UNIVERSIDAD DE OVIEDO Departamento de Filología Española Comunicación visual: la emergencia de la imagen de marca desde la teoría de sistemas dinámicos complejos Maite Fernández Urquiza Dirigida por D. Enrique del Teso Martín Oviedo, junio de 2010 Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 2 AGRADECIMIENTOS La elaboración de este trabajo ha sido posible gracias al soporte ofrecido durante cuatro maravillosos, trepidantes y brevísimos años por la Fundación para la Investigación Científica y Tecnológica (FICYT) del Gobierno del Principado de Asturias, con cargo a los Planes de Ciencia, Tecnología e Innovación (PCTI) de los periodos correspondientes, desde mayo de 2004 hasta abril de 2008. En el seno de esta institución, mi más sincero agradecimiento ha de ir dirigido a Luis Laviana, quien no sólo ha obrado el milagro de humanizar todos y cada uno de los numerosos trámites burocráticos que lastran toda actividad investigadora, sino que también ha sido presencia cercana y latente encargada de recordar plazos y solventar dudas repetitivas con paciencia infinita de cara a la entrega de informes y documentos varios. Gracias, Luis (sé que hablo también en nombre de muchos compañeros), por hacer del mundo del papeleo un lugar mejor. En segundo lugar, quisiera por supuesto dar las gracias a todas las personas vinculadas en algún momento a la Universidad de Oviedo que me han acompañado y orientado en mis diversas trayectorias de aprendizaje a lo largo de los seis últimos años, bien sea en lo referente a angustias investigadoras personales, bien en lo relativo a procedimientos y formalidades académicas. En especial, quisiera dar las gracias a Luis Polo Paredes por aquellas primeras conversaciones antes de que lo engullera CTIC; a Miguel Cuevas Alonso por la confianza incondicional que ha depositado en mí, por su ayuda constante, y por saber bastante más que yo de casi todas las cuestiones que me estimulan intelectualmente (y compartir ese conocimiento conmigo); a Natalia Fernández Rodríguez por ser a mis ojos referente de la competencia profesional y baluarte de la estabilidad emocional (y compañera de camino, aunque hayamos transitado vías paralelas). Y, en estos últimos tiempos, a María Rodríguez Fernández y a Chus Martínez Rosas. En cada momento vivido con vosotras he encontrado estímulo intelectual y paz espiritual, aunque sea por el camino de la crisis de ansiedad compartida. Ha sido un alivio descubrir que no transito sola la tierra de nadie de la interdisciplinariedad. A todos vosotros gracias, porque puedo llamaros amigos además de compañeros. Pero también están los maestros. Aquí he de dar las gracias a muchas personas de esta universidad que, de un modo u otro, no sólo me han enseñado sino que me han hecho sentir valiosa a lo largo de los años, aunque el trato que nos hayamos profesado en los últimos tiempos haya sido más bien esporádico. He de dar las gracias también a Antonio Fernández por los rollos patateros que ha aguantado sin café al pie de una escalera (eso pasa por preguntar), por su espíritu inquisitivo y por las referencias bibliográficas. Y, antes de cerrar este apartado, dos menciones especiales. La primera, para Guillermo de Lorenzo, por quien siempre he sentido un profundo respeto, y que me ha demostrado que era totalmente merecido. Gracias, Guillermo, por haber dedicado tu tiempo a atender mis dudas, a revisar algún artículo con la minuciosidad y el rigor que te caracterizan, a aquietar muchas de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 3 mis inseguridades intelectuales. Y también por la confianza plena que has depositado en mí en lo referente a las tareas docentes a lo largo de estos años. Y por último, porque es también el más importante, infinitas gracias a mi director, Enrique del Teso. No hay libro que pueda regalarte ni festín al que pueda invitarte que compensen esta trayectoria no totalmente caótica de desarrollo en la que me he visto inmersa gracias a ti. Son muchísimos años (bastantes más de los que me ha llevado este trabajo) los que llevo admirando tu voracidad intelectual, tu espíritu outsider y tu funcionalidad multitarea. Yo nunca he querido ser como Beckham, sino como Enrique del Teso Martín. Siempre serás para mí paradigma y referente de casi todo, y esta gran responsabilidad la has ejercido con elegancia desde que me dijiste “sí, quiero” aquella noche en el Morgana. Me has lanzado lecturas como quien lanza marcianos contra un pobre comecocos en un videojuego ochentoso, y si he sobrevivido es porque sabías que estaban en mi zona de desarrollo proximal, aunque casi todas las evidencias apuntasen a lo contrario. Gracias a ti he experimentado en mis carnes el aprendizaje autoorganizado y emergente, y he reducido al mínimo mi natural y entorpecedora intolerancia a la incertidumbre. No me ha quedado más remedio que traspasar el umbral. Pero el cambio ha sido cualitativo. Gracias por las intuiciones e ideas que me has regalado cada día, y por supuesto por esas otras mil anécdotas y conversaciones surreales en que se nos acaba diluyendo siempre la cháchara académica, especialmente por los nocilleros y por el ciberpunk. Ahora ha llegado el turno de los compañeros dispersos. En cierto sentido, tendría que dar gracias a esta tesis por haberme obligado a transitar los caminos que me han llevado a conoceros. Gracias por encima de todo al conjunto de la Albacete Connection, el congreso que cambió mi vida: gracias a Pablo González Nalda por aquel artículo sobre conexionismo y destornilladores, a Andrea Giovanucci por su insaciable curiosidad y por compartir conmigo sus ganas de tender puentes, a ellos dos de nuevo y a Isaac Pinyol por contestar todas las preguntas estúpidas que una lingüista en ciernes podría hacer a dos programadores informáticos y a un experto en algoritmos genéticos. Infinitas gracias a Arnau Ramisa, experto en visión informática, por conservar intocadas su calidez y calidad humanas en un mundo de robots (y por leer el esbozo del capítulo 3 y guiarme por los pasillos del Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial de la U.A.B.). Gracias a Eurídice Cabañes por sus ojos tremendamente abiertos a todo tipo de creatividad, tanto humana como artificial. Pero sobre todo gracias a Carlos González Tardón quien, desde entonces, ha sido ejemplo, amigo, apoyo e incentivo. Ejemplo de que las cosas se pueden hacer de otra manera, apoyo en cuestiones tanto personales como profesionales, incentivo de mi curiosidad en multitud de ámbitos de conocimiento, amigo siempre y por encima de todo desde que aquel día de julio de 2006 salimos del Campus Multidisciplinar en Percepción e Inteligencia para hacer la compra juntos en el Mercadona. Gracias por otra parte a Joaquim Llisterri por su amistad sostenida a lo largo del tiempo, por el alojamiento, y por la jam session con Moritz en el Heliogábalo (entre tantísimas otras cosas que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 4 se me ocurren de aquella visita a la U.A.B.). Y a Joaquín Sueiro y Rosa Pérez (y, de nuevo, a Miguel Cuevas) por su calurosa acogida en la Universidad de Vigo y el fantástico trato recibido durante el I Congreso Internacional de Lingüística Hispánica. Gracias también a otra gran deslocalizada, Cristina Aranda, experta en naming, por demostrar al mundo cómo ser morfóloga y sobrevivir en el intento. En otro orden de cosas, gracias a mi entrenador neuromecánico personal, Óscar Macías, que día tras día ha luchado conmigo porque mis estados mentales no se apoderasen totalmente de mi configuración somática ni de mi capacidad motora. Juntos hemos tratado de poner en práctica gran parte de la teoría recogida en este trabajo y hemos comprobado que es posible instanciar neurológicamente nuevos patrones motores a partir de acciones locales repetitivas a lo largo del tiempo. Gracias, Óscar, por tanto estímulo muscular e intelectual: ni mi estado ni mi estilo cognitivo serían los mismos sin ti. Gracias a Mª José Blanco y a Socorro Bermejo, porque en el principio estaban ellas. Y por supuesto, y por encima de todo, gracias a mis familias. A la biológica y a las otras. A la biológica por el calor que siempre me ha hecho llegar aunque fuera a través de un cable de teléfono, por la incondicionalidad, por la fe ciega que siempre habéis depositado en mí, por las reuniones tumultuosas en torno a mesas repletas de manjares de la Chelo, por los alijos de provisiones de la huerta que incauto en cada visita, por los huevos de Manolito (que es Manolita)… Y a las otras. A mi familia friki, a mi familia pork, y a la heterogénea de referencia. A los frikis (Charo, Juan, Sibi, Henrique, Elenita, …) por tantas reuniones (esporádicas pero intensísimas) en que hemos corroborado la irrefutabilidad de nuestros planteamientos científicos mediante técnicas astrológicas y psicomagia puntera, entre otros procedimientos. Transformáis todo lo que tocáis, y es en serio. Las cosas más intrascendentes cobran para mí nuevo sentido cuando las veo reposar en vuestras manos o salir de vuestros labios. Gracias a Sibi por tantas tazas de té acompañadas de palabras reconfortantes y por aquella semana en Madrid (cuántas subvenciones para congresos doblemente aprovechadas debido a los sofás de los colegas), a Henrique por los vinos dulces, las conversaciones reposadas y la tarta de zanahoria y jengibre, a Juan por sabio silencioso y por poner música decente en los cumpleaños de la Charo en lugar de la danza Inipi de las Indias, a Elenita por tantos históricos bizcochos de chocolate y los brazos siempre abiertos, y a Charo por ser, además de mi hermana, la variable incontrolada de mi mundo. Y gracias a mi familia pork (ellas y ellos son muchos y ya saben quiénes son) y a mi puerta de acceso a la misma, Carolina Díaz García, mi AMIGA con mayúsculas y por antonomasia. Gracias por adoptarme, por aceptarme con todas mis extravagancias. Las anécdotas que nos unen tras doce años de crecimiento sincronizado son tantas que sólo me cabe aquí apelar a ellas con la esperanza de que se activen en vuestras mentes. Sois los responsables de que haya sabido Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 5 relativizar la importancia de muchas cosas y, por tanto, también de que, en última instancia, me haya convertido en una persona más feliz. Gracias por contar conmigo y por hacerme saber que estáis ahí. Los heterogéneos, los pilares de referencia en mi mundo, los lugares humanos a los que siempre retorno, se encuentran vinculados entre sí y conmigo por lazos tan resistentes que perviven desde la infancia y la adolescencia. La extensión de esta categoría se materializa en Cris y Germán, en Sara y Jorge, en Amaya y en Silvia. No concibo mi vida sin vosotros. Me siento orgullosa de ser vuestra amiga y feliz por cada uno de vuestros logros, que a mis ojos son muchos y fascinantes. Os amo por mil razones diversas. A todas vosotras, familias mías, os amo, sencillamente. Como amo también a Rigoberto Cortejoso Montero quien, desde que llegó corriendo a salvarme un 23 de mayo de hace ventimuchos años, ha estado luchando a su manera por hacerme entender que una inteligencia sin emociones no sólo no es una inteligencia humana, sino que ni siquiera se parece a lo que los humanos denominaríamos inteligencia. Lo consiguió. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 6 ÍNDICE 1. HACIA UNA METODOLOGÍA INTERDISCIPLINAR INTEGRADA 12 1.1. LA COMUNICACIÓN COMO FENÓMENO MENTAL: LA NECESIDAD DE UN ENFOQUE INTERDISCIPLINAR 12 1.2. NIVELES EXPLICATIVOS Y PERSPECTIVAS EPISTEMOLÓGICAS 16 1.2.1. EL INTERÉS DE LA I.A. COMO MARCO TEÓRICO 16 1.2.2. BREVES APUNTES SOBRE COMPLEJIDAD, AUTOORGANIZACIÓN Y EMERGENCIA 17 1.2.3. LA NEUROCIENCIA COGNITIVA COMO ANCLAJE PARA LA ELABORACIÓN DE EXPLICACIONES CONVERGENTES 22 1.2.4. LINGÜÍSTICA: LA APROXIMACIÓN RELEVANTISTA COMO EXPLICACIÓN GENERAL DE LA CONDUCTA COMUNICATIVA HUMANA 25 1.3. CONCLUSIÓN 27 2. VISUALIDAD: FUNCIÓN COGNITIVA Y VALOR EPISTEMOLÓGICO DE LA IMAGEN 29 2.1. LA MIRADA COMO ACCIÓN COGNITIVA 29 2.2. CLASIFICAR PARA COMPRENDER 31 2.3. COMPORTAMIENTO EXPERTO: LA IMPORTANCIA DEL CONOCIMIENTO ESTRUCTURADO 32 2.4. MIRADAS QUE PROYECTAN TEORÍAS 37 2.5. LA MIRADA EN LA EXPERIENCIA COTIDIANA 40 2.6. IMÁGENES QUE REPRESENTAN HIPÓTESIS 46 2.7. IMAGEN, EPISTEMOLOGÍA Y REALIDAD 49 2.8. RENTABILIDAD EPISTEMOLÓGICA DE LA IMAGEN 51 2.9. CATEGORÍAS CON VISUALIDAD PREESTABLECIDA 52 3. EPISTEMOLOGÍA, NEUROCIENCIA Y REALIDAD 56 3.1. INTRODUCCIÓN 56 3.2. LO QUE LA NEUROCIENCIA TIENE QUE DECIR SOBRE LA PERCEPCIÓN 61 3.3. SISTEMAS SENSORIALES: PSICOFÍSICA VERSUS CONDUCTISMO 65 3.4. LA FACULTAD DE LA VISIÓN 67 3.4.1. LAS APARIENCIAS ENGAÑAN 67 3.4.2. PUBLICIDAD: EL RAZONAMIENTO EMOCIONALMENTE COMPROMETIDO 70 3.4.3. FISIOLOGÍA, PERCEPCIÓN Y REALIDAD: ¿POR QUÉ DECIMOS QUE CONSTRUIMOS LO QUE VEMOS?74 3.4.3.1. Introducción 74 3.4.3.2. Contornos cognitivos: ¿Está lo que vemos realmente ahí fuera? 76 3.4.3.3. Fisicalismo internista y no reduccionista 78 Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 7 3.4.3.4. Epistemología para la vida cotidiana 79 3.4.4. DE LA ESTRUCTURA DIGITAL RETINIANA, A LA ABSTRACCIÓN ANALÓGICA DE NUESTRAS PERCEPCIONES CONSCIENTES 83 3.4.5. SOBRE LA PERCEPCIÓN DEL COLOR 87 3.4.6. PARÁMETROS SUBJETIVOS Y COLORES OPONENTES: LA ESTRUCTURA (IDEALIZADA) DEL COLOR 91 3.4.6.1. Introducción 91 3.4.6.2. Los inicios de una ciencia sobre la instanciación fisiológica del color 94 3.4.6.3. Del aminoácido al color 95 3.4.7. DE NUEVO SOBRE PERCEPCIÓN Y REALIDAD 98 3.4.7.1. Introducción 98 3.4.7.2. Niveles de realidad 101 3.4.7.3. Arbitrariedad sistemática: la sinestesia 103 3.4.7.4. ¿Por qué tienen un problema los daltónicos? 104 3.4.7.5. Epistemología y metafísica 106 3.4.7.6. Conclusión: a la espera de la metafísica definitiva 108 4. CONVERGENCIA EXPLICATIVA: LA TEORÍA ATENTA A LA EVIDENCIA EMPÍRICA110 4.1. INTRODUCCIÓN 110 4.2. LA METAFÍSICA COTIDIANA DE NUESTRO SENTIDO COMÚN 110 4.2.1. RESTABLECER LA SENSACIÓN DE NORMALIDAD 110 4.2.2. FISIOLOGÍA Y CONOCIMIENTO IMPLÍCITO 113 4.3. FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS DE LA METAFÍSICA OCCIDENTAL DOMINANTE 115 4.3.1. INTRODUCCIÓN 115 4.3.2. EPISTEMOLOGÍA SIN FISURAS: EL REALISMO DIRECTO GRIEGO 115 4.3.3. LA INVENCIÓN DE UN ABISMO: EL RACIONALISMO CARTESIANO 116 4.3.4. LA CONSECUENCIA ACTUAL: UN PARADIGMA COGNITIVO SIMBÓLICO Y LOGICISTA 117 4.4. EL SER HUMANO COMO ORGANISMO COGNOSCENTE 119 4.4.1. ANTECEDENTES FILOSÓFICOS 119 4.4.2. REALISMO ORGÁNICO 119 4.4.3. REALISMO ORGÁNICO, FILOSOFÍA GRIEGA, Y FILOSOFÍA ANALÍTICA ANGLOAMERICANA 120 4.4.4. PONER COTO AL RELATIVISMO 122 4.4.5.LA INTERSUBJETIVIDAD COMO FENÓMENO PSICOFISIOLÓGICO 124 4.5. EL COLOR DESDE EL PUNTO DE VISTA DEL REALISMO ORGÁNICO 124 4.5.1. INTRODUCCIÓN 124 4.5.2. ESTABILIDAD Y VARIABILIDAD CONCEPTUAL 126 4.6. CATEGORIZACIÓN: LA ARBITRARIEDAD BIOLÓGICAMENTE SUJETADA 128 Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 8 4.6.1. INTRODUCCIÓN 128 4.6.2. CATEGORIZACIÓN NEURAL 129 4.6.3. CARACTERÍSTICAS NEUROFISIOLÓGICAS QUE CONSTRIÑEN CATEGORÍAS: EL “EFECTO OBLICUO” 130 4.7. SOBRE LA IMPORTANCIA DE LO QUE OCURRE EN NUESTRAS MENTES Y QUE NOS PASA TOTALMENTE DESAPERCIBIDO: EL INCONSCIENTE COGNITIVO 131 4.7.1. INTRODUCCIÓN 131 4.7.2. EL CONTRAEJEMPLO: A VUELTAS DE NUEVO CON LAS DISTORSIONES COGNITIVAS 132 4.7.3. LA DEFENSA POSITIVA: LOS EPISODIOS DE MEMORIA ESPONTÁNEA 133 4.7.4. SOBRE CONSCIENCIA Y CONTROL VOLUNTARIO 136 4.8. LA NECESIDAD DE RECONCILIAR VARIOS NIVELES DE EXPLICACIÓN 139 4.8.1. INTRODUCCIÓN 139 4.8.2. LA VERDAD SOBRE EL COLOR: SOBRE LA NECESIDAD DE UN PLURALISMO METAFÍSICO 140 4.8.3. INCISO: ABSTRACCIONES FUNCIONALES PARA EL PENSAMIENTO CIENTÍFICO 142 4.8.4. CONCLUSIÓN 143 4.9. CONSTRUIR HIPÓTESIS SOBRE MICROEVIDENCIAS MULTIDISCIPLINARES CONVERGENTES 145 5. ORGANIZANDO LA REALIDAD: CONCEPTUALIZACIÓN, REPRESENTACIÓN Y COMUNICACIÓN 148 5.1. INTRODUCCIÓN 148 5.2. VACIAMIENTO SEMÁNTICO: LA TEORÍA DE LA VERDAD COMO CORRESPONDENCIA 148 5.2.1. PROBLEMAS AÑADIDOS: EL ENFOQUE PROPOSICIONAL DE REPRESENTACIÓN DEL CONOCIMIENTO 151 5.3. COMPRENDER EL MUNDO A TRAVÉS DEL CUERPO 154 5.3.1. CATEGORÍAS BÁSICAS: REALIDAD, ACCIÓN Y COGNICIÓN 155 5.3.2. INTERPRETAR LA REALIDAD CON RELACIÓN AL CUERPO 161 5.3.2.1. Evidencia neurocientífica: la memoria espacial es referida al cuerpo 162 5.3.2.2. Evidencia procedente de la semántica cognitiva: conceptualizar lo no físico en términos de lo físico 164 5.4. MÁS SOBRE CONCEPTUALIZACIÓN Y MOVIMIENTO 166 5.4.1. EVIDENCIA NEUROCIENTÍFICA 166 5.4.2. EVIDENCIA NEUROPSICOLÓGICA 167 5.4.3. EVIDENCIA PROCEDENTE DE LA IMPLEMENTACIÓN DE REDES NEURALES ARTIFICIALES 169 5.4.4. CONCLUSIÓN PROVISIONAL 171 5.5. HACIA UNA TEORÍA ORGÁNICA DE LA CONCEPTUALIZACIÓN HUMANA 172 5.5.1. PRINCIPIOS MARCO 172 Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 9 5.5.2. UN MODELO DINÁMICO PARA LA CONCEPTUALIZACIÓN HUMANA 175 5.5.2.1. Introducción 175 5.5.2.2. Continuidad biológica: categorías como patrones 180 5.5.2.3. La explicación neurobiológica: Edelman y la Teoría de la Selección de Grupos Neurales (TSGN) 182 5.5.2.4. Evidencias indirectas: la importancia de ir por partes 184 5.5.2.5. En las entrañas del sistema 192 5.5.2.5.1. Introducción 192 5.5.2.5.2. En marcha: sistemas dinámicos 193 5.5.2.5.3. Dispar pero sincronizado 196 5.5.2.5.4. Conectividad intramodal e intermodal: implicaciones para nuestro estudio 199 5.6. ARQUITECTURA CORTICOCOGNITIVA: SOBRE MEMORIA, COMUNICACIÓN Y RELEVANCIA 202 5.6.1. RECAPITULACIÓN 202 5.6.2. BASES NEUROBIOLÓGICAS ELEMENTALES DE LA MEMORIA 204 5.6.3. JERARQUÍA CORTICAL Y REDES COGNITIVAS 207 5.6.4. SUSTRATO REPRESENTACIONAL Y FUNCIONES COGNITIVAS: ESTRUCTURAS Y PROCESOS 209 5.6.5. MEMORIA DE TRABAJO Y TEORÍA DE LA RELEVANCIA 210 6. CONCEPTUALIZACIÓN MOTIVADA: ENTRE LA FISIOLOGÍA Y LA CULTURA 217 6.1. INTEGRANDO NEUROBIOLOGÍA DE LA VISIÓN, ANTROPOLOGÍA COGNITIVA Y TEORÍA DE PROTOTIPOS 217 6.1.1. INTRODUCCIÓN 217 6.1.2. ESTRUCTURACIÓN GNÓSICA DEL ESPECTRO DE COLOR 219 6.1.3. KAY, MCDANIEL Y EL PROBLEMA DE LA SOBREDETERMINACIÓN DE LAS CATEGORÍAS DE COLOR 222 6.1.4. SISTEMAS CONCEPTUALES EXPERIENCIALES: CATEGORÍAS CULTURALMENTE DEFINIDAS 225 6.2. EMOCIONES: COSAS QUE ESTÁN DENTRO Y COSAS QUE ESTÁN FUERA 227 6. 2. 1. INTRODUCCIÓN 227 6.2.2. ¿DE QUÉ ES ESPEJO LA CARA? 228 6.2.3. EMOCIONES Y PENSAMIENTOS: JUNTOS Y EN EL HÍGADO 234 6.2.4. INTERPRETAR LA EVIDENCIA 237 6.2.4.1. Introducción 237 6.2.4.2 El modelo vertical de J. O. Boucher 238 6.2.4.3. Los modelos cognitivos y los puntos focales de R. I. Levy 240 6.2.4.4. La hipótesis de los guiones de J. A. Russell 242 6.2.5. CONTENIDO FISIOLÓGICO Y ESTRUCTURA CONCEPTUAL 245 Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 10 6.2.5.1. El lenguaje cotidiano refleja la sensación somática 245 6.2.5.2. Especificidad de los estados emocionales 246 7. NEUROBIOLOGÍA DE LA EMOCIÓN Y LOS SENTIMIENTOS 248 7.1. INTRODUCCIÓN 248 7.2. IMÁGENES SENSORIALES 250 7.2.1. TIPOS DE PERCEPCIÓN Y RUTAS DE INTERCONEXIÓN 251 7.2.2. LA MENTE Y LA CARNE 251 7.2.3. BIORREGULACIÓN BÁSICA Y SIGNIFICADO: LA IMPORTANCIA DEL MARCAJE EMOCIONAL DE LA EXPERIENCIA (O CÓMO LOS AVIONES QUE SE ESTRELLAN PUEDEN GENERAR ANSIEDAD ANTE LOS DÍAS SOLEADOS) 256 7.2.4. PERO ¿Y LAS IMÁGENES? 264 7.2.5. MEMORIA Y PERCEPCIÓN EN UN MISMO SISTEMA: DISOLUCIÓN DE LA DICOTOMÍA PERCEPCIÓN PURA/COGNICIÓN. EVIDENCIA PROCEDENTE DE ACROMATÓPSICOS, ANOSOGNÓTICOS Y PACIENTES CON SÍNDROME DE CAPGRAS. 266 7.2.6. IMAGEN Y PENSAMIENTO 268 7.2.7. EMOCIONES Y SENTIMIENTOS 269 7.2.7.1. Emociones primarias y secundarias 269 7.2.7.2. Neurobiología del sentimiento 270 7.2.7.3. Conclusión 273 7.3. CUERPO Y RAZONAMIENTO: LA HIPÓTESIS DEL MARCADOR SOMÁTICO 273 7.3.1. MECANISMOS DE DECISIÓN 273 7.3.2. CATEGORIZACIÓN EMOCIONAL 278 7.3.2.1. ¿Qué es un marcador somático? 278 7.3.2.2. El origen de los marcadores somáticos: entre la cultura y la neurobiología 278 7.3.2.3. Arquitectura neural para la categorización emocional de la experiencia 280 7.3.2.4. Subliminalidad e intuición: marcadores somáticos como conocimiento experto 281 7.3.2.4.1. Qué sabemos de la subliminalidad 281 7.3.2.4.2. Intuición: Hooked on a feeling 284 7.3.2.5. Razonamiento consciente: marcadores somáticos como amplificadores de la atención 287 7.3.2.6. Saber no es sentir: conductancia dérmica y experimentos de juego 288 7.3.2.7. Marcadores somáticos como generadores de orden secuencial 291 8. LA IMAGEN DE MARCA 294 8.1. INTRODUCCIÓN 294 Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 11 8.1.1. EL LARGO CAMINO 294 8.1.2. LA IMAGEN DE MARCA DESDE UNA NUEVA PERSPECTIVA 297 8.1.3. RESITUAR LA COMUNICACIÓN PUBLICITARIA 298 8.2. LA MARCA COMO SISTEMA COMPLEJO 300 8.2.1. LA MARCA MATERIAL: EL SIGNO SENSIBLE 300 8.2.2. LA REALIDAD MENTAL: LA EMERGENCIA DE LA IMAGEN DE MARCA 307 8.2.3. EL CONSUMIDOR COMO EJE DEL SISTEMA 311 8.2.3.1. Representaciones mentales de informaciones experienciales 311 8.2.3.2. La gestación de la identidad marcaria: un proceso de sedimentación semántica a partir de experiencias multimodales convergentes 312 8.2.3.3. Motivación y consumo: de la funcionalidad al significado 316 8.2.4. EL PESO DE LAS VARIABLES COMUNICACIONALES EN EL SISTEMA DE LA IDENTIDAD MARCARIA 319 8.2.4.1. Publicidad: marcadores somáticos por defecto 319 8.2.4.2. Más sobre la dimensión simbólica: el discurso autónomo de la marca 324 8.2.4.2.1. Marcas emocionales y complejos continuos de imágenes mentales 324 8.2.4.2.2. Pertenencia al grupo y autoconcepto: la marca como símbolo estético 330 8.2.4.2.3. Teoría neurobiológica de la motivación: las nociones de información y relevancia expandidas. 341 8.2.4.2.4. Profesionales del marketing e irracionalismo posmoderno 349 8.2.5. VARIABLES NO PROGRAMABLES EN EL SISTEMA DE LA MARCA 352 8.2.5.1. Del modelo de recepción en diversidad hacia el entorno: lo que la medición estadística mediática no puede captar 352 8.2.5.2. Redes sociales e informaciones indirectas 354 8.2.5.2.1. La emergencia de realidades mentales colectivas 354 8.2.5.2.2. Aspectos sociopsicológicos y neurocognitivos del procesamiento de información 356 8.2.5.2.3. Informaciones mediatizadas no programables sobre la marca 364 8.2.5.2.4. Informaciones mediatizadas que afectan a la marca de manera indirecta 366 9. CONCLUSIONES 371 9.1. RECAPITULACIÓN 371 9.2. REFLEXIÓN FINAL: CONSECUENCIAS TEÓRICAS Y METODOLÓGICAS GENERALES 375 10. BIBLIOGRAFÍA 378 Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 12 1. HACIA UNA METODOLOGÍA INTERDISCIPLINAR INTEGRADA 1.1. La comunicación como fenómeno mental: la necesidad de un enfoque interdisciplinar La decisión de aventurarme en el estudio de la capacidad humana para el procesamiento e interpretación de estímulos comunicativos de índole visual se encuentra fuertemente motivada por el deseo de contribuir a una mejor comprensión de los fenómenos que denominamos mente y, particularmente, inteligencia. Arrojar nueva luz sobre el modo en que nuestras facultades mentales superiores llevan a cabo tareas concretas resulta, sin duda, una aproximación legítima capaz de proporcionar resultados interesantes para progresar en el entendimiento de lo que nos caracteriza genuinamente como seres humanos. Obviamente, esta no es labor que pueda abordarse desde el marco de una única disciplina. Actualmente neurocientíficos, psicólogos, biolingüistas y filósofos, por citar sólo algunas áreas de conocimiento en las que constantemente aflora un interés renovado por el funcionamiento de la mente humana, coinciden en describir la inteligencia como una propiedad global emergente del comportamiento de sistemas complejos. Lo anterior es decir mucho y, al mismo tiempo, nada en absoluto. Podría argüirse que una generalidad descriptiva tal es necesaria para lograr cierto grado de entendimiento entre disciplinas tan diversas. Sin embargo, uno de los propósitos de este estudio es precisamente sostener que interdisciplinariedad no es sinónimo de vaguedad, ni mucho menos de aleatoriedad en la selección de las disciplinas implicadas, y hacerlo no sólo teóricamente, sino en la práctica. Para ello, trataremos de examinar el objeto de nuestro interés en dos sentidos, a saber: 1) uno centrípeto, que nos lleve a observar el fenómeno en sí mismo, desde tan cerca como sea posible (en microperspectiva); 2) otro centrífugo, que nos permita ampliar nuestra comprensión del mismo mediante la integración del conocimiento procedente de las relaciones relevantes que establece con otras áreas de la realidad (desde una perspectiva macro). Este enfoque metodológico constituye una solución de compromiso de cuyos peligros es preciso ser consciente, como bien señala Samuel Butler [G. BROWN Y G. YULE (1993:13)]: Todo debe ser estudiado desde su propio punto de vista, desde tan cerca como podamos acceder a él, y desde el punto de vista de sus relaciones, desde tan cerca como podamos acceder a ellas. Si intentamos verlo absolutamente en sí mismo, separado de sus relaciones, nos encontraremos, más tarde, con que lo hemos, por así decir, reducido a pedazos. Si intentamos verlo en sus relaciones hasta el final, nos encontraremos con que no hay ningún rincón del universo en el que no tenga cabida. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 13 En nuestro caso, esto supone no perder de vista que vamos a ocuparnos de la comunicación humana y, más en concreto, de aquella que se establece por medio de imágenes visuales, lo que significa que tendremos que definir lo que entendemos por ambos términos. Por lo que se refiere al primero de ellos, la teoría de la comunicación y, en particular, el modelo ostensivo-inferencial diseñado por la rama pragmática de la lingüística, nos proporcionará un marco estable de referencia para situar el alcance de nuestro trabajo. Apelar a un enfoque pragmático significa decantarse por el estudio sistemático de los principios generales de interpretación mediante los que las personas dotan normalmente de sentido a lo que perciben como estímulo comunicativo, y significa también tener en cuenta que toda percepción de este tipo se encuentra siempre inserta en un contexto cognitivo cuya activación requiere de la existencia previa de una base de conocimiento estructurado. Así, en este trabajo exploramos, desde una perspectiva alternativa proporcionada por la neurociencia, la estructura de lo que en términos relevantistas suele denominarse saber enciclopédico. Esto nos llevará a comprender que hablar de comunicación humana es hacerlo también, inevitablemente, de la memoria y, más en concreto: de sus orígenes en un proceso de conceptualización experiencial, de su actualización constante, y de su marcaje emocional. Para ello tendremos que cuestionar muchas nociones tradicionalmente asumidas acerca del formato de representación del conocimiento, y de las características mismas de las estructuras fisiológicas en que tal conocimiento se encuentra instanciado. Al hacerlo, nos daremos cuenta de que el enfoque adoptado se lleva por delante no sólo la concepción tradicional de lo que es o no comunicable, sino también del modo en que lo es. Y veremos que podemos manejar con soltura fenómenos comunicativos que, hasta la fecha, o no encajaban en absoluto en el molde relevantista, o bien eran abordados con torpeza. Sin embargo, para construir un modelo capaz de ofrecer una explicación lo más abarcadora posible del fenómeno de la comunicación humana, ha sido necesario acudir a lo que disciplinas como la psicología cognitiva, la neurociencia o la inteligencia artificial tienen que decir sobre cuestiones directamente relacionadas con el tema que a nosotros nos ocupa. En relación con el segundo de los términos implicados, el estudio de la imagen como estímulo ostensivo supone adentrarse en el terreno de la visualidad, con la pluralidad de opciones que eso conlleva. Determinar lo que entendemos por imagen para no dar lugar a equívocos que pudieran entorpecer el desarrollo de la tesis nos ha llevado a plantearnos una serie de cuestiones epistemológicas acerca de la facultad psicofisiológica de la visión, de las que nos ocuparemos en el capítulo 2 de este trabajo. A continuación, y para fundamentar nuestras afirmaciones en evidencias empíricas, recurriremos a lo que la neurociencia propone acerca del modo en que este sistema físico perceptivo (constituido básicamente por el ojo, el sistema nervioso central y el córtex visual) interacciona con facultades mentales superiores para llegar a construir un mundo visual con Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 14 sentido. Estas son cuestiones de las que nos ocupamos en el capítulo 3 y que nos llevarán, inevitablemente, a replantearnos el estatus ontológico y epistemológico de lo que entendemos por realidad. De este modo, en el capítulo 4 será necesario realizar un repaso de los antecedentes filosóficos de las ideas en que se fundamenta nuestro trabajo. Sintéticamente, nuestra postura, a la que hemos dado en llamar realismo orgánico, niega la escisión cuerpo-mente defendida por el racionalismo cartesiano, y complejiza el estatus ontológico de aquello que los seres humanos podemos conocer y que llamamos realidad, sin por ello negar la posibilidad de un conocimiento consensuado y estable. Apuntalamos nuestras reflexiones filosóficas con evidencias procedentes de la neurobiología de la percepción del color y examinamos el modo en que la arquitectura nerviosa de nuestros sistemas perceptivos constriñe la estructura de nuestras categorías conceptuales. O, en otras palabras, cómo nuestra memoria filética determina en gran parte qué rasgos serán o no relevantes para nuestra especie a la hora de dotar de sentido a su experiencia sensorial. Las consecuencias que los planteamientos anteriores arrojan en relación con las teorías del significado son el tema central del capítulo 5. Aquí nos distanciaremos de la semántica veritativo-condicional heredera de la filosofía analítica angloamericana (que a su vez lo es del racionalismo cartesiano) y nos acercaremos a la semántica cognitiva de George Lakoff y Mark Johnson. La conceptualización experiencialista encuentra también un sólido apoyo fundacional en la obra de Eleanor Rosch, Robert Brown, Brent Berlin y Lawrence W. Barsalou. En efecto, actualmente disponemos de evidencias neurocientifícas, neuropsicológicas, e incluso procedentes de la implementación de redes neurales artificiales, que apuntan a que percepción, acción y cognición (memoria) se encuentran íntimamente ligadas (hasta el punto de encontrarse sostenidas por las mismas estructuras), de tal modo que desarrollo cognitivo y motor se producirían en paralelo, corroborando los postulados de la cognición corpórea. Teniendo en cuenta todo lo anterior, recurrimos a la obra del Nobel de Fisiología Gerald Edelman, así como de las psicólogas del desarrollo Esther Thelen y Linda B. Smith, para desarrollar un modelo dinámico de la conceptualización humana. Finalmente, la exhaustiva jerarquía corticocognitiva mapeada por Joaquín M. Fuster nos permitirá proporcionar al lector una explicación natural y elegante, en términos neurales, de la estructura de nuestros conceptos, de nuestra capacidad asociativa, y también del hecho de que muchas categorías tengan límites difusos, como propone la semántica de prototipos, que es también una semántica primordialmente experiencial. El capítulo 6 incide en el peso del entorno físico y sociocultural en la estructuración de nuestros sistemas conceptuales. La antropología lingüística y cognitiva será la disciplina que nos guíe en un recorrido diacultural a través de la estructuración gnósica del espectro de color y de la conceptualización de las emociones, dos dominios en los que el peso de nuestras características neurofisiológicas de especie resulta determinante y en los que, sin embargo, existe una notable Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 15 divergencia conceptual entre culturas, que se manifiesta en el lenguaje. Lo anterior viene a reforzar la tesis defendida en los capítulos tercero y cuarto acerca del estatus ontológico de la realidad: las estructuras de conocimiento que el ser humano elabora sobre la misma son sistemas complejos que emergen como resultado de la interacción de variables neurobiológicas y socioculturales. Si alguna de ellas cambia, nuestros sitemas conceptuales se modifican (y, por tanto, las categorías de la realidad lo hacen también para nosotros). En este capítulo cuestionaremos la universalidad del concepto supraordenado de emoción como fenómeno corpóreo totalmente ajeno a la razón, dicotomía occidental heredada del pensamiento racionalista. Lo haremos a través de la evidencia procedente de grupos de hablantes del sudeste asiático que conciben emoción y pensamiento como fenómenos ambos de índole corpórea, lo que nos llevará directamente al tema central del capítulo siguiente, que trata de la neurobiología de la emoción y los sentimientos. En efecto, en el capítulo 7 exploraremos exhaustivamente la obra de Antonio Damasio para poner de manifiesto que las emociones intervienen de manera decisiva en todo proceso de razonamiento normal, y en especial en aquellos que implican procesos de toma de decisiones en el ámbito social y personal. La teoría neurobiológica de las emociones ampara una teoría neurobiológica de la motivación humana, lo que resultará de especial relevancia a la hora de comprender la naturaleza de los actos de consumo. La obra de Damasio nos permitirá comprender también la trascendencia del marcaje emocional de nuestras memorias o, en otras palabras, por qué el procesamiento cognitivo de ciertos estímulos puede desatar estados emocionales. Esto resultará de vital importancia para nuestro trabajo, por las implicaciones que arroja en relación con los fenómenos que son o no comunicables. Finalmente, el capítulo 8 es el capítulo de la simultaneidad. En él abordaremos el estudio de la imagen de marca desde una nueva perspectiva que requerirá hacer un uso integrado de las herramientas conceptuales que hemos venido afilando hasta el momento. En síntesis, sostendremos que la imagen de marca es un concepto, es decir, un fenómeno mental con instanciación neural, algo que es a la vez físico y mental, con un origen situado en la experiencia interactiva de un organismo corpóreo con entes materiales (los productos/servicios) en un entorno físico y sociocultural concreto. Nos serviremos para ello de la obra de Joan Costa, que concibe la marca como un sistema complejo, y su imagen como un fenómeno prioritariamente mental que, sin embargo, ha sido corpóreamente generado a través de la experiencia. De este modo, describiremos la imagen de marca como una representación mental multimodal emocionalmente marcada, como una red conceptual ampliamente distribuida a escala cortical, susceptible de establecer constantemente conexiones asociativas con otras redes representacionales y, por tanto, susceptible en todo momento de cargarse de nuevos significados. O en otras palabras: de valores añadidos. Del peso que la comunicación Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 16 publicitaria ostenta en la generación del fenómeno de la imagen de marca nos ocuparemos por extenso, tratando de aquilatar su relevancia. 1.2. Niveles explicativos y perspectivas epistemológicas Lo que acabamos de hacer en los párrafos anteriores es un recorrido a mano alzada sobre las diferentes cuestiones que se plantea esta investigación en la matriz interdisciplinar que actualmente conforman las ciencias cognitivas o ciencias de la mente. Esta matriz incluye disciplinas ya mencionadas como la neurociencia, la psicología cognitiva, la lingüística, la inteligencia artificial, la antropología o la filosofía de la mente. Todas ellas son precisas para acercarnos a la comprensión del ser humano como sistema complejo, cuya realidad mental interna surge en gran medida de la interacción de los mecanismos físicos de su cerebro-cuerpo con el mundo externo. Un sistema que, por otra parte, no existe aislado, sino en contacto constante con otros sistemas similares, lo que sin duda influye de modo determinante en la configuración final de cada uno de ellos, así como del conjunto social que constituyen. 1.2.1. El interés de la I.A. como marco teórico Dentro de este marco interdisciplinar, la inteligencia artificiali, concebida como ciencia básica que busca construir una teoría de la inteligencia mediante el estudio de las manifestaciones de esta propiedad en los sistemas biológicosii , señala precisamente la posibilidad de una doble orientación en la perspectiva investigadora. Así, existirían dos tendencias complementarias, a saber: por un lado, se trataría de descomponer, de fragmentar el objeto de estudio para analizarlo hasta donde sea posible sin destrozarlo; por otro lado, existe también una perspectiva macro que incide en el carácter social y distribuido del conocimiento humano como forma de comportamiento inteligente. Al aunar ambas perspectivas se hace patente el potencial que encierra la I.A. como herramienta teórica para integrar el conocimiento que poseemos acerca de los procesos neurofisiológicos, cognitivos y sociales del ser humano. Es preciso insistir en el hecho de que esta doble orientación no es una simple abstracción que establezcamos caprichosamente por el paralelismo que presenta con el propósito metodológico expresado en el epígrafe anterior (a saber: examinar los fenómenos en sí mismos y en sus relaciones para adoptar una perspectiva interdisciplinar coherente), sino que se materializa en las diferentes implementaciones que encuentra en el ámbito de la Ingeniería del Conocimiento, la vertiente tecnológica aplicada de la I.A. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 17 Así, por ejemplo, encontramos una perspectiva micro en el diseño de sistemas multiagente, donde una serie de módulos simples y autónomos interaccionan entre sí, generando de este modo propiedades complejas. Es la teoría de la división de la mente en agentes, subagentes y subsubagentes (que aparece en la emblemática obra La sociedad de la mente de M. MINSKY) llevada a la práctica hasta donde la técnica lo permite. Por otra parte, la perspectiva macro se encontraría en proyectos como el que actualmente se lleva a cabo en el seno del Departamento de Informática de la Universidad de La Coruña para la implementación de críticos de arte artificiales (CAAs) y de lo que sus creadores denominan “La Sociedad Híbrida”, que daría lugar a la interacción de entes reales y virtuales para la construcción común de un paradigma estético al que remitir la evaluación de la calidad de las obras artísticas para su posterior recomendación [J. ROMERO, P. MACHADO, B. MANARIS, A. SANTOS, A. CARDOSO Y M. SANTOS (2006 A y B)]. Este sería un típico caso de inteligencia social distribuida. 1.2.2. Breves apuntes sobre complejidad, autoorganización y emergencia Es el sistema en su conjunto el que muestra una conducta que puede calificarse de inteligente [J. MEHLER Y E. DUPOUX (1992:178)]. The intelligence is in the pattern of activity of the whole [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:169)]. Hablar de propiedades complejas que surgen de la interacción de módulos simples es hablar de fenómenos emergentes. Las teorías emergentistas, aparecidas en el ámbito de la microbiología, han encontrado una posterior aplicación en el análisis del comportamiento de unidades mayores de diferente naturaleza que son de por sí complejas, pero que también pueden interaccionar entre sí y dar lugar a un nivel aún superior de complejidad. La potencia que entraña esta idea ha conducido a su aplicación en ámbitos tan dispares como la sociología (para explicar desde el comportamiento espontáneo de las masas hasta la lógica de la autoorganización de las ciudades, por ejemplo) o el análisis del discurso (donde el significado global surgido de unidades textuales extensas no puede comprenderse exclusivamente a partir del análisis lingüístico de sus componentes menores). En este punto ha de quedar claro un matiz teórico importantísimo: la teoría de sistemas dinámicos complejos (o sistemas emergentes) postula que el orden surge exclusivamente a partir de interacciones estrictamente locales entre componentes simples. Los patrones ordenados que podemos observar en el nivel de nuestra experiencia fenomenológica se autoorganizan a partir de la acumulación de tales interacciones: cuando ésta alcanza un punto crítico, se produce un salto cualitativo generador de orden complejo, es decir, de un tipo de estructura organizada Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 18 de manera flexible, donde sólo un porcentaje limitado de sus pautas de acción o desarrollo son predecibles. La combinación equilibrada de predecibilidad y caos constituye en sí misma la definición de complejidad. De este modo, cuando decimos que el significado global de un texto de trescientas páginas no lo obtendremos por más que nos empeñemos en destriparlo gramaticalmente, no queremos decir que las interacciones que se producen entre unidades gramaticales mínimas no constituyan el tejido último textual, lo que lo sostiene. Sin embargo, un análisis gramatical nos revelará sólo la parte predecible: cómo se comportarán las unidades lingüísticas en función de las que tengan cerca. Es como el comportamiento de una masa de gente durante una manifestación: cada individuo actúa en función de lo que ve hacer a los que tiene al lado. Si miramos a esa masa de gente desde un helicóptero, la apariencia será la de un cuerpo global que serpentea o que adopta formas diversas cuando muchos individuos en un área ejecutan la misma acción (por ejemplo, avanzar, tirarse al suelo, etc). Exactamente lo mismo ocurre con el efecto ola generado por los espectadores de un estadio: lo único que es necesario para que se genere una ola de estas características es que yo empiece a levantarme del asiento cuando la persona que tengo al lado esté casi de pie, y que cada una de las personas del estadio haga lo mismo. Y algo muy parecido es lo que ocurre con las unidades textuales extensas. La gramática nos permite destriparlas a nivel micro, es decir: saber qué hace cada individuo (si avanza, si salta, si levanta las manos…), pero no puede decirnos cómo va a comportarse el conjunto si lo miramos desde un helicóptero, con macroperspectiva. Es por esto que no creemos en la existencia de una gramática que se extienda más allá de los límites oracionales. Los conectores supraoracionales sirven tan sólo para establecer relaciones inmediatas de sentido entre oraciones contiguas (es otra forma de hacer interaccionar unidades, ahora un poco menos simples, entre sí, pero también a un nivel básico), pero no pueden explicar las relaciones que se establecen entre los primeros párrafos de una novela y su desenlace trescientas páginas después. La conclusión que hay que extraer de todo esto no es que en la macroperspectiva se materialicen dimensiones mágicas de los fenómenos cuyos mecanismos permanecen ocultos a nuestro entendimiento. La conclusión que hay que extraer es que lo micro es lo que hay, y que en este nivel, o bien no hay jerarquía (que es lo que postula estrictamente la teoría de sistemas dinámicos) como en el comportamiento espontáneo de las masas, o bien, si la hay, no va más allá de la gramática oracional, es decir, se mantiene enclaustrada en el micronivel. Lo que hay que entender es que no hay un patrón global de relaciones que lo organice absolutamente todo desde arriba y desde el principio. Si vemos un patrón inteligente cuando miramos en macroperspectiva, es porque emerge, porque se construye espontáneamente desde abajo. Esta es la diferencia clave que los sistemas dinámicos complejos presentan en relación con la Gestalt y con la teoría general de sistemas. No hay nada misterioso que explicar en la macroperspectiva, salvo el hecho mismo de que existe y que es fruto de lo que ocurre en el micronivel. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 19 Precisamente por esto, las hipótesis que propongamos en este trabajo estarán siempre construidas habiendo tenido primero en cuenta lo que ocurre en microperspectiva. El conocimiento del dato empírico a nivel local es lo que debe guiar nuestras teorías, en el sentido de que no nos parece científicamente legítimo postular hipótesis que contravengan la realidad. Entendemos por realidad en este contexto el conocimiento verificado por cualquier disciplina que pueda limitar en algún sentido relevante las afirmaciones que nosotros hacemos en la nuestra. Las disciplinas no son compartimentos estancos, blindados al resto de saberes: es por esto por lo que, ni en lingüística, ni en ninguna otra disciplina podemos seguir elaborando hipótesis ciegas al conocimiento contrastado por la neurociencia o la psicología cognitivas, por ejemplo. Si entendemos el lenguaje como parte del procesamiento mental, habrá que conocer cómo funciona la mente y, para hacer esto, habrá a su vez que conocer cómo funcionan las estructuras fisiológicas que la sustentan. De lo contrario, podemos encontrarnos afirmando que las olas en los estadios se producen porque en alguna parte hay un hombrecillo con un megáfono dictando órdenes a diestro y siniestro. Esta idea, planteada aquí como una reducción al absurdo, ha sido sostenida en diversos ámbitos científicos hasta no hace mucho tiempo. Es importante, por lo tanto, aclarar que con el uso de los términos macro y micro no nos referimos estrictamente a dimensiones físicas cuantificables sino, más bien, a perspectivas epistemológicas: micro es aquello que observamos con un enfoque predominantemente analítico, que incide en la especificidad del conocimiento con la fragmentación que ello conlleva; macro es aquello a lo que nos enfrentamos con un afán de comprensión global, sintético. Obviamente, ambos niveles se encuentran intrínsecamente relacionados, y podríamos decir que es casi imposible delimitar hasta dónde nos lleva cada uno en la comprensión de los fenómenos. La comprensión macro se fundamenta sólidamente sólo sobre la base de lo micro. Así, por ejemplo, las dunas son fenómenos cuyo comportamiento sólo podemos comprenderlo realmente cuando conocemos que están compuestas de millones de granos de arena que interaccionan entre sí según las leyes físicas de la dinámica no lineal, modelizables matemáticamente. Sin embargo, esto no significa que la comprensión fenomenológica (la experiencia) que como seres humanos tenemos de las dunas se agote en el nivel de la explicitación matemática del comportamiento de sus componentes menores. La explicación micro por sí sola (saber lo que hace cada grano) no resulta exhaustiva (entre otras cosas porque en la generación de fenómenos emergentes suelen confluir multitud de variables de las cuales no todas son controlables, ni siquiera en una modelización matemática, y de ahí su complejidad). Como decíamos, el nivel macro es relevante porque incorpora una experiencia humana natural de los fenómenos, aunque tal experiencia sea la percepción de un patrón que se ha autoorganizado a partir de lo minúsculo. Es necesario, por tanto, insistir en las ventajas derivadas de la integración de ambos niveles explicativos. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 20 A todas luces, la primera cuestión que un estudio como el que estamos proponiendo suscitará en una persona cabal será acerca de la pertinencia de traspasar los linderos de la experiencia fenomenológica consciente en el estudio de la comunicación, que tiene lugar primordialmente a ese nivel. Al menos, esto es lo que se ha postulado hasta el momento. Sin embargo, desde nuestra perspectiva, los intercambios comunicativos, el nivel del estímulo, son sólo la punta del iceberg. Comprender realmente la comunicación requiere también la comprensión de las funciones cognitivas y las estructuras neurales que la sustentan. E implica del mismo modo entender que tales estructuras no son un mero accidente de la fisiología, sino que cumplen su papel en la caracterización de las funciones cognitivas que soportan capacidades mentales superiores y que, por tanto, son vitales en última instancia para explicar por qué procesamos los estímulos comunicativos del modo en que lo hacemos. Por ello, a lo largo de este trabajo nos esforzaremos por poner de manifiesto que nuestra arquitectura cortical y cognitiva discurren en paralelo, asentando las bases estructurales sobre las que operan funciones mentales directamente implicadas en la comunicación, como son la percepción, la memoria, la atención selectiva y, por supuesto, el lenguaje. Como decíamos, ni la teoría de la comunicación ni la pragmalingüística pueden permitirse actualmente el lujo de elaborar hipótesis que choquen frontalmente con lo que la neurociencia y la psicología cognitiva han establecido como conocimiento contrastado. Este convencimiento es lo que guía y acota la interdisciplinariedad de esta investigación: nos interesa toda evidencia empírica capaz de limitar y orientar las hipótesis que podamos proponer. Así pues, el enfoque micro nos interesa porque nos ayuda a no sacar conclusiones precipitadas, simplemente en función de las observaciones que efectuamos de un fenómeno a nivel macro. Nos ayuda a comprender, por ejemplo, que una duna, al contrario de lo que nos dicta el sentido común, no es en última instancia un ente unitario salvo en el nivel fenomenológico de nuestra experiencia cotidiana, y que su movimiento no está regido por ningún programa de tipo causal, newtoniano, jerárquico, up-down, sino que emerge de la interacción masiva de componentes muy simples (los granos de arena) que, observados individualmente, uno a uno, hacen cosas tan sencillas que nos resultaría inconcebible que tal actividad pudiera configurar el entramado básico de lo que percibimos como un patrón complejo. En efecto, si las observásemos como fenómenos unitarios, como estructuras rígidas, no llegaríamos nunca a saber qué es lo que provoca realmente su desplazamiento. Por el contrario, a nivel micro nos resulta posible observar que la estructura de la duna se modifica constantemente al tiempo que esta se desplaza: es más, el desplazamiento en sí consiste en la modificación de la estructura, en la dinámica de cada minúsculo grano de arena. Sin embargo, a nivel macro, la duna se nos presenta como un ente estable cuya localización varía de un lugar a otro. Algo parecido ocurre con nuestros conceptos: tras su aparente estabilidad se encuentra una implementación neural profusamente distribuida a nivel cortical, cuya activación no es nunca Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 21 exactamente idéntica, sino que depende tanto de las trayectorias de aprendizaje individuales como de los contextos de uso del concepto en cuestión. Veremos que lo que denominamos memoria de trabajo, y que interviene de manera decisiva en la interpretación de todo estímulo ostensivo, no es sino memoria a largo plazo traída al presente para su uso, y que con cada uso que hacemos de un concepto, este se actualiza de manera sutilmente diferente incorporando los detalles de su entorno de actualización. Esto lo podemos apreciar en el nivel fenomenológico de nuestra vida cotidiana pero, como veremos, tiene también un fundamento neurológico. De este modo, nuestro conocimiento, que es como decir nuestra memoria, nuestros conceptos, es dinámico: su estructura se reorganiza constantemente, sólo que tales modificaciones no se manifiestan en un desplazamiento espacial, como en el caso de las dunas, sino en cambios en los patrones de conectividad neural. Sin duda, un ejemplo óptimo del modo en que ha resultado fructífera esta perspectiva integradora de niveles en otras disciplinas, (así como de las implicaciones que el conocimiento de lo minúsculo puede tener en el macronivel de nuestra cotidianeidad) se encuentra en el enfoque epistemológico que adopta la nanotecnología, que viene a decirnos que la realidad, a ese nivel, presenta características muy distintas al macromundo que vemos. La escala nanométrica representa las dimensiones mínimas a las que trabaja la naturaleza: se preocupa del estudio de procesos que ocurren a escala de millonésimas de milímetro, de una sola molécula. Es decir, de cosas que no pueden verse, simplemente porque el grosor de onda de la luz visible no cabe en ese mundo. Al manipular la materia a esa escala aparecen propiedades de la misma que son distintas a las que nosotros podemos ver. Por ejemplo, el carbono en forma de grafito, esto es, la mina de un lápiz, es para nosotros algo relativamente blando; pero en la nanoescala, el carbono es más fuerte que el acero y seis veces más ligero. El papel de aluminio es algo que todos metemos en el horno con tranquilidad a la hora de cocinar algo en papillote o de asar una patata debido a sus propiedades ignífugas, pero a nivel nanométrico se convierte en un material explosivo, capaz de quemarse espontáneamente. Lo importante de todo esto es que estas nuevas características reveladas pueden ser extrapoladas a nuestra realidad cotidiana, porque lo que ocurre en el mundo nano influye en el macro. Así, por ejemplo, sabemos que a escala nanométrica las superficies que a nosotros nos parecen lisas tienen en realidad un relieve irregular, lo que implica grandes cambios en el ámbito industrial, porque tiene que ver con la generación de fracturas en materiales, con su desgaste, etc. Es decir, que saber esto nos permite dirigir nuestros esfuerzos a la construcción de edificios más resistentes y seguros. Con las analogías anteriores pretendemos llamar la atención del lector sobre el beneficio que puede entrañar la adopción de una perspectiva que no se cierre en banda a ámbitos que, a priori, decide que no le competen. Conocer las teorías que otras disciplinas tienen que aportar acerca del funcionamiento de la mente y sus bases fisiológicas (que no exclusivamente neurológicas, como iremos viendo) puede ayudarnos a ver de otra manera aspectos de nosotros mismos que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 22 llevamos planteando mucho tiempo de forma monolíticaiii . Es el caso de la reducción de lo emocional en los procesos deliberativos, por ejemplo, tendencia que recientemente se ha visto contrarrestada por la hipótesis del marcador somático propuesta por A. DAMASIO (2003:181185). Los instrumentos que, desde la neurociencia cognitiva, ha desarrollado este investigador para describir de forma explícita lo que ocurre en el ser humano cuando experimenta una emoción nos exigen reconsiderar el estatus tradicional que se ha concedido al razonamiento en el cognitivismo clásico, y nos animan a buscar nuevos paradigmas cognitivos en los que enmarcar nuestras teorías, de forma que resulten más verosímiles psicológicamente y más acordes con lo que ahora ya podemos saber, gracias al trabajo desarrollado por otros investigadores en el ámbito de diferentes disciplinas. Y en nuestro caso, nos plantean la necesidad de complejizar la noción de pensamiento (que tradicionalmente se ha equiparado a la de razonamiento y, consecuentemente, se ha contrapuesto a la de emoción), lo que supone replantearse simultáneamente qué clase de contenidos son los que comunicamos realmente, y mediante qué vehículos. Llevar a cabo esta tarea con rigor requiere utilizar una terminología precisa que nos permita describir con explicitud los fenómenos que manejamos, lo que a su vez nos lleva a reiterar la importancia del enfoque interdisciplinar adoptado. A través de él buscamos una especificidad no erudita (es decir, que no acumule datos que no interaccionen productivamente a favor del progreso de la investigación) y, a la par, una comprensión global del fenómeno de la comunicación humana que sea psicológicamente verosímil, para lo que procuraremos establecer el mayor número de conexiones posible entre los conocimientos que acotemos como pertinentes en el seno de las disciplinas involucradas. 1.2.3. La neurociencia cognitiva como anclaje para la elaboración de explicaciones convergentes Tenemos, por tanto, un marco hermenéutico delimitado por las cuestiones generales que interesan a la I.A. concebida como ciencia básicaiv , y una metodología inspirada en la teoría de sistemas dinámicos emergentes. El siguiente paso es determinar hasta qué punto puede ayudarnos otra disciplina central en la matriz metodológica propuesta, la neurociencia, a profundizar en la comprensión del campo de estudio que nos encontramos en proceso de acotar. Para ello comenzaremos con una cita de Rodolfo Llinás, a quien es sin duda legítimo considerar como padre de la disciplina: “Somos básicamente máquinas de soñar que construyen modelos virtuales del mundo real”v. ¿Qué queremos decir con esto y por qué nos interesa en el ámbito de un trabajo sobre comunicación humana? Aparentemente, la respuesta es sencilla. En lingüística hay actualmente Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 23 un acuerdo generalizado sobre el hecho de que comunicamos pensamientos. En otras palabras, esto significa que la comunicación tiene que ver con estados mentales internos, más que con la verdad literal. Sin embargo, esto no siempre ha sido así. De hecho, gran parte de los esfuerzos llevados a cabo por la filosofía del lenguaje durante todo el siglo XX se ha concentrado en vincular de manera unívoca lenguaje y realidad, sin cuestionarse ni un solo momento cuál era el estatus epistemólogico del ser humano para acceder a esta última, cuestión de la que aquí nos ocupamos en el capítulo 4. Nos interesa la neurociencia, y la obra de Llinás en concreto porque, partiendo del estudio microscópico del funcionamiento unicelular de las neuronas, ha sabido integrar neurología, fisiología, bioelectricidad, teoría de sistemas, cognición, psicología y filosofía para configurar un nuevo paradigma de comprensión del ser humano y del modo en que este interacciona con lo que llamamos realidad. La visión que propone Llinás es opuesta a la conductista, que concibe el cerebro como una tabula rasa adormecida que se despertaría sólo mediante estímulos sensoriales. Por el contrario, para Llinás, el sistema nervioso central, del que el cerebro es sin duda el órgano más representativo en el imaginario sociocientífico actual, constituiría primordialmente un sistema en continua actividad dispuesto, por supuesto, a interiorizar imágenes procedentes del mundo externo, pero siempre en el contexto de su propia existencia y de su actividad eléctrica intrínseca. Esta es la causa de que podamos soñar, rememorar e imaginar, es decir, generar imágenes mentales que no proceden de estímulos presentes externos, sino de impulsos internos: nuestro cerebro las re-crea endógenamente. Con toda probabilidad, la capacidad simbólica que nos caracteriza como especie y, en especial, la capacidad de hacer un uso desplazado de la misma (en el sentido propuesto por CH. F. HOCKETT (1971)), se sustenta sobre las mismas bases neurológicas. Evolutivamente, nuestro sistema cognitivo ha aprendido a discriminar sólo aquello que, como organismos humanos, nos interesa para sobrevivir. Es por esto por lo que entre nuestro mundo interno y el mundo externo se establece un diálogo por medio de los sentidos a través del cual elaboramos representaciones virtuales de los fragmentos del mundo externo que responden a nuestros intereses (de especie pero, ulteriormente, también individuales, como procuraremos esclarecer a lo largo de este trabajo). Lo anterior pone de relieve el hecho de que la realidad no es necesariamente lo que los seres humanos vemos. La realidad constituye un espacio repleto de fenómenos que no percibimos (como la nanociencia pone de manifiesto, por otra parte) porque no tenemos la necesidad biológica de hacerlo, a saber: ciertos rangos de ondas electromagnéticas, determinadas frecuencias sonoras, átomos, partículas y un largo etcétera. Sin embargo, otras especies sí están preparadas para percibir estos fenómenos, es decir, para procesarlos como relevantes, porque les resultan imprescindibles para llevar a cabo funciones biológicas significativas. Es el caso de los murciélagos ciegos que “ven” con el oído; de los perros, que hasta cierto punto lo hacen con el Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 24 olfato; o de los pájaros, cuya capacidad de discernimiento cromático supera con creces la nuestra. Del modo en que la neurofisiología de nuestro sistema visual impone estructura a todas nuestras percepcionesvi nos ocupamos en el capítulo 3. La diferencia crucial en nuestro caso es que los humanos poseemos una cualidad simbólica que nos ha capacitado para la transmisión del conocimiento de manera acumulativa a lo largo de generaciones, de manera que hemos llegado a cohesionar, en palabras de Llinás, una especie de alucinación colectiva estándar. Es decir, que vemos más o menos lo mismo porque poseemos unas bases fisiológicas comunes (porque nuestras mentes existen para y a partir de nuestros cuerpos, y no en otros sistemas físicos), pero también porque hemos sido capaces de comunicarnos unos a otros lo que vemos, de exteriorizar y estabilizar nuestras percepciones por la vía de la representación simbólica en sus múltiples posibilidades. El plantear la cognición como una cuestión fisiológicamente determinada y, al mismo tiempo, proyectada más allá de los límites del individuo y susceptible de estabilización a través de mecanismos socioculturales, pone de manifiesto la trascendencia de la doble vía metodológica propuesta para proporcionar una explicación integrada de los fenómenos mentales humanos. Por tanto, la respuesta a la pregunta que planteábamos al comienzo de este epígrafe contiene una declaración un tanto temeraria y, sin duda, muy ambiciosa: nos proponemos ayudar a tender un puente transdisciplinar que permita superar el abismo que aún hoy parece existir entre neurofisiología y cognición. Es obvio que no podemos aportar a la neurología ningún dato relevante que vaya a modificar lo que los expertos en la materia saben acerca de los procesos de polarización de las neuronas, pero lo que sí podemos hacer es tratar de integrar en nuestras investigaciones los conocimientos que la neurociencia nos proporciona sobre el soporte físico básico de las capacidades mentales, siempre que nos ayuden a comprender mejor qué son éstas. Es decir, cuál es la estructura fisiológica de nuestra memoria, o qué es lo que ocurre a nivel neural cuando llevamos a cabo un proceso de razonamiento deliberativo, o cuando experimentamos un sentimiento. Esto no es lo mismo que postular que en ese nivel se agote la comprensión de tales fenómenos, porque eso significaría que trabajos como el presente carecerían de sentido. Por el contrario, el conocimiento procedente de la neurociencia nos servirá para elaborar hipótesis informadas en nuestro ámbito de estudio: comunicarse requiere movilizar una cantidad abrumadora de recursos menatles, y a nosotros nos interesa engranar una explicación que proporcione una continuidad interpretativa desde lo que ocurre a nivel microfisiológico hasta lo que emerge a nivel macrocognitivo. Precisamente por ello, para nosotros, la trascendencia de la obra de Llinás se encuentra en su búsqueda de la síntesis como método amplificador de las dimensiones de nuestra capacidad de comprensión de los fenómenos. Llinás no respeta lo que él llama los cajones del saber porque, según él, son artificiales ya que “El mundo es uno”. Y declara que “El análisis del detalle es Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 25 más fácil que la síntesis, pero no es suficiente. Sin la síntesis, la ciencia analítica sólo tiene grandes cantidades de pedazos de cosas”. Podríamos decir, volviendo sobre las palabras de Butler que citábamos justo al inicio de este capítulo, que este procedimiento destroza el objeto, lo reduce a pedazos. Sin embargo, el análisis es a todas luces necesario para que la comprensión de los fenómenos en su globalidad se asiente sobre las bases de un conocimiento sólido, para proporcionar explicaciones informadas en lugar de hipótesis despistadas y aleatorias. Y esto es exactamente lo que propone Llinás: Mi propuesta es que la ciencia sea análisis y síntesis, que la neurociencia se aventure a cuatro órdenes de magnitud y no sólo se quede en lo microscópico, y que así podamos no sólo saber sobre el cerebro, sino entenderlo, porque mientras más comprendamos la portentosa naturaleza de la mente, el respeto y la admiración por nuestros congéneres se verán notablemente enriquecidos.vii Las teorías que examinaremos a lo largo de este trabajo se encuentran impregnadas de este espíritu: descienden meticulosamente al detalle empírico para construir sobre él modelos cognitivos capaces de explicar, en principio, cualquier orden de abstracción. En efecto, aquí vamos a tratar de categorización y de lo que la sustenta, es decir, de conceptualización, lo que significa hacerlo también de percepción, memoria, atención, sentimiento y, por supuesto, lenguaje. Y vamos a insistir especialmente en las estructuras neurales que soportan todas estas funciones mentales, ya que estamos convencidos de que tales estructuras imponen características y límites a los modelos de funcionamiento de la mente humana que es verosímil postular. En otras palabras, creemos que los diferentes órdenes explicativos deberían converger. Por ello, defendemos la idea de que las evidencias neurológicas hacen que unas teorías del significado (de cómo lo adquirimos y lo manejamos a la hora de comunicarnos) tengan más probabilidades de ser ciertas que otras. Y esto nos lleva al siguiente nodo de nuestra matriz disciplinar. 1.2.4. Lingüística: la aproximación relevantista como explicación general de la conducta comunicativa humana La pragmática nos enseña que entre lo que el hablante codifica lingüísticamente y los pensamientos que realmente pretende comunicar existe, ordinariamente, una fisura considerable. La globalidad del sentido de un acto comunicativo cualquiera no se consigue sólo con código. La Teoría de la Relevancia desarrollada por D. SPERBER Y D. WILSON (1994) ha especificado el modo en que la contextualización cognitiva de todo tipo de comportamiento ostensivo (sea o no lingüístico) descansa en un proceso de tipo inferencial que pone en juego facultades mentales superiores de especie que no intervienen exclusivamente en nuestras conductas comunicativas, sino que se relacionan directamente con capacidades globales de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 26 categorización, generalización, y atribución intencional. O, en otras palabras, con nuestra capacidad para interpretar todo lo que percibimos. Así, D. SPERBER Y D. WILSON (1994:87) señalan que “Las reglas que se aplican en el nivel inferencial de la comprensión no están especializadas [para los enunciados lingüísticos] sino que se aplican también a toda información conceptualmente representada”viii . Esto equivale a decir que cualquier representación mental a la que tenga acceso el destinatario, independientemente de su modalidad perceptiva de origen, podría ser utilizada, en principio, como dato activo en el proceso inferencial desatado por una señal ostensiva. Sin embargo, el principal escollo con que nos topamos en este punto es que la Teoría de la Relevancia asume explícitamente que todo el conocimiento enciclopédico que se activa en el proceso de contextualización (es decir, de interpretación) de un estímulo ostensivo cualquiera ha de tener forma proposicional: “las entradas enciclopédicas son conjuntos de supuestos, es decir, representaciones con formas lógicas” [D. SPERBER Y D. WILSON (1994:119)]. Lo anterior se propone no como solución óptimamente verosímil, sino más bien porque Nadie tiene una idea clara de cómo podría operar la inferencia sobre objetos no proposicionales, como por ejemplo imágenes, impresiones y emociones. […] Y si una gran parte de lo que se comunica no encaja en el molde proposicional, qué le vamos a hacer [D. SPERBER Y D. WILSON (1994:76)]. Uno de los objetivos de este trabajo es, precisamente, hacer algo al respecto. Como ya hemos señalado, la vía adoptada para ello transcurre por los senderos fuertemente interdisciplinares de las ciencias cognitivas, que asumen que el lenguaje, como parte integral de la cognición que es, debe ser estudiado en el marco de la conceptualización y el procesamiento mental. Sin embargo, no podemos olvidar que nuestro estudio no tiene como objeto central el lenguaje, sino la imagen. O, más aún, la inevitable multimodalidad que se da tanto en nuestros procesos conceptualizadores como en muchos de nuestros actos comunicativos. En síntesis, proponemos que el modelo relevantista puede funcionar para explicar la comunicación ostensivo-inferencial multimodal (es decir, como modelo general de la conducta comunicativa humana) si lo combinamos con una teoría experiencialista de la conceptualización como la que maneja la semántica cognitiva. Una teoría que encuentra un fuerte soporte empírico en evidencias procedentes de las investigaciones sobre las bases estructurales y funcionales de la memoria llevadas a cabo en el ámbito de la neurociencia cognitiva. En efecto, como los propios D. SPERBER Y D. WILSON (1994:189) señalan, la relación entre relevancia y memoria es efectivamente muy estrecha. Tanto, que aquí sostendremos que nuestro conocimiento enciclopédico es memoria a largo plazo. Constantemente traemos al presente fragmentos de este conocimiento que nos permiten interpretar las informaciones nuevas que recibimos por múltiples vías. Al hacer esto, obtenemos efectos contextuales, es decir, modificaciones (en un sentido u otro) del conjunto de nuestro conocimiento del mundo. La Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 27 Teoría de la Relevancia asume que tales modificaciones, al operar sobre conjuntos de supuestos con forma lógica, consisten básicamente en reforzamientos, eliminaciones, o generación de supuestos nuevos. Sin embargo, si nos planteamos por un momento dejar de concebir a priori nuestra memoria como una especie de diccionario con entradas conceptuales que dan acceso a supuestos, y adoptamos un modelo en redes, ciertos problemas se disuelven y el modelo relevantista amplía su alcance explicativo. Las modificaciones consisten entonces en cambios en los patrones asociativos de las redes neurales, redes que se distribuyen ampliamente en el córtex humano y que vinculan rasgos de diversas modalidades perceptivas en conceptos complejos, de manera que estos no se encuentran almacenados en bloque en ningún lugar concreto de nuestro cerebro. En el capítulo 5 exploraremos las correlaciones que la neurociencia arroja entre las redes corticales de representación del conocimiento y la categorización cognitiva tal y como la experimentamos fenoménicamente y veremos que el significado, en virtud del hardware neurológico que lo soporta, se ve investido de una naturaleza sutilmente plástica, parcialmente dinámica, y en todo caso versátil. Por otra parte, el modelo en redes nos permitirá explicar los casos en que efectivamente se produce comunicación en ausencia de código, así como proporcionar una visión comprensiva de lo que ocurre a escala neural y cognitiva cuando lo que se comunica es una impresión o una emoción. 1.3. Conclusión Nos haremos eco de las palabras de E. ALONSO (2006:26) para articular una reflexión que sintetiza muy adecuadamente las ideas que hemos defendido en estas páginas introductorias. Son las siguientes: Lo que los científicos, filósofos y otros profesionales del saber tratan de resolver son problemas. Los problemas no son (…) propiedades de las disciplinas que intentan repartirse el mapa del conocimiento. (…) cuando encaramos un problema a menudo ponemos por delante de otras consideraciones la correcta identificación de los derechos de propiedad que cada disciplina pueda llegar a reclamar. Sin embargo, (…) los problemas, si son de alguien, es de aquellas personas que los plantean y por supuesto de las que los resuelven. Por ello, Alonso recomienda adoptar la siguiente actitud a la hora de abordar cualquier cuestión: Olvidar el marco disciplinar y dejar que sea el problema el que hable mostrando aquello de que está hecho. (…) el conocimiento es (…) una empresa multidisciplinar capaz de sacarnos de nuestras casillas –disciplinas– siempre que sea preciso, siempre que a la naturaleza del problema así se le antoje. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 28 De lo que estamos hablando no es de la conveniencia de ser un multititulado capaz de dominar con similar destreza todas las disciplinas que le sea necesario abordar durante el análisis. De lo que se trata, más bien, es de ser personas de mente abierta y, sobre todo, capaces de escuchar las voces expertas procedentes de otros ámbitos (siempre que estén dispuestas a tendernos una mano, que tampoco suele ser lo más frecuente: lo cierto es que existe una escasa tradición en nuestro país a la hora de discutir y compartir problemas). Se trata de abordar la incomodidad y las inseguridades que suscita la búsqueda en dominios que nos resultan desconocidos, e incluso las hostilidades que las preguntas dirigidas a científicos duros suelen generar (como si los humanistas no gozásemos del estatus intelectual suficiente como para formular una cuestión a la altura de la complejidad de sus tecnificadas disciplinas), y de hacerlo con la confianza en que la dificultad de la experiencia se verá compensada al final de alguna manera, a saber: ya sea con un paso hacia delante por el sendero correcto, ya mediante la clausura de un camino explicativo que hemos descubierto equivocado. Bien es cierto que resulta frustrante llegar al final de un callejón para descubrir que no tiene salida. Sin embargo, alguien tiene que hacerlo. A la vuelta, podrá colgar el cartel que avise a los demás de que no hay nada al otro lado y, sobre todo, redactar una memoria de todo lo valioso que aprendió durante el trayecto. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 29 2. VISUALIDAD: FUNCIÓN COGNITIVA Y VALOR EPISTEMOLÓGICO DE LA IMAGEN 2.1. La mirada como acción cognitiva Adentrarse en el terreno de lo visible plantea la necesidad de precisar el significado con que manejaremos una serie de términos que habrán de aparecer recurrentemente a lo largo de este estudio. Nuestro interés irá primordialmente dirigido hacia la definición de lo que entendemos por imagen, dado que el análisis de su potencial comunicativo constituye el eje central de nuestro trabajo. Sin embargo, llegar a desentrañar toda esa potencialidad requerirá plantear previamente una serie de cuestiones relacionadas con la facultad fisiológica que nos capacita para percibir fenómenos visibles, así como con la facultad cognitiva que nos permite dotar de sentido (es decir, identificar, categorizar) a lo percibido visualmente. Comenzaremos por establecer, por tanto, una diferencia fundamental entre ambas capacidades: así, relacionaremos el término visión con las bases fisiológicas que nos permiten ver (y que son el ojo, el sistema nervioso y, más específicamente, el córtex visual); por otro lado, cuando utilicemos el término mirada nos estaremos refiriendo a una acción gnósica, interpretativa, de dotación de significado, en la que entran en juego facultades cognitivas superiores como la categorización conceptual y el conocimiento atesorado mediante la experiencia de vida, capacidades ambas que intervienen también en otros procesos de construcción de significado de tipo no estrictamente visual. Obviamente, visión y mirada se encuentran íntimamente relacionadas: no se trata sólo de que la segunda no sea posible sin la primera, sino de que, además, ambas interaccionan de forma compleja estableciendo una frontera difusa, por no decir inexistente, entre percepción y cognición. El lector encontrará el soporte neurocientífico de esta afirmación desarrollado en el capítulo tercero de este trabajo. Así pues, mediante una mirada soportada por los mecanismos fisiológicos de la visión, el ser humano construye lo que algunos estudiosos como J.M. CATALÀ (2005) denominan percepciones icónicas. Nosotros, para no lastrarnos con aparatajes terminológicos innecesarios, nos referiremos a ellas en este trabajo como imágenes mentales de modalidad visual. Tales imágenes son productos cognitivos con instanciación neural individual, es decir, resultados mentales derivados de la actividad perceptiva de un individuo en el mundo. Todo ello sin olvidar que la mirada se encuentra inserta en un entorno cultural que es el que permite la estabilización de categorías conceptuales, es decir, la existencia de estructuras externas consensuadas de significado que cada individuo adquiere por medio de su desarrollo en tal Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 30 entorno (estructuras que, una vez establecidas, condicionarán inevitablemente las categorías que tal individuo será capaz de manejarix). Las diferencias que acabamos de establecer son importantes porque nos proporcionan un modo de acotar lo que entendemos por imagen. Las percepciones icónicas, es decir, las imágenes mentales que nos hacemos de las cosas, son susceptibles de ser externamente representadas. Así, definiremos imagen como la representación técnica de un percepto icónico, es decir, la representación gráfica externa de una imagen mental, entendiendo que la técnica abarca desde la mano humana hasta la infografía fractal. En resumen: al hablar de imagen a secas, nos estaremos refiriendo a un campo relativamente restringido, a saber: el de la representación gráfica. Esto podría parecer obvio, dado que este discurso se enmarca en el ámbito de una investigación en teoría de la comunicación que, presumiblemente, habrá de ocuparse del estudio de estímulos que, al menos en parte, habrán de ser explícitos para resultar perceptibles. Sin embargo, no nos parecen redundantes las cuestiones planteadas hasta el momento porque sólo por medio de su consideración se hace comprensible en toda su riqueza la declaración de que toda imagen constituye la representación de una mirada, con la enorme carga de significado que eso conlleva. CULTURA VISIÓN y entorno físico y entorno fisiológico externo cerebro-cuerpo COGNICIÓN e MIRADA Así pues, la mirada puede ser descrita como una acción cognitiva que, a su vez, es inevitablemente hermenéutica (interpretativa), por cuanto que surge desde un individuo que existe inserto en un medio cultural en el que las categorías que cada persona utiliza para comprender lo observado visualmente tienden a confluir en un área semántica estable que las dota de cohesión y posibilita la intercomprensión. De los mecanismos neurobiológicos y socioculturales que posibilitan tal convergencia semántica nos ocuparemos por extenso a lo largo de este trabajo. Por otra parte, nos interesa incidir en un hecho que el esquema que acabamos de proponer arriba pone de manifiesto, a saber: a lo largo de este trabajo entenderemos la cognición como un fenómeno situado. Más adelante (en los capítulos cuarto y quinto) nos detendremos de modo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 31 específico en las características del paradigma cognitivo que hemos decidido denominar realismo orgánico (y que es heredero directo de los modelos de cognición corpórea y enactiva) pero, por el momento, nos basta con señalar la importancia que reviste el detalle de colocar visión y cultura en un mismo plano jerárquico. Se trata de una primera manifestación del principio metodológico que se expuso en el capítulo anterior, y que guía esta investigación: proporcionar una explicación integradora y verosímil que se despliegue desde lo cognitivo (aventurándose hasta donde sea productivo en la comprensión de las bases fisiológicas que posibilitan la emergencia de un fenómeno tan complejo como la cognición humana), hasta lo cultural (ya que no es posible desvincular el desarrollo cognitivo humano del contexto en que se produce). La idea sobre la que pretendemos incidir es, en definitiva, que nos hallamos ante un único y mismo fenómeno, ante una realidad no escindida, ante un mundo que es sólo uno y que no existe significativamente al margen del modo en que nosotros, seres físicos con un mismo hardware neurobiológico, lo conocemos mediante la interacción constante con el mismo. Por eso, en la confluencia de categorías de dimensiones tan aparentemente contrapuestas como son la capacidad perceptiva de especie que constituye la visión (a partir de la cual implementamos miradas individuales, exclusivas) y la capacidad cognitiva de especie que constituye la cultura (si la concebimos como un modo de transmisión de conocimiento estable a lo largo del tiempo que se apoya en la facultad simbólica), cada una con sus respectivos soportes físicosx, surge el fenómeno de la cognición humana individual, que es como decir que surge la realidad que cada ser humano conoce. 2.2. Clasificar para comprender Llegados a este punto, conviene plantear una cuestión relacionada con la noción de percepción que estamos proponiendo. Afirmar que cuando observamos (es decir, cuando miramos intencionalmente) dirigimos selectivamente nuestra atención hacia el mundo es decir que miramos para re-conocer, lo que viene a ser lo mismo que clasificar. Comprendemos lo observado visualmente porque disponemos de un conocimiento previo constituido por una mezcla de cultura y experiencia individual (o de entrenamiento en un contexto físico y cultural determinado). Es este conocimiento el que, de manera más bien inconsciente, nos permite encajar lo observado en una determinada categoría. Esta última observación es especialmente importante: cuando decimos que comprendemos lo que vemos porque poseemos una serie de creencias y concepciones del mundo que comportan elaboraciones teóricas, nos estamos refiriendo simplemente a los parámetros físicos y culturales que hemos interiorizado y que establecen los límites de lo que para nosotros es visualmente comprensible. Es precisamente a esto a lo que nos referimos en 4.2.2. cuando hablamos del Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 32 inconsciente cognitivo como la instanciación neural del sentido común. Su influencia se manifiesta tanto cuando percibimos demoradamente (es decir, de manera reflexiva, como cuando nos enfrentamos por vez primera a algo inédito para nosotros hasta entonces), como cuando vemos algo que entendemos espontáneamente, por cuanto que la capacidad de ver de forma experta es fruto del entrenamiento individual en el reconocimiento de categorías para las que suele haber un significado socialmente consensuado que actúa como estabilizador de las mismas. Es decir, que el resultado de reiteradas observaciones de un mismo fenómeno acaba por configurar una categoría en nuestro sistema cognitivo que se corresponde más o menos ajustadamente con el concepto público imperante, normalmente asociado a su vez a un ítem léxico. De este modo, lo que en un principio necesitaba de la observación para ser percibido, llega un momento en que puede ser simplemente visto como algo significativo. 2.3. Comportamiento experto: la importancia del conocimiento estructurado La manera en que el conocimiento previo nos capacita para orientar nuestra atención hacia la identificación experta de fenómenos ha sido estudiada de forma exhaustiva por la psicología en lo que podríamos llamar micromundos cognitivos. A este respecto, es paradigmático el caso del ajedrez: la especificidad del saber requerido para dominar el juego, así como las facilidades que éste proporciona para su observación en su entorno natural (el salón de torneos), son características que facilitan su medición. La abundancia de estudios sobre la materia ha hecho que el ajedrez llegue a ser conocido en el ámbito científico como la drosophila de la ciencia cognitiva. Básicamente, lo que estos trabajos han puesto de manifiesto es que la destreza del experto en una tarea específica o en un ámbito restringido de conocimiento no se funda tanto en un talento innato intrínsecamente superior al de otros individuos como en la posesión de una amplia base de conocimiento estructurado. Antes de seguir adelante, conviene hacer en este punto un breve inciso para explicitar la diferencia entre el tipo de conductas que denominamos expertas y las reflejas. Comportamiento experto es aquel que, en alguna etapa del desarrollo individual, atravesó un proceso de adquisición consciente al que tuvimos que dedicar atención esforzada. Progresivamente, por medio de la reiteración de la conducta en cuestión, esta se fue automatizando hasta asemejarse a lo que todos entendemos por conducta refleja (algo que se dispara automáticamente). Esto es así porque, cuando la ejecución de una conducta experta se estabiliza, podemos llevarla a cabo sin necesidad de dedicarle atención consciente: así, por ejemplo, no tenemos que pensar en la secuencia de acciones necesarias para conducir, mascar chicle, atarnos los cordones de los zapatos, o realizar una transición del paso al galope. Obviamente, la batería de ejemplos que acabamos de proponer abarca conductas de muy distinto grado de complejidad, pero que esencialmente coinciden en el proceso de adquisición, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 33 así como en el hecho de que se pueden reconducir (y por tanto modificar) bajo control consciente. De este modo, un jinete que desee salir a galope tendrá que adelantar ligeramente una de sus manos y retrasar unos centímetros la pierna contraria, justo por detrás de la cincha. Un jinete experto realizará ambas acciones de manera simultánea, en un gesto único casi imperceptible para un profano. Pero si su montura no responde, tendrá que detenerse, pararse a pensar si en su ejecución hubo algo incorrecto (es decir, testar si la culpa fue suya o del animal), y proceder a dar las ayudas (que es como se denominan las señales en el ámbito ecuestre) con mayor claridad, adelantando la mano primero y presionando con la pierna retrasada a continuación, con firmeza. Nada de esto es posible en una conducta refleja, puesto que este tipo de comportamientos no se adquieren, sino que se desarrollan. Todo lo que es reflejo en nosotros no necesitó jamás de un proceso de aprendizaje explícito: no hubo necesidad de que nadie nos lo enseñara ni tuvimos que realizar ningún esfuerzo consciente para hacerlo nuestro. Y, por lo mismo, este tipo de comportamientos no son susceptibles de ser modificados mediante una simple llamada de atención a nuestra conciencia. Por más atención que pongamos en el momento en que el médico nos golpea la rodilla, no podremos evitar levantar la pierna. Y por mucho que nos esforcemos, seremos incapaces de mirar una valla publicitaria escrita en nuestro idioma sin leerla. En efecto, el lenguaje es el ejemplo de conducta refleja por antonomasia: no podemos no decodificar un enunciado emitido en nuestra lengua materna, incluso si no tenemos la intención de desatar un proceso interpretativo al respecto. Pero volvamos al ejemplo de percepción experta que nos ocupaba en un principio: el cubano Raúl Capablanca, gran maestro ajedrecista que vivió a principios del siglo pasado, era capaz de identificar en dos o tres segundos la jugada correcta, lo que le llevaba a obtener un 100% de victorias en casi todos los torneos. Solía decir: “Sólo veo la jugada siguiente, pero siempre es la correcta”. Este tipo de percepción rápida (en la que no media reflexión demorada), también denominada apercepción, se observa igualmente en expertos de otras materias. El gran maestro aprecia la jugada debida en el acto, sin efectuar análisis conscientes, del mismo modo que nosotros realizamos ciertas actividades cotidianas que, aun siendo mucho más simples, no dejan de entrañar dificultad. Sin embargo, la diferencia básica entre las acciones cotidianas que llevamos a cabo de forma experta y otros ámbitos de saber más específico reside precisamente en el tiempo que dedicamos a lo largo de nuestra vida a acumular conocimiento de forma esforzada sobre el tema. Es decir, durante los primeros estadios de aprendizaje de una nueva habilidad progresamos rápidamente, porque nos dedicamos con empeño a la tarea. Pero cuando alcanzamos un nivel de competencia aceptable (por ejemplo, cuando conseguimos el carné de conducir) comenzamos a ejecutar la acción en automático, con lo que no progresamos. La característica común de grandes maestros ajedrecistas, así como de músicos, matemáticos y deportistas, es que se aplican durante años a lo que se llama estudio esforzado, es decir, se Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 34 enfrentan sin cesar a la resolución de problemas y a la ejecución de tareas que van algo más allá de su saber y competencia y que, por tanto, se encontrarían en la zona de desarrollo proximal, que diría Vygotsky. En otras palabras: todo apunta a que la fe en la importancia del talento carece de pruebas sólidas que la sustancien: Capablanca se jactaba de que nunca había estudiado el juego, pero lo cierto es que lo expulsaron de la Universidad de Columbia debido a los suspensos que le ocasionó el mucho tiempo que dedicaba al ajedrez. La capacidad de apercepción de la jugada correcta era fruto de su preparación y dedicación, no su sustituto. Pues bien, lo que nos interesa de este ejemplo en concreto son los estudios acerca de la estructuración de la memoria a que ha dado lugar. Hace unos cuarenta años, Herbert A. Simon diseñó un modelo cognoscitivo basado en la existencia de configuraciones dotadas de significado, actualmente conocido como teoría de los tacos de información. Con él pretendía explicar el modo en que los grandes maestros ajedrecistas podían manipular una cantidad de conocimiento que, a priori, desbordaba la memoria de trabajo (es decir, el número de ítems que somos capaces de mantener activos en mente para operar con ellos de manera inmediata). Es un clásico el artículo que George Miller publicó en 1956 sobre el tema, titulado El número mágico siete, más o menos dos. En él venía a decir que el ser humano es capaz de mantener activos, para su manejo en tiempo real, entre cinco y nueve elementos a la vez. Lo que hizo Simon fue tratar de demostrar que, al estructurar la información de manera jerarquizada, ésta podía almacenarse en tacos, de modo que cada uno de esos tacos repletos de detalles asociados contase como un solo elemento, lo que aumentaba exponencialmente la cantidad de información fácilmente accesible. Así, por ejemplo, mientras que un principiante se ve desbordado por la necesidad de memorizar la configuración de un tablero que contenga veinte piezas, para un experto la tarea no requiere más que unos pocos segundos de dedicación, puesto que es capaz de identificar la posición de las piezas no por separado, sino haciéndola encajar con disposiciones habituales a las que ya se ha enfrentado anteriormente con frecuencia como “un alfil en fianchetto en el enroque del rey” junto a “una cadena de peones bloqueada al estilo de la defensa india” [PH.E. ROSS (2006:55)]. Es decir, el experto puede reconstruir la configuración del tablero al completo a partir de cinco o seis tacos de información almacenada. La hipótesis de Simon sobre el almacenamiento jerárquicamente estructurado en la memoria a largo plazo de información relativa a destrezas específicas se ve apoyada por una amplia batería de estudios que prueban que los grandes maestros ajedrecistas no obtienen mejores resultados que los noveles en los test generales de memoria [PH. E. ROSS (2006:53)]. Una de las pruebas a que los jugadores fueron sometidos consistía en memorizar, por un lado, una serie de configuraciones habituales del tablero, y por otro, otra en la que las piezas aparecían distribuidas al azar. Lo que se puso de manifiesto fue que los expertos aventajaban enormemente a los principiantes en la memorización de disposiciones reales de las piezas pero Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 35 que, cuando se trataba de configuraciones aleatorias, apenas había diferencia: expertos y novatos fallaban casi por igual, porque para ambos entrañaba la tarea un mismo esfuerzo, a saber: el de enfrentarse a algo completamente nuevo, no reconocido. A su vez, estas pruebas se ven sustentadas por otros estudios [PH. E. ROSS (2006:54)] que han observado mediante magnetoencefalografíaxi los distintos patrones de actividad cerebral que se dan en grandes maestros y noveles: mientras que los noveles mostraban un mayor índice de actividad en el lóbulo medial temporal, en los expertos eran las cortezas frontal y parietal las que estaban más activas. Esto apunta a la ejecución de dos tipos diferentes de tarea mental: por un lado, los noveles analizan jugadas con las que no están familiarizados; por otro, los expertos recurren en mayor medida a la memoria a largo plazoxii. Lo anterior nos interesa porque nos catapulta hacia cuestiones relacionadas con el significado. En efecto, comprobar que la retentiva de los grandes maestros en ajedrez, música o matemáticas está influenciada por su capacidad de asociar información en bloques significativos nos ayuda a poner de manifiesto el modo en que la mirada que proyectamos sobre un mundo con el que estamos familiarizados modifica ese mundo en un sentido débil. Es decir, obviamente no modifica la realidad física bruta, pero sí nuestra realidad significativa que es, al fin y al cabo, nuestra auténtica realidad. El tablero que ven experto y principiante puede que sea físicamente el mismo, pero realmente no lo es. Cuando el gran maestro mira un tablero, proyecta sobre él una mirada interpretativa que asigna a cada posición un significado estratégico. Comprende así lo que intenta hacer su adversario (le atribuye una intencionalidad, algo que es una compulsión de especie), y es capaz de calibrar el contraataque (es decir, de elaborar un plan de acción futura máximamente adaptativo para la situación presente a partir del conocimiento atesorado en el pasado). Al novel hacer esto le lleva mucho más tiempo, y es casi seguro que la demora no lo eximirá del fallo en la elección de la estrategia. Esto es así por dos razones: 1) porque no cuenta aún con la batería de conocimiento suficiente como para saber qué es más adecuado hacer en cada momentoxiii , de ahí que persista la posibilidad del fallo; 2) porque, debido a esta carencia de conocimiento específico, el novel no comprende (no reconoce) de modo inmediato lo que pasa sobre el tablero. Tiene que ejercer una reflexión demorada para descubrir cuál es la estrategia (el significado de la posición de las piezas, que equivale a la intencionalidad de su adversario), por eso es más lento. Y así se explica también que los grandes maestros fallen tanto como los principiantes cuando la tarea que se les asigna consiste en memorizar posiciones aleatorias: este tipo de configuraciones resultan desordenadas, caóticas y absurdas a los ojos de un experto, que no puede emplear su conocimiento sobre el juego para dotarlas de sentido. El tablero que tiene ante sus ojos no encaja en ningún patrón de procesamiento al que se haya enfrentado anteriormente: las categorías de que dispone no le sirven en este caso. Así, como si se viese retrotraído a su etapa Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 36 de principiante, el maestro tampoco comprende lo que ve, no lo reconoce, y por eso falla al tratar de recordarlo. Un procesamiento experto idéntico al de los grandes maestros ajedrecistas es el que lleva a cabo cotidianamente cada uno de nosotros cuando interpreta y emite mensajes codificados en su lengua materna. Como señalábamos unos párrafos más arriba, es cierto que los procesos semióticos que se dan en todo intercambio verbal (la codificación y decodificación en estado puro) son reflejos. En efecto, es el conocimiento del código lo que nos permite agrupar en tacos las unidades fónicas, mediante reglas fonotácticas y prosódicas que nunca tuvimos que esforzarnos por aprender. Y es la gramática la que nos permite reducir el número de unidades reales en memoria a corto plazo mediante el establecimiento de una jerarquía sintáctica que dota a los ítems léxicos de unidad funcional. Ningún hablante nativo necesita reflexionar demoradamente para hacer esto. Pero tampoco para enfrentarse a la parte verdaderamente experta de todo comportamiento comunicativo, que es la extracción de inferencias. Del estudio de la estructura del conocimiento que soporta los procesos de contextualización cognitiva a que sometemos todo mensaje para poder inferir la auténtica intención informativa del emisor se ocupa la pragmática. Inferimos sobre una base de conocimiento que los seres humanos sabemos que es mutuamente manifiesto. Los trabajos publicados hasta el momento se refieren a este conocimiento con diferentes términos, de los cuales tal vez los más conocidos sean los de guión (script) y marco (frame). Sin embargo, a nosotros nos resulta especialmente atractiva la denominación elegida por Deborah Tannen, a saber: estructuras de expectativa. Y nos atrae porque nos parece que tal nomenclatura actualiza un par de ideas: 1) la idea de que todo conocimiento sobre una realidad externa tiene su origen en una experiencia previa, y 2) la idea de que tal conocimiento basado en la experiencia condiciona notablemente la categorización que haremos de los entes y situaciones a que nos enfrentemos con posterioridad. Las expectativas sólo puede tenerlas un ser capaz de categorizar, es decir, de reconocer una situación, un ente o un objeto como similares a otros a los que se ha enfrentado anteriormente. Por tanto, las expectativas son intrínsecas al (re)conocimiento. Las tenemos porque tenemos estructuras conceptuales afianzadas. Por tanto, percepción y cognición van de la mano: lo que sabemos andamia nuestra actividad perceptiva. De hecho, expectativas y estructuras conceptuales son exactamente lo mismo: conocimiento generado a partir de la experiencia previa y traído al presente para su uso. Más adelante, en el capítulo 5, llamaremos a esto memoria, y explicaremos detalladamente por qué. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 37 2.4. Miradas que proyectan teorías una verdad es siempre una construcción por cuanto en última instancia remite siempre a unas decisiones y unas manipulaciones del sujeto que teoriza. Una verdad (…) no es sin más la revelación de una realidad; la verdad añade información a la realidad en sí [E. DEL TESO (1990:75)]. Nada mejor para ampliar el alcance de ejemplos como los anteriores que otros similares que surgen en diferentes áreas del ámbito científico, por cuanto que se trata en general de un campo en el que el estatus de las observaciones llevadas a cabo (y de las verdades científicas provisionales que de ellas se derivan) ha sido y sigue siendo objeto de reflexión en sí mismo. La ciencia se caracteriza por un afán de objetividad en el que la mayor parte de las veces se obvia la existencia de la mirada humana en un intento de despersonalizar la realidad, de confeccionar hechos brutos. Sin embargo, lo cierto es que las verdades científicas son el resultado de opciones perceptivas cargadas de reflexión teórica previa. Veamos un ejemplo: ¿Sería capaz un ser humano desconocedor de los fundamentos básicos de la física acústica y de la fonética instrumental de interpretar un espectrograma? ¿Vería algo tan evidente para un experto como una oclusión en inicio de muestra, o la desorganización característica de la ausencia de sonoridad armónica en una fricativa? No pidamos tanto: ¿sabría, simplemente, si lo enfrentamos sin más explicaciones con la imagen, qué es lo que tiene frente a sí? Lo más probable, por el contrario, sería que el profano en la materia tuviera la impresión de hallarse ante un papel o una pantalla de ordenador en la que una serie de manchas grisáceas de diferente intensidad y disposición se distribuyen en el seno de un eje de coordenadas. No entendería nada, es más, ni siquiera sabría nombrar lo que está viendo. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 38 [ F. D’ INTRONO, E. DEL TESO Y R. WESTON (1995:48)] Obviamente, ve el espectrograma, pero es incapaz de extraer nada significativo del mismo. No hay para esa persona información en la imagen que encaje con nada de lo que sabe ni, por tanto, que le proporcione un conocimiento relevante en algún sentido. Ve datos, es decir, hechos brutos no significativos. Sin embargo, el experto será capaz de obtener de la muestra un tipo de información que podrá encajar en el sistema de sus conocimientos previos sobre la materia y, plausiblemente, en el contexto de la investigación que se encuentre en curso de desarrollar. Puede hacer interaccionar esa información con otra que ya posee y obtener conclusiones relevantes que tal vez le conduzcan a ampliar sus horizontes de comprensión sobre los fenómenos que estudia. Pero, ¿hasta qué punto diríamos que lo que el experto ve es la realidad? Mirar un espectrograma es toda una experiencia sinestésica: se trata de la representación gráfica (la imagen) de un sonido. Nuestra experiencia cotidiana de las cosas, por el contrario, nos tiene acostumbrados a que el sonido sea algo que no se puede aprehender mediante la visión. El fonetista que estudia las características acústicas de la comunicación verbal humana se las ha ingeniado, sin embargo, para desarrollar instrumentos que le permitan apresar ese sonido y dotarlo de estabilidad en una imagen, que maneja como si fuera reflejo inmediato de la realidad desnuda, pura, inalterada por percepción alguna. Pulula por aquí el viejo fantasma que concibe toda imagen como una mimesis perfecta del mundo real y, por tanto, la sitúa en el pedestal de lo que se supone garante de conocimiento fidedigno, a todas luces verdadero. Sin embargo, con lo que verdaderamente topamos, aun sin ser conscientes de ello durante la mayor parte del tiempo, es con la elipsis epistemológica [J. M. CATALÀ (2005:214)]: nuestro ojo contempla una imagen construida por medio de distintos procedimientos técnicos capaces de traducir ondas sonoras a parámetros visuales y, aun así, no puede evitar tender a naturalizar esa imagen. Esto se debe, por un lado, al hecho de que hacemos extensivo a las imágenes obtenidas por medio de instrumentos tecnológicos el estatus mimético que tradicionalmente se Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 39 ha atribuido a la imagen en general y, por otro, a la sensación de inmediatez perceptiva inherente a nuestra facultad visual. Pero lo cierto es que lo que vemos en el espectro es como es porque así nos lo muestran los instrumentos que hemos diseñado para poder tener una representación estable, fija, de algo que es dinámico por naturaleza. Por tanto, no deberíamos olvidar que bajo la aparente infalibilidad de los algoritmos mediante los que se rigen los actuales programas informáticos de procesamiento de voz, se encuentran las teorías de interpretación de los fenómenos acústicos que físicos y fonetistas han elaborado a partir de observaciones pautadas, hasta llegar a discernir qué rango de frecuencias, por ejemplo, es relevante estudiar cuando hablamos de fonación humana, o qué determinados parámetros acústicos se corresponden con qué características articulatorias lo que, a su vez, se manifiesta en el espectrograma con una apariencia determinada. Todo esto, y mucho más, es conocimiento que domina el experto, de manera que ni siquiera el método inductivo se encuentra libre del peso de la teoría en las observaciones efectuadas: precisamente, la inducción empírica requiere aplicar la mirada sobre la realidad de manera muy especializada, es decir, salir a la búsqueda de datos para los que disponemos previamente de teorías explicativas que nos permiten comprenderlos y que, por tanto, ya no serán para nosotros datos brutos, sino fenómenos que podremos interpretar en una dirección determinada, hechos significativosxiv. En palabras de E. DEL TESO (1990:34): La observación de hechos individuales no es nunca completamente azarosa e <<inocente>>. Cuando se examina una lengua concreta o, en general, un hecho concreto, ya se tiene una idea de lo que se busca. La observación empírica no es una observación caprichosa, sino metódica, es decir, realizada según unos métodos y, por tanto, deudora de unos principios que modulan el material de observación. En relación con esto, los instrumentos que desarrollamos para efectuar observaciones que escapan al ámbito que naturalmente nos permite abordar nuestra fisiología no son sino la plasmación técnica de las teorías que previamente hemos construido para interpretar un área determinada de la realidad. Como señala J.M. CATALÀ (2005:210, nota 18), los instrumentos son el resultado de las teorías, como indicaba Flusser, y (…) por lo tanto la ausencia de instrumentos capaces de captar determinado fenómeno es equivalente a la ausencia de una teoría: he aquí, pues, que mirar a través de un instrumento técnico equivale en gran parte a mirar a través de una teoría. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 40 2.5. La mirada en la experiencia cotidiana El ejemplo que acabamos de proponer se refiere a un área muy restringida de conocimiento. Sin embargo, la mirada experta que cualquier ser humano efectúa sobre la realidad cotidiana es lo que hace emerger la alucinación colectiva estándar a la que se refería Llinás, y que mencionábamos en la introducción de este trabajo. Ese carácter experto de nuestra percepción cotidiana es lo que hace que no necesitemos dedicar una observación demorada a los objetos, entes y sucesos con que interaccionamos en el día a día, y lo que posibilita también que tengamos esa sensación de inmediatez perceptiva, de contacto directo con la realidad, de la que indefectiblemente hacemos partícipe a la imagen. En efecto, no somos conscientes de que constantemente hacemos uso de toda nuestra experiencia previa para desenvolvernos en nuestro entorno con éxito, lo que equivale a decir que utilizamos nuestras teorías particulares sobre el funcionamiento del mundo de manera espontánea. La mayor parte del tiempo damos por hecho que las cosas llegan a nosotros tal y como son, y que no existen hechos o dimensiones relevantes que no percibamos. En cierto sentido, esta actitud cognitiva es paralela al modo de razonamiento que los lógicos denominan de mundo cerrado, y que suele ser la manera habitual de razonar de los seres humanos normales, quienes presuponen que son ciertos a priori todos aquellos supuestos que les resultan especialmente relevantes. En otras palabras, actuar con presunción de mundo cerrado consiste en asumir que en cada momento sé todo aquello que para mí es relevante saber. Este estilo cognitivo es el opuesto al que se adopta en ciencia, donde nada se asume como verdadero a priori (salvo los axiomas). Por el contrario, normalmente no estamos dispuestos a asumir como verdadera la idea de que nuestra pareja haya tenido un accidente de tráfico mortal mientras se desplazaba al trabajo por la mañana. Este hecho, aunque perfectamente posible, es tan relevante para nosotros que damos por sentado que, de haber acontecido, habría llegado de alguna manera a nuestro conocimiento (aunque nosotros mismos acabemos de llegar a la oficina). Nos desasosiega contemplar como posible lo que escapa a nuestro control o a nuestra comprensión. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 41 Pues bien, como decíamos, esta tendencia a bloquear lo que podría desestabilizarnos tanto cognitiva como emocionalmente, tiene también que ver con el hecho de que prefiramos asumir que la realidad es, ni más ni menos, como la vemos nosotros, y que el modo en que lo hacemos viene determinado por sus características intrínsecas y no por nuestras particularidades perceptivas de especie, ni mucho menos por las trayectorias vitales de los individuos. O lo que es lo mismo: las cosas sólo pueden ser de la manera en que nosotros las percibimos, porque hay un mundo objetivo ahí fuera desde el que los hechos nos vienen impuestos. Por tanto, la realidad es con total seguridad lo que me muestran mis sentidos, que sólo actúan como canales que transducen los hechos externos sin modificarlos. Esta epistemología ingenua de larga tradición filosófica, que suele ir de la mano con la atribución a toda imagen de un deber mimético con respecto a lo real para poder decir que posee algún tipo de valor epistemológicoxv, se ha visto reforzada a lo largo del siglo XX por el intento de embutir los mecanismos perceptivos y comunicativos humanos en el modelo de funcionamiento propuesto por la teoría matemática de la información, concebida para dispositivos mecánicos, olvidando que las personas no son meros sistemas de lectura y almacenamiento de datos y, lo que es más importante, que su percepción se encuentra mediada no sólo por un hardware neurobiológico muy concreto, sino también por características cognitivas complejas como la atención, la capacidad asociativa (que se encuentra determinada por las trayectorias de aprendizaje previas), los diferentes grados de excitabilidad ante el estímulo (que dependen de la motivación individual y que derivarán en una percepción diferente de su intensidad), etc. Todos estos factores, a su vez, tendrán una importancia decisiva en la estructuración de la memoria a largo plazo, que es lo que determinará las trayectorias potenciales de los aprendizajes futuros, es decir, el modo en que se procesará cualquier información nueva de manera que encaje de forma significativa en el conjunto de la que ya se poseía. Como señalábamos en el epígrafe 2.3., un ejemplo del modo en que nos conducimos de forma experta en la mayoría de las tareas que desempeñamos cotidianamente lo encontramos en acciones tan simples como atarnos los cordones de los zapatos o hacer globos cuando mascamos chicle. En algún momento de nuestra vida todos dependimos de un adulto que nos atara los cordones y que, cuando tuvimos la destreza manual suficiente, nos enseñara a ejecutar de manera pautada los movimientos necesarios para abrocharnos el calzado. La primera vez que conseguimos hacerlo por nosotros mismos posiblemente lo experimentamos como todo un triunfo, y no es para menos, pues se trataba del primer síntoma de estabilización de nuestra competencia en el tema. Posteriormente, y a través de la repetición de la conducta, necesitamos dedicar cada vez un grado menor de atención a su correcta ejecución, hasta que finalmente esta acabó por automatizarse por completo. Ya éramos expertos abrochadores de zapatos. Y el mismo proceso tuvo lugar seguramente para acciones más lúdicas como silbar o hacer globos Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 42 con el chicle. Ante la incapacidad primera de llevarlas a cabo por nosotros mismos, probablemente hayamos pedido a un experto que nos detallase qué postura bucal adoptaba exactamente y, a partir de ahí, hayamos comenzado nuestro entrenamiento individual hasta conseguir desempeñar la acción con tanta soltura que lo difícil, en algunos casos, puede llegar a ser reprimirla en contextos inapropiados. Un ejemplo de esto último lo tendríamos en el hecho de que, si se nos olvida tirar el chicle antes de entrar a una reunión formal, puede que nos sorprendamos a nosotros mismos acaparando desagradablemente la atención del grupo por haber hecho estallar una enorme burbuja rosa en un momento totalmente improcedente. Es decir, la conducta se automatiza hasta el punto de que no somos conscientes siquiera de que la estamos llevando a cabo. Nos requiere muy poco esfuerzo. Somos expertos en ella. Pues bien, como acabamos de ver, hay muchas actividades cotidianas en las que somos expertos. La capacidad de diferenciar sillones y sillas es una de ellas (o, al menos, lo era hasta que llegó a nuestras latitudes la democratización del diseño nórdico en el mobiliario del hogar). Lo que es un sillón y lo que es una silla para cada individuo dependerá, obviamente, del significado estable que ambos términos denotan en la comunidad cultural a la que la persona pertenece. En nuestra sociedad, el prototipo de sillón tiene normalmente cuatro puntos de apoyo que pueden ser o no visibles, tiene respaldo y reposabrazos, y suele ser confortable y mullido. Básicamente, es lo mismo que una butaca. La silla, por el contrario, es más escueta. Puede o no tener reposabrazos, pero su estructura es en cualquier caso más ligera. Tiene respaldo, lo que la diferencia del taburete, y no suele estar acolchada, a no ser que se trate de una silla de despacho diseñada para pasar horas ante el ordenador. Este tipo de sillas ergonómicas de trabajo se aproximan peligrosamente a nuestro concepto de sillón, si no fuera porque facilitan una postura más erguida. Todos estos datos son sólo una pequeña parte del conocimiento que, a lo largo de nuestras vidas, hemos ido adquiriendo mediante la interacción con este tipo de objetos en nuestros entornos, así como de la retroalimentación obtenida de las personas adultas que, cuando éramos niños, nos ayudaron a diferenciar lo que era una cosa por oposición a la otra, sin necesidad de que ello haya ocurrido explícitamente. No categorizamos los objetos del mundo mediante una definición unívoca y linguaforme, de diccionario, sino que vamos construyendo el significado conceptual a pedacitos de percepción multimodalxvi. Así, llega un momento en que todos disponemos del conocimiento necesario para diferenciar sillas y sillones sin mayor problema en nuestra vida cotidiana. En la mayor parte de las ocasiones, además, la cuestión no revestirá mayor importancia, y no tendremos necesidad de ser muy específicos para hacernos entender con éxito. A rebajar la incertidumbre del entorno (lo que nos permite utilizar el lenguaje con mayor laxitud) contribuyen factores contextuales de tipo cultural como el hecho de que aún actualmente habitamos, por lo general, casas con estructuras y distribuciones muy rígidas, propias del siglo XIX. Por tanto, si estamos en el salón, lo más Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 43 normal es que haya sofás, butacas y sillones, mientras que en el comedor o la cocina habrá sillas. Sin duda, en el baño puede que haya una silla o un taburete, pero jamás un sillón. Por otra parte, últimamente la sociedad evoluciona a un ritmo vertiginoso, y no sólo mutan las redes y estructuras sociales tradicionales sino que también tienden a hacerlo los espacios en que éstas se asientan, generando nuevas realidades más flexibles. De la clásica vivienda familiar estamos pasando a la proliferación de espacios ambiguos, plurifuncionales, especialmente en las grandes urbes. No se trata sólo de que haya aumentado el número de familias monoparentales y de personas que eligen vivir solas, o de que ya apenas existan familias extensas. Tampoco es exclusivamente una cuestión del alza desorbitada del precio del metro cuadrado, lo que sin duda agudiza el ingenio (además de fomentar la reducción del número de componentes del núcleo familiar clásico). Lo que nos interesa en estos momentos, más que indagar en las causas socieconómicas del cambio, es adentrarnos en el modo en que éste va diluyendo compartimentos estancos en nuestra forma de entender el mundo. Se trata, en definitiva, de explorar qué significa realmente la llegada de Ikea, todo un ejemplo de fluidez en la distribución del espacio. La empresa sueca ha editado un catálogo para 2007 en el que la cara interna de la portada es un desplegable que dice, literalmente, lo siguiente: Olvídate de los espacios definidos y crea espacios a tu gusto; piensa en las necesidades de cada uno de los miembros de tu familia y en sus diferencias. Te sugerimos que conviertas toda tu casa en una sala de estar. (…) Amuebla y decora como más te guste. Ignora normas, estándares y criterios estéticos del momento. Es tu vida, tu hogar, tu mente. Más allá de los análisis psicosociales que pueden extraerse de estas palabras, insertas en un cotexto en el que se aboga por la búsqueda del bienestar personal mediante la simplificación voluntaria del estilo de vida y la declinación de la sobreestimulación procedente del exterior, el mensaje es muy claro: puesto que la vida ya nos impone bastantes ritmos, horarios y rigideces, liberémonos en el espacio-tiempo que nos pertenece. Olvidar los espacios definidos equivale a ignorar los conceptos tradicionales de salón, habitación o comedor, y crear nuevos significados para cada espacio. Y además, equivale a hacerlo por medio de la acción que los miembros del grupo familiar van a llevar a cabo en tales espacios. Nos encontramos, de esta manera, ante una serie de conceptos personales localmente generados a través de la experiencia. Lo anterior pone de manifiesto la compleja interacción existente entre las acciones que llevamos a cabo y que modifican nuestro entorno, y los conceptos que manejamos. El eslogan Es tu vida, tu hogar, tu mente, ha sabido reflejar esta interacción: en efecto, el modo en que pensamos se refleja en las conductas que ejecutamos y, por tanto, en nuestro entorno exterior inmediato, que puede ser modelado por tales conductasxvii. En el catálogo de Ikea aparecen, bajo el texto citado arriba, una serie de fotografías, de las que dos resultan idóneas para ejemplificar la idea que intentamos desarrollar. Por una parte, casi la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 44 totalidad del desplegable lo ocupa la imagen de una plataforma mullida con cojines apoyados contra la pared a modo de respaldo. Por otros elementos que observamos en la estancia, como una mesa de centro y un sillón clásico, así como por el hecho de que toda la familia se encuentra encima de esta superplataforma, reclinada de formas diversas, podemos deducir que se trata de un sofá. Sin embargo, la leyenda a la que nos remite el número situado al pie nos dice que lo que estamos viendo es, en realidad, el resultado de juntar dos camas modelo sultán y cubrirlas con una tela. De este modo, lo que de día es sala de estar, de noche puede ser habitación. Pero el híbrido sofácama es ya todo un clásico. Más interesante resulta otra fotografía en la que aparece algo que se asemeja a un sillón y a una silla. Se trata de un modelo que permite reclinarse hacia atrás, amplio y mullido. Sin embargo, se apoya sobre una base central metalizada que se diversifica en una estrella de cinco patas y, sobre todo, no tiene reposabrazos (se puede ver en la imagen de arriba en medio plano, a la derecha, parcialmente oculta por la mesa). Sea lo que sea, es un ente contraintuitivo: demasiado cómodo para ser una silla, no lo suficiente para ser un sillón en el que podríamos echar una cabezadita sin peligro de caer al suelo. Sus diseñadores han optado por llamar a este mueble silla giratoria. Actúa como una especie de nodo en medio del salón que delimita espacios funcionales dentro del mismo, de manera que con sólo girar sobre su eje permite al usuario bien ver la tele, o bien orientarse hacia la mesa de centro y configurar un ámbito de tertulia con las personas que se encuentren en el sofá. Es un híbrido, un objeto sobre el que podemos desplegar acciones que regularmente se corresponden con entes que tenemos categorizados como diversos. En efecto, el epígrafe 5.3.1. de este trabajo estará dedicado a la exposición de los argumentos que sostienen la tesis de que la construcción de los conceptos más Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 45 básicos que manejamos se fundamenta en nuestra experiencia corpórea y, en concreto, en los programas motores que utilizamos para interaccionar con los miembros de una misma categoría. Todos sabemos qué patrones de acción están convencionalmente asociados con un sillón y con una silla. No nos sentamos de la misma forma en uno y en otra, ni para hacer las mismas cosas. Estos patrones motores forman parte del conocimiento que se activa cuando pensamos en esos conceptos, y es por esta razón por la que decimos que el mueble del que estábamos hablando es un híbrido, una categoría difusa: no tanto porque no termine de encajar con las imágenes mentales que todos tenemos del sillón o la silla prototípicos (que también), sino por la plurifuncionalidad que lo caracteriza. Es decir, la categorización que hacemos de los objetos del mundo tiene su anclaje en el nivel de la acción distintiva. O, en otras palabras: definimos las categorías por medio de las conductas regulares que desencadenamos hacia los entes que constituyen su extensión. Normalmente, este tipo de innovación no nos distorsiona porque nos facilita la vida. Nos da igual que se llame silla o sillón si, al fin y al cabo, sirve a nuestros propósitos. No sentimos la necesidad de generar una palabra nueva para nombrarlo pero, lo cierto, es que el objeto no termina de encajar en ninguna de las categorías conceptuales que habíamos manejado hasta el momento, por lo que suele ser habitual añadirle algún tipo de modificador, normalmente en forma de adjetivo. Imaginemos, sin embargo, que nos viéramos obligados a ejercer una actividad mental explícita sobre este mueble, porque un amigo de confianza que no puede moverse del trabajo nos pide por favor que vayamos hasta su casa a buscar un informe que se ha dejado sobre una de las sillas del salón. Al llegar, nos vamos directamente a mirar las sillas en torno a la mesa del comedor, sin éxito. Desde donde estamos, echamos un vistazo alrededor, vemos el sofá, el sillón, y categorizamos la silla giratoria (que está de espaldas) como sillón, con lo cual no vemos el informe que, efectivamente, está sobre el asiento. Deducimos que nuestro amigo ha debido de olvidar dónde ha dejado el informe, con lo que nos vamos sin él. Esto sí es un problema. De acuerdo, no es algo habitual ni traumático, pero nos sirve para poner de manifiesto la inestabilidad del significado que asignamos a las palabras, el modo en que éste puede variar de un individuo a otro e, incluso, el hecho de que hoy en día el ser humano hace tangibles realidades para las que no hay consenso social a priori sobre lo que son. Dependerá de la importancia de la función que desempeñen en nuestra vida cotidiana el que se genere para ellas una denominación específicaxviii , lo que viene a ser la evidencia no sólo de su impacto cultural, sino también de que su significado ha alcanzado un punto de estabilidad consensuado socialmente. Pero estábamos hablando de percepción experta. Lo que acabamos de exponer sirve también como ejemplo de una conducta que ejecutamos muy a la ligera normalmente: o bien no necesitamos deliberar para decidir con seguridad si lo que vemos es sillón o silla, o bien no nos importa demasiado el no estar totalmente seguros de ello. El caso es que categorizamos el Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 46 objeto en cuestión sin ser conscientes de que lo estamos haciendo. A esto se refería probablemente Hemholtz cuando hablaba de la visión como un proceso de inferencia inconsciente. Sin embargo, cuando sí nos importa, porque de ello depende que consigamos hacernos entender o que logremos algún otro fin, surge la necesidad de reconducir el proceso automático de categorización o, en otras palabras, de pararse a pensar. Es entonces cuando se pone de manifiesto la enormidad de datos que constituyen la base de las cuestiones más simples que sabemos. Es lo mismo que ocurre cuando un día nos encontramos con dificultades para atarnos los cordones de los zapatos porque nos falla un dedo: aprendemos a hacerlo otra vez de manera ligeramente diferente, pero para ello es preciso ir despacio de nuevo, prestando atención a cada movimiento. Y también en este caso, dependiendo de la importancia del cambio en nuestras vidas, puede que la nueva forma de atar los cordones se estabilice o no: no es lo mismo romperse un dedo, lo que implica una modificación no excesivamente prolongada de las circunstancias (con lo cual puede que no lleguemos a ser nunca verdaderos expertos en el nuevo modo de atarnos los zapatos), que perderlo para siempre. 2.6. Imágenes que representan hipótesis Las ideas anteriores nos ayudan a concebir la mirada como un tipo de habilidad cognitiva que se desarrolla de un modo no muy diferente a otros tipos de habilidades físicas, todas ellas basadas en conocimientos previos adquiridos a través de la experiencia. Como ya hemos señalado, esto se evidencia también, en un plano más abstracto, en el ámbito científico, donde las imágenes con que se pretende visualizar algo que se propone como realidad bruta son, en realidad, elaboraciones técnicas con una fuerte carga teórica. Paradigmático a este respecto resulta el campo de la astrofísica, en el que constantemente se visualizan hipótesis y se construyen, mediante instrumentos complejos, imágenes técnicas que representan fenómenos que escapan a la visión natural humana no sólo por razones de tipo fisiológico, sino también por cuestiones relacionadas con las dimensiones espaciotemporales de los mismos. Pondremos varios ejemplos: en 1992 apareció en toda la prensa de referencia del mundo una imagen de la que se decía que constituía uno de los mayores acontecimientos científicos del siglo. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 47 En el verano de 2006 los investigadores responsables del hallazgo recibieron el Premio Gruber de Cosmología, algo así como el Nobel de la disciplina. Lo que representaba la imagen configurada por los científicos venía a ser, decían los periódicos, una especie de instantánea del momento de expansión inicial del universo, es decir, algo así como una foto del Big Bang. Plantear esto de este modo, sin añadir nada más, aunque sin duda tiene su valor divulgativo, no deja de ser irresponsable. Sería necesario, para que los profanos en la materia pudiésemos alcanzar a comprender en alguna medida el fenómeno, explicar que los instrumentos que el satélite COBE de la NASA llevaba a bordo permitieron que los investigadores miraran trece mil millones de años hacia atrás en el tiempo, y que esto se hizo midiendo las radiaciones de fondo que permean actualmente el universo, y que son una reliquia de la explosión primordial con que éste se inició. Así pues, la imagen que se mostraba no era sino una reconstrucción técnica configurada a partir de un gran conglomerado de datos diversos. En fin, una cuestión en la que se mezclan dimensiones temporales y espaciales para cuyo auténtico entendimiento es necesario contar con una amplia base de conocimiento previo, y sobre la que el matemático Robert Osserman realiza la siguiente observación: Los informadores que se proponían explicar la naturaleza exacta de la imagen se encontraron con al menos un obstáculo insuperable: ni ellos ni sus lectores estaban preparados para comprender la paradoja de una imagen que representaba simultáneamente una visión desde la Tierra hacia el exterior en todas las direcciones y una visión hacia nuestro planeta en todas las direcciones que confluyen en el Big Bang [J. M. CATALÀ (2005:99)]. Ejemplos de este tipo se encuentran por doquier. Así, en el número de octubre de 2006 de la revista Investigación y ciencia (361:4) aparecía, en la sección de apuntes, un breve comentario acerca de los problemas surgidos en la interpretación que hasta entonces se había venido haciendo de ciertos datos astrofísicos, y del importante cambio que eso podría generar en nuestras ideas sobre la composición del universo. Expondremos el problema de un modo muy básico, hasta donde nuestro conocimiento sobre la materia nos permite comprender. En astronomía ha estado establecido hasta el momento que, por cada galaxia que pueda observarse en primer plano, suele haber una media de cuatro en el fondo de la imagen. Debido a la uniformidad que caracteriza al universo, el número de galaxias en primer plano se había Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 48 supuesto que debía ser el mismo que el de erupciones de rayos gamma. Sin embargo, un investigador de la Universidad de California, Jason X. Prochaska, acaba de publicar un artículo con el resultado de sus observaciones, en las que cuenta una media de cuatro galaxias en primer plano por cada quince erupciones de rayos gamma. Esto quiere decir que, si el dato se consolida, los astrofísicos tienen un grave problema cosmológico derivado de una interpretación errónea del gas en primer plano. Lo que ocurre es lo siguiente: los astrofísicos se apoyan en el gas para inferir la composición de las galaxias primitivas y la distribución de la materia oscura, que constituye hasta el 90% del universo. Sin embargo, las nuevas observaciones les han llevado a pensar incluso en la posibilidad de que lo que hasta ahora creían que eran galaxias, no sean sino gas procedente de las erupciones de rayos gamma. El apunte viene acompañado de la siguiente imagen, cuya leyenda detalla muy claramente que se trata de una elaboración técnica. De este modo, las personas sin conocimientos de astrofísica pueden llegar a hacerse una idea de lo que los expertos observan y detectan en las imágenes que configuran a partir de los datos que obtienen de sus instrumentos. En astrofísica, diferentes técnicas se complementan a la hora de proporcionar datos que, una vez digitalizados y traducidos a nuestro paradigma visual, nos permiten construir una representación significativa; entre ellos se encuentran los obtenidos a través de rayos-X y en forma de señales radioeléctricas, combinados con otros más convencionales, como la captación óptica potenciada por la sobreexposición de la placa fotográfica, por ejemplo. Es decir, la disposición visual de los datos, la traducción espacial de los mismos y su plasmación en forma de imagen, tiene para científicos y profanos valor epistemológico. (No es baladí el hecho de que cuando no entendemos algo solamos decir coloquialmente No lo veo, el mismo uso lingüístico que Capablanca hacía del verbo cuando Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 49 decía que veía la jugada que le conduciría a la victoria). Ahora bien, este valor se deriva no del dato bruto que la representación técnica contiene, sino del conocimiento previo que nos permite intentar explicar qué es lo que significa lo que estamos viendo. Como hemos señalado, los científicos infieren qué es lo que puede haber ahí fuera, buscan explicaciones que encajen con sus teorías, con lo que han podido averiguar hasta el momento, pero proceden por heurísticas, no por algoritmos seguros. Así, a veces ni siquiera el experto puede estar seguro de lo que ve, sobre todo en materias donde el ser humano no tiene un patrón visual analógico de referencia. Así, por ejemplo, en astronomía se trabaja con lo que se llama luz abstracta; esto significa que, mientras que en la vida cotidiana siempre podremos cotejar con la realidad cualquier fotografía que hayamos modificado técnicamente, por el contrario en astronomía no existe esa posibilidad. Como mucho, podremos enriquecer la elaboración visual del objeto a medida que vayamos obteniendo nuevos datos por medio de nuevos dispositivos. Se pone así de manifiesto que el universo, tal y como lo concebimos, depende de un alto grado de conceptualización que tiene su origen en la capacidad cognitiva humana. En efecto, si los fenómenos que intentamos conocer tienen dimensiones espaciotemporales sobrehumanas, ¿cómo podemos pretender que lo que vemos es la realidad absoluta, objetiva, de los mismos? ¿No será más bien la visión que nosotros podemos construir y, por tanto, relativa a los instrumentos (y las teorías) que empleamos para ello? 2.7. Imagen, epistemología y realidad Este tipo de construcciones es lo que J.M. CATALÀ (2005:220) denomina mediante el término posvisión. Se trataría de nuevas visualizaciones de objetos, entes y sucesos que exceden la capacidad natural de la visión humana por razones diversas. Las representaciones de este tipo no serían ya, como hemos señalado, copias de la realidad visible, puesto que precisamente persiguen mostrar significativamente dimensiones de esa realidad que quedan fuera de lo que nuestra fisiología nos permite aprehender de forma directa. Sin embargo, aunque se trata de configuraciones realizadas a partir de datos físicos que incluyen en su ensamblado elementos teóricos e incluso hipotéticos, “estas imágenes (…) poseen una cierta dosis de realidad aunque sea por analogía: no nos ofrecen la verdad óptica, sino una determinada óptica de la verdad” [J.M. CATALÀ (2005:220)]. De hecho, toda esta reflexión se encuentra encaminada a poner de manifiesto la idea de que la realidad no es necesariamente la realidad óptica que nosotros percibimos. Por un lado, como ocurre en los ejemplos anteriores, puede ser que lo que veamos sean no las realidades físicas en sí, sino su interacción con instrumentos complejos, los cuales arrojan unos datos que nosotros disponemos gráficamente de una forma que nos es epistemológicamente rentable, a saber: la imagen. Como acabamos de proponer, los instrumentos con que los Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 50 científicos efectúan sus observaciones son decisivos para la construcción de los fenómenos observados, cuyo estatus visible es ambiguo, como ocurría con el gas en primer plano, del que al parecer no se sabe bien si es gas o galaxia. De este modo, en el ámbito de la ciencia se ha producido ya un cambio de paradigma que sería beneficioso extrapolar a otros campos (lo que, de hecho, ya se está haciendo, pero sin que nos hayamos parado a pensar en las implicaciones epistemológicas que conlleva ni en el abismo que hace surgir entre ciencia y sociedad, puesto que el grueso social continúa considerando la imagen como garante de conocimiento seguro, fidedigno, indubitable, verdadero). El ser humano suele necesitar aferrarse a algún tipo de certeza y, actualmente, tiende a depositar cada vez más su satisfacción en la ciencia. Por eso resulta tan difícil romper con la concepción tradicional de la imagen como reflejo de lo real (entendido aquí el término como lo que vemos fenoménicamente) y concebirla como un instrumento cognitivo capaz de establecer un discurso que se refiera al mundo (a lo que sabemos que es o suponemos que podría ser), aunque no podamos ver nada en él que se parezca remotamente a las imágenes que pretenden representarlo. Sin embargo, la mimesis se rompe al enfrentarnos con fenómenos que no caben en los parámetros del realismo óptico. Esto libera a la imagen de la tiranía de la analogía con respecto a lo visible y la capacita como medio autónomo de representación y conocimiento. En cierto sentido, la aleja de su tradicional iconicidad y la convierte en símbolo. En efecto, somos capaces de hacer con ella lo mismo que hacemos con el lenguaje, con el que verbalizamos datos y describimos fenómenos sin necesidad de que los signos que utilizamos para ello se parezcan lo más mínimo a los fenómenos que denotan. La principal diferencia entre ambos en relación con este punto es que no concedemos al lenguaje el mismo estatus epistemológico que a la imagen; de hecho, durante mucho tiempo se ha cuestionado la validez del lenguaje natural como vehículo de transmisión del conocimiento científico. Por otra parte, y para continuar con los ejemplos, las galaxias constituyen precisamente uno muy bueno de lo que podríamos considerar un objeto construido conceptualmente: no es que las veamos desde muy lejos, sino que las vemos justamente porque estamos lo suficientemente lejos como para dotar de unidad espaciotemporal a algo que, en realidad, no la tiene. En otras palabras, las galaxias existen como objetos globales debido a la distancia, y sólo en el espacio relativo de nuestra visión y, sin embargo, las abordamos como si fueran entidades naturales cuando en realidad son objetos en cuya configuración interviene nuestra percepción cognoscente. Lo que vemos al contemplar una galaxia es un complejo de realidades físicas que se encuentran a diferentes distancias de nosotros y entre las que hay enormes diferencias temporales. No es como ver el mar a lo lejos, porque éste se encuentra ante nosotros todo él en una única dimensión temporal. Sin embargo, en las galaxias hay partes que son de una época, y partes que pertenecen a otras zonas temporales. Así, vemos un conjunto espaciotemporal. