P de Profesor P de Profesor Jorge Larrosa (con Karen Rechia) Índice de contenido Portadilla Legales Introducción A Alumnos Amor Ánimo Aprendizaje Artefactos Asunto Atención Aula Autoridad B Barrenderos Basura C Calidad Carga Cascarrabias Común Comunicación Cuaderno Curso D Descuidado Dietética Disciplina Dispositivo Distrito E Educación Ejercicio Encargo Espigadores Estudiante Estupidez Experiencia Exposición F Fracaso G Generosidad Gilipollas I Idea Igualdad Información Interés Investigación J Jan K Karen L Limbo Literalidad M Maneras Materia Metodología N Notas (cuaderno de) O Objetivos Oficio Ogro P Palabras Pensamiento Pobreza Presencia Profesionalismo Protocolo R Refugio Repetición Reprimenda Retrógrado Ricos Ruina S Salida Sermón Shopping Subrayado Suspensión T Tiempo Transmisión Tutorías U Universidad Utilidad V Vejez Violeta Z Zombi Larrosa, Jorge P de profesor / Jorge Larrosa ; comentarios de Karen Rechia. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Coordinación editorial: Daniel Kaplan Traducción de Karen Rechia: Carlos Maroto Guerola Diseño de tapa: Déborah Glezer Fotografía de tapa: Eduardo Malvacini Diagramación del interior: Déborah Glezer Los editores adhieren al enfoque que sostiene la necesidad de revisar y ajustar el lenguaje para evitar un uso sexista que invisibiliza tanto a las mujeres como a otros géneros. No obstante, a los fines de hacer más amable la lectura de los textos, dejan constancia de que, hasta encontrar una forma más satisfactoria, utilizarán los plurales en masculino. 1˚ edición impresa, junio de 2018 1˚ edición digital, diciembre de 2018 noveduc libros © del Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico S.R.L. Av. Corrientes 4345 (C1195AAC) Buenos Aires - Argentina Tel.: (54 11) 5278-2200 E-mail: [email protected] www.noveduc.com Digitalización: Proyecto451 Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. Inscripción ley 11.723 en trámite ISBN edición digital (ePub): 978-987-538-593-1 DEDICAMOS ESTE LIBRO: A mis compañeros y compañeras del Departamento de Teoría e Historia de la Educación de la Universidad de Barcelona por el respeto, la cordialidad y el espíritu universitario con los que, durante más de treinta años, me han permitido ser profesor a mi manera. Jorge A todos los que han sido mis profesores. A todos los que han sido mis compañeros profesores. A todos los que han pasado por mis manos y se han convertido en profesores. A todos los profesores que, desafortunadamente, nunca voy a conocer. A todos ellos, representados en la figura de la profesora Valmíria Fontana Rechia. Por cierto, mi madre. Karen ACERCA DE LOS AUTORES Jorge Larrosa es profesor titular de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona (España). Licenciado en Pedagogía y en Filosofía, doctor en Pedagogía, ha realizado estudios postdoctorales en el Instituto de Educación de la Universidad de Londres y en el Centro Michel Foucault de la Sorbona de París. Sus libros han sido publicados en España, Argentina, Colombia, México, Venezuela, Francia y Brasil. Ha sido profesor invitado y ha dictado cursos y conferencias en diversas universidades europeas y latinoamericanas. Sus trabajos, de clara vocación ensayística, se sitúan en un terreno fronterizo entre la filosofía, la literatura, el cine y la educación. Sus temas principales de trabajo son la relación entre experiencia, lenguaje, subjetividad y educación, así como la materialidad de los dispositivos artísticos, culturales y educativos. Ha trabajado con artistas, tanto de las artes escénicas como de las artes plásticas, y con todo tipo de mediadores culturales. Entre sus libros, se destacan: La experiencia de la lectura (Barcelona, 1996 y México, 2004); Pedagogía profana (Buenos Aires, 2000; Belo Horizonte, 2001; nuevas ediciones conmemorativas y ampliadas en 2017); La liberación de la libertad (y otros textos) (Caracas, 2001); Estudiar/Estudar (Belo Horizonte, 2003); Entre las lenguas (Barcelona, 2003; Belo Horizonte, 2004); Tremores. Escritos sobre experiencia (Belo Horizonte, 2014); Elogio de la escuela (Belo Horizonte, 2017; Buenos Aires, 2018). Con Carlos Skliar es autor de Habitantes de Babel. Políticas y poéticas de la diferencia (Barcelona, 2001; Belo Horizonte, 2002); Entre Pedagogía y literatura (Buenos Aires, 2005) y Experiencia y alteridad en educación (Rosario, 2009). Con Inês Assumpçao de Castro y José de Sousa escribió Niños atravesando el paisaje. Miradas cinematográficas sobre la infancia (Buenos Aires, 2009; Belo Horizonte, 2008) y con Maarten Simons y Jan Masschelein, Jacques Rancière. La educación pública y la domesticación de la democracia (Buenos Aires, 2011). Karen Christine Rechia es licenciada en Historia por la Universidad Federal de Santa Catarina (Brasil), donde obtuvo también su Maestría. Es doctora en educación por la Unicamp (Campinas) en el área de especialización en educación, conocimiento, lenguaje y arte, con una tesis sobre imágenes y educación. Participa en el “Laboratorio de Enseñanza de la Historia” del Colegio de Aplicación de la Universidad Federal de Santa Catarina donde trabaja en la formación inicial y continua de profesores. Se ha dedicado a pensar la escuela, sus sujetos y sus materialidades y es una de las coordinadoras del conjunto de actividades denominadas “Elogio de la escuela”. Ha trabajado en la relación entre cine y educación, tanto en la producción como en el guion, en el grupo de investigación “Laboratorio de Estudios Audiovisuales” de la Facultad de Educación de la Unicamp. Es miembro de la red internacional de investigación “Imágenes, Geografías y Educación” y del grupo de investigación “Observatorio de Prácticas Escolares”, de la Facultad de Educación de la Universidad del Estado de Santa Catarina. Es profesora del Colegio de Aplicación y de la Maestría Profesional de Historia de la Universidad Federal de Santa Catarina. I INTRODUCCIÓN Su trabajo era lo único que una y otra vez le hacía capaz de relacionarse con los demás. Además, la práctica mesurada de su trabajo tenía lugar al mismo tiempo como un ejercicio de confianza en el mundo. Peter Handke La idea de una vida entera lograda por medio de la actividad está, naturalmente, todavía en vigor y seguirá siendo fructífera siempre. Solo que ahora parece que apenas queda nada por decir sobre esto. ¿Estaba vigente todavía la visión de la vida lograda? ¿O se había convertido otra vez en fe? Peter Handke Karen. Deberíamos presentarle al lector lo que tiene entre manos. ¿Empiezas tú? Jorge. Empiezo yo. Conocí a Karen en septiembre de 2014, en Rio de Janeiro, en el Coloquio Internacional de Filosofía de la Educación que viene organizando bianualmente el grupo de Walter Kohan, en la UERJ. Nos presentó Carlos Skliar, se definió como profesora de enseñanza básica y media, y para mi sorpresa mostró su interés no tanto por mis ideas o mis escritos sino por mi trabajo de profesor, por mis procedimientos o mis modos de hacer como profesor de universidad. Le dije que no era fácil hablar de estas cosas en abstracto, que no se trataba exactamente de metodologías, pero que podía venir a Barcelona, cuando ella quisiera, para verlo por sí misma, y la invité a colaborar conmigo en las materias que iba a impartir a partir de febrero del año siguiente. Al cabo de poco tiempo, y también para mi sorpresa, me escribió diciéndome que iba a pedir un permiso de tres meses en la escuela donde trabaja y que iba a venir a Barcelona, sin beca ni ayuda de ningún tipo, con sus propios recursos, a trabajar conmigo. Así lo hizo y, entre febrero y junio de 2015, comenzó a asistir a todas mis clases. Puesto que trabajaba (y trabajo) en los primeros cursos del grado y con grupos muy numerosos de estudiantes, inmediatamente le propuse encargarse de las tutorías, es decir, de las reuniones periódicas con los grupos que formaron los alumnos para hacer el trabajo de campo y para elaborar el trabajo final de las materias. Karen venía a las clases, observaba, tomaba notas, se reunía con los alumnos, seguía tomando notas, los acompañaba en alguna de sus salidas, y también tomaba notas. Su cuaderno se convirtió en una especie de archivo o de memoria de lo que íbamos haciendo. Además, casi todos los viernes, después de la clase, paseábamos un rato y comentábamos las incidencias de la semana. En esas conversaciones Karen hacía preguntas y exigía justificaciones. Sus comentarios, a veces aparentemente ingenuos, a veces tremendamente incisivos, me obligaban a explicitar criterios, a dar razones y, en definitiva, a pensar en cosas sobre las que nunca había pensado. Digamos que me hizo consciente de mi forma de ser profesor, de mi manera de habitar el oficio, como yo nunca antes lo había sido. Poco a poco fue emergiendo un personaje, el Jorge Larrosa profesor, cuyos rasgos eran cada vez más nítidos. Además, tal vez por la lectura de algunos textos de Jan Masschelein y de Maarten Simons sobre la escuela y sobre el profesor (siendo la universidad una especie de escuela y siendo el profesor universitario apenas un tipo de profesor), la reflexión sobre qué significa eso de ser profesor estaba comenzando a ocupar un lugar importante entre mis propias preocupaciones, más aún cuando por mi propia edad y mi escasa capacidad (y voluntad) de adaptación a los nuevos modos universitarios tenía (y tengo) la sensación de que algunas de mis formas de hacer las cosas comienzan a ser percibidas como excéntricas, cuando no como directamente obsoletas o reaccionarias. Verme a mí mismo con los ojos de Karen o, a través de Karen, con los ojos de mis alumnos, no dejaba de tener cierto interés y, en cualquier caso, comencé a mirar a ese personaje con cierta distancia irónica, con cierta compasión y, por qué no decirlo, con cierta ternura. Karen no dejaba de tomar notas y, en algún momento, comenzó a percibir (y a decir) que tal vez lo que estábamos haciendo pudiera tener algún valor en tanto que mostraba, de una manera bien concreta, una manera peculiar de entender el oficio en la que otras personas podrían interesarse. Al año siguiente, en mayo de 2016, invité a Karen a la presentación de los trabajos finales de los alumnos del curso siguiente al que ella había asistido (en realidad, también quería que ella viera algunos cambios en mis propios planteamientos), y fue entonces cuando pensamos en la posibilidad de hacer algo con su cuaderno de notas y con la memoria de lo que había sido ese semestre del 2015. Y nos pusimos a trabajar. Karen. Nos presentaron en 2014, pero conocí al Jorge Larrosa filósofo de la educación y escritor en 2006, cuando una amiga profesora me pasó el texto “Agamenon y su porquero”. A los profesores de historia generalmente no nos simpatizan los escritos del área de educación. Tal vez haya algo de arrogancia de nuestra parte, pero vamos, el hecho es que desconfiamos. Como Joseane Zimermann es una excelente profesora de historia y una amiga muy querida, lo acepté. Me capturó instantáneamente el epígrafe del texto: “La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Agamenón: ‘Conforme’. El porquero: ‘No me convence’”. Sabiéndome capturada, Joseane me remató regalándome Pedagogía profana. A partir de entonces, hurgué en varios textos y mi interés en comprender otra educación o, mejor, otra forma de estar en la educación, empezó a crecer. La vida siguió y, a pesar de saber que eras una celebridad en tierras brasileñas, nunca había asistido a una conferencia tuya. Como acabo de decir, nosotros, profesores de historia, somos así, un poco desconfiados. A Carlos Skliar lo conocíen el Congreso de Lectura COLE, en Campinas (São Paulo), dos meses antes. En el coloquio de Río de Janeiro, percibió mis ideas e inquietudes y gentilmente nos presentó. Yo no sabía exactamente qué decir, pues no tenía ningún tema de investigación académica, ni tenía beca de postdoctorado, ni relación con agencias de fomento, ni grupo de investigación en educación… todo aquello con lo que las personas suelen presentarse. Pero siempre tuve un interés casi obsesivo por los modos, por las maneras de hacer las cosas. Ese interés me viene de mi abuelo, carpintero-ingeniero-escritor, pero sin duda me lo aguzaron varios escritos tuyos. En el coloquio, adquirí el libro Encontrar Escola, que incluye un texto tuyo que instigó aún más mi curiosidad sobre esos “modos de hacer” en la educación. Ante tal interés genuino, aunque sin ninguna contrapartida, me dijiste “ven, ve y haz”. Así que, a pesar de la situaciónen la que me encontraba, solo con recursos propios, y tan solo porque conté conla ayuda generosa de los compañeros de la asignatura de Historia del Colegio de Aplicación, pude partir para Barcelona. La historia en Barcelona, que sirve de contexto a este diccionario, prácticamente ya la has contado tú, pero algunas observaciones puede que sean interesantes. Fue muy difícil separar el Larrosa escritor-filósofo-conferencista del profesor. Una de las partes más arduas fue darme cuenta de que tus centenas de alumnos no sabían quién era Jorge Larrosa, más allá de ser su profesor, uno más entre tantos. Otra cuestión era pensar aquello que yo misma estaba haciendo: ¿cómo observar a alguien que tenía el mismo oficio que yo, cómo “hacer relucir” algo tan ordinario? Así, mi cuaderno de notas pasó a ser ese lugar que da sentido a las cosas vividas, a las clases asistidas, a las tutorías, a la intermediación con los estudiantes, a las salidas de campo, a las lecturas y... a los modos de hacer del profesor. Las lecturas de Masschelein y Simons también resultaron fundamentales y este personaje, como has dicho anteriormente, fue tomando forma y sentido para mí como profesora y, pensé, tal vez también para otros profesores. No que el escritor-filósofo-conferenciante Jorge Larrosa hubiese dejado de ser interesante, pero estaba en otro lugar, mientras que el profesor y su oficio revelaban algo que aún no se había mostrado, algo que podría ser “puesto sobre la mesa” para reflexionar, experimentar y re-inventar, algo que me parecía del ámbito de lo infinito en aquel momento, algo de lo que valdría la pena hablar. Jorge. Me gustaría decir algo sobre esa distancia entre el Jorge Larrosa escritorconferenciante y el Jorge Larrosa profesor, que es el que a ti te interesaba. Y tal vez luego tú puedas añadir algo sobre cómo este diccionario tiene algo de conversación entre profesores, eso que dices de que nuestro trabajo tenía sentido también para ti “como profesora”, y eso que dices de que estabas mirando “a alguien que tiene el mismo oficio que tú”. Estoy leyendo a algunos profesores universitarios que elaboran eso de qué quiere decir ser profesor hoy en día y que experimentan, como yo, un cierto malestar con los nuevos rumbos de la universidad. Y lo que he notado es que casi nunca establecen una relación entre su trabajo de escritores y su trabajo de profesores, cuando es claro que cada una de esas actividades es condición de posibilidad de la otra. Lo que casi nunca se reconoce es que el oficio de profesor les da el tiempo y el espacio para leer y escribir o, dicho de otra manera, que es ahí, en el trabajo cotidiano en la universidad, en los cursos que se repiten y renuevan cada año, en ese leer y releer en público que se hace cada día en una sala de aula, en ese trabajo ordinario y sin glamour, donde se van formando y destilando las ideas, las palabras, los modos de escritura en definitiva, que luego se van a convertir en libros y en conferencias. Y me parece que es como si esa cotidianeidad ordinaria en que consiste “hacer de profesor” fuera algo de lo que nos da un poco de vergüenza hablar cuando “hacemos de intelectuales”, escribiendo o dando conferencias, es decir, colocando ideas y palabras en el espacio público, como si esas ideas y esas palabras hubieran surgido solas, independientemente de cualquier contexto material y, en definitiva, profesional. Marten Simons y Jan Masschelein hacen alguna consideración interesante sobre las posibles razones de que los intelectuales no solo han olvidado que ellos también han ido a la escuela, sino también suelen pasar por alto su trabajo cotidiano como profesores. Y yo tengo la impresión de que eso podría ser consecuencia del idealismo que atraviesa nuestras maneras de entender el trabajo intelectual, pero también de la pretensión de construir un relato de ese trabajo en el que el intelectual aparezca como un ser “que se hace a sí mismo”, dialogando apenas con la biblioteca y con otros académicos como él. Lo que quiero decir es que ejercer de profesor y escribir libros o dar conferencias son, para mí, aspectos separados y relacionados del mismo oficio. Aunque es verdad, como tú señalas, que el “aspecto profesor” queda muchas veces oscurecido e invisibilizado por el “aspecto escritor”, y al revés. En la mayoría de los casos, los lectores del escritor no saben nada del profesor, y los alumnos del profesor no saben nada del escritor. Pero lo que es más extraño es que, muchas veces, el profesor que escribe, cuando se presenta como escritor, como autor, como “intelectual”, como conferencista, no reconoce que debe su escritura a las condiciones económicas, materiales y sociales que la hacen posible, es decir, en mi caso, a la universidad en la que trabajo y en la que tú me acompañaste durante ese semestre de 2015 que está en la base de este diccionario que estamos presentando (mi dedicatoria de este diccionario al que ha sido mi departamento durante más de treinta años quiere agradecer las condiciones materiales y no solo materiales en que he podido permitirme el lujo de ser profesor y también, desde luego, escritor o conferenciante). Además, esa separación entre el escritor y el profesor se da independientemente de que algunos profesores conviertan en materia de enseñanza los asuntos sobre los que escriben. Ese no es, en general, mi caso (como desarrollaremos en la palabra “experiencia” de este diccionario), pero eso no significa que mi trabajo de profesor y mi trabajo de escritorconferencista no sean dos caras de la misma dedicación, del mismo ejercicio, del mismo estudio. Pero tal vez puedas decir algo tú sobre la manera en que ese semestre (y la composición de este diccionario) puso en juego también tu oficio de profesora. O, tal vez, que puedas decir algo sobre cómo ves tu propia posición en todo este proceso que estamos contando. Karen. Continúo para hablar un poco del lugar que asumí, o que me vi obligada a definir, en esta experiencia contigo. Para empezar, la claridad y la objetividad con las que llegué a la Universidad de Barcelona se derrumbaron durante las dos primeras semanas. Tú sentías que mis preguntas te exigían cosas y tratabas de responder en las caminatas por la montaña en las que conversábamos. No obstante, ellas me eran más útiles a mí que, desesperada, estaba en busca de cualquier rama a la que agarrarme. Si te llevé a pensar en tu forma de ser profesor, yo misma no sabía ya qué papel asumir en este juego. No era estudiante, puesto que no estaba en la misma posición que tus alumnos. No tenía que hacer las evaluaciones, y, al mismo tiempo, no podía exigirle explicaciones, a menudo, al maestro. Como investigadora, tendría que desarrollar un tema, pero no era eso de lo que se trataba oficialmente. No tenía ningún método de recolección de dados, ni tampoco de observación, ni un recorte teórico, nada que se pareciese a una investigación científica. No era profesora visitante ni era tu colega pero, no obstante, ejercía la tutoría de innúmeros grupos de estudiantes. Todo se hacía más difícil cuando me preguntabas cuáles eran mis ideas sobre tus protocolos y cuáles eran mis sugerencias. Me asustaba la ambigüedad que se instauraba en mi cabeza: ¿le digo que no he entendidolos protocolos? (pero eso me ponía en la situación de profesora); ¿le digo que no puedo darle ideas a alguien que se llama Jorge Larrosa? (pero eso denotaría fanatismo); ¿le digo que estoy aquí justamente para aprender sobre el asunto? (pero yo no tenía ningún tema de investigación); ¿le digo que solo estoy aquí para ayudar? (pero yo no era exactamente una colaboradora). Así que, después de dos semanas, la pregunta era: ¿qué estoy haciendo aquí? Una constatación pasó también a poblar mis pensamientos: solo sé que soy profesora... Fui dándome cuenta de que solo sabía hacer “aquello”, o de que “aquello” iba haciéndose más visible a medida que participaba en o, mejor, a medida que “ad-miraba” tus clases. En ellas te mostrabas profesor, sin nada extraordinario, pero era justamente así que el oficio se revelaba de una manera extraordinaria. Tal vez porque, como tú mismo dijiste, quien conoce al escritor no sabe nada del profesor y viceversa. Sin embargo, la experiencia de estar allí, de insistir en estar allí, me hizo ver que el escritor estaba hecho de la materia prima de ese profesor, de las maneras, de los gestos de aquel que generosamente me dejó acompañarle. Y como tú ya has dicho, enunciar las ideas que uno tiene sobre el oficio de profesor es mucho más fácil que mostrarlas en el propio ejercicio del mismo. Por eso el profesor tiene ese algo de generosidad cuando le abre la puerta de su clase al alumno en prácticas en su formación docente inicial, al estudiante de psicología que apenas quiere hacer observaciones, al profesor universitario que manda al alumno de grado a realizar alguna experiencia o cuestionario, al grupo de tecnologías de la información que necesita grabar una “clase tradicional”, al que es apenas investigador “participante”... Solo para señalar una duplicidad más a lasque tú ya has expuesto arriba, cuando un profesor entra en el posgrado, muchas veces se presenta como estudiante de doctorado o de maestría en los eventos científicos. Sin embargo, presentarse como profesor debería ser una distinción, un pronombre de tratamiento, algo como profesor doctorando, profesor escritor, profesor conferenciante, profesor artista. Jorge. Parece entonces que este diccionario tiene que ver con mostrar a Jorge Larrosa en su manera de ejercer (y de pensar) el oficio de profesor, siempre visto a partir de las notas de tu cuaderno (una especie de memoria exhaustiva de las aulas y de todo lo que las rodeó), a través también del recuerdo de nuestras conversaciones en relación a lo que iba pasando en ese semestre de 2015, y a través también de la inevitable construcción retórica que es todo ejercicio de escritura. Tal vez sea bueno decir aquí que dudamos mucho antes, durante y después de la realización de este trabajo. Que yo sepa, y precisamente por la especificidad de este diccionario en relación con otros existentes, y de la que tal vez luego quieras decir alguna cosa, éste es un ejercicio que, en lo que yo sé, no tiene antecedentes. Por un lado, creo que se trata de un texto muy arriesgado, muy expuesto, en el sentido en que nos muestra en un momento concreto y de alguna manera irrepetible, en unas condiciones de trabajo muy concretas, tomando decisiones también muy concretas, a veces con muchas dudas, con muchas inseguridades, y que no siempre son fáciles de justificar. Y, desde luego, decisiones que muchas veces, en la práctica, muestran que tal vez no fueron las más adecuadas. Es mucho más fácil, y menos expuesto, enunciar las ideas que uno tiene sobre el oficio de profesor que tratar de explicitarlas al mismo tiempo en que uno las muestra en relación a la contingencia concreta y en acto de su propio ejercicio. Por otro lado, éste es un texto que, por el modo como está organizado, plantea algunas dificultades en el sentido de que permite muchas formas de lectura. Es verdad que nunca se puede controlar al lector, lo que va a hacer el lector, si va leer siguiendo la linealidad que le propone el texto o saltando de aquí para allá, avanzando y retrocediendo a su antojo. Pero también es verdad que en este caso el control es mucho menor puesto que lo que podría ser un orden sistemático ha sido ya de antemano quebrado por el desorden arbitrario del alfabeto. Más adelante diremos algo sobre el modo cómo hemos organizado esto, pero digamos ya que la organización alfabética que hemos decidido hace inevitables algunas (quizá demasiadas) repeticiones, al mismo tiempo que permite distintos itinerarios de lectura (en tanto que hay palabras que llevan a otras palabras, que remiten a otras palabras, que están relacionadas con otras palabras). Por otra parte, y justamente por esa cierta dificultad de lectura, la forma diccionario que hemos elegido no está ahí solo “para hacer bonito”, sino que tiene que ver sobre todo con que los hipotéticos lectores ocupen un lugar parecido al que fue el nuestro durante ese semestre, es decir, que tengan la sensación de ver sin ver del todo, de que las cosas en las que se está y en las que se piensa no están separadas ni ordenadas ni jerarquizadas, sino que se dan todas al mismo tiempo, que una idea (o una palabra, o una frase, o un tema) lleva a otra sin que sea su causa o su consecuencia o su derivación, que el mundo que se habita se da en una cierta opacidad y en una cierta confusión, en un cierto desorden, en una cierta mezcla, de modo que cualquier tentativa de ordenación es tan arbitraria como cualquier otra. Quiero decir también que no entendemos al personaje que aquí vamos a construir como modelo de nada y que, desde luego, no nos mueve ningún ánimo de ejemplarizar y, mucho menos, de polemizar. De hecho, ahora, tres años más tarde de ese semestre que compartimos, no hago las mismas cosas ni de la misma manera. Lo que vamos a contar aquí no es al Jorge Larrosa profesor, así en general, sino a cómo hizo de profesor en un semestre concreto, con unos alumnos concretos y con un repertorio concreto de límites y de posibilidades que, además, se iban revelando a lo largo del curso. Por eso, creo, lo importante no es que los presuntos lectores puedan a veces reconocerse y a veces no en ese personaje, sino que lo puedan tomar como pretexto para pensar, a su modo, qué eso del oficio de profesor, cómo cada uno lo vive, o lo ejerce, o lo encarna de un modo siempre singular y contingente. En ese sentido lo que hacemos aquí es un gesto de exposición, de hacer pública, escribiéndola, dándola a leer, mostrándola, lo que fue nuestra experiencia compartida durante ese semestre. No se trata de enunciar una posición, ni una o-posición, ni mucho menos una im-posición. Se trata, creo, de algo parecido a ese gesto con el que te invité a mirar por ti misma mis “maneras de hacer las cosas” (ese gesto de abrirte la puerta de mis aulas). Y también de ese gesto con el que decidimos tomar ese semestre compartido como un asunto de conversación que nos permitiera, a los dos, pensar lo que no habíamos pensado, lo que no hubiéramos sido capaces de pensar de no ser por ese ejercicio hecho en común. Para nosotros, escribir esto ha sido un ejercicio (de memoria, de conversación, de escritura, de pensamiento) que ha servido por sí mismo. Y nos parece que el presunto lector puede tomarlo también como punto de partida, si quiere, para su propio ejercicio, si cree que le puede servir de algo. Por último, y para volver a eso del “personaje” o de los “personajes” que aquí se construyen, me gustaría decir que todo sujeto es una composición de fuerzas, nada más y nada menos que la manera como compone una manera de “hacer mundo” en el lugar y el tiempo concreto que le ha tocado vivir y también, desde luego, en relación a todo lo que “hay allí” y con lo que, de algún modo, se conecta, o se sintoniza, o se compone. Nuestro amigo Antonio Rodríguez, después de haber leído una versión inacabada de este texto y preguntado sobre cómo sonaban ahí las voces del profesor y de su compañera en el ejercicio, lo dijo de un modo que yo sería incapaz de mejorar: “No me parece un ‘retrato personal’ del docente Jorge Larrosa, sino algo que aparece porque precisamente él estaba allí, en aquél momento, en la compañía curiosa y delicada de la profesora Karen Rechia. Le tocó a él estar allí y hacer de médium, dar forma y cauce a una manera de leer el mundo y de hacer mundo. Vuestra figura no es otra cosa que un catálogo de gestos (casi una ‘fenomenología’ gestual), herramientas, dispositivos, que podrían haberse encarnado en otros ‘sujetos’ pero que han recorrido a Jorge y a Karen por un momento, para hacer un tiempo y acotar un espacio, para dar a ver y a vivir un pedazo de realidad que en vosotros tomó cuerpo y palabra”. Pero quizá debamos aclarar algunos aspectos sobre la forma que le hemos dado a este trabajo. ¿Empiezas esta vez tú? Karen. Bueno, entonces veamos. Después de algunas conversaciones, pensamos en la forma de un diccionario, puesto que después de haber decidido que el diálogo sería en torno de algunas palabras muy presentes en las anotaciones del cuaderno, haría falta ordenarlas. Un diccionario conlleva un alfabeto, que es la base de una forma muy escolar de enseñar a leer y a escribir. Como contiene palabras y su definición, siempre en orden alfabético, pensamos que un diccionario podría, más allá de un contenido, expresar una forma. Eso es importante, porque produce una especie de doblete en relación a nuestros propósitos. Explicándolo mejor: aunque estén mezcladas por el orden alfabético, hay tres tipos de palabras en este diccionario. El primer grupo está formado por lo que llamamos no-palabras, es decir, por las palabras que el profesor no usa o no debería usar para hablar de su oficio, puesto que son palabras que son parte de una colonización del lenguaje pedagógico. Esas no-palabras son “alumno”, “aprendizaje”, “calidad”, “comunicación”, “información”, “investigación”, “metodología”, “objetivos”, “profesionalismo” y “utilidad”. El segundo grupo de palabras se refiere a los modos de hacer, al oficio de profesor. El tercer grupo está formado por palabras referentes a las asignaturas impartidas por el profesor Larrosa en aquel momento, en el primer semestre de 2015. En relación a las palabras, también es importante decirle algo al lector sobre su selección y sistematización. De cada asignatura escogimos cinco palabras. Y así: De Arte y Cultura en la Educación Social tenemos “basura”, “barrenderos”, “espigadores”, “distrito” y “común”. De Sociología de la Educación encontramos “pobreza”, “encargo”, “zombi”, “shopping” y “ricos”. Y de Antropología Cultural escogimos “transmisión”, “estupidez”, “ogro”, “ruina” y “refugio”. Además, cada una de esas palabras se refiere a un aspecto de cada asignatura, relacionándose con un asunto, un concepto, una película, un texto, un ejercicio. De esa forma, se contempla el tema de cada asignatura en las palabras “basura”, “pobreza” y “transmisión”. Entre los diversos textos de las tres asignaturas, destacamos uno para comentarlo en “barrenderos”, “encargo” y “estupidez”, del mismo modo que destacamos una película en “espigadores”, “zombi” y “ogro”. Las salidas de campo se describen en“distrito”, “shopping” y“ruina” y, finalmente, comentamos tres palabras-eje como son “común”, “ricos” y “refugio”. Sin embargo, esas palabras están presentes porque ponen algo “sobre la mesa”, porque están al servicio de otras como “artefactos”, “atención”, “cuaderno”, “curso”, “disciplina”, “experiencia”, “fracaso”, “literalidad”, “asignatura”, “pensamiento”, “tiempo”, etc. Porque hacen hablar a esas otras que nos remiten a las maneras de hacer del profesor, a sus tecnologías, al ejercicio de la autoridad, al estudio, a la repetición, a la creación de intereses, a sus gestos pedagógicos. Porque juntas se refieren a la importancia del oficio y a la forma de la presencia del profesor en clase. Jorge. Deberíamos advertir que en las palabras que tienen que ver con las asignaturas incluimos transcripciones de los programas de curso, de las instrucciones para los ejercicios y de los protocolos para las salidas de campo. Eso hace que sean a veces demasiado prolijas, pero creemos que la honestidad de un trabajo como este exige mostrar los procedimientos en su detalle. Algo que seguramente solo interesará a algunos lectores y que los otros podrán saltarse haciendo uso, claro, de su soberanía de lectores. Tal vez debamos decir también que decidimos no dar la referencia de los textos o de las películas de las que hablamos, no dar la referencia de las citas, no hacer una bibliografía final, no hacer notas a pie. Creemos que el género de escritura que hemos practicado ni lo exige ni lo autoriza. Creemos también (sobre todo en las palabras que tienen que ver con la bibliografía y la filmografía concreta que se manejó en cada una de las disciplinas), que se trata tan solo de que el lector se haga una idea de la forma de trabajar (aunque para ello sea inevitable referirse al contenido). Y, además, preferimos que el texto mantenga la textura de una conversación, que conserve algo de ese estilo conversacional que atravesó, desde el principio, la realización de este ejercicio y en el cual, desde luego, hablábamos de los textos y de las películas, pero no citábamos ni el año de edición ni la página. Casi para terminar, tal vez podrías decir alguna cosa sobre la diferencia entre este diccionario y un abecedario que grabé en 2016, en la Ciudad de las Artes de Rio de Janeiro (por iniciativa de Adriana Fresquet de la Universidad Federal do Rio de Janeiro), ese que se titula “abecedario del oficio de profesor” y que puede encontrarse en: http://www.educacao.ufrj.br/portal/laboratorios/laboratorio.php? lab=lecav&pgn=producao Karen. La grabación con Adriana se hizo durante las actividades de Elogio de la Escuela, el evento que tomó forma en Florianópolis y cuyas discusiones se centraron en la escuela, en sus formas y sus gestos, o los gestos de los sujetos que la componen. Paralelamente, continuábamos trabajando en las palabras de nuestro diccionario. Para el trabajo con Adriana, algunas palabras escogidas fueron las mismas; no obstante, la forma en la que se dispusieron temporal y espacialmente, en su forma audiovisual, así como en su composición, sonarony suenan de una forma diferente a como lo hacen en este diccionario. Y aquel trabajo quedó lindo, no cabe duda alguna. Me arriesgo a decir que, aquí, hay algo que funciona más como un diálogo, no tanto como explicación (como en el abecedario de Fresquet), ni tampoco como entrevista. Tal vez, algo en este juego suene como el Abecedario de Deleuze, en el que el papel de Claire Parnet es menos el de entrevistadora y más el de quien posibilita este diálogo. Creo que se puede decir que emprendemos, o conquistamos, cierta horizontalidad en este proceso. Como en aquel texto, hay pequeñas diferencias entre los interlocutores, no discordancias; lo que está en juego en él es la filosofía, mientras que aquí es la educación, más específicamente lo que gira alrededor de un profesor y su curso. En cierto momento, me sugeriste que escribiese algo que le diese un poco de sentido a esta experiencia, una especie de artículo, de ensayo, algo así. Pero al intentar materializar esa idea, me di cuenta enseguida de que tendría que pensar el tipo de registro que efectuaría. El cuaderno funcionaba como ese laboratorio. Intentos de anotar y clasificar tanto el contenido de las clases como su composición, las maneras del profesor y sus palabras. Digo esto porque fue en ese ejercicio donde se fueron haciendo más complejos los caminos a tomar, pero también donde, al mismo tiempo, el personaje del profesor fue emergiendo. Y con él, la certeza de que las formas de hacer, la relación con las materialidades, con las tecnologías de la clase, la noción de continuidad dada por cada curso, podría interesarle a alguien aparte de a mí misma y mi cuaderno. La forma en la que fui construyendo mi cuaderno y entendiendo mi posición, lentamente esfumó el posible papel de entrevistadora que pudiese venir a asumir. Al mismo tiempo, este trabajo fue adquiriendo sentido para mí como profesora que miraba y observaba a alguien que tenía el mismo oficio que yo. Por lo tanto, este diccionario tiene algo de conversación entre profesores, de alguien que invita al otro a un juego. Y la lista de palabras, como en la Odisea, a veces seguía contra los dioses o era protegida por ellos. Ellas se quedaron adormecidas en la isla de la ninfa Calipso, Eolo las sopló para que fueran lejos y la bruja Circe las transformó en cerdos. Aprisionadas por el cíclope, hubo que rescatarlas de la caverna pero, de vuelta al mar, les tapamos los oídos para que no las atrajese el canto de las sirenas. No me sorprende la tardanza en que llegaron a Ítaca, sin saber si allí encontrarían su lugar. ¿Yel cuaderno? La propia nave de Ulises y sus tripulantes. Por todo ello, creo que vivimos una situación sin igual. Posiblemente única, probablemente irrepetible y, quién sabe, de algún interés para los que se dispongan a leer esto que hemos hecho y que aquí presentamos. Jorge. Me parece que ya solo nos queda agradecer los comentarios y sugerencias de las personas a las que dimos a leer alguna de las versiones aún incompletas de este diccionario y, sobre todo, agradecerles la manera que tuvieron de darnos el ánimo y la confianza que necesitamos para terminarlo. Ellos son Antonio Rodríguez, Daniel Gómez y Fernando Leocino da Silva. LETRA A Alumnos Amor Ánimo Aprendizaje Artefactos Asunto Atención Aula Autoridad Alumnos Karen. El orden alfabético que nos hemos dado como organizador (o desorganizador) de este diccionario nos obliga a empezar por una nopalabra, por una palabra tachada, por una “palabra Bartleby” (una de esas palabras que prefieres no usar) o, tomando un texto que sé que amas especialmente, por una de esas “palabras Lord Chandos” (que se te descomponen en la boca como hongos podridos). Quisiera decir, primero, que cuando empecé a ir a tus clases me sorprendió el elevado número de alumnos que había en cada una de las tres materias en las que trabajamos juntos. Alrededor de 80 en cada una de ellas, 240 alumnos en total, sin contar los del post-grado. Un número impresionante para un profesor, todavía más si es un profesor universitario. Por fin, me parece que al borrar la palabra alumno quieres atacarla de alguna forma. Pronunciaste varias veces la palabra estudiante e, incluso, en una de las clases hablaste de la diferencia entre el estudiante, el aprendiz y el discípulo. ¿Por qué ese no-uso de la palabra alumno? Jorge. 240 alumnos son muchos alumnos, sí. Aunque para mí no es el número lo que cuenta. Simplemente, hay cosas que no se pueden hacer con tanta gente, y hay cosas que hay que hacerlas de otro modo: el profesor tiene que trabajar en las condiciones que le son dadas. Creo que forma parte del oficio de profesor, en una universidad pública, no elegir sus condiciones de trabajo, aunque eso no quiere decir, desde luego, que no tenga que tratar de mejorarlas e incluso, a veces, luchar por ello. Lo que quiero decir es que un profesor no puede abdicar de su responsabilidad porque le parezca que sus condiciones de trabajo son malas, incluso imposibles. La obligación de un profesor es trabajar lo mejor que pueda con lo que hay, con lo que tiene. Para mí, el número elevado de alumnos es una condición con la que tengo que trabajar y que, obviamente, se nota en mis maneras, en mis opciones, en mis decisiones cotidianas. Lo que importa, me parece, no es que sean muchos alumnos sino es el hecho de que sean “alumnos”, es decir, de que estén completamente alumnizados. Diré, para empezar, que los jóvenes se convierten en alumnos en el momento en que se inscriben en la universidad. La condición de alumnos es, digamos, una condición puramente administrativa. Y se constituyen en alumnos, también, en el momento en que atraviesan la puerta de la sala de aula y ocupan su lugar. La condición de alumno es una condición administrativa y, digamos, posicional (como también es administrativa y posicional, al menos en primera instancia, la condición de profesor). Pero la obligación del profesor es convertir a los alumnos en estudiantes, es decir, hacerles pasar de la condición institucional y posicional de alumnos a la condición existencial y pedagógica de estudiantes. El profesor universitario trata con jóvenes, claro, trata con alumnos, desde luego, pero su deber, me parece, es tratar a los jóvenes y a los alumnos como estudiantes. Es posible que aún no lo sean, es posible que no lleguen a serlo, pero hay algo importante que depende de ese “como si”, de ese tratar con ellos “como si fueran” estudiantes. Sobre los jóvenes, te diré que en el momento en que escribo esto acabo de ver la película póstuma de Eduardo Coutinho, la que no llegó a terminar, esa que se titula Últimas conversaciones y que recoge una serie de charlas con adolescentes de Rio de Janeiro, de entre 16 y 19 años, casi todos al final de la secundaria. La película empieza con una declaración de Coutinho, el cuarto día de rodaje (tenía cinco días para filmar), mostrando su irritación por cómo iba la filmación. En esa breve intervención Coutinho dice que los jóvenes le caen mal, que no tienen ningún interés, que están completamente moldeados por los medios y por los clichés de su época, que la película que está haciendo con ellos no puede ser una buena película, que filmar con niños es otra cosa, que los niños tienen otra espontaneidad, otro brillo, otro ingenio, otro misterio, que están a otra distancia, pero que la conversación con los jóvenes es completamente previsible, llena de lugares comunes. Si Coutinho se hubiera acordado de Gombrowicz hubiera podido decir, quizá, que los niños aún no están del todo infantilizados (aunque lo están cada vez más), pero que los jóvenes ya han sido completamente juvenilizados. Y por eso su película es un desastre. Uno de los temas del gran Witold Gombrowicz es, precisamente, la juvenilización de los jóvenes, la infantilización de los niños, la gamberrización de los gamberros, la inocentización de los inocentes, la modernización de los modernos y, podríamos seguir en la estela: la alumnización de los alumnos, la profesorización de los profesores, etcétera, etcétera, etcétera. Es decir, esos procesos por los que algo o alguien se convierten en un cliché, en una máscara, en una imagen, en una especie de doble convencional de lo que es. Ese proceso de juvenilización de los jóvenes, que nosotros organizamos y al que ellos colaboran con entusiasmo, es un arrasamiento. Y eso que ni Coutinho ni Gombrowicz habían leído ese libro estupendo sobre la subjetividad contemporánea que se titula Materiales para una teoría de la jovencita, ese retrato del horror. O ese breve tratado pedagógico de Pasolini, incluido en las Cartas luteranas, en el que dice eso de “nuestros hijos son unos monstruos” (ya ves cómo aparecen también aquí mis maneras de profesor, eso de no poder hablar sin bibliografía). En cualquier caso, a mí los jóvenes, en su mayoría, me parecen marcianos (y no lo digo con desprecio), como yo, en tanto que viejo, debo parecerles también a ellos bastante marciano, alguien que envía señales incomprensibles desde un mundo remoto y desconocido. Lo que ocurre, feliz o infelizmente, es que la Universidad no es, fundamentalmente, un lugar para las relaciones entre viejos y jóvenes, sino un lugar para las relaciones entre profesores y estudiantes. Por eso, en tanto que profesor, lo que yo piense de los jóvenes no tiene demasiada importancia, como no tiene demasiada importancia, tampoco, lo que ellos piensen de los viejos. Pero volvamos a los alumnos. Recordarás, primero, mi indiferencia por los alumnos, por lo que las chicas y los chicos que abarrotan las aulas tienen de alumnos. Recordarás que el primer día de clase presento el asunto de la materia. Leo en clase, comentándolas, las dos o tres páginas del programa. Hablo también de la forma de trabajo, de que las clases van a ser de leer, de ver pelis, de que tienen que traer los textos de cada día impresos, leídos, subrayados, anotados, de que la materia incluirá un trabajo de campo, de que tendrán que hacer algunos ejercicios, en fin, esas cosas. Pero solo en la segunda o la tercera semana hablo de la evaluación y de cómo tienen que ser los trabajos finales, como subrayando que eso no tiene, en realidad, mucha importancia. Y así es en general: lo que los alumnos tienen de alumnos y lo que les preocupa en tanto que alumnos (esa condición administrativa y posicional) no me importa demasiado. Desde luego, la función de profesor también tiene un componente administrativo, y yo cumplo sin rechistar esas obligaciones administrativas. Pero eso no es lo más importante, y trato de dejarlo claro desde el principio. No quiero contribuir con el proceso de alumnización, y eso se me nota, y a veces provoca algunas tensiones. No solo me importa poco sino, como bien dices, combato con ello, a veces con cierta agresividad. Recordarás también la incomodidad que me producen esas preguntas del tipo: “¿cómo quieres que hagamos los comentarios de texto?, ¿con qué criterios evalúas?, ¿cómo será el examen?” A los alumnos (en tanto que alumnos) les importa la nota, el final, no el curso sino el “haber cursado”. Los alumnos (repito: en tanto que alumnos) se toman la materia como un trabajo en el que hay que cumplir obedientemente, o como un trámite que hay que efectuar adecuadamente o, aún peor, como una carga de la que hay que aliviarse, como un peso del que hay que descargarse, eso sí, con los mínimos costos (de esfuerzo) y con el máximo beneficio (de calificación). Hoy en día, además, los alumnos se comportan muchas veces como clientes (en tanto que han sido convenientemente clientelizados) que exigen por lo que han pagado y que, como en un shopping, entienden que todo el personal está a su servicio, que está ahí para hacerles la vida más fácil, para cumplir con sus expectativas. Además, los alumnos están completamente perfilizados. Recordarás también el modo casi violento en que me negué a contestar esa encuesta oficial sobre la forma como influía en mis clases el hecho de que gran parte de los alumnos vinieran de grados profesionales y no del bachillerato. No me gusta nada cómo se construye institucionalmente eso del “perfil de los alumnos”. Creo que mi obligación es ignorar esos “perfiles” y tratarlos a todos por igual. Como profesor no puedo dirigirme a un interlocutor marcado por un perfil, determine lo que determine. Tal vez tenga que ver también con tu pregunta el hecho de que prefiero los alumnos de primer curso. Todavía tienen una cierta disposición a aprender. Todavía no han sido completamente alumnizados por la institución. Todavía hay alguna posibilidad de que se conviertan (aunque sea por un tiempo) en estudiantes. Por eso tampoco me gustan mucho los alumnos de post-grado. Ya sabes que casi no doy clase en post-grado. Ahí las relaciones son más interesadas, más clientelares, están más mercantilizadas, más marcadas por los temas de investigación de cada uno (con los que muchas veces me cuesta simpatizar) y con la carrera académica de cada uno. Y quiero dejar claro, para terminar, que no estoy hablando contra los jóvenes (no es fácil ser joven hoy en día) ni contra los alumnos (tampoco es fácil ser alumno). Lo que trato de decir, simplemente, es que, como profesor, mi relación es, o trata de ser, con estudiantes. Aunque siempre exista esa tensión, que a veces es interesante, en este trabajo de profesor, tan extraño, tan lleno de contradicciones, que consiste en tratar a la vez con jóvenes, con alumnos, y con estudiantes. No siempre es fácil separar las cosas. Y, muchas veces, no se puede. Karen. Ante esa respuesta, quiero transcribir un conocido fragmento del libro Mal de escuela, de Daniel Pennac: “Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre, de miedo, de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente amenazador, de futuro condenado. Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a medio hacer y su familia a cuestas en la mochila. En realidad, la clase solo puede empezar cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido pelada”. Pennac describe al alumno (en el texto, el “mal alumno”), como una cebolla, que se debe “deshojar” para que la clase tenga lugar. Que debe, tal vez, olvidarse de sí mismo, como decía Benjamin al hablar del narrador y del oyente, para que las cosas se le queden grabadas. Sin embargo, la cita continúa de la siguiente forma: “Es difícil de explicar, pero a menudo solo basta una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos espíritus, instalarlos en un presente rigurosamente indicativo”. ¿No tendría el profesor un papel fundamental, el de ayudar a “pelar” la cebolla? ¿O no debería importarle al profesor que el alumno deje de ser alumno? O, como tú mismo dijiste en Tremores, ¿no hace falta inventar formas de desalumnizar a los alumnos? Jorge. La cita de Pennac, muy hermosa, tiene que ver con el tiempo de la escuela e, indirectamente, con la igualdad escolar. El pasado de los alumnos, dice Pennac, es muchas veces, para el profesor, una marca de imposibilidad, casi un estigma (no se puede hacer nada con estos chicos). Y su futuro se usa como una amenaza, como un destino o como un chantaje, en tanto que se anticipa (estos chicos solo pueden acabar mal). Por eso, cuando el aula comienza, dice Pennac, tanto ese pasado como ese futuro deben ser suspendidos, ignorados, como si no contaran. Lo único que cuenta es el presente. Además, la igualdad escolar significa que, en la escuela, no importa ni lo que cada uno haya sido ni lo que se proyecte sobre lo que cada uno pueda ser. El profesor tiene que eliminar las capas de esa cebolla (hacer que los alumnos dejen en la puerta esa mochila que cada uno carga y con la que llega hasta el aula, y que los hace distintos y desiguales) para que lo único que importe sea el asunto, la tarea, la materia, el ejercicio, el estudio. Tal vez lo que los chicos y las chicas tienen de jóvenes juvenilizados, clientes clientizados y de alumnos alumnizados y perfilizados forme también parte de esa mochila que hay que dejar en la puerta del aula. Y tal vez sea eso lo que podría significar que el profesor debe tratar de “desalumnizar a los alumnos”. Amor Karen. Amar el mundo es volverlo digno de entregárselo a los que vienen, preparar a los que vienen con tiempo para renovar un mundo común. Esa fue una de las frases que se repetía como un mantra en la asignatura de Antropología Cultural, esa en la que trabajamos con varios dispositivos educativos relacionados con ese amor al mundo. Parto, por lo tanto, de una inspiración arendtiana para preguntarte si vas a abordar ese amor, que no es en absoluto un amor sentimental, bajo la óptica del profesor. Jorge. El oficio de profesor tiene que ver con el amor. Con el amor al mundo y con el amor a la infancia, entendiendo esta última como “novedad (en el mundo)” y como “capacidad de comenzar”. Tiene que ver con el modo como nosotros, que habitamos el mundo, recibimos a los nuevos, a los que vienen al mundo por nacimiento, a los que (precisamente por su condición de natales) tienen tanto la capacidad de empezar algo nuevo como la capacidad de renovar lo viejo. Esa, al menos, es la posición de Hannah Arendt en el último párrafo de “La crisis en la educación”, ese texto que usamos como hilo conductor en Antropología Cultural, la materia cuyo asunto fue la transmisión, la escuela, los refugios educativos. Si recuerdas, leí ese párrafo en la primera clase. Y tuve la sensación, como muchas veces, de que ese párrafo, que los alumnos escucharon con cierta indiferencia, solo podría ser significativo al final del curso. Y eso, como suele decirse, en el mejor de los casos. Fue un texto al que volví varias veces y al que tú también volviste en tus conversaciones con ellos. Como si nos sirviera de “estribillo” del curso, como si fuera uno de esos versos que se van repitiendo a lo largo de una canción, entre cada una de sus estrofas. Pero aquí no vamos a hablar de esa materia, ni de ese texto, sino del oficio, del amor al oficio. Y de cómo ese amor, o ese desamor, se encarna en la manera de ejercerlo. Karen. Hay algo de innombrable aquí. O algo que solo existe en su materialización o, como has dicho, en su “encarnación” en una manera, que es esa idea de amor y especialmente el amor al/en el oficio. Solo percibí esta idea de amor en la estancia en la Universidad de Barcelona, en el trabajo con tus clases. Tal vez sea porque no es posible pensar en ello en el ajetreo cotidiano, tal vez solamente en la suspensión de las actividades que le dan vida a esa idea de amor al mundo y a las generaciones que vienen después de nosotros. Y, en este tiempo suspenso, evoqué una entrevista que di unos años atrás a un grupo de estudiantes de la Licenciatura de Historia. Lo que nos interesa aquí es que, al intentar precisar lo que definiría la afinidad con la docencia, o atribuir una importancia a la educación y a la enseñanza, las palabras decían más de las maneras de hacer y de cómo esto requería involucrarse con cierto grado de profundidad. En otras palabras, de cómo no se podía prescindir de los sujetos involucrados, los estudiantes, y de una apuesta insistente en una idea de responsabilidad con el mundo y con esos mismos sujetos. Una responsabilidad que atribuye un sentido casi heroico y un fardo que a veces casi no se puede cargaren el ejercicio del oficio y a la que atraviesa, inevitablemente, una carga dramática en su evocación. Así, del mismo modo que, como profesor, solo se puede hablar de él o reconocer ese “amor” pasado un tiempo, y tal vez en un breve momento de suspensión, parece que tus alumnos solo pueden comenzar a comprender eso al final del curso. Pero seguro que puedes hablar un poco más sobre el profesor y sobre ese amor al mundo y a las generaciones. Jorge. En la estela de Arendt, mi amigo y colega Jan Masschelein habla del “profesor amateur”, o del “profesor amador”, en su libro Defensa de la escuela. Si el primero de los dos amores arentianos es el amor al mundo, y si el mundo, en la escuela, es presentado en forma de materia de estudio, el profesor ama, en primer lugar, la materia que enseña. Pero la ama, podríamos decir, en sí misma (no en su uso social o económico, o en su aplicación práctica o utilitaria). Justamente por eso la estudia (es un estudioso) y la enseña (es un profesor). Y justamente por eso encuentra su felicidad y su alegría (y su dolor y su tormento) en ofrecérsela a los nuevos. Podríamos decir que solo se da lo que se ama, y que solo se enseña lo que se ama. Y podríamos decir que el profesor intenta trasmitir dos cosas, una materia y el amor a esa materia. Lo demás es comercio, mercantilización, economía, relaciones de compra y venta. Pero el profesor no solo ama la materia que enseña, sino que ama la escuela, es decir, ese invento extraño y prodigioso y lleno de contradicciones que le da su lugar de profesor y le permite ser lo que es. Y ama, por tanto, estar en la escuela, hacer en la escuela, hacer escuela, hacer (con su trabajo) que la escuela sea escuela. Sin embargo, la escuela es cada vez menos escuela, y la universidad es cada vez menos universidad. Y por eso el profesor no es solo el que trabaja en la universidad sino el que hace (con su trabajo, y cada vez con mayores dificultades) que la universidad siga siendo universidad. Pero Jan lo dice mucho mejor que yo, y lo único que voy a añadir, por si eso aclara alguna cosa, es un cierto desarrollo histórico de eso del amateurismo. La palabra “amateur” tiene que ver, claro, con amor: el amateur es el que ama lo que hace. En la misma línea, la palabra “diletante” tiene que ver con deleite: el diletante es el que se deleita en lo que hace. La palabra “diletante” apareció en la Italia del Renacimiento y se extendió a las demás lenguas europeas. Su uso estaba relacionado con la reivindicación de la autonomía del arte, de la emancipación del arte de su condición servil, ligada a la realización de encargos venidos del exterior. Se decía, por ejemplo, que alguien hacía su obra no por encargo sino “per dilettazione”, para su propio deleite y su propia satisfacción, por gusto, como un juego o como un pasatiempo. Solo más tarde, con la aparición de las Academias y de las escuelas profesionales de arte (emancipadas ya de las bellas artes artesanas), surgió la distinción entre “professori” y “dilettanti”, entre el artista docto, el que se había formado en las escuelas, y el artista ignorante. La palabra “amateur”, por su parte, surgió en Francia, más o menos en la misma época, pero con un significado más amplio que el de las artes, extendido a casi cualquier actividad realizada de un modo no servil y, por tanto, sin afán de lucro, es decir, sin tener que someterse a los clientes, a la voluntad y los criterios de los que pagan. Solo después, a partir de una cierta profesionalización de las actividades artísticas y artesanas, estas palabras comenzaron a ser usadas en sentido peyorativo para designar a las personas que se interesaban por algo de forma superficial, sin los saberes expertos o especializados de la profesión o del oficio, o de forma puramente lúdica, como quien dice “para jugar”, “libremente”, sin las constricciones, las normas, las obligaciones y los encargos de la profesión y del oficio. Y no es por casualidad que ese desplazamiento hacia un significado peyorativo se produzca en el momento del surgimiento y la proliferación de las profesiones y de los profesionales, de las especialidades y de los especialistas, de los saberes estandarizados y de los expertos, y en el contexto de sus necesidades de legitimación institucional y estatutaria. Tal vez por eso el peor enemigo del profesor amateur sea el profesor “profesional”. En cualquier caso, usado positivamente, el calificativo de “amateur” le añade al profesor dos cualidades que están por debajo, o por encima, o al margen, de su profesionalidad y de su profesionalización: el amor y la libertad. Dos cualidades cada vez más raras no solo por la ideología de la profesionalización sino también, y sobre todo, porque la escuela (y la universidad) está cada vez más capturada por la lógica de la producción y del consumo, de la eficiencia y de la rentabilidad, de la burocratización y del control. El amor y la libertad son considerados, cada vez más, como un estorbo, como una anomalía, como una antigualla. En una escuela (y en una universidad) casi completamente mercantilizada, el amor y la libertad son casi imposibles. En esta época de control burocrático todo conspira contra el amor y contra la libertad, el amor y la libertad son cada vez más difíciles y por eso, en muchas ocasiones, tienen que ocultarse. Como si, para existir, no tuvieran otra posibilidad que pasar a la clandestinidad. De hecho, de esas cosas (de qué significa amor y libertad en nuestro oficio) ya solo podemos hablar con los amigos, y en voz baja. Y eso que de eso, de amor y de libertad, está (o estaba) hecha esa institución casi milenaria que seguimos llamando universidad. Por ejemplo, eso de “soledad y libertad en el estudio” que es el lema de la universidad humboldtiana, la que funda la universidad moderna, esa que ahora está en trance de desaparición. Cambiando un poco de asunto, pero siguiendo con el amor, recordarás el sermón en que usé un texto de Marina Garcés para decirles a mis alumnos del grado de educación social un par de cositas que me parecieron importantes. Ya sabes que el profesor, a veces, disfraza de citas sus propios pensamientos, y usa palabras de otros para decir lo que quiere decir. El sermón partía de la precarización de las profesiones sociales, de su descualificación, y venía a decir que lo que tenían en ese momento era una universidad basura con profesores basura y materias basura que les ofrecía una titulación basura para acceder (con suerte) a un trabajo basura. Y que, en esas condiciones, si no éramos capaces, al menos, de ponerle algo de amor (amor al estudio mientras estuvieran en la universidad, y amor al oficio cuando estuvieran trabajando) nada tenía el menor sentido. Las citas de Marina eran tres: “Tengámoslo claro: el valor, en términos de cálculo, que obtendréis de esta carrera es cero. Pero la riqueza que podéis sacar será, si se quiere, inagotable. El rendimiento no depende de vosotros, la riqueza sí”. “Busca lo que te importa y trátalo como un fin en sí mismo. Todo lo que instrumentalices te acabará instrumentalizando”. “Piensa cómo te ganarás la vida. Es una pregunta importante. El dinero se cobra con vida”. De alguna manera, también había algo en ese sermón que tenía que ver con el amor y con el amateurismo, con lo que se hace por sí mismo, porque vale en sí mismo (y no como un instrumento para otra cosa), es decir, por amor. Karen. Podíamos terminar esta palabra con una declaración de amor, que se encuentra en Tremores, en un fragmento en el que dices que, a pesar de todo, lo que aún conservas es el amor: “El amor a los libros, el amor a la vida, y el amor, por qué no decirlo, a los jóvenes, a los que empiezan, a los que llegan a las clases universitarias con ganas de aprender, de leer, de escribir, de conversar, de pensar, con ganas de vivir. Ya sé que parece vulgar, sin embargo algo como el amor, como la amistad, está en la propia raíz de esa palabra, filosofía, en la cual aún me reconozco. Aunque se trate, claro, de un amor cansado, triste y cada vez más impotente. Habito la universidad, como dijo la poetisa, ‘desesperadamente / con ciego amor / con ira / con tristísima ciencia / más allá de deseos / o ilusiones / o esperas / y esperando no obstante’.” Jorge. ¡Qué cosas que escribe uno! La poeta es Idea Vilariño. Y qué bien que escribía sobre las contradicciones del amor. No en vano cultivó toda su vida, quizá como muchos profesores, un amor imposible. Para que luego vengan los que hacen cursos motivacionales a los profesores, y les hablen del pensamiento positivo, y les digan que eso del estado de ánimo es una cosa simple y que hay que aprender a gestionar las emociones. Ánimo Karen. Tus alumnos dicen que eres pesimista. Tú mismo hablas de ti como de un profesor cascarrabias. Cuando te conocí, sin embargo, me pareciste un profesor entusiasta, al que le gustaba hablar de su trabajo. Y durante el tiempo que te he acompañado he podido percibir momentos de felicidad y también de cansancio, de desánimo, incluso de enfado. Jorge. Vamos a hablar entonces del estado de ánimo, o de los estados de ánimo, del profesor. Ánimo sería algo así como el “tono vital”, el Stimmung heideggeriano, ese modo de encontrarse, o de estar, o de existir, en relación con el mundo, en el que se da una cierta tonalidad emocional o afectiva. El ánimo sería algo así como el modo como estamos entonados, o sintonizados, con el oficio y, a través del oficio, con el mundo. En mi caso no se trata tanto de un tono como de una oscilación de tonos, de ánimos, que a veces luchan entre sí. Hay veces que siento que estoy, o que puedo estar, en una buena sintonía con mi oficio. Otras veces siento enormes chirridos. Y el ruido ambiente, desde luego, es casi siempre estridente e insoportable. Cuando mis alumnos hablan de mi pesimismo me pongo de mal humor. Oigo ahí ese mandato de actitudes positivas tan propio de nuestra época, esa lucha sistemática contra la tristeza, ese mercado infame de la esperanza al que los discursos educativos contribuyen con demasiada frecuencia, esa mezcla implacable de optimismo y agresividad que caracteriza al sujeto moderno. Mi amigo Fernando Bárcena, una de las pocas personas con las que hablo de las alegrías y las penas del oficio, me aconsejó hace tiempo un libro de Wolf Lepenies (¿Qué es un intelectual europeo? Los intelectuales y la política del espíritu en la historia europea), en el que desarrolla justamente ese motivo del combate al pesimismo en lo que él llama “la política europea del espíritu”: la represión de la melancolía, la obligación de la felicidad (incluso como objetivo del Estado), el ataque contra el intelectual como “la especie que se queja” a través de la obligación de la buena conciencia siempre sonriente, la sustitución del moralista (necesariamente pesimista) por el experto (constitutivamente optimista), el privilegio de los estados de ánimo que apuntan a la acción inmediata y resuelta sobre los estados de ánimo reflexivos, contemplativos y, por tanto, pasivos y “enfermizos”. Stalin era optimista y muy activo y, como se sabe, Goebbels se propuso, como objetivo de la propaganda del nazismo, la “organización del optimismo”. La máxima que debía presidir el uso “saludable” del tiempo libre durante el nazismo era “la alegría nos da fuerza”, y la aflicción, el pesimismo, el derrotismo o la tristeza eran consideradas actitudes de sabotaje. Yo, por mi parte, le recomendé a Fernando el libro de Antoine Compagnon (Los antimodernos) sobre esos antimodernos que no son los adversarios de lo moderno sino los pensadores de lo moderno, sus teóricos. Esos que son “los modernos con encanto” o, en expresión aún más certera, “los modernos en libertad”. Los modernos pesimistas, intempestivos, anacrónicos, ambivalentes y un tanto dandis, los modernos que no pueden dejar de ser modernos pero que no se creen eso de la modernidad, sobre todo en su versión más ingenua, más optimista, más racionalista, más desmemoriada, más ingenua, más crédula, más banal. Lo que quiero decir es que, para un cierto sentido común dominante y enormemente agresivo, muy presente en una Facultad de Educación, muy presente entre los jóvenes, eso de “ser pesimista” simplemente significa que se cultiva un ánimo discordante respecto a la doxa anímica obligatoria y que, por eso, es algo moralmente condenado e incluso psicológicamente patologizado. Cuando tú señalas el entusiasmo con el que hablo del oficio (y es posible que, en parte, fuese ese entusiasmo el que te hizo venir a Barcelona) tiene que ver con un cierto “estar poseído” por él o, dicho al revés, “estar entregado a él”. Y eso no es en absoluto incompatible con la descreencia o la desesperanza. No creo que eso de ser profesor tenga la menor importancia, y tampoco espero conseguir nada haciendo de profesor. Pero amo mi oficio y me siento feliz cuando me siento entonado o afinado con mi trabajo. Me gustan, sobre todo, los momentos de preparación de los cursos, esos en que uno estudia, selecciona textos, proyecta actividades, inventa modos de hacer, imagina posibilidades. Lo que más me gusta, sin embargo, es el aula, la posibilidad que el aula te da de salir de ti y de conectar con otra cosa, de estar sumergido en otra cosa. Todavía hay una especie de magia en lo que ocurre en una sala de aula, la magia de la presencia. Hay veces que siento que ese no es un mal lugar para estar, para permanecer. A pesar de todo. Pero para comprender el estado de ánimo con el que trato de habitar el oficio, con el que trato de ponerme a tono con el oficio, habría que sintonizar el limbo (ver la palabra “limbo” en este mismo diccionario): esa mezcla de desesperanza y de vitalidad, ese tono como de fin de mundo, como de dimisión irrevocable de casi todo, y esas ganas enormes de vivir, esa ausencia casi total de solemnidad. Ya sabes: “la mitad de nuestro rostro sonríe y la otra mitad solloza”. O el texto más sombrío mientras suena una rumba. O eso de que “dentro del dolor está el canto”. O esa sección que titulábamos “esta civilización nuestra es pa’cagarse, chico” en la que tratábamos de producir una sonrisa congelada al exponer, con una cierta “mala leche” no exenta de ironía, algunos de los síntomas de la estupidez de nuestra época. Ya sabes también, y no es una boutade, que el ánimo del limbo es una forma de afinar sutilmente, con el mundo, a veces en tono mayor y a veces en tono menor, el corazón, el saxofón y el sexofón. Por otra parte, los cascarrabias del limbo (ver la palabra “cascarrabias”) tienen algo de juguetón y de festivo, y los seres melancólicos que lo habitan no pueden confundirse nunca con amargados. Karen. Esa especie de desasosiego –que los habitantes del limbo conocen tan bien– y que nos acomete en los espacios que habitamos y en las relaciones que establecemos en ellos, está vinculado a una pregunta fundamental, “¿qué hago yo aquí?”. Tú desarrollas esa idea en uno de los nuevos capítulos de la edición conmemorativa de Pedagogía profana, titulado “Insignificancias, o ¿qué hago yo aquí?”. En ese texto, cuentas tres historias ejemplares, como tú mismo dices, en torno de esa misma pregunta, que dicen algo de lo que nos pasa cuando se habita ese lugar llamado “investigación”, en ese lugar llamado “universidad”: “en las tres historias hay un momento de perturbación, un ¿qué hago yo aquí?, y a partir de ese momento todo se vuelve confuso.” Tal vez se pudiesen configurar así nuestros estados de ánimo, un tanto contradictorios, un tanto confusos. Aprendizaje Karen. Hay ciertas palabras en educación que me producen el efecto que sentía Alex, el protagonista de La naranja mecánica, que al ser sometido a un tratamiento para dejar de ser violento, es obligado a una gentileza forzada, pues su cuerpo producía un malestar casi lacerante a cada situación o palabra mínimamente agresiva. “Aprendizaje” es una de ellas. No sé exactamente cómo, ni por qué, pero de un día para otro, en una de las universidades privadas en las que trabajé, nos obligaron a cambiar los objetivos de enseñanza por objetivos de aprendizaje. Yo ni sabía que era posible una distinción tan grande. Pero lo era. Allí estaban las listas inacabables para memorizar, formaciones de profesores intensivas, jefes, subjefes y coordinadores a los que enviábamos nuestros programas y... suspiros de alivio cuando era a otro colega al que llamaba alguno de esos jefecillos de la institución para dar explicaciones. Pasé a repetir los mismos objetivos todos los años, hasta que un año el nuevo coordinador dijo que lo que había, en el mismo programa repetido, eran objetivos de enseñanza y no de aprendizaje. “Aprendí” la última lección: cuando cambiaba el nombre de la casilla, yo simplemente cambiaba los objetivos de lugar. Este breve devaneo me lleva a tus clases. Más de una vez dijiste que la escuela no es un lugar de aprendizaje, de desarrollar las habilidades, sino que es el lugar de estudiar y ejercitarse. Por cierto, ni una sola vez utilizaste la palabra “aprendizaje” sino para ir contra ella. Jorge. Quizá deberíamos decir algo sobre nuestras no-palabras. Y es que el problema no son las palabras sino el hecho de que alrededor de algunas de ellas se constituye toda una ideología. Como si hubiera palabras (y la palabra “aprendizaje” es una de ellas”) que condensaran toda una manera de entender la educación, las instituciones educativas y, con ellas, la naturaleza del oficio de profesor. No es la palabra “comunicación” lo que rechazo, sino la ideología comunicacional, el hecho de comprender el lenguaje humano y, por tanto, la lectura y la escritura, al modo de la comunicación, o el hecho de entender al profesor como un comunicador, o el hecho de entender la materia de estudio como un contenido. No es que no me guste la palabra “profesión” (una palabra antigua, y noble), sino el comprender la enseñanza universitaria al modo exclusivo de la profesionalización, como si la función principal de la universidad fuera formar profesionales y, por tanto, como si el profesor tuviera que dirigirse a sus alumnos en tanto que futuros profesionales. Para mí, lo he dicho en la palabra “alumno”, es esencial poder dirigirme a ellos también como estudiantes y no solo como profesionales en formación, y eso es muy difícil cuando se instala la ideología del profesionalismo. Pero vamos con la palabra “aprendizaje”. No es la palabra “aprendizaje” en sí la que me incomoda, sino el modo como la ideología del aprendizaje, con toda su carga individualista, psicológica y cognitiva, ha colonizado los discursos y las prácticas educativas. Alguien me contaba que, en su universidad, una universidad del norte de Europa, todos los departamentos, investigaciones y materias de estudio que tenían que ver con “enseñanza” (teaching) o con educación (education), se estaban convirtiendo en departamentos, investigaciones y materias sobre “aprendizaje” (learning). En las escuelas, desde el parvulario a la universidad, ya no se enseña, sino que se aprende. Cualquier programación tiene que hacerse a partir de objetivos de aprendizaje y con vistas a resultados de aprendizaje. Un aprendizaje que, desde luego, tiene que ser autónomo y significativo. Y concordarás conmigo que no es lo mismo una sala de aula que un entorno de aprendizaje. La sala de aula es el lugar fundamental de trabajo del profesor y el lugar fundamental de la escuela. Pero un entorno de aprendizaje puede estar instalado en cualquier sitio y, desde luego, en él no hay nada que se parezca a un profesor. Hay toda una “learnification” de la educación, y de la escuela, y de la universidad. Y no digamos ya cuando ni siquiera se trata de aprender algo, sino del así llamado aprender a aprender. No hay que ser muy perspicaz para percibir la relación del aprender a aprender con la producción de un profesional (de un sujeto) flexible, multiuso, multifuncional, adaptable, intercambiable y, por tanto, completamente descaracterizado, vaciado, desubjetivizado, superfluo, condenado a la obsolescencia y, por tanto, al aprendizaje sin fin, al reciclaje permanente. Solo se puede ser cualquier cosa, y hacer cualquier cosa, y convertirse en cualquier cosa, cuando no se es nada en particular, cuando no se sabe nada en particular. Por eso, lo que oculta el aprender a aprender es que hoy en día, en la así llamada “sociedad del aprendizaje”, en eso que algunos preferimos llamar “capitalismo cognitivo”, aprender algo, saber algo, es un estorbo. Y eso se puede ver también en lo que está pasando con los profesores, y no solo con los universitarios, que tienen también que ser flexibles, multifuncionales, intercambiables, permanentemente reciclables y adaptables. Y si saben algo, si han dedicado su vida a estudiar algo, si se han vinculado con algún área del saber concreta o específica, eso se convierte en un problema porque, según dicen, han creado demasiadas rutinas, demasiados hábitos. En cualquier caso, no es que en la universidad no se aprenda, o que mis alumnos no aprendan, o que no podamos seguir usando la palabra “aprendizaje”. Lo que no podemos hacer o, al menos, lo que yo no quiero hacer, lo que prefiero no hacer, es entender mi oficio como algo que tiene que ver con el aprendizaje. Y eso me coloca en una posición extraña, anacrónica, cada vez más insostenible. Hay un documento oficial de mi universidad que dice que el perfil de los alumnos ha cambiado, que la universidad misma ha cambiado, y que ahora la función del profesor ya no es enseñar, trasmitir contenidos, sino propiciar, organizar y facilitar el aprendizaje. Yo, personalmente, no sé si alguna vez he enseñado algo. Lo que sí sé es que nunca he trasmitido contenidos. Mis materias no han sido nunca pensadas y organizadas como si estuvieran hechas de paquetes de conocimientos, de colecciones de saberes, de listas de contenidos. Y lo que también sé es que mi oficio no consiste en producir aprendizajes. Yo trabajo con textos. Mi oficio consiste en leer y en dar a leer y, quizá, con suerte, en dar a pensar. Los textos (palabras e imágenes) en relación a los que trabajo no son ni soporte de contenidos ni transporte de conocimientosni depósitos de saberes ni herramientas para obtener resultados de aprendizaje. En la palabra “alumno” me preguntaste por la distinción entre estudiante, discípulo y aprendiz. La categoría de estudiante aparece en la universidad medieval. De hecho, la universidad es heredera de los Studia Generalia de las órdenes religiosas o de las escuelas catedralicias. Y es la universidad la que distingue al estudiante del aprendiz (del que ejercía su aprendizaje haciendo de aprendiz en los talleres de los artesanos, es decir, en el lugar de trabajo). Y es la universidad también la que distingue al estudiante del discípulo, que es una palabra con connotaciones más dogmáticas. Un discípulo es un seguidor (de un maestro, de una doctrina, alguien que se somete a una disciplina, de una orden religiosa por ejemplo). Y en la universidad no hay aprendices ni seguidores, sino estudiantes. Cuando las revueltas contra la reforma de las universidades europeas a partir de lo que se llamó el Plan Bolonia, los chicos y las chicas sacaron una pancarta que decía: “somos estudiantes y no mercancías en manos de políticos y banqueros”, o “somos estudiantes y no capital humano”. Yo creo que podría entenderse una pancarta que dijera “somos estudiantes y no aprendices” (de hecho, la “learnification” de la universidad es lo que más se parece a la producción de capital humano) o “somos estudiantes y no discípulos”. Yo, personalmente, no quiero tener aprendices en mis clases, y tampoco quiero tener discípulos. Y no me dirijo a las personas que se sientan cada día en las aulas ni como alumnos, ni como aprendices, ni como discípulos, ni siquiera como capital humano o como futuros profesionales. Me dirijo a ellos como estudiantes, porque sigo creyendo que a la universidad se va a estudiar, y que aprender, en ese sentido estúpido del “learning”, es algo que se puede hacer en cualquier lugar. De hecho, en el shopping también se aprende mucho, y en el lugar de trabajo, pero la universidad no es un shopping ni un lugar de trabajo aunque cada vez se parece más a ellos. Si les preguntásemos a mis alumnos, al terminar el curso o al final de una clase, qué es lo que han aprendido, su respuesta tendría que ser que no han aprendido nada o, al menos, nada reconocible, objetivable, evaluable. Si me preguntaran a mí qué es lo que enseño, tendría muchas dificultades para responder. Y, desde luego, solo puedo mentir, o disimular, como hacías tú en esa universidad en que trabajabas, cuando relleno las casillas de “objetivos de aprendizaje” y de “resultados de aprendizaje” en el así llamado “proyecto docente” de las asignaturas que imparto. Mis cursos no están orientados a producir resultados sino a tener efectos, a producir alguna afectación, algún afecto. De hecho, si te has fijado, solo uso las palabras “enseñar” y “aprender” en mis clases, y ahí las uso enfáticamente, para las reprimendas, o para lo que yo llamo mis lecciones morales, mis sermones, mis prédicas. Esos breves paréntesis de profesor gruñón y cascarrabias, esos que producen un silencio especial y un desconcierto mayúsculo, esos en los que me dirijo a los estudiantes de usted, como para darle una cierta solemnidad irónica a lo que digo, esos en los que me pongo serio y, al mismo tiempo, en los que no puedo disimular una cierta sonrisa, esos en los que imposto una cierta voz de cura, de predicador, esos momentos que empiezan diciendo: “lo que ustedes deberían aprender…” o “lo que de verdad me gustaría enseñarles…” o “espero que en mis clases hayan aprendido ustedes…” o “la lección más importante que me gustaría darles hoy…”. Artefactos Karen. Al leer esta palabra me he acordado de mi abuelo. Un hombre de muchos oficios y de muchas herramientas. Recuerdo varios lugares en los que las veía: en la carpintería, en la fábrica, en la oficina, en el sótano. Porque cada conjunto de herramientas tenía su lugar. Y era en aquel lugar específico que ellas funcionaban, siempre através de las manos de mi abuelo, en cada uno de los oficios a los que se dedicaba. Esa evocación la hago con el propósito de afirmar que cada oficio tiene su “caja de herramientas”, sus artefactos, que no pueden disociarse de sus modos de hacer. Y que seguro que vas a definir esa palabra en relación a la docencia. Jorge. En el mundo antiguo de la artesanía, cada oficio tenía sus herramientas. En la película El hijo, de los hermanos Dardenne, que vimos en una de las materias, Francis se convertía en aprendiz de carpintero en el momento en que Olivier le entregaba su metro y su ropa de trabajo, y le ayudaba a hacer su caja de herramientas. Quizá lo que define un oficio sea el conocimiento de los materiales y el buen uso de las herramientas. Y todo eso hecho con medida, con el sentido justo de la medida, de la proporcionalidad, de lo que es adecuado. Los artefactos del profesor son las herramientas, los instrumentos, las tecnologías de su oficio. Lo que antes se llamaban “materiales escolares” y ahora, en un empobrecimiento evidente, “recursos didácticos” o “tecnologías para la enseñanza y el aprendizaje”. Ese cambio de palabras da cuenta de cómo lo que podríamos llamar las artes de educar han sido colonizadas, estandarizadas y homogeneizadas por las didácticas, en tanto que las han formateado desde el punto de vista del rendimiento y de la evaluación, y están siendo colonizadas por las Tecnologías de la Información y la Comunicación, unos instrumentos que están transformando aceleradamente, y de un modo generalmente acrítico, no solo los modos de hacer, sino la estructura misma de los espacios y los tiempos educativos. Personalmente, prefiero la palabra “artefacto” porque está menos cargada. La palabra “instrumento” está contaminada por la así llamada razón instrumental. “Tecnología” está muy contaminada de la ideología tecnológica (todas las épocas y todas las culturas tuvieron tecnologías, pero solo la nuestra está configurada por ideologías tecnológicas, solo la nuestra se piensa a sí misma tecnológicamente). “Herramienta” está relacionada con los procesos de producción y de fabricación (y tal vez el oficio de profesor no sea un oficio productivo). Artefacto, sin embargo, es una palabra menos familiar y tiene que ver, además, con las artes de hacer, con el artífice y con el artificio, con lo artificial también, y con las artimañas, y con los artilugios, y con la artesanía. Siempre me ha gustado la expresión “artes de pesca” con la que los pescadores nombran al conjunto de las herramientas de su oficio, a las cosas que usan para pescar. Y quizá los artefactos del oficio del profesor también serían sus artes, las artes del profesor, las cosas que usa para su oficio, sus artilugios, sus artimañas, sus modos de hacer, sus ingenios (no en el sentido de que el profesor sea un ingeniero, pero sí en el de que es alguien ingenioso, alguien que se las ingenia para hacer lo que tiene que hacer). El primero y fundamental de mis artefactos es la sala de aula. Para mí, la sala de aula es fundamental porque constituye un espacio público, porque permite separar tiempos y espacios, y porque es, o puede ser, una cápsula atencional. También son artefactos esenciales los objetos que hay en la pared frontal del aula: la pizarra para escribir, la pantalla para proyectar. Lo único que proyecto en la pantalla son imágenes: películas o fragmentos de películas, fotografías, algún cuadro. Nunca proyecto palabras, nunca uso power-point. Las palabras, en mi clase, tienen que ser dichas. Y dichas no significa, en absoluto, dictadas. Como decía María Zambrano en una frase que usé de pretexto para un artículo: “el aula es un lugar de la voz donde se va a aprender de oído”. Y eso no tiene nada que ver con esa “única boca que habla” y esas “muchas manos que escriben” con las que Nietzsche describió la máquina universitaria. Las palabras, en mis clases, son dichas en voz alta o escritas públicamente (en la pizarra, en los cuadernos: ver la palabra “exposición” en este mismo diccionario). En mi clase siempre se trata de leer. A veces un texto escrito, a veces imágenes en movimiento. Los textos y las películas que uso en mis clases son mis materiales de trabajo. Y son también la materialidad con la que trato de hacer presente el asunto de cada una de las materias. Al dossier de textos y de pelis de cada materia lo llamo, a veces, mi cuaderno de partituras. Porque en mis clases nunca se trata de mí (de mis ideas, de mis posiciones, de lo que yo sé o de lo que yo pienso), sino de mis materiales. Y son esos materiales los que son interpretados en cada clase. Hay que hacer visibles las imágenes, hay que hacer legibles los textos, hay que hacerlos sonar, comentarlos, relacionarlos con otros textos y con otras imágenes, hacerlos resonar con experiencias vitales, hacerlos presentes, darlos a leer. De alguna manera, lo que hace el carácter o la singularidad de una materia es la selección de los textos que la componen. Una materia es una composición. Y mi oficio de profesor consiste en componer la materia, es decir, en seleccionar los textos que la componen. Y en producir a lo largo del curso una especie de “interpretación colectiva”, como si los textos fueran partituras y el aula la sala de conciertos en que son interpretadas. También podrían considerarse artefactos aquellos con los que hago trabajar a los alumnos: los cuadernos de clase, los cuadernos de campo, los comentarios de texto, los ejercicios, las listas de palabras, los protocolos y los registros en las salidas de campo. Y las tutorías en las que tú trabajaste, esos espacios permanentes de conversación que tu presencia permitió abrir. Creo que para comprender a un profesor hay que preguntarse por cuáles son los artefactos que usa y los que no, por qué es lo que hace y lo que moviliza con esos artefactos. Qué es lo que dan a ver, o a escuchar, o a leer, o a escribir, o a pensar, y qué es lo que invisibilizan o silencian. Sin embargo, los artefactos del profesor muchas veces se vuelven invisibles, sobre todo a partir de ciertas maneras de entender el oficio que lo comprenden como un intercambio intelectual, pero desprovisto de materialidad. Y creo que una de las cosas buenas del tiempo en que me acompañaste en mis cursos es, precisamente, el haberme hecho sensible, con tus preguntas y tus observaciones, al carácter material y gestual de mi trabajo, y al hecho de que son precisamente esa materialidad y esa gestualidad los que lo hacen singular (como pasa con cualquier artesano: que realiza su oficio como todos los demás pero, al mismo tiempo, de una manera única y personal, con unas herramientas que él maneja de un modo especial, con sus propias manos y con sus propias maneras). Asunto Karen. Un asunto es el tema de una materia de estudio, o mejor, un asunto se puede tornar una materia, engendrándose, por lo tanto, en un dispositivo educativo. Como la palabra “materia” aparece también en este diccionario, me parece importante que empieces por la diferencia entre las dos. Jorge. El asunto es la cosa, el qué, el tema, la cuestión, aquello de lo que se trata, eso sobre lo que se lee y se conversa. Para darle un cierto sentido, quizá sea útil una breve consideración filológica. La palabra latina res está relacionada con el verbo griego eiro que significa hablar de algo, tratar de algo que concierne a los hablantes. En un sentido similar, la antigua expresión alemana Ding, o Thing, alude a una reunión para tratar un tema controvertido. Nada que ver con el objeto cosificado, con la cosa en tanto que objetivada y separada, frente a nosotros. Res no es objectum. Res se parece al término griego pragma, entendido como el asunto o la cuestión de la que se trata. La res publica, por ejemplo, es lo que concierne a todos desde el punto de vista colectivo. El asunto de un curso, por tanto, es lo que interesa, lo que a todos concierne, eso en lo que todos los participantes están implicados o complicados, eso que está en medio y sobre lo que se habla, lo que se lee, lo que se piensa, lo que se discute. Está claro entonces que el asunto de un curso no es su objeto, o su contenido, ni siquiera en el sentido de un saber o de un conocimiento. Yo nunca me planteo un curso como una serie de contenidos o de conocimientos a trasmitir, sino como un asunto a plantear. Un asunto que presupongo que es de interés de todos (o por el que trato de interesar a todos) y que es, desde luego, inagotable. La materia, por su parte, materializa el asunto. Le da, como si dijéramos, una materialidad textual. Lo muestra o lo señala a través de una serie ordenada de imágenes y palabras. La materia señala o hace señas hacia el asunto. Revela el asunto. Lo presenta o lo hace presente. En palabras de Jan, lo pone o lo dispone encima de la mesa. Y lo despliega en una línea, en un recorrido, en un curso, en un discurso. En ese sentido, podrían diseñarse muchos cursos sobre un mismo asunto, en el sentido de que podrían proponerse diversas materialidades textuales (diversas lecturas) sobre un mismo tema. Si un asunto es infinito, una materia es finita, concreta, delimitada, “esa” y no otra. En las tres materias del semestre tratamos tres asuntos: la pobreza (o, mejor, las representaciones de la pobreza y los discursos y las prácticas que la definen y la construyen), la transmisión (o, mejor, la educación en el sentido específico de transmisión y renovación del mundo común), la basura (o, mejor, la manera como una sociedad define la frontera entre lo útil y lo inútil, lo valioso y lo que no vale nada, lo aprovechable y lo descartable, etc.). La pobreza, por ejemplo, fue el asunto de Sociología de la Educación, y el hecho de montar un curso monográfico y temático siempre fuerza un poco los límites disciplinarios. Dispongo apenas de un semestre y pensé que en una titulación de educación social, es decir, orientada al trabajo con pobres, tal vez no estaría de más desfamiliarizar un poco el sentido común sobre la pobreza, manteniendo además ese sustantivo, “los pobres”, que está menos marcado que esos otros de “los marginados”, “los excluidos”, etc., que suelen utilizarse hoy en día. Además, podría explorar también otras connotaciones como pobreza espiritual, o pobreza voluntaria, o pobreza como modo de vida. Y, desde luego, podría hacer alguna consideración histórica sobre otras formas simbólicas (y no solo económicas) de construir la categoría. Eso fue una decisión respecto al asunto. Y luego, claro, se trataba de elegir los textos, las películas, etc.. O sea: de seleccionar y ordenar lo que podríamos llamar “el dossier” del curso, eso que sería “su materia”. Pero como hemos dedicado una palabra al asunto de cada curso, creo que todo eso puedo explicitarlo más adelante: en “basura”, en “transmisión”, también en “pobreza”. Karen. Como me gusta el lenguaje del cine, creo que podríamos decirlo así: el asunto es el argumento y la materia es el guion. Así, ¿cómo se transforma un argumento en guion, o dicho en el campo educativo, cómo se transforma un asunto en materia? ¿Todo asunto se puede tornar una materia? Y es más, ¿por qué es importante elegir un asunto para desplegarlo, o desplegarse sobre él, en una materia? Jorge. Yo diría que el guion es el programa de la asignatura (los textos y los ejercicios que el profesor pro-grama y pro-pone), lo que está pre-scrito en el pro-grama. Y diría también que ese programa construye un argumento, un sentido o una serie de sentidos, que se van desplegando concretamente a lo largo del curso. El asunto está siempre en el trasfondo y, de alguna manera, es siempre inalcanzable e inagotable. El asunto, digamos, es lo que es pensado (estudiado, conversado) y, al mismo tiempo, lo que da que pensar (que estudiar, que hablar), y al mismo tiempo lo que queda por pensar (por estudiar, por hablar). De hecho, la tarea del profesor consiste en dar a pensar el asunto pero, al mismo tiempo, en mantenerlo como aún no pensado. Muchas veces los alumnos creen que ya lo saben todo y hay que trabajar para desvelar un cierto no-saber porque solo desde ahí puede surgir el pensar. Y hay que trabajar también sugiriendo que eso que se piensa puede pensarse de otros modos y, sobre todo, es algo que siempre queda por pensar. Además, cualquier asunto siempre es susceptible de ser conectado con otros asuntos (como diría El maestro ignorante: “todo está en todo”). Al salir del cine, la pregunta sobre el asunto es: “¿de qué trata la peli que acabamos de ver?” Y eso “de lo que trata” está contenido en la peli, pero al mismo tiempo es más y otra cosa que la peli. Por eso, en la conversación de después del cine solemos recordar otras pelis que hemos visto sobre ese asunto, y establecer diferencias y construir relaciones. En el cine, un asunto se transforma en materia haciendo una película. En un curso, un asunto se transforma en materia seleccionando los textos que se van a leer y diseñando los ejercicios que se van a hacer. Y creo que si un curso tiene que ver con el pensamiento (con dar a pensar alguna cosa) y no solo con el saber, tiene que estar organizado en torno a un asunto y no a una lista de “contenidos”. Atención Karen. Esta es una palabra que, como profesora, la veo indisociable de otra: “distracción”. Citando El maestro ignorante, de Rancière, dices que “estar en lo que se hace” es estar atento y “estar en otra cosa” es estar distraído. Jorge. Un profesor trabaja sobre la atención. Ya sabes la famosa frase de Simone Weil, esa de que la atención (la plenitud de la atención, dice ella) debería ser el único objetivo de la educación. Y El maestro ignorante, es verdad, tiene una sección muy hermosa que se titula “Un animal atento”, y está lleno de formulaciones en las que se opone la atención a la distracción, el cuidado al descuido, el estar presente al estar ausente. El maestro ignorante no trasmite un saber (que no tiene), sino que actúa sobre la voluntad y el deseo, produciendo atención o, mejor, formando personas atentas. Sus preguntas ¿y tú, qué ves?, ¿y tú, qué piensas?, producen y a la vez comprueban la atención. Pero eso de la atención está complicado hoy en día, porque la escuela (y la universidad) trabajan sobre formas de atención (concentradas durante mucho tiempo en un solo asunto, o en un solo texto, y con un tiempo lento) que se oponen a las formas de atención (aunque deberíamos decir, de distracción) producidas por las nuevas tecnologías y por los medios masivos. La prueba podría ser, quizá, la baja tolerancia al aburrimiento que tienen los jóvenes de ahora. Según mi experiencia de profesor y de acuerdo con mi manera de entender la docencia universitaria, el problema no es tanto la ignorancia como la falta de atención. Ya nada ni nadie enseña a estar atento. Y estar atento, como tú decías, es estar en ello, estar en lo que se hace, o en lo que se lee, o en lo que se dice, plenamente, de cuerpo y alma. O, dicho de otro modo, suspender por un momento el yo (que en esta época es lo único que interesa) y entregarse a la tarea, aunque uno no sepa muy bien por qué o a cambio de qué. Un estudiante atento es lo contrario de un alumno cliente o de un alumno alumnizado. Algunas de mis reprimendas, como sabes, tienen que ver con la atención. No soporto que los alumnos no recuerden los títulos de las películas que hemos visto, o que no sepan escribir correctamente el nombre de los autores que hemos leído. Y eso no porque me importe la memorización o la erudición, sino porque es un síntoma de falta de respeto hacia la materia, de falta de consideración, de cuidado, de atención en definitiva. Karen. En uno de los textos de Masschelein que leímos en clase, “Pongámonos en marcha”, al hablar de “caminar-pensar-ver”, el autor vincula esta tríada a la atención. Y afirma que atender se refiere a cuidar, esperar, estar alerta, y, además, que atención es lo contrario de intención. A final de cuentas, ¿a qué idea de atención debemos atender? Jorge. Lo que dice Jan es que la atención es inversamente proporcional a la intención, que para estar atentos debemos suspender nuestras intenciones, nuestras expectativas, nuestros objetivos. Como si la atención supusiera entregarse a la materia, al ejercicio, incondicionalmente, sin preguntarse constantemente para qué sirve, o qué voy a obtener con eso, o eso a dónde me lleva, o si eso se ajusta o no a lo que me gusta, a lo que me interesa, a lo que me motiva. Y quizá no estaría mal aquí, aunque fuera de pasada, decir que el cultivo de la atención no tiene nada que ver con ese horror pedagógico de la motivación. A los alumnos no hay que motivarles, hay que interesarles y exigirles. Eso del caramelo o de la zanahoria o de “ya verás cómo te va a gustar” tiene que ver con el adiestramiento de animales (y con la lógica del shopping, esa en la que todo se ajusta a tus gustos y te ofrece satisfacción inmediata) pero no con la educación humana. También me gusta eso de relacionar la atención con el cuidado. La materia de estudio no es una herramienta o un instrumento (para aprender, por ejemplo) sino que es algo que debe cuidarse, que debe tratarse con respeto. Estar atento es ser cuidadoso. Y ya sabes que alguna de mis reprimendas tienen que ver, precisamente, con el descuido, con el hacer las cosas de cualquier manera. La distracción, como también dice el maestro ignorante, es pereza. Y los ejercicios escolares (y también universitarios, porque la universidad es una especie de escuela) no son otra cosa que trabajos sobre la voluntad y gimnasias de la atención, procedimientos para fortalecer la voluntad (que es condición de la perseverancia, del ser capaz de seguir, de continuar) y procedimientos para practicar, ejercitar, afinar, sostener y mejorar la atención. De hecho, ya iremos viéndolo con más detalle, los ejercicios que yo propongo están dirigidos fundamentalmente a la atención. Por eso a mis alumnos, a veces, les parecen mecánicos, aburridos, poco creativos, repetitivos. Porque se separan de las maneras narcisistas (centradas en el yo) que son dominantes en esta época en la que les han dicho que ellos son los protagonistas. Porque les exigen una manera (atenta y cuidadosa y perseverante) de hacer las cosas a las que nadie les ha acostumbrado. Pero no puedo dejar de señalar que la atención es fundamental en el estudiante, pero también en el profesor. La atención no es solo el objetivo fundamental de la educación, sino también la cualidad principal del profesor. De hecho, cuando tengo la sensación de fracaso, o de no haberlo hecho bien, casi siempre tiene que ver con que no he estado lo suficientemente atento, con que también yo me he dejado llevar por la distracción, por el descuido o por la pereza. Karen. Creo que aún podrías hablarnos de la idea de atención como potencia en la educación. Jorge. Tal vez sea suficiente con una cita de El maestro ignorante: “La inteligencia es atención y búsqueda antes de ser combinación de ideas. La voluntad es potencia de movimiento, potencia de actuar según su propio movimiento, antes de ser instancia de elección”. Aula Karen. En esta palabra no sé bien por dónde irás, por lo tanto voy a comentar ciertos ritos que caracterizan tus clases. Podría describir, con cierta literalidad, el ritual: anuncias cómo será la clase, escribes en la pizarra, pides que alguien hable sobre la clase anterior, provocas más intervenciones, después recuerdas todos los objetivos de la asignatura, las evaluaciones; durante la clase das muchos ejemplos de otras asignaturas, haces una introducción al texto y/o a la película y después preguntas sobre lo que cada uno ha subrayado. A veces pareces implacable cuando un estudiante interviene con algo que te parece que no viene a cuento, pero al final siempre le ayudas a decir lo que quiere decir. Suena duro, pero hay generosidad; al mismo tiempo, no debe ser fácil para ellos distinguir la lección que el maestro les quiere dar en ese momento, la de que no se habla de cualquier cosa, que hay que leer el texto para poder hablar, que hay que describir la escena de la película para decir lo que se ha visto. En tus clases siempre hay tareas para voluntarios y estas no son pasibles de evaluación, pero funcionan como un ejercicio de atención permanente para la clase. Al final de la clase retomas las ideas y conceptos de los textos y señalas su materialidad, al relacionar los textos y los vídeos con las salidas de estudios y las otras evaluaciones. ¿Es de la sala de clase, de esos rituales, que quieres hablar? Jorge. El aula (en español se usa más la palabra “clase”) significa dos cosas: un espacio y un tiempo. La sala de aula como espacio debería ser cuidada especialmente. Es el lugar fundamental del oficio, como si dijéramos el taller del profesor, el lugar esencial de su hacer. Yo creo en la sala de aula como espacio, amo la sala de aula. Y la amo en su disposición tradicional. Con los estudiantes sentados y mirando en la misma dirección. Con una tarima que me hace visible y que me permite subir y bajar, aproximarme y alejarme, producir un cierto ritmo entre los momentos en que subo a la tarima para escribir algo en la pizarra y lo momentos en que bajo de la tarima para buscar el contacto visual con los estudiantes, para proyectar una palabra más dirigida. Me gusta sentirme respaldado por la pizarra, escribir algunas cosas. Creo que la verticalidad de la pizarra (en relación con la horizontalidad del cuaderno de notas) le da una cierta solemnidad, una cierta autoridad a lo escrito en ella. Además, el hecho de ir escribiendo ayuda a pensar, a ordenar las ideas, a relacionarlas entre sí, a seguir un hilo, a volver atrás, a algo que ya estaba escrito. Escribir en la pizarra no tiene nada que ver con proyectar un power-point. Yo amo la pizarra, aunque no me atrevo a darle ese uso tradicional tan interesante: eso de hacer salir a un alumno a la pizarra para que haga algo. Y no me atrevo porque hoy en día eso sería percibido como una exposición traumática. Pero tiene algo de “dar la cara”, de hacer las cosas en público, de exponerse a los compañeros, que yo creo que tenía que ver con la responsabilidad y con la exigencia. También me gusta hablar de pie, y leer de pie. Creo que ese gesto de ponerse de pie para tomar y dirigir la palabra aún tiene algo de mágico. Y aún tiene algo de hacerse responsable de lo que se dice, de ponerle el cuerpo, la presencia entera del cuerpo, a lo que se hace y a lo que se dice. El aula constituye al alumno en alumno (e idealmente en estudiante) y constituye al profesor en profesor. Por eso su umbral (la puerta) es tan importante. Es al entrar en el aula que el alumno se convierte en alumno y que el profesor se convierte en profesor. Y el hecho de que el aula tenga algo de solemne (como corresponde a un espacio público) es muy importante para eso. Yo siento esa transformación, cómo el hecho de entrar en el aula me da una cierta gravedad, me exige atención, hablar con cuidado. En el aula no se puede hacer cualquier cosa ni se puede decir cualquier cosa. El aula es también una cápsula atencional muy interesante, distinta a cualquier otra (una sala de teatro, una sala de cine, una sala de un museo, un auditorio, una sala de conferencias). En el aula hay que prestar atención. De hecho, todo debe estar dispuesto para que la atención sea posible. Y me gusta mucho también la mesa del profesor, preparar la mesa, disponer las cosas sobre la mesa. Creo que hay algo de ritual constitutivo, ceremonial, en esos gestos de preparar la mesa, de sacar los libros, los papeles, los materiales que van a ser usados. Por eso no me gusta que el espacio de la sala de aula haya sido ya completamente desacralizado o, para usar una palabra menos marcada, descalificado (como pasa, en la actualidad, con casi todos los espacios). Yo creo que en el aula no se puede estar “como en casa”, que tanto los alumnos como el profesor tienen que sentirse un poco incómodos, un poco extraños, un poco constreñidos. Creo que hay que sentir y hacer sentir que el aula es un espacio separado, distinto, con sus propias normas y sus propios rituales, un espacio exigente. Porque solo así el aula se convierte en un espacio generoso, un espacio que, por su propia estructura, te pone por encima de lo que eres, te hace ser mejor (más cuidadoso, más atento) de lo que eres. Además, de la misma manera que las herramientas (y el taller) del carpintero configuran el cuerpo del carpintero (sus manos, sus movimientos, sus gestos), yo creo que la sala de aula configura el cuerpo del profesor, no solo su mente. Tengo la sensación de que el cuerpo del profesor (mi propio cuerpo como profesor) es un efecto de la sala de aula. Tu observación cuidadosa de mis rituales de profesor me hace pensar más en el aula como unidad de tiempo, con su comienzo y su fin, con su ritmo propio. Y es verdad que, después de tantos años de profesor, he aprendido a manejar esa unidad de tiempo. Siempre pienso mucho los comienzos y los finales. Al comienzo, como tú bien dices, recordar cuál es el asunto. Porque un aula es un pedazo de una unidad de tiempo más larga y más compleja que es el curso. Y un curso no se hace sino que se sigue. Por tanto hay que saber siempre dónde estamos, por dónde vamos. Me gusta también pedir los subrayados y las notas de los alumnos. Hacerlos participar, pero no para saber su opinión (que eso siempre distrae) sino para saber qué han leído, y cómo lo han leído. En la palabra “literalidad” y en la palabra “subrayado” hablaremos más de eso. Y me gusta terminar dando tareas o, al menos, sugiriendo tareas. Sé que casi nadie las va a hacer, porque no son obligatorias, pero me parece importante dejar constancia de que hay mucho más para leer, para pensar, para buscar. Uno siempre tiene la esperanza de tener algún estudiante en la clase, o alguien que se está convirtiendo en estudiante, y que tal vez vaya a seguir alguna pista porque sí. Y uno siempre intenta suponer (el profesor debe ser un poco ingenuo) que tiene cierta credibilidad, que si el profesor dice que algo es interesante habrá alguien que lo crea y que confíe en él. Por eso me gusta ritmar la clase con sugerencias de estudio, de lectura, de trabajo, de tipo “a quien pueda interesar” y que siempre son “por si acaso”. Karen. En un bonito texto tuyo denominado “Aprender de oído”, que compone el libro Entre las lenguas: lenguaje y educación después de Babel, dialogas con la obra Claros del Bosque de la filósofa María Zambrano. En un determinado momento dices que “el aula se abre como un claro.” Siento cierta inquietud, más adelante, cuando leo “Por eso el claro, el aula, no es un lugar de transmisión, sino de iniciación, de iniciación al vacío” ¿Hay alguna disonancia en relación a lo que escribes en este diccionario sobre el aula, o es una impresión mía? Jorge. Los párrafos de Zambrano sobre el aula como lugar de la voz son muy hermosos. Sobre todo en lo que tienen que ver con la presencia (a eso de la “presencia” le hemos dedicado una palabra) y en cómo construyen la diferencia entre oralidad y escritura, entre lo que se da por la voz y lo que se da por la letra. Pero es verdad que Zambrano plantea el aula como un lugar de iniciación (y la enseñanza como una relación maestro-discípulo) y yo la entiendo cada vez más como un lugar de instrucción y de estudio (y desde la relación entre profesor-estudioso y alumno-estudiante). Lo que pueda tener de iniciación será siempre implícito y, desde luego, no puede ser tomado como un efecto a conseguir. Y a lo único que el aula debe iniciar, me parece, es al estudio. Autoridad Karen. Al describir algunos de tus rituales al principio de la palabra “aula”, ofrezco ya algunos indicios del tipo de autoridad que ejerces, o de dónde ella realmente se ubica: “al mismo tiempo no les debe ser fácil distinguir la lección que el profesor quiere dar en ese momento, la de que no se dice cualquier cosa, que hay que leer el texto para poder hablar, que hay que describir la escena de la película para decir lo que se ha visto.” Me parece que la autoridad está en los textos, en las películas y en los subrayados. Jorge. Tal vez podamos transcribir la hermosa cita de Walter Benjamin que Jan usa en “Pongámonos en marcha” y que leímos, creo, en todos los cursos, para dar un poco el tono de la salida de campo. Es una cita a la que nos referiremos en otras palabras de este diccionario, pero la usaremos aquí habla de la autoridad, de dónde está la autoridad: “La fuerza de un camino varía según se lo recorra a pie o se lo sobrevuele en aeroplano. Del mismo modo, el poder de un texto es diferente cuando se lo lee que cuando se lo copia. Quien vuela, solo ve cómo el camino va deslizándose por el paisaje y se desdevana ante sus ojos siguiendo las leyes del terreno. Tan solo quien recorre a pie un camino advierte su autoridad y descubre cómo en ese mismo terreno, que para el aviador no es más que una llanura desplegada, el camino, en cada una de sus curvas, va ordenando el despliegue de lejanías, miradores, espacios abiertos y perspectivas como la voz de mando de un oficial hace salir a los soldados de sus filas. Del mismo modo, solo el texto copiado puede dar órdenes al alma de aquél que lo está trabajando, mientras que el simple lector nunca conocerá los nuevos paisajes que, en su ser interior, va convocando el texto, ese camino que atraviesa su cada vez más densa selva interior: porque el lector sigue el movimiento de su mente en el vuelo libre de la ensoñación, mientras que el copista deja que el texto le dé órdenes. La práctica china de copiar libros constituía, entonces, una garantía incomparable de cultura literaria, y la copia, una clave para penetrar en los enigmas de China.” Las palabras que Benjamin usa para hablar del texto (y del camino) son fuerza, autoridad, voz de mando, órdenes. Y la idea es que al caminar la autoridad es del camino (es el camino el que da órdenes), y al copiar la autoridad es del texto. Al volar o al leer, sin embargo, quien manda es el sujeto (que vuela o que lee). Y en mis cursos trato, como tú has visto muy bien, de que sea el texto (escrito o cinematográfico) el que tenga la autoridad. Y para eso trato de forzar un poco la literalidad (eso de atender al texto, de responder a las preguntas ¿qué has leído? ¿qué has subrayado? ¿qué has visto?), la atención al propio texto, aunque sea a costa de impedir que surja inmediatamente el juego espontáneo de las opiniones. Y eso es cada vez más difícil. Los alumnos van enseguida a sí mismos para hablar de sí mismos. ¿Quién es aún capaz de copiar? ¿Quién se dispone hoy en día a dejar que el texto le dé órdenes? Porque solo si reconocemos la autoridad del texto podremos reconocer la autoridad del mundo, que es el mundo el que nos habla, el que nos da a pensar, el que nos da a ver. Y que nuestras palabras y nuestros pensamientos y nuestros proyectos no son tanto propuestas para el mundo sino respuestas al mundo. Lo importante (lo que manda, lo que tiene autoridad) es el texto, el camino, el mundo (y no nosotros mismos). Y es muy difícil (casi imposible) crear una atmósfera en la clase en la que el protagonista no sea el alumno ni el profesor, sino el texto (y a través del texto, el mundo, el asunto: lo que da que hablar, lo que da a pensar, aquello hacia lo que el texto señala). Mis alumnos ya se han formado (formateado) en una escuela que les dice que ellos son los protagonistas, que lo más interesante que hay en la clase son ellos mismos. Ya han crecido en un mundo que no reconoce ninguna autoridad o en el que la única autoridad que se reconoce es la del propio ombligo, eso que Ferlosio llamaba “onfaloscopia”. Por eso suelo seleccionar autores, digamos, con mucha personalidad, es decir, vehementes, parciales, subjetivos, con una voz propia muy marcada. De esos que no dan información (aunque también dan información), que no proponen teorías (aunque también proponen teorías), sino de los que hacen pensar, de los que dicen cosas de esas que, al principio, no te caben en la cabeza. Autores en el sentido fuerte de la palabra autor, de esos que no te dan conocimientos (aunque también dan conocimientos) sino que te dice alguna cosa, gente que tiene una mirada propia sobre el mundo, bien alejados de la neutralidad o de la frialdad de los expertos o de los especialistas, o del didactismo de los profesores que lo dan todo masticado y explicado. Y por eso me gusta hablar un poco de ellos, para dar la impresión de que no estamos leyendo a cualquiera. Recordarás el momento en que João Moreira Sales, en su película Santiago, recuerda haber sorprendido al mayordomo de la familia tocando el piano, de noche, en una sala vacía, vestido de frac; y que le preguntó por qué iba vestido de esa manera; y que Santiago le respondió: “es que es Beethoven, hijo”; y que Moreira Salles dice que en ese momento aprendió una cierta idea de respeto. Lo que yo trato es de hacer ese mismo gesto: “es que es Buñuel, o Illich, o Arendt, o Foucault, o Rancière, o Agee… hijos; y eso no es cualquier cosa”. Trato, aunque sea de un modo tangencial, de construir una voz y de sugerir que los alumnos lean como escuchando, sabiendo que debajo del texto hay una voz humana, alguien que dice algo. Y sabiendo que ese alguien no es un experto o un especialista, o un profesor de cuarta fila, o un opinador cualquiera, sino que es un individuo singular, alguien de carne y hueso, que ha pensado más que nosotros, que ha estado más atento que nosotros, que ha vivido más que nosotros, y que se dirige a ellos, a los lectores, no como futuros expertos o futuros especialistas o futuros profesionales, sino como seres también de carne y hueso. No como terminales de información, o como máquinas de aprender, o como ignorantes a los que hay que enseñar, o incompetentes a los que hay que dotar con algunas competencias, o alumnos que tienen que aprobar un examen, o estúpidos que solo aprenden lo que se lesenseña, sino como personas que están dispuestas a dejarse decir algo, es decir, a responder a lo que se les dice con lo mejor que tienen, con su sensibilidad, con su inteligencia, con su pensamiento, con su capacidad de atención, con su capacidad de respeto. Y hago eso, que quede claro, no por la autoridad del autor, sino por la autoridad del texto. Una autoridad que no tiene nada que ver con la aceptación dogmática sino que se relaciona con un cierto agradecimiento, con una especie de reverencia cortés que se resuelve en una actitud de prestar atención. Karen. Hannah Arendt, al hablar de autoridad, dice que parte de nuestro concepto de autoridad es platónico, pues la autoridad sería una alternativa entre la persuasión y la fuerza. ¿Cómo ves el ejercicio de la autoridad en clase? Jorge. En “La crisis en la educación” Arendt habla de la crisis de la autoridad en el mundo contemporáneo. Y también en otros textos del mismo libro como “La crisis en la cultura” o “¿Qué es la autoridad?”