar, subrayar, hacer de nuevo.
La otra es que, en la película, los gestos de repetición no estaban presentes
solamente en el espacio escolar formal. En verdad, aparecían visualmente
más claros, incluso, en los otros espacios, como en la escuela de artes
marciales. En una escena bastante impactante, los maestros repiten un gesto
en la cabeza de los chicos-discípulos mientras entonan una especie de
oración.
Jorge.
Sé que no se estila, pero la repetición es esencial. La lectura y la escritura
aún permiten ese gesto pedagógico antiguo, el imperativo de la repetición:
léalo otra vez, escríbalo usted de nuevo, piénselo otra vez. La importancia
de la relectura, de la reescritura, del pensar como repensar. Lo que pasa es
que la repetición es percibida por los estudiantes como una cierta violencia,
como un cierto castigo, acostumbrados como están a ir de una cosa a otra, a
la novedad permanente, a entender la lectura como información, como
contenido, o como pre-texto para la opinión, para el juicio. A entender la
escritura como redacción de textos de trámite: de usar y tirar. En la lectura,
la repetición supone humildad, concentración, respeto, atención a la
literalidad, amor a los detalles, y el reconocimiento de una cierta autoridad
del texto. La repetición tiene algo de meditación, de esa meleté que era
fundamental en la ejercitación antigua. Y el estudio implica repetición. La
repetición es constitutiva del estudio. El estudiante o el estudioso, a
diferencia del mero lector, repite.
Como sabes, exijo traer los textos ya leídos, subrayados, anotados. Y el
hecho de empezar una clase pidiendo a los estudiantes que lean en voz alta
sus subrayados es ya una forma de repetición. Lo mismo ocurre con las
películas que vemos en clase, que mi primera instrucción es pedir a los
estudiantes una especie de subrayado visual, que recuerden y repitan, en voz
alta, la imagen, o la escena, que más les ha interesado, que más ha llamado
su atención. Hemos desarrollado eso en la palabra “subrayado” y en la
palabra “literalidad”.
Por otra parte, a lo largo del curso, muchas veces dudo si seguir adelante,
repetir o volver atrás. Si pasar al siguiente texto, si repetir el que acabamos
de leer, si volver a un texto ya leído pero que ahora puede sonar de otro
modo y resonar con otros textos. Lo mismo que me ocurre cuando leo algo
que me gusta. Por un lado, tengo ganas de seguir adelante, de leer lo que
sigue, de continuar la lectura. Pero también tengo ganas, al mismo tiempo, de
releer las páginas que acabo de leer, de detenerme un poco más en ellas.
Además, en la segunda lectura, o en el segundo visionado, se puede atender a
otras cosas. Como profesor, al terminar el curso siempre tengo la impresión
de que habría que repasarlo otra vez, habría que volver a empezar por el
primer texto, por la primera película. Como si el curso fuera una línea, un
recorrido, pero también, al mismo tiempo, un círculo, un ciclo. Que el curso
debería cursarse dos veces. Y ese es, creo, uno de los privilegios del
profesor, que puede repetir el curso al año siguiente, que puede convertir el
curso que imparte en un ejercicio de repetición para sí mismo.
Lo que ocurre es que no hay tiempo para repetir. Algo de eso hemos dicho en
la palabra “tiempo”. Además, cuando sugiero a los estudiantes de ver otra
vez, en casa, la película que hemos visto juntos en el aula, eso casi nunca
funciona. Nadie tiene tiempo para repetir o, quizá, todo el mundo considera
la repetición como una pérdida de tiempo. Por eso no se puede suponer la
voluntad de repetir y, a menudo, hay que obligar a la repetición, hay que
proponer ejercicios de repetición, ejercicios que exijan la repetición.
Sobre las repeticiones en la película de Van der Keuken, aunque habría que
analizar cada una de las “escuelas” que aparecen en su especificidad, la
repetición tiene que ver, como bien dices, con la disciplina. Pero también
con el tipo de prácticas tradicionales que se transmiten y que tienen que ver,
desde luego, con repetir la tradición, con seguir haciendo lo que ya se hacía
y del mismo modo en que se hacía. Una repetición que es propia de las
sociedades tradicionales que son, en cierto sentido, neófobas, que tienen
fobia de la novedad, a diferencia de las sociedades modernas que serían
neófilas.
Pero todo estudioso sabe que el estudio tiene algo de culto, y el culto
implica la repetición. En toda mirada estudiosa hay un re-mirar (en francés
mirar se dice regarder, la repetición que guarda), para poder ver hay que rever. Y en toda lectura estudiosa hay un releer. Para el estudioso, el libro que
acaba de leer le dice siempre au revoir, hasta la vista, hasta que nos
encontremos otra vez. El libro siempre te dice que tienes que volver, que regresar. Por eso la lectura estudiosa no es solo in-gresar en el texto o progresar en el texto, sino re-gresar al texto. En la repetición estudiosa hay una
especie de perseverancia, de tenacidad, de insistencia, pero también de
respeto. Respetar es re-spectare, también volver a mirar. Lo que merece
respeto es lo que se mira varias veces. Un libro que no merece ser releído, o
una música que no merece ser re-escuchada, quizá no valgan la pena. En El
libro de la almohada, de Sei Shonagon, ese libro que tú conoces bien y que
fue escrito por una dama de una corte japonesa en el siglo X o en el siglo XI,
se dice que una de las cosas que hacen estremecer el corazón es “la segunda
visita de un amante”. Solo en la repetición alguien se convierte en amante,
porque solo aquello que se puede repetir merece ser amado. El estudioso
sería un practicante de un culto no-religioso (fíjate que la palabra religión,
de re-ligare, también tiene el re de la repetición). Un culto que es, más bien,
un modo de existencia, un modo de relacionarse con las cosas del mundo.
Lo que ocurre es que la sociedad actual devalúa la repetición porque nos da
todo en la forma del consumo. Y lo que se consume, por definición, no se
repite, a no ser en el modo gregario del uso reiterado. El marketing está
organizado para que nada se repita y para que todo se use y se tire, para que
cualquier cosa se agote en su uso. Por eso nuestra sociedad es enemiga de la
permanencia. Y la repetición es una práctica de permanencia. En ese sentido
está ligada a la re-memoración y al re-cuerdo (otras palabras con el re de
repetición).
Y podríamos decir, desde ahí, que la transmisión misma es repetición. Una
repetición que es renovación, desde luego, porque no hay repetición que no
sea una diferencia. Nadie lee dos veces el mismo libro, nadie mira dos
veces la misma peli, nadie escucha dos veces la misma música, porque la
segunda vez siempre tiene la forma de un “otra vez, de nuevo”, siempre tiene
algo de primera vez. Pero transmitir es hacer que algo se repita, que algo
permanezca, justamente para que pueda ser renovado y no se pierda
irremediablemente.
Karen.
Manoel de Barros, un poeta brasileño de poemas peculiares, repletos de
neologismos, y cuya obra conoces tan bien, pues escogiste la difícil tarea de
traducirlo al español, tiene el siguiente verso, en una poesía llamada “Una
didáctica de la invención”:
“Repetir, repetir… hasta que quede diferente. / Repetir es un don del estilo”.
En el sentido opuesto de la perspectiva según la cual repetir es lo contrario
de crear, ¿no sería posible “leer” en las palabras del poeta que repetir
también podría abrir espacio al pensamiento y a la invención?
Jorge.
Son magníficos esos versos de Barros, sí, y casi hacen prescindible todo lo
que hemos dicho en esta palabra. A mí me recuerdan siempre al elogio de la
repetición que hace Deleuze en la P de profesor de su Abecedario. Ya sabes:
horas y horas de preparación, de repetición, para diez minutos de
inspiración. Cada vez que leo eso pienso en los músicos de jazz: cuanta
disciplina para poder improvisar. Recientemente vi el documental de Nelson
Pereira sobre Tom Jobim, A luz do Tom, y me impresionó la cantidad de
tiempo que dedicaba a estudiar, es decir, a repetir. Vuelvo a Deleuze:
“Un curso está hecho de repeticiones, se repite vaya. Es como en el teatro,
como en las cancioncillas, hay repeticiones. Si uno no ha repetido mucho no
se ha inspirado en absoluto. Ahora bien, un curso implica momentos de
inspiración (…). Pero eso no se hace por sí solo, hay que repetir, hay que
preparar, hay que repetírselo en la cabeza”.
Normalmente se asocia la repetición al aprendizaje de habilidades. Pero está
implícita en todo aprendizaje y, desde luego, es fundamental en el estudio. Y
en la creación. Nada viene de la nada. Solo los perezosos piensan que
repetir es lo opuesto a crear. Manoel de Barros lo sabía. Todo profesor, todo
estudiante y todo artista lo saben.
Reprimenda
Karen.
Algunos de los mejores momentos en clase fueron tus reprimendas. No es
que fuesen momentos dulces, pero como profesora es interesante observar
los gestos que hacen de un profesor, un profesor. Y uno de ellos es la
reprimenda, la bronca, como decimos comúnmente en portugués.
Algunas eran por e-mail, otras en directo, pero nada les quitaba legitimidad.
Desfilaron todas por allí, a lo largo de los días: las generacionales, que
forman parte de aquel foso que solo se hace más profundo entre nosotrosy
nuestros alumnos con el pasar de los años y la ampliación de nuestra
diferencia de edad; las de la atención, motivadas por las conversaciones al
oído, por los teléfonos móviles, por los auriculares, por las cabezas mirando
para atrás; las del pensamiento, cuando sabes que en aquel lugar hay apenas
un cuerpo y nada más; las de las tareas, cuando te ves obligado a seleccionar
“voluntarios” en medio de una clase inmóvil; las de los ejercicios, cuando
está claro que la tarea de subrayar el texto la hicieron mientras escribías las
primeras palabras en la pizarra; las de largo plazo, cuando ya han pasado
varias semanas y nadie tiene definido aún el tema del trabajo final; las de
cuño moral, sobre la falta de compromiso en los estudios y la
desmoralización del mundo en el que se vive...
Vuelvo a decir que tus reprimendas se cuentan entre los mejores momentos
de tus clases por el interés que me despertaron en relación a lo que es
posible ver del otro en un oficio que yo también ejerzo. Por otro lado, yo era
esa tercera persona -como describiste en el vocablo con mi nombre- que
sabía cosas de los alumnos a las que tú no tenías acceso y que, por eso,
sufría bastante con ellos, en algunas de esas situaciones. Podrías hablar
sobre el sentido de esas reprimendas en el trabajo del profesor y sobre la
razón por la que han conquistado un lugar en este diccionario.
Jorge.
La enumeración que haces de los motivos de mis reprimendas me lleva a
pensar que todas ellas tienen que ver con la dedicación al trabajo y con la
responsabilidad con las tareas asumidas. Digamos que lo mínimo que un
profesor les puede pedir a sus alumnos es que estén presentes en la clase
(eso que hemos desarrollado en la palabra “atención” y, sobre todo, en la
palabra “presencia”) y que hagan las tareas a las que ellos mismos se han
comprometido. Por eso mis reprimendas están relacionadas con la sensación
de fraude, de juego sucio o, como diría Fernando, de impostura (y no solo
conmigo). Y tal vez también, por qué no decirlo, con la sensación de falta de
respeto hacia mí como profesor, hacia lo que hay sobre la mesa como
materia de estudio, hacia la sala de aula como lugar que exige una cierta
responsabilidad pública, y hacia ellos mismos como estudiantes. Algo como:
respeten a su profesor (y a sus maneras, tal vez torpes, de hacer las cosas
con cierta seriedad, no de cualquier manera), respeten los textos y las pelis
(que han sido elegidas con mucho cuidado, que no son cualquier cosa),
respeten el lugar en el que estamos (un lugar público, un lugar de palabra, y
no de cualquier palabra), respétense a sí mismos (y al privilegio que tienen
de poder dedicar un tiempo de su vida al estudio).
Las reprimendas, en definitiva, tienen que ver con tratar de establecer o de
re-establecer, una y otra vez, qué es lo que estamos haciendo ahí y a qué nos
obliga o nos compromete. Además, creo, el tono de mis reprimendas no es
tanto de agresividad como de tristeza y también, por qué no decirlo, de un
cierto cansancio. Pero si esta palabra aparece en el diccionario es porque
me gustaría tematizar muy brevemente si la reprimenda forma parte del
oficio de profesor y, sobre todo, qué tipo de reprimenda. Y es ahí donde esta
palabra podría ser leída junto a “cascarrabias”, junto a “descuidado” y junto
a “sermón”.
Hay un texto célebre de Theodor W. Adorno, una conferencia que se emitió
radiofónicamente en 1965 y que se titula “Tabúes sobre la profesión de
enseñar”, en el que se habla de ese imaginario del profesor como “tirano de
escuela” o incluso como “tamborilero de nalgas” o “apaleador de criaturas
indefensas”. De hecho, Adorno relaciona casi todas las formas de
menosprecio a los profesores con imágenes de su función disciplinaria. Esta
imagen, dice Adorno:
“Presenta al maestro como alguien físicamente más fuerte que golpea al más
débil. El maestro, digámoslo así, no juega limpio. Tiene la ventaja de su
saber frente al de sus alumnos, una ventaja de la que se aprovecha
ilegítimamente, puesto que es inseparable de su función, en tanto que lo que
en realidad hace es extraer de ella una autoridad de la que le resulta difícil
prescindir”.
Aquí Adorno se refiere a la disciplina como una demostración de fuerza y
como una conducta, digamos, ventajista. El profesor puede permitirse el
castigo (que siempre será una versión débil del castigo físico) porque es más
fuerte y porque lo necesita para mantener su autoridad. Un poco más
adelante, sin embargo, aparece la reprimenda, pero ésta ya no está del lado
de la fuerza sino de la debilidad. Y es que el trabajo del profesor, dice
Adorno:
“Acontece en la forma de una relación inmediata, en un dar y un recibir, a la
que nunca podrá hacer plena justicia (…). Lo que acontece en la escuela
queda, por razones básicas y de principio, muy por detrás de lo esperado
con tanta pasión”.
El oficio de profesor está incrustado en una relación inmediata y por eso el
profesor no puede separar su trabajo del afecto. Y es ahí donde está, según
parece, su carácter intrínsecamente decepcionante. Digamos que el profesor
no puede evitar, y eso por la naturaleza misma de su trabajo, sentirse
decepcionado por sus alumnos, sentir que lo que realmente pasa en sus
clases está muy por detrás, o por debajo, de lo que esperaba. Pero además,
insiste Adorno, la profesión docente ha quedado arcaicamente rezagada
respecto a la sociedad cuya representación ostenta, y es ese arcaísmo el que
suscita:
“Sus refunfuños, sus lamentos, sus reprimendas y similares; formas de
reacción que están siempre cerca de la fuerza pero que a la vez revelan
inseguridad y debilidad. Ahora bien, si el maestro no reaccionara
subjetivamente, si estuviera ya tan objetivado que ni siquiera fuera capaz ya
de falsas reacciones, se presentaría a los niños como radicalmente frío e
inhumano y sería probablemente rechazado por ellos de modo aún más
violento”.
Las reprimendas, los lamentos y los refunfuños (y yo creo que mis
reprimendas tienen algo de refunfuño pronunciado en voz alta y, desde luego,
mucho de lamento) son, dice Adorno, falsas reacciones, reacciones
subjetivas (las máquinas de enseñar no se lamentan, ni refunfuñan, ni dan
reprimendas, aunque ahora que los robots ya comienzan a estar diseñados
para tener reacciones “emocionales” tal vez no falte mucho para que también
incluyan las reprimendas entre sus respuestas). Pero también dice después
que son precisamente esas cosas las que le confieren al profesor algo de
humanidad. Digamos que la reprimenda sería propia de un profesor que aún
está ahí, sería parte de la presencia del profesor, de la manera como él
mismo, subjetivamente, está presente en lo que hace y en relación a lo que
hace.
Pero eso de la reprimenda es tan viejo como la figura del profesor. En La
hermenéutica del sujeto, Foucault trata la cuestión de la emedatio, de la
correctio, tal como aparece ya en las primeras escuelas filosóficas de la
antigüedad, donde la formación es inseparable de la corrección. La
iniciación de los jóvenes en el cuidado de sí, dice Foucault, no solo pasa por
formar sino también, y sobre todo, por corregir. Y eso porque la formación
no se plantea sobre un fondo de ignorancia (no tendría que ver,
fundamentalmente, con la transmisión del saber) sino sobre un fondo de
malos hábitos y de dependencias ya constituidas que es preciso sacudir. En
primer lugar, la corrección tiene un aspecto de transformación de la hexis, de
los hábitos. Hay todo un proceso pedagógico en el que el maestro tiene que
hacer pasar al discípulo del estatus de “no corregido” al de “corregido”. Un
paso, además, que no puede hacerse sin maestro, para el que hacen falta
maestros. En segundo lugar, la corrección se identifica con liberación. No se
trata pues de un proceso que tenga su lugar en el interior del sujeto, sino que
tiene que ver con que no sea dependiente o esclavo. Se trata, por tanto, de un
proceso en el que se pasa del estatus de “siervo” al de “libre”, entendiendo
por liberación una especie de renuncia a todas las dependencias exteriores
que obstaculizan el cuidado de sí. Por eso la emendatio implica apelar a una
especie de transfiguración o de mutación de sí. Foucault dice que la
emedatio apela a una ruptura que no se produce en el yo:
“No es dentro del yo la cesura por la cual éste se arranca a sí mismo,
renuncia a sí mismo para renacer, tras una muerte figurada, distinto de sí. Si
hay ruptura –y la hay- es una ruptura con respecto a lo que rodea al yo. Hay
que efectuarla en torno al yo para que éste no sea más esclavo, dependiente o
forzado”.
Naturalmente, con mis reprimendas, yo no apelo a una especie de
renacimiento. Pero creo que eso de tratar de convertir al alumno en
estudiante sí que tiene que ver, por seguirlo diciendo en foucaultiano, con un
actuar sobre los modos de subjetivación. La reprimenda, ese discurso un
tanto patético (y, en nuestra época casi ridículo) orientado a la corrección,
tiene también algo de cura, de terapia, pero creo que, en mi caso, tiene una
doble función. Está dirigida a los alumnos, desde luego, a corregir algunos
comportamientos, pero está orientada sobre todo a la sala de aula misma o,
si se quiere, a las condiciones mismas del estudio. Tal vez por eso, porque
eso está muy difícil, mis reprimendas tienen más de lamentatio que de
correctio y apelan, la mayoría de las veces, a una reflexión, casi siempre
inútil, sobre qué estamos haciendo aquí.
Retrógrado
Karen.
Al lector debe parecerle curioso depararse con una palabra como esta en
este diccionario. Me pediste que la colocase aquí sin muchas explicaciones.
Así que voy a dividir mi intervención en tres partes, también sin muchas
explicaciones.
La primera se refiere a uno de los textos de tu libro Tremores, titulado “Fim
de partida”. Al hablar sobre “leer, escribir y pensar” en una facultad de
educación, te adentras en debates acerca de los rumbos que la universidad ha
venido tomando. Dices que los que defienden que la universidad tiene una
función social y que es una institución de enseñanzay aprendizaje ciertamente
tienen razón. Pero te preguntas si también el pensamiento tiene una función, y
al mismo tiempo crees que tal función no se puede capturar
institucionalmente, y que depende de un espacio heterogéneo, creado
individual o colectivamente, para que este “acontecimiento” (el del
pensamiento) ocurra.
Sin embargo, afirmas que mucha gente está abandonando la universidad y
que te sientes “triste, impotente, cansado y vencido”. Esta conversación
podría estar en “ánimo”, pero tu cansancio me parece que está relacionado
con el hecho de estar desencantado con ese tipo de universidad, con la forma
que la universidad ha ido tomando en los últimos tiempos. ¿El hecho de ser
“contrario a lo nuevo” te coloca en una posición retrógrada?
Jorge.
Como la palabra “retrógrado” la hemos elegido para provocar (y para dejar
al lector el juicio de si es o no adecuada), tendremos que ser cuidadosos en
su tratamiento y, para eso, creo, van muy bien los caminos que me abres con
tus preguntas. De hecho, habíamos pensado en poner “reaccionario”, sobre
todo para que nos permitiera contar el uso de esa palabra por el
nacionalsocialismo hitleriano contra todos los que se oponían a la marcha
implacable del Reich hacia la conquista del futuro. Günther Anders explica
muy bien la identificación fascista de “crítica” y “reacción”:
“La denigración del crítico como saboteador reaccionario formó parte de la
táctica ideológica del nacionalsocialismo que, mediante la identificación con
el ‘movimiento’ se valoraba a sí mismo como movimiento de progreso, pues
al caracterizar la crítica como ‘eo ipso’ reaccionaria resultaba
necesariamente que el mismo régimen tenía que ser progresista”.
Además, el mismo Anders cuenta que sus posiciones eran también tachadas
de “románticas” porque sus oponentes decían que defendía, de forma un
tanto intransigente, “una concepción humana del hombre” cuando trataba de
pensar el modo como el mundo de los aparatos estaba produciendo un “tipo
humano” peligrosísimo, no solo para sí mismo, sino para lo que Hannah
Arendt (con la que estuvo casado) llamaba “mundo” y, desde luego, para el
planeta que aún nos sustenta. Y seguramente, hoy en día, también sería
tachada de reaccionaria o de romántica cualquier persona que se oponga a la
marcha suicida del turbocapitalismo depredador hacia el desastre (hacia lo
que algunos ya anuncian como el fin del mundo), y que no sustente esa
oposición al desastre en que tenemos que inventar alguna cosa (nueva) sino
en que tenemos que defender alguna cosa vieja (que hemos perdido, u
olvidado, o que nos han robado, o que está siendo sistemáticamente arrasada
a veces con nuestra colaboración entusiasta).
Así que dejaremos al lector la decisión última sobre si las posiciones que
vamos a enunciar son retrógradas, reaccionarias, románticas, conservadoras,
anacrónicas, modernas o incluso, si se me apura, pre-modernas (en la
palabra “universidad” he citado un texto del siglo XIII) y haré mía, para
comenzar, esa sentencia de Santiago Alba Rico que dice que ser de
izquierdas “es ser revolucionario en lo económico, reformista en lo
institucional y conservador en lo antropológico”.
Tras este quizá demasiado largo preámbulo, voy primero a desarrollar un
poco eso que dices de si soy “contrario a lo nuevo”. Diré, primero, que soy
contrario, sí, a la encarnizada y viejísima operación de desprestigio contra
la así llamada “escuela tradicional” (de la que el fantasma de la
“universidad tradicional” sería una de sus variantes). Esa demonización de
lo que Pennac llama “la vieja y querida escuela republicana” que se ha
venido produciendo de forma implacable en las últimas décadas y que, como
muchos estamos comenzando a sospechar, no es sino una de las caras de una
gigantesca operación de acoso y derribo a la escuela (y a la universidad)
pública tout court.
Ya está bien de presentar a los profesores como bestias autoritarias,
dedicados todo el tiempo a vigilar, a castigar y a imponer a los pobres niños
una férrea disciplina; apegados a la transmisión dogmática de unos
contenidos rígidos, excesivos, rancios y polvorientos, además de inútiles y
alejados del mundo de los niños; defensores de la memorización mecánica,
la repetición obediente y la sumisión a la autoridad; y desde luego
insensibles a las emociones, a la cultura juvenil y “a lo que pasa fuera de la
escuela”.
Frente a ese fondo de la “escuela tradicional” se enuncia siempre el mismo
chantaje, el de que los tiempos han cambiado, el de que hemos entrado en un
nuevo paradigma, el de la necesaria adaptación a lo-nuevo-inevitable. Todo
eso de que los modos de hacer de la escuela (y de la universidad) son
rígidos, estáticos e inmovilistas, mientras que el contexto social (y
económico) es cambiante, las formas culturales (y de vida) están
transformándose una barbaridad, las innovaciones pedagógicas (sobre todo
tecnológicas) son continuas. El mensaje subyacente es que la escuela (y la
universidad) están anticuadas, que tienen que renovarse, que esa renovación
significa adoptar un espíritu creativo, lúdico y, desde luego, participativo,
abierto a la sociedad y sensible a los cambios, y, desde luego, eso sí,
adoptando formas colaborativas. Hemos hablado muchas veces de cómo las
imágenes que publicitan las escuelas (públicas y privadas, de derechas o de
izquierdas) incluyen siempre niños felices, trabajando en equipo,
aprendiendo mientras juegan, preferentemente en la sala de ordenadores o en
el patio, y que están completamente elididas (seguramente por rancias y poco
atractivas) las imágenes de la sala de aula, de la pizarra o de los bancos
alineados.
Los imperativos de la época son flexibilidad, desregulación y cambio
permanente, y hay que remover todo lo que obstaculiza la revolución
pedagógica en marcha. En ese libro que ya he citado alguna vez, Escuela o
barbarie, puede encontrase una excelente exposición de la coincidencia entre
las nuevas maneras de entender a los alumnos en la escuela y las
características exigidas para los trabajadores del nuevo capitalismo
neoliberal. Las “competencias” requeridas por las empresas tienen que ver
con la flexibilidad, la creatividad, el pensamiento divergente, la capacidad
cooperativa y de trabajo en equipo, la capacidad de resolución de problemas
complejos, la capacidad para trabajar por proyectos; todo eso de saber
asumir y enfrentar retos y desafíos (con el espíritu deportivo propio de los
nuevos tiempos), de no anclarse en las rutinas del pasado ni en la estabilidad
de lo aprendido, de ser capaces de adaptarse a los cambios (y de producir
cambios), de ser innovadores, capaces de tomar iniciativas, de asumir
compromisos emocionales y, desde luego, con optimismo y pensamiento
positivo.
El lema, ya se sabe, es la sustitución de los “contenidos” (rígidos, estáticos y
relativamente duraderos) por las competencias (flexibles y cambiantes,
susceptibles de entrenamiento y reentrenamiento permanente) y, más en
general, la sustitución de la “cultura de la enseñanza” (lo que antes se
llamaba “transmisión de los saberes”) por la “cultura del aprendizaje”, todo
eso del aprender a aprender, a lo largo de toda la vida, en cualquier lugar y a
cualquier hora y, preferentemente, con la ayuda de las nuevas tecnologías (es
decir, sin esas antiguallas que son los horarios fijos, las salas de aula
cerradas, las disciplinas rígidas, o los profesores dogmáticos y exigentes).
En definitiva, lo que se corresponde con la emergencia del aprendizaje como
principal fuerza productiva (y, por tanto, capitalizada) de la sociedad del
conocimiento, o de la información, o de lo que nosotros llamamos el
capitalismo cognitivo. Esa cultura del aprendizaje incluye lo que se han
llamado “inteligencias múltiples”, entre ellas la emocional, muy funcional
desde luego en lo algunos llaman capitalismo emocional o libidinal, ese que
convierte el deseo en fuerza productiva. La lógica de quebrar los vínculos,
todo lo que es sólido y duradero, y liberar la imaginación y el deseo. Pasar
de lo sólido a lo líquido (por usar la metáfora de Bauman) y, con ello,
apuntarse al desprecio de lo viejo, de lo anticuado, de lo que dura o, lo que
es lo mismo, a la obsolescencia programada. Y, lo que es muy importante,
insistir una y otra vez que ahora es el alumno (y no el saber) el que es el
protagonista. Escuela o barbarie analiza todo eso en su desarrollo histórico,
en un relato que podría comenzar con los emisarios del futuro a los que yo
leí de joven en la facultad de pedagogía (el Aprender a ser, de Edgar Faure),
que podría tener su continuación en lo que leen ahora mis alumnos (La
educación encierra un tesoro, de Jacques Delors) y que en Barcelona vemos
todos los años cuando las empresas tecnológicas presentan sus novedades en
el Congreso Mundial del Móvil: el clarísimo y transparente programa
educativo que los heraldos del futuro están diseñando para los nuevos
tiempos. Además, el libro repasa muy bien los programas educativos de los
partidos de izquierda (completamente rendidos a lo-nuevo-inevitable) junto
con el discurso anti-institucional y anti-autoritario que sirve de cobertura
ideológica a esa “revolución educativa” que está siendo un verdadero
tsunami para la escuela (y la universidad) pública.
Frente a todo ese ímpetu revolucionario, innovador y neovanguardista lo que
me sale, cada vez más, es un impulso “reactivo” que me pone en guardia y a
la defensiva. Y cuando veo que esas ansias renovadoras se han hecho
unánimes y son universalmente compartidas por todos los poderes (el único
enemigo parece que aún es “la escuela tradicional” y, por tanto, “los
profesores anclados en sus rutinas”, de los cuales yo mismo debo ser un
ejemplo) se me pone en la cara un gesto de descreimiento como el del
porquero en el célebre incípit del Juan de Mairena de Antonio Machado: “La
verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Agamenón: de
acuerdo. El porquero: no me convence”. Porque, digan lo que digan, cada
vez está más claro que la revolución educativa en marcha es la de
Agamenón.
Con todo eso, está claro que mi respuesta a la segunda parte de tu pregunta,
eso de la “función social de la universidad”, por un lado, y lo de “abrir un
espacio para el pensamiento” por otro, solo puede ser que la universidad (y
la escuela) no solo están cumpliendo de maravillas su función social, es
decir, poniéndose al servicio de “la sociedad”, sino que están
confundiéndose con la “sociedad” misma (esa que ya se llama sociedad del
aprendizaje, del conocimiento o de la información). La universidad (y la
escuela) se parecen cada vez más a una empresa o a un shopping, con lo cual
están dejando de ser universidad (o escuela). Ya no se puede decir que la
universidad (o la escuela) esté separada de la sociedad, pero casi nadie
recuerda que es justamente esa separación la que la hacía que la universidad
fuera universidad (y que la escuela fuera escuela).
Y tal vez lo que me hace retrógrado (o reaccionario, o romántico) sea mi
empeño en mantener eso que antes se llamaba “la separación académica”, es
decir, que la universidad (y la escuela) se rigen por lógicas académicas (las
que tienen que ver con el saber, con el pensar y, si me apuras, con la verdad,
sea eso lo que sea), y que eso es lo único que puede protegerlas de su
captura por las lógicas económicas, políticas o sociales que, en esta fase del
capitalismo, son mucho más flexibles y están mucho menos reguladas.
Karen.
En una de tus conferencias en Florianópolis, en 2015, al hablar del
dispositivo escuela, y por consiguiente de la universidad, en un momento
dado dijiste que tu generación luchó por romper los muros, por derribar
todos los tipos de muros, inclusive aquellos que separan la sociedad y las
instituciones escolares. Pero que ahora ya no tienes tanta seguridad, y que tal
vez el movimiento debiese ser el contrario, el de “proteger”, de alguna
manera, esas instituciones de aquello en lo que se ha convertido la sociedad,
de una especie de shoppinización del mundo. ¿Eso no suena algo
conservador?
Jorge.
El asunto fundamental es el de la separación. Porque el engaño está en
pretender adaptar la universidad a la sociedad o en, términos más
“progresistas”, en poner la universidad “al servicio de la sociedad” o
incluso, dicho de otra manera, en poner el acento en “la función social” de la
universidad.
La escuela (y la universidad) moderna está vinculada a los principios
ilustrados. Eso quiere decir, en primer lugar, que hay que arrebatar a la
iglesia el control de las instituciones educativas. De ahí viene lo de escuela
(y universidad) pública y laica. Y también lo de diseñar el funcionamiento
de la escuela no desde el derecho de los padres a decidir qué educación
quieren para sus hijos, sino desde el derecho de los hijos a escapar de la
tutela pedagógica de los padres (o de cualquier “comunidad de creencias”,
sea esta religiosa o de cualquier otro tipo).
Pero también quiere decir, en segundo lugar, blindar la autonomía de la
escuela (y de la universidad) de cualquier interés económico o político. De
hecho, la escuela (o la universidad) solo podía tener una “función social”
(solo podía contribuir al “progreso social”) si se separaba de esa misma
sociedad que la instituía. Es esa doble separación (de la familia, de la
política y de la economía) la que fue siempre frágil, precaria y combatida,
pero solo ella podía garantizar que la escuela (y la universidad) se
organizaran según la “lógica académica” de la transmisión de los saberes, de
la instrucción de los niños y de los jóvenes, de la consecución de una
sociedad alfabetizada e instruida, y no según otras lógicas (como la familiar,
la política o la económica) que podían desvirtuarla.
Además, en tercer lugar, las luchas populares en el interior de ese marco
ilustrado consiguieron instaurar en la escuela (y en la universidad) la tercera
separación fundamental, esa que supone una escuela igual para todos, una
escuela que, en todos sus niveles, se afirma como derecho y no como
inversión, y que recibe a los niños y a los jóvenes en función de su derecho y
no de su estatus (ni siquiera de su mérito).
Y todo eso, por último, unido a los ideales republicanos que suponían que
había que conseguir las condiciones materiales e intelectuales para la
participación de todos en los debates democráticos, es decir, públicos, es
decir, libres y desinteresados, orientados a la construcción, la defensa y el
progreso de la res pública. No orientados a la defensa de los intereses
particulares y privados de cada uno, sino a ocuparse y preocuparse por los
asuntos de todos.