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 51 2.8. Rentabilidad epistemológica de la imagen Una interesante reflexión sobre la función cognitiva y el valor epistemológico que entraña la imagen para el ser humano la encontramos en la película Contact, de Robert Zemeckis. La temática de la obra, basada en una novela de Carl Sagan, versa sobre la posibilidad de establecer contacto con civilizaciones extraterrestres a través de técnicas astronómicas de radiofrecuencia. El centro de la trama lo constituye la recepción de un mensaje sonoro que los científicos tratarán de interpretar. El primer paso correcto en esta dirección lo da la protagonista, una experta en radioastronomía que, ante la enormidad de bits de información que contiene el mensaje recibido, plantea la posibilidad de que lo que ha llegado hasta ellos como sonido sea, en realidad, una imagen. En efecto, si concebimos un número como el producto de tres números menores, es posible extraer de ahí una razón matemática logarítmica que nos conduzca a la interpretación de la información en clave tridimensional. Por tanto, se trataría bien de un holograma estático, o bien de una imagen bidimensional en movimiento (la tercera dimensión). Así, mediante el uso de técnicas digitales para su traducción a un paradigma visual, los científicos descubren con gran sorpresa que el mensaje que han recibido no es otra cosa que un antiguo programa de televisión que recoge una de las primeras emisiones realizadas en nuestro mundo, a saber: la de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, en los que Hitler realizó el discurso inaugural. De este modo, la visualización de la información recibida resulta útil como fuente de significado pragmático. Es decir, puesto que la información que los científicos pueden extraer de la imagen es redundante con respecto al conocimiento histórico que poseen, lo más interesante de la señal lo constituye precisamente la recepción de la misma, y no su contenido. Se trataría de un mensaje implícito de acuse de recibo: quien nos reenvía esta señal, obviamente la ha recibido primero, y quiere que lo sepamos. Resultan especialmente interesantes las reflexiones que J.M. CATALÀ (2005:102-111) realiza a este respecto, ya que señala que la película pone de manifiesto un proceso de inversión alegórica, en el sentido de que estamos acostumbrados a que sean las imágenes las que se conviertan en metáforas de procesos mentales o conceptualizaciones complejas. Sin embargo, no solemos concebirlas como objetos capaces de proporcionar en sí mismos algún tipo de significado estructurado, útil o manejable. En el caso que estamos comentando, por el contrario, los bits de información del mensaje sonoro resultan insignificantes (es decir, inútiles desde un punto de vista hermenéutico) a ojos humanos si no se encuentra una mirada diferente que proyectar sobre ellos o, lo que es lo mismo: una teoría que permita explicarlos. Tal teoría es su concepción tridimensional, para cuya traducción los científicos disponen de instrumentos Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 52 sofisticados que les permiten hallar las razones matemáticas que estructuran el mensaje recibido, y plasmarlo así en forma de imagen. El desarrollo de la totalidad del argumento del filme es, por otra parte, mucho más complejo. Lo resumiremos muy sintéticamente: anejas a la imagen se descubren unas bandas de información codificada que resultan indescifrables mientras los científicos se empeñan en tratarlas como si fueran un texto tradicional. Leyendo de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo el código resulta impenetrable. La clave para el acceso a la información significativa que contiene se encuentra, de nuevo, en un cambio del punto de vista. Uno de los personajes descubre que, en lugar del orden sintagmático tradicional, bidimensional, que se suponía a las cadenas de información codificada, la cual se creía que estaba estructurada de forma sucesiva, lo que había que hacer era asignar una arquitectura tridimensional a la misma. En definitiva, lo que nos interesa de todo esto es que la película es en sí misma una alegoría muy lúcida de la necesidad de un cambio de paradigma para poder descubrir en las cosas propiedades que, aun siendo inherentes a ellas de algún modo (el dato físico bruto está ahí, como decíamos), no se manifiestan a escala humana si no es por medio de la intervención de nuestra potencia cognitiva la cual, a su vez, no surge ex nihil, sino que se apoya en una sólida base de conocimiento estructurado. Sólo los expertos consiguen llegar a ver algo que estaba en la señal radioastronómica (y que, por tanto, era real), pero que no era visible según los patrones tradicionalmente establecidos. La paradoja se encuentra en el hecho de que, si bien la ciencia actual se enfrenta a cuestiones de dimensiones sobrehumanas y, por tanto, hace mucho que tuvo que renunciar al paradigma androcéntrico para su interpretación, por otra parte, como seres humanos que somos, no podemos evitar tener que recurrir en última instancia a nuestra cognición humana para poder comprenderlas. Esto significa que necesitamos traducirlas a formatos que nos sean epistemológicamente rentables, es decir, que nos sirvan para conocer. La imagen no sólo es uno de esos formatos sino que, en muchas ocasiones, resulta de mayor valor y eficiencia cognitiva que la explicación matemática o linguaforme. 2.9. Categorías con visualidad preestablecida Obviamente, las implicaciones de este planteamiento levantan ampollas en ámbitos científicos clásicos, puesto que aceptarlo supone admitir que son los conocimientos teóricos en un sentido fuerte los que modifican las observaciones, los que guían la mirada inductiva para que encuentre lo que busca, si es que está ahí. En un intento por reducir al absurdo esta tesis, Ian Hacking [J.M. CATALÀ (2005:210)] afirma que “podemos entrenar a un asistente para que reconozca huellas sin darle ninguna clave sobre la teoría”. Desde nuestro punto de vista, lo que consigue, lejos de refutar el planteamiento, es poner en bandeja la clave para confirmarlo. Entrenar a alguien para el reconocimiento de algo es Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 53 darle las claves para que sea capaz de encajar un determinado fenómeno en una categoría ya definida en virtud de una serie de características visibles. Sin embargo, sigue siendo la teoría la que nos ha hecho capaces de definir cuáles son tales características, aunque el asistente desconozca sus postulados. En efecto, el conocimiento no tiene por qué estar representado explícitamente para ser tal. Durante nuestra infancia no nos colocan ante los objetos y nos recitan una definición linguaforme de sus características esenciales. De hecho, lo más probable es que cuando un bebé se topa por primera vez con una vaca, su tutor le diga algo así como “Mira la vaca. ¿Cómo hace la vaca? La vaca hace muuu”. Al bebé le da igual que técnicamente la vaca sea la hembra del toro y que éste se defina a su vez como un “bóvido salvaje o doméstico con cabeza gruesa y provista de dos cuernos, piel dura, pelo corto y cola larga”, según recoge el diccionario de la R.A.E. Simplemente, lo que hace el niño es ir seleccionando una serie de características distintivas para la categoría en cuestión cuyas asociaciones se irán potenciando a medida que se enfrente a nuevos entes del mismo tipo. No sabe que los bóvidos son mamíferos ni conoce la disciplina biológica que ha generado una tal clasificación taxonómica. Por el contrario, su clasificación personal se estructurará sobre características máximamente distintivas, como propone la teoría de prototipos de E. ROSCH (1977). Es decir, el bebé irá acumulando conocimiento que le permita distinguir estos seres de otros con la mayor efectividad posible, y lo primero que hará, posiblemente, será asociar una idea global de forma y tamaño, gestáltica, al sonido característico que emite el animal. A reforzar esta categorización multimodal contribuye sin duda el hecho de que los adultos estén ahí para aportar la denominación léxica que el animal en cuestión recibe en la lengua materna. Esta denominación léxica es, a nivel neural, una imagen acústica del signo lingüístico que quedará incorporada a la red conceptual por convergencia presináptica simultánea, como explicamos en 5.6. Por eso sólo es lícito calificar como bilingüe a una persona que lo es desde la más tierna infancia: si un niño recibe dos ítems léxicos, correspondientes a dos lenguas diversas, con los que referirse a la categoría que se encuentra en proceso de estabilizar, los integrará en la misma red de asociaciones de forma espontánea. Así, cuando se active en su mente ese concepto, ambos términos estarán disponibles (obviamente, dependerá de factores situacionales - como el entorno lingüístico en que la persona se desenvuelva frecuentemente- el que uno acabe por ser más accesible que otro o que, por el contrario, los dos lo sean por igual, si es el caso que la persona se desenvuelva en ambas lenguas cotidianamente). Del mismo modo, podemos entrenar a una persona para que dé un nombre diferente a lo que ve en un espectrograma según la distribución e intensidad de las manchas grisáceas. O, como señala Hacking, se puede enseñar a un profano a reconocer positrones si le decimos cómo interpretar lo que ve en la pantalla del ordenador del laboratorio de física, aunque no tenga ni la menor idea de lo que son desde el punto de vista teórico fuerte. De acuerdo, pero no deberíamos Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 54 olvidar que estamos hablando de fenómenos que tienen ya una visualidad establecida: en el caso de la vaca, porque se encuentra dentro de nuestro ámbito natural de visión y en nuestro entorno sociocultural disponemos de un ítem léxico para referirnos a los entes que conforman la categoría; y en el del espectrograma o los positrones, porque expertos han diseñado instrumentos que nos permiten acceder a configuraciones visuales de los fenómenos que representan, aunque tales fenómenos sólo sean interpretables en el marco de una teoría. Es decir, hablamos de fenómenos que actualmente pueden ser simplemente vistos, como decíamos al principio, porque el ser humano, a través de la cultura, ha generado la posibilidad de que el conocimiento se herede en muchos casos sin necesidad de reflexión demorada y que, por tanto, pueda ser fácilmente adquirido también por los que no conocen la teoría que lo ha fundamentado. Esto significa que, en última instancia, las observaciones del supuesto asistente de Hacking estarán igualmente impregnadas de una teoría que sólo el científico entrenador dominará. En definitiva, llega un momento en el desarrollo individual en el que sabemos espontáneamente qué es una vaca y qué no lo es (aunque no seamos capaces de elaborar verbalmente una precisa definición de diccionario), y también llega otro en el desarrollo científico (que suele coincidir con la aplicación y divulgación del conocimiento procedente del mismo) en que no es necesario seguir teorizando para descubrir en las observaciones aquello que ahora es obvio, pero que antes pasaba desapercibido. Por tanto, no es que la realidad neutra y objetiva se imponga a nuestra percepción inexorablemente, sino que, de un modo u otro, la experiencia individual en un entorno físico y cultural determinado (que incluye elaboraciones teóricas fuertes y débiles, es decir, ciencia y creencias) está siempre presente, como una especie de manual de instrucciones de comprensión de fenómenos que nos permite dotar de sentido a nuestro mundo visual y, actualmente, incluso a realidades que hasta el momento no formaban parte de ese mundo, porque no había forma de hacerlas visibles. Este conocimiento orienta nuestra mirada, hace que depositemos una atención selectiva sobre el entorno en virtud de lo que sabemos a priori que podrá resultarnos relevante con respecto a otros saberes que ya manejamos, de forma que podamos incrementarlos, afianzarlos, o corregirlos (es decir, modificarlos adaptativamente o, si se quiere, en términos relevantistas: mejorar nuestro saber enciclopédico). En el plano fenomenológico, el de la percepción cotidiana, esto es lo mismo que decir que las creencias y supuestos que atesoramos, nuestro conocimiento del mundo, nos permite generar expectativas en función de las cuales adaptamos nuestro comportamientoxix. Esto puede ocurrir de forma automática, inconsciente, como suele suceder en la vida diaria, o de forma controlada, como cuando nos centramos en realizar determinadas tareas que requieren atención específica. En cualquier caso, no conviene subestimar el poder de la atención selectiva (que no es sino la aplicación de la mirada según motivaciones observacionales concretas), a la hora de determinar el resultado de nuestras observaciones. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 55 En este sentido, resulta paradigmático el siguiente experimentoxx: un equipo de psicólogos reclutó a un grupo de personas y les informó de que les iba a ser proyectado un vídeo en el que aparecerían dos equipos de baloncesto. La tarea que se les asignó consistía en contar el número de veces que los jugadores vestidos de amarillo se pasaban el balón entre sí. Lo que no sabían los sujetos sometidos a prueba era que, a lo largo de la grabación, un señor disfrazado de gorila cruzaría la pantalla tranquilamente y se detendría unos segundos en el centro a palmearse el pecho cual macho alfa, antes de desaparecer por el otro extremo. A priori podría pensarse que, ante un hecho tan sorprendente y absurdo, ninguna de las personas dejaría de percibirlo. Pues bien, cuando se les preguntó cuántas veces se habían pasado el balón los jugadores de amarillo, todos respondieron correctamente o con un escasísimo margen de error; sin embargo, cuando a continuación se les preguntó quién había visto al gorila, la mayoría pensó que se trataba de una pregunta trampa: obviamente, si hubiese habido un gorila, ellos lo habrían visto forzosamente. Sin duda, un gorila pertenece a una categoría bien definida de nuestro ámbito natural de visión. Pero los sujetos del experimento no lo estaban buscando (digamos que se les había entrenado para ver otra cosa). De este modo, su mirada estaba siendo conscientemente dirigida (y su atención selectivamente orientada) a la identificación de un fenómeno diferente. Es por esto que, de un grupo de treinta personas, al gorila sólo lo vieron cuatro. Y, sin embargo, estaba ahí. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 56 3. EPISTEMOLOGÍA, NEUROCIENCIA Y REALIDAD 3.1. Introducción En el capítulo anterior hemos tratado de poner de manifiesto mediante ejemplos concretos el modo en que la actitud epistemológica objetivista propia del proceder científico occidental está presente también en nuestros actos perceptivos cotidianos. Hemos señalado que es necesario cuestionar la tesis realista e ingenua (fundamentada sobre la sensación de inmediatez perceptiva que nos proporciona nuestro sistema visual) que nos lleva a suponer que hay un mundo objetivo ahí fuera, totalmente ajeno a nosotros, desde el cual los hechos físicos brutos vienen impuestos a nuestros sentidos, suscitando en ellos una determinada respuesta, normalmente en forma de representación cognitiva interna. De esta manera, llegamos a pensar que la realidad es exactamente lo que nosotros percibimos que es, ya que nuestros sentidos actuarían como meros transductores fidedignos de las cualidades físicas del mundo externo. El modo en que esto sucede exactamente, a saber, la relación existente entre las características físicas (supuestamente objetivas) del estímulo procedente del exterior, y los atributos perceptivos que su transducción sensorial origina en nuestro sistema cognitivo, ha sido durante largo tiempo objeto de estudio de la psicofísica. Señalábamos también que esta actitud epistemológica es especialmente difícil de cuestionar debido a que se encuentra respaldada por una dilatada tradición filosófica que hace que lata de forma difusa e implícita en cualquier acto cognitivo o perceptivo llevado a cabo por cualquier ser humano que se haya desarrollado en un entorno cultural occidental. Lo que le dice el sentido común a la persona corriente es que lo que experimenta sensorialmente es consecuencia de un mundo que está ahí y que tiene unas determinadas propiedades, tanto si ella lo percibe como si no. De hecho, las primeras teorías acerca del modo en que se genera la imagen retinal las encontramos ya en los atomistas griegos, cuatrocientos años a.C., quienes pensaban que los objetos enviaban en todas direcciones réplicas materiales de sí mismos en forma de delgadas películas compuestas de átomos. Estas películas, cuyos átomos conservarían durante mucho tiempo la disposición que tenían cuando formaban parte del cuerpo sólido, son las que impactan en el ojo y provocan la visión, que se concibe así como una especie de tacto. Epicuro [D.D. HOFFMAN (2000:103)] lo expresa de la siguiente manera: También debemos considerar que si vemos la forma de los objetos externos y pensamos en ellos, esto se produce mediante la entrada de algo que proviene de ellos. Pues las cosas externas no podrían estampar en nosotros su propia naturaleza de color y forma (…) de mejor manera que por la entrada en nuestros ojos (…) de películas provenientes de las propias cosasxxi. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 57 Cuestionar el estatus de lo real es sin duda un asunto en el que hay que conducirse con pies de plomo. Obviamente, y como hemos manifestado reiteradamente, no pretendemos negar la existencia del mundo físico en un sentido fuerte, porque ello equivaldría a arrojarse en brazos de un solipsismo subjetivista que no es menos falaz. Lo que venimos a decir es que, para encarar cuestiones complejas como la percepción sensorial y la inteligencia, el sentido común no es ciertamente la herramienta explicativa más fiable. No cuestionar actualmente la cualidad mimética que concedemos a nuestras percepciones sensoriales con respecto a una realidad que suponemos objetiva y totalmente ajena a nosotros como sujetos cognoscentes, nos parece comparable a concluir que, puesto que no percibimos que la tierra rote sobre su eje a cientos de kilómetros por hora con nosotros encima, por tanto no es cierto que lo haga. Esto resultó plausible para la mayor parte de la gente antes de que llegara Copérnico y, sin embargo, era un error. Así pues, proponemos que para comprender la cognición humana real y cotidiana no nos será de gran ayuda la postura cientificista occidental decimonónica del observador imparcial, objetivo e incorpóreo que pretende encontrarse totalmente al margen de una realidad externa que trata de apresar. En este caso concreto, además, esto es así por dos razones: 1) En primer lugar porque, según acabamos de exponer, el mejor modo de describir la cognición no es como un proceso de acercamiento de un sujeto independiente a un objeto o realidad externa, como si ambos se encontrasen en compartimentos estancos, puros e incontaminados. Las facultades mentales superiores humanas son fenómenos complejos que emergen de la interacción de multitud de variables, no todas ellas controladas, y los atributos de nuestras percepciones no son un reflejo inmediato de las propiedades físicas cuantificables del mundo. Sin embargo, no por ello son menos reales ni carentes de validez epistemológica. Muy al contrario, los perceptos sensoriales que construimos son, como podremos ir comprobando a medida que avancemos en el desarrollo de este estudio, lo auténticamente significativo a escala humana. 2) En segundo lugar, porque pretender objetivar al propio sujeto que conoce, es decir, pretender observar la propia mente cognoscente como si fuese algo ajeno a nosotros mismos utilizando tan sólo la reflexión, nos hace caer en una circularidad metodológica que asume a priori que la objetividad es posible y que, por tanto, los resultados de nuestras observaciones son sin duda imparciales y fidedignos (sin plantearse en ningún momento la inverosimilitud inherente a la idea de perseguir la propia mente desde fuera de ella). De nuevo, lo que nos interesa señalar es la presencia de una actitud epistemológica ingenua, a saber: la que sostiene que nuestra percepción de las cosas es el fundamento último de todo conocimiento objetivo, fiable y verdadero (y esto es aplicable tanto a las observaciones que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 58 efectuamos de los objetos y sucesos externos, como a los objetos y facultades mentales internos). Sin embargo, como la moderna neurociencia cognitiva pone de manifiesto, los fenómenos mentales no se pliegan a una explicación tan simple. No basta la introspección atenta para saber qué ocurre a nivel mental realmente, entre otras cosas, porque la mente humana es mucho más que la dimensión consciente que nosotros percibimos. En palabras de G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:12) “The idea that pure philosophical reflection can plumb the depths of human understanding is an illusion. Traditional methods of philosophical analysis alone, even phenomenological introspection, cannot come close to allowing us to know our own minds”. La referida idea no describe otra cosa que lo que, paradójicamente, se ha concebido como la actitud opuesta al objetivismo, a saber: el solipsismo. Pero ahora, desde esta perspectiva, el solipsismo se nos revela como una versión sofisticada del objetivismo ingenuo; la única diferencia reside en el hecho de que, en este caso, aplicamos la observación a lo que se considera un objeto sustancialmente diferente en la tradición occidental, a saber: la propia mente. Y se pretende que es posible acceder al conocimiento objetivo de sus propiedades en el vacío, aislándola de su entorno real, que es inevitablemente físico, y de su sustrato natural, que es a todas luces fisiológico. Aislar, reducir, simplificar, no son siempre el procedimiento adecuado para la auténtica comprensión de los fenómenos; al menos, no lo son cuando nos empeñamos en mantenernos en la simplificación a toda costa, sin plantearnos dar el paso hacia subsiguientes niveles de explicación. Y en ocasiones, como la que acabamos de describir, no constituyen siquiera un buen punto de partida, porque dan lugar a planteamientos inverosímiles, como el solipsista. Así pues, hoy en día, la actitud científica que pretenda serlo realmente ha de atreverse a complejizar la reflexión, a utilizar los instrumentos e innovaciones procedentes de múltiples campos asociados de conocimiento que puedan aportar algo relevante a la comprensión de la materia cuyo estudio tengamos entre manos y, muy especialmente, a barajar la incertidumbre como factor siempre presente en mayor o menor grado en la formulación de hipótesis y teorías. En el ámbito que nos ocupa, la afirmación que acabamos de realizar implica que no nos parezca intelectualmente honesto ignorar un descubrimiento capital de la ciencia cognitiva, a saber: que el conjunto de lo que denominamos estados mentales conscientes, o conciencia, emerge de una actividad neural masiva y totalmente opaca a la introspección: “It is the rule of thumb among cognitive scientists that unconscious thought is 95 percent of all thought—and that may be a serious underestimate. Moreover, the 95 percent below the surface of conscious awareness shapes and structures all conscious thought” [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:13)]. Por tanto, y si sabemos esto, nos daremos cuenta de que no bastan los métodos de aproximación tradicionales a los fenómenos mentales para obtener una comprensión con alcance explicativo de los mismos. Nos enfrentamos al estudio de fenómenos biológicos, lo que significa que es Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 59 necesario el apoyo de la evidencia empírica, sin que ello suponga, por otra parte, comulgar a ciegas con las doctrinas del empirismo clásico precursor del conductismo ni, por supuesto, negar toda validez epistemológica a nuestra experiencia cotidiana. Una adecuada aplicación del enfoque metodológico que esbozamos en el primer capítulo requiere precisamente de estos dos puntos de partida simultáneos que convergen hacia un lugar de encuentro explicativo, a saber: aquel donde comprender la experiencia consciente fenomenológica (el nivel macro) significará haber hallado las correlaciones fisiológicas que la posibilitan (a escala micro), sin que ello pretenda anular en momento alguno el potencial significativo autónomo de la experiencia fenomenológica en sí misma. En este sentido, resulta revelador el paralelismo proporcionado por E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:39) en relación con los diferentes niveles explicativos constituidos por la física clásica y la mecánica cuántica: Quantum mechanics is the microlevel from which the kinds that populate the macrolevel of classical physics emerge. It is not that classical physics is reduced to quantum mechanics. Quantum mechanics does not explain the action of objects as objects at the macrolevel. But quantum mechanics does explain transitions and changes in the objects. The interactions, the dynamics of quanta, explain how the objects of the macrolevel change. Objects are no less real because they consist of processes between particles. But the power of explanation is in the dynamics of the processes, in the view from below examined from above. The explanatory power is in the joint consideration of the micro- and macrolevels. This is not traditional reductionism. Sostenemos, por tanto, con G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:5), lo siguiente: “Phenomenological reflection, though valuable in revealing the structure of experience, must be supplemented by empirical research into the cognitive unconscious”. Asentada esta declaración metodológica, sigamos adelante: estábamos cuestionando nuestra posibilidad de acceso a un conocimiento objetivo no sólo de los fenómenos mentales, sino de lo que comúnmente concebimos como realidad. A este respecto, nos parece necesario subrayar que el hecho de cuestionar la posibilidad de la objetividad tal y como la concibe el cientificismo occidental positivista, no implica tener que realizar un movimiento pendular hacia el subjetivismo, aunque esto haya sido lo que ha ocurrido normalmente en ciertas disciplinas humanísticas a raíz del cambio de paradigma científico en el ámbito de la física llegado de la mano de la mecánica cuántica. En efecto, el Principio de Indeterminación formulado por Heisenberg, que Schrödinger intentó caricaturizar en su famoso experimento mental del gato (obteniendo un resultado inverso al esperado), ha sido recurrentemente utilizado en otros campos de conocimiento para abrazar un subjetivismo indiscriminado que legitima cualquier opción perceptiva e interpretativa del mundo circundante (aplicada a la obra artística, esta actitud ha cristalizado en la denominada Estética de la Recepción). En última instancia, a lo que conduce esta actitud llevada al extremo es a la conclusión de que a los seres humanos debería Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 60 resultarnos imposible alcanzar consenso alguno acerca de nada. Y es obvio que sostener algo así es un absurdo, porque cotidianamente nos desenvolvemos en un medio social que requiere de la interacción con otros seres humanos a través de estructuras complejas de significado estable y consensuado. Obviamente, no negamos la capacidad de cada individuo para generar interpretaciones creativamente exclusivas de los fenómenos percibidos. Por el contrario, veremos que la experiencia individual tiene una influencia determinante en el desarrollo cerebral y cognitivo, como demuestran evidencias neurocientíficas. Sin embargo, lo que sí pretendemos es situar el peso de nuestra argumentación en los mecanismos que posibilitan la intercomprensión, ya que son los mismos que nos permitirán explicar el modo en que somos capaces de crear significado y de interpretar estímulos que trascienden nuestra individualidad psicofísica y que nos permiten hablar de la existencia de facultades perceptivas y cognitivas de especie que son las que, en última instancia, dan lugar al fenómeno que denominamos intersubjetividad. En el capítulo anterior hacíamos énfasis en el modo en que ciertas imágenes eran producto de sofisticados instrumentos técnicos que nos permitían contemplar, sin sensación de elipsis epistemológica, realidades que escapaban al ámbito natural de la visión humana. Hemos hablado de imágenes que representaban teorías, hipótesis, e incluso conceptos. En este sentido, decíamos que tales imágenes eran construcciones, lo que nos permitía evidenciar la ingenuidad del estatus mimético que aun en la actualidad se les concede de forma indiscriminada. Este estatus convierte a la imagen automáticamente en garante de conocimiento fidedigno, como si siempre representase entes naturales pertenecientes a un mundo respecto a cuyos atributos no cabe duda posible. De la peligrosidad que entraña que este estatus permanezca incuestionado nos ocuparemos con mayor detalle cuando entremos a valorar las implicaciones psicosociales del manejo que los medios y la publicidad hacen de la imagen. Lo que nos proponemos a continuación es evidenciar el modo aún más esencial en que nuestros sistemas sensoriales (dentro de los cuales dedicaremos especial atención a la facultad psicofisiológica de la visión) construyen absolutamente todas nuestras percepciones del mundo circundante. Es en este sentido en el que decimos que la realidad es construida y que ello no implica ningún tipo de desplazamiento hacia una subjetividad indiscriminada: lo que percibimos es objetivo para los miembros de nuestra especie en virtud del basamento neurofisiológico, cognitivo y puramente físico que todos compartimos. Por tanto, lo que percibimos es objetivo, y es real, pero en un sentido muy diferente al postulado por la tradición cientificista occidental. En otras palabras: la alucinación colectiva estándar a la que se refería Llinás es una construcción que, precisamente por ser estándar y ser colectiva, es objetiva o, si se quiere, intersubjetiva, que es el grado máximo de objetividad al que los seres humanos podemos aspirar. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 61 3.2. Lo que la neurociencia tiene que decir sobre la percepción Nos hacemos eco de las palabras de ANDY CLARK (1999:177) al señalar que resulta “sorprendente que influyentes programas de investigación en la ciencia cognitiva hayan minimizado o ignorado con tanta frecuencia los estudios neurocientíficos en sus intentos de modelar y explicar los fenómenos mentales”. Sorprendente o no, lo cierto es que el paradigma cognitivo simbólico clásico, que fue el modelo mental sobre el que se fundamentaron las primeras investigaciones en el ámbito de la I.A., partía del supuesto de que el nivel de descripción que interesaba a la disciplina era independiente del que podían proporcionar ámbitos de conocimiento como la neurobiología. Los defensores del cognitivismo o simbolismo clásico sostenían que lo necesario para llegar a comprender e implementar los diferentes aspectos de la inteligencia humana era un nivel de descripción más abstracto, que se ocupase de las relaciones funcionales que definían la mente como sistema computacional, capaz de procesar información. La descripción de los mecanismos fisiológicos concretos de los que emerge la cognición humana no les parecía el tipo de conocimiento capaz de limitar sus especulaciones, por cuanto que consideraban que era posible implementar en mecanismos físicos no humanos cualquier aspecto cognitivo una vez que éste pudiera ser correctamente descrito en términos computacionales. Este paradigma actúa sobre la presuposición de que la cognición humana consiste en una manipulación de símbolos que, a su vez, serían la materia de que se compondrían las representaciones mentales. De este modo, propone un estudio de la actividad cognitiva totalmente abstraído de sus fundamentos biológicos y fenomenológicos, algo así como una ciencia de la estructura y la función a la que no importa demasiado la sustancia material que originalmente posibilita tal actividadxxii. Estaríamos, por tanto, ante una especie de persona computacional [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:6)] “whose mind is like computer software, able to work on any suitable computer or neural hardware—whose mind somehow derives meaning from taking meaningless symbols as input, manipulating them by rule, and giving meaningless symbols as output”. Por otra parte, esto no debería resultarnos extraño si tenemos en cuenta lo que hemos comentado hasta el momento acerca de la tradición filosófica occidental en que nos hayamos imbricados, que plantea la relación mente-cuerpo como el problema de una escisión. Se trata de una actitud muy propia de una cultura que concibe la reflexión como categoría divorciada de la vida corporal: el dualismo cartesiano realmente no proporciona solución alguna, sino que tan sólo formula el problema. De nuevo en palabras de los recién citados autores: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 62 We have inherited from the Western philosophical tradition a theory of faculty psychology, in which we have a “faculty” of reason that is separate from and independent of what we do with our bodies. In particular, reason is seen as independent of perception and bodily movement. In the Western tradition, this autonomous capacity of reason is regarded as what makes us essentially human [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:17)]. Sin embargo, no todos los investigadores en ciencia cognitiva estaban de acuerdo con un tal planteamiento. Incluso en el ámbito de la I.A. había personas que creían en la necesidad de conocer lo mejor posible los mecanismos neurofisiológicos para avanzar paralelamente en la comprensión de las facultades mentales que emergían como resultado de la interacción neuronal. Estos paradigmas explicativos provenían de ámbitos científicos colindantes con la biología, y dieron lugar a los modelos conexionistas de procesamiento mental. Básicamente, los modelos conexionistas manifestaban desacuerdo con respecto a la idea de un procesamiento serial y simbólico para describir las facultades mentales. Proponían que ciertas tareas cognitivas, como la visión o la memoria, se manipulaban y comprendían mejor si se las concebía como sistemas complejos integrados por múltiples componentes que, interconectados mediante reglas muy simples, generaban una conducta global propia de la tarea en cuestión: Connectionist modeling is characterized as “brain-style” (…) because, (…) the connectionist network is made up of many units. (…) individual units (…) have no intrinsic meaning; they do not represent or “stand for” anything. Rather, knowledge and meaning are distributed across units –in patterns of activation. Connectionist models are also like the brain in that they are plastic; connectionist models modify themselves by changing the strenghts of connections between units in response to their interaction with the environment. [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:38)]. El procesamiento serial podía servir para explicar lo que ocurría a nivel consciente, pero el simbolismo planteaba un serio problema de inverosimilitud al proponer que todo en nuestra mente está codificado en algún sitio estable en un formato de representación de la información sobre el que tampoco nadie acababa de ponerse de acuerdo: “Traditional cognitive psychology seeks to understand what is stable and constant –for example, how different individuals in different contexts can mean the same thing by the word cat. Traditional theory explains the stability of cognition in terms of representations” [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:42)]. Esta inverosimilitud provenía en gran parte del hecho de que este paradigma cognitivo trabajaba en un ámbito desligado de lo fisiológico, puramente abstracto, como hemos comentado. La potencia del planteamiento conexionista reside en su capacidad para explicar la dinamicidad del conocimiento, y es en este sentido en el que se encuentra próximo a la teoría de sistemas dinámicos: si concebimos cualquier conocimiento como un patrón de actividad desplegado en el tiempo, y no como un ente estructural inmutable una vez que alcanza un supuesto estadio de desarrollo final óptimo (la representación), desaparece la dificultad a la hora de explicar el cambio constante al que los diferentes tipos de conocimiento humano se ven sometidos a lo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 63 largo de toda la vida del individuo. La experiencia fenomenológica nos revela que no existe algo así como un estado cognitivo final, sino que los seres humanos modificamos nuestro mundo de recuerdos, habilidades y saberes (es decir, nuestra memoria) mientras dura la vida. La aproximación conexionista trata de abrir una vía que permita explicar cómo esto es posible. Como señalábamos un poco más arriba, para ello se hace necesaria una conjunción de niveles explicativos: If we want to explain the dynamics of cognitive structures –how they emerge and change (…) – we cannot write theories at only the macrostructural level. Nor will we succeed only by looking at the microlevel. (…) Explanation requires that we keep both the view from above and the view from below. Connectionism is promising, because like dynamic systems, it is attempting to do just that. [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:40-41)]. Pero no nos engañemos: aunque mucho más verosímiles, los modelos conexionistas no abandonaron la noción de representación mental. Lo que hicieron fue flexibilizarla: ahora, a determinadas propiedades del mundo exterior correspondería un estado mental emergente lo que, a nivel neurofisiológico, se traduce en un patrón concreto de activación neuronal. Por lo tanto, aunque se modifica la noción de representación mental simbólica para sustituirla por un modelo de procesamiento distribuido en paralelo, lo que no cambia es la concepción de que, a partir de algo que proviene de fuera, el cerebro responde adoptando una determinada configuración (en este caso, de reverberación neuronal). Aunque oculto, el esquema conductista estímulo-respuesta, heredero de la causalidad directa propia de la mecánica newtoniana de la Edad Moderna, sigue ciertamente presente. De nuevo en palabras de las recién citadas autoras: For connectionists, knowledge consists of the correspondence between an emergent global state of a network and properties of the world. Thus we have knowledge of the meaning of cat when a stable pattern of network activity emerges in the context of cat. In this way, connectionism shows how ephemeral constructs such as representations might emerge from real processes. Given this formulation of the problem, it is enticing to equate the emergent global states with representations (…). All in all, we find connectionism too much like traditional cognitive theory in that it is trying to solve the same theoretical problem. Connectionism is still trying to explain the stability of cognition. [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:42)]. Y, lo que en estos momentos nos interesa aún más, E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:41) realizan también una crítica muy importante al conexionismo cuando lo acusan de falta de verosimilitud neurológica. En efecto, a pesar del “estilo cerebral” de los modelos en red, tales estructuras constituyen una idealización formal que no refleja la riqueza y la diversidad reales de las estructuras encefálicas que intervienen en la ejecución de cualquier acción cognitiva: Instead, connectionist modelers pride themselves on building cognitions by connecting homogeneous nodes. Connectionism is patently not “brain-style” modeling in the sense of modeling of the diverse, complex, and heterogeneous structures of the brain. In contrast to Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 64 connectionism, we seek a biologically based theory of development and take seriously what is known about brain structure and plasticity. En efecto, el convencimiento por parte de numerosos neurocientíficos de que es esencial comprender cómo los fenómenos celulares individuales posibilitan la existencia de facultades cognitivas superiores, ha conducido a una fructífera colaboración metodológica en la que se aúnan aspectos clave de disciplinas como la neurobiología celular, la neurociencia de sistemas, la neurología comportamental, la psicología cognitiva y las modernas técnicas de neuroimagen. Esta matriz disciplinar constituye la base de la moderna neurociencia cognitiva, cuyo objetivo primordial es llegar a entender cómo las personas piensan, sienten, actúan y se relacionan entre sí, es decir, llegar a comprender el modo en que los mecanismos neurales originan la cognición y la conducta. Las evidencias surgidas de tal aventura interdisciplinar han permitido que la explicación que actualmente goza de mayor consenso sea mucho más sutil y compleja que la propuesta por el enfoque conductista dominante en psicología durante la mayor parte del siglo XX. La concepción de nuestra vida mental y comportamental como consecuencia refleja inmediata de los estímulos procedentes del entorno exterior ya no se sustenta. Obviamente, la neurociencia cognitiva no se adentra en cuestiones ontológicas sobre el estatus de lo real, pero sí permite que investigadores de otras áreas lo hagan sobre la base de sus aportaciones científicas. Volveremos sobre esta cuestión en el capítulo siguiente para examinarla con detenimiento. Por el momento, veamos cuáles son los cambios principales que se han producido en la comprensión del funcionamiento de los mecanismos cognitivos humanos en virtud de las mencionadas evidencias empíricas. En primer lugar, los manuales de neurociencia al uso reconocen abiertamente que el encéfalo no se limita a recibir impresiones del mundo externo, sino que los diferentes modos en que un organismo interacciona con el medio (táctiles, visuales, auditivos, motores, olfativos…) son procesados en paralelo por diferentes sistemas sensoriales. Los receptores nerviosos especializados, que responden a un tipo concreto de energía estimular (química, mecánica, térmica, lumínica…) según el sistema sensorial del que formen parte, captan el estímulo y analizan su información, traduciéndola a energía electroquímica susceptible de ser abstraída y representada en regiones específicas del encéfalo. Sin embargo, lo que en realidad es un flujo transformacional de energía, a nosotros se nos representa a nivel consciente como un continuo estable de percepciones unificadas, es decir, como el mundo constante y coherente que habitamos. De aquí se concluye que la apariencia que tienen nuestras percepciones de ser imágenes (no sólo visuales, sino perceptos mentales en un sentido amplio, lo que abarca desde una sensación táctil hasta el reconocimiento de un determinado aroma) inmediatas y fidedignas de un mundo con propiedades estables es una ilusión. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 65 En efecto, la moderna neurociencia explica que la percepción, en todas sus modalidades, es un proceso constructivo que no sólo depende de la información intrínseca que proporciona el estímulo, sino muy especialmente de la estructura del organismo que la percibe y la interpreta. Interpretar, de este modo, equivale a dotar a ese flujo informacional de unas características estructurales determinadas que son significativas para el organismo en cuestión. Esto nos permite concluir, por tanto, lo siguiente: “There exists no Fregean person—as posed by analytic philosophy—for whom thought has been extruded from the body. That is, there is no real person whose embodiment plays no role in meaning, whose meaning is purely objective and defined by the external world (…)” [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:6)]. Así pues, aunque se mantiene la noción de representación interna (concebida ahora como el modo en que cualquier acto perceptivo correlaciona con un patrón de actividad característico en un conjunto de células interconectadas), ha habido un giro atencional hacia la importancia del sujeto psicofísico que percibe, es decir, que interacciona con el medio estructurando e informando los resultados de tal actividad. Veamos esto un poco más en detalle. 3.3. Sistemas sensoriales: psicofísica versus conductismo Históricamente, la sensación ha constituido el punto de partida en el estudio científico de los procesos mentales. El filósofo Auguste Comte, influido por la tradición empirista británica que afirmaba que todo conocimiento provenía de la experiencia sensorial, expresó ya a principios del siglo XIX lo que él concebía como una necesidad que no podía postponerse durante más tiempo, a saber: que los métodos empíricos propios de las ciencias naturales debían aplicarse también al estudio de la conducta humana. El nacimiento de la psicología como una disciplina académica separada de la filosofía encuentra sus orígenes en este empeño. Así pues, como acabamos de señalar, los primeros pasos en solitario de la disciplina psicológica se centraron en el estudio de la sensación, concebida como la secuencia de acontecimientos en virtud de los cuales un estímulo externo conduce a una experiencia subjetiva. La psicología experimental estableció así un patrón de procesamiento común para todos los sentidos, a pesar de que cada uno de ellos se desencadenase a raíz de la recepción de energías específicas, como ya había establecido Johannes Müller en 1826 [TH. M. JESSEL, E. R. KANDEL Y J. H. SCHWARTZ (2003:397)]. Tal secuencia consistía siempre en la recepción de un estímulo físico, a partir de la cual se desencadenaba un conjunto de sucesos mediante los que el estímulo era transducido en un mensaje de impulsos nerviosos. La respuesta al mensaje consistía en una determinada percepción, es decir, en una representación interna de sensaciones. Como se observa sin dificultad, nos encontramos frente a frente con el esquema de pensamiento causal clásico combinado con la hipótesis del realismo externista: hay algo que viene de fuera y que causa una Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 66 representación interna, como si simplemente se imprimiese sobre el papel en blanco de nuestro espacio mental. Del modo en que esto llegaba a suceder realmente no era posible saber nada a ciencia cierta, así que el conductismo, descendiente directo de la tradición empirista que concibe la mente como tabula rasa, decidió no acometer un esfuerzo que consideraba de antemano infructuoso, y colocó en su lugar una caja negra, es decir, un límite investigador coherente con sus principios teóricos. Sin embargo, no todo acercamiento a la secuencia perceptiva se produjo desde los presupuestos conductistas. Ya hemos mencionado la existencia de la psicofísica, disciplina interesada en el análisis de la relación existente entre las características físicas del estímulo y los atributos psicológicos de su percepción. A los esfuerzos de esta disciplina por llegar a comprender lo que realmente tenía lugar en el interior del cerebro se unieron los de la fisiología sensorial, que examina las consecuencias neurales del estímulo físico, es decir, el modo en que los receptores sensoriales periféricos lo transducen para ser luego procesado por el encéfalo. Pues bien, los primeros hallazgos efectuados por ambas disciplinas pusieron de manifiesto casi de inmediato la principal debilidad del argumento empirista que, por extensión, lo era también del conductismo, a saber: la mente del ser humano recién nacido no es una tabula rasa, no está vacía, de modo que no es posible sostener que todo conocimiento proviene exclusivamente del exterior, ni que nuestra percepción del mundo se conforma mediante la acumulación de encuentros pasivos con las propiedades físicas de los objetos, que se estamparían contra nosotros de un modo parecido a como describía Epicuro en su teoría intromisionista de los eidola, aquellas películas de átomos que las cosas desprendían constantemente en todas direcciones y que le permitían concebir la visión como una especie de tacto. En concreto, la psicofísica llamó la atención sobre el hecho de que nuestras sensaciones difieren notablemente de las propiedades físicas de los estímulos, que las percepciones son abstracciones y no réplicas del mundo real (porque lo que no se cuestiona en ningún caso es que existe efectivamente un mundo real con un estatus prioritario). Así, lo que captan nuestros receptores sensoriales periféricos (situados en las conformaciones orgánicas que comúnmente denominamos piel, ojos, oídos, nariz, boca…) son ondas electromagnéticas de distintas frecuencias, variaciones en las ondas de presión del aire, o componentes químicos disueltos en el ambiente o los alimentos. Pero la experiencia consciente que nosotros tenemos es la de percibir temperatura o textura de las superficies, colores, sonidos en forma de música o palabras, aromas y sabores. La neurociencia nos ha ayudado a comprender que tales categorías no existen de forma independiente y objetiva fuera de nuestro cerebro. De este modo, si Berkeley volviera a preguntar ahora si el árbol que cae en el bosque hace ruido aunque no haya nadie lo suficientemente cerca para percibirlo, tendríamos que decirle que no. Obviamente, su caída produciría cambios físicos, hechos brutos, entre ellos variaciones en las ondas de presión del aire. Pero el correlato perceptivo de estos hechos (la categoría perceptiva de sonido Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 67 inarmónico, de ruido), no tendría lugar como tal a no ser que hubiese algún ser vivo con el dispositivo orgánico necesario para percibir los cambios de presión e informarlos de acuerdo a sus características fisiológicas, es decir, para transducirlos, para interpretarlos, para extraer algo significativo del simple hecho físico. Tal vez ahora sea más fácil entender nuestro empeño por cuestionar la ingenuidad de la actitud epistemológica positivista que pretende la existencia de categorías universales y externas a nosotros mismos. Lo cierto, y la neurociencia nos ayuda a comprender con bastante exactitud el modo en que ocurre, es que nuestras percepciones no son registros directos y fidedignos del mundo que nos rodea, sino que se construyen internamente según constricciones innatas del sistema nervioso. 3.4. La facultad de la visión 3.4.1. Las apariencias engañan La mayor parte de nuestro conocimiento del mundo o, dicho de otro modo, de nuestra memoria a largo plazo, se apoya o tiene algún vínculo con las percepciones visuales. La visión parece una facultad tan inmediata e informativamente fiable y nos requiere, por lo general, tan poco esfuerzo, que asumimos de manera natural que, de hecho, no requiere ninguno. Ya hemos comentado las implicaciones ontológicas que conlleva el sostener tal actitud epistemológica, así como el riesgo que entraña que el estatus de veracidad concedido a la imagen en la sociedad actual permanezca incuestionado. Lo que nos dice la neurociencia es, por el contrario, que en lugar de dejarnos llevar por lo que dictamina el sentido común en relación con este tema, deberíamos más bien considerar la evidencia científica de que los mecanismos que subyacen a la visión no son obvios, no sólo para el que percibe, sino tampoco para el estudioso de la percepción, que constantemente se enfrenta a la necesidad de desentrañar reglas de construcción visual cuya formulación resulta compleja y contraintuitiva. En este sentido, los programas de reconocimiento de patrones visuales diseñados e implementados en el ámbito de la I.A. nos han permitido comprobar que el reconocimiento de categorías como la forma, el color y el movimiento y, mucho más aún, la percepción integrada de las mismas en un todo significativo, es algo cuya consecución requiere del empleo de recursos neuronales masivos y paralelos, algo que no está todavía al alcance de los ordenadores más potentes. Lo que ocurre cuando abrimos los ojos y reconocemos un rostro es algo tan sorprendente y complejo que la actividad cerebral que requiere supera con mucho a la necesaria para la resolución de problemas de razonamiento formal, como los planteados por la lógica matemática o los juegos de estrategia como el ajedrez. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 68 Sin embargo, nuestra experiencia consciente en relación con la visión es natural y fluida, y reviste la misma sensación de facilidad que la que aparenta un jinete de doma clásica al ejecutar una reprise: todo en el ejercicio del dúo (el animal y la persona) ha de parecer armónico e inesforzado. La realidad que subyace a esta experiencia es, por el contrario, muy distinta de las apariencias, y oculta muchos años de entrenamiento esforzado y riguroso, o lo que es lo mismo, de aprendizaje y desarrollo. Lo que queremos destacar es que lo que ocurre con nuestra facultad de la visión es exactamente lo mismo: tras su rápido e impecable funcionamiento se extiende una inteligencia tan vastamente cableada que ocupa casi la mitad de la corteza cerebral humana (y para cuyo desarrollo efectivo, la experiencia, que no deja de ser un entrenamiento, es determinante), eso sin contar las vías aferentes que permiten a esta capacidad interaccionar con otras áreas del encéfalo y que son las responsables de que nuestro sentido visual interactúe con facultades superiores como el raciocinio y, por supuesto, la emoción, a las que en muchos casos precede y canaliza. Pondremos un ejemplo significativo en relación con esta última afirmación. Existe una enfermedad neurológica conocida como síndrome de Capgras, cuya verdadera naturaleza todavía es objeto de discusión entre los expertos. Lo que parece estar claro, en cualquier caso, es que los afectados por esta disfunción no tienen problemas propiamente visuales. Presentan una agudeza visual normal, son capaces de construir objetos y escenas tridimensionales, integran sin problemas forma, color y movimiento y, a partir de ahí, son también capaces de identificar sus percepciones, de categorizar, es decir, saben lo que están viendo, lo reconocen, su mundo visual tiene sentido. Hasta aquí todo normal. Sin embargo, el problema de estas personas es que las vías aferentes que conectan su sistema visual con su inteligencia emocional parecen estar dañadas. D.D. HOFFMAN (2000:277-279) describe el caso de un paciente que sufrió un accidente de coche que lo dejó tres semanas en coma. La recuperación fue tan rápida, sin embargo, que al cabo de un año sus facultades mentales habían vuelto a la normalidad, salvo por lo siguiente: estaba firmemente convencido de que sus padres eran unos impostores. Y algo más, sólo consideraba que eran farsantes cuando los veía, no cuando hablaba por teléfono con ellos. Si se le preguntaba por la explicación racional de este hecho, el paciente se mostraba tan extrañado como podía estarlo el que formulaba la pregunta. Él tampoco comprendía qué interés podían tener esas personas en hacerse pasar por sus progenitores. Reconocía que la situación no tenía sentido, que el parecido era asombroso y que eran personas agradables. Pero lo cierto es que, al contemplar sus rostros, D.S. (que así denomina Hoffman al paciente) era incapaz de acceder a la evocación emocional que siempre había estado asociada a esa percepción. No sentía lo que él sabía que siempre había sentido por sus padres. Así que estaba absolutamente seguro de que no podían ser ellos. Y ese sentimiento, proveniente de la ausencia de una emoción donde debería haber habido una muy concreta, era tan fuerte que no podía ser contraargumentado racionalmente. Es llamativo el hecho de que su voz, sin embargo, siguiera provocando la respuesta emocional habitual en D.S., Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 69 lo que ocasionaba que al comunicarse con ellos por teléfono considerase que eran sus padres auténticos (señal de que las vías aferentes que comunican el sistema auditivo con las áreas límbicas del encéfalo permanecían intactas). Sin embargo, el poder de una imagen emocionalmente neutra anulaba la capacidad evocadora del sonido de su voz cuando se encontraba en su presencia, e interfería determinantemente en las acciones cognitivas que D.S. llevaba a cabo cuando tenía que razonar sobre unas personas que era incapaz de categorizar como sus padres. Ejemplos como este deberían hacernos reflexionar acerca del peso de la emoción en nuestro razonamiento y en nuestra conducta cotidianos. Entre otras cosas, ponen de manifiesto el hecho de que las personas con encéfalos no dañados evocan emociones asociadas a sus percepciones de modo automático, y que cuando tal evocación no se produce suele denotar una anomalía funcional que se traduce en un problema comportamental. Un caso histórico en este ámbito, esta vez relacionado con la importancia de la emoción para la toma de decisiones y la planificación de la conducta, es el de Phineas Gage, y lo relata A. DAMASIO (2003) en su obra El error de Descartes. El protagonista, joven responsable, educado y sociable, muy apreciado en su comunidad, era un habilidoso volador de minas que vivió en el siglo XIX, y que conducía su vida con total normalidad hasta que un día, y debido a una momentánea distracción, fue víctima de una explosión que le produjo un boquete del diámetro de una barra fina de hierro en el lóbulo frontal. Sorprendentemente, sobrevivió con todas sus facultades mentales intactas en apariencia, salvo por un detalle fundamental: su carácter cambió totalmente. Era incapaz de tomar decisiones adecuadas para su vida a largo plazo (es decir, incapaz de planificar): abandonaba sus trabajos, se daba a la bebida, blasfemaba en público… Aunque el estado embrionario de los estudios neurológicos por aquel entonces, así como la lentitud de las comunicaciones (que impidieron tener noticia de su muerte a tiempo para realizar una autopsia y estudiar su cerebro), han hecho que no dispongamos de ciertos datos que hubieran sido de enorme relevancia para evaluar el caso, Phineas Gage parece constituir el primer ejemplo histórico documentado de destrucción de las conexiones neurológicas responsables de la integración de la información procedente del lóbulo frontal con aquella procedente de los núcleos profundos del cerebro: un caso de lesión en el córtex de asociación límbico orbitofrontal, responsable en gran medida de la conducta emocional. Lo anterior quiere decir, de forma excesivamente sintética que, sin el empuje emocional necesario, Phineas Gage no podía llevar a cabo con éxito la toma de decisiones cotidianas que afectaban a su futuro a medio y largo plazo. El sujeto se había convertido en un pelele que actuaba sin ton ni son, sin una guía motivacional coherente, incapaz de evaluar qué era o no lo más conveniente hacer en cada momento para conducir su vida dentro de los parámetros de la normalidad social. No disponía de los sentimientos necesarios, de la intuición emocional que al resto de los seres humanos nos guía no sólo en la toma de decisiones importantes, sino que es Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 70 también la que nos hace decantarnos por algo tan trivial como una marca de cereales en el supermercado cuando, a priori, no tenemos preferencia por ninguna en concreto. A Phineas Gage todo parecía darle igual, y eso incluía tanto las consecuencias más irrelevantes de sus actos, como las más graves. De modo similar, las personas con daños en el lóbulo frontal son literalmente incapaces de decidirse por una marca de cereales, perdidas en una deliberación infinita en la que consideran todas las opciones posibles, pero sin impulso emocional ninguno que les haga decantarse por una de ellas cuando las cualidades racionalmente evaluables son idénticas. De la importancia del marcaje emocional de la experiencia para la toma de decisiones normofuncional nos ocupamos por extenso en el capítulo 7 de este trabajo. 3.4.2. Publicidad: el razonamiento emocionalmente comprometido Lo que nos dicen casos como los anteriores nos interesa por dos motivos en el contexto de este estudio: primero, porque los seres humanos con encéfalos normofuncionales tomamos decisiones de consumo constantemente; segundo, porque actualmente lo más común es que la diferencia cualitativa entre los productos en oferta sea mínima o inexistente. De este modo, ambos factores se combinan para que el empuje emocional en favor de un producto determinado sea mucho más determinante de lo que pensamos. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 71 Los creativos son conscientes de esto por pura experiencia profesional: saben que si no hay nada superior o diferente que destacar en el producto que tienen que vender, con respecto a otros de la misma gama, tendrán que inventárselo: a esto se le llama generar valor añadido. Y lo que le añaden al producto corriente es, básicamente, capacidad para conmover, para evocar sentimientos en el consumidor capaces de determinar su elección en un grado mucho mayor que la evaluación racional de sus cualidades. La mayor parte de las veces, ni siquiera somos conscientes de que elegimos emocionalmente. Y si llegamos a serlo, eso no quiere decir que no nos vaya a costar esfuerzo reconducir conscientemente nuestra conducta para evitarlo: D.S. sabía que no tenía sentido la idea de que esas personas se hiciesen pasar por sus padres, pero era incapaz de dejar de sentir lo que sentía (o, mejor, era incapaz de volver a sentir lo que siempre había sentido) y, sobre todo, no era consciente de que sus emociones estaban bloqueando su capacidad de llegar a una conclusión racional sobre el tema. Pero, aunque hubiese sido consciente de su propio cortocircuito emocional, habría seguido sin sentir nada por sus progenitores al verlos. Aunque nosotros, seremos humanos de a pie, no padezcamos una lesión cerebral, tampoco somos capaces de explicarnos la causa por la que una determinada imagen publicitaria nos provoca un sentimiento que hace que prefiramos un producto concreto a pesar de que, racionalmente, no sea la opción más económica o ventajosa. Eso sí, nos queda la posibilidad de analizar racionalmente por qué no lo es y, si no nos compensa, cambiar de marca. Aunque requiere un considerable esfuerzo, podemos romper asociaciones y sustituirlas por otras: en esto consiste básicamente el aprendizaje. Por el contrario, lo que D.S. no podía hacer era recuperar una de esas asociaciones emocionales importantísimas, a saber: el sentimiento de amor, o proximidad, o familiaridad por sus padres. Y esta incapacidad condicionaba la interpretación que hacía de los sucesos del mundo, tornándola irracional en ese aspecto concreto referente a la identidad de sus progenitores. Por tanto, y al contrario de la opinión popularmente extendida que suele ligar emoción y conducta irracional, muchas veces es la anulación o reducción de la respuesta emocional lo que desencadena comportamientos inadaptados, que pueden llegar a ser dañinos para el individuo y para los miembros de su entorno. Es lo que ocurre, por ejemplo, con los psicópatas, que no manifiestan una respuesta emocional normal ante el dolor ni el sufrimiento ajeno. Ante imágenes o palabras que a una persona normal le provocan espanto, el psicópata no experimenta alteración alguna. Esto se comprobó midiendo la actividad cerebral de un grupo de pacientes que habían cometido asesinatos en serie y a quienes se consideraba afectados de psicopatía, con respecto a la de un grupo control. A todos se les proyectaba una serie de palabras escritas (del tipo mesa, silla, jardín, alfombra, mar), con el fin de establecer un patrón de reverberación neuronal estándar para cada uno de los sujetos. Entonces se procedía a intercalar en el corpus de palabras algunas con significados más o menos truculentos (como cadáver, asesinato, tortura, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 72 violación), con el fin de comprobar si esto desataba la actividad de áreas cerebrales diferentes. En efecto, mientras que en el grupo control se detectó una fuerte respuesta emocional, traducida en una repentina activación del área límbica, la respuesta de los pacientes con psicopatía permaneció inalterada: su actividad cerebral se mantenía constante independientemente de que la palabra proyectada fuera jardín o tortura [E. PUNSET (2006:154)]. Para reconducir el discurso hacia cuestiones relacionadas con las implicaciones emocionales de la imagen de marca, me permitiré relatar una anécdota. Hace un par de años, durante el transcurso de un campo de voluntariado en el extranjero, me encontraba haciendo la compra de la semana en compañía de un compañero polaco. Teníamos que comprar mayonesa, pero ninguno de ambos conocía en principio las marcas a la venta en el país. De repente, él agarró decididamente un bote, como si hubiese dado con lo que buscaba. De su actitud inferí que conocía el producto y que era de su confianza. Pero me equivocaba. Cuando más tarde, en la cena, le pregunté de qué conocía la marca, me miró extrañado y me confesó que simplemente se había dejado seducir por el envase y la etiqueta. Sistemas sensoriales más abstractos, como el olfato, que se encuentra directamente conectado con el área límbica, entrañan capacidades de evocación emocional aún más intensas, de ahí las investigaciones que se están llevando a cabo para intentar incorporar sensaciones olfativas en las campañas publicitarias (en 8.2.4.2.1. el lector encontrará datos detallados sobre el tema proporcionados por Martin Lindstrom, expandidor profesional de marcas). A este respecto, hace unos años se emitió en televisión un anuncio que, aunque basado en la imagen y la música, recreaba metafóricamente esta tremenda potencialidad de los aromas para retrotraernos a experiencias emocionalmente significativas: se trata del anuncio de galletas Napolitanas, donde un hombre joven que regresa a su ciudad en el sur de Italia pasa por delante de la pastelería de su infancia y percibe el aroma de la canela, lo que le hace detenerse ante el escaparate. En ese instante, y al inhalar profundamente el aroma, todo se transforma a su alrededor: las calles, la cristalera de la pastelería, la ciudad entera vuelve a ser Nápoles treinta años atrás. Personalmente considero que esta campaña fue bella y efectiva, un ejemplo de la capacidad de la imagen (si bien es cierto que combinada con la banda sonora adecuada) para evocar experiencias multimodales a las que pueden ir asociadas emociones y sentimientos intensos. En mi caso, me retrotrajo a las tardes en la casa de labranza de mi abuela cuando, a la hora de merendar, o antes de la cena, como un capricho, mi tía traía de la pequeña tienda de ultramarinos que regentaba una caja de estas galletas, que entonces tenían un tamaño considerable (y que de niña me parecían planchas enormes, interminables) y nos daba una a mi prima y a mí. Crujientes, inmensas. Azúcar y canela. Estos aromas, asociados a la imagen de las galletas, todavía me suscitan un estado orgánico de felicidad incomplicada, de bienestar fundamental: rasgos perceptivos, olfativos y gustativos básicos son capaces de activar el recuerdo vívido de lugares, momentos y personas que amo. En mi experiencia individual, la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 73 marca Napolitanas significa todo esto. Del modo en que la memoria semántica y episódica se integran en una misma red conceptual profundamente anclada en áreas corticales que representan rasgos unimodales simples nos ocupamos con detenimiento en 5.6. Por el momento, daremos una explicación escueta de lo que ocurre a nivel neurofisiológico cuando experimentamos emociones tan intensas a raíz de un estímulo sensorial de cualquier índole: lo que hace nuestro cerebro es recrear patrones de actividad aprendidos en el pasado. Cuando un patrón de conexiones sinápticas asociado a un estímulo concreto correlaciona a su vez con una configuración emocional determinada (que no es sino otro patrón de reverberación a nivel cerebral que codifica un estado fisiológico concreto) lo más probable es que ambos se refuercen mutuamente, como señala el Principio de Hebb [PH. JOHNSON-LAIRD (1982:172)]. Esto explica el hecho de que ciertos aromas, ciertas voces, ciertas melodías…tengan en nosotros impactos emocionales tan fuertes, que pueden estar asociados a sentimientos conscientes, tanto agradables como traumáticos. Por eso decíamos que el desarrollo de toda la potencialidad de cualquier sistema perceptivo depende en parte de claves moleculares genéticamente especificadas, pero también, y en gran medida, de la experiencia. Esto equivale a decir que existe una continuidad entre los mecanismos del desarrollo y del aprendizaje, como pone de manifiesto el hecho de que las conexiones sinápticas conserven su plasticidad a lo largo de la vida adulta y que, por tanto, sean modificables mediante la actividad neuronal inducida por la experiencia. De hecho, existen numerosos estudios experimentales en macacos que proporcionan ejemplos impactantes del modo en que interactúan los factores genéticos y la experiencia en la maduración del encéfalo, y que ponen de manifiesto que la deprivación ambiental puede alterar dramáticamente los procesos de desarrollo del cableado cerebral, especialmente si ésta tiene lugar durante períodos de edad críticosxxiii . Pero recuperemos la vía argumental principal: en definitiva, perseguíamos la idea de que la visión no es simplemente una cuestión de recepción pasiva, sino un proceso inteligente de construcción activa. Por establecer un paralelismo con una idea que propusimos en el capítulo anterior, del mismo modo que los científicos elaboran teorías que les permiten interpretar el mundo físico, nuestro sistema visual elabora mundos con sentido, es decir, transduce hechos físicos brutos en estímulos que puede categorizar de manera significativa para el organismo en el que existe. Ahora bien, la diferencia principal estriba en que las hipótesis y teorías científicas son el fruto de una elaboración consciente, mientras que los mecanismos constructivos inherentes a nuestra facultad de la visión proceden de manera inconsciente. A continuación examinaremos con algo más de profundidad en qué consisten tales mecanismos, de modo que podamos evidenciar el sentido en que decimos que la visión es un proceso constructivo, significante y creativo y, por tanto, directamente vinculado con la cognición inteligente. Esto nos interesa en un trabajo de este tipo porque comprender la inteligencia visual Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 74 significa comprender mejor quiénes somos como especie, y qué hay, por ejemplo, en una imagen publicitaria que pueda apelar a nuestra inteligencia emocional para que todo nos incite a la adquisición de un determinado producto. Como veremos, lo que importa no es tanto lo que hay en la imagen, como lo que ponemos nosotros. 3.4.3. Fisiología, percepción y realidad: ¿Por qué decimos que construimos lo que vemos? 3.4.3.1. Introducción No ha sido hasta tiempos bastante recientes que se ha apreciado el grado en que la percepción visual es creativa. La imagen neuropsicológica previa se encontraba fuertemente influida por los filósofos empiristas británicos de los siglos XVII y XVIII, especialmente por la obra de John Locke y de George Berkeley, quienes consideraban la percepción como un conjunto de sensaciones elementales unidas aditivamente, mediante asociación simple. Sin embargo, el estudio de disfunciones cognitivas adquiridas, es decir, provocadas por accidente cerebrovascular o traumatismo craneoencefálico, constituye (como acabamos de ver en el epígrafe anterior) una fuente valiosísima de datos que nos permiten avanzar en la comprensión del funcionamiento del cerebro humano normal. Así, para defender la tesis de que la facultad de la visión es constructiva, podríamos apelar a los casos de agnosia de forma visual, en los que la persona afectada, a pesar de distinguir perfectamente colores y movimiento de los objetos, es incapaz de verlos, es decir, le resulta imposible integrar el conjunto de datos percibidos en relación con los límites y discontinuidades de las superficies, el color y el movimiento, para construir la imagen de algo estable y significativo. Estas personas no tienen problemas semánticos, es decir, siguen sabiendo lo que son las cosas y las reconocen por el sonido, la textura, el sabor…pero no pueden verlas. No es ceguera, sino ausencia de la capacidad gnósica que a los demás nos permite estructurar la energía estimular específica que las neuronas periféricas de nuestro sistema visual transducen en impulsos nerviosos. Haremos un breve inciso para aclarar esto. En efecto, en el ámbito de la psicología cognitiva se realiza una diferenciación entre las categorías experienciales conocidas como percepción, por un lado, y gnosis, por otro [R. J. LOVE Y W. G. WEBB (2001:47-50)]. Mientras que por percepción se entiende el tipo de conocimiento sensorial que cualquiera experimenta si, por ejemplo, palpa algo en la oscuridad (es decir, un conocimiento referido a la forma y dimensiones del objeto, a su peso y textura), el término gnosis se utiliza para designar la identificación o reconocimiento de tal percepción sensorial, es decir, la capacidad de hacer corresponder los datos obtenidos (mediante el tacto, en este caso), con una categoría conceptual concreta. En síntesis, se trata de que la persona sea capaz de integrar los datos procedentes de su Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 75 sistema táctil con los que ya posee de otras experiencias perceptivas sobre objetos similares, para llegar a saber qué es lo que está palpando (en concreto, esta capacidad de reconocimiento a través del tacto se denomina estereognosia). Lo que ocurre en el caso de una agnosia es un defecto en la función de asociación sensorial, un déficit que está a medio camino entre lo perceptual y lo cognitivo. Así pues, en el ejemplo de la agnosia visual de forma, aunque la persona afectada conserva intactas casi todas sus facultades perceptivas y tampoco tiene problemas semánticos globales, lo que falla es la capacidad de reconocer una determinada cualidad de la percepción. En este caso es la forma, pero podría ser igualmente el color o el movimiento. Sin embargo, la agnosia de forma visual es especialmente traumática ya que, al impedir integrar los contornos, partes y colores de los objetos, los pacientes actúan como si estuvieran ciegos porque, literalmente, lo que ven no tiene sentido, no lo reconocen, es un caos. En resumen, no pueden categorizar lo percibido visualmente. En cierto modo es como si, de repente, al contemplar un cuadro figurativo, nos volviésemos incapaces de comprender lo que representa y sólo pudiésemos acceder a las dimensiones puramente físicas del mismo, es decir, a la aglomeración de pigmentos sobre el lienzo. Como si al oír la secuencia verbal modulada por un ser humano no fuéramos capaces de segmentarla automáticamente en unidades significantes y, por tanto, no comprendiéramos absolutamente nada de lo que dice (que es lo que nos pasa cuando escuchamos hablar a alguien en un idioma que desconocemos). Como si al sentarnos un buen día delante de la pantalla del cine sólo viéramos una gran superficie blanca sobre la que se proyectan aleatoriamente luces de colores diversos. Todos ellos hechos físicos reales y elementales, pero dramáticamente carentes de estructura y, lo que es más importante, de significado humano. Los casos de agnosia visual, que puede afectar a diversos aspectos de nuestra facultad de la visión, apuntan claramente hacia el carácter construido de todo lo que vemos. No es que la realidad esté ahí fuera estructurada de la manera en que los seres humanos con encéfalos sanos la percibimos siempre. La estructura, el significado, están en nosotros. Aun así, somos conscientes de que apelar a los casos de lesión no equivale a llevar a cabo una defensa positiva de la naturaleza constructiva de nuestra facultad visual. A principios del siglo XX, los psicólogos alemanes Max Wertheimer, Kurt Kofka y Wolfang Köhler, a quienes se considera fundadores de la Gestalt, señalaron que es el proceso de percepción el que configura activamente la forma completa que aparece en la consciencia, y que por eso cada imagen percibida es mucho más que la suma de sus elementos preceptúales (lo contrario de lo que sostenían los empiristas). Hoy en día, y gracias al encuentro propiciado entre la psicología cognitiva contemporánea y la neurobiología en estudios de la visión (por el hecho de plantear la cuestión de qué es lo que posibilita la integración de la información perceptiva a nivel cerebral), disponemos de evidencias fisiológicas que avalan la tesis de que la visión es un proceso principalmente creativo, y consideramos relevante exponerlas. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 76 3.4.3.2. Contornos cognitivos: ¿Está lo que vemos realmente ahí fuera? Sin embargo, antes de acometer esta tarea, tal vez sea conveniente ofrecer una evidencia aún más intuitiva que los casos de disfunción propuestos, para así ejemplificar el modo en que nuestra capacidad visual nos permite percibir cosas que, aunque ni siquiera están ahí fuera en un sentido físico bruto, para nosotros ostentan el mismo estatus de realidad que cualquier otra que podamos ver significativamente y que sí tenga una materialidad externa cuantificable. Nos estamos refiriendo a los casos en que percibimos contornos y superficies subjetivos como ocurre, por ejemplo, en la imagen siguiente: Los triángulos luminosos que las personas con un cerebro y un sistema visual normofuncionales perciben de modo evidente en el centro de cada figura son, sin embargo, invisibles para un fotómetro (aparato que sirve para detectar el índice de luminosidad en un área determinada de una superficie) o para un escáner de imágenes. Así pues, lo que diría cualquiera dejándose llevar por un sentido común confiado en la precisión de los instrumentos científicos, es que en realidad, no hay tales triángulos. Lo que decimos nosotros es que, precisamente en realidad, sí los hay. Exactamente de la misma manera en que, en realidad, suele haber sillas, mesas, gatos, nubes y estrellas cuando abrimos los ojos y los vemos. Como toda percepción es construida, todas tienen el mismo estatus de realidad para nosotros. Esta cuestión nos conducirá momentáneamente a un necesario inciso. En filosofía suele establecerse una distinción entre dos modos o categorías del ver, a saber: ver fenoménicamente, y ver relacionalmente. Sólo lo que existe puede verse en sentido relacional, mientras que hay muchos fenómenos, entre ellos las alucinaciones (que pueden explicarse como disfunciones cognitivas específicas) que sólo se ven en sentido fenomenal o fenoménico. Así pues, lo que se ve de esta manera es lo que los seres humanos experimentan significativamente, aunque no esté ahí en sentido relacional. Queremos manifestar que somos conscientes de la existencia de una Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 77 tal clasificación filosófica (con las implicaciones ontológicas que conlleva) pero que la consideramos metodológicamente improductiva, al menos en relación con nuestro trabajo. Aquí vamos a sostener que, desde el momento en que percibimos cualquier cosa, la construimos, es decir, le imprimimos una estructura significativa sin poder evitarlo (a no ser que suframos de algún tipo de agnosia o de demencia semántica), de modo que concebimos la realidad como la experiencia surgida de la integración de todas nuestras percepciones sensoriales multimodales. Las figuras subjetivas tienen para nosotros el mismo estatus de realidad que las galaxias, que no dejan de ser construcciones conceptuales que podemos visualizar a través de sofisticados instrumentos técnicos, o que las estrellas, cuya luz percibimos tal vez mucho tiempo después de que hayan dejado de existir. Creemos que es necesario desvincularse de la idea que abandera el fisicalismo reduccionista y que sostiene que sólo es real lo que existe materialmente, entendiendo por tal todo aquello que sea traducible a algún tipo de parámetro físico externo al ser humano. Así pues, según el criterio impuesto por el paradigma fisicalista, los triángulos no serían reales porque no hay un cambio en la intensidad de la energía lumínica que refleja su superficie. Sin embargo, las galaxias sí lo serían: no importa que sus diversas partes se encuentren en áreas espaciotemporales que pueden llegar a distar años luz entre sí. Lo importante es que se supone que están físicamente en algún sitio, aunque tal lugar sea en realidad muchos lugares diversos carentes de la unicidad que nosotros atribuimos a las galaxias que vemos. Pero, ¿qué decir de la estrella que estalló y cuya luz seguimos percibiendo porque precisamente estamos lo suficientemente lejos? En sentido relacional, siempre podríamos decir que estuvo en algún momento en algún sitio, y que por tanto era real. Desde nuestro punto de vista, esto no tiene ningún sentido. Otorgar sin más la razón a un fotómetro, negando nuestra propia experiencia, nos parece que deslegitima el valor epistemológico de la misma. En cierto sentido, es como si, conscientes de que tras los iconos del interfaz de nuestro programa de ordenador hay un lenguaje de programación intrincado, nos empeñásemos en afirmar que éstos no son reales y que no conocemos el funcionamiento del software simplemente porque no comprendemos los algoritmos subyacentes, que serían la única dimensión de realidad auténticamente fidedigna. Pero lo cierto es que el programa, en el sencillo nivel fenoménico en que somos capaces de interaccionar con él, nos sirve del modo más real y significativo posible, es decir, para desempeñar adecuadamente en la vida cotidiana una tarea concreta. Y esto es algo tan valioso que sostiene una industria potentísima que da trabajo a muchas personas que sí conocen los entresijos del lenguaje de programación, y que se esfuerzan a diario por diseñar interfaces que el resto podamos manejar de forma intuitiva, adecuada al modo en que cotidianamente experimentamos el mundo. En este sentido, estamos de acuerdo con el postulado de G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:109) que sostiene lo siguiente: “What we mean by real is what we need to posit conceptually in order to be realistic, that is, in Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 78 order to function successfully to survive, to achieve ends, and to arrive at workable understandings of the situations we are in”. En este trabajo afirmamos que lo que construimos los seres humanos es la experiencia de la realidad y no, obviamente, la realidad en sentido relacional o absoluto. Entre otras cosas porque, como ya hemos comentado, el único criterio de que disponemos para cuantificar algo de este modo tampoco escapa al hecho de que surge de nosotros mismos, con lo que nunca es completamente objetivo. Se trata de la circularidad fundamental del método científico. Por eso nos parece que tratar de discutir qué es lo que son las cosas relacionalmente (en definitiva, qué es lo real en última instancia) es una empresa sin demasiado sentido. 3.4.3.3. Fisicalismo internista y no reduccionista Aún así, si fuera preciso que hubiera un parámetro físico para que concediéramos un estatus de auténtica realidad a nuestras percepciones sensoriales, entonces podríamos argumentar que ha llegado el momento de dejar de buscarlo exclusivamente en los hechos físicos externos al ser humano. Porque ¿acaso los cambios que se aprecian en los potenciales de acción de las neuronas ganglionares cuando el ojo percibe un estímulo no son parámetros físicos reales y cuantificables en el más tradicional sentido científico? Si estamos dispuestos a reconocer esto, entonces es necesario que sepamos que esos cambios en la frecuencia de disparo neuronal (que indican el grado de excitación de una célula nerviosa ante parámetros físicos como la localización, intensidad o duración de los estímulos) se producen también cuando lo que percibimos son figuras y contornos subjetivos como los diseñados por Kanisza [D. D. HOFFMAN (2000: 107-111)]. Esto es, ciertas neuronas de nuestro sistema visual se excitan tanto si en el exterior de nuestro organismo hay un cambio en la intensidad de la energía lumínica que refleja una superficie concreta (lo que se denomina un estímulo), como si no lo hay. Es decir, que la percepción completa, gnósica, que emerge en la conciencia, no siempre está motivada por una correspondencia unívoca con un cambio en los parámetros físicos externos. En este sentido, es necesario volver la mirada hacia el modo en que nuestro propio organismo construye estas percepciones significativas. No es algo absurdo ni paradójico, sino complejo. La secuencia causa-efecto y la concepción reduccionista de lo real no nos ayudan a comprender cierto tipo de sistemas dinámicos portadores de información intrínseca, como es el caso del ser humano. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 79 3.4.3.4. Epistemología para la vida cotidiana En definitiva, sostenemos que el nivel epistemológico de nuestras experiencias perceptivas cotidianas es por sí mismo real, útil y significativo. De hecho, es el más importante desde el punto de vista humano y sólo al considerarlo de este modo podremos explicar cuestiones psicosociales y comunicativas relacionadas con el uso de la imagen en los medios. En efecto, es el valor que las personas otorgan a su experiencia, la necesidad de cerrar su mundo de supuestos para obtener la tranquilidad necesaria para vivir, lo que hace que las imágenes ostenten el poder que actualmente tienen. En muchos casos, se asumen como garantes de veracidad de un modo simplista. Obviamente, no decimos que esto sea mejor que otorgar ciegamente la razón a un fotómetro. Sin embargo, sí detectamos cierta relación entre ambas actitudes, aunque con una diferencia: la automática (que llevamos a cabo de manera cotidiana, y que no se ha cuestionado jamás el estatus epistemológico ni ontológico de lo que contempla) suele plegarse inmediatamente ante el argumento de autoridad científico, que actualmente es de cariz fisicalista y reduccionista. La mayor parte de las veces, más que de una auténtica convicción, de lo que parte esta sumisión a la ciencia es de la ignorancia generalizada acerca de estas cuestiones entre el grueso de la población, y de la falta de reflexión cotidiana demorada acerca de casi todo. En un mundo que asume implícitamente una metafísica de corte absolutista, la verdad adquiere también un estatus de unicidad inamovible, establecida actualmente por los dictámenes científicos, que son algo así como la nueva religión de nuestros días (especialmente para quien los contempla desde fuera, sin comprender el funcionamiento de los engranajes de la especulación teórica). Lo que ocurre es, como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:105) que “In much of the Western philosophical tradition, truth is taken to be absolute and scientific truth claims take priority over nonscientific truth claims”. Al ser humano de a pie, sin embargo, y aunque agache la cabeza si tiene la lucidez y la humildad suficientes como para reconocer su falta de conocimiento o de reflexión sobre la materia, de nada le sirve que le digan que las cosas que realmente ve no están ahí, sin más, porque un fotómetro no las capta. O, peor aún, que lo que ve no es la realidad última de las cosas, porque no se corresponde con las dimensiones físicas generadoras de los fenómenos que contempla (como en el caso de los iconos de nuestro ordenador con respecto al software y el hardware que los hacen posibles). Del mismo modo que de nada le sirve que le adviertan que los anuncios son engañosos, porque los deseos que inspiran en él son muy reales, ya que la seducción que ejercen los medios se lleva a cabo mediante mecanismos complejos que ostentan, al igual que nuestros sistemas sensoriales, cierto grado de impenetrabilidad, de tal forma que no son fácilmente contraargumentables desde la observación cotidiana. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 80 Para rebatir es necesario pararse a reflexionar. En el caso de la publicidad, al poco tiempo de que disponemos para ello normalmente, se une la dificultad de que es preciso hacerlo sobre objetos que incluyen información que no suele estar lógicamente estructurada. Y aún hay algo más, a saber: que no estamos acostumbrados a lidiar con la emoción, el sentimiento, y el deseo. Mientras que el grueso de la población occidental dedica una parte importante de su vida a la educación formal, centrada primordialmente en el desarrollo de habilidades cognitivas básicas, así como en la adquisición de habilidades técnicas y motoras varias, se supone que cada uno se las apaña como puede para intentar conducir su vida personal, sentimental y emocional, como si ésta fuese una cuestión menos compleja capaz de resolverse para bien por sí misma, de fluir armónicamente de modo natural. Si todo va bien, nos alegramos por ello, incapaces de analizar detenidamente el conjunto de variables a que puede deberse (que, por otra parte, jamás explicarían la sensación de bienestar general, que suele ser muy superior a la suma de una serie de circunstancias definidas); pero si va mal, lo que hacía la mayoría antes de que se pusiese de moda la psicoterapia gracias a las películas de Woody Allen era mirar hacia otro lado, confiando ciegamente en que el malestar habría de pasar a base de ignorarlo, a fuerza de fingir su inexistencia. Esta actitud se encuentra, por otra parte, directamente relacionada con el fisicalismo externista que mencionábamos más arriba: el no poder atribuir un sustrato material a nuestros estados emocionales de manera directa ha hecho que la posibilidad de su estudio científico se deslegitimase de manera persistente (a modo de ejemplo, remito al lector a la nota cxi que encontrará al final de este estudio). En efecto, desde el punto de vista del fisicalismo científico, es imposible estudiar algo que, en apariencia, no tiene sustrato material y, por tanto, no existe, por mucho que nuestra experiencia fenomenológica nos reitere machaconamente lo contrario. De este modo, la impotencia que produce la falta de entrenamiento para la observación estructurada de la dinámica emocional (lo que convierte a muchos en víctimas de su propio estilo sentimental), unida al ritmo de vida y a la renta per capita media (la ayuda psicológica, además de estar todavía marcada por cierto estigma social, no está cubierta por la sanidad pública, y es cara) hace que lo más práctico sea, en efecto, seguir mirando hacia otro lado. A los escaparates, por ejemplo. Una compra innecesaria proporciona un alivio inmediato cuyo precio resulta irrisorio al lado del presupuesto necesario para afrontar los gastos que supondría una terapia cognitivo-conductual a medio plazo. No importa que la compensación de la compra compulsiva sea efímera: por lo general, al ser humano le puede el estímulo inmediato, la facilidad, lo que está cerca. Más vale pájaro en mano. Y esta tendencia natural, cuyas consecuencias pueden tornarse patológicas si durante nuestro desarrollo no nos entrenan para tolerar la frustración, se encuentra exacerbada en una sociedad de ansiosos muy poco acostumbrados a pensar en los efectos a largo plazo de sus acciones y conductas. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 81 Por eso resulta tan difícil convencer a la gente para que apoye el comercio justo, para que ejerza un consumo responsable, para que recicle, o para que deje de fumar. Puede más la satisfacción inmediata del cigarrillo o de la compra a precios más bajos o del no tener que esforzarse en separar los residuos (frente a la comodidad del gesto de arrojar cualquier cosa en el mismo cubo de cuyo contenido cada noche alguien nos libera mágicamente), que la recompensa a largo plazo derivada de esforzarnos por alterar nuestro comportamiento. Lo cierto es que es mucho más fácil abandonarse, pensar que no tenemos control alguno sobre la situación, o que el mundo es un engranaje demasiado complejo como para intentar hacer algo por modificarlo, aunque sólo sea levemente. Y todo porque no obtenemos una satisfacción inmediata de este tipo de acciones locales, que requieren esfuerzo y cuyas consecuencias a nivel global se hacen esperar, ya que siguen una dinámica de tipo emergente que requiere de un tiempo prolongado y de la colaboración de muchos para alcanzar un umbral que dé lugar a un cambio cualitativo. La organización de la sociedad contemporánea y los fenómenos que en ella tienen lugar no responden a nuestro hábito de razonamiento causal de corte mecánico newtoniano. Desentrañarlos requiere más esfuerzo, y también capacidad para tolerar cierto grado de incertidumbre. Lo que no significa claudicar ante el caos. Pues bien, la actitud generalizada que acabamos de describir la adoptamos también ante las emociones y sentimientos que nos abruman: preferimos asumir que es normal que siempre estén fuera de control, que su naturaleza es la de una masa caótica y desestructurada, que no podemos manejarlos ordenadamente, reconducirlos. En fin, que nos encontramos inermes ante ellos. Y así vamos poniendo parches a los problemas sociales y personales, tiritas que se rompen cada poco y que acaban por costarnos una fortuna, sin atrevernos nunca a abordar la dificultad y el esfuerzo que conllevaría el intentar resolver el problema de fondo. Como consecuencia de marginar la atención que dedicamos a nuestros estados emocionales (que, en nuestra cultura, sólo en la actualidad comienzan a considerarse dignos de ella), toda estrategia que sea capaz de movilizarnos a nivel orgánico, es decir, que nos empuje más allá de lo racionalmente controlable, tiene muchas posibilidades de ejercer una enorme influencia sobre nosotros. Siempre habrá un momento en que el anunciante nos coja desprevenidos y, por mucho que tratemos de interiorizar que lo que vemos no nos hará más atractivos, poderosos o felices, ciertas asociaciones quedarán latentes en una especie de conciencia oscura. Como analizamos en el epígrafe anterior, el poder de la evocación emocional sobre la inteligencia racional es asombroso. Por eso los anuncios funcionan. Y por un mecanismo muy parecido no podemos dejar de ver los triángulos subjetivos aunque sepamos a ciencia cierta, como suele decirse, que no están ahí, es decir, en lo que consideramos el mundo físico externo. Nuestra inteligencia visual es, al igual que los mecanismos neurofisiológicos responsables de nuestros estados emocionales, opaca a nuestra conciencia. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 82 Un ejemplo de esta opacidad lo encontramos en el tablero de ajedrez cuyas casillas, a pesar de ser exactamente del mismo color (es decir, de tener la misma reflectancia de superficie), vemos de colores diferentes. Fíjese el lector en las casillas A y B de la siguiente imagenxxiv: Nos parecen de distinto color porque construimos los colores en consonancia con el patrón de contrastes entre zonas de diferente reflectancia lumínica de la escena, en lugar de procesar aisladamente la frecuencia de onda reflejada por cada superficie. Esto puede apreciarse en la siguiente imagen, donde vemos que el color de B cambia (a nuestros ojos) a medida que la aproximamos a A: A pesar de ello, y aun habiendo comprobado por nosotros mismos que la reflectancia que cuantificaría un fotómetro no cambia, si nos enfrentamos de nuevo a la imagen original, seguiremos viendo las casillas de colores diferentes. No hay modo de que el conocimiento que tenemos de lo que se supone que está ocurriendo en el tablero modifique el funcionamiento de nuestro sistema visual. Ahora bien, que no podamos modificar radicalmente ciertas características de serie de nuestro sistema cognitivo por medio del ejercicio de una reflexión consciente (la impenetrabilidad a que nos referíamos un par de páginas más arriba), no quiere decir que no podamos observarlas Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 83 demoradamente para tratar de comprender mejor cómo funcionan, lo que equivale a intentar comprender, en última instancia, cómo pueden ser manipuladas. Aclarado este punto, ha llegado el momento de exponer cuáles son las características fisiológicas de nuestro sistema visual que avalan la tesis de la construcción. Como es nuestro propósito declarado desde el inicio de este trabajo, no redundaremos en detalles eruditos. Sin embargo, es importante apuntar las evidencias estructurales que amparan lo que actualmente es una firme conclusión en el ámbito de los estudios visuales pero que, para la mayoría, resulta enormemente contraintuitiva. 3.4.4. De la estructura digital retiniana, a la abstracción analógica de nuestras percepciones conscientes La estructura básica del ojo se conoce aproximadamente desde la época de Galeno, en torno al siglo II d.C., pero su función no fue del todo comprendida hasta que, en 1604, Kepler hizo pública su teoría de la refracción mediante lentes esféricas. Aplicada al ojo, esta teoría permitía explicar que lo que hacían la córnea y el cristalino era enfocar una imagen sobre la retina. A partir del momento en que la evolución tecnológica posibilitó, un par de siglos más tarde, la captación de imágenes fotográficas, la metáfora que equipara el ojo humano y la cámara ha sido profusamente utilizada. Hoy en día, esta metáfora es ya un lugar común que, sin embargo, y dados los conocimientos de que disponemos en la actualidad sobre el funcionamiento del sistema visual debidos a los impresionantes avances realizados en estudios de la visión (muchos de ellos potenciados por los proyectos de implementación de robots capaces de propiocepción y desenvolvimiento en el espacio llevados a cabo en el ámbito de la I.A.) no deja de llamar a error. En efecto, la retina, a diferencia de la película fotográfica, no es un recipiente pasivo de imágenes, sino que las compone a partir de la luz capturada por una formación discreta de fotorreceptores, es decir, de células nerviosas sensibles a la energía lumínica. Los fotorreceptores son de dos tipos, unos más grandes que otros; los más pequeños, que denominamos bastones, nos permiten ver cuando la luz es escasa. Los más grandes, los conos, son los que posibilitan la visión en color y trabajan a pleno rendimiento cuando la luz es intensa. Se concentran principalmente en la fóvea, que es la parte de la retina con mayor resolución, es decir, donde la densidad poblacional de fotorreceptores aumenta significativamente. Lo que nos interesa de esta estructura, sin embargo, es su calidad discreta, digital, como si se tratase de un cuadro puntillista: lo que capta la retina es un número determinado de fotones por célula nerviosa. Sin embargo, la experiencia consciente que tenemos al abrir los ojos no es discreta, sino continua. Vemos líneas y superficies, y también somos capaces de captar la profundidad, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 84 aunque en nuestra retina nunca hay más que una proyección bidimensional. Es nuestro sistema visual el que transforma los estímulos luminosos digitalizados, bidimensionales, y transitorios en los constructos mentales del mundo tridimensional estable y analógico que percibimos. Pero, ¿cómo lo hace exactamente? Imaginemos por un momento la retina como una disposición idealizada de celdillas hexagonales, cada una de ellas equivalente a un fotorreceptor, en este caso, un cono. De hecho, esta descripción es bastante fiel a lo que es la retina realmente en el área de la fóvea. Imaginemos que contemplamos un cuadro enorme de Miró en el que sólo hay dibujada una larga y gruesa línea recta. Idealmente, tendemos a pensar que sólo se activarán los conos cuyos campos receptivosxxv correspondan exactamente con la superficie de la línea. Pero el problema es que esta correspondencia nunca es exacta, y que los conos se activan (con más o menos intensidad) o no se activan (se inhiben) pero no pueden hacerlo a medias (es decir, no pueden activar exclusivamente la parte de su campo receptor que se corresponde exactamente con la línea, como ocurre en la imagen de la izquierda). De este modo, la imagen que obtenemos a nivel retinal es más bien parecida a la que se encuentra a la derecha: Los hexágonos más oscuros indican un cambio mayor en el potencial de membranaxxvi del cono, es decir, una mayor intensidad en la respuesta de la célula nerviosa. Como ya hemos comentado al hablar de los orígenes de la psicofísica, cada energía estimular específica, ya sea lumínica (como es el caso), térmica, mecánica…es transformada en energía electroquímica, de modo que a nivel nervioso comparte un formato común. Esta conversión de la energía estimular en descarga neural tiene dos fases, a saber: La primera corresponde a la mera transducción del estímulo, lo que a nivel fisiológico se materializa como un cambio local en la energía que se encuentra a ambos lados de la membrana de la célula receptora (lo que se llama una despolarización o una hiperpolarización, dependiendo de en qué sentido se efectúe el cambio, lo que para nosotros no reviste ahora mayor importancia). La segunda fase es la codificación neural. En este momento, la señal transducida por la neurona receptora se transforma en una descarga de potenciales de acción que representan parámetros de la información contenida en el estímulo, como intensidad o duración. Los potenciales de acción no son más que señales eléctricas que viajan por los axones de las células nerviosas, pero tienen una característica muy importante: todos son equivalentes en Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 85 intensidad, de modo que el grado de activación o respuesta de una neurona se mide por el número de veces que dispara, es decir, el número de potenciales por segundo que viajan por el axón. Sin embargo, y a diferencia de la mayoría de las neuronas, las células retinales fotorreceptoras, es decir, los bastones y los conos, no descargan potenciales de acción, sino que responden a la luz con cambios graduados del potencial de membrana. Por tanto, la segunda fase de la conversión la llevan a cabo las células ganglionares de la retina. Así pues, lo que obtenemos a escala retinal es, como puede observarse en la figura, algo que no se parece demasiado a nuestro concepto de línea, sino más bien un conjunto de respuestas de diferente intensidad de los conos, cuyo campo receptor coincide total o parcialmente con la posición de la línea en nuestro hipotético cuadro de Miró. Cuanto mayor sea la coincidencia, más activa se mostrará la célula en cuestión (y más oscura aparecerá en la imagen). De este modo, cada vez que vemos una línea tenemos que construirla a partir de las respuestas individuales de los fotorreceptores a escala retinal, lo que requiere el empleo de una cantidad abrumadora de recursos neuronales, como ponen de manifiesto los estudios llevados a cabo por los investigadores de la visión informática, que llevan décadas trabajando en la detección mecánica de líneas y bordes. Puede que a nosotros nos parezca algo trivial pero, para un dispositivo mecánico, llevar a cabo la identificación de un límite de superficie es una hazaña que requiere en torno a los diez millones de operaciones aritméticas. A escala cerebral, las cifras celulares son aún más impresionantes: sólo en una retina hay unos 120 millones de bastones y 7 millones de conos. Y aun así, la retina es tan sólo el lugar en que la construcción de la imagen da comienzo: los datos transducidos por la retina van a parar, a través del nervio óptico (un gran manojo de axones), al núcleo geniculado lateral (N.G.L.), que podríamos describir como la principal estación de relevo sensorial del encéfalo, y que se encuentra en el tálamo. Desde allí, nuevas vías nerviosas se proyectan hasta la corteza visual primaria en el lóbulo occipital, pero hay otras áreas corticales (córtex visuales de nivel superior) destinadas al procesamiento de información visual de diferentes tipos, como puede ser el movimiento, el color, o la orientación de líneas y bordes. Por otra parte, no estamos hablando de un procesamiento lineal donde los datos vayan de la retina al N.G.L. y de allí a la V1, V2, o al área cortical visual que corresponda, sino de vías paralelas profusamente interconectadas que, en muchos casos, se retroalimentan unas a otras. Es decir, hay vías que vuelven desde el córtex visual al N.G.L., y también otras estructuras cerebrales profundas que interaccionan, como el colículo superior, el pulvinar, o el claustrumxxvii. En definitiva, lo que sostenemos es lo siguiente: puesto que la imagen en la retina es discreta y, sin embargo, nosotros obtenemos sensaciones perceptivas continuas, tales percepciones constituyen una construcción de nuestro sistema visual, que es capaz de integrar la información que las células retinianas captan aisladamente. La actividad cerebral masiva que desata la más sencilla percepción pone de manifiesto la complejidad de la capacidad creativa de este sistema. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 86 La misma afirmación es extensible a la percepción de objetos y escenas tridimensionales. La imagen en la retina es siempre bidimensional y, sin embargo, nosotros obtenemos la sensación de habitar un mundo en tres dimensiones, con profundidad. Sin embargo, esto debería ser imposible de ver en teoría. Como ya señalaba W. Molyneux en 1692, en su obra Dioptrika Nova, y también G. Berkeley en su New Theory of Vision [D.D. HOFFMAN (2000:36)], la distancia no se puede ver en sí misma, porque desde el punto de vista físico no es más que una línea que dirige su extremo al ojo, sobre el que proyecta un único punto invisible. Asombrosamente, y a pesar de las leyes de la óptica, nosotros percibimos la profundidad y somos capaces de calcular distancias cada vez que abrimos los ojos. Esto debería hacernos considerar, por tanto, que la profundidad que vemos es una construcción nuestra, determinada por las características neurofisiológicas de nuestro sistema visual y por las facultades cognitivas que emergen de la interacción de nuestro organismo con el medio. En concreto, la imagen estereoscópica, es decir, en tres dimensiones, surge de las leves diferencias que hay entre el campo visual que capta cada uno de nuestros ojos. Nuestro cerebro se las arregla para integrar de forma muy compleja las diferencias existentes entre las imágenes retinianas continuas que previamente construye. La clave fisiológica para comprender esto parece estar, en este caso, en las columnas de dominancia ocular del córtex, pero no es éste el lugar de hacer una digresión al respecto. Pongamos, mejor, un ejemplo más intuitivo: los creadores de películas en tres dimensiones, como las que se proyectan en los cines IMAX, utilizan el conocimiento que actualmente poseemos sobre la visión estereoscópica para conseguir que recreemos la sensación de profundidad a partir de las imágenes bidimensionales proyectadas en la pantalla plana. Lo mismo ocurre con las gafas de cristal líquido que nos sumergen en una especie de realidad virtual: estas gafas, que se parecen más bien a un casco, bloquean alternativamente la luz que se proyecta sobre cada ojo, y en los intervalos de tiempo en que cada ojo ve, las imágenes que se le ofrece a cada uno de ellos son sutilmente diferentes. Esto, evidentemente, sucede más de sesenta veces por segundo, es decir, tan rápido que no somos conscientes de ello, ni del tiempo en que nuestros ojos permanecen en la oscuridad. Es nuestro sistema visual, de nuevo, el que a partir de esas secuencias de imágenes ligeramente diferentes que ve cada ojo, hace lo que está acostumbrado a hacer cotidianamente, a saber: construir un mundo tridimensional envolvente. Por tanto, lo importante es ser conscientes de que, fenomenológicamente, también construimos el espacio que percibimos que habitamos y que, por tanto, no es cierta la afirmación de corte racionalista acerca de que el conocimiento se construye de acuerdo con categorías preexistentes objetivas como el tiempo, el espacio, o la causalidad. La mente construye la experiencia sensorial (por contraposición a lo que afirmaban los empiristas), pero el preconocimiento que nos proporciona las claves básicas para organizar esa experiencia no es ajeno a nosotros Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 87 mismos, sino que está especificado en un programa genético que requiere precisamente de tal experiencia para su desencadenamiento y desarrollo. Hasta no hace mucho, los neurobiólogos creían que las conexiones encefálicas que posibilitan la percepción visual estaban totalmente programadas por un conjunto de fenómenos moleculares independientes de la actividad. Las claves moleculares especificarían el modo en que el desarrollo nervioso de las conexiones neuronales habría de llevarse a cabo. Aunque, en efecto, las claves moleculares son críticas para el desarrollo, sin embargo ahora sabemos que no es lo único que interviene en la formación de las sinapsis. Para exponerlo de forma sintética, será útil utilizar un paralelismo con un programa de tres etapas. Los datos genéticamente programados son determinantes en las dos primeras, a saber: 1) En la selección de una neurona de una vía específica para el crecimiento de su axón, y 2) en la elección subsiguiente del axón de una región de destino en el sistema nervioso. Así, por ejemplo, en el sistema visual, las claves moleculares guían el crecimiento de los axones de las células ganglionares desde la retina a través del nervio óptico, y de ahí, a su región de destino: el núcleo geniculado lateral. Sin embargo, una vez que el axón ha alcanzado este destino, lleva a cabo un emparejamiento con un grupo de neuronas postsinápticas en el N.G.L. (esta sería la tercera etapa dentro del programa), y lo hace mediante mecanismos dependientes de la actividad y la experiencia del individuo. De hecho, los mapas corticales, aunque son genéricamente similares, difieren sistemáticamente entre las personas en un modo que refleja su utilizaciónxxviii . Todo esto pone de manifiesto la existencia de continuidad entre los mecanismos neurales del desarrollo y del aprendizaje, y nos ayuda a explicar no sólo la asombrosa plasticidad que conserva el cerebro adulto para reasignar funciones en caso de lesión, sino algo mucho más básico y cotidiano, como es nuestra capacidad de asociación y aprendizaje. En este sentido, los seres humanos somos sistemas dinámicos, cambiamos en conjunción con las fluctuaciones experimentadas en el entorno en que existimos como organismos: el hecho de que las conexiones sinápticas puedan modificarse a lo largo de la vida adulta mediante la actividad neural inducida por la experiencia avala fuertemente esta idea. 3.4.5. Sobre la percepción del color Lo que acabamos de afirmar en nuestra defensa de que tanto la forma como la tridimensionalidad de nuestras percepciones visuales son propiedades construidas podemos hacerlo extensible al color, cuya visión implica un sofisticado proceso de abstracción que comprendemos relativamente bien a nivel fisiológico. Examinarlo detenidamente nos conducirá a reforzar de manera concluyente la evidencia aportada hasta el momento para apoyar la tesis de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 88 la construcción visual. Esta vez, sin embargo, en lugar de comenzar ofreciendo un ejemplo intuitivo de que el color que atribuimos a las superficies es una propiedad construida, nos gustaría abordar brevemente, en primer lugar, el origen de las primeras ideas científicas sobre la materia. Fue Isaac Newton el primero en articular una explicación relevante sobre el fenómeno cuyo examen tenemos entre manos, y lo hizo mediante sus conocidos experimentos con prismas. Observó que la luz blanca, cuando atraviesa un prisma, sale dividida en un espectro de colores similar al del arcoiris, lo que le llevó a la conclusión de que los rayos de luz en sí mismos carecen de color pero, sin embargo, tienen la capacidad de generar o suscitar la sensación de color en el ser humano o, en sus propias palabras, de “propagar éste o aquel movimiento en el aparato sensorial, y en éste constituyen la sensación de aquellos movimientos bajo la forma de colores”[ D. D. HOFFMAN (2000: 163)]. Veamos un poco más en detalle qué era exactamente lo que pensaba. Si un determinado tipo de rayo lumínico es el responsable de que nosotros tengamos la sensación de percibir un color determinado, esto implica que los colores de los objetos han de ser fruto de la capacidad de estos de reflejar ese tipo de rayo concreto, de modo que nosotros lo percibamos. Es decir, que las características y propiedades físicas de los rayos de luz se corresponderían con los diferentes colores que nosotros percibimos. A todas luces, esta teoría se ajusta al esquema clásico de razonamiento en el que un estímulo exterior, físicamente cuantificable, correlaciona con una cualidad perceptiva interna de forma unívoca (por causalidad directa), en este caso, la sensación de un color específico. Este modelo causal, de estímulo-respuesta, se apreciará más claramente si tenemos en cuenta la descripción física que Newton hace de la luz. En síntesis, Newton concebía la luz como un tipo de onda cuyos rayos podían desplazarse a diferentes velocidades, al igual que las ondas de agua en un estanque. Estas diversas velocidades son lo que entendemos por frecuencias de onda. Así, llegó a establecer una equivalencia entre la frecuencia de los rayos de luz que inciden sobre la retina y la sensación de color que experimentamos, a saber: el color azul sería producto de la percepción de rayos de alta frecuencia; el verde y el amarillo, de los de frecuencia media; mientras que el rojo lo sería de rayos de frecuencia baja. De este modo, el patrón de reflexión lumínica de una superficie (es decir, la frecuencia de los rayos que esa superficie tiene la “disposición” de reflejar) es lo que determina la sensación de color que experimentamos. En un esquema explicativo de corte mecanicista y fisicalista, como éste, decir esto equivale a decir que el patrón de reflexión de la superficie es realmente el color de la superficie. Sin duda, como apuntábamos al inicio de este capítulo, se trata de una bella idea que apacigua el espíritu colmándolo de conocimiento contrastable y cuantificable, ya que nos permite construir correspondencias estables y unívocas entre hechos físicos externos y sensaciones internas, como si el origen de todas ellas sólo pudiese ser esclarecido recurriendo a un dato que hay que atrapar Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 89 y medir para ofrecerlo como única causa y explicación posible de lo que fenoménicamente percibimos. Como si el número que codifica la frecuencia de una onda lumínica desvelase alguna dimensión insospechada para la comprensión del significado que un color tiene para una comunidad de individuos o para un ser humano concretos. Sin embargo, y evidentemente, no basaremos nuestra afirmación de que nuestra percepción del color no es reductible a un patrón estable de reflectancia lumínica en un argumento acerca de la potencia semiológica de la idea propuesta por Newton. Por el contrario, nos apoyaremos en la neurobiología y en los estudios en visión informática, que han puesto de manifiesto que, para construir el color, nuestro sistema visual dispone de recursos mucho más complejos que la reflexión local de la luz. De hecho, el que haya células ganglionares tanto en el núcleo geniculado lateral como en las diversas áreas del córtex visual especializadas en la detección de contrastes, dice mucho también acerca del modo en que percibimos el color. Veamos por qué: para nuestro sistema visual, de manera general, el patrón de contrastes es siempre más informativo que la intensidad absoluta de la luz reflejada por los objetos de la escena. Es bastante obvio que, si la cantidad de luz reflejada depende en gran medida de la intensidad de la fuente de luz, pero sin embargo la reflectancia de las superficies no cambia, en caso de que aumente o disminuya la luz ambiental, la cantidad de luz reflejada por las superficies lo hará proporcionalmente, de modo que no se alterará el contraste entre ellas. La organización del campo receptor de las células ganglionares en áreas de centro-periferia, las convierte en instrumentos muy precisos para la detección de límites, bordes, y contornos de superficie, que son lo que los contrastes de luminosidad definen primordialmente. Explicaremos muy brevemente en qué consiste esta organización para que el lector se haga una idea aproximada de lo que ocurre a nivel celular cuando, por ejemplo, vemos el borde de una mesa (lo que resulta más relevante de lo que parece, ya que nos permite evitar golpearnos con la esquina al pasar, es decir, tiene consecuencias inmediatas para nuestra adaptación exitosa al medio). Pues bien, las células ganglionares individuales reciben constantemente señales de los mismos fotorreceptores de un área concreta de la retina, lo que constituye el campo receptor de esa célula ganglionar en particularxxix. Así pues, podríamos decir que el campo receptor de una célula ganglionar es el área de la retina que controla. Hay dos características importantes de los campos receptores para nuestra comprensión de su funcionamiento: 1) son circulares y 2) están divididos en una zona central y en una periféricaxxx, que la rodea. Dependiendo del tipo de respuesta que tenga la neurona cuando se estimula el centro de su campo receptor con luz, se ha establecido la existencia de dos clases de células ganglionares, a saber: centradas y descentradas (o, más técnicamente, células de centro-on y de centro-off). Las primeras se excitan si reciben luz en el centro de su campo receptivo, y se inhiben si captan luz en la zona periférica. Las células con campos receptivos descentrados actúan a la inversa, es decir, se inhiben cuando la luz incide sobre el centro de su campo receptor. Para cada punto en el campo visual, un ser Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 90 humano tiene neuronas de ambas clases que actúan de forma paralela. Empleamos aproximadamente un millón de neuronas de este tipo por retina, lo que denota que el simple hecho de detectar un contraste de luminosidad que nos permita construir un límite entre dos superficies y, así, saber dónde acaba la mesa, entraña una complejidad más que considerable. Del mismo modo, la percepción del brillo y el color se basa también en información sobre el contraste entre áreas de diferente intensidad lumínica más que en la cantidad absoluta de luz o en el patrón de reflectancia de cada área por separado. Esto quiere decir que un color no correlaciona unívocamente con una determinada longitud de onda, e implica que el contexto importa, lo que a su vez explica sucesos cotidianos como el hecho de que una camiseta que acabamos de comprar nos parezca de un color sustancialmente distinto al salir a la calle o que, al ponernos unas gafas de sol o pasar de un ambiente de luz intensa a otro de penumbra, tras los minutos de adaptación necesarios, seamos capaces de seguir diferenciando los colores con bastante precisiónxxxi. Esto es así, entre otras cosas, debido a un factor muy importante, a saber: genéricamente no construimos el color de forma aislada, sino que lo integramos con otras propiedades visuales y procuramos que todas sean mutuamente coherentes. Es decir, organizamos nuestro mundo visual en objetos y escenas tridimensionales, colocamos fuentes de luz que los iluminan, y asignamos color tanto a estas fuentes lumínicas como a los objetos. Ha llegado el momento de ofrecer un ejemplo sencillo e intuitivo de todo esto: La mayoría de las personas que hayan asistido a clases de dibujo técnico se habrán enfrentado al menos en una ocasión al reto de crear un cuadrado como el de la izquierda. Se trata de dividir el área de trabajo en cuarenta y nueve cuadraditos en los que habrá que ingeniárselas para conseguir una mezcla de tintas que, a partir de cuatro colores oponentes, muestre una suave transición entre cada cuadradito individual. Por sorprendente que parezca, la imagen que aparece a la derecha se ha obtenido mediante una disposición aleatoria de exactamente las mismas mezclas de tintas conseguidas en la figura de la izquierda. Sin embargo, en una percibimos colores que no parecen estar en la otra. Y que, de hecho, y puesto que es nuestro sistema visual el que construye el color percibido, no lo están. Esto es así porque, como decíamos, el contexto importa: lo que gobierna la creación del color no es sólo el pigmento que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 91 hallamos en un punto o en una superficie. Como pone de manifiesto la tabla de colores, las diferentes distribuciones de las mismas mezclas de tinta hacen que construyamos interpretaciones diferentes, es decir, que veamos colores distintos. Aunque a nivel fisiológico no está totalmente claro cómo hacemos esto, los investigadores de la visión sugieren como hipótesis más que plausible el hecho de que interpretamos los cambios graduales de tono, saturación y brillo en una imagen como cambios en la iluminación, mientras que si estos cambios son bruscos, interpretamos que el cambio se ha producido en el pigmento de la superficie, es decir, en su patrón de reflectancia. Así pues, la transición de colores creada en la imagen de la izquierda hace que coloquemos una suave luz iluminadora que parte de cada una de las esquinas: la de la esquina superior izquierda tendría un tono verdoso, amarillento la inferior del mismo lado, azulado la de la parte superior derecha, y rojizo la inferior correspondiente. Al mismo tiempo, en esta imagen los límites entre cuadraditos se han marcado mediante cambios en la saturación de los tonos de una mezcla a otra. Si no se dieran estos cambios bruscos, construiríamos cuatro luces distintas que brillarían desde cada esquina sobre una superficie homogénea, generando una suave transición de color. Por el contrario, en la imagen de la derecha las transiciones entre tonos son abruptas, lo que hace que le asignemos una iluminación única y uniforme, es decir: atribuimos los cambios de color a cambios en el pigmento de la superficie, no en la iluminación. Y esta categorización distinta e inconsciente que realizamos (bien en colores de superficie, o bien en iluminadores) de los cambios que observamos en la imagen es el motivo de que una superficie con la misma tinta pueda presentar una apariencia tan diversa en el cuadrado de la izquierda con respecto a la que ofrece en el de la derecha. De hecho, hay colores que vemos a la derecha que no parecen estar a la izquierda. Y, también de hecho, los colores (como constructos psicofísicos que son), no están: lo que está es la tinta, es decir, un pigmento con la capacidad de reflejar una onda lumínica de una determinada frecuencia. Somos conscientes de que hemos introducido terminología referente a parámetros que aún no hemos explicado. Lo haremos ahora, una vez comprobada sobre el terreno la relevancia de su manejo para la mejor comprensión de una serie de cuestiones interesantes acerca del fenómeno del color que avalan la tesis de su construcción. 