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MIGRACIÓN (NOTICIAS)
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LEONES, MOSQUITOS, SERPIENTES Y CABEZAS: LO QUE VIVEN LOS NIÑOS
MIGRANTES AL CRUZAR LA SELVA DEL DARIÉN
Un experto en emergencias de Unicef para América Latina y el Caribe cuenta cómo es
cruzar un inhóspito sendero que separa Colombia de Panamá, probablemente una de las
rutas migratorias más peligrosas que recorre el planeta, a la que muchos acceden, pero
de la que no todos salen
23 de marzo de 2020/
El País
Alfonso Fernández Reca
En la larga lista de las rutas migratorias
que recorren el planeta hay una
especialmente subrayada en rojo, la más
peligrosa de todas, aquella a la que
muchos acceden, pero de la que no todos
salen: la travesía por la selva del Darién.
Un inhóspito sendero que separa Colombia
de Panamá a través de la jungla en el que
a las altas temperaturas y a la humedad se
suman peligros mortales como ríos con
fuertes corrientes, serpientes, jaguares,
mosquitos, bandas armadas y
delincuentes.
A lo largo del año pasado usaron esta ruta alrededor de 24.000 personas de más de 50
nacionalidades, de los que cerca de un 16% fueron niños, niñas y adolescentes. Una cifra
más escalofriante aún si se pone en perspectiva: el número de niños y niñas migrantes
atravesando el Darién se multiplicó en 2019 por más de siete comparado con el año
anterior. Entre enero y febrero de 2020 la cuenta subió en 3300 personas más; de ellas,
10 niños menores de 9 años viajando sin su familia, según datos del Servicio Nacional de
Fronteras de Panamá (Senafront). Las cifras dejan de lado aquellos que no lograron
sobrevivir a su tránsito por la peligrosa selva del Darién.
Una torre de Babel
Alexis tiene 15 años y ha atravesado el Darién junto a sus padres, su hermana de 17 años
y su hermano de 16. Son haitianos pero viajan hacia Canadá desde Chile, donde vivían y
donde Alexis aprendió español. “Había mucho peligro”, dice Alexis al ser preguntado por
su paso por la selva. “Había mosquitos y serpientes. Bebíamos del río cuando podíamos
porque no teníamos otra opción. No sé si estaba limpio o no. Me dijeron que había
personas muertas en el agua”, explica.
Según datos oficiales del Servicio Nacional de Migración de Panamá, el 57% la población
migrante en tránsito es, como Alexis, de origen antillano. Salieron de la isla caribeña tras
el terremoto de hace una década y, en su mayoría, se instalaron en Chile. Ahora, con la
inestabilidad en el país trasandino, han vuelto a hacer las maletas. Estados Unidos o
Canadá es el destino deseado por muchos, otros, solamente quieren un lugar donde tener
oportunidades.
La otra mitad de la gran torre de Babel en que se ha convertido el Darién tiene raíces en
África (22%) y Asia (17%), siendo los 4% restantes suramericanos. En Bajo Chiquito, la
comunidad indígena emberá supone el primer contacto con algo parecido a la civilización
tras días de caminata por la selva, el puesto del Senafront tiene una pizarra donde apunta
las diferentes nacionalidades que van apareciendo: Congo, Bangladés, India, Camerún,
Nepal, Angola, Pakistán, Burkina Faso, Sri Lanka, Eritrea, Guinea, Ghana, Sierra Leona...
Entre los africanos están Arouna y su hijo Kombo, de 3 años. Tuvieron que huir de Sierra
Leona por la violencia, dice Arouna. El padre de Kombo logró establecerse en algún lugar
de México y van a su encuentro, pero no tienen noticias de él desde hace tiempo y no
saben por dónde empezar a buscar. “Acepto todo, aquí, en México o en Estados Unidos,
solo pido un sitio que me proteja a mí y a mi hijo”, asegura a su llegada a esta remota
población solo accesible a pie o en bote. Kombo tiene fiebre alta y brazos y piernas
acribillados de picotazos de insectos. La dureza del Darién se ceba con los más
vulnerables.