. Y lo que viene a decir, respecto a la sala de aula, es que la autoridad del profesor descansa en otra autoridad, en la de la tradición, en la de la disciplina que imparte, en la de los textos que da a leer. Y que cuando esas cosas pierden su autoridad, la pierde también el profesor, y solo le queda el autoritarismo, es decir, la fuerza. O la persuasión si entendemos por ella su forma contemporánea: el profesor carismático, atractivo, presuntamente interesante, gracioso, buen comunicador, ese profesor que se luce a sí mismo, que concentra sobre sí el brillo, la atención y, por tanto, la influencia, ese tipo de profesor al que podríamos llamar, con Valeriano López, peda-gogó. Yo, desde luego, no soy de esos profesores. Y tampoco uso (o, al menos, no de manera consciente) la autoridad derivada de la posición institucional (el estúpido poder de aprobar o suspender). Creo que ni soy fuerte (en ese sentido) ni soy persuasivo (en ese sentido). Tal vez por eso mis clases transmiten a veces una sensación de esfuerzo, de tensión, de pelea incluso. Solo espero, eso sí, que sea una pelea limpia. LETRA B Barrenderos Basura Barrenderos Karen. En la asignatura de Arte y Cultura en Educación Social, cuyo asunto conductor fue la “basura”, leímos algunos capítulos del libro de Zigmunt Bauman, Vidas desperdiciadas, sobre la producción de “residuos humanos” en el mundo contemporáneo. Hay dos citas en estos textos sobre las que podrías discurrir aquí: “los basureros son como ángeles” y “los basureros son los héroes olvidados de la modernidad”. Jorge. Fue ese libro de Bauman el que sirvió como hilo conductor de la asignatura, sí. Ese libro en el que se trabaja con la analogía entre las basuras materiales y las basuras sociales. La comparación entre los basureros y los ángeles está tomada de una de las ciudades invisibles de Ítalo Calvino, la ciudad de Leonia, comentada por Bauman en el prólogo del libro, esa ciudad que se rehace a sí misma todos los días y en la que, también todos los días, “los restos de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero”. La opulencia de Leonia, dice Calvino, “se mide por las cosas que cada día se tiran para ceder su lugar a las nuevas”. Y quizás por eso “los basureros son acogidos como ángeles, y su tarea de remover los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira devoción”. Además, “dónde llevan su carga cada día los basureros nadie se lo pregunta: fuera de la ciudad, claro”. En español la palabra “basura” está relacionada con “barrer”. Por eso la palabra que hemos escogido no es “basureros” (que serían los que cargan la basura para llevársela al vertedero, fuera de la ciudad) sino “barrenderos” (que serían los que barren y por lo tanto separan). De hecho, es el gesto de barrer el que separa la basura de lo que no lo es o, mejor dicho, el que produce la basura. Basura es todo aquello que es separado, que es barrido, en un gesto que es material pero que también es social, cultural, simbólico. Por eso Bauman sugiere que: “Los barrenderos son los héroes olvidados de la modernidad. Un día sí y otro también vuelven a refrescar y a recalcar la frontera entre normalidad y patología, salud y enfermedad, lo deseable y lo repulsivo, lo aceptado y lo rechazado, el adentro y el afuera del universo humano. Dicha frontera precisa una vigilancia y una diligencia constantes ya que es cualquier cosa menos una frontera natural: ninguna cordillera colosal, ningún mar insondable, ningún cañón infranqueable separan el interior del exterior. Y no es la diferencia entre productos útiles y residuos la que reclama la frontera y se sirve de ella. Por el contrario, es la frontera la que predice, literalmente hace aparecer, la diferencia entre ellos. Esa frontera se traza de nuevo con cada ronda de recogida y eliminación de basura. Su único modo de existencia es la incesante actividad de separación”. Y lo que yo quería dar a pensar y repensar en ese curso es si el arte no nos da una manera diferente de entender las cosas, sobre todo esas categorías demasiado simples y dicotómicas que el gesto del barrendero produce. En La exforma, por ejemplo, un texto del que leí en clase algunas citas, Nicolas Bourriaud habla del arte en un mundo “acosado por el fantasma de lo improductivo y de lo no rentable, en guerra contra las personas y las cosas que no parecen consagradas al trabajo ni activas de cara al futuro”, un mundo en el que crece la esfera de lo residual, lo no asimilable, lo inutilizable, lo inútil. Y hace un recorrido por “el arte que se resiste a esta operación de clasificación y selección”, por las obras “que levantan los velos ideológicos que los aparatos de poder instalan sobre los mecanismos de expulsión y sus vertederos”. Lo que le interesa no son las operaciones banales de reciclado artístico. Tampoco la oposición, como una especie de idealismo invertido, entre la inclusión (como tarea) y la exclusión (como problema). De hecho dice Bourriaud: “A partir del siglo XIX las vanguardias políticas y artísticas se fijaron como objetivo hacer que lo excluido pasase al lado del poder, a modo de contrabando o a plena luz del día. En otras palabras, capitalizar el rechazo al capital, reciclar los supuestos desperdicios para hacer con ellos una fuente de energía. De esta manera, el movimiento centrífugo debería invertirse para llevar al proletariado hasta el centro, para llevar lo desclasado a la cultura y lo devaluado a las obras de arte”. Lo que interesa a Bourriaud, en cambio, son “las negociaciones fronterizas entre lo excluido y lo admitido, entre el producto y el residuo”. Lo que el arte muestra no es la sustitución del rechazo por la aceptación, de la expulsión por la integración, sino la problematización de ambos por una especie de “intercambio sin tregua entre lo significante y lo insignificante”, por “un movimiento de descentralización general, con la locura de unas brújulas por fin privadas de su Norte normativo”. Karen. El día 18 de mayo hubo un homenaje a la profesora Violeta, que compartía la asignatura contigo. En tu texto para ese homenaje citabas a Walter Benjamin, a Agnes Vardà y a Zigmunt Bauman y hablabas de dos gestos. Uno de ellos era el del “trapero” y otro el del “ángel de la historia”. Hiciste una distinción entre esos dos gestos como “poéticos” y el gesto del barrendero como “cívico”. ¿Podrías decir algo sobre esos personajes? Jorge. Ese homenaje a Violeta fue muy lindo. De hecho era un homenaje a la profesora que se jubila. Y fue muy hermoso ver cómo la clase estaba llena con ex-alumnos de Violeta, de muchas promociones distintas, venidos a veces de muy lejos, que querían estar presentes en su última clase. Hay algunas facultades (en mi universidad existe esa tradición en la Facultad de Filosofía) en las que la última clase de un profesor es una especie de acto público relativamente solemne al que asisten, apenas para escuchar, exalumnos y otros profesores. Y nosotros organizamos eso para Violeta sin contar con las autoridades de la facultad (a Violeta no le gustan los actos formales y preferimos mantener nuestro pequeño homenaje solo para nosotros). Además, mantuvimos todo en secreto y solo cuando Violeta entró en el aula vio a todos sus ex-alumnos sentados en las filas del fondo, sin ninguna otra pretensión que asistir a su última clase (nos referiremos a esa aula en otros momentos de este diccionario). Pero tú me preguntas por la intervención que yo preparé para la ocasión y que tenía que ver, sí, con dos gestos, o con dos figuras, en tanto que ambas contrastaban con el gesto y con la figura del barrendero de Bauman como encarnación del educador social (como el que hace y rehace la frontera entre lo que es basura y lo que no lo es, y trabaja sobre ella), y que yo había llamado un gesto cívico en el sentido de que ahí el educador aparece como una especie de policía del civismo, del buen comportamiento ciudadano, de la limpieza y del orden, del cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa. El primer gesto, el del trapero, lo construí con una cita de Walter Benjamin en la que dice que muchas prácticas artísticas contemporáneas retoman el gesto del trapero, del chiffonnier, del Lumpensammler, esa figura heroica que construye Baudelaire y que el propio Benjamin retoma. La cita es la siguiente: “En las calles encuentran los poetas las basuras de la sociedad. Ahí calan hondo los rasgos del trapero que tan constantemente ocupó a Baudelaire. Esta es su descripción en prosa: ‘Aquí tenemos a un hombre que deberá recoger las basuras del pasado día en la gran capital. Todo lo que la gran ciudad arrojó, todo lo que perdió, todo lo que ha despreciado, todo lo que ha pisoteado, él lo registra, lo recoge y lo colecciona. Compulsa los archivos de la debacle, el cafarnaún de la escoria; aparta las cosas, lleva a cabo una selección inteligente; palpa, como un avaro su tesoro, las basuras que, condenadas y expulsadas por la divinidad de la Industria, se convertirán en objetos útiles o gozosos’. Esta descripción es una única y prolongada metáfora de la actividad del poeta según el sentir de Baudelaire. Trapero o poeta, a ambos les concierne la basura; ambos la persiguen solitarios en las horas en que los ciudadanos se abandonan al sueño; incluso el gesto es en los dos el mismo: ese andar a sacudidas de Baudelaire es el paso del poeta que vaga por la ciudad tras su botín de rimas. Y es también el paso del trapero, que en todo momento se detiene en su camino para rebuscar en la basura con la que tropieza”. Y podríamos decir, creo, que ese personaje de las grandes ciudades modernas que ahora es más visible que nunca (el que recoge los vidrios, los metales, los restos, los cartones, los detritus, la encarnación moderna del trapero, el que hurga en los contenedores de basura movido por la pobreza pero también, quizá, por el amor, por el deseo de que nada se pierda, por la pretensión de que todo sea redimido) tiene que ver con el poeta, con el artista, pero también con el educador. El trapero no habita la ciudad como un productor o como un consumidor, no se interesa por las mercancías expuestas en los escaparates. Él va en busca de otra cosa, recorre la ciudad de otro modo, frecuenta otros espacios. De algún modo se interesa por lo insignificante, por lo que no importa, por lo que ha sido dejado de lado, por lo que no vale nada y, por eso mismo, no es de nadie. Y tal vez se pueda entender al educador social también desde este gesto poético, comparándolo con un trapero o, según la película de Agnès Varda que también vimos en clase, con un espigador, con un reciclador, con un recuperador (ver la palabra “espigadores”). El segundo gesto, o el segundo personaje, tiene que ver con problematizar esa idea de que la basura es lo que pertenece al pasado, la ruina, lo anticuado, lo viejo, lo que no tiene futuro, lo que no se ajusta a la idea de futuro, lo que es un obstáculo para el futuro, eso que habíamos visto claramente en los recorridos por el proyectado Distrito Cultural de L’Hospitalet, concretamente en la manera como se oponían allí la vieja y la nueva economía, las ruinas de la economía industrial declarada obsoleta y las posibilidades de la nueva economía de la innovación, la información, las industrias creativas, las industrias culturales, etc. que se definían como el futuro (ver la palabra “distrito”). La cita, muy obvia, también de Walter Benjamin, es su imagen del ángel de la historia: “Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”. Lo que me interesaba de esa cita, de esa imagen, es su visión melancólica, eso de ver el mundo en el instante de su desaparición y encontrar ahí, en esa visión, el amor a los vencidos, a los derrotados, el amor a las ruinas en definitiva. En clase habíamos trabajado también con las películas de Pedro Costa (la trilogía de Fontaínhas) y con los textos de Rancière sobre las películas de Pedro Costa. Aparecía ahí un barrio en demolición, unos personajes en demolición, pero no se trataba de pasar las cosas de un lado a otro (de incluir lo excluido) sino hacer problemática la idea de un lado y de otro lado, dignificar lo que habitualmente se entiende como “el otro lado” desde lo que Rancière, seguramente, llamaría “el punto de vista de la igualdad”: mostrar su belleza, su grandeza, la manera como ese mundo es también un mundo, como ese lenguaje es también un lenguaje, como esas formas de vivir son también formas de vida; valorizarlo estéticamente, éticamente, políticamente. Tendríamos entonces dos gestos, o dos figuras, que yo llamé “poéticas”: el gesto del trapero (que se contrapone al del barrendero), y el gesto del ángel de la historia, o del contemplador de las ruinas (que se opone al gesto del diseñador del futuro, del progresista). Y un gesto, o una figura, que yo llamé “cívica”. Y lo que quería era dar a pensar cómo esas tres maneras de relacionarse con la basura suponían, de algún modo, tres maneras de entender la educación social en tanto que ésta tiene que ver, precisamente, con lo excluido, lo rechazado, lo arruinado. Y puesto que ese homenaje tuvo lugar al final del curso, creo que fue un buen colofón para lo que había sido el argumento principal que yo había tratado de sostener con la ayuda, claro, de los textos que leímos, de las pelis que vimos, y del trabajo de campo que hicimos. Basura Karen. Ese fue el gran asunto de la asignatura de Arte y Cultura en Educación Social que compartías con la profesora Violeta Núñez. Entonces podíamos empezar por la propia idea de “basura” que establecisteis en el programa del curso. Jorge. Transcribo entonces la manera como presenté la disciplina en la primera clase en la que, si recuerdas, estaban tanto los alumnos del grupo de Violeta como los de mi grupo. Siempre hacíamos juntos la primera clase, la de la presentación de la disciplina, y la hacíamos en el Salón de Grados (una de las salas nobles de la Facultad) para darle a esa primera lección una cierta solemnidad. En esa presentación, que yo había preparado cuidadosamente por escrito, traté de desarrollar los distintos sentidos de la palabra “basura” tal como los íbamos a trabajar en la asignatura. El texto que leí en esa primera clase empezaba así: El asunto general sobre el que tratará esta materia será la basura (el desperdicio, el desecho, el residuo) en varios sentidos particulares y conectados entre sí. El primer sentido es lo que podríamos llamar “la basura material”. Nuestra sociedad produce mercancías y, al mismo tiempo, ingentes cantidades de basura. Es el mismo sistema el que produce las mercancías y el que produce las basuras. Por eso, nuestra sociedad puede ser analizada también desde el punto de vista de la basura que produce y desde el punto de vista de cómo se relaciona con ella (cómo la piensa, cómo la percibe, cómo la siente, cómo la reparte, cómo la gestiona). El segundo sentido es lo que podríamos llamar “la basura humana”. Nuestra sociedad produce gente utilizable tanto desde el punto de vista de la producción, como del consumo, produce productores y consumidores y, al mismo tiempo, produce, gente descartable, desechable, gente basura, gente residual, gente que no tiene un lugar en la relación con la mercancía, ni con la producción de mercancías ni con el consumo de mercancías, gente que no está en el mundo de la producción ni en el mundo del consumo, gente que hay que reciclar, que hay que reinsertar, o incluir –entendiendo inclusión como reubicación en el mundo de la producción y en el mundo del consumo, en el mundo de la mercancía en suma-, o gente que hay que fijar y mantener en una serie de vertederos sociales como cárceles, manicomios, asilos para indigentes, etcétera. La idea, aquí, es que es también el mismo sistema y la misma lógica discursiva la que produce a la gente mercancía y a la gente basura, y que nuestra sociedad puede analizarse, también, desde el punto de vista de la basura humana que produce y desde el punto de vista de cómo se relaciona con ella (cómo la piensa, la percibe, la siente, la reparte, la gestiona…). De ahí el primero de los asuntos a trabajar en el curso: la educación social (o, al menos, los discursos y las prácticas dominantes en educación social) como uno de los dispositivos designados por la lógica hegemónica para la ordenación, gestión, administración o tratamiento de residuos humanos. De la misma manera que nuestra sociedad pone en marcha una serie de procedimientos para la selección, la eliminación, el reciclado o la gestión de sus basuras materiales, también pone en marcha una serie de procedimientos para la selección, la eliminación, el reciclado o la gestión de sus basuras humanas. Y en esos procedimientos, a veces, hay tareas que se designan como educativas. El tercer sentido de la palabra basura se refiere a lo que podríamos llamar “la sociedad basura”. La idea es que vivimos en la época de la televisión basura, de la comida basura, del conocimiento basura, de la mercancía basura, de los viajes basura, del sexo basura, del trabajo basura, de la cultura basura, de la educación basura, de la vivienda basura, de la política basura, de la moral basura, del arte basura, y así indefinidamente. Desde este punto de vista, la basura no es solo lo que está al margen de la mercancía, lo que no es ni puede ser mercancía, lo que nunca ha llegado a ser mercancía, lo ya ha dejado de ser mercancía, lo ha sido excluido del mundo de la mercancía, sino que el mundo mismo de la mercancía puede ser considerado como un mundo basura en tanto que es un mundo hecho de cosas de poco o nulo valor, de usar y tirar, sometidas a la obsolescencia programada, permanentemente reciclables, flexibles, adaptables, descartables, etc.. La idea es que la condición de basura no se refiere solo a lo que está afuera, sino también a lo que está dentro o, dicho de otro modo, que nosotros también somos definidos en términos de basura en tanto que productores y consumidores de mercancías basura, en tanto que habitantes basura que viven una vida basura en un mundo basura. Y ahí vendría el segundo asunto a tratar en el curso: “la educación social planteada como una educación basura”, es decir, como una educación inútil, efímera, que no sirve para nada, hecha en condiciones basura por profesionales basura pagados con salarios basura formados en universidades basura y equipados con conocimientos basura y con herramientas prácticas y metodológicas basura. El cuarto sentido de la palabra basura tiene que ver con el espacio de la ciudad. La educación social es una práctica, o una serie de prácticas, que se realizan en un espacio social concreto, que puede estar institucionalizado o no, pero que siempre es un espacio singular. Un educador social no trabaja en cualquier lugar sino que siempre trabaja en un lugar y ese lugar tiene características que lo singularizan, que hacen que sea “ese lugar”. La idea, entonces, será trabajar en espacios singulares, concretamente en “espacios basura”. Porque en la ciudad, además de espacios funcionales, de espacios cuya función y cuyo uso está determinado, hay también “espacios basura”, por ejemplo descampados, ruinas, casas o fábricas o tierras abandonadas, espacios intersticiales, espacios sucios, vacantes, feos, no institucionalizados, no apropiados ni controlados por las instituciones, espacios públicos, libres, marginales, no valorizados, inútiles, no mercantilizados, sin valor económico ni social, que no son espacios de producción, ni de circulación, ni de consumo, ni de habitación, pero que están en las fronteras, o en los intersticios de esos espacios. Y serán esos espacios concretos, esos espacios basura, los que buscaremos, analizaremos, estudiaremos, investigaremos, y en los que situaremos nuestro trabajo. La idea aquí, es tratar de ver otras posibilidades de trabajo (y de resistencia a los discursos y a las prácticas dominantes en educación social) además de las ya institucionalizadas, de las que siguen la lógica del orden y del control social, de las que están al servicio de la gestión y la administración de los individuos, los grupos y las poblaciones. Pero todavía hay otro sentido de la palabra basura, el quinto, que tiene que ver con otro de los asuntos a tratar en el curso. Y es que la basura se ha convertido también, en nuestra época, en un asunto artístico. Tenemos el “arte basura” y el “arte con la basura”, que serían, naturalmente, las formas de arte que corresponderían a una sociedad basura. Si el arte tiene que ver con cómo el mundo se representa a sí mismo, se hace sensible a sí mismo (se hace audible, visible, tocable a sí mismo), entonces un mundo basura tendría que poder hacerse sensible también por un “arte basura”. En relación a esos cinco sentidos de la basura, la idea será poner a trabajar el arte (o una determinada manera de entender el arte) como un principio de interrupción o, al menos, de desestabilización, de ese orden mercantil, pragmático y utilitario que produce y gestiona tanto las basuras materiales como las basuras humanas. Es la mentalidad económica (la forma económica de ver, de nombrar, de pensar, de construir y de gestionar lo social, la mentalidad del valor, de la utilidad y de la mercancía) la que establece una frontera fuerte entre lo útil y lo inútil, entre lo actual y lo obsoleto, entre lo que está en uso y lo que está fuera de uso, entre la mercancía y el desecho, entre lo que es y lo que no es basura. Sin embargo, si entendemos el arte como lo que pone en cuestión esa mentalidad, esa ideología, si ponemos el acento no en el trabajo sino en la vida, no en la utilidad sino en el goce, no en la mercancía sino en lo que no se puede comprar ni vender, no en el valor sino en lo que no vale para nada, no en lo que se puede apropiar o capitalizar individualmente sino en lo que es común y público, de todos y de nadie, entonces la frontera se hace difusa o, quizá, se traza de otra manera. La idea aquí es que tal vez el arte (o una determinada manera de entender el arte) tenga que ver con eso, con ese volver a trazar las fronteras, con modificar lo que se puede ver (y cómo lo vemos), lo que se puede nombrar (y cómo lo nombramos), lo que se puede pensar (y cómo lo pensamos), lo que se puede hacer (y cómo lo hacemos). Tal vez el arte pueda operar de un modo interesante sobre lo que Rancière llama “la división de lo sensible”, es decir, sobre las particiones que trazan las fronteras, las clasificaciones o las divisiones que constituyen la forma de lo social. El arte, cuando es arte político, trabaja esas distinciones, interrumpiéndolas o desestabilizándolas, poniéndolas en cuestión, a través de ciertas operaciones sobre lo sensible. Y tal vez el arte-basura pueda operar sobre esa frontera que hace que la basura sea basura, para trazarla de otro modo, para problematizarla, y no solo desde el punto de vista del reciclaje, del aprovechamiento, de la inclusión (categorías todas ellas que no ponen en cuestión la división fundamental), sino de un modo más radical: modificando nuestra relación sensible con el mundo en el que vivimos, con ese mundo organizado con base en esa partición fundamental entre lo útil y lo inútil, entre lo incluido y lo excluido, en la que se insertan los discursos y las prácticas dominantes en la educación social entendida como gestión de residuos humanos. Plantear la educación social como algo que tiene que ver esencialmente con lo artístico no es, simplemente, entender el arte como una herramienta para la educación social. El amplio universo del arte basura y del arte con la basura está lleno, también, de aplicaciones instrumentales del arte a la gestión de residuos. Por eso la pregunta que nosotros queremos abrir aquí es un poco más radical: pensar si la educación social no tiene que ver también con una cierta relación con el mundo, si no tiene que ver también con poner en cuestión, y con volver a pensar, las clasificaciones fundamentales que hacen que lo real sea lo que es y no de otra manera, si la educación social, en definitiva, no tiene que ver también con tratar de mirar de otro modo, de nombrar de otro modo, de pensar de otro modo. No tanto con hacer cosas (mejores o peores) en un mundo ya dado, sino con abrir posibilidades de mundo. La idea es considerar si la educación, cuando se solapa con el arte y con la política, no tiene que ver justamente con problematizar y, tal vez, modificar, esas divisiones de lo sensible, de lo pensable, de lo decible y de lo factible que hacen que el mundo sea lo que es, en este caso, un mundo que produce y administra basuras. Y copio a continuación, la manera como ese asunto estaba establecido en el programa de la asignatura, ese que leí y comenté en la segunda clase, ya solo con los alumnos de mi grupo (el planteamiento docente de Violeta, aunque compartíamos los asuntos esenciales del curso, era levemente diferente al mío): A través de la analogía entre la educación social y la producción y la gestión social de los residuos materiales (obsolescencia, resto, deterioro, selección, reciclaje, vertedero, etc.) se tratará de problematizar una de las categorías vertebradoras de la educación social (la categoría de exclusión-inclusión) y, a partir de ella, las concepciones dominantes de la educación social en tanto que terapia (como normalización de la subjetividad y, en esta época, de mejora de la autoestima, regulación de las emociones, promoción de actitudes positivas y optimización del bienestar personal), en tanto que prevención (de pre-delincuentes, pre-drogadictos, pre-desempleados, preembarazadas, pre-deprimidos, pre-violentos, pre-terroristas, pre-excluidos, etc…. es decir, en tanto que sujetos o poblaciones “en riesgo social”), en tanto que re-socialización (re-inserción, re-adaptación, reparación, reciclaje, re-inclusión, etc.) y, en general, en tanto que discursos y prácticas orientadas a la definición, la clasificación y la gestión de grupos específicos de población (considerados como excluidos o en riesgo de exclusión). Para esa problematización se trabajarán tres categorías fundamentales tanto en el arte, como en la cultura y la educación: 1. La categoría de la igualdad (entendida como punto de partida y condición de posibilidad de una educación “para todos”). 2. La categoría de lo público (los espacios públicos, las esferas públicas). 3. La categoría de lo común (los bienes comunes, los asuntos comunes). Los bienes comunes son de todos, es decir, de nadie y de cualquiera, los que no pueden ser apropiados ni privatizados ni poseídos ni partidos ni repartidos sino solo compartidos. Los espacios públicos son para todos, es decir, accesibles incondicionalmente a todos en general y a nadie en particular. Por otra parte, los espacios públicos son también espacios en los que algo se publica, se hace público o se pone en público, se coloca en el interior de una esfera pública. En ese último sentido, lo público sería aquí lo que está entre todos, lo que todos y cada uno pueden sentir, aquello sobre lo que todos y cada uno pueden hablar, eso que, al estar en medio, une y separa al mismo tiempo. Además, está claro que los espacios públicos son también un bien común y que los bienes comunes crean espacios públicos. Por otra parte, nos proponemos también trabajar, teórica y prácticamente, sobre ese “todos” que constituye tanto el “de todos” de lo común como el “para todos” y el “entre todos” de lo público, principalmente en lo que tiene que ver con la verificación de la igualdad. Ante la privatización y la mercantilización de casi todo (no solo de los bienes materiales, sino también del arte, de la cultura, de la educación, del conocimiento y de la vida misma) y frente a la constitución del sujeto (también en sus relaciones con los saberes, con la cultura y con las artes) desde lo que se ha venido en llamar “individualismo posesivo”, la defensa de lo público y de lo común no solo constituye el marco de gran parte de las luchas políticas y sociales contemporáneas, sino también de muchas de las intervenciones culturales, artísticas y educativas más interesantes de los últimos tiempos. Por otra parte, frente a la “perfilización” de los individuos y la segmentación de las poblaciones, las cuestiones de la igualdad, del anonimato y de la indiferencia atraviesan también los ámbitos del arte, de la cultura y de la educación. Puesto que lo común no existe sino como resultado de prácticas concretas de comunización (orientadas al hacer común o al poner en común), puesto que lo público tampoco existe sino como resultado de prácticas de publicación (orientadas al hacer público, al poner en público o a la creación de esferas públicas), y puesto que la igualdad no existe sino como resultado de prácticas de verificación de la igualdad (orientadas a la des-clasificación de los sujetos) nuestro objetivo será trabajar sobre el poder (o la impotencia) de las prácticas artísticas, culturales y educativas para proteger y/o crear dispositivos de ese tipo en espacios residuales y/o vacíos urbanos. En ese sentido, el curso se orientará al diseño de un proyecto educativo de carácter artístico y/o cultural que tenga que ver con los espacios públicos, con los bienes comunes y con la verificación de la igualdad en la ciudad contemporánea. Creo que el lugar central de la basura en esa disciplina queda con esto suficientemente claro. Karen. En una de las clases utilizas dos películas brasileñas, Estamira y Lixo extraordinário, que tienen como escenario principal un vertedero, el mismo vertedero inclusive, el Jardim Gramacho, de la ciudad de Río de Janeiro. Tal vez sea interesante que hables de la diferencia entre las dos películas, dos documentales sobre el mismo tema en el mismo lugar, porque tratan no solo de una concepción diferente de “basura”, sino también de “arte” y de “educación”, y también, sin duda, de dos maneras en las que los artistas se relacionan con las “basuras materiales” y las “basuras humanas”. Jorge. Las dos películas están filmadas en el mismo lugar, pero la relación que muestran entre el arte y la basura es completamente distinta. Me alargaré un poco en este punto porque el modo como trabajamos las películas en clase muestra bien, creo, la idea de qué es entender un curso como un ejercicio de pensamiento. Así que voy a comentar con cierto detenimiento la manera como elaboré en clase el contraste entre las dos películas. Estamira es un personaje trágico que se mantiene siempre como desconocido. A veces, la cámara la aleja hasta convertirla en un perfil sobre un paisaje esplendoroso. Cuando la aproxima, la distancia sigue siendo infinita: sus palabras extraen de su locura la posibilidad y la imposibilidad de contar su historia, de adueñarse de su vida aunque sea un instante. Estamira no coincide nunca consigo misma y, desde luego, no se deja identificar en un nombre común. Estamira repite una y otra vez su nombre, “soy Estamira”, un nombre propio del que nadie, ni siquiera ella misma, se puede apropiar. En Estamira todos los nombres están en suspenso. Además, el Jardím Gramacho no es un lugar social, no es el paisaje reconocido y reconocible de la exclusión, sino que tiene el tamaño del mundo. Un mundo grandioso, trágico, violento, terrible y bello a la vez, en el que se destaca la lucha de Estamira con su destino. En la primera imagen del vertedero, la basura, como Estamira, es arrastrada por el viento. En la última imagen, la vemos hablándole al mar mientras es golpeada por las olas. Por los pocos detalles que cuenta de su vida sabemos cómo ha sido arrastrada y golpeada por fuerzas tan gigantescas como incomprensibles. Pero Estamira se mantiene en pie, con su voz de loca, expresando, con su cuerpo, con sus palabras y, sobre todo, con su nombre, la verdad: “Mi misión, además de ser Estamira, es revelar la verdad y solamente la verdad. Sea mentira, sea capturando mentiras y frotándoselas en la cara, o enseñándoles a mostrar lo que ellos no saben. Los inocentes. Ya no hay inocentes, ya no hay. Existen los falsos vivos. Falsos vivos sí hay, pero inocentes no. Ustedes son comunes, yo no, yo no soy común”. Estamira, que no es común, que no puede reducirse a un nombre común, revela la verdad. Además, Estamira no es amable, no acepta que se la acaricie, que se la comprenda, que se la ayude. Entre ella y los otros, entre ella y el espectador, entre ella y ella misma se ha instalado la guerra. Estamira es una guerrera y está en guerra. Y en esa guerra hace estallar las imágenes consensuales y confortables de lo social. A partir de Estamira no puede enunciarse ningún discurso consolador, ningún proyecto edificante, ni sobre ella ni sobre el vertedero. El otro documental, Lixo Extraordinário, acompaña el trabajo que el artista plástico brasileño Vik Muniz realizó con los recolectores de Jardim Gramacho. Lo que se destaca es el proyecto artístico y social de VikMuniz (y su deseo de transformar la vida de esas personas), presentando una forma de hacer arte con la basura, en la basura y con los que viven de la basura. La propuesta es clara: transformar la basura en arte, convertirla en materia prima de una obra artística. Lixo Extraordinário no se aparta de ese relato convencional en el que alguien venido de afuera, un artista impresionado por las posibilidades plásticas del vertedero, desembarca en el lugar para convertirlo durante un tiempo en su lugar de trabajo. Naturalmente, el artista le pide a un cineasta que filme su aventura: la aventura del arte pero, sobre todo, la tarea épica de un artista convertido en héroe de la inclusión y del reconocimiento. Se propone hacer algo con la basura (utilizarla como material para construir unas imágenes que luego convertirá en fotografías) y hacer algo con las personas que trabajan en la basura (hacer de sus rostros el motivo de su obra). Para eso utiliza herramientas formidables: andamios enormes, artilugios técnicos de altísima precisión y seguramente muy caros. Un grupo de recolectores seleccionados en una especie de casting se pliegan sin resistencia a sus intenciones y parecen colaborar con entusiasmo. Se convierten a la vez en objeto de la obra y en asistentes de su producción. Durante la realización de la obra, el vertedero se convierte en una empresa. Hay que seleccionar la materia prima, transformarla con la ayuda de las máquinas y, sobre todo, hacer un producto que pueda venderse muy caro. Entre los trabajadores no pueden faltar, claro está, los líderes del lugar. Y fuera de campo se percibe el trabajo de los directores de marketing y los publicistas. Vik Muniz se comporta como un empresario modelo: tiene las ideas, dirige el trabajo, hace que cada uno dé lo mejor de sí mismo, promete recompensas. Los recolectores parecen fascinados por la eficacia de un proceso que ven desplegarse ante sus ojos y cuya lógica nunca entienden del todo. El final es previsible: el éxito de la empresa artística en su poder de trasmutación de la materia y, sobre todo, de producir plusvalía. Los recolectores admiran tanto el resultado estético como el resultado económico y se sienten partícipes del triunfo. Tocada por la varita mágica del artista, cenicienta se convierte en princesa por un día y la basura se convierte en oro. Cuando, al final de la película, los habitantes del vertedero asisten, vestidos de fiesta, a la exposición donde contemplan su propio reflejo dorado solo sienten agradecimiento y ese orgullo espurio del que piensa que el reconocimiento consiste en que te saquen por la tele. Lixo Extraordinário es una película de lugares y traslados. Tenemos, para comenzar, el traslado de Vik Muniz desde el lugar del arte al lugar de la basura. A partir de ahí el relato se configura como un trabajo sobre la materia del vertedero para que pueda convertirse en arte y así poder ser trasladada desde el espacio de la basura al espacio del arte. El artista es el operador de esa trasmutación y de ese traslado. Y en esa operación, aunque aparentemente subvierte la separación, en realidad la confirma. Como en esa fiesta anual en que los criados podían compartir la mesa con los amos. O, incluso, como en esos relatos de ascenso social en que los criados llegaban a ser amos. No hay confusión entre los dos lugares, ni siquiera mediación. Y el traslado de cosas y personas entre uno y otro no solo los legitima, sino que rehace el abismo que los separa. El relato confirma una imagen de lo social en la que están, en un extremo, los vertederos y en el otro las subastas y las galerías de arte. Son los dos extremos de lo social pero, sobre todo, los dos extremos de lo económico: la basura no tiene ningún valor de cambio, está fuera del reino de la mercancía, y el arte es puro valor de cambio, nada más que mercancía. También son extremos en la distribución de la visibilidad (la basura es lo que se quita de la vista y el arte es lo que solo existe en tanto que visible) y en la distribución del reconocimiento (la basura no tiene valor, y el arte es puro valor, su valor no depende de ninguna cualidad intrínseca sino solo del reconocimiento). Por eso el traslado que la película cuenta es un traslado entre lugares sociales, económicos, pero también entre lugares de visibilidad y de reconocimiento. Las cosas (y las personas) son llevadas allí donde son más visibles pero, sobre todo, allí donde son más caras. Pero todo depende del precio, de cómo hacer para que la basura no se venda en el lugar de la basura, donde el valor añadido es escaso, sino en el lugar del arte, allí donde el valor añadido es potencialmente infinito. En definitiva, una estetización de la miseria en su forma más banal que se corresponde, punto por punto, con la banalidad de una cierta pedagogización de la miseria, esa que entiende la educación como reciclaje, como reinserción de las personas en el reino de la mercancía. El mensaje de la película parece contener una denuncia de las condiciones de vida de las personas que habitan el vertedero. Y parece contener también un mensaje de esperanza: la posibilidad de pasar de un lado a otro de la frontera a condición, claro está, de que se produzca una transformación. En la portada de la edición en Dvd de la película hay una frase de Vik Muniz que podría pensarse desde la estetización y también desde la pedagogización en tanto que ambas comparten la lógica del reciclaje: “el momento en que una cosa se transforma en otra es el momento más bonito”. Pero no solo es el relato el que es enormemente convencional sino que la película misma, el modo como recorta los cuerpos, los espacios y los movimientos, no se aparta un centímetro de lo previsible: ningún conflicto, ningún disenso, ninguna brecha entre lo que se muestra y su significado, entre lo que vemos y el modo como se nos da a leer, como si cada imagen contuviera ya su interpretación, nada que se aparte de lo ya visto, de lo ya leído, de lo ya pensado. En Lixo Extraordinário no hay personajes sino clases, tipos. Las personas se definen por el lugar que ocupan y tanto su voz como su cuerpo expresan ese lugar: el artista hace de “artista” y los recolectores hacen de “recolectores”. También las cosas están determinadas por su condición: la basura es “basura” y, una vez transformada, se convierte en “objeto de arte”. Y lo mismo sucede con los espacios: el vertedero es “un vertedero” y el museo es “un museo”. Todo se representa a sí mismo, todo es un doble de sí mismo, y todo lo que vemos se deja nombrar sin ninguna ambigüedad, como si tuviera una etiqueta pegada. La película representa una imagen transparente de las personas y de sus acciones que se ajusta sin problemas a una representación transparente de lo social, a ese mapa de lugares y de trayectos que llamamos “realidad”. El espectador siempre sabe quiénes son los personajes, dónde están y qué hacen. Todo lo que se ve es exactamente lo que representa. En Lixo Extraordinário no hay presencia sino apenas representación. Estamira, sin embargo, es otra cosa: pura presencia, pura alteridad, pura singularidad, pura diferencia, pura fuerza. Su cuerpo, su voz, sus palabras y sus movimientos deshacen cualquier identidad. El contraste entre las dos películas permite pensar sobre la naturaleza de la representación, es decir, sobre las distintas maneras de representar, es decir de ficcionar, lo real. En un texto que, como seguramente recordarás, también usé en clase (cuando trabajábamos con las películas de Costa sobre Fontaínhas), Rancière dice que: “No hay algo así como un ‘mundo real’ que sería el afuera del arte (…). No existe un real en sí, sino unas configuraciones de aquello que nos es dado como nuestro real, como el objeto de nuestras percepciones, de nuestros pensamientos y de nuestras intervenciones. Lo real es siempre el objeto de una ficción, es decir, de una construcción en la que se anudan lo visible, lo decible y lo factible”. Desde ese punto de vista, las dos películas son dos ficciones construidas a partir de un mismo “real”, el Jardín Gramacho entendido, en primera instancia, como lugar de exclusión, como depósito de basuras materiales y de basuras sociales. Pero cada una de ellas da a ver y da a pensar ese lugar de manera distinta. Lixo Extraordinário es una ficción convencional, “consensual” en términos de Rancière, esa que oculta su carácter de ficción para mejor corresponder a la ficción dominante, a la imagen de lo social que se adapta sin fisuras a los modos hegemónicos de ver, de pensar y de hacer en educación social. En esa película tanto los lugares como los trayectos están bien delimitados, los personajes se ajustan sin problemas a lo que se espera de ellos según su posición, y la lógica de las causas y los efectos, de las acciones y los resultados, funciona sin problemas. La palabra de los habitantes del vertedero funciona como síntoma de su condición y de los problemas y los anhelos ligados a esa condición. No expresa otra cosa que lo que ya sabemos y ya pensamos. Palabras como “necesidades”, “intervención”, “empoderamiento”, “autoestima”, “visibilización”, “inclusión”, “desarrollo comunitario”, “desarrollo humano”, “arte social” o “reconocimiento social” vienen inmediatamente a la boca. Además, el hecho de que el relato funcione como una narrativa de “éxito” contribuye a una cierta épica del arte social y de la educación social en la medida en que la entrada del arte en el lugar de la basura (junto a la trasmutación de la basura en arte por la intervención de Vik Muniz) produce efectos que podríamos llamar, sin ironía, “espectaculares”. De hecho, la cobertura mediática del asunto remite inmediatamente a la sociedad del espectáculo o, dicho de otro modo, a la espectacularización de cierto tipo de operaciones sobre lo social. Estamira, sin embargo, desafía ese sentido común. Su cuerpo, su rostro y su voz (su presencia y su verdad) proyectados sobre ese paisaje de la miseria y del desecho que es el Jardín Gramacho hace ver y pensar otras cosas y, sobre todo, hace ver y pensar de otro modo. Estamira nunca está donde nuestro sentido común nos lleva a situarla, nunca dice lo que podríamos esperar desde el lugar que ocupa. Estamira no dice “soy una excluida”, o “soy una mujer”, o “soy pobre”, o “soy una mujer maltratada”, o “soy una enferma mental”. No se ajusta nunca a un nombre común (a ese que expresaría su condición social), sino que expone su rostro y su cuerpo (su presencia) y repite una y otra vez su nombre propio: “Yo soy Estamira aquí, allí, allá, en el infierno, en el cielo, en el carajo, en todos lados (…). Yo soy la orilla del mundo, yo soy Estamira”. La primera misión de Estamira es “ser” Estamira. Y la película de Marcos Prado la deja ser. Además, ni esa presencia ni ese nombre aceptan lo que podría ser “nuestra verdad” sobre la gente como ella, esa que no sería otra cosa que una proyección de lo que nosotros, cuando estamos constituidos por las ficciones dominantes, tendemos automáticamente a ver, a pensar, a hacer, o a pensar que podríamos hacer, en relación al “tipo” de personas que viven en ese “tipo” de lugares. Estamira se resiste a ser una proyección de nuestro saber, de nuestro poder o de nuestra voluntad desde el momento en que desborda las imágenes convencionales de lo social. De Estamira no se puede deducir un diagnóstico de sus necesidades ni un proyecto de intervención. Lo propio de ella es, justamente, mostrar la impropiedad de la distribución consensual de las personas y de los lugares, de las imágenes y de las palabras. Por eso “dice la verdad”. Y Marcos Prado le deja que la diga, y que la diga en nombre propio. Estamira está en guerra contra la realidad. Ante Estamira enmudecen nuestras palabras, se disuelven nuestras buenas intenciones y, sobre todo, se altera nuestro pensamiento. O, dicho a la manera de Rancière, en Estamira se introduce un disenso en el anudamiento consensual de lo que se puede ver, lo que se puede decir y lo que se puede hacer en Jardín Gramacho, en ese lugar que ya no puede ser visto, nombrado, pensado o intervenido como el lugar de una basura que espera ser reciclada, de una exclusión que espera ser incluida. Saliendo de su lugar propio y trasladándose al lugar del arte, las basuras de Lixo Extraordinário confirman la ordenación social de los lugares. Sin salir nunca de su lugar, Estamira reivindica la impropiedad de todos los lugares. En otro de los textos que usamos en clase, Nicolas Bourriaud escribe lo siguiente: “Se advierte en muchas obras de arte y se presiente en el cine de Hollywood: lo que solemos llamar ‘realidad’ no tiene otra consistencia que la de un montaje. Tras esta constatación es posible considerar la práctica artística como una especie de programa que permite actuar sobre la realidad común y producir versiones alternativas. De este modo el arte ‘pos-produce’ la realidad social: recurriendo a medios formales pone de manifiesto los mismos montajes formales que la constituyen. He aquí uno de los elementos básicos del programa político del arte contemporáneo: llevar el mundo al estado precario, es decir, subrayar sin pausa la naturaleza transitoria y circunstancial de las instituciones que estructuran la vida social, de las reglas que gobiernan los comportamientos individuales o colectivos (…). El arte expone el carácter no-definitivo del mundo, subraya la fragilidad intrínseca del orden existente”. Y de eso se trataba con estas dos películas, de llevar los discursos y las prácticas dominantes de la educación social a su estado precario, a mostrar que no son sino un montaje. Es a eso a lo que llamo, quizá de un modo demasiado pretencioso, “pensar”. Para mí, un curso universitario es un ejercicio de pensamiento. De ahí también que la función de esas películas en el curso no sea ilustrar o explicar, ni siquiera sugerir alternativas a las ficciones dominantes, sino “dar a pensar”. Porque, de alguna manera, un curso universitario también es un montaje, una propuesta artística. Un curso universitario podría considerarse como un alineamiento de readymades. El profesor no hace otra cosa que tomar palabras e imágenes (textos y películas) ya hechos y ponerlos en línea. Organizar un curso universitario podría considerarse también como un ejercicio de curaduría, como una selección y un ordenamiento de obras hecho con un criterio curatorial de carácter pedagógico. Y “pedagógico” significa aquí “orientado al pensamiento”. No al aprendizaje, sino al pensamiento. Y no a un pensamiento sobre los textos (sobre el cine, en el caso de las películas) sino sobre la educación. En una facultad de educación siempre hay una pregunta en el trasfondo: ¿qué es educación? Los discursos y las prácticas dominantes en educación social, los montajes hegemónicos sobre lo social y sobre la educación social, también dan una respuesta, aunque sea implícita, a esa pregunta. De hecho no hacen otra cosa que anudar de una forma consensual (es decir, sin pensar) qué es visible, pensable y factible en el interior del campo pedagógico. Por eso, en mi curso, o en mi montaje, o en mi ready-made, o en mi ejercicio curatorial, no pretendo otra cosa que reiterar, con la ayuda de las palabras y de las imágenes, y siempre en relación a la pregunta por la educación, las dos cuestiones reiteradas una y otra vez por El maestro ignorante: y tú, ¿qué ves?... y tú ¿qué piensas? LETRA C Calidad Carga Cascarrabias Común Comunicación Cuaderno Curso Calidad Karen. En una de tus clases, al hablar sobre la importancia de cambiar algunas palabras para comprender mejor las cosas, prohibiste el uso de la palabra “calidad”. Jorge. En una facultad de educación, sea cual sea la materia, siempre se habla, directa o indirectamente, de educación, siempre se está elaborando, de una u otra manera, qué es educación (ver, más adelante, la palabra “educación”). Por eso hay que cuidar el vocabulario o, como tú decías en algún momento, hay que cuidar la lengua del oficio y la lengua de la cosa, de la materia de estudio. Formar pedagogos, o educadores, o profesores, es dar la lengua del oficio de pedagogo, o de educador, o de profesor. Dar clases en una facultad de educación es ocuparse de la educación, sea lo que sea, se defina como se defina, es ser un estudioso de la educación, e implica por tanto manejar un cierto vocabulario, lo que podríamos llamar el vocabulario de la cosa, del asunto, de la materia de estudio. Lo que ocurre es que la lengua con la que se habla de educación (y, por tanto, la lengua en que se piensa la educación) está hoy colonizada por el lenguaje de la psicología, sobre todo de la psicología cognitiva (ver la palabra “aprendizaje”) y está colonizada también por el lenguaje de la economía. Y ambos lenguajes son una catástrofe. En este último sentido, cualquier institución educativa tiende a nombrarse, y a pensarse, como una empresa. Y de la economía y de la empresa vienen palabras como innovación, recursos, objetivos, resultados y, desde luego, calidad. La palabra “calidad” es una palabra de fabricantes y de vendedores. Una palabra que lleva a pensar cualquier cosa como una mercancía. E insisto en lo de cualquier cosa, porque “calidad” es un significante vacío. Cuando hablamos de una universidad de calidad, o de una enseñanza de calidad, o de un profesorado de calidad, o de una investigación de calidad, o de una titulación de calidad, lo único que decimos es que eso a lo que nos referimos ha sido definido, objetivado y evaluado con arreglo a estándares mercantiles, que tiene más o menos valor en el mercado. Nadie sabe lo que es la calidad (ni es necesario saberlo, porque no significa nada, o porque significa cualquier cosa, lo que el vendedor quiera que signifique) pero añadir esa palabreja le da a la cosa, a cualquier cosa, como un valor añadido que es apenas pura imagen, pura apariencia. Ya sabes que ahora vivimos en la época de los ránkings (que no son sino indicadores mercantiles) y que para decidir el valor de compra de algo se necesita tener algún criterio de comparación. Y para eso sirve la así llamada calidad, para poder comparar, y valorar, y mercantilizar. Además, la así llamada calidad mide el rendimiento (o, si quieres, se mide por la aplicación de ciertos indicadores de rendimiento). Y para mí, ni la escuela ni la universidad tienen que ver con el rendimiento, se defina como se defina. La palabra “calidad” puede estar bien para la publicidad educativa (la educación ahora es una mercancía y las instituciones educativas compiten entre sí por atraer clientes y compradores), pero no para un curso universitario de educación que cuida especialmente las palabras y los textos con las que decimos y pensamos eso que nos interesa, eso cuyo cuidado nos ha sido encomendado. Ese día que, como dices, prohibí la palabra “calidad” fue, seguramente, en el contexto de algún sermón sobre la conveniencia, al menos en mis cursos, de tratar de silenciar algunas de esas palabras que no dicen nada pero que contribuyen al ruido ambiente, a las formas consensuales y por tanto vacías de hablar y de pensar (si es que a eso se le puede llamar lenguaje, o se le puede llamar pensamiento). Supongo que trataría de fomentar alguna reflexión sobre la importancia de cuidar las palabras, de pensar en las que usamos y en las que no usamos y, sobre todo, de tratar de reconocer quién las ha puesto en nuestra boca. Aunque parezca elemental, o pretencioso, pienso que la principal obligación de un profesor es enseñar a hablar y a escribir. Y para eso una de las primeras tareas (y de las más importantes) es elegir las palabras. El gesto de prohibir algunas palabras en clase, desde luego, no es una verdadera prohibición. De lo que se trata es de hacer menos automática (y, por tanto, más consciente) la lengua que se usa. Y tal vez el profesor, algunas veces, deba mostrar también sus opciones. Por ejemplo, que no se puede estar a la vez en contra de la mercantilización de la universidad y a favor de una universidad de calidad porque la palabra “calidad” pertenece, precisamente, a los que han convertido la universidad en mercancía. Cuando veo a los jóvenes profesores universitarios precarizados e hiperproductivos, locos por publicar en revistas “de impacto”, por hacer estancias en universidades extranjeras “de reconocida excelencia”, y llenándose la boca con eso de “la calidad”, no puedo sino pensar que están actuando a favor de su propia precarización y su propia mercantilización. Karen. Al mismo tiempo que estoy de acuerdo con tus afirmaciones, me doy cuenta de que uno de nuestros eslóganes para defender la universidad, en la década de 1990, era “pública, gratuita y de calidad”. Posiblemente no nos dábamos cuenta aún de las implicaciones que esta palabra acarreaba, pero pensando sobre lo que dices, entiendo la importancia de observar las palabras del oficio y de la materia de estudio. Reflexionando sobre cómo somos capturados por todo eso, recuerdo un texto de Masschelein y Simons, “La domesticación del profesor”, presente en el libro Defensa de la escuela. Al configurar una “cultura de calidad” (esa palabra con sentido vacío, como acabas de decir) y aplicar esa orientación al trabajo del profesor, se crea una cultura de rendir cuentas, en la cual “la incapacidad o el rechazo a rendir cuentas del desempeño se ve con desconfianza o como una señal de falta de calidad.” De esa forma,el profesor, en una lógica perversa, se doma a sí mismo. Carga Karen. No te agrada mucho la idea que los alumnos tienen sobre las disciplinas de estudio: que toda disciplina, toda materia, toda evaluación es un peso. Tanto es así que en los primeros días de clase, al manifestar tu desagrado en relación a esta postura, usaste la expresión: “hay veces que es una más, hay veces que es una menos”. ¿Podrías comentar cómo ves esa postura de los estudiantes de terminar lo más rápido posible, de tratar la materia de estudio solamente como una obligación, como una carga? Jorge. Esa expresión de “una más, o una menos” la suelo usar con un amigo con el que voy al cine periódicamente y con el que, además, comparto algunas lecturas. Al salir del cine, o al terminar un libro, nos preguntamos si es uno más o uno menos. “Uno menos” significa algo así como que ya está hecho, que ya hemos hecho la tarea, que ya hemos visto la película y hemos leído el libro, como buenos alumnos aplicados que somos, que ya hemos cumplido nuestra obligación, pero que no nos ha pasado nada. Como quien dice “un día menos”, un día que por fin ha pasado, que se ha cumplido y con el que hemos cumplido, obedientemente, pero sin que haya pasado o hayamos hecho nada significativo, memorable. “Uno más”, por el contrario, es como decir “un día más”, un día (o una película, o un libro) que podemos añadir a aquellos que ha valido la pena vivir. Cultivar el “uno más” es cultivar el carpe diem, ese imperativo de tratar de cosechar o de recoger de cada día lo que valga la pena. De una persona anciana se dice que está “cargado de años”, como si los años que ha vivido hubieran sido una carga o un peso que le ha ido encorvando la espalda. Pero alguien me contó que en la Biblia, a veces, se habla de un anciano “lleno de días”. Y no es exactamente lo mismo envejecer cargado de años que envejecer lleno de días. Y tengo la sensación de que, cada vez más, en la universidad, pero también en la escuela, hacer las cosas se ha convertido en una obligación, en una tarea, en una carga, en un trámite. Y no deja de ser curioso que la palabra scholè, de donde viene escuela, significa “tiempo libre”, y que un escolar, por definición, sea alguien que tiene tiempo libre, mientras que ahora todos nos comportamos, también en la escuela, también en la universidad, como esclavos, como viviendo un tiempo esclavo, un tiempo de servicio, un tiempo del que lo único que uno quiere, y espera, es que acabe cuanto antes. Cada curso, uno empieza con la esperanza de que sea “uno más”, pero muchas veces es “uno menos”. Por eso al final comenzamos a hacer las cosas con el único fin de que terminen, desde el punto de vista de su terminación, de su término, como si dijéramos “en estado terminal”. Ese hacer las cosas con el único fin de que terminen se puede ver, me parece, en ese gesto que hacen los estudiantes de quemar los libros y los apuntes de las disciplinas que ya han aprobado en la hoguera de San Juan. Como si quisieran liberarse de ellas, como si quisieran liberarse o purificarse del trabajo que les ha costado superarlas. Es un ritual que a mí me desagrada enormemente. Y me pone enfermo solo pensar en que mis alumnos puedan arrojar al fuego, con alegría de haberlo superado, los textos y las notas que han formado la materia de uno de los cursos que han hecho conmigo. Cascarrabias Karen. Como ya señalé en “ánimo”, tú te defines muchas veces como un profesor cascarrabias. ¿Afirmas este rasgo de tu carácter, digámoslo así, como resistencia a un optimismo imperativo, a una alegría casi histérica que se extiende por varios ámbitos de este mundo en el que vivimos, o es una faceta con la cual compones tu perfil de profesor? Jorge. Dije algo sobre el optimismo obligatorio en la palabra “ánimo”. Pero como es verdad que a veces les digo a mis alumnos que soy un profesor cascarrabias quizá deba justificar un poco ese apelativo. Hace muchos años, a principios de los 90, participé con un texto en una antología que se titulaba Jóvenes pensadores catalanes y, como para jugar, solía decir que yo no era ni joven, ni pensador, ni catalán, y que tal vez me convenía más lo que decía de sí mismo el marqués de Bradomín, eso de “feo, católico y sentimental”. Ahora quizá dijese que soy un profesor viejo, cascarrabias y sentimental o, como dice el varón frágil en el limbo (ver la palabra “limbo”), un tipo que cada vez tiene la lágrima más fácil, el mohín de disgusto más a flor de piel, y la voz menos firme. Cuando se dice de alguien que es un cascarrabias significa que es una persona que se la pasa refunfuñando, protestando de todo, estando en contra de todo, mascando una y otra vez sus rencores y sus disgustos con gesto torvo y como de pocos amigos; una persona, por decirlo rápidamente, que está siempre enfadada y que extiende su enfado al mundo entero, al mismo dios incluso, levantando su puño airado hacia el cielo (como decía García Calvo: “maldiciendo al tirano”). El cascarrabias, sí, se la pasa maldiciendo: no bendice al mundo, no se arrodilla ante él, no le rinde pleitesía, no le ríe las gracias, sino que lo maldice, aunque sea hacia adentro. Hay una frase de Robert Walser, del Jacob von Gunten, muy hermosa, en la que después de hacer algún comentario sobre “los tiempos que corren” o sobre “el espíritu de la época”, Jacob dice algo así como “acepto mi época tal como es, reservándome solo el derecho a hacer mis observaciones en silencio”. El profesor cascarrabias que soy, digámoslo así, cuando considera los tiempos que corren, no puede resistirse a hacer sus observaciones, y a veces las hace en voz alta. Ayer mismo, mientras repasaba el ¿Qué significa pensar?, de Heidegger, para elaborar un artículo que tengo entre manos, me tropecé con un fragmento en el que dice que no se educa a nadie con reprimendas pero que, a veces, hay que hablar en voz alta. Claro que Heidegger también era un cascarrabias, un viejo con aires de aldeano que se la pasaba protestando de todo lo que se había perdido, lo que se había olvidado (en su caso, nada menos que el ser). La cita es la siguiente: “… el aprender no se puede lograr a fuerza de regaños. Y sin embargo, en ocasiones, uno tiene que alzar la voz mientras está enseñando. Hasta tiene que gritar y gritar”. El profesor cascarrabias, a veces, siente la necesidad de alzar la voz, aunque enseguida se escucha a sí mismo y le da risa. También Barthes elabora la figura del cascarrabias en la forma del “policarpismo”. El motivo, que él identifica en Flaubert, tiene que ver con sentirse excluido del presente, de los contemporáneos, de la tendencia de los tiempos. Eso de “no me gusta ni comprendo nada de lo actual (…), vivo el tiempo como una degradación (…), no soporto mi tiempo”. Y dice Barthes que fue Flaubert el que, cuando se sentía irascible, asocial e intolerante, quería tomar por patrono a San Policarpo, un obispo de Esmirna martirizado en el año 167, que vivía siempre indignado y que repetía sin cesar “¿Dios mío! ¡Dios mío! ¿En qué siglo me has hecho nacer?”. Creo que el gesto torvo (y un tanto dramático) del cascarrabias policarpiano se compensa en mi caso con un evidente escepticismo (si algo he ido perdiendo con la edad son las certezas) y, desde luego, con una cierta ironía. Pero es verdad que tengo una cierta inclinación a la reprimenda y al sermón (a veces no me puedo aguantar), aunque estoy seguro de que se trata de una inclinación bastante inofensiva y claramente anacrónica que nadie se toma realmente en serio. Digamos que esas cosas ya no se estilan y que quizá por ello pueden tener incluso un cierto encanto. Hubo una época en que la escuela pública y en la universidad pública había de todo, también profesores excéntricos, raros, un tanto fuera de lugar, de esos de los que uno apenas recuerda lo que enseñaban pero que producían un anecdotario abundante, sabroso y memorable. Hoy vivimos una época en que al profesor no se le permite tener eso que antes se llamaba “carácter”. La máquina de la homogeneización funciona a toda velocidad, y todos somos clónicos. Por eso un cierto policarpismo puede tener su gracia. Yo, al menos, me divierto bastante impostando el gesto solemne y un tanto grandilocuente del cascarrabias, aunque a veces me arrepiento de mis excesos y entono algún mea culpa. También decía Barthes que el policarpismo es una pasión ambivalente y que el que la experimenta siente, al mismo tiempo, gozo y culpabilidad. ¡Madre mía! ¡Un gozo que te hace sentir culpable, o una culpabilidad gozosa! ¡Pero qué antiguo que suena todo esto! Común Karen. Tres conceptos atravesaron la asignatura de Arte y Cultura en Educación Social: lo público, lo común y la igualdad. Solías decir que lo común se puede definir como “de todos” y, en el ámbito de la disciplina, había una definición de bien común que aclara la expresión: “los bienes comunes son de todos, es decir, de nadie y de cualquiera, los que no pueden ser apropiados ni privatizados, ni poseídos, ni partidos, ni repartidos, sino solo compartidos.” Lo común, por lo tanto, es aquello que no se puede comprar ni vender, y, en ese sentido, abarca también lo que es inmaterial. De esa forma, lo común, así como lo público, es de todos, y todos deben hacerse responsables por ello. Por otro lado, la lógica del individualismo excesivo hace que se desvanezca la idea de lo común. A este respecto, tendrías que darnos algunos ejemplos. Como profesora de historia, sugiero que empieces por lo que dijiste en aquella clase sobre la Carta del bosque en relación al uso de los bosques comunes en la Edad Media. Jorge. La Constitución europea más antigua (y con Constitución me refiero a una Carta de Derechos) es la Carta Magna inglesa de 1215, otorgada después de una serie de revueltas contra el nuevo poder centralizador instaurado por los conquistadores normandos. La Carta Magna se refiere a lo que nosotros llamaríamos derechos políticos y jurídicos. Pero casi todo el mundo olvida que la promulgación de la Carta Magna es simultánea a la llamada Carta del bosque, que garantizaba los bienes comunes de la población que no gozaba de propiedad, de los commons, del pueblo llano, de las personas que, por ser pobres, eran “personas comunes” y solo disponían de bienes comunes. La Carta del bosque garantizaba, por ejemplo, el acceso a los bosques. No la propiedad, sino el acceso y el uso. La propiedad es del señor pero el uso es de los comuneros. La tierra pertenecía al señor, y los animales a los comuneros. Los árboles al señor, y la leña a los comuneros, aunque los comuneros podían también talar árboles en ciertos periodos y solo para ciertos usos (construcción de casas, de bancos, de ruedas, de carros). El bosque ofrecía leña, frutos, setas, caza (lo que supone también pieles), miel (el endulzante principal en Europa antes de la llegada del azúcar), madera para el calzado (zuecos) o para los mangos de las herramientas de trabajo. Ofrecía sustento para las personas sin propiedades, especialmente para las viudas, los huérfanos y los inválidos. Pero con regulaciones para evitar tanto la sobreexplotación como la mercantilización. Se podía criar un cerdo (dejar que comiera bellotas) para tener carne seca, pero solo uno. Se podía mantener una vaca (dejar que pastara) para tener leche y mantequilla, pero solo una. Los ríos ofrecían agua, peces, un canal de transporte, hierbas aromáticas, mimbres con los que hacer cestas. Los campos ya cosechados ofrecían oportunidades para el espigueo. Y regulaciones parecidas (a veces escritas, pero la mayoría de las veces establecidas por la costumbre) podían encontrarse en prácticamente todas las regiones de Europa. Pero los comunes no tienen solo que ver con la vida material y la subsistencia material. Las ciudades ofrecían lugares comunes como las plazas de los mercados, donde se intercambiaban productos, pero donde la gente también hablaba, discutía, se enamoraba, celebraba las fiestas. Las plazas y las calles eran lugares comunes antes de su privatización por el automóvil, por el transporte, por las políticas de movilidad, por los comercios, por el turismo. También estaban los saberes comunes, el sentido común. El trabajo del campesino exige saber dejar reposar la tierra, seleccionar las semillas, conocer las estaciones, resolver problemas de erosión o de inundación. Saberes que tiene que ver con la experiencia acumulada y trasmitida de generación en generación. Una especie de inteligencia colectiva que también es arrasada. Y también, desde luego, todo lo que hoy llamamos “cultura popular” y que tiene que ver con la fiesta, la música, la tradición oral, las artes y las artesanías, los modos de hacer. Para mostrar la sutileza y la complejidad de los bienes comunes, usé también en clase una conferencia de Iván Illich, pronunciada en Tokio en 1982, sobre lo que él llama “ámbitos de comunidad”. En esa conferencia Illich habla primero del roble común que sirve para acoger al pastor, para celebrar las fiestas, para dar leña y bellotas. Habla después de la calle como lugar para la convivencia, para el ser-en-común. Pero al final del texto Illich cuenta una historia muy hermosa y muy significativa que, si te parece, podemos transcribir aquí: “El hombre que se dirige a ustedes nació hace 55 años en Viena. A la edad de un mes se le llevó primero por tren y luego por barco a la isla de Brac. Allí, en un pueblo de la costa dálmata, su abuelo quería bendecirlo. Mi abuelo vivía en la casa donde su familia había comenzado a habitar hacía varias generaciones. Desde entonces, sobre la costa de Dalmacia se sucedieron muchos poderes: los dogos de Venecia, los sultanes de Estambul, los corsarios de Almisa, los emperadores de Austria y los reyes de Yugoslavia. El uniforme y la lengua de los gobernadores cambiaron muchas veces durante esos 500 años, pero sin alterar mucho la trama de la vida cotidiana. Las mismas ramas de olivo sostenían siempre el techo de mi abuelo, sobre el que las mismas tejas de piedra permitían, por escurrimiento, recoger el agua de lluvia. Se prensaba la uva en las mismas cubas, se pescaba en el mar sobre las mismas embarcaciones, y el aceite venía de los olivos plantados mucho tiempo atrás. Mi abuelo recibía las noticias dos veces al mes. Antes tardaban en llegar cinco días por la costa, ahora le llegaban por vapor en tres. Cuando nací, para la gente que vivía apartada de los grandes caminos, la historia fluía todavía con lentitud, imperceptiblemente. La casi totalidad del entorno consistía en ámbitos de comunidad. Los habitantes vivían en casas construidas con sus manos; se desplazaban por calles apisonadas por los cascos de sus animales; se procuraban de manera autónoma el agua de que disponían; hablaban alto y claro cuando querían que se les escuchara. Todo esto cambió al mismo tiempo que mi llegada a Brac. Del barco que me llevó en 1926 alguien desembarcó en la isla un altavoz. Entre sus habitantes, pocos conocían la existencia de ese instrumento. Hasta entonces los hombres y las mujeres se habían expresado con una voz más o menos fuerte. Esto iba a cambiar: desde entonces, el acceso al micrófono determinaría qué voz se iba a amplificar: el silencio dejaba de formar parte de los ámbitos de comunidad; se volvía un recurso que los altavoces se disputaban. Por ese mismo hecho, el lenguaje se transformó: antes había formado parte de los ámbitos de comunidad locales, ahora era un recurso nacional para la comunicación. Así como el cercado por los señores aumentó la productividad nacional e impidió que el campesino criara algunos borregos, la invasión del altoparlante destruyó el silencio que, antes de eso, había permitido que cualquier hombre y cualquier mujer usaran su voz de manera apropiada e igualitaria. A menos de tener acceso a un altavoz, usted quedaba reducido al silencio. Espero que el paralelismo sea ahora claro. Así como los ámbitos de comunidad son vulnerables y pueden ser destruidos por la motorización del tráfico, los ámbitos de comunidad de la palabra son vulnerables y pueden fácilmente ser destruidos por la invasión de los medios modernos de comunicación”. A partir de esta cita de Illich traté de mostrar que un bien común no es una cosa, sino que es algo que solo existe en el interior de un tejido de relaciones. Un bien común no es tal en función de ciertas características de la cosa, del objeto, sino en función de los contextos y las prácticas en los que adquiere relevancia específica. Po eso tiene que ver con el ser y no con el tener, con el ser en común y no con el ser del individualismo posesivo (ese que nos dice que somos lo que tenemos, y lo que tenemos individualmente). No “tenemos” un bien común, sino que “somos” en relación a él. Una plaza, por ejemplo, no es un bien común como mero espacio físico, sino en tanto que es un lugar de acceso social y de intercambio existencial. Por eso no se pueden separar los rasgos físicos de la plaza de sus rasgos sociales, existenciales y comunitarios. Por otra parte, un bien común exige un acceso universal, libre e igualitario. Si una plaza, por ejemplo, es un bien común, no tiene sentido una ordenanza que impida el uso de los bancos por los sin techo. Una plaza es un bien común si su uso deriva de las interpretaciones de todos y cada uno de los que se apropian de ella. Y eso supone, desde luego, el conflicto. Digamos que las reglas que regulan el uso de un bien común emanan de sus conflictos, y no están hechas con la finalidad de abolir los conflictos. No hay un orden jurídico o una regulación objetiva, formal, del uso de los comunes puesto que éstos no pueden entenderse sino desde las prácticas concretas de sus intérpretes. Por eso las normas que regulan el uso de los bienes comunes no son independientes de los sujetos que las producen y las modifican con sus comportamientos. Además, cuando algo se hace común, cuando pertenece a lo común, no es un objeto, ni una mercancía, ni un recurso, ni una inversión. No tiene ningún sentido desde una lógica económica. Lo común no es un instrumento para otra cosa sino un fin en sí mismo. Por eso los bienes comunes son inapropiables e inalienables. Por eso su importancia se deriva de su uso y no de su propiedad. Por eso lo común tampoco es un derecho de los individuos. Los comunes no son derechos subjetivos que alguien tiene, sino condición para la realización de algunas prácticas mediante las que una persona es. Por eso los bienes comunes son una entidad colectiva, contextual, comunitaria, relacional, condición del ser en común y del hacer en común. Lo común de los bienes comunes es una categoría de la relación y de la igualdad. No es una categoría económica sino ecológica, no es cuantitativa sino cualitativa. Por eso lo común no se produce en ambientes competitivos, individualistas, posesivos, excluyentes o desiguales. Y quizá podríamos transcribir también un fragmento del otro texto que usamos para desarrollar esa categoría de “lo común” que durante el curso tratábamos de usar también pedagógicamente, la Carta de los Comunes para el Uso y Disfrute de lo que de Todos Es. Ahí se dice, por ejemplo: “Es común la vida de la ciudad, las formas de vida, las jergas y las palabras. Son comunes la memoria, la belleza, el conocimiento y la sabiduría. Es común la expresión, la música y el arte. Es común la diversidad y la diferencia. Y siendo todas esas cosas comunes, son también comunes los aprovechamientos, las imágenes y la creatividad que de ellas emana, no pudiendo haber más riqueza que la colectiva. Y es derecho de toda persona la participación y disfrute de tales riquezas”. Karen. Podríamos añadir, de esa misma Carta, uno de los artículos que definen la educación como bien común: “Es lo común contrario a separaciones y divisiones, terminando con toda segregación y separación entre escuelas, al igual que dentro de ellas”. Una educación como bien común parece indisociable de la idea de igualdad y de público. ¿Quieres continuar o retomamos esta conversación en la palabra “igualdad”? Jorge. Lo común, por definición, no puede ser partido ni repartido sino solo compartido. Y también por definición es de todos y para todos (y ese “todos” tampoco se puede dividir y mucho menos jerarquizar). Desde ese punto de vista, el “común” de una educación común sería también, por definición, de todos y para todos y, por tanto, indivisible. La idea de igualdad estaría en que lo común es “de todos en general y de nadie en particular”, es decir, “de cualquiera”. Y tal vez no hay categoría más igualitaria que la de “cualquiera”. En cualquier caso, lo que me gustaría dejar claro es que a mí no me interesaba el asunto de los comunes, así en general, sino en el interior de un ejercicio de pensamiento. Es decir, para que pensásemos qué pasa con la educación cuando se la piensa desde la idea de lo común. No solo la educación como bien común (y por tanto, pública e igualitaria), sino también la educación como una relación de comunización (de desprivatización) del arte, de la cultura y, en definitiva, del mundo. De hecho, la asignatura se titulaba Arte y cultura en educación social y eso de “lo común” era una de las categorías que los estudiantes tenían que elaborar en relación a los proyectos educativos que tenían que elaborar a lo largo del curso, con tu ayuda, y que tenían presentar como trabajo final. Comunicación Karen. Hay un texto tuyo publicado en Brasil en 2002 que, sin duda, es tu texto más famoso y citado en el país, “Notas sobre a experiência e o saber de experiência”. Volveremos a él en la palabra “experiencia” y en la palabra “información”. En ese texto no usas la palabra “comunicación”, pero tengo la impresiónde que aun así está en él, estableciendo líneas entre información, aprendizaje y conocimiento (este último entendido en un sentido utilitario y mercantil). Determinar lo que es“comunicación”y el motivo por el que la palabra está tachada es un buen comienzo. Jorge. Releo las “Notas sobre la experiencia” y veo que allí no hablo de explícitamente de comunicación pero sí de información, de ese lenguaje moderno de la sociedad de la información, del sujeto informante e informado, de la obsesión por tener información, de entender la enseñanza como dar información y el aprendizaje como procesar información. Tienes razón, sin embargo, en que la palabra “información” y la palabra “comunicación” pertenecen al mismo ámbito discursivo. La información es una palabra que Benjamin criticó en relación al periodismo, pero que ahora tiene connotaciones maquínicas y computacionales, esas que han sido producidas por las ciencias de la información que, como sabes, no son ya las del periodismo sino las de la cibernética (una ciencia que en mi época de estudiante aprendí a definir como “ciencia de la información y del control”). En ese mismo párrafo al que tú te refieres escribí también que las palabras “información” (y sociedad de la información), “conocimiento” (y sociedad del conocimiento), “aprendizaje” (y sociedad del aprendizaje) y “comunicación” (y sociedad de la comunicación) son relativamente intercambiables o, al menos, pertenecen al mismo lenguaje, al mismo vocabulario, ese que está destruyendo la educación como formación y la está convirtiendo en aprendizaje, eso que mis amigos llaman la learnification de la educación, su reducción a learning en el sentido estrecho que le da a esa palabra la psicología cognitiva, y cuya relación con las máquinas de aprender, con los robots, es evidente. Y como el texto que citas está ahora recogido en Tremores, un libro que reúne otros escritos sobre experiencia, he visto que ahí está también un texto titulado “Una lengua para la conversación” en el que se diferencia claramente “comunicar” de “conversar”. Ya que has empezado refiriéndote a un texto mío, voy a aprovecharlo maliciosamente para transcribir dos autocitas de ese último: “La sección universitaria del así llamado ‘espacio educativo europeo’ (inseparable de un espacio universitario casi totalmente mundializado) se está configurando como una enorme red de comunicación entre investigadores, expertos, profesionales, especialistas, estudiantes y profesores. Constantemente se constituyen grupos de trabajo, redes temáticas, núcleos nacionales e internacionales de investigación y de docencia. La información circula, las personas viajan, el dinero abunda, las publicaciones se multiplican. Proliferan los encuentros de todo tipo y, con ellos, las oportunidades para el intercambio, para la discusión, para el debate, para el diálogo. Por todas partes se fomenta la comunicación. Las actividades universitarias de producción y de transmisión de conocimiento se planifican, se homologan y se coordinan masivamente. Y todos los días se nos invita a hablar y a escuchar, a leer y a escribir, a participar activamente en esa gigantesca maquinaria de fabricación y de circulación de informes, de proyectos, de textos. La pregunta es: ¿en qué lengua? Y también: ¿puede ser esa lengua nuestra lengua?” Y un poco más adelante: “Lo que quiero decirte es que cuando leo lo que circula por esas redes de comunicación u oigo lo que se dice en esos encuentros de especialistas, la mayoría de las veces tengo la impresión de que ahí funciona una especie de lengua de nadie, una lengua neutra y neutralizada de la que se ha borrado cualquier marca subjetiva. Entonces lo que me pasa es que me dan ganas de levantar la mano y de preguntar ¿hay alguien ahí? Además, siento también que esa lengua no se dirige a nadie, que construye un lector o un oyente totalmente abstracto e impersonal. Una lengua sin sujeto solo puede ser la lengua de unos sujetos sin lengua. Por eso tengo la sensación de que esa lengua no tiene nada que ver con nadie, no solo contigo o conmigo sino con nadie, que es una lengua que nadie habla y que nadie escucha, una lengua sin nadie dentro. Por eso no puede ser nuestra, no solo porque no puede ser ni la tuya ni la mía, sino también, y sobre todo, porque no puede estar entre tú y yo, porque no puede estar entre nosotros”. Eso, la diferencia entre comunicar y conversar, está también presente, de una forma muy expresiva, en una hermosa cita de Iván Illich, de una conferencia que impartió en San Francisco en 1986, y que tampoco me resisto a transcribir. La conferencia a la que me refiero está dedicada a proponer una perspectiva de análisis sobre un tipo de mentalidad, o de espacio mental, ligado al libro, que no se refiere solo ni principalmente a la capacidad de leer y de escribir, sino que incluye toda una manera de entender el sujeto, sus actividades, sus relaciones consigo mismo y con el mundo. Esa mentalidad aparece en el siglo VII antes de nuestra era, con la generalización de la escritura, entre Sócrates, que no escribió una línea, y Platón, que ya fue un escritor, se extiende, se consolida y se impone a partir del siglo XII, con la constitución de las universidades europeas, se generaliza con la invención de la imprenta, en el siglo XV, y ahora está desapareciendo. Esa desaparición, dice Illich, tiene que ver con la sustitución de la imagen del libro por la imagen de la computadora. No con la sustitución del libro por la computadora, sino la sustitución de la imagen mental ligada al libro, de la mentalidad alfabética, por la imagen mental ligada a la computadora, por la mentalidad comunicativa. Las palabras se convierten en unidades de información, el discurso se convierte en uso de la lengua, la conversación se convierte en comunicación oral, el texto se convierte en contenido, las capacidades humanas de hablar y escuchar, de leer y de escribir, se convierten en competencias comunicativas, el libro se convierte en soporte de información o en medio de comunicación, el viviente dotado de palabra, el zoónlogón echón de la definición aristotélica se convierte en una máquina comunicativa. En un momento de esa conferencia, Illich dijo lo siguiente: “Siempre experimento un conflicto cuando rememoro un episodio que sucedió en Chicago en 1964, durante un seminario. Estábamos sentados alrededor de una mesa y un joven antropólogo se encontraba frente a mí. Llegamos a un momento crítico de lo que yo pensaba que era una conversación cuando me dijo: ‘Illich, usted no logra conectarme, no se comunica conmigo’. Por primera vez en mi vida sentí que alguien se dirigía a mí, no como a una persona, sino como a un emisor-receptor. Tras un momento de desconcierto me sentí indignado. Un ser vivo, con quien creía conversar, había vivido nuestro diálogo como algo más general: una ‘forma de comunicación humana’ (…). Solo tras haber estudiado, a lo largo de los años, la historia del espacio conceptual que surgió en la Grecia arcaica, capté hasta qué punto la computadora en cuanto metáfora exilia a los que la aceptan, los vuelve ajenos al espacio del espíritu alfabético. Comencé entonces una reflexión sobre la emergencia de un nuevo espacio mental cuyos axiomas generadores ya no son la codificación de la voz humana por medio del alfabeto, sino el poder de almacenar y manipular bits de información”. Hay una entrevista en la que Illich cuenta otra vez esa misma historia con algunas variaciones: “Recuerdo cuando me topé por primera vez con el concepto de comunicación. Fue en la Universidad de Chicago, quizá hace veinte años, durante un encuentro con estudiosos de las ciencias sociales. Entonces un joven se sentó y me dijo: ‘Illich, no se haga ilusiones, no consigo leerle. Usted no comunica conmigo, no capto su mensaje’. Mi respuesta inmediata fue: ‘señor, no tengo ninguna intención de ser un micrófono’. Creí que quería ofenderme, identificándome con una emisora de radio. ¡Solo más tarde he entendido que probablemente acababa de ver su Departamento de Inglés rebautizado como Departamento de Comunicaciones! Conté esa historia en la Universidad de Friburgo (…). Ninguno de los jóvenes entendió lo que estaba diciendo. Daban por sentado que nos estábamos intercambiando informaciones.” Quisiera destacar tres cosas de esta historia. Primero, el modo como Illich se sorprende y se indigna (se siente insultado) por algo que para nosotros ya está completamente naturalizado: por la reducción del lenguaje humano a medio de comunicación. Porque alguien le trate no como a una persona que conversa, sino como a un sujeto que comunica. Segundo, la oposición entre conversar y comunicar: los seres humanos conversan, las máquinas comunican. Los seres humanos hablan y escuchan, son hablantes y escuchantes, escritores y lectores, pero no codificadores-descodificadores o emisores-receptores. Entender el lenguaje como la variante humana de un intercambio comunicativo que tiene lugar también entre las abejas, los delfines, las bacterias y las computadoras es degradarlo y, al mismo tiempo, hacerlo susceptible de cálculo mercantil y de manipulación técnica. Es también ahormarlo según los ideales comunicativos, es decir, la eficacia y la transparencia. Por último, la oposición entre la “mentalidad alfabética”, aquella según la cual la escritura es la transcripción de la voz humana, aquella según la cual leer es, de algún modo, un escuchar… y la metáfora de la computadora, esa según la cual la escritura es un medio de comunicación, es decir, un mero soporte de unidades de información, de lo que hoy se llamarían “contenidos”. Esa metáfora según la cual leer y escribir no son otra cosa que prácticas de codificación y decodificación, prácticas o instrumentos encaminados a procesar información. Las últimas frases de la conferencia de San Francisco dicen así: “Mi mundo es el de las letras. No me siento en casa más que en la isla del alfabeto. Esta isla la comparto con mucha gente que no sabe leer ni escribir, pero cuya mentalidad es fundamentalmente alfabética, como la mía. Y ellos están tan amenazados como yo por la traición de aquellos que, entre los clérigos, desintegran las palabras del libro en un simple código de comunicación”. El mundo de las letras es una isla, la isla del alfabeto, y los habitantes de esa isla (que no está compuesta solo, dice Illich, por los que saben leer y escribir) han sido traicionados por aquellos mismos que decían defenderla. Y en la palabra “traición”, en el gesto de llamar traidores a los que desintegran las palabras del libro en un simple código de comunicación, a los que ya no leen o conversan sino que comunican, resuena el título del libro de Julien Benda, ese otro antimoderno o reaccionario de izquierda, que en 1927 escribió La traición de los clérigos, La trahison des clercs, a veces traducido como La traición de los intelectuales, en el que denunciaba la manera como la universidad se había puesto al servicio de las ideologías que estaban fundamentando los nuevos estados totalitarios y los nuevos estados coloniales, es decir, la sumisión de la universidad al estado. Pero vamos a dejar, de momento, esa cuestión de la sumisión de la universidad a los diversos poderes, a la iglesia, al estado, quizá en esta época al nuevo capitalismo globalizado, ese que lo convierte todo, también el conocimiento, también a los profesores y a los estudiantes, en servidores de la producción y de la mercancía, y vamos a seguir con eso de la reducción del lenguaje a medio de comunicación. La misma transición entre dos mentalidades que cuenta Illich, la misma reconversión de su departamento de inglés en departamento de comunicación, la vive con una mezcla de pesimismo y resignación otro clérigo de la época de la alfabetización, David Lurie, el protagonista de la novela Desgracia de J. M. Coetzee. El protagonista de la novela: “Se gana la vida en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo, antes Colegio Universitario de Ciudad del Cabo. Antiguo profesor de Lenguas Modernas, desde que se fusionaron los Departamentos de Lenguas Clásicas y Modernas por la gran reforma llevada a cabo años antes, es profesor adjunto de Comunicaciones. Como el resto del personal que ha pasado por la reforma, se le permite impartir una asignatura especializada por cada curso, sin tener en cuenta el número de alumnos matriculados, pues se considera positivo para la moral del personal. Este año imparte un curso sobre los poetas románticos. Durante el resto de su tiempo da clase de Comunicaciones 101, ‘Fundamentos de comunicación’, y de Comunicaciones 102, ‘Conocimientos avanzados de comunicación’. Si bien diariamente dedica horas y horas a su nueva disciplina, la premisa elemental de ésta, tal como queda enunciada en el manual de Comunicaciones 101, se le antoja absurda: ‘La sociedad humana ha creado el lenguaje con la finalidad de que podamos comunicarnos unos a otros nuestros pensamientos, sentimientos e intenciones’. Su opinión, por más que no la airee, es que el origen del habla radica en la canción, en la necesidad de llenar por medio del sonido la inmensidad y el vacío del alma humana. Nunca ha sido ni se ha sentido muy profesor. En esta institución del saber tan cambiada y, a su juicio, emasculada, está más fuera de lugar que nunca. Claro que, a esos mismos efectos, también lo están otros colegas de los viejos tiempos, lastrados por una educación de todo punto inapropiada para afrontar las tareas que hoy se les exige que desempeñen. Son clérigos en una época posterior a la religión. Como no tiene ningún respeto por las materias que imparte, no causa ninguna impresión en sus alumnos. Cuando les habla, lo miran sin verlo. La indiferencia de todos ellos le indigna más de lo que estaría dispuesto a reconocer. No obstante, cumple al pie de la letra las obligaciones que tiene para con ellos, con sus padres, con el estado”. Lo que ha cambiado, parece decir Coetzee, es la idea del lenguaje. Y eso ha convertido a los viejos profesores formados en la mentalidad alfabética en clérigos de una época posterior a la religión. O, al menos, de una época que está cambiando de dioses. Ahora son otros los dioses y son otros sus representantes. Y eso hace que, si queremos seguir haciendo de profesores al viejo estilo (de esos que dan a leer y que hacen escribir) tengamos que combatir constantemente, seguramente sin esperanza, la idea de que el lenguaje humano (y la educación como un uso particular del lenguaje humano) es un medio de comunicación. Tenemos que combatir al nuevo dios (ese que se llama comunicación) y a sus nuevos sacerdotes (ya sabes que en muchos países del mundo hay una especialidad en pedagogía que se llama “edu-comunicación”, y no hay nadie, o casi nadie, que se sonroje). El viejo dios del libro era sin duda exigente y autoritario (no en vano fue adorado en la época de las disciplinas), pero el nuevo dios de la comunicación parece más liberal pero no por ello es menos poderoso e implacable (la época en la que reina es la del control). Y eso, atacar a los dioses imperantes, sobre todo cuando se hace en nombre de dioses antiguos, no es nada fácil, está destinado a fracasar, puede que te digan reaccionario, pero puede ser interesante. El modelo, ya sabes, Juliano el Apóstata, ese joven emperador cuyo reinado duró apenas dos años (entre el 361 y el 363, en que fue asesinado por lo que ahora se llama “fuego amigo”), y que intentó acabar con el monopolio del cristianismo triunfante, convertido ya en religión de Estado, y restaurar los viejos dioses y la filosofía platónica. Puede que el modo como he construido la palabra “comunicación”, usando a dos intelectuales reaccionarios, a Illich y a Coetzee, podría recordar el libro más famoso de Juliano, el que se titula Contra galileos (o Contra cristianos) y que, como dice uno de los estudiosos de su obra, intentó “retrasar el reloj de la historia universal y propiciar el paganismo agonizante”. Y es que sigue habiendo gente en el mundo que se cree eso de la historia universal (de que hay relojes adelantados y relojes retrasados, de que hay cosas que nacen y cosas que agonizan) y, lo que es peor, que se sienten con derecho a decir para dónde va la cosa. Y así nos va. Parece que cuando el profesor pretende mantener (sí, mantener, en el sentido de conservar) algunas viejas palabras relacionadas con lo que hace y no se rinde completamente a las nuevas, se sitúa como un sujeto anacrónico, obsoleto y difícilmente reciclable, de esos a los que el reloj de la historia ya sitúa en los tiempos pasados, y al que solo le es permitido hablar con los muertos. Cuaderno Karen. Para introducir esta palabra, transcribo dos fragmentos de tu programa del curso Arte y Cultura en Educación Social: Trabajo de clase (…): Los alumnos llevarán un “cuaderno de clase” individual en el que anotarán citas, reflexiones, ideas, comentarios, notas, etc.. El cuaderno de clase será público y deberá estar a disposición del profesor cuando así lo requiera (…). Trabajo de campo (…): Cada grupo tendrá también un “cuaderno de campo” en el que cada uno de los investigadores podrá anotar, periódicamente, sus reflexiones, sus sentimientos, sus ideas. El “cuaderno de campo” también será público y podrá ser requerido por el profesor en cualquier momento. No voy a comentar el carácter público de los cuadernos, pues estará presente en el vocablo “exposición”. ¿Podrías hablar de la importancia que le atribuyes a esos cuadernos, al ponerlos en el programa? Por otro lado, se puede entender el significado de “cuaderno de campo”, que es el de ser una especie de diario de campo, de cuaderno de anotaciones, pero sería interesante que desvelases un poco más sobre el significado de “cuaderno de clase”. Jorge. Entre los artefactos escolares fundamentales está sin duda el cuaderno. Si el libro es el material de lectura (lo que se da a leer), el cuaderno es el material de escritura (el soporte de lo que se invita a escribir). Mi Estudiar empieza así: “Estudiar: algo pasa. Entre leer y escribir, algo pasa”. Y continúa: “Estudiar: leer escribiendo. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. Un libro en el centro. Abierto. Un blanco en el margen. Abierto.Y también: escribir leyendo. El hueco de la escritura, abierto, en medio de una mesa llena de libros. Abiertos”. El estudio es un leer con un lápiz en la mano y un escribir en una mesa llena de libros. Estudiar es leer anotando o, de otra manera, la nota de lectura, la notatio, es una de las modalidades de escritura propias del estudiante. El estudiante necesita de un cuaderno de notas. En ese libro, como ves, el cuaderno de estudio es fundamentalmente un cuaderno de notas de lectura. Puesto que un curso es, para mí, una serie de lecturas, un dossier de lecturas (que incluye textos y películas), el cuaderno de clase está destinado a anotar (a copiar) citas. Ya sabes que yo creo en los subrayados (leer con un lápiz en la mano es, en primer lugar, leer subrayando), en la importancia de los subrayados, y creo también en ese tipo antiguo de cuaderno que era el cuaderno de citas. Pienso que el subrayado debe completarse con la copia, que copiar una frase, o un párrafo, no es lo mismo que subrayar una frase o un párrafo. Al copiarlo, al escribirlo con la propia mano, con la propia letra, en el propio cuaderno, el texto es, de alguna manera, apropiado, pero no en el sentido de hacerlo propio sino en el de aislarlo con una cierta solemnidad para una consideración posterior y más detenida. Copiar un párrafo en el cuaderno es darle una importancia especial, concederle una cierta autoridad (algo de eso diré en la palabra “literalidad”). Mi amigo y colega Fernando Bárcena también experimenta en sus cursos con la lógica de las citas, con eso de copiar citas, y llama a ese cuaderno con una expresión de connotaciones eróticas: “casa de citas”. De hecho, podría explorarse la relación entre citar, incitar o excitar (las citas incitan o excitan la escritura, el pensamiento). En ese sentido, también en mi Estudiar: “El estudiante aísla lo que ha leído, lo repite, lo rumia, lo copia, lo varía, lo recompone, lo dice y lo contradice, lo roba, lo hace resonar con otras palabras, con otras lecturas. Se va dejando habitar por ello. Le da un espacio entre sus palabras, sus ideas, sus sentimientos. Lo hace parte de sí mismo. Se vas dejando transformar por ello. Y escribe”. El cuaderno de aula, tal como lo concibo, es también donde se anotan algunas de las frases o de las ideas que se dan en clase, tanto en lo que dice el profesor como en lo que dicen los estudiantes. Ahí la anotación funcionaría como el clásico aide-memoire, pero también como una especie de subrayado o de fijado de la oralidad que es efímera por naturaleza, eso de que las palabras se las lleva el viento. Anotar algo sería fijar lo que cae sobre nosotros en la escucha. Es un arte de lo contingente (contingere significa lo que cae, lo que llega por casualidad, aquello con lo que uno se encuentra) y de lo incidente (de lo incidental, de lo que incide). Pero el gesto mismo de anotar sería hacer de lo contingente, de lo incidente, de lo accidente (de lo que sucede o accede) algo tangible, repetible, algo escrito, algo a lo que se puede volver, que se puede leer y releer, pensar y repensar. El cuaderno está en medio de la oralidad y de la escritura. Y ese en medio es muy interesante. En ese sentido, anotar sería como recolectar y, como todo recolectar, implica una elección, una selección. Un cuaderno de clase es, en ese sentido, una colección de notas: el efecto y el resultado de las acciones de seleccionar, fijar y coleccionar lo notable, el notandum, lo que se nota y, al mismo tiempo, lo que merece ser notado, de una clase, tanto de lo que se lee, como de lo que se ve o lo que se escucha. Pero quizá lo fundamental del cuaderno de clase es que funcione con una lógica que no es solo la de la fijación, o incluso la de la interpretación, sino la de la resonancia. Se trata de provocar efectos de resonancia, es decir, que la nota sea el signo de una relación entre lo que se ha leído, o visto, o escuchado, y alguna experiencia del estudiante, alguna otra lectura, alguna otra película, alguna otra conversación, algún otro pensamiento. Es ahí donde la nota empieza a ser productiva y no solo reproductiva. Es ahí donde la nota empieza a ser, de alguna manera, un inicio de escritura. Lo que ocurre es que los alumnos ya no están familiarizados con el cuaderno, solo son capaces de anotar palabras sueltas (lo que se llamaban marcas, o notulas), y es muy difícil pasar de la notula a la nota, es decir a lo que ya es una frase, un párrafo, una escritura. Y la invitación a que lean en clase sus cuadernos (o el advertir que los cuadernos son públicos y, por tanto, pueden ser examinados por cualquiera) tiene que ver con una cierta exigencia de escritura. El cuaderno es el lugar donde se encuentran el sujeto que lee, que piensa, que escucha y que conversa con el sujeto que escribe o, al menos, con el sujeto que quiere escribir, es decir, con el sujeto que empieza a frasear y a parafrasear. El otro cuaderno, el cuaderno de campo, es más bien un cuaderno de ejercicios. De hecho, como sabes, el trabajo de campo, en mis asignaturas, siempre está fuertemente regulado. De lo que se trata es de fijar y de disciplinar la atención. Como ya he dicho en la palabra “atención”, los ejercicios escolares tienen que ver con el estar atento, con el volverse atento. Diré también algo sobre eso en la palabra “ejercicio”, y también en la palabra “protocolo”. Pero cuando sugiero que el cuaderno de campo incluya también sensaciones o reflexiones busco también esa lógica de la resonancia de la que hablaba antes, una especie de personalización o de subjetivación del ejercicio. Lo que quiero que haya no es solo el ejercicio sino también la experiencia del ejercicio, lo que al estudiante le ha pasado en el ejercicio, lo que ha sentido, lo que ha pensado, lo que le ha ocurrido o lo que se le ha ocurrido. En ese sentido, tanto el cuaderno de clase como el de campo son también cuadernos de ocurrencias. Otra cosa que para mí es importante en ambos cuadernos es que se llevan encima, que van y vienen en la mochila de los estudiantes. El cuaderno de clase no está solo en clase y el cuaderno de campo no está solo en el tiempo y en el espacio en los que trascurren los ejercicios. De alguna manera, los cuadernos trascienden el tiempo y el espacio del aula, del ejercicio, y acompañan al estudiante fuera de esos tiempos y esos espacios. La idea, aquí, es que algo del aula o algo del ejercicio esté activo en el estudiante cuando no está en el aula ni en el ejercicio, que lo que ha pasado en el aula y en el ejercicio, lo que ha merecido ser anotado, lo que ha resonado, continúe teniendo sus efectos o, dicho de otro modo, que esté permanentemente dispuesto, disponible, a disposición. Podríamos decir que el cuaderno tiene algo de captura instantánea, en un tiempo y un lugar, pero es también un artefacto de rememoración, de repetición, de regreso, de retorno, de reflexión. En el cuaderno se anota lo que insiste. Convertir a los alumnos en estudiantes significa, para mí, entre otras cosas, familiarizarlos con el cuaderno, hacer que normalicen eso de llevar libros y de llevar cuadernos, eso de leer con un lápiz en la mano y de escribir en una mesa llena de libros. No concibo a un estudiante sin libros y sin cuaderno, sin lectura y sin escritura. Por eso trato de despertar en ellos una especie de pulsión anotadora (o de hábito anotador) que no ocurra solo en el aula sino también en el café, con los amigos, en cualquier momento y en cualquier lugar. Tal vez sea por eso que me gusta guardar los cuadernos de mis antiguos alumnos (los mejores, los más bonitos, los más interesantes) y llegar un día a clase y desplegarlos encima de una mesa en medio del aula y dejar que los nuevos los cojan, los miren y, por qué no, los admiren. Se trata de utilizar los cuadernos de cursos anteriores como modelos o, al menos, como estímulos para los nuevos cuadernos. Y eso, claro, solo puede hacerse con los cuadernos en papel. Terminaré diciendo que los cuadernos, por su propia naturaleza, son dispersos, no jerarquizados, inconexos, rapsódicos, un puro tejido de contingencias, de todo aquello que es anotado como viene y en el momento y en el orden que viene. Pero esa dispersión está ahí con vistas a una escritura, al trabajo final de la asignatura, un trabajo que, de alguna manera, tiene que estar relacionado con las notas, inspirado por ellas. En ese sentido, y creo que es algo sobre lo que debo insistir, las clases, los textos, las películas o los ejercicios no son nunca, en mis cursos, un contenido (qué palabra más fea), sino un estímulo para el pensamiento, para la invención, para la escritura. Curso Karen. Cuando te refieres a curso hablas de la composición de tus asignaturas. Pero tus clases también son composiciones, como intenté describir en el vocablo “aula”. ¿Como ves esas pequeñas unidades en la relación a la idea de curso? Jorge. Para mí, un curso no es un contenido, ni un temario (que en el fondo es una serie de contenidos), sino un texto seleccionado en relación a un asunto. Mis cursos suelen ser monográficos, centrados en un solo asunto. Preparar un curso es armar un texto. Y dar un curso es dar a leer un texto. Un curso es, en ese sentido, un ejercicio de lectura pública y en público de un texto, una lección, una lectio (en portugués se dice que el profesor lecciona). Cuando hablo de “texto” me refiero, naturalmente, a una serie ordenada de textos, a una colección de textos, a un dossier que da cuerpo, materia, al asunto. Preparar un curso es montar el dossier de textos que van a ser recorridos a lo largo de las clases. Un curso es un recorrido. Por eso cada uno de los textos que lo componen tiene sentido en la serie que constituye, en el recorrido que propone. Un curso es también, en ese sentido, una línea que hay que seguir (leyendo) desde el principio hasta el final, literalmente, al pie de la letra. En ese sentido, un curso es un texto organizado en el tiempo. Por eso diseñar un curso es montar un dispositivo temporal. Como una música, o una película, o un libro. Por eso diseñar un curso tiene algo del arte cinematográfico del montaje. Y tiene también algunas de las características de las artes temporales como el ritmo. El ritmo, decía Aristóteles, es la forma del movimiento. Por eso la preparación de un curso, el montaje de un curso tiene que ver con construir una forma temporal, un movimiento organizado, un artefacto rítmico. Es, como tú bien dices, una “composición”. Por eso un curso se sigue. Lo que los alumnos (y el profesor) hacen es “seguir el curso”. Y seguir implica una cierta linealidad, un cierto recorrido o, como se dice en portugués, un percurso. También en ese sentido, el profesor no es un autor sino un lector que da a leer o, de otra manera, una especie de “curador”. De hecho, si el trabajo de profesor tiene algo de autoría es en tanto que curaduría. Cuando digo que mis cursos son cursos de autor me refiero a eso: mi autoría se refiere a la selección que hago de piezas (textos y películas) que ya existen y al modo como esas piezas son contextualizadas y ordenadas creando un espacio (de lectura, de conversación, de ejercicio, de pensamiento) en el que los estudiantes puedan tener un lugar, su lugar. La tarea del profesor es dar a leer cada uno de los textos y, al mismo tiempo, elaborar las transiciones, las resonancias y, desde luego, tratar de que los textos ya leídos estén presentes en los que se van leyendo. Algo así como lo que ocurre cuando se escucha una música, se ve una película o se lee una novela: que todo lo que ya se ha oído, ya se ha visto o ya se ha leído resuena en lo que se va escuchando, en lo que se va viendo, en lo que se va leyendo. Igual que en el final de una novela resuena toda la novela, en el final de una película resuena toda la película, en el final de una música resuena toda la música o, incluso, en el final del camino está presente todo el camino. De ese modo, el asunto sobre el que se trata (sobre el que se lee, sobre el que se habla, sobre el que se piensa) se va adensando a lo largo del recorrido. Y eso, como tú sabes, es muy difícil. Porque una de las cosas que has tenido que hacer en tus conversaciones periódicas con los estudiantes es tratar de que todos los textos leídos estén siempre encima de la mesa o, dicho de otro modo, que haya un momento en que puedan sonar y resonar entre sí. En ese sentido, podría decirse que un curso (la lógica de un curso) solo puede entenderse al final, o desde el final. Un final que, desde luego, no es una finalización, o una conclusión, o una meta. De hecho un curso empieza en medio y termina en medio. No puede empezar de cero, puesto que siempre se ha leído algo, se ha pensado algo (siempre hay presuposiciones en relación al asunto). Y cuando termina (porque el tiempo del curso se acaba), es obvio que se podría seguir leyendo, pensando, conversando. Podría decirse que un curso no agota un asunto, no lo termina ni lo determina, sino que lo abre. El tiempo del curso es finito, está contado, pero el tiempo de la lectura y del pensamiento (que es el que el curso trata de abrir) es por definición incontable. Y tiene algo de cíclico, de volver una y otra vez sobre algunas cosas. Tal vez por eso (y porque los cursos son cada vez más cortos), es cuando el curso termina que tengo la sensación de que es ahí, precisamente ahí, donde se podría comenzar “en serio”. Karen. En algunos momentos quedaba muy claro que tus alumnos tenían dificultades para entender tu idea de curso, porque están bastante acostumbrados a la idea de unidad didáctica. Uno de los ejemplos sería en relación a “leer de nuevo”. A ellos les parecía muy extraño tener que repetir una lectura ya hecha, insistir en la relectura de un texto. Jorge. Para mí es claro que la lectura “de verdad” es relectura. Y en un curso, aunque sea lineal, aunque consista en seguir una línea, se está siempre “volviendo sobre el asunto” y, de alguna manera, volviendo sobre lo que ya se ha leído, sobre la que ya se ha dicho, sobre lo que ya se ha pensado. Pero tienes razón en que los estudiantes de esta época son refractarios a releer, a repetir o, como se decía antes, con una palabra muy bella, a recapitular. Han interiorizado que una clase, como un texto, se empieza, se acaba, se olvida y se pasa a otra cosa (a otra clase, a otro texto, a otro tema). De alguna manera, los cursos, incluso en la universidad, se están descomponiendo en “unidades didácticas” cada vez más cortas, en “dinámicas” que empiezan y acaban en una clase, en cosas que se hacen pero que no se siguen. Y un curso, por definición, se sigue, se pro-sigue. Hemos dicho ya que la tarea del profesor (y en esto tu contribución fue inestimable) es mantener los textos, todos los textos, encima de la mesa. Y es también mostrar, o sugerir, que hay textos que vale la pena releer. De hecho, solo los textos que vale la pena releer merecen ser leídos. Y lo mismo pasa, desde luego, con las películas. Como viste, yo casi siempre empiezo las clases recapitulando. LETRA D Descuidado Dietética Disciplina Dispositivo Distrito Descuidado Karen. Algunas de tus reprimendas eran referentes a la falta de cuidado de los estudiantes con relación a la actitud en clase, a los trabajos, a la elección de los temas, al tiempo que dedicaban a éstos y a las lecturas, a lo que a ti te parecían “cosas mal hechas”. Para hablar de tu descontento, podrías partir de esta frase, presente en una de tus regañinas: “hay que hacer las cosas a las que uno se compromete ¡y hay que hacerlas bien!” Jorge. Los alumnos a veces preguntan “¿qué quieres que pongamos (en el trabajo, en el ejercicio)?”