Esos son los rasgos fundamentales de la escuela pública o, aún mejor, son
esas separaciones las que constituyen el carácter público de la escuela (y de
la universidad) pública. Esa, y no otra, es la escuela (y la universidad)
tradicional, tan denostada. Y el modelo antropológico en el que basa y al que
aspira tiene un nombre claro y rotundo: el ciudadano (no el emprendedor,
sino el ciudadano).
Fue una idea que nunca se realizó completamente (como tampoco se
realizaron completamente otros principios ilustrados como la separación de
poderes o los derechos ciudadanos), que siempre estuvo sometida a enormes
tensiones (como todos los principios democráticos que las luchas populares
fueron consiguiendo en el interior del capitalismo y de la sociedad de
clases), pero creo que fue una invención digna y hermosa, un proyecto
interesante, que en su marco se realizaron muchas cosas bellas y justas de las
que deberíamos sentirnos herederos y orgullosos (en España, lo mejor de la
tradición pedagógica republicana, que duró tan poco), y que es preferible
tratar de conservar (críticamente, desde luego) el armazón fundamental de
esa posibilidad irrealizada que jugar a criticarlo todo, a empezar de nuevo, y
a creerse ue ese “empezar de nuevo” consiste en inventar cachivaches
“avanzados” y metodologías “innovadoras” (que es lo que mejor se vende).
Tal vez sea esa posición la que me hace retrógrado. Iván Illich usaba a veces
una vieja expresión latina: corruptio optimi quae est pessima, “la corrupción
de lo mejor engendra lo peor”. Esa frase sirve de título a una recopilación
muy interesante de sus textos teológicos y alude a una de sus ideas básicas:
la de que muchos de los males del occidente moderno resultan de la
perversión del mensaje cristiano. Pero lo que a mí me interesa no es tanto
esa tesis como ese gesto, presente en todos los movimientos reformistas
cristianos, de que algo importante, original, se ha corrompido (se corrompe
inevitablemente) y que de vez en cuando se hace necesario un movimiento de
recuperación, de restauración, de refundación, de vuelta al espíritu original.
Si el cristianismo se pervierte, el enemigo no es el cristianismo sino su
perversión, es decir, el Papa, la jerarquía eclesiástica y la curia vaticana.
Sin mantener una idea de verdad original o revelada, pienso que en la
historia de la humanidad hay algunos inventos maravillosos (entre ellos la
escuela y la universidad), que el paso del tiempo (y los intereses de unos
cuantos) los pervierte y, en algunos casos, los arrasa, y que, de cuando en
cuando, hay que tratar de repensarlos y de reactualizarlos. La idea, en
definitiva, de que lo importante es tratar de conservar la dignidad y la
belleza de la escuela (y de la universidad) frente a la voracidad salvaje de
ese capitalismo que se alimenta de la “destrucción creativa”. Sabiendo
además que, en estos tiempos, la “cultura del aprendizaje” es la doctrina
oficial de los poderes del momento (en todos los organismos municipales,
nacionales e internacionales que trabajan denodadamente por la innovación
educativa).
Me parece que no necesitamos una nueva idea (flexible, creativa, lúdica y
participativa) de lo que sea la universidad (y la escuela), sino luchar por la
(vieja) idea de una escuela pública, laica y para todos que mantenga sus
separaciones constitutivas. Lo que hace falta no es reinventar la escuela (o la
universidad), sino volver a pensar qué es la escuela (o qué es la
universidad). Tengo la impresión de que nos estamos confundiendo de
enemigo, de que la así llamada “escuela tradicional” no es sino un fantoche
agitado todos los días por los “hombres del futuro” para espantar a los niños
y a los inocentes, y que el verdadero enemigo no son los profesores a la
antigua (ya tan frágiles y completamente a la defensiva) sino esa “revolución
educativa en marcha” que está acabando con el oficio de profesor y que lo
está arrasando todo.
A los niños y a los inocentes les encanta eso de imaginar el futuro. Me
contaste que en la escuela en la que trabajas alguien montó un “árbol de los
sueños” para que los niños colgaran papelitos con frases sobre cómo les
gustaría que fuera la escuela. Y, como sabes, mis alumnos se reunían en
asamblea para imaginar y discutir “la universidad que queremos”. Pero no se
trata, creo, de soñar posibilidades y de dejar volar la imaginación, sino de
volver a pensar, una y otra vez, qué es la escuela (y qué es la universidad), y
qué hay que hacer para defenderla. Y ahí, me parece, el asunto fundamental
es el de afirmar el sentido público de ambas instituciones. Algo que, desde
luego, no tiene que ver solo con su titularidad.
Siguiendo a Illich, a lo mejor no se trata de imaginar y de crear un mundo
nuevo (en el que no quede ni rastro de los pocos vestigios de ilustración que
siglos de luchas han conseguido incrustar en el capitalismo y que son,
además, lo único que aún se le resiste un poco), sino de repensar y
reactualizar esos viejos inventos, desde luego criticables, en los que en
algún momento se encarnó algo importante para la dignidad humana. El
mismo Illich clamaba algunas veces contra la idea de futuro como
“devoradora de hombres”. Hay que decir claro que ni la escuela ni la
universidad públicas estaban al servicio del capitalismo, o del fascismo, o
del estalinismo (la única manera que tuvieron éstos de ponerlas a su servicio
fue hacerlas “funcionales” a sus modelos económicos, sociales y políticos,
es decir, corromperlas), que energúmenos los hay en todas las casas, y que
uno de los principios de la ilustración era también que las instituciones
humanas son imperfectas (y por tanto perfectibles) pero, en cualquier caso,
son mejores que los hombres que las han inventado (y, además, tienen la
capacidad de hacerlos mejores).
Karen.
Vimos recientemente una película de Pedro Costa titulada Ne change rien, es
decir, No cambies nada. Al hablar de la elección del título (por deseo de la
actriz y cantante Jeanne Balibar), el cineasta lo relaciona con Godard,
Bresson, etc. Pero lo que me llamól a atención fue precisamente sus
argumentos sobre la cuestión: el hecho de que, hoy, los títulos tienen que ser
“tienes que cambiar” o “cambia todo”. Por lo tanto, su título sigue el camino
contrario de lo que se suele oír, o esperar de cualquier cosa: que cambie.
¿Esa idea de retrógrado también podría estar relacionada con cesar un tipo
de movimiento, un proceso de aceleración desmedido, o tal vez con ir en
sentido contrario del imperativo de que todas las cosas tienen que estar en
movimiento constante?
Jorge.
En Leer con niños, Santiago Alba Rico cuenta una fábula seguida de una
moraleja.
Había una vez hace muchos años un país que soportaba un terrible dragón
que hacía vivir a los aldeanos en permanente congoja. El dragón no había
matado a nadie, pero en sus andanzas por el país:
“No podía evitar chamuscar las copas de los árboles con su aliento de fuego
ni pisotear las espigas de trigo en sazón ni derribar a veces de un coletazo un
establo o un granero. Por las noches su inhumano relincho volaba con
respiración de trueno y tumbaba las vallas; los niños se despertaban con
fiebre, las vacas daban leche agria y el agua de los ríos bajaba densa y
oscura de las montañas”.
Al rey se le ocurrió un remedio inspirado en la tradición y ofreció la mano
de su hija al caballero que acabara con el dragón y, como es de esperar,
tanto los jóvenes aldeanos animados de buenas intenciones como muchos
caballeros llegados de todas partes atacaron al dragón y sucumbían uno a
uno en el intento. Poco a poco el país se fue quedando sin sus mejores
paladines, el rey se declaró vencido y la princesa tuvo que enterrar sus
sueños de amor y de matrimonio. Pero lo que ocurrió es que la bestia no
había salido indemne de tantos asaltos, arrastraba su cuerpo por las
montañas liberando torrentes de sangre entre las patas y resoplaba un fuego
cada vez más débil. Finalmente se desplomó y murió, y entonces, cuando el
pueblo estaba celebrando la victoria:
“Un alarido salvaje interrumpió la fiesta. La noticia llegó a todas partes
apenas un instante antes que los males que anunciaba: los tártaros, solo
retenidos hasta entonces por la presencia del dragón, habían cruzado en masa
la frontera y habían invadido, matando, violando y destruyendo el país. Y no
había nadie para ofrecerles resistencia”.
La moraleja del cuento es la siguiente:
“Durante años los hombres justos, los hombres normales, descontentos del
orden de las cosas, sublevados contra tanto sufrimiento, han creído que el
enemigo era la familia, la escuela, la universidad o el estado, que
chamuscaban sus campos y alimentaban mal a sus vacas, sin percatarse de
que en realidad les estaba protegiendo de los tártaros, es decir, del
capitalismo. Éste es un poco el proceso en virtud del cual, incluso o sobre
todo desde la izquierda, los hombres justos han dejado hoy el campo
abierto”.
La moraleja se refiere también, creo, a las dificultades que la izquierda ha
tenido siempre para ser conservadora (para proteger aquello que merece la
pena conservar), y que en su lucha por un mundo mejor se ha dejado hechizar
por palabras como “revolución”, “transformación”, o “cambio” y las ha
aplicado a ámbitos en los que lo mejor hubiera sido adoptar una actitud, si
no defensiva (porque el dragón es indefendible), si por lo menos de no
ataque. En esa misma línea, en Escuela o barbarie, los autores afirman que
hay asuntos que exigen una postura conservadora precisamente contra el
carácter turborevolucionario del capitalismo. La educación, dicen, es uno de
ellos, y:
“La idea de una ilustración del pueblo, fundamentalmente a través del
sistema de instrucción pública, concebido como un derecho de la
ciudadanía, exige pensar en términos conservadores y reformistas, pero no
revolucionarios”.
La escuela pública debe ser concebida:
“Como una de las conquistas más grandiosas de la clase obrera, una
conquista que debe, ane todo, ser conservada, mimada y potenciada (…).
Además, la escuela pública tiene que ser conservadora porque su tarea es,
para empezar, conservar el conocimiento como un patrimonio de la
humanidad a que todo ciudadano, rico o pobre, debe tener derecho de acceso
(…). Hay muchas cosas en este mundo que conviene que no cambien, o que
cambien lo menos posible”.
Entre otras cosas, porque son lo único que tenemos para que los tártaros no
tengan el campo abierto (o, al menos, tan abierto).
Karen.
Es importante recordar que la frase de Pedro Costa “no cambies nada”, tiene
una segunda parte que dice “para que todo sea diferente”. Por ahora
podríamos terminar por aquí.
Ricos
Karen.
En la asignatura de Sociología de la Educación el hilo conductor era la
discusión del asunto “pobreza” (como ya quedó explícito en esa palabra tal
como aparece en este diccionario). Había una curiosa serie de ejercicios que
invertían la lógica que se esperaba en la asignatura e, incluso, en el grado de
Educación Social. Como ya mencioné en la palabra “gilipollas”, los alumnos
tenían que diseñar proyectos de prevención, recuperación, reinserción
social, que deberían planearse para los “ricos”, y no para los “pobres”. El
trabajo de campo, por ejemplo, se realizó en shoppings o grandes centros
comerciales (una de esas salidas se describe en la palabra “shopping”).
Confieso que al principio fue divertido imaginar esa especie de inversión.
Sin embargo, al seguir y orientar a los grupos, tuvimos dificultades para
construir esa lógica contraria. Tú ya explicaste tu interés en la palabra
“pobreza” en este diccionario, así que ¿porqué proponer un ejercicio en esa
asignatura con la palabra contraria?
Jorge.
Explicaré cuál fue el juego que inventé para el curso. Como ya hemos
contado en la palabra “pobreza”, el trabajo de clase consistió en leer textos
y ver pelis de distintos géneros y de distintas épocas que dieran una cierta
imagen de la pobreza. Puesto que la asignatura está en el grado de educación
social, algunos de esos textos incluían ciertas intervenciones de tipo social o
educativo sobre los pobres (de hecho, la mayoría de las “salidas
profesionales” del grado tienen que ver con trabajar con los pobres). Pero
decidí hacer el trabajo de campo en un shopping. Y decidí que el trabajo
final que los alumnos tenían que hacer en grupo fuera la formulación de un
proyecto educativo no dirigido a pobres sino a ricos. El programa de la
asignatura, tal y como estaba en el programa que los estudiantes tenían desde
principio de curso, no daba pistas sobre la naturaleza del trabajo final y
decía simplemente así:
El trabajo final de grupo consistirá en la formulación de una “idea para un
proyecto educativo” de tipo ‘re’, de tipo ‘pre’ o de tipo “psi” en un contexto
que problematice el sentido común de la educación social. En el trabajo de
grupo se prestará especial atención a la forma de su presentación.
Me pareció necesario esperar hasta que hubieran pasado algunas semanas
para contar qué quería decir eso de “problematizar el sentido común”.
Comencé diciendo que una de las palabras que más aparecen en los
discursos y las prácticas dominantes en educación social es la palabra
“necesidad”. De hecho, los pobres son aquellos que se definen por lo que
necesitan, y la mayoría de los proyectos sociales dirigidos a pobres
comienzan por un diagnóstico de las necesidades. Además, como esos
proyectos suelen estar perfilizados, es decir, dirigidos a un sector de la
población, suelen distinguirse necesidades específicas en los distintos
grupos sociales en los que se divide la categoría genérica de pobreza. De
hecho, aunque la mayoría de mis alumnos van a trabajar (si trabajan) con
pobres, los proyectos o programas en los que van a participar van a estar
dirigidos a mujeres emigrantes, a jóvenes en riesgo social, a desempleados,
a mujeres maltratadas, a niños bajo tutela, etc., cada uno de ellos, claro, con
sus necesidades (educativas) específicas.
En ese contexto, si recuerdas, leí algunos párrafos de un texto clásico de
Iván Illich que se titula Historia de las necesidades y en el que explica cómo
la ideología del desarrollo fabrica la idea del hombre necesitado, del homo
miserabilis y, en esa operación, convierte la pobreza en una categoría
operativa sobre la que puede establecerse una cohorte cada vez mayor y más
diversa de expertos y profesionales dedicados a diagnosticar y atender a las
necesidades de la gente.
A continuación lancé la pregunta de cómo se vería el mundo si
sustituyésemos la categoría de “necesidades” por la de “privilegios”.
Digamos que nuestra sociedad se la pasa visibilizando las necesidades e
invisibilizando los privilegios. Y se la pasa también interviniendo sobre los
pobres (sujetos de necesidades) y no, desde luego, sobre los ricos (sujetos
de privilegios). El que los pobres tienen necesidades forma parte de nuestro
sentido común, como también que hay que evaluar y atender esas
necesidades con prácticas de todo tipo (de vivienda, de cultura, de
educación, de inserción laboral, etc.). Las estadísticas suelen decirnos que el
desempleo afecta al 30 % de los jóvenes emigrantes o hijos de emigrantes,
pero no suelen decirnos que afecta apenas al 3 % de los blancos, nativos,
procedentes de familias con un patrimonio superior a los 100.000 euros y
con estudios universitarios de postgrado (las cifras son desde luego
imaginarias). Esta última estadística nos dice algo sobre los privilegios de
una parte de la población y, sobre todo, de una jerarquía entre grupos
sociales según la cual las necesidades de los unos y los privilegios de los
otros son dos caras de la misma moneda. Señalé también que es muy distinto
un programa político orientado a la “pobreza cero” que un programa dirigido
a “privilegios cero”. La conclusión, naturalmente, fue si la educación no
debería quizá dedicarse a combatir los privilegios de los ricos al menos con
la misma energía con la que se dedica a atender las necesidades de los
pobres, y si no podría ser interesante convertir a los ricos en objeto de la
educación social.
En ese sentido es interesante la evolución del uso de la palabra “sociedad”
que en una época significó “la buena sociedad” (el grupo de los que son
alguien, de los que aparecen en las “notas sociales” de los periódicos), pasó
después a designar a la totalidad de los individuos pertenecientes a una
cierta comunidad (la sociedad española, por ejemplo), y ahora se usa sobre
todo para designar a los pobres. De hecho, cuando se habla de “políticas
sociales” se habla, generalmente, de políticas destinadas a los así llamados
grupos desfavorecidos (no explotados, o expropiados, sino desfavorecidos).
Mi sugerencia entonces fue que tratáramos de pensar la educación social
como una serie de discursos y de prácticas destinadas a atender las
necesidades de la “buena sociedad”, unas necesidades que, desde luego,
tendríamos que diagnosticar y evaluar. Y, para poner un ejemplo me referí a
la frecuente asociación entre pobreza y peligro, las clases pobres como
clases peligrosas. Lo que hice fue sugerir asociar riqueza y peligro porque,
al menos a mí, me dan pavor todos esos jóvenes que estudian en las
facultades de económicas o de administración de empresas y que aprenden
ya los malos hábitos de su tribu, esos que nos van a joder la vida a todos los
demás en los próximos años.
Y enseguida enuncié mi propuesta para el trabajo final que consistía en
diseñar un proyecto educativo dirigido a los ricos (o a algún sector
específico de población entre los ricos) y que se definiese de la misma
forma que los que se aplican a los pobres, es decir, de tipo “re” (orientado a
la re-inserción), de tipo “pre” (orientado a la prevención) o de tipo “psi”
(orientado a la terapia). La propuesta, que enseguida envié redactada, decía
lo siguiente:
Uno de los temas de este curso (quizá el fundamental) es problematizar la
manera como los discursos y las prácticas de “lo social” y de “la educación
social” construyen “la pobreza” (desde ese punto de vista, la pobreza no es
otra cosa que “el objeto” de ciertos saberes y de ciertas prácticas, lo que
Michel Foucault llamaba una “red de saber/poder”). Desde ese punto de
vista, el objetivo del trabajo final es desnaturalizar esos discursos y esas
prácticas, distanciarlos y, por tanto, liberarlos de su evidencia. Y una de las
maneras posibles de hacer esa desnaturalización es la parodia.
Lo que haremos, entonces, es usar los discursos convencionales y
dominantes de la educación social (los discursos de tipo “re”, de tipo “pre”
o de tipo “psi”), pero no para nombrar una serie de “intervenciones
educativas” sobre “los pobres”, sino sobre “los ricos”. O, dicho de otro
modo, jugar a ver qué pasa cuando proyectamos sobre “los ricos” categorías
como “exclusión”, como “peligro” o “riesgo social”, como
“empoderamiento”, etc..
Concretamente, el trabajo final consistirá en la formulación de un “proyecto
educativo” dirigido a “ricos”, pero utilizando los mismos procedimientos y
las mismas categorías que suelen usarse para los pobres. Dicho proyecto
deberá ser de tipo “re”, de tipo “pre” o de tipo “psi”, o una combinación de
esas posibilidades.
Digamos que la idea era que ese ejercicio (al que llamé un juego de
inversión) contribuyese a eso que había llamado “problematizar el sentido
común”. Y para aclarar qué quiere decir “problematizar” añadí una cita de
Tomás Ibáñez:
“Problematizar es algo muy fácil de definir y extraordinariamente difícil de
llevar a la práctica. Se trata de conseguir que todo aquello que damos por
seguro, todo aquello que se presenta como incuestionable, que no suscita
dudas, que, por lo tanto, se nos presenta como a-problemático, se torne
precisamente problemático, y necesite ser cuestionado, repensado,
interrogado”.
Traté de dejar claro que eso que se trataba de problematizar no eran las
relaciones entre ricos y pobres, o las definiciones sociales de la riqueza y de
la pobreza, sino la educación social misma, los discursos y las prácticas
dominantes de la educación social. Y la verdad es que, después de encarar
una cierta perplejidad, todos nos divertimos bastante.
Ruina
Karen.
“Ruina” es la palabra que escogimos para la salida de campo de
Antropología Cultural. El trabajo de campo era una de las principales tareas
de la asignatura. El enunciado era el siguiente:
El curso incluirá también un trabajo de campo que será coordinado por la
profesora Karen Rechia. El trabajo de campo será realizado en grupos de
entre cuatro y seis estudiantes. Cada grupo realizará una deriva urbana en la
que se mapearán “espacios vacíos” de un sector de la ciudad con arreglo a
unos protocolos de observación y registro que serán fijados oportunamente.
El trabajo de campo conducirá a la formulación de una “idea para un refugio
educativo”.
Algunas clases (que se comunicarán oportunamente) se dedicarán a organizar
y orientar el trabajo de campo.
Al comentar la palabra “refugio” en este diccionario, quedó claro que eran
tres los criterios para elegirlo: de qué protege, para qué protege y por qué es
educativo. Del mismo modo, estaba claro en tu programa uno de los
objetivos de ese tipo de estudio y su vínculo con un objeto material:
Lo que haremos, entonces, será estudiar las características de los
dispositivos educativos, fundamentalmente en lo que tiene que ver con la
separación de tiempos y espacios, y con la vinculación a un objeto de tipo
cultural.
Pero ¿por qué ubicar y escoger espacios vacíos para poner en “práctica”
esos tres criterios? ¿No tendría más sentido escoger un local ya ocupado que
tuviese una función acorde con esos propósitos?
Jorge.
Me interesaba el espacio vacío como espacio de posibilidades. De hecho,
antes de la salida, leímos en clase un texto clásico del arquitecto Solà
Morales titulado Terrain vague en el que trabaja sobre una nueva cartografía
del espacio urbano a partir de la obra de algunos fotógrafos que, a partir de
los años setenta, dirigen la mirada hacia espacios urbanos abandonados,
obsoletos, desactivados y olvidados. Pero lo interesante del texto es como
Solà Morales caracteriza esos espacios por sus ambigüedades y, por tanto,
por sus posibilidades, en un doble sentido. En primer lugar, por su extrañeza
en tanto que se encuentran fuera de una ocupación reconocible y, por tanto,
apaciguadora y conformadora. En segundo lugar, por la libertad que sugieren
en tanto que pueden constituirse en un espacio de fuga y de construcción de
nuevas identidades. Citaré una parte del texto:
“No es posible traducir con una sola palabra la expresión francesa ‘terrain
vague’. En francés el término ‘terrain’ tiene un carácter más urbano que el
inglés ‘land’ (…). La palabra ‘terrain’ está ligada a la idea física de una
porción de tierra en su condición de expectante, de potencialmente
aprovechable. En cuanto a ‘vague’ debemos fijarnos que tiene un origen
latino además de uno germánico. Este último se refiere al oleaje, a las ondas
del agua, y tiene un significado que no es ocioso retener: movimiento,
oscilación, inestabilidad y fluctuación (…). Pero nos interesan más las dos
raíces latinas que confluyen. En primer lugar, ‘vague’ como derivado de
‘vacuus’, ‘vacant’, ‘vacuum’ en inglés, es decir ‘empty’, unoccuped’, pero
también ‘free’, ‘available’, ‘unengaged’. La relación entre la ausencia de
uso, de actividad, y el sentido de libertad, de expectativa (…). Vacío, por
tanto, como ausencia, pero también como promesa, como encuentro, como
espacio de lo posible, como expectación. Pero hay un segundo significado
procedente del latino ‘vagus’, ‘vague’ en inglés, en el sentido de
‘indeterminate’ ‘imprecise’, ‘blurred’, ‘uncertain’. Ciertamente parece que
los términos análogos que hemos señalado están precedidos por una
partícula negativa: ‘in-determinate’, ‘im-precise’, ‘un-certain’, pero no es
menos cierto que esta ausencia de límite es precisamente el mensaje que
contiene expectativas de movilidad, vagabundeo, tiempo libre, libertad”.
Y continúa:
“¿Qué hacer ante estos enormes vacíos, de límites imprecisos y de vaga
definición? Al igual que ante la naturaleza, de nuevo la presencia de lo otro
ante el ciudadano urbano, la reacción del arte es la de preservar estos
espacios alternativos, extraños, extranjeros a la eficacia productiva de la
ciudad. Si el ecologismo lucha por preservar los espacios incontaminados
de una naturaleza mitificada como madre inalcanzable, también el arte
contemporáneo parece luchar por la preservación de estos espacios ‘otros’
en el interior de la ciudad. Los realizadores cinematográficos, los fotógrafos,
los escultores de la performance instantánea buscan refugio en los márgenes
de la ciudad precisamente cuando esta ciudad les ofrece una identidad
abusiva, una homogeneidad aplastante, una libertad bajo control. El
entusiasmo por estos espacios vacíos, expectantes, imprecisos, fluctuantes
es, en clave urbana, la respuesta a nuestra extrañeza ante el mundo, ante
nuestra ciudad, ante nosotros mismos”.
Naturalmente, las intervenciones usuales tienen que ver con colonizar, poner
orden, límites o forma, haciendo de esos espacios lugares reconocibles,
útiles, funcionales, eficaces y productivos. Pero hay otra posibilidad, que es
escuchar atentamente los flujos y las energías de esos espacios, su
discontinuidad, su diferencia, para poder pensar a partir de ellos otras
formas de estar en el mundo fuera del terror funcionalista y homogeneizador.
Y también mostré en clase algunos textos y algunas imágenes sobre lo que
ahora se llaman “vacíos urbanos”, “urban voids”, así como algunos
proyectos sociales instalados en ese tipo de espacios vacíos y abandonados.
El espacio que sugerí para la salida de campo podía ser un descampado,
pero también un edificio abandonado, una ruina. Y tratando de sugerir ahí, no
solo la idea de una racionalización posible, sino también la posibilidad de
un refugio. Además, si recuerdas, leímos en clase el poema “Ruína”, de
Manoel de Barros:
”Un monje desgreñado me dijo en el camino: ‘yo queria construir una ruina.
Aunque sepa que ruina es una deconstrucción. Mi idea era hacer una cosa al
modo de una casucha. Alguna cosa que sirviese para abrigar el abandono,
como las casuchas abrigan. Porque el abandono puede no ser solo el de un
hombre debajo de un puente, y puede ser también de un gato en un callejón o
de un niño preso en un cubículo. El abandono puede ser también de una
expresión que haya entrado para lo arcaico o incluso de una palabra. Una
palabra que esté sin nadie dentro. (El ojo del monje estaba cerca de ser un
canto). Continuó: digamos la palabra AMOR. La palabra amor está casi
vacía. No tiene gente dentro. Quería construir una ruina para la palabra
amor. Tal vez renaciese de las ruinas, como el lirio puede nacer de un
montón de escombros’. Y el monje se calló desgreñado”.
La propuesta para los chicos, en la que fracasamos estrepitosamente, era que
pensaran en un refugio localizado en una ruina. Y eso podía sugerirles,
pensé, una cierta idea también de educación en ruinas, de educación
arruinada, como la palabra “amor” en el poema de Barros.
Pero puesto que tú acompañaste a uno de los grupos en su salida tras el
espacio vacío y, además, tuviste una relación muy intensa con ellos hasta el
final del curso, tal vez podrías contar alguna historia.
Karen.
Me encontré con un grupo de chicos y una chica en el barrio de La Mina.
Joan trabajaba en una ONG entre las muchs que actuaan en aquella zona. La
Mina es un barrio de San Adrián de Besós, un municipio al lado de
Barcelona, que surge a finales de los años sesenta. Creado para resolver el
problema de la vivienda en los alrededores de la ciudad (para albergar a los
gitanos expulsados de las barracas de otros puntos de la ciudad), se
convirtió en un lugar populoso y “conflictivo”, cuyos servicios no satisfacían
las demandas. Al mismo tiempo, el exceso de agentes del poder público y de
ONGs, en el intento de resolver algunos de esos problemas, crearon un
conjunto de acciones “preventivas” y “regeneradoras” que tenían como
objetivo “normalizar” el barrio. Una de las características de los trabajos de
campo que propones es no investigar sobre el espacio, no hacer
investigaciones de archivo, no mirar historiales, etc.. En el caso de la
asignatura de Antropología Cultural, solo uno de los protocolos establecía
algún tipo de recolección de “datos”, pero sobre el local escogido y en
forma de preguntas simples:
Preguntar sobre la historia del edificio, qué había allí, qué tipo de actividad,
qué personas lo frecuentaban, cuánto tiempo hace que está abandonado, si
tiene ya algún nuevo uso previsto, etc.
Fotografiarlo desde todos los lados posibles y, en especial, las puertas y las
ventanas, las pintadas o los carteles que haya sobre las fachadas, y todos los
signos que indiquen deterioro.
Si es posible, entrar y hacer un plano de todas las plantas (al modo de un
plano de arquitecto, o de decorador). Si no se puede entrar, tratar de hacer
ese plano preguntando a la gente que conozca el interior del edificio.
Es decir, lo que menos debíamos buscar era la visión de los especialistas
sobre el lugar, principalmente desde el punto de vista de acciones de
carácter “re” y “pre”. Como Joan trabajaba en una ONG y necesitábamos
algunos “permisos” para circular por el barrio, pasamos nuestra primera
hora escuchando a una trabajadora social y su presentación sobre La Mina.
Dos cosas me llamaron la atención: un mapa con todas las asociaciones que
funcionan en el barrio (que ocupaban todo el mapa), y una de las historias
que contó sobre la resistencia de los vecinos a algunas propuestas para el
lugar. Cuando la institución empezó a funcionar, decidieron hacer una
biblioteca, porque entendieron que era imprescindible en aquel contexto. En
una de las reuniones para “escuchar” a los vecinos, un señor mayor dijo: “si
todos somos analfabetos, ¿por qué hacer una biblioteca? Hay cosas más
importantes”. Ella recordó eso como un ejemplo de cómo los vecinos no
saben lo que es importante para ellos. Sin embargo, esa historia, a nosotros,
nos dio algunas ideas.
Fuimos finalmente al centro del barrio y al edificio abandonado que Joan nos
había indicado. Teníamos que hacer un inventario:
Sobre los espacios de circulación de la cuadrícula. Localizar, hacer un
inventario y marcar sobre los mapas (con puntos de colores):
Mapa 1: Contenedores formales de basura o de escombros. Acumulaciones
informales de basura o de escombros.
Mapa 2: Locales vacíos o abandonados con o sin carteles de “se vende” o
“se alquila”. Locales dedicados a actividades educativas, culturales,
sociales o comunitarias (no los bares, restaurantes o comercios). Lugares
para el juego, o para el deporte, o para el paseo, o para el descanso, o para
la espera.
No deberíamos salir de allí antes de circular unas cuatro o cinco horas. Pero
ese tiempo, que al principio nos pareció una exageración, acabó
mostrándose insuficiente cuando realmente entramos en tu propuesta y nos
pusimos con los protocolos e inventarios, pues es a partir de ese momento
que las cosas empiezan a suceder.
En La Mina nos fue posible identificar tres momentos distintos de ocupación
a través de la arquitectura de los edificios. Entre ellos, se encontraba un
espacio destacado en los mapas que vimos: la rambla. Todo el barrio está
lleno de barreras, de intervenciones, de añadidos. Pero la rambla no. Las
personas estaban allí, muchas, múltiples, en varias actividades. Vimos a una
señora que vendía calcetines en una tela sobre el suelo, a muchachos al lado
de sus autos escuchando música, fruterías, cafeterías en la calle, hombres
sentados en bancos de cemento, familias en las zonas de juego para niños y
varias personas con pájaros en sus jaulas, lo que me recordó mucho a
Florianópolis y a las personas que allí pasean con sus curiós. Al final de la
rambla, descubrimos su nombre, Camarón de la Isla, el nombre de un
importante cantaor de flamenco. Me quedé encantada. Yo justo acababa de
conocer la figura de Camarón unos días antes, y para mí aquello fue muy
significativo, pues la mayoría de los habitantes de La Mina son gitanos,
como ese cantaor. Los chicos tardaron en entenderlo: no conocían a
Camarón. Seguimos dando vueltas alrededor de la rambla pues, según Joan,
nuestro edificio estaba por allí. Debíamos observar, según el protocolo, las
manzanas de edificios a su alrededor:
El trabajo de campo se hará en todas las calles, callejas, plazas y, en
general, espacios de circulación que estén en el interior de esa cuadrícula.
Notamos muchos contrastes. En una calle paralela a la rambla, vimos a un
hombre que jugaba a la pelota con una niña y un perro, en un espacio muy
pequeño, como si fuese un campito. Diez pasos más adelante, vimos varias
jeringuillas en plásticos que indicaban que eran de distribución pública. Las
jeringuillas proliferaban en dirección a las vías del tren. La Mina tiene fama
por su tráfico de drogas. Diez pasos más y nos encontramos con una casa
pequeña con gallos gordos y gallinas. Al lado, otra casa, con un letrero:
Centro Cultural Gitano de La Mina.
Seguimos hasta nuestro edificio, uno completamente gris, con cuatro pisos,
aparentemente bastante nuevo pero algo abandonado. Una valla de alambre
cercaba el edificio. Teníamos que observar todos los carteles y en uno de
ellos decía lo siguiente: Plan de transformación del Barrio de La Mina Construcción de 77 viviendas protegidas. Lo impulsa el consorcio de
viviendas para el barrio. Sin embargo, por el juego de la especulación, se
encuentra parado. Pero no sin dueño.En la puerta de delante, otro cartel,
sencillo, donde en letras escritas a mano, se lee: Control de obras -Los
Manolos. “Los Manolos” son un clan familiar gitano que, entre otros clanes,
controla el barrio. Por lo tanto, estábamos frente a una prohibición clara.