3.4.6. Parámetros subjetivos y colores oponentes: la estructura (idealizada) del color 3.4.6.1. Introducción Acabamos de señalar que las evidencias neuropsicológicas y los últimos estudios en el ámbito de la visión apuntan a que la construcción que llevamos a cabo del color no emerge en nuestro Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 92 sistema cognitivo de forma aislada, sino en consonancia con mundos visuales coherentes en dimensiones múltiples. Sin embargo, y a pesar del ataque que hemos lanzado contra el reduccionismo metodológico cuando éste se adopta intransigentemente y cierra las puertas a cualquier atisbo de comunicación interdisciplinar para la solución de un problema científico concreto, también hemos reconocido que, en ocasiones, es preciso simplificar para examinar en detalle primero, siempre que se tenga en cuenta que será necesario complejizar después. Por lo que se refiere a este punto de nuestra exposición, hemos de confesar que casi hemos procedido a la inversa, a saber: primero nos hemos ocupado en poner de manifiesto la cualidad del color como propiedad construida de modo coherente con respecto a otras cualidades de nuestro mundo visual, como el contraste entre áreas o la iluminación (que, a su vez, son lo que nos permite construir de manera coherente cualidades como la forma y la tridimensionalidad de los objetos, por ejemplo) para, a continuación, proceder a la explicación básica de la estructura del color que los seres humanos construimos. Hay, sin embargo, una buena causa para ello, y es la siguiente: la mayoría de los experimentos psicológicos realizados para la determinación de tal estructura se realizan sobre lo que técnicamente se denomina colores de apertura, es decir, colores que no parecen pertenecer a una superficie ni tener ninguna iluminación, y que equivalen a un estímulo tan simple como el que constituye un círculo coloreado en un entorno neutro. En estos casos, por tanto, no hay datos contextuales suficientes para construir mundos visuales coherentes. Aunque esto simplifica mucho las cosas y nos permite poner orden en los datos experimentales obtenidos, también es cierto que las reacciones que estamos midiendo son reacciones ante estímulos artificiales, que no tienen lugar en la percepción cotidiana y que, por tanto, podrían llamarnos a error si no tuviésemos en cuenta lo que desde el principio nos hemos esforzado por dejar claro: que el contexto influye en la construcción del color percibido. La afirmación anterior es mucho más importante de lo que parece: no es sólo que el color enriquezca estéticamente nuestra experiencia visual, sino que tal enriquecimiento es portador, además, de un gran valor informativo. En efecto, la percepción del color es, en cierto sentido, una capacidad evolucionada a partir de la percepción del brillo, mucho más simple tanto en su instanciación neurobiológica como desde el punto de vista informativo. Así, el color es vital para la detección de patrones de contraste que, de otro modo, no veríamos. Esto ocurre en los entornos cotidianos y, muy especialmente, en las escenas naturales (aunque cada vez se encuentran en menor medida integradas en nuestra cotidianeidad, este hecho aún no ha afectado a nuestra dotación neurobiológica básica). En este tipo de escenas la diferencia entre gradientes de intensidad lumínica de áreas contiguas es muy pequeña y, por tanto, los contrastes muy sutiles, como se aprecia en la imagen que ofrecemos a continuación, una reproducción de Recodo en el río Epte, cerca de Giverny, de Claude Monet, que tomamos de E.R. KANDEL, J.H. SCHWARTZ Y TH. M. JESSEL (2003:484): Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 93 Como resulta evidente, la reproducción en blanco y negro no sólo pierde el poder estético del original, sino gran parte de su valor informativo (nos es más costoso determinar lo que estamos viendo). Pues bien, una vez realizada esta declaración procedimental, ha llegado el momento de hacer lo prometido y describir las dimensiones que el ser humano experimenta subjetivamente y es capaz de diferenciar en la percepción del color. Estas son, fundamentalmente, tres, a saber: tono, saturación, y brillo. El tono se refiere a lo que popularmente se entiende por color; la saturación alude a la pureza del tono (así, por ejemplo, describiríamos el rosa como un rojo poco saturado); el brillo hace referencia al grado de visibilidad (por expresarlo de algún modo inteligible, desde lo apenas visible, que da la sensación de estar en penumbra, hasta lo deslumbrante, lo muy Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 94 luminoso). Nos resulta difícil concebir el brillo como dimensión perceptible de manera aislada porque, de hecho, estamos acostumbrados a experimentarlo como cualidad inextricablemente ligada a la dimensión de tono (y, por supuesto, también a la de saturación). Pero lo cierto es que la superioridad informativa del color a la que nos acabamos de referir se pone de manifiesto también en el hecho de que sólo podemos discriminar 500 niveles de brillo, mientras que somos capaces de diferenciar (por contraste) hasta siete millones de gradaciones de color (tono). Ahora sigamos adelante: cuando utilizamos esta terminología lo hacemos sobre la suposición de que existen unos colores concretos de los que es posible especificar tales dimensiones. La pregunta más lógica que se puede plantear a estas alturas es, por tanto, cómo hemos llegado a la conclusión de que percibimos unos colores determinados de manera estable y consensuada. O, más bien, cuáles son los fundamentos científicos que explican nuestra percepción compartimentada y constante del color. Obviamente, se trata de responder esta pregunta aportando una teoría que haga, como mínimo, dos cosas: 1) que vaya más allá del argumento del consenso, y 2) que desvincule la percepción del color de la de otras cualidades visuales. En este sentido, el reduccionismo es aquí una útil estrategia que nos permite aislar variables que, de otro modo, permanecerían ambiguas, indeterminadas, y que constituyen por otra parte la base sobre la que se fundamenta el mencionado argumento del consenso (por ejemplo, si todos coincidimos en percibir que los plátanos son amarillos, será porque lo son) que, como es obvio, no explica nada. Haremos, por tanto, un brevísimo repaso de las ideas científicas que primero se aventuraron en el sendero que conduce a la comprensión actual del funcionamiento de nuestro sistema visual en lo que a percepción del color se refiere. Pero lo haremos, volvemos a insistir, sin perder de vista que La determinación del qué y el dónde de un objeto, así como los límites de la superficie, la textura y la orientación relativa (y por ende el contexto conjunto del color como atributo percibido) es un proceso complejo que el sistema visual debe alcanzar continuamente. Este logro (…) deriva de un complejo proceso cooperativo que supone un diálogo activo entre todas las modalidades visuales. En realidad, la visión del color participa en los procesos cooperativos por los cuales la escena visual se segmenta en un conjunto de superficies. En palabras de P. Gouras y E. Zrenner: “Es imposible separar el objeto aprehendido de su color, porque el contraste de color forma el objeto”. Así pues, los colores y superficies van de la mano: ambos dependen de nuestra aptitud perceptiva corporizada. [F. VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997:196)]. 3.4.6.2. Los inicios de una ciencia sobre la instanciación fisiológica del color Recién comenzado el siglo XIX, Thomas Young, que compartía las ideas newtonianas acerca de la correlación entre la reflectancia lumínica de las superficies y la sensación de color percibida, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 95 expuso una teoría que trataba de explicar qué era lo que fisiológicamente hacía tal correspondencia posible. En sus propias palabras, llegó a la conclusión de que Como es prácticamente imposible concebir que cada punto sensible de la retina contenga un número infinito de partículas, cada una capaz de vibrar en perfecto unísono con toda posible ondulación, se vuelve necesario suponer que ese número queda limitado, por ejemplo, a los tres colores principales: rojo, amarillo y azul [D.D. HOFFMAN (2000: 187)]. Sin embargo, tal intuitiva y brillante idea quedó relegada al olvido hasta que, mucho más avanzado el siglo, el físico y fisiólogo alemán Hermann Von Helmholtz la rescató. De ahí que la teoría de la visión humana del color reciba el nombre de Teoría tricromática de YoungHelmholtz. Por otra parte, y también en el siglo XIX, más exactamente en 1878, Ewald Hering hizo pública su Teoría de los colores oponentes, basada en la observación de que en nuestra percepción del color hay ciertos tonos que nunca coexisten. Así, por ejemplo, no somos capaces de ver algo como verdoso y rojizo a la vez, y lo mismo pasa con el azul y el amarillo. Son estas parejas de tonos las que Hering denomina colores oponentes. 3.4.6.3. Del aminoácido al color Desde entonces, el estudio de la visión desde una perspectiva neurobiológica nos ha permitido aprender mucho acerca de la configuración y funcionamiento de nuestro sistema visual a escala celular e incluso molecular. Es por esto por lo que sabemos que estas dos teorías se encuentran respaldadas por evidencias fisiológicas relacionadas con la estructura específica de nuestros conos. En efecto, la retina humana dispone de tres tipos diferentes de cono, cada uno de los cuales reacciona de manera distinta a la luz, a saber: los conos de tipo P reaccionan preferentemente a las altas frecuencias, que habíamos dicho que se correspondían con las gamas cromáticas azuladas; los conos de tipo M lo hacen a las frecuencias medias, correspondientes a tonos verdosos y amarillentos; finalmente, los conos de tipo G responden a las bajas, es decir, a los colores rojizos. Podríamos expresar lo mismo en términos de longitud de onda como, de hecho, se hace a veces: así, las altas frecuencias se corresponden con las longitudes de onda cortas, y las bajas frecuencias con las largas (dado que una onda corta presenta más ciclos por segundo que una larga, y viceversa, la relación es bastante intuitiva). Pero sigamos profundizando en la estructura de los conosxxxii. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 96 Al igual que los otros fotorreceptores retinianos (los bastones), los conos presentan tres regiones funcionales, a saber: 1) un segmento externo, que es la región especializada en la fototransducción y se encuentra en la superficie distal (más exterior) de la retina; 2) un segmento interno, donde se encuentra el núcleo celular, con una localización proximal (más al interior), y 3) un terminal sináptico que establece contactos con las células diana de los fotorreceptores. Lo que nos interesa en estos momentos es el segmento externo, que está lleno de pigmentos visuales que absorben la luz. Estos pigmentos siempre están compuestos de las dos partes siguientes: 1) una proteína denominada opsina, que no absorbe la luz por sí misma, y 2) un derivado de la vitamina A, que se conoce como retinal, y que es la parte que capta la luz. Pues bien, cada uno de los tres tipos de conos que hemos mencionado contiene un pigmento distinto, que presenta una absorción de luz óptima para una franja diferente del espectro de frecuencias visible para los humanos. Y en lo que se diferencian los pigmentos es en el tipo de opsina que contienen, que interacciona de manera diversa con el retinal y es lo que hace que sea más sensible a un rango determinado de ondas lumínicas. Es esta existencia de tres tipos de conos con características de absorción distintas lo que subyace a la visión trivariante del color en humanos. Más concretamente, sabemos que es la secuencia específica de aminoácidos de la opsina lo que hace que estas proteínas difieran entre sí, y que hay una parte del código genético que contiene la codificación de sus diversas secuencias nucleótidas. De este modo, si uno de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 97 esos genes falta o está defectuoso, a la persona en cuestión le faltará el pigmento visual que constituye la base fisiológica sobre la que generar perceptualmente una determinada gama de colores. Así, existen determinados tipos de ceguera para el color (lo que popularmente se conoce como daltonismo), dependiendo del tipo de pigmento cuya secuencia nucleótida habría de codificar el gen ausente o defectuoso. Si falla el pigmento de los conos G (condición denominada protanopia) o de los conos M (déficit conocido como deuteranopia), la persona es incapaz de construir las diferencias entre el verde y el rojo. Si, por el contrario, el fallo se produce en la secuencia nucleótida que codifica los aminoácidos para la opsina de los conos P (lo que se denomina tritanopia), la persona no podrá diferenciar entre el azul y el amarillo. Puesto que los genes que codifican para los pigmentos de los conos G y M se encuentran en el cromosoma X, los hombres tienen muchas más probabilidades de padecer una ceguera de color para el rojo y el verde que las mujeres, ya que éstas tienen un doble cromosoma X y, por tanto, también el doble de probabilidades de obtener una copia sana de la secuencia nucleótida de la opsina para esos conos. Todo esto resulta de vital importancia en nuestra argumentación porque respalda de modo concluyente la afirmación de que nuestro sistema visual crea los colores que experimentamos, y lo hace hasta el punto de establecer una relación directa entre codificación genética y cualidad visual. Literalmente, nos hemos desplazado del aminoácido al color, y esto es asombroso porque estamos ante el primer caso documentado en que la diferencia de un único nucleótido sitúa a las personas en mundos fenomenológicos distintos. Pero aún podemos decir más. No hace una década que se ha descubierto que el gen del pigmento G es dimórfico, lo que significa que, incluso para la población normal, presenta dos formas distintas. Estas dos covariantes se diferencian concretamente en la posición 180 de la secuencia de aminoácidos de la opsina. Mientras que en una versión del gen esta posición es ocupada por el aminoácido alanina, en la otra lo ocupa la serina. Esta última versión parece ser la mayoritaria entre la población masculina (en torno al 62%), que construye el color de un modo levemente diferente a los sujetos que presentan la covariante de la alanina [D. D. HOFFMAN (2000:188)]. Así, por ejemplo, para percibir algo como amarillo, ambos grupos necesitan que las proporciones de rojo y verde que se encuentran en el pigmento de la superficie varíen ligeramente en una cantidad determinada (diferente para cada grupo), de modo que esa superficie refleje cierto rango de ondas lumínicas. Es decir, que el cambio en la secuencia nucleótida de la opsina de un solo tipo de cono altera la generación del espectro de color al completoxxxiii. Esto nos permite realizar una defensa positiva de la construcción de la cualidad del color apoyada en evidencias moleculares, puesto que no es necesario apelar a los casos de fallo genético para encontrar manifestaciones de percepciones sustancialmente diferentes del mismo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 98 croma que, además, se mantienen estables según el tipo de aminoácido codificado para una posición concreta de un gen específico. 3.4.7. De nuevo sobre percepción y realidad 3.4.7.1. Introducción Pensar en estas cuestiones de un modo intuitivo, tras haber descendido a la explicación neurobiológica de las mismas, puede ser útil para que nos hagamos una idea de la poderosa capacidad constructiva de nuestra inteligencia visual. La percepción del color resulta especialmente ilustrativa a este respecto, puesto que conlleva un proceso de abstracción que se nos antoja aún más sofisticado que el de dimensiones como la forma o el movimiento. De hecho, resulta difícil que personas con sistemas visuales estándar se pongan de acuerdo en qué color exacto tiene el mar, a pesar de disponer de categorías socialmente consensuadas al respecto. Un mismo pigmento siempre será más azulado que verdoso para unos, y más verdoso que azulado para otros. Por eso resulta tan difícil intentar hacerse una idea de qué clase de experiencia del color pueden tener con respecto al rojo y el verde las personas con protanopia o deuteranopia, o con respecto al azul y el amarillo las que padecen de tritanopia. Esto es así, entre otras cosas, porque la explicación que hemos ofrecido, en la que establecíamos correspondencias aproximadas entre rangos de frecuencias y cromas percibidos es, más que nada, otro intento de establecer correlaciones estables entre las propiedades de reacción de los diferentes tipos de cono que alberga nuestra retina y las cualidades físicas con que las mejores teorías científicas que poseemos al respecto describen la luz. Sin embargo, esto no deja de ser, de nuevo, una simplificación, porque los conos no transmiten información acerca de la longitud de onda de la luz. De hecho, la frecuencia de onda sólo afecta a la probabilidad de que un fotón sea o no absorbido por un determinado tipo de cono, y no a las propiedades de respuesta eléctrica del mismo que, como acabamos de ver, se encuentran genéticamente codificadas. Por otra parte, nuestro cerebro crea las diferentes dimensiones cromáticas y de luminosidad comparando las respuestas de los tres tipos de conos: la diferencia entre las respuestas de los conos de tipo G y M crea la oposición entre el rojo y el verde. Al mismo tiempo, la suma de las respuestas de ambos tipos de cono crea una dimensión de la luminosidad que, si se contrasta con la respuesta de los conos de tipo P, da lugar a la oposición entre el azul y el amarillo. Es por esto por lo que los límites entre las categorías de color son difusos: no hay una frecuencia de onda exacta a partir de la cual todas las personas dejemos de percibir una superficie como azul y comencemos a percibirla como verde. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 99 Así, un pequeño cambio en los parámetros genéticos que codifican la manera en que percibimos un solo croma altera el modo en que construimos absolutamente cada uno de los colores que somos capaces de categorizar. De ahí que frecuentemente nos enredemos en discusiones quisquillosas a la hora de determinar los matices de color que presenta, por ejemplo, el mar, como decíamos, sin llegar a comprender por qué la otra persona no ve exactamente el mismo color que vemos nosotros, y llegando a pensar incluso que nos lleva la contraria por fastidiar, ya que tenemos asumido que los colores deben estar ahí fuera, que son una parte de la realidad de un mundo preexistente con una determinada estructura totalmente independiente de nosotros. Es decir, los hemos naturalizado, como hacemos con la mayoría de nuestras percepciones sensoriales conscientes. Esto es así hasta tal punto que en cualquier medio periodístico podemos encontrar artículos y críticas de arte que sostienen implícitamente la creencia de que los colores son categorías predadas y objetivas, existentes con total independencia del sujeto que percibe. Un ejemplo especialmente significativo lo hayamos en la sección de cultura de El Diario Montañés, con fecha de 12 de agosto de 2007. En la página 100 del mencionado diario, aparece un artículo dedicado a Chema Madoz, artista que recibió el Premio Nacional de Fotografía en el año 2000, y cuya obra utiliza preferentemente el blanco y negro. El propio artista señala al respecto que ello se debe a que esta técnica dota a su obra de “un componente de abstracción que no posee el color y la emparenta más con el mundo de la imaginación al no tener esa referencia real”xxxiv. Sin embargo, lo cierto es que cualquier otro ser experimenta una realidad con dimensiones totalmente distintas a las que vivencia el ser humano. Así, por ejemplo, los peces tienen la capacidad de percibir más dimensiones del color que nosotros, y su constancia cromática es también mayor. Por decirlo en términos que nos permitan hacernos una idea intuitiva del asunto: los peces ven más colores y de modo más estable, aunque cambie la iluminación. Ahora bien, a nivel humano sólo podemos especular acerca del tipo de experiencia del color que tiene un pez, porque las dimensiones que ellos crean y experimentan superan las capacidades constructivas de nuestro sistema visual. Del mismo modo, nos resulta casi imposible concebir cómo sería un mundo con cinco o seis dimensiones, porque nuestros sistemas sensoriales sólo nos permiten construir tres (o cuatro, si tenemos en cuenta el tiempo). Volvemos, por tanto, al punto de partida de nuestra reflexión cuando iniciábamos este capítulo, y también a uno de los leitmotivs de este trabajo: el paradigma fisicalista que actualmente asume tácitamente la mayor parte de las disciplinas científicas, aunque nos ayuda a comprender muchos fenómenos, no determina la naturaleza última de la realidad, es decir, no nos permite decir nada de ella en un sentido relacional. Así, por ejemplo, tenemos teorías considerablemente buenas que nos han permitido diseñar un instrumento tecnológico (el fotómetro) que, básicamente, es capaz de cuantificar la energía de la luz en cada una de las muchas frecuencias posibles. Decimos muchas por no decir infinitas, ya que la luz, en sí misma, continúa siendo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 100 todo un misterio para los científicos: unas veces se la describe como onda, otras como partícula, y otras como ambas cosas al mismo tiempo. Cuando se la describe como partícula, se habla de quanta de luz. El propio Einstein afirmaba a mediados del siglo XX que, en cincuenta años de meditación e investigación al respecto, no había llegado a comprender lo que eran, y que quienes creían saberlo se equivocaban [D. D. HOFFMAN (2000: 185)]. Y si la luz es un misterio, de ahí se desprende por lógica que tampoco puede estar del todo claro qué hace un fotómetro con la luz. De cualquier modo, lo que nos interesa en el contexto de este estudio es el hecho de que un fotómetro es capaz de cuantificar dimensiones lumínicas que nosotros somos incapaces de percibir. Miles de imágenes que para nosotros tendrían un color idéntico, para el fotómetro serían todas distintas. Técnicamente, este tipo de imágenes se denominan metámeros. Los metámeros suscitan una reflexión interesante porque, en cierto sentido, son lo opuesto a las percepciones subjetivas. Hasta el momento habíamos visto ejemplos de fenómenos que nuestro sistema visual construía, pero que no se correspondían con dimensiones físicamente cuantificables. Ahora ocurre a la inversa, lo que podría hacernos retroceder en nuestra argumentación y proclamar de nuevo la superioridad del fotómetro que, en efecto, capta cosas que la física dice que están ahí y que a nosotros se nos escapan. Si lo hiciéramos, estaríamos de nuevo asumiendo que el fisicalismo determina la naturaleza de la realidad en sentido absoluto. Por el contrario, no debemos olvidar que el fotómetro es una creación tecnológica humana a partir de una serie de teorías que establecen la existencia de ciertas propiedades para la luz pero que, en sentido estricto, tales propiedades no están ahí (no vienen predadas) hasta que se efectúa una medición concreta. Como ya hemos señalado con anterioridad en este trabajo, la ciencia encarna su comprensión en instrumentos tecnológicos que, en numerosas ocasiones, amplían las capacidades humanas básicas de percepción y, con ello, también el modo en que somos capaces de actuar sobre el entorno y de adaptarnos a él. Pensemos, por ejemplo, en los microscopios de efecto túnel, que permiten a los científicos observar propiedades de la materia a escala nanométrica, de lo que se derivan enormes ventajas, como la de obtener conocimientos insospechados sobre las propiedades de resistencia y flexibilidad de ciertos materiales: conocimientos que, a posteriori, pueden ser aplicados por arquitectos e ingenieros en la construcción de edificios más seguros, como podría ser el caso de los rascacielos flexibles japoneses, diseñados para adaptarse a los frecuentes movimientos sísmicos que se producen en las islas. Pues bien, al igual que los microscopios de efecto túnel, que captan cosas que para nosotros son imposibles de ver naturalmente, el fotómetro también construye las propiedades de la luz que cuantifica, pero lo hace según unas reglas diferentes a las que emplea nuestra inteligencia visual. Un ejemplo cotidiano de cómo la información que extraemos de este artilugio tecnológico modifica nuestra capacidad de actuación sobre el entorno lo encontramos en el Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 101 trabajo de los fotógrafos profesionales que, con una serie de mediciones previas efectuadas con el aparato, son capaces de ajustar los parámetros de sus cámaras para obtener los efectos de luminosidad y croma deseados en la imagen que están a punto de tomar. De este modo, optimizan el resultado de su trabajo a través de la mediación de un instrumentoxxxv en su interacción con el mundo, lo que les permite ahorrarse considerables tiempo y esfuerzo en labores de retoque posteriores (para las que, todo hay que decirlo, cada vez se desarrollan también instrumentos más sofisticados en forma de programas de edición de imagen). Sin embargo, en ningún caso es apropiado deducir, a partir de esto, que lo que nosotros construimos perceptivamente de manera natural es peor o menos fidedigno. Por el contrario, ha sido en todo momento nuestra intención legitimar el valor epistemológico de la experiencia humana y ejemplificar el modo tan esencial en que resulta útil y adaptativa, sin necesidad de que tal adaptación implique ninguna consideración ontológica con respecto a lo que sea la realidad en sentido relacional. Así, lo que nos resulta útil en última instancia al común de los mortales, aunque no tengamos ni la más remota idea de cómo los especialistas llegan a hacerlo, es que el edificio no se caiga y que la foto salga espectacular: en el primer caso, se trata de una cuestión de supervivencia, en el segundo, de placer. Y ambas son motivaciones genuinamente humanas y realistas. 3.4.7.2. Niveles de realidad Es necesario que, para dejar totalmente clara nuestra postura, realicemos unas últimas consideraciones al respecto. Hay un par de preguntas latentes que afloran de manera inmediata al realizar afirmaciones como las anteriores. La primera de ellas podría plantearse del modo siguiente: si nuestras percepciones sensoriales son, como hemos tratado de evidenciar, una construcción y, por tanto, toda percepción que llevamos a cabo es fenomenológica, es decir, constituye un tipo de conocimiento informado por la estructura que nosotros le imprimimos al identificar nuestra percepción, entonces ¿de qué estamos hablando cuando utilizamos el término realidad y, cuál es la relación entre nuestro mundo fenomenológico y el mundo relacional? Para responder será necesario proceder pautadamente y aportar ejemplos. Comenzaremos por la segunda parte de la cuestión, y la abordaremos mediante una metáfora actual, a saber: la que nos ofrece la experiencia virtual inducida por la sofisticación tecnológica de la consola Wii. Cuando nos disponemos a jugar con el artilugio, con lo que interactuamos en sentido relacional es con un hardware de compleja circuitería y con un software intangible codificado en un lenguaje de programación no menos complejo, que variará según el juego que hayamos elegido. Sin embargo, la experiencia fenomenológica que nosotros obtenemos de la acción de jugar con la consola no se parece ni remotamente a lo que acabamos de describir. Aunque para la mayoría de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 102 los aficionados a los videojuegos el lenguaje de programación resulta inextricable, sin embargo hasta la persona más tecnófoba sería capaz de coger el mando y aprender a manejarlo sin demasiada dificultad, y esto es así porque sólo tiene que tratar de reproducir los movimientos que haría en la vida cotidiana para llevar a cabo una acción concreta (puede tratarse de jugar al tenis o de manejar una espada, habilidades que podemos haber desarrollado o no, pero acerca de las cuales todos tenemos un conocimiento previo basado en algún tipo de experiencia, si no motora, al menos sí visual) y ver qué resultados se derivan de sus acciones en el mundo virtual que aparece en la pantalla. Lo que ocurra a nivel de circuitería y de software mientras efectuamos movimientos analógicos con el mando en la mano (hasta ahora las órdenes analógicas que podían dársele a una consola consistían en los movimientos direccionales que permitía el joystick, y para el resto de acciones, como saltar, golpear, agarrar, etc, había que apretar botones hasta ser capaces de memorizar la relación sistemática entre los mandos y las acciones para cada juego) es algo de lo que no somos conscientes y, en caso de que lo fuéramos, no mejoraría en nada la calidad ni la cualidad de nuestra experiencia fenomenológica del juego. Tal experiencia constituye no sólo una interfaz útil para interaccionar con lo que hay debajo, como en el caso de los iconos que nos permiten manejar cualquier programa de ordenador, sino que se trata de algo valioso por sí mismo: de hecho, es lo que los jugadores buscan, sin plantearse nada más. Por tanto, tenemos dos dimensiones de realidad en el ejemplo propuesto, a saber: 1) la fenomenológica, que nosotros construimos, y que nos proporciona en este caso una experiencia analógica a lo que cotidianamente percibimos como realidad, y 2) la relacional, que aquí estaría constituida por el hardware y el software que, en un sentido último, proporcionan los estímulos y los mecanismos de interacción física necesarios para que nuestro organismo construya la mencionada experiencia fenomenológica que experimentamos a nivel consciente y significativo. Como resulta evidente, ambas dimensiones no se parecen en nada y, sin embargo, más que constituir un problema, de aquí se derivan un montón de ventajas, entre ellas el placer del juego. Y esto es así porque lo que se le pide a una interfaz gráfica, sea ésta un juego o un programa de procesamiento de texto, es que esté sistemáticamente relacionada con aquello a lo que representa, no que sea idéntica a lo que representa. Si no, no resultaría útil. Es lo mismo que ocurre con el lenguaje. Cuando decimos la palabra llave, todo hispanohablante sabe a qué nos estamos refiriendo, a pesar de que ni la representación gráfica del vocablo ni la secuencia sonora que lo codifica se parecen ni remotamente al objeto material que es una llave. Es el estatus mimético de la imagen con respecto a lo real, al que ya nos hemos referido repetidamente con anterioridad, junto a la convicción de que la realidad tiene una estructura objetiva y unívoca (presupuestos ambos aún profundamente arraigados en nuestra sociedad), lo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 103 que nos induce a problematizar intuitivamente el hecho de que el ámbito de lo fenomenológico y lo relacional no se parezcan. Sin embargo, hacer caso a esa intuición es una trampa, porque está mediatizada por una teoría epistemológica ingenua. Mientras que asumimos sin problema la arbitrariedad del código lingüísticoxxxvi, nos cuesta mucho pensar en la imagen en los mismos términos (no digamos ya pensar en nuestras construcciones sensoriales fenomenológicas como algo arbitrario con respecto al mundo relacional). Sin embargo, ciertamente no importa que la relación entre ambas dimensiones sea arbitraria siempre que sea también sistemática. El icono de la papelera que todos tenemos en el ordenador es parte de una interfaz gráfica, y representa un software que puede borrar archivos del disco duro. Ambos se encuentran sistemáticamente relacionados, pero la relación entre ellos es también arbitraria, porque el icono no se parece en nada a los procesos que tienen lugar cuando un archivo desaparece de la memoria del disco. Por tanto, nos serviría igual como icono la imagen de una goma de borrar, de una escoba o de un inodoro (e incluso la de una silla o un hipopótamo), siempre que al hacer clic sobre ellas se desencadenase la misma función de borrado de archivos. Pues bien, como acabamos de aventurar hace un párrafo, esta misma relación arbitraria pero sistemática podemos trasladarla a todas nuestras percepciones sensoriales con respecto al mundo relacional. Así se comprende mejor por qué nuestra experiencia de los colores, las formas, los sonidos, los sabores o los olores no tiene por qué parecerse en nada a la realidad en sentido relacional, del mismo modo que el icono de la papelera no se parece al lenguaje de programación ni a los circuitos que lo sostienen. ¿Por qué, por ejemplo, el plátano ha de saber a plátano y no a fresa? Obviamente, porque hay una relación sistemática entre una serie de componentes químicos y la reacción de nuestras papilas gustativas; sin embargo, lo que planteamos es lo siguiente: ¿por qué nuestra experiencia humana del sabor del plátano tiene que determinar la realidad última y absoluta del mismo? Tal vez haya especies que no estructuren la experiencia gustativa del modo en que nosotros lo hacemos, u otras que ni siquiera tengan la capacidad de percibir sabor, y eso no altera para nada la dimensión ontológica del plátano. 3.4.7.3. Arbitrariedad sistemática: la sinestesia Examinémoslo desde otra perspectiva aún más intuitiva, a saber: la que nos proporcionan los individuos con capacidades excepcionales de asociación sensorial. La sinestesia es un fenómeno que se da en diez personas por millón, las cuales experimentan dos o más modalidades sensoriales simultáneamente. Así, por ejemplo, hay casos de gente que, por cada percepción visual, experimenta también un sonido, y personas que perciben sensaciones táctiles asociadas a Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 104 los sabores. D. D. HOFFMAN (2000:266) describe en su obra el caso de un señor para el que las nubes blancas, de apariencia algodonosa, sonaban algo así como “put, put, put”; y también el de otro individuo que al saborear la menta era como si acariciase columnas de cristal. En relación con la percepción del color, es famoso el caso del paciente Jonathan I. que describen los neurólogos Oliver Sacks y Robert Wassermanxxxvii. El señor I. era un pintor de reconocido prestigio que tenía, además, la capacidad de asociar sinestésicamente color y tono musical, de modo que experimentaba las composiciones musicales “como un rico tumulto de colores interiores”xxxviii . Cuando, tras sufrir un accidente de coche que le provocó un traumatismo craneoencefálico, se volvió totalmente ciego al color (transtorno de agnosia conocido como acromatopsia), su percepción musical se empobreció también radicalmente, porque había perdido la capacidad de generar los colores interiormente. Tal vez ahora no suene tan descabellada la pregunta que planteábamos hace un momento en relación con el sabor del plátano. Veámoslo de esta manera: ¿por qué las nubes habrían de sonar “put, put” y no “plof, plof”? ¿Por qué la menta habría de tener el tacto de una columna de cristal, y no de una lisa hoja de acero? ¿En ambos casos, dónde está el parecido? Tal vez podríamos encontrar el modo de relacionar este tipo de asociaciones sinestésicas con características de la experiencia previa (y seguramente también de la estructura neurológica) de las personas que las llevan a cabo, pero lo que nos interesa señalar ahora es la sistematicidad y la espontánea arbitrariedad con que surgen estas percepciones dimodalmente asociadas. Desde que tienen uso de razón, estas personas han construido este tipo de experiencia fenomenológica, que para ellos es absolutamente real y enriquecedora, y que, por otra parte, tampoco altera para nada las nubes, la menta, el cristal o el sonido en sentido relacional. 3.4.7.4. ¿Por qué tienen un problema los daltónicos? A la luz de la reflexión anterior resulta interesante volver a plantearse la cuestión de la ceguera para el color. Se trata de un fenómeno generalmente mal comprendido, lo que no es de extrañar, porque el asunto es ciertamente complejo. Me permitiré introducir el problema relatando una anécdota personal: un caluroso día de mediados de julio de 2006 me encontraba sentada en un autobús de congresistas contemplando el atardecer albaceteño tras una jornada maratoniana de conferencias. Esperábamos que nos trasladasen al lugar donde se celebraría el acto social programado para esa noche, que distaba unos kilómetros de la capital. Justo cuando íbamos a ponernos en marcha, el semáforo cambió a rojo, con lo que tuvimos que detenernos de nuevo. Esto suscitó la siguiente reflexión en mi compañero de asiento, un joven italiano que solía encontrarse en ebullición intelectual permanente, y que poseía la tremenda virtud de contagiar a los demás un entusiasmo por el conocimiento y por el pensamiento outsider que, hoy en día, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 105 resultan muy difíciles de encontrar. A pesar de que en aquel momento, agotada como estaba, me hubiese encantado golpearle la cabeza con un martillo marca ACME para que, por fin, dejase de pensar (que era lo que yo necesitaba) todavía no he dejado de agradecerle que me hiciera la siguiente pregunta: “Oye, tú que te ocupas de estas cosas de la visión… Si los daltónicos confunden el rojo y el verde…¿por qué no se acostumbran a llamar rojo a lo que nosotros vemos como rojo, aunque ellos lo vean verde? Es decir, ¿qué problema hay?”. Yo, que en aquel momento no tenía ni idea sobre el tema, no pude responder a tan lúcida pregunta, pero no dejé de pensar en ella hasta que unos meses después di con la clave del asunto. Andrea, que así se llama mi inteligente amigo, estaba planteando una cuestión de inversión sistemática de los términos: si, por ejemplo, se diera una inversión de este tipo entre el rojo y el verde, o entre el chocolate y el plátano, e hiciésemos lo mismo con todo el espectro de colores y sabores que somos capaces de categorizar, acabaríamos familiarizándonos con las nuevas asociaciones y, por tanto, no perderíamos información ni capacidades. Sin embargo, la explicación divulgativa que circula acerca del daltonismo (que, como hemos visto, puede deberse bien a un trastorno de protanopia, bien a uno de deuteranopia) es insuficiente, y da lugar a la mala comprensión del fenómeno de la que mi amigo y yo fuimos víctimas en aquel autobús. En efecto, no se trata de que las personas con estas alteraciones genéticas simplemente intercambien ambos colores porque, en ese caso, como planteaba Andrea, la inversión sería sistemática y, por tanto, no habría problema alguno. Lo que han perdido estas personas, por el contrario, no es la capacidad gnósica de identificar la percepción de una determinada longitud de onda como rojo o como verde (lo que sería un caso de acromatopsia, trastorno en el que se conserva la capacidad de diferenciar longitudes de onda, pero falla la capacidad de traducirlas a colores), sino la capacidad misma de discriminar un rango bastante amplio de longitudes de onda. De modo que todos los objetos cuya superficie refleje ese rango de frecuencias les parecen del mismo color, que tampoco podemos estar seguros de cuál es (¿verdoso, rojizo, marronáceo…?). La experiencia fenomenológica del color que estas personas construyen es algo exclusivo. Obviamente, y según lo que hemos dicho hasta el momento, también la experiencia del color que cada ser humano construye es genuina. Nadie puede estar completamente seguro de que ve exactamente los mismos colores que el resto de sus congéneres. De hecho, esto es bastante improbable, pero se trata sólo de una cuestión de matiz. Dado que construimos el color en el contexto de mundos visuales coherentes, la cuestión no reviste mayor importancia (salvo, tal vez, a la hora de ponernos de acuerdo con nuestra pareja para elegir el color de las paredes de la habitación). Al final, llegamos a estabilizar categorías que nos permiten entendernos, aunque sus límites sean difusos. Realmente, no importa que yo no vea el amarillo idénticamente al resto, porque siempre que vea un plátano sabré, por mi experiencia previa en un entorno cultural hispanohablante, que tal percepción tiene una cualidad atributiva de color a la que la comunidad Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 106 hace referencia con el ítem léxico amarillo, y que este vocablo sirve también para calificar al limón y a los girasoles. Y, sin embargo, en todos ellos el color amarillo presenta saturaciones cromáticas diferentes. En cualquier caso, si dispongo del mecanismo fisiológico de especie que hace que mis conos de tipo P reaccionen de manera estándar a determinadas longitudes de onda, las pequeñas diferencias no serán un problema. 3.4.7.5. Epistemología y metafísica Así pues, y llegados a este punto, convendría recordar la pregunta que nos hacíamos un par de epígrafes más arriba: ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de realidad? Si nuestro mundo fenomenológico, el que experimentamos conscientemente, no tiene por qué parecerse en nada a lo que las explicaciones científicas dicen que es la realidad y, a su vez, tales explicaciones no dejan de ser teorías inevitablemente construidas por una inteligencia humana, con lo que el conocimiento que ofrecen no deja de estar mediatizado por nuestra propia estructura cognitiva, entonces, ¿qué podemos saber con toda seguridad acerca de lo real en sentido ontológico, esencialista, relacional? Hay que reconocer que nada en absoluto. No conocemos la naturaleza intrínseca de las cosas, sólo podemos proponer teorías que encajen lo mejor posible con nuestras experiencias, y actualmente disponemos de unas cuantas que encajan bastante bien, pero ninguna de ellas determina lo que sea la realidad en sentido último. Ahora se comprenderá mejor nuestro empeño por legitimar la tesis de la construcción de la percepción. Nuestro propósito ha sido en todo momento investigar la experiencia sin hacer afirmaciones de las que se deriven consecuencias en un plano ontológico. Afirmamos que construimos la experiencia de la realidad. Sin embargo, la mayoría de los manuales de neurociencia al uso, a pesar de aportar las evidencias empíricas que sostienen la tesis de la construcción perceptiva, mantienen el discurso tradicional de que la visión humana recupera o reconstruye las formas y colores de los objetos y, de este modo, amparan tácitamente una versión del realismo científico según la cual habría un mundo empaquetado y estructurado ahí fuera, exactamente del modo en que nosotros lo percibimos. Ahí lo tenemos de nuevo: causaefecto; percepción como simple reacción (y, en la versión extrema del conductismo, que ya casi nadie sostiene, incluso como troquelado). Como hemos visto, esto no es lo que parece ocurrir a nivel psicofisiológico. Sin embargo es muy probable que, dada la influencia del paradigma fisicalista en la actualidad (cuya versión más influyente—la reduccionista—sostiene que lo real sólo puede llegar a conocerse con precisión mediante la modelización matemática de las leyes físicas y probabilísticas que describen la conducta de una serie de partículas carentes de inteligencia), el lector todavía albergue alguna duda sobre el hecho de que los avances científicos en este campo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 107 no nos hagan decantarnos por esta teoría. Esta duda está relacionada, de nuevo también, con una cuestión crucial que ya hemos planteado en este trabajo, y que esperamos aclarar definitivamente a partir de este momento, a saber: el estatus de la observación, lo que nos retrotrae al meollo de la física cuántica. Cuando Schrödinger trató de ridiculizar la idea de la indeterminación de la materia mientras ésta no era objeto de observación mediante su famoso experimento mental del gato, pretendía llamar la atención acerca del hecho de que la conducta de los objetos cuánticos era muy diferente de la de los objetos cotidianos. Efectivamente, esto es así en relación con ciertas propiedades variables de cierto tipo de moléculas (como ocurría con el aluminio, material que en nuestra experiencia cotidiana es ignífugo, pero que a escala nanométrica se convierte en explosivo), pero no lo es con respecto al hecho de que no hay átomo que tenga valor de posición hasta que no interviene en su medición un observador humano, del mismo modo que tampoco hay triángulos luminosos hasta que no posamos la vista sobre el papel con el dibujo de Kanisza, ni colores, ni objetos cualesquiera hasta que no los construimos por medio de nuestros sistemas perceptivos de una manera muy concreta. En este sentido, no podemos olvidar que los quantos de energía, que hoy se consideran entes materialmente existentes, naturalizados, comenzaron siendo un experimento mental que Boltzman realizó en 1877 con el fin de ser capaz de establecer algún tipo de regularidad en la distribución de la energía, todo ello a efectos estadísticos [J. M. CATALÀ (2005:238)]. Lo que hacía era dividir especulativamente la energía en pequeñas celdillas, que actualmente se consideran objetos empíricos por derecho propio, es decir, quantos, para cuya observación se han desarrollado instrumentos tecnológicos muy sofisticados. Así pues, lo que afirmamos es que todos los fenómenos se construyen mediante la observación, tanto los cuánticos como los relativos a objetos cotidianos. Es nuestra mirada la que dota de estructura y sentido a lo que hay fuera, y esto es así tanto en el micronivel de la imagen retinal (que nos permite construir imágenes de mundos estables con sentido, esto es, ser capaces de decir con seguridad si el gato está o no en el felpudo), como en el macronivel de la teorización científica (que nos permite concebir entidades con fines explicativos que, posteriormente, acaban por naturalizarse para devenir en entes observables a través de instrumentos tecnológicos creados específicamente para ello. O, en otras palabras: nos permite postular la existencia de quantos de energía y arreglárnoslas para poder llegar a verlos). Finalmente, existe otra cuestión, esta vez relacionada con la adaptación, que podría hacernos cuestionar la tesis de la construcción en pro de una disciplina que también sostiene tácitamente un supuesto reduccionista sobre la naturaleza de lo real, a saber: la teoría neodarwinista de la evolución biológica. La susodicha cuestión es que tendemos a pensar que, según dictamina la selección natural (que, recordemos que, por otra parte, sólo es una buena teoría) las criaturas cuyas percepciones se adapten mejor al entorno tendrán una ventaja competitiva en la lucha por Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 108 la supervivencia. Si esto es así, es de suponer que, a lo largo de millones de años, la evolución habrá eliminado las especies con percepciones peor adaptadas y, puesto que la nuestra no sólo ha sobrevivido, sino que ejerce su hegemonía sobre todas las demás, resulta obvio que nuestras percepciones se encuentran óptimamente adaptadas al entorno, lo que nos permite confiar en ellas como determinantes de lo que, en sentido último, es la realidad. En resumen, que lo que vemos los seres humanos es lo que hay. Este argumento está planteado de manera obviamente simplista y, con los conocimientos provenientes de ámbitos científicos como la física y la neurociencia cognitiva, actualmente no se sostiene: hemos repetido hasta la saciedad en este trabajo que hay muchas cosas que no vemos y que, las que vemos, las construimos. Pero lo que nos interesa ahora es reflexionar sobre el sentido en que decimos que nuestras percepciones están adaptadas al entorno. ¿Qué implica la adaptación? Como ya vimos, nuestra experiencia fenomenológica de las cosas no tiene por qué determinar lo que sean estas en sentido absoluto. Lo único que se le pide a la experiencia perceptiva es que constituya una guía útil para la conducta. Así, decíamos que los iconos del interfaz que nos permite manejar el ordenador son útiles, precisamente, porque esconden la complejidad del hardware y del software, de modo que nosotros podamos interaccionar con el programa de forma sencilla, cómoda y segura, y realizar la tarea que precisemos con facilidad. Esto es estar óptimamente adaptado. De la misma manera, nuestras experiencias perceptuales estarán bien adaptadas siempre que nos proporcionen una guía sistemática para interaccionar con el mundo externo, sea éste lo que fuere en última instancia. No importa que la relación entre ambas dimensiones sea arbitraria: el icono de la papelera está ahí, y si arrastramos un documento valioso sobre él perderemos muchas horas de trabajo. Por todo esto decimos que nuestra experiencia fenomenológica del mundo, la única que todos los seres humanos tenemos, es real, y merece que su valor epistemológico sea tomado en serio. Hay que tomarse en serio el árbol que amenaza con caer sobre nosotros, independientemente de las teorías que seamos capaces de elaborar para explicar el fenómeno de su caída. 3.4.7.6. Conclusión: a la espera de la metafísica definitiva En conclusión, en este trabajo no negamos la existencia de una realidad física externa, sino sólo la posibilidad de afirmar nada con seguridad acerca de lo que sea el mundo en sentido absoluto, al menos por el momento. Nuestra cognición es inevitablemente fenomenológica, y su estructura está en parte determinada genéticamente, y en parte influenciada por la experiencia. De nuestra interacción con el mundo emerge una experiencia del mismo que es lo que nosotros llamamos realidad. Y lo importante es que ni la biología, ni la física cuántica, ni ninguna otra ciencia dictaminan ontológicamente la naturaleza de lo real. Sólo describen fenómenos y Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 109 elaboran teorías del mejor modo en que el ser humano puede hacerlo. La esperanza de muchos se encuentra en que las teorías científicas lleguen a converger en una teoría del todo, es decir, en una teoría verdadera sobre la naturaleza de la realidad, a saber: la metafísica definitiva. Pero aunque Hawking proclamase hace unas décadas que tal explicación se materializaría de modo inminente, todavía seguimos esperando, y no es improbable que lo hagamos por siempre. Tal vez, como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:92): it may be the case that the limitations of human conceptual systems will make it impossible for there to be fully general, global scientific theories. (…) String theorists seek a unified theory of physics, but we do not yet know—and we may never know—whether that is possible. All that may be possible are partial theories, theories that are what we call “locally optimal”— incompatible, but widely comprehensive (…)—(…) supported by considerable converging evidence. Perhaps locally optimal theories are the best we can do using human minds. Así pues, cuando somos capaces de entender que nuestras percepciones sensoriales son una construcción, y nos preguntamos qué más puede haber, qué es lo que existe a parte de ellas, se despliega ante nosotros un abanico de preguntas fascinantes y complejas, la mayoría sin respuesta. Dado que nuestro mundo fenomenológico no tiene por qué parecerse al relacional, ya que no hay una correspondencia perfecta entre epistemología y ontología, las teorías científicas y los instrumentos tecnológicos que éstas producen pueden ayudarnos a hipotizar sobre la naturaleza ontológica del mundo, pero nunca a emitir un veredicto concluyente. Dicho esto, sigamos adelante, siendo ahora plenamente conscientes de los límites de la capacidad explicativa de nuestras palabras. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 110 4. CONVERGENCIA EXPLICATIVA: LA TEORÍA ATENTA A LA EVIDENCIA EMPÍRICA 4.1. Introducción Comenzábamos el capítulo anterior haciendo referencia a la vaguedad de nuestra noción cotidiana de sentido común, noción que hacíamos equivaler explícitamente a la proporcionada por una psicología espontánea que otorgaría prioridad epistemológica a la sensación de inmediatez perceptiva que los seres humanos experimentamos cada vez que abrimos los ojos. Al mismo tiempo, calificábamos esta actitud cognoscitiva de ingenuamente realista, y advertíamos de lo arduo que resulta plantear su cuestionamiento en el seno de la tradición filosófica occidental dominante. Conscientes de la mencionada dificultad, decidimos iniciar nuestro itinerario argumentativo ocupándonos de la evidencia proporcionada desde la neurofisiología y la neurociencia cognitiva, que nos permitía afirmar sin lugar a dudas que toda experiencia perceptiva humana, lejos de ser un mero reflejo de la realidad externa, era más bien una construcción mental dependiente en gran medida de la estructura del organismo que llevara a cabo el acto perceptivo en cuestión. Una afirmación tal, si bien amparada por amplias evidencias empíricas, conlleva un cuestionamiento casi radical de numerosos presupuestos filosóficos apriorísticos sobre los que se apoya el razonamiento cotidiano del común de los mortales occidental. Ya lo hemos apuntado con anterioridad: lo que los estudios de la visión muestran claramente, a la mayoría de nosotros no es extraño que nos parezca, de buenas a primeras, una idea enormemente contraintuitiva. Por ello, creemos necesario revisar con mayor detalle ciertas cuestiones filosófica y científicamente controvertidas que las conclusiones aportadas en el capítulo anterior suscitan inevitablemente, y explicitar así algunas de las afirmaciones teóricas que hasta el momento han latido implícitas en nuestras palabras, en virtud de la claridad expositiva. 4.2. La metafísica cotidiana de nuestro sentido común 4.2.1. Restablecer la sensación de normalidad Los seres humanos conducimos nuestras vidas cargados de numerosos supuestos acerca de multitud de cuestiones básicas que no son en absoluto irrelevantes para la supervivencia: compartimos creencias sobre qué es real y qué no lo es, y también tenemos un modo estereotipado de razonamiento acerca de nosotros mismos que nos permite abrigar la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 111 reconfortante sensación de que podemos comprender y explicar en términos cotidianos ciertos comportamientos que, tomados en sí mismos, no acabarían de encajar en el discurso más o menos tendente a la racionalización de nuestra experiencia consciente. Nos explicaremos: lo cierto es que, si nos mantenemos en el nivel de la experiencia fenomenológica, cotidiana, hay cosas que muchos de nosotros hacemos que no tienen el menor sentido, aunque siempre encontremos estrategias para justificarlas. Así, por ejemplo, una persona obsesionada por la limpieza, incapaz de reconocer su problema, atacará cualquier observación de otro ser humano acerca de la conducta neurótica en cuestión con argumentos categóricos del tipo de “Es necesario cuidar las cosas para que duren”, exageraciones como “No soporto vivir entre la mierda” o incluso con ataques personales como “Se nota que no sabes lo que es limpiar, afortunadamente a mí me educaron en una casa decente”. Lo que pone de manifiesto este tipo de reacciones es la existencia de una estructura profundamente cimentada de supuestos y creencias acerca de la realidad que la persona neurótica no se plantea que sea posible cuestionar. Está absolutamente convencida de que su verdad es la única posible, al menos en lo que respecta al área concreta de la realidad en que se desarrolla la neurosis, en este caso, la referente a las tareas domésticas y lo que constituye o no su correcto desempeño. Examinando sus afirmaciones categóricas es posible detectar que esta persona concibe que la decencia (que en realidad es una cualidad moral) sólo puede manifestarse haciendo gala de una pulcritud extrema en la ejecución de tales labores. En efecto, las neurosis (que incluyen desde trastornos de tipo obsesivo-compulsivo hasta fobias y estrés postraumático) son problemas neurológicos con origen psíquico o psicosocial, es decir, que se desencadenan a partir de procesamientos cognitivos que generan una ansiedad dolorosa para la persona que las padece, de la que se deriva un comportamiento inadaptado. Sin embargo, lo que nos interesa señalar es que nos justificamos ante los demás y ante nosotros mismos, es decir, razonamos sobre nuestras conductas e intentamos atribuirles algún sentido, haciendo uso de estrategias basadas en un amplio repertorio de creencias y supuestos acerca del modo en que funcionan las cosas en este mundo, adquiridos mayoritariamente a través de las experiencias que hayamos tenido en él. Pero, la mayor parte de las veces, no somos ni remotamente conscientes de que tales concepciones categóricas de la realidad nos acompañan, por más que las verbalicemos directa o indirectamente. Simplemente, no nos hemos parado a reflexionar conscientemente acerca de que las cosas puedan ser de otra manera a como las vemos nosotros. La actitud epistemológica a la que nos hemos estado refiriendo a lo largo de todo este trabajo fomenta, entre otras cosas, este tipo de estilo cognitivo amurallado. Sin embargo, es obvio que la búsqueda desesperada de sentido no es algo que pueda atribuirse únicamente (ni mucho menos) a factores externos, es decir, al hecho de que la experiencia de vida individual transcurra en un entorno sociocultural con un conjunto más o menos consensuado de creencias. Por el contrario, la facultad de engañarnos a nosotros mismos se Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 112 manifiesta de modo sorprendente incluso a escala encefálica, como evidencian los casos de sujetos comisurectomizados [J. MEHLER Y E. DUPOUX (1992: 173 y 179)], cuyos hemisferios cerebrales, incomunicados entre sí debido a la sección del cuerpo calloso (intervención que suele llevarse a cabo como tratamiento de la epilepsia), se convierten en expertos creadores de justificaciones fantasiosas para las acciones que ejecuta su contrario. Así, por ejemplo, si escribimos un enunciado en un papel que contenga la orden “Levántate y camina hacia el frente”, y lo mostramos únicamente al hemisferio derecho de un paciente de este tipo, el sujeto ejecuta la orden pero, al preguntarle por qué se ha levantado (es decir, al requerirle la formulación verbal, y no conductual, de una respuesta), contesta con lo primero que se le ocurre que puede resultar más o menos coherente, a saber: que tenía ganas de ir al servicio, que se dirigía a beber agua, que tenía calor y quería abrir la ventana…Esto sucede así porque el hemisferio izquierdo, responsable de la producción de conducta verbal en la gran mayoría de los seres humanos, no ha visto la orden mostrada al hemisferio derecho. En realidad, el hemisferio izquierdo no sabe por qué se ha levantado el sujeto, pero necesita encontrar una respuesta verosímil al precio que sea, restablecer la sensación de normalidad. Lo que en ningún caso hace nuestro cerebro es ser consciente de su propia disfuncionalidad y asumirla como si nada hubiera pasado. Un poco como hacemos todos con las pequeñas áreas de neurosisxxxix que integramos lo mejor que podemos en nuestras personalidades, a saber: tratar de encontrar para ellas una justificación racional. En otras palabras, los seres humanos vivimos acarreando una metafísica, una teoría del funcionamiento de nuestras propias mentes, así como una serie de planteamientos éticos y asunciones morales. Y un largo etcétera. Todo lo anterior equivale a decir que las personas compartimos un conjunto de supuestos básicos (no todos ellos universales, sino algunos dependientes del entorno sociocultural, como la moral) que constituyen lo que hasta el momento hemos denominado sentido común (pero que bien podríamos llamar conocimiento del mundo, saber enciclopédico). A este respecto, no debemos olvidar que los casos que acabamos de citar arriba sobre las neurosis y la comisurectomía son contraejemplos: lo común es que, en general, y en la mayor parte de las áreas que componen nuestra vida mental, tendamos a equilibrar nuestros entornos cognitivos (el conjunto de supuestos sobre el mundo que poseemos) con los de las personas que más inmediatamente nos rodean y, en un plano más amplio, con los supuestos y creencias generalizados en la sociedad en que vivimos. Obviamente, esto no es algo sobre lo que tengamos control consciente. Por el contrario, como explicaremos en breve (cfr. 4.4.4.), hay un fundamento biológico para el carácter más o menos estable y consensuado de los conocimientos a los que somos capaces de acceder. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 113 4.2.2. Fisiología y conocimiento implícito El proceder inconsciente de la mayor parte de nuestro funcionamiento mental se manifiesta también en otros planos. Así, por ejemplo, y volviendo sobre lo anterior, del mismo modo que el sujeto comisurectomizado no tiene acceso a lo que está pasando en su cerebro, y experimenta como totalmente reales y verosímiles las respuestas verbales que ofrece como justificación por haberse levantado de la silla, tampoco las personas neuróticas, aunque sufran las consecuencias de sus desajustes cognitivos en un plano consciente (básicamente, ansiedad libre flotantexl y crisis de angustia) pueden llegar a saber qué es lo que pasa en su cerebro y que les produce tal distorsión. En efecto, cuando una patología de este tipo se desarrolla hasta el punto de entorpecer la funcionalidad del individuo (por ejemplo, y por citar un caso extremo, cuando el sujeto comienza a faltar al trabajo porque no soporta la angustia de dejar que la casa se llene de polvo) es frecuente que la persona busque ayuda. Los tratamientos de tipo cognitivo-conductual comienzan por intentar conseguir que el propio individuo sea consciente de lo que está ocurriendo en su interior (no en el plano neurológico, por supuesto). Esto suele hacerse mediante una verbalización sistemáticamente ordenada del problema, que incluye una descripción de los sentimientos experimentados y las situaciones que los desencadenan. El objetivo es llegar a identificar las creencias que se encuentran en la base de la angustia para, a continuación, ayudar al paciente a que las rebata racionalmente, en lo que acaba por constituir una auténtica discusión consigo mismo. Todo este proceso proporciona cierta sensación de control sobre el conflicto: el tenerlo verbalmente acotado, delimitado, secuenciado, proposicionalmente articulado, hace que resulte moderadamente manejable. El individuo ya no se encuentra absolutamente inerme y aturdido ante un sentimiento abrumador e informe. Sin embargo, se trata de un proceso arduo y, normalmente, las neurosis nunca llegan a desaparecer por completo. ¿Por qué ocurre esto? Veamos: hasta cierto punto, intentar controlar una neurosis por medio del razonamiento consciente y de la verbalización explícita es un poco como intentar provocar que nuestro propio corazón lata más deprisa sólo por medio del pensamiento. Evidentemente, sabemos que si echamos a correr lo conseguiremos, pero es ineludible pasar a la acción. En cualquier caso, no puede negarse que saber lo que es conveniente hacer contribuye crucialmente a que alcancemos nuestro objetivo. Por ello, aunque en una primera etapa la persona neurótica ha de identificar cuáles son los pensamientos enquistados que le amargan la vida, y plantearse seriamente por qué desea cambiarlos, este puro ejercicio racional no le servirá de nada si no pasa a desarrollar conductas capaces de hacer que se produzca una alteración sustancial en su estructura neurofisiológica, y comprobar los resultados (normalmente, atenuación de la angustia) que de ellas se derivan en un plano consciente. Por eso estas terapias se denominan cognitivo-conductuales: en primer lugar, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 114 identifican los procesamientos cognitivos asociados a los sentimientos de displacer; en segundo lugar, bloquean las conductas inadaptadas que el paciente desencadena para intentar atenuar esa angustia, sustituyéndolas por otras. Lo que nos interesa señalar en estos momentos es que lo que ocurre a nivel neural mientras se produce esta especie de reestructuración cognitiva provocada desde el exterior es algo que al individuo le pasa totalmente desapercibido. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:18) “most (of our categories)xli are formed automatically and unconsciously as a result of functioning in the world. (…) through experience in the world, our categories are subject to unconscious reshaping and partial change”. Es decir, que sólo del cambio conductual se deriva en última instancia la capacidad para pensar de manera diferente. El intento previo de rebatir racionalmente las propias creencias es tan sólo el primer paso para conseguirlo. Simplificando en extremo: hacer siempre lo mismo nos lleva a obtener sistemáticamente (y lógicamente) los mismos resultados, tanto en el plano material como en el cognitivo. Como apuntamos en el capítulo anterior, los científicos cognitivos estiman que el 95% de nuestro pensamiento se desarrolla en un plano inconsciente. Es preciso insistir en que, cuando utilizamos este término, no nos estamos refiriendo a un subconsciente al estilo freudiano, es decir, a una especie de subpersonalidad reprimida, sino a una serie de estructuras y procesos con instanciación neural que operan masivamente bajo el nivel de la conciencia. Y como muestra claramente el ejemplo que acabamos de proponer, este inconsciente cognitivo es lo que dota de estructura a todo nuestro conocimiento implícito, es decir: a nuestros sistemas de creencias, a nuestros supuestos sobre lo que es real y lo que no lo es, lo que está bien y lo que no, entre otras muchas cosas. Esto es lo que nos permite decir que es este procesamiento inconsciente lo que constituye nuestro sentido común, implícito e irreflexivo, por el que nos regimos habitualmente de forma impulsiva, y que nos permite categorizar (interpretar) automáticamente nuestra experiencia cotidiana. Y es también este conglomerado relativamente estable de conceptos y supuestos compartidos (que operan en un plano inconsciente que, a su vez, se encuentra neuralmente instanciado), lo que nos permite dotar de un sentido más o menos consensuado a nuestra experiencia fenomenológica: “Though we are only occasionally aware of it, we are all metaphysicians— (…) as part of our everyday capacity to make sense of our experience” [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:10)]. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 115 4.3. Fundamentos filosóficos de la metafísica occidental dominante 4.3.1. Introducción Decíamos en el capítulo anterior que el sentido común occidental se encuentra profundamente influido por una dilatada tradición filosófica que sostiene una serie de supuestos apriorísticos acerca de la realidad y la naturaleza básica de los seres humanos. Los aglutinaremos, por el momento, en torno a tres puntos: 1) El primero de ellos, que tal vez sea el más determinante en relación con nuestro trabajo, define la realidad como el mundo externo que llega a nosotros dividido en categorías que existirían independientemente de la estructura de nuestro organismo. 2) El segundo, inextricablemente ligado al anterior, postula la existencia de una razón trascendente y universal que sería la que dotaría de estructura al mundo. 3) El tercero asume que la razón humana se encuentra también estructurada por la razón universal trascendente como si, en cierto sentido, participase de ella. De tales supuestos se sigue que el conocimiento que los seres humanos tenemos de las cosas es un conocimiento absoluto, indubitable y a todas luces verdadero, ya que nuestra razón participaría del conocimiento de la razón universal trascendente. Por tanto, los conceptos en la mente del ser humano se corresponderían de modo totalmente fidedigno con las categorías del mundo externo, ambos impuestos por la razón trascendente, ente incorpóreo, abstracto, espiritual, superior a la materia y perdurable más allá de ésta. Los supuestos apriorísticos que acabamos de exponer tan sucintamente constituyen la ontología y la epistemología cotidianas de la mayor parte de las personas occidentales. Obviamente, no podemos esperar que cualquier individuo sea capaz de explicitarlos a nivel consciente, pero es cierto que la mayor parte de nosotros asume sin mayor problema el hecho de que hay un mundo físico que existe ahí fuera, y que nosotros podemos llegar a conocerlo de modo objetivo. Ahí suele terminar la reflexión sobre el asunto y, entre otras razones, por eso lo que los científicos dicen, parapetados en el todopoderoso positivismo empiristaxlii, va a misa. 4.3.2. Epistemología sin fisuras: el realismo directo griego Ahora bien, cabe preguntarse cómo comenzó a gestarse la aparente solidez de una tal actitud filosófica. En la tradición occidental ha habido, fundamentalmente, dos respuestas clave compatibles con el realismo de esta postura. Por realismo entendemos la asunción básica de que el mundo material existe. Tal asunción suele entrañar el propósito de explicar cómo es posible que nos desenvolvamos en él del modo en que lo hacemos, y una de las tareas más importantes en todo este asunto la constituye el proporcionar una teoría del conocimiento compatible con tal Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 116 realismo, es decir, una epistemología. En otras palabras, se trata de responder a la pregunta siguiente: Si el mundo real existe…¿cómo podemos conocerlo? La primera respuesta la dieron los griegos. Recordemos el modo en que Epicuro describía la visión, como si se tratase de una especie de tacto: según él, la única manera posible de que pudiésemos llegar al conocimiento de las cosas del mundo era mediante la entrada en nuestro organismo de algo proveniente de las propias cosas. Para Epicuro, ese algo era una especie de películas de átomos (los eidola) que constituían réplicas materiales de los objetos, y que los propios objetos enviaban en todas direcciones constantemente. Para la filosofía griega, por tanto, no había escisión entre cuerpo y mente. Si las películas de eidola entraban en contacto con nuestros ojos, lo hacían también con nuestra mente. Así explicaba la cognición también Aristóteles: nuestra mente podía agarrar directamente las esencias de las cosas del mundo por medio de nuestros sentidos. No se percibía contradicción en ello. El ser humano era uno. El problema de la división entre ontología y epistemología no tenía lugar, puesto que el ser humano podía acceder directamente al conocimiento de todo lo real. Una metafísica puramente física, una visión sumamente reconfortante y tranquilizadora. Nos hallamos ante un realismo directo y absoluto, donde el mundo es una estructura única y objetiva de la que podemos tener conocimiento inmediato y fidedigno, al no tener que enfrentarnos al irresoluble problema que supone asumir la existencia de una escisión entre cuerpo y mente. 4.3.3. La invención de un abismo: el racionalismo cartesiano Tal problema se lo vino a explicitar al mundo occidental René Descartes, cuya concepción metafísica sustenta firmemente los tres supuestos que hemos enumerado en 4.3.1., y cuya influencia perdura en Occidente en la actualidad, no sólo en ámbitos filosóficos o científicos, sino principalmente como fuente del sentido común cotidiano de una población educada en el seno de una cultura mayoritariamente cristiana, que asume la existencia de una radical distinción entre el cuerpo, sustancia material, y la mente, sustancia espiritual. Al asumir esta metafísica, no es extraño que pronto se le planteara a Descartes el siguiente conflicto epistemológico: ¿Cómo era posible que una sustancia incorpórea y autónoma como la mente aprehendiera las cualidades y categorías de un mundo cuya naturaleza se asemejaba a la del cuerpo? Y, siendo el cuerpo material e imperfecto, ¿cómo iba el ser humano a fiarse de las percepciones engañosas que los sentidos proporcionaban a nuestra razón, ente superior? Pero, más allá de todo esto, el principal problema lo constituía la necesidad de explicar el hecho de que fuéramos capaces de desenvolvernos en el mundo físico y material con la soltura con que lo hacíamos, tras haber asumido que lo que nos caracteriza genuinamente como seres humanos, superiores al resto de la creación, es precisamente nuestra participación de una razón universal, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 117 incorpórea y trascendente. Este planteamiento, sin embargo, esconde una tautología, ya que asume que es precisamente esa cualidad racional trascendente la que dota de estructura al mundo, de modo científicamente inexplicado. Y al asumir también que nuestra razón humana está informada por tal razón universal, el problema se esfuma inmediatamente. El racionalismo postula, por tanto, que podremos conocer tan sólo si hacemos uso de nuestro raciocinio, desestimando (o no) las señales corporales tras haberlas sometido a su riguroso escrutamiento, ya que la razón trascendente, creadora de las categorías de la realidad, está también manifiesta en nuestra estructura mental. De este modo, se garantiza la correspondencia de nuestras categorías mentales con las del mundo externo, y se sostiene la posibilidad de hallar la verdad. La única verdad. No es posible obviar el hecho de que la fe tiene bastante que ver con todo esto. Sin embargo, nos interesa detenernos especialmente en una cuestión fundamental que el racionalismo cartesiano introduce sutilmente en el panorama filosófico occidental, y que aún late con fuerza en la mayoría de las teorías no sólo filosóficas, sino psicológicas y lingüísticas, que se ocupan del estudio de las facultades mentales humanas, a saber: la división entre ontología y epistemología. Y es que, más allá de las ideas innatas que el ser humano poseía en virtud de su participación de la razón universal trascendente, el resto sólo podían ser representaciones de lo que estaba fuera, de lo material, de lo corporal, es decir, de sustancias intrínsecamente distintas de la que constituía la mente humana. El ser humano podía llegar a discernir si tales representaciones se correspondían con la realidad del mundo físico en virtud del uso de la razón pero, en cualquier caso, no eran la realidad-en-sí-misma, sino sólo su reflejo fidedigno. Ya no son las cosas las que entran materialmente en nuestro organismo para suscitar el conocimiento, como proponían los griegos. La mente ya no agarra esencias, sino que genera representaciones. 4.3.4. La consecuencia actual: un paradigma cognitivo simbólico y logicista Semejante distinción puede parecer trivial a simple vista. Sin embargo, lo cierto es que sus repercusiones son enormes e importantísimas. De hecho, la necesidad de afrontar la explicación de cómo se relacionan cuerpo, mente y realidad externa es lo que ha dado lugar a una de las teorías actuales más potentes acerca del funcionamiento mental, a saber: el realismo simbólico-representacional, que asumen disciplinas como la filosofía analítica, la inteligencia artificial, la ingeniería del conocimiento, la lógica formal, la lingüística generativa, y la psicología cognitiva de la mayor parte del siglo XX, entre otras. En el capítulo anterior nos referimos brevemente a este paradigma cognitivo, que denominamos entonces simbolismo clásico. Recordemos que se trata de una perspectiva en que la mente es Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 118 descrita en términos formalistasxliii, ignorando el basamento fisiológico de sus funciones. La vinculación del origen de esta teoría con la disciplina informática y los primeros pasos de la I.A. se manifiesta en la metáfora explicativa que concibe la mente como una especie de programa informático que puede funcionar perfectamente bien si se dispone del hardware apropiado para instalarlo. Sin embargo, el peso de la teoría se sitúa en el software. El planteamiento es el siguiente: un mismo hardware puede ejecutar programas muy diversos, así que es la configuración interna de estos programas lo que hay que investigar, ya que únicamente allí puede encontrarse la clave para llegar a comprender auténticamente el funcionamiento mental. Como intuitivamente se desprende de lo que acabamos de exponer de forma tan sucinta, esta visión del asunto está muy ligada también a la concepción modular de la mente, que estaría constituida por un conjunto de programas autónomos capaces de interaccionar de manera armónica en virtud de una interfaz (el misterioso yo consciente, que aún no se sabe bien cómo emerge). Pero lo que nos interesa señalar ahora es que las facultades mentales, al fin y al cabo, se conciben en este paradigma como software, espíritu, sustancia incorpórea. Y ello significa, para los defensores de tal planteamiento, que pueden ser comprendidas y explicadas sin necesidad de recurrir a disciplinas de corte neurológico. El hecho de que la mente necesite un cerebro (y, en última instancia, un cuerpo) en el que materializarse no deja de resultar algo trivial, no merecedor de demasiada atención, salvo en el caso de que se pretenda encontrar un sustituto de la materia orgánica convencional, como el silicio. A. DAMASIO (2003:228) lo expresa del siguiente modo: Mi preocupación (…) es tanto por la noción dualista con la que Descartes separó la mente del cerebro y el cuerpo (…) como por [sus] variantes modernas (…): la idea, por ejemplo, de que mente y cerebro están relacionados (…) sólo en el sentido de que la mente es el programa informático que se hace funcionar en un (…) equipo (…) llamado cerebro; o que cerebro y cuerpo están relacionados (…) sólo en el sentido de que el primero no puede sobrevivir sin el soporte vital del segundo. Así, al igual que en los lenguajes de programación, la mente se supone conformada por símbolos que codifican funciones y reglas. En esto consistiría el pensamiento, a saber: en una serie de símbolos insignificantes en sí mismos, completamente arbitrarios con respecto a la realidad externa, pero sistemáticamente vinculados a ella mediante reglas formales de manipulación simbólica, en base a una noción científicamente inexplicada de correspondencia. Obviamente, lo que acabamos de delinear constituye la versión más radical del realismo simbólico, donde las representaciones son minimalistas, a saber: puras entidades abstractas, insignificantes, cuya única propiedad relevante es ser diferentes las unas de las otras. Pero nos interesa porque es en este preciso momento cuando el razonamiento humano se divorcia completamente de todo significado. Sobre las implicaciones que tal planteamiento tiene para las Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 119 teorías del significado humano volveremos en el capítulo 5. Ahora, sin embargo, daremos los primeros pasos hacia una vía intermedia. 4.4. El ser humano como organismo cognoscente 4.4.1. Antecedentes filosóficos Llamar la atención sobre el hecho de que cuerpo y mente no son entidades escindidas ni constituyen sustancias diferentes y afirmar que, por el contrario, la experiencia cotidiana humana es radicalmente corpórea, no supone verdaderamente ninguna novedad. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:97) ya John Dewey, en el primer cuarto del siglo XX, se dedicó a examinar en profundidad “the whole circuit of organism-environment interactions that makes up our experience, and he showed how experience is at once bodily, social, intellectual, and emotional”. Un poco más adelante, a mediados de siglo, era el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty quien retomaba las ideas de la fenomenología husserliana y del trasfondo heideggeriano y afirmaba que “subjects and objects are not independent entities, but instead arise from a background (…) of (…) integrated experience on which we impose the concepts subjective and objective”. Sin embargo, resulta aún más importante, en el contexto de este estudio, que tengamos presente el hecho de que ambos autores creían que la filosofía debía hacer uso en sus planteamientos de las mejores teorías científicas disponibles para la comprensión de la cognición y el comportamiento humanos, lo que, en su caso, supuso acudir a la psicología experimental y a los conocimientos de neurología disponibles en su época. De este modo, atendiendo a una evidencia empírica aún no tan firme como la que tenemos actualmente, tanto Dewey como Merleau-Ponty pudieron intuir que, cuando utilizamos las palabras cuerpo y mente para referirnos a algo que creemos real, lo que estamos haciendo es, paradójicamente, imponer límites conceptuales artificiales sobre el proceso integrado de nuestra experiencia humana. 4.4.2. Realismo orgánico Más recientemente, autores como los ya citados G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999), y antes F.J. VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997), han retomado esta línea investigadora, rebautizándola con los términos de cognición o razón corpórea (o corporizada), los primeros, y con la noción de experiencia enactiva, los segundos. Aunque las diferencias entre ambas versiones son sutiles, el punto fuerte de ambas es que proporcionan una nueva vía para enfocar la comprensión de la relación entre mente y cuerpo, si es que puede realizarse una tal distinción. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 120 Esta postura filosófica se apoya rotundamente en las evidencias empíricas proporcionadas por la neurociencia cognitiva, y no en supuestos apriorísticos acerca de la estructura de la realidad y del conocimiento. Lo que trata de explicar es el modo en que una estructura neural que trabaja en el seno de un organismo (y que es parte de ese organismo lo mismo que la piel, el ojo, o la consciencia de las experiencias visuales y táctiles) puede llegar a correlacionar con las categorías y conceptos que los seres humanos manejamos y, a la vez, evidenciar cómo esta correlación está motivada por nuestra estructura física y también por nuestra realidad circundante. Es decir, que el modo en que funcionan nuestros mecanismos cognitivos depende de la especificidad de las capacidades sensomotrices y perceptivas de que dispone nuestro organismo (lo que hace que sea posible para nosotros tener unos determinados tipos de experiencia que categorizamos de maneras muy concretas, filogenéticamente determinadas) pero también de un contexto más abarcador que entraña factores culturales y sociológicos, así como del entorno físico. 4.4.3. Realismo orgánico, filosofía griega, y filosofía analítica angloamericana Esta postura, que aquí denominaremos realismo orgánico para no priorizar ninguna de las dimensiones que abarca (como nos parece que sucede con la noción de corporeidad), se encuentra más cerca de los presupuestos del realismo directo de la filosofía griega, que de los sostenidos por la filosofía analítica angloamericana, que proceden básicamente del racionalismo cartesiano, y que postulan una escisión entre dos sustancias de naturaleza diversa (a saber: cuerpo y mente) entre las cuales el abismo establecido por el razonamiento apriorístico acaba por resultar insalvable, por mucho que se recurra a una noción de correspondencia entre representaciones y mundo (la razón trascendente) que, por otra parte, carece de amparo científico. Sin embargo, es necesario precisar en qué consiste la mencionada similitud para evitar dar lugar a equívocos. En lo que se parecen el realismo directo y el orgánico, es en que ambos niegan la existencia de una escisión entre el cuerpo y la mente. Es decir, se aproximan en la metafísica, no en la epistemología: esto es así porque el realismo orgánico no considera que el mundo constituya una estructura totalmente objetiva de la que podamos tener un conocimiento unívoco y absolutamente verdadero. O, en otras palabras: realismo directo y orgánico asumen la existencia del mundo físico y el hecho de que no hay escisión entre el cuerpo y la mente. Pero mientras que el primero responde a la pregunta acerca de cómo es posible la cognición como si no plantease ningún problema (para lo que postula un contacto directo con el mundo y convierte así en equivalentes ontología y epistemología), el realismo orgánico complejiza la cuestión y, atendiendo a la evidencia convergente procedente de múltiples disciplinas, plantea que no hay Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 121 una equivalencia total entre nuestras percepciones y el mundo. Que el mundo no es sólo lo que nosotros percibimos, en definitiva. Con respecto al realismo simbólico-representacional, las diferencias se acentúan: no sólo porque este postula la división entre cuerpo y mente, sino porque pretende solventar el problema epistemológico que tal presupuesto suscita apelando a una ontología de corte absolutista de la que el ser humano puede llegar a tener un conocimiento totalmente objetivo en virtud de una noción de correspondencia que, en realidad, permanece inexplicada. Por el contrario, lo que le interesa al realismo orgánico no es tanto determinar si podemos llegar a conocer las cosas-en-sí-mismas (la absolutamente objetiva y única verdad que tanto el realismo directo como el simbólico asumen que existe), como investigar acerca del modo en que el conocimiento que tenemos nos permite desenvolvernos en el mundo, adaptarnos a él lo suficientemente bien como para sobrevivir y progresar no sólo individualmente, sino como especie. En este sentido, se puede decir que el realismo orgánico baja a la calle. Pretende no dejar de lado la dimensión material de lo que somos (nuestros cuerpos, nuestros cerebros, el medio físico en que éstos se hallan) sin desatender tampoco la necesidad de proporcionar una explicación de los fenómenos mentales que, necesariamente, tendrá que manejar términos más abstractos que los de la pura neurobiología para llegar a resultarnos significativa a escala humana. Como hemos señalado repetidamente desde el inicio de este trabajo, lo que ocurre a escala macro, a nivel de fenómeno mental, no se explica sólo por los datos neurofisiológicos implicados en la emergencia de tal fenómeno; sin embargo, el conocimiento detallado de tales datos nos parece prioritario porque orienta y limita las hipótesis explicativas susceptibles de desarrollo en el plano abstracto. Téngase en cuenta que en ningún caso esto significa adoptar la perspectiva de que la mente pueda ser explicada exclusivamente en términos de acontecimientos cerebrales. Más bien es al contrario: al realismo orgánico un reduccionismo tal le resulta incompleto y humanamente insatisfactorio, puesto que deja de lado no sólo el ambiente físico y sociocultural, sino una parte crucial del organismo cognoscente, a saber: el cuerpo propiamente dicho. Así, nos hallamos de nuevo ante la cuestión de los niveles de explicación, que correlaciona con la de los niveles de realidad y de verdad, y sobre la que volveremos en 4.8. Por el momento, baste señalar la obviedad de que una teoría que se aferre a una concepción unívoca e inmovilista de lo real no podrá jamás admitir la posibilidad de que existan diversas explicaciones válidas de un mismo fenómeno, que variarán dependiendo del nivel de análisis desde el que lo abordemos. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 122 4.4.4. Poner coto al relativismo Lo que acabamos de sugerir acerca de la existencia de varios niveles explicativos no implica en absoluto que el realismo orgánico sea una teoría entregada al relativismo. El hecho de negar la existencia de una única descripción correcta de lo que sea el mundo no significa que el conocimiento estable de la realidad no sea posible. Por el contrario, aunque es cierto que el realismo orgánico trata el conocimiento como relativo a la naturaleza específica de nuestro organismo, insiste en que este hecho, de por sí, restringe ya las posibles formas que puede tomar tal conocimientoxliv. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:5-6): “The mind is embodied in such a way that our conceptual systems draw largely upon the commonalities of our bodies and of the environments we live in”. En este sentido, no hay lugar para el sujeto postmoderno, para el que todo significado sería puramente relativo, histórica y culturalmente contingente, totalmente independiente de las constantes estructurales de nuestra condición corpórea. En efecto, si la estructura de nuestras funciones mentales superiores depende de nuestra específica configuración física (la cual condiciona inevitablemente las maneras en que podemos interaccionar con el entorno), de aquí se seguirá el que las formas de razonamiento que como seres humanos podemos desplegar estén también constreñidas por nuestra fisiología. Así, once we have learned a conceptual system, it is neurally instantiated in our brains and we are not free to think just anything. (…) There is no poststructuralist person—no completely decentered subject for whom all meaning is arbitrary, totally relative, and purely historical contingent, unconstrained by body and brain [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:5)]. Por otra parte, es preciso insistir en el hecho de que lo anterior no significa tampoco que el realismo orgánico postule un sujeto ultradeterminado por sus características fisiológicas de especie. En palabras de los recién citados autores: Our conceptual systems are not totally relative and not merely a matter of historical contingency, even though a degree of conceptual relativity does exist and even though historical contingency does matter a great deal. The grounding of our conceptual systems in shared embodiment and bodily experience creates a largely centered self, but not a monolithic self [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:6)]. Como han puesto de manifiesto numerosos estudios en el área de la psicología cognitiva experimental, de la lingüística cognitiva y de la antropología lingüística, 1) los conceptos son susceptibles de cambio a lo largo del tiempo, 2) las estructuras a que dan lugar (y, por tanto, el modo en que nos permiten razonar sobre las categorías en que, como seres humanos, compartimentamos la realidad) varían de una cultura a otra y, 3) lo que es más importante, un mismo concepto en el seno de una misma cultura puede estar compuesto de estructuras Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 123 semánticamente contradictorias entre sí, que reflejan las múltiples dimensiones sociales del mismo. Pero, sobre todo, es la experiencia personal la que, aunque estructurada por unas bases fisiológicas específicas y panhumanas, tiene una importancia determinante a la hora de explicar por qué el mapeado de áreas corticales equivalentes nunca es exactamente el mismo de uno a otro individuo, por más similares que hayan sido las condiciones para su desarrollo. Como explicamos en el epígrafe 3.4.4. del capítulo anterior, y recordaremos aquí muy brevemente, las claves moleculares determinan sólo hasta cierto punto el desarrollo de las conexiones neuronales pre y postsinápticas. Así, si bien guían totalmente el crecimiento de los axones de las neuronas hacia una región específica de destino en el sistema nervioso, parece ser que, una vez alcanzado ese destino, los emparejamientos que el axón hace con neuronas postsinápticas dependen en gran medida de la actividad y la experiencia del individuo. De este modo, aunque los mapas corticales son genéricamente similares, difieren sistemáticamente entre las personas en un modo que refleja su utilización. Es por esto por lo que sostenemos que nuestras estructuras conceptuales, neuralmente instanciadas, determinan nuestro sentido de lo que es o no real, probable o verosímil. Es decir, nos permiten generar expectativas adaptadas a nuestro entorno que informan nuestro modo de razonar (expectativas que sólo pueden provenir de la experiencia previa en dicho entorno) y dependen “crucially upon our bodies, specially our sensorimotor apparatus, which enables us to perceive, move, and manipulate, and the detailed structures of our brains, which have been shaped by both evolution and experience”[G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:17)]. Como veremos en el próximo capítulo, la adopción de un modelo cognitivo como el propuesto por el realismo orgánico nos permite poner coto al relativismo y proporcionar una explicación coherente y verosímil para cada uno de los fenómenos de variación conceptual mencionados. Un tal paradigma sostiene que el conocimiento estable es posible, pero que no es algo totalmente objetivo en el sentido en que el cientificismo positivista entiende la objetividad (la verdad-en-sí-misma, si es que tal cosa existe), ni tampoco puramente subjetivo, sino que se trata de un tipo de verdad fundamentado en las características orgánicas comunes que los seres humanos compartimos (en definitiva, de lo que aquí hemos denominado una construcción). En palabras de A. DAMASIO (1994:217-218): lo que sabemos de (…) [la realidad externa nos llega] por medio del cuerpo (…) en acción, a través de las representaciones de sus perturbaciones. Nunca sabremos lo fiel que nuestro conocimiento es a la realidad «absoluta». Lo que precisamos (…) y tenemos, es una notable consistencia en las construcciones de la realidad que nuestro cerebro hace y comparte (…) Dichas representaciones sistemáticas y consistentes (…) son reales en sí mismas. Nuestras mentes son reales, nuestras imágenes [mentales] (…) son reales, nuestros sentimientos (…) son reales. Es sólo que una tal realidad mental, neural, biológica, resulta ser nuestra realidadxlv. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 124 La razón, de este modo, podría declararse universal en el sentido de que se trata de una facultad emergente en todos los miembros de nuestra especie en virtud de las mencionadas características fisiológicas y los modos de interacción que permiten, pero jamás podrá ser concebida como una especie de sustancia trascendente capaz de informar el mundo y nuestras mentes de manera científicamente inexplicada. 4.4.5.La intersubjetividad como fenómeno psicofisiológico Anteriormente en este trabajo hemos puesto de manifiesto nuestro interés por proporcionar una explicación lo más completa posible de los mecanismos cognitivos que posibilitan la intercomprensión. Por tanto, aunque la experiencia individual sea determinante a la hora de explicar el carácter genuino de la capacidad que cada individuo tiene para crear significado, sin embargo, lo que nos interesa es trascender las individualidades psicofísicas hasta el punto en que puedan ser descritas a un nivel lo suficientemente general como para que de ahí resulten observaciones aplicables a nuestra especie. Son precisamente estas capacidades cognitivas y perceptivas comunes, emergentes del basamento fisiológico que las personas compartimos, las que posibilitan la existencia de conocimiento consensuado y estable, y a esto nos estaremos refiriendo en este estudio siempre que hagamos mención del fenómeno de la intersubjetividad. Como ya apuntábamos en 3.1., afirmar que nuestra realidad es construida no implica negar que sea objetiva, pero ocurre que la intersubjetividad biológicamente fundamentada es el máximo grado de objetividad que los seres humanos podemos alcanzar. Creemos pertinente realizar esta observación por el mismo motivo que es necesario explicitar los presupuestos apriorísticos que subyacen a nuestra metafísica cotidiana. Y es que, para cualquiera que, de manera consciente o no, asuma la existencia de un abismo ontológico entre la mente y el cuerpo, el término intersubjetividad designará tan sólo una especie de acuerdo social o de estructura de conciencia compartida por todos los sujetos. El problema está en que, si el sujeto se concibe como escindido, esta noción de intersubjetividad aludirá únicamente a la dimensión mental de los sujetos que forman parte del fenómeno de estabilización de los significados. De este modo, los mecanismos fisiológicos que sustentan la capacidad de generar significado consensuado resultarán obviados, y el término en sí mismo quedará inexplicado. 4.5. El color desde el punto de vista del realismo orgánico 4.5.1. Introducción Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 125 Las afirmaciones teóricas que hemos realizado hasta el momento encuentran en el fenómeno del color un ejemplo óptimo. En los epígrafes 3.4.5. y 3.4.6. del capítulo anterior describimos detalladamente los mecanismos neurológicos que posibilitaban su construcción cognitiva, de modo que se hiciese manifiesta la incompletud de cualquier teoría reduccionista que pretendiese circunscribir lo real a lo materialmente existente. Una teoría de este tipo establece correspondencias entre frecuencias o longitudes de onda (pues es la capacidad de una superficie para proyectar un determinado tipo de tales frecuencias lo que determina su reflectancia) y colores percibidos. Sin embargo, recordaremos brevemente que nuestra experiencia fenomenológica del color emerge de la interacción de factores externos a nuestro organismo (especialmente el patrón de contrastes de reflectancia entre superficies, que a su vez depende de las variables de reflectancia concretas de cada superficie unidas a las condiciones generales de iluminación), con factores orgánicos, como son, por ejemplo, los tres diferentes tipos de cono en los que se instancia nuestra capacidad para estructurar el color de modo tricromático y, no menos importante, la compleja circuitería cerebral que posibilita la percepción de un mundo tridimensional constante, analógico y coherente a partir de una imagen retiniana bidimensional y digitalizada. Este último dato es pertinente en relación con la exposición que estamos llevando a cabo porque no construimos el color de forma aislada, sino que lo integramos con otras propiedades visuales y procuramos que el conjunto sea coherente. Esta idea (a saber: que el contexto importa), es lo que venía a poner de manifiesto el ejemplo del cuadrado con casillas de colores. Recordemos que, si alterábamos la disposición de tales casillas, percibíamos colores absolutamente diferentes en el nuevo cuadrado; colores que, si tenemos en cuenta la complejidad del fenómeno de su construcción, no estaban de hecho en el cuadrado anterior, por mucho que los pigmentos dispuestos en el papel fuesen los mismos. Otro ejemplo en esta misma línea nos lo proporcionaban los metámeros, es decir, aquellas imágenes que para nosotros presentan colores idénticos, pero a las que un fotómetro atribuiría reflectancias de superficie totalmente disímiles. Todo esto demuestra que no existe una correspondencia unívoca entre color y reflectancia de superficie, sino que nos hallamos ante un fenómeno psicofísico mucho más complejo en el que la estructura de nuestro organismo desempeña un papel primordial. Así, por ejemplo, el hecho de que tengamos capacidad perceptiva de constancia de color (es decir, que al pasar de un ambiente luminoso a otro de penumbra podamos adaptarnos y seguir reconociendo los colores con notable precisión) pone de manifiesto que nuestro cerebro sabe compensar bastante bien las variaciones de intensidad en la fuente lumínicaxlvi. Sin embargo, no se muestra tan habilidoso en ejemplos como los del cuadrado de colores o el tablero de ajedrez donde, a pesar de que las superficies tienen exactamente la misma reflectancia, las vemos distintas en función de cuál sea la distribución de unos pigmentos con respecto a otros (es decir, del contexto). Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 126 En todos estos casos, la clave se encuentra en el patrón de contrastes de reflectancia, que se mantiene constante aunque cambie la intensidad lumínica (en el caso de la constancia de color), o que varía, haciéndonos percibir colores diferentes aunque los pigmentos sean los mismos, como ocurre en el caso del cuadrado de colores. Por último, el ejemplo del tablero de ajedrez resulta aun más intrigante y complejo, y llama especialmente nuestra atención sobre la importancia de la información contextual: lo interesante es que construimos inevitablemente un patrón de contrastes regular, en consonancia con la alternancia entre cuadrados claros y oscuros que vemos en el resto del tablero. Nuestro cerebro se empeña en ignorar la discontinuidad, la anomalía: fabrica la interpretación más probable y sigue adelante, ignorando esa reflectancia que no debería estar ahí, y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Podemos mirar mil veces y, aun sabiendo que el cuadrado es gris, lo seguiremos viendo blanco, a no ser que ocultemos los cuadrados colindantes, es decir: que alteremos el contexto, que cambiemos el patrón de contrastes. Pero, de buenas a primeras, lo que hacemos es procesar por defecto: si hay un patrón regular en el entorno que podamos reconocer, nuestro cerebro lo utilizará. (Es este mismo tipo de procesamiento por defecto, que nos impide ver la diferencia, el que se encuentra en la base del estereotipo y del prejuicio). Debido a todo lo anterior, el color nos permite poner de manifiesto el equilibrio entre subjetividad y objetividad del que venimos hablando desde los inicios de este trabajo: un equilibrio complejo. Los colores no son sustancias objetivas sedentes en los objetos del mundo que podamos hacer corresponder con una cifra que determine una reflectancia; sin embargo, tampoco son algo puramente aleatorio o subjetivo en el sentido postmoderno. Más bien, podríamos decir, con G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:25) que “color is a function of the world and our biology interacting”. 4.5.2. Estabilidad y variabilidad conceptual La adopción de este punto de vista nos permite explicar también otras cuestiones relativas a la estructura de las categorías de colorxlvii que no hemos abordado previamente, y que nos ayudarán a evidenciar el modo en que la postura sostenida por el reduccionismo no sólo es explicativamente inadecuada e imprecisa, sino que cercena la posibilidad de contemplar la vasta significación sociocultural, emocional y estética que el color desempeña en nuestras vidas. Así, por ejemplo, la estructura conceptual de un color concreto (el hecho de que exista un azul central, pero también un azul purpúreo, un azul verdoso, un azul grisáceo, etc) se encuentra neuralmente implementada: sabemos que las categorías centrales se corresponden aproximativamente con un rango bastante amplio de frecuencias de onda ante el que nuestras neuronas responden con más intensidad (y ya hemos visto en detalle cómo esta respuesta no Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 127 depende exclusivamente del parámetro de reflectancia, sino de las propiedades de respuesta eléctrica de los conos, genéticamente codificadas). Esto nos permite explicar el carácter difuso de los límites entre categorías y, con ello, el hecho de por qué personas sin déficit genético alguno pueden no llegar a ponerse de acuerdo acerca del color de ciertas cosas. Como vimos, una mínima diferencia en la codificación genética (un aminoácido diferente en una posición concreta de la secuencia núcleotida de la proteína de un tipo de cono concreto) es capaz de alterar los balances de respuesta de las células fotosensibles y modificar así la generación de todo el espectro de color para un individuo. Sin embargo, esta diferencia se manifestará en los casos limítrofes y en las transiciones entre categorías, no en los colores centrales. Pero, además, el enfoque del realismo orgánico nos permite contemplar que, a la hora de estabilizar el significado, intervienen también factores socioculturales que influyen en que conceptualicemos las categorías de color como clases con prototipo, lo que finalmente significa que existirá en nuestro cerebro una instanciación neural de tal concepto que nos llevará a razonar de un modo determinado sobre la categoría. Como decíamos, el color no existe aislado, sino en contexto. Esto quiere decir que no solemos pensarlo en abstracto, sino asociado a entes de algún tipo. En definitiva, que hay cosas en este mundo que todos tenemos muy claro de qué color son, y esas cosas actuarán como casos centrales, prototípicos, de la categoría. Así, por ejemplo, actualmentexlviii el Canal 4 emite un corte publicitario autopromocional consistente en una serie de enunciados escritos en letras blancas sobre fondo rojo, que va intercalando sucesivamente entre los spots. El que nos interesa a nosotros dice así: “Piensa en cuatro colores://azul cielo,//amarillo limón,//verde manzana,//rojo Cuatroxlix”. Se trata de una serie asociativa que nos lleva a pensar en colores de máxima luminosidad, o dicho en otras palabras: a un amarillo muy brillante, a un verde casi fosforescente (el de las manzanas ácidas), al azul luminoso del cielo en un día soleado y, por asociación, a un rojo intenso, parecido al del carmín que utilizaban las pin-up de los años cincuenta, para que el lector se haga una idea. Lo siguiente que tendemos a hacer, también por asociación, es situar el logo de la cadena televisiva como prototipo de la clase “cosas de color rojo brillante”. En el capítulo 8 nos ocupamos de la trascendencia de que el color llegue a ser capaz de simbolizar algo con lo que no estaba naturalmente relacionado (en concreto, la marca), que es lo que se busca en el ejemplo concreto que estamos manejando. Por otra parte, esta estrategia tiene por objetivo que el espectador traslade los valores que culturalmente denota este color al contenido temático del canal. En nuestro país, según aseguran estudios sociológicosl, el rojo saturado y luminoso suele asociarse con conceptos como los de dinamismo, energía, juventud y rebeldía. Y eso es lo que el canal pretende ofrecer al espectador: series nuevas, programas de humor crítico e irreverente, pero también reportajes de realidad social, sin olvidar la telerrealidad con fines socioeducativos (como ocurre en programas del tipo de Supernany, Adolescentes, o ¡Qué desperdicio!). Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 128 Lo anterior nos sirve para ejemplificar la idea de que el realismo orgánico, aunque sostiene que el color es una creación cognitiva que emerge de la interacción de nuestras bases biológicas comunes con las características físicas del mundo externo, no niega que las categorías de color tengan también un significado cultural que, por otra parte, es susceptible de variación tanto diacrónica (en un mismo marco sociocultural) como diatópica, que es lo que, evidentemente, suele ocurrir entre culturas. Lo importante es señalar que, a pesar de tal variación, no es la cultura la que crea los colores, como sostienen el relativismo postmoderno y el constructivismo social. Como mucho, el desarrollo de un individuo en un ámbito cultural determinado influirá en la manera en que organizará el color conceptualmente, pero no en la clasificación perceptiva básica (debida a las propiedades de respuesta eléctrica de los conos de su retina) que, como ser humano, será capaz de hacer. Es por esto por lo que afirmamos que An adequate theory of the conceptual structure of red, including an account of why it has the structure it has (…) cannot be constructed solely from the spectral properties of surfaces. It must make reference to color cones and neural circuitry. Since the cones and neural circuitry are embodied, the internal conceptual properties of red are correspondingly embodied [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:25)]. 4.6. Categorización: La arbitrariedad biológicamente sujetada 4.6.1. Introducción Cuando en el capítulo anterior (3.4.7.2.) nos ocupábamos de la relación existente entre nuestra experiencia fenomenológica y la dimensión ontológica última de lo real (metafísica), insistíamos en el hecho de que no había necesidad ninguna de que ambas fueran idénticas para otorgar valor epistemológico a la experiencia humana consciente. El caso escogido para la ejemplificación de este postulado (a saber, el de la consola Wii y la reflexión que plantea acerca de las relaciones entre hardware, software, y experiencia de juego), aunque muy ilustrativo de la idea básica que pretendíamos defender, no debe llamarnos a error con respecto a un aspecto central de nuestra argumentación. Nos explicaremos: si bien la arbitrariedad puede ser total a la hora de escoger un icono que simbolice una determinada función para un programa de ordenador (aunque violentemos así el significado inherente a la imagen), en el caso del ser humano hemos visto que las percepciones se encuentran estructuradas por unas bases fisiológicas específicas, que limitan notablemente el espectro de categorizaciones posible. Así, puede que nos sea indiferente que en la pantalla de nuestro ordenador aparezca una papelera o un hipopótamo, siempre que seamos capaces de memorizar la relación existente entre el icono y la función que se desencadenará si hacemos clic sobre el mismo. Esto es algo que podemos cambiar (aunque, de hecho, no solamos hacerlo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 129 debido a lo antieconómico del esfuerzo de procesamiento extra que supone memorizar innecesariamente a largo plazo relaciones arbitrarias que pueden representarse icónicamente mediante una imagen que realmente tenga algún tipo de similitud con la función asociada). Sin embargo, no es posible llevar a cabo cambios de este tipo en nuestros sistemas humanos de categorización por medio de actos voluntarios y conscientes. Al menos, no cambios a gran escala: lo que proponíamos en el apartado dedicado a la sinestesia, a saber, una especie de reasignación sistemática de correspondencias entre sabores y sustancias comestibles es, evidentemente, una fantasía. Ya entonces señalamos que la explicación de que el plátano nos supiera a plátano y no a fresa se encuentra en el modo en que nuestras papilas gustativas procesan los componentes químicos disueltos en la saliva, y en la posterior identificación gnósica de tal experiencia perceptiva. Pero esta categorización, aunque sistemática, no es arbitraria en el sentido de los iconos de la interfazli, sino que posee un significado intrínseco procedente del hecho de que se encuentra fisiológicamente motivada. En otras palabras: el significado básico es biológicolii. 4.6.2. Categorización neural De hecho, disponemos de una explicación neurobiológica para nuestra capacidad de categorizar. O para nuestra obligación de categorizar, según se mire. La cuestión es la siguiente: categorizamos porque somos seres neurales. Un cerebro humano contiene aproximadamente unos cien billones de neuronas y unos cien trillones de vías de conexión sináptica. Sin embargo, las conexiones que tanto las neuronas individuales establecen entre sí, como las que grupos de neuronas establecen con otros grupos (es decir, conexiones entre áreas cerebrales) son tan profusas que no importa que el número de vías de conexión supere en principio al de células nerviosas. Lo que queremos decir es que una correspondencia unívoca entre la información que se traslada de un grupo neural a otro a través de un conjunto de fibras nerviosas no es viable. En otras palabras, que es necesario economizar conexiones, y para ello hay que agrupar. Así, si tenemos un patrón de activación eléctrica que tiene que ser transmitido de un área cerebral a otra a través de un conjunto de conexiones bastante escaso, por pura lógica, las señales de varias neuronas tendrán que pasar agrupadas a través de la misma fibra nerviosa. Y en esto consiste básicamente la categorización: en reducir la especificidad informativa que el sistema no es capaz de soportar. Lo hemos visto cuando exponíamos el funcionamiento de nuestro sistema visual: los cerca de cien millones de fotorreceptores que tiene cada retina humana recogen señales que habrán de pasar a través del millón de fibras nerviosas de que se compone el nervio óptico. Esto quiere decir que la complejidad de las señales recibidas se ve reducida, de mano, en un factor de cien, lo que a su vez significa que la información que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 130 contiene cada una de las conexiones del nervio óptico constituye una categorización de la información procedente de cien fotorreceptores. 4.6.3. Características neurofisiológicas que constriñen categorías: el “efecto oblicuo” Sin embargo, no es sólo que nuestra estructura neural determine que tengamos que categorizar la información si queremos procesarla sino que, además, como hemos visto, la arquitectura nerviosa de nuestros sistemas perceptivos constriñe la estructura que tendrán nuestras categorías, es decir, qué rasgos serán o no relevantes para nosotros a la hora de dotar de sentido a nuestra experiencia. Así, de nuevo, las características de nuestro sistema visual nos capacitan para construir unos determinados colores que difieren de los percibidos por otras especies, y las células sensibles a la orientación hacen que dotemos de prioridad a la diferenciación entre lo vertical y lo horizontal frente a lo oblicuo. En efecto, la agudeza visual del adulto es peor en unas orientaciones que en otras, y parece que esto es así desde el momento del nacimiento. Si bien es cierto que la agudeza visual del recién nacido no es comparable a la del adulto hasta que ha alcanzado aproximadamente el año de edad, esto no quiere decir que su sistema visual no presente ya una serie de propiedades específicas. El hecho de que vea borroso a distancias mayores de 20 centímetros se debe principalmente a que la maduración de la fóvea, la región central de la retina en que se concentra la mayor cantidad de fotorreceptores, no se produce hasta los cuatro meses de vida, más o menos. Sin embargo, existen experimentos que demuestran que, si el estímulo se presenta a la distancia adecuada, los bebés de hasta cinco meses distinguen ya entre superficies de color uniforme y superficies estriadas (es decir, que presentan bandas verticales, horizontales, u oblicuas). Estos experimentos se llevaron a cabo para medir el umbral de agudeza visual, y consistían en presentar a los bebés dos discos con una intensidad luminosa media idéntica, uno de ellos estriado, y el otro gris. Presentados a corta distancia, los neonatos se fijan más en el disco cuya superficie no es uniforme, lo que confirma que captan la diferencia. Sin embargo, a medida que los discos se alejan, o si reducimos el grosor de las líneas del disco estriado hasta un tamaño crítico, las superficies se vuelven indistinguibles (incluso para un adulto, aunque su umbral de agudeza visual sea mayor y, por tanto, pueda distinguir las características de superficies más lejanas o detectar si una superficie está o no estriada hasta una disminución crítica mayor del grosor de las líneas). Pues bien, este mismo procedimiento se utilizó para estudiar lo que técnicamente se denomina efecto oblicuo. Como en el caso anterior, se presenta a los bebés dos discos estriados con rayas de igual grosor pero diferente orientación (uno de ellos con rayas horizontales o verticales, y Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 131 otro con rayas oblicuas). A continuación se procede a ir afinando el grosor de las líneas progresiva y simultáneamente en ambos discos. La hipótesis es la siguiente: si el bebé se encuentra, al igual que el adulto, sometido al efecto oblicuo, debería existir un umbral crítico para el grosor de las líneas que le permita distinguir las verticales y horizontales, pero no las oblicuas, que percibiría como una superficie uniformemente gris. Alcanzado este umbral, el bebé debería mirar preferentemente las superficies con rayas horizontales o verticales. Y esto fue precisamente lo que encontró el equipo que realizaba el experimento [J. MEHLER Y E. DUPOUX (1992:70-72)]. Aunque ya hemos señalado que la agudeza visual aumenta con la edad, con lo que disminuye el valor crítico del grosor de las líneas, el efecto oblicuo se da tanto en bebés como en adultos, es decir: la agudeza visual es siempre peor con líneas oblicuas que con líneas verticales u horizontales. En última instancia, esto hará que, a cierta distancia, veamos como gris una superficie estriada si y sólo si las líneas están inclinadas (la dirección de la oblicuidad resulta irrelevante). Sin embargo, veremos estriada una superficie con rayas del mismo grosor y presentada a la misma distancia si la orientación de las líneas es vertical u horizontal. Y lo que motiva que esto sea así es la estructura de nuestro sistema visual. Por tanto, y como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:18) “it is not just that our bodies and brains determine that we will categorize; they also determine what kinds of categories we will have and what their structure will be”. 4.7. Sobre la importancia de lo que ocurre en nuestras mentes y que nos pasa totalmente desapercibido: el inconsciente cognitivo 4.7.1. Introducción A estas alturas de nuestro discurso, esperamos haber sido capaces de exponer con suficiente claridad el hecho de que el conocimiento que numerosas disciplinas dedicadas al estudio de la mente y el cerebro humanos nos proporcionan resulta totalmente incompatible con los presupuestos apriorísticos sostenidos por la tradición filosófica occidental dominante. Esta línea de pensamiento postula un sujeto escindido al estilo cartesiano, cuya mente sería independiente de su cuerpo y se encontraría conformada por las características de una razón universal, también incorpórea y trascendente, lo que justificaría el hecho de que el ser humano fuera capaz de llegar a un conocimiento objetivo y verdadero (tanto del mundo como de sí mismo) tan sólo por medio de la introspección y la reflexión atenta, disciplinada, en un sentido casi positivista. Sin embargo, las evidencias empíricas de que hoy día disponemos, muestran claramente que los fenómenos mentales no pueden llegar a desentrañarse simplemente por medio de la introspección. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:5) “The phenomenological Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 132 person, who through phenomenological introspection alone can discover everything there is to know about the mind and the nature of experience, is a fiction”. Por el contrario, la mayor parte de nuestra actividad mental se desarrolla en un plano completamente inconsciente, en el sentido que expondremos a continuación. 4.7.2. El contraejemplo: a vueltas de nuevo con las distorsiones cognitivas Ya en el inicio de este capítulo, al tratar de explicar qué entendíamos por sentido común, nos esforzamos por dejar claro el modo en que nuestros sistemas de creencias y nuestros patrones de pensamiento no están totalmente (ni siquiera en su mayor parte) bajo nuestro control. Por el contrario, como ponía especialmente de manifiesto el ejemplo de las neurosis, es necesario realizar un gran esfuerzo para poder llegar a explicitar parte de la maraña interior y conseguir que de ella emerja algún tipo de pensamiento estructurado capaz de describir, aun torpemente, lo que nos sucede mental y emocionalmente. Pero señalamos también que este tipo de explicitación verbal, aunque nos proporciona cierta sensación de dominio de la situación, constituye sólo una descripción aproximada, en términos cotidianos, de lo que creemos que nos impulsa a actuar de una manera perjudicial para nosotros mismos. Sin embargo, lo cierto es que no constituye una explicación capaz de dar cuenta de los mecanismos mentales subyacentes, de los que emergen tanto el desajuste cognitivo en cuestión como su correspondiente conducta inadaptada. Por otra parte, esto no quiere decir que las representaciones verbalizadas en un plano consciente no tengan tampoco fundamento alguno (que no sean reales, como dirían muchos). Como ya dijimos, lo cierto es que son útiles en un determinado nivel explicativo, a saber: el que nos impulsa a pasar a la acción. Vimos que, sin la intervención de la conducta, sin la acción física concreta capaz de desencadenar algún tipo de cambio, todo esfuerzo racionalizador resultaba infructuoso. Esto es así porque no sólo las representaciones mentales son la realidad sino que, como seres corpóreos que somos, nuestra realidad cotidiana es también (y principalmente) física, tangibleliii. Así, los cambios que queramos introducir en esa realidad, en nuestra forma de conducirnos y de interaccionar con el entorno, habrán de contemplar necesariamente el paso por esta vía. Nuestras acciones, si dan lugar a un tipo de conducta diferente de la que hemos ejecutado hasta el momento (y si además el cambio nos proporciona resultados positivos), son capaces de modificar patrones neurales asociados a experiencias concretas lo que, en última instancia, significa que nos conducen también a una nueva manera de ver ciertos aspectos del mundo que no habíamos contemplado hasta entonces. En otras palabras: son capaces de modificar nuestras Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 133 creencias sobre las cosas y los esquemas de razonamiento que aplicamos a las mismas, es decir, de hacernos pensar (y, por tanto, sentirliv) de forma diferentelv. Lo normal, sin embargo, no es ir por la vida esforzándose conscientemente por modificar nuestros estilos cognitivos ni nuestros hábitos conductuales. A no ser que alguna distorsión cognitiva nos esté haciendo sufrir mucho y, hartos de no encontrar motivación externalvi para lo que nos pasa, decidamos consultar con un especialista o comprar un libro de autoayuda, la mayoría sigue adelante sin cuestionarse seriamente (o sin hacerlo en absoluto) sus supuestos y creencias. Esto conduce a que conceptualicemos cada nueva experiencia según los patrones de razonamiento a que ya estamos habituados, creando una interpretación de la misma que encaje con nuestros presupuestos. Como señalan J. MEHLER Y E. DUPOUX (1992:63) “Nuestro aparato cognitivo mide mal. (…) Nuestra mente interpreta, borra los aspectos de la realidad que molestan a nuestros prejuicios y exagera la importancia de sucesos aislados”. Pero, como en el caso de los sujetos comisurectomizados, no somos conscientes de que lo estamos haciendo: si siento animadversión hacia una persona que apenas conozco trataré de atribuir la causa a algún detalle de su comportamiento que para cualquier otra persona resultaría insignificante, antes de pararme a pensar si la razón no estará en mí. Y no nos estamos refiriendo ahora a la actitud (tan de moda) consistente en intentar encontrar explicaciones de corte psicoanalítico en términos de proyecciones, inseguridades, sentimientos de culpa, complejos y demás reformulaciones de la experiencia individual. A lo mejor lo único que ocurre es que esa persona lleva un perfume que activa patrones de reverberación neuronal que suscitan en mí sensaciones desagradables. Incluso puede que, una vez activos tales patrones, adquieran fuerza esquemas conceptuales asociados que me lleven a procesar cualquier estímulo procedente de la susodicha en clave negativa. Pero de esto, obviamente, ninguno de nosotros es consciente, igual que el hemisferio izquierdo cuando inventa una excusa para la orden motora iniciada desde el derecho. 4.7.3. La defensa positiva: los episodios de memoria espontánea Otro buen ejemplo del modo en que nuestros mecanismos mentales operan la mayor parte del tiempo de manera ajena a nuestra voluntad lo constituye la memoria espontánea y, para el caso que nos ocupa, viene de la mano de un personaje ilustre, a saber: el señor Marcel Proust. No creemos equivocarnos al suponer que es de todos conocido el episodio de la magdalena que tiene lugar en el primer tomo de À la recherche du temps perdu. Aun así, recordaremos brevemente que se trata de unas páginas a lo largo de las cuales el narrador realiza, literalmente, un experimento investigador en clave cartesiana con el que pretende hallar lo que para él constituye una verdad esencial y primigenia: el primer momento Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 134 exacto en que probó una magdalena untada en té, con la carga asociada de sentido personal que ello conlleva para el protagonista. El objetivo es, en cierto modo, descubrir el motivo por el que el sabor de ese dulce desata en el personaje unas asociaciones emocionales tan intensas, un placer tan delicioso y reconfortante. El episodio se desarrolla, aproximadamente, como sigue: tras el primer sorbo de té y el primer bocado, tal placer, que lo golpea de manera inesperada y espontánea, deja de ser una mera experiencia para convertirse en objeto de disciplinado análisis: el narrador vuelve a beber varias veces, pero no consigue entonces el efecto deseado: al intentar provocarlo, el placer desaparece. Esto le lleva a pensar, en un primer momento, que en lugar de buscar la verdad en un objeto externo, debía de tratar de encontrarla dentro de sí mismo, mediante la pura introspección consciente. Nos hallamos de nuevo ante el frecuente movimiento pendular que la escisión del sujeto cartesiano, junto con la metafísica absolutista que posibilita tal noción, impone a toda búsqueda (en román paladino: existen dos dimensiones, interna y externa, espiritual y material, y la verdad sólo puede obtenerla el ser humano desde dentro, haciendo uso de la parte de razón trascendente que le corresponde). Sin embargo, se trata de una búsqueda sometida al delicado equilibrio que impone el hecho de indagar acerca de una dimensión de la propia conciencia desde la propia conciencia, y Proust se da perfecta cuenta de ello: Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero, cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma; cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro donde ha de buscar (…) ¿Buscar? No sólo buscar: crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla en el campo de su visión [M. PROUST (1997:61)]lvii. La conclusión a la que llega es, como vemos, sorprendente. Especialmente para alguien de su época. Nos viene a decir que la pura introspección no basta y, aunque no quisiéramos sobreinterpretar las palabras debidas a su pluma, sugiere que eso que él denomina verdad, es una experiencia que, más que puramente investigada, ha de ser creada. (Nosotros diríamos construida, aunque somos conscientes de que estaríamos desviando el sentido original del texto, referido a que la verdad del recuerdo ha de ser re-creada, en un sentido muy alejado del que se sostiene en este trabajo: si bien es cierto que La Recherche es una reconstrucción del intrincado edificio del recuerdo, se trata de una tarea llevada a cabo de modo consciente en todo momento, hasta el punto de que sería lícito hablar de un ejercicio de conciencia constructiva, creadora de significado). En cualquier caso, sin extralimitarnos, lo que sí podemos extraer del texto es la experiencia del protagonista, que nos lleva a concluir que la verdad (y en especial la verdad sobre los propios procesos mentales) no es algo objetivo, sedente en un pedazo de bizcocho untado en té, pero tampoco algo que se halle simplemente en nuestro interior por obra y gracia de la razón, y a lo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 135 que siempre seremos capaces de acceder mediante un examen mental disciplinado, ajeno a la experiencia. No hay una verdad trascendente sobre las magdalenas y el té que pueda explicar las sensaciones que sobrevienen al personaje. Lo que hay es la verdad experiencial de un sujeto para quien tales alimentos han quedado indisolublemente ligados a configuraciones emocionales intensas: En el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió (…) Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes (…) llenándome de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismolviii [M. PROUST (1997:59-60)]. Veamos cómo se llega en la novela a tal conclusión: como acabamos de señalar, nuestro narrador maneja la dicotomía cuerpo-mente, entendida esta última como alma, a la que atribuye una esencia trascendente. De este modo, la labor de introspección que decide llevar a cabo consiste en interrogar al propio espíritu para que se retrotraiga en el pensamiento hasta aquel primer momento en que el experimentador había probado el té por primera vez. Y para ello, como se expone en el libro justo a continuación del primer fragmento citado, nuestro personaje se autoimpone un método digno de Lavoisier. Básicamente, y para ilustrar a quienes no hayan leído la novela, tal procedimiento consiste en los pasos siguientes: 1) poner la mente en blanco (si es que esto es posible), 2) pensar en otra cosa, 3) volver a poner la mente en blanco y, 4) finalmente, enfrentarse de nuevo al recuerdo del sabor del té. Sólo que, esta vez, sin probar el té. Como es de esperar, así no consigue nada, salvo dejar de sentir cualquier cosa en absoluto, que es lo que suele pasar cuando uno trata de desterrar las sensaciones en busca de la clara verdad que sólo puede ser proporcionada por la razón: “Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia” [M. PROUST (1997:60)]. Por el contrario, una vez que decide dejar a un lado la parafernalia experimental, se le aparece espontáneamente el recuerdo que tan disciplinada y esforzadamente había estado buscando: “Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray” [M. PROUST (1997:63)]. ¿Qué es lo que tenemos aquí? Episodio de memoria involuntaria. Como cuando, por mucho que lo intentamos, no conseguimos dar con el nombre de una persona por más que tratemos de potenciar todas las vías de asociación que se nos ocurren en ese momento (a saber: cuándo la vimos por última vez, dónde, con quién más estábamos, qué secuencia vocálica nos parece que contiene su nombre, etc.) y, minutos u horas más tarde (pueden ser incluso días), nos viene a la mente sin que hayamos tenido ninguna intención de convocarlo. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 136 Lo que ocurre a nivel inconsciente cuando en el plano consciente nos sucede esto es todavía, en gran parte, un misterio. O, más bien, lo que es misterioso es por qué ocurre: por qué ciertas áreas cerebrales reverberan espontáneamente. Sin embargo, sospechamos que tiene mucho que ver con lo que han puesto de manifiesto las últimas investigaciones en neurociencia y que ya señalábamos en el primer capítulo, para lo que hacíamos referencia a las palabras de Rodolfo Llinás en las que afirmaba que los seres humanos éramos máquinas de soñar, en alusión a la inconmensurable capacidad de nuestros cerebros para imaginar, para crear, para fantasear, para rememorar, abstrayéndose del entorno y de los estímulos inmediatos durante largos períodos de tiempo. Llinás apuntaba así a la importancia de las características estructurales específicas de nuestros encéfalos para la configuración de nuestros modos humanos de vida interior y de razonamiento. 4.7.4. Sobre consciencia y control voluntario Antes de cerrar este epígrafe es necesario realizar un breve apunte acerca de una cuestión que podría llamarnos a error. Señalábamos un poco más arriba que la obra de Proust podía concebirse como una reconstrucción del recuerdo efectuada de modo consciente. Sin embargo, tan sólo un par de párrafos después de decir esto, incluíamos una cita del autor en la que afirmaba que era inútil todo empeño por acceder al pasado de manera voluntaria, a través de “los afanes de nuestra inteligencia”. Ambas afirmaciones, aparentemente contradictorias, no sólo son compatibles, sino que inciden en la idea que estamos intentando poner de manifiesto, a saber: que la actividad cerebral que tiene lugar por debajo del nivel de la conciencia, masiva y compleja, escapa a nuestra manipulación. Lo veremos mejor con un ejemplo. A principios del siglo XIX, la comunidad científica se encontraba fascinada por el uso de la estimulación eléctrica para la investigación en anatomía y fisiología. El científico pionero de esta práctica, que solía llevarse a cabo con cadáveres humanos, fue el italiano Giovanni Aldini, especializado en traer asesinos aparentemente de regreso a la vida. Además de establecer las bases para gran parte del trabajo actual acerca de los efectos de la estimulación eléctrica en medicina, su trabajo inspiró el Frankenstein de Mary Shelley, así como la expresión inglesa corpsing, utilizada por los actores cuando no pueden evitar estallar en carcajadas mientras tratan de representar una escena que les exige estar serios, y que viene motivada por las contorsiones impropias de las cabezas sin vida. Del mismo modo, el trabajo de Aldini inspiró el del neurólogo francés Guillaume Duchenne de Boulogne quien, en 1862, publicó una obra titulada Mecanismo de la expresión facial humana. El volumen recogía sus descubrimientos en relación con la base muscular de las expresiones faciales y las emociones que éstas expresan. A Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 137 diferencia de Aldini, Duchenne decidió trabajar fotografiando a sujetos vivos mientras se estimulaban diferentes músculos faciales de los mismos, como muestra la imagen siguiente: Pero lo que nos interesa especialmente de su obra es un hecho ampliamente divulgado y que guarda relación con la sonrisa, a saber: que las sonrisas auténticas y las falsas utilizan conjuntos de músculos faciales distintos para conformarse. En concreto, la verdadera sonrisa activa el orbicularis oculi, lo que suele ir en paralelo con la reverberación de áreas cerebrales relacionadas con el sentimiento de placer, fenómeno que se ha comprobado actualmente mediante técnicas de escaneado cerebral [S. JOHNSON (2006:35)] y que a nivel popular se encuentra reflejado en la expresión reírse con los ojos para referirse a la persona que muestra una alegría sincera, no fingida. Pero vayamos al grano. A lo que hemos de prestar atención es al hecho de que, aunque podamos fingir una sonrisa de manera voluntaria, los mecanismos subyacentes que utilizaremos para ello no serán los mismos que se pondrán en marcha cuando la sonrisa sea espontánea. Tenemos evidencia neurológica de esto gracias al estudio de víctimas de ataques apopléticos. Así, por ejemplo, cuando un ataque destruye la corteza motriz del hemisferio cerebral izquierdo de una persona, provocándole una parálisis de todo el lado derecho de su cuerpo, el control voluntario de la sonrisa (principalmente del músculo cigomático mayor, que es el que empleamos fundamentalmente cuando sonreímos de manera artificial) se ve igualmente afectado. Esto se observa fácilmente si se pide a este tipo de pacientes que sonrían: su rostro se contrae en una mueca asimétrica, ya que sólo consiguen arquear el lado izquierdo de la boca, que es el único que su lesión, denominada parálisis facial central, les permite mover voluntariamente. Sin embargo, si se les distrae con un chiste, si alguien les hace cosquillas, o si reciben una visita que les produce auténtica alegría, nos regalarán una amplia y espontánea sonrisa, totalmente normal y absolutamente auténtica. Una sonrisa de la que son perfectamente conscientes, pero sobre la que no tienen ningún control voluntario. En este sentido, los afectados de parálisis facial central Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 138 han perdido la capacidad de fingir una sonrisa, debido a que las áreas cerebrales en que reside el control voluntario del músculo cigomático mayor han sido dañadas. Por el contrario, lo que ocurrirá si el ataque apoplético lesiona el área cingulada anterior del mismo hemisferio, será justo lo contrario: los pacientes conservarán la capacidad de modificar su expresión facial con esfuerzo voluntario y de producir, por tanto, lo que Norman Geschwind denominaba sonrisas piramidales. Este tipo de sonrisa emplea la corteza motriz y su sistema piramidal de axones, que desciende desde el área 4 de Brodmann hacia los núcleos del tallo cerebral y de la médula espinal que controlan el movimiento voluntario a través de los nervios periféricos [A. DAMASIO (1993:137-138)]. Sin embargo, en reposo, o en movimiento relacionado con la emoción, sus gestos se distorsionan. Debido a esto, este tipo de dolencia ha dado en llamarse parálisis facial inversa o emocional. Lo que estos hechos vienen a poner de manifiesto es, en palabras de A. DAMASIO (1994:136), que el control motor para una secuencia de movimiento relacionada con la emoción no se encuentra en el mismo lugar que el control para un acto voluntario. El movimiento relacionado con la emoción se dispara en otro punto del cerebro, (…) aunque el lugar para el movimiento, la cara y su musculatura, sea el mismo. Lo que debemos retener de todo esto es que cuando sonreímos, ya sea de manera forzada (es decir, piramidal, mediante control voluntario del músculo cigomático) o espontánea (lo que activará, lo queramos o no, tanto el cigomático como el orbicular), no tenemos ningún tipo de control voluntario sobre el micronivel, sobre lo que pasa por debajo (es decir, sobre las áreas neurales y musculares implicadas en la producción de nuestros diversos tipos de sonrisa). Y ahí reside precisamente la diferencia entre consciencia y control voluntario. De este modo, Proust era consciente de que no tenía ningún control sobre el auténtico recuerdo, el que surge de manera espontánea, como la sonrisa sentida. Por medio de la voluntad podía intentar convocarlo, pero lo que obtendría no sería jamás genuinolix, porque las conexiones neurales que operan en el surgimiento de un recuerdo emocionalmente marcado transitan vías fisiológicas de las que no tenemos conciencia, como tampoco posibilidad de control voluntario sobre ellas. A lo más que podemos acceder es a la consciencia de sus resultados en el plano fenomenológico: ahora finjo una sonrisa, ahora trato de recordar esforzadamente (y, probablemente, no lo consigo), o bien: ahora me invade espontáneamente un recuerdo ligado a sensaciones maravillosas, hecho que me hace feliz y por el que sonrío sin poder evitarlo. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 139 4.8. La necesidad de reconciliar varios niveles de explicación 4.8.1. Introducción En el capítulo anterior nos ocupamos extensamente en poner de manifiesto las razones por las que creíamos que la problematización llevada a cabo por la tradición filosófica y el paradigma científico occidental dominantes acerca del hecho de que las dimensiones de lo fenomenológico y lo relacional no se parecieran no tenía, a nuestros ojos, ningún sentido. Por medio del ejemplo de la consola Wii, tratamos de evidenciar las ventajas derivadas de una experiencia fenomenológica que no se parecía ni remotamente a las bases físicas ni a los procesos mentales inconscientes que la posibilitaban. La distinción que entonces establecimos entre el plano de lo fenomenológico y el de lo relacional se encontraría estrechamente vinculada, por tanto, con la que en el presente capítulo hemos trazado entre epistemología y ontología. Como hemos visto, nuestra experiencia cotidiana no nos permite derivar conclusiones de corte absolutista acerca de lo que sea la realidad en sentido último, pero ello no le resta valor epistemológico ni ontológico alguno. Por el contrario, nos permite desenvolvernos con soltura en nuestro entorno hasta el punto no sólo de garantizar nuestra supervivencia, sino de progresar como especie y obtener de ello ventajas sofisticadas y genuinamente humanas, como el placer del juego o la emoción estética derivada de la contemplación de una obra de arte. Todo lo cual es real. Sólo si nos empeñamos en permanecer anclados en una metafísica apriorística que exija la existencia de una dimensión neutra, unívoca, objetiva y absoluta de la realidad (y, por tanto, también de la verdad) podremos derivar un problema de lo que, a todas luces, constituye una indudable ventaja. Como vimos, el realismo orgánico ampara el hecho de que las características epistemológicas humanas, que emergen de una implementación biológica específica en interacción con un entorno físico y cultural determinados, dan lugar a una dimensión legítima de lo real: la de la experiencia fenomenológica humana y consciente. En palabras de A. DAMASIO (2003:99) Compartimos nuestro concepto del mundo basado en imágenes [mentales] con otros seres humanos (…); existe una notable regularidad en las construcciones que individuos diferentes hacen de los aspectos esenciales del ambiente (…) si nuestros organismos estuvieran diseñados de manera distinta, las construcciones que hacemos del mundo (…) también serían diferentes. No sabemos, y es improbable que lo lleguemos a saber nunca, a qué se parece la realidad «absoluta». En efecto, si atendemos a las evidencias empíricas procedentes del campo de los estudios de la visión, de la psicología experimental y de la neurociencia cognitiva que hemos presentado hasta el momento, los supuestos ontológicos absolutistas acerca de una realidad que es posible llegar a conocer en sí misma no se sostienen. Esto quiere decir, en última instancia, que no hay una Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 140 metafísica unificada que ampare una versión unívoca de la verdad acerca de un fenómenolx. Lo que no significa, como nos preocupamos por aclarar en 4.4.4., que no haya verdad estable en absoluto. Lo que proponemos nada tiene que ver con arrojarse en brazos de un radical relativismo al estilo postmoderno. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:102) los mecanismos que configuran la capacidad de conceptualización humana (es decir, nuestra capacidad de interpretar los estímulos y dotar de sentido a lo real) desempeñan un papel crucial a la hora de explicar cómo generamos verdades estables, que dependen de variables como “our sensory organs, our ability to move and to manipulate objects, the detailed structure of our brain, our culture, and our interactions in our environment, at the very least”. Desde esta perspectiva, la Teoría de la correspondencia, a la que la tradición de la filosofía analítica se veía forzada a recurrir para intentar salvar el abismo epistemológico entre el mundo externo y la mente representacional, resulta notablemente inverosímil desde un punto de vista cognitivo. En palabras de los recién citados autores [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:102)]: “Indeed, the very idea that beings embodied in all these concept-shaping ways could arrive at a disembodied truth based on disembodied concepts is not merely arrogant, but utterly unrealistic”. En los capítulos sucesivos nos adentraremos en las implicaciones que esto tiene para la teoría lingüística, y en el modo en que afectan a nuestro estudio. 4.8.2. La verdad sobre el color: sobre la necesidad de un pluralismo metafísico Pero, por el momento, volvamos al procesamiento visual, ya que se trata no sólo del tema que prioritariamente nos ocupa, sino de un ejemplo óptimo de las ideas que tratamos de argumentar. Hemos sostenido reiteradamente, sobre la base de la evidencia neuropsicológica, que los seres humanos ni somos conscientes de los innumerables y complejos procesos neurales que originan la experiencia visual fenomenológica, ni tenemos ningún tipo de control voluntario sobre ellos. Del mismo modo, hemos defendido el hecho de que tanto esta experiencia como los mecanismos neuropsicológicos que la posibilitan ostentan un mismo estatus de realidad. Defender lo anterior es posible porque el marco teórico del realismo orgánico no se compromete con la afirmación de que sólo haya una explicación verdadera de lo que sean las cosas. Por el contrario, lo habitual en el discurrir del pensamiento filosófico ha sido la defensa a ultranza de una u otra dimensión explicativa, es decir, el compromiso metafísico con un determinado nivel de explicación, desechando la importancia de los demás. Lo veremos mejor con un ejemplo: Los seres humanos, cotidianamente, percibimos los colores de las cosas. La afirmación anterior, que parece una perogrullada es, sin embargo, una falsedad para la ciencia cognitiva equivalente a la que constituye para la astrofísica el aseverar que es el sol el que se mueve alrededor de la órbita terrestre, y no al revés, como en realidad sabemos que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 141 ocurre. Sin embargo, el hecho de que conozcamos la explicación científica no altera para nada el que, día a día, sigamos utilizando expresiones como Ha salido/ se ha puesto el sol para referirnos a la experiencia cotidiana que tenemos del fenómeno. Este proceder nos resulta útil porque es intuitivo y comunicativamente económico, es decir, válido en un determinado nivel de comprensión. De un modo muy similar, aunque algo más complejo, la neurociencia cognitiva nos explica que los colores no existen en el mundo físico como categorías naturales independientes de nuestra percepción. No son sustancias sedentes en las superficies de las cosas, como hemos explicado detalladamente en el capítulo anterior. De hecho, hay entes a los que atribuimos color que ni siquiera tienen una superficie, como es el caso del cielo. Se trata de un conocido ejemplo en la argumentación filosófica sobre la materia, y que G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:24) explican de la siguiente manera: The sky is blue because the atmosphere transmits only a certain range of wavelenghts of incoming light from the sun, and it scatters some more than others. The effect is like a colored lightbulb that only lets certain wavelenghts of light through the glass. Thus, (…) What we perceive as blue does not characterize a single thing in the world, neither blueness nor wavelength reflectance. Dicho esto, parece sencillo otorgar prioridad a un paradigma explicativo comprometido con una metafísica fisicalista de tipo reduccionista, es decir, una teoría que sostiene que lo único que existe realmente donde nosotros vemos colores es una serie de mecanismos fisiológicos y procesos neurales en interacción con unos parámetros físicos externos, todos ellos materialmente existentes, y que su conocimiento exhaustivo en términos neurobiológicos, matemáticos y ópticos es lo único que puede proporcionarnos una auténtica comprensión del fenómeno. Sin embargo, lo cierto es que las descripciones de la cognición humana llevadas a cabo únicamente en un nivel neurobiológico no son suficientes para que alcancemos a explicar y comprender todos los aspectos de la mente. Por el contrario, es necesario apelar también a la existencia de un nivel de procesamiento inconsciente (lo que hemos llamado inconsciente cognitivo), para explicar fenómenos como los contornos subjetivos, la constancia de color, o el hecho de que nuestra mente se niegue a construir el color aisladamente, como ponían de manifiesto ejemplos como los del cuadrado de colores y el tablero de ajedrez. Para explicar la creación de mundos visuales continuos, constantes y coherentes, plenos de sentido, necesitamos apelar a la existencia de características mentales de procesamiento que sólo pueden ser descritas en un plano más abstracto que el neurobiológico. Así pues, el no postular apriorísticamente la existencia de una metafísica unificada nos permite contemplar sin incomodad (más aún, como una necesidad) la convivencia de diferentes niveles Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 142 explicativos que enriquecen nuestra comprensión de los fenómenos en, al menos, tres aspectos: el neurobiológico, el cognitivo, y el fenomenológico. 4.8.3. Inciso: abstracciones funcionales para el pensamiento científico Es lo mismo que ocurre cuando nos ocupamos del estudio del lenguaje desde una perspectiva científica: actualmente, podemos especificar con bastante precisión las áreas cerebrales en las que se focaliza la actividad cuando hacemos uso de alguna de las diferentes capacidades integradas en la facultad lingüística (a saber: procesamiento visual, procesamiento auditivo, producción de secuencias habladas, producción de secuencias escritas, y un largo etcétera); sin embargo, todavía no hemos encontrado el modo de hacer encajar la pura descripción neurofisiológica con las explicaciones teóricas que, en un plano más abstracto, nos proporcionan una cierta comprensión de la intrincada complejidad de las estructuras lingüísticas que, sin esfuerzo aparente, manejamos a diario. Aun así, este hecho no nos autoriza a afirmar que los verbos, o los fonemas, o las oraciones no son reales, simplemente porque no se atienen al tipo de explicación que postula el reduccionismo fisicalista. Incluso si en el futuro logramos descubrir la vinculación precisa que tales abstracciones lingüísticas presentan con respecto a estructuras neurológicas concretas, ello no hará que ese plano explicativo más abstracto en que se desenvuelven los lingüistas sea menos legítimo, porque seguirá siendo útil para ciertos fines, a saber: servirá de nexo explicativo entre nuestra experiencia fenomenológica del lenguaje y las bases físicas que lo sustentan. Es precisamente la creencia en la existencia de una base física para fenómenos que no son estrictamente materiales lo que nos permite afirmar que el realismo orgánico es no sólo cognitiva y neurológicamente verosímil, sino puramente realista. Lo que ocurre es que contempla la existencia de realidades no materiales, emergentes, complejas. Así, como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:110 y 109): “proponents of embodied realism (…) are physicalists, in the sense that (…) [they] believe that there is an ultimate material basis for what we take, from a scientific perspective, as being real” ya que “When we say that a construct of cognitive science such as verb or concept or image schema is real, we mean the same as any scientist means: It is an ontological commitment of a scientific theory and therefore can be used to make predictions and can function in explanations”. Esto es lo que nos permite afirmar sin reparos que los fonemas, por ejemplo, son entes reales del lenguaje, puesto que tal aseveración no conlleva de ningún modo el que hayan de ser entidades físicas, en el sentido de materialmente existentes. Por el contrario, postulamos su realidad porque ello nos permite dar una explicación científica del lenguaje que, en última instancia, habremos de cuidar que sea Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 143 coherente con el nivel explicativo que sí remite a las bases físicas reales (neurofisiológicas) que posibilitan la existencia de una tal facultad lingüística. De este modo, si volvemos ahora sobre el ejemplo del color, el conocer el funcionamiento de las estructuras nerviosas que, en conjunción con ciertas variables externas, configuran nuestra experiencia fenomenológica del mismo, tampoco resta valor de realidad al hecho de que, a diario, nos manejamos como si los colores estuvieran realmente en las cosas. Algo muy distinto sería que, puesto que lo anterior nos da muy buen resultado, negásemos la validez de cualquier otro tipo de explicación para el fenómeno del color y reclamásemos la supremacía de la fenomenología para la comprensión de todo acontecimiento relativo a la experiencia humana consciente. Y esto es, paradójicamente, lo que hace la semántica léxica de corte logicista cuando describe el significado de palabras del tipo de azul como si se tratase de predicados de un argumento que denotarían la existencia en el mundo físico de una propiedad que puede atribuirse a (predicarse de) un objeto. Así, se da por supuesto que nuestra experiencia del color es lo que determina su metafísica, que es única, objetiva y, además, material, como si lo azul, o la azulidad, o como se nos ocurra llamar a tal abstracción, existiera como una propiedad física independiente de la conceptualización que nosotros hemos hecho de la misma. Esto es lo que se llama naturalización de categorías, y una explicación científica que pretenda ir más allá de lo fenomenológico debería evitar caer en ella. Decimos esto porque, como vimos en el caso de las neurosis, no es cierto que podamos alcanzar una plena comprensión y control de las mismas únicamente a través de la disección racional del problema, entre otras cosas porque los mecanismos cognitivos inconscientes de los que emerge el razonamiento que posibilita la acción introspectiva, son probablemente parcialmente coincidentes con aquellos cuyo desajuste produce la neurosis. Del mismo modo, no podemos tratar de diseccionar lógicamente nuestra experiencia consciente del color y, a partir de ahí, dictaminar que las categorías que hemos identificado son la única realidad existente. La introspección, por más atenta que sea, no basta, porque “We do not (…) have full conscious control over how we categorize. Even when we think we are deliberately forming new categories, our unconscious categories enter into our choice of posible conscious categories” [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999: 18)]. 4.8.4. Conclusión Todo lo que hemos apuntado hasta el momento nos parece motivo más que suficiente para afirmar no sólo la legitimidad, sino la necesidad, de integrar diversos niveles de explicación que nos proporcionen una comprensión óptima de los fenómenos cuyo estudio tengamos entre manos. Así, por ejemplo, los niveles neurobiológico y cognitivo nos permitirán entender mejor Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 144 por qué los seres humanos estructuramos los colores del modo en que lo hacemos, pero nuestra experiencia fenomenológica nos dará la clave para comprender por qué la semántica léxica los describe como predicados de un argumento. En este ejemplo nos encontramos cara a cara con interpretaciones totalmente diferentes, e incluso contradictorias, de un mismo fenómeno: en el primer caso, el color se concibe como una construcción psicofisiológica emergente de la interacción de variables múltiples; en el segundo, como una característica del mundo externo susceptible de residir en un objeto. Una teoría de la verdad que se sustentase sobre una metafísica inmovilista se hallaría en serios apuros ante un enfrentamiento de tal magnitud entre verdad científica y verdad fenomenológica. Y esta es, entre otras, la razón de que en la sociedad actual las explicaciones científicas sean consideradas como el modo supremo de comprensión de la realidad, desbancando (e incluso negando la legitimidad de) cualquier tipo de conocimiento humano o humanístico (ya que se sostiene que el conocimiento científico es objetivo, obviando que ha sido elaborado por los mismos mecanismos cognitivos que posibilitan cualquier otro tipo de saber, por más que se los someta a una disciplina que, a su vez, también habrá sido elaborada por las mismas mentes humanas, y así ad infinitum). Sin embargo, para el realismo orgánico no hay contradicción alguna en el hecho de que diferentes puntos de partida explicativos nos lleven a diferentes tipos de comprensión de la realidad, siempre que esto no se haga de manera aleatoria. Cada nivel ha de tomar en consideración diferentes variables, hacer uso del conocimiento procedente de distintas disciplinas e integrarlo en un sistema de interpretación diferente. Cuando no se comulga con la necesidad de la existencia de una verdad absoluta y objetiva, hay al menos tres cristales a través de los que contemplar el mundo, a saber: el neurobiológico (puramente físico), el abstracto (de carácter funcionalista y/o formal), y el fenomenológico. Dos de ellos pertenecen al ámbito de la explicación científica, mientras que el tercero constituye nuestra experiencia consciente de la realidad. Sorprendente tricromatismo explicativo, ¿no les parece? Lejos de impulsarnos a preponderar el color de las cosas según se ven a través de uno solo de ellos, la existencia de estas diferentes dimensiones de lo real debería llamar nuestra atención sobre la necesidad de procurar que permanezcan intercomunicadas en la medida de lo posiblelxi, ya que A full understanding of the mind requires descriptions and explanations at all three levels. (…) People are not just (…) neural circuits. Neither are they mere bundles of qualitative experiences and patterns of bodily interaction. Nor are they just structures and operations of the cognitive unconscious [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:104)]. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 145 4.9. Construir hipótesis sobre microevidencias multidisciplinares convergentes Insistir en el hecho de que el realismo orgánico es fisicalista porque postula en última instancia la existencia de una base física para entidades que no son otra cosa que abstracciones científicas retrotraerá sin duda al lector a la afirmación chomskyana siguiente: “Una persona que habla una lengua ha desarrollado cierto sistema de conocimiento, representado de alguna manera en la mente, y en última instancia en el cerebro en alguna suerte de configuración físicalxii ” [N. CHOMSKY (1992:13)]. Tales palabras cobran pleno sentido en el marco de un programa investigador que instituye como objetivo prioritario la determinación de la estructura del sistema de conocimiento lingüístico del hablante estándar, es decir, qué sabe la persona que sabe una lengua. El hecho de que el hablante común sea incapaz de explicitar conscientemente las reglas de que se compone tal sistema (que se supone neuralmente instanciado) no constituye en ningún caso un contraargumento: como hemos expuesto a lo largo de este capítulo, la mayor parte del procesamiento mental que sustenta nuestras capacidades y acciones conscientes se desarrolla en un plano que nos pasa desapercibido y que es ajeno a nuestro control voluntario. Objetivos subsiguientes de la investigación chomskyana son: 1) la tarea de explicar cómo surge tal sistema de conocimiento lingüístico, a saber, el problema de la adquisición y, 2) en una fase posterior, la exposición del modo en que se gestiona el uso de la facultad de lenguaje en el habla y, de manera secundaria, en la escritura. 3) Por último, Chomsky apunta la necesidad de explicitar los mecanismos físicos que sirven de base tanto a la competencia como a la actuación lingüística del hablante ideal, a saber: qué estructuras neurofisiológicas sustentan la facultad de lenguaje humana. Lo que nos interesa señalar es que, en cualquier caso, Chomsky concibe este último punto como algo secundario, que afectaría más al ámbito de la neurología y la neurociencia que a la investigación lingüística propiamente dicha: En la medida en que el lingüista puede proporcionar respuestas a las preguntas [acerca de qué constituye el sistema de conocimiento lingüístico, cómo surge y cómo se usa] (…) el científico del cerebro puede empezar a explorar los mecanismos físicos que muestran las propiedades puestas de manifiesto en la teoría abstracta del lingüista. [De otro modo] (…) los científicos no saben lo que están buscandolxiii [N. CHOMSKY (1992:16)]. La anterior afirmación sin duda hará percatarse inmediatamente al lector del sentido de este epígrafe. En efecto, aunque el planteamiento básico tanto del modelo explicativo chomskyano como del realismo orgánico se sustentan en principios fisicalistas en el sentido que hemos señalado un poco más arriba, nos hallamos ante divergencias metodológicas cruciales, que acabarán arrojando diferencias de grado en lo referente a la adecuación de las teorías e hipótesis Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 146 elaboradas con respecto a los principios físicos y materiales sobre los que tales teorías dicen sustentarse. Veamos por qué creemos que esto es así. Hemos señalado que ambos paradigmas contemplan la existencia de entidades no materiales que resultan funcionales a nivel explicativo, es decir, de constructos que son reales en virtud del consenso científico acerca de la conveniencia de su postulación teórica, como muy acertadamente señala N. CHOMSKY (1992:17): nosotros no dejaremos de hablar del lenguaje en términos de palabras, frases, nombres y verbos, y otros conceptos abstractos de la lingüística, de manera paralela a como el químico ahora no se abstiene de hablar de valencias, elementos, anillos de benceno y cosas parecidas [a pesar de que la física ha proporcionado explicaciones de esas entidades en otros términos]lxiv. Sin embargo, el grado de anclaje y correlación con el plano físico, que se plantea como base última de tales abstracciones, difiere en gran medida de un modelo al otro. En contraposición a lo expresado en N. CHOMSKY (1992:16), citado más arriba, el realismo orgánico cree que lo fisiológico interviene de manera importante en la configuración de lo mental, que los fenómenos cognitivos encuentran su motivación última en estructuras biológicas (entre otros factores) y que, por tanto, es preciso dedicarse al acopio de evidencias multidisciplinares convergentes que permitan ensamblar una explicación en clave abstracta que no proceda a priori, divorciada de lo material. A todas luces, existe una diferencia sustancial entre atender desde el principio del proceso investigador a los conocimientos procedentes de ámbitos del saber que puedan aportar datos relevantes relativos al objeto de estudio o, por el contrario, desarrollar hipótesis en un plano independiente y apuntar, a posteriori, la posibilidad de que ciertas premisas o corolarios hayan de ser modificados en función de los avances que se produzcan en otros campos. Esto último es lo que propone N. CHOMSKY (1992:17): En el estudio del lenguaje procedemos en abstracto, al nivel de la mente, y también esperamos ganar terreno en la comprensión de cómo las entidades construidas a este nivel de abstracción, sus propiedades y los principios que las gobiernan, pueden explicarse en términos de propiedades del cerebro. (…) [Pero] Estos pueden muy bien continuar siendo los conceptos apropiados para la explicación y predicción, reforzados ahora por un entendimiento de la relación que existe entre éstas y otras entidades más fundamentales, a no ser que la investigación ulterior indique que deben sustituirse por otras concepciones abstractaslxv. Por el contrario, desde nuestro punto de vista, partir de hipótesis planteadas en un plano abstracto como guía para la investigación en neurociencia cognitiva puede llevarnos a sesgar los resultados. En este sentido, estamos plenamente de acuerdo con G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:79) cuando señalan que: What needs to be avoided in science are assumptions that predetermine the results of the inquiry before any data is looked at. (…) In applying a method, we need to be as sure as we can that the method itself does not either determine the outcome in advance of the empirical inquiry or Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 147 artificially skew it. A common method for achieving this (…) is to seek converging evidence using the broadest available range of differing methodologies. El realismo orgánico se plantea lo siguiente: en lugar de construir teorías y pretender que el neurocientífico parta de ellas para encontrar los mecanismos físicos que correlacionen con las propiedades que nosotros hemos establecido como altamente probables para la descripción del funcionamiento mental ¿por qué no evitar desde el principio las hipótesis despistadas? Decir al estudioso del cerebro qué es lo que debe buscar es como entrenar a alguien para que aprenda a identificar los fenómenos que denominamos positrones, volviendo al ejemplo que pusimos en el capítulo segundo de este trabajo. No sirve argumentar que en realidad tal persona desconoce los fundamentos de la teoría astrofísica que posibilita la identificación del fenómeno: lo importante es que hemos determinado su mirada, le hemos preimpuesto una estructura, la hemos sesgado. En este sentido, la propuesta del realismo orgánico plantea el reto de dar un paso adelante con respecto al paradigma chomskyano. Y, lo que es más importante, creemos que este pequeño atrevimiento se sigue de manera natural de lo propuesto por el programa investigador del mencionado autor: en efecto, las evidencias empíricas derivadas de los avances en el ámbito de la investigación neurocientífica producidos durante los últimos veinte años nos están indicando ya que muchos de nuestros planteamientos abstractos han de ser revisados y que, a partir de ahora, convendría tener en cuenta que la estructura fisiológica de nuestros organismos tiene mucho que ver con el modo en que se estructuran y funcionan nuestras facultades mentales. Por otra parte, de lo anterior se sigue inevitablemente la necesidad de abandonar el modelo simbólico clásico como medio descriptivo de tales facultades, por cuanto que todo apunta a que los procesos que acontecen a nivel neural no están codificados mediante unidades simbólicas arbitrarias. Simplemente, parece que no hay profundidad simbólica a esos niveles. En cualquier caso, las descripciones puramente formales no son suficientes para dar cuenta de un tipo de funcionamiento mental que es el resultado de la interacción de un organismo con su entorno, simplemente porque descartan de antemano que la dimensión corpórea tenga alguna trascendencia explicativa. Son, como señala A. DAMASIO (1994:230), víctimas del error de Descartes, a saber, de la idea de que “las operaciones más refinadas de la mente están separadas de la estructura y funcionamiento de un organismo biológico”. Maite Fdez . Urquiza 5. ORGANIZANDO Comunicación Visual 148 LA REALIDAD: CONCEPTUALIZACIÓN, REPRESENTACIÓN Y COMUNICACIÓN 5.1. Introducción En varias ocasiones a lo largo del capítulo anterior hemos anunciado que habríamos de retomar con posterioridad la cuestión de las implicaciones que la postulación de un paradigma realista y orgánico sustentado en un pluralismo metafísico arrojaría con respecto a las nociones humanas de verdad y de significado. Por otra parte, concluíamos el último epígrafe con la afirmación de que no era posible mantener un modelo de corte simbólico clásico si pretendíamos dar cuenta del funcionamiento mental de modo psicológica y neuralmente realista, es decir, atendiendo a evidencias convergentes procedentes de múltiples disciplinas. En este capítulo examinaremos en detalle estos problemas con el fin de evitar cualquier tipo de malentendido, así como de evidenciar el modo en que la renuncia a ciertos postulados apriorísticos sobre la naturaleza de la realidad va de la mano con el rechazo de las teorías del significado que han dominado el panorama filosófico y lingüístico durante la mayor parte del siglo XX, y que aún ejercen una poderosa influencia en la actualidad. 5.2. Vaciamiento semántico: la teoría de la verdad como correspondencia Hemos mencionado ya en un par de ocasiones en este trabajo que el modelo cognitivo que podía denominarse simbólico representacional (conocido también como simbolismo clásico) concebía las funciones mentales como si consistiesen en manipulaciones de símbolos según reglas formales que no atendían en absoluto al significado de dichos símbolos. De hecho, en la versión más radical de este enfoque, los símbolos ni siquiera tienen significado, sino que se definen negativamente en virtud de las relaciones que establecen en el seno del sistema formal que constituyen. Son puras unidades abstractas e insignificantes. Esta versión se encuentra estrechamente ligada a la metáfora que concibe las funciones mentales como programas informáticos susceptibles de ser ejecutados en cualquier hardware. Lo anterior implica, por lo general, un fuerte compromiso con una concepción modular de la mente y, lo que es más importante para nosotros en este punto de la exposición, con la idea de que la parte material del organismo (en este tipo de enfoques, básicamente, el cerebro) constituye un mero soporte, incapaz de aportar nada trascendente a la explicación de la estructura y funcionamiento de las capacidades mentales. El cuerpo (y no digamos el entorno) ni siquiera se toma en Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 149 consideración como variable relevante en el problema. Nos hallamos ante una postura que ignora el arraigo cognitivo, lo que T. VAN GELDER (1998:622) denomina embeddedness: Natural cognition (…) [is] embedded three times over: in a nervous system, in a body, and in an environment. Any account of cognition must eventually explain how it is that cognition relates to that which grounds and surrounds it. (…) Mainstream computacional cognitive science has for the most part simply shelved problems of embeddedness, preferring to study cognition independently of its neurobiological realization, and treating the body and environment as belonging on the far side of ocasional symbolic inputs and outputs. Una variante suavizada de este modelo concibe los símbolos que codifican las operaciones mentales como si fueran representaciones de la realidad externa; de este modo, tales símbolos adquirirían significado a través de la referencia que harían a las cosas del mundo, clasificadas en términos de categorías clásicas, naturalizadas, las cuales presentarían una serie de condiciones necesarias y suficientes para determinar la pertenencia a las mismas por medio de una lógica bivalente. Así, en este caso, una representación mental no consistiría simplemente en una pura expresión formal, insignificante fuera del sistema del que forma parte, sino que constituiría una representación simbólica de algo que está fuera del sistema formal de representación. Es en este momento donde aparece en escena la noción de correspondencia, necesaria para dar el salto al vacío que conlleva el concebir la mente humana como sistema formal sin una vía directa de contacto con la realidad externa que, sin embargo, se le supone capaz de representar. El problema es que, en sí misma, la noción de correspondencia no es más que un velo para ocultar ese vacío, es decir, no explica nada, sino que asume una ontología absolutista cuyos fundamentos ya hemos cuestionado ampliamente. Como señala G. LAKOFF (1990:8), la noción de correspondencia ha de apoyarse necesariamente en una concepción predada, naturalizada, de las categorías, como si estas se encontrasen preestablecidas en la estructura del mundo: There is a good reason why the view of reason as disembodied symbol-manipulation makes use of the classical theory of categories. If symbols (…) can get their meaning only through their capacity to correspond to things, then category symbols can get their meaning only through a capacity to correspond to categories in the world. (…) To accomplish this, categories must be seen as existing in the world independent of people and defined only by the characteristics of their members and not in terms of any characteristics of the human. The classical theory is just what is needed, since it defines categories only in terms of shared properties of the members and not in terms of the peculiarities of human understanding. La clave del significado se sitúa, por tanto, en la capacidad de referencia de los conceptos mentales a una realidad externa, sin que en ningún momento se explique el modo en que es posible que los seres humanos hagamos algo tan sorprendentemente complejo como emparejar las categorías predadas del mundo con representaciones internas, codificadas en un lenguaje formal abstracto para, a continuación, emparejar a su vez arbitrariamente tales representaciones Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 150 formales, supuestamente neutras, con las unidades léxicas idiosincrásicas de cada una de las lenguas naturales. No es nuestro objetivo realizar aquí una revisión exhaustiva de las diversas variantes de la teoría de la correspondencia que se han desarrollado en el seno de la filosofía analítica, sino apuntar un hecho esencial, a saber: todas ellas asumen que la verdad es una dimensión unívoca que puede acotarse en términos de una correspondencia inexplicada entre símbolos (palabras y enunciados, en último término) y mundo externo. Pero lo cierto, por mucho que pueda incomodar a algunos, es que entre las palabras y el mundo (y formando con ambos un gran sistema integrado que surge del acoplamiento de los tres) estamos nosotros, a saber: organismos complejos con cuerpo, cerebro y mente. Y, como exponíamos en el capítulo anterior, lo que sea la verdad dependerá del nivel explicativo que adoptemos para su comprensión, lo cual no plantea ningún problema si no comulgamos con la existencia de una metafísica unificada para lo que sea la realidad. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:101): Most formal philosophers (…) have adopted a metaphysics that (…) goes like this: The world is made up of distinct objects having determinate properties and standing in definite relations at any given time. These entities form categories called natural kinds, which are defined by necessary and sufficient conditions. (…) then it follows that certain set-theoretical models should be able to map onto the world: abstract entities onto real-world individuals, sets onto properties, sets of n-tuples onto relations, and so on. (…) such a mapping must bridge the gap between the model and the world. Sin embargo, tal y como ha señalado H. Putnam, cuya argumentación recogen los recién citados autores, esta sofisticación de las teorías tradicionales de la referencia no hace sino acrecentar el abismo entre mente y mundo: ya no sólo tenemos que explicar cómo es posible llevar a cabo la correspondencia entre representaciones mentales y lenguas naturales, sino también entre tales representaciones y los modelos formales del mundo. Y esto es así porque existe una subdeterminación de la referencia que las proposiciones de un lenguaje formal pueden proyectar sobre estos modelos abstractos de la realidad externalxvi. Pero, además, en palabras de E. DEL TESO (1990:71-72), ocurre que Las supuestas categorías universales que están en la base de muchos estudios (…) no pueden ser entendidas como un compendio de la <<realidad objetiva>> a la que las lenguas se refieren de distintas maneras, pues esas unidades (…) son resultado de la elaboración que uno o varios teóricos hicieron de dicha realidad. Y que Las realidades susceptibles de conformarse como significados en lenguas concretas son tan indeterminadas en número como las experiencias posibles que pueden darse en la vida de cada hombre, y de ahí que el esfuerzo por sistematizar la sustancia de contenido prelingüística, además de carecer de interés teórico es, desde el punto de vista empírico, un esfuerzo baldío. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 151 Estas consideraciones podrían extenderse a las formalizaciones de supuestas relaciones lógicoobjetivas universales que están en la base de muchas teorías sintácticas [E. DEL TESO (1990:80)]. Así pues, la cosa quedaría, esquemáticamente, como sigue (la doble flecha señala los niveles donde es necesario postular una correspondencia): Teorías tradicionales de la referencia: Mundo Pensamiento (representaciones formales) Palabras (lenguas naturales) Teorías sofisticadas de la referencia: Mundo Modelo formal del mundo Pensamiento Palabras Por si fuera poco, a las objeciones anteriores a tales teorías hay que añadir que No progress whatever has been made in demonstrating that the world is the way the objectivist metaphysics claims it is. Nor has anyone even tried to fit such a set-theoretical model to the world. The problem is rarely discussed in any real detail [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:101)]. 5.2.1. Problemas añadidos: el enfoque proposicional de representación del conocimiento El paradigma cognitivo simbólico representacional va de la mano con el modelo proposicional de representación del conocimiento. Aunque el lector podrá hacerse ya una idea bastante aproximada de los postulados de este enfoque en virtud de lo expuesto hasta el momento, explicaremos someramente en qué consiste y cuáles son los problemas teóricos que acarrea, para lo que seguiremos a L.W. BARSALOU ET AL. (1993:23-26). El enfoque proposicional asume que el conocimiento del mundo se encuentra almacenado en nuestra mente en forma de símbolos abstractos, amodales y arbitrarios, es decir, que no se parecen perceptivamente en absoluto a las cosas a las que se refieren. Como hemos señalado con anterioridad, numerosos autores, desde Minsky hasta Van Dijk, pasando por Johnson-Laird, se han ocupado de proporcionar modelos estructurados de representación de nuestro saber enciclopédico que adoptan este formato. De tales intentos han surgido las nociones de marco, esquema, escenario, o modelo mental, entre otras. Señalábamos también que Tannen se refería a todas estas nociones con el término de estructuras de expectativa. En cualquier caso, lo que comparten todas estas estructuras estereotipadas de datos es que están expresadas en un lenguaje proposicional que tiene sus orígenes en la lógica de predicados. El enfoque simbólico representacional identifica este lenguaje proposicional con el tan traído y llevado lenguaje del pensamiento. Postular que el conocimiento se encuentra representado en nuestra mente en este formato entraña, según Barsalou, una serie de ventajas nada desdeñables, relacionadas principalmente con la metodología y la manejabilidad de los modelos propuestos. Son las siguientes: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 152 1) En primer lugar, la representación proposicional nos permite apresar la esencia del lenguaje natural humano. En efecto, numerosos estudios llevados a cabo en la década de 1970 pusieron de relieve que las personas, a los 20 segundos de haber procesado un enunciado, no recordábamos ya su forma superficial exacta, sino el contenido que nos había sido comunicado con él (the gist). Para representar esta “esencia conceptual”, los científicos cognitivos (en especial aquellos que trabajaban en el ámbito de la IA), desarrollaron los lenguajes proposicionales, la mayor parte de ellos derivados de la lógica de predicados. 2) En segundo lugar, las representaciones proposicionales permiten reproducir la característica de productividad de los lenguajes naturales a través de la asignación de argumentos y la recursividad lo que, sin duda, se trata de un aspecto muy importante a la hora de enfrentarse a representaciones complejas. 3) La tercera ventaja es de tipo metodológico, y se refiere al hecho de que hemos desarrollado instrumentos tecnológicos para manipular e implementar computacionalmente las representaciones proposicionales de manera eficiente. Veamos ahora cuáles son los problemas que se derivan del enfoque proposicional en su conjunto, y cómo afectan a cada uno de los puntales teóricos que acabamos de enumerar: 1) El primer problema afecta a la noción misma de representación proposicional: no existe evidencia alguna de que nuestro sistema cognitivo opere con símbolos abstractos, amodales y arbitrarios. Es más, este planteamiento genera un grave problema añadido, a saber: la necesidad de explicar cómo surgen las representaciones proposicionales amodales a partir de una experiencia perceptiva multimodal. En efecto, la neurociencia cognitiva ha demostrado que la multimodalidad es el primitivo perceptivo (como exponemos en 5.4.2.) y que juega un papel crucial en el desarrollo de todo sistema conceptual humano. 2) Un segundo problema, intrínsecamente relacionado con el anterior, es que tampoco disponemos de evidencia ninguna de que nuestro sistema cognitivo procese la información de forma serial (left-to-right operations), tal y como requieren las representaciones proposicionales. Más bien, la neurociencia cognitiva ha puesto de manifiesto lo contrario; como decíamos, el 95 % de nuestro procesamiento mental ocurre por debajo del nivel de la conciencia y además lo hace de forma distribuida, masivamente paralela. El procesamiento secuencial se lleva a cabo tan solo en un tipo muy concreto de razonamiento esforzado y consciente (y, aun así, se encuentra sostenido por procesos inconscientes que, a nivel neural, también discurren en paralelo). Como señala L.W. BARSALOU (1993:25): Theorists have adopted the propositional approach without obtaining direct evidence for its representational and processing primitives, perhaps because its expressive capabilities serve our theoretical purposes sufficiently well. However, the lack of direct evidence for this approach is again troubling and suggests caution in adopting it. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 153 3) El tercer problema se relaciona con la cuestión de la subdeterminación de la referencia que las proposiciones pueden proyectar sobre los modelos mentales del mundo, y que mencionábamos al final del epígrafe anterior. En efecto, en palabras de L.W.BARSALOU (1993: 25): “propositional approaches exhibit linguistic vagary. (…) This is the problem of not knowing which aspects of people´s concepts to represent in propositional notation”. Y esto es así porque, según el enfoque experiencial de este autor, en consonancia con los presupuestos que sostenemos en este trabajo “Content is unprincipled, because we primarily discover it through blind empirical means. Content is haphazard, because it changes with context. Content is incomplete, because further aspects can always be discovered” [L.W. BARSALOU (1993:25)]. 4) En relación con la existencia de instrumentos tecnológicos para manejar representaciones proposicionales de manera eficiente, que en el listado anterior calificábamos de ventajosa, es preciso tener en cuenta que, como señalábamos en el capítulo 2, los instrumentos constituyen actualmente la instanciación de nuestras teorías científicas sobre determinadas áreas de la realidad, con lo cual es inevitable que sesguen nuestras observaciones. Por otra parte, el hardware de que disponemos actualmente para implementar tales representaciones “doesn´t come close to providing the kind of representational medium needed to represent human concepts” [L.W. BARSALOU (1993:30)], como nos ocupamos en poner de manifiesto en 3.2. 5) Finalmente, y esto es lo que más nos interesa en este punto de nuestro estudio, un problema principal es el que Barsalou denomina symbol grounding, y que se refiere al hecho de que los enfoques proposicionales no proporcionan explicación alguna del modo en que se supone que sus símbolos hacen referencia a las cosas del mundo. Es aquí, como veíamos, donde se hace necesario apelar a la noción de correspondencia. Así pues, In general, the manner in which theorists construct propositional representations seems neither illuminatory nor explanatory. Consider the propositional representation of “The lamp is above the table”, namely, ABOVE(lamp, table). (…) Because a longer string of words has simply been reduced to a shorter string, we haven´t actually re-represented the original sentence in a true language of thought—we have simply dropped words that carry information about surface structure and retained words that capture gist. This gist doesn´t convey anything conceptual, because it is just words. Again, we have the symbol grounding problem: reference is not truly established to the world, but is necessarily mediated by the theorist or programmer who constructed the propositional representation [L.W. BARSALOU (1993:25)]. Las palabras de Barsalou cobran plena relevancia en el marco de una teoría de la memoria y el significado que concibe los conceptos como símbolos perceptuales (perceptual symbols), es decir, surgidos experiencialmente a partir de la percepción. Se trata de un enfoque en el que la experiencia perceptiva se entiende en un sentido amplio: Perceptual representations do not arise solely from vision, nor simply from the five perceptual modalities. Instead, perceptual representations arise from any aspect of experience, including Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 154 propioception and the introspection of representational states, information processing operations, and emotions. Consequently, these representations are not “perceptual” in the traditional sense but are more generally experiential, arising from any aspect of experience during perception of the external world and introspection of the internal world [L.W. BARSALOU (1993:27)]. Comprobaremos el alcance de este planteamiento cuando en 5.4. exploremos las evidencias neurocientíficas y neuropsicológicas que apoyan la tesis de que los mecanismos neurales implicados en la percepción y el movimiento (que se concibe como una modalidad perceptiva más y que implica la propiocepción) lo están también en la conceptualización y el razonamiento. Y lo haremos también en el capítulo 7, cuando nos encaremos con la explicación neurobiológica de la emoción y el sentimiento, con su papel crucial en la formación de las redes neurales de memoria, y con el modo en que pueden ser desencadenados a partir de procesamientos cognitivos y resultar vitales para llevar a cabo con éxito cualquier proceso de toma de decisiones normal (es decir, una secuencia de razonamiento pautado). 5.3. Comprender el mundo a través del cuerpo Si en efecto, tal y como hemos argumentado hasta el momento, no hay ningún motivo de peso que deba impulsarnos a creer que el mundo llega a nosotros netamente empaquetado en categorías inmutables en virtud de una razón trascendente y que, por tanto, nuestros conceptos mentales no se corresponden necesariamente con la verdad absoluta (y, en consecuencia, no constituyen la única comprensión posible de lo real) entonces, es lógico preguntarse por qué una tal actitud epistemológica ha tenido tanto éxito a lo largo de los siglos, y sigue teniendo tanta influencia en la actualidad, no sólo en ámbitos científicos, sino a nivel popular (donde la existencia de categorías naturales se asume sin necesidad de llevar a cabo una justificación ontológica). La respuesta a esta cuestión no se encuentra tanto en renegar de la miopía de una tradición filosófica empeñada en comulgar con dogmas religiosos acerca de la naturaleza del ser humano, o en culpar al capitalismo imperante de la falta de espíritu crítico del grueso de la población, como en reconocer que, en un nivel muy básico, la afirmación de que nuestras categorías mentales se corresponden con bastante probabilidad con las categorías de lo real no dista mucho de ser verdadera. Sólo ahora podemos realizar esta afirmación, sobre la base de toda la argumentación que nos antecede, sin recurrir a postulados ontológicos y epistemológicos apriorísticos ni a nociones científicamente inexplicadas. Por el contrario, apelaremos al nexo de unión más inmediato de que disponemos para conocer la realidad: nuestro organismo. Obviamente, la realidad de la que hablamos tendrá una dimensión metafísica relativa: hemos insistido, apoyándonos en ejemplos sobradamente fundamentados, en que la dependencia perceptiva que John Locke atribuyó a las cualidades secundarias de las cosas (es decir, a Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 155 aquellas cualidades que no se creía constitutivas de la realidad objetiva) es un fenómeno generalizado a todo lo que somos capaces de procesar en cualquier modalidad sensorial. En otras palabras: no hay cualidades primarias (realidad absoluta y objetiva) independientes de nuestra percepción, y esta es una tarea que llevamos a cabo con nuestros cuerpos humanos (no olvidemos que el sistema nervioso, del que el cerebro es el órgano más representativo, se extiende hasta la punta de los dedos, hasta cada recodo de nuestra piel, a través de los receptores nerviosos periféricos). En efecto, las cualidades de las cosas dependen de nuestra estructura orgánica (de la que emerge, en conjunción con los factores externos, la cognición), que determina el modo en que somos capaces de categorizar en múltiples niveles, a saber: desde el micronivel de la organización neural, hasta el macronivel de las interacciones físicas que nuestro cuerpo nos permite efectuar con el entorno. Es este basamento biológico, y no las características materiales de los hechos brutos, lo que estabiliza el significado, impidiendo que se diluya en infinitas variantes subjetivas: de este modo, la estabilidad semántica que posibilita la intercomprensión se encuentra orgánicamente fundamentada. Por decirlo de una vez claramente: el significado, a un nivel muy básico, es biológico, en el sentido de que es el producto dinámico del desarrollo de un organismo (dotado de unas características neurofisiológicas, físicas y cognitivas específicas) en interacción con un entorno físico y sociocultural concretos. 5.3.1. Categorías básicas: realidad, acción y cognición La afirmación anterior pretende llamar de nuevo la atención sobre el hecho fundamental de que nuestras mentes humanas, y todas las actividades que éstas son capaces de llevar a cabo (desde los engañosamente simples reconocimientos perceptivos hasta los procesos más sofisticados de proyección metafórica propios del pensamiento abstracto), emergen de la interacción de nuestro organismo con un entorno material y sociocultural. La idea es, en definitiva, que nuestros cuerpos contribuyen de forma clave a nuestro sentido de la realidad, a saber: constituyen el vínculo entre nuestros conceptos y el mundo. En la línea argumentativa que rechaza la visión objetivista clásica de las categorías y que defiende una construcción de los conceptos fundamentada en la experiencia corpórea, G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:26-28) han aportado detalles acerca del modo en que la formación de estas categorías básicas, que tan bien parecen encajar con el mundo, se sustenta sobre nuestras características orgánicas perceptivas y motoras. En concreto, señalan cuatro propiedades fundamentales como responsables del alto grado de funcionalidad de este tipo de categorías, a saber: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 156 1) El uso de imágenes mentales (generadas en las áreas encefálicas ligadas al procesamiento visual, para las personas videnteslxvii ) para representar la totalidad de la categoría. Ejemplo de esto serían conceptos como los de silla, mesa, o cama, frente a la inespecificidad del hiperónimo mueble. 2) El hecho, íntimamente ligado al factor anterior, de que los miembros de las categorías tienen características gestálticas similares, es decir, formas globales parecidas, mientras que no es posible imaginar una forma global mínimamente estable para mueble, es decir, para algo que no es ni cama, ni silla, ni mesa, ni cómoda, etc. 3) El uso de programas motores, es decir, de patrones de acción similares para interaccionar con los miembros de la categoría. Todos sabemos qué tipo de acciones y funciones están convencionalmente asociadas con una mesa, pero no con un mueble. De hecho, quien primero observó la inherente relación entre las categorías básicas y ciertos tipos de acción y lo puso por escrito fue Roger Brown. En un artículo de 1958 titulado “How Shall a Thing Be Called?”[G. LAKOFF (1990:31-32)], señalaba ya la existencia de varios nombres para denominar exactamente la misma cosa, pero en diferentes niveles de abstracción. Así, podemos decir que en el despacho tenemos una silla, pero también que tenemos una Chippendale, o simplemente un mueble. Brown insistía en el hecho de que, de todos los niveles de categorización posibles (y, por tanto, de todos los nombres que podían ser empleados) siempre había uno que detentaba un estatus superior (a superior status, en sus propias palabras). Este nombre (en nuestro ejemplo, silla), por otra parte, suele ser más corto que el resto de las opciones, y también el más frecuentemente usado en todo tipo de contextos (no es excesivamente abstracto, ni innecesariamente específico, sino que proporciona la información suficiente con el mínimo coste comunicativo). Y, lo que es más importante, suele encontrarse específicamente ligado a algún tipo de acción motora (en nuestro caso, sentarse). En su obra de 1965, Social Psychology, Brown lo expresa del siguiente modo: When a ball is named ball it is also likely to be bounced. When a cat is named kitty it is also likely to be petted. (…) bouncing and petting are actions distinctively linked to certain categories. We can be sure they are distinctive because they are able to function as symbols of these categories. In a game of charades one might symbolize cat by stroking the air at a suitable height in a certain fashion [G. LAKOFF (1990:31)]. En efecto, estudios recientes parecen soportar la afirmación de Brown. Como señala L.W. BARSALOU (1993:30), los gestos proporcionan una ventana analógica sobre las imágenes mentales de que se componen nuestros conceptos, proporcionándonos un acceso directo tanto a configuraciones visuales como motoras: In contrast to language, gesture may provide a much better window on concepts. Following the work of McNeill (1992) and Goldin-Meadow, Alibali, and Church (1993), there are reasons to Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 157 believe that gesture expresses certain aspects of perceptual symbols directly, unlike spoken language. Because gesture is capable of expressing perceptual symbols analogically, it may provide an extremely useful methodology for studying them. Por otra parte, esto no impide que seamos capaces de idear nuevos usos para un objeto cualquiera al mismo tiempo que alteramos los patrones convencionales de interacción con él (por ejemplo, cuando utilizamos la silla como plataforma para llegar a la lámpara del salón si tenemos que cambiar una bombilla y no disponemos de escalera de mano). Sin embargo, no podemos olvidar que es la nueva función que le atribuimos (es decir, la actividad que tal objeto nos permitirá realizar y, por tanto, el patrón motor de interacción que llevaremos a cabo con él) lo que nos permite categorizar el objeto en ese caso concreto: en efecto, la silla sigue siendo silla, pero para nosotros, en ese momento, forma parte de lo que L.W. BARSALOU (1983; 1991) denomina una categoría ad-hoc, a special-purpose category, o también a goal-derived category, a saber: la de los objetos que nos permiten llegar a la lámpara en ausencia de una escalera. Así pues, nos pondremos de pie sobre ella, lo que sería de muy mal gusto si fuese la hora de comer. Como muy agudamente señala Brown: “When an object is categorized it is regarded as equivalent to certain other things. For what purposes equivalent?” [G. LAKOFF (1990:31)]. Un original ejemplo de construcción de categorías para propósitos específicos (en concreto, la categoría de las cosas que se pueden untar sobre una tostada y la de las cosas que se pueden usar para sonarse la nariz) lo encontramos en la canción She don´t use jelly de los Flaming Lips, que dice lo siguiente: I know a girl who thinks of ghosts. She´ll make ya breakfast. She´ll make ya toast. She don´t use butter. She don´t use cheese. She don´t use jelly or any of these. She uses vaseline (…). I know a guy who goes to shows. When he´s at home and he blows his nose, he don´t use tissues or his sleeve. He don´t use napkins or any of these. He uses magazines (…). 4) El hecho de que la mayor parte de nuestro conocimiento del mundo se encuentra organizado en este nivel básico. Esto es algo que también señalaba Brown. No es sólo que la categorización tenga su anclaje en el nivel de la acción distintiva (el de las sillas, los gatos y las flores) sino que tal clasificación se expande simultáneamente tanto hacia Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 158 niveles superiores, más abstractos (el de los muebles, los animales y las plantas), como hacia niveles más especializados (el de las sillas Chippendale, los gatos siameses, y los lirios, por ejemplo). Sin embargo, no hay patrones motores inherentemente asociados a estas expansiones: realizamos la misma acción para sentarnos en una Chippendale que en una silla de Ikea, y olemos los lirios del mismo modo que otro tipo de flor cualquiera. Sin embargo, los términos que un niño adquiere primero, y también los más económicos desde el punto de vista léxico y comunicativo (y, por tanto, los más frecuentemente utilizados por los adultos en la interacción cotidiana) son los del nivel básico. Así, por ejemplo, todos podemos aportar datos bastante profusos y precisos acerca de las características y funciones de una mesa, una silla, una cama, un armario, etc. Sin embargo, seríamos considerablemente más escuetos si nos pidiesen que hiciésemos lo mismo con respecto al concepto mueble. Simplemente, se trata de que la necesidad de pensar en términos supraordenados se presenta en nuestra vida cotidiana con muchísima menos frecuencia que las interacciones reales que tenemos con sillas, mesas, camas, etc. Como señala G. LAKOFF (1990: 51) Perhaps the best way of thinking about basic-level categories is that they are “human-sized”. They depend not on objects themselves, independent of people, but on the way people interact with objects: the way they perceive them, image them, organize information about them, and behave toward them with their bodies. Por otra parte, también se debe al hecho de que todos los objetos que podemos aglutinar bajo el concepto mueble tienen posiblemente menos cosas en común que diferencias entre sí, al menos, en relación con el tipo de propiedades que definen las categorías de nivel básico. Pensemos, por ejemplo, en las semejanzas existentes entre una silla y un armario: no hay semejanzas físicas basadas en la imagen, la forma global o los programas motores que empleamos en la interacción con tales objetos. Lo que parece dotar de coherencia a las categorías supraordenadas son más bien características basadas en funciones generales, no en acciones concretas. Se acercan, de este modo, a la noción de family resemblance de Wittgenstein [G. LAKOFF (1990:31)], según la cual hay clases cuyos miembros no necesitan compartir ningún conjunto concreto de propiedades (el ejemplo clásico es la clase de los juegos: se puede jugar a las cartas, al tenis, al Monopoly, a la goma, a un videojuego…). Con los muebles pasa un poco lo mismo: puede que un armario y una silla no se parezcan en nada, sin embargo, todos sabemos que ambos son más susceptibles de estar en la misma habitación de una casa que en medio de un campo de espelta. De manera similar, pero en jerarquía descendente, tampoco es frecuente que sepamos mucho acerca de, por ejemplo, tipos o estilos de mesas (más allá de ser capaces de distinguir una mesa de centro para el salón de una mesa de cocina o una de trabajo, y tengamos en cuenta que trazamos estas distinciones en función de las actividades que desarrollamos al interaccionar con Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 159 ellas, así como del entorno en que es común que se encuentren), a no ser que seamos expertos en decoración o en historia del mueble. Así pues, en nuestra visión orgánica de la cognición y del significado, las categorías exhiben un basamento biológico en un triple sentido: 1) Como explicamos en 4.6.2, categorizamos porque somos seres neurales. Es decir, la interconectividad masiva de nuestro sistema nervioso hace que sea necesario agrupar patrones de reverberación de manera no unívoca para que puedan ser transmitidos de un grupo de neuronas a otro. En cierto sentido, esto es como decir que la capacidad de abstracción (esto es, la capacidad de reducir la complejidad de la información) se encuentra ya presente a nivel neural. 2) Como acabamos de ver, en el extremo fenomenológico (nuestra vida cotidiana) generamos categorías básicas que nos permiten interaccionar óptimamente con el medio. Sería una injusticia que no mencionásemos aquí el trabajo de campo de B. BERLIN (1978) sobre zoología y botánica populares, llevado a cabo entre los hablantes de tzeltal del pueblo de Tenejapa, perteneciente al Estado de Chiapas en México. Este investigador y sus colaboradores comprobaron sobre el terreno la validez de la existencia de un nivel de categorización básico, ya apuntada por Brown. Hallaron que el nivel que en la taxonomía lineica corresponde al genus (el nivel central de la clasificación) correlaciona con lo que dieron en llamar el folk-generic level. Este nivel manifiesta primacía psicológica en múltiples sentidos, entre ellos los ya señalados por Brown en relación con la brevedad léxica de los términos empleados para denominar las categorías, o el hecho de que sean los más frecuentemente usados, y también los que primero aprenden los niños, como evidenció en 1969 el estudio de Brian Stross (uno de los colaboradores de Berlin) sobre la adquisición del lenguaje en niños tzeltalparlantes de Tenejalpa. Sin embargo, el trabajo de Berlin insistía también en lo que podríamos denominar fuentes culturales de no universalidad, es decir, en que la trascendencia (medida en términos funcionales) que una categoría alcanza en una determinada cultura es clave a la hora de seleccionar el nivel de abstracción que una comunidad de hablantes entenderá como básico. Nos explicaremos: para los tzeltal, cuya supervivencia depende de un detallado conocimiento del medio, el nivel básico de categorización de animales y plantas coincide con el establecido por la disciplina taxonómica de la biologíalxviii . Así, el nivel genérico (genus) sería equivalente al que, para la población rural asturiana, designaría el roble, el tejo, el acebo, el pino, el abedul, etc. Por sorprendente que parezca a ojos de un urbanita, estas personas pueden desplegar también un nivel más concreto de categorización, y distinguir especies, es decir, diferentes tipos de los árboles mencionados. Sin embargo, para la mayor parte del mundo industrializado, lo específico se encuentra en el hecho de ser Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 160 capaces de distinguir un roble de un castaño, que se aglutinan bajo el término genérico de árbol (que constituiría el nivel básico de categorización en este caso). Este es un claro ejemplo de cómo el medio cultural puede influir en las capacidades humanas de categorización básica (fundamentadas en factores psicofisiológicos), llevándonos a su infrautilización. En el extremo opuesto, en el seno de una comunidad cultural también pueden desarrollarse grupos de expertos en un dominio de conocimiento restringido (es el caso de los coleccionistas o los aficionados [y de los investigadores, por qué no decirlo], capaces de distinguir entre razas de caballos o estilos de mesas de comedor que al común de las personas pasan desapercibidos). Como señala G. LAKOFF (1990:38): Basicness in categorization has to do with matters of human psychology: ease of perception, memory, learning, naming, and use. Basicness of level has no objective status external to human beings. It is constant only to the extent that the relevant human capacities are utilized in the same way. Basicness varies when those capacities either are underutilized in a culture or are specially developed to a level of expertise. Una última observación al respecto: de la cita de Lakoff tal vez podría deducirse que, para los grupos de expertos que acabamos de mencionar, el nivel de categorización básica cambia. Obviamente, y para evitar cualquier malentendido, esto no sucede así: cuando un individuo es experto en algo es también perfectamente consciente que su experiencia del mundo es discrepante, en ese ámbito concreto, de la de su comunidad cultural. Es decir, no deja de estar cognitivamente nivelado, sino que sigue sabiendo cuál es el nivel de categorización básico vigente en su comunidad, y por eso sólo utilizará su jerga de especialista cuando tenga que interaccionar con otros como él. A lo que se refiere Lakoff es al hecho de que el nivel básico puede cambiar cuando la totalidad de un grupo interacciona con el entorno de manera diferente a la de otras comunidades culturales (lo que vendrá determinado en gran parte por las características de tal entorno). Así, los tzeltalparlantes, desde nuestro punto de vista, serían todos expertos en botánica. Sin embargo, en este caso, en ese dominio concreto, el nivel básico de categorización sí ha cambiado: podemos decir que esto es así porque afecta a todos y cada uno de los miembros de la comunidad, y no es una característica idiosincrásica de un pequeño grupo de personas dentro de ella, como ocurre por ejemplo con los españoles aficionados a la ornitología. La globalización, que básicamente consiste en la homogeneización de los entornos y los estilos de vida (es decir, de las acciones que se despliegan en tales entornos) está haciendo que casos como los de los tzeltalparlantes sean progresivamente más difíciles de encontrar. El nivel básico de categorización se está homogeneizando interculturalmente, a la vez que proliferan los grupos de expertos en dominios muy concretos capaces de desplegar niveles inusitados de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 161 especificidad. Expertos de diferentes nacionalidades y culturas que forman comunidades deslocalizadas capaces de articularse a miles de kilómetros de distancia. 3) Por último, en el plano fisiológico, las capacidades perceptivas y motoras básicas de nuestro organismo determinan la estructura y características que tendrán tales categorías, puesto que constriñen el rango de estímulos que podemos procesar así como el tipo de acciones que podemos realizar. Esto lo vimos ya en parte en el capítulo 3, cuando explicamos el modo en que la estructura y funcionamiento del sistema visual humano determinan las dimensiones de la luminosidad que somos capaces de construir y, por tanto, también los colores que somos capaces de ver. A continuación ampliaremos este argumento examinando la manera en que nuestro cuerpo, así como las acciones que nos permite llevar a cabo, aportan contenido y estructura a nuestro sistema conceptual. 5.3.2. Interpretar la realidad con relación al cuerpo Señala A. DAMASIO (2003:210) que “el cuerpo contribuye al cerebro con un contenido”. Esta afirmación, aunque ligeramente sacada de contexto (sobre ella volveremos en el capítulo 7, y nos enfrentaremos entonces a su sentido original), puede servirnos perfectamente para sintetizar el hecho de que nuestros cuerpos ejercen una influencia determinante sobre la forma de nuestra estructura conceptual. Esto es lo que G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:34) han denominado proyección corporal. La noción se refiere, precisamente, al hecho de que vivir en un mundo sometido a leyes físicas con el cuerpo que tenemos es la causa de que no podamos evitar utilizar una serie de características fisiológicas básicas no sólo para situarnos y orientarnos nosotros mismos en el espacio, sino también para definir las interacciones que llevamos a cabo con otros seres y objetos, así como para describir las relaciones que observamos entre seres y objetos externos a nosotros. En definitiva, que proyectamos una serie de esquemas corporales básicos sobre la realidad, y los utilizamos como si fueran características espaciales fundamentales del mundo externo. En concreto, los mencionados autores utilizan la dicotomía delante – detrás (front – back) como paradigma de las proyecciones corporales más básicas. Señalan que estos conceptos tienen sentido para seres como nosotros, con una parte frontal y una trasera bien definidas: así, en nuestras interacciones cotidianas con las cosas, proyectamos estas categorías en las mismas, aunque sean objetos redondos o irregulares. Hablamos de la parte delantera del árbol o de la taza como si fuese algo esencial o perteneciente a esos objetos, cuando en realidad se trata de una propiedad que atribuimos al lado de las cosas con el que nosotros interaccionamos usando nuestros frentes. De este modo, se pone de manifiesto el hecho de que definimos la realidad externa en función de nuestra propia configuración corporal. Sin embargo, “If all beings on this Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 162 planet were uniform stationary spheres floating in some medium and perceiving equally in all directions, they would have no concepts of front or back” [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:34)]. 5.3.2.1. Evidencia neurocientífica: la memoria espacial es referida al cuerpo Un ejemplo dramático del modo en que la estructuración que llevamos a cabo de la realidad externa está fundamentada en nuestro cuerpo lo encontramos en un tipo de lesión neurológica relacionada con la percepción del espacio externo y, simultáneamente, con la propiocepción, por lo que consideramos que hace especialmente al caso en relación con el tema que tenemos entre manos. Se trata de la anosognosia, transtorno también denominado síndrome de negligencia unilateral. Este déficit cognitivo tiene lugar cuando se lesionan ciertas áreas del córtex parietal posterior. En este caso, nos interesan, por lo que tienen de revelador, las lesiones de este tipo localizadas en el hemisferio derecho. Pero, para situar al lector, será necesario que comencemos con una brevísima y forzosamente simplificada introducción sobre las funciones generales asociadas con el córtex parietallxix . El córtex parietal posterior recibe proyecciones del córtex parietal anterior (somatosensorial primario) que, a su vez, recibe diversos tipos de información sensorial desde el tálamo. El córtex parietal anterior está relacionado con el reconocimiento háptico de la forma tridimensional de los objetos y la ejecución de movimientos de destreza y, por tanto, también Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 163 con la propiocepción (necesaria para ser capaz de ejecutar tales movimientos). Las áreas parietales posteriores (córtex asociativo parieto-temporo-occipital), las que nos interesan, reciben también inputs de los sistemas visual y auditivo, y se ocupan de integrar el input somatosensorial proyectado desde las áreas parietales anteriores con estas otras modalidades, produciendo así las percepciones del espacio extrapersonal. Así pues, las lesiones en el córtex parietal posterior producen déficits complejos en la percepción espacial y la integración visomotoralxx. Los pacientes con lesiones en estas áreas en el hemisferio derecho presentan lo que arriba hemos denominado negligencia unilateral o anosognosia, que es uno de los déficits cognitivos más impactantes que pueden observarse en el ámbito neurológico. Se manifiesta como un serio transtorno de la imagen corporal. Literalmente, estas personas ignoran el lado izquierdo de su cuerpo, dejando de procurarle los cuidados necesarios. A menudo, se muestran sorprendidos si ven su propio brazo izquierdo, que siguen sin reconocer como tal, llegando incluso a preguntar qué hace ese brazo en la cama con ellos. Por otra parte, son incapaces de darse cuenta de la gravedad de su situación y, por lo tanto, no manifiestan la conducta emocional consecuentemente esperable (a saber: tristeza, miedo, abatimiento, preocupación). Sobre el basamento neurofisiológico del marcaje emocional de los estados corporales volveremos más adelante, pero ahora centrémonos en la cuestión que nos interesa: estos pacientes pierden también el conocimiento del espacio externo correspondiente al lado contralateral de la lesión. Así, por ejemplo, cuando se les pide que copien un dibujo de una flor o un reloj, ignoran la mitad izquierda, y sólo dibujan pétalos en la parte derecha (ipsilateral al hemisferio lesionado) o números en la misma parte de la esfera. Pero, lo que resulta aun más asombroso no es que los efectos derivados de la incapacidad de percibir el propio cuerpo (propiocepción) se hagan extensibles al espacio real exterior, sino que lo hacen también al espacio imaginado y al recordado. Esto se comprobó en un experimento llevado a cabo con un grupo de pacientes milaneses a quienes se pidió que imaginaran que se encontraban en la plaza de la catedral, la famosa Piazza del Duomo, como si estuvieran situados mirando hacia el edificio desde el extremo de la plaza. Una vez hecho esto, se les pidió que describieran de memoria una serie de edificios emblemáticos que bordean la plaza. Lo que ocurrió fue que estas personas identificaron sin problema la totalidad de los edificios del lado derecho de la plaza, pero fueron incapaces de recordar los del lado izquierdo. A continuación, se les pidió que imaginaran que caminaban hasta el lado opuesto de la plaza, hasta llegar a los pies de la catedral, y que entonces se giraban dándole la espalda al edificio, de modo que su perspectiva de la plaza quedaba invertida y, por tanto, también la izquierda y la derecha. En este caso, los pacientes fueron capaces de nombrar los edificios que antes no recordaban, ya que ahora se encontraban imaginariamente a su derecha, pero de nuevo, no pudieron activar el Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 164 recuerdo de los edificios de la parte izquierda, a pesar de haberlos identificado sin problemas unos minutos antes. Este ejemplo evidencia claramente hasta qué punto nuestra estructura neural y fisiológica andamia nuestra cognición: la memoria espacial lo es referida al propio cuerpo, no reside en ninguna especie de almacén independiente en algún sitio del cerebro, sino que se encuentra ligada a la activación de áreas cerebrales implicadas en el proceso perceptivo. Áreas que son, de nuevo, producto del desarrollo, puesto que su mapeado depende, en gran medida, de la experiencia del individuo en el entorno. En conclusión: el cuerpo importa, y mucho. 5.3.2.2. Evidencia procedente de la semántica cognitiva: conceptualizar lo no físico en términos de lo físico Visto el ejemplo anterior, no parecerá absurda ni descabellada la afirmación de que la lógica espacial fundamental derivada de nuestra estructura corporal, en interacción con las leyes físicas del medio, pueda proyectarse hasta el punto de llegar a constituir una de las fuentes de nuestra capacidad de razonamiento abstracto. Esto, básicamente, es lo que proponen G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:30-32 y 2004:96-100) cuando hablan de los conceptos que estructuran relaciones espaciales. Se trata de conceptos basados en proyecciones corporales fundamentales, que nos permiten no sólo estructurar el espacio, sino realizar razonamiento espacial. Lo más característico de estos conceptos es que realmente no existen como entidades en el mundo externo, es decir, obviamente, no es posible ver una relación espacial en sí misma. Un concepto de este tipo es el que los autores denominan the container schema, y que podríamos traducir como modelo del recipiente. Este modelo general surge de la experiencia directa y constante que tenemos de nuestros cuerpos como entidades con un interior y un exterior, como contenedores en los que introducimos sustancias (comida, bebida, aire, etc.) y de los que también salen sustancias (supuestamente después de haber atravesado el espacio corporal interno). Se trata de un concepto que aplicamos a múltiples ámbitos de lo real, los cuales somos capaces de embutir en una especie de forma global, en una estructura gestáltica, que consta de un espacio delimitado, con un interior y un exterior bien definidos. En ocasiones, como cuando estamos en el interior de una habitación, el concepto se aplica de manera natural, porque no deja de resultar una experiencia física directa. Sin embargo, la capacidad de abstraer gradualmente esta lógica espacial para aplicarla a otros dominios se hace manifiesta en usos lingüísticos del tipo de: 1) Estoy en el salón 2) Estoy en la esquina Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 165 3) Estoy en el paro 4) Estoy en la adolescencia 5) Estoy en forma 6) Estoy en éxtasis En 1, encontramos el uso que, en términos tradicionales, podríamos llamar recto, al que nos referíamos arriba: el de la experiencia física directa. Sin embargo, esperar a alguien en la esquina, como en 2, no es una experiencia menos física ni menos directa, lo que ocurre es que hemos conceptualizado un espacio difuso mediante la estructura mental del recipiente. En 3 y 4, lo que encontramos es la estructuración de un estado sociolaboral y de una fase del desarrollo biológico en términos espaciales. En 3, puede aplicarse una lógica de tipo bivalente para definir qué es o no estar en el paro, a saber: la que determina el sistema de la Seguridad Social. Sin embargo, los límites no son, ni con mucho, tan claros en lo que respecta al periodo temporal que denominamos adolescencia. De hecho, esta proyección metafórica del concepto básico (cuyo uso está tan estandarizado que no percibimos que lo sea) presupone una concepción previa del tiempo en los mismos términos espaciales de recipiente. Así, la adolescencia sería un espacio temporal con unos límites acotados y precisos, que el sujeto atraviesa siguiendo una trayectoria y del que emergerá de repente, como por arte de magia, convertido en otra cosa. En 5, el mismo esquema espacial se utiliza para conceptualizar un estado físico que nuestro entrenador definirá en función de la capacidad que tengamos de realizar ciertos esfuerzos y actividades en un determinado periodo de tiempo y siempre dentro de un umbral de pulsaciones, con lo que calculará el grado de resistencia de nuestro organismo. Sin embargo, nadie podría decir dónde se encuentra exactamente la frontera entre estar o no en forma, porque en ello interviene un amplio conjunto de variables que confluyen en un cambio de fase. A pesar de ello, a nosotros nos resulta mucho más sencillo desembarazarnos de la complejidad que entraña tanta abstracción, y referirnos al hecho de estar en forma como si fuera un ámbito espacial del que se puede entrar y salir por una única puerta. Por último, en 6 encontramos, si cabe, el máximo ejemplo de conceptualización de lo no físico en términos físicos. Obviamente, estamos contemplando el uso común que refleja la concepción popular de lo que es un estado de éxtasis (algo así como el grado máximo de felicidad que puede alcanzar el alma humana). Sin embargo, cuando en próximos capítulos abordemos por fin el tema de la emoción, tal vez no estemos ya tan seguros de que ésta sea definible en términos no físicos. Así pues, proyectamos el modelo del recipiente sobre objetos que son recipientes genuinos (como nosotros), como las habitaciones y las botellas, pero también sobre espacios abiertos y difusos como las esquinas o los claros en un bosque, que no se puede saber exactamente dónde empiezan y terminan, e incluso sobre periodos temporales. Del mismo modo, podemos Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 166 proyectarlo sobre melodías que dividimos en partes, sobre movimientos que segmentamos en fases (como cuando un entrenador analiza el lanzamiento de uno de los jugadores para comprobar en qué momento exacto de la secuencia de ejecución se produjo el fallo), sobre textos que concebimos como llenos de estructura y en cuyos detalles nos afanamos por encontrar el origen de la coherencia. Tal vez vaya siendo hora de plantearnos que, además de las partes que seamos capaces de identificar (para comprobar que, al intentar hacerlas encajar de nuevo, se nos ha perdido parte del puzle), la estructura global, gestáltica, que inevitablemente proyectamos sobre las cosas es una fuente primordial de sentido y que, en última instancia, este sentido emerge de la acción y las características de un organismo biológico en un entorno de carácter físico y sociocultural. De nuevo, el significado, la verdad, las propiedades, no están sólo en las cosas, sino también, y principalmente, en nosotros. 5.4. Más sobre conceptualización y movimiento Todo lo que hemos señalado en los epígrafes anteriores viene en apoyo de la tesis de que los mecanismos neurales implicados en la percepción y el movimiento lo estarían también en la conceptualización y el razonamiento. Esto daría lugar al hecho de que el sistema conceptual humano utilizase parcialmente en su activación áreas importantes del sistema sensomotriz, lo que nos ayudaría a explicar su estructura y, con ella, la variabilidad y la dinamicidad semánticas que podemos detectar en el ámbito fenomenológico. En efecto, si la hipótesis que proponemos es cierta, la dependencia que las áreas sensomotrices (como todas las del córtex humano) presentan con respecto a la experiencia individual a la hora de desarrollar su mapeado, explicaría en gran parte el hecho de que el significado sea un fenómeno genéricamente estable para nuestra especie, pero con matices exclusivos para cada individuo. Un fenómeno susceptible de cambiar, refinarse y ampliarse de modo continuado a lo largo de toda la experiencia de vida de una persona. Hasta la fecha, disponemos de varias evidencias que avalan este punto de vista. 5.4.1. Evidencia neurocientífica En primer lugar, como expusimos en 5.3.2.1, se encuentra el hecho, recogido en los manuales de neurociencia al uso, de que las áreas de asociación del córtex parietal ejercen una función de integración visuomotora, es decir, intervienen simultáneamente en la ejecución de movimientos de destreza, en la percepción del propio espacio corporal y en el reconocimiento tridimensional de los objetos vía háptica (esto último ya constituye en sí mismo una instancia de categorización). A medida que el individuo acumula experiencia interactiva en el medio, puede Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 167 refinar movimientos ya conocidos y adquirir secuencias motoras que le permitan desempeñar nuevas tareas o manejar nuevos objetos con precisión lo que, a su vez, producirá una mejora en la capacidad de exploración tanto visual como háptica (por supuesto, también olfativa, gustativa, etc. si hace al caso) es decir, en capacidades de tipo perceptivo. En otras palabras: percepción y acción evolucionan en paralelo a escala ontogenética. De este modo, rasgos perceptivos y patrones motores de interacción constituyen cualidades que entran, en igualdad de condiciones, a formar parte del concepto que el individuo se encuentre en proceso de estabilizar (así, por ejemplo, el concepto taza incluirá tanto rasgos visuales y hápticos para la forma, el volumen y peso aproximados, como programas motores para la interacción con tazas, que nos permitirán bien agarrarla con precisión por el asa, o bien más toscamente con las dos manos). En cierto sentido, esto es como decir que el movimiento constituye también una modalidad perceptiva. 5.4.2. Evidencia neuropsicológica En segundo lugar, y en apoyo directo a lo que acabamos de afirmar, es preciso citar los estudios de varios investigadores del desarrollo que sostienen la tesis de que las habilidades cognitivas que clásicamente se denominan “de orden superior” se apoyan en una categorización fundamentada en la multimodalidad perceptiva, donde el movimiento autogenerado se concibe también (y de manera crítica) como un tipo de percepción. Estos autores señalan que la capacidad de los bebés para moverse autónomamente es un hecho clave para el desarrollo del razonamiento espacial. En concreto, E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:200-202) recogen una serie de estudios en los que se evidencia la correlación entre el grado de desarrollo de las habilidades de razonamiento espacial y el de las capacidades motoras en niños con déficits de tipo motor o visual. Así, por ejemplo, los trabajos de Bertenthal con bebés que habían sufrido retraso en el desarrollo de sus habilidades motoras por diversas causas, mostraban que los niños tenían igualmente un retraso en tareas de localización de objetos en el espacio. Es especialmente significativo el estudio, publicado en 1992, de siete niños con meningocele, una protrusión de las meninges a través de vértebras defectuosas, debida a una malformación congénita de la columna vertebral. A lo largo de los meses fueron repetidamente sometidos a la tarea de localizar un objeto que habían podido ver esconder al experimentador. A medida que fueron capaces de empezar a gatear (lo que hicieron a edades diferentes, comprendidas entre los ocho y los trece meses), es decir, de empezar a explorar el espacio por sí mismos, se observó en ellos una mejora espectacular en la tarea de localización del objeto escondido. Antes de la adquisición de la capacidad de gatear, los bebés, a pesar de haber visto esconder el objeto, eran incapaces de mirar hacia el lugar correcto Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 168 si, a continuación, el experimentador los rotaba hacia el lado opuesto de la habitación. Imagínese el lector que el objeto está escondido a la derecha, lo que hace que el bebé, sentado en el suelo, mire en esa dirección. Si en ese mismo momento el experimentador coge al niño y simplemente lo gira 180º sobre su eje, lo lógico, para un bebé que hubiera desarrollado una comprensión del espacio no egocéntrica, sería reajustar la posición del cuello y de los ojos, de manera que mirase hacia su izquierda. Sin embargo, los bebés incapaces de gatear seguían mirando tozudamente hacia su derecha. En este caso, parece claro que el desarrollo cognitivo referido a la comprensión del espacio evoluciona en función de la capacidad motora para desplazarse y explorar autónomamente, más que hacerlo según un estricto programa temporal. Hemos sugerido un párrafo más arriba que percepción y acción se encuentran entretejidas en un bucle en el que los avances experimentados en las capacidades perceptivas están directamente relacionados con la mejora de las habilidades motoras, y viceversa. Esta hipótesis se ve avalada directamente por el estudio que Bigelow publicó también en 1992 y que recogen las mencionadas E. THELEN Y L. B. SMITH (2002: 201-202). Veamos por qué. El trabajo hace un seguimiento de la evolución de tres niños ciegos desde que comenzaron a gatear hasta que fueron capaces de andar solos. A pesar de no tener ningún impedimento motor, los niños ciegos muestran un retraso en el desarrollo de estas capacidades. Por ejemplo, los niños del experimento comenzaron a caminar entre los 17 y los 36 meses. La tarea a la que se los sometía pretendía evaluar su comprensión de la permanencia de los objetos, es decir, se les pedía que agarrasen juguetes que habían sido desplazados por el experimentador mientras emitían algún sonido, aunque en el momento de ser agarrados ya hubieran dejado de emitirlo. Lo que se encontró, de nuevo, fue que los niños mostraron el mayor nivel de competencia en la tarea justo en el momento en que empezaban a caminar, es decir, eran capaces de seguir con total precisión (mediante orientación facial) un objeto que se movía mientras sonaba, y también de localizar y agarrar un objeto que el experimentador hubiera cambiado de sitio. Como hemos dicho, este tipo de avances parecen estar más en función del momento en que se desata el cambio de fase motora (de gatear a caminar), que de la edad, pues los niños comenzaron a caminar a edades entre las que había una distancia temporal considerable, como hemos señalado más arriba. Aunque las conclusiones parecen apuntar exactamente hacia lo mismo, lo cierto es que Bigelow incluye una reflexión muy interesante en su trabajo acerca de la relación entre el avance en las capacidades locomotrices y la mejora en el razonamiento para la localización espacial de objetos en niños ciegos. Y es que, mientras que en los bebés videntes parece ser el desarrollo locomotor el que da el pistoletazo de salida para la exploración del espacio y la mejor comprensión de los objetos, en los niños ciegos esto parece ocurrir en orden inverso. Esto es así porque los niños videntes adquieren conocimiento de la existencia de objetos por medio de la modalidad visual, lo que sirve por sí solo como motivación exploratoria. La motivación está ahí desde el principio: se trata de un sesgo innato que hace que los bebés humanos prefieran mirar Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 169 cosas que se mueven, y que intenten atraparlas para explorarlas más de cerca. De este modo, cuando aparece la independencia motora, el progreso cognitivo en relación con la localización espacial de tales objetos se produce sin problema. Así, por ejemplo, un niño que gatea será capaz de modificar su orientación corporal si el experimentador lo gira tras esconder el objeto: el ser capaz de explorar el espacio por sí mismo a través del movimiento autogenerado y no sólo de la visión es lo que hace que el bebé abandone su representación espacial egocéntrica, en lugar de seguir mirando tercamente hacia un lugar en el que ya no hay nada. Este cambio de fase cognitivo, unido al hecho de que el bebé ya puede desplazarse, le permitirá dirigirse en busca del objeto escondido y agarrarlo, y refinar así tanto sus habilidades perceptivas (al tocarlo, llevárselo a la boca, agitarlo para ver cómo suena, o mirarlo más de cerca) como sus destrezas motoras (por ejemplo, ser capaz de adaptar la precisión de los agarres y la rigidez de los miembros a las características del objeto que se pretende manipular). En el caso de los niños ciegos, es también la motivación de explorar la que desata el inicio del progreso motor. Pero, para que exista tal motivación, tienen primero que comprender la existencia de un espacio y unos objetos ajenos a sí mismos a través de la exploración manual (háptica) y auditiva, lo que lleva algo más de tiempo. Es por esto por lo que, aunque físicamente desarrollados como para poder gatear o caminar, los niños ciegos retrasan sensiblemente estos hitos motores. Ahora bien, una vez que surge el deseo de atrapar lo que ya se sabe que hay ahí fuera, el progreso motor se desencadena, y se observa una evolución acompasada en el mismo con respecto a la habilidad de localizar los objetos en el espacio o, en otras palabras, con respecto al grado de desarrollo de la capacidad de razonamiento espacial. 5.4.3. Evidencia procedente de la implementación de redes neurales artificiales En tercer lugar, existe una evidencia indirecta de que los mecanismos neurales empleados en la percepción y el movimiento podrían estarlo también en la conceptualización y el razonamiento, y procede del campo del diseño de redes neurales. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:37-44), se trata de la implementación de mecanismos que son capaces de llevar a cabo tareas de control motor y percepción, pero también de conceptualización (como, por ejemplo, aprender las características semánticas de una serie de términos), y de razonamiento abstracto de tipo inferencial a partir del conocimiento generado (a saber, derivar las relaciones semánticas entre la red de términos aprendidos)lxxi. Uno de estos modelos resulta especialmente relevante en relación con este capítulo, ya que puede aprender términos que designan relaciones espaciales. Su autor, Regier, sostiene que estructuras cerebrales implicadas en la percepción visual constituyen la base para la categorización de carácter espacial, lo que no es descabellado si tenemos en cuenta los datos Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 170 sobre el córtex parietal de asociación y los experimentos con niños ciegos que acabamos de ofrecer. En relación con estos últimos, señalábamos la importancia de la reflexión de su autor, Bigelow, acerca de la inversión de la prioridad entre desarrollo motor y comprensión del espacio: estos niños, al no disponer de las bases visuales necesarias para comprender el espacio externo, tienen que sustituirlas por un tipo de exploración principalmente háptica y auditiva, lo que finalmente desata la motivación que desencadena la evolución motora. Por otra parte, este hecho pone de manifiesto una idea sobre la que volveremos repetidamente, a saber: más que ante un programa rígido de desarrollo, estamos ante un sistema dinámico que se adapta globalmente. Cuando todas las facultades perceptivas funcionan con normalidad, las estructuras visuales parecen ser claves para la comprensión del espacio. Sin embargo, si esto no sucede así, como en el caso de los niños ciegos, el patrón global de desarrollo se modifica en función del cambio producido, invirtiendo la prioridad de las variables implicadas: de este modo, si las claves visuales han de ser sustituidas por percepciones hápticas y auditivas, esto se reflejará a su vez en una reorganización del patrón de desarrollo del organismo, por ejemplo, en el retraso del movimiento autogenerado. En efecto, en palabras de E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:37): “The central tenet of dynamic systems is that order, discontinuities, and new forms emerge precisely from the complex interactions of many heterogeneous forces”. Este matiz es importante porque nos permite comprender el desarrollo no como la relativamente simple instanciación progresiva de programas genéticamente codificados en el organismo, sino como un proceso parcialmente autoorganizado, muchísimo más plástico y readaptable. No es que no haya nada en los genes, nadie en su sano juicio diría actualmente nada parecido; pero lo que hay es susceptible de desarrollarse de maneras diversas (dentro de los límites que nos impone nuestra biología) en función de las idiosincrasias individuales, y alcanzar de este modo estados máximamente adaptativos para el organismo en cuestión, sin necesidad de cumplir a rajatabla un cronograma modelo. En definitiva, creemos que el desarrollo se entiende mejor si pensamos en él como un sistema dinámico complejo: el que constituye un organismo individual en constante interacción con su entorno, un organismo que no deja de cambiar hasta que deja de actuar, es decir, hasta que finaliza su vida: There are no constraints on development that act like levies on a flooding river, keeping it from going where it ought not to go. There is no set end-state other than the end of life itself. (…) development is the outcome of the self-organizing processes of continually active living systems. [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:44)]. Volviendo al tema que nos ocupa en este epígrafe, otro modelo interesante es el de Narayanan, que se refiere a la estructura de los acontecimientos en el plano lingüístico, es decir, al aspecto. Las estructuras neurales de este autor son capaces tanto de realizar tareas de control motor (cuya salida es necesariamente secuencial) como de conceptualizar la estructura del aspecto Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 171 lingüístico, y utilizar este conocimiento para realizar inferencias sobre la estructura de acciones concretas. Así pues, ambos modelos soportan la hipótesis de que las tareas más abstractas que somos capaces de realizar a nivel mental (conceptualización y razonamiento) comparten su basamento neurofisiológico con tareas perceptivas mucho más básicas. El movimiento, no lo olvidemos, es una más de estas tareas, una modalidad perceptiva por derecho propio, imprescindible para la existencia de cualquier noción espacial en clave abstracta en nuestro sistema cognitivo. Sin embargo, nos gustaría hacer una última aclaración en relación con este punto. El lector recordará que en 3.2. aludíamos a la falta de verosimilitud neurológica de este tipo de modelos. En efecto, tales mecanismos no dejan de ser sistemas de juguete, parafraseando a E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:41), capaces de realizar únicamente tareas sencillas, de un solo tipo. Acabamos de decir que los modelos de Regier y Narayanan pueden llevar a cabo tareas de control motor, percepción y razonamiento abstracto. Pero lo hacen sobre un único tipo de procesamiento perceptivo (dos, si tenemos en cuenta el movimiento, en el caso de Regier). Y sobre dominios de conocimiento muy restringidos. Es decir, de los tres tipos de evidencia que aportamos en relación con la existencia de un mismo sustrato neural para nuestras capacidades sensomotrices y nuestras facultades cognitivas superiores, esta es sin duda la más débil. Y lo es, precisamente, porque no puede dar cuenta de la importancia que la interacción simultánea de sistemas neurales heterogéneos a lo largo del tiempo tiene en el desarrollo efectivo de los organismos biológicos. Sin embargo, si la hemos incluido aquí es porque creemos que, en cierto sentido, puede ayudarnos a profundizar en la comprensión de nuestro objeto de estudio o, al menos, puede dirigir nuestra atención hacia sus aspectos más relevantes, aunque sea por vía negativa (poniendo de manifiesto las carencias del modelo). En palabras de T. VAN GELDER (1998:620), “a model provides scientific insight precisely because it is a simplification”. En nuestro caso, no podemos perder de vista que si el desarrollo es un proceso dinámico y, por tanto, autoorganizativo, hay que tener presente que “Self-organization of interesting kinds of complex order appears to require systems in which there is simultaneous, mutually constraining interaction between large numbers of components” [T. VAN GELDER (1998:623)]. La cognición humana es sin duda un ejemplo óptimo de tales tipos de orden complejo. 5.4.4. Conclusión provisional Si las evidencias empíricas ofrecidas en este epígrafe apuntan hacia donde creemos, esto nos permitiría explicar por qué nuestros conceptos encajan tan bien con el mundo y nos permiten funcionar óptimamente en él. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 172 En efecto, si las estructuras de nuestro sistema sensomotriz se encontrasen entretejidas con las de nuestro sistema conceptual, eso haría que este último estuviera, literalmente, en contacto físico con el entorno. Somos conscientes de que lo que proponemos aborta la distinción clásica entre percepción y cogniciónlxxii . Sin embargo, creemos que Ultimately, as Pylyshyn suggests, identifiying the mechanisms that underlie intelligence should be our primary goal, from the most preliminary sensory processes to the most abstract thought processes. Where we actually draw the line between perception and cognition may not be all that important, useful, or meaningful [L.W. BARSALOU (1999:589)]. 5.5. Hacia una teoría orgánica de la conceptualización humana A lo largo de este trabajo hemos sostenido que los fenómenos mentales emergen de la interacción compleja de un organismo humano con un entorno sometido tanto a leyes físicas como a convenciones socioculturales, y hemos negado repetidamente la existencia de un abismo entre vida física y mental. Nos vemos, por tanto, en la necesidad de proporcionar una explicación del fenómeno cuyo estudio nos ocupa (a saber, el significado conceptual) que lo conciba como algo dinámico y situado, es decir, susceptible de cambio a lo largo del tiempo y sensible a las variantes experienciales del individuo a lo largo del desarrollo ontogenético del mismo. Para ello habremos de recurrir a nociones que nos han acompañado desde el principio de manera no explícita. De nuevo, será necesario dar forma a algunas ideas con mayor especificidad de lo que lo hemos hecho hasta el momento para aclarar, de paso, algún punto que pueda resultar oscuro u ambiguo. 5.5.1. Principios marco En numerosas ocasiones hemos insistido en que la neuroatamonía y la fisiología que nos caracterizan como organismos determinan la manera en que percibimos y comprendemos el mundo, es decir, el modo en que conceptualizamos la realidad. Sin embargo, y por si quedase alguna duda, jamás hemos postulado que entre neurofisiología y conceptos haya una causalidad directa: afirmar esto sería caer en un reduccionismo de tipo fisicalista. Por el contrario, hemos procurado dejar claro que los genes no contienen la información necesaria para especificar el desarrollo cerebral en todos sus detalleslxxiii , y que, de hecho, podían distinguirse tres fases en la selección de una región de destino para los axones neuronales, la última de las cuales dependía de la experiencia individual, lo que explicaba el Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 173 hecho de que el mapeado cortical, aunque genéricamente similar en todos los seres humanos, fuese exclusivo de cada individuo. En definitiva, hemos sugerido, y lo reconocemos ahora abiertamente, la necesidad de apelar a los principios generales de la dinámica no lineal para integrar las muchas variables que intervienen en la emergencia del significado conceptual complejo. En otras palabras: los conceptos que manejamos no vienen de serie, no son una especie de producto de la codificación genética, sino que se construyen a partir de unos sesgos biológicos innatos (esos sí genéticamente especificados) que mueven al organismo a explorar el ambiente, a interaccionar con él, y en él con otros seres. Son, de este modo, producto dinámico del desarrollo de un sujeto humano, y por tanto exhiben las características que hasta ahora hemos denominado corporeidad o arraigo (embeddedness), autoorganización y emergencia. La adopción de esta postura conlleva concebir el significado conceptual como un proceso que jamás alcanza un estado final cerrado, como algo que manifiesta momentos transitorios de equilibrio, responsables de su apariencia de estabilidad. Sin embargo, como procesos desplegados en el tiempo que son, nuestros conceptos no dejan de cambiar jamás mientras vivimos. Nuestro conocimiento del mundo se modifica sutilmente cada día, y nuestro hardware neurológico no sólo está preparado para reflejar ese cambio, sino que su naturaleza plástica y masivamente interconectada es tal vez la causa principal de que el cambio exista, es decir, de que el desarrollo humano sea como es y no de otra manera. Sin embargo, esto es todo lo que hemos dicho hasta el momento. Somos conscientes de que, en realidad, no hemos explicado gran cosa: sostener que genes y entorno se combinan para poner en marcha el desarrollo tanto físico como cognitivo del organismo no sirve de mucho si no podemos proponer al menos un modelo teórico que explique en detalle cómo es posible que ocurra esto. En otras palabras, es necesario que explicitemos los términos en que creemos que acontece el proceso de la conceptualización. Para ello, volveremos sobre una idea que ha aparecido recurrentemente en este estudio, a saber: la necesidad de reconciliar niveles explicativos. El significado, aunque aparentemente estable desde una perspectiva macro (básicamente, la que posibilita la intercomprensión en contextos no marcados) manifiesta, si lo observamos más de cerca, en microperspectiva, un grado altísimo de variabilidad y dependencia contextual. De este modo, la tarea que se presenta ante nosotros requiere que seamos capaces de sugerir cómo es posible que generemos y gestionemos esta dinamicidad, reconciliándola a la vez con el hecho de que nos deslizamos sobre una plataforma semántica aparentemente estable. Lo que implica que necesitamos explicar también a qué se debe esa apariencia de estabilidad que los lexicógrafos se afanan por apresar. Nuestra propuesta pivotará en torno al origen común de ambos fenómenos: estabilidad y variabilidad semánticas son manifestaciones divergentes de los mecanismos fisiológicos, neurales y cognitivos por medio de los que tiene lugar la conceptualización. Veremos que la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 174 dinámica local de la experiencia concreta, es decir, la dinámica de la acción en el mundo del individuo, es lo que pone en marcha los procesos selectivos que, con el tiempo, darán lugar a focos de significado considerablemente estable, es decir, a conceptos. De este modo se produce la integración de niveles: porque la estabilidad global de nuestras estructuras conceptuales no puede explicarse sin atender a los microcomponentes experienciales de los que emerge, a las instancias de significado re-creadas en cada uso concreto del día a día, a su origen local, en definitiva. En esta experiencia localmente situada, hay muchas cosas que se repiten (la mayoría) y otras que cambian, generando rasgos que son susceptibles de incorporarse a los conceptos preexistentes a lo largo del tiempo. Por tanto, y en resumen, aspiramos a proporcionar una teoría que sea biológica y neurológicamente válida, al tiempo que psicológicamente realista. Esto nos aleja del reduccionismo en el sentido de que, desde nuestro punto de vista, las características neurobiológicas del individuo son tan determinantes para su desarrollo cognitivo como el entorno sociocultural en que tiene lugar tal desarrollo. Un entorno que incluye, por ejemplo, el esfuerzo de los lexicógrafos por recopilar y estructurar (por aquietar) lo que constituye la plataforma semántica sobre la que, desde el nacimiento, se sitúa cada individuo perteneciente a un grupo social. En este sentido, tan biológico es lo uno como lo otro. Como señala E. ROSCH (1978:29), What attributes will be perceived (…) is undoubtedly determined by many factors having to do with the functional needs of the knower interacting with the physical and social environment. One influence on how attributes will be defined (…) is clearly the category system already existent in the culture at a given timelxxiv. Por tanto, no hay primacía causal directa, sino interacción complejalxxv. Del mismo modo que, en el epígrafe anterior, concluíamos que sostener la tradicional dicotomía entre percepción y cognición no tenía para nosotros mucho sentido, tampoco lo tiene el intentar clasificar las variables que intervienen en el desarrollo de los mecanismos humanos de conceptualización para, a continuación, distribuirlas entre el cajón de abajo (el de lo innato), y el de arriba (el de lo adquirido). Si, como decíamos, el desarrollo cognitivo se produce en paralelo con el del organismo en general, lo que tenemos que hacer es tratar de comprender qué factores son relevantes y cómo interaccionan entre sí. Nos enfrentamos a un sistema complejo en el que percepción y acción se entretejen en un bucle que andamia la cognición de manera dinámica, un sistema en el que la estabilidad no está programada de antemano en ninguna especie de manual de instrucciones genético, sino que emerge de las múltiples relaciones entre los componentes del sistema. Como señalan E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:XIX) By this view, cognition —mental life— and action —the life of the limbs— are like the emergent structure of other natural phenomena. (…) There is no design written anywhere in a Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 175 cloud or a program in the genes of any particular species that determines the final community structure. (…) There are only a number of complex physical and biological systems interacting over time. 5.5.2. Un modelo dinámico para la conceptualización humana El grupo de periodistas se pone en movimiento, (…) los corresponsales, congestionados por el calor y la impresión (…) no se recuperan del impacto de esas gargantas seccionadas a pocos pasos de ellos: el significado de ciertas palabras, guerra, crueldad, sufrimiento, destino, ha desertado del abstracto dominio en que vivía y cobrado una carnalidad mensurable, tangible, que los enmudece [M. VARGAS LLOSA (1986:191)]. 5.5.2.1. Introducción Llegado este momento, creemos haber fundamentado con argumentos de razonable solidez la hipótesis que concibe el significado como algo bastante alejado de la visión que tanto la lógica de predicados como la definición clásica de los conceptos y categorías formulada por la filosofía analítica ofrecían del mismo. Habíamos visto que, según estos enfoques tradicionales, la categoría es la extensión del concepto, es decir, está constituida por todos los entes u objetos de la realidad externa que encajan en una definición de tipo intensional, en una especie de hatillo de condiciones necesarias y suficientes que especifican las características que ha de poseer el tal ente u objeto para pertenecer a dicha categoría. El concepto, por su parte, se concibe como un objeto mental, una representación formal (en algunas versiones, una simple lista de rasgos expresados mediante proposiciones amodales), de modo que las condiciones que contiene serían como una especie de manual de instrucciones que nos permitiría, al operar con él de forma lógica, determinar sin lugar a dudas la pertenencia o no a una categoría de los objetos y entes de la realidad externa. Sobre los presupuestos de la filosofía objetivista que subyace a esta concepción del significado, así como sobre el modo en que pueden ser cuestionados, hemos tratado abundantemente en el capítulo anterior. Un hito en el cambio de paradigma teórico en relación con el funcionamiento de los mecanismos que sustentan la categorización humana lo constituyó el trabajo de E. ROSCH (1978) quien, desde la psicología cognitiva, mostró que los juicios que los seres humanos hacían sobre la pertenencia o no de los entes del mundo a determinadas categorías mostraban una estructura gradual, más que bivalente. En otras palabras, que no todos los miembros de una categoría ostentaban el mismo estatus de derecho, por decirlo de algún modo. Mientras que en la visión clásica todos y cada uno de los miembros lo eran en el mismo grado y condición desde Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 176 el momento en que se demostraba lógicamente que cumplían las condiciones necesarias y suficientes, en la visión probabilística de Rosch, basada en sus propios estudios experimentales con sujetos reales, ocurre que las personas consideran que unos miembros son mejores representantes de la categoría que otros. Este hecho pone de manifiesto que los conceptos no funcionan como clases lógicas. Pensemos, por ejemplo, en el concepto mamífero. Sabemos que tanto las ballenas como las vacas lo son. Sin embargo, si nos pidiesen un ejemplo representativo de la categoría (un prototipo, a saber, una especie de patrón que aglutina los rasgos que más frecuentemente nos encontramos en los mamíferos con los que interaccionamos en la vida cotidiana), lo más probable no sería que pensásemos en una ballena sino, por ejemplo, en un gato o en un perro. Del mismo modo, si nos preguntaran algo así como ¿Qué es más mamífero, la vaca o la ballena?, nuestra intuición nos empujaría a contestar que la vaca. De este modo, se pone de manifiesto el hecho de que las categorías tienen una estructura gradual, donde unos miembros son percibidos como centrales y otros como periféricos. Sin embargo, incluso la estructura gradual de tales categorías es algo inestable, variable, que depende en gran medida del entorno y del conocimiento individual. Así, por ejemplo, puede que un gorrión sea para nosotros mejor representante de la clase pájaro que un pingüino, pero esto no tiene por qué ser así para un habitante de Laponia. En esta misma línea argumentativa, E. THELEN Y L.B. SMITH (2002: 162-163) recogen varios estudios interesantes que ponen de manifiesto el hecho de que la gradación en los juicios de pertenencia se produce incluso en categorías que, a simple vista, parecen encajar perfectamente en la definición clásica. Pongamos por caso el concepto triángulo. Disponemos tanto de una definición formal, de tipo geométrico, del mismo, como de una idea de andar por casa (a saber, algo así como que es un espacio acotado por tres lados). Sabemos que son triángulos con el mismo derecho los equiláteros, los isósceles, y los escalenos. Y, sin embargo, experimentos con gente común que sabe todo esto arrojan resultados sorprendentes: las mismas personas que afirman rotundamente que lo que sea o no un triángulo viene determinado por una definición lógica bivalente (es decir, que es una cuestión de sí o no, como el casarse por la iglesia), repetidamente escogen los triángulos equiláteros como representantes óptimos (prototípicos) de la categoría (lo que equivale a decir algo así como Elena está más casada que Ángela). En cierto sentido, juzgan que son mejores triángulos, y también los reconocen más rápidamente (en psicología cognitiva experimental, una diferencia de milisegundos resulta ya reveladora). Pero si resulta sorprendente que el fenómeno de la gradación se ponga de manifiesto en categorías con definiciones lógicas, más aún lo es que lo haga en lo que L.W. BARSALOU (1983; 1991) ha dado en llamar special-purpose categories, y que podemos traducir como categorías para fines específicos (también denominadas categorías ad-hoc, o goal-derived categories). Se trata de agrupaciones de cosas que creamos sobre la marcha según se adapten o no a la función Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 177 que hemos designado como condición necesaria y suficiente para la pertenencia a la categoría. Esto es algo que hacemos muy frecuentemente cuando, por ejemplo, tenemos que encontrar algún objeto que cumpla las funciones de otro del que no disponemos en ese momento. Tratándose de algo intuitivamente tan concreto, algo que, por decirlo de algún modo, diseñamos cognitivamente nosotros para un caso específico, lo esperable sería que tuviésemos claro qué es lo que nos sirve o no nos sirve, sin empantanarnos en gradaciones de ningún tipo. Pero, de nuevo, no sucede así. Veámoslo con un ejemplo: imaginemos que los amigos que he invitado a cenar se presentan con una persona extra sin avisar, lo que me obliga a disponer un cubierto más en la única mesa que hay y elimina, de paso, el espacio reservado para alguna de las fuentes de comida. En ese momento, empiezo a maquinar el modo de conseguir tener todo a mano, para lo que sería estupendo contar con una mesita auxiliar, que obviamente tampoco cabe en mi microcasa. Lo que hago entonces es crear una categoría funcional, derivada de un propósito contextualmente específico, a saber: la de todas las cosas que hay en casa que podrían servir como mesita auxiliar. Aunque la forma global, gestáltica (de la que depende la imagen mental que todos tenemos de una mesita auxiliar) es algo bastante estable, y podríamos decir que constituye una categoría básica como las que mencionábamos en 5.3.1., no ocurre lo mismo con la categoría ad-hoc que acabamos de crear. Lo mismo podría servirnos el taburete del baño que la silla del cuarto de estudio o, incluso, en un alarde creativo, podríamos idear una mesa supletoria utilizando silla y taburete como bases y la balda que quitamos el otro día de la estantería como superficie de apoyo. Es más, hasta la escalera de mano, si tiene los escalones anchos, podría servirnos para apoyar la cesta del pan y el plato de embutido. El hecho es que no tenemos nada parecido a un concepto estable para la categoría todas las cosas que hay en casa que podrían servir como mesita auxiliar. Ni formas globales, ni definiciones, ni iconos. No hay instrucciones representadas mentalmente a las que acceder para encontrar el objeto que estamos buscando, nada parecido a un objeto mental fijo que constituya la mejor instancia posible de la categoría. Por el contrario, se trata de algo que creamos sobre la marcha con lo que tenemos más a mano, en función de los programas motores que nos permita desplegar, y que siempre será mejorable. Así, nos encontramos ante un tipo de actividad mental andamiada por el entorno circundante, ante una forma de pensar que no sólo se apoya en el contexto material sino que lo transforma cuando, a través de la acción, otorga nuevas funcionalidades a objetos con usos convencionales diferentes. En cualquier caso, más sorprendente que lo anterior nos parece el hecho de que, ante tales evidencias, haya investigadores que puedan llegar a concluir que el fenómeno de la gradación categorial es sólo un aspecto ruidoso relativo a la actuación de los individuos y que, en realidad, nada tiene que ver con la auténtica competencia de los mismos, es decir, con las Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 178 representaciones mentales de la realidad objetiva que la visión tradicional sostiene que constituyen el verdadero conocimiento. A esta postura, que no podemos calificar sino de poco realista, ha podido contribuir también el hecho de que la gente normal parece tener intuiciones acerca del modo en que ellos mismos categorizan que son de tipo no probabilístico. Como señalan E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:163) “When people introspect on category structure, they act as if categories are organized as classically defined logical classes. People seem to believe that there are definitions, (…) specific properties that are essential to category membershiplxxvi”. Con respecto al peso que pueda otorgarse a este tipo de evidencia, sólo diremos dos cosas: 1) En primer lugar, hemos dedicado amplios epígrafes del capítulo 4 a explicar por qué la introspección no es un método fiable para alcanzar una comprensión adecuada de ciertos fenómenos cognitivos, la categorización entre ellos. De hecho, como trataremos de exponer con más detalle en apartados subsiguientes, la mayor parte de los mecanismos neurales y cognitivos que intervienen en la formación de conceptos proceden a nivel inconsciente y manifiestan una arquitectura masivamente paralela, interconectada y compleja. 2) En segundo lugar, habría que ver hasta qué punto los sujetos encuestados no se encuentran influidos por la concepción clásica del significado como algo estable y bien delimitado, susceptible de ser recogido en un diccionario. Es decir, si a un individuo que se ha desarrollado en un entorno cultural occidental, sobre la plataforma semántica de una comunidad concreta, se le pide que explique en abstracto cómo es él capaz de saber que lo que está viendo es un mamífero o un triángulo, lo normal es que demuestre que ha asumido la existencia del significado como convención: en efecto, dispone de una definición de diccionario que le permite clasificar los entes que observa. Esto es lo que nuestro sentido común nos lleva a creer que hacemos (como decíamos, no somos libres de pensar cualquier cosa: nuestro sistema de creencias se encuentra neuralmente instanciado y depende fuertemente del entorno sociocultural en que nos desarrollamos). Sin embargo, dista mucho de ser una explicación satisfactoria de la categorización. Tal vez lo veamos mejor con otro ejemplo: si planteamos a alguien una pregunta donde lo que determina la pertenencia a la categoría es una relación causal (como, por ejemplo, un grado de parentesco), el individuo tiende a aferrarse a la lógica de la relación causal propuesta. Como señalan E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:163): “people will maintain that an object is a skunk if its mother is a skunk regardless of what it looks like (…) The essential property here (…) is not perceptual”. En efecto, se trata de un problema directamente relacionado con la representación proposicional del conocimiento conceptual. Nuestro entorno cultural nos ha llevado a asumir que los conceptos son clases lógicas. Así, si tenemos que razonar demoradamente y en abstracto sobre Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 179 el modo en que los manejamos, los trataremos como tales. Si en el corazón de un concepto no hay más que cadenas de símbolos que expresan condiciones de pertenencia (en forma de relaciones causales o de cualquier otro tipo), trataremos de manejar tales condiciones según establecen las leyes de la lógica, lo que nos llevará a sostener razonamientos tan descabellados como el de la mofeta. Está comprobado que las mismas personas que son incapaces de resolver un problema lógico cuando se les plantea de forma abstracta, se las apañan con él a la perfección cuando tal problema se les presenta en términos de una tarea cotidiana. De este modo, si en lugar de formular una pregunta basada en relaciones causales, planteáramos una referida a rasgos perceptuales, que son los que realmente intervienen en nuestra categorización cotidiana (por ejemplo ¿Diría usted que un bicho azul de un metro de altura que cruza la carretera es una mofeta, aunque supiera que su madre es una mofeta?), tal vez las respuestas cambiarían sustancialmente. Como agudamente observan E. ROSCH Y B.B. LLOYD (1978:1): “Answers depend on the questions asked. Unasked questions will remain unanswered. And the nature of a question constrains the kinds of answers that can be derived”. Decíamos algo más arriba que nos parecía sorprendente el hecho de que algunos investigadores considerasen el fenómeno de la gradación como algo molesto que más valía dejar de lado. Pues bien, también lo es que, dados los conocimientos actuales sobre el inconsciente cognitivo debidos a la neurociencia, y dada la nula capacidad que la introspección ha demostrado para conducirnos a algún tipo de conocimiento fiable sobre el funcionamiento de los mecanismos mentales, todavía haya quien sugiera, apelando a experimentos introspectivos, que los procesamientos perceptivos que nos ponen en contacto con el mundo externo no tienen absolutamente nada que ver con lo que son los conceptos y el conocimiento verdadero, en sentido estricto. Justo lo mismo que decía Descartes, sólo que él no tenía necesidad de escudarse en la madre de la mofeta. Desde el punto de vista que sostenemos en este trabajo, que hemos dado en llamar realismo orgánico, alejarse de la experiencia real y de la evidencia empírica hacia la abstracción, que trasciende toda actividad y contexto, resulta algo tan absurdo como empeñarse en establecer un límite preciso entre percepción y cognición. De hecho, las dicotomías: percepción – cognición, actuación – competencia, cultura – naturaleza, no son sino estructuras estáticas que intentan apresar y clasificar los diversos aspectos de un fenómeno inherentemente dinámico como es la capacidad humana para generar y manejar significados. Sin embargo, para embutir la riqueza y versatilidad de nuestros mecanismos de conceptualización y categorización en tales esquemas artificiales es necesario primero aquietarlos, lo que supone privarlos de su característica más real y sobresaliente: su dinamismo. En cierto sentido, es algo así como creer que realmente podemos llegar a conocer cómo funciona el cerebro mediante la observación de las láminas axiales conservadas en un aula de anatomía. Un cerebro muerto dice muy poco de sí mismo a nivel funcional. La imagen que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 180 ofrece tiene muy poco que ver con su actividad real. Y lo mismo ocurre cuando nos empeñamos en matar el significado, en alejarlo de la realidad a cuyo contacto emerge, en que no se nos ensucie con el uso cotidiano. Como señalan E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:164): Some theorists (…) suggest that the perceptual procedures through which we recognize objects are not part of our concepts. By this view, what objects look, sound, and feel like have little to do with what they really are, or (…) with our internal representations of what they really are. (…) How can perception and the processes through which we make category judgments not be central to psychological explanations of human categorization? (…) The objectivist reality of world-in-the-mind ignores the biological reality of organism-in-the-world. A continuación nos ocuparemos de explicitar el modo en que nosotros sí creemos que lo son, y para ello recurriremos tanto a teorías neurológicas como cognitivas. 5.5.2.2. Continuidad biológica: categorías como patrones De los principios teóricos que fundamentan el enfoque que adoptamos en este trabajo, y que hemos desarrollado de manera exhaustiva en capítulos anteriores, se deriva el hecho de que no nos disturbe contemplar la diversidad que parece aglutinar en su seno la capacidad de categorización humana. Fenómenos como la gradación y la prototipicidad, así como los rasgos perceptuales concretos que intervienen en el reconocimiento (en la comprensión) de las cosas del mundo, y también las intuiciones que tenemos acerca de la existencia efectiva de una base estable de significado compartido, son todos elementos que forman parte de un sistema dinámico, redundante y que, precisamente por esto, exhibe propiedades creativas. La categorización, entendida como la capacidad de reconocer que ciertos objetos, entes y sucesos del mundo pueden tener un significado equivalente sin necesidad de ser idénticos (es decir, sin que hayan de poseer absolutamente las mismas características), es la base de nuestra vida mental. En efecto, la capacidad de conceptualizar, que instanciamos en el reconocimiento de categorías, es la facultad que nos permite dotar de sentido al mundo y actuar adaptativamente en éllxxvii, así como construir una realidad social (un conjunto de convenciones, creencias y conocimientos compartidos) y, finalmente, en un plano más sofisticado, generar usos creativos, inventivos, metafóricos, a partir no sólo del lenguaje natural, sino también de otros medios de expresión tanto cotidiana como artística (la imagen entre ellos). En este trabajo entendemos que conceptualización y categorización son las dos caras de una misma moneda: aplicaremos el primer término cuando pretendamos incidir en la génesis de nuestros patrones de significado, y tenderemos a aplicar el segundo cuando nos refiramos a su actualización en la experiencia concreta. Sin embargo, es preciso que el lector sea consciente de que, desde una perspectiva estrictamente dinamicista, los conceptos no existen. Todo lo que hay es proceso, despliegue de actividad a lo largo del Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 181 tiempo y, por tanto, el término categorización bastaría para explicar todos los fenómenos que tenemos entre manos. Esto no debe extrañarnos si pensamos que la génesis conceptual se sitúa precisamente en la experiencia local. Y que la experiencia de un organismo vivo es constante y sin fisuras, sin estados finales y sin compartimentos estancos. Nuestro interés, sin embargo, no reside en rendir pleitesía a un marco teórico, sino en ahondar en la comprensión de los diferentes modelos explicativos que se han propuesto hasta la fecha y ver qué puede haber de acertado en cada uno de ellos en función de las evidencias aportadas desde otras disciplinas. Y para hacer esto es obvio que no podemos ignorar ni la existencia ni el peso de ciertos aparatajes terminológicos en las explicaciones científicas vigentes hasta el momento. Esta es la razón de que hayamos decidido conservar en activo ciertos términos, ya que creemos que ello contribuye a un mejor entendimiento de la materia que tenemos entre manos, así como a la construcción de puentes interdisciplinares más sólidos. Un criterio operativo similar es el que sustenta la afirmación que realizamos al final de 5.5.2.4., sobre la pertinencia o no de hacer desaparecer de nuestras explicaciones teóricas la noción de concepto. Pues bien, la categorización también es lo que nos permite, en última instancia, controlar nuestros cuerpos cuando pretendemos ejecutar determinados movimientos: agarrar una taza, alcanzar un objeto del altillo, efectuar un lanzamiento, chutar un balón, agacharnos para recoger algo…son todos patrones motores, clases de acciones que iremos refinando a lo largo del tiempo hasta alcanzar un estado estable, es decir, una ejecución que nos resulta satisfactoria porque sirve óptimamente a nuestros fines. Por supuesto, lo que constituya ese grado óptimo vendrá definido en función de nuestras circunstancias personales: así, la actividad diaria de un futbolista le exigirá una evolución constante en la ejecución de un acto que, para mí, puede ser simple y anecdótico, como chutar un balón. El concepto que un futbolista pueda tener asociado a esta categoría será sin duda mucho más complejo y sofisticado, y le permitirá generar subcategorías, es decir, variantes de ejecución de la acción básica. Sin duda, un jugador tendrá una idea bastante clara de la diferencia que existe entre chutar para meter gol o hacerlo para pasar la pelota a un compañero, una diferencia que no es meramente abstracta sino que incluye sensaciones físicas muy vívidas (la propiocepción de la parte del pie que entra en contacto con el balón en cada caso, la potencia adecuada para cada tipo de golpe, la configuración global que adopta el cuerpo…), patrones motores que forman parte de la categoría, así como detalles de la situación de juego en que es conveniente hacer una cosa o la otra. Todo este conocimiento se encuentra estructurado en una red conceptual compleja instanciada a nivel neural, como veremos en 5.6. De este modo, acción, movimiento y contexto, desempeñan un papel importante en nuestra capacidad de categorizar, y esto es así porque el desarrollo de nuestras facultades mentales es una parte integrada de nuestro crecimiento biológico como organismos en un entorno determinado. Como ya dijimos, creemos que percepción, acción y cognición se encuentran entretejidas en un mismo proceso (algo que, por definición, es dinámico), a saber: el de la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 182 generación de patrones de pensamiento y acción que son reflejo de las experiencias constantes de actuar en el mundo y percibirlo. 