. Y la respuesta del profesor es que pueden decir y escribir lo que quieran, claro, pero no “cualquier cosa”. También preguntan “¿cómo quieres que lo hagamos?” Y la respuesta es que pueden hacer las cosas a su manera, claro, pero no “de cualquier manera”. Los estudiantes tienen derecho a decir y a escribir lo que piensan, claro, pero tienen la obligación de pensar lo que dicen o lo que escriben. Se crea cierta tensión, claro que sí, en ese “no se puede decir cualquier cosa”, “no se pueden hacer las cosas de cualquier manera”, “hay que pensar lo que se dice o lo que se escribe o lo que se hace”, “no se pueden hacer las cosas sin pensar”, a veces esa tensión produce un cierto rechazo, pero creo que es una tensión interesante (e inevitable) desde el punto de vista pedagógico. La obligación del profesor es rechazar la desidia, la falta de atención, la falta de cuidado, la pereza, la inercia, lo que los antiguos nombraban con la palabra stultitia o con la palabra negligentia. La estulticia es estar ausente, distraído, no concentrado, tironeado por mil cosas, ser incapaz de detenerse y de perseverar en lo que se hace. La negligencia es hacer cualquier cosa, de cualquier manera, sin pensar. Por eso creo que es posible (aunque difícil) mantener ese viejo gesto pedagógico, ese viejo gesto de profesor, de rechazar algunos escritos o algunas intervenciones de los estudiantes y decir eso de “tienes que leerlo otra vez”, o “tienes que escribirlo otra vez”, o “tienes que pensarlo mejor”, más despacio, más atentamente, con más cuidado. La escuela (y la universidad, insisto, es una especie de escuela) es el lugar donde se pueden repetir las cosas, donde se puede empezar de nuevo, donde se puede volver atrás. Y eso forma parte, creo, de su generosidad. Lo que ocurre es que los alumnos no siempre lo ven así. Por eso hay que cuidar el tono de esas reprimendas. Que sean dichas (y escuchadas) como algo que tiene que ver con la exigencia y con la autoexigencia, con la responsabilidad, y no con la arrogancia, o con la exclusión. Pero es verdad lo que dices de que soy especialmente sensible al descuido. Cuando mis alumnos dicen que soy un profesor exigente y, a veces, un profesor que intimida, seguramente se refieren a una cierta intolerancia con el descuido, con las formas descuidadas de hacer las cosas. Para mí el descuido tiene que ver con la falta de atención, con no estar presente en lo que se hace, en lo que se dice, en lo que se piensa. Además, comparto con Simone Weil, por ejemplo, o con el Rancière de El maestro ignorante, que la educación tiene que ver, esencialmente, con la formación y el cultivo de la atención. También la formación universitaria. Y si lo contrario de la atención es la distracción, tal vez podríamos decir que hacer las cosas de manera descuidada es hacerlas de manera distraída o, dicho de otra manera, sin estar en ello, sin comprometerse con ello, sin hacerse responsable de ello. Dietética Karen. No hay un dispositivo educativo que no implique una dietética y una ascesis, pero a esta segunda palabra podemos volver en “ejercicio”. Aquí, ¿de qué forma podrías explicar el funcionamiento de una dietética en la educación? ¿De qué manera eso tiene lugar en tus cursos? Jorge. La dietética, sobre todo en nuestra época, tiene que ver con el cuidado del cuerpo. Hay alimentos que nos sientan bien y otros que nos sientan mal, que fortalecen o que debilitan, que son saludables o nocivos. Pero en la antigüedad la dietética tenía que ver con un cuidado de sí o con una inquietud de sí que también estaban referidos al alma. Michel Foucault lo explica muy bien tanto en El uso de los placeres como en La hermenéutica del sujeto. La pedagogía antigua distingue, pero también relaciona, el cuidado del cuerpo con el cuidado del alma. Ambos tienen que ver con el arte de vivir, con el cultivo de una forma de vida. Nuestra época ya comprende con dificultad esa idea de una dietética espiritual (como también la idea de ejercicio espiritual de la que hablaremos, tal vez, en la palabra “ejercicio”). Todo el mundo entiende (y hasta encuentra interesante) que alguien diga que no come carne roja, o que no bebe alcohol, o que se haya hecho vegetariano, o que es intolerante al gluten, pero si dices que no ves la tele, o que no lees periódicos, o que no lees a ciertos autores, o que no escuchas ciertas músicas, o que no ve ciertas películas, la gente ve eso como soberbia, arrogancia o, incluso, con una cierta actitud elitista, aristocrática. Pero podemos, al menos, explorar la analogía (o la relación) entre el cuidado del cuerpo y el cuidado del alma, y decir que también hay palabras, textos, sonidos, músicas, imágenes, películas, etc. que van bien para el alma o que van mal. Yo tengo la sensación (quizá equivocada, a lo mejor me pasa porque soy viejo, porque no comprendo) de que el mundo actual produce una ingente cantidad de palabras (y de imágenes) que son, literalmente, tóxicas. Y creo que esas no pueden entrar en la sala de aula. Es más, creo que la escuela (y la universidad) tienen que trabajar proporcionando a los estudiantes algunos antídotos, algunos mecanismos de defensa contra esa atmósfera espiritual envenenada. Algo de eso hay cuando digo que toda educación (entendida como formación, claro) implica una dietética. En mis cursos, la dietética tiene que ver con la selección de los textos y de las pelis (una selección que es, explícitamente, una selección de palabras y de imágenes). Recordarás que en la primera clase de Sociología de la educación, cuando anuncié que haríamos un monográfico sobre la pobreza y las representaciones de la pobreza (en la literatura, en el cine, en las ciencias sociales), hubo tres alumnos que vinieron al final de la clase a preguntarme si podían sugerir ellos mismos los libros y las pelis que se podían trabajar en clase. Mi respuesta fue que no, que desde luego que no. La selección de los textos es responsabilidad del profesor, no el privilegio o el poder del profesor, sino su responsabilidad. Otra cosa es que en la conversación se puedan relacionar los textos del curso con otros textos. Y otra cosa también es que esas aportaciones se planteen como ejercicios, por ejemplo, “señale un texto o una película que le parezca que tiene que ver con el asunto del curso y justifique o razone por qué le parece interesante” (seguramente observaste que, alguna vez, cuando un alumno se refirió a algún texto le pedí que preparase una breve presentación para el resto de la clase). Y otra cosa aún es que en el curso del curso se incorporase alguna lectura o alguna peli que había aparecido en la conversación. Pero en mis cursos la fijación del dossier no es democrática, no está sometida a la consulta o a la aprobación de los alumnos, y creo que no debe serlo. Volviendo a la dietética, se podría decir que la responsabilidad del régimen alimenticio (espiritual) que todo curso implica es, desde luego, del profesor. Y que para mí la selección de los textos es, en ese sentido, crucial. Ya sé que va a parecer que entiendo al profesor como una especie de “médico de almas”, pero si un curso consiste en una selección de textos (una dietética) y una serie de ejercicios (una gimnástica) creo que se puede decir que la responsabilidad del profesor tiene que ver con prescribir dietas y con ordenar ejercicios, esos que él considera que, al menos en su curso, “son saludables”. Y quiero decir, por último, que el criterio de la selección de textos y de películas (el criterio dietético del profesor) no es en absoluto moral o ideológico. Ya sé que eso es difícil de explicitar, pero diría que ese criterio tiene que ver con su fuerza o con su potencia o con su capacidad para generar pensamiento, para dar a pensar o, si se quiere, para introducir un cierto disenso, una cierta tensión, una cierta disconformidad, una cierta distancia, con las formas convencionales de hablar o de pensar en relación al asunto. Y es posible que cuando los alumnos consideran los textos difíciles (densos, complicados, demasiado teóricos) es porque no se ajustan a lo que todo el mundo sabe, a lo que todo el mundo dice, a lo que todo el mundo piensa. Porque están orientados (o eso me gustaría) al pensamiento y no al reconocimiento. Porque implican una cierta salida de lo que ahora se llama “zona de confort”, es decir, ese lugar en el que todos nos sentimos seguros y asegurados en tanto que compartimos las mismas creencias, esas que provocan automáticamente el asentimiento y la conformidad, esas que aceptamos “sin pensar”. Disciplina Karen. En Brasil llamamos “disciplina” a lo que en español se llama asignatura. Supongo que como este diccionario parte de palabras escritas en español, no debe ser ese significado de disciplina que quieres abordar. En mis anotaciones he encontrado una tarea de Antropología Cultural que mandaste para casa. Se titulaba “mis disciplinas”, o “qué parte de vuestras vidas habéis disciplinado”. Tú incluso comentaste en clase que la mayoría escribió sobre aprendizaje musical. Quién sabe puedes empezar hablando de ese ejercicio y de tu observación. Jorge. La palabra disciplina está muy connotada y en educación es muy difícil de usar. Desde los trabajos de Foucault, la palabra disciplina está asociada a normalización. Se ignora que en sus últimos trabajos, los que tienen que ver con Grecia y con Roma, la palabra disciplina se asocia al cuidado de sí y a las prácticas de enseñanza en las escuelas filosóficas de la Antigüedad. En el último Foucault, que es el que aquí me interesa, disciplina es potencia. Además, en educación hay un cierto uso ingenuo de la palabra “espontaneidad”. Y yo necesitaba mostrar que hay formas de vida altamente disciplinadas (como el deporte o la música, por ejemplo) que no tienen esa connotación negativa de normalización y que sí tienen que ver con la adopción de una forma de vida (ser deportista, o ser músico) que sería imposible sin estar estrictamente regulada y altamente disciplinada. Por eso sugerí como ejercicio contar en qué actividades se podría decir que uno es disciplinado o que ha sido disciplinado. Y como pudimos constatar en los ejercicios que se presentaron, eso de la disciplina ya solo se entiende en cosas como el aprendizaje de algún instrumento musical o la práctica de algún deporte que vaya más allá de divertirse un rato. Me llamó la atención, y llamé la atención de la clase sobre eso, que nadie hablara del estudio o de la lectura como actividades disciplinadas, como actividades que requieren disciplina. En educación se ha impuesto la idea de que el aprendizaje tiene que ser motivador, divertido, que tiene que procurar satisfacción inmediata. Es verdad que hay libros y películas que están fabricados para gustar, que te dan inmediatamente lo que sea, sin requerir ningún esfuerzo de tu parte. Pero hay libros (y pelis) a los que uno tiene que llegar, a los que uno tiene que darles algo (tiempo, atención, paciencia, esfuerzo, trabajo) para que ellos te devuelvan con creces lo que les has entregado. El shopping está abierto 24 horas, está siempre a tu disposición, te recibe ofreciéndote lo que supone que tú quieres y te pregunta hasta qué punto estás satisfecho con lo que has comprado. Pero la escuela (y la universidad) no es un shopping (aunque se le parece cada vez más) y el alumno no es un cliente al que haya que satisfacer. Un discípulo no es el que sigue una doctrina, una religión o unas ideas sino a un maestro. El discípulo es el que se somete a la disciplina de un maestro, es decir, a sus reglas, a las tareas que impone. Hoy en día, la vieja relación maestro-discípulo ha sido sustituida por la relación profesor-alumno. Pero el profesor sigue siendo el que dicta la disciplina, el que establece las tareas y los procedimientos, las maneras de hacer las cosas. Pero disciplina, como tú muy bien has dicho, también en español, es sinónimo de materia de estudio. Desde ese punto de vista, la disciplina es la que impone no tanto el maestro o el profesor como la materia de estudio o, mejor dicho, la disciplina está puesta o impuesta por el profesor pero no por la disciplina misma, sino por las exigencias de la materia de estudio. Igual que la disciplina en la música y en el deporte está dictada por las exigencias propias de la música y del deporte. Recordarás que en la primera clase dije que ellos, los alumnos, lo eran de una asignatura, claro, pero también, para bien o para mal, de un profesor. Y que yo era profesor de una materia, claro, pero también, para bien o para mal, de unos alumnos, de ellos en concreto. La disciplina en la escuela (también en la universidad) es disciplina de estudio. Por eso tiene que ver con la atención. La disciplina escolar (también en la universidad) consta de reglas, mandatos o imperativos de atención. La única disciplina válida en educación, la única que es pedagógica, es la que tiene que ver con la atención. La escuela (y la universidad) disciplina los cuerpos y las mentes, claro que sí, pero para que estén atentos. La disciplina escolar, y el profesor que la impone, tratan de producir mentes y cuerpos atentos, cuerpos y mentes estudiosos, cuerpos y mentes que se someten a las exigencias de la materia de estudio. Si el profesor es exigente es porque la materia de estudio lo es. Por eso el profesor no exige en su propio nombre sino “en nombre” de otra cosa, en nombre del estudio. La disciplina escolar tiene que ver con crear estudiosos y estudiantes. Karen. Imagino que, en varias de las situaciones en las que usaste la palabra “disciplina”, muchas personas se sintieron molestas. Todos los que hemos leído Vigilar y castigar y, en su interior, los “cuerpos dóciles”, por ejemplo, tenemos la idea de normalización muy presente. Por eso, me gustaría que resaltases la idea de que, en los últimos trabajos de Foucault, la disciplina se asocia a un cuidado de sí. Jorge. Habría que leer al último Foucault y al modo como considera las escuelas filosóficas de la antigüedad, lo que podríamos llamar la filosofía escolarizada. Pero quisiera aprovechar tu pregunta para insistir en la manera como una lectura superficial de Vigilar y castigar se ha utilizado para extraer algunas palabras con las que elaborar ese tópico de la “crítica a la escuela tradicional” que está sirviendo de pretexto para el desmantelamiento neoliberal de la escuela misma (diré algo más sobre eso en la palabra “retrógado”) y, junto con ella, para el arrasamiento de las instituciones públicas republicanas e ilustradas que pueden suponer un cierto freno (también ideológico) a lo que ahora se llaman “los mercados”. El programa educativo del capitalismo cognitivo y del capitalismo emocional apuesta por concepciones flexibles, creativas, lúdicas, antijerárquicas, motivadoras, individualistas, psicologistas y personalizadas de la educación. Y para eso ha ido muy bien colocar todas esas nuevas palabras de orden sobre el trasfondo de esa escuela que Foucault nos hizo mirar como un aparato de disciplina, normalización y sumisión del mismo orden que las prisiones, el ejército o los manicomios. En un libro reciente que muestra de un modo muy convincente cómo un cierto lenguaje pedagógico “izquierdista” y “anarco-naturista”, desde luego “antitradicional” y “antiinstitucional”, se ajusta perfectamente a la destrucción de la escuela (y de la universidad) que está llevando a cabo el nuevo orden económico mundial (el libro es de Carlos Fernández Liria, de Olga García Fernández y de Enrique Galindo Fernández, y se titula Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda) puede leerse lo siguiente: “En lugar de admirar con asombro la dignidad y la belleza de esa institución que se mantiene en pie gracias a décadas de luchas incansables de gente muy pobre y gracias, también, a la dedicación y la generosidad de millares de profesores y profesoras amantes de su profesión, en lugar de defenderla y reivindicarla, se la consideró una ‘institución disciplinaria’, un ‘aparato ideológico de Estado’, un ‘dispositivo de vigilancia y castigo’… Foucault, Deleuze, Bourdieu e incluso Althusser se pusieron así al servicio de un tsunami neoliberal que no los necesitaba en absoluto, pero que no tardó en apropiarse en absoluto de su jerga”. No quiero decir con eso, claro, que no hayamos aprendido muchas cosas importantes de ese Foucault de Vigilar y castigar, pero sí que deberíamos ser capaces de utilizarlas para criticar y mejorar muchos vicios de la escuela, pero no en absoluto para su arrasamiento en nombre de no sé qué tópicos antidisciplinares formulados además por personas a las que la escuela ha enseñado, disciplinadamente, a leer a escribir. Tengo la impresión de que tenemos muchos lenguajes y muchos saberes a nuestra disposición para pensar la dimensión normalizadora de la escuela, pero que carecemos de lenguajes y de saberes para pensar su dimensión emancipadora. Y me parece que la idea de disciplina que construye el último Foucault (y que es una disciplina propiamente escolar, bien separada de la disciplina del cuartel, de la fábrica o del presidio) puede ser de cierta ayuda. Karen. En Florianópolis, en 2015, impartiste una charla llamada “Reglas para el oficio de profesor” en la que enunciaste una serie de premisas para el oficio. Algo que me pregunto constantemente es: ¿hay alguna relación entre regla y disciplina? Jorge. Cuando preparé esa conferencia estaba interesado por las reglas monásticas y, en general, por el papel de las reglas en la modulación de las formas de vida. Una forma de vida (también lo que se llamaba vida teórica, o vida contemplativa, o lo que yo estoy llamando, a veces, vida estudiosa) es, desde luego, una vida examinada, disciplinada y regulada, de lo cual pueden darnos una idea tanto los textos de Michel Foucault sobre el cuidado de sí en la antigüedad como los de Pierre Hadot sobre los ejercicios espirituales. Una regla puede también ser una máxima, lo que antes se llamaban “máximas de conducta”. Y recuerdo bien la sorpresa con que se recibió en Florianópolis un título semejante, como de otra época, tal vez por esa cantinela de que hay que romper las reglas, que tan bien se articula con las ambiciones desreguladoras del neoliberalismo contemporáneo. Pero te daré un ejemplo. Seguramente recuerdas la atención con que ojeamos y comentamos la regla de San Benito en nuestra visita a los monasterios cistercienses de mi tierra, y que hubo una que a mi me interesó: la que regula el comportamiento del “lector de semana” del refectorio, ese cuyo “oficio” es leer mientras los demás comen. Y lo que más me impresionó es que, antes de comenzar la lectura, debe pedir a todos que oren por él “para que Dios aparte de él el espíritu de vanagloria”. Me gustó, desde luego, la palabra “vanagloria”, que no oía hace mucho tiempo, y pensé enseguida en esos profesores que leen no para llamar la atención sobre el texto, sino para adornarse a sí mismos con su lectura, para glorificarse o vanagloriarse a sí mismos como lectores: los que leen más para oírse a sí mismos que para oir (o dar a oir) el texto. Me pareció que la regla tiene que ver con una cierta actitud de lector que me gustó. Además, un poco antes, en el oratorio, él ha tenido que cantar tres veces un verso que dice: “Señor, ábreme los labios”. Y me pareció muy hermoso que no eres tú el que abre los labios para leer, sino que es el texto que te dispones a leer el que tiene que abrirte los labios. Toda la regulación benedictina de la oración puede considerarse como una regulación de la lectura que no es solo formal sino sobre todo ética (en el sentido foucaultiano), porque tiene que ver con cómo la dicción y la repetición de la plegaria forman o transforman al lector, con la manera como la lectura exige del lector ciertas cosas. Se trata de una regla, claro. Pero de una regla que compromete a la totalidad del sujeto. Y creo que la idea de disciplina, de ascesis, del último Foucault, también tiene algo de eso, de referirse no solo a un comportamiento sino a una disposición que es tanto corporal como espiritual. Dispositivo Karen. Esta es una palabra que usas mucho entus clases, principalmente en relación a la escuela, pues, al fin y al cabo, la escuela es un dispositivo. Por otro lado, los dispositivos educativos tienenque ver con los vínculos con el mundo. Me parece, por lo tanto, que un dispositivo educativo abarca un lugar, un tiempo, un asunto y ejercicios. ¿Es posible caracterizar de esta forma todo tipo de dispositivo? ¿O quieres establecer alguna diferencia en relación a los que son educativos? Así, podrías desvelar algunas características como sus formas, su funcionamiento y su materialidad, caracterizando también tu modo de entender este concepto y de trabajar con él. Jorge. La noción de “dispositivo” está fuertemente marcada, sobre todo por el uso sistemático que le han dado autores como Foucault, Deleuze o Agamben para hablar, fundamentalmente, de relaciones de poder. Siguiendo a Hannah Arendt, yo utilizo esa palabra (del latín dispositio) para señalar que la educación (eso que tiene que ver con la transmisión, la renovación y la comunización del mundo) se produce en el interior de determinadas formas materiales de disponer (disponere) espacios, tiempos, cuerpos, relaciones, objetos, tecnologías, disciplinas, lenguajes y maneras de hacer que hagan al mundo disponible para la infancia y que hagan a la infancia disponible para el mundo. Con la palabra dispositivo me interesa enfatizar la cuestión de la disposición, del estar puesto o dispuesto, pero sobre todo la cuestión de la disponibilidad. Recordarás que esa palabra apareció, sobre todo, en la disciplina de Antropología Cultural que estaba dedicada a la transmisión. Y que ahí era muy importante tratar de la escuela (y de otros espacios educativos) como invenciones, como artificios o como artefactos que no tienen nada de natural. En ese sentido, un dispositivo educativo sería algo así como un artificio o un artefacto en el que el mundo y la infancia se ponen, mutuamente, a disposición. Permíteme que a partir de aquí no hable de la infancia sino de los estudiantes. En la escuela (y en la universidad), podríamos decir, el mundo se pone a disposición de los estudiantes, se hace disponible para los estudiantes (convertido en materia de estudio), y los estudiantes se ponen a disposición, o se hacen disponibles, para el mundo en la medida en que se disponen a estudiarlo, en que se convierten en estudiantes. En ese sentido, entender la escuela (o la universidad) como un dispositivo significa desnaturalizarla y, al mismo tiempo, desnaturalizar también tanto a los estudiantes como a las materias de estudio en tanto que solo pueden considerarse desde el modo como el dispositivo los pone, o los dispone, o los propone, o los compone, o los expone. Sobre la cuestión de la forma, podemos remitirnos al modo como Rancière caracteriza la escuela: como una separación de tiempos, de espacios, de materialidades y de actividades. En ese sentido, la escuela (y la universidad) crea un tiempo separado de los otros tiempos (el tiempo escolar), un espacio separado de los otros espacios (el espacio escolar), unas materialidades separadas de otras materialidades (las materias de estudio) y unas actividades separadas de otras actividades (las actividades escolares). Incluso, podríamos decir, unos sujetos separados de otros sujetos (los profesores y los alumnos, que son los habitantes de la escuela, los escolares, aquellos cuya posición está determinada por la escuela). Todo eso compondría el dispositivo escuela como dispositivo educativo. Y lo que el profesor hace es trabajar sobre ese tiempo, sobre ese espacio, sobre esas materialidades y sobre esas actividades. Lo que el profesor hace es crear dispositivos (cursos) en el interior de un dispositivo (la escuela, la universidad). Es en ese sentido que el profesor es un inventor, pero no de cualquier cosa. El profesor inventa dispositivos educativos (selecciona textos, inventa ejercicios, propone tareas, construye disposiciones espaciales y temporales, etc.) o, dicho de otro modo, inventa formas de hacer escuela (o de hacer universidad) en el interior de la escuela (o de la universidad). Y con eso quiero decir también que el profesor solo puede ser profesor (seguir siendo profesor) si la escuela es escuela (si continúa siendo escuela). Lo mismo podríamos decir, claro, de los estudiantes. Y, en los términos que trabajamos en esa asignatura, lo mismo podríamos decir de la educación, que solo puede ser educación (seguir siendo educación, y no otra cosa) mientras la escuela siga siendo escuela o, en mi caso, mientras la universidad siga siendo universidad. Distrito Karen. En la asignatura de Arte y Cultura en Educación Social, había dos lugares para hacer el trabajo de campo: el río Besós y un sector del municipio de L’Hospitalet de Llobregat sobre el que se estaba empezando a elaborar un proyecto para convertirlo en un Distrito Cultural. Me gustaría hablar aquí de ese Distrito Cultural. Además de las tutorías, decidí sumarme a las salidas de campo de algunos grupos. Cada uno de los seis grupos que trabajaron con lo que llamaste Distrito Cultural de L’Hospitalet de Llobregat tenía que recorrer un sector en dos horarios diferentes, por la tarde y por la noche. Como en todos tus trabajos de campo, los protocolos son muy específicos (se reforzará este aspecto en la palabra “protocolo”). En ellos había orientaciones sobre los horarios diurnos y nocturnos. En los protocolos diurnos se pedía, en primer lugar, hacer inventarios de locales y de sus usos: Inventario de naves cerradas o abandonadas: preguntar a qué se dedicaban, cuánto hace que están cerradas; fotografiar (frontalmente) la puerta, los carteles de “se vende” o “se alquila”, vidrios rotos, agujeros o cualquier otro signo de deterioro. Inventario de solares o descampados: preguntar qué había, cuánto hace que se derribaron los edifícios; fotografiar (si se puede) el descampado Inventario de naves cuya actividad tenga alguna relación con el reciclaje: preguntar los horarios, cómo va el negocio, la gente que trabaja, la gente que acude; hacer una foto del local (de lo que pueda verse desde la puerta). Inventario de locales que tengan que ver con arte, cultura, actividades sociales o comunitárias: hacer un listado indicando la actividad. Inventario de otros locales: fijarse si son actividades de producción, de reparación, de almacenamiento y distribución. Aparte de los inventarios, cada grupo tenía que hacer una grabación audiovisual: Hacer un travelling lateral de una sola toma de aproximadamente un kilómetro. Y tenía también que anotar varias cosas en los cuadernos de campo: Patrullas de policía; recolectores (informales) de basura; camiones y brigadas de recogida de basura o de limpeza; gente esperando; grafittis que os interesen; contenedores (formales) de basura, escombros, etc; acumulaciones (informales) de basura, escombros, etc; coches que parezcan abandonados; huellas de actividades no económicas (condones, restos de hogueras, colchones, residuos de comida o bebida, etcétera). Los protocolos para los horarios nocturnos eran más libres: Las observaciones nocturnas serán más subjetivas, más en la lógica de la deriva, del paseo estético, informal y azaroso. Se trata de caminar, de pensar, de conversar entre vosotros, de detenerse a escribir o a dibujar en el cuaderno de campo, de agudizar la sensibilidad al espacio (de dejarse decir algo por el espacio). La única exigencia es que hagáis: un inventario de todo lo que os llame la atención; una anotación en el cuaderno de campo cada media hora; los registros visuales o sonoros que os parezcan adecuados. Había también algunos procedimientos que había que evitar: Se evitará cualquier tipo de “información” sobre los espacios de trabajo: informes institucionales, de expertos, de especialistas o de informadores. No se trata de explicar el espacio, sino de hacer que sea el espacio mismo el que hable, el que nos diga alguna cosa. Por ser esta la primera vez que comentas un lugar de trabajo de campo y tus protocolos en este diccionario (más adelante tendremos “ruina” y “shopping”) me parece que podrías responder a estas primeras cuestiones: ¿Cuál es la razón y de dónde parte la idea de hacer el trabajo de campo en un proyecto de Distrito Cultural? ¿Por qué diferentes horarios de observación? Y, finalmente, ¿por qué no usar informaciones? Jorge. La decisión de recorrer esa zona tuvo que ver con un proyecto del Ayuntamiento de L’Hospitalet (un municipio industrial de la periferia de Barcelona, que creció con la emigración de las décadas de los 50 y los 60) para transformar una zona industrial deteriorada y muy afectada por la crisis en un Distrito Cultural orientado a atraer lo que ahora se llama “nueva economía”: industrias culturales, eso de la nueva economía de la información y la comunicación, de la innovación, de la tecnología, de la creación, de los jóvenes artistas, etc.. La retórica que se pone en juego es la de la segunda transformación de la ciudad. Si la primera se definió como el paso de una ciudad agrícola a una ciudad industrial (lo que pasó en los años 50 y 60), la segunda se está definiendo como el paso de una ciudad industrial, obrera, a una ciudad postindustrial: del conocimiento, de la creación, de la cultura, de la nueva economía. Me pareció que ahí, en esa zona, teníamos un territorio suspendido entre lo que ya no es y lo que aún no es. Un territorio cuyos usos han sido declarado obsoletos pero cuyos nuevos usos no han comenzado todavía. De hecho la zona está llena de naves industriales cerradas, en venta o en alquiler. Teníamos pues una operación en marcha de reciclaje de un espacio que disfraza, claro está, procesos de revalorización económica, de especulación inmobiliaria y de gentrificación (de expulsión de los pobres y de atracción de otros grupos sociales). Además, como yo vivo en ese municipio y tenía acceso tanto a las retóricas oficiales (las que parten del mismo ayuntamiento) como a las críticas (las que parten de asociaciones que se oponen al proyecto), me pareció que era una oportunidad estupenda para analizar también cómo se construyen los discursos sobre lo viejo y lo nuevo, lo obsoleto y lo innovador, lo que ya no tiene valor y lo que podría tenerlo, lo que es basura y lo que no lo es. Por todo eso, creí que era un buen lugar para trabajar el asunto de la disciplina, eso de la basura, de la analogía entre las basuras materiales y las basuras sociales, viendo cómo se definen también espacios basura que tienen que ser reciclados, revalorizados, transformados, etcétera. Me pareció que a partir de ahí se podían problematizar muchas de las prácticas socioeducativas en las que mis alumnos trabajan (o van a trabajar) y que tienen que ver con lo que llamo prácticas y discursos de tipo “re” (reinsertar, reciclar, readaptar, reintegrar, resocializar, reparar, etc.). Por otra parte, como la cosa se llama “Distrito Cultural” y la asignatura en que trabajábamos se titulaba Arte y cultura en educación social, me pareció que era un buen lugar para discutir de qué se habla cuando se habla de cultura, y para darle a algunas vueltas a eso de la relación entre “lo cultural” y “lo social”. En relación a tu segunda pregunta, sobre el por qué de los horarios nocturnos, te diré que en ese territorio deteriorado, abandonado, por el que yo suelo pasear a veces, se dan actividades medio escondidas, que tienen algo de ilegales. De noche es una zona oscura, apenas sin tránsito, en la que hay movimientos medio clandestinos, y eso le da una atmósfera muy particular. Como si su abandono y su tristeza (pero también su belleza) se percibiera mejor y de otra manera. Por eso decidí que podría ser bueno recorrerlo de noche, cuando el lugar está más desierto, más solo, más desolado. Porque cuando hay gente haciendo cosas es eso lo que llama la atención, pero cuando no hay gente lo que se percibe es apenas el espacio, sin sus usos. Es como entrar en una sala de cine cuando no hay película, o en un museo cuando no hay visitantes, o en una escuela en domingo, o en un shopping el día que está cerrado al público. O como recorrer una ciudad desierta, abandonada. Los espacios y las cosas te hablan de otra manera. Y uno mismo los siente de otra manera. La cuestión de la no-información y de la no-investigación, por último, tiene que ver con la presencia y con la literalidad. Aunque de la “literalidad” hablaremos en otra de las palabras de este diccionario, me gustaría apuntar algo aquí. La cuestión es que de la misma manera que un libro hay que leerlo palabra por palabra, atendiendo a lo que pone y a cómo lo pone, del mismo modo un espacio hay que recorrerlo también exhaustivamente, metro a metro, observando y anotando todo lo que contiene y cómo está puesto, o dispuesto. El modelo podría ser Georges Perec, la Tentativa de agotamiento de un lugar parisino, ese libro maravilloso donde Perec anota exhaustivamente todo lo que pasa en una plaza. La cuestión de la “presencia” (de la que también hablaremos en otra palabra de este diccionario) tiene que ver con el texto de Jan Masschelein, otra vez Jan, que leímos el primer día de clase, ese de “Pongámonos en marcha”. Ahí Jan habla de que lo importante no son tanto las representaciones como la presencia, el estar presente, el estar ahí. Él habla de atención, de estar atento, y relaciona la atención con la presencia. Por eso creo que los estudiantes tienen que evitar recoger informaciones sobre el lugar (de internet, por ejemplo), porque esa es la única manera de estar en el lugar sin que ese lugar haya sido ya previamente leído. Por eso creo que estos ejercicios no son estrictamente de investigación (en el sentido de recoger datos), sino que son ejercicios de atención, y de presencia. Lo importante es estar ahí, y estar ahí de una manera atenta. Pero creo que todo esto quedaría más claro si pudieras contar tu propia experiencia en ese lugar, el día que hiciste la salida con los estudiantes. Karen. Nuestro trayecto empezó en la salida del metro a las cinco de la tarde, y siguió por las calles previamente determinadas. Antes, el grupo de estudiantes había dividido las tareas, porque les pareció un poco excesivo el número de cosas que tenían que observar y registrar. Después de algún tiempo caminando, les recordé que tenían que hacer un travelling y que sería mejor hacerlo de día. La primera discusión que entablaron fue sobre cómo contar unkilómetro y, después, sobre cómo hacer el travelling, pues este movimiento requiere un desplazamiento de la cámara en una dirección. Ágatha tenía una bicicleta pequeña, así que le colocaron una cámara pequeña en el guardabarros y la llevaban a pie, para que el movimiento no fuese acelerado (otra discusión interesante fue sobre el tiempo y el espacio de la grabación). Habíamos caminado casi dos horas y media, y ellas ya se mostraban un poco impacientes con el trayecto: “vemos siempre las mismas cosas; no hay nada más que ver; sería mejor que investigáramos en algún material de L’Hospitalet; no hay nada que nos vaya a poder servir como idea para el trabajo final, etc.” Una vez más tuve que recordarles que había un protocolo muy claro para realizar el trabajo, que determinaba evitar cualquier tipo de información. Conseguir que el espacio hable no es fácil, por eso les dije con vehemencia: “tenemos que persistir, insistir y cumplir la orientación del profesor.” En realidad, yo misma no había entendido con claridad la necesidad de circular por el mismo espacio cuatro horas de día y cuatro horas de noche, y en aquel momento ni siquiera yo creía que aún iríamos a encontrar algo interesante. Respiré hondo y pensé en aquella máxima que suelo usar con mis alumnos: haga todo lo que su maestro le mande. Imagino que en aquel momento las alumnas ya se habían arrepentido de haberme invitado para que las acompañase, y ya habían percibido que no me disuadirían de respetar las reglas, incluso después de pagarme una caña y un bocadillo. Después de que cada una asumiera su papel, seguimos nuestro camino. Andando ya a paso lento, nos dimos cuenta de que estábamos al lado de una pared de láminas de metal. Con la curiosidad aguzada, Nuria intentaba subirse a la bicicleta de Ágatha mientras Domney agarraba el manillar y Yaiza le agarraba las piernas, hasta que yo abrí el portón, que solo estaba entornado. Había un camino abierto en medio de restos de construcción, carritos del supermercado abarrotados de cosas, plásticos, ropa, cristales por elsuelo. Como el lector descubrirá en el vocablo “basura”, el tema de la asignatura era ese y, por lo tanto, lo que a algunos les podría haber parecido un lugar feo y despreciable, para nosotros fue una “visión del paraíso”. Una mirada más atenta nos llevó a identificar que existía una clasificación de lo que allí había, un cierto orden en lo que a primera vista parecía un simple amontonamiento: un carrito con periódicos, otro con ropa y zapatos, un montón de libros y revistas en el suelo. Identificamos también que, además de esa clasificación, había una separación por sectores: cajas de plástico del mercado cerca del muro, paquetes de comida y latas de bebida en el césped, pantallas de ordenador y otros objetos electrónicos cerca de los arbustos. Había un lindo álbum de fotografías, de esos de los años ochenta en los que pegábamos las fotos con cinta adhesiva. En él había imágenes de un lugar de playa tiradas desde lo alto de alguna montaña, y también imágenes que parecían ser de una masía, con personas y animales. En una foto, particularmente, aparecía un señor con boina, con ropa de quien trabaja en el campo, al lado de un caballo negro y bajito, delante de una casa. Tardamos en darnos cuenta de la existencia de una especie de tienda de campaña montada con unas pancartas comerciales de lona. El terreno era enorme y, andando hacia el fondo, vimos varias barracas como esa, unas al lado de las otras, como si se tratase de un pequeño pueblo. El portón se abrió y nos dio miedo. Entró un hombre, se presentó y nos preguntó si todavía no había nadie allí. Dijo ser marroquí, y aprovechamos para hacerle todas las preguntas posibles. Descubrimos que aquel lugar servía como una especie de centro para almacenar la basura traída por recolectores. Allí la clasificaban para darle varios destinos. La ropa y los zapatos se vendían en aquelmismo lugar, por eso el marroquí se encontraba allí. A partir de cierta hora, los recolectores volvían a sus barracas y era entonces cuando se podían comercializar algunos de esos productos. El hombre nos informó de los lugares y horarios de circulación de los recolectores, incluso del desayuno en la parte de atrás de un supermercado local. Eso podía ayudarnos a encontrarlos durante sus actividades. Pusimos fin a nuestras actividades a las nueve y media, media hora después de lo que pedía el protocolo. Nos quedó mucho más claro el porqué de los horarios diferentes y, principalmente, de la insistencia en el número de horas y también en el tipo de información. Tres días después, recorrimos el mismo itinerario en el otro momento del día solicitado. Estábamos listas para repetir todo otra vez. Ese grupo creó un proyecto educativo con la basura al que llamaron Trash Experience, una especie de parque temático en el que las personas comprarían una entrada para tener una experiencia con la basura, en la que los recolectores gestionarían su propia imagen, crearían productos y explorarían sus actividades de forma interactiva con el espectador. Una especie de Disneylandia de la basura. Creo que algunas personas no entendieron el trabajo cuando se expuso. Sin embargo, el proyecto que presentaron no solo estaba totalmente relacionado con las observaciones de campo, sino también con algunas de las discusiones del semestre respecto a la explotación de la pobreza y la transformación de las cosas y de las personas en basura, sumada a la privatización de los espacios. Y claro, como constaba también en la orientación, intentaba poner a prueba el significado de las palabras “igualdad”, “público” y “común” en relación a lo que se había observado durante el trabajo de campo. Durante la presentación en clase, la foto del señor de boina con el caballo negro, en frente de la casa, sin fecha ni lugar, estaba presente. Yo la quité del álbum y me la llevé, no sé por qué. Pero sé que de alguna forma la foto hacía a aquel día hablar. LETRA E Educación Ejercicio Encargo Espigadores Estudiante Estupidez Experiencia Exposición Educación Karen. Para esta palabra quiero empezar por varias de tus negaciones a lo largo de las clases. La educación: “no tiene nada que ver con enseñar el arte de vivir”; “no es una preparación para la vida”; “no es terapia”; “no tiene nada que ver con la transformación de los sujetos”; “no es socialización”; “no tiene nada que ver con la transformación de la sociedad”. ¿Hay algo afirmativo sobre la educación? Jorge. Como sin duda recuerdas, hubo una materia que tuvo como punto de partida el famoso texto de Hannah Arendt sobre “La crisis en la educación”. Ya hemos dicho algo de ese texto en la palabra “amor”, en la palabra “autoridad” y en la palabra “dispositivo”, y seguramente volveremos sobre él. Ahí se relaciona la educación con la transmisión / renovación / comunización del mundo o, dicho de otra manera, con entregar el mundo a los nuevos para que pueda ser renovado. La educación, desde esa perspectiva, es la manera que tenemos los humanos de recibir a los nuevos en su “venir al mundo” entregándoles ese nuestro mundo. La educación tiene que ver con el don del mundo, no de la vida sino del mundo. Tiene que ver con preparar a los nuevos “para la renovación de un mundo común”. Y eso, dice Arendt, es muy difícil, casi imposible, en las actuales condiciones, y por eso la educación está en crisis. Está claro que la instrucción en modos de vida no está en crisis (proliferan las prácticas educativas que tienen que ver con decirle a la gente cómo tiene que vivir), ni tampoco la preparación para la vida, o para el trabajo (es un tópico pensar la educación como preparación para algo que está fuera y generalmente después de la educación), ni tampoco la terapia (nunca la educación estuvo más relacionada con la felicidad, el bienestar, la gestión de las emociones, la autoestima y otras categorías de psicología barata), ni la transformación de los sujetos (hacer que la gente sea más… lo que sea –aquí se puede poner cualquier palabra que se nos venga a la cabeza), ni la socialización (la iniciación de las personas en los patrones de comportamiento legítimos en la sociedad), ni siquiera la educación como una serie de promesas de transformación social (hacer que la sociedad sea más… lo que sea). Lo que está en crisis y seguramente en estado terminal es la transmisión y la renovación del mundo común. Más aún: lo que está en crisis es la existencia misma de un mundo común que pueda ser transmitido y renovado. Hay un libro muy hermoso que se titula Impedir que el mundo se deshaga que comienza con una frase de Albert Camus, del discurso de recepción del Nobel, que dice así: “cada generación se siente destinada a rehacer el mundo. La mía sabe que no podrá hacerlo. Pero su tarea es tal vez mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Una de las filósofas más influyentes en Cataluña en la actualidad, Marina Garcés, en un libro que se titula Un mundo común, dice que la frase que la ha acompañado durante su redacción, sin agotar su sentido, es una frase de Merleau-Ponty que dice: “la certeza injustificable en un mundo que nos sea común es para nosotros la base de la verdad”. Lo que ocurre es que para pensar la educación desde esta perspectiva hay que pensar qué quiere decir transmisión, qué quiere decir renovación, qué quiere decir mundo y qué quiere decir común. Y eso, pensar eso, era, de alguna manera, el asunto de la asignatura. Pero para ello hay que limpiar el terreno. De ahí, seguramente, mi insistencia en “la educación no es…”. Creo que lo que “la educación no es” se deja decir con una frase que, más o menos, todo el mundo entiende. Pero decir lo que “la educación es” exige pensamiento y, desde luego, perspectivas plurales. Y hay otra cosa que quiero decir, aunque tendré que empezar dando un rodeo. Está claro que una facultad de arte, o una facultad de filosofía, se ocupan del arte y de la filosofía, cuidan de ese pedazo del mundo común o de esa dimensión del mundo común que llamamos arte o filosofía. Y está claro también que cada vez que muestran algo como “arte” o como “filosofía” están, al mismo tiempo, pensando sobre “qué es arte” o “qué es filosofía”, definiendo o determinando, de algún modo (seguramente de muchos modos), qué es eso que hacen, qué es eso que enseñan, qué es eso de lo que se ocupan. No se puede ser estudioso o estudiante de arte sin darle vueltas a qué es eso del arte, como no se puede ser estudioso o estudiante de filosofía sin darle vueltas a qué es eso de la filosofía. Y yo creo que una facultad de educación, una facultad que se ocupa y se preocupa por la educación, que la estudia, que la enseña, no puede dejar de pensar, una y otra vez, qué es (y qué no es) eso de la educación. Y eso no significa solo que haya asignaturas especializadas en eso (como Teoría de la educación o Filosofía de la educación), sino que debe ser una interrogación transversal a todos los saberes que la componen. En todos los cursos que preparo, sea cual sea el asunto, siempre está presente una actitud reflexiva respecto a qué es (y qué no es) educación. Y eso estaba muy claro en esa disciplina en la que estás pensando cuando me lanzas de ese modo la palabra “educación”. El ejercicio fundamental de la asignatura era elaborar una idea de “refugio educativo” en un edificio abandonado, en una ruina. Pero la instrucción era que había que explicitar en qué sentido era “refugio” y, sobre todo, en qué sentido era “educativo”, qué quería decir, prácticamente, en ese diseño pedagógico, la palabra “educación”. Por eso el significado de la palabra “educación”, en mis cursos, no es nunca un punto de partida, o algo que se supone, sino que es algo que se piensa, el asunto que hay que pensar, lo problemático mismo. Karen. La educación moderna siempre ha formulado promesas. En tu texto “Dar la palabra”, afirmas que la educación está relacionada no con el futuro, sino con el porvenir. Definiendo la educación como: “Nuestra relación con aquello que no se puede anticipar, ni prever, ni predecir, ni prescribir; con aquello sobre lo que no se pueden tener expectativas; con aquello que no se fabrica, pero que nace (si entendemos, con María Zambrano, que ‘lo que nace es lo que va de lo imposible a lo verdadero’; o si entendemos, con Hannah Arendt, que el nacimiento tiene forma de milagro); con aquello que escapa a la medida de nuestro saber, de nuestro poder, de nuestra voluntad.” Para aclarar esta parte, tal vez convenga exponer la diferencia entre “transformación” y “renovación del mundo”. Jorge. La misma Hannah Arendt, en sus textos políticos, desarrolla la idea de que el totalitarismo moderno es revolucionario, es decir, se propone la creación de un mundo nuevo y, por tanto, de un hombre nuevo. Y lo hace, desde luego, removiendo todos los obstáculos, sobre tierra quemada. De ahí su enorme capacidad constructiva y, al mismo tiempo, su enorme potencia destructiva. Todo totalitarismo es un proyecto de mundo. Y toma a los nuevos, a los niños y a los jóvenes, como la materia prima para la realización de ese proyecto, de esa idea de lo que el mundo debería ser. Y convendrás conmigo en que el capitalismo contemporáneo, ese que algunos de mis amigos llaman “turbocapitalismo”, se caracteriza por la increíble velocidad con la que cambia (o quizá destruye) el mundo y cambia (o destruye) a los sujetos. También el turbocapitalismo es un proyecto de mundo que implica una producción masiva de sujetos, de forma de subjetividad. En Arendt la educación se relaciona con el nacimiento, y el nacimiento tiene la forma de la novedad, del acontecimiento, de lo que no se puede reducir a efecto, a proyecto, de lo que interrumpe tanto las relaciones causa-efecto como proyecto-resultado. Desde ese punto de vista, entregar el mundo a los nuevos no es transformar el mundo sino entregarlo como abierto, abrirlo a su renovación posible, a una renovación que nunca será nuestra. La transmisión no está del lado de la transformación (en tanto que proyecto de transformación, de los individuos o de la sociedad) sino de la renovación (que, por definición, no puede ser proyectada). Por eso, para mí, es perverso, en educación, hablar de proyectos y de resultados. De todos modos, y como aquí estamos elaborando mis maneras de profesor, tal vez tenga sentido señalar, en la palabra “educación”, la manera como mis propios cursos no pueden anticipar lo que podría ser su resultado (ni en los términos antiguos de conocimientos, ni en los términos actuales de competencias). Y que eso también marca tanto la relación que se establece con los textos (que nunca son tomados como “contenidos”) como la relación que se establece con los ejercicios (que nunca son tomados como “prácticas” o “actividades” que puedan resultar en un saber-hacer). De hecho, siempre se trata de que algo pase (en la lectura, en el ejercicio, en la conversación), pero teniendo muy claro que el profesor nunca es el dueño de ese “algo”. Es más, que lo que al profesor realmente le gustaría (para lo que trabaja en definitiva) es que los efectos de sus cursos sean inesperados y sorprendentes para él mismo. Y lo que me consuela es pensar que esos efectos inesperados, sean los que sean, no son visibles para mí (o lo son de una manera mínima) y que si se dan, si es que se dan, es siempre en una dimensión que me es ajena. Es decir, que en educación uno hace las cosas “por si acaso” y sabiendo que ni siquiera va a ver si lo que uno hace tiene o no algún efecto. En fin, que el futuro se proyecta pero el por-venir es incalculable. Ejercicio Karen. Pasé a tener contacto con la práctica de ejercicios en tus clases a partir del segundo día de la asignatura de Sociología de la Educación. En la clase anterior habíamos visto Tierra sin pan, de Luis Buñuel. En este documental de 1932, el cineasta graba Las Hurdes, una región paupérrima de España, en su precariedad cotidiana. Una de las propuestas era hacer una grabación en un barrio rico, pero con la misma perspectiva del documental de Buñuel. Otra propuesta era hacer comentarios “por encima de” la película, con una voz en off, desde un punto de vista pretendidamente antropológico, al estilo “formas de adaptación de los seres humanos a un entorno hostil”. Vimos otra película de Buñuel, Los olvidados, grabada en 1949-1950 en los suburbios de la Ciudad de México, y que muestra la vida de jóvenes considerados delincuentes. Para el trabajo sobre ella, la orientación provino de los espectadores: pensar un proyecto de “reinserción” para Jaibo y Pedro; un proyecto de “prevención” para Ojitos y Meche; hacer un “perfil psicológico” del padre de Pedro, del padre de Julián y del ciego Carmelo; esbozar “un proyecto educativo” para los explotadores de la miseria infantil; algunos alumnos podrían ver otras películas con temática semejante, como Ciudad de Dios o La virgen de los sicarios, y hacer una comparación. Confieso que me compadecí un poco de los alumnos (tal vez porque a mí misma me dejaron aturdida tantas anotaciones), pero también me compadecí del profesor: ¿cómo conseguirías anotar e incluso comentar tantos ejercicios? Al fin y al cabo, no se me olvidaba que tenías entre 70 y 80 estudiantes en cada clase. Fue también ese día cuando pronunciaste una de las frases más emblemáticas del semestre, de autoría de tu amigo Fernando González: “la asistencia no es obligatoria, pero la presencia sí.” Aunque la enunciaste con cierta crudeza (como un duro llamamiento a la supuesta aridez con la que, aparentemente, se conducirían las clases), la frase pasó a tener sentido completo en el concepto y en el diseño de lo que es un “ejercicio”. Pero eso solo lo pude empezar a entender en una clase tuya a la que asistí en el posgrado, y que merece un comentario aquí. Tuvo lugar durante un día de mucho cansancio, que empezó por la mañana con Antropología Cultural y una discusión sobre los conceptos de heterocronía y heterotopía, fundamentales para empezar a componer la idea de “refugio”, categoría central en el trabajo de esa asignatura. Fue a través de un lindo cortometraje titulado Alumbramiento que esas ideas empezaron a ser elaboradas. Y, al final de la clase, de nuevo un ejercicio: tendríamos que escribir sobre nuestros refugios, es decir, sobre nuestros lugares secretos de la infancia. ¿Cuáles eran? ¿Cómo eran? De nuevo me pregunté en mi cuaderno: “¿Por qué este énfasis en los ejercicios?”. Los viernes, después de la clase de por la mañana, siempre nos reuníamos para comentar la semana, los protocolos, los próximos pasos a los que las clases nos llevaban. Por la tarde teníamos clase en el posgrado y, aquel día, tu pregunta inicial fue: “¿De dónde procede nuestra idea de ejercicio?”. Nos llevaste a los griegos – a la ascesis griega – hasta llegar a Foucault. Y, así, es en la lógica del ejercicio del ejército, del saber que se ejercita de la medicina y, finalmente, del estar en forma, del “estar preparado” de la escuela, que parece ubicarse tu idea de ejercicio y de pensamiento: solo se aprende a través del ejercicio y solo se aprende de alguien que tiene algo que decir. Con base en el contexto etimológico que nos presentaste, el ejercicio es una entrega, pero tambiénes un lugar, por decirlo así, de preparación para la práctica. Eso desmonta una educación meritocrática, por ejemplo. Es decir, si la escuela es el lugar del ejercicio, es también entonces un lugar de preparación, de repetición, no de merecimiento. Puedes elegir por dónde empezar. Jorge. Un curso podría verse como una dietética (en mi caso, una selección de textos y de películas, un dossier, ya le hemos dedicado una palabra a esa idea) y como una gimnástica (en mi caso, una serie de tareas encomendadas). El profesor pone algunos textos encima de la mesa (da a leer) y propone algunos ejercicios en relación a los textos. Puesto que mis cursos suelen incluir un trabajo de campo, podríamos decir también que el profesor delimita un espacio y exige una serie de actividades, de ejercicios, en relación a ese espacio que va a funcionar también, de algún modo, como un texto. El profesor, por tanto, es fundamentalmente un seleccionador de textos (una especie de curador) y un inventor de ejercicios. O, si se quiere, un prescriptor a la vez dietético y gimnástico. Tienes razón cuando dices que acostumbro a solicitar ejercicios desde el primer momento, desde las primeras aulas, en relación a los primeros textos o a las primeras películas. Eso hice, como consta en tu cuaderno, con las dos películas de Luis Buñuel con las que inicié ese monográfico sobre “la pobreza” en el que consistía la materia de una de las asignaturas. Pero creo importante señalar que en la primera de las tareas (filmar un barrio rico con el mismo enfoque con el que Buñuel filmó el atraso de Las Hurdes, esa lógica, propia de la Geografía Humana, de “vida, trabajo y costumbres de una población en relación a su entorno natural”, haciendo como si fuera un habitante pobre de Las Hurdes el que visitase un barrio rico de Barcelona) se trataba de comenzar a ejemplificar el ejercicio de inversión en el que iba a consistir el trabajo final de la asignatura (algo de eso se desarrolla en la palabra “ricos” de este diccionario). La segunda de las tareas (proponer diversas actividades en relación con los personajes de Los olvidados) estaba pensada para comenzar a desnaturalizar los discursos y las prácticas dominantes en educación social (esas que tiene que ver con informes, diagnósticos, programas de intervención sobre los individuos y las poblaciones). La tercera tarea (comparar Los olvidados con otras películas de ese género que podríamos llamar “niños de la calle en las periferias urbanas, a punto de caer en la delincuencia” y que tan buenos –y malos– ejemplos ha dado en el cine latinoamericano) estaba orientada a que los alumnos comenzasen a problematizar las representaciones de la pobreza haciéndose conscientes de ciertas regularidades discursivas. Como ves, no son en absoluto tareas arbitrarias, sino que todas ellas tienen una relación explícita con el asunto de la materia. Y lo mismo podríamos decir del ejercicio de recordar y describir los refugios de su infancia, esos escondites, esos lugares que tú llamas “secretos”, sustraídos a la mirada y al control de los adultos, y que están presentes, creo, en la mayoría de las experiencias infantiles. De hecho, como sabes, la propuesta de trabajo final de ese curso fue algo así como diseñar un refugio educativo (algo de eso se desarrolla en la palabra “refugio”). Dicho esto sobre los ejercicios concretos que tan bien recuerdas, me gustaría decir ahora tres cosas sobre la lógica general del ejercicio, de lo que los griegos llamaban ascesis (y de lo que algo hemos dicho también en la palabra “disciplina”). En la antigua Grecia, la que inventa la escuela, los ejercicios se plantean, sobre todo, en relación a los atletas y los soldados. Los atletas se ejercitan en el gimnasio para la competición, pero allí la competición está suspendida, es decir, se hacen las mismas cosas que en la competición pero sin competir. Es en ese sentido que el ejercicio es preparación. Y lo mismo podríamos decir de los soldados, que se ejercitan para el combate sin competir, en una serie de actividades en las que el combate está suspendido, en el que se hace como si se combatiera, pero sin combatir. En ambos casos se trata, sobre todo, de ejercicios corporales (que tienen, desde luego, efectos en el alma, en el carácter, en la mente). Los ejercicios escolares aparecen en este contexto, pero se plantean más bien como ejercicios espirituales. Pierre Hadot (con quien Foucault trabajó en la última parte de su obra, la que tiene que ver con las tecnologías del yo y las prácticas ascéticas en la antigüedad) ha estudiado eso muy bien, y en sus Ejercicios espirituales y filosofía antigua escribe, por ejemplo, que: “Del mismo modo que por medio de la práctica repetida de ejercicios corporales el atleta proporciona a su cuerpo una nueva apariencia y mayor vigor, gracias a los ejercicios espirituales el filósofo proporciona más vigor a su alma, modifica su paisaje interior, transforma su visión del mundo y, finalmente, su ser por entero. La analogía podría resultar todavía más evidente por cuanto que en el gymnasion, es decir, en el lugar donde se practicaban los ejercicios físicos, eran impartidas también lecciones de filosofía, lo que significaba que se llevaba a cabo allí un entrenamiento específico en la gimnasia espiritual”. Pero lo que es importante es que los estudiantes no son atletas ni soldados, que los ejercicios escolares no tienen nada que ver ni con la competición ni con el combate. En la universidad, al menos en mis clases, ni se compite ni se lucha. Y las aulas no son en absoluto lugares de exhibición (ni del profesor ni de los estudiantes). Los ejercicios escolares deben concebirse como gimnasias de la atención. Así ha sido desde los orígenes de la escuela. Podría hacerse, creo, una historia de la escuela como una historia de la invención y la puesta en práctica de ejercicios de atención, tanto corporales como espirituales. De lo que se trata es de llamar la atención, de sostener la atención, de disciplinar la atención, de crear sujetos atentos. Y atentos, sobre todo, al mundo. No a sí mismos, sino al mundo. Y podría decirse también que si en la universidad, al menos en mis clases, se trata de convertir a los alumnos en estudiantes (ver a ese respecto la palabra “alumno”), los ejercicios son siempre ejercicios de estudio y para el estudio. Se entenderá, entonces, la dificultad de la tarea, si tenemos en cuenta el efecto arrasador de las tecnologías de la distracción. Y si tenemos en cuenta también que la universidad ya no piensa a sus sujetos como estudiosos y estudiantes, sino como investigadores, expertos y futuros profesionales (o emprendedores). Todo el vocabulario del que me he ido distanciando en las palabras tachadas de este diccionario, lo que hemos llamado no-palabras (aprendizaje, calidad, comunicación, información, investigación, metodología, objetivos, profesionalismo o utilidad), podría tomarse como síntoma de una verdadera guerra contra el estudio. La segunda cosa que quiero decir es que la lógica del ejercicio exige que se entre en sus reglas sin preguntarse demasiado por qué. Hay que entregarse al ejercicio sin necesidad de saber muy bien cuál es su finalidad o su sentido, porque sí, porque el profesor lo manda. Algo que sería obvio si pensásemos en los ejercicios corporales (en el deporte, por ejemplo), o en los aprendizajes altamente disciplinados (como la música), pero que es particularmente difícil en la universidad de la época del alumno cliente (y del profesor vendedor), del alumno que se la pasa preguntando ¿y esto para qué (me) sirve? (y del profesor que se la pasa tratando de convencer a sus alumnos de lo útil y provechoso que les va a ser pasar por su asignatura). Para terminar, la tercera cosa que quiero decir tiene relación con esa frase que tú comentas, esa que le copié a mi amigo el profesor Fernando González y que dice que la asistencia no es obligatoria pero la presencia sí. Desarrollaremos eso en la palabra “presencia”, pero baste por ahora con decir que si el ejercicio lo es de la atención hay que entregarse a él de cuerpo y alma o, por decirlo de una forma que en esta época casi es incomprensible, hay que estar en lo que se hace. Por eso los ejercicios no se pueden hacer de cualquier manera. Y por eso la tarea del profesor no es solo asignar ejercicios sino enmarcar también cómo deben hacerse. Encargo Karen. El acuerdo es que dediquemos un par de palabras a los textos que se trabajaron en cada una de las materias. Dedicaremos una palabra a una película y otra a un texto escrito. Para la materia cuyo tema era la pobreza, Sociología de la Educación, el texto escrito podría ser uno de los que a ti más te gustaban (recuerdo la pasión con la que leíste algunos párrafos) y, curiosamente, el que tus alumnos consideraron de lectura más difícil, el que consideraron más ilegible. Me refiero a las primeras secciones del libro de James Agee y Walter Evans Elogiemos ahora a hombres famosos. Además, propusiste un ejercicio a partir de las primeras palabras del libro, esas de “me parece curioso, por no decir obsceno y absolutamente aterrador…”. ¿Te parece comentar ese texto? Jorge. Me parece que la posición de ese texto en el curso puede mostrar qué es eso de un curso entendido al modo musical, y cómo funciona ahí eso de la confluencia de varias líneas melódicas, eso de la producción de efectos complejos de resonancia entre temas y motivos, pero también entre tonos. La primera confluencia tiene que ver con la época, la Gran Depresión, y ahí el texto de Agee resonaba con otros de los textos leídos en la asignatura, concretamente los de John Steinbeck (Las uvas de la ira y Los vagabundos de la cosecha), y con la novela de Woody Guthrie Una casa de tierra. La segunda confluencia tiene que ver con el lugar, los Estados Unidos, y ahí el texto de Agee resonaba con Steinbeck y con Guthrie, desde luego, pero también con Los pobres, el libro de William T. Vollmann que trabajamos al final del curso y en cuyo prólogo hay referencias explícitas tanto a Las uvas de la ira como a Elogiemos ahora a hombres famosos. La tercera confluencia tiene que ver con la relación entre las palabras y las imágenes. La novela de Steinbeck la pegamos a la película del mismo título de John Ford, pero también, si recuerdas, a las fotografías de Dorothea Lange; y el libro de Agee está acompañado con las fotografías de Walker Evans. La cuarta confluencia tiene que ver con el tono. Y es que todos esos textos están referidos a la pobreza de un mundo campesino en trance de extinción, sometido a terribles presiones, y todos ellos están atravesados, por tanto, por un cierto tono elegíaco, como si fueran una especie de elogio fúnebre a unas formas de vida que desaparecen. Y todos ellos están atravesados también por un cierto tono épico, de claras resonancias bíblicas, muy propio de la cultura norteamericana. Pero la línea melódica principal, la que tiene que ver directamente con el tema, está referida a lo que en educación social y, en general, en el trabajo social, se llama “el encargo”, las contradicciones del encargo y la necesidad, a veces, de traicionar el encargo. El encargo tiene que ver con quién te contrata y para qué te contrata, es decir, con la obediencia que debe cualquier profesional a las instituciones para las que trabaja y al modo como esas instituciones definen la naturaleza y la función de su trabajo. Pero esa obediencia entra en conflicto con la responsabilidad que el trabajador social tiene con las personas con las que trabaja. Y eso le lleva a reinterpretar el encargo, a desviarlo y, algunas veces, a traicionarlo, es decir, como dicen algunos de mis amigos, a convertirse en agente doble, en un agente que sirve a los dos bandos pero que también traiciona a los dos bandos. Es ahí donde el arranque del libro de Agee es extraordinario: ese largo y hermoso párrafo que comienza con “me parece curioso, por no decir obsceno y absolutamente aterrador” en el que Agee muestra su suspicacia, su desprecio y su ira por la empresa periodística que les ha contratado para fabricar un producto que puede venderse, no solo por dinero, sino también a cambio de réditos morales y de imagen pública, es decir, en nombre de la buena conciencia y del periodismo honesto. En ese párrafo Agee considera a los que les contratan como “sus enemigos más peligrosos” y se declara a sí mismo y a su compañero Evans de “espías” y de “estafadores” aunque, aparentemente, trabaje el uno de periodista y el otro de fotógrafo. El párrafo comienza diciendo que le parece: “Curioso, obsceno y absolutamente aterrador que a una asociación de seres humanos reunidos por la necesidad, el azar y el provecho en una compañía, un órgano del periodismo, se le ocurriera hurgar íntimamente en las vidas de un grupo de seres humanos indefensos y lastimosamente perjudicados, una familia de campo, ignorante y desvalida con el propósito de exhibir la desnudez, desventaja y humillación de estas vidas ante otro grupo de seres humanos, en nombre de la ciencia, del ‘periodismo honesto’ (cualquiera que pueda ser el significado de esta paradoja), de la humanidad, de la osadía social, por dinero y por la fama de hacer cruzadas y ser imparciales”. Además, Agee interpela también directamente al lector preguntándole por qué causa y con qué fin y con qué derecho va a leer ese libro y va a emocionarse y a edificarse y a halagar su buena conciencia con “la pobreza vista a distancia”. Digamos que ese primer párrafo es una excelente de-construcción tanto de las condiciones de producción como de las condiciones de recepción de un texto. Y eso, que un texto no es neutro, que tanto su escritura como su lectura están marcadas, es, creo, una de las lecciones fundamentales del curso. Agee tiene la lucidez y la osadía de declarar que el trabajo que se ha propuesto hacer, que ha hecho, el libro que ha escrito, implica necesariamente traicionar tanto a los que lo han encargado como a los que podrían tener interés en comprarlo. Y es ahí donde ese motivo, o ese tema, resuenan con otros textos del curso. En primer lugar, resuena con el personaje de Daniel, el protagonista de la película Hoy empieza todo, de Bertrand Tavernier: el director de un parvulario de un barrio periférico que, por responsabilidad con los niños, tiene que enfrentarse a las distintas burocracias institucionales y políticas de las cuales depende. En segundo lugar, el motivo de las contradicciones del encargo resuena con los personajes de La miseria del mundo de Pierre Bourdieu, en particular los que aparecen en la sección titulada “La dimisión del Estado”, esos personajes, trabajadores sociales todos ellos, que enfrentan cotidianamente la contradicción entre el estar al servicio de un Estado que les contrata y al mismo tiempo los abandona y, en ocasiones, los desautoriza, y estar también al servicio de unas personas ante las que tienen una responsabilidad profesional, desde luego, pero también moral y política. Entre esos personajes está Pascale, que trabaja en políticas de vivienda, que tuvo el encargo de propiciar la participación de los implicados en un programa de realojamiento, que se tomó demasiado en serio ese encargo al trabajar en la reactivación de la vida asociativa y reivindicativa y autogestionaria del barrio, y que eso significó su desautorización por parte de quienes le habían contratado. Pascale choca por arriba y por abajo. Por arriba con una burocracia inoperante e hipócrita. Y por abajo con una población desmotivada y desmovilizada. Y lo que le pasa es que no decide sobre los medios que se ponen a su disposición, que no puede dar lo que la gente le pide y que lo único que puede dar es lo que la gente no pide. También está Denis, un juez de aplicación de penas que, para hacer bien su trabajo, tiene que pelearse tanto contra los tribunales cuyas decisiones cuestiona como contra la burocracia de las instituciones penales que resisten cualquier práctica que les pueda provocar problemas. Denis tiene que hacer funcionar el sistema contra el sistema, y eso lo convierte en un personaje incómodo no solo para las instituciones, sino también para los otros profesionales con los que trabaja. Y leímos, por último, el caso de Francis, un educador de calle que trabaja con toxicómanos y cuya forma de trabajar va mucho más allá de su encargo profesional. Para hacer bien su trabajo, Francis tiene que situarse al margen de la institución y utilizar lazos personales de colaboración y complicidad con amigos y conocidos, tiene que trasgredir las reglas y convertirse en una especie de representante de los drogadictos en tanto que se compromete con ellos más allá de lo que exige su profesión. Francis cree que el educador tiene que estar con la gente independientemente de la institución que representa. Él es un educador que arma contrapoderes, y por eso lo despiden. Pero hay aún otras resonancias, quizás menos evidentes. La cuestión del encargo (y de las contradicciones del encargo y de la traición al encargo) que aparece en el libro de Agee resuena también con la posición de total desconfianza frente a las instituciones, frente a sus prácticas y sus lenguajes, de la gente de Barrilete Cósmico, tal como la expresan en un párrafo de Pedagogía Mutante que leímos en clase dos veces, en voz alta, y que no me resisto a transcribir: “Rechazamos desde un primer momento todos los términos técnicos que hablan de los pibes: niños en situación de calle, en conflicto con la ley penal, abordaje, intervención, adicto; también rechazamos la peregrinación por los juzgados y los equipos técnicos con sus legajos. No buscamos crear un centro de día, el intercambio interdisciplinario nunca se dio. No hay casos. No discutimos casos. No queríamos armar una organización que albergue pibes y les permita refugio subjetivo. No queremos a los pibes más educables, los que seguro (mal que mal) siguen lo esperado; no hay protocolo. No hay inclusión, no es posible y además le dijimos no de entrada a la inclusión como excluidos. A decir verdad, parece que no tenemos objetivo. No terciaríamos las políticas de otros. No somos técnicos ni profesionales pero tampoco somos militantes, no hacemos política, no somos educadores populares, no creemos en la igualdad futura, no nos importa. No tenemos expectativas, no sabemos. Ya no aspiramos a resolver la compleja problemática. No transformamos la realidad, es más no creemos que la educación sea herramienta de cambio. No se trata de transmitir, ni de incluir, ni de aconsejar, ni de salvar, ni de emancipar a los pibes y pibas. Carecemos de ética militante, de moral. No juzgamos, no ofrecemos redención. No hay talleres sobre sexualidad, HIV o sobre la dictadura, sentimos que no hay nada para transmitir. No hay sujeto a emancipar. No planificamos (y cuando lo hicimos no salió), no proyectamos, no hay proceso. No construimos un rol adulto, no asignamos roles. No forzamos modos de vincularnos. No creemos ser una organización. Tampoco un quiosquito. Ni gueto ni microempresa. No tenemos sede, no necesitamos. No tenemos un deber, ni una misión, ni nada. No nos quedamos quietos. Los pibes y las pibas no dependen de nosotros, no lo aceptamos. No somos responsables, no nos hacemos cargo; no somos recurso. No queremos el patronato, ninguno; ni el antiguo ni el nuevo progre, médico psico social. No le hacemos mal a nadie, no manejamos el destino final de las cosas, no es rock and roll… es pura suerte”. Karen. Recuerdo otra frase del texto de Agee que comentaste ampliamente, una frase que implica ciertas consideraciones metodológicas y que tú hiciste resonar con el trabajo de campo y, sobre todo, con la crítica a las metodologías de investigación. Jorge. Seguramente te refieres a estas líneas del prefacio de Agee: “El tema nominal es el de los arrendatarios del algodón en Norteamérica, examinados a través de la vida cotidiana de tres familias (…). En realidad, el esfuerzo estriba en reconocer la estatura de una porción de existencia inimaginada y en aportar técnicas apropiadas para su informe, comunicación, análisis y defensa (…). Los instrumentos inmediatos son dos: la cámara fija y la palabra impresa. El instrumento predominante –que es así mismo uno de los centros del tema- es la conciencia humana individual y antiautoritaria (…). Si surgen complicaciones, es porque (los investigadores) intentan abordar su tema no como periodistas, sociólogos, políticos, animadores, filántropos, sacerdotes o artistas, sino seriamente”. Una cosa es el tema nominal, el objeto de investigación, que se presenta sin problemas, y otra cosa es lo que Agee pretende y, sobre todo, la manera como se pone a trabajar, la naturaleza de su esfuerzo. Su objeto de investigación es la vida cotidiana de tres familias de arrendatarios. Pero su esfuerzo es comunicar y defender existencias inimaginadas e inimaginables. Y para eso, para ese trabajo, lo único que tiene es la palabra y la cámara, es decir, la puesta en juego de las preguntas del Maestro Ignorante, ¿y tú qué ves?, ¿y tú, qué dices?, ¿y tú qué piensas?, los sentidos, el lenguaje y el pensamiento, la capacidad de mirar, la capacidad de pensar y la capacidad de hablar, eso que hay que utilizar en tanto que seres humanos, seriamente, renunciando a cualquier posición enunciativa que, por segura y asegurada, impida la experiencia. Es fácil mirar y pensar y escribir “como” periodista, o “como” sociólogo, o “como” filántropo, incluso “como” artista: solo hay que impostar las convenciones de cada una de esas posiciones enunciativas, de cada uno de esos “como”, y así se evita uno las complicaciones. Unas complicaciones que aparecen también en la lectura porque cuando el lector reconoce esos “como” de quién le está hablando, él sabrá también, inmediatamente, de qué se trata, y eso también le evitará complicaciones, también le evitará leer como un ser humano, es decir, seriamente. Y lo que yo les trataba de decir a los chicos y a las chicas de la clase es que a lo mejor, alguna vez, el trabajo hay que tomárselo seriamente, y que para eso hay que separarse de la posición institucional y, quizás, traicionar el encargo. Hay veces en la vida (también en el trabajo) en que hay arriesgar algo, comprometerse en algo y tal vez contra algo, y ser, en definitiva, valiente. Espigadores Karen. No me cabe duda de que aquí partiremos de la película de Agnès Varda, Los espigadores y la espigadora, que vimos en Arte y Cultura en Educación Social. La directora parte de un cuadro de Millet, Des glaneuses, y estudia a lo largo de la película ese modo de hacer (“espigar”) que incluye el movimiento del cuerpo y de las manos. Un gesto campesino que puede encontrarse hoy también en el espacio urbano, pero que pertenece a un tiempo que se repite, a un tiempo cíclico. Por lo que me parece, el gesto del recolector de basura, así como el del “espigador”, es el de agarrar, recoger, pero también el de separar. Tal vez, de la misma forma, también lo es el gesto del trapero, delineado por Benjamin al hablar de Baudelaire, aquel que a todo momento para para rebuscar en la basura con la que se depara y también, sin duda, el de quien barre las calles, el “barrendero” de nuestro diccionario. En fin, esta película fue una de las fundamentales de la asignatura, pues parece que querías hacer retumbar en el trabajo de campo esas fronteras, algunas veces ambiguas y otras no, en el interior de los espacios. Jorge. En otra de las palabras relacionadas con la asignatura de Arte y Cultura, en la palabra “barrenderos”, ya me he referido a esa relación, que tú señalas, entre el gesto del barrendero de Bauman (el que cada día recorre las calles de la ciudad para separar lo que la sociedad acepta y lo que rechaza y, sobre todo, para establecer y mantener la frontera entre lo aceptado y lo rechazado) y el del trapero-poeta de Benjamin (el que hace poesía con lo que la ciudad desecha). Por otra parte, en la palabra “basura”, sobre todo en relación a tu pregunta por el uso que hice en clase de las dos películas rodadas en el Jardím Gramacho (el enorme vertedero de Rio de Janeiro), ya he dicho algo de las ambigüedades de la relación entre el arte y la basura, y entre el arte y las personas que trabajan con la basura, que hacen de la basura su modo de vida. Lo que introduce el gesto de espigar tal como lo elabora la película de Vardà es, entre otras muchas cosas, la cuestión de los bienes comunes (sobre lo que algo he dicho en la palabra “común” de este mismo diccionario). Para mostrar eso podemos transcribir el modo como aparece en la película la legislación tradicional sobre el derecho al espigueo. Hay una cita de un libro sobre el derecho a la propiedad que dice que: “La comunidad en su totalidad posee varios derechos sobre las tierras privadas: el derecho a la recogida de espigas de trigo desechadas u olvidadas por los cosechadores, un derecho derivado de las Sagradas Escrituras y aplicado por San Luis. Este derecho estaba reservado a los viejos, los jóvenes, los enfermos y las viudas que no podían alquilar sus manos durante el periodo de la cosecha. Tenían el derecho a recoger los racimos que olvidaban los cosechadores. Derecho a rastrillar la hierba seca. Derecho a recoger los frutos silvestres de los arbustos. Y también el derecho a llevar sus rebaños a pastar por las cañadas, día sí día no, para permitir la trashumancia”. Hay también la referencia a los textos sagrados, al Levítico: “Cuando hagas la recolección de tu campo no lo segarás hasta la misma orilla ni recogerás las espigas caídas; lo dejarás para el pobre y el extranjero”. Y al Deuteronomio: “Cuando hagas la recolección de tu cosecha, si olvidas una gavilla, no vuelvas a buscarla. Déjala para el extranjero, el huérfano y la viuda”. En esa lógica, en la película aparece el señor Dessaud, abogado, vestido con toga entre las coles, que repasa sus libros de leyes y encuentra un artículo del Código Penal que dice que para que los espigadores puedan recolectar: “La cosecha tiene que haberse dado por terminada y al espigador solo se le permite espigar desde la salida hasta la puesta del sol”. Y encuentra también un decreto de un viejo libro de leyes, de 1554, que permite a los pobres y los necesitados rebuscar en los campos después de las cosechas. Por último, aparece también en la película la señora Espié, también abogada, que habla de los bienes abandonados en la ciudad, en el espacio público, que tienen la consideración de res derelictae, de cosas sin dueño: “Estos objetos no pueden ser robados, ya que no tienen dueño. Las personas que recuperen esos objetos se convierten en sus dueños legales. Adquieren esa propiedad de manera un tanto original, ya que no los adquieren de nadie en particular. Simplemente toman el objeto y ya les pertenece de manera irrevocable”. A partir del cuadro de Millet que habla aún de una práctica campesina casi desaparecida, la película es un viaje por Francia al encuentro de toda clase de recuperadores, de gente que busca en la basura, que recoge lo desechado tanto en el campo como en la ciudad, a veces por necesidad, a veces por razones éticas o ecológicas, a veces por razones estéticas, a veces por azar, a veces como modo de vida, pero todos ellos hacen algo con las cosas sin dueño, con las cosas que son de todos (y de nadie) porque no valen nada, y a las que el gesto del recolector, del espigador, es capaz de dar una nueva vida. Hay cuatro motivos más concretos en la película que me interesa subrayar. El primero es la aparición del retablo de Van der Weyden titulado El juicio final, en el que el arcángel Miguel pesa y juzga los pecados de los muertos. Aquellos cuyos pecados son livianos irán al cielo, y aquellos cuyos pecados pesan mucho se les condena al infierno. Vemos aquí el carácter teológico de toda selección, la manera como se separa inapelablemente lo salvado y lo condenado. Y, como seguramente recordarás, aproveché ese pasaje para hablar del limbo, del lamentablemente desaparecido limbo, que era el único lugar que escapaba a la economía dual e implacable del plan divino. En el limbo, como decíamos en el programa de radio al que me referiré en la palabra que le hemos dedicado en este diccionario, no hay ni pena ni gloria, nadie está condenado y nadie tiene salvación. El limbo es ese lugar ambiguo en el que la gran selección no opera. Y mi invitación fue a pensar una educación social limbeña, es decir, que actúe fuera de la lógica de la separación entre lo aceptado y lo desechado, que considere a todas las personas, no desde el lugar que ocupan en los dos lados de la frontera que señala Bauman, sino desde un lugar indefinido, neutro, en el que esa frontera esté suspendida. El segundo motivo es la aparición de Alain, el último espigador de la película, un hombre discreto y generoso que vive fuera de la lógica económica de la producción y del consumo y que dedica parte de su tiempo, sus actividades nocturnas, a alfabetizar en francés a emigrantes africanos. Creo que Alain es un magnífico ejemplo de habitante del limbo y de educador limbeño. El tercer motivo es el de las patatas corazón que aparecen al principio de la película, esas patatas que son desechadas por su forma irregular, porque no cumplen los estándares del mercado, y a las que Varda convierte en un símbolo de belleza y de generosidad. Y tienes razón cuando dices que la idea era que la película resonara también en el trabajo de campo, en tanto que permitiera ver los espacios desechados, los espacios suspendidos, los espacios abandonados y vacíos de la ciudad como patatas corazón, es decir, desde el punto de vista de sus posibilidades educativas justamente en su calidad de espacios de nadie (y de todos), de espacios sin valor, pero justamente por eso capaces de ayudarnos a pensar la educación y la cultura de otra manera. El cuarto motivo es el de la misma Varda como espigadora. Al principio de la película aparece recolectando patatas (imágenes de patatas) con su cámara. Pero el mismo hecho de filmar la película, sus procedimientos, podrían ser vistos como un espigueo, como una recolección. El cineasta como espigador y la cámara como sistema de recolección y archivo. Pero también podríamos decir, estirando la analogía, el estudiante como espigador y el cuaderno de notas como sistema de recolección y archivo de citas, ideas, frases, pensamientos. Algo de eso he dicho en la palabra “cuaderno”. Estudiante Karen. En la palabra “alumnos” expusiste lo que consideras un proceso de alumnización, y el combate que emprendes contra él. Al abrir la nueva edición de Pedagogía profana, recuerdo que en la última parte (en verdad la penúltima, pues en la edición conmemorativa de 20 años añadiste una cuarta parte) hay una sección titulada “Imágenes del estudiar y dos historias jasídicas sobre la transmisión y la renovación”, en la que discurres sobre el estudio y el estudiante. Reproduzco algunas partes: “Una atención tensada al máximo y un estar vuelto hacia sí mismo es el gesto que conviene al estudiante”. “El estudio es la única distracción del estudiante al que nada distrae”. “Solo el estudio amenaza al estudiante”. “Pensemos, por un momento, que el estudiante tiene tiempo”. “Un humor melancólico es el que conviene al estudiante”. “El silencio del estudiante es atención y pureza, escucha y recogimiento. El estudiante, cuando estudia, calla”. “El alba del estudiante es una espera a la que nada le está prometido”. Sé que ya estableciste algunas distinciones entre estos dos personajes en la palabra “alumno”, pero me gustaría insistir en este asunto: ¿diferencias alumnos de estudiantes con base en algunas de esas características o estados? Jorge. No estoy seguro de que firmaría ese texto que has citado, en su totalidad, veinte años después, pero sí que reconozco en él algunas de las características del estudio: el ser siempre en presente, sin estar orientado a una finalidad exterior; el estar más del lado de la receptividad que de la actividad; el carácter solitario; una cierta separación del mundo, de sus afanes y utilidades; el estar hecho en una temporalidad sin fin ni finalidad, en un tiempo que no cuenta y que no se cuenta; el estar hecho en un espacio textual potencialmente infinito e indefinido, lleno de desvíos y ramificaciones; las cualidades de atención y concentración; la relación con la melancolía; la relación con el silencio y la escucha. Más que construir la figura ideal del estudiante, lo que me interesa ahora es separar una categoría administrativa (la de alumno), de una categoría más existencial (la del estudiante) y, sobre todo, tratar de diferenciar “estudio” de “aprendizaje” y tratar de pensar el oficio de profesor como ligado al estudio y no, por ejemplo, a la investigación (a lo que hoy, en la universidad mercantilizada y credencialista se llama “investigación”). Las chicas y los chicos, en general, no vienen a la universidad porque quieran ser estudiantes. Vienen porque quieren ser educadores, o pedagogos o profesores. Y porque, para ser eso, necesitan una titulación que solo la universidad puede dar. A veces pienso que la universidad solo se sostiene porque sigue teniendo (por ahora) el monopolio de las titulaciones que acreditan una capacidad o una competencia estatutariamente reconocida para ejercer una profesión. En cualquier caso, eso, el inscribirse a unos cursos que dan un título que a su vez da una habilitación profesional, convierte a las chicas y los chicos en alumnos y en aprendices, los constituye como alumnos y como aprendices. Además, puesto que la universidad actual está configurada por el dispositivo “investigación”, no solo trata a los alumnos como futuros profesionales sino también, en algunos casos, como futuros investigadores. En ambos casos, la universidad está orientada a la producción. Los chicos y las chicas, constituidos en alumnos y aprendices, se convierten en una especie de materia prima para producir profesionales e investigadores (de la máxima calidad, desde luego). Los alumnos, podríamos decir, aprenden en la universidad a ser profesionales competentes (también, en algunos casos, profesionales de la investigación). Ese sería, en resumen, el dispositivo “profesionalización” al que hemos dedicado otra palabra de este diccionario. Sin embargo, la universidad piensa (o pensaba) que para ser educador, o pedagogo, o profesor (o, incluso, para ser investigador) hay que ser, por un tiempo, estudiante. Por eso la obligación de la universidad no es solo tratar a los alumnos como futuros profesionales sino convertirlos, por un tiempo, en estudiantes. En la universidad, por ejemplo, no solo se aprende a ser médico, sino que se estudia medicina. No solo se aprende a ser filósofo, o antropólogo, o ingeniero, sino que se estudia filosofía, o antropología, o ingeniería. No solo se aprende a ser educador, o pedagogo, o profesor, sino que se estudia educación. Y como estudiar tiene que ver con cuidar, con estar concernido, con considerar, con dedicarse a algo, con mirar algo repetida y atentamente, podríamos decir que una facultad de educación no es solo una fábrica de profesionales sino también, y quizá sobre todo, un lugar donde la educación, sea eso lo que sea, se defina como se defina, es objeto de cuidado, de preocupación, de atención, de dedicación, de estudio. Digamos que la universidad piensa (o pensaba, y por eso era universidad) que para ser profesional de la educación es necesario, por un tiempo, estudiar educación, es decir, preocuparse por la educación, cuidar la educación, atender la educación, sentirse concernido o implicado por la educación, dedicarse a la educación, considerar atentamente, una y otra vez, qué es, qué significa y qué sentido tiene eso que llamamos educación. Podría decirse que estudiar medicina no es solo aprender medicina, sino que es también discutir qué es y qué sentido tiene la medicina, es decir, discutir las reglas mismas de un campo del saber o de una materia de estudio. Del mismo modo, estudiar filosofía es discutir y poner en cuestión qué es filosofía, estudiar geografía es discutir y poner en cuestión qué es geografía, así como estudiar educación es discutir y poner en cuestión qué es educación o, dicho de otro modo, que en una facultad de educación lo que sea la educación y cuál sea su sentido es precisamente lo que nunca puede darse por supuesto. Por eso en una facultad de educación hay profesores y no solo profesionales experimentados, o investigadores acreditados, o expertos, o especialistas. Por eso en una facultad de educación los alumnos encuentran no solo maestros en el oficio (como en los antiguos aprendizajes en los que se trataba de adquirir una maestría en el oficio que solo el maestro podía transmitir) o profesionales de la profesión, sino también, y quizá sobre todo, estudiosos de la educación. Solo a través de una relación con estudiosos los alumnos pueden practicar el estudio y convertirse en estudiantes. Puesto que, en la universidad, el estudio es público y, por tanto, el profesor es el que publica o hace público su estudio (no solo lo que estudia, sino su ethos mismo como estudioso), solo ahí, en ese lugar público, se puede aprender a estudiar, y solo ahí, en relación con esa figura pública que es el profesor, los alumnos pueden devenir estudiantes. Y pueden hacerlo no solo estudiando, iniciándose en el estudio, sino también haciendo público su estudio, es decir, responsabilizándose públicamente, ante el profesor y ante los otros estudiantes, de su propio estudio. Karen. La educación pública y la domesticación de la democracia es un libro que tú, Simons y Masschelein organizasteis acerca de las ideas políticas y educativas de Jacques Rancière. En uno de los artículos, “Aprendiz, estudiante, hablante. ¿Por qué importa cómo llamamos a aquellos a quienes enseñamos?”, Gert Biesta trata de esos tres términos y de su relación con los sujetos de la educación. Para él, usar una palabra u otra implica escoger caminos, inclusive porque una palabra lleva a otras... pero no a todas. Rancierianamente hablando, dice que los caminos son como un “reparto de lo sensible”, y aquí traigo una afirmación que me interesa: “(...) articulan una relación particular entre las maneras de decir, las maneras de hacer, y las maneras de ser. Y por eso nuestras palabras importan.” No me gustaría positivar una palabra en detrimento de la otra (lo que no es fácil) pero ¿sería posible decir que el uso de la palabra “estudiante” denota un tipo de responsabilidad, una manera específica de ser y de hacer, conla cual se puede estar de acuerdo o no? Jorge. Para eso trato de explorar con mis alumnos lo que aún nos ofrece el verbo “estudiar”. Y decirles, por ejemplo, que no es lo mismo leer a Paulo Freire que estudiar a Paulo Freire, que no es lo mismo ver una película que estudiar una película, que no es lo mismo criticar a Piaget que estudiar a Piaget, que no es lo mismo investigar en historia de la educación que estudiar historia de la educación, que no es lo mismo aprender francés que estudiar francés, que no es lo mismo aprender una profesión que estudiar una profesión, que no es lo mismo que te pregunten qué has aprendido en esa materia a que te pregunten qué has estudiado en esa materia, que un profesor no enseña sino que hace estudiar, o trata de hacer estudiar, proponiendo textos y ejercicios. A diferencia del aprendizaje, o de la investigación, el estudio no es productivo. El estudio requiere, además, atención, humildad, repetición, paciencia, una cierta obediencia incluso, un cierto ponerse a la escucha, un cierto dejarse mandar por la misma materia de estudio. Uno de los verbos que mejor corresponde al estudio es “entregarse”: el estudiante se entrega al estudio. El aprendizaje termina (de hecho las jergas pedagógicas contemporáneas hablan de “resultados de aprendizaje” o de “competencias adquiridas”), pero el estudio nunca concluye. O, si se quiere, el estudio suspende siempre cualquier conclusión o, al menos, la toma siempre por provisional. Ser un estudioso (un profesor estudioso) no es ser un investigador, ni ser un autor. Lo que legitima a un profesor en tanto que profesor (lo que lo hace profesor) no es su productividad en la investigación, ni su autoría, sino su estudio. El estudio no produce ningún resultado, no produce ninguna obra. Ser un estudiante (un alumno estudioso) no significa ser creativo, ni ser innovador, ni ser participativo, ni tener todo el tiempo opiniones propias. En una facultad de educación, las profesiones educativas no solo se aprenden sino que se estudian, es decir, se ponen a distancia para considerar su sentido, suspendiendo al mismo tiempo la posibilidad de fijar ese sentido. No solo se aprende a ser educador, o pedagogo, o profesor, sino que se estudia qué quiere decir eso de ser educador, o de ser pedagogo, o de ser profesor, sin que ese estudio lleve nunca a ninguna conclusión definitiva. Todo eso parece muy abstracto, pero está presente, de alguna manera, en eso que está siempre en el planteamiento de las disciplinas que imparto, eso de “problematizar los discursos y las prácticas dominantes en educación social”. Y tal vez sea por eso que mis mejores estudiantes dicen que estudiar conmigo les ha producido una cierta crisis en su manera de entender tanto la educación social como su propia formación como educadores sociales. De alguna manera, aprendieron en mis clases que lo que sea la educación y lo que signifique ser un educador no es algo que pueda darse por supuesto sino algo que puede problematizarse, algo que puede discutirse, sin que esa discusión necesite llegar a un término o a una alternativa. Lo que mis mejores estudiantes dicen no es que han aprendido otra forma de entender la educación social u otra forma (alternativa) de entenderse a sí mismo como educadores, sino que eso que es la educación y eso que significa ser un educador social es algo que está abierto y que cada uno, de alguna manera, tiene que definirlo, y siempre provisionalmente, por sí mismo. Tengo un amigo, Pau Carratalá, al que tú conociste en casa de Fernando, que podría ser un ejemplo de todo esto. Pau estudió sociología, se ineteresó por eso de la “construcción imaginaria de lo social”, estudió después antropología, pasó una larga temporada en el altiplano boliviano estudiando los “conflictos culturales” entre los médicos ginecólogos y los saberes y las prácticas tradicionales relacionados con el parto (algo que a ti te interesó por tus trabajos sobre las parteras en Santa Catarina), comenzó a especializarse en antropología médica (una de cuyas ramas sería la etnomedicina) y, en un gesto que le honra, está ahora estudiando medicina. Pero no porque quiera trabajar como médico (aunque tal vez lo acabe haciendo) sino porque se toma en serio eso estudiar la medicina científica “oficial” como un particular modo de saber y de hacer. Digamos que Pau no estudia medicina porque quiere ser médico, porque quiere “practicar” la medicina, sino porque le interesa la medicina en sí misma, porque por su preparación antropológica tiene la capacidad de poner la medicina a distancia y de probematizarla en sus reglas constitutivas. Nuestro amigo Pau es un ejemplo perfecto de “estudiante” en tanto que su figura se corresponde casi perfectamente con lo que debía tener en mente Walter Benjamin cuando escribió, en El nuevo abogado, que el derecho nunca aplicado sino solamente estudiado es la puerta de la justicia. Digamos que estudiar educación se diferencia claramente de aprender a practicar la educación (en tanto que ese aprendizaje está orientado a la aplicación práctica de los conocimientos). Lo que no quiere decir, claro, que no se puedan estudiar las prácticas educativas. Pero eso solo sería estudio, estrictamente, si se consideran por sí mismas. Por otra parte, y volviendo otra vez a mis maneras de hacer de profesor, todo eso del estudio está presente también en muchas de mis instrucciones como profesor: eso, por ejemplo, de que hay que leer los textos al menos dos veces, de que hay que traerlos a clase impresos y subrayados, de que hay que referirse siempre a la literalidad del texto o de la película (dónde está, cómo lo dice, qué es exactamente lo que se podía ver), de que hay que copiar algunos párrafos en el cuaderno, etc.. Procedimientos menores, casi insignificantes, pero que podrían dar un cierto sentido a lo que antes se llamaba “técnicas de estudio” y que yo preferiría llamar “procedimientos para el estudio” o “artes de estudiar”. Digamos que, como profesor, trato de dar una materia (problematizándola) y, al mismo tiempo, trato de dar una serie de procedimientos para estudiar la materia o, al menos, para que los alumnos se hagan una cierta idea de qué es estudiar. Tal vez por eso algunos de mis mejores estudiantes dicen también que estudiar conmigo les ha dado ganas de leer y de ver pelis, y sobre todo de leer y de ver pelis de otra manera, más atenta y cuidadosamente. Naturalmente, eso dura muy poco. Y cuando, en el último curso de carrera (que es donde está situada la disciplina de Arte y Cultura en Educación Social) hablo con los chicos y las chicas que fueron mis alumnos en primer curso (que es donde está tanto la Sociología de la Educación como la Antropología Cultural), ni siquiera los más atentos son capaces de recordar el nombre correcto de los autores que leímos, ni el título de las películas que vimos, ni el detalle de los asuntos que tratamos y a los que entregamos, o intentamos entregar, lo mejor de nuestra atención, de nuestra inteligencia y de nuestra sensibilidad. Por eso a veces pienso que no se trata tanto de convertir a los alumnos en estudiantes sino, más modestamente, o más acorde con estos tiempos en los que el estudio parece estar a contracorriente de todo, se trata de colocar a los alumnos a las puertas del estudio, de darles al menos una ligera idea, o una cierta intuición, de qué quiere decir estudiar, de qué es, o qué podría ser, eso de ser o de haber sido estudiante. Y no deja de ser curioso, “por no decir obsceno y absolutamente aterrador” que, casi al final de sus estudios, cuando cursan conmigo una de las últimas disciplinas que conforman el plan de estudios del grado de educación social, algunos de los que fueron mis alumnos en primero me dicen que durante la carrera no han podido estudiar, que han hecho muchas cosas, eso sí, con más o menos sentido, que incluso han sacado buenas calificaciones, pero que eso de estudiar, de simplemente estudiar, no han podido apenas practicarlo, o solo excepcionalmente, desde que dejaron mis clases. Como también es curioso, por no decir obsceno y absolutamente aterrador que aquellos a los que visitar las puertas del estudio les dio ganas de estudiar y decidieron seguir en la universidad, haciendo una maestría o un doctorado, o consiguiendo una beca, como decían ellos, para poder estudiar, para poder seguir estudiando, cuando entraron en la lógica productivista, competitiva y mercantilista de la universidad actual sintieron inmediatamente que todo lo que tenían que hacer les impedía estudiar, les hacía imposible estudiar. Por eso no creo que sea exagerado decir que en estos tiempos ya no hay apenas estudiosos ni estudiantes, o que el estudio ha pasado a la clandestinidad y, por eso, tanto los estudiosos como los estudiantes, si aún los hay, andan como escondidos, como avergonzados, y no son visibles ya por los pasillos universitarios. La pregunta ¿qué estás estudiando? es, hoy en día, una pregunta casi imposible, tanto si está dirigida a los alumnos como si está dirigida a los profesores. Y, desde luego, eso de pensar la universidad como un lugar (y un tiempo) para lo que antes se llamaba “estudios superiores” o “altos estudios” o “estudios avanzados” es ya algo completamente anacrónico en el caso improbable de que aún haya alguien que se lo tome en serio y no se limite a utilizar esas palabras como puros significantes vacíos, reliquias tal vez de viejos tiempos, vestigios de una solemnidad que hoy solo puede parecer anticuada o ridícula. Estupidez Karen. Tampoco sé qué quieres desarrollar con este vocablo, por eso me despierta tanto la curiosidad (como supongo que se la despierta al lector que ha llegado a esta parte del diccionario). En mi cuaderno de notas hay solamente una pista: “si la lengua construye un mundo, hay una lengua estúpida que construye un mundo estúpido”. Paso los ojos por los apuntesy encuentro una referencia: Carta a una princesa. Recuerdo el texto de Miguel Morey y el capítulo que es una carta a su hija. Vuelvo al texto y allí está: al hablar del reino del cual ella tomará posesión, avisa que son tiempos cada vez más difíciles, que las personas mueren de hambre y que los ricos y poderosos no tienen escrúpulos para aumentar el lucro. Pero eso ya está muy dicho y repetido y no le sorprende. Lo que Morey realmente no entiende “es que hayan convertido el lenguaje en un desierto de estupidez y brutalidad”. Jorge. La asignatura de Antropología Cultural tenía como asunto la transmisión. Como sabes, y ya hemos dicho varias veces, tomamos como punto de partida el célebre texto de Hannah Arendt “La crisis en la educación”, ese en el que plantea la educación como transmisión / renovación del mundo en una relación que se da entre los viejos (los que ya estamos en el mundo) y los nuevos (los que nacen, los que vienen al mundo como nuevos). E incluí el texto de Morey en el dossier del curso porque tiene que ver con una figura clásica de las relaciones intergeneracionales, tanto entre padres e hijos como entre profesores y alumnos: las palabras que un padre (o una madre) le dicen al hijo que se va de casa. Ese discurso suele incluir algunas advertencias, algunos consejos, pero es sobre todo un gesto de bendición y de buenos deseos, como un mínimo viático que se entrega a los hijos en su entrada al mundo. Las novelas de formación contienen algunos ejemplos maravillosos de esos discursos de despedida pronunciados en el instante mismo en el que los jóvenes empiezan a vivir su propia vida. Y es interesante constatar que esos discursos se van haciendo cada vez más dubitativos, más débiles, como si ya no supiéramos muy bien qué decir y cómo decirlo. ¿Qué podríamos decirles acerca del mundo, si el que ellos van a vivir no será el nuestro, y si ni siquiera al nuestro lo entendemos? ¿Cómo dirigirnos a los que empiezan a vivir si nuestra vida está constituida por rutinas, por pactos, por resignaciones, por sumisiones, por derrotas? En el texto de Morey, lo que se transmite no es el mundo. No podemos dar el mundo porque no es nuestro, porque nos sentimos extraños en él, porque no hemos sido capaces de convertirlo en nuestra casa, porque cada vez nos es más ajeno y más incomprensible. Lo que se transmite es, más bien, una relación con el mundo, algo que para Miguel Morey es asunto del corazón y de la palabra y tiene que ver con algo así como sentir el peso de lo que pasa y de lo que nos pasa: “no volverse ciego, sordo y mudo ante el peso del mundo”. Esa relación con el mundo que se trata de transmitir es inseparable de una relación con el lenguaje: “Nadie puede ponerse a salvo del modo como el lenguaje nos dibuja los contornos de todo aquello de lo que podemos tener experiencia. Vivimos según el lenguaje que tenemos a nuestra disposición. Nuestra vida es solo tiempo cabalgado por un lenguaje. Es el lenguaje el que nos abre la experiencia de tener experiencia. Prostituir el oído es delegar por cuenta ajena toda nuestra experiencia del mundo, firmar la más negra esclavitud, lo más parecido a un suicidio (…). Por eso es tan terrible que las palabras se nos mueran, que nos las maten, que pertenezcan cada vez más a un enemigo ciego, sordo y mudo ante el peso del mundo –como si fueran un territorio ocupado-. Porque cuando las palabras mueren, irremediablemente los hombres enferman”. Prostituir el oído es plegar la experiencia del mundo a lo que el lenguaje tiene también de brutalidad y de estupidez, a ese lenguaje que nos da todo ya nombrado, conocido, reducido a nuestra medida, a una proyección de nosotros mismos. Y afinar el oído sería, por el contrario, experimentar el mundo atendiendo a lo que en el lenguaje hay de poético, a lo que nos da el mundo en su incomprensibilidad, es decir, en su alteridad y en su diferencia. Por eso, todo es cuestión de corazón (para sentir y encarar el peso del mundo) y de palabra (para verlo, para oírlo y para nombrarlo): “Para los hombres, la dignidad del vivir siempre ha consistido en apostar por una experiencia del mundo en la que se acompasen el corazón y la palabra”. Por otra parte, la propuesta de trabajo para los alumnos curso era diseñar un refugio educativo. Y, en ese sentido, elaboré las figuras de Herodes y del Ogro como emblemas de todo lo que amenaza la infancia. Para Hannah Arendt, la vocación pedagógica supone un doble compromiso. En primer lugar, un compromiso con las vidas que nacen, con unas vidas que muchas veces están condenadas a malograrse. Y supone, en segundo lugar, un compromiso con el mundo y con el lenguaje, con un mundo y con un lenguaje que están deteriorándose a toda velocidad. Venir al mundo es inseparable de venir al lenguaje. El lenguaje no solo es una parte del mundo, sino que es lo que nos permite tener mundo y, sobre todo, tener un mundo común. El mundo y el lenguaje constituyen lo único que los seres humanos tenemos en común (aunque no nos gusten, aunque estén divididos y repartidos). Nosotros, los viejos, somos los que ya estamos en el mundo y ya estamos en el lenguaje. Y, por tanto, los que tenemos que entregar el mundo y el lenguaje a los nuevos, a los que llegan. Y nos gustaría entregar un mundo y un lenguaje en los que la vida sea posible, y en los que valga la pena vivir. Pero lo que pasa es que Herodes y el Ogro siguen estando ahí. Y una de sus figuras es la de los que, como dice Morey en la frase que anotaste en tu cuaderno, han convertido el lenguaje en un desierto de estupidez y brutalidad: “No hace mucho asomó en el periódico una noticia que hablaba de una niña que había vivido enteros sus quince años encerrada ante el televisor. Reconocía tan solo cuatro palabras: up, down, in, out. ¿Puede que se nos avecine un mundo en el que cuatro palabras como éstas basten? En todo caso, a menudo parece que ésa sea la intención: que nuestros modos de enseñanza, las maniobras de los poderosos, la inteligencia de los creativos publicitarios, casi toda nuestra palabra pública no tenga otro fin sino promocionar el analfabetismo más desolador, la estupidez y la brutalidad”. Supongo que lo que me hubiera gustado es que alguno de los estudiantes hubiera tratado de desarrollar la idea de un refugio educativo para defender la lengua y la relación con la lengua de todos los ogros que matan las palabras y que hacen, por tanto, que los hombres enfermen. De todos modos, aproveché el tono de la carta para uno de mis sermones, seguramente para decir que la educación no tiene que ver solo con el saber sino fundamentalmente con el pensar, que también hay saberes estúpidos, y que solo el pensar (de otro modo) nos puede ayudar a reconocerlos y a tratar de apartarnos de ellos. Y creo recordar que usé para ese sermón lo que dice Gilles Deleuze siguiendo a Nietzsche: que lo que se contrapone al pensamiento es la estupidez, que la estupidez no es ausencia de pensamiento sino “una estructura del pensamiento como tal”: algo que tal vez podríamos llamar un pensamiento estúpido. Ese pensamiento estúpido, continúa Deleuze, es la traducción al pensamiento “del reino de los valores mezquinos o del poder de un orden establecido”. El pensamiento estúpido es nuestro propio pensamiento cuando lo que piensa en nosotros es nuestro conformismo, nuestro afán de seguridad, nuestra necesidad de orden, nuestro deseo de obedecer. Además, hay que leer en nietzscheano esa expresión de “el reino de los valores mezquinos”, es decir, entendiendo los valores desde el punto de vista de la vida, como algo que tiene que ver con la intensidad de la vida, con la riqueza de la vida: segregamos pensamiento estúpido cuando lo que piensa en nosotros es nuestra vida empobrecida, nuestra vida cobarde o, simplemente, nuestra renuncia a la vida. Puesto que el trabajo del curso (eso de diseñar un refugio para la transmisión / renovación del mundo) era una invitación al pensamiento, seguramente mi sermón quería decir, indirectamente, dos cosas: que cuidaran el lenguaje (que no usaran como loritos las palabras del sentido común de la tribu), y que lo que pudieran llegar a pensar no fuera solo una ocurrencia más o menos eficaz o ingeniosa (para salir del paso, para descargarse de la tarea), sino una expresión de su inconformismo respecto a los tópicos dominantes de su disciplina y una expresión también de la fuerza de su vitalidad. O, dicho de otro modo, que trataran de hacer algo que fuera un poco desobediente y que estuviera un poco vivo. Karen. Tu papel también era el de dar sermones y reprimendas (tanto que esas dos palabras están en este diccionario), sin embargo, sientes que esas “ganas de vivir”, las que te gustaría que apareciesen en esa y en otras actividades, son precisamente lo que se va enterrando en nuestra vida. Los saberes estúpidos y la obediencia siempre han estado presentes en instituciones como la familia, la escuela o el Estado, pero de lo que tal vez no te hayas dado cuenta (o sí) es de que los chicos y chicas ni siquiera eran capaces de pensar en una idea de refugio que no estuviese dentro de la propia distopía en la que viven, y que es la más poderosa: la mercantilización de la propia vida. Lo intentaron. ¿Y cuáles eran las propuestas? Crear un refugio para que los mayores fuesen felices. ¿Y qué era ser feliz? ¿Poder morir en paz? No: participar de recreos, concursos, cursos, porque la vejez no debe ser melancólica, porque la felicidad es un imperativo, y todas esas tonterías del mercado. O, entonces, crear un lugar para que las personas hagan sus viajes sin desplazarse espacialmente. ¿Qué propusieron para la casona abandonada? Crear ambientes temáticos... casi una versión de la “Isla de la Fantasía” en miniatura. Lo que quiero decir es que la estupidez tulle el lenguaje y el pensamiento, y lanza a los chicos y chicas, de los que estamos hablando, a un laberinto-prisión en el “reino de los valores mezquinos”. Jorge. Lo más difícil es tomar distancia de nuestros propios pensamientos estúpidos, de nuestras propias palabras estúpidas. Tal vez ese sea uno de los significados posibles de la palabra pensar: pensar contra nuestro propio pensamiento. Y tienes razón que a veces tengo la sensación de que muchos de los alumnos están presos por los lugares comunes de su época y que, para distanciarse un poco de ella, hay que leer, ver pelis, conversar, estudiar, explorar otros puntos de vista y, por qué no decirlo, escuchar a los viejos, a los que han visto otro mundo y han escuchado otras palabras. Y eso requiere voluntad, esfuerzo y disciplina. De ahí tal vez la inevitable aparición, a lo largo del curso, de mis sermones y mis reprimendas que, desde este punto de vista, no son otra cosa que llamamientos (inútiles) a que hagamos el esfuerzo de salir un poco de nosotros mismos. O, al menos, de intentarlo. De ahí también, como tú dices, la inevitable decepción que supone, a veces, ver que los trabajos finales de los alumnos continúan reproduciendo la estupidez ambiente. Karen. Para no terminar con una idea de estupidez relacionada solamente a los alumnos y sus trabajos, sería interesante recordar lo que tú mismo dices en Tremores, al hablar sobre el atontamiento explicador y dominante que actúa sobre nosotros. Allí te refieres a los profesores universitarios, entre los que te cuentas tú, que producen un pensamiento estúpido al adherirse a una lógica escolarizante, segura, ordenada, a un “deseo de obedecer”. Asumir ese combate puede ser interesante, pues “desescolarizar las palabras y desalumnizar a los alumnos es, de modo indisoluble, desprofesorizarnos como profesores”. Al final, “la lucha contra la estupidez y el atontamiento es, fundamentalmente, una lucha contra nosotros mismos.” Jorge. De la misma manera que uno se constituye como estudiante tomando una cierta distancia de su propia alumnización, podríamos decir también que uno se constituye como profesor distanciándose de la manera como esa escuela que ya no es una escuela (o esa universidad que ya no es universidad) lo profesoriza. Pero también podríamos decir que un alumno se puede convertir en estudiante cuando se encuentra con un “profesor de verdad”, o que un profesor profesorizado se puede desprofesorizar cuando se encuentra con un “estudiante de verdad”. Seguramente recuerdas ese día que llegamos temprano al aulario y unas chicas que habían cursado conmigo el año anterior nos llamaron con cierta vehemencia. Estaban en la calle, sentadas en el suelo, muy nerviosas, tratando de elaborar lo que les había pasado y que era que se habían sentido ofendidas por la tarea que su profesor les había encomendado y habían abandonado la clase, muy enfadadas. Lo que nos contaron es que estaban hartas de que las trataran “como a idiotas”, de que un profesor “que no sabía nada ni enseñaba nada” resolviera el expediente proponiéndoles “dinámicas estúpidas” que se repetían una y otra vez, de que la universidad “las infantilizara” tratándolas “como si fueran niñas de once años” y haciéndoles hacer cosas en las que no podían participar “sin que les diera vergüenza”. Y lo que les había pasado es que ese día la cosa “se había pasado de la raya”, y que “no habían podido aguantarse”, y que se habían levantado y habían salido del aula diciendo que eso era una estafa, que ellas “creían que se habían inscrito en una universidad”, y que lo que estaban encontrando eran profesores que lo único que hacían era “hacerlas jugar a tonterías” y que además pretendían “que se lo creyesen” y que “participaran con entusiasmo y espíritu positivo”. En esas estábamos, tratando de ayudarles a calmarse y a poner en palabras lo que sentían, cuando pasó por allí Dani, que también había sido alumno mío, se sentó en el corro y dijo que a él ya le habían hecho contar decenas de veces eso del “taller de gazpacho” como instrumento de educación social, que trabajaba con indigentes del barrio del Raval y que le parecía “ofensivo”, tanto para él como educador como para la gente con la que trabajaba, los modos como en la facultad se trataba la educación, y que estaba pensando dejar sus estudios porque los veía como “un engaño”. Cuento eso porque me pareció que ahí estábamos asistiendo a una reprimenda al revés. No la que un profesor hace a los alumnos para “desalumnizarlos” y decirles que sean estudiantes, sino la que los estudiantes le estaban haciendo a un profesor para “desprofesorizarlo” y decirle que sea “verdaderamente profesor”. Digamos que las chicas pretendían que la universidad las tratara “como estudiantes”, es decir, seriamente, pero que la estupidez ambiente estaba acabando con lo que aún podían tener de “ganas de estudiar”. Experiencia Karen. Aquí volvemos a tu texto “Notas sobre a experiência e o saber de experiência”, ya mencionado en la palabra “comunicación”. Me arriesgo a decir que la frase que más leí en trabajos académicos, principalmente del área de Educación, durante una época fue: “La experiencia es lo que nos pasa, lo que nos ocurre, lo que nos toca. No lo que pasa, no lo que ocurre, no lo que toca.” Me di cuenta de que no hiciste ninguna referencia al texto ni tampoco al concepto de experiencia en tus clases, a pesar de haber lanzado un libro en 2014, titulado Tremores, en el que reúnes varios escritos sobre la experiencia. La palabra “experiencia” podría empezar con esa constatación... Jorge. Fíjate que el prólogo de Tremores tiene como lema una frase de Max Frisch que dice “¿Cómo continuar? ¿Por qué continuar?”