Cansados y hambrientos, nos sentamos en la acera y empezamos a hablar
sobre lo que habíamos visto y lo que podíamos hacer con ello. A partir de
las observaciones exhaustivas, estaba claro que La Mina tenía una historia,
que las personas que vivían allí cargaban su historia consigo, inclusive Los
Manolos, que había diferencias entre la forma de vida de las personas y las
políticas públicas y no gubernamentales que se dirigen a ellas, etc.
Las ideas fueron surgiendo y madurando, no aquel mismo día, sino durante
los días siguientes. Destacamos del programa una parte que nos pareció
clave:
Lo que nos interesa son las formas “educativas” y los dispositivos
“educativos” de la transmisión cultural. El dispositivo fundamental que los
seres humanos han inventado para la transmisión es la escuela. De ahí que
los dispositivos que hoy se llaman de “educación social”, para ser
“educativos”, tengan que tener alguno de los rasgos de lo escolar,
independientemente de cuál sea la edad de los sujetos implicados o de cuál
sea el lugar de realización (un museo, una biblioteca, un centro cívico, una
prisión, un piso de acogida, etc.).
Tras recibir una recomendación tuya, el grupo vio el vídeo del arquitecto
italiano Francesco Careri sobre inmigrantes rumanos, Savorengo Ker, cuya
idea gira en torno de las siguientes cuestiones: ¿cómo construir una casa?
¿qué es importante para una casa? En una de las tutorías, la conversación
giró en torno de la constatación, por medio de las intensas observaciones, de
que el espacio construye formas de vida, de que los rituales cotidianos, la
historia impregnada en ellos, componen el espacio, inclusive un espacio en
que tantas intervenciones están presentes, como el de aquel barrio. Volvimos
a la frase del señor mayor: “si todos somos analfabetos, ¿por qué hacer una
biblioteca? Hay cosas más importantes”.
El interior del edificio bajo control de Los Manolos iba tomando forma: en
él habría espacio para una especie de archivo, un refugio (formulación
propuesta en la asignatura) cuyo carácter educativo residiría en el hecho de
ser un espacio de transmisión. Allí estarían las memorias de las personas de
diferentes épocas, según una idea de ocupacióny composición del espacio a
partir de la cual, en cada apartamento, las personas pudiesen retirar o
colocar aquello que considerasen importante para sus casas y hubiese un
espacio para los saberes inútiles. El refugio protegería a la población de las
intervenciones, grupos, organismos y especialistas que predican qué es lo
correcto y qué lo equivocado. Y tal vez allí los cuidadores de pájaros
pudiesen enseñarle sus saberes inútiles a los que quisiesen aprender.
LETRA
S
Salida
Sermón
Shopping
Subrayado
Suspensión
Salida
Jorge.
Acompañaste a los estudiantes en tres salidas de campo. Fuiste con ellos a
La Roca Village (ver la palabra “shopping”), al barrio de La Mina (ver
“ruina”) y a uno de los sectores de esa zona industrial de L’Hospitalet que ha
sido definida como un futuro Distrito Cultural (ver “distrito”). ¿Puedes
contar tu experiencia? Tal vez puedas decir también algo sobre la manera
como los alumnos trabajaban los protocolos. Y sobre las conversaciones que
tuvieron lugar durante las salidas.
Karen.
En verdad, estuve en cinco salidas de campo con los estudiantes, y tres de
ellas ya las he descrito aquí, en las tres palabras que citas. Además de esas
cinco, hice una con el grupo de la profesora Violeta, en el centro de
Barcelona, y una yo sola, de reconocimiento, en la zona industrial de
L’Hospitalet. Recuerdo que me inscribí en una actividad del Centro de
Cultura Contemporánea de Barcelona, que consistía en salidas por barrios
de la ciudad, con algunas cuestiones guía.
Pero me gustaría empezar por mis salidas como profesora, por cómo ciertos
dispositivos parecen apartarnos de un camino, pero sin embargo nos
empujan a él con intensidad.
Creo que esta afición a salidas de campo (es realmente difícil escoger qué
palabra usar) surge a partir de mi trabajo de diez años en carreras de
Pedagogía. Impartir enseñanza de historia y de geografía a futuros profesores
que van atrabajar con niños puede parecer fácil, pero es un desafío, porque,
dentro de una formación unidocente, asignaturas como matemáticas y lengua
portuguesa ocupan casi todos los espacios y las intenciones de aprendizaje.
Al pensar sobre ese desafío, en este momento, creo que fue el intentar darle
sentido a esas materias (historia y geografía) dentro del currículo de la
carrera y, claro, de la escuela, lo que me llevó a centrar mis esfuerzos en ese
dispositivo. Incluso porque era así que el currículo debía funcionar en mis
clases: como un gatillo, algo que tiene una función estratégica y que ordena
una acción. Al margen de eso, yo tenía la idea de que el desplazamiento
espacial, la salida de clase, podría promover un aprendizaje más efectivo,
tal vez por ser más significativo.
Al principio emprendí gran cantidad de salidas, a varios lugares el mismo
día, con el objetivo de reunir el mayor número de contenidos posibles. Eran
salidas exhaustivas, siempre en finales de semana (las alumnas trabajaban y
las clases generalmente eran por la noche), con poco tiempo para circular
por los lugares y mucho esfuerzo para hablar sobre ellas. Después hicimos
salidas a lugares distantes, y el verbo está en plural porque las salidas
dependían de una estructura organizada primero por mí y luego costeada por
las alumnas. Quien ha trabajado en universidades privadas sabe del esfuerzo
de las personas involucradas. Si las primeras salidas se hacían difíciles por
el inmenso esfuerzo en “pasar muchos contenidos” en poco tiempo y con
desplazamientos excesivos, las segundas, a su vez, parecían más una forma
de turismo cultural, cuyo aparato logístico tomaba mucho tiempo de
preparación y cuyas exigencias, durante el viaje, se distanciaban del sentido
pedagógico que yo quería darles. En una coyuntura como esa, preguntas
como “¿cuándo vamos al centro comercial?” o “¿el hotel no está cerca de la
sdiscotecas?” eran frecuentes y me hacían querer volver a casa el mismo día.
Claro que siempre hay momentos interesantes, que algunas observaciones
demuestran, al menos, que alguien ha entendido la propuesta, pero esos
momentos son escasos.
Pero el colmo de ese tipo de salidas fue en una subida a la montaña de la
Lagoa do Peri, en Florianópolis, que duró todo un día, congeló a la mitad del
grupo y dejó a la otra mitad por el camino, completamente exhausta. Decidí
entonces que tendría que hacer cambios.
En realidad, había algunas equivocaciones en la forma en la que había
pensado las salidas: primero, porque el movimiento no exigía
necesariamente un desplazamiento geográfico o espacial, sino un
desplazamiento intensivo; segundo, porque no era en el distanciarse del aula
y de todo lo que conlleva donde residía la diferencia, sino que, al contrario,
reforzar algunos aspectos en ciertos lugares podría crear una experiencia de
aprendizajes asociados y continuos y no al contrario, desconectados e
interrumpidos, que era lo que parecía estar ocurriendo la mayor parte de las
veces.
En relación a esos cambios, el espacio urbano de la ciudad se mostró como
el más cercano y con mayores posibilidades de transformarse en objeto de
estudio, que era lo que efectivamente yo quería. Así, salíamos durante el día
o la noche, inspiradas por “El hombre de la multitud” de Edgar Allan Poe, y
con el objetivo de “prestar atención al paisaje”, tratando de contrariar la
aceleración de los procesos que vivimos y a la que nos sometemos. A partir
de las incursiones en la ciudad, fue posible materializar una experiencia de
formación, más allá de un aprendizaje solamente de contenidos formales que
hay que enseñar. Este caminar por la ciudad también activaba
rememoraciones y recuerdos, y proporcionaba la entrada a una maraña de
superposiciones temporales y espaciales del espacio urbano. Como
sabemos, la ciudad se nos presenta como un texto que leer, descifrar,
experimentar (el inicio de estas reflexiones está presente en un texto
denominado “Memória e experiência na Formação Inicial de Professoras do
Ensino Fundamental”). Sin embargo, a esa experiencia de la intensidad aún
le faltaban ciertos fundamentos.
Tal vez el principal fuese asumir aquella estrategia como un lugar de estudio,
de someterse a ese “texto que leer” de una manera más efectiva. Hoy,
pensando en el texto escrito entonces, no estoy de acuerdo con la afirmación
en la que digo que “no somos habitantes ni turistas en ese momento, sino
viajantes”. Me costó entender que en realidad sería preciso que nos
viésemos como estudiantes, dispuestos a un tipo de “descubrimiento”, como
infiere Le Breton al hablar del caminar urbano, pero no exactamente como un
flaneur que sigue “su propia partitura, sus atracciones afectivas guiadas por
la inspiración del momento, la atmosfera intuida de un lugar, siempre con la
posibilidad de dar media vuelta o cambiar repentinamente de calle si esta no
está a la altura de lo que esperaba de ella.”
Por lo tanto, el ejercicio de la práctica docente requiere que el caminante
también sea un estudiante, que se someta a ese “texto que leer”, bajo la
orientación de su profesor, pues, como ya dijo Benjamin, “perderse requiere
orientación”.
Jorge.
Sé que participas en una red de “cartografías pedagógicas” en la que hay
profesores y geógrafos. Y nosotros, tal vez por usar una palabra atractiva, de
moda, a veces hablábamos de “derivas” (además leímos en clase algún
fragmento del libro de Francesco Careri titulado Walking Scapes. El andar
como práctica estética). Aquí hemos preferido la expresión clásica de
“salidas escolares” y de “salidas de campo”. A mí me gusta mucho ese
momento en que la escuela sale de la escuela para convertir cualquier lugar
en materia de estudio. De hecho, me parece que no podríamos nombrar lo
que hicieron los alumnos como “investigación”, pero sí tal vez con palabras
típicamente escolares como “ejercicio” o como “estudio”. ¿Cómo
caracterizarías tú nuestras salidas? ¿Podrías decir algo sobre la función que
tuvieron en ese dispositivo pedagógico que montamos y que incluía también
un trabajo en clase y un ejercicio de pensamiento?
Karen.
Participo en una red titulada “La educación, sus imágenes y sus geografías”,
cuya relación principal es con la imagen, pero que, no obstante, acoge una
serie de trabajos relacionados con el desplazamiento por el espacio, con los
trayectos urbanos, etc.. El término “deriva” es una palabra que está de moda,
pero no hay ningún problema en utilizarla siempre que podamos situar un
poco su uso, o su historicidad. Careri discute en su libro Walking Scapes un
poco de esa trayectoria, que empezó con los surrealistas y sus derivas por
las calles. Posteriormente, la deriva la retomaron los situacionistas de la
década de 1960, que la definían como un pasar, con algo de prisa, por
diferentes ambientes.
También podríamos, de una forma divertida, usar el término “excursión
instructiva”, usado en España en el siglo XIX. A mí, tanto el término “salida
escolar” como el término “salida de campo” me remiten a la idea de estudio,
que, como sugerí en la respuesta anterior, está en el centro de ese tipo de
dispositivo pedagógico. Hay un término bastante explícito, que también
usamos en Brasil, que sería el de “salida de estudios”. Tus salidas
funcionaban como un tipo de estudio, materializado por varios protocolos, o
procedimientos. Confieso que me costó un poco entender al principio tanto
la lógica de los protocolos (ver la palabra “protocolos”) como el tipo de
ejercicio propuesto en las salidas de campo, que eran un fin en sí mismas. A
excepción de las salidas al río Besos y al Distrito Cultural de L’Hospitalet,
sobre los cuales deberían desarrollarse los trabajos finales de los alumnos y
alumnas, los lugares eran importantes también como “ejercicios de
pensamiento”, en los que el todo no era igual a la suma de las partes, sino
que se constituía por el entrelazamiento, por la superposición de unas partes
sobre y entre las otras.
En la palabra “distrito” ya hablamos sobre eso y también sobre tu intención
de que las salidas de campo no tuviesen carácter investigativo ni
informativo. Tu preocupación en recorrer el lugar con exhaustividad es la
misma que la de conseguir que los estudiantes lean los textos, así como es
también una forma de lograr que se dé la presencia de esos mismos
estudiantes por medio de ejercicios que movilizan la atención. En la palabra
“distrito” he contado una salida de campo con uno de los grupos y creo que
quedó claro allí cómo fuimos comprendiendo esos procedimientos y,
fundamentalmente, cómo siguieron teniendo efecto en nosotros (incluso
después de los trayectos), en mi práctica como profesora y, también, en
cómo repensé algunos principios y algunas inquietudes en relación a ese
dispositivo.
Sermón
Jorge.
A diferencia de la reprimenda (que tiene un sentido correctivo, reprobatorio,
más orientado a reprochar “vicios” y a enmendar conductas), el sermón sería
una especie de prédica que tendría que ver con una especie de exhortación a
la “virtud”. Ambos son discursos morales, claro, de esos que se construyen
sobre la dicotomía “está bien / está mal”. En mi caso, las reprimendas suelen
darse en el momento, suelen estar referidas a algo concreto que no me ha
gustado, suelen estar dirigidas a alguien en particular, y suelen tener un tono
que los estudiantes perciben, a veces, como un tanto agresivo, un tono de
bronca. Los sermones, sin embargo, suelo prepararlos cuidadosamente,
pronunciarlos en un tono más solemne y dirigirlos a todo el grupo. A veces,
incluso, los redacto y los envío por mail a los estudiantes. Es posible que
todo profesor tenga algo de cura, una cierta tendencia a hacer de pastor de
almas, pero tengo la impresión que mis sermones se dirigen siempre a
problematizar la forma de estar y de hacer en la universidad, a preguntarse
“¿qué hacemos aquí?”.
De hecho, el profesor tiene que combatir, a veces con cierta furia, algunos
automatismos estudiantiles que tienen que ver con hacer las cosas de
cualquier manera, como un trámite, con el mínimo esfuerzo y, en algunos
casos, de una forma deshonesta. Mis sermones, creo, están encaminados a
enunciar la exigencia al trabajo serio y al trabajo limpio con la esperanza de
que se conviertan en auto-exigencias. Y muchas veces también están
dirigidos a mí mismo (a mi propia manera de “estar allí”). En cualquier
caso, siempre tienen algo de amonestación, pero siempre tienen que ver con
una exhortación a hacer las cosas mejor, a elevarse sobre uno mismo, a estar
a la altura. Y ahí, aunque es inevitable moverse en el marco bien/mal o
alto/bajo, trato de que mis sermones no empequeñezcan a la gente, no la
disminuyan, no la rebajen, sino que la agranden. Como tratando de construir
una imagen “mejor” de nosotros mismos con la que podamos identificarnos.
De todas formas, trato de tener (y de mostrar) una distancia irónica con mis
sermones, como si fueran un juego, como si tuvieran algo de teatro, como un
“disculpen ustedes, pero ahora toca sermón” o “ya saben que soy un profesor
anticuado, gruñón y cascarrabias, y ahora van a tener que soportarme unos
minutos”. Y, desde luego, siempre con la sensación de que hablo solo, ya
sabes: el viejo motivo de que todo predicar es “clamar en el desierto”. Algo
he dicho de todo eso en la palabra “cascarrabias”.
Pero tú también eres profesora y, al mismo tiempo, en mis clases, tenías una
cierta posición de alumna. No sé si te parece que eso de “sermonear” forma
parte del oficio y de la responsabilidad del profesor. No sé si estarás de
acuerdo conmigo en que la actitud sermoneadora es difícil de mantener y de
sostener en estos tiempos. Y me gustaría también que dijeras algo sobre
cómo te parece que los chicos vivían mis “sermones”.
Karen.
Empezaré mostrando mi acuerdo con la idea de que “dar un sermón” forma
parte del oficio del profesor. En verdad, nunca había pensado en la
diferencia entre sermón y lo que tú llamas reprimenda. Solo entonces pensé
en los verbos que utilizamos para las dos expresiones: “echar una bronca” y
“dar un sermón”. No me cabe duda de que la palabra “sermón” viene de la
prédica religiosa, de aquel momento en el que, al menos en una misa
católica, se invita a todos a sentarse y a escuchar el sermón del cura, que
siempre tiene un cuño moral y una persona, un grupo, o toda la humanidad,
como objetivo.
Sin duda, el sermón es aquel discurso preparado, la mayor parte de las
veces, a fuego lento. Tengo un compañero que inclusive lo da en forma de
Power-point, intercalando imágenes, textos e indagaciones. Yo misma suelo
llevar una cuestión de fuera de los muros de la escuela y alcanzar a los
alumnos en laintimidad del aula y de sus posturas en clase.
La bronca es algo más rápido, que se echa en el calor del momento, pensada
más a partir de pequeños acontecimientos. Lo interesante es que, tal vez por
el hecho de que yo misma soy profesora en la educación básica, las dos
prácticas son cotidianas y se aceptan. Por mucho que siempre haya un intento
de psicologizar la educación, de enfatizar los traumas y bloqueos
provenientes de la relación profesor-alumno; por mucho que haya una mayor
interferencia de la familia desautorizando el trabajo del profesor, yo observo
que el estudiante parece encontrar acogida en ella, alguien que le da un
límite y para quien, al mismo tiempo, él es importante.
Como yo estaba en clase con tus alumnos y también fuera, en las tutorías,
pude observar ese movimiento. En una de esas orientaciones, en uno de los
grupos me dijeron: “¿seguimos por ese camino? ¿No te acuerdas de la
reprimenda de ayer en clase?” Y repitieron palabra por palabra lo que
dijiste, entendiendo que tenías como objetivo corregir el trabajo y la forma
en la que ellos estaban llevando las cosas. Algunos me dejaban claro que les
parecías casi omnipresente, pues no pasabas nada por alto, ni por e-mail. Es
decir, la atención y la presencia de un profesor parece que se consiguen,
también, por sus broncas y sermones. Por cierto, en la palabra “gilipollas”
tenemos un bello ejemplo de un sermón tuyo.
Para terminar, puede que esté idealizando, como profesora, ciertas actitudes
pedagógicas. Sin embargo, en un mundo lleno de violencias y,
simultáneamente, anestesiado por comportamientos negociados, ajustados, y
por una falsa igualdad de derechos, provocar en el individuo un
posicionamiento, aunque sea contra la autoridad del profesor, precisamente
porque uno se ve como estudiante, ya parece mantener algo vivo y en pulso
en este mundo.
Jorge.
Puesto que lo que aquí nos interesa es la manera como los alumnos se toman
las reprimendas y los sermones del profesor, voy a contarte una historia que
me sucedió hace algunas semanas en un curso de máster. La cuestión es que
había seleccionado, para ver en clase, una correspondencia fílmica muy
hermosa entre José Luis Guerín y Jonas Mekas. El intercambio de piezas
visuales entre los dos cineastas es muy sutil, muy delicado, y está lleno de
referencias a sus respectivas maneras de entender y de practicar el oficio.
De hecho, ambos son cineastas que trabajan de un modo radicalmente
artesanal. Pues bien, yo estaba sentado en primera fila y, a media película,
giré la cabeza y vi que muchos de los alumnos estaban mirando sus
computadores o sus teléfonos móviles. Esperé a que terminara y,
visiblemente afectado por esa desatención, solté la reprimenda. Les dije que
había seleccionado la peli con mucho cariño, que ni Guerín ni Mekas eran
cualquiera, que la película exigía concentración y que, si la actitud era esa,
yo mismo me desinteresaría del curso y dedicaría la siguiente clase a hacer
alguna dinámica o a lo que ellos llaman intercambio de experiencias, es
decir, a que cada uno contase lo que le diera la gana. Dije que si se trataba
de hacer “como si”, yo también sabía jugar a ese juego. El silencio se puso
tenso, yo estaba muy nervioso y seguramente estuve desafortunado en las
formas, pero la verdad es que me sentía casi personalmente ofendido.
Para salvar la situación y producir algo de distancia con lo que estaba
pasando, se me ocurrió dar una tarea. Como casi todos eran profesores y
profesoras, les pedí que pensasen en lo que harían en mi lugar, es decir, qué
hubieran hecho si la responsabilidad de la clase hubiera sido suya y hubieran
percibido que sus alumnos se desentendían claramente del ejercicio
propuesto. Y les pedí que me enviaran una carta con una reflexión al
respecto. Luego, ya en casa, envié un mail pidiendo disculpas (la verdad es
que la situación había sido un poco patética y yo me había ido calentando a
medida que transcurría la reprimenda), les envié también las palabras
“cascarrabias” y “reprimenda” de este mismo diccionario, y completé la
tarea pidiéndoles que pensaran qué es una reprimenda “escolar” y si hay
algún tipo de reprimenda que, al ser pedagógica, forma parte del oficio de
profesor. Precisé que la tarea no era obligatoria, pero que agradecería
cualquier consideración al respecto. Me enviaron tres mails que copio a
continuación, en el orden en que los recibí.
El primero es de una profesora de inglés y decía así:
Lo que me ocurrió es que, gracias precisamente a la película, me puse a
escribir algo para añadir en el dichoso Trabajo Final de Máster, a escribir
un mensaje en el móvil a una de las personas con las que mantengo largas
conversaciones gracias o por culpa de tus clases, y también aproveché para
mirar mi correo y para consultar el precio de un humidificador, ya que con la
oscuridad de la clase y recién comida, me invadió un terrible sueño que solo
podía combatir con la combinación de actividades.
Yo tuve la sensación un poco desagradable de regresar a la infancia (hace
tiempo que no recibo una reprimenda tan explícita). Pero, cuando nos
preguntaste eso de qué hubiéramos hecho en tu lugar y acabó la clase, pensé
que te mostraste como un ser humano, sin disfraz de profesor, que reaccionó
a lo que estaba pasando como supo, pudo y quiso. Y quiero agradecerte esa
reacción, por muy bien o mal que me parezca, porque al menos fue una
reacción. En ocasiones sucede que hay tanta distancia entre estudiantes y
docentes que estos prefieren ignorar lo que realmente está pasando en la
clase. Y es que aceptar que lo que uno prepara con amor y dedicación no
funciona es difícil, pero hay que estar abiertos y abiertas a esa posibilidad.
Pero también hay que aceptar que no siempre a todos nos gusta jugar al
mismo juego. Yo estoy participando en tu juego, pero no sé si estoy jugando
de la manera que tú esperas. Gracias por reaccionar y, aunque sentirme otra
vez como una niña me disgustara, siento que el aprendizaje ha sido mayor
que si te hubieses quedado indiferente.
El segundo es de una pedagoga que trabaja en la escuela como “educadora
diferencial”, es decir, no como profesora de una materia sino como una
especie de especialista en alumnos con problemas diferenciales de
aprendizaje o, como se decía antes, con necesidades educativas especiales:
He leído tu correo de disculpas y quiero contarte cómo viví el asunto. Ese
día viernes me sentía particularmente con ganas de asistir a clases y, la
verdad, la película que pusiste me estaba haciendo pensar. Y en eso estaba
cuando finaliza la peli y sin el menor rodeo te marcas la reprimenda. La
palabra reprimenda tiene su origen en el latín, proviene del verbo reprimere,
está compuesta del prefijo re y el verbo premere que significa “presionar” u
“oprimir”, y se define como un reto o un castigo ante una falta cometida por
alguien.
Yo estaba sentada adelante, te dirigiste a la clase muy ofuscado, con un tono
agresivo y usando la ironía como un arma, y luego te posicionaste frente a mí
-yo sentada y tú de pie-, me miraste, y mencionaste de pasada, a mi parecer
despectivamente, la labor de las educadores diferenciales como las que
hacemos “cositas” de motivación, o dinámicas, todo acompañado de un
movimiento de manos que acentuaban aún más este “menosprecio” a la
carrera. Insisto en eso que yo estaba sentada y tú de pie, yo alumna y tú
profesor, tú con voz fuerte y tono despectivo y yo cada vez más pequeña
desde mi asiento. Me hiciste recordar cuando estaba en educación básica y
tenía un profesor llamado Ernesto a quien recuerdo muy bien por sus formas
de entrar en relación con sus estudiantes. Una vez me expuso frente al curso
porque no fui capaz de responder algo. Era un profesor que se caracterizada
por sus reprimendas, y la única forma de relación que encontré fue el miedo.
Tus palabras, y las formas que usaste me llegaron, pero no como esperas que
funcionen las reprimendas, eso que dices en tu texto sobre el “tratar de
establecer o de re-establecer, una y otra vez, qué es lo que estamos haciendo
ahí y a qué nos obliga o nos compromete.” Lo que a mí me provocaron es
huir y no pensar, distanciarme y no volver, bloqueo y no proceso.
Personalmente no veo la reprimenda como parte del oficio de profesor, no
creo que sea propio del profesor que está presente en lo que hace y en
relación a lo que hace como mencionas en tu texto. Es necesario hacerse
cargo de nuestras propias frustraciones como profesores porque están
ligadas a las expectativas que se tienen de una clase, y a lo que “sería ideal”
que los estudiantes respondieran. No pienses que estoy juzgando tu actuar,
solo quiero transmitir todo lo que me ha causado este episodio desde la
famosa reprimenda hasta el día de hoy. Esa imagen tuya por encima de mí me
descolocó. En eso envías un correo a modo de disculpas y pensé que era
buena idea aprovechar para responderte desde “el otro lado”.
El tercer mail es de una estudiante de literatura que está empezando a ser
profesora:
Tal vez la reprimenda, como dices, tenga que ver con recordar los
compromisos del estar en el aula. Es verdad que casi siempre viene del
profesor a los estudiantes, pero también a veces debería ir del estudiante al
profesor porque quizás haya profesores (se me ocurren muchos) a quienes
haya que recordarles también los compromisos. Tu reprimenda me ha hecho
pensar en eso de los compromisos mutuos, de los pactos en el aula y, cómo
no, en el sentido de la moderación y el justo medio. Y es que las
reprimendas son movimientos muchas veces torpes y desafortunados y, solo
alguna vez, ocasiones memorables y fundantes de aprendizajes. ¿Será que
alguna vez tendrán que ver con eso del “disponerse a”, con eso que tú dices
del “tránsito del alumno al estudiante”? En el caso de la reprimenda de un
profesor cascarrabias, las pienso más bien como un tira y afloja permanente
con la vida y con el mundo, como gruñéndole todo el tiempo al destino, y eso
porque el cascarrabias lo es en todas las direcciones, y por eso su refunfuñar
no cesa: es como la negación de un estarse acomodando. Es verdad que te
pasaste en las formas, que hubo algo de excesivo que saltó a la vista y que se
manifestó en tu último y casi desesperado ofrecimiento de disculpas.
Quiero decirte también que hay un reto para mí en tu pregunta de si las
reprimendas de los profesores pueden estar relacionadas, también, con el
amor (con el amor al mundo -a su materia de estudio- y con el amor a los
estudiantes) y si, tal vez por eso, pueden ser intrínsecas al oficio de profesor.
Tal vez sí. Que las reprimendas entonces sean por amor. Pero que incluyan
también la piedad en ese sentido tan lindo que propone Zambrano: sabiduría
de saber tratar con lo otro, con lo heterogéneo; de poder discernir
amorosamente cuándo nos saludan diferencias efectivas o poses vanidosas y
falsas contradicciones.
Lo que me interesó es la relación entre la reprimenda y el estudiante.
¿Cuándo resultamos enterados, en tanto estudiantes, de que somos eso,
estudiantes? ¿Cómo vivimos el ser tratados como estudiantes si eso conlleva
compromisos y pactos por los que después estaremos recibiendo
reprimendas? Contigo es la primera vez que escucho de la necesidad de ese
tránsito del ser alumno al ser estudiante. ¿Cómo son esos rituales donde se
inaugura para cada uno el ser estudiante? ¿Por qué no recuerdo ninguno? ¿Es
porque serían rituales de inicio y no de llegada? Porque la celebración de
los grados, ese día que a uno le dan el diploma, es un ritual del dejar de ser
estudiante... En fin, que ha sido curioso el efecto de esa reprimenda que, por
lo que percibí en clase, creo que habrá sido incómoda para muchas
personas.
Como ves, esa reprimenda se transformó en sermón y, cuando estuvo
mediada (puesta a distancia) por un texto y por un ejercicio (por una tarea)
consiguió que pasara algo, y que se pusieran encima de la mesa cosas como
la atención, la función del profesor, o el significado de ser estudiante.
Shopping
Karen.
En una de nuestras reuniones para definir algunos protocolos de la asignatura
de Sociología de la Educación, discutimos la definición del lugar en que el
trabajo de campo sería realizado. Sugeriste el shopping como lugar para un
ejercicio de observación. En una de las clases de preparación del trabajo de
campo, inclusive, trabajé con el fenómeno del “rolezinho” en Brasil, para
colaborar en la problematización de ese espacio privado de acceso público.
En líneas generales, un rolezinho consiste en el encuentro de jóvenes pobres
de la periferia en un shopping, para el que quedan a través de las redes
sociales, con el objetivo de pasear, ver tiendas, y no necesariamente para
consumir. Durante un tiempo, se produjeron tensiones por la presencia de la
policía, a la que algunos comerciantes llamaban por el temor a que esos
jóvenes fuesen a robar, a causar pérdidas, etc. Algunos rolezinhos,
principalmente después de la represión policial, acabaron reuniendo a miles
de jóvenes al mismo tiempo en esos espacios, como resistencia y como
enfrentamiento.
Jorge.
Con la idea de que podía inspirar el juego de inversión que inventé para la
asignatura de Sociología de la Educación (ese que he desarrollado en la
palabra “ricos”), decidí que el lugar del trabajo de campo, de la salida
escolar, tenía que ser un centro comercial. Así que envié a los alumnos a
mapear un shopping con protocolos en forma de “repertorios”, de
“observaciones”, de “conversaciones” y de “anotaciones”. Seguramente
estamos aburriendo a los lectores con nuestras prolijas y detalladas listas de
protocolos, pero en algún momento de la elaboración de este diccionario
decidimos “mostrar todas las cartas” que se pusieron en juego en los
ejercicios, y ahora no nos podemos echar para atrás. Así que los repertorios
a realizar eran los siguientes:
Repertorio de “tipos de personas” que circulan por el shopping, justificando
cada uno de esos “tipos” por las marcas visibles que los definan. Repertorio
de bares, restaurantes y, en general, de lugares de consumo de comidas y
bebidas (tratar de caracterizar cosas como el “tipo” de comida que venden,
el “tipo” de personas que trabajan en ellos, etc.). Repertorio de “tipos” de
tienda y descripción de su distribución en el espacio (cómo están agrupados
o distribuidos). Repertorio de “tipos” de espacios específicos diseñados
según la edad de sus posibles usuarios (niños, jóvenes, viejos…) y una
descripción de su organización espacial, de su mobiliario y de las marcas
que definen su uso. Repertorio de “tipos” de lugares de espera o de
descanso, una descripción de su organización espacial, una descripción de
su mobiliario y una caracterización de las personas que los ocupan.
Repertorio de todas las publicidades que sugieran un “estilo de vida” y
tratar de adjetivar esos “estilos de vida”.
Las instrucciones para las observaciones eran:
Observar y describir la arquitectura y la decoración del lugar y pensar su
relación con los valores del consumo: riqueza, lujo, abundancia,
exclusividad, estatus social, etc.. Percibir y describir las atmósferas sonoras,
lumínicas, olfativas, tactiles y, en general, todo lo que tenga que ver con la
experiencia sensible de un shopping.
Había que hacer también algunas conversaciones:
Entrar en una de las tiendas que se consideren más “lujosas” y preguntar a
los dependientes qué tipo de gente suele comprar en la tienda y cuál es la
media de gasto de cada comprador. Conversar con las personas que no estén
haciendo nada (que no trabajen, que no consuman) y preguntarles qué hacen
allí, si van con frecuencia, etcétera.
Y, por fin, algunas anotaciones visuales y escritas:
Anotar en el cuaderno los distintos repertorios, las distintas observaciones y
las distintas conversaciones. Cada 15 minutos, hacer una fotografía y pensar
un “pie de foto” (una foto por grupo, decidida colectivamente). Cada 15
minutos, escribir una nota con un pensamiento o una sensación (una nota por
persona).
Como sabes, los chicos y las chicas tuvieron serias dificultades para hacer
el trabajo. Los empleados de seguridad se dirigieron a ellas inmediatamente
para preguntarles qué estaban haciendo y, a veces, para prohibirles hacer
fotos. Algunos de los grupos más aguerridos protestaron vehementemente por
ese trato e incluso pidieron ver a los encargados de seguridad para reclamar
sus derechos a estar ahí y a hacer lo que quisieran. Eso provocó una
conversación interesante sobre la mezcla, en el shopping, de una clara
sensación de libertad (de hecho, todo está al servicio del cliente y el centro
comercial mismo te habla constantemente de tu libertad de elección) y una
altísima regulación. Provocó también una cierta problematización sobre el
carácter público o no de los espacios de consumo. En eso ayudó mucho tu
intervención en clase sobre lo que había pasado en Brasil con el
“rolezinho”, cuando los jóvenes de las periferias comenzaron a ocupar los
shoppings del centro para sus fiestas, o para pasar el rato, haciendo
ostentación, al mismo tiempo, de la misma ideología consumista que negaba
su presencia en esos lugares.