5.5.2.3. La explicación neurobiológica: Edelman y la Teoría de la Selección de Grupos Neurales (TSGN) La idea anterior se ve sostenida en el plano neurocientífico por la Teoría de la Selección de Grupos Neuronales (a partir de ahora TSGN) de Gerald Edelman, en la que E. THELEN Y L.B. SMITH (2002) se basan para proporcionar una explicación neurológicamente plausible del desarrollo cognitivo y motor a nivel ontogenético. Si hasta ahora hemos visto que las categorías humanas son cualquier cosa menos clases lógicas que funcionan de manera unívoca y coherente, ha llegado el momento de acercarnos a la explicación neurocientífica acerca de cómo es posible que dividamos y agrupemos las percepciones sensoriales continuas que constantemente tenemos del mundo en cosas (objetos, entes, sucesos, etc.) reconocibles. La teoría propuesta por Edelman aborda en profundidad el modo en que la neuroanatomía podría soportar tal proceso: para ello propone una explicación dinámica de tipo no lineal donde las acciones locales sincronizadas de diferentes sistemas neurales confluyen en la emergencia de un sentido global. Sus postulados fundamentales son los siguientes: 1) La principal característica de los mecanismos neurales que posibilitan la categorización sería lo que él denomina degeneracy y que, de forma tal vez no muy exacta, podríamos traducir por multiplicidad. Esto quiere decir, básicamente, que no es sólo uno, sino varios, los mecanismos que operan simultáneamente sobre el mismo estímulo para procesarlo en tiempo real. Por tanto, la idea de degeneración debe hacernos pensar en la multigénesis conceptual. 2) Tales mecanismos múltiples de procesamiento no realizarían tareas del mismo tipo, es decir, serían disjunctive, disyuntivos o divergentes tal vez, en el sentido de cada uno de ellos se dedica a la extracción de características cualitativamente diferentes del mismo estímulo, lo que resulta coherente con la idea de que la multimodalidad es el primitivo cognitivo. 3) Las categorías emergerían como resultado de la superposición (mapping) de los patrones de conexión resultantes del procesamiento estimular llevado a cabo por los mecanismos neurales divergentes, en virtud de las correlaciones en tiempo real que existen entre tales patrones de activación. 4) Esta superposición o mapeado es reentrante (reentrant), es decir, no sucede en un único lugar concreto del cerebro, sino que se proyecta desde las áreas periféricas del sistema Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 183 nervioso a las áreas corticales sensoriales primarias correspondientes y de ahí a otras áreas de asociación temporo-parieto-occipitales y prefrontales, como también a núcleos subcorticales. Todas las áreas mencionadas manifiestan también una alta interconectividad entre sí y, al disparar de retorno (es decir, en dirección contraria, en respuesta) modifican a su vez los parámetros del organismo que percibe, reajustando de este modo la totalidad del ciclo perceptivo. De lo anterior se sigue que el proceso de categorización es ininterrumpido, no dispone de unos límites ni de una secuenciación claramente definidos, lo que significa que el sistema manifiesta una variabilidad constante, debida tanto a los cambios en sus parámetros internos como a los que se producen en su entorno. En otras palabras, debido precisamente a que la configuración de los parámetros internos de un organismo que percibe no es nunca exactamente la misma, un mismo estímulo, a nivel neural, no se procesa jamás exactamente de la misma manera, sino de maneras más o menos similares. Por eso los conceptos, focos aparentemente estables que emergen de la reiteración de tales procesamientos, se encuentran en continua actualización: el cambio es constante y sutil, jamás dramático, de modo que no percibimos que ocurra. Este hecho, por otra parte, nos permite apuntar a una base neural plausible para el cambio lingüístico: los conceptos se modifican muy sutilmente a lo largo de largos periodos temporales (en realidad, a lo largo de toda la vida humana), pero ello no altera en absoluto la sensación que todos tenemos de compartir una estabilidad semántica que nos permite comunicarnos llevando a cabo un encaje bastante preciso entre léxico y conceptos. Aunque los factores contextuales son clave a la hora de determinar el significado conceptual que se actualiza en cada uso lingüístico, como pone de manifiesto la Teoría de la Relevancia, el sistema postulado por Edelman tiene la capacidad de adaptar sus parámetros para procesar estos cambios externos (es más, no puede evitar hacerlo). Imaginemos, y esto es sólo una hipótesis nuestra, que en nuestra sociedad comienza a proliferar un uso concreto de un determinado ítem léxico que activa una determinada área conceptual [R. CARSTON (2002)], es decir, un posible sentido de ese ítem. A través del procesamiento reiterado de enunciados que actualicen el término en ese sentido concreto, el patrón de conexiones neurales que correlaciona con él quedará reforzado, inhibiendo de paso los patrones próximos que vayan cayendo en desuso. Del punto cuarto se sigue también la hipótesis de que nuestras percepciones se verán en gran medida influidas por el movimiento, por las acciones que llevemos a cabo en respuesta a los estímulos que percibimoslxxviii o, más bien, por el mapeado de esas acciones a nivel cerebral y el modo en que éste afecta al resto de parámetros orgánicos, debido a la interconectividad masiva que proporciona la naturaleza anatómica del sistema. Estas ideas no sólo proporcionan una base neurobiológicamente verosímil para la explicación de la categorización como un proceso dinámico, emergente y autoorganizativo, sino que su plausibilidad ha sido puesta de manifiesto mediante la implementación de un modelo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 184 computacional que es capaz de llevar a cabo tareas de categorización, diseñado en función de los postulados anteriores. Tal modelo, cuyos autores son G.N. Reeke y el propio Edelman, y cuyas características recogen E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:167-171) tiene por objeto mostrar que es posible que las categorías emerjan como resultado de la sincronización de percepciones multimodales en tiempo real, sin necesidad de añadir al sistema estructura ni conocimiento de orden superior, al contrario de lo que ocurre en el diseño de sistemas expertos. La tarea que se eligió fue el aprendizaje de letras del alfabeto, cuestión peliaguda donde las haya ya que, desde el punto de vista tradicional, se trata de categorías que se consideran una pura construcción cultural y, por tanto, se supone que son también algo completamente arbitrario que requiere de un aprendizaje en términos explícitos, es decir, de que haya alguien ahí para instruirnos acerca de qué es una A y qué no lo es. Sin embargo, la labor que se encomendó al sistema fue la de aprender las letras del alfabeto por sí solo, simplemente a partir de la confrontación con múltiples muestras de las mismas. Y lo hizo. Pero ¿cómo? Básicamente, a partir de dos mecanismos divergentes que tomaban datos cualitativamente diferentes de la misma muestra y, a continuación, los sincronizaban. En concreto, el sistema de Reeke y Edelman se componía de un analizador de rasgos, del tipo de los que se utilizan en el área de la visión robótica, y de otro mecanismo que analizaba el movimiento realizado a la hora de trazar las letras. De manera muy simplificada, diremos que la idea en que se basaba el experimento era que los datos extraídos por ambos mecanismos permitirían que estos se educasen mutuamente al superponerlos en tiempo real. Así, “The intelligence of the device is in the simultaneous self-organizing activity of the maps; the intelligence is in the pattern of activity of the whole” [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:169)]. El éxito del modelo para llevar a cabo la tarea pone de manifiesto, entre otras cosas, que no es cierto que haya categorías totalmente contingentes y arbitrarias, culturalmente construidas, o que, al menos, las letras del alfabeto no lo son, sino que, en un sentido muy básico, se encuentran constreñidas tanto por los mecanismos visuales implicados en su percepción como por los movimientos manuales que utilizamos para su trazado. Esta última afirmación se encuentra soportada también por experimentos con sujetos humanos recogidos por las recién citadas autoras. 5.5.2.4. Evidencias indirectas: la importancia de ir por partes El modelo que acabamos de describir sintéticamente arroja una serie de ideas reveladoras acerca de la conceptualización y categorización humanas que se ven amparadas, indirectamente, por investigaciones llevadas a cabo en otras áreas de conocimiento. Veamos cuáles son y por qué Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 185 creemos que la evidencia procedente de estudios experimentales no orientados al mismo fin las avala: 1) Autoorganización: el modelo de Reeke y Edelman aprendió las letras del alfabeto sin necesidad de incluir en el mismo ningún conocimiento previo sobre las características definitorias de tales categorías, lo que sugiere que no es necesario postular la existencia de modelos conceptuales innatos para interpretar la experiencia. Tampoco fue necesario realizar observaciones desde el exterior a medida que el proceso de aprendizaje se producía, es decir, no hubo que enseñar al mecanismo mediante juicios orientativos acerca de la corrección de su ejecución que actuasen a modo de “profesor”. Esto nos aleja de una interpretación pendular de las categorías, en el sentido de que no tienen por qué ser innatas, pero tampoco aprendidas en el sentido tradicional del término. Por el contrario, lo que parece ocurrir es que las categorías emergen a partir de la interacción de las muestras (patrones de activación neural) tomadas por mecanismos que extraen características cualitativamente diferentes del mismo estímulo, y que las correlacionan en tiempo real, en paralelo. 2) Complejidad: lo anterior debe llamar poderosa y directamente nuestra atención sobre el hecho de que, si lo que sugieren las evidencias es cierto, no podemos seguir buscando una respuesta de tipo unívoco y lineal para la pregunta acerca del modo en que somos capaces de categorizar la realidad. De hecho, el sistema diseñado por Reeke y Edelman utilizaba tanto un mecanismo que se centraba en la acción (en el movimiento manual realizado a la hora de trazar los caracteres) como un analizador de rasgos, al estilo de los que intentan mejorarse constantemente en el área de los estudios informáticos de la visión. Y es precisamente de este campo de donde creemos que procede una de las evidencias más fuertes de que continuar profundizando en una única vía no resolverá el problema de la fusión de sensores, que no es otro que el de descubrir el modo en que se integran los rasgos extraídos por el sistema en una imagen unificada y coherente, es decir, en una imagen con sentido. La efectividad con que el cerebro humano realiza esta tarea (a saber, reconocer objetos y partes de los mismos, y establecer relaciones espaciales adecuadas entre los múltiples elementos componentes de una escena) no ha podido aún ser igualada por los mecanismos más potentes desarrollados en el ámbito de la ingeniería de la visión. Hasta el momento hemos venido insistiendo en el hecho de que la percepción visual es un proceso creativo, en el sentido de que “el cerebro aplica ciertos supuestos sobre el mundo a la información sensorial que recibe” [KANDEL, E. R., SCHWARTZ, J. H. Y TH. M. JESSEL (2003:419)].Veamos un poco más en detalle por qué creemos que ocurre esto. En primer lugar, es preciso que señalemos que nuestra intención no es, en ningún caso, deslegitimar los esfuerzos realizados ni los avances conseguidos en el área de la visión informática. Por el contrario, creemos que es una vía acertada y valiosa de investigación, pero Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 186 una vía incompleta. Esto es algo que reconoce un experto en la materia como D.D. HOFFMAN (2000:151) cuando señala que aún queda un interesante trabajo que realizar en la forma en que creamos las partes [de los objetos]lxxix. Usted prefiere pocas partes, cortes de parte más breves, partes convexas, partes con límites más salientes…y seguro que esta lista se irá ampliando más y más. El hecho de averiguar cómo orquesta todos estos factores (…) constituye un fascinante incentivo para ulteriores investigaciones. Estas palabras sintetizan, un poco en términos de andar por casa, un conjunto de principios topológicos que el autor se ha dedicado previamente a exponer en detalle, proporcionando al lector una serie de nociones geométricas básicas que le permitan comprender la batería de reglas de funcionamiento postuladas para explicar el modo en que nuestro sistema visual trabaja para que seamos capaces de identificar los objetos del mundo. Sin embargo, a lo largo de tal explicación, parecen surgir más incógnitas que respuestas. Así, el primer problema al que nos enfrentamos si pretendemos abordar la categorización desde una perspectiva puramente visual, al estilo clásico, como si hubiera una separación neta entre este mecanismo perceptivo y el resto de nuestras capacidades cognitivas, es el que plantea la necesidad de establecer un conjunto de unidades mínimas de análisis. Algo así como responder a la pregunta ¿qué es una parte?, lo que obviamente es necesario si pretendemos implementar un mecanismo que sea capaz de llevar a cabo la tarea de reconocerlas. Los primeros tanteos en este ámbito consistieron en tratar de definir una serie de formas básicas a las cuales serían reductibles (mediante descomposición) todos los objetos. Obviamente, y como el propio Hoffman reconoce, el problema es que nadie ha sido capaz de encontrar un conjunto de formas básicas que sea capaz de englobarlas a todas. La alternativa que mejor parece funcionar consiste en postular la existencia de una regla que denomina Ley de la intersección transversal. Al parecer, nuestro sistema visual, a la hora de determinar dónde se encuentran los límites entre los objetos, utiliza un teorema de la topología que dice que si dos formas arbitrarias se interpenetran al azar, podemos localizar el lugar en que lo hacen del modo siguiente: “en un caso genérico, dos objetos se encuentran en una intersección transversal si, en los puntos en que los dos objetos se intersecan, sus superficies forman un doblez cóncavo” [D.D. HOFFMAN (2000:127)]. De este modo, nuestro sistema visual trabajaría localizando tales dobleces (mínimos de curvatura) en paralelo a lo largo de todo nuestro campo de visión. La imagen que se ofrece a continuación ilustra lo que queremos decir. Muestra dos objetos cualesquiera (no tienen por qué ser elipsoides) y su punto de intersección, señalado por la línea discontinua, es lo que constituye el doblez cóncavo: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 187 Sin embargo, lo que parece una explicación sencilla y efectiva para dividir los objetos en partes plantea, en realidad, una incógnita muy similar, si no idéntica, a la que en el capítulo tercero señalábamos con respecto a las leyes de la óptica: aunque hayamos localizado el punto de intersección, la mayoría de los objetos podrían ser divididos de múltiples formas totalmente diversas, como evidencia la imagen siguiente: En la línea superior tenemos un codo geométrico cuyos dobleces son todos convexos, salvo el señalado por la línea de puntos. Las tres figuras de la línea inferior representan las posibilidades de división en partes de la figura, todas igualmente válidas. Por tanto, los mínimos de curvatura nos orientan, pero en ningún caso determinan nuestra interpretación. Esto se pone de manifiesto especialmente en imágenes con contornos idénticos pero susceptibles de interpretaciones totalmente divergentes, como la conocida ilusión rostro-copa, donde los mínimos de curvatura de una figura son los máximos de otra: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 188 ¿Por qué elegimos unas partes y no otras? Esto depende de la interpretación global que asignemos a la imagen. Podemos ver bien una copa, o bien dos rostros enfrentados, pero no ambas cosas a la vez. Los mínimos de curvatura no determinan el modo en que dividimos las partes en casos como estos, como acabamos de ver. Posiblemente, la percepción gestáltica (un patrón neural que se activa por defecto, como en el caso del tablero de ajedrez, donde no podíamos evitar ver de colores diferentes las casillas A y B, ya que de otro modo no encajarían con el patrón global de contrastes de luminosidad) se realice en paralelo a la división en partes que realizamos del objeto. ¿Y por qué disponemos de términos léxicos para las partes que efectivamente construimos en cada caso, en función de que interpretemos que estamos viendo una copa o dos rostros enfrentados? En relación con esta pregunta, los estudiosos de la visión parecen tener claro, al igual que sugería el modelo de Regier al que aludimos en 5.4.3., que el modo en que dividimos el mundo conceptualmente depende en gran parte de cómo lo estructuramos visualmente. De hecho, el paralelismo que D.D. HOFFMAN (2000:138) plantea entre unidades básicas de descripción visual de la forma, es decir, partes del mundo (definidas en virtud de una serie de reglas topológicas de procesamiento) y unidades léxicaslxxx, no deja de constituir un claro apoyo a la multimodalidad experiencial (en el sentido de que la imagen mental de la forma se encontraría integrada con las imágenes acústica y visual del ítem léxico en una misma estructura conceptual neuralmente instanciada, como veremos en 5.6). En cualquier caso, lo que parece estar claro es que procesos perceptivos y cognitivos no caen en compartimentos estancos: lo vimos tanto en el fenómeno de la construcción de contornos subjetivos luminosos (3.4.3.2) como también en el caso del color (3.4.5), y lo volvemos a ver ahora en las formas gestálticas alternantes, donde es la identificación gnósica de la forma global lo que nos permite dividir el objeto en partes. Por otro lado, la relevancia de las relaciones entre léxico y forma global también ha sido señalada desde la psicología del desarrollo. En concreto, E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:236) recogen una serie de estudios que inciden no sólo en la importancia del contexto a la hora de adquirir nuevas palabras (tanto en niños como en adultos), sino también, y especialmente, en lo que denominan the shape bias, y que se refiere al hecho de que “when young children (and adults) hear a novel count noun used to refer to a novel object, they interpret the noun as referring to a category organized by shapelxxxi”. Sin embargo, como ponen también de manifiesto las palabras de D.D. HOFFMAN (2000:151) recogidas más arriba, así como el par de ejemplos incluidos a continuación de las mismas, lo único que la vía de investigación en clave matemática ha proporcionado hasta el momento para intentar responder a las anteriores preguntas ha sido una profusión de nuevas reglas que pretenden acotar la subdeterminación de la Ley de la intersección transversallxxxii. Lo que falta en esta perspectiva explicativa ingenieril, totalmente legítima, es un elemento que explique de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 189 dónde proviene el sentido global, las relaciones espaciales adecuadas entre las partes, es decir, un factor que tenga en cuenta el significado del conjunto. Pero ello, obviamente, no puede hacerse desde un paradigma que trabaje sólo con reglas computacionales en clave matemática, ajenas a todo significado. Esto lo saben perfectamente los estudiosos de la visión humana e informática, y constituye uno de los principales escollos que quedan por resolver: las fronteras entre percepción y cognición son difusas, por no decir inexistentes, y este hecho constituye también una de las causas por las que la modelización del conocimiento en términos humanos se encuentra actualmente en el centro de la investigación en ingeniería del conocimiento. Así pues, el proceso que nos permite categorizar visualmente el mundo (el mismo al que nos referíamos en el capítulo 3 cuando comentábamos que las leyes de la óptica no bastaban para explicar cómo elegíamos el significado de lo que estábamos viendo de entre todas las configuraciones posibles de objetos en una escena que podían dar lugar al mismo patrón de reflectancia y contrastes), depende tanto de nuestra estructura neurofisiológica (lo que también contempla D.D. HOFFMAN (2000:151) cuando señala que la complejidad que entraña la división visual del mundo hace que podamos esperar que se descubran áreas en las cortezas visuales primarias dedicadas a analizar los puntos de curvatura máxima, lo que supone una inversión de prioridades en el programa investigador similar a la que comentábamos en 4.9.), como de la experiencia en el entorno. Y es que, a pesar de que existen diferencias esenciales entre los principios que guían este tipo de enfoque explicativo ingenieril y los adoptados por el realismo orgánico, también hay una serie de factores en cuya importancia los estudiosos de la visión insisten, porque los consideran clave para llegar a comprender el modo en que es posible el aparente milagro de que seamos capaces de generar interpretaciones genéricas, estables y consistentes de la realidad, a partir de datos visuales que, si se procesasen únicamente del modo en que proponen las reglas topológicas, serían a todas luces insuficientes. Entre ellos, el principal es la experiencia del individuo en el mundo real que, en definitiva, es lo que va a posibilitar que una figura sea o no reconocible. En efecto, los estudiosos de la visión informática no han decidido de modo arbitrario que el reconocimiento de objetos (supuestamente, algo puramente perceptivo) dependa de un modo crucial de nuestra capacidad de categorizar el mundo (supuestamente, puramente cognitiva). Por el contrario, tienen buenas razones para ello. Para estos investigadores, los objetos (las partes de la realidad) y las partes de tales objetos (las partes de las partes) son importantísimas. Y lo son debido a evidencias experienciales comunes, como el hecho de que la mayoría de los objetos son opacos, de modo que no podemos ver su parte frontal y trasera simultáneamente (y, sin embargo, completamos esta carencia mentalmente: sabemos, o podemos imaginar con bastante exactitud, cómo es por detrás lo que estamos viendo); también se basan en el hecho de que en una escena cualquiera lo habitual es que unos objetos se solapen parcialmente con otros, lo que nos impide ver todas sus partes y nos dificulta su identificación (de nuevo, más partes que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 190 completamos). Y eso por no hablar del problema que plantean objetos no rígidos, compuestos de partes móviles susceptibles de cambiar su configuración, como nuestro cuerpo. Objetos que cambian pero que siguen siendo los mismos. Equivalencia sin identidad. En todos estos casos, la clave se encuentra no en los puros mecanismos visuales, que aportan datos exiguos, sino en los patrones de reconocimiento estable que generamos a través de la experiencia. En definitiva: se trata de la cognición, de la que hemos dicho que la capacidad de categorización (entendida como la habilidad de agrupar como equivalentes cosas parecidas sin necesidad de que sean idénticas), es el factor básico. Por otro lado, disponemos también de estudios que, desde el ámbito de la psicología cognitiva experimental, señalan la relevancia de las partes a la hora de estructurar nuestra categorización de la realidad en el nivel básico al que nos referíamos en 5.3.1. En concreto, los estudios de B. TVERSKY Y K. HEMENWAY (1984) sugieren que casi todo nuestro conocimiento en este nivel se encuentra organizado en torno a las relaciones parte-todo. Como acabamos de mencionar, la configuración estática o dinámica de las partes de un objeto determina su forma global, gestáltica y, por tanto, también la imagen mental que nos hacemos del mismo, rasgos ambos que B. BERLIN (1978) acuñó como claves para la organización de conocimiento en el nivel categorial básico (5.3.1). Del mismo modo, interaccionamos con las partes de los objetos, y sobre ellas o con ellas ejercemos acciones distintivas, como señalaba Roger Brown (5.3.1). Así, “We sit on the seat of a chair and lean against the back, we remove the peel of a banana and eat the pulp” [B. TVERSKY Y K. HEMENWAY (1984)]. Precisamente porque nuestros programas motores para la interacción con los objetos se desencadenan a partir de las acciones que ejercemos sobre sus partes, estas resultan tan importantes para la estructuración de un tipo de conocimiento que hemos definido como funcional y adaptativo al medio. Veámoslo de otro modo. El problema es el siguiente: imaginemos que procedemos exclusivamente mediante leyes de procesamiento matemático, y que así conseguimos detectar bordes y texturas. Aun así, queda todavía la tarea más ardua, a saber: decidir a qué lado del borde se encuentra el objeto, es decir, qué textura corresponde al objeto y no a otra cosa que forme parte del fondo, lo que implica que tenemos que saber con antelación cuáles son las características del objeto. Caemos así en un círculo recurrente que no nos permite explicar nada, puesto que el conocimiento previo del objeto es necesario en todo caso; de otro modo ¿cómo íbamos a saber cuáles son los rasgos definitorios del objeto, su textura, sus partes, si no sabemos de qué objeto se trata? A no ser que postulemos que la percepción del mismo entra en contacto con un concepto innato que activaría el reconocimiento lo que, por cierto, no es nuestra intención, y tampoco una buena solución para un ingeniero que pretenda diseñar un aparato capaz de salvar obstáculos en entornos no conocidos. Como es obvio, este problema nos está pidiendo a gritos que vayamos a la raíz, es decir, al modo en que los seres humanos reales Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 191 dividen exitosamente en partes el mundo, en definitiva: que nos ocupemos de todos los mecanismos que intervienen en la categorización humana. 3) Dinamicidad inherente al sistema: por último, tanto el modelo de Reeke y Edelman, como la idea que acabamos de señalar (a saber: que percepción de rasgos y reconocimiento global de la forma son procesos simultáneos e integrados que tienen lugar en paralelo) apuntan a una tercera característica de nuestra capacidad de categorización: los conceptos humanos, autoorganizados y complejos, emergen a partir de la experiencia situada, en contexto, con instancias de la categoría que no han de ser necesariamente idénticas. Y con cada una de esas experiencias, el concepto se modifica ligeramente, se sofistica. Esto nos ayuda a explicar el hecho de que podamos utilizar los términos léxicos bien de manera convencional, lo que activaría el patrón de procesamiento más fuerte asociado al concepto en cuestión, o bien que podamos generar usos creativos, con un anclaje parcial en el patrón estándar de procesamiento. Por otro lado, esto también apunta a una idea de lo que son los conceptos bastante alejada de la tradicional: desde luego, no son estructuras rígidas capaces de trascender la experiencia, lo que plantearía tanto problemas de almacenaje como de accesibilidad. De hecho, ocurre algo parecido con la explicación del funcionamiento de los mecanismos visuales proporcionada por la topología diferencial: su utilidad es clara desde una perspectiva ingenieril, pero no resulta cognitivamente realista. Postular la existencia real de tales reglas en algún lugar físico del cerebro requeriría un almacén de dimensiones desorbitadas para las mismas, así como otro adicional para las reglas que rigen el funcionamiento de tales reglas (a saber, de tipo procedimental: cuál predominará cuando una o más entren en concurrencia, etc). Obviamente, somos conscientes de que es otro nivel explicativo el que se aborda en este tipo de investigaciones, y que en ningún momento se pretende que esas reglas estén representadas en una especie de lista cerebral de la compra. Son descripciones de su funcionamiento con un grado muy alto de especialización y de abstracción. El modo en que se instancian en mecanismos neurales (si lo hacen) no es cuestión que competa explicar a los topólogos que trabajan en visión informática. Lo que a nosotros nos interesa, sin embargo, es que tenemos un sistema nervioso con una interconectividad pasmosa, en el que cada grupo neural es susceptible de llevar a cabo más de una función, y donde multitud de grupos neurales trabajan en paralelo realizando tareas diferentes y estableciendo conexiones mutuas al mismo tiempo. En definitiva, tenemos una arquitectura neural que ampara la idea de que los conceptos no están almacenados en nuestro cerebro, sino que más bien son ráfagas de activación dinámica, pero no informe. Se trataría de patrones de activación que se producirían de forma sincronizada y simultánea en numerosos grupos neurales que realizarían diferentes tareas. Tareas multimodales y, precisamente debido a la dinamicidad anatómica intrínseca del sistema, capaces de adaptarse sensiblemente a la dinamicidad exterior, al contexto. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 192 Podríamos decir, en función de lo anterior que, por tanto, no hay conceptos, sino exclusivamente categorización, una especie de proceso de significación en línea, máximamente funcional y adaptativo debido a su naturaleza cambiante. Pero nos parece que esto sería, de algún modo, caer también en el reduccionismo. Nos explicaremos: que haya evidencias que apuntan a que los conceptos son (y funcionan) de manera totalmente diferente a como habíamos creído hasta el momento, no nos parece motivo para descartar un término abstracto que sigue siendo funcional en otros niveles explicativos. Puede que las evidencias neurobiológicas y neuropsicológicas nos hagan imposible pensar ya en los conceptos como cosas alojadas cómodamente en nuestro cerebro, pero ello no deslegitima otras teorías que tratan de organizar los efectos de significado que, a nivel fenomenológico, parecen estar asociados a esas ráfagas de activación tan compleja. En efecto, hay dimensiones del significado susceptibles de ser investigadas en otros términos (en especial en el ámbito lingüístico), y sigue siendo útil utilizar convenciones abstractas para imponer algo de estructura en una materia que, de otro modo, resultaría caótica. En este sentido, no estamos de acuerdo con E. THELEN Y L.B. SMITH (2002): su decisión de desterrar el término es totalmente coherente en el ámbito de la psicología del desarrollo, pero no podemos hacer lo mismo en un estudio interdisciplinar con importantes ramificaciones en el ámbito de la lingüística. 5.5.2.5. En las entrañas del sistema 5.5.2.5.1. Introducción Así pues, la cuestión que sigue quedando sin respuesta plausible es la siguiente: ¿por qué definimos y delimitamos las cosas del mundo del modo en que lo hacemos? Y lo que más falta hace, como veíamos, es una teoría que vaya más allá del despiece minucioso de los datos y proporcione también una visión integradora que, necesariamente, habrá de ser compleja para explicar la estabilidad fluctuante de la capacidad humana de creación de significado. Decía N. CHOMSKY (1989:15) que “Una máquina (…) funciona de acuerdo con la configuración interna que tiene y el medio ambiente externo, sin ninguna opción”. Aunque hemos insistido en que ambas variables son importantísimas para la explicación de las cuestiones que tenemos entre manos, nosotros hemos añadido otra que consideramos primordial: el cuerpo, sometido a constricciones anatómicas y leyes físicas. Y hemos incluido también desde el comienzo algo más que resulta clave: el principio metodológico de atender a los conocimientos provenientes de áreas científicas relevantes en relación con nuestro problema, cuyas conclusiones puedan afectar a la plausibilidad de nuestras hipótesis. Y lo que hemos obtenido es una visión de nuestra configuración interna que la aleja absolutamente de la de una máquina: nuestra arquitectura nerviosa es tan dinámica y variable en su interconectividad y en Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 193 las funciones que puede asumir (dentro de unos límites generales, por supuesto) que es improbable que incluso dos hermanos gemelos criados en el mismo entorno desarrollen mapeados corticales similares (más allá de lo que es común a todos los seres humanos). Las opciones, de mano, son casi infinitas, y lo son absolutamente si a nuestra inherente variabilidad neural añadimos los cambios constantes que se producen en el ambiente externo. Por eso, y aunque manifestábamos al final del epígrafe anterior nuestro desacuerdo con E. THELEN Y L.B. SMITH en lo referente a la pertinencia de hacer desaparecer de nuestro discurso el ítem léxico “concepto”, sin embargo, también comprendíamos la coherencia de su decisión en el ámbito de la psicología del desarrollo. En otras palabras: la explicación en términos dinámicos que proponen para el origen y desarrollo de nuestra capacidad de conceptualizar (categorizar, dirían ellas), nos parece una vía plausible y bien fundamentada que tiene en cuenta todas las variables que hemos mencionado desde el inicio de este trabajo como relevantes en la creación de significado (a saber: el organismo, la especificidad de la arquitectura nerviosa de ese organismo, sus particularidades anatómicas y el entorno tanto físico como sociocultural). Creemos, por ello, que resulta totalmente necesario ofrecer aquí una síntesis forzosamente esquemática del modelo para poder derivar de ahí, sin sensación de salto al vacío, algunas ideas de máximo interés para nuestro estudio. Así pues, lo primero que tendremos que hacer será un inciso terminológico. 5.5.2.5.2. En marcha: sistemas dinámicos Acabamos de señalar que nuestro organismo dista mucho de ser una máquina. Una explicación del modo en que desarrolla ciertas capacidades requerirá, por tanto, alejarse de las metáforas computacionales procedentes del ámbito de la IA, para desarrollar una nueva terminología capaz de adaptarse a las características de un sistema biológico que, no lo olvidemos, se contempla en todo momento como integrado en un entorno más abarcador de tipo físico y sociocultural. Es importante tener en cuenta que la Teoría de Sistemas Dinámicos es una rama de la matemática pura que pretende explicar cualquier tipo de cambio que se produzca en un sistema, pero que centra su atención en los sistemas regidos por ecuaciones diferenciales no lineales sin solución. Es decir, sistemas en los que no es posible especificar qué comportamientos concretos van a producirse a lo largo del tiempo, sistemas en los que no se puede predeterminar el output, y a lo más que se puede aspirar es a entender su orden complejo. En este sentido: “DST [Dynamical Systems Theory] aims to understand structural properties of the flow, i.e., the entire range of possible paths” [T. VAN GELDER (1998:621)]. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 194 Es decir, lo que se pretende comprender es el proceso de cambio en sí mismo, cómo y por qué se produce. Pero, puesto que los diferentes estados por los que irá atravesando el sistema no se pueden predeterminar, tampoco pueden ser descritos de manera absoluta, ya que es imposible apresarlos. El único modo de hacernos con ellos es a través de la descripción de las relaciones que se establecen entre las variables que integran el sistema. Es por esto por lo que los dinamicistas utilizan para su descripción nociones geométricas procedentes de la topología, que les permiten definir el proceso de cambio del sistema en términos espaciales, del modo siguiente: a cada momento el sistema se encontraría en un estado distinto. Tales estados estarían situados en una posición concreta de un espacio (el constituido por el propio sistema en proceso de cambio). Y los estados, al estar situados en un espacio, se definirían por medio de las distancias que establecerían entre sí. En palabras de T. VAN GELDER (1998:621) “they [dynamicists] focus on where the estate is, rather than what it is made up of”. En esta descripción, el factor tiempo es algo ineludible, como ocurre en todo proceso: interesa saber en qué momento el sistema atraviesa un estado concreto, es decir, cómo se comporta el sistema en su evolución a lo largo del tiempo. Estas son, de manera muy simplificada, las bases fundamentales de toda explicación en términos dinámicos. Sin embargo, no podemos perder de vista el hecho de que Dynamics does not somehow automatically constitute an account of cognition. It is a highly general framework which must be adapted, supplemented, fine-tuned, etc, to apply to any particular cognitive phenomenon. This tipically involves merging dynamics with other constructs (…) or theoretical frameworks (…) [T. VAN GELDER (1998:621)]. Y precisamente de esto se ocupan E. THELEN Y L.B. SMITH (2002): ellas adaptan la jerga dinamicista y consiguen que resulte operativa para la explicación del desarrollo ontogenético de un organismo humano. Veamos a qué aluden los términos en el modelo que han elaborado. En este tipo de explicación, los organismos en proceso de desarrollo se conciben en clave abstracta como espacios de estado (state spaces). Las acciones perceptivas y exploratorias que llevan a cabo se describen como trayectorias (trajectories) en el espacio de desarrollo de cada uno de ellos. Esto proporciona una visión bastante intuitiva del modo en que cada experiencia local, singular y genuina, provoca un cambio en el espacio global. Un cambio que deja huella y que, por tanto, será susceptible de influir en las acciones futuras. Ahora bien, decimos que será susceptible de influir, en lugar de afirmarlo con rotundidad, porque no todas las trayectorias que se generen serán igual de poderosas: sólo las que se repitan una y otra vez darán lugar a patrones de activación neural cada vez más fuertes, que en un sistema dinámico se describen como surcos o huellas profundas en el espacio de estado, y se denominan atractores (attractors): In this continuous activity of an awake and looking infant, then, regular organized paths through the state space will emerge because of the inherent properties of the neural systems and the world (…) By simple hebbian notions of increasing strength of connections (…) paths that are Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 195 commonly repeated will become attractors —stimuli and actions that formerly gave rise to close but distinct patterns of activity will now yield a single trajectory [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:175-176)]. Son estos atractores los que, al ejercer su influencia sobre trayectorias vecinas, generadas por percepciones o acciones similares, desempeñan las funciones tradicionalmente asignadas al conocimiento conceptual, en el sentido de que permiten al organismo generalizar a partir de la experiencia pasada y generar expectativas sobre la futura, porque atraen a la profundidad de su surco la trayectoria de experiencias parecidas (que pasan cerca unas de otras en el espacio en desarrollo que constituye el organismo, podríamos decir) aunque no idénticas. En palabras de las autoras: With the continuous experience of perceiving and acting, deep and stable attractors will emerge in the landscape of the state space and (…) will affect the paths caused by other experiences. More specifically, some attractors are deep and stable enough that they will cause many experiences to yield the same mental event [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:179)]. Por otra parte, a medida que el organismo acumule experiencia en el entorno, el espacio de estado presentará un aspecto más complejo y los nuevos atractores que se formen se tornarán progresivamente más idiosincrásicos, y esto es así porque las trayectorias que generarán las nuevas experiencias dependerán en gran medida de la configuración del espacio de estado justo en el momento previo a las mismas, lo que a su vez dependerá tanto del historial de desarrollo que haya tenido ese organismo, como del contexto externo a la hora de abordar la nueva experiencia. De este modo, specific experiences are interpreted by past experience: the pattern of activity in neural processes depends on the life history of the organism (…) knowledge grows out of specific experiences: the topology of the state space depends on the specific patterns of activity that emerge in real time [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:179)]. Este panorama tan complejo es, además, algo en constante evolución y cambio, sin fisuras (seamless), debido a la arquitectura neural y fisiológica del organismo que lo soporta, como ya señalamos en 5.5.2.3.: the multiple signals picked up from the world and from self-movement lead, in concert with other areas of the brain, to subsequent movement (…) [which] in turn, alters the sensory information picked up, and so on. The entire process (…) is dynamic and seamless [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:179)]. En efecto, el organismo que actúa y percibe en el medio ve constantemente modificados sus parámetros motores y perceptivos a medida que adapta su acción a las demandas de la tarea. En palabras de A. DAMASIO (2003:90): “Los organismos vivos se encuentran en continuo cambio, asumen una sucesión de «estados», cada uno de los cuales viene definido por pautas variadas de actividad progresiva en todos sus componentes”. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 196 Incluso en un caso tan simple como sería seguir una mosca con los ojos, el que logremos el objetivo de no perderla de vista requiere no sólo un volumen pasmoso de recursos dedicados al procesamiento visual de un objeto en movimiento, sino la sincronización de esta percepción con los ajustes motores necesarios en ojos y cuello. En este sentido, el movimiento autogenerado (y su representación cortical) constituye un tipo de modalidad perceptiva más y, en un sentido aún más básico, podríamos decir que es el auténtico primitivo de la vida mental, por cuanto que sin él se hace imposible la exploración del entorno que nos permite categorizar, es decir, seleccionar correlaciones estables, invariantes, genéricas, para nuestras percepciones del mundo, en cualquier modalidad. O en otras palabras, fundamentar trayectorias profundas, atractores, conceptos. 5.5.2.5.3. Dispar pero sincronizado El modelo de categorización que proponen E. THELEN Y L.B. SMITH (2002: capítulo 6) se apoya en el de Reeke y Edelman, y sugiere que, en el reconocimiento perceptivo de objetos, intervienen dos tipos básicos de mecanismos disyuntivos: 1) mecanismos analizadores de propiedades estáticas multimodales (cada una de las cuales sería extraída en paralelo por un grupo neural independiente), y 2) mecanismos analizadores de movimiento. En realidad, esto no es algo muy novedoso. De hecho, D. MARR (1985) iniciaba su emblemática obra sobre las tareas computacionales del sistema visual proponiendo una singular respuesta a la pregunta ¿Qué significa ver? Según Marr, ver consistiría en descubrir qué es lo que hay en el mundo (tarea que se ejecutaría mediante los mecanismos de tipo A), y dónde está (lo que determinaríamos a través de los mecanismos de tipo B). De hecho, las mencionadas autoras se refieren a tales mecanismos como the what system and the where system [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:173)]. Por otra parte, tampoco fueron ellas las primeras en señalar el hecho de que las tareas de tipo A) son llevadas a cabo por vías anatómicas distintas, sino Mortimer Mishkin y colaboradores [ERIC R. KANDEL, JAMES H. SCHWARTZ, Y THOMAS M. JESSEL (2003: capítulo 21)]. Este investigador descubrió también que, dentro de la modalidad visual, la identificación del qué implica a dos subsistemas, uno de los cuales transporta información sobre la forma, mientras que el otro lo hace sobre el color, y que ambos tipos de información acaban por confluir en el córtex inferotemporal. Asimismo, poseemos un área cortical relacionada con la constancia de color (V4), como ya hemos mencionado anteriormente en este trabajo. De modo similar, la identificación del dónde, es decir, la localización del objeto en el espacio, es obra de un tercer sistema que se proyecta en el córtex parietal posterior de asociación, que parece ser un área de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 197 integración poderosa en la que confluyen proyecciones de tipo visual, auditivo y somatosensorial, como también hemos señalado en 5.4.1. En la misma línea, y en relación con el estudio de los mecanismos atencionales, A. TREISMAN (1986) ha propuesto el que propiedades distintas se codifican en mapas de rasgos distintos en diferentes regiones cerebrales. Así pues, a estas alturas, está claro que el procesamiento visual utiliza vías paralelas en lugar de una vía serial. Esto supone que la integración de la información aportada por los diversos subsistemas intramodales ha de producirse de modo progresivo, en múltiples etapas, y que no consiste, por tanto, en una gran síntesis única: información visual de diferentes tipos se proyecta en áreas diversas del córtex que, a su vez, se encuentran interconectadas; todo ello sin olvidar la importancia que estructuras subcorticales como el claustrum y el colículo pulvinar parecen tener en los mecanismos de atención visual focalizada. Es por esto por lo que no resulta muy convincente la explicación que la recién mencionada A. TREISMAN propone como solución al problema de la integración (the binding problem), a saber: la existencia de un mapa de saliencia, es decir, un mapa cortical maestro que recibiría información de todos los mapas de rasgos, pero que retendría sólo aquellas características que nos permiten distinguir el objeto de atención del contexto. Tal explicación, sin embargo, aunque pueda ser del agrado de quienes sostienen una visión tradicional del conocimiento conceptual, no resulta neurobiológicamente verosímil: como acabamos de ver, la información no se integra en un mapa único sino que se encuentra distribuida entre regiones tanto corticales como subcorticales masivamente interconectadas. En realidad, como señala A. DAMASIO (2003), se trata de un truco de sincronización. Para que el lector se haga una idea de lo que implica esto, señalaremos que más allá de las representaciones retinotópicas del córtex estriado (V1), existen una serie de áreas corticales superiores (extraestriadas) que contienen otras 32 representaciones de la retina, algunas de las cuales son completas y otras parciales, y que difieren en la selectividad de sus células para distintas características de los estímulos. Estas áreas implicadas en la visión ocupan más de la mitad de la superficie total del córtex. Una idea aún más gráfica la proporciona la imagen siguiente, en la que la superficie cortical del hemisferio derecho del mono se ha desplegado y aplanado para mostrar las áreas visuales: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 198 Las abreviaturas V1, V2, V3, etc. se desarrollaron en función de la creencia de que el procesamiento visual era serial, lo que actualmente no se sostiene, como estamos viendo. Por otra parte, términos como 7A provienen de los antiguos mapas arquitectónicos del córtex cerebral. Se incluyen también áreas de integración intramodal e intermodal (temporales y parietales). Por tanto, el modelo de Thelen y Smith propone algo neurobiológicamente muy cabal: 1) postula la multimodalidad como primitivo cognitivo, haciendo extensivas las observaciones sobre la interconectividad masiva de los subsistemas intramodales (como ocurre en el sistema visual) al funcionamiento encefálico en su totalidad y 2) explica el hecho de que tales rasgos multimodales den lugar a percepciones globales mediante el mapeado reentrante y sincronizado de los datos extraídos por cada uno de los mecanismos implicados en la exploración del estímulo. Así, por ejemplo, la sincronización de percepciones hápticas, visuales y propioceptivas (correspondientes a los propios movimientos manuales implicados en la labor de reconocimiento de un objeto), generará un patrón complejo de activación que no estará en un único lugar del cerebro, sino que se encontrará distribuido en múltiples áreas profusamente interconectadas entre sí, y vuelto a representar en las áreas de asociación del córtex parietal y prefrontal, probablemente. Por eso decimos que el mapeado es reentrante (un término más intuitivo podría ser redundante o repetitivo). Esta explicación no sólo casa con las evidencias neurocientíficas de que disponemos, sino que propone una solución a lo que ha dado en llamarse the binding problem o, lo que es lo mismo, el problema de la integración de modalidades perceptivas o, en terminología ingenieril, la fusión de sensores. Como señala Semir Zeki, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 199 De momento uno se encuentra con un hecho anatómico importante, (…): no existe un área cortical a la que todas las demás áreas informen exclusivamente, ni en el visual ni en ningún otro sistema. En suma, el córtex debe estar usando una estrategia diferente” [TH.M. JESSEL; E.R. KANDEL Y J.H. SCHWARTZ (2003:433)]. Pero el paralelismo del funcionamiento real del encéfalo con las características propuestas por E. THELEN Y L.B. SMITH (2002) para los mecanismos de conceptualización se manifiesta aún más claramente en las palabras de A. DAMASIO (2003:97): No existe una sola región en el cerebro humano equipada para procesar (…) representaciones de todas las modalidades sensoriales activas cuando experimentamos simultáneamente, por ejemplo, sonido, movimiento, forma y color en perfecto registro temporal y espacial. (…) nuestro robusto sentido de integración mental se crea a partir de la acción concertada de sistemas a gran escala mediante conjuntos sincronizados de actividad neural en regiones separadas del cerebro: en realidad es un truco de sincronización. 5.5.2.5.4. Conectividad intramodal e intermodal: implicaciones para nuestro estudio Como acabamos de comprobar, parece haber algo claro en el panorama neurocientífico actual, en relación con la organización del sistema perceptivo, que atenta contra las versiones fuertes de la teoría modular de la mente, que defienden el encapsulamiento absoluto de cada modalidad. En concreto, la neurociencia cognitiva señala, por supuesto, la existencia de modalidades perceptivas en gran medida independientes, pero insiste especialmente en las múltiples interacciones existentes tanto intramodal como intermodalmente. Como ejemplo principal, hemos apuntado la complejidad organizativa del sistema visual: además de las cinco áreas en que actualmente se divide la corteza visual primaria, se ha establecido que hay al menos tres estructuras subcorticales que intervienen claramente en el procesamiento de los estímulos visuales, a saber: el núcleo geniculado lateral, el colículo pulvinar (o pulvinar, simplemente) y el colículo superior (simplemente colículo). Como señala A. DAMASIO (2003:94) Los componentes de este sistema están interconectados por proyecciones neurales de anteacción y retroacción. La entrada al sistema procede del ojo a través del núcleo geniculado lateral y del colículo. La salida (…) surge de muchos de sus componentes en paralelo, tanto hacia destinos corticales como subcorticales. En términos dinámicos, esto querría decir que, dentro de una misma modalidad perceptiva, los rasgos genérica e invariantemente asociados a un mismo estímulo (en este caso, color, forma, movimiento, etc), desatan una actividad paralela y correlativa en diferentes grupos neurales, lo que da lugar a la emergencia de un patrón sincronizado de activación, es decir, a una cuenca de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 200 atracción basada en la experiencia (esto explicaría, por ejemplo, por qué somos capaces de atribuir colores a las imágenes de objetos representados en blanco y negro). Pero, además because the neuroanatomy provides for vast interconnectivity, coherent patterns of firing will also be established in distant fields, including those associated with other modalities. (…) According to the theory of neuronal group selection (TNGS), cross-modal features that are continually and reliably associated in the real world will become stable and persistent basins of attraction [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:192-193)]. En este sentido, E. THELEN Y L.B. SMITH (2002: 189-191) citan la evidencia aportada por B.E. Stein y M.A. Meredith acerca de las funciones del colículo superior en el gato. Tanto en estos animales como en humanos, el colículo es, como acabamos de señalar, una estructura subcortical implicada en el procesamiento visual. Sin embargo, parece ser que en el gato se ha comprobado que constituye un espacio multisensorial que responde también a estímulos auditivos y somatosensoriales (como veíamos que ocurría con las áreas posteriores del córtex parietal en humanos). Todo esto apunta claramente a la conclusión de que, del mismo modo que en el seno de cada modalidad sensorial existen canales paralelos para el procesamiento de diferentes características que muestran entre sí una alta conectividad dispersa, así también ocurre con la interconectividad entre modalidades sensoriales, que implica además otras áreas del cerebro cuya función primaria no es la sensorial. Así pues, parece ser que la multimodalidad es, en contra de lo que se creía hasta no hace mucho, el primitivo perceptivo. Por otra parte, y puesto que este trabajo pivota en torno al procesamiento visual, es obvio que la visión no sólo resulta importante para extraer información del entorno, sino también para controlar y guiar nuestros movimientos: se trata, simplemente, de que moverse por el mundo requiere un análisis complejo de los estímulos visuales. En relación con esto, señalábamos en 5.4.1. que el movimiento podía ser considerado en sí mismo una modalidad perceptiva. Cuando hablamos de movimiento no nos estamos refiriendo exclusivamente a desplazamientos amplios y obvios del cuerpo y los miembros, o a acciones especializadas y concretas, sino también, y muy significativamente, a pequeños movimientos de ajuste de los ojos, la cabeza y el cuello, así como a correcciones posturales imperceptibles a simple vista. Todos estos pequeños ajustes propioceptivos se encuentran también mapeados, es decir, activan grupos neurales que están igualmente correlacionados (es decir, disparan al unísono) con las muestras del mismo estímulo procesadas por otras modalidades perceptivas. Y es más, puesto que el movimiento es lo que nos habilita para una exploración efectiva del entorno, constituye tal vez la modalidad perceptiva más esencial, la que andamia el resto, lo que quiere decir que, en sentido estricto, no habría percepción alguna que fuera unimodal, argumento que socava las teorías modulares fuertes. Sin embargo, más que atacar una postura teórica, lo que nos interesa es poner de manifiesto que, si la conceptualización tiene lugar de la manera propuesta, esto podría ayudarnos a explicar por Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 201 qué y cómo somos capaces de generar interpretaciones dinámicas y multimodales a partir de imágenes estáticas. En otras palabras, por qué somos capaces de predecir trayectorias de objetos, acontecimientos futuros o comportamientos probables (en orden de progresiva complejidad) a partir de la disposición estática de una escena. O de evocar sabores, aromas, melodías (y hasta de sentir emociones, cuyos mecanismos de asociación con objetos y acontecimientos externos desentrañaremos en el capítulo 7 de la mano de A. Damasio). Y lo que es más importante, de hacerlo sin necesidad de apelar a estructuras proposicionales almacenadas en una batería de modelos situacionales. En efecto, si la percepción de una imagen estática activa un patrón que pone en marcha un conjunto de procesos neurales masivamente interconectados debido a la experiencia previa (un atractor, un concepto), la información que necesitamos para generar expectativas no habrá que buscarla en ningún otro lugar, puesto que se activará simultáneamente a la percepción del estímulo. Y si la percepción de imágenes estáticas es capaz de generar la actividad neural asociada a acontecimientos dinámicos, podemos afirmar que “people do not infer dynamic info from pictures but rather directly perceive it” [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:180)]. Por otra parte, podemos generalizar esta afirmación al resto de modalidades sensoriales correlacionadas en cualquier patrón de activación neural que se dispare debido a la percepción o al recuerdo de una imagen. Así, por ejemplo, disponemos de estudios experimentales que muestran que el hecho de pensar, por ejemplo, en herramientas, activa áreas cerebrales implicadas en el procesamiento visual de la forma y el movimiento, así como áreas motoras en las que se encuentra mapeado el patrón de manipulación del instrumento concreto en que el sujeto esté pensando [S. T. GRAFTON, L. FADIGA, M. A. ARBIB Y G. RIZZOLATTI (1997)]. Por otra parte, esto ocurre tanto cuando el pensamiento viene motivado por la observación de la herramienta, como cuando es la mención lingüística de la misma la que da acceso a su representación. Hechos de este tipo, puestos de manifiesto por un considerable número de investigaciones hasta la fecha, están cuestionando seriamente la concepción del lenguaje como facultad totalmente autónoma, independiente de otros sistemas cognitivos, y constituyen también una fuerte evidencia de que la tesis de la representación proposicional del conocimiento, al menos a escala cerebral, no se sostiene ni siquiera para el procesamiento lingüístico. En efecto, la investigación reciente en neuropsicología a través de técnicas de neuroimagen, sugiere que el sistema neural que soporta la facultad del lenguaje se encuentra ampliamente distribuido y parcialmente solapado con otros sistemas cognitivos, y que esto es así tanto en niños como en adultos [A. C. NOBRE Y K. PLUNKETT (1997)]. En la misma línea, otros estudios han demostrado que cuando vemos imágenes de comida se activan, simultáneamente a las áreas corticales visuales correspondientes, también áreas de procesamiento gustativo [W. K. SIMMONS, A. MARTIN Y L.W. BARSALOU (2005)]. Los autores Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 202 de este estudio enfatizan que es en este circuito neural ampliamente distribuido donde “reside” el conocimiento conceptual sobre la comida. Así, al ver una imagen de un alimento cualquiera que hayamos probado con anterioridad, no podremos evitar derivar inferencias conceptuales sobre su saborlxxxiii . En sus propias palabras: Not only does this circuit become active during the tasting of actual foods, it also becomes active while viewing food pictures. Via the process of pattern completion, food pictures activate gustatory regions of the circuit to produce conceptual inferences about taste. Consistent with theories that ground knowledge in the modalities, these inferences arise as reenactments of modality-specific processing [W. K. SIMMONS, A. MARTIN Y L.W. BARSALOU (2005:1602)]. Y de nuevo, estos autores hacen también referencia a estudios que muestran que no sólo el procesamiento de imágenes, sino también el de palabras relacionadas con el sabor, activa las áreas corticales gustativas. Todo lo anterior parece indicar, por tanto, que las representaciones conceptuales se asientan sobre las áreas corticales implicadas en la percepción y la acción. En otras palabras, que percepción, acción y conocimiento comparten (si no totalmente, sí en gran medida) un mismo sustrato neural. De este modo, el modelo que proponemos nos libera de la necesidad de postular cualquier tipo de forma proposicional subyacente a la comunicación visual, lo que implica que tampoco necesitamos comulgar con la existencia de un mecanismo deductivo para explicar los efectos que la imagen genera en el plano cognitivo (que, hasta el momento, han resultado inmanejables desde esta perspectiva). La naturaleza de estos fenómenos no es, como hemos podido comprobar hasta ahora, de tipo lógico ni secuencial, sino que responde más bien a una dinámica de tipo analógico desplegada en paralelo. 5.6. Arquitectura corticocognitiva: sobre memoria, comunicación y relevancia 5.6.1. Recapitulación A lo largo de este capítulo nos hemos esforzado por fundamentar las afirmaciones siguientes: 1) Las estructuras neurales que soportan la percepción son las mismas que ejercen las funciones tradicionalmente asignadas a la conceptualización. De aquí se deriva que los conceptos, lejos de encontrarse almacenados en una especie de diccionario mental rígido en algún lugar concreto del cerebro, tienen una estructura plástica y ampliamente distribuida a escala cerebral. De hecho, los conceptos son patrones de activación latentes (atractores), cuya naturaleza es dinámica y cuyo origen es experiencial, lo que ha llevado a algunos autores a sostener que, en sentido estricto, sólo habría categorización, y no conceptos, como es el caso de E. THELEN Y L. B. SMITH (2002). Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 203 2) La anterior perspectiva conlleva necesariamente un cambio radical en el punto de vista sobre el formato de representación del conocimiento. Abandonar la concepción clásica de los conceptos como clases lógicas para concebirlos como redes neurales implica asumir que el formato de representación, a esos niveles, es subsimbólico. Esto nos libera del problema que planteaba el enfoque proposicional, que necesitaba explicar cómo se transducían los estímulos procesados en paralelo por las diferentes modalidades sensoriales a un formato amodal y abstracto cuyo procesamiento sería serial (el lenguaje del pensamiento). En 5.2.1. exponíamos que no hay evidencia ninguna de que tal lenguaje exista, y que los lenguajes proposicionales derivados de la lógica de predicados son sospechosamente parecidos al lenguaje natural, conservando de él características tan idiosincrásicas como la productividad, la secuencialidad, y la arbitrariedad. 3) Nuestros conceptos son experienciales y multimodales, perceptivos y ejecutivos. En efecto, hemos visto que el movimiento no sólo es una modalidad perceptiva más por derecho propio, sino que andamia a las demás, pues facilita la exploración del entorno. Por tanto, en una misma red conceptual se integrarán representaciones neurales tanto perceptivas como motoras o ejecutivas (y también emocionales, pero esto lo desarrollaremos en detalle en el capítulo 7). Dicho todo esto, queremos formular explícitamente, por si no fuera evidente, que nuestros conceptos, así concebidos, son nuestra memoria. En efecto, postulamos la identidad de memoria y conocimiento. Esta afirmación es importante en el contexto de este trabajo porque arroja implicaciones muy fuertes para el estudio de la comunicación en el ámbito de la teoría de la relevancia. En efecto, en 1.2.4. señalábamos que D. SPERBER Y D. WILSON (1994) asumían explícitamente que todo conocimiento en nuestra memoria se encontraba proposicionalmente representado, lo que limitaba el alcance explicativo de su teoría al plano lingüístico, y no permitía manejar fenómenos que claramente caían dentro del ámbito de lo comunicable. En concreto, lo que no nos permitía explicar es lo que pasa a nivel cognitivo cuando lo que se comunica no es un pensamiento lógicamente estructurado, sino más bien una impresión o una emoción. La explicación más solvente de que disponemos dice que lo que se activa en nuestra mente en ese tipo de casos son complejos continuos de supuestos (con formato proposicional, obviamente). Es decir, habría varias interpretaciones posibles para el estímulo, y los datos necesarios para llevar cada una de ellas a cabo (en otras palabras, para contextualizar el estímulo) se encontrarían todos latentes al mismo tiempo en nuestro estado cognitivo, sin que nuestro mecanismo deductivo fuese capaz de decantarse por una interpretación u otra en concreto. Este fenómeno es lo que se conoce como vaguedad, puede (y, de hecho, suele) ser algo intencionalmente buscado por el emisor, y además, puede generarse tanto por medios Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 204 lingüísticos como no lingüísticos. En efecto, un mecanismo clave de la creación literaria (en especial la poética), así como de muchos usos lingüísticos cotidianos, consiste en generar este tipo de efectos que impiden cerrar la interpretación en un sentido concreto. Por eso sentimos que, al intentar acotar proposicionalmente una metáfora, la estamos empobreciendo: lo que ocurre es que estamos reduciendo abruptamente la complejidad y la riqueza asociativa del estado cognitivo que experimentamos durante su procesamiento. Creemos firmemente que el enfoque que proponemos aquí, aplicado de manera consecuente en futuras investigaciones, podría ampliar notablemente el alcance de las explicaciones relevantistas, haciéndolo extensible a fenómenos comunicativos que hasta ahora manejaban con torpeza. En efecto, comprender cómo somos capaces de activar estados mentales y emocionaleslxxxiv en el otro (es decir, de generar en mentes ajenas representaciones similares a las que hay en la nuestra), pasa por comprender primero qué es lo que realmente ocurre en nuestro organismo cuando activamos ese conocimiento. O en otras palabras, pasa por comprender la estructuralxxxv que soporta la función. De este modo, indagar acerca de la estructura de nuestro conocimiento a nivel neural, nos ayudará a comprender mejor cómo lo manejamos a escala cognitiva. Y si la comunicación se concibe como una actividad en última instancia vinculada a la modificación en algún sentido de ese conocimiento, tal y como asume la teoría de la relevancia, en consecuencia comprenderemos también mejor cómo funciona la comunicación. Así pues, señalábamos la artificialidad de la distinción que suele establecerse entre conocimiento y memoria. Para sostener tal afirmación, nos apoyaremos en la formulación más elegante que nos ha regalado el panorama neurocientífico actual, a saber: la obra de J. M. FUSTER (2003). 5.6.2. Bases neurobiológicas elementales de la memoria Cortex and Mind: Unifying Cognition constituye una meticulosa persecución de las correlaciones existentes entre la jerarquía de las redes corticales de representación del conocimiento (cuyo desarrollo a nivel ontogenético hemos examinado desde la perspectiva de sistemas dinámicos en 5.5.2.3. y 5.5.2.5.) y la categorización cognitiva, tal y como la experimentamos fenoménicamente. En este epígrafe ofrecemos al lector una perspectiva necesariamente sintética de los postulados fundamentales que contiene en relación con las cuestiones que nos interesan en este trabajo. A lo largo de su prolífica carrera investigadora, Joaquín M. Fuster de Carulla se ha volcado en la fundamentación empírica de la teoría sináptica de la memoria propuesta por Cajal a finales Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 205 del siglo XIX, y concretada de modo casi simultáneo a mediados del siglo XX por Donald Hebb y Friedrich Hayek, en sendos tratados teóricos [J. FUSTER (2007:61)]. El núcleo de la teoría propuesta por Hayek en su obra The Sensory Order, lo constituye la hipótesis de que todo el conocimiento experiencial de un organismo se almacena en sistemas de conexiones reticulares entre neuronas del córtex cerebral. Tales conexiones tendrían lugar mediante lo que en el ámbito neurocientífico se conoce actualmente como el Principio HayekHebb (que Fuster denomina Principio de Convergencia Presináptica Simultánea) y que da cuenta de la base neurofisiológica primaria de todo aprendizaje, es decir, de la adquisición de la memoria tanto perceptiva como ejecutiva. Según este principio, la formación de memorias o cógnitos (unidades elementales de conocimiento, es decir, conceptos) tanto en el córtex posterior (sensorial o perceptual) como frontal (motor o ejecutivo) consistiría en estímulos sensoriales que coinciden en el tiempo repetidamente (…) y facilitan la transmisión nerviosa entre las neuronas que los representan, de tal manera que estas neuronas vienen a representar aquellos estímulos como hechos asociados (…). Así, después, uno de los estímulos por sí solo será capaz de evocar la memoria de los otros [J. FUSTER (2007:61)]. En términos neurocientíficos, un cógnito es una red de asambleas neuronales dispersas en la corteza que disparan al unísono, activando de este modo las representaciones mentales de estímulos que han quedado asociados debido a su coincidencia experiencial persistente. En términos psicológicos, un cógnito es un patrón de reconocimiento susceptible de ser activado al completo a partir de la percepción de cualquiera de sus elementos constituyentes o, en otras palabras, una gestalt. En efecto, y como veíamos en 5.5.2.4., la regularidad en las relaciones espaciales o temporales establecidas entre las partes integrantes de la totalidad (un objeto o una melodía, por ejemplo) es crucial para poder identificar la unidad de conocimiento en cuestión como una entidad discreta. El propio J. FUSTER (2003:91) incide en la importancia de “the structural parallels between a gestalt and a cognit, both of which are defined by relationships. In the case of the cognit, those relationships consist of neural associations”. En 5.5.2.3. veíamos que una idea casi idéntica, inspirada de hecho en los mismos principios hebbianos, fue modelizada en redes neurales artificiales (que aprendieron a categorizar con éxito sin instrucciones externas, implementando de este modo un tipo de aprendizaje no supervisado —unsupervised learning) por el que en 1979 fuera premio Nobel de Fisiología, Gerald Edelman. Vimos también que las psicólogas del desarrollo E. THELEN Y L.B. SMITH (2002) se basaban precisamente en su Teoría de Selección de Grupos Neurales para explicar la generación de categorías cognitivas que responden a una noción dinámica del significado conceptual (categorización, dirían ellas) amparada por la propia plasticidad de las redes en las que se implementa a nivel neurológico. Y vimos también que tales categorías eran descritas como trayectorias susceptibles de dar lugar a atractores dentro de los estados existentes en un espacio de desarrollo definido en términos de relaciones geométricas. Lo que define la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 206 estructura, por tanto, son las relaciones, sólo que tales relaciones no se manifiestan hasta que no se produce la activación propia del patrón que instancian. Por tanto, podríamos decir que la estructura sólo existe temporalmente, aunque el sustrato neural que la soporta esté ahí todo el tiempo. Un antecedente de la teoría de Edelman lo encontramos en los modelos conexionistas de Kohonen [J. FUSTER (2003:9)]. La propuesta fundamental de este investigador consiste en la existencia de redes de memoria en las áreas corticales superiores de asociación o convergencia. El origen de estas redes se encontraría en un proceso de autoorganización de tipo seleccionista posibilitado por la interacción del organismo con el medio (tanto externo como interno, como también señalaba Edelman al insistir en que el proceso perceptivo alteraba los parámetros orgánicos y, de este modo, y de manera recurrente, el propio proceso de percepción). Su pensamiento se encuentra también fundamentado en principios hebbianos y discurre, sintéticamente, del modo siguiente: los elementos perceptuales básicos de la experiencia sensible se representan en asambleas neuronales del córtex cerebral. Tales asambleas celulares (los cógnitos de Fuster), constituyen los nodos de las redes de memoria. Tales redes se expanden de manera autónoma a partir de la experiencia del organismo en el medio: es el procesamiento de informaciones (perceptivo) y la emisión de respuestas (ejecutiva) lo que facilita el fortalecimiento sináptico de las conexiones entre grupos neurales y lo que abre nuevas vías de conectividad, posibilitando así la expansión del conocimiento. De este modo, no es necesario postular la existencia de ninguna agencia central que supervise el aprendizaje, sino que éste se desarrolla de manera espontáneamente autoorganizada y autónoma. Las redes corticales resultantes de este proceso realizan las funciones cognitivas tradicionalmente asignadas al conocimiento conceptual, a saber: nos permiten categorizar la experiencia sensible (y también la motora). Como señalábamos en la recapitulación, esta visión de los conceptos introduce una diferencia radical con respecto a la visión lógico-matemática del significado adoptada por los modelos simbólico-representacionales: desde este momento, el significado, lejos de constituir una clase aislada con condiciones de pertenencia necesarias y suficientes, se ve investido, en virtud de su hardware neurológico, de una naturaleza sutilmente plástica, dinámica, y cognitivamente versátil. En palabras de J. FUSTER (2003:37): “Networks and knowledge are open-ended. Never in the life of the individual do they cease to grow or to be otherwise modified”. Comprenderemos mucho mejor esto si esbozamos la estructura básica del córtex humano y el modo en que las redes cognitivas se implementan en él. Para ello nos valdremos, de nuevo, de una síntesis necesariamente esquemática de la exhaustiva descripción llevada a cabo por J. FUSTER (2003). Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 207 5.6.3. Jerarquía cortical y redes cognitivas La representación de conocimiento en el neocórtex humano es la continuación de un proceso que se inició con la evolución cortical de los primeros mamíferos. Los rasgos sensoriales y motores básicos de nuestra experiencia son representaciones filogenéticamente heredadas, es decir, se encuentran presentes ya en el momento del nacimiento en la estructura de nuestro córtex sensorial y motor primario. En el capítulo 3 nos ocupábamos de hacer manifiesta la anterior afirmación con respecto a la facultad de la visión, lo que nos permitía argumentar que nuestras percepciones eran construcciones, en el sentido de que nuestro sistema nervioso les imponía una estructura, lo que provocaba que en ningún caso fueran correlatos inalterados de los estímulos físicos brutos. Pues bien, tal estructura puede ser considerada en sí misma como una forma primitiva de memoria, que Fuster denomina memoria filética o de especie (phyletic memory), y que contiene la información básica que permite al organismo adaptarse a su entorno. Durante las primeras etapas del desarrollo ontogenético, esta memoria de especie necesita ser correctamente estimulada para poder implementarse óptimamente: de hecho, esta parece ser la interpretación más plausible de que disponemos hasta la fecha para la existencia de períodos críticos de desarrollo de las capacidades sensoriales, motoras y cognitivas básicas. En etapas posteriores del desarrollo individual, las redes corticales que representan el conocimiento adquirido a través de la experiencia se extienden desde los córtex primarios, y a través de áreas de asociación unimodal, hasta las áreas corticales de asociación multimodal o convergencia. A medida que ascienden en la jerarquía de representación cortical, tales redes ganan en distribución, es decir, en amplitud y extensión. De hecho, la característica básica de las áreas de convergencia es que en ellas se produce la intersección de redes ancladas en modalidades sensoriales diversas lo que, en palabras de J. FUSTER (2003:50), significa que “That intersection (…) would support in those areas (…) the cross-modal representation of objects—that is, the representation across sensory modalities”. En efecto, el córtex sensorial y motor primario se caracteriza por poseer una estructura columnar o en módulos, agrupados a su vez en áreas cuya citoarquitectura difiere de algún modo. Cada una de estas áreas se encuentra especializada en el procesamiento de un tipo distinto de parámetros estimulares. Así, existen áreas corticales primarias dedicadas al procesamiento y representación de estímulos visuales, auditivos, táctiles, propioceptivos… En tales módulos se encontraría representada la memoria filética del organismo: They seem to represent the simplest components of cognition (…). We can say (…) that phylogeny delivers to ontogeny those primary modules as items of old knowledge (phyletic memory) so that the new organism will be capable of (…) acquiring new knowledge about itself and the world [J. FUSTER (2003:66)]. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 208 Sin embargo, no parece existir modularidadlxxxvi más allá de las áreas corticales primarias. Por el contrario, All connective trends away from primary areas lead into areas that process and represent acquired complex knowledge, in other words, complex individual experience or memory. Because that memory is (…) based on the association and integration of information within and across modalities, across space, and across timelxxxvii, it is unlikely that it can be encoded in discrete domains of cortex. Instead, (…) the new knowledge will be distributed in large-scale networks of association cortex [J. FUSTER (2003:67)]. Así pues, es importante recordar que tales redes de memoria en el córtex de asociación no se encuentran en absoluto desvinculadas de las áreas de representación unimodales y primarias. Por el contrario, los nodos de las redes superiores ejercen la función de asociar entre sí los rasgos experienciales básicos representados en las áreas de inferior jerarquía. Al mismo tiempo, estos cógnitos básicos pueden formar parte de muchas redes de memoria diferente (por ejemplo, un mismo color o textura pueden encontrarse presentes en innumerables objetos de experiencia), lo que da lugar a un considerable solapamiento de las redes de memoria entre sí y constituye el fundamento de nuestra capacidad asociativa (en pocas palabras, del hecho de que una cosa nos lleve a pensar en otra). Desde esta perspectiva, nos encontramos con una organización corticocognitiva que es lo opuesto de la estructura piramidal, puesto que sus redes asociativas se expanden de área en área a medida que crece la complejidad y abstracción del conocimiento representado: “These wider networks would represent abstractions and concepts by tying together the common nodes of many cognits represented in more concrete constituent networks at lower hierarchical levels” [J. FUSTER (2003:73)]. Como veíamos, esta amplia distribución cortical de las redes en que se instancian nuestros conceptos apunta a la necesidad de replantearse su concepción tradicional como entes aislados con propiedades bivalentes. En efecto, en el paralelismo entre organización cortical y cognitiva que Fuster se encarga de trazar, los cógnitos no son nunca redes aisladas y estáticas. Por el contrario, el acceso a un concepto cualquiera puede realizarse por caminos neurales diversos dependiendo del contexto experiencial en que sean reactivadoslxxxviii . Es más, cambios en otros conceptos indirectamente asociados pueden provocar reorganizaciones cognitivas de amplio alcance: “cognits (…) can be retrieved in modified form (…) apparently as a result of changes in other remotely associated cognits—by reasons of similarity, contrast, and other factors” [J. FUSTER (2003:82)]. De este modo, la neurociencia nos conduce a una visión del significado conceptual próxima a la de los modelos difusos adoptados por la semántica de prototipos, a saber: “that of a network with relatively firm connections at the core, made of repeatedly enhanced synaptic contacts, as well as weakly enhanced and noncommited contacts “around the edges” [J. FUSTER (2003:82)]. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 209 5.6.4. Sustrato representacional y funciones cognitivas: estructuras y procesos Volvamos a recapitular para no perder el hilo de nuestra argumentación. A día de hoy sabemos con certeza lo siguiente: 1) Que el conocimiento (la memoria) se encuentra representado en redes neuronales ampliamente distribuidas, solapadas e interactivas de la corteza cerebral asociativa; 2) Que tales redes se forman a partir de la proyección desde redes sensoriales y motoras situadas en las cortezas primarias, con las que permanecen profusamente interconectadas; 3) Que una neurona cortical o una asamblea de neuronas corticales (módulos columnares) puede formar parte de muchas redes y, por tanto, de diferentes conocimientos; 4) Que una misma red puede intervenir en diversas funciones cognitivas. Las afirmaciones 1 y 3 avalan la plausibilidad de una teoría semántica no discreta, que trabaje con modelos conceptuales de fronteras más bien difusas y condiciones de pertenencia graduales, hasta cierto punto solapadas. Por su parte, 2 disuelve el clásico problema de la integración de modalidades perceptivas y hace innecesario (e inverosímil a escala neural) el modelo proposicional de representación del conocimiento (que, en teoría, es lo que haría posible que manejemos al unísono datos de modalidades sensoriales diversas como si estuvieran en formato universal). Lo que nos dice la neurociencia cognitiva es que la integración perceptiva se produce por convergencia presináptica simultánea, que es lo que posibilita que rasgos estimulares de modalidades diversas queden asociados de manera permanente, debido a la interacción recurrente del organismo con objetos, entes o situaciones de la misma clase. Una vez afianzado el patrón asociativo, la activación de una sola de tales entradas estimulares (por ejemplo, la visión del objeto) desencadena la activación de la red al completo, lo que nos permite acceder a los atributos de otras modalidades (su olor, su sabor), pero también a representaciones más abstractas relacionadas tanto con su significado biológico (el marcaje emocional de la experiencia se encuentra también representado a nivel neural), como lingüístico (las palabras que se refieren a los objetos son también representaciones visuales o auditivas en el córtex primario que se integran en la red multimodal compleja). En otras palabras: la representación de cualquier objeto o evento es heterárquica, es decir, los nodos que integran la red conceptual pertenecen a múltiples niveles de la jerarquía cortical anteriormente descrita y, por tanto, aglutinan desde rasgos sensoriales básicos, hasta otros de carácter simbólico y emocional (representaciones del estado del cuerpo en relación con el objeto, ente o situación a que se enfrenta el sujeto, como veremos en el capítulo 7). En palabras de J. FUSTER (2003:106): Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 210 An object is represented at several hierarchical levels, from the sensory to the symbolic. The perception of the object can activate its representation at any of those levels. Under most circumstances, it will activate a heterarchical cognitive network that represents sensory as well as symbolic—that is, semantic—aspects of the object. Por último, la afirmación 4 (a saber, que una misma red o cógnito puede servir a diversas funciones cognitivas) se encuentra directamente relacionada con la necesidad de establecer una distinción entre estructura y proceso. La jerarquía de representación cortical descrita se ocupa de la estructura del conocimiento humano. Hemos señalado con anterioridad que se trata de una estructura que, en cierto sentido, no existe (o por lo menos no se ve) hasta que se activa. Las asambleas neuronales tienen que disparar y activar un patrón de reverberación para que podamos saber cuáles son las áreas cerebrales implicadas en el procesamiento de un estímulo cualquiera. Y hemos dicho que es dinámica, porque se modifica inevitablemente con la experiencia de vida del individuo. Pero nada de esto hace que sea menos estructura. Como mucho, no es una estructura en el sentido computacional del término. Pues bien, sobre esta estructura, es decir, sobre esta serie de patrones de activación latentes que constituyen nuestro conocimiento, pueden operar todas las funciones cognitivas tradicionalmente diferenciadas por la psicología, tales como percepción, memoria, lenguaje, atención o razonamiento. Lo que nos interesa señalar es que tales funciones comparten todas un mismo sustrato representacional (aunque no haya nada representado de manera permanente, como acabamos de señalar, sí hay un sustrato neurológico que soporta la representación cuando aparece). En otras palabras, las funciones cognitivas no se encuentran localizadas a nivel cerebral, sino que consisten en modificaciones en los procesos que tienen lugar sobre el sustrato representacional. De este modo, any cognit or cortical network can be the object of any cognitive operation. (…) the same cortical networks can be used in perception, attention, memory, intellectual performance, and language. (…) At any given time, a given cognitive function has the distribution of the active cognits on which the function is operating. It is the cognits and their networks that have topographic specificity, not the functions that use them. (…) Separate (…) mechanisms do not (…) imply separate neuroanatomical substrats [J. FUSTER (2003:15-16)]. Todo lo anterior arroja consecuencias metodológicas que no pueden ser ignoradas a la hora de describir y explicar los procesos cognitivos que tienen lugar en los diversos fenómenos en que se manifiesta la comunicación humana. Veremos por qué. 5.6.5. Memoria de trabajo y Teoría de la Relevancia “La comprensión es un proceso que compete a la memoria” [Riesbeck (1975) en G. BROWN Y G.YULE (1993: 291)]. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 211 El modelo en redes como sustrato cerebral de la mente nos interesa no sólo por su fuerte fundamento empírico en los estudios llevados a cabo en el ámbito de la neurociencia cognitiva, sino porque tales estudios se refieren primordialmente a la memoria de trabajo. Es precisamente en este punto donde han de articularse nuestras teorías sobre la generación y estructura del conocimiento humano con el modo en que éste es empleado en procesos mentales complejos como los que implica la comunicación. La memoria de trabajo (working memory) consiste, según Baddeley [J. FUSTER (2007:64)], en “la retención temporal de información a fin de solucionar un problema o lograr un objetivo en el próximo futuro”. En efecto, toda conducta comunicativa implica una acción intencional por parte del emisor, es decir, la pretensión de alcanzar un objetivo (en concreto, provocar en el destinatario un determinado estado cognitivo). La Teoría de la Relevancia nos dice que, cuando la comunicación se realiza por vía lingüística, el emisor selecciona qué parte del mensaje codificará y qué parte hará recaer en la capacidad inferencial de la persona destinataria en función de cuál sea su objetivo comunicativo. Es decir: hay una parte de la información que le ponemos en bandeja al interlocutor, y otra a la que él tiene que llegar por sí mismo. Rescatar la información intencionalmente comunicada pero no explícita es el objetivo de cualquier destinatario interesado en comprender un enunciado. La situación extralingüística influye en la selección efectuada por el emisor, ya que condiciona el estado cognitivo de los interlocutores al determinar los datos que es mutuamente manifiesto que estén potencialmente activos (fácilmente accesibles) en sus mentes. De este modo, antes de emitir su enunciado, el emisor ha planificado todo un camino comunicativo que espera que el destinatario sea capaz de reconstruir inferencialmente en busca de lo intencionalmente comunicado. Para hacer esto, ambos tienen que mantener simultáneamente activos en sus mentes un conjunto considerable de datos: el mensaje emitido, los datos que activa la situación extralingüística, el contexto generado por todo lo que se haya dicho anteriormente, etc. Pues bien, el proceso anterior, que ordinariamente llevamos a cabo de manera experta (en cuestión de segundos) requiere una activación masiva de recursos a nivel cortical. Cualquier proceso de toma de decisiones (bien por parte del emisor para la selección del mensaje acorde a su objetivo, bien por la del destinatario para la deducción de lo implícitamente comunicado) requiere que seamos capaces de mantener activo un conjunto considerable de representaciones mentales mientras operamos con ellas. Lo que nos interesa señalar, sin embargo, es que los requerimientos del proceso comunicativo que acabamos de describir son los mismos para cualquier estímulo ostensivo, sea o no lingüístico. En efecto, cualquier estímulo comunicativo obliga a su destinatario a mantener información provisionalmente activa con el fin de completar la acción interpretativa. De esto se encarga la memoria de trabajo, que mantiene en mente no sólo la información sensorial que acabamos de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 212 percibir (el estímulo ostensivo y la situación en que se produce), sino también la que proviene de las redes conceptuales que se activan a raíz de la percepción del estímulo y del proceso inferencial que éste desencadena. Estas redes conceptuales son lo que, en términos relevantistas, se denomina conocimiento enciclopédico, rescatado ex profeso para la interpretación del mensaje. Tales redes que, como hemos visto, posibilitan el reconocimiento perceptivo, son las mismas sobre las que opera nuestra capacidad inferencial a la hora de interpretar los estímulos ostensivos, tengan estos o no forma lingüística. Como señalábamos en 1.2.4., los propios D. SPERBER Y D. WILSON (1994:87) afirmaban que la actividad inferencial (un proceso de razonamiento heurístico) podía ser aplicada a toda información conceptualmente representada, y no sólo a los enunciados. El problema era que estos autores asumían también que lo conceptualmente representado sólo podía estarlo en formato proposicional. En este trabajo, por el contrario, nos hemos desembarazado de ese escollo por medio de la recopilación de evidencias multidisciplinares que apuntan en otra dirección. Esto nos permite sugerir que la inferencia, como proceso que es, opera sobre las mismas estructuras de conocimiento conceptual, independientemente de que el estímulo que la desate sea lingüístico, visual, o de otro tipo. Obviamente, en el procesamiento perceptivo de estímulos lingüísticos intervienen áreas corticales que no son exactamente las mismas que se activan en el procesamiento visual. Pero lo importante es que el proceso inferencial que se desata a partir de su percepción como estímulos de naturaleza ostensiva pone en marcha una función cognitiva que es capaz de integrar recursos representacionales, sincronizando su activación. Estas estructuras representacionales (las redes conceptuales) sobre las que se sostienen ambas funciones (percepción e inferencia) son, en palabras de J. FUSTER (2007:64) “fragmentos de memoria a largo plazo […] activados y actualizados para uso en el presente”. En efecto, este hecho es el que nos permite generar expectativas acerca de las intenciones comunicativas de nuestros congéneres, para llegar a una interpretación exitosa de sus señales. Utilizamos el conocimiento acumulado en el pasado (nuestro historial de procesamiento) para realizar inferencias (deducciones probabilísticas), de lo que es posible que pase en el futuro. Esta capacidad inferencial es experta y puede manifestarse de formas muy diversas: lo hace cuando esquivamos la pelota que hemos visto lanzar hacia nosotros (porque hemos sido capaces de predecir su trayectoria), y también cuando le pasamos la sal a nuestro compañero de mesa si nos dice algo como “¿No te parece que esto está un poco soso?” (y tengamos en cuenta que literalmente nos está preguntando nuestra opinión, no pidiéndonos el salero; sin embargo, somos capaces de predecir también su “trayectoria cognitiva”, el sentido implícito al que apuntan sus palabras). O lo hace cuando, ante las imágenes de varios platos combinados en una cafetería, accedemos a las inferencias conceptuales necesarias para recordar su sabor y decidir Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 213 qué es lo que más nos apetece comer. Por tanto, “Esta función de la memoria de trabajo […] puede caracterizarse como el casar el pasado con el futuro” [J. FUSTER (2007:64)]. En síntesis, nos encontramos ante un mismo sustrato de redes neuronales que soporta diversas funciones cognitivas: lo que llamamos conocimiento enciclopédico no es otra cosa que memoria a largo plazo (MLP); a su vez, la memoria a largo plazo reloaded (como cuando actualizamos una página web de la que teníamos en caché una versión de hace algún tiempo) es la memoria de trabajo que mantiene activos los datos con que operamos al inferir. Y aquí se encuentra la base de la naturaleza dinámica de nuestro conocimiento: puesto que percepción y memoria (percepción y cognición) se encuentran soportadas por las mismas estructuras neurales, al traer la MLP al presente para su uso, la modificamos sutilmente (incorporándole las modificaciones resultantes de su recreación en un nuevo contexto). De esta manera, modificamos también la totalidad de nuestro conocimiento, pues hemos visto que los cambios en un cógnito afectan a otros remotamente relacionados con él. Nuestro saber enciclopédico se reestructura y crece con nosotros. Así pues, la artificialidad de la distinción entre memoria y conocimiento se pone de manifiesto si tomamos en consideración la estructura y funciones de ambos en los niveles tanto neural como cognitivo. Todo nuevo conocimiento no es sino la expansión de una vieja memoria o, como decíamos, su recreación con modificaciones. En principio, hemos visto que esta recreación expansiva se lleva a cabo por medio de la percepción. O en otras palabras, que es experiencial. Sin embargo, existe otra manera de mejorar nuestro conocimiento del mundo (de ampliar nuestra memoria), y es la que llevamos a cabo a través de la inferencia. Lo anterior se expresa en términos relevantistas a través de la noción de efectos contextuales, que vendrían a ser las ventajas cognitivas que podemos obtener del esfuerzo de hacer interaccionar lo que ya sabemos con la información nueva que percibimos. Sin duda, el efecto más importante que puede surgir de la interacción entre lo nuevo y lo viejo resulta en la inferencia de supuestos (o en la activación de datos) a los que no hubiéramos podido llegar sin uno de ambos elementos. Así, nuestras mentes fabrican representaciones que van más allá de aquellas que contiene nuestra memoria, pero también más allá de la nueva información percibida. A nivel neural, por tanto, la inferencia nos permitiría hacer básicamente dos cosas distintas: 1) En primer lugar, nos permitiría superponer los mapas de representaciones (uno para lo que constituye el conocimiento establecido, y otro para la información nueva percibida, que modifica en algo ese conocimiento) y fortalecer sólo las conexiones sinápticas que encajan, inhibiendo el resto. De aquí se derivaría el tipo de efectos contextuales que D. SPERBER Y D. WILSON (1994) denominan reforzamientos y eliminaciones. 2) Sin embargo, al sincronizar ambos mapas, también puede ocurrir que al viejo haya que incorporarle rasgos genuinos que proceden del nuevo, y que nos permitirán establecer Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 214 lazos de conexión novedosos con otros patrones de activación que van mucho más allá de lo percibido: de este modo, surge una configuración que no se parece a ninguna de las anteriores, y que es lo auténticamente interesante desde el punto de vista comunicativo (en términos relevantistas, una implicación contextual). Así pues, la función inferencial requiere, para ponerse en marcha, de la función perceptiva. Pero no podemos olvidar que la percepción de cualquier cosa constituye una forma primitiva de memoria (filética), por cuanto que es una interpretación de lo percibido de acuerdo con nuestros mecanismos perceptivos básicos, entrenados por la experiencia previa que hayamos tenido en el entorno. De este modo, a new percept leads to a new memory by building upon old memory. (…) from the point of view of neurobiology, knowledge, memory, and perception share the same neural substrate: an immense array of cortical networks or cognits that contain in their structural mesh the informacional content of all three [J. FUSTER (2003:112)]. Por tanto, lo viejo y lo nuevo (memoria y percepción) son funciones cognitivas con diferentes grados de temporalidad que operan sobre un mismo conglomerado de redes corticales. En la construcción ininterrumpida de conocimiento, lo que se procesa primero sienta los parámetros de procesamiento de lo que viene después. Por eso la percepción se encuentra inevitablemente mediada por la memoria (“perception constitutes to a large extent a (…) continuous doing guided by our past” [J.FUSTER (2003:87)] e incluso “perception is not only under the influence of memory but is itself memory, or, more precisely, the updating of memory” [J.FUSTER (2003: 84)]. En este contexto, la inferencia sería la función que nos permitiría establecer asociaciones inéditas (a nivel neural, conexiones sinápticas), entre redes conceptuales ampliamente distribuidas. La diferencia con la reedición de conexiones que supone la percepción de un estímulo conocido en un nuevo contexto (la actualización de un cógnito) se encontraría en que la activación de una o varias de las redes entre las cuales la función inferencial nos permite establecer nuevas conexiones no estaría motivada por proceso perceptivo alguno. Como hemos apuntado más arriba, el cambio en un cógnito (desatado por la percepción) puede acarrear modificaciones en redes remotamente asociadas con él. Sin embargo, aunque sabemos que esto ocurre, no sabemos exactamente a qué se debe (en el fragmento citado, Fuster mencionaba razones de contraste y similaridad, así como un inespecífico “other factors”). Lo mismo parece ocurrir con nuestra actual explicación de la capacidad inferencial en términos relevantistas. Sabemos que activamos cierta información para llegar a la interpretación óptima de los estímulos ostensivos que recibimos (una que nos cueste poco encontrar y que nos proporcione alguna ventaja cognitiva evidente), pero en realidad, no disponemos de una explicación precisa de por qué derivamos unos supuestos y no otros, más allá del propio Principio de Relevancia. En última instancia, lo que guía nuestras deducciones en el proceso comunicativo es el hecho de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 215 que no admitimos que el estímulo del emisor no sea relevante. Ahora bien, determinar la relevancia de algo para un individuo, qué es lo que le supone o no una ventaja cognitiva de algún tipo, requiere no sólo ser capaz de evaluar los conocimientos que pueden formar parte de su entorno cognitivo y calibrar su estado mental actual, sino también entrar de lleno en los terrenos pantanosos de la motivación humana. Es por esto por lo que los fenómenos comunicativos no pueden explicarse completamente hasta que no se examina su génesis local, lo que constituye la razón de ser de la pragmática. La pragmática ha de proceder por inducción a partir del análisis de casos triplemente situados: situados en una situación extralingüística, en un entorno cognitivo mutuamente manifiesto, y en el estado mental de cada uno de los interlocutores. Y, aun pudiendo especificar todas estas variables con precisión, siempre podrá haber procesos inferenciales llevados a cabo por alguno de los interlocutores que queden inexplicados. Y esto es así porque la inferencia es una función que opera en cada individuo sobre un mapeado cortical genuino. Por eso la creatividad es posible y por eso (entre otras muchas razones) la comunicación siempre puede fallar. Por tanto, nuestras teorías se encuentran en este punto con un límite explicativo pero, como acabamos de ver, hasta en ese límite pueden hallarse paralelismos entre el plano neural y el cognitivo. Por eso creemos que es plausible la interpretación que hemos propuesto para la inferencia en clave neural. Sin embargo, ha de quedar claro que tal interpretación es una elucubración nuestra, que sin duda ha de ser refinada y repensada, y para la que no disponemos de ninguna evidencia específica. Así pues, antes de concluir, reactivemos una serie de ideas que sí se encuentran firmemente establecidas, y que será importante tener en mente en el capítulo próximo: 1) La memoria es fundamentalmente una función asociativa cuyo origen es experiencial: “any new experience is incorporated by association into a fund of old experience. The new experience becomes an inextricable part of a vast associative cognit” [J. FUSTER (2003:124)]. 2) El proceso biofísico fundamental que la sustenta se encuentra en la modulación sináptica, que no es sino el elemento neural responsable de establecer asociaciones anatómicas entre las células del córtex. 3) Las representaciones mentales humanas (llámense memoria, conceptos, cógnitos, conocimiento enciclopédico…) se implementan neuralmente en retículos relativamente plásticos, que se modifican de manera sutil cada día que pasa mientras dura la vida, adquiriendo así un carácter idiosincrásico (es decir, haciendo que no haya dos individuos con un mapeado cortical idéntico, y por tanto tampoco con representaciones conceptuales idénticas): the individuality of human knowledge derives from the practically unlimited possible combinations of neurons or subsets of them in a reservoir of ten billion cortical neurons. (…) as Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 216 an item of knowledge becomes more specialized, personal, or idiosyncratic, the cortical network that represents it presumably differs more from one individual to the next, at least inasmuch as that same item has been acquired differently by different individuals [J. FUSTER (2003:14-15)]. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 217 6. CONCEPTUALIZACIÓN MOTIVADA: ENTRE LA FISIOLOGÍA Y LA CULTURA …estos personajes balzaquianos, son individuos (…) que también (…) pertenecen a su época, dan carácter a una sociedad y son al mismo tiempo como esa sociedad les ha hecho, personajes producto del enfrentamiento con un tiempo y un espacio precisos; (…) personajes y marco son causa y efecto a la vez, eterno juego de relaciones entre lo que se está haciendo continuamente. Mundo estrechamente ligado en el que todo es movimiento y modifica y es modificado al mismo tiempo. [GABRIEL OLIVER, Introducción, en H. DE BALZAC (1986:XX)] …interaction is a matter of coupling –two systems simultaneously shaping each other´s change. [T. VAN GELDER (1998:622)] 6.1. Integrando neurobiología de la visión, antropología cognitiva y teoría de prototipos 6.1.1. Introducción En el epígrafe 3.4.6.2. hicimos, casi podríamos decir que de pasada, una mención a la Teoría de los colores oponentes desarrollada por Ewald Hering. Procedimos de este modo para no distraer al lector del tema que nos disponíamos a desarrollar entonces, centrado en la fundamentación neurobiológica de la trivarianza cromática. Sin embargo, aunque esta teoría nos permite explicar una amplia variedad de datos sobre la percepción del color (muchos más de los que abordamos en este estudio, sin duda, y que pueden consultarse en la bibliografía a la que remitimos entonces), hay otros aspectos clave de los que la trivarianza no puede dar cuenta por sí sola. Entre ellos se encuentra el fenómeno de los colores oponentes que hace referencia al hecho de que no podamos percibir ciertos tonos en combinación. Así, no podemos ver un rojo verdoso, un verde rojizo, ni un amarillo azulado. En términos de andar por casa, podríamos decir que estos tonos “no mezclan” y, al intentar que lo hagan, se convierten en algo totalmente distinto donde las tonalidades iniciales resultan inidentificables: las luces roja y verde pueden combinarse de modo que se vea un amarillo puro, mientras que amarillo y azul pueden producir blanco. Por el contrario, sí podemos ver un azul rojizo (magenta), un rojo azulado (púrpura), un amarillo rojizo (naranja), o un verde azulado (cian), e intuir a partir de qué colores básicos se han producido las mezclas, y cuál es el color predominante en cada una de ellas. Pues bien, esta anulación perceptual de ciertos colores fue lo que llevó al fisiólogo Ewald Hering a proponer en 1878 la Teoría de los procesos oponentes. La sustitución del término color (que habíamos estado utilizando hasta el momento) por el de proceso, aunque tal vez Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 218 menos intuitiva a primera vista, resulta más específica por cuanto que no son sólo las dimensiones tonales las que se oponen, sino también las relacionadas con el brillo (la oposición blanco-negro es, de hecho, acromática). Así, tendríamos seis cualidades primarias implicadas en la percepción del color, que se procesarían por parejas mutuamente antagónicas, a saber: rojoverde; amarillo-azul y blanco-negro. La última pareja sería, como acabamos de señalar, la relacionada con la intensidad lumínica. La versión moderna de la teoría se la debemos a Leo Hurvich y Dorothea Jameson, quienes la expusieron en un artículo de 1957 titulado An Opponent-Process Theory of Color Vision [F. VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997:186)]. Pero existen estudios más recientes (que datan de finales de la década de los sesenta del pasado siglo) que apoyan y detallan su funcionamiento a nivel neurofisiológico y que proponen, en síntesis, que los tres pares antagónicos son analizados por tres pares de canales neurales oponentes. En concreto, nos interesa citar los estudios de De Valois y G. Jacobs [G. LAKOFF (1990:26); F. VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997:200)] sobre la neurofisiología de la visión del color en macacos, una especie cuyo sistema visual es bastante parecido al nuestro. Situémonos, para lo que volveremos muy brevemente la vista atrás: en el capítulo 3 de este trabajo describimos la organización centro-periferia de las neuronas ganglionares presentes tanto en la retina como en el N.G.L., y señalamos su importancia a la hora de determinar el patrón de contrastes que, finalmente, nos permitía hacer cosas como identificar los límites de los objetos y diferenciarlos del fondo. Ahora ha llegado el momento de ampliar ligeramente la información que expusimos entonces para comprender el proceso que vamos a describir, y hacerlo sin sensación de salto al vacío. Así pues, vamos allá: algunas de estas células, denominadas de banda ancha, son acromáticas, es decir, transmiten información sobre el brillo, no sobre el color. Sin embargo, hay otros dos tipos de células que se encargan de procesar y combinar los inputs de los diferentes tipos de cono (de cuya descripción ya nos hemos ocupado también en el capítulo 3). Así, las células oponentes simples concéntricas, procesan información relativa al rojo y al verde, mientras que las oponentes simples coextensivas, combinan el resultado de los inputs de los conos para el rojo y el verde, con el de los conos para el azul. Sabiendo esto, sigamos. En efecto, del N.G.L. parten vías neurales hacia el córtex visual primario (V1), que coincide con el área 17 de Brodmann. Los inputs de las células ganglionares que acabamos de mencionar convergen allí sobre las que técnicamente se denominan células oponentes dobles. Su existencia y funcionamiento es lo que arroja una correlación altamente positiva con la teoría de Hering. Veamos por qué: hay seis tipos de células oponentes dobleslxxxix, agrupados en pares. Cuatro de estas células, es decir, dos pares, se relacionan con el procesamiento del color. El par restante lo hace con la luminosidad (a lo que Hering se refería con la oposición blanco-negro, como ya hemos señalado). Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 219 De las que transmiten información relativa al color, un par lo hace de la percepción del rojo y el verde, y el otro, de la oposición azul-amarillo. Pero ¿cómo exactamente? Veamos: cada tipo de célula oponente tiene una frecuencia de disparo intrínseca, es decir, una actividad eléctrica de base que se mantiene aunque no haya estímulos procedentes del exterior. Así, por ejemplo, tomemos el par de células que se ocupa de la oposición verde-rojo. Para simplificarxc, diremos que una de las células que conforman el par es más sensible al verde que al rojo y que, por tanto, dispara por encima de su frecuencia de base (se excita) ante información relativa a frecuencias de onda media. La otra célula del par, más sensible al rojo, se excitaría preferentemente ante frecuencias bajas u ondas largas. También para simplificar, supongamos que lo mismo ocurre con los dos tipos de células implicadas en la oposición azul-amarillo. Finalmente, las células sensibles a la intensidad lumínica (esto es, a la cantidad de luz, al brillo y a la penumbra), serían las responsables de nuestras percepciones del blanco y el negro puros cuando disparan a sus máximas frecuencias. Así, por ejemplo, el negro se percibe cuando las células que se excitan con la oscuridad están disparando a potencia máxima, mientras que las sensibles a la luz lo hacen al mínimo. Con el blanco ocurre a la inversa. Eso sí, mientras tanto, los otros dos pares de células restantes (a saber: las de rojo-verde y azul-amarillo) tienen que permanecer en tasa de disparo neutral. Más ejemplos: lo que ocurre a nivel neurofisiológico cuando percibimos algo como azul es, por tanto, que el par azul-amarillo muestra una respuesta excitatoria ante frecuencias de onda corta (la célula sensible al azul se excita, y la sensible al amarillo se inhibe, en pocas palabras). Mientras tanto, el par rojo-verde tiene que permanecer en tasa de disparo neutral. Si, por ejemplo, el par rojo-verde mostrase una respuesta al rojo mientras el par azul-amarillo lo hace al azul, lo que percibiríamos sería un púrpura. Y así sucesivamente. 6.1.2. Estructuración gnósica del espectro de color Posiblemente el lector se estará preguntando a qué viene todo esto, precisamente ahora que parecíamos haber entrado de lleno, por fin, en el terreno de la conceptualización. Lo que tenemos que decir al respecto es que no estamos sino profundizando en el conocimiento de una de las variables fundamentales que dan lugar a la emergencia de las categorías de color, a saber: la neurofisiológica. De hecho, los datos que acabamos de aportar fueron utilizados por Paul Kay y Chad McDaniel [G. LAKOFF (1990:26-30); F. VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997:200)], quienes en 1978 publicaron un modelo que proponía una hipótesis explicativa del modo en que era posible que se generasen las categorías de color a partir de una batería de bases neurales a las que se Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 220 añadiría una serie de procesos cognitivos específicos del ser humano descritos en términos de la teoría de conjuntos difusos (fuzzy sets theory). Pero procedamos con orden: lo natural a estas alturas sería preguntar cómo hemos llegado hasta aquí, es decir, de dónde hemos sacado la afirmación (implícita en todo lo expuesto hasta el momento) de que la conceptualización que los seres humanos realizamos de los colores es universal. Se trata de una cuestión muy importante, ya que la neurobiología de la visión no explica por sí sola la estructuración gnósica del espectro de color: sólo dice lo que estamos fisiológicamente capacitados para percibir, no cómo vamos a clasificarlo. Debido a esto, la investigación de Kay y McDaniel toma como punto de partida un estudio clásico que constituye una de las mayores aportaciones que se han hecho a la teoría de prototipos desde la antropología cognitiva, y que no es otro que el que en 1969 publicaron Brent Berlin y Paul Kay: Basic Color Terms [G. LAKOFF (1990:24-26)]. Veamos resumidamente en qué consiste. En efecto, nuestra experiencia (tanto del color como de muchos otros fenómenos) no es sólo perceptiva, sino primordialmente cognitiva (como creemos haber fundamentado sobradamente a estas alturas de nuestro trabajo). Identificamos nuestras percepciones (y sabemos con qué ítem léxico designarlas) porque poseemos conceptos neuralmente instanciados, generados a través de nuestra experiencia en un entorno físico y sociocultural concretos. En relación con el tema que tenemos entre manos, la afirmación anterior se refiere al hecho de que organizamos todas las combinaciones de croma, saturación y brillo que percibimos en un conjunto limitado de categorías de color a las que designamos con ítems léxicos. Sin embargo, hasta la aparición del estudio de Berlin y Kay, la perspectiva predominante en el ámbito de la antropología lingüística y cognitiva sostenía la arbitrariedad de la categorización en el ámbito del colorxci, como pone de manifiesto la siguiente cita de la obra de H. A. Gleason, An Introduction to Descriptive Linguistics, que tomamos de F. VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997:197, nota 30): Hay una gradación continua del color desde un extremo a otro del espectro. Pero un norteamericano que lo describiese enumeraría los tonos rojo, naranja, amarillo, verde, azul, morado o algo por el estilo. No hay nada inherente, ni en el espectro ni en la percepción que de él tienen los humanos, que obligue a esta división. Tomando esta hipótesis como punto de partida, Berlin y Kay diseñaron un estudio experimental destinado a su falsación. La metodología que siguieron es, esquemáticamente, la siguiente: En primer lugar, especificaron una serie de criterios lingüísticos y cognitivos que les permitiesen determinar qué términos de color eran o no básicos. Tales criterios pueden sintetizarse en cuatro puntos fundamentales: 1) Debían ser morfológicamente simples, es decir, no contener más de un lexema. Así, sería básico verde, pero no verde botella. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 221 2) No debían ser subclases de términos de color más amplios: escarlata o bermellón son tipos de rojo; turquesa e índigo son tipos de azul. 3) Su aplicación no debía estar restringida a un área pequeña de lo real, es decir, debían ser aplicables en general, y no sólo a un pequeño número de cosas, como rubio o alazán. 4) Debían ser términos de uso ampliamente extendido, como amarillo por oposición a siena, azafrán, etc. En segundo lugar, desarrollaron un procedimiento experimental para corroborar los criterios de partida, es decir, para ver si tales intuiciones encajaban o no con el comportamiento cognitivo y lingüístico real de los hablantes. Para ello, presentaron a hablantes de un corpus de más de noventa lenguas diferentes una tabla de gradientes de color, sobre la que debían especificar (señalándolos con el dedo) los límites y los mejores ejemplos de los colores designados por los términos básicos de su lengua. ¿Qué conclusiones arrojó el examen de la base de datos así constituida? Berlin y Kay descubrieron que, aunque las diferencias a la hora de categorizar el espectro de color eran considerables entre hablantes de diferentes lenguas (es decir, a la hora de poner límites en el continuo del espectro de color, y de asignar un nombre a las regiones delimitadas), sin embargo las coincidencias eran asombrosas cuando de lo que se trataba era de escoger el mejor ejemplo para cada una de las categorías establecidas. Esto ocurría incluso si las categorías eran diferentes de una lengua a otra, como veremos más adelante. Pero ahora vamos a lo básico. Así, por ejemplo, si dos lenguas poseían un término básico para lo azul, puede que los límites de la categoría variasen de una a otra (por ejemplo, en una lo azul podría adentrarse en los terrenos del verde, y en la otra sesgarse ligeramente hacia los púrpuras), pero lo que coincidía en ambas era el referente central, el color focal en torno al cual pivotaba la categoría. No se daba el caso de que los hablantes de la primera lengua escogieran el turquesa como referente central (a medio camino entre el azul y el verde), y los de la segunda escogieran el violeta (a medio camino entre el azul y el rojo), por ejemplo. De la tabla de celdillas de color, los hablantes de diferentes lenguas escogían la misma (la del azul puro) como ejemplo más representativo de la categoría. De este modo, Berlin y Kay llegaron a la conclusión de que los términos básicosxcii de color, fueran los que fueren en cada lengua, designan categorías con colores focales universales. Estas categorías existirían a nivel conceptual (lo que no quiere decir que en todas las lenguas existan ítems léxicos para designarlas a todas), y serían las siguientes: negro, blanco, rojo, verde, amarillo, azul, marrón, violeta, rosa, naranja y gris. Así, mientras que lenguas como el español o el inglés disponen de términos para designarlas a todas, no ocurre lo mismo con otras lenguas. En este sentido, los autores del estudio observaron también una serie de regularidades: si una lengua tiene sólo dos términos básicos, estos serán blanco y negro, donde el blanco incluirá todos los colores cálidos (rojo, amarillo, naranja)xciii y el negro los fríos (azul, verde, gris). Si la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 222 lengua en cuestión dispone de tres términos básicos, el tercero será siempre rojo. Y si tiene cuatro, las posibilidades para ese cuarto serán amarillo, azul o verde (por tanto, los colores primarios de Hering serían los primeros en ser nombrados). El siguiente a incluir sería el marrón. Y después, de manera indiferente en cuanto a prioridad, alguno de los siguientes: violeta, rosa, naranja y gris. Así pues, se hacía evidente que las lenguas que no poseían ítems léxicos para designar cada una de las categorías que el estudio arrojaba como básicas, no incapacitaban a sus hablantes para conceptualizarlas. De hecho, y dadas las evidencias neurofisiológicas de las que disponemos actualmente, sostener la hipótesis whorfiana fuerte en este contexto sería un desvarío: la sensación perceptiva de color es patrimonio de especie, como hemos visto, y no hay razón por la que la facultad lingüística deba limitar la capacidad de identificación de la percepción sensorial (gnosis). Lo que parecía ocurrir era lo siguiente: a menos ítems léxicos para la designación de categorías de color específicas, mayor rango espectral cubierto por cada término disponible en cuestión. 6.1.3. Kay, McDaniel y el problema de la sobredeterminación de las categorías de color Los hechos mencionados ponen de manifiesto, por tanto, no sólo una estructura gradual para las categorías de color (donde los colores focales, o centrales, actuarían a modo de prototipos, serían juzgados como mejores ejemplos de la categoría y, por tanto, ostentarían algo así como un estatus superior de pertenencia a la misma, como exponíamos en 5.5.2.1.), sino también su carácter difuso, evidenciado en el hecho de que no es posible predecir el modo en que una determinada comunidad cultural conceptualizará el espectro de color (es decir, en qué punto del continuo espectral establecerá los límites en que empieza y termina lo rojo, por ejemplo), ni siquiera apelando a los conocimientos sobre neurobiología de la visión disponibles. En efecto, existe una cuestión para la que aún no tenemos respuesta, a saber: ¿por qué unas lenguas conceptualizan las frecuencias de onda que nosotros hacemos corresponder con los términos naranja, amarillo y rojo (por ejemplo) como pertenecientes a una sola categoría? De este modo, el principal problema con que se encontraron Kay y McDaniel cuando intentaron completar los datos neurofisiológicos con un modelo cognitivo inspirado en la teoría de conjuntos difusos, fue el problema de la sobredeterminación. Nos explicaremos: lo que intentaban estos autores era proporcionar una explicación de las evidencias obtenidas por Berlin y Kay, dando respuesta a las cuestiones que quedaban pendientes. Ya hemos visto cómo el espectro de color que podemos percibir está determinado por nuestra fisiología. Pero aún resta por responder por qué la categorización de tal percepción presenta límites tan difusos. La Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 223 estrategia adoptada por Kay y McDaniel fue la utilización de la teoría de conjuntos difusos para intentar acotar y predecir tales límites. Como todo el mundo sabe, esta teoría opera con conjuntos que admiten grados de pertenencia, es decir, que están especificados por una función que asigna a cada miembro del conjunto un grado de pertenencia entre 0 y 1. Lo que hicieron Kay y McDaniel fue proponer la existencia de un mecanismo cognitivo que asignaría un grado de pertenencia 1 a los colores oponentes cromáticos y acromáticos (esto es: rojo, verde, azul, amarillo, blanco y negro). Para los demás términos que Berlin y Kay detectaron como básicos, pero que no son primarios (tal y como determina la teoría neurofisiológica), se asignaba un valor difuso computado por operaciones cognitivas definidas en términos de funciones de la teoría de conjuntos difusos. Así, por ejemplo, el naranja vendría caracterizado en términos de la intersección difusa de las categorías rojo y amarilloxciv, el violeta como la intersección de azul y rojo, y el gris como la de negro y blanco. Para definir las categorías de rosa y marrón son necesarias funciones más complejas que relacionan las categorías cromáticas con dimensiones de luminosidad acromáticas (rojo y blanco, amarillo y negro). Lo cierto es que este modelo funciona bastante bien para explicar el hecho de que las lenguas con menos ítems léxicos para designar conceptos de color básicos incluyan varios prototipos de color dentro de cada uno de ellos. Es decir, que dentro de cada categoría, al ser más amplia conceptualmente, habría más picos focales que serían los mejores ejemplos posibles de la categoría en cuestión. Así, por ejemplo, se da el caso de lenguas que agrupan verdes y azules en una sola categoría (que los investigadores de esta área denominan humorísticamente grue, y que podríamos traducir por algo así como verdul) para la que disponen de un ítem léxico, pero cuando se pide a los hablantes que escojan en la tabla de colores el mejor ejemplo de la misma, señalan tanto el verde puro como el azul puro (dos colores focales, por tanto). Lo que no ocurre, como decíamos, es que señalen el turquesa o el esmeralda. Puesto que lo que vienen a expresar las funciones de la teoría de Kay y McDaniel son, en último término, correlaciones con parámetros físicos percibidos (a saber, frecuencias de onda y grados de intensidad lumínica), el modelo propuesto nos permite predecir el punto exacto o bastante aproximado del espectro en que los seres humanos deberían comenzar a conceptualizar un color básico (sea o no primario) como diferente de otro. Como señala G. LAKOFF (1990:29): The Kay-McDaniel theory has important consequences for human categorization in general. It claims that colors are not objectively “out there in the world” independent of any beings. Color concepts are embodied in that focal colors are partly determined by human biology. Color categorization makes use of human biology, but color categories are more than merely a consequence of the nature of the world plus human biology. Color categories result from the world plus human biology plus a cognitive mechanism that has some of the characteristics of fuzzy set theory plus a culture-specific choice of which basic color categories there arexcv. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 224 El problema es, sin embargo, que la última variable incluida (la cultural) desbarata la mayor parte de las predicciones del modelo. En otras palabras: la realidad se niega a plegarse a las expectativas de la teoría científica. En primer lugar, veamos cuáles son las evidencias que nos llevan a concluir que el mecanismo cognitivo propuesto por Kay y McDaniel no funciona o, al menos, no es capaz de proporcionar una explicación exhaustiva del modo en que tendría lugar la conceptualización del color. Para ello nos basaremos en el trabajo de MacLaury citado por G. LAKOFF (1990:29-30). Acabamos de señalar que, según la teoría de Kay y McDaniel, los límites entre categorías deberían resultar tan estables como los colores focales (los mejores ejemplos que los hablantes eligen para cada categoría de color establecida) de una lengua a otra. Esta predicción tiene su lógica: en efecto, si la elección que los seres humanos realizan intuitivamente sobre el representante prototípico de una categoría de color coincide siempre, en todas las lenguas, con un rango estable y muy limitado en el espectro de frecuencias (es decir, con la misma casilla de color), ¿por qué no habría de suceder lo mismo con las fronteras conceptuales entre colores diferentes, de modo que todos las establezcamos aproximadamente en el mismo lugar del espectro? Lo cierto es que aún no disponemos de una respuesta satisfactoria a esta pregunta, sino sólo de evidencias que confirman que, de hecho, esto último simplemente no sucede. Si la teoría de Kay y McDaniel fuera correcta, nuestras bases neurofisiológicas, en combinación con el mecanismo cognitivo diseñado por los autores, deberían permitir a todos los seres humanos computar dónde empiezan colores como el violeta o el naranja en el espectro de frecuencias que, si bien no son primarios, sí son básicos (como ponía de manifiesto el trabajo de Berlin y Kay). Esto se manifestaría en el tratamiento uniforme de los conceptos de color entre culturas, de modo que, en el caso de lenguas que no dispusieran de ítems léxicos para designarlos, los test sobre la tabla de colores deberían poner de manifiesto que, conceptualmente, tales categorías se encontrarían entre los límites de categorías primarias. Así, por ejemplo, si el violeta se concibe como la intersección difusa de rojo y azul, conceptualmente debería constituir una categoría distinta, a medio camino entre las otras dos, pero no totalmente dentro de una u otra. Sin embargo, y en contra de tales expectativas, MacLaury aporta evidencias de lenguas en las que el violeta cae enteramente dentro de un concepto más amplio que engloba también los verdes y los azules, y que denomina cool (algo así como fríos, aunque el violeta tiene un alto componente de rojo, paradigma de los tonos calientes). Del mismo modo, también aporta ejemplos de lenguas en las que el marrón (resultante de funciones difusas combinatorias del amarillo y el negro) se encuentra totalmente subsumido por el amarillo, mientras que en otros idiomas examinados lo hace por el negro. Por otra parte, también existen problemas de sobredeterminación en la teoría de Kay y McDaniel en relación con los prototipos o picos focales para cada categoría. Así, la teoría Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 225 predice que para categorías conceptualmente constituidas por la conjunción de dos áreas básicas en el espectro de color (por ejemplo, azul y verde), los hablantes deberían señalar dos mejores ejemplos de la categoría, a saber: el azul puro y el verde puro. Sin embargo, aunque esto ocurre en algunos casos, en otros se produce un desvío hacia uno solo de los prototipos como mejor ejemplo de la categoría. Aún no hemos conseguido explicar por qué ocurre esto. Como señala G. LAKOFF (1990:30): Color categories (…) are generative (…). They have generators plus something else. The generators are the neurophysiologically determined distribution functions, which have peaks where the primary colors are pure: black, white, red, yellow, green, and blue. These generators are universal; they are part of human neurophysiology. The “something else” needed to generate a system of basic color categories consist of a complex cognitive mechanism incorporating some of the characteristics of fuzzy set union and intersection. This cognitive mechanism has a small number of parameters that may take on different values in different cultures. Cuáles sean tales parámetros culturales, y si son o no modelizables (de modo que pudieran completar de manera sistemática la propuesta de Kay y McDaniel), son cuestiones que todavía hoy permanecen inexplicadas. 