. En ese mismo prólogo agradezco las lecturas muy generosas y en contextos muy diversos de mis textos sobre experiencia. Y trato de explicar(me) esa diversidad de lecturas en el hecho de haberla cantado como “una categoría libre, no sistemática, no intencional, que no pueda ser apropiada por ninguna lógica operativa o funcional (…), que no se pueda pedagogizar, ni didactizar, ni programar, ni producir (…), que no pueda fundamentar ninguna técnica, ninguna práctica, ninguna metodología”. En ese sentido creo que el trabajo ya está hecho y la pregunta, claro, es cómo continuar y, fundamentalmente, por qué continuar, sobre todo cuando su relativo éxito (a veces reducido, como tú bien dices, a un par de frases) ha tenido a veces como efecto una cierta fijación de mí mismo como “el Jorge Larrosa de la experiencia”. Hay por tanto un cierto cansancio y también una cierta parálisis. Es verdad eso que dices de que no hago cursos sobre la experiencia o que en mis clases apenas aparece la palabra experiencia (y si aparece, nunca está tematizada explícitamente), y eso es algo que sorprende a los lectores que, como tú, se han acercado a mi universidad y han conocido mi trabajo como profesor de la Universidad de Barcelona. Tal vez el gesto de recopilar casi todos mis escritos sobre experiencia en un libro tenga algo de cerrar esa parte de mi trabajo. Pero hay también un cierto desánimo (y una cierta perplejidad) por algunos de los modos de apropiación de la idea de experiencia en esta época extraña. En primer lugar, por su apropiación mercantil. Ya sabes que la lógica del consumo se orienta cada vez más hacia el consumo de experiencias, a hacer de la experiencia un objeto de consumo. Cuando el mercado de cosas “reales” está saturado, hay que vender inmateriales: sensaciones, emociones, recuerdos, acontecimientos, experiencias. En segundo lugar, por su apropiación narcisista. Ya sabes también que vivimos una época en que la gente está interesada, sobre todo, por su propio ombligo y en que lo más interesante y lo más importante parece que seamos nosotros mismos. En ese sentido, cada vez me encuentro más con lo que aquí llamamos “tesis selfie”, esas en el que lo que se investiga no es otra cosa que la experiencia (de lo que sea) del sujeto investigador, esas que tienen la forma de “a propósito de cualquier cosa, hablaré de mí mismo”, esas que no hablan de la escuela sino de “yo en la escuela”, que no hablan de la favela sino de “yo en la favela”, que no hablan de arte sino de “yo como artista” o, lo que es aún peor, de “el artista como yo”. En alguno de mis textos sobre la experiencia de la lectura traté de elaborar la idea de experiencia en la onda del viaje, del viaje de formación, y hace pocos meses estuvimos en Rennes, en un Coloquio Internacional titulado “Viaje y formación de sí”, en el que, como sin duda recuerdas, había aportaciones cuyo asunto no era otro que las experiencias de viaje de sus propios autores (viajes además generalmente como profesores o investigadores, es decir, muy bien financiados con dinero público), lo que producía el curioso efecto de que el gesto de hacer pública una investigación se convirtiera en una especie de espectáculo de autoexhibición. Y, en tercer lugar, un cierto desánimo también por la apropiación new age de la idea de experiencia, es decir, por toda una serie variadísima de gurús de terapias alternativas, experiencias espirituales, especialistas en el well-being y en el encontrarse a uno mismo (como si no hubiera cosas más interesantes que encontrar). A veces pienso que mi manera abierta y existencial de cantar lo de la experiencia (y también, claro, la desidia de algunos lectores) puede permitir sin demasiada violencia ese tipo de apropiaciones. Y que la insistencia en no metodologizar, no didactizar, no pedagogizar, no funcionalizar (en lo que sigo creyendo) puede justificar, algunas veces, lo que no es otra cosa que pereza y negligencia. En cualquier caso, lo que me parece es que hay ciertas maneras de entender la experiencia que se ajustan demasiado bien a algunas cosas que no me gustan en absoluto (que la palabra “experiencia” está de moda, vamos) y que tal vez sea el momento de buscar palabras e ideas que molesten un poco más, que no vayan tanto a favor de la corriente. De todas maneras, y en el contexto de mi trabajo como profesor universitario, sí que diré que los nuevos modos de entender y practicar ese oficio (los que aquí vamos a intentar describir y problematizar en nuestras no-palabras) contribuyen al arrasamiento de la experiencia y, sobre todo, de la experiencia compartida, y a un evidente vaciamiento del sujeto (tanto de los profesores como de los alumnos) y su reducción a maquinitas de aprender, de comunicar, de impartir y procesar información, etcétera. Mi amigo Fernando González diría que lo que hay es una expropiación de nuestra propia “humanidad”entendida como algo político, algo indeterminado e indeterminable, pero también como algo que tiene que ver con la palabra, algo narrable y cantable, quizás anclado en nuestra subjetividad y nuestra intersubjetividad, en nuestra necesidad y capacidad para, colectivamente, dar sentido a lo que hay, a lo que nos une y separa, a lo que nos identifica y diferencia, a lo que nos espera, a lo que cuenta y a lo que nos pasa. Lo que hay y lo que nos pasa, también en la universidad del aprendizaje y de las competencias, esa que se ha rendido a las formas de vinculación y socialidad propiciadas por las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información articuladas en lo que suele nombrarse como el espacio digital (o la sociedad del conocimiento, o del aprendizaje): “Es que estamos siendo desalojados, desposeídos, privados y excluidos colectivamente –quiero decir como ‘colectivo’- de los avatares, de los juegos, de los ritos y rituales, en una palabra de ‘la experiencia’ que en algunos momentos de la historia permitieron a los seres humanos forjar un cierto sentido de lo propio, de lo común y un particular e histórico sentido a su existencia (…). Y eso no se refiere solo a los evidentes y torturantes efectos que generan los dispositivos y aparatos que hoy usamos tan compulsivamente en las formas de socialidad más a pequeña escala (una comida, una conversación, un traslado, una clase, un paseo, un funeral, etc.) sino que trata de indagar en lo que podríamos denominar ‘atrofia de la experiencia compartida’”. Lo que el mercado, el narcisismo y la onda psicológica y new age estarían propiciando (amparados a veces en la palabra “experiencia”) no es otra cosa que su la colonización, la estandarización, la mercantilización, la externalización y, en definitiva, la expropiación de la conciencia humana, de eso que: “Hasta hace poco solíamos entender como ‘vida interior’ y que nos invitaba u obligaba a practicar la humana atención sobre lo que nos ocurre, sobre cómo nos lo contamos y sobre cómo encararlo”. Siguiendo esta línea, tal vez lo que habría que hacer no sea tanto afirmar la experiencia frente a otras cosas (frente a la práctica o frente al experimento, como yo hice en ese texto que citas), sino denunciar la falsificación y la expropiación de la experiencia misma. Y no en general, en abstracto, sino a través de problematizaciones concretas y específicas pensadas, practicadas y “experienciadas” en los lugares que habitamos todos los días (en este caso, en nuestras maneras de encarar la enseñanza universitaria), esos en los que nos jugamos eso que Fernando llama “nuestra común humanidad”, que tiene que ver: “No con el conjunto de seres vivos que pertenecen a la especie animal humana, como algo contabilizable, sino como ese atributo existencial que nos colocaría a los bípedos hablantes en cierta y trágica discontinuidad con otras especies. Muy en síntesis, como seres vivos capaces de instituir, de crear nuestros dioses particulares –el mercado, los derechos humanos, los estados nacionales con sus fronteras y constituciones, etc. etc. y con ellos (o contra ellos) modalidades de existencia inconmensurables, inexplicables e incomprensibles desde las leyes físico-químicas, desde regularidades zoológicas y biológicas”. E inexplicables e incomprensibles también, podríamos añadir, no solo desde esas lógicas infames impuestas por las pedagogías cognitivas (esas que reducen a los estudiantes a máquinas de aprender y que orientan la formación universitaria a la obtención de resultados de aprendizaje), sino inexplicables e incomprensibles también desde todas esas formas mercantilizadas, narcisistas y estandarizadas de experiencia que se nos venden y se nos imponen todos los días. Tal vez por eso lo que puede verse en mi trabajo reciente (y en este diccionario) es un cierto desplazamiento pedagógico de la idea de experiencia (como transformación del sujeto) a la idea de ejercicio (como atención al mundo). Porque lo que se está desvaneciendo en las instituciones contemporáneas de educación no es el sujeto (ese nunca ha sido tan fuerte, tan protagonista, tan halagado), ni la transformación del sujeto (el sujeto flexible, adaptable, maleable, transformable y, desde luego, creativo e innovador, está implícito en las lógicas del aprender a aprender y del aprendizaje continuo y permanente), sino que es el mundo y, sobre todo, el mundo común, el mundo compartido. A mis alumnos les encanta una frase de Paulo Freire que dice algo así como que para cambiar el mundo hay que cambiar primero a los sujetos que van a cambiar el mundo (mis alumnos, desde luego, no leen a Paulo Freire –en la universidad, en general, ya no se lee- pero se llenan la boca con algunas frasecitas resultonas que algún que otro profesor les copia en la pizarra). Lo que pasa es que hoy en día el mundo cambia que es una barbaridad, y no digamos los sujetos que cambian el mundo (gracias, claro, a todas esas maquinitas que son mucho más que maquinitas, que son modos de vida). Tal vez por eso a veces suelo proponer como ejercicio contrastar esa frase con otra de Camus, del discurso de recepción del Nobel (ya la he citado en la palabra “educación”), que dice así: “Cada generación se siente destinada a rehacer el mundo. La mía sabe que no podrá hacerlo. Pero su tarea es tal vez mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. O incluso con una de una amiga mía, que dice así: “Los filósofos ya trataron de comprender el mundo (y no lo consiguieron) y ya trataron de transformarlo (y tampoco lo consiguieron). A lo mejor se trata ahora, simplemente, de describirlo (lo que tampoco es fácil)”. Y eso es algo que hace el profesor: poner algo del mundo encima de la mesa, hacerlo sensible, y tratar de convertirlo en algo público, en algo común, en algo sobre lo que se pueda conversar, sobre lo que se pueda leer, sobre lo que se pueda escribir, sobre lo que se pueda pensar, sobre lo que se puedan poner en relación nuestras formas (singulares y colectivas) de vivir y de estar juntos. No sé si eso tiene que ver con la experiencia. Pero para mí (y también en eso de hacer de profesor) la pregunta atormentadora sigue siendo ¿cómo continuar? ¿por qué continuar? De hecho esa amiga que dijo aquello de que lo de comprender el mundo es imposible, lo de transformarlo también, y lo de describirlo está difícil, añadía que a lo mejor lo que hay que hacer es “cambiar de conversación”. Exposición Karen. Partiendo del final de la palabra “experiencia”, y de esa idea de convertir algo en público y común, creo que uno de los significados de la palabra “exposición” es exponer algo públicamente. Con ese significado quiero tocar en el carácter público de tus evaluaciones. Incluyo algunos trechos de tus programas que condensan esa idea: “Todos los textos mandados para lectura en todas las asignaturas se debatirán en clase”. Y, sobre ello: “Se sugiere que la preparación de ese debate consista en la selección de alguna cita o de algún fragmento de los textos (un subrayado) y en la justificación de su importancia ante el resto de la clase. El profesor podrá pedir a los alumnos que lean y comenten públicamente su subrayado de los textos.” En Antropología Cultural y Sociología de la Educación aún se incluía la siguiente adenda para la evaluación continua: “Los alumnos deberán escoger uno de esos textos para el comentario de texto correspondiente a la evaluación continua, y deberán entregar ese comentario escrito el mismo día en que el texto se trabajará en clase. El profesor podrá pedir la lectura pública de esos comentarios escritos.” Se proponían muchas tareas también según cada clase, con el objetivo de mantener la atención y la preparación de cada una de ellas: “En función del trabajo de clase, el profesor asignará tareas puntuales a algunos alumnos como, por ejemplo, la exposición pública de un resumen de la clase anterior, la elaboración de alguna pregunta, el redactado de algún mini-ensayo, la realización de alguna lectura complementaria, de algún ejercicio, etc. El profesor podrá pedir que esas tareas sean leídas públicamente en clase.” En Antropología, por ejemplo, el trabajo final individual era la creación de un diccionario de la asignatura con un ensayo sobre algunas palabras elegidas, siendo que: “El profesor podrá pedir a los alumnos que lean y comenten públicamente esa lista”. Como ya señalé en “cuaderno”, haces uso de un cuaderno de clase y de un cuaderno de campo. Tanto uno como otro son públicos y tienen que estar a disposición: “El cuaderno de clase será público y deberá estar a disposición del profesor cuando así lo requiera. (…) El “cuaderno de campo” también será público y podrá ser requerido por el profesor en cualquier momento.” Jorge. Como muy bien dices, hago muchos esfuerzos e invento muchos procedimientos para que la sala de aula se constituya en un espacio público, y eso en varios sentidos. En primer lugar, porque en el aula las cosas se hacen en presencia de otros. Eso es evidente para el profesor, que se expone y que se hace presente ante los alumnos continuamente, aunque su presencia no está ahí para llamar la atención sobre sí mismo sino para orientarla hacia la materia de estudio y, a través de ella, hacia los asuntos del curso. Digamos que la presencia del profesor tiene que ver con que con que presenta y hace presente la materia, al igual que la exposición del profesor tiene que ver con que expone (en el sentido de que pone-fuera, pone-delante o pone-en-medio la materia). Como sabes, el patrón de los profesores, al menos en España, es Santo Tomás de Aquino (el gran escolástico), y la iconografía del santo lo presenta de pie y con un libro abierto entre las manos, pero las páginas del libro están orientadas hacia afuera y él las señala con el dedo. Digamos que el profesor es el que muestra el libro, apunta hacia el libro, orienta la mirada hacia el libro, y es solo en ese mostrar que se muestra a sí mismo. Esa manera de “ponerse” es muy clara, creo, en mis maneras de hacer clase, puesto que entiendo mi trabajo, esencialmente, como un dar a leer. Soy un profesor, como has visto, que me oculto detrás de los textos que constituyen la materia de estudio y que solo me expongo en la manera como los expongo. Y me expongo también, claro, en la manera como trato, a veces con mucho esfuerzo, de que mis alumnos mantengan una relación atenta y activa con esos textos y con esa materia. Dar a leer no es solo elegir textos y ponerlos encima de la mesa (no es solo dar bibliografía) sino también, y sobre todo, poner en marcha procedimientos que aseguren y enmarquen esas lecturas. Y ahí vendría, creo, lo de la sala de aula como espacio público. Para desarrollar eso podríamos poner en juego dos nociones. La primera es la lección, la lectio, que no es otra cosa que la lectura pública y en público de un texto. Pero no al estilo de la lectura monástica, en que el texto se leía en voz alta para que todos lo escuchasen en silencio, sino al estilo de la lectura escolástica, es decir, del modo de lectura que se inventa en la universidad medieval y que podríamos llamar ya lectura crítica. Iván Illich ha contado maravillosamente la historia de la invención universitaria del texto en El viñedo del texto. Etología de la lectura. Y yo mismo he hablado sobre la lección en un capítulo de Pedagogía profana que se titula “Sobre la lección” y que se plantea como la relación entre la lectura pública y el enseñar y el aprender. Desde ese punto de vista, lo que se hace público en la sala de aula no es otra cosa que la lectura o, mejor, las lecturas, del texto o, dicho de otro modo, la relación que cada uno mantiene con la materia de estudio o, aún de otro modo, el estudio de cada uno. La segunda noción podría ser la de esfera pública, qué quiere decir entender el aula como una esfera pública. Como sabes, y ya hemos hablado de eso más de una vez, la escuela es, para Hannah Arendt, un dispositivo de comunización / transmisión y renovación del mundo, un dispositivo en que algo del mundo es puesto a disposición de todos para su transmisión y su renovación. Pero en la escuela el mundo se da gramatizado, escrito, textualizado o, dicho de otro modo, se da a leer, en una relación entre la lectura de la palabra y la lectura del mundo que Paulo Freire desarrolló de forma magistral. En la escuela el mundo es público porque está en medio (en forma de texto) y porque es legible. Pero hay que subrayar aquí que, también desde un punto de vista arendtiano, solo hay “mundo” si es público o, dicho de otra manera, que la idea de mundo y la idea de público son consustanciales. Para Arendt: “El término ‘público’ significa el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él”. Y eso porque: “Un mundo está entre quienes lo tienen en común, al igual que la mesa está localizada entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo”. Por tanto, la sala de aula es una esfera pública porque hay algo en medio que es común a todos y que une y separa al mismo tiempo. Y ese “algo” es el asunto (lo que tenemos entre manos) y la materia (lo que leemos juntos). Solo así podemos pensar que el aula es un lugar para descubrir, inventar, imaginar y compartir mundos. Cuando digo en clase (y no solo al principio del curso) que me gustaría que los textos y las pelis sean interesantes, eso no quiere decir solo que sean de interés para cada uno sino que creen algo “entre nosotros”. Hacer el texto (y el mundo) interesante es ponerlo o disponerlo en medio, colocarlo en un entre, inter-esse, ponerlo, o presentarlo, como dice Jan, encima de la mesa. Y, para eso, hay que reclamar la atención de todos y de cada uno a ese mundo (a ese texto) que el profesor pone en común. Por eso la escuela (la universidad en mi caso) tiene que ver con desapropiar el mundo, con comunizarlo, con hacerlo público. Y eso es especialmente importante, y cada vez más difícil, en estos tiempos de privatización de la existencia (mediante la configuración del “yo” como un sujeto propietario de sus bienes, su identidad, sus derechos, sus necesidades, sus intereses, sus motivaciones, sus gustos, sus ideas, sus opiniones, sus capacidades, como propietario de sí mismo, en definitiva), de privatización del saber (mediante su constitución en una mercancía o en una competencia que debe ser apropiada individualmente) y de privatización de la escuela misma (a través de la puesta en marcha de entornos individuales de aprendizaje, y a través de la inserción en los dispositivos educativos de esa mentalidad emprendedora que hace de cada individuo propietario y gestor de sí mismo, de sus competencias y de sus aprendizajes). A mí me parece que la escuela (y la universidad como una especie de escuela) es pública porque hace que el mundo sea público, porque lo pone en común. Para Hannah Arendt solo hay algo así como “un mundo” cuando existe un espacio común y público de manifestaciones, de fenómenos, de cosas, de obras, de saberes. Y Sánchez Ferlosio dice algo parecido (aunque no hable de “mundo” sino de “conocimiento”, y aunque no hable de “interés” sino de “impersonalidad”) cuando escribe: “Por muchas y muy puestas en razón que puedan ser las circunstancias externas, sean de carácter moral o sociológico, sean del mayor ‘bien común’ o del mejor ‘orden político’, etcétera, que puedan recomendar la preferencia por la enseñanza pública, ninguna llegará a serlo de manera tan taxativa e incontestable como una única circunstancia interna, que es la que atañe a la condición del contenido; según ésta, en efecto, toda enseñanza es ‘pública’ por definición (…). Los contenidos de la enseñanza son conocimientos, y el adjetivo ‘público’ es perfectamente adecuado para designar una nota diferencial definitoria, un atributo analítico, del concepto mismo de ‘conocimiento’ (…). Los contenidos de la enseñanza en cuanto tales, los conocimientos en sí mismos, no se prestan a venir o a ser llevados o tan siquiera acercados al alumno, sino que, por su propia condición, exigen que sea él el que salga a buscarlos fuera, en la pura intemperie impersonal, mostrenca, en la tierra de nadie en la que, por definición, surgen y están. Con esta insípida obviedad o perogrullada trato de disipar cualquier equívoco sobre la circunstancia de que los contenidos de la enseñanza no pueden nunca adaptarse, en cuanto tales, a las idiosincrasias o las condiciones personales de los estudiantes, sino que necesariamente han de ser éstos los que tengan que adaptarse a las impersonales condiciones de los conocimientos (…). La noción misma de ‘conocimiento’, o al menos la pretensión o aspiración humana que desde siempre ha estado detrás de ese concepto, como una condición inapelable, es la de que los conocimientos no conocen a nadie, ni llaman por su nombre de pila a cada quisque (…). A la propia naturaleza de los conocimientos pertenece esa absoluta y radical impersonalidad, que es, por tanto, la que se corresponde estrechamente con los fines de la enseñanza misma”. Y ya que estamos con Ferlosio, quizá podamos añadir que mantener el aula como espacio público significa también aceptar que en ella nadie está “como en casa”. La cita es la siguiente: “El muchacho que empieza a ir al colegio tendría que compenetrarse plenamente con la idea de que el ir desde su casa al colegio es verdaderamente una salida al exterior; un camino que apareja cruzar una frontera, para pasar a un territorio, no ciertamente enemigo, pero en el que tiene que saber sentirse a solas en lo que se refiere a la vida familiar, lo que a la vez implica comprender cabalmente que este nuevo conjunto de personas al que se incorpora no es, de ningún modo, propio y personal, sino indistintamente común y colectivo. Tan solo esta conciencia, que un muchacho de 8 o de 10 años no sabría definir ni explicitar, pero sí, por lo menos, si las cosas se hicieran de manera ritualmente correcta, intuir y comprender, es lo adecuado. Sí, ‘ritualmente’ acabo de decir: los índices externos, las señales sensibles, por sencillas y mínimas que sean, marcan los tránsitos de la vida humana, la deslindan, ilustran y organizan, y en cada lugar enseñan a uno a estar en su lugar. En este caso, una mirada atenta advierte fácilmente el espontáneo cambio de actitud, manifiesto en algunos casos, por ejemplo, en el asomo de una especie de timidez o de circunspección, que no hay por qué tomar por inseguridad o desconfianza, sino por la manera de pisar o de avanzar –para expresarlo de un modo figurado- más cuidadosa y reflexiva del que percibe la extraterritorialidad del nuevo medio en que se mueve. Solo con esta actitud diferenciada, que no es sino la conciencia de lo público, puede un muchacho sentirse y hacerse pleno protagonista de sus propios estudios”. No es que hacer de la sala de aula un espacio público sea hacerla hostil y desagradable, pero sí es hacer de ella un lugar exigente, donde lo que importa no es el “yo privado” de cada uno sino el “yo público y en público”, algo que supone una cierta circunspección, una cierta responsabilidad, una cierta compostura, una cierta distancia, una cierta seriedad, un cierto sentido del respeto, desde luego, pero también de la obligación. En ese sentido, creo que la tarea del profesor y de los estudiantes (en tanto que aceptan ese pacto de lo público y de lo “en público”) tiene que ver con mantener y sostener esa esfera pública. El saber, como decía Kant, o es público o no es saber. Y su “publicidad” requiere una serie de normas y de obligaciones que exigen, a veces, dejar de lado las propias opiniones o los propios sentimientos para ajustarse a una serie de reglas comunes y, sobre todo, de reglas de lo común, que aseguren que ese espacio no es, en puridad, de nadie. Por eso lo que se hace en la sala de aula no solo tiene valor como “libertad de expresión” de los participantes o como “comprobación del trabajo realizado” (todos ellos asuntos privados) sino que su importancia se deriva de que constituye otra cosa: un espacio público en el que lo que se juega es algo así como “el mundo” (que no es de nadie). Por tanto no se trata de quiénes o cuántos hablan, sino de qué dicen y, sobre todo, de qué (se) dicen y de cómo (se) lo dicen. Me parece que es por aquí por donde debería leerse eso de la obligación de leer y justificar públicamente los subrayados y los comentarios de los textos, de exponer en público las tareas realizadas, de hacer incluso de los cuadernos (de clase y de campo) un material público. Como sabes, la noción arendtiana de “esfera pública” tiene que ver también con la visibilidad. Lo público significa el ámbito de la aparición, el ámbito en que los seres humanos aparecen los unos ante los otros, se hacen visibles los unos para los otros, se exponen los unos a los otros, se responden los unos a los otros. En ese sentido, la sala de aula se constituye como un espacio público cuando en ella el mundo, y el saber, y los textos, y las materias de estudio, se presentan en público y en su condición de públicos, es decir, de impersonales y de impropios. Y también cuando cada uno de los que están ahí hace público lo que sabe, lo que piensa, lo que lee. Digamos que encima de la mesa de la sala de aula hay que exponer, en primera instancia, los textos que materializan los asuntos a tratar (los que constituyen la materia de estudio), pero que también hay que exponer, en segunda instancia, las relaciones que cada uno establece con esos asuntos, con esos textos y con esas materias. Sabiendo además que la mesa de un aula (la mesa escolar) no es exactamente una “mesa de deliberaciones” (que buscaría el consenso y los acuerdos), una “mesa de co-working” (que buscaría el trabajo colectivo) o una “mesa de encuentro y de convivencia” (que buscaría compartir experiencias). Ya sabes que cuando pido alguna intervención digo, a veces, eso de “anda, échanos algo, danos algo, pon algo aquí en medio para que podamos conversar”. Por eso podríamos decir que la mesa del aula es la mesa del estudio, el lugar donde el estudio se hace público y en público. Lo que ocurre es que las maneras de hacer que eso sea posible (y también de hacerlo imposible) son enormemente sutiles y delicadas cuando se dan en la materialidad concreta del aula, en los espacios, en los tiempos, en los cuerpos, en los gestos, en los rituales, en las miradas, en las expresiones, en las actitudes, en todas esas cosas mínimas a las que el profesor tiene que ser sensible (y tiene que hacer sensibles a los alumnos). Karen. En todos los trabajos finales en grupo se preveía, inclusive, una presentación en público ante un comité de evaluación compuesto por profesores del grado de Educación Social, alumnos del posgrado y, a veces, alumnos de grado de años anteriores o posteriores. En todos los recortes que he incluido de programas de tus asignaturas, está claro que la idea de público se repite, así como la expresión “el profesor podrá requerir en cualquier momento..., el profesor podrá pedir que se lea públicamente...”. Obviamente los comités de evaluación eran bastante temidos, pero las mayores tensiones ocurrían en los momentos en los que tú anunciabas – y hacías valer – que todos los ejercicios, cuadernos, evaluaciones, subrayados eran públicos. Había cierta resistencia, como si aquello fuera una intromisión, un trauma, como si el estudiante reivindicase un derecho al sigilo y a la confidencialidad de lo que produce. Digo eso también como profesora, conocedora de varios discursos en educación que defienden la no exposición como un “cuidado” necesario en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Sé que tanto tú como los lectores sabéis lo que quiero decir. Jorge. Lo de los comités de evaluación solo puede entenderse a la luz de lo que ya he dicho sobre la sala de aula como espacio público. Digamos que de lo que se trata es de ensayar un modo de evaluación que sea coherente con esa idea. Con eso del “comité de evaluación” pretendo varias cosas. En primer lugar no ser yo el que evalúa, y no por pereza o por quitarme de encima esa tarea penosa, sino porque así evito que los alumnos se pasen el curso tratando de adivinar qué es lo que quiero, qué es lo que me gusta, de qué voy, y traten de ajustarse a eso en sus trabajos. Digamos que eso me permite no responder cuando me preguntan “cómo quieres que hagamos el trabajo”. Además, si recuerdas, cuando cada grupo de estudiantes presenta su trabajo final, tiene que exponer también (poner encima de la mesa) sus cuadernos de clase y de campo y todos los materiales que han ido elaborando durante el curso, y que los miembros del “comité” pueden mirar todo ese material. Por otra parte, me permite también rechazar explícitamente ese morbo del aprobar y el suspender, ese ínfimo poder que a algunos profesores les gusta tanto, y hacer que mis alumnos vean que eso me importa bien poco. Lo que quiero es que, en el caso improbable de que me confieran alguna autoridad (en tanto que profesor), eso no tiene nada que ver con que tenga el poder de aprobarlos o de suspenderlos. Ya sabes que el poder de aprobar o suspender “se tiene” (y lo que hace que lo tengas no es otra cosa que las condiciones administrativas del oficio, el hecho de que seas tú el que firme las actas), mientras que la autoridad es algo que los otros te dan. Otra cosa que creo importante es que el así llamado “comité de evaluación” no tenga mucha información sobre lo que hemos hecho durante el curso. Así su tarea no es comprobar el éxito o el fracaso del trabajo realizado, o si los alumnos han hecho o no lo que se les ha ido proponiendo a lo largo del curso. Y también me parece importante el que no sean “especialistas” o “expertos” en los asuntos que hemos tratado. Lo importante es que digan si lo que se les presenta les interesa o no, y por qué. Y eso me permite decirles a los chicos y a las chicas que tienen que hacer que su trabajo sea interesante para cualquiera. No para mí, desde luego, ni siquiera para ellos, sino para cualquiera. En ese sentido, creo que es importante el que a veces invito a alumnos de primer curso a evaluar a los alumnos de cuarto, y que casi siempre convoco a alguien de fuera de la universidad que trato de que no sea un educador social (puede ser un artista, o un estudiante de otra área, o un amigo) sino, simplemente, alguien con una cierta sensibilidad para los temas pedagógicos y los temas sociales y que le apetezca venir a ver los efectos visibles de lo que hemos hecho durante el curso. Y ya sabes que los días de la evaluación me gusta presentarlos con cierta solemnidad (también con cariño, claro, y dejando bien claro la generosidad que implica el que se hayan interesado por ver y escuchar lo que los estudiantes han hecho), pero que también me gusta que se sienten entre los alumnos, como si fueran uno más de la clase. Como los grupos son muy numerosos, necesitamos varios días para la exposición pública de los trabajos. Y ya sabes que insisto en que vengan todos los alumnos todos los días, que muestren, aunque sea mentira, que ellos también se interesan por lo que han hecho sus compañeros. Además, después de la exposición de cada grupo, doy la palabra (para que hagan preguntas o comentarios) no solo a los miembros del comité, sino a toda la clase. Todo eso es lo que quiere decir eso que ya está en el programa de la disciplina, eso de que “la evaluación será pública”. Como sabes, porque has participado en ello, después de las exposiciones, nos vamos a comer y conversamos un rato sobre lo que les ha interesado más, lo que los distintos miembros del comité han visto y han pensado. La conversación suele ser animada, yo tomo notas, pido algunas precisiones, y luego, con todo eso, pongo las calificaciones que a mí me parecen convenientes. Y sobre lo que dices de que hay personas que defienden la no exposición pública de los alumnos como un cuidado a los procesos de enseñanzaaprendizaje, quizá baste con decir que, para mí, un curso no es un lugar de enseñanza-aprendizaje. Es verdad que en esta época en que lo público está desapareciendo, en que casi la totalidad de los espacios públicos están siendo arrasados, privatizados, mucha gente siente que exponerse es un trauma y que lo que importa es mantener bien alta la autoestima. Pero estudiar no tiene que ver con la estima de sí sino con la estima del mundo. Y lo que menos importa en un curso universitario es que uno se sienta (o no) comprendido, aceptado, valorado, reconocido, etc.. Bueno, corrijo: sí que es importante, pero no lo más importante. Karen. En mayo de 2016 asistí a la presentación de los trabajos finales de Arte y cultura en educación social en una plaza de Sant Boi, un municipio obrero de la periferia de Barcelona. Recuerdo que el semestre que compartimos también hiciste la propuesta de cerrar la asignatura en un espacio público, pero que hubo varios alumnos que no estuvieron de acuerdo y al final lo hicimos en la misma facultad, pero no en el aula habitual sino en el claustro de uno de los edificios, un lugar de paso. Tal vez quieras decir algo sobre lo que significa cerrar una asignatura en un espacio abierto, fuera del aula. Jorge. Lo de la plaza de Sant Boi fue muy hermoso. Los estudiantes llegaron un rato antes para montar sus pequeñas instalaciones, y luego fuimos recorriéndolas todas, parándonos un tiempo para conversar en cada una de ellas. Recordarás que varias personas del barrio, o que pasaban por allí, se acercaron a ver y escuchar lo que hacíamos. Incluso vinieron dos policías municipales para preguntarnos si teníamos permiso. Pero independientemente de hacer la presentación de los trabajos al sol de primavera y en un ambiente relajado, se trata de reiterar ese gesto que consiste en afirmar que la universidad pública debe hacer públicos los resultados de lo que hace. Eso del “uso público de la razón” de Kant, que a mí me interesa tanto, y que tiene tanto que ver, me parece, con la idea de universidad como res pública, como cosa que a todos concierne, como un lugar en que se discute públicamente y en público (y no solo entre colegas o especialistas) de asuntos que son de interés de todos. Me parece que en esta época en que el aprendizaje se entiende de forma individualista y credencialista, de forma privada, es especialmente importante mostrar prácticamente, también a los estudiantes, qué es eso del “sentido público” de la universidad y, tal vez, abrir una conversación sobre ello. De hecho, van a ser educadores, están estudiando educación, y el carácter público de la educación es, me parece, uno de sus rasgos constitutivos y definitorios. LETRA F Fracaso Fracaso Karen. En el área de educación hay innumerables trabajos académicos sobre el fracaso escolar. Como profesores, nos enfrentamos a discusiones constantes sobre el tema, en los consejos escolares, en las evaluaciones a lo largo del año, en los suspensos al final del curso lectivo, en las reuniones. El fracaso de los estudiantes nos llega en números, como exigencia de los programas gubernamentales, en casos individuales, como dificultades de aprendizaje, evasión escolar, estructuras físicas precarias, modelos familiares, formación docente... Son muchas las palabras y los discursos con los que convivimos y que nos tocan cuando se habla de fracaso. Pero, en este momento, no le voy a hacer los coros a esa cantinela. ¿Tú mismo ya has tenido la sensación de fracasar como profesor? ¿O crees que el fracaso es una dimensión del oficio de profesor? ¿O, por otra parte, puede uno, dentro de un uso libre de Hilda Hilst/George Bataille, sentirse “libre para fracasar”? Jorge. Tienes razón en lo de la cantinela, en lo del fracaso como un término comodín en el lenguaje pedagógico, aunque en la universidad está menos presente y se habla más bien de “indicadores de baja calidad”, sobre todo en lo que tiene que ver con los resultados de aprendizaje de los alumnos. Pero como aquí hemos rechazado tanto el discurso de la calidad como el del aprendizaje, dejaremos esa cantinela y hablaremos de otra cosa. Digamos que el profesor fracasa cuando no consigue hacer de profesor, es decir, cuando no consigue crear las condiciones para la atención, para la lectura, para el estudio, para el interés compartido por el asunto o por la materia, cuando no consigue hacer que los alumnos se conviertan en estudiantes, que la sala de aula sea un espacio público, todas esas cosas de las que vamos hablando aquí. Y entonces es un fracaso, sí, pero es sobre todo una impotencia y una tristeza, como un desánimo. Para mí, el más evidente síntoma de fracaso es la desgana (tanto en los alumnos como en mí mismo). A lo que podríamos añadir la indiferencia, la sensación de que las cosas se hacen “como sí”, la impostura, el juego sucio. Ya sabes que mis ataques de mal humor, que no siempre duran mucho, tienen que ver con esas cosas. Pero te diré también que tengo una relación tranquila con el fracaso. No sé si es que me siento “libre para fracasar” (que también), sino que me parece que el fracaso es constitutivo de este oficio y que, en lugar de buscar “responsables” lo mejor es tomárselo con calma y seguir fracasando. Lo que nunca haría sería traicionar las que creo que son mis obligaciones y tratar de hacer cosas que “funcionen mejor”, que estén más adaptadas a los tiempos, que les gusten más a los chicos y a las chicas. Un profesor no es un vendedor de electrodomésticos y su éxito o su fracaso no están en la satisfacción del cliente. Te diría que la dificultad con la que me encuentro es que cada vez me es más difícil ser profesor. Pero eso nos debe ocurrir a todos, y por eso algunos se convierten en animadores, en mediadores, en facilitadores, en gestores del aprendizaje, es decir, dimiten de su posición de profesores. Una posición que hoy en día no está dada (como dicen que pasaba en otros tiempos), sino que tiene que ser hecha y validada constantemente, tiene que ser peleada, muchas veces contra todo y contra todos. Y lo mismo pasa con la posición de estudiante, que es muy abierta, muy permeable, muy inestable, que no está para nada garantizada y hay que ponerla en su lugar, una y otra vez, de una manera que a veces puede parecer agresiva o violenta. Cada vez siento más claramente que el hecho de que haya un profesor en el aula es algo que incomoda, que molesta (y a la universidad como institución no le importa un carajo). Como si el profesor fuera visto como alguien que te hace la vida difícil, que no te deja que seas “tú mismo”, que te dice que tienes que elevarte por encima de ti mismo, que te dice que tienes que estudiar, que no puedes decir o escribir cualquier cosa, que te exige, que te obliga, que te recuerda que las cosas que valen la pena requieren esfuerzo, dedicación, trabajo. Y cuando percibes eso, que molestas, tienes la tentación de retroceder, de replegarte, de abandonar, y entonces estás perdido: renuncias a constituirte en profesor. Por eso creo que el nuestro es un oficio como de todo o nada. Creo que la sala de aula es una especie de lugar de excepción en el que a veces se producen cosas maravillosas y otras veces no pasa nada. O sí o no, o has ganado o has perdido, raramente es una cosa de más o menos. Pero hay otra cosa que también es importante, y es que en nuestro trabajo nada nos asegura cómo van a salir las cosas, qué es lo que va a pasar mañana. Se pueden iniciar procesos, pero el curso de un curso es imprevisible. Y eso también es constitutivo, y es fantástico, pero también cansa y, a veces, angustia un poco: eso de llegar a la clase y tratar de adivinar, a través de síntomas difíciles de palpar, cómo está yendo la cosa. Porque eso no depende de uno, sino de los otros (o de ese “todos” tan complejo y tan extraño que es una clase). Además ya sabes que soy un profesor un tanto distante (eso de “Jorge Larrosa intimida”) y por eso, a veces, mis alumnos tienden a cerrarse, a opacarse, y me es difícil percibir lo que está pasando. Por eso me gusta llegar temprano al aula, cuando solo han llegado las dos o tres personas más madrugadoras, e ir recibiendo poco a poco a la gente, casi de uno en uno, e ir preguntándoles si el curso les está interesando, cómo lo llevan, qué sensaciones tienen. Y me gusta también, después de la clase, acercarme a los corrillos y buscar algún tipo de complicidad. Para recibir algunas señales. Lo que te consuela es saber que en definitiva nunca sabes cuáles son o cuáles van a ser los efectos de lo que haces. Un amigo me regaló un episodio de una serie televisiva norteamericana de los años cincuenta, La dimensión desconocida, en la que se veía algo de esto. El episodio se titula “Cambio de guardia” y comienza con un profesor al que obligan a jubilarse. En ese momento de su vida siente que su trabajo no ha servido para nada, que no ha hecho nada que haya mejorado un poco el mundo, que ha fracasado en su oficio y, por tanto, en su vida, que su vida no ha tenido sentido. Cuando está caminando desesperado por el jardín del colegio, de noche, a punto de suicidarse, oye que suena la campana que anuncia el principio de la clase. Entra entonces en el aula y ve que los bancos están ocupados por chicos que han sido alumnos suyos en varias generaciones. Los va reconociendo, va pronunciando sus nombres, y cada uno de ellos le dice a qué ha dedicado su vida y cómo murió (generalmente en un acto heroico, sacrificando su vida por los demás). Pero lo más impresionante es que todos le agradecen que en sus clases de literatura inglesa aprendieron lo que era la lealtad, o la generosidad, o el altruismo, o el sentido del deber, y que fue precisamente eso lo que les guió en sus vidas y en su muerte. El episodio es muy grandilocuente, está atravesado por un cierto sentido épico del servicio a la humanidad, pero dice algo que es cierto, que nunca sabremos cómo lo que hemos hecho (lo que hemos dado a leer y a pensar) ha afectado a nuestros alumnos y en qué momentos eso ha podido fructificar en algo. Y creo que esa inconsciencia es hermosa. Tampoco nosotros recordamos a qué y a quiénes les debemos lo que somos. Ya sabes que los seres humanos tendemos a enfatizar nuestros méritos (lo que nos parece que hemos conseguido por nosotros mismos) y a olvidar los agradecimientos (lo que debemos a otros). Además es conveniente ser un poco más modestos, más humildes, y reconocer que tanto nuestros éxitos como nuestros fracasos son menudos, casi insignificantes. LETRA G Generosidad Gilipollas Generosidad Karen. Generosidad es una palabra que, en su uso corriente, se refiere a compartir, generalmente de forma desinteresada. Según su definición de diccionario significa “cualidad del que reparte con holgura”. Esa definición se aplica a nuestro encuentro de 2014 en el que mi interés (expresado torpemente) sobre tus “modos de hacer” se tradujo en tu invitación a “venir, ver y hacer”. En mi estadía en Barcelona, fue duro pasar del Jorge Larrosa conferencista y escritor, filósofo de la educación, al Jorge Larrosa profesor. Durante los días en los que me pregunté qué estaba haciendo allí, fui poco a poco dándome cuenta de que la generosidad no se encontraba en la invitación en sí, sino en la forma en la que se obtiene del otro una contrapartida. No se trata, en cualquier caso, de dar algo a cambio, sino de posicionarse respecto a aquello que se nos da, aquello que se nos ofrece. Como conferencista, ofreces lo que te conviene (en una falsa benevolencia) pero como profesor, no. Como maestro, fuera de los focos, nos ofrecías (a tus alumnos y a mí), la posibilidad de hacer, y hacer de nuevo. Lanzabas varias ideas, reinterpretabas lo que queríamos decir, ofrecías tus libros, tus textos, tus películas, tu tiempo. Bajo tu rostro serio de profesor sabíamos, tus alumnos y yo, que tenías compasión al escuchar nuestras ideas mal formadas y formuladas, lanzadas al grupo. Cada caminata de planificación, los viernes, en la ladera de Collserola, me servía más a mí que a ti, a pesar de que nunca dejases de hacer las preguntas rancierianas, “¿qué estás viendo? ¿en qué estás pensando?” Tus sermones no tenían como objetivo tu trabajo como profesor, sino la materia, movilizar la atención y el pensamiento, como para mostrar que tus propuestas eran dignas y, sobre todo, que era a la materia, y no a ti, a quien debíamos hacer reverencias. Generosidad, para ti, definitivamente no implica orgullo de uno mismo. En Las pasiones del alma, de Descartes, la generosidad aparece como aquello que en la acción humana se dirige al cuidado de los demás; cuidando a los demás nos desviamos de nuestros propios intereses. Además, el radical etimológico de la palabra, gen, se refiere a “generar, hacer nacer”. Tenemos ahí dos verbos que, desde mi punto de vista, hablan sobre tu sentido de la generosidad: cuidar y hacer nacer. Jorge. Muy hermoso eso de relacionar la generosidad con dar, con cuidar y con generar. Y te agradezco, claro, tus palabras sobre el carácter generoso de alguna de mis maneras de profesor. Pero déjame desplazar la palabra “generosidad” a la escuela y, en especial, a la sala de aula. Digamos que el profesor, en su simple hacer de profesor, da aula, cuida del aula y genera el aula. Y es entonces cuando el aula misma puede ser generosa con todos los que entran y permanecen en ella. En primer lugar, con el profesor: el aula, si lo es de verdad, hace al profesor, lo genera, lo cuida, le da su tiempo y su lugar. Tú misma has dicho algo parecido cuando has subrayado que no se trata tanto de un intercambio como de un posicionamiento. La generosidad, en el aula, no es tanto una relación entre personas (el profesor que es generoso con sus alumnos, o los alumnos que son generosos entre sí y con el profesor) como una manera de corresponder a lo que el aula misma da. Pero para que el aula te dé algo, tú tienes que darle algo a ella también. Lo que el aula da, lo hemos dicho ya varias veces, es tiempo, espacio, materialidades y procedimientos. Un tipo especial de tiempo (el tiempo libre y el tiempo demorado), un tipo especial de espacio (el espacio público), un tipo especial de materialidades (las materias de estudio), y un tipo especial de procedimientos (los ejercicios, lo que podríamos llamar las técnicas del estudio o, quizá, las artes del estudio). Y es gracias a esas donaciones que el profesor se convierte en profesor (se hace profesor) y los estudiantes se convierten en estudiantes (se hacen estudiantes). Pero eso solo pasa si tanto el profesor como los estudiantes realizan un cierto don de sí, es decir, si se dan, o se entregan, ellos mismos, al aula, si dan algo de sí mismos al aula. No al otro, sino al aula. El profesor no se da a sus alumnos ni los alumnos deben darse o entregarse al profesor. Lo importante, como siempre, es la tercera cosa, y creo que esa tercera cosa es el aula (el tiempo, el espacio, las materialidades y los modos de hacer que conforman el aula). Me parece que ese don de sí, o esa entrega de sí, tiene lugar en el mero hecho de entrar en el aula. Seguramente recuerdas ese ejercicio de “entrar en… es salir de…” (entrar en la escuela es salir del shopping, entrar en la escuela es salir de casa, etc.). Y seguramente recordarás también cómo ese ejercicio estaba enmarcado en una reflexión sobre las puertas, sobre los umbrales (tuvimos que pensar, y muy en serio, en la puerta del aula). Georg Simmel tiene un texto muy famoso que se titula “Puente y puerta”. Para Simmel una de las actividades básicas de los seres humanos consiste en unir y en separar. El puente sería el emblema de la unión y el muro lo sería de la separación. Pero los muros tienen puertas, y las puertas, claro, separan y comunican al mismo tiempo, es decir, a veces se abren y a veces se cierran. Estarás de acuerdo conmigo en que nuestra época (y la pedagogía de nuestra época) privilegia los puentes, las conexiones, los trayectos; es, en general, enemiga de los muros; y solo gusta de las puertas abiertas. Pero si la escuela, como hemos dicho varias veces, es separación, es esencial que el aula tenga paredes, que en esas paredes haya una puerta, y que esa puerta tenga algo de umbral, es decir, que atravesar la puerta tenga que ver con salir de unas cosas y con entrar en otras. Y ese entrar puede pensarse como un pasaje: a la vez una transición y una transmutación. Al entrar en el aula salimos de lo que somos fuera del aula y nos convertimos en otra cosa (en profesores o en estudiantes). Podríamos decir, en esa lógica, que entrar en el aula es un cierto salir de sí (de lo que uno ya es, de lo que uno ya quiere, de lo que a uno ya le gusta o le interesa). Y si al empeño en permanecer en sí se le puede llamar egoísmo, tal vez a ese salir de sí le pueda llamar generosidad. Los profesores y los alumnos serían egoístas si entran al aula pensando en lo que el aula puede darles a ellos, o pensando que son ellos el centro del aula. Y serían generosos si lo que hacen es darse ellos mismos al aula y, por tanto, aceptar que el aula los transforme. La generosidad entonces no estaría tanto en el cuidado del otro, como en el cuidado del aula, en hacer que el aula sea aula, en darle al aula una cierta prioridad existencial sobre nosotros mismos. Y no estaría tampoco en hacer nacer al otro, sino en generar el aula misma. Es el profesor el que hace el aula, el que da el aula, el que cuida el aula, el que hace nacer el aula, pero es al mismo tiempo el aula la que lo hace profesor, la que lo cuida, la que lo genera en tanto que profesor. Y lo mismo podríamos decir de los estudiantes. Solo si somos generosos con el aula (si nos desprendemos de nosotros mismos y entramos en ella y nos entregamos a ella), el aula será generosa con nosotros, es decir, nos dará alguna cosa. En ese gesto que te hice cuando nos conocimos en Rio, eso de “ven y mira”, no te di nada, y lo único que hice fue abrirte la puerta del aula, es decir, lo único que te di fue un lugar, y la invitación a entrar en ese lugar, y la posibilidad de pensar juntos qué es ese lugar y qué hace con los que entramos en él. Pero volvamos a lo del aula como espacio-tiempo generoso. El aula es un espacio-tiempo generoso porque en ella no hay nada, porque se nos da como un espacio-tiempo vacío que nosotros tenemos que llenar, porque se pone a nuestra disposición para que nosotros pongamos (y dispongamos) en ella las materias de estudio y para que nosotros nos pongamos (y nos dispongamos) en ella como profesores y estudiantes. De nuevo no es un asunto de intercambio sino de posiciones, disposiciones y composiciones. Por eso, como tú bien dices, lo que ahí aparece no es un reverenciarse los unos a los otros, o cada uno a sí mismo, sino una reverencia al aula. A veces pienso que en la puerta del aula debería haber algún ritual de entrada, algo parecido al agua bendita que hay en la puerta de las iglesias y que uno tiene que tocar, santiguándose, cuando entra, pero no para reverenciar a los dioses (en el aula no hay dioses) sino para ponerse en una cierta disposición al estudio. O como cuando los futbolistas entran a la cancha y besan el suelo, pero no para que nos sea propicio y nos dé el triunfo (en el aula no se compite), sino como rindiéndole gratitud a ese espacio generoso que siempre nos devuelve mucho más de lo que nosotros le damos. Gilipollas Karen. La categoría de “gilipollas” fue elaborada en Sociología de la Educación. Seguramente apareció en alguno de tus sermones y, tratando de justificar el uso en clase de algunas palabrotas (déjame decirte que a veces te pasas un poco), intentaste precisar su uso, bastante sutil en español, y que no se corresponde exactamente con el “boludo” de los argentinos, el “huevón” de los chilenos o el “babaca” de Brasil. Lo que pasó es que, una vez introducida en el vocabulario de la asignatura, nos la pasábamos buscando gilipollas en todas las películas que nos ponías. Vimos, que yo recuerde, dos caras de gilipollas, en dos películas: la del tipo que hace las fotos en el campo de refugiados que aparece al principio de Enjoy poverty (volveré a esta película en la palabra “pobreza”), y la de la asistente de uno de los fiscales en De nens. Incluso, en la discusión de Enjoy poverty, dijiste que “la mayoría de las veces, el mal no es resultado de la crueldad, de la maldad, sino de la gilipollez”. Para profundizar en esta palabra recuerdo que, en algunos de tus sermones en clase, llamabas la atención para que los estudiantes no se volviesen “gilipollas”, para que no tuviesen actitudes de “gilipollas”. Inclusive, en una llamada de atención por e-mail, usaste enfáticamente esa palabra. Yo, que no la conocía, me divertí mucho orientando a los alumnos en esa asignatura, pues los proyectos educativos se dirigían a la prevención y a la rehabilitación de los ricos y no de los pobres, como se esperaría en una carrera de Educación Social. De esa forma, los alumnos tenían que hacer un esfuerzo para identificar, componer y comprender tipos y lógicas “gilipollas”. En la palabra “ricos” y “shopping”, el lector encontrará la contextualización de este tipo de trabajo. Me gustaría que hablases de esta palabra, tal vez incluso recordando algunos de estos episodios. Jorge. No sé si gilipollas es exactamente una categoría, pero la manera como esa palabra apareció en Sociología de la Educación sí que dice algo, como tú bien señalas, de mi manera (no siempre afortunada) de hacer de profesor. Tal vez valga la pena contar la historia completa. Después de ver en clase Enjoy Poverty (ese documental turbador y extraordinario sobre la mercantilización de la pobreza) se me ocurrió que para centrar la discusión en la clase siguiente sería bueno hacer algún tipo de ejercicio. Y pedí que clasificasen a los distintos personajes que aparecen en la película en cinco ítems (ladrones, sinvergüenzas, gilipollas, pobres e inocentes). De hecho, esa misma tarde envié el mail que transcribo a continuación tratando de aclarar un poco la naturaleza de la tarea: Esta semana hemos visto Enjoy poverty, hemos hecho un primer comentario, y hemos decidido continuar un poco más con la película y, en general, con el asunto de la mercantilización de la pobreza. Dedicaremos a eso la próxima clase. Para abrir la conversación de la próxima clase os he mandado una tarea que consiste en que veáis otra vez la película y que clasifiquéis a los personajes en (alguna de) las siguientes categorías: Ladrones: según el DRAE, “que hurta o roba”. Robar: “quitar o tomar para sí lo ajeno”. De todos modos, no es lo mismo robar un banco que robar a los pobres. Digamos que los que roban a los pobres son ladrones y, además, otra cosa. ¿Cómo los llamaríais? ¿Cómo llamaríais a los ladrones que salen en esta peli? A mí me gustaba un insulto, incluso sugerí en clase, en un momento de arrebato, llamarlos “cabrones”, pero, dado que ha habido alguna protesta sobre el uso de esas expresiones, lo dejo a vuestro criterio. El asunto es que, además de pensar sobre la peli, podamos pensar también sobre qué es, hoy en día, ser un ladrón y, sobre todo, sobre qué tipo de ladrones salen en la peli. Y también, por ejemplo, sobre las relaciones entre robo y legalidad y, en general, entre robo y sociedad mercantilizada. Sinvergüenzas: “que carecen de vergüenza”. Vergüenza: según el DRAE, “turbación del ánimo que suele encender el color del rostro, ocasionada por alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa o humillante, propia o ajena”. Además de localizar sinvergüenzas, se trata también de pensar sobre el estado de la vergüenza en estos tiempos que corren (una emoción anacrónica y, a mi juicio, en riesgo de extinción). A los sinvergüenzas de la peli se les podría llamar también “lacayos”, en el sentido de “serviles”, aunque habría que pensar a qué o a quién sirven cuando “hacen lo que tienen que hacer” y cómo es que lo hacen con toda naturalidad, sin el mínimo remordimiento, como esos tipos de las películas americanas que dicen “it’s my job”. Gilipollas: según el DRAE, “tonto o lelo”, aunque yo creo que es una categoría mucho más interesante y, desde luego, insustituible en la neolengua de lo políticamente correcto. El mundo está lleno de gilipollas (nosotros los primeros) y no está mal disponer de una palabra que, aunque sea malsonante, nos permita decirlo. Y tal vez no sería descabellado darle también un uso pedagógico. Ya sabéis que el Gato Pérez les decía a sus hijas que de mayores podían ser lo que quisieran menos gilipollas. Y eso, dicho por un padre, o por un profesor, también es educación moral, y de la buena. Pobres: según el DRAE, “necesitado, que no tiene lo necesario para vivir”. Como los pobres de la peli no lo son por condición natural, yo hubiera preferido la categoría de “jodidos” y así la he escrito en la pizarra. Pero tal vez sus connotaciones sexuales hacen que esa palabra sea también políticamente incorrecta y encuentre algunas resistencias en la clase. Un buen ejercicio sería comparar a los pobres de Enjoy poverty con otras imágenes de “pobres” que hemos visto en clase, los de Tierra sin pan, o los de Los olvidados, o los de Niños de la calle, o los pobres con los que trabajan los chicos del Barrilete tal como los señalan en Pedagogía Mutante. Además, creo que la película también da pistas para problematizar esa categoría tan de hoy, tan neutra, tan infeliz, tan idiota, de “personas en situación de pobreza”. Inocentes: según el DRAE, “cándido, sin malicia, fácil de engañar”. Como veis, podemos aprovechar el ejercicio para ahondar un poquito en eso del “etiquetaje”, de los “prejuicios”, de las “clasificaciones”. Y también, quizá, en esa neutralización de la lengua que impone la tiranía de lo políticamente correcto. En fin, que a ver si esta propuesta da para una conversación que no caiga demasiado en los lugares comunes morales y moralistas de costumbre. E insisto en que el tema, y su relación explícita con el curso, no es el de las palabras que usamos o no usamos para clasificar a la gente, sino que es la “mercantilización de la pobreza”. Os envío, para eso, en attach, una copia del manifiesto sobre la porno-miseria del que os he hablado en clase. Además y, en relación con el trabajo que estáis haciendo en el shopping, se trata también de pensar sobre la “mercantilización de todo”, es decir, sobre la conversión de todo, también de la universidad, también de la vida, también de nosotros mismos, en mercancía. La mayoría de los estudiantes reconoció como gilipollas a un joven rubio, con cara de imbécil y una sonrisa absolutamente idiota que aparece en el campo de refugiados haciendo fotos a las personas que reciben un saco de ayuda humanitaria, y también a las personas que visitan esa exposición donde se exhiben“fotos artísticas” (y en blanco negro) de los trabajadores de una plantación de aceite de palma. Los gilipollas serían los que no se dan cuenta de nada, los que no se enteran, los que parece que miran sin ver y que oyen sin escuchar, los que nunca se hacen preguntas, los que están perfectamente instalados en las certezas que les dicta el sentido común más simple y más convencional, los que actúan sin pensar, automáticamente. En otra clase, después de ver algunos fragmentos de la película Hoy empieza todo, llamé gilipollas al inspector que evalúa la clase de Daniel (el protagonista de la peli), y que después le suelta una retahíla de lugares comunes sobre la importancia de la motivación y sobre las nuevas tendencias pedagógicas; y llamé gilipollas también a ese profesor que justifica su impotencia y seguramente su desidia hablando de la campana de Gauss. Y ahí es donde seguramente me pasé y, para desarrollar la figura, califiqué de gilipollas a algunos de los trabajos de final de grado que me había tocado dirigir y a algunos de los que había tenido que leer cuando tuve que actuar como miembro del tribunal. Como toqué ahí algunos de los tópicos de la educación social y también, seguramente, algunos de los temas con los que los alumnos simpatizaban, el escándalo fue mayúsculo y me dijeron de todo. Y esa misma noche, a modo de disculpa, mandé por mail ese sermón al que seguramente te refieres y que transcribo a continuación: Tengo la sensación de que mis sermones de hoy sobre la gilipollez han podido sonar un poco ofensivos. Y quiero explicarme. El primero de esos sermones (el que ha tenido como motivo mi relación con los alumnos que hacen el TFG y en el que he vuelto a repetir la frase que decía Gato Pérez a sus hijas, esa de “sed lo que queráis, pero no gilipollas”) tenía que ver con la lucha de cualquier profesor que se precie contra lo que Rancière llama las “máquinas del atontamiento escolar”, es decir, esas que producen estudiantes oportunistas (en el sentido de que piensan, fundamentalmente, en sus puntos y puntitos, en su comodidad, en la aritmética académica, en “quitarse de encima” las tareas, en obtener la máxima “rentabilidad” con el mínimo esfuerzo) y esas que producen también estudiantes con ninguna distancia crítica respecto a los discursos dominantes (no solo los de la universidad, sino también y sobre todo “los de su tiempo”). El segundo sermón (ese que ha tenido como punto de partida el profesor que, en la película, habla de la campana de Gauss, de los estudiantes “con los que no se puede hacer nada”, ese profesor que, como alguien ha dicho “ha tirado la toalla”) tenía que ver con la lucha de cualquier profesor que lo sea realmente con el desinterés, la apatía, el aburrimiento, y la falta de atención de esos estudiantes desmotivados, distraídos, abúlicos, “que no colaboran”, y de los que es muy fácil “pasar”. Ambos sermones querían llamar vuestra atención sobre la difícil tarea de enseñar en esta época y la sensación, que a veces me invade, de que “no vale la pena”, de que no importa, y de que es mucho más cómodo usar el “powerpoint”, hacer “dinámicas” y propiciar lo que vosotros llamáis “la horizontalidad” y “el intercambio de conocimientos”. Naturalmente, esa sensación solo dura un tiempo (aunque sea un tiempo largo y pesado) y uno vuelve a la pelea. Y digo “pelea” porque creo que un profesor es también un luchador contra todo aquello que, en sus estudiantes (y también, desde luego, en sí mismo), contribuye a esa “gilipollez” que (nos) ataca por todas partes. Aunque eso le haga, a veces, ser intransigente y un poco gruñón. Como lo es también el Daniel de la película que hemos visto y comentado y que, como recordaréis, no se corta cuando tiene que echar alguna bronca. Creo sinceramente que lo que un profesor no debe ser es indiferente, aunque esa indiferencia se disfrace algunas veces de ser “enrollado”, de “todo está bien”, de “muy interesantes tus aportaciones” y de “hacerle la pelota a la gente”. Para mí, que soy un profesor “a la antigua”, una universidad no es un shopping (aunque cada vez se parece más a un shopping) cuyo objetivo fundamental es hacer que el consumidor (o el cliente) esté satisfecho. En cualquier caso, pedir disculpas a quien pudiera haberse sentido ofendido. Y si hay alguien que esté interesado en estas cuestiones, le recomiendo el libro de Estanislao Antelo y Ana Abramowski (ambos buenos amigos míos) titulado. El renegar de la escuela. Desinterés, apatía, aburrimiento, violencia e indisciplina. Seguimos. La cosa quedó así, volví a disculparme en clase por haber utilizado como simplemente valorativa una palabra que en español suena claramente como un insulto, me dio la impresión de que los alumnos aceptaban mis disculpas, aunque con cierta sorna, y mi sorpresa fue que cuando vimos la película De niños y apareció la ayudante de uno de los fiscales asintiendo con una sonrisa completamente boba y sumisa al discurso de su jefe (una de esas jóvenes abogadas cuyo único interés es “colocarse bien” sin hacerse preguntas incómodas y sin dudar de su posición y de su trabajo) algunos de los alumnos comenzaron a decir: “¡gilipollas! ¡gilipollas! ¡aquí está la gilipollas!” Tuve la sensación de que todo lo que había pasado no había sido en vano y que la palabra estaba empezando a sonar de un modo interesante. Te diré sin embargo, ahora ya desde cierta distancia, que eso que en mi mail había llamado la lucha del profesor contra el oportunismo, la obediencia y la apatía de los alumnos no puede en ningún caso derivar en actitudes o palabras despectivas, y no solo por razones de respeto, sino también porque su posición de poder le suele garantizar cierta inmunidad y cierta impunidad. Se puede ser exigente, a veces duro, pero no se deben perder las maneras. Y yo a veces las pierdo. De todos modos, lo que no se puede hacer, me parece, es mirar hacia otro lado y ocultar en una actitud supuestamente tolerante lo que no es otra cosa, al menos para mí, que dejación de responsabilidad. Karen. Para no acabar esta palabra de un modo tan patético, voy a transcribir el resultado de una pequeña investigación que hice por mi cuenta sobre la palabra en cuestión y que, para neutralizar desde un punto de vista filológico e histórico el litigio que habíamos tenido en clase, enviamos también, muy amablemente, a nuestros alumnos: Posiblemente gracias a su sonoridad, en los últimos años el adjetivo «gilipollas» se ha convertido en un insulto de uso muy extendido entre los españoles. Según el Diccionario de la Real Academia Española, esta palabra es una vulgarización del adjetivo «gilí», término que designa a una persona tonta o lela y que procede del vocablo caló «jilí», cuyo significado es «inocente o cándido». Sin embargo, podría ser que el origen de esta peculiar palabra fuera mucho más castizo e interesante. De acuerdo con cierta teoría, tenemos que retroceder hasta finales del siglo XVI, época en la que don Baltasar Gil Imón de la Motaocupaba el cargo de fiscal del Consejo de Hacienda. Según narran las crónicas, Gil Imón aprovechaba su posición para acudir acompañado de sus dos hijas a todos los eventos y fiestas en los que se daba cita lo más granado de la sociedad madrileña. Su intención era encontrar en alguno de esos actos algún joven en edad casadera que pudiera emparejarse con sus dos hijas. El problema era que Fabiana y Feliciana, las hijas de este personaje, eran muy poco agraciadas tanto física como intelectualmente y, debido a las escasas dotes de las muchachas, los pretendientes no abundaban. Por ello, cada vez que el alto funcionario aparecía en una fiesta junto a sus hijas, las malas lenguas comenzaban a comentar entre sí «Ahí va de nuevo don Gil con sus pollas» (siendo “polla” una palabra que era empleada en la época para referirse a las mujeres jóvenes). De acuerdo con esta teoría, la asociación de ideas fue inevitable y, muy pronto, la sorna y el ingenio de la gente fundieron en un solo concepto la estupidez y las hijas del fiscal. Así, cuando se quería señalar que alguien parecía alelado o era corto de entendederas, se aludía a las «pollas» de don Gil, y así habría nacido la palabra «gilipollas» que conocemos hoy en día. Jorge. Y ahora sí para terminar de darle una sonoridad, en este diccionario, a esa palabra tan compleja, voy a transcribir el que fue mi mensaje a los graduados del año anterior en el momento en que dejaban la universidad para dirigirse hacia eso que algunos llaman “la vida real”: Ya tenéis el título, ya os vais de aquí, y tenéis ganas de iros, y me alegro. Pero yo me quedo, y también me alegro. Porque ahí afuera es peor. Y algún día tendréis nostalgia de esto. Pero no por lo que fue, sino por lo que hubiera podido ser. Si no fuéramos tan gilipollas. LETRA I Idea Igualdad Información Interés Investigación Idea Karen. Esta palabra me parece muy genérica. Estaba buscando en mi cuaderno de anotaciones en el intento de afinarla un poco. He encontrado una frase que me dejó curiosa en su momento: “cuando aparece una idea, cosa que no pasa todos los días, uno tiene que estar atento y cuidarla”. ¿Es posible establecer una relación entre idea y atención? ¿Qué sería cuidar de una idea? Jorge. Seguramente te refieres a una frase que apareció en el texto que acompañaba a la película Estación Zombi. Voy a transcribirla: “Un amigo nos habla siempre de lo que significa una idea y con un enorme esfuerzo nos intenta explicar que una idea es una fiesta. Que una idea no es una consigna. Muy por el contrario: una idea es algo muy rico y necesita de un cuidado enorme para crecer. Nosotros fuimos aprehendiendo que las ideas son poderosas con uno y no uno poderoso con ellas”. Una idea, dicen los chicos del Barrilete (el grupo del texto y de la película), es algo que uno se encuentra, que quizá ya estaba ahí, pero que hay que descubrirla. Y descubrirla es nutrirla, sacarla a pasear, ponerla a circular, contrastarla con otras personas, con otras ideas, explorar cuáles son sus efectos, hacerla crecer. Una idea, podríamos decir también, no es una cosa, ni un instrumento, sino un camino. O, mejor, una idea abre caminos; siempre, naturalmente, que uno mismo se ponga en camino por esos caminos abiertos. Una idea no da poder, pero tiene poder. El poder de transportarnos más allá de nosotros mismos, de llevarnos lejos. Esa frase de tu cuaderno vendría a cuento, creo, de que los trabajos que les pido a los chicos y a las chicas consiste en que formulen una idea pedagógica, no un proyecto pedagógico, o una investigación pedagógica, sino una idea pedagógica. Una idea que puede comenzar por parecer loca, o absurda, pero que será más o menos interesante según lo que esa idea haga con ellos, según a dónde les lleve. Y les llevará más o menos lejos según cómo la cuiden. Y según lo que disfruten con ella, según cómo se entreguen a la fiesta que esa idea les propone. Si una idea es buena, es fecunda, y si la cuidamos, entonces pensar es un placer y una alegría. Desde este punto de vista, un profesor no transmite ideas (ni siquiera es necesario que “tenga ideas” o que “dé ideas”), sino que crea dispositivos capaces de generar o de inspirar ideas, dispositivos para la producción o para la invención de ideas. Es desde ahí que me gusta decir que mis cursos son “ejercicios de pensamiento”. Ejercicios, además, de los que no puede anticiparse el resultado o, dicho de otro modo, que incluyen tranquilamente la posibilidad del fracaso. Ejercicios que requieren una cierta confianza, una cierta gratuidad, una cierta generosidad, eso de entregarse al ejercicio sin preguntarse qué es lo que se va a obtener a cambio. Y, en el semestre que compartimos, ejercicios que combinan varias actividades: leer (y ver pelis), caminar (y hacer mapas) y conversar (y escribir). Pero lo importante es que esas actividades no tienen que ver con aprender “contenidos”, ni siquiera con “investigar”, sino con “pensar”; y con un pensar que es “inventar”, concretamente con formular una idea pedagógica que en cada una de las disciplinas que compartimos tenía delimitaciones diferentes. La posibilidad de que una idea aparezca está, me parece, en algunas separaciones. Desde luego, en la separación entre leer y caminar, o entre leer y conversar, o entre caminar y conversar. Pero hay otras que me gustaría subrayar. Primero, la separación entre la materia y el asunto: la materia es lo que hay que estudiar, pero el asunto es lo que hay que pensar; y si se produce algo, es precisamente porque no coinciden. Segundo, la separación entre lectura y escritura; ya sabes: “entre leer y escribir algo pasa”. Y seguramente podríamos identificar y desarrollar otras de esas separaciones. Nuestro trabajo consistía también en ayudar a los estudiantes en la forma de presentación de sus ideas, en el trabajo de darles forma, y una forma que fuera a la vez consistente e interesante para cualquiera. Y ese trabajo con la forma era, en general, muy triste, pero algunas veces era apasionante. Sobre todo cuando trabajar en cómo presentar o hacer pública una idea se convertía también en un ejercicio de pensamiento y no solo en una estrategia de comunicación. Pero el trabajo del profesor no solo tiene que ver con la generación de ideas, sino que tiene que ver también con tratar de hacer que los estudiantes perseveren en sus ideas, que no desfallezcan, que no las abandonen demasiado pronto, que no las dejen caer, que las desarrollen, las cuiden, las sigan y las persigan; en definitiva, que las cuiden. Una de las cosas que comentábamos después de tus tutorías era que los chicos, a veces, tenían una buena idea en las manos, habían descubierto un pequeño tesoro, pero no se daban cuenta, o se cansaban demasiado pronto y pasaban a otra cosa. Y que tu trabajo en las tutorías consistía en impedir que la dejaran caer, en tratar de que la sostuvieran un poco más, de que la miraran un poco más, de que la conversaran un poco más, de que se demoraran en ella para que ella les fuera entregando, poco a poco, sus posibilidades. Igualdad Karen. Cuando leímos con los alumnos “El odio a la educación pública: La escuela como marca de la democracia” de Masschelein y Simons, fueron surgiendo varias máximas, como, por ejemplo: “la escuela es un refugio para la igualdad”, “la escuela visibiliza la igualdad”. Es decir, la palabra “igualdad” apareció constantemente. Me gustaría que abordases esta palabra a partir de ese texto y de las ideas de Ranciere, principalmente aquella de que la escuela es un lugar de verificación de la igualdad, de que la igualdad es un punto de partida, algo que se presupone, no un objetivo. Y para que el camino que te propongo no sea tan convergente, podrías comentar otra afirmación, la de que la igualdad también es una ficción. Jorge. El trabajo en el aula con ese texto de Jan y Maarten fue difícil, ya sabes. Es un texto denso, pero no por su contenido o por su forma, sino por la manera como desplaza un cierto sentido común pedagógico. Aparece, desde luego, la idea de la igualdad no como un hecho a comprobar o como un objetivo a conseguir sino como una hipótesis a verificar. En el sentido común pedagógico la escuela es (o debería ser) un pasaje entre un hecho (la desigualdad) y un objetivo (la igualdad) o, dicho de otra manera, la escuela transforma (o debería transformar) la desigualdad presente en igualdad futura. Y una vez colocado así el asunto la escena ya está dispuesta y el debate marcado: están, naturalmente, los que se lo creen y los que no se lo creen, los que dicen que la escuela hace (o puede hacer) eso, y proponen reformas pedagógicas para conseguirlo, y los que dicen que la escuela no lo hace y no lo puede hacer, y explican las razones que justifican esa imposibilidad. La pedagogía ha mantenido esa discusión durante décadas. Pero lo que hacen Jan y Maarten, siguiendo a Rancière, es cambiar las reglas de la conversación. Eso no fue fácil de entender para los chicos y las chicas de la clase, y aún menos lo que añaden Jan y Maarten: un cierto desarrollo de la naturaleza específica de la igualdad escolar, eso de que la igualdad escolar es diferente tanto de la igualdad social, como de la igualdad de oportunidades (la igualdad escolar tiene que ver con que todos, independientemente de sus cualidades o cualificaciones, “son capaces de”). Y eso de que la escuela no está para transformar la sociedad, para conseguir una sociedad más igualitaria, sino que es ella misma la que se constituye como un espaciotiempo igualitario precisamente porque se separa de la desigualdad social (en ese sentido, la igualdad escolar es un lujo). Es ahí donde se puede plantear eso de la escuela como refugio de la igualdad, como un espaciotiempo igualitario en un mundo desigual, como un enclave de igualdad. Por otra parte, y precisamente porque la escuela se quiere igualitaria, porque, como dice Rancière, es hija y heredera de la igualdad, la desigualdad en la escuela es especialmente visible (mucho más, desde luego, que en la economía) y puede ser debatida y discutida. Cualquier episodio de discriminación o de exclusión en la escuela se convierte inmediatamente en un escándalo. Por no hablar de la cantidad de investigadores cuyo tema de trabajo es la visibilización y la denuncia de cualquier tipo de exclusión en el interior de la escuela. Sin embargo, la novedad del planteamiento que trabajamos en clase con ese texto al que tú te refieres tenía que ver con la igualdad no como hecho (que se da o no en la escuela) ni como objetivo (que habría que conseguir, o no, en la escuela), sino como hipótesis constitutiva de la escuela misma. Y es ahí donde interviene, me parece, la idea de ficción. La cita podría ser la siguiente: “La igualdad no es enfocada como un ‘hecho dado’, no es un hecho que se pueda concluir o probar o falsificar en el sentido habitual; y no es una meta o un destino que se pueda tener como objetivo. El axioma de la igualdad intelectual constituye un punto de partida: una hipótesis práctica desde la cual se actúa o se habla. La igualdad tiene el estado del ‘como si’ (…). No puede ser probada pero puede ser verificada una y otra vez en la escuela, por los profesores (y por los alumnos)”. En la escuela se actúa o se habla como si todos fueran iguales. Ese “como si”, desde luego, va contra “el orden natural de las cosas” (en la sociedad y en la economía), contra lo que Jacotot llama “la ley de la gravedad”, la tendencia de todo a caer. Es un “como sí”, digamos, que va a contracorriente. Por eso tiene que ser verificado una y otra vez. Y esa verificación es práctica (y no empírica, o teórica). Si recuerdas, el ejemplo que puse de ese “como si” fue el del derecho, en tanto que presupone una ley igual para todos. La igualdad ante la ley no es un hecho (todos sabemos que la aplicación de la ley no es la misma para ricos que para pobres, o para blancos que para negros, que es el derecho es clasista y racista y, por tanto, no es derecho), y tampoco tiene que ver con la igualdad social (con el clasismo y el racismo como hechos sociales y económicos). Se trata de una igualdad que tiene la forma del “como si”, y que tiene que ser verificada una y otra vez, y también contra el orden natural de las cosas (de la sociedad y de la economía), y también de una forma práctica (cada vez que, en el derecho, se hace justicia). La igualdad ante la ley es una ficción, pero es una ficción necesaria para que se pueda “pedir justicia”, para que se pueda reclamar un derecho que sea “realmente” derecho (un derecho en el que la ley que no sea igual para todos no es realmente derecho, no “merece el nombre” de derecho). Es una ficción que tiene “efectos de verdad”, que se convierte en verdadera, cada vez que se verifica. Ser juez (un juez que sea “realmente” juez, que “merezca el nombre” de juez) significa verificar una y otra vez, prácticamente, ese presupuesto, esa hipótesis práctica, esa ficción, ese “como si” de una ley igual para todos. Para entender eso hay que salir de la oposición verdad/mentira (la ficción no es ni verdad ni mentira) y de la oposición real/ideal (la ficción no es ni real ni ideal). Si no salimos de esas oposiciones solo podremos decir que la igualdad en la escuela es mentira (que no se corresponde con los hechos) o que es ideal (que no se corresponde con la realidad y, por tanto, solo puede ser un “ideal” –un objetivo– que habría que “realizar”). Pero, como dice Bruno Latour, los “seres de ficción” no están del lado de lo falso, de lo ilusorio, de lo irreal, sino que poseen un “género de realidad particular” que él coloca del lado de la “instauración” o de la “institución”. Digamos que la igualdad es una ficción, un “como si” que exige que nos sintamos atrapados, concernidos y, de alguna manera, engendrados por ella. Nos exige, en suma, que seamos sensibles a la igualdad, que nos dejemos habitar por ella, que tomemos partido por ella, que nos comprometamos con ella, pero no teóricamente sino prácticamente, es decir, en nuestras palabras y en nuestras acciones o, como dice Rancière, remitiéndola “a la iniciativa de los individuos y de los grupos que, contra el curso ordinario de las cosas, toman el riesgo de verificarla, de inventar las formas, individuales o colectivas, de su verificación”. La igualdad es una ficción, un “como si” que necesita de nosotros (de nuestros modos de verificación prácticas, de nuestra iniciativa, de nuestras invenciones) para encarnar y para sustentarse. Hace falta que nosotros seamos sensibles, cuidemos y sostengamos a los seres de ficción (la igualdad en este caso) porque si no desaparecen para siempre. Como dice Latour, “su objetividad depende de nuestras subjetividades, que no existirían si no nos las hubieran dado”. O, dicho de otra manera, solo porque creemos en la ficción de la igualdad, solo porque esa ficción nos ha hecho seres igualitarios, sensibles a la igualdad y a la desigualdad, podemos instaurarla y verificarla. La igualdad escolar solo existe en tanto que es una ficción instaurada o instituida por la escuela misma y verificada una y otra vez (contra el orden natural de las cosas) por los escolares (por profesores y alumnos), del mismo modo que la igualdad ante la ley solo existe en tanto que una ficción instaurada por el derecho y verificada una y otra vez (contra el orden natural de las cosas) por los jueces. Solo entendiendo qué quiere decir eso de “ficción”, eso del “como si”, podremos entender que el texto de Jan y de Maarten que nos dio tanto trabajo esté estructurado mediante la contraposición de dos “historias”, de dos “ficciones”, de dos “como si”. En la primera historia, la escuela se cuenta desde la ficción de la desigualdad, y es la historia que habla de desarrollo de talentos, de capacidades e incapacidades, de competencias, de motivaciones, de igualdad de oportunidades, etc.. En la segunda, la escuela se cuenta desde la ficción de la igualdad. Ambas son igualmente ficcionales, aunque cada una de ellas instaura y verifica una escuela distinta. Y, desde la perspectiva rancièriana y masscheleiniana, solo la que se estructura desde la “ficción” de la igualdad es “realmente” una escuela, o “merece el nombre” de escuela. Karen. En el texto que leímos, la igualdad tiene que ver con la forma de la escuela y no con su función. ¿Puedes relacionar esto con tu propia manera de ser profesor? Jorge. Mis formas de verificación de la igualdad no tienen que ver, desde luego, con eso que mis alumnos llaman “horizontalidad”, eso del “intercambio de experiencias y saberes”. Tampoco con eso de la “libertad de expresión”, con eso de que hay que respetar “por igual” todas las ideas y todas las opiniones. Y, obviamente, no tiene que ver con la falsa oposición entre igualdad y diferencia (solo recordaré de paso que “igualdad” se opone a “desigualdad”, y no a “diferencia”). La igualdad escolar no está ni en el respeto a la “subjetividad” o a la “diferencia” de cada uno, ni en una “objetividad” autoritaria y homogeneizadora, ni en el borrado de las “posiciones” diferentes del profesor y de los alumnos. Tal vez la concepción del aula como espacio público que ya ha salido en otras palabras pueda ser un buen ejemplo. Pero voy a centrarme, si te parece, en la cuestión del estudio. En si eso de tratar a los alumnos como estudiantes es o no una forma de verificar una de las formas de la igualdad específicamente escolares. Hemos hablado otras veces que el profesor tiene que tratar de que sus alumnos se conviertan en estudiantes. Pero para eso tiene que tratarlos desde el principio “como si” fueran estudiantes. Se trata de un “como si” que solo puede verificarse en la medida en que lo presupongamos, en que lo tomemos como punto de partida. Y en la medida en que rechacemos otras presuposiciones posibles (considerarlos y tratarlos, por ejemplo, como aprendices, como sujetos en los que hay que conseguir “desarrollo de competencias” o “resultados de aprendizaje”). Digamos que es una ficción que hay que hacer verdadera trabajando contra el curso natural de las cosas. Y para eso hay que colocar a los alumnos, una y otra vez, en la posición de estudiantes o, dicho de otro modo, hay que inventar y poner en práctica procedimientos de estudio. Como siempre, es una cuestión de posiciones y disposiciones, de artificios y artefactos. Uno solo se pone en la posición de estudiante, solo puede disponerse a estudiar, cuando acepta las técnicas o las artes del estudio y se deja llevar por ellas. O, dicho de otro modo, uno solo se convierte en estudiante estudiando. O, aún de otro modo, somos el producto de nuestras acciones. O, aún de otro modo, el estudiante no precede al estudio sino que es el estudio el que le hace estudiante. Lo que ocurre, ya sabes, es que para que esas ficciones se puedan verificar hay que encarnarlas, hay que dejarse habitar por ellas, transportar por ellas. Digamos que mis alumnos no pueden ser estudiantes si no entran en el estudio, y dejan de ser estudiantes si lo abandonan. Esa y solo esa es la tarea del profesor: hacer que entren en el estudio y que, una vez dentro, no lo abandonen. Lo que ocurre es que qué significa estudiar es algo que hay que interpretar y concretar constantemente. Lo que yo como profesor invento son formas de estudiar que cada uno tiene que traducir y dar sentido a su modo. También Latour dice que a los seres de ficción (el “como si” del estudio en este caso) “se les llama así porque son terriblemente exigentes con nosotros y con aquellos a quienes tenemos la obligación de hacérselos pasar para prolongar su existencia”. Y eso porque el estudio solo puede prolongar su existencia a través de esos estudiantes que él mismo crea. Y convendrás conmigo en que la ficción “alumno” o la ficción “aprendiz” están construidas desde la desigualdad, mientras que la ficción “estudiante” presupone la igualdad y, como la igualdad, también va contra el curso natural de las cosas. Información Karen. En esta no-palabra me veo obligada a volver al texto “Notas sobre a experiência e o saber de experiência”, al que ya he hecho referencia en las palabras “experiencia” y “comunicación”. En él escribes que: “La experiencia es cada vez más escasa por exceso de opinión. El sujeto moderno es un sujeto informado que, además, opina. Es alguien que tiene una opinión supuestamente personal y supuestamente propia y, a veces, supuestamente crítica sobre todo lo que sucede, sobre todo aquello que de lo que tiene información. [...] después de la información, viene la opinión.” Dentro de esa perspectiva, el par imperativo información-opinión nos aleja de la experiencia, hace que la experiencia escasee. Como ese texto lo escribiste en 2002, y sigues siendo un profesor en activo, ¿en qué medida la educación, o la clase, están contaminadas por esos imperativos? Recuerdo que en el vocablo “distrito”, por ejemplo, una de tus orientaciones fue la de no buscar información sobre el lugar del trabajo de campo. Jorge. El par información-opinión está completamente naturalizado en la sala de aula. La primera parte del esquema (la que se refiere a la información) sería el siguiente: el profesor, el libro, el texto, son fuentes de información, y un curso sería un temario, un contenido, una colección de conocimientos a ser transmitidos al modo de la información (por el profesor con ayuda del texto, o por el texto con la explicación del profesor); lo que el profesor hace, por tanto, es seleccionar, ordenar y transmitir un paquete de información relevante; la ignorancia del alumno es percibida como falta de información, y el acceso al saber, al conocimiento, sería percibido como acceso a la información, a una información que el profesor, que es un experto, posee o, al menos, sabe dónde está y cómo llegar a ella. Mi amigo Fernando González Placer, el varón frágil del limbo, otro de los pocos profesores con los que hablo frecuentemente del las dificultades del oficio, lo dice así: “El conocimiento ya es casi para nosotros lo mismo que ‘la información’; algo transmisible, algo que existe fuera de quien aprende (y dentro de quien enseña o donde quien enseña dice), algo ‘objetivo’, fragmentable (asignaturizable) que, como cualquier mercancía, se puede adquirir, algo a lo que se puede acceder, algo acumulable, acreditable, renovable, actualizable, y algo que debe, por encima de todo, ser útil y práctico”. La segunda parte del esquema (la que se refiere a la opinión) tiene que ver con cómo se comprende la cara subjetiva del conocimiento. El profesor da información, y a veces opina. Y el estudiante, naturalmente, también tiene opiniones que son, desde luego, propias, personales, libres (solo faltaría) y, en algunos casos, críticas. Y de lo que se trataría es de hacer que las opiniones estén bien informadas, y de hacer que las informaciones sean opinables. Desde este punto de vista, un curso universitario consiste en transmitir (y adquirir) informaciones (objetivas) y en enunciar y contrastar opiniones (subjetivas). La transmisión de la información sería vertical, y el contraste de opiniones, desde luego, horizontal e igualitario. De hecho, mis alumnos, cuando hacen un trabajo de clase, tienen casi automatizada la idea de que eso consiste en “buscar información” (en los lugares que el profesor les indique) y en “dar su opinión” (en caso de que el profesor lo autorice). Y, desde luego, nadie debe preguntarse qué diablos es eso de la información y de la opinión y, mucho menos, qué es lo que esas palabrejas hacen con nosotros, a qué reducen nuestra inteligencia, nuestra experiencia, nuestra forma de relacionarnos con el mundo, con los otros y con nosotros mismos. La sospecha, claro, es que esas palabras no son conceptos sino consignas, órdenes, instrucciones sobre quién somos y sobre cómo debemos hacer las cosas. Lo que está en juego entonces es el vaciado del sujeto y su conversión en una maquinita de buscar y procesar informaciones y de emitir opiniones, o dicho de otro modo, el arrasamiento del pensamiento, la reflexión y la inteligencia como entidades misteriosas que definen nuestra forma (colectiva) de estar en el mundo. Citaré otra vez a Fernando González, que lo dice mucho mejor de lo que yo podría hacerlo: “Pensamiento, reflexión e inteligencia serían voces que (afortunadamente) carecen de una definición precisa y unívoca, que no pueden (y quizás no deban) encerrarse en una fórmula. Y sin embargo, si uno presta atención a la infinita tarea que N. Elías formuló como ‘sociogénesis del conocimiento’, a esa epopeya protagonizada por los seres humanos tratando de identificar y diferenciar, de unir y separar las cosas, de darles nombres, para establecer así criterios que les permitieran orientarse, comunicarse y gobernarse en el mundo, parece claro que eso de la inteligencia, de la reflexión o del pensamiento es algo distinto, algo que está más allá o más acá del proporcionar y/o (como se dice) ‘asimilar información’ y del adiestramiento y capacitación en no sé qué ‘especificas competencias’ (que, como suele añadirse, son vitales en la ‘sociedad del conocimiento’) Algo que, exigiendo coraje y tenacidad, tiene que ver con ese arte de las preguntas y las respuestas, con el amor a la vida y el miedo a la muerte; algo que, como se sabe desde Platón, implica una comunidad entre maestros y discípulos, una relación entre el aprender y el enseñar que no existe fuera de esa vinculación comunitaria, algo que acontece solo tras haber frotado trabajosamente unos contra otros, nombres, definiciones, percepciones de la vista e impresiones de los sentidos (…). Algo tan azaroso como imprevisible, imposible de garantizar con ninguna programación; algo que, muchas veces, tiene más que ver con la humildad y la valentía de ‘perder pie’ y acoger la turbación, que con la marcialidad de ‘caminar con paso firme y la cabeza alta’; algo que carece de un itinerario fijo (como sí puede hacerse en el diseño de fabricación de cualquier objeto) y que no es de naturaleza acumulativa (como la información) sino más bien del orden del paseo, del vaivén, del frecuentar , del entrar y salir, del merodear entre aquellos nombres, definiciones e impresiones (…). De ahí la relegación, en los nuevos planes de estudio, de algunos saberes que ahora se califican como ‘excesivamente teóricos’ (en el caso de la fabricación de educadores lo son: la sociología, la filosofía y la antropología), de algunos lenguajes (la poesía, el arte, el ensayo) de algunas formas políticas (la libertad, la democracia) de algunas formas de pensamiento (el pensamiento crítico, el pensamiento que se interesa por cómo pensamos, la simple y llana sabiduría). Erosión y relegación de ‘la educación propiamente dicha’ en la medida en que a lo mejor tiene que ver precisamente con ese tipo de saberes, de lenguajes de formas y de actitudes (…). Menosprecio también a los particulares ritmos y formas de adquisición, a la autonomía en el trabajo del estudiante que contempla cómo las asignaturas y temarios son secuenciados y programados casi exactamente igual que los viajes organizados por las agencias turísticas (…). ‘Paquetes de conocimientos’ cuya adquisición proporcionará precisas ‘competencias’, al igual que particulares destinos turísticos anticipan y garantizan no sé qué previsibles sensaciones y emociones. Y si viajar (como el aprender y el conocer) en un pasado no muy lejano, tenía que ver con la posibilidad de quedarse boquiabierto, de perderse, de encontrarse con lo desconocido o con lo difícilmente reconocible, con el acontecimiento, la sorpresa y lo inesperado, y con la posibilidad de formarse y transformarse… hoy, cuando el viajero es un turista (y el estudiante un cliente) la programación y el diseño de qué hay que ver, de cómo hay que verlo, en cuánto tiempo e incluso cómo ‘captarlo’ es máxima; y para que no se eche de menos la sorpresa, ésta también puede incluirse en la programación junto con otras emociones (…).Y la vivencia de algunos de los que llevamos buena parte de nuestra vida trabajando en la universidad es precisamente esa: que no podemos ser compañeros de viaje, porque ya no hay ni viajes, ni viajeros. Y que debemos disimular esa ausencia suplantándola por sesudos ‘Proyectos y Planes Docentes’ que se justifican como un instrumento de ‘transparencia informativa’ imprescindible, al parecer, para garantizar la libertad de elección del alumnado, para que, como los buenos turistas, estén informados de qué van a visitar, de cuál es el significado y el sentido de lo visitado, de cómo van a ser conducidos y cómo deberán dar cuenta de su periplo”. Pero Fernando no solo habla de cómo esas órdenes, esas consignas, en tanto que están interiorizadas configuran la subjetividad de los profesores y de los estudiantes, sino que también se refiere a la manera como hacen casi imposible cualquier trabajo honesto en la sala de aula: “Y, tampoco las cosas mejoran cuando en el encuentro con los estudiantes, tratando de sortear tanto Proyecto Docente y de permitir el juego de las inteligencias, ofreces textos, conferencias, ponencias, o artículos porque consideras (equivocadamente o no) que en ellos, lejos de pretender ‘dar lecciones’, se dice o se sugiere alguna cosa que quizás sea interesante, que quizás ayude a familiarizarse con lo extraño o a extrañarse de lo familiar, que exige pensar, que viene como a propiciar el uso y la conjugación de inteligencias particulares … y constatas, en muchos casos, que los estudiantes se desentienden de todo eso; que no pueden ni saben atenderlo y se interesan, fatal y fundamentalmente, por localizar y precisar dónde está aquella lección y pará que les servirá. Y a mí me cuesta muchísimo, cada día más, entrar en eso y salir de ahí; que no se haga de esos materiales una lectura escolar, ‘atontadora’ y servil; que no se lean como si fueran material ‘informativo’, ‘explicador’, ‘opinador’ o ‘adoctrinador’. Y que, por el contrario, se utilicen como ocasión para el despliegue de la propia inteligencia, o dicho de otra manera, para atender a cómo leemos, a cómo percibimos, a cómo nos exponemos a los nombres y las definiciones, a cómo nombramos y frotamos esas cosas de las que antes hablábamos. Pero eso es cada día más difícil, menos frecuente, más extraño. Y los estudiantes se agobian y me exigen concreciones y precisiones; me interpelan diciendo que a ellos se les ha enseñado a resumir y (solo en algunos casos y en algunas materias) a opinar sobre lo leído, pero que esto del pensamiento y de la reflexión es harina de otra costal, algo excesivamente abstracto y que, en última instancia, lo que más les tranquilizaría es que yo precisase al máximo ‘cómo quiero que trabajen’. Y desde la impotencia, comprendes entonces que los años de escolarización les han habituado ya a renunciar a sus deseos de aprender, que han aprendido –eso sí- a dejar en segundo plano ese deseo y a colocar en su lugar la obligación de aprobar”. Creo que no se puede expresar mejor el efecto que tiene sobre el oficio de profesor la influencia tóxica que tiene ese nuevo vocabulario pedagógico (o anti-pedagógico) que se nos está imponiendo todos los días y en el que la palabra “información” tiene un lugar estratégico. Casi para terminar, y para seguir en la onda de lo que he tratado de desarrollar en la palabra comunicación, citaré otra vez al viejo Illich, esta vez un fragmento enormemente melancólico en el que habla de cómo el mundo de sus alumnos es ya extraño al mundo alfabético y se ha rendido ya a lo computacional (¡y téngase en cuenta el libro al que pertenece la cita fue publicado en 1993!). Toda una declaración sobre el modo como se da, en la universidad, la brecha generacional entre los que han nacido y se han formado con el libro y los que han nacido y se han formado con la información: “El texto libresco es mi hogar, y es a la comunidad de lectores librescos a quien me refiero cuando digo ‘nosotros’. Este hogar está ahora tan pasado de moda como la casa en la que nací, cuando las bombillas empezaban lentamente a reemplazar a las velas. En cada computadora hay una apisonadora acechando con la promesa de abrir nuevas autopistas para los datos, las sustituciones, las inversiones y la impresión instantánea. Un nuevo tipo de texto moldea la mentalidad de mis alumnos: el texto que sale de la impresora no tiene ancla, no puede pretender ser una metáfora ni un original de la mano del autor. Como las señales de una goleta fantasma, sus fibras digitales forman moldes de imprenta arbitrarios en la pantalla, fantasmas que aparecen para desvanecerse después. Cada vez menos gente se acerca al libro como a un puerto de significado. Sin duda aún transmite a algunos admiración y alegría, perplejidad y amargo pesar; pero me temo que, para la mayoría, su legitimidad consiste en ser poco más que una metáfora apuntando hacia la información.” Y ahora sí, para terminar, otra de Peter Handke: “Como si uno tuviera que recuperar de la información absoluta todos los ámbitos de la vida. Cada detalle parece ya “esclarecido” para la opinión, parece haberse convertido en una mancha blanca. Cada vez más ámbitos del universo se han convertido, por pura información, opinión, noticia, nuevamente en manchas blancas”. Interés Karen. Cuando discutiste el corto de la cineasta iraní Samira Makhamalbaf que integra la película colectiva 11’09’’00”, apareció la palabra “interés”. Ese corto sucede en un campo de refugiados afganos en Irán en el que, mientras los niños hacen ladrillos, la profesora les llama para que vayan a clase, prometiéndoles libros: “¡Vengan a clase niños! ¡No van a parar las bombas atómicas con ladrillos!”. La clase es un lugar improvisado, con ladrillos como asientos. La profesora intenta explicarles los ataques al World Trade Center, del 11 de septiembre de 2001, a través de diferentes estrategias, sin éxito. Su primera frase es la siguiente: “Niños, noticias importantes. Ha sucedido un hecho grave. ¿Quién sabe algo al respecto?” La respuesta de losniños es sobre asuntos cotidianos, como que unas personas se habían caído a un pozo, que habían apedreado a la tía de uno de ellos, o que imaginaban que había habido un temporal y había muerto mucha gente. La profesora, una vez más, reformula la cuestión: “Es un incidente global mucho más importante. Algo muy grande”. Como nadie adivinaba tal incidente, la profesora lo cuenta. Describe las torres, y después pregunta si alguien imagina quién las ha podido destruir. Uno de los niños responde: “Las ha destruido Dios”. Otro niño replica: “No, no las ha destruido Dios. Dios no tiene aviones”. Se forma un tumulto y la maestra agarra una pizarra, dibuja un reloj, y les pide a los niños que guarden un minuto de silencio por las víctimas. Sin embargo ellos hacenlo contrario y continúan su diálogo sobre los poderes de vida y destrucción de Dios. El corto sigue con la profesora dándoles a los niños la orden de salir para que, de pie, delante de una chimenea, en silencio, hagan una especie de homenaje. Tú dijiste que tanto el asunto de las torres gemelas, que la profesora intenta incesantemente introducir en clase, como la conversación paralela entre los niños sobre el apedreamiento de la tía de una de ellos, se pueden convertir en un asunto común, porque pueden volverse de interés común. Por eso en la escuela no se debe partir “del interés de los alumnos”, a no ser que haya un desplazamiento que convierta ese interés en un asunto común. Creo que la palabra interés podría desarrollarse a partir de este corto. Jorge. La película cuenta un desplazamiento del asunto, y del interés por el asunto. En el pozo, como tú bien dices, los niños hablan de las cosas del lugar, de las historias cotidianas de ese mundo en el que viven. Pero en la escuela se trata de algo que es de interés de todos, que concierne a todos. No se trata de los asuntos de cada uno, sino de los asuntos comunes. Y no de lo que interesa a cada uno, sino de lo que interesa a todos. Esa escena que cuentas del apedreamiento de la tía es prodigiosa. Ante la pregunta de la profesora por una cosa muy importante que ha pasado en el mundo, una niña le dice: “te lo diré al oído”. La profesora dice que no, que al oído no, y entonces la niña cuenta la historia de su tía enterrada hasta el cuello y apedreada hasta la muerte. Está claro que la escuela no es el lugar de las confidencias, de las cosas dichas al oído, sino que es un espacio público, un lugar donde lo que se dice se dice a todos o en presencia de todos. Pero lo maravilloso es que, a continuación, otra niña repite la historia, pero con una sonrisa en los labios. Ahí la historia ya no es el trauma individual de una niña individual sino que se convierte en una historia común. La maestra no sigue por ese camino y sigue insistiendo en que se refiere a otra cosa, a una cosa “más importante”. Pero, si recuerdas, en clase insistí en que ahí, cuando la historia fue repetida, la profesora ya podía haberla aceptado y haberla convertido en un asunto para hablar, para pensar. En un asunto colocado “entre todos”. De hecho, la palabra interés tiene ese “entre”, lo que tiene interés es lo que es o está entre, en medio, lo que ya es de todos en general y, por tanto, de nadie en particular. Eso es lo que hace el profesor: pone un asunto en el medio, entre todos, un asunto común, señala hacia él (literalmente “lo enseña”, lo muestra), y trata de que todos tiendan o atiendan hacia él. Solo en tanto que es común puede ser con-siderado atentamente por todos. Por eso el profesor no tiene que partir de los intereses de los alumnos si eso significa que tiene que tener en cuenta lo quele interesa a cada uno, el interés individual o particular de cada uno (el inter-esse, por definición, no es individual). Lo que el profesor hace es poner encima de la mesa un asunto común y relacionar ese asunto con una serie de materialidades comunes (de materias de estudio) para que pueda ser estudiado en común. De hecho, para mí, como has visto en mis clases, preparar un curso es poner un asunto para todos y disponer una serie de materialidades (de textos, de pelis) para estudiarlo. Cada uno de mis cursos es un dispositivo montado para que todos demos vueltas alrededor de un asunto común (en las disciplinas que compartimos: la pobreza, la transmisión, la basura). Y mi tarea es hacer ese asunto interesante a través de las materias que selecciono para su estudio y para su consideración. Además, el profesor parte, primero, de su propio interés (tiene que encontrar él mismo interesante el asunto y la materia por los que pretende que sus alumnos se interesen) y, segundo, de lo que cree que debería interesar a los estudiantes. Solo así su interés no será solo un capricho o una manía personal, sino algo que a él le parezca que vale la pena. Con un fraseo arendtiano podría ser así: el profesor no transmite solo lo que él ama, sino aquello que le parece amable, que le parece digno de ser amado. En la “P de profesor” de su Abecedario, Deleuze lo dice así: “Llegar a encontrar interesante lo que uno dice (…). Y eso no es vanidad, no es… encontrarse interesante o apasionante, hay que encontrar la materia… que uno trata, la materia que uno maneja, hay que encontrarla apasionante”. Pero enseguida añade que eso no se hace por sí solo, que no es algo que ya esté dado. Encontrar algo interesante es algo que requiere mucho trabajo, y ese trabajo no está separado de tratar de hacerlo interesante para los demás. Digamos que el profesor trabaja sobre su propio interés cuando trata de interesar a otros, y al contrario. Pero un profesor no es un vendedor ni un alumno es un cliente. Por eso es patético el profesor que intenta convencer a sus alumnos de que su curso es interesante. Lo que tiene que hacer es hacerlo interesante. Y para eso, el primer paso es que le interese a él. En el Elogio de la transmisión, ese libro escrito con Cécile Ladjali, una profesora de lengua y literatura francesa en un colegio de la periferia de Paris, George Steiner lo dice así: “Siempre digo a mis alumnos: ‘las cosas que voy a tratar de presentarles son las que más me gustan. No veo necesidad de justificarlas’ (…). Lo peor de todo es desplegar una dialéctica de la excusa, de la apologética, algo que imputo a la enseñanza de nuestros días (…). Porque se trata de una apologética que nace de la vergüenza de las propias pasiones. Si un estudiante percibe que uno está un poco loco, poseído de alguna manera por aquello que enseña, es un primer paso. Quizá no esté de acuerdo; quizá se burle; pero escuchará: se trata del milagroso instante en que comienza a establecerse el diálogo con una pasión. Nunca hay que buscar una justificación”. Pero creo que lo dice mejor Antonio Machado por boca de Juan de Mairena: “Pláceme poneros un poco en guardia contra mí mismo. De buena fe os digo cuanto me parece que puede ser más fecundo en vuestras almas, juzgando por aquello que a mi parecer, fue fecundo en la mía. Pero ésta es una norma expuesta a múltiples yerros. Si la empleo es por no haber encontrado otra mejor. Yo os pido un poco de amistad y ese mínimo de respeto que hace posible la convivencia entre personas durante algunas horas. Pero no me toméis demasiado en serio. Pensad que no siempre estoy yo seguro de lo que os digo y que, aunque pretenda educaros, no creo que mi educación esté mucho más avanzada que la vuestra. No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y de arrepentimientos. Llevo conmigo un diablo -no el demonio de Sócrates-, sino un diablejo que me tacha a veces lo que escribo, para escribir encima lo contrario de lo tachado; que a veces habla por mí y otras yo por él, cuando no hablamos los dos a la par, para decir en coro cosas distintas. ¡Un verdadero lío!”. Investigación Karen. Deduzco que esta palabra aparece tachada por varios motivos. En la bibliografía de tus programas no hay libros que sean resultado de investigaciones académicas con base en recolección de datos. En los protocolos de los trabajos de campo dejabas claro que no se debería buscar informaciones institucionales ni de especialistas sobre los lugares que iban a ser recorridos. En algunas situaciones criticaste el tipo de investigación emprendida en algunos trabajos de posgrado. En algunas tutorías, recordabas a los estudiantes que no deberían realizar sus investigaciones sgún los moldes de las investigaciones universitarias en boga. Pero personalmente no creo que estés contra la investigación académica. Tal vez tu resitencia sea contra un tipo específico de investigación. Jorge. Empezaré diciendo que yo nunca he hecho investigación, al menos investigación al uso, y más bien desconfío del curso que está tomando la así llamada “investigación educativa” en los últimos años, cuando el conocimiento se ha mercantilizado casi completamente, constituye una mercancía valiosa en eso que se ha venido en llamar el capitalismo cognitivo, contribuye a dar puntos, puntitos y calificaciones comparables e intercambiables (es decir, valor mercantil) a lo que producen los departamentos universitarios, los investigadores, los grupos de trabajo, las redes de investigación y las universidades de todo el mundo, se practica en el marco de esas palabras mágicas de nuestra época como innovación o competitividad o calidad y, desde luego, cuando el conocimiento producido se ha puesto al servicio de las políticas educativas estatales y, cada vez más, globalizadas. De hecho, en la universidad credencialista en la que trabajo, mi curriculum no tiene lo que llaman “perfil investigador” porque, aunque parezca increíble, escribir libros no es para ella “investigar”. Y, puesto que no investigo, mi universidad supone que no hago nada, y cada vez tengo más cursos y más alumnos, lo que corresponde con mi “perfil docente” que mi universidad no valora puesto que considera la docencia como una mera gestión de lo que llaman “aprendizaje autónomo del alumno”. De hecho, cada vez tengo más difícil participar en cursos de post-grado (oficialmente orientados a lo que ellos llaman “investigación”) e incluso participar en tribunales de doctorado. Pero eso son meras anécdotas que no tienen más importancia aquí que subrayar el modo como un cierto “dispositivo investigación” se ha convertido en un enemigo del profesor (al menos, de una cierta manera de entender el oficio de profesor). Por otra parte, el imperativo de los “dispositivos de investigación” y las constricciones de la “carrera académica” obligan a escribir, y a publicar, de una forma completamente absurda, inútil y enloquecida. Uno de los textos incluidos en Tremores, el que se titula “Ferido de realidade e em busca de realidade”, termina (más o menos) así: “Escribir (y leer para escribir) se han convertido en prácticas espurias y mercenarias encaminadas a la producción de textos orientados, sobre todo, a los comités de evaluación y a los organismos financiadores de proyectos de investigación (…). Tengo la sensación cada vez más clara de que lo que aquí estoy llamando ‘dispositivo de investigación’ funciona como una maquinaria gigantesca de estandarización de la lengua y de la escritura y de cancelación del pensamiento. Las formas institucionalizadas de escribir expulsan a los que tienen lengua, a los que piensan lo que dicen y a los que no se acomodan a las formas colectivas y gregarias de trabajo que se nos imponen. En esta época de indigencia debería bastar con leer. Y, si trabajamos en la universidad, debería bastar con trasmitir lo que hemos leído. Debería bastar con dar a leer. Y con tratar de propiciar, en relación a la lectura, la escritura, la conversación y el pensamiento. Como en aquellos tiempos remotos en los que aún se estudiaba”. La investigación no es solo una práctica cognoscitiva sino que es, sobre todo, un lugar particular de enunciación. Un lugar, además, que constituye un sujeto de enunciación (el investigador, el que habla en tanto que investigador), una serie de reglas de discurso (las que hacen que sus enunciados sean clasificados como “conocimiento” legítimo), y una cierta manera de construir “lo real” como el objeto o el tema de ese tipo particular de enunciación. Y creo que el “dispositivo investigación”, tal como funciona, cada vez más, y de manera imperativa, en la universidad, contribuye a la fijación de ese lugar de enunciación y, por tanto, a la estandarización tanto del sujeto como de su lenguaje y, desde luego, de la así llamada “realidad” como referente a la vez supuesto y construido. Los así llamados investigadores no solo deciden qué es y qué no es “conocimiento” sino que se han adueñado de lo real mismo en tanto que nada es o puede ser “real” si no está tematizado y objetivado a su manera. Tal vez tenga que ver con todo eso el malestar que sentí el año que tuve que dirigir trabajos de final de grado (y al que seguramente me referí en el aula que tú recuerdas): la extraña sensación de no poder simpatizar con los temas y con las maneras de trabajar de los alumnos que me fueron adjudicados, y la extraña sensación, también, de que por mucho que lo intentaba, apenas era capaz de ayudar puesto que los chicos recibían mis sugerencias más como obstáculos que como aportaciones a su trabajo. Como si mis sugerencias de lecturas y de caminos de pensamiento más bien incomodaran el itinerario bien balizado de hipótesis, metodologías, fundamentación teórica, etc. en que se habían metido. Y eso sin hablar de las reuniones del así llamado “equipo docente” (con todos los profesores que se ocupaban de dirigir esos trabajos de final de grado) en las que lo único que preocupaba eran las cuestiones formales, la estandarización de los aspectos metodológicos y todo lo relacionado con las formas de presentación de resultados. En algún momento de esas reuniones intenté sacar el asunto de la lectura y de la escritura y todo el mundo me miró como a un bicho raro, me dijeron que era una aportación crítica muy interesante, y cambiaron inmediatamente de asunto. Y tal vez sea también por ese malestar respecto al “dispositivo investigación” por lo que insisto en mis clases en que a lo mejor el paso por la universidad también tiene que ver con hacer cosas que no se pueden mercantilizar, que no sirven para puntos ni puntitos ni rankings ni calificaciones, que no sirven ni para la innovación ni para la competitividad, que no son actuales ni de actualidad, que no están dirigidas a la creación de castas de expertos o especialistas, que no son asimilables por las políticas educativas gubernamentales ni extra gubernamentales… o, dicho de otro modo, que a lo mejor el paso por la universidad tiene que ver, también, con cosas que no sirven para nada, que no pueden ponerse al servicio de nada, que no valen nada, que no tienen ningún valor, al menos desde lo que hoy, en la investigación educativa, se llama “valor”. En una carta muy hermosa dirigida a sus alumnos que utilicé en alguno de mis sermones, Marina Garcés les dice que, tal como están las cosas, el valor de sus estudios tiende cada vez más a cero, pero que la riqueza que pueden obtener de ellos puede ser infinita. A condición, claro, de que no tengan con su paso por la universidad una relación puramente instrumental. Y cada vez estoy más convencido de que el “dispositivo investigación” (como el “dispositivo profesionalización” del que hablaremos en la palabra “profesionalismo”) lo que hacen es instrumentalizar la universidad y, como diría nuestro amigo Jan Masschelein, domesticar al profesor. Por otra parte, y en relación a lo que dices de prohibir la “búsqueda de información” sobre los espacios en los que realizábamos nuestras salidas de campo, te diré que entiendo que los protocolos del profesor tienen que ver con hacer que el mundo diga alguna cosa, o con dejar que el mundo te diga alguna cosa, y no con recoger esas informaciones que te dan el mundo ya leído y, por tanto, como dice Peter Handke en la cita que he colocado al final de la palabra “información”, que te lo den ya esclarecido, informado, convertido en una “mancha blanca”. LETRA J Jan Jan Karen. Vi a Jan Masschelein en Río de Janeiro, en el VII Coloquio Internacional de Filosofía de la Educación en 2014, sin embargo, mi contacto con las ideas de este filósofo belga tiene lugar, en verdad, a partir de la primera clase tuya a la que asistí en la Universidad de Barcelona. Masschelein era una presencia constante en tus clases, no solo en la bibliografía sino también en algunas de tus ideas y ejercicios. El primer texto que trabajamos formaba parte del libro Defensa de la escuela: una cuestión pública, cuya contundencia en la defensa de la institución escolar provocó, a veces, ciertas molestias y acalorados debates. Otros textos siguieron, como “Pongámonos en marcha”, que nos sirvió de inspiración para las salidas de campo y los protocolos. Fueron muchos los ejemplos que usabas de tus trabajos y conversaciones con Jan Masschelein y, de hecho, cierta manera de hacer en tus asignaturas dejaba ver su presencia. Jorge. Este libro no hubiera sido posible sin Jan Masschelein. Primero, porque Jan, el ejemplo de Jan, está muy presente en mis maneras de ser profesor. Pero también porque, en sus escritos sobre la escuela, Jan me ha dado el marco para pensar el oficio, para hacer presente o traer a la presencia algo de esa figura escolar por excelencia. Conocí a Jan hace muchos años, quizá en el 1991 o el 1992, cuando los dos éramos jóvenes de poco más de 30 años que nos estábamos iniciando, no solo en la filosofía de la educación como campo de estudios, sino también en nuestra vida de profesores universitarios. Yo sentí inmediatamente una complicidad difícil de definir (tal vez apenas manifestada en algunas lecturas comunes y, sobre todo, en una cierta insatisfacción compartida) pero, sobre todo, una generosidad en la que se mezclaba, de una manera extraña, la amistad y el magisterio. Peter Handke dice que al maestro se le mira desde lejos, y dice también que escuchar a un profesor es atender a la conversación que éste lleva consigo mismo. Así que fui mirando a Jan desde lejos, como de reojo, y comencé a estar atento a su extraña manera de hacer de la lectura y de la escritura un ejercicio de formación y de cuidado de sí. Fue él el que me inició en la lectura de Rancière (después propicié la publicación de El Maestro Ignorante en Brasil y en España, en las dos colecciones que yo dirigía, una en Laertes y otra en Autêntica), fue él que me hizo leer a Foucault de otro modo (no tanto al Foucault de Vigilar y castigar, sino al del cuidado de sí y las escuelas filosóficas de la antigüedad), y fue él que me descubrió a Fernand Deligny (ese pedagogo inapropiable pero tremendamente inspirador). Fue él también el que en 2003 me invitó a un pequeño seminario en su casa del Vercors, en La Bâtie, un seminario que se titulaba “Acerca de la relación entre espacio público, educación y experiencia” y en el que un grupo de jóvenes profesores incómodos respecto a los nuevos rumbos de la universidad le dimos vueltas a otra idea de educación (como atención y exposición al mundo) y a otra idea de investigación educativa (como formación y transformación de uno mismo). Unos meses después, en mayo de 2004, acompañé a Jan y a Wim Cuyvers en un viaje a Tirana con estudiantes de educación y de arquitectura. Poco después publiqué en castellano un libro titulado Mensajes e-ducativos desde tierra de nadie que recogía algo del espíritu de ese encuentro y de ese viaje. Y puesto que hay algo de ese dispositivo del viaje masscheleniano en lo que aquí llamamos “salida de campo” (y en cuya preparación, como bien recuerdas, leímos el “Pongámonos en marcha” de ese mismo libro), transcribiré un párrafo de la introducción: “Estos viajes no pretendían comprender la situación de esos lugares, ni concienciarse sobre ella. No se trataba de ser testigos del drama, ni de conocer lo desconocido o aprender a reconocerlo. Tampoco pretendían reemplazar una representación por otra (más precisa, correcta y rica). Se trataba simplemente de saber qué hay que ver y oír allí… y qué hay que hacer con ello y qué podemos pensar sobre ello. No se trataba de enriquecerse en experiencias, sino de hacer que la experiencia fuera posible, es decir, ponernos ‘a nosotros mismos’ en juego, poner a prueba los límites de nuestro pensamiento y de nuestras acciones. Se trataba de abandonar el confort y adoptar una actitud experimental, es decir, de ponerse en una situación de ex-posición. Se trataba de ejercicios de lectura, pero no para establecer marcas o límites, delimitar áreas y hacer descripciones como propietarios (juzgando la construcción o la composición), sino para dar lugar a ideas. Se trataba de ejercicios mentales, pero no entendidos como un juego con el pensamiento, sino como una investigación en la que el pensamiento nos hiciera arriesgarnos y pudiera transportarnos”. Jan, siempre generoso, aceptó alumnos míos en otros de sus viajes (a Shenzhen, a Atenas), yo participé en algún otro (Río de Janeiro), y algunas veces trabajé en Leuven haciendo algún curso para sus estudiantes sobre algún asunto que pudiera tener relación con el motivo de su viaje de ese año. Lo que pude seguir (a veces de cerca, a veces de lejos) siempre fue inspirador a la hora de inventar procedimientos para una enseñanza universitaria que tuviera que ver con hacer posible una especie de atención compartida al mundo. Y debo decir también que los viajes masschelenianos no solo inspiran mi práctica profesoral en los cursos que tengo a mi cargo en la universidad de Barcelona, sino también experimentos pedagógicos más arriesgados como los que he hecho en São Paulo (sobre el diseño de una escuela para todos) Bogotá o en Belo Horizonte (sobre el diseño de una escuela pública de artes), ese en el que tú participaste en Florianópolis y que está recogido en el Elogio de la escuela o también, con otras características, los que venimos realizando con Marta Venceslao en la disciplina que compartimos en el Máster de Estudios Avanzados sobre la Exclusión Social (sobre la instalación de “dispositivos culturales para la inclusión” en el espacio público). Jan fue y es para mí uno de esos profesores que ejercen su oficio poniendo permanentemente en cuestión qué quiere decir ser profesor. Y dando a eso una respuesta práctica, concreta: en sus propias maneras de serlo, siempre examinadas y, sobre todo, compartidas. Digamos que Jan es, para mí, uno de esos profesores con los que es un privilegio y una alegría y un aprendizaje darle vueltas a lo que somos, a lo que hacemos y a lo que nos pasa cuando tratamos de habitar con cierta honestidad ese espacio tan interesante y ya tan devastado que se llama universidad. Y dándole vueltas además, al mismo tiempo, y siempre de forma práctica, a qué es eso de la educación. Una de las cosas que aprendí con Jan es que en cada una de nuestras decisiones pedagógicas está implícita una cierta manera de entender la educación, y eso porque darle vueltas a lo que somos, a lo que hacemos y a lo que nos pasa cuando hacemos de profesores significa también elaborar, siempre provisionalmente, su sentido educativo. Jan está presente, implícita o explícitamente, en la conversación que llevo conmigo mismo sobre qué significa ser profesor. Pero está presente también por sus textos sobre la escuela y, especialmente, por su libro con Maarten Simons, la Defensa de la escuela, del que propicié la publicación en Brasil y en Argentina, y que fue el centro del Elogio de la escuela. Digamos que al darme una determinada manera, muy potente, de pensar la escuela, me ha dado también la posibilidad de pensar, en ese marco, la figura “escolar” del profesor. No el profesor como gurú, o como iniciador, o como mediador, o como facilitador… sino como maestro de escuela, siendo la universidad, desde luego, una especie de escuela. El profesor, en la perspectiva de Jan, es el que hace la escuela, el que hace que la escuela sea escuela. Pero también es la escuela la que hace al profesor (de la misma manera que la carpintería hace al carpintero, o la cocina al cocinero). Para decirlo brevemente, lo que me ha dado Jan es la posibilidad de pensar en el oficio no como una relación entre el profesor y los estudiantes, o como una relación del profesor y de los estudiantes con el conocimiento, o como una relación entre el enseñar y el aprender, sino como un trabajo material muy concreto que consiste en una composición particular de espacios, tiempos, materialidades y procedimientos. LETRA K Karen Karen Jorge. Sobre la importancia de Karen en este dicionário ya he dicho algo en la introducción a este diccionario. Solo para completar con palabras de otro, y como un homenaje, transcribiré algunas líneas del texto que nos envió Daniel Gómez después de su lectura de una versión incompleta y aún muy provisional de este mismo diccionario: “Me ha parecido una correspondencia entre dos amigos. Una correspondencia entre dos personas interesadas por el mundo, por el pensamiento, por la educación, ambos profesores, y que además disfrutan de conversar. Karen sostiene la tierra sobre la que se va edificando un lenguaje (el lenguaje del Jorge del 2015, una suerte de poética del oficio, quizás). No juega a la pregunta que busca respuesta, sino que es testigo que lleva la llama. Su palabra no pasa por el interrogatorio, sino que funciona como el lazo que anuda al personaje con el escenario. La palabra de Karen me acompaña para que yo pueda entender de dónde viene lo que Jorge dice. Me ofrece un cierto sentido al enseñarme cuál es el origen de la palabra. Pero no solo es testimonio: la palabra de Karen enciende el deseo. No solo indaga, sino que orienta la dirección y la intensidad de la mirada. Porque la palabra viene de una situación de aula, me ayuda a ubicarme físicamente en la forma escolar-universitaria. Karen me pone los pies en el suelo, me da la seguridad que necesito para dejarme llevar por la escritura de Jorge, esa que está ahí para mostrarme su modo de dar clase, de disponer un curso, de seguirlo y tropezarlo, de temblarlo. Es Karen la que me lleva para ponerme a pensar junto a Jorge: ¿qué demonios es eso de ser profesor? ¿qué quiere decir cuidar la transmisión del mundo? ¿qué es lo importante para Jorge? ¿y para mí?”