Además, acompañaste a un par de grupos que hicieron su trabajo en La Roca
Village, uno de esos centros comerciales situados en pueblos simulados con
sus calles arboladas, sus parquecitos, sus bares y restaurantes con terraza en
la calle, sus placitas, etc., y eso dio a pensar que si hay shoppings que son
como ciudades, eso quiere decir que las ciudades mismas (o, al menos,
algunas de sus partes) están convirtiéndose, cada vez más, en shoppings. De
hecho Barcelona es pionera no solo en convertir sus calles en shoppings al
aire libre, sino en convertirse ella misma en una especie de parque temático
gigantesco hecho para turistas-consumidores, una ciudad que se ha
convertido, toda ella, en objeto de consumo. A lo mejor podías contar tu
experiencia.
Karen.
Cuando, en una reunión de planificación, escogiste el shopping como lugar
para realizar los trabajos de campo, quedamos en que yo haría mi incursión
en uno de esos espacios para que pensáramos algunos protocolos a partir de
las preguntas: ¿qué es un shopping? ¿qué se puede hacer o no en un
shopping? ¿qué, quién circula? ¿de quién es? Fui particularmente a un
shopping que es un famoso centro comercial localizado al final de la Rambla
de Catalunya, al lado del mar. Es verdad que de aquella incursión salieron
algunos criterios para el trabajo de campo, pero no deja de ser verdad
también que tuve dificultades para no convertirme en consumidora, tomada,
como somos tomados todos, por el “modo de vida”de esos lugares.
Pero mi experiencia radical en un shopping tuvo lugar al hacer la salida de
campo con uno de los grupos. Quedamos Ana Carolina Mundim (profesora
brasileña que desarrollabasu pos-doctorado en Barcelona) y yo (como tu
ayudante en la asignatura). Nos encontramos en un andén de autobús a las
8h15m de la mañana. Sin saber exactamente de dónde salía el autobús, me
dirigí a un grupo enorme de chinos. Era allí. Para mi sorpresa, había un
horario de salida a las 9 y el primer horario de vuelta era apenas a las 17.
Nos avisaron de que había un autobús de turismo de hora en hora, pero por
el doble de precio. Ya estaba clara la distinción entre turistas y trabajadores.
Cuando llegó Ana Carolina, embarcamos.
Fue más de una hora de viaje. Fuimos alejándonos de las formas urbanas y
adentrándonos en el campo. Y allí, casien medio de la nada, surge La Roca
Village: una impresionante estructura de tiendas que imitan edificios
coloniales españoles. Cuando esperábamos al grupo, Ana Carolina y yo
pedimos un café: elmenú era bilingüe, en francés e inglés. Había menús en
otras lenguas, lo que indicaba el tipo de público atendido.
Quedamos en encontrarnos con las estudiantes de tiempo en tiempo para
intercambiar impresiones que deberían estar relacionadas con los protocolos
del trabajo de campo. Al circular por el espacioy observarlo ya se podían
atender algunos de ellos:
Observar la arquitectura y la decoración del lugar y pensar su relación con
la riqueza, con el lujo, con la abundancia, con el estatus social, etcétera.
Además de la imitación del estilo colonial en los edificios, nos encontramos
en todos los lugares con copias de trabajos de Gaudi y de otros símbolos de
Barcelona. Lo que nos llamó la atención también fue el hecho de que los
baños exhalasen perfume y tuviesen equipamientos relacionados con las
diferentes culturas. Encontramos, por ejemplo, lugares de oración
específicos para algunas religiones. Así, no era difícil, como habías
solicitado:
Hacer un repertorio de los “tipos de personas” que circulan por el shopping,
justificando cada uno de esos “tipos” por las marcas visibles que los
definan.
No eran solo los espacios los que nos mostraban cosas, parecía que las
personas llevaban consigo las marcas que las convertían en reconocibles en
aquel lugar. Sin duda, La Roca Village llevaba la marca de una cultura
“originaria” con su falsa arquitectura y monumentos, al mismo tiempo en que
atendía las necesidades de los “ciudadanos” de un mundo globalizado y
plural, en una actitud políticamente correcta y rentable. Tanto era así que fue
fácil cumplir con el registro relacionado con:
Hacer un repertorio de todas las publicidades que sugieran un “estilo de
vida”.
Había una campaña cuyo slogan era “comprar es un arte” y, en cada
escaparate, encontrábamos la obra de un artista, destacando la “experiencia
de” o “con”. Todo ese mundo entra en conflicto con quien no participa
mínimamente en él. Todo ese áura multicultural y políticamente correcta se
desmigaja cuando uno, insensible a los reclamos, no ejerce el papel de...
¡consumidor! Otra de las tareas era la de:
Entrar en una de las tiendas que se consideren más “lujosas” y preguntar a
los dependientes qué tipo de gente suele comprar en la tienda y cuál es la
media de gasto de cada comprador.
Nuestras chicas de rastas y cabellos teñidos de varios colores, sin tenis ni
jeans de marcas reconocibles (o reconocibles pero muy usadas), sin cara de
que vinieran de algún lugar del mundo bastante por encima de la línea de la
pobreza, con cámaras de móvil, tomando notas en cuadernos y,
fundamentalmente, sin gastar un euro, no conseguían obtener esa información.
Ana y yo tuvimos que entrar en acción. Conseguimos movernos de acuerdo
con un perfil ambiguo, pues al mismo tiempo que descubríamos los grupos
que más compraban y la media de gastos, también creábamos empatía con
los trabajadores y descubríamos cosas sobre el régimen y condiciones de
trabajo a las que estaban sometidos. Eso nos costó algunos euros en compras
(no más que a las musulmanas y a las rusas, las más ávidas compradoras) y
una extraña sensación de que no es posible entrar en ese universo sin pagar.
Y lo que es peor: no sabíamos ya si estamos allí voluntariamente o no,
porque en un espacio de consumo, como dijo Bauman, en el que somos
tomados por ese querer inacabable, en un tiempo y en un espacio suspenso, y
de cuyo juego de consumo o participas o te alejan, te expulsan. Fue
justamente lo que les pasó a las estudiantes. Encontramos a las chicas
solamente a la salida, con una historia de desconfianza, persecución,
interrogatorio y finalmente expulsión. Estaba claro que no iban apermanecer
mucho tiempo en aquella global village cuyo aparato panóptico debía
funcionar 24 horas. Nos despedimos allí: nosotras, con una extraña
sensación de haber sido capturadas por aquel templo de consumo;y las
chicas, con aquella mirada de quien había ganado los “juegos del hambre”
(esa trilogía de libros de aventuras sobre una sociedad distópica en la que
chicos y chicas luchan entre sí para mantener el poder de la Capital y
después en su contra). De momento.
En clase, esas consideraciones, así como las de otros grupos, dieron
interesantes discusiones con base en las preguntas iniciales y en los
protocolos de campo. Los grupos no realizarían un trabajo final sobre el
shopping, sino que el trabajo de campo sería un ejercicio y una inspiración
para el trabajo final (ese que ya contaste en la palabra “ricos” pero que tal
vez esté bien transcribirlo aquí de nuevo). La formulación del trabajo era:
La formulación de un “proyecto educativo” (o, mejor, de la “idea de un
proyecto educativo) dirigido a “ricos”, pero utilizando los mismos
procedimientos y las mismas categorías que suelen usarse para los pobres.
Dicho proyecto deberá ser de tipo “re”, de tipo “pre” o de tipo “psi”, o una
combinación de esas posibilidades.
Desde esa perspectiva, uno de los grupos, tocado por una de las cuestiones
de las que trataste al final de las primeras impresiones de los grupos, y que
era más o menos así: “¿la ciudad imita al shopping o al revés?”, decidió
pensar en una universidad que se asemejase a un shopping, o que tuviese
toda su formación en ese lugar, con los recursos de ese lugar, parametrizada
por la cultura de ese lugar. Además, continuamente citabas ese lugar como
una especie de modelo contemporáneo para las nuevas formas de ser y de
estar en el mundo: “la universidad es un shopping, la escuela es un shopping,
la ciudad es un shopping...”. Quién sabe podrías hablar de esta palabra (y de
su elección) partiendo de su concepción como lugar de circulación cotidiana
y, simultáneamente, como modelo de vida.
Jorge.
El hecho de que los shoppings sean interclasistas, el hecho de que la
ideología del consumo se haya hecho transversal, y el hecho de que, por su
juventud, los alumnos e incluso sus padres hayan nacido ya en el shopping
hicieron muy difícil una cierta distancia respecto a ese espacio tan
particular. Cuando los chicos y las chicas presentaron sus repertorios, sus
mapas, sus observaciones, sus fotos y sus notas, tuve la sensación de que
había sido un fracaso. Lo único que la mayoría supieron decir fueron
cuestiones de acceso (eso de que el shopping no es para todos… y hay que
hacer que lo sea) o valoraciones morales sobre, por ejemplo, el sexismo de
las publicidades (eso de que el shopping debería ser menos racista, menos
clasista, menos sexista, menos exclusivo). Yendo al shopping no habían
salido de casa. Tanto es así que cuando pregunté sobre cómo se habían
sentido e, incluso, tratando de provocar, si serían capaces de vivir una
semana entera en un shopping, respondieron que eran espacios muy
agradables. La cuestión es que apenas fueron capaces de desnaturalizar el
artefacto shopping en sí mismo, y aún menos problematizarlo ya no como
espacio sino como modo de vida.
De hecho, yo tenía la pretensión de que el trabajo en el shopping sirviera
para darle algunas vueltas al modo como la lucha contra la pobreza se
entiende, muchas veces, y creo que Brasil es un buen ejemplo de eso, como
una especie de acceso universal al shopping, es decir, como acceso de los
pobres a ciertos estándares de consumo que pasan a ser considerados como
derechos. Eso de yo también tengo derecho a un móvil, o a un coche, o a
unas zapatillas de marca. Y cuando intenté llevar la conversación hacia la
universidad como shopping, el profesor como proveedor de servicios y el
alumno como cliente (con sus derechos de consumidor, claro) la sensación
de incomprensión fue mayúscula.
Mi sorpresa por la dificultad para tomar distancias del shopping (y de todo
lo que representa) me llevaron a comenzar una clase echando un sermón.
Concretamente, leyendo y comentando algunos fragmentos del discurso que
hizo David Foster Wallace en el discurso de graduación que pronunció el
año 2005 para los estudiantes de humanidades del Kenyon College, ese que
está recogido en ese librito maravilloso que se titula Esto es agua. Voy a
transcribir aquí algunos párrafos porque tienen que ver, no solo con lo que
pretendí (y en lo que fracasé) con el trabajo de campo en el shopping, sino
también con el oficio del profesor. El discurso comienza con una historia
didáctica:
“Había una vez dos peces jóvenes que nadaban juntos cuando de repente se
toparon con un pez viejo que les saludó y dijo: ‘Buenos días, muchachos.
¿Cómo está el agua?’. Los dos peces jóvenes siguieron nadando un rato hasta
que eventualmente uno de ellos miró al otro y le preguntó: ‘¿Qué demonios
es el agua?’”.
Enseguida Foster Wallace enmarca así la historia:
“El punto de la historia de los peces es, simplemente, que las realidades más
importantes y obvias son a menudo las más difíciles de ver y explicar (…).
Así que mencionaremos otro lugar común: la educación en Humanidades no
es tanto atiborrarte de conocimiento como ‘enseñarte a pensar’. Si fueran
como yo fui alguna vez de estudiante, nunca hubiesen querido escuchar esto,
y se sentirán insultados cuando les digan que necesitaron de alguien que les
enseñara a pensar. Porque dado que fueron admitidos en la universidad
precisamente por esto, parece obvio que ya sabían cómo hacerlo. Pero voy a
hacerme eco de ese lugar común que no considero insultante, porque lo que
verdaderamente importa en la educación –la que se supone obtenemos en un
lugar como éste– no vendría a ser aprender a pensar, sino a elegir cómo
vamos a pensar. Si la completa libertad para elegir acerca de qué pensar les
parece obvia y discutir acerca de ella una pérdida de tiempo, les pido que
piensen acerca de la anécdota de los dos peces y el agua y que dejen entre
paréntesis por unos segundos su escepticismo acerca del valor de lo que es
obvio por completo”.
Y al final del discurso, después de haber contado algunas historias más,
concluye:
“Aquí apunto lo que creo que realmente significa que me enseñen a pensar.
Ser un poco menos arrogante. Tener un poco de conciencia de mí y mis
certezas. Porque un gran porcentaje de las cuestiones sobre las que tiendo a
pensar con certeza, resultan ser erróneas o ser meras ilusiones. Lo aprendí a
base de golpes y les pronostico otro tanto a ustedes (…).Eso es ser educado
y entender cómo pensar. La alternativa es lo inconsciente, lo automático, el
funcionamiento por defecto (…). La educación real, que no tiene nada que
ver con el acumular conocimiento y sí con la simple atención, atención a lo
que es real y esencial, tan oculto en plena vista a nuestro alrededor todo el
tiempo, que tenemos que estar constantemente recordándonos a nosotros
mismos una y otra vez: esto es agua, esto es agua, esto es agua”.
Tú y yo conversamos bastante sobre el fracaso del trabajo de campo en el
centro comercial, sobre la dificultad de distanciarse del agua en la que
vivimos, del aire que respiramos, de la atmósfera (muchas veces tóxica) en
la que transcurre nuestras vidas y que nos hemos acostumbrado a respirar, y
pensamos que para convertir el shopping en objeto de estudio (y de
pensamiento) no basta con estar allí y describirlo sino que hay que leerlo. Y
leerlo, si es posible, de otra manera a como el shopping se da a leer a sí
mismo. Por eso decidimos que si iba a continuar con esos ejercicios de
inversión al año siguiente, había que introducir alguna bibliografía y leer,
dentro del shopping, algunos textos sobre el consumo y la sociedad de
consumo.
Además, para mi desesperación, algunos de los trabajos que se presentaron
al final eran proyectos para el consumo responsable, para prevenir o
combatir la adicción al consumo, para hacer que los shoppings tuvieran más
tiendas relacionadas con la cultura o más espacios de juego para los niños,
cosas así. Un desastre, vamos. Y eso que los alumnos de ese grado suelen
ser de extracción social muy modesta y, en general, poco consumistas.
Subrayado
Karen.
Nunca le había prestado mucha atención al acto de subrayar hasta asistir a
tus clases. Tal vez ni siquiera hubiese pensado seriamente que subrayar es
una forma de relación con el texto. Evocando situaciones en clase, me di
cuenta de cuánto esa acción estaba siempre presente:
“- En la lectura en voz alta, ya podemos subrayar las palabras
desconocidas.”
“- En la pizarra hay un guion de preguntas para la lectura del texto.
- Como hay que hacer para organizar las respuestas, pregunta la chica.
- Puedes ir subrayándolas en el texto.”
“- Ahora todo el mundo hace una lectura silenciosa y subraya las palabras
relacionadas con ‘tiempo’.”
Y así podríamos seguir con una multitud de ejemplos.
En tus clases, pedías algunas tareas relacionadasa los textos de tus cursos, y
una de ellas era los subrayados. En la clase siguiente abrías la discusión con
los subrayados de cada alumno. También lo hacías en relación a algunas
películas, pidiendo una especie de subrayado visual. Para que mantengas el
subrayado como una de tus prácticas pedagógicas invariables, debes
atribuirle una destacada importancia, y, por lo tanto, debes tener una
explicación al respecto.
Jorge.
Ya he hablado un poco del subrayado en la palabra “literalidad”. Quisiera
empezar ahora diciendo que estudiar es leer con un lápiz en la mano, que al
estudiante se le exige una lectura atenta y activa, que el estudiante tiene que
hacer cosas cuando lee. Leer estudiando es hacerse responsable del texto y
es también responder al texto. Y ese hacerse responsable del texto, ese
acoger al texto, tiene su figura más elemental en el subrayado. Otras figuras,
más sofisticadas, serían las notas al margen en tanto que ya implican una
primera forma de respuesta del lector. Son, como dice, Steiner “indicadores
activos de la corriente discursiva interior –laudatoria, irónica, negativa,
potenciadora– que acompaña al proceso de lectura”. Pero el subrayado
todavía no es una respuesta y se parece, más bien, a una operación de
selección y destaque para ser usada después. En tu ejemplo, los subrayados
son como preparaciones para otra cosa. Un sentido parecido al del
subrayado tiene la copia de fragmentos.
Como sabes, los lectores de antes solían llevar un cuaderno en el que
copiaban sentencias, citas, frases, a veces muy breves y a veces más largas.
El antecedente de eso, ya en las escuelas griegas, cuando la lectura y la
escritura apenas estaban comenzando a rivalizar con la trasmisión oral,
iniciática, eran los hyponmemata. Nuestro amigo Fernando Bárcena
construye para sus alumnos un artificio de ese tipo que llama “casa de citas”
(creo que ya he hablado de él en alguna otra palabra) y que presenta así:
“En la Grecia clásica era habitual que los griegos cultos anotasen sus
pensamientos componiendo una especie de ‘cuaderno de notas’ llamados
Hyponmemata (que era una especie de diario filosófico). En ellos recogían
pensamientos de filósofos, reflexiones personales que eran el resultado de
sus propias lecturas, etcétera. Este documento, que he venido componiendo
hace ya bastantes años, aspira a ser un cuaderno de notas de ese tipo, aunque
en él solo se recogen citas de los textos leídos. Al mismo tiempo, estas citas
—esa ‘casa de citas’— responde a un criterio de selección bastante personal
(…). Citar de aquí y de allá algunos fragmentos de filósofos o escritores es
como ir a una cita, a un encuentro amoroso. A veces es una cita en el tiempo,
porque leer a los clásicos es escuchar con los ojos a los muertos, como dice
Quevedo en un famoso soneto. No deja de ser, entonces, sino una cierta ‘cita
amorosa’. Porque los libros, de los que extraemos esos fragmentos, son algo
así como voluminosas cartas escritas a los (desconocidos lectores) amigos.
Y la filosofía es la única disciplina que lleva en su propio nombre un afecto
(philía), un vínculo amoroso. ¿Se puede pensar, crear, si se carece de
amigos?”.
Yo también sugiero que copien párrafos o citas en el cuaderno de clase. Y
creo que el subrayado es como una versión un poco menos exigente que el
cuaderno de citas, pero va en la misma línea. Además, ya sabes, copiar no
goza hoy en día de buena reputación.
Karen.
Ya hemos hablado de ese texto de Jan Masschelein que se titula
“Pongámonos em marcha” y que usaste en todas tus disciplinas. En ese texto
Jan usa una cita de Walter Benjamin que leíste en clase, en voz alta, varias
veces, y a la que nos hemos referido en la palabra “autoridad”. El objetivo
de Jan con esta cita era desarrollar la idea de la “autoridad del camino”,
elaborar una cierta idea del caminar (y del leer) para cierto tipo de
investigación pedagógica.
En ese fragmento de Benjamin, la relación es entre caminar y copiar, en un
vector opuesto al de sobrevolar y leer. Para Jan, “tanto recorrer un camino
hasta el final como copiar un texto entero son modos educativos de
relacionarse con el presente y de vincularse a él.” Siendo así, tanto caminar
como copiar producen un efecto en nosotros, provocan una entrega, pues
aquel que se arriesga a esa “aventura” se somete a su dominio.
Puedo estar siendo repetitiva, pero me pregunto si subrayar, como copiar, no
nos coloca bajo la autoridad del texto, sometiéndonos a algo que se
presentará a través de él, a la vez que también nos hace presentes.
Jorge.
De esa cita hemos hablado en la palabra “autoridad” y también en la palabra
“literalidad”. Tú has hablado en la palabra “salida”. Y por lo que dices
podíamos haber hablado de ella en la palabra “presencia”. Y creo que es
justamente eso: subrayar es darle cierta autoridad al texto, es resaltar una
cierta literalidad (atender no solo a lo que el texto dice sino también a dónde
y cómo lo dice), y es, desde luego, mostrar una cierta presencia, una cierta
manera de estar presente en lo que se lee. Y todo eso, como tú también
dices, para que el texto pueda tener cierto efecto en el lector, para que el
lector se deje decir algo. Naturalmente, el subrayado es un gesto mínimo,
pero muy importante por todo lo que anuncia, por todo lo que se puede hacer
a partir de ese gesto aparentemente banal e intrascendente.
Recuerda que yo pido un par de subrayados, pero pido también que el
estudiante sea capaz de decir por qué ha subrayado eso, qué es lo que le ha
interesado, qué es lo que le ha movido a seleccionar y a destacar
precisamente ese fragmento. Y aquí ya empieza a hacerse explícito lo que el
texto le ha dicho y de qué manera él lo ha comprendido. Es decir, comienza a
hacerse explícito no solo el uso posible del texto sino un principio de
respuesta al texto.
Karen.
No pude resistirme y puse la expresión “la importancia de subrayar” en una
herramienta de búsqueda en Internet. Entre los 408 mil resultados en
portugués, buena parte de ellos son de técnicas de estudio y aprendizaje. Me
llamó la atención no el hecho de que el subrayado se considere una
estrategia de aprendizaje, sino que haya varias investigaciones que se
destinan, por ejemplo, a señalar los efectos negativos de destacar
informaciones irrelevantes y de la jerarquía de lo que se marca, si es más
eficaz que el alumno escoja libremente las frases, si hay retención de
memoria a corto o a largo plazo... Y así nos vamos metiendo en la “increíble
fábrica” de la psicología cognitiva y áreas afines. No puedo dejar de ponerte
en un apuro, y preguntarte si el subrayado no se trataría más bien de una “nopalabra”.
Jorge.
En el caso de esa captura cognitiva de la que hablas, es claro que sí, que
debería ir a las no-palabras. Pero si vamos por ahí también tendríamos que
entregarles a los cognitivistas y a su fábrica increíble algunas de las
palabras fundamentales del profesor, como la palabra “lectura”. De hecho,
muchas cosas de las que he escrito tienen que ver con una cierta resistencia a
que la lectura sea entendida desde el punto de vista de la información y de la
comunicación. En esto que tú cuentas, entiendo que se trata de leer en el
sentido de asimilar contenidos y/o informaciones. Y ya hemos dicho varias
veces que en la manera como yo entiendo un curso universitario (que tiene
que ver esencialmente con leer, escribir, conversar y tal vez pensar), no hay
nada parecido a contenidos a ser asimilados ni a informaciones a ser
procesadas.
Pero hay algo aún más importante, y es que yo trabajo desde el estudiar y no
desde el aprender. Para mí subrayar es una forma de “leer estudiando” y no
tanto una forma de hacer más eficaz el “leer aprendiendo”. Está más cerca de
la atención al texto y de la acogida del texto que no de la asimilación o de la
apropiación del texto.
Suspensión
Karen.
No sé exactamente qué rumbo querrás seguir con esta palabra, pero me
gustaría provocarte con una escena. Una de las diversas películas que vimos
en tus clases fue En construcción, del cineasta José Luis Guerín, que relata la
destrucción del antiguo barrio Chino y la construcción del Raval, en
Barcelona. Toda la película muestra la demolición de un edificio y la
construcción de otro y, en ese proceso, hay un momento de excavación de un
terreno en el que aparecen huesos humanos de los que se desconoce su
procedencia, su historia, etc. En esa escena, las personas se acercan a la
excavación y entablan variadas (y graciosas) conversaciones sobre el
acontecimiento. El hecho es que en ese momento ocurre una interrupción en
la acción que se venía desarrollando y que hace que suceda algo, o que
puede hacer que algo suceda. Podríamos decir que, en esa situación, una
acción quedó suspendida, y es eso sobre lo que me gustaría que empezases.
Jorge.
La película de la que hablas tiene que ver con la destrucción de un barrio y
la construcción de otro, con ese proceso continuo de destrucciónconstrucción en que consiste la vida de las ciudades. Tanto los que destruyen
como los que construyen están en permanente actividad y, además, ven el
barrio desde lo que ya no es o desde lo que aún no es. Sin embargo hay
algunos acontecimientos que suspenden o que interrumpen esas acciones.
Está ese al que tú te refieres, pero también uno muy hermoso en que un grupo
de niños entran a una obra en fin de semana (cuando los trabajos están
interrumpidos) y la convierten en juguete. O ese en el que uno de los
habitantes de la calle, un personaje encantador que aparece al principio de la
película hablando solo, muestra a otro los tesoros que guarda en su bolso,
distintos objetos recogidos de la basura, pero no los muestra por su utilidad,
o por su valor, sino por su belleza. El acontecimiento que tú recuerdas se
produce en el momento en que los trabajos tienen que ser suspendidos
porque aparecen huesos humanos y tienen que llegar los especialistas del
ayuntamiento para decidir si tienen algún valor histórico y hay que
conservarlos. Y es precisamente cuando la obra se para cuando la gente se
va concentrando alrededor de ella para hablar de lo que hay allí. Es una
conversación preciosa cuya condición de posibilidad está, justamente, en la
detención de la actividad.
Y si la puse y la comenté en clase fue para ilustrar esa especie de
desactivación de la relación activa y económica con el mundo que es la
condición de la escuela. En cuanto aparecen los huesos (una cosa que está en
medio y que se convierte, de alguna manera, en asunto de todos y de
cualquiera) y en cuanto se suspende la actividad, la obra se convierte en una
especie de escuela.
Karen.
Al caracterizar lo que es escolar, en el libro Defensa de la escuela,
Masschelein y Simons dejan muy claro que la categoría de suspensión se
aplica al profesor, al asunto y a la escuela. Al definir lo que entienden por
ese concepto, dicen:
“La suspensión, tal como la entendemos aquí, significa tornar algo
(temporalmente) inoperante, o, en otras palabras, retirarlo de la producción,
liberándolo, retirándolo de su contexto normal. Es un acto de
desprivatización, de desapropiación”.
Y esa idea, según ellos, sigue la dirección contraria de lo que venimos
viendo en la educación actualmente. Por lo que yo observé, tú intentas
trabajar con esa idea de suspensión en tus clases, a pesar de todas las
dificultades en relación a ese “tiempo productivo” de la universidad, o
incluso del “mundo allí afuera”.
Jorge.
Suspender no significa destruir sino desactivar. Hacer algo inoperante es
sacarlo de su contexto de uso. Digamos que, en la escuela, las cosas del
mundo se convierten en materia de estudio y, para eso, hay que sacarlas de
ese contexto “normal” en el que son, de alguna manera, usadas. Cuando en
una de mis asignaturas hicimos la salida de campo al shopping, no íbamos
allí a comprar, o a divertirnos, no íbamos a usar el shopping, sino que
íbamos a estudiarlo. Digamos que la operación escolar consiste en
desactivar lo que hace que un shopping sea un shopping, hacerlo inoperante,
para poder tratarlo desde otro punto de vista, para poder hacer otras cosas
en el shopping y con el shopping. Y esa desactivación es una suspensión
temporal, es decir, el shopping deja de ser shopping por un tiempo para
convertirse en materia de estudio.
Pero la cita que has escogido del libro de Jan y de Maarten habla también de
suspender la producción y la apropiación. Y ahí sí que creo que puede haber
algo interesante sobre el oficio de profesor universitario. Y es que la
universidad ha sido convertida en un lugar productivo, y en un lugar
orientado a la apropiación del saber. Y yo creo que, en algunos casos, hay
que suspender esa orientación a la eficacia, a los resultados, a la utilidad; y
hay que suspender también esa lógica de la propiedad y la apropiación. Algo
de eso hay cuando digo que mis cursos están orientados al pensamiento y no
a los resultados. Y también cuando digo que el aula es un espacio público y
no orientado a la apropiación privada, individual, mercantil, del
conocimiento.
Karen.
Sabemos que, no el caminar, sino la forma de caminar, por ejemplo, no es
algo utilitario, que en algunos gestos se suspende lo que las cosas tienen de
útil. En una de tus clases te referiste a la suspensión como una interrupción
de la acción pero manteniendo el gesto. Tal vez para profundizar en la idea
de suspensión, pudieses contar un poco de lo que entiendes por gesto.
Jorge.
Esa intervención fue una improvisación libre sobre un texto de Agamben en
Medios sin fin que se titula “Notas sobre el gesto”. Allí se dice que el gesto
no es un actuar ni un hacer, que por medio de él no se actúa ni se produce,
que no es un medio para otra cosa, sino que es la exposición pura de un
movimiento, un medio sin fin, un puro medio. El ejemplo que da es el de la
danza. La danza no es un caminar utilitario (el desplazarse de un punto a
otro), sino un puro caminar. Lo que la danza muestra no es el caminar como
una acción, sino el gesto mismo de caminar. Además, creo que añadí, si
todos caminamos, cada uno tiene una forma propia de caminar, y esa forma
propia es justamente el gesto. Por eso los gestos nos singularizan. Por eso se
nos reconoce por nuestros gestos. No solo por nuestras acciones o nuestras
producciones sino por la manera singular como las hacemos o como las
producimos. En la danza, la dimensión activa y productiva del movimiento
está suspendida para que aparezca el gesto puro. Y si la escuela es un lugar
donde no hay solo acciones o producciones, quizás podamos decir que es un
lugar, también, para los gestos.
En ese sentido, la escuela de artes marciales que vimos en El ojo sobre el
pozo (y que ya hemos comentado en alguna otra palabra) también puede ser
un ejemplo. Un arte marcial sería una lucha en la que la dimensión de lucha
ha sido suspendida para que permanezca solo el gesto, es decir, para que se
convierta en una especie de danza. La capoeira sería también un buen
ejemplo. Y en la película de Guerín con la que has abierto esta palabra
podría verse eso en la escena en que los niños juegan “a casitas” en la obra
parada. En el juego (cuando los niños juegan a hacer o a servir comida por
ejemplo), los niños no hacen propiamente nada (en realidad ni se prepara
comida ni se come), pero se hacen los gestos y, además, de forma muy
rigurosa. Y algo de eso hay, me parece, en algunos ejercicios escolares. Por
eso tienen algo de juego o, en palabras de Agamben, de medio puro.
LETRA
T
Tiempo
Transmisión
Tutorías
Tiempo
Karen.
Según mi cuaderno de notas, la primera disciplina en que tocaste el asunto
del tiempo fue en Antropología cultural. Estábamos allí, en tu clase,
asistiendo al corto Alumbramiento. En el personaje de un niño, llamaste la
atención hacia un reloj que se dibuja en la muñeca y hacia su escondite en el
granero. Un tiempo otro y un espacio otro. Heterocronía y heterotopía. Allí
empezabas a desarrollar, no el asunto de la disciplina, que era la
transmisión, sino la idea a ser materializada en el trabajo de los estudiantes,
la idea de “refugio” (ambas están presentes en este diccionario). ¿Cómo
pensabas la relación de la transmisión y del refugio con el tiempo y, más
específicamente, con la idea de heterocronía?
Jorge.
Empezaré, si te parece, comentando el corto de Erice. El film está
atravesado por una amenaza de muerte que pende sobre un recién nacido:
una mancha de sangre se extiende sobre el camisón blanco de un niño que
duerme en su cuna. Mientras tanto, a su alrededor, la vida sigue y el mundo
que rodea al bebé se despliega ante nuestros ojos. Desde el punto de vista
del argumento, del tiempo del suspense, la película empieza con ese peligro
de muerte motivado por la ruptura del cordón umbilical, y termina con la
sutura de ese mismo cordón y, por tanto, con la supervivencia del niño
amenazado. Pero lo importante no es tanto el tiempo del suspense como la
manera como aparecen, distinguiéndose, varios tipos de tiempos.
La película está atravesada, en primer lugar, por una serie de ritmos que
puntúan la vida del lugar: el tictac de un reloj de pared, el balancearse de
una niña en un columpio, el gotear del agua sobre una palangana, el golpear
de un martillo afilando una guadaña, el movimiento del pedal de una
máquina de coser, el frotar de unos cepillos que sacan brillo a los zapatos, el
vaivén de una guadaña segando el pasto, el abrirse y cerrarse de unas manos
que amasan pan sobre una mesa de madera. Los dueños de la casa duermen
la siesta, los empleados trabajan, los niños juegan.
Además de ese tiempo de la vida construido con ritmos inmemoriales, la
película muestra también, en segundo lugar, lo que podríamos llamar el
tiempo biográfico en el que se inserta el nacimiento de Luisín. Sobre las
paredes de la sala en la que su padre y su abuelo sestean hay fotografías de
un negocio familiar. El coche en el que algunos niños juegan a ser mayores
tiene matrícula de La Habana. Parece que el recién nacido pertenece a una
familia que se ha reinstalado en España tras haberse enriquecido en Cuba.