Bienvenidos a Bajo Chiquito
Bajo Chiquito es el hogar de aproximadamente 460 indígenas emberá, pero en estos días
de inicios del 2020 la población se ha triplicado con aquellos que salen de la selva. Unos
llegan y otros se van, pero su número va en aumento en las últimas semanas,
probablemente por la coincidencia con la temporada seca. Todos los migrantes que llegan
hasta aquí son evacuados por las autoridades panameñas en bote hasta La Peñita,
localidad prevista para la recepción de los migrantes.
Agentes del Senafront registran la llegada y hacen una primera observación médica en
busca de casos de extremada urgencia, especialmente en niños, niñas y mujeres
embarazadas. Hoy no ha habido casos graves entre los que han llegado. Entre 100 y 150
personas embarcan al día, por orden de llegada, en las largas y estrechas pangas
indígenas que les llevan río abajo. El resto deben esperar su turno. La carestía de
servicios en este lugar obliga a usar la imaginación y a tener paciencia.
Los lugares con sombra se cotizan al alza en Bajo Chiquito. Las ollas para cocinar,
también. Todo el poblado tiene un desagradable aroma mezcla de hogueras, excrementos
y residuos que esperan a ser incinerados. Como no existen los baños ni las duchas, el río
soporta las labores de aseo. También de refresco. El pudor hace tiempo que dio paso al
pragmatismo.
Nadie, salvo los locales, parece inmune a las picaduras de insectos, especialmente
mosquitos. Los niños se rascan por doquier, muchos tienen heridas abiertas. Los mayores
también, pero en su caso son los pies hinchados como globos los que dan mejor cuenta
de la dureza de la travesía. “Mete los pies en agua con sal”, recomienda uno de los
agentes a un joven haitiano que se acerca a la cabaña de Senafront en busca de ayuda.
A ojos extraños pareciera sufrir elefantiasis. “No estaba tan mal… si tú vieras”.
El Comité de Agua de Bajo Chiquito, apoyado por Unicef y Cruz Roja, ahora trata de
rehabilitar el sistema de potabilización tomando el preciado fluido del río Tuquesa. Esto
permitirá que se puedan preparar sueros y curar las heridas de quienes llegan a esta
pequeña comunidad huyendo de la selva.
Los agentes comienzan a llamar uno por uno a aquellos que hoy podrán acceder a una de
las pangas para llegar a La Peñita, comunidad ubicada a orillas del río Chucunaque, que
ha sido adaptada como Estación de Recepción Migratoria (ERM). Es el momento álgido
de la jornada y los migrantes rodean a los agentes para intentar oír su nombre. La barca
tampoco es gratuita pese a ser la única manera de salir de Bajo Chiquito. Sobrevivir al
Darién y esquivar a los delincuentes es prácticamente imposible. Por lo que casi nadie
llega con dinero aquí. Eso aumenta el riesgo. En especial para las niñas.
Bienvenidos a La Peñita
La Peñita es el siguiente poblado en el mapa, más y mejor conectado. Con agua potable,
un médico y un espacio seguro con apoyo psicosocial para los niños y niñas. Servicios
básicos provistos por Unicef y sus aliados gracias a donaciones, entre otros, de Canadá,
Suecia y Estados Unidos.
La policía reparte los chalecos salvavidas. Como el río corre bajo de caudal, lo más seguro
es que a mitad de camino tengan que empujar la barca. No siempre es así, en los meses
lluviosos, que son la mayoría, el caudal crece casi metro y medio. A Janete y su familia le
llevará varias horas en el bote llegar a La Peñita. El viaje será tranquilo aunque toque
mojarse los pies. El horizonte de tiendas de campaña que se veía en Bajo Chiquito se
reproduce en La Peñita y llena de color su calle principal, la única asfaltada. Cada rincón
de esta comunidad está ocupado por una carpa. Por tres dólares la noche es posible montar
la tienda bajo un techo privado.
En La Peñita viven 168 personas, en su mayoría indígenas emberá. La población migrante
durante el mes de enero de 2020 ha triplicado ese número. El hangar con literas que hace
de refugio tiene capacidad solo para 100. El resto se reparte como puede. Hay colchonetas
en el suelo. Y, de nuevo, niños. Muchos niños y niñas. El 16% de los migrantes que hicieron
esta ruta el año pasado eran niños, según datos oficiales.