. Diré algo ahora de la presencia de Karen como compañera de trabajo en las disciplinas que compartimos en ese semestre del 2015, de las dos cosas que más me hicieron pensar. Y lo diré más o menos como lo conté en Leuven, cuando el semestre estaba acabando, en una reunión en la que nos juntamos unos cuantos profesores, no para hablar de nuestras ideas o de nuestras posiciones, sino de nuestro oficio. La reunión estaba convocada bajo el título de “In(ter)venciones críticas. Pedagogías universitarias contemporáneas”, y el texto de la convocatoria decía lo siguiente: “Las formas pedagógicas en que la educación universitaria está modelada en la actualidad responden a condiciones sociales, económicas y técnicas según las cuales la educación es entendida como la producción efectiva y eficiente de resultados de aprendizaje y de competencias que se refieren a necesidades individuales. En ese sentido, lo que se enfatiza es la eficacia y la eficiencia de procesos de aprendizaje que se focalizan sobre el individuo (en un proceso centrado en el sujeto). En este encuentro queremos presentar y discutir in(ter)venciones críticas que experimentan con formas pedagógicas (incluyendo contenidos y procedimientos) que operan con una comprensión de la educación como apertura (‘dis-closure’) del mundo y como investigación orientada al pensamiento. Desde este punto de vista el acento está puesto en prácticas colectivas de suspensión (del tiempo usual) y de formación de la atención que dan a las cosas (pensamientos, palabras, números, ríos…) el poder y la capacidad de hacernos pensar juntos (de un modo centrado en el mundo)”. En esa reunión presenté brevemente los dispositivos pedagógicos que había diseñado para el curso que acababa de finalizar, pero hablé fundamentalmente de Karen, del papel de Karen, resaltando dos asuntos. El primero lo nombré como “la apertura de un tercer lugar de palabra”. Ya antes había pensado en eso. Primero en una conversación con mi amigo Wanderley Geraldi en la que me contó que cuando uno de sus “orientandos” no tenía demasiado claro el asunto de su investigación y la manera de abordarlo le pedía que se lo contara a algún amigo o a algún pariente, a una tercera persona que no tuviera nada que ver con la universidad, y que cuando esa persona lo hubiera entendido ya podía volver a hablar con su “orientador”. Me pareció interesante, no solo porque obligaba al investigador a elaborar sus ideas, sino sobre todo porque tenía que intentar formular su trabajo de un modo que lo hiciera interesante para cualquiera (y no solo para su orientador, o para la comunidad universitaria de “especialistas”). Y pensé también en eso cuando otra amiga, Juliana Jardim, me habló de la “casa de la palabra” de los dogones, en Mali, donde después de una reunión en la que los hombres habían debatido un asunto de interés común, cada uno tenía que ir a casa, contarle a las mujeres de qué se había hablado y qué había dicho cada uno, y solo al día siguiente, después de ese esfuerzo de contar lo más literalmente posible lo que había pasado y después de haber escuchado lo que las mujeres tenían que decir al respecto, podía volver a la casa de la palabra y exponer su posición. La cuestión es que Karen consiguió no ser percibida por los alumnos como una ayudante o una colaboradora del profesor, como alguien que estaba en el lugar del profesor y actuaba “en su nombre”, como si fuera su portavoz o su representante, sino como una tercera persona a la cual los chicos y las chicas le tenían que ir contando lo que hacían y lo que pensaban en relación con el trabajo final de la asignatura. De esa manera, ese trabajo final no estaba orientado por mí sino por alguien otro que asistía a todas las clases, que leía todas las lecturas, que acompañaba a veces a los alumnos en sus salidas de campo, pero a quien tenían que interesar y ante quien estaban obligados a elaborar sus ideas. Además, y dado que tengo fama de profesor distante, de esos que intimida un poco, el carácter mucho más abierto y próximo de Karen permitía que, sin reducir la exigencia, el tono de la conversación fuera completamente distinto. Yo no intervine para nada en esas conversaciones periódicas de Karen con mis alumnos, no quise ni que Karen ni que los chicos y las chicas me contaran, afirmé desde el principio que quería que me sorprendieran el día de la presentación pública de los trabajos, y con eso evitamos eso tan feo de hacer el trabajo para el profesor. Y tuve la clara sensación de la importancia de ese “tercer lugar de palabra”, de que haya alguien ahí con otras referencias, con otras características personales, pero también con otro sentido de las distancias, con otra disponibilidad, con otro juego de cintura. El segundo asunto lo llamé “la presentación del profesor”. También había pensado en eso en diversas ocasiones. Una vez, por ejemplo, cuando Fernando Bárcena me invitó a una de sus clases y tuve la sensación de que sus alumnos no sabían quién era. Así que, al final de la clase, pedí la palabra y les dije a los chicos que su profesor no era “uno más”, que era un tipo que escribía (y que tenía muchos lectores), que daba cursos y conferencias por el mundo (que había personas por ahí que se interesaban por lo que él tenía que decir), que tal vez no estaría de más que buscaran alguno de sus libros en la biblioteca de la universidad, o que pusieran su nombre en google o en youtube para ver qué encontraban, que se interesaran un poco por la manera como pensaba la educación, que no eran solo alumnos de una asignatura sino alumnos de Fernando, que eso no es “cualquier cosa”, que su profesor es uno de esos que sigue dándole vueltas a su manera de ser profesor, y seguí un poco por ahí. Fernando no sabía qué cara poner de la vergüenza, y yo terminé mi intervención proponiendo una conversación sobre qué es “tener un profesor” (y subrayo lo de “un”). Creo que lo que hice fueron dos cosas. Primero, dar una cierta autoridad al profesor. Pero no una autoridad administrativa, sino una autoridad, digamos, intelectual. Y eso, la autoridad, es algo que, en una situación de aula, solo te puede dar un tercero. Segundo, insistir en que un profesor, cuando lo es de verdad, no solo tiene algunas ideas, algunos saberes, algunas cosas que decir (eso que podrían encontrar, si se interesasen, en sus libros y en sus conferencias), sino también unas maneras propias de ser profesor, esas que podían ver todos los días en clase, esas que no se reducen a una metodología, y que a lo mejor no está mal dedicar un rato a hacerse cargo de qué es lo que le da (o no) sentido y qué es lo que la hace (o no) singular. Y también pensé en eso cuando en una conversación con Héctor Salinas hablamos de que, cuando éramos estudiantes, había en la universidad profesores con una marcada personalidad, con carácter, incluso excéntricos a veces, profesores que podíamos recordar no tanto por lo que enseñaban sino por sus maneras, por su forma especial de dar clases o de estar en las clases. Pero que ahora todos parecían clónicos, sin aristas, como cortados por un mismo patrón, profesionales correctos pero sin carisma, sin una marca que los hicieran singulares. Ahora los profesores son “especialistas” o “investigadores”, y como el dispositivo de la investigación está altamente estandarizado, eso hace que esa pérdida del carácter sea aún más notoria. Además, los profesores ya no están rodeados de una cierta aura, ni como autores ni como profesores, homogeneizados y normalizados como están por esa máquina universitaria que es la única que aparece, y que lo que antes se llamaba “prestigio” no es ahora más que un elemento de la “carrera académica” y una puntuación en un ránking de calidad cualquiera. La cuestión es que un día que, por alguna razón, yo no pude hacerme cargo de la clase y Karen debía encargarse de organizar la tarea, ella se dirigió a mis alumnos, igual que yo había hecho con los de Fernando Bárcena, y les “presentó” a su profesor. Los chicos y las chicas parecieron sorprendidos, escucharon con mucha atención, y se produjo como por ensalmo eso que todos los profesores necesitan para serlo: Karen me había dado una cierta “presencia” y me había investido de una cierta “autoridad”. La conversación en Leuven tuvo que ver con la manera como el profesor necesita de esa “autoridad” no para sí mismo, para legitimar su propia posición en el aula, sino para dos cosas que son fundamentales. Primero para dar autoridad a los textos, a la materia, al mundo, para que su gesto de señalar hacia algo para llamar la atención sobre ello y para tratar de hacerlo interesante no sea percibido como un gesto mecánico o como un gesto de vendedor de electrodomésticos, sino como un gesto de alguien. Y segundo, para que pueda darse lo que podríamos llamar “confianza”, es decir, para que los estudiantes se dispongan a entrar en el estudio, en la tarea, sin necesidad de saber de antemano qué es lo que van a obtener de ello, sin necesidad incluso de eso que ahora se llama “estar motivados”; simplemente porque confían en su profesor, porque si su profesor dice que eso puede ser interesante presuponen que lo será. Y Karen pudo hacer eso porque el profesor sí que tenía para ella “autoridad” y sí que inspiraba “confianza”. Podríamos decir, quizá, que lo que hizo fue que mis alumnos me vieran con los ojos de ella. Y eso tuvo efectos clarísimos durante el resto del curso. Pero Karen hizo algo aún más interesante. Y es que como era ella la que conversaba con los chicos y con las chicas en las sesiones de orientación, en las tutorías, como a veces les acompañaba en las salidas de campo, y como alguna vez quedaba con “las chicas” para dar un paseo y tomar unas cervezas, ella fue también la que me presentó a mis alumnos, la que los hizo de alguna presentes para mí, la que les dio también una cierta autoridad, y la que hizo que yo también confiara en ellos. Y no lo hizo construyendo eso que ahora se llama un “perfil”, o transmitiéndome lo que podríamos llamar “sus intereses” o “sus demandas”, o hablándome de lo que podrían ser sus “capacidades” o sus “incapacidades”, sino contándome de sus inquietudes, sus angustias, sus dificultades, su esfuerzo, sus tentativas, su generosidad, su manera de relacionarse con los textos y con los ejercicios: sus maneras de ser estudiantes. Tal vez lo que hizo Karen fue que yo viera a mis alumnos con los ojos de ella, y eso también tuvo efectos muy claros durante el curso. En cualquier caso, Karen me hizo pensar más atentamente qué significa que un dispositivo pedagógico (hecho de tiempos, espacios, materialidades y actividades) esté compuesto también de sujetos (del profesor y de los alumnos). Me hizo pensar en cómo está de difícil, en estos tiempos, eso de la “presencia”, eso de la “autoridad” y eso de la “confianza”. Y me hizo pensar que ahí, en ese juego de posiciones, a veces hace falta la presencia de una tercera persona. Todavía tengo que pensar más en ello, no creo que haya sido capaz de elaborar aquí qué significó la presencia de Karen, pero supongo que nadie habrá pensado que hizo funciones de mediación. Para que Karen pudiese hacer lo que hizo, me parece que fue esencial su propia manera de estar allí, eso de que no estaba como ayudante, de que no trabajaba para la universidad, de que no era tampoco investigadora, de que no tenía ninguna beca, de que había venido con sus propios recursos y por su propio interés, porque sí, gratuitamente, utilizando sus vacaciones de verano, sin ninguna pretensión de obtener nada a cambio, disponiéndose generosamente a asistir a mis clases, a co-laborar conmigo, y a conversar conmigo sobre los gestos y las maneras de un profesor concreto en un aquí y un ahora concreto. Creo que lo que pasó tuvo que ver con lo que podríamos llamar la excepcionalidad de la generosidad y de la gratuidad. En un mundo en el que nadie hace nada por nada, la manera como Karen “estaba allí” nos sorprendió a todos y, sobre todo, nos obligó. No solo a agradecerla, que también, sino sobre todo a merecerla, es decir, a devolverle alguna cosa, a responderle con generosidad y gratuidad. La forma que tuvo Karen de estar presente fue la de alguien que está ahí por su propia aventura personal e intelectual, porque quiere hacer cosas con nosotros, pensar y hablar con nosotros, porque está “realmente interesada” en lo que hacemos, en lo que pensamos, en lo que decimos. Y esa presencia, muy rara en las condiciones de la universidad actual, nos exigió a todos, de una forma misteriosa y real al mismo tiempo, “responder” y “estar a la altura”. LETRA L Limbo Literalidad Limbo Karen. En tus clases haces a veces referencias a “Palabras desde el limbo”, ese programa de radio que hiciste durante un tiempo con tus amigos “el cuervo” y “el varón frágil” (tu mote era a veces “el oso yogui” y a veces “George Larousse”). Me contaste que hicisteis un limbo, en directo, en unas Jornadas que organizaban los estudiantes de la Facultad de Pedagogía, unos días en que se suspendían las clases ordinarias y eran los mismos estudiantes los que montaban las actividades, y que esas Jornadas fueron especiales porque se produjeron en medio de las movilizaciones contra el Plan Bolonia de reforma de las universidades europeas. También me contaste que hace unos años te invitaron a dar una conferencia para los estudiantes de máster y doctorado que se iniciaban en la investigación, que la titulaste “palabras desde el limbo”, y que con ella te aseguraste que nunca más te invitaran a ese ciclo de actividades con los futuros investigadores. Vi que hiciste otra conferencia con el mismo título en la UERJ, en Rio de Janeiro. Hay un texto tuyo incluido en Tremores, el que se titula “Herido de realidad”, en el que transcribes varios fragmentos del limbo. Uno de los nuevos capítulo de la edición conmemorativa de Pedagogía profana, el que se titula “Insignificancias”, comienza también con una referencia al limbo que hicisteis en homenaje a Bruce Chatwin. Y yo misma tuve la oportunidad de colaborar en un limbo especial que hicisteis para una revista virtual de poesía, la revista Kokoro. ¿Puedes decir algo de la presencia del limbo en tus maneras de profesor? Jorge. Algo he dicho del limbo en la palabra “ánimo” de este diccionario. En el limbo que hicimos en las Jornadas de Pedagogía tratamos de contrariar algunos tópicos de la Facultad y, aunque había varios profesores escuchándolo, nadie hizo ningún comentario. Como aún guardo el guion, y para que los lectores se diviertan un poco, voy a transcribir algunos cortes. El primero está montado a partir de un texto de César Aira, y dice así: En el plan de estudios del limbo, la universidad es lo primero. Asisten a sus aulas párvulos de 3 a 5 años. El infantilismo universitario viene como anillo al dedo a esa edad: el interés exclusivamente subjetivo, el saber de utilidad inmediata, los lenguajes de las ciencias, a la vez estúpidos y sonoros, el vivir como en un mundo aparte, las reivindicaciones estudiantiles, la mezcla de la ignorancia y la soberbia, el amiguismo disfrazado de politiqueo. El instituto se adapta inmejorablemente a ese despertar de la inteligencia que se produce entre los 6 y los 12 años: el enciclopedismo como método de lecto-escritura, la sucesión al azar de los profesores, el aburrimiento, el desprecio por el pensamiento propio, la búsqueda deportiva de resultados y buenas notas. Los que llegan hasta aquí ya están perfectamente preparados para la estupidez y la burocratización profunda de la vida en sociedad. Para las elites de la inteligencia y del esfuerzo, vienen las etapas siguientes. Como cuerpo principal de estudios, la escuela primaria, para adolescentes de 13 a 17 años. Los programas ya conllevan un saber elevado. En primer lugar, una introducción al uso de los materiales: cuadernos, lápices de colores, carpetas, sacapuntas, escuadra, compás, cartabones. En segundo lugar, el aprendizaje de la lengua: los silabarios, los libros de lectura, los textos libres para el fin de semana. En tercer lugar, los números: las tablas de multiplicar, las ecuaciones, los porcentajes. En cuarto lugar, la disciplina en el aula: la organización del espacio y del tiempo, el orden, el cuidado de los materiales. En quinto lugar, la conversación: asambleas, comités, trabajos en grupo. Por último, el arte superior de los recreos. Por último, ya en el nivel más alto, y solo para quienes, entre los 18 y los 23 años, hayan mostrado capacidades para ello, el parvulario. Allí se cultivan las más altas potencias del hombre: las artes (las canciones, la pintura, el modelado, las fábulas y el teatro), el uso del cuerpo (el tren, la fila, los juegos libres en el arenal), la socialización (paseos, cumpleaños, juegos de equipo, fiestas de pijama). Los que sacan buenas calificaciones en el parvulario ya están listos para venir a vivir en el limbo. El segundo fragmento está construido con motivos de Roberto Juarroz y de Roberto Bolaño: En el limbo sabemos que ir hacia arriba no es más que un poco más largo, o un poco más corto, que ir hacia abajo. Sabemos también que ir hacia adelante no es más que un poco más lento, o un poco más rápido, que ir hacia atrás. Que llegar a la meta no es más que un poco más recto o un poco más curvo que no llegar a ninguna parte. Y hemos aprendido también que los tres caminos del aprendizaje poético son leer, follar y viajar. Da igual si hacia arriba o hacia abajo, hacia adelante o hacia atrás, llegando a la meta o no llegando a ningún sitio. Y el tercero es una variación de una necrológica que escribió Arturo PérezReverte in memoriam de un profesor de filología de la universidad de Murcia: Desde hace unos días, vive en el limbo con nosotros José Perona Sánchez, el maestro de gramática. Sus únicas necesidades son cosas semi prohibidas o casi imposibles como el café, el tabaco, el silencio, la cerveza bien fría, el no hacer nada, los amigos y los libros. El maestro de gramática no se hace ilusiones sobre el género humano, tiene fama de malhumorado, misántropo y gruñón, y por eso se lleva muy bien con todos los viejos cascarrabias del limbo, que son la mayoría, y se pasan las tardes y las noches refunfuñando. José Perona, pesimista irredento y confeso, dijo una vez que el peor cáncer de este tiempo es que las masas hayan aprendido a leer, porque eso ha hecho que la inteligencia se ponga a su servicio y que lo poco que queda de pensamiento libre se haya hecho radicalmente antisocial. Hasta hace bien poco, cuando aún vivía en la tierra y trabajaba en la universidad, el maestro de gramática era extremadamente crítico con los planes de Bolonia y con todas las políticas educativas de todos los gobiernos locales, autonómicos, estatales y supraestatales. Por eso aquí, en el limbo, le hemos encargado ya de la educación de los niños. Por eso, y por su extraordinaria cultura, por su nula presunción, y porque continúa siendo un deslenguado que dice lo que piensa y que piensa lo que le da la real gana. Los chavales del limbo le llaman ya Don José, y les ha propuesto leer el Quijote en clase, sosegadamente, sin prisas, porque, según dice, “es un libro que está lleno de lecciones de humanidad, pero no cabe en los itinerarios curriculares, es contrario a los idearios de los centros, no sirve para el conocimiento del entorno, le falta espíritu multicultural, no contribuye en nada a la educación cívica ni a la educación moral ni a la educación en valores, no sirve para el desarrollo sostenible ni para la cultura ecológica, no sirve para luchar contra el patriarcado, no aporta ninguna de las competencias necesarias en la sociedad de la información, no requiere de nuevas tecnologías, y aunque comienza en un lugar de la Mancha, no tiene nada que ver ni con la España singular ni con la España plural”. Las dos conferencias a las que te refieres fueron muy locas. En la primera, en mi facultad, ante jóvenes investigadores y profesores de esos altamente productivos, no hubo comentarios, todo el mundo dijo que había sido muy sugerente (aunque con una sonrisa congelada), y salimos del auditorio con cara de circunstancias. En la de Rio, sin embargo, sentí gestos de asentimiento (a veces entusiastas) y se produjo una conversación apasionada sobre la mercantilización de la universidad, el credencialismo de las carreras académicas y otros temas parecidos. Y como también guardo el texto, te diré que lo que intenté con la apelación al limbo fue algo así como construir un lugar de enunciación imposible. Un lugar de enunciación libre, es decir, inútil. Un lugar de enunciación público, es decir, de cualquiera. Un lugar de enunciación profano, es decir, sin pretensiones salvíficas ni condenatorias, donde lo que se dice no tiene destino ni finalidad, no pretende explicar, ni adoctrinar, ni moralizar, ni salvar, ni condenar. Y un lugar de enunciación, por último, en el que no se puede hablar en nombre de nada, ni desde ningún lugar, ni desde ninguna posición. Y lo que quería era tratar de desmontar el dispositivo “investigación” tal como funciona en una universidad puesta al servicio de los poderes políticos y económicos y, sobre todo, al servicio de ese diosecillo de nuestra época que se llama Futuro. Si te parece, y para dar una idea del espíritu del limbo, terminaré con otro fragmento del programa que hicimos en la facultad y que es una llamada a la desmovilización, algo que, en los tiempos que corren, pienso que no está fuera de lugar. En esta época de movilización local, nacional, estatal, internacional y planetaria en la que todos somos a la vez agentes y víctimas… en esta época que hace de la acción y de la aceleración un imperativo… en esta época en la que no se puede parar de hacer cosas… en esta época configurada según una mezcla terrible y criminal de optimismo y agresividad… en esta época donde todos estamos llamados a impulsar la marcha del mundo… en esta época en que incluso el sufrimiento es utilizado como motor de la práctica… en esta época de gran agitación y estúpido dinamismo… en esta época en la que todo se nos convierte en trabajo y en la que, además, no podemos parar de aprender…en esta época en la que los discursos de los periodistas, de los expertos, de los profesores, de los políticos y de los funcionarios no son otra cosa que propaganda dirigida a dar moral a las tropas… en esta época marcada por el afán de cambiar las cosas… en esta época en la que la única ética es una cinética… en esta época en que el progreso es un movimiento que genera movimiento que genera movimiento que genera movimiento… en esta época en la que todo avanza que es una barbaridad… en esta época en la que todo lo que está en reposo es invitado o forzado a participar, es decir, debe incorporarse al servicio… en esta época que inventa y sacraliza al así llamado “potencial humano”… en esta época de la moción y la automoción generalizada… en esta época de activistas y militantes… en esta época en la que la necesidad de hacer algo, lo que sea, une a la izquierda, a la derecha, a las almas nobles y a los burgueses pragmáticos… en esta época en que las palabras sagradas son “iniciativa” y “proyecto”… solo en el limbo y sus aledaños habitan ya, eso sí, sosegadamente, la impotencia, la inacción, la apatía y la desmovilización. Literalidad Karen. “En una clase de una escuela pública del sur de Brasil, la profesora proyecta una imagen (La libertad guiando al pueblo, 1830, de Eugène Delacroix) en un powerpoint y pregunta: ¿qué se ve en la imagen? E. – Ah, una mujer que es la protagonista de la historia. P. – Esperad, chicos, vamos a interpretarla después. Lo primero es qué vemos, qué elementos componen la imagen. E. – Una guerra absurda, debe ser la Primera Guerra Mundial porque las mujeres ya podían participar, ¿no?, aunque solo hay una en el cuadro. P. –Olvidemos la Primera Guerra Mundial e insistamos en eso: ¿solo hay una mujer? E. – Sí, profe, y varios hombres. Pero también hay un niño con un arma en la mano. Seguro quees esa porque en aquella época los niños trabajaban y podían participar en la guerra, al contrario de hoy en día que... P. – ¿Pero a que época te refieres? E. – No sé profe, a otra época. P. – Por eso, ¿no es mejor que intentemos describir antes los elementos que podemos ver en el cuadro (quién está, en qué posición, con qué ropa, qué objetos…) en vez de intentar adivinar tantas otras cosas? E. – Ok, profe, la mujer está con el pecho a la vista, entonces eso ya es bastante avanzado, ¿no? Significa que las mujeres ya estaban conquistando su espacio a costa de varios conflictos. Igual aquellos tipos estaban en su contra. E. – No, no, ¿no ves que está al frente de ellos? P. – Calma, chicos, vamos despacio y sin prisa, creo que aún no ha quedado claro. Lo que quiero es que describáis la imagen, por ejemplo: qué ropa están usando; si hay hombres, mujeres, niños, animales; qué objetos se ven en el cuadro, etc. Después podemos complicarlo un poco más: ¿hay algo al fondo de la imagen?; y, si hay algo al fondo de la imagen, ¿qué hayen el primer plano? ¿Hay luz en el cuadro? ¿Solo en parte? ¿Hay algo en el centro? E. – Caramba profe, lo que nos está pidiendo es algo mucho más sencillo y nosotros yendo a lo difícil, ¿no? Entonces ¿no hace falta dar una opinión?” Esta escena representa lo que me pasa con los estudiantes adolescentes del Colegio de Aplicación cuando llevo imágenes o textos a clase. Es posible que la primera pregunta que les hice no estuviese bien formulada, y que, por otro lado, no estuviese considerando su (evidente) creatividad y participación. Sin embargo, me interesa aquí llamar la atención sobre lo difícil que es conducir un ejercicio simple de descripción. Menciono esta escena porque me parece un síntoma de algo que se ha agravado en las clases universitarias (esta afirmación viene de mi trabajo de co-orientación en cursos de formación inicial de profesores), tal vez un “mal” de estos tiempos de celebración de la opinión, de una avalancha de informaciones superficiales y repetitivas que circulan por ahí. En tus clases, muchas veces preguntabas a los estudiantes sobre lo que el autor del texto en cuestión decía sobre un tema. Y era perceptible tu frustración cuando veías que no eran capaces de permanecer en el texto o, por lo menos, de empezar por el texto. En los trechos de las películas que exhibías en clase, siempre había una guía de observación. Varias veces, cuando los estudiantes empezaban a discutir usando expresiones como “en mi opinión”, “por mi experiencia”, “yendo un poco más allá de la película”, era previsible que se irían por las ramas. Tú te esforzabas para que se centrasen en la película y en lo que tú estabas proponiendo, e insistías en que, mirada atentamente, la película aún tenía muchas cosas que decir. Jorge. La escena que describes podría ser de cualquiera de mis clases: la dificultad para ver lo que hay en un cuadro, lo que pone en un texto, lo que se ve en una secuencia cinematográfica; y la tendencia casi automática a “pasar” del texto e ir inmediatamente a otra cosa. Varias veces hemos hecho salir las dos preguntas del Maestro ignorante: “y tú ¿qué ves?, y tú ¿qué piensas?” Y no deja de ser curioso que hoy en día todo el mundo cree que piensa (que tiene opiniones), pero casi nadie ve o, dicho en general, casi nadie lee literalmente, palabra por palabra, línea a línea. Creo que leer literalmente no tiene que ver, como habitualmente se dice, con el dogmatismo de la lectura, sino con la atención al texto, con el respeto, con un cierto reconocimiento de su autoridad. En la palabra “autoridad” hemos transcrito esa cita maravillosa de Walter Benjamin en la que desarrolla la analogía entre leer y copiar, por un lado, y volar y caminar por otro. Y ahí está claro que caminando o copiando uno se somete a la autoridad o a la fuerza del camino (o del texto). Leer es, de alguna forma, someterse a una voz ajena. Y esta época, como sabes, ordena siempre tener una voz propia, pero lo ordena presuponiendo que uno ya tiene una voz propia y no tiene que trabajar para tenerla, y con eso lo que lo único que se da, que se fomenta, es la banalidad de la opinión, un hablar que no abandona nunca su “zona de confort” o, dicho de otro modo, las zonas de consenso. Leer es también “dejarse decir algo”. Y para eso hay que atender a lo que el texto dice y también, desde luego, a cómo lo dice. La literalidad es “leer lo que pone” y leerlo “como lo pone”. El dispositivo que pusimos en marcha durante el semestre que compartimos suponía dos tipos de lectura: la lectura de los textos y de las pelis; y la lectura de los espacios en los que se realizaba la salida de campo (ambas lecturas eran mostradas y conversadas en la sala de aula). En relación a los textos y a las pelis, lo que yo pedía en el aula era un subrayado, es decir, que los estudiantes leyeran en voz alta algún párrafo que les había interesado especialmente y que justificaran su elección. Se trataba, de alguna manera, de que la conversación estuviera lo más pegada posible al texto. En relación a los espacios, lo que pedía era, en general, mapas, inventarios y anotaciones hechos con arreglo a ciertos protocolos muy estrictos y, desde luego, obligatorios. Y de lo que se trataba era de que cuando los estudiantes mostraran sus mapas y sus cuadernos lo que hicieran fuera hacer hablar al espacio, de modo que la conversación se mantuviera también lo más pegada posible a la materialidad de los lugares que habían recorrido, mapeado, anotado, dibujado, inventariado, etc.. Tanto los subrayados como los protocolos estaban orientados a asegurar una cierta literalidad: hay que leer “lo que pone” y hay que inventariar “lo que hay”. Y estaban orientados también a una cierta suspensión de los caprichos y las arbitrariedades de la subjetividad: es el texto, o el espacio, el que manda, el que obliga, el que habla, el que tiene autoridad. Por eso los pensábamos como ejercicios de atención. Son formas de leer que suponen, en una primera instancia, una repetición, casi una copia. En lugar de subrayar podía haber pedido que copiaran en el cuaderno el párrafo que les había interesado, o incluso que los memorizaran. Y tanto los mapas como los inventarios pueden considerarse como meros registros, aunque también podrían verse como técnicas para la descripción. En la palabra “autoridad” y en la palabra “atención” hemos dicho algo de esto. Y lo desarrollaremos un poco más en las palabras “subrayado” y “protocolo”. Pero la escena que me has mostrado (y lo que a mí me pasa en las aulas) es un síntoma de que esta forma de trabajar va un poco a contracorriente de esta época que abomina de la repetición y de la copia, que no reconoce autoridad alguna, que rechaza cualquier disciplina, que enfatiza la vivencia subjetiva y donde lo único que cuenta es la opinión y la experiencia de cada uno, la manera como cada uno lee, como cada uno entiende o como cada uno mira. Es verdad que el dispositivo en el que trabajábamos incluía tiempos y espacios para la conversación e incluso para la invención (de hecho lo que los estudiantes tenían que hacer era inventar alguna cosa, producir alguna idea). Pero para nosotros era muy importante que tanto la conversación como la ideación estuvieran referidas siempre a alguna cosa, que fueran entendidas como respuesta a alguna cosa (del texto, del mundo). La escena que describes no contiene lectores creativos sino lectores desatentos, descuidados, de esos que, en definitiva, se niegan a leer. Las artes visuales educan la mirada (la hacen más precisa, más atenta, más cuidadosa) y las artes textuales educan la lengua. Por eso creo que en mis clases solicito una lectura que podríamos llamar pensativa (orientada al pensamiento, enmarcada por la pregunta“y tú ¿qué piensas?”) o, incluso, filosófica, pero solicito también una lectura que podríamos llamar filológica, es decir, orientada por el amor al texto y, por tanto, por el respeto y la atención y la confianza en lo que el texto dice, en lo que el texto da a leer. Podríamos decir que, en relación a los textos, el profesor realiza una doble operación: dar a leer, y dar a pensar. Y la una no puede ir sin la otra. Para mí, estudiar es leer y pensar, leer pensando, pensar leyendo. Por eso convertir a los alumnos en estudiantes es convertirlos en un poco filósofos, pero también en un poco filólogos, es decir, en personas que atiendan a la lengua de un texto, a su vocabulario, a su gramática, a su organización, a sus articulaciones internas. Como escritor me da mucha rabia que todo el esfuerzo que has hecho en elegir las palabras y en organizar el argumento se pierda porque nadie atiende ni a las palabras ni al argumento. Este diccionario es sobre “el oficio de profesor” y no sobre “la práctica docente”, y decir una cosa u otra no es lo mismo. Y como profesor me da mucha tristeza ver que nadie atiende a la materialidad concreta de unos textos que han sido escogidos con mucha delicadeza, con mucho cuidado y, por qué no decirlo, con mucho cariño. Pero en fin, es verdad que es una característica de los tiempos, de esta época post-alfabética que ya no sabe qué es eso de leer, pero también es el resultado de que ni la enseñanza primaria ni la secundaria ni la universitaria están concebidas ya como un “enseñar a leer”. De hecho, hay dos dispositivos tradicionales, el comentario de texto y la composición escrita que ya apenas se practican. Y cuando se practican se privilegia la voz propia (sea eso lo que sea) y no tanto la fidelidad al texto comentado o el rigor en la construcción del texto compuesto. Me leo a mí mismo y casi me da vergüenza, pero es verdad que la mayoría de mis alumnos, después de leer un texto, son incapaces de decir cómo empieza o cuántas partes tiene o cuáles son las palabras esenciales al argumento. Y no te digo si, después de ver un fragmento de una película, pregunto cuál es el primer plano que aparece, o cuáles son las frases textuales que aparecen en un diálogo. Pero lo más grave es lo mal que te miran los estudiantes cuando les haces preguntas de ese tipo. Otra cosa que pasa cada vez más (seguramente también te pasa a ti) es que cuando comentas lo que ha dicho o escrito un alumno él te dice inmediatamente “pero lo que yo quería decir era…”. A lo que mi respuesta es: “sí, ya, pero lo que has dicho es…”. Y lo mismo en la lectura. Los chicos van enseguida a lo que les parece que el texto “quiere decir”, pero sin atender a “lo que dice” y mucho menos a “cómo lo dice”. Me parece que eso tiene que ver con que hoy en día el texto (la lectura) es un simple pre-texto para la oralidad. Y lo que tiene la escritura es que compromete de un modo especial (mucho más que la oralidad) y ese compromiso ya se ha hecho incómodo para muchos de los jóvenes alumnos que pueblan las aulas universitarias. Pero en fin, no hay otra que inventar ejercicios que fomenten eso que aquí estamos llamado “literalidad” y que yo, en algún momento, he llamado “un cierto espíritu filológico”. Tú me has visto muchas veces dando tarea antes de ver una película (dando protocolos de atención, en definitiva), me has visto también preguntando una y otra vez “y eso que dices ¿dónde lo pone?”, y también: “eso que has dicho, por qué lo has dicho precisamente así”. Karen. ¿Podríamos decir que los problemas que señalas con la literalidad tienen que ver con unos dispositivos pedagógicos que privilegian al sujeto, donde los alumnos son los protagonistas? Jorge. Eso que estamos llamando literalidad tiene que ver, de alguna manera, con someterse a un lenguaje y a una voz que no es la tuya. Con describir exhaustivamente un mundo que tú no has hecho. Tiene que ver también con una cierta renuncia a sí, una cierta salida de sí, una cierta desposesión de sí. Con la idea de que ni el texto ni el mundo son proyecciones de ti mismo, espejos que te devuelven tu propia imagen. Además, leer literalmente, letra a letra, palabra a palabra, línea a línea, implica seguir un trazo que tú no has trazado, marchar sobre las huellas o las inscripciones de otro. Tiene que ver con reconocer una cierta anterioridad (no soy el primero, ni el texto ni el mundo comienzan conmigo) y una cierta autoridad (quizás haya otros que han pensado mejor, que lo han dicho mejor, que lo han mirado más atentamente, a los que quizá valga la pena escuchar). La lectura auditiva de los monasterios supone obediencia (ob-audire) a la voz. Pero la lectura crítica que inventan las universidades (junto con el texto entendido ya como una especie de soporte del pensamiento) hace visible el lenguaje y supone atender a la letra y seguir la línea. En mis clases trato de que haya un momento en que la lectura se haga “al pie de la letra”. Y en los trabajos de campo trato de que se copie el espacio “tal como está”. Se trata de inventar ejercicios para evitar leer distraídamente, caminar distraídamente, mirar distraídamente (hemos dicho algo de eso en la palabra “descuidado”). O de inventar procedimientos para traer el texto a la presencia, para traer el mundo a la presencia, para hacerlos presentes y hacernos presentes nosotros en relación a ellos (diremos algo sobre eso en la palabra “presencia”). Se trata de privilegiar la exterioridad sobre la interioridad. Se trata de buscar inspiración en el texto y en el mundo y no en uno mismo. Se trata de dejar que el texto o el mundo te digan algo. Se trata de privilegiar lo que el mundo pueda decirte sobre lo que tú puedas decir del mundo. Se trata de abandonar la posición de protagonistas, la creencia de que uno es el centro del mundo. Se trata, en definitiva, de entender el estudio como algo que no está orientado al sujeto o al individuo sino que está orientado a la atención y al cuidado del mundo. Desde luego hay resistencias (vivimos en una época de predominio del sujeto) y hay, sobre todo, pereza. Ya sabes de las dificultades de cualquier tarea que exija una cierta disciplina y una cierta demora, que te impida hacer las cosas “como tú quieres” y hacerlas “rápidamente”. Y de la tendencia casi automática a poner el yo en primer plano: lo que yo pienso, lo que yo siento, lo que yo opino. Karen. Todavía tengo una última pregunta. ¿Qué podemos decir delos textos académicos repletos de citas? ¿Acaso ese tipo de texto no presenta una cierta literalidad? ¿No estarían los autores de esos textos sometidos a la autoridad de otros? Al mismo tiempo, ¿esos textos no estarían desprovistos de cualquier autoría? Tal vez no estés hablando de ese tipo de literalidad, pero no me resisto a preguntarte. Jorge. A tu pregunta no se le puede dar uma respuesta simple porque el asunto de cómo se escribe lo leído (o, si quieres, de cuál es la relación, en el estudio, entre lectura y escritura) es muy complejo y cada uno le da, digamos, una respuesta singular en el modo como lo hace. Además, hay muchos modos de citar (no solo desde el punto de vista formal, sino sobre todo desde el punto de vista moral). Se puede citar amorosamente, o defensivamente, o irónicamente, o respetuosamente, o reverencialmente, o para colocarse bajo el paraguas de alguna autoridad. El problema no es tanto el número de citas sino la manera de citar. Y eso de la “autoría” de los textos académicos, desde luego, daría para mucho. Como siempre, no hay criterios, y uno solo puede orientarse por su olfato de lector, por su capacidad de reconocer cuando le están haciendo trampas. Pero aquí no estamos hablando de “autores”, sea eso lo que sea, sino de profesores. Un profesor, para mí, es un lector que da a leer. Y estamos hablando también de estudiantes, de las maneras de leer propias de una relación estudiosa (y no negligente, o de apropiación) con el texto. LETRA M Maneras Materia Metodología Maneras Karen. Hay un documental norteamericano que exhibiste en una de las clases de posgrado que se llama Being in the World. La película muestra personas hablando de sus oficios, de su relación con ellos. Hay un cantaor español de flamenco, un carpintero japonés, una cocinera negra del sur de los Estados Unidos, entre otros. Entre sus declaraciones se intercalan opiniones de especialistas, que las discuten a partir de conceptos filosóficos. Lo que me encantó fue identificar aquello que los diferentes oficios tenían en común interiormente, algo así como un modus operandi. En la descripción y en las acciones del carpintero que enseñaba las maderas, que decía cómo se “comportaban”, qué herramientas eran las más adecuadas para trabajarlas, vi a mi abuelo Germano trabajando en su carpintería. Al mismo tiempo, cada uno hablaba de su hacer de un modo singular, cada uno escogía singularmente las palabras y los gestos que dan forma a la “materia” de la que estaba hablando. Si de la palabra “oficio” infieres, citando a Agamben, que el oficio es la operación a través de la cual éste se realiza, independientemente del sujeto que la practica, parece que es la expresión de ese sujeto lo que está en cuestión, que la singularidad “juega” con la generalización, juega quién sabe a revelarnos algo “falso” o algo “verdadero”. Porque hacer las cosas como nos mandan no significa necesariamente hacerlas bien. Jorge. La película a la que te refieres es de Tao Ruspoli y es una discusión sobre la categoría heideggeriana de ser-en-el-mundo. Una de las formas de leer la peli es la que tú indicas: la manera singular en que cada uno de los “maestros” en una actividad encarna una relación con el mundo a través del oficio, y cómo esa manera singular se inscribe en una tradición, en una comunidad y en unas reglas heredadas. En ese sentido, las reglas se heredan y se aprenden (son comunes), pero la manera como cada uno les da vida es en cada caso singular. Como si hubiera algo así como una individuación que solo se puede producir aprendiendo “de nuevo” formas de hacer que ya están determinadas y encarnadas en la configuración propia de cada actividad (en el “mundo” del flamenco, o en el de la cocina afroamericana, o en el de la carpintería japonesa). Viendo esa película está claro que en el oficio no hay método sino maneras. Y que la práctica de cualquier actividad tiene que ver con reglas, pero también con modulaciones singulares de esas reglas (hay algunos músicos de jazz que hablan de la relación entre disciplina e improvisación). Lo de la verdad y la falsedad lo podemos desarrollar en relación con los profesores y los estudiantes. Podríamos decir que hay muchas maneras de ser profesor, pero también hay profesores que son “de verdad”, que son “verdaderamente” profesores, y otros que no, que son “falsos” profesores o profesores de “mentira”, del mismo modo que hay estudiantes “de verdad” y estudiantes “de mentira”. Me parece que puede ser interesante, como tú apuntas, explorar la sonoridad, en relación al oficio, de las palabras “verdadero” y “falso”, que no es exactamente lo mismo que “bueno” o “malo”, porque no tiene que ver solo con “hacer las cosas bien” sino con hacer las cosas “de verdad”. No es exactamente lo mismo ser “un buen profesor” que “un verdadero profesor”. Y lo que nos está pasando no es tanto que no haya buenos profesores sino que cada vez es más difícil ser profesor de verdad. Algo de eso puede verse, quizá, en la manera como me presenté en una de las disciplinas a las que tú asististe. Mostré a mis alumnos los resultados de la evaluación institucional de mi práctica docente del año anterior y les dije que, según esos resultados, yo era uno de los peores profesores de la facultad, que estaba por debajo de la media en casi todos los ítems que eran evaluados. Después leí esos ítems uno a uno y los fui comentando. La primera pregunta de la encuesta era si el profesor deja claros desde el principio cuáles son los objetivos de la asignatura. Y la respuesta de mis alumnos, obviamente, fue que no. Otra de las preguntas tenía que ver con el fomento de metodologías participativas, y la respuesta también tenía que ser que no. Así que les dije a los chicos que les había tocado un profesor malo, al menos según los criterios con los que mi universidad determinaba qué es ser un buen profesor, y que aún estaban a tiempo de cambiar de grupo. Pero que si decidían seguir conmigo ya sabían que la cosa no iba a ir ni de objetivos claros ni de metodologías participativas. Y, como viste, hubo un silencio muy atento y nadie (o casi nadie) se cambió de grupo. Ya que estamos hablando de evaluaciones del profesorado y de maneras de ser profesor, y ya que el asunto de este diccionario es mostrar mis maneras, tal vez una buena forma sea transcribir algunos párrafos del autoinforme que tengo que hacer periódicamente sobre los “puntos fuertes” y los “puntos débiles” de mi “práctica docente” y sobre mis “proyectos de mejora” en relación con los resultados de mi “evaluación”. En el informe sobre mis “puntos fuertes” escribí lo siguiente: Tras más de 30 años como profesor universitario he consolidado lo que podríamos llamar un “estilo propio” como profesor que no siempre es todo lo flexible que se requiere y, desde luego, no siempre se ajusta a las expectativas con las que vienen los estudiantes. De ahí que algunos de mis procedimientos no siempre sean evidentes y que haga falta un poco de tiempo para que los alumnos entren en esas maneras de entender (y de practicar) lo que es un curso universitario. Sin embargo, a lo largo de estos años he desarrollado algunos modos de hacer que creo que pueden destacarse como mis “puntos fuertes” o, al menos, con eso que hace que mis alumnos no sean “indiferentes” a esos procedimientos. El primero tendría que ver con una cierta exigencia intelectual con la que los alumnos no siempre simpatizan pero que, a la postre, agradecen, y eso puede percibirse en la manera como se implican, muestran su curiosidad, solicitan bibliografía complementaria, etcétera. Podría decirse que la percepción del rigor y de la preparación del profesor, además de producir un cierto respeto, fomenta también una cierta auto-exigencia por parte de los alumnos. El segundo se refiere a la manera de tratar la lectura y la escritura (sobre todo la escritura) como un verdadero ejercicio de pensamiento que obliga a ordenar, a estructurar, a argumentar y, por qué no decirlo, a expresarse bella y eficazmente. Sigo creyendo que en asignaturas que tienen que ver con el ejercicio propio de la inteligencia y del pensamiento crítico, la atención a la escritura sigue siendo fundamental. Podría decirse que los alumnos perciben que no pueden escribir “cualquier cosa” y que no pueden escribirla “de cualquier manera”. El tercero está relacionado con la puesta en marcha de un dispositivo pedagógico que considero muy potente y que consiste en combinar cuatro elementos: A) un trabajo de campo consistente en una serie de ejercicios en el espacio público, B) un trabajo de clase consistente en la lectura y el comentario de una serie de textos (también cinematográficos) organizados en torno a un problema a la vez teórico y práctico (y que no pueden considerarse en ningún caso como el contenido de la asignatura), C) una acción tutorial continuada, D) una propuesta de trabajo que consiste en el diseño de un dispositivo pedagógico concreto, ligado a un espaciocontexto concreto, elaborado con arreglo a una serie de categorías que se han ido trabajando en clase y que tienen que actualizarse de una forma “original”, y finalmente E) una presentación pública de ese dispositivo en la que cualquiera puede sugerir, comentar, hacer preguntas, plantear objeciones, etc.. De este modo, los alumnos no pueden limitarse a resumir, a cortar y pegar, a clonar otros trabajos, a repetir lo que ha dicho el profesor… sino que están obligados a inventar, poniendo en juego, eso sí, las categorías que se han ido elaborando a lo largo del curso. El informe sobre “puntos débiles” decía así: Los puntos débiles tienen que ver con que tanto los textos (lo que podríamos llamar la materialidad del curso) como las metodologías (los ejercicios y procedimientos utilizados) implican ritmos e itinerarios de aprendizaje muy poco previsibles, apenas estandarizables (diferentes en cada curso y para cada asignatura) y, en consecuencia, en poca consonancia con las exigencias normalizadoras de Bolonia. Además, chocan frontalmente con los hábitos de estudio de los alumnos, más acostumbrados a repetir, resumir, cortar y pegar, o elaborar gigantescos trabajos sin apenas exigencia de pensamiento propio, que a elaborar una narrativa propia a propósito de lo aprendido. Algo que sucede cuando los textos no son utilizados como “contenido” o como “información” (como algo que debe ser acumulado y verificado) sino como una materialidad que propicie el pensamiento, la invención, la imaginación o la reflexividad. En ocasiones tengo dificultades para percibir el horizonte de razonamiento y de problematización en el que se inscriben los estudiantes y, debido al gran número de alumnos, no siempre tengo el tiempo ni las condiciones para realizar el trabajo de tutoría que sería necesario. Además, no es fácil hacer que los estudiantes asuman la responsabilidad de su propia formación y que sean ellos mismos la fuente de su propia exigencia. Por otra parte, cuando se trata de despertar inquietudes e intereses novedosos y plurales y de que los alumnos asuman el protagonismo de su formación, no se puede erosionar eso con procedimientos de evaluación que no permitan a los estudiantes construir por sí mismos sus propios trabajos y, por tanto, es necesario elaborar y explorar constantemente propuestas de evaluación que, a la vez que son claras y rigurosas, no traicionen los principios que inspiran lo que entiendo (y trato de hacer entender) que es el estudio universitario. De ahí que mis “puntos débiles” estén estrechamente relacionados con lo que anteriormente he considerado mis “puntos fuertes” y sean, de alguna manera, su espejo invertido, es decir, el síntoma de que algo “ha fallado” en el planteamiento o en el proceso, el signo (siempre doloroso) de que no he podido o no he sabido “estar a la altura” de mis propias exigencias. La manera como referí a la “satisfacción de los estudiantes” fue la siguiente: El resultado de las encuestas refleja una enorme variabilidad que tiene que ver, a mi juicio, con que los alumnos se dividen enseguida entre los que “entran” en la lógica de la asignatura y los que tienen una actitud pasiva y exclusivamente pendiente de la calificación. En cuanto a la valoración cualitativa hay frases como “nos hace reflexionar constantemente”, “ofrece una visión del mundo diferente”, “hace pensar”, “un profesor como los de antes”, “ha sido un maestro”, “se nota que ha vivido, que ha leído, que ha pensado, que es un hombre cultivado”, “capacidad crítica”, “unos aprendizajes que me llevo de por vida”… que reflejan, no solo la satisfacción de los alumnos, sino también mi propio “estilo” docente, desde luego con sus límites y sus posibilidades, sus ventajas y sus inconvenientes. Creo que también reflejan ese “estilo” frases que tienen que ver con una sensación de que el profesor, en ocasiones, “descalifica las opiniones de los alumnos”. Algo que se explica, creo, por el clima de excesiva tolerancia, en el que todo se aplaude, que domina en el grado, así como con una manera de “obligar a ejercitar la inteligencia” que a veces se sitúa claramente a la contra de un imaginario constituido esencialmente por referencias mediáticas y por esquemas de pensamiento de sentido común, a veces claramente desvinculados de los modos universitarios de pensamiento. Por último, esto es lo que escribí en la parte de mi auto-informe que se titulaba “propuestas de mejora”: La gran diversidad de asignaturas en las que he desempeñado mi actividad docente (varias de ellas nunca antes impartidas) me han exigido un enorme esfuerzo de preparación tanto de los materiales como de las formas de trabajo y de los procedimientos de evaluación. La innovación docente más importante (la más importante, seguramente, de mi ya larga carrera universitaria) es el dispositivo pedagógico que describo muy brevemente en el epígrafe de los “puntos fuertes”. Y es importante porque no es solo una cuestión de contenidos o de metodología, sino que afecta a toda una concepción del trabajo en la universidad que, muy resumidamente, caracterizaré diciendo que está centrada en los ejercicios de atención (al mundo), en los ejercicios de invención, y en los ejercicios de pensamiento. Ese dispositivo lo comencé a explorar cuando tuve que “inventar” (junto con la profesora Violeta Núñez) la asignatura de Arte y Cultura en la Educación Social y, posteriormente, lo he aplicado también en las otras asignaturas que he impartido a nivel de grado. En lo que respecta a aspectos puntuales diré que he trabajado ampliamente en la introducción del cine como “materia de pensamiento” (y no solo de ilustración de la teoría, o de pretexto para la discusión). Diré también que he modificado sensiblemente la manera de entender la acción tutorial (no tanto orientada a resolver dificultades de aprendizaje o a orientar pequeños trabajos de investigación, sino tratando de convertirla en una verdadera conversación en la que el alumno se vea obligado a explicitar y exponer sus ideas y el profesor a ponerlas en diálogo con posibilidades de profundización y estudio). Y que he cambiado los procedimientos de evaluación en el sentido de no centrarlos sobre los supuestos “contenidos aprendidos” o las supuestas “competencias desarrolladas”, sino hacer de la evaluación un ejercicio de exposición pública del propio estudio en la que sea imprescindible hacerse responsable ante los otros y ante uno mismo de la propia formación. Como propuestas de mejora señalaré A) seguir trabajando en el diseño y la realización de la acción tutorial (que es uno de mis “puntos débiles”), B) seguir trabajando en ajustar los textos a los problemas y las categorías que se trabajan, C) seguir trabajando en la invención de procedimientos para desarrollar la atención profunda y sostenida (nada fácil en esta época de zapping permanente, incluso en la formación universitaria), D) seguir trabajando en inventar procedimientos que mejoren las prácticas de lectura y de escritura de los alumnos (algo que plantea serias dificultades en esta época post-alfabética, pero que creo que la universidad debe mantener). Materia Karen. En la palabra “asunto”, lo principal fue que la diferenciases de materia, y que dijeses algo de cómo un asunto se despliega en una materia. Aquí podríamos empezar por la diferencia o la similitud entre las dos palabras. En portugués, “materia” es sinónimo de “disciplina” y, por lo que me consta, en español también. Sin embargo, “disciplina”, por otro lado, se refiere a normas, reglas y comportamientos, y ya hay una entrada para ella en este diccionario. ¿Tú prefieres usar la palabra “materia”? Jorge. La palabra “materia” es sinónimo de “disciplina” y también, en español, como ya hemos comentado, de “asignatura”. De asignatura tiene el hecho de ser asignada (y no elegida): los estudiantes pueden elegir una asignatura, en caso de ser optativa, pero es el profesor el que asigna tanto lo que podrían ser los textos que la desarrollan como las tareas a ser realizadas (los textos que hay que leer y los ejercicios que hay que hacer). En la asignatura en la que el asunto era la pobreza, cuando anuncié que íbamos a tratarlo a través de una serie de textos y de películas, hubo algunos estudiantes que se dirigieron a mí preguntándome si podían sugerir películas para ver en clase. Mi respuesta, naturalmente, fue que no, que el texto lo decide y lo asigna el profesor, que esa es su prerrogativa pero también, sobre todo, su responsabilidad. De asignatura tiene también el hecho de ser signada o firmada: una asignatura lleva la firma del que la ha diseñado, montado, preparado, inventado, de ahí su carácter artesanal, de ahí que sea inseparable del profesor que la imparte. En la primera clase dije claramente que las personas que estaban allí eran alumnos de esa asignatura pero también, indisociablemente, alumnos de ese profesor. Porque es el profesor el que asigna y el que signa la asignatura.Y de asignatura tiene también, quizá, el hecho de que señala hacia algo, hace signos hacia algo, llama la atención o dirige la atención o hace señas hacia algo, hacia lo que es su asunto (como ya he dicho en la palabra correspondiente). De disciplina tiene el que los alumnos se someten a la disciplina que implica. De hecho, seguir una materia, o cursar una materia, supone someterse a una serie de reglas (a la vez corporales y mentales) y, sobre todo, realizar una serie de tareas, de ejercicios. A los estudiantes se les llamaba discípulos no porque fueran seguidores de un maestro sino porque se sometían a su disciplina. Y la disciplina, aunque la impone el profesor, se deriva de las características específicas de la materia. Pero yo prefiero la palabra “materia” porque subraya el hecho de estar constituida por una materialidad, generalmente de carácter textual. Una materia es una materia de estudio y de ejercitación. Es decir, una materialidad sobre la cual o en relación a la cual se realiza el estudio y sobre la cual y en relación a la cual se hacen los ejercicios. Y el profesor es el que da la materia (por eso su hacer es una donación, o un ofrecimiento, o una entrega), o el que imparte la materia (no la reparte o la comparte, sino que la imparte), o el que la impone o la expone (en el sentido en el que su hacer la pone o la expone encima de la mesa), o el que la lecciona (en tanto que la convierte en lectio, en materia de lectura pública… en tanto que la lee y la da a leer). Karen. Transcribo un trecho del libro Defensa de la escuela: “La escuela no es un campo de entrenamiento para aprendices, sino el lugar donde ‘algo’ (como un texto, un motor, un método específico de carpintería) se separa de su uso propio y por lo tanto también de la función y del sentido que vinculan ese ‘algo’ al hogar o a la sociedad. A fin de sumergirse en algo como objeto de práctica y de estudio es necesaria esa transformación en juego, esa conversión de algo en materia escolar”. La escuela es, como vemos, un lugar en el que separamos “algo” de su función social o familiar, en una especie de profanación, según los autores y, por lo tanto, le conferimos una distinción en relación a otras “cosas”. Ese “algo” que se separa en ella deberá tornarse materia, es decir, se separa de su uso común y se transforma en otra cosa. ¿Podrías ejemplificar esa, digamos, “operación” de transformar “algo” en objeto de estudio en tus “materias”? Jorge. La cita diferencia entre aprendizaje y estudio. En la escuela (y en la universidad como un tipo de escuela) no hay aprendices sino estudiantes. La escuela no es el lugar del entrenamiento en capacidades sino del estudio de materias. En un curso, por tanto, no hay competencias a ser entrenadas, no hay contenidos a ser aprendidos, sino que hay materias a ser estudiadas. En el grado en el que trabajo, hay muchas asignaturas que tienen que ver con la profesionalización. Ahí se trata de entrenar profesionales, de desarrollar competencias profesionales. Ahí hay aprendices de educadores que realizan su aprendizaje con educadores experimentados. Pero incluso ahí ese “aprendizaje” se realiza en una cierta separación del campo profesional. Se hace en la universidad, en una sala de aula, y no en el lugar de trabajo. De alguna manera, lo que se hace es “jugar a ser educador”. Pero las asignaturas que yo imparto no tienen que ver directamente con la formación profesional sino con la formación básica. No se trata tanto del saber-hacer como del saber-saber. No se desarrollan competencias sino que se trasmiten saberes. Lo que ocurre es que mi manera de hacer las cosas no tiene que ver solo, ni principalmente, con el saber, sino con el pensar (desarrollaré eso en la palabra “pensamiento”). Y eso es como dar otra vuelta de tuerca. Ahí el estudio no está orientado a la apropiación del saber. Mis alumnos no podrían decir “ya sé lo que el profesor pretende que sepa”. Además, los textos y las pelis que selecciono no funcionan como trasmitiendo un saber. Se dan a leer de otro modo. En mis cursos estudiar es leer, leer dos veces, leer atentamente, dar cuenta y darse cuenta de lo que se ha leído, subrayar textos, justificar los subrayados, entrar en conversación con otros lectores, ese tipo de cosas. Lo que mis alumnos podrían decir es “ya he hecho lo que el profesor me ha pedido que haga”. Estudiar es hacer cosas con el texto. Y todas ellas tienen que ver, me parece, con practicar el pensamiento, con ejercitarse en el pensamiento. Pero eso, en mis clases, solo puede hacerse en relación a un texto, a una materialidad textual. De ahí lo de “materia de estudio”. Metodología Jorge. Como sabes, los programas de mis asignaturas tienen un epígrafe que se llama “actividades” en el que trato de explicitar lo que será el trabajo en clase (mi manera de trabajar con los textos y las pelis), el trabajo de campo (mi manera de entender las salidas y los protocolos que las enmarcan), y el trabajo final (mi manera de entender la tarea de los estudiantes como una especie de ejercicio de pensamiento). Algo de todo eso aparece aquí en las palabras que tienen un aire más metodológico como “cuaderno”, “ejercicio”, “exposición”, “protocolo”, “salida” o “subrayado”. Y tal vez todo este diccionario podría entenderse como una elaboración de mi metodología si por ello entendemos mis procedimientos o mis maneras de hacer. De hecho, y como hemos contado en la presentación, tú te dirigiste a mí interesándote por mis procedimientos como profesor, y nuestras frecuentes conversaciones durante el semestre que compartimos no fueron otra cosa que una cierta reflexión sobre esos modos y esas maneras de hacer las cosas. De hecho, el sentido que tiene para mí el apartado “actividades” del programa de las disciplinas no es otro que tratar de que los alumnos se hagan una primera idea de qué vamos a hacer y de cómo vamos a hacerlo, aunque soy muy consciente de que hasta que acaba el curso no han entrado verdaderamente en el juego. En ese sentido, podríamos decir que para mí la metodología no es otra cosa que la explicitación de lo que podríamos llamar las reglas de juego, unas reglas que, como en todos los juegos, no basta con saber sino que hay que incorporar, y eso no puede hacerse sino jugando. Y unas reglas, además, que hay que ir adivinando e interpretando a lo largo del juego y que, desde luego, pueden ir variando en función del desarrollo mismo del juego (las reglas tienen que “dar juego” y no impedirlo o encorsetarlo). Sin embargo, como tú bien dices, no utilizo la palabra “metodología”, y por eso la hemos colocado entre nuestras no-palabras. Y eso tiene que ver con un cierto rechazo de lo que podríamos llamar la tiranía metodológica de la universidad actual, el hecho de que se haya convertido el método en un modo de estandarizar y, en el límite, de anular, las maneras del profesor, en un modo, podríamos decir, de descualificar su trabajo. Un profesor, creo, no aplica una metodología (o una serie de metodologías), sino que a lo largo del ejercicio de su oficio va configurando unas maneras propias de hacer las cosas. Y eso no tiene nada que ver con esos repertorios metodológicos que circulan por ahí y que funcionan como una especie de menú (o de oferta de supermercado) en el que el profesor tiene que escoger lo que considera más útil y más eficaz para sus asignaturas. Por otra parte, me cuentan horrores de los cursos de metodologías didácticas en educación superior a los que tienen que someterse los profesores noveles (yo, gracias a dios, me libré de todo eso: privilegios de viejo), en tanto que están construidos en la lógica de todo lo que hemos ido rechazando en las no-palabras de este diccionario. Y no digamos nada de esas metodologías que se definen como “innovadoras”. Por decirlo de algún modo, creo que mis maneras podrían caer del lado de la paideia (a mi manera, claro) y no del método, tal como esa diferencia es planteada por Roland Barthes en la presentación de su curso del 1976-77, ese que está publicado con el título Cómo vivir juntos, concretamente en la sesión del 12 de enero de 1977, y remitiendo esa diferencia a la forma como Gilles Deleuze la actualizó en su libro Nietzsche y la filosofía, concretamente en el último párrafo del capítulo tercero. Frente al método como proceso para llegar a un objetivo, como regla para obtener un resultado, como arte del camino recto (tal como se lo interpreta en la ciencia y en la disertación sistemática, pero también, aunque él no lo dice, en la razón instrumental y en toda la lógica empresarial que se está adueñando de las universidades), Barthes prefiere la cultura o la paideia como un caminar disgresivo, excéntrico, titubeante, guiado por el deseo, más propio del ensayo que de los modos positivistas, algo que Barthes coloca del lado de “lo novelesco” y que remite a la idea nietzscheana de “fuerza”: “No esperar nada del método (…). Frente a eso, ejercicio de cultura: escucha de las fuerzas”. Aunque debo precisar que, como profesor, no soy nada nietzscheano ni deleuziano ni barthesiano (mis maneras son completamente distintas), pero sí que creo que lo que trato de hacer es poner en marcha una serie de procedimientos orientados al pensamiento (sea eso lo que sea). No a la asimilación de contenidos, a la obtención de resultados de aprendizaje o a la adquisición de competencias, sino a poner en juego lo mejor de la sensibilidad y la inteligencia de cada uno de los participantes en un juego de lectura, escritura y conversación que no puede (ni quiere) anticipar sus resultados. No sé si eso es “escucha de fuerzas”, seguramente yo no usaría esa expresión, pero sí que tiene algo de considerar lo que en mi programa llamo “actividades” desde el punto de vista de su potencia para generar pensamiento. Al menos, eso es lo que me gustaría. Y, a diferencia de lo que seguramente piensan los nietzscheanos o deleuzianos que puedan leer estas líneas, yo creo que mi manera de hacerme cargo de mi responsabilidad como profesor pasa por ofrecer cosas como reglas, procedimientos, maneras de hacer, ejercicios, disciplinas, protocolos. En cualquier caso, y por volver a eso de paideia (o cultura, o bildung) y método, yo quiero pensar que la universidad aún es una institución de cultura y no una fábrica de resultados. Karen. Creo que queda claro, por tu exposición, que el no usar la palabra “metodología”, o el hecho de tacharla aquí, dice menos de la palabra en sí que de su uso, de la forma como se ha utilizado y puesto en operación. También me parece nítido que, aunque no la nombres, su sentido está claro en tu trabajo: reglas que han de posibilitar el juego, maneras propias de hacer las cosas, procedimientos orientados al pensamiento. Como sabes, he sido profesora en varios niveles de enseñanza, lo que me hace conocedora de casos ejemplares tanto de víctimas como de verdugos de varias tendencias, de cursos ofertados (y obligatorios) para profesores sobre metodología. En una de las universidades privadas en las que trabajé teníamos, inclusive, cuadernos metodológicos para consultar al hacer los programas, revisados cada cierto tiempo (imagino que los objetivos de enseñanza y los de aprendizaje cambiaron de lugar, como relaté en el vocablo “aprendizaje”). El problema no eran los cuadernos en sí (elogiados por el Ministerio de Educación, fíjate), sino el hecho de que nuestras evaluaciones institucionales estaban a merced de su cumplimiento. Con estos recuerdos en la cabeza estaba yo separando libros para donar, y justo me encuentro con una obra sobre el tema. No eran los famosos cuadernos, pues los quemé en una hoguera en cuanto salí de la institución, sino una adquisición como parte de las obligaciones de aquellos tiempos. Y allí estaba, con una nota del momento en que la compré: “Semana de pedagogía, 2005”. Enla presentación, una frase que me llama la atención: “Es importante enfatizar el esfuerzo por superar la tendencia tecnicista y desarrollar un proceso dialéctico de trabajo, que rompa con la vieja idea de ‘dar clase’ –ahora se trata de ‘hacerla’ junto a los alumnos, de manera dinámica y creativa (...).” No sé si quieres comentarlo, pero cuando hablas de procedimientos y reglas a veces suena a formatear, pero, en tu trabajo, eso es lo que provoca justamente un ejercicio para pensar. Al leer esa frase, pienso que la necesidad de diferenciarse de la “vieja idea de dar clase” acaba produciendo un efecto contrario. A lo mejor podrías comentar la segunda parte de la frase, ese “hacerla juntos”, y explicar por qué tus “maneras de hacer” no van por ese camino. Jorge. Esa historia que cuentas sobre los cuadernos metodológicos y la planificación de la enseñanza es muy expresiva de ese juego ridículo en el que casi nadie cree (aunque todo el mundo aparenta creer). Juegos de hiperplanificación y de hiper-programación orientados a la hiper-evaluación y, por tanto, al hiper-control. Mientras escribo esto he recibido una tesis doctoral escrita por Fernando Fuentes y dirigida por Fernando Bárcena cuyo último capítulo es un recorrido por las reformas educativas recientes en España. Y me ha sorprendido la cita de un párrafo de la Ley General de Educación de 1970, promulgada bajo la dictadura, que dice lo siguiente: “La personalidad del Maestro, su relación con los alumnos, la auténtica vida corporativa de los centros docentes y el imprescindible ambiente favorecedor de la enseñanza no son susceptibles de una regulación uniforme, imperativa y pormenorizada por el Estado, al modo con que se efectúa la ordenación de otro tipo de conductas”. Independientemente de la retórica populista de esas palabras, no deja de ser sorprendente que el Estado dice que hay cosas que no se deben regular, y que existe algo así como “la personalidad del maestro”. Desde luego, un párrafo como ese sería imposible en la época actual. La ley de 1990, por ejemplo, insiste en que es necesario: “Orientar más abiertamente el sistema educativo hacia los resultados, pues la consolidación de la cultura del esfuerzo y la mejora de la calidad están vinculadas a la intensificación de los procesos de evaluación de los alumnos, de los profesores, de los centros y del sistema en su conjunto, de modo que unos y otros puedan orientar convenientemente los procesos de mejora. Esta acentuación de la importancia de los resultados no supone, en modo alguno, ignorar el papel de los procesos que conducen a aquéllos, ni de los recursos en los que unos y otros se apoyan”. En este segundo párrafo ya no está claro que la enseñanza sea distinta de otro tipo de actividades. Y, modificando algunas palabras, todo eso de la orientación a los resultados, la intensificación de los procesos de evaluación, los procesos de mejora y los recursos de apoyo, podría aplicarse a cualquier ámbito productivo. La única expresión mentirosa es esa de sistema “educativo” porque ahí ya no hay educación (sea eso lo que sea) sino procesos y metodologías de enseñanza-aprendizaje. La frase de la semana de pedagogía es más ideológica y tiene que ver con una concepción más horizontal, más dinámica, más dialógica, más participativa y más creativa de la enseñanza que podríamos relacionar, tal vez, con una crítica ya completamente convencional a la así llamada “enseñanza tradicional”, esa en la que, supuestamente, el profesor se dedicaba a “dar aulas”. Todas esas dicotomías-clichés como que hay que pasar de una práctica basada en la enseñanza, o en el profesor, o en los contenidos, a una práctica basada en el aprendizaje, o en el alumno, o en las habilidades y competencias. La doxa pedagógica de los últimos años que, además, en el párrafo que citas, incluye elementos que parecen políticamente progresistas como la insistencia en la horizontalidad, en el diálogo y en un cierto borrado de la posición del profesor, que ahora ya no está frente a los alumnos sino junto a ellos. Tópicos de la Escuela Nueva, de lo mejor de la pedagogía de principios del siglo XX, pero que todo buen profesor ha practicado desde que la escuela es escuela. Y que todo mal profesor convertirá en un desastre si no las encarna de una forma singular y personal y se limita a poner cruces en los casilleros de los cuadernos de metodología. Se me ocurre que esas dicotomías son abstractas y completamente idiotas, porque en eso de las maneras siempre es “depende”. Es decir, que puede haber profesores que “dan aula” muy bien y otros que no, y puede haber profesores que son muy buenos en el diálogo y en la participación y otros que no, y que lo que habría que hacer sería dejar que cada uno encuentre sus maneras, mirando de reojo, claro, a cómo lo hacen los demás, y aprendiendo de los unos y de los otros. Tú y yo hemos trabajado con profesores con películas como Ser y tener, o Cien niños esperando un tren, o las tres películas de la muestra de cine que formó parte del Elogio de la escuela (Escolta, Teoria da escola y Elogi de l’escola) y lo que pasa ahí no se reduce a dicotomías tan bobas y tan vacías como esas de la crítica a la escuela tradicional. Lo que hay son distintas maneras de desarrollar procesos dialécticos, dinámicos y creativos junto a los alumnos. Y cuando hemos hablado de la manera de trabajar de los profesores que salen en las pelis hemos ido mucho más allá de esas dicotomías y, sobre todo, no hemos usado esas palabras. Y creo también, yendo ya al final de tu pregunta, que mis procedimientos tampoco se dejan capturar por esas dicotomías. No uso la clase magistral (y no porque esté en contra), pero tampoco soy nada dialógico y, desde luego, les dejo a mis alumnos poco espacio para eso que se llama “creatividad” y que no sé muy bien lo que es. Para mí lo importante no es el contenido (de hecho, en mis cursos no hay tal cosa), pero tampoco practico la horizontalidad (lo que mis alumnos llaman “intercambio de saberes y experiencias”). Como bien dices, las reglas de juego, en mis cursos, son muy estrictas. Trato de practicar la vieja lógica de los ejercicios. Y los ejercicios, para serlo, tienen que estar bien regulados. Mis alumnos no hacen lo que quieren, sino lo que les pido que hagan, y lo que les pido es muy estricto. Además, ya sabes que tengo fama de profesor exigente y no creo que mis alumnos crean que hago las cosas con ellos o junto a ellos. Ellos tienen unas tareas y yo tengo otras, y cada uno tiene que hacer las cosas lo mejor que pueda y sepa. Pero, en cualquier caso, ni ellos ni yo somos los protagonistas. Y todas las tareas que impongo (sí, impongo) tienen que ver con formar la atención (al texto, al mundo) y con provocar el pensamiento. Algo que, desde luego, requiere disciplina, esfuerzo, trabajo y una cierta ascesis. Una cierta suspensión, incluso, del yo y de sus caprichos. Karen. ¿Qué significaría entonces decir que un profesor no aplica métodos sino que elabora maneras? ¿Tendría sentido esa distinción? Jorge. En el libro Escuela o barbarie (al que me he referido en la palabra “disciplina” y que seguramente volveré a citar) hay una propuesta que podría servir aquí. Tras una crítica a los cursos de metodología docente, esos que suponen que los profesores quizá conocen sus materias pero no saben enseñar (sobre todo si son viejos, están anclados en rutinas y no se interesan por las “innovaciones pedagógicas”), y tras una apelación de que no hay métodos mejores o peores sino distintas formas de hacer las cosas que, desde luego, se corresponden con distintas maneras de encarnar el oficio de profesor (eso de que la opción no es entre la clase magistral o el debate, sino entre las buenas -o malas- clases magistrales y los buenos –o malosdebates, y que eso depende de cada uno), los autores se atreven a proponer algo que, por obvio, no deja de ser extraordinario. Y es que tras la constatación (también obvia) de que en la universidad hay muchos buenos profesores, los autores dicen que lo que habría que hacer (y lo que a ellos les gustaría hacer) es ir a sus clases: “Una práctica, por cierto, que podría institucionalizarse, en sustitución de toda esa cultura ‘profesional’ de la formación continua del profesorado con la que los pedagogos suelen mostrarse tan entusiastas. Es una idea tan simple como un cubo y que podría extenderse a todos los niveles de la enseñanza. En las facultades bastaría con implantar la norma de que los profesores tuveran cada año que cursar una signatura de algún otro profesor. No es concebible que ningún cursillo de expertos en educación pudiera ‘enseñar a enseñar’ mejor que la experiencia de escuchar y aprender de los propios compañeros”. Yo creo que lo que tú y yo estamos mostrando en este diccionario es un desarrollo de esa idea. No hay mejor modo de elaborar las maneras propias de ser profesor que acompañar las maneras de otro, pero no para copiarlas sino para pensarlas y conversarlas. No hay nada más útil para un profesor que ama enseñar que otro profesor que también ama enseñar con el que poder hablar de sus respectivos modos de ejercer el oficio. Y no solo “aunque sean distintos”, sino precisamente “porque son distintos”. Yo mismo siempre he soñado con el privilegio que podría ser para mí poder asistir a las clases de los profesores que admiro y poder charlar con ellos (o con ellas) entre clase y clase. Mis clases, desde luego, siempre estarían abiertas (como lo estuvieron para ti), pero si viniera alguien a decirme que quiere investigar mis metodologías o pasarme un cuestionario sobre mis “prácticas docentes” no le dejaría pasar de la puerta. LETRA N Notas (cuaderno de) Notas (cuaderno de) Jorge. Para elaborar este diccionario has manejado tu cuaderno de notas. Sin embargo decidimos componerlo cuando el semestre casi había acabado, y lo hemos terminado de redactar más de dos años después. Tu cuaderno, por tanto, no estaba hecho con vistas a este trabajo y nunca fue un instrumento de registro sistemático. Tú venías a todas las clases, veías todas las pelis y leías los mismos textos que los alumnos. Desde muy pronto, comenzamos las conversaciones de los viernes. Además, acompañaste a las chicas y a los chicos en alguna de las salidas y, a partir de cierto momento, te encargabas de las tutorías. ¿Cómo es tu cuaderno? ¿Qué tipo de cosas anotabas? ¿Cuándo lo escribías? De hecho, algunas personas nos han dicho que esto que estamos haciendo puede llamarse “investigación”. ¿Sería entonces tu cuaderno un instrumento de investigación? ¿Cómo lo definirías? ¿Qué es para ti “tomar notas”? Karen. Haces preguntas cuyas respuestas no son fáciles ni cortas. Hay ciertas cosas que ya tenemos naturalizadas. Hace un tiempo, una amiga, Geovana Lunardi Mendes, me trajo de Hong Kong un cuaderno. Le pregunté el porqué de su elección, especialmente por haberlo traído de tan lejos, y ella me respondió: “Siempre te veo anotando cosas, ¡así que no encontré un regalo mejor!” Creo que la mirada del otro hacia nosotros nos permite fijarnos en esos hábitos, esos haceres repetitivos, que marcan quiénes somos y qué nos constituye. Simultáneamente, Jorge, eso no nos es extraño. Somos de una generación que siempre ha escrito a mano. Hace un tiempo estaba dando una clase sobre la Revolución Industrial para adolescentes y me detuve en la palabra “manufactura”. Para que adivinasen la composición de la palabra, usé como ejemplo otra palabra, “manuscrito”. Alguien gritó de fondo: “pero también lo podían escribir a ordenador, ¿no, profe?” “Sí, pero no es lo mismo.” Escribir a mano no es lo mismo que escribir en un teclado; escribir a mano es lo mismo que hacer a mano. No se trata apenas de los soportes, sino de un modo de hacer, de relacionarse con las cosas e incluso de pensar, otro camino para pensar, tal vez. Mi abuelo manufacturaba y yo manuscribía, y eso aproximaba nuestros oficios, de cierta forma. Quizá también por eso, ser profesor puede ser más un oficio que una profesión. Cuando decimos “déjame que lo haga yo para que aprenda”, es porque el hacer compone una memoria, tanto como el escribir a mano. “No hay memoria de la escritura sin la escritura a mano”, me dijo una vez mi amiga Ana Godoy. Una vez, en el doctorado, mi orientador me pidió que diese una clase sobre “registros”. La asignatura era de prácticas, con cuarenta y pocos alumnos de varias carreras, tanto del área de salud, como del área de humanidades. En una investigación frenética, descubrí que no hay exactamente una teoría sobre registros en cuadernos. Claro que hay todo un antecedente en la investigación etnográfica de la antropología y de la arqueología, diarios de campo, registros sobre cuadernos de artistas, ficheros, etc.. Pero sobre cuadernos de profesores, la única referencia que conozco viene de la metodología de registros en la educación infantil, bastante enfocada en elniño, sus tiempos y sus espacios. Sobre cuadernos de alumnos no encontré nada. Pues bien, en medio de ese conjunto de tipos de registros que encontré, hubo un pequeño reportaje, un poco fuera de contexto, que me llamó la atención. Era un comentario en un documental sobre Paulo Vanzolini, un compositor de sambas brasileños de éxito (¿quién no conoce en Brasil “levanta, sacode a poeira e dá volta por cima” o “de noite, eu rondo a cidade, a te procurar, sem encontrar...”?) y, para misorpresa, también zoólogo-herpetólogo y profesor de la Universidad de São Paulo. El autor del texto decía que Paulo siempre tenía el hábito de escribir diarios de viaje, lo que no es nada extraño para un biólogo que hacía expediciones observando animales en su hábitat. Lo importante es que incluso en esos inventarios se puede ver al Vanzolini artista y científico, atento a los detalles banales de lo cotidiano, que anotaba escenas presenciadas, poniendo una dosis de humor y dramaticidad a los hechos, copiando versiones y canciones encontradas en el camino: “No se trata solo de esa luz, esas plantas, esos animales, esas voces, sino de ese todo que nos penetra.” Y así, como en sus sambas, hay siempre algo que ayuda “a formar una escena, una imagen, un sentimiento.” Creo que mi “tomar notas” se inspira en Vanzolini, por eso no sé si se trata de un instrumento de investigación, pero ayuda a escribir y a pensar sobre las cosas. En tus clases mi cuaderno, como bien dices, no era un registro para este trabajo del diccionario. En verdad, yo lo anotaba todo, en el afán de aprovechar al máximo la oportunidad que tenía de estar allí y observar tu trabajo. Después de más o menos dos meses, viniste con la propuesta de que transformase mis registros en un ensayo o en un artículo sobre las (tus) maneras de profesor. Empezó en ese momento un rompecabezas pues, o intentaba encuadrarme en algún tipo de investigación para hacer ese registro, o me inventaba una forma de registrar que me posibilitase escribir sobre ello. La primera hipótesis la descarté desde el primer momento. No estaba allí para hacer una investigación, tampoco para encasillar a un profesor en categorías académicas. En el intento de crear al menos una forma de organización, dividí el cuaderno en dos columnas. Por un lado, anotaciones referentes al contenido de las clases y los materiales y, por otro, tus maneras de hacer, el uso de esos materiales, tus gestos, etc.. Eso a veces se confundía: ¿cómo separar lo que un profesor hace de lo que dice? ¿Cómo definir lo que son cuestiones de contenido y de metodología? ¿Cómo trazar los movimientos de los estudiantes que provenían de las actividades propias de las asignaturas y que también producían otros movimientos en la relación del profesor con esos mismos estudiantes? El cuaderno, entonces, comenzó a llenarse de pies de página para aquello que tenía que pensar después; apuntes verticales para referencias que citabas a partir de las de la clase; espacios en blanco para lo que no conseguía comprender cuando pasabas de un asunto a otro; colores diferentes para las asignaturas y para los momentos dentro y fuera declase; subrayados para los conceptos. Cada clase y cada día las hojas albergaban más elementos y más cuestiones. De hecho, el cuaderno se ramificó en otros. Las orientaciones dadas a los 32 grupos de las tres asignaturas, que tenían lugar en distintos horarios, obtuvieron también su cuaderno, donde constan las inquietudes de los alumnos y mi esfuerzo por traducir o presentar de otra forma sus ideas y sus maneras. En otro cuaderno empecé también a registrar las salidas de campo y en él constan, además de las anotaciones de los lugares, las observaciones de los grupos y sus movimientos espaciales y de pensamiento. En él hay esbozos, dibujos, situaciones inusitadas registradas y todo tipo de pequeños suvenires del trayecto. Y en todos ellos anotaba algo de los encuentros de los viernes en el camino de montaña. Sin embargo, de esos momentos, además de los cuadernos, había registros andantes, otro tipo de anotación no escrita, que sufría la interferencia de los vientos, del clima, de la estación y del humor, pero que tenía un inmenso poder sobre la composición de las otras. Jorge. Me gustaría que contaras también cómo lo has usado en el proceso de composición del diccionario. ¿Qué relación tienes con ese cuaderno? Tengo la impresión de que además de funcionar como ayuda para la memoria se ha convertido casi en un objeto fetiche. ¿Qué papel han tenido tus anotaciones en este trabajo? Karen. Quiero responderte por qué no se trata de una investigación en ese segundo bloque, pues está concatenado al proceso de composición del cuaderno. El cuaderno está hecho de anotaciones que van a reagruparse según palabras. Pero las palabras no reagrupan solamente mis anotaciones, sino también mis recuerdos. Fundamentalmente, mis recuerdos de profesora, de estudiante, e incluso de mi vida en el pueblo. En el cuaderno evoco películas, libros, frases dichas por alguien. Por eso el cuaderno no es un instrumento de investigación. Podría serlo si los registros se produjesen como recolección sistemática de datos. Pero podríamos suponer que, incluso sin ese perfil de registro, aún se pudiese considerar algunos elementos como registro de campo, sin embargo, aun así no sería un instrumento formal de investigación, pues fue considerado en todas sus dimensiones: sus pies de página, sus lagunas, los pensamientos representados por símbolos, los apuntes casi indescifrables en los márgenes, los intentos de poner referencias de libros en vertical a la derecha, referencias de películas en vertical a la izquierda, etc.. También anotaba lo que me inspiraban tus clases sobre cosas que me gustaría hacera a mi regreso, o aquella idea guardada en el cajón que resurgía con fuerza a partir de una frase tuya, de la escena de una película, de una música tarareada. Pero todo lo registraba in loco, casi nada después. Tal vez por eso, aunque el trabajo del diccionario se haya transformado con el tiempo, siempre contó para mí con un suelo firme y un horizonte posible, pues lo alimentaba el frescor que emanaba del cuaderno. Ana Godoy, en un texto muy bonito, escrito a partir de cuadernos antiguos, titulado “Un modo de habitar [sobre restos]”, dice así: “Un texto, un dibujo, una canción, un territorio están siempre en relación con lo demás, con un gesto o conjunto de gestos que los exceden, no porque posean muchos significados, sino porque no significan nada. Son, quién sabe, elementos cuyo sentido solo se producirá en el orden en el cual se compondrán.” Entonces es eso, ¿entiendes? Todo eso (el cuaderno, la memoria, las películas) solo produce un sentido dentro de una composición. Y en esta composición no entra todo, ¿sabes? Se selecciona lo que entra, pero no se predetermina. Tal vez por eso también este trabajo nos haya llevado dos años. Como he dicho anteriormente, en un principio me sugeriste que produjese un ensayo o un artículo. Las imposibilidades fueron varias. Con el tiempo me di cuenta, y creo que tú también, que algunas cosas saltaban fuera del cuaderno y se ponían en movimiento. Y después, al ser lanzadas a ese inmenso océano que une y separa Barcelona y Florianópolis, se enfrentaron a varios desafíos, como el viaje de Ulises, el que hablo en la presentación. Dices que además de ayudarme a recordar, mi cuaderno también se transformó en un fetiche. Voy a usar una expresióntomada de Agamben, una expresión para que se pueda entender la dimensión de ese objeto: mi cuaderno pasó a ser un “ayudante”. Agamben cita algunos de ellos, los gehilfen de las novelas de Kafka; los gandharva de las sagas hindúes; los gnomos, larvas, gigantes buenos, genios, hadas, grillos hablantes de las historias infantiles; Ariel de Próspero; el Pinocho de Gepeto; los wuzara del Mahdi (el Mesías de las “Iluminaciones de la Meca”); el enano jorobado de Benjamin. Y entre las cosas también tenemos ayudantes, las películas, los libros, los haceres de profesora y... el cuaderno de anotaciones. El ayudante configura la relación con lo perdido, con aquello que no exige “ser recordado o cumplido, sino continuar presente en nosotros como olvidado, como perdido, y, únicamente por eso, como inolvidable.” Lo perdido es algo que tiene esa fuerza, la fuerza de arrastrar a los restos, aquello que parece no servir de nada, que no compondría un artículo o una tesis, por ejemplo. Pero, como afirma Ana Godoy, “el resto es lo que excede, y sin resto no se inventa nada”. En mi tesis hay un capítulo titulado “Fragmentos arruinados de ideas edificantes”. ¿Qué hay en él? Todo lo que fui registrando y dejando por el camino, pero que de cierta forma me hacía estar presente. Mi cuaderno de notas podría tener ese título. LETRA O Objetivos Oficio Ogro Objetivos Karen. Podíamos empezar esta no-palabra con una constatación sencilla: la preocupación de los alumnos con lo que pretende el profesor. Entre las pistas dadas en el programa y las exigencias en clase, había una distancia ocupada por la pregunta: “¿pero qué es lo que quiere realmente el profesor?” Y yo permanecía en ese lugar intermedio, como intentando traducir un poco esas expectativas, los “objetivos” del profesor con el curso (que yo misma, a veces, tenía dificultad de entender). Tampoco en tus programas constaba la palabra “objetivo”, lo que, en cierta forma, nos obligaba a trazar caminos por otras palabras. Creo que hay otras cuestiones acerca de este vocablo, pero tal vez pudiésemos seguir la pista de tu propio programa. Jorge. Hubo una época, no tan lejana, en que el profesor podía rellenar como quería la casilla de los objetivos de su materia. Durante algunos años, en los programas de todas mis materias podía leerse: “Esta es una asignatura de leer, de escribir, y (tal vez) de pensar. Sus objetivos por tanto son aprender a leer y aprender a escribir (lo de aprender a pensar no puede ser un objetivo)”. Un amigo, profesor de filosofía, resumía así sus objetivos: “Aprender a afinar el oído”. Y otro, aún más certero: “Aprender a no tener razón”. Ahí la palabra objetivo aún tenía sentido, aún podía ser el pretexto para una reflexión más o menos interesante sobre las finalidades de la educación (y de la educación universitaria). Y eso que, tan obedientes, ya jugábamos a formular lo que hacíamos en los términos del enemigo (solo que aún no nos dábamos cuenta de para dónde iba el enemigo ni de su terrible poder de destrucción). Lo que no nos imaginábamos era que la universidad incorporaría las estrategias empresariales de trabajar por objetivos, es decir, por rentabilidad. Y que incorporaría también las estrategias empresariales de relacionar los objetivos con los incentivos, es decir, con el dinero, con lo que ahora se llama “carrera docente”. Además, ese tipo de objetivos ya sería imposible porque la universidad nos obligaría a formularlos en términos más concretos y, desde luego, evaluables. Pero hay una cosa aún peor (siempre puede ser peor) y es que ahora ya no hay que especificar objetivos, así en general, sino objetivos “de aprendizaje” que luego se puedan traducir a “evidencias” sobre los resultados (de aprendizaje, claro). Una catástrofe. Por eso no nos queda más remedio que considerar la palabra “objetivo” (igual que la palabra “resultado”) como una de las palabras que preferiríamos no pronunciar. Sobre lo que dices de la incomodidad de mis alumnos porque no hay criterios explícitos sobre “lo que quiere el profesor”, te diré que tampoco el profesor sabe lo que quiere. Digamos que se toma en serio la idea de que no se puede saber por anticipado lo que un curso va a dar de sí y que tampoco se puede anticipar lo que los estudiantes van a hacer y cómo lo van a hacer. Lo que el profesor quiere es que hagan la tarea (es decir, que lean, que subrayen que comenten sus subrayados, que hagan mapas, que trabajen con sus inventarios…) y que la hagan bien, es decir, seriamente, honestamente, con atención, estando presentes en lo que hacen, lo mejor que puedan y que sepan. Lo demás, como decía aquél, se dará por añadidura. Karen. Por coincidencia o no, en dos de las palabras tachadas en este diccionario (“aprendizaje” y “metodología”) conté la historia de la confusión entre objetivos de enseñanza y de aprendizaje y de los famosos cuadernitos metodológicos editados por una de las instituciones universitarias privadas en las que di clase. Vuelvo a esas historias para discutir otra cuestión acerca de la palabra “objetivos”. En Brasil, durante la dictadura civil-militar de las décadas de 1960 y 1970, nos alcanzó una vertiente pedagógica asumida por el Estado denominada pedagogía tecnicista, basada en una idea de eficiencia y productividad. Además de la adecuación del estudiante al mercado de trabajo, entendía al profesor como un ejecutor, a merced de especialistas que planificaban, controlaban y supuestamente medían la eficiencia del proceso. La impresión que yo tengo, en mi paso principalmente por las instituciones universitarias (tanto públicas como privadas), es que ciertas palabras asumen, si no el mismo lugar, puesto que poseen su historicidad, una cierta capacidad de evocación. Pero creo que están ahí, engañando a los educadores, con otro atavío, con otros “dueños”. No sé si has entendido lo que quiero decir, pero me parece que, de alguna forma, nuestras no-palabras dejan a la educación desprovista de su potencia, como si la rebajasen, la debilitasen. Jorge. No soy historiador de la educación (ni de la escuela), pero creo que ese proceso de lo que llamas “pedagogía tecnicista”, que empezó en Brasil durante la dictadura, y que tiene que ver con pensar la escuela (y la educación) desde el punto de vista de la eficiencia y de la adecuación al mercado de trabajo, tiene que ver más con los tiempos (con las transformaciones del capitalismo) que con el régimen político. Tal vez, como tú dices, haya un vocabulario pedagógico que “suene” a la dictadura, pero el espíritu de ese vocabulario, la idea de escuela y de educación que contiene, es, me parece, independiente del régimen político. Tengo la sensación de que la marca de un régimen político se percibe en aspectos más ideológicos, más relacionados con el contenido y el enfoque de algunas disciplinas (y, por tanto, más superficiales). Digamos que las tendencias profundas de las reformas educativas, esas que tienen que ver con la acomodación de la escuela (y de la universidad) a lo que se llama, eufemísticamente, “demandas sociales”, son más tendencias de época que de régimen y, por eso, sus elementos fundamentales son parecidos en todas partes. De hecho, como bien sabes, la genealogía de esa transformación de los sistemas educativos que está arrasando la escuela pública, y que es la misma (aunque con distintos ritmos) en todos los países, podría trazarse a partir de los documentos de las organizaciones internacionales que la promueven y la inspiran, entre las que está el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional, la OCDE, la OEA, desde luego, la cobertura ideológica y moral de la UNESCO, y hoy en día directamente los grandes grupos empresariales. Cosas que se van difundiendo por los ministerios de cada país, pero que se gestan y se cuecen en otras partes que son, en general, indiferentes a los regímenes políticos. Parece que nos estamos apartando del tema (que ya no estamos hablando de los “objetivos”), pero a lo mejor no. Hay una frase visionaria de Nicanor Parra, creo que de los años 70, que dice “la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”. Al menos en España, el proyecto empresarial de adaptación de la universidad pública al mercado no ha sido en absoluto “de derechas” y los profesores progresistas han colaborado con verdadero entusiasmo siempre que les hayan dejado un espacio para que formulen sus proposiciones “críticas” (convenientemente convertidas en objetivos operacionables y evaluables, claro, y en líneas de investigación). Me parece que para ver las tendencias básicas de una época (lo que antes se llamaba “el espíritu de los tiempos”) hay que fijarse en lo que la derecha y la izquierda comparten. Por eso, a veces, hay que tratar de ser “in-actual”. Y yo creo que lo que estamos problematizando en nuestras no-palabras pertenece, sí, a la “actualidad”, al espíritu de los tiempos. De hecho, si echamos una ojeada a los programas educativos de los partidos políticos de izquierda (incluso de lo que se llama “nueva izquierda”) el panorama es desolador. Oficio Karen. El profesor es quien guía la atención, la mantiene, la comprueba. Eso parece remitirnos a una artesanía, a un modo de hacer (tú rechazas la idea de metodología). Ese modo, a su vez, también nos remite a las condiciones que caracterizan un oficio. ¿Cuál es la relación entre docencia y oficio? Jorge. Para desarrollar un poco eso de la profesión y del oficio he puesto algunos libros sobre la mesa. Soy profesor y no puedo argumentar sin bibliografía, o sin referirme a la bibliografía. El primero de esos libros es de Agamben, se titula Opus Dei. Arqueología del oficio, y aunque su tema nominal es el oficio como designación de la praxis litúrgica de la Iglesia (esa que nos permite decir que el sacerdote oficia la misa, o que nos permite hablar de los oficios del Viernes Santo), plantea también otros elementos interesantes. En primer lugar, la doble etimología de la palabra: de opificium (el trabajo ejecutado por un artesano –opifex– en su oficina) y de efficere (la acción eficaz realizada por alguien en función de su condición). Y algo de esa doble naturaleza hay en mi manera de entender eso del oficio de profesor: algo que tiene que ver con la artesanía y con la realización de una obra, y algo que tiene que ver con una condición y con la realización justa y adecuada de esa condición. En este último sentido, el oficio es lo que hace que alguien se comporte de un modo consecuente con lo que es. El oficio del profesor, por tanto, consiste en ser un verdadero profesor, un profesor “de verdad”, alguien que merece el nombre de profesor, eso que lo instituye o lo constituye como profesor, eso que hace un profesor en el ejercicio mismo de su función de profesor. Desde ese punto de vista, el oficio supone una indistinción entre lo que se hace y lo que se es. Y por eso, dice Agamben, el oficio “no puede transgredirse sino solo falsificarse”. Es decir, que lo que hay, lo que abunda, son falsos profesores, profesores de mentira, profesores que se dicen profesores y que parecen profesores pero que no lo son. Y que, a veces, para ser un verdadero profesor no queda otro remedio que incumplir las normas que se sobre-imponen al oficio y que, en esta época que nos ha tocado vivir, lo falsifican. Lo que pasa es que cada vez hay menos gente que sea capaz de percibir la diferencia, de distinguir entre un verdadero profesor y un profesor de mentira. Y mucho menos los alumnos. Segundo, la concepción del oficio como la potencia, o la capacidad, o la facultad, de obrar. Y la puesta en obra de esa potencia, su paso al acto, no depende de otra cosa que del hábito, la héxis, de la costumbre, el éthos, de lo que podríamos llamar un saber y un saber hacer incorporado, encarnado. En ese sentido, el oficio es el paso del ser al obrar y del obrar al ser. El profesor deviene aquello que es, se convierte en profesor, al obrar o al ejercer o al oficiar como profesor, y solo puede obrar o ejercer u oficiar como profesor en tanto que es profesor. Por eso, como también dice Agamben, el oficio “solo consiste en la operación a través de la cual se realiza y es independiente de la cualidad del sujeto que lo celebra”. Es decir, que más vale un mal profesor que sea realmente un profesor que un falso profesor, que un profesor que, aún haciendo bien lo que se le pide, no obre o no actúe o no ejerza o no oficie como profesor. Tercero, la relación del oficio con la devoción, con el respeto y con el deber. Según el uso antiguo (tanto pagano como cristiano) de la devotio, ejercer un oficio es entregarse y someterse a él. Pero también es respetarlo en lo que es, en su cualidad o en su naturaleza propia. Y eso es particularmente interesante porque el respeto es una virtud que concierne a la persona y no es lo mismo que la obediencia a una norma. El respeto al oficio, por tanto, no tiene una definición normativa sino existencial. Por último, ejercer un oficio es cumplir con los deberes que lleva consigo. Y esos deberes son internos al oficio, constitutivos del oficio, y no exteriores a él. Son deberes, podríamos decir, existenciales y, por tanto, no coactivos. Para desarrollar lo de la devoción citaré una de las confesiones del varón frágil en el limbo (ver la palabra “limbo”), esa que decía más o menos así: “que este verano ha hecho un curso intensivo de saxo, y que en ese curso ha aprendido dos cosas. La primera, que después de 30 años de tocar el saxo no sabe tocar el saxo. La segunda, que seguirá tocando el saxo como cuando rezaba de pequeño, con devoción”. Para lo del respeto diré algo que leí en alguna parte, no recuerdo dónde (algo que seguramente ya he dicho en otro lugar pero, como buen aragonés, no tengo más que un par de ideas y suelo repetir siempre los mismos chascarrillos), que tenía que ver con eso tan anticuado de reivindicar un trabajo digno y no aspirar, como se dice ahora, a una ocupación de calidad: “aspiro a un trabajo que me respete, y al que yo pueda respetar”. Y para lo del deber, citaré las últimas líneas de un texto en el que un profesor llamado Miguel Morey, otro de los pocos amigos con los que puedo hablar del oficio, justificaba así su decisión de abandonar la Universidad: “Conozco pocas alegrías más intensas que las de aprender y alcanzar a descubrir el modo para que lo que uno ha aprendido sea accesible a los demás, incluso ahora (…). En el momento de firmar mi solicitud de jubilación, mi vocación permanecía intacta. No dejé mi plaza vacante en la universidad porque creyera que ésta había muerto o porque viera llegar tiempos de una pos-universidad en la que no podía ni quería seguir participando, no: firmé mi jubilación porque en el espacio que diseñaba la barbarie que viene ya no parecía haber ocasión para cumplir debidamente con lo que siempre he entendido que era mi deber: enseñar”. El segundo libro que tengo sobre la mesa es de Derrida, se titula Universidad sin condición, y su tema nominal es el significado de una universidad soberana, independiente de cualquier poder, que apela incondicionalmente y sin límite alguno a la libertad de cuestionamiento y al derecho de decir públicamente todo lo que concierne al saber y a la verdad. En ese texto, Derrida abre la cuestión de las diferencias y las relaciones entre el trabajo, el oficio y la profesión. El trabajo está ligado a la dignidad, a la producción, a la libertad aunque, quizá por sus connotaciones cristianas, está ligado también al sufrimiento, a la obligación, al pesar, al castigo, a la servidumbre. El oficio, a diferencia de Agamben, se remite a la competencia, al saber, al saber-hacer, en tanto que están estatutariamente reconocidos. Su vinculación a los gremios artesanos y a la techné que es propia de cada uno es aquí evidente. Pero enseguida afirma que no todo oficio es una profesión. Derrida comienza a hablar de la profesión en sentido religioso, como el acto de tomar los votos de una determinada orden. Y termina considerando la profesión como una profesión de fe, como una responsabilidad libremente declarada, como un compromiso: “Profesar es dar una prueba comprometiendo nuestra responsabilidad. ‘Hacer profesión de’ es declarar en voz alta lo que se es, lo que se cree, lo que se quiere ser (…). Profesar es comprometerse declarándose, brindándose como, prometiendo ser esto o aquello. No es necesario ni solamente ser esto o aquello, ni siquiera ser un experto competente, sino prometer serlo, comprometerse a ello bajo palabra. ‘Philosophiam profiteri’ es profesar la filosofía: no simplemente ser filósofo, practicar o enseñar la filosofía de forma pertinente, sino comprometerse, mediante una promesa pública, a consagrarse públicamente, a entregarse a la filosofía, a dar testimonio, incluso a pelearse por ella”. El profesor sería el que se compromete con, o se entrega a, o se hace responsable de, la universidad. Y el que, en tanto que universitario, declara su profesión de fe en el saber y en la verdad (y en el cuestionamiento público del saber y de la verdad) sin condiciones. Está claro que tanto lo del oficio, tal como lo define Agamben, como lo de la profesión, tal como la define Derrida, está complicado en estos tiempos de mercantilización de casi todo y en los que la universidad está constituida y administrada como una empresa, es decir, orientada a la productividad. Si prefiero hablar de oficio y no de profesión es porque la palabra “profesión” está contaminada por la ideología del profesionalismo y de la profesionalización. Es ahí, a las profesiones profesionalizadas, donde se ha desplazado eso de las competencias, de las capacidades, de los saberes técnicos y de los modos de hacer expertos. Por otra parte, el oficio aún remite a la artesanía: a la materialidad del trabajo, a la tradición en que se inscribe, a la huella subjetiva del artesano que lo realiza, a su presencia corporal. Remite también a eso tan viejo de hacer las cosas bien. Como escribió Richard Sennet en El artesano: “La artesanía designa un impulso humano duradero y básico, el deseo de realizar bien una tarea, sin más”. Y remite a la maestría, a las maneras de hacer encarnadas en el conocimiento sensible de los materiales, en el uso conveniente de los artefactos, en la precisión de los gestos, en la adecuación del vocabulario que nombra todo eso. La obra del artesano, su oficio, muestra su maestría, es decir, el saber incorporado, encarnado en su mismo cuerpo. Y eso de la artesanía, del modo artesano de encarnar el oficio, se ha convertido ya en anacrónico y en obsoleto en una época en que la universidad concibe su propio funcionamiento al modo industrial o, incluso, postindustrial. Además, la palabra “oficio” remite a la humildad de los quehaceres de cada día. Algo de lo que los profesores no gustan de hablar o quizás, hoy en día, ni siquiera saben hablar. En su último curso en el Collège de France, el de 1979-1980, ese que se titula Preparación de una novela, Roland Barthes decía no aburrirse jamás “cuando las personas hablan de su oficio, cualquiera que sea” y habla del oficio como del ejercicio de un “ínfimo cotidiano” que constituye, a la vez, un técnica, una estética y una ética. Volviendo a la bibliografía, digamos que me reconozco en eso de la indistinción entre lo que se hace y lo que es; en eso de que el oficio de profesor no tiene que ver con competencias, con técnicas didácticas o con resultados sino con serlo “de verdad” (sea eso lo que sea); en eso de que incorpora una serie de hábitos que constituyen un éthos, una costumbre, un modo de ser y de actuar, un modo de vivir; en eso de que el oficio debe ser ejercido con devoción, es decir, entregándose a él, respetándolo, y con un sentimiento no coactivo de la naturaleza de nuestro deber; en eso de que implica compromiso y, a veces, pelea; en eso de que el oficio de profesor implica cuestionarlo todo; y, sobre todo, huyendo de toda solemnidad y de toda grandilocuencia, me reconozco también en lo que el oficio tiene de ínfimo y de cotidiano, de algo que se hace cada día (y no en momentos excepcionales) y de un modo siempre menor, con gestos mínimos, modestos, casi desapercibidos, sin espectáculos ni artificios. Ogro Karen. Otro momento especial de la asignatura Antropología Cultural fue cuando trabajaste con tu texto “Herodes, el ogro… y la carabina de Miss Cooper”, que trata sobre de qué debemos proteger a los niños. Exhibiste un fragmento de la película La noche del cazador, en el que Miss Cooper “protege” a los niños de Powell, el “Ogro”. Ambientada en la década de 1930 y con guion de James Agee (el mismo autor del texto-base utilizado en Sociología de la Educación, comentado en la palabra “encargo”), la película muestra al personaje Powell, en una penitenciaría, con otro preso, Harper, que confiesa tener diez mil dólares guardados. Condenado a muerte, Harper deja una esposa y dos hijos. Sabiendo de esa historia, Powell, al salir de la cárcel, busca a la viuda y se casa con ella. Sin embargo, el obstáculo son los dos niños, que guardan en secreto el lugar del dinero. Al huir de Powell, descienden por el río en un barquito y los encuentra Rachel Cooper, quien asume su protección. Tenemos ahí la creación de un tipo de refugio para los niños, que los salvaguarda de la avaricia y vileza de Powell. Pero, a pesar de sus buenas intenciones, Miss Cooper no es nada amable. Esa idea del refugio como un lugar en el que se protege a alguien de algo, pero que no es necesariamente un lugar amable, tal vez merezca algún desarrollo por tu parte. Jorge. Con la figura del Ogro (y de Herodes) quería referirme a todo lo que amenaza la infancia (y, por tanto, la educación, si es que la educación es la posibilidad de poner en relación la infancia -entendida como lo que nace- y el mundo). El Ogro sería, entonces, todo lo que impide el nacimiento. Para los que nacen el mundo que los recibe presenta una doble cara. Una cara hospitalaria, en la que el mundo acoge el nacimiento y la capacidad de comenzar que trae consigo. Y una cara hostil, en la que el mundo rechaza esa capacidad de comenzar encarnada por la infancia y niega, así, la posibilidad de su propia renovación. Lo que el Ogro representa, entonces, es la hostilidad a lo que nace, la enemistad con el comienzo, la amenaza de muerte (y no solo de muerte física) que acompaña siempre a la infancia. En ese sentido, la aparición del Ogro en la disciplina tiene que ver con uno de sus enfoques principales, lo que centró el trabajo de final de curso, lo que atravesó muchas de las cosas que leímos y que vimos, concretamente la idea de la educación como refugio, como dispositivo de hospitalidad, como la construcción de un tiempo y de un espacio protegidos en los que tanto la infancia como el mundo estén a resguardo de la destrucción los amenaza. La idea era introducir una reflexión permanente sobre qué es educación, y para eso hay que atender a las distintas maneras como el Ogro aparece en nuestra sociedad. La película a la que te refieres, La noche del cazador, vino después de otras películas con las que intenté producir ciertas resonancias. Si recuerdas comenzamos con Alumbramiento, ese corto de Víctor Erice que está atravesado por una amenaza de muerte que pende sobre un recién nacido y que comento también en la palabra “tiempo”. A lo largo de toda la película, una mancha de sangre se extiende sobre el camisón blanco de un niño que duerme en su cuna. Pero la película también está atravesada por la imagen de un niño solo que, al principio del corto, en un granero, abre una ventana para que entre la luz y, con un lápiz mojado en saliva, se pinta un reloj en la muñeca y se lo acerca al oído. Ese niño, creo, puede representar la idea de refugio en tanto que aparece en un tiempo y en un espacio separados de lo que podríamos llamar las amenazas del lugar, todo a lo que la película apunta como posible enemigo del crecimiento y del desarrollo de Luisín. Vimos también 11 de septiembre, de Samira Makhmalbaf (ya la hemos comentado en la palabra “interés”), esa película que comienza con unos niños que están pisando barro para hacer ladrillos. Enseguida sabemos que los ladrillos están destinados a construir un refugio contra las bombas. A continuación, la maestra atraviesa el pueblo convocando a los niños a ir a la escuela, diciéndoles que el refugio no los salvará del bombardeo, que su destino forma parte de un destino común ligado a la suerte de los refugiados afganos en Irán, y que tienen que ir a la escuela. En esa secuencia podemos ver que la educación comienza por un traslado. Hay que arrancar a los niños de las urgencias de la supervivencia para llevarlos a otro sitio que tiene que ver con el mundo. Y ese otro sitio también puede ser pensado como un refugio, pero no para las bombas sino para otras cosas. Son otras cosas las que protege y otras cosas de las que protege, cosas que, desde luego, no tienen que ver con la salvación. Y vimos también La lección de lectura, de Johan van der Keuken, ese corto que transcurre en una escuela de Amsterdam, en 1973, durante el golpe de Estado de Chile. Los niños de Amsterdam aprenden a leer y a escribir en relación con lo que está ocurriendo en Chile, en relación con un bombardeo (el del Palacio de la Moneda) que la escuela pone a distancia y lo convierte en materia para la conversación, el ejercicio, el pensamiento. En las paredes de los pasillos de la escuela hay recortes de prensa que tienen que ver con los acontecimientos de Chile, y parece que los niños hacen dibujos sobre la tortura para una revista de Amnistía Internacional. Los niños, en la escuela, ven la muerte en el Chile martirizado. Pero la muerte que ven es de mentira, como si fuera una muerte escolarizada, una muerte de juguete, de ficción. Está ahí, podríamos decir, para que los niños puedan jugar con ella, es decir, para que puedan elaborar, en relación a ella, sus propios pensamientos, sus propias emociones, sus propias palabras. Aquí la escuela también es el lugar de una amenaza, pero esa amenaza se pone a distancia y se hace inofensiva. Por eso esta escuela también es un refugio. En cuanto a La noche del cazador, la figura amenazadora del Ogro de los cuentos infantiles aparece claramente en la novela de Davis Grubb en que se inspira la película. Casi al final de la novela la amenaza del Ogro se convierte en un rasgo esencial de la condición de la infancia: “… a todo niño nacido de mujer le llega el momento de correr por un lugar sombrío, un callejón sin puertas, perseguido por un cazador cuyas pisadas resuenan intensamente en los adoquines. Porque a todo niño, rico o pobre, por más que lo haya favorecido la fortuna, por muy acogedor y seguro que sea su cuarto, le llega el momento en que oye el eco de las pisadas y se siente solo, y nadie le escucha, y las hojas secas que pasan arremolinadas por la calle se convierten en un susurro pavoroso, y el tictac de la vieja casa es el amartillamiento del rifle del cazador (…). Y si en la sombra de una rama bajo la luna un niño ve a un tigre, los mayores le dicen: ¡no hay ningún tigre! ¡vete a acostar! Sin embargo, su sueño es un sueño de tigres, y la noche es una noche de tigres, y el tigre echa su aliento en el cristal de la medianoche (…). Pues todos ellos tienen su Predicador que los persigue por el sombrío río del miedo y la imposibilidad de expresar lo que sienten y las puertas cerradas. Todos son mudos y están solos, porque no hay palabras para expresar el miedo de un niño, ni oídos que le presten atención, y, si las hubiera, nadie las entendería aunque las oyera”. Y tienes razón en que una de las cosas maravillosas de la película (y de la novela), lo que la aleja de los tópicos edulcorados al uso, es el personaje seco, enjuto, gruñón y nada amable de Miss Cooper, que sabe que la vida es dura, que las amenazas son terribles, y que las cosas no se arreglan, si es que se arreglan, con buenos sentimientos. Tampoco en educación. LETRA P Palabras Pensamiento Pobreza Presencia Profesionalismo Protocolo Palabras Karen. Abriste una de tus clases de Sociología de la Educación con la siguiente frase “a veces basta cambiar las palabras para comprender mejor las cosas, para que el mundo aparezca de otra manera.” Me gustaría hablar de esa importancia que le das a las palabras. En una asignatura del posgrado (en la cual participé, pero sin la misma intensidad que en las asignaturas de grado), llevaste la Carta de Lord Chandos, de Hugo Von Hofmmansthal, publicada en 1902. Estamos en el siglo XVII y el personaje Lord Chandos le cuenta a Francis Bacon que tiene una rara enfermedad por la que: “las palabras abstractas que usa la lengua de modo natural para sacar a la luz cualquier tipo de juicio se me deshacían en la boca como hongos podridos.” Lord Chandos desarrolló un malestar con el lenguaje que le fue dado, con el lenguaje conocido. Y en tu libro Tremores, al enumerar algunos testimonios de otros escritores, le atribuyes a esa enfermedad del lenguaje algunos motivos: “El lenguaje recibido es impronunciable y el mundo que nos presenta es inhabitable, y una cosa no anda sin la otra, y solo una conciencia despreciable y sumisa puede hablar este lenguaje y habitar este mundo sin problemas. Un lenguaje podrido es el síntoma de un mundo podrido y de una forma de vida podrida.” Sin embargo, entre los síntomas de la enfermedad hay dos que me parece importante destacar aquí, en su relación con algunos ejercicios que proponías enclase. Uno de ellos es que Lord Chandos no admitía las grandes palabras, pues las consideraba huecas, vanidosas, grandilocuentes y, por lo tanto, mentirosas. Y el otro es que para él dejaron de ser admisibles las conversaciones sobre los asuntos de la Corte, la actualidad, donde transitaban juicios y opiniones superficiales y convencionales de especialistas, o como tú dices “de los que fabrican el presente, de los ‘actuales’, de los dueños de la ‘actualidad’.” Me parece que eso resuena en los instigantes y diferentes juegos de palabras que proponías en tus asignaturas. En Sociología, por ejemplo, nos pusiste el desafío de completar “Pobreza y...” estableciendo una relación entre la palabra “pobreza” y otras que se suelen asociar a ella; en Antropología Cultural, el trabajo final individual consistía en elegir cinco palabras de una especie de diccionario de la asignatura, haciendo un pequeño ensayo sobre cada una. ¿Podemos seguir por ahí? Jorge. El título de esa disciplina de post-grado de la que hablas era Palabra muda, sobre experiencia, lenguaje y educación. La página que pasé a los participantes el primer día de clase jugaba con los distintos significados de “muda”: • Muda (sustantivo). Conjunto de ropa que se muda de una vez, se refiere normalmente a la ropa interior. Cierto afeite para el rostro. Tiempo de mudar las aves sus plumas. Acto de mudar la pluma o la piel ciertos animales. Cámara o cuarto en que se ponen las aves de caza para que muden sus plumas. Nido para las aves de caza. Tránsito o paso de un timbre de voz a otro que experimentan los muchachos regularmente cuando entran en la pubertad. Pimpollo o renuevo de una planta que empieza a desarrollarse y que está listo para ser trasplantado. Estar en muda: callar demasiado en una conversación. • Mudar (verbo). Dar o tomar otro ser o naturaleza, otro estado, figura, lugar, etc. Dejar una cosa que antes se tenía, y tomar en su lugar otra. Remover o apartar de un sitio o empleo. Efectuar un ave la muda de la pluma. Soltar periódicamente la epidermis y producir otra nueva, como lo hacen los gusanos de seda, las culebras y algunos otros animales. Efectuar un muchacho la muda de la voz. Variar, cambiar, mudar (de dictamen, de parecer, etc.). Dejar el modo de vida o el afecto que antes se tenía, trocándolo por otro. Ponerse otra ropa o vestido, dejando el que antes se llevaba puesto. Dejar la casa que se habita y pasar a vivir en otra. Irse del lugar, sitio o concurrencia en que se estaba. Exonerar el vientre, defecar. • Mudo, muda (adjetivo). Privado físicamente de la facultad de hablar. Muy silencioso o callado. • Palabra muda. Palabra que enmudece, o que calla. ¿La experiencia tendría que ver, entonces, con un enmudecimiento o un silenciamiento o un acallamiento de la palabra? Palabra que tiene la capacidad de cambiar o de modificar alguna cosa. ¿Tendría que ver, entonces, la experiencia, con cambiar alguna cosa a través de la palabra? Palabra que es ella misma la que cambia. Palabra que se muda, o se modifica, o se renueva, o se transforma. Como dejando la palabra algo que antes tenía y tomando, en su lugar, otra naturaleza, otro estado, otra figura, otro ropaje, otra piel, otro timbre, otras cualidades. Palabra que cambia de lugar, o de casa, o de sitio, o de empleo, o de uso, o de modo de vida, o de afecto. Palabra mutante, en tránsito, en mudanza, en renovación, en transformación, en mutación. ¿Sería, entonces, la experiencia, un proceso de modificación, o de transformación, o de renovación, o de traslado de la palabra? La cámara, o el cuarto, o el nido, o el lugar en que la palabra cambia. ¿Tendría que ver la educación con la constitución de un espacio para la experiencia y, por tanto, para el cambio de la palabra? A partir de ahí, el curso consistió, primero, en una lectura detenida de la Carta de Lord Chandos, y después en un ejercicio de problematización y borrado de algunas de las palabras que los mismos estudiantes estaban usando en la redacción de sus trabajos finales de máster. Un ejercicio que presenté mostrándoles algunos ejemplos de black-out poetry, esa forma de creación poética que funciona tachando palabras de un texto dado y construyendo otro texto con lo que queda, con los restos. Si recuerdas, una de las chicas tomó un texto suyo, cortó cuidadosamente con una cuchilla todas las palabras que no le gustaban (las que se le pudrían en la boca), y presentó como trabajo final unas páginas agujereadas, muy hermosas, en las que apenas quedaban artículos, preposiciones, adverbios y conectores. Lo que hizo fue renunciar a la lengua que antes hablaba y ponerse a la búsqueda de otra lengua, aunque para ello tuviera que atravesar, como Lord Chandos, un periodo de silencio. Todo eso tiene sentido desde la idea de que las palabras que usamos determinan el mundo que percibimos, que nuestras formas de decir son inseparables de nuestras formas de pensar y de nuestras formas de hacer. Transcribo ahora la propuesta de ejercicio en las dos disciplinas de grado que comentas, aquella cuyo asunto era la pobreza y aquella cuyo asunto era la transmisión. El programa de Sociología de la Educación decía lo siguiente: El trabajo final individual consistirá en escoger cinco palabras que tengan que ver con la pobreza (por ejemplo: exclusión, estigma, marginalidad, invisibilidad, asistencia, peligro, control, castigo, vigilancia, emigración, desempleo, criminalización, compasión, estetización, mercantilización, representación, feminización, infancia, etc…) y en hacer un ensayo de alrededor de dos páginas sobre cada una de ellas. Y el de Antropología Cultural decía así: El trabajo final consistirá en la creación de un “diccionario de la asignatura” que funcionará como una especie de “vocabulario teórico para pensar la trasmisión”. Los alumnos deberán realizar, en cada clase, una lista de las palabras clave que se han utilizado. Al final de curso, cada uno de los estudiantes escogerá cinco palabras de su “diccionario” (por ejemplo: infancia, natalidad, cultura, filiación, hospitalidad, hostilidad, herencia, heterocronía, heterotopía, desmovilización, pluralidad, comunización, tradición, traducción, agenciamiento, ascesis, amor, libertad, don, asilo, atención, tiempo libre, espacio público…) y redactará un ensayo de alrededor de dos páginas sobre cada una de ellas. El fundamento de este tipo de ejercicios en los que hay un trabajo explícito con la lengua está elaborado en todo mi trabajo sobre lenguaje y experiencia, pero creo que una buena contextualización está en el texto que has citado de Tremores, ese que se titula “Ferido de realidade e em busca de realidade. Notas sobre as linguagens da experiência” y que es, en gran parte, un comentario a la Carta de Lord Chandos. En cualquier caso, creo que la educación (también la formación universitaria) consiste en enseñar a leer y a escribir, a hablar y a escuchar, y eso no puede estar separado de un trabajo de sensibilización respecto a la lengua que usamos y que nos constituye. De hecho, lo que trato de hacer en este tipo de ejercicios es algo así como hacer consciente la lengua, distanciarla, problematizarla y, por qué no decirlo, pensarla. Además, sabes que en eso de las palabras puedo ser obsesivo y que a veces mis alumnos no entienden que les pida que justifiquen las palabras que usan. Pero leí de muy joven a Karl Kraus y a sus discípulos (Elías Canetti entre los más grandes, pero también Peter Handke y toda la tradición de la Sprachkritik que podríamos remontar a Nietzsche) y soy especialmente sensible a la manera como el discurso pedagógico actual está siendo constituido por la verborrea de los expertos y los periodistas (y eso en el mejor de los casos). Pero tal vez todo eso lo pueda desarrollar más, si te parece, en la palabra “pensamiento”. Karen. Sin duda. Incluso porque, al contrario de la mayoría de las personas, a Lord Chandos solo le es posible enfermar porque aún tiene lengua para sentir la putrefacción del lenguaje. Pensamiento Karen. Una de las actividades omnipresentes en tus clases era el subrayado de los textos. Insistías en los comentarios de los subrayados con la siguiente frase: “Lo más importante es si algo te da qué pensar, no si te ha gustado o no”. George Perec, en una pequeña sección de su libro Pensar/clasificar titulada “¿Cómo pienso?”, al hablar de las cosas en las que pensó al escribirlo dice lo siguiente: “No pienso sino que busco palabras, en el montón debe haber una que precisará esta vaguedad, esta vacilación, esta agitación, que más tarde ‘querrá decir algo’”. Tal vez se puede añadir “Se trata también, y sobre todo, de una cuestión de compaginación, de distorsión, de contorsión, de desvío, de espejo, por ende, de fórmula, como el párrafo siguiente querría demostrar.” ¿Subrayar era una forma de hacer que los estudiantes se encontrasen con esas palabras? ¿De que, entre ellas, surgiesen algunas propicias al pensamiento? Jorge. Como bien dices, en el subrayado se trata de algo más que de estar o no de acuerdo, de ese “me gusta / no me gusta” que es la fase más primitiva, elemental, impulsiva e idiota de la lectura. Lo importante de un texto es que te abra posibilidades para pensar de otro modo, que te abra caminos de pensamiento. Y eso tiene que ver, claro, con que el texto, las palabras del texto, desafíen la manera como uno ya piensa, las palabras que uno ya tiene, las que uno usa automáticamente, “sin pensar”. Resonando con lo que dice Perec de que no piensa sino que busca palabras, hay una cita de Pierre Alféri (un discípulo de Agamben) que dice así: “pensar es buscar una frase”. Y si se busca una frase, o una palabra, es porque no se tiene, porque la lengua ha dejado de ser automática. Cuando digo que mis cursos están orientados al pensamiento se trata de algo así, de desautomatizar la lengua o, dicho de otro modo, de producir una cierta afasia o una cierta infancia en los estudiantes. Se sabe que “in-fancia” significa, literalmente, ausencia de habla. Y los afásicos son los que la han perdido. El niño sería, entonces, un afásico provisional y el afásico sería algo así como un niño crónico. Lo que la experiencia de la afasia nos indica es que el lenguaje no es una posesión garantizada de una vez por todas, que no puede darse por supuesto, que es siempre una posibilidad, algo a lo que uno tiene que acceder cada vez de nuevo o de lo que puede ser expulsado, algo que está permanentemente del lado de la virtualidad, de la potencia. Lo que descubrimos en cada momento en que nos disponemos a hablar no es la posesión de la lengua, sino su desposesión, la posibilidad siempre abierta de su falta. Hablar significa que no tenemos palabras, que tenemos que buscarlas cada vez, y que no hay ninguna garantía de que las encontremos. En el “Pequeño tratado sobre Medusa” que sigue ese cuento prodigioso que se titula El nombre en la punta de la lengua, Pascal Quignard cuenta uno de sus primeros recuerdos: “Mi madre se sentaba siempre en la punta de la mesa del comedor, de espaldas a la puerta de la cocina. Bruscamente nos mandaba callar. Su rostro se alzaba. Su mirada se alejaba de nosotros, se perdía en el vacío. Su mano se extendía por encima de nosotros en medio del silencio. Mamá buscaba una palabra. De repente, todo se detenía. De repente nada más existía. Extraviada, lejana, intentaba, fijo el ojo en nada, centelleante, hacer que le viniera en el silencio la palabra que tenía en la punta de la lengua. Nosotros mismos estábamos en el borde de sus labios. Estábamos al acecho, como ella. La ayudábamos con nuestro silencio –con toda la fuerza de nuestro silencio. Sabíamos que iba a hacer que regresara la palabra perdida, la palabra que la desesperaba”. Comentando, o desarrollando, esa escena primigenia, Quignard continúa: “La palabra en la punta de la lengua nos recuerda que el lenguaje no es en nosotros un acto reflejo”. Y un poco más adelante: “Que una palabra puede perderse quiere decir: la lengua no es nosotros mismos. Que en nosotros la lengua es adquirida quiere decir: podemos conocer su abandono”. Y también: “Curiosamente, una vez nacidos, cuando los seres-de-lenguaje (los hombres) han pasado a la lengua, el lenguaje es la única neogénesis para la vida con la condición de que desfallezca”. A los afásicos se les escapa el lenguaje en el momento en que van a hacer uso de él. El pensamiento, o uno de los sentidos del pensamiento, podría estar en esa falla. Si el lenguaje fuera un acto reflejo, si los seres-delenguaje coincidieran plenamente con su lenguaje, si el lenguaje fuera nosotros mismos, si la apropiación del lenguaje se hiciera de una vez para siempre, si el lenguaje no desfalleciera, si las palabras no nos faltaran, si no tuviéramos que buscar las palabras, entonces no habría pensamiento. Karen. Una afirmación permanente en tus clases era que “los estudiantes deben tener el derecho a decir lo que piensan, pero tienen la obligación de pensar lo que dicen”. Creo que te parafraseabas a ti mismo cuando, en Tremores, señalas que el problema de Lord Chandos “no es decir lo que piensa (ese es el problema banal de la libertad de expresión, de la ‘opinionitis’ generalizada, de la conversación y del tumulto universales, el problema, definitivamente, de los deslenguados), sino algo mucho más complicado: pensar lo que dice. O, en otras palabras, sentir que puede estar presente en lo que dice”. Aunque tengamos la palabra “presencia” en nuestra lista, hay algo del vínculo entre pensamiento y presencia que me parece que vale la pena comentar. Jorge. “Pensar lo que se dice” es desautomatizar el lenguaje. Por tanto, como hemos aprendido de Lord Chandos, pensar tiene que ver con el silencio. O con el habla traspasada por el silencio. Pensar es dudar antes de hablar, interrumpir el habla automática en un “pararse a pensar”. Pensar es siempre una interrupción del flujo, un intervalo, una vacilación, una parada. Pensar es saber que no se puede decir “cualquier cosa”. Yo trato de mantener en mis clases esa tensión de que se puede decir lo que se quiera, claro, pero no se puede decir cualquier cosa. Y trato de mantenerla sobre todo en la escritura. Trato de que la escritura sea exigente en ese sentido. Eso, ya sabes, a veces crea también cierta tensión, aparece eso de que “el profesor intimida” o de que “no respeta las opiniones de los alumnos” y a mí no me queda más remedio que hacer uno de mis sermones. Lo que dices del pensamiento y la presencia podría tomarse de dos maneras. La primera tendría que ver con que cuando se dice “cualquier cosa” uno no está presente en lo que dice, no hay nadie detrás de los enunciados, es como si se pusiera en marcha una maquinita de hablar o, como decía Nietzsche, una cajita de música. En ese sentido, pararse a pensar tendría que ver con experimentar, o con probar, si hay o no presencia. Peter Handke trata muy bien eso. En un artículo de 1973 titulado “¿Qué puedo responder a eso?” muestra su malestar frente a esas convenciones de la opinión que nos dan la realidad ya dicha y ya interpretada de antemano: “Hace unos cuantos días alguien me llamó por teléfono y me preguntó: ¿qué opinas sobre el alto el fuego en Vietnam? Yo no contesté, me limité solo a decir algunas palabrotas y hablé de otra cosa. Lo que había que decir no habría sido mío, y yo me siento especialmente extraño a mí mismo siempre que se me hace decir algo que una máquina hubiera podido escupir exactamente igual que yo”. Esa misma máquina de hablar aparece cuatro años más tarde en una de las anotaciones de El peso del mundo: “Inventar una máquina para que uno no tenga que hablar (una máquina que uno acciona cuando le hablan y que contesta por uno)”. Y aparece también en una pregunta quizá demasiado severa que aparece en La historia del lápiz: “A cada frase que pase por tu cabeza pregúntate: ¿realmente ésta es mi lengua?”