Luisín no solo nace a la vida, sino que nace, para bien o para mal, en un
linaje, como hijo y nieto, como continuador de una saga, como descendiente.
En tercer lugar, algunas imágenes aluden al tiempo histórico en el que,
también para bien o para mal, para su suerte o su desgracia, ha nacido
Luisín, la España dictatorial, ultracatólica y caciquil de la postguerra: hay un
espantapájaros con uniforme y casco militar, hay un mutilado de guerra que
trenza una cuerda atada al pulgar de su único pie, la mesa sobre la que se
amasa el pan está cubierta por la portada de un periódico en la que aparecen
uniformes militares y una fecha de 1942. Podríamos decir que el nacimiento
de Luisín, y su vida posterior, están determinados por el tiempo biográfico y
por el tiempo histórico en los que ha nacido.
Si consideramos no los tiempos sino los espacios en los que se inscribe el
nacimiento de Luisín, veremos un espacio altamente segmentado en el que
cada tipo de personas están en su lugar. Los amos ocupan un lugar y los
trabajadores otro, los espacios de los hombres están separados de los de las
mujeres, los de los adultos de los de los niños. Además, cada uno de esos
espacios implica un tipo de actividad: los amos sestean, los trabajadores
hacen faenas del campo, las mujeres hacen faenas de la casa, los niños
juegan.
Pero hay algo más: un niño solo que, al principio del corto, en un desván,
abre una ventana para que entre la luz y, con un lápiz mojado en saliva, se
pinta un reloj en la muñeca y se lo acerca al oído. Como si además del
tiempo vital, del tiempo biográfico y del tiempo histórico se abriera también
para Luisín la posibilidad de otro tiempo, de una especie de tiempo fuera del
tiempo, de una heterocronía. Y como si, además de los espacios sociales
claramente marcados en que se mueven los distintos personajes y que
determinan sus distintas actividades, se le ofreciera también la posibilidad
de un espacio otro, de una especie de espacio separado y de separación, de
una heterotopía. Por otra parte, es importante señalar que la ventana del
desván no es un agujero en el muro para mirar afuera sino para que entre la
luz. El niño misterioso y solitario está sentado contra la pared, junto a la
ventana, pero mirando hacia dentro, hacia el centro del desván. La luz que
entra por la ventana no ilumina al muchacho, sino que ilumina las cosas, hace
que el muchacho pueda ver. Y es importante señalar que un desván no es el
lugar donde las cosas se usan, sino donde las cosas se guardan, tanto las que
ya están fuera de uso como las que están esperando a ser usadas. En el
desván las cosas están ahí, en ellas mismas, ya no usadas o todavía no
usadas, por eso pueden verse (y por eso se puede jugar con ellas).
Después de que la sirvienta recosa el cordón umbilical de Luisín y lo
entregue a sus padres en una especie de segundo nacimiento, esta vez ante las
miradas atentas de todos los habitantes del lugar, otra sirvienta canta una
nana (una especie de canción de bienvenida) detrás de una sábana blanca
recién tendida, unas manos lavan el camisón empapado de sangre, el nombre
de Luisín termina de bordarse en el babero, el niño solitario del desván (el
único que no acude al círculo de los testigos de esa especie de segundo
nacimiento de Luisín) borra el reloj pintado de su brazo y cierra la ventana,
el corro de espectadores se disuelve (suponemos que cada uno vuelve a su
lugar y a sus tareas) y los distintos tiempos se reanudan.
Mi hipótesis es que tal vez la educación como dispositivo insertado en el
venir al mundo tenga como condición de posibilidad esa separación de los
tiempos y de los espacios a la que alude la figura solitaria del niño del
desván: la posibilidad de un tiempo otro que interrumpa la continuidad de
los tiempos y la posibilidad de un espacio otro que interrumpa el orden
social de las fijaciones y las pertenencias. La posibilidad, en suma, de una
heterocronía y de una heterotopía en la que algo otro pueda tener lugar. Y
que tenga también como condición de posibilidad la existencia de algo
visible, iluminado, de algo cuyo uso está suspendido, de esas cosas que ya
no sirven o que aún no sirven.
La mesa en la que la sirvienta sutura el cordón umbilical sangrante es la
misma mesa en la que antes la habíamos visto haciendo el pan, y la misma
que estaba cubierta por el periódico con la fecha. Como si el segundo
nacimiento de Luisín estuviera presidido por un signo de lo inmemorial y de
la vida (el pan), y por un signo de la historia y del mundo (el periódico).
Además, después de curarlo, la sirvienta entrega al niño a sus padres y, a
través de ellos, a una pertenencia familiar, biográfica y social cuya
continuidad está destinado a garantizar. Por otra parte, inmediatamente
después de esa entrega, su nombre, ya completo y terminado, queda
finalmente bordado en el babero. Se ha constituido ya otro cordón umbilical,
esta vez social, que, al mismo tiempo que garantiza su supervivencia (el pan)
conecta al niño con los espacios y los tiempos (biográfico, geográfico,
social, cultural, histórico) en los que ha nacido. Unos espacios y unos
tiempos que determinan su identidad, su nombre, lo que es, eso en lo que se
tiene que convertir, eso a lo que está destinado, todo eso que lo va a formar y
a conformar. Podría decirse que Luisín no tiene ya escapatoria. Pero en
algún lugar existe un refugio (un tiempo y un espacio separados, unas cosas
que no sirven para nada, una luz que las ilumina), que le darán, quizá, la
oportunidad de explorar otras posibilidades. Precisamente porque ese
tiempo del reloj pintado, ese espacio del desván y esas cosas inútiles no lo
determinan sino que, en cierto sentido, lo indeterminan.
De todos modos, para que haya escuela hacen falta algunas otras cosas.
Faltan, en primer lugar, más niños. Es constitutivo de la escuela el que ésta
no sea, como se dice ahora, un entorno individualizado de aprendizaje, sino
en espacio y un tiempo para la presentación pública y en público del mundo.
Falta, en segundo lugar, un profesor. Es constitutivo de la escuela el que ésta
no sea, como también se dice ahora, un espacio para el autoaprendizaje, o
para aprender con máquinas, sino un lugar donde los profesores (como
representantes de las viejas generaciones) entregan el mundo a los que
vienen a él (como nuevos). Y falta, en tercer lugar, una materia de estudio.
Es constitutivo de la escuela que ésta no sea, como se dice ahora, un lugar
para la formación de competencias y habilidades, sino un lugar en el que el
mundo, las cosas del mundo, se conviertan en materia de estudio. Hace falta,
por tanto, que esas cosas que están ahí, iluminadas, dispuestas para ser
contempladas (y no solo usadas) se conviertan en una materialidad mundana
que tenga alguna autoridad, que merezca respeto y, a la vez, se entregue al
juego, al ejercicio, al estudio, a la experimentación.
Karen.
Te remontaste a la antigua Grecia para componer la idea de tiempo libre en
dos instituciones: la democracia y la escuela. Al mismo tiempo, ambas
comportan otra, la de espacio público. En este sentido, la escuela es un
dispositivo que crea espacio público y tiempo libre, además de la
vinculación con un objeto cultural. Recuerdo también una frase de Francesco
Careri: “solo el que pierde tiempo gana espacio”. Creo que podrías decir
más de esa noción temporal, propia de la escuela, vinculada a un tiempo
libre, no productivo.
Jorge.
Se sabe que la palabra “escuela” viene del griego scholé que significa
“tiempo libre” y cuya traducción al latín es otium, ocio. Sus contrarios
serían, tanto en latín como en griego, palabras privativas: negotium y
ascholia. En un hermoso libro destinado a elaborar filosóficamente la
dificultad del aprender y construido, en su mayor parte, con materiales
tomados de la filosofía griega, La regla del juego, José Luis Pardo habla de
la relación entre la filosofía (ese otro invento griego, junto con la
democracia, con una clara, aunque no exenta de tensiones, relación con la
escuela) y el tiempo. El argumento comienza comentando un pasaje del
Teeteto en el que, ante la observación de Sócrates de que la discusión
comenzada llevaría muy lejos, Teodoro responde “¿Es que acaso no tenemos
tiempo libre (scholé)?”. Esta pregunta de Teodoro, dice Pardo, muestra la
existencia de dos clases de tiempo que se corresponden con dos clases de
hombres, el tiempo libre, que es el tiempo de los hombres libres, y el tiempo
esclavo, que es el de los esclavos. La diferencia entre las dos clases de
tiempo significaría también la división entre aquellos que pueden dedicarse
a las tareas del pensamiento y aquellos cuyo tiempo está consumido en el
trabajo y en la necesidad.
Pero ser esclavo, dice Sócrates, no es solo una cuestión de diferencia social
(entre las minorías aristocráticas y la plebe), sino de diferencia moral, la
que se refiere no a la cantidad de tiempo de que se dispone, sino a la
relación misma con el tiempo: los no-libres son los esclavos del tiempo, es
decir, los que se someten no solo a la limitación del tiempo (por ejemplo, de
los tribunales), sino a la medida misma del tiempo. Los esclavos de la
clepsidra (del reloj de agua que medía la duración de las intervenciones en
el ágora y en los tribunales) son los que miden su tiempo en función de su
eficacia y de su utilidad, en función de las normas que lo regulan. Pero son
también, independientemente de su clase social, los que nunca tiene tiempo
para nada, los que están tan llenos de ocupaciones y de compromisos,
siempre ineludibles e inaplazables, que son, como dice Pardo, “incapaces de
acudir a las citas a las cuales la libertad les convoca”. Los hombres libres,
por el contrario, son los que tienen libertad de tiempo, aquellos a los que
nadie puede medirles el tiempo, y eso porque “su tiempo no es cronométrico
ni puede ser cronometrado, es siempre elástico y flexible”, los que no tienen
que rendir cuentas a nadie del tiempo y, sobre todo, los que siempre tienen
un rato (un tiempo indefinido, que no se mide) “para no faltar a su
compromiso con la verdad (…) y para poder cumplir con sus deberes
públicos”.
Y eso, no porque tengan más tiempo (porque ellos también tienen las horas
contadas, ellos tampoco tienen tiempo y, el que tienen, también está medido),
sino porque quieren, porque son capaces de robarle tiempo al tiempo “y de
ese modo –haciendo de su querer, de su voluntad, la fuerza capaz de vencer
la presión de la clepsidra– muestran su libertad, su condición de hombres
libres, que solo existe en esa acción y mientras la acción dura, y que no se
desprende de ningún tipo de marca de distinción socialmente otorgada o
heredada por linaje”.
La diferencia, por tanto, no es cuantitativa, no se refiere a la cantidad de
tiempo disponible (ni siquiera si pensamos que los hombres libres,
idealmente, tendrían todo el tiempo del mundo, que su tiempo sería, por
definición, infinito), sino cualitativa, como si ambas clases de tiempo fueran,
de alguna manera, inconmensurables. Lo que ocurre, dice Pardo, es que el
tiempo libre (el que no se mide) solo es posible enmarcado o encabalgado
en el tiempo medido, pero como modificándolo cualitativamente,
convirtiéndolo en un tiempo otro, o en otra clase de tiempo:
“No cabe duda de que la temporalidad elástica es considerada por Sócrates
la temporalidad superior, la que da la regla del tiempo (…) ya que se trata
de la temporalidad del aprender o del recordar, que es también la del
dialogar (…). Más que en tener tiempo (explícito), la libertad filosófica
consiste en tener siempre un rato para dialogar (y también para recordar y
para aprender) acerca de cualquier cosa, y ‘un rato’ es precisamente el
modelo de esa temporalidad a-métrica que parece ser la del recordar, la del
aprender y la del dialogar”.
El tiempo libre de la filosofía (y de la escuela), entonces, sería una especie
de tiempo a-métrico, de tiempo no tanto ilimitado como indefinido, de
tiempo que no se cuenta (y que, en realidad, no cuenta), que solo la decisión
y la libertad de los hombres es capaz de abrir en el interior mismo del
tiempo cronometrado. El tiempo libre de la filosofía (y de la escuela) se
abriría cuando los hombres son capaces de olvidarse del tiempo, de
suspender el tiempo o, como se dice en una hermosa expresión del español,
de “darle tiempo al tiempo”.
Karen.
Me gustaría traer aquí un aspecto práctico de la disciplina. Mi trabajo de
tutorías consistió en hacer que los alumnos comprendiesen el concepto de
refugio y, por tanto, que elaborasen una propuesta de un tipo de refugio que
fuese una separación del mundo (una idea bien interesante, puesto que va a
contracorriente de una noción de inserción social, muy presente en el grado
de Educación social. Pero en cada presentación de las ideas a trabajar en
clase era muy común que constatases la queja de los estudiantes de no tener
tiempo. Al mismo tiempo, observabas en las paredes de la clase y en los
pasillos que había una serie de actividades en las que, según tú, ellos
perdían el tiempo. Mi posición me colocaba en un lugar muy difícil: por un
lado, al mismo tiempo que te daba la razón, percibiendo la similitud con los
que yo misma vivía como profesora, por otro lado sentía compasión de ellos
al percibir –tal vez por estar en ese intermezzo– cómo les era difícil
distinguir causas y temas que valiesen la pena en medio de una sociedad que
les proponía “ocupaciones basura” y que les ponía en ritmos temporales muy
distintos a las que tú esperabas –y que todo buen profesor contrario a las
“divagaciones pedagógicas” espera- en lo que se refiere al lugar del estudio
y al tiempo del estudiante. Presento esta situación ordinaria puesto que creo
que no es algo solamente superficial en relación a lo que pasa con el tiempo
en los espacios educativos. ¿O sí?
Jorge.
Es justamente esa dimensión de la heterocronía, del tiempo otro, la que es
más difícil para el oficio de profesor. De hecho, tanto tú como yo
encontrábamos muchas dificultades en tratar de que los estudiantes abrieran
un tiempo para el estudio. Seguramente dediqué alguno de mis sermones a
decir que es una pena que esta sociedad que se puede permitir el lujo de
liberar a los niños y a muchos jóvenes del trabajo y darles tiempo para otras
cosas, utilice ese tiempo “libre” a las tonterías a las que habitualmente lo
dedica. Mis alumnos, como tú sabes, son personas muy ocupadas. Primero
porque muchos trabajan, segundo porque están permanentemente conectados,
pero también porque la universidad misma les exige una serie de tareas que
les ocupan muchísimo tiempo aunque sean, en su mayoría, perfectamente
prescindibles en el sentido de que no requieren atención, ni esfuerzo, ni
pensamiento.
Tal vez ese sea uno de los “mensajes” de Alumbramiento: que hay que
pintarse un reloj en la muñeca y atender a ese tiempo que no existe pero que
existe, al tiempo para lo que vale la pena. Y, si recuerdas, aproveché para
citar eso que dice Pennac en Como una novela, que nunca hay tiempo para
amar ni para leer, que ese tiempo nadie te lo da, que hay que robarlo de otras
actividades, o del sueño, que estudiar es “darse tiempo”, y que ese gesto de
darse tiempo a uno mismo significa renunciar a otras cosas y, sobre todo, a
otras formas de temporalidad, aquellas, sobre todo, en las que el tiempo es
un medio para otra cosa. Tal vez por eso podamos decir que la escuela (la
universidad en este caso) no solo debe dar tiempo sino también “hacer
tiempo”, un cierto tipo de tiempo.
Transmisión
Karen.
Copio a continuación el asunto de una de nuestras materias, la que se titulaba
Antropología Cultural, tal como se presentaba en el programa que fue
entregado a los estudiantes y leído públicamente en la primera clase del
curso:
Puesto que “el hombre” es, por definición, un “animal cultural”, la
transmisión cultural es constitutiva de todas las sociedades humanas.
Conceptos como “aculturación” o “socialización” han sido elaborados por la
Antropología Cultural y por la Sociología para dar cuenta de las formas de
transmisión que garantizan la continuidad de las culturas (y de las
sociedades). La educación, sin embargo, es otra cosa, y depende de la
invención de dispositivos específicos insertados en el “venir al mundo” y
organizados para establecer una relación “educativa” entre la infancia
(entendida como la capacidad de comenzar) y el mundo (entendido como el
lugar del habitar humano). Desde ese punto de vista, la educación tiene que
ver con la transmisión del mundo y con la salvaguarda, al mismo tiempo, de
la capacidad de comenzar. De ahí que la función de la educación no sea ni la
socialización (reproducir o transformar las conductas, o las formas de vida)
ni la terapia (elaborar o reelaborar las formas de la subjetividad, mejorar la
autoestima, regular las emociones, conseguir el bienestar), ni siquiera el
aprendizaje (constituir competencias o capacidades cognitivas, críticas,
emocionales, etc.). De ahí también que la educación no pueda conjugarse en
términos de proyecto (ni de transformación de la sociedad, ni de
transformación de los sujetos).
El tema de este curso será la educación (y no la aculturación, o la
socialización), por lo que habrá un desplazamiento desde la Antropología
Cultural o la Antropología Social hacia la Antropología Pedagógica. Dicho
brevemente, lo que nos interesa son las formas “educativas” y los
dispositivos “educativos” que se inscriben en el venir al mundo de los seres
humanos.
El dispositivo fundamental que los seres humanos han inventado para la
educación es la escuela. De ahí que los dispositivos que hoy se llaman de
“educación social”, para ser “educativos”, tengan que tener alguno de los
rasgos de lo escolar, independientemente de cuál sea la edad de los sujetos
implicados o de cuál sea el lugar de realización (un museo, una biblioteca,
un centro cívico, una prisión, un piso de acogida, etc.).
Otro de nuestros asuntos será, entonces, qué es lo educativo en la educación
social o, dicho de otro modo, qué hace falta para que la educación social sea
educación y no socialización, o terapia, o gestión de los individuos y las
poblaciones, o versión contemporánea de la ayuda mutua, o todo lo que tiene
que ver con las prácticas sociales de tipo “re” (reciclado, recuperación,
resocialización, readaptación, recuperación, restauración, reinserción, etc.),
o con las prácticas sociales de tipo “pre” (todo lo que tiene que ver con la
prevención –y por tanto con la normalización- de cualquier tipo de
comportamiento considerado anormal o patológico… pre-delincuente, premaltratador, pre-embarazada, pre-desempleado, pre-drogadicto, preterrorista, etc… es decir, los discursos y las prácticas dirigidos
específicamente a individuos o poblaciones en situación de “riesgo social”).
Lo que haremos, entonces, será estudiar las características de los
dispositivos educativos, fundamentalmente en lo que tiene que ver con la
separación de tiempos y espacios, y con la vinculación a un objeto de tipo
cultural. Estudiaremos también algunas de las características de la sociedad
contemporánea que dificultan (y, a veces, se oponen) a la constitución de ese
tipo de dispositivos. Y analizaremos esos dispositivos, en especial, en su
cualidad de refugios, de asilos, de abrigos, de espacios de acogida o de
amparo, de lugares relativamente separados y protegidos.
Recuerdo que una de las primeras frases pronunciadas en la asignatura fue
que la “transmisión del mundo” es lo que se vería en aquel curso. Para
desarrollar un poco la palabra transmisión, podríamos volver a una de las
películas que exhibiste en clase y que ya mencioné en la palabra
“repetición”: El ojo sobre el pozo. En esa película separas varios
fragmentos en los que se muestra una escuela de artes marciales, una escuela
de danza, una escuela en la que un grupo de niños muy pequeños aprenden a
escribir dibujando signos en el suelo con las manos, una escuela de
recitación védica, una escuela de teatro y una escuela de música. Al
enfatizar, a partir de esas escenas, que tenemos que aprender a hacer las
cosas de cierta manera, no de cualquier forma, pues hay una práctica, un
modo de hacer, ¿estás hablando de transmisión, no? De ciertos “rituales”, en
un espacio y en un tiempo, que hay que repetir.
Jorge.
En la manera como se determina el asunto de la disciplina en el programa
que has transcrito puede percibirse una cierta inspiración arendtiana en lo
que se refiere a la idea de educación. Lo que yo pretendía era colocar lo de
la transmisión cultural (esa expresión que me venía impuesta por el título de
la disciplina, que era Antropología Cultural) en el interior de ese marco. De
ahí lo de la educación como transmisión del mundo (y, como sabes, en
Arendt la transmisión no puede separarse de la renovación) y, sobre todo,
como transmisión / renovación de un mundo común. Es decir, mi intención
era plantear la así llamada transmisión cultural como educación, es decir,
como transmisión / renovación / comunización del mundo. Y entendiendo
aquí “mundo” como cultura, como tradición cultural, también en sentido
arendtiano. Y esa idea puede verse, sí, en esa película de la que hablas,
aunque en un contexto muy distinto al nuestro (de ahí que la conversación a
que dio lugar en el aula fue interesante, aunque a veces confusa).
Vamos a ver si soy capaz de aclararlo transcribiendo aquí la manera como
presenté la película antes de verla en la sala de aula (una presentación de la
película, además, que incluye algunas consideraciones sobre el cine, porque
me parece que en la universidad, en los tiempos que corren, cualquier texto
que se lea tiene que ser usado, directamente o indirectamente, para enseñar a
leer –y para mostrar que no todos los textos son iguales–, y cualquier
película que se vea tiene que ser usada, directa o indirectamente, para
enseñar a ver cine –y para mostrar que no todas las pelis son iguales–).
Johan ven der Keuken es un cineasta holandés, uno de los grandes maestros
del documental europeo. Realizó más de 50 películas, la primera en 1957 y
la última en el 2001. El ojo sobre el pozo, de 1988, es un viaje a la India. Un
viaje de formación clásico en busca de experiencias, en busca de una
espiritualidad otra, o de una espiritualidad perdida, un viaje de
transformación, en definitiva. Pero también un viaje a un territorio mítico del
cine moderno, al menos desde El río, de Jean Renoir (1950), o la extraña y
fascinante India, de Roberto Rossellini (1958).
Van der Keuken escogió viajar en solitario, acompañado solo de su mujer,
que registraba el sonido. Y escogió filmar en la región de Kerala, una de las
más alfabetizadas del país, de las más progresistas también, tanto política
como social y culturalmente, para huir del exotismo de la pobreza o del
atraso.
Se trata de un cine viajero, de un cine que busca la experiencia de la
realidad, la experiencia de la alteridad, pero también la experiencia del
cine, como si tanto la textura como el tiempo de las imágenes se viesen
alteradas por los colores, las luces, las miradas y los gestos que el cineasta
encuentra. Y se trata, al mismo tiempo, de un cine que parece anclado en la
tradición de la pintura flamenca, esa pintura de interiores, de objetos
cotidianos, de espacios silenciosos y movimientos lentos.
De hecho, la película que os voy a mostrar se sitúa entre oriente y occidente.
Comienza con un plano de un bosque de invierno en Holanda sobre el que se
inscribe un relato que tiene la belleza de los relatos orales, y que, de alguna
manera, va a impulsar el viaje. Como si el viaje estuviese precedido por una
historia, o por una serie de historias, que nos dan un cierto a priori sobre la
atmósfera espiritual del lugar a visitar. Y que, de alguna manera, guían la
percepción del viajero.
Se trata, por otra parte, de una película que no pretende explicar, ni informar,
ni adoctrinar, ni sensibilizar. Una película que solo muestra, pero con una
enorme atención y un enorme respeto. Nada que ver, por tanto, con un
documental didáctico al uso. Se trata de una película no lineal, sin
argumento, una película, podríamos decir, construida como un mosaico,
como una superposición de instantes. Al modo de un cuaderno de notas.
Como si quisiera también conservar la textura fragmentada de la percepción
y de la memoria.
Ya he señalado uno de los entres en que se sitúa la película, entre oriente y
occidente, pero hay otro entre que también me interesa precisar porque es un
entre propio del cine o, si quieren, del arte en general. Esta película se sitúa
entre lo real y el sueño o, si queréis, entre lo real y lo imaginario. De hecho
el relato oral que da título a la película, un relato sobre alguien que está a
punto de caer en un pozo en cuyo fondo se agitan las serpientes, se cuenta
dos veces en la película. La primera vez se lo presenta como un sueño
múltiple que se corresponde exactamente con el único mundo en el que
vivimos. La segunda, se lo presenta como el único mundo en el que vivimos
en tanto que se corresponde exactamente con las infinitas maneras como lo
soñamos, como lo imaginamos, como le damos sentido. Os pido que prestéis
especial atención a ese relato e incluso pararé la proyección después de la
primera vez que lo hayamos escuchado para que podáis copiarlo en vuestro
cuaderno.
Si pasamos aquí, en esta clase, esta película, es porque muestra pequeñas
escenas de transmisión: una escuela de artes marciales, una escuela de
danza, una escuelita rural en la que los niños están aprendiendo a escribir,
una escuela védica donde se aprende el recitado de los textos tradicionales,
una escuela de teatro, y una escuela de canto.
Y esas pequeñas escenas de transmisión, de enseñanza y aprendizaje,
rodadas en espacios interiores, cerrados, se combinan con una serie también
discontinua de escenas en exteriores en las que un prestamista va
recorriendo el lugar, cobrando deudas, y mostrando a su paso el mundo del
trabajo, del dinero, del artesanato y de la industria, del comercio, de la
publicidad, de la mercancía, de la circulación, del trabajo autónomo y
asalariado, de la fatiga, del movimiento, de la mendicidad, de las promesas
incumplidas de los políticos, del dominio y la explotación de los caciques
locales.
Yo os mostraré apenas esos fragmentos que he llamado “pequeñas escenas
de transmisión”, pero os dejaré ver algunos minutos antes o después de ellos
para que veáis cuál es la otra mitad de la película, ese mundo del dinero, de
la necesidad y del trabajo que se contrasta con el mundo de la cultura, de la
belleza, del lujo (aunque ese mundo, como veréis, también implica esfuerzo,
disciplina, dedicación).
En una entrevista, el cineasta esboza así la estructura de la película:
“Mi película tiene tres partes. La primera es una lección sobre ciertas
formas antiguas de arte. La segunda parte habla del dinero, de personas
modestas que no tienen ahorros. El dinero y las personas: un fragmento de
vida cotidiana en un pueblo, una vida en la que el dinero cumple un papel
crucial. La tercera parte es de nuevo una lección sobre diferentes formas de
arte, pero sobre un plano más elevado, más espiritual”.
Lo que os voy a mostrar, ya os lo he dicho, son las escenas de transmisión. Y
me gustaría contextualizarlas teóricamente. No explicarlas, o interpretarlas,
sino contextualizarlas. Darles un contexto teórico para abrir la conversación.
Como sabéis, Hannah Arendt plantea la educación como transmisión del
mundo, no como preparación para la vida, o como adiestramiento en formas
de vida, sino como transmisión del mundo. Una transmisión que es, al mismo
tiempo, una conservación y una renovación. Los niños, los que nacen, son
nuevos en el mundo, vienen a un mundo que les precede y que seguramente
les sucederá, y la responsabilidad de la educación es transmitirles ese
mundo. Entregárselo como una herencia. Como una herencia que no está
acompañada de ningún testamento. Es decir, que los nuevos renuevan el
mundo al mismo tiempo que lo reciben. Pero el mundo de Arendt, como
sabéis, está hecho fundamentalmente de obras, y la obra es ese producto del
trabajo del hombre (que no de la labor) que es capaz de perdurar en el
tiempo. No solo obras de arte, sino también de conocimiento. A eso es a lo
que Arendt le llama “cultura”. Es de eso de lo que habla en el famoso texto
de “La crisis de la cultura”. Y es de eso también de lo que habla cuando en
“La crisis en la educación” habla de la educación como transmisión del
mundo.
Pero aquí, en esta película, no se trata de obras (de arte, de literatura, de
conocimiento), sino de prácticas. Los niños, ya lo veréis, no son colocados
como espectadores, sino como actores. Lo que se conserva y se transmite no
es tanto una obra como una tradición en modos de hacer, en una serie de
disciplinas artísticas que son a la vez corporales y espirituales. Lo que los
niños hacen es aprender una serie de disciplinas artísticas, digamos,
tradicionales, de esas que se transmiten de generación en generación, a
través de una relación con un maestro, con un gurú. Pero la idea de herencia,
la idea de conservación y de renovación, la idea de transmisión a través del
tiempo se mantiene en estas escenas de transmisión de una forma muy
particular. En relación a eso, en relación a la manera como esta película
muestra la transmisión, me gustaría centrar vuestra atención en algunas
cosas.
En primer lugar, me gustaría que pensáramos sobre esa idea del arte y de la
transmisión como algo separado y a la vez entremezclado con la vida
cotidiana. De algo que está del lado de lo inútil, de lo gratuito, de lo libre
(en el sentido de un tiempo y de un espacio libres de la necesidad, de la
utilidad, de la vida como supervivencia). Del lado también de lo sagrado, de
lo separado, de aquello que vincula con el pasado y, quizá, con el espíritu,
sea eso lo que sea. Algo que no todavía ha sido capturado por la historia,
por la idea occidental y moderna de historia: algo que no se conserva o se
transmite al modo histórico. Algo que no ha sido capturado por la cultura,
por la idea occidental y moderna de cultura: algo que nos se conserva o se
transmite al modo de lo cultural. Algo también que no ha sido capturado
tampoco por la mercancía: que no se conserva o se transmite como una
profesión, o como una riqueza –sea ésta una riqueza de tipo histórico o de
tipo cultural o de tipo turístico. Algo que no ha sido tampoco capturado por
la idea occidental y moderna de belleza, esa idea del arte como la
producción de algo “bonito” comprado y consumido por los consumidores
de belleza. O por la idea del entretenimiento, el arte como una forma de
ocupación del tiempo vacío.
Pero, sin embargo, a pesar de todo eso, algo que sin embargo forma parte de
la vida. No de la vida entendida como ‘zoé’, como vida desnuda, como
supervivencia, sino de la vida como ‘biós’, como forma de vida. Los
aprendizajes que os voy a mostrar están, desde luego, claramente separados
de la vida (si por vida entendemos el trabajo, el ganarse la vida, la serie de
cosas prácticas y útiles que son necesarias para la vida) pero en ellos hay,
qreprimendauizá, algo así como la transmisión de una forma de vida. No de
una forma de ganarse la vida, no de una forma de sobrevivir, sino de una
forma de habitar, de una forma (humana) de vivir la vida, de dar un sentido a
qué significa vivir.
En segundo lugar me gustaría que pensáremos juntos sobre cosas como la
figura del maestro (y el modo como se da su autoridad), la idea de disciplina
(el arte como una práctica de repetición, de obediencia, orientado a la
perfección… nada que ver con la crítica o con la innovación o con la
experimentación), la forma de la transmisión y, en fin, todo lo que se os
ocurra.
Y es aquí, como tú bien dices, donde la conversación se hizo más
complicada, cuando intentamos comentar, con cierto cariño, que la película
mostraba formas de transmisión altamente conservadoras (en el buen sentido
de la palabra) en las que había que aprender a hacer las cosas bien, como es
debido, como siempre se habían hecho, como el maestro o el gurú (en tanto
que depositarios de la tradición) dicen que deben hacerse. Porque eso
contrastaba claramente con esa idea de espontaneidad, de libertad, de
creación, de inspiración, de imaginación, que permean la manera como mis
alumnos suelen entender todo lo que tiene que ver con el arte. Si recuerdas,
fue aquí donde pedí el ejercicio de recordar las disciplinas de cada uno, los
aprendizajes que había realizado disciplinadamente, obedeciendo. Eso que
hemos comentado en la palabra “disciplina” y que es tan difícil de entender
hoy en día. Sin embargo, la conversación se puso interesante cuando
hablamos de los espacios de transmisión de la película como espacios
cerrados y separados de los lugares de producción, de venta o de circulación
que son recorridos por el prestamista. Siempre hay un umbral, un cierto
sentido de la transición, entre los espacios exteriores del trabajo, de la
utilidad y de la economía y los espacios interiores de la transmisión.
En cualquier caso, la separación entre los espacios, los tiempos y las
actividades es una separación fuerte, como lo es la separación entre el
mundo del dinero y el mundo de la transmisión. Como si esos lugares
separados fueran el lugar del juego, del lujo, de la gratuidad, de la fiesta, de
lo no económico o, en definitiva, de la miel, de ese pequeñísimo momento de
dulzura y de goce que la vida ofrece a los mortales. Y como si esos lugares
pudieran abrir un mundo, o hacer disponible un mundo, en tanto,
precisamente, que cierran la puerta al prestamista y a todo lo éste representa,
en tanto que permiten refugiarse, para gozar del mundo, a todos los que
huyen, aunque sea por un instante, de la lógica que representa el prestamista.
Tutorías
Jorge.
Lo que aquí se llaman “tutorías” son reuniones de trabajo para acompañar el
trabajo de los estudiantes. En los cursos que compartimos hubo dos
momentos de tutorías. Las que estaban dirigidas a preparar la exposición
pública de la salida de campo y las que preparaban el trabajo final. Tal vez
puedas decir algo sobre cómo fueron, sobre la función que tenían en lo que
aquí hemos llamado “ejercicios de pensamiento”. Tal vez puedas contar
alguna historia.