La rutina de idas y venidas de migrantes ha transformado también esta comunidad. En unos
meses han florecido negocios de comida y ropa. El consumo de alcohol se ha prohibido.
Tres intermediarios de empresas de envío de dinero reciben giros para las personas en
tránsito a cambio de quedarse con el 15%. Un plato de arroz con pollo cuesta 3,5 dólares.
“Los migrantes comen mucho”, asegura la cocinera y dueña de uno de los puestos de
comida. “En cuanto sale la paila (olla) de arroz, se acaba de inmediato”. Pero tres dólares
puede ser una pequeña fortuna para muchos de los que aquí esperan seguir viaje. Una
larga fila de ellos espera bajo el abrasador sol para poder conseguir un puñado de arroz de
manos del Senafront. La familia angoleña de Romeu y Kulutwe cruzando el río Turquesa,
tras siete días de travesía.
La familia angoleña de Romeu y Kulutwe cruzando el río
Turquesa, tras siete días de travesía. URDANETA UNICEF
Lo primero, la salud
Tras su desembarco en La Peñita, los migrantes deben pasar por un proceso de registro
biométrico que incluye control de iris y huellas dactilares. Un equipo del Ministerio de
Salud pone vacunas a todos los niños y adultos, tras una revisión, remite los casos más
urgentes a una carpa donde otro equipo médico realiza consultas gratuitas. En casos de
extrema urgencia, los pacientes serán llevados a Metetí, cabecera del municipio de
Pinogana, para atenderles.
La doctora explica que, en comparación con diciembre, las condiciones de salud de los
niños parecen haber mejorado: hay menos casos de heridas, diarreas, vómitos y fiebres.
Se identifica de uno a dos casos de riesgo de desnutrición cada semana. Pero, muchas
mujeres embarazadas experimentan dolor y sangrado.
La temporada seca parece haber dado un respiro en cuestiones de salud, aunque hay
aumento en los niveles de estrés de los migrantes debido a la incertidumbre reinante en el
ambiente. Noticias sobre las caravanas de migrantes centroamericanos y los cierres de
fronteras han causado ansiedad.
En la fila de la comida se produce un pequeño conato de pelea. Varios agentes salen con
prisa hacia allí portando botes de gas pimienta. No es necesario usarlos. Los ánimos se
calman rápido. Pero en lo que va del año ya van dos incidentes graves. En el tumulto me
encuentro a Miriam, la prima pequeña de Janete. Tiene seis años y está caminando sola y
asustada. Me da la mano instintivamente.
Agua para todos
Víctor Bonilla es el promotor de salud y nutrición de Unicef y de la Cruz Roja. Cada día
recorre las tiendas de campaña y hangares en busca de los más pequeños entre los
recién llegados. Su misión es de vital importancia. Realiza tallajes a los niños y niñas
menores de 5 años para detectar posibles casos de malnutrición. También explica a las
madres y a los padres la importancia de la lactancia materna. “El estado de salud de los
pequeños que llegan a La Peñita ha ido mejorando”, confirmando lo dicho por la doctora.
“Que estemos en época seca es un factor que ayuda. Llegan con menos heridas en la piel
pero siguen con diarreas porque beben agua del río, que no está en condiciones”, explica
el técnico en salud, que ha tenido que enfrentar varios casos de desnutrición en los
últimos meses.
En La Peñita también se han habilitado cuatro puntos de agua potable y segura. Una
planta potabilizadora instalada por Unicef genera 30.000 litros por día tomando agua del
río Chucunaque. Parece mucho pero no es suficiente. Hay que beber, pero también
cocinar y asearse. El incremento de migrantes hace que haya que establecer horarios
para abrir los grifos. No obstante, gracias a esta intervención, es la única comunidad de la
zona con agua potable.
Bien lo sabe Arnesio Ballester, que ha vivido en La Peñita los últimos 37 años. “Aquí
nunca ha habido agua potable hasta ahora”, explica con orgullo. Este “morador”, que se
ganaba la vida con la agricultura, fue designado por la comunidad para formarse y poder
dar mantenimiento a largo plazo a las nuevas instalaciones. “Ahora los vecinos me dicen
que me quede y que aprenda mucho, todo lo que pueda. Es un gran beneficio para la
comunidad y estamos todos contentos”, añade.