. La segunda manera de abordar eso de la presencia podría ser tomando la cuestión de la parresía tal como la trata Foucault (y a la que me he referido en la palabra “presencia” de este diccionario). Ahí la verdad no está en la relación entre el enunciado y la realidad, sino en la relación entre el enunciado y el sujeto enunciador. No se trata tanto de decir la verdad, sino de hablar “de verdad”, es decir, sosteniendo uno mismo lo que dice, poniéndose a uno mismo en eso que se dice. Por eso la palabra “verdad” no es solo epistemológica (no tiene que ver solo con el conocimiento) sino que es también ética, tiene que ver con la manera como el que habla se compromete en lo que dice. Por eso, el extraño imperativo de que no se puede decir cualquier cosa, o de que hay que pensar lo que se dice, es también un imperativo moral, un imperativo que tiene que ver con hablar honestamente. Y es ahí cuando el profesor actúa como un moralista y eso, ya sabes, no está bien visto hoy en día a no ser que te llenes la boca con la palabra “valores”, una palabra que si estuviera en este diccionario estaría, obviamente, entre las no-palabras. Pobreza Karen. La palabra “pobreza” aparece como asunto en la asignatura de Sociología de la Educación. El programa empieza señalando este como uno de los dos temas que se desarrollarán a lo largo del semestre. Observé que uno de los primeros momentos en los que empezaste a pincelar el concepto de pobreza fue en una especie de ejercicio de guion con la películaTierra sin pan (1933), de Luis Buñuel, una especie de falso documental sobre una región extremamente miserable de España, al que me referí en la palabra “ejercicio”. A lo largo del semestre hiciste uso de diversos géneros de textos y películas para presentar una (o varias) ideas de pobreza. Algunos de los textos que más me marcaron fueron del libro Los pobres de Vollmann, y de Elogiemos ahora a los hombres famosos de James Agee y Walker Evans. Podías hablar un poco de la elección de esas referencias, de cómo construyen una idea de pobreza muy contraria a la que habría en una cierta monumentalización de la pobreza. Jorge. Vamos a transcribir, si te parece, la manera como aparecía el asunto de la disciplina en el programa: Durante este curso, se tratarán dos temas conectados entre sí. El primero será un monográfico sobre la pobreza, utilizando textos antropológicos, sociológicos, históricos, literarios y cinematográficos. Naturalmente, en ese trabajo será imposible separar la pobreza de sus representaciones (dicho de otro modo, se tratará de conjurar la superstición del realismo o la creencia en la objetividad). Por tanto, el primer tema del curso versará sobre las representaciones de la pobreza en el cine, la literatura y las ciencias sociales. El segundo tema será una cierta cartografía de la sociedad actual en tanto que susceptible de diversas intervenciones socio-educativas. O, dicho de otro modo, qué tipo de sociedad produce algo así como los “servicios sociales”, los “trabajos sociales”, las “profesiones sociales”, la “educación social” y los “educadores sociales”. O, también, qué tipo de sociedad define una parte de sí misma (en general, la parte “pobre” de sí misma) desde la necesidad de intervenciones socio-educativas. Se tratará, en los dos temas, de reflexionar sobre las maneras de pensar, de decir, de mostrar y de hacer “lo social” que constituyen los discursos y las prácticas contemporáneas de la “educación social”, sobre todo aquellos discursos y aquellas prácticas dirigidas a combatir la pobreza (la marginalidad, la vulnerabilidad, la exclusión, la inadaptación, etc.), y concretamente las que se presentan como intervenciones de tipo “re” (reciclado, recuperación, resocialización, readaptación, recuperación, reciclaje, restauración, reinserción, reincorporación, etc.), de tipo “pre” (todo lo que tiene que ver con la prevención –y por tanto con la normalización- de cualquier tipo de comportamiento considerado anormal o patológico… pre-delincuente, pre-maltratador, pre-adolescente-embarazada, pre-desempleado, pre-drogadicto, pre-terrorista, etc…. es decir, las que tienen que ver con lo que se viene en llamar sujetos o poblaciones en “riesgo social”) o de tipo “psi” (en tanto que terapia, es decir, como cura y normalización de la subjetividad y, básicamente en esta época, de mejora de la autoestima, de regulación de las emociones y de optimización del bienestar personal). Y voy ahora con tu cuestión sobre las elecciones de textos y películas. Quiero decir, primero, que me gusta la palabra “pobreza” porque aún tiene una sonoridad antigua, porque está poco marcada, a pesar de todos los discursos y las prácticas que tienden a cosificarla. Además, y en relación ya con tus observaciones, la selección de los textos que utilizo en ese monográfico tienden a darle un significado abierto, relativamente denso y siempre problemático. En primer lugar, oscilando entre los textos que la encuadran más en la lógica de las ciencias sociales (el ya clásico documental de Luis Buñuel, Tierra sin pan, con el que empecé el curso, muy en la línea de lo que en la época se llamaba Geografía Humana, o el libro, también clásico, de Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez, que inaugura lo que en Antropología se vino en llamar Cultura de la Pobreza) y los que la tratan de un modo, digamos, más subjetivo, más literario (por ejemplo, Las uvas de la ira, tanto la novela de John Steinbeck, de quien leímos también algunos de los textos periodísticos recogidos en Los vagabundos de la cosecha, como la película de John Ford, o algunas de los ecos de la figura de su protagonista, Tom Joad, en canciones de Woody Guthrie o de Bruce Springsteen). En segundo lugar, oscilando entre los textos que la tratan como un problema o un desafío social (los que están planteados desde la idea de la lucha contra la pobreza) y los que la tratan como un negocio (el modo como trabajamos la cuestión de la mercantilización de la pobreza en Enjoy poverty, la película de Renzo Martens, o todo el asunto de la porno-miseria que tratamos en torno a Agarrando pueblo, la película de Luis Ospina y Carlos Mayolo). O introduciendo, en tercer lugar, la perspectiva de los que trabajan con la pobreza, o en relación a la pobreza, en distintos ámbitos (algunos de los trabajadores sociales cuyas historias se incluyen en La miseria del mundo, de Pierre Bourdieu, o el personaje del director de parvulario de la película Hoy empieza todo, de Bertrand Tavernier, o también, de modo más indirecto, el capítulo sobre el tutelar de menores del libro La policía de las familias, de Jacques Donzelot –ver la palabra “encargo” en este mismo diccionario). O, en cuarto lugar, tratando las distintas formas de criminalización de la pobreza (el texto de Donzelot antes citado al que, si recuerdas, le pegamos la película De niños, de Joaquín Jordá, sobre el juicio en un caso de abusos a niños que sacudió Barcelona en el 2001 y que fue utilizado de forma muy sucia para justificar los procesos de gentrificación en el barrio del Raval) que contrastan, sin duda, con otros textos que convierten a los pobres en una especie de héroes (como el ya citado Las uvas de la ira) o con otros en que la perspectiva es más neutra desde el punto de vista moral, aunque no menos intensa (los capítulos de Los pobres, de William T. Vollmann). Digamos que el asunto de la pobreza no lo traté sumando o acumulando perspectivas, sino produciendo contrastes, tensiones, fricciones, y que fue justamente de esas fricciones de donde emergió el asunto como algo problemático que hay que pensar. No se trata tanto de producir continuidades entre los textos, sino de crear choques significativos, diferencias, resonancias, tanto consonantes como disonantes. De lo que se trata es de tratar la pobreza no como una “realidad” que se puede definir, objetivar, analizar, sino como un problema, es decir, como algo que da que pensar. Y dado que esta asignatura está en el primer curso del grado de Educación social, y dado también que la mayoría de los enfoques así llamados profesionalizadores del grado tienen que ver con el trabajo con pobres, de lo que se trata es de pensar eso de la pobreza también como objeto de intervención. La pobreza, sea eso lo que sea, solo aparece en el curso, por decirlo a lo foucaultiano, como el resultado de una red de saber/poder, es decir, de los discursos que la dicen y las prácticas que la capturan. Ese es uno de los asuntos del curso: ver la pobreza en las representaciones que la nombran (o la muestran) y en las intervenciones o prácticas que se diseñan sobre ella. De hecho, como viste, una de las principales dificultades del curso estuvo en evitar algo así como una sociología de la pobreza (que nos la diera ya tematizada), en evitar algo así como una pedagogía de la pobreza (que nos la diera como objeto de intervención educativa), y en evitar también quedarse en lo que podríamos llamar una reacción puramente moral o emocional a la pobreza. De hecho, nosotros hablamos mucho sobre cómo la selección de textos (lo que llamo el dossier del curso) fue muy buena y funcionó muy bien en el sentido de que fue capaz de interesar a los alumnos, de mantenerlos atentos y de producir algunos momentos de conversación muy vivos, pero al mismo tiempo los chicos y las chicas estuvieron bastante despistados en relación a lo que pretendíamos con eso (si es que pretendíamos alguna cosa). No lo podían tomar como información, o como conocimiento, y tuvieron bastantes dificultades para integrar de alguna manera algunos de esos textos en sus propuestas para el trabajo final. Pero de eso podemos hablar en la palabra “shopping” o, quizá, en la palabra “ricos”. Karen. Vuelvo a insistir en tus elecciones pues creo que la película Enjoy poverty dice mucho de tu punto de vista sobre este tema. El documental no solo es lo contrario de la monumentalización de la pobreza, como ya afirmé anteriormente, sino que al mismo tiempo muestra una mercantilización de la pobreza en todos los niveles: y ahí podemosmencionar al Estado, a los banqueros, a los médicos sin fronteras, a la ONU, a los periodistas “independientes” e, inclusive, al punto de vista del cine. ¿En qué medida crear esas tensiones, mostrando que incluso los discursos considerados legítimos sobre la pobreza la producen y dependen de ella para que sus instituciones sigan existiendo? ¿En qué medida eso enriquece en algo al estudiante de Educación Social? Yo tenía la impresión, muchas veces, de que los textos y las películas que utilizaste en la asignatura desconstruían algunos presupuestos del propio grado en Educación Social. Jorge. Tanto Enjoy Poverty como Agarrando Pueblo tenían que ver con la mercantilización de la pobreza, con la manera como se convierte en una serie de necesidades que se pueden objetivar y diagnosticar, lo que permite proyectar sobre ella una serie de profesiones y profesionales especializados en atender técnicamente a esas necesidades. Y ahí, tienes toda la razón, había una cierta deconstrucción implícita de los presupuestos del grado en educación social. Pero a mí me interesaba también tomar cierta distancia de una visión, digamos, puramente emocional o emotiva de la pobreza, puramente sentimental, muy relacionada con esas imágenes de la pobreza que están destinadas a lo que podríamos llamar el mercado de las emociones. Y, en cualquier caso, cuando en las películas o en los textos aparecían elementos que tenían que ver con la educación social o con el trabajo social, traté de que fueran siempre lo suficientemente radicales y poco convencionales como para que mis alumnos pudieran al menos intuir que hay formas de colocarse en relación a eso de lo social, sea lo que sea, que no pasen necesariamente por las convenciones emocionales, ideológicas y prácticas que son dominantes en el grado. Algo de eso puede verse en la palabra “encargo” y en la palabra “zombi” de este mismo diccionario. Presencia Karen. En las primeras clases siempre enuncias la frase de tu amigo Fernando González: “En mis clases la asistencia no es obligatoria, pero la presencia sí”, la cual, como ya dije en “ejercicio”, fue una de las frases más emblemáticas del semestre, o tal vez, la más recurrente. Te pasabas un tiempo explicando la diferencia entre presencia y asistencia. Y volvías a ese asunto en forma de reprimenda cuando, por pasar algo (o por no pasar), te parecía necesario. Ante esta palabra, en este instante, me viene a la mente una escena de la obra teatral del polaco Tadeusz Kantor, La clase muerta. El objetivo aquí no es aproximar sentidos, sea los que le atribuye Kantor o sus críticos, sino que es mucho más sencillo: la imagenme ha venido como reminiscencia, un vago recuerdo, aquel pedazo de hoja rajada con la que no se puede reconstituir el texto, por lo menos aquel texto. Esa reminiscencia es más o menos así: algunas personas entran a un espacio con objetos que se parecen a los de una clase, se sientan en los pupitres, repiten los gestos unos de los otros, se levantan y salen. Vuelven con muñecos en las manos, tal vez de sí mismos, solo que más jóvenes. Son como autómatas, repiten gestos, los interrumpen, los repiten de nuevo, en un continuo. No tengo seguridad de porqué son esas imágenes las que evoco y no otras. Imagino que es porque estoy concibiendo la presencia de los estudiantes como algo vivo, como aquello que, incluso en la repetición, puede ofrecer algo que rompa con ese continuo. ¿Es posible ver ese significado en la presencia? ¿Se puede también pensar que la presencia la instigan el profesor y sus materiales, que la asistencia se puede transformar en presencia? Jorge. En el librito de Pennac que trabajamos en la maestría, Mal de escuela, hay diversas consideraciones sobre la presencia. Por ejemplo: “¡Oh, el penoso recuerdo de las clases en las que yo no estaba presente! Cómo sentía que mis alumnos flotaban, aquellos días, tranquilamente a la deriva mientras yo intentaba reavivar mis fuerzas. Aquella sensación de perder la clase… No estoy, ellos no están, nos hemos largado. Sin embargo la hora transcurre. Desempeño el papel de quien está dando una clase, ellos fingen que escuchan. Qué seria está nuestra jeta común, bla bla bla por un lado, garabatos por el otro, tal vez un inspector se sentiría satisfecho; siempre que la tienda permanezca abierta… Pero yo no estoy allí, diantre, hoy no estoy allí, estoy en otra parte. Lo que digo no se encarna, les importa un pimiento lo que están oyendo (…). Estoy tan lejos de mi materia como de mi clase. No soy el profesor, soy el guarda del museo, guío mecánicamente una visita obligatoria”. O, un poco más adelante: “La presencia del profesor que habita plenamente su clase es perceptible de inmediato. Los alumnos la sienten desde el primer minuto del año, todos lo hemos experimentado: el profesor acaba de entrar, está absolutamente allí, se advierte por su modo de mirar, de saludar a los alumnos, de sentarse, de tomar posesión de la mesa”. La presencia es triple: del profesor, de la materia de estudio, de los estudiantes. Cuando no hay ese juego de presencias que se convocan mutuamente, todo es mecánico, ficticio, un mero trámite, la clase muerta que tú mencionabas. Cuando los alumnos están allí sentados, pero sin estar presentes, en español se dice que “están calentando la silla”. Antes era así: inmovilidad forzada y océanos de aburrimiento. Pero al menos uno se ejercitaba en el aburrimiento (hay innumerables declaraciones sobre los dones del aburrimiento). Pero hoy son las máquinas de la distracción las que les hacen estar siempre en otra parte. Sabes mi pelea de todos los años con los teléfonos móviles, con los ordenadores portátiles. Sabes que les digo que no hace falta que estén en el aula, que afuera al sol se está mucho mejor. A veces, en alguna reprimenda, he repetido el párrafo de Ferlosio, ese de: “El más inteligente de los españoles –cuyo nombre, por desventura, no he sabido nunca–, autor de un ‘Arte de tocar las castañuelas’, empezaba el prólogo de su tratado con esta declaración absolutamente ejemplar y memorable: ‘No hace ninguna falta tocar las castañuelas, pero en caso de tocarlas, más vale tocarlas bien que tocarlas mal’. Si esto dijo aquel hombre, acertando a iluminar a la vez la ética y la estética con un mismo y único resplandor de luz, refiriéndose a la declaradamente inútil dedicación de tocar las castañuelas, bien cabe aplicar lo mismo a otras dedicaciones que, en cambio, tienden a ser consideradas, en principio, necesarias”. No hay ninguna necesidad de ir a clase, de estar atento a la película que se está pasando, de hacer lo que el profesor dice que hay que hacer, pero si se hace, hay que hacerlo bien; si se está, hay que estar allí y no en otra parte. Tienes razón en que la presencia no puede darse por supuesta y tiene que ser, de algún modo, convocada. Primero por el profesor. Como dice Pennac, si el profesor no está allí, los alumnos tampoco están. Segundo, por la materia de estudio. El profesor tiene que hacer presente la materia de estudio o, como dirían los griegos, tiene que traer algo a la presencia, tiene que hacer que lo que pone encima de la mesa esté vivo, diga alguna cosa, sea capaz de convocar el interés de los estudiantes. E interesar no tiene nada que ver con motivar. Cuando el profesor pone algo encima de la mesa invoca presencias, hace que algo encarne y se encarne. Y eso solo puede hacerlo si él mismo está presente. Ese es el arte del profesor, un arte cada vez más difícil. En relación a la lectura, hay un texto muy hermoso de George Steiner en el que comenta un cuadro de Chardin, El filósofo leyendo, de 1734. Steiner comenta el carácter formal e incluso ceremonioso del traje del lector, el hecho de que no está vestido de cualquier manera, y relaciona eso con la cortesía, con el acto de leer como un encuentro cortés entre una persona y su invitado, con una actitud atenta y acogedora en relación a lo que el lector recibe (algo de eso hemos dicho en la palabra “autoridad”). Y Pennac dice algo parecido: “Cuando Montesquieu nos honra con su presencia en nuestra clase, debemos estar presentes para Montesquieu”. La batalla por la presencia es una batalla contra la indiferencia. Poder estar en clase no es cualquier cosa. Poder leer a Iván Illich, ver una película de Buñuel, escribir sobre algo que te interesa, tener el privilegio de comentar lo que has escrito con otras personas, tener un profesor que ha elegido textos y pelis para ti, poniendo en ello lo mejor que sabe y lo mejor que tiene, todo eso no es cualquier cosa. Convocar la presencia es convocar una cierta reciprocidad, una cierta responsabilidad, una cierta respuesta. Solo la presencia es capaz de convocar la presencia. Karen. Como señalamos anteriormente, el profesor es un elemento fundamental para la construcción de esa presencia, él también tiene que estar presente. Podíamos evocar en este momento algo de “La mediación del maestro”, de María Zambrano. Trabajaste con ese texto en una clase de la profesora Ana María Preve, en Florianópolis, para hablar del oficio del profesor. El fragmento inicial es famoso y emblemático: “la mediación del maestro se muestra ya en el simple estar en el aula”. Y continúa: “Ha de subir a la cátedra para mirar desde ella, hacia abajo, y ver las frentes de sus alumnos todas levantadas hacía el, para recibir sus miradas desde sus rostros que son una interrogación, una pausa que acusa el silencio de sus palabras, en espera y exigencia de que suene la palabra del maestro, ahora, ya que te damos nuestra presencia -y para un joven su presencia vale tododanos tu palabra. Y aún, tu palabra con tu presencia, la palabra de tu presencia o tu presencia hecha palabra a ver si corresponde a nuestro silencio -y el silencio es algo absoluto- y que tu gesto corresponda igualmente a nuestra quietud -la quietud esforzada como la de un pájaro que se detiene al borde de una ventana. Pues que todo ello siente el maestro al recibir la mirada y al sentir la presencia del alumno -en todo ello va su sacrificio, el sacrificio de nuestra juventud”. Es un hecho que la presencia del estudiante frente al maestro invita a la palabra. Pero es una presencia hecha de gestos, de palabras, de silencios. Y es de cómo se compone, o se percibe, esta presencia de/en el profesor que me gustaría que hablásemos también. Jorge. En ese texto que has citado, María Zambrano se refiere al instante anterior al empezar a hablar en una clase. Antes de que suene la primera palabra hay un silencio en el aula. Y se da ahí un cruce de miradas que es como la prueba o la confirmación de la presencia. Como si tanto el que se dispone a hablar como el que se dispone a escuchar preguntaran y se preguntaran si hay alguien ahí, si el otro está presente. La escena que describe Zambrano es esa en la que el profesor ocupa su lugar y justamente ahí, en la cátedra, antes de pronunciar palabra, percibe el silencio y la quietud de los estudiantes, lo que ese silencio y esa quietud tienen de interrogación, de espera y de exigencia. Ese es el momento en que el maestro com-parece: ofrece su presencia antes aún de pronunciar palabra. Y un poco más delante del trecho que has citado, María Zambrano dice lo siguiente: “Podría medirse quizás la autenticidad de un maestro por ese instante de silencio que precede a su palabra, por ese tenerse presente, por esa presentación de su persona antes de comenzar a darla en modo activo. Y aún por el imperceptible temblor que le sacude. Sin ellos, el maestro no llega a serlo por grande que sea su ciencia”. Antes de empezar a hablar, el maestro tiembla. Y ese temblor imperceptible se deriva de su presencia, de su presentación, de ese “tenerse presente” que de algún modo es reclamado como una respuesta a la presencia silenciosa de los estudiantes. El aula es en este texto un lugar en el que los alumnos y los profesores son llamados a com-parecer, a a-parecer en la presencia de los otros, a estar presentes. Siempre he tenido la impresión de que en ese texto Zambrano está reviviendo sus clases con Ortega, en la Universidad Complutense de Madrid. Tal vez por eso habla de maestro y no de profesor. Tal vez por eso el dramatismo de esa com-parecencia que tiene algo de iniciático. Un profesor, sin embargo, no da su palabra, sino que da un texto, una materia de estudio, no se pone a sí mismo sino que pone algo encima de la mesa. Su presencia tiene que ver con hacer presente algo que no es él. Además, el texto de Zambrano está ya marcado por lo que ella llama “la crisis de la mediación”. Ese juego de presencias que se convocan mutuamente ya no está garantizado. Y eso, dice Zambrano, porque los estudiantes pertenecen a una generación que no necesita de la mediación del tiempo, que tiene la sensación de que el mundo comienza con ellos, que no pide ni necesita la palabra del maestro. Karen. Es el profesor el que con su presencia hace presente la materia de estudio. Lo que convoca entonces la presencia de los alumnos es la materia de estudio. Jorge. Hay una frase en Stoner, esa maravillosa novela de John Williams, que dice que el profesor es aquél a quien “el libro le dice la verdad”. Por tanto, el profesor muestra, en su lectura, la verdad del libro, y hace presente esa verdad para los alumnos. Y yo creo que algo de la presencia tiene que ver con la verdad. No solo con la verdad del libro, sino con ser profesor “de verdad” y con ser estudiante “de verdad”, con hacer las cosas “de verdad”. Para desarrollar eso voy a dar un rodeo. Como sabes, Foucault dedicó algunas de sus clases del curso sobre la hermenéutica del sujeto, a los complejos rituales que regulaban el habla y la escucha en las escuelas de la antigüedad. Lo que Foucault muestra ahí es que había una rigurosa problematización teórica y práctica del oído, toda una ascesis de la escucha, toda una ética del escuchar, que se corresponde con una cierta manera de entender la modulación de la voz del maestro. Foucault llama la atención sobre la importancia de la forma de la transmisión (no tanto del contenido, sino de la forma), e insiste en que esa forma debe buscarse en un lugar que no sea el de la retórica. Y ahí la palabra fundamental es parresía, una extraña palabra que se traduce por “decir la verdad” (de la parresía he dicho algo en la palabra pensamiento). “La parresía es la forma necesaria para el discurso filosófico, porque es preciso, desde el momento en que se utiliza el logos, que haya una lexis (una manera de decir las cosas). Por lo tanto, no puede haber logos filosófico sin esa especie de cuerpo de lenguaje que tiene sus cualidades propias, su plástica propia, y también sus efectos. Pero la manera de ordenar estos elementos (elementos verbales cuya función es actuar directamente sobre el alma) no debe ser, cuando uno es filósofo, el arte de la retórica. Debe ser otra cosa, que es a la vez una técnica y una ética, un arte y una moral, y que llamamos parresía (…). Es necesario que, por el lado del maestro, haya una serie de reglas que no se refieren a la verdad del discurso, sino a la manera misma como ese discurso de verdad va a formularse”. La verdad del discurso, dice Foucault, es inseparable de la forma de su formulación. Y esa forma tiene, a la vez, un componente artístico, técnico, y un componente moral: “El término ‘parresía’ se refiere a la vez, según creo, a la calidad moral, a la actitud moral, al ‘ethos’, si lo prefieren, y por otra parte al procedimiento técnico, a la ‘tekhné’, que son necesarios para transmitir el discurso de verdad (…). En consecuencia, a fin de que el discípulo pueda efectivamente recibir como corresponde el discurso de verdad, es preciso que ese discurso sea pronunciado por el maestro en la forma general de la ‘parresía’”. Entre los componentes de la parresía que señala Foucault me interesa destacar dos (que son, al mismo tiempo, dos modos de distinguirla de la retórica). El primero se refiere a la forma que adquiere la tensión hacia el oyente. En la retórica, el discurso también está orientado a actuar sobre los otros, pero siempre a beneficio del que habla. En la parresía, sin embargo, el que habla no tiene ningún interés en el asunto, no pretende nada para sí mismo, y a eso Foucault lo llama generosidad. Una generosidad, podríamos decir, que debe estar presente en la forma del discurso, que debe percibirse sensiblemente en el modo de hablar. El segundo elemento es el de la presencia del que habla en lo que dice o, si se quiere, el del compromiso, del lazo, del vínculo del que habla con lo que dice. Foucault lo dice así: “Es preciso manifestar que esos pensamientos que se transmiten son precisamente los pensamientos de quien los trasmite (…) y lo que hay que mostrar no es solo que esa es la verdad sino que yo, que hablo, soy aquél para quien son verdaderos (…). Es necesario que la presencia de quien habla sea efectivamente sensible en lo que dice (…). Estar presente, no como la referencia del enunciado (no tiene que hablar de sí mismo), no como el que dice ‘esto es lo que soy’, sino en la coincidencia entre el sujeto de la enunciación y la verdad de sus enunciados”. En esta última cita tenemos tres elementos: el sujeto de la enunciación, el enunciado, y algo que podríamos llamar “verdad”. Y eso que aquí se llama verdad está justamente en la relación entre el sujeto de la enunciación y sus enunciados. Una relación que tiene que ser de presencia. Y una relación que se percibe de un modo sensible, es decir, una relación que está del lado de lo sensible y no solo de lo inteligible, o dicho de otro modo, una relación que se percibe, que se siente, que se oye, de otro modo que el de la comprensión. “Es necesario, dice Foucault, que la presencia de quien habla sea efectivamente sensible en lo que dice”. Profesionalismo Karen. Es difícil saber exactamente de qué quieres tratar aquí, pero en un momento dado dijiste que el propio discurso de la profesionalización en el grado es incoherente con la idea de universidad (y de escuela). Esa afirmación es bastante contundente, pues se dice que la universidad es uno de los lugares donde se aprende una profesión. Podrías, para empezar, abordar esta palabra a partir de esa afirmación. Jorge. La definición de los estudios de educación social como “grado profesionalizante” supone que toda la formación de los educadores esté basada en la así llamada “empleabilidad”. Y eso, en los tiempos que corren, supone el arrasamiento de todas las disciplinas que tengan que ver con el estudio, con la reflexión y con eso que aquí estamos llamando “pensamiento”. Como ha pasado con otras no-palabras, no tengo nada contra la profesión, contra la universidad como un lugar en el que se aprende una profesión, sino contra la ideología del profesionalismo. Y esa ideología, en esta época, es la de la empleabilidad y la auto-empleabilidad, eso que hoy se llama emprendeduría. De ahí que haya que formar empleados flexibles (el entorno profesional, se dice, cambia constantemente y por eso es un atraso eso de adquirir habilidades para una actividad particular) y, sobre todo, inventivos e innovadores (una de las cosas que se les repite a mis alumnos es que ellos ya no se integrarán en un trabajo sino que tendrán que crearlo e inventarlo). Así que ya no hay que aprender nada sino aprender a aprender, es decir, adaptarse a circunstancias cambiantes y maneras de hacer novedosas. Hay que convertirse en un competidor eficaz en el juego siempre móvil de lo que llaman “entornos laborales” y para eso no hay que saber demasiado ni tener mucha disciplina. La paradoja es que los fines del grado son solo profesionales y, al mismo tiempo, ya no existe tal cosa como una profesión más o menos definida y articulada (con lo cual los chicos y las chicas tienen que convertirse en profesionales de nada y de cualquier cosa, es decir, en rehenes permanentes de una formación profesional que nunca acaba porque, en realidad, no tiene entidad, no se fundamenta ni en tradiciones ni en convenciones ni en nada que pueda ser estable y más o menos determinado, de ahí lo de la “educación para toda la vida”). En ese contexto, las disciplinas (como las que yo imparto) que aún se llaman “teóricas” y que suelen estar en los primeros años del grado no tienen otra función que vestir esa “formación en nada” en cosas que se llaman “capacidad reflexiva”, “competencia crítica” y cosas de este estilo y que no son otra cosa que un cierto adiestramiento en nociones básicas y superficiales de sociología, psicología social, antropología cultural, etc.. Los viejos profesores dicen que, además de los aspectos más profesionales, la universidad también tiene que ver con la “formación de la persona”. Pero ese lenguaje ya es obsoleto porque eso de la formación de la persona (sea lo que sea) no se puede formular en términos de competencias. De lo que se trata ahora es de un cierto adiestramiento lingüístico en lo que a veces he llamado el “blablabla” de los expertos, es decir, algo que les permita, en definitiva, “hablar sobre nada” o sobre cualquier cosa, es decir, impostar un discurso mínimamente coherente y nunca más allá de lo periodístico sobre cualquier tema de los que van configurando la actualidad (el maltrato, el multiculturalismo, la exclusión, las nuevas tecnologías, las emociones, los valores… esas cosas que, naturalmente, también cambian constantemente). Y no es que yo piense que una facultad de educación tenga que formar filósofos de la educación o que tenga que entretener a los chicos y a las chicas en disciplinas puramente “teóricas” (y diré de paso que a ver si de somos capaces, de una vez, de problematizar un poco eso de la teoría y la práctica). Lo que digo es que la universidad no solo enseña una profesión sino que también la pone a distancia. Y eso es el estudio. No es lo mismo aprender cómo ganar más dinero y pagar menos impuestos que estudiar economía, no es lo mismo aprender a hacer casas que estudiar arquitectura, no es lo mismo aprender los síntomas de la gripe que estudiar medicina, no es lo mismo aprender a redactar un atestado que estudiar derecho, no es lo mismo aprender a elaborar una programación docente que estudiar educación, no es lo mismo aprender a bailar que estudiar danza. Es desde ese punto de vista que sostengo que mi responsabilidad no es con los alumnos como futuros profesionales sino, sobre todo, como estudiantes o, dicho de otro modo, que mi obligación es convertirlos en estudiantes. Una obligación, desde luego, imposible y volcada al fracaso. Por eso digo a veces que mi trabajo consiste en tratar de hacer estudiantes y fracasar en ello. Karen. Por otro lado, el discurso de la profesionalización parece siempre haber formado parte de la discusión sobre la función de la escuela. Tanto por parte de sus críticos, cuando afirman que “hay una escuela para los trabajadores y otra para la élite!” como por parte de los dueños del capital, de los que le agencian mano de obra al mercado de trabajo. Resulta interesante también percibir que hay opiniones que convergen de forma bastante compleja como, por ejemplo, aquella según la cual se debe preparar a los alumnos para los exámenes de acceso a la universidad o para el mercado de trabajo, que supone tanto un agenciamiento (del capital) como una forma de emancipación (críticos del capital). En Brasil, se aprobó a finales de 2017 una reforma de la enseñanza secundaria (una más). Los defensores de la reforma dicen que el estudiante finalmente “escogerá” su itinerario formativo (hay uno profesionalizante y otros preparatorios por áreas de conocimiento), y sus detractores dicen que volvemos a la vieja división entre la formación de una clase trabajadora alienada de los estudios humanistas o generalistas. Tenemos una división eficiente de clases sociales consolidada en la escuela. Simultáneamente, esos movimientos parecen ser más cíclicos que apocalípticos. En una de las entrevistas sobre la reforma de la enseñanza media brasileña con especialistas en educación, grabadas en un evento en Portugal en 2016, dices que tal reforma, por su carácter profesionalizante y sectorizado, lleva la escuela a su fin. ¿Hablar de profesionalización en la escuela es decretar su fin? Jorge. Lo que quiero decir es que hay que tratar la escuela como forma (desde la scholè y el estudio o, como dice Rancière, como una forma de separación de tiempos, espacios y actividades) y no como función (sea esa definida como relación con el mundo laboral o de cualquier otro modo: función política, función cultural, función social, etc.). Habría que repetirse, como un mantra, el “manifiesto” que centraba esa exposición que titulamos “diseñar la escuela” y que presentamos en el Elogio de la escuela: la escuela no es una función, la escuela no es una función, la escuela no es una función, la escuela no es una función, la escuela no es una función, la escuela no es una función, la escuela no es una función, la escuela no es una función, la escuela es una forma, la escuela no es una función, la escuela no es una función, la escuela no es una función. La escuela no es una función… al profesor no se valora por su funcionamiento, por si funciona o no. Protocolo Karen. En tus clases, me deparé con esta palabra utilizada exhaustivamente. Creo que en Brasil no la empleamos usualmente para actividades escolares, tal vez utilicemos más la expresión “orientaciones” o “procedimientos”. Lo que me llamó la atención, principalmente en tus trabajos de campo, fue el énfasis que le das a los procedimientos, a los protocolos, un énfasis exhaustivo, como acabo de decir (el lector podrá ver algunos de los protocolos en las palabras “distrito”, “ruina” y “shopping”). Veamos un ejemplo de una de tus asignaturas. En Arte y Cultura, en la salida en la que se hacía un recorrido por el río Besós, teníamos un plan que incluía la lista de todas las actividades de evaluación, la descripción de cada una de ellas y la lista de todos los materiales que compondrían la presentación en público del trabajo. Me pareció perfectamente comprensible que definieses los límites geográficos del trabajo. Y que también definieses los recortes para cada grupo dentro de esos límites. Y que, además, establecieses líneas de observación en cada recorte. Pero, a partir de determinados elementos listados, parecía haber cierta exageración, cierto exceso de pormenores en tus protocolos, por ejemplo, al establecer qué tipo de espacios observar: Se trata de buscar y observar espacios vacíos: descampados, ruinas, casas o fábricas abandonadas, espacios sucios, vacantes, no institucionalizados, no regulados, no apropiados ni controlados por las instituciones, espacios públicos según la definición de Wim Cuyvers, libres, marginales, no valorizados, no mercantilizados, inútiles, sin valor económico, ni social, ni cultural, que no son espacios de producción, ni de circulación, ni de consumo, ni de habitación, pero que están en las fronteras o en los intersticios de esos espacios. O cómo recorrerlos: Esos espacios deberán ser habitados, recorridos, observados, sentidos, fotografiados, dibujados, filmados, inventariados, registrados y pensados intensivamente. O qué tipo de registros y materiales utilizar: Se podrán hacer todo tipo de registros visuales o sonoros: dibujos, mapas, fotos, grabaciones de sonidos “naturales”, grabaciones de conversaciones informales, etc. Cada grupo llevará un cuaderno de campo en el que los investigadores podrán anotar sus reflexiones, sentimientos, ideas y todo tipo de anotaciones. E incluso lo que se debía evitar: Cualquier tipo de “información” sobre los espacios de trabajo: informes institucionales, de expertos, de especialistas o de informadores. Como si no fuese suficiente, había protocolos de observación de las márgenes del río, que incluían tres tipos de inventarios: de personas, de vestigios de actividad y de basura. Y, para finalizar, “algunas” sugerencias: Poner a prueba el significado de las palabras “igualdad”, “público” y “común” en relación a lo que se observe durante el trabajo de campo. Prestar atención a las atmósferas sonoras. Prestar atención a las sensaciones de temporalidad que tenéis cuando estáis cerca del río. Y a las sensaciones corporales (calma, miedo, placer, disgusto, aburrimiento). Sería bueno que pensarais también en los ríos de vuestra vida, de vuestra infancia, de vuestros veranos, de los sitios en que habéis estado o en que habéis vivido. Pensar un poco en vuestra relación personal con los ríos, en qué habéis hecho o qué os ha pasado a orillas de un río. Pensar también en la literatura y en el cine, en los ríos de los que tengáis una imagen literaria o una imagen cinematográfica. Al escribir y recordar todos esos procedimientos, la imagen que me suele venir a la mente es la de la película Toda la memoria del mundo, de Alain Resnais, y aquella exploración en el “territorio” de la Biblioteca Nacional de Francia. El pequeño documental de Resnais, grabado en 1956, tiene como ubicación esa biblioteca, situada en París. Poco se ve de los lectores y de los lugares de lectura. Lo sorprendente es observar el trabajo detallado de las personas involucradas en guardar, catalogar y disponer los libros a los lectores e investigadores. Del mismo modo que los lectores de la Biblioteca Nacional solo tienen acceso a un fragmento de esa “ciudadela silenciosa”, los evaluadores de los trabajos finales de tus estudiantes solo tienen acceso a una ínfima parte resultante de los innúmeros protocolos que tuvieron que tomar en consideración y, lo que es más increíble, registrar. Hay una frase tuya que me viene con el recuerdo de la película: “No se trata de explicar el espacio, sino de hacer que sea el espacio mismo el que hable”. Tal vez sea esta una llave para que nos adentremos en el territorio de tus protocolos. Jorge. Los protocolos establecen los espacios a recorrer en la salida y las tareas a realizar. Y son, sí, muy estrictos. De lo que se trata, por usar palabras de Jan Masschelein, es de “hacer visible lo visible”, de “transformar el mundo en algo real”, de “hacer el mundo presente”. Y para eso es preciso desarrollar la atención. Los protocolos, por tanto, son procedimientos y disciplinas de la atención. No están pensados para liberar la mirada (haciéndola más personal, más creativa), ni siquiera para lograr una mirada crítica (según criterios de valor morales, políticos, etc.), sino una mirada más atenta y, podríamos decir, más fiel a lo que hay. No tanto a lo que nosotros sentimos o pensamos, sino a lo que hay. He desarrollado algo de eso en la palabra “literalidad” y los protocolos, sí, tratan de conseguir que el recorrido sea “literal”, que se haga “palabra por palabra” y, desde luego, “siguiendo la línea”. En un texto en el que Jan explica sus viajes e-ducativos, ese que está al final de Encontrar escola, escribe lo siguiente: “Lo que está en juego en estos viajes no es descubrir países lejanos o costumbres exóticas, sino hacer el (delicado) movimiento que moldea el mapeamiento de un ‘allá’ para un ‘aquí’. La línea como un corte y el andar como copiar la línea a pie, junto con el mapeamiento de la línea, son dispositivos para entrar en un espacio, para entrar en el mundo. Son dispositivos para penetrar, antes de serlo de contemplación o de reflexión. Esos dispositivos no funcionan para abrir la mirada (ampliando, estirando o multiplicando los puntos de vista), sino para movilizarla y para hacerla más atenta”. La mayoría de los protocolos que has señalado derivan en mapas (serían, desde ese punto de vista, ejercicios cartográficos). Y los mapas tienen que ver, dice Jan, con llevar algo de un sitio a otro (de un allá a un aquí). Y lo que los estudiantes tienen que hacer es llevar algo del espacio que recorrieron a la sala de aula. Y ese algo es el mapa, y sus modos de “hacer hablar el mapa”. Pero mi manera de trabajar con los protocolos también está tomada de una de las ideas fundamentales del Oulipo, de ese “taller de literatura potencial” al que pertenecieron escritores como Raymond Queneau, Ítalo Calvino o Georges Perec. Como sabes, una de las invenciones o reinvenciones más importante de Oulipo es la restricción, la contrainte, el trabajo según reglas o procedimientos formales altamente restrictivos. Con esas reglas enormemente estrictas, querían protegerse de las trampas del azar y de la libertad creadora, esos principios creativos tan alabados por los surrealistas. Uno de los libros más hermosos y para mí mas inspiradores de Perec, ese que se titula Tentativa de agotamiento de un lugar parisino, consiste en una serie de descripciones exhaustivas, muchas veces en forma de inventarios, altamente reguladas, de la Plaza de Saint-Sulpice de Paris. Y el objetivo del libro, en palabras de Perec, es: “Describir todo aquello que por lo general no se percibe, aquello de lo que no solemos darnos cuenta, lo que carece de importancia: lo que ocurre cuando no ocurre nada”. Por eso los protocolos tienen que ver con captar lo ordinario y no lo extraordinario, lo que está ahí y pasa desapercibido (como si no pasara nada) y no eso que estaría en el orden de la sorpresa y del acontecimiento. Hay una cita muy interesante de Raymond Queneau, una cita que pertenece a un texto de 1938 (anterior a la fundación del grupo), y que fue usada y recontextualizada por Oulipo, concretamente en un texto de Jacques Roubaud, de 1981, que se titula “La matemática en el método de Raymond Queneau”. La cita dice lo siguiente: “Otra idea bien falsa que circula actualmente es la de la equivalencia que se ha establecido entre la inspiración, la exploración del subconsciente y la liberación, entre azar, automatismo y libertad. Ahora bien, esa inspiración que consiste en obedecer ciegamente a todo impulso es en realidad una esclavitud. El clásico que escribe su tragedia observando un cierto número de reglas que conoce es más libre que el poeta que escribe lo que se le pasa por la cabeza y es esclavo de otras reglas que ignora”. Cuando caminamos libremente y anotamos lo que se nos pasa por la cabeza somos esclavos de reglas que ignoramos. Por eso necesitamos imponernos reglas, para que no sean esas que ignoramos (y que nos constituyen) las que guíen la mirada. Así que nuestras salidas de campo tenía reglas relativamente estrictas, y eso, como decía Queneau, por mor de una atención que libere a los estudiantes de esa libertad del impulso, la espontaneidad, la inspiración, el capricho, la emoción o la facilidad, esa que simplemente nos hace obedecer a reglas que alguien ha introducido en nosotros y que en realidad ignoramos. Pero además, el rigor de los protocolos es también una apuesta por la igualdad escolar. Cuando los protocolos son estrictos, todos los estudiantes son iguales por una razón muy sencilla: porque todos se someten a la misma tarea. De hecho, como se dice ahora, en mis clases hay alumnos de perfiles muy distintos. Pero los protocolos suspenden esos perfiles distintos, los ponen entre paréntesis, al menos por un tiempo, y hacen que todos se entreguen a las mismas tareas. De ahí que el aula funcionase, en el mejor de los casos, como una especie de colectividad de pensamiento en que no contaba lo que era o lo que sabía cada uno sino lo que entre todos éramos capaces de hacer juntos cuando nos poníamos, en plano de igualdad, a leer los mismos textos, a caminar a la orilla del mismo río, a hacer mapas con las mismas reglas, a conversar sobre las mismas lecturas y las mismas caminatas, y a pensar sobre los mismos asuntos. Karen. En una de las primeras clases de la misma asignatura, vimos un vídeo que tú realizaste, denominado Ensuciarse la lengua, con base en un viaje con Jan Masschelein (y sus alumnos de Educación) y con Wim Cuyvers (y sus alumnos de Arquitectura), a la ciudad de Tirana, en Albania. El vídeo me interesó por varios motivos, entre ellos el hecho de que el mismo se mostraba disonante en relación a tu propuesta en las asignaturas en cuyos trabajos de campo yo estaba participando. Al comentar el vídeo, de una manera modesta y generosa para un intelectual, lo describiste como un intento de hablar de una metodología, identificaste un tono que tiene que ver con el propio cansancio, con la propia incapacidad, y señalaste cierto narcisismo expresado en la idea de mirar desde fuera. Señalaste, igualmente, la ausencia de objetividad y de materialidad. Esta constatación parece haberle dado forma a los protocolos, claros y obligatorios, en todos tus trabajos de campo. ¿Podrías hablar un poco sobre ese cambio de “tono” en la manera como planteas las salidas de campo de tus asignaturas? Jorge. Jan me invitó a Tirana para que le ayudase a pensar qué es eso de “leer una ciudad”, aunque ya sabes que ahora ya no habla de “leer” sino de “copiar la ciudad”. Para contextualizar mi respuesta a tus preguntas, y aunque me dé un poco de vergüenza, transcribiré algunos fragmentos del texto en off que en el video se superpone a una serie de imágenes tomadas a lo largo de mis caminatas. El primer fragmento tiene se refiere al ejercicio como una composición entre caminar, mirar y escribir: “Caminar, mirar y escribir. Hay que caminar. Hay que escribir. Construir imágenes con palabras, poner en negro sobre blanco lo que sale al paso, que salta a los ojos. ‘Leer Tirana’ es establecer una cierta relación entre caminar, mirar y escribir. Y pensar en ella”. El segundo fragmento cuenta la manera como los estudiantes establecieron sus protocolos (cada uno de los participantes tenía que fijar lo que iba a mapear y cómo): “Alguien va a leer la ciudad por los perros abandonados. Quiere buscarlos, seguirlos, ver dónde están, qué es lo que hacen y por dónde se mueven, pasar la semana en su compañía. Trae en la mochila, una cita muy hermosa de Koltès y un libro sobre los cínicos, esos pensadores que se identificaron con los perros. Lo que quiere es que sean los perros abandonados los que le digan algo sobre la ciudad. Alguien va a fotografiar los agujeros del suelo, llenos de basura. Tirana está llena de agujeros del tamaño de una boca de alcantarilla. El colorido de la basura en el fondo, enmarcada por la forma regular del agujero, les da un aspecto de cuadros en una exposición. Quiere mirar esos agujeros, hacer el mapa de donde están, fotografiarlos. Alguien va a recorrer la ciudad describiendo sus estados de ánimo en forma de colores. Quiere colorear emocionalmente el mapa de Tirana. El primer día ha sentido, sobre todo, dolor de cabeza. Alguien que va a buscar el lugar cualquiera, allí donde nada se destaca, donde nada se singulariza, donde no hay nada que leer, nada que mirar, nada que sentir, nada que escribir. Donde cualquier condición turística se encuentra con su imposibilidad, con su límite”. A continuación, la manera como cada uno de esos personajes mostró al final lo que había hecho (excepto el buscador de perros, al que yo llamé el cínico distraído, y que abandonó la tarea que él mismo se había propuesto y se dedicó a hablar con la gente): “El pintor de agujeros extiende una alfombra hecha con sus fotos y, al lado, construye un agujero con algunas basuras que ha recogido durante sus caminatas. La chica sensible expone sus diversas tentativas para conectar su repertorio emocional con la materialidad de Tirana. El no turista presenta una cinta de audio en la que ha grabado periódicamente el material que se encuentra a su alrededor. Cada diez horas de caminata por los lugares cualquiera de Tirana se han convertido en cinco minutos de un ritmo extrañamente neutro y obsesivo: hormigón, hormigón, hormigón, ladrillo, hormigón, hormigón”. Transcribo ahora, para terminar, la manera como yo mismo, en el video, contaba lo que había pasado en el ejercicio: “Los lectores de Tirana han hecho que la ciudad les diga algo. Y lo han escrito. Sus representaciones son torpes, improvisadas, inacabadas, seguramente banales. Pero durante una semana han recorrido la ciudad y, en ese recorrido, han puesto en juego su lengua, su mirada y su pensamiento. Distintas ficciones de Tirana, distintas lecturas. A la vez objetivas y subjetivas, sistemáticas y aleatorias. Todas ellas singulares. La ciudad cualquiera se ha convertido en esta ciudad: la que nuestros pasos han recorrido, la que nuestros ojos han visto, la que nuestras palabras han escrito. En estas lecturas está la ciudad, la materialidad de la ciudad, pero está también el cuerpo de sus lectores. Y su lengua. Y su atención. Por eso estas ficciones son verdaderas”. Lo que me pasó es que yo no fijé ni un tema ni unos protocolos. Me dediqué a caminar sin reglas. O con reglas que iba inventando sobre la marcha. Y eso hizo que no pudiera salir de mis propios automatismos, de mis maneras constituidas de caminar, de mirar y de escribir. Por eso digo a veces que no fui capaz de escribir otra cosa que lo que ya sabía escribir, o que no fui capaz de mirar otra cosa que lo que ya sabía mirar. No fui capaz ni de ir más allá de mis modelos literarios (en el caso de la escritura), ni de mis estereotipos visuales (en el caso de la filmación). De ahí el tono de cansancio y de sinsentido que atraviesa el video. Y ese motivo recurrente de que todo lo que soy capaz de escribir y de filmar es “falso”. Por ejemplo: “Otra vez una serie de tarjetas postales. Mi mirada es demasiado casual, demasiado arbitraria. Mis palabras se agotan en la descripción de escenas dispersas e insignificantes. Juego a escritor en una ciudad que me dice: nada. Juego con mi cámara en una ciudad que me muestra: nada. A la pregunta: y tú ¿qué piensas? no sabría qué responder. Estoy fascinado por mis lectores, por lo que les pasa, por lo que dicen, por lo que ven, por lo que piensan, pero yo mismo no sé leer otra cosa que mi propia incapacidad de leer”. Hace mucho tiempo que no reviso ese video, pero las últimas veces que lo vi ya me pareció demasiado solemne, demasiado grandilocuente, demasiado “personal” en el mal sentido de la palabra. Creo que al ejercicio le hubiera convenido una voz más humilde, más precisa, más sobria, menos autocentrada. Tienes razón en que hay como un narcisismo en toda la filmación, como un mirarse constantemente el ombligo, como una voz demasiado “subjetiva” también el mal sentido de la palabra. Digamos que quise hacer de “artista”, de escritor y de cineasta, y no me salió, y me dediqué entonces a impostar ese tono tan convencional y tan falso del “artista que siente la imposibilidad de ser artista”. Y lo que aprendí es que tenía que haber trabajado no como artista sino como mapeador, es decir, no dándome tanta importancia a mí mismo y tratando, simplemente, de estar atento y de hacer el trabajo honestamente. Pero yo quería hacer una peli, y ya sabes cómo esa pretensión es traicionera… LETRA R Refugio Repetición Reprimenda Retrógrado Ricos Ruina Refugio Karen. Me gustaría abrir esta palabra, fundamental en la asignatura Antropología Cultural, con un fragmento de “La muralla”, del poeta cubano Nicolás Guillén, al que hiciste referencia en clase: ¡Tun, tun! -¿Quién es? -Una rosa y un clavel... / ¡Abre la muralla! / ¡Tun, tun! -¿Quién es? -El sable del coronel... / ¡Cierra la muralla! / ¡Tun, tun! -¿Quién es? -La paloma y el laurel... / ¡Abre la muralla! / ¡Tun, tun! -¿Quién es? -El alacrán y el ciempiés... / ¡Cierra la muralla! / Al corazón del amigo, abre la muralla; / al veneno y al puñal, cierra la muralla; / al mirto y la yerbabuena, abre la muralla; / al diente de la serpiente, cierra la muralla; / al ruiseñor en la flor, abre la muralla... Al anunciar “refugio” como una categoría central en Antropología Cultural, las preguntas fueron: ¿de qué protege, para qué protege e por qué es educativo? Concretamente, en la parte del programa dedicada a la evaluación se dice: El trabajo final en grupo consistirá en la exposición pública de las observaciones y registros realizados durante el trabajo de campo y en la formulación de una “idea para un refugio educativo” que deberá ser desarrollada y justificada ante el resto de la clase. En esa idea deberá estar claro “de qué” protege ese refugio y “para qué” se instituye. Deberá estar clara también la idea de educación que lo fundamenta, es decir, el por qué ese refugio es educativo (o está diseñado para acoger la educación). Así, voy a empezar por el poema, que trata sobre lo que se quiere y no se quiere que pase la muralla, a qué se abre y a qué se cierra la muralla. Y mi primera pregunta es si podrías esbozar el sentido de las tres preguntas que movilizaron ese concepto. Jorge. Para responder a la primera pregunta, de qué protege, tal vez sea suficiente remitir a la palabra “ogro” de este mismo diccionario. De ahí lo de abrir la puerta y cerrar la puerta. Los muros no solo encierran sino también protegen. Esa idea va contra una de las metáforas preferidas de mi generación que ahora se ha convertido en un lugar común, eso de derribar muros y de abrir ventanas. Ahí donde había un muro teníamos que correr enseguida a derribarlo, y ahí donde había una puerta cerrada teníamos que acudir a abrirla. Pero los muros encierran, pero también protegen, a veces también son barricadas, muros de protección, paredes que crean refugios, y tal como está la cosa tal vez no sea del todo idiota pensar un los dispositivos educativos como refugios, como lugares que protegen, o custodian, o albergan, algunas cosas que están amenazadas y en peligro de extinción. La segunda pregunta podría desdoblarse: qué protege un refugio educativo y para qué protege. Puesto que el asunto del curso era la transmisión (educativa) del mundo, podríamos decir que un refugio educativo protege “el mundo”, es decir, las materias de estudio o los objetos culturales, las cosas lindas e interesantes que se disponen para la contemplación, el estudio, el ejercicio. Karen. La idea de refugio también se relaciona con la creación o la preservación del tiempo libre, que se opone a una idea de movilización y de movimiento. Dijiste, en cierto momento, que nuestro mundo es hiperactivo, que combate todo el tiempo la melancolía y la tristeza, y también todo tipo de pausa, de espera. En el medio de tanta “dinamización” y de tanto “carácter positivo” atribuido al movimiento constante de personas y de cosas, ¿podrías aclararnos cuál es la importancia de ese combate? Jorge. En un mail que envié para aclarar el asunto de la disciplina en lo que tenía que ver con los dispositivos educativos en los que se produce la transmisión del mundo (y aquí puede verse la palabra “transmisión” de este diccionario), dije lo siguiente: Lo que haremos, entonces, será estudiar las características de los dispositivos educativos, fundamentalmente en lo que tiene que ver con la separación de tiempos y espacios, y con la vinculación a un objeto de tipo cultural. Estudiaremos también algunas de las características de la sociedad contemporánea que dificultan (y, a veces, se oponen) a la constitución de ese tipo de dispositivos. Y analizaremos esos dispositivos, en especial, en su cualidad de refugios, de asilos, de abrigos, de espacios de acogida o de amparo, de lugares relativamente separados y protegidos. Se tratará de pensar la educación social como la constitución de refugios educativos, es decir, en cierto modo, como educación a-social. De hecho, una de las tesis del curso será que la educación, para ser educación y no otra cosa, tiene que ser, necesariamente, a-social. Con ello trataremos de problematizar lo que podríamos llamar el sentido común, o la doxa, o los discursos y las prácticas dominantes de la educación social. La idea que yo quería colocar encima de la mesa es que la educación como transmisión del mundo exige que haya una vinculación a un cierto objeto cultural. Y es esa vinculación lo que protege. Pero para que pueda haber esa vinculación hacen falta ciertas condiciones. Por eso hay que luchar contra la movilización, contra la aceleración, contra el ansia de resultados, contra el imperativo de la utilidad (social). Y tal vez las condiciones primeras sean el tiempo libre, no productivo, y el espacio público, no privatizado ni destinado a relaciones privatizadas con el mundo. Siempre me ha gustado eso de los refugios, de los lugares que albergan y protegen a los fugitivos, a los que huyen. De hecho siempre he tenido cierta simpatía por los fugitivos y por todas las modalidades de fuga mundi que están en la base de muchos intentos de crear, en la separación y en el apartamiento, formas de vida diferentes. Hace algunos años, atravesando la Plaza Bolívar de la ciudad de Bogotá, pensé en que a lo mejor podrían aplicarse a la educación algunas de las palabras que más había oído durante mi estancia en Colombia. La primera palabra era “desmovilización”. Como se sabe, el país está lleno de “desmovilizados” tanto de la guerrilla como de los grupos paramilitares. Esas personas habían sido, algún día, movilizadas, es decir, habían sido arrancadas de su vida habitual para ser incorporados a alguno de los grupos armados en lucha. Esas personas, podríamos decir, habían sido sacrificadas a la lucha en tanto que habían sido convertidas en “fuerzas armadas”. Y ahora habían abandonado las armas, habían dejado de luchar, se habían “desmovilizado”, ya no tenían que sacrificarse por ninguna causa, ya no formaban parte de ninguna fuerza ni tenían ninguna fuerza. Y tal vez la educación tenga que ver con la desmovilización, con el desarme, con el abandono de la lucha. La educación desmoviliza a la infancia (o, tal vez, produce la infancia en tanto que desmovilizada), desmoviliza el mundo (produce el mundo, el saber sobre el mundo, la atención y el cuidado del mundo en tanto que desmovilizado o, dicho de otro modo, ofrece una relación desarmada con el mundo), y se convierte en un refugio, en un lugar en el que no hay que luchar, en un lugar para los desmovilizados. La segunda palabra que escuché continuamente era “desplazamiento”. Como se sabe, las periferias de las ciudades colombianas están llenas de desplazados. Los desplazados son aquellos a los que la violencia (muchas veces depredadora, en tanto que se centra en la ocupación de la tierra) ha expulsado de su tierra y de su casa. Los desplazados abandonaron su tierra porque allí no podían vivir en paz y se arriesgaban a ser violentados, asesinados o movilizados. Se fueron buscando un lugar a salvo. Por eso ahora no tienen lugar o, simplemente, están fuera de lugar. Lo único que los caracteriza es, simplemente, el estar desplazados. Y me pareció que la escuela tiene que ver, también, con esto: con ser un refugio para los desplazados, para los fugitivos de las guerras y de los territorios de lucha. Y ahora que vivimos la época de la movilización total y en la que todos los territorios son escenarios de guerra, quizá no sea del todo impertinente reclamar un lugar fuera-de-lugar en la que el estar desplazado fuera una oportunidad para una relación no violenta (y de no propiedad) con el mundo y con uno mismo. La tercera palabra era “paz”. Pero en el sentido de “que nos dejen en paz”, de no querer participar en guerras en las que nosotros ponemos los muertos (los movilizados) y otros hacen los beneficios. Y eso me hizo pensar en los “refugios de paz” o “treguas de paz” de la Edad Media. Creo que hoy es urgente reclamar un lugar para los que no quieren luchar, para los que no están ni a favor ni en contra, para los que no viven la vida como una guerra, como un combate, como una competición, como un sacrificio. Yo creo que la educación como transmisión del mundo no es lucha o, mejor aún, que solo hay educación si hay suspensión de la lucha, de cualquier tipo de lucha. Pero ya sabes que esta idea de refugio educativo fue nuestro mayor fracaso en el semestre que compartimos. A veces, el profesor también fracasa. Y creo que tiene que ver con que no es fácil intentar pensar la educación como la creación de un espacio-tiempo separado para formas de transmisión separadas de los imperativos de la economía, de la política o de la sociedad. De hecho, los discursos que dominan en la educación social tienen que ver con la vinculación a la sociedad, con la integración, con la inserción, con la inclusión. Y lo que nosotros hicimos fue proponer la construcción de un refugio no para integrarse en la sociedad sino para salir, por un tiempo, de los imperativos sociales y, a partir de ahí, poder pensar en otras formas de pensar “lo social” o de estar en “lo social”, sea eso lo que sea. La hipótesis de una educación a-social quizá era demasiado radical, o quizá yo mismo no la tenía lo suficientemente clara como para sugerirla a los estudiantes y convertirla, de alguna manera, en un ejercicio de pensamiento, en algo que diera a pensar. Repetición Karen. Vimos un documental del cineasta Johan van der Keuken, titulado El ojo sobre el pozo (al que volveremos en la palabra “transmisión”). Van der Keuken sigue a una especie de usurero por el interior de la India y, en ese trayecto, graba varios tipos de “escuelas”. Una escuela de baile, otra de artes marciales, una escuela de niños: situaciones de enseñanza y aprendizaje en espacios diferentes. Hay varias entradas posibles para esa película. Podría utilizarse, a título de ejemplo, para discutir la palabra “dietética” en este diccionario, pensando en los regímenes corporales implicados en esas actividades, o incluso en aquello que entra o no “por la puerta”. Igualmente, tendríamos otra entrada posible en la palabra “disciplina”, al observar las reglas de funcionamiento y transmisión en esos ámbitos. Volviendo a mi cuaderno de notas (ese volver a las clases, al cuaderno, a nuestras conversaciones, tienealgo de repetición, ¿no?) veo que en la clase de Antropología Cultural en la que exhibiste la película, tu argumentación giró en torno de las prácticas, los modos de hacer, de cómo las cosasse deben aprender de cierta manera y no de cualquier manera, etc.. Enfatizaste una idea de “transmisión”, otro vocablo presente en este diccionario. Tras este preámbulo, me gustaría que hiciéramos bifurcarse esta palabra en dos veredas (inspirada en el jardín de Borges, en el que los futuros dependían de los pasados escogidos). Una de ellas es pensar contigo en cómo repetir parece algo bastante escolar. Veamos algunas palabras de ese ámbito: relectura, reescritura, reflexión, reinicio, y también acciones, como copiar, memorizar, subrayar, hacer de nuevo. La otra es que, en la película, los gestos de repetición no estaban presentes solamente en el espacio escolar formal. En verdad, aparecían visualmente más claros, incluso, en los otros espacios, como en la escuela de artes marciales. En una escena bastante impactante, los maestros repiten un gesto en la cabeza de los chicos-discípulos mientras entonan una especie de oración. Jorge. Sé que no se estila, pero la repetición es esencial. La lectura y la escritura aún permiten ese gesto pedagógico antiguo, el imperativo de la repetición: léalo otra vez, escríbalo usted de nuevo, piénselo otra vez. La importancia de la relectura, de la reescritura, del pensar como repensar. Lo que pasa es que la repetición es percibida por los estudiantes como una cierta violencia, como un cierto castigo, acostumbrados como están a ir de una cosa a otra, a la novedad permanente, a entender la lectura como información, como contenido, o como pre-texto para la opinión, para el juicio. A entender la escritura como redacción de textos de trámite: de usar y tirar. En la lectura, la repetición supone humildad, concentración, respeto, atención a la literalidad, amor a los detalles, y el reconocimiento de una cierta autoridad del texto. La repetición tiene algo de meditación, de esa meleté que era fundamental en la ejercitación antigua. Y el estudio implica repetición. La repetición es constitutiva del estudio. El estudiante o el estudioso, a diferencia del mero lector, repite. Como sabes, exijo traer los textos ya leídos, subrayados, anotados. Y el hecho de empezar una clase pidiendo a los estudiantes que lean en voz alta sus subrayados es ya una forma de repetición. Lo mismo ocurre con las películas que vemos en clase, que mi primera instrucción es pedir a los estudiantes una especie de subrayado visual, que recuerden y repitan, en voz alta, la imagen, o la escena, que más les ha interesado, que más ha llamado su atención. Hemos desarrollado eso en la palabra “subrayado” y en la palabra “literalidad”. Por otra parte, a lo largo del curso, muchas veces dudo si seguir adelante, repetir o volver atrás. Si pasar al siguiente texto, si repetir el que acabamos de leer, si volver a un texto ya leído pero que ahora puede sonar de otro modo y resonar con otros textos. Lo mismo que me ocurre cuando leo algo que me gusta. Por un lado, tengo ganas de seguir adelante, de leer lo que sigue, de continuar la lectura. Pero también tengo ganas, al mismo tiempo, de releer las páginas que acabo de leer, de detenerme un poco más en ellas. Además, en la segunda lectura, o en el segundo visionado, se puede atender a otras cosas. Como profesor, al terminar el curso siempre tengo la impresión de que habría que repasarlo otra vez, habría que volver a empezar por el primer texto, por la primera película. Como si el curso fuera una línea, un recorrido, pero también, al mismo tiempo, un círculo, un ciclo. Que el curso debería cursarse dos veces. Y ese es, creo, uno de los privilegios del profesor, que puede repetir el curso al año siguiente, que puede convertir el curso que imparte en un ejercicio de repetición para sí mismo. Lo que ocurre es que no hay tiempo para repetir. Algo de eso hemos dicho en la palabra “tiempo”. Además, cuando sugiero a los estudiantes de ver otra vez, en casa, la película que hemos visto juntos en el aula, eso casi nunca funciona. Nadie tiene tiempo para repetir o, quizá, todo el mundo considera la repetición como una pérdida de tiempo. Por eso no se puede suponer la voluntad de repetir y, a menudo, hay que obligar a la repetición, hay que proponer ejercicios de repetición, ejercicios que exijan la repetición. Sobre las repeticiones en la película de Van der Keuken, aunque habría que analizar cada una de las “escuelas” que aparecen en su especificidad, la repetición tiene que ver, como bien dices, con la disciplina. Pero también con el tipo de prácticas tradicionales que se transmiten y que tienen que ver, desde luego, con repetir la tradición, con seguir haciendo lo que ya se hacía y del mismo modo en que se hacía. Una repetición que es propia de las sociedades tradicionales que son, en cierto sentido, neófobas, que tienen fobia de la novedad, a diferencia de las sociedades modernas que serían neófilas. Pero todo estudioso sabe que el estudio tiene algo de culto, y el culto implica la repetición. En toda mirada estudiosa hay un re-mirar (en francés mirar se dice regarder, la repetición que guarda), para poder ver hay que rever. Y en toda lectura estudiosa hay un releer. Para el estudioso, el libro que acaba de leer le dice siempre au revoir, hasta la vista, hasta que nos encontremos otra vez. El libro siempre te dice que tienes que volver, que regresar. Por eso la lectura estudiosa no es solo in-gresar en el texto o progresar en el texto, sino re-gresar al texto. En la repetición estudiosa hay una especie de perseverancia, de tenacidad, de insistencia, pero también de respeto. Respetar es re-spectare, también volver a mirar. Lo que merece respeto es lo que se mira varias veces. Un libro que no merece ser releído, o una música que no merece ser re-escuchada, quizá no valgan la pena. En El libro de la almohada, de Sei Shonagon, ese libro que tú conoces bien y que fue escrito por una dama de una corte japonesa en el siglo X o en el siglo XI, se dice que una de las cosas que hacen estremecer el corazón es “la segunda visita de un amante”. Solo en la repetición alguien se convierte en amante, porque solo aquello que se puede repetir merece ser amado. El estudioso sería un practicante de un culto no-religioso (fíjate que la palabra religión, de re-ligare, también tiene el re de la repetición). Un culto que es, más bien, un modo de existencia, un modo de relacionarse con las cosas del mundo. Lo que ocurre es que la sociedad actual devalúa la repetición porque nos da todo en la forma del consumo. Y lo que se consume, por definición, no se repite, a no ser en el modo gregario del uso reiterado. El marketing está organizado para que nada se repita y para que todo se use y se tire, para que cualquier cosa se agote en su uso. Por eso nuestra sociedad es enemiga de la permanencia. Y la repetición es una práctica de permanencia. En ese sentido está ligada a la re-memoración y al re-cuerdo (otras palabras con el re de repetición). Y podríamos decir, desde ahí, que la transmisión misma es repetición. Una repetición que es renovación, desde luego, porque no hay repetición que no sea una diferencia. Nadie lee dos veces el mismo libro, nadie mira dos veces la misma peli, nadie escucha dos veces la misma música, porque la segunda vez siempre tiene la forma de un “otra vez, de nuevo”, siempre tiene algo de primera vez. Pero transmitir es hacer que algo se repita, que algo permanezca, justamente para que pueda ser renovado y no se pierda irremediablemente. Karen. Manoel de Barros, un poeta brasileño de poemas peculiares, repletos de neologismos, y cuya obra conoces tan bien, pues escogiste la difícil tarea de traducirlo al español, tiene el siguiente verso, en una poesía llamada “Una didáctica de la invención”: “Repetir, repetir… hasta que quede diferente. / Repetir es un don del estilo”. En el sentido opuesto de la perspectiva según la cual repetir es lo contrario de crear, ¿no sería posible “leer” en las palabras del poeta que repetir también podría abrir espacio al pensamiento y a la invención? Jorge. Son magníficos esos versos de Barros, sí, y casi hacen prescindible todo lo que hemos dicho en esta palabra. A mí me recuerdan siempre al elogio de la repetición que hace Deleuze en la P de profesor de su Abecedario. Ya sabes: horas y horas de preparación, de repetición, para diez minutos de inspiración. Cada vez que leo eso pienso en los músicos de jazz: cuanta disciplina para poder improvisar. Recientemente vi el documental de Nelson Pereira sobre Tom Jobim, A luz do Tom, y me impresionó la cantidad de tiempo que dedicaba a estudiar, es decir, a repetir. Vuelvo a Deleuze: “Un curso está hecho de repeticiones, se repite vaya. Es como en el teatro, como en las cancioncillas, hay repeticiones. Si uno no ha repetido mucho no se ha inspirado en absoluto. Ahora bien, un curso implica momentos de inspiración (…). Pero eso no se hace por sí solo, hay que repetir, hay que preparar, hay que repetírselo en la cabeza”. Normalmente se asocia la repetición al aprendizaje de habilidades. Pero está implícita en todo aprendizaje y, desde luego, es fundamental en el estudio. Y en la creación. Nada viene de la nada. Solo los perezosos piensan que repetir es lo opuesto a crear. Manoel de Barros lo sabía. Todo profesor, todo estudiante y todo artista lo saben. Reprimenda Karen. Algunos de los mejores momentos en clase fueron tus reprimendas. No es que fuesen momentos dulces, pero como profesora es interesante observar los gestos que hacen de un profesor, un profesor. Y uno de ellos es la reprimenda, la bronca, como decimos comúnmente en portugués. Algunas eran por e-mail, otras en directo, pero nada les quitaba legitimidad. Desfilaron todas por allí, a lo largo de los días: las generacionales, que forman parte de aquel foso que solo se hace más profundo entre nosotrosy nuestros alumnos con el pasar de los años y la ampliación de nuestra diferencia de edad; las de la atención, motivadas por las conversaciones al oído, por los teléfonos móviles, por los auriculares, por las cabezas mirando para atrás; las del pensamiento, cuando sabes que en aquel lugar hay apenas un cuerpo y nada más; las de las tareas, cuando te ves obligado a seleccionar “voluntarios” en medio de una clase inmóvil; las de los ejercicios, cuando está claro que la tarea de subrayar el texto la hicieron mientras escribías las primeras palabras en la pizarra; las de largo plazo, cuando ya han pasado varias semanas y nadie tiene definido aún el tema del trabajo final; las de cuño moral, sobre la falta de compromiso en los estudios y la desmoralización del mundo en el que se vive... Vuelvo a decir que tus reprimendas se cuentan entre los mejores momentos de tus clases por el interés que me despertaron en relación a lo que es posible ver del otro en un oficio que yo también ejerzo. Por otro lado, yo era esa tercera persona -como describiste en el vocablo con mi nombre- que sabía cosas de los alumnos a las que tú no tenías acceso y que, por eso, sufría bastante con ellos, en algunas de esas situaciones. Podrías hablar sobre el sentido de esas reprimendas en el trabajo del profesor y sobre la razón por la que han conquistado un lugar en este diccionario. Jorge. La enumeración que haces de los motivos de mis reprimendas me lleva a pensar que todas ellas tienen que ver con la dedicación al trabajo y con la responsabilidad con las tareas asumidas. Digamos que lo mínimo que un profesor les puede pedir a sus alumnos es que estén presentes en la clase (eso que hemos desarrollado en la palabra “atención” y, sobre todo, en la palabra “presencia”) y que hagan las tareas a las que ellos mismos se han comprometido. Por eso mis reprimendas están relacionadas con la sensación de fraude, de juego sucio o, como diría Fernando, de impostura (y no solo conmigo). Y tal vez también, por qué no decirlo, con la sensación de falta de respeto hacia mí como profesor, hacia lo que hay sobre la mesa como materia de estudio, hacia la sala de aula como lugar que exige una cierta responsabilidad pública, y hacia ellos mismos como estudiantes. Algo como: respeten a su profesor (y a sus maneras, tal vez torpes, de hacer las cosas con cierta seriedad, no de cualquier manera), respeten los textos y las pelis (que han sido elegidas con mucho cuidado, que no son cualquier cosa), respeten el lugar en el que estamos (un lugar público, un lugar de palabra, y no de cualquier palabra), respétense a sí mismos (y al privilegio que tienen de poder dedicar un tiempo de su vida al estudio). Las reprimendas, en definitiva, tienen que ver con tratar de establecer o de re-establecer, una y otra vez, qué es lo que estamos haciendo ahí y a qué nos obliga o nos compromete. Además, creo, el tono de mis reprimendas no es tanto de agresividad como de tristeza y también, por qué no decirlo, de un cierto cansancio. Pero si esta palabra aparece en el diccionario es porque me gustaría tematizar muy brevemente si la reprimenda forma parte del oficio de profesor y, sobre todo, qué tipo de reprimenda. Y es ahí donde esta palabra podría ser leída junto a “cascarrabias”, junto a “descuidado” y junto a “sermón”. Hay un texto célebre de Theodor W. Adorno, una conferencia que se emitió radiofónicamente en 1965 y que se titula “Tabúes sobre la profesión de enseñar”, en el que se habla de ese imaginario del profesor como “tirano de escuela” o incluso como “tamborilero de nalgas” o “apaleador de criaturas indefensas”. De hecho, Adorno relaciona casi todas las formas de menosprecio a los profesores con imágenes de su función disciplinaria. Esta imagen, dice Adorno: “Presenta al maestro como alguien físicamente más fuerte que golpea al más débil. El maestro, digámoslo así, no juega limpio. Tiene la ventaja de su saber frente al de sus alumnos, una ventaja de la que se aprovecha ilegítimamente, puesto que es inseparable de su función, en tanto que lo que en realidad hace es extraer de ella una autoridad de la que le resulta difícil prescindir”. Aquí Adorno se refiere a la disciplina como una demostración de fuerza y como una conducta, digamos, ventajista. El profesor puede permitirse el castigo (que siempre será una versión débil del castigo físico) porque es más fuerte y porque lo necesita para mantener su autoridad. Un poco más adelante, sin embargo, aparece la reprimenda, pero ésta ya no está del lado de la fuerza sino de la debilidad. Y es que el trabajo del profesor, dice Adorno: “Acontece en la forma de una relación inmediata, en un dar y un recibir, a la que nunca podrá hacer plena justicia (…). Lo que acontece en la escuela queda, por razones básicas y de principio, muy por detrás de lo esperado con tanta pasión”. El oficio de profesor está incrustado en una relación inmediata y por eso el profesor no puede separar su trabajo del afecto. Y es ahí donde está, según parece, su carácter intrínsecamente decepcionante. Digamos que el profesor no puede evitar, y eso por la naturaleza misma de su trabajo, sentirse decepcionado por sus alumnos, sentir que lo que realmente pasa en sus clases está muy por detrás, o por debajo, de lo que esperaba. Pero además, insiste Adorno, la profesión docente ha quedado arcaicamente rezagada respecto a la sociedad cuya representación ostenta, y es ese arcaísmo el que suscita: “Sus refunfuños, sus lamentos, sus reprimendas y similares; formas de reacción que están siempre cerca de la fuerza pero que a la vez revelan inseguridad y debilidad. Ahora bien, si el maestro no reaccionara subjetivamente, si estuviera ya tan objetivado que ni siquiera fuera capaz ya de falsas reacciones, se presentaría a los niños como radicalmente frío e inhumano y sería probablemente rechazado por ellos de modo aún más violento”. Las reprimendas, los lamentos y los refunfuños (y yo creo que mis reprimendas tienen algo de refunfuño pronunciado en voz alta y, desde luego, mucho de lamento) son, dice Adorno, falsas reacciones, reacciones subjetivas (las máquinas de enseñar no se lamentan, ni refunfuñan, ni dan reprimendas, aunque ahora que los robots ya comienzan a estar diseñados para tener reacciones “emocionales” tal vez no falte mucho para que también incluyan las reprimendas entre sus respuestas). Pero también dice después que son precisamente esas cosas las que le confieren al profesor algo de humanidad. Digamos que la reprimenda sería propia de un profesor que aún está ahí, sería parte de la presencia del profesor, de la manera como él mismo, subjetivamente, está presente en lo que hace y en relación a lo que hace. Pero eso de la reprimenda es tan viejo como la figura del profesor. En La hermenéutica del sujeto, Foucault trata la cuestión de la emedatio, de la correctio, tal como aparece ya en las primeras escuelas filosóficas de la antigüedad, donde la formación es inseparable de la corrección. La iniciación de los jóvenes en el cuidado de sí, dice Foucault, no solo pasa por formar sino también, y sobre todo, por corregir. Y eso porque la formación no se plantea sobre un fondo de ignorancia (no tendría que ver, fundamentalmente, con la transmisión del saber) sino sobre un fondo de malos hábitos y de dependencias ya constituidas que es preciso sacudir. En primer lugar, la corrección tiene un aspecto de transformación de la hexis, de los hábitos. Hay todo un proceso pedagógico en el que el maestro tiene que hacer pasar al discípulo del estatus de “no corregido” al de “corregido”. Un paso, además, que no puede hacerse sin maestro, para el que hacen falta maestros. En segundo lugar, la corrección se identifica con liberación. No se trata pues de un proceso que tenga su lugar en el interior del sujeto, sino que tiene que ver con que no sea dependiente o esclavo. Se trata, por tanto, de un proceso en el que se pasa del estatus de “siervo” al de “libre”, entendiendo por liberación una especie de renuncia a todas las dependencias exteriores que obstaculizan el cuidado de sí. Por eso la emendatio implica apelar a una especie de transfiguración o de mutación de sí. Foucault dice que la emedatio apela a una ruptura que no se produce en el yo: “No es dentro del yo la cesura por la cual éste se arranca a sí mismo, renuncia a sí mismo para renacer, tras una muerte figurada, distinto de sí. Si hay ruptura –y la hay- es una ruptura con respecto a lo que rodea al yo. Hay que efectuarla en torno al yo para que éste no sea más esclavo, dependiente o forzado”. Naturalmente, con mis reprimendas, yo no apelo a una especie de renacimiento. Pero creo que eso de tratar de convertir al alumno en estudiante sí que tiene que ver, por seguirlo diciendo en foucaultiano, con un actuar sobre los modos de subjetivación. La reprimenda, ese discurso un tanto patético (y, en nuestra época casi ridículo) orientado a la corrección, tiene también algo de cura, de terapia, pero creo que, en mi caso, tiene una doble función. Está dirigida a los alumnos, desde luego, a corregir algunos comportamientos, pero está orientada sobre todo a la sala de aula misma o, si se quiere, a las condiciones mismas del estudio. Tal vez por eso, porque eso está muy difícil, mis reprimendas tienen más de lamentatio que de correctio y apelan, la mayoría de las veces, a una reflexión, casi siempre inútil, sobre qué estamos haciendo aquí. Retrógrado Karen. Al lector debe parecerle curioso depararse con una palabra como esta en este diccionario. Me pediste que la colocase aquí sin muchas explicaciones. Así que voy a dividir mi intervención en tres partes, también sin muchas explicaciones. La primera se refiere a uno de los textos de tu libro Tremores, titulado “Fim de partida”. Al hablar sobre “leer, escribir y pensar” en una facultad de educación, te adentras en debates acerca de los rumbos que la universidad ha venido tomando. Dices que los que defienden que la universidad tiene una función social y que es una institución de enseñanzay aprendizaje ciertamente tienen razón. Pero te preguntas si también el pensamiento tiene una función, y al mismo tiempo crees que tal función no se puede capturar institucionalmente, y que depende de un espacio heterogéneo, creado individual o colectivamente, para que este “acontecimiento” (el del pensamiento) ocurra. Sin embargo, afirmas que mucha gente está abandonando la universidad y que te sientes “triste, impotente, cansado y vencido”. Esta conversación podría estar en “ánimo”, pero tu cansancio me parece que está relacionado con el hecho de estar desencantado con ese tipo de universidad, con la forma que la universidad ha ido tomando en los últimos tiempos. ¿El hecho de ser “contrario a lo nuevo” te coloca en una posición retrógrada? Jorge. Como la palabra “retrógrado” la hemos elegido para provocar (y para dejar al lector el juicio de si es o no adecuada), tendremos que ser cuidadosos en su tratamiento y, para eso, creo, van muy bien los caminos que me abres con tus preguntas. De hecho, habíamos pensado en poner “reaccionario”, sobre todo para que nos permitiera contar el uso de esa palabra por el nacionalsocialismo hitleriano contra todos los que se oponían a la marcha implacable del Reich hacia la conquista del futuro. Günther Anders explica muy bien la identificación fascista de “crítica” y “reacción”: “La denigración del crítico como saboteador reaccionario formó parte de la táctica ideológica del nacionalsocialismo que, mediante la identificación con el ‘movimiento’ se valoraba a sí mismo como movimiento de progreso, pues al caracterizar la crítica como ‘eo ipso’ reaccionaria resultaba necesariamente que el mismo régimen tenía que ser progresista”. Además, el mismo Anders cuenta que sus posiciones eran también tachadas de “románticas” porque sus oponentes decían que defendía, de forma un tanto intransigente, “una concepción humana del hombre” cuando trataba de pensar el modo como el mundo de los aparatos estaba produciendo un “tipo humano” peligrosísimo, no solo para sí mismo, sino para lo que Hannah Arendt (con la que estuvo casado) llamaba “mundo” y, desde luego, para el planeta que aún nos sustenta. Y seguramente, hoy en día, también sería tachada de reaccionaria o de romántica cualquier persona que se oponga a la marcha suicida del turbocapitalismo depredador hacia el desastre (hacia lo que algunos ya anuncian como el fin del mundo), y que no sustente esa oposición al desastre en que tenemos que inventar alguna cosa (nueva) sino en que tenemos que defender alguna cosa vieja (que hemos perdido, u olvidado, o que nos han robado, o que está siendo sistemáticamente arrasada a veces con nuestra colaboración entusiasta). Así que dejaremos al lector la decisión última sobre si las posiciones que vamos a enunciar son retrógradas, reaccionarias, románticas, conservadoras, anacrónicas, modernas o incluso, si se me apura, pre-modernas (en la palabra “universidad” he citado un texto del siglo XIII) y haré mía, para comenzar, esa sentencia de Santiago Alba Rico que dice que ser de izquierdas “es ser revolucionario en lo económico, reformista en lo institucional y conservador en lo antropológico”. Tras este quizá demasiado largo preámbulo, voy primero a desarrollar un poco eso que dices de si soy “contrario a lo nuevo”. Diré, primero, que soy contrario, sí, a la encarnizada y viejísima operación de desprestigio contra la así llamada “escuela tradicional” (de la que el fantasma de la “universidad tradicional” sería una de sus variantes). Esa demonización de lo que Pennac llama “la vieja y querida escuela republicana” que se ha venido produciendo de forma implacable en las últimas décadas y que, como muchos estamos comenzando a sospechar, no es sino una de las caras de una gigantesca operación de acoso y derribo a la escuela (y a la universidad) pública tout court. Ya está bien de presentar a los profesores como bestias autoritarias, dedicados todo el tiempo a vigilar, a castigar y a imponer a los pobres niños una férrea disciplina; apegados a la transmisión dogmática de unos contenidos rígidos, excesivos, rancios y polvorientos, además de inútiles y alejados del mundo de los niños; defensores de la memorización mecánica, la repetición obediente y la sumisión a la autoridad; y desde luego insensibles a las emociones, a la cultura juvenil y “a lo que pasa fuera de la escuela”. Frente a ese fondo de la “escuela tradicional” se enuncia siempre el mismo chantaje, el de que los tiempos han cambiado, el de que hemos entrado en un nuevo paradigma, el de la necesaria adaptación a lo-nuevo-inevitable. Todo eso de que los modos de hacer de la escuela (y de la universidad) son rígidos, estáticos e inmovilistas, mientras que el contexto social (y económico) es cambiante, las formas culturales (y de vida) están transformándose una barbaridad, las innovaciones pedagógicas (sobre todo tecnológicas) son continuas. El mensaje subyacente es que la escuela (y la universidad) están anticuadas, que tienen que renovarse, que esa renovación significa adoptar un espíritu creativo, lúdico y, desde luego, participativo, abierto a la sociedad y sensible a los cambios, y, desde luego, eso sí, adoptando formas colaborativas. Hemos hablado muchas veces de cómo las imágenes que publicitan las escuelas (públicas y privadas, de derechas o de izquierdas) incluyen siempre niños felices, trabajando en equipo, aprendiendo mientras juegan, preferentemente en la sala de ordenadores o en el patio, y que están completamente elididas (seguramente por rancias y poco atractivas) las imágenes de la sala de aula, de la pizarra o de los bancos alineados. Los imperativos de la época son flexibilidad, desregulación y cambio permanente, y hay que remover todo lo que obstaculiza la revolución pedagógica en marcha. En ese libro que ya he citado alguna vez, Escuela o barbarie, puede encontrase una excelente exposición de la coincidencia entre las nuevas maneras de entender a los alumnos en la escuela y las características exigidas para los trabajadores del nuevo capitalismo neoliberal. Las “competencias” requeridas por las empresas tienen que ver con la flexibilidad, la creatividad, el pensamiento divergente, la capacidad cooperativa y de trabajo en equipo, la capacidad de resolución de problemas complejos, la capacidad para trabajar por proyectos; todo eso de saber asumir y enfrentar retos y desafíos (con el espíritu deportivo propio de los nuevos tiempos), de no anclarse en las rutinas del pasado ni en la estabilidad de lo aprendido, de ser capaces de adaptarse a los cambios (y de producir cambios), de ser innovadores, capaces de tomar iniciativas, de asumir compromisos emocionales y, desde luego, con optimismo y pensamiento positivo. El lema, ya se sabe, es la sustitución de los “contenidos” (rígidos, estáticos y relativamente duraderos) por las competencias (flexibles y cambiantes, susceptibles de entrenamiento y reentrenamiento permanente) y, más en general, la sustitución de la “cultura de la enseñanza” (lo que antes se llamaba “transmisión de los saberes”) por la “cultura del aprendizaje”, todo eso del aprender a aprender, a lo largo de toda la vida, en cualquier lugar y a cualquier hora y, preferentemente, con la ayuda de las nuevas tecnologías (es decir, sin esas antiguallas que son los horarios fijos, las salas de aula cerradas, las disciplinas rígidas, o los profesores dogmáticos y exigentes). En definitiva, lo que se corresponde con la emergencia del aprendizaje como principal fuerza productiva (y, por tanto, capitalizada) de la sociedad del conocimiento, o de la información, o de lo que nosotros llamamos el capitalismo cognitivo. Esa cultura del aprendizaje incluye lo que se han llamado “inteligencias múltiples”, entre ellas la emocional, muy funcional desde luego en lo algunos llaman capitalismo emocional o libidinal, ese que convierte el deseo en fuerza productiva. La lógica de quebrar los vínculos, todo lo que es sólido y duradero, y liberar la imaginación y el deseo. Pasar de lo sólido a lo líquido (por usar la metáfora de Bauman) y, con ello, apuntarse al desprecio de lo viejo, de lo anticuado, de lo que dura o, lo que es lo mismo, a la obsolescencia programada. Y, lo que es muy importante, insistir una y otra vez que ahora es el alumno (y no el saber) el que es el protagonista. Escuela o barbarie analiza todo eso en su desarrollo histórico, en un relato que podría comenzar con los emisarios del futuro a los que yo leí de joven en la facultad de pedagogía (el Aprender a ser, de Edgar Faure), que podría tener su continuación en lo que leen ahora mis alumnos (La educación encierra un tesoro, de Jacques Delors) y que en Barcelona vemos todos los años cuando las empresas tecnológicas presentan sus novedades en el Congreso Mundial del Móvil: el clarísimo y transparente programa educativo que los heraldos del futuro están diseñando para los nuevos tiempos. Además, el libro repasa muy bien los programas educativos de los partidos de izquierda (completamente rendidos a lo-nuevo-inevitable) junto con el discurso anti-institucional y anti-autoritario que sirve de cobertura ideológica a esa “revolución educativa” que está siendo un verdadero tsunami para la escuela (y la universidad) pública. Frente a todo ese ímpetu revolucionario, innovador y neovanguardista lo que me sale, cada vez más, es un impulso “reactivo” que me pone en guardia y a la defensiva. Y cuando veo que esas ansias renovadoras se han hecho unánimes y son universalmente compartidas por todos los poderes (el único enemigo parece que aún es “la escuela tradicional” y, por tanto, “los profesores anclados en sus rutinas”, de los cuales yo mismo debo ser un ejemplo) se me pone en la cara un gesto de descreimiento como el del porquero en el célebre incípit del Juan de Mairena de Antonio Machado: “La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Agamenón: de acuerdo. El porquero: no me convence”. Porque, digan lo que digan, cada vez está más claro que la revolución educativa en marcha es la de Agamenón. Con todo eso, está claro que mi respuesta a la segunda parte de tu pregunta, eso de la “función social de la universidad”, por un lado, y lo de “abrir un espacio para el pensamiento” por otro, solo puede ser que la universidad (y la escuela) no solo están cumpliendo de maravillas su función social, es decir, poniéndose al servicio de “la sociedad”, sino que están confundiéndose con la “sociedad” misma (esa que ya se llama sociedad del aprendizaje, del conocimiento o de la información). La universidad (y la escuela) se parecen cada vez más a una empresa o a un shopping, con lo cual están dejando de ser universidad (o escuela). Ya no se puede decir que la universidad (o la escuela) esté separada de la sociedad, pero casi nadie recuerda que es justamente esa separación la que la hacía que la universidad fuera universidad (y que la escuela fuera escuela). Y tal vez lo que me hace retrógrado (o reaccionario, o romántico) sea mi empeño en mantener eso que antes se llamaba “la separación académica”, es decir, que la universidad (y la escuela) se rigen por lógicas académicas (las que tienen que ver con el saber, con el pensar y, si me apuras, con la verdad, sea eso lo que sea), y que eso es lo único que puede protegerlas de su captura por las lógicas económicas, políticas o sociales que, en esta fase del capitalismo, son mucho más flexibles y están mucho menos reguladas. Karen. En una de tus conferencias en Florianópolis, en 2015, al hablar del dispositivo escuela, y por consiguiente de la universidad, en un momento dado dijiste que tu generación luchó por romper los muros, por derribar todos los tipos de muros, inclusive aquellos que separan la sociedad y las instituciones escolares. Pero que ahora ya no tienes tanta seguridad, y que tal vez el movimiento debiese ser el contrario, el de “proteger”, de alguna manera, esas instituciones de aquello en lo que se ha convertido la sociedad, de una especie de shoppinización del mundo. ¿Eso no suena algo conservador? Jorge. El asunto fundamental es el de la separación. Porque el engaño está en pretender adaptar la universidad a la sociedad o en, términos más “progresistas”, en poner la universidad “al servicio de la sociedad” o incluso, dicho de otra manera, en poner el acento en “la función social” de la universidad. La escuela (y la universidad) moderna está vinculada a los principios ilustrados. Eso quiere decir, en primer lugar, que hay que arrebatar a la iglesia el control de las instituciones educativas. De ahí viene lo de escuela (y universidad) pública y laica. Y también lo de diseñar el funcionamiento de la escuela no desde el derecho de los padres a decidir qué educación quieren para sus hijos, sino desde el derecho de los hijos a escapar de la tutela pedagógica de los padres (o de cualquier “comunidad de creencias”, sea esta religiosa o de cualquier otro tipo). Pero también quiere decir, en segundo lugar, blindar la autonomía de la escuela (y de la universidad) de cualquier interés económico o político. De hecho, la escuela (o la universidad) solo podía tener una “función social” (solo podía contribuir al “progreso social”) si se separaba de esa misma sociedad que la instituía. Es esa doble separación (de la familia, de la política y de la economía) la que fue siempre frágil, precaria y combatida, pero solo ella podía garantizar que la escuela (y la universidad) se organizaran según la “lógica académica” de la transmisión de los saberes, de la instrucción de los niños y de los jóvenes, de la consecución de una sociedad alfabetizada e instruida, y no según otras lógicas (como la familiar, la política o la económica) que podían desvirtuarla. Además, en tercer lugar, las luchas populares en el interior de ese marco ilustrado consiguieron instaurar en la escuela (y en la universidad) la tercera separación fundamental, esa que supone una escuela igual para todos, una escuela que, en todos sus niveles, se afirma como derecho y no como inversión, y que recibe a los niños y a los jóvenes en función de su derecho y no de su estatus (ni siquiera de su mérito). Y todo eso, por último, unido a los ideales republicanos que suponían que había que conseguir las condiciones materiales e intelectuales para la participación de todos en los debates democráticos, es decir, públicos, es decir, libres y desinteresados, orientados a la construcción, la defensa y el progreso de la res pública. No orientados a la defensa de los intereses particulares y privados de cada uno, sino a ocuparse y preocuparse por los asuntos de todos. Esos son los rasgos fundamentales de la escuela pública o, aún mejor, son esas separaciones las que constituyen el carácter público de la escuela (y de la universidad) pública. Esa, y no otra, es la escuela (y la universidad) tradicional, tan denostada. Y el modelo antropológico en el que basa y al que aspira tiene un nombre claro y rotundo: el ciudadano (no el emprendedor, sino el ciudadano). Fue una idea que nunca se realizó completamente (como tampoco se realizaron completamente otros principios ilustrados como la separación de poderes o los derechos ciudadanos), que siempre estuvo sometida a enormes tensiones (como todos los principios democráticos que las luchas populares fueron consiguiendo en el interior del capitalismo y de la sociedad de clases), pero creo que fue una invención digna y hermosa, un proyecto interesante, que en su marco se realizaron muchas cosas bellas y justas de las que deberíamos sentirnos herederos y orgullosos (en España, lo mejor de la tradición pedagógica republicana, que duró tan poco), y que es preferible tratar de conservar (críticamente, desde luego) el armazón fundamental de esa posibilidad irrealizada que jugar a criticarlo todo, a empezar de nuevo, y a creerse ue ese “empezar de nuevo” consiste en inventar cachivaches “avanzados” y metodologías “innovadoras” (que es lo que mejor se vende). Tal vez sea esa posición la que me hace retrógrado. Iván Illich usaba a veces una vieja expresión latina: corruptio optimi quae est pessima, “la corrupción de lo mejor engendra lo peor”. Esa frase sirve de título a una recopilación muy