Karen.
En la palabra “Karen” dices que ocupé, o creé, un “tercer lugar de palabra”.
Lo que tal vez no sepas es que fue muy difícil crear ese lugar. En la
presentación, cuando me preguntaste sobre mi posición en este proceso que
contamos, hablé de la dificultad para crear un papel, ya que yo no era
estudiante, ni profesora visitante, ni colaboradora tuya, ni investigadora. Así
la pregunta que se instauraba era: “¿qué hago yo aquí?”. En un segundo
momento, cuando me vi como tutora en los grupos de trabajo de las tres
asignaturas la pregunta pasó a ser: “¿cómo debo actuar yo aquí?”. Y en ese
juego, entre no ser la profesora y tampoco parecer una compañera de clase,
fui intentando construir un camino.
Como ya dije en “salida”, las salidas de campo podían o no componer el
trabajo final, por lo tanto podían no aparecer en el trabajo, como sucedió en
el caso de “shopping”, en Sociología de la Educación, o aparecer como
tema, como ocurrió en “basura”, en el caso de Arte y Cultura.
Para la exposición en público de las salidas de campo, mi colaboración
empezaba después de que ellos definieran el lugar. Creo que esos primeros
encuentros ya mostraban indicios de mi intervención pues, al igual que yo,
ellos también estaban asustados, un poco perdidos y tomados por la
pregunta: “¿qué es lo que el profesor espera de nosotros?” Entonces, en ese
primer momento, creamos cierta empatía e intentamos superar los problemas
relacionados con la lengua. Destaco aquí mi cuaderno de notas como
componente fundamental, para que yo misma pudiese corroborar tanto las
intenciones del maestro como su forma de exponerlas.
Las propias salidas de campo, que ya describí anteriormente (en “distrito”,
“ruina” y “shopping”), demuestran, además de otras cuestiones, cómo
conseguías que los estudiantes estuviesen presentes en las asignaturas.
Discutir con ellos los textos y las ideas también me hacía presente, pero era
en las salidas donde poníamos a prueba los protocolos, experimentábamos
sus efectos y parte de sus ramificaciones. Y era allí que nos deparábamos
con la pregunta: “¿adónde vamos?”
Ese “estar juntos” fue fundamental para que desarrollasen confianza. De esa
forma, las tutorías funcionaron como un lugar en elcual nos preparábamos
para explicitar nuestros ejercicios y al mismo tiempo lanzar las primeras
ideas para el trabajo final. Era allí, y no en clase, que ellos podían exponer
sus dudas e inseguridades sin que les juzgasen y con el compromiso, por mi
parte, de que estaríamos juntos, en los errores y en los aciertos (porque en
ese primer momento todos estábamos preocupados en contentar al profesor).
No imaginábamos que tú no querías saber de qué conversábamos, justamente
para evitar esa idea de “hacer las cosas para agradar al profesor”.
Está claro que, en las presentaciones en público de las salidas de campo,
todo lo que podía salir mal, salió mal. Apareció mi propia falibilidad, pues
en ellas también quedaban al descubierto mis dudas en relación a las
asignaturas. Sin embargo, el hecho de haber participado activamente en las
salidas y haberme dispuesto a estar con todos los grupos en horarios
establecidos, les mostró que mi papel no era el de señalar el camino del
maestro y ratificarlo, sino, tal vez, el de ayudarles a crear sus propios
caminos y a hacerse responsables de lo que creaban.
Me acuerdo de una anécdota divertida después de una de las clases. La
presentación de uno de los grupos fue un poco difícil y, en las tutorías de la
tarde, los estudiantes se quejaron. Yo sabía que tú estabas con dolor de
muelas y les dije que el profesor no siempre está de buen humor y que casi
nunca sabemos lo que le pasa en su vida (al final, también los profesores
tienen una vida más allá de la clase, igual que los estudiantes). Que ellos
deberían, por lo tanto, atenerse a los comentarios hechos por ti y no a la
forma en que los hiciste. Esa historia también revela un poco sobre la
composición de ese lugar y de mi actuaciónen él. De cualquier forma, ese
momento fue un divisor para todos nosotros y, a partir de él, mi actuación fue
quedando más clara y siendo más independiente al mismo tiempo. Fui
creando algunas estrategias, como la utilización de la lengua a mi favor. Bajo
el pretexto de no comprender algunas palabras o expresiones, llevaba a los
alumnos a explicar de la mejor forma posible sus ideas.
Como el trabajo final requería la inclusión de algunas palabras o conceptos
clave de las asignaturas, siempre quedaba la duda de cómo hacerlas
aparecer. Mi estrategia fue la de hacerlos retomar las lecturas a partir de mis
anotaciones. De nuevo, mi cuaderno resultó fundamental, pues en él estaban
reunidas todas las discusiones sobre los textos ocurridas en clase. Sin
embargo, en lugar de ofrecerles mi síntesis, les decía en qué texto podrían
encontrar el concepto que buscabany en qué clase se había discutido.
Además de intentar hacerles volver a la lectura, re-significaba las
anotaciones. Simultáneamente, me refería a otras lecturas de mi propio
repertorio y esbozaba para ellos y con ellos algunas ideas posibles. Hasta
aquel momento creo que contaba con la confianza de los estudiantes pero, a
partir de entonces, empecé a encarnar cierta autoridad, no para legitimar mi
posición, sino en el sentido con el que tú la caracterizas:“para dar autoridad
a los textos, a la materia, al mundo, para que su gesto de señalar hacia algo
para llamar la atención sobre ello y para tratar de hacerlo interesante no sea
percibido como un gesto mecánico o como un gesto de vendedor de
electrodomésticos, sino como un gesto de alguien.”
Al mismo tiempo que construía esa trayectoria con los estudiantes, también
definía mejor mi actuación junto a ti en lo referente a esos grupos y también
nuestra relación de trabajo como un todo. Hacer que mirases a tus alumnos
con mis ojos, como tú mismo has dicho, no era, en absoluto, una cuestión de
legitimar mi trabajo, sino de construir aquella retícula del revés del bordado
de la que habla Benjamin. Así como me hizo falta presentar al profesor Jorge
Larrosa a sus alumnos, también me hizo falta presentarte a ti a tus alumnos;
hacerte ver sus esfuerzos, sus inseguridades, sus maneras diversas de estar
en este mundo tan cruel con la juventud, que te dieses cuenta de que algunos
no eran tan “gilipollas” como tú pensabas (véase esa palabra en este
diccionario). Por otra parte, la confianza y la autoridad que los grupos
depositaron en mí, posibilitó que me expresase en nuestros diálogos a partir
de las materialidades y gestualidades que me hacen singular, en última
instancia, como profesora.
Jorge.
Como bien dices, ya he desarrollado tu función en las tutorías en la palabra
“Karen”, sobre todo en relación a lo que ahí llamo “tercer lugar de palabra”,
y tú has desarrollado muy bien cómo fuiste entendiendo ese lugar. ¿Quieres
añadir alguna cosa? ¿Qué efecto tuvo en tu relación con los chicos y las
chicas el que yo no estuviera ahí?
Karen.
“Tercer lugar de palabra” es una bella expresión. Hay mucha generosidad en
la forma en la que te refieres, siempre, a mi papel. Confieso que me gusta
ese lugar, porque no es ni el primero ni el segundo, sino que al mismo tiempo
está entre los dos; no basta que lo ocupen, pues solo funciona en una
composición entre lo que se es y lo que se puede ser; porque exige la
humildad de la escucha y la autoridad de las palabras seguras; porque en él
no se actúa como un profesor, sino que se está allí para dignificar tu curso y
tus ideas, y mirando y cuidando a cada estudiante como si fuese propio. No
es imprescindible, pero tal vez suponga alguna diferencia.
El día del homenaje de despedida de la profesora Violeta y también del final
de la asignatura de Arte y Cultura en Educación Social, pronuncié unas
palabras. Me gustaría reproducir un fragmento, porque se refieren a la
relación con los estudiantes:
El primer día de la asignatura de Arte y Cultura en Educación Social, me
presenté a mí misma y mis pretensiones: aprender, intercambiar, hacer. Todo
muy vago, pero al mismo tiempo todo muy verdadero. La verdad no es una
constatación al final de un proceso, sino la forma en que cada uno lleva su
propio proceso. Eduardo Coutinho, importante documentalista brasileño,
decía que no había una grabación de verdad, sino una verdad en la propia
grabación. Y tal vez sea por eso que el proceso es lo que siempre me
interesa en el recorrido educativo. ¿Cómo se hacenlas cosas? / ¿Cómo se
materializa una idea? / ¿Cómo se escogenlos caminos? / ¿Cómo se
construyenlos caminos?
Las primeras pistas ya estaban ahí el primer día: la profesora Violeta puso
en la pantalla la orquesta de Cateura, en Asunción, un lugar miserable de
Paraguay, en América del Sur. La materialidad: confeccionar y tocar
instrumentos musicales. El profesor Larrosa mostró imágenes de
acontecimientos en el mundo y, con ellos, la elección de caminos/conceptos:
lo público, lo común y la igualdad.
En Brasil, cuando leí por primera vez el texto de Violeta y Jorge para la
asignatura, antes de viajar hacia aquí, ya me había llamado la atención el
enunciado: “La educación social y la gestión de residuos humanos: un
experimento con el arte, la educación social y la basura.” Proponer una
discusión sobre educación relacionada con la basura material, con la basura
humana, con la sociedad-basura, con el arte-basura y con el arte con la
basura, con el espacio de la ciudad en sus espacios-basura, me pareció
osado y fascinante. Me pareció, además, una determinada manera de
entender el arte y una determinada manera de entender la educación, que me
parecen distintas de las otras, inclusive de algunas que muchas veces
sobresalen, tanto en el campo educacional como en el artístico y que, en
realidad, son y producen basura.
Veo que la fuerza de esa otra idea de educación, y de arte, y de basura, está
en la propuesta investigativa. Ésta, compuesta tanto por el trabajo en clase
como por el trabajo de campo, resuena tanto en el uno como en el otro, es
decir, igual que en el juego cíclico de las olas del mar, que a veces es
regular y a veces irregular, pero que es siempre imprescindible.
Sin embargo, ese ritmo aula/campo no siempre se mantuvo. Tal vez porque
(tomando prestada, de la forma que quiero, la figura del ogro y del refugio
del profesor Larrosa) el ogro está por todos lados, mordiéndonos los pies. A
veces no entendimos la clase como un espacio público y un espacio para
hacer cosas, y, por lo tanto, no la entendimos como un refugio contra el ogro
y su lógica de dispositivos educativos privados, particulares y desiguales.
El camino bidireccional clase/campo se profundizaba cuando nos
encontrábamos en los territorios demarcados. ¿Cómo pasar de un mundo que
nos contempla a una contemplación del mundo? Para hacer al “espacio
hablar”, había que: “Habitarlo, recorrerlo, observarlo, escucharlo, sentirlo,
fotografiarlo, dibujarlo, registrarlo y pensarlo intensivamente”. O, como en
el texto de Jan Masschelein, con inspiraciónde Walter Benjamin: “Caminar y
copiar en vez de leer y sobrevolar”.
Mientras el ruido de las máquinas en la calle Sant Pere Més Alt compone el
paisaje junto a las palomas que le disputan el espacio al mendigo y su
maleta, en Sant Pere Mitja, el aire húmedo, las calles estrechas y las puertas
cerradas nos traen una atmosfera que no se puede describir, como una
superficie plana sobre la que se sobrevuela.
¿Qué estoy queriendo decir? Que los textos de clase no solo eran
importantes sino también imprescindibles, tanto para las reflexiones como
para ubicarse en el propio trabajo de campo. Quiero decir, además, que los
protocolos sistemáticos no tenían como objetivo llenar hojas del cuaderno,
sino que, en un ejercicio de repetición, nos proponían que desplazásemos
nuestra mirada. ¿Cómo ver al recolector de basura solitario, si no se hubiese
insistido en el trayecto, bajo el frío y la lluvia? ¿Cómo encontrar el
descampado de los recolectores, sus casas y sus basuras, separadas
meticulosamente, si no hubiésemos andado durante cuatro horas en el
desierto urbano-industrial de L’Hospitalet? ¿Cómo problematizar las
diferentes miradasal río Besos, si no nos saliésemos de la carretera? ¿Cómo
descubrir que la basura que escurre por las alcantarillas puede ser blanca, y
que hay pastores con sus ovejas pastando en sus márgenes?
Hay que insistir en las cosas para verlas, hay que transformar el trabajo en
una especie de cruzada (como dijo Thoreau al hablar sobre caminar), y en
esta cruzada: “Algún Pedro Ermitaño predica en nuestro interior para que
nos pongamos en marcha y reconquistemos de las manos de los infieles esta
Tierra Santa.” O como decía el cineasta Werner Herzog: “Es necesario
caminar hasta que deje de haber caminos.”
Me gustaría decir, además, que muchas veces no insistimos lo suficiente, y
no solo no insistimos por abandonar la misión, sino también porque dejamos
que nuestras observaciones o reflexiones fueran capturadas por las ideas que
circulan en un mundo y en una educación-basura: “Vivo aquí, así queya
conozcoeste espacio”; “no hay ningún problema en hacer el trayecto en una
hora y no en cuatro”; “el registro se hace después y resumido”; “yo ya sé
cómo vivenlos más necesitados”.
O también cuando nos ubicamos previamente en un lugar donde no podemos
movernos, y donde creemos poseer una verdad sobre las cosas. Eso se hacía
presente en momentos en los que nuestros juicios morales se anticipaban al
mundo antes de que pudiésemos mirarlo: “Esto no nos interesa verlo”; “esto
esuna intromisión”; “está claro que esto es una necesidad de este lugar”.
Como si el problema fuesen los protocolos y no la idea previa y casi
cristalizada que tenemos sobre el mundo. El mundo es perverso, chicos y
chicas, y, como decía la profesora Violeta, “desconfiemos de todo”,
inclusive de las ideas “benignas” de una educación social.
Así, para que olvidásemos todo lo que “sabíamos”, nuestro recorrido de
investigación (para hablar de esto como investigación) y también nuestro
recorrido como estudiantes tenían que ser arduos, largos, desmotivadores,
casi como estudiar las cosas por primera vez; borrar las palabras para, quién
sabe, encontrar otras; encontrar el silencio (“¿Cómo encontrar tal silencio?”
preguntaría Le Clézio) para, tal vez, interrumpir algunos flujos de
información.
Ubicarse en la investigación de esa disciplina, en especial, exigía/exigió
agotar las posibilidades dadas por los paisajes visibles, para desvelar que
los paisajes invisibles no se agotan. Que, por lo tanto, el proyecto educativo
solo se realizaría con esa insistencia en este “estar presente en el mundo” y
no en los recortes de nuestra participación, tanto en clase como fuera de ella.
LETRA
U
Universidad
Utilidad
Universidad
Karen.
Viví intensamente mi tiempo de universidad. Al menos es ese el recuerdo
que tengo. Dentro y fuera de clase, en los pasillos, las bibliotecas, los
eventos académicos y/o políticos, en las asambleas del movimiento
estudiantil, en corrillos en el bosque, debajo de los árboles, en fiestas los
fines de semana. Estar en la universidad para quien no pertenecía a una élite
socioeconómica ni intelectual, y para quien venía de un pueblo, como
algunos de mis compañeros y yo, era un privilegio y un orgullo. La
universidad era el lugar del saber por excelencia, y también de un sueño de
emancipación individual y, con el tiempo, de un sueño colectivo de
sociedad.
Casi como “las novias”, los tipos conceptuales de la Cartografía sentimental
de Suely Rolnik, hay que pensar a qué generación pertenecemos, qué utopías
nos mecieron y, de diferentes formas, produjeron nuestras subjetividades. Mi
generación universitaria fue la que participó de esa institución tras la
dictadura civil-militar en Brasil, la que presenció la entrada del
neoliberalismo al país, a finales de la década de 1980 (aunque ese proceso
ya debía de estar en curso desde la década anterior) e inicios de 1990. La
universidad pública no era para todos, al igual que elpropio país, pero
muchos de nosotros repetíamos tres palabras como un mantra, como si, por
arte de magia, algunos engranajes pudiesen entrar en movimiento mientras se
interrumpían otros: universidad “pública, gratuita y de calidad”. Las tres
palabras de nuestro mantra debían servir a la universidad y a la educación
con más amplitud.
Viví con mucha alegría una universidad pobre, sin equipamientos, con
bibliotecas malas, con profesores con sueldos bajos, con innumerables
huelgas, etc.. Nuestro empeño era mantenerla y, al mismo tiempo, hacer de
ella otra cosa. Tuvimos conquistas que hoy estamos perdiendo. La utopía de
una época parece redimensionarse por las quejas de otra época. Y tal vez
porque la universidad siempre ha sido el lugar de la inquietud. Pero demos
ahora un salto temporal y espacial.
Universidad de Barcelona, España, 2015. Circulo cotidianamente por esa
universidad y voy intentando entender su mapa. No obstante, por mi
omnipresencia en tus clases y por la singularidad de lo que compartimos,
acabo viéndola a través de tus ojos. En los momentos de encuentro con otros
profesores, las conversaciones son sobre la difícil relación con los alumnos
y de éstos con el conocimiento que allí se produce y transmite, la cual deriva
de la dificultad de ser estudiante, de la que ya hablamos en aquel vocablo.
Del mismo modo, quedaron claras las quejas de tus compañeros más jóvenes
en relación a lo que la universidad les exige y, al mismo tiempo, a la
precariedad que les brinda. Al andar por los pasillos, ibas señalando
carteles y destacando todo tipo de reclamos motivacionales, de trampas
neurolingüísticas, de innovaciones educacionales en cursos, eventos y
conferencias. Comentabas varios aspectos de la shoppinización de la
universidad, inclusive en los temas de algunas reivindicaciones de alumnos y
profesores.
Hay un párrafo en tu libro Tremores, particularmente en el capítulo “Fim de
partida: ler, escrever, conversar (e tal vez pensar) em uma Faculdade de
Educação”, cuya frase final parece tener sentido en relación a lo que intento
decir: “Ya sabemos que la universidad que viene está cambiando la forma de
ser profesor, la forma de ser alumno y la forma de organizar las disciplinas
de conocimiento a partir del punto de vista de su enseñanza y de su
aprendizaje. No nos gustaban las formas antiguas, pero las nuevas tampoco
me gustan.”
Considerando que el tiempo de corta duración se mide por lo que, de cierta
forma, cambia o se queda como está, que el pertenecer a una generación nos
hace estar en el presente de algún modo, que las utopías en las que fuimos
forjados nos hacen tener acceso al mundo y habitarlo de diferentes formas,
siento curiosidad por saber porqué has escogido este vocablo.
Jorge.
Cuando yo estudiaba, nuestras tres palabras (siempre tres, ¿te das cuenta?)
eran: “popular, catalana y democrática”. Lo primero que cayó, claro, fue lo
de popular, lo segundo lo de democrática, y lo tercero lo de catalana (bueno,
en eso, que yo nunca entendí demasiado bien, aún parece que estamos). Y a
nadie pareció importarle demasiado. Así que, como en vuestro caso, una
derrota completa. Pero a lo mejor con tanto adjetivo (pública, gratuita, de
calidad, popular, catalana, democrática) nos estábamos olvidando del
sustantivo. Y, sin apenas darnos cuenta, nos hemos quedado sin una
universidad que sea realmente universidad, que merezca su nombre.
Cualquier día tendremos una universidad sin libros, sin profesores y sin
estudiantes que seguirá llamándose universidad pero ya no será universidad,
y casi nadie se dará cuenta.
Alguien me ha hablado en estos días de un informe de la UOC sobre cómo
será la Universidad dentro de 10 años. La UOC es la Universidad Abierta de
Cataluña, una universidad que apenas tiene espacio físico (la mayoría de sus
cursos son no-presenciales) y que se publicita no como “universidad a
distancia” sino como “universidad sin distancias”. Lo que auguran es una
universidad sin teoría, sin asignaturas, sin calendarios, donde se trabaje a
través de la solución de problemas con simuladores y a través de proyectos
y tareas, orientada a la profesionalización y con una relación directa con la
empresa o con el lugar de trabajo. El punto de partida, claro, es que se
aprende en cualquier lugar y a cualquier hora, que se acabarán las rigideces
espacio-temporales y esa unidad anacrónica llamada “asignatura”, que el
profesor no enseñará sino que se facilitará el aprendizaje, y que ese
aprendizaje no tendrá que ver con esa momia de “lo teórico” sino que será
esencialmente práctico, todo eso del learning by doing. El triunfo final del
programa educativo del capitalismo cognitivo. Y lo más curioso es que casi
todo el mundo está participando de ese programa o trabajando para él con el
mayor entusiasmo.
Lo de que la universidad se parece cada vez más a un shopping tiene que ver
con la manera como se ajusta, sin resistencias, a las modas y a las demandas
del cliente. Eso hace que los profesores se parezcan cada vez más a
vendedores y que se la pasen insistiendo en la utilidad y el valor de mercado
de lo que hacen. La introducción de categorías tomadas del marketing como
“calidad” o “innovación” tiene que ver con eso, y la universidad misma en
su conjunto es, cada vez más, una empresa y una marca. Ahí nos engañamos
cuando dijimos eso de “una universidad al servicio de la sociedad” y nos
olvidamos que si la universidad está al servicio de algo es del saber o, más
solemnemente, de la verdad. Y que si la sociedad la sostiene no es porque se
sirva de ella, sino porque acepta una institución que, por definición, se
define como “libre” y no acepta ningún servilismo.
Pero si la palabra universidad tiene un lugar en este diccionario es porque
me gustaría elaborar una idea de universidad (una idea que, desde luego, es
también un fantasma, o un deseo): lo que la universidad ha sido para mí (o lo
que yo he imaginado que ha sido), o la universidad que he tratado de “hacer”
(o que creo que he tratado de hacer) a lo largo de toda una vida de profesor.
Pero a diferencia de Platón y de los platónicos, no creo que la idea de
universidad esté en algún lugar, en el reino de las ideas, y que sea por haber
visitado ese reino que pueda saber lo que la universidad realmente es.
Cualquier idea es una construcción y, además, una construcción disputada.
Por eso los seres humanos elaboramos ideas y discutimos sobre ideas y
polemizamos los unos con los otros cuando discutimos sobre lo que las
cosas realmente son o sobre lo que las cosas deberían ser para que podamos
llamarlas, sin mentir, sin engañar y sin engañarnos, por el nombre que les
corresponde. Lo que me gustaría, entonces, es caracterizar qué podría ser
una universidad que merezca el nombre de universidad.
Y para que no parezca que se trata de una utopía, o de un ideal, voy a
elaborarla usando palabras muy antiguas (mucho más antiguas que esas de
pública, gratuita, de calidad, democrática, popular o catalana con las que,
cuando nosotros éramos jóvenes, tratábamos de formular la universidad que
queríamos). No voy a hablar de la nueva universidad ni de la vieja, sino de
la viejísima, de esa tan vieja que ya es completamente inactual y, por tanto,
de esa que podemos reactualizar reinventándola y haciéndola verdadera (ya
sabes, para el poeta brasilero: “todo lo que no invento es falso”; para el
poeta español: “también la verdad se inventa”). Y no voy a hablar tanto de
su función, o de sus condiciones sociales, sino de su forma.
Para eso voy a comentar la definición de universidad de Alfonso X el Sabio,
rey de Castilla y León en el siglo XIII, tal como aparece en Las Partidas, uno
de los textos jurídicos medievales más importantes de Europa. La definición
no es de “universidad”, sino de “estudio”, teniendo en cuenta que las
primeras universidades se derivaron de los Estudios Generales (Studia
Generalia) de las órdenes monásticas o de las escuelas catedralicias. Por
eso en Las Partidas se usa indistintamente el término “estudio”, el término
“universidad” o, incluso, la expresión “universidad del estudio”. La
definición es la siguiente:
“Estudio es ayuntamiento de maestros y escolares, que es hecho en algún
lugar, con voluntad y con entendimiento de aprender los saberes”.
Solo por seguir la pista del Rey Sabio, diré algo de qué quiere decir para mí
“maestro”, qué quiere decir “escolar”, qué quiere decir “ayuntamiento”, qué
quiere decir “algún lugar”, y qué quiere decir “aprender los saberes”. Diré
algo de los sujetos (los maestros y los escolares), de los objetos (los
saberes), de la materialidad en que esos saberes se encarnan (los libros de
texto) y de ese lugar que es “algún lugar” y al mismo tiempo “ningún lugar”.
De hecho, la regulación del buen funcionamiento de la universidad, en Las
Partidas, consiste, sobre todo, en garantizar las condiciones del lugar, las
obligaciones (pero también las libertades) de los maestros y de los escolares
(unas libertades que hoy nos parecerían casi imposibles: la universidad
medieval, durante muchos años, no estuvo sometida a ningún poder, ni civil
ni religioso), y la fiabilidad de los libros (a través, por ejemplo, de una serie
de medidas que castigaban el fraude en la edición o en la copia).
Diré primero que la universidad se constituye como un lugar muy específico,
con una forma arquitectónica y unas condiciones materiales muy concretas,
pero también se constituye, al mismo tiempo, como un lugar ubicuo. Los
maestros tienen el derecho a enseñar en cualquier universidad (licentia
ubique docendi) y los estudiantes también pueden asistir, libremente, a las
lecciones de cualquier maestro impartidas en cualquier universidad. De
hecho, la universidad medieval supone la aparición de una nueva figura del
nomadismo y de la vida errante: las figuras gemelas del maestro itinerante y
del estudiante viajero que atraviesan, de universidad en universidad, una
Europa desgarrada por las guerras de religión y por los sangrientos
conflictos de fronteras entre las naciones emergentes. Además, a esa libre
circulación de maestros y estudiantes debe añadirse también la libre
circulación de los libros. La universidad, por tanto, es un lugar, pero un lugar
ubicuo, extraterritorial, un lugar que no está anclado a ningún lugar concreto
(y, por tanto, a una cultura particular, a una nación concreta, a un
conocimiento local, a un saber contextual, etc.): un lugar que puede estar en
muchos lugares.
La forma espacial de esa universidad casi intemporal de tan viejísima, de
ese lugar que no es, estrictamente, un lugar, consiste en un aula conectada a
una biblioteca. La universidad fue durante siglos una sala de aula en la que
se reúnen, de cuerpo presente, profesores y alumnos, y en la que se reúnen
para leer, para ejercitarse en la lección, en la lectio, en la lectura pública y
en público de un texto. De modo que la tarea de los maestros, de los
estudiosos, será impartir lecciones, leccionar, leer en público (todavía hay
una categoría de profesores que se llama “lector”), y la tarea de los
escolares, de los estudiantes, será estudiar, es decir, ejercitarse e iniciarse
en la lectura.
Si la universidad, el “estudio”, es “ayuntamiento de maestros y escolares”
habría que pensar qué tipo de “ayuntamiento” es ese, en qué y para qué se
juntan o se conjuntan los maestros y los escolares, qué tipo de comunidad, de
com-munitas, constituyen, qué tipo de relación común mantienen con un
munus que no se parte ni se reparte sino que se comparte. Podríamos decir
que, en la universidad, lo que hace comunidad, el munus que la constituye, no
es otra cosa que el texto y la relación con el texto, es decir, el estudio. Por
eso la lectio, la lectura y el comentario público de un texto, constituye un collegium o un co-lloquium, un leer juntos y un hablar juntos, un conversar
(públicamente y en público) alrededor de un texto común. Y ese leer y
conversar público tienen como función, según la definición del Rey Sabio,
aprender los saberes.
En tanto que universitas magistrorum et scholarium o como universitas studii,
la universidad surge de su separación de las escuelas catedralicias y de las
escuelas monásticas en las que se origina. En la universidad, el maestro ya
no es un guía o un director espiritual o un iniciador en la religión, sino que
es maestro de un saber. Y de un saber, además, que no es técnico o práctico,
como el de los maestros artesanos, los maestros zapateros o los maestros
pedreros(los maestros de los gremios medievales), sino que es un saber que
no está ligado a ningún tipo de productividad concreta. El maestro, en la
universidad, no está como el depositario y el transmisor de un saber
iniciático (como el de los monasterios) ni de un saber técnico (como el de
los talleres artesanos).
Por otra parte, el estudiante se constituye también como una figura nueva en
tanto que se separa, por un lado, del aprendiz, ligado al aprendizaje de una
profesión y, por otro lado, del discípulo, ligado a la iniciación religiosa.
Uno se constituye en aprendiz cuando aprende habilidades prácticas o
técnicas; y se constituye en discípulo cuando se convierte en seguidor de una
doctrina religiosa o de un maestro espiritual. Pero en la Universidad no hay
aprendices ni discípulos, como tampoco hay maestros en una técnica
aplicada o guías espirituales.
En la universidad hay maestros y escolares, estudiosos y estudiantes, es
decir, personas que tienen tiempo libre (scholè) para el estudio. Y personas
cuya tarea no es de naturaleza privada, como en el caso de los aprendices y
los discípulos, no es una aventura personal, particular, ligada a un interés
propio, sea a un interés productivo o un interés religioso (de salvación), sino
que es una tarea pública. Tanto los profesores como los estudiantes son
figuras públicas. Como dicen Masschelein y Simons:
“Los estudiantes y los profesores no tienen intereses específicos sino que,
como parte de una esfera pública, están interesados y ligados a un mundo
más allá de la cultura nacional, de los órdenes de la burocracia y de la
lógica institucional”.
Los profesores universitarios no son sabios, ni clérigos, ni servidores del
estado, ni servidores de la iglesia. Son maestros, es decir, personas con una
maestría especial, cuya autoridad no se deriva ni del carácter técnico
(práctico o utilitario) de su saber, ni tampoco de su garantía religiosa
(sagrada). Su autoridad se deriva de su estudio, de su condición de
estudiosos, y de su capacidad de mostrar públicamente su estudio, es decir,
su lectura. Los maestros no son otra cosa que lectores que dan a leer,
estudiosos que hacen estudiar. No son productores sino scholars, escolares,
personas que disponen de scholè, de tiempo libre, para el estudio; y que usan
ese tiempo libre también para ejercer como profesores, como personas que
leen y que dan a leer públicamente y cuya profesión es leccionar. Por eso,
tanto los profesores como los estudiantes son personas para las que el
estudio no es una vocación particular, una actividad privada, sino una
actividad pública, realizada en público, y realizada también en relación a
algo común.
Y eso común es el texto (el libro de texto) en tanto que su lectura se separa
de intereses particulares (de los intereses de individuos particulares, o de
grupos sociales particulares, pero también de los intereses particulares de
los mercados, o de los estados), se separa también de cualquier uso
particular (en la esfera de la producción o de la reproducción), para
convertirse en el sostén de un asunto común. Lo que hace la universidad es
comunizar el saber, el libro, las materias de estudio, hacer del saber, del
libro, de las materias de estudio, pero también de la verdad, e incluso me
atrevería a decir, del mundo, de una cierta relación estudiosa con el mundo,
algo común, algo público, algo que es de todos los que están concernidos, o
interesados, por el saber, por el libro, por la materia de estudio, por la
verdad, por el mundo.
Y esa universidad de la que he hablado no es real ni ideal, ni pasada ni
presente ni futura, ni posible ni imposible; pero a veces, muchas veces, se
encarna en un tiempo y en un espacio y, desde luego, de muy diferentes
maneras.
Karen.
En un momento del texto ya citado de Tremores, dices que una palabra
escolarizada pierde su fuerza en un mundo y en una vida escolarizada. Al
hablar sobre ello, haces referencia a la necesidad de desalumnizar a los
alumnos y de desprofesorizar a los profesores. ¿Qué relación tiene eso con
la universidad, o con el lugar de los profesores en la universidad?
Jorge.
Éste podría ser um buen momento para equilibrar una cantinela que se está
repitiendo mucho en este diccionario: esa de que en la universidad ya apenas
hay estudiantes, eso de que cuando uno trata de ser profesor las principales
resistencias las encuentra entre sus alumnos. Tal vez lo que ocurre es que el
marco en el que estamos elaborando este diccionario es el de nuestras
conversaciones de los viernes, esas en las que nos contábamos las
incidencias de la semana en el aula y la manera como los chicos y las chicas
habían respondido (o no) a nuestras propuestas.
Pero habría que decir también que en la universidad apenas hay profesores,
y que los que van quedando son considerados cada vez más rémoras de los
viejos tiempos y, en muchos casos, tratan de hacer su trabajo
silenciosamente, casi en secreto, sin eso que hoy se llama “visibilidad”.
Tengo la sensación de que eso pasa porque perciben cierta hostilidad hacias
sus “maneras” tanto en la universidad como institución como en sus propios
compañeros. De hecho lo que ha habido en los últimos tiempos es un
arrasamiento del oficio, y ya casi nadie entiende qué podría ser eso de la
vocación, del desinterés, del amor o de la libertad. Por eso lo que ocurre es
que muchos profesores no encuentran estudiantes (sino alumnos), y que
muchos estudiantes, o con ganas de serlo, no encuentran profesores sino
burócratas de la docencia.