El maestro de Arsenio es Guillermo Sánchez, el técnico de agua, saneamiento e higiene
de Unicef y Cruz Roja. Cada día, ambos se aseguran de que el agua de La Peñita sea de
calidad. De que todo funcione. “El grupo de niños y embarazadas son el grupo que
principalmente viene con mayor nivel de deshidratación. Tener agua potable aquí es vital
para que puedan volver a su mejor estado de salud”, explica Sánchez. “Además, los niños
y niñas son especialmente vulnerables por estar en período de desarrollo y no tener todas
las defensas. Tener agua limpia los mantiene lejos de bacterias y otros intrusos para su
salud”, añade. Un grupo de niños se lavan las manos en las instalaciones de Unicef en La
Peñita.
Un grupo de niños se lavan las manos en las
instalaciones de Unicef en La Peñita.
URDANETA UNICEF
Música en la selva
Un poco más allá, cerca del embarcadero, suena una melodía. Es la conocida banda
sonora de Titanic. Tocada de manera muy básica pero armoniosa. John Kely, un joven
haitiano de 12 años es el autor de la música. Aprendió “las notas” de la flauta en Chile y,
aunque quiere ser doctor, no se ha separado de su instrumento durante todo el viaje. “En
la selva no podía tocar porque venían animales”, explica en un descanso. “Aquí vienen
pájaros a escucharle”, añade su hermano Nadjie (10) señalando a un grupo de coloridas
aves que miran la escena desde un cable.
John junto a su padre, su madre y Nadjie y su otra hermana caminaron por la selva
durante 8 días. Como todos a su alrededor, también están comidos por los mosquitos.
Nadjie tiene una gran herida en una pierna; aunque no parece grave, no deja de rascarse
la todavía endeble costra. Sobrevivirán a los insectos, pero no olvidan que en su trayecto
se cruzaron con algo peor: “Vimos huesos y piernas de personas. Los cuerpos estaban
tapados, pero se veían las piernas”.
Volver a ser niño
Frente a la escuela que estos días está cerrada por vacaciones, Unicef ha levantado una
gran carpa rodeada de un poco de hierba que empieza a naranjear por el intenso sol de la
temporada seca. Es un espacio seguro para niños y niñas migrantes y los de la
comunidad. Un lugar donde pueden relajarse, conocer a otros niños, jugar… básicamente,
ser niños de nuevo. No solo eso, gracias a la alianza establecida con organización The
RET Internacional, varios técnicos realizan actividades de apoyo psicosocial a través del
juego, dibujos y canciones.
Hay varios juguetes. Los preferidos son dos triciclos de colores. Una decena de niños y
niñas, incluido Yen (de 5 años), un pequeño con discapacidad de la comunidad local,
forman un círculo en el suelo para ver una película en un ordenador. Hoy, casualidad,
toca El rey león.
“Lo dibujan todo, lo bonito y lo feo”. Mónica Arcia, profesional psicosocial del espacio
seguro para la niñez, es a diario testigo de cómo dejan plasmados en los dibujos sus
experiencias y traumas en la selva. Tiene dos dibujos clavados en su memoria. Uno en el
que un niño pintaba cómo el río se llevaba a una familia con un bebé que iba agarrada de
la mano. Otro de una niña que, en lugar de pintar, escribió en un idioma desconocido la
frase “Tengo un tesoro escondido en el fondo del océano”. “Al lograr traducirlo,
comprendimos que había perdido a su madre en el camino”, explica Mónica.
A media tarde aparece el primero de los autobuses que transportarán a los migrantes,
como parte del proceso de flujo controlado, hasta la Estación de Recepción Migratoria
ubicada en Los Planes de Gualaca (Provincia de Chiriquí), a 70 kilómetros de la frontera
con Costa Rica donde esperan su turno para poder avanzar hacia Centro América. El
poblado se revoluciona y sale del letargo. La escena es parecida a la ya vivida en Bajo
Chiquito. Los migrantes se acercan con la esperanza de escuchar su nombre y el de sus
familiares. Hay quien lleva aquí varado casi un mes a la espera de cupo o de dinero para
el boleto. La selva ya es un ingrato recuerdo. El viaje continúa rumbo al norte.
Fuente: El País
https://elpais.com/elpais/2020/03/13/planeta_futuro/1584119159_618853.html
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