6.1.4. Sistemas conceptuales experienciales: categorías culturalmente definidas Trabajos como el de MacLaury ponen de manifiesto que el peso de las variables culturales tiene más importancia de la que parece en la generación de nuestros conceptos y de las categorías en que se instancian. Mucho antes que él, en concreto en 1964, Harold Conklin, en un estudio sobre la botánica folk de los hanunóo, que hablan una lengua malayo-polinesia, se dio cuenta de que los términos de color estaban “asociados a fenómenos no lingüísticos del entorno exterior” [G.B. PALMER (2000:112)]. En concreto, este autor se refería al hecho de que las oposiciones básicas de categorías de color aludían también a dimensiones de humedad y sequedad (y de luminosidad): lo húmedo sería lo verde (latuy) o lo oscuro (bi:ru); frente a lo seco, que se correlacionaría con lo rojo (rara) o lo claro (lagti). También hace alusión a una tercera dimensión bastante más difícil de comprender, pues lo oscuro y lo claro se relacionan también con un “material profundo, que no se decolora, indeleble y en consecuencia más deseado, frente a una sustancia pálida, débil, descolorida, blanqueada o incolora” [G.B. PALMER (2000:112)]. De este modo, Conklin se mostraba firmemente convencido de la necesidad de estudiar la estructura interna de los sistemas cromáticos distinguiendo en todo momento entre percepción sensorial, por un lado, y conceptualización (la estructuración cognitiva de tal percepción), por otro. Nos gustaría hacer un inciso en este punto para retrotraer al lector a las ideas que expusimos en el capítulo anterior sobre el carácter multimodal de las redes neurales en que se instancian Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 226 nuestros conceptos. En relación con lo que acabamos de exponer aquí, debería resultar evidente que a lo que Conklin está haciendo referencia es a su génesis experiencial. En efecto, es la experiencia perceptiva de un ser humano que se haya desarrollado en el sudeste asiático lo que le permite establecer asociaciones estables entre atributos como húmedo, oscuro y verde. Sin embargo, a continuación, Conklin añade algo más: una valoración cultural de tal conglomerado de atributos, que lo convierten en objeto de deseo en el contexto sociocultural de los hanunóo, sea por los motivos que fuere (tal vez porque son los atributos de un suelo fértil). En lo que estamos tratando de insistir ahora es en el peso de variables de este tipo a la hora de configurar el sistema conceptual de un organismo en desarrollo. En esta misma línea argumentativa, pero en los inicios de la última década del pasado siglo, Anna Wierzbicka presentó un argumento semejante: afirmaba que los atributos neurofisiológicos perceptivos no son suficientes para explicar la conceptualización de los sistemas de color (a esta conclusión ya habían llegado también Kay y McDaniel, por otra parte), y completaba su propuesta explicativa con las asociaciones más salientes que los términos de color existentes en una lengua presentaban en el entorno físico y cultural de los hablantes de la misma. Así, por ejemplo, Wierzbicka sostiene que el término amarillo estaría asociado con el dominio de nuestra experiencia con el sol, el calor y la luz, mientras que rojo lo estaría con el fuego, el calor y la oscuridad. De este modo, llegó a redefinir las categorías básicas de color en términos de experiencias panhumanas (universales), donde las definiciones adoptan la forma “color que puede hacernos pensar en x”, y “donde x es luz diurna, noche, fuego, sol, cosas que crecen del suelo, el cielo y otros dos colores” [G.B. PALMER (2000:114)]. Si hiciéramos corresponder cada uno de los términos propuestos por Wierzbicka con un color, observe el lector cuál sería el resultado: blanco (luz diurna), negro (noche), rojo (fuego), amarillo (sol), verde (cosas que crecen del suelo), azul (cielo), y otros dos colores. Es decir, los tres pares de colores oponentes de Hering y dos colores (primarios) más. Pero, más allá de los ecos borgianos de la taxonomíaxcvi de Wierzbicka, lo que nos interesa de su propuesta es la idea de que proyectamos nuestras capacidades perceptivas neurofisiológicamente universales sobre el entorno, lo que da lugar a sistemas conceptuales que son experienciales. Esto nos permitiría explicar el hecho de que los focos categoriales sean estables a través de lenguas y culturas, puesto que se proyectarían sobre elementos muy comunes de nuestra experiencia física panhumana, pero también dejaría lugar para la variación en función de parámetros culturales más sofisticados. Esta idea no sólo no tiene nada de fantasioso, sino que nos recuerda un par de cosas: 1) La afirmación de E. ROSCH (1978:29), a la que nos referimos repetidamente en este trabajo, acerca de que la estructura de los sistemas conceptuales presentes en un entorno sociocultural determinado influye de manera determinante en la estructura del sistema conceptual que un ser humano que se desarrolle en tal entorno será capaz de generar. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 227 2) Las ideas de F. VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997:201) sobre la categorización del color: La categorización del color depende enteramente de una enmarañada jerarquía de procesos perceptivos y cognitivos, algunos propios de la especie y otros propios de ciertas culturas. (…) las categorías de color no se hallan en un mundo pre-dado que sea independiente de nuestra actitud perceptiva y cognitiva. (…) son experienciales, consensuales y corporizadas: dependen de nuestra historia biológica y cultural de acoplamiento estructural.(…) el color brinda un paradigma de un dominio cognitivo que (…) ha emergido y es experiencial. (…) ello no significa que no exhiba universales o que no pueda someterse al riguroso análisis de diversas ramas de la ciencia. En efecto, la experiencia definida culturalmente desempeña con toda probabilidad un papel importantísimo en la emergencia de las categorías de color: negarlo sería caer en el reduccionismo. La importancia del contexto no es algo que hayamos pasado por alto en este trabajo. Así, en 3.4.5. subrayamos el hecho de que el color se construye siempre en contexto: el de otros parámetros cuya percepción está también fisiológicamente constreñida (como el brillo, la forma, o el movimiento) todos los cuales se integran para dar lugar a categorizaciones perceptivas, que experimentamos simultáneamente a la percepción del color gracias al trabajo paralelo y masivo de nuestras vías neurales visuales. Lo anterior se traduce en la afirmación de que entendemos lo que vemos, y que el color constituye una parte fundamental de la información que nos proporciona nuestra experiencia visual para llevar a cabo esa categorización. Por eso es totalmente razonable y verosímil suponer que en su estructuración conceptual intervengan parámetros culturales, que son, al fin y al cabo, tan experienciales como el propio entorno físico. 6.2. Emociones: cosas que están dentro y cosas que están fuera 6. 2. 1. Introducción Desde el inicio de este trabajo hemos mencionado más bien de pasada, pero recurrentemente, las nociones de emoción y sentimiento. Lo hacíamos en el capítulo 4 con el contraejemplo de las neurosis, donde el sujeto afectado percibía el resultado de su cambio conductual (que inducía una reestructuración neural y cognitiva a nivel inconsciente) como un sentimiento consciente de alivio, y lo hacíamos también con el ejemplo positivo de los episodios de memoria espontánea, donde mencionábamos el modo en que tanto la formación de recuerdos, así como el acceso a los mismos, estaban ligados a una impronta emocional intensa. Habíamos explorado esta idea brevemente en 3.4.2. al examinar la trascendencia de este tipo de impronta en la toma de decisiones de consumo. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 228 Por fin, ha llegado el momento de entrar de lleno en materia: lo haremos porque creemos que es imprescindible, en un estudio sobre conceptualización y comunicación humanas, atender al modo en que las emociones se encuentran imbricadas en nuestro razonamiento. Pero, para alcanzar una comprensión adecuada del problema, es preciso acercarse a él desde diversos ámbitos que nos permitan contemplar con perspectiva las múltiples dimensiones en que nos afecta. Esta vez, en lugar de comenzar con la explicación neurobiológica de los estados emocionales (que abordaremos en el próximo capítulo), examinaremos en primer lugar la evidencia procedente de la antropología lingüística y cognitiva acerca de la conceptualización de emociones. Procederemos así por varias razones: 1) Porque consideramos que el tema manifiesta una continuidad natural con respecto al tema tratado en el epígrafe anterior (a saber: la influencia de los parámetros culturales en el proceso de conceptualización), por lo que resulta comunicativamente económico tanto para nosotros como para el lector explorar los paralelismos que rápidamente se percibirán entre ambas materias; y 2) porque pretendemos que los datos neurobiológicos disponibles nos permitan explicar algunas de las evidencias aportadas desde las ciencias humanas, para lo cual es preciso haberlas expuesto primero. 6.2.2. ¿De qué es espejo la cara? Una corriente considerablemente amplia de la antropología cognitiva y de los estudios interculturales sobre la emoción es la que considera que existen, aproximadamente, siete emociones básicas universales (con un margen de variación de dos en sentido positivo o negativo), que serían las siguientes: felicidad, tristeza, enfado, miedo y disgusto (o repugnancia), a las que pueden añadirse, eventualmente: sorpresa, vergüenza, desprecio y curiosidad. Del mismo modo, las expresiones faciales de tales emociones se consideran panculturales. Hasta tal punto ha sido influyente esta postura (y continúa siéndolo en la actualidad) que existen proyectos de creación de aplicaciones informáticas para la detección de contenidos emocionales en publicidad (como el que se lleva a cabo en el Centro de Visión por Computador del Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial de la U.A.B.) que la asumen a pies juntillas. En efecto, lo cierto es que no resulta descabellado afirmar que, para emociones muy elementales, estados internos similares se manifiestan en cambios faciales muy parecidos en todos los seres humanos. El procedimiento normalmente utilizado por los antropólogos y psicólogos para llegar a este tipo de conclusiones adopta la rutina experimental siguiente: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 229 1) En primer lugar, se toman fotografías de las expresiones faciales estándar que representan las emociones consideradas básicas, y que acabamos de enumerar arriba. Invariablemente, el estándar de comparación toma como referencia sujetos occidentales (y, en concreto, angloparlantes). 2) En segundo lugar, un grupo control compuesto por tales sujetos es el encargado de etiquetar cada fotografía como correspondiente a una emoción. Sin embargo, este etiquetado no es algo que los sujetos puedan llevar a cabo libremente, sino que han de determinar con qué emoción se corresponde cada fotografía eligiendo el término de una lista corta (la susodicha enumeración) proporcionada por los experimentadores. 3) La última etapa de la rutina experimental consiste en mostrar las fotografías a sujetos de otras culturas para comprobar la predicción de que ellos también asignarían la misma etiqueta emocional a cada foto, de lo que se concluiría que manejan las mismas categorías emocionales que los angloparlantes. Sin embargo, como señala J.A. RUSSELL (1991:435) en un artículo que constituye una revisión exhaustiva de los estudios más relevantes sobre la materia disponibles hasta el momento de su redacción, este tipo de procedimiento experimental, denominado de elección forzosa (forcedchoice), es ineficaz para mostrar la equivalencia precisa de los conceptos emocionales en diferentes culturas. Veamos por qué. Para ello, imagínese el lector que es un sujeto de tales experimentos, y que los experimentadores le muestran una fotografía de una mujer joven con una amplia sonrisa. A continuación, le piden que le ponga una etiqueta a la emoción que muestra la fotografía, escogiéndola de la siguiente lista: tristeza, enfado, disgusto, miedo, sorpresa, felicidad. Lo más probable es que escogiera felicidad. Pero ahora imaginemos que, en lugar de felicidad, el único término disponible para designar algo parecido a ese estado emocional es satisfacción. Viéndose forzado a elegir, el lector probablemente lo escogería también. Y lo mismo ocurriría si, en lugar de felicidad, se encontrase el término alegría o contento. Lo que estamos intentando señalar es que este método es indiferente a los matices precisos de significado entre los términos. Como mucho, experimentos de este tipo pueden mostrar que personas de diferentes culturas dotan de interpretaciones similares a las expresiones faciales. De hecho, se ha comprobado mediante experimentos que utilizaban un método de etiquetado no forzoso que los sujetos a quienes se permitía elegir su propia etiqueta para cada expresión facial generaban un número mucho mayor de etiquetas, de forma que la comparación intercultural arrojaba un grado significativamente menor de consenso. Sin embargo, no se trata sólo de que los experimentos que hacen uso del método de elección forzosa (y que son, por otra parte, los únicos verdaderamente extendidos) puedan exagerar el nivel de consenso. Lo que debe llamar nuestra atención, como apunta J.A. RUSSELL (1991:436), es que incluso con cierto nivel de magnificación de los resultados, tales pruebas no arrojan Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 230 tampoco, ni con mucho, una coherencia del 100% entre las categorizaciones emocionales de culturas diferentes. Así, por ejemplo, es bien sabido que la categorización de emociones en culturas cuyos sujetos hablan lenguas no indoeuropeas es sustancialmente diferente de la que llevamos a cabo en países occidentales y, más en concreto, de la que llevan a cabo los angloparlantes, cuyos conceptos y términos léxicos de referencia constituyen el estándar para todos los estudios que se han llevado a cabo sobre la materia. Examinemos, por ejemplo, la siguiente tabla comparativa, que tomamos del artículo del mencionado autor [J.A. RUSSELL (1991:437)]: Es preciso señalar que el descenso en la tasa de acuerdo que se ve en la mayor parte de las lenguas no indoeuropeas es una media entre el acuerdo que efectivamente parece existir en la expresión de algunas emociones, y la confusión o desacuerdo en lo que constituye o no la expresión facial de otras. Tomemos, por ejemplo, el caso del japonés, que es la única lengua no indoeuropea presente en tres estudios. Los autores de tales trabajos señalan que los problemas de categorización o, al menos, de identificación de expresiones faciales, aparecen cuando los sujetos japoneses se enfrentan a expresiones que los sujetos angloparlantes habían categorizado como miedo, enfado, disgusto, vergüenza, o desprecio. Según observan, en estos casos los conceptos japoneses parecen ser más amplios que los occidentales. Para comprobar la anterior afirmación, disponemos de un experimento llevado a cabo por D. Matsumoto y P. Ekman en 1989, que también tomamos de J.A. RUSSELL (1991:437) y cuyas conclusiones se sintetizan en la siguiente tabla: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 231 El test consistió en lo siguiente: los autores pidieron a sendos grupos de estudiantes universitarios japoneses y americanos que etiquetasen la emoción que se mostraba en cada imagen de un total de 48 fotografías que contenían expresiones faciales consideradas estándar. La mitad de ellas eran fotografías de personas japonesas, y la otra mitad de americanas. Los resultados evidenciaron que japoneses y americanos categorizaban de modo similar las expresiones de sorpresa y felicidad. Sin embargo, parecía haber un grado considerable de desacuerdo en lo que respecta a emociones como miedo, enfado y disgusto, y también, aunque en menor medida, tristeza. Esto debería llamar nuestra atención sobre dos puntos esencialmente conflictivos que hemos insinuado abiertamente a lo largo de nuestra exposición en este epígrafe: 1) El hecho de que etiquetar una expresión facial no es equivalente a conceptualizar una emoción. 2) El problema que supone que tanto el concepto supraordenado de emoción, como las 7±2 supuestas emociones universales básicas, hayan sido tomados del inglés que, curiosamente, dispone de términos léxicos para denominar cada uno de ellos. En este sentido, es relevante que incluyamos aquí una cita de A. Wierzbicka acerca de la necesidad de llevar a cabo estudios interculturales con procedimientos no sesgados: One of the most interesting and provocative ideas that have been put forward in the relevant literature is the possibility of identifying a set of fundamental human emotions, universal, discrete, and presumably innate; and that in fact a set of this kind has already been identified. According to Izard and Buechler (1980, p.168), the fundamental emotions are (1) interest, (2) joy, (3) surprise, (4) sadness, (5) anger, (6) disgust, (7) contempt, (8) fear, (9) shame/shyness, and (10) guilt. I experience a certain unease when reading claims of this kind. If lists such as the one above are supposed to enumerate universal human emotions, how is it that these emotions are all so neatly identified by means of English words? For example, Polish does not have a word corresponding exactly to the English word disgust. What if the psychologists working on the “fundamental human emotions” happened to be native speakers of Polish rather than English? Would it still have ocurred to them to include “disgust” on their list? And Australian Aboriginal language Gidjingali does not seem to distinguish lexically “fear” from “shame”, subsuming feelings Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 232 kindred to those identified by the English words fear and shame under one lexical item (Hiatt, 1978, p.185). If the researchers happened to be native speakers of Gidjingali rather than English, would it still have ocurred to them to claim that fear and shame are both fundamental human emotions, discrete and clearly separated from each other? [J.A. RUSSELL (1991:428)]. Aunque la evidencia que aporta J.A. RUSSELL (1991) acerca del sesgo anglomorfo de los conceptos que se pretenden universales es profusa además de flagrante, nos limitaremos a recoger los ejemplos que consideramos más clarificadores para no distraer al lector con erudición innecesaria, que fácilmente puede contrastar mediante el acceso a las referencias bibliogáficas. Así, en relación con el segundo punto, existen estudios tanto desde la antropología lingüística como cognitiva que ponen de manifiesto que no hay una diferencia clara entre los conceptos enfado y tristeza en muchas culturas no occidentales. Es el caso, por ejemplo, de los Buganda de Uganda, que hablan una lengua denominada lugandés. Russell recoge los estudios de J. H. Orley y de J. R. Davitz al respecto, y ambos coinciden en que los límites entre enfado y tristeza o pena son bastante difusos. En concreto, Davitz llevó a cabo un experimento con adolescentes americanos y bugandeses, que consistió en pedir a los miembros de ambos grupos que describiesen un incidente en sus vidas que les hubiese hecho enfadar. Es preciso señalar que los sujetos bugandeses eran bilingües lugandés-inglés. El resultado de la prueba fue que aproximadamente un tercio de los bugandeses mencionó que había llorado durante el incidente, mientras que ninguno de los americanos lo hizo. Tal diferencia se manifestó, además, independientemente de la lengua en que los adolescentes bugandeses llevasen a cabo su descripción. Parece, por tanto, que nos estamos enfrentando a diferencias sutiles en la estructura conceptual, más que a cuestiones puramente léxicas. Lo mismo parece ocurrir en el caso de los Ilongot, un grupo étnico de Filipinas que dispone de una palabra (liget) para designar un concepto que se solapa parcialmente con el nuestro de enfado (en realidad, con el inglés anger, pero traducimos al español los términos porque consideramos que la equivalencia entre ambas lenguas es bastante aproximada), pero que, en la práctica, es mucho más amplio, y abarca un rango de emociones que incluyen la tristeza. Veamos lo que dice uno de los estudios más exhaustivos de que disponemos al respecto. Data de 1980, su autor es M. Z. Rosaldo, y la referencia que recogemos la hemos extraído, como el resto, de J.A. RUSSELL (1991:432): I began to see in a term that I had understood initially to mean no more than anger a set of principles and connections with elaborate ramifications for Ilongot social life. Liget can be caused by insult or injury, but also by the death of a loved one. Liget can be manifested in irritability or violence, but it also can be manifested in the sweat of hard work. Liget is shown when a man hunts with courage and concentration or when a woman prepares a good meal. Liget is a highly valued force, vital to social and personal lifexcvii. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 233 La misma amplitud conceptual puede detectarse tras la palabra song de los Ifaluk de Micronesia: Lutz (1980) translated song as justifiable anger, and the facial cues, situations, and tendency to violence with song support this view. But song also indicates a state in which the person cries, pouts, and inflicts harm on himself or herself, including suicide [J.A. RUSSELL (1991:432)]. Este grupo étnico proporciona otros ejemplos interesantísimos de inequivalencia conceptual que pueden observarse indirectamente a través del léxico. Es el caso, por ejemplo, de conceptos que para nosotros se encuentran tan perfectamente delimitados como sorpresa y miedo. Se ha interpretado habitualmente que los Ifaluk no disponen de palabras para designar este tipo de emociones cuando lo que ocurre, en realidad, es que disponen de una estructuración conceptual de las mismas que implica el aspecto, es decir, la referencia al marco temporal en que acontece el evento externo que desencadena la emoción. Estaríamos, por tanto, ante un caso inverso a los anteriores, en el sentido de que, esta vez, son nuestros conceptos los más amplios. Explicamos esta compleja estructura conceptual a continuación: mientras que nosotros podemos sentirnos agradable o desagradablemente sorprendidos, los Ifaluk disponen de un término específico para referirse a las sorpresas agradables (ker), mientras que las sorpresas desagradables son designadas por medio del ítem léxico rus. Al mismo tiempo, rus designa también las sensaciones naturalmente aparejadas a este tipo de sorpresas, en concreto el miedo provocado por tener que enfrentarse a un acontecimiento inesperado y amenazante. Eso sí, las emociones a las que nos hemos referido hasta ahora tienen lugar en el presente, o psicológicamente son percibidas como tal. Para referirse al miedo que se siente ante acontecimientos futuros potencialmente desagradables, los Ifaluk disponen de un término específico: metagu. Sin embargo, nuestro concepto de miedo no hace distingos: comprende tanto el miedo a lo presente como a lo futuro. De esta forma, parece que podríamos salvar las diferencias mediante equivalencias establecidas por medio de conjunciones parciales, del modo siguiente: KER RUS SORPRESA METAGU MIEDO ÍTEM LÉXICO IFALUK EMOCIÓN DESIGNADA EN ESPAÑOL ASPECTO Ker Sorpresa agradable Presente rus Sorpresa desagradable - Miedo Presente Metagu Miedo Futuro Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 234 Sin embargo, una clasificación como la anterior se hace imposible en otras ocasiones, como vimos en el caso del Ilongot liget, y como sucede también con la palabra Ifaluk fago que, como explica C. Lutz y recoge J.A. RUSSELL (1991:433), se refiere a un concepto que dibuja un mapeado irregular sobre los disponibles en nuestra estructura conceptual, así: Fago is felt when someone dies, is needy, is ill, or goes to a voyage, but also when in the presence of someone admirable or when given a gift. Fago is used in some situations in which English speakers would use love, empathy, pity, sadness, and compassion, but not in all such situations. Es decir, que no se trata de que “fago” sea un concepto tan amplio que englobe todos los conceptos mencionados arriba, sino que engloba sólo algunos de los usos que nosotros haríamos de los términos con que designamos tales conceptos, usos ligados a situaciones socioculturales concretas (de nuevo, vemos aquí el peso del entorno cultural en la experiencia que da origen a nuestros conceptos). De este modo, designa una realidad emocional totalmente distinta. Lo mismo podríamos decir del concepto de amor, común a muchas lenguas indoeuropeas occidentales (si no a su totalidad), que engloba tanto el amor platónico como el sexual. Lo que a nosotros puede parecernos algo tan normal, para la mayor parte de culturas asiáticas resulta un desvarío: por ejemplo, los Nyimba del Nepal disponen de dos palabras para designar lo que consideran dos realidades emocionales diversas; y los Utku, una tribu inuit del Canadá, distinguen también entre el tipo de amor que se siente por aquellos que necesitan protección, como los niños pequeños o los enfermos, al que denominan naklik, y el amor que inspiran aquellas personas que uno considera admirables o atractivas (niviuk). En ambos casos encontramos, por tanto, una realidad amorosa cercana a la compasión, y otra próxima al deseo. Tras examinar ejemplos como los anteriores, esperamos que el lector no sólo no sienta ya ni un asomo de extrañeza ante la relativa eficacia del método del etiquetado forzoso, sino también que le parezca natural cuestionar la validez de las pruebas de reconocimiento facial de expresiones emocionales como evidencias concluyentes acerca de la equivalencia de los conceptos emocionales entre culturas. 6.2.3. Emociones y pensamientos: juntos y en el hígado Hasta el momento hemos aportado ejemplos que ponen de manifiesto las inequivalencias existentes en la estructuración conceptual de emociones que la línea de pensamiento clásico en antropología consideraba básicas y universales. Pero habíamos mencionado que este problema afectaba también al propio concepto supraordenado de emoción. La metafísica neoplatónica y racionalista occidental nos tiene acostumbrados a asumir la existencia de una clara dicotomía en la que el pensamiento es un fenómeno de índole exclusivamente racional que tiene lugar en la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 235 cabeza (aunque en última instancia remite a un fenómeno de naturaleza incorpórea, cuasidivina, de orden superior), por oposición a la emoción, fenómeno corporal cuya sede se sitúa simbólicamente en el corazón (metáfora plenamente vigente en la actualidad). Al establecer como estándar de referencia para el estudio intercultural de este dominio el término inglés emotion, los investigadores estaban asumiendo, esperamos que sin mala fe, una noción sesgada del fenómeno de estudio, que presupone que éste existe a priori como una realidad conceptual universal. En pocas palabras: nos encontramos de nuevo con el ubicuo resbalón epistemológico de la naturalización, entificación o reificación de los fenómenos (llámese como se prefiera). Por el contrario, la función de todo estudio con un planteamiento intercultural debería ser, en primer lugar, preguntarse si los fenómenos que van a ser estudiados ostentan el mismo estatus conceptual en todas las culturas interrogadas. Así, un estudio intercultural sobre la emoción llevado a cabo por sujetos angloparlantes debería examinar si las culturas no angloparlantes implicadas establecen los mismos límites en torno al concepto que los hablantes de referencia, en lugar de asumir que puede emprenderse el estudio de una realidad conceptual perfectamente delimitada. En relación con esta cuestión, J. A. RUSSELL (1991:429-430) ofrece también una serie de evidencias que podemos clasificar (algo que el autor no hace) en orden de creciente grado subversivo con respecto al concepto occidental de emoción: 1) En primer lugar están los casos de diferencias más bien leves, como el del japonés. El dominio conceptual a que se refiere la palabra jodo, que se considera el equivalente de la inglesa emotion, hace referencia a lo que los occidentales consideramos emociones básicas típicas, pero también incluye otros fenómenos sobre cuya clasificación no existe un total acuerdo, como por ejemplo consideración, motivación, fortuna…es decir, la acción (física o verbal) considerada (respetuosa o amable) con respecto a otro, el sentimiento de motivación para la realización de una tarea, o el ser o saberse afortunado, por ejemplo, que no es lo mismo que ser feliz. 2) En segundo lugar, podemos mencionar los casos que no disponen de un concepto supraordenado de emoción como tal, lo que no quiere decir que no dispongan de términos básicos para designar estados emocionales concretos. Este parece ser el caso de los tahitianos, según documenta R. I. Levy en un estudio de 1984. Sin embargo, este autor se ha atrevido a hipotizar que el concepto de emoción, aunque no disponga de un ítem léxico que lo designe, parece estar implícito en el pensamiento tahitiano. De este modo, Levy señala una serie de rasgos comunes que parecen caracterizar ciertos estados internos como emocionales: a) se originan en los intestinos; b) implican a la totalidad de la persona; c) suelen conducirla a la acción y d) suelen tener consecuencias en el entorno físico y sociocultural. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 236 Otro ejemplo que llama la atención sobre las dimensiones socioculturales de la emoción, desligándola de lo interno y proyectándola hacia los ámbitos de la interacción social, lo encontramos en un grupo étnico centroafricano, los Fulani. Esta tribu dispone de una palabra (semteende), que durante mucho tiempo se tradujo como equivalente del término vergüenza. Sin embargo, estudios posteriores han demostrado que su uso depende no tanto de los sentimientos de la persona en cuestión, como de la confluencia de circunstancias externas en que tal persona se halle. Es decir, las personas se encuentran en estado de vergüenza según lo determine el código sociocultural, independientemente de si la sienten realmente o no. Podríamos hallar un paralelismo en el contexto occidental actual si la palabra culpable se utilizase únicamente en referencia a la culpa legal, y dispusiéramos de otro ítem léxico para designar el sentimiento de culpa. Así, por ejemplo, alguien puede ser legalmente culpable de haber matado a alguien, y no sentirse culpable en absoluto si lo hizo en defensa propia o si creía firmemente que tal persona merecía morir, aunque no pueda demostrar ninguna de ambas cosas. De modo similar, y aún a riesgo de simplificar una materia tan compleja como el código de honra del teatro barroco españolxcviii , podemos aventurar que tal concepto se encontraba definido mucho más en función de lo que dictaminaba el decoro social, que de los auténticos sentimientos de los implicados. En efecto, el padre que se ve en la obligación de matar a su hija (quien, a pesar de haber sido violada por un caballero, carga igualmente con el peso de la deshonra familiar), habitualmente se siente más apesadumbrado que deshonrado, como ponen de manifiesto muchas obras de la época. Sin embargo, técnicamente se encuentra en situación de semteende, y tiene que repararla del modo que dictamina la normativa social, independientemente de que sienta o no vergüenza alguna o de que le embargue la compasión por su hija. Obviamente, como detallaremos más adelante cuando entremos a examinar las bases neurobiológicas de la emoción, lo normal es que las personas que se han desarrollado en un entorno sociocultural determinado experimenten ciertas emociones desencadenadas por ciertas situaciones externas. Pero aun así, las emociones secundarias y los sentimientos elaborados (como los asociados al código de honra o al del amor cortés) pueden resultar, como mínimo, conflictivos cuando obligan al ser humano a renegar de otros más básicos, que dependen de circuitos neuroendocrinos de regulación orgánica vitales para la supervivencia de la especie (como el instinto de protección de la prole, que parece estar ligado a la presencia del neurotransmisor oxitocina, que genera vínculos de apego emocional muy fuertes). La comedia barroca ilustra una situación en la que los códigos para el mantenimiento del orden grupal atentan brutalmente contra ciertas emociones primarias y, sin embargo, son respetados porque, en el nuevo orden de cosas creado por la cultura, se perciben como los auténticos pilares de la supervivencia de la estirpe familiar: una familia Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 237 noble deshonrada no tenía posibilidades de seguir existiendo como tal en la sociedad española de aquella época, a no ser que reparase la ofensa mediante una ofrenda de sangre. Así, se sacrifica al individuo en beneficio del abolengo familiar y se salvaguarda el absurdo orden social. 3) Finalmente, tendríamos un tipo de casos que subvierten totalmente el planteamiento de la dicotomía occidental entre emoción y pensamiento. Se trata, en concreto, de dos grupos de habitantes de Malasia, los Chewong y los Temiar, quienes establecen una división conceptual entre estados internos y externos, en lugar de hacerlo entre lo racional y lo emocional. De este modo, conciben pensamientos y emociones como un mismo tipo de fenómeno (interno), que los Chewong sitúan en el hígado, y los Temiar en el corazón. En contraposición, los fenómenos procedentes del organismo pero proyectados hacia el exterior, es decir, los relacionados con la comunicación y el lenguaje, se sitúan en la cabeza para ambas culturas. Así pues, para estas gentes, emoción y pensamiento no sólo constituyen una misma categoría conceptual, sino que son fenómenos de la misma índole profundamente arraigados en el cuerpo. 6.2.4. Interpretar la evidencia 6.2.4.1. Introducción Los datos lingüísticos aportados por numerosos estudiosos de la conceptualización de emociones (de los cuales sólo hemos ofrecido aquí una pequeñísima parte), parecen apuntar al hecho de que existen diferencias significativas en la estructuración conceptual de los fenómenos de tipo emocional entre gente de diferentes culturas que habla lenguas diferentes. Hemos visto que ni el término inglés emotion (aunque nosotros tengamos un equivalente exacto), ni los otros incluidos en las listas de emociones básicas supuestamente universales se encuentran presentes en todas las culturas. Y hemos recogido también algún caso (como el del Ilongot liget o el del Ifaluk fago) de términos léxicos para los que se creía que había equivalentes exactos hasta que se emprendieron estudios en profundidad sobre el terreno. En la misma dirección apuntan los desacuerdos encontrados entre hablantes de lenguas indoeuropeas y no indoeuropeas sobre la asignación de etiquetas emocionales a ciertas expresiones faciales comúnmente asociadas con el miedo, el enfado, la tristeza y el desagrado. Sin embargo, no sería honesto, ni tampoco realista, ocultar que también disponemos de evidencias de las similitudes existentes a la hora de conceptualizar muchas categorías emocionales. La visión clásica de la antropología, responsable de las listas de emociones panhumanas, no puede ser tan miope como para estar completamente errada. No poco hay de verdad en ella como, por otra parte, manifiestan también las tablas estadísticas recogidas más Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 238 arriba, que contienen los porcentajes de acuerdo entre sujetos de diferentes culturas a la hora de asignar etiquetas emocionales a las expresiones faciales. Lo que hemos querido poner de manifiesto, por tanto, porque suele pasarse por alto, es que el terreno de la conceptualización emocional intercultural no puede homogeneizarse burdamente, que la cultura juega un papel importante como una variable más de las implicadas en la emergencia de un sistema conceptual concreto. Una idea que hemos perseguido a lo largo de este trabajo. Como señalaba E. ROSCH (1978:29), el papel que el sistema conceptual ya existente en una sociedad determinada juega en la selección de lo que serán o no los atributos relevantes para la generación de un concepto en ese mismo nicho sociocultural es algo que no puede ignorarse. En otras palabras, no sólo nuestras características neurofisiológicas de especie constriñen la estructura de nuestra percepción, sino que también lo hacen las características del sistema sociocultural en el que nos hallamos inmersos. Así pues, el sistema conceptual que emerge de la interacción de un organismo humano en el mundo es una estructura dinámica y compleja que integra variables tanto materiales (hardware neurofisiológico, cuerpo y entorno físico), como intangibles (sistemas conceptuales preexistentes). En este sentido, no podemos olvidar que: emotion concepts are embedded in a system of beliefs about psychological and social processes. This system has been called a “cognitive model”, “folk theory of mind”, “ethnopsychology” (…) Similarities and differences in emotion concepts may be but the tip of the iceberg, where the iceberg would be similarities and differences in the folk theory of mind, of self, of society, of nature, and so forth [J.A. RUSSELL (1991:445)]. En relación con esto, en 4.2.2. explicamos el modo en que, a escala ontogenética, el sentido común (es decir, la batería de conocimientos, supuestos y creencias que cada uno de nosotros maneja), se encontraba neuralmente instanciado, así que no abundaremos más en ello. Lo que sí haremos, porque lo consideramos pertinente en relación con la anterior afirmación, es introducir brevemente una tríada de modelos abstractos que pretenden ser una propuesta explicativa de la conceptualización emocional capaz de dar cuenta de las evidencias antropológicas y lingüísticas recogidas hasta el momento. Estos modelos se encuentran muy relacionados, por otra parte, con las nociones de prototipicidad y de primacía psicológica de la categorización de nivel básico que hemos explorado en el capítulo anterior. 6.2.4.2 El modelo vertical de J. O. Boucher En un artículo titulado “Culture and Emotion”, que data de 1979, J. O. Boucher propone una explicación de las evidencias expuestas hasta el momento (así como de muchas otras de la misma índole que no hemos recogido aquí) en términos muy próximos a los sintetizados por E. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 239 ROSCH (1978) en un artículo que se publicó justo un año antes, que llevaba por título “Principles of Categorization”, y al que nos hemos referido en este trabajo ya en varias ocasiones. En este último, la investigadora se refiere a los sistemas de categorías como realidades abstractas estructuradas en torno a dos dimensiones, a saber: 1) Una dimensión vertical, relacionada con el grado de inclusividad (o de abstracción) de las categorías (es decir, la dimensión en que varían “cosa”, “mueble”, “armario” y “armario ropero”); y 2) una dimensión horizontal, relacionada con los límites entre categorías pertenecientes a un mismo nivel de abstracción (esto es, la dimensión en que varían “armario”, “silla”, “mesa”, “sofá”, “cómoda”, etc.). Pues bien, como decíamos, el objetivo de Boucher es proporcionar una explicación de la variación intercultural documentada por la evidencia lingüística sin renunciar al postulado de la existencia de categorías básicas panhumanas. Para ello, propone concebir el dominio de la emoción como una jerarquía vertical de categorías, lo que E. ROSCH (1978:30), denomina taxonomía: A taxonomy is a system by which categories are related to one another by means of class inclusion. The greater the inclusiveness of a category within a taxonomy, the higher the level of abstraction. Each category within a taxonomy is entirely included within one other category (unless it is the highest level category) (…). Thus the term level of abstraction within a taxonomy refers to a particular level of inclusiveness. Como acabamos de ver, en el dominio de los objetos esto puede ejemplificarse con facilidad con la jerarquía “mueble”> “armario”> “armario ropero”, o bien “fruta”> “manzana”> “manzana golden”, o cualquier otra que se nos ocurra. Lo importante es que cada una de las categorías subsiguientes en la jerarquía está incluida en la anterior y, por tanto, es menos abstracta (o, si se quiere, más específica). Según Boucher, los términos ingleses para designar categorías emocionales se ajustan perfectamente a este patrón, como pone de manifiesto la jerarquía “emotion”> “love”> “romantic love”, en la que el primero sería el término supraordenado, y el nivel siguiente se correspondería con lo que tanto E. ROSCH (1978), como B. BERLIN (1978) y Roger Brown [G. LAKOFF (1990:31)] habían descrito como nivel básico de categorización (cfr. epígrafe 5.3.1.). Las supuestamente universales 7±2 emociones de la lista pertenecerían a ese nivel básico. Cada una de ellas se encontraría, sin embargo, subdividida en tipos más específicos en el subsiguiente nivel de categorización, como “amor romántico”, frente a “amor platónico”, por ejemplo. Lo que viene a decir Boucher es que tanto el nivel básico como el supraordenado son universales, mientras que el nivel más específico depende totalmente de variables culturales. A estas alturas, al lector no se le escapará que este intento explicativo no carece de problemas, como por ejemplo las evidencias que acabamos de aportar acerca de la inequivalencia del Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 240 propio concepto de emoción en todas las culturas, por no hablar de la inexistencia en algunas de ellas de términos para designar las emociones que el inglés considera básicas y claramente delimitadas (las de la lista). Lo que sí le permitiría explicar, por el contrario, es la evidencia lingüística que dice que en inglés existen unas dos mil palabras para designar tipos de emociones diferentes. El hecho de que unos doscientos de tales términos se encuentren en el léxico de uso común de los angloparlantes no deja de contrastar con las clasificaciones que pretenden establecer la existencia de tan sólo nueve (como máximo) emociones básicas. Y sí, el modelo de Boucher soluciona este problema: la mayor parte de las palabras designarían emociones del nivel de categorización más específico, que sería exclusivo para cada una de las lenguas existentes. 6.2.4.3. Los modelos cognitivos y los puntos focales de R. I. Levy En un artículo que data de 1984, R. I. Levy [J.A. RUSSELL (1991:441)] propone una explicación de la variabilidad intercultural de los conceptos emocionales que se parece en su núcleo fundamental a la de Boucher, en el sentido de que también Levy defiende la existencia de un número limitado de emociones panhumanas, y se apoya en una jerarquía vertical de clasificación inclusiva donde la variación intercultural se situaría en los niveles inferiores (más específicos) de la misma. Sin embargo, la de Levy es una propuesta enriquecida, y por eso la mencionamos aquí. En primer lugar, Levy utiliza la noción de modelo cognitivo para explicar el modo en que cada cultura estructuraría cada concepto emocional concreto. Así, pretende dar cuenta de las diferencias entre culturas que distinguen muchos subtipos de algún concepto, y las que no lo hacen: aquellas sociedades en las que el modelo cognitivo para una emoción es elaborado, lo habrían hipercognizado, lo que quiere decir que atesorarían mucho conocimiento sobre el mismo, que se trataría de un dominio muy estructurado. Por el contrario, cuando el modelo cognitivo existente para una determinada emoción es pobre en una sociedad concreta, se dice que está hipocognizado. Lo anterior debería retrotraer al lector a una idea que expusimos en 5.3.1. en relación con el trabajo de B. BERLIN (1978). En efecto, dijimos entonces que este autor insistía en la importancia de la trascendencia que una categoría alcanza en una determinada cultura a la hora de seleccionar el nivel de abstracción que una comunidad de hablantes entenderá como básico. Pero no sólo eso, dijimos también que Berlin señalaba lo que a su juicio eran dos fuentes culturales de no universalidad, es decir, dos maneras en que la cultura podía influir en nuestras capacidades panhumanas de conceptualización, a saber: la infrautilización, y la especialización. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 241 En el dominio de la botánica, la infrautilización se ponía de manifiesto cuando los urbanitas utilizaban árbol como concepto genérico. Pues bien, para Levy, la infrautilización de las capacidades humanas de conceptualización (hipocognización, en sus propios términos) se manifestaría en aquellas lenguas que no distinguen ciertos tipos de emoción básica de modo específico, sino que la engloban en conceptos más amplios. Este sería el caso de los tahitianos, quienes utilizan una expresión que, hasta los estudios de Levy, se creía equivalente al concepto que designa nuestra tristeza, para referirse a otros estados próximos a lo que nosotros entendemos como fatiga, melancolía o depresión, es decir, estados que implican un cierto tipo de malestar físico. Por el contrario, la especialización se produce cuando las culturas hipercognizan ciertas emociones, generando muchos subtipos de las mismas, como cuando los tahitianos distinguen ciertos tipos de miedo, como el que se siente ante un fantasma (mehameha), de otros muchos. Levy completa su explicación haciendo uso de una noción con la que el lector de este estudio se encuentra también familiarizado, la de mejor ejemplo (focal point). En efecto, esto debería recordarle de inmediato el trabajo de Brent Berlin y Paul Kay [G. LAKOFF (1990:24-26)] que hemos comentado en este mismo capítulo: Basic Color Terms. Recordemos que se trata de un estudio cuyo objetivo principal consistía en falsar la hipótesis de que la conceptualización que los seres humanos llevamos a cabo de los colores básicos es arbitraria. Para ello, el trabajo trataba de hallar un patrón universal para las categorías de color que fuera más allá de las diferencias interculturales en los términos empleados para su designación. Basándonse en este modelo, Levy trata de aplicarlo al dominio de la emoción sugiriendo la existencia de límites difusos, no coincidentes entre culturas, para los conceptos emocionales, pero puntos focales coincidentes. Así, por ejemplo, el concepto Ilongot liget, del que hemos ofrecido una detallada descripción unas páginas más arriba, para Levy “seems to include a broader range of states than does “anger” [but] (…) they might have the same focal point, perhaps a prototypical furious reaction” [J.A. RUSSELL (1991:441)]. El lector que recuerde la riqueza y complejidad de los usos de este término, la versatilidad de los entornos y situaciones sociales en los que puede ser aplicado, probablemente no estará de acuerdo con tal afirmación: se entiende que una reacción furiosa pueda ser el punto focal aglutinante de situaciones como el insulto, la agresión física, e incluso la muerte de un ser querido, pero cuesta más entender en qué sentido la furia puede acompañar a una mujer que prepara un buen almuerzo o a un hombre que trabaja duroxcix. Los puntos focales deberían entonces ser muchos más para ciertos conceptosc, como cuando el término Ifaluk fago se corresponde en ocasiones con lo que nosotros denominaríamos amor, y en otros tristeza, y en otros empatía, y en otros lástima… Creemos que esto se debe a que el dominio de la emoción es de por sí más complejo que el del color. Y no porque para ella no existan unas bases neurobiológicas concretas (aunque de ellas Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 242 no se sepa tanto como de los mecanismos de percepción visual), sino porque constituye un sistema en el que interviene un gran número de variables que todavía no hemos conseguido sistematizar. El mundo del hecho físico externo se está quieto hasta cierto punto y, con tesón, permite cuantificarlo, diseccionarlo. Esto no ocurre así con los organismos biológicos, y mucho menos con el más complejo de todos ellos: el ser humano. Categorizar la emoción (un fenómeno interno que emerge de un organismo dinámico y complejo en interacción con un entorno también dinámico y que, a su vez, es en gran parte producto de la interacción de tal organismo con otros tan complejos como él), no es lo mismo que categorizar el espectro de color, susceptible de ser reflejado en una tabla de celdillas sobre las que se puede poner el dedo. 6.2.4.4. La hipótesis de los guiones de J. A. Russell Tras la revisión exhaustiva de la evidencia procedente de los estudios de antropología lingüística y cognitiva, así como de los experimentos de etiquetado emocional de expresiones faciales, J. A. RUSSELL (1991:442-444) propone una explicación de los datos compilados en términos de guiones (scripts). Técnicamente, un guión es una estructura de conocimiento para un tipo de suceso, en el que tal suceso se concibe en términos de subacciones o subsucesos. Aplicado al ámbito de la emoción, un guión de un concepto emocional consistiría en la secuencia prototípica de acontecimientos que solemos tener asociada a la experimentación de la emoción en cuestión. En relación con esto, Russell llama acertadamente la atención sobre la extrañeza que, a primera vista, puede producirnos el hablar de emociones en términos de secuencias estructuradas de acontecimientos, porque solemos concebirlas más bien como entes amorfos, como cosas que nos sobrevienen de manera incontrolable todas a la vez. Como señala el autor: According to the script hypothesis, categories of emotion are defined by features. The features describe not hidden essences but knowable subevents: the causes, beliefs, feelings, physiological changes, desires, overt actions, and vocal and facial expressions [J.A. RUSSELL (1991:442)]. De este modo, la emoción se concibe como un fenómeno en cuya emergencia convergen parámetros tanto fisiológicos y físicos (los cambios en el estado orgánico, las configuraciones faciales, las acciones que lleva a cabo el individuo, los hechos externos que correlacionan con el estado emocional) como mentales (creencias, sentimientos, deseos). En efecto, la emoción es un dominio en el que se pone de manifiesto la compleja interacción entre el medio externo e interno del organismo en que acontece, lo que veremos en detalle en el capítulo 7. Por otra parte, Russell reconoce que el grado de especificidad de los rasgos que componen los guiones es una cuestión que todavía ha de ser sometida a estudio empírico, y que es muy posible que distintas personas, incluso de una misma cultura, puedan tener guiones sutilmente diferentes Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 243 para una misma emoción, dependiendo de su experiencia individual, lo que tiene mucho sentido en el marco teórico propuesto en este trabajo. A pesar de esta manifiesta necesidad de desarrollo ulterior, la propuesta de este estudioso nos parece interesante como explicación abstracta de los conceptos emocionales por la relación que presenta con la teoría de prototipos de E. ROSCH (1978) que, como afirma G. LAKOFF (1990:21) y estamos tratando de poner de manifiesto aquí, “generalizes to the linguistic as well as the non linguistic aspects of mind”. Así, un guión sería a un acontecimiento (en este caso de tipo emocional) lo que un prototipo sería a un objeto. La hipótesis de Russell se asemeja a la teoría de Rosch en el hecho de que concibe las categorías emocionales como difusas y graduales, es decir: no sólo es que no tengan límites claros entre ellas, sino que la clasificación de un acontecimiento emocional concreto como ejemplo de una u otra es una cuestión de grado. En efecto, mientras que en algunos casos todos podemos decir claramente que experimentamos enfado o tristeza, en otras ocasiones nuestros sentimientos tienden a solaparse y a no constituir un ejemplo prototípico de nada (lo que hace que veamos incrementada la dificultad para hacernos entender a través de palabras). Lo que nos permite hacer la hipótesis de los guiones de Russell, es concebir los conceptos emocionales en términos de mayor abstracción o especificidad según sus guiones sean más o menos detallados. Esto no está nada lejos de la noción de taxonomía propuesta por E. ROSCH (1978:30). Como vimos, la inclusividad no se refiere a otra cosa que al grado de abstracción de un concepto. Así, a mayor amplitud o abstracción de los conceptos, los guiones que propongamos para ellos habrán de ser más generales, para poder dar cabida a un rango mayor de fenómenos, como hemos visto que ocurre en ciertas culturas que designan con un único término estados emocionales que en otras se encuentran perfectamente discriminados. Esto querría decir que en estas últimas, los guiones para esas emociones son más específicos y abarcan tan sólo un rango bien definido de fenómenos. A continuación ofrecemos un guión para el concepto inglés anger, elaborado por Russell pero basado parcialmente en la obra de G. LAKOFF (1990): Como vemos, la secuencia de eventos recoge: 1) Un hecho externo que desencadena el estado emocional (una causa); Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 244 2) una manifestación física externa (configuración facial) de la emoción experimentada; 3) una descripción de los cambios fisiológicos internos experimentados; 4) una descripción del sentimiento interno experimentado (fenómeno cognitivo); 5) una descripción de las consecuencias que la acción ejecutada por el individuo debido al estado emocional experimentado produce en el entorno. Lo interesante de todo esto, es que nos puede ayudar a entender las variables culturales como un continuo que va de lo culturalmente muy específico, a lo prácticamente pancultural. Normalmente, allí donde se incrementa el peso de los factores neurobiológicos es donde solemos hallar manifestaciones panhumanas o universales. Esto es así especialmente en el punto 3) para el que, además de nuestra experiencia fenomenológica, disponemos de la evidencia procedente de los estudios de Ekman, Levenson y Friesen [G. LAKOFF (1990:406-408) y J. A. RUSSELL (1991)], según la cual el pulso y la temperatura de la piel se elevan considerablemente cuando la persona se enfada. Por el contrario, los puntos 1) y 5), referentes a hechos externos observables (causa y consecuencia) serían aquellos en que la influencia de la variable sociocultural se haría sentir con más fuerza en la dinámica global del sistema conceptual. Como señala J. A. RUSSELL (1991:444): “Culture can emphasize one cause or another. People can react emotionally to different things in different cultures. Different causes can thus be incorporated into the meaning of emotion-descriptive terms”. Como ejemplos ofrece, entre otros, el concepto tahitiano mehameha, que ya hemos mencionado, en el que la causa del miedo experimentado por el sujeto es un fantasma; el japonés ijirashi, que se refiere a un tipo de sentimiento causado por ver a alguien superar un obstáculo meritoriamente (podría ser algo así como nuestro concepto admiración, pero motivado exclusivamente por una causa concreta), o el alemán Schadenfreude, utilizado para designar el sentimiento de regocijo que se experimenta a causa de la desgracia ajena. Y lo mismo pasaría con las consecuencias que la experimentación de la emoción desencadena, como cuando los Pintupi, un grupo aborigen australiano, distinguen diferentes tipos de sufrimiento en función de sus consecuencias: así, por ejemplo, el término watjilpa se refiere a la preocupación que deviene en enfermedad física (algo así como nuestro calificativo psicosomático). Por otra parte, el peso de la variable cultural suele determinar también aspectos comportamentales asociados a la expresión emocional. Es decir, que la experimentación de la emoción puede proyectarse en acciones del individuo hacia el entorno, o bien ser reprimida. En relación con esto, J. A. RUSSELL (1991:444) pone como ejemplo los estudios etnolingüísticos de Levy sobre el pueblo tahitiano, donde encontró veintiséis términos mediante los que se designaba un estado emocional que no coincidía con su expresión externa: es decir, es como si nosotros tuviéramos un término específico para referirnos al miedo que no se muestra, por ejemplo. Y es que: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 245 According to P. Ekman (1972, 1980), different cultures establish different norms about the control of emotional expressions. These “display rules” may dictate that at a funeral, for example, grief should be inhibited, displayed, or exaggerated. Peoples of different cultures thus expect different behavioral consequences of specific emotions [J.A. RUSSELL (1991:444)]. Antes de cerrar este epígrafe, nos gustaría insistir en el hecho de que la hipótesis de Russell nos interesa como explicación teórica abstracta de nuestros conceptos para las emociones, no como hipótesis del modo en que tales conceptos estarían representados en nuestro cerebro, por supuesto. En 5.2.1. expusimos las razones que nos llevan a rechazar el enfoque proposicional de representación del conocimiento. En efecto, no creemos que nadie acceda conscientemente a este tipo de guiones en el momento de experimentar o categorizar una emoción de manera experta. No creemos que estos guiones estén codificados de manera simbólica en ningún lugar de nuestras mentes. Sin embargo, son un instrumento muy útil para poner orden en nuestro conocimiento de las variables que confluyen en la emergencia de fenómenos experienciales tan complejos como la emoción, donde se yuxtaponen experiencias del medio externo e interno, y así poder vislumbrar dónde se encuentra el origen (local, situado) de las redes neurales en que se instancian a nivel cerebral. 6.2.5. Contenido fisiológico y estructura conceptual 6.2.5.1. El lenguaje cotidiano refleja la sensación somática Como se desprende de todo lo anterior, y señala J.A. RUSSELL (1991:441): “The existence of basic emotions does not entail nor is entailed by the existence of universal categories for understanding emotions”. En efecto, el hecho de que, como seres humanos con unas características neurobiológicas comunes, experimentemos un mismo conjunto de estados fisiológicos básicos, no implica que estructuremos cognitivamente tales estados de la misma maneraci, y esto es así porque la apropiación consciente de nuestras experiencias emocionales (que da lugar a lo que en el próximo capítulo denominaremos sentimiento) tiene lugar a escala ontogenética, y en el proceso intervienen variables que van más allá de lo puramente neurofisiológico, como creemos haber evidenciado con los datos aportados hasta el momento. Sin embargo, de lo que sí estamos seguros es de que tanto la dimensión fisiológica como la cognitiva (lo físico y lo mental) desempeñan un papel importante en el plano emocional. Hacemos hincapié en esta idea porque durante mucho tiempo se ha sostenido que las emociones estaban vacías de contenido conceptual. Por el contrario, y como señala G. LAKOFF (1990:337): In addition to feeling what we feel, we also impose an understanding on what it is what we feel. When we act on our emotions, we act not only on the basis of feeling but also on the basis of that Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 246 understanding. Emotional concepts are thus very clear examples of concepts that are abstract and yet have an obvious basis in bodily experience. Para ejemplificar lo anterior, este autor lleva a cabo un análisis exhaustivo del concepto inglés anger, en el que pone de manifiesto el modo en que los efectos fisiológicos del enfado, tal y como los experimentamos fenoménicamente, proporcionan la base (el término real) para una red conceptual de metáforas y metonimias, que puede examinarse indirectamente a través de ciertas expresiones idiomáticas que percibimos como lexicalizadas, debido a la profusión de su uso cotidiano. Lo que subyace a este uso es, según Lakoff, un principio metonímico según el cual: “The physiological effects of an emotion stand for the emotion”. De este modo, podemos observar que las sensaciones de calor corporal, agitación, presión interna y, en casos extremos, anulación del sentido común, del juicio (es decir, de las facultades normales de percepción y razonamiento), tienen un reflejo directo (también en español) en expresiones metafóricas del tipo de: “Me hervía la sangre”; “No te acalores” > calor corporal “No te excites; discutámoslo con calma” > agitación “Cuando se lo dije, estalló” > presión interna “Llegó a casa ciega de ira” > anulación de las facultades normales de percepción y razonamiento El hecho de que la conceptualización de los estados emocionales se sustente de manera tan directa sobre las bases fisiológicas de los mismos y que esto se refleje en el idioma es, por otra parte, algo que ha influido sin duda en la comprensión de las emociones como fenómenos vacíos de estructura, como puras sensaciones corporales. El análisis de G. LAKOFF (1990: 380490) aporta evidencias de que, por el contrario: “emotions have an extremely complex conceptual structure, which gives rise to a wide variety of nontrivial inferences” [G. LAKOFF (1990:380)]. 6.2.5.2. Especificidad de los estados emocionales Si bien es cierto que la postura dominante en el ámbito de la psicología cognitiva ha concebido tradicionalmente las emociones como fenómenos vacíos de estructura, no lo es menos que también ha habido defensores de la postura contraria. Es el caso de S. Schachter y J. E. Singer [G. LAKOFF (1990:406) y J.A. RUSSELL (1991)] quienes, en un artículo de 1962, sostenían que las emociones eran algo puramente cognitivo. Según estos autores, la base fisiológica de toda emoción sería un estado general de excitación (arousal) por encima del umbral de normalidad: de este modo, las diferencias entre una y otra se encontrarían determinadas por el estado cognitivo (una especie de esquema o marco mental de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 247 interpretación) en que el sujeto se halla en el momento en que el estado de excitación inhabitual sobreviene. O, en pocas palabras: “which emotion one feels is simply a matter of what frame of mind one is in” [G. LAKOFF (1990:407)]. Sin embargo, el estudio de Ekman, Levenson y Friesen que mencionamos un poco más arriba (6.2.4.4.) arroja evidencias de que tanto el pulso como la temperatura de la piel varían de forma significativamente diferente dependiendo de la emoción concreta que se experimente. En el caso del enfado, dijimos que ambas variables se incrementaban, lo que casa a la perfección con los resultados del análisis de Lakoff sobre la estructura de las expresiones metafóricas que pretenden reflejar tal estado emocional: los términos léxicos hacían precisamente referencia al aumento de la presión interna (sanguínea o muscular), y de la sensación de calor corporal y de agitación. En efecto, lo anterior parece apuntar a que nuestros conceptos emocionales están sólidamente asentados sobre las sensaciones somáticas que experimentamos, es decir, que su estructura no es arbitraria. Esta motivación fisiológica primaria parece tener, por otra parte, una continuidad interlingüística, aunque es cierto que no disponemos de estudios suficientemente exhaustivos al respecto. Lo que queremos decir es lo siguiente: si hipótesis como la de Schachter y Singer fuesen acertadas y, por tanto, no hubiese motivación fisiológica específica para nuestros estados emocionales, podríamos esperar que los términos lingüísticos seleccionados en las diferentes lenguas para expresarlos metafóricamente hiciesen referencia a realidades completamente arbitrarias: lo mismo daría el calor corporal que el pino del jardín. Sin embargo, esto no parece ser así, las metáforas referidas al calor corporal, la presión interna y la sensación de agitación no parecen ser accidentales; por el contrario, lo que sí parece es que nuestros conceptos emocionales se encuentran “embodied via the autonomic nervous system and that the conceptual metaphors and metonymies used in understanding [them] (…) are by no means arbitrary; instead they are motivated by our physiology” [G. LAKOFF (1990:407)]. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 248 7. NEUROBIOLOGÍA DE LA EMOCIÓN Y LOS SENTIMIENTOS El convencimiento racional por sí mismo no genera acción en el ser humano. Se necesita el impulso de las emociones para decidirnos a dar un paso. Este principio está siempre presente en la conducta cotidiana de los individuos ante las pequeñas cosas corrientes y rutinarias, como el comprar y el consumir (...). De hecho, en la conducta humana no hay racionalidad absoluta ni emoción en estado puro [J. COSTA (2005:13)]. 7.1. Introducción Acabamos de examinar una serie de estudios que nos conducen a pensar en las emociones como fenómenos cognitivamente estructurados pero, a su vez, fuertemente motivados por nuestra fisiología. Esta es precisamente la postura defendida por A. R. DAMASIO (2003) quien, al dedicar el grueso de su labor investigadora a desentrañar las bases neurobiológicas de la emoción, ha descubierto el complejo ensamblaje que esta presenta con las capacidades mentales tradicionalmente consideradas superiores. De este modo, sus palabras nos sirven para expresar sintéticamente una idea clave para el desarrollo de este trabajo: Los niveles inferiores en el edificio neural de la razón son los mismos que regulan el procesamiento de las emociones y los sentimientos, junto con las funciones corporales necesarias para la supervivencia de un organismo. A su vez, estos niveles inferiores mantienen relaciones directas y mutuas con prácticamente todos los órganos corporales, colocando así directamente el cuerpo dentro de la cadena de operaciones que generan las más altas capacidades de razonamiento, toma de decisiones y, por extensión, comportamiento social y creatividad. La emoción, el sentimiento y la regulación biológica desempeñan su papel en la razón humana. Los órdenes inferiores de nuestro organismo están en el bucle de la razón elevada [A. R. DAMASIO (2003:11)]. Desde esta perspectiva, el cuerpo constituye un marco de referencia indispensable para los procesos neurales que experimentamos como fenómenos mentales, y a esto nos referíamos en 5.3.2. cuando nos hacíamos eco de una cita del mismo autor en la que señalaba que “el cuerpo contribuye al cerebro con un contenido” para, a continuación, prometer que nos ocuparíamos más adelante de exponer las razones por las que creíamos que la emoción no era definible en términos exclusivamente no físicos. Ahora ha llegado el momento de cumplir aquella promesa y explicar la manera en que el cuerpo proporciona una materia básica para las representaciones cerebrales relacionadas con la emoción y el razonamiento. Por el contrario, la actitud predominante en la tradición occidental ha desestimado insistentemente, y hasta no hace mucho, el hecho de que la emoción pudiera desempeñar algún Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 249 papel en los mecanismos de razonamiento humano salvo, claro está, el de ofuscarlos. No podemos obviar aquí el comentario de E. ROSCH (1978:2-3) al respecto: In trying to understand the processor, the nature of the questions asked again constrains the answers we may derive. (...) questions about the nature of the processor have been bypassed. The processor was assumed to be rational, and attention was directed to the logical nature of problem-solving strategies. The “mature western mind” was presumed to be one that, in abstracting knowledge from the idiosyncrasies of particular everyday experiences, employed Aristologian laws of logic. When applied to categories, this meant that to know a category was to have abstracted clear-cut, necessary, and sufficient criteriacii for category membership. If other thought processes such as imagery, ostensive definition, reasoning by analogy to particular instances, or the use of metaphors were considered at all, they were usually relegated to lesser beings such as women, children, primitive people, or even to nonhumans. Within this tradition, developmental psychology, particularly under the influence of Piaget, has been the study of the acquisition of rationality. Learning theory has been the study of the acquisition of Aristotelian structures (...). And the psychological investigation of group differences, whether cultural or social, has focused on the issue of why “they” are not as able to abstract as “we”. Sin embargo, no es así como parece funcionar la mente de un sujeto adulto cualquiera, a saber: con una racionalidad intocada e impecable. Por el contrario, existen estudios que muestran el modo en que factores emocionales se encuentran sutilmente implicados en la toma de decisiones, tanto triviales como de máxima trascendencia. En concreto, B. SCHWARTZ (2005: 73-74) recoge un experimento que se desarrolla del modo siguiente: 1) En primer lugar, a los sujetos se les pide que se pongan en el lugar de un médico que trabaja en un pueblo aislado de un país en vías de desarrollo, en el que se desata una epidemia mortal. Se les dice que en el pueblo hay seiscientas personas. A continuación, deben elegir entre dos posibles tratamientos: a) El tratamiento A salvará con seguridad la vida de doscientas personas. b) El tratamiento B puede que las salve a todas, pero sólo tiene un tercio de posibilidades de hacerlo. Si no funciona, morirán todas. La abrumadora mayoría de los encuestados eligió el tratamiento A. Preferían salvar menos vidas con toda seguridad antes que arriesgarse a no salvar ninguna. 2) La segunda etapa del experimento consistió en plantear a los mismos sujetos dos soluciones (aparentemente) diferentes: c) Un tratamiento C, con el que morirían exactamente cuatrocientas personas. d) Un tratamiento D, que presenta un tercio de posibilidades de que no muera nadie, y dos tercios de posibilidades de que mueran todos. En este caso, la mayoría de los sujetos eligió, paradójicamente, el tratamiento D. Preferían elegir la posibilidad de salvar a todos, aunque fuera nimia, antes que elegir la muerte segura de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 250 cuatrocientos individuos. Sin embargo, no eran conscientes de que esto era exactamente lo que habían hecho al elegir el tratamiento A. Por tanto, ni leyes aristótelicas, ni estrategias lógicas de resolución de problemas, ni algoritmos, sino percepciones subjetivas del riesgo (e implicaciones emocionales y morales de las mismas) son lo que parece influir de manera decisiva en nuestros procesos de razonamiento y de toma de decisiones habituales. Como señala A. R. DAMASIO (2003:62) “la razón aparentemente normal puede verse perturbada por sesgos sutiles arraigados en la emoción”. 7.2. Imágenes sensoriales Los seres humanos somos organismos complejos: en nuestra interacción con el medio y con los otros organismos que lo pueblan, hacemos mucho más que generar las respuestas externas que, colectivamente, se denominan comportamiento. Por el contrario, generamos también respuestas internas, algunas de las cuales constituyen imágenes (no sólo visuales, sino también auditivas, olfativas, somatosensoriales, etc) que son la base de nuestros fenómenos mentales. Pero, ¿cuál es la explicación neurobiológica de este proceso? Nosotros ya hemos explicado con cierto detalle en el capítulo 3 la neurobiología de nuestro sistema visual. Por otra parte, en el capítulo 5 abordábamos las bases neurales de los procesos de conceptualización humana, aunque no hayamos descendido en ese caso a los niveles microestructurales. Como señala A. R. DAMASIO (2003:92-93) nos encontramos, de hecho, ante el meollo de la neurobiología (...) el proceso mediante el cual las representaciones neurales, que consisten en modificaciones biológicas creadas mediante aprendizaje en un circuito neuronal, se convierten en imágenes en nuestra mente: el proceso que permite que cambios microestructurales invisibles en los circuitos neuronales (en los cuerpos celulares, en las dendritas y axones y en las sinapsis) se transformen en una representación neural, que a su vez se convierte en una imagen que cada uno de nosotros siente que le pertenece. A estas alturas, el lector ya habrá comprendido que defendemos que las imágenes sensoriales (es decir, las imágenes mentales, sea cual sea su modalidad perceptiva original) son la materia prima en que permanecen ancladas las redes neurales que dan lugar a nuestros conceptos más abstractos. Por ello, y porque la emoción es también un tipo de imagen sensorial referida al cuerpo, conviene que proporcionemos unas nociones básicas sobre la estructura general de los sistemas sensoriales que generan tales imágenes, antes de dar el salto a niveles superiores de abstracción. A ello nos disponemos. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 251 7.2.1. Tipos de percepción y rutas de interconexión Los sistemas sensoriales son una especie de cadenas de neuronas que vinculan la periferia exterior o interior de nuestro cuerpo con la médula espinal, el tallo cerebral o troncoencéfalo, el tálamo (del que dijimos al estudiar la estructura del sistema visual que se trataba de la principal estación de relevo sensorial del encéfalo) y la corteza cerebral. Estos sistemas son los responsables de que dispongamos de las percepciones atribuidas a los cinco sentidos clásicos (vista, olfato, gusto, audición y tacto), pero también de la propiocepción (es decir, la percepción de la propia posición y movimientos corporales), así como de la nocicepción (percepción del dolor). Del mismo modo, otras cadenas de neuronas están especializadas en la detección de modalidades sensoriales interoceptivas, como la presión arterial, la temperatura, la concentración de hormonas y glucosa en sangre, etc. Por tanto, existirían tres categorías o tipos de percepción [D.P. CARDINALI (2007:97)], a saber: 1) la exterocepción, de naturaleza consciente; 2) la propiocepción, con componentes tanto conscientes como inconscientes, y 3) la interocepción, de naturaleza primordialmente inconsciente. Sin embargo, cerebro y cuerpo cuentan también con otra vía de comunicación importantísima además de la neural, que es la constituida por el torrente sanguíneo, a través del cual viajan señales químicas en forma de hormonas y neurotransmisores. De estos últimos, A. R. DAMASIO (1993:115) dice que son “mecanismos reguladores básicos [que] funcionan a nivel encubierto y nunca son directamente cognoscibles por el individuo en cuyo interior operan”. De este modo, el SNC (Sistema Nervioso Central) dispone de una representación detallada de lo que ocurre tanto en el exterior como en el interior de nuestro cuerpo. Comprender esto ha constituido un avance importantísimo, porque nos permite explicar, entre otras cosas, por qué ciertas modificaciones de la emocionalidad pueden ser los primeros síntomas detectables de algunas enfermedades como el cáncer. Veamos cuál es la explicación neurobiológica de este tipo de procesos. 7.2.2. La mente y la carne Las pautas neurales críticas para la supervivencia (es decir, las que constituyen una dotación genética de especie, o filética) se localizan en circuitos del tallo cerebral y del hipotálamo dependientes del sistema nervioso autónomo (SNA). En concreto, el hipotálamo es clave en la regulación de las glándulas endocrinas y en la función del sistema inmune. De hecho, sistema endocrino e inmune se encuentran estrechamente relacionados, ya que el primero es indispensable para mantener una correcta regulación metabólica y administrar así Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 252 eficientemente la energía necesaria para la defensa de los tejidos biológicos contra los microdepredadores como virus, bacterias y parásitos. Pero la regulación llevada a cabo por el hipotálamo está a su vez regulada por el sistema límbico que, en realidad, es un concepto genérico de delimitaciones anatómicas y funcionales aún un tanto imprecisas, que tiene un papel especialmente importante en la percepción de emociones y sentimientos, así como en la creación de memorias, es decir, en el aprendizaje y la generación de conceptos. Suelen incluirse en este sistema las estructuras cerebrales siguientes: amígdala, tálamo, hipotálamo, hipófisis, hipocampo, el área septal (compuesta por el fórnix, cuerpo calloso y fibras de asociación), la corteza orbitofrontal y la circunvolución del cíngulo. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 253 Este sistema parece ser el responsable de otorgar a la impresión sensorial interoceptiva el carácter de percepción, al cotejarla con las experiencias emocionales adquiridas en las fases tempranas de la vida. Todo lo cual ocurre, obviamente, de modo totalmente ajeno a nuestra conciencia. Así pues, con ayuda del sistema límbico, el hipotálamo regula el medio interno, es decir, el conjunto de los procesos bioquímicos que tienen lugar en un organismo en un momento determinado. Sin embargo, no debemos olvidar que las señales químicas vertidas por el hipotálamo al torrente sanguíneo provocan cambios en el sistema endocrino (hipófisis, tiroides, adrenales y órganos reproductores). Este, a su vez, libera hormonas al torrente sanguíneo, todo lo cual produce cambios orgánicos globales detectados de nuevo por el sistema límbico (y también por las vías de interconexión neurales, afectando de este modo a la neocorteza y pudiendo manifestarse en cambios a nivel mental), y así ad infinitum... O en palabras de A. R. DAMASIO (2003:118): las señales neurales dan origen a señales químicas, que originan otras señales químicas, que pueden alterar la función de (...) células y tejidos (incluidos los del cerebro), y alterar los circuitos reguladores que iniciaron el propio ciclo. (...) Las capas de regulación son interdependientes en muchas dimensiones (...) La actividad en el hipotálamo puede influenciar la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 254 actividad neocortical, directamente o a través del sistema límbico, y también puede ocurrir al revés. El carácter masivamente retroalimentado e ininterrumpido de este proceso debería retrotraer inmediatamente al lector a las ideas que expusimos en 5.5.2.3., cuando nos ocupábamos de proporcionar una explicación neurológicamente plausible para el desarrollo cognitivo y motor a nivel ontogenético apoyándonos para ello en la Teoría de la Selección de Grupos Neurales de Gerald Edelman. Subrayamos entonces la naturaleza ininterrumpida del proceso de categorización y la dinamicidad constante del sistema conceptual resultante que, en última instancia, eran producto de una percepción continuamente modificada por cambios en el conjunto de los parámetros orgánicos, cambios provocados a su vez por la interconectividad y la retroalimentación masivas del sistema cerebro-cuerpo-entorno. Una idea muy similar, si no idéntica, era la que sugerían E. THELEN Y L. B. SMITH (2002) (y que nosotros recogíamos en 5.5.2.5.2.), sólo que estas autoras empleaban una terminología que creían más adecuada para la descripción de sistemas biológicos. Así, hablaban de la existencia de una transición sin fisuras (seamless) entre los espacios de estado que constituyen la vida del organismo en desarrollo. Pero continuemos con la exposición que habíamos dejado suspendida. El sistema límbico y el hipotálamo constituyen la base biológica de nuestros estados emocionales: las palabras de Damasio corroboran rotundamente la existencia de una interacción cerebro-cuerpo bien documentada, que se traduce en relaciones mente-cuerpo igual de tangibles. Así, por ejemplo, el estrés crónico, un estado relacionado con el procesamiento cognitivo en sistemas cerebrales al nivel de la neocorteza, del sistema límbico y del hipotálamo, conduce a la sobreproducción de un péptido (un tipo de sustancia que se desplaza, al igual que las hormonas y los neurotransmisores, a través del torrente sanguíneo) relacionado genéticamente con la calcitonina (PRGC) que se acumula en terminales nerviosos de la piel. Pues bien, lo que hace este péptido es recubrir en exceso la superficie de las células de Langerhans (que desempeñan una importante función en el sistema inmune como guardianes frente a agentes infecciosos), impidiéndoles realizar su trabajo. Como consecuencia, el organismo afectado de estrés crónico es más vulnerable a la infección [A. R. DAMASIO (2003:118)]. O, en otras palabras: lo de que el estrés baja las defensas no es una leyenda urbana. En efecto, el término inglés stress, que significa tensión, fue usado en el siglo XVII por el físico inglés Robert Hook para referirse al momento preciso en que se produce la modificación física de los metales sometidos a estímulos intensos. Por analogía, a mediados del siglo XX el endocrinólogo austrocanadiense Hans Seyle aplicó el término a las situaciones en las que el organismo se encuentra sometido a agresiones a las que debe enfrentarse empleando mecanismos fisiológicos y metabólicos que le permitan obtener la energía necesaria para la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 255 adaptación a la nueva situación (por ejemplo, la descarga de adrenalina requerida para luchar o huir a toda velocidad). Se trata de una respuesta biológicamente implementada, de un instinto sobre el que no tenemos control consciente, de un patrón de reacción neuralmente instanciado en las regiones evolutivamente más antiguas de nuestro cerebro. Hace miles de años, esto podía resultar adaptativo pero, actualmente, la cosa cambia. Aunque la amenaza no conlleve un riesgo de muerte inmediato, nuestro organismo reacciona al procesamiento cognitivo (es decir, a la interpretación que nosotros hacemos de la situación real, que percibimos como amenazante para nuestra seguridad en algún sentido) como si lo fuera, lo que desencadena automáticamente la misma respuesta neurofisiológica. Sin embargo, el entorno actual nos impide dar salida a la descarga hormonal: debemos permanecer sentados en nuestros despachos o continuar con el desempeño de las labores cotidianas como si nada estuviera pasando. Pero lo cierto es que ocurre algo preocupante: un proceso alterador de la homeostasisciii que, mantenido a largo plazo, produce un desgaste energético tal que conduce al daño de órganos y tejidos, debido no sólo al debilitamiento del sistema inmune del que hablábamos algo más arriba, sino al efecto colateral del estrés oxidativo. Es decir, que el estrés crónico no sólo baja las defensas, sino que provoca un envejecimiento acelerado, y puede conducirnos incluso a la muerte al convertirnos en presa fácil de enfermedades más graves, o provocar un fallo cardiaco. Del mismo modo, se ha demostrado que la tristeza y la ansiedad, estados que también dependen del procesamiento mental a nivel cortical y límbico, y que suelen ser característicos de la persona afectada de estrés crónico, pueden alterar considerablemente el sistema endocrino y afectar así a la regulación hormonal, produciendo cambios en los impulsos sexuales y variaciones en el ciclo menstrual. En cierto sentido, es lo mismo que ocurre con las drogas de síntesis. Actualmente a nadie se le ocurre negar la evidencia de que este tipo de sustancias alteran de manera significativa el funcionamiento mental, provocando estados que pueden fluctuar entre la depresión y la euforia, pasando por la obsesión, la alucinación y la manía. Los cambios en la cantidad de la sustancia en cuestión presente en el torrente sanguíneo, así como en su distribución (a medida que se va desplazando a las diversas áreas del organismo) influyen de forma rápida y notable sobre la actividad cortical, alterando así el estado anímico del sujeto, y con él su estado cognitivo y sus procesos de pensamiento. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 256 7.2.3. Biorregulación básica y significado: la importancia del marcaje emocional de la experiencia (o cómo los aviones que se estrellan pueden generar ansiedad ante los días soleados) Antes de seguir adelante, nos gustaría hacer un inciso que sirva para proporcionar al lector una intuición de la trascendencia que estas nociones neurobiológicas básicas que estamos introduciendo tienen a la hora de modificar las maneras tradicionales de pensar acerca de facultades mentales superiores como la conceptualización (la capacidad de generar significado) y el razonamiento. Para ello, es preciso que retomemos brevemente la cuestión del desarrollo neural. Como ya hemos comentado en varias ocasiones, el genoma humano no especifica la totalidad de la estructura cerebral. Y, como señala A. R. DAMASIO (2003:109), no se trata de una desproporción precisamente sutil: transportamos aproximadamente unos cien mil genes, pero poseemos más de mil billones de sinapsis. De este modo, hay muchos aspectos estructurales específicos que vienen determinados por los genes, pero otros sólo pueden ser determinados por la actividad del organismo a medida que se desarrolla. El genoma determina la estructura de los sectores del encéfalo evolutivamente más antiguos (troncoencéfalo o tallo cerebral, tálamo, hipotálamo, amígdala y región cingulada, principalmente [A. R. DAMASIO (2003:110)]). La función principal de estas estructuras es la de regular los procesos vitales básicos (también denominados mecanismos homeostáticos, como por ejemplo respirar, regular la frecuencia cardiaca y el metabolismo), sin que intervenga la conciencia. Sin embargo, estos sectores Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 257 genéticamente determinados (filéticos) intervienen también en el desarrollo de las estructuras cerebrales que son más modernas desde un punto de vista evolutivo. Veamos cómo. Por lo que se refiere a las estructuras modernas (como la corteza), el genoma establece solamente una disposición general de sistemas y circuitos. A la disposición precisa se llega a través de la experiencia individual mediada por los circuitos biorreguladores básicos. La pregunta que surge naturalmente ante la afirmación anterior es la siguiente: ¿Por qué habría esto de ser así? Es decir, ¿por qué los circuitos “primitivos” habrían de interferir en la conformación de los sectores más modernos y plásticos, dedicados a la representación de las experiencias adquiridas? En palabras de A. R. DAMASIO (2003:111): La respuesta (...) reside en (...) que tanto los registros de experiencias como las respuestas a ellas (...) deben ser evaluados (...) [en función de] un conjunto fundamental de preferencias del organismo que considera que la supervivencia es de la mayor importancia. Parece que, debido a que esta evaluación (...) [es vital] para la continuación del organismo, los genes (...) especifican que los circuitos innatos deben ejercer una poderosa influencia sobre prácticamente todo el conjunto de circuitos que pueden ser modificados por la experiencia. Esta influencia es realizada en buena parte por neuronas “moduladoras” que (...) se localizan en el tallo cerebral y en el prosencéfalo basal, y (...) distribuyen neurotransmisores (como dopamina, norepinefrina, serotonina y acetilcolina) a amplias regiones de la corteza cerebral y a los núcleos subcorticales. Así pues, el diseño de las circuiterías cerebrales que representan a nuestro cuerpo en evolución y en interacción con el medio depende tanto de las actividades que nosotros realicemos como de la actividad evaluadora de las mismas llevada a cabo por los mecanismos biorreguladores básicos. Esto nos conduce, de nuevo y directamente, a una de las ideas que habíamos apuntado en 5.5.2.1., a saber: la de la inadecuación de concebir el cerebro, el comportamiento y la mente en términos de naturaleza frente a cultura, o de genes frente a experiencia. No somos ni tabulae rasae ni sujetos ultradeterminados. Pero además, habíamos puesto en entredicho la utilidad de dedicarse a establecer compartimentos estancos en el lugar preciso en que debería observarse una interacción compleja de variables como la que acabamos de apuntar. De tal interacción emerge una noción que supera las dicotomías tradicionales, a saber: la de desarrollo. En efecto, los mecanismos biorreguladores básicos, que desatan impulsos en forma de cambios corporales e instintos en forma de acciones no deliberadas, ayudan al organismo a clasificar cosas y acontecimientos como “buenos” o “malos” en función de su posible impacto sobre la supervivencia. De ellos surge nuestro primitivo conocimiento filético. Se trata del sesgo biológico sobre el que se asientan las bases de las elaboraciones conceptuales más sofisticadas que todo ser humano pueda llegar a realizar. Sobre él, puesto que asegura la vida, construimos todo lo demás. Sin embargo, observando nuestras facultades mentales desde una perspectiva puramente abstracta, alejada de lo fisiológico, jamás podríamos haber llegado a saber esto. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 258 Inciso: estigmergia y orden complejo Con las facultades mentales superiores ha ocurrido, durante mucho tiempo, como con los termiteros africanos: observar la complejidad de sus bóvedas interiores y la magnificencia del resultado final (que, a escala humana, equivaldría a un edificio de más de un kilómetro de altitud), no es un buen punto de partida para generar hipótesis explicativas sobre su proceso constructivo [M. RESNICK (1996)]. En contra de lo que sugieren las apariencias, las termitas no siguen un plan maestro de diseño del termitero, ni nada que se le parezca. Y sin embargo, indefectiblemente, cada comunidad construye con éxito uno de similares características: no es casualidad, por tanto. Pero tampoco magia. Es emergencia: un patrón básico de interacciones muy simples que posibilita cambios de fase que dan lugar a niveles de complejidad superiores. El patrón de interacción simple es el siguiente para cada termita: deposita la bola de barro donde detecta la marca química dejada por un congénere. Puesto que la bola de barro va impregnada de los fluidos salivares del insecto que la deposita, el hecho de poner la pelotilla en el sitio donde ya había una marca química fortalecerá la intensidad de la marca en cuestión, lo que no hará sino atraer cada vez a más termitas que depositarán también su bola y dejarán su marca...y así, casi ad infinitum. Lo que resulta de esto es una columna de barro de dimensiones considerables. Alcanzada una cierta altura, las columnas tienden a desequilibrarse hacia un lado, sea el que sea. Y es entonces cuando las marcas químicas de las columnas próximas comienzan a atraerse, haciendo que las termitas depositen las pelotas de barro de forma sesgada en la dirección de la columna más próxima. He aquí el misterio del complejo diseño de las bóvedas de tales termiteros: un sesgo biológico muy simple ejecutado ininterrumpidamente por cada uno de los individuos de un gran grupo social hasta dar lugar a un cambio de fase. Nada de planes arquitectónicos a priori, ni de ecuaciones que aseguren la sostenibilidad de la estructura resultante, ni de capataces dirigiendo la obra, ni de órdenes jerárquicas de ningún tipo. Autoorganización en sistemas vivos descentralizados: estigmergia. Un orden autoorganizado de este tipo es el que manifiestan los procesos cognitivos humanos: Natural cognitive agents exhibit extraordinary levels of structural complexity, yet there are no architects or engineers responsible for building and maintaining that structure. The generic name for the answer to the problem of the emergence and stability of cognition is self-organization. Self-organization of interesting kinds of complex order appears to require systems in which there is simultaneous mutually constraining interaction between large numbers of components. DST [Dynamical Systems Theory] is the dominant mathematical framework for describing the behavior of such systems. In short, the claim is that we must understand cognitive agents as dynamical systems [T. VAN GELDER (1998:621)]. Volvamos entonces a las facultades mentales humanas para ver en qué sentido se encuentran relacionadas con la idea de un orden descentralizado. Por ejemplo, el miedo que sentimos ante cierto tipo de objetos o acontecimientos no se debe precisamente a un análisis racional y secuenciado que efectuamos de los mismos. En otras palabras: no nos asustamos porque el yo ejecutivo haya evaluado conscientemente la conveniencia de hacerlo ante una situación de peligro. Sin embargo, durante mucho tiempo, la explicación científica de la respuesta fisiológica Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 259 del miedo fue precisamente esta: se creía que el proceso se desencadenaba a partir de una evaluación racional del riesgo. La mente se concebía como una excelsa computadora que contenía una serie de algoritmos que la llevaban a encontrar la respuesta óptima a cualquier problema de orden teórico o práctico en un tiempo récord. El proceso era consciente, jerárquico y pautado. Es decir, de tipo up-down. Actualmente, la neurociencia nos ha desvelado que no es así como funciona el asunto. Por el contrario, el sistema nervioso autónomo (o neurovegetativo) desempeña un papel crucial en la evaluación de los estímulos, y desata automáticamente cierto tipo de respuestas fisiológicas (que llevan aparejados cambios en el estilo cognitivo del sujeto que las experimenta) muchísimo antes de que nuestro yo consciente haya tenido tiempo de pensar “Este cuerpo es mío”. Veremos mejor todo esto con un ejemplo tomado, si me permiten, de la experiencia personal de la que escribe. Cuando era niña solía jugar con mi prima en la huerta de mis tíos durante las tardes de verano. Nuestra abuela siempre nos decía que tuviéramos cuidado con las culebras, aunque en realidad jamás tuvimos problemas con ninguna. Sin embargo, una tarde en la que me encontraba jugueteando sola entre las fresas, de repente vi, por el rabillo del ojo, una cosa larga, bastante grande y oscura, que se deslizaba por el sendero que conducía a los invernaderos, a pocos metros de mí, mientras emitía una especie de siseo. Pues bien, muchísimo antes de que en mi mente apareciese la menor sombra de la palabra serpiente, mi cuerpo se había quedado totalmente paralizado y mi ritmo cardiaco se había acelerado hasta tal punto que notaba los latidos en las sienes. No recuerdo si me sudaban las manos o no, pero lo cierto es que esa suele ser otra de las características que acompañan a la descarga de adrenalina desatada por una respuesta de miedo. Lo que sí recuerdo es una sensación mental de claridad sobrenatural, como si el tiempo se hubiera detenido, y recuerdo haber pensado durante un segundo en cuál sería la mejor manera de escapar. Lo que tardé en girarme para enfocar el estímulo y darme cuenta de que era la manguera que mi tío arrastraba hacia los invernaderos debieron de ser tan sólo dos segundos más. Pero a la alteración orgánica que me provocó aquel susto infantil le llevó bastante más tiempo disolverse aquella tarde. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 260 Lo que observamos aquí es, aparentemente, una especie de doble vía para canalizar la experiencia del miedo. Por una parte, estaría la reacción orgánica inmediata que la persona experimenta mucho antes de pensar; por otra, se encontraría el planteamiento racional que la lleva a evaluar la situación y las posibles vías de escape, incluso antes de haber inspeccionado el foco de peligro. Sin embargo, lo que a primera vista pueden parecer dos estrategias divergentes, en realidad se trata de un mecanismo orgánicamente orquestado: son los cambios fisiológicos que la persona experimenta de manera automática los que desatan el estado cognitivo de lucidez y alerta repentinas. De manera muy esquemática, lo que ocurre en el ejemplo propuesto es que ojos y oídos transmiten una información sensorial de baja resolución a los núcleos talámicos encargados del procesamiento visual y auditivo. Desde tales núcleos la información se proyecta a las cortezas primarias de ambas áreas sensoriales. Allí, esta información se integra con otros datos sensoriales en tiempo real (por ejemplo: el día soleado y caluroso de agosto, el aroma de las fresas), o rememorados (por ejemplo: la imagen mental de mi abuela advirtiéndome de que no debía andar correteando por ahí, o de la boa constrictor de la última película de Indiana Jones). Pero, simultáneamente, la información sensorial de baja resolución también se proyecta hacia la amígdala, que tal vez sea el componente más popularmente conocido del sistema límbico. La amígdala es la responsable de alertar al troncoencéfalo de que hay cerca una amenaza potencial, lo que desencadena la reacción fisiológica descrita. Y esta proyección, aunque ocurre simultáneamente, actúa siempre de manera mucho más rápida e inmediata que la dirigida a las cortezas superiores. La diferencia clave entre ambas vías (que, en realidad, forman parte del mismo circuito) es de índole temporal: el organismo reacciona inmediatamente, incluso antes de haber tenido tiempo de pensar. Este tipo de reacciones no son aprendidas, sino instintivas. Son también un tipo de memoria filética: nuestro cuerpo sabe lo que debe hacer ante ciertos tipos de amenaza (lo mismo parece ocurrir con las cosas muy grandes que se ciernen sobre nosotros, o con los ruidos intensos y repentinos). De hecho, lo sabe tan bien que es imposible impedir que reaccione de esa manera. Por eso nos asustamos tan frecuentemente por cosas que, al momento, descubrimos que no tienen la menor importancia. Esto se debe, como decíamos, a que la información sensorial que procesamos como amenaza es de baja resolución: con esto queremos decir que no es necesario haber examinado de cerca y en detalle el objeto en cuestión. Es más, ni siquiera es necesario que se haya activado en nuestra mente el reconocimiento de la percepción (su categorización), es decir, no tenemos por qué saber a ciencia cierta qué es lo que estamos percibiendo para asustarnos. A nuestra amígdala le basta con el movimiento deslizante general, el siseo, o la silueta. Si la información pesa menos, la velocidad de reacción aumenta. Esta reacción instintiva ante clases tan amplias de estímulos (o, si se quiere, ante categorías tan desdibujadas, tan planas y faltas de detalle) puede interpretarse como una atrofia momentánea Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 261 del calibrado funcionamiento de nuestros sistemas de categorización degenerados. El lector recordará que el primer y principal requisito de los grupos neurales capaces de soportar la conceptualización en la TNGS de Edelman era lo que él denominaba degeneracy, y que nosotros, en 5.5.2.3., traducíamos por multiplicidad tal vez un poco torpemente. Lo que nos interesa es activar la idea de que son muchos los grupos que trabajan simultáneamente en la extracción de características diversas de un mismo estímulo. Tales grupos se encuentran profusamente interconectados entre sí, y sus patrones de conectividad se modifican en función de la experiencia del individuo en el medio, como ya vimos. Lo importante es que tales redes deben ser “sufficiently overlapping so that stimuli impinging on only part of the network would invoke a generalized response, but no so broad as to exclude highly specific properties” [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:148)]. Es decir, que esta degeneración o multigénesis de nuestros conceptos se encuentra tuneada a escala anatómica de modo que hace que nuestras categorías no sean ni excesivamente amplias (de modo que no seamos capaces de diferenciar una naranja de una manzana, por ejemplo), ni excesivamente restringidas (de modo que no seamos capaces de reconocer una manzana si la vemos desde dos ángulos diversos). Pues bien, las reacciones emocionales instintivas aturden momentáneamente el funcionamiento de este mecanismo. Cuando alguna característica de las que percibimos en el estímulo es potencialmente amenazante, nos volvemos literalmente incapaces de distinguir una naranja de una manzana, aunque sólo sea durante un par de segundos. Es más, nos volvemos incapaces de distinguir ambas de una pelota o de cualquier cosa de similar forma que haya en el entorno. La respuesta emocional sobregeneraliza patrones de activación, obviando características específicas de los estímulos cuyo procesamiento requiere más proximidad, más tiempo, o ambos. Por otro lado, la baja resolución de la que hablamos presenta también la ventaja de permitirnos extraer principios generales de experiencias concretas para las que no disponemos de una respuesta de miedo innata: si una vez nos cayó un ladrillo rojo en la cabeza por atravesar una zona de obras señalizada con un triángulo de peligro, con una amígdala que se dedicase a recopilar todos los detalles, tal vez no reaccionaríamos debidamente (es decir, caminando por la otra acera) si la próxima vez que nos encontrásemos con una obra en plena calle los ladrillos utilizados fueran azules. Esto es obviamente una burda simplificación pero, en cierto sentido, es así como funcionaciv . Al limitar el detalle de la percepción del recuerdo del miedo, la amígdala realiza un tipo de categorización muy poco discriminada, pues lo que intenta es subrayar rasgos comunes en un mundo plagado de posibles amenazas. La reacción de miedo tiene que ver con seguir vivos cuando no hay tiempo para pensar. Esta falta de discriminación, por otra parte, también presenta desventajas. Por ejemplo, es la causa de que sea tan difícil tratar los casos de estrés postraumático. La amígdala de un veterano de Vietnam puede hacerle creer que ha oído un fusil Kalashnikov AK-47 cada vez que suena el tubo de escape de un camión, y el excombatiente no podrá hacer nada para evitar la reacción Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 262 fisiológica que ello le producirá. Así, el surco creado por la experiencia traumática (un profundísimo atractor) se irá ahondando más y más, como un vehículo atrapado en el barro se hunde con cada acelerón. Ahora bien, es importante tener presente que la amígdala no crea recuerdos, sino que marca los recuerdos creados en otras partes del cerebro como algo emocionalmente significativo, es decir, como algo que es de vital importancia recordar, en sentido literal. O, en palabras de James McCaugh, investigador de la Universidad de California en Irvine: el miedo no se aprende en la amígdala (...) Las proyecciones de la amígdala salen a flote en unas regiones del cerebro donde está almacenada la información, y es como si dijeran: “¿Sabes una cosa de este recuerdo que estás almacenando? Bueno, pues resulta que es un recuerdo muy importante; así que hazlo un poco más fuerte, por favor” [S. JOHNSON (2006:68)]. Así, cada vez que un estímulo, por alejado que se encuentre del que provocó el trauma inicial, activa el patrón neural de un recuerdo emocionalmente marcado, la experiencia orgánica que acompañó a tal recuerdo se revive intensamente y, al tiempo, se afianza. No importa cuánto nos esforcemos en diseccionar racionalmente la experiencia traumática para desmontar nuestro miedo (es decir, no importa que sepamos que ya no estamos en Vietnam y que lo que oímos no es un fusil): de hecho, el cerebro parece estar cableado de manera que impide la anulación deliberada de las reacciones de miedo. Mientras que numerosas sendas neurales unen la amígdala con el neocórtex, las que discurren en dirección inversa son muy escasas. Este diseño seguramente resultaba muy adaptativo en un entorno plagado de depredadores en el que la supervivencia se basara en ser capaz de reaccionar en un plis-plas, pero lo cierto es que no lo es tanto en el entorno moderno, donde lo que se percibe como amenaza puede ser una evaluación de nuestro rendimiento en el trabajo. En efecto, nuestras estructuras neurales evolutivamente más antiguas, en combinación con el modo de vida actual en los países industrializados, son lo que parece estar provocando la proliferación de trastornos de ansiedad y de estrés crónico entre la población. A esto contribuye también otra característica de los recuerdos forjados bajo la influencia de una experiencia de miedo: no se trata tan sólo de que la información que se proyecta a la amígdala sea de baja resolución (lo que despliega un incómodo abanico de miedos potenciales hacia cosas inofensivas), sino que también nos enfrentamos con otro tipo de falta de discriminación, el que los neurocientíficos denominan memoria de flash. El término se refiere al hecho de que, si una determinada entidad en el mundo exterior es un componente de una escena en que otro componente es una cosa “mala” (es decir, algo que provoca una configuración orgánica negativa), el cerebro suele clasificar la entidad que acompaña a la amenaza real como negativa por defecto. Así, en el transcurso de algún acontecimiento traumático, nuestro cerebro almacena no sólo un rastro de la amenaza concreta, sino también de los detalles contextuales. Se trata de una pura manifestación de aprendizaje Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 263 hebbiano: las neuronas que disparan juntas se cablean juntas. Es más, se trata de una minuciosísima aplicación del Principio de Convergencia Presináptica Simultánea: los estímulos que hayan quedado asociados en la experiencia del sujeto tienen la capacidad de activar por separado el patrón neural al completo. Lo que estamos viendo ahora es que los patrones de memoria pueden incluir configuraciones somáticas emocionales, que se activan cuando el patrón (o una parte del mismo) lo hace. De este modo, si tuvimos un accidente de coche y, en ese momento, sonaba por la radio una determinada canción, puede que meses e incluso años después sigamos sintiendo angustia al volver a escuchar la melodía. Esto no tiene nada que ver con el recuerdo declarativo que conservamos de la experiencia: lo que ocurre es que nuestro cerebro toma nota (aunque sea a baja resolución) de todos los datos sensoriales que rodearon el accidente, por si alguno pudiera servirnos en el futuro para prever posibles amenazas. Las consecuencias de esto son molestas, sin duda. Y los efectos del estrés postraumático tremendamente debilitadores para el sujeto que los sufre. Sin embargo, lo cierto es que los recuerdos emocionalmente marcados vuelven a nosotros con la mejor intención del mundo: el adquirir ciertas fobias o miedos irracionales no va a matarnos, mientras que el no adquirir ciertos miedos racionales sí podría hacerlo. De hecho, en ocasiones nuestra amígdala se percata de cosas que se le pasan por alto incluso al mecanismo racional de prevención de riesgos más efectivo. Pondremos un ejemplo tomado, esta vez, de la experiencia personal de otro autor, S. JOHNSON (2006:66-67), en relación con los atentados del 11-S. Y lo haremos con sus propias palabras: En los meses que siguieron al 11 de septiembre, empecé a notar un sutil pero previsible cambio en mis niveles generales de ansiedad como consecuencia de vivir en Manhattan. El cielo despejado me ponía más nervioso que el cielo nublado. Durante bastante tiempo, creí que se trataba de un aprendizaje asociativo (...) el 11 de septiembre había sido un día espectacularmente despejado (...) un detalle aislado, sin relación con una amenaza real, que no obstante permanece asociado al recuerdo de miedo [es decir, una consecuencia de la memoria de flash del episodio]cv. Pero he aquí que, mientras paseaba un día por el mismo camino que había seguido la mañana de los atentados, tuve una pequeña epifanía. Comprendí que mi amígdala había topado con una pista que no se le había ocurrido a mi cerebro racional. (...) Si la amenaza contra la que nuestro cerebro trata de protegernos la constituyen unos aviones secuestrados dirigiéndose hacia unos rascacielos siguiendo las normas de vuelo visuales, entonces los días nublados son probablemente menos peligrosos que los despejados. Si ya es bastante difícil impactar contra un edificio sin un plan de vuelo y con un tiempo excelente, es casi imposible hacerlo si la mitad del edificio está tapado por la niebla. (...) Por supuesto, la amígdala no seguía todo el proceso lógico por su cuenta; simplemente almacenaba un recuerdo de flash de aquel día, y uno de los elementos iluminados era el espléndido cielo azul. Cuando, subsiguientemente, mi amígdala Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 264 encontraba un cielo parecido, hacía saltar la alarma. (...) a mí se me había escapado la relación existente entre el tiempo atmosférico y los atentados. Pero a mi amígdala, no. Por tanto, la falta de discriminación tiene, en principio, un valor potencialmente adaptativo. En situaciones de vida o muerte, nunca sabemos dónde puede estar la información relevante. Pero es preciso ser consciente de que este mismo mecanismo nos ayuda también a generar primeras impresiones sobre personas y acontecimientos, y a evaluar los estados emocionales de los otros, y contribuye, de este modo, al afianzamiento de algo a lo que ya habíamos aludido en capítulos anteriores: el prejuicio. En efecto, lo que pensamos sobre algo o sobre alguien en una primera impresión puede verse influido por mecanismos biológicos básicos, que activan recuerdos emocionalmente marcados en función de experiencias previas. Así, hay personas que de entrada nos caen mal o nos causan mala impresión, y situaciones que nos dan “mala espina”. Esto puede deberse a que hayamos pasado ya por circunstancias similares, y podría llevarnos a tener razón: es decir, a que la elección de una respuesta de rechazo o evitación de las mismas sea la mejor opción posible. Pero lo cierto es que no ocurre así siempre: en muchas ocasiones son detalles irrelevantes de las memorias de flash que conservamos de situaciones o personas anteriores las que nos llevan a prejuzgar, y a equivocarnos. 7.2.4. Pero ¿y las imágenes? Habíamos dicho que el SNC contenía, gracias a la información que le proporcionaban los diferentes sistemas sensoriales, una representación detallada de lo que ocurría en el cuerpo, en el mundo exterior, y en el propio cerebro. De algunas de estas representaciones no solemos apropiarnos conscientemente a no ser que algo vaya mal, como ocurre con el sentimiento vagal o de fondo derivado de la interocepción, que puede indicarnos un malestar visceral difuso, una frecuencia cardiaca anormal sin motivo aparente (taquicardias), un mareo debido a un súbito descenso del nivel de glucosa en sangre, etc. Pero lo habitual es que este tipo de mecanismos biorreguladores básicos realicen su función sin que nosotros seamos conscientes de ello en sentido estricto, es decir, sin que hagamos de tales sensaciones de fondo objetos de nuestro proceso de pensamiento. Sin embargo, y como acabamos de señalar, el SNC contiene también el conocimiento adquirido a través de la experiencia sensorial, sobre cuya base nuestro cerebro construye las imágenes que forman parte de nuestros pensamientos, lo que ocurre de la manera siguiente: las cadenas de neuronas que constituyen los sistemas sensoriales, tras proyectarse en diferentes núcleos del tálamo (según la modalidad sensorial), se proyectan de nuevo hacia las cortezas sensoriales iniciales, específicas también para cada modalidad perceptiva. Allí generan representaciones neurales topográficamente organizadas del área correspondiente al órgano sensorial del que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 265 proceden. Este tipo de imágenes, que podemos denominar perceptuales [A.R. DAMASIO (2003:98)] se forman, por tanto, bajo el control de receptores sensoriales orientados al exterior del organismo (la retina, las papilas gustativas, la cóclea, etc). Este tipo de imágenes es el que nosotros, en el capítulo 2, decidimos denominar imágenes mentales (de las que podíamos especificar la modalidad). Pero nuestro cerebro también (e incluso podríamos decir que primordialmente) genera imágenes en ausencia de estímulos externos. Cuando rememoramos imágenes, se activan también las cortezas sensoriales iniciales, pero esta vez lo hacen bajo el control de lo que A. R. DAMASIO (2003:105) denomina representaciones disposicionales. Este tipo de representaciones constituirían nuestro conocimiento adquirido, del que el recién citado autor dice lo siguiente: se basa en representaciones disposicionales en las cortezas de orden superior y en muchos núcleos de materia gris bajo el nivel de la corteza [áreas de asociación]cvi (...) [que] contienen registros para el conocimiento plasmable en imágenes que podemos rememorar y que se utiliza para el movimiento, la razón, la planificación, la creatividad Pero, ¿qué es exactamente una representación disposicional? Es importante entender que este tipo de representaciones no son imágenes en sí mismas, sino medios para reconstituirlas. En palabras de A. R. DAMASIO (2003:105) se trata de una potencialidad latente de disparar que se activa cuando las neuronas [de las áreas de asociación o convergencia] disparan con una determinada pauta, a cierto ritmo, durante una determinada cantidad de tiempo, y hacia un objetivo particular que resulta ser otro conjunto de neuronas. Esta idea se encuentra tremendamente próxima a la que expusimos en 5.5.2.5. cuando hablábamos, en términos dinámicos, de los atractores que realizaban las funciones tradicionalmente asignadas al conocimiento conceptual: Sobre la base de estas imágenes [reconstruidas bajo el control de representaciones disposicionales] (...) podemos interpretar las señales aportadas a las cortezas sensoriales iniciales de manera que podemos organizarlas como conceptos y clasificarlas en categorías” [A. R. DAMASIO (2003:96)]. Es importante tener bien presente esta idea, porque la terminología empleada por Damasio podría, de otro modo, llamar a error. Nos explicaremos: aunque utiliza el término representación, el propio autor especifica que no existen representaciones de nada que se conserven de forma permanente en ningún lugar del cerebro, ya que esto daría lugar no sólo a problemas de capacidad, sino también de eficiencia de recuperación de los datos almacenados. Por el contrario, las imágenes mentales rememoradas son intentos de replicación de patrones de activación que se experimentaron en otro momento; son, en definitiva, un intento de reconstrucción, una interpretación de las cosas que evoluciona a medida que lo hacen nuestra edad y experiencia en el medio, es decir, a medida que avanza el desarrollo ontogenético. O, en palabras de un buen divulgador: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 266 En vez de rememorar simplemente un recuerdo forjado días o meses atrás, el cerebro forja el recuerdo otra vez, en un nuevo contexto asociativo. En cierto sentido, cuando recordamos algo estamos creando un nuevo recuerdo, un recuerdo configurado por los cambios que le han sucedido a nuestro cerebro desde que afloró el recuerdo por última vez. Así, la ciencia nos dice dos cosas: en primer lugar, que nuestro cerebro está diseñado para captar la idiosincrasia de nuestra vida y, en segundo lugar, que esa vida — o los recuerdos de ella— se reescribe cada día que pasa [S. JOHNSON (2006:54)]. Esto casa a la perfección con las ideas sobre plasticidad neural y dinamicidad conceptual que desarrollamos a lo largo del capítulo 5 y, en especial, con las palabras de J. FUSTER (2003:37) que citábamos en 5.6.2. : “Networks and knowledge are open-ended. Never in the life of the individual do they cease to grow or to be otherwise modified”. 7.2.5. Memoria y percepción en un mismo sistema: disolución de la dicotomía percepción pura/cognición. Evidencia procedente de acromatópsicos, anosognóticos y pacientes con síndrome de Capgras. De este modo, las imágenes mentales rememoradas (los recuerdos, sean de la modalidad sensorial que fueren) surgen de la activación transitoria de modelos de disparo neural (latentes en las áreas de asociación o convergencia) que activan pautas de disparo en las cortezas sensoriales iniciales en las que una vez tuvieron lugar los patrones de reverberación correspondientes a las imágenes perceptuales. Estos modelos de disparo neural latentes son las representaciones disposicionales, los atractores, los cógnitos, las memorias. En definitiva, nuestros conceptos. Cuando se hallan inactivos, no se encuentran representados en ningún sitio, pero cuando la red que constituyen reverbera, su función es poner en marcha patrones almacenados en áreas corticales primarias. Este hecho (a saber, que el conocimiento no está almacenado en un sistema separado del que soporta la percepción) se pone de manifiesto cuando se examinan, por ejemplo, casos de pacientes de acromatopsia. Este transtorno, fruto de una lesión adquirida en las cortezas visuales iniciales relacionadas con el procesamiento del color, produce no sólo la pérdida de la capacidad de verlo, sino también de imaginarlo. Si se almacenara algún tipo de conocimiento sobre el color en un sistema separado del que soporta su percepción, entonces los pacientes acromatópsicos podrían imaginar el color aunque no fueran capaces de percibirlo en los objetos externos. Pero esto, simplemente, no ocurre así. Por otra parte, disponemos también de evidencia positiva, obtenida a través de resonancia magnética funcionalcvii, de que las bases neurales de la percepción del color soportan también el conocimiento conceptual sobre el color asociado a los objetos. Y es más, estas áreas se activan incluso cuando las imágenes mentales se desencadenan a partir de estímulos lingüísticos, es Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 267 decir, de palabras que designan colores [W. K. SIMMONS, V. RAMJEE, M. S. BEAUCHAMP, K. MCRAE, A. MARTIN, L. W. BARSALOU (2007)]. Y hacia la misma conclusión parecen apuntar otros casos como el que examinamos en 5.3.2.1. sobre la anosognosia o síndrome de negligencia unilateral, que demostraba que la memoria espacial se encontraba referida al propio cuerpo, de manera que si se lesionaban áreas corticales relacionadas con la propiocepción de un lado del cuerpo, el sujeto dejaba de ser capaz de acceder a los recuerdos que hubiera podido construir a partir de la información proporcionada por los sistemas sensoriales de ese lado, incluso aunque tales recuerdos hubiesen estado ahí antes de la lesión. Como acabamos de explicar, esto ocurre así porque la activación de memorias se encuentra soportada por las mismas estructuras que soportan la percepción. Si tales estructuras se lesionan, la capacidad de acceder a esas memorias desaparece. Por otra parte, casos de síndrome de Capgras como el que examinamos en 3.4.1. ponen de manifiesto no sólo el hecho de que las redes neurales de memoria y percepción se solapan, sino también que lo hacen bajo la impronta de factores emocionales. En efecto, como señalamos en 7.2.3., nuestros cógnitos pueden incluir representaciones somáticas emocionales que se activan cuando el patrón lo hace. Recordemos lo que ocurría con el síndrome de Capgras: habíamos comentado el caso de un hombre joven que, tras sufrir un accidente de coche que lo dejó tres semanas en coma, recuperó todas sus facultades mentales en un tiempo récord, y con aparente normalidad, salvo por el detalle siguiente: estaba firmemente convencido de que sus padres eran unos impostores. Y lo que es más: esta convicción se manifestaba exclusivamente cuando los veía, no cuando hablaba con ellos por teléfono. Si se comentaba con el paciente lo absurdo de tal suposición, éste era perfectamente capaz de razonar cabalmente sobre el sinsentido de su creencia. Pero saber no es sentir y, por tanto, no podía hacer nada al respecto: invariablemente, cuando veía a sus padres, no sentía lo que siempre había sentido hacia ellos. Entenderemos mejor el caso ahora que sabemos que el recuerdo de una persona cualquiera no está almacenado como un bloque inamovible en ningún lugar de nuestro cerebro. Por el contrario, ese recuerdo se encuentra distribuido en forma de muchas representaciones disposicionales que activan las cortezas sensoriales iniciales de áreas diversas: para su cara, para su voz, para su olor... También nos ayudará saber que Las zonas de convergencia cuyas representaciones disposicionales pueden resultar en imágenes cuando disparan hacia las cortezas sensoriales iniciales se localizan en todas las cortezas de asociación de orden superior (en las regiones occipital, temporales, parietales y frontal), y en los ganglios basalescviii y estructuras límbicascix [A. R. DAMASIO (2003:103)]. Así pues, lo que parece ocurrir en el caso de este paciente es una lesión específica de las áreas de asociación o convergencia en las que deberían activarse las pautas neurales disposicionales encargadas de generar la emoción asociada a la imagen visual de sus padres. Áreas límbicas que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 268 deberían reverberar al mismo tiempo que se produce la activación de los datos visuales en las cortezas primarias. 7.2.6. Imagen y pensamiento Antes de seguir adelante, volveremos brevemente sobre la cuestión del formato de representación del conocimiento, que se encuentra directamente relacionada con la afirmación de que el pensamiento pueda estar formado por imágenes. En 5.2.1. vimos que, para los defensores de un enfoque de tipo simbólico representacional del procesamiento mental, una tal afirmación no se sostiene: el razonamiento jamás podría discurrir ordenadamente en ausencia de símbolos abstractos no imaginares. Sin embargo, grandes matemáticos y físicos han descrito su pensamiento como básicamente dominado por imágenes no sólo visuales, sino incluso somatosensoriales, como es el caso de Einstein: Las palabras del lenguaje (...) no parecen desempeñar papel alguno en mi mecanismo de pensamiento. Las entidades psíquicas que parecen servir como elementos en el pensamiento son determinados signos e imágenes más o menos claras que pueden reproducirse y combinarse “voluntariamente”. Existe, desde luego, una cierta conexión entre estos elementos y los conceptos lógicos relevantes. (...) Los elementos anteriormente mencionados son, en mi caso, de tipo visual y...muscular. Las palabras u otros signos convencionales sólo han de buscarse laboriosamente en una fase secundaria, cuando el juego asociativo citado se halla suficientemente establecido y puede reproducirse a voluntad [A. R. DAMASIO (2003:108)]. En efecto, el pensamiento no requiere siempre para acontecer de una estructura proposicional como la propuesta por los lógicoscx. Pero lo que nos interesa señalar en este caso, sin embargo, es que tanto las palabras, como los símbolos abstractos de tipo matemático, si se encuentran presentes en nuestro pensamiento, es porque se basan, en última instancia, en representaciones neurales organizadas topográficamente, lo que las capacita para convertirse en imágenes visuales o auditivas, es decir, en objetos de nuestro pensamiento. De hecho, como afirma A. R. DAMASIO (2003:107-108): La mayoría de palabras que usamos en nuestro discurso interior (...) existen en forma de imágenes auditivas o visuales en nuestra conciencia. (...) el principal contenido de nuestro pensamiento son imágenes, con independencia de la modalidad sensorial en la que son generadas y de si se refieren a una cosa o proceso (...) o [a] palabras u otros símbolos (...) que corresponden a una cosa o proceso. Así pues, quedémonos con la idea de que nuestros objetos de pensamiento son representaciones cognitivas con una instanciación neural de tipo subsimbólico (el código electroquímico del SNC). Tales representaciones conviven en nuestra mente en modalidades múltiples (auditivas, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 269 olfativas, somatosensoriales, visuales…) y son susceptibles de ser comunicadas por medio de mecanismos diversos, que nos permiten activar en la mente de nuestros congéneres representaciones similares o, en otras palabras, generar en ellos intencionalmente un estado cognitivo concreto. Entre los mecanismos de que el ser humano dispone para comunicar sus pensamientos (sus representaciones cognitivas) destaca el lenguaje, que es el sistema de representación convencional de representaciones por excelencia. 7.2.7. Emociones y sentimientos Aunque muy sintéticamente, hemos visto que las estructuras cerebrales implicadas en la regulación biológica básica desempeñan un importante papel en la regulación del comportamiento y son indispensables para la función normal de los procesos cognitivos. El sistema límbico, el tallo cerebral y el hipotálamo intervienen en la regulación corporal y en todos los procesos neurales sobre los que se asientan fenómenos mentales como la percepción, el aprendizaje, la memoria, el razonamiento y, especialmente, la emoción y el sentimiento. De nuevo, en palabras de A. R. DAMASIO (2003:121): “La regulación corporal, la supervivencia y la mente se hallan íntimamente entrelazadas. El entrelazamiento tiene lugar en el tejido biológico y emplea señales químicas y eléctricas”. En efecto, el aparato de la racionalidad parece estar construido no sólo sobre el aparato de la regulación biológica, sino también a partir de él y con él, como se hacía evidente cuando veíamos un poco más arriba el modo en que una reacción fisiológica involuntaria desatada por nuestros mecanismos biorreguladores básicos alteraba inmediatamente nuestro estilo cognitivo. Así, la respuesta fisiológica de miedo suele ir acompañada de un estado de alerta y claridad mental excepcionales. Por tanto, podemos decir que emoción y sentimiento constituyen la bisagra entre lo que tradicionalmente se han considerado procesos racionales y no racionales o, en otros términos, entre estructuras corticales y subcorticales. 7.2.7.1. Emociones primarias y secundarias Hemos visto también que estamos conectados para responder con una emoción, de manera preorganizada, sin poder evitarlo, cuando percibimos ciertas características de los estímulos procedentes del ambiente o de nuestro propio cuerpo, solas o en combinación. Esto ocurre, por ejemplo, ante la gran envergadura de algo que se nos aproxima, ante ciertos tipos de movimiento y ciertos sonidos, pero también ante determinadas configuraciones del estado corporal propio, es decir, cuando sentimos dolor en algún lugar concreto. Como ya hemos Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 270 explicado, tales características serían procesadas y proyectadas hasta la amígdala, cuyos núcleos neuronales albergan una representación disposicional que, al activarse, desata el estado corporal característico de la emoción correspondiente, y altera el procesamiento cognitivo de una manera que encaja con tal estado. Este tipo de emociones, genéticamente determinadas, se ajusta bastante al mecanismo básico postulado por William James, según el cual estímulos particulares del ambiente excitarían, mediante un mecanismo inflexible y establecido de manera innata, una pauta específica de reacción corporal que iría ligada, a su vez, a una determinada configuración emocional. El autor lo sintetizaba con las palabras siguientes: “Cada objeto que excita un instinto, excita asimismo una emoción” [A. R. DAMASIO (2003:127)]. Es este tipo de emoción jamesiana el que Damasio denomina emoción primaria. Sin embargo, el proceso de la emoción no se detiene con los cambios corporales y de estilo cognitivo que produce en el sujeto. El paso siguiente consiste en que el sujeto sienta la emoción en conexión con el objeto, ente o acontecimiento que la excitó, es decir, en ser consciente de la relación establecida entre el objeto y el estado emocional del organismo. De este modo, y debido a la naturaleza de nuestra experiencia (cfr. 5.6.2.), una amplia gama de estímulos y situaciones acaba por asociarse con los estímulos establecidos de manera genéticamente determinada para causar estados emocionales. A este tipo de emociones, Damasio las denomina secundarias, y lo que nos interesa primordialmente de ellas es el hecho de que las reacciones que provocan en nosotros se encuentran mediadas por evaluaciones conscientes de los hechos, entes u objetos desencadenantes. En definitiva, la emoción secundaria se ve posibilitada por el proceso de sentir [A. R. DAMASIO (2003:155)], es decir, de apropiarse conscientemente de las propias emociones primarias al observar su conexión con los estímulos procedentes del exterior. Podemos equipararlas, por tanto, a los sentimientos. 7.2.7.2. Neurobiología del sentimiento Puesto que experimentar una emoción en conexión con algo externo requiere una capacidad de sincronización considerable para mantener activas en la mente las imágenes implicadas, las estructuras del sistema límbico no serán ya suficientes. Por el contrario, es necesaria también la implicación de las cortezas prefrontales y somatosensoriales. A continuación, veremos un poco más en detalle lo que ocurre a escala neurobiológica cuando experimentamos una emoción de este tipo (un sentimiento), para lo que nos basaremos, de nuevo, en la obra de A. R. DAMASIO (2003:132-135). 1) Partimos de un proceso de pensamiento en forma de imágenes mentales (ya sean perceptuales o rememoradas), es decir, de un proceso de evaluación consciente que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 271 tiene lugar a nivel cortical o, en otras palabras, de un fenómeno cognitivo. Ya vimos que el sustrato neural de tales imágenes es un conjunto de representaciones organizadas topográficamente en las cortezas somatosensoriales iniciales, que se construyen bien bajo la guía de los estímulos procedentes de las cadenas neurales orientadas al exterior del cuerpo (imágenes perceptuales), bien a partir de las señales procedentes de representaciones disposicionales que posibilitan su reconstrucción, y que se retienen de manera distribuida sobre un gran número de cortezas de asociación de orden superior. 2) En segundo lugar, las señales activadas por el procesamiento consciente de estas imágenes se proyectan sobre las cortezas prefrontales. Allí, activan representaciones disposicionales que contienen el conocimiento del modo en que determinados tipos de objetos y situaciones se han emparejado de manera general con determinados tipos de respuestas emocionales en la experiencia individual del sujeto (emociones secundarias). Aunque el nicho cultural influye en que las relaciones entre tipo de situación y emoción sean, en gran medida, similares entre los individuos, la experiencia personal es a todas luces única, y adapta el proceso de manera específica para cada ser humano. Así pues, las representaciones disposicionales prefrontales, adquiridas, que son necesarias para que se activen las emociones secundarias, son un conjunto distinto de las representaciones disposicionales innatas que activan las emociones primarias. 3) En tercer lugar, se produce una proyección desde las cortezas prefrontales de asociación hacia la amígdala y el área cingulada anterior. Las representaciones disposicionales de estas áreas responden de diversas maneras: 1. Activando núcleos del sistema nervioso autónomo que, a su vez, enviarán señales al cuerpo a través de los nervios periféricos, lo que resultará en una disposición visceral asociada al tipo de situación disparadora. 2. Enviando señales al sistema motor, lo que hará que los músculos esqueléticos completen la configuración facial y corporal asociada a la emoción provocada por tal situación. 3. Activando el sistema neuroendocrino y de péptidos, que verterán señales químicas al torrente sanguíneo que resultarán en cambios en el estado corporal y cerebral. 