En ese sentido, desprofesorizar a los profesores sería algo así como tratar de
separarse de esas mtodologías docentes que han acabado con el oficio. Por
ejemplo, en un informe de la Unesco de 1980 (¡hace 40 años!) ya se
anunciaba el desastre: “Al cambiar la imagen del profesor, al pasar de
considerarlo como fuente e impartidor de conocimientos a verlo como
organizador y mediador del encuentro de aprendizaje, aparecen nuevas
competencias que deberían ser los componentes de la nueva función
docente”. También el profesor es definido no por su saber sino por sus
competencias, y el oficio de profesor se ha convertido en “función docente”.
Además, los buenos profesores de todos los tiempos no han sido, en
absoluto, “impartidores de conocimientos”. No creo que sea necesario
insistir en la manera en que ese tipo de enunciados marcan el camino hacia
una descualificación del oficio de profesor (en tanto que se convierte en una
especie de mediador, de coach, de animador de aula, o de gestor de
aprendizajes), sometido al reciclaje permanente, a la precariedad laboral, a
la pérdida de su autoridad simbólica (y, lo que es peor, de su autonomía), y a
la tiranía de una institución que funciona ya como una empresa y de unos
alumnos que se han convertido ya en clientes.
Podríamos decir, tal vez, que de lo que se trata en esa “desprofesorización
de los profesores”es de separarse de la manera como se está definiendo la
nueva función docente para poder (volver a) ser profesores.
Algo tan sencillo (y tan viejo, y tan poco revolucionario) como personas que
aman el saber, el pensar y el conversar, que aman los libros y el estudio, que
aman la universidad (con un amor, como todos, imperfecto, lleno de
contradicciones y no siempre incondicional), que aman enseñar, que aman
(con un amor, como todos, esforzado y sin garantías de ser correspondido) el
carácter público de su trabajo, y que tratan todos los días de hacer justicia a
todos esos amores elaborando sus propias maneras de ejercer el oficio.
Cosas, todas ellas, que no se consiguen con cursillos de pedagogía y que,
desde luego, no se reducen a metodologías más o menos innovadoras ni
tienen nada que ver con competencias más o menos eficaces.
Utilidad
Karen.
En clase comentaste una exposición del Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía, en Madrid, titulada Un saber realmente útil. Comentaste que el
texto de presentación contextualizaba no solo la exposición sino la idea de
saberes útiles e inútiles. Los obreros británicos en el siglo XIX
reivindicaban el aprendizaje de ciertos conocimientos “no útiles”, o lo que
ellos denominaron un “saber realmente útil”. Reivindicaban el acceso a un
saber que no les correspondía, que no los ubicaba en un determinado perfil,
que no tenía que ver con “ocupar su lugar”.
Por cierto, en la edición conmemorativa de veinte años de Pedagogía
profana, transformaste esa discusión en uno de los capítulos nuevos,
“Inutilidades: o políticas de la igualdad”. Así, puedo suponer que la idea de
que en la escuela tienen que enseñarse cosas útiles es discutible, si el
significado de útil refleja un orden social. ¿Podríamos empezar por eso?
Jorge.
El texto de presentación de esa exposición a la que te refieres decía así:
“El concepto de ‘saber realmente útil’ surgió a comienzos del siglo XIX,
cuando los obreros tomaron conciencia de la necesidad de la autoformación.
En las décadas de 1820 y 1830, las organizaciones obreras del Reino Unido
introdujeron esta frase para describir el corpus de conocimientos que
abarcaba diversas disciplinas ‘poco prácticas’ como la política, la
economía y la filosofía, caracterizadas como opuestas a los ‘saberes útiles’
proclamados como tales por los empresarios, que habían empezado a
invertir cada vez más en el desarrollo de sus negocios mediante la
financiación de programas educativos destinados a los obreros y centrados
en ‘competencias aplicables’ (…). Mientras que el concepto de ‘saber útil’
sirve como herramienta de reproducción social y protección del status quo,
el ‘saber realmente útil’ exige el cambio en tanto que revela las causas de la
explotación y rastrea sus orígenes”.
Como bien dices, la exposición trabajaba sobre la idea de que la separación
de los saberes implica también la separación de las personas y, por tanto,
sobre la idea de que la contestación de esa distribución desigual de los
saberes supone también una contestación del modo como el orden social
establece distintas posiciones para los sujetos, distintas posiciones para los
saberes, y distintas posiciones para la relación entre los sujetos y los
saberes. Los “saberes útiles” eran saberes destinados a los obreros, con el
objetivo de formarlos como obreros y, desde luego, tomando como punto de
partida las “necesidades educativas” de los obreros tal como esas
“necesidades” eran definidas por los empresarios.
Pero a principios del XIX la formación de los ricos aún tenía que ver con lo
que se llamaba “formación del carácter” y con una preparación para el ocio
cultivado que formaba parte de la vida del gentleman. Ahora, sin embargo,
tanto los ricos como los pobres son trabajadores y la empleabilidad (que es
la manera como se define hoy la utilidad del saber en relación con el mundo
laboral) forma parte tanto de la escuela secundaria popular como de las
universidades de élite aunque, eso sí, se trata de tipos desiguales de
empleabilidad. En ese sentido, creo que hoy no se trata tanto de reivindicar
una escuela que no dirija a los pobres hacia trabajos de pobres y a los ricos
hacia trabajos de ricos sino, más radicalmente, una escuela (y una
universidad) que esté separada del trabajo, que no se conciba como
preparación para el trabajo, que defina la utilidad de otra manera que como
utilidad para el trabajo. El librito de Nuccio Ordine titulado La utilidad de
lo inútil, un manifiesto va un poco por ahí, aunque a mi juicio está
demasiado centrado en una defensa tanto de las humanidades tradicionales
como de la tradición humanista.
En cualquier caso, ya sabes que si se formula esa idea de escuela separada
del trabajo (del saber separado de su utilidad), la reacción suele ser decir
que se está por una escuela gueto, separada del mundo, una especie de jardín
de niños y adolescentes o, en esa expresión tan querida por la vieja
izquierda cuando hablaba de la universidad burguesa: una torre de marfil. La
discusión entre utilitaristas y anti-utilitaristas es tan vieja como la escuela
misma y en la universidad ha dado lugar a discusiones constantes, sutiles y
altamente codificadas.
Lo que a mí me interesa es pensar la escuela (y la universidad) no como un
espacio-tiempo separado del mundo sino como un espacio-tiempo en el que
se pone el mundo (y los modos habituales de nombrar-pensar el mundo) a
distancia. Y eso desde luego no es útil, pero tampoco es inútil. Peter Handke
entró en la escena literaria alemana en 1967 con un manifiesto que se titulaba
“yo vivo en una torre de marfil” y en la que tomaba distancia del realismo
comprometido de la generación precedente de escritores y que, para él, se
había convertido ya en cliché. Daré una cita:
“Durante mucho tiempo, la literatura ha sido para mí el medio no tanto de
ver claro en mí como, simplemente, de ver claro. Me ha ayudado a
reconocer que estaba en el mundo (…). El sistema estúpido de educación
que los representantes de las autoridades responsables me han aplicado, a mí
como a todos, no podía hacerme gran cosa. Nunca he sido educado por los
educadores oficiales: he dejado que sea la literatura la que me cambie (…).
Es ella la que me ha mostrado hechos de los que no tenía conciencia o de los
que tenía conciencia sin pensar. La realidad de la literatura me ha hecho
atento y crítico hacia la verdadera realidad. Me ha aclarado sobre lo que
pasaba a mi alrededor (…). Lo que espero de la literatura es que me haga
consciente de una posibilidad de la realidad aún no pensada, aún no
consciente: de una nueva posibilidad de ver, de hablar, de pensar, de existir
(…). Espero de la literatura que haga estallar las imágenes del mundo
aparentemente definitivas (…). Las posibilidades conocidas de describir el
mundo no me bastan (…). No tengo sino un objetivo: ver claro, aprender lo
que pienso sin pensar, lo que digo sin pensar, lo que digo por automatismo,
volverme atento, volverme más sensible, más reflexivo, más preciso”.
Como ves, no se trata de ser feliz, ni de conocerse a sí mismo, ni de vivir en
un mundo imaginario, sino de volverse atento (al mundo) y de pensar. Eso
que solo puede hacerse tomando una cierta distancia (del mundo) y
problematizando las imágenes convencionales y consensuales del mundo.
Eso que Handke encontró en la literatura y que yo estoy situando en la
universidad: problematizar las imágenes del mundo, eso de que la
universidad no es el lugar para adaptarse al mundo, sino para pensarlo.
En cualquier caso, hay en mí una cierta incomodidad cuando mis alumnos o
mis colegas me pregunta “y esto, ¿para qué sirve?”. Y eso porque hay cosas,
como la atención y el pensamiento, que no sirven para nada (útil) y por eso
solo pueden ser cultivadas por la escuela y en la escuela. Y eso es imposible
de entender cuando hemos entregado a los bancos y a las grandes
corporaciones el diseño de las políticas educativas (según sus finalidades
privadas). Y también es imposible de entender si mantenemos una
concepción del tiempo escolar como un tiempo que hay que aprovechar para
después de la escuela, que solo tiene sentido después de la escuela. Hay
actividades que son auto-télicas, que tienen su finalidad en sí mismas, que no
son instrumento para otra cosa, que se pudren y se pervierten si se convierten
en instrumento para otra cosa. ¿Para qué sirve leer? Pues para leer. ¿Para
qué sirve amar? Pues para amar. ¿Para qué sirve vivir? Pues para vivir.
¿Para qué sirve estudiar? Pues para estudiar. Además, solo en la escuela (y
en la universidad) los niños y los jóvenes pueden hacerse una idea de lo
interesante que puede ser lo desinteresado.
Por otra parte, y en relación ahora a la relación entre la escuela y el orden
social a la que también te referías, quizá baste con apuntar que eso de la
atención y el pensamiento son capacidades comunes y compartidas o, dicho
de otro modo, capacidades que no tienen que ver con posiciones sociales. El
saber nos hace diferentes, pero el estar atentos y el pensar nos hace iguales.
Como diría El maestro ignorante, solo hay que comenzar.
LETRA
V
Vejez
Violeta
Vejez
Karen.
Arte y Cultura en Educación Social era una asignatura muy interesante
pues, al contrario de lo que indica su título, o justamente
problematizándolo, se centraba en la discusión sobre la basura, y su
relación con la educación, y con el mundo. A pesar de que el foco de la
asignatura estaba en los cinco sentidos propuestos en relación al tema,
como la basura material, la basura humana, la sociedad-basura, los
espacios-basura, y la basura como asunto artístico, y a pesar de que estos
sentidos eran tratados desde una perspectiva crítica en relación a la
sociedad en la que vivimos, el hecho de que nos concentráramos con tanta
intensidad en esa temática nos llevó a observar otras cosas. Por ejemplo,
que esta palabra que has escogido, “vejez”, me traiga a la cabeza otra,
“obsolescencia”, que se refiere a las cosas que ven reducida su vida útil y,
como todo lo que ya no es útil, no sirven para nada. Me quedo pensando si
el profesor no representa también una cierta obsolescencia en un momento
dado de su vida o, pensando en estos tiempos que vivimos, si el propio
oficio de profesor no está también obsoleto y en decadencia.
Jorge.
Para darle algunas vueltas a lo que sugieres que podría ser pensado en esta
palabra, eso de la obsolescencia del profesor, voy a contarte una historia que
me sucedió hace unos meses (eso de contar historias también es cosa de
viejos).
El cuento comienza cuando, a propósito de algún asunto que no recuerdo,
algunos estudiantes de un curso de maestría en el que mis planteamientos
(sobre el oficio de profesor) habían sido recibidos con cierta
incomprensión, incluso con cierta hostilidad, me dijeron que habían formado
un grupo de estudios en el que estaban leyendo a una tal Donna Haraway,
profesora de Historia de la Conciencia de la Universidad de California,
autora de un célebre Manifiesto para cyborgs (que yo desde luego no
conocía). Me dijeron que también estaban haciendo un curso sobre ella y
que, al final del semestre, la misma Haraway iba a dar una conferencia en
Barcelona. Cuando les pregunté que me contaran de esa autora con la que
estaban tan entusiasmados, aparecieron palabras como ciber-feminismo,
post-humanismo, de-colonialismo o post-naturalismo, y expresiones del tipo
género como tecnología, cuerpo y agenciamientos maquínicos, ciencia
ficción y ciencia como ficción, saberes situados, prótesis de pensamiento. Al
percibir que les escuchaba con atención, me contaron que el pensamiento de
la educación y de la escuela estaba anclado en concepciones euro-céntricas,
hetero-normativas y pre-tecnológicas tanto del sujeto humano (o posthumano) como de sus relaciones con el mundo y con el conocimiento; y que
el estudio de la californiana les estaba aportando perspectivas nuevas y muy
interesantes. Les dije que me alegraba de que estuvieran estudiando en serio
y explorando caminos de pensamientos, les pedí que me enviaran algo de la
autora, y nos despedimos muy contentos. Pero yo me fui a casa con una
sensación agridulce.
Aparte de un cosquilleo de celos porque los chicos y las chicas estaban
trabajando más y mejor en lo que ellos mismos habían elegido que en lo que
yo les estaba proponiendo, sentí entonces algo que debe sentir todo profesor
a una cierta edad: que había empezado mi vida universitaria creyendo ir a
contracorriente de lo que para mí era entonces el “pensamiento pedagógico
oficial”; que, después de toda una vida de estudio, empiezo a tener claras un
par de cosas; que justo ahora que me siento capaz de enseñarlas represento
para mis mejores alumnos (los que son, o están empezando a ser,
estudiantes… de los otros ya me he quejado en la palabra “alumnos”) ese
“pensamiento pedagógico oficial” del que ellos quieren desmarcarse; y que
ellos, en lugar de interesarse por lo que les doy a leer, están ya en otras
cosas que, desde luego, les parecen mucho más críticas, más avanzadas y
más interesantes. No solo yo he envejecido, sino que también lo han hecho
mis ideas, mis temas, los libros que leo y que doy a leer, e incluso el
vocabulario que utilizo. Pensé, con resignación, que mis estudiantes estaban
más influidos por sus tiempos que por sus profesores (quizá como siempre),
y no pude evitar la sensación de que estaban fascinados por modas y por
baratijas (como seguramente yo lo estuve en mis tiempos). La cuestión es
que sentí que ellos me miraban por encima del hombro, con cierta
condescendencia, pero enseguida me di cuenta de que yo también los miraba
a ellos de la misma manera. Una sensación, ya digo, muy extraña.
Al llegar a casa, quizá para consolarme, busqué las amargas páginas en las
que Jean Améry, en Años de andanzas nada magistrales, habla de la sucesión
de generaciones que ocuparon la escena intelectual durante las cuatro
décadas en que, como él mismo dice, “estuvo allí, en un estado de relativa
lucidez intelectual, como testigo y como actor”. Améry escribe que “el
espíritu de la época” dura cada vez menos y sospecha que eso tiene que ver
con ese sistema capitalista, monopolista y mercantil que se ha apoderado
también del mundo de las ideas y que “convierte en norma el hallazgo y la
transmisión de pocos nombres, pocos pensamientos y pocas formas de
lenguaje”. Améry dice que el “mercado intelectual” produce también su
propia obsolescencia. Dice que cada generación cree elegir sus referencias,
pero que es ella misma la que ha sido elegida como “usuaria de
determinadas mercancías producidas por cada vez menos productores al por
mayor”. Insiste en que “cada vez más personas hablan y escriben
simultáneamente sobre cada vez menos fenómenos intelectuales”. Y concluye
que, en realidad:
“El intelectual no compra ideas en el mercado sino un vocabulario, igual que
su vecino intelectualmente menos pudiente compra el disco de música más
escuchada. Habla ‘slang’, tanto da que sea ‘Marx-slang’ como que sea
‘Lévi-Strauss-slang’. Cree que reflexiona. Desde luego es reflexivo, refleja,
devuelve el reflejo de aquello con lo que se le ilumina. Cuanto más firmes
son los baluartes de los monopolios, tanto más rígido, a la par que
susceptible de mudanzas, se vuelve el espíritu de la época. Y este espíritu de
la época, por extensión, se vuelve más tiránico y más volátil que nunca, ya
que la ley del mercado exige el desgaste rápido de nombres y pensamientos
de modo igualmente perentorio que el de marcas de automóviles. De forma
que lo único que concedo es que la juventud actual es incomparablemente
más rápida en el uso y consumo de acontecimientos espirituales que la
juventud de antaño y considero posible, aunque con reservas y entre dudas,
que sea más inteligente”.
Creo que lo que critica Améry no es tanto a los autores que encarnan el
espíritu de la época (Marx y Lévi-Strauss pero también, en el libro que he
citado, Wittgenstein y los lógicos del Círculo de Viena, Sartre y los
existencialistas, Foucault y los estructuralistas) como la ingente producción
universitaria de sus seguidores y “representantes” que utilizan apenas
algunas palabras clave como índices de reconocimiento de grupo y como
banderines de enganche. Yo también me he hecho viejo y, como Améry, no
solo he visto sucederse (y competir) diversas jergas sino que he visto que
los temas y los vocabularios con los que la gente habla hoy de educación son
muy parecidos en todo el mundo, lo que solo puede explicarse por la
existencia de gigantescos mecanismos de difusión y de homogeneización del
pensamiento.
Pero lo que no esperaba, la verdad, es que eso de ser visto como
representante de lo establecido o como mercancía intelectual obsoleta
pudiera pasarme a mí, precisamente a mí. De hecho, y ya sé que eso lo
debemos pensar todos y todas, nunca me he sentido hablante de ningún
‘slang’ (de hecho he abandonado cualquier posibilidad de las que se me han
ido presentando de convertirme en un pensador de escuela, de tema o de
tendencia) y he transitado por donde me ha dado la gana y como me ha dado
la gana. Como dice el mismo Améry, yo no he tenido filosofía sino
“filosofías, en plural, que a menudo no estaban ligadas entre sí más que por
mi ambiguo ‘yo’; eran atmósferas a mi alrededor, me daban espacio para
respirar”. Pero lo que pensé ese día es que yo mismo me había olvidado de
cuando era joven, rebelde y arrogante, y creía estar descubriendo el mundo
(un mundo, desde luego, del que mis profesores no tenían ni idea). Y me di
cuenta de que lo que me pasaba no era que yo no fuera, como mis
estudiantes, un reflejo del espíritu de mi tiempo (un espíritu de un valor tan
relativo y tan volátil como el que ellos están ahora descubriendo), sino que
yo lo sabía y ellos no. Algo que, desde luego, no se aprende por ser más
inteligente sino por haber vivido más tiempo y haber visto más cosas, es
decir, por viejo.
Pero lo que más me hizo pensar fue que tal vez eso que me había pasado era
porque la manera como estaba planteando el asunto del curso (eso del oficio
de profesor) estaba claramente a contracorriente, no solo de los “nuevos
tiempos” que mis estudiantes representaban, sino también del “pensamiento
pedagógico oficial” del que ellos pretendían separarse. De hecho, la
mayoría de los (viejos) profesores que esos estudiantes estaban teniendo en
esa maestría o bien se estaban adaptado, mal que bien, a las modas y las
jergas ascendentes, o bien se movían en un marco aparentemente neutro e
instrumental con el que los chicos también tenían relaciones exclusivamente
neutras e instrumentales. Tuve la sensación de que yo era de los pocos
profesores que no les seguía la corriente, que no les reía las gracias, que no
asentía a todo lo que decían y que, a veces, mostraba vehementemente mis
diferencias. Y fue allí cuando pensé en el infarto de Adorno, ese curioso
acontecimiento de la historia del pensamiento (y de la sucesión de
generaciones en la historia del pensamiento) sobre el que George Steiner
dijo ya hace años que “los profesores deberían meditar durante meses”.
Contaré brevemente la historia aunque diré, para quien esté interesado, que
está muy bien explicada y contextualizada en un libro de reciente aparición
escrito por Stuart Jeffries que se titula Gran Hotel Abismo. Biografía coral
de la Escuela de Frankfurt.
Como se sabe, Theodor W. Adorno, uno de los fundadores del Instituto de
Investigaciones Sociológicas que después se llamó Escuela de Frankfurt,
escribió inmediatamente después de la guerra, junto con Max Horkheimer, la
Dialéctica de la Ilustración, un libro que es una objeción radical a toda la
cultura occidental ya desde sus primeras líneas:
“La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo
progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres
del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra enteramente ilustrada
resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad”.
La cuestión es que ese libro solo se tradujo al inglés en 1966 y, por tanto, no
fue leído en el marco del horror del nazismo y de Auschwitz (productos de
la muy civilizada e ilustrada Alemania), sino en el de la revolución
contracultural de finales de los sesenta, cuando los hippies rechazaban los
valores de sus padres y se dedicaban a experimentar nuevas formas de vida
“fuera del sistema”, cuando el movimiento por los derechos civiles de los
negros estaba en su apogeo y el feminismo comenzaba a radicalizarse,
cuando parecía que las barricadas estudiantiles, las manifestaciones contra
la guerra imperialista de Vietnam y la simpatía por los movimientos de
liberación de lo que entonces se llamaba Tercer Mundo estaban poniendo en
jaque toda una manera de vivir y de entender el mundo. En ese contexto de
agitación y también de euforia intelectual Adorno era tan famoso que hasta el
gato de Cortázar llevaba su nombre.
Pero mientras que en esos años convulsos el también miembro de la Escuela
de Frankfurt Herbert Marcuse (también emigrante a Estados Unidos durante
el nazismo aunque, a diferencia de Adorno, se había quedado en América)
proclamaba la revolución sexual y la lucha antipatriarcal y antiautoritaria,
era coronado como Padre de la Nueva Izquierda, se le invitaba a todo tipo
de actos públicos y se le citaba continuamente, Adorno no simpatizó ni
teórica ni prácticamente con el movimiento estudiantil, se mantuvo en sus
temas (y en sus maneras) de siempre, y se convirtió en la víctima
propiciatoria de las injurias y las provocaciones de los jóvenes airados que
ocupaban las universidades diciendo que ya había llegado la hora de
cambiar el mundo de raíz. Los chicos y las chicas se ensañaron con el pobre
Adorno al que tomaron como el representante máximo de los viejos modos
del pensamiento. Interrumpían sus conferencias, colocaban pancartas contra
él en los actos públicos en que intervenía, le acusaban de refugiarse en la
teoría y de no comprometerse, de ser aliado pasivo del capitalismo
explotador y del estado autoritario, de no participar en las autocríticas a las
que todos debían someterse. Adorno, desde luego, coincidía con los
estudiantes en su lucha contra las estructuras autoritarias de la universidad,
pero no compartía sus modales ni su retórica inflamada y, desde luego, no
hacía suya la demanda de que fueran los estudiantes los que organizaran sus
propios estudios. Él seguía siendo profesor y nada más que profesor y eso,
en aquella época, no solo era anticuado sino enormemente reaccionario.
Además, para escándalo de todos, había defendido a un estudiante que había
sido atacado porque había mostrado su preferencia por seguir estudiando
que por paralizar la universidad para entrar en lo que entonces se llamaba
“acción directa”.
Pero el episodio más humillante, el que se conoce como la Busenaktion, la
acción de los senos, sucedió el 22 de abril de 1969. Adorno impartía la
primera conferencia de un ciclo que se titulaba “Un acercamiento al
pensamiento dialéctico” y había dicho a los asistentes que podían
interrumpirle con sus preguntas en cualquier momento. Enseguida dos
estudiantes le exigieron que se autocriticara por su actitud durante una de las
ocupaciones del Instituto, otro más escribió en la pizarra “Si se deja en paz a
Adorno siempre habrá capitalismo”, algunos gritaban “Abajo el informante
de la policía” y, ante el alboroto, Adorno concedió cinco minutos para que
los asistentes decidieran si querían que continuase o no con su conferencia.
En ese momento:
“Tres muchachas lo rodearon en el estrado, se descubrieron los senos y
echaron sobre él pétalos de rosas y tulipanes. Adorno tomó su sombrero y su
abrigo, salió precipitadamente del salón, y canceló todo el ciclo de
conferencias”.
En aquella época aquello ya se debía llamar “performance”, y no tengo
dudas de que, con esa provocación, las chicas estaban queriéndole decir
algo a su viejo, anticuado y reaccionario profesor. Pero Adorno no pudo
resistirlo. La humillación le afectó mucho y algunas semanas más tarde viajó
con su esposa a los Alpes suizos para recuperarse de lo que su mujer llamó
“la terrible experiencia de Frankfurt”. Un día en que, desoyendo el consejo
de sus médicos, subió en un funicular a 3.000 metros de altura, Adorno
comenzó a sentir dolores, aquella noche sufrió un infarto y murió el 6 de
agosto, un par de semanas antes de la llegada a la Luna.
La moraleja que Steiner ve en la historia me parece un poco blandita. Ante la
pregunta de si un profesor, además de ser un hombre de conocimiento, no
debe ser también un buen pedagogo, responde:
“Hay que ser un dador, hay que estar un poco loco, hay que permanecer
desnudo y no sentir nunca vergüenza de la desnudez. Por eso el infarto de
Adorno revela un gran trastorno: tres muchachas se desnudaron ante él y
sufrió un shock. Me atrevo a decir, sin estar muy convencido, que también yo
me habría desnudado. Me habría parecido perfecto ese cara a cara y habría
afirmado que si el ridículo quisiera tomarme como rehén, yo haría don de mí
mismo dando las gracias a las tres jóvenes. Pero aquél gran maestro no
estaba preparado para semejante lección. Cualquier profesor debería
recordar siempre tan triste momento”.
Es verdad que el profesor debe tratar de enfrentar con dignidad el cara a
cara con sus estudiantes, pero no estoy seguro de lo que quiere decir Steiner
con eso de que “hay que permanecer desnudo”. A mí me parece que la moral
de la historia es otra, y que puede encontrarse en una carta que Marcuse le
escribió a Adorno al calor de esas revueltas estudiantiles con respecto a las
cuales habían tomado posturas tan diversas:
“No podemos borrar del mundo que estos estudiantes están influidos por
nosotros (con certeza no menos por ti). Yo estoy orgulloso de ello y
dispuesto a entender el parricidio, aunque a veces duele”.
Adorno, sin duda, con sus cursos y con sus libros, había contribuido a
producir ese gesto de provocación que no pudo aceptar y que le humilló en
lo más hondo. Él, que también se había rebelado contra sus padres, había
enseñado a esos jóvenes la actitud crítica, les había enseñado a negar y a no
conformarse. Pero cuando enfrentó el resultado de su propio trabajo no lo
comprendió, no le gustó y no pudo soportarlo. Poco antes de su muerte, en
una entrevista, había dicho: “Yo establecí un modelo teórico de pensamiento.
¿Cómo podría haber sospechado que la gente querría ponerlo en práctica con
cócteles molotov?”. Y, sobre todo, ¿cómo podría haber sospechado que las
derivaciones imprevistas de ese modelo de pensamiento iban a ser dirigidas
contra él mismo? La moraleja, me parece, es que fue el mismo Adorno el que
había contribuido a crear las condiciones del parricidio.
Pensé que tal vez podría contar a mis estudiantes el infarto de Adorno (solo
como pretexto para pensar sobre lo que yo creía que nos estaba pasando en
clase, aunque ya sabes que tengo una cierta tendencia a las historias
ejemplares, sobre todo si transportan un mensaje moral, seguramente también
cosas de viejo), me puse a tomar algunas notas, y recordé que Edward W.
Said construye a partir de Adorno ese libro extraordinario que se titula El
estilo tardío en el que también dice algo sobre la vejez. Lo que dice Said es
que Adorno, en el momento en que siente ante él la senectud y la muerte,
recurre al modelo de las últimas obras de Beethoven para elaborar su
manera de “estar al final, con la memoria intacta y muy consciente del
presente (…), convirtiéndose en una figura de lo tardío, en un comentarista
escandaloso, extemporáneo, incluso catastrófico del presente”. Y añade:
“Para Adorno, ‘lo tardío’ es la idea de sobrevivir más allá de lo que resulta
aceptable y normal; además, lo tardío incluye la idea de que uno no puede ir
más allá de lo tardío de ninguna manera, no puede trascender o evadirse de
lo tardío, sino ahondar en ello”.
En lugar de envejecer serenamente en una elegante retirada en los laureles, y
en lugar de querer a toda costa permanecer joven adaptándose a los temas y
a las modas del momento (como hicieron Marcuse y Fromm, los
representantes norteamericanos de la Escuela), Adorno continúa en sus trece,
indiferente a las modas, sin rendirse a la resignación ni a las falsas
esperanzas, en una tensión con el presente cada vez más evidente,
sobreviviendo en un lugar separado de lo que era en general aceptable,
habitando lo tardío “en una militancia feroz contra su época”. Como también
dice Said: “Era el ‘Zeitgeist’ lo que detestaba Adorno y el objeto de los
insultos en todos sus escritos. Todo en él, para los lectores que alcanzaron la
mayoría de edad en 1960, era de antes de la guerra y, por tanto, pasado de
moda, tal vez incluso vergonzoso”. Y concluye: “El estilo tardío se
encuentra ‘en’, pero al mismo tiempo y de un modo extraño, ‘alejado’ del
presente”.
Desde luego, estoy contando eso como una historia ejemplar y, en absoluto,
porque quiera compararme con Adorno (mi caso es el de un simple profesor
cascarrabias celoso de que sus alumnos estén empezando a vivir, a leer y a
escribir sin tenerlo en cuenta, y un tanto molesto porque se interesen por
cosas que para él no son interesantes y porque hablen una lengua que él no
entiende). Lo estoy contando porque creo, como Steiner y como Said, que el
episodio del infarto dice algo sobre algunos de los gajes del oficio de
profesor, aunque ciertamente de un modo especialmente dramático. Y lo que
dice, repito, es que deberíamos estar agradecidos a nuestros profesores
porque nos han dado las condiciones de posibilidad que nos permiten
alejarnos de ellos. O, de un modo aún más preciso, que deberíamos
reconocer que la universidad (la escuela en definitiva) es tan generosa que
acepta, en su interior, la crítica y la transformación de los modos de
pensamiento en los que tiende inevitablemente a encasillarse.
Yo creía ir a la contra del “pensamiento oficial”, pero era esa universidad
del “pensamiento oficial” la que me había dado las condiciones para tratar
de pensar de otro modo. Y hemos sido los profesores anticuados (y la
universidad en la que trabajamos) los que les hemos dado a los jóvenes las
condiciones para que puedan interesarse por otras cosas. En definitiva, es la
escuela la que nos ha enseñado a leer aunque, desde luego, cuando nos
hemos hecho mayores, hemos leído lo que nos ha dado la gana y como nos ha
dado la gana. Lo que yo sentí con mis alumnos fue, en definitiva, una
ingratitud (no conmigo, sino con la escuela y con la universidad) que
seguramente es constitutiva de la sucesión generacional. Esa ingratitud que
nos hace pensar que nos hemos hecho a nosotros mismos y que hemos
descubierto el mundo sin tener en cuenta (porque no lo necesitamos) que han
sido los viejos (y la vieja escuela, y la vieja universidad) los que nos han
dado las condiciones para leerlo (desde luego, a nuestra manera).
Citaré otra vez a Améry porque en su libro Revuelta y resignación. Acerca
del envejecer (quizá la actualización más lúcida y amarga de ese motivo
clásico que Cicerón acuñó en el De Senectute) cuenta sus reflexiones tras
una conferencia de Sartre en que éste, ya viejo, se presenta ante los jóvenes,
esos que “aún son lo que prometen ser, que dan pasos hacia lo que llega,
hacia el acontecimiento en el mundo y en el espacio con el que han de medir
y constituir su ‘yo’”. El filósofo, que hacía veinte años aún era joven, estaba
en la cumbre de su fama y hablaba en nombre del futuro, es ahora un hombre
anciano y enfermo, de rostro marchito que, sin embargo, a diferencia de
Adorno, gusta de rodearse de los jóvenes revolucionarios de finales de los
60. Pero lo que sobrecoge a Améry no es tanto el paso del tiempo como el
hecho de que Sartre ya sea irremediablemente Sartre, mientras que esos mil
quinientos jóvenes que le escuchan respetuosos y atentos están inaugurando
un mundo que les pertenece solo a ellos y en el que Sartre, obviamente, no
está. Esos jóvenes:
“Leerán otros libros que los de Jean-Paul Sartre, y otros libros distintos a
los que leía el propio Jean-Paul Sartre. Habitarán un mundo sin Sartre, un
mundo anti-Sartre (…). En ellos el futuro está esbozado por el mero hecho
de ser jóvenes, lo cual significa disponibilidad para tomar posesión del
mundo y a la vez para difundirse en él. Pero dado que este mundo futuro sinSartre está en ellos, en sus proyectos de hacer esto y lo otro, de escribir
libros, subir a estrados, ver películas y viajar al Congo, dado que llevan en
sí este mundo anti-Sartre, se convierten ellos mismos en enemigos de Sartre.