interesante de sus textos teológicos y alude a una de sus ideas básicas: la de que muchos de los males del occidente moderno resultan de la perversión del mensaje cristiano. Pero lo que a mí me interesa no es tanto esa tesis como ese gesto, presente en todos los movimientos reformistas cristianos, de que algo importante, original, se ha corrompido (se corrompe inevitablemente) y que de vez en cuando se hace necesario un movimiento de recuperación, de restauración, de refundación, de vuelta al espíritu original. Si el cristianismo se pervierte, el enemigo no es el cristianismo sino su perversión, es decir, el Papa, la jerarquía eclesiástica y la curia vaticana. Sin mantener una idea de verdad original o revelada, pienso que en la historia de la humanidad hay algunos inventos maravillosos (entre ellos la escuela y la universidad), que el paso del tiempo (y los intereses de unos cuantos) los pervierte y, en algunos casos, los arrasa, y que, de cuando en cuando, hay que tratar de repensarlos y de reactualizarlos. La idea, en definitiva, de que lo importante es tratar de conservar la dignidad y la belleza de la escuela (y de la universidad) frente a la voracidad salvaje de ese capitalismo que se alimenta de la “destrucción creativa”. Sabiendo además que, en estos tiempos, la “cultura del aprendizaje” es la doctrina oficial de los poderes del momento (en todos los organismos municipales, nacionales e internacionales que trabajan denodadamente por la innovación educativa). Me parece que no necesitamos una nueva idea (flexible, creativa, lúdica y participativa) de lo que sea la universidad (y la escuela), sino luchar por la (vieja) idea de una escuela pública, laica y para todos que mantenga sus separaciones constitutivas. Lo que hace falta no es reinventar la escuela (o la universidad), sino volver a pensar qué es la escuela (o qué es la universidad). Tengo la impresión de que nos estamos confundiendo de enemigo, de que la así llamada “escuela tradicional” no es sino un fantoche agitado todos los días por los “hombres del futuro” para espantar a los niños y a los inocentes, y que el verdadero enemigo no son los profesores a la antigua (ya tan frágiles y completamente a la defensiva) sino esa “revolución educativa en marcha” que está acabando con el oficio de profesor y que lo está arrasando todo. A los niños y a los inocentes les encanta eso de imaginar el futuro. Me contaste que en la escuela en la que trabajas alguien montó un “árbol de los sueños” para que los niños colgaran papelitos con frases sobre cómo les gustaría que fuera la escuela. Y, como sabes, mis alumnos se reunían en asamblea para imaginar y discutir “la universidad que queremos”. Pero no se trata, creo, de soñar posibilidades y de dejar volar la imaginación, sino de volver a pensar, una y otra vez, qué es la escuela (y qué es la universidad), y qué hay que hacer para defenderla. Y ahí, me parece, el asunto fundamental es el de afirmar el sentido público de ambas instituciones. Algo que, desde luego, no tiene que ver solo con su titularidad. Siguiendo a Illich, a lo mejor no se trata de imaginar y de crear un mundo nuevo (en el que no quede ni rastro de los pocos vestigios de ilustración que siglos de luchas han conseguido incrustar en el capitalismo y que son, además, lo único que aún se le resiste un poco), sino de repensar y reactualizar esos viejos inventos, desde luego criticables, en los que en algún momento se encarnó algo importante para la dignidad humana. El mismo Illich clamaba algunas veces contra la idea de futuro como “devoradora de hombres”. Hay que decir claro que ni la escuela ni la universidad públicas estaban al servicio del capitalismo, o del fascismo, o del estalinismo (la única manera que tuvieron éstos de ponerlas a su servicio fue hacerlas “funcionales” a sus modelos económicos, sociales y políticos, es decir, corromperlas), que energúmenos los hay en todas las casas, y que uno de los principios de la ilustración era también que las instituciones humanas son imperfectas (y por tanto perfectibles) pero, en cualquier caso, son mejores que los hombres que las han inventado (y, además, tienen la capacidad de hacerlos mejores). Karen. Vimos recientemente una película de Pedro Costa titulada Ne change rien, es decir, No cambies nada. Al hablar de la elección del título (por deseo de la actriz y cantante Jeanne Balibar), el cineasta lo relaciona con Godard, Bresson, etc. Pero lo que me llamól a atención fue precisamente sus argumentos sobre la cuestión: el hecho de que, hoy, los títulos tienen que ser “tienes que cambiar” o “cambia todo”. Por lo tanto, su título sigue el camino contrario de lo que se suele oír, o esperar de cualquier cosa: que cambie. ¿Esa idea de retrógrado también podría estar relacionada con cesar un tipo de movimiento, un proceso de aceleración desmedido, o tal vez con ir en sentido contrario del imperativo de que todas las cosas tienen que estar en movimiento constante? Jorge. En Leer con niños, Santiago Alba Rico cuenta una fábula seguida de una moraleja. Había una vez hace muchos años un país que soportaba un terrible dragón que hacía vivir a los aldeanos en permanente congoja. El dragón no había matado a nadie, pero en sus andanzas por el país: “No podía evitar chamuscar las copas de los árboles con su aliento de fuego ni pisotear las espigas de trigo en sazón ni derribar a veces de un coletazo un establo o un granero. Por las noches su inhumano relincho volaba con respiración de trueno y tumbaba las vallas; los niños se despertaban con fiebre, las vacas daban leche agria y el agua de los ríos bajaba densa y oscura de las montañas”. Al rey se le ocurrió un remedio inspirado en la tradición y ofreció la mano de su hija al caballero que acabara con el dragón y, como es de esperar, tanto los jóvenes aldeanos animados de buenas intenciones como muchos caballeros llegados de todas partes atacaron al dragón y sucumbían uno a uno en el intento. Poco a poco el país se fue quedando sin sus mejores paladines, el rey se declaró vencido y la princesa tuvo que enterrar sus sueños de amor y de matrimonio. Pero lo que ocurrió es que la bestia no había salido indemne de tantos asaltos, arrastraba su cuerpo por las montañas liberando torrentes de sangre entre las patas y resoplaba un fuego cada vez más débil. Finalmente se desplomó y murió, y entonces, cuando el pueblo estaba celebrando la victoria: “Un alarido salvaje interrumpió la fiesta. La noticia llegó a todas partes apenas un instante antes que los males que anunciaba: los tártaros, solo retenidos hasta entonces por la presencia del dragón, habían cruzado en masa la frontera y habían invadido, matando, violando y destruyendo el país. Y no había nadie para ofrecerles resistencia”. La moraleja del cuento es la siguiente: “Durante años los hombres justos, los hombres normales, descontentos del orden de las cosas, sublevados contra tanto sufrimiento, han creído que el enemigo era la familia, la escuela, la universidad o el estado, que chamuscaban sus campos y alimentaban mal a sus vacas, sin percatarse de que en realidad les estaba protegiendo de los tártaros, es decir, del capitalismo. Éste es un poco el proceso en virtud del cual, incluso o sobre todo desde la izquierda, los hombres justos han dejado hoy el campo abierto”. La moraleja se refiere también, creo, a las dificultades que la izquierda ha tenido siempre para ser conservadora (para proteger aquello que merece la pena conservar), y que en su lucha por un mundo mejor se ha dejado hechizar por palabras como “revolución”, “transformación”, o “cambio” y las ha aplicado a ámbitos en los que lo mejor hubiera sido adoptar una actitud, si no defensiva (porque el dragón es indefendible), si por lo menos de no ataque. En esa misma línea, en Escuela o barbarie, los autores afirman que hay asuntos que exigen una postura conservadora precisamente contra el carácter turborevolucionario del capitalismo. La educación, dicen, es uno de ellos, y: “La idea de una ilustración del pueblo, fundamentalmente a través del sistema de instrucción pública, concebido como un derecho de la ciudadanía, exige pensar en términos conservadores y reformistas, pero no revolucionarios”. La escuela pública debe ser concebida: “Como una de las conquistas más grandiosas de la clase obrera, una conquista que debe, ane todo, ser conservada, mimada y potenciada (…). Además, la escuela pública tiene que ser conservadora porque su tarea es, para empezar, conservar el conocimiento como un patrimonio de la humanidad a que todo ciudadano, rico o pobre, debe tener derecho de acceso (…). Hay muchas cosas en este mundo que conviene que no cambien, o que cambien lo menos posible”. Entre otras cosas, porque son lo único que tenemos para que los tártaros no tengan el campo abierto (o, al menos, tan abierto). Karen. Es importante recordar que la frase de Pedro Costa “no cambies nada”, tiene una segunda parte que dice “para que todo sea diferente”. Por ahora podríamos terminar por aquí. Ricos Karen. En la asignatura de Sociología de la Educación el hilo conductor era la discusión del asunto “pobreza” (como ya quedó explícito en esa palabra tal como aparece en este diccionario). Había una curiosa serie de ejercicios que invertían la lógica que se esperaba en la asignatura e, incluso, en el grado de Educación Social. Como ya mencioné en la palabra “gilipollas”, los alumnos tenían que diseñar proyectos de prevención, recuperación, reinserción social, que deberían planearse para los “ricos”, y no para los “pobres”. El trabajo de campo, por ejemplo, se realizó en shoppings o grandes centros comerciales (una de esas salidas se describe en la palabra “shopping”). Confieso que al principio fue divertido imaginar esa especie de inversión. Sin embargo, al seguir y orientar a los grupos, tuvimos dificultades para construir esa lógica contraria. Tú ya explicaste tu interés en la palabra “pobreza” en este diccionario, así que ¿porqué proponer un ejercicio en esa asignatura con la palabra contraria? Jorge. Explicaré cuál fue el juego que inventé para el curso. Como ya hemos contado en la palabra “pobreza”, el trabajo de clase consistió en leer textos y ver pelis de distintos géneros y de distintas épocas que dieran una cierta imagen de la pobreza. Puesto que la asignatura está en el grado de educación social, algunos de esos textos incluían ciertas intervenciones de tipo social o educativo sobre los pobres (de hecho, la mayoría de las “salidas profesionales” del grado tienen que ver con trabajar con los pobres). Pero decidí hacer el trabajo de campo en un shopping. Y decidí que el trabajo final que los alumnos tenían que hacer en grupo fuera la formulación de un proyecto educativo no dirigido a pobres sino a ricos. El programa de la asignatura, tal y como estaba en el programa que los estudiantes tenían desde principio de curso, no daba pistas sobre la naturaleza del trabajo final y decía simplemente así: El trabajo final de grupo consistirá en la formulación de una “idea para un proyecto educativo” de tipo ‘re’, de tipo ‘pre’ o de tipo “psi” en un contexto que problematice el sentido común de la educación social. En el trabajo de grupo se prestará especial atención a la forma de su presentación. Me pareció necesario esperar hasta que hubieran pasado algunas semanas para contar qué quería decir eso de “problematizar el sentido común”. Comencé diciendo que una de las palabras que más aparecen en los discursos y las prácticas dominantes en educación social es la palabra “necesidad”. De hecho, los pobres son aquellos que se definen por lo que necesitan, y la mayoría de los proyectos sociales dirigidos a pobres comienzan por un diagnóstico de las necesidades. Además, como esos proyectos suelen estar perfilizados, es decir, dirigidos a un sector de la población, suelen distinguirse necesidades específicas en los distintos grupos sociales en los que se divide la categoría genérica de pobreza. De hecho, aunque la mayoría de mis alumnos van a trabajar (si trabajan) con pobres, los proyectos o programas en los que van a participar van a estar dirigidos a mujeres emigrantes, a jóvenes en riesgo social, a desempleados, a mujeres maltratadas, a niños bajo tutela, etc., cada uno de ellos, claro, con sus necesidades (educativas) específicas. En ese contexto, si recuerdas, leí algunos párrafos de un texto clásico de Iván Illich que se titula Historia de las necesidades y en el que explica cómo la ideología del desarrollo fabrica la idea del hombre necesitado, del homo miserabilis y, en esa operación, convierte la pobreza en una categoría operativa sobre la que puede establecerse una cohorte cada vez mayor y más diversa de expertos y profesionales dedicados a diagnosticar y atender a las necesidades de la gente. A continuación lancé la pregunta de cómo se vería el mundo si sustituyésemos la categoría de “necesidades” por la de “privilegios”. Digamos que nuestra sociedad se la pasa visibilizando las necesidades e invisibilizando los privilegios. Y se la pasa también interviniendo sobre los pobres (sujetos de necesidades) y no, desde luego, sobre los ricos (sujetos de privilegios). El que los pobres tienen necesidades forma parte de nuestro sentido común, como también que hay que evaluar y atender esas necesidades con prácticas de todo tipo (de vivienda, de cultura, de educación, de inserción laboral, etc.). Las estadísticas suelen decirnos que el desempleo afecta al 30 % de los jóvenes emigrantes o hijos de emigrantes, pero no suelen decirnos que afecta apenas al 3 % de los blancos, nativos, procedentes de familias con un patrimonio superior a los 100.000 euros y con estudios universitarios de postgrado (las cifras son desde luego imaginarias). Esta última estadística nos dice algo sobre los privilegios de una parte de la población y, sobre todo, de una jerarquía entre grupos sociales según la cual las necesidades de los unos y los privilegios de los otros son dos caras de la misma moneda. Señalé también que es muy distinto un programa político orientado a la “pobreza cero” que un programa dirigido a “privilegios cero”. La conclusión, naturalmente, fue si la educación no debería quizá dedicarse a combatir los privilegios de los ricos al menos con la misma energía con la que se dedica a atender las necesidades de los pobres, y si no podría ser interesante convertir a los ricos en objeto de la educación social. En ese sentido es interesante la evolución del uso de la palabra “sociedad” que en una época significó “la buena sociedad” (el grupo de los que son alguien, de los que aparecen en las “notas sociales” de los periódicos), pasó después a designar a la totalidad de los individuos pertenecientes a una cierta comunidad (la sociedad española, por ejemplo), y ahora se usa sobre todo para designar a los pobres. De hecho, cuando se habla de “políticas sociales” se habla, generalmente, de políticas destinadas a los así llamados grupos desfavorecidos (no explotados, o expropiados, sino desfavorecidos). Mi sugerencia entonces fue que tratáramos de pensar la educación social como una serie de discursos y de prácticas destinadas a atender las necesidades de la “buena sociedad”, unas necesidades que, desde luego, tendríamos que diagnosticar y evaluar. Y, para poner un ejemplo me referí a la frecuente asociación entre pobreza y peligro, las clases pobres como clases peligrosas. Lo que hice fue sugerir asociar riqueza y peligro porque, al menos a mí, me dan pavor todos esos jóvenes que estudian en las facultades de económicas o de administración de empresas y que aprenden ya los malos hábitos de su tribu, esos que nos van a joder la vida a todos los demás en los próximos años. Y enseguida enuncié mi propuesta para el trabajo final que consistía en diseñar un proyecto educativo dirigido a los ricos (o a algún sector específico de población entre los ricos) y que se definiese de la misma forma que los que se aplican a los pobres, es decir, de tipo “re” (orientado a la re-inserción), de tipo “pre” (orientado a la prevención) o de tipo “psi” (orientado a la terapia). La propuesta, que enseguida envié redactada, decía lo siguiente: Uno de los temas de este curso (quizá el fundamental) es problematizar la manera como los discursos y las prácticas de “lo social” y de “la educación social” construyen “la pobreza” (desde ese punto de vista, la pobreza no es otra cosa que “el objeto” de ciertos saberes y de ciertas prácticas, lo que Michel Foucault llamaba una “red de saber/poder”). Desde ese punto de vista, el objetivo del trabajo final es desnaturalizar esos discursos y esas prácticas, distanciarlos y, por tanto, liberarlos de su evidencia. Y una de las maneras posibles de hacer esa desnaturalización es la parodia. Lo que haremos, entonces, es usar los discursos convencionales y dominantes de la educación social (los discursos de tipo “re”, de tipo “pre” o de tipo “psi”), pero no para nombrar una serie de “intervenciones educativas” sobre “los pobres”, sino sobre “los ricos”. O, dicho de otro modo, jugar a ver qué pasa cuando proyectamos sobre “los ricos” categorías como “exclusión”, como “peligro” o “riesgo social”, como “empoderamiento”, etc.. Concretamente, el trabajo final consistirá en la formulación de un “proyecto educativo” dirigido a “ricos”, pero utilizando los mismos procedimientos y las mismas categorías que suelen usarse para los pobres. Dicho proyecto deberá ser de tipo “re”, de tipo “pre” o de tipo “psi”, o una combinación de esas posibilidades. Digamos que la idea era que ese ejercicio (al que llamé un juego de inversión) contribuyese a eso que había llamado “problematizar el sentido común”. Y para aclarar qué quiere decir “problematizar” añadí una cita de Tomás Ibáñez: “Problematizar es algo muy fácil de definir y extraordinariamente difícil de llevar a la práctica. Se trata de conseguir que todo aquello que damos por seguro, todo aquello que se presenta como incuestionable, que no suscita dudas, que, por lo tanto, se nos presenta como a-problemático, se torne precisamente problemático, y necesite ser cuestionado, repensado, interrogado”. Traté de dejar claro que eso que se trataba de problematizar no eran las relaciones entre ricos y pobres, o las definiciones sociales de la riqueza y de la pobreza, sino la educación social misma, los discursos y las prácticas dominantes de la educación social. Y la verdad es que, después de encarar una cierta perplejidad, todos nos divertimos bastante. Ruina Karen. “Ruina” es la palabra que escogimos para la salida de campo de Antropología Cultural. El trabajo de campo era una de las principales tareas de la asignatura. El enunciado era el siguiente: El curso incluirá también un trabajo de campo que será coordinado por la profesora Karen Rechia. El trabajo de campo será realizado en grupos de entre cuatro y seis estudiantes. Cada grupo realizará una deriva urbana en la que se mapearán “espacios vacíos” de un sector de la ciudad con arreglo a unos protocolos de observación y registro que serán fijados oportunamente. El trabajo de campo conducirá a la formulación de una “idea para un refugio educativo”. Algunas clases (que se comunicarán oportunamente) se dedicarán a organizar y orientar el trabajo de campo. Al comentar la palabra “refugio” en este diccionario, quedó claro que eran tres los criterios para elegirlo: de qué protege, para qué protege y por qué es educativo. Del mismo modo, estaba claro en tu programa uno de los objetivos de ese tipo de estudio y su vínculo con un objeto material: Lo que haremos, entonces, será estudiar las características de los dispositivos educativos, fundamentalmente en lo que tiene que ver con la separación de tiempos y espacios, y con la vinculación a un objeto de tipo cultural. Pero ¿por qué ubicar y escoger espacios vacíos para poner en “práctica” esos tres criterios? ¿No tendría más sentido escoger un local ya ocupado que tuviese una función acorde con esos propósitos? Jorge. Me interesaba el espacio vacío como espacio de posibilidades. De hecho, antes de la salida, leímos en clase un texto clásico del arquitecto Solà Morales titulado Terrain vague en el que trabaja sobre una nueva cartografía del espacio urbano a partir de la obra de algunos fotógrafos que, a partir de los años setenta, dirigen la mirada hacia espacios urbanos abandonados, obsoletos, desactivados y olvidados. Pero lo interesante del texto es como Solà Morales caracteriza esos espacios por sus ambigüedades y, por tanto, por sus posibilidades, en un doble sentido. En primer lugar, por su extrañeza en tanto que se encuentran fuera de una ocupación reconocible y, por tanto, apaciguadora y conformadora. En segundo lugar, por la libertad que sugieren en tanto que pueden constituirse en un espacio de fuga y de construcción de nuevas identidades. Citaré una parte del texto: “No es posible traducir con una sola palabra la expresión francesa ‘terrain vague’. En francés el término ‘terrain’ tiene un carácter más urbano que el inglés ‘land’ (…). La palabra ‘terrain’ está ligada a la idea física de una porción de tierra en su condición de expectante, de potencialmente aprovechable. En cuanto a ‘vague’ debemos fijarnos que tiene un origen latino además de uno germánico. Este último se refiere al oleaje, a las ondas del agua, y tiene un significado que no es ocioso retener: movimiento, oscilación, inestabilidad y fluctuación (…). Pero nos interesan más las dos raíces latinas que confluyen. En primer lugar, ‘vague’ como derivado de ‘vacuus’, ‘vacant’, ‘vacuum’ en inglés, es decir ‘empty’, unoccuped’, pero también ‘free’, ‘available’, ‘unengaged’. La relación entre la ausencia de uso, de actividad, y el sentido de libertad, de expectativa (…). Vacío, por tanto, como ausencia, pero también como promesa, como encuentro, como espacio de lo posible, como expectación. Pero hay un segundo significado procedente del latino ‘vagus’, ‘vague’ en inglés, en el sentido de ‘indeterminate’ ‘imprecise’, ‘blurred’, ‘uncertain’. Ciertamente parece que los términos análogos que hemos señalado están precedidos por una partícula negativa: ‘in-determinate’, ‘im-precise’, ‘un-certain’, pero no es menos cierto que esta ausencia de límite es precisamente el mensaje que contiene expectativas de movilidad, vagabundeo, tiempo libre, libertad”. Y continúa: “¿Qué hacer ante estos enormes vacíos, de límites imprecisos y de vaga definición? Al igual que ante la naturaleza, de nuevo la presencia de lo otro ante el ciudadano urbano, la reacción del arte es la de preservar estos espacios alternativos, extraños, extranjeros a la eficacia productiva de la ciudad. Si el ecologismo lucha por preservar los espacios incontaminados de una naturaleza mitificada como madre inalcanzable, también el arte contemporáneo parece luchar por la preservación de estos espacios ‘otros’ en el interior de la ciudad. Los realizadores cinematográficos, los fotógrafos, los escultores de la performance instantánea buscan refugio en los márgenes de la ciudad precisamente cuando esta ciudad les ofrece una identidad abusiva, una homogeneidad aplastante, una libertad bajo control. El entusiasmo por estos espacios vacíos, expectantes, imprecisos, fluctuantes es, en clave urbana, la respuesta a nuestra extrañeza ante el mundo, ante nuestra ciudad, ante nosotros mismos”. Naturalmente, las intervenciones usuales tienen que ver con colonizar, poner orden, límites o forma, haciendo de esos espacios lugares reconocibles, útiles, funcionales, eficaces y productivos. Pero hay otra posibilidad, que es escuchar atentamente los flujos y las energías de esos espacios, su discontinuidad, su diferencia, para poder pensar a partir de ellos otras formas de estar en el mundo fuera del terror funcionalista y homogeneizador. Y también mostré en clase algunos textos y algunas imágenes sobre lo que ahora se llaman “vacíos urbanos”, “urban voids”, así como algunos proyectos sociales instalados en ese tipo de espacios vacíos y abandonados. El espacio que sugerí para la salida de campo podía ser un descampado, pero también un edificio abandonado, una ruina. Y tratando de sugerir ahí, no solo la idea de una racionalización posible, sino también la posibilidad de un refugio. Además, si recuerdas, leímos en clase el poema “Ruína”, de Manoel de Barros: ”Un monje desgreñado me dijo en el camino: ‘yo queria construir una ruina. Aunque sepa que ruina es una deconstrucción. Mi idea era hacer una cosa al modo de una casucha. Alguna cosa que sirviese para abrigar el abandono, como las casuchas abrigan. Porque el abandono puede no ser solo el de un hombre debajo de un puente, y puede ser también de un gato en un callejón o de un niño preso en un cubículo. El abandono puede ser también de una expresión que haya entrado para lo arcaico o incluso de una palabra. Una palabra que esté sin nadie dentro. (El ojo del monje estaba cerca de ser un canto). Continuó: digamos la palabra AMOR. La palabra amor está casi vacía. No tiene gente dentro. Quería construir una ruina para la palabra amor. Tal vez renaciese de las ruinas, como el lirio puede nacer de un montón de escombros’. Y el monje se calló desgreñado”. La propuesta para los chicos, en la que fracasamos estrepitosamente, era que pensaran en un refugio localizado en una ruina. Y eso podía sugerirles, pensé, una cierta idea también de educación en ruinas, de educación arruinada, como la palabra “amor” en el poema de Barros. Pero puesto que tú acompañaste a uno de los grupos en su salida tras el espacio vacío y, además, tuviste una relación muy intensa con ellos hasta el final del curso, tal vez podrías contar alguna historia. Karen. Me encontré con un grupo de chicos y una chica en el barrio de La Mina. Joan trabajaba en una ONG entre las muchs que actuaan en aquella zona. La Mina es un barrio de San Adrián de Besós, un municipio al lado de Barcelona, que surge a finales de los años sesenta. Creado para resolver el problema de la vivienda en los alrededores de la ciudad (para albergar a los gitanos expulsados de las barracas de otros puntos de la ciudad), se convirtió en un lugar populoso y “conflictivo”, cuyos servicios no satisfacían las demandas. Al mismo tiempo, el exceso de agentes del poder público y de ONGs, en el intento de resolver algunos de esos problemas, crearon un conjunto de acciones “preventivas” y “regeneradoras” que tenían como objetivo “normalizar” el barrio. Una de las características de los trabajos de campo que propones es no investigar sobre el espacio, no hacer investigaciones de archivo, no mirar historiales, etc.. En el caso de la asignatura de Antropología Cultural, solo uno de los protocolos establecía algún tipo de recolección de “datos”, pero sobre el local escogido y en forma de preguntas simples: Preguntar sobre la historia del edificio, qué había allí, qué tipo de actividad, qué personas lo frecuentaban, cuánto tiempo hace que está abandonado, si tiene ya algún nuevo uso previsto, etc. Fotografiarlo desde todos los lados posibles y, en especial, las puertas y las ventanas, las pintadas o los carteles que haya sobre las fachadas, y todos los signos que indiquen deterioro. Si es posible, entrar y hacer un plano de todas las plantas (al modo de un plano de arquitecto, o de decorador). Si no se puede entrar, tratar de hacer ese plano preguntando a la gente que conozca el interior del edificio. Es decir, lo que menos debíamos buscar era la visión de los especialistas sobre el lugar, principalmente desde el punto de vista de acciones de carácter “re” y “pre”. Como Joan trabajaba en una ONG y necesitábamos algunos “permisos” para circular por el barrio, pasamos nuestra primera hora escuchando a una trabajadora social y su presentación sobre La Mina. Dos cosas me llamaron la atención: un mapa con todas las asociaciones que funcionan en el barrio (que ocupaban todo el mapa), y una de las historias que contó sobre la resistencia de los vecinos a algunas propuestas para el lugar. Cuando la institución empezó a funcionar, decidieron hacer una biblioteca, porque entendieron que era imprescindible en aquel contexto. En una de las reuniones para “escuchar” a los vecinos, un señor mayor dijo: “si todos somos analfabetos, ¿por qué hacer una biblioteca? Hay cosas más importantes”. Ella recordó eso como un ejemplo de cómo los vecinos no saben lo que es importante para ellos. Sin embargo, esa historia, a nosotros, nos dio algunas ideas. Fuimos finalmente al centro del barrio y al edificio abandonado que Joan nos había indicado. Teníamos que hacer un inventario: Sobre los espacios de circulación de la cuadrícula. Localizar, hacer un inventario y marcar sobre los mapas (con puntos de colores): Mapa 1: Contenedores formales de basura o de escombros. Acumulaciones informales de basura o de escombros. Mapa 2: Locales vacíos o abandonados con o sin carteles de “se vende” o “se alquila”. Locales dedicados a actividades educativas, culturales, sociales o comunitarias (no los bares, restaurantes o comercios). Lugares para el juego, o para el deporte, o para el paseo, o para el descanso, o para la espera. No deberíamos salir de allí antes de circular unas cuatro o cinco horas. Pero ese tiempo, que al principio nos pareció una exageración, acabó mostrándose insuficiente cuando realmente entramos en tu propuesta y nos pusimos con los protocolos e inventarios, pues es a partir de ese momento que las cosas empiezan a suceder. En La Mina nos fue posible identificar tres momentos distintos de ocupación a través de la arquitectura de los edificios. Entre ellos, se encontraba un espacio destacado en los mapas que vimos: la rambla. Todo el barrio está lleno de barreras, de intervenciones, de añadidos. Pero la rambla no. Las personas estaban allí, muchas, múltiples, en varias actividades. Vimos a una señora que vendía calcetines en una tela sobre el suelo, a muchachos al lado de sus autos escuchando música, fruterías, cafeterías en la calle, hombres sentados en bancos de cemento, familias en las zonas de juego para niños y varias personas con pájaros en sus jaulas, lo que me recordó mucho a Florianópolis y a las personas que allí pasean con sus curiós. Al final de la rambla, descubrimos su nombre, Camarón de la Isla, el nombre de un importante cantaor de flamenco. Me quedé encantada. Yo justo acababa de conocer la figura de Camarón unos días antes, y para mí aquello fue muy significativo, pues la mayoría de los habitantes de La Mina son gitanos, como ese cantaor. Los chicos tardaron en entenderlo: no conocían a Camarón. Seguimos dando vueltas alrededor de la rambla pues, según Joan, nuestro edificio estaba por allí. Debíamos observar, según el protocolo, las manzanas de edificios a su alrededor: El trabajo de campo se hará en todas las calles, callejas, plazas y, en general, espacios de circulación que estén en el interior de esa cuadrícula. Notamos muchos contrastes. En una calle paralela a la rambla, vimos a un hombre que jugaba a la pelota con una niña y un perro, en un espacio muy pequeño, como si fuese un campito. Diez pasos más adelante, vimos varias jeringuillas en plásticos que indicaban que eran de distribución pública. Las jeringuillas proliferaban en dirección a las vías del tren. La Mina tiene fama por su tráfico de drogas. Diez pasos más y nos encontramos con una casa pequeña con gallos gordos y gallinas. Al lado, otra casa, con un letrero: Centro Cultural Gitano de La Mina. Seguimos hasta nuestro edificio, uno completamente gris, con cuatro pisos, aparentemente bastante nuevo pero algo abandonado. Una valla de alambre cercaba el edificio. Teníamos que observar todos los carteles y en uno de ellos decía lo siguiente: Plan de transformación del Barrio de La Mina Construcción de 77 viviendas protegidas. Lo impulsa el consorcio de viviendas para el barrio. Sin embargo, por el juego de la especulación, se encuentra parado. Pero no sin dueño.En la puerta de delante, otro cartel, sencillo, donde en letras escritas a mano, se lee: Control de obras -Los Manolos. “Los Manolos” son un clan familiar gitano que, entre otros clanes, controla el barrio. Por lo tanto, estábamos frente a una prohibición clara. Cansados y hambrientos, nos sentamos en la acera y empezamos a hablar sobre lo que habíamos visto y lo que podíamos hacer con ello. A partir de las observaciones exhaustivas, estaba claro que La Mina tenía una historia, que las personas que vivían allí cargaban su historia consigo, inclusive Los Manolos, que había diferencias entre la forma de vida de las personas y las políticas públicas y no gubernamentales que se dirigen a ellas, etc. Las ideas fueron surgiendo y madurando, no aquel mismo día, sino durante los días siguientes. Destacamos del programa una parte que nos pareció clave: Lo que nos interesa son las formas “educativas” y los dispositivos “educativos” de la transmisión cultural. El dispositivo fundamental que los seres humanos han inventado para la transmisión es la escuela. De ahí que los dispositivos que hoy se llaman de “educación social”, para ser “educativos”, tengan que tener alguno de los rasgos de lo escolar, independientemente de cuál sea la edad de los sujetos implicados o de cuál sea el lugar de realización (un museo, una biblioteca, un centro cívico, una prisión, un piso de acogida, etc.). Tras recibir una recomendación tuya, el grupo vio el vídeo del arquitecto italiano Francesco Careri sobre inmigrantes rumanos, Savorengo Ker, cuya idea gira en torno de las siguientes cuestiones: ¿cómo construir una casa? ¿qué es importante para una casa? En una de las tutorías, la conversación giró en torno de la constatación, por medio de las intensas observaciones, de que el espacio construye formas de vida, de que los rituales cotidianos, la historia impregnada en ellos, componen el espacio, inclusive un espacio en que tantas intervenciones están presentes, como el de aquel barrio. Volvimos a la frase del señor mayor: “si todos somos analfabetos, ¿por qué hacer una biblioteca? Hay cosas más importantes”. El interior del edificio bajo control de Los Manolos iba tomando forma: en él habría espacio para una especie de archivo, un refugio (formulación propuesta en la asignatura) cuyo carácter educativo residiría en el hecho de ser un espacio de transmisión. Allí estarían las memorias de las personas de diferentes épocas, según una idea de ocupacióny composición del espacio a partir de la cual, en cada apartamento, las personas pudiesen retirar o colocar aquello que considerasen importante para sus casas y hubiese un espacio para los saberes inútiles. El refugio protegería a la población de las intervenciones, grupos, organismos y especialistas que predican qué es lo correcto y qué lo equivocado. Y tal vez allí los cuidadores de pájaros pudiesen enseñarle sus saberes inútiles a los que quisiesen aprender. LETRA S Salida Sermón Shopping Subrayado Suspensión Salida Jorge. Acompañaste a los estudiantes en tres salidas de campo. Fuiste con ellos a La Roca Village (ver la palabra “shopping”), al barrio de La Mina (ver “ruina”) y a uno de los sectores de esa zona industrial de L’Hospitalet que ha sido definida como un futuro Distrito Cultural (ver “distrito”). ¿Puedes contar tu experiencia? Tal vez puedas decir también algo sobre la manera como los alumnos trabajaban los protocolos. Y sobre las conversaciones que tuvieron lugar durante las salidas. Karen. En verdad, estuve en cinco salidas de campo con los estudiantes, y tres de ellas ya las he descrito aquí, en las tres palabras que citas. Además de esas cinco, hice una con el grupo de la profesora Violeta, en el centro de Barcelona, y una yo sola, de reconocimiento, en la zona industrial de L’Hospitalet. Recuerdo que me inscribí en una actividad del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, que consistía en salidas por barrios de la ciudad, con algunas cuestiones guía. Pero me gustaría empezar por mis salidas como profesora, por cómo ciertos dispositivos parecen apartarnos de un camino, pero sin embargo nos empujan a él con intensidad. Creo que esta afición a salidas de campo (es realmente difícil escoger qué palabra usar) surge a partir de mi trabajo de diez años en carreras de Pedagogía. Impartir enseñanza de historia y de geografía a futuros profesores que van atrabajar con niños puede parecer fácil, pero es un desafío, porque, dentro de una formación unidocente, asignaturas como matemáticas y lengua portuguesa ocupan casi todos los espacios y las intenciones de aprendizaje. Al pensar sobre ese desafío, en este momento, creo que fue el intentar darle sentido a esas materias (historia y geografía) dentro del currículo de la carrera y, claro, de la escuela, lo que me llevó a centrar mis esfuerzos en ese dispositivo. Incluso porque era así que el currículo debía funcionar en mis clases: como un gatillo, algo que tiene una función estratégica y que ordena una acción. Al margen de eso, yo tenía la idea de que el desplazamiento espacial, la salida de clase, podría promover un aprendizaje más efectivo, tal vez por ser más significativo. Al principio emprendí gran cantidad de salidas, a varios lugares el mismo día, con el objetivo de reunir el mayor número de contenidos posibles. Eran salidas exhaustivas, siempre en finales de semana (las alumnas trabajaban y las clases generalmente eran por la noche), con poco tiempo para circular por los lugares y mucho esfuerzo para hablar sobre ellas. Después hicimos salidas a lugares distantes, y el verbo está en plural porque las salidas dependían de una estructura organizada primero por mí y luego costeada por las alumnas. Quien ha trabajado en universidades privadas sabe del esfuerzo de las personas involucradas. Si las primeras salidas se hacían difíciles por el inmenso esfuerzo en “pasar muchos contenidos” en poco tiempo y con desplazamientos excesivos, las segundas, a su vez, parecían más una forma de turismo cultural, cuyo aparato logístico tomaba mucho tiempo de preparación y cuyas exigencias, durante el viaje, se distanciaban del sentido pedagógico que yo quería darles. En una coyuntura como esa, preguntas como “¿cuándo vamos al centro comercial?” o “¿el hotel no está cerca de la sdiscotecas?” eran frecuentes y me hacían querer volver a casa el mismo día. Claro que siempre hay momentos interesantes, que algunas observaciones demuestran, al menos, que alguien ha entendido la propuesta, pero esos momentos son escasos. Pero el colmo de ese tipo de salidas fue en una subida a la montaña de la Lagoa do Peri, en Florianópolis, que duró todo un día, congeló a la mitad del grupo y dejó a la otra mitad por el camino, completamente exhausta. Decidí entonces que tendría que hacer cambios. En realidad, había algunas equivocaciones en la forma en la que había pensado las salidas: primero, porque el movimiento no exigía necesariamente un desplazamiento geográfico o espacial, sino un desplazamiento intensivo; segundo, porque no era en el distanciarse del aula y de todo lo que conlleva donde residía la diferencia, sino que, al contrario, reforzar algunos aspectos en ciertos lugares podría crear una experiencia de aprendizajes asociados y continuos y no al contrario, desconectados e interrumpidos, que era lo que parecía estar ocurriendo la mayor parte de las veces. En relación a esos cambios, el espacio urbano de la ciudad se mostró como el más cercano y con mayores posibilidades de transformarse en objeto de estudio, que era lo que efectivamente yo quería. Así, salíamos durante el día o la noche, inspiradas por “El hombre de la multitud” de Edgar Allan Poe, y con el objetivo de “prestar atención al paisaje”, tratando de contrariar la aceleración de los procesos que vivimos y a la que nos sometemos. A partir de las incursiones en la ciudad, fue posible materializar una experiencia de formación, más allá de un aprendizaje solamente de contenidos formales que hay que enseñar. Este caminar por la ciudad también activaba rememoraciones y recuerdos, y proporcionaba la entrada a una maraña de superposiciones temporales y espaciales del espacio urbano. Como sabemos, la ciudad se nos presenta como un texto que leer, descifrar, experimentar (el inicio de estas reflexiones está presente en un texto denominado “Memória e experiência na Formação Inicial de Professoras do Ensino Fundamental”). Sin embargo, a esa experiencia de la intensidad aún le faltaban ciertos fundamentos. Tal vez el principal fuese asumir aquella estrategia como un lugar de estudio, de someterse a ese “texto que leer” de una manera más efectiva. Hoy, pensando en el texto escrito entonces, no estoy de acuerdo con la afirmación en la que digo que “no somos habitantes ni turistas en ese momento, sino viajantes”. Me costó entender que en realidad sería preciso que nos viésemos como estudiantes, dispuestos a un tipo de “descubrimiento”, como infiere Le Breton al hablar del caminar urbano, pero no exactamente como un flaneur que sigue “su propia partitura, sus atracciones afectivas guiadas por la inspiración del momento, la atmosfera intuida de un lugar, siempre con la posibilidad de dar media vuelta o cambiar repentinamente de calle si esta no está a la altura de lo que esperaba de ella.” Por lo tanto, el ejercicio de la práctica docente requiere que el caminante también sea un estudiante, que se someta a ese “texto que leer”, bajo la orientación de su profesor, pues, como ya dijo Benjamin, “perderse requiere orientación”. Jorge. Sé que participas en una red de “cartografías pedagógicas” en la que hay profesores y geógrafos. Y nosotros, tal vez por usar una palabra atractiva, de moda, a veces hablábamos de “derivas” (además leímos en clase algún fragmento del libro de Francesco Careri titulado Walking Scapes. El andar como práctica estética). Aquí hemos preferido la expresión clásica de “salidas escolares” y de “salidas de campo”. A mí me gusta mucho ese momento en que la escuela sale de la escuela para convertir cualquier lugar en materia de estudio. De hecho, me parece que no podríamos nombrar lo que hicieron los alumnos como “investigación”, pero sí tal vez con palabras típicamente escolares como “ejercicio” o como “estudio”. ¿Cómo caracterizarías tú nuestras salidas? ¿Podrías decir algo sobre la función que tuvieron en ese dispositivo pedagógico que montamos y que incluía también un trabajo en clase y un ejercicio de pensamiento? Karen. Participo en una red titulada “La educación, sus imágenes y sus geografías”, cuya relación principal es con la imagen, pero que, no obstante, acoge una serie de trabajos relacionados con el desplazamiento por el espacio, con los trayectos urbanos, etc.. El término “deriva” es una palabra que está de moda, pero no hay ningún problema en utilizarla siempre que podamos situar un poco su uso, o su historicidad. Careri discute en su libro Walking Scapes un poco de esa trayectoria, que empezó con los surrealistas y sus derivas por las calles. Posteriormente, la deriva la retomaron los situacionistas de la década de 1960, que la definían como un pasar, con algo de prisa, por diferentes ambientes. También podríamos, de una forma divertida, usar el término “excursión instructiva”, usado en España en el siglo XIX. A mí, tanto el término “salida escolar” como el término “salida de campo” me remiten a la idea de estudio, que, como sugerí en la respuesta anterior, está en el centro de ese tipo de dispositivo pedagógico. Hay un término bastante explícito, que también usamos en Brasil, que sería el de “salida de estudios”. Tus salidas funcionaban como un tipo de estudio, materializado por varios protocolos, o procedimientos. Confieso que me costó un poco entender al principio tanto la lógica de los protocolos (ver la palabra “protocolos”) como el tipo de ejercicio propuesto en las salidas de campo, que eran un fin en sí mismas. A excepción de las salidas al río Besos y al Distrito Cultural de L’Hospitalet, sobre los cuales deberían desarrollarse los trabajos finales de los alumnos y alumnas, los lugares eran importantes también como “ejercicios de pensamiento”, en los que el todo no era igual a la suma de las partes, sino que se constituía por el entrelazamiento, por la superposición de unas partes sobre y entre las otras. En la palabra “distrito” ya hablamos sobre eso y también sobre tu intención de que las salidas de campo no tuviesen carácter investigativo ni informativo. Tu preocupación en recorrer el lugar con exhaustividad es la misma que la de conseguir que los estudiantes lean los textos, así como es también una forma de lograr que se dé la presencia de esos mismos estudiantes por medio de ejercicios que movilizan la atención. En la palabra “distrito” he contado una salida de campo con uno de los grupos y creo que quedó claro allí cómo fuimos comprendiendo esos procedimientos y, fundamentalmente, cómo siguieron teniendo efecto en nosotros (incluso después de los trayectos), en mi práctica como profesora y, también, en cómo repensé algunos principios y algunas inquietudes en relación a ese dispositivo. Sermón Jorge. A diferencia de la reprimenda (que tiene un sentido correctivo, reprobatorio, más orientado a reprochar “vicios” y a enmendar conductas), el sermón sería una especie de prédica que tendría que ver con una especie de exhortación a la “virtud”. Ambos son discursos morales, claro, de esos que se construyen sobre la dicotomía “está bien / está mal”. En mi caso, las reprimendas suelen darse en el momento, suelen estar referidas a algo concreto que no me ha gustado, suelen estar dirigidas a alguien en particular, y suelen tener un tono que los estudiantes perciben, a veces, como un tanto agresivo, un tono de bronca. Los sermones, sin embargo, suelo prepararlos cuidadosamente, pronunciarlos en un tono más solemne y dirigirlos a todo el grupo. A veces, incluso, los redacto y los envío por mail a los estudiantes. Es posible que todo profesor tenga algo de cura, una cierta tendencia a hacer de pastor de almas, pero tengo la impresión que mis sermones se dirigen siempre a problematizar la forma de estar y de hacer en la universidad, a preguntarse “¿qué hacemos aquí?”. De hecho, el profesor tiene que combatir, a veces con cierta furia, algunos automatismos estudiantiles que tienen que ver con hacer las cosas de cualquier manera, como un trámite, con el mínimo esfuerzo y, en algunos casos, de una forma deshonesta. Mis sermones, creo, están encaminados a enunciar la exigencia al trabajo serio y al trabajo limpio con la esperanza de que se conviertan en auto-exigencias. Y muchas veces también están dirigidos a mí mismo (a mi propia manera de “estar allí”). En cualquier caso, siempre tienen algo de amonestación, pero siempre tienen que ver con una exhortación a hacer las cosas mejor, a elevarse sobre uno mismo, a estar a la altura. Y ahí, aunque es inevitable moverse en el marco bien/mal o alto/bajo, trato de que mis sermones no empequeñezcan a la gente, no la disminuyan, no la rebajen, sino que la agranden. Como tratando de construir una imagen “mejor” de nosotros mismos con la que podamos identificarnos. De todas formas, trato de tener (y de mostrar) una distancia irónica con mis sermones, como si fueran un juego, como si tuvieran algo de teatro, como un “disculpen ustedes, pero ahora toca sermón” o “ya saben que soy un profesor anticuado, gruñón y cascarrabias, y ahora van a tener que soportarme unos minutos”. Y, desde luego, siempre con la sensación de que hablo solo, ya sabes: el viejo motivo de que todo predicar es “clamar en el desierto”. Algo he dicho de todo eso en la palabra “cascarrabias”. Pero tú también eres profesora y, al mismo tiempo, en mis clases, tenías una cierta posición de alumna. No sé si te parece que eso de “sermonear” forma parte del oficio y de la responsabilidad del profesor. No sé si estarás de acuerdo conmigo en que la actitud sermoneadora es difícil de mantener y de sostener en estos tiempos. Y me gustaría también que dijeras algo sobre cómo te parece que los chicos vivían mis “sermones”. Karen. Empezaré mostrando mi acuerdo con la idea de que “dar un sermón” forma parte del oficio del profesor. En verdad, nunca había pensado en la diferencia entre sermón y lo que tú llamas reprimenda. Solo entonces pensé en los verbos que utilizamos para las dos expresiones: “echar una bronca” y “dar un sermón”. No me cabe duda de que la palabra “sermón” viene de la prédica religiosa, de aquel momento en el que, al menos en una misa católica, se invita a todos a sentarse y a escuchar el sermón del cura, que siempre tiene un cuño moral y una persona, un grupo, o toda la humanidad, como objetivo. Sin duda, el sermón es aquel discurso preparado, la mayor parte de las veces, a fuego lento. Tengo un compañero que inclusive lo da en forma de Power-point, intercalando imágenes, textos e indagaciones. Yo misma suelo llevar una cuestión de fuera de los muros de la escuela y alcanzar a los alumnos en laintimidad del aula y de sus posturas en clase. La bronca es algo más rápido, que se echa en el calor del momento, pensada más a partir de pequeños acontecimientos. Lo interesante es que, tal vez por el hecho de que yo misma soy profesora en la educación básica, las dos prácticas son cotidianas y se aceptan. Por mucho que siempre haya un intento de psicologizar la educación, de enfatizar los traumas y bloqueos provenientes de la relación profesor-alumno; por mucho que haya una mayor interferencia de la familia desautorizando el trabajo del profesor, yo observo que el estudiante parece encontrar acogida en ella, alguien que le da un límite y para quien, al mismo tiempo, él es importante. Como yo estaba en clase con tus alumnos y también fuera, en las tutorías, pude observar ese movimiento. En una de esas orientaciones, en uno de los grupos me dijeron: “¿seguimos por ese camino? ¿No te acuerdas de la reprimenda de ayer en clase?” Y repitieron palabra por palabra lo que dijiste, entendiendo que tenías como objetivo corregir el trabajo y la forma en la que ellos estaban llevando las cosas. Algunos me dejaban claro que les parecías casi omnipresente, pues no pasabas nada por alto, ni por e-mail. Es decir, la atención y la presencia de un profesor parece que se consiguen, también, por sus broncas y sermones. Por cierto, en la palabra “gilipollas” tenemos un bello ejemplo de un sermón tuyo. Para terminar, puede que esté idealizando, como profesora, ciertas actitudes pedagógicas. Sin embargo, en un mundo lleno de violencias y, simultáneamente, anestesiado por comportamientos negociados, ajustados, y por una falsa igualdad de derechos, provocar en el individuo un posicionamiento, aunque sea contra la autoridad del profesor, precisamente porque uno se ve como estudiante, ya parece mantener algo vivo y en pulso en este mundo. Jorge. Puesto que lo que aquí nos interesa es la manera como los alumnos se toman las reprimendas y los sermones del profesor, voy a contarte una historia que me sucedió hace algunas semanas en un curso de máster. La cuestión es que había seleccionado, para ver en clase, una correspondencia fílmica muy hermosa entre José Luis Guerín y Jonas Mekas. El intercambio de piezas visuales entre los dos cineastas es muy sutil, muy delicado, y está lleno de referencias a sus respectivas maneras de entender y de practicar el oficio. De hecho, ambos son cineastas que trabajan de un modo radicalmente artesanal. Pues bien, yo estaba sentado en primera fila y, a media película, giré la cabeza y vi que muchos de los alumnos estaban mirando sus computadores o sus teléfonos móviles. Esperé a que terminara y, visiblemente afectado por esa desatención, solté la reprimenda. Les dije que había seleccionado la peli con mucho cariño, que ni Guerín ni Mekas eran cualquiera, que la película exigía concentración y que, si la actitud era esa, yo mismo me desinteresaría del curso y dedicaría la siguiente clase a hacer alguna dinámica o a lo que ellos llaman intercambio de experiencias, es decir, a que cada uno contase lo que le diera la gana. Dije que si se trataba de hacer “como si”, yo también sabía jugar a ese juego. El silencio se puso tenso, yo estaba muy nervioso y seguramente estuve desafortunado en las formas, pero la verdad es que me sentía casi personalmente ofendido. Para salvar la situación y producir algo de distancia con lo que estaba pasando, se me ocurrió dar una tarea. Como casi todos eran profesores y profesoras, les pedí que pensasen en lo que harían en mi lugar, es decir, qué hubieran hecho si la responsabilidad de la clase hubiera sido suya y hubieran percibido que sus alumnos se desentendían claramente del ejercicio propuesto. Y les pedí que me enviaran una carta con una reflexión al respecto. Luego, ya en casa, envié un mail pidiendo disculpas (la verdad es que la situación había sido un poco patética y yo me había ido calentando a medida que transcurría la reprimenda), les envié también las palabras “cascarrabias” y “reprimenda” de este mismo diccionario, y completé la tarea pidiéndoles que pensaran qué es una reprimenda “escolar” y si hay algún tipo de reprimenda que, al ser pedagógica, forma parte del oficio de profesor. Precisé que la tarea no era obligatoria, pero que agradecería cualquier consideración al respecto. Me enviaron tres mails que copio a continuación, en el orden en que los recibí. El primero es de una profesora de inglés y decía así: Lo que me ocurrió es que, gracias precisamente a la película, me puse a escribir algo para añadir en el dichoso Trabajo Final de Máster, a escribir un mensaje en el móvil a una de las personas con las que mantengo largas conversaciones gracias o por culpa de tus clases, y también aproveché para mirar mi correo y para consultar el precio de un humidificador, ya que con la oscuridad de la clase y recién comida, me invadió un terrible sueño que solo podía combatir con la combinación de actividades. Yo tuve la sensación un poco desagradable de regresar a la infancia (hace tiempo que no recibo una reprimenda tan explícita). Pero, cuando nos preguntaste eso de qué hubiéramos hecho en tu lugar y acabó la clase, pensé que te mostraste como un ser humano, sin disfraz de profesor, que reaccionó a lo que estaba pasando como supo, pudo y quiso. Y quiero agradecerte esa reacción, por muy bien o mal que me parezca, porque al menos fue una reacción. En ocasiones sucede que hay tanta distancia entre estudiantes y docentes que estos prefieren ignorar lo que realmente está pasando en la clase. Y es que aceptar que lo que uno prepara con amor y dedicación no funciona es difícil, pero hay que estar abiertos y abiertas a esa posibilidad. Pero también hay que aceptar que no siempre a todos nos gusta jugar al mismo juego. Yo estoy participando en tu juego, pero no sé si estoy jugando de la manera que tú esperas. Gracias por reaccionar y, aunque sentirme otra vez como una niña me disgustara, siento que el aprendizaje ha sido mayor que si te hubieses quedado indiferente. El segundo es de una pedagoga que trabaja en la escuela como “educadora diferencial”, es decir, no como profesora de una materia sino como una especie de especialista en alumnos con problemas diferenciales de aprendizaje o, como se decía antes, con necesidades educativas especiales: He leído tu correo de disculpas y quiero contarte cómo viví el asunto. Ese día viernes me sentía particularmente con ganas de asistir a clases y, la verdad, la película que pusiste me estaba haciendo pensar. Y en eso estaba cuando finaliza la peli y sin el menor rodeo te marcas la reprimenda. La palabra reprimenda tiene su origen en el latín, proviene del verbo reprimere, está compuesta del prefijo re y el verbo premere que significa “presionar” u “oprimir”, y se define como un reto o un castigo ante una falta cometida por alguien. Yo estaba sentada adelante, te dirigiste a la clase muy ofuscado, con un tono agresivo y usando la ironía como un arma, y luego te posicionaste frente a mí -yo sentada y tú de pie-, me miraste, y mencionaste de pasada, a mi parecer despectivamente, la labor de las educadores diferenciales como las que hacemos “cositas” de motivación, o dinámicas, todo acompañado de un movimiento de manos que acentuaban aún más este “menosprecio” a la carrera. Insisto en eso que yo estaba sentada y tú de pie, yo alumna y tú profesor, tú con voz fuerte y tono despectivo y yo cada vez más pequeña desde mi asiento. Me hiciste recordar cuando estaba en educación básica y tenía un profesor llamado Ernesto a quien recuerdo muy bien por sus formas de entrar en relación con sus estudiantes. Una vez me expuso frente al curso porque no fui capaz de responder algo. Era un profesor que se caracterizada por sus reprimendas, y la única forma de relación que encontré fue el miedo. Tus palabras, y las formas que usaste me llegaron, pero no como esperas que funcionen las reprimendas, eso que dices en tu texto sobre el “tratar de establecer o de re-establecer, una y otra vez, qué es lo que estamos haciendo ahí y a qué nos obliga o nos compromete.” Lo que a mí me provocaron es huir y no pensar, distanciarme y no volver, bloqueo y no proceso. Personalmente no veo la reprimenda como parte del oficio de profesor, no creo que sea propio del profesor que está presente en lo que hace y en relación a lo que hace como mencionas en tu texto. Es necesario hacerse cargo de nuestras propias frustraciones como profesores porque están ligadas a las expectativas que se tienen de una clase, y a lo que “sería ideal” que los estudiantes respondieran. No pienses que estoy juzgando tu actuar, solo quiero transmitir todo lo que me ha causado este episodio desde la famosa reprimenda hasta el día de hoy. Esa imagen tuya por encima de mí me descolocó. En eso envías un correo a modo de disculpas y pensé que era buena idea aprovechar para responderte desde “el otro lado”. El tercer mail es de una estudiante de literatura que está empezando a ser profesora: Tal vez la reprimenda, como dices, tenga que ver con recordar los compromisos del estar en el aula. Es verdad que casi siempre viene del profesor a los estudiantes, pero también a veces debería ir del estudiante al profesor porque quizás haya profesores (se me ocurren muchos) a quienes haya que recordarles también los compromisos. Tu reprimenda me ha hecho pensar en eso de los compromisos mutuos, de los pactos en el aula y, cómo no, en el sentido de la moderación y el justo medio. Y es que las reprimendas son movimientos muchas veces torpes y desafortunados y, solo alguna vez, ocasiones memorables y fundantes de aprendizajes. ¿Será que alguna vez tendrán que ver con eso del “disponerse a”, con eso que tú dices del “tránsito del alumno al estudiante”? En el caso de la reprimenda de un profesor cascarrabias, las pienso más bien como un tira y afloja permanente con la vida y con el mundo, como gruñéndole todo el tiempo al destino, y eso porque el cascarrabias lo es en todas las direcciones, y por eso su refunfuñar no cesa: es como la negación de un estarse acomodando. Es verdad que te pasaste en las formas, que hubo algo de excesivo que saltó a la vista y que se manifestó en tu último y casi desesperado ofrecimiento de disculpas. Quiero decirte también que hay un reto para mí en tu pregunta de si las reprimendas de los profesores pueden estar relacionadas, también, con el amor (con el amor al mundo -a su materia de estudio- y con el amor a los estudiantes) y si, tal vez por eso, pueden ser intrínsecas al oficio de profesor. Tal vez sí. Que las reprimendas entonces sean por amor. Pero que incluyan también la piedad en ese sentido tan lindo que propone Zambrano: sabiduría de saber tratar con lo otro, con lo heterogéneo; de poder discernir amorosamente cuándo nos saludan diferencias efectivas o poses vanidosas y falsas contradicciones. Lo que me interesó es la relación entre la reprimenda y el estudiante. ¿Cuándo resultamos enterados, en tanto estudiantes, de que somos eso, estudiantes? ¿Cómo vivimos el ser tratados como estudiantes si eso conlleva compromisos y pactos por los que después estaremos recibiendo reprimendas? Contigo es la primera vez que escucho de la necesidad de ese tránsito del ser alumno al ser estudiante. ¿Cómo son esos rituales donde se inaugura para cada uno el ser estudiante? ¿Por qué no recuerdo ninguno? ¿Es porque serían rituales de inicio y no de llegada? Porque la celebración de los grados, ese día que a uno le dan el diploma, es un ritual del dejar de ser estudiante... En fin, que ha sido curioso el efecto de esa reprimenda que, por lo que percibí en clase, creo que habrá sido incómoda para muchas personas. Como ves, esa reprimenda se transformó en sermón y, cuando estuvo mediada (puesta a distancia) por un texto y por un ejercicio (por una tarea) consiguió que pasara algo, y que se pusieran encima de la mesa cosas como la atención, la función del profesor, o el significado de ser estudiante. Shopping Karen. En una de nuestras reuniones para definir algunos protocolos de la asignatura de Sociología de la Educación, discutimos la definición del lugar en que el trabajo de campo sería realizado. Sugeriste el shopping como lugar para un ejercicio de observación. En una de las clases de preparación del trabajo de campo, inclusive, trabajé con el fenómeno del “rolezinho” en Brasil, para colaborar en la problematización de ese espacio privado de acceso público. En líneas generales, un rolezinho consiste en el encuentro de jóvenes pobres de la periferia en un shopping, para el que quedan a través de las redes sociales, con el objetivo de pasear, ver tiendas, y no necesariamente para consumir. Durante un tiempo, se produjeron tensiones por la presencia de la policía, a la que algunos comerciantes llamaban por el temor a que esos jóvenes fuesen a robar, a causar pérdidas, etc. Algunos rolezinhos, principalmente después de la represión policial, acabaron reuniendo a miles de jóvenes al mismo tiempo en esos espacios, como resistencia y como enfrentamiento. Jorge. Con la idea de que podía inspirar el juego de inversión que inventé para la asignatura de Sociología de la Educación (ese que he desarrollado en la palabra “ricos”), decidí que el lugar del trabajo de campo, de la salida escolar, tenía que ser un centro comercial. Así que envié a los alumnos a mapear un shopping con protocolos en forma de “repertorios”, de “observaciones”, de “conversaciones” y de “anotaciones”. Seguramente estamos aburriendo a los lectores con nuestras prolijas y detalladas listas de protocolos, pero en algún momento de la elaboración de este diccionario decidimos “mostrar todas las cartas” que se pusieron en juego en los ejercicios, y ahora no nos podemos echar para atrás. Así que los repertorios a realizar eran los siguientes: Repertorio de “tipos de personas” que circulan por el shopping, justificando cada uno de esos “tipos” por las marcas visibles que los definan. Repertorio de bares, restaurantes y, en general, de lugares de consumo de comidas y bebidas (tratar de caracterizar cosas como el “tipo” de comida que venden, el “tipo” de personas que trabajan en ellos, etc.). Repertorio de “tipos” de tienda y descripción de su distribución en el espacio (cómo están agrupados o distribuidos). Repertorio de “tipos” de espacios específicos diseñados según la edad de sus posibles usuarios (niños, jóvenes, viejos…) y una descripción de su organización espacial, de su mobiliario y de las marcas que definen su uso. Repertorio de “tipos” de lugares de espera o de descanso, una descripción de su organización espacial, una descripción de su mobiliario y una caracterización de las personas que los ocupan. Repertorio de todas las publicidades que sugieran un “estilo de vida” y tratar de adjetivar esos “estilos de vida”. Las instrucciones para las observaciones eran: Observar y describir la arquitectura y la decoración del lugar y pensar su relación con los valores del consumo: riqueza, lujo, abundancia, exclusividad, estatus social, etc.. Percibir y describir las atmósferas sonoras, lumínicas, olfativas, tactiles y, en general, todo lo que tenga que ver con la experiencia sensible de un shopping. Había que hacer también algunas conversaciones: Entrar en una de las tiendas que se consideren más “lujosas” y preguntar a los dependientes qué tipo de gente suele comprar en la tienda y cuál es la media de gasto de cada comprador. Conversar con las personas que no estén haciendo nada (que no trabajen, que no consuman) y preguntarles qué hacen allí, si van con frecuencia, etcétera. Y, por fin, algunas anotaciones visuales y escritas: Anotar en el cuaderno los distintos repertorios, las distintas observaciones y las distintas conversaciones. Cada 15 minutos, hacer una fotografía y pensar un “pie de foto” (una foto por grupo, decidida colectivamente). Cada 15 minutos, escribir una nota con un pensamiento o una sensación (una nota por persona). Como sabes, los chicos y las chicas tuvieron serias dificultades para hacer el trabajo. Los empleados de seguridad se dirigieron a ellas inmediatamente para preguntarles qué estaban haciendo y, a veces, para prohibirles hacer fotos. Algunos de los grupos más aguerridos protestaron vehementemente por ese trato e incluso pidieron ver a los encargados de seguridad para reclamar sus derechos a estar ahí y a hacer lo que quisieran. Eso provocó una conversación interesante sobre la mezcla, en el shopping, de una clara sensación de libertad (de hecho, todo está al servicio del cliente y el centro comercial mismo te habla constantemente de tu libertad de elección) y una altísima regulación. Provocó también una cierta problematización sobre el carácter público o no de los espacios de consumo. En eso ayudó mucho tu intervención en clase sobre lo que había pasado en Brasil con el “rolezinho”, cuando los jóvenes de las periferias comenzaron a ocupar los shoppings del centro para sus fiestas, o para pasar el rato, haciendo ostentación, al mismo tiempo, de la misma ideología consumista que negaba su presencia en esos lugares. Además, acompañaste a un par de grupos que hicieron su trabajo en La Roca Village, uno de esos centros comerciales situados en pueblos simulados con sus calles arboladas, sus parquecitos, sus bares y restaurantes con terraza en la calle, sus placitas, etc., y eso dio a pensar que si hay shoppings que son como ciudades, eso quiere decir que las ciudades mismas (o, al menos, algunas de sus partes) están convirtiéndose, cada vez más, en shoppings. De hecho Barcelona es pionera no solo en convertir sus calles en shoppings al aire libre, sino en convertirse ella misma en una especie de parque temático gigantesco hecho para turistas-consumidores, una ciudad que se ha convertido, toda ella, en objeto de consumo. A lo mejor podías contar tu experiencia. Karen. Cuando, en una reunión de planificación, escogiste el shopping como lugar para realizar los trabajos de campo, quedamos en que yo haría mi incursión en uno de esos espacios para que pensáramos algunos protocolos a partir de las preguntas: ¿qué es un shopping? ¿qué se puede hacer o no en un shopping? ¿qué, quién circula? ¿de quién es? Fui particularmente a un shopping que es un famoso centro comercial localizado al final de la Rambla de Catalunya, al lado del mar. Es verdad que de aquella incursión salieron algunos criterios para el trabajo de campo, pero no deja de ser verdad también que tuve dificultades para no convertirme en consumidora, tomada, como somos tomados todos, por el “modo de vida”de esos lugares. Pero mi experiencia radical en un shopping tuvo lugar al hacer la salida de campo con uno de los grupos. Quedamos Ana Carolina Mundim (profesora brasileña que desarrollabasu pos-doctorado en Barcelona) y yo (como tu ayudante en la asignatura). Nos encontramos en un andén de autobús a las 8h15m de la mañana. Sin saber exactamente de dónde salía el autobús, me dirigí a un grupo enorme de chinos. Era allí. Para mi sorpresa, había un horario de salida a las 9 y el primer horario de vuelta era apenas a las 17. Nos avisaron de que había un autobús de turismo de hora en hora, pero por el doble de precio. Ya estaba clara la distinción entre turistas y trabajadores. Cuando llegó Ana Carolina, embarcamos. Fue más de una hora de viaje. Fuimos alejándonos de las formas urbanas y adentrándonos en el campo. Y allí, casien medio de la nada, surge La Roca Village: una impresionante estructura de tiendas que imitan edificios coloniales españoles. Cuando esperábamos al grupo, Ana Carolina y yo pedimos un café: elmenú era bilingüe, en francés e inglés. Había menús en otras lenguas, lo que indicaba el tipo de público atendido. Quedamos en encontrarnos con las estudiantes de tiempo en tiempo para intercambiar impresiones que deberían estar relacionadas con los protocolos del trabajo de campo. Al circular por el espacioy observarlo ya se podían atender algunos de ellos: Observar la arquitectura y la decoración del lugar y pensar su relación con la riqueza, con el lujo, con la abundancia, con el estatus social, etcétera. Además de la imitación del estilo colonial en los edificios, nos encontramos en todos los lugares con copias de trabajos de Gaudi y de otros símbolos de Barcelona. Lo que nos llamó la atención también fue el hecho de que los baños exhalasen perfume y tuviesen equipamientos relacionados con las diferentes culturas. Encontramos, por ejemplo, lugares de oración específicos para algunas religiones. Así, no era difícil, como habías solicitado: Hacer un repertorio de los “tipos de personas” que circulan por el shopping, justificando cada uno de esos “tipos” por las marcas visibles que los definan. No eran solo los espacios los que nos mostraban cosas, parecía que las personas llevaban consigo las marcas que las convertían en reconocibles en aquel lugar. Sin duda, La Roca Village llevaba la marca de una cultura “originaria” con su falsa arquitectura y monumentos, al mismo tiempo en que atendía las necesidades de los “ciudadanos” de un mundo globalizado y plural, en una actitud políticamente correcta y rentable. Tanto era así que fue fácil cumplir con el registro relacionado con: Hacer un repertorio de todas las publicidades que sugieran un “estilo de vida”. Había una campaña cuyo slogan era “comprar es un arte” y, en cada escaparate, encontrábamos la obra de un artista, destacando la “experiencia de” o “con”. Todo ese mundo entra en conflicto con quien no participa mínimamente en él. Todo ese áura multicultural y políticamente correcta se desmigaja cuando uno, insensible a los reclamos, no ejerce el papel de... ¡consumidor! Otra de las tareas era la de: Entrar en una de las tiendas que se consideren más “lujosas” y preguntar a los dependientes qué tipo de gente suele comprar en la tienda y cuál es la media de gasto de cada comprador. Nuestras chicas de rastas y cabellos teñidos de varios colores, sin tenis ni jeans de marcas reconocibles (o reconocibles pero muy usadas), sin cara de que vinieran de algún lugar del mundo bastante por encima de la línea de la pobreza, con cámaras de móvil, tomando notas en cuadernos y, fundamentalmente, sin gastar un euro, no conseguían obtener esa información. Ana y yo tuvimos que entrar en acción. Conseguimos movernos de acuerdo con un perfil ambiguo, pues al mismo tiempo que descubríamos los grupos que más compraban y la media de gastos, también creábamos empatía con los trabajadores y descubríamos cosas sobre el régimen y condiciones de trabajo a las que estaban sometidos. Eso nos costó algunos euros en compras (no más que a las musulmanas y a las rusas, las más ávidas compradoras) y una extraña sensación de que no es posible entrar en ese universo sin pagar. Y lo que es peor: no sabíamos ya si estamos allí voluntariamente o no, porque en un espacio de consumo, como dijo Bauman, en el que somos tomados por ese querer inacabable, en un tiempo y en un espacio suspenso, y de cuyo juego de consumo o participas o te alejan, te expulsan. Fue justamente lo que les pasó a las estudiantes. Encontramos a las chicas solamente a la salida, con una historia de desconfianza, persecución, interrogatorio y finalmente expulsión. Estaba claro que no iban apermanecer mucho tiempo en aquella global village cuyo aparato panóptico debía funcionar 24 horas. Nos despedimos allí: nosotras, con una extraña sensación de haber sido capturadas por aquel templo de consumo;y las chicas, con aquella mirada de quien había ganado los “juegos del hambre” (esa trilogía de libros de aventuras sobre una sociedad distópica en la que chicos y chicas luchan entre sí para mantener el poder de la Capital y después en su contra). De momento. En clase, esas consideraciones, así como las de otros grupos, dieron interesantes discusiones con base en las preguntas iniciales y en los protocolos de campo. Los grupos no realizarían un trabajo final sobre el shopping, sino que el trabajo de campo sería un ejercicio y una inspiración para el trabajo final (ese que ya contaste en la palabra “ricos” pero que tal vez esté bien transcribirlo aquí de nuevo). La formulación del trabajo era: La formulación de un “proyecto educativo” (o, mejor, de la “idea de un proyecto educativo) dirigido a “ricos”, pero utilizando los mismos procedimientos y las mismas categorías que suelen usarse para los pobres. Dicho proyecto deberá ser de tipo “re”, de tipo “pre” o de tipo “psi”, o una combinación de esas posibilidades. Desde esa perspectiva, uno de los grupos, tocado por una de las cuestiones de las que trataste al final de las primeras impresiones de los grupos, y que era más o menos así: “¿la ciudad imita al shopping o al revés?”, decidió pensar en una universidad que se asemejase a un shopping, o que tuviese toda su formación en ese lugar, con los recursos de ese lugar, parametrizada por la cultura de ese lugar. Además, continuamente citabas ese lugar como una especie de modelo contemporáneo para las nuevas formas de ser y de estar en el mundo: “la universidad es un shopping, la escuela es un shopping, la ciudad es un shopping...”. Quién sabe podrías hablar de esta palabra (y de su elección) partiendo de su concepción como lugar de circulación cotidiana y, simultáneamente, como modelo de vida. Jorge. El hecho de que los shoppings sean interclasistas, el hecho de que la ideología del consumo se haya hecho transversal, y el hecho de que, por su juventud, los alumnos e incluso sus padres hayan nacido ya en el shopping hicieron muy difícil una cierta distancia respecto a ese espacio tan particular. Cuando los chicos y las chicas presentaron sus repertorios, sus mapas, sus observaciones, sus fotos y sus notas, tuve la sensación de que había sido un fracaso. Lo único que la mayoría supieron decir fueron cuestiones de acceso (eso de que el shopping no es para todos… y hay que hacer que lo sea) o valoraciones morales sobre, por ejemplo, el sexismo de las publicidades (eso de que el shopping debería ser menos racista, menos clasista, menos sexista, menos exclusivo). Yendo al shopping no habían salido de casa. Tanto es así que cuando pregunté sobre cómo se habían sentido e, incluso, tratando de provocar, si serían capaces de vivir una semana entera en un shopping, respondieron que eran espacios muy agradables. La cuestión es que apenas fueron capaces de desnaturalizar el artefacto shopping en sí mismo, y aún menos problematizarlo ya no como espacio sino como modo de vida. De hecho, yo tenía la pretensión de que el trabajo en el shopping sirviera para darle algunas vueltas al modo como la lucha contra la pobreza se entiende, muchas veces, y creo que Brasil es un buen ejemplo de eso, como una especie de acceso universal al shopping, es decir, como acceso de los pobres a ciertos estándares de consumo que pasan a ser considerados como derechos. Eso de yo también tengo derecho a un móvil, o a un coche, o a unas zapatillas de marca. Y cuando intenté llevar la conversación hacia la universidad como shopping, el profesor como proveedor de servicios y el alumno como cliente (con sus derechos de consumidor, claro) la sensación de incomprensión fue mayúscula. Mi sorpresa por la dificultad para tomar distancias del shopping (y de todo lo que representa) me llevaron a comenzar una clase echando un sermón. Concretamente, leyendo y comentando algunos fragmentos del discurso que hizo David Foster Wallace en el discurso de graduación que pronunció el año 2005 para los estudiantes de humanidades del Kenyon College, ese que está recogido en ese librito maravilloso que se titula Esto es agua. Voy a transcribir aquí algunos párrafos porque tienen que ver, no solo con lo que pretendí (y en lo que fracasé) con el trabajo de campo en el shopping, sino también con el oficio del profesor. El discurso comienza con una historia didáctica: “Había una vez dos peces jóvenes que nadaban juntos cuando de repente se toparon con un pez viejo que les saludó y dijo: ‘Buenos días, muchachos. ¿Cómo está el agua?’. Los dos peces jóvenes siguieron nadando un rato hasta que eventualmente uno de ellos miró al otro y le preguntó: ‘¿Qué demonios es el agua?’”. Enseguida Foster Wallace enmarca así la historia: “El punto de la historia de los peces es, simplemente, que las realidades más importantes y obvias son a menudo las más difíciles de ver y explicar (…). Así que mencionaremos otro lugar común: la educación en Humanidades no es tanto atiborrarte de conocimiento como ‘enseñarte a pensar’. Si fueran como yo fui alguna vez de estudiante, nunca hubiesen querido escuchar esto, y se sentirán insultados cuando les digan que necesitaron de alguien que les enseñara a pensar. Porque dado que fueron admitidos en la universidad precisamente por esto, parece obvio que ya sabían cómo hacerlo. Pero voy a hacerme eco de ese lugar común que no considero insultante, porque lo que verdaderamente importa en la educación –la que se supone obtenemos en un lugar como éste– no vendría a ser aprender a pensar, sino a elegir cómo vamos a pensar. Si la completa libertad para elegir acerca de qué pensar les parece obvia y discutir acerca de ella una pérdida de tiempo, les pido que piensen acerca de la anécdota de los dos peces y el agua y que dejen entre paréntesis por unos segundos su escepticismo acerca del valor de lo que es obvio por completo”. Y al final del discurso, después de haber contado algunas historias más, concluye: “Aquí apunto lo que creo que realmente significa que me enseñen a pensar. Ser un poco menos arrogante. Tener un poco de conciencia de mí y mis certezas. Porque un gran porcentaje de las cuestiones sobre las que tiendo a pensar con certeza, resultan ser erróneas o ser meras ilusiones. Lo aprendí a base de golpes y les pronostico otro tanto a ustedes (…).Eso es ser educado y entender cómo pensar. La alternativa es lo inconsciente, lo automático, el funcionamiento por defecto (…). La educación real, que no tiene nada que ver con el acumular conocimiento y sí con la simple atención, atención a lo que es real y esencial, tan oculto en plena vista a nuestro alrededor todo el tiempo, que tenemos que estar constantemente recordándonos a nosotros mismos una y otra vez: esto es agua, esto es agua, esto es agua”. Tú y yo conversamos bastante sobre el fracaso del trabajo de campo en el centro comercial, sobre la dificultad de distanciarse del agua en la que vivimos, del aire que respiramos, de la atmósfera (muchas veces tóxica) en la que transcurre nuestras vidas y que nos hemos acostumbrado a respirar, y pensamos que para convertir el shopping en objeto de estudio (y de pensamiento) no basta con estar allí y describirlo sino que hay que leerlo. Y leerlo, si es posible, de otra manera a como el shopping se da a leer a sí mismo. Por eso decidimos que si iba a continuar con esos ejercicios de inversión al año siguiente, había que introducir alguna bibliografía y leer, dentro del shopping, algunos textos sobre el consumo y la sociedad de consumo. Además, para mi desesperación, algunos de los trabajos que se presentaron al final eran proyectos para el consumo responsable, para prevenir o combatir la adicción al consumo, para hacer que los shoppings tuvieran más tiendas relacionadas con la cultura o más espacios de juego para los niños, cosas así. Un desastre, vamos. Y eso que los alumnos de ese grado suelen ser de extracción social muy modesta y, en general, poco consumistas. Subrayado Karen. Nunca le había prestado mucha atención al acto de subrayar hasta asistir a tus clases. Tal vez ni siquiera hubiese pensado seriamente que subrayar es una forma de relación con el texto. Evocando situaciones en clase, me di cuenta de cuánto esa acción estaba siempre presente: “- En la lectura en voz alta, ya podemos subrayar las palabras desconocidas.” “- En la pizarra hay un guion de preguntas para la lectura del texto. - Como hay que hacer para organizar las respuestas, pregunta la chica. - Puedes ir subrayándolas en el texto.” “- Ahora todo el mundo hace una lectura silenciosa y subraya las palabras relacionadas con ‘tiempo’.” Y así podríamos seguir con una multitud de ejemplos. En tus clases, pedías algunas tareas relacionadasa los textos de tus cursos, y una de ellas era los subrayados. En la clase siguiente abrías la discusión con los subrayados de cada alumno. También lo hacías en relación a algunas películas, pidiendo una especie de subrayado visual. Para que mantengas el subrayado como una de tus prácticas pedagógicas invariables, debes atribuirle una destacada importancia, y, por lo tanto, debes tener una explicación al respecto. Jorge. Ya he hablado un poco del subrayado en la palabra “literalidad”. Quisiera empezar ahora diciendo que estudiar es leer con un lápiz en la mano, que al estudiante se le exige una lectura atenta y activa, que el estudiante tiene que hacer cosas cuando lee. Leer estudiando es hacerse responsable del texto y es también responder al texto. Y ese hacerse responsable del texto, ese acoger al texto, tiene su figura más elemental en el subrayado. Otras figuras, más sofisticadas, serían las notas al margen en tanto que ya implican una primera forma de respuesta del lector. Son, como dice, Steiner “indicadores activos de la corriente discursiva interior –laudatoria, irónica, negativa, potenciadora– que acompaña al proceso de lectura”. Pero el subrayado todavía no es una respuesta y se parece, más bien, a una operación de selección y destaque para ser usada después. En tu ejemplo, los subrayados son como preparaciones para otra cosa. Un sentido parecido al del subrayado tiene la copia de fragmentos. Como sabes, los lectores de antes solían llevar un cuaderno en el que copiaban sentencias, citas, frases, a veces muy breves y a veces más largas. El antecedente de eso, ya en las escuelas griegas, cuando la lectura y la escritura apenas estaban comenzando a rivalizar con la trasmisión oral, iniciática, eran los hyponmemata. Nuestro amigo Fernando Bárcena construye para sus alumnos un artificio de ese tipo que llama “casa de citas” (creo que ya he hablado de él en alguna otra palabra) y que presenta así: “En la Grecia clásica era habitual que los griegos cultos anotasen sus pensamientos componiendo una especie de ‘cuaderno de notas’ llamados Hyponmemata (que era una especie de diario filosófico). En ellos recogían pensamientos de filósofos, reflexiones personales que eran el resultado de sus propias lecturas, etcétera. Este documento, que he venido componiendo hace ya bastantes años, aspira a ser un cuaderno de notas de ese tipo, aunque en él solo se recogen citas de los textos leídos. Al mismo tiempo, estas citas —esa ‘casa de citas’— responde a un criterio de selección bastante personal (…). Citar de aquí y de allá algunos fragmentos de filósofos o escritores es como ir a una cita, a un encuentro amoroso. A veces es una cita en el tiempo, porque leer a los clásicos es escuchar con los ojos a los muertos, como dice Quevedo en un famoso soneto. No deja de ser, entonces, sino una cierta ‘cita amorosa’. Porque los libros, de los que extraemos esos fragmentos, son algo así como voluminosas cartas escritas a los (desconocidos lectores) amigos. Y la filosofía es la única disciplina que lleva en su propio nombre un afecto (philía), un vínculo amoroso. ¿Se puede pensar, crear, si se carece de amigos?”. Yo también sugiero que copien párrafos o citas en el cuaderno de clase. Y creo que el subrayado es como una versión un poco menos exigente que el cuaderno de citas, pero va en la misma línea. Además, ya sabes, copiar no goza hoy en día de buena reputación. Karen. Ya hemos hablado de ese texto de Jan Masschelein que se titula “Pongámonos em marcha” y que usaste en todas tus disciplinas. En ese texto Jan usa una cita de Walter Benjamin que leíste en clase, en voz alta, varias veces, y a la que nos hemos referido en la palabra “autoridad”. El objetivo de Jan con esta cita era desarrollar la idea de la “autoridad del camino”, elaborar una cierta idea del caminar (y del leer) para cierto tipo de investigación pedagógica. En ese fragmento de Benjamin, la relación es entre caminar y copiar, en un vector opuesto al de sobrevolar y leer. Para Jan, “tanto recorrer un camino hasta el final como copiar un texto entero son modos educativos de relacionarse con el presente y de vincularse a él.” Siendo así, tanto caminar como copiar producen un efecto en nosotros, provocan una entrega, pues aquel que se arriesga a esa “aventura” se somete a su dominio. Puedo estar siendo repetitiva, pero me pregunto si subrayar, como copiar, no nos coloca bajo la autoridad del texto, sometiéndonos a algo que se presentará a través de él, a la vez que también nos hace presentes. Jorge. De esa cita hemos hablado en la palabra “autoridad” y también en la palabra “literalidad”. Tú has hablado en la palabra “salida”. Y por lo que dices podíamos haber hablado de ella en la palabra “presencia”. Y creo que es justamente eso: subrayar es darle cierta autoridad al texto, es resaltar una cierta literalidad (atender no solo a lo que el texto dice sino también a dónde y cómo lo dice), y es, desde luego, mostrar una cierta presencia, una cierta manera de estar presente en lo que se lee. Y todo eso, como tú también dices, para que el texto pueda tener cierto efecto en el lector, para que el lector se deje decir algo. Naturalmente, el subrayado es un gesto mínimo, pero muy importante por todo lo que anuncia, por todo lo que se puede hacer a partir de ese gesto aparentemente banal e intrascendente. Recuerda que yo pido un par de subrayados, pero pido también que el estudiante sea capaz de decir por qué ha subrayado eso, qué es lo que le ha interesado, qué es lo que le ha movido a seleccionar y a destacar precisamente ese fragmento. Y aquí ya empieza a hacerse explícito lo que el texto le ha dicho y de qué manera él lo ha comprendido. Es decir, comienza a hacerse explícito no solo el uso posible del texto sino un principio de respuesta al texto. Karen. No pude resistirme y puse la expresión “la importancia de subrayar” en una herramienta de búsqueda en Internet. Entre los 408 mil resultados en portugués, buena parte de ellos son de técnicas de estudio y aprendizaje. Me llamó la atención no el hecho de que el subrayado se considere una estrategia de aprendizaje, sino que haya varias investigaciones que se destinan, por ejemplo, a señalar los efectos negativos de destacar informaciones irrelevantes y de la jerarquía de lo que se marca, si es más eficaz que el alumno escoja libremente las frases, si hay retención de memoria a corto o a largo plazo... Y así nos vamos metiendo en la “increíble fábrica” de la psicología cognitiva y áreas afines. No puedo dejar de ponerte en un apuro, y preguntarte si el subrayado no se trataría más bien de una “nopalabra”. Jorge. En el caso de esa captura cognitiva de la que hablas, es claro que sí, que debería ir a las no-palabras. Pero si vamos por ahí también tendríamos que entregarles a los cognitivistas y a su fábrica increíble algunas de las palabras fundamentales del profesor, como la palabra “lectura”. De hecho, muchas cosas de las que he escrito tienen que ver con una cierta resistencia a que la lectura sea entendida desde el punto de vista de la información y de la comunicación. En esto que tú cuentas, entiendo que se trata de leer en el sentido de asimilar contenidos y/o informaciones. Y ya hemos dicho varias veces que en la manera como yo entiendo un curso universitario (que tiene que ver esencialmente con leer, escribir, conversar y tal vez pensar), no hay nada parecido a contenidos a ser asimilados ni a informaciones a ser procesadas. Pero hay algo aún más importante, y es que yo trabajo desde el estudiar y no desde el aprender. Para mí subrayar es una forma de “leer estudiando” y no tanto una forma de hacer más eficaz el “leer aprendiendo”. Está más cerca de la atención al texto y de la acogida del texto que no de la asimilación o de la apropiación del texto. Suspensión Karen. No sé exactamente qué rumbo querrás seguir con esta palabra, pero me gustaría provocarte con una escena. Una de las diversas películas que vimos en tus clases fue En construcción, del cineasta José Luis Guerín, que relata la destrucción del antiguo barrio Chino y la construcción del Raval, en Barcelona. Toda la película muestra la demolición de un edificio y la construcción de otro y, en ese proceso, hay un momento de excavación de un terreno en el que aparecen huesos humanos de los que se desconoce su procedencia, su historia, etc. En esa escena, las personas se acercan a la excavación y entablan variadas (y graciosas) conversaciones sobre el acontecimiento. El hecho es que en ese momento ocurre una interrupción en la acción que se venía desarrollando y que hace que suceda algo, o que puede hacer que algo suceda. Podríamos decir que, en esa situación, una acción quedó suspendida, y es eso sobre lo que me gustaría que empezases. Jorge. La película de la que hablas tiene que ver con la destrucción de un barrio y la construcción de otro, con ese proceso continuo de destrucciónconstrucción en que consiste la vida de las ciudades. Tanto los que destruyen como los que construyen están en permanente actividad y, además, ven el barrio desde lo que ya no es o desde lo que aún no es. Sin embargo hay algunos acontecimientos que suspenden o que interrumpen esas acciones. Está ese al que tú te refieres, pero también uno muy hermoso en que un grupo de niños entran a una obra en fin de semana (cuando los trabajos están interrumpidos) y la convierten en juguete. O ese en el que uno de los habitantes de la calle, un personaje encantador que aparece al principio de la película hablando solo, muestra a otro los tesoros que guarda en su bolso, distintos objetos recogidos de la basura, pero no los muestra por su utilidad, o por su valor, sino por su belleza. El acontecimiento que tú recuerdas se produce en el momento en que los trabajos tienen que ser suspendidos porque aparecen huesos humanos y tienen que llegar los especialistas del ayuntamiento para decidir si tienen algún valor histórico y hay que conservarlos. Y es precisamente cuando la obra se para cuando la gente se va concentrando alrededor de ella para hablar de lo que hay allí. Es una conversación preciosa cuya condición de posibilidad está, justamente, en la detención de la actividad. Y si la puse y la comenté en clase fue para ilustrar esa especie de desactivación de la relación activa y económica con el mundo que es la condición de la escuela. En cuanto aparecen los huesos (una cosa que está en medio y que se convierte, de alguna manera, en asunto de todos y de cualquiera) y en cuanto se suspende la actividad, la obra se convierte en una especie de escuela. Karen. Al caracterizar lo que es escolar, en el libro Defensa de la escuela, Masschelein y Simons dejan muy claro que la categoría de suspensión se aplica al profesor, al asunto y a la escuela. Al definir lo que entienden por ese concepto, dicen: “La suspensión, tal como la entendemos aquí, significa tornar algo (temporalmente) inoperante, o, en otras palabras, retirarlo de la producción, liberándolo, retirándolo de su contexto normal. Es un acto de desprivatización, de desapropiación”. Y esa idea, según ellos, sigue la dirección contraria de lo que venimos viendo en la educación actualmente. Por lo que yo observé, tú intentas trabajar con esa idea de suspensión en tus clases, a pesar de todas las dificultades en relación a ese “tiempo productivo” de la universidad, o incluso del “mundo allí afuera”. Jorge. Suspender no significa destruir sino desactivar. Hacer algo inoperante es sacarlo de su contexto de uso. Digamos que, en la escuela, las cosas del mundo se convierten en materia de estudio y, para eso, hay que sacarlas de ese contexto “normal” en el que son, de alguna manera, usadas. Cuando en una de mis asignaturas hicimos la salida de campo al shopping, no íbamos allí a comprar, o a divertirnos, no íbamos a usar el shopping, sino que íbamos a estudiarlo. Digamos que la operación escolar consiste en desactivar lo que hace que un shopping sea un shopping, hacerlo inoperante, para poder tratarlo desde otro punto de vista, para poder hacer otras cosas en el shopping y con el shopping. Y esa desactivación es una suspensión temporal, es decir, el shopping deja de ser shopping por un tiempo para convertirse en materia de estudio. Pero la cita que has escogido del libro de Jan y de Maarten habla también de suspender la producción y la apropiación. Y ahí sí que creo que puede haber algo interesante sobre el oficio de profesor universitario. Y es que la universidad ha sido convertida en un lugar productivo, y en un lugar orientado a la apropiación del saber. Y yo creo que, en algunos casos, hay que suspender esa orientación a la eficacia, a los resultados, a la utilidad; y hay que suspender también esa lógica de la propiedad y la apropiación. Algo de eso hay cuando digo que mis cursos están orientados al pensamiento y no a los resultados. Y también cuando digo que el aula es un espacio público y no orientado a la apropiación privada, individual, mercantil, del conocimiento. Karen. Sabemos que, no el caminar, sino la forma de caminar, por ejemplo, no es algo utilitario, que en algunos gestos se suspende lo que las cosas tienen de útil. En una de tus clases te referiste a la suspensión como una interrupción de la acción pero manteniendo el gesto. Tal vez para profundizar en la idea de suspensión, pudieses contar un poco de lo que entiendes por gesto. Jorge. Esa intervención fue una improvisación libre sobre un texto de Agamben en Medios sin fin que se titula “Notas sobre el gesto”. Allí se dice que el gesto no es un actuar ni un hacer, que por medio de él no se actúa ni se produce, que no es un medio para otra cosa, sino que es la exposición pura de un movimiento, un medio sin fin, un puro medio. El ejemplo que da es el de la danza. La danza no es un caminar utilitario (el desplazarse de un punto a otro), sino un puro caminar. Lo que la danza muestra no es el caminar como una acción, sino el gesto mismo de caminar. Además, creo que añadí, si todos caminamos, cada uno tiene una forma propia de caminar, y esa forma propia es justamente el gesto. Por eso los gestos nos singularizan. Por eso se nos reconoce por nuestros gestos. No solo por nuestras acciones o nuestras producciones sino por la manera singular como las hacemos o como las producimos. En la danza, la dimensión activa y productiva del movimiento está suspendida para que aparezca el gesto puro. Y si la escuela es un lugar donde no hay solo acciones o producciones, quizás podamos decir que es un lugar, también, para los gestos. En ese sentido, la escuela de artes marciales que vimos en El ojo sobre el pozo (y que ya hemos comentado en alguna otra palabra) también puede ser un ejemplo. Un arte marcial sería una lucha en la que la dimensión de lucha ha sido suspendida para que permanezca solo el gesto, es decir, para que se convierta en una especie de danza. La capoeira sería también un buen ejemplo. Y en la película de Guerín con la que has abierto esta palabra podría verse eso en la escena en que los niños juegan “a casitas” en la obra parada. En el juego (cuando los niños juegan a hacer o a servir comida por ejemplo), los niños no hacen propiamente nada (en realidad ni se prepara comida ni se come), pero se hacen los gestos y, además, de forma muy rigurosa. Y algo de eso hay, me parece, en algunos ejercicios escolares. Por eso tienen algo de juego o, en palabras de Agamben, de medio puro. LETRA T Tiempo Transmisión Tutorías Tiempo Karen. Según mi cuaderno de notas, la primera disciplina en que tocaste el asunto del tiempo fue en Antropología cultural. Estábamos allí, en tu clase, asistiendo al corto Alumbramiento. En el personaje de un niño, llamaste la atención hacia un reloj que se dibuja en la muñeca y hacia su escondite en el granero. Un tiempo otro y un espacio otro. Heterocronía y heterotopía. Allí empezabas a desarrollar, no el asunto de la disciplina, que era la transmisión, sino la idea a ser materializada en el trabajo de los estudiantes, la idea de “refugio” (ambas están presentes en este diccionario). ¿Cómo pensabas la relación de la transmisión y del refugio con el tiempo y, más específicamente, con la idea de heterocronía? Jorge. Empezaré, si te parece, comentando el corto de Erice. El film está atravesado por una amenaza de muerte que pende sobre un recién nacido: una mancha de sangre se extiende sobre el camisón blanco de un niño que duerme en su cuna. Mientras tanto, a su alrededor, la vida sigue y el mundo que rodea al bebé se despliega ante nuestros ojos. Desde el punto de vista del argumento, del tiempo del suspense, la película empieza con ese peligro de muerte motivado por la ruptura del cordón umbilical, y termina con la sutura de ese mismo cordón y, por tanto, con la supervivencia del niño amenazado. Pero lo importante no es tanto el tiempo del suspense como la manera como aparecen, distinguiéndose, varios tipos de tiempos. La película está atravesada, en primer lugar, por una serie de ritmos que puntúan la vida del lugar: el tictac de un reloj de pared, el balancearse de una niña en un columpio, el gotear del agua sobre una palangana, el golpear de un martillo afilando una guadaña, el movimiento del pedal de una máquina de coser, el frotar de unos cepillos que sacan brillo a los zapatos, el vaivén de una guadaña segando el pasto, el abrirse y cerrarse de unas manos que amasan pan sobre una mesa de madera. Los dueños de la casa duermen la siesta, los empleados trabajan, los niños juegan. Además de ese tiempo de la vida construido con ritmos inmemoriales, la película muestra también, en segundo lugar, lo que podríamos llamar el tiempo biográfico en el que se inserta el nacimiento de Luisín. Sobre las paredes de la sala en la que su padre y su abuelo sestean hay fotografías de un negocio familiar. El coche en el que algunos niños juegan a ser mayores tiene matrícula de La Habana. Parece que el recién nacido pertenece a una familia que se ha reinstalado en España tras haberse enriquecido en Cuba. Luisín no solo nace a la vida, sino que nace, para bien o para mal, en un linaje, como hijo y nieto, como continuador de una saga, como descendiente. En tercer lugar, algunas imágenes aluden al tiempo histórico en el que, también para bien o para mal, para su suerte o su desgracia, ha nacido Luisín, la España dictatorial, ultracatólica y caciquil de la postguerra: hay un espantapájaros con uniforme y casco militar, hay un mutilado de guerra que trenza una cuerda atada al pulgar de su único pie, la mesa sobre la que se amasa el pan está cubierta por la portada de un periódico en la que aparecen uniformes militares y una fecha de 1942. Podríamos decir que el nacimiento de Luisín, y su vida posterior, están determinados por el tiempo biográfico y por el tiempo histórico en los que ha nacido. Si consideramos no los tiempos sino los espacios en los que se inscribe el nacimiento de Luisín, veremos un espacio altamente segmentado en el que cada tipo de personas están en su lugar. Los amos ocupan un lugar y los trabajadores otro, los espacios de los hombres están separados de los de las mujeres, los de los adultos de los de los niños. Además, cada uno de esos espacios implica un tipo de actividad: los amos sestean, los trabajadores hacen faenas del campo, las mujeres hacen faenas de la casa, los niños juegan. Pero hay algo más: un niño solo que, al principio del corto, en un desván, abre una ventana para que entre la luz y, con un lápiz mojado en saliva, se pinta un reloj en la muñeca y se lo acerca al oído. Como si además del tiempo vital, del tiempo biográfico y del tiempo histórico se abriera también para Luisín la posibilidad de otro tiempo, de una especie de tiempo fuera del tiempo, de una heterocronía. Y como si, además de los espacios sociales claramente marcados en que se mueven los distintos personajes y que determinan sus distintas actividades, se le ofreciera también la posibilidad de un espacio otro, de una especie de espacio separado y de separación, de una heterotopía. Por otra parte, es importante señalar que la ventana del desván no es un agujero en el muro para mirar afuera sino para que entre la luz. El niño misterioso y solitario está sentado contra la pared, junto a la ventana, pero mirando hacia dentro, hacia el centro del desván. La luz que entra por la ventana no ilumina al muchacho, sino que ilumina las cosas, hace que el muchacho pueda ver. Y es importante señalar que un desván no es el lugar donde las cosas se usan, sino donde las cosas se guardan, tanto las que ya están fuera de uso como las que están esperando a ser usadas. En el desván las cosas están ahí, en ellas mismas, ya no usadas o todavía no usadas, por eso pueden verse (y por eso se puede jugar con ellas). Después de que la sirvienta recosa el cordón umbilical de Luisín y lo entregue a sus padres en una especie de segundo nacimiento, esta vez ante las miradas atentas de todos los habitantes del lugar, otra sirvienta canta una nana (una especie de canción de bienvenida) detrás de una sábana blanca recién tendida, unas manos lavan el camisón empapado de sangre, el nombre de Luisín termina de bordarse en el babero, el niño solitario del desván (el único que no acude al círculo de los testigos de esa especie de segundo nacimiento de Luisín) borra el reloj pintado de su brazo y cierra la ventana, el corro de espectadores se disuelve (suponemos que cada uno vuelve a su lugar y a sus tareas) y los distintos tiempos se reanudan. Mi hipótesis es que tal vez la educación como dispositivo insertado en el venir al mundo tenga como condición de posibilidad esa separación de los tiempos y de los espacios a la que alude la figura solitaria del niño del desván: la posibilidad de un tiempo otro que interrumpa la continuidad de los tiempos y la posibilidad de un espacio otro que interrumpa el orden social de las fijaciones y las pertenencias. La posibilidad, en suma, de una heterocronía y de una heterotopía en la que algo otro pueda tener lugar. Y que tenga también como condición de posibilidad la existencia de algo visible, iluminado, de algo cuyo uso está suspendido, de esas cosas que ya no sirven o que aún no sirven. La mesa en la que la sirvienta sutura el cordón umbilical sangrante es la misma mesa en la que antes la habíamos visto haciendo el pan, y la misma que estaba cubierta por el periódico con la fecha. Como si el segundo nacimiento de Luisín estuviera presidido por un signo de lo inmemorial y de la vida (el pan), y por un signo de la historia y del mundo (el periódico). Además, después de curarlo, la sirvienta entrega al niño a sus padres y, a través de ellos, a una pertenencia familiar, biográfica y social cuya continuidad está destinado a garantizar. Por otra parte, inmediatamente después de esa entrega, su nombre, ya completo y terminado, queda finalmente bordado en el babero. Se ha constituido ya otro cordón umbilical, esta vez social, que, al mismo tiempo que garantiza su supervivencia (el pan) conecta al niño con los espacios y los tiempos (biográfico, geográfico, social, cultural, histórico) en los que ha nacido. Unos espacios y unos tiempos que determinan su identidad, su nombre, lo que es, eso en lo que se tiene que convertir, eso a lo que está destinado, todo eso que lo va a formar y a conformar. Podría decirse que Luisín no tiene ya escapatoria. Pero en algún lugar existe un refugio (un tiempo y un espacio separados, unas cosas que no sirven para nada, una luz que las ilumina), que le darán, quizá, la oportunidad de explorar otras posibilidades. Precisamente porque ese tiempo del reloj pintado, ese espacio del desván y esas cosas inútiles no lo determinan sino que, en cierto sentido, lo indeterminan. De todos modos, para que haya escuela hacen falta algunas otras cosas. Faltan, en primer lugar, más niños. Es constitutivo de la escuela el que ésta no sea, como se dice ahora, un entorno individualizado de aprendizaje, sino en espacio y un tiempo para la presentación pública y en público del mundo. Falta, en segundo lugar, un profesor. Es constitutivo de la escuela el que ésta no sea, como también se dice ahora, un espacio para el autoaprendizaje, o para aprender con máquinas, sino un lugar donde los profesores (como representantes de las viejas generaciones) entregan el mundo a los que vienen a él (como nuevos). Y falta, en tercer lugar, una materia de estudio. Es constitutivo de la escuela que ésta no sea, como se dice ahora, un lugar para la formación de competencias y habilidades, sino un lugar en el que el mundo, las cosas del mundo, se conviertan en materia de estudio. Hace falta, por tanto, que esas cosas que están ahí, iluminadas, dispuestas para ser contempladas (y no solo usadas) se conviertan en una materialidad mundana que tenga alguna autoridad, que merezca respeto y, a la vez, se entregue al juego, al ejercicio, al estudio, a la experimentación. Karen. Te remontaste a la antigua Grecia para componer la idea de tiempo libre en dos instituciones: la democracia y la escuela. Al mismo tiempo, ambas comportan otra, la de espacio público. En este sentido, la escuela es un dispositivo que crea espacio público y tiempo libre, además de la vinculación con un objeto cultural. Recuerdo también una frase de Francesco Careri: “solo el que pierde tiempo gana espacio”. Creo que podrías decir más de esa noción temporal, propia de la escuela, vinculada a un tiempo libre, no productivo. Jorge. Se sabe que la palabra “escuela” viene del griego scholé que significa “tiempo libre” y cuya traducción al latín es otium, ocio. Sus contrarios serían, tanto en latín como en griego, palabras privativas: negotium y ascholia. En un hermoso libro destinado a elaborar filosóficamente la dificultad del aprender y construido, en su mayor parte, con materiales tomados de la filosofía griega, La regla del juego, José Luis Pardo habla de la relación entre la filosofía (ese otro invento griego, junto con la democracia, con una clara, aunque no exenta de tensiones, relación con la escuela) y el tiempo. El argumento comienza comentando un pasaje del Teeteto en el que, ante la observación de Sócrates de que la discusión comenzada llevaría muy lejos, Teodoro responde “¿Es que acaso no tenemos tiempo libre (scholé)?”