4. Finalmente, activando también los núcleos neurotransmisores del tallo cerebral, que liberarán de este modo sus mensajes químicos en diversas regiones del cerebro. Se trata, en definitiva, de una respuesta masiva dirigida a todo el organismo, a la vez que de un ejemplo del modo en que el procesamiento mental influye en el estado corporal. En efecto, los cambios provocados por las acciones 1, 2 y 3, crean lo que Damasio denomina un estado corporal emocional que, a su vez, es señalado de nuevo (de retorno) a los sistemas límbico y somatosensorial (el bucle sin fisuras al que tantas veces nos hemos referido ya). Pero, lo que es más importante para nosotros es que los cambios provocados por 4, que surgen en un conjunto Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 272 de estructuras del troncoencéfalo que están encargadas de la regulación corporal, tienen también un importante impacto sobre el estilo y la eficiencia de los procesos cognitivos. De este modo, podríamos decir que la esencia de cualquier emoción secundaria es el conjunto de cambios que se producen en el estado general del organismo (corporales y mentales, por tanto) inducidos por un sistema cerebral que responde al contenido de pensamientos en relación con una entidad o acontecimiento determinados. La esencia del sentimiento de una emoción iría un paso más allá, pues consistiría en la apropiación consciente de los cambios orgánicos experimentados, en yuxtaposición a las imágenes mentales que desataron tales cambios. Lo importante es que, en ambos casos, se producen alteraciones en el estilo y eficiencia del proceso de pensamiento. En efecto, disponemos de estudios procedentes de prestigiosas publicaciones académicas que han elaborado experimentos sorprendentes para corroborar el modo en que el procesamiento de información a nivel mental influye en nuestro estado fisiológico. O, en otras palabras, cómo lo que pensamos puede influir no sólo en cómo nos sentimos, sino también en nuestras facultades corporales de modo directo. Uno de tales estudios fue dirigido por John Bargh, de la Universidad de Nueva York, y publicado en 1996 en el Journal of Personality and Social Psychology [R. WISEMAN (2008:162)]. Consistió en lo siguiente: Los voluntarios debían reordenar una serie de palabras de modo que formasen una frase coherente. Se los dividió en dos grupos: al grupo A se le dieron palabras que, al reordenarlas, arrojaban frases relacionadas con la vejez, del tipo: hombre del estaba piel la arrugada; por el contrario, al grupo B se le dieron a reordenar frases neutras. Pues bien, una vez que el ejercicio hubo terminado, el director del experimento dio las gracias por su colaboración a los participantes y les indicó el modo de dirigirse al ascensor más próximo. La parte más importante del experimento estaba, sin que los voluntarios lo supieran, a punto de comenzar: un segundo investigador estaba discretamente sentado en el vestíbulo con un cronómetro. A medida que los participantes iban saliendo del laboratorio, iba registrando el tiempo que les llevaba recorrer el vestíbulo hasta llegar al ascensor. Los resultados fueron sorprendentes: los miembros del grupo A, que habían reconstruido frases relacionadas con la vejez y manejado palabras como arrugada, gris, lento, cansado, etc., tardaron significativamente más en recorrerlo que los del grupo B. Sólo con dedicar un rato a pensar en estos conceptos, cambió su conducta corporal (obviamente, de manera transitoria, pero lo importante aquí es observar las consecuencias inmediatas del procesamiento mental a nivel fisiológico. Si esto ocurre con unos minutos de pensamiento dedicado a la vejez, no resultará tan difícil comprender por qué el estrés crónico o las grandes desgracias envejecen prematuramente a quienes los sufren). Por último, es importante tener presente que la apropiación consciente de la imagen del estado corporal emocional (calificador), surge después de que la imagen de la entidad o situación asociada (lo calificado) se haya formado y se mantenga activa en la conciencia. Lo que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 273 queremos decir es que las dos imágenes permanecen separadas neuralmente: se yuxtaponen, pero no se mezclan. Esta idea nos ayuda a explicar por qué es posible sentirse triste incluso cuando se piensa en cosas que no significan tristeza, o bien sentirse alegre sin motivo. Como señala A. R. DAMASIO (2003:142): Los estados calificadores pueden ser inesperados y a veces no ser bienvenidos. Su motivación psicológica puede no ser aparente, o no existir, y el proceso surgir en un cambio fisiológico que psicológicamente sea neutro. (...) Desde el punto de vista neurobiológico, los calificadores inexplicables afirman la relativa autonomía de la maquinaria neural que hay detrás de las emociones. Pero también nos recuerdan que existe un campo enorme de procesos no conscientes, parte de los cuales es susceptible de explicación psicológica, y parte de los cuales no lo es. 7.2.7.3. Conclusión Los sentimientos son fenómenos tan cognitivos como cualquier otra imagen perceptual o rememorada. Como hemos visto, su procesamiento depende de manera crucial de la actividad a nivel cortical. Sólo que se refieren al cuerpo, es decir, nos ofrecen la cognición de nuestro estado visceral y musculoesquelético en la medida en que ambos se ven afectados por mecanismos biorreguladores preorganizados y por las estructuras cognitivas que hemos adquirido bajo su influencia. Al yuxtaponerse una imagen momentánea de lo que ocurre en nuestro organismo a las imágenes de otras entidades y situaciones, se produce una noción profundamente comprensiva de tales objetos externos: una calificación emocional. En palabras de A. R. DAMASIO (2003:153): Los sentimientos poseen una condición verdaderamente privilegiada. Se representan a muchos niveles neurales, incluyendo el neocortical, donde son los iguales neuroanatómicos y neurofisiológicos de todo lo que aprecian los demás canales sensoriales. Pero debido a sus lazos inextricables con el cuerpo, aparecen primero en el desarrollo y conservan una primacía que penetra sutilmente en nuestra vida mental. (...) Y puesto que lo que llega primero constituye un marco de referencia (...) los sentimientos tienen la última palabra en lo que se refiere a la manera en que nuestro cerebro y la cognición se ocupan de sus asuntos. Su influencia es inmensa. En suma, todo lo expuesto hasta el momento confluye en la idea de que los sentimientos, lejos de ser fenómenos evanescentes e intangiblescxi, tienen un contenido concreto. Y no sólo eso, sino que además pueden relacionarse con sistemas específicos en el cuerpo y en el cerebro (en el organismo, en definitiva), al igual que lo hacen la visión o el habla, por ejemplo. 7.3. Cuerpo y razonamiento: la hipótesis del marcador somático 7.3.1. Mecanismos de decisión Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 274 Decidir es seleccionar una opción de respuesta, descartando todas las demás, en el marco de una situación determinada. Es decir, se trata de elegir una acción, con el objetivo de provocar un cambio en el entorno que tenga para nosotros los resultados esperados, todo lo cual requiere que tengamos conocimiento de, al menos, las variables siguientes: 1) El tipo de situación en que nos hallamos, 2) las diferentes opciones de acción de que disponemos, y 3) las consecuencias probables de cada opción. Todo este conocimiento existe en forma de representaciones disposicionales generadas a lo largo de la experiencia de vida del individuo, y puede ser hecho accesible a la consciencia en una o varias modalidades simultáneamente (lo más frecuente es esto último, porque las memorias son mixtas, como vimos en 5.6.). Los focos de interés tradicionales a la hora de estudiar los procesos de razonamiento y toma de decisiones han sido factores como la atención y la memoria de trabajo (sin duda, importantísimas para mantener activas en la mente las imágenes implicadas en tales procesos) y, en especial, las estrategias para derivar inferencias válidas, que nos permiten seleccionar, en la mayoría de los casos, una respuesta apropiada. Por el contrario, la importancia del papel que tanto la emoción como el sentimiento pudieran ostentar en los procesos de toma de decisiones racionales fue descartada de antemano. Sin embargo, no todos los procesos biológicos que culminan en una selección de respuesta pertenecen al ámbito del razonamiento, como es el caso de los instintos que cubren necesidades fundamentales (del tipo del hambre), pero también de los comportamientos expertos, pautas automatizadas de acción que requirieron de una etapa previa de procesamiento consciente para su adquisición (como conducir, atarse los cordones de los zapatos, esquivar un objeto que cae, o apartarnos cuando vemos que alguien tiene intención de propinarnos un golpe). En palabras de A. R. DAMASIO (2003:160): El conocimiento indispensable fue consciente una vez (...) la estrategia para la selección de respuesta consiste ahora en la activación de una fuerte conexión entre el estímulo y la respuesta, de manera que la respuesta aparezca automáticamente (...) sin esfuerzo ni deliberación, aunque voluntariamente podemos intentar evitarla. En efecto, siempre es posible reconducir conscientemente un comportamiento experto: de otro modo, sería imposible que Jesucristo hubiese ofrecido la otra mejilla. Por otra parte, hay procesos de toma de decisiones en los que el hecho de derivar inferencias fiables por medio de mecanismos de deliberación conscientes sí parece ser fundamental. Estos procesos tienen que ver, por un lado, con un ámbito que suele denominarse de razón práctica, y que se ocupa de las decisiones que afectan al dominio personal y social (como elegir una carrera, pareja, amistades, inversiones, etc.) y, por otro, con un ámbito de razón teórica, que engloba procesos de razonamiento más abstractos que suelen implicar conocimientos Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 275 especializados en algún dominio (como diseñar un edificio, construir un motor, o resolver un problema matemático). La exposición que acabamos de realizar parece sugerir que existe una especie de gradación o jerarquía que agrupa los procesos de razonamiento y toma de decisiones en función de su dominio y su nivel de complejidad y que, por tanto, el ámbito de la razón teórica sería el más elevado y requeriría de un despliegue de capacidades privilegiado. De hecho, esta es la concepción que aún prima en la mayor parte de los centros de enseñanza y entre el grueso social: el niño es muy inteligente porque saca sobresaliente en matemáticas, no importa si luego es incapaz de conducir su vida personal y acaba siendo un infeliz. Y es que mientras que los procesos de razonamiento abstracto suelen arrojar resultados sistemáticamente fiables y exitosos si se realizan sobre una base de conocimiento específico bien fundamentado, no ocurre lo mismo con los problemas a los que ha de enfrentarse la razón práctica. Al contrario de lo que pudiera parecer, el dominio personal y social inmediato es el que implica la mayor incertidumbre y complejidad. En este ámbito, decidir bien significa seleccionar una respuesta que, directa o indirectamente, será beneficiosa para el organismo en términos de supervivencia (y, lo que es más importante en el contexto social actual, de la calidad de dicha supervivencia), y hacerlo prontamente, es decir, en un marco temporal no demorado, apropiado para el problema inmediato. Así, decidir ventajosamente en el dominio personal significa ser capaz de asegurar, mediante la conducta que se deriva de tales decisiones, el empleo y la solvencia financiera que nos permitirán, a su vez, conseguir alimento y refugio, y mantener así la salud física y mental. Esto en el plano más básico porque, de la eficiencia que demostremos en la toma de decisiones personales, dependerá también en última instancia la posición que ocupemos en el grupo social, lo que hará aumentar o disminuir significativamente nuestra calidad de vida. En relación con este último punto, y desde una perspectiva evolutiva, parecen existir evidencias de peso que señalan que el aumento del tamaño del neocórtex del cerebro homínido se debió mayoritariamente al desarrollo de la inteligencia social, es decir, a la habilidad de los individuos para adoptar estrategias comportamentales sofisticadas, necesarias para prosperar en un grupo constituido por congéneres de capacidades mentales tan refinadas como la propia. A este respecto, R. DUNBAR (2000: 247) apunta que there is evidence to suggest that neocortex size correlates with the frequency with which subtle social strategies are used: Byrne (1996) has shown that the relative frequency of tactical deception correlates with neocortex size in primates, while Pawlowski et al. (1998) have shown that the extent to which low-ranking males can use social skills to undermine the power-based strategies of dominant males so as to gain access to fertile females is likewise correlated with neocortex size. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 276 Sin embargo, y retomando nuestra línea argumental conductora, el enfoque predominante a la hora de afrontar el estudio de los mecanismos de “razón elevada”, sostiene que la lógica formal propia del razonamiento teórico es lo único que puede garantizar que encontremos la mejor solución posible para cualquier problema, sea del orden que sea, y que, por tanto, nuestro aparato cognitivo debe de contar con un dispositivo lógico que nos permita llevar a cabo este tipo de razonamiento. El proceso consistiría, por tanto, en realizar un análisis minucioso de coste/beneficio de cada opción disponible en busca de la maximización del provecho subjetivo esperado. Como es obvio, esta propuesta plantea numerosos problemas, el menor de los cuales es la inverosimilitud psicológica de que efectivamente llevemos a cabo un tal proceso en la toma de decisiones cotidianas. En efecto, se trataría de un cálculo tan complejo que crearía problemas de sobrecarga en el sistema, ya que nuestra memoria de trabajo y nuestra atención tienen capacidades bastante limitadas. Por otra parte, está el hecho de que, con nuestras facultades reales, realizar un tal análisis conllevaría un consumo de tiempo improcedente. Este tipo de estrategia puede que sea la empleada para desarrollar un proyecto de ingeniería, pero no lo es cuando de lo que se trata es de elegir el menú del sábado o de decidir si perdonarle a Pepe la última faena que nos hizo. Problemas añadidos a la propuesta anterior son los que señalan Amos Tversky y Daniel Kahneman [A. R. DAMASIO (2003:165)] en relación con las estrategias de razonamiento humanas que, según estos autores, se encuentran plagadas de debilidades. Entre ellas, Stuart Sutherland destaca “la enorme ignorancia y el uso incorrecto que los seres humanos hacemos de la teoría de probabilidades y de la estadística” [A.R. DAMASIO (2003:165)]. Veámoslo mejor con un ejemplo: 1) La situación es la siguiente: imagínese el lector que tiene que comprar una calculadora nueva. Va a la tienda de electrónica, y la encargada le muestra varias posibilidades. Finalmente, se decide usted por una calculadora que cuesta treinta euros. En ese momento, la honesta encargada le informa de que justo al día siguiente la tienda pondrá rebajas, y que la calculadora le costará a usted sólo diez euros. ¿Qué hace usted? ¿Compra la calculadora inmediatamente, o vuelve al día siguiente? 2) Situación número dos: imagínese ahora que lo que necesita es un nuevo ordenador. Como en el caso anterior, va usted a la tienda de electrónica especializada y, tras una cuidadosa consideración, se decanta por uno que cuesta mil quinientos euros. De nuevo la empleada le anuncia que al día siguiente van a poner rebajas, y que el ordenador le saldrá entonces por mil cuatrocientos ochenta euros. ¿Qué hace usted en este caso? ¿Vuelve al día siguiente o compra el ordenador en el acto? Pues bien, los investigadores de la toma de decisiones han llevado a cabo el experimento al que usted se acaba de someter con un gran número de personas. Quisiera que el lector se diera Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 277 cuenta de que se trata exactamente, en términos lógicos, de la misma situación: en ambos casos, usted tiene la oportunidad, bien de comprar en el acto lo que sea, o bien de volver al día siguiente y ahorrarse veinte euros. Sin embargo, un amplio 70% de las personas encuestadas afirma que postergaría la compra de la calculadora un día más, mientras que compraría el ordenador en el acto [R. WISEMAN (2008:148)]. ¿Qué pasa entonces? ¿Por qué la gente actúa de manera tan irracional, como si fuese incapaz de ver el ahorro en términos absolutos? Sutherland tiene a todas luces razón sobre lo negados que somos para la estadística, desde luego. Pero lo cierto es que en la escala de valoración humana es imposible tratar ambas situaciones como si fueran la misma: hay muchas más variables en juego, cuyo peso es mayor que la cantidad de dinero ahorrado. Están, por ejemplo, el tiempo empleado en el desplazamiento hasta la tienda, el riesgo de que al día siguiente haya podido agotarse el artículo que cuidadosamente nos habíamos esforzado en elegir, o la premura de la necesidad que tengamos del mismo. Puede que en términos absolutos veinte euros sean siempre veinte euros. Pero, afortunadamente o no, nosotros pensamos en términos humanos: y estos nos dicen que veinte euros son dos tercios del valor de la calculadora, pero que no llegan al 1,4% del valor del ordenador. Bueno, no nos dicen exactamente esto, pero somos capaces de intuir que el primero es un buen negocio en términos relativos, mientras que el segundo no lo es, y por tanto no merece la pena esperar. Tal vez el problema con que nos enfrentamos al calificar este tipo de comportamiento como irracional es un puro problema nominal: tal vez ya va siendo hora de que, o bien desestigmaticemos la irracionalidad o, mejor incluso, vayamos aprendiendo a entender de manera diferente lo que significa razonar en términos humanos. En efecto, parece ser que la fría estrategia de razonamiento por la que Kant abogaba tiene más que ver con la manera en que deciden los pacientes con lesión prefrontal ventromediana que con la toma de decisiones cotidiana de las personas normales. Veamos un ejemplo de lo que ocurre con uno de estos pacientes cuando se le plantea algo tan simple como la decisión entre dos fechas distintas para su próxima cita con el médico, para lo que utilizaremos una anécdota ofrecida por A. R. DAMASIO (2003:183), que resumiremos con nuestras propias palabras: al parecer, el paciente estuvo más de media hora enumerando las razones, tanto a favor como en contra, de ir en cada una de las dos fechas, hasta que finalmente hubo que decirle la fecha en que debería ir, porque fue incapaz de poner fin a la deliberación por sí mismo. Sin embargo, las personas sin lesión prefrontal no hacemos una lista de razones exhaustiva para tomar decisiones de este tipo. Por el contrario, lo que sí hacemos es ser conscientes de que gastar demasiado tiempo en decidir ese tipo de cosas no tiene sentido y es, por tanto, algo negativo, una pérdida. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 278 7.3.2. Categorización emocional 7.3.2.1. ¿Qué es un marcador somático? Pero, ¿cómo y por qué hacemos esto? Lo que un poco más arriba hemos explicado acerca de las emociones secundarias y los sentimientos nos ayudará a entenderlo. Lo que A. R. DAMASIO (2003:166) denomina marcadores somáticos, no son sino un tipo de sentimientos generados a partir de emociones secundarias que han sido conectadas, mediante el aprendizaje proporcionado por la experiencia individual, a resultados futuros predecibles de determinadas acciones en relación con situaciones concretas. De este modo, lo que hace un marcador somático es llamar nuestra atención sobre el resultado negativo o positivo al que puede conducir un tipo de respuesta determinado en una situación específica. O, en otras palabras: marca las imágenes mentales sobre las que estamos deliberando mediante la yuxtaposición de una imagen corporal calificadora. Esta señal automática nos permite así elegir entre un número menor de alternativas, bien descartando las que nuestro cuerpo evalúa como negativas, o bien potenciando las que en otros casos resultaron positivas. Así, los marcadores somáticos emocionales aumentan la precisión y eficiencia del proceso de decisión: constituyen un sistema de calificación automática de predicciones que nos permite evaluar sin demora excesiva lo que, de otra forma, sería una lista interminable de posibilidades extremadamente diversas sobre el futuro desplegado ante nosotros. En realidad, los marcadores somáticos reducen la necesidad de cribar racionalmente todas y cada una de tales opciones, porque proporcionan una detección automática de aquellas que tienen más probabilidades de ser relevantes, ya sea en un sentido positivo o negativo. Es por esto por lo que A. R. DAMASIO (2003:167) señala que “Debería ser aparente la asociación entre los procesos denominados cognitivos y los procesos que se suelen llamar emocionales”. 7.3.2.2. El origen de los marcadores somáticos: entre la cultura y la neurobiología Como hemos visto, nacemos con unos mecanismos biorreguladores básicos que generan estados somáticos en respuesta a ciertas clases de estímulo: las emociones primarias. Pues bien, esta maquinaria está sesgada para procesar señales que conciernen al comportamiento personal y social, de modo que permite emparejar un gran número de situaciones sociales con respuestas somáticas que, al menos en el contexto en que tuvieron origen, eran adaptativas: es el caso de la atracción sexual (que en nuestro contexto sociocultural actual suele ser necesario reprimir), o la ira que podemos sentir hacia un rival (a la que no suele ser conveniente dar rienda suelta hoy en día). Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 279 Sin embargo, los marcadores somáticos que empleamos en la toma de decisiones racional suelen basarse en emociones secundarias: se adquieren con la experiencia, bajo el control del sistema biorregulador básico (que no es sino una especie de escala de valores biológica), pero también bajo la influencia de una serie de circunstancias externas que incluyen no sólo entidades, objetos y acontecimientos, sino también convenciones sociales y normas éticas. Estas últimas son estrategias de supervivencia suprainstintivas que se desarrollan en un determinado entorno social, se transmiten mediante la cultura y requieren, para su aplicación, hacer uso de la deliberación razonada y consciente, ya que muchas veces pueden contravenir las reacciones instintivas, como acabamos de mencionar en el párrafo anterior. En efecto, y como señala A. R. DAMASIO (2003:121), “Hasta qué punto los impulsos e instintos por sí solos pueden asegurar la supervivencia de un individuo depende de la complejidad del ambiente”. Es importante tener presente que la arquitectura neural del repertorio de respuestas suprainstintivas se encuentra entretejida con la de los mecanismos biorreguladores básicos: sólo de este modo puede modificar su manifestación en algunos casos (no es que dejemos de sentir deseo o ira, sino que disponemos de un mecanismo más sofisticado que nos señala como positivo no darnos a la promiscuidad o no asesinar al vecino de arriba). La adquisición de tal mecanismo cognitivo requiere del desarrollo del organismo en interacción con un contexto social concreto, y por eso sus características se encuentran determinadas tanto por la cultura como por la neurobiología. Dicho esto, sinteticemos los factores que entran en juego en la adquisición de un marcador somático cualquiera: 1) Un sistema de preferencia interno biológicamente sesgado para asegurar la supervivencia del organismo, que busca constantemente la reducción de los estados corporales desagradables y tiende a potenciar los estados homeostáticos, es decir, los estados equilibrados desde un punto de vista funcional; 2) Una serie de circunstancias externas (que comprende las entidades, objetos, acontecimientos y ambiente físico y sociocultural en relación con los cuales el organismo ha de actuar) a partir de las que se generan las posibles opciones de acción así como los posibles resultados de tales acciones. 3) La interacción de 1 y 2 posibilita que multitud de estímulos para los que no tenemos reacciones genéticamente determinadas, acaben por asociarse con ciertos estados corporales, quedando así marcados por medio de un proceso de yuxtaposición asociativa que acabará por desatarse de manera automática. La adquisición de estímulos marcados somáticamente es un proceso de aprendizaje continuo, que sólo cesa cuando lo hace la vida. 4) En conclusión: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 280 Al nivel neural, los marcadores somáticos dependen del aprendizaje dentro de un sistema cerebral que conecta determinadas categorías de entidad o evento con la experimentación de un estado corporal (...). El elemento decisivo es el tipo de estado somático y de sentimiento que se produce en un individuo determinado, en un punto determinado de su historia, en una situación dada [A. R. DAMASIO (2003:171)]. 7.3.2.3. Arquitectura neural para la categorización emocional de la experiencia Según expone A. R. DAMASIO (2003:172-174), el sistema clave para la adquisición de marcadores somáticos se encuentra en las áreas prefrontales de asociación. Esto es así por una serie de razones neurofisiológicas que sintetizaremos a continuación. 1) En primer lugar, el área cortical prefrontal recibe señales proyectadas desde todas las cortezas sensoriales primarias, incluidas las cortezas somatosensoriales encargadas de representar sin interrupción el estado corporal en cambio constante. Como dijimos, estas señales constituyen la base sobre la que se construyen las imágenes susceptibles de formar parte de un proceso de pensamiento, y pueden activarse bien bajo el control de los órganos sensoriales periféricos, que transmiten estímulos procedentes del mundo exterior (imágenes perceptuales), o bien pueden suscitarse a partir de procesos corticales de pensamiento sobre ese mundo externo (imágenes rememoradas). 2) En segundo lugar, las cortezas prefrontales reciben también señales desde varios sectores biorreguladores básicos del propio cerebro, así como desde núcleos del sistema límbico (todos ellos evolutivamente antiguos). A través de estas señales las cortezas prefrontales obtienen información sobre la escala de valores biológica del organismo, es decir, sobre las preferencias relacionadas con su supervivencia. 3) Todo lo anterior implica que las cortezas prefrontales reciben, en síntesis, tres tipos de información: 1. Información sobre el conocimiento factual relacionado con el mundo externo, 2. información sobre sesgos biorreguladores básicos, y 3. información sobre el estado corporal en cuanto que es continuamente modificado por las circunstancias externas en relación con el sistema de preferencias biológico. Y esto, a su vez, debería hacer evidente por qué constituyen la clave neural para la categorización emocional de nuestra experiencia vital. En efecto, en las cortezas prefrontales laten las representaciones disposicionales que asocian determinados tipos de cosas y situaciones con sentimientos en nuestra experiencia individual. Así, representan categorizaciones de las situaciones en que el organismo se ha visto implicado a lo largo de su desarrollo ontogenético, pero no categorizaciones a secas, sino emocionalmente calificadas. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 281 De este modo, la batería de representaciones disposicionales latente en las cortezas prefrontales de asociación constituye la base de conocimiento (factual y emocional) para la producción de los pensamientos sobre posibles opciones de respuesta y sobre posibles resultados de cada opción que se precisan a la hora de llevar a cabo un proceso de razonamiento deliberativo. En efecto, como señala A. R. DAMASIO (2003:174), “necesitamos un caudal de conocimiento categorizado personalmente si hemos de prever el desarrollo y resultado de supuestos relativos a objetivos específicos y en los marcos temporales adecuados”. Así pues, y en resumen, las cortezas prefrontales están directamente conectadas con todas las vías de respuesta neurales y químicas de que el cerebro dispone, y por tanto se encuentran perfectamente capacitadas para generar un triple enlace entre los factores clave para la categorización emocional de la experiencia individual, que son los siguientes: 1) Los patrones de activación neural referidos a los tipos de situaciones, objetos u acontecimientos externos (conocimiento factual), 2) los patrones neurales referidos al estado corporal (emociones), que se han asociado con los anteriores de una manera únicacxii en la experiencia vital de cada individuo (sentimientos), y 3) los mecanismos disparadores de los estados corporales asociados a los anteriores patrones (SNA, sistema musculoesquelético y sistema neuroendocrinoinmune). En síntesis, esto quiere decir que los procesos de pensamiento consciente pueden alterar de manera significativa nuestro estado corporal lo que, al ser señalado de retorno a nuestro sistema límbico y somatosensorial, activará el sentimiento correspondiente a tal estado, que conlleva en sí mismo una alteración del estilo cognitivo y los procesos de razonamiento. Nos hallamos, de nuevo, ante un bucle sin fin. 7.3.2.4. Subliminalidad e intuición: marcadores somáticos como conocimiento experto 7.3.2.4.1. Qué sabemos de la subliminalidad El 9 de marzo de 2007 apareció en la prensa internacional la reseña de un artículo de un grupo de científicos del Instituto de Neurociencia del Colegio Universitario de Londres (UCL), en el que confirmaban la existencia de huellas fisiológicas producidas por los mensajes publicitarios subliminales en el cerebro. Lo que ocurriría es que las imágenes subliminales, expuestas a nuestros órganos sensoriales durante períodos temporales ínfimos, de milésimas de segundo, serían recogidas por la retina y de ahí proyectadas a las cortezas visuales primarias en el lóbulo occipital, con lo que dejarían su marca fisiológica en estas áreas, pero sin trascender a nuestra consciencia. Es decir, no serían proyectadas hacia áreas corticales de asociación superiores y, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 282 por tanto, no generarían imágenes perceptuales susceptibles de entrar a formar parte de un proceso consciente de pensamiento [B. BAHRAMI, N. LAVIE Y G. REES (2007)]. Si bien el investigador principal aclaró que el estudio no analiza la capacidad real de tales estímulos para impulsar al receptor a la acción de consumo (que es por lo que se los conoce popularmente), la explicación que propone Damasio acerca de muchas decisiones cotidianas que, aparentemente, cursan sin sentimientos, parece apuntar a que no es del todo imposible. En efecto, del mismo modo que las cortezas visuales iniciales se activan sin que seamos conscientes de ello, porque en ese momento nuestro foco atencional se encuentra centrado en otros procesos, A. R. DAMASIO (2003:175-176) propone que lo mismo puede ocurrir con los patrones neurales de ciertos estados corporalescxiii . Lo que nosotros sugerimos es que, si la visión durante una fracción de segundo de la imagen subliminal de una botella de Coca-cola pudiera activar directamente los núcleos neurotransmisores del tallo cerebral, y desatar así el estado corporal gratificante que experimentamos en el pasado al beber una cocacola fresquita (lo que equivaldría a una calificación emocional positiva), entonces sería cierto que la publicidad subliminal podría influir seriamente sobre nuestras actitudes apetitivas hacia el mundo y, por tanto, sesgar nuestras pautas de comportamiento y procesos de decisión sin que jamás seamos conscientes de ello. Sin embargo, una vinculación de este tipo se encuentra todavía sin confirmar. En el mismo orden de cosas, tampoco se ha demostrado que las huellas neurales de los estímulos subliminales en las áreas visuales primarias sean capaces de trascender a otros niveles de procesamiento. Y no porque no se haya prestado atención al asunto, precisamente. El psicólogo de mercado y de la publicidad P. SAUERMANN (1983) alude en su obra, en varias ocasiones, al libro de Vance Packard publicado a finales de 1957 con el título Los seductores secretos: el recurso al inconsciente del individuo. En él, Packard se hace eco del experimento llevado a cabo por James Vicary, que fue anunciado en la prensa en septiembre de ese mismo año, y que afirmaba que los estímulos subliminales ejercían una fuerte influencia sobre la conducta de los compradores. El experimento consistió en exponer a los asistentes a las salas de cine de Nueva Jersey a mensajes sobreproyectados en la pantalla mediante un proyector de alta velocidad diseñado por el propio Vicary. La duración de tales mensajes era de tres milésimas de segundo, y eran los siguientes: 1) Bebe Coca-Cola; y 2) Come palomitas de maíz. El resultado de la prueba arrojó un aumento de ventas de los mencionados productos en un 18% y un 58%, respectivamente. Como era de esperar, la noticia causó una considerable alarma social y se difundió a la velocidad que arde un reguero de pólvora, lo que explica que en 1957 Packard ya hubiera publicado un libro sobre el tema. Sin embargo, se limitó a ejercer de megáfono amplificador de la alarma, y no se molestó en comprobar cuáles habían sido las condiciones experimentales genuinas, ni si se habían dejado fuera variables susceptibles de control que pudieran haber causado por sí solas el aumento de ventas (por ejemplo, el simple hecho de que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 283 las películas emitidas fuesen especialmente taquilleras habría aglutinado a una cantidad considerablemente mayor de consumidores de refresco y palomitas, lo que por sí solo haría subir las ventas). Por el contrario, no fue de manera tan irresponsable como procedió Melvin DeFleur, experto en estudios de la comunicación de la Universidad de Indiana, quien decidió, en 1958, trabajar en equipo con su colega Robert Petranoff para investigar el tema, como recoge R. WISEMAN (2008:150-152). Ambos decidieron llevar a cabo una prueba lo más realista posible, y para ello solicitaron permiso a la Asociación Nacional de Emisoras estadounidense para difundir mensajes ocultos a través de la estación de televisión WTTV Canal 4, de Indianápolis. Sabían que tenían que proceder rápido y con cuidado, pues el revuelo social que estaba ocasionando el tema ya había hecho que se lanzaran advertencias desde el gobierno para que no se utilizasen este tipo de mensajes en los medios, y era posible que una prohibición en firme estuviese al caer. De este modo, el estudio se estructuró como sigue: 1) La primera parte se diseñó con el objeto de determinar si los estímulos subliminales podían influir en las audiencias de ciertos programas televisivos para que vieran otros. La programación nocturna de WTTV Canal 4 consistía en una película de unas dos horas de duración, seguida por un informativo dirigido por un presentador muy conocido por el público americano de la época: Frank Edwards. DeFleur y Petranoff sobreimprimieron el mensaje Ve a Frank Edwards a intervalos periódicos durante las dos horas de emisión de la película. 2) La segunda parte del experimento exploraba la posibilidad de que los estímulos subliminales pudieran influir en los hábitos de compra de las personas. Los investigadores se pusieron en contacto con una distribuidora mayorista de bacon de Indiana, la firma John Fig, para que les permitiera emitir el mensaje subliminal Compra bacon durante los anuncios televisivos de la marca. Así pues, durante todo el mes de julio de 1958, los telespectadores de WTTV Canal 4 recibieron el impacto de cientos de mensajes subliminales que les decían que vieran a Frank Edwards y que comprasen bacon. Los resultados de la prueba, sin embargo, fueron absolutamente decepcionantes: antes del experimento, la audiencia del programa de Edwards alcanzaba el 4,6%; después de ella, cayó al 3% (tal vez porque en agosto la gente se va de vacaciones). Por lo que se refiere a los hábitos de compra, tampoco se registró nada significativo: antes de la prueba, John Fig vendía una media de 6.143 unidades de bacon envasado por semana a los habitantes de Indiana. Al finalizar el estudio, la cifra se había incrementado a 6.204, lo que se explica por el margen habitual de variación de la demanda (no todo el mundo consume exactamente la misma cantidad de todos los productos cada mes). En definitiva, el efecto de los estímulos subliminales fue nulo. Por si al lector cupiera todavía alguna duda, ha de saber que DeFleur y Petranoff no fueron los únicos en investigar el tema. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 284 Unos pocos meses antes, la Canadian Broadcasting Company (CBC) emitió subliminalmente, durante un popular programa del domingo por la noche, el mensaje Llama ahora, y pidió al público que les escribiera contándoles si habían notado algún cambio raro en su conducta, algún deseo irrefrenable de hacer algo. El resultado fue que la CBC no recibió más llamadas de las habituales, pero se vio inundada por cientos de cartas de televidentes que aseguraban haber sentido un impulso inexplicable de beber cerveza, ir al baño, o pasear al perro. Sin embargo, y a pesar de la falta de evidencia acerca de la efectividad de los estímulos subliminales, la Asociación Nacional de Emisoras cedió a la presión política generada por la alarma social que había causado la difusión mediática del experimento de Vicary, y prohibió el uso de este tipo de mensajes en las redes estadounidenses en 1958. Finalmente, en 1962, la revista Advertising Age le hizo a Vicary un reportaje en el que éste explicaba que su experimento se había filtrado a la prensa antes de que pudiera considerarse representativo. Así pues, todo el debate generado en torno a la subliminalidad se había basado en una ficción. Nos hallamos ante una historia que ha generado una potente leyenda urbana que aún hoy es citada por quienes siguen sosteniendo, sin base empírica alguna, que los estímulos subliminales influyen en las personas y, lo que es peor, levantan negocios fraudulentos sobre tal afirmación espuria. Es el caso de las cintas de audio de autoayuda que supuestamente contienen este tipo de mensajes, cuyas ventas superaban en 1990 en EE.UU. los cincuenta millones de dólares [R. WISEMAN (2008:154)]. 7.3.2.4.2. Intuición: Hooked on a feeling Sin embargo, esto no quiere decir que muchos aspectos de nuestra conducta y razonamiento cotidianos no estén influenciados por factores que no percibimos, y aquí es donde cobra relevancia la hipótesis del marcador somático de Damasio, ya que nos permite atisbar el mecanismo que podría esconderse tras el tipo de conducta que se ha denominado compra impulsiva, por ejemplo. No se trata de que los estímulos publicitarios nos hagan ir al supermercado como autómatas sin voluntad debido a secretos poderes de seducción. Se trata simplemente de que, en ocasiones, adquirimos productos de manera impulsiva debido a factores explícitos que desatan respuestas afectivas hacia el producto en cuestión: en definitiva, algo tan simple como que, habiéndose agotado nuestra marca habitual de un producto, realicemos rápidamente nuestra elección de su sustituto basándonos en el aspecto del envase. Esto se encuentra directamente relacionado con la anécdota que relaté en 3.4.2. sobre mi amigo Ivan y el bote de mayonesa belga. Se la refrescaré al lector de manera muy sintética: un croata y una española en un centro comercial valón examinan las marcas de mayonesa disponibles a la espera de encontrar algo reconocible. De pronto, el croata agarra un bote con la misma Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 285 determinación que si fuese su marca de toda la vida. La española se fía de su elección, puesto que a ella no hay ninguna que le despierte mayor apetencia. Una vez en casa, la española le pregunta al croata de qué conocía la marca belga. Él la mira divertido y le confirma que no la conocía en absoluto, que simplemente le había dado feeling la etiqueta. Pues bien, ese estado corporal positivo activado por la visión de los colores y el diseño del envase, o en palabras de Ivan, ese feeling, constituye el empuje decisivo para muchas de nuestras decisiones cotidianas más triviales, las que realizamos sin demorarnos demasiado o incluso mientras nuestro foco atencional se encuentra en otra parte (en el niño que se nos ha perdido en la sección del chocolate, en el informe que tenemos que entregar a última hora de la tarde...). Tristemente, no son muchos los consumidores acostumbrados a ser conscientes de las implicaciones de sus elecciones de consumo, es decir, no hay muchas personas que dediquen una atención plena a la tarea de hacer la compra semanal. Por otro lado, este empuje emocional, no necesariamente mediado por el procesamiento consciente, puede parecer una característica cognitiva sin importancia, pero lo cierto es que carecer de ella incapacita para la vida normal, como vimos un poco más arriba con el caso del paciente prefrontal incapaz de poner fin al proceso deliberativo que le permitiría decidir cuándo ir al médico. A donde queremos llegar es a la idea de que, no lejos de estos mecanismos puestos en marcha de manera encubierta, se encontraría la intuición (¿qué es el feeling al que se refería mi amigo Ivan, sino una intuición de que el producto elegido satisfará sus expectativas?). La intuición nos permite llegar de manera espontánea a la resolución de un problema (o, al menos, a la toma de una decisión sobre el plan de acción a ejecutar con respecto al mismo) sin haber razonado con respecto a él. La causa de que las intuiciones suelan conducirnos a respuestas adecuadas es que actúan sobre una base estructurada de conocimiento, como la de los grandes maestros ajedrecistas que examinábamos en 2.3. Conocimiento acumulado a lo largo de nuestra experiencia de vida. Un conocimiento que, como hemos visto, no es sólo de tipo factual, sino también emocional, por cuanto que los estados somáticos califican las situaciones a que nos hemos enfrentado con anterioridad (y también las opciones de respuesta a las mismas y los resultados de tales opciones) como positivas o negativas para el organismo. La psicología de mercado trata de emplear este conocimiento para elaborar mensajes publicitarios y diseñar productos y envases que sean capaces de suscitar en nosotros intuiciones asociadas a experiencias positivas previas, e influir así en la decisión de compra, como nos ocuparemos de explicar en el capítulo 8. El paralelismo entre intuición y subliminalidad se encontraría, por tanto, en el hecho de que el conocimiento empleado se activa por debajo del nivel de consciencia. Sin embargo, parece ser que los estímulos subliminales no consiguen recabar la atención suficiente como para proyectarse a otras áreas cerebrales, es decir, para formar parte de un proceso de pensamiento a Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 286 partir del cual se active un estado somático relacionado. O, al menos, hasta ahora no hemos podido demostrar que lo hagancxiv. Por el contrario, la intuición influye muy notablemente en nuestra conducta: así, por ejemplo, tenemos la intuición de que debemos actuar de una determinada manera en una situación concreta, hacemos caso de tal intuición, y acertamos. Lo que ocurre en este tipo de casos es que hacemos uso de un tipo de conocimiento ya afianzado, experto, que hemos atesorado en virtud de las experiencias vividas en entornos situacionales similares. Obtenemos, de este modo, una ventaja que se representa a nivel neural como un estado somático positivo asociado a la representación neural de la elección realizada en el contexto de la situación desencadenante, lo que refuerza el ciclo de aprendizaje que desató la intuición inicial. Es por esto por lo que decimos que la intuición es conocimiento experto: en una primera etapa (antes de la existencia de la intuición) la cadena asociativa entre tipo de situación, respuesta seleccionada y estado somático tuvo que ser explícita (al menos, la selección de respuesta tuvo que requerir de nuestra deliberación consciente). Es precisamente en este momento cuando, si nuestra elección es acertada, comienza a generarse un marcador somático que, a la larga, nos llevará a seleccionar de manera espontánea (intuitiva) la misma respuesta en situaciones similares, sin necesidad de la intervención de razonamiento demorado al respecto. Es como si el ciclo situación > elección de respuesta > estado somático alterase el orden de sus componentes, que pasaría a ser el siguiente: situación > marcador somático > respuesta. Es decir, que al activarse el marcador somático asociado a una situación concreta, ya no llevamos a cabo una auténtica deliberación, sino que la respuesta se emite de manera intuitiva, en función de las consecuencias positivas o negativas que tuvieron para nosotros nuestras respuestas previas. Decimos que se trata de un tipo de conocimiento experto porque hay una etapa inicial de aprendizaje en la que reclama atención consciente, como conducir o atarse los cordones de los zapatos. E igualmente, cuando algo falla en el proceso automatizado, será necesario reconducirlo conscientemente, prestarle de nuevo toda nuestra atención para que vuelva a funcionar correctamente. No hacerlo podría tener consecuencias graves: no podemos ignorar que la marcha del coche no ha entrado correctamente y seguir acelerando como si tal cosa, so pena de destrozar el motor y tener un accidente. Y tampoco es conveniente dejar que ciertos marcadores somáticos, que en algunos casos nos llevan a tomar decisiones adecuadas de manera intuitiva, tomen el control en otras circunstancias. Así, por ejemplo, el impacto emocional de las escenas de accidentes aéreos puede generar un marcador somático negativo que cree un sesgo avasallador contra hechos objetivos, a saber: viajar en avión es estadísticamente más seguro que hacerlo en coche, pero también es cierto que cuando un avión se cae las consecuencias son más graves y aparatosas, con lo que la respuesta fisiológica de miedo quedará fuertemente cableada. Esto hace que muchas personas no superen nunca su miedo a volar lo que, por otra parte, no es Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 287 de extrañar, pues ya vimos cómo el cerebro está diseñado para evitar que el procesamiento racional desactive las respuestas fisiológicas de miedo. Tales respuestas son, en principio, un mecanismo de protección, pero también vimos que ante la complejidad del ambiente actual no siempre resultan adaptativas. Por ejemplo, puede que conozcamos perfectamente los pasos a seguir si nos encontramos con una placa de hielo en la carretera, pero en la práctica, el susto que nos llevamos al sentir el coche resbalar desvía nuestro foco atencional de la conducta correcta a ejecutar, para situarlo sobre la sensación fisiológica de alerta. El resultado, un desastre: frenamos bruscamente y provocamos un aparatoso accidente: he aquí un buen ejemplo de cómo un sesgo biológico destinado inicialmente a la protección del organismo puede convertirse, en contextos concretos, en lo que acabe con él. O, en otras palabras: he aquí un buen ejemplo del peso de la complejidad del ambiente en el sistema. Ya lo dijimos: el contexto importa. 7.3.2.5. Razonamiento consciente: marcadores somáticos como amplificadores de la atención Llevar a cabo un proceso de razonamiento deliberativo requiere, sin duda, de la intervención de otras capacidades cognitivas además del mecanismo de marcaje emocional que constituyen los marcadores somáticos. Como vimos, estos facilitaban la criba previa de opciones posibles de respuesta ante una situación concreta. Una vez hecho esto, otros mecanismos han de intervenir, sin embargo, para realizar de manera exitosa una evaluación de las opciones restantes, que se demorará más o menos en función de otras variables como, por ejemplo, la trascendencia de tal decisión para nuestras vidas. Pero, para razonar sobre algo, es preciso que seamos capaces de hacer también otras dos cosas fundamentales, a saber: 1) Mantener la atención sobre una o varias imágenes mentales (lo que, en términos neurales equivale a la intensificación de un patrón de activación frente a otros, cuya actividad se reduce), y 2) mantener activa la representación de las imágenes objeto de nuestra atención durante el periodo de tiempo necesario para llevar a cabo el razonamiento. Este mecanismo se denomina memoria funcional básica [A. R. DAMASIO (2003:186)] o memoria de trabajo (5.6.5.) y, en términos neurales, equivale a la reverberación sostenida de los patrones de las representaciones topográficamente organizadas de las cortezas sensoriales iniciales sobre las que se sostienen tales imágenes. Sin atención o sin memoria de trabajo, no hay posibilidad de llevar a cabo un razonamiento coherente. Lo que nos interesa señalar, sin embargo, es que ambas capacidades se encuentran potenciadas por los marcadores somáticos: en efecto, un estado somático positivo o negativo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 288 causado por la aparición de una imagen mental, no actúa sólo como calificador de tal imagen, sino también como amplificador de la atención sobre la misma (bien porque sea algo a evitar o bien un objetivo a perseguir) y, por tanto, también de la memoria de trabajo, necesaria para mantenerla activa. Por otra parte, dentro del sector prefrontal se han identificado áreas relacionadas con diferentes dominios de conocimiento. Así, el conocimiento referente al dominio social y personal se encuentra asociado a la actividad en el sector ventromediano (no señalado en la imagen: se encontraría hacia el interior del cerebro a la misma altura del sector ventrolateral), mientras que el conocimiento de diversos dominios del mundo externo (por ejemplo lenguaje, música, matemáticas, etc) tiene que ver con la activación del sector dorsolateral. Pues bien, según A. R. DAMASIO (2003:187): En términos de las cortezas prefrontales (...) los marcadores somáticos, que operan en el ámbito biorregulador y social alineado con el sector ventromediano, influyen sobre la (...) atención y la memoria funcional dentro del sector dorsolateral, (...) del que dependen operaciones en otros ámbitos de conocimiento. Es decir, la capacidad de experimentar un sentimiento determinado en conexión con una situación concreta parece ser un requisito indispensable para llevar a cabo con éxito la totalidad del proceso deliberativo ligado a dicha situación. Y parece ser que esto ocurre no sólo cuando la decisión se refiere al ámbito personal de manera directa, sino también cuando implica otros ámbitos de conocimiento. Esto explicaría que la motivación sea clave para la resolución exitosa de tareas académicas, por ejemplo. De otra manera, carentes del elemento amplificador de nuestra atención, seremos incapaces de mantener en la mente las imágenes pertinentes para llevar a cabo el razonamiento. En última instancia, lo que impulsa esta atención es el conjunto de preferencias inherente a la regulación biológica de nuestro organismo, sobre el que se adquieren otros marcajes más sofisticados en el seno de una determinada cultura. 7.3.2.6. Saber no es sentir: conductancia dérmica y experimentos de juego Habíamos visto que el procesamiento emocional menoscabado que sufrían los pacientes con lesión prefrontal ventromediana lo estaba en relación con el tipo de emociones que Damasio denominaba secundarias. Lo que ocurría era que estas personas no podían acceder a las Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 289 emociones asociadas a las imágenes de determinadas situaciones o estímulos, ya fueran éstas perceptuales o rememoradas. Así, no podían experimentar sentimientos correlativos a ningún tipo de imagen mental ni tampoco generar, por tanto, los marcadores somáticos correspondientes. Lo que sí pueden hacer estas personas, sin embargo, es experimentar emociones primarias que, como también vimos, dependen de un conjunto de representaciones disposicionales diferente, latente en el sistema límbico. Por otra parte, explicamos también el modo en que era posible que los procesos de pensamiento consciente influyan significativamente en el estado corporal. En efecto, cuando nuestro cuerpo empieza a cambiar después de una percepción o pensamiento determinados, y mientras se configura el estado somático correspondiente (adquirido por aprendizaje en la experiencia individual del sujeto en un entorno sociocultural concreto), el sistema nervioso autónomo aumenta sutilmente la secreción de las glándulas sudoríparas de la piel. Se trata de un aumento nimio, pero susceptible de medición si, en ese momento, se aplica una suave corriente eléctrica al sujeto en cuestión por medio de unos electrodos. En esto consisten, básicamente, los estudios sobre la respuesta de conductancia dérmica. Este tipo de estudios nos interesa porque se ha utilizado para comprobar si los pacientes con lesión prefrontal ventromediana experimentan cambios somáticos debidos al procesamiento de estímulos con contenido emocional. Tales estudios han corroborado lo que hemos señalado un par de párrafos más arriba: estos sujetos generan estados somáticos asociados a emociones primarias como el miedo (cuando se les asusta), pero no lo hacen si se les muestran imágenes de horror, dolor físico, o contenido sexual explícito. Sin embargo, el conocimiento declarativo sobre las imágenes mostradas se encuentra disponible para estas personas a todos los niveles tradicionalmente considerados pertinentes para el razonamiento: comprenden el contenido de las imágenes y son capaces de describirlo verbalmente. Es más, incluso pueden calificar tal contenido en términos emocionales de tristeza, horror, repugnancia...en un verdadero simulacro emocional de tipo linguaforme. En otras palabras: estos individuos son conscientes del contenido de las imágenes y de su significado emocional implícito para el resto de sus congéneres. Sin embargo, como decíamos, saber no es sentir. A ellos les falta el vínculo que activa de manera experta la configuración somática emocional ligada a un determinado pensamiento. O, en palabras de A. R. DAMASIO (2003:198): Parecía (...) como si estos pacientes dispusieran de todo el campo de conocimientos, con excepción del conocimiento disposicional que empareja un determinado hecho con el mecanismo para restablecer una respuesta emocional. (...) podían evocar internamente el conocimiento factual (...) pero no podían producir un estado somático del que pudieran ser conscientes. (...) no podían experimentar un sentimiento Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 290 En lo que se refiere a las decisiones triviales, del tipo de las que efectuamos en el supermercado, la falta de un empuje emocional puede convertir la elección de un paquete de cereales en un proceso de cálculo infinito. Lo mismo que la elección de fecha para ir al médico. Pero en otros casos, donde el cálculo preciso de variables se hace imposible, lo que suele ocurrir es que estos individuos actúan de manera temeraria y, con frecuencia, fracasan estrepitosamente. Tenemos evidencia de esto gracias a una serie de estudios llevados a cabo por A. R. DAMASIO (2003:201-207) bajo la forma de experimentos de juego. La tarea a la que se enfrentan los sujetos sometidos a estas pruebas consiste, simplemente, en jugar. Pero jugar no como niños, sino como lo hace un adulto que apuesta su dinero en un casino (lo que, en cierto sentido, se parece bastante a realizar una inversión económica). De hecho, a todos los sujetos se les da una cantidad determinada de dinero de partida. Luego, se trata de que vayan levantando sucesivamente cartas de dos montones dispuestos frente a ellos. Uno de los montones da premios más grandes pero, cuando sale una carta mala, también impone castigos muy severos en forma de grandes pérdidas, que pueden dejar al jugador prácticamente en la ruina. El otro montón, por el contrario, aporta ganancias muy pequeñas, pero sus cartas malas suponen pérdidas nimias por lo que, a la larga, resulta más beneficioso para el jugador que se decanta por él de manera constante. En palabras de A. R. DAMASIO (2003:201), un experimento como este resulta muy revelador porque imita a la vida muy bien (...) se realiza en tiempo real y (...) se descompone en factores de penalización y recompensa, e incluye claramente valores monetarios. Hace que el sujeto se empeñe en la búsqueda de un beneficio, plantea riesgos y ofrece elecciones, pero no dice cómo, cuándo o qué elegir. Está llena de incertidumbres, y la única manera de minimizar[las] (...) es generar intuiciones, estimaciones de probabilidad, por cualesquiera medios posibles, ya que el cálculo preciso no es posible. Lo que se comprobó por medio de este tipo de experimentos es que los sujetos con lesión prefrontal ventromediana son sensibles a la penalización y la recompensa, pero en un sentido muy básico: en lugar de contribuir a la creación de un marcador somático negativo para el montón de cartas que genera grandes pérdidas y, por tanto, al despliegue de predicciones sobre los resultados negativos a largo plazo que conlleva el seguir cogiendo cartas de ese montón, estos pacientes favorecen las opciones de recompensa inmediata. Sólo evitan momentáneamente el montón malo cuando acaban de sufrir una gran pérdida. Pero luego, en cuestión de minutos, realizan sus elecciones partiendo de cero, como si no dispusiesen del conocimiento factual relativo a las barajas, que han ido adquiriendo a medida que jugaban. Sin embargo, lo cierto es que ese conocimiento sí está a su disposición, pero no genera un estado de alerta somática y, por lo tanto, de hecho es como si no estuviera. Esto puede resultar bastante difícil de entender para una persona normal, ya que introduce en las personas con lesión prefrontal ventromediana un fuerte componente de irracionalidad: a pesar de ser capaces Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 291 de comentar verbalmente las consecuencias catastróficas para la economía personal que conlleva el hecho de persistir en la elección de cartas de la baraja mala, estos sujetos lo siguen haciendo. En efecto, a los seres humanos normales una inteligencia que procede desligada de las emociones nos resulta incomprensible: es como comprarse a la vez un ático de lujo y un ferrari a pesar de que sabemos a ciencia cierta que el banco nos embargará porque no podremos pagarlos. La sola imagen de la penuria de la situación futura que tal proceder nos ocasionaría activa un sentimiento de evitación del mismo. La clave está en que las personas con lesión prefrontal no disponen de este marcaje, aunque puedan imaginar la penuria que les espera. En palabras de andar por casa, les da igual. Por el contrario, este mismo experimento, llevado a cabo con sujetos normales, reveló que, en el periodo que precedía inmediatamente a la elección de una carta de la baraja mala durante la fase intermedia del juego, se generaba una respuesta de conductancia dérmica. A medida que el juego avanzaba y los sujetos normales iban aprendiendo más sobre las consecuencias de coger cartas de la baraja mala, la intensidad de esta respuesta aumentaba proporcionalmente. Lo que ocurría es que estos sujetos estaban generando un marcador somático negativo que les permitía intuir la posibilidad de un resultado malo. Y, en consecuencia, se decantaban por el otro montón de cartas. 7.3.2.7. Marcadores somáticos como generadores de orden secuencial Existen, por tanto, tres factores primordiales implicados directamente en los procesos de razonamiento deliberativo, a saber: los marcadores somáticos, la memoria de trabajo, y la atención. Puesto que nuestro cerebro tiene una capacidad limitada para procesar la información consciente de salida (y esto es así tanto para los objetos mentales puramente cognitivos, como para la información de salida de movimiento), queda pendiente de resolución la cuestión de cómo se las apaña para generar orden a partir de despliegues de actividad neural paralelos. Puesto que somos capaces de producir movimientos de precisión a voluntad y de llevar a cabo razonamientos coherentes, es evidente que disponemos de algún tipo de mecanismo que impone un orden de tipo secuencial en nuestro despliegue masivo de procesamientos en paralelo. Pero, para generar un orden de este tipo, se precisa algún tipo de jerarquía. Y para establecer tal jerarquía se precisan criterios. La propuesta de A. R. DAMASIO (2003: 187-189) a este respecto consiste en describir los marcadores somáticos como la expresión de criterios que suministran a nuestro sistema cognitivo el conocimiento relativo a las preferencias que hemos ido adquiriendo de manera acumulativa a lo largo de nuestra experiencia de vida. Ya hemos señalado que este mecanismo de marcaje emocional, aunque hunde sus raíces en la regulación biológica, se construye en el seno de una cultura concreta, y por tanto se optimiza para permitir al organismo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 292 desenvolverse de manera adaptativa en un ambiente regulado por convenciones sociales y normas éticas, que no dejan de ser estrategias de supervivencia suprainstintivas. Hemos visto también que cuando un marcador somático se yuxtapone a una imagen o conjunto de imágenes de nuestros pensamientos, modifica el modo en que el cerebro las manipula (el estilo cognitivo). Esto se hacía evidente en el experimento que recogimos al inicio de este capítulo, y que pedía a los sujetos de estudio que eligieran qué tratamiento aplicar en un caso de epidemia. Recordaremos al lector que los tratamientos A y C presentaban exactamente la misma solución, pero formulada de manera diversa, a saber: de un total de seiscientas personas, el tratamiento A proponía salvar a doscientas, mientras que el tratamiento C estaba formulado de manera que el sujeto escogía la muerte segura de cuatrocientas personas. Así pues, los marcadores somáticos operan como una predilección hacia una solución u otra, y lo hacen atribuyendo diferente intensificación atencional a cada supuesto de los que forman parte del proceso deliberativo. Así, en el primer planteamiento del experimento, la atención de los sujetos se centró en la posibilidad de salvar con seguridad a un grupo de personas, aunque fuese pequeño, y rechazó la posibilidad de asumir el riesgo de que murieran todas, como proponía el tratamiento B (aunque ofrecía también la posibilidad de salvarlas a todas). Sin embargo, en la segunda fase del experimento, la atención de los sujetos se desplazó hacia la evitación de C, que elegía la muerte segura de algunas personas (aunque en términos absolutos fuesen las mismas que morirían con A). Se trata de un marcador somático culturalmente muy elaborado, que centra nuestra atención en inhibir la opción relacionada con la muerte (aunque sea la de otros) a toda costa. Por tanto, los marcadores somáticos dirigen nuestra atención de manera desigual hacia distintos focos semánticos del proceso de pensamiento, y de este modo generan no sólo un desequilibrio, sino también una preferencia, una escala de valores, una jerarquía. Para que todo esto ocurra, los supuestos que manejamos deben permanecer activos durante un periodo de tiempo que puede durar de cientos a miles de milisegundos, lo que es responsabilidad de la memoria de trabajo. De este modo, los impulsos biológicos (y otras preferencias expertas que generamos sobre los mismos), los estados corporales y las emociones constituyen un fundamento indispensable para la toma de decisiones humana normal. Y así también se explica la disfunción de los pacientes prefrontales ventromedianos (puede consultarse el análisis de un caso moderno realizado en paralelo con el históricamente famoso de Phineas Gage en el capítulo 3 de A. R. DAMASIO (2003)). En efecto, en estos pacientes, las carencias observadas en la toma de decisiones racionales que afectan al ámbito social y personal es compatible con una base de conocimiento factual normal, y con la perfecta conservación de funciones neuropsicológicas de orden superior como la memoria de trabajo y a largo plazo, la atención básica, el lenguaje, y la capacidad de razonamiento inferencial. Sin embargo, lo que no funciona es la reactividad emocional, como confirman los propios pacientes. Y es precisamente la sangre fría de su razonamiento, que les Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 293 impide asignar valores diferentes a las diferentes opciones, lo que hace, en palabras de A. R. DAMASIO (2003:61) que “el paisaje de su toma de decisiones (...) [sea] desesperadamente plano”. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 294 8. LA IMAGEN DE MARCA 8.1. Introducción 8.1.1. El largo camino Esta investigación se ha ocupado, hasta el momento, de fundamentar un modelo de la mente humana soportado por la evidencia neurocientífica. En especial, hemos acudido a teorías (la teoría de selección de grupos neurales de Gerald Edelman en que se inspiran E. THELEN Y L.B. SMITH (2002); la teoría de las memorias mixtas o cógnitos de J. FUSTER (2003, 2007)) que se encuentran directamente emparentadas con el Principio Hayek-Hebb (de Convergencia Presináptica Simultánea, en términos de Fuster) y que permiten explicar (e incluso implementar, cfr. 5.4.3.) el modo en que muy probablemente tienen lugar los procesos de categorización y conceptualización en el ser humano. Al hacerlo, hemos insistido en el origen situado y corpóreo, local y experiencial, de las operaciones de abstracción, generalización y analogía que implican tales procesos, soportados como están por una estructura neural de carácter reticular y masivamente asociativo. Lo anterior, que requiere tomar en consideración variables tanto socioculturales como neurofisiológicas, nos ha permitido apuntalar firmemente una concepción a la vez dinámica y estable del significado, donde la estabilidad (la plataforma semántica sobre la que ágilmente nos deslizamos y desde la que nos atrevemos a descolgarnos a la hora de comunicar) se encuentra posibilitada por la generación progresiva de puntos de confluencia a medida que avanza el desarrollo ontogenético. Estos nodos son lo que en terminología de sistemas dinámicos habíamos denominado atractores, y realizan las funciones tradicionalmente asignadas al conocimiento conceptual. Su anclaje es interno, puesto que se encuentra neuralmente instanciado y conformado por la experiencia individual; sin embargo, se manifiesta de manera externa en forma de conocimiento estable y consensuado (por ejemplo, el que recogen los diccionarios). Es decir, la instanciación neural del significado depende también en gran medida de factores socioculturales convencionales. En palabras de E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:328): the account we offer here is (…) consistent with theories of the social construction of knowledge and in fact offers a biologically plausible mechanism for such a process. (…) meaning is imparted by relationships within the family, school, community, and culture in a way identical to how actions of the body become “embodied” in thought. Because social information and social problem-solving are so entirely pervasive in the here and now of everyday activities (…) meaning cannot (…) be disentangled from the local activities that create it. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 295 La ventaja de este enfoque es que llama nuestra atención sobre el hecho de que tales convenciones y estructuras externas de conocimiento no son entes autónomos ni verdades objetivas, predadas. Por el contrario, se encuentran en un punto intermedio del bucle sin fin que constituye el ciclo percepción-acción que caracteriza a los organismos humanos [A. R. DAMASIO (2003), J. FUSTER (2003, 2007)] , de tal manera que son obra de nuestra cognición pero, al mismo tiempo, influyen en su conformación. Como especie, somos en parte producto de nuestras propias construcciones cognitivas: al alterar el entorno (tanto el físico como el mental) con nuestras acciones, modificamos las realidades susceptibles de ser percibidas, y por tanto estamos alterando una variable clave de nuestro proceso de conceptualización. A esto se refería E. ROSCH (1978) cuando decía que las estructuras conceptuales existentes en una cultura en un momento histórico determinado influirían sin duda en las que un individuo cualquiera que se desarrollase en tal entorno sería capaz de generar (cfr. 5.5.2.1). La dinamicidad, por otra parte, se manifiesta principalmente en dos niveles: 1) En primer lugar, nos enfrentamos a una variación a nivel micro, casi podríamos decir a una actualización o re-creación de los conceptos en cada uso, como claramente apuntábamos en 5.6.5 y 7.2.4. Esta visión del significado on-line, de cuyo estudio se ocupa la pragmática, se encuentra fuertemente respaldada por los últimos avances aportados desde la neurociencia cognitiva en torno a la génesis y estructuración de la memoria [J. FUSTER (2003, 2007)], e implica una dinamicidad a largo plazo, lo que significa que los cógnitos se modifican y enriquecen mientras dura la vida del organismo, en función de los cambios que el sujeto en cuestión haya experimentado en el transcurso temporal ocurrido desde la última vez que fueron activados (y en función también del contexto en que se produce el nuevo uso). Lo anterior viene a poner de manifiesto que memoria semántica y episódica no son estructuras estancas (ni a nivel neural ni a nivel mental). Es como si la plataforma semántica de significado consensuado fuese una especie de conjunto subsumido en nuestra experiencia individual del mundo: constituye tan sólo una parte de nuestro conocimiento, en concreto, la que sabemos casi con toda seguridad que cualquier congénere que se haya desarrollado en un entorno cultural similar al nuestro conoce también. Como señalábamos en 5.5.2.4., es precisamente la dinamicidad anatómica intrínseca de las redes neuronales de representación del conocimiento lo que sustenta nuestra capacidad de adaptación a la variabilidad constante del entorno, y lo que posibilita que nuestra memoria semántica se enriquezca a partir de la naturaleza episódica de nuestra experiencia vital. Por tanto, es especialmente importante recordar que los sistemas de percepción, acción y memoria se encuentran, a este respecto, soportados por estructuras neurales ampliamente coincidentes, lo que evidencian tanto los estudios de J. FUSTER (2003) como también los datos procedentes de la neuropsicología clínica sobre pacientes con déficits cognitivos diversos que mencionábamos en 7.2.5. En el ámbito de la ingeniería del conocimiento, esta idea se encuentra respaldada por redes neurales artificiales, que bien realizan a la vez tareas de percepción visual Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 296 así como de categorización y razonamiento espacial, o bien ejercen funciones de control motor y de conceptualización de la estructura del aspecto lingüístico, lo que se deriva en la capacidad de inferir la estructura de acciones concretas. Como señalábamos en 5.6.5., la inferencia es una función cognitiva que se manifiesta de maneras muy diversas pero que, en todos los casos, opera sobre redes neurales preexistentes, contribuyendo a su reestructuración por medio de lo que, en términos relevantistas, se denominan reforzamientos, eliminaciones e implicaciones contextuales. De igual relevancia resulta no perder de vista que los últimos avances en psicología del desarrollo y neurociencia cognitiva ponen de manifiesto que la multimodalidad perceptiva es la base de nuestra cognición [D. P. CARDINALI (2007); A. R. DAMASIO (2003); J. FUSTER (2003, 2007); E. THELEN Y L.B. SMITH (2002)], que el movimiento autogenerado es una modalidad perceptiva básica, y que desarrollo cognitivo y motor se producen en paralelo, andamiándose mutuamente, como detallábamos en 5.5.2.5.4. Si combinamos las anteriores afirmaciones, la conclusión resultante es que la memoria (el conocimiento susceptible de ser activado y modificado: nuestro patrimonio cognitivo) es mixta, es decir: a la vez semántica y episódica, multimodal, perceptiva y ejecutiva. Los estudios de A. R. DAMASIO (2003) nos han permitido explicar que, además, se encuentra emocionalmente marcada, y que este empuje es decisivo para llevar a cabo con éxito cualquier deliberación cotidiana en la que intervenga el conocimiento acumulado a partir de situaciones experimentadas con anterioridad (que son la mayoría). El lector recordará que en el capítulo 7 desarrollábamos en profundidad la hipótesis del marcador somático, e insistíamos en que todo proceso humano de toma de decisiones (pero especialmente las referidas al ámbito social y personal) necesita del correcto funcionamiento de los mecanismos emocionales para poder ser llevado a cabo dentro de los parámetros de la normalidad. 2) En segundo lugar, hemos aportado evidencias de la dinamicidad diacultural del fenómeno semántico. Esta variabilidad de nivel macro se manifiesta incluso en dominios lexicosemánticos para los que existen unos parámetros neurofisiológicos de especie considerablemente restringidos, como es el caso del color y las emociones. Vimos que el continuo de la materialidad física bruta (el espectro de frecuencias de onda o la gama de variaciones de nuestros parámetros orgánicos) no impone necesariamente una misma estructura a la experiencia de diferentes comunidades humanas. El modo en que el ser humano estructura ese continuo depende también de variables de tipo sociocultural que todavía no hemos conseguido sistematizar. La antropología cognitiva nos ayudaba a lo largo del capítulo 6 a considerar el peso del ambiente sociocultural en el sistema de la cognición. Un sistema que admite la integración de tales variables gracias, precisamente, a la plasticidad de su implementación biológica. O en otras palabras: a su naturaleza corpórea. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 297 8.1.2. La imagen de marca desde una nueva perspectiva Era necesario recorrer este largo camino para poder abordar sin ambigüedades ni sobreentendidos un fenómeno que, hasta el momento, sólo lo ha sido desde una perspectiva principalmente mercadotécnica y estadística: la imagen marcaria. Los estudios de corte sociológico que han atisbado la necesidad de saltar al otro lado (el lado de quien percibe, a saber: el organismo inserto en un contexto sociocultural determinado) han visto limitado su alcance por la estrechez de su propia metodología. De este modo, el núcleo duro del problema (qué es la imagen de marca, cómo se genera, por qué varía) ha quedado siempre diluido en alusiones vagas a un imaginario colectivo cuya naturaleza y génesis tampoco se explican. La perspectiva sociológica dota implícitamente a los entes que componen este imaginario de una especie de existencia autónoma que ha de ser asumida por el lector a priori. A lo largo de este capítulo exploraremos las ventajas de comprender la imagen de marca como lo que efectivamente es: una representación mental que sólo existe (de manera sutilmente diferente) en cada mente individual, lo que nos permite describir el imaginario colectivo como la batería de representaciones emergente de la nivelación masiva de entornos cognitivos que se produce en múltiples dominios de conocimiento en un contexto sociocultural y en un corte cronológico determinados. O, en otras palabras, como un fenómeno complejo que surge de las interacciones, a través de múltiples vías, de seres sociales que son sistemas complejos en sí mismos, pero sistemas abiertos, capaces de originar órdenes superiores de complejidad tanto material como mental. La imagen de marca es uno de estos órdenes superiores que surge de nuestra percepción-acción cotidiana. Nuestra realidad es orgánica: incluye nuestro cuerpo-cerebro, nuestro entorno físico, nuestro entorno sociocultural, nuestra mente. Las marcas son, en primer lugar, modificaciones sensibles introducidas por el ser humano en su propio entorno. Tienen, por tanto, un origen local, físico, situado. Sólo de este modo obtienen la posibilidad de constituirse, a través de la experiencia mediada por el cuerpo, en realidades mentales susceptibles de alcanzar cierto grado de estabilidad sociocultural. Encaramos, por tanto, la tarea de examinar en detalle las numerosas variables que forman parte de un fenómeno que, como todos los que tienen que ver con la cognición humana, está en las mentes y está en el mundo físico. Sin embargo, lo que hay en el mundo físico relacionado con la marca no justificaría jamás por sí sólo el valor que ésta puede llegar a alcanzar en Bolsa. Nos enfrentamos, de este modo, al estudio de un fenómeno cuya realidad es prioritariamente mental, y para cuya auténtica comprensión es preciso recurrir a las ciencias cognitivas. De la fundamentación del estatus epistemológico y ontológico de este tipo de realidad nos ocupamos por extenso en los capítulos tercero y cuarto de este trabajo, principalmente. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 298 8.1.3. Resituar la comunicación publicitaria Hay una línea de investigación que ha sido quizás la más explorada en relación con este tema (tanto desde una perspectiva mercadotécnica como psicológica y lingüística), y que no podemos dejar de mencionar: se trata de la comunicación publicitaria. El presente trabajo se ocupará de esta vertiente concediéndole la importancia que le corresponde, a saber: la de una variable más en el sistema de la marca. Los conocimientos interdisciplinares que hemos atesorado hasta el momento nos permitirán comprender el porqué de las limitaciones de toda campaña publicitaria, y afrontarlo no como un problema que tozudamente ha de ser resuelto, sino como algo que se deriva de manera natural de las características neurobiológicas y cognitivas de nuestra especie. Algo que los estudios de corte puramente formal y estadístico llevados a cabo en el ámbito de la psicología de la publicidad y del mercado (que proceden exclusivamente mediante un análisis reduccionista de variables desvinculadas del significado, que luego pretenden poder generalizar por inducción para toda campaña y contexto) no consiguen explicar, empeñados como están en obtener leyes generales capaces de apresar causalidades inmediatas, directas. Leyes en las que la forma (a saber: el orden de presentación de los estímulos, la disposición de los anuncios en la prensa, las características morfosintácticas del mensaje verbal) ha de funcionar independientemente de lo que contenga y, además, hacerlo de manera uniforme para un público destinatario (target) que se considera homogéneo en función de mediciones sociológicas. Sin embargo, en palabras de P. SAUERMANN (1983:68): hasta ahora, el estudio de mercado convencional no ha podido establecer (…) rasgos psicológicos diferenciales. Sus tipologías de consumidores se limitan a rasgos socioeconómicos, tales como edad, sexo, profesión, ingresos, residencia o hábitos de comportamiento y de consumo estrictamente definidos. Obviamente, no es posible negar que lo que define a un grupo poblacional socialmente homogéneo no dejan de ser variables ambientales susceptibles de medición. Es decir, datos acerca del entorno en que se ha desarrollado un conjunto de personas (las cuales, además, tienen unas características cognitivas muy similares gracias al hecho de compartir un hardware neurológico de especie). Esto hace que este tipo de datos puedan orientarnos aproximadamente a la hora de intentar predecir qué conceptos manejarán esas personas y cuáles serán probablemente sus conductas habituales. Por tanto, el auténtico problema no se encuentra tanto en la “raserización” que imponen las llamadas tipologías de consumidores (de hecho, no existe una tal tipología si la entendemos como un sistema de clasificación cerrado: más bien, el estudio de mercado elabora un target concreto para cada campaña específica) como en las presuntas leyes de comunicación publicitaria que numerosas investigaciones en psicología de la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 299 publicidad se esfuerzan por establecer. Leyes que, por definición, y para escapar de la casuística, han de ser leyes de forma. La limitación de esta perspectiva se ve agravada, por otra parte, por el hecho de que se otorga a la comunicación publicitaria un peso decisivo en el sistema de la marca: así, la disciplina mercadotécnica tiende a establecer una relación causal directa entre campaña de comunicación y éxito de ventas. De este modo, asistimos a un esfuerzo persistente por modelizar los componentes de la buena estrategia publicitaria como si se tratase de un fenómeno absoluto, en lugar de contemplarla como una variable más. En efecto, la inmediatez es enemiga de la complejidad. Una perspectiva de análisis que busca causas generales directas necesariamente deslocaliza la estrategia, vaciándola de significado. Queremos insistir en el hecho de que no existe la buena estrategia publicitaria en abstracto. Existe una buena estrategia para modificar la imagen del producto x de cara al consumidor y, en el entorno sociocultural z. Así, no será difícil comprender por qué tales principios de comunicación publicitaria no constituyen en ningún caso fórmulas mágicas para el éxito, sino pautas muy generales que tienen que ver con el procesamiento cognitivo de estímulos, es decir, con algo que sólo podemos predecir parcialmente, pues su naturaleza es definitivamente corpórea y situada (y, por tanto, susceptible de un amplio margen de variabilidad en función de la motivación individual, que es como decir de la relevancia que cada ser humano atribuye a un estímulo concreto en una situación determinada). De nuevo, en palabras de P. SAUERMANN (1983:20): La esperanza de encontrar leyes generales en este terreno que sean válidas para todos los compradores es una quimera. (…) una situación de decisión tiene (…) un significado distinto según los individuos; y asimismo son distintos los motivos que constituyen la base de la valoración. En efecto, si algo nos enseñan la neurociencia y la psicología cognitivas es que, en el proceso de aprendizaje humano, la estructura que adopta una red asociativa es indisociable de lo que codifica y que, además, tal estructura se manifiesta de forma sutilmente diferente en el córtex de cada individuo (debido al carácter genuino de nuestra experiencia fenomenológica). No importa que el código de la cognición sea subsimbólico en su instanciación fisiológica: las redes neuronales, al reverberar, actúan como generadores de los significados que maneja un ser humano concreto. Si su patrón de conexiones cambia, el significado cambia para ese individuo. Y viceversa. Por otra parte, como acabamos de señalar, no hay dos seres humanos idénticos ni, por tanto, dos redes neuronales idénticas, aunque ambas codifiquen lo que convencionalmente decimos que es un mismo significado. Eso por no hablar de los marcajes emocionales incorporados a tales redes por medio de las representaciones disposicionales latentes en el córtex prefrontal de asociación que, como veíamos en el capítulo 7, se encuentran en la base de la motivación de las conductas de consumo cotidianas, entre muchas otras. En efecto, a pesar de Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 300 compartir una serie de mecanismos homeostáticos de especie que supervisan la adquisición de emociones secundarias, y a pesar de que sea habitual que los individuos desarrollados en un mismo entorno sociocultural manifiesten emociones adquiridas similares ante situaciones típicas, es en este plano (el de la motivación, al fin y al cabo) donde se disparan las idiosincrasias. Así, debería resultar evidente que el fenómeno cuyo estudio tenemos entre manos trasciende ampliamente la variable de la comunicación publicitaria y nos sitúa en el centro de un engranaje disciplinar en el que los mecanismos de la cognición orgánica reclaman toda nuestra atención. En efecto, si la imagen de marca es una representación mental, el estudio de los mecanismos neurocognitivos que soportan su generación y existencia forma parte de la auténtica comprensión de la misma. La publicidad, como una vía principal de nivelación cognitiva (es decir, como un medio de instalar en las mentes de los miembros de un grupo social las mismas ideas sobre algo), ostenta un peso considerable en el sistema de la marca. Pero no lo explica todo, y menos en los términos mercadotécnicos y estadísticos en que ha sido abordada hasta el momento. Como señala J. COSTA (2005:123): “Pensar en sistema es pensar en red. Sustituir las visiones lineales y parciales por el pensamiento complejo y holístico”. La marca es en sí misma un sistema complejo abierto, generado a partir de las características de un organismo humano (corpóreo, cognoscente, y situado en un entorno físico y sociocultural concreto) que es también un sistema abierto. La realidad de ambos se construye en el proceso de su acoplamiento. 8.2. La marca como sistema complejo Señala J. COSTA (2005:106) la necesidad de “comprender un hecho social innegable: la imagen de marca es un asunto de psicología social antes que un asunto de diseño”. Como el lector habrá percibido a estas alturas, nosotros iríamos un paso más allá: la imagen de marca es un asunto de neurociencia socio-cognitiva (social cognitive neuroscience), disciplina que no es una fabulación nuestra, sino que constituye un objetivo prioritario en el programa de la European Science Foundation para 2009cxv. Sin embargo, acabamos de señalar más arriba que la marca, además de en las mentes, está en el mundo, lo que significa que tiene, necesariamente, un origen local y situado. Por tanto, para comprender cómo emerge el fenómeno de su imagen como representación mental individual y colectiva, es preciso que examinemos en primer lugar qué es la marca físicamente, en su dimensión material. 8.2.1. La marca material: el signo sensible Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 301 La marca, considerada en su dimensión puramente física, es un signo sensible (una señal) de doble naturaleza, a saber: acústica y visual. En primer lugar, la marca nace como nombre, como signo lingüístico. Un nombre que sirve para designar e identificar (para señalar y reconocer, si se quiere) bien un producto/servicio, bien a la empresa que lo proveecxvi . Un símbolo (es decir, una señal convencionalmente asociada con lo representado), por tanto, que en su nacimiento no dista mucho de la asignación de un nombre propio a un ser humano. La marca es el nombre propio del producto/servicio/empresa. A efectos legales, una empresa sin nombre no existe [J. COSTA (2005:19)]. Es sólo en segundo lugar que el signo audible adquiere una identidad visual. Es el momento del diseño gráfico del nombre, que dará origen al logotipo y al símbolo marcarios. Es decir, a la imagen tal y como nos referíamos a ella en el capítulo 2 de este trabajo, entendida como pura representación gráfica, como objeto material. Prevenimos al lector de que el uso que hacemos en este momento de los términos logotipo y símbolo es concomitante con el que se hace en el ámbito del marketing. Sin embargo, desde la perspectiva semiótica de Charles Sanders Peirce, que por lo demás adoptaremos aquí cuando hagamos referencia a nuestra capacidad simbólica, obviamente tanto el logotipo como el símbolo marcarios son símbolos, es decir, señales (signos) que se caracterizan por estar convencionalmente asociadas con lo que representan (en este caso, el producto), a diferencia de los iconos o índices, donde la relación asociativa entre lo representado y el signo que se utiliza para representarlo está naturalmente motivada en algún sentido. El logotipo es el nombre diseñado: El término símbolo, en el ámbito del marketing, se utiliza de manera reduccionista para referirse a la ilustración que se asocia a la marca. También suele denominarse icono, debido a que la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 302 experiencia más simple que tenemos de las señales icónicas es aquella en que la señal es una representación gráfica simplificada (de tipo analógico) de lo representado. Sin embargo, hay que tener presente que sólo en ocasiones se genera por similitud con respecto al significado del nombre de marca (el primer requisito para que lo que estamos llamando símbolo pueda ser realmente una señal icónica de algo será, obviamente, que el nombre elegido para designar la marca tenga ya un significado previo, y no sea por tanto una secuencia fónica genuinamente creada para la ocasión). Este es el caso de Apple (palabra que en el uso ordinario designa una propiedad, es decir, la clase de las manzanas) y de Nike (que en el uso ordinario designa un individuo, pues la coma estilizada representa las alas de la diosa Atenea Niké): Por lo que respecta a McDonald’s, su símbolo no es icono de nada, sino que más bien constituye una auténtica metonimia gráfica del logo: En otras ocasiones, sin embargo, no hay relación de semejanza que vincule logotipo y símbolo: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 303 Por otra parte, es muy frecuente (casi diríamos que lo más habitual) que logotipo y símbolo funcionen juntos. Sólo las marcas fuertemente afianzadas (como las de arriba, cuyos nombres el lector habrá evocado sin duda a partir del reconocimiento de sus respectivos símbolos) pueden permitirse prescindir del logotipo. En otros casos, como por ejemplo el de Coca-cola, las marcas ni siquiera lo pretenden. Para el ejemplo propuesto existen diversas versiones de símbolos que acompañan al logo, pero éste nunca pierde protagonismo: Como vemos, aquí los símbolos son iconos del producto (la botellita de vidrio original) o de alguna de sus partes (la chapa) ya que el logotipo, en este caso, designa pero no significa convencionalmente nada más allá del propio producto (al menos en el momento de su generación). Es más, en IBM es el propio logotipo el que ejerce las funciones simbólicas, sin ningún icono de nada que lo acompañe. Justo lo contrario que Apple, que utiliza el icono de la manzana en solitario la mayor parte de las veces: En el caso de McDonald’s, por otra parte, lo más común es encontrar logotipo y símbolo (este último una síntesis gráfica del primero, con lo que la representación icónica en este caso se establecería como mucho en relación con el propio logotipo) funcionando juntos: Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 304 En Lacoste y Adidas, los símbolos no representan icónicamente nada relacionado ni con el logotipo ni con el producto: El caso de Lacoste es, de los examinados hasta el momento, el primero que utiliza un símbolo arbitrariamente escogidocxvii , en el más puro sentido del término. El caso de Adidas, sin embargo, es más complejo: la relación icónica del dibujo que actúa como símbolo se establece no con respecto al nombre de marca ni con respecto a ninguno de los productos concretos que ampara, sino con relación a un objeto material que a su vez simboliza la victoria en el ámbito deportivo: la hoja de laurel que corona a los atletas vencedores en los Juegos Olímpicos. Por tanto, vemos que las representaciones simbólicas pueden anidar unas dentro de otras, y desatarse todas a partir de la percepción de una imagen muy simple asociada a una marca comercial que, de esta manera, se apropia de sus significados. Por otra parte, en los casos de McDonald’s y Coca-cola los colores son fundamentales: nunca varían. De hecho, casi podríamos decir que Coca-cola se ha apoderado de los colores de la Navidad (lo que, de por sí, atribuye a la marca muchos significados asociados, o en otras palabras: activa ideas en nuestras mentes en concomitancia con la percepción de la marca): Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 305 El color deviene simbólico cuando es capaz de significar la marca por sí mismo. Esto es especialmente importante para las marcas, ya que actúa como un estímulo capaz de traspasar el umbral de atención del consumidor potencial en procesamientos de baja resolución. Así, para el consumidor fiel a un producto, el color actúa como una pista que le ayuda a orientarse en el entorno con el fin de obtener más fácilmente aquello que desea, lo que sin duda resulta de gran ayuda a la hora de ahorrar tiempo en el supermercado, por ejemplo (motivación nada despreciable actualmentecxviii , a pesar de su aparente banalidad). De este modo, logotipo, símbolo y color actúan conjuntamente, en sincronía, como representantes formales de la marca. Y en ellos, como acabamos de ver en los ejemplos anteriores, anidan muy a menudo significados convencionalmente establecidos en nuestro entorno sociocultural de los que la marca se beneficia de manera inmediata. En síntesis: el nombre de marca es, en su origen, un identificador con dimensiones acústica y gráfica. Es preciso, por tanto, atender también a su estética fonéticacxix. Sin embargo, el ser humano “es un animal óptico. (…) nuestro conocimiento es predominantemente visual. Todo cuanto vemos y conocemos está caracterizado por una forma unida a un nombrecxx. Y la marca en su estado de signo también lo está” [J. COSTA (2005:27)]. En efecto, la representación gráfica del signo audible lo dota de estabilidad y persistencia (frente a la evanescencia del sonido), al tiempo que permite a la marca mostrarse sobre soportes diversos. Por otra parte, y de modo aún más directamente relacionado con la afirmación de Costa, existen estudios en el ámbito de la psicología del desarrollo específicamente dedicados a desentrañar la relación entre la interpretación de palabras nuevas y lo que se ha llamado el sesgo de la forma (the shape bias) del objeto que designan. En concreto, E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:236), en un capítulo dedicado al origen situado y contextualmente específico de las categorías humanas, señalan lo siguiente: “Studies of novel word interpretation show that when young children (and adults) hear a novel count noun used to refer to a novel object, they interpret the noun as referring to a category organized by shape”. Este hallazgo nos permite explicar por qué el diseño gráfico del símbolo marcario es tan importante, pero sólo si tenemos en cuenta primero un hecho básico, a saber: que la marca no Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 306 nace en abstracto, sino asociada a un producto o servicio, es decir, a una entidad contable. En efecto, como señala J. COSTA (2005:148): La marca nace (…) como un producto. (…) Éste y su marca nacen juntos en la conciencia de los individuos: como un producto nuevo (…) cuyas características son diferentes de las de sus competidores (…). Empezar por concebir la marca de otro modo es una abstracción. Por tanto, si las cualidades que distinguen a un producto de otro no son evidentes (por ejemplo, las diferencias entre diversas marcas de yogur natural), la misión de la dimensión física de la marca (el logotipo, el símbolo), así como de otros elementos de diseño (como el envase o packaging) es, en cierto sentido, análoga a la del shape bias. Es decir, nos proporciona un elemento visual estable (y discriminador) con el que asociar el nombre. De hecho, en el ejemplo del yogur podríamos observar dos sesgos de forma trabajando en paralelo. El primero sería el de la forma global, gestáltica, que los envases de yogur tienen en nuestro entorno sociocultural. Este sesgo nos proporcionaría un elemento imprescindible para el nivel básico de categorización, como expusimos en 5.3.1., a saber: el conocimiento que nos permite distinguir el yogur comercializado de otros tipos de postre lácteo refrigerado. Es decir, para un niño español el yogur no es una sustancia blanca cremosa y ligeramente ácida o, al menos, no es sólo ni principalmente eso. El yogur es, en realidad, un yogur, un ente contable con la forma de un cubilete más alto que ancho que contiene la sustancia mencionada. Y la forma es muy importante porque lo que nos permite diferenciar a simple vista el yogur de las natillas en el supermercado es la diferente forma de los cubiletes que contienen a ambos (por eso, una estrategia adoptada por algunas marcas, como La lechera, ha sido cambiar el envase de plástico por uno de cristal con una forma única en el mercado, similar a los tarros que se utilizaban en las casas para hacer yogur cuando la elaboración era tradicional: he aquí un ejemplo de valor añadido a la marca vía envase). El segundo sesgo de forma de este ejemplo es bidimensional, y se refiere precisamente al logotipo y al color impresos en el envase. Este sesgo nos conduce a un nivel de categorización más específico, aquel en el que un yogur pasa a ser un danone. En efecto, en el universo de los lácteos refrigerados existen no sólo especies (la de los yogures, las natillas, las cuajadas, las mousses…), sino múltiples familias dentro de una misma especie. Tantas como marcas productoras de cada uno de estos tipos de postre. Por eso un danone no es igual que un kaiku (al menos en teoría). Y, es más, desde la llegada de los alimentos funcionales, los hermanos de una misma familia se han independizado: ahora el yogur con bífidus de Danone ya no es simplemente un danone más, sino un activia. Pero no todas las marcas tienen la potencia suficiente para generar este nivel de subcategorización tan prolijo, en el que cada uno de sus productos se bautiza con un nombre propio. En cualquier caso, cuando una marca consigue esto, le facilita mucho la tarea al consumidor, ya que forma del envase, color, logotipo y símbolo se combinan en un todo sensible fácilmente identificable en el lineal. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 307 Por otra parte, esta función que desempeñan logotipo y símbolo resulta especialmente útil para la categorización de entidades que no tienen una forma física tangible, como pueden ser los servicios ofrecidos por empresas (por ejemplo, un servicio de protección de tarjetas). En estos casos, la marca física (el logotipo, el símbolo) es la forma en sentido absoluto, es decir: lo que nos permite identificar fácilmente (visual y acústicamente) aquello por lo que pagamos. La marca constituye, en estos casos, la presencia estable en el mundo sensible de un bien intangible que nosotros hemos adquirido. Como veremos, la representación mental que es la imagen de marca, y todo lo que significa, no puede entenderse sin examinar su origen en la interacción de un organismo corpóreo con entes materiales en un contexto determinado. La cognición tiene un origen situado y contextualmente específico: el de la experiencia individual en un entorno físico y sociocultural concreto. En palabras de Kurt Levin: “the person and his environment have to be considered as one constellation of interdependent factors” [E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:320)]. Así pues, hemos de partir de la acción local para poder explicar la macroestructura del sistema: en este caso, del complejo sistema de la marca. 8.2.2. La realidad mental: la emergencia de la imagen de marca Para muchos estudiosos y profesionales, la formación y la actividad de las imágenes mentales es todavía una “caja negra”. (…) Muchos profesionales declaran que la imagen mental es un intangible oscuro, un producto psicológico inaccesible, un conjunto de abstracciones, y que por eso investigar es inútil. Esto es falso. Lo que sucede es que se trata de un tema científico inédito para la investigación social, orientada en general hacia el mercado y la estadística [J. COSTA (2005:118)]. En efecto, no es fácil abordar el estudio de un fenómeno dinámico cuando en el cercano horizonte ondean las banderas del reino del beneficio económico inmediato. A la disciplina mercadotécnica le interesan los métodos que conducen a la obtención de resultados comerciales, y no la comprensión de los auténticos mecanismos que subyacen al proceso. No es de extrañar: la tarea es ardua y, en principio, no promete hallazgos rentabilizables: los estudios sobre la psicología del consumidor apuntan claramente a la imprevisibilidad de su comportamiento, debido tanto a la infinitud de las motivaciones individuales como a la de las variables externas incontroladas que pueden influir en la decisión de compra. En este sentido, P. SAUERMANN (1983:27-28) se encarga de desmentir en su trabajo dos falsas creencias muy extendidas sobre la psicología de mercado, a saber: 1) que los conocimientos generales que ésta aporta (derivados del acopio de casos concretos) pueden aplicarse de manera sistemática; y Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 308 2) que pueden establecerse tipos de consumidores que se comportan siempre del mismo modo. Afirmar esto (es decir, sostener que no existen leyes generales ni tipologías que funcionen en este ámbito), sin pretender ir más allá, es casi como tirar la toalla. Esta investigación pretende, por el contrario, abrir un pequeño boquete en el callejón sin salida que parecen plantear las anteriores afirmaciones. El hecho de que no sea posible establecer taxonomías o leyes de causalidad directa no significa renunciar al orden: por el contrario, podemos acercarnos al fenómeno desde una perspectiva que nos permita entender por qué no somos capaces de apresarlo. Entender que obedece a un tipo de orden tan complejo que, a simple vista, llega a tener apariencia caótica. Como señalan J. MEHLER Y E. DUPOUX (1992: 44): La manera en que un ser humano reacciona depende no solamente de la situación presente, sino también de todas sus interacciones anteriores con su entorno (…). Esto no significa que no puedan comprenderse los principios que gobiernan la conducta. Su reacción está lejos de ser al azar. Está estrictamente determinada por sus estados mentales, el contenido de su memoria, sus intenciones (…). Ciertos sistemas materiales desarrollan (…) conductas fuertemente determinadas por su estado interior. Tan sólo parecen erráticas o aleatorias si ignoramos los principios que las rigen. Por ello es necesario empeñarse en la labor de desentrañar los mecanismos de la realidad mental: algo que, por el momento, no es susceptible de medición estadística (pero que tiene instanciación neurofisiológica, como hemos visto). La parte más importante del sistema de la marca (la que atañe a su imagen) existe en esta dimensión, donde se construye el valor añadido al producto/servicio, un valor intangible que se traduce en valor económico en el plano material. Hemos dicho que las marcas son símbolos que discriminan (identifican) al tiempo que significan. En el epígrafe anterior analizábamos la parte física de tales símbolos: lo que está en el mundo y sirve principalmente para identificar sensorialmente el producto. Pero al hacerlo ya pudimos intuir que algunas marcas se benefician de manera inmediata del significado de los logotipos y símbolos que escogen como imágenes gráficas representantes. Pues bien, los estudios sociológicos y mercadotécnicos al uso terminan su labor precisamente en el lugar donde comienzan los terrenos pantanosos del significado, a saber: realizan una serie de afirmaciones referentes al valor añadido, a la gestión de intangibles, al discurso de la marca, al imaginario colectivo, a la autoimagen del consumidor…sin explicar cuál es la naturaleza de ninguna de tales realidades. Se mueven en un campo minado de vaguedad en el que las nociones clave son imposibles de manejar en términos precisos. Nuestra intención consiste precisamente en construir un puente provisional sobre el que se pueda transitar de manera segura mientras se apuntalan los pilares definitivos de una teoría capaz de dar cuenta del origen situado de tales fenómenos. Sostenemos que el valor que la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 309 marca añade a un producto o servicio es en última instancia un significado. Cómo se construyen estos, a escala neurofisiológica y mental, a lo largo del desarrollo de un organismo humano en un entorno sociocultural concreto, ha sido el tema central de nuestro trabajo: hemos visto que en el origen de todo concepto se encuentra la experiencia corpórea: individual, situada y multimodal. Por ahí es necesario comenzar también para comprender el origen de la imagen de marca: un conglomerado de imágenes mentales de modalidades diversas que se integran en un concepto (una red de representaciones neuronales) del que también forman parte las representaciones mentales del logotipo y del símbolo marcarios, así como de los conceptos asociados a los mismos, si los hay. Podemos afirmar esto ahora, sin temor a la ambigüedad, gracias al tiempo que nos hemos tomado para explicar la naturaleza de las representaciones mentales y su instanciación neural. Como bien señala J. COSTA (2005:118), La imagen mental no es algo que esté ahí, sino un fenómeno (algo dinámico, que ocurre) susceptible de ser examinado como un sistema (algo que funciona). La imagen mental es también una estructura de elementos diversos agrupados de un cierto modo (…), interdependientes y que obedecen a unas leyes de estructura. Al desentrañamiento, en la medida de lo posible, de tales leyes, hemos dedicado también buena parte de este trabajo. Hemos visto que son de tipo neurobiológico y sociocultural, y que nos permiten proporcionar un tipo de explicación del modo en que se generan nuestros sistemas conceptuales que comprende en su seno la dinamicidad tanto intraindividual (los conceptos cambian a lo largo de la vida de un individuo) como interindividual (no hay dos personas con mapeados corticales idénticos). Así, que no podamos predecir a ciencia cierta la estructura de los sistemas conceptuales humanos no es tanto un problema como algo que se deriva de manera natural de los postulados básicos de nuestra teoría. Por otra parte, paralelamente hemos expuesto el modo en que la experiencia individual, local y situada de un ser humano cualquiera, a partir de la que se desencadenan los procesos de conceptualización más complejos, se encuentra emocionalmente marcada. Hemos descrito las emociones como estados somáticos neuralmente representados, cuya apropiación consciente en yuxtaposición al objeto o situación que los suscita, origina lo que llamamos sentimientos, que intervienen de manera decisiva en los procesos de toma de decisiones al alterar el estado cognitivo de los individuos y, con él, el modo de manejo de la información implicada en tales procesos. Vimos que las emociones reposaban, en última instancia, en un sistema de evaluación fundamental del organismo regido por las estructuras neurológicas evolutivamente más antiguas, donde el mantenimiento de los estados homeostáticos (de equilibrio funcional o bienestar) se juzgaba como de máxima importancia. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 310 En otras palabras: la teoría neurobiológica de las emociones soporta de manera directa una teoría neurobiológica de la motivación. Las emociones constituyen una motivación orgánica primaria: el punto de anclaje de los valores humanos de referencia acerca del bien y el mal, establecidos con relación a lo que causa placer y lo que causa dolor al organismo. Vimos también que sobre este sistema de valoración del que disponemos por defecto (por el hecho de pertenecer a la especie humana), adquiríamos un sistema de evaluación más sofisticado para todo tipo de situaciones socialmente elaboradas debido a la naturaleza asociativa de nuestra experiencia fenomenológica, como exponíamos en 7.2.7. La complejidad de nuestras estructuras de significado, de los conceptos que proyectamos en categorías de manera constante y cotidiana, no nace en abstracto, como hemos visto. Nace en la experiencia reiterativa y asociativa de un organismo corpóreo y cognoscente concreto en un entorno que también tiene unas dimensiones físicas y socioculturales determinadas, como hemos evidenciado especialmente en el capítulo sexto de este trabajo. Una experiencia que, la mayor parte de las veces, se encuentra emocionalmente marcada. Es de este modo como los objetos y las situaciones se cargan de calificaciones emocionales, asociadas al conjunto de representaciones mentales sincronizadas que constituyen cada uno de nuestros conceptos. Las emociones son un tipo de representación más en este conglomerado multimodal: nos proporcionan información no de tipo visual ni auditivo, sino somático y vagal. Información no sobre la cosa, sino sobre nosotros mismos en conexión con la cosa: de este modo acabamos por atribuir al objeto o situación la propiedad de suscitar en nosotros un sentimiento (una representación de nuestro estado somático de la que nos apropiamos conscientemente). Y lo mismo ocurre con la marca. Su dimensión física es sólo la punta del iceberg. La complejidad de la imagen mental que constituye la identidad de la marca no está en el logotipo ni en el símbolo, ni siquiera en las campañas de comunicación publicitaria, sino que se trata de una representación disposicional latente en el cerebro del consumidor. En efecto, la identidad de una marca es lo que esa marca significa para un individuo, donde el significado incluye lo que esa marca es capaz de hacerle sentir. Y se trata de una representación que se construye y se modifica constantemente por medio de la experiencia de variables diversas. Ser conscientes de esto nos permite comprender en qué consiste la imagen de la marca, cómo se genera, por qué puede variar de un individuo a otro e incluso perder, repentinamente y de forma masiva (debido a la nivelación cognitiva facilitada por los medios de comunicación), gran parte de su poder de atracción (lo que se traduce normalmente en una disminución vertiginosa de las ventas reflejada en una caída en picado del valor de sus acciones en Bolsa). Esto es así porque la imagen de marca es una realidad mental (al tiempo individual y colectiva) emergente de la interacción compleja de un conjunto de variables, muchas de las cuales, simplemente, no son susceptibles de predicción. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 311 8.2.3. El consumidor como eje del sistema 8.2.3.1. Representaciones mentales de informaciones experienciales Aproximadamente desde la segunda mitad del siglo XX se ha ido haciendo evidente para las empresas el hecho de que “lo que decide el éxito de ventas (…) es (…) la actitud del consumidor respecto al producto” [P. SAUERMANN (1983:14)]. De aquí se deriva el desarrollo de dos disciplinas estrechamente vinculadas, a saber: el marketing o mercadotecnia, y la psicología del consumidor. La primera adopta una visión de la labor empresarial en la que los objetivos de trabajo se encuentran determinados por los compradores potenciales, quienes se convierten, de este modo, en el objeto de investigación. Los primeros estudios al respecto se denominan de mercado, y están encaminados a aumentar la transparencia de éste para la empresa. Para ello, se valen del enfoque de tipo cuantitativo defendido por Rudolf Seyffert, que “busca información sobre las realidades mensurables y capaces de predicción estadística (…) [a partir de las cuales] se sacan las conclusiones sobre los potenciales de compra previsibles” [P. SAUERMANN (1983:22)]. Sin embargo, el estudio de mercado de tipo cuantitativo topa con un obstáculo imposible de abordar con su metodología: las actitudes psicológicas de los consumidores hacia los productos. En palabras de Bernt Spiegel, padre del enfoque cualitativo, “no es la condición objetiva de un producto o servicio la realidad que hay que investigar, sino solamente la idea del consumidor o del usuario” [P. SAUERMANN (1983:23)]. Si bien en este trabajo defendemos que la representación mental de la marca no puede comprenderse sin perseguir su génesis en la experiencia sensible del producto, las palabras de Spiegel ponen de relieve algo que para muchos no es aún hoy evidente, como señalaba Joan Costa en la cita con que encabezábamos el epígrafe anterior, a saber: que las ideas o representaciones mentales son realidades susceptibles de investigación. Por otra parte, las posturas antagónicas, aunque pueden llegar a ser reveladoras y hacer progresar el conocimiento en sus intentos de argumentación teórica y fundamentación empírica, no suelen conducir a explicaciones capaces de dar cuenta de fenómenos complejos ya que, en su extremismo, tienden a la reducción. Argumentábamos esto en 5.5.2.1. cuando nos ocupábamos de exponer un modelo en términos dinámicos para la cognición humana, y tratábamos de evidenciar el entorpecimiento que suponía tener que adscribir constantemente los fenómenos observados a uno u otro de los compartimentos, supuestamente estancos, que constituyen las dicotomías clásicas (a saber: percepción-cognición; actuación-competencia y naturaleza-cultura). En 7.2.5. volvíamos en concreto sobre la dicotomía percepción-cognición (que, por otra parte, es la misma que actuación-competencia, pues ya vimos que el conocimiento no existe al margen de la experiencia, y que se reestructura sutilmente cada vez que lo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 312 traemos al presente para su uso) evidenciando el modo en que memoria y percepción se encuentran implementadas en un mismo sistema. Por lo que respecta a los enfoques cuantitativo y cualitativo de la psicología de mercado, su combinación ha derivado en el estudio de las motivaciones del consumidor, es decir, en el intento de determinar cómo son percibidas ciertas características objetivas del producto o servicio, y qué peso adquieren en la decisión de compra (un proceso deliberativo subjetivo) de un tipo de consumidor definido en función de variables susceptibles de medición estadística. En palabras de Harry Henry, el estudio de las motivaciones de consumo podría describirse como el de las relaciones existentes entre “la personalidad del usuario y la personalidad del producto” [P. SAUERMANN (1983:23)]. No es necesario que reiteremos que, desde nuestro punto de vista, no hay una personalidad del producto (sea lo que sea eso, pues en cualquier caso queda sin definir) que exista de manera autónoma. La personalidad del producto nace en la experiencia del mismo que tiene cada uno de sus consumidores, y se enriquece a través de otras múltiples variables experienciales (contactos erráticos con la marca, opiniones de allegados, mensajes publicitarios, etc.) por medio de las que cada individuo obtiene informaciones que procesa en relación con el producto en cuestión, y a las que atribuye diferente peso computacional en función de su procedencia. La marca material (el logotipo y el símbolo) sirve de nodo referencial en torno al cual se aglutinan todas estas informaciones en forma de imágenes mentales de modalidades diversas. 8.2.3.2. La gestación de la identidad marcaria: un proceso de sedimentación semántica a partir de experiencias multimodales convergentes Así pues, aunque la identidad de marca se planifica desde la empresa, es algo que escapa finalmente a su control. Esto sucede especialmente en los casos en que la identidad de los productos se sustenta en la identidad corporativa, o tiende a confluir fuertemente con ella, como ocurre con Mercedes o IBM. Lo veremos mejor con un ejemplo. En concreto, Mercedes es el paradigma de gestación natural de una gran marca, sin estrategia de comunicación alguna que haya programado el proceso desde su origen. En román paladino, hablaríamos de una marca con solera, cuya imagen (los conceptos ligados a la marca que definen su identidad, y que en el ámbito del marketing se denominan atributos), tiene tal trayectoria histórica que existe actualmente hasta en las mentes de quienes jamás han tenido experiencia de uso alguna (pero sí de muchos otros tipos, como veremos) con uno de estos vehículos. Mercedes es un claro ejemplo de que ciertas marcas son símbolos capaces de significar de manera autónoma, vehiculando conceptos que van mucho más allá de una simple Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 313 relación icónica facilitada por su logo. A este tipo de significado socialmente consensuado, que se actualiza en emisiones lingüísticas del tipo “Un Mercedes no es un Opel” (y donde todos sabemos que el emisor no está verbalizando una obviedad) se llega por reiteración experiencial. Veamos lo que queremos decir con esto. Actualmente, Mercedes significa vehículos seguros, potentes, fiables, caros. También significa prestigiocxxi : el de la empresa que se ha mantenido en una línea de producción impecable a lo largo de los años, y el del cliente con la solvencia económica (normalmente aparejada a un estatus social por encima del de la media) necesaria para poder permitirse adquirir uno de esos productos. Pero no sacaremos nada en claro si nos mantenemos en este nivel descriptivo. Lo natural es preguntarse cómo ha llegado la marca Mercedes a significar esto. Y la respuesta es la siguiente: por pura experiencia asociativa. Las ideas de seguridad y calidad ligadas a Mercedes son fruto de una tradición empresarial en la que se priorizaban estas características de los productos (lo que la terminología de la psicología del consumidor ha dado en llamar valores) aunque ello supusiese ralentizar el proceso de fabricación, con la consecuencia de que la demanda superaba constantemente la oferta. En palabras de J. COSTA (2005:150): “la marca se funda en indicadores identitarios del producto; percepciones fuertes, exclusivas y bien reconocidas por el público. Y eso es (…) lo que sirve de base a su imagen”. Este hecho justificaba el precio: el tener que esperar por un Mercedes equivalía a esperar por la calidad de un objeto que, con las condiciones de producción del momento, necesitaba de un tiempo dilatado para ser fabricado. De este modo, tiempo de espera, calidad, precio y exclusividad (impuesta tanto por el coste económico como por la escasez de unidades) acabaron por asociarse en la experiencia de los consumidores. Acceder a uno de estos vehículos implicaba que quien lo hacía tenía el dinero para ello, lo que a su vez solía coincidir con la pertenencia a una clase social privilegiada. Por eso Mercedes significa también estatus social. De la coincidencia reiterada de estas circunstancias en la experiencia individual de los miembros de una sociedad a lo largo de un periodo de tiempo dilatado surge la imagen de prestigio de la marca. Posteriormente, como evidencia el Principio de Convergencia Presináptica Simultánea [J. FUSTER (2003, 2007)] bastará con mencionar uno solo de tales atributos para actualizar el restocxxii : aun hoy seguimos relacionando el estatus social con la posesión de productos exclusivos debido a su calidad y precio, por el simple hecho de que, históricamente, sólo quienes tenían mucho dinero podían acceder a ciertos productos cuya oferta era escasa debido a la calidad de las materias primas y al carácter artesanal de su elaboración. Actualmente, este fenómeno sólo se da en algunos productos alimentarios de lujo, cuyas condiciones naturales de producción la limitan necesariamente (caviar, vino de cepas centenarias, champán francés…), y en la alta costura, que utiliza materiales delirantemente lujosos (léase piel de avestruz, pitón color chocolate, bordados de Lesage, cristales de Swarovski, tul de seda…) y puede emplear a más de cuarenta profesionales para la confección Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 314 de una sola pieza, totalmente a mano. En el resto de los casos, y al contrario de lo que el grueso de la población cree, el precio que se paga por la mayor parte de los productos de lujo está desfasado en relación con su calidad. El plus monetario se desembolsa por su significado, es decir, por los supuestos que el individuo alberga sobre los valores de los productos amparados por la marca. Estos supuestos son imágenes mentales de cualquier modalidad que han podido generarse no sólo como resultado de la interacción física real con el producto, sino también a partir del procesamiento de otro tipo de estímulos: los publicitarios. Más adelante veremos que estos últimos son los principales generadores de atributos abstractos vinculados a la imagen de marca actualmente, lo que se relaciona con un sistema productivo en el que no hay tiempo para dejar que la imagen se geste por sí misma en la mente del consumidor, fundamentada en características sensibles reales del producto. Por el contrario, se trata de una imagen que se pretende henchida de valor desde sus comienzos, de una imagen hormonada, engordada a base de sustancias artificiales y que, normalmente, esconde una esencia nutritiva muy pobre. En efecto, un producto que apenas se diferencia en nada de sus competidores tendrá que buscar la diferencia en términos intangibles, es decir, en términos de imagen, de valor añadido. Y esto se hace muy habitualmente vinculando el producto a términos conceptuales abstractos por medio de la comunicación publicitaria. Sin embargo, y al contrario de lo que ocurre con muchas marcas modernas, los valores asociados a Mercedes tienen un origen físico y local: el de las circunstancias de producción existentes en un momento histórico determinado en un lugar geográfico concreto. Y el de la estructura socioeconómica de ese corte geocronológico, que determinaba que sólo algunos individuos de determinadas características pudieran acceder a ciertos bienes. Pero, como señala J. COSTA (2005:149) está claro que cuando el señor Gottlieb Benz vendía sus primeros automóviles no apelaba a la imagen, al reconocimiento social, al símbolo de poder adquisitivo, de estatus u otros valores. Lo que él vendía y el usuario reconocía era la calidad técnica y funcional de sus coches, la solidez de la construcción y de los materiales, la fiabilidad y la seguridad. Los valores añadidos y la imagen mental acumulada en el público vinieron después. Se fabrica más fácilmente una partida de coches que una imagen. Ésta se consigue como resultado de una conducta reconocida en el mercado. Actualmente, cuando los fabricantes no topan con impedimentos técnicos para la producción en serie (lo que sin duda abarata los costes) es la potencia de la imagen de la marca lo que ampara a los nuevos productos, reinyectándoles los valores de identidad de la casa (las ideas que se activan en las mentes de los individuos cuando piensan en el signo Mercedes o en su símbolo asociado). En palabras de J. COSTA (2005:148): “El producto hace nacer la marca, y ésta, al llenarse de valores gracias al producto, crea valor por sí misma”. De este modo, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 315 grandes marcas como Nestlé, Danone (…) poseen una imagen (…) muy fuerte en las mentes de sus públicos (…) [lo que] da cobertura [no sólo] a sus productos actuales [sino también] a los nuevos productos y submarcas. (…) la supermarca global (…) los ampara y les reinyecta los valores de la imagen. Hay aquí un movimiento interactivo. Las supermarcas alimentan sus productos y éstos, recíprocamente, realimentan el sistema de sus marcas, es decir, la imagen global [J. COSTA (2005:164-165)]. La identidad de una marca se construye en primer lugar, por tanto, a partir de un conjunto de datos empíricamente verificables, porque hay una serie de características tangibles en los productos (a saber: cuestiones relativas bien a la calidad de los materiales y acabados, al diseño y prestaciones, a la seguridad y la potencia, en el caso de los coches, o bien al sabor, aroma, textura y valores nutricionales, en el caso de los alimentos) que “son inamovibles, a no ser que se quiera correr el riesgo de dejar de ser esa marca” [J. COSTA (2005:150)]. De la experiencia sensible de tales atributos surge en la mente del consumidor una imagen que es una red de representaciones mentales neuralmente instanciadas. Representaciones de estímulos multimodales convergentes en la experiencia individual, a saber: las experiencias sensibles de las características tangibles de los productos (que son visuales, auditivas, olfativas, gustativas, táctiles y somatosensoriales), pero también la experiencia visual del logotipo y del símbolo, y la de las campañas de comunicación publicitaria, que suele ser audiovisual e incluir contenido semántico en formato proposicional, incorporando de este modo a la imagen de marca atributos abstractos que van más allá de la materialidad del producto, como decíamos. Es decir, la identidad de la marca (lo que en el ámbito del marketing suele denominarse imagen) es algo cuyo origen se encuentra en el mundo físico, pero que se construye y existe como tal únicamente en las mentes. El precio que se paga por un Mercedes hoy en día supera considerablemente el coste real de producción del vehículo. El margen de beneficios para el fabricante y los intermediarios es cuantioso y, si estamos dispuestos a pagarlo, es porque en el pack viene incluido un conglomerado de valores añadidos (de significados): los de su imagen de marca. El especialista en gestión de imagen marcaria y corporativa J. COSTA (2005:148) señala a este respecto que “puede parecer una contradicción que algo tan psicológico, abstracto e intangible como los valores y la imagen tenga su origen en lo que hay en ella de más material, inmediato y cotidiano: el mismo producto en el punto de venta y en el lugar de consumo”. Desde nuestro punto de vista, por el contrario, no hay nada de paradójico en ello: un enfoque cognitivo corpóreo y experiencial, en el que términos como imagen, identidad, atributos o valores son definibles en última instancia como representaciones mentales de modalidades sensoriales diversas con instanciación a nivel neural, permite dar perfecta cuenta de este fenómeno. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 316 8.2.3.3. Motivación y consumo: de la funcionalidad al significado Recordemos que, en 8.2.3.1., estábamos hablando del estudio de las motivaciones humanas para la acción de consumo. En este ámbito, es inexcusable mencionar a Ernest Dichter, psicólogo vienés emigrado a EE.UU. en 1938, donde fundó el Institute for Motivational Research. P. SAUERMANN (1983:51) se refiere a él como “el Sigmund Freud de los estudios de mercado”. Fue él el primero en proponer la necesidad de intentar comprender el producto desde la perspectiva del usuario, adentrándose para ello en los pantanosos terrenos del significado: “¿Qué pensamientos, sensaciones y sentimientos relaciona el ser humano, consciente o inconscientemente, con los artículos de consumo? ¿Qué utilidad adicional, qué significado simbólico adquiere el cliente?” [P. SAUERMANN (1983:51)]. Y señala que, para entender las motivaciones humanas en toda su complejidad, es preciso “tener en cuenta la vida íntima del individuo al mismo tiempo que su entorno social. Hay que trasladarse al interior del pensamiento de la persona a la que deseamos llegar” [P. SAUERMANN (1983:58)]. Estas palabras, por su referencia directa tanto a la psicología individual como al entorno social, nos recuerdan a las de E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:321): “higher cognition is developmentally situated. It grows from and carries with it the history of its origins. In particular, cognition is embodied and socially constructed”. A lo largo de este trabajo hemos visto que las necesidades básicas de todo organismo humano (hambre, sed, sueño, refugio, sexo…) se encuentran biorreguladas. Al igual que ocurre con las emociones, la socialización da lugar a una serie de necesidades secundarias que se construyen sobre los sesgos biorreguladores básicos, satisfaciéndolos de manera más sofisticada (y culturalmente divergente). Precisamente, lo que se persigue con la escalada de estatus en el seno del grupo social es una satisfacción más exitosa de tales necesidades. Con el tipo de inteligencia necesario para lograr estos objetivos se relacionan estudios recientes sobre el aumento del neocórtex homínido, como señalábamos en 7.3.1. Pues bien, en el desarrollo del individuo en sociedad (especialmente en la sofisticación que conlleva la adquisición de necesidades secundarias) se encuentra también el origen de la diversidad motivacional: actualmente existen muchas formas de saciar el hambre, muchos tipos de lugares donde vivir, así como diferentes maneras de concebir el éxito. O, dicho de otro modo: “Necesitamos comida, pero no necesitamos pato a la naranja” [B. SCHWARTZ (2005: 105)]. Comer foie una vez a la semana, conducir un Toyota biplaza y calzar unos manolos es una forma tan legítima de comer, desplazarse y calzarse como hacerlo con pizza, autobús, y un par de zapatos anónimos. De ambas formas cubrimos las necesidades orgánicas fundamentales. Pero en el primer caso hacemos algo más: cubrimos un tipo de necesidad que se desmarca de lo funcional para adentrarse en el terreno de lo hedónico, de lo que nos proporciona una sensación Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 317 de bienestar orgánico cuyo origen se encuentra tanto en la experiencia fisiológica como en la mental (y, en algunos casos, sobre todo en esta última). Una sensación que se ve suscitada por la experiencia física real (el sabor y la textura del foie, las prestaciones del vehículo, la suave piel y el fabuloso diseño de los zapatos) pero también por todos los significados adicionales que conlleva y de los cuales la publicidad (un mensaje que activa un procesamiento cognitivo capaz de modificar el estado corporal) es, en algunos casos, responsable en gran medida. Aun así, a pesar de compartir unas características neurobiológicas de especie y de desarrollarnos en entornos socioculturales comunes, ni todos queremos lo mismo, ni todas las marcas existen de la misma manera en las mentes de todos los individuos. La marca Veuve Clicquot dejará indiferente a los bebedores de cerveza, y dentro de este grupo habrá muchos que detesten la Franciskaner. Se podría argumentar que esto es una simple cuestión fisiológica, de papilas gustativas. Y, en el sentido más fundamental en que puede serlo, lo es: el que un individuo manifieste preferencia por algo en concreto (cerveza, pizza, chocolate, foie, libros o zapatos) depende en parte, por supuesto, de la presencia y disponibilidad de tales objetos en el entorno en que haya acontecido su desarrollo ontogenético, pero es en última instancia algo azaroso. Los hermanos gemelos criados exactamente de la misma manera en el mismo entorno manifiestan preferencias divergentes, porque son individuos únicos. Y son estas preferencias las que orientan nuestra atención hacia los elementos del entorno que suscitan nuestro interés, dando así lugar a experiencias perceptivas sustancialmente diferentes sobre las que se generarán mapeados corticales también diversos. En otras palabras, las motivaciones individuales, cuya génesis escapa a nuestra predicción, guían la experiencia sensible y el procesamiento cognitivo de estímulos, y por tanto constituyen una variable importantísima en la explicación de por qué ciertos individuos disponen de conceptos más sofisticados que otros para ciertas cosas. A lo que nos referimos es que la marca Clicquot excita una serie de ideas en la mente de todo amante del champán francés que tienen que ver tanto con las cualidades sensibles del producto (si es que lo ha probado alguna vez) como con nociones más abstractas de exclusividad, calidad, tradición y prestigio que, como en el caso de Mercedes, forman parte del discurso de la marca. De este discurso puede ser responsable en gran parte la publicidad, como decíamos, pero también la estructura del grupo social y sus redes de comunicación interna (el popularmente conocido boca-oreja) y externa (medios de comunicación generales y especializados). Lo importante, por el momento, es que tengamos presente la idea de que la sensación somática placentera que experimentamos al consumir ciertas marcas tiene no sólo que ver con la experiencia de interacción sensible con el productocxxiii , sino también con procesamientos cognitivos en torno a las mismas relacionados con conceptos más abstractos. Del modo en que los procesos de pensamiento consciente son susceptibles de modificar nuestro estado corporal nos ocupamos por extenso en 7.3.2.3. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 318 Así pues, el sólo nombre de marcas como Blahnik, Louboutin o Choo activará una serie de representaciones mentales capaces de despertar el deseo de toda adicta a los zapatos: aunque jamás haya llegado a aproximarse siquiera a un par, sabe mucho sobre los mismos. Sin embargo, en este caso, el conocimiento que late en su entorno cognitivo no procede precisamente de las campañas publicitarias generalistas al respecto. Se trata de marcas de lujo. Son los consumidores interesados en este tipo concreto de producto los que buscan la información en casos como estos. Y lo hacen bien a través de redes sociales, bien a través de medios de comunicación especializados (por ejemplo, el sitio web de la marca, donde casas como Dior o Chanel cuelgan spots publicitarios que no se emiten en ningún medio generalista, y de cuya existencia y lanzamiento hay que enterarse, a su vez, bien a través de publicaciones en papel de un perfil muy concreto, bien a través de blogs especializados). Por otra parte, los consumidores se distinguen por el grado en que buscan información sobre un producto [B. SCHWARTZ (2005:capítulo 4)], lo que depende a su vez tanto de rasgos caracteriológicos individuales como de la importancia subjetiva que la persona concede a la compra [P. SAUERMANN (1983:38)]. Con estos ejemplos pretendemos llamar la atención del lector sobre lo imprecisa que resulta toda generalización sobre los factores incidentes en la motivación de las conductas de consumo y, por tanto, también sobre el proceso de construcción mental de la identidad de marca, que es algo puramente individual en última instancia. A la complejidad del mapa de variables implicadas en tal proceso hay que sumar el factor de impredecibilidad que entraña todo sistema dinámico complejo. En este sentido, “la psicología de las motivaciones ha llegado a la conclusión de que (…) no hay dos personas que tengan exactamente la misma estructura motivacional” [P. SAUERMANN (1983:56)]. Y no sólo eso, sino que “los usuarios pueden tener diversas motivaciones para decidirse a comprar, las cuales, además, pueden cambiar constantemente” [P. SAUERMANN (1983:31)]. Por eso las tipologías de consumidores no funcionan. El mapeado cortical individual es genuino, como genuinas son las conexiones que alberga y las imágenes mentales (los significados) que se materializan por medio de su activación. También es dinámico: sabemos que la configuración del cableado cerebral se modifica más o menos sutilmente mientras dura la vida, en función de la experiencia individual, y que todo el conocimiento que codifica de manera subsimbólica incide directamente en el procesamiento de cualquier información nueva. En definitiva, el historial de procesamiento previo de cada ser humano influye de manera decisiva en el tipo de estímulos externos susceptibles de llamar su atención, en cómo los categorizará, en las decisiones que tomará, en las nuevas cosas que será capaz de aprender. Por eso las campañas de comunicación publicitaria no inciden de manera uniforme sobre los individuos que teóricamente forman parte del grupo tipificado de consumidores (el target) al que se destinan. La homogeneización, en este terreno, es una reducción de la complejidad poco realista. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 319 Sin embargo, este hecho, en lugar de desalentarnos, debería animarnos a explorar vías de investigación inéditas hasta el momento. Vías cuyo éxito no se encuentra en proporcionar leyes simples para la optimización de toda estrategia comercial, sino en la aproximación a modelos explicativos más reales y, por tanto, más complejos. Aunque ello implique el tener que renunciar parcialmente al poder de manipulación que se creía tener sobre ciertos fenómenos, como el consumo. Este tipo de conocimiento es a lo que aspira este trabajo. 8.2.4. El peso de las variables comunicacionales en el sistema de la identidad marcaria 8.2.4.1. Publicidad: marcadores somáticos por defecto A estas alturas, esperamos haber fundamentado suficientemente el hecho de que “Las imágenes mentales de las marcas son (…) representaciones internas, productos psicológicos” [J. COSTA (2005:109)] cuyo origen es experiencial. En otras palabras, sostenemos que la identidad de marca es una representación mental multimodal (una red de representaciones de modalidad diversa) que emerge en la mente de cada ser humano concreto a partir del contacto experiencial con una serie de variables. De este modo, la marca se configura como una memoria mixta, una red neural que aglutina percepciones diversas en un concepto personal, donde el contenido semántico (simbólico) y el episódico se encuentran entretejidos, y de donde emerge un significado emocionalmente calificado que constituye el núcleo de las motivaciones de consumo. Este significado, como el de todo concepto, cógnito o memoria, es dinámico: se transforma, enriquece y diversifica a medida que lo hace nuestra experiencia en un entorno que proporciona informaciones relativas a la marca por medios diversos: bien facilitando la experiencia multisensorial de interacción directa con el producto, bien vehiculando informaciones sobre el producto y la marca que no conllevan una experiencia de uso. De este modo, la imagen que existirá en la mente de una persona concreta para una marca determinada dependerá de su historial individual de interacción con algunas (no necesariamente todas) de las variables facilitadas por el entorno. En efecto, y en palabras de J. COSTA (2005:111) ocurre muchas veces que “vemos los productos en el supermercado, la publicidad (…) leemos cosas sobre ellos, escuchamos opiniones, los vemos funcionando en determinados lugares”. Pero carecemos de la experiencia de uso. Las informaciones que procesamos al respecto son, por tanto, de segundo orden, por decirlo de algún modo. Su peso computacional en el proceso de toma de decisiones de consumo no es equiparable al de los supuestos que adquirimos a través de la interacción sensorial directa con el producto. Por eso, en este tipo de casos, el papel de la publicidad es especialmente importante, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 320 ya que su tarea consiste principalmente en generar marcadores somáticos por defecto. Nos explicaremos. En 7.3.2.1. definíamos los marcadores somáticos como imágenes corporales calificadoras de objetos o situaciones externos al organismo, de las cuales nos apropiamos conscientemente. O, en otras palabras, como sentimientos que experimentamos en relación con algo. A nivel neural, son representaciones disposicionales, es decir, redes susceptibles de activación bien a partir de estímulos procedentes del entorno (la visión de un objeto o la experimentación de una situación que categorizamos como similares a los ya emocionalmente marcados), bien a partir de estímulos endogenerados (pensamientos sobre ese objeto o situación generados en ausencia de los mismos). En definitiva, son señales orgánicas que llaman nuestra atención sobre el resultado positivo o negativo al que puede conducirnos un tipo de conducta determinada en una situación o ante un objeto específicos. De este modo, los marcadores somáticos (los sentimientos que nos producen las cosas y las situaciones) agilizan los procesos de toma de decisiones sobre la conducta a desarrollar en relación con las mismas, ya que reducen de manera drástica el número de opciones para la acción que habremos de evaluar racionalmente. Esto es así porque bien llaman nuestra atención sobre las opciones que nuestra experiencia nos dice que pueden ser más ventajosas, o bien nos alejan de aquellas que una vez nos resultaron perjudiciales. Este proceso, una vez afianzada la asociación entre objeto externo y estado interno, tiene lugar de manera automática, no consciente, y es fruto de la calificación emocional del conocimiento atesorado: una señal que se desata muy rápido y que utiliza vías de baja resolución, como vimos en 7.2.3. Así pues, el no disponer de la experiencia directa de uso de un producto determinado en nuestro patrimonio cognitivo, implica la ausencia de un marcaje emocional al respecto (algo obvio, puesto que la representación mental susceptible de ser emocionalmente calificada no existe). Sin embargo, la neurociencia nos revela que hay una manera indirecta de suscitar este tipo de evaluación automática. Veamos cómo. Como acabamos de señalar más arriba, el entorno vehicula los conocimientos que podemos tener sobre algo por medio de múltiples vías. La publicidad es una de ellas. Y como todo el mundo sabe, la comunicación publicitaria hace casi un siglo que traspasó el umbral de lo puramente informativo. Según señala el profesor James Twitchell [B. SCHWARTZ (2005:63)], el uso persuasivo de la publicidad lo emplearon por primera vez las compañías tabacaleras en la década de 1930. Al llevar a cabo un estudio de mercado en el que los consumidores debían probar varias marcas de tabaco a ojos cerrados, se dieron cuenta de que eran incapaces de distinguirlas. Por tanto, exento el producto de atributos sensibles identificadores, decidieron añadirle otros, de tipo simbólico, por medio de la comunicación publicitaria. Algunas marcas de tabaco generaron así un discurso asociado a un estilo de vida elegante, propio de las clases pudientes de la época. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 321 De hecho, la publicidad es el principal instrumento de que disponen para diferenciarse muchos productos de consumo cotidiano “que apenas se distinguen por su utilidad y cualidad, y en los que existe parecido incluso en cuanto al precio” [P. SAUERMANN (1983:17)]. Y si esto comenzó a ser así hace tres cuartos de siglo, imaginémonos lo que ocurre actualmente. Bastará con que el lector dedique un minuto a pensar en cuántas marcas de yogur natural desnatado con bífidus activo puede encontrar en la sección de postres lácteos de una gran superficie. Y en si realmente existe entre ellas alguna diferencia sustancial que justifique la diferencia de precio cuando esta se da (y que puede llegar a ser de 1 euro o más entre, por ejemplo, el pack de yogures de las marcas Danone y Dia). O piense si no en las marcas blancas, es decir, en las marcas propias de las grandes superficies, cuya producción ha sido contratada por las mismas a fabricantes líderes del sector, que siguen vendiendo su propia marca en otros establecimientos a precios más elevados (aunque el producto que contienen sea exactamente el mismo). Es el caso de Cidacos para algunas conservas (los guisantes, los champiñones y el ketchup) de Hacendado, la marca blanca de Mercadona. O el de la francesa Senoble para el queso fresco batido (un producto típicamente galo) y los yogures de la misma gran superficie. Pero no nos desviemos del tema. La fidelización a las marcas blancas responde a mecanismos diferentes, en los que la experiencia directa del producto es imprescindible, y se consigue en primer lugar a través de un precio tan competitivo como para compensar la pérdida psicológica en caso de insatisfacción. Volvamos, por tanto, a los productos en los que la asociación emocionalmente calificadora suscitada por el anuncio publicitario es el factor decisivo para desatar la compra de algo que no se ha usado previamente. En lo que respecta a los bienes de consumo cotidiano, los estudiosos del tema coinciden en señalar la similitud de la conducta de compra habitual con otro tipo de comportamientos expertos, en los que se procede por pura rutina. En concreto, y como señala P. SAUERMANN (1983:18), “Katona insiste en que (…) el proceso psicológico transcurre de una manera enteramente distinta a como lo haría en una situación [de toma de decisiones] auténtica. (…) ya no es necesario un enfrentamiento verdadero con las distintas posibilidades de actuación”. En efecto, lo que hemos dicho de los marcadores somáticos (un tipo de reacción experta emocionalmente mediada) explica bien la fidelización a ciertas marcas de consumo cotidiano. Si de niños nos daban de merendar un yogur Danone y un bocadillo de Nocilla, es muy probable que de adultos sigamos consumiendo los mismos productos (y que se los demos a nuestros hijos) si nuestra economía no nos obliga a recurrir a marcas más baratas. Sin embargo, lo cierto es que toda conducta rutinaria, para llegar a establecerse como tal, ha de pasar primero por un estadio de ejecución consciente. Es decir, todo consumidor, por muy fiel que sea a los hábitos de consumo heredados del entorno familiar, se enfrenta en algún momento de su existencia bien a la decisión de incorporar algún producto nuevo a su lista de la compra (por ejemplo, pañales para el primogénito), o bien a la decisión de cambiar de marca de un mismo producto debido a factores situacionales (vivir en otro país, o encontrarse con que se ha Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 322 agotado su marca habitual, por ejemplo). Por tanto, cabe que nos preguntemos qué variables pueden influir en las elecciones que efectuamos en este tipo de situaciones. Del mismo modo, también es legítimo preguntarse de qué modo el consumidor impulsivo (aquel que cambia de marca frecuentemente) puede llegar a verse influenciado en sus elecciones. La publicidad busca orientar bien las necesidades de consumo habituales, bien el gusto del ser humano por la novedad, a favor del beneficio económico del fabricante de un producto concreto. O.W. Haseloff la define como “la comunicación pública, intencionada y planificada en orden a la información, persuasión y control de la decisión a favor de un producto” [P. SAUERMANN (1983:101)]. En otras palabras, la publicidad busca persuadir al consumidor potencial de que la compra de x será beneficiosa para él en algún sentido, y para esto no recurre a informaciones funcionales sobre x (si no, la publicidad de los postres lácteos Danone y los de Central Lechera Asturiana sería indistinguible). Por el contrario, apela a marcadores somáticos de los que se supone que el consumidor potencial dispone por defecto, en virtud de su experiencia en un entorno sociocultural determinado. Aquí es donde interviene el enfoque cuantitativo de la psicología de mercado, capaz de acotar un grupo de consumidores específico (el target) para quien se diseñará el mensaje publicitario en cuestión, en función de variables socioeconómicas susceptibles de medición estadística. En efecto, puede saberse bastante de lo que hay en las mentes de nuestros congéneres en función de la estructura que su entorno tiene en el momento presente (esta es la variable circunstancial que interviene también a la hora de determinar el estado cognitivo de nuestro interlocutor en un acto comunicativo situado) y, de modo similar, puede tenerse una visión aproximada de los datos que con toda probabilidad formarán parte de su patrimonio cognitivo (algo así como un histórico de procesamiento) si se hace un estudio de las características del entorno sociocultural y económico en que se han desarrollado los individuos pertenecientes a un grupo, definido en función de variables como la edad, el sexo, la ocupación profesional y el nivel de ingresos, cuando lo que se pretende es elaborar un mensaje que pueda funcionar en diferido. Como decíamos, “higher cognition (…) grows from and carries with it the history of its origins. (…) [It] is (…) socially constructed” [E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:321)]. Así pues, proyectamos los contenidos que hay en nuestra propia mente, así como lo que sabemos sobre su manera de operar, para intuir lo que es probable que los demás tengan en la suya. Paralelamente, utilizamos nuestros propios sentimientos, generados en interacción con el mundo y mediados por unos sesgos biorreguladores innatos, que compartimos por el hecho de pertenecer a la misma especie, para intuir las experiencias emocionales ajenas en relación con ciertos objetos y circunstancias. Y acertamos la mayor parte de las veces, en mayor o menor medida. Por eso la comunicación (tanto de pensamientos como de emociones) es posible. De este modo, los creativos publicitarios son capaces de elaborar mensajes susceptibles de activar en otros seres humanos marcadores somáticos positivos de los que ya disponían, sólo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 323 que esta vez tales sentimientos se actualizan en relación con el producto publicitadocxxiv . Así, y a través de la reiteración del estímulo publicitario, el producto-marca queda incluido en la red asociativa preexistente. Por eso la publicidad utiliza metáforas con tanta frecuencia. Porque se trata de hacer sentir al consumidor que A es B, donde A es el producto x, y B remite a algo (a un conocimiento emocionalmente marcado de algo) que casi con toda probabilidad el consumidor atesora en su experiencia vital. Y si conseguimos que la imagen del producto x quede vinculada en la memoria del consumidor potencial a una red conceptual que incorpora calificaciones emocionales positivas, habremos generado una motivación nada despreciable para la compra, que aflorará muy posiblemente, de manera inconsciente, en el momento decisivo del acto de consumo. La comunicación publicitaria, de este modo, sirve para dos cosas: 1) Para generar empujes de compra instintivos allí donde no ha habido experiencia de uso propia, susceptible de marcaje emocional positivo (sería el caso de los consumidores potenciales); y 2) para reforzar y ampliar las calificaciones emocionales existentes en el caso de los consumidores habituales. En el primer caso, el empuje emocional generado puede ser suficiente para provocar la adquisición del producto en cuestión, sin necesidad de un razonamiento deliberativo demorado al respecto. Es lo que se denomina compra impulsiva. Sin embargo, esto tampoco ocurre así en todos los casos. Como decíamos, depende de muchas otras variables, por ejemplo de la cuantía del desembolso económico (obviamente, no es lo mismo comprar un coche que un bote de champú), o de la importancia subjetiva que la persona conceda a la compra (que no tiene por qué ser directamente proporcional al precio del objeto de consumo, aunque sin duda este constituirá un factor importante). En relación con lo último, los factores caracteriológicos individuales resultan decisivos, como pone de manifiesto el estudio de B. SCHWARTZ (2005:85). Por ejemplo, en el caso de un sujeto maximizador (que sería aquel que busca obtener el máximo provecho subjetivo de su inversión económica) la valoración demorada de todas las opciones posibles puede pesar más que el marcador somático generado por la comunicación publicitaria. Es más, en esta clase de individuos parece darse un tipo de proceso deliberativo muy similar al de los pacientes prefrontales ventromedianos: invierten un tiempo desmedido en compras que para la mayoría resultan triviales y, aun cuando llevan a cabo una adquisición, no suelen disfrutar de ella porque necesitan una reafirmación constante de que fue la mejor posible. Por el contrario, en otras ocasiones, son variables situacionales las que determinan finalmente la opción de compra. Así, por ejemplo, en el caso de individuos satisfactores, que se conforman con un producto que cubra de forma razonable sus necesidades, la posición preferente del producto en las estanterías del supermercado puede constituir el empuje decisivo para Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 324 adquirirlo, sin necesidad de demorar más su deliberación. En efecto, son los objetos presentes en el entorno los que actualizan la lista de opciones posibles en la mente del consumidor medio en relación con la satisfacción de una necesidad concreta. Es por esta razón (para ser menos vulnerables a los estímulos exteriores) por lo que las asociaciones de consumidores recomiendan acudir al supermercado con la lista de lo que realmente necesitamos y, a poder ser, con el estómago lleno. Si sentimos hambre, seremos más receptivos a todos los estímulos externos capaces de satisfacer nuestra necesidad fisiológica, y por lo tanto más proclives a adquirir productos que realmente no necesitamos. De nuevo, hechos cotidianos como estos evidencian que nuestros procesos de razonamiento deliberativo se ven sustancialmente alterados por nuestros estados somáticos internos, ya que estos determinan no sólo nuestro estilo cognitivo, sino también nuestra receptividad a los estímulos presentes en el medio. 8.2.4.2. Más sobre la dimensión simbólica: el discurso autónomo de la marca 8.2.4.2.1. Marcas emocionales y complejos continuos de imágenes mentales Hasta el momento hemos procurado trazar un camino explicativo que ayude al lector a comprender por qué la creación de una imagen o identidad de marca es un proceso que “obedece a la psicología del conocimiento, que basa su fuente primordial en la experiencia, y que conduce a configurar creencias e inercias en la conducta de los consumidores” [J. COSTA (2005:162)]. Las creencias serían los supuestos sobre los atributos (valores) del producto-marca que cada individuo ha generado a través de su experiencia. Esta experiencia incluye no sólo la interacción sensorial directa con el producto, sino el procesamiento de informaciones de tipo simbólico procedentes de la publicidad o de valoraciones de personas de nuestra confianza. Como explicamos en 7.2.6., esto no supone ningún problema si tenemos en cuenta que los estímulos lingüísticos no dejan de ser imágenes acústicas o mentales de palabras que se refieren de manera arbitraria a otra cosa, y que esto nos permite acceder a través de ellas a las mismas redes conceptuales a las que accedemos por medio de la percepción sensible de los objetos o situaciones a que se refieren, como vimos en 5.5.2.5.4. Pues bien, es esta experiencia, multimodal y emocionalmente marcada, la que genera inercias conductuales, es decir, comportamientos rutinarios de consumo fundamentados en un conocimiento experto somáticamente calificado. Sin embargo, en la generación de una imagen de marca emocionalmente calificada, lo que suele primar es la inmediatez de la experiencia tangible. Un buen ejemplo de lo que queremos decir con esto nos lo da Harley-Davidson, que ha registrado el sonido de sus motores para protegerlo de imitacionescxxv . En palabras de J. COSTA (2005:162): “La identidad es el centro de anclaje de la imagen. Empieza en el producto Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 325 y es parte esencial (…) del mismo. Para los consumidores, la identidad de la marca es tangible e incluso es algo que se consume”. En efecto, el empuje de un mensaje publicitario capaz de generar un marcador somático por defecto no persistirá mucho tiempo si la experiencia de uso del producto nos resulta decepcionante. Es más, nos sentiremos engañados y la evaluación final para la marca será negativa. Como veíamos con el ejemplo de Mercedes, y como ocurre también con Harley-Davidson, este proceso de sedimentación semántica que constituye la emergencia de la imagen mental de una marca es algo que requiere de un tiempo dilatado de elaboración, de una experiencia reiterada que confirme el peso de nuestros supuestos en relación con la marca-producto (como sucede en cualquier proceso de conceptualización natural), que genere surcos de atracción profundos en nuestro espacio cognitivo. En efecto, el análisis de la conducta del consumidor/usuario revela claramente la naturaleza física, material y palpable de esa cosa, aparentemente abstracta, que hemos llamado la identidad de la marca, y cuyo origen no está en los símbolos, sino en el mismo producto/servicio [J. COSTA (2005:162)]. Sin embargo, como acabamos de señalar, la dimensión simbólica de la imagen de marca constituye también una parte importante del conglomerado representacional latente en las mentes individuales. Esta dimensión proviene de las ideas que se comunican sobre el productomarca en las campañas publicitarias, a saber: lo que, en jerga sociológica, ha dado en llamarse discurso autónomo de la marca. En el epígrafe anterior lanzamos la hipótesis de que los anuncios publicitarios podían generar marcadores somáticos por defecto. Es lo que A. R. DAMASIO (2003) denomina el bucle como si. Se trata de una sensación somática que experimentamos a partir de un pensamiento sobre una situación u objeto, sin necesidad de que tal objeto se encuentre presente, ni de estar encarando la situación externa. Por tanto, utilizando imágenes gráficas de objetos o situaciones somáticamente marcadas en la experiencia común, y yuxtaponiéndolas a la imagen gráfica del producto-marca en cuestión, podemos suscitar una convergencia perceptiva en el espectador que se traduzca en la transferencia de afectos positivos hacia la marca-producto. Esto es lo que hace la publicidad. Pensemoscxxvi en el famoso anuncio de coches de la marca BMW consistente en una serie de imágenes de paisajes en movimiento, vistas desde la perspectiva de quien está al volante. No son los paisajes habituales de la conducción urbana, sino los de un viaje aparentemente sin rumbo definido, a saber: paisajes de interior semidesérticos, cielos, carreteras de montaña, caminos rurales y, finalmente, el mar. En primer plano, aparece una mano anónima que, a través de la ventanilla, simula surcar los paisajes recorridos, como haría un niño que juega. Al final, y durante un par de segundos, se superpone el logo de la marca y se lanza una pregunta al espectador: “¿Te gusta conducir?”. No hay nada que apele a la funcionalidad ni a las características técnicas del vehículo. Las imágenes activan circuitos neurales que nos retrotraen Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 326 a las sensaciones que la mayoría ha podido experimentar durante los viajes de placer en los que hay tiempo para disfrutar del paisaje, y en los que nos dirigimos a donde queremos ir, o en los que no tenemos rumbo fijo. La mano en contacto con el aire libre a través de la ventanilla, superpuesta a paisajes exentos de presencia humana, activa un fuerte sentimiento de libertad y de calma (este último elemento posiblemente se lo debamos también a la música, que potencia la sensación de amplitud sugerida por las imágenes). Viaje, espacios abiertos, libertad para explorar. Y el tipo de placer pausado derivado de todo ello. La cadena de asociación libre podría extenderse infinitamente y de manera divergente para cada uno de nosotros. Así, el conducir (que, para muchos, no deja de ser una actividad estresante) se resignifica de forma positiva, y lo hace ligado a una marca concreta de vehículoscxxvii . Este anuncio nos aleja de las imágenes visuales habitualmente ligadas a la conducción (trayectos rutinarios, personas cansadas e irritadas, asfalto, atascos, accidentes, con sus correspondientes imágenes acústicas) y orienta nuestra mirada mental hacia el paisaje. Un paisaje externo, sin otra presencia que la de la persona cuya mano lo surca, invitándonos a proyectar nuestra mente en la suya y a desencadenar así todo un conglomerado de pensamientos que activan sensaciones y sentimientos atesorados en virtud de nuestra experiencia. Este tipo de mensajes produce, a nivel cognitivo, lo que en terminología relevantista podríamos denominar complejos continuos de supuestos, es decir, conglomerados de ideas que reverberan simultáneamente sin que ninguna resulte saliente sobre el resto, de modo que es casi imposible codificarlas sin que lo que sentimos que se nos comunica parezca forzado o desvirtuado. Nuestra propuesta es que este complejo continuo no se encuentra conformado por supuestos con forma lógica, sino por imágenes mentales de modalidad diversa y, muy a menudo, emocionalmente marcadas. Todos los datos que los primeros 27 segundos del anuncio se dedican a actualizar en nuestro estado cognitivo son lo que la pragmática relevantista denomina restricciones contextuales. En palabras de E. DEL TESO (2002:49): las señales del emisor sólo pueden servir para dos cosas. O bien son portadoras de la información relevante que justifica el acto comunicativo y el esfuerzo que se solicita al receptor; o bien son indicadoras del contexto con respecto al cual han de ser relevantes otras señalescxxviii. Esto último es lo que ocurre con la casi totalidad del anuncio de BMW, dedicado a colocar ostensivamente datos en nuestra mente con el propósito de que formen parte del contexto de interpretación del mensaje lingüístico que nos lanza en los últimos 3 segundos: “¿Te gusta conducir?”. La cadena inferencial que se desata a partir de esta señal en conjunción con los datos contextuales activados es, hasta cierto punto, predecible. Si conducir implicara real y exclusivamente lo que hemos visto en el anuncio, la mayor parte de las respuestas serían afirmativas. En este uso, el significado de conducir se reconstruye a partir del de los datos contextuales previamente activados, como ocurre siempre que el receptor capta que el emisor Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 327 está colocando informaciones en su mente de manera deliberada. Si nuestro interlocutor nos da algo primero que en sí mismo no podemos interpretar como relevante, entendemos que lo hace para que lo usemos en relación con lo que viene después. Así funciona la comunicación. No podemos evitar este proceder, porque ello supondría asumir que nuestro interlocutor está siendo deliberadamente irrelevante, lo que violenta el principio de racionalidad fundamental que compulsivamente intentamos atribuir a las conductas de nuestros congéneres. Obviamente, esto no significa que toda conducta humana sea racional: la racionalidad se refiere aquí al hecho de poder atribuirle algún sentido, de poder interpretarla. Es decir, de desentrañar las intenciones que hay detrás del comportamiento. Este principio funciona también en la comunicación mediada porque sabemos que el estímulo comunicativo al que nos enfrentamos ha sido producido y emitido por seres con una mente como la nuestra. Pues bien, estos datos contextuales de nuestro ejemplo tienen además una gran probabilidad de encontrarse somáticamente calificados de manera positiva, por lo que nuestra atención se centrará con especial intensidad en ellos (cfr. 7.3.2.5.), expandiendo el concepto en esa dirección. De este modo, los datos experienciales inmediatamente asociados al término en nuestra vida cotidiana (la rutina, los atascos, el estrés) se desvanecen momentáneamente (a nivel neural, diríamos que las conexiones que permiten activar sus nodos se inhiben), por lo que el concepto se estrecha en ese sentido. Esta reconfiguración del significado del término ocurre, por convergencia estimular, en conexión con la visión del logo de BMW. Es cierto que podríamos esforzarnos por extraer de este anuncio un mensaje con forma lingüística, susceptible de encajar en el patrón proposicional que adopta la teoría relevantista. Un mensaje del tipo de: “Conducir un BMW transforma la experiencia de la conducción”, o “Si conduces un BMW sólo tienes que preocuparte de disfrutar”, o incluso “Un BMW es para espíritus libres”. Sin embargo, no es realista decir que estos supuestos hayan sido realmente comunicados, ni que ninguno de ellos vaya a activarse en las mentes de todas las personas que procesen el anuncio. Si los creativos publicitarios hubieran querido que alguno de estos mensajes se activase siempre con fuerza, podrían perfectamente haberlo elegido como eslogan. Por el contrario, lo que realmente les interesa, porque cuenta a efectos de criba previa en la toma de decisiones de consumo, es el marcaje somático positivo generado por el spot. Como vimos en 7.3.2.7., es el marcaje somático lo que nos permite asignar valores diferentes a distintas opciones, en función de lo que habíamos denominado una escala de valores biológica (que toma como referencia los estados homeostáticos del organismo). Por decirlo de manera intuitiva, la atracción que podamos sentir hacia la marca tras haber visto este anuncio depende más de las sensaciones somáticas (emocionales) que nos suscita el procesamiento de las imágenes, que de los supuestos proposicionales que podamos inferir a partir del mensaje lingüístico, si es que le dedicamos el tiempo suficiente de procesamiento como para llegar a hacerlo. Los supuestos proposicionales que acabo de formular un poco más arriba son fruto de una reflexión demorada Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 328 tras haber visionado el anuncio dos o tres veces seguidas: no pueden tomarse como ejemplo del tipo de efecto cognitivo que desataría el mensaje publicitario en condiciones normales. De hecho, suele ser difícil verbalizar por qué nos gustan ciertas marcas: es algo que normalmente no nos planteamos y, si nos lo preguntan, solemos argüir razones funcionales (por ejemplo, no le diríamos a nadie que hemos comprado un BMW porque nos hace sentir libres, sino más bien porque nos resulta potente y seguro, y porque se avería poco, o algo por el estilo). Esto es así no sólo porque temamos que nos tilden de místicos si hablamos de libertad en lugar de hacerlo de airbags y ABS. Lo que ocurre es que no representamos en formato proposicional (fácilmente codificable) la sensación somática que tenemos con respecto a la marca debido a la comunicación publicitaria. La representación neural de tal sensación puede estar latente y activarse cada vez que procesamos estímulos coincidentes con representaciones experiencialmente asociadas con la marca (el logo, un modelo de coche concreto, un concesionario de la casa), pero lo que no está ahí, al menos en principiocxxix , es la palabra libertad. Este signo es sólo el que la que escribe ha escogido para desarrollar esta explicación, pero es perfectamente posible que el lector no esté de acuerdo con tal elección, y que las imágenes del spot lo conduzcan por caminos neurales divergentes. Incluso podría resultarle desasosegante. Tal vez es usted un urbanita que detesta los espacios naturales despoblados y abiertos. Tal vez no le encuentra placer alguno al hecho de vagar sin rumbo fijocxxx . Tal vez la música escogida le recuerda a la de las películas de terror psicológico coreanas. Todo depende de cuál haya sido su historial de desarrollo ontogenético. Lo que importa es que esas sensaciones yuxtapuestas a la marca, que el discurso publicitario es el encargado de suscitar, pueden constituir el empuje decisivo (para bien o para mal) a la hora de decidirse entre dos vehículos de gama alta (como un Volvo o un BMW, por ejemplo), cuando no hay razones técnicas o económicas de peso para decantarse por uno u otro. Es más, pueden ser la causa de que nos acerquemos en primer lugar a uno u otro concesionario y, cubiertas nuestras expectativas en relación con las prestaciones y precio del vehículo, decidamos no seguir buscando (como B. SCHWARTZ (2005) señala que ocurre con los sujetos satisfactores). A lo largo del capítulo 7 (en especial, 7.3.2.5.) vimos la importancia del marcaje emocional de la experiencia como factor amplificador de la atención sobre los hechos del mundo. El procesamiento cognitivo de imágenes o de mensajes multimodales capaces de reactivar estos circuitos neurales emocionalmente marcados (que suscitan una sensación somática, por tanto) es sin duda un buen medio de potenciar tanto el recuerdo del anuncio publicitario como el reconocimiento de la marca promocionadacxxxi . Cuando ocurre esto, la terminología al uso en marketing y sociología del consumo habla de marcas emocionales. De que las marcas quieren ser emociones: “Se dice que una marca ha de ser, antes que nada, una emoción” [J. COSTA (2005:159)]. Y ahí se detiene la explicación del asunto: decir que el discurso de las marcas es predominantemente visual en la actualidad y que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 329 la imagen es emocional (algo que cualquier persona percibe en virtud de su común experiencia fenomenológica) es una buena estrategia para escurrir el bulto justo ahí donde se convierte en protuberancia insuperable para continuar con una explicación en términos explícitos. Las dimensiones neurocognitivas del fenómeno se obvian absolutamente, lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta que el tema se aborda principalmente desde la óptica de la gestión de intangibles. Gestión, al fin y al cabo. Por el contrario, en este trabajo tratamos de exponer las razones neurofisiológicas y psicológicas que las mejores teorías de las que disponemos actualmente aportan para explicar este tipo de fenómenos. Hemos visto que las emociones son representaciones neurales cuyo contenido se refiere al cuerpo, y que los sentimientos se producen cuando percibimos simultáneamente nuestro estado somático en yuxtaposición a algún tipo de experiencia externa. Esto genera lo que hemos llamado un marcador somático, es decir, una representación latente en las áreas prefrontales de convergencia, y que contiene el conocimiento de cómo nos hacen sentir ciertos objetos o circunstancias externas. Este tipo de conocimiento puede reactivarse a partir de la percepción de ciertos estímulos (las imágenes visuales y auditivas de un anuncio publicitario, pero también las visuales de un determinado envase, las hápticas de la textura de un producto…) porque estaba previamente representado y, al reverberar de nuevo, dispara también el patrón somático y vagal asociado, que actúa como calificador de la marca-producto. Vemos, de este modo, que las emociones son comunicables, y que lo son de manera óptima por medio de estímulos de formato no proposicional, más cercano a experiencias de tipo analógico que hayan quedado neuralmente instanciadas debido a nuestro historial de desarrollo individual, a saber: imágenes visuales, acústicas, olfativas, hápticas…pueden desatar en nosotros patrones de procesamiento muy marcados emocionalmentecxxxii . En efecto, la materia prima de la emoción se encuentra en la simultaneidad de representaciones, en aquello que experimentamos cognitivamente como un conglomerado difícilmente secuenciable de representaciones multimodales. Esto lo saben muy bien los expandidores profesionales de marcas, como Martin Lindstrom. En una entrevista publicada en la contraportada del diario La Vanguardia el 13 de marzo de 2007, este investigador publicitario afirma que las marcas pretenden actualmente ocupar “todos los ámbitos sensoriales de la experiencia humana: color, olor, sabor, sonido…”. Esta línea está en conexión directa con el enfoque que adoptamos en este trabajo en relación con la génesis primordial de la identidad marcaria, que describíamos como fundamentada en el producto. Así, Lindstrom señala que los anuncios televisivos “son cada vez más irrelevantes porque ignoran la experiencia sensorial. Y al fin y al cabo, una marca es una experiencia que vende otra de producto o servicio”. Como ejemplo, pone el de la cadena Starbucks, que no emite publicidad televisada. Según este experto, Starbucks “tiene su olor: el de la crema”, y tiene también un sonido y un tacto, a saber: “el ruido de las máquinas cafeteras (…) y el tacto de sus butacones Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 330 hogareños…”. Otras marcas con campañas potentes de publicidad televisada, como Coca-cola, tienen también expansiones sensoriales importantes: la canción, el color, e incluso “el pssss que hace al abrirse”, así como “el frío que debe acompañarla” (lo que ha logrado transmitirse exitosamente en los anuncios por medio de la clásica imagen de la botellita de vidrio helada). Lo ideal parece, por tanto, utilizar la publicidad para potenciar la integración cognitiva de estas percepciones sensoriales del producto con un discurso simbólico susceptible de añadir un valor intangible (como el que aquí denominábamos de modo aproximativo libertad, pero que podría sintetizarse igualmente como placer de conducir, en el caso de BMW, o como hace también Harley-Davidson en relación con un estilo de vida determinado, que suele sintetizarse en un eslogan que integra el logo y que cierra sus campañas de publicidad televisada: “Born to Harley-Davidson”). En cualquier caso, como decíamos, sea lo que sea lo que añade el mensaje publicitario, es muy difícil de apresar en una palabra o en un enunciado sin tener la sensación de que lo más importante se nos escabulle constantemente. Así, Lindstrom señala que “Las marcas globales tienen sus himnos [canciones, melodías, sonidos] y sus banderas [logos y símbolos]cxxxiii , y yo ando metido en que tengan sus olores, su tacto, su sabor y que sean reconocibles en cada minúsculo fragmento de sus productos…”. En concreto, trabaja expandiendo la imagen corporativa de diferentes aerolíneas: Aunque usted sea ciego, sordo y mudo, el aroma de stefan floridian waters le hará saber que llega a un avión de Singapore Airlines. Hasta el lápiz labial de las azafatas está establecido en el manual de imagen corporativa. (…) Cathay Pacific también tiene su aroma (…) el olfato es el camino más directo de la experiencia a la memoria y de ahí a la decisión. (…) Usted olvidará las palabras más dulces del mundo, pero siempre recordará cómo olía quien se las dijo. 8.2.4.2.2. Pertenencia al grupo y autoconcepto: la marca como símbolo estético Hasta el momento hemos insistido en el modo en que la imagen de marca acumula atributos (se vincula a conceptos) que tienen su origen bien en una experiencia sensorial de interacción directa con los productos amparados por la marca, bien en procesamientos cognitivos desencadenados por estímulos publicitarios que pretenden generar en el consumidor marcadores somáticos por defecto (es decir, asociar el producto-marca a sensaciones somáticas positivas aun en ausencia de una experiencia real de uso). En relación con este último punto, es inexcusable considerar la sensación de pertenencia a un grupo como una motivación de consumo de máxima importancia en algunos casos. La pertenencia a un grupo es una necesidad presente en cada uno de los miembros de nuestra especie: no somos seres sociales por casualidad, sino por razones evolutivas. No se trata sólo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 331 del hecho de que seamos seres sexuados (lo que nos hace depender de otros organismos como nosotros para perpetuarnos), sino de que “un humano solitario enfrentado a la naturaleza con sus únicos medios” [J.L. ARSUAGA Y I. MARTÍNEZ (1998:314-315)] no tiene demasiadas posibilidades de sobrevivir. Las necesidades biológicas básicas de nuestra especie encuentran una satisfacción más exitosa en el seno del grupo social. Hasta cierto punto, la sensación de pertenencia es como el miedo: tiene que ver con la supervivencia del organismo que lo experimenta. Y, al igual que el miedo, esa sensación desata un conjunto de conductas biorreguladas, denominadas genéricamente de altruismo grupal. Tales conductas son todas aquellas que el individuo ejecuta en beneficio del grupo porque ello redundará indirectamente en su propio beneficio. Hasta aquí lo primero que nos interesa saber de la sensación de pertenencia. La idea principal es que forma parte de nuestra dotación biológica de especie y, por tanto, es un sesgo filogenético que pervive en los individuos actuales. Lo segundo que tenemos que saber es que la pertenencia al grupo se manifiesta no sólo conductualmente mediante acciones encaminadas a garantizar la supervivencia del mismo, sino también mediante vehículos de expresión simbólica cuya explicación resulta todavía un misterio desde el punto de vista evolutivo: nos estamos refiriendo al arte y a la estética. O, en otras palabras, a cosas que, desde un punto de vista práctico, no sirven para nada: adornarse el cuerpo con pinturas de colores no va a hacer que la caza dé mejores resultados en realidad. Fabricar estatuillas panzudas de barro no va a conseguir que las hembras sean más fértiles. Y sin embargo, desde sus orígenes, los diferentes grupos humanos han producido este tipo de manifestaciones: representaciones materiales que hacen referencia a lo que había en sus mentes. Señales convencionalmente asociadas en el seno del grupo social a determinadas creencias. En una palabra: símbolos. La pertenencia al grupo se sustenta, por tanto, en dos pilares fundamentales: 1) en ser capaz de interpretar tales símbolos (es decir, en dominar la convención, en saber a qué se refieren las señales) y 2) en actuar según las creencias que representan. Por tanto, los símbolos son en última instancia un elemento de cohesión grupal, cohesión que otorgará al grupo ventaja evolutiva frente a los otros. De nuevo en palabras de J. L. ARSUAGA Y I. MARTÍNEZ (1998:317) “Casi con toda seguridad, el éxito de nuestros antepasados radicó en alguna propiedad de grupo”. No nos encontramos en condiciones de afirmar aquí que tal propiedad sea nuestra mente simbólica. Pero lo cierto es que, para un buen número de autores expertos en la materia, esta capacidad de simbolizar es el requisito auténticamente indispensable para la existencia de lenguaje. Y a su vez, éste es lo que nos hace realmente únicos y lo que nos habría proporcionado ventaja evolutiva sobre el resto de las especies, incluidos los neandertales. Pero no nos desviemos del tema. Nuestro propósito es tan sólo proporcionar unas coordenadas teóricas básicas que permitan al lector entender la vinculación existente entre los símbolos y el sentimiento de pertenencia grupal, más allá de la comprensión intuitiva que de por sí le Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 332 proporciona su común experiencia fenomenológica. En efecto, todos sabemos lo que pasa cuando los hinchas de un equipo de fútbol queman la bandera del equipo contrario. No es sólo que los del equipo contrario se ofendan, es que se enardecen: observamos en ellos una reacción muy parecida a la que desencadena la respuesta de miedo: una respuesta de lucha-o-huye. La quema de su bandera es sentida como un ataque que pone en peligro la integridad y supervivencia del grupo al que representa. Un ataque tan real que desemboca normalmente en violencia física con consecuencias preocupantes para la salud de los individuos. Nada de esto pasaría si las banderas fuesen sólo lo que son materialmente, a saber: trapos de colores. Por el contrario, las banderas, como los himnos, son símbolos. No se respetan por lo que son materialmente, sino por lo que representan. En el mundo físico nadie está poniendo a nadie en peligro de muerte al quemar una bandera. Pero en la práctica es como si lo estuviera haciendo y, de hecho, la respuesta que más probablemente obtendrá no será ya simbólica. Veamos todavía un poco más en profundidad el porqué. Si algo nos permiten los símbolos es disociar representaciones de conductas y de hechos externos, en el sentido que expondremos a continuación. Las señales comunicativas que utilizan otras especies son por lo general índices, es decir: entre la señal emitida y lo representado existe algún tipo de contigüidad espacial o temporal. Son, por tanto, señales naturalmente motivadas. En otras palabras, para que un animal las emita tiene que ocurrir que el hecho externo al que hacen referencia (por ejemplo, la presencia de un depredador) esté teniendo lugar realmente. De este modo, la señal sólo se produce en presencia de lo que representa, y por tanto desencadena siempre una conducta asociada: un animal que escuche una señal de peligro efectuará automáticamente la conducta de huida correspondiente. En este tipo de sistemas de comunicación no caben usos desplazados. Este tipo de comunicación indicial es el que usamos también los seres humanos cuando vemos llamas, olemos humo, y oímos a una persona gritar aterrada la palabra fuego. En este caso, el humo, las llamas y la propia palabra actúan como índices de que algo se está quemando muy cerca, y sabemos que la conducta que debemos desplegar de manera inmediata es escapar y llamar a los bomberos. Pero la ventaja que nos proporcionan los símbolos se encuentra precisamente en su capacidad para actualizar ideas en la mente de los individuos sin necesidad de que los objetos a los que aluden estén presentes, o sin necesidad de que los hechos a los que hacen referencia estén ocurriendo realmente. Esto es lo que CH. F. HOCKETT (1971) denomina desplazamiento. Los símbolos hacen posible que el lector prosiga su labor de lectura tranquilamente tras haber procesado la palabra fuego en el párrafo anterior, sin necesidad de salir corriendo. El ser capaces de captar que una señal está siendo objeto de un uso simbólico y no indicial es lo único que nos permite bloquear conductas biológicamente reguladas para ciertos estímulos. O lo que es lo mismo, nos permite desvincularnos de las emociones innatas que, como ya sabemos, son las que desatan tales conductas. Y a partir de aquí, como el lector se figurará, todo es posible: la Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 333 capacidad de referirse a lo que no está ocurriendo se prolonga en la de referirse a lo que no se sabe si ocurrirá (lo hipotético), pero también a lo que se sabe con certeza que no va a ocurrir o que jamás ha ocurrido (lo irreal). En pocas palabras, los símbolos nos capacitan para mentir (para colocar en la mente del otro representaciones de hechos que sabemos que son falsos) y para confabular, con el propósito que sea. Lo que nos interesa de los símbolos en relación con la línea argumental de este trabajo es lo siguiente: del mismo modo que nos proporcionan la capacidad de abstraernos de lo que acontece en el entorno inmediato para situarnos en el mundo de la representación mental de lo que no está presente ni está ocurriendo, bloqueando de este modo las emociones y conductas asociadas que las mismas señales desatarían si fuesen índices, los símbolos ostentan también el poder contrario. La alucinación simbólica [E. DEL TESO (2010:6)] nos lleva a desatar en muchos casos conductas emocionalmente motivadas en respuesta a hechos que materialmente no están ocurriendo. Quemar una bandera no es comparable a atacar a nadie físicamente, pero en la práctica suscita las mismas emociones y desencadena las mismas conductas en los ofendidos que si se hubiera efectuado contra ellos una agresión física directa. Y, lo que es más importante, este tipo de procesamiento dislocado para el que nos capacitan los símbolos multiplica su capacidad de movilización emocional cuando lo simbolizado es un grupo social, porque el símbolo grupal apela a la sensación de pertenencia de los individuos que componen el grupo. Además, el efecto multiplicador es directamente proporcional a la conciencia de grupo que tengan tales individuos, es decir, a lo desarrollada que esté su identidad, a su cohesión interna. En este sentido, los grupos son como las categorías y su identidad la intensión correspondiente. Cuanto más claras sean las condiciones de pertenencia que definen esa intensión, mayor será la cohesión grupal interna y, por tanto, más uniforme el comportamiento de los individuos que conforman su extensión. De ahí la preocupación de muchos políticos por definir claramente las identidades nacionales en su persecución de ciertos fines (no vamos a especificar cuáles). En efecto, los nacionalismos son una invención humana que aconteció hace un minuto a escala evolutiva. Pero su fuerza radica en que se apoyan sobre un sesgo biológico heredado. De ahí que a cualquier persona, de la nacionalidad que sea, tienda a conmoverle más una desgracia si ocurre en su propio país que si lo hace en cualquier otro, aunque la zona del país afectada esté a miles de kilómetros, aunque nunca la haya visitado, y aunque no tenga allí familia ni ningún conocido. Esto es así porque atañe a un grupo social del que el individuo forma parte y, como dijimos, estamos cableados para que las respuestas emocionales se produzcan ante lo inmediato, ante lo que nos resulta psicológicamente próximo por el motivo que sea. Es por esto por lo que los símbolos grupales vehiculan una carga emocional fortísima: su procesamiento cognitivo desata una respuesta biorregulada que viene a satisfacer nuestra necesidad de pertenencia a una comunidad social en cuyo seno nos sentimos protegidos como Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 334 individuos. De este modo, todo lo que afecte al grupo será sentido individualmente como propio, tanto los logros como las derrotas. Y lo que lo defina también: de ahí se deriva el orgullo de pertenecer, y también una parte importantísima del autoconcepto de todo ser humano: la que afecta a su identidad social. En el seno del grupo, de nuestra identidad como sujetos se activa sólo la parte que es idéntica a la de nuestros pares: este es el correlato cognitivo de la respuesta emocional somática que configura un sentimiento de pertenencia. En efecto, como ocurre con toda reacción biorregulada, el estado somático tiene consecuencias sobre el procesamiento mental que efectúan los sujetos. Muchos individuos juntos que se sienten pertenecer a un grupo pueden llevar a cabo acciones que jamás realizarían a título personal: esto es así porque las dimensiones de su personalidad que los definen como sujetos únicos se anulan momentáneamente cuando se produce una movilización del sentimiento de pertenencia grupal. Por eso hasta en las manifestaciones pacifistas hay presencia policial. Contemplada fríamente, una manifestación no es más que un conjunto de personas diversas que decide pasearse de un lado a otro de una ciudad diciendo lo que piensa sobre un tema cualquiera. Una persona podría dedicar una tarde a hacer lo mismo y no habría un policía vigilando cada uno de sus movimientos. Lo que se debe a que los individuos y los grupos de individuos no funcionan igual ni cognitiva ni conductualmente: he aquí una clara manifestación de las propiedades emergentes de los sistemas dinámicos complejos. El grupo, que no es más que una aglomeración de individualidades actuando conforme a un patrón pasmosamente simple (a saber: reunirse en el punto A a las seis de la tarde para ir hasta el punto B) se autoorganiza: durante el trayecto corea mensajes y consignas que la mayor parte de las veces no estaban preparadas, que se le ocurren a un sujeto sobre la marcha y que son asumidas por el resto como propias. El estado cognitivo de cada una de las personas que integran la manifestación está focalizado en dos cosas: 1) la defensa de la idea concreta que sea motivo de la misma, y 2) en la consciencia de que hay muchas otras personas que están ahí para hacer lo mismo. Esto genera lo que Barsalou llamaría una categoría ad-hoc: una categoría para un propósito específico. En este caso, la conformada por los individuos que se pasean de A a B para defender la idea x. Individuos que, en ese momento, concentran su atención sobre dos ideas que difuminan sus personalidades concretas y los convierten en un macroindividuo de comportamiento homogéneo. En un grupo cuya condición de pertenencia consiste en defender una idea en la que todos creen, y al que por tanto están orgullosos de pertenecer. Nos encontramos, de este modo, ante un conjunto de individualidades cognitivamente niveladas en una situación de interacción real que posibilita que tal nivelación sea además mutuamente manifiesta. Esta consciencia de pertenencia espontánea a una colectividad mayor, aunque sea transitoria, es lo que dispara la respuesta emocional biorregulada, nivelando a los sujetos también a ese nivel, y lo que genera conductas que no se darían en los individuos aisladamente. He aquí un nuevo ejemplo de cómo el Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 335 contenido de los procesamientos mentales que llevamos a cabo tiene un efecto directo sobre nuestras emociones, sentimientos y conductas. Pero sigamos adelante con la línea principal de nuestra argumentación. Obviamente, en las sociedades actuales cada individuo puede pertenecer a muchos grupos, y puede elegir en qué grado se identifica con cada uno de ellos, es decir, puede decidir potenciar una parte de su identidad social e inhibir otras, en función de cuáles sean sus motivaciones. Como dijimos, una vez que la supervivencia está garantizada, los mecanismos básicos se sofistican, y se pueden desarrollar afinidades secundarias, del mismo modo que ocurre con las necesidades. Por supuesto, esto no implica negar necesariamente el hecho de que algunos aspectos de nuestra identidad nos vengan dados por la simple razón de haber nacido en el seno de un grupo familiar determinado y en un entorno sociocultural concreto. En efecto, familia y país son los grupos fundamentales a que un individuo pertenece en primera instancia. Sin embargo, en muchas otras áreas es el individuo quien decide cómo configurar su identidad social, lo que dependerá de su escala de valores personal, la cual, aunque veíamos en 8.2.3.3. que dependía en un sentido muy básico del entorno de desarrollo personal, es impredecible en última instancia. En cualquier caso, nos interesa insistir en la idea de que es el concepto que un individuo tiene de sí mismo, y cómo lo manifiesta de cara a sus congéneres por medio de las múltiples conductas que despliega en su entorno, lo que finalmente configura tal identidad. Así pues, las conductas son el vehículo que permite al individuo mostrar como propios ciertos atributos. Y si lo que se quiere mostrar son atributos intangibles, el único modo de hacer patente que se poseen de cara a la galería es manifestarlos a través de diversos soportes materiales, susceptibles de ser objeto de algún tipo de despliegue conductual: este soporte puede ser perfectamente el tipo de música que se escucha, el corte de pelo y la clase de ropa que se lleva, el tipo de ocio que se consume, los lugares que se frecuentan, la marca y modelo de coche que se conduce…y hasta la raza del perro que se tiene. Es esta clase de conductas lo que acaba por conformar lo que se denomina un estilo de vida. Actualmente, los productos de marca forman parte de las cosas materiales que los individuos pueden utilizar para definir la dimensión social de su autoconcepto. Esto es importante: dedicamos tiempo a cultivar el modo en que queremos que nos vean los otros porque de ello se van a derivar conductas determinadas hacia nuestra persona que esperamos que nos faciliten nuestros objetivos en la vida, es decir, que nos permitan satisfacer nuestras necesidades de la manera que nosotros consideramos más exitosa. Como ya señalamos al ocuparnos de las necesidades secundarias, para una persona el éxito puede consistir en desempeñar un trabajo anodino pero que le deje el suficiente tiempo libre para cultivar su pasión por el punk-rock. Lo más probable es que su estética y estilo de vida sean radicalmente opuestos a los del ejecutivo cuya máxima aspiración es llegar a ser presidente de una gran empresa. Y también lo será la estética de las personas que rodeen a ambos. Tendemos a rodearnos de personas afines a Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 336 nosotros, construimos grupos tácitos y difusos cuya simbología no reside en la univocidad de una bandera común, sino en pequeños detalles materiales cargados de significado que se encuentran por todos lados. En algunos casos, y durante determinadas épocas de la vida (especialmente durante la adolescencia, periodo en el que suele exacerbarse la necesidad de pertenencia del individuo a un grupo de pares), este tipo de afinidades se encuentra extraordinariamente bien definido y uniformado en su expresión simbólica. En el dominio de la sociología de grupos, las tribus urbanas serían las categorías bivalentes aristotélicas. En un libro no por frívolo menos revelador, C. RODRÍGUEZ (2008:135-144), proporciona las claves estéticas de hasta diez de estas tribus, a saber: punkies, raperos, emos, hippies, siniestros o góticos, bakalas, chandaleros, skinheads, grunges y rockers. En algunos casos, las marcas que utilizan sus miembros son blasones, como por ejemplo los polos de Tommy Hilfigher en el caso de los bakalas, la ropa de Nike en el de los chandaleros, o las Converse en el de los grunges. Para otras tribus, sin embargo, lo de usar marcas es casi un pecado, como es el caso de los hippies y los punkies, cuya ideología se caracteriza por ser totalmente antisistema. Pero el caso más impresionante, porque ha llegado a convertir una marca en símbolo de ideología neonazi, es por supuesto el de los skinheads y las botas Doctor Martens, especialmente el modelo con puntera de acero. Esta tribu tiene unas características estéticas muy bien definidas más allá de su corte de pelo: polos de Lacoste y Fred Perry, y camisas de Lonsdale. La bomber verde con forro naranja es también imprescindible, independientemente de la marca. Vaqueros en azul desgastado o negro, estrechos y un poco cortos para que se acoplen a la bota alta. Un uniforme en sentido literal, compuesto de prendas que sean funcionales a la hora de golpear y correr. Pero ojo: en estos casos la marca no hace el grupo. El fenómeno sociológico de las tribus es mucho más potente: son sus miembros quienes, principalmente por razones estéticas, escogen la marca. Con el tiempo, es la marca la que se beneficia (o sale perjudicada, según se mire) de los valores simbólicos que le transfiere la tribu, por un proceso de asociación experiencial similar al que describimos en 8.2.3.2. Por supuesto, que un producto de marca adquiera un determinado valor simbólico no implica que ese valor se active en todos los contextos. Como ocurre con todo símbolo, su uso depende de la intencionalidad que atribuyamos al portador. Es decir, nadie pensaría que la que escribe es una skinhead por el hecho de llevar Doctor Martens, del mismo modo que aunque llevase una camiseta con la bandera de Japón saltaría a la vista que no soy japonesa. Sin embargo, la intención de hacer manifiesta su pertenencia a la tribu por medio de símbolos estéticos es algo que no pasa desapercibido en ninguno de sus miembros. Lo más común, sin embargo, no es pertenecer a una tribu de por vida. En otras palabras, la mayor parte de la población no forma parte de categorías aristotélicas. Por eso el enfoque cuantitativo de la psicología de mercado, que elabora targets concretos de cara al lanzamiento de nuevas campañas publicitarias, tiene algún sentido. Si todos los grupos estuviesen tan Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 337 claramente definidos y estupendamente sincronizados en el uso simbólico de características estéticas externas, lo único que habría que hacer sería escoger a dedo un destinatario para el mensaje publicitario. Por eso decíamos más arriba que las afinidades secundarias en torno a las que nos agrupamos la mayor parte de la población responden a una lógica difusa. El modo en que construimos nuestra identidad social acaba por reflejarse en nuestro estilo de vida, por supuesto, pero la meta no consiste tanto en simbolizar eficazmente la pertenencia a un grupo monolítico, como en definir tal identidad en función de nuestras preferencias y motivaciones idiosincrásicas. De este modo, cada uno de nosotros acaba construyendo un autoconcepto que es un conglomerado de atributos diversos. Los estereotipos no son más que eso: constructos psicológicos que nos ayudan a categorizar con eficacia. Pero los individuos no son estereotipos. Si lo fueran, las taxonomías de consumidores cerradas funcionarían. Así pues, cada individuo trata de construir su identidad social sobre una serie de atributos que personalmente valora, los posea realmente o no. Cada uno de tales atributos puede entenderse como el deseo de pertenencia a la clase definida por la posesión de tal atributo, de modo que la identidad social quedará finalmente dibujada como un conglomerado de pertenencias diversas que el individuo trata de hacer manifiestas a los otros. En este contexto, los productos de marca pueden actuar como perfectos embajadores sensibles de atributos intangibles. Portando su símbolo nos hacemos dueños de los significados que su imagen acumula para nosotros. Los mostramos a la mirada ajena como nuestros: literalmente nos los atribuimos. Sin embargo, y obviamente, no todos los productos ni todas las marcas son susceptibles de ser objeto de esta clase de usos. No hay transferencia simbólica de atributos en el hecho de comprar una carretilla para el jardín ni yogures del Dia. Las motivaciones que guían la acción de consumo en casos de este tipo son funcionales y económicas, principalmente. Pero fíjese el lector en que esto no quiere decir que la emoción no intervenga para nada en tales procesos. Si reiteradamente compramos esos yogures, y no lo hacemos porque tengamos una situación económica tan precaria como para no poder elegir otros, será por algo. Este algo es que el producto nos satisface y, por tanto, confiamos en él. Y este tipo de evaluación, aunque se trate de un marcaje somático muy básico, no es ya racional. Como señalaba la cita con que iniciábamos el capítulo 7, no hay actos de consumo puramente racionales. Pensemos ahora en el ejemplo de la carretilla. Es la primera vez que nos enfrentamos a tal decisión y no sabemos nada de marcas de accesorios de jardín. Probablemente elegiremos una que cubra razonablemente nuestras necesidades funcionales y con un precio competitivo. Pero, si el producto nos da buen resultado, generará en nosotros una sensación somática positiva: estaremos satisfechos con la compra. Y cuando tengamos que comprar un rastrillo, por ejemplo, lo más seguro es que preguntemos al vendedor por la misma marca. A cosas como estas nos referíamos en los epígrafes anteriores cuando insistíamos en que la imagen de una marca se sustentaba principalmente en la experiencia directa del consumidor con el producto, y que Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 338 incluía las emociones que le generaba. La sensación de satisfacción es un estado somático, por simple que sea aquello la provoca. No hace falta que un producto nos conmueva estéticamente para decir que nos emocionamos. Pero el fenómeno que examinamos en estos momentos tiene que ver con productos en los que lo que prima no es su dimensión funcional. Aunque podríamos tratar de definir una lista cerrada de bienes en los que esto es más susceptible de acontecer, ha de quedar claro que el peso de las motivaciones individuales es determinante. Nos referimos a un hecho tan simple como que hay personas a las que no les interesan en absoluto los coches, otras a las que les es indiferente llevar perfume, y algunas para quienes un jersey es exclusivamente una cosa de lana que nos abriga en invierno y que no debería llevarnos más de cinco minutos comprar. Pongamos por ejemplo que la que escribe tuviera que comprarse un coche por necesidad laboral (la única circunstancia imaginable en que lo haría). Las motivaciones que primarían en la elección serían de tipo funcional y económico. No siento preferencia por marca alguna ni por ningún modelo en particular. De hecho, a pesar del anuncio de BMW, sigue sin gustarme conducir. Es prácticamente imposible que un anuncio de coches genere en mí un marcador somático por defecto que pueda tener algún peso en mi decisión de compra, simplemente porque no me interesan y sistemáticamente no les presto atención, salvo por deformación profesional. Ahora bien, si hablamos de perfumes mi receptividad cambia. No me sirve cualquiera y desde luego jamás llevaría uno barato. Y confieso que he acudido a probar nuevos perfumes tan sólo por el hecho de que su publicidad me había hecho pensar en un tipo de aroma capaz de decir algo concreto de quien lo lleva. Un aroma capaz de significar. Tengo varios para diferentes ocasiones, y disfruto cada uno de ellos intensamente porque para mí vehiculan significados diferentes. Si tuviese que elegir una etiqueta simbólica para cada uno, diría que Coco Mademoiselle de Chanel es la elegancia desenfadada, joven e irreverente, el Patchouly de Etro es el espíritu macarra alternativo, Envy Me de Gucci es la sofisticación urbana que transita asfalto y fiestas en las azoteas durante las noches chispeantes de verano, Amarige de Givenchy es el clasicismo ultrafemenino y Quizás, quizás, quizás de Loewe puede serlo casi todo a la vez, se transforma según la circunstancia, permite jugar pero es agradable y comedida. Podría añadir muchísimos atributos más a cada una de ellas, y describir el tipo de situaciones a que se asocian en mi memoria episódica, e incluso tratar de verbalizar las sensaciones somáticas que llevarlos me ocasiona (las emociones que me suscitan). Y podría enlazar la descripción de esta imagen mental multimodal que para mí tiene cada producto con la imagen mental que también para mí tiene cada una de las grandes casas de moda que los amparan. Y seguro que coincidiría en gran parte con las imágenes que otras personas receptivas a la moda y los perfumes tienen en sus mentes. El concepto que cada ser humano tiene de la misma entidad externa es exclusivo en el sentido en que estamos viendo: el de la naturaleza episódica de la experiencia individual, que acabará por reflejarse en un mapeado cortical único para cada sujeto. Sin embargo, como Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 339 miembros de una misma especie que habitan un mismo entorno, los seres humanos nos nivelamos cognitivamente sin problema, compartimos representaciones. Sabemos lo que es exclusivamente nuestro y que es difícil que otros puedan tener en mente y sabemos también qué tipo de estímulos dan lugar a qué tipo de experiencias emocionales estándar. A esto hay que sumar el hecho de que los medios de comunicación uniforman las mentes de los receptores: no adoptamos la misma actitud cognitiva en una conversación cara a cara que a la hora de procesar un mensaje mediado. Sabemos que la televisión y la prensa no se dirigen a nosotros en exclusiva, y por tanto al interpretar cualquiera de sus mensajes hacemos uso de los recursos que sabemos que utilizaría cualquier otra persona de nuestro entorno para procesar el mismo mensaje. No activamos más conocimientos de los necesarios, ni nada que sepamos que no es manifiesto para el resto de la población. Por eso la publicidad de una marca es efectiva a la hora de contribuir a crear una imagen socialmente consensuada de la misma (una de esas que entran a formar parte del imaginario colectivo contemporáneo [B. REMAURY (2005)]). Esta imagen, sin duda, pesa en mi proceso deliberativo a la hora de adquirir un nuevo aroma: en primer lugar, porque criba previamente aquellos que estoy interesada en oler. En efecto, si me intereso a priori por unos perfumes y no por otros es debido a dos cosas: 1) la marca que los ampara y 2) el marcador somático por defecto que la publicidad del producto concreto me genera. Lo importante es darse cuenta de que este marcador viene ligeramente a posteriori, una vez que la imagen de la marca está activa en mi mente. Como señalábamos en 7.2.7.2., todo lo que ocurre en nuestro cerebro es una cuestión de activaciones sincronizadas: las representaciones del objeto externo y del estado somático interno se simultanean pero no se mezclan, y de este modo son percibidas en conexión por el individuo. De esta sincronización de representaciones multimodales se deriva la imagen personal que una marca tiene para un individuo concreto, con todas sus idiosincrasias y matices episódicos y emocionales. Pero a la vez, esta activación sincronizada sin fusión, simplemente yuxtapuesta, es lo que permite al individuo ser consciente de hasta dónde llegan aproximadamente las representaciones que comparte con los otros, y cuáles van más allá, adentrándose en el terreno de las particularidades experienciales personales (en el terreno de la subjetividad en sentido literal). En síntesis, lo que intentamos poner de manifiesto es que no todos los individuos son igual de label conscious en todas las parcelas de consumo. El que un sujeto decida apropiarse de los atributos simbólicos de un producto concreto o de una marca (bien por puro placer o bien porque desea mostrar a los demás una determinada imagen con la que se siente identificado), dependerá en última instancia de motivaciones personales. De lo que el individuo valora, de lo que le interesa, y de lo que le hace sentir bien, simplemente. Sin este empuje fundamental es difícil que el sujeto tenga una imagen mental elaborada de marca alguna. No es posible desear poseer algo que se desconoce. Y no será posible que lleguemos a conocer ese algo si realmente Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 340 no tenemos el más mínimo interés en ello, sencillamente porque no desplegaremos las conductas encaminadas a tal fin. De este modo, vemos que la imagen de marca no es un ente autónomo que un equipo de creativos construye y que la empresa puede gestionar como se gestiona algo que se está quieto. Como cualquier concepto, la imagen de marca cambia de mente en mente. En algunos casos puede actualizarse como una idea extremadamente pobre (como el concepto de pollo de un niño urbano que jamás haya visto uno vivo de verdad, o como mi concepto de la marca de coches Peugeot, que se reduce básicamente a las imágenes visual y acústica de su logotipo). Sin embargo, en otras mentes, lo que en teoría es un mismo concepto, porque se refiere al mismo objeto del mundo externo, puede reverberar en una red neural extensísima que aglutine representaciones de extremada diversidad y riqueza. Todo lo cual depende del historial de procesamiento de cada individuo a lo largo de su proceso de desarrollo ontogenético. De su experiencia de vida, en pocas palabras. La labor de gestores y creativos es, salvando las distancias y los intereses económicos mediantes, como la de los lexicógrafos: su misión es generar un concepto aglutinante en el que los múltiples usos dinámicos que se producen por doquier puedan converger. Sólo que, en este caso, el concepto no queda impreso en ningún sitio en formato linguaforme, sino que reimpregna una y otra vez la experiencia de los individuos en formato multimodal y multimedia. La intensidad y eficacia de tal reimpregnación dependerá, en última instancia, de la atención que cada sujeto dedique al procesamiento de esos estímulos y, por tanto, será producto de las motivaciones individuales. Lo anterior explica las dimensiones de estabilidad y dinamicidad del significado de las marcas: lo que sus gestores ponen en el mundo físico actúa de nodo atractor en la generación de representaciones sobre las mismas. Es decir, cosas como el logotipo y el símbolo constituyen el anclaje de todos los procesamientos que vendrán (o no) después. Este tipo de cosas son las que se encuentran de manera estándar en las mentes de los miembros de un mismo entorno sociocultural. Todos conocemos los nombres e imágenes de las marcas que pueblan nuestro entorno y somos capaces de asociarlas por lo general a un tipo de producto o servicio. Este es el nivel mínimo de presencia que una marca puede tener en una mente humana. Sencillamente, para muchas personas ciertas marcas no llegan nunca a ser nada más que esto: nombres de productos en los que no están interesadas. Pueden ver los productos en funcionamiento a su alrededor por doquier en todo momento, pero ello no tendrá mayor impacto cognitivo si los estímulos no logran traspasar el umbral de atención, lo que no será posible en ausencia de interés. Cuando la que escribe va por la calle ve coches, sin más. Ahora bien, cuando la que escribe va por la calle es capaz de identificar perfumes. Por tanto, el grado de elaboración que la imagen de una marca alcance en cada mente individual (es decir, la riqueza de las representaciones que se sincronicen en el concepto para cada sujeto) es lo único que puede motivar que una persona decida ostentar el símbolo de tal marca con el Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 341 fin de atribuirse los valores que esta tiene para ella. O, si se quiere, con el fin de pertenecer a un grupo definido por los atributos aglutinados en esa imagen mental individual. Hasta qué punto esa imagen es compartida por los miembros de una comunidad sociocultural es, como estamos viendo, algo variable. El mismo concepto no alcanza el mismo nivel de detalle en todas las mentes. Pero a estas alturas ya sabemos que los seres humanos intuimos con bastante precisión qué representaciones son susceptibles de formar parte del patrimonio cognitivo de las personas con que nos relacionamos a diario o que, simplemente, pueblan el ambiente en que nos movemos. Personas que, de manera general, participan de nuestro estilo de vida. Es de cara a estas personas a quien ostentamos la marca, porque sabemos que hay una base común mutuamente manifiesta sobre la que actualizar algún tipo de significado. En efecto, decíamos que la mente simbólica es una propiedad de grupo: simbolizamos de cara a los otros y en función de una realidad mental compartida. Pero el significado de las cosas se instancia finalmente en cada uno de nosotros. Por eso no siempre logramos transmitir la imagen que pretendemos. O lo que es lo mismo: por eso la comunicación siempre puede fallar. 8.2.4.2.3. Teoría neurobiológica de la motivación: las nociones de información y relevancia expandidas. Incluso cuando nos comunicamos por medios lingüísticos, la máxima eficacia comunicativa no se logra siempre eligiendo los mensajes de mayor explicitud. Como señala N. CUETO (2002: 69): “Estamos diseñados para la respuesta rápida: los efectos informativos son mayores si sugerimos más que decimos. Se consume menos tiempo. (…) resultaría muy costoso y lento volcar sobre un enunciado todos y cada uno de los supuestos a representar por el receptor”. En efecto, al procesar cualquier mensaje buscamos por defecto un equilibrio entre coste y beneficio, donde el primero equivale a esfuerzo cognitivo, y el último se expresa en términos de efectos contextuales. O, dicho de otro modo, en términos de algún tipo de conocimiento relevante para el receptor, al que éste no hubiera podido llegar sin el estímulo comunicativo del emisor, a partir del cual se desata la cadena inferencial. Lo que planteamos en este trabajo es, en primer lugar, la necesidad de ampliar la noción tanto de lo que constituye un estímulo comunicativo, como de lo que constituye un efecto contextual. Esto se sigue ineludiblemente del hecho de haber ampliado la noción de contenido comunicable en la dirección de los pensamientos sin formato proposicional, entre los que se incluyen los sentimientos (que vimos, en 7.2.7.3., que eran también fenómenos cognitivos). Y además, es necesario para explicar fenómenos comunicativos como los que tenemos entre manos. Así pues, desde el momento en que un olor, una textura, una melodía o una imagen, logo o símbolo, son situados intencionalmente en el universo perceptivo del receptor con el objetivo de que éste los Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 342 asocie a una marca-producto/servicio, podemos decir que hay comunicación. El contenido de lo que se comunica, sin embargo, no es netamente codificable por vía lingüística, porque se trata más bien de sensaciones que se suscitan. Si la convivencia entre producto/servicio e individuo es prolongada (por ejemplo, somos clientes habituales de una empresa a lo largo de los años o utilizamos un producto determinado durante un periodo de tiempo dilatado) acabarán por surgir sentimientos asociados a situaciones de nuestra experiencia vital en las que la marcaproducto/servicio estaba presente. Y, por tanto, sentimientos asociados a la marca. La vía indirecta para conseguir asociar sentimientos a productos/servicios, y añadirles así valores intangibles (significados nuevos), es la publicidad. Los anuncios utilizan situaciones como si para transferir las calificaciones emocionales que solemos tener de tales situaciones a los productos/servicios. Al mismo tiempo, el componente verbal del anuncio puede activar conceptos de modo explícito (que restringen y orientan la cadena asociativa suscitada por el estímulo audiovisual no proposicional), para ir creando una especie de ideología de la marca, a saber: un conjunto de significados que no están inherentemente en la materialidad del producto. No podemos olvidar que los conceptos explícitamente activados por vía lingüística acarrean sus propias redes multimodales asociativas (sutilmente diferentes para cada persona), en las que se entretejen tanto componentes semánticos como episódicos (estos últimos tomados de la propia experiencia y emocionalmente calificados a su vez, lo que ayudará a personalizar la marca para cada individuo). En otras palabras, a la hora de significar no podemos establecer compartimentos estancos, simplemente porque la memoria humana se manifiesta en una estructura neurológica profusamente interconectada [J. FUSTER (2003, 2007)]. Lo anterior pone de manifiesto el hecho de que los efectos contextuales que obtenemos a partir de mensajes multimodales (que pueden incluir o no contenido proposicionalmente estructurado), constituyen un conglomerado de representaciones también de modalidad diversa. Tales representaciones se encuentran vinculadas entre sí por convergencia experiencial, de modo que la activación de una de ellas es susceptible de desatar una cadena asociativa que no ha de discurrir necesariamente enclaustrada en una sola modalidad representacional. Es decir: es posible que una imagen acústica nos conduzca simultáneamente a una imagen visual y a otra olfativa, e incluso a imágenes acústicas con estructura proposicional (esto es lo que ocurre precisamente cuando a partir de una melodía evocamos un eslogan, por ejemplocxxxiv ). Por tanto, de la ampliación de la noción de efecto contextual hacia el terreno de la información no proposicional se deriva la necesidad de contemplar la existencia de un tipo de heurística en la que la inferencia trabaja tanto sobre contenidos proposicionalmente estructurados como sobre conceptos multimodales. De hecho, las inferencias conceptuales no son sino una manifestación de nuestra capacidad asociativa. En segundo lugar, y como consecuencia de todo lo anterior, creemos necesario expandir la noción de lo que constituye información relevante. La pragmalingüística nos enseña que, Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 343 cuando nos comunicamos verbalmente, buscamos provocar un cambio en el estado cognitivo de nuestro interlocutor. En relación con esto, D. SPERBER Y D. WILSON (1994:63) señalan precisamente que “La eficacia sólo puede definirse con relación a un objetivo”. La información relevante será por tanto la que sea eficaz, es decir, la que nos conduzca a lograr nuestro objetivo comunicativo de manera óptima. Por tanto, sólo podremos evaluar la relevancia de un acto comunicativo (verbal o no), si tenemos en cuenta el objetivo que persigue, es decir: cuál es la intencionalidad subyacente del emisor. En este punto entran en juego las idiosincrasias de la comunicación publicitaria: el tipo de mensajes que estamos estudiando en este trabajo persigue transferir afectos, más que comunicar contenido proposicional, como hemos visto. Y esta parece ser la línea general en la publicidad actual. Por tanto, el objetivo de un acto comunicativo publicitario consiste en suscitar en el destinatario una determinada emoción que sea percibida en conexión con la marca-producto. El cambio en el estado cognitivo del destinatario no se manifestará en un supuesto con estructura proposicional obtenido vía mecanismo deductivo, sino en la experimentación de un sentimiento. Si el anuncio lo consigue podemos decir que habrá cumplido su objetivo con eficacia, y que habrá sido relevante para ese destinatario en concreto. Hemos visto que las emociones secundarias se desatan a partir de procesamientos cognitivos, y que los sentimientos constituyen la apropiación consciente del contenido de dos representaciones neurales yuxtapuestas, a saber: 1) la de la situación u objeto externo que suscita la emoción, y 2) la somática y vagal que constituye la emoción misma. Por tanto, provocar un cambio en el estado mental del oyente (es decir, colocar en su mente la representación de nuestro estímulo ostensivo, que no es sino un objeto externo) conlleva a menudo suscitar en él algún tipo de emoción o sentimiento. Esto puede ser un efecto secundario del acto comunicativo pero, en muchas ocasiones, resulta ser la intención principal del emisor. Con el lenguaje lo hacemos constantemente. Imaginemos a dos hermanos que van de visita a casa de sus padres muchos años después de haber abandonado el núcleo familiar. Al volver a ver la habitación en la que crecieron juntos, que permanece tal cual, los hermanos se miran y uno de ellos exclama: “¡Qué recuerdos!”. No es necesario codificar nada más para que en la mente de los hermanos se desate un torrente asociativo emocionalmente calificado que suscitará unos sentimientos muy fuertes. De hecho, a estos dos hermanos probablemente les hubiera bastado con la mirada. Pues bien, disponemos de muchos otros medios de lograr este tipo de efectos emocionales, entre los cuales la imagen resulta uno de los más eficaces (y también la música en la actual comunicación publicitaria). Así pues, asumir una teoría neurobiológica de la motivación, como hemos hecho en este trabajo, requiere ampliar las nociones mismas de información y relevancia. En efecto, la Teoría de la Relevancia no deja de ser una teoría de la motivación de los actos comunicativos. En palabras de N. CUETO (2002:65): Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 344 Toda actividad cognitiva es selectiva, es decir, requiere nuestra atención. Ésta se vincula invariablemente al interés. Lo que defiende la Teoría de la Relevancia es que la atención y el pensamiento humano se dirigen a la información que parece relevante. Que una información sea relevante significa que nos aporta alguna ventaja. El único problema que nos encontramos aquí es que la formulación de la Teoría de la Relevancia restringe su aplicación a informaciones con formato proposicional. La explicación que proporciona para los casos en que lo comunicado se acerca más a una impresión o una emoción que a un supuesto con este formato consiste, como veíamos en 8.2.4.2.1., en suponer que para el estímulo en vías de ser interpretado se activan simultáneamente distintos conjuntos de supuestos (lo que habíamos denominado complejos continuos). Estos complejos continuos de supuestos (proposicionalmente estructurados, por supuesto) serían las diferentes contextualizaciones posibles para el estímulo. El efecto de indeterminación y vaguedad procedería de la incapacidad del destinatario para decantarse por una interpretación u otra, lo que constituye precisamente el objetivo perseguido por el emisor cuando produce un mensaje deliberadamente vago. Hemos tratado por extenso los problemas que plantea asumir que nuestras representaciones cognitivas tienen formato proposicional en 5.2.1. y en 5.6.5., principalmente. Así que no abundaremos más en ello. Por tanto, tenemos que la Teoría de la Relevancia contempla que fenómenos cercanos a la emoción sean comunicables, pero la explicación que proporciona es exclusivamente de tipo cognitivo y no se despega jamás del formato proposicional. En este trabajo hemos examinado qué son las emociones y cómo se manifiestan a nivel cognitivo. Hemos visto que son redes representacionales cuyo contenido se refiere al cuerpo, es decir: patrones de activación que, al reverberar, nos producen una sensación somática. Y hemos insistido en que los estados somáticos afectan de manera directa al estilo y a la eficiencia cognitivos del sujeto que los experimenta. En lo que queremos insistir es en el hecho evidente de que las sensaciones somáticas no son complejos continuos de supuestos, ni se producen necesariamente debido al procesamiento cognitivo de estímulos lingüísticos vagos. Hay un ejemplo clásico en la obra de D. SPERBER Y D. WILSON (1994), en el que el sujeto A le pregunta al sujeto B lo siguiente: “¿Qué vas a hacer hoy?”. A lo que B responde: “Me duele muchísimo la cabeza”. Se trata de un diálogo perfecto para ejemplificar un fenómeno de vaguedad que impide a A cerrar cualquier interpretación de todas las posibles. Miles de supuestos pululando por ahí sin que podamos agarrar ninguno a ciencia cierta. Sin embargo, aquí no hay emoción, como en el ejemplo que poníamos un poco más arriba de los dos hermanos y sus recuerdos de infancia. Y esto no es así porque en las mentes de tales hermanos no puedan arremolinarse tantos supuestos como en el ejemplo de arriba. El problema, más bien, parece estar en los supuestos y en su pretendido formato proposicional. La neurobiología de los mecanismos emocionales nos está diciendo que esto no puede ser todo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 345 lo que ocurre en el plano cognitivo. Que las emociones son mucho más que un estado cognitivo de complejos continuos. De hecho, que son algo totalmente diferente y que, para la auténtica comprensión de cómo pueden ser comunicadas, hay que tener en cuenta cómo se instancian a nivel neurofisiológico. Por otra parte, la Teoría de la Relevancia asume que los seres humanos somos organismos dedicados a una optimización compulsiva de nuestro conocimiento del mundo. Sin necesidad de violentar este supuesto, es preciso suavizar y ampliar los términos en que se concibe tal mejora. Mejorar nuestro conocimiento del mundo no consiste en reeditar un almacén proposicional de información enciclopédica. Desde nuestro punto de vista, mejorar el conocimiento del mundo no es otra cosa que recrearlo en cada nueva actualización de forma que incorpore tanto las nuevas variables situacionales en que es activado como los cambios experimentados por el organismo desde la última vez que hizo uso del mismo. Mejorar el conocimiento del mundo es actualizarlo para que nos sea útil en el momento presente y de cara al futuro. Y de este conocimiento forman una parte fundamental las representaciones de cómo nos hacen sentir ciertos acontecimientos externos. Ya hemos visto cómo la adquisición de emociones secundarias se realiza sobre la base de las primarias, genéticamente determinadas. Y cómo todo ello ocurre en un marco de referencia constituido por lo que hemos llamado una escala de valores biológica, en la cual los estados homeostáticos del organismo (su supervivencia y bienestar) se consideran de la máxima importancia. Como señala A. R. DAMASIO (2003), “los sentimientos no son un lujo”, sino que aportan una información imprescindible para la actividad normal del organismo, a nivel tanto fisiológico como cognitivo. En efecto, el objetivo de modificar el estado cognitivo del otro (es decir, generar en él una respuesta interna) suele implicar un téleos ulterior. En relación con el propósito de los actos comunicativos, P. GRICE [(1975:530) en L.M. VALDÉS (2000)] señala lo siguiente: He enunciado mis máximas como si el objetivo central fuera el de intercambiarse información de forma máximamente efectiva; esta percepción es demasiado restringida, y el esquema ha de ampliarse hasta que tengan cabida en él objetivos generales tales como el de (…) influir en la conducta de los demás. En otras palabras: solemos pretender algo más que modificar los pensamientos ajenos: en tal objetivo hay implícito otro. En concreto, esperamos que de tal modificación se derive en nuestro interlocutor el empuje motivacional necesario para emprender acciones (respuestas externas), como la neurociencia cognitiva nos explica que ocurre en la mayor parte de los procesos de toma de decisiones racional normal. Como veíamos, una fría evaluación de pros y contras no conseguía arrojar por sí sola ninguna respuesta en los sujetos con lesión prefrontal vetromediana. Recordemos que una toma de decisiones es una selección de respuesta adecuada a la situación en que nos encontremos. Un enunciado lingüístico o una acción de consumo son, por tanto, respuestas externas a tipos de situaciones diferentes. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 346 Pues bien, influir en última instancia en los sentimientos de los otros, y no sólo en sus pensamientos, suele ser uno de los objetivos principales del ser humano en sus interacciones comunicativas cotidianas, como ya habíamos señalado más arriba. Y del mismo modo que sabemos qué hacer para suscitar en el destinatario un estado emocional en conexión con un objeto externo (como ocurría en el ejemplo de los dos hermanos), sabemos qué hacer para suscitarlo en relación con nuestra persona: conseguir que nos respeten, que nos quieran, que nos teman…, consiste en modificar las sensaciones somáticas que otros sujetos experimentan en nuestra presencia. Tratamos de hacer esto porque sabemos que de ello se derivará una conducta (un conjunto de acciones externas) determinada hacia nosotros, que deseamos porque nos beneficia en algún sentido. La comunicación publicitaria persigue también un objetivo de este tipo: conseguir que queramos el producto (y que, en consecuencia, ejecutemos una respuesta externa consistente en una conducta de consumo del mismo). Para ello trata, por medio de estímulos inevitablemente cognitivos, de movilizarnos a nivel emocional. El tipo de mensaje que utiliza se encuentra en consonancia con tal objetivo, y suscita en el receptor una clase de procesamiento que tiene que ver más con lo asociativo que con una cadena inferencial de tipo proposicional. Sin embargo, la información que comunica (los datos que consigue que se activen en la mente del receptor, el cambio que produce en su estado cognitivo) es óptimamente relevante en relación con el objetivo perseguido, a saber: activar en la mente del receptor un complejo continuo de imágenes mentales a partir de las cuales se disparen representaciones disposicionales capaces de recrear una sensación somática que dé lugar a un sentimiento. Sentimiento que, por convergencia estimular, se encontrará en relación con el producto-marca. Debido a todo esto, las variables que hay que contemplar al analizar este tipo de fenómenos comunicativos se extienden mucho más allá de lo puramente lingüístico. Por otra parte, si el objetivo de la comunicación publicitaria es suscitar un cambio interno (neurocognitivo) que se traduzca en una respuesta externa de consumo, este tipo de mensajes tan poco explícitos presenta otro tipo de ventaja, relacionada con el hecho de que las representaciones que es capaz de suscitar en la mente de cada individuo son predecibles sólo hasta cierto punto. Esto es así por el carácter genuino de la experiencia individual, que a nivel neural se manifiesta en un mapeado cortical y en un cableado de las áreas sensoriales primarias en relación con el sistema límbico y con las áreas prefrontales de convergencia que es diferente para cada persona. Decíamos que esta es una de las razones principales por las que el contenido de este tipo de mensajes es tan difícil de codificar. Muchas de las representaciones mentales que activa simplemente no son susceptibles de ser verbalizadas (sin sensación de que las estamos desvirtuando) porque contienen un componente somático y vagal importante que, además, se encuentra minuciosamente personalizado. Así, y esta es una idea en la que hemos insistido mucho, cada conglomerado representacional, cada red asociativa es, tanto a nivel cognitivo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 347 como neural, diferente para cada individuo, incluso cuando se refiere a lo que convencionalmente se considera un mismo objeto o hecho externo. De nuevo, N. CUETO (2002:32) lo expresa de forma sintética: “Cada individuo representa el mundo a través de la percepción, pero sobre la base de su especificidad empírica. Por consiguiente, en la interpretación de los datos pesa la experiencia de su aprehensión”. Además, la autora nos regala un ejemplo: dice que cuando piensa en el signo tostada, su representación particular es la de “las tostadas de pan de casa que me hacía mi adorada abuela catalana con aceite y chocolate” [N. CUETO (2002:34)]. Aquí tenemos verbalizado un conglomerado representacional en el que se ven implicadas áreas del córtex sensorial primario de tipo visual, gustativo y probablemente olfativo, pero también las áreas responsables de la sensación somática y vagal situadas en el córtex parietal (probablemente un estado de bienestar general), cuya representación se yuxtapone a las anteriores, que contienen el conocimiento del hecho externo descrito (las tostadas de pan de casa con aceite y chocolate que hacía la abuela). Estas áreas se encuentran conectadas simultáneamente con áreas límbicas (responsables del marcaje emocional de esa experiencia en la memoria, una especie de metarrepresentación que contiene la conexión existente entre el estado somático y la situación externa). Esta triple conexión se rerepresenta a su vez en las áreas de convergencia del córtex prefrontal, generando un marcador somático. Las redes neurales en que se instancian todas estas asociaciones (que, sin duda, no terminan aquí) existen exclusivamente en el cerebro de la mencionada autora. Para la que escribe esto, sin embargo, el signo tostada jamás hubiera implicado conceptualmente pan de casa, ni chocolate, ni aceite, sino más bien pan de molde, mantequilla y mermelada de albaricoque, y la presencia de mi madre en las mañanas soleadas de los veranos de mi infancia, quien doblaba el pan por la mitad para que pudiéramos untarlas en el café con leche, que yo ya tomaba desde antes de los cinco años. En definitiva: el signo tostada desata en ambas inferencias conceptuales totalmente divergentes. Sin embargo, ambas sabemos lo que convencionalmente significa tostada en español, y conocemos el aspecto, el sabor y el olor de lo que te dan en un bar español si pides una tostada: es decir, disponemos de una plataforma de conocimiento semántico y episódico mutuamente manifiesta. Las respuestas internas idiosincrásicas que ese signo desencadena en cada una son fruto de nuestra especificidad empírica (episódica) a lo largo de nuestro genuino desarrollo ontogenético. Y es precisamente esta maleabilidad, esta idiosincrasia potencial de los signos, la que vehicula la eficacia comunicativa del tipo de mensajes que estamos examinando: al depositar gran parte del peso interpretativo en cada individuo (al decidir ser más vagos que explícitos), éste aporta casi la totalidad del contenido, tomándolo de su experiencia. Y de este modo, el mensaje resultante (las imágenes multimodales que quedarán asociadas a la marca en forma de respuesta interna) será personalizado y exclusivo. Y profundamente significativo, pues se hallará emocionalmente calificado. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 348 Por otra parte, esto es algo que también puede ocurrir incluso cuando la línea de narración audiovisual es considerablemente explícita. Tomemos como ejemplo el anuncio de galletas Napolitanascxxxv, de Cuétara, encaminado a revitalizar el consumo de un producto profundamente consolidado en el mercado español, pero psicológicamente envejecido. El spot recrea el flash-back experimentado por el protagonista al morder una de estas galletas, mostrándonos cómo el sabor del producto es capaz de desencadenar una potente serie de asociaciones sensoriales que remiten a un pasado feliz. Es evidente que este mensaje es mucho más fácil de parafrasear que el propuesto por BMW. Se trata de dar a entender que las galletas siguen siendo tan buenas como lo eran hace muchos años (interpretación que queda confirmada por el eslogan final: Napolitanas: disfruta como antes), y de añadir a este hecho algo más: un valor emocional positivo sustentado en el pasado, al que se accede a través de imágenes visuales (la vieja tienda de ultramarinos y las calles adoquinadas sin apenas tráfico) y auditivas (la música, la voz de un ser querido). Obviamente, este no es un spot dirigido a un target infantil o adolescente, como los de Cuétara Choco-Flakes. Se necesita una experiencia vital concreta para sentirse identificado con el protagonista y, por tanto, conmovido a nivel orgánico. En efecto, si hemos comido Napolitanas alguna vez en nuestra infancia (y es a este sector del público al que principalmente se dirige el mensaje), este anuncio es una buena manera de reactivar los circuitos neurales en los que se almacena el conocimiento sensorial y emocional que tenemos de tal experiencia. En mi caso, tal experiencia episódica incluye las representaciones visuales de una casa de campo, de una tía con una pequeña tienda de ultramarinos, y de mi prima Isabel, compañera de juegos de la infancia, yuxtapuestas a las olfativas y gustativas del azúcar y la canela, a las auditivas del vocerío de mis tíos cuando llegaban de trabajar a última hora de la tarde, y a la representación somática que contiene el conocimiento sobre lo bien que me sentía cuando, antes de cenar, mi tía nos daba la galleta. Y cuando hago lo mismo que el protagonista del anuncio y me dejo llevar por ese conglomerado representacional reactivado, es decir, cuando esa representación disposicional latente en mi córtex asociativo se dispara, la potencia de la sensación somática que desencadena es tal que me hace desear reproducir la experiencia fisiológica de manera directa. Y sé que lo más cerca que puedo estar de conseguirlo es volver a saborear una galleta napolitana. Tenemos, por tanto, un estímulo comunicativo dimodal (audiovisual) cuyo procesamiento cognitivo desata una serie de inferencias conceptuales multimodales que movilizan a su vez una sensación somática (una emoción). De aquí se deriva una respuesta externa, es decir, una acción encaminada a satisfacer una necesidad adquirida, pero no por ello menos orgánicamente motivada. Todo lo cual no sería posible sin una base altamente idiosincrásica de conocimiento (memoria) previo. Como señalábamos en 8.2.4.2.2., no es necesario que una marca esté asociada a valores simbólicos abstractos para decir que nos emociona. Ahora bien, cuando esto ocurre y ciertas marcas son utilizadas por el individuo para simbolizar de cara a los otros un determinado estilo Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 349 de vida o la posesión de ciertos atributos intangibles, es necesario puntualizar, como de hecho ya hicimos, que hay una parte del marcaje emocional individual que se sacrifica necesariamente. Sabemos que la imagen que los otros van a activar en sus mentes no puede ser idéntica a la que hay en la nuestra, porque lo que una marca significa en última instancia para un individuo (y esto incluye lo que le hace sentir) depende de su experiencia episódica de interacción con múltiples variables. En otras palabras: la nivelación cognitiva afecta también a los sentimientos. Del mismo modo en que somos capaces de proyectar nuestra mente para inferir los datos que pueden estar activos en las de los demás, sabemos intuir los sentimientos que otros seres humanos pueden estar teniendo en relación con un determinado objeto o situación externa, debido a nuestra común base neurofisiológica de especie y a nuestra experiencia de vida en un entorno sociocultural similar. Los sentimientos que un mensaje publicitario trata de transferir a un producto, es decir, los marcadores somáticos por defecto que trata de generar, se fundamentan en conocimientos de este tipo. El que un individuo prolongue la interpretación por los caminos de la experiencia episódica personal (como en mi caso para las Napolitanas) es algo susceptible de acontecer, pero no tiene por qué ser así siempre. Y, desde luego, no merma la capacidad de nivelación cognitiva y emocional del individuo con el resto de sus congéneres. Ahora bien, cuando ocurre que el sujeto se deja invadir por la potencia de la experiencia asociativa albergada en su memoria personal, el beneficio psicológico que obtiene como consumidor del producto no es el de simbolizar nada de cara a los demás, sino el de la pura sensación somática placentera. Y esta motivación de consumo es tan poderosa (o más) que la constituida por el hecho de apropiarse de un atributo simbólicocxxxvi . 8.2.4.2.4. Profesionales del marketing e irracionalismo posmoderno La idea de un ser humano determinado en sus conductas de consumo por mecanismos que lo anulan psicológicamente es otra de esas leyendas que (como la de la subliminalidad que examinamos en 7.3.2.4.) gozan aún de buena salud a pesar de su total falta de fundamento empírico. A ello han contribuido tanto ciertos teóricos del irracionalismo, críticos con el sistema capitalista (especialmente Pierre Bourdieu y Jean Baudrillard) como, paradójicamente, los propios profesionales del marketing. El lector encontrará sin duda referencias bibliográficas que se ocupen en detalle de la estrategia de la distinción postulada por Bourdieu o del sistema de los objetos propuesto por Baudrillard, si es de su interés profundizar en las teorías de ambos autores. Lo que nos interesa señalar aquí es que ambos describen a un ser humano que ignora las verdaderas causas que lo mueven a actuar de una manera que ellos describen como progresivamente alienante. Sin embargo, y a pesar de que las ideas de estos teóricos son abiertamente anticapitalistas, sus argumentos Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 350 encandilan en el mundo de la creatividad publicitaria, y especialmente en el marketing de productos de moda. Veamos por qué. Como señala G. ERNER (2005:158), los creativos están convencidos de que la imagen de la marca es el único factor importante a la hora de distinguir un producto de otro y, por tanto, lo único determinante a la hora de desencadenar un acto de consumo. Es muy importante que quede claro que lo que en el ámbito del marketing de moda se entiende por imagen de marca es una noción muy alejada de las dimensiones neuropsicológicas que examinamos en este trabajo, y se refiere fundamentalmente a las campañas publicitarias, es decir, a las ideas que se comunican sobre la marca, así como al envase y al packagingcxxxvii. A lo largo de este capítulo hemos insistido, por el contrario, en que el proceso de sedimentación de la imagen de una marca (la creación de redes conceptuales asociadas a la marca en las mentes de los individuos) requiere de un tiempo dilatado. Esto es así porque el proceso es de tipo experiencial y se basa primordialmente en el producto, que suscita unas percepciones fuertes en el consumidor de las que la marca acaba siendo depositaria. Se trata de un fenómeno que obedece a factores de tipo neuropsicológico como los descritos en 5.5.2., es decir, de un proceso de conceptualización dinámico. Sin embargo, hemos visto también que, en la experiencia del consumidor, la imagen de marca tiene, por otra parte, una dimensión simbólica que procede principalmente de la comunicación publicitaria, y que es susceptible de agregar significados (atributos) al producto, los cuales trascienden sus cualidades materiales y funcionales. El intento de acelerar un proceso psicológico por naturaleza lento (si lo que pretendemos es crear un concepto sólidamente afianzado) es lo que ha llevado a muchos profesionales a privilegiar esta dimensión simbólica, con el objetivo de crear marcas fuertemente reconocidas mediante la estrategia de sustituir la experiencia reiterada del consumidor en el tiempo por la intensidad del impacto cognitivo. Cuando esta actitud se lleva al extremo, hasta el punto de considerar que el éxito de un producto-marca depende exclusivamente de la forma y de los valores simbólicos que toma (el logo, el packaging, la publicidad) dejando de lado sus cualidades materiales intrínsecas, es cuando se cae en los terrenos del irracionalismo. En opinión de G. ERNER (2005:167), habría razones de tipo sociológico que nos permitirían explicar el éxito de los teóricos irracionalistas entre los especialistas del marketing de la moda. Según este sociólogo, A diferencia de los creadores de producto, ellos no perciben los matices de la materia (…) Para ellos es el marketing, es decir, su trabajo, lo que justifica la diversidad de los precios. Esta convicción está tan arraigada que (…) los convierte en profundos label consciouscxxxviii. Por tanto, las ganas de creer en el poder ejercido a través del propio trabajo se encontrarían en el origen de la paradoja de que los profesionales del capitalismo citen sistemáticamente en sus manuales a los principales críticos de la postmodernidad. Y que, al hacerlo, se conviertan, junto Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 351 con ellos, en los principales obsesionados por el poder de las marcas. Es decir, en esnobs por amor propio. Así, los especialistas del marketing de la moda (…) ven al consumidor como una criatura completamente irracional, obsesionada por una forma apartada del fondo. (…) uno de los gurús americanos de esta disciplina (…) incita a las empresas a definir su irrational selling proposal [G. ERNER (2005:166)]. Que esto se sigue haciendo lo atestiguan casos como los de la industria del perfume. En efecto, se invierten considerables sumas en todo lo que no es el producto, que apenas representa un 10% del coste de producción total y que, además, es un proceso que generalmente se subcontrata a grandes grupos como L’Óreal, Coty-Astor, Unilever, o Procter&Gamble. El resto (sumas que pueden representar hasta el 180% de la facturación pronosticada) se invierte en el marketing, entendido en un sentido muy amplio (publicidad, frasco, packaging y presencia en los puntos de venta, principalmente). En palabras de G. ERNER (2005:158) “el perfume constituye la encarnación ideal del sueño de lo inmaterial, una traducción al marketing de la poética baudeleriana”. Y pone como ejemplo el caso de Viktor & Rolf, cuyo perfume Flowerbomb contaba ya con un frasco cuidadosamente diseñado y una campaña de comunicación muy potente mucho antes de que el olor existiera. Este fenómeno llega hasta tal punto que hay marcas que, para ahorrarse dinero en el proceso, compran directamente una esencia ya hecha, mostrando de este modo una total indiferencia hacia el producto. Sin embargo, el examen de ventas de un perfume conduce a una observación que apela al sentido común, esto es, a la importancia de la experiencia sensible: los primeros puestos de ventas no siempre pertenecen a productos firmados por marcas prestigiosas. (…) el consumidor resulta menos label conscious (atento a la marca) e irracional de lo que se cree. Tal y como pasa con el vino, la etiqueta no siempre tiene una influencia definitiva, puesto que ciertos sabores u olores gustan más que otros [G. ERNER (2005:160-161)]. Así pues, es obvio que el consumidor es receptivo al envoltorio, al frasco y a la imagen simbólica de la marca pero, por encima de todo, sabe que está comprando un olor. Tiene nariz. La marca sola no hace vender. Esto lo atestiguan grandes fracasos como el del perfume C’est la vie de Lacroix. Sin embargo, frente al esnobismo, los profesionales de la moda [y en especial de algunos sectores del marketing] tienen el reconocimiento que se tiene frente a una madre que alimenta. Tienden a creerse que el imperio del esnobismo se aplica a toda la sociedad. Comparten esta convicción con Baudrillard [G. ERNER (2005:171)]. Pero lo hacen de una forma fundamentalmente diferente, a saber: mientras los teóricos del irracionalismo trataban de desentrañar los mecanismos que conducían a sus congéneres a sostener un comportamiento que consideraban perjudicial y alienante, ciertos profesionales del marketing se regodean proclamando la existencia de una masa homogénea de consumidores sin Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 352 criterio, dispuestos a adorar lo que unos pocos elegidos dictan como tendencia. El placer se encuentra en pensar que quienes ostentan ese poder son precisamente ellos. Para concluir este epígrafe, nos gustaría llamar la atención del lector sobre el hecho de que la idea de racionalidad que estamos manejando se encuentra fundamentada en la experiencia sensible. Lo que consideramos irracional es el hecho de realizar una elección que ignora las sensaciones somáticas que nos despierta un producto y que toma como criterios decisivos las dimensiones formales y simbólicas de la marca. En efecto, para cualquier ser humano normal, esta no es la manera habitual de proceder. Las cualidades sensoriales y simbólicas del productomarca se encuentran integradas en un todo representacional, como hemos visto. Y más aún, las cualidades simbólicas (los significados o valores añadidos), en un proceso de conceptualización natural suelen venir a posteriori o, como mucho, simultáneamente a los atributos perceptivos básicos sobre los que se sostiene la identidad del producto-marca. Tratar de invertir el proceso ignorando completamente la experiencia sensible es como vender un frasco vacío: no esperamos este tipo de disonancia. Lo que esperamos es un producto mínimamente acorde a la comunicación realizada sobre el mismo (entendida en un sentido amplio que comprende todo lo que tenga que ver con el packaging y el diseño, además de con las campañas publicitarias). En otras palabras, nos sentimos decepcionados e incluso engañados si del bote de Chanel emana un aroma vulgar. Tal estrategia, sin embargo, puede pillarnos desprevenidos y conseguir que compremos productos que, finalmente, no nos satisfacen en la experiencia de uso (con lo cual es improbable que repitamos la compra y, además, suscitará una desconfianza natural hacia la marca). Y, sin duda, este no es el mejor camino para conseguir afianzar una marca a largo plazo. 8.2.5. Variables no programables en el sistema de la marca 8.2.5.1. Del modelo de recepción en diversidad hacia el entorno: lo que la medición estadística mediática no puede captar Hasta el momento hemos examinado dos de las principales variables de las que integran el sistema de la imagen de marca, a saber: 1) la que tiene que ver con las cualidades sensibles del producto experimentadas de manera directa, y 2) la constituida por la comunicación publicitaria, cuyo peso nos hemos ocupado de aquilatar convenientemente. En relación con la última, es preciso señalar que, en el ámbito de la comunicación publicitaria, ha reinado durante mucho tiempo el modelo denominado de recepción en diversidad, expresión técnica que “significa la posibilidad de utilizar, para una misma acción y contenido Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 353 comunicativo, varios canales físicos simultáneamente (…) [los cuales pueden] ser afectados por una notable probabilidad de perturbación (ruidos)” [J. COSTA (2005:126)]. Si bien este modelo pone de manifiesto el hecho de que actualmente los mensajes publicitarios raramente son monocanal (lo que hemos llamado discurso de la marca no es sino el intento de diversificación coherente de un mismo mensaje de base, el cual puede variar en grado de explicitud), y explica la sobreabundancia de estímulos publicitarios (redundancia) de un mismo producto-marca como estrategia para hacer frente al ruido comunicativo, se trata a todas luces de un modelo que se queda corto a la hora de encarar la complejidad del fenómeno de la imagen de marca. Ya hemos visto en parte por qué: las estructuras de significado humanas requieren para su comprensión de un enfoque poroso, transdisciplinar: la imagen de marca no es en ningún caso producto exclusivo de la comunicación publicitaria. En primer lugar, se sustenta en el objeto de consumo, en realidades materiales tangibles. (…) no sólo vemos anuncios de coches, de perfumes, de cereales (…). Vemos física y directamente esos productos en los escaparates de los comercios (…), en la calle, en el hogar (…). Y no sólo los vemos sino que los olemos, los oímos, los saboreamos, los conducimos, los tocamos [J. COSTA (2005:127)]. En segundo lugar, ocurre también que las marcas, en su dimensión de signos sensibles (logotipos y símbolos) están permanentemente en múltiples escenarios: la vía pública, los comercios, el hogar, el lugar de trabajo y de ocio, las exposiciones, los encuentros multitudinarios deportivos y musicales, los medios de transporte, las salas de espera (…), el ciberespacio [J. COSTA (2005:132)]. Estos diferentes escenarios son, al igual que la publicidad, soportes comunicativos de la marca. Y los contactos que propician “tienen un efecto insistente de reimpregnación en las mentes de los individuos” [J. COSTA (2005:132)]. Como vimos en el capítulo 5, tales contactos son las experiencias reiterativas de procesamiento a partir de las que se desencadenan los procesos de conceptualización humana. Así pues, echar un vistazo al entorno es suficiente para darse cuenta de que la percepción de marcas desborda el dominio de los medios de comunicación de masas, lo que implica que la medición estadística mediática es parcial: la medición es unidireccional: lo que se mide es sólo (…) lo que se emite, pero deja fuera lo que la gente efectivamente recibe. Esos contactos massmediáticos se miden (…) por cálculo de probabilidades a partir de lo que se emite. La diferencia real entre lo que se emite y lo que se recibe es lo que llamamos el coeficiente de acceso de los mensajes a sus destinatarios, y es obra de lo aleatorio y también del filtrado efectuado por los individuoscxxxix [J. COSTA (2005:129)]. De este modo, en tal coeficiente se encuentra un caudal informativo importante, a saber: el de las informaciones no programables, que incluyen tanto los contactos erráticos con las marcas que se producen constantemente en el entorno, como las opiniones emitidas por los propios Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 354 individuos acerca de las mismas. Este caudal de informaciones no deja de ser real por el hecho de que no se pueda medir, y es susceptible de modificar sustancialmente el entorno cognitivo de los individuos en relación con las marcas. En palabras de J. COSTA (2005:130): si se lograra modelizar el mundo cotidiano de las marcas en la línea de universo de los individuos, como un ecosistema con 20.000 variables, por ejemplo, y con la ayuda de una fórmula matemática de varios metros de longitud, tal vez se podría calcular el volumen del flujo de contactos sensoriales con las marcas que pueblan el mundo. Es este contacto sensorial multimodal constante y reiterativo lo que genera surcos de atracción en nuestro espacio cognitivo: patrones que se van estabilizando a partir de la experiencia o, lo que es lo mismo, el concepto de una marca cualquiera que se va afianzando en la mente de un individuo concreto, al igual que vimos (en 5.5.2.) que ocurría con la generación de los conceptos más simples. El mecanismo básico que soporta la cognición es el mismo en ambos casos, y parte de la experiencia sensible (dentro de la cual incluíamos como una modalidad perceptiva importante el movimiento autogenerado, facilitador de la interacción con el entorno, no lo olvidemos). Como señalan E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:182) “Meaning is emergent in perceiving and acting in specific contexts and in a history of perceiving and acting in contexts”. Esta es la razón por la que cualquier marca necesita de un tiempo prolongado para llegar a ser percibida espontáneamente como algo significativo: la emergencia de su imagen (ese conglomerado representacional complejo) en las mentes individuales requiere de un periodo lo suficientemente dilatado como para permitir que nuestras reiteradas experiencias locales generen surcos profundos en nuestro espacio de estado cognitivo. 8.2.5.2. Redes sociales e informaciones indirectas 8.2.5.2.1. La emergencia de realidades mentales colectivas Así pues, además de los contactos erráticos con la marca como signo sensible, por medio de múltiples soportes facilitados por el entorno, y de los contactos sensoriales directos con los productos que ampara, existe otro factor en la generación de la imagen de marca relacionado también con variables comunicacionales no programables. Se trata de los intercambios de información que se producen en el seno del grupo social (el filtrado realizado por los individuos al que aludíamos arriba), principalmente, pero también de las informaciones difundidas de manera indirecta por los medios de comunicación. La cuestión central que nos ocupa es, por tanto, el hecho de que las opiniones de nuestros semejantes (las creencias que los otros tienen sobre algo) pueden llegar a alterar sustancialmente la imagen que una marca determinada había ostentado paras nosotros hasta el momento. Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 355 Esto es así por varias razones. La primera de ellas responde a lo que el sociólogo Robert Merton ha denominado self-fulfilling profecy (profecía autorrealizadora) y que consiste básicamente en que las definiciones colectivas de una situación (…) forman parte integrante de la situación y, por ello, afectan a sus ulteriores desarrollos. Este hecho es específico del hombre y no se encuentra en la naturaleza. Las previsiones sobre el retorno del cometa Halley no repercuten en su órbita, pero el rumor de la insolvencia del banco de Millingville tuvo una consecuencia directa sobre su suerte. Profetizar su hundimiento fue suficiente para provocarlo [G. ERNER (2005:136)]. La profecía autorrealizadora de Merton suele explicarse en el ámbito de las Ciencias de la Información como una metáfora del Principio de Indeterminación formulado por Heisenberg para el dominio de la física cuántica. La idea que nos interesa extraer del mismo es que no es posible acceder a la observación de ciertos fenómenos sin modificar su trayectoria, es decir, la manera en que acontecen. De este modo, el reflejo mediático de cualquier situación, por más objetivo que se pretenda, afectará al desarrollo posterior de la misma. El simple hecho de que algo se difunda a través de canales massmediáticos sesga ya cognitivamente su recepción, otorgándole por defecto mayor impacto (sobre esto incidiremos en detalle en el epígrafe siguiente). Por otra parte, los contenidos presentes en tales medios son los que acaban por uniformar el entorno cognitivo de los miembros de una colectividad cultural, su realidad mental. Tal realidad mental (lo que la mayoría de los miembros de ese grupo cree), influye de manera decisiva en las conductas que tales individuos desencadenan y, por tanto, en el desarrollo de los hechos materiales, es decir, en el modo en que suceden las cosas. Así pues, la realidad mental es producto de nuestra interacción con el entorno pero, a la vez, las respuestas internas (las representaciones mentales) que suscita en nosotros tal interacción, se traducen en una serie de respuestas externas (conducta), las cuales moldean nuestra realidad material. Y, por tanto, indirectamente y de manera recursiva, moldean también nuestra realidad mental. Esto es como decir que nuestra realidad mental se retroalimenta a través de las acciones que ejecutamos. En definitiva: somos seres corpóreos y cognoscentes, lo que significa que nuestras mentes existen por medio de nuestro cuerpo, y a través de él aprehenden y modifican el entorno. De este modo, los cambios del entorno (muchos de ellos provocados por la exteriorización conductual de respuestas internas) se incorporan a nuestros conceptos. En palabras llanas, lo anterior se resumiría en que actuamos de acuerdo con las expectativas que tenemos acerca de lo que podría suceder y de cómo tales hechos hipotéticos podrían afectarnos, y que esto suele influir considerablemente en lo que ocurre finalmente. Y si somos capaces de generar expectativas es por experiencia previa, conocimiento del mundo, memoria, saber enciclopédico, o como prefiramos llamarlo. La que escribe prefiere denominarlo memoria, porque el término acepta con facilidad el importante matiz del marcaje emocional, clave en los Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 356 procesos de toma de decisiones referidas al ámbito personal y social, como hemos visto en el capítulo 7. La ley sociológica formulada por Merton nos interesa porque se encuentra directamente relacionada con el modo en que funcionan los rumores, es decir, con el modo en que emerge una realidad mental colectiva. O, en otras palabras, con cómo lo que comienza siendo una opinión aislada acaba por convertirse en un consenso generalizado sobre algo que, a su vez, desencadena una serie de acontecimientos relacionados con ese algo (que no hubiesen ocurrido de no haber existido el rumor inicial). Lo anterior contradice abiertamente la presuposición paremiológica de que Cuando el río suena, agua lleva. Por el contrario, muchas veces el río acaba por ir cargado de agua porque somos nosotros mismos los que acudimos en masa a llenarlo con nuestros cubos. 8.2.5.2.2. Aspectos sociopsicológicos y neurocognitivos del procesamiento de información Sin embargo, hay que puntualizar que la observación de Merton no es más que la constatación de un fenómeno de polarización, es decir, no explica qué mecanismos psicológicos influyen en el proceso de establecimiento de consenso social en torno a un rumor plausible. Nuestra hipótesis al respecto está relacionada con tres cuestiones primordiales: 1) Identidad de la fuente emisora: el peso computacional que los seres humanos atribuimos a las informaciones está en función de su procedencia o, en otras palabras, en relación con el hecho de que “el profeta importa más que el mensaje” [G. ERNER (2005:138)]. Esto es algo que también señalan D. SPERBER Y D. WILSON (1994) en su explicación de cómo el dispositivo deductivo humano manejaría los supuestos en un proceso inferencial de tipo heurístico. En concreto, estos autores señalan que la fuerza de un supuesto en nuestro entorno cognitivo depende, en primer lugar, del modo en que lo hayamos adquirido. Si lo hacemos por vía lingüística, entonces su fuerza dependerá de la confianza que tengamos en la persona que nos lo transmitió. En otras palabras: de la fuente emisora. Este punto se encuentra en relación con el hecho de que la relevancia óptima de un mensaje cualquiera no es un parámetro constante, sino variable. Tal variación oscila en función de dos factores, a saber: 1) la situación comunicativa concreta y 2) la identidad de nuestro interlocutor. Si mantenemos constante el segundo factor y alteramos la situación comunicativa, resulta obvio, por ejemplo, que la relevancia óptima que esperamos obtener de lo que pueda decirnos un vecino que nos encontramos en el ascensor es muy poco exigente. Sin embargo, si ese mismo vecino llama a nuestro timbre un día a las dos de la mañana y nos saca de la cama para atenderlo, desde luego no pensamos que sea para hablarnos del tiempo. En otras palabras, las expectativas que generamos sobre el mensaje exigen que este sea lo suficientemente relevante como para compensar la invasión del espacio Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 357 privado a horas tan improcedentes. Es decir, esperamos que sea algo realmente importante. En relación con el segundo factor, la relevancia óptima varía de manera general dependiendo de quién sea el emisor del mensaje. En pocas palabras: solemos esperar mensajes más relevantes del presidente del gobierno que del camarero del bar de la esquina (otra cosa es que nuestra expectativa de relevancia quede satisfecha). De hecho, la expectativa de relevancia para los mensajes emitidos por un interlocutor concreto puede anularse por medio de lo que técnicamente se denomina argumento ad hominem. Tal estrategia consiste básicamente en desacreditar a nuestro interlocutor focalizando la atención del auditorio no en los supuestos comunicados por el emisor, sino en la identidad del mismo, que se reduce simultáneamente a un estereotipo descalificador. Es decir, en lugar de rebatir el argumento, se niega la expectativa de relevancia para cualquier cosa que tenga que decir el emisor sobre un tema concreto. Es como si la intervención de una diputada en el Parlamento fuese respondida con un mensaje del tipo: “Acaban de escuchar ustedes la opinión política de una mujer. No tengo nada más que decir”. Este tipo de mensajes deslocalizan la atención del contenido que se está debatiendo para depositarla en la credibilidad de quien emite los juicios, como si la validez de un argumento sobre un tema dependiera de la identidad de quien lo emite. En este caso, no hace falta que redundemos en el concepto de mujer que se pretende activar en las mentes de los destinatarios ni que expliquemos por qué resulta ofensivo. Hemos mencionado esta estrategia comunicativa porque pone de manifiesto hasta qué punto la credibilidad que otorgamos a una información puede llegar a depender de la identidad de la fuente emisora. Es por esto por lo que las informaciones provenientes de personas a quienes conocemos bien son más relevantes para nosotros, ya que su credibilidad se encuentra confirmada de antemano. 2) Frecuencia de procesamiento: los mensajes que se procesan repetidamente a través de múltiples vías adquieren una mayor confirmación cognitiva (es decir, tienden a convertirse en creencias fuertemente consolidadas independientemente de que tengan o no algún fundamento real); y 3) Preeminencia cognitiva: los mensajes que activan un marcaje emocional negativo potencian la focalización de la atención sobre los mismos, por lo que su impacto cognitivo es mayor, lo que tiende a aumentar la fuerza de confirmación de manera inmediata. Como señalábamos en el capítulo 7, los marcadores somáticos actúan en general como focalizadores de la atención sobre los hechos que los activan, señalando de este modo su efecto potencial sobre el organismo. Que los marcadores que nos permiten intuir consecuencias negativas sean más potentes se debe a razones evolutivas relacionadas con la supervivencia. Adquirir miedos irracionales a cosas inofensivas puede resultar muy molesto, pero no nos va a matar, mientras que no ser capaces de generar la reacción apropiada ante algo potencialmente dañino sí podría hacerlo. Como dijimos, estamos cableados para que este tipo de respuestas somáticas sean inmunes a los argumentos racionales que pretenden desmontarlas. De este modo, pueden generan sesgos avasalladores Maite Fdez . Urquiza Comunicación Visual 358 contra datos objetivos, como ocurre cada vez que un accidente aéreo es reportado. Su aparatosidad es tal, el número de muertos tan elevado, y el marcaje somático que generan las imágenes de la catástrofe tan potente, que el impacto cognitivo que nos provoc