Ahora se levantan de nuevo de sus bancos y aplauden. No pueden saber que
la veneración profesada a este hombre envejecido que recoge sus papeles y
con pasos pequeños se dirige hacia la salida es a la vez desestima y
veredicto negativo”.
Y continúa diciendo que esos jóvenes:
“Son agradables de contemplar. Son un horror. Es posible y necesario
educarlos. Pero siempre hay que avergonzarse ante ellos, antes sus abrazos,
los libros que planean, los partidos que fundarán”.
El infarto de Adorno y la conferencia de Sartre contada por Améry dicen
algo de lo que nos pasa a todos, de diferentes maneras, seamos o no célebres
y reconocidos, tengamos o no una obra a nuestras espaldas: que
envejecemos. Y es así como se va haciendo la historia de la escuela, la
historia de la universidad, la historia de las ideas y la historia de los
profesores.
Desde luego no expliqué estas historias a mis estudiantes (al final me dio
vergüenza, pensé que seguramente no me comprenderían y que, además, mi
reacción a lo que me contaron de su grupo de estudios hubiera sido
irremediablemente patética). Ahora, cuando las escribo para este libro,
pienso que a lo mejor también es un signo de vejez el que me haya sentido
halagado por alguien que, como tú, se interesa por mis cosas y, abandonando
el natural recato, me haya puesto a construir un personaje de papel y a contar
todo tipo de historias y ocurrencias con la estúpida idea de que puedan
interesar a alguien (a eso, en español, se le llama “chochear”, un verbo que
acentúa el carácter ridículo del envejecimiento). Tengo el presentimiento de
que ya no hablamos sobre qué es (y qué hace) un profesor, sino sobre qué fue
(y cómo lo hacía), que tanto tú como yo estamos entrando en el cuarto de los
trastos viejos, e incluso me vienen tentaciones de decirte que abandonemos
este diccionario que estamos escribiendo, que no lo publiquemos, o que lo
hagamos solo para nosotros, porque nos apetece hacerlo, y que nos lo
llevemos a la tumba como un secreto.
Pero no quiero terminar así, en este tono de viejo que se siente excluido y,
como un reflejo, se autoexcluye. Ya que he usado sin pudor a Adorno para
hablar del profesor viejo o, en palabras de Said, del intelectual tardío, usaré
para terminar unas citas del último ensayo que publicó, ese cuyo título,
Resignación, viene aquí como anillo al dedo. Adorno, que como ya he dicho
era atacado por no comprometerse, empieza distanciándose del cliché del
intelectual activista, comprometido:
“Distanciarse de la praxis es sospechoso para todos. Se recela de quien no
se compromete, de quien no quiere mancharse las manos; como si no fuese
legítimo rechazar el compromiso, y el rechazo estuviese ya desfigurado por
el privilegio. La desconfianza contra quienes desconfían de la praxis se
extiende desde quienes repiten el viejo lema: ‘basta de charla’, hasta el
espíritu objetivo de la publicidad, que difunde la imagen -modélica como la
denominan ellos— del hombre activo, ya sea ejecutivo o deportista. Hay que
tomar parte. Quien solo piensa, quien se excluye, será débil, cobarde y,
virtualmente, un traidor”.
Afirma después, en un párrafo que ya suena a escritor dirigiéndose a sus
lectores o a profesor dirigiéndose a sus alumnos, su confianza en el porvenir
incierto del pensamiento:
“Un concepto enfático de pensar no es congruente ni con las situaciones
existentes, ni con los fines a alcanzar, ni con batallones sean cuales sean. Lo
que una vez fue pensado puede ser reprimido, olvidado, arrastrado por el
viento. Pero es innegable que algo sobrevive (…). Esa confianza acompaña
al pensamiento por más solitario e impotente que se halle”.
Y termina con una frase maravillosa en la que el viejo pensador se afirma,
casi heroicamente, en la lealtad a lo que fue y a lo que quiere seguir siendo:
“El que piensa críticamente, sin compromiso, es quien ni vende su
conciencia, ni se deja aterrorizar para la acción: él es, en verdad, quien no
abandona”.
No está mal para acabar: viejos, sí, pero ahí seguimos. Haciendo de
profesores. No como Sartre o Adorno, que se querían, como se decía
entonces, maîtres à penser, sino leyendo, escribiendo y conversando con los
alumnos que nos han tocado en suerte. Ofreciéndoles, eso sí, lo mejor de lo
que sabemos y de lo que hemos podido llegar a pensar, lo mejor de nuestras
bibliotecas y de nuestras lecturas. Felices y contentos de que los jóvenes se
hayan convertido, o se estén convirtiendo, en estudiantes y estén comenzando
a librar sus propias batallas. Porque solo una parte muy pequeña de nosotros
sobrevive: no las ideas o los libros o los asuntos por los que les hemos
pretendido interesar (cuando ellos ya estaban en otra parte, dirigiéndose a
otros mundos), no los combates o los compromisos que fueron los nuestros,
sino el haberles dado un lugar amable y un tiempo tranquilo para el estudio.
Algo que otros viejos y anticuados profesores nos dieron a nosotros y por lo
que les estaremos siempre agradecidos.
Karen.
Uno de los libros que me sugeriste y que trabajé con algunos grupos en las
tutorías se llama Echar a perder: un análisis del deterioro, de Kevin Lynch.
Tras leer tu notable desarrollo de esta palabra, me viene el recuerdo de la
cita que hay en el prólogo de esa obra. Creo que podíamos acabar así: “por
todas partes veo cambio y decadencia. Oh, tú que no cambias, sírveme de
apoyo.”
Violeta
Karen.
El semestre que participé en tus clases fue el último de la profesora Violeta
Núñez en la asignatura de Arte y Cultura, que compartíais, pues se jubiló
aquel año. Durante mi estancia, la profesora Violeta me acogió,
incluyéndome en una de las salidas de campo de su grupo de estudiantes y en
las conversaciones en la cafetería de la universidad. El día 18 de mayo de
2015, sus antiguos alumnos y los alumnos de aquel semestre, así como tú, le
prestasteis homenaje. El homenaje tuve un carácter sencillo porque, según tú,
Violeta no es de grandilocuencias, pero simultáneamente estuvo cargado de
una emoción sincera. Seguro que tienes mucho que decir en este vocablo,
pero no puedes dejar de incluir un pasaje de tu discurso de aquel día, ese en
el que citabas una linda escena con ella, y que empezaba más o menos así:
“en uno de los semestres en los que trabajamos juntos, ella consiguió un aula
vacía y les propuso a los estudiantes que la llenasen....”
Jorge.
Con Violeta no solo compartí la asignatura de Arte y cultura sino que la
diseñamos juntos. Ella fue la que la propuso para que formara parte del plan
de estudios y, por tanto, la que hizo el primer diseño; ella fue la que vino a
proponerme si me interesaba y a decirme que le gustaría que la hiciese con
ella; y juntos diseñamos ese dispositivo que combina un trabajo en clase, una
serie de salidas de campo, una propuesta de trabajo orientada a la invención
y un sistema público de evaluación (ese que comento en la palabra
“exposición”). Además, aunque cada uno trabajábamos en asuntos diferentes
y en espacios diferentes de la ciudad (aunque con el mismo formato de
trabajo), nos reuníamos todos los lunes para un café largo en el que comentar
tranquilamente cómo iban las cosas (ese café al que tú estuviste invitada
desde el primer día).
Pero me gustaría empezar diciendo que el lugar de Violeta en este
diccionario tiene que ver con varias cosas y, en primer lugar, con qué
significa, para mí, trabajar con otros profesores. Ya sabes que soy un
profesor solitario, que me gusta hacer las cosas a mi manera, que trato de
huir de esa moda de los equipos docentes, que trato incluso de no participar
(o de participar en silencio) en esas reuniones de coordinación en las que
los profesores del mismo curso y del mismo semestre se juntan para recibir
instrucciones de los jefes de estudios, para contarse lo que hacen y para
proyectar lo que ahora se llaman “actividades transversales”. Las únicas
excepciones a esa manera solitaria de trabajar son, claro, de carácter
personal (creo que soy capaz de trabajar con otros, pero no con cualquiera)
y dependen, como en el caso de Violeta, de algunas complicidades.
En ese sentido, compartía con Violeta una posición muy crítica respecto a
los nuevos rumbos universitarios (ambos fuimos muy activos contra el plan
Bolonia) y, sobre todo, la decisión nada fácil de no participar en los
sistemas credencialistas de evaluación del profesorado. Ni ella ni yo
participamos en esas lógicas de puntos y puntitos que marcan hoy en día el
trabajo de los profesores y tanto ella como yo consideramos que lo
fundamental de nuestro trabajo es dar clases y que es a eso a lo que
dedicamos nuestro tiempo y nuestras energías.
Compartía también con Violeta una posición muy crítica no solo respecto a
la orientación del grado a la profesionalización sino también a las maneras
como nuestra facultad entiende la docencia, ya no orientada a la lectura y a
la escritura, al estudio y al pensamiento, sino a eso que ahora se llaman
competencias y, sobre todo, a la reproducción de los discursos y las
prácticas dominantes sobre “lo social” y sobre la “educación social”. Ya
sabes que ambos intentamos problematizar, en esas reuniones generales de
los profesores del grado, la cuestión de la lectura en la universidad, y ya
sabes que fracasamos estrepitosamente en el intento.
Lo que quiero decir con eso es que nos esforzamos mucho en mantener
nuestra disciplina como una excepción, como una isla, en el contexto del
grado; que eso nos llevó a protegerla ferozmente de cualquier injerencia; y
que eso nos obligó, incluso, a negarnos a “coordinarnos” con otros
profesores que también la impartían (lo que fue visto como un gesto de
arrogancia e, incluso, de secretismo). En eso el papel de Violeta fue
fundamental ya que su reconocidísimo prestigio en el campo de la educación
social la hacía menos vulnerable que yo. Digamos que, como a mí, tampoco
a ella nadie le hacía caso, pero al menos no se atrevían a llevarle la
contraria o a enmendarle las maneras. Ahora que Violeta ya no está en la
universidad todo se hace mucho más difícil (me voy quedando más solo y,
por tanto, con una posición más debilitada).
Y compartía también con Violeta esas maneras ya anacrónicas del profesor
estudioso (que no investigador), es decir, ese que no puede entender su
trabajo sino como un cultivo de sí en el estudio, y ese que no puede entender
la conversación con otros profesores sino como una conversación acerca de
libros y de lecturas (y no acerca de carreras académicas y proyectos de
investigación). Violeta, como sabes, tiene una biblioteca estupenda, es una
excelente lectora y, además, le encanta hablar de lo que lee y de cómo lo lee.
En ese sentido, fue ella la que me introdujo en lo que sería la bibliografía
interesante de la educación social, en los libros fundamentales para hacerse
una idea de la constitución teórica y práctica del campo y, por tanto, la que
me ayudó a trabajar en él en el marco de la mejor tradición intelectual y
universitaria. Debo agradecerle el haberme iniciado en un ámbito de los
estudios de educación que yo no conocía y, sobre todo, el haberme
considerado, desde el primer momento, como uno de los suyos. Creo que si
tengo alguna legitimidad (intelectual y no solo administrativa) para ser
profesor en ese grado es gracias a su magisterio y a su generosidad.
Pero el nombre de Violeta aparece aquí también porque encarna una cierta
manera de entender la cadena de transmisión en el seno de la universidad y,
por tanto, en las maneras de ser profesor. Violeta siempre colocaba su
manera de entender la educación social en la rica tradición de educación
popular (y de reflexión sobre la educación popular) que se dio en la II
República Española. En ese sentido, fue ella la que estableció los puentes
para conectar con esa tradición que fue truncada por la guerra civil y por el
franquismo pero que floreció en Latinoamérica por la obra fundamental de
los exilados españoles republicanos. Y no deja de ser interesante que fuese
ella, una argentina exilada en España tras el golpe militar, la que nos trajera
de vuelta esas marcas (con la ayuda del que fue aquí uno de sus maestros y
su director de tesis, el profesor Claudio Lozano). Violeta siempre se sintió
heredera (y trató de estar a la altura de esa herencia tomándosela muy en
serio, es decir, leyéndola con atención y repensándola) y siempre se sintió
también trasmisora de una herencia (tratando de estar a la altura de sus
alumnos y tomándoselos muy en serio, es decir, dándoles a leer lo que ella
creía que era lo mejor y dándoles permiso, al mismo tiempo, para que
hicieran con ello lo que les pareciera conveniente pero, eso sí, seriamente).
Y es en ese sentido que el homenaje de sus antiguos alumnos dice mucho de
esos modos ya tan raros de hacer de profesor y de situarse en la universidad
(algo de ese homenaje hemos contado en la palabra “barrenderos”).
Como recordarás, una de sus exalumnas se puso en contacto conmigo para
organizar una pequeña conspiración. Se trataba de que yo convenciera a
Violeta para hacer juntos la última clase del curso (la que iba a ser su última
clase en la universidad antes de jubilarse) en una sala grande y relativamente
noble de la facultad. La idea era convocar a sus exalumnos para que
pudieran asistir a esa última clase sin que Violeta lo supiera. Sus antiguos
alumnos sabían que hubiera rechazado cualquier homenaje institucional y,
además, querían que esa su última clase a la que se proponían asistir no
tuviera nada de extraordinario, que fuera realmente su última clase con uno
de los grupos de alumnos a su cargo, que no hubiera discursos ni
solemnidades ni formalidades de ningún tipo.
Así que cuando Violeta y yo entramos en el aula, después de nuestro café de
todos los lunes, se encontró con que, además de nuestros alumnos, la sala
estaba repleta de varias decenas de ex–alumnos de ella, algunos ya
profesores universitarios. Violeta, claro, no puedo hacer una clase “normal”,
tuvo que saludar a la gente e improvisar palabras de agradecimiento, pero
habló un rato de las cadenas de transmisión, de los maestros y de los
discípulos, de la universidad como lugar de herencias y de testamentos,
como un lugar en el que las personas vienen y se van, pero en el que algo se
transmite y, en esa transmisión, a la vez se conserva y se renueva. Al final de
la clase, uno de sus antiguos alumnos le mostró el cuaderno que conservaba
de cuando había asistido a los cursos de Violeta, casi veinte años atrás. A mí
me pareció que los que ese año eran nuestros alumnos también recibieron
ese día una lección y se dieron cuenta, quizá demasiado tarde, de que a los
buenos profesores también hay que merecerlos.
Karen.
¿Querrías contar la historia que contaste aquel día, la historia de la clase
vacía?
Jorge.
Como todo buen profesor, Violeta era una inventora de dispositivos
pedagógicos. Uno de los que más me interesó es que pidió dar uno de sus
cursos en una sala completamente vacía (y te diré de paso que no fue fácil
conseguirla). La idea era que todas las cosas que fueran introducidas en el
aula, para cualquier actividad que fuera realizada, fueran justificadas
pedagógicamente. Relacioné eso con un ejercicio que yo había hecho en otro
lugar y que era como su reverso: se trataba de sacar de una sala de aula todo
lo que sobraba. Para eso me había inspirado en lo que dice Jan Masschelein
de la pedagogía pobre y en una idea que para fue muy productiva, esa de que
la pregunta habitual en educación es por “lo que falta” (y siempre faltan
cosas), pero que una pregunta quizá más interesante sea interrogarse por “lo
que sobra”. La pregunta por lo que falta lleva a añadir (y por tanto a
producir acumulación, inflación y obsolescencia), lleva a la lógica del “y
también”, mientras que la pregunta por lo que sobra invita a quitar (y a
producir vacío y a quedarse con lo esencial) y a la lógica del “y tampoco”.
Lo que había hecho Violeta fue empezar por el vacío. Y, por tanto, obligar a
pensar en la necesidad o no de cada elemento que se colocaba. Me pareció
un ejercicio muy interesante para problematizar eso que en educación social
se llaman “recursos educativos”. Y también para que los estudiantes
aprendieran que se puede trabajar con poco, que hay que saber diferenciar lo
esencial de lo accesorio, y que tal vez una pedagogía rica sea más un
obstáculo que una ventaja, y más en esta época en que hay un montón de
gente que hace negocio vendiendo cosas a la escuela (y convenciéndola
antes, claro, de lo necesarias que son).
LETRA
Z
Zombi
Zombi
Karen.
Me parece curioso que la primera palabra de este diccionario sea una nopalabra, “alumno”, y que ahora lo terminemos con una bastante extraña:
“zombi”. ¿Hay alguna relación entre el principio y este final, entre “alumno”
y “zombi”?
Jorge.
Bueno, si la hay es una relación indirecta. De hecho la palabra “zombi” está
aquí por la que fue, creo, la última película que vimos en la disciplina de
Sociología de la Educación, esa cuyo asunto era la “pobreza” (luego
comentaré la película) y, por tanto, estaba explícitamente orientada a la
asociación pobres-zombis. Sin embargo, puesto que toda la asignatura estaba
atravesada por ese ejercicio de inversión que comentamos en la palabra
“ricos”, digamos que ya se intuía la posibilidad de pensar en una sociedad
zombi. Es verdad que en alguna de las conversaciones apareció la frase
“todos somos zombis”. Y es verdad también que si después de hablar de
zombis hubiera tenido la oportunidad de hacer alguna reprimenda,
seguramente se me hubiera escapado hablar de la universidad como de una
institución zombi habitada por profesores zombis y por alumnos zombis.
En cualquier caso, si recuerdas, empecé colocando la pregunta sobre lo que
el zombi (como figura de la cultura pop) dice de nosotros, de nuestra
sociedad, de nuestra forma de estar en el mundo. El zombi es ambivalente:
da miedo pero sobre todo da risa (los maquillajes de las películas de zombis
son siempre un poco grotescos, exagerados, ridículos, carnavalescos) y,
como todos los monstruos, es fascinante y repugnante a la vez. Su cuerpo
abyecto, impuro y putrefacto lo opone al cuerpo liso, terso, hermoso y lleno
de vida de los jóvenes. Es víctima y culpable al mismo tiempo. Es y no es
humano: se parece a los humanos, pero está a una distancia infinita de lo
humano; ha sido despojado de su estatuto humano, como si su humanidad
hubiera sido corroída, y no sabemos exactamente qué hay en su conciencia,
aparentemente vacía; es como si estuviera ausente de sí mismo, como si
habitase un mundo diferente del nuestro, sus ojos no ven lo mismo que los
nuestros, su cuerpo no siente lo mismo que el nuestro, no reacciona a los
mismos estímulos que nosotros y, como no es humano, como no sabemos si
es humano, se le puede matar impunemente; es zoé sin biós, vida desnuda;
está vivo pero no tiene conciencia, es hombre pero está excluido de la
ciudad de los hombres; tiene cuerpo humano, apariencia humana, pero no
forma parte del nosotros humano.
El relato es siempre el mismo: la invasión de grupos de muertos-vivientes
que arrasan todo a su paso amenaza tanto la humanidad como la civilización.
El zombi es un ser como de fin de mundo, existe sobre un fondo de ciudades
no destruidas sino vacías y abandonadas. La presencia de los zombis obliga
a los humanos a replegarse, a encerrarse, a protegerse, a fortificarse en sitios
cerrados y de difícil acceso. Por eso los espacios públicos, las calles, están
vacías, porque pertenecen a los zombis. El tejido social se descompone, uno
no puede fiarse de nadie, solo queda replegarse en el grupo de los más
próximos, la familia, los conocidos, armarse, conseguir un fusil, un arma que
mata a distancia (la proximidad a los zombis es demasiado peligrosa). Y ya
no se sabe quienes son más inhumanos, si los zombis de afuera o las “buenas
gentes” armadas, amuralladas y aterrorizadas de dentro. Toda una alegoría
del mundo (a la vez asesino y suicida) que se nos viene encima (o en el que
quizás ya vivimos).
Karen.
La película que vimos en clase, Estación Zombi, venía con un texto de un
grupo de educadores de calle argentinos. El día de la película pediste a cada
fila de alumnos que, como ejercicio sobre la película, respondiesen a las
siguientes preguntas: “¿Qué se decía de los zombis? ¿Qué comían? ¿Qué era
un “pibe” zombi?”
¿Qué sentido tenían esas preguntas en relación a la película, o mejor, qué
sentido tenía traer la cultura zombi a esa asignatura?
Jorge.
En ese curso, Estación Zombi, de Barrilete Cósmico, culminaba una línea
temática de resonancias y disonancias que empezó con Los olvidados, la
película de Luis Buñuel, la más famosa de las mexicanas, esa que inicia una
larguísima saga de cine latinoamericano sobre niños de la calle,
delincuencia juvenil, pobreza y periferias urbanas, esa que pegamos a un
libro también clásico, Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, también sobre
Ciudad de México, también de principios de los años 50, al comienzo de la
gran migración a la ciudad, sobre la pobreza urbana, el desarraigo, la
erosión de la familia, la destrucción de los valores tradicionales, el
abandono de los niños, esas cosas.
Varias líneas temáticas partían de Los olvidados, pero la que nos interesa
aquí tiene que ver con sus protagonistas (los niños como víctimas de la
pobreza, y, en particular, los que luego se llamaron “niños de la calle”) y con
su trágico final, la muerte del Jaibo, solo, escuchando la voz de su madre
desconocida, mientras lo atraviesa el fantasma de un perro sarnoso, y la
caída del cadáver de Pedro, asesinado por el Jaibo, envuelto en una bolsa,
por la ladera de un vertedero, bajo de un cielo nocturno y enormemente
dramático. La muerte del “niño bueno” y del “niño malo”, ambos marcados
por el destino, los hace indistinguibles, como si los hermanase al final de
una historia en la que han sido enemigos. Y la imagen del perro y del
vertedero los relaciona a uno con el animal, con lo inhumano, y al otro con la
basura, con el residuo, con el desecho, con lo que no le importa a nadie.
Ese motivo resuena con Los niños de la calle, un documental de Eva Aridjis
sobre la vida y la muerte de los niños de la calle de una plaza de la Ciudad
de México en el 2001. Allí conocimos a otros niños moribundos: Marcos,
Erika, Antonio El Rata, y Juan. Y vimos a Juan, moribundo, despidiéndose
de sus hermanos de la calle. Digamos que el motivo era ese de asociar niños
pobres / niños marcados para la muerte / niños moribundos / niños inmundos
/ niños entre la vida y la muerte.
Sin embargo hay otro elemento fundamental aquí. Y es que Estación Zombi
es el resultado del trabajo que Barrilete Tóxico (mutación del Barrilete
Cósmico de Pedagogía Mutante) hizo con los niños de la calle de un barrio
de la periferia de Buenos Aires. Y en ese trabajo, tanto en la película como
en el texto que la acompaña (y del que yo leí varios trechos en clase) hay el
estupor, sí, la incomprensibilidad, también, pero al mismo tiempo está lleno
de alegría, de ganas de vivir, de afirmación de la vida. Y eso, creo, dio lugar
a conversaciones muy interesantes. Una de ellas, si recuerdas, sobre si se
puede o no amar a un pibe zombi. No compadecerlo, o ayudarlo, o
acompañarlo, sino amarlo. Si te parece, podemos citar un párrafo de ese
texto:
“El mutante no es un mal formado. Todo lo contrario, es la correcta lectura
del mundo que lo produjo (…). El pibe pos alfabético ya no es el cachorro
para la sociedad ilustrada. Fin de duelo, la inteligencia post-alfabética
funciona perfectamente bien con el marcado-calle. Felizmente posteducativo. La transmisión murió. Más que alfabetizado, pillo. Virtuoso en la
selección, en el mercadeo. Agentes del consumo y no meras víctimas. La
víctima ya no existe, es demasiada palabra para este mundo en el que la
vulnerabilidad ya no se opone a la potencia (…). Intuimos que lo que
aprendió no lo prepara. En realidad, solo lo deja listo. ¿De qué sirve la
transmisión? Nos vamos dando cuenta muy lentamente (y muy a pesar
nuestro) que lo primero que se devoró el pibe zombi fue a un educador. Se
fue comiendo a todos: a un maestro que no sabe, a uno errante, a uno
ignorante, y de a uno se los fue engullendo a todos. Ya no terceriza el
aprendizaje. No lo deja en manos de nadie. Lo mastica como una angustia
vital. El aprendizaje voraz no entiende de procesos, de educadores, de
grados, de planificaciones. Podemos aventurar que el pibe zombi está
entrenado para improvisar (…). La educación tal como la fuimos
entendiendo no les dice nada: contenidos, valores, disciplinamiento o
transformación. ¿Transmisión de qué cosa?”.
Karen.
A lo mejor esa pregunta, “¿transmisión de qué cosa?”, podría ser un buen
final para este diccionario.
Jorge.
Tu pregunta me lleva a pensar que ese pibe-zombi postalfabético, felizmente
posteducativo, aficionado al aprendizaje voraz, ese al que la educación tal
como la entendíamos, al modo ilustrado, no le dice nada, y que devora uno a
uno a todos sus profesores; ese pibe-zombi que lee con su manera de estar en
el mundo “ese mismo mundo que lo produjo”, no es solo el “niño de la
calle” con el que trabajan los chicos del Barrilete, sino que es una buena
imagen de muchos de los niños y los jóvenes que pueblan desganadamente
los institutos y las universidades mostrando una y otra vez, con sus actitudes,
que la escuela (y la universidad) es un rollo que, desde luego, ya no va con
ellos, y que los profesores son unos seres de otra época empeñados en
amargarles la vida. ¿Transmisión de qué cosa?
Se me ocurre que lo que hay que seguir transmitiendo tal vez no sea una
cosa, sino un hueco, el hueco que abre la posibilidad de la escuela y de la
filosofía, esos dos inventos griegos en los que algunos aún nos reconocemos.
Ese hueco no es otra cosa que el espacio-tiempo separado que hace posible
que las personas desconecten de sus intereses vitales y de las creencias que
les sirven para desenvolverse en la vida, que suspendan el trato familiar e
interesado con las cosas, para que tengan la oportunidad de detenerse ante
ellas, de asombrarse y de preguntarse no para qué sirven sino qué son. Ese
hueco, ese espacio-tiempo, en el que no se trata de encajar con el mundo, o
de adaptarse a él, o de insertarse en él, sino de ponerlo a distancia,
admirarlo y preguntarse en qué consiste. Ese espacio-tiempo en el que se
puede producir una ruptura, o un cambio de escala, en la relación con el
mundo, simplemente para poder distanciarse de él, hablar de él y pensarlo,
eso que los griegos llamaron theoría.
Los filósofos griegos introdujeron en la ciudad una posibilidad extraña y
desconcertante, la posibilidad de un saber que solo se produce por amor al
saber, es decir, suspendiendo (por un tiempo) el entramado de intereses
sociales, económicos y políticos que constituyen la ciudad (y a los
individuos que la forman). Y eso para entregarse a una actividad
desinteresada que, si se hace bien, puede ser muy interesante. Además,
cuando los filósofos buscaron un lugar y un tiempo adecuado para practicar y
extender a los demás ese juego tan extraño que habían inventado (y que
justamente por estar separado de los intereses de la ciudad les pareció un
juego libre y digno de hombres libres), entonces crearon las escuelas y se
convirtieron en maestros (quizá aún no, o no del todo, en profesores).
Lo que hay que transmitir es el gesto deabrir, para los niños y a los jóvenes,
un tiempo y un lugar (un hueco) en el que no se trate (solo) del éxito de los
individuos en la lucha por la vida, o del éxito de la ciudad en la lucha por la
supremacía, sino en el que sean los individuos (y la ciudad) los que se
sometan a la prueba de la verdad, de la justicia y de la belleza, esas cosas
extrañas llamadas ideas que tienen su lugar en esa otra cosa tan extraña
llamada logos., una palabra griega que a veces se traduce por lenguaje y a
veces por pensamiento. Lo que hay que transmitir, creo, es la existencia
misma de ese espacio-tiempo en el que se pueden hacer cosas que
seguramente no encajan ni en los intereses de los individuos ni en las
demandas sociales pero que constituyen, desde su invención griega, una
hermosa posibilidad humana.
Por otra parte, tengo la sensación de que es ese hueco el que abren los
educadores y las educadoras del Barrilete cuando deciden seguirle la pista a
la idea del pibe-zombi también, y quizá sobre todo, en la realización de esa
maravillosa película que hicieron con los pibes-zombi que viven en algunas
plazas de Buenos Aires. En el trasfondo de la película que vimos en clase
puede percibirse como los educadores del Barrilete interrumpieron (por un
momento) las urgencias de la vida y de la superviencia, ignoraron cualquier
tipo de encargo social, económico, político o incluso psicológico, y se
dedicaron a abrir un tiempo y un espacio para hacer una película con los
chicos y, al hacerla, poner a distancia lo que somos y lo que nos pasa,
conversar sobre ello, y pensarlo. Lo que hicieron los educadores del
Barrilete no es otra cosa que reunir a los chicos, llevarlos, como ellos dicen,
a la Casona de las Flores a “reírse del miedo” (no a tener miedo, sino a
apartarse del miedo y poder reírse de él), asistir asombrados a la aparición
de zombis por todas partes, ser fieles a la idea del pibe-zombi y sacarla a
pasear (es decir, contrastarla, estudiarla y desarrollarla), y volver con los
chicos a hacer una película en la que esa idea pudiera encarnarse y
materializarse. Lo que hicieron, en definitiva, aunque de un modo muy poco
convencional, es “hacer una escuela” y convertir al zombi posteducativo y
tal vez antieducativo en materia de estudio. No sé si los educadores del
Barrilete estarán de acuerdo conmigo, pero creo que su manera de colocar la
pregunta “¿transmitir qué cosa?” es un gesto a la vez pedagógico y
filosófico.
No se trata pues de transmitir una cosa sino un hueco (en lo que a mí me
concierne, un aula) en el que poder reunir a los chicos y poner cosas en
medio, unas cosas que hay que hacer interesantes, es decir, con las que hay
que relacionarse de una forma desinteresada. Lo que hay que transmitir, lo
que hay que tratar de que no desaparezca, son las salas de aula. Será
seguramente una transmisión fallida, pero creo que hay que empeñarse en
ella, por si acaso.
Ya que este diccionario ha ido de palabras, y casi para terminar, voy a robar
(agradeciendo) la cita que abre el capítulo de Escuela o barbarie que he
saqueado para componer este final. El capítulo se titula “Pedagogía y
filosofía”, la cita es de un dramaturgo español llamado Juan Mayorga y dice
así:
“No se me ocurre que pudiera ofrecerse en nuestros colegios e institutos una
asignatura más útil que aquella que ayudara a los chavales a pensar cómo
usamos las palabras y cómo somos usados por ellas. Una asignatura que les
diese a conocer la historia de unas cuantas palabras importantes (Verdad,
Razón, Ciencia, Belleza, Justicia, Bien, Mal, Dios, Libertad, Progreso,
Democracia, Nación, Historia…) y los diversos intereses a que han servido
a lo largo de los tiempos. Una asignatura, sí, donde meditar sobre la relación
entre la palabra Tiempo y todas las demás palabras. Una asignatura en la que
examinar cómo esas palabras se abrazan o se enfrentan, cómo esconden o se
esconden, cómo devoran a otras o son engullidas por otras. Una asignatura
donde preguntarse qué tienen que ver el lenguaje, el dinero y la guerra. Una
asignatura en la que indagar quiénes y por qué eligen las palabras con las
que pensamos, las palabras en las que vivimos. Esa asignatura tendría entre
sus primeros asuntos el significado del verbo Educar. Se ofrecería en cada
curso y en las mejores horas de cada curso, porque ninguna exigiría tanto de
profesores y alumnos. Y al acabar el bachillerato, todos tendríamos que
seguir estudiándola, porque nunca se nos aprobaría. A una asignatura así, la
más urgente, podríamos darle el nombre de aquella otra que el Ministerio de
Educación ha decidido arrojar al trastero de cachivaches inútiles. Podríamos
llamarla Filosofía”.
Soy profesor en una facultad de educación y lo único que creo que puedo (y
debo) transmitir (no solo hacer, sino transmitir) es la apertura de un espaciotiempo en que sea posible reiterar una y otra vez la pregunta por qué es
educación. Y, sobre todo, donde no se acepte que la respuesta a esa pregunta
dependa de los intereses particulares de los individuos ni, mucho menos, de
los intereses económicos, sociales y políticos de (los amos de) la ciudad.
Por ota parte, creo que lo que hicimos en el semestre que compartimos en la
universidad de Barcelona no fue otra cosa que abrir un hueco para darle
vueltas a qué es eso de ser profesor. Y lo que hemos hecho con este
diccionario es, simplemente, buscar las palabras para dar una forma a todas
esas vueltas y revueltas. Y todo eso por si acaso hay alguien, tal vez algún
profesor, alguna profesora, que quiere abrir un hueco en algún otro lugar y en
algún otro tiempo para leer y pensar el resultado de lo que fueron nuestras
conversaciones y, con ello, continuar la conversación y mantener viva la
pregunta.
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