. Esta pregunta de Teodoro, dice Pardo, muestra la existencia de dos clases de tiempo que se corresponden con dos clases de hombres, el tiempo libre, que es el tiempo de los hombres libres, y el tiempo esclavo, que es el de los esclavos. La diferencia entre las dos clases de tiempo significaría también la división entre aquellos que pueden dedicarse a las tareas del pensamiento y aquellos cuyo tiempo está consumido en el trabajo y en la necesidad. Pero ser esclavo, dice Sócrates, no es solo una cuestión de diferencia social (entre las minorías aristocráticas y la plebe), sino de diferencia moral, la que se refiere no a la cantidad de tiempo de que se dispone, sino a la relación misma con el tiempo: los no-libres son los esclavos del tiempo, es decir, los que se someten no solo a la limitación del tiempo (por ejemplo, de los tribunales), sino a la medida misma del tiempo. Los esclavos de la clepsidra (del reloj de agua que medía la duración de las intervenciones en el ágora y en los tribunales) son los que miden su tiempo en función de su eficacia y de su utilidad, en función de las normas que lo regulan. Pero son también, independientemente de su clase social, los que nunca tiene tiempo para nada, los que están tan llenos de ocupaciones y de compromisos, siempre ineludibles e inaplazables, que son, como dice Pardo, “incapaces de acudir a las citas a las cuales la libertad les convoca”. Los hombres libres, por el contrario, son los que tienen libertad de tiempo, aquellos a los que nadie puede medirles el tiempo, y eso porque “su tiempo no es cronométrico ni puede ser cronometrado, es siempre elástico y flexible”, los que no tienen que rendir cuentas a nadie del tiempo y, sobre todo, los que siempre tienen un rato (un tiempo indefinido, que no se mide) “para no faltar a su compromiso con la verdad (…) y para poder cumplir con sus deberes públicos”. Y eso, no porque tengan más tiempo (porque ellos también tienen las horas contadas, ellos tampoco tienen tiempo y, el que tienen, también está medido), sino porque quieren, porque son capaces de robarle tiempo al tiempo “y de ese modo –haciendo de su querer, de su voluntad, la fuerza capaz de vencer la presión de la clepsidra– muestran su libertad, su condición de hombres libres, que solo existe en esa acción y mientras la acción dura, y que no se desprende de ningún tipo de marca de distinción socialmente otorgada o heredada por linaje”. La diferencia, por tanto, no es cuantitativa, no se refiere a la cantidad de tiempo disponible (ni siquiera si pensamos que los hombres libres, idealmente, tendrían todo el tiempo del mundo, que su tiempo sería, por definición, infinito), sino cualitativa, como si ambas clases de tiempo fueran, de alguna manera, inconmensurables. Lo que ocurre, dice Pardo, es que el tiempo libre (el que no se mide) solo es posible enmarcado o encabalgado en el tiempo medido, pero como modificándolo cualitativamente, convirtiéndolo en un tiempo otro, o en otra clase de tiempo: “No cabe duda de que la temporalidad elástica es considerada por Sócrates la temporalidad superior, la que da la regla del tiempo (…) ya que se trata de la temporalidad del aprender o del recordar, que es también la del dialogar (…). Más que en tener tiempo (explícito), la libertad filosófica consiste en tener siempre un rato para dialogar (y también para recordar y para aprender) acerca de cualquier cosa, y ‘un rato’ es precisamente el modelo de esa temporalidad a-métrica que parece ser la del recordar, la del aprender y la del dialogar”. El tiempo libre de la filosofía (y de la escuela), entonces, sería una especie de tiempo a-métrico, de tiempo no tanto ilimitado como indefinido, de tiempo que no se cuenta (y que, en realidad, no cuenta), que solo la decisión y la libertad de los hombres es capaz de abrir en el interior mismo del tiempo cronometrado. El tiempo libre de la filosofía (y de la escuela) se abriría cuando los hombres son capaces de olvidarse del tiempo, de suspender el tiempo o, como se dice en una hermosa expresión del español, de “darle tiempo al tiempo”. Karen. Me gustaría traer aquí un aspecto práctico de la disciplina. Mi trabajo de tutorías consistió en hacer que los alumnos comprendiesen el concepto de refugio y, por tanto, que elaborasen una propuesta de un tipo de refugio que fuese una separación del mundo (una idea bien interesante, puesto que va a contracorriente de una noción de inserción social, muy presente en el grado de Educación social. Pero en cada presentación de las ideas a trabajar en clase era muy común que constatases la queja de los estudiantes de no tener tiempo. Al mismo tiempo, observabas en las paredes de la clase y en los pasillos que había una serie de actividades en las que, según tú, ellos perdían el tiempo. Mi posición me colocaba en un lugar muy difícil: por un lado, al mismo tiempo que te daba la razón, percibiendo la similitud con los que yo misma vivía como profesora, por otro lado sentía compasión de ellos al percibir –tal vez por estar en ese intermezzo– cómo les era difícil distinguir causas y temas que valiesen la pena en medio de una sociedad que les proponía “ocupaciones basura” y que les ponía en ritmos temporales muy distintos a las que tú esperabas –y que todo buen profesor contrario a las “divagaciones pedagógicas” espera- en lo que se refiere al lugar del estudio y al tiempo del estudiante. Presento esta situación ordinaria puesto que creo que no es algo solamente superficial en relación a lo que pasa con el tiempo en los espacios educativos. ¿O sí? Jorge. Es justamente esa dimensión de la heterocronía, del tiempo otro, la que es más difícil para el oficio de profesor. De hecho, tanto tú como yo encontrábamos muchas dificultades en tratar de que los estudiantes abrieran un tiempo para el estudio. Seguramente dediqué alguno de mis sermones a decir que es una pena que esta sociedad que se puede permitir el lujo de liberar a los niños y a muchos jóvenes del trabajo y darles tiempo para otras cosas, utilice ese tiempo “libre” a las tonterías a las que habitualmente lo dedica. Mis alumnos, como tú sabes, son personas muy ocupadas. Primero porque muchos trabajan, segundo porque están permanentemente conectados, pero también porque la universidad misma les exige una serie de tareas que les ocupan muchísimo tiempo aunque sean, en su mayoría, perfectamente prescindibles en el sentido de que no requieren atención, ni esfuerzo, ni pensamiento. Tal vez ese sea uno de los “mensajes” de Alumbramiento: que hay que pintarse un reloj en la muñeca y atender a ese tiempo que no existe pero que existe, al tiempo para lo que vale la pena. Y, si recuerdas, aproveché para citar eso que dice Pennac en Como una novela, que nunca hay tiempo para amar ni para leer, que ese tiempo nadie te lo da, que hay que robarlo de otras actividades, o del sueño, que estudiar es “darse tiempo”, y que ese gesto de darse tiempo a uno mismo significa renunciar a otras cosas y, sobre todo, a otras formas de temporalidad, aquellas, sobre todo, en las que el tiempo es un medio para otra cosa. Tal vez por eso podamos decir que la escuela (la universidad en este caso) no solo debe dar tiempo sino también “hacer tiempo”, un cierto tipo de tiempo. Transmisión Karen. Copio a continuación el asunto de una de nuestras materias, la que se titulaba Antropología Cultural, tal como se presentaba en el programa que fue entregado a los estudiantes y leído públicamente en la primera clase del curso: Puesto que “el hombre” es, por definición, un “animal cultural”, la transmisión cultural es constitutiva de todas las sociedades humanas. Conceptos como “aculturación” o “socialización” han sido elaborados por la Antropología Cultural y por la Sociología para dar cuenta de las formas de transmisión que garantizan la continuidad de las culturas (y de las sociedades). La educación, sin embargo, es otra cosa, y depende de la invención de dispositivos específicos insertados en el “venir al mundo” y organizados para establecer una relación “educativa” entre la infancia (entendida como la capacidad de comenzar) y el mundo (entendido como el lugar del habitar humano). Desde ese punto de vista, la educación tiene que ver con la transmisión del mundo y con la salvaguarda, al mismo tiempo, de la capacidad de comenzar. De ahí que la función de la educación no sea ni la socialización (reproducir o transformar las conductas, o las formas de vida) ni la terapia (elaborar o reelaborar las formas de la subjetividad, mejorar la autoestima, regular las emociones, conseguir el bienestar), ni siquiera el aprendizaje (constituir competencias o capacidades cognitivas, críticas, emocionales, etc.). De ahí también que la educación no pueda conjugarse en términos de proyecto (ni de transformación de la sociedad, ni de transformación de los sujetos). El tema de este curso será la educación (y no la aculturación, o la socialización), por lo que habrá un desplazamiento desde la Antropología Cultural o la Antropología Social hacia la Antropología Pedagógica. Dicho brevemente, lo que nos interesa son las formas “educativas” y los dispositivos “educativos” que se inscriben en el venir al mundo de los seres humanos. El dispositivo fundamental que los seres humanos han inventado para la educación es la escuela. De ahí que los dispositivos que hoy se llaman de “educación social”, para ser “educativos”, tengan que tener alguno de los rasgos de lo escolar, independientemente de cuál sea la edad de los sujetos implicados o de cuál sea el lugar de realización (un museo, una biblioteca, un centro cívico, una prisión, un piso de acogida, etc.). Otro de nuestros asuntos será, entonces, qué es lo educativo en la educación social o, dicho de otro modo, qué hace falta para que la educación social sea educación y no socialización, o terapia, o gestión de los individuos y las poblaciones, o versión contemporánea de la ayuda mutua, o todo lo que tiene que ver con las prácticas sociales de tipo “re” (reciclado, recuperación, resocialización, readaptación, recuperación, restauración, reinserción, etc.), o con las prácticas sociales de tipo “pre” (todo lo que tiene que ver con la prevención –y por tanto con la normalización- de cualquier tipo de comportamiento considerado anormal o patológico… pre-delincuente, premaltratador, pre-embarazada, pre-desempleado, pre-drogadicto, preterrorista, etc… es decir, los discursos y las prácticas dirigidos específicamente a individuos o poblaciones en situación de “riesgo social”). Lo que haremos, entonces, será estudiar las características de los dispositivos educativos, fundamentalmente en lo que tiene que ver con la separación de tiempos y espacios, y con la vinculación a un objeto de tipo cultural. Estudiaremos también algunas de las características de la sociedad contemporánea que dificultan (y, a veces, se oponen) a la constitución de ese tipo de dispositivos. Y analizaremos esos dispositivos, en especial, en su cualidad de refugios, de asilos, de abrigos, de espacios de acogida o de amparo, de lugares relativamente separados y protegidos. Recuerdo que una de las primeras frases pronunciadas en la asignatura fue que la “transmisión del mundo” es lo que se vería en aquel curso. Para desarrollar un poco la palabra transmisión, podríamos volver a una de las películas que exhibiste en clase y que ya mencioné en la palabra “repetición”: El ojo sobre el pozo. En esa película separas varios fragmentos en los que se muestra una escuela de artes marciales, una escuela de danza, una escuela en la que un grupo de niños muy pequeños aprenden a escribir dibujando signos en el suelo con las manos, una escuela de recitación védica, una escuela de teatro y una escuela de música. Al enfatizar, a partir de esas escenas, que tenemos que aprender a hacer las cosas de cierta manera, no de cualquier forma, pues hay una práctica, un modo de hacer, ¿estás hablando de transmisión, no? De ciertos “rituales”, en un espacio y en un tiempo, que hay que repetir. Jorge. En la manera como se determina el asunto de la disciplina en el programa que has transcrito puede percibirse una cierta inspiración arendtiana en lo que se refiere a la idea de educación. Lo que yo pretendía era colocar lo de la transmisión cultural (esa expresión que me venía impuesta por el título de la disciplina, que era Antropología Cultural) en el interior de ese marco. De ahí lo de la educación como transmisión del mundo (y, como sabes, en Arendt la transmisión no puede separarse de la renovación) y, sobre todo, como transmisión / renovación de un mundo común. Es decir, mi intención era plantear la así llamada transmisión cultural como educación, es decir, como transmisión / renovación / comunización del mundo. Y entendiendo aquí “mundo” como cultura, como tradición cultural, también en sentido arendtiano. Y esa idea puede verse, sí, en esa película de la que hablas, aunque en un contexto muy distinto al nuestro (de ahí que la conversación a que dio lugar en el aula fue interesante, aunque a veces confusa). Vamos a ver si soy capaz de aclararlo transcribiendo aquí la manera como presenté la película antes de verla en la sala de aula (una presentación de la película, además, que incluye algunas consideraciones sobre el cine, porque me parece que en la universidad, en los tiempos que corren, cualquier texto que se lea tiene que ser usado, directamente o indirectamente, para enseñar a leer –y para mostrar que no todos los textos son iguales–, y cualquier película que se vea tiene que ser usada, directa o indirectamente, para enseñar a ver cine –y para mostrar que no todas las pelis son iguales–). Johan ven der Keuken es un cineasta holandés, uno de los grandes maestros del documental europeo. Realizó más de 50 películas, la primera en 1957 y la última en el 2001. El ojo sobre el pozo, de 1988, es un viaje a la India. Un viaje de formación clásico en busca de experiencias, en busca de una espiritualidad otra, o de una espiritualidad perdida, un viaje de transformación, en definitiva. Pero también un viaje a un territorio mítico del cine moderno, al menos desde El río, de Jean Renoir (1950), o la extraña y fascinante India, de Roberto Rossellini (1958). Van der Keuken escogió viajar en solitario, acompañado solo de su mujer, que registraba el sonido. Y escogió filmar en la región de Kerala, una de las más alfabetizadas del país, de las más progresistas también, tanto política como social y culturalmente, para huir del exotismo de la pobreza o del atraso. Se trata de un cine viajero, de un cine que busca la experiencia de la realidad, la experiencia de la alteridad, pero también la experiencia del cine, como si tanto la textura como el tiempo de las imágenes se viesen alteradas por los colores, las luces, las miradas y los gestos que el cineasta encuentra. Y se trata, al mismo tiempo, de un cine que parece anclado en la tradición de la pintura flamenca, esa pintura de interiores, de objetos cotidianos, de espacios silenciosos y movimientos lentos. De hecho, la película que os voy a mostrar se sitúa entre oriente y occidente. Comienza con un plano de un bosque de invierno en Holanda sobre el que se inscribe un relato que tiene la belleza de los relatos orales, y que, de alguna manera, va a impulsar el viaje. Como si el viaje estuviese precedido por una historia, o por una serie de historias, que nos dan un cierto a priori sobre la atmósfera espiritual del lugar a visitar. Y que, de alguna manera, guían la percepción del viajero. Se trata, por otra parte, de una película que no pretende explicar, ni informar, ni adoctrinar, ni sensibilizar. Una película que solo muestra, pero con una enorme atención y un enorme respeto. Nada que ver, por tanto, con un documental didáctico al uso. Se trata de una película no lineal, sin argumento, una película, podríamos decir, construida como un mosaico, como una superposición de instantes. Al modo de un cuaderno de notas. Como si quisiera también conservar la textura fragmentada de la percepción y de la memoria. Ya he señalado uno de los entres en que se sitúa la película, entre oriente y occidente, pero hay otro entre que también me interesa precisar porque es un entre propio del cine o, si quieren, del arte en general. Esta película se sitúa entre lo real y el sueño o, si queréis, entre lo real y lo imaginario. De hecho el relato oral que da título a la película, un relato sobre alguien que está a punto de caer en un pozo en cuyo fondo se agitan las serpientes, se cuenta dos veces en la película. La primera vez se lo presenta como un sueño múltiple que se corresponde exactamente con el único mundo en el que vivimos. La segunda, se lo presenta como el único mundo en el que vivimos en tanto que se corresponde exactamente con las infinitas maneras como lo soñamos, como lo imaginamos, como le damos sentido. Os pido que prestéis especial atención a ese relato e incluso pararé la proyección después de la primera vez que lo hayamos escuchado para que podáis copiarlo en vuestro cuaderno. Si pasamos aquí, en esta clase, esta película, es porque muestra pequeñas escenas de transmisión: una escuela de artes marciales, una escuela de danza, una escuelita rural en la que los niños están aprendiendo a escribir, una escuela védica donde se aprende el recitado de los textos tradicionales, una escuela de teatro, y una escuela de canto. Y esas pequeñas escenas de transmisión, de enseñanza y aprendizaje, rodadas en espacios interiores, cerrados, se combinan con una serie también discontinua de escenas en exteriores en las que un prestamista va recorriendo el lugar, cobrando deudas, y mostrando a su paso el mundo del trabajo, del dinero, del artesanato y de la industria, del comercio, de la publicidad, de la mercancía, de la circulación, del trabajo autónomo y asalariado, de la fatiga, del movimiento, de la mendicidad, de las promesas incumplidas de los políticos, del dominio y la explotación de los caciques locales. Yo os mostraré apenas esos fragmentos que he llamado “pequeñas escenas de transmisión”, pero os dejaré ver algunos minutos antes o después de ellos para que veáis cuál es la otra mitad de la película, ese mundo del dinero, de la necesidad y del trabajo que se contrasta con el mundo de la cultura, de la belleza, del lujo (aunque ese mundo, como veréis, también implica esfuerzo, disciplina, dedicación). En una entrevista, el cineasta esboza así la estructura de la película: “Mi película tiene tres partes. La primera es una lección sobre ciertas formas antiguas de arte. La segunda parte habla del dinero, de personas modestas que no tienen ahorros. El dinero y las personas: un fragmento de vida cotidiana en un pueblo, una vida en la que el dinero cumple un papel crucial. La tercera parte es de nuevo una lección sobre diferentes formas de arte, pero sobre un plano más elevado, más espiritual”. Lo que os voy a mostrar, ya os lo he dicho, son las escenas de transmisión. Y me gustaría contextualizarlas teóricamente. No explicarlas, o interpretarlas, sino contextualizarlas. Darles un contexto teórico para abrir la conversación. Como sabéis, Hannah Arendt plantea la educación como transmisión del mundo, no como preparación para la vida, o como adiestramiento en formas de vida, sino como transmisión del mundo. Una transmisión que es, al mismo tiempo, una conservación y una renovación. Los niños, los que nacen, son nuevos en el mundo, vienen a un mundo que les precede y que seguramente les sucederá, y la responsabilidad de la educación es transmitirles ese mundo. Entregárselo como una herencia. Como una herencia que no está acompañada de ningún testamento. Es decir, que los nuevos renuevan el mundo al mismo tiempo que lo reciben. Pero el mundo de Arendt, como sabéis, está hecho fundamentalmente de obras, y la obra es ese producto del trabajo del hombre (que no de la labor) que es capaz de perdurar en el tiempo. No solo obras de arte, sino también de conocimiento. A eso es a lo que Arendt le llama “cultura”. Es de eso de lo que habla en el famoso texto de “La crisis de la cultura”. Y es de eso también de lo que habla cuando en “La crisis en la educación” habla de la educación como transmisión del mundo. Pero aquí, en esta película, no se trata de obras (de arte, de literatura, de conocimiento), sino de prácticas. Los niños, ya lo veréis, no son colocados como espectadores, sino como actores. Lo que se conserva y se transmite no es tanto una obra como una tradición en modos de hacer, en una serie de disciplinas artísticas que son a la vez corporales y espirituales. Lo que los niños hacen es aprender una serie de disciplinas artísticas, digamos, tradicionales, de esas que se transmiten de generación en generación, a través de una relación con un maestro, con un gurú. Pero la idea de herencia, la idea de conservación y de renovación, la idea de transmisión a través del tiempo se mantiene en estas escenas de transmisión de una forma muy particular. En relación a eso, en relación a la manera como esta película muestra la transmisión, me gustaría centrar vuestra atención en algunas cosas. En primer lugar, me gustaría que pensáramos sobre esa idea del arte y de la transmisión como algo separado y a la vez entremezclado con la vida cotidiana. De algo que está del lado de lo inútil, de lo gratuito, de lo libre (en el sentido de un tiempo y de un espacio libres de la necesidad, de la utilidad, de la vida como supervivencia). Del lado también de lo sagrado, de lo separado, de aquello que vincula con el pasado y, quizá, con el espíritu, sea eso lo que sea. Algo que no todavía ha sido capturado por la historia, por la idea occidental y moderna de historia: algo que no se conserva o se transmite al modo histórico. Algo que no ha sido capturado por la cultura, por la idea occidental y moderna de cultura: algo que nos se conserva o se transmite al modo de lo cultural. Algo también que no ha sido capturado tampoco por la mercancía: que no se conserva o se transmite como una profesión, o como una riqueza –sea ésta una riqueza de tipo histórico o de tipo cultural o de tipo turístico. Algo que no ha sido tampoco capturado por la idea occidental y moderna de belleza, esa idea del arte como la producción de algo “bonito” comprado y consumido por los consumidores de belleza. O por la idea del entretenimiento, el arte como una forma de ocupación del tiempo vacío. Pero, sin embargo, a pesar de todo eso, algo que sin embargo forma parte de la vida. No de la vida entendida como ‘zoé’, como vida desnuda, como supervivencia, sino de la vida como ‘biós’, como forma de vida. Los aprendizajes que os voy a mostrar están, desde luego, claramente separados de la vida (si por vida entendemos el trabajo, el ganarse la vida, la serie de cosas prácticas y útiles que son necesarias para la vida) pero en ellos hay, qreprimendauizá, algo así como la transmisión de una forma de vida. No de una forma de ganarse la vida, no de una forma de sobrevivir, sino de una forma de habitar, de una forma (humana) de vivir la vida, de dar un sentido a qué significa vivir. En segundo lugar me gustaría que pensáremos juntos sobre cosas como la figura del maestro (y el modo como se da su autoridad), la idea de disciplina (el arte como una práctica de repetición, de obediencia, orientado a la perfección… nada que ver con la crítica o con la innovación o con la experimentación), la forma de la transmisión y, en fin, todo lo que se os ocurra. Y es aquí, como tú bien dices, donde la conversación se hizo más complicada, cuando intentamos comentar, con cierto cariño, que la película mostraba formas de transmisión altamente conservadoras (en el buen sentido de la palabra) en las que había que aprender a hacer las cosas bien, como es debido, como siempre se habían hecho, como el maestro o el gurú (en tanto que depositarios de la tradición) dicen que deben hacerse. Porque eso contrastaba claramente con esa idea de espontaneidad, de libertad, de creación, de inspiración, de imaginación, que permean la manera como mis alumnos suelen entender todo lo que tiene que ver con el arte. Si recuerdas, fue aquí donde pedí el ejercicio de recordar las disciplinas de cada uno, los aprendizajes que había realizado disciplinadamente, obedeciendo. Eso que hemos comentado en la palabra “disciplina” y que es tan difícil de entender hoy en día. Sin embargo, la conversación se puso interesante cuando hablamos de los espacios de transmisión de la película como espacios cerrados y separados de los lugares de producción, de venta o de circulación que son recorridos por el prestamista. Siempre hay un umbral, un cierto sentido de la transición, entre los espacios exteriores del trabajo, de la utilidad y de la economía y los espacios interiores de la transmisión. En cualquier caso, la separación entre los espacios, los tiempos y las actividades es una separación fuerte, como lo es la separación entre el mundo del dinero y el mundo de la transmisión. Como si esos lugares separados fueran el lugar del juego, del lujo, de la gratuidad, de la fiesta, de lo no económico o, en definitiva, de la miel, de ese pequeñísimo momento de dulzura y de goce que la vida ofrece a los mortales. Y como si esos lugares pudieran abrir un mundo, o hacer disponible un mundo, en tanto, precisamente, que cierran la puerta al prestamista y a todo lo éste representa, en tanto que permiten refugiarse, para gozar del mundo, a todos los que huyen, aunque sea por un instante, de la lógica que representa el prestamista. Tutorías Jorge. Lo que aquí se llaman “tutorías” son reuniones de trabajo para acompañar el trabajo de los estudiantes. En los cursos que compartimos hubo dos momentos de tutorías. Las que estaban dirigidas a preparar la exposición pública de la salida de campo y las que preparaban el trabajo final. Tal vez puedas decir algo sobre cómo fueron, sobre la función que tenían en lo que aquí hemos llamado “ejercicios de pensamiento”. Tal vez puedas contar alguna historia. Karen. En la palabra “Karen” dices que ocupé, o creé, un “tercer lugar de palabra”. Lo que tal vez no sepas es que fue muy difícil crear ese lugar. En la presentación, cuando me preguntaste sobre mi posición en este proceso que contamos, hablé de la dificultad para crear un papel, ya que yo no era estudiante, ni profesora visitante, ni colaboradora tuya, ni investigadora. Así la pregunta que se instauraba era: “¿qué hago yo aquí?”. En un segundo momento, cuando me vi como tutora en los grupos de trabajo de las tres asignaturas la pregunta pasó a ser: “¿cómo debo actuar yo aquí?”. Y en ese juego, entre no ser la profesora y tampoco parecer una compañera de clase, fui intentando construir un camino. Como ya dije en “salida”, las salidas de campo podían o no componer el trabajo final, por lo tanto podían no aparecer en el trabajo, como sucedió en el caso de “shopping”, en Sociología de la Educación, o aparecer como tema, como ocurrió en “basura”, en el caso de Arte y Cultura. Para la exposición en público de las salidas de campo, mi colaboración empezaba después de que ellos definieran el lugar. Creo que esos primeros encuentros ya mostraban indicios de mi intervención pues, al igual que yo, ellos también estaban asustados, un poco perdidos y tomados por la pregunta: “¿qué es lo que el profesor espera de nosotros?” Entonces, en ese primer momento, creamos cierta empatía e intentamos superar los problemas relacionados con la lengua. Destaco aquí mi cuaderno de notas como componente fundamental, para que yo misma pudiese corroborar tanto las intenciones del maestro como su forma de exponerlas. Las propias salidas de campo, que ya describí anteriormente (en “distrito”, “ruina” y “shopping”), demuestran, además de otras cuestiones, cómo conseguías que los estudiantes estuviesen presentes en las asignaturas. Discutir con ellos los textos y las ideas también me hacía presente, pero era en las salidas donde poníamos a prueba los protocolos, experimentábamos sus efectos y parte de sus ramificaciones. Y era allí que nos deparábamos con la pregunta: “¿adónde vamos?” Ese “estar juntos” fue fundamental para que desarrollasen confianza. De esa forma, las tutorías funcionaron como un lugar en elcual nos preparábamos para explicitar nuestros ejercicios y al mismo tiempo lanzar las primeras ideas para el trabajo final. Era allí, y no en clase, que ellos podían exponer sus dudas e inseguridades sin que les juzgasen y con el compromiso, por mi parte, de que estaríamos juntos, en los errores y en los aciertos (porque en ese primer momento todos estábamos preocupados en contentar al profesor). No imaginábamos que tú no querías saber de qué conversábamos, justamente para evitar esa idea de “hacer las cosas para agradar al profesor”. Está claro que, en las presentaciones en público de las salidas de campo, todo lo que podía salir mal, salió mal. Apareció mi propia falibilidad, pues en ellas también quedaban al descubierto mis dudas en relación a las asignaturas. Sin embargo, el hecho de haber participado activamente en las salidas y haberme dispuesto a estar con todos los grupos en horarios establecidos, les mostró que mi papel no era el de señalar el camino del maestro y ratificarlo, sino, tal vez, el de ayudarles a crear sus propios caminos y a hacerse responsables de lo que creaban. Me acuerdo de una anécdota divertida después de una de las clases. La presentación de uno de los grupos fue un poco difícil y, en las tutorías de la tarde, los estudiantes se quejaron. Yo sabía que tú estabas con dolor de muelas y les dije que el profesor no siempre está de buen humor y que casi nunca sabemos lo que le pasa en su vida (al final, también los profesores tienen una vida más allá de la clase, igual que los estudiantes). Que ellos deberían, por lo tanto, atenerse a los comentarios hechos por ti y no a la forma en que los hiciste. Esa historia también revela un poco sobre la composición de ese lugar y de mi actuaciónen él. De cualquier forma, ese momento fue un divisor para todos nosotros y, a partir de él, mi actuación fue quedando más clara y siendo más independiente al mismo tiempo. Fui creando algunas estrategias, como la utilización de la lengua a mi favor. Bajo el pretexto de no comprender algunas palabras o expresiones, llevaba a los alumnos a explicar de la mejor forma posible sus ideas. Como el trabajo final requería la inclusión de algunas palabras o conceptos clave de las asignaturas, siempre quedaba la duda de cómo hacerlas aparecer. Mi estrategia fue la de hacerlos retomar las lecturas a partir de mis anotaciones. De nuevo, mi cuaderno resultó fundamental, pues en él estaban reunidas todas las discusiones sobre los textos ocurridas en clase. Sin embargo, en lugar de ofrecerles mi síntesis, les decía en qué texto podrían encontrar el concepto que buscabany en qué clase se había discutido. Además de intentar hacerles volver a la lectura, re-significaba las anotaciones. Simultáneamente, me refería a otras lecturas de mi propio repertorio y esbozaba para ellos y con ellos algunas ideas posibles. Hasta aquel momento creo que contaba con la confianza de los estudiantes pero, a partir de entonces, empecé a encarnar cierta autoridad, no para legitimar mi posición, sino en el sentido con el que tú la caracterizas:“para dar autoridad a los textos, a la materia, al mundo, para que su gesto de señalar hacia algo para llamar la atención sobre ello y para tratar de hacerlo interesante no sea percibido como un gesto mecánico o como un gesto de vendedor de electrodomésticos, sino como un gesto de alguien.” Al mismo tiempo que construía esa trayectoria con los estudiantes, también definía mejor mi actuación junto a ti en lo referente a esos grupos y también nuestra relación de trabajo como un todo. Hacer que mirases a tus alumnos con mis ojos, como tú mismo has dicho, no era, en absoluto, una cuestión de legitimar mi trabajo, sino de construir aquella retícula del revés del bordado de la que habla Benjamin. Así como me hizo falta presentar al profesor Jorge Larrosa a sus alumnos, también me hizo falta presentarte a ti a tus alumnos; hacerte ver sus esfuerzos, sus inseguridades, sus maneras diversas de estar en este mundo tan cruel con la juventud, que te dieses cuenta de que algunos no eran tan “gilipollas” como tú pensabas (véase esa palabra en este diccionario). Por otra parte, la confianza y la autoridad que los grupos depositaron en mí, posibilitó que me expresase en nuestros diálogos a partir de las materialidades y gestualidades que me hacen singular, en última instancia, como profesora. Jorge. Como bien dices, ya he desarrollado tu función en las tutorías en la palabra “Karen”, sobre todo en relación a lo que ahí llamo “tercer lugar de palabra”, y tú has desarrollado muy bien cómo fuiste entendiendo ese lugar. ¿Quieres añadir alguna cosa? ¿Qué efecto tuvo en tu relación con los chicos y las chicas el que yo no estuviera ahí? Karen. “Tercer lugar de palabra” es una bella expresión. Hay mucha generosidad en la forma en la que te refieres, siempre, a mi papel. Confieso que me gusta ese lugar, porque no es ni el primero ni el segundo, sino que al mismo tiempo está entre los dos; no basta que lo ocupen, pues solo funciona en una composición entre lo que se es y lo que se puede ser; porque exige la humildad de la escucha y la autoridad de las palabras seguras; porque en él no se actúa como un profesor, sino que se está allí para dignificar tu curso y tus ideas, y mirando y cuidando a cada estudiante como si fuese propio. No es imprescindible, pero tal vez suponga alguna diferencia. El día del homenaje de despedida de la profesora Violeta y también del final de la asignatura de Arte y Cultura en Educación Social, pronuncié unas palabras. Me gustaría reproducir un fragmento, porque se refieren a la relación con los estudiantes: El primer día de la asignatura de Arte y Cultura en Educación Social, me presenté a mí misma y mis pretensiones: aprender, intercambiar, hacer. Todo muy vago, pero al mismo tiempo todo muy verdadero. La verdad no es una constatación al final de un proceso, sino la forma en que cada uno lleva su propio proceso. Eduardo Coutinho, importante documentalista brasileño, decía que no había una grabación de verdad, sino una verdad en la propia grabación. Y tal vez sea por eso que el proceso es lo que siempre me interesa en el recorrido educativo. ¿Cómo se hacenlas cosas? / ¿Cómo se materializa una idea? / ¿Cómo se escogenlos caminos? / ¿Cómo se construyenlos caminos? Las primeras pistas ya estaban ahí el primer día: la profesora Violeta puso en la pantalla la orquesta de Cateura, en Asunción, un lugar miserable de Paraguay, en América del Sur. La materialidad: confeccionar y tocar instrumentos musicales. El profesor Larrosa mostró imágenes de acontecimientos en el mundo y, con ellos, la elección de caminos/conceptos: lo público, lo común y la igualdad. En Brasil, cuando leí por primera vez el texto de Violeta y Jorge para la asignatura, antes de viajar hacia aquí, ya me había llamado la atención el enunciado: “La educación social y la gestión de residuos humanos: un experimento con el arte, la educación social y la basura.” Proponer una discusión sobre educación relacionada con la basura material, con la basura humana, con la sociedad-basura, con el arte-basura y con el arte con la basura, con el espacio de la ciudad en sus espacios-basura, me pareció osado y fascinante. Me pareció, además, una determinada manera de entender el arte y una determinada manera de entender la educación, que me parecen distintas de las otras, inclusive de algunas que muchas veces sobresalen, tanto en el campo educacional como en el artístico y que, en realidad, son y producen basura. Veo que la fuerza de esa otra idea de educación, y de arte, y de basura, está en la propuesta investigativa. Ésta, compuesta tanto por el trabajo en clase como por el trabajo de campo, resuena tanto en el uno como en el otro, es decir, igual que en el juego cíclico de las olas del mar, que a veces es regular y a veces irregular, pero que es siempre imprescindible. Sin embargo, ese ritmo aula/campo no siempre se mantuvo. Tal vez porque (tomando prestada, de la forma que quiero, la figura del ogro y del refugio del profesor Larrosa) el ogro está por todos lados, mordiéndonos los pies. A veces no entendimos la clase como un espacio público y un espacio para hacer cosas, y, por lo tanto, no la entendimos como un refugio contra el ogro y su lógica de dispositivos educativos privados, particulares y desiguales. El camino bidireccional clase/campo se profundizaba cuando nos encontrábamos en los territorios demarcados. ¿Cómo pasar de un mundo que nos contempla a una contemplación del mundo? Para hacer al “espacio hablar”, había que: “Habitarlo, recorrerlo, observarlo, escucharlo, sentirlo, fotografiarlo, dibujarlo, registrarlo y pensarlo intensivamente”. O, como en el texto de Jan Masschelein, con inspiraciónde Walter Benjamin: “Caminar y copiar en vez de leer y sobrevolar”. Mientras el ruido de las máquinas en la calle Sant Pere Més Alt compone el paisaje junto a las palomas que le disputan el espacio al mendigo y su maleta, en Sant Pere Mitja, el aire húmedo, las calles estrechas y las puertas cerradas nos traen una atmosfera que no se puede describir, como una superficie plana sobre la que se sobrevuela. ¿Qué estoy queriendo decir? Que los textos de clase no solo eran importantes sino también imprescindibles, tanto para las reflexiones como para ubicarse en el propio trabajo de campo. Quiero decir, además, que los protocolos sistemáticos no tenían como objetivo llenar hojas del cuaderno, sino que, en un ejercicio de repetición, nos proponían que desplazásemos nuestra mirada. ¿Cómo ver al recolector de basura solitario, si no se hubiese insistido en el trayecto, bajo el frío y la lluvia? ¿Cómo encontrar el descampado de los recolectores, sus casas y sus basuras, separadas meticulosamente, si no hubiésemos andado durante cuatro horas en el desierto urbano-industrial de L’Hospitalet? ¿Cómo problematizar las diferentes miradasal río Besos, si no nos saliésemos de la carretera? ¿Cómo descubrir que la basura que escurre por las alcantarillas puede ser blanca, y que hay pastores con sus ovejas pastando en sus márgenes? Hay que insistir en las cosas para verlas, hay que transformar el trabajo en una especie de cruzada (como dijo Thoreau al hablar sobre caminar), y en esta cruzada: “Algún Pedro Ermitaño predica en nuestro interior para que nos pongamos en marcha y reconquistemos de las manos de los infieles esta Tierra Santa.” O como decía el cineasta Werner Herzog: “Es necesario caminar hasta que deje de haber caminos.” Me gustaría decir, además, que muchas veces no insistimos lo suficiente, y no solo no insistimos por abandonar la misión, sino también porque dejamos que nuestras observaciones o reflexiones fueran capturadas por las ideas que circulan en un mundo y en una educación-basura: “Vivo aquí, así queya conozcoeste espacio”; “no hay ningún problema en hacer el trayecto en una hora y no en cuatro”; “el registro se hace después y resumido”; “yo ya sé cómo vivenlos más necesitados”. O también cuando nos ubicamos previamente en un lugar donde no podemos movernos, y donde creemos poseer una verdad sobre las cosas. Eso se hacía presente en momentos en los que nuestros juicios morales se anticipaban al mundo antes de que pudiésemos mirarlo: “Esto no nos interesa verlo”; “esto esuna intromisión”; “está claro que esto es una necesidad de este lugar”. Como si el problema fuesen los protocolos y no la idea previa y casi cristalizada que tenemos sobre el mundo. El mundo es perverso, chicos y chicas, y, como decía la profesora Violeta, “desconfiemos de todo”, inclusive de las ideas “benignas” de una educación social. Así, para que olvidásemos todo lo que “sabíamos”, nuestro recorrido de investigación (para hablar de esto como investigación) y también nuestro recorrido como estudiantes tenían que ser arduos, largos, desmotivadores, casi como estudiar las cosas por primera vez; borrar las palabras para, quién sabe, encontrar otras; encontrar el silencio (“¿Cómo encontrar tal silencio?” preguntaría Le Clézio) para, tal vez, interrumpir algunos flujos de información. Ubicarse en la investigación de esa disciplina, en especial, exigía/exigió agotar las posibilidades dadas por los paisajes visibles, para desvelar que los paisajes invisibles no se agotan. Que, por lo tanto, el proyecto educativo solo se realizaría con esa insistencia en este “estar presente en el mundo” y no en los recortes de nuestra participación, tanto en clase como fuera de ella. LETRA U Universidad Utilidad Universidad Karen. Viví intensamente mi tiempo de universidad. Al menos es ese el recuerdo que tengo. Dentro y fuera de clase, en los pasillos, las bibliotecas, los eventos académicos y/o políticos, en las asambleas del movimiento estudiantil, en corrillos en el bosque, debajo de los árboles, en fiestas los fines de semana. Estar en la universidad para quien no pertenecía a una élite socioeconómica ni intelectual, y para quien venía de un pueblo, como algunos de mis compañeros y yo, era un privilegio y un orgullo. La universidad era el lugar del saber por excelencia, y también de un sueño de emancipación individual y, con el tiempo, de un sueño colectivo de sociedad. Casi como “las novias”, los tipos conceptuales de la Cartografía sentimental de Suely Rolnik, hay que pensar a qué generación pertenecemos, qué utopías nos mecieron y, de diferentes formas, produjeron nuestras subjetividades. Mi generación universitaria fue la que participó de esa institución tras la dictadura civil-militar en Brasil, la que presenció la entrada del neoliberalismo al país, a finales de la década de 1980 (aunque ese proceso ya debía de estar en curso desde la década anterior) e inicios de 1990. La universidad pública no era para todos, al igual que elpropio país, pero muchos de nosotros repetíamos tres palabras como un mantra, como si, por arte de magia, algunos engranajes pudiesen entrar en movimiento mientras se interrumpían otros: universidad “pública, gratuita y de calidad”. Las tres palabras de nuestro mantra debían servir a la universidad y a la educación con más amplitud. Viví con mucha alegría una universidad pobre, sin equipamientos, con bibliotecas malas, con profesores con sueldos bajos, con innumerables huelgas, etc.. Nuestro empeño era mantenerla y, al mismo tiempo, hacer de ella otra cosa. Tuvimos conquistas que hoy estamos perdiendo. La utopía de una época parece redimensionarse por las quejas de otra época. Y tal vez porque la universidad siempre ha sido el lugar de la inquietud. Pero demos ahora un salto temporal y espacial. Universidad de Barcelona, España, 2015. Circulo cotidianamente por esa universidad y voy intentando entender su mapa. No obstante, por mi omnipresencia en tus clases y por la singularidad de lo que compartimos, acabo viéndola a través de tus ojos. En los momentos de encuentro con otros profesores, las conversaciones son sobre la difícil relación con los alumnos y de éstos con el conocimiento que allí se produce y transmite, la cual deriva de la dificultad de ser estudiante, de la que ya hablamos en aquel vocablo. Del mismo modo, quedaron claras las quejas de tus compañeros más jóvenes en relación a lo que la universidad les exige y, al mismo tiempo, a la precariedad que les brinda. Al andar por los pasillos, ibas señalando carteles y destacando todo tipo de reclamos motivacionales, de trampas neurolingüísticas, de innovaciones educacionales en cursos, eventos y conferencias. Comentabas varios aspectos de la shoppinización de la universidad, inclusive en los temas de algunas reivindicaciones de alumnos y profesores. Hay un párrafo en tu libro Tremores, particularmente en el capítulo “Fim de partida: ler, escrever, conversar (e tal vez pensar) em uma Faculdade de Educação”, cuya frase final parece tener sentido en relación a lo que intento decir: “Ya sabemos que la universidad que viene está cambiando la forma de ser profesor, la forma de ser alumno y la forma de organizar las disciplinas de conocimiento a partir del punto de vista de su enseñanza y de su aprendizaje. No nos gustaban las formas antiguas, pero las nuevas tampoco me gustan.” Considerando que el tiempo de corta duración se mide por lo que, de cierta forma, cambia o se queda como está, que el pertenecer a una generación nos hace estar en el presente de algún modo, que las utopías en las que fuimos forjados nos hacen tener acceso al mundo y habitarlo de diferentes formas, siento curiosidad por saber porqué has escogido este vocablo. Jorge. Cuando yo estudiaba, nuestras tres palabras (siempre tres, ¿te das cuenta?) eran: “popular, catalana y democrática”. Lo primero que cayó, claro, fue lo de popular, lo segundo lo de democrática, y lo tercero lo de catalana (bueno, en eso, que yo nunca entendí demasiado bien, aún parece que estamos). Y a nadie pareció importarle demasiado. Así que, como en vuestro caso, una derrota completa. Pero a lo mejor con tanto adjetivo (pública, gratuita, de calidad, popular, catalana, democrática) nos estábamos olvidando del sustantivo. Y, sin apenas darnos cuenta, nos hemos quedado sin una universidad que sea realmente universidad, que merezca su nombre. Cualquier día tendremos una universidad sin libros, sin profesores y sin estudiantes que seguirá llamándose universidad pero ya no será universidad, y casi nadie se dará cuenta. Alguien me ha hablado en estos días de un informe de la UOC sobre cómo será la Universidad dentro de 10 años. La UOC es la Universidad Abierta de Cataluña, una universidad que apenas tiene espacio físico (la mayoría de sus cursos son no-presenciales) y que se publicita no como “universidad a distancia” sino como “universidad sin distancias”. Lo que auguran es una universidad sin teoría, sin asignaturas, sin calendarios, donde se trabaje a través de la solución de problemas con simuladores y a través de proyectos y tareas, orientada a la profesionalización y con una relación directa con la empresa o con el lugar de trabajo. El punto de partida, claro, es que se aprende en cualquier lugar y a cualquier hora, que se acabarán las rigideces espacio-temporales y esa unidad anacrónica llamada “asignatura”, que el profesor no enseñará sino que se facilitará el aprendizaje, y que ese aprendizaje no tendrá que ver con esa momia de “lo teórico” sino que será esencialmente práctico, todo eso del learning by doing. El triunfo final del programa educativo del capitalismo cognitivo. Y lo más curioso es que casi todo el mundo está participando de ese programa o trabajando para él con el mayor entusiasmo. Lo de que la universidad se parece cada vez más a un shopping tiene que ver con la manera como se ajusta, sin resistencias, a las modas y a las demandas del cliente. Eso hace que los profesores se parezcan cada vez más a vendedores y que se la pasen insistiendo en la utilidad y el valor de mercado de lo que hacen. La introducción de categorías tomadas del marketing como “calidad” o “innovación” tiene que ver con eso, y la universidad misma en su conjunto es, cada vez más, una empresa y una marca. Ahí nos engañamos cuando dijimos eso de “una universidad al servicio de la sociedad” y nos olvidamos que si la universidad está al servicio de algo es del saber o, más solemnemente, de la verdad. Y que si la sociedad la sostiene no es porque se sirva de ella, sino porque acepta una institución que, por definición, se define como “libre” y no acepta ningún servilismo. Pero si la palabra universidad tiene un lugar en este diccionario es porque me gustaría elaborar una idea de universidad (una idea que, desde luego, es también un fantasma, o un deseo): lo que la universidad ha sido para mí (o lo que yo he imaginado que ha sido), o la universidad que he tratado de “hacer” (o que creo que he tratado de hacer) a lo largo de toda una vida de profesor. Pero a diferencia de Platón y de los platónicos, no creo que la idea de universidad esté en algún lugar, en el reino de las ideas, y que sea por haber visitado ese reino que pueda saber lo que la universidad realmente es. Cualquier idea es una construcción y, además, una construcción disputada. Por eso los seres humanos elaboramos ideas y discutimos sobre ideas y polemizamos los unos con los otros cuando discutimos sobre lo que las cosas realmente son o sobre lo que las cosas deberían ser para que podamos llamarlas, sin mentir, sin engañar y sin engañarnos, por el nombre que les corresponde. Lo que me gustaría, entonces, es caracterizar qué podría ser una universidad que merezca el nombre de universidad. Y para que no parezca que se trata de una utopía, o de un ideal, voy a elaborarla usando palabras muy antiguas (mucho más antiguas que esas de pública, gratuita, de calidad, democrática, popular o catalana con las que, cuando nosotros éramos jóvenes, tratábamos de formular la universidad que queríamos). No voy a hablar de la nueva universidad ni de la vieja, sino de la viejísima, de esa tan vieja que ya es completamente inactual y, por tanto, de esa que podemos reactualizar reinventándola y haciéndola verdadera (ya sabes, para el poeta brasilero: “todo lo que no invento es falso”; para el poeta español: “también la verdad se inventa”). Y no voy a hablar tanto de su función, o de sus condiciones sociales, sino de su forma. Para eso voy a comentar la definición de universidad de Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y León en el siglo XIII, tal como aparece en Las Partidas, uno de los textos jurídicos medievales más importantes de Europa. La definición no es de “universidad”, sino de “estudio”, teniendo en cuenta que las primeras universidades se derivaron de los Estudios Generales (Studia Generalia) de las órdenes monásticas o de las escuelas catedralicias. Por eso en Las Partidas se usa indistintamente el término “estudio”, el término “universidad” o, incluso, la expresión “universidad del estudio”. La definición es la siguiente: “Estudio es ayuntamiento de maestros y escolares, que es hecho en algún lugar, con voluntad y con entendimiento de aprender los saberes”. Solo por seguir la pista del Rey Sabio, diré algo de qué quiere decir para mí “maestro”, qué quiere decir “escolar”, qué quiere decir “ayuntamiento”, qué quiere decir “algún lugar”, y qué quiere decir “aprender los saberes”. Diré algo de los sujetos (los maestros y los escolares), de los objetos (los saberes), de la materialidad en que esos saberes se encarnan (los libros de texto) y de ese lugar que es “algún lugar” y al mismo tiempo “ningún lugar”. De hecho, la regulación del buen funcionamiento de la universidad, en Las Partidas, consiste, sobre todo, en garantizar las condiciones del lugar, las obligaciones (pero también las libertades) de los maestros y de los escolares (unas libertades que hoy nos parecerían casi imposibles: la universidad medieval, durante muchos años, no estuvo sometida a ningún poder, ni civil ni religioso), y la fiabilidad de los libros (a través, por ejemplo, de una serie de medidas que castigaban el fraude en la edición o en la copia). Diré primero que la universidad se constituye como un lugar muy específico, con una forma arquitectónica y unas condiciones materiales muy concretas, pero también se constituye, al mismo tiempo, como un lugar ubicuo. Los maestros tienen el derecho a enseñar en cualquier universidad (licentia ubique docendi) y los estudiantes también pueden asistir, libremente, a las lecciones de cualquier maestro impartidas en cualquier universidad. De hecho, la universidad medieval supone la aparición de una nueva figura del nomadismo y de la vida errante: las figuras gemelas del maestro itinerante y del estudiante viajero que atraviesan, de universidad en universidad, una Europa desgarrada por las guerras de religión y por los sangrientos conflictos de fronteras entre las naciones emergentes. Además, a esa libre circulación de maestros y estudiantes debe añadirse también la libre circulación de los libros. La universidad, por tanto, es un lugar, pero un lugar ubicuo, extraterritorial, un lugar que no está anclado a ningún lugar concreto (y, por tanto, a una cultura particular, a una nación concreta, a un conocimiento local, a un saber contextual, etc.): un lugar que puede estar en muchos lugares. La forma espacial de esa universidad casi intemporal de tan viejísima, de ese lugar que no es, estrictamente, un lugar, consiste en un aula conectada a una biblioteca. La universidad fue durante siglos una sala de aula en la que se reúnen, de cuerpo presente, profesores y alumnos, y en la que se reúnen para leer, para ejercitarse en la lección, en la lectio, en la lectura pública y en público de un texto. De modo que la tarea de los maestros, de los estudiosos, será impartir lecciones, leccionar, leer en público (todavía hay una categoría de profesores que se llama “lector”), y la tarea de los escolares, de los estudiantes, será estudiar, es decir, ejercitarse e iniciarse en la lectura. Si la universidad, el “estudio”, es “ayuntamiento de maestros y escolares” habría que pensar qué tipo de “ayuntamiento” es ese, en qué y para qué se juntan o se conjuntan los maestros y los escolares, qué tipo de comunidad, de com-munitas, constituyen, qué tipo de relación común mantienen con un munus que no se parte ni se reparte sino que se comparte. Podríamos decir que, en la universidad, lo que hace comunidad, el munus que la constituye, no es otra cosa que el texto y la relación con el texto, es decir, el estudio. Por eso la lectio, la lectura y el comentario público de un texto, constituye un collegium o un co-lloquium, un leer juntos y un hablar juntos, un conversar (públicamente y en público) alrededor de un texto común. Y ese leer y conversar público tienen como función, según la definición del Rey Sabio, aprender los saberes. En tanto que universitas magistrorum et scholarium o como universitas studii, la universidad surge de su separación de las escuelas catedralicias y de las escuelas monásticas en las que se origina. En la universidad, el maestro ya no es un guía o un director espiritual o un iniciador en la religión, sino que es maestro de un saber. Y de un saber, además, que no es técnico o práctico, como el de los maestros artesanos, los maestros zapateros o los maestros pedreros(los maestros de los gremios medievales), sino que es un saber que no está ligado a ningún tipo de productividad concreta. El maestro, en la universidad, no está como el depositario y el transmisor de un saber iniciático (como el de los monasterios) ni de un saber técnico (como el de los talleres artesanos). Por otra parte, el estudiante se constituye también como una figura nueva en tanto que se separa, por un lado, del aprendiz, ligado al aprendizaje de una profesión y, por otro lado, del discípulo, ligado a la iniciación religiosa. Uno se constituye en aprendiz cuando aprende habilidades prácticas o técnicas; y se constituye en discípulo cuando se convierte en seguidor de una doctrina religiosa o de un maestro espiritual. Pero en la Universidad no hay aprendices ni discípulos, como tampoco hay maestros en una técnica aplicada o guías espirituales. En la universidad hay maestros y escolares, estudiosos y estudiantes, es decir, personas que tienen tiempo libre (scholè) para el estudio. Y personas cuya tarea no es de naturaleza privada, como en el caso de los aprendices y los discípulos, no es una aventura personal, particular, ligada a un interés propio, sea a un interés productivo o un interés religioso (de salvación), sino que es una tarea pública. Tanto los profesores como los estudiantes son figuras públicas. Como dicen Masschelein y Simons: “Los estudiantes y los profesores no tienen intereses específicos sino que, como parte de una esfera pública, están interesados y ligados a un mundo más allá de la cultura nacional, de los órdenes de la burocracia y de la lógica institucional”. Los profesores universitarios no son sabios, ni clérigos, ni servidores del estado, ni servidores de la iglesia. Son maestros, es decir, personas con una maestría especial, cuya autoridad no se deriva ni del carácter técnico (práctico o utilitario) de su saber, ni tampoco de su garantía religiosa (sagrada). Su autoridad se deriva de su estudio, de su condición de estudiosos, y de su capacidad de mostrar públicamente su estudio, es decir, su lectura. Los maestros no son otra cosa que lectores que dan a leer, estudiosos que hacen estudiar. No son productores sino scholars, escolares, personas que disponen de scholè, de tiempo libre, para el estudio; y que usan ese tiempo libre también para ejercer como profesores, como personas que leen y que dan a leer públicamente y cuya profesión es leccionar. Por eso, tanto los profesores como los estudiantes son personas para las que el estudio no es una vocación particular, una actividad privada, sino una actividad pública, realizada en público, y realizada también en relación a algo común. Y eso común es el texto (el libro de texto) en tanto que su lectura se separa de intereses particulares (de los intereses de individuos particulares, o de grupos sociales particulares, pero también de los intereses particulares de los mercados, o de los estados), se separa también de cualquier uso particular (en la esfera de la producción o de la reproducción), para convertirse en el sostén de un asunto común. Lo que hace la universidad es comunizar el saber, el libro, las materias de estudio, hacer del saber, del libro, de las materias de estudio, pero también de la verdad, e incluso me atrevería a decir, del mundo, de una cierta relación estudiosa con el mundo, algo común, algo público, algo que es de todos los que están concernidos, o interesados, por el saber, por el libro, por la materia de estudio, por la verdad, por el mundo. Y esa universidad de la que he hablado no es real ni ideal, ni pasada ni presente ni futura, ni posible ni imposible; pero a veces, muchas veces, se encarna en un tiempo y en un espacio y, desde luego, de muy diferentes maneras. Karen. En un momento del texto ya citado de Tremores, dices que una palabra escolarizada pierde su fuerza en un mundo y en una vida escolarizada. Al hablar sobre ello, haces referencia a la necesidad de desalumnizar a los alumnos y de desprofesorizar a los profesores. ¿Qué relación tiene eso con la universidad, o con el lugar de los profesores en la universidad? Jorge. Éste podría ser um buen momento para equilibrar una cantinela que se está repitiendo mucho en este diccionario: esa de que en la universidad ya apenas hay estudiantes, eso de que cuando uno trata de ser profesor las principales resistencias las encuentra entre sus alumnos. Tal vez lo que ocurre es que el marco en el que estamos elaborando este diccionario es el de nuestras conversaciones de los viernes, esas en las que nos contábamos las incidencias de la semana en el aula y la manera como los chicos y las chicas habían respondido (o no) a nuestras propuestas. Pero habría que decir también que en la universidad apenas hay profesores, y que los que van quedando son considerados cada vez más rémoras de los viejos tiempos y, en muchos casos, tratan de hacer su trabajo silenciosamente, casi en secreto, sin eso que hoy se llama “visibilidad”. Tengo la sensación de que eso pasa porque perciben cierta hostilidad hacias sus “maneras” tanto en la universidad como institución como en sus propios compañeros. De hecho lo que ha habido en los últimos tiempos es un arrasamiento del oficio, y ya casi nadie entiende qué podría ser eso de la vocación, del desinterés, del amor o de la libertad. Por eso lo que ocurre es que muchos profesores no encuentran estudiantes (sino alumnos), y que muchos estudiantes, o con ganas de serlo, no encuentran profesores sino burócratas de la docencia. En ese sentido, desprofesorizar a los profesores sería algo así como tratar de separarse de esas mtodologías docentes que han acabado con el oficio. Por ejemplo, en un informe de la Unesco de 1980 (¡hace 40 años!) ya se anunciaba el desastre: “Al cambiar la imagen del profesor, al pasar de considerarlo como fuente e impartidor de conocimientos a verlo como organizador y mediador del encuentro de aprendizaje, aparecen nuevas competencias que deberían ser los componentes de la nueva función docente”. También el profesor es definido no por su saber sino por sus competencias, y el oficio de profesor se ha convertido en “función docente”. Además, los buenos profesores de todos los tiempos no han sido, en absoluto, “impartidores de conocimientos”. No creo que sea necesario insistir en la manera en que ese tipo de enunciados marcan el camino hacia una descualificación del oficio de profesor (en tanto que se convierte en una especie de mediador, de coach, de animador de aula, o de gestor de aprendizajes), sometido al reciclaje permanente, a la precariedad laboral, a la pérdida de su autoridad simbólica (y, lo que es peor, de su autonomía), y a la tiranía de una institución que funciona ya como una empresa y de unos alumnos que se han convertido ya en clientes. Podríamos decir, tal vez, que de lo que se trata en esa “desprofesorización de los profesores”es de separarse de la manera como se está definiendo la nueva función docente para poder (volver a) ser profesores. Algo tan sencillo (y tan viejo, y tan poco revolucionario) como personas que aman el saber, el pensar y el conversar, que aman los libros y el estudio, que aman la universidad (con un amor, como todos, imperfecto, lleno de contradicciones y no siempre incondicional), que aman enseñar, que aman (con un amor, como todos, esforzado y sin garantías de ser correspondido) el carácter público de su trabajo, y que tratan todos los días de hacer justicia a todos esos amores elaborando sus propias maneras de ejercer el oficio. Cosas, todas ellas, que no se consiguen con cursillos de pedagogía y que, desde luego, no se reducen a metodologías más o menos innovadoras ni tienen nada que ver con competencias más o menos eficaces. Utilidad Karen. En clase comentaste una exposición del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en Madrid, titulada Un saber realmente útil. Comentaste que el texto de presentación contextualizaba no solo la exposición sino la idea de saberes útiles e inútiles. Los obreros británicos en el siglo XIX reivindicaban el aprendizaje de ciertos conocimientos “no útiles”, o lo que ellos denominaron un “saber realmente útil”. Reivindicaban el acceso a un saber que no les correspondía, que no los ubicaba en un determinado perfil, que no tenía que ver con “ocupar su lugar”. Por cierto, en la edición conmemorativa de veinte años de Pedagogía profana, transformaste esa discusión en uno de los capítulos nuevos, “Inutilidades: o políticas de la igualdad”. Así, puedo suponer que la idea de que en la escuela tienen que enseñarse cosas útiles es discutible, si el significado de útil refleja un orden social. ¿Podríamos empezar por eso? Jorge. El texto de presentación de esa exposición a la que te refieres decía así: “El concepto de ‘saber realmente útil’ surgió a comienzos del siglo XIX, cuando los obreros tomaron conciencia de la necesidad de la autoformación. En las décadas de 1820 y 1830, las organizaciones obreras del Reino Unido introdujeron esta frase para describir el corpus de conocimientos que abarcaba diversas disciplinas ‘poco prácticas’ como la política, la economía y la filosofía, caracterizadas como opuestas a los ‘saberes útiles’ proclamados como tales por los empresarios, que habían empezado a invertir cada vez más en el desarrollo de sus negocios mediante la financiación de programas educativos destinados a los obreros y centrados en ‘competencias aplicables’ (…). Mientras que el concepto de ‘saber útil’ sirve como herramienta de reproducción social y protección del status quo, el ‘saber realmente útil’ exige el cambio en tanto que revela las causas de la explotación y rastrea sus orígenes”. Como bien dices, la exposición trabajaba sobre la idea de que la separación de los saberes implica también la separación de las personas y, por tanto, sobre la idea de que la contestación de esa distribución desigual de los saberes supone también una contestación del modo como el orden social establece distintas posiciones para los sujetos, distintas posiciones para los saberes, y distintas posiciones para la relación entre los sujetos y los saberes. Los “saberes útiles” eran saberes destinados a los obreros, con el objetivo de formarlos como obreros y, desde luego, tomando como punto de partida las “necesidades educativas” de los obreros tal como esas “necesidades” eran definidas por los empresarios. Pero a principios del XIX la formación de los ricos aún tenía que ver con lo que se llamaba “formación del carácter” y con una preparación para el ocio cultivado que formaba parte de la vida del gentleman. Ahora, sin embargo, tanto los ricos como los pobres son trabajadores y la empleabilidad (que es la manera como se define hoy la utilidad del saber en relación con el mundo laboral) forma parte tanto de la escuela secundaria popular como de las universidades de élite aunque, eso sí, se trata de tipos desiguales de empleabilidad. En ese sentido, creo que hoy no se trata tanto de reivindicar una escuela que no dirija a los pobres hacia trabajos de pobres y a los ricos hacia trabajos de ricos sino, más radicalmente, una escuela (y una universidad) que esté separada del trabajo, que no se conciba como preparación para el trabajo, que defina la utilidad de otra manera que como utilidad para el trabajo. El librito de Nuccio Ordine titulado La utilidad de lo inútil, un manifiesto va un poco por ahí, aunque a mi juicio está demasiado centrado en una defensa tanto de las humanidades tradicionales como de la tradición humanista. En cualquier caso, ya sabes que si se formula esa idea de escuela separada del trabajo (del saber separado de su utilidad), la reacción suele ser decir que se está por una escuela gueto, separada del mundo, una especie de jardín de niños y adolescentes o, en esa expresión tan querida por la vieja izquierda cuando hablaba de la universidad burguesa: una torre de marfil. La discusión entre utilitaristas y anti-utilitaristas es tan vieja como la escuela misma y en la universidad ha dado lugar a discusiones constantes, sutiles y altamente codificadas. Lo que a mí me interesa es pensar la escuela (y la universidad) no como un espacio-tiempo separado del mundo sino como un espacio-tiempo en el que se pone el mundo (y los modos habituales de nombrar-pensar el mundo) a distancia. Y eso desde luego no es útil, pero tampoco es inútil. Peter Handke entró en la escena literaria alemana en 1967 con un manifiesto que se titulaba “yo vivo en una torre de marfil” y en la que tomaba distancia del realismo comprometido de la generación precedente de escritores y que, para él, se había convertido ya en cliché. Daré una cita: “Durante mucho tiempo, la literatura ha sido para mí el medio no tanto de ver claro en mí como, simplemente, de ver claro. Me ha ayudado a reconocer que estaba en el mundo (…). El sistema estúpido de educación que los representantes de las autoridades responsables me han aplicado, a mí como a todos, no podía hacerme gran cosa. Nunca he sido educado por los educadores oficiales: he dejado que sea la literatura la que me cambie (…). Es ella la que me ha mostrado hechos de los que no tenía conciencia o de los que tenía conciencia sin pensar. La realidad de la literatura me ha hecho atento y crítico hacia la verdadera realidad. Me ha aclarado sobre lo que pasaba a mi alrededor (…). Lo que espero de la literatura es que me haga consciente de una posibilidad de la realidad aún no pensada, aún no consciente: de una nueva posibilidad de ver, de hablar, de pensar, de existir (…). Espero de la literatura que haga estallar las imágenes del mundo aparentemente definitivas (…). Las posibilidades conocidas de describir el mundo no me bastan (…). No tengo sino un objetivo: ver claro, aprender lo que pienso sin pensar, lo que digo sin pensar, lo que digo por automatismo, volverme atento, volverme más sensible, más reflexivo, más preciso”. Como ves, no se trata de ser feliz, ni de conocerse a sí mismo, ni de vivir en un mundo imaginario, sino de volverse atento (al mundo) y de pensar. Eso que solo puede hacerse tomando una cierta distancia (del mundo) y problematizando las imágenes convencionales y consensuales del mundo. Eso que Handke encontró en la literatura y que yo estoy situando en la universidad: problematizar las imágenes del mundo, eso de que la universidad no es el lugar para adaptarse al mundo, sino para pensarlo. En cualquier caso, hay en mí una cierta incomodidad cuando mis alumnos o mis colegas me pregunta “y esto, ¿para qué sirve?”. Y eso porque hay cosas, como la atención y el pensamiento, que no sirven para nada (útil) y por eso solo pueden ser cultivadas por la escuela y en la escuela. Y eso es imposible de entender cuando hemos entregado a los bancos y a las grandes corporaciones el diseño de las políticas educativas (según sus finalidades privadas). Y también es imposible de entender si mantenemos una concepción del tiempo escolar como un tiempo que hay que aprovechar para después de la escuela, que solo tiene sentido después de la escuela. Hay actividades que son auto-télicas, que tienen su finalidad en sí mismas, que no son instrumento para otra cosa, que se pudren y se pervierten si se convierten en instrumento para otra cosa. ¿Para qué sirve leer? Pues para leer. ¿Para qué sirve amar? Pues para amar. ¿Para qué sirve vivir? Pues para vivir. ¿Para qué sirve estudiar? Pues para estudiar. Además, solo en la escuela (y en la universidad) los niños y los jóvenes pueden hacerse una idea de lo interesante que puede ser lo desinteresado. Por otra parte, y en relación ahora a la relación entre la escuela y el orden social a la que también te referías, quizá baste con apuntar que eso de la atención y el pensamiento son capacidades comunes y compartidas o, dicho de otro modo, capacidades que no tienen que ver con posiciones sociales. El saber nos hace diferentes, pero el estar atentos y el pensar nos hace iguales. Como diría El maestro ignorante, solo hay que comenzar. LETRA V Vejez Violeta Vejez Karen. Arte y Cultura en Educación Social era una asignatura muy interesante pues, al contrario de lo que indica su título, o justamente problematizándolo, se centraba en la discusión sobre la basura, y su relación con la educación, y con el mundo. A pesar de que el foco de la asignatura estaba en los cinco sentidos propuestos en relación al tema, como la basura material, la basura humana, la sociedad-basura, los espacios-basura, y la basura como asunto artístico, y a pesar de que estos sentidos eran tratados desde una perspectiva crítica en relación a la sociedad en la que vivimos, el hecho de que nos concentráramos con tanta intensidad en esa temática nos llevó a observar otras cosas. Por ejemplo, que esta palabra que has escogido, “vejez”, me traiga a la cabeza otra, “obsolescencia”, que se refiere a las cosas que ven reducida su vida útil y, como todo lo que ya no es útil, no sirven para nada. Me quedo pensando si el profesor no representa también una cierta obsolescencia en un momento dado de su vida o, pensando en estos tiempos que vivimos, si el propio oficio de profesor no está también obsoleto y en decadencia. Jorge. Para darle algunas vueltas a lo que sugieres que podría ser pensado en esta palabra, eso de la obsolescencia del profesor, voy a contarte una historia que me sucedió hace unos meses (eso de contar historias también es cosa de viejos). El cuento comienza cuando, a propósito de algún asunto que no recuerdo, algunos estudiantes de un curso de maestría en el que mis planteamientos (sobre el oficio de profesor) habían sido recibidos con cierta incomprensión, incluso con cierta hostilidad, me dijeron que habían formado un grupo de estudios en el que estaban leyendo a una tal Donna Haraway, profesora de Historia de la Conciencia de la Universidad de California, autora de un célebre Manifiesto para cyborgs (que yo desde luego no conocía). Me dijeron que también estaban haciendo un curso sobre ella y que, al final del semestre, la misma Haraway iba a dar una conferencia en Barcelona. Cuando les pregunté que me contaran de esa autora con la que estaban tan entusiasmados, aparecieron palabras como ciber-feminismo, post-humanismo, de-colonialismo o post-naturalismo, y expresiones del tipo género como tecnología, cuerpo y agenciamientos maquínicos, ciencia ficción y ciencia como ficción, saberes situados, prótesis de pensamiento. Al percibir que les escuchaba con atención, me contaron que el pensamiento de la educación y de la escuela estaba anclado en concepciones euro-céntricas, hetero-normativas y pre-tecnológicas tanto del sujeto humano (o posthumano) como de sus relaciones con el mundo y con el conocimiento; y que el estudio de la californiana les estaba aportando perspectivas nuevas y muy interesantes. Les dije que me alegraba de que estuvieran estudiando en serio y explorando caminos de pensamientos, les pedí que me enviaran algo de la autora, y nos despedimos muy contentos. Pero yo me fui a casa con una sensación agridulce. Aparte de un cosquilleo de celos porque los chicos y las chicas estaban trabajando más y mejor en lo que ellos mismos habían elegido que en lo que yo les estaba proponiendo, sentí entonces algo que debe sentir todo profesor a una cierta edad: que había empezado mi vida universitaria creyendo ir a contracorriente de lo que para mí era entonces el “pensamiento pedagógico oficial”; que, después de toda una vida de estudio, empiezo a tener claras un par de cosas; que justo ahora que me siento capaz de enseñarlas represento para mis mejores alumnos (los que son, o están empezando a ser, estudiantes… de los otros ya me he quejado en la palabra “alumnos”) ese “pensamiento pedagógico oficial” del que ellos quieren desmarcarse; y que ellos, en lugar de interesarse por lo que les doy a leer, están ya en otras cosas que, desde luego, les parecen mucho más críticas, más avanzadas y más interesantes. No solo yo he envejecido, sino que también lo han hecho mis ideas, mis temas, los libros que leo y que doy a leer, e incluso el vocabulario que utilizo. Pensé, con resignación, que mis estudiantes estaban más influidos por sus tiempos que por sus profesores (quizá como siempre), y no pude evitar la sensación de que estaban fascinados por modas y por baratijas (como seguramente yo lo estuve en mis tiempos). La cuestión es que sentí que ellos me miraban por encima del hombro, con cierta condescendencia, pero enseguida me di cuenta de que yo también los miraba a ellos de la misma manera. Una sensación, ya digo, muy extraña. Al llegar a casa, quizá para consolarme, busqué las amargas páginas en las que Jean Améry, en Años de andanzas nada magistrales, habla de la sucesión de generaciones que ocuparon la escena intelectual durante las cuatro décadas en que, como él mismo dice, “estuvo allí, en un estado de relativa lucidez intelectual, como testigo y como actor”. Améry escribe que “el espíritu de la época” dura cada vez menos y sospecha que eso tiene que ver con ese sistema capitalista, monopolista y mercantil que se ha apoderado también del mundo de las ideas y que “convierte en norma el hallazgo y la transmisión de pocos nombres, pocos pensamientos y pocas formas de lenguaje”. Améry dice que el “mercado intelectual” produce también su propia obsolescencia. Dice que cada generación cree elegir sus referencias, pero que es ella misma la que ha sido elegida como “usuaria de determinadas mercancías producidas por cada vez menos productores al por mayor”. Insiste en que “cada vez más personas hablan y escriben simultáneamente sobre cada vez menos fenómenos intelectuales”. Y concluye que, en realidad: “El intelectual no compra ideas en el mercado sino un vocabulario, igual que su vecino intelectualmente menos pudiente compra el disco de música más escuchada. Habla ‘slang’, tanto da que sea ‘Marx-slang’ como que sea ‘Lévi-Strauss-slang’. Cree que reflexiona. Desde luego es reflexivo, refleja, devuelve el reflejo de aquello con lo que se le ilumina. Cuanto más firmes son los baluartes de los monopolios, tanto más rígido, a la par que susceptible de mudanzas, se vuelve el espíritu de la época. Y este espíritu de la época, por extensión, se vuelve más tiránico y más volátil que nunca, ya que la ley del mercado exige el desgaste rápido de nombres y pensamientos de modo igualmente perentorio que el de marcas de automóviles. De forma que lo único que concedo es que la juventud actual es incomparablemente más rápida en el uso y consumo de acontecimientos espirituales que la juventud de antaño y considero posible, aunque con reservas y entre dudas, que sea más inteligente”. Creo que lo que critica Améry no es tanto a los autores que encarnan el espíritu de la época (Marx y Lévi-Strauss pero también, en el libro que he citado, Wittgenstein y los lógicos del Círculo de Viena, Sartre y los existencialistas, Foucault y los estructuralistas) como la ingente producción universitaria de sus seguidores y “representantes” que utilizan apenas algunas palabras clave como índices de reconocimiento de grupo y como banderines de enganche. Yo también me he hecho viejo y, como Améry, no solo he visto sucederse (y competir) diversas jergas sino que he visto que los temas y los vocabularios con los que la gente habla hoy de educación son muy parecidos en todo el mundo, lo que solo puede explicarse por la existencia de gigantescos mecanismos de difusión y de homogeneización del pensamiento. Pero lo que no esperaba, la verdad, es que eso de ser visto como representante de lo establecido o como mercancía intelectual obsoleta pudiera pasarme a mí, precisamente a mí. De hecho, y ya sé que eso lo debemos pensar todos y todas, nunca me he sentido hablante de ningún ‘slang’ (de hecho he abandonado cualquier posibilidad de las que se me han ido presentando de convertirme en un pensador de escuela, de tema o de tendencia) y he transitado por donde me ha dado la gana y como me ha dado la gana. Como dice el mismo Améry, yo no he tenido filosofía sino “filosofías, en plural, que a menudo no estaban ligadas entre sí más que por mi ambiguo ‘yo’; eran atmósferas a mi alrededor, me daban espacio para respirar”. Pero lo que pensé ese día es que yo mismo me había olvidado de cuando era joven, rebelde y arrogante, y creía estar descubriendo el mundo (un mundo, desde luego, del que mis profesores no tenían ni idea). Y me di cuenta de que lo que me pasaba no era que yo no fuera, como mis estudiantes, un reflejo del espíritu de mi tiempo (un espíritu de un valor tan relativo y tan volátil como el que ellos están ahora descubriendo), sino que yo lo sabía y ellos no. Algo que, desde luego, no se aprende por ser más inteligente sino por haber vivido más tiempo y haber visto más cosas, es decir, por viejo. Pero lo que más me hizo pensar fue que tal vez eso que me había pasado era porque la manera como estaba planteando el asunto del curso (eso del oficio de profesor) estaba claramente a contracorriente, no solo de los “nuevos tiempos” que mis estudiantes representaban, sino también del “pensamiento pedagógico oficial” del que ellos pretendían separarse. De hecho, la mayoría de los (viejos) profesores que esos estudiantes estaban teniendo en esa maestría o bien se estaban adaptado, mal que bien, a las modas y las jergas ascendentes, o bien se movían en un marco aparentemente neutro e instrumental con el que los chicos también tenían relaciones exclusivamente neutras e instrumentales. Tuve la sensación de que yo era de los pocos profesores que no les seguía la corriente, que no les reía las gracias, que no asentía a todo lo que decían y que, a veces, mostraba vehementemente mis diferencias. Y fue allí cuando pensé en el infarto de Adorno, ese curioso acontecimiento de la historia del pensamiento (y de la sucesión de generaciones en la historia del pensamiento) sobre el que George Steiner dijo ya hace años que “los profesores deberían meditar durante meses”. Contaré brevemente la historia aunque diré, para quien esté interesado, que está muy bien explicada y contextualizada en un libro de reciente aparición escrito por Stuart Jeffries que se titula Gran Hotel Abismo. Biografía coral de la Escuela de Frankfurt. Como se sabe, Theodor W. Adorno, uno de los fundadores del Instituto de Investigaciones Sociológicas que después se llamó Escuela de Frankfurt, escribió inmediatamente después de la guerra, junto con Max Horkheimer, la Dialéctica de la Ilustración, un libro que es una objeción radical a toda la cultura occidental ya desde sus primeras líneas: “La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad”. La cuestión es que ese libro solo se tradujo al inglés en 1966 y, por tanto, no fue leído en el marco del horror del nazismo y de Auschwitz (productos de la muy civilizada e ilustrada Alemania), sino en el de la revolución contracultural de finales de los sesenta, cuando los hippies rechazaban los valores de sus padres y se dedicaban a experimentar nuevas formas de vida “fuera del sistema”, cuando el movimiento por los derechos civiles de los negros estaba en su apogeo y el feminismo comenzaba a radicalizarse, cuando parecía que las barricadas estudiantiles, las manifestaciones contra la guerra imperialista de Vietnam y la simpatía por los movimientos de liberación de lo que entonces se llamaba Tercer Mundo estaban poniendo en jaque toda una manera de vivir y de entender el mundo. En ese contexto de agitación y también de euforia intelectual Adorno era tan famoso que hasta el gato de Cortázar llevaba su nombre. Pero mientras que en esos años convulsos el también miembro de la Escuela de Frankfurt Herbert Marcuse (también emigrante a Estados Unidos durante el nazismo aunque, a diferencia de Adorno, se había quedado en América) proclamaba la revolución sexual y la lucha antipatriarcal y antiautoritaria, era coronado como Padre de la Nueva Izquierda, se le invitaba a todo tipo de actos públicos y se le citaba continuamente, Adorno no simpatizó ni teórica ni prácticamente con el movimiento estudiantil, se mantuvo en sus temas (y en sus maneras) de siempre, y se convirtió en la víctima propiciatoria de las injurias y las provocaciones de los jóvenes airados que ocupaban las universidades diciendo que ya había llegado la hora de cambiar el mundo de raíz. Los chicos y las chicas se ensañaron con el pobre Adorno al que tomaron como el representante máximo de los viejos modos del pensamiento. Interrumpían sus conferencias, colocaban pancartas contra él en los actos públicos en que intervenía, le acusaban de refugiarse en la teoría y de no comprometerse, de ser aliado pasivo del capitalismo explotador y del estado autoritario, de no participar en las autocríticas a las que todos debían someterse. Adorno, desde luego, coincidía con los estudiantes en su lucha contra las estructuras autoritarias de la universidad, pero no compartía sus modales ni su retórica inflamada y, desde luego, no hacía suya la demanda de que fueran los estudiantes los que organizaran sus propios estudios. Él seguía siendo profesor y nada más que profesor y eso, en aquella época, no solo era anticuado sino enormemente reaccionario. Además, para escándalo de todos, había defendido a un estudiante que había sido atacado porque había mostrado su preferencia por seguir estudiando que por paralizar la universidad para entrar en lo que entonces se llamaba “acción directa”. Pero el episodio más humillante, el que se conoce como la Busenaktion, la acción de los senos, sucedió el 22 de abril de 1969. Adorno impartía la primera conferencia de un ciclo que se titulaba “Un acercamiento al pensamiento dialéctico” y había dicho a los asistentes que podían interrumpirle con sus preguntas en cualquier momento. Enseguida dos estudiantes le exigieron que se autocriticara por su actitud durante una de las ocupaciones del Instituto, otro más escribió en la pizarra “Si se deja en paz a Adorno siempre habrá capitalismo”, algunos gritaban “Abajo el informante de la policía” y, ante el alboroto, Adorno concedió cinco minutos para que los asistentes decidieran si querían que continuase o no con su conferencia. En ese momento: “Tres muchachas lo rodearon en el estrado, se descubrieron los senos y echaron sobre él pétalos de rosas y tulipanes. Adorno tomó su sombrero y su abrigo, salió precipitadamente del salón, y canceló todo el ciclo de conferencias”. En aquella época aquello ya se debía llamar “performance”, y no tengo dudas de que, con esa provocación, las chicas estaban queriéndole decir algo a su viejo, anticuado y reaccionario profesor. Pero Adorno no pudo resistirlo. La humillación le afectó mucho y algunas semanas más tarde viajó con su esposa a los Alpes suizos para recuperarse de lo que su mujer llamó “la terrible experiencia de Frankfurt”. Un día en que, desoyendo el consejo de sus médicos, subió en un funicular a 3.000 metros de altura, Adorno comenzó a sentir dolores, aquella noche sufrió un infarto y murió el 6 de agosto, un par de semanas antes de la llegada a la Luna. La moraleja que Steiner ve en la historia me parece un poco blandita. Ante la pregunta de si un profesor, además de ser un hombre de conocimiento, no debe ser también un buen pedagogo, responde: “Hay que ser un dador, hay que estar un poco loco, hay que permanecer desnudo y no sentir nunca vergüenza de la desnudez. Por eso el infarto de Adorno revela un gran trastorno: tres muchachas se desnudaron ante él y sufrió un shock. Me atrevo a decir, sin estar muy convencido, que también yo me habría desnudado. Me habría parecido perfecto ese cara a cara y habría afirmado que si el ridículo quisiera tomarme como rehén, yo haría don de mí mismo dando las gracias a las tres jóvenes. Pero aquél gran maestro no estaba preparado para semejante lección. Cualquier profesor debería recordar siempre tan triste momento”. Es verdad que el profesor debe tratar de enfrentar con dignidad el cara a cara con sus estudiantes, pero no estoy seguro de lo que quiere decir Steiner con eso de que “hay que permanecer desnudo”. A mí me parece que la moral de la historia es otra, y que puede encontrarse en una carta que Marcuse le escribió a Adorno al calor de esas revueltas estudiantiles con respecto a las cuales habían tomado posturas tan diversas: “No podemos borrar del mundo que estos estudiantes están influidos por nosotros (con certeza no menos por ti). Yo estoy orgulloso de ello y dispuesto a entender el parricidio, aunque a veces duele”. Adorno, sin duda, con sus cursos y con sus libros, había contribuido a producir ese gesto de provocación que no pudo aceptar y que le humilló en lo más hondo. Él, que también se había rebelado contra sus padres, había enseñado a esos jóvenes la actitud crítica, les había enseñado a negar y a no conformarse. Pero cuando enfrentó el resultado de su propio trabajo no lo comprendió, no le gustó y no pudo soportarlo. Poco antes de su muerte, en una entrevista, había dicho: “Yo establecí un modelo teórico de pensamiento. ¿Cómo podría haber sospechado que la gente querría ponerlo en práctica con cócteles molotov?”. Y, sobre todo, ¿cómo podría haber sospechado que las derivaciones imprevistas de ese modelo de pensamiento iban a ser dirigidas contra él mismo? La moraleja, me parece, es que fue el mismo Adorno el que había contribuido a crear las condiciones del parricidio. Pensé que tal vez podría contar a mis estudiantes el infarto de Adorno (solo como pretexto para pensar sobre lo que yo creía que nos estaba pasando en clase, aunque ya sabes que tengo una cierta tendencia a las historias ejemplares, sobre todo si transportan un mensaje moral, seguramente también cosas de viejo), me puse a tomar algunas notas, y recordé que Edward W. Said construye a partir de Adorno ese libro extraordinario que se titula El estilo tardío en el que también dice algo sobre la vejez. Lo que dice Said es que Adorno, en el momento en que siente ante él la senectud y la muerte, recurre al modelo de las últimas obras de Beethoven para elaborar su manera de “estar al final, con la memoria intacta y muy consciente del presente (…), convirtiéndose en una figura de lo tardío, en un comentarista escandaloso, extemporáneo, incluso catastrófico del presente”. Y añade: “Para Adorno, ‘lo tardío’ es la idea de sobrevivir más allá de lo que resulta aceptable y normal; además, lo tardío incluye la idea de que uno no puede ir más allá de lo tardío de ninguna manera, no puede trascender o evadirse de lo tardío, sino ahondar en ello”. En lugar de envejecer serenamente en una elegante retirada en los laureles, y en lugar de querer a toda costa permanecer joven adaptándose a los temas y a las modas del momento (como hicieron Marcuse y Fromm, los representantes norteamericanos de la Escuela), Adorno continúa en sus trece, indiferente a las modas, sin rendirse a la resignación ni a las falsas esperanzas, en una tensión con el presente cada vez más evidente, sobreviviendo en un lugar separado de lo que era en general aceptable, habitando lo tardío “en una militancia feroz contra su época”. Como también dice Said: “Era el ‘Zeitgeist’ lo que detestaba Adorno y el objeto de los insultos en todos sus escritos. Todo en él, para los lectores que alcanzaron la mayoría de edad en 1960, era de antes de la guerra y, por tanto, pasado de moda, tal vez incluso vergonzoso”. Y concluye: “El estilo tardío se encuentra ‘en’, pero al mismo tiempo y de un modo extraño, ‘alejado’ del presente”. Desde luego, estoy contando eso como una historia ejemplar y, en absoluto, porque quiera compararme con Adorno (mi caso es el de un simple profesor cascarrabias celoso de que sus alumnos estén empezando a vivir, a leer y a escribir sin tenerlo en cuenta, y un tanto molesto porque se interesen por cosas que para él no son interesantes y porque hablen una lengua que él no entiende). Lo estoy contando porque creo, como Steiner y como Said, que el episodio del infarto dice algo sobre algunos de los gajes del oficio de profesor, aunque ciertamente de un modo especialmente dramático. Y lo que dice, repito, es que deberíamos estar agradecidos a nuestros profesores porque nos han dado las condiciones de posibilidad que nos permiten alejarnos de ellos. O, de un modo aún más preciso, que deberíamos reconocer que la universidad (la escuela en definitiva) es tan generosa que acepta, en su interior, la crítica y la transformación de los modos de pensamiento en los que tiende inevitablemente a encasillarse. Yo creía ir a la contra del “pensamiento oficial”, pero era esa universidad del “pensamiento oficial” la que me había dado las condiciones para tratar de pensar de otro modo. Y hemos sido los profesores anticuados (y la universidad en la que trabajamos) los que les hemos dado a los jóvenes las condiciones para que puedan interesarse por otras cosas. En definitiva, es la escuela la que nos ha enseñado a leer aunque, desde luego, cuando nos hemos hecho mayores, hemos leído lo que nos ha dado la gana y como nos ha dado la gana. Lo que yo sentí con mis alumnos fue, en definitiva, una ingratitud (no conmigo, sino con la escuela y con la universidad) que seguramente es constitutiva de la sucesión generacional. Esa ingratitud que nos hace pensar que nos hemos hecho a nosotros mismos y que hemos descubierto el mundo sin tener en cuenta (porque no lo necesitamos) que han sido los viejos (y la vieja escuela, y la vieja universidad) los que nos han dado las condiciones para leerlo (desde luego, a nuestra manera). Citaré otra vez a Améry porque en su libro Revuelta y resignación. Acerca del envejecer (quizá la actualización más lúcida y amarga de ese motivo clásico que Cicerón acuñó en el De Senectute) cuenta sus reflexiones tras una conferencia de Sartre en que éste, ya viejo, se presenta ante los jóvenes, esos que “aún son lo que prometen ser, que dan pasos hacia lo que llega, hacia el acontecimiento en el mundo y en el espacio con el que han de medir y constituir su ‘yo’”. El filósofo, que hacía veinte años aún era joven, estaba en la cumbre de su fama y hablaba en nombre del futuro, es ahora un hombre anciano y enfermo, de rostro marchito que, sin embargo, a diferencia de Adorno, gusta de rodearse de los jóvenes revolucionarios de finales de los 60. Pero lo que sobrecoge a Améry no es tanto el paso del tiempo como el hecho de que Sartre ya sea irremediablemente Sartre, mientras que esos mil quinientos jóvenes que le escuchan respetuosos y atentos están inaugurando un mundo que les pertenece solo a ellos y en el que Sartre, obviamente, no está. Esos jóvenes: “Leerán otros libros que los de Jean-Paul Sartre, y otros libros distintos a los que leía el propio Jean-Paul Sartre. Habitarán un mundo sin Sartre, un mundo anti-Sartre (…). En ellos el futuro está esbozado por el mero hecho de ser jóvenes, lo cual significa disponibilidad para tomar posesión del mundo y a la vez para difundirse en él. Pero dado que este mundo futuro sinSartre está en ellos, en sus proyectos de hacer esto y lo otro, de escribir libros, subir a estrados, ver películas y viajar al Congo, dado que llevan en sí este mundo anti-Sartre, se convierten ellos mismos en enemigos de Sartre. Ahora se levantan de nuevo de sus bancos y aplauden. No pueden saber que la veneración profesada a este hombre envejecido que recoge sus papeles y con pasos pequeños se dirige hacia la salida es a la vez desestima y veredicto negativo”. Y continúa diciendo que esos jóvenes: “Son agradables de contemplar. Son un horror. Es posible y necesario educarlos. Pero siempre hay que avergonzarse ante ellos, antes sus abrazos, los libros que planean, los partidos que fundarán”. El infarto de Adorno y la conferencia de Sartre contada por Améry dicen algo de lo que nos pasa a todos, de diferentes maneras, seamos o no célebres y reconocidos, tengamos o no una obra a nuestras espaldas: que envejecemos. Y es así como se va haciendo la historia de la escuela, la historia de la universidad, la historia de las ideas y la historia de los profesores. Desde luego no expliqué estas historias a mis estudiantes (al final me dio vergüenza, pensé que seguramente no me comprenderían y que, además, mi reacción a lo que me contaron de su grupo de estudios hubiera sido irremediablemente patética). Ahora, cuando las escribo para este libro, pienso que a lo mejor también es un signo de vejez el que me haya sentido halagado por alguien que, como tú, se interesa por mis cosas y, abandonando el natural recato, me haya puesto a construir un personaje de papel y a contar todo tipo de historias y ocurrencias con la estúpida idea de que puedan interesar a alguien (a eso, en español, se le llama “chochear”, un verbo que acentúa el carácter ridículo del envejecimiento). Tengo el presentimiento de que ya no hablamos sobre qué es (y qué hace) un profesor, sino sobre qué fue (y cómo lo hacía), que tanto tú como yo estamos entrando en el cuarto de los trastos viejos, e incluso me vienen tentaciones de decirte que abandonemos este diccionario que estamos escribiendo, que no lo publiquemos, o que lo hagamos solo para nosotros, porque nos apetece hacerlo, y que nos lo llevemos a la tumba como un secreto. Pero no quiero terminar así, en este tono de viejo que se siente excluido y, como un reflejo, se autoexcluye. Ya que he usado sin pudor a Adorno para hablar del profesor viejo o, en palabras de Said, del intelectual tardío, usaré para terminar unas citas del último ensayo que publicó, ese cuyo título, Resignación, viene aquí como anillo al dedo. Adorno, que como ya he dicho era atacado por no comprometerse, empieza distanciándose del cliché del intelectual activista, comprometido: “Distanciarse de la praxis es sospechoso para todos. Se recela de quien no se compromete, de quien no quiere mancharse las manos; como si no fuese legítimo rechazar el compromiso, y el rechazo estuviese ya desfigurado por el privilegio. La desconfianza contra quienes desconfían de la praxis se extiende desde quienes repiten el viejo lema: ‘basta de charla’, hasta el espíritu objetivo de la publicidad, que difunde la imagen -modélica como la denominan ellos— del hombre activo, ya sea ejecutivo o deportista. Hay que tomar parte. Quien solo piensa, quien se excluye, será débil, cobarde y, virtualmente, un traidor”. Afirma después, en un párrafo que ya suena a escritor dirigiéndose a sus lectores o a profesor dirigiéndose a sus alumnos, su confianza en el porvenir incierto del pensamiento: “Un concepto enfático de pensar no es congruente ni con las situaciones existentes, ni con los fines a alcanzar, ni con batallones sean cuales sean. Lo que una vez fue pensado puede ser reprimido, olvidado, arrastrado por el viento. Pero es innegable que algo sobrevive (…). Esa confianza acompaña al pensamiento por más solitario e impotente que se halle”. Y termina con una frase maravillosa en la que el viejo pensador se afirma, casi heroicamente, en la lealtad a lo que fue y a lo que quiere seguir siendo: “El que piensa críticamente, sin compromiso, es quien ni vende su conciencia, ni se deja aterrorizar para la acción: él es, en verdad, quien no abandona”. No está mal para acabar: viejos, sí, pero ahí seguimos. Haciendo de profesores. No como Sartre o Adorno, que se querían, como se decía entonces, maîtres à penser, sino leyendo, escribiendo y conversando con los alumnos que nos han tocado en suerte. Ofreciéndoles, eso sí, lo mejor de lo que sabemos y de lo que hemos podido llegar a pensar, lo mejor de nuestras bibliotecas y de nuestras lecturas. Felices y contentos de que los jóvenes se hayan convertido, o se estén convirtiendo, en estudiantes y estén comenzando a librar sus propias batallas. Porque solo una parte muy pequeña de nosotros sobrevive: no las ideas o los libros o los asuntos por los que les hemos pretendido interesar (cuando ellos ya estaban en otra parte, dirigiéndose a otros mundos), no los combates o los compromisos que fueron los nuestros, sino el haberles dado un lugar amable y un tiempo tranquilo para el estudio. Algo que otros viejos y anticuados profesores nos dieron a nosotros y por lo que les estaremos siempre agradecidos. Karen. Uno de los libros que me sugeriste y que trabajé con algunos grupos en las tutorías se llama Echar a perder: un análisis del deterioro, de Kevin Lynch. Tras leer tu notable desarrollo de esta palabra, me viene el recuerdo de la cita que hay en el prólogo de esa obra. Creo que podíamos acabar así: “por todas partes veo cambio y decadencia. Oh, tú que no cambias, sírveme de apoyo.” Violeta Karen. El semestre que participé en tus clases fue el último de la profesora Violeta Núñez en la asignatura de Arte y Cultura, que compartíais, pues se jubiló aquel año. Durante mi estancia, la profesora Violeta me acogió, incluyéndome en una de las salidas de campo de su grupo de estudiantes y en las conversaciones en la cafetería de la universidad. El día 18 de mayo de 2015, sus antiguos alumnos y los alumnos de aquel semestre, así como tú, le prestasteis homenaje. El homenaje tuve un carácter sencillo porque, según tú, Violeta no es de grandilocuencias, pero simultáneamente estuvo cargado de una emoción sincera. Seguro que tienes mucho que decir en este vocablo, pero no puedes dejar de incluir un pasaje de tu discurso de aquel día, ese en el que citabas una linda escena con ella, y que empezaba más o menos así: “en uno de los semestres en los que trabajamos juntos, ella consiguió un aula vacía y les propuso a los estudiantes que la llenasen....” Jorge. Con Violeta no solo compartí la asignatura de Arte y cultura sino que la diseñamos juntos. Ella fue la que la propuso para que formara parte del plan de estudios y, por tanto, la que hizo el primer diseño; ella fue la que vino a proponerme si me interesaba y a decirme que le gustaría que la hiciese con ella; y juntos diseñamos ese dispositivo que combina un trabajo en clase, una serie de salidas de campo, una propuesta de trabajo orientada a la invención y un sistema público de evaluación (ese que comento en la palabra “exposición”). Además, aunque cada uno trabajábamos en asuntos diferentes y en espacios diferentes de la ciudad (aunque con el mismo formato de trabajo), nos reuníamos todos los lunes para un café largo en el que comentar tranquilamente cómo iban las cosas (ese café al que tú estuviste invitada desde el primer día). Pero me gustaría empezar diciendo que el lugar de Violeta en este diccionario tiene que ver con varias cosas y, en primer lugar, con qué significa, para mí, trabajar con otros profesores. Ya sabes que soy un profesor solitario, que me gusta hacer las cosas a mi manera, que trato de huir de esa moda de los equipos docentes, que trato incluso de no participar (o de participar en silencio) en esas reuniones de coordinación en las que los profesores del mismo curso y del mismo semestre se juntan para recibir instrucciones de los jefes de estudios, para contarse lo que hacen y para proyectar lo que ahora se llaman “actividades transversales”. Las únicas excepciones a esa manera solitaria de trabajar son, claro, de carácter personal (creo que soy capaz de trabajar con otros, pero no con cualquiera) y dependen, como en el caso de Violeta, de algunas complicidades. En ese sentido, compartía con Violeta una posición muy crítica respecto a los nuevos rumbos universitarios (ambos fuimos muy activos contra el plan Bolonia) y, sobre todo, la decisión nada fácil de no participar en los sistemas credencialistas de evaluación del profesorado. Ni ella ni yo participamos en esas lógicas de puntos y puntitos que marcan hoy en día el trabajo de los profesores y tanto ella como yo consideramos que lo fundamental de nuestro trabajo es dar clases y que es a eso a lo que dedicamos nuestro tiempo y nuestras energías. Compartía también con Violeta una posición muy crítica no solo respecto a la orientación del grado a la profesionalización sino también a las maneras como nuestra facultad entiende la docencia, ya no orientada a la lectura y a la escritura, al estudio y al pensamiento, sino a eso que ahora se llaman competencias y, sobre todo, a la reproducción de los discursos y las prácticas dominantes sobre “lo social” y sobre la “educación social”. Ya sabes que ambos intentamos problematizar, en esas reuniones generales de los profesores del grado, la cuestión de la lectura en la universidad, y ya sabes que fracasamos estrepitosamente en el intento. Lo que quiero decir con eso es que nos esforzamos mucho en mantener nuestra disciplina como una excepción, como una isla, en el contexto del grado; que eso nos llevó a protegerla ferozmente de cualquier injerencia; y que eso nos obligó, incluso, a negarnos a “coordinarnos” con otros profesores que también la impartían (lo que fue visto como un gesto de arrogancia e, incluso, de secretismo). En eso el papel de Violeta fue fundamental ya que su reconocidísimo prestigio en el campo de la educación social la hacía menos vulnerable que yo. Digamos que, como a mí, tampoco a ella nadie le hacía caso, pero al menos no se atrevían a llevarle la contraria o a enmendarle las maneras. Ahora que Violeta ya no está en la universidad todo se hace mucho más difícil (me voy quedando más solo y, por tanto, con una posición más debilitada). Y compartía también con Violeta esas maneras ya anacrónicas del profesor estudioso (que no investigador), es decir, ese que no puede entender su trabajo sino como un cultivo de sí en el estudio, y ese que no puede entender la conversación con otros profesores sino como una conversación acerca de libros y de lecturas (y no acerca de carreras académicas y proyectos de investigación). Violeta, como sabes, tiene una biblioteca estupenda, es una excelente lectora y, además, le encanta hablar de lo que lee y de cómo lo lee. En ese sentido, fue ella la que me introdujo en lo que sería la bibliografía interesante de la educación social, en los libros fundamentales para hacerse una idea de la constitución teórica y práctica del campo y, por tanto, la que me ayudó a trabajar en él en el marco de la mejor tradición intelectual y universitaria. Debo agradecerle el haberme iniciado en un ámbito de los estudios de educación que yo no conocía y, sobre todo, el haberme considerado, desde el primer momento, como uno de los suyos. Creo que si tengo alguna legitimidad (intelectual y no solo administrativa) para ser profesor en ese grado es gracias a su magisterio y a su generosidad. Pero el nombre de Violeta aparece aquí también porque encarna una cierta manera de entender la cadena de transmisión en el seno de la universidad y, por tanto, en las maneras de ser profesor. Violeta siempre colocaba su manera de entender la educación social en la rica tradición de educación popular (y de reflexión sobre la educación popular) que se dio en la II República Española. En ese sentido, fue ella la que estableció los puentes para conectar con esa tradición que fue truncada por la guerra civil y por el franquismo pero que floreció en Latinoamérica por la obra fundamental de los exilados españoles republicanos. Y no deja de ser interesante que fuese ella, una argentina exilada en España tras el golpe militar, la que nos trajera de vuelta esas marcas (con la ayuda del que fue aquí uno de sus maestros y su director de tesis, el profesor Claudio Lozano). Violeta siempre se sintió heredera (y trató de estar a la altura de esa herencia tomándosela muy en serio, es decir, leyéndola con atención y repensándola) y siempre se sintió también trasmisora de una herencia (tratando de estar a la altura de sus alumnos y tomándoselos muy en serio, es decir, dándoles a leer lo que ella creía que era lo mejor y dándoles permiso, al mismo tiempo, para que hicieran con ello lo que les pareciera conveniente pero, eso sí, seriamente). Y es en ese sentido que el homenaje de sus antiguos alumnos dice mucho de esos modos ya tan raros de hacer de profesor y de situarse en la universidad (algo de ese homenaje hemos contado en la palabra “barrenderos”). Como recordarás, una de sus exalumnas se puso en contacto conmigo para organizar una pequeña conspiración. Se trataba de que yo convenciera a Violeta para hacer juntos la última clase del curso (la que iba a ser su última clase en la universidad antes de jubilarse) en una sala grande y relativamente noble de la facultad. La idea era convocar a sus exalumnos para que pudieran asistir a esa última clase sin que Violeta lo supiera. Sus antiguos alumnos sabían que hubiera rechazado cualquier homenaje institucional y, además, querían que esa su última clase a la que se proponían asistir no tuviera nada de extraordinario, que fuera realmente su última clase con uno de los grupos de alumnos a su cargo, que no hubiera discursos ni solemnidades ni formalidades de ningún tipo. Así que cuando Violeta y yo entramos en el aula, después de nuestro café de todos los lunes, se encontró con que, además de nuestros alumnos, la sala estaba repleta de varias decenas de ex–alumnos de ella, algunos ya profesores universitarios. Violeta, claro, no puedo hacer una clase “normal”, tuvo que saludar a la gente e improvisar palabras de agradecimiento, pero habló un rato de las cadenas de transmisión, de los maestros y de los discípulos, de la universidad como lugar de herencias y de testamentos, como un lugar en el que las personas vienen y se van, pero en el que algo se transmite y, en esa transmisión, a la vez se conserva y se renueva. Al final de la clase, uno de sus antiguos alumnos le mostró el cuaderno que conservaba de cuando había asistido a los cursos de Violeta, casi veinte años atrás. A mí me pareció que los que ese año eran nuestros alumnos también recibieron ese día una lección y se dieron cuenta, quizá demasiado tarde, de que a los buenos profesores también hay que merecerlos. Karen. ¿Querrías contar la historia que contaste aquel día, la historia de la clase vacía? Jorge. Como todo buen profesor, Violeta era una inventora de dispositivos pedagógicos. Uno de los que más me interesó es que pidió dar uno de sus cursos en una sala completamente vacía (y te diré de paso que no fue fácil conseguirla). La idea era que todas las cosas que fueran introducidas en el aula, para cualquier actividad que fuera realizada, fueran justificadas pedagógicamente. Relacioné eso con un ejercicio que yo había hecho en otro lugar y que era como su reverso: se trataba de sacar de una sala de aula todo lo que sobraba. Para eso me había inspirado en lo que dice Jan Masschelein de la pedagogía pobre y en una idea que para fue muy productiva, esa de que la pregunta habitual en educación es por “lo que falta” (y siempre faltan cosas), pero que una pregunta quizá más interesante sea interrogarse por “lo que sobra”. La pregunta por lo que falta lleva a añadir (y por tanto a producir acumulación, inflación y obsolescencia), lleva a la lógica del “y también”, mientras que la pregunta por lo que sobra invita a quitar (y a producir vacío y a quedarse con lo esencial) y a la lógica del “y tampoco”. Lo que había hecho Violeta fue empezar por el vacío. Y, por tanto, obligar a pensar en la necesidad o no de cada elemento que se colocaba. Me pareció un ejercicio muy interesante para problematizar eso que en educación social se llaman “recursos educativos”. Y también para que los estudiantes aprendieran que se puede trabajar con poco, que hay que saber diferenciar lo esencial de lo accesorio, y que tal vez una pedagogía rica sea más un obstáculo que una ventaja, y más en esta época en que hay un montón de gente que hace negocio vendiendo cosas a la escuela (y convenciéndola antes, claro, de lo necesarias que son). LETRA Z Zombi Zombi Karen. Me parece curioso que la primera palabra de este diccionario sea una nopalabra, “alumno”, y que ahora lo terminemos con una bastante extraña: “zombi”. ¿Hay alguna relación entre el principio y este final, entre “alumno” y “zombi”? Jorge. Bueno, si la hay es una relación indirecta. De hecho la palabra “zombi” está aquí por la que fue, creo, la última película que vimos en la disciplina de Sociología de la Educación, esa cuyo asunto era la “pobreza” (luego comentaré la película) y, por tanto, estaba explícitamente orientada a la asociación pobres-zombis. Sin embargo, puesto que toda la asignatura estaba atravesada por ese ejercicio de inversión que comentamos en la palabra “ricos”, digamos que ya se intuía la posibilidad de pensar en una sociedad zombi. Es verdad que en alguna de las conversaciones apareció la frase “todos somos zombis”. Y es verdad también que si después de hablar de zombis hubiera tenido la oportunidad de hacer alguna reprimenda, seguramente se me hubiera escapado hablar de la universidad como de una institución zombi habitada por profesores zombis y por alumnos zombis. En cualquier caso, si recuerdas, empecé colocando la pregunta sobre lo que el zombi (como figura de la cultura pop) dice de nosotros, de nuestra sociedad, de nuestra forma de estar en el mundo. El zombi es ambivalente: da miedo pero sobre todo da risa (los maquillajes de las películas de zombis son siempre un poco grotescos, exagerados, ridículos, carnavalescos) y, como todos los monstruos, es fascinante y repugnante a la vez. Su cuerpo abyecto, impuro y putrefacto lo opone al cuerpo liso, terso, hermoso y lleno de vida de los jóvenes. Es víctima y culpable al mismo tiempo. Es y no es humano: se parece a los humanos, pero está a una distancia infinita de lo humano; ha sido despojado de su estatuto humano, como si su humanidad hubiera sido corroída, y no sabemos exactamente qué hay en su conciencia, aparentemente vacía; es como si estuviera ausente de sí mismo, como si habitase un mundo diferente del nuestro, sus ojos no ven lo mismo que los nuestros, su cuerpo no siente lo mismo que el nuestro, no reacciona a los mismos estímulos que nosotros y, como no es humano, como no sabemos si es humano, se le puede matar impunemente; es zoé sin biós, vida desnuda; está vivo pero no tiene conciencia, es hombre pero está excluido de la ciudad de los hombres; tiene cuerpo humano, apariencia humana, pero no forma parte del nosotros humano. El relato es siempre el mismo: la invasión de grupos de muertos-vivientes que arrasan todo a su paso amenaza tanto la humanidad como la civilización. El zombi es un ser como de fin de mundo, existe sobre un fondo de ciudades no destruidas sino vacías y abandonadas. La presencia de los zombis obliga a los humanos a replegarse, a encerrarse, a protegerse, a fortificarse en sitios cerrados y de difícil acceso. Por eso los espacios públicos, las calles, están vacías, porque pertenecen a los zombis. El tejido social se descompone, uno no puede fiarse de nadie, solo queda replegarse en el grupo de los más próximos, la familia, los conocidos, armarse, conseguir un fusil, un arma que mata a distancia (la proximidad a los zombis es demasiado peligrosa). Y ya no se sabe quienes son más inhumanos, si los zombis de afuera o las “buenas gentes” armadas, amuralladas y aterrorizadas de dentro. Toda una alegoría del mundo (a la vez asesino y suicida) que se nos viene encima (o en el que quizás ya vivimos). Karen. La película que vimos en clase, Estación Zombi, venía con un texto de un grupo de educadores de calle argentinos. El día de la película pediste a cada fila de alumnos que, como ejercicio sobre la película, respondiesen a las siguientes preguntas: “¿Qué se decía de los zombis? ¿Qué comían? ¿Qué era un “pibe” zombi?” ¿Qué sentido tenían esas preguntas en relación a la película, o mejor, qué sentido tenía traer la cultura zombi a esa asignatura? Jorge. En ese curso, Estación Zombi, de Barrilete Cósmico, culminaba una línea temática de resonancias y disonancias que empezó con Los olvidados, la película de Luis Buñuel, la más famosa de las mexicanas, esa que inicia una larguísima saga de cine latinoamericano sobre niños de la calle, delincuencia juvenil, pobreza y periferias urbanas, esa que pegamos a un libro también clásico, Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, también sobre Ciudad de México, también de principios de los años 50, al comienzo de la gran migración a la ciudad, sobre la pobreza urbana, el desarraigo, la erosión de la familia, la destrucción de los valores tradicionales, el abandono de los niños, esas cosas. Varias líneas temáticas partían de Los olvidados, pero la que nos interesa aquí tiene que ver con sus protagonistas (los niños como víctimas de la pobreza, y, en particular, los que luego se llamaron “niños de la calle”) y con su trágico final, la muerte del Jaibo, solo, escuchando la voz de su madre desconocida, mientras lo atraviesa el fantasma de un perro sarnoso, y la caída del cadáver de Pedro, asesinado por el Jaibo, envuelto en una bolsa, por la ladera de un vertedero, bajo de un cielo nocturno y enormemente dramático. La muerte del “niño bueno” y del “niño malo”, ambos marcados por el destino, los hace indistinguibles, como si los hermanase al final de una historia en la que han sido enemigos. Y la imagen del perro y del vertedero los relaciona a uno con el animal, con lo inhumano, y al otro con la basura, con el residuo, con el desecho, con lo que no le importa a nadie. Ese motivo resuena con Los niños de la calle, un documental de Eva Aridjis sobre la vida y la muerte de los niños de la calle de una plaza de la Ciudad de México en el 2001. Allí conocimos a otros niños moribundos: Marcos, Erika, Antonio El Rata, y Juan. Y vimos a Juan, moribundo, despidiéndose de sus hermanos de la calle. Digamos que el motivo era ese de asociar niños pobres / niños marcados para la muerte / niños moribundos / niños inmundos / niños entre la vida y la muerte. Sin embargo hay otro elemento fundamental aquí. Y es que Estación Zombi es el resultado del trabajo que Barrilete Tóxico (mutación del Barrilete Cósmico de Pedagogía Mutante) hizo con los niños de la calle de un barrio de la periferia de Buenos Aires. Y en ese trabajo, tanto en la película como en el texto que la acompaña (y del que yo leí varios trechos en clase) hay el estupor, sí, la incomprensibilidad, también, pero al mismo tiempo está lleno de alegría, de ganas de vivir, de afirmación de la vida. Y eso, creo, dio lugar a conversaciones muy interesantes. Una de ellas, si recuerdas, sobre si se puede o no amar a un pibe zombi. No compadecerlo, o ayudarlo, o acompañarlo, sino amarlo. Si te parece, podemos citar un párrafo de ese texto: “El mutante no es un mal formado. Todo lo contrario, es la correcta lectura del mundo que lo produjo (…). El pibe pos alfabético ya no es el cachorro para la sociedad ilustrada. Fin de duelo, la inteligencia post-alfabética funciona perfectamente bien con el marcado-calle. Felizmente posteducativo. La transmisión murió. Más que alfabetizado, pillo. Virtuoso en la selección, en el mercadeo. Agentes del consumo y no meras víctimas. La víctima ya no existe, es demasiada palabra para este mundo en el que la vulnerabilidad ya no se opone a la potencia (…). Intuimos que lo que aprendió no lo prepara. En realidad, solo lo deja listo. ¿De qué sirve la transmisión? Nos vamos dando cuenta muy lentamente (y muy a pesar nuestro) que lo primero que se devoró el pibe zombi fue a un educador. Se fue comiendo a todos: a un maestro que no sabe, a uno errante, a uno ignorante, y de a uno se los fue engullendo a todos. Ya no terceriza el aprendizaje. No lo deja en manos de nadie. Lo mastica como una angustia vital. El aprendizaje voraz no entiende de procesos, de educadores, de grados, de planificaciones. Podemos aventurar que el pibe zombi está entrenado para improvisar (…). La educación tal como la fuimos entendiendo no les dice nada: contenidos, valores, disciplinamiento o transformación. ¿Transmisión de qué cosa?”. Karen. A lo mejor esa pregunta, “¿transmisión de qué cosa?”, podría ser un buen final para este diccionario. Jorge. Tu pregunta me lleva a pensar que ese pibe-zombi postalfabético, felizmente posteducativo, aficionado al aprendizaje voraz, ese al que la educación tal como la entendíamos, al modo ilustrado, no le dice nada, y que devora uno a uno a todos sus profesores; ese pibe-zombi que lee con su manera de estar en el mundo “ese mismo mundo que lo produjo”, no es solo el “niño de la calle” con el que trabajan los chicos del Barrilete, sino que es una buena imagen de muchos de los niños y los jóvenes que pueblan desganadamente los institutos y las universidades mostrando una y otra vez, con sus actitudes, que la escuela (y la universidad) es un rollo que, desde luego, ya no va con ellos, y que los profesores son unos seres de otra época empeñados en amargarles la vida. ¿Transmisión de qué cosa? Se me ocurre que lo que hay que seguir transmitiendo tal vez no sea una cosa, sino un hueco, el hueco que abre la posibilidad de la escuela y de la filosofía, esos dos inventos griegos en los que algunos aún nos reconocemos. Ese hueco no es otra cosa que el espacio-tiempo separado que hace posible que las personas desconecten de sus intereses vitales y de las creencias que les sirven para desenvolverse en la vida, que suspendan el trato familiar e interesado con las cosas, para que tengan la oportunidad de detenerse ante ellas, de asombrarse y de preguntarse no para qué sirven sino qué son. Ese hueco, ese espacio-tiempo, en el que no se trata de encajar con el mundo, o de adaptarse a él, o de insertarse en él, sino de ponerlo a distancia, admirarlo y preguntarse en qué consiste. Ese espacio-tiempo en el que se puede producir una ruptura, o un cambio de escala, en la relación con el mundo, simplemente para poder distanciarse de él, hablar de él y pensarlo, eso que los griegos llamaron theoría. Los filósofos griegos introdujeron en la ciudad una posibilidad extraña y desconcertante, la posibilidad de un saber que solo se produce por amor al saber, es decir, suspendiendo (por un tiempo) el entramado de intereses sociales, económicos y políticos que constituyen la ciudad (y a los individuos que la forman). Y eso para entregarse a una actividad desinteresada que, si se hace bien, puede ser muy interesante. Además, cuando los filósofos buscaron un lugar y un tiempo adecuado para practicar y extender a los demás ese juego tan extraño que habían inventado (y que justamente por estar separado de los intereses de la ciudad les pareció un juego libre y digno de hombres libres), entonces crearon las escuelas y se convirtieron en maestros (quizá aún no, o no del todo, en profesores). Lo que hay que transmitir es el gesto deabrir, para los niños y a los jóvenes, un tiempo y un lugar (un hueco) en el que no se trate (solo) del éxito de los individuos en la lucha por la vida, o del éxito de la ciudad en la lucha por la supremacía, sino en el que sean los individuos (y la ciudad) los que se sometan a la prueba de la verdad, de la justicia y de la belleza, esas cosas extrañas llamadas ideas que tienen su lugar en esa otra cosa tan extraña llamada logos., una palabra griega que a veces se traduce por lenguaje y a veces por pensamiento. Lo que hay que transmitir, creo, es la existencia misma de ese espacio-tiempo en el que se pueden hacer cosas que seguramente no encajan ni en los intereses de los individuos ni en las demandas sociales pero que constituyen, desde su invención griega, una hermosa posibilidad humana. Por otra parte, tengo la sensación de que es ese hueco el que abren los educadores y las educadoras del Barrilete cuando deciden seguirle la pista a la idea del pibe-zombi también, y quizá sobre todo, en la realización de esa maravillosa película que hicieron con los pibes-zombi que viven en algunas plazas de Buenos Aires. En el trasfondo de la película que vimos en clase puede percibirse como los educadores del Barrilete interrumpieron (por un momento) las urgencias de la vida y de la superviencia, ignoraron cualquier tipo de encargo social, económico, político o incluso psicológico, y se dedicaron a abrir un tiempo y un espacio para hacer una película con los chicos y, al hacerla, poner a distancia lo que somos y lo que nos pasa, conversar sobre ello, y pensarlo. Lo que hicieron los educadores del Barrilete no es otra cosa que reunir a los chicos, llevarlos, como ellos dicen, a la Casona de las Flores a “reírse del miedo” (no a tener miedo, sino a apartarse del miedo y poder reírse de él), asistir asombrados a la aparición de zombis por todas partes, ser fieles a la idea del pibe-zombi y sacarla a pasear (es decir, contrastarla, estudiarla y desarrollarla), y volver con los chicos a hacer una película en la que esa idea pudiera encarnarse y materializarse. Lo que hicieron, en definitiva, aunque de un modo muy poco convencional, es “hacer una escuela” y convertir al zombi posteducativo y tal vez antieducativo en materia de estudio. No sé si los educadores del Barrilete estarán de acuerdo conmigo, pero creo que su manera de colocar la pregunta “¿transmitir qué cosa?” es un gesto a la vez pedagógico y filosófico. No se trata pues de transmitir una cosa sino un hueco (en lo que a mí me concierne, un aula) en el que poder reunir a los chicos y poner cosas en medio, unas cosas que hay que hacer interesantes, es decir, con las que hay que relacionarse de una forma desinteresada. Lo que hay que transmitir, lo que hay que tratar de que no desaparezca, son las salas de aula. Será seguramente una transmisión fallida, pero creo que hay que empeñarse en ella, por si acaso. Ya que este diccionario ha ido de palabras, y casi para terminar, voy a robar (agradeciendo) la cita que abre el capítulo de Escuela o barbarie que he saqueado para componer este final. El capítulo se titula “Pedagogía y filosofía”, la cita es de un dramaturgo español llamado Juan Mayorga y dice así: “No se me ocurre que pudiera ofrecerse en nuestros colegios e institutos una asignatura más útil que aquella que ayudara a los chavales a pensar cómo usamos las palabras y cómo somos usados por ellas. Una asignatura que les diese a conocer la historia de unas cuantas palabras importantes (Verdad, Razón, Ciencia, Belleza, Justicia, Bien, Mal, Dios, Libertad, Progreso, Democracia, Nación, Historia…) y los diversos intereses a que han servido a lo largo de los tiempos. Una asignatura, sí, donde meditar sobre la relación entre la palabra Tiempo y todas las demás palabras. Una asignatura en la que examinar cómo esas palabras se abrazan o se enfrentan, cómo esconden o se esconden, cómo devoran a otras o son engullidas por otras. Una asignatura donde preguntarse qué tienen que ver el lenguaje, el dinero y la guerra. Una asignatura en la que indagar quiénes y por qué eligen las palabras con las que pensamos, las palabras en las que vivimos. Esa asignatura tendría entre sus primeros asuntos el significado del verbo Educar. Se ofrecería en cada curso y en las mejores horas de cada curso, porque ninguna exigiría tanto de profesores y alumnos. Y al acabar el bachillerato, todos tendríamos que seguir estudiándola, porque nunca se nos aprobaría. A una asignatura así, la más urgente, podríamos darle el nombre de aquella otra que el Ministerio de Educación ha decidido arrojar al trastero de cachivaches inútiles. Podríamos llamarla Filosofía”. Soy profesor en una facultad de educación y lo único que creo que puedo (y debo) transmitir (no solo hacer, sino transmitir) es la apertura de un espaciotiempo en que sea posible reiterar una y otra vez la pregunta por qué es educación. Y, sobre todo, donde no se acepte que la respuesta a esa pregunta dependa de los intereses particulares de los individuos ni, mucho menos, de los intereses económicos, sociales y políticos de (los amos de) la ciudad. Por ota parte, creo que lo que hicimos en el semestre que compartimos en la universidad de Barcelona no fue otra cosa que abrir un hueco para darle vueltas a qué es eso de ser profesor. Y lo que hemos hecho con este diccionario es, simplemente, buscar las palabras para dar una forma a todas esas vueltas y revueltas. Y todo eso por si acaso hay alguien, tal vez algún profesor, alguna profesora, que quiere abrir un hueco en algún otro lugar y en algún otro tiempo para leer y pensar el resultado de lo que fueron nuestras conversaciones y, con ello, continuar la conversación y mantener viva la pregunta.